El fantasma del amor
Roscoe abrió una de las botellas de Margaux cosecha 1929 que había traído de la bodega de Tivoli y llenó las copas. Se sentaron en los dos sillones de mimbre ante la chimenea, los asientos preferidos por los fantasmas visitantes, según una tradición de Tristano que databa de la época en que los espiritistas entraban y salían por las ventanas. Veronica cree que todavía lo hacen. Al principio identificaron a los fantasmas como amigos de Ariel, y hace mucho que los datos se perdieron; pero ciertas cosas eran recurrentes en las anécdotas: se trataba de hombres de pelo gris, bien vestidos pero con cierta rusticidad, y que tomaban coñac.
Los fantasmas dejaron de estar de moda cuando se completó la casa principal y la vida social de Tristano ascendió a una escala social superior colina arriba, pero recuperaron su actualidad a comienzos de los años treinta, cuando, a una hora tardía, uno de los Peabody de Boston, un amigo de Elisha perteneciente al mundo de las finanzas, juró que dos caballeros estuvieron sentados delante de él durante quince minutos, haciendo caso omiso de sus esfuerzos por participar en su conversación, limitándose a estar espectralmente distantes, pero sin ser audibles. Producían sonidos, aseguró Peabody, nada que pudieras repetir en palabras, sino más bien como exhalaciones y jadeos, y, sin embargo, su porte y su sintaxis parecían a la altura de la conducta y la conversación correctas que podrías observar en cualquier club bostoniano. Cuando desaparecieron, también se esfumó la botella de coñac de Peabody.
Siguió una proliferación de avistamientos, algunos vívidos, uno o dos aterradores para los testigos, pero durante el resto de la década la moda se apagó. En 1940, Pamela dijo haber visto un fantasma en el Chalet Suizo, un hombre musculoso y descamisado, pero se consideró que era una visión fantasiosa, avivada por el gin-fizz, del joven francocanadiense que trabajaba en la cocina de Tristano. Ese mismo año, Veronica se despertó de la siesta que hacía en una tumbona en el Pabellón de los Trofeos y vio una joven espectral en pie al lado de la chimenea. Veronica le preguntó quién era, la mujer hizo un vago gesto hacia el hogar y Veronica le preguntó: ¿es ésta tu casa? La mujer pareció asentir, aunque Veronica no podría decir cómo lo hizo. Fue al baño, se lavó la cara y al regresar vio que la mujer seguía allí, pero se estaba difuminando, y entonces desapareció. Veronica se lo contó a Elisha, y éste le pidió: no se lo digas a nadie o creerán que estás tan loca como Pamela. Pero ella se lo dijo a Roscoe, quien recordaba la anécdota y ahora le preguntó:
—¿Quién crees que era realmente?
—Alguien que vivió aquí y a quien le molestaba que hubiera desconocidos en su casa.
—No te la inventaste.
—No.
—No era una ampliación de tu deseo de creer en los fantasmas.
—De ninguna manera.
—No tenía nada que ver con Rosemary.
—En absoluto. Deja de someterme al tercer grado.
—Sólo me estoy preparando para los fantasmas, en caso de que veamos alguno.
—¿Crees que veremos?
—No, pero, por otra parte, sí, o incluso posiblemente. Pasemos a cuestiones más serias. —Alzó su copa—. A Tristano. Realmente estamos aquí.
—Te dije que vendríamos —dijo ella, y tomó un sorbo de vino.
—Nunca confío en que nadie me diga la verdad.
—Hay que celebrar lo que has hecho.
Se había quitado su grueso jersey de lana y ahora llevaba una elegante chaqueta de punto beis. Se había recogido el cabello en un encantador moño dorado, y su sonrisa daba motivos a Roscoe para creer que no sólo estaba en su sano juicio sino que iba camino de acceder a una verdad importante y siempre peligrosa.
—Iré a la casa de Belle y le pediré la llave del edificio principal —le dijo a Veronica.
—Tengo mi llave —replicó ella.
—Y pensaba que lo de ir ahí sería idea mía.
—Sabía que pensarías eso, de ahí que trajera mi llave.
Veronica comprobó que Gilby estaba bien dormido y ambos ascendieron la larga cuesta hasta el edificio principal de la finca, Roscoe creando un camino con una linterna. Subieron los escalones del porche ahora vacío y pasaron ante el lugar donde Estelle Warner había tratado de seducir a Roscoe mientras su marido médico se ejercitaba con Pamela. Desde entonces, eran muchas las veces que Roscoe había subido aquellos escalones, y sin embargo el desdichado recuerdo seguía desplazando a todos los demás. Veronica abrió la puerta que daba al salón principal y encendió la araña de luces de sesenta bombillas, una versión electrificada de la original, que tenía sesenta velas. El exquisito mobiliario evidenciaba que no se había reparado en gastos: incrustaciones de troncos pulimentados en las paredes y el techo, de una elegancia rústica; la ventana de vidrio coloreado con la imagen de un unicornio que Veronica vio y codició en Venecia, y que Elisha compró y envió a la finca para darle una sorpresa a su mujer una noche mediado el verano de 1936; alfombras orientales, ahora enrolladas y cubiertas, cortinajes embalados, el sofá de piel y los grandes sillones tapizados, todos con sus fundas de invierno, una opulencia oculta.
Veronica encendió la lámpara de pie modernista, una de las varias lámparas de Tiffanys que había en la casa, y apagó la áspera luz de la araña. Había en la casa una humedad fría, pues durante el invierno las chimeneas estaban tapadas para que las ardillas no se instalaran en ellas. Roscoe estaba junto a la gran chimenea y miraba a Pamela semidesnuda sobre las alfombras de mapache, entra en mi salón, cariño, el salón del falso amor, vete de aquí, Ros.
—¿Por dónde quieres empezar? —le preguntó a Veronica.
—¿Empezar qué?
—No entremos en detalles. No quiero echarlo a perder diciendo lo que no debo.
—Entonces cada uno imaginará en silencio cuáles son los deseos del otro.
—Nunca podrás imaginar los míos —replicó Roscoe.
—Empezaremos arriba —dijo ella.
Subieron al dormitorio principal, y mientras ella encendía las lámparas de las mesillas de noche, Roscoe bajó las persianas de las cuatro ventanas de la habitación. Ella sacó una maleta del fondo de un armario y la abrió sobre la cama, y entonces buscó en los cajones, extrajo cuanto le pareció bien y lo metió en la maleta: unos tirantes ingleses, los gemelos que él utilizaba en las carreras o para observar pájaros, dos de sus billeteros abandonados, un joyero con alfileres de corbata y anillos, un puñado de pajaritas, programas de espectáculos de Broadway y las carreras de Saratoga que había guardado como recuerdo y media docena de camisas muy bien cortadas que tal vez Gilby podría ponerse el año siguiente.
—Es suficiente —dijo, y, tras cerrar la maleta, la dejó al lado de la puerta. Sacó la funda de la cama, la arrojó a un rincón y entonces se volvió a Roscoe, que estaba en pie al lado de la cama, mirándola—. Me siento joven —añadió.
—Fuimos jóvenes en esta casa, pero nunca en esta habitación.
Jóvenes amantes en cierto modo, amantes como niños, desconocidos de mediana edad que vuelven a la infancia. Pero ella no quería esos juegos infantiles, el toqueteo en la penumbra, hasta aquí y no más allá. Y el poeta que hay en Roscoe: me pregunto qué hacíamos antes de que nos amáramos, sin destetar mamábamos los placeres del campo, como críos. Ella se quitó la chaqueta y le desabrochó el jersey, se llevó velozmente una mano a la espalda y, como por arte de magia, sus senos salieron a la luz, plenos, brillantes, avejentados, cayendo pero no del todo caídos, unos senos de los que Roscoe nunca se había destetado, y dijo: te chupo a ti y a ti, a cada uno, a los dos, y ella dejó caer la chaqueta y se quitó el jersey y dejó que el sujetador le cayera en la mano y acabara en el suelo. Roscoe se acuclilló ante ella y le levantó la falda, encontró las medias, las ligas que las mantenían prietas en los muslos, las bragas de seda, las bajó por las caderas y apareció el vello púbico, brillante, del color del último follaje otoñal, y te beso a ti y a ti, lo hemos hecho a nuestra manera moderada. Y ella: sí, lo has hecho, es cierto, pero ya no tienes necesidad de ser moderado. Y se desabrochó la falda y la dejó caer, salió del círculo de tela, recogió la chaqueta y se la puso, tan desnuda como era posible dadas las circunstancias, pero me estoy helando. Roscoe se quitó la chaqueta y la camisa, volvió a ponerse la chaqueta en solidaridad con ella, se liberó de ropa, zapatos, calcetines, no puedes hacer el amor con los calcetines puestos, mientras Veronica se sentaba en la cama y esperaba con impaciencia a que él estuviera preparado, y entonces recorrió su cuerpo con la boca bajo la luz intensa, le palpó con ambas manos, nada infantil en esos movimientos, y le dijo: esto es sólo el saludo inicial, y entonces se levantó, le besó en la boca y le dijo: hay más. Le sonreía con una seguridad en sí misma que Roscoe nunca le había visto en aquellas circunstancias, y se sentó de nuevo en la cama, todavía abrazándole, y entonces le soltó, se tendió en la cama y abrió las piernas, pensando: por esto te castigan, por esto castigaban a tu madre cuando lo hacía, y, por supuesto, lo hacía, era más difícil para ella, ¿no es cierto?, en su época represiva, una judía católica, una mujer subordinada que no podía obstinarse en hacer lo que quería ni legalmente ni por disposición moral, castigaremos cualquier agresión, señora; sí, fue descocada para mi padre y así nos lo dijo, ¿y para quién más lo fue? Nadie más, ella no, y ¿qué me dices de ti, querida? El buen marido Elisha, ahora el buen soldado Roscoe, ¿y quién más? Roscoe avanzó hacia ella y vio que su rostro cambiaba de nuevo, el rostro tenso, la boca curvada por la expectativa del amor inminente, ¿es esto amor, Veronica? Ella le mira para ver qué aspecto tiene cuando la ve así e imagina aquello en que se ha convertido para él, y él para ella, y lo que esas imágenes les causan —instante singular— y he aquí de nuevo al poeta: mi cara en tus ojos, la tuya aparece en los míos, mientras ella se abre con ambas manos, gesto peculiar, nunca tan abierta, tan agresiva con este hombre, y el recato puede irse al infierno, le doy esto a Roscoe, quien me devolvió mi vida. Para ti, le dijo. Él se ha preparado para este momento durante treinta y un años, no te equivoques ahora, Roscoe, fácil es la vía hacia los divinos lugares. Roscoe es un hombre demasiado voluminoso, demasiado necesitado, demasiado mayor para tanta vida, ¿no es cierto? No, y no vayas por ahí diciendo mentiras acerca de Roscoe en medio de su sueño juvenil realizado; incluso su propia imaginación desinhibida ha sido vencida por lo que siente ahora, nada abstracto, ausencia de palabras, y, por supuesto, piensa que esta vez debe de ser auténtico amor, siempre lo ha sido con ella, incluso cuando esto se encontraba fuera de su alcance y sólo podía imaginarlo, engañarse a sí mismo, diciéndose que en realidad sería de otra manera, pero aquí está, ¿no es cierto? ¿Amor sincero? Y mientras él penetra en la brecha, dice: creo de veras que esto es amor, y ella replica: yo también lo creo, y Roscoe está dispuesto a decir que esto es una consagración de dos vidas gastadas, pero, como de costumbre, se pregunta, qué es lo que sucede aquí realmente, amor igual a amor, otra ecuación mentirosa, ¿no es así? Lo cual deja de lado el elemento oculto bajo lo familiar, el invisible ajetreo y barullo bajo la alfombra vegetal, el frenesí que debe de haber ahí debajo. Veronica se ve a sí misma emergiendo de un capullo como una mariposa azul, nueva para ella, aunque siempre ha conocido el amor con Roscoe, él siempre la ha querido, ella siempre ha gravitado hacia él, algo en verdad demoniaco por su duración, pero ha tenido que resistirse, no puedes vivir en el engaño y la humillación, un solo desliz en el hotel mucho tiempo atrás es todo, y ninguno con otros, oh, roces, tal vez, un beso fugaz, ella no recuerda quiénes eran, sí, lo recuerda, uno o dos, pero no importan, Roscoe siempre ha visto esa clase de cosas, Elisha nunca. Roscoe se siente realizado en los brazos de ella, un hombre ilustre y privilegiado que cree en que nadie más que Elisha ha estado ahí, lo cual es probablemente un autoengaño de nuevo, Ros, exaltándola y canonizándola, esta mujer atrevida, mujer a caballo, siempre tuvo una audaz imagen pública. ¿Crees entonces que eres el único que ha estado aquí? ¿Sólo lo ha vivido en sus fantasías? ¿De veras? Sí, eso es todo lo que hubo, no hables mal de ella. Y se mueven, pero de una manera inseparable, suelto el cabello dorado de ella, desprendido de las horquillas, las visiones de ella ahora como las poses de otras mujeres en el museo erótico de Roscoe; pero ella no es como otras, estas imágenes son nuevas, porque Veronica no necesita persuasión, excitación ni insistencia a fin de hacer nuevo cuanto siempre han sido, nadie como ella en el museo, porque esto es amor, mi amor, amor, mi amor, esto es todo todo todo todo amor, mi amor, y ahora deberíamos aceptarlo como verdadero, buscar la realidad que trató de matarte, y Roscoe ciertamente ha aprendido a hacer eso, pero evita la verdad, Roscoe, es el enemigo. ¿No es cierto que ella acepta a Roscoe? Lo es. Sabe cómo le ha intimidado, no con largos años de renuncia, él puede encajar eso, sino mediante el rechazo, que no encajó bien en absoluto. Pero, ah, estas torturas del amor, y esta noche Roscoe las posee, sí, posee las más dulces de las torturas, menos dulces que maniacas, que expanden los sentidos de Veronica mientras los dos llegan al clímax, y ahora ella no retiene nada, una vez, luego dos, y de nuevo, y, oh, Dios mío, otra vez. No le digas a Roscoe que esto es fraudulencia, esto es amor, mi amor, esto es amor, déjalo que llegue. Éste es el punto donde comenzamos.