Afinidades electivas
Los periódicos pregonaron a los cuatro vientos el discurso de Alex sobre cuestiones sexuales y las redadas de la policía: «El alcalde actúa con dureza contra el pecado y la obscenidad», «Nuestro alcalde soldado quiere una ciudad limpia para el regreso de los soldados». Detuvieron a veinte proxenetas y un surtido de prostitutas; pero, amigos, en Albany hay que pagar una cuota por hacer negocios. Las redadas indignaron a libreros y quiosqueros, pero los detectives de la Patrulla Nocturna les aseguraron que, pasadas las elecciones, recuperarían la mercancía.
Al día siguiente, cortejando todavía la primera plana, George Scully, el fiscal especial del gobernador, dirigió personalmente una redada de la policía estatal contra tres salones de apuestas de Albany, incluida la oficina central, de donde se enviaba por teléfono información sobre las carreras de caballos a locales de apuestas de toda la ciudad. Detuvieron a cuarenta trabajadores y apostantes, entre ellos Johnny Mack, el amigo de Patsy, cuya famosa Casa Blanca fue clausurada. Y Johnny se enfrentó a un juez por primera vez en cuarenta años. El candidato Jay Farley convocó una conferencia de prensa para decir que aquella manera abierta de jugar era una prueba de la connivencia política con los jugadores en esa ciudad corrupta.
En un mitin celebrado la víspera de las elecciones en la sede de los Caballeros de Colón, en la plaza Clinton, Alex dijo a los fieles del partido y la prensa que «el gobernador ha invertido medio millón de dólares en investigar esta ciudad, hostigar a nuestros ciudadanos, fisgar en nuestras vidas privadas, amedrentar a personas que no tienen ninguna relación con la política, y ¿con qué justificación? Ha inquietado a unos pocos jugadores, pero ha hecho que Albany cristalizara más sólidamente que nunca detrás de nuestro Partido Demócrata. Me entristece que nuestro ex gobernador, mi padre, Elisha Fitzgibbon, que fundó este partido con Patsy McCall y Roscoe Conway, no esté aquí para ver lo que ha sucedido en nuestra ciudad, pero hace un momento he hablado con Patsy y le he pedido que esta noche nos hiciera una predicción. ¿Quieres subir aquí, Patsy?».
Patsy, que no solía hablar en público pero que aquel año se veía trabado en un combate cuerpo a cuerpo con el enemigo, se levantó de su asiento en la primera fila y subió al pequeño estrado. Alex le hizo espacio ante el micrófono y entonces le preguntó: «¿Cómo crees que nos irá mañana, Pat?». Patsy se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, miró a la multitud de quinientas personas que, con sus pantalones holgados y su sombrero de ala ancha, le consideraban Jesucristo, y les dijo:
—El gobernador nos ha hecho la campaña. El alcalde Fitzgibbon será reelegido con una mayoría de más de treinta y cinco mil.
Y mientras estallaban los aplausos, los hurras y los silbidos, Alex puso fin al mitin diciendo por el micro:
—¡Ya le habéis oído, ahora hagámoslo!
Patsy había querido decir cuarenta mil, pero Roscoe tenía sus dudas. Cuarenta era un bonito número bíblico con el que humillar al gobernador, pero este año el número de personas registradas es de ocho mil menos que cuando Alex ganó en 1941. Ese año un solo taxista se registró ciento ochenta veces y votó doscientas tres. Nadie miraba. Este año muchos militares no han estado en casa para registrarse y, con la maldita policía estatal encima, los taxistas ya no son tan intrépidos. Roscoe ha sentido la necesidad de inflar las cifras de otra manera, y ha decidido poner los votos de Divino en la columna de Alex. Divino podría conseguir unos pocos miles de votos de protesta, y el cambiazo lo harían en el juzgado los seis miembros de la Comisión Electoral que presumiblemente representaban a los dos partidos, pero que en realidad eran todos demócratas. Roscoe le diría a Divino que no se quejara de las elecciones: le dejaremos quedarse con unos centenares y le daremos un trabajo para su madre al que no tendrá que presentarse. Roscoe también ordenó a los jefes de distrito que los cuatrocientos miembros del comité hicieran un segundo escrutinio. Nada de torpes suposiciones este año, queremos poner unas cifras comprobables ante las narices del gobernador. Tras el segundo escrutinio, Roscoe le mostró a Patsy que cuarenta era un número demasiado alto, deberían conformarse con treinta y cinco.
Llevaron mesas adicionales al cuartel general de Patsy para el recuento de los votos, media docena de contables municipales manejaron calculadoras y un equipo de voluntarias se encargó de las seis líneas telefónicas especiales. Joey Manucci fue dos veces al restaurante de Keeler en busca de bocadillos y café, y Charlie Foy y Tony Mirabile, de la Brigada Nocturna, se sentaron ante la puerta para impedir el paso a visitantes y periodistas. A las nueve de la noche, cuando cerraron los colegios electorales, sonaron los teléfonos y desde todos los distritos llegaron las últimas cifras. La única sorpresa auténtica fue un colegio electoral del distrito Noveno donde los republicanos no habían obtenido ningún voto, pero Bart Merrigan le explicó a Roscoe que en aquella máquina de registro y recuento de los votos emitidos la línea republicana estaba soldada. A las nueve y cuarto, en el cuartel general de Jay Farley, éste concedía y Alex prometía una entrevista para hablar de la victoria que tendría lugar a las diez en el ayuntamiento. A las nueve y veinte Bart encontró un mensaje telefónico de Patsy que Joey había tomado a las cinco y media, mucho antes de que llegara Patsy. La persona que llamaba pedía el número de teléfono particular de Patsy, pero Joey no quiso dárselo. La persona dijo que era de la Casa Blanca, pero eso no le hizo a Joey ni frío ni calor. Bart reprendió a Joey. «¿Serás idiota? Era el presidente. ¿No le darías el número de Patsy al presidente?» Bart llamó a la Casa Blanca y puso a Patsy en contacto con el presidente Truman, a quien Patsy había conocido a través de Tom Pendergast. Patsy había estado a favor de la candidatura de Truman a la presidencia en la convención de 1944, cuando la mitad de los delegados de Nueva York todavía apoyaban a Henry Wallace. El señor Truman le preguntó a Patsy cómo les iba a los demócratas de Albany bajo tanta presión del gobernador de Nueva York. «Ese individuo probablemente se me enfrentará en las elecciones de 1948.» Y Patsy le dijo: «Le hemos dado una buena paliza, señor presidente, y él ni nos ha puesto un dedo encima». Y el señor Truman replicó: «Buen trabajo, Patsy. Sabéis lo que estáis haciendo ahí arriba».
A las diez menos veinte se contaron los votos por correo. Se cambiaron los votos de Divino y el recuento oficial quedó así: 14.747 para Jack Farley, 320 para Divino LaRue y, como Patsy había dicho, más de 35.000 (concretamente 35.716) para Alex.
Después de que Patsy hablara con el presidente, fue al despacho de Roscoe y cerró la puerta.
—Quiero que vayas a ver al presidente —le dijo Patsy—. Quiero que le envíes un libro sobre la guerra civil y le hagas saber cómo le defendemos desde aquí.
Roscoe no replicó, y Patsy se quedó mirándole con una ceja enarcada.
—Que vaya Alex o cualquier otro —dijo Roscoe—. Yo he terminado, Pat. Te lo dije en agosto y te lo repito ahora. Los beneficios se han cosechado y no tengo nada más que hacer.
—Maldita sea, Roscoe, no empieces con eso.
—Se acabó, Pat. A partir de esta noche lo dejo. Bart puede hacerse cargo de esta oficina.
—No puedes abandonar la política. Sería como si un perro dijera que ya no quiere seguir siendo perro.
—Aunque sea un perro, lo dejo.
—¿Tiene que ver con Veronica?
—Es posible. ¿Por qué lo preguntas?
—Hombre…
—Hombre, ¿qué?
—Que vives en Tivoli y todo eso.
—¿Qué es «todo eso»?
—He hablado con Alex. No puedes guardarlo en secreto.
—No lo he intentado, pero, de acuerdo, estar con ella me ha cambiado la vida. Eso sí, estaba preparado para cambiar. Dudo de que jamás viva una época mejor que la vivida aquí durante veintiséis años, pero veintiséis años es mucho tiempo. Eres mi mejor amigo, Patsy, el único buen amigo que me queda. No te engañaría. No puedo aguantarlo más.
—Lo dices en serio.
—Ahora lo captas.
—No me gusta.
—Hemos ganado las elecciones, la ciudad sigue en tus manos, controlamos las cincuenta y dos cartas de la baraja. Celebrémoslo. La fiesta es en el local de Quinlan.
Tras hacer el último recuento y dejar que Bart cerrara la oficina, Patsy dijo que no le apetecía ir al local de Quinlan. Alex, por su parte, iría allá en cuanto terminaran las entrevistas en el ayuntamiento.
—Pero te acompañaré un rato, Roscoe —le dijo Alex, y durante el descenso desde la planta undécima en el ascensor guardaron silencio. Sólo cuando caminaban por la calle State Alex abrió de nuevo la boca. Miró una sola vez a Roscoe y entonces, con la mirada fija en el Capitolio que se levantaba en lo alto de la cuesta, le dijo—: Sé que tú y mi madre fuisteis a Tristano con Gilby, y sé que pasa algo. Es posible que tengas la mejor mente política de cuantos han alentado jamás esta ciudad. Sabes cómo manipular el poder, sabes ganar y, desde el punto de vista político, te estoy inmensamente agradecido. También fuiste un gran amigo de mi padre, un protector de mi madre después de su muerte, y espléndido conmigo cuando crecía. Aquellos fueron tiempos memorables, y recuerdo con afecto cuanto me decías sobre la diversión, el juego, la bebida y la apreciación de las mujeres. Ya no valoro esa clase de vida, pero tú has vuelto a hundirte en ella, y peor que nunca… Golpeas al vil director de un periódico en su propio despacho, te sorprenden con prostitutas desnudas, defiendes personalmente a esa puta viciosa, presencias la muerte de tu propio hermano a manos de tu amigo psicópata, y entonces planteas la hipótesis demencial de que mi padre violó a Pamela. Sí, ganaste el pleito, pero a qué precio… Un insidioso rumor falso que profana su memoria a perpetuidad. Siempre tratas de quedar bien con el mínimo común denominador, Roscoe, e incluyo a tu amiga Hattie, la propietaria de las casas de putas. Ésta es una ciudad grande y tenemos que tratar políticamente con gente de todo tipo, pero tú has puesto con demasiada frecuencia a mi familia en contacto con personas de los bajos fondos. Te digo esto con sentimientos muy encontrados, pero lo cierto es que te considero una influencia negativa para Gilby y un pretendiente inadecuado de mi madre. De modo que queda trazada la línea, Roscoe. De ahora en adelante, mantente apartado de mi familia. ¿Me entiendes?
Estaban delante del Ten Eyck. Dos parejas salieron del hotel y uno de los hombres dijo: «Felicidades, señor alcalde. Bien merecido». Alex les saludó agitando la mano y entonces siguió colina arriba hacia el ayuntamiento. Roscoe dio media vuelta y miró la calle State, allá abajo, la calle de las celebraciones. Una hoguera ardía ante el edificio del ferrocarril Delaware & Hudson, un grupo de niños le echaban combustible y un coche de bomberos subía por la cuesta haciendo sonar la sirena. Buzzy Lewis venía por la calle Pearl con dos docenas de ejemplares de la primera edición del Times-Union bajo el brazo, recién descargados de la camioneta.
—Eh, Roscoe, qué gran noche. ¿Quieres un diario? Publica una foto del alcalde.
—Claro, Buzz —dijo Roscoe y, tras darle a Buzzy una moneda, se metió el periódico en el bolsillo de la chaqueta sin mirarlo.
No había replicado a Alex, no podía decirle nada. Le imaginó soltando un discurso similar a Veronica, que se lo habría esperado. Durante el viaje a Tristano, Roscoe llegó a la conclusión de que ella no le había dicho a Alex hacia dónde iban las cosas y desde cuándo iban yendo, porque él podría haberle pedido que parara. Experimentó de súbito el reflujo de una época espantosa que finalizó mucho tiempo atrás, una corriente de suerte negativa. Sólo se habla de suerte cuando es mala. Roscoe abandonó la suerte a edad temprana. El poder, no la suerte, transforma lo posible. No te limitas a confiar en que las cosas salgan bien, ¿lo dices en serio? Las amañas, y entonces salen bien. El beau geste de Elisha, su gloriosa marcha hacia la autodestrucción, era ahora una realidad para todo el mundo, aun cuando Roscoe se lo hubiera inventado. Una lógica tan sutil que se convierte en historia. Creas lo que no existe y lo falso se vuelve verdadero tan sólo gracias a la existencia. Roscoe incluso inventó el epitafio de Elisha: «Mantente vivo, aunque tengas que matarte». Todo lo que Roscoe hacía era asegurar la continuidad del partido, de Alex, de la familia, del amor. Llegó a la conclusión de que Elisha había intentado restaurar la fraternidad perdida. Y, eh, ¿no se ha impuesto nuestro hombre en las urnas esta noche? Ahora lo sabe usted, gobernador: nada de comistrajos en el chiringuito del chivo.
En el Capitol Grill de Mike Quinlan resonaban las risas y las efusiones desbordantes de los demócratas, quienes son mucho más ruidosos cuando celebran una victoria que los republicanos. Tomaron a Roscoe como blanco en cuanto entró: apretones de manos, palmadas, besos, abrazos, guiños. Intentó responder a las felicitaciones, pero apenas podía hacerse oír por encima del sexteto de Tommy Ippolito que tocaba Paper Doll con un ritmo que ponía en movimiento sus rodillas. Pero no era posible bailar, pues el bar y la trastienda estaban atestados de clientes. Roscoe saludó con la mano a Tommy y sonrió mientras se abría paso entre la multitud. La mitad de las caras le eran familiares, conocía a muchos de nombre, sabía qué aspecto tuvieron en su infancia los que ahora eran mayores y qué aspecto tendrían los jóvenes a los ochenta. Phil Fagan, Kenny Pew, Ocky Wolf, todos ellos de San José, estaban presentes, exhibiendo sus cuellos arrugados, su falta de pelo, sus espaldas encorvadas; y Roscoe corregía sus defectos con el recuerdo visionario de su integridad adolescente. No sólo podía reconstruirlos en el pasado, sino que controlaba su futuro, motivo por el que estaban allí. No lo sabes, Ocky, pero ésta es mi última noche de poder sobre tu vida. Al día siguiente, Roscoe sería un hombre sin poder en una nueva vida que no debería nada a la coacción. Se fue abriendo paso hacia Hattie, sentada a una mesa para dos cerca de la orquesta.
—Hola, cariño —le dijo ella—. Has vuelto a hacerlo, ¿verdad?
—Lo hemos conseguido.
—Saluda a Ted Pulaski, que vive en mi edificio.
—Hola, Ted, vives en un espléndido edificio —le dijo Roscoe.
—Tengo una gran casera —replicó Ted.
—Le encantan los perros —dijo Hattie.
—Eso está muy bien.
—Le dije que enterré a mi perro en el Parque Washington para poder visitar su tumba, y Ted quiere ir a verla.
—Te gustará esa tumba —dijo Roscoe.
—Lo espero con ilusión.
—Estupendo. ¿Te gusta Ted, Hat? —le preguntó Roscoe.
—Sí, Rosky, me gusta mucho.
—¿Vuelves a tener ese famoso estado de ánimo?
—Es posible —respondió ella, y mordisqueó el lóbulo de la oreja izquierda de Pulaski.
Roscoe avanzó hacia el bar mientras se planteaba interrogantes: ¿viene el alcalde?, ¿dónde está Patsy? En el bar, Divino LaRue estaba explicando a varias admiradoras por qué él y Jay Farley habían sido derrotados por la maquinaria política de McCall.
—… conocen el sentido de tu voto por la manera de mover los pies en la cabina de votación, por el sonido de la palanca cuando la mueves. Entran en la cabina contigo o dejan la cortina abierta o le hacen un agujero o la lijan. «¿Cómo es que votas por candidatos de diferentes partidos, querido? Espero que nadie más de la familia haga eso.» Creedme, hacen bailar a esas máquinas. Algunas ya contienen cincuenta votos antes de que se abra el colegio electoral, y alguien tira de esa palanca cuarenta veces después de que se cierre. Jay Farley es una buena persona para ser republicano, y parece honesto, pero la honestidad no sustituye a la experiencia.
Adam Whaley, ayudante del fiscal del distrito, avanzó entre el gentío para susurrar:
—Una amiga tuya quiere verte, Roscoe. Se llama Trish Cooney. Se la estaba chupando a un tío a través de la ventanilla de su coche cuando alguien pegó un tiro a ese hombre por la espalda. Ella cree que le han tendido una trampa. La acusamos de conspiración y conducta deshonesta.
—Déjalo sólo en conducta deshonesta —replicó Roscoe—. No es lo bastante lista para la conspiración. Dile a Freddie Gold que le pague la fianza y envíame la factura.
Roscoe encontró a Mike Quinlan trabajando como tres hombres detrás de la barra en aquella noche frenética.
—Unas grandes elecciones, Roscoe. ¿Dónde está el alcalde?
—En el ayuntamiento, donde ha de estar. Escucha Mike, sólo estoy de pasada. Tengo que resolver unos asuntos en el norte del estado que no pueden esperar, pero esta noche ofrece barra libre durante una hora a mi cargo, y no se lo cobres al partido. Envíame la nota al hotel.
—Eres la víctima ideal para un fraude, Roscoe.
—Ésa es una posibilidad.
Se abrió camino hacia la puerta, salió y se detuvo en la fría noche contemplando la calle State, llena de coches aparcados pero sin nadie que la transitara. Estaba seguro de que Elisha se mató con una finalidad. El hecho de que la inventes no significa que no sucediera. Roscoe reflexionaba a menudo en su propio suicidio, pero en su caso no estaría justificado. No tendría ningún sentido que lo hiciera. Esto, por supuesto, era la vieja falacia de Roscoe, la de que todo tenía un sentido, cuando podría tener treinta y cinco o cuarenta. Uno nunca está resueltamente errado o acertado en cuestiones tan profundas. Lo que decían de los celtas también podría decirse de Elisha, que desde luego era celta en algún rincón de su alma, aunque sólo fuese por ósmosis de Patsy y Roscoe. Aquel hombre dijo que el celta era melancólico no por un motivo definido sino debido a algo inexplicable, rebelde y titánico. Fue un inglés quien lo dijo. Roscoe caminó calle State abajo hasta que encontró un taxi.
En Tivoli, Roscoe encontró a Veronica a solas en la sala del desayuno, cuando los criados ya se habían retirado a descansar. Tuvo que llamarla para dar con ella. Estaba vestida para la fiesta de la victoria, un nuevo vestido de tubo negro, el cabello con raya en el medio y caído en un único y gran rulo dorado que le rodeaba la nuca como el cuello de un vestido suntuoso. Sus pómulos parecían resaltar más aquella noche, la nariz era más aguileña, los párpados del color de la rosa de Sharon. Qué hermosura, Señor. Estaba sentada a la misma mesa y en la misma silla que la mañana en que Roscoe le dio la noticia de la muerte de Elisha.
—Has vuelto temprano —le dijo ella—. ¿No has ido a la fiesta?
—Me marché cuando comprendí que no ibas a venir. He visto a Divino LaRue. Cree que Jay Farley ha perdido porque la honestidad no sustituye a la experiencia.
—Puede que sea cierto.
—No hay ninguna manera de ser honesto. Siempre lo he dicho.
—Pero nosotros tratamos de serlo, ¿no es cierto?
—¿Tú crees?
—Yo lo intento.
—Estupendo. He tenido una conversación con Alex.
—Lo sé. Me ha llamado.
—Creía ser honesto, pero, naturalmente, no lo era.
—¿Por qué dices eso?
—¿No lo sabes?
—¿Ha mentido? ¿Qué te ha dicho?
—¿No te ha contado lo que me ha dicho?
—Lo que me ha dicho es detestable, pero tiene perfecto sentido para él.
—Perfecto sentido, pero no la verdad.
—¿Cuál es la verdad, Roscoe?
—Jamás digo la verdad.
—Dímela, maldita sea.
—No puedo hablar de ello. ¿No tienes tú cosas de las que no puedes hablar?
—Supongo que sí.
—Ya lo ves. Tienes un aspecto espléndido. ¿Algo que decirme sobre mañana o pasado o dentro de tres días?
Lo que Veronica le dijo entonces era de una lógica irreprochable. ¿Cómo podía abandonar ella a Alex y al sagrado Gilby, sus hijos? Sólo había que pensar en la terrible pérdida de su Rosemary. Tú, Roscoe, has sido responsable de todo lo hermoso que nos ha sucedido en los últimos meses. Eres tan abnegado… Amas a Gilby, él te adora, eres adorable, pero ¿qué sucederá cuando Alex vea a Gilby adorándote, o que vives con nosotros o nosotros contigo? Eso destrozaría a la familia. Alex cree que serás una influencia negativa para el chico. Sé que está muy equivocado. Es perverso apartarte de nosotros después de todas las cosas maravillosas que has hecho, pero si las hubieras hecho de un modo distinto, ¿tendríamos ahora un clima tan hostil para el amor? Tal como están las cosas, a Veronica sólo le queda una opción. Tal vez sea la equivocada, pero no puede evitarla. Oh, cuánto ama la personalidad de Roscoe, su amor prologado durante toda la vida, y ella sabe que su amor por ella es tan grande como lo fue el de Elisha. Ama a Roscoe de todas las maneras posibles. ¿No ha hecho el amor total con él? No ha negado nada a este hombre al que quiere de veras. Ahora Veronica y Roscoe se desean tanto que parece que hubieran estado destinados a vivir juntos, pero rara vez se consigue armonizar el deseo y el destino satisfactoriamente. Y entonces Alex va y dice lo impensable. Y no hay nada que hacer. Pero tú y yo no sabemos qué ocurrirá, mi querido Roscoe. Y mi corazón te pertenece, mi único amor. No se lo daré a otro.
Ella lloró. Sus lágrimas habrían fundido el acero. Le besó una y otra vez. Él también lloró. Sus lágrimas humedecieron las baldosas del suelo. Sus besos fueron interminables. Se manoseaban con torpeza. Ella no podía contener el llanto mientras se besaban. Roscoe le levantó la ropa para tocarla por todas partes. Veronica le hizo lo mismo. Entonces él volvió a dejarlo todo en su sitio. Ella se apoyó en la puerta y la golpeó suavemente mientras lloraba. Él se sonó y subió a la primera planta en busca de su maleta con los cincuenta mil dólares en metálico ocultos en el doble fondo, unos discretos emolumentos. Todo lo demás lo dejó en el dormitorio. Adiós, habitación. Le pidió a Veronica que llamara a un taxi, el vehículo llegó y cuando Veronica vio bajar a Roscoe por la escalera le dijo al taxista que se marchara. Siguieron besándose junto a la puerta. Amor. Oh, amor. Un amor increíble, que Dios nos ayude. Mi corazón te pertenece, Roscoe, no se lo daré a otro. No sabemos cómo cambiará la vida. Jamás conoceremos el futuro. Te llevas mi corazón contigo. Nuestro corazón, nuestros corazones, oh, nuestros corazones. Jamás sabremos qué les sucederá a nuestros corazones.