NOTA DEL AUTOR
Este libro es una novela, no una obra histórica. Existió en Albany una maquinaria política comparable a la que aparece en estas páginas, algunos de los acontecimientos relatados corresponden a la realidad histórica y ciertos personajes pueden parecer personas reales. Pero no es eso lo que me propongo. Los McCall, los Fitzgibbon, incluso Al Smith y Jack Diamond, son todos ellos personajes inventados, y sus vidas particulares son ficticias. Podrían parecer mejores que sus prototipos (si tienen alguno), o podrían parecer peores, pero confío en que ellos y su libro sean ciertos. Como señala Roscoe, la verdad estriba en los detalles, aunque éstos sean inventados.
Por algunos de los detalles estoy muy agradecido a quien ha sido mi asidua investigadora durante tantos años, Suzanne Roberson, que encuentra todo lo que necesito, incluidas cosas que ni siquiera sabía que necesitaba; a Bettina Corning Dudley, que me permitió visitar la cabaña de su padre, el alcalde, y consultar algunos de sus papeles; al doctor Juan Vilaró y Kiki Brignoni, que me informaron sobre los gallos de pelea; al doctor Alan Spira, que me asesoró sobre el pericardio; al juez David Duncan, mi asesor jurídico; a Joe Brennan, que veinte o treinta años atrás me dio su diario sobre la primera guerra mundial con la esperanza de que encontrara la manera de utilizarlo, cosa que he hecho… pero no debe considerarse a Joe responsable de lo que Roscoe hizo en su guerra; a Bettie Reddish, que me contó unas anécdotas de lo más peculiares; al detective teniente Ted Flint, que durante cincuenta años me ha hablado de su trabajo de policía en Albany; a Rikke Borge y su amigo soltador Richard (Pinky) Edmonds, que me asesoraron sobre caballos; a Paul Grondahl por su esclarecedora biografía del alcalde Erastus Corning, y a S.K. Heninger hijo, de quien Roscoe aprendió el orden y la virtud pitagóricos.
Deseo expresar mi agradecimiento a las personas que me contaron excelentes anécdotas: John y Tony Treffiletti, Ira Mendelsohn, Betty Blatner, Mae Carlsen, Peggy O’Connell Jensen, Marge y Andy Rooney, Ruth Glavin, Johnny Camp, Fortune Macri, y rememoro sin cesar las conversaciones maratonianas que mantuve con dirigentes y miembros de la organización, al principio y al final, unos importantes y otros menos, y con ciertos enemigos eficaces de la organización política de Albany. Los enemigos primero: Victor Lord, liberal, el congresista y senador Dan Button, el senador estatal Walter Langley y el miembro de la Asamblea Jack Tabner, todos ellos republicanos; y los actores demócratas: el alcalde Corning, el invencible, el alcalde Tom Whalen, el primer reformador, Gerry Jennings, alcalde en ejercicio de North Albany, Charley Ryan, Frank Schreck, Bob Fabbricatore, Swifty Mead, Johnny Corscadden, Joe Zimmer, el sheriff Jack McNulty, los miembros de la Asamblea Dick Conners y Jack McEneny, el congresista y periodista Leo O’Brien, los jueces John Holt-Harris, James T. Foley, Edward Conway, Martin Schenck y Francis Bergan, y el mismo jefe, Daniel Peter O’Connell.
Otros, innumerables, entre ellos demócratas a los que no puedo nombrar, desconcertados republicanos, reformistas hostiles, uno o dos delincuentes, reporteros y directores de periódico de los días anteriores a la prohibición, aumentaron mi conocimiento de la maquinaria política de Albany.
Pero no culpéis a ninguna de las personas citadas de lo que contiene esta novela. Culpad a Roscoe.