Todo a su alrededor estaba inmóvil y muerto. Los viejos árboles, con la corteza grisácea y las hojas muertas por la contaminación mucho tiempo atrás, se cernían sobre ellos como las sombras de unos fantasmas atormentados. Ragnar sentía los hombres armados que se movían, rodeándolo, en la oscuridad. No sintió temor alguno. Eran sus hombres, individuos que habían jurado seguirlo y morir bajo sus órdenes si era necesario. Se preguntó de dónde habría surgido aquella idea. Ninguno de los suyos moriría esa noche. Al menos no lo harían si él podía evitarlo.
Bajó la mirada hacia el blando suelo que pisaba. Aunque se movía en silencio, no había modo alguno de evitar que quedasen señales de su paso. El peso de su armadura lo hacía imposible. Después de semanas de combate entre los escombros de las colmenas de Hespérida, casi se encontraba de nuevo en mitad de la naturaleza. Casi. Aquélla zona debió de ser un parque o una cúpula boscosa antes de que los adoradores del Caos iniciaran su rebelión. Sin duda, se trataba de un lugar por donde los ricos habían pasado a menudo para experimentar lo que había sido la superficie del planeta tiempo atrás. En aquellos momentos, era una zona muerta. La gran cúpula geodésica estaba destrozada y el aire contaminado del planeta entraba a raudales. Por todas partes se veían fragmentos del cristal blindado procedentes del derrumbe, y algunos de ellos eran tan grandes como un ser humano.
El aire nocturno estaba repleto de una curiosa mezcla de hedores: la podredumbre de los árboles muertos, las esporas de los hongos que crecían con rapidez a centenares sobre sus troncos, las toxinas de los desechos industriales, el ligero rastro de los animales que habían pasado por allí no hacía mucho tiempo. Y por todos lados, siempre, la leve e insidiosa pestilencia que el Caos dejaba cuando permanecía sobre la superficie de un planeta durante cierto tiempo: el olor a podrido, dulzón, fuerte y enfermizo.
De repente, Ragnar se dio cuenta de que podía localizar el origen de aquel olor: algunos de los árboles todavía estaban vivos. Eran los más hinchados, los de color más gris, los más pálidos, los de aspecto más degenerado. Se percató de que no los estaba matando ninguna clase de parásito. Estaban cambiando por esos parásitos, o convirtiéndose en parte de ellos. Era el único modo de que un ser vivo sobreviviera en un medio ambiente alterado con tanta rapidez.
Sin venir a cuento, pensó en Gabriella y en los Navegantes, y sonrió con ferocidad. Era la primera vez que se acordaba de todo aquello desde hacía décadas. Sacudió la cabeza. No era el momento: tenía que concentrarse en la misión que tenía entre manos. Ocultos en aquella noche contaminada había enemigos que tenían muchas ganas de verlo muerto, a él y a sus hombres. Y en aquella situación, su única defensa era el sigilo.
Ragnar no tenía muy claro lo que había ido mal en órbita, pero estaba claro que algo malo había pasado. Lo último que había oído era una comunicación breve e incompleta en el canal de radio que anunciaba la llegada de una enorme flota enemiga. Después, todo había quedado en silencio a excepción del ruido de la estática. Aquello fue casi una señal que los puso sobre aviso del comienzo de una ofensiva enemiga. Los adoradores del Caos habían atacado en masa apoyados por el fuego de armas pesadas y extraños conjuros mágicos. Ragnar había ordenado a sus hombres que mantuvieran las posiciones durante todo el tiempo que pudieran, pero supo desde el principio que estaban librando una acción de retaguardia y que, al final, tendrían que retirarse de esas posiciones.
Había intentado numerosas veces ponerse en contacto con el mando central, pero algo había interrumpido por completo las comunicaciones. No importaba si se trataba de un efecto climático adverso o era obra de la hechicería enemiga: no había forma alguna de que sus superiores supieran lo ocurrido, y no tenían modo de pedir ayuda o apoyo. De todas maneras, no necesitaba tener acceso al sistema de comunicaciones para saber que no iba a recibir nada de eso.
Los rugidos de las armas de los titanes del Caos y el sonido de los combates que le llegaban arrastrados por el viento le decían todo lo que necesitaba saber. El enemigo estaba realizando una ofensiva a gran escala por todo el frente. Los exploradores, los Garras Sangrientas, le habían comunicado que dos sectores adyacentes de aquella misma línea, defendidos por unidades de la Guardia Imperial y de la Defensa Planetaria, se habían derrumbado, lo que le dejaba a él, a sus hombres y a la milicia local, convertidos en un saliente incrustado en el avance principal del enemigo. Y no tardarían en quedar rodeados.
Ante aquel ataque demoledor que se acercaba a ellos, no le había quedado más remedio que ordenar la retirada, orden que no había sido muy bien acogida. Para los Lobos Espaciales, la muerte más honorable era en combate, y se resistían por naturaleza a ceder ante el enemigo.
Ragnar sonrió. Aun lord Lobo no le hacía falta ser popular o que lo quisiesen, necesitaba que lo obedecieran, y a Ragnar lo obedecían. Desperdiciar las vidas de sus hombres no formaba parte de su deber, y menos de forma innecesaria. Su deber era derrotar al enemigo. Sin embargo, si eso no era posible, conservaría sus fuerzas todo lo que pudiera para regresar otro día y aplastar a su oponente. Habían resistido y mantenido las posiciones todo el tiempo posible, por lo que sus tropas habían conseguido encontrar una ruta de retirada a través de las ruinas de las cúpulas mientras todavía tenían tiempo.
De hecho, habían cumplido una misión para la que hubiera sido necesario un número diez veces mayor de tropas.
No había sido fácil. Pasaron la mayor parte del tiempo metidos en bunkers construidos en mitad de los escombros, soportando el tremendo fuego artillero con la cabeza agachada, y a sabiendas de que en cuanto dejaran de caer bombas, las oleadas de tropas enemigas se lanzarían a por ellos. Quizá incluso antes, porque a los siniestros dioses del Caos no les importaban en absoluto las vidas de sus seguidores. Ragnar y los suyos habían salido de sus refugios para rechazar las primeras tentativas de ataque y un enorme asalto en masa que había sido repelido a duras penas. Cuando cayó la noche, Ragnar supo que había llegado el momento de retirarse. Ordenó que se armaran las trampas explosivas preparadas a lo largo de todas sus posiciones para acosar y retrasar el avance enemigo, y se quedó observando y vigilando cómo las primeras escuadras empezaban a desaparecer en la oscuridad de la noche.
Se preguntó cuánto se habría cerrado la trampa a su alrededor. Si los habían rodeado por completo, sus exploradores no tardarían en encontrar las patrullas y los piquetes de vigilancia enemigos. Sus hombres tenían órdenes de regresar para informar sin entrar en combate, pero siempre era posible que los hijos de Fenris comenzaran un enfrentamiento.
Había hecho todo lo posible por dejar bien claro a los Garras Sangrientas que aquél no era el momento de luchar. Un solo error podía llevar a la muerte a toda la compañía. Cuando habló con ellos, todos parecieron darse cuenta de la gravedad de la situación, pero ¿quién podía saber lo que harían en una situación de avanzada?
Ragnar desechó aquellas ideas. Había hecho todo lo que había podido, y todo aquel asunto ya estaba fuera de su alcance. Debía concentrarse en aquello sobre lo que sí podía influir. Olfateó el aire. Percibió el olor de sus camaradas junto a algo que hizo que se le pusieran los pelos de punta: el tufo a locura y asesinato con el que estaba tan familiarizado. Algo en lo más profundo de su ser se removió inquieto. Sintió la necesidad de gruñir y desgarrar. Volvió a preocuparse por los exploradores. Si el hedor del Caos podía afectarlo de ese modo después de tantos años, ¿qué ocurriría con aquellos jóvenes…?
Se recordó a sí mismo que ya no tenía sentido preocuparse. Estaban tan bien entrenados como él mismo había estado. Sabían lo que debían hacer. Tendría que confiar en ello.
El suelo se estremeció bajo sus pies cuando una nueva oleada de proyectiles de alto explosivo se estrelló contra sus objetivos. Se quedó inmóvil y procuró ponerse a cubierto. Aquéllas explosiones se habían producido demasiado cerca. ¿Los habría descubierto el enemigo y estaría disparando contra ellos? Era difícil imaginarse cómo lo habrían hecho mediante métodos convencionales, pero los ejércitos del Caos no estaban limitados al uso de esos métodos convencionales. Disponían de hechiceros, demonios y de toda clase de encantamientos adivinatorios a su alcance. Ragnar había visto pruebas suficientes de ello a lo largo de su, carrera militar como para no dudar de su poder en ningún momento.
Se suponía que sus posiciones estaban ocultas por los hechizos de sus Sacerdotes Rúnicos, pero los habían lanzado hacía días, y ese tipo de trucos tenían la manía de desaparecer justo cuando más se los necesitaba. Ragnar murmuró una plegaria a Russ y se obligó a ponerse en marcha de nuevo. A su alrededor, todos sus hombres hicieron lo mismo. Con una mentalidad muy similar a la de una manada de lobos, se habían quedado a la espera de forma instintiva para saber cuál iba a ser su respuesta a la situación. Al sentirlo avanzar, entraron en acción de nuevo.
Paso a paso, dificultad tras dificultad, avanzaron bajo la sombra de los grandes árboles mutados, unos fantasmas grises en mitad del paisaje gris, en busca de un refugio provisional. Ragnar ni siquiera estaba seguro de que todavía tuvieran algún lugar de refugio. Lo que los exploradores habían transmitido al principio de la retirada quizá ya no servía de nada. La batalla era una situación fluida: las líneas de defensa que inicialmente parecían sólidas se habían esfumado como las huellas en la orilla del mar ante la fuerza del empuje enemigo. Quizá los hombres que habían quedado a retaguardia habían sido alcanzados y eliminados por la creciente oleada de aquellos enemigos malignos. No lo sabría hasta que estuviese mucho más cerca. Maldijo de nuevo la batalla que se estaba librando sobre sus cabezas. Estaban tan ciegos como sordos al no disponer de acceso a la red de comunicaciones ni a los sensores orbitales de adivinación. Bueno, al menos esperaba que la batalla continuara librándose allí arriba. Si la flota imperial había sido derrotada, estaban aislados, y no eran más que hombres muertos que todavía no lo sabían.
Miró ab cielo y vio las curiosas estrellas a través de un hueco entre las nubes. Parpadeaban y relucían de forma extraña, ya que su luz se filtraba a través de la contaminación. Pensó que quizá algunas de aquellas luces fueran naves estelares, e incluso era posible que estuviesen disparando en ese preciso momento armas de poder inimaginable contra sus enemigos, protegidos por escudos de energía titánica. Lo único que él podía hacer era mirar y mantener la esperanza.
También pensó en la rapidez con que podían cambiar las situaciones. Una semana antes, todo parecía casi acabado. Sus fuerzas habían conquistado y despejado todo el territorio circundante y se disponían a atacar el corazón del enemigo: la gran ciudadela donde la rebelión tenía su cuartel general.
La aparición de la flota enemiga y el inesperado y enorme número de fuerzas que la componían habían dejado en ridículo todos los cuidadosos cálculos anteriores. Ragnar se dijo que no debía desesperarse. Ya se había encontrado antes en situaciones mucho peores. Se había visto metido en tales problemas que aquello parecía un paseo por el campo. Era extraño pensar cómo los vagos recuerdos de peligros ya pasados siempre eran peores que los miedos engendrados por las situaciones presentes en las que se encontraba. Había visto morir a suficientes hombres como para saber cuáles eran las probabilidades. No importaba lo bien entrenado que estuvieras o lo veterano que fueses: siempre existía la posibilidad de que una bala perdida te encontrara. Incluso las probabilidades de mil contra uno no parecían tan remotas cuando habías participado en un millar de combates.
Se preguntó de dónde le venían todas aquellas ideas. Normalmente no se le deberían ocurrir a un comandante de una fuerza imperial en un momento como aquél. Él no era así habitualmente, y se sentía peor de lo que debería sentirse un comandante avezado, porque su olor corporal transmitía su estado de ánimo a los miembros de grupo, y ellos reaccionaban en consecuencia.
Quizá se encontraba bajo alguna clase de ataque. A lo mejor había alguna sustancia química en el aire, demasiado sutil para que los detectores de su equipo y su propio olfato la advirtieran. O… quizá se trataba de una de aquellas hechicerías demoníacas del enemigo. No todos los hechizos consistían en rayos, bolas de fuego o invocaciones de los demonios del Caos. Estaba protegido contra los ataques más evidentes, y sabía cómo resistir un enfrentamiento directo contra una agresión mental, pero lo que le ocurría podía ser algo más sutil, una especie de ataque por el flanco contra su fortaleza mental. Comenzó a recitar en voz baja la letanía de protección.
Se sintió mejor de forma casi inmediata, aunque no tuvo muy claro si se debía a la tranquilidad que transmitían las palabras o al poder de la propia plegaria en sí. El sargento Urlec se puso a su lado. Había aspereza, una cierta acritud, en su olor corporal. El sargento se había dedicado a cuestionar en privado bastantes decisiones de Ragnar. Existía tensión entre ellos, y Ragnar conocía su origen. Se trataba de la fricción que surgía entre el Lobo Espacial más joven y el mayor sobre el asunto de quién debía dirigir la manada. Ésa tensión estaba inscrita en la semilla genética de cada Lobo Espacial desde los días de la Primera Fundación.
Ragnar se había comportado así cuando era joven, y se preguntó si Urlec lo desafiaría. Le parecía extraño pensar en sí mismo como el elemento de mayor edad de la situación. Se había convertido en un lord Lobo muy joven, y lo más probable era que tuviese menos años que Urlec, aunque aquello no tenía ninguna influencia sobre el modo en que ambos veían la situación.
—Los exploradores informan de la presencia de enemigos delante de nosotros —dijo Urlec—. ¡Parece que estamos rodeados!
—¿Dijeron eso exactamente, sargento? —preguntó Ragnar.
Ambos hablaban en voz tan baja que tan sólo otro Lobo Espacial podía haberlos oído, y sólo si se encontrara muy cerca. El olor de Urlec se hizo más acre.
—No, lord Ragnar —admitió a regañadientes—. Sólo han dicho que habían detectado enemigos.
—Entonces todavía no existe prueba alguna de que estemos rodeados, sargento. —Ragnar notó que se le erizaba el vello del cuerpo al pronunciar las palabras que contradecían a su subordinado—. Sólo porque haya enemigos delante no quiere decir que estemos aislados. Que los exploradores avancen de nuevo e indiquen con exactitud las posiciones del enemigo. Mientras tanto, comunique a las demás manadas que frenen su avance. No queremos tropezarnos con un tiroteo en mitad de la noche.
—Ya está hecho —contestó Urlec con un cierto tono de satisfacción en la voz.
Ragnar tuvo que contener un gruñido. Por supuesto que Urlec ya lo había hecho. Era un sargento competente. Por eso Ragnar lo había ascendido cuando murió Vitulv. Sólo era que al lord Lobo le habría gustado que no se mostrase tan pagado de sí mismo. No necesitaba en esos momentos un enfrentamiento de voluntades con su sargento mayor. Había asuntos más importantes de los que preocuparse.
Ragnar se obligó a respirar con mayor lentitud. El problema era suyo. La osadía de Urlec no era más que otro obstáculo que debía superar para mantener con vida la compañía. Ya se encargaría de él más tarde, pero en aquel preciso momento, Ragnar tendría que soportar su presencia y su actitud.
—Muy bien —dijo, a sabiendas de que Urlec podía adivinar su estado de ánimo por el olor que desprendía.
Pensó de nuevo en la posibilidad de estar sufriendo un ataque psíquico. Quizá lo que sentía era algo más que una simple hostilidad instintiva, quizá se trataba de un asalto a su mente. Ragnar deseó que el hermano Hrothgar estuviese con ellos para realizar uno de sus ritos adivinatorios, pero desear aquello era como desear que una nave los llevara hasta la luna del planeta. A Hrothgar le habían ordenado que acudiera al puesto de mando central hacía días, y no habían sabido nada de él desde entonces. Era una pena. Quizá un enviado hubiese sido capaz de enterarse de lo que estaba ocurriendo allí.
Ragnar caminó con mayor lentitud a medida que él y el sargento comenzaban a encontrarse con grupos de Lobos Espaciales agazapados. Al menos, se estaban tomando aquello con mucha seriedad. Sabían que delante de ellos, lo mismo que a su espalda, se encontraba un desastre en potencia. Los fue dejando atrás, silencioso como una sombra. Hacía menos ruido que Urlec, a pesar de que él era de mayor tamaño que el sargento. Quería acercarse todo lo posible a la línea del frente y oír directamente a los exploradores lo que tuvieran que decir.
Revisó las opciones que tenía. Uno de los pocos aspectos positivos de aquella situación era que combatían en un terreno familiar. Lo había explorado en persona varias veces a lo largo de las semanas anteriores y había llegado a conocer bien la zona. Quería estar preparado para cualquier posibilidad, sin importarle lo remota que le pareciera en aquel momento la probabilidad de que tuvieran que retirarse. Sabía que la cúpula estaba repleta de colinas suaves, depresiones y líneas de riscos que podían proporcionar cobertura para cualquier defensa o ataque. El hecho de que las colinas fuesen artificiales por completo y que las hubiesen construido y esculpido no importaba lo más mínimo: parecían tan naturales como cualquiera de su mundo natal de Fenris. Sabía que delante de él había dos valles serpenteantes, como cañones que se abrieran paso a través del parque, repletos de arroyos y pequeñas cascadas.
En ese momento estaban avanzando por uno de aquellos valles, aprovechando al máximo la cobertura que ofrecía. A ambos lados del terreno elevado se encontraban tropas de exploradores que flanqueaban al destacamento principal para impedir que los atacaran por sorpresa en una emboscada desde los riscos. Era la línea de retirada más fácil, pero también la más obvia para un enemigo que conociera el terreno. La había escogido porque necesitaban retirarse con velocidad además de con sigilo, y porque confiaba en la capacidad de sus hombres para mantenerse fuera de la vista de sus enemigos. Esperaba que esa confianza estuviese justificada.
Se preguntó de nuevo por el motivo de todas aquellas dudas constantes. Sabía la respuesta, y no tenía que ver con que estuviesen siendo atacados por un hechizo mental: las provocaba lo que estaba ocurriendo. Es muy fácil tener confianza completa en ti mismo y en tus hombres cuando se está ganando, pero es mucho más difícil cuando lo tienes todo en contra. No creía que fuese coincidencia que la sutil actitud desafiante de Urlec comenzase cuando todo empezó a ir mal. Supuso que tan sólo se trataba de algo natural, pero siguió sin gustarle.
«Acostúmbrate —se increpó—, no siempre se puede estar en el bando ganador». Bueno, a menos que fuese el Imperio. Entre las tropas circulaba el chiste de que el Imperio siempre ganaba, aunque tardase un millar de años en hacerlo. Las personas, los regimientos, los ejércitos desaparecían en las campañas, auténticas picadoras de carne, pero al final, las fuerzas del Emperador siempre salían triunfantes. No podía ser de otra manera: eran demasiado numerosas para que ocurriera de otro modo.
Una parte de él sabía que esa idea era algo engreída. En la inmensa escala cósmica de la vida, el Imperio era relativamente joven, a pesar de sus diez mil años de historia. Existían razas que ya eran viejas cuando la humanidad comenzó a levantar la vista hacia las estrellas al salir de las cavernas de su único mundo original. Ragnar había contemplado los restos de una civilización que antaño había ocupado tantos mundos como el propio Imperio, y que quizá incluso había sido más poderosa todavía. CONTEMPLA MI OBRA, OH PODEROSO, Y DESESPERA, rezaba el pedestal de una estatua derribada que se alzaba en mitad de un mundo desierto. La habían erigido los humanos durante la Era Siniestra de la Tecnología, pero la idea podía aplicarse a cualquiera de las razas que se extinguieron antes de la aparición del hombre.
Se obligó a concentrarse de nuevo en la misión que tenía entre manos y avanzó hasta encontrar la mejor cobertura posible en la vanguardia de su fuerza en retirada. Esperó hasta que regresaron los exploradores. Urlec se quedó a su lado, a la espera, y también agazapado. Todavía mantenía su actitud de desafío, pero no dijo nada. Ragnar se preguntó si su subalterno tenía razón en dudar de él. Dudaba de sí mismo, y Urlec podría notar aquella debilidad y lanzarse a por él. Así eran y se comportaban los Lobos Espaciales.
Detectó el olor de los exploradores que regresaban. Ellos detectaron a su vez el suyo y se dirigieron hacia él con paso firme y seguro a pesar de la oscuridad. Con rapidez, confianza y llenos del ansia de sangre propia de los Lobos Espaciales.
—¿Qué habéis visto? —les preguntó.
—Señor, el enemigo está cerca. Han avanzado hasta rodearnos con al menos dos compañías de herejes. También están algunos de los malditos Mil Hijos, dirigiéndolos. Han desplegado varios hechizos protectores y están realizando alguna clase de magia maligna. Todo el sitio apesta a ellos.
A Ragnar aquello no le sonó muy bien. No tendrían muchos problemas en eliminar a la infantería normal del enemigo gracias al factor sorpresa y a la velocidad de ataque, pero los Mil Hijos eran Marines Espaciales, como sus propios hombres. No…, eso no era cierto, eran muy diferentes en aspectos muy importantes. Los otros eran marines que habían traicionado al Imperio al comienzo mismo de su historia, y que habían jurado lealtad a los siniestros dioses del Caos. Estaban unidos y atados mediante hechizos sutiles al dios demoníaco llamado Tzeentch, y se dedicaban al estudio de su magia maligna. Eran enemigos antiguos, feroces, y dedicados a la maldad más profunda y ladina. Y también eran oponentes letales. Ragnar se había enfrentado a ellos por lo menos en una docena de ocasiones, y le dio la impresión de que estaba destinado a cruzarse en su camino durante todos sus días de combate. Algunos de esos enfrentamientos habían cambiado su vida para siempre.
—¿Algo más? —insistió.
—Hay huecos en sus líneas, pero no sabemos si son conscientes de ello o de si se trata de una trampa —le indicó uno de los exploradores. Dibujó el boceto de un mapa sobre el suelo, y Ragnar lo percibió más por el rastro que dejó el dedo en el aire que por las líneas que trazó en el suelo—. Aquí y aquí hay huecos, donde sus patrullas no tienen línea de visión. Podría colarme entre ellas y nadie se daría cuenta.
—A menos que tengan alguna especie de hechizo esperando a que pases para activarse.
—Justo lo que yo había pensado, lord Lobo —comentó el explorador agazapándose a su lado.
Ragnar pensó en lo que le había dicho. No importaba si se trataba de una trampa. Estaban atrapados entre la espada y la pared. No podían quedarse donde estaban, pues la luz del amanecer dejaría en evidencia antes sus enemigos que habían abandonado sus posiciones. Tampoco podían regresar, ya que esas posiciones no tardarían en ser arrasadas. Tenían que pasar por aquellos huecos e intentar llegar hasta la seguridad de sus propias líneas.
—Los esclavos de Horus —preguntó Ragnar—, ¿están mirando hacia nosotros o hacia los regimientos de la Guardia Imperial que están detrás?
—Por lo que pude ver, señor, estaban concentrados en nosotros.
Aquello no sorprendió a Ragnar. El enemigo no querría dejar a su retaguardia una fortificación repleta de Lobos Espaciales antes de continuar su avance. Eso supondría permitirles una oportunidad de romper el cerco o incluso ofrecerles la ocasión de atacar sus líneas de suministro. Querrían ver muertos a sus enemigos ancestrales, si tenían la ocasión, antes de continuar con el ataque.
—Señor, había algo raro. No sé nada de estos temas, pero me pareció sentir que estaban concentrando sus hechizos en nuestra dirección. Al menos, estoy seguro de que sus luces mágicas chispeaban hacia nosotros.
—Creo que si friésemos el objetivo de esos hechizos ya nos habríamos enterado a estas alturas —replicó Ragnar. Se sorprendió al ver que tanto el sargento como el explorador asintieron mostrándose de acuerdo—. Sea cual sea la clase de magia maligna que están preparando, seguro que está dirigida hacia nuestra antigua posición.
Ragnar pensó que la habían abandonado justo a tiempo. Murmuró una plegaria de agradecimiento a Russ por el hecho de que su retaguardia ya hubiese abandonado los bunkers. Fuese lo que fuese lo que estuviesen planeando los Mil Hijos, seguro que iba a ser algo desagradable.
Reflexionó en lo sombríos que habían sido sus pensamientos hasta unos momentos antes, y reconoció el verdadero motivo: se debía al efecto de un hechizo maligno lanzado en las cercanías, la continua filtración de energías siniestras que se colaban en el mundo normal y cuerdo gracias a las fuerzas de la magia negra. Afectaba al temperamento de cualquier ser vivo que estuviera cerca, y a veces lo hacía de un modo tan sutil que no se percibía hasta que ya era demasiado tarde. Darse cuenta de aquello animó a Ragnar. Si se sabe contra qué se combate, se puede resistir mucho mejor.
Se le ocurrió otra idea. Si aquella sensación era tan intensa en aquel lugar, ¿cómo sería en las fortificaciones abandonadas? Mucho más intensa, sin duda.
—¿Cuántos son los marines traidores? —preguntó.
—He contado una docena, mi señor, pero puede que haya muchos más.
—No serán muchos para toda una compañía de Lobos —replicó Ragnar.
Si los hechiceros enemigos estaban concentrados en su ritual y ni siquiera sabían que estaban allí, existía la posibilidad de que pudieran machacarlos antes de que los enemigos ni siquiera se dieran cuenta de que los atacaban.
Ragnar reflexionó de nuevo sobre la rapidez con que cambiaban las situaciones. Un momento antes se sentía derrotado, y al siguiente ya estaba planeando un ataque sorpresa. Así era la suerte de la guerra.
—Necesito saber con exactitud dónde se encuentran todos y cada uno de esos descendientes bastardos de Magnus —ordenó, y sintió que el explorador y Urlec le prestaban toda su atención—. Los quiero muertos antes del amanecer.
Un aura de aprobación surgió radiante de ambos, aunque del sargento brotó titubeante.
—Localízalos a todos. Urlec, díselo a todos los hombres. Cuando dé la señal, quiero que les hagamos recordar a esa escoria amante del Caos la destrucción de Prospero.
Ambos asintieron y se dispusieron a cumplir las órdenes que habían recibido. Ragnar evaluó todas sus opciones. Si los Mil Hijos estaban concentrados en sus malignos rituales, sus hombres dispondrían de ventaja. Lo que necesitaba era destruir a los hechiceros, y después atravesarla línea enemiga por el punto de menor resistencia. Si todo salía bien, podrían interrumpir el ritual y llegar a sus propias líneas. Si salía mal, al menos podrían llevarse por delante unos cuantos enemigos y enviarlos al infierno.
¿Estaba haciendo lo correcto? Quizá lo mejor sería encontrar uno de aquellos huecos entre las líneas enemigas y simplemente atravesarlo. Meneó la cabeza. No, aquél era el modo más osado, el modo de los Lobos Espaciales. Era obvio que el enemigo no sabía que se encontraban allí. La sorpresa era una ventaja demasiado grande para desaprovecharla. El tiempo que pasó mientras esperaba que los exploradores regresaran le pareció interminable. Cada minuto que pasaba acercaba más el amanecer. Cada latido de corazón aumentaba la posibilidad de que los descubrieran. Ragnar se obligó a sí mismo a relajarse, a esperar, a no dejarse llevar por acontecimientos que no podía controlar de ningún modo. Comprobó con cuidado sus armas. Era un ritual que siempre lo tranquilizaba. Paseó los dedos por el pomo de su espada, un colmillo de hielo, y eso le hizo recordar a Gabriella, a los Navegantes y a su larga estancia en la Tierra.
Dejó que su mente vagara un momento por aquellos recuerdos, pero volvió de inmediato a concentrarse cuando los exploradores regresaron.
—Una docena, lord Lobo, estoy seguro. Por lo que he podido ver, se encuentran sobre una especie de dibujo arcano, a menos que me equivoque. Hay unas líneas de fuego mágico que corren entre ellos, y están cantando en una lengua perversa.
Ragnar asintió y habló con rapidez, dando orden a los exploradores de que informaran a los jefes de escuadra. No tenía sentido utilizar los comunicadores, ni siquiera estando tan cerca unos de otros. Existía la posibilidad de que los interceptaran. Las órdenes tendrían que transmitirse en la oscuridad, a la antigua usanza, de boca en boca, por la vista, por el sonido, por el olor. Olfateó el aire. Distinguió el cambio en el rastro odorífero de su manada. Estaban pasando las órdenes, y los hombres se estaban preparando para avanzar. Ragnar logró imaginarse mentalmente el cuadro de todos ellos acercándose a las treces posiciones del enemigo. De repente, apareció un resplandor por encima de ellos, no tan brillante como una bengala, pero bastante intenso de todas maneras. Ragnar lo reconoció: se trataba de la sobrecarga de los escudos de una nave estelar seguida por la explosión de su núcleo de energía. Allá en los cielos había desaparecido una astronave repleta de hombres. Habría dado mucho por saber a qué bando pertenecía. «Es irrelevante —se dijo a sí mismo—: concentra tu atención en el momento y en el lugar presente».
Los guerreros de su escolta estaban cerca, a su alrededor. Eran los mejores entre los mejores. Ragnar se había colocado en el centro de la vanguardia del ataque porque sabía que tendría poca importancia que viviese o muriese. Había hecho todo lo posible por seguir el plan. Había llegado la hora de combatir o morir.
Atravesaron la oscuridad con rapidez y sigilo, eludiendo los artefactos de alarma y pasando por encima de los alambres de aviso. La mayoría de los hombres no los hubieran detectado, pero para Ragnar y sus guerreros, el hedor del Caos que las impregnaba delataba todas las trampas. De improviso, vio algo a través de un hueco entre los matorrales: un objeto brillante. Se detuvo y alzó una mano. Sus hombres se pararon en seco de forma inmediata.
Observó con atención el objeto. Se trataba de un báculo alto y pálido fabricado con huesos amarillentos unidos mediante fusión por las junturas. En la punta destacaba un cráneo parecido al de un caballo, sólo que tenía cuernos y un cierto aspecto humanoide. El cráneo brillaba con luz débil y unas líneas de fuego surgían de él, en dirección hacia otros lugares donde sin duda se encontraban otros báculos similares. Sobre los huesos brillaban unas runas de color carmesí. El báculo irradiaba una tremenda aura de poder, pero lo que más llamó la atención de Ragnar fue lo que había de pie a su lado.
Vio a un individuo de estatura elevada protegido por una armadura que parecía una copia antigua, pero con decoración barroca, de la de Ragnar. Cada centímetro de la armadura estaba cubierto de runas muy parecidas a las del báculo o por diminutas cabezas metálicas sobresalientes de demonios que gesticulaban y se movían a su antojo. El guerrero tenía los brazos abiertos de par en par, y el agudo sentido del oído de Ragnar percibió las palabras de un hechizo antiguo recitadas en la lengua de los demonios.
Alrededor del individuo se encontraban los adoradores del Caos. Eran individuos normales, aunque algunos estaban marcados por el estigma de la mutación. Todos llevaban puestos unos uniformes remendados que indicaban que antaño habían pertenecido a las levas planetarias. Parecían demacrados y llenos de temor y exaltación, pero sus armas presentaban un aspecto bien cuidado. Su jefe, que llevaba las insignias de teniente en el uniforme, parecía desear decirle algo al marine del Caos, pero sin atreverse a ello. El maligno guerrero empequeñecía a los humanos normales lo mismo que Ragnar o sus hombres hubieran hecho. La voz del mago siguió canturreando, pero fue aumentando de volumen de forma paulatina y las palabras comenzaron a salir con mayor rapidez, como si el ritual estuviese a punto de alcanzar su clímax. El ambiente estaba cargado con una presencia alienígena y Ragnar comenzó a notar un sentimiento de temor.
No tenía ni idea de para qué servía aquel ritual, pero supo que había llegado el momento de detenerlo. Se puso en pie de un salto y disparó contra el hechicero. El proyectil se estrelló contra la armadura y lo hizo avanzar trastabillando hasta caer de cabeza contra el suelo. Ragnar creyó hacer detectado un leve resplandor en la armadura justo antes de apretar el gatillo, pero no dejó que eso lo preocupara.
—¡A la carga! —aulló, señalando con su espada desenvainada.
Los hombres de su guardia se lanzaron a la carrera. Oyó a lo largo de toda la línea de combate el restallar esporádico de los disparos de bólter cuando otras escuadras abrieron fuego contra el enemigo.
Ragnar soltó un tremendo aullido de guerra que resonó por el bosque que los rodeaba y lo multiplicó por cien. Surgió de entre los matorrales y se lanzó sobre su oponente más cercano, separándole la cabeza del cuerpo de un solo tajo poderoso. Un instante después, estaba en mitad de los adoradores del Caos, lanzando mandobles y tajos, y enviando a una alma a saludar a sus siniestros dioses en el infierno con cada golpe que daba.
Todos sus hombres se dedicaron a hacer lo mismo. Surgieron de la línea de árboles como rayos, y atravesaron las líneas enemigas y a los propios enemigos como si no fueran más que niños armados con espadas de madera. El combate inicial no fue una batalla: fue una matanza. Ragnar vio al teniente ordenando con voz frenética a sus tropas que mantuvieran las posiciones, y un momento después, le metió un proyectil en el cerebro, con lo que sus intentos de reorganizar a sus tropas acabaron para siempre.
—Ah, debería haber sabido que los famosos Lobos Espaciales aparecerían para estropearlo, todo —exclamó una voz en un tono burlón pero melodioso desde el otro lado del lugar del combate—. Siempre ha sido vuestro estilo.
Ragnar miró a su alrededor y vio que el guerrero del Caos se había levantado del suelo y había desenvainado una espada rúnica que relucía con un brillo siniestro. Su oponente lanzó un mandoble, y Ragnar vio cómo Eric el Rojo, uno de los miembros de su guardia personal, caía. La espada atravesó su armadura como si no existiera en absoluto.
Fue una hazaña impresionante, ya que Eric era un guerrero veterano con gran experiencia en combate. El siguiente mandoble del guerrero del Caos partió por la mitad la espada sierra de Urlec y después lo derribó con un tremendo golpe de su puño con guantelete. El sargento cayó al suelo, y el guerrero del Caos quedó de pie sobre él, preparado para clavarle la espada en un golpe descendente.
—Supongo que en realidad debo agradeceros que hayáis interrumpido un ritual tan tedioso y por la oportunidad de ofrecerle unas almas medio en condiciones a mi señor. Desde luego, al menos vuestras almas valen más que las de los flojos defensores de este planeta miserable, aunque lo cierto es que eso no es una alabanza demasiado grande.
Ragnar dio media vuelta y echó a correr hacia el guerrero del Caos, y llegó justo a tiempo para detener la espada asesina con su propia arma.
—Me importa muy poco lo que pienses —le dijo—. Ni siquiera me importa lo que piensen tus dioses. Sólo quiero verte muerto.
—¡Te expresas con toda la arrogancia propia de un Lobo Espacial! Sin embargo, no eres rival para el gran hechicero Karamanthos —replicó el guerrero del Caos con un tono y un gesto melodramáticos similares a los de un actor, y pareció esperar que su oponente reconociera el nombre. Incluso en el caso de que Ragnar supiese quién era, no habría dado el gusto al adorador del demonio de mostrárselo.
—Es una pena que no tengas una fuerza a la altura de tu ego exacerbado.
Saltó una lluvia de chispas cuando las hojas de sus espadas chocaron. Las runas rojas relucieron mientras luchaban sobre el cuerpo tendido del aturdido sargento.
—¿No la tengo? —contestó Karamanthos sin abandonar su tono de voz burlón—. Quizá eres tú el que no la tiene.
El arma de Ragnar resbaló sobre la espada rúnica con un tremendo chirrido de metal torturado. Cuando llegó a la guarda de la espada del guerrero del Caos, se detuvo allí, inmovilizada. Los dos poderosos combatientes se quedaron de pie, frente a frente, con las fuerzas igualadas de forma momentánea. Ragnar notó el hedor a ozono y a metal caliente que salía del visor del casco del marine del Caos. No sabía lo que había allí dentro, pero el Lobo Espacial estaba dispuesto a apostar que, fuese lo que fuese, ya no era humano ni por asomo. Los músculos comenzaron a dolerle por el esfuerzo de mantener a su oponente inmovilizado. Quizá aquella criatura surgida de la brujería no tenía tendones que se agotasen. Quizá no sentía cansancio alguno. Quizá poseía la fuerza infatigable de un ser demoníaco.
—No, jovencito, no la tienes —continuó diciendo el guerrero del Caos, y se preparó para atacar con su arma.
Ragnar, jadeando, logró mantenerla inmovilizada. De repente, el hechicero pareció cambiar de idea y comenzó a canturrear algo; sin duda, un hechizo. Ragnar, con un tremendo esfuerzo de voluntad, sacó las garras metálicas de las botas, dio un paso atrás y le propinó una fuerte patada al guerrero del Caos alcanzándolo en la parte posterior de la rodilla, justo en el hueco que quedaba al descubierto entre las piezas de la armadura que protegían la pantorrilla y el muslo. Sintió que las cuchillas se hundían en la zona y vio cómo Karamanthos trastabillaba. Aprovechó la oportunidad que se le ofrecía y se abalanzó contra su enemigo, esquivando la acometida a la desesperada de la espada del guerrero del Caos, hasta clavar profundamente su arma en la garganta de su oponente. El canto se interrumpió por completo.
Otro surtidor de chispas saltó al aire nocturno desde el punto de impacto, pero esta vez fue acompañado por el hedor asqueroso a metal fundido, a corrosión ya podredumbre. También surgió una gran humareda, caliente como el vapor, pero con un olor mucho más corrupto y hediondo. Parecía que el espíritu del viejo hechicero huía del cuerpo que lo albergaba. Ragnar le propinó un sablazo. La espada lo atravesó, y aquello se disipó por un momento. Sin embargo, y tan sólo un segundo después, comenzó a tomar consistencia y a dirigirse hacia el báculo con el cráneo en la punta.
Ragnar lanzó un aullido de desafío y golpeó el báculo. El hueso vitrificado, resultado de un hechizo demoníaco, resistió por un instante el filo de la espada, pero finalmente se partió. El brillo desapareció, y las líneas de llamas se apagaron como si nunca hubieran existido. Ragnar oyó gritos en la lejanía procedentes de diversos puntos que sonaban igual que unas almas perdidas en el tormento. Supuso que destruir el punto focal de aquel ritual siniestro no había tenido muy buen efecto sobre los demás hechiceros implicados. No sintió lástima alguna. Aquéllos que tenían tratos con los poderes siniestros se merecían lo peor.
Aplastó con la bota el cráneo reluciente y lo hizo pedazos. La sensación de una presencia maligna se desvaneció de forma inmediata. Aulló triunfante y sus hombres respondieron al grito. Después se lanzó contra la masa ingente de adoradores del Caos y empezó a destrozarlos con fuerzas renovadas. Los arrojó a un lado y a otro como si fuera el héroe de alguna saga que hubiera regresado al mundo en un frenesí desencadenado. Sus hombres lo siguieron a la victoria. Los aullidos de triunfo a lo largo de la línea de combate le indicaron que los Lobos habían vencido.
Ragnar estaba sentado en el campamento principal de las fuerzas imperiales. Las murallas habían sufrido bastantes daños, pero vio que llegaban tropas de refresco, preparadas para repeler a los adoradores del Caos. Se habían restablecido las comunicaciones. Al parecer, la flota del Caos había sido derrotada, y los refuerzos que había estado enviando a la superficie del planeta habían dejado de llegar. Los hombres de Ragnar estaban acampados un poco más abajo de donde se encontraba en ese momento y charlaban entre ellos en voz baja. Gracias al Emperador, las bajas habían sido escasas, pero aún no conocían lo ocurrido en la retaguardia, ya que todavía tenía que informar de los combates.
El lord Lobo sabía que tendría que enviar un equipo de búsqueda para encontrarlos, pero también sabía que aún no había llegado el momento. La barrera de fuego de la artillería imperial ya estaba machacando el terreno a su alrededor. No tardaría mucho en solicitar algunas cañoneras Thunderhawk y comenzar la búsqueda. O los encontraría vivos o recogería sus semillas genéticas para devolvérselas al Capítulo. Ése era el estilo de los Lobos Espaciales.
Ragnar estiró las piernas y descansó mientras pudo. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que volver a combatir. Percibió el olor de Urlec, que se acercaba. Levantó la mirada y se preguntó qué querría esta vez el sargento. Urlec le sonrió con un gesto un poco avergonzado.
—Quería agradeceros que me salvarais la vida, señor.
—No ha sido nada, sargento. Tú habrías hecho lo mismo por mí.
—Lo dudo, lord Lobo. Dudo mucho que hubiera podido vencer al hechicero del Caos.
—A lo mejor hoy no, Urlec, pero aprenderás.
—Dudo que ni siquiera en el mejor día de combate de mi vida pudiera. Era el jefe de los adoradores del Caos. Ninguno de los otros presentó el más mínimo problema a nuestros hombres. Jamás he visto a nadie tan fuerte o tan veloz como vos, mi señor. ¡Y su espada estaba repleta de magia maligna! Ninguna arma normal podría resistirla. Incluso me sorprende que la vuestra pudiera.
Ragnar paseó la mirada por su hoja.
—A mí no —respondió.
Urlec también se quedó mirando la espada como si la viera por primera vez. Conocía el arma, por supuesto, pero saber que existía y verla en acción eran dos cosas muy distintas.
—Es un arma mágica, y ninguna fragua de Fenris puede haberla forjado —dijo Urlec por fin.
—Estás en lo cierto —contestó Ragnar.
—Entonces, ¿cómo la conseguisteis? —preguntó el sargento.
—Fue un regalo.
—Pues es un regalo propio de un primarca —comentó Urlec.
—Y, sin embargo, no me la regaló ningún primarca.
—¿No? ¿Quién fue entonces el que os la regaló, mi señor? ¿Y por qué os hizo un regalo semejante?
—Fue una mujer cuya vida salvé, aunque eso tuvo un precio. Es largo de contar —contestó Ragnar mientras observaba la posición del sol—. Y ahora no es el momento de hacerlo.
Sin embargo, mientras Urlec se alejaba, no pudo evitar recordarlo todo.