El hermano Malburius volvió con comida. Su chupada cara barbuda tenía una expresión pensativa. Ragnar podía adivinar por su olor que estaba intranquilo. Podía sentir que Haegr respondía también a ello. En el breve tiempo que el sacerdote había estado fuera ya había comenzado a recuperarse. Malburius inspeccionó a Haegr.

—Impresionante —murmuró—, ya está en pie.

—No se puede esperar menos de un gran héroe de Fenris —dijo Haegr—. ¿Tiene algo para comer?

—¿Qué ocurre, hermano Malburius? —preguntó Ragnar—. Parece un poco nervioso.

—Algunos de los hombres han desaparecido. Puede que no sea nada. Puede que se hayan ido a cazar arañas.

—Pero también puede que no…

—Los que han desaparecido, Burke, Smits, Tobin y los otros, son los que más atendían las doctrinas de la Hermandad.

—¿Cree que es posible que hayan ido a ponerse en contacto con los zelotes?

—Digamos que no descarto esa posibilidad.

—¿Estará seguro si se queda aquí?

—No le hará ningún bien a la reputación de piadosa de la Hermandad si comienzan a matar sacerdotes, ¿verdad? —Su voz era firme, pero Ragnar podía percibir que no estaba tan seguro como parecía. Aun así, estaba decidido a quedarse con las personas a su cuidado. Malburius era ciertamente un hombre valiente—. ¡Es mejor que os vayáis! El camino hasta la superficie es largo.

—¿Está seguro de que no desea venir con nosotros?

—Mi trabajo está aquí. Mi gente está aquí. Debo continuar impartiendo la palabra del Emperador entre ellos.

—Entonces, que el Emperador le proteja —dijo Ragnar.

—Y a ti también, Lobo Espacial.

—¿Qué pasa con la comida? —reclamó Haegr—. Un hombre puede morir de hambre en este sitio.

—No estoy muy seguro de que debas comer —dijo Malburius en broma.

—Así que sigue la tortura —dijo Haegr.

El sacerdote sacó barras de pan y un montón de misteriosa carne que olía a rata gigante. A Haegr no le importó y lo comió con deleite.

—Deberías reservar algo para el viaje —dijo Malburius—. Esto es todo lo que he podido encontrar.

Ragnar asintió con la cabeza y comenzó a revisar las armas. Nunca estaba de más saber que estaban en perfectas condiciones antes de entrar en un territorio potencialmente hostil. Haegr continuaba comiendo mientras Linus Serpico lo observaba atónito. Al menos, a Haegr le dolían menos las heridas.

—¿Qué crees que le puede haber pasado a Torin? —preguntó Ragnar.

—Probablemente ha encontrado un espejo en algún sitio y está ocupado admirándose —dijo Haegr—. La vanidad de ese hombre es incontenible.

Ragnar podía ver por su olor que Haegr estaba más preocupado por su amigo de lo que dejaba traslucir.

—No como la tuya —dijo.

—Mi orgullo por mis gestas viriles está completamente justificado —replicó Haegr, antes de emitir un atronador eructo. Hizo una pausa durante un instante para una secuela, pero cuando nada ocurrió continuó comiendo.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Ragnar.

Los estrechos corredores estaban vacíos y muy tranquilos. Ragnar podía oír movimientos furtivos a su alrededor. Sabía que aquellas personas estaban intentando observarlos sin ser vistas. No había nada amenazador en los ruidos o en los olores. La gente simplemente estaba nerviosa por la presencia de los desconocidos, y Ragnar entendía por qué. Eran pobres, estaban mal alimentados y desarmados, dos inmensos Lobos Espaciales debían de intimidar mucho. Haegr y él debían de ser para ellos como los demonios legendarios de la Herejía de Horus. Era un extraño pensamiento que lo irritaba en lo más profundo.

—Mira cómo se esconden las ratas en sus agujeros —se mofaba Haegr con su habitual falta de sensibilidad—. ¡No os preocupéis, no os haremos daño!

«Tus modales no van a ser nada útiles para mejorar la impresión que tienen de nosotros», pensó Ragnar.

Haegr sintió su desaprobación y se tranquilizó. Se limitó a divagar sobre lo que haría si se encontraba con alguien de la Hermandad de la Luz. Mostraba una considerable imaginación en sus descripciones de mutilaciones. Linus Serpico comenzó a parecer intranquilo. Y cuanto más empeoraba su apariencia, más vociferaba Haegr. El Lobo Espacial estaba disfrutando de la incomodidad del pequeño hombre.

A pesar de sus palabras, Ragnar seguía preocupado. Sólo habían pasado unas pocas horas desde la cirugía y el gigantón no estaba en plenas condiciones para la lucha. Se movía lentamente, aunque sus grandes zancadas le permitían seguir a Linus Serpico.

Ragnar contempló los alrededores. Estaban muy abajo y el aire olía a humedad y a cerrado. En algún lugar lejos de allí los antiguos sistemas debían de estar funcionando para mantenerlo en marcha, aunque todo tenía un olor a rancio.

Todo lo que había alrededor eran antiguos edificios enterrados y fragmentos de murales pintarrajeados que hablaban de un tiempo en el que estas calles puede que estuvieran expuestas al viento y al sol. A juzgar por su profundidad, eso debía de haber sido cuando Terra tenía mares de aguas abiertas y no de fangos tóxicos. Algunos mostraban una especie de velero que no habría estado fuera de sitio en las aguas de Fenris. Costaba imaginar que esto hubiera ocurrido alguna vez. Ragnar se preguntó cuántos pies habrían hollado aquellas piedras antes que él, marcando esos suaves surcos en la misma superficie. Demasiados para contarlos. El peso de la historia lo agobiaba tanto como el peso del terreno que tenían encima de sus cabezas. Se sentía atrapado y claustrofóbico, y no por primera vez en su vida.

Observó que su intranquilidad se había transmitido a Haegr, ya que éste había alzado la cabeza y estaba echando un vistazo alrededor. Cuando dejaban atrás la poblada madriguera, Ragnar se dio cuenta de que el sitio se había vuelto a animar. La gente parecía tímida y temerosa, de tal forma que incluso Linus Serpico parecía más osado. Ragnar se preguntaba si estaban escondiendo algo, un estigma de mutación, pero no pudo captar nada en los rastros de olor que emitían, y estaba seguro de que Malburius nunca lo hubiera tolerado, a pesar de su aceptación de los Navegantes.

Eliminó todos los pensamientos de su cabeza sobre la gente que estaban dejando atrás. Era mejor concentrarse en lo que le rodeaba y en su destino.

Los corredores se estaban haciendo cada vez más estrechos y opresivos. En algunos lugares eran simples túneles, excavados y soportados por trozos de vigas rotas y plastiacero reciclado. Eran restos de techos caídos hacía tiempo. El hecho de que hubiera tan pocos era un testimonio de la maestría de los antiguos constructores. El sentido común indicaba que ningún arquitecto de Terra habría construido nada que no pudiera sustentar la nueva estructura. La pregunta real era por qué lo habían hecho. ¿Por qué todos estos niveles acumulad durante siglos? ¿Qué los había empujado a construir sobre que debían haber sido casas, palacios y almacenes perfectamente válidos? Soltó una maldición. La curiosidad era su tormento particular, como el hambre de Haegr. Se lo preguntó a Linus Serpico.

El pequeño hombre se quedó mirándolo como un gorrión miraría a un halcón.

—No lo sé —respondió—. Pero lo más probable es que fuera la presión de la población o de la economía. Las crónicas cuentan cómo las estructuras inferiores estaban todavía ocupadas incluso cuando se estaban construyendo las nuevas.

—¿Presión económica? —preguntó Ragnar. Entendía la presión de la población. Había visto los mundos del Imperio donde se agolpaban miles de millones en inmensas ciudades colmena, pero le era más difícil llegar a entender el concepto de presión económica.

—El terreno es muy valioso aquí —dijo Linus, no sin cierto orgullo—. El más caro de la galaxia. Cada metro cuadrado está escriturado y transferido a alguien: una casa navegante, un gran noble de los Adeptus, una orden religiosa. La venta es rara. Los alquileres son altos. Cuando no se puede construir hacia los lados, se construye hacia arriba. Constantemente se están añadiendo nuevos niveles.

Ragnar entendía de economía lo bastante como para decirle una cosa.

—Seguramente eso debería reducir el valor de la tierra de debajo.

—¡Eso pensaría cualquiera! Pero no, simplemente cobran más por el nuevo espacio de arriba. Con el tiempo, después de milenios, se acaba con sitos como éste. Los listados de alquileres deben de ser fascinantes. Algunos de ellos datan de hace más de diez milenios.

Ragnar supuso que habían abandonado la zona de las madrigueras y que la gente que vivía allí eran ocupantes ilegales que no pagaban nada. Linus lo corrigió en seguida.

—No, pagamos renta. No mucho para lo que se estala hoy en día, pero pagamos de acuerdo con los plazos acordados. Los cobradores siguen viniendo y anotando nuestros pagos en el libro de registros. Un trabajo interesante para un escriba, llegas a ver un poco de mundo.

—No es que sea la parte más atractiva —dijo Haegr—, a juzgar por este sitio.

—Supongo que no —dijo Linus—. Pero, claro, usted ha vivido en la superficie.

Sonó como si estuviera hablando de algún planeta distante y lujoso, no aquel que estaba directamente encima de sus cabezas. Otra profunda impresión se grabó en la memoria de Ragnar: había un número incontable de generaciones que vivían y morían aquí sin ver el cielo o el sol. Comenzó a sentir lo dichoso que era por haber nacido en Fenris, a pesar de los peligros.

—Pronto verás la superficie —dijo Ragnar.

—Cierto —dijo Linus. Sonaba esperanzado y asombrado de su propia temeridad.

Avanzaron entre la penumbra. Las luces de las hombreras de los Lobos parpadeaban automáticamente cuando entraban en zonas de oscuridad. Ragnar no se molestó en suprimirlas desconectando los controles automáticos. Quería algo de luz para ver, y estaba seguro de que sus ojos se beneficiaban más de las luces que los de un hombre normal. Además, si alguien se acercaba por aquellos tortuosos corredores, él se daría cuenta con tiempo para apagar las lámparas si fuera necesario.

En algunos sitios los techos eran tan bajos que Ragnar tuvo que agacharse y Haegr casi arrastrarse para poder pasar. Linus no tenía esos problemas. Ragnar se preguntaba si su pequeño tamaño se trataba de algún tipo de adaptación al medio más que producto de una pobre dieta.

Sonrió. Hubo un tiempo en el que no se habría preocupado de cosas como éstas, pero el extraño conocimiento que las maquinas didácticas de Fenris habían introducido en su cerebro escogía los momentos más raros para salir a la superficie.

Había algunos leves olores a animales a su alrededor, y comenzó a ver pequeños agujeros en las paredes; lugares de donde emergían grandes ratas salvajes que se parecían más a comadrejas que a ratas, con un brillo maligno en sus ojos. Miraron a los tres compañeros como si quisieran saber si eran comestibles. Linus retrocedió, pero las criaturas reconocieron la amenaza que representaban los Lobos y no atacaron. Probablemente advirtieron el hambre de Haegr. Era más factible que el gran hombre se las comiera que ellas pudieran hincarle el diente a él. Probablemente la ceramita tampoco olía de una forma especialmente apetitosa. Sin embargo, un rico bocado de Linus Serpico sería totalmente diferente.

Las personas normales como Linus vivían en un mundo distinto, donde incluso estos roedores podían constituir una amenaza. A su apocada manera, el escriba estaba mostrando más valor haciendo ese viaje que cualquiera de los dos Lobos Espaciales. Linus estaba arriesgando su vida. No eran sólo las ratas, sino las enfermedades que pudieran portar, los venenos de las aguas contaminadas, cosas a las que él no era inmune. Cuando hicieron que los acompañara, pusieron sus necesidades por delante de su vida. Ragnar se preguntó si Linus se daba cuenta de esto y lo grande que era en realidad su valor.

«Todo es relativo», pensó Ragnar. Se dio cuenta de que se estaba acercando peligrosamente a la herejía. El Imperio se había construido sobre valores absolutos: la absoluta verdad de la palabra revelada del Emperador, el mal absoluto del Caos y de la mutación al que deben oponerse los defensores del orden. Todo eso formaba la base de la fe imperial.

No era necesario que comenzase a pensar en términos de relatividad; ese camino conducía a la debilidad y a lo peor. La verdad era que todo hombre, mujer y niño tenía un lugar en el orden del universo. Era decisión de Ragnar interponerse entre la humanidad y sus enemigos. El lugar de Linus era poner por escrito los hechos y las cifras. Sólo se les habían concedido los dones de fortaleza y coraje proporcionados a sus responsabilidades. No era necesario mirar más allá.

El gran edificio del Imperio había durado diez mil años y duraría otros diez mil más siempre que los hombres se adhirieran a sus firmes creencias. El Emperador y los primarcas habían decidido todo lo que merecía la pena decidir en el inicio de su historia. Así eran las cosas. No era necesario comenzar a atribuir más valor a Linus del que tuviera, o de menospreciar a Haegr o a él mismo por ello. Haegr y él eran más valiosos para el Imperio que Linus y un centenar como él.

Y, sin embargo, parte de él pensaba de esa forma. Tenía el defecto de tener que batallar con las ideas. No todas las herejías eran evidentes: las más peligrosas eran las más sutiles. El orgullo era el mayor de los pecados, el que había llevado por mal camino al Señor de la Guerra. El orgullo en la mente era el peor de todos, y Ragnar sufría precisamente de eso. Necesitaba charlar sobre ello con un Sacerdote Lobo cuando viera uno. Y se daba cuenta de que habría penitencia.

Haegr poseía una simple aceptación de todo lo que ocurría a su alrededor y una sencilla fe en la justicia de las viejas formas, pero Ragnar estaba siendo hipócrita. Él no era como Haegr y no le gustaría serlo.

«Otra vez el orgullo —pensó—. No hay escape».

Sus sentimientos eran, en parte, una reacción a estar en sagrada Terra. Él esperaba algo especial, un fulgor de santidad, el toque de lo divino, como había experimentado en el santuario de Russ en Garm. En lugar de eso, había encontrado política, corrupción y pasillos que se desmoronaban. Lo embargaba una profunda sensación de decepción.

—Creo que ahora debemos ir hacia la izquierda —dijo Linus. Habían llegado a una bifurcación. Un camino llevaba hacia arriba y a la izquierda; el otro, hacia abajo y a la derecha. Desde ambos venía un aire mohoso, húmedo y malsano y flotaba un olor a óxido y a viejas máquinas.

—¿Eso crees? —dijo Haegr—. Eso es tranquilizador.

—Ha pasado mucho tiempo desde que hice este camino, lo recorrí en el sentido contrario.

—Eres un guía excelente —dijo Haegr. Sonaba malhumorado. Ragnar lo achacó al dolor.

—Estoy seguro de que tienes razón —dijo Ragnar, subiendo a grandes zancadas por la desmoronada escalera, para asombro de Haegr.

Se hacía evidente que había bastante gente a su alrededor. Aquéllos ruinosos corredores estaban tan llenos de gente como el queso podrido lo está de gusanos. Estaban apretujados en los rincones y ranuras, intentando tímidamente evitar ser vistos por los marines, pero ignorantes del poco éxito que tenían. Había mujeres, niños y ancianos. Se sentaban junto a trampas, que inspeccionaban buscando ratas y grandes insectos para comérselos; bombeaban aguas sucias de depósitos de agua y se movían silenciosamente como sombras y fantasmas. Eran los pobres desposeídos de aquel antiguo planeta.

De vez en cuando, Ragnar olía a alcohol. Siempre iba acompañado por el sonido de risas ahogadas y conversaciones en voz baja. Aquí abajo había tabernas del tipo más básico, donde los fabricantes de cerveza fermentaban las bebidas a partir de residuos azucarados y los mezclaban con agua contaminada. Todo aquí recordaba el mundo más brillante de la superficie. Éstas personas puede que fueran también fantasmas en los tiempos antiguos, pensaba, por toda la vida que había en ellos. El viaje había adquirido una extraña cualidad. Era como un viaje a través de otra vida, o de una primitiva civilización en la que las sombras de los ausentes se alimentaban del polvo y celebraban extrañas parodias de las tareas que habían realizado en vida.

Avanzaron a través de la penumbra espectral y Ragnar se sintió lleno de un creciente sentimiento de intranquilidad. Deseaba tener más hermanos con él. Se preguntaba dónde se encontraría Torin. Las sombras no daban ninguna respuesta.