
La Miseria es tierra de nadie: una peligrosa y corrupta frontera entre la República y los Reyes de las Profundidades. Cuando los traidores, ladrones y espías tratan de burlar a la autoridad, van a parar a la Miseria. El trabajo del capitán Ryhalt Galharrow es, siempre que no hayan sido presa de las retorcidas criaturas que habitan en sus cambiantes y contaminadas arenas. Hay una paz tensa, incluso para un hombre de la experiencia de Galharrow. Pero es un lugar necesario, porque la única defensa de la República contra los Reyes de las Profundidades es la «Máquina» de Punzón, un arma de poder incomparable que protege las fronteras del desierto, siempre y cuando no empiece a fallar…
Ed McDonald
Blackwing
ePub r1.0
NoTanMalo 16.04.18
Título original: Blackwing
Ed McDonald, 2017
Traducción: María José Díez Pérez
Editor digital: NoTanMalo
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1
Alguien los avisó de que llegábamos. Los simpatizantes no dejaron atrás nada salvo una casa vacía y unos volúmenes de poesía ilegal. Una comida sin terminar, cajones revueltos… Cogieron deprisa y corriendo lo poco que podían llevar consigo y huyeron hacia el este, a La Miseria. En los tiempos en que llevaba uniforme, el mariscal me dijo que solo tres clases de personas entran por propia voluntad en La Miseria: las desesperadas, las estúpidas y las codiciosas. Los simpatizantes se hallaban bastante desesperados. Reuní a una docena de hombres estúpidos y codiciosos y salimos en su busca para matarlos.
Salimos de Valengrado una tarde que apestaba a albañal, a tristeza y al final de otro verano malo. El dinero no justificaba el riesgo que iba a correr, pero mi trabajo era cazar hombres, y no tenía intención de permitir que nuestra presa llegara muy lejos. La mitad de la chusma que había reclutado no había pisado nunca La Miseria, y prácticamente se estaba cagando de miedo cuando salimos por la estrecha puerta de la ciudad. Cuando llevábamos una milla ya estaban preguntando si habría gillings y dulchers. A las dos millas, uno de ellos se echó a llorar. Mis veteranos se rieron, le recordaron que estaríamos de vuelta antes de que anocheciera.
Tres días después, incomprensiblemente, los capullos nos seguían llevando ventaja. Ya no se reía nadie.
—Han ido al Barranco del Polvo —vaticinó Tnota. Enredaba con los círculos de su astrolabio, lo sostenía en alto para observar la distancia que había entre las lunas—. Os dije que irían allí. ¿Acaso no os lo dije, capitán?
—Y un carajo.
Sí que lo había dicho. Las huellas en la arenilla demostraban que tenía razón.
—Estoy seguro de que os lo dije. —Tnota me sonrió, los dientes amarillo mostaza destacando en su rostro, oscuro como la melaza—. Lo recuerdo. Vinisteis al bar con los papeles y dije: «Apuesto a que irán al Barranco». Yo diría que me he ganado un extra.
—Aunque este trabajo diese para extras, no te tocaría. Y no da —repuse.
—Eso no es culpa mía. Yo no elijo los trabajos —adujo Tnota.
—Es la primera vez que tienes razón hoy. Y ahora cierra el pico y trázanos un rumbo.
Tnota enfocó a través de la lente de cristal un cielo del color de un moretón de una semana: amarillos sucios, toques de verde, púrpuras desgarrados y feos marrones sanguinolentos, una paleta de fluidos rotos y capilares abiertos. Luego se puso a contar con los dedos y trazó una línea invisible desde una luna a la siguiente. Las grietas del cielo guardaban silencio, apenas un susurro escapaba entre los bancos de nubes inquietas.
Todo en La Miseria está asolado. Todo está mal. Cuando antes matáramos a esos desgraciados y volviéramos al oeste, tanto más contento estaría yo.
Cabalgamos por montículos de grava y arena, la piedra negra y roja y más seca que la sal. La Miseria desprende algo. Un algo que uno siente todo el tiempo, como el aire, pero que es tu enemigo más que tu amigo. Se te mete dentro, penetra en las encías hasta que notas el veneno. Solo confiaba en que aquello acabase pronto.
Cuando ya llevábamos tres días en La Miseria, yendo hacia el sur y hacia el este por arenas negras, encontramos los restos del caballo que habían robado. Lo que quiera que fuese le había arrancado las patas. Los simpatizantes a los que queríamos dar caza habían hecho lo que tenían que hacer: abandonar el caballo a su suerte y huir. Un respiro temporal, puesto que ahora ya no podían ser más rápidos que nosotros. Por su forma de acomodarse en la silla, supe que los hombres se sentían aliviados. Antes de que cayera la tarde tendríamos un par de cabezas en los sacos y emprenderíamos la vuelta hacia lo que pasaba por civilización siguiendo la frontera.
Saqué la petaca del gabán y la agité. No era la primera vez que lo hacía. Seguía estando tan vacía como las otras tres veces que hice lo mismo. Puesto que me había quedado sin brandi, solo disponíamos de cerveza floja para beber, y tampoco es que nos sobrara. La Miseria es un lugar peligroso para grupos de soldados armados hasta los dientes. Que un par de civiles sin formación, sin preparación y sin armas hubieran logrado seguir con vida y sacarnos tres días de ventaja bastaba para sacarme de quicio. Otro motivo para acabar con aquello lo antes posible.
En la arena se distinguía con claridad una senda. Ante nosotros se hallaba el Barranco del Polvo, una angosta hendidura en la tierra. El tajo atravesaba el paisaje de dunas móviles, arena cáustica y piedras quebradizas. El relampagueante pasillo reflejaba una de las rasgaduras del cielo, la abertura en la tierra era la imagen del daño causado en el firmamento. Una de las grietas del cielo prorrumpió en un llanto agudo, sonoro, haciendo que mi compañía de hombres, no de soldados, echara mano de piedras de espíritus y amuletos. Los mercenarios tenían valor, sí, pero también más supersticiones que un cura en una festividad. Querían salir de La Miseria tanto como yo. Aquello los estaba poniendo nerviosos, y unos soldados nerviosos pueden fastidiar incluso un trabajo sencillo. Un hombre benévolo podría llamar soldados a mi compañía de asesinos. Por lo general, los hombres benévolos suelen ser idiotas.
—Nenn, ven aquí —ordené cuando nos acercábamos a una pendiente que se precipitaba en la oscuridad. Mascaba savia negra, las mandíbulas en movimiento, los dientes oscuros como la brea. No hay un sonido más irritante a este lado de los infiernos—. ¿Es necesario que masques esa mierda?
—Todas las damas la mastican —contestó ella, encogiéndose de hombros.
—Que una duquesa tenga la boca llena de dientes podridos no significa que tengas que imitar a sus serviles amigas.
—No tengo la culpa de lo que está en boga, capitán. Hay que mantener las apariencias.
Que Nenn pensara que alguien le miraría los dientes cuando no tenía nariz era una cuestión tan desconcertante como esa moda. Tanto mascar y mascar. Sabía por experiencia que decirle que no lo hiciese sería tan absurdo como pedirle a Tnota que mantuviese la bragueta cerrada.
De todas formas, le dirigí una mirada asesina.
—¿Tenéis algo para mí, capitán? —quiso saber Nenn. E hizo una pausa y escupió media bola de savia negra a la arena.
—Vamos a bajar. Solo tú y yo.
—¿Los dos solos? —La nariz de madera que llevaba afianzada al rostro con una correa no se arrugó, pero sí el ceño.
—Solo son dos, y ni siquiera van armados. ¿No crees que podamos manejar la situación?
—No es a ellos a quienes temo —afirmó Nenn, y escupió la savia que le quedaba hacia el otro lado—. Ahí podría haber cualquier cosa. Podría haber skweams. Dulchers.
—También podría haber un gran caldero lleno de oro. De todas formas, estamos demasiado al sur para que haya dulchers.
—¿Y skweams?
—Tú ve por tus cosas. Vamos a bajar. Necesitamos que las dos cabezas estén intactas si queremos que nos paguen, y ya sabes cómo se pueden poner los muchachos. No me fío de que no se dejen llevar, y las cortes no pagan si pueden evitarlo de alguna manera. ¿Te acuerdas de lo que pasó en Snosk?
Ahora fue Nenn la que puso mala cara.
—Me acuerdo, sí. —Snosk era un mal recuerdo para todos. No cobrar un trabajo por un tecnicismo no le sienta bien a nadie. Y hoy sigo diciendo que se podía distinguir una cara si se disponían debidamente las partes.
—Bien. Pues espabila y ve a prepararte.
Desmonté. Tenía las piernas doloridas de la silla, los riñones dándome una guerra que no me habrían dado diez años antes. Ya no pasaba tanto tiempo subido a la silla. Me estaba ablandando. Ablandándome, no haciéndome viejo, eso es lo que me decía a mí mismo. Tnota descabalgó para ayudarme a prepararme. Era mayor incluso que yo, y aunque podía confiar en que no le atravesaría la cara a nadie con una espada, ello se debía únicamente a que era tan útil en la lucha como un yelmo de cera. Lo más probable era que se hiriese él mismo, y ahí abajo lo que necesitaba era la mala leche de Nenn. Tnota comprobó las correas de mi media armadura y me cebó el arcabuz mientras yo seleccionaba armas del arsenal que llevaba en la silla y me las afianzaba al cinto. Me ceñí un alfanje de hoja corta y una daga de hoja larga. En el Barranco no había sitio para hacer girar nada más largo que un brazo. Ya había bajado antes, hacía unos años, y no era muy ancho. Más calle que valle.
Como era de esperar, Nenn tenía un aspecto feroz vestida de acero ennegrecido. Tnota hizo aparecer una llama y de nuestras mechas empezó a salir humo, las armas de fuego cargadas y listas para escupir plomo. No tenía pensado utilizarlas. Una bala de arcabuz podía causar un buen destrozo en lo que fuera. Sin embargo, como decía Nenn, podía haber skweams. Ahí abajo, en las oscuras entrañas de la agriada tierra, podía haber cualquier cosa.
Cuanto antes les cortáramos la cabeza a los simpatizantes y emprendiéramos la vuelta a la ciudad, mejor.
—Solo hay tres sitios por los que se puede salir del Barranco —recapitulé—. ¿Recuerdas dónde están los otros?
Tnota asintió. Me señaló los otros dos: uno a alrededor de una milla; el otro, a media milla al este del primero.
—Bien. Si los hacemos salir de su escondrijo, dadles alcance y esperadnos.
—Será un trabajo fácil.
—Tnota está al mando —anuncié a mis muchachos, y casi dio la sensación de que me estaban escuchando. No era capaz de recordar cómo me las había arreglado para hacerme con semejante pandilla de ratas de alcantarilla inútiles. Sin brandi, habiéndonos adentrado veinte millas en La Miseria y seguido por una compañía de indeseables. En algún punto de mi vida las cosas se habían torcido mucho, pero que mucho.
A la hendidura se llegaba por una pendiente de piedras sueltas y vetustas raíces de árbol fosilizadas. Algo nada fácil de salvar cuando uno lleva un arma y la distancia entre las paredes es de tan solo siete pies. No había mucha luz, que se dijera, tan solo la suficiente para distinguir algunos puntos donde era mejor no pisar. Costaba no desencadenar una lluvia de arenilla, pero procurábamos hacer el menor ruido posible. El Barranco del Polvo era profundo. Probablemente ese fuera uno de los motivos por los que al enemigo le gustaba utilizarlo de punto de encuentro de sus espías y simpatizantes. Nuestras patrullas no solían adentrarse tanto en La Miseria, prácticamente estábamos fuera del Límite, pero si lo hacían, no se pondrían a peinar la zona en la oscuridad. Hasta los oficiales tenían más seso.
El aire era frío y seco, sin nada de humedad. Raíces de árboles asomaban de las piedras que nos rodeaban. En su día allí se alzaba un bosque milenario, antes de que existiera La Miseria. Ahora solo quedaban las raíces, secas y grises como huesos viejos. En La Miseria no había agua, y alguna que otra charca de un negro aceitoso no ayudaba a que creciese nada.
—Debo confesar algo —afirmé.
—¿De pronto os habéis vuelto religioso? —refunfuñó Nenn.
—Qué va.
—¿Queríais estar conmigo a solas en la oscuridad?
—Tampoco. —Al rodear una roca, le eché demasiado peso encima y se desmoronó como si fuera tiza. Nada dura en La Miseria—. La corte pagará más de lo que he dicho. No mucho más, pero sí lo bastante para que me diera que pensar.
—¿Mentisteis sobre los honorarios?
—Pues claro. Siempre miento sobre los honorarios.
—Capullo.
—Sí. Pero, como iba diciendo, me dio que pensar, y se me ocurrió que quizá estos objetivos sean más que meros simpatizantes.
—¿Espías?
—No. ¿Y si es una Novia?
—No hay Novias en Valengrado —repuso Nenn, demasiado deprisa para resultar convincente. A medida que descendíamos, el enrejado de raíces de arriba impedía la entrada de luz y aire. Nenn sopló su mecha para mantener el extremo encendido y humeante. La tenue luz hizo que el rostro se le volviera rojo como el de un diablo. El olor a quemado de la mecha lenta resultaba reconfortante en la oscuridad, como humo de leña, pero amargo, acre.
—Les encantaría que pensáramos eso —aduje—. La ciudadela encontró una el año pasado. Una grande, casi tan ancha como una casa. Le prendió fuego al edificio en el que estaba y alegó que solo había sido un incendio.
Nenn intentó soltar un bufido. No había perdido la costumbre. Sonó raro, sin una nariz de verdad a través de la que expulsar el aire.
—Chorradas. No era más que una puta vieja y gorda que cabreó al funcionario que no debía. Esos gilipollas pierden la chaveta cuando una humilde fulana los rechaza. Quemó el burdel por rencor y luego puso una excusa.
Nenn creía lo que quería creer, y absolutamente nada más.
—En cualquier caso, si hay una Novia ahí abajo, no quiero que se le acerque ningún hombre. Ya sabes lo que podría pasar.
—¿Qué os hace pensar que ellos no se podrían resistir a una Novia y vos sí? —preguntó Nenn.
Bajé la voz. Los sonidos no llegaban muy lejos en las laberínticas paredes del barranco, pero no estaba de más tener cuidado.
—Nada. Solo confío en que tú no me hagas ni caso y le vueles la cabeza.
—Creía que habíais dicho que no le destrozáramos la cara.
La miré con gravedad, completamente perdido en aquella negrura.
—Si es una Novia, vuélale la puta cabeza, ¿entendido?
—Entendido, capitán Galharrow, señor, volarle la puta cabeza, señor. Aunque sería una puñetera lástima, tanto trabajo para nada.
—Lo sería, sí. Pero mejor que la alternativa. Si están marcados, cobraremos de todas formas.
Resbalé en las piedrecillas sueltas y Nenn me agarró para frenarme. Las piedras rodaron por la estrecha pendiente. Los dos nos quedamos completamente quietos: si aquellos dos seguían ahí abajo, tendríamos que ir con más cuidado. La cháchara nos distraía. Había llegado el momento de cerrar la boca y estar atento. Más adelante había un recodo, y me puse la culata del arcabuz contra el hombro para salvarlo: nada, más barranco. Continuamos avanzando. El humo de la mecha lenta me seguía perezosamente en el aire estancado. Confiaba en que la falta de aire se ocupase de que no fuera por delante y la advirtiera: el olor es inconfundible. Si era una Novia, nuestra mejor oportunidad residía en pillarla por sorpresa.
—Mirad —susurró Nenn—. Luz.
El tenue brillo artificial de la luz de fos a la vuelta del siguiente recodo. Avancé despacio, poniendo los pies en terreno firme con toda la delicadeza de la que es capaz un hombre de mi envergadura. Tendría que haber prestado más atención cuando tomaba clases de baile. Nenn se movía con mayor agilidad, algo en ella me recordaba a los gatos callejeros de la ciudad, puro músculo, tensión y bufidos. Dio la vuelta a la pared rocosa con el arma en ristre.
Yo medio contaba con que abriría fuego, pero se detuvo, y me uní a ella. El barranco se ensanchaba, no mucho, pero quince pies dan la impresión de que es mucho espacio cuando uno está en un lugar en el que apenas se puede mover. Los simpatizantes habían levantado un pequeño campamento. Tenían un montón de mantas viejas y raídas junto a un poco de leña con la que no habían podido hacer fuego. A un lado se veía una botella vacía. La luz procedía de una pequeña linterna, el fos de la lámpara consumiéndose, la batería casi agotada.
Nuestras presas estaban sentadas con la espalda apoyada en la pared rocosa. Ambas muertas. De eso no cabía la menor duda. Tenían los ojos desorbitados, la boca abierta. Una junto a la otra, sujetándose como un par de títeres espeluznantes listos para pasar a la acción. Viva, habría sido normal y corriente: una mujer de mediana edad con el pelo castaño rizado recogido en una crespina blanca, con patas de gallo en los ojos azules. Muerta, tanto en el rostro como en el vestido se veían manchas con escamas de sangre seca. La sangre le había salido de la nariz, los oídos y la boca. Y el hombre había corrido la misma suerte. Tenía el uniforme manchado con algo peor que polvo y sudor de La Miseria.
En vida no habría mirado dos veces a ninguno de los dos. Muertos, era incapaz de quitarles los ojos de encima.
Mi inquietud iba en aumento, me subía de las tripas al pecho. No tenían ninguna herida visible, solo un montón de sangre. No había visto nada igual desde hacía mucho tiempo. Las criaturas que hay en La Miseria son despiadadas, pero matan como animales. Y esto era sangriento, pero limpio. Casi como si esos dos se hubieran sentado a esperar que los mataran.
—Algo se los cargó —apuntó Nenn. Tiene un talento fuera de serie para señalar lo que es evidente, mi Nenn.
—¿No me digas? Es posible que siga aquí. —No sabía qué demonios era, pero nos había ahorrado el trabajo. Respiré el humo de la mecha, el olor acre reconfortándome.
—Se fue hace tiempo: la sangre lleva horas seca.
Nenn bajó el arma, se sentó en una piedra grande y miró los cuerpos con una expresión que no solía verse en lo que le quedaba de cara. No sabía en qué estaba pensando. No quería preguntarle. Encontré un pequeño cuévano y revolví lo que había en él. Parte de mí confiaba en encontrar algo que pudiera venderle al mariscal o a las cortes, hacer que el viajecito mereciera un poco más la pena. No tenían gran cosa: unos tarros de pescado en salazón y unas monedas que no bastaban ni para hacer una apuesta en condiciones. Ni misivas secretas, ni mapas que nos llevaran hasta túneles del enemigo, ni un listado de simpatizantes y espías de Valengrado. Ella era un Talento, una trabajadora de una tejeduría de fos; él, teniente en una unidad de artillería. Fuera cual fuese el motivo por el que abandonaron la humanidad y huyeron a La Miseria, se lo habían llevado a la tumba. Que, yo diría, era donde estábamos nosotros.
Menuda pérdida. Pérdida de mi tiempo, pérdida del dinero con el que la corte me pagaría, pérdida de sus estúpidas vidas. Ni siquiera habían cogido bastante agua para llegar hasta la mitad de La Miseria, desde luego no para cruzarla y llegar hasta el imperio que se extendía más allá. Una pérdida tras otra, tras otra.
Había llegado el momento de hacernos con unas cabezas y salir de donde estábamos.
Me quedé helado al ver algo en la gravilla y en la arena del suelo. Clavé la vista allí unos instantes, incapaz de moverme. Agucé el oído.
—Tenemos que salir de aquí.
—¿Qué pasa? —Nenn les estaba revisando los bolsillos.
—Tenemos que irnos.
Nenn percibió el miedo en mi voz, y al mirarme, vio la pisada. Una cosa minúscula. No debería habernos aterrorizado como lo hizo. Me miró con los ojos como platos.
—Coge las putas cabezas —musité—. Deprisa. Todo lo deprisa que puedas.
Hay muchas cosas malas en el mundo. Algunas son personas, y otras da la casualidad de que viven en La Miseria. Las peores vienen de más allá de La Miseria, del este, lejos. Sabía que esa pisada como de niño podía ser producto de la casualidad, quizá no fuese más que una marca en la arena, pero podía haberla hecho un Elegido.
Mi respiración se volvió demasiado superficial. El sudor me corría por la nuca. Agucé el oído, en busca del más mínimo sonido, y mantuve el arcabuz en ristre. Lo agarraba con fuerza, intentando que los dedos dejaran de temblarme.
—Vamos, vamos —la urgí.
Nenn es muy eficiente y no estaba dispuesta a abandonar nuestro premio, no después de llevar tres días respirando polvo de La Miseria. Sacó la espada y se dispuso a trabajar como si fuese un carnicero. Yo toqueteaba el cañón de mi arma, comprobaba que la mecha pudiera encender la cazoleta de la pólvora. En la quietud del barranco, todo parecía inmóvil. Nenn empezó a rebanar y serrar, los brazos trabajando con ahínco y velocidad. Yo escruté de nuevo el suelo, pero solo vi esa única huella. La mitad de grande que la de un adulto. Los pies de los dos simpatizantes eran más grandes.
—Date más prisa —la insté.
—Listo —dijo Nenn al mismo tiempo que liberaba a su trofeo de hilos de cartílago colgantes. Se iba a tener que dar un baño—. Siempre pesan más de lo que imagino. —Sostuvo las cabezas en alto para que les echara un vistazo: las dos de una sola pieza.
—No las menees así. Ten algo de respeto.
—No les tengo una mierda de respeto a los simpatizantes —espetó Nenn. Y escupió al cuerpo decapitado del hombre—. ¿Tantas ganas tienen de unirse a los siervos?, ¿creen que ser humano es un problema? Pues si eso es lo que quieren, los trataré de forma inhumana.
—Ya basta. Vámonos.
Envolvimos las cabezas en una de las mantas viejas. La sangre había tenido tiempo de secarse, pero eso no significaba que lo que fuese que se los había cargado hubiera ido lejos. Bajo la armadura, tenía la camisa empapada de sudor.
Retrocedimos sobre nuestros pasos hasta llegar a la entrada del barranco y empezamos a subir con dificultad por las piedras sueltas. La necesidad de ser sigilosos estaba reñida con el deseo de salir de ese sitio, las cabezas dando botes en el improvisado saco que llevaba atado al cinto. Nenn tenía razón, pesaban, pero así y todo subíamos deprisa por el pedregal y las secas raíces grises. Estuve todo el tiempo volviendo la cabeza, mirando hacia atrás tanto como hacia delante. Tenía el pulso acelerado, las tripas se me empezaban a retorcer. Parte de mí contaba con que cuando saliéramos nos encontrásemos con los cuerpos desmembrados de la unidad. Recordé que la sangre estaba seca: el asesino había hecho su trabajo y se había ido.
Mis temores eran infundados. Mis soldados de pega nos vitorearon cuando salimos, cargando con un saco manchado de rojo.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó Tnota. Pasé por alto la pregunta.
—Nos vamos —anuncié—. Ensillad, moved el puto culo. ¡Moveos! Todo el que no haya ensillado dentro de medio minuto se queda.
El buen humor se esfumó. Eran un puñado de pobres diablos, pero percibieron el tono de urgencia. Nenn prácticamente se subió de un salto a la silla. Mis hombres no sabían qué nos había asustado, y tampoco era preciso que lo supieran.
—¿Crees que podemos llegar a un puesto del Límite esta noche? —le pregunté a Tnota.
—Lo veo poco probable. Es difícil trazar un rumbo, y nos hemos adentrado al menos dieciséis millas de las normales. Está empezando a salir la luna roja y desbarata las líneas normales. Necesito una hora para trazar un rumbo bueno, si queréis ir hacia el oeste.
—Tendrá que esperar.
Mantuve mi palabra, metí los pies en los estribos y espoleé a mi caballo para que fuese al galope. Lo fustigué con la rienda, mantuve la vista puesta en el oeste y no aflojé el ritmo hasta perder de vista el Barranco del Polvo. Impuse un ritmo duro, prácticamente hasta reventar los caballos.
—Capitán, o paramos o perderé todas las referencias para determinar nuestra posición —insistió Tnota—. Si nos perdemos aquí, ya sabéis lo que pasará. Tenemos que parar.
Permití de mala gana que los caballos avanzaran al paso, y media milla después me detuve.
—Date prisa —lo insté—. El rumbo más rápido para llegar a casa.
Orientarse en La Miseria nunca es fácil. Sin un buen navegante, uno puede ir en la misma dirección tres días y volver a encontrarse en el punto del que partió. Ese era otro de los motivos por los que no había querido arriesgarme a que Tnota bajase al barranco. Las únicas constantes en La Miseria son las tres lunas: roja, dorada y azul. Demasiado lejanas para que las pueda afectar la magia ponzoñosa que sale de la tierra, supongo.
Fui a orinar contra una roca. Cuando me estaba atando el cordón de los pantalones, la cara interna del antebrazo izquierdo empezó a escocerme. Me abroché el cinto y me dije que eran imaginaciones mías. No. Definitivamente la temperatura estaba subiendo. Tenía el brazo incluso caliente. Maldición. Ese no era ni el momento ni el lugar para que me pasara eso.
Hacía cinco años que no sabía nada de Pata de Cuervo. Una parte de mí se preguntaba si el malnacido se habría olvidado de mí. Puesto que ahora intentaba ponerse en contacto conmigo, me di cuenta de que pensar eso había sido una estupidez. Yo era una de las fichas de su juego. Solo había estado esperando a que llegara el momento adecuado para moverme.
Fui detrás de una duna y me subí la manga. En mis brazos hay mucha tinta, recuerdos en verde, negro y azul. Una pequeña calavera por cada amigo que había perdido en el Límite. Demasiadas putas calaveras. A esas alturas ya ni me acordaba de a quién representaban muchas de ellas, y de todas formas no eran las calaveras las que empezaban a calentarse. En la cara interior del antebrazo, entre los toscos tatuajes de soldados que lo rodeaban, destacaba un cuervo con intrincados detalles. La tinta chisporroteó y empezó a soltar negro mientras el calor se volvía insoportable. Me saqué el cinto de un tirón y me lo enrosqué en el brazo a modo de torniquete. Experiencias pasadas me decían que me haría falta.
—Vamos —gruñí entre dientes—. Acabemos con esto.
La carne me tiraba hacia arriba mientras algo intentaba escapar de mi piel. El brazo entero empezó a temblarme, y la segunda embestida me dolió más que el calor. Un vapor crepitante salió de la carne al volverse roja; me ardía. Hice una mueca de dolor, apreté los dientes, cerré los ojos mientras la piel se me estiraba hasta el límite, y entonces noté cómo se abría cuando el cuervo, dando un último tirón, salió de mí. Un cuervo es un puto pajarraco. Salió de la carne abierta, viscoso y rojo como un recién nacido, bajó dando saltitos hasta una roca y me miró desde allí con sus ojos negros.
Apreté la mandíbula para aguantar el dolor. No tenía sentido mostrar debilidad. De todas formas, a Pata de Cuervo no le daría ninguna pena.
Incliné la cabeza ante el ave. Los Sin Nombre no son dioses, pero distan tanto de ser mortales que la distinción importa poco, y tanto a los dioses como a los Sin Nombre les gusta vernos de rodillas. No tenía sentido hablar. Pata de Cuervo nunca escuchaba lo que yo tenía que decir. No sabía si me oía a través del pájaro o si tan solo había venido a decir lo que tenía que decir. El pico del cuervo se abrió y oí su voz, un gruñido de grava y flema. Era como si se hubiese fumado un tazón de hoja blanca cada día desde que empezó la guerra.
—GALHARROW —me chilló furioso—. VE AL PUESTO DOCE. ASEGÚRATE DE QUE ELLA SOBREVIVA. NO LA CAGUES.
El pegajoso cuervo rojo ladeó la cabeza y después miró al suelo, como si fuera un pájaro normal y corriente que buscara lombrices. Quizá después de transmitir su mensaje fuera eso precisamente lo que hacía. Momentos después se puso rígido, sus ojos llamearon, del pico le salió una bocanada de humo y el ave cayó al suelo, muerta. Me limpié la sangre del antebrazo. La herida ya no estaba, pero el dolor persistía. El tatuaje del cuervo volvía a estar en su sitio, desvaído en la piel como la tinta de un anciano. El pájaro volvería a estar perfectamente definido con el tiempo.
—Cambio de planes —anuncié cuando me reuní con los míos—. Vamos al Puesto Doce.
Recibí algunas miradas perplejas, pero nadie cuestionó mi decisión. Y menos mal. Hacer valer el grado es mucho más difícil cuando uno no tiene la menor idea de por qué lo está haciendo.
Tnota miró las lunas. La fría y azul Clada se había hundido en el horizonte. Las vivas grietas broncíneas cortaban el cielo en pedazos descoloridos. Tnota se lamió un dedo, comprobó de dónde soplaba el viento y a continuación se arrodilló y pasó los dedos por la arenilla.
—El Doce no es el puesto más cercano, capitán. No llegaremos antes de que anochezca —informó—. Podemos salir de La Miseria y después dirigirnos hacia el sur por el camino de abastecimiento.
—¿Es la ruta más rápida?
—La más rápida es la directa. Pero, como os digo, no habremos salido de La Miseria cuando anochezca.
—La ruta más rápida, Tnota. Te ganarás un extra si tengo una cerveza en mi mano antes de que se vaya la luz.
Tnota sonrió. Lo conseguiríamos.
2
Los caballos estaban agotados, pero no creía que hubieran sufrido daños. Querían salir de la antinatural tundra tanto como sus jinetes. Son animales listos, los caballos.
Dos lunas se habían ocultado tras distintos horizontes, con lo que solo la esbelta medialuna color zafiro de Clada iluminaba el nocturno cielo cuando nos aproximamos al Puesto Doce. Tnota trazó una extraña y arriesgada ruta a través de dunas con una alta hierba que se quebraba a nuestro paso, pero, a pesar de ello, conseguimos llegar con todas las extremidades intactas. Tal vez no fuese un tipo violento, pero podría haber sido mariscal de no ser tan degenerado. Dejamos atrás aquel llanto agudo del manchado cielo, abandonamos aquellas hendiduras blancas, luminosas y broncíneas que lo atravesaban y pasamos a la noche más lógica y natural del oeste de La Miseria.
El puesto estaba iluminado con una luz vacía, un par de proyectores alimentados con fos realizaban parsimoniosos barridos del camino de acceso. Uno de ellos nos sorprendió y nos siguió a medida que nos aproximábamos. Un rostro solitario, escasamente interesado, se asomó desde las almenas. La fortaleza era un diseño estándar, idéntica a las otras cuatro docenas que había diseminadas a lo largo del Límite. Altos muros de piedra, grandes cañones, banderas, ventanas angostas, olor a estiércol. Lo que cabría esperar en una fortaleza.
—Un gorro de bufón —comentó Nenn al aproximarnos. La miré arqueando una ceja, y ella señaló arriba—. A eso es a lo que me recuerdan siempre. Los brazos de los proyectores. Parecen los cuatro picos del gorro de un bufón. —Seguí la línea que trazaba su dedo, a lo alto: cuatro vastos brazos metálicos se alzaban desde la parte superior del torreón central, patas de araña arqueadas de hierro negro, iluminados desde abajo por una débil luz de fos amarilla. Incluso tenían sendas esferas de hierro negro en los extremos, campanas huecas cuya silueta se recortaba contra el rojo del cielo.
—No creo que los proyectores cuenten chistes buenos —apunté.
—No puedo decir que esté de acuerdo —repuso, risueña, Nenn. Sus ojos tenían la misma fuerza maliciosa que los de un gato cuando le clava las garras a un ratón—. Tiene su gracia. Todos esos siervos que entran en el Límite y acaban reducidos a ceniza, ¿no cuenta como chiste?
—No —negué—. Eso solo significa que tienes un sentido del humor bastante retorcido. Y ahora cierra el pico, necesito pensar qué le voy a decir al comandante del puesto. Y deja de mascar esa mierda, coño.
Nenn no me hizo ni caso y siguió hablando con una bola de savia negra en la boca. Cuando uno ha cabalgado junto a alguien tanto como lo habíamos hecho nosotros, cuando ha estado como una cuba a su lado más días de los que ha estado sobrio, se acaba teniendo que tolerar cierto grado de insubordinación. Algunas personas suponían erróneamente que éramos amantes, como si las cicatrices atrajeran cicatrices. Ella afirmaba ser una fiera en la cama, pero yo jamás habría podido con sus escupitajos o con su absoluta falta de respeto por los modales. Con esa nariz de madera en la cara, nunca le pedirían que posara para un artista, pero mi retrato tampoco haría que las damas de la corte se humedecieran precisamente. Había respirado el polvo de una docena de tormentas de arena, bebido más alcohol que agua la mayoría de los hombres, y si alguien intentaba halagarme diciendo que tenía una mandíbula como un yunque, solo puedo decir que, sin duda, ha recibido más de un puñetazo. Supongo que podría entender por qué la gente pensaba que hacíamos buena pareja.
Tuvimos que dar la vuelta hasta la cara oeste de la fortaleza, ya que no hay ninguna puerta que dé a La Miseria. Los puestos del Límite existen para que el este siga estando en el este, con guardianes para combatir las cosas que antes eran hombres. Solo los espíritus saben lo que son ahora.
El sargento que custodiaba la puerta nos miró de arriba abajo por una ventanita del tamaño de una cabeza que se abría en el centro de la misma. Bostezó, el aliento le olía a vino, pero el sello que le mostré le borró la insolencia de la cara. El disco de hierro grabado en él le dijo que yo era un Blackwing. Las tropas de los estados no tenían en mucho aprecio a los Blackwing. Algunos nos consideraban poco más que cobradores de cabezas, cazarrecompensas, habían oído contar historias de hombres inocentes acusados y juzgados. Los fastidiaba que no tuviésemos botones reglamentarios que abrillantar ni que hacer instrucción, y escupían y nos llamaban ratas cuando pensaban que no los oíamos. Pero, sobre todo, temían que algún día los Blackwing los apuntaran con un dedo acusador, que pusieran la mira en ellos sin la menor piedad. Todo el mundo tiene algo que esconder.
—¿Sabéis si aquí hay alguna mujer de alcurnia? ¿Oficiales? ¿Nobles? —quise saber.
—Lo siento, señor, lo siento mucho. Acabo de empezar mi turno. Pero hay algunos carruajes distinguidos en el patio. Supongo que serán de gente importante.
Lo miré ceñudo: llevaba el uniforme arrugado, como si se lo acabara de poner deprisa y corriendo. Ni siquiera tenía el cinto abrochado. Al parecer, el nivel había bajado mucho desde la última vez que estuve en ese sitio. El oficial que había en mí se rebeló después de años de desdén para espetarle:
—Dado que estáis a cargo de las puertas de un puesto del Límite, ¿no deberíais saber quién se encuentra aquí, sargento?
Me miró con amargura. Mi sello le decía que tenía que dejarnos entrar, pero no era yo quien le daba las órdenes y no tenía que aguantar mi mierda. No a menos que tuviera algún trapo sucio suyo, que no era el caso. Los que son culpables se muestran mucho más maleables.
—A ver cómo os digo esto. Mi hijo pequeño no ha pegado ojo en toda la noche, por la tos húmeda. Probablemente no llegue al final de la semana, y mi mujer no para de lamentarse. Si creéis que no tengo bastantes preocupaciones, id a quejaros al capitán que está de servicio.
Y después, puenteándome, les dijo a mis hombres:
—Pasad. El comedor está cruzando la puerta. No toquéis la cerveza roja, a algunos nos ha dado cagalera.
Me quedé rezagado, pero decidí no señalar que estaba prohibido que entrasen críos en un puesto del Límite. No creo que hubiera servido de mucho.
—Enseñadme cuáles han sido las llegadas recientes.
El sargento se encogió de hombros y se abrazó el cuerpo como diciéndome que estaba dejando que entrara aire frío en la fortaleza y que tenía que cerrar la puerta. Cogí el registro y lo hojeé.
Quienquiera que hubiese llegado en los carruajes no había incluido su nombre en él. El registro estaba, en el mejor de los casos, incompleto. Miré las firmas de entradas recientes. No buscaba únicamente a la dama a la que había mencionado Pata de Cuervo. Me figuré que reconocería la firma de Maldon por su pésima letra si la veía, pero allí no había constancia de nada salvo caravanas de abastecimiento, cambios de guardia y la firma de alguna que otra fulana al entrar y salir el último par de meses.
Gleck Maldon había sido un buen amigo y un poderoso aliado antes de que la magia se le metiera en el cerebro. Un buen hombre, en la medida en que se puede llamar bueno a un hombre que mata para ganarse la vida. Estando en la artillería cabalgó a mis órdenes montones de veces a lo largo de los años. Luego empezó a aullarle a la luna, así que lo encerraron en el manicomio, pero para Tejedores con el talento de Maldon unos muros no son un gran impedimento. Se escapó. Se escapó y se volvió peligroso. No era muy probable que lo fuese a encontrar en el registro, pero así y todo le pregunté al sargento:
—¿Habéis visto pasar por aquí a un hombre alto, de unos cincuenta años? ¿Cabello castaño, gris en los lados?
—Mentiría si os dijese que me acuerdo de alguien así en concreto. ¿Sabéis cómo se llama?
—Gleck Maldon. Un Tejedor, escapó de Valengrado. Es muy probable que pareciera un poco loco.
El sargento negó con la cabeza y recuperó el registro, como si al leerlo me estuviese entrometiendo.
—Aquí no hay ningún hechicero. Desde hace mucho.
Le di las gracias, aunque malditas la ganas que tenía. No había ningún motivo para que Maldon acudiera a ese sitio, salvo que estaba al sur, y el sur era una dirección, y cualquier dirección era mejor que estar donde se suponía que debía estar: encerrado en el loquero de Valengrado. Me quité a Maldon de la cabeza. Se había escondido. Lo echaba de menos.
Las puertas se cerraron de golpe a mi espalda y el sargento empezó a accionar una pesada manivela. Un rastrillo comenzó a descender despacio. Nunca me ha hecho ninguna gracia sentir que estoy encerrado en un sitio.
—¿Por qué no me compráis un coche fino como ese, capitán?
—Nenn sonrió, dirigiendo mi atención a las caballerizas. Había visto el carruaje con suspensión de muelles, como los que solían ocupar las mismas damas de la corte que no se harían un dedo con mi retrato. Las ruedas estaban hechas para las pavimentadas avenidas de bulevares de la ciudad y parecían necesitar algunos cuidados después de andar traqueteando por los descuidados caminos de la frontera. Pintado de azul y provisto de ornamentos dorados, su propietario tenía que ser de la flor y nata. Probablemente la dama tras la que Pata de Cuervo me había enviado.
—Cuando te decidas a obedecer mis órdenes, empezaré a comprarte cosas bonitas —le dije a la espadachina que tenía al lado.
—Me pregunto qué trae a la flor y nata hasta el Puesto Doce —comentó Nenn—. Aquí no se le ha perdido nada a la nobleza.
—A Nenn le gustaban los de arriba tanto como a mí.
—Aquí no se le ha perdido nada a nadie —puntualicé—. La comida es bazofia, las camas son peores, y en cuanto miras al este la realidad da miedo. El problema es que cuanto más arriba naces, con menos sentido común llegas a este mundo. Probablemente alguna mema con ganas de medrar quiera ver cómo se vive en la frontera. Una buena ojeada al Límite, una idea de cómo es La Miseria, deberían bastar para que se vaya por donde ha venido.
A Nenn siempre le gustaba oírme echar pestes de la élite. No tenía muchas cosas buenas que decir de ellos. Mis experiencias con la clase dirigente no habían sido mucho mejores que las de ella.
Ordené a la unidad que se retirara. Encontrarían algún barril abierto sobre el que lanzarse y malgastar la noche desafinando y perdiendo dinero. Mientras no se metieran en alguna pelea o robaran algo, me importaba una mierda. Fueron a beber para que se les pasara el tembleque que les había dado La Miseria. Esos tembleques eran normales cuando uno salía de debajo de ese cielo hendido. Me figuraba que fuera cual fuese la magia que habíamos asimilado mientras estábamos allí tenía que salir del cuerpo, y el tembleque la sacaba, pero solo eran suposiciones mías. No es que los Sin Nombre tuvieran la amabilidad de informarnos de por qué su magia nos afectaba como lo hacía, y tampoco es que nosotros tuviéramos agallas para preguntar.
Pata de Cuervo era el culpable de La Miseria, si es que echarle la culpa a algo como él sirve de alguna cosa. Él y los otros Sin Nombre están por encima de los reproches que podamos hacerles nosotros, mortales lloricas. Algunos formaban sectas en torno a ellos como si fuesen dioses, pero si Pata de Cuervo es un dios, la creación no vale una mierda. Durante dos siglos los Sin Nombre estuvieron en guerra contra los Reyes de las Profundidades y su imperio, la antigua Dhojara, y ¿qué consiguieron en todo ese tiempo? Mucho llanto, muchos huesos amarilleando bajo las arenas de La Miseria. Llegamos a un punto muerto, ni siquiera firmamos la paz, y en los estados centrales ni siquiera entienden que solo la Máquina y los puestos del Límite brindan cierta protección contra los Reyes de las Profundidades. No saben lo cerca que estamos de la horca, lo mucho que aprieta la soga que nos ciñe el cuello. Sin embargo, mi señor no estaba dispuesto a sufrir una derrota, no si para ello tenía que sacrificar al último hombre, mujer y niño de Dortmark. Cosa que hizo. Cuando creó La Miseria en el mundo como última defensa, lo demostró.
Un pequeño batallón de administradores, escribientes y funcionarios se interpuso en mi camino y me dijo repetidas veces que el comandante estaba ocupado. Desoí sus protestas y me abrí paso entre oficiales balbucientes. La intervención directa de Pata de Cuervo imprimía urgencia a esto. Los Sin Nombre no malgastan ni una gota de su poder a menos que sea importante. Lo acumulan con más mimo que el oro. Casi logré llegar a las dependencias del comandante antes de que un puñado de soldados me detuviera y me amenazara con los grilletes. Los insulté, cosa que no me hizo sentir mejor y tampoco hizo que me dejaran pasar.
Los Blackwing somos una organización pequeña, si es que se nos puede llamar así. No hay coordinación alguna entre nosotros ni tenemos un propósito común. Conocía el nombre de otros siete miembros, pero tres de ellos eran falsos, y no sabía dónde estaba ninguno. Éramos las manos en la sombra de Pata de Cuervo, sus ojos y sus ejecutores. Estábamos a un tiempo por encima y por debajo del Ejército, agentes que transmitíamos las órdenes silentes de los Sin Nombre… cuando se molestaban en darlas. Yo había estado cinco años sin recibir una orden como tal. Libre para trabajar como me diera la gana con los recursos que pudiera reunir. Los hombres a los que había llevado a La Miseria eran asalariados, poco mejores que mercenarios. Probablemente peores. Esos escribientes deberían haberse dado de tortas para proporcionarme lo que quería, pero durante la prolongada ausencia de Pata de Cuervo, el miedo a los Blackwing había disminuido.
Sin embargo, Pata de Cuervo había vuelto. Ese miedo volvería.
—¿Qué demonios está haciendo que no pueda esperar? —exigí saber.
—¿Veis esos carruajes de ahí delante? —preguntó un capitán nada intimidado, el uniforme tan limpio que daba la impresión de que jamás salía al exterior—. El comandante está con una bruja que lleva dos horas armándola gorda. Es una Tejedora importante, la hermana de un conde. Tiene lazos con el príncipe Herono. —Me dirigió una mirada crítica.
Quizá yo luciera las alas oscuras en el hombro, pero las cubría la mugre acumulada en tres días de viaje. Me había presentado allí con un montón de polvo y sudor seco, y probablemente el aliento me apestara a la gran cantidad de palo dulce que había mascado mientras estuve en La Miseria. Consintió en enviar a alguien en mi busca cuando el comandante hubiese terminado con la dama. También sugirió que me diera un baño antes de personarme. Yo le sugerí que cogiera su sugerencia y se la metiera por un sitio que era mejor no nombrar.
Improperios aparte, no había forma de que yo viera al comandante a no ser que me pusiera a romper crismas, y ni siquiera las instrucciones que me había dado Pata de Cuervo me autorizaban a cargarme al personal cuando me cabreaba. Al menos, si estaba allí dentro con el comandante, la misteriosa mujer de Pata de Cuervo se hallaba lo bastante a salvo por el momento.
—¿Quién es ella? —inquirí.
—No la había visto nunca. —El capitán no quería entablar conversación conmigo, pero le divertía que supiera más que yo. Se encogió de hombros—. Lady Tanza, creo que se llama.
El nombre me golpeó el pecho como si se tratara de una almádena. Casi me tambaleé. Tragué saliva a duras penas e intenté ordenar mis pensamientos.
—¿Ezabeth Tanza? ¿Una mujer más o menos de mi edad, de cabello oscuro?
—Ese es su nombre, sí. Pero no sé qué aspecto tiene. Luce un velo, como hacen en el sur.
Empezaba a tener el tembleque de La Miseria. Me dije que solo era el tembleque de La Miseria, nada más. Pedí al intendente palo dulce —mejor que la cerveza para mantener a raya los tembleques— y masqué una raíz mientras me dirigía hacia arriba. Palo dulce, media botella de brandi y el frío aire nocturno, no hay nada mejor que esas tres cosas juntas.
Fui arriba, siempre era mejor ir arriba si uno quería aclarar las ideas. Los tubos de luz de cristal funcionaban a media potencia en los niveles superiores, sumiendo la escalera y los pasillos en una oscuridad deprimente. Algún príncipe estaba descuidando sus obligaciones. De un tiempo a esta parte invertían su plata en sedas y viñedos, en palacios de mármol y en comprar indulgencias para sus concubinas en lugar de en mantener los puestos de los que eran responsables. La gente olvida pronto. Lejos de la frontera resultaba fácil olvidar que el deseo del enemigo de borrarnos de la faz de la tierra no había disminuido solo porque contásemos con la Máquina de Punzón para protegernos. No habíamos derrotado a los Reyes de las Profundidades, ni siquiera habíamos estado cerca de lograrlo. Ellos eran un huracán y nosotros habíamos encontrado un parasol. Ochenta años en punto muerto no eran nada para ellos, que ya eran ancianos mucho antes de que pusieran la mira en nuestro territorio.
Franqueé un amplio arco con una puerta de doble hoja con pesadas cadenas de hierro negro entrecruzadas delante y candados aún más pesados afianzándolas. Me detuve, mi instinto del comandante que fui en su día obligándome a hacerlo. Esa era la sala de operaciones desde la que se podían activar los arqueados proyectores de la Máquina de Punzón, lo que Nenn había llamado los picos del gorro de bufón. Una fina capa de polvo recubría la cadena: hacía tiempo que nadie entraba a engrasar la maquinaria. La Máquina de Punzón era nuestra única defensa real si los siervos o sus señores nos atacaban en masa. Hasta un niño lo sabía.
En tiempos del abuelo de mi abuelo, cuando las legiones dhojaranas y los Reyes de las Profundidades marcharon victoriosos contra las últimas nueve ciudades libres, Pata de Cuervo desató el Corazón del Vacío. Era un arma, o era un acontecimiento. Puede que un encantamiento, no tengo ni puñetera idea. De algunas cosas es mejor no saber nada. Sea lo que fuere, era algo malo. Un arma como la que no había visto nunca el mundo antes o, gracias a los espíritus, desde entonces. Pata de Cuervo utilizó el Corazón del Vacío para generar la explosión que dio vida a La Miseria. Abrió grietas en el cielo, asfixió la tierra con polvo emponzoñado. Ardieron colinas, hirvieron campos, los ríos se convirtieron en piedra. Las ciudades de Adrogorsk y Clear, que eran nuestras, en un instante estremecedor pasaron de ser centros de conocimiento y cultura a ser un daño colateral en una tempestad de poder desenfrenado. Se fundieron y ardieron, sus ciudadanos retorciéndose y muriendo. Los Reyes de las Profundidades se tambalearon, heridos por el ataque, pero no salieron derrotados. Cuando volvieron a cobrar fuerzas, la guerra continuó por todo lo que ahora era La Miseria, los Reyes de las Profundidades lanzando a sus innumerables huestes contra nuestros menguantes recursos. Podríamos no haber resistido, pero las vidas de una generación de hombres y mujeres jóvenes hicieron que se ganara tiempo para que otro de los Sin Nombre, Punzón, erigiese su Máquina junto a la frontera. La Máquina acabó con el rey Nivias y obligó a retroceder por segunda vez a los siervos, a lo que siguió un tiempo muerto. Una suerte de paz garantizada por la Máquina y los puestos: puntos de control lejanos desde los que nuestros atentos comandantes podían activar por control remoto la Máquina en caso de que los Reyes de las Profundidades enviaran sus huestes al Límite. Solo lo habían intentado una vez, mucho antes de que yo naciera: la Máquina abrió nuevos cráteres en La Miseria. No lo habían vuelto a intentar. Y ahora la Máquina cogía polvo, olvidada. El comandante del puesto era un memo al no facilitar su acceso. Que la manada de lobos tema tu honda no es razón para que dejes de llevar piedras.
El comandante ya me había cabreado al no recibirme directamente, y mi humor empeoraba por momentos. Informaría de su falta de diligencia al mariscal cuando volviera a Valengrado. A nadie le gusta un soplón, pero le gusta aún menos que los siervos invadan las ciudades estado. El comandante del puesto era un idiota. Sería una venganza insignificante por hacerme esperar, pero cuanto más mayor me hacía, más insignificante me daba la impresión de que me estaba volviendo, y menos me importaba.
Aspiré el nocturno aire caminando a lo largo de las almenas, bebiendo tragos calientes de mi botella y deseando haber pagado menos por un alcohol mejor. El sol se había puesto, la agria luz azul de Clada haciendo que la noche fuera fresca y más bien oscura. De vez en cuando La Miseria hacía un clic o un crac cuando la tierra se movía y gemía. La tenue luz permitía ver el borde de los cráteres de mayor tamaño, un testimonio del devastador poder que desataría la Máquina contra cualquier ejército que fuese lo bastante estúpido para entrar en el Límite. En ese sitio, a lo largo de esa hilera de fortalezas, cien años de guerra habían parado. Las explosiones que habían dado lugar a ese punto muerto habían dejado profundas cicatrices en la tierra. Nadie ni nada se movía allí, en las tierras emponzoñadas de La Miseria.
«¿Estás ahí, Gleck? —pensé—. ¿Estás ahí fuera, en alguna parte? ¿Hasta ese punto perdiste la cabeza?». La parte más inteligente de mí, la parte responsable de que saliera con vida en Adrogorsk y conservara la cabeza sobre los hombros después de pasarme más de dos décadas recorriendo La Miseria, me decía que estaba hablando con un hombre muerto. Gleck Maldon se había vuelto raro, quizá loco. A veces les pasaba, a los Tejedores. Había sido un buen hombre, para ser hechicero. No había ido al norte, no había ido al oeste. El sur parecía cada vez menos probable. Miré el generoso despliegue de calaveras que tenía tatuadas en el brazo izquierdo y escogí un sitio para recordarlo.
La puta Ezabeth Tanza. No era un recuerdo que quisiera volver a despertar. Habían pasado décadas desde la primera vez que me senté a una mesa frente a ella. Y desde entonces había estado intentando acabar con ese recuerdo. Veinte años, una esposa, hijos y años recorriendo ese terreno baldío de pesadilla, y con todo y con eso su nombre aún era como recibir un gancho en las mismísimas pelotas. No me cabía la menor duda de que tendría que escoltarla hasta Valengrado. Si pensara que Pata de Cuervo era capaz de albergar alguna emoción humana, habría creído que era una especie de puta broma de mal gusto.
En el comedor se había entonado una canción tabernaria. Soldados fuera de servicio cantaban una canción sobre un marinero que dejaba atrás a su amor y se ahogaba. Estábamos muy lejos del mar.
Encendí un pesado cigarro puro, di una chupada y expulsé una nube de humo. Beber. Fumar. Mascar palo dulce. Olvidar. Borrado y lejano, un amargo recuerdo de algo que no había pasado. No había vuelto a saber nada de ella desde entonces. Probablemente tuviera marido, hijos. Era incapaz de imaginar qué estaba haciendo en un puesto del Límite. Tampoco quería intentarlo.
Lo triste era que probablemente ni siquiera me reconociese. Veinte años. Un nombre distinto. La nariz rota, las mejillas con cicatrices, la mandíbula con cicatrices. Seguro que no se esperaría que aquel muchacho que lucía galones se ganara la vida con un trabajo de mierda como el que hacía. Tiré el chicote del puro al otro lado de la muralla y bebí otro trago.
Miré al patio. El sargento de la puerta bostezaba, se estiraba. El calor que quedaba de esa noche de verano había ascendido, y el hombre se había echado una manta por los hombros. La canción había subido de volumen, se había vuelto más discordante aún, lo cual era increíble. El sargento se sentó en un escabel, tiritando. Un trabajo solitario y aburrido en una noche fría. De haber sido yo, habría estado borracho. O dormido. Probablemente las dos cosas.
Un niño salió del torreón y empezó a hacer rodar un barrilete hacia el hombre. Me pregunté si sería el moribundo. No tenía pinta de ir a morirse, si era lo bastante fuerte para hacer rodar un barril que parecía pesado. La presencia de niños era otra cosa de la que tendría que informar. Se suponía que los puestos del Límite eran emplazamientos militares, pero a lo largo de los años las costumbres se habían ido relajando. Empezaron dejando entrar a las putas, luego esas putas pasaron a ser esposas, y putas y esposas tuvieron hijos, y al final los puestos de Punzón acabaron siendo pequeñas comunidades. ¿De verdad llevábamos tanto tiempo combatiendo a los siervos en La Miseria? A mí no me lo parecía.
El sargento se levantó y miró al niño, que se detuvo a unas yardas. Se puso un tanto rígido. El crío habló y señaló el barril. El sargento, que parecía estar temblando, cogió el barril, lo levantó y lo dejó junto al rastrillo. A la tenue luz de los tubos que había sobre la puerta, vi que un líquido rojo le corría por la cara, el sargento sangraba por la nariz, los ojos, los oídos. Abrió el barril a golpes y a sus pies se derramó una arena oscura. El hombre se quedó boquiabierto mientras la sangre le goteaba e iba a parar a la pólvora.
Entonces caí en la cuenta, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. El niño —el Elegido— corría. Yo también eché a correr cuando el sargento levantó el brazo y rompió un tubo de luz. A su alrededor saltó una lluvia de chispas. Y las vi descender, blancas y bellas, casi indolentes en su caída.
Me tapé los oídos con las manos.
La puerta explotó.
3
Incluso con los oídos tapados, la detonación fue ensordecedora. La ráfaga de aire que ascendió me alcanzó incluso allí arriba, en las almenas, e hizo que me tambaleara. La inmensidad del sonido persistió, la sombra de algo terrible sumiéndose en el silencio.
Durante unos instantes en las almenas no se movió nadie, y después todos pasamos a la acción como si acabaran de insuflarnos vida.
Un centinela corrió hasta el manubrio que accionaba la alarma en la muralla y empezó a hacerlo girar. Se desprendió herrumbre al forcejear con la manivela, pero acto seguido se oyó el silbido del fos y la sirena comenzó a ulular por todo el Puesto Doce. Su compañero bajaba corriendo la escalera, dejando atrás el arma. Fui hacia donde estaba el arcabuz y lo cogí.
—¿Pólvora y balas? —pregunté a grito pelado al soldado que accionaba el manubrio. Todo sonaba apagado, distante. El soldado, blanco, de una palidez enfermiza, era demasiado joven para estar en el Ejército. Dejó lo que hacía un instante para quitarse la bandolera que llevaba al cuello y lanzármela.
Abajo vi que el pequeño malnacido salía a inspeccionar su trabajo. Parecía un niño de diez años, pero sería mucho mayor. Sonrió al ver el rastrillo retorcido, los restos de madera rota suspendidos de los deformados goznes. A la luz de las llamas su rostro tenía un aire demoniaco.
Cargué el arma deprisa. Rasgué un cartucho de pólvora y eché el negro polvo en la cazoleta. Introduje una bala de plomo en el cañón del arcabuz, añadí pólvora, escupí el papel que se me había quedado en la boca, golpeé la culata para asegurarme de que todo estaba compacto. Luego rompí un tubo de luz y utilicé el calor que generó la energía para encender la mecha lenta. Se tardaba mucho, demasiado, en cargar el arma. El proceso era demasiado lento: el crío se había largado. Lo que no quería decir que no hubiera nadie a quien disparar.
Por la puerta entraron siervos, vestidos para la guerra, los ojos inexpresivos y el rostro desnarigado, las lanzas en ristre y los escudos en alto. El capitán, a la cabeza, tenía unas manchas carmesíes que lo distinguían, y aflojó el ritmo al atravesar las llamas y el humo. Esperaban encontrarse con resistencia, después de todo, ese era un puesto del Límite. Tendría que haber soldados. Tendría que haber oposición. Pero en lugar de eso, tomaron la puerta sin necesidad de luchar. Pese a que su rostro era inexpresivo, vi reflejado en él la confusión.
Esperaban pelea, pues yo se la daría.
Apunté bajo, con idea de darle en la cabeza, pero a sabiendas de que el retroceso haría que el disparo fuese más alto. Apunté, recé y accioné la cola del disparador.
El arma rugió escupiendo humo como un dragón. Aparté el humo para ver el daño que había causado. El disparo era bueno: el siervo que iba a la cabeza se tambaleaba con un orificio en el pecho y otro de mayor tamaño, como un puño, en la espalda. Las costillas quedaron a la vista, fragmentos de hueso rojo esparcidos por el patio. Puede que cargarlo fuese lento, pero estaba claro que un arcabuz podía abrir un buen agujero. El siervo dio unos pasos vacilantes antes de desplomarse contra una pared. Los que iban detrás me miraron y levantaron las ballestas: media docena de flechas salieron silbando hacia arriba mientras yo me tiraba al suelo en la pasarela. Me pasaron por la cabeza, pero el centinela pálido cayó chillando de dolor cuando una saeta le atravesó la pierna.
Tres de nuestros soldados salieron del torreón y se abalanzaron hacia los siervos de la puerta, llegaron a medio camino y se volvieron por donde habían ido.
—Putos cagados. —¿Qué clase de soldados se suponía que eran esos?—. ¡Putos cagados!
La autocomplacencia, perfeccionada a lo largo de meses, años de inactividad, significaba que en la guarnición ni siquiera había turnos, y no había nadie que pudiera responder al ataque cuando los guerreros empezaron a entrar en tromba por las puertas, bultos oscuros con pesados mantos y acero en ristre. Mi valor amenazaba con dar paso a una creciente oleada de pánico. Hice un esfuerzo por permanecer a flote, pues si lo permitía, sucumbiría a ella. ¿Cuántos eran? Iban por todo aquel al que veían, soldado o civil, les daba lo mismo. Un hombre joven aturdido que sostenía unas tenazas de fundición; una mujer con sendos cubos que intentó arrimarse a una pared. Tiró uno de los cubos al siervo que se le acercaba profiriendo un grito. El guerrero lo quitó de en medio de una patada y acto seguido avanzaron rápidos como gatos y, mojados y ensangrentados, se dirigieron hacia el torreón. Los siervos estaban despejando el patio.
—Espíritus del bien, espíritus de la misericordia, apiadaos de nosotros, pobres mortales —gimoteaba el centinela. Le lancé su arcabuz y eché a correr hacia la escalera que llevaba al torreón.
—¡Poneos en marcha! Tenéis que tomar la puerta —grité a los consternados centinelas mientras pugnaban por cargar las armas de fuego. No me quedé a ver si me hacían caso: dejé la muralla y entré en el torreón. Había dejado todo mi equipo con el resto de mis cosas, pero estábamos en una fortaleza, y a los señores de los castillos les gusta colgar armas en las paredes. Eché mano de una espada vieja con la guarnición en forma de cruz y comprobé el estado del filo pasándole un dedo: no estaba muy afilada.
Pero sí lo bastante.
Agarré una adarga de cuero de otra panoplia que encontré en el corredor y me puse a buscar escalas. Abajo se oían gritos, un entrechocar metálico de hojas.
Si el Puesto Doce caía, perderíamos el control de la Máquina de Punzón, pero, en mi pánico, yo fui más allá, como si el terror fuese a llegar más tarde, en un momento más oportuno. Imaginé las legiones enemigas, decenas de miles de cosas de rostro gris, ojos hundidos atravesando La Miseria en dirección al Puesto Doce. Jamás podríamos hacer frente a los siervos en campo abierto. Lo único que los había contenido era el pavor que inspiraba la Máquina de Punzón. Perder el Puesto Doce implicaría perder la guerra.
Algo que debería de haber sido imposible. Impensable.
Alguien perdió una extremidad abajo: había oído ese grito antes. Subí los escalones de tres en tres, fui demasiado deprisa y me di contra una pared, reboté y seguí subiendo escorado hasta verme en un corredor donde se había desatado el infierno.
En el suelo yacían dos hombres muertos: uno de los nuestros y uno de los suyos, ambos con multitud de heridas infligidas con sendos cuchillos. Con el patio tomado, el enemigo ya se estaba abriendo camino hacia los niveles superiores, dejando un reguero de sangre. Dos de ellos, de desnarigado rostro fofo y gris, se estaban cebando con un hombre al que habían clavado contra una pared con espadas de hoja corta. Ya estaba muerto, tan solo se estaban ensañando con él. Los siervos nunca expresan ninguna emoción, pero se percibía un entusiasmo brutal en su forma de clavarle el acero, una y otra vez. Estaba a punto de escabullirme por un corredor lateral, buscando la manera de esquivarlos, cuando Nenn apareció tras ellos. Chorreaba sangre de otro, los dientes, visibles bajo la nariz de madera, menos feroces que el salvajismo que reflejaban sus ojos. Mi Nenn era combativa hasta la médula, la mujer más sanguinaria y dura en este lado de los infiernos. Con una espada en la mano derecha y una daga protegiendo la izquierda, si los siervos guerreros la subestimaron, solo uno de ellos pudo revisar sus prejuicios, ya que desvió la primera estocada y abrió en dos una cabeza. El siervo que sobrevivió intentó batirse en duelo, pero yo me aproximé por detrás y, entre los dos, se vio agujereado como un colador. Se deslizó pesadamente de la espada que yo había tomado prestada.
—¿Qué coño está pasando? —quiso saber Nenn.
—Que este sitio es una mierda, eso es lo que está pasando —repuse—. ¿Dónde está el resto? ¿Dónde está Tnota?
—Nos separamos —contó Nenn. Respiraba con dificultad, tenía la cara roja del esfuerzo y recubierta de sudor—. Yo subí corriendo por la escalera. Creo que ellos se replegaron en una cocina.
—¿Sabes cuántos son, has podido contarlos?
—Por lo que he visto, ahí fuera podría haber un millar.
Me quité de las manos la sangre del siervo y me pasé la lengua por los dientes. Después negué con la cabeza.
—Tantos no se podrían haber acercado sin que nadie los viera. Yo diría que más de cincuenta y menos de cien. Todavía no hemos perdido. Vamos.
La guarnición se había dispersado por las salas, medio borracha, medio despavorida, aterrorizada y sin nadie que le diera órdenes. La mayoría probablemente no hubiera visto de cerca a los siervos en su vida. Y no eran lo que se dice guapos.
—Tenemos que ir abajo, con la guarnición —dije sin gran entusiasmo. No me gusta pelear si no me pagan por ello, pero si el Puesto Doce caía, estaríamos todos bien jodidos. Nenn meneó la cabeza con energía, agarró la pesada puerta de una escalera y la cerró, atrancándola con una viga llena de polvo. Todas las escaleras del castillo se pueden cerrar así si los constructores son listos. Y este lo había sido.
—No por ahí: abajo, en la cocina, hay diez o más. O había. ¿Qué coño están haciendo aquí?
—Intentando hacerse con el control de la Máquina de Punzón —contesté—. ¿Qué si no?
—¿Con cincuenta hombres? No podrían defenderla. No soy general, capitán, pero hasta yo lo veo.
Tras la puerta se oyó un sonido de pies que subían por la escalera. No había forma de saber si eran amigos o enemigos. Ya nadie chillaba, y eso no auguraba nada bueno.
—Ya nos preocuparemos del porqué más tarde. Por de pronto vamos a intentar que no nos hagan picadillo.
Volvimos sobre mis pasos, pero en la siguiente escalera oí voces abajo, los chasquidos y el farfullar que constituían el lenguaje de la antigua Dhojara. Tras cerrar la puerta y barbotearla también, probamos una tercera ruta.
—Nos estamos quedando sin opciones, capitán —observó Nenn. Eso era algo que yo ya sabía, de manera que no le hice caso.
—Tenemos que salir de aquí —dije.
—¿Ya no vamos abajo?
Vacilé. El pulso me martilleaba en los medio sordos oídos. El enemigo se había adueñado de la puerta y recorría la fortaleza, matando a todo el que se encontraba a su paso. Yo me hallaba separado de los míos, que a esas alturas quizá hubieran muerto.
—No nos pagarán si morimos —argüí.
Al dar la vuelta a una esquina, nos topamos con un puñado de siervos que salía de una escalera. Eran cuatro, y nosotros solo dos. Aquello pintaba mal. No lucho cuando el enemigo me supera en número y no lucho por causas perdidas. Habría salido corriendo si el primero de ellos no hubiera cargado contra mí.
Los Reyes de las Profundidades lo habían cambiado hacía poco. Todos los siervos eran personas antes de convertirse en siervos, y el que yo tenía delante aún podría haber pasado perfectamente por uno de nosotros. Tenía la complexión de un agricultor, la expresión vacía de los hechizados. En los antebrazos y las pantorrillas se veían pequeñas tiras de oraciones, que ondeaban cuando me embistió. Zas, pum, listo. Dos segundos de brutalidad y uno menos. No esperé a que se diera cuenta de que había muerto, le di dos tajos más mientras se desplomaba. Retrocedí, me agaché y levanté la adarga para protegerme de los demás, pero no atacaban. Nenn dejó escapar un gruñido gutural y entonces vi a la figura que tenían detrás.
El crío. Un niño pequeño normal y corriente, dulce y lo bastante bajito para tener diez años. Nenn lanzó un grito, el sonido de su desesperación más terrible que la violencia que acababa de ejercer sobre el espasmódico, agonizante siervo. Di media vuelta para echar a correr, pero algo me atravesó el cerebro, privando a mis piernas de fuerza. Caí de rodillas. Un frío glacial procedente del niño empezó a abrirse paso en mi ser, un gusano que se deslizaba y me horadaba. Se introdujo en mis pensamientos, en mi voluntad y, si la tenía, en mi alma. Empezó a acumularse presión tras mis ojos, de la nariz me salía sangre, y supe sin lugar a dudas quién había acabado con los pobres diablos que encontramos en La Miseria.
Grité cuando empezó a moverse por mi cerebro, el gusano helador colándose en mis recuerdos. Me retorcía de dolor, y vomité un charco marrón en el suelo.
Por absurdo que fuera, lamenté el desperdicio de brandi.
El mal negro que surge del profundo, oscuro frío que habita bajo el océano me envolvió, atravesándome el tuétano de los huesos.
Un títere cuyos oscuros hilos manejaba el niño, me levanté para enfrentarme a mi señor, que era la mitad de alto que yo: un Elegido. El cabello corto; el rostro regordete, con gordura infantil, vestía un jubón andrajoso dos tallas más que la suya y unas calzas rotas en las rodillas, como una especie de príncipe pobre. La espantosa malicia que rebosaba su boca, la cruel sed que veía en sus ojos me dijeron que iba a morir. Y que me iba a doler.
—Quiero a la dama —declaró el Elegido, con un tono de niño precoz pero con una autoridad cuyo peso desmentía su verdadera edad. Su magia se había apoderado de mi garganta y mi alma. Gruñí. Traté de luchar contra ella, pero contra un Elegido no se puede hacer una puta mierda. Nenn se estaba ahogando: unas manos invisibles le apretaban despacio la garganta. Estábamos bien apañados los dos, ahora que el niño nos había hechizado. El gusano devoraalmas deambulaba por mi cerebro, provocándome espasmos, y caí al suelo, con las extremidades fuera de control, brazos y piernas una maraña de trozos de carne.
Rebuscaba en mis recuerdos: mi primer cigarro puro, cuando me quemé con el sol, yendo al mercado en un carro tirado por un burro. Fisgaba en ellos, desordenadamente, a voleo, buscando algo.
—¿Dónde está la dama?
Noté más presión en las pelotas. Mi columna protestó cuando unas manos invisibles empezaron a retorcerme. De las paredes salía vapor, chispas que silbaban y chisporroteaban mientras el gusano se movía por mi cerebro. Los huesos me crujían como no deberían hacerlo.
Me alegré de no saberlo, porque habría confesado cualquier cosa en ese momento.
Unos pobres, inconscientes héroes llegaron por otro corredor. Un joven teniente y un puñado de valientes atacaron sin saber a qué se enfrentaban. Abrieron fuego con sus arcabuces y lograron acabar con uno de los siervos antes de que el Elegido centrara su atención en ellos.
La presión cedió y el gusano salió de mi cabeza. Eché mano de mis prestadas armas y tiré de Nenn, la llevé hasta un corredor y luego hacia una escalera. Detrás de nosotros oí los gritos de nuestros salvadores, que estaban averiguando cual era el error que habían cometido.
Más abajo volvía a oírse un entrechocar de acero y gritos. Buena señal: todavía no habíamos perdido, pero lo que me quedaba de cerebro solo me pedía una cosa: escapar. Ahora subíamos, alejándonos del pequeño monstruo y su magia. A un Elegido se le puede dar muerte, como a todo el mundo, pero hacen falta efectivos, hace falta tener suerte y, desde luego, es primordial que no te vea llegar. Pelea las batallas que puedas ganar y huye de las que no. Unas palabras sabias para seguir con vida.
Llegamos a la sala de operaciones de la Máquina de Punzón. Ahí dentro debería haber alguien, arrancándola y preparándose para accionar la palanca. Este ataque solo tenía sentido si hacia nosotros venían cien mil soldados por La Miseria, pero quienquiera que fuese el responsable de manejar la Máquina probablemente hubiese muerto. Teníamos que encontrar las llaves de esos candados, ponernos en movimiento. Cuando accionáramos la palanca, todo cuanto hubiera a veinte millas al este del Límite se desintegraría en una tormenta de fuego que haría que los infiernos parecieran una tarde de verano. Pasé unos frustrantes momentos despellejándome las manos antes de darme por vencido y dejar de tirar de las cadenas. Quienquiera que las hubiese puesto sería un puto fiambre cuando esto acabara, eso si no lo era ya, que probablemente fuese el caso. Me tendría que conformar con darle una buena patada a su cadáver.
Los siervos no estaban lejos. Por lo visto habían tenido la misma idea que nosotros. Las dependencias del comandante estaban cerca, la puerta cerrada por dentro. Los siervos se amontonaban en el pasillo tras nosotros, las malhumoradas órdenes del crío reverberando en los muros de piedra.
—¡Dejadnos pasar, joder! ¡No somos putos siervos! —exclamé, con la esperanza de que alguien abriera. Aporreé la puerta una, dos veces. No había escapatoria. Los siervos empezaron a avanzar por el corredor hacia nosotros, las espadas y las hachas listas para la matanza. Probé a echar la puerta abajo a patadas, pero solo conseguí hacerme daño en el pie.
Al otro lado se oía un rebuscar.
—¡Daos prisa! —Los guerreros se aproximaban con cautela. Rechacé un golpe, abriendo de un tajo el brazo que lo asestó. Solo podían venir por nosotros de uno en uno por el pasillo, y mi herido asaltante se tambaleó hacia atrás, pero a Nenn no le gusta dejar sueltos a los heridos, de modo que se adelantó y su hoja le rebanó la pierna por encima de la rodilla.
Detrás de nosotros se oyó una voz:
—¡Agachaos!
No vi de dónde procedía, pero detrás se encendió una luz. Años de experiencia me dijeron que detrás tenía a un Tejedor, cargado y listo para abrir fuego. Nenn y yo nos echamos al suelo y nos tapamos los ojos. Por lo general lo que hay que hacer cuando hay un Tejedor de por medio. Cuando los abrimos, habían hecho algo aterrador, porque los guerreros que atestaban el pasillo yacían allí en pedazos humeantes. Medio siervo gemía de dolor.
Nos pusimos en pie y entramos en las dependencias del comandante. Cuando cerré la puerta, vi que al pasillo llegaban más siervos.
La habitación era toda madera oscura y superficies relucientes, estantes con libros encuadernados en piel que nadie había leído ni leería. Una silla mullida descomunal, un vasto escritorio de caoba, ambos demasiado pequeños para la bola de sebo que me figuré era el comandante. Una tez blanca, sudorosa y carne en abundancia adornaban al idiota que había permitido que cayera su puesto. Me miraba fijamente, la boca abriéndose y cerrándose como un pez, la camisa, con profusión de encajes, empapada con su sudor de cerdo. Una puta vergüenza de soldado. Su acompañante, la Tejedora que se acababa de cargar a seis guerreros dhojaranos, era una criatura insignificante, mediría tan solo cinco pies. Capucha y vestimenta eran de color azul marino, pero cuando le vi el rostro fue como si me golpearan con un hechizo más potente que el del Elegido.
Ezabeth Tanza. Exactamente igual que hacía veinte años: el rostro liso y joven, las formas esbeltas de una muchacha que ya no era una niña pero en las que no hacía mella aún la edad adulta. Su belleza era apabullante, conmovedora, un rostro tan perfecto que su creación debía de obedecer a un propósito sagrado. Tendría que estar encaneciendo, pero no había envejecido ni un día. El cabello que asomaba de la capucha seguía siendo brillante como la seda. A pesar de que nos estaban atacando, de que había gente muriendo bajo nosotros, me quedé mirándola embobado, como si fuera idiota, la boca abierta.
Por su parte me miraba con aire vacilante, pero solo un momento. Luego miró a Nenn.
—Confiaba en que fueseis más —comentó. Una voz fuerte, acostumbrada a dar órdenes.
—Solo somos nosotros —respondí. Ezabeth se volvió, y cuando me miró de nuevo se había cubierto el rostro con una máscara de tela azul. Entre la capucha y la máscara, solo sus ojos quedaban a la vista.
—¿Qué hacemos? —se lamentó el comandante.
—Ya conocéis la ley —gruñí—. Órdenes del mariscal de Límite Venzer: no correr riesgos. A la primera señal de ataque, activar la Máquina de Punzón. Dadme la llave.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —balbució el comandante. Se había meado encima. No se puede culpar a un hombre de eso cuando reina el terror, pero hizo que le cogiera más manía aún. Una parte de mí sopesó ensartarlo yo mismo, pero lo necesitábamos. Eché un vistazo a mi alrededor: allí no había ninguna salida, habíamos ido directos a una trampa. Ya podíamos despedirnos de activar la Máquina de Punzón.
—¿Tenéis una espada? —le pregunté. Me miró sorprendido y echó una ojeada, como si esa idea no se le hubiese pasado por la cabeza. Vio una ornamentada arma con la empuñadura dorada colgada de la pared y fue a cogerla. La agarró como si fuese un zurullo. Dudo que la hubiese empuñado desde que quien fuera se la regalara. Era un administrador, un contador de botones, la clase de hombre al que se pone a cargo de los suministros, no de un puesto del Límite maldecido por los espíritus. El exceso de paz había convertido nuestro valor en gelatina. Le dije que se quitara de en medio. Era más probable que se hiriera él en lugar de al enemigo.
Al otro lado de la puerta se oía un clamor, muchos pasos. Los siervos sabían lo que hacían, y yo empezaba a tenerlo claro.
—Os quiere a vos, milady —afirmé.
—Que lo intente —respondió desafiante.
—¿Tenéis algún receptáculo?
—No.
—No es posible que os quede mucha luz —razoné.
—Prácticamente nada —convino ella—. Esto no es lo mío. No soy un guerrero. —Estaba junto a la ventana, los dedos trazando líneas luminosas en el aire, atrayendo la luz de la luna lo mejor que podía. No le daría gran cosa. Necesitaba un telar, horas tejiendo el fos suficiente para cargarse. Lo que había hecho en el pasillo debía de haber agotado casi todas sus reservas, pero hizo acopio de lo que pudo en los segundos que teníamos.
Fuera oí una voz entre los disparatados zumbidos dhojaranos: el Elegido estaba ahí. Y eso era algo muy muy malo para nosotros. Aunque Ezabeth hubiese tenido receptáculos cargados de los que tirar, un Tejedor no puede competir con un Elegido. La hechicería es distinta, pero el Elegido es más fuerte. El manual estándar del Límite para oficiales dicta que no hay que entablar combate con un Elegido a menos que se cuente con tres Tejedores para vencerlo. Nosotros teníamos a uno, y prácticamente sin fos. Lo que venía a ser como tener una vaina sin espada.
Mientras yo formulaba preguntas absurdas, Nenn había volcado una librería contra la puerta. La ayudé a tumbar otra más sobre la primera. Ese no era el plan, pero a veces los planes cambian.
—¡Vamos a morir! —exclamó el comandante del puesto. Se abanicaba con un manojo de papeles, por la piel le corría el sudor como si fuese agua de lluvia.
No oí lo que le contestó Nenn, ya que un gran golpe sacudió la puerta, haciendo estremecer las estanterías volcadas. Los guerreros habían improvisado una suerte de ariete y querían entrar.
—Espero que estés preparada para esto —le dije a Nenn. E intenté dedicarle una sonrisa, pero me salió una especie de mueca lasciva. La expresión de Nenn no fue mucho más agradable.
—No puedo decir que quisiera diñarla así, capitán —replicó. Escupió en un libro caro. Algo duro y pesado se estrelló de nuevo contra la puerta, pero la barricada aguantó—. Siempre pensé que moriría de alguna estupidez, como sífilis o cagalera. O de comer carne en mal estado. Cosas normales, estúpidas, ya sabéis.
Asentí. Antes siempre hubo una escapatoria, alguna manera de salir corriendo. En situaciones en las que tenía las de perder, había ocupado mi puesto, o me negué a defender causas perdidas cuando tuve que hacerlo. Así era como había conseguido seguir con vida tanto tiempo. Y ahora un pequeño malnacido se nos iba a meter en el cerebro para fisgar en él por parar a pasar la noche en el lugar equivocado. En cierto modo parecía injusto.
Otro golpe en la puerta. Al otro lado las voces se alzaban y cesaban, una discusión rápida y después la mesa y la librería que habíamos colocado contra la puerta empezaron a echar humo, saltaban pequeñas chispas.
—Allá vamos —afirmé—. Me quiero llevar por delante al menos a uno.
—Yo aspiro a despachar a dos —aseguró Nenn, y se quitó la nariz de madera para respirar mejor. Por lo menos estaría con ella cuando muriéramos. Algo era algo.
La improvisada barricada empezó a desmoronarse, la madera volviéndose blanda y viscosa, deshaciéndose por fuera. Los putos poderes mágicos. El comandante del puesto rompió a llorar, gordos lagrimones en su estúpida cara gorda. Me falto poco para darle.
Ezabeth atravesó la habitación y, tras retirar un paño, dejó a la vista un prisma de cristal vacío sobre un pedestal de latón.
—Tenéis un comunicador —aseveró, sin dar crédito y enfadada.
—¿No enviasteis un mensaje al Consejo de Mando? —pregunté con incredulidad.
—Todo sucedió tan deprisa… —se lamentó el comandante—. No lo puedo hacer funcionar. No sé cómo se hace. Solo lo puede hacer un Talento.
Si ya me habían entrado antes ganas de partirle la estúpida cara, ahora mis puños me lo suplicaban.
—No creo que tengamos tiempo para mandar mensajes —resolví, y Ezabeth sacudió la cabeza. Estaba mirando debajo del inerte prisma de cristal, a la base. Alrededor de la columna había cables de cobre y bronce.
—No, pero estas cosas requieren de una cantidad ingente de luz para funcionar. ¿Podéis retirar el prisma?
Me acerqué, introduje la espada debajo y, haciendo palanca, lo levanté con facilidad. Rayos desbocados de luz caliente empezaron a salir del trastocado mecanismo. Ezabeth puso la mano sobre el orificio. La mano se le encendió, y después el brazo. El fos fluyó por ella, brillante, deslumbrante.
—Si podéis hacer algo, será mejor que lo hagáis ahora —la apremió Nenn. Las librerías se estaban deshaciendo, convirtiéndose en charcos de madera líquida. Y la puerta estaba corriendo la misma suerte. La magia del Elegido.
No tenía tiempo para pensar en lo que estaba haciendo Ezabeth. Lo que quedaba de la estantería se tornó agua sucia de golpe y porrazo y se desvaneció en un charco de madera cuando la puerta se derrumbó hacia dentro. Guerreros dhojaranos cruzaron el umbral, y los recibimos con acero. Nenn chilló, dio tajos, repartió golpes. Yo ensarté, corte y volví a cortar, pero eran muchos, y nosotros solo dos. Rugí, acuchillé, desvié golpes, golpeé. Un siervo murió, y no significó absolutamente nada.
La luz de Ezabeth iba en aumento. Los guerreros se vieron envueltos en la luminosidad que irradiaba la mujer que tenía detrás, y cuando el resplandor se intensificó, ellos se protegieron los inexpresivos ojos. Conseguí atravesar por la mitad una mano, le estampé la adarga a uno en la cara. Nenn cayó en alguna parte, sumida en la radiante luz. Al otro lado de la puerta vi al Elegido, pequeño y furioso.
Dijo a voz en grito algo en dhojarano, algo que solo podía significar: «¡Matad a esa mujer!», la voz tan de niño y aflautada que por un instante me dio pena por lo desesperado que estaba, pero los guerreros ahora apenas podían mirar hacia nosotros debido a la claridad. El más valiente de los siervos lo intentó, y lo devolví a su sitio con el rostro sangrando, de modo que los otros se acobardaron. El Elegido levantó las manos y envió sus gusanos devoracerebros hacia nosotros, pero fuera lo que fuese esa luz desafiaba el poder del niño hechicero.
El Elegido chilló enfurecido, miró a izquierda y derecha en busca de una escapatoria que no existía. Lo miré a los ojos y durante un instante reconocí algo sombrío en ellos, justo antes de que el mundo se volviera de un blanco cegador.
El sonido desapareció. Todo perdió el color, se desvaneció cualquier sentido del equilibrio, y noté que me daba con la cara contra un libro que había tirado en el suelo cuando me desplomé. Durante un espantoso momento pensé que estaba muerto y que me habían mentido. ¿Era esto la muerte, una eternidad blanca, en la que estaba consciente pero era incapaz de moverme o hablar, nada sino el vacío claro y brillante que te rodeaba?
Supe que seguía vivo cuando me llegó un olor a carne frita.
No era la primera vez que el aire me traía un olor a carne quemada. En Adrogorsk quemé a hombres con aceite hirviendo, y en ocasiones los interrogatorios ponían a prueba a los hombres que los realizaban. Esto era peor, en cierto modo.
Me puse boca arriba. Me dolían los ojos, y la cabeza más. Las cosas empezaron a tomar forma. Me levanté apoyándome en la mesa. Alrededor se oían sonidos, quedos y amortiguados. Nadie hablaba, gritaba o lloraba, que ya era algo. Palpé el deslumbrante suelo y encontré la espada que había cogido, pero no veía lo bastante bien para atravesar a nadie. Retrocedí, me apoyé en una pared y permanecí a la espera.
El comandante había muerto. Los guerreros dhojaranos también, pero el comandante del puesto estaba más muerto que ellos. Los siervos yacían como debían hacerlo los hombres cuando se los liquida: las extremidades abiertas de cualquier manera, los ojos inexpresivos. Algunos de ellos estaban agujereados por mi espada, otros podrían haber estado durmiendo de no ser por lo vacío de la mirada y la inmovilidad del pecho. Fuera lo que fuese lo que había hecho lady Tanza, superaba cualquier cosa que le hubiera visto hacer a un Tejedor hasta el momento. Ni siquiera Gleck Maldon podría haber hecho eso. Sin embargo, el olor procedía de lo que quedaba del comandante. Era un esqueleto ennegrecido y humeante envuelto en jirones de tela carbonizada y sentado tieso en una silla, aunque nadie habría visto en él al hombre que había allí momentos —¿minutos?— antes. Lo que había hecho Ezabeth para arder como una vela lo había consumido a él de igual manera.
Busqué el cadáver del Elegido, pero no lo encontré. Esos hechiceros malnacidos siempre logran escapar.
Ezabeth Tanza se había desplomado junto a los huesos quebradizos, carbonizados, del comandante del Puesto Doce. Algunas falanges del esqueleto se desprendieron y tamborilearon sobre el suelo. Nenn también estaba tirada contra una pared. No se había recuperado, pero dando más tumbos que cuando fui a parar al suelo me di cuenta de que lo que la había derribado no fue la llamarada.
Me situé a su lado en un abrir y cerrar de ojos, procurando coger la mano con la que presionaba con fuerza por encima del cinto. Me miró, los intensos ojos castaños a ambos lados del boquete donde debería haber estado la nariz. Apretaba los dientes para combatir el dolor, su expresión perdida entre la determinación y el miedo, sin saber muy bien hacia dónde ir. Acabó decidiéndose por la ira.
—Un puto malnacido me dio justo antes de que esa los friera —contó Nenn, cada palabra arrancada al dolor como el aceite a una aceituna—. Le di en la cara, pero ni se inmutó, me asestó un golpe bajo. Mierda. Ese capullo me ha tumbado, Ryhalt.
—De eso nada —repuse—. Todavía no. Te buscaré ayuda.
—No —afirmó Nenn, cerrando los ojos y dejando caer la cabeza hacia atrás—. Creo que estoy bien jodida. Y cómo duele, ¡coño!
—Déjame ver.
Me dejó, y deseé que no me hubiera permitido hacerlo: la herida era lo bastante baja para esquivar los órganos que le habrían concedido una muerte rápida. Una estocada. Busqué la espada que la había derribado, vi el extremo ensangrentado: al menos se le clavó cinco pulgadas. Quizá muriera desangrada en el sitio, y si no era así, la gangrena y la infección harían que sufriera una muerte lenta. Dolor y pus pestilente, carne ennegrecida y humor blanco. La peor muerte. Era mejor que lo achicharrara a uno un Tejedor.
Nenn me sorprendió toqueteando la empuñadura del cuchillo. Nos miramos.
—Hacedlo —gruñó. Y me agarró la mano, pero sus dedos fríos en mi piel sudorosa, resbaladiza, hicieron que me detuviera.
—No. Alguien te sanará.
—Esto no hay quien lo arregle —afirmó ella. La sangre le salía entre los dedos. Añadió entrecortadamente, con dificultad—: Los dos sabemos lo que pasará a continuación. Un montón de dolor, un montón de agonía.
—Saravor puede arreglarlo —aseveré.
—No —insistió Nenn, resollando, con un hilo de voz afligida—, ese malnacido no. De eso ni hablar.
—¿Acaso crees que te estoy dando a elegir? Vas a vivir.
—Su precio es excesivo.
—Tengo crédito —mentí. Nenn tenía razón: el precio que pedía Saravor siempre era excesivo, pero quizá salvara a mi amiga, a mi hermana. Me las arreglaría. Uno siempre se las podía arreglar si estaba dispuesto a rebajarse lo suficiente. Me deshice de la moralidad como si fuese un manto que diera demasiado calor. Necesitara lo que necesitase el malnacido de Saravor, lo tendría si lograba sacar adelante a mi Nenn.
Puse la espada fuera del alcance de Nenn, no fuera a decidir rebelarse contra mí. Todo parecía haberse calmado. Ningún otro siervo había subido a hacernos frente.
—Necesito comprobar si hay alguien más vivo —observé. La puerta seguía abierta, pero ahora al otro lado no se oía nada. El puesto al completo estaba a oscuras. Ezabeth había agotado toda la energía de los tubos de luz.
Me acerqué a ella y vi que aún vivía. Estaba consciente, pero tan debilitada que apenas se podía mover. Las luces prácticamente se habían apagado por completo. Había consumido las puñeteras reservas de fos del puesto para obrar su magia. La incorporé y la apoyé en la pared. Después de un rato logré hacerle abrir los ojos, y tras la máscara de tela que cubría su rostro creí ver que sonreía. Incluso en medio de esa locura, con los cadáveres de los enemigos a mi alrededor, en las manos una sangre que aún no se había secado y mi compañera más veterana mortalmente herida en el suelo, esos ojos seguían teniéndome en su poder. Por un momento me vi atrapado en su hechizo, una juventud perdida en tiempos mejores. Ezabeth no acababa de ubicarme.
—Cuán extraordinario me resulta encontraros aquí, capitán Galharrow —dijo, pronunciando con dificultad—. ¿Vamos a salir a montar a caballo? —Era como si estuviese borracha. Se echó a reír, una risa tintineante, quebrada. Noté que se me formaba un nudo en la garganta, un dolor profundo en el corazón.
—¿Estáis herida? —quise saber.
—No, no quiero salir a montar, gracias. Creo que voy a dormir un poco. Gracias, capitán Galharrow —añadió. Y cerró los ojos e hizo exactamente eso.
La guarnición luchó, pero no luchó bien. La palabra que mejor describía lo ocurrido era «masacre». Había cuerpos por todas partes, algunos murieron allí donde habían caído, otros yacían contra alguna pared hasta la que se habían arrastrado para terminar desangrados. Muchos no tenían una sola marca, como si la vida simplemente se les hubiese apagado. La magia de Tanza no había golpeado únicamente a los siervos. Me figuro que es el poder que se obtiene cuando un Tejedor acaba de una tacada con la energía de un puesto del Límite. Ezabeth había conseguido reunir un poder que quizá hubiera impresionado al mismísimo Pata de Cuervo. O no.
No empecé a encontrar a los vivos hasta que bajé a los niveles inferiores. Jadeando y lloriqueando en la planta baja. Guerreros heridos, dos, ambos dhojaranos, para los que ya no había ayuda posible. Uno intentaba arrastrarse boca abajo hacia la puerta. Al ritmo al que se movía lo habría logrado cuando llegara la primavera. Quería saber cuántos de mis hombres habían muerto antes de decidir cómo matarlos.
Tnota estaba vivo, y Wheedle también, se habían unido a media docena de cocineros y soldados de la guarnición que se ocultaron en la cocina atrancándola bien por dentro.
—El Gran Perro me dijo que saldríais bien librado —comentó Tnota cuando salieron. Se dio unos toquecitos con los dedos en los labios y después en ambos ojos mientras miraba al firmamento.
—No lo dudo. Tenemos un trato, él y yo —repliqué—. ¿Quién no lo ha logrado?
—¿Quién sí? Ida salió por patas en cuanto vio a los siervos. Perra cobarde. No estoy seguro de si consiguió escapar. —Tnota suspiró. Había salido ileso, claro que probablemente fuese el primero que entró en la cocina. Es posible que ni siquiera llegara a sacar el cuchillo—. ¿Visteis a Nenn? Me figuré que fue en vuestra busca.
—Está herida de gravedad. Es probable que muera pronto —contesté, adoptando el tono más áspero posible. Pese a todo, las malhadadas palabras me afectaron. Tnota llevaba con nosotros más que la mayoría; sabía que Nenn y yo éramos uña y carne.
—Id con ella —dijo—. Yo me encargo de esta mierda.
—No —repuse negando con la cabeza—. Prepara ese carruaje pomposo de fuera. Llevaremos a Nenn a Valengrado. Haremos una visita al Sanador.
El negro rostro de Tnota se ensombreció: no era solo su religión la que le decía que lo que yo proponía era un error. Tenía sentido común.
—No creo que queráis volver a tener trato con esa criatura —observó—. Sabéis que no hace favores.
—Tampoco nos hará ningún favor que Nenn muera —aduje—. Prepáralo. Nos iremos en cuanto la baje por la escalera.
Habría mentido si dijese que lo que proponía no me asustaba. Me obligué a apartarlo de la cabeza, intenté pensar únicamente en el aquí y ahora. No quería tener que relacionarme con Saravor. Me sacaría todo el dinero que tenía y después tres veces más, y así y todo no sería lo único que quisiera de mí. Pero hay algunas cosas que, por absurdas que sean, por mucho que uno sepa que se va a arrepentir, decide hacer de todas formas. Porque es la única alternativa.
4
En media vida vi ir y venir a mucha gente del Límite. Algunos venían y se iban, otros venían y morían, y los que no hacían ninguna de esas dos cosas no solían ser la clase de personas que uno quería tener al lado. La primera vez que pierdes a un amigo tienes la sensación de que no volverás a ser el mismo. Cuando has perdido bastantes, te das cuenta de que no eres el mismo, pero has olvidado cómo volver a ser lo que quiera que fueses antes. Algunas veces, cuando lees las necrológicas, se trata de un capullo al que le hiciste trampas en el tablero de tejas, y te alegras de que pillara la tiritona o se lo comiera un dulcher, pero otras —no a menudo, aunque en ocasiones— era alguien por quien diste media cerveza, y echarías abajo las puertas del más allá para recuperarlo.
Quería recuperar a Nenn. Juraba como un carretero, era despiadada y rajaba pescuezos como un pirata, pero era mi pirata, y pasaría por todos los niveles del infierno antes de permitir que una herida en las tripas me la arrebatara. La llevamos en andas hasta uno de los llamativos carruajes, y las maldiciones que tuvimos que aguantar habrían levantado ampollas en el alma de un cura. Solo me preocupaba cuando estas se tornaron en jadeos y muecas de dolor.
—Tienes que comer menos gallo —le advertí—, pesas como un demonio.
El gruñido que soltó Nenn me dijo que me habría largado un buen insulto si no le doliera tanto respirar.
Tnota abrió la portezuela del carruaje y nos llegó el olor a espliego de su interior, era lo bastante grande como para acomodar a ocho personas en su interior. Nenn soltó un grito cuando la subimos al asiento. No era el lugar más estable en el que morir, pero era el mejor que teníamos. Necesitábamos ir deprisa, y la suspensión del carruaje era mejor que la de los carros del Ejército.
—Tres días subiendo por el Límite hasta Valengrado —le dije a Tnota—. Tenemos que ponernos en marcha. Ve a buscar un tiro de caballos. Si alguien intenta impedírtelo… —Me planteé decirle que me los mandara a mí, pero yo tenía que hacer, así que no lo dije—. Dales fuerte.
Tnota, pese a todo lo que había sucedido, sonrió. No era capaz de mantener esa sonrisa alejada mucho tiempo de su rostro, no aunque los mismísimos Reyes de las Profundidades entraran en el Límite.
El Puesto Doce estaba conmocionado. Soldados supervivientes y civiles llorosos deambulaban por el lugar, incapaces de creer lo que habían visto. No era de extrañar, incluso a mí me costaba dar crédito. La cadena de mando estaba hecha trizas. El cuerpo del comandante aún no se habían enfriado y nadie en el puesto había combatido nunca seriamente. Para la mayoría de esos pobres muchachos era la primera vez que veían morir a una persona. Claro que todos habrían sacrificado animales en sus respectivos hogares, e incluso los más verdes habían visto cadáveres. Bebés muertos, abuelas que no lograban pasar el invierno, víctimas de las distintas pestes que azotaban durante el verano y se llevaban a los vecinos. La muerte era el pan nuestro de cada día. Pero existe una diferencia entre ver morir a un tío tuyo de tos húmeda y ver a tus compañeros abiertos en canal por monstruos de piel gris salidos directamente del vacío.
Me agaché junto a uno de los monstruos que yacían muertos en el patio. No había dos siervos completamente iguales. Todos empezaron siendo personas, antes de que los Reyes los cambiaran y los convirtieran en parte de su plan. Este no conservaba muchos rasgos humanos: no tenía nariz, el rostro liso como el mármol, la tez moteada, de un gris herrumbroso. Tenía los ojos grandes, redondos, casi solo pupila. Los ojos de una cosa nacida en la oscuridad glacial. El siervo aún llevaba la ropa andrajosa de la persona que había sido, sucia, con manchas de sudor y otros fluidos, pero la armadura que lucía era una incorporación reciente. Acero del bueno, tomado de otra nación derrotada. Le quité el yelmo en busca de la marca: siempre hay una marca. Al final lo tuve que desnudar para encontrarla, cortando las correas del peto, dejando a la vista la carne fría, pegajosa y fofa de los brazos y las piernas. Por lo visto, en su día había sido una mujer. Di con la marca en los riñones, un glifo mucho más complejo incluso que las letras de nuestro alfabeto. No sabíamos cómo las hacían, no era ni de tinta ni de hierro, pero obedecía al mismo propósito, y cada uno de los Reyes de las Profundidades marcaba a sus criaturas de alguna manera. Qué función desempeñaba en la magia era algo que desconocíamos, pero la marca me dijo quién había orquestado este ataque contra nosotros: esta era el glifo de Shavada. Ninguno de los Reyes goza de buena reputación entre las gentes de Dortmark, pero Shavada probablemente fuese el más despreciado. Philon era el estratega más astuto; Iddin, el más poderoso; y Acradius se hallaba al mando de las huestes más numerosas; pero Shavada se llevaba la palma en cuestión de crueldad. Necesitaba hacer llegar esa información a Pata de Cuervo lo antes posible.
Recorrí penosamente el puesto. Sangre en las paredes, sangre en la escalera. Cuerpos de siervos tirados donde habían caído. Soldados sin ojos muertos en el suelo. Todo hedía al fuerte olor acre de los siervos, más denso que el olor a tripas vacías. De vuelta en las dependencias del comandante, pasé por alto los huesos carbonizados, que humeaban suavemente, y comprobé el estado del comunicador: ahí no había nada que hacer. La Tejedora le había exprimido todo el jugo y, en el proceso, se habían fundido todos los cables. Intuí que las bobinas de las baterías en las que almacenaban el fos no estarían mucho mejor.
—Tengo que llegar a Valengrado —afirmó Ezabeth, con un susurro rasposo amortiguado por la máscara. Me arrodillé a su lado y fui a quitársela, pero ella ladeó la cabeza, haciendo pobres esfuerzos por apartarme la mano—. Dejadla —pidió afligida. Era una estupidez, pero no tenía fuerzas para discutir.
Pata de Cuervo me había enviado a este sitio para asegurarse de que ella sobrevivía. De algún modo supo que corría peligro. ¿Cómo pudo saberlo? Intentar averiguar cuándo se iba a levantar viento venía a ser lo mismo que preguntar cómo sabían sus secretos los Sin Nombre. A punto había estado de fracasar. Se podía decir que no pude hacer gran cosa para ayudar, y ello me costó ocho hombres, incluido un muchacho nuevo. Se sentía asustado en La Miseria, también debería haberse sentido asustado en este sitio. Se nos había olvidado a todos.
—Yo voy allí —le dije—. Además, me llevo vuestro carruaje.
No puso objeciones, solo se desmayó.
Llevé a la inconsciente noble al patio. Había cogido escudos más pesados. Tnota hizo un trabajo eficiente. Wheedle y él les estaban poniendo las bridas a los caballos, media docena de animales de pecho ancho con manchas blancas en el negro morro. Deposité a Tanza en el otro banco, frente a Nenn.
—¿Tengo que viajar con esa bruja? —refunfuñó mi compañera. Tenía la cara roja, sudorosa. Malas señales.
—Nunca te importó que Gleck fuera un Tejedor —argüí.
—Y a él no le importaba haber nacido cagando plata. Si esa empieza a mangonearme, la echo a patadas.
—El carruaje es suyo.
—La que se muere soy yo, y no pienso hacer reverencias mientras me muero.
Ya parecía medio muerta. Supongo que lo estaba. El hecho de que aún la viera peleona me hacía albergar la esperanza de que lográsemos ver a Saravor antes de que su propio cuerpo la emponzoñara. Cuando Nenn se callase habría que preocuparse.
Antes de salir di con el capitán que se había negado a dejarme pasar para ver al comandante tan solo unas horas antes. Había sobrevivido y solo recibió algunos arañazos, logró reunir a algunos de sus soldados y tomó la puerta. Para entonces los siervos ya estaban dentro, pero la acción había sido oportuna. Después de todo no era tan inútil como yo pensaba. Sus dos mejores hombres ya se dirigían a toda velocidad al norte, al Puesto Trece, para pedir refuerzos y hacerse con un comunicador para enviar un mensaje a Valengrado. El mariscal de Límite Venzer la iba a montar bien gorda cuando se enterara de lo sucedido. Una parte de mí deseaba poder informar en persona al Cabro de Hierro. Quizá le enviara un informe al llegar a Valengrado. Por el momento lo dejaría en manos de los profesionales y me ocuparía de mis muchachos.
El camino era accidentado, y las pasajeras se estremecían de dolor. Conducía yo mismo el carruaje, sin haber descansado apenas. Seguíamos el camino de abastecimiento que discurría hacia el norte a lo largo del Límite. Todo cuanto quedaba al oeste era Dortmark, tierras de labranza, ciudades, bosques, vida. Al este, las desiertas arenas rojas y el cielo agrietado de La Miseria. Avanzábamos a toda velocidad junto a una frontera que dividía mundos distintos.
Uno de los caballos murió sujeto al tiro. Lo soltamos y apremiamos más a los cinco restantes. A diez millas de Valengrado otro empezó a echar espumarajos por la boca, cayó y le partió las patas a un tercero. Aunque eran fuertes, tres animales solos no podrían tirar del carruaje. Pasaba una reata de mercaderes, así que Tnota y yo les quitamos los caballos. Nos los dieron sin armar jaleo, y no tuvimos que matar a nadie.
Fustigué a los nuevos animales con ganas. La ciudad surgió ante nosotros, las manufacturas escupiendo humo y vapor, la noche iluminada por miles de luces de fos. En la grandiosa ciudadela, la palabra «CORAJE» desprendía un brillo rojizo que se entreveía entre el esmog. Al este de la ciudad, el desierto emponzoñado se acercaba a la vasta muralla de Valengrado, pero por una vez La Miseria no era el mayor espanto del que tendría que ocuparme.
5
Toda gran ciudad tiene sus Desechos. Mete a presión bastantes tejados dentro de una muralla y la porquería y la mierda se concentrarán en un sitio. Los pobres, los lisiados, los forasteros, los rechazados, todos se juntan para socorrerse mutuamente de los triunfadores, que los odian por despertar su compasión. Los peligrosos, los marcados, los crueles, los astutos se sientan sobre los montones de mierda y dan sus órdenes como reyes de ratas, legiones de leprosos, putas, ladrones y estafadores pululando por regimientos repletos de mugre. Ya sabéis de qué sitios hablo. De los que necesitan una misión, pero incluso los misioneros creen que para ellos no hay ayuda que valga. En Valengrado, la grandiosa ciudad fortaleza situada en la línea central del Límite, llamábamos a esa acumulación de casas con humedades y mal construidas y esas criaturas con olor a humedad y malos modales los Desechos. Ahí es donde llevamos a Nenn. ¿En qué otro sitio se iba a encontrar a un hechicero que comercia con carne?
El carruaje, ridículamente azul y dorado, atrajo un centenar de ojos voraces, pero el sentido común y el acero desenvainado que yo llevaba atravesado en el regazo los apartaron. Arreé a los agonizantes caballos y dejamos atrás los almacenes de los carniceros y el hedor de la sangre fresca hasta llegar a una hilera de casas. Mendigos y mercenarios sin trabajo se quitaron de en medio sin tardanza. No estaba dispuesto a frenar nuestro ritmo por miedo de aplastarle las piernas a un roñoso adicto a la hoja blanca. En ese preciso instante los minutos eran más valiosos que el polvo de oro. Sabía de sobra cómo llegar al agujero de Saravor, y la gran casa descollaba entre dos bloques de viviendas, tan fuera de lugar en esa ratonera como nuestro carruaje. Frené a los animales, y momentos después mi puño aporreaba la puerta principal.
Abrió un niño de piel cenicienta. El corazón me dio un vuelco de repente, y mi mano estaba en la empuñadura de la espada antes de que cayera en la cuenta de que no era un Elegido y, desde luego, tampoco una amenaza. Tan solo un niño enclenque, ciego. Tenía una venda por encima de la nariz, sendas manchas húmedas allí donde deberían haber estado los ojos. No sabía que Saravor incluyera a niños en sus planes. Por un momento la repulsión que sentí casi me nubló el juicio y me planteé darme la vuelta. Pero no, no era buena idea. Solo había un puñado de hechiceros en Valengrado, y ningún Tejedor de Luz salido de una escuela podría darme lo que necesitaba. No sabía si lo que hacía Saravor era ilegal, pero desde luego con ello no ganaría ningún premio importante en la Universidad de Lenisgrado. El niño no dijo nada. Costaba ver la utilidad de un portero ciego. Le dije que Ryhalt Galharrow quería ver a Saravor, y el pequeño se sumió en las sombras tan silenciosamente como si fuera una de ellas.
Cuando abrí la portezuela del carruaje, la última duda que tenía sobre utilizar los sombríos servicios de Saravor se vio despejada por la pestilencia que salió de dentro. De las callejuelas de los Desechos escapaban olores bastante repugnantes, pero ese día la herida que tenía Nenn en las tripas hizo que salieran en desbandada y corrieran a refugiarse en los albañales. Me sorprendió que Ezabeth no se hubiera asfixiado con ella, encerrada allí como estaba. Se había pasado la mayor parte del viaje dormida, lo cual probablemente fue una bendición.
—Nenn está ida —me informó Tnota—. Tiene fiebre y delira. Dice sandeces. Le queda una hora, a lo sumo. Luego la diñará.
—En ese caso, confiemos en que Saravor esté en casa —repuse. Y cogí mi extremo de las andas y, haciendo todo lo posible para no respirar, me dispuse a franquear la puerta abierta con Nenn.
—No tenéis por qué hacer esto —me recordó Tnota, y me miró con los amarillentos ojos, siempre intentando pincharme y hacer de voz de mi conciencia—. El Gran Perro dice que si es muy tarde, es muy tarde. Algunos precios no deberían pagarse.
Era la misma discusión que habíamos mantenido una docena de veces a lo largo de los tres días que había durado el viaje en carruaje a Valengrado. Me lo llegué a pensar, pero a veces hay que dejar de pensar y actuar.
—Ella lo haría por mí —afirmé, y Tnota soltó un bufido.
—Os habría arrancado el oro de los dientes antes de que os hubierais enfriado —espetó. Era una broma, solo que no tenía gracia. Llevamos a Nenn a la salita. En su día esta había sido la casa de un mercader. La sala estaba tenuemente iluminada y olía a moho. No parecía que le dieran demasiado uso. Saravor no era de los que recibía muchas visitas—. Poneos un límite, y no lo sobrepaséis —aconsejó Tnota. Sacudí la cabeza y me llevé un dedo a los labios. En ese sitio cabía la posibilidad de que las paredes tuvieran oídos. Esto es algo que no se puede decir a menudo con su significado literal.
El niño ciego volvió y me indicó que subiera yo solo. Yo no estaba seguro de si había perdido de verdad los ojos o si tan solo era una estratagema de Saravor para amedrentarme antes de que habláramos de trabajo. Probablemente supiera que íbamos de camino. Que no fuera un Sin Nombre no significaba que fuese buena idea subestimarlo: quizá un cuchillo no sea una espada larga, pero su filo te cortará igual.
El taller de Saravor se hallaba en la primera planta, oscuro y acre debido al hedor del humo de la hoja blanca, aunque en ese momento no se estaba quemando ninguna. Las superficies de trabajo estaban repletas de instrumentos y manchas en las que era mejor no fijarse. Numerosas estanterías recubrían las paredes, si bien largas cortinas de terciopelo las mantenían ocultas. Una de ellas estaba abierta intencionadamente. Vi tarros de carne envejecida en un líquido amarillo verdoso, una cuba que quizá contuviera dedos. Allí donde no había estantes, lienzos con exquisitos dibujos mostraban el mecanismo interno del cuerpo humano, lo que en las universidades se enseñaba como anatomía. Saravor no estaba allí, así que el niño me pidió que esperase. Hice tamborilear los dedos: no tenía tiempo para numeritos. Tomé asiento en uno de los bancos de trabajo e hice cuanto pude para no mirar nada que no quisiera recordar después.
Al cabo bajó el hechicero, olisqueando el aire como un sabueso.
—Oléis a fos —le oí decir antes incluso de que diera la vuelta a la esquina—. Ese olor es más fuerte que el estiércol. —Salió de la escalera sonriendo como un bufón de circo—. Os habéis visto envuelto en un serio altercado místico. —El pecho descubierto, las costillas marcándosele a través de la piel con manchas del torso, una toalla por los hombros. La piel en parte negra, en parte blanca, en parte dorada. Nadie sabía de dónde era oriundo Saravor. Uno de sus ojos era azul como un cielo de verano; el otro, de una tonalidad más oscura, como si hubiera intentado igualarlo y no hubiese podido. En el enjuto torso no tenía un solo pelo, su piel era un mosaico de distintas razas: un hombro blanco nórdico, un bíceps oscuro como la noche, el estómago del ámbar de Pyre. Yo medía seis pies y medio, pero él pasaba de los siete.
—He tenido una pelea —contesté—. Tengo un problema.
—Ya. ¿Beberíais con un viejo amigo?
Saravor no era un viejo amigo, pero esa no era la primera vez que hacíamos negocios. Se sentó al otro lado del banco de trabajo y escogió una botella y dos vasos de madera. Los olisqueó y, tras decidir que no hacía falta limpiar lo que quiera que hubiese echado en ellos antes, me sirvió. No tuve la fuerza de voluntad necesaria para resistirme cuando descorchó el brandi. El vaso que me ofreció parecía tener marcas de dientes en el borde. En la casa de un hechicero todo es extraño.
—Oléis que apestáis a fos —insistió—. Debe de haber sido algo fuerte. ¿Habéis estado fisgando en la sala de control de la Máquina de Punzón?
—No —repuse—. Unos problemillas en el sur.
—¿Problemas?
—Con un Elegido —precisé—. Pero tuvimos suerte: había una Tejedora en la guarnición, e hizo algo. Algo que no había visto en mi vida. Fuera lo que fuese, frio a un montón de siervos.
—¿Dhoja en el Límite? ¿Atacando Dortmark? —inquirió Saravor. Trató de poner cara de susto en su cara de retazos, pero al parecer los músculos de un lado no estaban bien conectados y lo único que consiguió fue poner cara de loco. Probablemente a los nervios solo se les pudiera echar la culpa hasta cierto punto.
—Yo no os lo he dicho —le advertí—. Me figuro que el mariscal no lo querrá airear hasta que tenga tiempo de reunir a los príncipes para celebrar un consejo formal. Esto no ha sido solo un golpe. Planean algo. —La sonrisa de Saravor era algo amargo, del color del frío otoñal.
—Sin embargo, estáis compartiendo esta información conmigo.
—Necesito un favor. La información es un regalo. De buena fe.
Saravor asintió. Es posible que a los hechiceros les encante el oro, pero les gusta más saber cosas. Entrechocamos los vasos y bebí un trago de brandi. Era bueno. Corrían buenos tiempos para el hechicero, si podía permitirse un brebaje así. La guerra se había borrado del recuerdo de los vivos, pero aún quedaban muchos hombres que necesitaban algún arreglo: un brazo desgarrado, una mano mutilada…
—Ryhalt, hemos hechos buenos negocios antes —observó Saravor mientras volvía a llenar los vasos—. Ya sé lo que me vais a pedir. Tenéis una mujer con la barriga agria. Lo huelo a pesar de la peste a luz que echáis vos. No será tarea fácil, ni siquiera para alguien tan versado en las artes de la sanación como yo.
Las artes de la sanación. Desde luego, no tenía abuela. Me mantuve impasible. Me las había tenido que ver con Saravor dos veces antes, pero nunca en un apuro como este, y en aquellas ocasiones tenía dinero. No había valido la pena en ninguna: a Molovich le atravesó la garganta una flecha menos de dos semanas después de que el hechicero se ocupara de él. Si Nenn sobrevivía, me encargaría de cuidarla mejor de lo que había hecho con él.
—Necesito que lo hagáis a crédito —dije. A la boca medio dorada medio color crema de Saravor asomó una sonrisa burlona.
—Ah, por favor. No habréis venido a suplicar mi ayuda, ¿no?
—No estoy suplicando, sino pidiendo. Concedéis crédito, y sabéis que a mí me lo podéis dar.
—Mmm. —Saravor no se inmutó. Esos ojos dispares, bajo unas cejas sin pelo, no titubearon—. Y me venís contando que os las habéis tenido que ver con Elegidos y Tejedores de Luz. Supongo que a vos os puedo conceder crédito, sí. No sois un carnicero que se ha cortado el dedo con una hachuela que dejó en mal sitio. Respiráis polvo de La Miseria y sois el primero que se pone en peligro. Supongamos que os respaldo y os matan. Esta no es una oferta atractiva. —Sacudió la cabeza—. No trabajo gratis.
—No tengo tiempo para discutir —aseveré—. Y eso también lo sabéis, así que id al grano. ¿Qué os quedaré a deber por sanarla?
Un sonido en la escalera me llamó la atención. Otro niño gris, lampiño, con las piernas como palillos y los ojos enormes, bajaba por ella. Este no era ciego, pero sus ojos tenían una expresión tremendamente vacía. Tendría unos ocho o nueve años. Saravor miró alrededor y le dijo algo al pequeño en una lengua que no entendí. Sin mirarlo, el niño dio media vuelta despacio y se fue por donde había venido.
—¿Vuestro hijo? —quise saber.
—Fui el responsable de su creación, más o menos. —La boca se le crispó como si intentara sonreír. Yo no sonreía. Por un momento estuve a punto de largarme. Tanto si el pequeño era su criado como si era otra cosa, esa no era la razón de que yo estuviera en este sitio. No era un hombre de leyes dispuesto a mejorar el mundo. Yo solo quería que Nenn viviera.
Regateamos. O al menos yo lo intenté. Saravor estableció sus condiciones, yo traté de rebatirlas, él se negó a ceder y yo accedí. Cuando hubo terminado, no había ninguna sonrisa en aquella mesa. El simulacro de amistad se disipó en el olor a humo de hoja blanca que se acumulaba en los rincones de la habitación. No hay peor ser humano en Valengrado que Saravor, de eso estaba seguro, pero puesto que no estaba seguro de que siguiera siendo humano, esa idea valía tan poco como echar una meada contra viento. Accedí a dejar a Nenn a su cuidado hasta que me hiciera llegar un mensaje. No le pregunté cómo lo haría, y él no me preguntó dónde podría encontrarme. Putos hechiceros.
6
Desperté en la bruma gris de una tarde apagada. La fatiga me había borrado el recuerdo de cómo había llegado a mi casa. Si fueron los elfos los que me habían llevado hasta allí, desde luego dejaron el sitio sin limpiar. Había salido de Valengrado lo bastante deprisa como para no vaciar el cubo de residuos nocturnos, de manera que olía, literalmente, a mierda. Mientras abría las estrechas ventanas, recordé vagamente haberle dicho a Tnota que se ocupara del carruaje y los caballos. Probablemente le dije que lo llevara a alguna caballeriza, pero conociendo a Tnota, lo habría vendido por unas jarras de cerveza y un culo de alquiler.
Había dormido un día entero. El esmog de las manufacturas reptaba por las húmedas calles cuando salí a buen paso. Ya había perdido demasiado tiempo.
Lady Ezabeth Tanza ya no estaba cuando salimos del cuchitril de Saravor. Durante el viaje apenas parecía capaz de incorporarse, solo tomó unos sorbos de agua y nada de comida, pero allí, en los Desechos, desapareció sin más ni más. Fue como si me asestaran un puñetazo en las tripas. Quizá me imaginé que hablaríamos de los viejos tiempos, de los escasos meses juntos en los que prácticamente éramos unos niños. Era evidente que no compartía mi sentimentalismo. Probablemente fuera mejor así.
Las puertas abiertas de las tabernas me llamaban con nostalgia mientras cruzaba la ciudad, las sirenas intentando apartarme de mi objetivo. Me endurecí para resistirme a su canto y al aroma a cerveza tostada que me arrastraría contra las rocas. La ciudadela se alzaba entre el oscuro cielo ante mí, sus palabras de neón diciéndome que no me desalentara.
Alquilé un pequeño despacho en una calle sombría no muy lejos de la ciudadela. Me pasé de camino, la llave agarrotada en la cerradura, el marco de la puerta también rígido. Había goteras y el suelo estaba mojado. Me recibió una peste a humedad, pero a lo largo de los últimos días había olido cosas mucho peores. Me metieron el correo por debajo de la puerta; estaba húmedo, la tinta corrida. Me senté en la destartalada silla y me dispuse a echarle un vistazo.
Cuando cerré el trato y Pata de Cuervo me marcó, sabía que una capitanía en los Blackwing no sería un camino de rosas. ¿Por qué me escogió? Tenía destrezas que él quería, y era duro de pelar. Cosas importantes para los que eran como él. Pata de Cuervo era un mago. No un hechicero normal y corriente como Ezabeth o Gleck Maldon, ni tampoco un bicho raro como Saravor. A su lado eran niños pequeños; no: ratones. Un centenar de Ezabeths ni siquiera lo habrían hecho sudar. Gleck me lo explicó en una ocasión. Los hechiceros tenían que obtener su poder de algo, pero los magos lo tenían en su interior, siempre crecía, iba a más. Lo atesoraban con celo, jamás utilizaban una gota que no fuera absolutamente necesaria. Llegaba a niveles colosales, les permitía obrar milagros. O provocar cataclismos. La labor de los siete capitanes de los Blackwing era ocuparse de la brutalidad cotidiana. Yo y esos otros seis lo bastante necios como para aceptar el trato de un mago.
De vez en cuando se acordaba de que darme dinero era útil. Diez años antes me había dejado un par de lingotes de oro a la puerta, en un saco viejo y sucio. El dinero era una preocupación humana, muy por debajo de las cosas que despertaban su interés para que le importara. Ni siquiera se habría dado cuenta de que mi despacho tenía goteras. No habría entendido por qué me preocupaba.
Yo solo le rendía cuentas a Pata de Cuervo, si es que aparecía, y sus instrucciones eran sencillas: proteger el Límite. Descubrir a las malas hierbas, los especuladores y los oficiales que aceptaban sobornos. Dar con los picos de oro, acabar con las Novias, silenciar a los agoreros. Mientras esperaba a que Pata de Cuervo me lanzara otro artefacto inestimable, las cortes pagaban un buen dinero por la cabeza de los traidores que les llevaba y no hacían preguntas, siempre y cuando estuvieran marcados. Un capitán de los Blackwing no ostentaba ningún grado en el Ejército, pero el Manual del oficial del Límite exigía que todos los oficiales por debajo de la graduación de coronel me cedieran el paso. Los que se interponían en mi camino no duraban mucho tiempo. Hojeé los papeles que me habían metido por debajo de la puerta en mi ausencia. El primero era una solicitud para que dirigiese las oraciones en una reunión de la Hermandad Aviar, una secta de idiotas que querían creer que Pata de Cuervo era una suerte de encarnación del Espíritu de la Misericordia, lo cual, me figuro, me convertía en su profeta. No era ningún secreto que los Blackwing hacían el trabajo de Pata de Cuervo, pero ni siquiera esos bobos sabían el grado de poder que ejercía sobre sus capitanes. Incluso para la soldadesca, los Sin Nombre eran una suerte de leyenda, distantes como los emperadores de antaño. Esa era la tercera petición de la Hermandad Aviar. El único motivo por el que no los había aplastado aún era que mi señor probablemente pensara que eran graciosos. El segundo era una nota anónima que me informaba de posibles simpatizantes y sectarios en el distrito de los mercaderes. De esas me llegaban un montón, la mayoría de las cuales no eran más que el producto de la ojeriza y la envidia. Así y todo valía la pena comprobarlo. Me la guardé para más tarde.
El último era un recibo que decía que debía el dinero del arriendo de los caballos que nos habíamos visto obligados a dejar en el Puesto Doce. Lo miré ceñudo. Lo que me faltaba. Lo arrugué, lo tiré a una chimenea donde no ardía ningún fuego y me dirigí hacia la ciudadela.
—El mariscal no está aquí —me informó la secretaria. Me había lavado y me había puesto una camisa blanca limpia y mi mejor chaleco de cuero, pero su cara de desprecio me dijo que no apreciaba el esfuerzo. Su uniforme era inmaculado, los botones relucientes. Probablemente pensase que era mejor soldado que yo, pero antes me postraría ante Shavada y le suplicaría que me marcase que volver a ponerme un uniforme para la Gran Alianza de Dortmark. La secretaria no me pidió que le enseñara ningún documento que acreditara mi grado, pero dadas mi estatura y la musculatura que acompaña mis huesos, ni siquiera las secretarias remilgadas suelen mostrar tendencia a importunarme.
—¿Dónde está?
—Ha ido al sur, por el Límite.
Había ido a ver el Puesto Doce con sus propios ojos. Naturalmente. Nuestro mariscal había ido ascendiendo por el escalafón desde abajo, y por mucha autoridad que tuviera y por muchas medallas de oro que le prendieran en el huesudo y viejo pecho, seguía siendo un soldado. Sin embargo, Venzer era un anciano, y tomaría una barcaza para ir por el canal en lugar de descoyuntarse en un carruaje por caminos llenos de baches. Tardaría días en volver. Le pedí a la secretaria pluma y tinta y me dispuse a escribir un extenso informe sobre lo sucedido en el Puesto Doce. No había nadie más a quien estuviese dispuesto a confiar esa información. El idiota que había en mí empezó a pensar que Pata de Cuervo y sus órdenes habían terminado. Confiaba en que me hubiese liberado de una vez por todas. Ganarse la vida con la sangre de otros hombres no era una vida en condiciones, pero era lo que tenía, y las tabernas nunca te rechazan. No como la perra ingrata que ni siquiera nos dio las gracias por llevarla a la ciudad.
Ezabeth había sobrevivido. Me dieron una orden y yo la cumplí. Si ahora lady Tanza decidía aventurarse por la ciudad sola, allá ella. Tenía recursos para cuidar de sí misma. Mi trabajo estaba hecho, y eso era algo que tenía que ser para bien.
Pensar en los Tejedores me hizo recordar a los simpatizantes que nos encontramos en el Barranco del Polvo. La mujer era un Talento, una de las Tejedoras no muy capaces que trabajaba en una de las grandes tejedurías de fos. Una cosa era que un carretero o un cuchillero contrajera la fiebre de la Novia y decidiera que unirse a los esclavos de los Reyes de las Profundidades era lo que ambicionaba en la vida, y otra muy distinta que estos estuviesen echando mano de nuestros Talentos.
Pata de Cuervo había guardado silencio durante cinco años, y nada en mí se alegraba de que hubiese vuelto. Habría preferido meterme en una taberna con la botella más barata y hacer todo lo posible para no pensar en lo que le había hecho a Nenn, pero el pájaro que tenía tatuado en el brazo me exigía que moviera el culo. Me recordaba a la suerte que había corrido el último capitán de los Blackwing que no cumplió con su deber. Pata de Cuervo se ocupó de que durara días. A mí solo me ordenó que velara por una persona.
Había llegado el momento de hacerle una visita al propietario de la tejeduría de fos, lo que significaba que iría a ver a un príncipe. La corrupción no arraiga de manera aislada, echa raíces allí donde la tierra es fértil. Sin un ejército de trabajadores, de Talentos que hilaran el fos para bombearlo a su corazón, la Máquina no era más que un montón de hierro y aceite. Hasta ese momento no había conocido a ningún Talento que se convirtiera en simpatizante, y puesto que había llevado su cabeza en un saco hasta Valengrado, esa mujer no se mostraría muy habladora. Se llamaba Lesse, y era un Talento sin ninguna habilidad especial. Su marido y ella leían poesía ilegal, un libro herético lleno de mentiras titulado Canciones de las profundidades. Cuando las personas se empiezan a llenar la cabeza de oscuridad, en ellas se opera un cambio. Comportamientos imprevisibles, cambios de humor extraños. El propietario de la tejeduría, el príncipe Herono, tendría que haberse dado cuenta antes. Era posible que Lesse hubiera arrastrado a otros Talentos a su sedición, y eso ponía en peligro a todo el mundo. Quizá Herono tuviera sangre real, pero respondería a mis preguntas igualmente.
La tejeduría de fos de Valengrado no era muy productiva. Por lo poco que sabía del hilado de luz, había determinados sitios donde acumularla era más fácil o más eficaz. Tenía que ver con las órbitas lunares y las presiones atmosféricas, pero en último término lo que quería decir esto era que el emplazamiento elegido para levantar la tejeduría de fos era el mejor en un radio de unos cientos de millas, que a su vez era la razón de que cuando Punzón erigió su Máquina situara en ese lugar su corazón y fundase Valengrado para rodearlo. Sin embargo, si el corazón de la Máquina se hallaba a buen recaudo bajo la ciudadela, la tejeduría de fos se encontraba a las afueras de la ciudad. Como algunas manufacturas traquetean y chirrían y meten mucho ruido, mantenían la tejeduría apartada porque necesitaba quietud. Hilar era un arte que era mejor tener lejos del resto de la ciudad.
Estaba oscureciendo cuando me aproximé a las amplias cúpulas de la tejeduría. Dos banderas ondeaban sin entusiasmo: en una se distinguía el templo de nueve columnas que simbolizaba la Gran Alianza de las ciudades estado de Dortmark; en la otra, el escudo de armas personal del príncipe Herono de Heirengrado. La Alianza se había formado en los días en que los Reyes de las Profundidades lanzaron los ejércitos del imperio para aplastar a Occidente. En su día había nueve ciudades, antes de que el arma de Pata de Cuervo aniquilara Adrogorsk y Clear. Cada uno de los siete estados restantes nombraba a un príncipe elector, y en función de los votos obtenidos se elegía al gran príncipe. El número de votos que podía emitir cada príncipe venía determinado por el número de hombres y pertrechos que destinaba cada año al Límite; la Alianza servía únicamente para proporcionar protección común. La Gran Alianza era tan corrupta e inútil como la mayoría de sistemas políticos, y el gran príncipe siempre salía de Lenisgrado, puesto que podían permitirse los mejores sobornos y asignar el mayor número de soldados. La mayoría de los príncipes eran interesados, se refugiaban en el oeste en sus mansiones de mármol claro y pensaban en días soleados esquivando abejas en el viñedo o sodomizando a alguna pobre concubina. Y así y todo, entre la podredumbre y la porquería, algunos, como el príncipe Herono, se alzaban como el faro que podía ser un príncipe. Al menos entendía la oscuridad que invadía nuestro mundo y, que yo recordara, siempre se había interpuesto directamente en su camino.
De un tiempo a esa parte mi vida parecía una serie de encuentros con subordinados para intentar abrirme paso para ver a alguien importante, en este caso el secretario fue tremendamente servicial. Activó un comunicador de corto alcance y, después de enviar un mensaje, se oyó una campana y un hombre acudió en mi busca.
—Dejad las espadas en la mesa —advirtió el hombre. No era ni tan alto ni tan corpulento como yo, incluso era mayor, pero así y todo parecía duro, curtido. Tenía la cabeza rasurada, pero las puntas del bigote se curvaban hacia fuera, como los cuernos de un novillo. Los dedos que me quitaron el cinto de la espada y el puñal eran gruesos y fuertes. Pensé que parecía un carnicero, o un bulldog. Vestía de uniforme, con aberturas que permitían ver el forro de seda azul con la palabra «Stannard» en el lado izquierdo del pecho, que supuse sería su nombre.
—Seguidme y no toquéis nada, sed un buen muchacho —me dijo, y me condujo al interior de la tejeduría. Habría sido un error pensar que me lo estaba pidiendo educadamente, no dándome una orden.
La planta principal del taller estaba atestada de maquinaria, pero había pocas personas. La habitación en sí era mayor que todas las salas de banquetes en las que había estado, medía al menos doscientos pasos de largo y la mitad de ancho. No había luz salvo la que procedía de las lunas. Hilera tras hilera de telares de fos se situaban bajo chimeneas, dentro de las cuales enormes lentes de enfoque dirigían la luz de las lunas hacia los telares, dejando la totalidad de la vasta planta sumida en las sombras y medio a oscuras.
—¿Dónde están los trabajadores? —quise saber, la voz metálica debido a la maquinaria.
—¿Acaso no tenéis ojos? Mirad a vuestro alrededor —refunfuñó Stannard. Y continuó avanzando.
Trabajando en los telares se hallaban los Talentos, Tejedores no muy dotados. Llevaban gafas pesadas, con multitud de lentes, lo mejor para ver los colores de la luz que querían extraer. En los telares punteaban el aire como si tocasen un arpa invisible, llevando hilos de luz coloreada hacia las bobinas de las baterías que había a cada lado. Trabajaban concentrados, a un ritmo constante y de manera metódica, separando el rojo del azul, el amarillo del blanco. No era una forma de magia llamativa, y lo había visto hacer antes, pero así y todo había algo vagamente cautivador en esos hilos luminosos que extraían de la nada. Esta era la fuente de energía de los tubos de luz que iluminaban Valengrado, los comunicadores que enviaban mensajes a los puestos del Límite. Hasta los grandes hornos comunitarios de Mews tenían un encendedor de chispa alimentado por el fos que se acumulaba en ese sitio. Sin embargo, no había ido allí por los hornos.
Pasamos entre los Talentos sin que nadie reparara en nosotros, como fantasmas. Estaban inmersos en su trabajo, no apartaban la vista del fos vivo que manejaban. Ninguno tenía más de treinta años. La aptitud se solía manifestar en torno a los veinte, y las tejedurías pasaban factura. Un hombre solo puede mirar la luz durante cierto tiempo antes de caer. Cada Talento tenía alguna cicatriz, por lo general en los dedos o en la palma de las manos, aunque algunos estaban más desfigurados. El descubrimiento de su don, el resplandor, rara vez los trataba bien. Las cicatrices no me molestaban. Había visto bastantes en mi vida.
En cuatro de cada cinco telares no había nadie. No me gustó. Unos inquietantes dedos fantasmagóricos me subieron por la columna.
El taller estaba prácticamente en silencio a excepción del ocasional traqueteo cuando se hacía girar una rueda o se conectaba una nueva bobina de batería en el telar. Stannard me llevaba entre máquinas, y según avanzábamos pasé un dedo por los aparatos: el polvo se asentaba en ellos desde hacía algún tiempo, y algunos estaban cubiertos con una lona. En ese sitio, tan cerca del corazón de la Máquina de Punzón, era donde debería haber un mayor número de trabajadores. No tenía sentido.
—Este es el despacho del príncipe Herono —me informó Stannard. A la puerta había un hombre más o menos de la misma edad, en el cinto un alfanje de hoja ancha, un centinela—. Si hacéis cualquier cosa que nos lleve a pensar que sois una amenaza, os descuartizaremos más deprisa que a un cerdo en una fiesta, ¿entendido? Cualquier cosa, lo que sea: malas palabras, mala actitud, malos movimientos.
—Estoy aterrorizado —repuse con sequedad—. Me figuro que formabais parte de la Brigada Azul de Herono antes de que la hiciesen prisionera. ¿Es esta la recompensa por tantos años de servicio? ¿Hacer de portero?
—Siempre es un honor servir al príncipe —aseguró Stannard, amusgando los ojos. Creía que era un tipo duro, solo que yo abultaba más que él, y eso no le hacía gracia—. Y tampoco sería una pena mandaros al infierno, así que id con cuidado y vigilad esa lengua. Lo habéis entendido, ¿no, amigo?
—Me parece justo —convine. Lo cierto era que me alegraba de que Herono tuviera unos servidores tan leales. De toda la crema de Valengrado, era la única que tenía agallas de verdad. Entré en el despacho de una leyenda viva.
Las paredes eran paneles de madera oscura tras bruñidas armaduras. Eclipsaban a la apergaminada mujercita que se hallaba sentada tras la enorme mesa. Un rostro duro y pequeño, de mejillas hundidas, y las arrugas de cincuenta años asomaba por un cuello de seda y volantes. Su único ojo era brillante y estaba clavado en mí; con la maraña de carne retorcida de la otra cuenca no veía nada. Tenía la cara cruzada de cicatrices como hojas caídas, unas profundas, otras superficiales. Los siervos la habían dejado que daba pena, pero sonreía cuando entré. Ni la mención a los Blackwing ni mi sello de hierro la intimidaban. Mi licencia me permitía arrancar de raíz a simpatizantes y descontentos entre la población general, pero incluso un agente de los Blackwing se inclinaba ante un príncipe.
—Excelencia —saludé, haciendo una amplia reverencia—. Gracias por recibirme en audiencia.
—No es preciso que me aduléis, capitán Galharrow. Después de todo los dos somos agentes del populacho. Sentaos, ¿queréis?
Tomé asiento en una silla de respaldo alto frente al príncipe. La mesa era inmensa, un bloque de madera prácticamente inamovible cortado de un árbol gigante. Los antepasados me observaban desde óleos repartidos por las paredes.
—Os estaba esperando —afirmó. Cogió un saquito de lona de una bolsa y lo lanzó por encima de la mesa, cayendo a mi lado pesadamente y con un tintineo. Estaba lleno de monedas—. No me van los trueques ni los tratos. Creo que veréis que he sido generosa.
Había ido a ese sitio para investigar el hecho de que los Reyes de las Profundidades estuvieran volviendo contra nosotros a sus Talentos. Me esperaba que lo desmintiera, que se mostrara ultrajada, que echara pestes de mí. Lo que desde luego no me esperaba era un soborno.
—Me gusta la plata tanto como a cualquiera —le aseguré—, pero ¿qué intentáis comprar con ella, excelencia?
—¿Comprar? No necesito comprar nada de vos, Galharrow —repuso Herono. Parecía disfrutar distorsionando mi nombre, y su único ojo brilló risueño—. Esto es en pago del servicio que prestasteis a mi prima.
—¿Vuestra prima?
—Prima segunda, a decir verdad: lady Tanza. Me informó de que nos la devolvisteis sana y salva.
No sabía que Ezabeth estuviese emparentada con el príncipe Herono, por lejano que fuese el parentesco. Qué curioso que mis padres nunca me lo hubieran dicho. Quizá quisieran ver qué pareja hacíamos sin que se interpusieran los vínculos políticos.
—¿Dónde está ahora, excelencia?
—Su hermano, el conde Dantry, tiene una pequeña propiedad en la ciudad. Me figuré que querríais recibir una compensación por haberla traído sana y salva.
—No, excelencia. No he venido por dinero… —repuse, aunque no le devolví el que me había dado.
—Y eso que había oído que no hay trabajo que no aceptéis si está bien pagado. No, no os ofendáis. El dinero es la grasa que lubrica las ruedas del mundo. Son los hombres como vos los que hacen que sigan girando. Aceptadlo, de igual forma, como muestra de gratitud. Ezabeth es una mujer extraña, pero me alegro de que sobreviviera a tan terrible experiencia. Y bien, si no habéis venido a que os pague, ¿qué puedo hacer por vos?
Esto iba a ser difícil.
—He venido por un asunto que atañe a los Blackwing. Seguí el rastro de dos simpatizantes hasta La Miseria. Uno de ellos era un Talento que trabajaba en vuestra tejeduría. Se llamaba Lesse. ¿Sabéis quién es?
Herono negó con la cabeza.
—No me suena, pero probablemente no conozca a la mitad de los Talentos que trabajan ahora mismo en los telares. Vienen y van. —Activó el comunicador y pidió al secretario que hiciera venir a alguien.
—Esta noche no hay muchos trabajando —comenté.
—Ahora mismo tenemos excedente de fos almacenado, más de lo que necesita Valengrado.
—¿Acaso no dicta la ley que todos los Tejedores de segunda trabajen de Talento en las tejedurías? —No era una acusación, pero el único ojo de Herono se amusgó—. Perdonadme, excelencia, pero ahí fuera hay un montón de puestos libres. No soy ingeniero, pero incluso yo sé que la Máquina de Punzón necesita un suministro constante de luz para que siga siendo operativa. Me parece que deberíais tener a alguien ocupando todos y cada uno de esos telares, sobre todo una noche en la que las tres lunas están ascendiendo.
—Capitán, no solo dirijo la tejeduría de mayor tamaño de Valengrado y tres más alrededor de Heirengrado, sino que además soy consejera jefe de la Orden de Ingenieros del Éter. La Máquina de Punzón es, en parte, responsabilidad mía. No os preocupéis por ella.
—¿Sabe el mariscal que la mayor parte de la tejeduría está a oscuras? —insistí.
—Estáis poniendo a prueba mi paciencia, capitán. Yo no os digo cómo debéis dar caza a los hombres en La Miseria, de modo que no toleraré que pongáis en duda cómo dirijo mi tejeduría. ¿Queréis que os explique por qué el alineamiento de las lunas está causando una refracción pobre esta noche? Quizá, si disponéis de tiempo, podáis adquirir conocimientos avanzados de lunarismo y podamos comparar estrategias. Pero hasta que no tengáis mi experiencia, no responderé ante vos. Son pocas las personas vivas que han dado a Dortmark tanto como yo. —Se llevó un dedo a la cuenca vacía donde antes tenía el ojo—. Podéis creerme si os digo que sé perfectamente cuál es la importancia de abastecer la Máquina.
Pese a todo, no desistí de mi propósito.
—No pongo en duda vuestra resolución, excelencia, pero el Puesto Doce se hallaba a medio abastecer y la tejeduría está medio vacía —argüí—. ¿Por qué no están los puestos lo suficientemente abastecidos si en Valengrado hay energía de sobra?
Herono frunció el ceño.
—Ezabeth dijo lo mismo, y tenéis razón. Ello justifica llevar a cabo una investigación más a fondo.
Apareció un escribiente con un libro mayor.
—¿Tenemos empleado a un Talento llamado Lesse? —quiso saber Herono.
—Ya no, excelencia. Dejó el trabajo hace casi un año. Creo que fue trasladada a una tejeduría de Lenisgrado. —El príncipe asintió y el escribiente se fue.
—¿Dejaron el trabajo muchos Talentos el año anterior? —quise saber.
—Como decís, la ley dicta que los Talentos trabajen en las tejedurías. Es preciso alimentar a la Máquina de Punzón, y es voraz. Sin embargo, a ninguno de nosotros nos resulta fácil, viendo ese cielo hendido cada día, escuchando la ira y los gritos de La Miseria. Nos recuerda que todos somos mortales, que ahí fuera hay cosas que nos quieren destruir. Los Talentos a menudo se van a otras tejedurías.
—Lesse no llegó muy lejos —afirmé—. Fue directa a La Miseria, y fuera cual fuese la información que se llevó, se fue con ella a la tumba, pero lo que quiero saber es cómo los captaron, a ella y a su esposo. Si hay una Novia en la ciudad, quiero su cabeza en una pica. Si hay picos de oro en las tabernas, los quiero colgando de la puerta Heckle. Y si se están acercando a vuestros Talentos, es que la corrupción se está extendiendo sin control.
El aire entre nosotros se había vuelto negro y duro. No la estaba acusando de nada, pero la inferencia estaba clara. El príncipe respiró lentamente y se relajó.
—Haré averiguaciones, capitán —me aseguró Herono—. Me interesa tanto como a vos la defensa del Límite. Sé cuál es el precio que pagaríamos todos si se impusieran los siervos.
Su mirada iracunda me desafió a que la contradijera, cosa que no hice. Herono había combatido a los siervos durante una década, capitaneando a su legendaria Brigada Azul para llevar a cabo cargas de caballería en el corazón de La Miseria, acabando con patrullas enemigas y frustrando sus intentos de erigir puestos avanzados. Un buen día la Brigada Azul cayó, y en la emboscada masacraron a sus hombres y capturaron a Herono. La tortura que sufrió se saldó con un ojo menos y una pierna lisiada. En las mesas de las tabernas de todos los estados se relataba la historia de su huida.
—Os doy las gracias, excelencia. Le dejaré una dirección a vuestro secretario. Si llegase a vuestros oídos información adicional, me gustaría saberla —dije—. Una cosa más —observé cuando abría la puerta—: Gleck Maldon sirvió en la Brigada Azul durante un tiempo, ¿no es así?
Herono asintió, entristecida.
—Gleck Maldon era un buen hombre, y un Tejedor brillante. Tengo entendido que erais buenos amigos.
—¿Habéis sabido de él desde que escapó del Maud?
—Ojalá. Es una tragedia cuando un Tejedor pierde la cabeza. Sobre todo uno con tanto talento como Gleck, si bien es cierto que siempre le gustó traspasar los límites.
Eso era cierto. Hice una reverencia y me di la vuelta para marcharme.
—¿Capitán? Hay algo que siempre me he preguntado: el mariscal Venzer aceptaría de buen grado que volvieseis en calidad de oficial y, sin embargo, rechazáis su ofrecimiento. ¿Por qué elegís esta existencia precaria, cazando recompensas en la mugre?
No volví la cabeza, pero me detuve en la puerta. No sabía qué responder.
—Buenas noches, excelencia.
Stannard me acompañó por la planta de la tejeduría.
—Si se os pasa por la cabeza volver aquí a exasperar al príncipe, os aconsejo que os lo penséis dos veces. Ya tiene bastantes enemigos en La Miseria —dijo el fornido y viejo veterano mientras el secretario me devolvía la espada. No era exactamente una amenaza, tampoco era exactamente otra cosa.
—Solo soy un ciudadano preocupado que cumple con su deber —repliqué. Le dediqué una sonrisa indolente, de esas que irritan a más no poder a los que carecen de imaginación.
—Quizá sea mejor que no os preocupéis tanto. Nosotros, los veteranos, nos volvemos sumamente protectores cuando se trata de nuestro príncipe. Si venís aquí a fisgar, intentando remover la mierda, no nos veréis llegar. ¿Estamos de acuerdo, muchacho?
No malgasto palabras con idiotas. Y no estábamos de acuerdo.
7
Tres horas después de que amaneciera salí rumbo a los Sauces, un lugar pérfido lleno de gente pérfida. Fui a la barbería para dar una impresión de respetabilidad antes de cruzar el foso artificial que rodeaba el enclave de la siempre cambiante raza de la nobleza de Valengrado. Los bulevares de los Sauces eran lo bastante amplios para que por ellos pasara un trío de carruajes, estaban bien barridos y libres de jabalíes y perros extraviados. Un hombre con una elegante librea bajaba por el camino con una carretilla y una pala, recogiendo excrementos de caballo. En los Sauces, hasta los paleadores de mierda vestían de manera apropiada.
La residencia del conde Tanza era una monstruosidad de contrafuertes innecesarios y jardines de rosas a los que prodigaban cuidados excesivos. Un mayordomo con pinta tensa me recibió y me preguntó si podía hacerse cargo de mi espada. Dije que no hacía falta, pero él carraspeó y me dejó claro con una mirada que no pensaba ir a ninguna parte hasta que la espada estuviese en su poder. Yo no estaba seguro de qué pensaba exactamente que estaba haciendo, yendo a visitar a la hermana de un conde, pero me figuraba que estaba en deuda conmigo. Estaba en deuda conmigo porque la había mantenido con vida, porque a Nenn la habían herido en las tripas por protegerla y porque hacía veinte años desapareció sin decir palabra y yo debería haberle importado un poco más. Debería, pero probablemente no fuese así.
—Pregunté si os recibiría, pero no creo que me escuchara. —Daba la impresión de que el mayordomo tenía mal día, alrededor del cuello y bajo los brazos se veían manchas de sudor—. Si os soy sincero, señor, no creo que se encuentre muy bien. Quizá podáis convencerla de que vaya a ver a un médico.
Pensaba que la encontraría en cama, pálida y posiblemente moribunda, pero pasar la noche en una cama de verdad por lo visto le había sentado bien. El comedor tendría capacidad para veinticuatro comensales a ambos lados de la mesa, tal vez treinta si estaban dispuestos a darse con los codos. Las paredes exhibían retratos de antepasados melancólicos luciendo las chorreras tan en boga en el pasado, mientras que las luces de fos se hallaban montadas en intrincadas arañas de hierro negro suspendidas del alto techo. En este había incrustados paneles de cristal para permitir que entrara la luz de la luna. Ezabeth estaba sentada justo bajo uno de ellos, absorta en un caos de papeles desparramados por la mesa. Llevaba un vestido largo blanco en el que brillaban flores recamadas en oro, pero aún lucía la misma capucha azul verano y el velo. Bajo los papeles vi los restos de un desayuno copioso: huesos, cáscaras y cortezas.
—Me alegra ver que estáis recuperada, milady —saludé, procurando no transmitir amargura—. Cuando desaparecisteis, temí por vuestra seguridad.
Ezabeth me miró y se llevó un nudillo al ojo. Entonces vi que estaba mutilada, le faltaban los dedos cuarto y quinto de esa mano. Debía de ser una herida antigua. Qué curioso que no me hubiera dado cuenta durante el camino de vuelta a Valengrado. Me resultó difícil centrarme.
—Sí —replicó—. Ya me lo figuro.
Volvió a mirar los papeles que tenía en la mesa. Vi que entre ellos había cartas lunares, algunas de ellas, al parecer, arrancadas de libros. Las hojas estaban llenas de cálculos matemáticos, gráficos y diagramas. Mucho más complejos que el poco lunarismo que yo había estudiado en la universidad. Esperé a que dijera algo más, quizá que me diera las gracias por salvarle la vida, quizá que dijese que, puesto que ya no corríamos un peligro mortal, podíamos hablar. No hizo ninguna de esas dos cosas: era como si se hubiese olvidado de mí.
—Permitid que os exprese mi agradecimiento. Por lo que hicisteis en el Puesto Doce —me sorprendí diciendo.
—Lo que hice fue una estupidez —aseveró sin levantar la cabeza, el tono duro.
—Nos salvasteis —apunté.
—Dudo que el comandante comparta vuestra gratitud —repuso ella. Se retrepó en su silla y apartó los papeles, haciendo que algunas hojas cayeran revoloteando al suelo—. No sirve de nada. No puedo hacerlo. No sé lo bastante sin sus papeles, y se quemaron. Así que ¿qué voy a hacer ahora? ¿Vos lo sabéis? Decid, ¿lo sabéis?
Me miró fijamente, los grandes ojos abiertos, rebosantes de pasión. Por un momento me pregunté si tanto tejer la habría vuelto loca. Nunca había visto a nadie hacer lo que hizo ella en el Puesto Doce. Ni siquiera había oído hablar de algo así. Si no la había vuelto loca, probablemente debiera.
—No sé de qué me habláis, milady —admití.
—Cómo lo vais a saber —contestó, volviendo a centrar la atención de inmediato en los papeles. Cogió una carta astronómica y la sostuvo en alto—. No lo sé ni yo, y soy una experta. La experta. Y tenía sus papeles, y ahora no son más que cenizas, y ni siquiera los entendía cuando los tenía en mi poder. ¿Dónde nos deja eso?
—Lo que decís no me aclara mucho las cosas —dije sentándome frente a ella. No pareció darse cuenta. Cogió una pluma, la introdujo en el tintero y comenzó a escribir con descuido. La mano iba dejando borrones de tinta negra en el papel. Había algo triste en la premura frenética con la que escribía.
—¿Qué papeles ardieron, milady? —me interesé.
—Es lo que todos quieren saber —repuso—. Es lo que quería el Elegido. Naturalmente, no os lo puedo decir. No se lo puedo decir a nadie aún. Si me equivoco, no me gustaría sembrar la inquietud y el pánico. Pero no me equivoco. —Olisqueó el aire y me miró entrecerrando los ojos por encima del velo—. ¿Habéis estado bebiendo? —me preguntó, y sacudió la cabeza con desdén—. ¿A esta hora? Qué absurdo. ¿En qué estabais pensando, capitán?
La miré con fijeza un instante. Ella no tenía que ver las caras. No tenía que oler la sangre. No veía cómo recreaba La Miseria el fantasma de una esposa e hijos solo para mostrarte sus últimos momentos cada vez que pensaba que tenías la guardia baja, una imagen que se repetía una y otra vez. Ella no había visto eso.
Bebería cuando me diera la puta gana.
—Solo una cerveza floja, milady —respondí, pero ya había perdido su atención. Mentía, naturalmente. Había sido una cerveza oscura y luego un brandi para acabar con el tembleque. Seguían dándome los tembleques de La Miseria, tres días después de haber salido de allí. O al menos eso era lo que me decía a mí mismo.
—No soporto a los borrachos —me espetó, cabeceando. Empezó a escribir una fórmula matemática junto a las observaciones que había efectuado, explicando lo que me figuraba eran líneas de tejido de luz. La complejidad escapaba a cualesquiera cálculos que yo pudiera hacer. Ezabeth acabó de escribir, paró y me miró unos instantes. Después soltó un gruñido, salvaje como un gato montés, e hizo trizas la hoja. Tiró los pedazos al aire, haciendo que llovieran a su alrededor.
—Los tenía y ahora están quemados —repitió enfadada—. No soy capaz de recordarlos. No los recuerdo. Y ahora ¿qué?
Así que estaba loca. Loca y enfadada, y poderosa como un Tejedor de Batalla. Era peligrosa. Si alguien suponía un peligro, lo encerraban en el Maud, el manicomio de Valengrado. Como a Gleck Maldon, aunque no habían hecho gran cosa reteniéndolo. Quizá ella también acabara en ese sitio. El tiempo juega con nosotros de manera cruel. La muchacha libre de preocupaciones a la que cortejé en su día, mi amor de verano, no había recibido un trato más amable por parte del destino que yo; la había abofeteado aquí y allá y terminó magullada y rota. Mi corazón se inclinó hacia ella; la escasa sabiduría que poseía me frenó.
—Si me permitís un consejo, habéis pasado por mucho. Tomaos un respiro. Bebed algo quizá, tranquilizaos. Sea lo que fuere en lo que estáis trabajando, puede esperar.
Me miró como si estuviera loco, dejó escapar una risa aguda un tanto demencial y sacudió la cabeza.
—Lecciones de un borracho —espetó—. Que no se me olvide anotarlas. Publicarlas en mis memorias. Gracias, capitán. Cuando quiera saber dónde comprar brandi barato a esta hora del día, sin duda sabré a quién preguntar.
A punto estuve de soltarle el improperio que se me pasó por la cabeza. Pero me contuve, aguantando la respiración. Al cabo me limité a mirar hacia otro lado, avergonzado.
Ezabeth no pareció percatarse de que me levanté para marcharme. No dijo nada, ensimismada en sus papeles, sus ecuaciones y sus diagramas. Yo hice lo que Pata de Cuervo me había pedido, la llevé con vida a Valengrado. No entendía por qué podía ser valiosa la dama, pero sus razones tendría Pata de Cuervo. Los Sin Nombre no comparten sus planes, se limitan a tocar la melodía a cuyo ritmo debemos bailar nosotros.
Volví la cabeza una vez: la rodeaban trozos de papel roto con furia, más de un par de cientos de marcos de papel blanco. No tenía nada que decirle que pudiera querer oír. Fuera cual fuese el extraño arrebato de fantasía infantil que me asaltó, la jovencita que cantaba para mí, que bailaba en la pradera, no era esa mujer. Un pedacito de mí se replegó en los rincones oscuros de mi cabeza, permitió que me endureciera, que alzara de nuevo mi escudo. No era más que otra Tejedora, y para colmo estaba loca. Mi misión para Pata de Cuervo había concluido.
Naturalmente, en el fondo sabía que no era así. Que nunca concluiría.
8
El cielo sollozaba, prolongados susurros de una pesadilla vívida y fría al rayar el alba. Al menos la lluvia había remitido. Iba cruzando la ciudad, con frío bajo la gran sombra oscura que proyectaba la Máquina y dispuesto a volver a poner a punto el despacho. Tenía recados que hacer y recibos que pagar, así que con el dinero que había ganado con las cabezas de los simpatizantes pagué a un carpintero y a unos golfillos para que lo adecentaran mientras yo iba a apaciguar a los bancos a los que debía dinero. El que había aceptado de Herono me pesaba en el bolsillo, me hacía sentir culpable, pero no verían ni gota de él. Le formulé al príncipe mis preguntas, pero así y todo tenía la sensación de que me había comprado. Daba lo mismo. Le debía a Saravor media fortuna, y no me podía permitir andarme con muchos remilgos.
Cuando volví, uno de los mocosos salió corriendo con un candelero de peltre, pero valía menos de lo que pensaba pagarle. El carpintero arregló las goteras y los críos quitaron el moho de la pared. Mano de obra barata. Pagué lo que les correspondía a Tnota y Wheedle, a quien había dejado en el Puesto Doce, y me quedé lo de Nenn. La corte había pagado bien, pero incluso con la plata de Herono aún estaba muy lejos de poder efectuar mi primer pago a Saravor. La mayor parte de lo que me había quedado la tenía que invertir en otro trabajo.
Estaba bebiendo café. Café. Sin tan siquiera añadirle algo más fuerte. Solo café. Tenía la sensación de que no estaba bien.
Saravor era un problema. No lamentaba la decisión que había tomado, pero de pronto las consecuencias eran acuciantes. Al diablo lo que les debía a los bancos, lo importante era pagar a ese monstruo. Con Nenn fuera de juego y la mayoría de mis hombres de confianza en una fosa común en el Puesto Doce, necesitaba asalariados. Había escogido un trabajo, uno peligroso, pero requería a las personas adecuadas.
Primero me pasé por las tabernas que frecuentaban soldados sin trabajo. Suele haber algún motivo por el que un hombre no puede emplearse de soldado en un lugar como el Límite. Un anciano se me acercó a pedir trabajo, pero habría sido incapaz de retener a un perrillo, menos aún a un desertor presa del pánico. Me dio lástima y lo invité a una ronda. Después me abordó una mujer con pinta de fuerte, pero ocultaba un pie roto. Si una mujer no puede correr, no puede luchar, y así se lo dije. Se enfadó y empezó a toquetear la daga que llevaba. Cuando la sacó, las cosas se pusieron feas, se rompieron algunos muebles y llegó el momento de probar en otra taberna.
Acabé llamando a la puerta de la cárcel de deudores para encontrar savia fresca. No parece justo contratar presos cuando hay hombres libres que quieren matar honradamente, pero los soldados se las ven más con las deudas que con el enemigo, y el juego suele acabar con la fortuna de un hombre más rápido que lo que le cuesta forjarla. Di con diez hombres con experiencia deseosos de saldar sus deudas con lo que sacaran. Algunos incluso tenían experiencia en La Miseria.
—Tenemos trabajo que hacer —informé a Tnota cuando la semana tocaba a su fin. Estaba tallando una pequeña imagen de su dios en la mesa de mi despacho—. Reúne a todo el mundo. Nada de armas de fuego. Que estén listos para salir dentro de una hora.
—¿De dónde vamos a sacar los caballos?
—El príncipe Herono los proporcionará, pero en las sillas quiere culos de los Blackwing. Para mantener fuera del asunto a la ciudadela.
—¿No se fía de los hombres del Viejo Cabro? —refunfuñó Tnota.
—Es un pez gordo, y quiere que lo pesquen como es debido. Ellos la cagarían.
Me puse las aletas de una media armadura. Me planteé ponerme esta última, pero un examen más minucioso me dijo que era preciso sustituir algunas correas. Llevar una armadura mal ajustada es peor que no llevarla en la mayoría de situaciones.
—Necesitamos pertrechos nuevos —afirmé.
—Pedidle a vuestro jefe otro paquete de ayuda —observó Tnota—. Quizá una tiara de diamantes o un jarrón valioso. Una buena concubina. Lo que crea que podemos vender.
—Lo haré, si es que vuelve a aparecer.
—El Gran Perro dice que os hizo una visita no hace mucho. Quizá nos desviara hacia el Puesto Doce, cuando deberíamos haber vuelto a casa tranquilamente —aventuró Tnota. No me miró, seguía raspando la mesa—. ¿Creéis que valió la pena?
Pensé en Nenn. Pensé en lo que le había comprado y en el precio que tenía que pagar por ello. No sabía de dónde iba a sacar cien mil marcos.
—¿Hay algo que valga la pena? Andando, vamos a casar a una Novia con un hacha.
Cuando uno se va a embarcar en algo que podría ser peligroso, un capitán prudente envía primero a los nuevos.
La almádena hizo pedazos el candado de la trampilla, astillando la madera. Dos de los nuevos reclutados apartaron la barra de una patada y bajaron metiendo ruido al sótano vivamente iluminado mientras de allí subían chillidos espantados y gritos temerosos. Dejé que bajaran primero seis hombres y mujeres, una noble vanguardia a la cabeza. Los escalones crujían con mi peso, pero no me saqué el alfanje del cinto. Para mi gusto allí abajo ya había bastantes armas enhiestas, y no de las que me gustaba empuñar.
Doce devotos chillaron, desnudos y frenéticos mientras reculaban contra las sombrías paredes del sótano. Los tubos de luz que recorrían el techo eran poco intensos, pero la luz de fos siempre es pálida, cerosa y nada sensual. Llevaban amuletos de oración alrededor de brazos y piernas. Algunos aún seguían erectos, pero la brusca llegada de soldados armados hasta los dientes les estaba devolviendo la flacidez. Las mujeres intentaban cubrirse, salvo una, que estaba tendida lánguidamente en cojines y alfombras en todo su fofo esplendor. Dominaba el sótano con su inmensidad, la piel con franjas atigradas por estrías mientras intentaba contener su carga erótica. Sonrió. Yo me había taponado la nariz con cera y algodón, pero así y todo habría sido estúpido indagar en esa sonrisa.
El apetito sexual se me despertó en el acto. La exuberancia de la Novia hablaba de salud y fertilidad, más que de glotonería y morbosidad. El sudor bajo los levantados brazos era dulce y energizante, los pliegues de carne del cuello protegían una garganta de la que empezó a manar un zumbido sensual, monótono. Me había escogido, había visto en mí al más corpulento y poderoso de sus asaltantes y me deseaba. Si hubiese podido oler su aroma a azúcar y canela habría estado en sus manos. Me costó no lanzarme sobre ella tal y como estaban las cosas.
La cabeza de la Novia explotó en dos cuando Wheedle la partió con un hacha. Ella intentó cogerlo con sus manos de dedos morcillones y él se enfadó y le cortó uno. El zumbido balbuceante continuó hasta que la hubo decapitado por completo, pero las piernas siguieron agitándose y el sanguinolento cuerpo moviéndose durante un largo minuto más. Cuando la agonía cesó, Wheedle, ensangrentado y mojado, me sonrió y levantó la mitad de la cabeza de mayor tamaño por el piojoso pelo. Me recoloqué el problema que se me había estado planteando en los pantalones y le hice un gesto de asentimiento. Se había ganado un extra por desempeñar el cometido más peligroso, pues con Nenn en cama, lo cierto es que era la única alternativa.
—Por los espíritus, ¿qué derecho tenéis a estar aquí? ¿Qué habéis hecho? —exigió saber uno de los hombres, fingiendo pánico e ira mientras trataba de quitarse las tiras de oraciones de los brazos. Era alto y delgado, la barba minuciosamente rizada con aceites y cintas, el cabello negro raleando desde la mitad de la cabeza. Había otros seis hombres y cinco mujeres, la mayoría del color del ámbar de Pyre. Se veían muchas barrigas tristes y tetas caídas. Ninguno de ellos se habría llevado más que unas sonrisillas en un burdel.
—Me figuro que sois el conde Digada —dije mientras mis hombres empujaban a los retozones contra los ladrillos. Me saqué los tapones de la nariz, pero me arrepentí en el acto: el olor de la Novia aún flotaba en el aire, denso, aunque se estaba agriando deprisa. No había gran cosa en el sótano, unos cuantos muebles viejos arrimados a las paredes para dejar sitio a sus payasadas y un sello grabado en el suelo. El conde intentó echar mano de unas calzas, pero Wheedle se lo impidió con la espada. Todos los que no estaban a mi cargo daban la impresión de ir a cagarse encima. Confié en que no lo hicieran, aunque solo fuera para que no tuviese que olerlo yo. En el sótano flotaba una peste a calor y sudor, demasiados fluidos humanos juntos. Resultaba nauseabundo y, por desgracia, no era la primera vez que me metía en una sentina así.
—En nombre de la Alianza, ¿se puede saber qué creéis que estáis haciendo? ¿Quiénes sois? Haré que el mariscal os ice de una soga y os cuelgue de la puerta Heckle. ¡Que os cuelgue, fijaos bien en lo que os digo!
Era un hombre alto, pero yo era mucho más alto y más corpulento. El acero que empuñaba probablemente no viniera mal a mi capacidad de intimidación, y reculó.
—Vuestras amenazas impresionarían más si no nos hubiésemos visto obligados a trinchar a esa Novia. Estáis todos bajo arresto por ser simpatizantes dhojaranos y por practicar ritos de la secta ilegal de las Profundidades. Calculo que habrá una docena de ahorcamientos, a menos que alguien nos quiera ahorrar las molestias y prefiera acabar con todo ahora. Conde, ¿qué opináis vos?
Me metí los pulgares en el cinto para que viera que sus absurdas amenazas me importaban una puta mierda.
—¡No nos pudimos resistir! El mariscal tendrá clemencia, ¿no? Yo solo lo hacía por el sexo —alegó uno de los sureños, sollozando, sus memeces lanzadas a oídos indiferentes. Siempre hay más simpatizantes entre los sureños. Los Reyes de las Profundidades todavía no habían logrado entrar en Fraca con sus ejércitos, pero contaban allí con misioneros que proclamaban que su reinado era el advenimiento mismo de la divinidad. Los Reyes de las Profundidades no eran humanos, de eso no cabía la menor duda, pero sabían cómo doblegar a los hombres a su antojo.
—Claro, solo sois una pobre víctima de una francachela sexual sectaria —repuse—. En lo que respecta a Venzer, los sectarios son traidores, y los traidores van a la horca.
Sabían que estaban bien jodidos, pero era difícil no sentir pena por ellos. Sin la influencia de la Novia, no eran más que un puñado de necios sudorosos de mediana edad. Claro que una vez la Novia volcaba sus pasiones en alguien, para ese alguien ya no había vuelta atrás que valiera. Acabaría buscando otra secta, otra Novia que colmara su deseo.
Las Novias eran la forma preferida de los Reyes de las Profundidades para reclutar a espías en nuestras ciudades. En un principio parecían mujeres jóvenes —originariamente, lo más probable es que fueran mujeres jóvenes—, y poco a poco se iban haciendo con su red de amantes. La magia de la Novia es más adictiva que la hoja blanca, su poder de atracción más fuerte que el polen. Los hombres llevaban a sus amigos y poco a poco ella acababa siendo en parte predicadora, en parte depredadora sexual. A medida que su influencia aumentaba, la Novia iba ganando en corpulencia. Esta era grande como una casa, así que llevaba activa algún tiempo, lo bastante como para haberse hecho con un conde.
—No podéis hacer esto —objetó el conde Digada. Pero sí que podía, y lo estábamos haciendo.
—Lloradle al mariscal, si es que se presenta a ver vuestro ahorcamiento —contesté. Una de las mujeres me silbó, pero el gesto me entristeció en lugar de enfadarme. La Novia solo formaba parte de su ruina. Los hombres a los que había enredado sabían lo que era, pero ni siquiera estando en su poder tenían necesidad de involucrar a sus mujeres, a sus hijas. Podía odiar a los hombres que eran capaces de pervertir el cerebro de una mujer de ese modo, pero las mujeres me parecían víctimas. Sacudí la cabeza mientras daba las órdenes—. No los vistáis. Dejadles las tiras de oraciones en los brazos y las piernas. Exhibidlos por las calles. El mariscal quiere castigos ejemplares.
Mi pandilla de asesinos los rodeó y empezó a sacarlos uno por uno, un reguero de vida humana echada a perder. Qué ironía que hubiese dado con la mayor parte de mis nuevos reclutas en la cárcel de la ciudad.
El príncipe Herono y Stannard me estaban esperando cuando salí del sótano, cerrando la comitiva. El príncipe estaba apoyado en su bastón; su hombre, en el mango de un hacha de petos. Nos encontrábamos a dos millas de la ciudad, a un breve paseo a caballo por el campo, en una granja grande y vieja que el conde había adquirido para entregarse a sus orgías. Los desnudos sectarios cogerían frío en el camino de vuelta a Valengrado, pero la noche era agradable. Los mosquitos que subían de la larga hierba probablemente les dieran más la lata.
—Confío en que estéis satisfecho con el resultado, capitán —observó Herono. Yo hice una reverencia que, para variar, era sentida. Le debía a Herono una disculpa mental: la tejeduría medio vacía me había hecho recelar, pero ya no dudaba de su lealtad. Acabar con una Novia era un gran triunfo para nosotros. Lo único que lamentaba era que Herono reclamaría la mayor parte de la recompensa. Quizá llevase haciendo esto demasiado tiempo, si realmente había empezado a ver enemigos entre nuestros mayores héroes.
—Hemos pescado al pez gordo. ¿De dónde obtuvisteis la información?
—Ordené a algunos de los míos que investigaran al esposo de Lesse, artillero. Vino del Puesto Cuatro poco antes de que Lesse dejara de estar a mi servicio. Averigüé cuáles eran los lazos que lo unían al conde Digada.
—Fue preciso hacerles una cura de agua a un par de criadas para sacárselo, pero al final lo acabaron soltando —añadió Stannard, que estrelló un puño contra la palma de la otra mano: era un hombre que disfrutaba haciendo su trabajo. La cara marcada de Herono era tan vacía y seca como La Miseria.
—Una crueldad, pero que ha dado grandes resultados.
—Me alegro de ver cerrado el círculo. En el Límite a menudo no se tiene la sensación de que estamos ganando, pero lo de hoy ha sido un logro.
El dinero es dinero, sea lo que sea lo que se lleva uno. Yo estaba reuniendo como podía el necesario para efectuar el primer pago a Saravor. Si las cosas seguían así de bien, no solo conservaría los ojos cuando finalizara el año, sino que quizá los Blackwing también consiguieran que el Límite siguiera en pie un poco más.
9
Tnota vivía unas calles más allá de donde vivía yo, en Mews. La lluvia me caló hasta los huesos mientras medio lo arrastraba, medio cargaba con él por el camino, dando traspiés y haciendo eses con medio barrilete de brandi en mi cuerpo y la otra mitad en el suyo. No era tarde, pero de todas formas intentaba parecer alerta, cosa que entre mis tambaleos y los tropezones de Tnota dudo que resultara convincente. Así y todo lo llevé a casa, donde me topé con otro fracano que no hablaba dort y me ayudó a meter a Tnota. A veces Tnota acogía a uno o más compatriotas; si eran familiares que estaban de paso o un simple polvo era algo que yo desconocía, y él nunca hablaba al respecto. Lo tendimos en la cama, rodeado de docenas de esculturas de madera de cara alargada que conferían una apariencia canina a sus rasgos. Las coleccionaba, eran recuerdos de su lejano país sureño, las compraba allí donde las encontraba, como si tuviese intención de devolverlas a su legítimo sitio en Fraca algún día.
—Nada de sodomizarlo mientras duerme —le advertí al joven fracano, aunque no me entendió, y además me figuré que no tenía más remedio que dejarlo allí.
Volví a mi casa haciendo eses, descubriendo que la lluvia había obligado a recogerse a los vendedores de empanadas nocturnos y no podía llenarme el buche. Subí los tres pisos de mi casa, reparando en las pequeñas pisadas húmedas que precedían a las mías. Era como si un niño se me hubiera adelantado, pero, que yo supiera, en mi bloque no había críos. Si aquel Elegido había vuelto, le daría un cachete y le metería una espada entre los ojos, me decía el beodo cerebro, bastante incapaz de preocuparse por mi capacidad de hacer tal cosa sobrio, menos aún borracho, de manera que me llevé una mano a la empuñadura de mi cuchillo de diez pulgadas mientras procuraba subir sin hacer ruido. Ser sigiloso no resulta sencillo cuando se tiene mi envergadura, y cuando se lleva encima una botella y media del peor brandi de Dortmark. Para el caso, podría haberme colgado timbales por todo el cuerpo e ir bailando una giga. Cuando por fin llegué, metiendo algo menos de ruido que una descarga de cañonazos, me quedé sin palabras.
No sé de dónde había sacado la banqueta. Mi casa era la única del pasillo, y la banqueta no era mía. Me hizo pensar que llevaba ahí un buen rato. No puedo decir que la reconociera, con la máscara y la capucha que le cubrían el rostro, pero sí reconocí sus ojos. ¿Egglebat? ¿Ezalda? Algo por el estilo. No me salía su nombre, me lo impedía el alcohol.
—¿Por qué estáis sentada aquí? —quise saber. A sus pies se había formado un charquito con el agua que le escurría de la gruesa capelina que llevaba sobre los hombros. Unos ojos oscuros me observaban a la tenue luz de los tubos—. No tengo vuestro carruaje.
La mujer se levantó.
—Estáis borracho —afirmó.
—Y vos en medio —le contesté, mi incapacidad de encontrar fácilmente las palabras era indicativo de que tenía toda la razón. Llegué hasta la puerta tambaleándome e intenté dar con la llave en los bolsillos, cosa esta que resultó mucho más complicada de lo que pensaba.
—Está abierta —apuntó Ezzraberta o Enerva—. Quizá se os olvidara echar la llave. —Bajó el picaporte y me demostró que así era.
—No os atreváis a abrir la puerta de mi casa —le espeté. Y me sonó ridículo hasta a mí, y yo era el que iba borracho. Me estampé contra el marco al entrar en el deprimente pequeño reino de porquería que había ido acumulando con los años.
Mi casa no era gran cosa ni para ver ni para estar ni para vivir, la verdad: dormitorio, cocina y salita todo en uno, pero al menos el retrete estaba aparte. Fui consciente del olor nada más entrar, a ropa mojada y platos sin fregar; en las paredes, la peste amarga de la humedad. No pasaba mucho tiempo allí, la verdad sea dicha. De una gotera caía agua en el sucio suelo de madera, pero tenía demasiado alcohol encima para que me importara. Probablemente fuera así todas las noches. De un tiempo a esta parte había putas goteras en todas partes.
—Bonito lugar —observó Eggleton.
—Probablemente no sea a lo que estáis acostumbrada —repliqué. Se me había olvidado por qué estaba aquí. ¿Me había dicho por qué estaba aquí? Probablemente. Era difícil de decir. Quizá fuera por el sexo. En tal caso, dudaba que le fuese a servir para algo. Quizá me hubiera traído más brandi.
—Necesito hablar con vos —dijo con sequedad mientras entraba, procurando no tocar nada.
—Podéis hablar, siempre y cuando no os importa que duerma —repuse. Me acerqué a la cama, me senté y empecé a intentar quitarme una de las botas.
—Es importante —aseguró—. Muy importante.
—Dormir es importante —puntualicé. Puñeteras botas, ¿por qué las hacen de manera que cueste tanto quitarlas?
—No soporto a alguien borracho —escupió la mujer menuda con una voz que me fustigó como si fuera un látigo. ¿Por qué era tan difícil quitarme esa bota? Estaba seguro de que era algo que había hecho otras veces y no me había dado tantos problemas.
—En ese caso, será mejor que os larguéis —sugerí. Una grosería. Aunque, ¿acaso la había invitado? Bajo ese velo era más bella que todos los demonios. Estaba siendo maleducado. Intenté pensar en decir algo que lo arreglara, pero ella venía hacia mí. Avanzaba despacio, como si yo fuese un animal asustadizo que pudiera intentar morderla. Lo cual no decía mucho en mi favor, supongo. Las botas se me habían enredado en el cinto de la espada al quitármelo. ¿Por qué me lo había quitado solo a medias, para empezar? Me presioné los ojos con los dedos, sintiendo de pleno lo desagradable que era estar demasiado borracho para funcionar. Unos dedos pequeños, delicados, me tocaron la frente.
—Puede que esto os escueza un poco.
Probablemente me habría escocido bastante más si no hubiese estado tan pasado de rosca, y puesto que un instante después estaba completamente sobrio, me dolió bastante más. Vi una luz brillante, blanca y dorada, como si un tubo de luz de seis hilos se iluminara ante mis ojos, resplandeciente incluso con los ojos cerrados. Fue como si me recorriera fuego, un calor como un veneno que me bajó y me subió, y después me estremecí y caí hacia atrás en la cama. Al hacerlo me di con la cabeza contra la pared, y fue ese agudo dolor el que me hizo comprender que Ezabeth Tanza acababa de quitarme la curda.
—¿Se puede saber qué coño habéis hecho? —solté. Notaba en la boca el brandi, pero en cierto modo me sabía a vómito.
—Bien. ¿Volvéis a pensar con claridad?
Ezabeth dio un paso atrás, en jarras. No medía más de cinco pies, pero de alguna manera llenaba la habitación con su presencia. Bajo la pesada capelina vi que llevaba un vestido azul. De pronto, más sereno que una monja, me entraron ganas de quitarle el velo para verle el rostro.
—¿Me acabáis de quitar la cogorza? —inquirí. Ezabeth comprobaba un pequeño chisme de acero que llevaba al cinto. Se parecía mucho a una cantimplora, pero sabía que era un receptáculo de fos, que contenía una bobina de batería portátil.
—Tendré que pasarme dos noches tejiendo para reponer el fos que acabo de malgastar en hacer que os funcione el cerebro.
Parecía enfadada, pero yo no le había pedido que lo hiciese. No sabía que un Tejedor podía emplear la luz para hacer tal cosa. Claro que siempre resulta sorprendente lo que pueden hacer los Tejedores. Calculé que la cantidad de fos que acababa de utilizar en mí valdría algo más de dos mil marcos. Tejer luz no era barato. Había captado mi atención.
Debía de hacer bastante tiempo que no veía ese sitio estando sobrio. De no conocerme como me conocía, habría supuesto que de pronto me sentí avergonzado de la pocilga en la que vivía. En el fregadero había un montón de platos sucios, todas las superficies llenas de sobras de comida: bordes de empanada incomibles, cuscurros de pan con moho, un tazón de sopa que no había querido comer o algo que parecía vómito. Probablemente hiciera un año que no cambiaba las sábanas, quizá más. Todo olía que apestaba.
—¿Por qué estáis aquí?
—Necesito vuestra ayuda. ¿Estáis lo bastante sobrio para hablar?
—Creo que vos os habéis encargado de que así sea —contesté. Me levanté de la cama, me acerqué a la bomba y le di unas cuantas veces. En el tejado, el barril se estaba llenando con toda la lluvia que estaba cayendo, y al vaso fue a parar un buen chorro. Se me antojaba extraño estar bebiendo agua a estas horas de la noche—. ¿Por qué no os quitáis el velo? No creo que sea muy cómodo —sugerí. Estaba pensando en su comodidad. Aquello no tenía nada que ver con mis ganas de volver a verle el rostro. Nada en absoluto.
Vaciló.
—Es posible que mi aspecto no sea el que recordáis —me advirtió.
—Tampoco es que conozca de memoria vuestro rostro —alegué, si bien lo cierto era lo contrario. Aunque no lo había visto mucho, podría haberla pintado al óleo si hubiera sido preciso. Si supiera pintar, que no sabía. Quería volver a verla. Al ir a soltarse el velo, creí ver un breve temblor en sus manos. Cuando se lo retiró, estaba exactamente igual que en el Puesto Doce. Igual que hacía veinticuatro años. Una visión, la dulzura de la perfecta juventud y la elegancia combinadas. Tuve que reprimir el sonido que pugnaba por subirme a la garganta, luchar contra el deseo que me asaltó. Tragué saliva para anularlo. Ezabeth rondaba mi edad, pero podría haber pasado por la muchacha de dieciséis años que se sentaba a la mesa frente a mí hace ya tanto tiempo. Por un instante pareció preocupada, luego se relajó.
—Gracias —dijo—, resulta agradable poder quitármelo de vez en cuando. —También se echó hacia atrás la capucha, dejando a la vista el cabello castaño suelto, ondulado, de reluciente vitalidad. No era de extrañar que se hubiera apoderado de mi corazón tal y como lo hizo cuando éramos pequeños. Era como si los años no hubiesen hecho la más mínima mella en ella, no tenía una sola cana, una sola arruga. Se sentó a mi mesa tras tirar al suelo una camiseta vieja y con manchas de sudor.
—Decid, ¿por qué lo lleváis?
Vaciló de nuevo.
—Está en boga en la corte. En la alta sociedad gusta el recato.
—En boga en la corte treinta años antes, tal vez. Mi abuela lo llevaba, pero de un tiempo a esta parte no prestaba mucha atención a corsés y braguetas.
—¿Qué necesitáis?
—Estoy buscando a Gleck Maldon. Tengo entendido que lo conocíais. —Fue directa al grano, lo cual me sorprendió.
—Lo conocía, sí —afirmé.
—¿Lo conocéis o lo conocíais?
—Lo conocía —precisé—. Está muerto.
Ezabeth, la expresión sumamente controlada hasta ese momento, se desanimó un tanto.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta?
—Cuando se escapó, me enviaron en su busca. Me ofrecieron un montón de dinero si lograba traerlo de vuelta, y de todas formas yo lo estaba buscando, pero no está aquí, y no fue en ninguna dirección en la que haya un camino, lo cual nos deja el este. Y si fue hacia el este, está muerto. ¿Qué sois vos, una suerte de cazadora de lunáticos a la que han enviado para intentar devolverlo al Maud? ¿Envían a una Tejedora para atrapar a un Tejedor?
—No —respondió. Y guardó silencio un instante, ceñuda—. Lo estaba ayudando con su investigación. Necesito dar con él.
—Bien, pues os deseo buena suerte —dije—. Me pidieron que lo buscara, y no dejé piedra por remover. ¿Queréis mi opinión? Probablemente se hiciera cenizas él mismo al intentar escapar del Maud. —Bebí unos tragos de agua largos, reconfortantes. El agua tenía un sabor metálico, químico, el dejo de los depuradores.
—¿Era amigo vuestro?
Suspiré y me retrepé en la silla. La cabeza empezaba a dolerme. La ligera quemadura que me había producido acabó con la borrachera y me dejó con una resaca de tres pares de narices.
—Allí, en la frontera, entre las personas a veces surge algo más que una amistad. Gleck era el Tejedor de Batalla asignado a mi batallón cuando me hallaba a las órdenes del mariscal. Era un cretino engreído, de nariz respingona. Mayor que yo, y no le hacía gracia que me hubieran puesto al mando. Pero uno acaba respetando a alguien cuando le salvan el culo unas cuantas veces, y eso fue lo que nos sucedió a nosotros. Dejé el Ejército y me pasé a los Blackwing, y a veces hace falta un Tejedor. Gleck era como artillería viva a sueldo, pero no le hacía falta el dinero. Solo le gustaba hacer saltar cosas por los aires. El mejor Tejedor de Batalla de todo Valengrado. O lo era, antes de que se le fuese la cabeza. A lo largo de los dos últimos años contemplé cómo se iba desmoronando. Cada vez lo veía menos.
—Lo siento por vuestro amigo —se lamentó Ezabeth. Era una de esas poquísimas personas capaces de mostrar compasión y sentirla de manera genuina.
—Todos lo sentimos por algo —aseveré—. ¿Con qué lo estabais ayudando?
Ezabeth se llevó a los labios los tres dedos enguantados y me miró, preguntándome con esa mirada si podía fiarse de mí. Yo quería su confianza. La necesitaba.
—No es preciso que me lo contéis —le aseguré.
—Tengo entendido que sois capitán de los Blackwing, valga lo que valga eso —razonó—. Antes erais soldado. Lleváis toda la vida dedicándoos a defender el Límite.
—Son las cartas que me tocaron —respondí—. Me limito a jugar la mano.
Soltó un bufido al oír eso.
—Poseo información vital para la defensa del Límite. O para la ausencia de la misma. O poseía, antes de que la perdiera. Meses de trabajo. Solo los cálculos me llevaron seis meses. —Empezó a farfullar para sus adentros, a contar cosas con los dedos. Dejé que divagara unos instantes. Daba la impresión de que no sabía dónde se encontraba o con quién estaba. Lo mismo que le pasó a Gleck. Si no se estaba desmoronando ya, no le faltaba mucho para hacerlo.
—¿Y si os dijera que la Máquina de Punzón ya no funciona? —dijo a bote pronto.
El frío de la casa de pronto pareció mayor, más intenso. Todo mi cuerpo se puso rígido, y lo único que podía hacer era mirarla. Ella permanecía a la espera, la frente fruncida a más no poder. Me senté de nuevo.
—Diría que sois una hereje —admití—. Y si oyera eso mismo en la calle, os enviaría a las celdas blancas acusada de sedición.
—Maldon fue el primero que lo descubrió. Acudió a mí porque había leído parte de mi trabajo preliminar, mi tesis sobre los refractores de la luz. Mía y de mis hermanos —corrigió. Se puso de pie y se acercó a la asquerosa ventana. Miraba las luces de la ciudad, su brillo azul y rojo atravesando la oscuridad—. ¿Sabéis cuántas bobinas de batería hacen falta para activar algo como la Máquina de Punzón?
—Tendríais que preguntarle a alguien de la Orden de Ingenieros del Éter —respondí.
—Eso hice, y me mintieron. Gleck logró hacerse con los planos originales: hacen falta setecientas doce mil bobinas completamente cargadas. Ya solo realizar estos cálculos nos llevó medio año. Los perdí en el Puesto Doce. —Me miró ceñuda—. No puedo recrearlos sola.
Me encogí de hombros.
—¿Y?
—Durante los últimos seis años a la Orden solo le han suministrado ciento doce mil bobinas de batería. Una mínima parte de la energía necesaria para activar la Máquina.
No me gustaba adónde quería llegar con esto. No bromeaba cuando mencioné las celdas. Esta era la clase de traición en primer grado con la que salían las sectas de los agoreros. Valengrado era una colonia frágil, acosada por un cielo gemebundo y por el olor de las arenas contaminadas. Ello engendraba pesimismo y rebeldía. Sin embargo, a la memoria me vinieron los telares vacíos de la tejeduría de Herono. Recordé la cadena que bloqueaba la sala de operaciones del Puesto Doce y los corredores con luz mortecina. Me froté los ojos, que notaba secos, me picaban. Estaba demasiado cansado para esto. Ahora mismo ya tenía bastantes problemas.
—¿Y por qué creéis que harían eso? —me interesé.
—¿Por qué se hacen las cosas? —respondió Ezabeth—. ¿Ganancias? ¿Codicia? Los príncipes explotan a los Talentos de las tejedurías hasta que el cerebro se les hace añicos como si fuera de cristal. ¿Y para qué? ¿Para hacer tubos de luz? ¿Hornos? ¿Depuradores de agua? Lo justifican afirmando que es todo para la Máquina, que solo una mínima parte del fos va a parar a los servicios públicos. Sin embargo, lo están produciendo, en todos los estados, y aquí no llega.
—¿Tenéis alguna prueba o son solo especulaciones?
Ezabeth flaqueó y acto seguido sacó pecho.
—Antes de desaparecer, Gleck me envió un mensaje. Incomprensible, sin sentido en algunas partes, algo sobre refutar una paradoja. Había descubierto algo sobre la Máquina, pero se negaba a ponerlo por escrito. Desapareció el día después de que me escribiera el mensaje. Tengo que dar con él.
Estaba en guerra conmigo mismo.
Recordaba a esa mujer como una niña que vivía sin preocupaciones, que caminaba ligera. De esa pequeña solo quedaba un eco, pero el muchacho que soñaba con ella seguía vivo en mi interior. Al mismo tiempo, una sombra de mayor tamaño extendió sus alas sobre mí: o era de los Blackwing o no era nada. Era la decisión que había tomado. Llegué a enviar hombres a la horca por afirmaciones menos traidoras que la que estaba efectuando Ezabeth.
Ser de los Blackwing no significaba lucir un uniforme y seguir las reglas que dictaba otro. Ser de los Blackwing significaba seguir mi instinto, y mi instinto me decía que escuchara.
Si Ezabeth tenía razón, la cuestión iba más allá de que estuviesen abusando de unos miles de Talentos. Si tenía razón, la Máquina de Punzón estaba desarmada y desprovista de energía y era inútil. Lo que significaba que estábamos indefensos y los Reyes de las Profundidades no tenían nada que temer. Lo que significaba que la Gran Alianza de Dortmark estaba bien jodida si el enemigo decidía poner la mira en nosotros. Pata de Cuervo y la Dama de las Olas no podrían hacer nada contra seis Reyes de las Profundidades, no solos.
—¿Quién más sabe esto?
—Cuando el mariscal de Límite Venzer vuelva mañana a la ciudad se celebrará una reunión del Consejo de Maestros de la Orden de Ingenieros del Éter. Veremos lo que tienen que decir. —Negó con la cabeza con desánimo—. Se ha tardado todo este tiempo solo en conseguir que accedieran a reunirse con nosotros. Un foso de burocracia me separa de ellos.
Una voz traidora se alzó desde de mis tripas, exigiendo que la ayudara. La parte más sensata de mi cerebro se le echó encima con dureza, insistiendo en que hablaba de sedición, y complacerla no iba a mejorar las cosas. Me pregunté cómo habría respondido si hubiese sido otro quien hubiera venido a mí haciendo esas mismas afirmaciones demenciales, peligrosas.
—Conseguiréis que os ahorquen —afirmé—. No os traje hasta aquí para ser yo el que lo hiciera. Estoy en deuda con vos por lo que hicisteis en el Puesto Doce, pero eso no os da permiso para soltar tamaña herejía.
Ezabeth pasó por alto la parrafada como solo es capaz de hacerlo un idealista. Se había encargado de disimularlo bien, pero presentí que seguía siendo una persona inquieta, rebosante de energía y con ganas de actuar.
—Los Talentos de las tejedurías están sufriendo. Mientras nosotros hablamos, ellos se desangran, se debilitan y mueren —aseguró. Empezó a abrocharse la capa con pequeños movimientos bruscos, preparada para hacer frente a la lluvia de nuevo—. Debo encontrar a Maldon. Si os enteráis de algo, si averiguáis algo, lo que sea, os lo ruego, poneos en contacto conmigo. Me encontraréis en los Sauces.
Me dejó. Apagué los tubos de luz y me tumbé en mi asquerosa cama. Había guardado la calma por fuera, pero el corazón me latía más ruidosamente que una andanada tras las costillas. La cadena. Cada vez que cerraba los ojos veía esa puñetera cadena cruzada en la puerta de la sala de operaciones. Gleck no había sido el mismo durante meses, antes incluso de que lo declararan loco. Antes incluso de que prendiera fuego a aquella sastrería. ¿Qué había averiguado? ¿Qué sabía?
Luego estaba el segundo problema: ¿cómo, en nombre de los espíritus de la misericordia, se dormía uno estando sobrio?
10
Un aporreo en la puerta me explicó por qué no seguía durmiendo. Odio cómo suena el sonido de un puño contra la puerta. Me figuro que algún día la Muerte en persona vendrá y me despertará así, solo para hacerme pasar por el tormento de despertarme antes de morir. Me figuro que será así de cerda.
Un mensajero me dejó una nota y se largó. El mariscal de Límite Venzer había vuelto y quería verme. ¡Y ya se acercaba la hora, maldita sea! Me puse la mejor ropa que tenía, que no es que fuera buena, pero la camisa era más o menos blanca, el chaleco de cuero no tenía demasiados agujeros y las calzas casi hacían juego con las medias. Nada que la corte llamara moderno. Hasta un mercenario ha de tener principios.
La ciudadela es una estructura inmensa que domina la ciudad, parte de la gran muralla que abarca barrios bajos, riqueza y plazas de armas por igual y nos protege de La Miseria. La ciudadela de Venzer es el corazón del Límite, y bajo ella se encuentra el corazón chisporroteante de la Máquina de Punzón. La ciudadela es un símbolo de resistencia, de ingenuidad, de magia tornada maquinaria, y hay demasiados peldaños para llegar a las dependencias de Venzer.
—No creo que queráis entrar ahí. —Un miembro de la guardia personal de Venzer me dio el alto en la puerta. Era un Tejedor de Batalla, pesados receptáculos de luz afianzados al cinto.
—¿Acaso tengo pinta de venir de visita?
—Tenéis muy mala pinta —aseguró el hombre. Los Tejedores de Venzer no integraban la cadena de mando normal. Ser capaces de obtener energía de la luz de la luna no era moco de pavo, pero, para ser sincero, ser un panadero respetado era más importante que ser capitán de don nadies.
—Eso sí que lo no puedo negar. ¿Quién hay dentro?
El Tejedor hizo una mueca de desdén.
—Os diré quién hay dentro: la Dama de las Olas.
Aunque solo era un nombre, hizo que me recorriera un escalofrío.
—¿Me estáis tomando el pelo? —pregunté. El hombre negó con la cabeza, serio a más no poder.
A lo largo del Límite quizá hubiera un par de cientos de hechiceros menores, sin contar a los Talentos asalariados que trabajaban en las tejedurías. En cierto modo todos ellos estaban irrumpiendo en mi vida. La Dama de las Olas nunca salía de su ciudadela en la isla de Pyre, y puesto que Frío y Cantolargo habían muerto y Tumba Abierta y Punzón habían desaparecido hacía años, Pata de Cuervo y ella eran los Sin Nombre que quedaban. Y ahí estaba yo, separado del más extraño de los dos por tan solo una pared y un panel de roble.
—Hay una cosa que me he preguntado siempre —reflexionó el Tejedor—: ¿por qué los llaman Sin Nombre cuando todos tienen nombre?
—¿Creéis que esos son sus verdaderos nombres? —inquirí—. ¿Creéis que alguien le pone a su hijo Pata de Cuervo cuando nace? ¿O Tumba Abierta? No tienen nombre. Así es solo como los llamamos.
—Todo el mundo tiene un nombre —refunfuñó el Tejedor, pero yo me había salido con la mía, lo cual me hizo sentir algo mejor. Me miré el tatuaje del brazo, el cuervo instalado entre los demás tatuajes normales y corrientes. Me estaba pelando en ese sitio, como si la piel se estuviese recuperando de una quemadura solar. Al cuervo le faltaba poco para volver a estar completamente oscuro.
Cuando me llamaron para que pasara, me había estado planteando poner una excusa, dar media vuelta y bajar la larguísima escalera. Lo único que hizo que no me moviera del sitio fue la expresión maliciosa del Tejedor.
El Cabro de Hierro estaba repantigado en una silla el doble de ancha de lo que necesitaba. Lo había visto tieso como un ajo cuando pasaba revista formalmente y en desfiles, pero por lo general Venzer no se andaba con ceremonias. Había ido ascendiendo por el escalafón en los días en que la lucha en el frente era más encarnizada, cuando la instrucción implicaba pasar cinco semanas de vacaciones en el colegio universitario antes de sufrir una muerte inevitable y desagradable en las líneas del frente. Había derribado la muralla de Viteska y escapado de las garras de Shavada cuando este capitaneó una legión para darle caza por media Miseria. Sin embargo, a pesar de que el gran príncipe había colmado al mariscal del oro y las piedras preciosas que extraían de las minas de las colonias del oeste, seguía siendo el militar de botas embarradas y puñetera mala uva que empezó siendo un soldado raso. Tal vez le faltaran algunos dedos, media oreja y la mayor parte de los dientes del lado izquierdo de la cara, pero nadie conserva el atractivo toda la vida. Algunos ni siquiera lo hemos tenido nunca.
Venzer tenía un gran vaso de metal en la mano. Supuse que lo que quiera que estuviese bebiendo probablemente no fuese leche. Parecía cansado. Peor, exhausto. Me pregunté si habría dormido. La amplia mesa estaba abarrotada de montones de papeles, cuadernos, libros mayores, un plato de comida que no había tocado, un abrecartas clavado en la madera. El desorden desmentía el carácter por lo común disciplinado de Venzer. Pese a estar mutilado y a que la edad había arrugado y curtido cada pedazo de su piel, el mariscal solía mostrar una vitalidad temible. Cuando Venzer avanzaba por un bosque otoñal, uno esperaba que un viento siguiera su estela y levantara las hojas. A sus ojos asomaba la viva inteligencia de siempre, pero la carne estaba sin fuerzas. Había visto Talentos con aspecto más saludable sentados en la tejeduría.
Putos magos. Me figuro que eso es lo que te hacen esos malnacidos.
—No os preocupéis. La Dama se ha ido —informó el mariscal. Pronunciaba mal, como consecuencia del aleteo de los labios y las encías desdentadas. Unos decían que un caballo le saltó los dientes de una coz; otros aseguraban que en su rostro rebotó el hechizo de un Elegido. Los dhoja habían intentado cogerlo con vida en más de una ocasión. Incluso habían enviado al mismísimo Shavada, y los Reyes de las Profundidades no solían arriesgarse a adentrarse en La Miseria. Nuestra leyenda viva se hallaba en un estado lamentable esa mañana, a pesar del descomunal sombrero de ala ancha rojo que lucía. No lo había visto nunca sin ese sombrero, que para entonces era más un símbolo del cargo que ocupaba que las medallas que llevaba en las charreteras.
—¿Se ha ido? —repetí. Y Venzer asintió.
—Nunca se queda mucho. Odia dejar su isla aunque sea unos instantes. Consideraos afortunado por no tener que tratar también con ella, Galharrow. De ahí nunca sale nada bueno.
No dije nada, me limité a asentir. Solo un puñado de personas sabía cuál era la verdadera naturaleza de la relación que me unía a Pata de Cuervo. Para el populacho, los Blackwing eran cazadores y ejecutores de monstruos, investigadores poseedores de una autorización especial para extirpar la corrupción y cauterizar la herida. Hombres a los que había que temer, pero hombres, al fin y al cabo. ¿Qué otra cosa iban a creer? Solo le había confiado la verdad a un puñado escaso de personas: Venzer, Nenn, Tnota y Maldon sabían hasta qué punto se hundían las garras de Pata de Cuervo en mi carne. Solo conocía a cuatro de los otros seis capitanes, y podía vivir perfectamente sin conocer a los dos restantes.
Venzer me indicó que tomara asiento y señaló la botella medio vacía que tenía en la mesa. Le di las gracias y me serví un trago de líquido amarillo brillante, espeso como la leche.
—Aguardiente de albaricoque, áspero —dijo Venzer—. Setenta marcos el trago. El príncipe de Whitelande me envió más de una veintena de botellas. No me manda los soldados que necesito, pero me envía alcohol.
—Bueno, algo es algo.
El mariscal de Límite rio entre dientes y se bebió de un trago el licor. Se encontraba a sus anchas conmigo, al igual que yo con él. Nos conocíamos desde hacía tiempo.
—Creo que debo felicitaros. El príncipe Herono me informa de que os ocupasteis de una Novia en mi ausencia. Sabía que había una en alguna parte, pero no me lo esperaba de Digada. Siempre me pareció un hombre sensato, anodino.
—Ahora es un hombre muerto.
—La vida ahí fuera no es fácil, ¿verdad? —reflexionó Venzer. A pesar de la mala baba y los errores que nos habían separado, me seguía hablando de igual a igual.
—Nunca lo fue, probablemente nunca lo sea —admití. El mariscal se irguió más en la silla.
—Debí retirarme hace años —observó—. Tengo propiedades en cuatro principados, todas ellas a cargo de mis hijos. Ahora son hombres jóvenes, me figuro, pero no los veo desde que eran pequeños. Si me los pusierais en fila delante, no sabría cuál es cuál.
Los ancianos borrachos y sensibleros se ponen en evidencia. Probé a cambiar de tema.
—¿Recibisteis mi informe? —quise saber.
—Lo leí. Y ya había llegado a mis oídos todo lo que sucedió en el Puesto Doce. Según me dicen, os lucisteis bien.
—Maté a algunos siervos.
—No me cabe la menor duda. Corren tiempos aciagos, Galharrow, cuando los Elegidos creen que se pueden colar en nuestras fortalezas y asesinar a mis hombres. Tiempos aciagos, sombríos.
—¿Por qué cerraba una cadena la sala de operaciones de la Máquina? —pregunté. No me pude aguantar—. Los siervos atacaban el Límite y la Máquina no se podía utilizar. ¿Por qué?
—Por órdenes mías —respondió Venzer—. Y eso mismo encontraréis en todos los puestos del Límite.
—Con todos mis respetos, señor, ¿por qué demonios ordenasteis eso?
Venzer suspiró y se frotó unos nudillos que la edad había deformado.
—Sois una rareza, Galharrow. Sois un hombre que ha decidido realizar los peores cometidos en La Miseria: dar caza a los desertores, ahorcar simpatizantes, separar maridos de esposas llorosas, rebanar la cabeza a monstruos. Y rechazáis cualquier ayuda que os ofrezca. Podríais estar debidamente financiado, lo sabéis. Os he ofrecido un salario, hombres, un despacho en la ciudadela. Que no tengáis que seguir cazando recompensas solo para ir tirando.
Los espíritus sabían que me hacía falta el dinero más que nunca, pero hay promesas que uno se hace a sí mismo, votos en los que deposita su orgullo. Por algunas cosas vale la pena luchar.
—Me lo ofrecéis siempre que os veo —admití.
—Sí, y me lo tiráis a la cara inevitablemente. —Venzer me señaló con un dedo—. Y todo porque os negáis a poneros un uniforme. ¿Alguna vez se os ha ocurrido que un Blackwing podría servir mejor a la república si no dependiera de recompensas mercenarias?
—En su día formé parte de la maquinaria bélica —repuse—, y los dos sabemos cómo acabó la cosa. No muy bien para mí ni para Torolo Mancono. Ni para su esposa o sus hijos. Los Blackwing nos las apañamos. —Pisábamos terreno conocido, seco, caminábamos entre huellas pasadas. Que me asparan si volvía a recibir órdenes de los príncipes—. ¿Qué tiene esto que ver con el Puesto Doce?
—¿Qué os pareció el comandante del Puesto Doce, Jerrick? —me preguntó Venzer—. ¿Un hombre competente? ¿Egoísta? ¿Fuerte?
—Un incompetente, un glotón y un memo.
—Aunque el Espíritu de la Misericordia nos dicta que hablemos bien de los muertos, lo mejor que puedo decir de él es que está muerto y ya puedo poner a otro en su lugar —afirmó Venzer—. ¿Os sorprendería saber que Jerrick compró ese puesto? No, naturalmente. Después de todo, vuestro padre os compró un batallón. Los príncipes me envían a sus bastardos y a sus sobrinas, a sus quintogénitos simplones y a sus primos menos capaces. No puedo confiar el manejo de la Máquina de Punzón a sus dedos temblorosos. Una activación en falso podría ser un desastre, no es preciso que os lo diga. Así que los aparto de la Máquina. Tienen comunicadores: si se produjera un ataque a gran escala, la Máquina se manejaría desde aquí, desde su corazón. No confío en otro para accionar la palanca del disparador.
Tenía sentido, mucho. Eso era lo que tenía Venzer: hacía que las cosas funcionaran, aunque estuviese construyendo únicamente con lavazas y paja.
—No eran esos los designios de Punzón —aduje. Venzer gruñó.
—Punzón no está. Si se digna volver, que me corrija. Hasta entonces, la defensa del Límite es cosa mía. —Puede que al Cabro de Hierro no le cayeran bien los Sin Nombre, pero no se dejaba intimidar por ellos. Era uno de los pocos hombres del mundo que no se dejaba—. En otro orden de cosas, ¿qué sabéis de la proposición que planteará Ezabeth Tanza más tarde, en la reunión del Consejo? —De todas las preguntas que me esperaba que me formulase, esta no era una de ellas. Debería haber querido saber más detalles del Elegido, ese pequeño desgraciado. Debería estar impaciente por saber de la conflagración que causó Ezabeth Tanza y cómo nos habíamos librado por los pelos de perder un puesto del Límite.
—No es asunto mío —contesté, en honor a la verdad.
—Tengo entendido que fue a veros esta noche pasada —insistió Venzer.
—¿La hacéis seguir? ¿Por qué?
—Si quisiera que me hicierais las preguntas vos, os habría lanzado este sombrero cuando entrasteis. Yo las hago, vos las respondéis. ¿Fue a vuestra casa?
No era habitual que Venzer me mostrase esta cara. No había hecho valer su grado conmigo desde hacía años, desde que le partí la nariz a un general de brigada en una pelea callejera y me tuvo que regañar por ello. Lo atribuí a los ojos hundidos, como amoratados, que tenía y al encuentro que acababa de sufrir con la Dama de las Olas. Vérselas con un mago le levanta dolor de cabeza a cualquiera, y la Dama no era tan fácil de aguantar como Punzón. A mi modo de ver, Punzón siempre había sido el mejor de ellos, lo que significaba que cuando se tenía que ocupar de sus enemigos la tortura solo duraba un día o dos. Desde su desaparición, al parecer los dos Sin Nombre que quedaban se habían vuelto peores. Hay quien afirmaba que se estaban volviendo locos.
Las preguntas de Venzer eran rápidas, básicas, claras, como su forma de dirigir su ejército. Me sentía como un quitahojas de tres al cuarto al que zarandeaban para sacarle información. ¿Qué quería Ezabeth Tanza? ¿De qué habló? ¿Cuánto tiempo estuvo? ¿Mencionó algo que tuviera que ver con su trabajo? ¿Por qué me buscó a mí?
No había entrado en las dependencias con la intención de encubrirla. Por muy Blackwing que fuera, Venzer era el mariscal de Límite y jerárquicamente estaba por encima de todos salvo de un príncipe, e incluso estos se inclinaban ante su superior sabiduría en lo tocante al Límite. Ezabeth amenazaba precisamente eso. Si iba a liarme la manta a la cabeza, tenía que ser ahora.
No le dije nada.
—Es posible que sea una universitaria como tantas otras, pero así y todo es una Tejedora, y es peligrosa —advirtió Venzer cuando se le acabaron las preguntas—. Temo que la ceguera que afectó a Maldon también se haya instalado en el cerebro de Ezabeth Tanza. Está engendrando malestar, causando problemas, enfadando a quienes no debe hacer enfadar. Si consigue hacer circular sus equivocados rumores, en las calles habrá motines. Cundirá el pánico. Está medio loca, o puede que loca perdida, pero es pariente del príncipe Herono, así que no la puedo encerrar sin tener un buen motivo. Si acude de nuevo a vos, para lo que sea, hacédmelo saber. ¿Lo haréis, Galharrow?
—Si queréis información sobre Elegidos en vuestros puestos del Límite, acudid a mí. Si de lo que queréis saber es de muchachas bonitas, en Silk Street hay madamas que os podrán ayudar. Tengo trabajo que hacer.
Venzer me miró con frialdad.
—Cuando ascendí en el mando, los capitanes de los Blackwing gozaban de respeto. Oficiales bien relacionados aspiraban a llevar el sello de hierro. ¿Y ahora? Vos, Silpur, Vasilov: todos sois verdugos ensalzados.
Me levanté. Todavía no me había dado permiso para retirarme, pero no tenía nada más que decir. El Cabro de Hierro esperó unos instantes antes de indicarme con un gesto que me fuera.
—Habéis caído en la mierda a base de bien —afirmó con frialdad cuando hice girar la manilla de la puerta—. ¿Lamentáis las decisiones que tomáis entre botella y botella?
—Cuando uno se da cuenta de que la montaña que estaba subiendo no es más que un montón de basura, la caída no parece tanta.
Al abrir, entró como una exhalación un operador de comunicador. No me prestó atención, no me saludó ni tuvo en cuenta mi graduación: corrió a la mesa de Venzer y empezó a desenrollar una larguísima tira de papel de comunicador marcada con guiones, puntos y clics. El hombre era un sureño con la piel de Pyre, si bien ahora estaba más blanco que yo, el rostro cubierto de una brillante capa de sudor.
—¿Lo veis? ¿Lo veis? —balbució el operador.
—Sí, sí, es un mensaje, lo veo —respondió enfadado Venzer—. Un mensaje puñeteramente largo. ¿Qué dice?
—Es del mariscal Wechsel, del Puesto Tres-Seis —respondió—. Los Reyes han entrado en La Miseria. Los Reyes de las Profundidades. ¡Dos de ellos! Shavada y Philon se dirigen hacia el oeste con un ejército.
Venzer miró detrás de mí, allí donde escribientes con cara de preocupación intentaban echar un vistazo a la sala.
—Reunid al Consejo de Mando inmediatamente. Me da lo mismo que estén durmiendo, cagando o follándose a sus caballos, que vengan ahora mismo.
11
Hoy día los críos son muy cagones.
El Consejo de Mando de Venzer tenía más goteras que mi tejado, así que me acabé enterando de todos los detalles: los siervos habían empezado a ocupar los antiguos asentamientos de su mitad de La Miseria en unas cantidades como las que no veíamos desde hacía dos décadas. Tramaban algo. Algo grande. Informes exagerados hablaban de cien mil guerreros, e informes de exploradores más discutibles incluso decían que estaban intentando construir un camino. Peor, confirmaban que tanto Philon como Shavada se hallaban allí, en persona. Ningún Rey de las Profundidades se mostraba dispuesto a correr el riesgo de adentrarse tanto en La Miseria desde hacía mucho.
Durante dos días aquello significó que tuvimos que soportar algo parecido al pánico en las calles.
No pasaría nada. Teníamos a la Máquina para protegernos. Los siervos podían hacer lo que les viniera en gana ahí fuera, en las arenas, y jugar a trazar un camino, o quizá consiguieran que la enorme medusa que vivía bajo las arenas del extremo septentrional de La Miseria los desintegrase, y nada de ello afectaría una mierda a Dortmark. El paisaje serpentearía y cambiaría y un buen día pondrían una piedra y descubrirían que allí ya había otra que alguien había puesto en su día. La Miseria era así. Los Reyes de las Profundidades podían apostar a quien quisieran ahí fuera, pero jamás se pondrían a tiro de la Máquina de Punzón. No pasaría nada.
Al menos siempre y cuando la Máquina estuviese recibiendo la energía que necesitaba.
Me quedé en casa, dándole vueltas y más vueltas a las sediciosas palabras de Ezabeth. Por las calles corrían ríos de soldados pálidos e igual número de escribientes, criados, mozos de cuadra, mercaderes y fulanas, todos rumbo al norte en pos de carro tras carro de suministros, y las barcazas avanzaban lentamente por los congestionados canales. Según mis cálculos, Venzer estaba enviando a tres cuartas partes de las fuerzas de Valengrado, las dos divisiones de caballería pesada, las mejores de las grandes compañías y más tropas de los estados de las que logré contar. Hacía diez años que no veía una movilización así. La ciudad se desinflaba a medida que los soldados se iban alejando, una teta marchita, sin leche.
—No sé lo que me hicisteis, pero, fuera lo que fuese, por lo visto ya no me puedo emborrachar, ¿sabéis? —reproché a Ezabeth cuando apareció en mi puerta.
Iba envuelta en una larga capa negra, un velo cubriéndole el rostro y la capucha en la cabeza para protegerse de la noche. Me esperaba otra visita, lo había notado en los puentes de los pies. La dejé pasar, y ella escudriñó la habitación; quizá reparara en que había amontonado en un rincón las botellas vacías y me habían lavado las sábanas.
—Se irá con el tiempo —repuso sin disculparse. Vio mi armadura, el peto en la mesa, donde lo había estado limpiando a base de bien, junto al arcabuz, la daga y la espada. Odiaba que llevara ese velo puesto: hacía que me resultara imposible ver lo que pensaba. En cierto modo, presentía que se estaba mostrando condescendiente. La triste verdad era que yo confiaba en que volviese. Era un idiota. Ni siquiera me caía bien. Era como estrujar un grano: resultaba satisfactorio reventarlo, aunque sabía que en días venideros parecería un idiota.
Se quedó plantada en medio de la habitación, incómoda. La casa ya no olía tan mal, ya que las lavanderas me habían restregado las sábanas y casi todo el montón de ropa vieja había ido a parar al fuego. Las mujeres te mueven a hacer cosas de lo más extrañas.
—¿Hay algún motivo para que estéis aquí? Son más de las doce.
—Necesito que me ayudéis a entrar en la casa de Gleck Maldon.
La miré con cara de sorpresa. Parecía desgarrada por algo, pero entonces levantó las manos para soltarse el velo y dejó al descubierto el rostro. Su dulzura me dejó aturdido un instante.
—La casa de Gleck pertenece a los beneficiarios de su testamento. A sus bastardos, probablemente. Es posible que fuera un mujeriego y estuviera medio loco, pero no era un corrupto. Eso no es asunto mío. —Me costó pronunciar las palabras. No era lógico que al cabo de veinte años no hubiese envejecido un solo día, mientras que yo estaba el doble de viejo y más.
—Sois de los Blackwing —adujo con la mayor naturalidad del mundo—. Podéis hacer que sea asunto vuestro.
—Quienes abusan de su poder no suelen ostentarlo mucho tiempo. No permitiré que la sombra de la sospecha empañe la memoria de Gleck. Merece algo más que eso. Puede que estuviera loco, pero era leal hasta la médula. —«Y si os ayudo en esta pesquisa, seré tan culpable de sedición como vos».
Ezabeth se puso tiesa y ladeó la cabeza.
—La gente dice que haréis cualquier cosa si el precio es el adecuado.
—La gente es idiota. —Si mi reputación había llegado a ese punto, es que ya no sabía lo que opinaba la gente. Siempre me había enorgullecido de la honradez de mis hombres, pese a que estuvieran llenos de piojos y cieno. Sí, nos pagaban por hacer un trabajo violento, pero hay que comer. Algo parecido a la vergüenza me exigió que lo dejara estar antes de que la cosa fuera a más. Incluso un mercenario ha de tener principios.
—Sí. Sobre todo los príncipes y los mariscales. Pero necesito el trabajo de Maldon. El príncipe Herono ha prometido investigar las discrepancias que se dan en el suministro de fos, pero sé que no me cree. No sabía que ha sido ascendida y forma parte de la cúpula de la Orden de Ingenieros del Éter, y ahora no sé hasta qué punto puedo confiar en ella. Vaya a donde vaya solo me topo con callejones sin salida. Necesito los documentos originales con los que estaba trabajando Maldon. Cuando mi hermano vuelva de La Miseria podremos trabajar codo con codo, quizá mostrárselo a los príncipes y… Bien, después no sé. Pero lo tienen que ver.
—¿No habéis expuesto vuestros argumentos ante la Orden?
Ezabeth frunció el ceño en dos líneas de combate.
—Hay algo que falla en la Orden. No son Tejedores, son burócratas y contadores. Piensan que mientras sigan llegando bastantes bobinas de batería de las tejedurías se pueden olvidar de todo lo demás. Cuando insistí en que me permitieran acceder al trabajo de Maldon, me respondieron que era propiedad de la Orden, que «ninguna muchacha universitaria va a venir a apoderarse de años de inversión». Menudos necios. No saben lo que tienen entre manos.
—Me estáis pidiendo que haga mucho basándome en la fe —aduje—. Me estáis pidiendo que os ayude a subvertir la Orden. A actuar a espaldas incluso de Venzer. Es mucho pedir solo porque… —A punto estuve de decirlo en voz alta: «porque nos conocemos desde hace una eternidad». Pero esa era solo mi parte del trato. Tal vez fuese un agente del cuervo, pero para ella era poco más que un mercenario. Lo que sintiera en su día por mí, si es que había sentido algo alguna vez, se hallaba enterrado bajo años de polvo y una buena dosis de locura.
Ezabeth sacudió la cabeza.
—No pido nada basado en la fe. Pagaré antes de que vayamos. Llevadme hasta la casa de Gleck Maldon, ayudadme a entrar discretamente y ejerced de centinela mientras esté allí. No nos llevará mucho.
—¿Sabéis que el mariscal os hace seguir? —apunté.
—Esta noche no. Envié a esos puercos con chanclos tras una impresión mía hacia la muralla.
No muchos Tejedores eran capaces de hilar esa clase de ilusión. Ezabeth era algo único.
—Y me habéis escogido para llevar esto a cabo porque…
Sacó una bolsita pequeña, pero con pinta de pesar, y fue contando pesadas monedas: diez discos de oro, de cincuenta marcos cada uno, que desprendían un brillo salaz a la luz del fos.
—Porque tengo el dinero y sois la única persona que conozco de la que sepa que ha entrado en casas ajenas de noche.
El allanamiento no solía formar parte de mis habilidades, pero al parecer haría una excepción por ella.
La enorme mansión de tres plantas de madera de Maldon descollaba sobre el foso de calles y callejuelas sucias que mantenía apartadas a las gentes de bien. Podía haber elegido vivir fuera, en los Sauces, si hubiera podido tragar a sus iguales, pero no podía, así que se había instalado entre los desposeídos, los excrementos nocturnos de la calle, las luces de fos parpadeantes y neones sórdidos que anunciaban muchachas, armas, juego.
—¿Estáis seguro de que no hay ningún vigilante nocturno? —quiso saber Ezabeth.
—¿Seguro? No, pero lo dudo. Por el día pasa por allí un par de criados. Eso es todo.
Pasamos por delante buscando alguna señal de vida, pero la calle estaba a oscuras, serena como la luz de la luna. Entrar deprisa iba a ser el problema, o eso pensaba yo. La fortuna nos sonrió: uno de los criados se había dejado una ventana entreabierta. Estaba alta, pero aupé a Ezabeth. No me esperaba que tuviera tanta agilidad. Se desenvolvió bien, cayendo sin hacer ruido en la habitación del otro lado. Yo soy un capullo alto, y aunque puedo decir sin sonrojarme que soy más fuerte que la mayoría de capullos altos, escurrir mi corpachón con sigilo por aberturas pequeñas no era una destreza que tuviera intención de practicar. Me estremecí al oír un ruido en el callejón, pero entonces vi a Ezabeth, que me hacía señas para que entrara por una puerta abierta.
—Menos mal que no echaron el pestillo —farfullé.
—Lo echaron: alguien forzó la puerta —repuso Ezabeth. Fruncí el ceño, aunque la expresión pasó inadvertida en la oscuridad. Si alguien tenía que allanar la casa de Gleck, ese alguien debería haber sido yo.
Una luz tenue salía de un globo de fos portátil que llevaba Ezabeth en su mano de tres dedos. Nunca había estado en el observatorio de Maldon: una habitación grande, cuadrada; el techo, alto como una torre, con varias lentes de cristal inmensas. Un telar de fos descansaba sobre unas guías de hierro embutidas en el suelo.
—Asombroso —alabó Ezabeth, la voz rebosante de entusiasmo—. Es una modificación del modelo de Timus Sexto. ¿Qué hacen esos nodos? Quizá sirvan para filtrar impurezas. Y esos alambres tensores adicionales… Debería haber nueve, pero él tiene doce, y este hilo reticular… ¿por qué?
Siguió parloteando sobre el telar de fos, que medía ocho pies de altura; yo no entendía gran cosa. Me figuraba que a otros les pasaba lo mismo cuando yo me emocionaba al explicar las diferencias entre el brandi de Whitelande y el de Lenisgrado.
—Y este raíl sobre el que se asienta… El telar entero se puede mover por toda la estancia para situarse debajo de las distintas lentes, dependiendo de las lunas que asciendan la noche de que se trate. —Cogió aire y se llevó una mano al pecho—. Extraordinario.
—Sí, solo que no es a lo que hemos venido. Hagamos esto cuanto antes.
Ezabeth pareció reacia a dejar el magnífico telar y su cámara de a prueba de incendios, pero la obligué a ponerse en movimiento. Enfilamos el corredor revestido de madera y cruzamos una salita por la que se llegaba a una escalera posterior. Vi media botella vacía del mejor brandi de Lenisgrado en la mesa.
Había una diferencia, de verdad que la había.
Dudaba que Gleck me hubiese mirado mal. Si las cosas se ponían feas de verdad con Saravor, quizá pudiera volver para robar la casa. Si estaba muerto, Gleck difícilmente se quejaría, y si no lo estaba, me debía una por todo el tiempo que me había pasado intentando dar con él. Lógica de mercenario.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Ezabeth a través del velo.
—Yo no he oído nada —repuse, pero no estaba escuchando. Me pidió que guardara silencio y entonces lo oí: el leve crujido de la madera del suelo, sobre nosotros, arriba.
—Puede que haya un vigilante nocturno.
—O puede que quienquiera que abriese esa ventana siga aquí.
Ezabeth se bajó el velo y olisqueó el aire. Yo no tenía mucho sentido del olfato: me habían recompuesto la nariz demasiadas veces y tengo el cartílago más retorcido que la conciencia de un cura. Al ser un olor fuerte, me hice una vaga idea de lo que estaba captando ella: algo parecido a los tarros de pescado rancio que se vendían en el mercado por una miseria tras una jornada cociéndose al sol estival.
No me gustan las cosas que no tienen sentido. No hasta que las atravieso con un cuchillo.
—¿Queréis salir de aquí? —inquirí, bajando la voz hasta tornarla un susurro. Ezabeth me miró fijamente mientras se recolocaba el velo.
—¿Queréis vos?
Casi le dediqué una sonrisa.
Subimos una segunda escalera hasta la planta superior, y ahí fue cuando oí el silbido que indicaba que las llamas estaban prendiendo. Ahí fue cuando me llegó el olor a papel quemado y la peste acre del combustible. Ahí fue cuando me di cuenta de que el olor a pescado era aceite de ballena y de que nos habíamos topado con un incendio intencionado.
El humo salía ya por la puerta hacia la biblioteca de Maldon. Muchas personas no tenían una casa tan grande como su biblioteca, que ocupaba la mayor parte de la última planta. Me paré en seco en el marco de la puerta. Habían bajado los libros y formado montones con ellos, y los tarros de aceite ya vacíos estaban desperdigados como primitivos miembros de una tribu que adorara las piras. Entre los dos montones más altos había dos bultos envueltos en humo y sombras.
Me vieron, y los miré. La mutua sensación de que no éramos amigos se impuso.
El fuego crepitaba y silbaba, la luz anaranjada vibraba entre los libros. De espaldas a los fuegos, los hombres no eran más que dos formas oscuras, pero uno de ellos echó mano de la silueta de una pesada ballesta del Ejército que descansaba en una mesa. No era un arco de caza, ni el arco de duelista de un caballero: era una ballesta de ataque, de las que podían abrir un agujero en un caballo de batalla. No estaba lo bastante cerca para detenerlo, y a esa distancia, si era medianamente diestro, no podía fallar. Empecé a moverme, pero sabía que era demasiado tarde. La saeta que podía lanzar ese chisme me clavaría a la pared, y ardería con la casa.
Me figuré que se disponía a atravesarme con ella. Yo era la amenaza, sin duda, no la menuda Ezabeth Tanza, y me metí debajo de una mesa mientras el hombre hacía girar la ballesta.
Apuntó a Ezabeth y apretó la llave. Se oyó un sonido nítido cuando la energía acumulada en la cuerda se liberó. A esa distancia, esquivar la flecha era imposible. Un peto del mejor acero de Whitelande no podría haberla parado. Cerré los ojos, incapaz de mirar. Esperaba oír un chillido, un grito de angustia.
Pero no oí nada.
Abrí los ojos.
La saeta se había detenido, girando en el aire a unos palmos del pecho de Ezabeth. Temblaba mientras la cuerda de la ballesta aún vibraba. Ezabeth tenía ojos de loca, el cuerpo tembloroso, y del extremo de la saeta salían chispas sibilantes, como si la punta se hubiese topado con una piedra de afilar. Ella había dirigido su luz contra la saeta, y luchaba contra toda la energía liberada por la ballesta. La cantidad de luz que estaba concentrando para contrarrestar la tremenda fuerza de la ballesta debía de ser colosal. Su asaltante, un hombre que llevaba una capucha de verdugo, parecía paralizado, no daba crédito a sus ojos.
—Pero qué coño… —exclamó.
La saeta reventó. La cabeza de metal se hizo pedazos, en el marco de la puerta se clavaron docenas de minúsculos fragmentos de metal al rojo. El astil estalló por dentro, en una nube de serrín y astillas. Ezabeth salió despedida hacia atrás, golpeando la pared con un golpe sordo, carne contra madera, y cayendo al suelo.
La velocidad, el adiestramiento y una ferocidad implacable es lo que hace que un hombre sea peligroso. Me puse en pie antes de que ella se desplomara. Hice caso omiso del hombre que acababa de disparar la ballesta mientras su compañero se disponía a desenvainar como un aficionado. Cuando uno saca una espada, lo hace a cierta distancia del oponente, de lo contrario hombres avispados como yo hacen lo que hice: agarrarle el brazo antes de que la hoja se liberara de la vaina. Me abalancé sobre él, alejando de mí la mano que manejaba la espada, mientras mi daga aparecía y hacía su trabajo. Lo empujé contra la estantería y lo apuñalé dos veces en el costado, una tercera en la carne del hombro. No llegó a desenvainar.
El encapuchado, que tenía más instinto que su agonizante compañero, me lanzó la pesada ballesta. Era imposible que lograra cargarla para efectuar un segundo disparo antes de que yo terminara con el cuchillo. La pesada estructura de madera me dio en el codo con fuerza haciéndome proferir un gemido. Cuando volví a mirar, el verdugo había sacado una espada ropera, la larga hoja de acero suspendida sobre la mesa para rechazar mi ataque. Dejé que el primer hombre cayera al suelo. A juzgar por los sonidos que emitía, un gimoteo leve, húmedo, le había acertado en los pulmones al menos una vez. Adiós, pedazo de mierda. El encapuchado vaciló, quizá desconcertado por la magia de Ezabeth, o quizá por la brutalidad de la que acababa de morir su compañero, pero tenía los ojos amusgados y la mano no le temblaba. Se movía como un hombre que conocía la espada, que no malgastaba energía con palabras innecesarias. Agarré el arma de su compañero, un alfanje con el guardamano con forma de concha. Era medio pie más corto que la espada ropera del encapuchado, pero yo siempre prefería un filo más pesado.
La ropera contra el alfanje es una partida breve y letal. La espada tiene la ventaja en el empuje, y si el que la blandía era lo suficientemente rápido, podía atacar y retirarse antes de que yo lograra arremeter contra él, pero si lograba cruzar mi hoja con la suya, su arma, más larga y fina, se vería en un aprieto y no podría ganar. Blandí la espada en el aire, sin parar de moverla, no podía permitir que supiera cuándo la iba a dejar caer contra su hoja. El hombre soltó un gruñido al ver la creciente humareda que provocaba el papel, pestañeó para librarse de las lágrimas que le provocaba el escozor y mantuvo la punta baja, lejos de mi arma. Lo único que tenía que hacer yo era conseguir que nuestros aceros se cruzaran, pues de ese modo podría acercarme a él y conseguir que mi filo, más pesado, hiciera estragos. Bailábamos por el suelo lleno de libros, pasitos cortos y largos mientras cada cual buscaba que el otro bajara la guardia y cometiera la equivocación de ponerse a una distancia mortal. Algunos hombres os dirán que la ropera tiene todas las de ganar, pero los hombres dicen muchas estupideces, y he matado a muchos por los errores que han cometido.
No veía una mierda. El humo cada vez era más denso a medida que los montones de libros avivaban las amarillas llamas, torres doradas titilantes.
—¿Quién os ha enviado? —pregunté, pero el encapuchado no dijo nada. Apartó el humo de la cara sin dejar de mover la punta de la espada. Era un hombre templado, cauto, con experiencia, y esos siempre son los más letales. No es el guerrero ruidoso y ostentoso al que hay que temer, sino al hombre que sabe esperar el momento, su oportunidad.
En el suelo, el hombre al que acababa de acuchillar seguía profiriendo sonidos húmedos, agonizantes. Su amigo le echó una ojeada e hizo una mueca de rabia al ver al compañero caído. En los desnudos antebrazos lucía intrincados tatuajes, rosas y espinas que se enroscaban en ellos en círculos. Vi que tensaba los hombros y acto seguido se abalanzó hacia mí.
Paré la embestida, pero era rápido, y antes de que yo pudiera chocar con él, hizo girar la muñeca para intentar atacarme desde arriba. Desvié el golpe de manera poco habilidosa, a la desesperada, pero lo logré. Al tiempo que hacía a un lado el estoque, me lancé hacia delante con todas mis fuerzas, el alfanje hendiendo la negra niebla, pero o bien el encapuchado fue rápido o yo estaba medio ciego, porque no conseguí acertarle.
—No tenemos por qué morir los dos aquí, capitán —lo oí decir. Con el corazón martilleándome en los oídos, me di cuenta de que el fuego había atravesado la alfombra, las cortinas que enmarcaban las ventanas formaban encendidos arcos y las estanterías ya estaban prendiendo. Notaba el calor en la piel, a través de las calzas.
—No —convine—. Solo vos.
—Sea lo que fuere lo que os pagan, no es posible que valga la pena.
—No todo gira en torno al dinero. —No era solo un alarde de valor: Ezabeth yacía junto a la puerta, en alguna parte, y ese hombre había intentado atravesarle el pecho con una saeta. Detenerla la había dejado exhausta. Allí donde tendría que haber estado mi corazón anidaba una furia que desprendía más calor del que sería capaz de dar jamás cualquier montón de libros en llamas, una ira fruto del miedo, del dolor y del deseo. Necesitaba ver rodar una cabeza por el suelo, y necesitaba que fuera la de ese hombre.
El destino siempre conspira contra nosotros, nunca satisfecho de darnos lo que nos debe. El incendiario se dio cuenta de que una habitación tan grande como esa biblioteca tenía más de una salida, y echó a correr hacia una segunda puerta que daba a un ala distinta de la casa. Habría ido tras él, pero Ezabeth seguía postrada mientras el fuego avanzaba hacia ella. El encapuchado volvió la cabeza una vez para mirarme y desapareció.
—Capitán, el fuego —resolló Ezabeth. Las llamas iban lamiendo todas las superficies, abriéndose camino por la mesa, devorando papel.
—No podemos hacer nada —aseguré. Y me agaché para levantarla, pero ella me apartó.
—Salvad lo que podáis —me pidió, respirando con dificultad—. ¡Hacedlo!
Mi primera víctima había empezado a dejar escapar estertores más sonoros cuando las llamas se agarraron a sus ropas embadurnadas de aceite. Probablemente tuviera familia en alguna parte. Probablemente tuviera una hija. Probablemente no se imaginara que iba a acabar así. No era mi problema. Se lo había buscado él solito, el acero y el fuego habían acabado con él.
Quemarse por unos papeles es una estupidez, pero la mirada de una mujer es harina de otro costal. Era todo lo que podía ver de su rostro, pero el pánico, la necesidad reflejada en sus ojos eran demasiados grandes para pasarlos por alto. Así que puedo ser un idiota por un rostro. Hay que jorobarse.
El hecho de que Ezabeth fuese una perra lenguaraz medio loca que no me respetaba no influyó en nada.
Corrí hasta el escritorio, atravesando el fuego, y cogí todos los cuadernos con tapas de piel y papeles que pude. Bajo los cuadernos había hojas de papel encerado viejo, arrugado, repletas de desvaídas líneas azules. Amarilleaban, eran viejas y probablemente no sirvieran para nada, pero no tenía tiempo para ser quisquilloso. Lo tiré todo al pasillo y cerré la puerta para poner coto a las llamas mientras el humo negro se me metía en los ojos. Cogí a Ezabeth, los libros y todo lo demás y salí de la casa por una puerta distinta de la que utilizamos para entrar. Decidí seguir con la espada en la mano hasta que estuviésemos fuera de peligro, no fuera a ser que el malnacido encapuchado se hubiera quedado rezagado para volver a atacarnos, pero se había largado. Había hecho su trabajo, y cuando nos íbamos, vi que el tejado ya empezaba a arder. Si el viento arrastraba suficientes brasas, quizá el fuego se propagase a las casas cercanas.
Cuando se vio lo bastante recuperada para poder andar, llevé a Ezabeth a mi cuchitril, no sé por qué avergonzándome más de él que nunca. La acomodé en una silla mientras me quitaba la sangre de la mano y limpiaba la daga. La sequé con cuidado y le pasé un trapo aceitado, y la espada la metí en el armario. Era un arma del Ejército normal y corriente, que no me decía nada de su antiguo dueño. Había miles como ella en manos de soldados y oficiales retirados y en las casas de empeños.
—Se ha perdido todo —se lamentó Ezabeth. Lo dijo como si estuviera llorando, pero tenía los ojos secos. Había vuelto esa mirada asustada, desesperada que vi donde Herono.
—Tal vez haya algo en esos libros —aventuré, aunque parecía poco probable que apareciese algo que valiera la pena en unos cuantos cuadernos cogidos al azar. Le llevé un vaso de agua, incluso me tomé uno yo. Odio el agua.
—Fueron allí para acabar con ellos —razonó. No admití lo que era evidente—. ¿Entendéis lo que esto significa? —Me encogí de hombros y ella añadió—: Alguien no quiere que me haga con la investigación de Maldon. Tiene que haber algo en ella, por fuerza.
—Pues ya ha desaparecido.
—Mañana iré a ver al mariscal directamente —decidió. Pretendía hablar con vehemencia, pero los esfuerzos la habían dejado sin vigor.
—Lo que hicisteis con esa saeta fue impresionante —dije.
—Sí —convino, demasiado cansada para decir más.
Me sentía torpe, estúpido, pero así son las cosas a veces.
—Vamos, os quedaréis a dormir aquí esta noche. Necesitáis descansar.
Ezabeth iba a objetar algo, pero la cogí como si fuera un gatito y la metí entre mis sábanas limpias. Intentó protestar, pero cada vez se le entendía menos lo que decía, y poco después empezó a roncar, a un volumen infernal para un cuerpo tan menudo. En ese momento fui consciente de que había elegido, muy a mi pesar, en contra de la ley, en contra del trato que tenía con el Cuervo. Había elegido, y en cierto modo la temeridad de mis actos no me supo tan amarga como esperaba. Lo de elegir no fue más que una ilusión. Llamémoslo sentimentalismo, llamémoslo intuición, pero tanto si Ezabeth estaba en lo cierto como si se equivocaba, me puse de su parte desde el momento en que volvió a entrar en mi vida. Solo que tardé todo este tiempo en admitirlo. La oposición a la que se enfrentaba Ezabeth no era solo un teorema: esta noche sus enemigos habían intentado detenerla. Si lograban llegar hasta ella, la matarían.
Me pasé la noche entera de cara a la puerta, con la espada atravesada en el regazo.
Que lo intentaran.
12
Cuando me desperté, entumecido y legañoso en la silla, Ezabeth ya no estaba. Se había ido a hurtadillas en mitad de la noche, como un amante arrepentido. Los sentimientos de culpa y decepción fueron los mismos que si lo hubiese sido.
Su dinero me observaba desde la mesa como si fuera una fulana barata exhibiéndose. En cierto modo había perdido su brillo. Incapaz de soportar su mirada acusadora, me puse un gabán y salí a la calle, donde me recibió un viento helador.
—El Gran Perro dice que no deberíais volver a mezclaros con la crema —me advirtió Tnota cuando le conté mis penas. Había amanecido hacía tan solo una hora, pero acababa de abrir una cerveza negra. Habría sido de mala educación no beber.
—Me da en la nariz que es un consejo tuyo que haces pasar por el de un dios —refunfuñé. Apoyé los pies en el banco de enfrente.
—Es un buen consejo, capitán, venga de donde venga —afirmó Nenn, que se unió a nosotros bostezando, adormilada. Se rascó la cicatriz descolorida que tenía en la barriga—. Debe de haber estado pagándoos bien.
—Bastante.
La buena noticia del día era que Nenn volvía a estar en pie, el estómago de una tonalidad más oscura que antes, pero intacto y sin apestar. Llevaba un puñado de grandes guindillas rojas en una bolsa de papel marrón. Sacó una y la mordió, con semillas y todo. Al ver la cara que puse, se encogió de hombros y se metió otra en la boca.
—No lo puedo evitar. Desde que me arreglaron, es lo único que me apetece comer. La puta boca me arde.
Rehusé la que me ofrecía.
—Al menos vuestro único testigo no irá por ahí largando —razonó Tnota—. Aunque creo que deberíais lavaros las manos.
Tenía razón: bajo las uñas se distinguían costras de sangre oscura. Clavarle a un hombre un cuchillo en las costillas no es un trabajo limpio.
—¿Existe alguna probabilidad de que el que apuñalasteis escapara de ese sitio? —quiso saber Nenn, como siempre práctica.
—Ninguna. Ardió. —Me permití hacer un gesto de asentimiento satisfecho. Arder era una mala forma de morir, pero mis reservas de empatía solían agotarse con los huérfanos y los cachorritos, que ocupaban puestos mucho más altos en la lista que los incendiarios y los capullos—. Pero el otro, el de las rosas en los brazos… me conocía. O al menos me reconoció.
—¿Cómo lo sabéis?
—Me llamó «capitán». Puede que se le escapara.
—Cualquiera que haya estado en Valengrado los veinte últimos años os conocería —apuntó Nenn. Sorbió unos mocos provocados por las guindillas, los ojos llorosos. Después mordió otra—. Críos de los Desechos, soldados, mercenarios. Demonios, podrían haber sido tenderos.
—Era bastante bueno con la espada para ser un tendero, y no habían ido a saquear la casa de Gleck, fueron allí para arrasarla. Esos libros tenían que valer miles. Los hombres solo van a destrozar un sitio así siguiendo órdenes. Quiero saber de quién.
Nenn me miró con cara avinagrada.
—¿Os paga esa bruja por hacer preguntas o es cosa vuestra? —quiso saber mientras se dejaba caer en el banco y se servía una generosa cantidad de cerveza. Su tono rezumaba hostilidad. Sentí la necesidad de arquear la espalda como un gato rabioso, ponerme a la defensiva.
—Siempre vale la pena saber quién es el hombre con el que se ha enfrentado uno —aseguré—. Ya sabéis lo que opino de los asuntos pendientes.
—Hay que rematarlos con cuchillos —añadió, servicial, Tnota.
—Cuchillos, hachas, fuego. Me da lo mismo, siempre y cuando dejen de estar pendientes. Los cabos sueltos tienden a desencadenar cosas. Además, ese malnacido redujo a cenizas la casa de Gleck. Era una buena casa. Si vuelve, Gleck se va a poner hecho un demonio.
Reflexionamos un tanto sobre eso. Beber a una hora tan temprana hacía que resultara fácil ponerse sensiblero, y Gleck había sido uno de los nuestros. Si siguiese con vida, probablemente habría estado sentado a la mesa con nosotros, bebiendo.
Un joven con el pecho descubierto salió de la parte trasera de la casa de Tnota. Era fracano, como Tnota, tenía el mismo cabello negro abundante, rizado, pero la mitad de años que él. Le dijo algo a Tnota en su lengua nasal, y este le gruñó algo a modo de respuesta, enfadado. El fracano se encogió de hombros y se fue por donde había venido. Nenn y yo nos miramos. Habíamos dejado de preguntar a Tnota por su cambiante reguero de invitados hacía tiempo. Era una suerte de costumbre fracana que jamás entenderíamos.
—Quizá debiera ir a buscar a Ezabeth —sugerí.
—¿No estáis bastante metido ya en su letrina? —me soltó Nenn, cayéndole lagrimones a causa de las guindillas. Yo notaba el picor en la nariz y ni siquiera las había tocado. Perra loca. A veces los arreglos tenían ese efecto: cambiaban a las personas.
—Sé que no te gusta la crema, pero creo que debería ayudarla. Porque trabajaba con Gleck. Creo que debería implicarme.
—Dejad en paz a esa perra de tres dedos. Solo hará que os caigan zurullos encima —afirmó Nenn, que apretaba la mandíbula y aspiraba aire frío alternativamente para combatir las guindillas. A Nenn nunca le había gustado la nobleza, pero parecía hostil hasta para lo que también era ella.
—No he conocido nunca a nadie de la crema que tramara algo bueno —la apoyó Tnota, salvando el vacío que veía abrirse más y más entre nosotros. Me dedicó una de sus sonrisas de dientes amarillos—. Sin embargo, resulta fácil olvidar a qué lado de la leche nació uno, capitán.
No les había contado que conocía a Ezabeth de antes. Para ellos no era más que una Tejedora noble cuyo carruaje habíamos tomado prestado. Intenté recordarme a mí mismo que, además, eso era todo lo que era ella para mí. Lo mismo daba que fuese bella y poderosa y su columna vertebral estuviese tejida con alambres de acero. Lo mismo daba que cuando estaba con ella sintiera que algo en mí se elevaba. Era rica y rebosaba energía, brillaba y deslumbraba. Esa mañana estaría trabajando en sus teoremas, y allí estaba yo, emborrachándome antes de las nueve de la mañana con un invertido sureño y una loba desnarigada.
—¿Creéis que vuestra amiguita le dirá al Cabro de Hierro que fuisteis vos quien prendió fuego a la casa de Gleck? —preguntó Nenn. Se enjugó las lágrimas de los ojos, que le ardían.
—Espero que no, joder. Cuanto menos esté involucrado, mejor. Además, la última vez que lo vi no tenía muy buen aspecto. Quizá se esté desmoronando con tanta presión.
—No es de extrañar. —Tnota se estiró, regalándonos el olor de sus sobacos—. El mariscal Wechsel y los suyos, en el Tres-Seis, deben de estar cagándose encima. ¿Creéis que hay algo de verdad en ello? ¿En que los siervos están avanzando?
Negué con la cabeza. Ojalá tuviera la confianza necesaria para decirlo en voz alta.
Pasé el día buscando chirleros en los Desechos, intentando sacar cualquier información sobre un hombre a sueldo con rosas tatuadas en los brazos. Una pista falsa y un día perdido después, el cielo estaba completamente oscuro cuando me dirigía a mi casa. Me sorprendió ver a un niño pequeño que se acercaba; la mayoría de críos mendigos se ocultaban por la noche, y con razón. No me gustan los niños, me recuerdan lo que debería haber sido, lo que me fue arrebatado. Ese venía directo a mí. Pensé que era una niña, pero entonces me di cuenta de que era un niño con un vestido. Una de las cosas de piel gris de Saravor, la mirada inexpresiva, sin miedo. Alargó la mano como para darme algo. Yo me detuve, tragué saliva y le mostré la palma.
El crío me puso en la mano la cabeza de un estornino y se alejó en la noche. No me extraña que no tuviera miedo. Volver a esa casa de locos probablemente fuera peor que cualquier cosa que pudiera pasar en las calles.
La cabeza del pájaro me miraba. Acto seguido, con una voz aguda, estridente, dijo:
—Tenéis diez días para efectuar el primer pago: veinte mil, en efectivo o un pagaré.
—¿Hay alguna posibilidad de ampliar el plazo? —musité. No esperaba obtener respuesta, pero la cabeza del ave soltó una última palabra.
—No.
Juro que, no sé cómo, pero sonreía.
13
Pasó una semana deprimente de apestosa lluvia gris y alcohol barato antes de que el hombre del príncipe Herono acudiera en mi busca.
—Se requiere vuestra presencia —me informó Stannard—. Será mejor no hacer esperar al príncipe, sed buen muchacho.
No me caía bien, Stannard. Llevaba demasiada cera en el bigote, y puesto que representaba la autoridad de un príncipe, sabía que lo había hecho bien en la vida, como demostraba su forma de inflar el cada vez más hundido pecho, y me entraron ganas de decir que no.
Estaba nervioso cuando me subí al carruaje. O el príncipe tenía algún trabajo para mí, lo cual no estaría mal, puesto que necesitaba desesperadamente dar con un modo de pagar a Saravor, o había averiguado que me encontraba en la casa de Maldon la noche que ardió. Oía la moneda del destino girando sobre mi cabeza.
El carruaje cruzó la ciudad y salió de ella traqueteando y dando sacudidas. Pensé que me iban a llevar de nuevo a la tejeduría de fos, pero esta vez fuimos a los Sauces. Pasamos por delante de la residencia de los Tanza, las cortinas echadas en las ventanas, procurando oscuridad.
—Procurad arreglaros un poco, sed buen chico —me aconsejó Stannard—. Oléis como si hubieseis pasado una semana entera en esa taberna mugrienta. —Un juicio inquietantemente preciso. Dejé que el resto del viaje transcurriera en un silencio incómodo. No tenía sentido malgastar una buena conversación con un necio que se daba aires de superioridad.
Los caminos que llevaban a los Sauces eran todo lo lisos que cabía esperar, es decir, que noté cada sacudida y cada bote, y el alcohol que tenía en las tripas se movía como agua en el pantoque de un barco.
La residencia de Herono en Valengrado hacía que la casa de los Tanza pareciera un cuchitril. Vastas columnas blancas de estilo clásico se alineaban a lo largo de una fachada más ancha que la largura de la mayoría de las calles. Estatuas semidesnudas de deidades abandonadas hacía tiempo adoptaban dramáticas posturas en jardines con laberintos de setos vivos y flores de las postrimerías del verano. Supuse, y no me equivoqué, que tendría armaduras bruñidas, pasadas de moda, montando guardia en los corredores con alfombras rojas y retratos de príncipes difuntos de mirada feroz.
Qué curioso que los príncipes se pudieran permitir financiar sus monumentos haciendo tamaños excesos mientras el mariscal Venzer pedía a gritos soldados, munición y suministros.
—Ya sabéis cuáles son las normas —me recordó Stannard al dejarme pasar—. A la primera señal de problemas me planto ahí dentro con media docena de muchachos. Ya me entendéis.
No le hice ni caso. Supuse que los gruñidos y las amenazas de Stannard eran lo que él confundía con poder. Los hombres de su calibre no comprendían que el verdadero poder es tácito. Un hombre como el mariscal Venzer no fanfarroneaba ni amenazaba a sus enemigos, se limitaba a decirles lo que esperaba de ellos, y o bien formaban filas o se sorprendían vencidos, aplastados o reducidos a nada bajo el peso de su eficiencia. No se jactaba de sus victorias, no alardeaba de aquellos a quienes había derrotado. El verdadero poder se refleja en la indiferencia que muestra uno hacia aquellos que lo desafían.
Encontré al príncipe sentado en un despacho bajo un vasto óleo de su persona. En la flor de la vida, con dos ojos en la cabeza, un sable en bandolera y un pergamino en la mano. Poder y erudición, el equilibrio perfecto de un príncipe. El pintor mostraba la quebrada Miseria de fondo. Sus trazos no acababan de transmitir la profundidad infinita de las feroces hendiduras blancas y broncíneas del cielo, de la vida que había en su interior. Quizá nadie fuese capaz de hacerlo.
—Capitán, sentaos —me invitó Herono. Tomé asiento.
—¿Qué puedo hacer por vos, excelencia?
—Mi prima no está —empezó Herono—. Ha desaparecido. Hace ya tres días que no ha vuelto a casa. Sus criados la esperaban para la cena, pero no se presentó. Me preocupa sobremanera lo que pueda haberle sucedido.
Algo se me removió por dentro y el corazón me dio un vuelco. Procuré que no se me notase en la cara. Había pasado una semana desde aquella noche en la casa de Gleck en que los incendiarios la apuntaron con la ballesta. Me puse rígido al pensar que el encapuchado pudiera haber decidido rematar el trabajo.
—No sé nada de su paradero, excelencia —contesté.
—Ya. Pero sí tenéis mucha experiencia dando caza a hombres. Los míos han hecho cuanto han podido para dar con ella, pero aunque Stannard y la antigua Brigada son muy buenos obedeciendo órdenes, carecen de iniciativa. Seréis recompensado, generosamente, si podéis localizarla y rescatarla. —El príncipe Herono se retrepó en su silla, su único ojo brillante y fijo en mí—. Y si alguien le ha causado algún daño, traedlo ante mi presencia. Me ocuparé de que comprenda la magnitud de su error. Nadie juega contra mi casa y se va de rositas.
Negocié un precio excesivo por mis servicios, y Herono me arrojó las monedas como si fuesen partículas de serrín, pero el verdadero oro era una carta con la que me confería su autoridad. Me respaldaba con todo su peso, que era mayor que el del plomo. Con una carta así en mi bolsillo, podía ordenar a todo un regimiento que se desnudara y bailara para mí si me apetecía. No lo haría, pero podía hacerlo. Accedí a ponerme en contacto con ella en cuanto tuviese cualquier información que valiera la pena. Cuando salí de su morada, el fragmentado cielo de La Miseria profirió un aullido largo, ululante, que reflejaba el temblor que notaba en mis tripas.
La gente siempre piensa que dar con ella será difícil, pero somos animales de costumbres. Todos tenemos unas necesidades vitales básicas que han de ser satisfechas. Comemos, buscamos dónde resguardarnos, dormimos, bebemos, cagamos. Todo lo que hacemos ha de existir dentro de ese marco, solo hay que averiguar qué es lo que distingue a una persona del resto, encontrar los detalles que hacen que sea susceptible de ser descubierta. No conocía bien a Ezabeth, pero tenía esos detalles igual que los demás.
No podía creer que alguien hubiera llegado hasta ella sin que Herono lo supiera. Ezabeth era cauta, una persona con recursos. Y en lo tocante a su magia, muy poderosa. Si los hubiese visto llegar, no habría caído sin dar guerra. Se me pasaron por la cabeza fogonazos de luz, detonaciones. Alguien habría oído algo, contado algo, y hasta un simplón como Stannard se habría enterado. Lo que significaba que, o no lo había visto venir o, lo más probable, que su desaparición era cosa suya.
Ezabeth tenía enemigos, pero podría haber acudido a su prima en busca de protección. Solo el príncipe Adenauer y el mariscal Venzer podían igualar a Herono en poder en Valengrado, y sus veteranos de la Brigada Azul eran duros de pelar. ¿Por qué desaparecería? Agradecí el dinero de Herono, pero habría buscado a Ezabeth de todas formas. Ya había decidido jugar esa mano.
Cuando se quiere localizar a alguien, se empieza por su casa. Ezabeth no había pasado mucho tiempo en Valengrado, pero en la residencia de los Tanza aún quedaban algunos criados. Les hicimos una visita.
Una anciana jorobada con un tic en un ojo nos dejó pasar con cierta reticencia que venció la bota que interpuse en la puerta. Le pedí que llamara al resto del personal: un cocinero, un jardinero y dos criadas. De su cara de descontento deduje que consideraban nuestra presencia una intromisión, pero estaban lo bastante asustados como para no expresarlo.
—Solo os puedo decir lo que les dije a los hombres del príncipe —informó la anciana—. La señora partió de madrugada, como hacía la mayoría de los días, y no volvió. No hay nada más que decir.
Stannard y sus hombres maltrataron a algunos miembros del personal, tratando de sacarles la información a palos. Pero eran simples soldados, desde luego no grandes pensadores, y no entendían a Ezabeth.
Tardé menos de diez minutos en encontrar una caja cerrada con llave en su habitación. Sus papeles personales eran más o menos exactamente lo que me esperaba: montones de diagramas de órbitas lunares, cálculos matemáticos, teorías expuestas en pulcras líneas de tinta negra. Sin embargo, entre ellos había cartas que había recibido que databan de hacía más de un año. Las cartas no se andaban con fórmulas de cortesía, salvo mencionar su nombre, y su contenido era la misma cháchara sobre el hilado de fos del resto de escritos, pero cada una de ellas estaba firmada únicamente con las iniciales «O. L.». Por sí solo, eso no era suficiente, pero sí algo con lo que trabajar.
—Nenn, consígueme un listado de todos los Tejedores de Valengrado y busca a uno cuyas iniciales sean O. L. Si no lo encuentras, hazte con una lista de todos los Talentos de las tejedurías. No se puede tratar simplemente de alguien que entienda esta mierda. Al parecer, Ezabeth tenía aquí un amigo.
Cuando se fue Nenn, me puse a hojear el siguiente documento del montón. Un panfleto como los que clavaban en la puerta de las iglesias y las esquinas de las calles. Esos papeles no eran algo extraordinario. Clérigos, agoreros, incluso mercaderes los utilizaban para anunciar sus gangas. Sin embargo, esto era diferente. El título rezaba: LOS ESCLAVOS DE LA MÁQUINA. La página lanzaba unas blasfemias que no me eran desconocidas: «Los Talentos son explotados hasta que su cerebro se hace añicos como el cristal. Venden sus vidas por ganancias y codicia».
En el panfleto figuraba una fecha: el día siguiente.
—Mierda.
Arrugué el papel. Ezabeth no lo había cogido, sino que lo había escrito ella misma. Pensaba lanzar sus advertencias desde las almenas. Si esto llegaba a las calles, me volvería a ser encomendado que diera con ella, pero algo así la llevaría a la horca en lugar de a su casa. Yo ya estaba demasiado metido en todo aquello para permitir que tal cosa sucediera.
¡Menuda mierda! Probablemente fuera una de las pocas personas de la ciudad que pensaban que Ezabeth no estaba cegada ya, e incluso yo creía que eso era una locura. Era preciso detenerla.
Las sendas no siempre se forman con pisadas. Sabía adónde ir.
La tinta de la página estaba emborronada, algo frecuente en el caso de muchos de los panfletistas que poseían pequeñas imprentas, deseosos de lanzar sus mensajes con faltas de ortografía a un público que, en general, los recibía con indiferencia. Crucé la ciudad, caminando a buen paso con un viento cortante y el omnipresente estado de nerviosismo que se extendía a mi alrededor como el almizcle. El panfleto proclamaba con orgullo que el impresor era Pieter Dytwin, pero tras leer el contenido costaba creer que hubiese permitido que su nombre se viera asociado a él. Ezabeth llamaba traidores a los príncipes, que subvertían el suministro de fos que debería haber ido a parar a la Máquina. Hablaba de las dificultades que afligían a los Talentos, del maltrato que sufrían. Tachaba de conspirador al mariscal Venzer. Si copias de ese panfleto llegaban a la calle, Pieter Dytwin se vería ocupando las celdas más oscuras y profundas de la ciudadela; eso si lograba conservar la vida lo bastante como para llegar allí.
En la imprenta las máquinas traqueteaban, subían y bajaban, las prensas alimentadas por fos imprimiendo páginas con tipos cuidadosamente dispuestos. Nadie me dio el alto al entrar, los tres jóvenes cajistas demasiado ocupados colocando las hileras de letras normalizadas en los bloques mientras dos oficiales impresores se encargaban de la prensa. Mientras esperaba a que terminaran la remesa, cogí una de las hojas recién impresas en las que estaban trabajando: «Receta de mamá Aggie de la empanada de cordero picante». Solo los espíritus sabían quién pretendería sacar algún provecho de esa información cuando habían conducido a todas las ovejas al Tres-Seis para alimentar al mariscal Wechsel y su ejército, pero a los impresores les daba lo mismo el mensaje, siempre y cuando les pagaran.
Sin embargo, esa codicia tenía límites, y Pieter Dytwin debería haber sabido cuáles eran.
Finalmente, un hombre manchado de tinta desde la punta de los dedos hasta los codos reparó en mí y se me acercó con una expresión de preocupación en la alargada y vulgar cara.
—¿Os puedo ayudar en algo, señor?
—Estoy buscando a Pieter Dytwin —contesté.
—Soy yo —afirmó. No le gustó el ancho de mi espalda ni el alfanje que llevaba al cinto, pero cuando vio el distintivo de los Blackwing estuvo a punto de cagarse encima—. ¿Qué puedo hacer por vos?
—Soy el capitán Galharrow y vengo en nombre del príncipe Herono —informé—. Una mujer vino a veros no hace mucho. De la crema, probablemente llevara un pudoroso velo y guantes. Lady Tanza.
La mención del príncipe lo puso nervioso; la mención de Tanza hizo que se encogiera. Se puso a la defensiva, y estaba claro que yo no era un cliente. La tensión de su rostro dio paso a una expresión parecida al pánico, de modo que supe que había ido al lugar adecuado.
—No creo conocer a nadie llamado así —logró decir.
—Qué extraño —repuse. Y proferí un suspiro dramático, como un actor de pantomima—. En ese caso supongo que alguien entró aquí a hurtadillas y empezó a imprimir esto en vuestra prensa. —Sostuve en alto el panfleto que llevaba su nombre, pero Pieter ya lo había reconocido. En sus ojos había un brillo temeroso. Sabía exactamente lo que decía en él, y sabía dónde acabaría muy probablemente gracias a ello. Detrás de él, los aprendices se olieron que algo iba mal—. No es preciso hacer una escena. No estáis bajo arresto, y ellos tampoco. Todavía no.
Pieter pareció agradecer mi discreción, la consideró una señal de lo que venía a continuación.
—Os lo ruego, pasad a mi despacho.
La puerta se cerró cuando entramos, dejando fuera las miradas de preocupación de los aprendices. Pieter se llevó los dedos a los ojos y sacudió la cabeza, estremeciéndose.
—Quiero que su excelencia sepa que nunca me mostré dispuesto a esto —aseguró—. Sé lo equivocados que estaban esos panfletos, pero ¿cómo iba a rechazar a un pariente del príncipe?, ¿a la hermana de un conde? Me aseguró que contaba con la autorización del príncipe.
—De manera que imprimisteis el panfleto.
Pieter asintió, dando vueltas al bonete entre las manos. Era un hombre delgado, de unos cuarenta años, curtido por el duro trabajo en la prensa, pero las manos manchadas de tinta negra le temblaban de una manera impropia de su edad.
—Naturalmente. La dama me pagó por adelantado, algo poco habitual, ¿sabéis?, muy poco habitual. La mayoría de los clientes quiere ver el producto terminado. La tinta se corre, el papel se atasca, a veces la letra es demasiado clara, ¿sabéis? Pero ella lo pagó todo por adelantado.
—¿Cuántas copias hicisteis? —Mantenía la voz baja, serena. Es importante formarse una opinión de un hombre cuando uno quiere saber lo que este sabe. Las amenazas y la violencia motivarán a los que se muestran reacios, pero Pieter estaba más que dispuesto a contarlo todo. El sudor le corría por la cara. El príncipe Herono era un alma más bondadosa que algunos de sus iguales, pero hasta ella lo ahorcaría por esto, sobre todo si era verdad. Nadie capaz de aguantar que lo insulten se alza con un principado. A Pieter lo aterrorizaba que lo que dijese ahora lo hundiera hasta el cuello en el muladar. Yo no le podía asegurar que no sería así.
—Llevábamos doscientas copias cuando entré en razón y me negué a seguir sin una carta de la ciudadela. Lo sé, señor, sé que fue un error. Ahora lo veo. Jamás debí confiar en una mujer que se niega a enseñar el rostro.
En eso tenía razón. Quizá yo no fuera mucho más listo que él, pero justo entonces aún tenía la sensación de serlo.
—¿Qué fue de las copias?
—Las destruí —aseguró—. Las eché al fuego. No creía que hubiese quedado alguna. ¿Os importaría decirme… de dónde habéis sacado esa?
Me dio la sensación de que quizá se arriesgara a intentar cogerla y hacer pedazos la prueba de su error, así que doblé el panfleto y me lo metí en el bolsillo. Siempre es mejor conservar algo a modo de seguro.
—¿Sabéis lo que afirma este panfleto?
—Sí, señor.
—Decidme.
—¿Señor?
—Decidme qué habéis imprimido.
Pieter se acobardó, aunque acabó obedeciendo.
—Dice que el fos que se hila en las tejedurías no se utiliza para alimentar la Máquina de Punzón. Dice que los príncipes están maltratando a los Talentos de las tejedurías y subvirtiendo el suministro de fos con el objeto de utilizarlo para sus propios fines. Sostiene que especulan en tiempos de guerra y son corruptos. —Tragó saliva con dificultad—. Naturalmente, yo no lo creo. Confío en Punzón, en la Orden y en los príncipes. Sin lugar a dudas. Pago mis impuestos, soy un ciudadano de pro.
Dejé que siguiera defendiendo su inocencia un rato, sin mostrar la menor intención de aceptar o rebatir sus argumentos. No había ido a ese sitio por él; era un hombre descuidado, pero no me parecía un traidor. Y había ayudado a Ezabeth, lo cual, por ridículo que fuera, a mi juicio le concedía cierto mérito.
—¿Sabe ella que destruisteis las copias?
—Sí. Cuando vino el muchacho a buscarlas, le dije que no las había imprimido. Ya las había arrojado al fuego. Fue un desperdicio de un papel muy bueno. Tuve que devolver…
—¿Qué muchacho?
—Un criado. No de la dama. Llevaba una casaca con el emblema de la Orden de Ingenieros del Éter. Os lo ruego, capitán, tenéis que entender que la dama incluso tenía un amigo en la Orden. En su momento me pareció extraño, ya que el panfleto parecía ir en contra de la labor de la propia Orden, pero no soy más que un impresor…
Tenía lo que necesitaba. No me pudo dar un nombre, pero a partir de ahí no me resultaría muy complicado. Le dije al desventurado impresor que debía pagar una multa de doscientos marcos. Era un pequeño precio que pagar para escapar del castigo que le impondría el príncipe Herono, y corrió a buscar el dinero como si fuera un niño impaciente. El negocio debía de irle bien, porque lo tenía en la caja fuerte, y a cambio le permití que echara al fuego el panfleto. Doscientos marcos por quemar un papel. Le dije que haría entrega del dinero al príncipe en su nombre, por lo que me dio las gracias. No era necesario, puesto que tenía intención de utilizarlo para pagar a Saravor, claro que eso él no podía saberlo.
La Orden de Ingenieros del Éter íntegra la componen los eruditos, operarios y herreros que se ocupan de la labor, cuasisagrada, de mantener la Máquina de Punzón. Aunque la poderosa arma fue concebida y construida por el Sin Nombre, de engrasarla y lustrarla a diario se encargaba un pequeño ejército de subordinados. Se consideraba un prestigio ser aceptado en la Orden, y la universidad de Lenisgrado enviaba con regularidad a sus más brillantes y mejores alumnos para que engrosaran sus filas, que se distinguían por su toga verde. Físicos, Tejedores, matemáticos, los cerebros inquisitivos de todas las disciplinas buscaban ostentar cargos de autoridad para acceder a los escritos secretos que dejó Punzón con instrucciones sobre el funcionamiento de su artilugio. Casi todos eran una panda de capullos arrogantes.
Fui a la ciudadela para recabar la información que necesitaba. Quizá el príncipe Herono hubiera podido facilitármela, pero no quería que supiera lo que tramaba su pariente, ni con quién. Todavía no. No había visto ninguna prueba de que los panfletos de Ezabeth dijesen la verdad, y tal vez no fuera más que el olfato que nace del instinto, pero si Ezabeth había dado con algo, no era solo asunto suyo, sino también de los Blackwing. Me seguía costando ver a Herono como una simple especuladora: tenía más dinero que cicatrices, y de estas no andaba escasa precisamente. Si no veíamos las cosas del mismo modo era porque los siervos le habían arrancado un ojo, no porque estuviera sedienta de dinero. Herono se había comportado conmigo como era de esperar cuando localizó a la Novia, pero a ese respecto había algo que no cuadraba. El conde Digada había sido cauto —muy cauto—, sin embargo, ella había descubierto su secta en cuestión de días. Esa Novia había pasado inadvertida años, teniendo en cuenta las dimensiones que tenía. Puede que fuese únicamente que no me gustaba la idea de que fuese más capaz que yo. La inquietud persistía. Por ahora, me pagaran lo que me pagasen, me ocuparía de Ezabeth yo mismo.
En primer lugar debía asegurarme de que Ezabeth estaba a salvo, y después podía tratar de disuadirla para que no siguiera el camino de autodestrucción que había tomado. Si hubiese llegado a poner en circulación esos panfletos, su posición no la habría protegido. Venzer vería en lo que había hecho un acto de traición, propaganda que tenía por objeto minar la moral, y con la situación que se vivía en el Tres-Seis, necesitábamos tener los ánimos lo más alto posible. Esto superaba con mucho la provocación que necesitaba Venzer para ordenar una ejecución.
Si había algo de ayuda en esa Orden encorsetada que se daba tantos aires de grandeza, era que cuando se les concedía el honor de formar parte de ella, el nombre de sus miembros se consignaba en un grandioso libro de pomposas letras. Tardé quince minutos en dar con un nombre que encajara con las iniciales «O. L.», y tras remitirme a otro de los documentos de la ciudadela, obtuve su dirección diez minutos después. A las once ya estaba saliendo por la puerta y cruzando la ciudad.
La Orden pagaba bien a quienes movían su dinero, a juzgar por la casa de Otto Lindrick. No tan lujosa como la de Maldon, pero sí en una parte mucho mejor de la ciudad, no me molesté en hacer sonar la campana de la tapia baja que la rodeaba, sino que preferí saltar el muro. La oscuridad había caído, pero dentro brillaba luz de fos. Cinco porrazos a la puerta produjeron movimiento en su interior y el asomar momentáneo de un rostro entre cortinas. Aporreé la puerta de nuevo por si acaso.
Abrió un muchacho que se hallaba en esa edad complicada en la que nadie está muy seguro de si es un niño o un hombre. Tenía las mejillas y la frente llenas de crueles granos de furiosa cabeza blanca, y el estropicio me dijo que se los había estado toqueteando.
—¿Está tu maestro?
—No, señor, está trabajando —repuso el muchacho.
—¿Eres su hijo o su criado?
—Su aprendiz, señor.
—¿Crees que le importará si te saco a golpes alguna verdad?
—¿Señor? —Dio la impresión de ir a darme con la pesada puerta de roble en las narices, pero yo ya estaba lo bastante dentro para que pudiera detenerme, y los catorce años que tendría más o menos el crío hacían que fuese únicamente huesos y fibra. Lo aparté y vi al gordinflón que se asomaba a una puerta. Intentó echar el cerrojo, pero era de mediana edad y estaba hecho de masa y mantequilla. Fui tras él, le di alcance cuando trataba de correr la barra y lo empujé contra la pared. Se puso a agitar las rechonchas manos y le encajé un puñetazo en la blanda barriga.
El aprendiz lanzó un grito cuando su maestro cayó al suelo sin aliento. Acto seguido, cogió un atizador de la chimenea y miró mi alfanje y después su improvisada arma: no estaba a la altura. La barra de hierro negro cayó ruidosamente cuando la soltó.
Lindrick pugnaba por respirar. Lo levanté y lo senté en una silla. Era gordo y de escasa estatura, con forma como de manzana. En general, desprecio a los que echan a perder el cuerpo que les ha sido dado por abandonarse a la glotonería. Ese detalle facilitaría mi labor.
—Muchacho, siéntate —ordené, al ver que no se movía—. Siéntate o te juro que te siento yo. —Obedeció. Lindrick consiguió coger aire mientras yo me quitaba los guantes. Unos guantes de combate normales y corrientes, el refuerzo de hierro en los nudillos quizá causara más daño del que tenía intención de hacer por el momento—. ¿Os sentís culpable? —inquirí. Otto parecía que estaba muerto de miedo. Supongo que era lógico. Le eché la cabeza hacia atrás y lo miré: gafas, bien afeitado, el cabello castaño claro ralo. Cabeceé—. Empecemos por el principio —dije—. Soy el capitán Ryhalt Galharrow, de los Blackwing, y os moleré a palos hasta que me digáis lo que quiero saber. Empecemos por la pregunta más importante: ¿dónde está Ezabeth Tanza?
—No sé quién es —afirmó Lindrick.
Le di con el dorso del puño. Ya me había roto algún nudillo repartiendo puñetazos y no estaba dispuesto a cascarme ninguno contra la cabezota de Lindrick. La fuerza del golpe casi bastó para tirarlo de la silla, siendo, como era, débil.
—¡Dejadlo en paz! —exclamó el muchacho—. ¡Iré en busca del regidor!
—Adelante. Me asiste la autoridad de un príncipe, así que ve en busca de todos los putos regidores que quieras. Quizá podamos ir todos juntos a ver a Pieter Dytwin a su imprenta.
El muchacho no dijo nada.
Formulé preguntas, y Lindrick me mintió. Afirmó no conocer a Ezabeth, afirmó no saber nada de Pieter Dytwin y su imprenta. Afirmó ser inocente. El rostro le sangraba de los cortes que le había hecho por encima y por debajo de los ojos, y uno de ellos se le empezó a hinchar. Le había partido los dientes y lo había hecho sangrar por un oído. Una parte de mí, una parte débil, empezó a preguntarse si no me estaría equivocando: ¿y si me decía la verdad? Me endurecí para resistirme a la duda. En la cabeza de un torturador no puede haber lugar para la confusión. Ha de confiar en que la información está ahí.
Cogí por el cuello a Otto. Los ojos se le salían de las órbitas cuando lo levanté de la silla, michelines, ropa ensangrentada y todo lo demás.
—Os estáis quedando sin tiempo, Otto —gruñí, apretándole la garganta—. Si no me decís lo que le habéis hecho a Tanza, los hombres que el príncipe Herono tiene a sus órdenes harán que lo que yo os he hecho parezca el masaje de una fulana. —Apreté más—. Hierros candentes, el potro, cuchillos… No seáis duro con vos y decidme lo que quiero saber.
—¡Os lo dirá! —soltó de pronto el muchacho—. ¡No le hagáis más daño!
Dejé caer a Otto en la silla.
—¿Me lo quieres contar tú, muchacho? —le pregunté.
Lindrick negó con la cabeza, pero el muchacho estaba listo para desembuchar. Lo habría hecho de no haberse abierto la puerta principal y haber aparecido la mismísima Ezabeth Tanza.
Admito que me quedé desconcertado.
—¿Capitán Galharrow? —dijo de manera inquisitiva, y al ver a Lindrick, profirió un gritito y corrió hacia él—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
Después la cosa se puso delicada. El muchacho, que resultó llamarse Destran, lo soltó todo de inmediato, y a Ezabeth no le hizo mucha gracia. Me lanzaba miradas furiosas mientras se ocupaba del amoratado rostro de Lindrick.
—Empezaba a pensar que vuestra fama de degollador era inmerecida, pero ya veo que lo inmerecido era mi optimismo. Habéis caído muy bajo, con lo que prometíais en su día, capitán.
Fruncí el ceño en el acto. Era un golpe bajo. Aunque probablemente no me doliera tanto como el rostro a Otto.
—Pocos cumplimos las promesas de la juventud —repliqué. Sugerí que hablásemos en privado, pero Ezabeth se negaba a dejar a Lindrick, e insistía en pasarle un paño humedecido por el rostro. Pasé por alto sus intentos de librarse de mí—. Permitid que os lo explique todo —le rogué—. Vayamos a ver ahora mismo al príncipe Herono. No le hace mucha gracia que su pariente haya desaparecido.
—Decidle que estoy bien. Tengo mucho trabajo que hacer.
—¿Como difundir la sedición y la traición?
Ezabeth adelantó orgullosamente el mentón a través del velo.
—Difundir la verdad.
—No tenéis pruebas —aduje—, solo teorías. Eso es todo. Tenéis ideas y líneas sobre papel. Ninguna de esas dos cosas os librará del cadalso. Os complací en la casa de Maldon, pero esto ha de terminar. Conseguiréis que os encierren, en el mejor de los casos. O más probablemente, que os maten.
Ezabeth y Otto intercambiaron una mirada cómplice.
—Llegados a este punto, puede que eso no sea tan importante.
—¿Qué sabéis de la Máquina, capitán?
Disfrutábamos del frescor del salón de Otto. El muchacho nos había servido café. Yo no lo había tocado. Ni siquiera me había sentado.
—Sé lo que sabe todo el mundo: que es un arma. Que si los siervos se ponen a tiro, se acciona una palanca. Los proyectores giran. Los siervos arden. Nosotros aplaudimos.
—¿Sabéis algo de su funcionamiento?
—Funciona con fos. Eso es lo que sabe todo el mundo. La Máquina es vasta, y la Orden de Ingenieros del Éter se ocupa de las piezas que están por encima del suelo: los proyectores, los conductos de energía, las millas de cableado entre los puestos del Límite. Pero el corazón de la Máquina se encuentra debajo de la ciudadela, y nadie ha estado allí desde que Punzón lo selló. La Orden mantiene un cuerpo de guardia permanente, pero en gran medida es una formalidad, ya que Punzón protegió el corazón con sus propios conjuros, impenetrables para mortales como nosotros.
—Ni siquiera la Orden sabe cómo funciona el corazón —intervino Ezabeth—. O al menos nadie lo sabía. No hasta que Gleck Maldon encontró esto. —Sacó una amplia hoja de papel arrugado, amarillo, que desplegó sobre una mesa. Estaba llena de miles de delgadas líneas azules conectadas, con números y cálculos escritos con letra apretada en las intersecciones. El conjunto me recordó a una joya de mil facetas. Pulcros renglones de escritura diminuta discurrían por los bordes, pero era una lengua que no utilizaba las letras que yo conocía. Una esquina del diagrama estaba encerrada en un círculo de tinta roja, oscura y reciente, que contrastaba con las desvaídas líneas y el papel amarillento. Los bordes estaban chamuscados: era lo que yo había logrado coger al vuelo de la mesa de Maldon cuando huíamos de la biblioteca en llamas.
—¿Se supone que me tiene decir algo?
—Este es el plano original de Punzón del corazón de la Máquina.
Una afirmación osada. Sin duda parecía bastante antiguo, y algunos de los Sin Nombre habían efectuado anotaciones. La Dama de las Olas había publicado un montón de sonetos de autobombo y versos en su honor, y yo había leído un tratado militar de Frío, pero se las apañó para que lo rodearan y aniquilaran en la batalla, y se había equivocado en la mayoría de las cosas. Lo cierto es que no entendía a la gente lo bastante para entender la estrategia. Si Ezabeth tenía razón, el plano de la Máquina tendría un valor incalculable. Los príncipes habrían apuñalado a sus abuelas por él… o por mucho menos.
—¿Cómo demonios se pudo hacer con esto?
—Esa es una de las cosas que le quiero preguntar, pero ¿esta lengua? —Ezabeth señaló los incomprensibles caracteres de los bordes de la hoja—. Es tet. Hace mil años que no se habla. Solo perdura en viejas estatuas en las montañas del norte, en artefactos en museos. No la sé leer, pero los números, el plano, eso sí lo entiendo. Se trata de la Matriz de Cantolargo. Esas intersecciones representan espejos y prismas. Refractores. ¿Esas líneas? Son el fos concentrado y reconcentrado a medida que viaja. Cuando este confluye, aumenta y se intensifica, convierte la energía de un centenar de baterías en un millar.
—Pueda que no sea la persona más cultivada de esta habitación —dije—, pero fui a la universidad. ¿Acaso no hay una ley que dice que eso no puede suceder?
—La hay, y es cierta para la mayoría de matrices de este tipo. Sin embargo esta no es una matriz de luz normal y corriente. ¿Sabéis quién era Cantolargo?
Ahora intentaba refrescar las clases de historia. Lady Tanza estaba obligando a mi cerebro a ejercitarse como no lo había hecho en años.
—Un Sin Nombre. Los Reyes de las Profundidades acabaron con él justo antes de que Punzón utilizara la Máquina contra ellos. Aniquilar a Cantolargo fue la victoria que les permitió asaltar el Límite.
Disfrutaba mínima e injustamente respondiendo a sus preguntas.
—No está mal. Cantolargo también fue el padre de todos nuestros conocimientos sobre la tecnología del fos, así como de la mayor parte de la matemática y la ciencia modernas. Tener cientos de años permite que se disponga de mucho tiempo para el estudio. Cantolargo nos legó una paradoja que no se ha resuelto aún. Cuando el fos se libera, se produce una descarga de energía. ¿Recordáis la suerte que corrió el desventurado comandante Jerrick en el Puesto Doce? Me vi obligada a concentrar la descarga que se produjo al liberar la luz en algo, y él fue la cosa prescindible más cercana y estable que encontré. De forma similar, los receptáculos de luz que llevan los Tejedores explosionan hacia fuera como consecuencia de un gasto excesivo de luz. La red de luz de fos transforma esa liberación en calor, en los hornos comunitarios y demás.
—Ya.
—Cuanto más fos se utiliza, la descarga se incrementa de manera exponencial. Si hablamos de cantidades mayores de fos, pongamos por caso doscientas bobinas, la descarga es más o menos igual a la energía liberada. Con cuatrocientas bobinas, es tres veces esa cantidad. Con seiscientas bobinas, es doce veces esa cantidad.
—Entonces, ¿cómo puede controlar algo como la Máquina tal descarga? Puesto que utiliza mucha más.
—Aquí viene lo bueno. La paradoja permite que la descarga se reconvierta en más y más energía. Viola todas las otras leyes de física de Cantolargo. Punzón se sirvió de la paradoja para crear la Máquina. Ideó un arma que permitía a los hombres normales y corrientes acabar con el poder de un dios con tan solo accionar una palanca.
No tenía tiempo para ponerme a cursar estudios superiores de matemáticas. Otto había estado asintiendo todo el rato, como si lo considerase completamente plausible. Decidí confiar en que no se equivocaran.
—Entonces, ¿por qué supone esto un problema?
Otto dejó de asentir. Abatido, se miró los pies. Destran se acercó para rellenar las tazas de café que nadie había tocado. Ezabeth levantó el mentón con arrogancia, dispuesta a que la desafiaran.
—He realizado las ecuaciones pertinentes. Me llevó dos días determinarlas. Tened en cuenta que esto sobrepasa, con mucho, cualquier matriz de luz que haya visto calcular antes. Pero lo que calculé fue que, para que funcione de manera eficaz, esta matriz requeriría exactamente setecientas doce mil bobinas de batería para mantener su eficiencia durante un año. ¿Es que no lo veis? Es exactamente la cantidad que estaban suministrando a la Máquina. Las coincidencias no existen a esta escala. Estamos hablando del corazón de la Máquina.
—Bueno, de alguna manera tenía que funcionar —repuse—. No veo cuál es el problema.
—Mirad —dijo Ezabeth, señalando la intersección de cinco líneas encerrada en un círculo rojo—. Maldon rodeó esta intersección. Eliminé esta línea del cálculo y volví a hacer números. Si esta sección falla, la cadena empieza a venirse abajo. La luz no se vuelve a refractar, ¿entendéis?
No lo entendía. Me encogí de hombros.
—Os lo aseguro —prosiguió Ezabeth—. Sin ella, el resultado de los cálculos es distinto. Cuando se elimina esta sección, la matriz solo acepta ciento doce mil bobinas.
—Que es la cantidad exacta de bobinas que se lleva suministrando a la Máquina a lo largo de los seis últimos años —apuntó Otto. Hizo una mueca de dolor cuando se llevó los dedos a la boca y movió un diente que le había quedado suelto—. Maldon debió de examinar todos los ángulos de ese plano para identificarlo.
—¿Entendéis lo que significa esto, capitán? —inquirió Ezabeth con amabilidad.
Dejaron que guardara silencio mientras lo asimilaba. Lo que insinuaban iba mucho más allá de la especulación. Si estaban en lo cierto, lo que Gleck Maldon había descubierto era que la Máquina no solo no tenía suficiente energía: agonizaba.
—¿Es obra de alguien? ¿Sabotaje? —quise saber.
—Lo dudo mucho —repuso Otto con firmeza—. Estamos hablando del corazón de la Máquina. La construyeron los Sin Nombre y Punzón protegió la única entrada con lo más terrible de su magia. Pero sin entrar, es imposible saberlo.
—No se puede descartar —aseveré. La idea de que un traidor pudiera acceder al corazón de la Máquina hizo que por mis venas corriera un hierro líquido frío, pesado y negro—. Están suministrando a la Máquina solo lo que puede asimilar. ¿Quién controla el flujo de energía que llega al corazón?
—No estoy seguro —admitió Otto. Frunció los labios mientras pensaba—. La Orden protege sus secretos celosamente. La cúpula está compuesta por los tres maestros ingenieros, el bibliotecario jefe y los príncipes Adenauer y Herono, el mariscal Venzer y dos maestros lunaristas. Uno de ellos controla el suministro de fos al corazón de la Máquina. Al menos uno de ellos ha de saberlo.
—Pero no hacen nada —añadió Ezabeth—. Se niegan incluso a escuchar.
—¿Qué rendimiento tendría la Máquina con ciento doce mil bobinas? —inquirí—. Si accionaran la palanca hoy, con la energía almacenada que hay ahora mismo, ¿qué haría?
—Esa es la peor parte —contestó Ezabeth—. Se puede incorporar fos a una matriz como esta, pero no se comportará como uno desea. Imaginaos un carro que va colina abajo. Ahora imaginaos que tres de las ruedas desaparecen. El carro no seguirá avanzando más despacio. En el mejor de los casos se detendrá enseguida. En el peor, todo cuanto lleva saldrá despedido por los aires sin control alguno. Si la Máquina se activara, es posible que no hiciese nada, o tal vez liberase toda esa energía sobre Valengrado. Ciento doce mil bobinas siguen siendo bastantes para arrasar la ciudad, si la descarga se produjese contra nosotros. Claro que solo son conjeturas. Hasta ahora nunca he visto cálculos que utilicen cantidades de fos a esta escala. Nadie lo ha visto. La luz se comporta de forma distinta cuanta más se acumula.
—Así que activar la Máquina podría matarnos a todos, ¿es eso?
—Sí.
Cogí el café y me bebí la taza entera de varios tragos. Luego extendí la mano para que me sirvieran más. No podía estar seguro de que hubiese un traidor en el Consejo, pero ¿y si lo había? Quizá nos estuviésemos arrojando a las fauces del dragón.
—¿Quién más está al tanto de esto?
—Nadie. Aún —contestó Ezabeth—. Debo enfrentarme a la Orden por segunda vez. Necesito que me ayuden a acceder al corazón de la Máquina para que lo pueda ver con mis propios ojos. Ayudadme, capitán Galharrow. Utilizad vuestra influencia para que pueda entrar en el corazón de la Máquina.
Me quedé callado, mirando el cuervo que tenía tatuado en el brazo. Este habría sido un puñetero buen momento para que saliera. Tenía preguntas que hacerle. Necesitaba saber si estábamos tan muertos como yo pensaba que lo estábamos. La Máquina era nuestra única defensa real contra los Reyes de las Profundidades y su sinfín de esclavos.
«No nos vendría mal vuestra ayuda ahora mismo —pensé—. Hay cien mil siervos asentándose en La Miseria y nuestra única arma efectiva está en las últimas. Venid aquí, maldito seáis. Esta es vuestra guerra, y la estamos perdiendo».
14
—Pronto todo esto llegará a un punto crítico —reflexionó Ezabeth.
Un cielo matutino gris se cernía sobre la ciudad mientras tomábamos café en la azotea. Eala era la única luna que salía, con su luz dorada tenue y polvorienta. Un día frío para finales del verano.
—¿El qué, milady? —quise saber.
—Todo esto —dijo, abarcando con un gesto los tejados de la humeante ciudad—. Hace un siglo esto no era sino pastos y sembrados. Una aldea, quizá. Esta guerra se lleva librando demasiado tiempo. Acabará pronto.
—Lo decís como si fuese algo bueno.
Se encogió de hombros.
—Yo ya no sé nada. No quiero que los Reyes de las Profundidades ganen, pero a veces me pregunto si nosotros somos mejores. Los estados están desangrados por la incesante necesidad de enviar hombres y armas a esta puñetera franja de tierra. La cosecha no será abundante este año, no cuando Rioque ha proyectado sombras tan alargadas. Habrá hambruna.
—Da la impresión de que Valengrado sobrevive —objeté.
—Naturalmente. Todos los príncipes saben que han de mandar suficientes riquezas al Límite o perderán sus tierras. Perderán sus títulos, sus fortunas. Satisfarán sus cupos, pero por los pelos. La riqueza que les sobra la atesoran. La caridad no existe, nadie mira al espíritu de la misericordia. A veces me pregunto por qué luchamos.
—Yo también —convine—. A veces tengo la sensación de que esta es la guerra de otro. Los Reyes y los Sin Nombre podrían enfrentarse en La Miseria y poner fin a todo. Visto así, todo parece absurdo. Sin embargo, no quiero convertirme en siervo. Eso sí os lo puedo decir.
—Hay sectas que pretenden rendirse a los Reyes de las Profundidades. ¿Por qué iba a querer alguien que lo cambien así? —Ezabeth frunció el ceño.
—No todos tienen ese aspecto raro. Algunos adoptan colores vivos. Otros no son muy distintos de vos y de mí. Los siervos que visteis en el Puesto Doce eran soldados normales y corrientes. De piel dura, resistentes, no necesitan beber mucha agua. Como los diseñaron los Reyes para La Miseria. Pero si atravesarais La Miseria y vierais lo que hay más allá, donde solía estar la antigua Dhojara, os daríais cuenta de que son diferentes: tienen artistas, filósofos, artesanos.
—¿Los habéis visto?
—He visto muchas cosas.
—¿Es eso lo que os arrebató vuestra compasión? Otto no se ha levantado esta mañana, y su aprendiz sigue afectado por lo que hicisteis.
—La compasión hace que mueran hombres en La Miseria —repuse—. Si uno está allí bastante tiempo, descubre que la moralidad no sobrevive a tormentas de arena, nubes de flechas o la magia de los Elegidos mejor que la carne.
—Tenéis el alma endurecida, capitán.
—Cierto.
—¿Alguna vez deseáis ser diferente?
—Desearía que todo fuera diferente.
Por unos instantes tuve la sensación de que volvíamos a ser esos niños en el verano de nuestra juventud, que caminaban por la ribera del río y soplaban la cabeza de los dientes de león. Como si yo no tuviera bajo las uñas la sangre de un millar de vidas y como si ella no fuese una traidora y, probablemente, estuviese loca.
—Ojalá estuviera aquí mi hermano —dijo al cabo Ezabeth—. Siempre fue el filósofo de la familia. Aunque me vendrían mejor sus conocimientos matemáticos que su moral. Pero está en La Miseria.
—¿Se metió a soldado?
—No —rio. La risa sonó extraña con el velo—. Aunque creo que le gustaría.
—Hace falta valor para dar diez pasos en La Miseria. Debe de tener agallas.
—Tiene una causa —corrigió Ezabeth—. Quizá sea lo mismo.
—¿Y vos? Estabais dispuesta a arriesgar vuestro apellido, vuestra vida. ¿Por qué?
Ezabeth me dio la espalda y se puso a mirar las manufacturas, buscando algo, hasta que señaló la tejeduría de fos de Herono, lejana, a las afueras de la ciudad.
—Hay ciento treinta y tres tejedurías de fos repartidas por las ciudades estado —dijo—. Unas son grandes; otras, pequeñas. Nos proporcionan luz y calor, depuradores de agua y comunicadores. Pero olvidamos que para producir esa energía hay una persona detrás de un telar. Noche tras noche, explotadas hasta que el espinazo se les parte y se desmoronan. Luego alguien les pone una pistola en la nuca y envía a su familia lo que pasa por una compensación por la pérdida de un ser querido. Empecé a ayudar a Maldon porque quería ayudar a los Talentos. Asegurarme de que los sacrificios que realizan no son en vano.
—A nadie le gusta lo que les pasa a los Talentos —le aseguré—, pero ¿qué alternativa hay?
Ezabeth sacudió la cabeza.
—En la universidad tenía una amiga, una muchacha llamada Tessa. De origen humilde pero brillante, vaya si era inteligente. Ganó una beca, y entonces se manifestó su resplandor. Una pequeña dosis de magia, la vimos allí mismo, en la clase: se quemó una ceja. Al día siguiente la llevaron a una tejeduría porque así lo dictaba la ley. —Ezabeth se abrazó el cuerpo, frotándose los codos—. Solo duró cuatro años, y no quedó mucho para enterrar. Acabó consumida, un saco de piel y huesos. Ya ni conocía a sus padres. La luz incluso la apartó de ellos.
»No se me da muy bien consolar a la gente, así que me limité a asentir. No soy tan ingenua como para no entender la importancia del trabajo que realizan los Talentos —afirmó—. Muchos han dado la vida por el Límite. Pero ninguna vida debería derrocharse para llenar los bolsillos de un hombre rico.
En ese momento apareció Otto Lindrick, ayudado por su granujiento aprendiz. No parecía alegrarlo verme de nuevo en su casa. Normal.
Ezabeth me contó cuál era la relación que los unía. Lindrick se había trasladado a la ciudad desde una pequeña tejeduría de fos en el campo tras la muerte del contador. Las circunstancias eran sospechosas. Y cuando hicieron responsable a Lindrick de importar bobinas de batería de las tejedurías de fuera, para el corazón de la Máquina, descubrió que había discrepancias. Problemas con el suministro. Filtró los registros de baterías de fos a Maldon, un Tejedor de luz experto conocido por su aversión a la clase gobernante. Un hombre en el que podía confiar. ¿Cómo iba a saber lo que descubriría Maldon, o cómo le afectaría al cerebro?
—No le habéis dicho al príncipe Herono dónde está lady Tanza —observó Lindrick. Me había ido a casa a consultarlo con la almohada. Necesitaba su dinero, pero al parecer era más importante conseguir la aprobación de Ezabeth.
—No soy de los que apuñalan a una persona por la espalda mientras duerme. Si creo que defendéis una causa equivocada, me veréis venir de frente. —A decir verdad, había apuñalado a más de un hombre por la espalda, pero que lo dijera sonó bien—. Alguien poderoso envió a esos hombres a la casa de Maldon. Ahora mismo no estoy dispuesto a fiarme de nadie. Nos moveremos sin prisa, pero sin pausa. Iremos descartando las opciones una por una, nada de cargar mientras se dispara el cañón.
—La Orden se ha negado a reunir el Consejo para escuchar de nuevo a Ezabeth —afirmó Lindrick.
—El mariscal Venzer también se ha negado a recibirme en audiencia —dijo ella—. Ni siquiera mi primo, que afirma comprender mis preocupaciones, me ofrece ayuda. Si se niegan a escucharme, pasaré a tomar medidas más directas. Daré a conocer lo que sé, si no me dejan otra alternativa.
—Comprendo vuestra premura —aseguré al cabo—. Es posible que hayáis encontrado algo gordo, lo entiendo. Quizá sea así. O quizá estéis equivocados, quizá vuestros cálculos sean erróneos. Pero si imprimís eso, ¿cómo creéis que afectará a la gente?
—Es preciso que lo sepa —afirmó con gravedad. Tan inflexible como una barra de hierro.
—No es preciso que la gente sepa una mierda —le solté—. Aunque sea la puta verdad, que espero que no lo sea. No podéis decir esa clase de cosas a las personas normales y corrientes. No tienen la sesera necesaria para asimilarla.
—¿Acaso no os merecen ningún respeto vuestros compatriotas? —preguntó Lindrick con frialdad. No se me pasó por alto la ironía de la pregunta, dado lo que le había hecho el día anterior.
—Las personas son ovejas —aseguré—. Hacen lo que se les dice. Creen lo que quieren creer, o lo que más los asusta. Si no les gusta, lo rechazan o cierran los ojos. Es natural. No se les puede culpar por ello, pero tampoco se les puede decir que son idiotas: no saben que son ovejas. ¿Cómo lo van a saber? Las ovejas no son conscientes de que el pastor es más listo que ellas.
—Habláis como los Sin Nombre —dijo Ezabeth, glacial como lo más crudo del invierno.
—Ya, bueno —gruñí—. Pasé algún tiempo con uno o dos de ellos. Llega un punto en que uno se da cuenta de que esos malnacidos, sean lo que sean, son más que vos y yo. No un poco más, sino mucho más. Si nosotros pensamos en términos de días y meses, ellos piensan en términos de siglos. La partida que juegan es larga. Quizá sea algo intrínseco a la inmortalidad. Quizá solo sea parte de lo que quiera que sea lo que son.
—¿Tanto confiáis en ellos? ¿Tan seguro estáis? —quiso saber Ezabeth.
—Tan seguro como tengo que estarlo.
Durante un rato largo nadie dijo nada.
—Puede que haya llegado el momento de que depositéis vuestra fe en otra parte. Los Sin Nombre nos han fallado. Nos han abandonado cuando más los necesitábamos. No creo que Pata de Cuervo vaya a volver. Quizá vea que la Máquina ha fallado y busque nuevos aliados al otro lado del océano. Quizá la Dama de las Olas se retire allí con él y hagan su guerra con nuevos secuaces a su disposición. —En sus ojos había una ira ciega—. Como decís, ellos piensan en términos de siglos, no de meses. ¿Qué les importa a los Sin Nombre que muramos todos nosotros?
Me paré a pensar. No me gustaba cómo sonaba lo que decía, y había un algo inquietante de verdad en ello. Por un momento todo parecía plausible.
—Pues en ese caso estamos todos jodidos. ¿Por qué sembrar un pánico con el que solo conseguiréis que os ahorquen?
—Porque la verdad es más grande que yo.
—La mayoría de las cosas son más grandes que vos —repuse. Ezabeth no se rio. Lindrick no se rio. Nenn se habría reído, y deseé que estuviera ahí—. ¿Qué haría falta para demostrar al Consejo de Mando que tenéis razón?
Ezabeth se paró a pensar. Se frotaba los muñones de los dedos que le faltaban.
—Haced que pueda entrar en el corazón.
—Nadie entra en el corazón —afirmé—. Ni siquiera Pata de Cuervo.
—¿Vos cómo lo sabéis? —inquirió. Lo sabía porque me lo había dicho él, hacía años, pero decidí no compartir esa información. Me encogí de hombros. Ezabeth me miró el brazo y ladeó la cabeza. Cayó en la cuenta de algo que le hizo amusgar los ojos.
—Le pertenecéis —dijo. Me cogió el brazo con ocho dedos pequeños, fuertes cuando intenté apartarlo. El roce de sus guantes me heló más deprisa que cualquiera de las glaciales miradas que me había lanzado. Le permití que le diera la vuelta, los dedos recorriendo mi piel. De pronto volvía a tener dieciséis años y Ezabeth llevaba un vaporoso vestido de verano, todo hilo y aire. Me pasaba los dedos por el brazo, retándome a permanecer impasible a sus cosquillas. Estábamos tendidos en la hierba, juntos, mirando el cielo. Desesperados por tocarnos, nuestro juvenil deseo mantenido a raya por la carabina de rostro adusto que bordaba no muy lejos. Un juego cruel, unir a unos niños para ver si su excitación prendía para después insistir en que negaran todos esos impulsos naturales. El recuerdo me avinagró el humor y retiré el brazo. Ese muchacho esperanzado ya no existía, estaba muerto y enterrado bajo un montón de cadáveres pestilentes y suficientes acciones sombrías como para oscurecer incluso nuestro quebrado cielo.
—No pertenezco a nadie —escupí, pero Ezabeth no estaba convencida—. El corazón está debajo de la ciudadela, y ni siquiera Pata de Cuervo sabe abrir el mecanismo de cierre. Hay un montón de paneles, una secuencia que hay que seguir. Si os equivocáis, ardéis. Nadie entra sin Punzón. Deberíais saberlo.
—Naturalmente que lo sé —aseguró—. Pero estoy en un callejón sin salida sin Maldon. Necesito saber lo que sabía él. Si la Orden se niega a darme respuestas, tendré que entrar en el corazón para verlo por mí misma. No digo que sea capaz de reparar lo que creó el Sin Nombre, pero lo puedo intentar. Y estoy más capacitada que cualquier otra persona de la Alianza.
—La Orden no lo permitirá —repliqué.
—Naturalmente que no —convino Ezabeth, estrellando el puño en la mesa—. Esos necios me frenan a cada paso. Pero me importa un bledo su permiso. —Noté un movimiento tras el velo, como si sonriera—. Conseguiré entrar, tanto si me abren la puerta como si tengo que abrir yo una nueva.
15
Me despertó un dolor desgarrador en el brazo, un calor abrasador y una sensación de violación. Lancé un grito, me agarré el brazo y apreté los dientes cuando la carne se abrió, provocándome una auténtica agonía al hacerlo. El pájaro que salió era enorme, demasiado grande para estar en mi brazo, el reluciente plumaje negro grasiento y viscoso con mi sangre. Intenté no chillar mientras las sábanas se manchaban de rojo.
El ave extendió las alas y abrió el ancho pico.
—¡SÁCALA DE ALLÍ! —bramó, un rugido furioso que sacudió el armazón de la cama. La voz estaba teñida del graznido del cuervo, pero la ira era demasiado humana—. ¡SÁCALA DE ALLÍ! ¡SÁCALA DE ALLÍ!
Habría preferido recibir un mensaje más coherente, pero Pata de Cuervo no se dignó en darme más detalles. El enorme pájaro aleteó una, dos veces, y miró a su alrededor sorprendido, como si se preguntase dónde estaba. Una vez transmitido con claridad su mensaje, eché de la cama al sanguinolento pajarraco de un revés. Instantes después, en los ojos del cuervo crepitó un fuego interno y debajo de las alas se le formó un humo que salió por el pico en forma de hilillo cuando el ave se desplomó. Me agarré el brazo y juré como un carretero apretando los dientes. Putos pájaros. Putos magos.
Me levanté de la cama. La herida del brazo se cerraría sola, pero me estaba poniendo perdidas las medianamente limpias sábanas. Me vendé y me vestí con lo primero que encontré. No tenía tiempo que perder. Actúa deprisa, muévete con rapidez, sé listo. Eché una ojeada a las armas que guardaba en el armario. El alfanje era bueno y práctico, pero preferí coger la espada larga, en parte arma en parte advertencia. Un hombre no lleva una espada larga a menos que tenga intención de partir a alguien por la mitad. Pata de Cuervo rara vez me enviaba a una misión sin que existiera una buena posibilidad de que tuviera que segarle la vida a alguien.
Me habría servido de ayuda que me dijese adónde tenía que ir, o a quién se suponía que tenía que sacar de dondequiera que fuese, pero al menos me imaginaba de quién se podía tratar. Corrí a una caballeriza cercana y arrendé un caballo y la silla con un dinero que no me podía permitir gastar. La casa de Nenn estaba de camino, así que aporreé su puerta. Ella miró por la ventana y, al verme equipado para la batalla, se unió a mí armada hasta los dientes. No me hizo ninguna pregunta, quizá me viera tensar la mandíbula, y se subió a mi caballo.
Primero probé suerte en casa de Lindrick, pero estaba a oscuras y en silencio. Allí no había señales de lucha, nada que indicase que hubiera sucedido algo desafortunado. Tanteé las puertas delantera y trasera, las aporreé unas cuantas veces, pero nadie respondió. Nenn me miró ceñuda, pero no le di explicaciones y seguimos hasta los Sauces.
Nada parecía llamar la atención. Los centinelas que guardaban el puente que salvaba el foso nos dejaron pasar. Por las calles se veía a criados cargados con cestos o haciendo rodar barriles cerrados. Los adelantamos a galope hasta que tuve ante mí la vasta residencia de Herono. El mozo de cuadra se hizo cargo de mi montura, no sin mirarme con vacilación.
—No creo que hoy encontréis mucho trabajo, señor —observó—. Un asunto feo.
Sea como fuere, me daba en la nariz que no iba a obtener muchas respuestas de un mozo. Fui en busca del mayordomo, que parecía azorado y demasiado acalorado dentro del almidonado cuello. Tendría que haber preguntado por el príncipe.
—Necesito ver al príncipe Herono —exigí, lanzándole una mirada sombría, asesina. El mayordomo me miró de arriba abajo, reparando en los aceros que llevaba al cinto. Insistió en que me desarmara y en que Nenn aguardara en una sala y acto seguido me guio por la casa.
—¿Tenéis el brazo herido, señor? —se interesó.
—Nada que no vaya a sanar —repuse. La sangre había traspasado la fina venda, la mancha roja ya tornándose pardusca. Pata de Cuervo no había sido muy cuidadoso el rasgarme. El brazo me dolía como un demonio, pero la ira que rezumaba esa voz graznadora era más peligrosa.
Herono estaba leyendo unos papeles en una habitación suntuosa, una de cuyas paredes entera era de paneles de cristal. Daba al oeste, lejos de La Miseria. Mejor ver el verdadero azul del cielo cuando uno podía. El príncipe estaba avejentado. Tenía la piel curtida, su boca era una línea tensa, arrugada. El mayordomo me hizo pasar y me dejó allí. El único ojo de Herono estaba en el lado de la cabeza en que no me podía ver; no se había dado cuenta de que estaba allí.
—Excelencia —saludé, e hice una reverencia. Alzó la vista. Pensé que parecía cansada. Irritada. Me invitó a tomar asiento frente a ella.
—Sin duda os habréis enterado, ¿no? —preguntó. Escogí mis palabras con tino.
—Preferiría saberlo por vos, excelencia.
—Ezabeth se presentó en la residencia familiar esta mañana. Solo los espíritus saben dónde se ha estado escondiendo —dijo—. Los hombres del mariscal la prendieron. Aseguran que es una lunática peligrosa y la han encerrado en el Maud.
No me sorprendió. Me sentí frío. Vacío. Poco a poco se fue alzando una ola que me dijo que yo había contribuido a meterla en ese sitio. En lugar de frenarla, la alenté.
—¿Se fue con ellos de buena gana?
—Nada de eso. —Herono suspiró—. Estaba más que dispuesta a quemarlos a todos. Tenía bobinas de batería portátiles y receptáculos de batalla apilados alrededor de la cama. Los espíritus saben de dónde los sacaría. Pero los soldados iban avisados. Eran profesionales; llevaron bastantes hechiceros para reducirla.
—Comprendo. —Me rondaban demasiadas ideas, ninguna aguantaba lo bastante para que pudiera meditarla. Tragué saliva. Intenté ordenar mis pensamientos—. Me… —Me quedé sin palabras. Sin duda a Herono no le pasó inadvertida la expresión de mi cara.
—Supongo que traerla nada menos que desde el Puesto Doce solo para descubrir que está desquiciada debe de ser una gran decepción —comentó Herono. Yo asentí. Sí. Eso tenía sentido, era una patraña bastante buena.
—Así es, excelencia.
—Los espíritus saben dónde habrá estado estos últimos días —apuntó Herono—. Aquí tengo algunos de sus papeles. Algunas de las cosas que ha escrito son bastante extrañas. —Esbozó una sonrisilla ligeramente risueña—. ¿Veis esto? Esto de aquí. Os lo leeré: «Los Pasos de Punzón, tal y como los recuerdo. El corazón es negro, frío es el corazón. Tan osada solo podría ser una canción». Es una rima infantil. ¿La conocéis?
Me invadió una profunda desazón. Como cuando uno se entera de que, pese a lo que le han dicho, nadie ha visto en realidad a los sagrados espíritus, de que hay que tener fe en ellos, y luego se da cuenta de que nada de ello tiene puñetero sentido. Como eso, pero peor.
—La conozco —admití. Era una rima carente de sentido, de las que se canta a los niños. Me la enseñó mi madre. Seguía así: «El día es largo, la noche es oportuna, solo un niño puede buscar la luna». Me pasé las manos por la cara.
No tenía sentido, pero Gleck Maldon había perdido el juicio y, sin embargo, estaba en lo cierto.
—Confiaba en que entrase en razón, en que se detuviera antes de ir demasiado lejos —dijo Herono con gravedad—. Aún confiaba en que así fuera incluso cuando me llamó conspiradora ante el Consejo. Ahora al menos no podrá hacerse daño.
—¿Qué será de ella ahora?
—Se quedará allí, supongo —repuso Herono—. Quizá sea lo mejor.
Fruncí la boca. No permitiría que pasara eso. Había visto a Ezabeth cuando estaba más inquieta, tan absorta en sus garabatos que ni sabía que yo estaba allí, y había dudado de ella. Pero también la había visto serena, metódica, maravillosa. Esa moneda que giraba en el aire podía haber caído sobre una cara o sobre la otra, pero desde luego el Maud no era el sitio donde tenía que caer. Ezabeth necesitaba respuestas, y yo también.
—Sin duda podréis hacer uso de vuestra influencia para que la liberen, excelencia, ¿no es así? Que la envíen a un lugar tranquilo donde esté atendida. Un sitio más adecuado para una mujer de su posición.
—La situación me impide intervenir —aseveró Herono—. Ezabeth se ha mostrado demasiado activa y ha hecho demasiado ruido. Al parecer, trató de publicar material sedicioso, efectuaba afirmaciones alevosas. Si interviniese ahora, se interpretaría como que estoy de su parte. Ya os podéis imaginar las dificultades que eso entrañaría si las acusaciones resultaran ser ciertas. Se la llevaron esta mañana y, a juzgar por sus escritos, es posible que sea una bendición. Mientras esté en la casa de locos al menos podré protegerla. Según la ley, los locos no han de responder de sus actos.
—¿Vos creéis que pretendía cometer traición, excelencia?
Tenía que andarme con cuidado. Dudaba que Ezabeth me hubiese vendido por haberla ayudado, pero no debía mostrar ninguna señal de que pudiera estar de acuerdo con ella.
—¿Entre vos y yo? —Herono miró hacia la puerta para asegurarse de que estábamos a solas—. Es posible que haya perdido el juicio, pero yo más bien esperaba que concluyera su investigación. Los resultados habrían sido muy interesantes. —Se encogió de hombros—. Pero lo que está hecho, está hecho. Se han cometido errores. Me aseguraré de que está bien atendida. Tal vez incluso pueda continuar con su investigación a salvo tras los muros del Maud. Imaginaos que está en lo cierto.
Yo sabía que estaba en lo cierto. Ahora lo sentía, mis tripas me lo decían a gritos. La intervención directa de Pata de Cuervo me lo había confirmado: me ordenó que la ayudara en el Puesto Doce porque Ezabeth era importante. Barajé mis cartas, listo para jugar la partida. Ellos tenían todos los triunfos, pero eso solo importaba si jugábamos al mismo juego.
Me despedí de Herono.
—¿Todo este alboroto por esa bruja enana? —preguntó Nenn mientras cabalgábamos a toda prisa de vuelta a la ciudad.
—Eso parece.
—¿Qué tiene de especial?
—Ha resuelto ciertas cuestiones. Cuestiones importantes. Cuestiones que a la gente no le hacen gracia. Me cago en todo, tenemos que sacarla de ese sitio.
Tal vez Nenn me mirara con cara rara, pero como iba sentada detrás de mí, lo único que noté fue que apretaba los puños contra mi camisa. A Nenn no le gustaba la crema, odiaba tener que ponerse de su parte en lo que fuera. Quizá me hubiera equivocado llevándola, pero la necesitaba. Era mejor andarse con cuidado.
El Maud era un edificio antiguo, más antiguo que la mayoría de los de Valengrado. Grandes muros de piedra en dos plantas altas. Sobre la amplia puerta de dos hojas una inscripción informaba del nombre del hombre que lo había hecho construir, un coronel muerto hacía tiempo. No había sido siempre un manicomio, pero la necesidad de contar con algún sitio donde meter a los locos era bastante grande en Valengrado.
Los celadores y los médicos que trabajaban en el Maud vestían largas túnicas verdes con mandiles marrones, guantes y pequeñas máscaras de tela, como si la locura pudiera ser contagiosa. Quizá fuese así. Sin duda ello explicaría algunas de las cosas que yo había estado haciendo de un tiempo a esta parte. Nenn dijo que al menos con todas esas caras cubiertas Ezabeth no se sentiría fuera de lugar. Muy cierto.
Le mostré a la oronda madre la carta en virtud de la cual Herono me otorgaba su autoridad. Pareció sorprendida, pero nos dejó pasar. La conocía de otras visitas.
—Cuando Maldon estaba aquí, mandamos preparar las habitaciones para él —me contó alegremente la mujer mientras caminaba como un pato—. Las ventanas estaban tapiadas por completo con ladrillos. Esperábamos que estuviera aquí mucho tiempo, y podía permitirse vivir con holgura, así que accedimos a pagar por el enladrillado. Lo tuvimos abajo, en las habitaciones oscuras, hasta que todo estuvo listo, pero cuando finalizaron los trabajos no tardó ni un día en escapar. ¡Menudo desperdicio!
A mí también me lo parecía, pero no solo de dinero.
En la puerta había soldados. Hombres de aspecto corriente que lucían el uniforme negro de la ciudadela. No pareció agradarles vernos, pero la madre era la jefa. Me pregunté cuánto tiempo pretenderían quedarse. No podía ser normal apostar soldados en el Maud, ni siquiera para un paciente de cierta posición.
Al otro lado las habitaciones eran más confortables que mi casa, alfombras de pelo grueso y bellos tapices que mostraban las obras de los espíritus. El mobiliario era más antiguo, probablemente lo hubiera vendido barato algún noble que, harto del Límite, decidiera coger los bártulos y volver al oeste. La estancia estaba iluminada únicamente con lámparas de aceite. La peste que echaba el aceite de ballena era repugnante, pero solo la luz de la luna se podía tejer para convertirse en fos. Si Ezabeth trataba de hilar esa luz artificial, enfermaría. La rolliza madre tenía toda la pinta de no querer marcharse, de oír lo que habíamos ido a tratar, pero le pedí privacidad y me la concedió. Ezabeth apareció por un cuarto lateral, colocándose el velo, como si la hubiésemos molestado.
—Me cogieron —se lamentó amargamente. Enfadada, más que desconcertada—. Volví a mi casa de los Sauces, como me aconsejasteis, y a la mañana siguiente me levanté con espadas en el cuello.
—Lo siento —me disculpé. Podría haber dicho que se lo advertí, pero para qué. No parecía muy desmejorada. Llevaba un vestido naranja oscuro ribeteado de negro hasta la rodilla, con botas de caña larga, como estaba en boga. Parecía mucho menos afligida de lo que cabría pensar dada su situación.
—Os recuerdo —comentó Ezabeth mirando a Nenn—. Estabais en el Puesto Doce, luchando con el capitán. Os doy las gracias por vuestra ayuda.
Nenn se encogió de hombros. Era una grosería por su parte, pero quizá la clase social no contaba cuando a una se la declaraba loca. A juzgar por su expresión, Nenn pretendía ser más maleducada que de costumbre.
—Os tengo que sacar de aquí —afirmé—. Órdenes de arriba.
—¿Del mariscal Venzer? —quiso saber Ezabeth.
—De más arriba —repuse acariciándome el brazo. Aún me dolía, aunque la carne se había cerrado y estaba intacta. Nunca he entendido del todo cómo funciona esa magia: no cura, pero se cierra como si no hubiese pasado nada.
—De más arriba y más abajo a un mismo tiempo —farfulló Ezabeth. Asentí.
—Estáis los dos locos —afirmó Nenn, dejándose caer en una silla, mosqueada al ver que hablábamos de algo que no entendía. Había muchas cosas que Nenn no entendía, pero estaba acostumbrada a que no se las explicase. Ezabeth amusgó los ojos, en los labios una sonrisa tensa.
—¿Es que no lo veis? Si él está de mi lado, es que tengo razón.
—No creo que esté del lado de nadie, salvo del suyo —puntualicé—. Tenemos que sacaros de aquí. Pero ¿cómo?
—No tengáis miedo, saldré pronto —aseguró Ezabeth—. Mi prima estará furiosa. Lo cierto es que esperaba que ya me hubiese liberado. No tolerará mucho tiempo este insulto a su familia. Ya conocéis a mi prima.
Así que eso explicaba que no estuviese preocupada.
—Yo no esperaría ayuda de ese lado —dije. Por la cabeza se me estaban pasando unas cuantas cosas: la ausencia de Herono, la facilidad con que esta había aceptado que encerraran a Ezabeth—. Al príncipe le viene bien que estéis encerrada en este sitio —acabé diciendo—. Vuestras ideas son peligrosas. Como dueña de una tejeduría de fos y consejera de la Orden, lo que soltáis es veneno para sus intereses. Hemos de dar por sentado que ya no es una aliada.
—¿Hemos? —inquirió Ezabeth, los ojos relampagueando. Habría jurado que tras el velo había una sonrisa felina.
—¿Hemos? —repitió Nenn, los ojos coléricos. Habría arrugado la nariz, de tenerla.
—Da lo mismo —repliqué. Respiré hondo—. Es preciso que salgáis de aquí. Os puedo sacar. Si queréis. —Puse una mano en la empuñadura de la espada, la antiquísima señal de que uno está dispuesto a empezar a teñir las paredes de rojo. Ezabeth me miró a los ojos y ni siquiera se lo planteó.
—Inocentes no. Pongamos por caso que matáis a los guardias que están apostados en la puerta y conseguís esquivar a los celadores. ¿Con qué fin? No me permitirían presentar mi trabajo ante el mariscal, ni ante la cúpula de la Orden… ante nadie. Sería una delincuente peligrosa, una fugitiva. No. Debo ser liberada legalmente. He encontrado algo y estoy cerca de la solución. No quieren que vea la luz. —Miró furiosa las paredes—. Este sitio impide que la vea yo.
Me vino a la memoria la triste rima que me había enseñado Herono: «El corazón es negro, frío es el corazón». Ojalá hubiera podido estar más seguro de que estaba haciendo lo correcto. Así y todo, debía hacerlo. Lo que Pata de Cuervo me ordenaba, yo lo hacía. Aunque Ezabeth no quisiera, aunque ello me convirtiese en un proscrito, la ayudaría. Si Pata de Cuervo me hubiese dicho que me cortara los dos brazos, habría intentado hacerlo. Fallarle no era una opción.
—¿No formáis parte de lo más selecto de la crema? —preguntó Nenn con resentimiento.
—El hermano de lady Tanza es el conde Tanza —repuse.
—Pues que os libere él —apuntó Nenn, encogiéndose de hombros. Me figuro que a juicio de Nenn, que venía de abajo, la crema podía hacer lo que le daba la gana. No le faltaba razón.
—El Maud no tiene la última palabra en lo tocante a vuestro internamiento —afirmé—. Ellos dicen que estáis loca, pero si vuestro hermano insistiera en que pasaseis a estar bajo su tutela, no podrían hacer gran cosa. No os concedería la libertad, pero sí haría que salierais de aquí.
—Cierto —convino Ezabeth—, pero está en La Miseria. Vino aquí a ayudar a Maldon con sus cálculos hace semanas y después fue a estudiar el Cráter de Frío. —Se hizo un silencio expectante. Nenn se volvió para mirarme, y yo evité devolverle la mirada. Mantuvo los ojos clavados en mí hasta que lo hice.
—No lo digáis, capitán —me pidió, escueta, como una nota de advertencia. Sin saber por qué, una suerte de sonrisa empezó a aflorar a mis labios. Quizá porque fastidiaría a Nenn, y teníamos esa clase de relación.
—Quizá tengamos que hacerlo.
—Estáis igual de loco que ella.
—Es posible. Pero creo que tenemos que hacerlo. —Miré a Ezabeth. Hacía que fuese más fácil no solo que era una orden de Pata de Cuervo, sino que era lo que yo quería hacer. Esa habitación que apestaba a aceite de ballena no era lugar para mi dama. Para una dama. «Cuidado con las putas palabras, Galharrow».
—Hacer ¿qué? —quiso saber.
—Conozco el Cráter de Frío. He estado allí. Está en el corazón de La Miseria, pero si Tnota es capaz de buscar un buen alineamiento lunar, podemos ir y volver en una semana. Si nos movemos deprisa y no la palmamos a la ida. O a la vuelta. —Miré a Nenn—. ¿Qué opinas?
—Opino que sois un gallo —me espetó.
—Ya. Pero ¿lo de una semana?
Se paró a pensar. Unos cinco años antes habíamos pasado un desagradable verano repleto de refriegas alrededor de ese cráter.
—Es una estupidez, pero se puede hacer.
Decidido. Nadie quiere ir a La Miseria, pero a veces hay que seguir el reguero de pis que deja el destino.
—¿Y el otro problema? ¿Ese que hará que se adueñen de vuestro espíritu o que os corten las pelotas? —planteó Nenn enfadada—. No hagáis como si no tuvierais problemas propios que solucionar. No tenéis tiempo para hacer esto, capitán.
—A veces hay que dejar los problemas propios.
—A veces no es posible. Problemas como deberle una y bien grande a Saravor. Sí, me lo contó Tnota. Tenéis que arreglar cuentas con él, no salir corriendo a La Miseria porque… —Se contuvo, como si estuviese tirando de sus propias riendas. Intuyo que habría seguido una descripción despiadada de Ezabeth. Nenn no se andaba con tonterías cuando se trataba de expresar su desagradado hacia mi supuestamente loca amiga.
—Saravor —terció Ezabeth, saboreando el nombre como si fuese un buen vino—. He oído hablar de él. Me lo… recomendaron hace mucho tiempo. No he oído cosas buenas de ese… hombre. ¿Le debéis dinero?
Yo no lo habría admitido. Me lo habría guardado. No quería que Ezabeth conociera los tratos que había hecho con ese demonio. No creo en el bien y el mal, pero si lo hiciera, Saravor sería lo más cercano al mal con lo que me he topado en mi vida. Que hubiese hecho negocios con él no decía mucho precisamente en mi favor.
—El capitán le pagó para que me salvara la vida —contó Nenn, y se levantó la camisa y le enseñó la mancha de piel marrón descolorida que formaba parte de su abdomen, adelantando el mentón con orgullo—. Me salvó la vida y contrajo una deuda mayor de la que puede pagar. Necesita veinte mil marcos para mañana o Saravor no estará muy contento. Y eso no será bueno para nadie.
—Basta, Nenn —le ordené. Era estúpido sentirse violento, pero así era como me sentía—. Lo que debo es asunto mío y de nadie más. Ya llevo reunidos quince mil —añadí—. Confiaba en que no fuera preciso, pero puedo empeñar mi armadura para realizar el primer pago. Me darán cinco mil por lo menos. Es vieja, pero vale al menos diez mil. —Al menos eso esperaba.
—¿Cinco mil? —preguntó Ezabeth, y se levantó y salió de la habitación. Cuando volvió traía consigo pluma y papel—. Yo os daré el dinero. Os pagaré por adelantado por traedme a mi hermano. Me dejó el sello de la familia. Hay un banco llamado Ostkov e hijos, ellos os darán el dinero.
—¿El banco finústico de los mármoles? A buen seguro que se alegran de vernos —vaticinó con sorna Nenn.
No se alegraron. Les fastidió tener que darme algo, pero me dieron el dinero. Seguía a flote.
Todavía no había muerto.
16
Envié a Nenn a avisar a Tnota de que se preparara. Nos reuniríamos en La Campana después de que yo hiciera la visita que tenía que hacer. El oro y la plata me pesaban en los bolsillos del gabán. Casi no me podía creer que hubiera logrado salir de esta. Al parecer, Galharrow iba a ganar, cosa poco frecuente. No se puede estar perdiendo siempre.
Los Desechos seguían siendo tan inmundos como siempre. Putas feas con los labios resecos me llamaban desde la ventana, las caídas tetas al aire, visibles las estrías bajo ellas. Muchachos desagradables se dejaban la camisa abierta para exhibir el pecho y el abdomen esmirriados de los que tan orgullosos estaban, y los niños carteristas revoloteaban por allí como las moscas alrededor de la mierda. En mis armas veían un desafío: si podían robar a un soldado armado como yo se ganarían una reputación. La primera que lo intentó fue una niña que rondaría la adolescencia. Le di lo bastante fuerte para mandarla al albañal, y después de eso el resto se mantuvo bien lejos. Me dio pena la cría, pero cuando me intentan robar, son ellos quienes me obligan a alzar la mano.
Uno de los mocosos de piel gris de Saravor abrió la puerta, como de costumbre. Dije que esperaría abajo, en la sala, y me senté en un sofá viejo y sobado, del color de las aceitunas en mal estado. El sitio entero olía a humedad, como si allí no viviera nadie. Había leído que existían criaturas marinas que parecían plantas y así atraían a sus presas. No me habría sorprendido que la casa de Saravor fuese una engañifa, lista para abalanzarse sobre mí y engullirme.
El hechicero apareció. Estaba más pálido y ceroso que antes, o al menos las partes blancas de él lo estaban. Cuesta ver el conjunto con un hombre hecho de retazos cuya carne abarca toda la gama de colores. Bajó con una botella de vodka, como si fuésemos viejos amigos y aquella una reunión social. Así y todo acepté un vasito.
—¿Tenéis mi dinero? —me preguntó. Parecía divertirse con aquello.
—¿Acaso lo dudabais? —repuse. Apilé las monedas en la mesa, oro y plata en gruesos, pesados discos. Saravor los miró.
—A decir verdad, sí. —No parecía tan decepcionado como pensé que lo estaría. Pasó los triplemente articulados dedos por los montones, contando y calculando el valor de los marcos. Cuando estuvo satisfecho, llamó a uno de sus niños ciegos y le ordenó que lo metiera en un gran saco. Veinte mil marcos no es una fortuna, pero un soldado profesional tardaría un año en reunirlo, y a duras penas. Muchos hombres habrían matado a muchos otros por menos.
—Bien, por ahora estamos en paz —afirmé—. Es posible que tenga listo el siguiente pago cuando vuelva. En cualquier caso, dispongo de un mes, ¿no es así?
—¿Cuándo volváis? —Saravor frunció el ceño—. No me gusta cómo suena eso. ¿Adónde vais?
—A hacer un trabajito a La Miseria —repuse—. Creedme, a mí tampoco me gusta.
—Pero allí hay skweams —apuntó el hechicero, fingiendo estar aterrorizado—. Dulchers. Hasta los gillings pueden ser letales, eso por no mencionar la creciente actividad de los siervos. Y la tierra podría abrirse y tragaros sin más. Esto no es… bueno para mi negocio.
—¿Ah, no? Bien, pues no podéis hacer una puta mierda —le espeté. Apuré el vodka. Pegaba con fuerza. Sabía mal, fatal, pero al menos uno sabía que estaba cumpliendo con su cometido.
—Puede que sí o puede que no. —Me miraba ceñudo—. Ryhalt, disfruto del control que me permite la influencia que ejerzo. Temo que si vais a La Miseria tal vez no os vuelva a ver. Y ¿en qué posición me encontraría entonces?
—Ese no es asunto mío. —Me levanté—. Tenéis vuestro primer pago, y seguiré con vida para efectuar el segundo. Es todo cuanto he venido a decir.
Saravor también se puso en pie. Con siete pies y medio de altura, tuvo que agacharse para no dar con la calva cabeza contra el techo. Odio no ser la persona más alta de un sitio.
—Tengo una proposición que haceros —dijo el hechicero.
—No me interesa.
—Es posible que sí. Estoy dispuesto a restar quince mil marcos de vuestra deuda.
Muy bien, es posible que sí me interesara. Mi orgullo se debatía contra la locura de hacer más tratos con el hombre de los retazos.
—Hablad.
—Ah, Ryhalt, qué mala uva. Sois bastante hosco, ¿no? En realidad es muy sencillo: dejad que os insufle algo de magia para saber dónde estáis (y, sobre todo, si estáis muerto), y os recortaré la deuda. Podéis considerarlo un seguro. Si morís defendiendo la absurda causa perdida que pensáis estáis apoyando, podré buscar compensación en vuestras propiedades. —Me dirigió una ancha sonrisa, dejando a la vista la perfecta dentadura: más filas de las que debería tener un ser humano.
—¿A qué viene tanto trato? —quise saber—. ¿A santo de qué el dinero? No os hace falta. No os lo gastáis. ¿Qué coño es lo que queréis, haciendo que bailemos para vos?
—El dinero mueve el mundo, según dicen, pero tenéis razón. Para mí no tiene mucha importancia. Ni siquiera lo conservo. Pero pensé que lo entenderíais, siendo como sois de los Blackwing, después de todo.
—Vais a tener que ser más claro.
—¿Qué es lo que de verdad quiere todo el mundo en la vida? Solo hay una moneda con la que valga la pena negociar: control. Poder. Los agricultores intentan domar la tierra, doblegarla a su antojo. La nobleza doblega a los campesinos, y ella, a su vez, se doblega al antojo de los príncipes. Todos inclinan la cabeza ante los Sin Nombre, e incluso ellos luchan contra los Reyes de las Profundidades. Y ¿para qué? ¿Para poder decirles a los campesinos cómo tapiar sus campos y plantar sus alubias? Todos deseamos controlar el mundo que nos rodea. Yo no soy muy distinto de vuestro señor.
—Os equivocáis —repuse—. Es posible que seáis emperador de los Desechos, pero para él no sois más importante que una garrapata. No sois un Sin Nombre.
—Todavía no. —Sus dientes lanzaron un destello perlado.
—¿Eso es lo que queréis? ¿Ser como ellos?
Saravor indicó con un gesto que la conversación había terminado. Volvimos a los negocios.
—Hoy lo único que quiero es hacer un trato.
Hacer tratos con hechiceros es malo, pero cuando ya se está enredado en uno, ¿qué daño puede hacer? Me paré a pensar y tomé mi decisión.
—Quitadme la mitad de la deuda —afirmé—. La mitad de la deuda y podréis seguirme la pista.
—Seamos serios —respondió Saravor con esa irritante seguridad en sí mismo. Regateamos y al final lo dejamos en veinte mil marcos. Mucho dinero. Acepté.
—Bien —dije—. En tal caso, hemos terminado. —Me levanté para marcharme.
—Un momento. —Saravor sonrió. Antes de que pudiera impedírselo, estiró el brazo y me puso uno de sus largos, voraces dedos en el pecho.
Recuerdo haber chocado contra la pared. Recuerdo la invasión, como si algo oscuro y terrible me bajara por la garganta. Es posible que chillara, pero nadie vendría corriendo al oír los sombríos sonidos que salían de la guarida de Saravor. Se introdujo en mí de alguna manera, pasando del negro al plata deslustrado cuando tomó forma y se instaló en mi pecho. En mi imaginación vi que era un dragón, argénteo y serpentino, enroscado en mi corazón. Algo frío y claro, dormitando, pero muy vivo.
Cuando me hube recuperado lo bastante para mantenerme en pie, me vi solo. La puerta de la calle estaba abierta, me decía adónde ir. Me erguí tambaleándome, sin saber muy bien lo que acababa de pasar, pero seguro de que en cierto modo me las había apañado para empeorar mucho más las cosas.
Como capitán de los Blackwing, tenía derecho a adentrarme en La Miseria siempre que fuera preciso. Era una norma que no tenía mucho sentido, ya que cualquiera podía ir un poco hacia el norte o hacia el sur y después dirigirse a La Miseria. Ningún sentido, incluso, porque nadie iría allí a menos que estuviera mal de la cabeza.
Solo una de las puertas sale directamente de Valengrado para ir a La Miseria. La muralla de la ciudad, cuarenta pies de piedra y grava compacta, fue construida para resistir el poder de las armas y la hechicería. El único pasaje que se abría en esa muralla era cerrado y estrecho, apenas lo bastante ancho para que cabalgara un par de hombres juntos. Esa era la intención: la muralla tenía por objeto impedir que entraran los dhojaranos, no regular el trasiego. Junto a la puerta me puse nervioso e inspeccioné las provisiones con las que habíamos cargado los caballos arrendados y revisé los pertrechos mientras esperábamos a que llegara un mensaje de Ezabeth. Quería enviarle una carta a su hermano, creía que podría hacérnosla llegar antes de que partiéramos.
—Tenéis muy buen aspecto, capitán —aprobó Nenn. Al igual que yo, lucía media armadura: buen blindaje donde era vital y movilidad donde no lo era. En unas fundas afianzadas a la silla llevábamos hachas de petos, espadas, arcabuces, munición. Confiaba en que no necesitáramos ese arsenal, pero en La Miseria no son solo los siervos los que requieren una dosis de acero para que no den la lata. Wheedle andaba cerca, mohíno, enfurruñado por perderse un trabajo pagado. Tenía más codicia que sentido común.
Otto Lindrick y su respondón aprendiz aparecieron en el camino, montados en sendos burros. Lo miré ceñudo y él me miró de igual manera, cosa que no era de extrañar, habida cuenta de que le había dejado la cara como un cromo, amarilla y púrpura. Al menos no eché a perder un rostro atractivo.
—Vengo del Maud —aseveró—. Me cuesta creerlo, pero me han dicho que sois de fiar. —Frunció el ceño al sacar un vade de piel de la vestimenta, que sin embargo mantuvo pegado al cuerpo.
—¿Es para su hermano? —quise saber, al mismo tiempo que extendía la mano.
—¿De verdad estáis de su lado, capitán? Ya me habéis enseñado cómo se las gasta vuestro puño. Y lo descargabais en nombre del otro bando.
—No enarbolo la bandera de otro. A mí solo me importa que me paguen, y hoy la que me paga es ella.
—Si os sirve de consuelo, el capitán solo zurra a la gente por dinero —apuntó Nenn, que escupió savia negra en su dirección.
—Cierra el pico —le ordené. Nenn no siempre era de ayuda. Sacó el tarro de savia y se metió una bola en la boca.
Destran le dijo algo al oído a su maestro mientras nos lanzaba miradas nerviosas. El chaval tenía un algo sospechoso, parecía más de los Desechos que de los Sauces. Su maestro habló en voz baja con él.
—¿Cómo puedo saber que no llevaréis esta misiva directamente al príncipe Herono? —quiso saber Lindrick.
—No lo puedo demostrar —admití—, pero vamos en busca del conde Dantry Tanza, y nuestra amiga común os dijo que me hicieseis entrega de eso. Puedo llevar el mensaje o no. Si no nos lo queréis dar, no pasa nada, entregarlo no es el principal objetivo de nuestra misión. Podéis venir con nosotros y entregarlo vos mismo, si lo deseáis. Una semana en La Miseria os haría bien. Quizá perdáis algo de esa manteca.
Tras planteárselo un instante, le pasó el vade al muchacho, cuyo cometido era ponerlo en mis manos. Clavó los talones en las ijadas del burro nada más dármelo, encantado de poder alejarse. Por mi parte, puse a buen recaudo el mensaje en la alforja. Lindrick se quedó para vernos marchar. Indiqué a Nenn y Tnota que fuesen delante y me volví hacia el ingeniero.
—Si os sirve de algo, siento lo de vuestro rostro —me disculpé.
—Os disculpáis, pero lo volveríais a hacer si os sirviera para vuestros fines.
—Soy soldado —alegué—. Así es como son las cosas. Cuidad de la dama, si podéis. No es tan fuerte como quiere haceros creer que es.
—Le hacéis un flaco servicio. Rara vez he conocido a una mujer con semejante voluntad —aseveró Lindrick.
—Lo sé. Pero os haría creer que puede competir con príncipes y Reyes, y tiene sus límites, como cualquiera de nosotros.
—¿Y vos, capitán? ¿Cuáles son vuestros límites?
Le dediqué una sonrisa carente de alegría.
—Por lo general, van desde dondequiera que empiece hasta el extremo de la barra. —Hice girar al caballo para marcharme.
—¿Capitán? ¿Por qué hacéis esto?
—Porque me pagan —respondí.
—¿Eso es todo? ¿No compartís la visión de Ezabeth, su fe?
Le dirigí una mirada larga, evaluadora. Antes lo había subestimado. Los gimoteos, el recular, eran fingidos. Había algo fuerte en el interior de Otto Lindrick, algo como el acero en la columna de Ezabeth Tanza. Una parte de mí deseó no haberlo convertido en mi enemigo.
—Cuidad de ella —repetí, y entré al trote en la oscuridad del túnel.
17
La Miseria empezaba a menos de media milla de la muralla de Valengrado. No estaba tan cerca cuando levantaron la ciudad, pero había ido creciendo, como si la corrupción fuese como un moho que se extendiera. Los caballos reculaban y se resistían, como si presintieran el paraje antinatural en el que estábamos a punto de entrar. Les hablamos con suavidad, les dimos azúcar hasta que se calmaron. Notaban la magia que flotaba en el aire, la esencia de la distorsión. Empieza siendo una sensación en la piel, como la tirantez que se nota cuando uno se quema con el sol. Todo está un poco demasiado tenso, como si ese no fuera su sitio. Después llega la impresión en la garganta, en los pulmones, como si tu cuerpo no quisiera respirar el aire de La Miseria, y algo tras los ojos, como si lo que están viendo no acabara de ser verdad. No hay nada igual en el resto del mundo que conozco, y por eso les doy las gracias a los espíritus a los que les importe un carajo escuchar.
La primera etapa fue fácil, el terreno era llano y arenoso. No había plantas ni árboles, tan solo arena de un pardo rojizo y agrupaciones de brillantes rocas negras. Las rocas moteaban el paisaje como si fuesen enormes grumos de brea. Mejor no tocarlos. Mejor no tocar nada en La Miseria si no había necesidad. Nenn y Tnota no decían nada. Ambos habían recorrido La Miseria lo bastante como para que eso no fuera nada nuevo para ellos. Tnota mantenía los ojos fijos en el cielo casi todo el tiempo, calculando el posicionamiento de las lunas con el astrolabio, manteniendo el rumbo adecuado para ir al Cráter de Frío. El paisaje comenzó a ondularse, lomas y hondonadas, y el esmog y las luces de fos de Valengrado dejaron de verse. Aquí y allá, cuando el terreno era bajo, veíamos montones de piedras que en su día habían sido la tapia de alguna alquería o quizá incluso una casa de la ciudad. Imposible saberlo. Tal vez hubiesen recorrido un centenar de millas desde que el arma de Pata de Cuervo hendió el cielo y dio vida a La Miseria. Era difícil saber cómo podía desplazarse la tierra.
—¿Por qué hacemos esto, capitán? Porque no es precisamente cosa de los Blackwing, ¿no? —quiso saber Nenn mientras pasábamos por lo que parecía el lecho de un río por el que ya no corría agua.
—Me pareció importante —contesté.
—Esas faldas de postín… ¿las estáis levantando? —Algo en su tono me dijo que me anduviera con pies de plomo. No la miré.
—De ser así no sería asunto tuyo, soldado.
—Conque nos estamos jugando el tipo por un polvo. Me da que bien podría ser así —añadió.
—Os estáis jugando el tipo porque me debéis más favores que cervezas, y tendríais que comprar una cervecera para saldar la deuda.
—Callad —ordenó Tnota, intentando ejercer de pacificador—. Estamos en La Miseria. No habléis a menos que sea necesario. A saber quién estará escuchando.
Era un buen consejo. Nenn y yo nos parecemos en que somos incapaces de seguir un buen consejo.
—Esa dama está haciendo algo importante. Recibí órdenes de arriba. No de Herono, sino de arriba de verdad. Ya sabéis lo que somos los Blackwing en realidad. Habéis trabajado para mí lo bastante para saber que cuando el cuervo grazna, nosotros actuamos. No es algo que haya decidido yo.
—¿Estáis seguro de eso?
—Sí. —No lo estaba.
—Mierda —gruñó Nenn—. Ya van años. Pensaba que habíais terminado con ese pájaro malnacido.
Azucé al caballo para poner fin a la conversación. Miré las grietas que se abrían en ese cielo color moretón sanguinolento. Quizá Nenn tuviera razón. Quizá no debiera haberla metido en esto. Una luz intensa de un blanco broncíneo atravesaba las hendiduras, como si una parte del cielo nos iluminara, pero no se me habría podido ocurrir un lugar donde fuera menos probable que el cielo resplandeciese que La Miseria. Como para recalcar mis pensamientos, el firmamento profirió uno de sus colosales lamentos, un canto huero de dolor y desesperación que se alzó en el aire. Mi señor me había ordenado que hiciese lo que fuera preciso para liberar a Ezabeth. Ochenta años antes había dado rienda suelta al Corazón de Vacío ahí, en el antiguo territorio de las ciudades de Adrogorsk y Clear. Nadie sabía cuántos miles de vidas había sacrificado para hacer retroceder a los Reyes de las Profundidades. Hay quien podría pensar que las personas como el príncipe Herono eran despiadadas, pero en comparación con los Sin Nombre, Herono no era más que una principiante. Si Pata de Cuervo me pidiera que cruzara diez océanos para coger una flor moribunda, lo haría.
Esa misma tarde, a lo lejos, hacia el noroeste, vi algo de gran tamaño en el cielo. Demasiado lejos para distinguir otra cosa que no fueran las alas oscuras y la larga cola. Ninguno de nosotros habíamos visto algo así antes. Guardamos silencio, confiando en que no viniera hacia nosotros. Siguió volando hacia el norte y lo perdimos de vista.
Rioque, la luna roja, empezó a salir justo cuando el cielo estaba cada vez más oscuro. En La Miseria nunca oscurece del todo, ni siquiera cuando todas las lunas duermen. La intensa claridad que se cuela entre las grietas no se desvanece nunca, pero Rioque teñía de una luz sangrienta las arenas rojas. Encontramos una agrupación de rocas como de brea negra, alisamos las arenas para hacer algo parecido a un sitio donde dormir y nos repartimos las guardias. Yo hice la primera, cogí mi ración de ron y unos cuantos palos dulces y me senté dispuesto a vigilar el paisaje que nos rodeaba. No hay nada más aburrido que estar de guardia en un lugar pacífico, pero en La Miseria algunas criaturas nocturnas te mantendrán ocupado. Uno de los caballos me advirtió de que se aproximaba una cosa plana, con doce patas y menos de un pie de alto y la mitad de ancho, unas antenas de insecto tanteando el aire por delante. Los ojos parecidos a los humanos. Se acercó deprisa hacia donde dormía Tnota, así que lo arponeé con la púa del hacha y lo lancé bien lejos del campamento. Nunca había visto algo así, probablemente no volviera a verlo. Limpié con cuidado del extremo del arma la sustancia oscura, como melaza, que salió del caparazón roto. Saber que cosas así rondan en la oscuridad no ayuda a conciliar el sueño. Cuando me llegó el turno de meterme bajo una manta, permanecí despierto, escuchando las cosas que acechaban en el brillo sanguinolento y argénteo de la noche.
En cuanto la luz nos lo permitió, ensillamos los caballos y desayunamos mientras cabalgábamos. La luna roja se había puesto, sus hermanas dorada y azul salían para ocupar su respectivo lugar en el sur y el oeste.
—Buenas lunas para orientarse —me comentó Tnota mientras cotejaba marcas con el astrolabio. Consultó un cuaderno manoseado: en él no había palabras, tan solo montones de flechas y diagramas. Tnota lo había heredado de un navegante que se retiró tras pasar veinte años recorriendo esas vastas arenas. A pesar de lo que había dicho, lo noté más sombrío que de costumbre.
—¿Qué te preocupa? —quise saber.
Sopesó la pregunta.
—Nada en particular. Tal vez esté notando La Miseria más que antes. Nos hacemos viejos, Ryhalt. Lo noto en los huesos.
—Que te den —le solté—. Viejos y una mierda. Si apenas tengo cuarenta años.
—Bueno, pues yo tengo esos y cinco más. ¿Cuándo fue la última vez que visteis a alguien de mi edad en el servicio activo? Tengo la espalda baldada después de pasarme un día, solo uno, en la silla. Me duele desde los hombros hasta el hueso del culo.
—Con toda la acción que ve tu culo habría pensado que a estas alturas lo tendrías tan duro como el cuero de la silla —le solté.
—Ahí le ha dado el capitán —convino Nenn.
—Así os salgan llagas en la verga a los dos —refunfuñó Tnota. Hizo rotar los hombros—. Había un muchacho de Pyre, uno de esos tipos de piel ambarina y ojos grandes. No sabía a ciencia cierta lo que quería, tan solo probar algunas cosas. Lo convertí, y si no estuviera aquí, lo estaría domando como a un poni salvaje. Solo hay que subirse encima y agarrarse bien.
—Lo convertiste —reflexioné, y me arrancó una sonrisa, algo poco habitual—. A la iglesia del encule y el fornicio depravado.
—La única puta iglesia que conozco, capitán —sonrió a su vez Tnota. Miró a Nenn—. Y tú deberías probarlo. Según tengo entendido, ahí abajo tienes una verga.
—Si la tuviera, la metería en algún sitio más limpio que tu apestoso culo —gruñó Nenn. La réplica no tenía gracia, y Tnota lo dejó estar.
Llegamos a un mar de hierba, como sabía que ocurriría. La hierba de La Miseria es transparente, está hecha de cristal. El tintineo que produce al entrechocar se puede oír a una milla de distancia, aunque en La Miseria no sopla mucho el aire. La hierba es lisa y llega hasta la rodilla, pero caminar por ella implica romperla, y los bordes rotos son más afilados que las cuchillas. Ni siquiera sabrás que te has cortado hasta que sientas que la sangre te corre por las piernas. Recordaba bien ese mar de hierba. Recorreríamos varias millas rodeándolo.
—Capitán. —Nenn llamó mi atención. Bebió un sorbo de la cantimplora y señaló el camino por el que habíamos llegado hasta allí. Entrecerré los ojos. Fuera lo que fuese que ella estuviese viendo, yo solo distinguí un borrón, la silueta desdibujada del paisaje—. Podrían ser jinetes. Son bultitos oscuros. No los veo bien.
—¿Una de las patrullas del mariscal?
—Podría ser.
—¿Eso crees?
—Podría ser. También podrían ser los siervos, que se acercan más de lo debido. Podría ser otra cosa. —Se encogió de hombros. A Tnota tampoco le llegaba la vista.
—¿Cuántos son?
—No sabría decir. No muchos.
—No hay razón para pensar que son amigos —razoné—. Subamos el ritmo. Mantened los ojos en el oeste y andaos vivos.
La hierba volvió a dar paso al desierto, y después a una sima. Tnota chascó la lengua, miró las lunas y frunció el ceño.
—La sima se ha desplazado —constató—. Debería estar a una hora más al este.
Me asomé al borde: doscientos pies de profundidad. De abajo subía un aire caliente y seco. En La Miseria había simas así aquí y allá, grandes tajos en el terreno. Tendríamos que bajar y subir de alguna manera.
—¿Cuánto queda hasta el extremo meridional? ¿Podemos rodearla?
—Tal vez, pero probablemente tengamos que atravesar la hierba.
—Entonces no es una opción. Busquemos un sitio para bajar.
Seguimos hacia el norte a lo largo del borde de la sima. Nenn dejó de ver lo que quiera que hubiese visto antes. Para mí que era un dulcher, o quizá unos bichejos como el que había arponeado esa noche, que habían crecido hasta ser como un caballo. En La Miseria había algunas cosas, como los dulchers y los skweams, que se habían ganado el nombre, pero también muchas otras, únicas, que no tenían nombre. Kimi Holst, el hombre que ocupaba mi sitio en los Blackwing antes que yo en Valengrado, me dijo en una ocasión que había visto una cosa como un hombre, de doce pies de alto y lleno de ojos, que simplemente iba por ahí pegando gritos, cayéndose, levantándose y chillando más. Según Kimi no era peligroso, solo desconcertante, y lo dejaron en paz, para que siguiera correteando y aullando de terror. Me gusta pensar que, así y todo, yo lo habría matado. En La Miseria todo había sido otra cosa antes, como los siervos, que eran hombres antes de que los cambiaran. A algunos aún se los podría llamar hombres, incluso se parecen lo suficiente. Cuando la magia está tan dentro de ti, te tiene agarrado de tal modo, que mandarlos al infierno es un acto de bondad. Ni que decir tiene que Kimi solía mentir más que hablaba, así que probablemente se lo inventase. Había perdido allí las dos piernas. Dejé mis cavilaciones e intenté apresurarme.
Encontramos la forma de bajar y seguimos por la sima una milla, hasta llegar al estrecho saliente que nos permitiría subir poco a poco. Íbamos tirando de los caballos. A medida que avanzábamos, vi fantasmas. Eso es algo que también pasa en La Miseria. Vi a una noble bastante joven, con un par de preciosos niños en brazos, en pie en el saliente, ante nosotros. Se rio cuando lanzó a los niños fantasma al abismo y después se tiró ella. Intenté no hacerles caso. Aprendí hace tiempo que los fantasmas que ves no son fantasmas de verdad, es tan solo la magia de tu interior que se apodera de algo, lo retuerce y lo representa ante tus ojos. Debía de ser eso, porque yo no los había visto morir.
—No son míos —observó Nenn mientras los niños fantasma daban vueltas por el aire.
—Ni míos tampoco, evidentemente —afirmó Tnota. Los fantasmas que él veía eran oscuros, como él, u hombres. No le interesaban las mujeres de tez blanca y sus mocosos.
—Mi esposa. Mis hijos —repuse.
—Mierda —soltó Nenn—. Lo siento, capitán.
—No es culpa tuya —la tranquilicé. Me notaba el corazón pesaroso. Procuré parecer impasible, pero ver eso siempre dolía.
—Tampoco fue culpa vuestra. —Tnota me puso la mano en el hombro para consolarme. Me zafé de ella.
—Tenéis razón, así que dejad de mirarme como si se me acabara de morir el gatito. Vamos, aún nos queda mucho camino por delante.
Sería agradable poder creer lo que decía de vez en cuando. Mentiras, mentiras y más mentiras que componían un gran engaño. Tal vez La Miseria intente engañarnos, pero también a nosotros se nos da puñeteramente bien engañarnos a nosotros mismos.
Los ojos me ardían. Me dije que no era más que el polvo.
Mentiras, mentiras y más mentiras.
18
—Gillings —dijo Tnota.
Era el tercer día en La Miseria. Los esperaba antes. Pasamos por un lago que apestaba a ácido y estaba recubierto por una película argéntea, y el fantasma del abuelo de Tnota nos estuvo siguiendo un par de millas, farfullando en su lengua meridional de clics y sonidos aspirados, pero en general tuvimos la suerte de atravesar dunas de arena y rocas de brea negra sin incidentes.
—Odio esas putas cosas —escupió Nenn. Todo el que había pasado algún tiempo en La Miseria odiaba a los gillings.
Atravesábamos una hondonada cuando salieron con impaciencia de madrigueras horadadas en la roca. Desnudos, con la barriga hinchada y rojos como una quemadura en carne viva. Los más altos medían dos pies, pero todos eran pelones y tenían los ojos amarillos. En manos y pies, en lugar de cinco dedos solo tenían dos, anchos y puntiagudos.
—Buenas tardes, señor, ¿queréis pasar un buen rato? —inquirió uno con su voz cómicamente aguda, solo que no había nada cómico en sus hileras dobles de espinosos dientes.
—Los caminos son un desastre, a los gobernadores les da lo mismo —observó un segundo.
—Buenas tardes, señor, ¿queréis pasar un buen rato? —repitió un tercero. Eran muchos, más de quince. Un número preocupante. Los gillings eran cobardes y no atacarían a alguien que los viera llegar, pero si eran muchos podían suponer una amenaza.
—Putos bicharracos —dijo Nenn. Uno de ellos se había acercado demasiado a su caballo, y ella se sirvió de la púa del hacha para ahuyentarlo.
—¿Cuántas frases les habéis oído decir, capitán? —quiso saber Tnota.
—Solo cinco —contesté. Yo también había cogido el hacha de petos. Los gillings nos siguieron, la mayoría manteniéndose a una distancia prudencial. No nos causarían ningún problema hasta que pensaran que dormíamos. El líquido amarillo que les brillaba en los dientes era un anestésico lo bastante fuerte para dormir lo que quiera que mordiesen. Decían que si uno moría en La Miseria lo más probable es que fuese porque un gilling te había mordido un pie por la noche. Hay quien afirma que así era como Kimi Holst había perdido las piernas.
—Yo he oído «Buenas tardes, señor» y «los caminos son un desastre» —dijo Tnota—. Y también «Es un buen muchacho, pero no lo hagáis enfadar» y «setenta y tres, setenta y dos». —Frunció el ceño—. ¿Cuáles son las otras?
Todos los gillings saben exactamente las mismas frases. Solo hay seis variantes, pero las largan como si supieran lo que dicen, que no es así. Frases carentes de sentido robadas de otra época. Yo creía que cuando la oleada de energía que descargó el Corazón del Vacío hizo trizas las leyes de la realidad, algunos pobres diablos se vieron atrapados y vueltos del revés, las palabras del momento prisioneras en los cuerpecillos deformes de los gillings. De algún modo, esas palabras originales fueron pasando de unos a otros. El Corazón del Vacío había sido liberado hacía ochenta años, pero ¿quién sabía si los gillings envejecían?
—Yo los he oído decir: «Si no la apiláis al socaire, no servirá de nada cuando llegue el invierno» —afirmó Nenn.
—Esa no la he oído —admití.
—¿Cuál es la sexta? —se interesó Tnota. Proferí un suspiro. Solo se la había oído decir una vez, en una de las noches que siguió a la retirada de Adrogorsk, con los siervos pisándonos los talones.
—«Espíritus, sed misericordiosos» —contesté—. No la dicen mucho. Y ¿quién sabe por qué dicen lo que dicen? Putos enanos malnacidos. —Amenacé con el asta del hacha a uno que se había acercado a la pata de mi caballo más de lo que me hacía sentir cómodo y reculó, afirmando que alguien era un buen muchacho.
No les dije la frase entera: «Espíritus, sed misericordiosos. Los Sin Nombre nos han traicionado. La muerte se acerca». No me pareció que fuera el mejor momento para mencionarlo.
Antes de montar el campamento atrapamos y matamos a unos cuantos gillings y colgamos los cuerpecillos rojos y gordos en espolones de roca alrededor del mismo. Era un antiguo método para mantenerlos a raya, uno cuyo éxito solo era limitado. Nos tumbamos espalda contra espalda, en parte para no tener frío, pero también porque es más fácil que el centinela vigile a dos personas juntas que separadas. Clada y Eala decidieron alzarse en el nocturno cielo, arrojando una luz natural fantasmagórica. Nunca es fácil dormir en La Miseria, pero conseguimos descansar algo. No se puede estar eternamente sin dormir. Cuando despertamos vimos que conservábamos las extremidades y los apéndices, lo cual fue una buena forma de empezar el día. Desayunamos a base de salchichas frías y guisantes crujientes que regamos con vodka y cerveza floja y rematamos con palos dulces.
La notaba dentro de mí. Uno la absorbe. La magia, la maldad. Se te mete en la ropa, en las extremidades. Hace que los ojos te escuezan y el mundo apeste a ella. Como si la piel estuviese absorbiendo, asimilando, una especie de grasa. Siempre estaba presente, siempre rondando, provocativa. Uno la respira, la huele, no puede evitar existir siendo parte de ella. ¿Cómo se las había apañado Pata de Cuervo para conseguir esto? Nadie sabía lo que era el Corazón del Vacío, pero todos veíamos lo que había hecho. ¿Lo había encontrado o lo había creado? De ser esto último, ¿por qué no podía crear otro ahora, en esta hora sombría en que los Reyes de las Profundidades habían reanudado su avance? La Miseria era el legado de su crueldad, del hecho de que sacrificara la vida de decenas de miles de personas normales y corrientes y soldados por igual. Servía para recordar a los Reyes de las Profundidades que, aunque eran poderosos, los Sin Nombre también tenían poder. Quizá esa fuera la razón de que Pata de Cuervo la hubiera hecho así.
A los cuatro días vimos surgir el Cráter de Frío entre la neblina. No era tarde, pero nuestro aliento aún humeaba en el aire. La depresión apareció como una sombra oscura, luego, a medida que nos fuimos acercando, distinguimos el borde.
El cráter medía casi tres millas de ancho y quizá tuviera doscientos pies de profundidad en el centro. El fondo estaba revestido de un polvo plateado arenoso que me recordaba a las limaduras de metal. Sabíamos que debíamos mantenernos alejados de él. Los que lo habían tocado se encontraron con una erupción dolorosa, supurante, en las manos. Como la mayoría de las cosas en La Miseria, lo mejor era evitar el Cráter de Frío. Respiré hondo por la nariz, aspirando el aire contaminado. Habíamos llegado antes de lo que pensaba. Mastiqué la mugre de La Miseria y la escupí por el borde del cráter. Al cabo de unos instantes, al escupitajo le salieron patas y salió disparado hacia las profundidades.
—Vamos por el conde ese y larguémonos de aquí —propuso Nenn. Yo asentí: no tenía ningún deseo de quedarme en ese sitio más de lo necesario.
Los estandartes de la Gran Alianza ondeaban sobre el baluarte erigido junto al cráter. Tenía poco sentido intentar construir algo en La Miseria, dada la forma en que esta podía cambiar de un momento a otro, pero algunos sitios parecían ser inamovibles. El cráter no cambiaba nunca. Las ruinas de Adrogorsk y Clear eran estáticas, al igual que el Barranco del Polvo. El Vacío Infinito, en el sur, era un hito. Entre esos puntos estáticos era donde se podía llevar a cabo la navegación lunar, puntos fijos entre la locura. Así era como los soldados de Dortmark habían logrado construir algo parecido a una pequeña fortaleza junto al borde del cráter. Era tosca, no mucho más que unas piedras amontonadas para formar paredes bajas, pero con relación a las fortificaciones de La Miseria era un trabajo artesano. Los estandartes ondeaban de largas astas que sobresalían del centro. No tenía la menor duda de que los centinelas que estuviesen de guardia ya nos habrían visto y estarían con las armas montadas.
Salieron cinco soldados para escoltarnos. Ninguno parecía encantado de ver a un capitán de los Blackwing. Entramos en el fuerte, si es que podía llamarse así, y a nuestros oídos llegó el zumbido estridente de los extractores de humedad. No era ninguna maravilla, burdos pedruscos dispuestos en muros, los huecos rellenos con tierra y techados de lona afianzada con cuerdas. No se podía decir que fuera un hogar, pero las paredes impedirían que entrasen los gillings y demás bichos por la noche. El gimoteo provenía de una hilera de tambores metálicos, bidones de acero negro con amplios discos plateados, finos como el papel, que extraían del aire toda la humedad que podían. En La Miseria no hay agua corriente, y aunque la hubiera, yo no la habría bebido. Los extractores estaban alimentados por fos. Tecnología antigua, que habían utilizado en los barcos durante unos cientos de años, a la que se había dado un nuevo uso cuando nació La Miseria. Un puto ruidito de lo más irritante, que no pararía ni de día ni de noche. Cuando antes nos fuéramos, mejor.
—¿Cuánto lleváis destinado aquí? —le pregunté al sargento.
—Casi dos meses —replicó—. Mucho. Demasiado.
—No habréis visto pasar por aquí a un Tejedor llamado Gleck Maldon, ¿no? —Algo muy muy poco probable.
—¿Gleck? No, no ha estado aquí. Hace unas semanas llegó savia nueva. Oímos que a Gleck lo había cegado la luz.
—Eso creo —respondí—. Era por preguntar.
El fuerte tenía una caballeriza, y tras dejar allí nuestras monturas, fuimos a ver al comandante Bernst. Era joven para su cargo, apuesto, con un mostacho bien encerado. Tenía los ojos inyectados en sangre. Con o sin paredes, no estaba durmiendo mucho. Solo quería saber por qué estábamos allí, si consumiríamos sus raciones y si llevábamos órdenes nuevas.
—¿Cómo es que no os ha dado orden Venzer de que os retiréis? —inquirí—. Los siervos avanzan con fuerza en el norte. No les costaría mucho invadir lo que tenéis aquí.
—Somos una patrulla estática. Nos aseguramos de que los siervos no entren en nuestra mitad de La Miseria —respondió Bernst. Parecía recién salido de la academia, un nombramiento pagado que otorgaba el grado sin necesidad de poseer experiencia. Hubiera apostado a que, de poder elegir, se habría arrancado las medialunas del uniforme y recuperado su oro.
—¿Habéis visto a muchos? —quise saber. No estaba allí por cuestiones estratégicas, pero no podía evitar sentirme interesado. Lo que tiene la costumbre.
—Más de los que me gustaría —admitió Bernst—. Da la impresión de que sus largas patrullas están cada vez más cerca del cráter. No son muchos, solo diez cada vez. Los perseguimos en un par de ocasiones. No ha habido combates, pero nunca es bueno ver a los siervos.
—Me figuro que no.
—¿Cómo andan las cosas por el oeste? —me preguntó, la voz teñida de anhelo. Le aseguré que todo iba bien. Una trola de campeonato.
—Estoy aquí por el conde Tanza —conté—. Si puedo echarle mano y salir de aquí antes de mediodía, mejor que mejor.
—Solo los espíritus de la misericordia saben cómo ha acabado aquí —opinó el comandante, sacudiendo la cabeza—. Los encontraréis a él y a su criado fuera, junto al cráter. A lo suyo. Menos mal que habéis venido en su busca. Probablemente consiga que se lo coma un skweam o caiga en ese puñetero hoyo si se queda aquí mucho más.
—¿Queréis un consejo? Ensillad los caballos y que estén listos para salir. Los siervos estarán aquí antes de que termine el año. Probablemente antes.
—El mariscal me zurraría la badana si abandonara este puesto sin recibir una orden directa.
Tenía razón. Probablemente me encomendaran a mí dar con su paradero.
Dejé mis bártulos con Nenn y Tnota y fui a buscar al hermano de Ezabeth Tanza. Lo recordaba vagamente, pero el conde solo tenía seis o siete años cuando su familia iba a visitar a la mía. Me quedé deslumbrado con el espíritu y la vitalidad de su hermana, de manera que a él no le presté atención. Desde entonces habían pasado casi veinte años. Mientras me dirigía al borde del cráter, me preguntaba a qué clase de hombre habrían forjado. Mi primera impresión no fue muy alentadora.
Había dos hombres junto a un trípode de latón sobre el que había montado un grupo de artefactos. Uno de los dos lo mantenía firme mientras el segundo compactaba tierra bajo una de las patas. El que estaba agachado me sacaba veinte años, el cabello blanco y la piel curtida por el sol, la andrajosa librea demasiado grande para su flaco cuerpo. Probablemente le quedara bien cuando entraron en La Miseria. Es lo que te hacen unas cuantas semanas a base de raciones escasas y menos agua de la necesaria. El más joven, que supuse era el conde, podría ser perfectamente de la acera de Tnota. O al contrario. Ágil y de extremidades largas, con el cabello rubio ondulado que estaría en boga en algún sitio donde la gente era idiota. Pese a la inmundicia de La Miseria, iba bien afeitado y tenía la apostura de los aristócratas. El encaje en los puños de las mangas y el cuello de una camisa que valdría quinientos marcos estaban desgarrados, manchados y destrozados de trabajar en la tierra y el polvo. Levantó la cabeza cuando me aproximaba.
—Señor, echadle una mano a Glost, os lo ruego, sed un buen samaritano.
Hay algo en los aristócratas que hace que me entren ganas de pegarles un puñetazo. Los oficiales son ya bastante malos, pero los terratenientes sin graduación militar parecen estar pidiendo a gritos que les estrelles los nudillos en las narices.
—Hoy no hay tiempo para eso, conde Dantry —me negué—. Nos vamos. Tengo orden de llevaros de vuelta a Valengrado.
No era del todo verdad, pero tampoco del todo mentira.
—¿A Valengrado? ¿Hoy? No lo creo. —Me miró de arriba abajo, frunciendo la perpleja frente sobre los exquisitos pómulos. Amusgó los ojos mientras intentaba averiguar si me había visto antes. Desde lo alto de un pedestal todos los de abajo parecemos iguales, pero mi volumen hace que la gente me recuerde. O puede que sea mi fealdad.
—Es un recién llegado, milord —explicó con deferencia el criado—. No es uno de los hombres del fuerte. —Se puso de pie haciendo una mueca de dolor: las articulaciones. Era demasiado viejo para estar en esas tierras infernales, pero ¿quién no lo era?
—No me puedo marchar ahora, soldado —aseguró—. Tengo demasiado trabajo que hacer.
—Es «capitán». Y alejémonos de este viento —contesté. Ráfagas bajas de arenilla y polvo soplaban del sur en dirección al cráter. El viento solo sopla hacia el Cráter de Frío, nunca sale de él. Da lo mismo del lado del perímetro en que esté uno—. Podemos hablar en el fuerte. Tiene que ver con vuestra hermana.
El rostro de Dantry cambió. Por un momento se volvió inexpresivo, y después mostró genuina preocupación. Gravedad. Me negué a seguir hablando hasta que estuviéramos en el fuerte y tras unas paredes. Sobre nuestra cabeza el frío canto del cielo resquebrajado se burlaba de nuestra retirada.
—Hablad —pidió Dantry—. ¿Se encuentra bien? ¿Le ha sido inferido algún daño?
—En cierto modo. —No me hacía gracia que estuviese presente el criado, pero ¿qué podía hacer? No me anduve con rodeos: a Ezabeth la habían encerrado en el Maud por lunática, y él era el único que la podía sacar de allí.
—¿No ha hecho nada mi prima, el príncipe Herono, para solucionar tamaño desatino? —quiso saber Dantry. Me vinieron a la cabeza los escritos de Ezabeth, las rimas infantiles entre sus cálculos imposibles. «Tan osada solo podría ser una canción». Lo de desatino era algo subjetivo.
—El príncipe cree que se ve obligado a permanecer al margen de asuntos personales en los que esté involucrada la Orden —aclaré—. Su posición no se lo permite. O quizá sea ella quien no lo permitirá. Sea cual fuere el caso, no hará nada.
—Se mostró tan afable, tan servicial, cuando me acogió en su residencia —observó Dantry. Como un primer amor que se acaba de enterar de que su novia también besa a los otros muchachos.
—Así es la política. Siempre una tormenta de mierda —repliqué. Dantry me miró de soslayo.
—Disculpadme, señor, no os he preguntado cuál es vuestro nombre.
—Soy el capitán Ryhalt Galharrow, de los Blackwing.
Vaciló solo un instante, y después me estrechó la mano.
—¿Sabéis qué ha hecho Ezabeth para que la encierren? ¿Qué relación tenéis con ella?
No entré en detalles de ninguna de las dos cosas. No tenía sentido complicar las cosas más de lo necesario.
—Lo que importa es que yo os lleve allí lo antes posible —apunté—. Conozco a vuestra hermana: quiere que la saquéis de ese sitio. Lo que quiera que sea que estéis haciendo aquí, dejadlo. Carece de importancia. Lo importante es ella. —Saqué su carta y se la entregué. El conde la leyó, la respiración cada vez más agitada y los ojos abriéndose como platos mientras lo hacía.
Miró al criado y le pidió que nos dejara a solas. Dio la impresión de que Glost se cabreaba, pero complació a su señor.
—¿Sabéis lo que dice esto? —me preguntó.
—No la he leído, si os referís a eso, pero me lo imagino: la luz, la Máquina, el corazón, las paradojas. El meollo es más o menos eso, ¿no?
Dantry asintió. Leyó la misiva dos veces más y acto seguido la hizo trizas, cada pedazo no mayor que la uña de un dedo. Muy concienzudo. Se sentó, el semblante triste, y para bochorno mío una lágrima le rodó por la mejilla. No se molestó en enjugársela, no se molestó en decir nada. Lo que estaba sintiendo se veía reflejado con claridad en su joven, noble rostro. A pesar de su rango, no era ningún político. Ese hombre sensible sería descuartizado por las bestias primigenias de los príncipes, los Heronos y los Adenauer, hasta el mariscal Venzer lo masticaría y escupiría los restos.
—Cielo santo —se lamentó con suavidad—. Como me temía. Como me temía.
—Recoged vuestros trastos y ensillad —lo insté—. El viaje de vuelta no es corto ni divertido.
Dantry se frotó la frente y se presionó los ojos con los dedos.
—Un día más —pidió—. Debemos esperar un día. Permitid que efectúe las últimas lecturas. Confiaba en hacer lecturas de fos durante una semana o dos más, pero es posible que me baste con lo que tengo. Es posible. Sin embargo, he de efectuar lecturas esta noche: es la primera vez que las tres lunas ascenderán hacia el noroeste. Es la razón de que esté aquí. —Me miró con suma seriedad—. No me puedo marchar sin realizar esta labor. Mi hermana accedería, si estuviese aquí.
—De eso no estoy seguro —dudé.
—Lo haría, capitán —insistió con firmeza Dantry—. Yo estoy aquí únicamente en calidad de asistente suyo. Ella es el genio, yo solo soy matemático y astrónomo.
No hubo manera de convencerlo, y lo cierto es que no podía atarlo y subirlo a un caballo. Un día más en La Miseria. Accedí. Han muerto hombres por menos.
19
La noche en La Miseria. Crecí rodeado de los olivares y los viñedos de las propiedades de mi padre, donde el canto de las cigarras no cesaba nunca, donde la noche estaba rebosante de sonidos y vida. En la ciudad no los echo de menos, pero aquí, en esta tierra inhóspita, noto su ausencia. En La Miseria hay insectos, escarabajos de caparazón negro, espaldas rojas y cosas que planean y te chupan la sangre, pero ninguna de ellas canta. Por la noche el cielo parece querer compartir su dolor más que cuando hay luz, la canción abriéndose paso por las grietas de la realidad, la única compañía del seco susurro del viento. Me hallaba en el borde del Cráter de Frío, dando chupadas lentas, regulares, a un grueso puro entre sorbos de la petaca. Que casi estaba seca. Dantry y Glost trabajaban con los instrumentos de latón a la orilla del agujero.
—¿Es la última? —pregunté mientras Dantry se ponía a alinear las varas y las lentes.
—No —negó Dantry—. Queda una más.
El viejo criado parecía exhausto, completamente hecho polvo. Al parecer, Dantry no se había dado cuenta. Él y su hermana no se parecían mucho. Ella era dura en el mejor de los casos, pero a pesar de pertenecer a la crema, Dantry no era demasiado malo. Si había un rasgo que sí compartían era la pasión obsesiva por el trabajo que realizaban. Me acerqué, sujeté el puro con los dientes y le ofrecí la petaca a Glost.
—No mientras trabajo, señor, gracias —dijo humildemente. Una vida vivida de rodillas doblega así a un hombre. Es una auténtica estupidez rechazar alcohol de balde cuando se lo ofrecen a uno, más aún en La Miseria.
—¿Por qué no volvéis al fuerte? Yo lo ayudaré a terminar —me ofrecí. El anciano parecía encantado. Su señor no levantó la vista del artefacto.
—El trabajo es delicado, y Glost conoce bien el proceso, capitán —adujo Dantry.
—No os preocupéis. Mis dedos son más delicados de lo que parece. —Miré a ver qué estaban haciendo—. No habéis corregido la lente inferior para tomar en consideración que Rioque está aislada. Veréis una cara llena de rojo y nada más.
Dantry se detuvo, frunció el ceño y miró por su aparato.
—¡Diantres! Tenéis razón. No os tomé por lunarista, capitán.
—Y no lo soy. Es solo que he utilizado uno de esos unas cuantas veces.
Al demostrar cierto grado de competencia, Dantry permitió a Glost que se retirara.
—Pero decidme, ¿cómo acabasteis estudiando el cielo? —me preguntó mientras cogía un pesado libro y comenzaba a dibujar una tabla. Escribía deprisa, con agilidad, los números que garabateaba empezaban a llenar la hoja.
—No lo estudio. Tan solo pillé al vuelo algunas cosas, aquí y allá.
—Naturalmente. Estudiasteis en la universidad de Lenisgrado.
Lo miré ceñudo.
—¿Cómo sabéis eso?
Dantry se azoró, o quizá solo fuera la luz de Rioque al reflejar la superficie de su apuesto rostro.
—Solo era una suposición —dijo, pero no resultaba convincente. Decidí que sería mejor cambiar de tema. Mi pasado era como una abuela cruel: desagradable, carente de sabiduría y que estaba mejor bajo tierra.
—¿Qué intentáis vos y vuestra hermana aprender de todo esto? —Cambiar de tercio fue fácil: a Dantry le gustaba hablar de su trabajo.
—Gleck Maldon quería saber más de este sitio. Pensaba que quizá le fuese de utilidad para algo que estaba estudiando. Me ofrecí voluntario.
—He oído hablar de elecciones más inteligentes.
—¿Estáis al tanto de la paradoja de Cantolargo? —me preguntó.
—Cuanto más fos se quema, mayor es la descarga que es preciso contener, hasta que esta descarga es mayor que la cantidad consumida y hace falta una suma infinita para contener las descargas reiteradas. La paradoja de Cantolargo salva esta situación reutilizando la descarga como más energía sin crear una nueva descarga. Sí, creo que la tengo controlada.
—Un hombre cultivado, ciertamente —afirmó Dantry con alegría—. Más o menos. Bien, pues mirad ahí, capitán. ¿Qué veis?
El Cráter de Frío se extendía por La Miseria, una enorme cuenca argéntea de nada. No había nada que ver, y así lo dije.
—¿Qué creó el cráter? —me preguntó Dantry.
—Frío murió aquí —respondí. Él asintió.
—En efecto. Hace más de dos siglos encabezó una gloriosa carga contra las hordas dhojaranas y ganó tiempo para que sus hombres escaparan. Lo pagó con su vida. ¿Qué sucede? —A juzgar por su expresión, Dantry desaprobaba mis risitas al oír su historia.
—¿Es lo que os enseñan en Heirenmark? —quise saber—. Porque no es así como pasó. Deberíais escuchar a los viejos soldados que están apostados aquí, muchacho, ellos os enseñarán lo que las universidades no enseñan. Frío era un Sin Nombre, y no fue un soldado de caballería glorioso y bigotudo que cargó contra el enemigo. Era un puto idiota orgulloso y arrogante que cayó en una trampa.
—¿En una trampa?
—Pues sí. Frío estaba al mando de cuatrocientos caballeros, la Orden de la Puerta Abierta. Eso fue antes incluso de que La Miseria existiese, los primeros días de la guerra. Sus exploradores le dijeron que había un millar de soldados irregulares dhojaranos acampados, pero en lugar de esperar a que llegaran los otros Sin Nombre, fue a por ellos él solito. Solo que no eran mil, sino diez mil, y contaban con el respaldo de cuatro de los Reyes de las Profundidades, de modo que se vio atrapado. Los Reyes masacraron a sus hombres, tejieron una red de almas y acabaron con él. Les llevó tres días atravesar sus defensas, pero lo hicieron. Cuando lo mataron, dejó este cráter.
—Bien —observó Dantry, ceñudo—. En la academia militar valoran los esfuerzos que realizó más que sus faltas.
—Era un Sin Nombre —recalqué—. No podíamos permitirnos perderlo. Y está más que claro que ahora mismo no podemos permitirnos que haya muerto. De algún modo los Reyes abatieron a Cantolargo después de Frío, y todo apunta a que también pusieron fuera de combate a Tumba Abierta y a Punzón.
—Sí —convino Dantry con suavidad—. Y por eso estamos aquí, ¿no? Porque Punzón no está para manejar su Máquina y nosotros no sabemos cómo se puede activar sin aniquilar todo cuanto existe. Eso si funciona. Qué tiempos nos ha tocado vivir, que nuestras vidas dependan de esta cosa terrible. La Máquina no es ningún regalo del Espíritu de la Misericordia, es un mecanismo de destrucción. Nunca hubo una creación más terrible y cruel.
Me encogí de hombros. Los siervos no me inspiraban ninguna compasión. De tener yo el poder, lanzaría un centenar de Máquinas contra su imperio y me encendería un puro con las brasas.
Dantry hizo girar una pequeña esfera en su aparato y enarcó una ceja al ver el resultado cuando la luz atravesó las lentes, trazando un dibujo en una lámina de latón en la que había grabadas numerosas líneas y círculos. Dantry anotó las lecturas en su libro y miró de nuevo al cielo.
—Y ¿por qué estamos aquí ahora? —le pregunté.
—Cuando Cantolargo o los otros Sin Nombre murieron, no se produjo detonación alguna —afirmó Dantry—. De haberse producido, lo sabríamos: habría otros cráteres.
—Supongo.
—Entonces, ¿dónde están? Cuando Frío fue aniquilado, se produjo una liberación de energía. La mayor descarga de nuestra era. No era fos, naturalmente, la magia de los Sin Nombre procede de otra fuente. Sea lo que fuere, Ezabeth teorizó que podría ser comparable. Quizá el poder de los Sin Nombre comparta algunos principios con el hilado de fos. Gleck Maldon estuvo aquí. Creía que la luz actuaba de manera extraña alrededor del cráter, pensaba que valía la pena estudiar más a fondo ese fenómeno. —Se levantó y estiró la espalda—. En marcha, tengo que tomar las lecturas del último trípode.
Cogí mi hacha de petos, subí al caballo y seguimos rodeando el cráter. Dentro de ese vacío, la arena desprendía un brillo sedoso, plateado, que hablaba de magia y ponzoña, irrealidad y maldad. Ni siquiera el Corazón del Vacío había sido capaz de desplazar la tumba de uno de los Sin Nombre. La cicatriz era demasiado profunda incluso para eso. Cuán trágicamente pequeños y absurdos debíamos de parecerles a ellos, los grandes magos de la era. Cuán insignificantes nuestras vidas.
—¿Por qué escogisteis esta vida, capitán? —me preguntó Dantry mientras cabalgábamos.
—Puede que ella me escogiera a mí —reflexioné. Dio la impresión de que dudaba si decir algo o no. Al final decidió no hacerlo. Frunció el ceño—. Escupidlo tranquilamente, muchacho —lo animé. Pero él prefirió cambiar de tema.
—Quiero daros las gracias —aseguró—. Por ayudarnos. Por ayudar a mi hermana. Puede ser difícil.
—Me pagan por ello. Es todo lo que me importa —contesté. Una verdad a medias.
—Naturalmente —observó Dantry con frialdad. Enderezó la espalda, irguiéndose en la silla, y añadió con formalidad—: Nuestras finanzas no son lo que eran, pero me ocuparé de que algún día podamos recompensaros por la ayuda que nos brindáis.
Llegamos a los instrumentos de Dantry y eché un vistazo para asegurarnos de que estábamos a solas. La noche era silenciosa, tan solo algún que otro lamento del cielo interrumpía el soplo del viento.
—No me dará ninguna pena dejar este sitio —comentó Dantry mientras se ponía manos a la obra con el latón—. A veces tengo la sensación de que me asfixio con el aire. ¿Sabéis a qué me refiero?
—Sí. —Lo sabía—. Después de que os hayáis marchado tendréis tembleque una semana, por todo el tiempo que habéis estado absorbiendo esta porquería.
—Hoy ha llegado al fuerte una recua de suministros —comentó Dantry. Los había visto aproximarse esa misma tarde. Probablemente fuesen los jinetes que Nenn divisó tras nosotros. No se me había ocurrido comprobar para cuándo estaba prevista la llegada de suministros—. ¿Sabéis lo que traían?
—Filtros de repuesto para los extractores de humedad, diría yo —aventuré—. Raciones para La Miseria. Cecina y galletas. Puede que algo de vodka, con un poco de suerte.
—Alubias —corrigió Dantry—. Tan solo un montón de alubias. —Negó con la cabeza, en el rostro una expresión de incredulidad—. Los peligros de La Miseria. Las criaturas y la magia y las grietas que se abren en la tierra. Hay hombres que han pasado por todo esto, han arriesgado la vida a cada paso del camino para traernos sacos de alubias. Es una sandez. Esta guerra, este sufrimiento, todo. Es una locura, una maldición sobre la tierra. Tiene que acabar.
—Esto solo puede acabar de dos maneras —respondí mientras alargaba una mano y ajustaba una lente. Dantry la puso como estaba, sin regañarme por la equivocación.
—¿Termina una de ellas con nosotros tornándonos siervos?
—Las dos terminan así —le aseguré—. La única diferencia es si sucederá antes de que muramos o después. Los Reyes de las Profundidades vencerán. No nos equivoquemos a este respecto. Ellos son seis, y a nosotros solo nos quedan dos Sin Nombre. Ya han vencido, tan solo están a la espera de que se agoten nuestras últimas defensas. Para qué arriesgarse cuando se es un Rey inmortal, ¿no? Disponen de toda la eternidad para esperar. Ya desafiaron la suerte una vez y Pata de Cuervo los castigó con el Corazón del Vacío.
—¿Qué era el Corazón?
—No tengo ni puta idea —reconocí.
—Si fueron vencidos antes, pueden serlo de nuevo —decidió Dantry, en su voz la vehemencia de la juventud—. Alguien, quienquiera que fuese en la antigüedad, se las arregló para aprisionarlos bajo el océano.
Me encogí de hombros.
—Pata de Cuervo está loco —afirmé—. La Dama de las Olas no dejará su isla. Además, la necesitamos allí, de lo contrario los siervos construirán barcos y vendrán por el mar. Solo estamos ganando tiempo. Ganando tiempo y confiando en que envejezcamos y muramos antes de que nos veamos obligados a lucir una marca.
Dantry se estremeció y se centró de nuevo en su aparato.
Acabamos y volvimos a la dudosa comodidad del fuerte. Un hombre que ocupaba una plataforma elevada vigilaba el paisaje iluminado por la luna; sobre las rodillas, una pesada ballesta. Nos pidió el santo y seña. Le dije que le dieran y se rio e indicó al de la puerta que nos dejara entrar.
Nenn y Tnota habían encontrado un tablero y estaban echando una partida contra un par de soldados, un hombre flaco y adusto y una mujer más favorecida. No había mucho que apostar. ¿Para qué llevar dinero a La Miseria? Se jugaban hebillas de cinto, raciones de licor, cosas que se pudieran comprar y vender y tazas de alubias. Al parecer, Nenn iba ganando, delante tenía un montoncito de porquería. Por lo visto Tnota había apostado un par de anillos, y no parecía tener mucho más que ofrecer.
—Lo subo —aseguró uno de los contrincantes, el delgado, con cara de mulo muerto de hambre. Se quitó un pendiente de hojalata barato, pero así y todo mejor que nada. La mujer se unió a él. Nenn sacrificó dos de sus tejas para no tener que pagar. Tnota miró el tablero y luego me miró a mí. Era malo a más no poder jugando a las tejas, pero o la suerte estaba de su parte o sus contrincantes la habían cagado a base de bien, porque a juzgar por la posición de sus tejas, vi que estaba a dos movimientos de eliminar a sus tres oponentes. Lo más probable era que Nenn y él hubiesen decidido jugar juntos y repartirse lo que ganaran. Eran así de capullos. Sonrió, consciente de mi desaprobación, y añadió un par de duras galletas.
Tnota metió la pata con el segundo movimiento, pero lo compensó con el cuarto, y acto seguido estaba recogiendo la puesta. Los soldados no parecían muy contentos.
Dantry se había quedado mirando. La mujer levantó la cabeza y pareció reparar en él por primera vez. En una mujer se opera un cambio cuando ve algo que le gusta, lo he visto fingir cientos y cientos de veces a fulanas y mozas de taberna. Como si por el culo les subiera un chorrito de agua que les hiciese enderezar la espalda y les insuflara alegría y entusiasmo. Sonrió al joven noble. Puede que fuesen las estúpidas ondas de su pelo rubio o quizá le gustaran sus pómulos. Me di cuenta de que Dantry era lo bastante apuesto para llamar la atención de una dama.
—Sentaos a jugar una partida con nosotros —propuso la muchacha.
—No conozco las normas —admitió él. No era de extrañar: las tejas no son precisamente un pasatiempo de nobles.
—Yo os las enseñaré —se ofreció la soldado, y a continuación dio unas palmaditas en el suelo, a su lado, con descaro. Al parecer Dantry sopesaba la idea de sentarse en el suelo, pero la muchacha era joven y guapa, y él era un hombre joven, y juventud y belleza casi siempre ganan esa batalla.
—¿Queréis participar, capitán? —me preguntó Nenn, dando asimismo unas palmaditas en el suelo. Decliné su ofrecimiento.
—¿Queréis que os guarde eso? —le pregunté a Dantry, señalando con la cabeza los bártulos que habíamos cargado en un caballo. Me dio las gracias y me dirigí hacia sus dependencias, que no eran nada del otro mundo. Lo habían acomodado en la que probablemente fuese una de las mejores habitaciones del fuerte, pero no era más que cuatro paredes sólidas con una puerta y un techo de lona. Llevé el caballo hasta la misma puerta, y al abrirla me encontré con el sirviente de Dantry, Glost, que preparaba el atuendo de viaje de su señor para el día siguiente. Me ayudó a descargar los cinco trípodes de latón del caballo y poner a buen recaudo los libros. El pobre viejo chasqueaba la lengua y crujía mientras se afanaba.
—¿Os habéis planteado que quizá haya llegado el momento de retiraros? —le pregunté.
—Me temo que era deudor —replicó el hombre—. El anciano conde Tanza, el padre de Dantry, adquirió mis deudas, que eran cuantiosas. Nunca ganaré lo bastante para saldarlas por completo, pero no le guardo rencor. Me sacó de la cárcel de deudores. Habría muerto en ese sitio de no ser por el conde.
—¿Cuánto lleváis al servicio de la familia?
—Ah, más de treinta años, señor. Mis mejores años, debería decir. Sé que probablemente parezca mayor, señor, pero servir al muchacho es una buena vida, aunque estas últimas semanas han sido de lo más duras. —Me miró de reojo, con cautela, e iba a decir algo, pero cambió de opinión y volvió la vista hacia otro lado.
—¿De qué se trata?
—Nos conocemos, señor, pero fue hace mucho tiempo.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. En la propiedad de vuestro padre. Por aquel entonces teníais otro nombre, claro está, pero ¿cómo iba a olvidarme de vos? Erais un muchacho agradable, todos teníamos grandes esperanzas en vos y en la joven señora.
Me puse rígido. Hay cosas que deberían seguir muertas y enterradas en el pasado. El mariscal Venzer y el príncipe Herono sabían quién había sido, pero muy pocos más reconocerían a aquel niño de entonces en la persona que era ahora. Daba lo mismo que Glost me recordara de pequeño, pero si sabía quién había sido, probablemente también supiera lo que había hecho.
—¿Se lo contaréis a Dantry?
—No, señor. Entiendo, señor, que después de lo sucedido con Torolo Mancono deseéis privacidad.
—Bien. No se lo digáis.
—No, señor.
Nenn y Tnota sabían que había sido otra cosa antes de ser su capitán, pero no habíamos entrado nunca en los detalles. Ambos se habían unido a mí después de que dejara el Ejército. Tras el desastre acaecido en Adrogorsk, me prometí que no volvería a estar bajo las órdenes de un comandante. Pagaban la sangre y las lágrimas que uno derramaba con nada salvo más de lo mismo. No era un buen cambio. Se me pasó por la cabeza que Glost debía de saber por qué se había suspendido mi boda con Ezabeth, que por fin podía preguntar qué era lo que había hecho mal. Siempre me repetí a mí mismo que no fue culpa mía, que era del agrado de Ezabeth. Probablemente algún asunto político de carácter familiar, quizá una orden de matrimonio dictada por un príncipe. Él sabría si Ezabeth llegó a estar casada. Hice todo lo posible para no averiguarlo. Ella nunca sería mi esposa, pero si lo fue de otro, prefería no saberlo.
Intenté preguntar, pero no me salieron las palabras.
La pequeña habitación tenía una cama, hecha de antiguas piedras talladas, con un par de mantas encima. Glost comenzó a prepararse un petate para él en el suelo.
—Usad la cama —sugerí mientras guardaba lo que quedaba del equipo de Dantry—. Me da en la nariz que vuestro señor no dormirá aquí esta noche. —Glost me sonrió tímidamente mientras ponía el petate sobre las mantas de Dantry.
—No está mal ser joven, ¿eh? —observó. No podía estar más de acuerdo con él.
Lo dejé para que se abandonara a las escasas comodidades de una cama de piedra y salí a echar una meada. Cuando salía de la letrina, vi un rostro familiar entre un grupo de uniformes azules que ayudaba a descargar una reata de mulas que acababa de llegar. Hombres mayores, veteranos curtidos con cicatrices. Nuestros días de gloria no son eternos, pero supongo que a la Brigada Azul le habría gustado sacarle más jugo a su retiro que eso. Había un par de ellos a los que no parecía haberles ido demasiado bien en su viaje por La Miseria, las manos les temblaban sobremanera.
Stannard vestía de negro y celeste con su media armadura y las relucientes armas. Al verme, amusgó los ojos.
—Qué casualidad veros aquí, muchachote —dijo—. Menuda sorpresa.
—Yo tampoco esperaba veros en este sitio —repliqué—. Creía que la Brigada Azul ya no se las tenía que ver con este lugar inmundo.
—También yo —convino Stannard haciendo una mueca de asco—. No era mi intención volver a pisar esta mierda de sitio, pero los efectivos de Valengrado se encuentran en el norte, en el Tres-Seis, y las tropas que han dejado están demasiado verdes para adentrarse tanto en La Miseria. ¿Sabéis qué traemos? —Señaló los carros—. Putas alubias. Arriesgarnos a toda la mierda y la ponzoña para venir aquí a traer putas alubias. Cuesta creerlo.
—Cuesta, sí —convine. Costaba bastante. Una coincidencia demasiado grande.
—Me figuro que contrataron a todas las grandes compañías para que hicieran lo mismo, ¿no es así? —inquirió Stannard.
—Supongo —contesté. Una respuesta vaga. Esa no era una buena noticia. No quería que llegara a oídos de Herono que me había desplazado hasta este lugar para dar con Dantry Tanza, pero puesto que Stannard y una docena de los muchachos de Herono de pronto tenían el deber de entregar unas alubias, por fuerza me pregunté si no lo sabría ya.
—Tengo entendido que a vuestra amiguita la enviaron al Maud.
A eso no tenía nada que decir. Una contracción en el dedo me dijo que debía dejar que hablara mi puño, pero me contuve. Un miembro de la Brigada Azul llamó a Stannard para que volviera a echarles una puñetera mano con las alubias.
—Mañana volvemos a Valengrado. Deberíais uniros a nosotros. No es que me agradéis especialmente, capitán, pero en La Miseria nunca está de más ir en comandita.
—Me lo pensaré. —No lo haría.
Sentí que Stannard me observaba cuando me alejé. Los gusanos del nerviosismo empezaron a retorcerse en mis tripas. Demasiada coincidencia que los muchachos de Herono estuvieran aquí, se hubiesen adentrado tanto en La Miseria. Al verme la cara, Nenn preguntó:
—¿Problemas?
—Es posible. —Les conté lo que sabía.
—¿Creéis que podría decir la verdad? ¿Que los han mandado aquí a traer alubias?
—Parece una coincidencia demasiado grande. Hace que me pique el culo. ¿Dónde está nuestro conde?
—Se fue con esa mujer. —Nenn bostezó.
—¿Sabes adónde?
—No.
—Quiero partir. Esta noche.
Tnota sacudió la cabeza.
—Sabéis que no podré orientarme hasta que salga el sol —aseveró—. Podríamos acabar metiéndonos en la hierba o, peor aún, en el este. No puedo hacerlo, capitán.
—¿Crees que deberíamos aguantar aquí esta noche?
—Ni siquiera estoy seguro de que haya peligro —opinó.
Una buena regla general para sobrevivir es que, puestos a elegir entre los fuegos del infierno o ir a ciegas por La Miseria, uno escoge el infierno. Al menos de esa forma sabe dónde está. Habíamos venido del oeste, pero eso no significaba que siguiera en el mismo sitio. Por mucho que temiese que estábamos de mierda hasta las cejas, cuando tu navegante habla, tú escuchas. Accedí a marcharnos al alba.
Dormí en la abarrotada habitación que nos habían asignado, pero no con facilidad. Cuando me desperté, vi la luz de una gran grieta broncínea que entraba por el techo de lona, justo sobre nosotros, como si nos juzgara. El cielo dejaba escapar notas largas, disonantes: la forma de tocar diana de La Miseria. Nenn me pasó un vaso de agua. Tenía el gusto a hierro muerto de los extractores de humedad, como un chiste sin gracia, acorde con mi humor. Me levanté y me puse la armadura. No estaba de humor para perder el tiempo. El sol coronaba lo que podría o no ser el este cuando fui en busca de Dantry. No sabía dónde había pasado la noche, de manera que me dirigí hacia su habitación. Llamé a la endeble puerta, pero nadie me respondió.
—Eh, Glost —llamé—. Despertad. Tenemos que ponernos en marcha.
Durante unos instantes nadie dijo nada. Luego se oyó una voz chillona, aguda.
—Buenas tardes, señor, ¿queréis pasar un buen rato?
Hice astillas la puerta al cargar contra ella y frené en seco, tambaleándome. Me quedé con la boca abierta: jamás había visto algo tan horripilante. Rojo. Rojo, por todas partes rojo. Glost yacía donde había muerto, poco más que huesos para entonces. Dos gillings, la barriga sumamente dilatada, estaban sentados como dos niños entre la carnicería, brillantes y pegajosos. Del mismo color que la sangre con la que habían puesto perdido todo el sitio al morder, comer, devorar. Glost debía de estar durmiendo. Jamás supo lo que le estaba pasando. Los dos gillings me miraron, uno de ellos masticaba un pedazo de hombro.
—Setenta y tres, setenta y dos —dijo uno.
—Buenas tardes, señor, ¿queréis pasar un buen rato?
Saqué la espada. Los gillings chillaron e intentaron retroceder hasta el fondo de la habitación, pero tenían las tripas tan llenas de la carne del viejo criado que apenas podían moverse. Descargué mi ira, mi horror, en ellos. El rostro y la cabeza de Glost estaban prácticamente intactos. El hombre parecía tranquilo. Con el anestésico que tenía la saliva de los gillings, ni siquiera habría sabido que se lo estaban comiendo vivo. Con todo y con eso, era una forma terrible de morir.
Apreté con fuerza los ojos, los puños. Quería gritar, lanzar mi rabia al cielo. Acallé ese deseo a duras penas, procuré conservar la calma. «No pierdas el norte», me dije. Apenas conocía a ese hombre. No conocía una mierda de él. Pero él sabía quién era yo, y no merecía que esos putos malnacidos, esos pequeños monstruos lo descuartizaran así. Cuando abrí los ojos, volvía a respirar con normalidad. Y estaba viendo un agujero que habían abierto cuidadosamente en el techo de lona.
No cabía la menor duda: alguien había practicado una abertura triangular en la lona y dejado caer por ella a los gillings. No podían haber entrado de otra forma. Los gillings no trepan por las paredes ni llevan cuchillos con los que cortar una tela fuerte. Habían utilizado a esos pequeños desgraciados como un arma viva contra Dantry, y Glost se encontró en el fuego cruzado.
Salí corriendo, pero cuando encontré a Nenn y a Tnota vi que se las habían apañado para dar con Dantry, y estaba bien, aunque algo cansado. No me hacía gracia tener que contarle que a un hombre al que conocía de toda la vida se lo habían comido, pero tampoco es que tuviera elección. Se lo tomó mejor de lo que yo esperaba. Se puso blanco como la leche, vomitó, no se desmayó. Lloró. Le dimos espacio, recogimos los bártulos deprisa y sin hacer ruido, no le dijimos nada a nadie, y en cuanto Tnota realizó una lectura navegable salimos por la puerta.
Volví la cabeza mientras nos alejábamos y vi que Stannard nos miraba, los brazos cruzados ante el ancho pecho. Recortado contra el rojo sanguinolento del cielo del alba, caí en la cuenta de que ya había visto esa silueta fornida: entre las llamas. Iba encapuchado, la biblioteca estaba llena de humo y a oscuras, pero toda una vida calibrando a hombres a los que quería matar había hecho que se me diera bien reconocer un físico. No era la primera vez que quería matarlo, pero no siempre tenemos lo que queremos.
20
No nos siguieron, y al parecer La Miseria respetó el dolor de Dantry y nos dejó en paz. Tras unos días sin incidentes, volvimos a ver la vasta muralla de piedra de Valengrado. Las vívidas letras de neón rojo sangre en la fachada de la ciudadela ponían: CORAJE, y hacia ellas cabalgamos cansados y en silencio. Dantry había dejado de lloriquear. La muerte de su criado lo había afectado más de lo que pensé que lo afectaría. Quizá tras toda esa nobleza y esa crema fuese humano, después de todo.
—Vayamos ahora mismo a ver a mi hermana —propuso Dantry. Intentó erguirse en la silla, pero incluso eso era demasiado para él.
—Ahora mismo, no. Barbero, baño, sastre. Si vamos a hacer valer la autoridad de un conde, es preciso que parezcáis un conde.
Dantry sopesó el consejo mientras se pasaba una mano por la pelusilla de las mejillas.
—Estáis hecho una mierda —añadió amablemente Nenn. Dantry, que jugueteaba con el sucio puño de la camisa, al cabo accedió.
—Primero el banco y luego la casa de baños —decidió—. Necesitaré algún dinero, pero estoy seguro de que los bancos me concederán crédito, me avalan mis propiedades. No soporto pensar que Beth esté encerrada en ese sitio.
Mientras atravesábamos el único túnel de Valengrado que daba al este, noté una punzada de dolor en el pecho, argéntea y serpentina, cuando el dragón se dobló.
Bienvenido a casa, dijo en mi cabeza una voz correosa. Me di cuenta de que mi atención se desviaba hacia uno de los mocosos grises de Saravor, que vigilaba desde un callejón. Al ver que había vuelto, se deslizó entre las sombras.
—¿Alguna señal de actividad de los siervos? —preguntó el teniente de la puerta.
—No he visto nada. ¿Alguna noticia del norte?
—Nada bueno. Los siervos están cada vez más cerca. El Cabro de Hierro envió ayer a la mitad de nuestros ordenanzas al Tres-Seis.
Le di las gracias y seguí mi camino. La ciudad era un lugar mudo, con la mitad de su población fuera.
Dejamos los aparatos de latón de Dantry en mi casa. Aparté a un lado la idea de ir a los Sauces a advertir a Herono de nuestra presencia. Ella había abandonado la causa de Tanza para proteger su posición, y después de lo sucedido en La Miseria mis sentimientos estaban encontrados. Herono era una heroína, aparte de Venzer no había nadie en el Límite que tuviese una carrera más distinguida, pero alguien envió a Stannard a cometer un asesinato, y yo no dudaba de la lealtad de este.
Le di todas las vueltas habidas y por haber en la cabeza, pero no tenía ningún puñetero sentido.
Ya en mi casa, me quité la armadura y cogí una bolsa de palos dulces. Estaban duros y secos, pero presentía que me iba a dar el tembleque de La Miseria. Tenía la piel fría y húmeda y me dolía el paladar. Chupamos las raíces y paramos en una taberna a beber abundante cerveza y comer algo caliente. Hortalizas de verano en una salsa sosa con un pedazo de pan correoso. Era sencillo, pero después de una semana a base de carne seca y alubias estaba lo bastante hambriento como para dar buena cuenta de todo en cuestión de minutos. La cerveza nos ayudó a tranquilizarnos. No hay nada como una cerveza para aplacar el nerviosismo.
Despaché a Nenn y a Tnota, pero acompañé a Dantry al banco. Le ofrecí una camisa limpia, pero eran tremendamente grandes para su cuerpecillo. Me acicalé lo mejor que pude, pero La Miseria te hace algo que un chaleco y unas calzas limpios no son capaces de tapar. Todos tendríamos un aspecto terrible durante al menos una semana. Cogí una espada, pero tenía los nervios desquiciados, de manera que solo me atreví a afianzar una daga al cinto. Al aceptar el dinero de Ezabeth, convertí su batalla en la mía, y sus enemigos me encontrarían preparado para librarla. Con esa idea en la cabeza, cargué un par de pistolas de chispa que oculté bajo el gabán.
La guardia del banco nos permitió pasar cuando Dantry le enseñó su anillo, pero el encargado de créditos pareció mucho menos entusiasta. Yo intentaba hacerme pasar por un criado, puesto que ningún conde se presentaría sin ir acompañado al menos por un sirviente. El hombre lo recordaba, pero parecía demasiado nervioso. Yo a veces causo ese efecto en las personas, pero en ese caso no creí que fuese por mi culpa.
—¿Cómo que agotado? —inquirió Dantry—. Poseo considerables propiedades alrededor de Heirengrado. No es posible que me neguéis crédito.
—Lo lamento mucho, conde Tanza —se disculpó el hombre—. Lo tengo aquí, por escrito, de la casa central. —Le mostró a Dantry un papel. Yo me asomé por detrás para leerlo: en efecto, exponía que no se concedería más crédito a la familia Tanza hasta que se resolvieran ciertos asuntos que no se daban a conocer. Dantry se mostró indignado, pero el hombre se limitó a abrir las manos con aire desolado—. Lo lamento mucho, milord —insistió—. Puedo escribir a la casa central para preguntar si han cometido un error, pero como podéis ver aquí, no está en mi mano otorgaros crédito.
—Vuestro banco acaba de perder a mi familia por cliente —amenazó Dantry con ferocidad—. Cincuenta años de relación comercial para que ahora reciba el mismo trato que un granuja cualquiera. No esperéis volver a ver una sola de nuestras monedas entrar por esa puerta, no mientras yo viva. Que tengáis un buen día.
Salimos indignados, haciendo los correspondientes aspavientos aristocráticos, cruzamos la calle y probamos con la siguiente casa de banca. Tras enseñarnos dos cartas más similares a la primera, no probamos una cuarta.
—No lo entiendo. ¿Tan mal han ido las cosas en mis propiedades en tan solo una semana? No es posible.
—No es posible —convine—. Tomé dinero de vuestra cuenta antes de marcharme. Alguien os la ha jugado.
—Pero ¿quién?
—Solo hay tres personas en Valengrado que pueden ejercer tamaño control sobre los bancos: el mariscal, el príncipe Herono y el príncipe Adenauer. La Orden de Ingenieros del Éter también podría tener bastante peso. Este era un plan alternativo por si no lograban llegar hasta vos en La Miseria. Pero ¿qué demonios tienen que ganar? Estamos todos en el mismo lado maldito por los espíritus, y si quieren acallar a vuestra hermana podían haberla hecho ahorcar sin más. Han demostrado que están dispuestos a matar. Pero esto no tiene ningún sentido.
Sopesé valerme de la carta con la que Herono me había investido de su autoridad para obligar al banco a que nos diera dinero, pero era poco probable que accediese a menos que poseyéramos un sello oficial. Por desgracia, mi propio sello, de hierro negro, había agotado hacía tiempo todas las líneas de crédito con las casas de banca.
No disponíamos de crédito, pero un hombre con iniciativa puede conseguir dinero de otras formas. Nos encaminamos a Mews, encontramos una casa de empeños medio decente y obtuvimos un préstamo por la cuarta parte del valor de dos de los anillos de Dantry. El mozalbete no podía estar más indignado cuando le ofrecieron la miserable suma, pero bastó para bañarnos, desbarbarnos y ataviar a Dantry con el último grito de la temporada anterior. El conde hizo chascar la lengua al mirarse las hileras de bordados de las mangas. Le recordé que teníamos asuntos apremiantes y asintió con aire sombrío. Para entonces yo ya había caído en la cuenta de que sacar a Ezabeth no iba a ser tan sencillo como pensaba. Quienquiera que hubiese enviado a Stannard a acabar con Dantry también había tomado precauciones por si regresaba.
Stannard no actuaba solo. Me planteé que pudiera estar marcado, que los placeres de una Novia o las promesas de la secta de las Profundidades lo hubiesen convertido, pero no era un pez lo bastante gordo. Quizá su mano empuñara el cuchillo, pero no era suya la voluntad que la impulsaba. Ello hacía que el príncipe Herono fuese nuestra enemiga más probable, pero eso tenía menos sentido aún. Herono despreciaba a los siervos, que la habían capturado, sometido a tortura y arrancado un ojo. Me había conducido hasta una Novia. No tenía nada que ganar volviéndose contra el Límite o contra sus parientes. Sin embargo, la única persona aparte de ella que podría haber hecho esto, que podría haber enviado a Stannard a La Miseria, era el mariscal. Habíamos tenido nuestras diferencias, pero yo quería a ese anciano. No lo creía de ninguno de los dos. Me froté los ojos deseando que mis problemas fuesen sencillos, de los que se podían solucionar con una buena descarga de fuego de artillería. La madre rolliza que dirigía el Maud estaba sentada a su mesa, como si nos esperara. No pareció sorprendida cuando nos vio entrar. Lucía su cofia monjil y estaba flanqueada por siete celadores, todos ellos hombres jóvenes de mirada dura. No solían llevar cachiporras, pero sí ese día. Daba la impresión de que alguien se nos adelantaba en cada paso del camino.
—Buenos días, venerable hermana —saludó Dantry educadamente—. He venido a ver a mi hermana. Me gustaría que me condujeseis hasta ella de inmediato.
—Me temo que no será posible, milord —dijo la madre.
—¿Sabéis quién soy, hermana? —inquirió Dantry, que había amusgado los ojos y teñido la voz de la frialdad típica de la crema.
—Sois el conde Tanza, pero vuestra hermana no se encuentra bien. Hemos tenido que trasladarla a las celdas de abajo, por su propia seguridad.
—¿La habéis llevado abajo? —le espeté con dureza. Los de la porra dieron un respingo, pero permanecieron con los brazos cruzados, tratando de parecer amenazadores. No lo consiguieron.
—Cuando empezó a sentirse mal, perdió el juicio. Farfullaba, mordía las colgaduras de la cama, intentó utilizar su magia de luz contra los celadores. Se encuentra muy mal, señor, y por su seguridad y la de los demás pacientes nos vimos obligados a encerrarla abajo.
—La veré inmediatamente —insistió Dantry. Estaba horrorizado, se lo había tragado todo, como un pez el anzuelo. Por mi parte, no creía una puta palabra.
—Lo lamento, milord, pero tras la pérdida del último Tejedor que estuvo aquí, tenemos instrucciones de que no reciba visita alguna salvo nuestro excelente equipo de médicos. Es una cuestión de seguridad. La fuga del Tejedor Maldon causó tanto daño que las únicas instrucciones relativas a cualquier Tejedor que admitimos ahora vienen de la ciudadela.
—¿Del mariscal? —quise saber.
—Del despacho de Seguridad Urbana —contestó la monja—. Pero sí, en último término ellos rinden cuentas al mariscal.
—Y, sin embargo, la dama no estaba en las celdas oscuras cuando vine aquí hace una semana.
—Su enfermedad empeoró muy deprisa —alegó la oronda mujer. Parecía pesarosa, pero no me lo tragaba. Olía una mentira igual que olía la peste de las arenas de La Miseria que nos salía por los poros. Me estaban empezando a temblar las manos, así que me agarré el cinto para calmarlas.
—¡Esto es un ultraje! —Dantry estaba empezando a gritar, pero lo cogí del brazo y lo saqué afuera. No tiene sentido enzarzarse en discusiones que no se pueden ganar. Hay un montón de gente que no es consciente de eso. Grita y protesta para poder decir que lo hizo lo mejor que pudo. Uno no tiene esperando a unos hombres armados si no prevé que se entable una pelea, y yo prácticamente estaba subiéndome por las paredes cuando salimos.
Tardé un minuto en tranquilizarme. Podría haberme liado a golpes con los celadores, volcar en ellos mi frustración, echar abajo a patadas la puerta de la celda de Ezabeth como si fuera el príncipe de un cuento de hadas. Pero ¿con qué fin? Pasar a ser un fugitivo no iba a permitir que accediéramos al corazón de la Máquina. Tenía que agotar los canales oficiales antes de ponerme creativo, atenerme a las normas todo cuanto fuera posible.
—Solo nos queda un sitio al que ir —dije—: la ciudadela. Vamos a tener que ir directos a la garganta.
—¿Y si es la ciudadela la que está en contra de nosotros? —apuntó Dantry—. Podrían… encerrarnos en un sótano. O dispararnos.
—En ese caso, mejor morir ahora que más tarde. Si el Cabro de Hierro nos ha vendido, nada de esto importará.
Sorpresa, sorpresa: en nuestro camino hacia el mariscal se interpuso un sinfín de necedades administrativas. Yo no tenía el grado necesario para exigir que me recibiera en audiencia inmediatamente, y Dantry no era oficial, así que él tampoco lo tenía. Ser de la crema contaba para muchas cosas en la sociedad, pero en lo tocante al mariscal no significaba una mierda. Los príncipes inclinaban la cabeza ante el mariscal de Límite Venzer. Sabían a quién debían su supervivencia. Sin embargo, dejé muy claro que tendríamos que ver a alguien del despacho de Seguridad Urbana. Puse mi mejor sonrisa asesina psicótica, dejando a la vista un montón de dientes. Es la clase de mirada que hace que a la gente le entren ganas de complacerte, o al menos de alejarse de ti. Un escribiente salió corriendo a ver a quién podía encontrar.
—Esto parece un callejón sin salida —opinó Dantry mientras nos sentamos a esperar en una sala amueblada con gusto, las paredes decoradas con tapices baratos y humo de tabaco rancio. Uno de los tubos de luz estaba estropeado, dejaba escapar un zumbido irritante y parpadeaba—. Ojalá estuviera aquí Ezabeth —continuó—. Me refiero a que sé que se trata de eso, pero lo cierto es que ella sabría qué hacer. Es mucho más resuelta que yo. Se le dan bien las crisis.
—¿Ah, sí? —respondí. Él me dedicó una sonrisa poco entusiasta. Vi hasta qué punto tenía tembleque. Las manos le tamborileaban contra los brazos de la silla tapizada.
Tras esperar una hora, fuimos a quejarnos de que a Dantry no se le estaba tomando en serio. Nos quejamos nuevamente cuarenta minutos después. Tenía la sensación de que, en otra parte, había gente sentada en una habitación discutiendo qué hacer con nosotros. El reloj de la pared acababa de dar las cinco cuando un escribiente llegó para informarnos de que Heinrich Adenauer, un alto cargo del despacho de Seguridad Urbana, acudiría a vernos.
—¿Un descendiente del príncipe?
—Hijo natural de Adenauer, creo —repuso Dantry, animándose—. No he tenido el placer de conocerlo, pero estoy seguro de que podrá ayudarnos.
—¿Creéis que solo porque alguien pertenezca a la crema va a ayudaros automáticamente? —inquirí, arqueando una ceja.
—Con independencia de las acusaciones que puedan pesar sobre Ezabeth, ambos somos descendientes de antiguos linajes —explicó Dantry—. Buenas familias, ¿sabéis? Existe un código de honor entre la nobleza. Si bien es posible que rivalicemos entre nosotros por cuestiones de negocios y compitamos por cargos, se sobrentiende que en el ámbito personal debemos ayudarnos mutuamente.
—Para que todos podáis tener una puta vida privilegiada, ¿no es eso?
—No me gusta vuestro tono, capitán —me advirtió Dantry—. Me faltáis al respeto. Procedo de una estirpe antigua y poseo títulos. —Poco le faltó para decirme que debería utilizar el debido tratamiento. Tal vez se sintiera menoscabado en su orgullo, pero hasta él se daba cuenta de que me necesitaba.
Un escribiente anunció la llegada de Heinrich Adenauer. Era nervudo, no tenía mucha carne. Un hombre que consideraba que el mero hecho de llevarse comida a la boca constituía una afrenta a su refinado paladar. Me figuré que no era mucho más joven que Dantry, e iba ataviado con toda la pompa absurda que estaba en boga en la corte. La bragueta no podía ser más exagerada, el bonete festoneado de piedras preciosas y el tejido del jubón hablaba a gritos de dinero, aunque no de gusto. La única parte de su atuendo que parecía adecuada para salir era su espada ropera, de sencillo acero, la taza sumamente arañada del uso. Con ojillos intensos y unas cortinas de cabello negro que enmarcaban una expresión ratonil. He conocido a un montón de hombres agradables, feos, y también a muchos mierdas apuestos. Heinrich Adenauer nunca sería esto último, y estaba bastante seguro de que tampoco iba a ser lo primero. Iba acompañado de una pareja de nobles asimismo vestidos de manera ostentosa: ella con un vestido de seda roja y botas altas, las que causaban furor en el momento; él con un chaleco de cuero marrón más discreto. Conocía a esa calaña, adláteres profesionales, parásitos, el muérdago del mundo cortesano.
—Conde Tanza. Mis disculpas por haberos hecho esperar —empezó Heinrich con una voz que rezumaba hipocresía. Supe en ese mismo momento que aquello no iba a ir bien, que antes de que la conversación terminara me costaría recordar un motivo para no dejarlo fuera de combate.
Dantry fue directo al grano; ese mérito había que reconocérselo. Expuso sus argumentos con sinceridad y transparencia, la voz serena. Dejó claro que le asistía el derecho legal de cuidar él mismo de su hermana.
—Es más, no debo olvidar los gastos en los que incurrirá la ciudadela —añadió. Ir por la bolsa, por lo general una forma inteligente de negociar—. A mi juicio, llevarme a mi hermana a nuestra propiedad sería la mejor forma de proceder para todos. Es evidente que la vida en el Límite no le ha hecho ningún bien.
—Sí, bueno —comenzó Heinrich, en un tono que sugería insolencia—, ojalá fuese tan simple. Me temo que el riesgo es demasiado grande para permitir tal cosa. Comprendo vuestra posición, creedme. —Cada palabra que pronunciaba destilaba mofa, le hablaba al conde como si fuese un chiquillo. Dantry era superior en grado, pero nadie lo habría dicho—. Corren malos tiempos —prosiguió Heinrich—. Soy consciente de que habéis tenido ciertos problemas con los bancos, y lo siento por vos. De veras. Pero por de pronto lady Tanza estará mejor encerrada donde no pueda… presentarse… con tanto descaro. Será lo mejor para todos, ¿no creéis?
—No, señor, sinceramente no lo creo —objetó Dantry. Su voz se había vuelto extremadamente fría—. Es una afrenta a mi honor. Al honor de nuestra sangre, tenerla encerrada como si fuese un vulgar ladrón. ¿Acaso se ha celebrado un juicio?
—Mi querido señor, no es preciso que se celebre ningún juicio. Es evidente que la mujer es tan lunática como… —A Heinrich le falló la elegancia al buscar una analogía. No era exactamente desdén, no era exactamente contención. Quería ofender a Dantry, pero temía hacerlo abiertamente. Se llevó una mano a la boca, tosió y, acto seguido, dibujó una sonrisa indolente, torcida—. Bien, ya sabéis lo que quiero decir. Está completamente loca.
Dantry no se daba cuenta de sus intenciones. Se había puesto rojo como la puesta de sol.
—Señor, estáis a punto de cruzar una línea muy fina —lo previno Dantry.
—Hablad con alguien que no sea un capullo —le sugerí.
—¡Cuidad esa lengua! —me escupió Heinrich, los ojos destellando indignación genuina—. Podría hacer que os azoten. —El bastardo de un príncipe tiene mucha influencia, pero no sabía quién era yo. Me habían presentado como el criado de Dantry, no como capitán de los Blackwing. Por el momento me contenté con no sacarlo de su error. Los dos adláteres manifestaron nerviosamente su aliento, sonriendo con la idea de ver cómo azotaban a un hombre al que no conocían. La marea les era favorable, y disfrutaban de sus remolinos y sus corrientes. No les hice el menor caso.
—¡Vos deberíais cuidar la vuestra, señor! —exclamó Dantry—. Por los espíritus de la misericordia, avergonzáis a vuestro padre con este comportamiento. He venido aquí a solicitar vuestra ayuda, una petición sencilla, para arrancar a una dama noble de un tormento lúgubre y cruel, para permitir que reciba los cuidados que exige su rango. Como caballero que sois, el honor os obliga a asistirme.
Heinrich Adenauer miró a Dantry mucho más tiempo de lo debido sin hablar. Al cabo, se metió una mano en la casaca, sacó un reloj chapado en oro y consultó la hora. Le echó el aliento a la esfera con parsimonia, la limpió pasándola por la casaca y se guardó el reloj en el bolsillo. Los adláteres lo observaban atentamente, pero el bastardo de Adenauer centró su atención en el brillo de sus uñas.
—No era mi deseo decir esto, conde Tanza, pero, por desgracia, creo que no tengo elección: vuestra hermana se ofreció a todos y cada uno de los miembros del personal del Maud, mostrándoles sus desnudas partes e insistiendo en que se turnaran para follarla. Se inclinó, mostrando el desnudo trasero…
Una parte de mí deseó no haberlo detenido. Me habría gustado oír el sonoro golpe cuando Dantry le cruzara la cara a Heinrich de un bofetón. Sin embargo, me lo veía venir, y agarré por la muñeca a Dantry antes de que pudiera abofetearlo. Heinrich Adenauer amusgó los ojos. Casi parecía decepcionado.
Se presentaron dos soldados para acompañarnos a la salida: la reunión había terminado.
—Os puso un señuelo para que hicieseis precisamente eso —aclaré cuando ya estábamos fuera, fumándonos sendos puros. Dantry daba chupadas rápidas, voraces, fumaba para recuperar el control de su corazón.
—No debería haber perdido el control —se lamentó, avergonzado—. Pero su grosería era intolerable. El deshonor de tamaña calumnia… ¡Ese pequeño insolente! Le meteré un palmo de acero por la garganta y lo enviaré a los infiernos.
—Por más que disfrutara viéndoos batir en duelo, eso no sacará a vuestra hermana del Maud.
Dantry caminaba arriba y abajo farfullando furiosas intenciones y lanzando estocadas al aire. Dejé que se desahogara. Me alegraba de haberlo detenido. Me batí en duelo en una ocasión y salir vencedor no mejoró las cosas. Dantry se apartó el ridículo cabello de los ojos y volvió conmigo. Tras dejarse caer en un escalón, preguntó:
—Vos no pensaréis que es posible que… Me refiero a que mi hermana, a que, en fin, a que…
—Os abofetearé si os tragáis semejantes sandeces. Os estaba provocando. Quería que le pegarais. Incluso llevó testigos para asegurarse de que quedaba constancia, aunque la huella de vuestra mano en su rostro habría bastado. ¡Por los espíritus de la ira!, está claro que no quieren que vuestra hermana salga de ese sitio.
—Pero ¿quiénes? —se planteó Dantry. Parecía enfermo, las secuelas de La Miseria y el miedo por su hermana empezaban a hacer mella en él—. Todo cuanto hemos hecho ella y yo lo hemos hecho por la Alianza, por el bien mayor. Intentamos proteger Dortmark, ¿es que no lo ven?
Hice caer la ceniza del extremo del puro. Para entonces la mano me temblaba considerablemente. Necesitaba otra bolsa de palos dulces. Otra bolsa, otra vida en alguna otra parte, quizá. Pero no mientras Ezabeth languideciera en ese lugar sombrío.
—Es lo que descubrió Ezabeth. No quieren que se sepa.
«Puede que ellos no quieran que Ezabeth salga, pero estoy seguro de que Pata de Cuervo sí lo quiere», pensé. Me había enviado al Puesto Doce para salvarla y ahora quería que la sacara del hoyo que ella misma se había cavado. Debía de querer que Ezabeth concluyera su trabajo, con independencia de a donde llegase. Yo también la quería fuera de ese sitio. No era una criatura de la oscuridad. Me enfadaba el mero hecho de imaginarla sentada a solas en la negrura. Eso bastaría para volver loca a una mujer sana, con el tiempo.
21
La cerveza era floja, pero nuestro ánimo lo era más. Estaba sentado frente a Tnota, Nenn y un conde pálido, mirando la cerveza y sin decir nada, entre nosotros un tablero de tejas olvidado. ¿Qué podía decir? En el aire flotaba la amarga pena del humo de la hoja blanca y el olor a ambiciones abandonadas. Levanté los ojos del vaso y miré la escoria que bebía en La Campana. No pude evitar sentir que ahora éramos como ellos. Yo siempre me había considerado superior; era capitán, un hombre de cierta posición, y quizá no hubiese logrado sacar tanta alcurnia de mi sangre como creía. La clientela estaba compuesta por soldados, que eran exsoldados, mercenarios y vagabundos. La mayoría no servía para trabajar, de lo contrario habría estado destacada en el Puesto Tres-Seis, preparada para rechazar la mayor fuerza invasora que hemos visto desde que se creó la Máquina de Punzón. Eran los adictos a la hoja, los enfermos, los lisiados, los cobardes y los que sencillamente eran demasiado estúpidos para sostener una pica recta.
Al igual que ellos, yo había fallado.
—¿Creéis que Stannard ya estará de vuelta en Valengrado? —inquirió Nenn. Tnota se rascó el culo y se olisqueó el dedo.
—Le sacábamos ventaja. Pero sería posible… si su navegador fuese medio bueno.
—¿Qué pasará cuando llegue?
Esa era una buena pregunta. No pude evitar presentir que tendría a los hombres de Herono aporreándome la puerta por la mañana, con acusaciones falsas en mi contra. Había escogido bando y estaba perdiendo. Si había convertido a un príncipe en mi enemiga, la relación que me unía a Venzer no me protegería, eso suponiendo que el mariscal estuviese de mi parte. Esa idea vino y se fue deprisa. Me negaba a sopesar la posibilidad de que estuviese contra mí. Estuve al lado de ese anciano veinte años.
El cuervo de mi brazo estaba liso y seco, costroso y agrietado. Clavé la vista en él, deseando que el ave se liberase, me dijera qué hacer. «Sácala de allí» no había sido la más clara de las instrucciones, pero si Pata de Cuervo no lo hubiese dicho en serio, no habría malgastado su poder para enviarme el mensaje. Lo iba a necesitar si los Reyes de las Profundidades lograban llegar al Límite.
—Me da en la nariz que, de una forma u otra, estoy jodido.
—Mañana intentaré de nuevo que la liberen —aseguró Dantry, con los ánimos por los suelos. No era de extrañar: nos habían cortado el paso y jodido en cada momento, siempre habíamos ido por detrás. Nuestro enemigo inevitablemente se anticipaba a las jugadas que íbamos a hacer, siempre iba por delante.
—No servirá de nada, muchacho —respondí—. Me pareció que les habría gustado quitarse de encima a vuestra hermana. Jugamos la baza de la legalidad de su encierro, de su posición, el hecho de que sea hermana vuestra. Pero no se trata de eso. Y si pensaran que Ezabeth era una traidora, a estas alturas estaría colgando de la puerta Heckle. Entonces, ¿cómo es que no lo está?
—No es tan fácil acogotar a la crema —apuntó Nenn, y le lanzó a Dantry una mirada que significaba que o bien lo quería matar o quería follárselo o las dos cosas.
—El conde Digada no estaría de acuerdo, pero lo que queda de él no hablará mucho —objeté—. Alguien de arriba se ha tomado muchas molestias para acallar a Ezabeth sin acabar con ella. Pero ¿por qué coño harían eso?
Volvimos a sumirnos en un silencio incómodo. La cerveza no estaba ayudando mucho a mi sensiblería, pero un pez nadará si se lo devuelve al agua. Me acordé de cuando Ezabeth vertió su luz en mí, quemándome la borrachera. Me estaba tomando muchísimas molestias por una mujer a la que ya no podía afirmar que conociese. No sé qué decía eso de mí, salvo que quizá hubiese estado solo mucho tiempo, y en cierto modo, al encontrarme con un fantasma de mi juventud, me había sentido unido a alguien. Por lo visto daba lo mismo que Ezabeth fuese una perra medio loca; en una inundación nos agarramos a cualquier rama.
El vaso que tenía en la mano estalló en una lluvia de barro hecho añicos cuando se oyó el rugido de un arcabuz. A ese primer disparo siguió un segundo, que atravesó el cristal de otra ventana. Nos tiramos al suelo. Los parroquianos se metieron debajo de las mesas, derribando tazones y vasos. Me tapé la cabeza con las manos, un gesto inútil, esperando que llegaran más descargas, pero después de esos dos disparos no hubo más. En el lugar se instaló el silencio, el humo de las armas entrando por las destrozadas ventanas.
Estaba sangrando. Fragmentos dentados de barro me habían hecho cortes en la barbilla y los dedos. Nada que no tuviera una postilla dentro de un día o dos. Mi instinto me decía que sacara el acero y saliera a la carga, que averiguase quién nos estaba disparando. Sin embargo, eso es lo que haría un necio. O bien se habían quedado sin munición y salido corriendo o tenían más y estaban esperando a que hiciera precisamente eso. Permanecí agazapado, asegurándome de que, en caso de necesitarlo, podía tener el acero en la mano enseguida.
En medio del silencio se oyó un gemido. Angustioso. Por un instante cerré los ojos, no quería ver lo que había pasado. No quería saber cuán grave era. Pero la oscuridad no podía ser eterna.
Por debajo del hombro, el brazo de Tnota colgaba sin vida, como un calcetín lleno de piedras, una maraña de jirones de carne y huesos rotos. Mi amigo cayó al suelo pegando gritos, sangrando. El brazo era un destrozo mutilado de feas astillas blancas entre carne hecha picadillo, la sangre manando a chorros.
Nenn se movió deprisa. Lo inmovilizó y le hizo un torniquete.
—Necesita un cirujano —vaticinó.
Yo estaba aturdido, la mente en blanco. Parte de mi cerebro reculaba ante lo que estaba viendo. Por mis venas no corría la emoción de la batalla. Lo único que veía era el pánico reflejado en el rostro de mi amigo. Sentía el cerebro frío. Se movía con lentitud, estaba a punto de pararse.
—No saldrá de esta —farfullé.
—¡Por lo menos habrá que intentarlo, joder! —gritó Nenn.
—Intentadlo —dijo a duras penas Tnota, girando los ojos como un poseso—. Os lo ruego, capitán, intentadlo.
Otros más necios que yo se acercaron a la parte delantera para ver si había armas, pero volvieron encogiéndose de hombros y negando con la cabeza. Éramos profesionales, conocían bien a Tnota. Un par de putas sacaron alcohol y una venda e intentaron ocuparse del desastre que instantes antes era una extremidad que funcionaba.
Mi corazón cayó en picado como un cometa. Tnota nunca le hizo daño a nadie. Esta no era su guerra. Yo lo había arrastrado a la oscuridad y la mugre de la corte y así era como se lo habían pagado. Por algún motivo, pedirle que se arriesgara en La Miseria no era lo mismo. En ese sitio las bestias solo te quieren comer porque están hambrientas. En este, esas balas iban dirigidas a Dantry y a mí. Solo estábamos vivos porque los asesinos disparaban como el culo. Tnota me miró a los ojos, una mirada inquisitiva, como si hubiera algo que podía hacer por él.
—Dantry, muchachos, llevadlo a un cirujano. A uno de los buenos, de los de Copper Street. Si se niegan a operarlo sin pagar antes, poneos violentos. —Saqué las pistolas y se las puse en las temblorosas manos—. No os detengáis ante nadie. Andando. Nenn, tú te quedas conmigo.
—¿Qué vamos a hacer, capitán?
Me puse de pie, sintiendo que el destino me pasaba por delante. Ante mí se abría un mundo de posibilidades.
—El tablero de juego se acaba de volver contra nosotros. Ya no tenemos que seguir jugando conforme a sus reglas.
22
El Maud ya era viejo cuando las mayores preocupaciones de Dortmark eran las luchas de poder entre los jefes de los clanes. Algunas partes aún eran de ese ladrillo vetusto, gris y picado, con piedras huesudas sobresaliendo del cemento. La madre palideció cuando irrumpí airado.
—Ya sabéis por qué estoy aquí —solté—. Traed a la muchacha.
Tenía toda la pinta de querer discutir, afirmar que necesitaba documentos oficiales, como si la espada que empuñaba no me confiriese la autoridad suficiente para actuar. El instinto de supervivencia se impuso a la burocracia. La hermana ordenó a un hombre que llevaba un gran manojo de llaves que fuera a abrir la celda de Ezabeth.
—No pienso traer a esa perra loca —objetó, la voz temblorosa. A los funcionarios les gusta creer que el uniforme les confiere ciertas atribuciones, se esconden tras él, imaginan que los protege del mundo. Eso solo funciona si los demás juegan a ese mismo juego.
—Estáis hablando de lady Ezabeth Tanza, puto perro sarnoso —le espeté con un gruñido. Y después, porque me apetecía y porque la adrenalina y la rabia se estaban imponiendo a todo lo demás, lo cogí por la bata y lo lancé sobre su propia mesa. Los papeles salieron volando cuando él cayó encima estrepitosamente. Le cogí las llaves y fuimos en busca de Ezabeth. Dudaba que intentara detenernos al salir. La madre no dijo nada. Lo cierto es que ella solo quería dirigir su hospital. Probablemente fuese una buena mujer, la mayor parte del tiempo. Solo que daba la casualidad de que se había interpuesto en el camino de príncipes y mercenarios furibundos. No tardaría en echarnos encima a sus celadores, pero Nenn era una fiera, y apostaría por nuestras espadas frente a sus porras incluso en nuestro peor día.
Caminábamos a buen paso. Las celdas más alejadas eran para los locos más dóciles y los que tenían los parientes más adinerados. Sus habitaciones estaban prácticamente limpias, los numerosos internos eran libres de deambular por el sitio siempre que no intentaran largarse. En una estancia común un anciano tocaba una bella melodía en una viola mientras una mujer que se había arrancado el pelo hasta tener la coronilla calva se hallaba sentada a sus pies, escuchando. Por otro corredor había niños, y me pregunté cómo podía saber alguien cuándo estaban locos los niños, habida cuenta de que nunca eran lógicos. Quizá fuesen los hijos de los locos. No era un lugar aterrador ni triste. No hasta que uno bajaba una planta, donde retenían a los que de verdad eran peligrosos.
Si un lunático estaba lo bastante loco para hacer daño a la gente, la ley se ocupaba de él igual que de cualquier otro. Un asesinato era un asesinato, una muerte accidental era un asesinato y herir a alguien de manera que la herida se infectara y la persona muriera venía a ser también un asesinato, así que no había muchos locos peligrosos. Más bien los ruidosos tendían a ser los que se hacían daño a ellos mismos. Una puerta cerrada evitaba a medias que se oyeran unos chillidos que no cesaban, y a través de otra oí una voz ronca que graznaba diciendo que quería a sus hijitos, una y otra vez. Los túneles subterráneos retenían los sonidos y los devolvían a sus dueños, los ecos repitiendo su demencia como si fuese una oración sombría.
Ezabeth se hallaba en una planta inferior, bajo los locos peligrosos.
Su habitación apenas estaba iluminada, por el techo discurría un único tubo de luz. Abrí la puerta sin saber lo que me iba a encontrar. Y no fue bueno. El cuarto olía que apestaba. Yo había pasado mucho tiempo en sitios bastante asquerosos, había cavado más de una letrina cuando estaba en el Ejército, y así y todo no eran tan malas como esto. El suelo estaba mojado, las paredes llenas de mugre.
—Entrad, deprisa —ordenó Ezabeth, de espaldas a nosotros. Ni siquiera volvió la encapuchada cabeza hacia mí—. Aupadme.
No era exactamente la reacción que esperaba.
—Ha llegado el momento de que salgáis de aquí —anuncié—. Vamos, no tenemos mucho tiempo.
—Todavía no. Rápido, aupadme. De manera que esté más cerca del techo.
—¿De qué coño estáis hablando? —gruñí, el alma cayéndoseme a los pies. Quizá me hubiese equivocado desde el principio. Quizá Ezabeth estuviera tan loca como decían y me hubiese granjeado enemigos por aferrarme a una esperanza ridícula.
—Veo mejor con la puerta abierta. La luz del corredor sirve de ayuda. ¿Tenéis más luz? Se cubrió el rostro con el velo y se volvió, los ojos despidiendo un brillo oscuro en la débil luz. Miré hacia el techo, y solo entonces caí en la cuenta de lo que miraba Ezabeth.
De lejos podía tomarse por suciedad, pero cuando me acerqué más vi que allí había algo. Las paredes estaban llenas de diagramas trazados toscamente, observaciones lunares y cartas, números y cálculos, con alguna que otra nota.
—¿Qué es esto?
—Aquí es donde encerraron a Gleck Maldon —repuso Ezabeth—. Y escribió su tesis por las paredes. Entiendo la mayor parte, pero mi vista no es lo bastante buena para leer esta parte del techo. ¿Me podéis aupar?
—¿Con qué está escrito?
—Con mierda —respondió—. O al menos la mayoría. Debió de mezclarla con su orina para hacer una suerte de tinta. Maldon debía de tener una silla para escribir en el techo. Imagino que lo vieron enredando con heces subido a ella y se la quitaron. Y ahora, si me podéis aupar.
Eso explicaba el olor. Estábamos rodeados de textos y textos escritos con desechos humanos por las paredes.
—No os penséis que me han dejado bajar a este sitio de buen grado —observé. Nos quedaba muy poco tiempo. Es posible que la ley estuviese de mi parte, pero la ley no controlaba a los soldados, y no me cabía la menor duda de que la madre los había hecho llamar.
—¡Capitán, aupadme!
Vacilé. Me asaltó un miedo repentino, mucho mayor del que había sentido nunca en La Miseria. El vestido azul de Ezabeth estaba mugriento y apestaba, pero ese no fue el motivo por el que tragué saliva antes de ponerle las manos en la cintura. No me miró a los ojos cuando me volvió a pedir que la subiera. No pesaba nada e hice lo que me pedía. No era la primera vez que la aupaba, pero así y todo me recorrió un escalofrío. Lo que ahora tenía entre mis manos era ella. La acomodé en mi hombro, como si fuese un pájaro doméstico. Nenn me miró ceñuda y sostuvo una lámpara en alto. Los gemidos de los locos resonaban en los corredores mientras Ezabeth examinaba cálculos detallados escritos con excrementos por el techo. Fue leyendo números, repitiéndolos para memorizarlos.
—Viene alguien, capitán —avisó Nenn. Yo también lo había oído.
—El tiempo se agota.
—Sí, bajadme. Lo tengo. Pero… no tiene sentido. —Percibía el dolor en su voz, la decepción—. El algoritmo no se sostiene. No lo entiendo. Estaba segura de que iba en la otra dirección. No es lógico. Tiene que haber algo que se me escapa.
—Hay que irse —me instó Nenn—. Vamos, capitán, si la perra loca no quiere venir, dejadla. —Oí las botas en el corredor, ahora eran muchas botas. De pronto fui consciente de que quizá hubiese calculado mal el tiempo que tardarían en venir por nosotros.
Salimos de la hedionda celda. Parte del personal del Maud había aparecido con cachiporras. Tenían cara de pocos amigos.
—No podemos permitir que os llevéis a la prisionera, señor —dijo uno de ellos respetuosamente. Era de mediana edad, el cabello cano y ralo, con una cuidada barba.
—No sabía que manteníais aquí prisioneros. Pensaba que esto era un hospital. —Los recorrí con la mirada. Eran nueve en total, la mayoría más jóvenes que yo, pero ninguno tan joven como para que esos palos no causaran daño.
—Tengo instrucciones del mismísimo príncipe Herono de que lady Tanza solo abandone el Maud con su permiso expreso, y todavía no lo ha dado. No es mi intención interponerme en vuestro camino, señor, y menos aún contrariar a un noble, pero lo cierto es que no tengo elección. Os lo ruego, volved a vuestra habitación, milady.
Sucede que las buenas personas intentan hacer lo correcto para las personas que no deben por motivos que no deben, así es el mundo. Por lo visto ese hombre canoso era una de ellas.
—Vamos a salir de aquí —afirmé—. Nenn, si estos hombres se interponen en tu camino, tienes orden de despacharlos. Cuentas con la autoridad de los Blackwing. Quitaos de en medio, mamones. Cumplimos órdenes directas de Pata de Cuervo. —No acostumbraba a jugar mi mejor carta, mi aliado de más rango. Dudaba que se molestase en presentarse en un juicio si llegaba a darse el caso, pero era lo mejor que podía hacer. No estaba dispuesto a permitir que se volvieran a llevar a Ezabeth. Nenn sonrió mientras desenvainaba la espada. Los celadores prepararon los palos. Por mi parte, dejé en su vaina mi alfanje, pues vi que no me iba a hacer falta. Nenn era una guerrera, un verdugo, una perra de acero y una asesina a sangre fría. Para ella, abrirse camino a través de esos hombres era algo habitual; para ellos, ya solo el hecho de vérselas ante su espada les suponía terror. Tal vez utilizaran esas porras contra los locos y los seniles que tenían encerrados en ese sitio, pero pelear no es lo mismo que intimidar. Se apartaron de ella.
—¿No podemos esperar todos pacientemente hasta que se advierta al príncipe? —sugirió el celador jefe. Sus compañeros asintieron enérgicamente. Nenn silbó como un gato.
—Disculpad, señores, ¿es este el nivel inferior?
Por el corredor deambulaba un niño. Estaba detrás de los celadores, al pie de la escalera. A la débil luz de los titilantes tubos me resultaba extrañamente familiar. Tenía el pelo muy corto, los ojos grandes y de un azul extraño.
—Largo de aquí, chaval —ordenó el celador jefe. Sin prestar atención al niño, probó de nuevo a apelar a la razón—. Estoy seguro de que solo es cuestión de papeleo…
Se agarrotó a mitad de frase, como si alguien lo hubiese cogido por la garganta. Un espasmo le recorrió el cuerpo entero, y luego otro hombre dio una sacudida similar, como si de pronto le hubiesen afianzado a los hombros unas cuerdas grandes de titiritero y lo estuviesen tratando sin ningún miramiento. Otro celador cayó al suelo, arañándose el rostro.
Ese no era un chiquillo. Ahora sabía por qué me era familiar: lo había conocido en el Puesto Doce.
Un latigazo de magia oscura hendió el aire del túnel y dos de los celadores se desplomaron, destrozados y chillando cuando perdieron el uso de las piernas y los brazos. El celador jefe y los dos hombres de delante avanzaron hacia nosotros dando sacudidas, títeres blandiendo los palos. Mientras avanzaban, de los ojos y la nariz les salía sangre, sus cuerpos bajo la influencia de la criatura que había acudido en nuestra busca. Nenn apartó una porra torpe y despachó a un celador, la espada curva le abrió un tajo profundo en el cuello y la clavícula. Separó el crispado cuerpo del acero de una patada, le rebanó una mano al jefe y, cada vez con más confianza mientras se abría paso entre ellos, decapitó al tercero. El cuerpo cayó al suelo espasmódicamente, aún intentando golpear a Nenn con el palo. Cogí al títere manco y lo lancé hacia los otros cuando una segunda ráfaga de magia oscura atravesó el grupo, abriendo en dos a otro pobre malnacido. Ese golpe iba dirigido a Ezabeth, pero cuando llegó hasta ella, el azote de irrealidad se disipó en una lluvia de brillantes chispas. Así y todo, la fuerza del impacto la hizo tambalear. Quizá hubiese atesorado la poca luz que tenía, pero no duraría mucho.
El Elegido jadeaba: hacer magia requería esfuerzo. Saqué el cuchillo y se lo lancé al pequeño malnacido, pero un celador se las arregló para ponerse en medio. Los que aún podían expresarse gritaron, protegiéndose la cabeza con las manos y agachándose, atrapados en un fuego cruzado al que no confiaban poder sobrevivir.
Mientras Nenn rechazaba a otro de los celadores poseído por los gusanos devoracerebros, vi que en el corredor se abría otra puerta más adelante, y tras ella había una escalera.
Ezabeth se desplomó contra la pared. Si la magia le estaba saliendo cara al Elegido, ella estaba pagando un precio aún mayor por desviar esos ataques. Me la eché al hombro y salimos disparados por la puerta. Era ligera como un ratoncito, toda piel y huesecillos. Nenn franqueó la puerta cuando el Elegido lanzó otra ráfaga cortante arrancando polvo y piedrecitas del techo. Mi Nenn cerró de un portazo mientras nosotros subíamos por una escalera de piedra húmeda. En la parte superior nos topamos con una nueva puerta, atrancada por el otro lado. Por un horrible instante pensé que estábamos atrapados entre un callejón sin salida y la criatura que venía a por nosotros desde abajo. Sin la magia de Ezabeth no teníamos nada que hacer contra el Elegido, pero Nenn cargó contra la puerta con el hombro y la atravesó en medio de una lluvia de madera podrida. Al otro lado, los lunáticos nos miraron boquiabiertos, asombrados, pero nos dejaron pasar al ver la espada ensangrentada de Nenn. Les advertí que corrieran, pero se limitaron a mirarnos con cara inexpresiva y hablar de manera ininteligible.
Cuando salimos al patio, descubrimos que acababan de llegar los hombres del príncipe Herono. Un oficial de aspecto voluntarioso, con el uniforme almidonado y planchado, sostenía en alto una orden de arresto.
—¡Vos! —exclamó, abriendo mucho los ojos al ver la espada ensangrentada de Nenn. Sus hombres llevaban picas, con las que nos amenazaron, pero reconocí al Tejedor de Batalla Rovelle, un hombre bigotudo con un jubón recamado en oro que estaba bajando de un carruaje. Llevaba en el Límite el mismo tiempo que yo.
—Retiraos, capitán —pidió Rovelle, y permitió que un destello de luz le recorriese los dedos—. Dejad a la muchacha. Órdenes del príncipe Herono.
—¡Hay un Elegido en el puto hospital! —gritó Nenn. Golpeó una de las picas con la espada, haciendo que el soldado que la sostenía retrocediese. Tras un momento de confusión, de incertidumbre, la duda se disipó cuando una ráfaga de hechicería dispersó a los soldados. Al menos dos de ellos acabaron hechos pedazos, cubiertos de sangre. Ahora lo único que nos estaba salvando era lo mal que apuntaba el Elegido. El Tejedor de Batalla Rovelle nos miraba ora a nosotros ora al pequeño demonio que estaba en la puerta del Maud, a unos treinta pies. No daba crédito a sus ojos. La hechicería salía de la piel del Elegido como si fuese un vaho dorado.
Rovelle atacó, el Elegido atacó y el mundo estalló en llamaradas de luz y oscuridad. La magia hizo que de las paredes salieran despedidas piedras y ladrillos rotos. Los soldados echaron a correr y nosotros echamos a correr, y no paramos hasta que dejamos de oír los sonidos del combate.
Mucho después me enteré de que Rovelle le plantó cara al Elegido antes de que este le rebanara la cabeza.
23
En ese momento me habría gustado tener un montón de cosas: un semental rápido y suficiente oro para alejarme del Límite de una vez por todas habrían encabezado la lista, pero no estaban disponibles. Me habría conformado con un rocín viejo y una cerveza, pero la fortuna es una perra voluble. Nos escondimos en casa de Nenn lo suficiente para que Ezabeth se recuperara y después nos arriesgamos a cruzar la ciudad.
Toda ella temblaba, se encogía de miedo y se hacía la muerta. Las ventanas con los postigos echados, las puertas atrancadas. Soldados a caballo recorrían las calles con el sable en ristre y la mano temblorosa mientras en la ciudadela ululaba una sirena. Un Elegido andaba suelto, y lo último que esos hombres valientes querían era toparse con él. Se detuvieron lo justo para preguntar si habíamos visto a algún niño y salieron a galope. Nadie nos buscaba, no con un Elegido campando a sus anchas. Venzer habría reunido a todos sus Tejedores de Batalla restantes en un conciliábulo para que le dieran caza. Confiaba en que lo encontraran, pero dudaba que lo fueran a lograr. Dar con algo así debería haber sido cosa mía. Perderse en una ciudad es fácil. Los jinetes eran más ostentosos que eficaces.
La casa de Otto Lindrick estaba más desvencijaba de lo que la recordaba: el jardín descuidado, las malas hierbas adueñándose de los parterres, la pintura desconchada alrededor de las ventanas. Me sorprendió, pues tenía la impresión de que Lindrick era un hombre al que importaban las apariencias.
El joven Destran apareció en la puerta, lanzando miradas inquietas al exterior, su rostro era una erupción de granos furiosos. Ser joven es duro. Nuestro cuerpo parece rechazarnos incluso mientras da forma a lo que seremos algún día. Después miró de arriba abajo la extraña mezcla de personas marcadas, enmascaradas, ensangrentadas que tenía delante y nos invitó a pasar nerviosamente.
—Estimada señora —la saludó Lindrick, que apareció moviendo con frenesí los rechonchos dedos—. Cuando llegó a mis oídos la noticia, me temí lo peor. Ah, queridos espíritus de las alturas, gracias, gracias. —Le dio un abrazo y le humedeció el hombro con unos gruesos lagrimones. Otto lucía finas galas: una camisa con profusión de bordados y volantes que habría estado en boga hacía cincuenta años, la calvicie oculta bajo un bonete granate. No se dignó mirarnos mucho ni a Nenn ni a mí.
—Necesito papel —pidió Ezabeth, dejando a un lado los cumplidos—. Y tinta. Un compás, una regla, cartas de los ciclos lunares. Me lo dejó todo escrito allí, pero necesito anotarlo antes de que la memoria me falle.
—Naturalmente —repuso Otto, invitándonos a pasar, aunque era imposible que supiera de qué le hablaba—. Pero primero debéis contarme qué pasó en el Maud. En la ciudad reina el caos. Un pregonero pasó gritando que se había librado una batalla allí.
—Ellos os informarán —dijo Ezabeth, desechando la invasión más preocupante del siglo que se producía en Valengrado como si fuese un chismorreo. Nada le importaba más que sus cálculos—. Tinta y papel, ¡deprisa!
Otto nos llevó a su despacho, el mismo en el que yo le había marcado el rostro. Lo cierto es que me sentía mal al respecto. Sin duda, al ingeniero no le sería fácil tenerme de nuevo en su casa. Ezabeth cogió lo que necesitaba, se sentó a la mesa y se puso manos a la obra.
—¿Cómo estaba Tnota cuando lo dejasteis? —quise saber, armándome de valor por lo que pudiera decirme.
—Vivo. Aunque no muy bien —repuso Dantry—. Di con un cirujano dispuesto a hacerse cargo de él a cambio de mi palabra de que le pagaremos.
Hice un gesto de asentimiento. No tenía palabras para expresar cómo me sentía. Si había algo que los cirujanos de Valengrado sabían hacer bien era amputar. Tnota estaba en buenas manos. Viviría o moriría. Era como si fuese un peso que colgara suspendido de mi pecho. «Tnota no, espíritus de la misericordia, os lo ruego».
Dantry pareció afectado cuando su hermana lo hizo callar y nos pidió que nos fuésemos a otra habitación. El aprendiz nos llevó a una sala con elegantes sillones tapizados y demasiados cojines. Decadencia y riqueza, algo que contradecía el destartalado exterior. Todo en el interior de la casa de Otto parecía nuevo, como si no se usara mucho, tan solo para deleite de los invitados. Los decantadores de la mesita de las bebidas estaban llenos, los vasos colocados en ordenadas hileras.
—¿Podemos hablar con claridad? ¿Hay más criados en la casa? —quise saber.
—Solo estamos Destran y yo —contestó Otto—. ¿Té? ¿Café? —Era de lo más atento. El ingeniero intentó sonreír, pero hizo una mueca de dolor cuando los músculos de su rostro se las tuvieron que ver con la hinchazón que le habían producido mis puños. Se conformó con una engreída mirada de superioridad. No son muchos los hombres de su estatura que se atreven a lanzar esa mirada a un hombre de la mía. Quizá se figurase que se estaba comportando como si fuese un hombre de más talla.
—¿Tenéis algo más fuerte? —quise saber.
—A juzgar por cómo oléis, ya habéis bebido bastante alcohol por hoy —me regañó—. Tenemos trabajo que hacer.
—Es una vil manera de vengarse negarle un trago a un hombre. —Veía el brandi en los decantadores, esperando a que lo catara. Una tenue luz dorada bailoteaba en la mesa cuando el sol atravesaba las botellas. Otto me dirigió una mirada compasiva.
—No os guardo rencor, capitán Galharrow. Lo cierto es que no os culpo de esto. —Se señaló esa cara que daba pena, los moretones y la piel maltrecha que todavía no habían sanado. Evité a Dantry, que me miraba boquiabierto—. Obedecíais órdenes, como un buen soldado. Como un sabueso obediente.
—Ya. Vos tampoco me caéis muy bien.
Nos sentamos y Destran trajo café. Según Dantry, una mezcla suave, excelente, pero a mí todos los cafés son iguales: no saben a alcohol, lo que significa que, por lo que a mí respectaba, podría haber sido lodo de una acequia. Conté cómo habíamos escapado del Maud, lo cual me dejó un sabor de boca peor que el café.
—Un Elegido en Valengrado. Jamás pensé que oiría tal cosa —se lamentó Otto.
—Bueno, pues la estáis oyendo. —Me pasé una mano por los ojos—. Hoy han muerto muchas personas. Antes de que caiga la noche muchas esposas estarán llorando. Es posible que al orfanato vayan a parar más niños.
—Un precio lamentable, pagado para que la verdad pueda ver la luz —afirmó Otto, sin rastro de emoción, como si estuviese llevando las cuentas, señalando los beneficios y las pérdidas.
Miré a la extraña pareja: Otto, bajo, gordo, tan impenetrable como voluble; su aprendiz, un joven larguirucho y granujiento, todo extremidades. A Destran lo incomodaba mi mirada, encogiéndose de hombros como solo puede hacer un adolescente, a disgusto con su propia piel. La vida no es más fácil para los jóvenes de lo que lo es para los viejos como yo. Destran no tendría más de catorce años, pero la edad de Otto era más difícil de calcular. Había algo extraño en sus ojos, demasiado vivos, demasiado jóvenes, demasiado sagaces, demasiado viejos. Hay que ser un tipo raro para sentarse a tomar café con un degollador que lo ha molido a palos hasta dejarlo inconsciente sin que el odio le nuble la mirada. Nunca había conocido a un hombre que fuera capaz de olvidar el resentimiento con tanta facilidad, sopesar la situación y conceder menos importancia al insulto que a los beneficios. No intuía sed de venganza en Otto, como si fuese inmune a ella. Era como si le importase una mierda lo que le había hecho.
—Corréis un gran riesgo dejándonos entrar —apunté. Quería cabrearlo, ver cualquier manifestación de emoción que no fuese esa suficiencia serena. No lo conseguí.
—Es posible que a vuestro juicio no sea un héroe, pero Ezabeth necesita obtener respuestas. Todos necesitamos esas respuestas. La puse en contacto con Gleck Maldon sin saber nada de ella a excepción de los ensayos que había publicado sobre la optimización de la tecnología del fos. —Profirió un suspiro—. De no ser por mí, ninguno de los vuestros estaría involucrado en nada de esto.
Me miré el tatuaje de Pata de Cuervo del brazo. Dondequiera que estuviese ese malnacido Sin Nombre, correteando por tierras extranjeras cuando debería estar aquí, ayudándonos, por lo visto pensaba que Ezabeth era valiosa. Invaluable. Yo aún no sabía por qué. Había cien mil siervos guerreros atravesando La Miseria, fortificando, construyendo a medida que avanzaban. Los Reyes de las Profundidades se aproximaban como si le hubiesen perdido el miedo a nuestras armas, y Pata de Cuervo había depositado toda su confianza en una muchacha que se cubría el rostro con un velo.
—Herono es de nuestra familia —musitó Dantry—. No me puedo creer que sea capaz de hacer algo para causarnos daño. Contrató al capitán Galharrow para que ayudara a mi hermana. Para que nos ayudara. Debemos acudir a ella.
La mirada triste, hastiada, que Otto dirigió a Dantry, hizo que estuviera seguro de que no era un simple contador rural, que se sentía perdido en un mundo de príncipes y cuchillos. Era duro como la cecina añeja. Duro como el Límite. Un hombre capaz de aguantar una somanta de palos y no guardar rencor porque ello no servía de nada a sus propósitos. La clase de hombre al que por regla general es mejor cargarse primero y hacerse preguntas después.
—Conde Tanza. Es un placer conoceros, aunque siento que no haya sido en circunstancias mejores. He oído grandes cosas de vuestro talento para las matemáticas.
—Yo también he oído cosas buenas de vos, maestro ingeniero —repuso Dantry. La serenidad y la educación de Otto eran contagiosas. El ingeniero había calado al orgulloso joven conde y dado con la mejor forma de tratarlo. Ese hombre era listo. Muy listo.
—Es posible que vuestra tía abuela sea familia, pero preguntaos por qué no ejerció su influencia para liberar a vuestra hermana —planteó Otto.
—Pero ¿qué podría tener en contra de mi hermana? —inquirió Dantry.
—Esa no es la pregunta adecuada, mi estimado conde.
—La pregunta más importante es qué quieren —tercié yo—. Qué queréis.
—¿Qué quiere cualquiera de nosotros? Seguridad para las ciudades estado. Seguridad para mi esposa, mis hijos, que se encuentran en el oeste. Quiero que el Límite siga en pie otros mil años, o al menos hasta que los Reyes de las Profundidades se enfrenten entre sí y se destruyan. ¿Qué otra cosa podríamos querer?
—Ezabeth cree que tiene algo nuevo con lo que trabajar, pero sigue necesitando acceder al corazón —afirmé.
—Nadie puede entrar en el corazón de la Máquina —afirmó Otto—. Punzón se aseguró de que así fuese. Existe un mecanismo que ni siquiera la Orden puede abrir, una serie de paneles que han de presionarse siguiendo un orden desconocido. Los que lo intentaron y no lo consiguieron yacen enterrados al otro lado de la muralla. O al menos lo que quedó de ellos. Punzón se aseguró bien de que ningún enemigo taimado pudiese manipular el corazón de la Máquina. Lo que quiera que hubiera hecho ahí dentro no es para que lo vean ojos mortales.
—Pero Punzón ha desaparecido —aduje. Otto asintió.
—Y desde que se fue, o murió o lo que quiera que haya sido de él, hombres como Gleck Maldon han empezado a hacerse preguntas, a desenterrar las viejas ecuaciones. Mientras Punzón guardaba los secretos, nadie los cuestionó, pero ahora que ha desaparecido, la curiosidad ha aumentado. Maldon quería poseer los conocimientos de Punzón. Y nada es más peligroso que el conocimiento, ¿no es así, Destran?
—Sí, maestro. El conocimiento es poder —respondió el aprendiz.
—Silenciaron a Gleck Maldon, y ahora quieren hacer lo mismo con Ezabeth.
Necesitaba un trago. Tenía un sudor frío en la piel, del que viene provocado cuando llevo un tiempo sin abrir la botella. Fui hasta las reservas de Otto y me serví un vaso. Era como pis. Tendría que haber sido indigno de un hombre como él beber esa bazofia. No obstante, era lo bastante buena para mí.
—Si solo querían silenciar a Ezabeth, podrían haberlo hecho de manera más fácil —razoné—. Podrían haberla acusado de sedición y traición valiéndose del testimonio de Pieter Dytwin. En el Maud era vulnerable, era fácil acceder a ella. Intentaron matar a Dantry, dos veces, pero a ella la estaban manteniendo con vida. ¿Por qué?
—Se puede matar a un individuo. Una idea es más difícil de eliminar —replicó Otto—. Declarando loca a Ezabeth, no solo impedían que siguiera hablando, sino que invalidaban sus hallazgos. Le hicieron lo mismo al pobre Gleck, aunque yo más bien me inclino a pensar que ciertamente había empezado a perder el control de sus facultades cuando lo internaron.
—Pero si Ezabeth muere, la blasfemia muere con ella —argüí yo.
Lindrick asintió con la cabeza.
—Las ideas no sucumben tan fácilmente al cuchillo. Imaginaos que Ezabeth muere en circunstancias misteriosas. Imaginaos el escándalo, la atención que recibiría su trabajo. Se informaría a Dantry, que volvería de La Miseria y se ocuparía de organizar las pertinentes pesquisas. Quizá encontrase pruebas suficientes para que se celebrara un juicio. Es posible que hiciera pasar por el potro a todos y cada uno de los miembros del personal del Maud para averiguar la verdad.
—Yo no haría tal cosa —aseguró Dantry, y lo creí. Era blando.
—Pero ellos no lo sabrían —contestó Lindrick, dando unas palmaditas comprensivas en la espalda al conde, como si fuese un perro tristón al que le hubiese sido negado un hueso—. Toda esa atención cuando la atención era lo último que querían. Si Ezabeth sigue con vida, pero se la tiene por loca, no es más que una lunática persiguiendo chifladuras. Si muriese, su investigación pasaría al siguiente Tejedor lo bastante listo para estudiarla —afirmó.
—Así que debían hacerlo discretamente —deduje.
—Debían hacerlo legalmente —me corrigió Otto—. Y todo parecía indicar que les iba bien, hasta que se dieron cuenta de que el asunto no había terminado en el Maud. Teníais derecho a ello, la ley respaldaba la petición de Dantry de hacerse cargo de Ezabeth, de manera que intentaron matar a Dantry, primero en La Miseria, luego incitándolo a batirse en duelo con Heinrich Adenauer, que, aunque parece un petimetre, es un demonio con una espada ropera. Y por último, cuando sus planes se truncaron, trataron de matarlo a tiros en una taberna sórdida.
—La Campana no es tan sórdida —espetó Nenn.
—No es solo el príncipe Herono el que intenta acallar a Ezabeth —dije con pesar—. No es solo el mariscal Venzer. Son el príncipe Herono, el mariscal Venzer y el príncipe Adenauer juntos. Es esa Orden maldita por los espíritus. Probablemente sean todos los putos peces gordos de Valengrado.
Me hundí en el amplio sillón, presionándome los ojos con los dedos. La política. Cómo odiaba esa mierda. Ya la odiaba cuando tenía un apellido de renombre, cuando conocí a Ezabeth y corríamos juntos por las praderas. La odiaba cuando ascendí a oficial y los otros oficiales se sonreían mientras trataban de granjearse mi amistad o de burlarse de mí, y la odiaba cuando mi esposa me escribía para compartir conmigo chismorreos que pensaba podían serme ventajosos. La odiaba cuando era general, la odiaba cuando Torolo Mancono murió por culpa de ella, y aunque había perdido mi apellido, mi autoridad, a mi esposa, ahí estaba, dando vueltas en el remolino de mierda con todo el mundo. Políticos. Solo los Sin Nombre podían joder más las cosas.
Tenía que hablar con Pata de Cuervo. Odiaba lo que era y odiaba lo que me hacía, pero lo necesitaba. Hacía mucho que no quería hablar con ese malnacido con plumas.
Lindrick me miraba.
—Decidme, capitán. Si dependiera de vos, ¿permitiríais continuar a Ezabeth? Cuando vengan los siervos, y es un hecho que vienen, ¿trataríais de activar la Máquina de Punzón, aunque ello significase que las ruedas salieran volando del carro? ¿Correríais el riesgo de destruir Dortmark? ¿Tal vez destruir el mundo entero?
Era mejor que no respondiera a eso.
—Los Reyes de las Profundidades ya albergan sus sospechas —contesté—. Y vienen hacia aquí en este preciso instante. Traen a sus legiones y caerán sobre nosotros en una oleada de acero y fuego. Así que más vale que Ezabeth tenga alguna teoría que probar, porque no disponemos de tiempo.
24
Nada que hacer. Ezabeth seguía trabajando, anotando los conocimientos ocultos que había adquirido de los manchurrones de mierda de Maldon. Nenn iba de ventana en ventana, asomándose entre los postigos como si esperase que fuera a llegar una tropa de soldados para arrestarnos. El camino seguía tranquilo, apacible. Me di un baño para quitarme el sudor y la sangre. La casa tenía calentadores de agua que funcionaban con fos, diseño del propio Otto. Me pregunté cómo le iría a Tnota, si seguiría con vida. Si la noticia era mala, no quería saber la respuesta, todavía no.
Cuando caía la tarde, Destran sirvió una sopa de hortalizas con pan. Sentados alrededor de una mesa como la más extraña de las familias, en un principio hubo una intentona de llevar una conversación trivial, pero después se hizo el silencio, cada cual sumido en sus pensamientos. No sabía qué hacer. No era mi responsabilidad, escapaba a mi control. Había hecho lo que debía y mantenido a Ezabeth con vida y libre. Eso debía de significar algo. Debía de bastar.
Ahora le habrían puesto precio a mi cabeza. Todo había cambiado.
La noche llegó, y Lindrick tenía que ir a la tejeduría. Lo echarían en falta si no aparecía. Prometí que mantendría a Ezabeth a salvo, y se fue a trabajar. Aunque nos había brindado la hospitalidad de su casa, algo en él hacía que no me gustara. Quizá solo fuese que las marcas de su rostro me hacían sentir culpable. Con independencia de lo que nos había contado, seguía sin fiarme de él. Fiarse de personas listas siempre es poco aconsejable. Solo podía confiar en cuatro personas en el mundo, tres de ellas estaban en la casa conmigo y la otra estaría o bien flirteando con el cirujano o cabalgando con su Gran Perro por el cielo. Sería cara o cruz, la moneda aún estaba en el aire.
Me encontraba en el rellano, junto a una ventana de la segunda planta, contemplando Gathers, un barrio lleno de dinero de nuevo cuño, tranquilo a esa hora tardía. El humo de cientos y cientos de hogares descollaba sobre los altos tejados, llevando consigo las plegarias de los hambrientos de la ciudad. Por cada mansión de las que disfrutaban personas como Lindrick, un millar de almas que sufrían se irían a la cama hambrientas esa noche. Valengrado no era un buen sitio. Ni siquiera valía la pena salvarlo. Yo no tenía por qué salvarlo. Tampoco tenía la manera de hacerlo, aunque quisiera. Nadie la tenía.
—¿En qué estáis pensando? —preguntó Nenn cuando se situó a mi lado. Pese a que no le caía bien Ezabeth, bajó la voz lo bastante para no despertarla, ya que dormía en la habitación contigua, aunque yo dudaba de que una salva de cincuenta cañones pudiera haberla despertado. Dantry le llevó té y la encontró roncando en la mesa, los dedos manchados de tinta.
—Pensaba que todo esto escapa a nuestras entendederas y que necesitamos que los Sin Nombre lo resuelvan por nosotros —repuse—. Si hay un Elegido suelto por Valengrado es que las cosas van peor de lo que temíamos. El hecho de que desafiara el Límite la primera vez ya fue bastante malo, pero ¿dos veces? —Sacudí la cabeza.
—Pero si sabe que la Máquina está jodida, ¿qué coño quiere de vuestra enana relamida? —planteó Nenn. No sé cómo me podía seguir sorprendiendo la rapidez mental de Nenn, pero era así.
—Esa es una buena pregunta.
—¿De verdad pensáis que Venzer forma parte de esto?
—No estoy seguro. Ese es el siguiente movimiento: ir a averiguar si el Cabro de Hierro está implicado o si lo han utilizado como al resto de nosotros. Somos títeres, Nenn. Todos nosotros. Alguien está tirando de las cuerdas de todo el mundo, y da lo mismo que quienes lo hagan sean magos o príncipes, antes o después se cansarán y cortarán las cuerdas.
—Volvéis a poner esa voz, capitán.
—¿Qué voz?
—Como si pensarais que deberíais estar a cargo del mundo entero y os cabreara no estarlo.
Me sonrió. Dejé a un lado mi humor sombrío lo bastante para devolverle la sonrisa. Nenn tenía un paquete de puritos, que nos fuimos fumando uno por uno mientras veíamos cómo se alargaban las sombras y el cielo empezaba a arrojar su luz. Nos hallábamos de cara al oeste, el firmamento resquebrajado, lleno de sangre y moretones fuera de nuestra vista, lo cual era bueno. A veces uno solo quiere ver algo natural, algo genuino.
—Necesitamos otro Corazón del Vacío —aseguré—. La Máquina de Punzón nunca fue la respuesta, tan solo una venda en una herida que no se cierra. Ahora ha empezado a sangrar de nuevo, y si Pata de Cuervo no tiene una respuesta, todos moriremos.
—Podemos marcharnos, capitán —sugirió Nenn—. No estamos atados a este sitio. Podríamos ir al oeste. Encontrar un barco en Ostermark, ver qué hay al otro lado del mar. Quizá asentarnos, comprar una granja. O quizá irnos a matar a gente en otra parte, donde no haya Reyes de las Profundidades, ni Elegidos, ni Novias. ¿Creéis que al otro lado del mar hay Reyes y Sin Nombre?
—Me figuro que tendrán sus propios problemas —aventuré—. Si llegara a librarse una última batalla, ¿te irás?
—¿Vos no?
No sabía cuál era la respuesta a eso. Los efectivos de nuestro pequeño Límite no llegaban a cuarenta mil hombres. Los dhoja podían responder con muchas veces esa cantidad, pero los números darían lo mismo si los Reyes de las Profundidades venían por nosotros en persona. El niño que pisotea hormigas no cuenta cuántas hay en el hormiguero antes de ponerse a aplastarlas con la bota.
Hice caer ceniza del purito y deseé que Lindrick tuviese un brandi mejor. Estaba lo bastante borracho para ponerme sentimental, pero no tanto como para perder el control. Quería estarlo.
Destran nos había preparado sendas habitaciones cómodas, pero me costó dormirme. Estuve luchando con mi conciencia un buen rato antes de que me levantara a buscar lo que quedaba de brandi. Antes de llegar a la escalera, vi que la puerta de la habitación de Ezabeth estaba abierta y su cama vacía. Cuando comprobé que no estaba sentada a la mesa, supe dónde estaría: arriba. La ciudad dormía, pero la noche era de los Tejedores y de los que tenían pensamientos sombríos, y ella era lo uno y yo lo otro. Subí y salí a la azotea.
Ezabeth estaba sentada en el extremo más alejado, pero su cuerpo entero era de un blanco incandescente, una silueta de luz intensa que se recortaba contra la oscura noche. Sus manos trabajaban a izquierda y derecha, moviéndose por el aire para extraer vivos hilos de luz de colores, como cintas en un día festivo. Rioque estaba en lo alto del cielo, pero Clada y Eala se mostraban a medias, y la luz se veía verde, púrpura, dorada y carmesí entre sus dedos, los rayos persistiendo en los ojos incluso cuando habían desaparecido del aire. Estaba hilando, pero como no había visto hacer en mi vida. Sabía que los Tejedores extraían fos y lo almacenaban en bobinas de batería, pero el cuerpo entero de Ezabeth parecía estar encendido con una energía brillante. Increíble. Inhumano.
Cuando tenía doce años, mis padres me llevaron a la casa de la sinfonía de Frosk. La travesía en barco duró dos semanas, y cuando llegamos mi hermano y yo no podíamos estar más entusiasmados. Cuando lady Dovaura salió al escenario, llevaba un vestido de relucientes diamantes blancos, miles de piedras resplandeciendo como estrellas cuando hizo aparecer la luz de fos. Lucía un collar que era como la cola de un pavo real, cuajado de esmeraldas y zafiros, y cuando cogió la viola para tocar, se hizo el silencio entre los lores, ladies y príncipes allí reunidos. En cuestión de minutos tenía a la mitad de los asistentes llorando y la otra mitad temblando, pugnando por no perder la compostura.
Cuento esto ahora solo para decir que, en comparación con cómo hilaba Ezabeth, la actuación de lady Dovaura fue un número circense chabacano. Nunca había conocido el verdadero significado de la belleza hasta que salí a esa azotea y vi a la mujer de luz arrancando colores al aire nocturno. Como un espectro brillante, un espíritu libre que no pertenecía al mundo material, sino solo a los sueños y los anhelos, hizo que mi corazón dejara de latir un instante y cayera rendido a sus pies. Allí no había trampa ni cartón, ninguna dependencia de piedras extraídas de la tierra, moldeadas y cosidas, tan solo una delicada exhibición que era profundamente antinatural, mágica, ajena a la realidad y al mismo tiempo el espectáculo más veraz que había visto en mi vida.
—Ezabeth —dije con voz ahogada, y lo hice no para llamar su atención, sino tan solo para elogiarla, para adorarla. No sé cómo me oyó, pero lo hizo. Su luminosa cabeza se volvió hacia mí y la oscuridad cayó de pronto, cuando las serpentinas de luz se dispersaron. Su resplandor se esfumó, y yo me quedé cegado por la noche, abriendo y cerrando los ojos para librarme de la imagen residual. Oí que buscaba algo, y cuando recuperé la visión, estaba vestida y con el velo cubriéndole el rostro. La luz había desaparecido prácticamente, a excepción de una suave luminiscencia que emanaba de su piel. Resplandecía en la noche.
—¿Qué hacéis aquí arriba? —preguntó, la voz con un leve dejo metálico.
Busqué las palabras, pero descubrí que estaban mezcladas confusamente y habían desaparecido. Tenía menos aliento que si hubiese corrido una docena de millas.
—Perdonadme, no era mi intención molestaros. Vuestra forma de tejer… nunca había visto nada igual.
—Es una técnica que ideé el año pasado —contó, nerviosa, avergonzada de que la hubiese visto. Me sentí más voyeur que si la hubiese espiado cuando se daba un baño—. He extraído todo el fos que he podido sin bobinas de batería. Deberíamos ir abajo.
De pronto fui consciente de que allí arriba hacía frío, que se aproximaba el final del verano y los últimos meses no habían sido muy calurosos. Un aire frío soplaba de La Miseria, donde las grietas como patas de araña del cielo teñían la noche de un brillo broncíneo. Ezabeth se volvió para mirar conmigo y permanecimos en silencio. Lejos, en la noche, cantaba un borracho. En alguna parte un niño lloraba.
—Os fallé —admití al cabo, lo único que se me ocurrió—. Cuando os encerraron, os fallé. Lo siento.
—No me debéis nada, capitán. Sin duda, no una disculpa —aseguró, la voz tan firme y sólida como una barra de acero, sin transmitir emoción alguna—. Habéis hecho más para ayudarnos de lo que podía pedir. Algún día saldaré mi deuda con vos.
—No me debéis nada, milady. Nada —insistí, y en ese momento quise decirlo, decírselo, vomitarlo todo, pero no pude. Demasiados años de amargura y muecas de desdén, demasiados vasos de licor barato, demasiadas vidas en mis manos. No era quién para pronunciar las palabras que quería decir. No era digno de poseerlas, de dejar que fueran mías. De imponérselas por la fuerza, de dejar que mi fracaso proyectara su sombra sobre otra persona—. Me ocuparé de que salgáis los dos sanos y salvos de esta —añadí—. Os lo prometo. Por tanto, permitid que os sirva, lady Tanza.
—Llamadme Ezabeth —pidió.
—No poseo el rango, milady.
—Porque renunciasteis a él. ¿Por qué lo hicisteis?
Viejos recuerdos, algunos de ellos los peores que tenía, se abalanzaron sobre mí como un mar de dedos prensiles. Me querían, me habrían arrastrado hasta su oscuridad si se lo hubiese permitido. Había pasado mucho tiempo manteniéndome a una distancia prudencial de esas garras codiciosas. No sé cómo, me vi volviendo a caer en ellas.
—Tras el desastre de Adrogorsk, tras lo que le hice a Torolo Mancono en aquel duelo, no era digno de pertenecer a la nobleza —expliqué—. Mi familia no tuvo más remedio que desheredarme, y no los culpo de ello.
—Así que adoptasteis un nuevo apellido, e intentasteis empezar de nuevo.
—Lo decís como si fuese una decisión, pero lo cierto es que sencillamente seguí viviendo. A mi alrededor sucedían cosas, y vivía con ello. Entré en Adrogorsk siendo un noble, pero no había nada de noble en mí cuando volví.
—¿Creéis que habéis cambiado tanto? —preguntó, los ojos brillantes. Solo los espíritus sabían cuál era su expresión bajo ese velo.
—Eso pensaba —me atraganté—. He cambiado.
—También yo he cambiado —aseveró Ezabeth—. Éramos unos niños cuando nos conocimos. Me alegro de haberos conocido entonces. El verano es para los niños, no para los que son como nosotros.
—¿Como nosotros?
—Los que estamos marcados —precisó.
—¿Os referís a vuestra mano?
Al mencionarlo, Ezabeth se llevó a la espalda la mano de tres dedos y se apartó de mí. La distancia entre ambos aumentaba, cuando yo quería que se cerrase. Utilizábamos palabras que se suponía debían reconfortarnos, pero en cierto modo solo traían amargura.
—No —contestó—. No solo a mi mano. A todo mi ser. No soy nada salvo cicatrices bajo este velo. No lo entendéis.
—Sé que no es verdad —repliqué. La recordaba con absoluta claridad, incluso en ese momento, bella y más lozana que de joven. Rebelde, encantadora, poderosa. Poco a poco empecé a caer. No quería decirlo, no quería que fuese verdad. Era como cuando a uno le dan vueltas hasta que el mareo se le mete en los ojos y nada tiene sentido. Como recibir un puñetazo en pleno rostro de un boxeador, como beber hasta que el mundo deja de estar horizontal y te deja tirado en el albañal, desolado y solo. Era como todo eso y peor.
—Visteis una mentira —musitó—. Un ardid de luz, una ilusión. Sentí pánico cuando os vi en aquel corredor. Los siervos estaban tan cerca… Pensé que si os mostraba ese rostro, un rostro que pensaba amasteis en su día, me ayudaríais. Que me protegeríais. Me salvaríais. Necesitaba vuestra ayuda. —Se volvió hacia mí—. No os enfadéis conmigo, os lo ruego, pero no soy lo que pensáis. La primera vez que me vino la luz, mi primer resplandor quemó la mitad de la mansión. Estuve en cama dos años, la piel abrasada, el cuerpo purulento. Mi padre hizo llamar a todos los cirujanos, médicos y boticarios que pudo encontrar para mantenerme con vida. Nada de sanadores. Mi padre detestaba la magia, lo que me había hecho. Así que me mantuvieron con vida, alimentándome con ayuda de un embudo. Lo único que conocía era dolor. La mitad de la mano se me quemó por completo cuando extraje la luz. El resto no es algo que nadie quiera ver. No llevo velo por recato, sino por vos, y por los demás. Nadie debería tener que ver el horror que hay debajo.
—No me importa —le aseguré.
—Os importaría si me vierais como realmente soy.
No supe qué decir a eso. Permanecí en silencio, y ella hizo otro tanto.
—Lo siento —me disculpé al cabo—. Vuestro accidente… ¿fue la razón de que se suspendiera? Me refiero a nuestra boda. ¿Por eso se suspendió?
—El resplandor me vino un mes después de volver a casa —contó—. Nadie sabía si viviría, pero sí que si lo hacía sería horrible. No era justo pediros que me aceptarais así. Os habríais negado.
—No es verdad —objeté.
—Sí —insistió. Por un instante pensé que la voz se le quebraría al pronunciar esa palabra, pero cogió el dolor y se lo ató con fuerza a la columna—. Os habríais negado, y habríais estado en vuestro derecho. Os procuraron una esposa de verdad. Una esposa adecuada con la que podíais ser feliz.
—No fui feliz —reconocí—. Nunca fui feliz.
—Decían que lo erais. Tuvisteis hijos.
—Murieron.
—Lo sé.
—Me obligaron a tomar esposa, una muchacha de dieciséis años. Mi familia tenía el apellido; la suya, dinero. Apenas la conocía. Por aquel entonces lo único que me importaba era labrarme una reputación como oficial, ascender y ganar medallas. Demostrar que era merecedor del nombramiento, del uniforme que me habían comprado mis padres. —Cabeceé—. Debí ver lo que tenía en las manos en lugar de dejar que se escurriera entre los dedos.
—Nadie vive sin remordimientos —afirmó Ezabeth—. Y menos aquí, bajo este cielo.
Conservo muchos recuerdos dolorosos. En el brazo derecho, entre las calaveras de tinta verde, había tres flores pequeñas a medio abrir. Las puse allí para no olvidar. Para tener que recordar, aun cuando no quisiera.
—Me dio hijos, y yo era demasiado joven, estaba demasiado ensimismado para apreciar lo mucho que valían —admití—. Ella se tiró del torreón la noche de San Juan, pero fue la vergüenza lo que la mató, mucho antes de eso. Ya conocéis la historia, todo el mundo la conoce.
—No fue culpa vuestra —aseguró Ezabeth—. No fuisteis vos quien pidió batirse en duelo. Solo los espíritus os pueden juzgar.
—En ocasiones he pensado que habría sido mejor dejar que Torolo Mancono me atravesara con su espada. Yo fui quien sobrevivió, pero mi apellido murió esa noche. Nuestro apellido. El apellido de mis hijos. Cuando mi esposa saltó, se los llevó consigo para vengarse, creo. Vengarse por convertirla en una marginada, en la esposa de un monstruo.
—No podéis culparos de sus decisiones, ni tampoco de las mías —dijo Ezabeth. De la punta de los dedos le salieron unas chispas que vagaron indolentes por la noche. No era la primera que me decía eso, y no sería la última a la que no creería. Ezabeth alargó el brazo, vaciló y bajó la mano—. Fue un final cruel, y los niños eran inocentes. Pero no fuisteis vos quien lo decidió.
—Siempre haré lo que debo —contesté—. Daría cualquier cosa por recuperarlos. Pero no es su muerte lo que lamento. Nacemos, corremos y morimos, y al final la muerte siempre gana la carrera. Lo que lamento son los años que corrieron ellos. Los años que pude ser padre y esposo, pero en lugar de ello me refugié en el Límite. Me resultaba más fácil enfrentarme al cielo quebrado que ver la esperanza en los ojos de mi esposa. Porque siempre que estaba con ella quería que fueseis vos. Quería lo que habíamos compartido. Quería volver a sentir eso, y había desaparecido.
—Éramos unos niños —le restó importancia Ezabeth, y pareció mucho mayor, mucho más sabia, y libre de la amargura que teñía cada una de mis palabras—. Éramos dos criaturas. Chiquillos en verano —añadió—. No era real.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que lo sigue siendo? —repliqué.
Ezabeth levantó el velado mentón y enderezó la espalda. Por esa columna corría acero, confería firmeza a su postura. Irradiaba tanta fuerza como luz tenía en su interior.
—Yo no soy esa niña. Vos no sois ese niño. Cambiamos, el mundo cambió. Vos recordáis a una niña con faldas que perseguía mariposas y ponía nombre a los conejos en el campo. Yo recuerdo a un joven que estaba encantado de mostrarme lo bien que montaba a caballo y que se cepillaba el pelo cuando pensaba que yo no miraba. ¿Qué somos ahora? Un monstruo marcado, cegado por la luz; un borracho abatido con más sangre en las manos que el espíritu de la muerte. La vida fue cruel al verter nuestra juventud en tan amargos moldes, pero somos lo que somos. No hay verano para nosotros. Ya no. El final se acerca, y ambos sabemos cómo terminará esto: con terror y muerte y soldados dhojaranos hollando los campos, las marcas de los Reyes de las Profundidades en la gente. Endureced el corazón para no sentir ese dulce anhelo. Ninguno de los dos nos lo podemos permitir.
Permanecí en silencio como una muerte de tres semanas, nuevos insultos abriendo las antiguas heridas. Tenía razón, claro está. Yo no era el muchacho optimista, ciego, feliz, insensato. Me había cambiado el apellido y convertido en otra persona. Ella se había cambiado el rostro y convertido en otra persona. Si se da demasiado tiempo a una mentira, es posible que esta sustituya a la vida.
Ahora nuestras máscaras eran nuestros verdaderos rostros.
Ezabeth me miró, los ojos desafiantes, retándome a decir que estaba equivocada. No pude hacerlo.
Dejé que ese ridículo sueño de amor se endureciera y enfriara como hierro negro en mi interior. Que se arrugase, se marchitara y muriese. El sueño de un necio. Mejor volver a mi antiguo yo. Aún había un montón de gente que matar.
25
Creí que había acabado con todo. Los sueños de honores militares, la gloria de la batalla, la adulación de la nobleza. Ese montón de cagarrutas de cabra había sido enterrado con mi esposa y mis hijos hacía mucho tiempo. Me había pasado diez años arrastrándome por la mugre con hombres a los que habría preferido matar antes que saludar, desempeñando el más sencillo y tedioso de los trabajos. Había salido adelante ganando lo suficiente para mantener un estado de ebriedad constante bajo un techo con goteras y poco más. No quería tener nada que ver con los planes más ambiciosos de los generales, los complots de la nobleza o las sangrientas primeras líneas contra los siervos.
A veces no conseguimos lo que queremos. Por lo general, a decir verdad. En mi caso, prácticamente nunca.
Dantry salió al amanecer, y a su vuelta, nos contó que Tnota seguía con vida. Después de que el cirujano eliminara el desastre enmarañado del brazo, le había dado fiebre. Moriría o viviría, y ninguno de nosotros podíamos hacer una mierda al respecto.
Traédmelo, musitó a través de mí la serpiente argéntea de Saravor. O quizá fuesen imaginaciones mías.
—No —me dijo con claridad Nenn, en sus ojos una expresión oscura mientras se pasaba los dedos por el vientre—. No os lo permitiré. No.
Y dejé que tuviera la última palabra a ese respecto.
Tenía que ver a Venzer. Conocía al Cabro de Hierro lo bastante como para saber que con independencia de lo que Herono y Adenauer pudieran haberse rebajado a hacer, con independencia de cómo hubiesen manipulado el río de dinero que fluía por la ciudad, él era el escudo que retenía a los Reyes y su sinfín de legiones. Era un hombre de honor. Tal vez yo hubiera escupido el mío a sus pies y hubiese violado su ley, pero no había hombre mejor en todos los estados. Tenía que creer eso. Tenía que aferrarme a algo.
De manera que solo quedaba Herono. Era la única persona aparte de él que tenía el poder necesario para tocar tantos resortes contra nosotros. No quería creerlo, pero los hechos hablaban por sí solos: se interpuso en el camino de Ezabeth cuando acudió al consejo de la Orden; me envío a buscar a Ezabeth cuando desapareció; mandó a Stannard a La Miseria, y fueron sus soldados los que se presentaron en el Maud. No necesitaba dinero, y este asunto no había girado nunca en torno a la especulación, y no quería a Ezabeth muerta. No: quería que Ezabeth prosiguiera con su investigación en el Maud.
Había un ejército que se aproximaba al Tres-Seis, un ejército como el que no habíamos visto en cuatro generaciones, y ella quería encontrar la prueba de que la Máquina no se activaría cuando llegaran.
¿Pretendía hacer un trato con el enemigo? ¿Ser la primera rata que abandonara el barco que se hundía? ¿O únicamente estaba equivocada? Era una puñetera heroína. Me sentía sucio solo de pensarlo, pero no veía otra opción.
Tenía que acudir a Venzer para hacerle ver la verdad. Conseguir que pusiera a Ezabeth bajo su protección. Sin duda el asalto del Elegido al Maud lo demostraba. Tenía que plantarme ante él e insistir en que me creyera, a mí, a un borracho que se negaba incluso a ponerse un uniforme, mientras vertía acusaciones contra el príncipe más condecorado de la república. Tenía que decirle que había estado ciego, que una de nuestras más grandes comandantes había intentado asesinar a su propia familia y matado a inocentes en el proceso.
Tenía que decirle que, de algún modo, fuera de toda lógica y de toda razón, el príncipe Herono de Heirengrado estaba obrando en contra del Límite.
Tendría suerte si no me arrojaban a las celdas blancas.
Pero ¿y si salía airoso? Ezabeth debía poder acceder al corazón de la Máquina. La Dama de las Olas se hallaba en Pyre, y quizá pudiésemos enviarle un mensaje a través de un comunicador. Suplicarle que viniese, suplicarle que nos salvara. Yo ya sabía que no respondería, pero qué diablos, lo iba a intentar.
Ahora actuaba bajo mínimos, guiándome por una esperanza ciega. La esperanza ciega de que la última carta que quedaba por descubrir fuese la que hacía falta para ganar la mano. Era apostar fuerte, pero a estas alturas era todo o nada.
Un trío de carros tirados por mulas se alejaba lenta e inexorablemente de La Miseria. El familiar color verde apagado de las bolsas de cadáveres abarrotaba los carros. Los guiaban un par de soldados, el rostro demacrado, blanco.
—¿Quién la ha diñado? —les pregunté mientras avanzaban con estrépito por los adoquines.
—Una de las patrullas grandes —me contestó el soldado que iba delante—. El teniente Mirkov, cincuenta hombres. Solo se habían adentrado veinte millas. Casi podían ver la puta muralla.
—¿Qué batallón? —quise saber, pero ya me habían dejado atrás.
—El decimoprimero —me gritó, volviendo la cabeza.
El decimoprimer batallón estaba compuesto por bisoños, verdes como las algas y más jóvenes que el infierno. Me recorrió más de un escalofrío mientras veía pasar los carros cargados de cadáveres. Iban pegados, los unos contra los otros como alimentos en una alacena. Si los Reyes estaban enviando patrullas de cacería tan cerca de Valengrado es que las cosas iban peor de lo que pensaba. Prácticamente nos estaban desafiando a que saliéramos a por ellos.
Quizá fuera eso lo que querían.
Venzer solo tenía cuatro mil hombres en Valengrado, el resto había partido rumbo al norte, al Puesto Tres-Seis. Espíritus, ahora sí que estábamos jodidos.
Caminaba con aire sombrío hacia la ciudadela. Había empezado a caer una llovizna de verano, un grato alivio de humedad. No podía dejar de pensar en Tnota. Era uno de mis más viejos amigos, uno de mis pocos amigos. La bala de ese arcabuz iba destinada a Dantry, pero fue culpa mía que se viera mezclado en esto. Estaba demasiado absorto en mis pensamientos, no anduve muy atento.
—Capitán Galharrow. Necesito hablar con vos. Sed buen muchacho.
Ya fuese producto de un plan o un oscuro designio de la fortuna, era Stannard. Casi había chocado con ese mamón. No me gustaba cómo llevaba el sobretodo, con tan solo el botón de arriba abrochado y los brazos dentro, como si fuese una capa. Era una forma condenadamente ridícula de llevar un gabán, aunque resultaba fácil ocultar lo que iba debajo.
—Me ocupa un asunto del mariscal —mentí—. Si vuestra señora me quiere, que hable con él.
Stannard echó a andar a mi lado. Yo sentía la piel cada vez más fría, las manos cerradas en sendos puños. Uno se huele los problemas cuando es cosa de uno causarlos. Estaba a punto de pasar algo. Me paré y lo miré a la cara.
—Sabéis que al príncipe Herono no le gusta que le nieguen nada. Es curioso que siempre acabemos manteniendo las mismas conversaciones, ¿no? Circulares, siempre circulares —observó Stannard. Sonrió. Tras la sonrisa, un lobo—. Os encomendamos que buscaseis a la muchacha, y ahora que nos ponemos a buscar nosotros, averiguamos que la tenéis vos. ¿Dónde está?
—¿Queréis a la bruja y a su hermano? Fueron a una taberna de Pikes —conté—. A beber. El Barril Abierto, creo que era. Pero ahora no tengo ni repajolera idea de dónde están.
—¿De verdad queréis poner a prueba mi paciencia? —repuso Stannard, esbozando esa sonrisa insípida de os-voy-a-hacer-daño-y-lo-voy-a-disfrutar. Fue entonces cuando vi al resto, hombres con gabanes similares que deambulaban por el final de la calle. Cogí aire e intenté dotar de un orden militar a mis pensamientos: comprobé los ángulos y miré atrás. Otros dos cerraban ese extremo también, caminando con toda la naturalidad que podían, sin que aparentemente se acercaran mucho. No querían asustarme. Eran lo bastante profesionales para haberme rodeado, lo bastante torpes para llevar todos el mismo gabán y destacar como una Novia en una boda. Soldados, no profesionales clandestinos. Uno de ellos había dejado que la empuñadura de una espada larga asomara por la abertura delantera del gabán. Un hombre no va por ahí con una espada larga a menos que espere utilizarla. La espada que llevaba yo era la mitad de larga, de hoja corta y un solo filo. Nada de eso importaba. No importa lo bueno que se crea uno que es con la espada: nadie sale vencedor contra cinco hombres. Yo lo sabía; Stannard lo sabía; sus hombres lo sabían.
—Seamos sinceros —dijo Stannard, como si él fuese razonable y yo también. De vez en cuando echaba un vistazo a los hombres que ocupaban el extremo de la calle. Se mantenían a distancia—. Nos ahorrará un montón de tiempo que me llevéis hasta ellos para que yo se los pueda llevar sanos y salvos al príncipe.
Ahora Herono se movía más deprisa, adoptando un planteamiento directo. La política había terminado, su tapadera se desmoronaba. Debió de caer en la cuenta de que yo ataría cabos después de que fuesen sus hombres los que se presentaron en el Maud. Si Venzer lograba recuperar a Ezabeth, no volvería a permitir que se le escapara. Ahora entendería lo importante que era. Pero si caían en manos de Stannard y sus matones, Dantry no sobreviviría a esa noche, y no me quería ni imaginar lo que le harían a Ezabeth.
—Yo también tengo algo que proponeros —afirmé, imitando su sonrisa—: Vos os vais al carajo y yo voy a ver al mariscal. Ya no trabajo para Herono.
—Amigo… —empezó a decir Stannard cogiéndome del brazo. Cuando se le abrió el sobretodo, vi la hoja del cuchillo en la otra mano.
Lo que sucedió a continuación no fue una decisión consciente. Me muevo únicamente por instinto. El hombre me agarró el brazo y acto seguido se tambaleó hacia atrás chillando, la sangre manándole del rostro. Sacar y acuchillar en un movimiento, vivas manchas de sangre salpicaban el acero gris mate de mi alfanje. Cuando hay que actuar, no hay tiempo para pensar. Se trata únicamente de herir y matar.
Stannard caminaba hacia atrás haciendo eses, llevándose la mano a los colgajos de la mejilla, gritando y trastabillando de dolor. No quise correr riesgos, y le habría clavado el alfanje entre las costillas si no hubiese llevado la armadura bajo el gabán, pero la llevaba, y mi arma rebotó en ella. El resto de la Brigada Azul cobró vida y se abalanzó hacia mí, echando hacia atrás los gabanes y liberando las espadas.
Eché a correr.
Vi un callejón y fui directo hacia allí; comprobé que estaba bloqueado en uno de los extremos por una valla de madera que me llegaría por el hombro. Sin detenerme, deposité mi fe en una carpintería chapucera y una madera enmohecida y me lancé contra ella. La valla se desintegró con el impacto, los fragmentos de madera cayeron estrepitosamente a mi alrededor. Me levanté lleno de porquería. Los hombres cargaban contra mí con las armas en ristre, dos de ellos con espadas largas y los demás con armas similares a las mías. Se despojaron del sobretodo, dejando a la vista la librea del príncipe Herono. No había ninguna decisión que tomar: enfrentarse a tantos hombres era tan suicida como lidiar contra un Elegido.
Correr no es lo mío, pero mis pies son veloces cuando estoy asustado. Enfilé a la carrera Loom Street y salí a una calle atestada, saturada del tránsito de la tarde. La gente se apartaba de mi camino, bien porque iba corriendo con una espada desenvainada y ensangrentada, bien porque la empujaba cuando no volvía la cabeza. Una mujer joven salió volando, de la cesta de ropa blanca fueron a parar unas bragas al barro. Los hombres de Herono las pisotearon en rápida sucesión. Uno de ellos gritaba para que me detuviesen, pero ninguno de los civiles era lo bastante necio para probar suerte contra mi espada ensangrentada.
Doblé la esquina y me metí en Tank Lane, donde me di cuenta de que el extremo de la calle era una construcción de piedra, un arco cubierto ante el que montaban guardia dos de los soldados de Venzer. Ya había empezado a correr hacia ellos cuando comprendí mi error. Era demasiado tarde, tenía que arriesgarme.
—¡Ayudadme! —grité—. ¡Esos malnacidos intentan matarme!
Los soldados ya estaban nerviosos al ver la sangre en la espada que empuñaba. Bajaron las alabardas hacia mí, amenazándome con las largas picas de acero.
—¡Me pisan los talones! —exclamé, pues, en efecto, mis perseguidores no estaban lejos. Me volví hacia ellos, levantando la espada para ponerme en guardia, presintiendo que con la ayuda de los dos soldados de Venzer podía rechazar su ataque.
Los hombres del príncipe Herono aflojaron el ritmo. Jadeaban, a dos de ellos les costaba respirar. Yo también tenía los pulmones al rojo, no debería fumar tanto. Miré a los ojos al primer hombre, dejé que viera la sangre de su amigo en mi espada. No sé cómo, una sonrisa —de necio, dicho sea de paso— logró aflorar a mi rostro.
—Arresto a este hombre por intento de asesinato en nombre del príncipe Herono de Heirengrado —anunció el que iba en cabeza. De pronto se me ocurrió la mala pinta que debía de tener todo aquello desde el punto de vista de los soldados de Venzer.
Sentí la punta de una alabarda en la espalda.
—Entregad la espada. Y poned el cuchillo en el suelo —ordenó uno de ellos. Cómo no. Yo parecía un civil, y desagradable, además, con sangre en la espada, sangre en las mangas de la camisa; ellos, hombres del príncipe, luciendo un exquisito uniforme azul y dorado con el escudo de armas de Heirengrado en el pecho y elegantes bordados en oro en los puños y el cuello de la camisa. Podían irse a la mierda.
Cuando uno está desarmado, los soldados tienden a querer repartir los palos que puedan sin temor a salir malparados. No llevaba ni dos segundos de rodillas cuando empezaron a apalearme. Yo no podía verlo, pero probablemente los muchachos de Venzer también me asestaran un par de golpes con el asta de la alabarda. No tenían ni puta idea de por qué me estaban arrestando, esa era la realidad, pero a los soldados no se les paga para que piensen por sí mismos. Eso es lo que hace que sean buenos soldados.
Me estaban haciendo daño.
Como no tenían una soga, me cogieron el cinto y lo utilizaron para atarme las manos a la espalda. Uno de los hombres llevaba una capucha, con la que me tapó la cabeza. Mi rostro era conocido por muchas personas importantes. Probablemente no pudieran pasearse por las calles con un capitán de los Blackwing sin llamar la atención, pero nadie movería un dedo por un borracho al que habían prendido para que se le pasara la mona.
—Bonito cuchillo —comentó uno de los hombres mientras se lo guardaba. Me gustaba ese cuchillo, me lo había dado Tnota. Lo recuperaría cuando los hubiera matado a todos.
—Nos lo llevamos nosotros —informó otro a los soldados, que se mostraron más que encantados de prescindir de formalidades y dejar que los hombres del príncipe se ocuparan de todo. Cuando fui a hablar, uno de ellos me cruzó la cara. Lo suyo no eran los golpes, así que no me hizo gran cosa, pero incluso un mal puñetazo es un puñetazo. No tenía mucho sentido tratar de decir más. Aunque lograra convencerlos de que el príncipe Herono estaba intentando hacer que me mataran o de que estaba intentando hacerle eso mismo a sus parientes, aunque lograra todo eso, probablemente me mandaran igual con los hombres de Herono. Uno no acaba haciendo esa clase de guardias cuando las fuerzas del imperio dhojarano se están echando encima de la nación por haber sido bendecido con una función cognitiva, una capacidad o una inteligencia superiores.
Me llevaron por la ciudad encapuchado, sin ahorrarse empujones. Todos mis captores eran hombres de cierta edad, veteranos. Los hombres de cierta edad, por lo general, son mejores para desempeñar un trabajo tranquilo, es menos probable que se pongan a fanfarronear después de los hechos, menos probable que sean presa del pánico. Es posible que los jóvenes le tomen el gusto a la sangre y te muelan a palos solo por el placer de hacerlo, pero hombres que habían sobrevivido tanto como estos veteranos entrecanos harían bien su trabajo. Hombres duros, profesionales, los que yo habría contratado si quisieran trabajar de mercenarios. Tras conducirme a buen paso, me acomodaron en un pequeño carruaje. No pude enderezarme con los brazos atados a la espalda.
El carruaje olía a espliego y aceites especiados. Uno de los veteranos se acomodó a mi lado, no había mucho sitio para los dos en el estrecho asiento. Cuando me quitaron la capucha de la cabeza vi que frente a mí tenía al príncipe tuerto.
—Capitán —me saludó—. Tengo entendido que habéis intentado matar a Stannard. —El único ojo de Herono era frío y claro. En una mano tenía un puñal largo y fino, pasaba los dedos por el intrincado grabado de la hoja. Al estar mutilada, Herono había perdido la vitalidad espontánea de sus días de soldado, pero no tendría ningún reparo en clavarme esa arma, atado e inutilizado como estaba yo. Dio unos golpecitos en el techo del carruaje y el cochero se puso en movimiento.
—Mierda, confiaba en haber acabado con él —repuse. No rehuí su mirada ni mostré ninguna otra señal exterior de que estuviera a punto de cagarme en las calzas de un momento a otro. Era más que consciente de que Herono podía ser violenta. Ella me asustaba mucho más que sus matones.
—¿Dónde están Dantry y Ezabeth? —Fue directa al grano.
—A salvo —repliqué.
—Armasteis una buena cuando os la llevasteis. Cundió la alarma y se alteró el orden público —observó, frunciendo la marcada frente. Nos miramos mutuamente unos instantes. El príncipe Herono no decía nada. Cuando la miré a su único ojo, vi que estaba muerto, vacío y carente de alma. Experimenté una creciente sensación de odio.
—¿Qué os han ofrecido? —le espeté—. No me puedo creer que sea únicamente oro. ¿Os compraron los Reyes de las Profundidades? ¿Os ofrecieron devolveros el ojo? ¿Os ofrecieron la inmortalidad? ¿Qué es lo que queréis tanto como para estar dispuesta a vender a toda vuestra condenada especie?
Herono permitió que una leve sonrisa asomara a su marcado rostro. No iba a endilgarme un monólogo en beneficio mío, como el villano en una tragedia teatral.
—Vos, capitán Galharrow, sois un enemigo de los estados. Habéis atacado a uno de mis hombres a plena luz del día, y más de una veintena de observadores jurará que ha sido así. Irrumpisteis en el Maud y asesinasteis al personal, condujisteis al pobre Tejedor de Batalla Rovelle a una trampa. Vuestro interrogatorio dará comienzo en breve.
—Esto os costará la cabeza —dije torpemente. Tenía el labio abierto y se me estaba hinchando. Herono no se dignó responder a mi amenaza.
Miré por la ventanilla mientras avanzábamos dando sacudidas. El carruaje no se dirigía hacia la ciudadela para encerrarme en la cárcel, y tampoco iba a los Sauces. Uno no lleva a sus prisioneros hasta su villa de lujo para exhibirlos ante sus criados. Los lleva a una parte tranquila de la ciudad, donde todo el mundo sabe hacer la vista gorda. A una pequeña propiedad oscura, arrendada a nombre de otro, idónea para aplicarse con los hierros candentes y las sierras. Conocía esa clase de sitio. Decir que estaba muy muy preocupado por el futuro de mis extremidades, dedos y apéndices habría sido quedarme muy corto.
No dejaba de mirar la calle, por si veía a alguno de los míos. Nenn, Wheedle, en ese momento me habría valido hasta Lindrick. Cualquiera que acudiera con unas manos blandiendo espadas. No era que pudiesen levantarse contra un príncipe de Heirengrado, pero cualquier esperanza era mejor que no abrigar esperanza. Había intentado sacar una gota de botellas más vacías que esta en otras ocasiones, pero no recordaba haber salido airoso.
—Podemos terminar esto deprisa, ¿sabéis? —propuso Herono. Había estado callada algún tiempo, dejando que los acontecimientos y mis pensamientos siguieran su curso. Jugueteaba con la daga, se la pasaba de una mano a la otra—. Para seros sincera, Galharrow, por frustrante que fuera la maniobra de ayer, os entiendo. Queréis follaros a la muchacha. Los espíritus del terror sabrán por qué, con todas esas cicatrices, pero supongo que cada cual tiene su fetiche. A mí siempre me han gustado los negros. —Soltó una risita—. Y aunque es muy probable que Stannard disfrutase particularmente arrancándoos la información, yo solo quiero a la muchacha. Si me decís dónde están, os dejaré en la calle e iremos allí ahora mismo. Ni siquiera os castigaré por atacar a mi hombre. Deberíais saber por los tratos que hemos hecho que si algo soy es pragmática. Puedo incluso perdonaros vuestras descabelladas acusaciones.
No me gustaba cuán cerca estaba de la verdad con cada palabra. ¿Por quién estaba yo luchando en realidad? Ezabeth me había dicho cómo estaban las cosas. Una vocecita impaciente empezó a sugerir que me hallaba en el bando perdedor. Habría sido fácil aceptarla. Me pregunté cuántos de los traidores a los que había condenado empezaron escuchando esa misma voz.
El príncipe Herono, nuestra gran heroína guerrera. Propietaria de una tejeduría, consejera de la Orden de Ingenieros del Éter, comandante de la Brigada Azul. Recibió a Ezabeth con los brazos abiertos y después, cuando acudí yo formulando preguntas, me distrajo con plata. Se hallaba al frente de una tejeduría que operaba a una quinta parte de su capacidad, suministrando demasiado poco fos a una Máquina que de todas formas no lo podía admitir. Poseía la influencia necesaria para negarle a Ezabeth el acceso al corazón, el poder para privar de crédito a Dantry en los bancos. Siempre quiso tener a Ezabeth bajo su protección, me mandó en su busca cuando ella desapareció. Pero ¿por qué quemó Stannard la casa de Maldon si Herono quería que Ezabeth saliera airosa? Ni siquiera ahora, con el rostro dolorido y su daga lista para entrar en acción, tenía todas las piezas.
—Se fueron hace tiempo —repuse—. Los subí a lomos de sendos caballos veloces y les dije que se largaran. Salieron de la ciudad hace seis horas, pero ni siquiera sé qué dirección tomaron. Perdisteis vuestra oportunidad.
—Eso no sería muy bueno para vos. —Herono frunció el ceño y unió la punta de los dedos de ambas manos—. No tendría más remedio que quemaros, cortaros y haceros pedazos hasta que me digáis dónde podrían estar. Ahora bien, confieso que es posible que sea verdad que no lo sepáis. De ser ese el caso, haré que os torturen hasta que lo adivinéis y acertéis o muráis. Por desgracia para vos, eso podría tardar días. Puede que sea la infección la que acabe con vos, pero hasta que vuelva a tener a Ezabeth bajo mi protección, no me queda más remedio que suponer que me estáis mintiendo. Ah, ya hemos llegado.
El carruaje se detuvo y oí que los soldados se bajaban del mismo. Nos encontrábamos en una zona residencial, un taller frente a una casa de baños destartalada, no sabía dónde. Los hombres de Herono se habían vuelto a poner el sobretodo, los insulsos grises y marrones ocultando el brillante azul y dorado del uniforme, y el príncipe se puso una capa y un bonete para recorrer a pie el espacio que la separaba de una fundición abandonada. En los ladrillos aún persistía un olor a carbón y metal candente. Los buitres ya se habían llevado los yunques, las herramientas y el mobiliario, dejando superficies desnudas, chamuscadas y un horno vacío. Cerraron las puertas, concediéndonos unos instantes de negrura antes de prender las lámparas.
Una parte de mí me aconsejaba que quizá fuera buen momento para contárselo. Sabía lo que era la tortura. Tenía mucha experiencia personal, solo que siempre había estado al otro lado de los hierros. Nunca he dicho que sea un hombre bueno, y en una guerra los hombres malos hacen las peores cosas. ¿Qué eran para mí los Tanza? Ella no era mi esposa, nunca lo sería. Dantry era un buen muchacho, pero ya había cumplido con él. Más de lo que era necesario. Esa no era mi guerra.
Siempre era mi guerra.
En el antiguo taller no había ninguna silla en la que pudieran sentarme, pero sí un poste y un cubo viejo, y al parecer la etiqueta no era tan importante. Me senté en el cubo, me ataron las manos tras la viga y me mantuvieron recto. Así sería más fácil acceder a mis órganos vitales. Es lo que habría hecho yo.
El príncipe Herono estaba delante, su ojo, ese único ojo despreciable, mirándome con algo a medio camino entre la admiración y el asco. Quizá lo primero fueran imaginaciones mías. Lo cierto es que siempre me daba demasiada importancia.
Creo que, en último término, le caía bien a Herono. En realidad habría preferido tenerme en su equipo. Si las cosas hubieran sido ligeramente distintas, probablemente lo hubiese estado.
—Los dos queremos lo mismo, Galharrow —afirmó—. No le haré daño a Ezabeth. No he hecho nada sino ocuparme de que estuviese a salvo. Os pagué para dar con ella cuando desapareció. Os conduje hasta una Novia, una importante. Os anotasteis un condenado buen tanto. ¿No fue eso prueba suficiente de mi lealtad hacia vos?
No dije nada.
—Esta es vuestra última oportunidad —amenazó—. Solo me interesa la rapidez. Hablad ahora y nos ahorraremos el tedioso proceso de sacaros la información como sea preciso.
—Que os den, Herono —espeté—. No es que quiera a la muchacha. Lo cierto es que me dejé por imposible hace mucho tiempo. Siempre he estado jodido de una manera o de otra, y cuando la vida vale tan poco como la mía, al final termina por no importar nada en absoluto. ¿Queréis saber por qué voy a aguantar esto hasta que acabéis conmigo?
—Cómo no —repuso el príncipe mientras se ponía un guante de gamuza en la mano derecha. Vi cómo brillaba el latón en los nudillos. Muy anticuado.
—Sé dónde están. Y cada minuto de cada hora que os retrase será otro minuto en el que quizá estén en otra parte. No es preciso que resista eternamente, solo hasta que ellos hagan algún progreso.
¡Zas! Los nudillos de latón se estrellaron contra mi cabeza. Para ser una mujer mayor, Herono me dio un puñetazo de aúpa. La piel se me abrió, la cabeza se me ladeó y mi cerebro sintió punzadas de un dolor frío. La cabeza se me quedó colgando unos instantes mientras las brillantes lanzas me golpeaban el rostro, entumeciéndolo e incendiándolo al mismo tiempo. Pasé unos momentos en los que no veía, y me preocupaba tanto intentar recuperar la visión que no fui consciente de que estaba vomitándome encima hasta que descubrí que no respiraba y tuve que echar una masa de bilis por la boca.
Volví a ser consciente de la realidad. Dos de los hombres de Herono se habían acercado al horno y empezaron a cargarlo.
—Decidme dónde puedo encontrar a Ezabeth Tanza —me instó Herono con frialdad.
—Así os pudráis en el infierno —farfullé.
No calculó bien el siguiente golpe con los nudillos. Sentí que el cerebro me rebotaba en el cráneo, y Herono no pudo formularme más preguntas, porque la muy idiota me dejó sin sentido.
26
La percepción empezó a reafirmarse, aunque yo no quería. El golpe de esos nudillos de latón había hecho que mi cabeza soltara un alarido, un dolor agudo y brutal me devoró el lado izquierdo del cerebro, lo peor justo por encima de la sien. Es lo que pasa cuando te asestan un golpe en la cara con una barra de metal. Primero fui consciente de un dolor profundo, y a ello siguió una oleada de náuseas y mareo. Tenía los ojos cerrados, y el dolor que sentía en los brazos me dijo que estaba colgando hacia delante; las muñecas, atadas con fuerza al poste, me mantenían pegado a él. Perdí el conocimiento. Reinaba la calma, pero oía los sonidos ligeros, suaves, de alguien que se movía no muy lejos. Una sola persona, pensé. Oía el crepitar de algo encendido, olía el calor del horno. Me quedé completamente inmóvil. Se me ocurrió que lo mejor sería hacerme el muerto y mantener la cabeza gacha. No tenía sentido torturar a un hombre inconsciente.
Que perdiera el sentido de un solo golpe fue lo mejor que me pudo pasar. No son muchas las situaciones en que se puede decir esto. Tendría que darle las gracias a Herono. Notaba un fuerte olor a vómito en la ropa.
—Puedes pasar. He ordenado a todos que se vayan.
Esa era Herono.
—Esto tiene que ir más rápido.
Una voz juvenil. Infantil, incluso. La había oído antes. Se me hicieron dos nudos en el estómago, y tuve que hacer un esfuerzo supremo para no mover las extremidades. No podía ser.
—¿Puedes despertarlo?
—Podría abrirle el cerebro, pero matar a ese Tejedor me ha salido caro. Rovelle era fuerte. Tengo que hacer acopio de mis reservas. Pero no tardará en confesar. Galharrow habla mucho y hace poco. Causadle dolor y lo soltará todo.
La voz era masculina pero estridente: un niño. Era el Elegido del Puesto Doce, el que nos había perseguido cuando escapábamos del Maud. Una voz así no se olvida. Te persigue en las pesadillas, te avinagra los sueños, pero también había algo extrañamente familiar en ella.
Era preocupante que el Elegido tuviese una opinión sobre mí, pero en ese momento había otras cosas de las que preocuparme.
Herono estaba confabulada con una de las criaturas de los Reyes de las Profundidades. Pese a que era evidente que tenía algo contra Dantry o Ezabeth, o ambos, nunca creí que fuese una simpatizante. Era un príncipe, por sus venas corría la sangre más noble, era el señor de una de las ciudades estado más ricas de la Alianza. No tenía ni pies ni cabeza.
—Necesito a esa muchacha —insistió el Elegido—. El señor no tolerará el fracaso. Lo sabéis.
—Lo sé —convino Herono—. No irán a ninguna parte. No tienen aliados en Valengrado, me he asegurado de eso. Tengo a hombres vigilando todas las puertas. Están atrapados aquí, y he puesto en juego todos mis recursos para dar con ellos. Confía en mí.
—Si ella muere, su talento morirá con ella —puntualizó el Elegido con ferocidad—. No lo puedo permitir. Puede que solo sea una Tejedora, pero solo ella nos lo podrá decir con seguridad. Ha de demostrar si el corazón de la Máquina de Punzón aún quema. Si el camino es seguro para los Reyes.
—La única forma de comprobarlo es accediendo al propio corazón —afirmó el príncipe—. Sin eso, lo que tenemos no es más que una teoría incompleta. Pero Venzer protege el corazón incluso de mí, y aparte de su autoridad están los conjuros que Punzón colocó allí. No hay forma de acceder a él.
—Todavía no —precisó el Elegido. Su frustración se dejaba sentir en el aire estancado, bullía—. Pero daré con la forma, aunque tenga que derribar la ciudad entera a mi alrededor. Hasta que lo logre, el señor cree que la teoría de la muchacha le facilitará la prueba que necesita. Aseguraos de que la recibe.
—Debisteis dejar que se la arrancara por la fuerza en un primer momento —opinó Herono.