Eduardo Mendoza
Pío Baroja
BAROJA, LA CONTRADICCIÓN
INTRODUCCIÓN
Cuando empecé a trabajar en el presente texto, lo hice partiendo de dos errores de concepción. El primer error consistía en pensar que Baroja ocupaba un lugar ilustre en la historia de la literatura española. No tardé, sin embargo, en percatarme de que no era así, o, al menos, de que no lo era en el sentido que yo daba a la expresión, esto es, al de haber entrado Baroja en el mausoleo de los escritores sancionados por el tiempo. Con grata sorpresa vi que Baroja seguía siendo un escritor actual, cuya obra se resistía a abandonar en las librerías el sector de “Narrativa” o incluso el de “Novedades” para ocupar otro más digno pero menos vivo en el de “Clásicos”. Con esto quiero decir que el lector no especializado sigue leyendo novelas de Baroja “de ida”, o “por saber qué pasa”, como las de cualquier otro autor contemporáneo, sin ninguna intención historicista o literaria, es decir, académica. Entre los novelistas españoles antiguos y algunos no tan antiguos, éste es un privilegio que, si no me equivoco, la obra narrativa de Baroja comparte únicamente con La Regenta de Clarín. Como uno de los propósitos de este texto es analizar las razones de esta permanencia, no entraré ahora en el tema, pero sí señalaré que, a mi juicio, estas razones son las mismas que han impedido que Baroja acabe de entrar debidamente en el panteón de los escritores ilustres. Su llaneza no requiere explicación ni su método parece encerrar secretos, lo que en cierto modo hace innecesarias las notas al pie de página y, en general, el aparato crítico. A la hora de analizar la obra literaria de Baroja, poco hay que decir, porque los defectos son palmarios y las cualidades, en rigor, se reducen a no tener ninguna, lo que en cierto sentido es un gran mérito. De modo que
Baroja ocupa un sitial entre los grandes escritores, pero nadie consigue explicar muy bien por qué.
El segundo error a que me he referido antes fue el pensar que, transcurrido medio siglo de su muerte, la supervivencia de Baroja, de haberla, sería estrictamente literaria, es decir, que perdurarían sus novelas, pero no su persona ni su ideología, salvo en el reducido círculo de los especialistas. También en este caso lo contrario es cierto.
Raro es el mes en que no aparezca un libro sobre el personaje de Baroja, sobre su conducta y sus ideas, y también es raro que estos libros no adopten con respecto a Baroja actitudes rotundas, no ya polémicas sino a veces militantes. También sobre este punto reflexiono a lo largo del presente libro, pero también adelantaré ahora algunas consideraciones preliminares al respecto.
La vida de Baroja no ofrece demasiados alicientes: fue un hombre retraído, metódico, monocorde. Sin embargo, vivió una época rica en sucesos y en consecuencias. Como escritor vio la luz en los alrededores de 1898, año de clausura del maltrecho imperio español, y vio pasar los años del regeneracionismo, de la dictadura, de la república y de la guerra civil. Como veremos, su participación en estos acontecimientos cruciales fue aparatosa, pero en realidad escasa, vacilante y ambigua. Aun así, dio testimonio preciso de los acontecimientos de su época y en todo momento expresó unas opiniones más impetuosas que radicales. Con todo, yo no creo que ni una cosa ni otra justifiquen plenamente el interés que suscita su figura de hombre público. Otros personajes, cuya intervención en aquellos años fue más decisiva, han merecido una ínfima parte de la tinta vertida en justipreciar la conducta y el pensamiento de Baroja. Es posible que el hecho de seguir vivo en el terreno literario provoque las reacciones citadas, como si todavía fuera posible pedirle cuentas por su actos y omisiones. Por lo demás, el fenómeno viene de antiguo. Baroja fue un auténtico superviviente de la guerra civil y sus secuelas. En la escasez y oscuridad de la inmediata posguerra, era difícil encontrar una figura de cierto peso que no se hubiera exiliado y cuya ideología no pudiera adscribirse sin reservas al bando de los vencedores. De las pocas excepciones, Baroja era sin duda la más popular. Por esta razón, vencedores y vencidos trataron de ganárselo para su causa, no tanto a nivel personal como simbólico. Este estira y afloja, del que el propio interesado se dejó llevar por una mezcla de apatía y conveniencia, generó una controversia que todavía colea.
Inconscientemente o, al menos, con una astucia instintiva, Baroja expresó, a lo largo de su extensa carrera, las ideas más opuestas e incoherentes. Fue anarquista y hombre de orden, enemigo de toda autoridad y partidario de los regímenes más totalitarios, humanista y racista, liberal e intolerante. Y no sucesiva sino simultáneamente.
De resultas de ello, de su obra se pueden extraer ideas o, por decir mejor, párrafos, que sustenten cualquier posición. Basta con leer varias de las muchas antologías de Baroja que circulan por las librerías para comprobar que la ideología de su autor depende de quien la haya hecho.
Visto en perspectiva, el balance no es halagüeño. Es fácil llegar a la conclusión de que Baroja, como persona, fue un tramposo, o un necio, o ambas cosas a la vez. Probablemente sólo fue un hombre apocado e inmaduro que, al igual que los personajes de sus novelas, se dejó llevar por los vientos y hasta por las brisas. En este sentido, no fue ejemplar, como lo fueron otros en los tiempos duros que les tocó vivir. Tampoco fue un traidor. En definitiva, todo esto pertenece al terreno resbaladizo de los juicios morales. No creo que haya que soslayarlos y menos aún ocultar la verdad, cuando la verdad puede establecerse, pero también creo que reducir la figura de Baroja a un muñeco de pimpampum por razones morales nos haría perder de vista su grandeza como escritor. Asimismo, por lo que se refiere al juicio controvertido de las generaciones posteriores, hay otra razón que me interesa más. Pese a su modernidad, la obra literaria de Baroja entronca con una forma de narración que pertenece al pasado, no tanto de la literatura como de las formas de la creación literaria. Las suyas son narraciones que no requieren ni admiten más definición que la que la propia palabra lleva implícita; son, en definitiva, narraciones que narran. Historias que se desarrollan ante nuestros ojos sin más estilo que el que toda época impone a sus hijos, no historias que sirven de soporte a una operación literaria. En casi todas ellas encontramos ecos del relato oral, que nos remite al origen de los tiempos o, al menos, a una época ya prescrita, cuando todavía el autor y el lector no se habían desdoblado en críticos. Hoy la mayoría de estas narraciones tal vez resulten insulsas o, en el mejor de los casos, juveniles. Los acontecimientos se suceden sin ton ni son, los personajes entran y salen al albur, todo se apunta y nada se fija. Pero algunas muchas de estas historias despiertan en el lector una curiosidad teñida a veces de nostalgia. Lo mismo ocurre con algunos fragmentos de narraciones cuyo asunto no nos interesa, pero en los que se producen momentos cuya fugaz aparición nos sorprende, nos domina y nos sobrecoge. En medio del caos asoma el arte.
La actitud académica moderna, que rehuye el ditirambo y busca la aplicación de una metodología universal y precisa, hace que quien se acerca a estas narraciones, choque con dificultades a la hora de aplicar cualquier método, pero no pueda sustraerse al deseo de desentrañar en parte su misterio. Por este motivo, la personalidad del narrador, el más insignificante de sus actos o la más desatinada de sus opiniones, son objeto de interpretación y debate.
Tras este afán no se esconde, o no siempre se esconde, un deseo inquisitorial, sino la convicción o la esperanza de que algo pueda arrojar luz sobre una obra inexplicable desde el punto de vista constructivo, pero cuyo poder de atracción resiste mejor que otras el paso de los años. En la cabeza del estudioso o del crítico (y todos lo somos, en mayor o menor medida) late la idea de que la obra de arte, especialmente la más inexplicable, por fuerza ha de responder a una combinación de elementos específicos, identificables y mensurables, y no al mero capricho de lo que se suele llamar inspiración, imaginación o talento.
No falta, por supuesto, quien disiente de lo que acabo de decir. Personas inteligentes y ecuánimes sostienen que Baroja es un simple escritor de novelas de aventuras. Pero ni siquiera estas personas le niegan un lugar en el panteón de los grandes escritores españoles. Ni habría por qué negárselo. Se le reconozcan o no méritos como escritor, la influencia de Baroja en la literatura española fue grande y aún perdura, si bien su papel consistió, fundamentalmente, en comportarse como un toro en una cacharrería. Tras el paso de Baroja, muchos de sus antecesores, la mayoría de sus contemporáneos y no pocos de sus sucesores, resultan engolados, presuntuosos, artificiales y, a fin de cuentas, aburridos a los ojos del lector actual. Si, como en las primitivas sociedades guerreras, el valor se midiera por el número de víctimas, Baroja ocuparía un lugar preeminente en la tribu de las letras. Por suerte, hay otros criterios en juego y también a ésos deberemos atenernos a la hora de emitir un juicio global sobre el autor de una obra tan extensa. Gerald Brenan, en su interesante, amena y lúcida Historia de la literatura española, dice que Baroja carecía de sentimiento estético (una característica que Brenan, en un gesto muy barojiano, atribuía a todos los vascos sin distinción), pero que poseía una innegable sensibilidad poética. No puedo evitar pensar que en el caso de Baroja esta distinción es tan útil como falsa. A mi juicio, Baroja representa dentro de la narrativa española un rumbo nuevo que luego la mayoría de sus seguidores optó por no incorporar a la corriente dominante. No se les puede reprochar: como ya he dicho, creo que es fácil disfrutar leyendo a Baroja, pero es muy difícil hablar de él con rigor e incluso con seriedad. También creo que a este fenómeno no es ajeno el propio Baroja, cuyo profundo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor antídoto contra cualquier forma de sacralización. Aunque no hay duda de que Baroja fue muy celoso de su prestigio y de que anhelaba la gloria literaria como el que más, lo cierto es que en el fondo, por apocamiento o por orgullo, lo mismo da, no quiso tomarse en serio su obra ni que fuera tomada en serio por los demás.
A las dificultades propias del personaje y su obra se une, en el caso del presente libro, el escollo insalvable de mi propia ignorancia. No he leído toda la obra de Baroja, ni siquiera una parte suficiente de ella, y, por supuesto, apenas he rozado la inmensa bibliografía relativa al autor, a su obra y a su época. Si algo me autoriza a escribir estas páginas es mi temprana e inalterable devoción a Baroja. No sé a ciencia cierta si fue la lectura temprana de Baroja lo que despertó mi afición a escribir, pero es indudable que esa lectura fue la que determinó el modo en que empecé a abordar la escritura. En este sentido, tengo con Baroja una relación de discípulo y maestro. Bien sé que ni esta relación ni estos vínculos afectivos bastan para justificar las lagunas de mi conocimiento. Si hago esta confesión no es para pedir la clemencia del lector, sino para evitar que se llame a engaño. Quiero pensar que yo tampoco me he engañado con respecto al alcance de estas páginas. Me habría gustado escribir una introducción a Baroja, una especie de guía para los que se acercan a él por primera vez o para quienes andan perdidos por el laberinto de las sirenas que es su obra. Pero como para eso habría hecho falta más sabiduría y más bagaje de los que yo tengo, me he limitado a escribir un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores. Si les entretiene, me sentiré muy satisfecho, porque constituyen un público numeroso y apasionado. Los factores que han contribuido a la confección de un libro sólo interesan a quienes han intervenido en ella, pero no sería justo que en esta introducción omitiera mi profundo agradecimiento a Amparo Hurtado, editora de las memorias de Carmen Baroja (Recuerdos de una mujer de la generación del 98, Tusquets Editores, Barcelona, 1998) y poseedora de todos los conocimientos que a mí me faltan, por haberme proporcionado buena parte de la bibliografía, muchas de las ideas que desarrollo en este libro y, especialmente, su ayuda incondicional y sus valiosos consejos. Asimismo, mientras redactaba el presente libro tuve noticia de la inminente aparición de una polémica y documentada biografía de Baroja titulada Baroja o el miedo (Editorial Península, Barcelona, 2001), cuyo autor, Eduardo Gil Bera, puso a mi disposición las galeradas de su libro. Aunque disiento en muchos puntos de su versión, como él bien sabe y entiende, su planteamiento me ha sido muy útil a la hora de reflexionar sobre las peculiaridades personales y literarias de Baroja.
I BIÓGRAFO DE SÍ MISMO
Cuando Juan Benet lo visitó en su casa de la calle de Alarcón, hacia finales de 1946, Pío Baroja ya era un viejo, o al menos así lo vio Juan Benet, que por entonces contaba veinte años de edad. Por supuesto, la impresión del joven Benet no era desacertada. A partir de su regreso a Madrid después de la guerra civil, Pío Baroja había renunciado a todo cuanto no fuera sobrevivir material y espiritualmente sin demasiados sobresaltos. A todos los efectos, su imagen pública, incluido su aspecto físico, se había achicado y, de resultas de ello, también se había encogido su propia biografía. A finales de la década de los cuarenta, Pío Baroja era un vejete menudo, descorazonado, friolero y cascarrabias. Había nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, había ejercido brevemente la medicina, había regentado largos años una panadería, había pasado algunas temporadas en París y había publicado la mayor parte de su ingente obra. Ahora vivía sumido en un confortable pesimismo. A Juan Benet le sorprendía la actitud tozudamente negativa en que Baroja parecía haberse refugiado, una actitud que Benet ejemplifica con esta anécdota: en cierta ocasión acudió un periodista a la casa de la calle de Alarcón a entrevistar a don Pío, y éste, en lugar de responder a sus preguntas con las respuestas al uso, lo abrumaba con sus quejas.
A medida que se sucedían las preguntas -cuenta Benet-, las respuestas no podían ser más desconsoladoras. Don Pío se quejaba de su mucha edad, de su falta de interés por las cosas, del precio del carbón, del frío que pasaba, del insomnio que padecía, del poco entusiasmo que le inspiraba la calle, de lo dura que era una existencia que a su edad le obligaba a seguir escribiendo para ganarse el sustento. Finalmente, buscando siquiera un rayo de luz en medio de aquella oscuridad, al periodista se le ocurrió decir: “Pero a fin de cuentas… en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”. “No, señor fue la terrible respuesta del viejo, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.”
Es curioso cómo Baroja había asumido su propio personaje, por no decir su propia caricatura, con efectos retroactivos, hasta el extremo de parecer que durante toda su vida se había mantenido al margen de las terribles convulsiones de su tiempo y había evitado las no menos terribles peripecias personales de sus contemporáneos. Muchos años más tarde, al redactar sus recuerdos de aquel tiempo, Benet rememoraba, subyugado y repelido, aquella “tertulia anacrónica, envuelta en una luz tibia y opalescente, en la que -maldición de todos los inmortales que por no tener a nadie por encima ni misterios que resolver ni ciencia que hacer progresar ni cuentas que saldar, la mayor parte del tiempo sólo hablando de asuntos del barrio- todo había sido dicho más de una vez”. A esta figura compacta, remota, arriscada, el mismo Baroja iba a echarle el cerrojo definitivo de su descomunal autobiografía que, en forma de memorias, empezó a publicar en 1944 y que se extiende a lo largo de siete entregas o volúmenes. El que alguien dedique siete volúmenes a cimentar su propia insignificancia es una de las contradicciones del personaje, pero no la única.
La autobiografía de Baroja es un documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baroja está filtrado por la visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago, no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones, imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general, los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona y sus andanzas, sino que tienden a reproducir, esos mismos datos en el inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.
INFANCIA, JUVENTUD, VEJEZ
En sus escritos autobiográficos, el propio Baroja nos ofrece algunas claves de su artificio. Las memorias relatan con cierto detalle su infancia y lo que podríamos llamar sus años de aprendizaje, para sumergirse luego en un magma de anécdotas y opiniones dispersas que bien poco tienen que ver con el devenir de la existencia de Baroja, como si considerase que del largo período de la madurez sólo tiene importancia su producción literaria, y de ella nada hubiera que decir, puesto que son los textos los que han de hablar por sí mismos y no su autor quien debe explicarlos, un razonamiento, a mi modo de ver, que sólo es correcto a medias. En efecto, esta actitud y el tópico colateral según el cual un novelista vive la vida de sus personajes antes que la propia, carecen de fundamento y sólo inducen a error. Un error doble, pues en general un narrador no vive en el mundo ficticio de sus criaturas precisamente su oficio le permite distinguir mejor que al común de las personas la diferencia que media entre lo real y lo imaginario, y aun cuando extraiga de sus propias vivencias los elementos que componen sus relatos, dichas vivencias pierden, en el proceso de transformación, su sentido original, por lo que no hay forma más absurda de leer que rastrear en los sucesos narrados o en los personajes descritos, trasuntos de la vida del autor. Si alguna pista ofrece un texto de ficción acerca de la persona que lo inventó es en el proceso de transformación de una anécdota propia o ajena en material literario. En este sentido, la clave de la personalidad de Baroja habría que buscarla en su más patente contradicción: la de ofrecer al mundo la imagen de un individuo casi inexistente, dedicado únicamente a la tarea de escribir libro tras libro en una mesa camilla y, al mismo tiempo, pretender ser confundido con los hombres de acción cuyas trepidantes aventuras nos relata, o con los caballeros filosóficos y mundanos que pasean su desencanto por todas las capitales lluviosas de la Europa de entreguerras. Probablemente Baroja soñó con ser ambas cosas, pero algo se lo impidió. Quizá su temperamento; quizá las circunstancias; quizá la ingente tarea que él mismo se había impuesto.
Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Era el menor de tres hermanos varones -su hermana Carmen nacería en 1883, cuando Pío contaba once años de edad- y, según su propia percepción, el menos agraciado. “En mi casa -contará luego- los tres hermanos éramos bastante diferentes física y moralmente. Mi hermano Darío era alto y rubio y aficionado ya a la literatura; mi hermano Ricardo, menos alto y con gustos artísticos, y yo, más bajo y un tanto selvático.” Como vemos, los dos mayores se llamaban respectivamente Darío y Ricardo, nombres que sugieren caracteres fuertes y empresas heroicas. Al menor le pusieron Pío Inocencio, dos nombres papales que sugieren mansedumbre. No creo que haya que dar mayor importancia a este hecho trivial y justificado por antecedentes familiares y por la fecha de nacimiento -festividad de los Santos Inocentes-, aunque no deja de ser raro un viraje onomástico tan brusco en un clan tan preocupado por las palabras y la genealogía. En cuanto a la festividad, el propio Baroja, en una entrevista concedida al Caballero Audaz hacia 1942, hacía esta curiosa mezcla de santoral y astrología:
Nací en San Sebastián el día de los Inocentes del año 72. Esto es lo que no me perdono: haber nacido en tal día. Porque no crea usted, a mí me parece que siempre hay cierta analogía entre el momento en que uno nace y el espíritu que se va a formar.
Darío, el primogénito, murió en plena juventud, lo que suele producir en las familias un vacío que la memoria colectiva llena con unos recuerdos no necesariamente rigurosos, pero siempre lisonjeros para el desaparecido. A la pena natural se une, en estos casos, un vago sentimiento de culpabilidad por parte de los supervivientes: siempre flota la idea mitológica de que los dioses reclamaron al mejor y perdonaron a quienes menos lo merecían. En cuanto a Ricardo, todo indica que era un individuo enérgico y extrovertido. En una foto juvenil aparece con cuello de pajarita, esmoquin, gabán y bombín. Su mirada es intensa, algo teatral. Parece un hombre de belleza antigua, un galán de película alemana de la época. En otra, ya de mayor, aparece en el jardín de la casa de Vera, vestido de vasco, con su sobrino Julio Caro Baroja en brazos, en actitud declamatoria. También hay fotos suyas en las que luce un flamante jipijapa. En 1931, a raíz de la proclamación de la República, en una trifulca por motivos políticos, recibió un golpe en la cabeza de resultas del cual perdió la visión del ojo derecho. Había querido ser ingeniero, como su padre, pero se amilanó ante la dificultad de estos estudios y se hizo bibliotecario, una carrera que nunca ejerció. Siempre fue aficionado a la pintura, que acabó practicando de modo inconstante. En conjunto, fue un artista de talento, costumbres bohemias, un tanto mujeriego y, en definitiva, superficial. Ya maduro se casó con una extranjera mucho más joven que él, poco agraciada físicamente, de buena posición económica. Con la imagen de estos dos tipos fuertes contrasta la de Pío. Su iconografía parece escasa. En realidad, no lo es: existen de él muchos retratos, pero tan semejantes entre sí que parecen hechos todos el mismo día. Ya de joven lucía una calva tremebunda; su bigote y su barba, “de color miel”, no experimentaron más variación que el encanecimiento, y su fisonomía (“socrática”, como la define, con bastante acierto, su sobrino Julio Caro) y su complexión cambiaron poco a lo largo de los años. Por eso resulta curioso el comentario del propio Baroja en sus memorias: “Los retratos que me han hecho a mí son muy diferentes unos de otros y parecen de distintas personas; yo no sabría decir cuál es el menos parecido”. Uno tiende a pensar que todos son idénticos y, comparados con las fotografías, irreprochables. A la hora de posar, a Baroja le sobraba la paciencia que luego le faltaba en las relaciones sociales. Juan de Echevarría, pintor famoso por su prolijidad, lo retrató varias veces. Debía de ser un modelo fácil, de rasgos poco acusados, mirada melancólica, y la paciencia ya mencionada a la hora de posar. Tal vez por esta causa, y a pesar del poco aliciente que ofrecía su imagen, en comparación con algunos de sus contemporáneos, como Valle-Inclán o Unamuno, Pío Baroja debe de ser el más retratado de su generación. Este hecho puede deberse también, además de las razones ya expuestas, a su fama temprana y persistente o a su mayor proximidad al mundo de los pintores a través de su hermano Ricardo, por cuyo taller pasaron figuras notorias.
Posiblemente el primer retrato de Pío Baroja que nos ha llegado sea el que Ramón Casas le hizo como parte de su dilatada colección de retratos al carboncillo. Es ésta la efigie más arrogante de Pío Baroja. Un retrato de cuerpo entero, las piernas ligeramente separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra, la izquierda, en la solapa de la americana. Aunque era hombre de aventajada estatura, la figura salida del carboncillo de Ramón Casas, sobre un fondo liso, sin referencias, sugiere la de un hombre bajo, seguramente porque tenía la cabeza grande, en forma de huevo. También es éste el único retrato en que Pío Baroja aparece con algo de pelo. Su aspecto es aplomado y su expresión, o el talante que transmite, es concentrado, seno, preocupado, aunque no atribulado ni inquieto. El retrato no está datado, pero probablemente es de 1901. Pío Baroja contaba veintinueve años de edad y estaba en los inicios de su actividad como novelista, pero ya debía de gozar de cierto renombre, puesto que Ramón Casas quiso retratarlo. Por aquellas mismas fechas lo retrató Picasso. En sus memorias, Baroja habla de este retrato y un poco de Picasso, en términos poco cálidos. En 1901 Picasso vivía en Madrid y acudía al taller de Ricardo Baroja a recibir de éste clases de grabado. Ricardo Baroja era entonces un profesional prestigioso. Si no hubiera sido tan diletante, tan inconstante y tan despreocupado -se negaba a cobrar por su trabajo-, tal vez habría podido hacerse rico y famoso. Dio clases a Picasso y también a Diego Rivera. El retrato de Picasso, que apareció en la revista Arte Joven, en la que también publicaba sus dibujos Ricardo, y escribía Pío, es casi idéntico al de Casas, a quien Picasso a la sazón imitaba, pero en el de éste la expresión es más oscura y más profunda, casi sombría, con un punto de ferocidad. Aunque se trata sin duda de un apunte, la de Picasso es la única representación del escritor donde éste no consigue imponer al retratista su trabajada imagen de hombre pacífico y desvalido.
La infancia y adolescencia de Baroja transcurrieron en San Sebastián primero, luego, enseguida, en Pamplona, más tarde, en Madrid. Los sucesivos destinos del cabeza de familia, Serafín Baroja, ingeniero de minas, eran el motivo de estos traslados. Serafín Baroja viajaba siempre con la familia a cuestas, incluida su suegra, la abuela materna de Pío. Sólo cuando esta mujer enfermó y murió, Serafín Baroja dejó a la familia instalada en Madrid y aceptó un traslado a Bilbao en solitario, tal vez para evitarse el luctuoso trance, o quizá, como explica su hija Carmen, porque “mi padre no tenía una mala opinión de las mujeres; únicamente creía o decía que las viejas eran todas malas”.
De testimonios diversos y a menudo contradictorios parece desprenderse que el padre de Pío, Serafín Baroja, era hombre de muy variados y difusos intereses, cuyo cultivo no redundaba en beneficio de su carrera de ingeniero ni de su patrimonio; un individuo, en suma, carente de sentido práctico, aunque no de talento y gracia. Había nacido en San Sebastián en 1840 y luchado en las guerras carlistas en el bando liberal. Aunque había estudiado ingeniería en Madrid, y la ejercía, siempre tuvo aficiones literarias. En su juventud había escrito una novela y durante toda su vida escribió poesía y cuentos; también había ejercido el periodismo y, llevado de su amor por las tradiciones y la lengua vasca, había traducido al euskera poesía castellana e incluso alguna zarzuela. Era melómano, tocaba el violoncelo y había escrito el libreto de una ópera. Era, en suma, un excéntrico, que es el nombre que se da a las personas un poco irresponsables cuando no llega la sangre al río. Su hija, Carmen Baroja, lo adoraba. En cambio, Pío Baroja no tuvo una buena relación afectiva con su padre, a quien juzgaba con una severidad probablemente injustificada. No obstante, en Las horas solitarias, diría de él: “Si yo no le hubiera visto escribir artículos y versos a mi padre, no se me hubiera ocurrido escribir”. La madre de Pío Baroja, Carmen Nessi, era de origen italiano -“Ya he dicho que soy un vasco lombardo, un hombre pirenaico, con un injerto alpino” y, según parece, mujer imbuida de moralidad “protestante”, estricta, austera, triste, con un profundo sentido del deber que sólo se satisfacía a base de renunciar a casi todo. Pío Baroja estuvo siempre muy unido a su madre, a la que, según testimonios próximos, “idolatraba”, y con la que, de mayor, convivió largos años, hasta que ella murió. Los recuerdos que Pío Baroja nos ha dejado de su niñez en San Sebastián son fragmentarios, a menudo de dudosa verosimilitud, levemente oníricos, como suelen ser los recuerdos de la primera infancia; los de Madrid, más cabales, aunque teñidos de un sospechoso costumbrismo. Los recuerdos de Pamplona tienen, en cambio, un aspecto más verídico. De ellos nos impresiona la descripción de una violencia soterrada y una brutalidad gratuita que chocan con el tedio de la vida provinciana y, en cierto modo, expresan la rebeldía de unos adolescentes sometidos a su implacable rigor. No obstante, aquella España decimonónica, inerte, áspera, frugal y aldeana, que hoy nos produce una sensación de gran tristeza, quizá no sea del todo verídica. No sabemos cómo la vivían entonces sus protagonistas. De hecho, la España de Baroja es sólo la España que Baroja nos muestra. Probablemente era un país cómodo y placentero para quien estuviera dispuesto a abrazar sus estrictas convenciones, y muy opresivo para quien tuviese otras aspiraciones o por cualquier causa se saliera del cauce de aquel manso río. Pero tampoco hay que dudar demasiado del testimonio de Baroja. Su descripción de la vida provinciana no difiere de la que nos han dejado sus contemporáneos y lo mismo cabe decir de sus imágenes madrileñas. Aquélla debía de ser ciertamente una nación miserable, brutal y sin rumbo.
En Pamplona, para combatir el aburrimiento y aislarse de sus compañeros y de sus bárbaras prácticas. Pío Baroja leía vorazmente las novelas propias de su edad: “Julio Verne, el capitán Marryat…, el Robinson, algunos folletines”. Lecturas de niñez y adolescencia que habían de marcar profundamente su estilo, de las que nunca luego se habría de separar.
Por contraste con Pamplona, Madrid, pese al pintoresquismo zarzuelero de sus gentes, le resultó una ciudad civilizada, la capital sui generis de un país desnortado.
De estos dos lugares de residencia, así como de otros muchos, visitados ocasionalmente, Baroja nos ha dejado un recuento pormenorizado hasta extremos increíbles.
El número incalculable (y algo pesado) de letras de canciones que transcribe de memoria (en vasco, en español, en francés, en italiano) y los nombres de pila de millares de personajes episódicos (un individuo que visitó una noche a su padre, un condiscípulo al que dejó de tratar a los once años, una funámbula que actuó una noche en Pamplona cuando Baroja era un niño) acaban resultando sospechosos. Pero aun cuando no todo sea fidedigno al cien por cien, no hay duda de la capacidad de Baroja para convocar detalles ínfimos y, por eso mismo, sumamente precisos y evocadores.
Poco después de nuestra llegada a Pamplona [en 1884, es decir, cincuenta y un años antes de la redacción de estos párrafos], a un andaluz llamado Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos, y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de Lagartijo y Mazantini. Entre los de Lagartijo estaba Guerrita de banderillero, y, sin duda, de sobresaliente, y en la de Mazantini, el picador Badila, que luego fue autor dramático, y Agujetas, otro picador…
También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la Niní y la Chachón, a las que yo las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la Corte…
Cuando el fondista Justo dejó el piso y el negocio, le sustituyó como inquilino el médico don Nicasio de Landa, que estaba casado con una sobrina del general don Diego León. Landa era un hombre muy culto; había estado en las ambulancias, en la guerra francoprusiana, y había escrito sobre cuestiones de Antropología.
Es esta capacidad de ser minucioso sin motivo aparente lo que da verosimilitud a sus relatos, lo que hace sentir al lector que un dato tan superfluo por fuerza tiene que pertenecer al mundo de lo real y no al de lo inventado. La infancia de Baroja, según él mismo nos la cuenta, está llena de anécdotas curiosas y de personajes estrafalarios, de personas raras, enfermas, locas; una abigarrada fauna callejera formada por pedigüeños, trotamundos, tipos con oficios raros, entre la que no faltan los criminales, incluso un preso que llevan en procesión al cadalso. Suelen ser personas desgraciadas, tristes, fracasadas; incluso los crímenes más crueles, contados por Baroja, resultan más tristes que feroces. Muchas anécdotas y muchos de los tipos, si los analizamos bien, no son nada extraordinario, o no lo son más que otras anécdotas y otros personajes que pueblan los recuerdos infantiles de la mayoría de las personas. Pero contados por Baroja todo resulta más curioso y todo parece esconder un significado importante. Este incesante ejercicio de observación y las lecturas ya mencionadas constituyeron probablemente lo esencial de su formación. Desde luego, no careció de una educación escolar acorde con la tradición familiar y con los medios de que la familia disponía, pero las mudanzas, el nivel general de la instrucción en España y el carácter refractario del propio Baroja no le permitieron adquirir una base sólida de conocimientos ni una metodología seria y eficiente, dos carencias de las que a menudo se lamentaría luego, cuando se vio imposibilitado de satisfacer cumplidamente algunas de sus curiosidades intelectuales.
En el período de estudiante, yo no conocía la manera de estudiar, ni siquiera la de leer con provecho. Hay una manera de estudiar para lucirse en un examen; hay otra forma de estudio que nutre el espíritu; yo no he llegado a poseer ninguna de las dos.
A lo largo de sus escritos autobiográficos aflora a veces esta frustración, teñida en ocasiones de un cierto desdén por los eruditos que se contradice con la satisfacción que experimenta cuando puede avasallar a un interlocutor con sus conocimientos. Por más que aparentara la máxima llaneza, Baroja no era inmune a los aguijonazos de la egolatría (por usar un término barojiano), y en el relato de sus encuentros se trasluce a veces la mortificación que le causaba no poder estar, al menos a su juicio, al nivel de brillantez que los demás esperaban de un escritor célebre.
MÉDICO EN CESTONA
En Madrid, y superada bien que mal la etapa escolar, Baroja hubo de enfrentarse al dilema de elegir una carrera universitaria.
Por entonces… se me presentó la cuestión de qué carrera iba a seguir. Yo sentía curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación.
Esta frase, como suele ocurrir con la definiciones que las personas se aplican a sí mismas, tiene tanto de cierto como de falaz. Sin duda el desasosiego que trasluce es verdadero, pero sin duda Baroja sentía un vivo interés por el conocimiento y por lo que en términos actuales llamaríamos las “humanidades”. Otra cosa es que, en la práctica, los estudios de estas materias que impartía la universidad española y, sobre todo, las salidas que la sociedad ofrecía luego a quienes los siguieran debían de resultar muy poco atractivos para un espíritu inquieto. Y no deja de ser notable que en un momento de indecisión, Baroja no optara por la carrera de Derecho, que tradicionalmente seguían los diletantes, sino por la de Medicina.
Hay muchos médicos a quienes el ejercicio de su profesión despierta el deseo de escribir, pero es raro el caso inverso. No faltan, con todo, antecedentes ilustres, como el de Chejov, u otro aún más chocante: el de Freud, el cual afirma en uno de sus escritos autobiográficos no haber sentido una especial predilección por la profesión médica y haberla abrazado movido por la curiosidad hacia las preocupaciones humanas. Con todo, la decisión de estudiar Medicina y dedicar a ella el resto de su vida no deja de ser sorprendente en un hombre como Baroja, que no se caracterizaba por tomar decisiones impulsivas respecto de su persona. Tal vez ésta tampoco lo fuera, pero ciertamente fue errónea. Baroja no tenía la más mínima vocación de médico, pese a que su imagen concuerda con la del médico de cabecera a la antigua usanza, una imagen que, no obstante, resulta algo maltrecha por el desdén hacia la humanidad que Baroja no se cansa de manifestar. De su desapego por la enseñanza de la Medicina nos ha dejado constancia escrita tan abundante, rotunda e inequívoca que sería absurdo ponerla en entredicho. Sí hay que señalar que el paso por la facultad de Medicina le puso en contacto con el mundo estudiantil de Madrid y le permitió hacer amistades que conservó largo tiempo y que en su día le resultaron estimulantes desde el punto de vista intelectual y vital. Pero como todo le parecía mal, y los profesores le inspiraban una animadversión y un desprecio que no se esforzaba en ocultar, iba suspendiendo todas las asignaturas o aprobándolas malamente. Sus estudios parecían condenados al fracaso.
Así las cosas, en 1891, el padre de Baroja, que había regresado junto a su familia tras la muerte de su suegra, aceptó el cargo de Ingeniero Jefe de Minas en Valencia.
Según contaría luego Baroja, “la vida, más económica en nuestra ciudad [Valencia] que en Madrid, fue lo que les decidió a venir”.
El motivo del traslado, sin embargo, no es evidente. Para un hombre tan arraigado en su tierra y tan sociable como don Serafín, un traslado a Valencia, donde no conocía a nadie, no ofrecía aliciente alguno. Por otra parte, Valencia, en 1891, no debía de ser gran cosa (“Una capital de provincia es cosa insoportable”), salvo por una climatología y una luminosidad que a un vasco de pura cepa, que se sentía a gusto en Pamplona, le habían de producir más nostalgia que contento. La madre, como cabe esperar, “se declaraba indiferente a esta cuestión”.
En realidad, Valencia, para la familia Baroja, ofrecía una ventaja sobre Madrid que posiblemente pesara en la decisión de don Serafín: una facultad de Medicina más apta para encarrilar los estudios de su hijo Pío, a quien “en aquel mismo mes [septiembre], como estudiante de Medicina le habían suspendido en la Corte, y por segunda vez, en Patología General”.” Tanto si la Universidad de Valencia era más favorable por el talante liberal de sus profesores o por una mayor predisposición a la benevolencia, el hecho es que en esta ciudad Pío Baroja consiguió acabar la carrera con una rapidez que sus antecedentes académicos hacían impensable. Y si para conseguir este resultado don Serafín había aceptado exiliarse en Valencia, habrá que admitir que no era un padre tan despreocupado por su hijo ni tan carente de sentido práctico como luego se le ha pintado. La estancia en Valencia, por lo demás, resultó trágica para la familia Baroja. Darío, el hermano mayor de Pío, enfermó de tuberculosis y murió tras una breve enfermedad. Darío “había cumplido veintitrés años. Era un poco romántico, creyente en la amistad, galanteador y aficionado a la literatura”. Pío lo cuidó con solicitud durante todo el proceso: aquélla fue la primera práctica de medicina que le tocó hacer. La muerte de Darío afectó a su carácter, ya proclive a la tristeza. Luego regresó a Madrid y obtuvo el doctorado con una tesis titulada El dolor. Estudio psicofísico. Aprobada la tesis, volvió a Burjasot, localidad próxima a Valencia, adonde la familia Baroja se había trasladado, a “una casa muy pequeña, con un jardín de perales, albérchigos y granados. Pa sé allí una temporada muy agradable”.
Estando en Burjasot, Pío Baroja leyó, o leyó alguien de su familia, que estaba vacante la plaza de médico titular de Cestona. Este anuncio había salido en La Voz de Guipúzcoa; don Serafín colaboraba en este periódico y, por este motivo, se lo enviaban a Burjasot. Sin conocer el lugar ni las condiciones de trabajo Pío Baroja solicitó la plaza y la obtuvo. En sus memorias, Baroja atribuye este acto laboral a su fatalismo, como si el pedir un empleo anunciado en un periódico fuera supeditar la propia existencia a los caprichos del destino. Algo hay de azaroso, en efecto, en el hecho de encontrar un anuncio en La Voz de Guipúzcoa estando en Burjasot, pero, al margen de esto, y si bien se mira, para un joven médico recién doctorado, con un expediente académico poco lucido y sin conexiones en el medio profesional, conseguir una plaza de médico rural en su añorada tierra vasca no se puede considerar un suceso dramático, aun cuando eso supusiera separarse del núcleo familiar. Por entonces Pío Baroja contaba casi veintidós años de edad, si bien, al amparo del talante liberal de don Serafín, no había trabajado nunca.
La vida de médico rural en una zona agreste, de clima riguroso, fue una experiencia dura. Inacabables trayectos nocturnos a lomos de un caballo remiso, por riscos nevados, para atender un parto o una urgencia; horribles heridas acaecidas en el curso de reyertas bestiales. Estas peripecias, reforzadas por su carácter huraño y agravadas por su mala relación con el otro médico de Cestona y por la sordidez general de aquel mundo primitivo, que lo recibía con desconfianza, le confirmaron en su desesperanzada visión de la Medicina y, de paso, del género humano. Inesperadamente, su padre, su madre, su hermano Ricardo y su hermana Carmen llegaron a Cestona para instalarse allí, hasta que, poco después, su padre fue nombrado Ingeniero Jefe de la provincia de Guipúzcoa y se fue con toda la familia a San Sebastián. Aprovechando esta circunstancia, Pío abandonó Cestona y se reunió con ellos. Había intentado sin éxito conseguir otra plaza de médico, en Zarauz o en Zumaya y también en San Sebastián, donde trató de ejercer su profesión contando con la ayuda de algunos amigos de su padre, que a la hora de la verdad y según el propio Baroja, no movieron un dedo por él; “por el contrario, dijeron que yo era un hombre de carácter insoportable”. Finalmente optó por abandonar de una vez por todas el ejercicio de la Medicina. Su experiencia como médico había durado poco más de un año.
PANADERO EN MADRID
Mientras la profesión médica de Baroja hacía agua en San Sebastián, en Madrid se producía un suceso trascendental en una rama colateral de la familia. Una tía de la madre de Baroja, doña Juana Nessi, había enviudado y heredado de su marido, un tal Matías Lacasa, un negocio situado en la esquina de la calle de Capellanes, cuyo rótulo rezaba así:
PANADERÍA DE VIENA 1
Única privilegiada en España
Proveedora de la Real Casa
Toda clase de pan de lujo
Tantos calificativos no cumplían una función publicitaria, sino descriptiva; la panadería gozaba de merecido prestigio en la capital por haber introducido en España el pan de Viena, una novedad que suponía una tecnología avanzada y, en consecuencia, un personal compuesto en parte por técnicos alemanes. Por todas estas razones debería de haber sido un negocio próspero, pero no lo era. Al fallecer su fundador y dueño, Matías Lacasa, Juana Nessi recurrió a la familia Baroja en busca de ayuda y ésta no tuvo mejor idea que enviarle a Ricardo, que, como ya se ha dicho, era pintor de vocación y bibliotecario de profesión. Cuando Pío andaba sin rumbo por San Sebastián, llegó noticia de que Ricardo se había cansado de dirigir la panadería. Pío pensó entonces que si los dos hermanos se repartían el trabajo, podrían vivir sin agobios y disponer de tiempo libre para sus respectivas aficiones. Escribió a Ricardo exponiéndole la idea y al recibir la conformidad de éste, se fue a Madrid y se hizo panadero. Esta decisión, como las anteriores, resulta más chocante en su enunciado de lo que era en la realidad. Por una parte, el propio Baroja, que ya había empezado a colaborar en algunos periódicos y quería ser escritor a toda costa, se manifestaba dispuesto a “desclasarse” a cambio de la seguridad económica y el tiempo libre que habían de permitirle escribir con regularidad. Por otra parte, una panadería de lujo en Madrid no era un negocio muy distinto de una fábrica. En este sentido, el caso de Baroja era el caso, nada infrecuente, del profesional que deja el ejercicio de su profesión liberal para hacerse cargo de la empresa familiar. Muchos años más tarde, Baroja, en sus memorias, se referiría a esta etapa de su vida como un intento de convertirse en “un industrial”. Al frente de la panadería, Baroja se veía a sí mismo y era visto por los demás como un auténtico capitalista.
Y así era, puesto que en una época en que la realidad y la nomenclatura coincidían, él era propietario de los medios de producción. Sus intereses y los de los trabajadores eran en muchos sentidos contrapuestos. Durante el tiempo en que Baroja estuvo al frente de la panadería, menudearon los conflictos sociales dentro de la empresa. Esta circunstancia y la situación precaria del negocio, en estado de crónica bancarrota, dieron al traste con su proyecto inicial: acabó trabajando día y noche como panadero, en un intento desesperado de sacar a flote el negocio, y conviviendo con los trabajadores, lo que le proporcionó material literario en abundancia y una considerable afición, al parecer insólita en la España de entonces, por la cerveza. En 1898 su madre y su hermana Carmen se fueron a vivir a Madrid, y al siguiente, don Serafín. El negocio iba cada vez peor, en parte debido a la crisis política, económica y social por la que atravesaba España y que los acontecimientos iban a poner de manifiesto en aquel año emblemático de 1898. “Mis hermanos -cuenta Carmen Baroja en sus memorias- trabajaron como fieras para sacar aquello adelante. La mayoría de los obreros se marcharon a poner otra fábrica [de pan].” Así y todo la panadería siguió en manos de la familia Baroja hasta que, en 1919, y sin atender a la oposición de su madre -don Serafín había muerto unos años atrás- y del propio Pío, Ricardo Baroja liquidó el negocio para poder casarse con una joven norteamericana. Mientras tanto, contra viento y marea, bien que mal, los hermanos Baroja habían conseguido sus propósitos: tener un medio de vida estable, poderse dedicar a sus respectivas vocaciones y viajar. Ya en 1899 Baroja hizo su primer viaje a París. En años sucesivos haría varios viajes a París. También viajó a otras ciudades y pasó en algunas largas temporadas, pero durante toda su vida París fue su principal término de referencia cultural. Formado en la cultura y la literatura francesa, por las que sentía una admiración sin reservas, Baroja vivió en Madrid como un parisino exiliado. En 1900 publicó su primer libro, Vidas sombrías, una recopilación de escritos diversos; y ese mismo año, la primera novela, La casa de Aizgorri, con la que iniciaba asimismo sus famosas trilogías, de las que a lo largo de su vida llegaría a publicar once. Estas trilogías, por lo demás, no aparecían por orden consecutivo. A La casa de Aizgorri, primer volumen de la trilogía “Tierra vasca”, le sigue Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, primera entrega de la trilogía denominada “La vida fantástica”. A ésta le sigue el segundo volumen de “Tierra vasca”; pero el tercero de esta trilogía no saldrá hasta después de varios años y de varias trilogías interpuestas.
De esta forma iniciaba Pío Baroja una nueva existencia, que se iba a prolongar hasta su muerte sin más alteraciones que las impuestas por el devenir de la Historia. Como escritor tuvo contacto con la bohemia madrileña, sin llegar a pertenecer nunca a ella. Era hombre de costumbres ordenadas, poco amigo de francachelas, que le aburrían. Cuando dejó de trabajar en la panadería y vivió de sus escritos, la vida de Baroja se hizo metódica en grado sumo. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía por las noches hasta la madrugada. Sólo al final de su vida cambió ligeramente esta rutina: se levantaba al amanecer y daba un paseo por el parque del Retiro; luego, al caer la tarde, recibía a una nutrida representación de amigos y curiosos. Únicamente los viajes rompían esta monotonía. A Pío Baroja siempre le gustó viajar. Cuando le sobraba algún dinero, se iba de viaje. Recorrió toda España, estuvo varias veces en París, como ya queda dicho, y fue a Italia, Inglaterra, Suiza, Alemania y Dinamarca. En Madrid frecuentaba las tertulias. Leyendo sus recuerdos y los testimonios de sus contemporáneos, da la impresión de que conoció y trató a todo el mundo: escritores, pintores, músicos, periodistas, políticos, actores, toreros y delincuentes. En aquellos tiempos la capital de España debía de ser una ciudad de aluvión, adonde iba a parar gente inquieta de los cuatro puntos cardinales en busca, precisamente, del contacto con otras personas de su misma condición. Estas personas, una vez en Madrid, impecunes y desarraigadas, formaban una sociedad pequeña y comunicativa. Pío Baroja no parece haber tenido problemas para integrarse al principio de su carrera de escritor en este hervidero, ni su presunta misantropía parece haber sido un obstáculo para ello, del mismo modo que a pesar de su fama de hombre huraño y solitario, pocas veces viajó solo, y allí donde iba trababa pronto amistad con otros españoles o con gente del lugar. Con sus hermanos, Ricardo y Carmen, iba con frecuencia al teatro, a la ópera, a las exposiciones y a los espectáculos al aire libre. También hizo, con ellos o con otras personas, excursiones por los alrededores de Madrid y viajes por distintos lugares de España. No era ésta, sin duda, la vida que Pío Baroja había soñado, aquel “tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo”, pero también es evidente que la que había escogido, si bien no constituía el paradigma de la felicidad, era la mejor de las alternativas.
EL MIRLO BLANCO
La familia Baroja parecía poseer una especie de magnetismo que impedía a sus miembros alejarse mucho de su núcleo. En cuanto uno se establecía en un lugar, los demás no tardaban en reunirse con él. A partir del invierno de 1902 y hasta que la guerra los dispersó, los Baroja vivieron casi siempre juntos, en Madrid, en una casa situada en el número 34 (luego 36) de la calle de Mendizábal, en el barrio de Arguelles, por aquel entonces algo alejado del centro. Era una casa grande, de dos plantas, a las que posteriormente los Baroja añadieron una tercera, un sótano y dos terrazas. Originariamente la casa había sido una vivienda unifamiliar, hasta que los Baroja la dividieron. De este modo cada miembro de la familia disponía de una vivienda propia y de una relativa independencia. Pío Baroja y su madre ocupaban la planta nueva; Ricardo, la planta baja, y Carmen, la de en medio. Allí vivían, trabajaban y hacían vida social. La casa de la calle de Mendizábal era en este sentido un mundo autosuficiente. En 1913, Carmen Baroja se casó con Rafael Caro Raggio, a quien había conocido a través de su hermano Ricardo. El matrimonio se fue a vivir a una casa de la calle del Marqués de Urquijo, pero al cabo de unos años Carmen regresó a la de Mendizábal con su marido y sus dos hijos. En la casa de Mendizábal, en un antiguo patio, instaló Rafael Caro Raggio la editorial que había creado. En esta editorial, que lleva el nombre de su fundador, se publicó la mayor parte de la obra de Pío Baroja, y también la de Azorín. Una viñeta con la efigie de Erasmo de Rotterdam, diseñada por Ricardo Baroja a partir de un cuadro de Holbein, fue y sigue siendo el sello editorial de esta empresa. De resultas de esta agregación, por la casa de la calle de Mendizábal, además de una familia cada vez más nutrida, circulaban cajistas, tipógrafos y encuadernadores. “Los primeros -cuenta Julio Caro Baroja, el mayor de los hijos de Rafael Caro y Carmen Baroja- se consideraban más cultos que los segundos. En su mayor parte eran socialistas, veneradores de Pablo Iglesias. Los más viejos iban por la calle con blusas largas, azules, y encima de éstas, en invierno, se ponían las capas. Algunos llevaban, además, gorra de visera, otros iban a pelo y no faltaban algunos con sombrero hongo. En general gustaban de los bigotes largos, lacios.” La convivencia diaria de estos trabajadores politizados con quienes, en definitiva, eran sus patronos, dio ocasión a frecuentes conflictos en aquellos años turbulentos. Más conflictiva, sin embargo, fue la boda de Ricardo, entre otras razones, por la ya dicha de la venta de la panadería. Pero el conflicto era endémico.
Ricardo y Pío Baroja, por más que siempre habían vivido y trabajado juntos, eran individuos diametralmente opuestos. De Ricardo, y también de Pío, nos ha dejado sendos retratos claros su hermana Carmen en sus memorias:
Mi madre, como mujer instintiva que era, tenía una gran opinión de los hombres sólo porque lo eran. De ahí, el creer que mis hermanos tenían derecho a vivir como les diera la gana… Así se dio el caso de [que] Ricardo, hombre de magnífico carácter, que se hubiera dejado llevar por la más pequeña indicación, abandonara la carrera de archivero con la que ya tenía categoría, luego tirara la panadería de Capellanes, luego los destinos y todo, y se pasara los mejores años de su vida trabajando en el grabado o la pintura cuando le daba la gana, pareciéndoles a todos muy bien lo que hacía; a lo mejor se pasaba años sin coger el pincel ni la cubeta del ácido, levantándose todos los días a la una del día, justamente para comer, y acostándose a las dos o las tres de la mañana, después de haber estado en el Café de Levante charlando con los amigos… Pío, siguiendo su enorme vocación literaria, trabajaba todos los días, se levantaba pronto y se acostaba también pronto. Alguna temporada tuvo que iba al café o al teatro con Alloza o con los literatos, pero siempre hizo una vida muy metódica.”
Así las cosas, la boda de Ricardo fue una tormenta en las plácidas aguas de la calle de Mendizábal. Carmen Monné, la mujer de Ricardo, una norteamericana de origen español, no cayó bien a la familia Baroja, ya de por sí mal predispuesta hacia los extraños. Incluso Carmen Baroja, que se llevaba bien con todo el mundo, y sentía una mayor afinidad con Ricardo y una comprensible predilección por este hermano, no oculta en sus memorias la hostilidad inicial hacia su cuñada. Carmen Monné, a juzgar por las fotos que de ella quedan, distaba mucho de ser una belleza. No carecía de talento, de sentido práctico ni de ambiciones sociales, intelectuales y de todo tipo: durante un tiempo, en los años de la República, simpatizó con el comunismo, al que arrastró a su marido, siempre dispuesto a apuntarse a cualquier cosa. Con todo, la vida familiar no debió de ser fácil ni grata para aquella joven extranjera, que se había casado con un señorito malcriado, sin oficio ni beneficio, que dependía en buena parte de la fortuna de ella, que le llevaba veinticinco años y la obligaba a compartir el hogar con el resto de aquel clan atrabiliario. Fue precisamente con este objetivo, el de imponer un poco de paz y sensatez, por lo que, a instancias de sus hermanos, Carmen Baroja regresó, con su propia familia a cuestas, a la casa de la calle de Mendizábal. Reunida de nuevo bajo el mismo techo la familia Baroja en pleno, y a pesar de las esporádicas disensiones que pudiera haber, la vida en la casa de la calle de Mendizábal volvió a la antigua efervescencia. Tanto Ricardo como Pío tenían sus respectivas tertulias, y los participantes en una y en otra se juntaban en ocasiones, sobre todo en El Mirlo Blanco. El Mirlo Blanco fue un grupo de teatro que se creó en torno a los Baroja y en la casa de la calle Mendizábal, de un modo espontáneo, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Surgido a raíz de una improvisada representación del Tenorio, de la que ha pasado a la leyenda la interpretación de doña Brígida a cargo de don Ramón del Valle-Inclán, El Mirlo Blanco fue un teatro de cámara o experimental en el que colaboraron figuras destacadas de la vida intelectual española. En él participaron todos los miembros de la familia Baroja, salvo la madre y, significativamente, Rafael Caro Raggio. En cambio, Carmen Monné tuvo un papel muy activo y eficiente en la empresa. Para El Mirlo Blanco escribieron obras los tres hermanos Baroja, y Pío, que debía de ser un actor pésimo o, cuando menos, poco dúctil, intervino en varias representaciones. “La actuación de mi tío Pío como cómico no fue de las menos comentadas, ya que, en esencia, era la antítesis del hombre de tablas”, cuenta Julio Caro. Aunque siempre en la casa y con actores aficionados, las representaciones se hicieron con la seriedad propia de un teatro profesional, con decorados y vestuario muy elaborados. En El Mirlo Blanco estrenó Pío Baroja dos piezas teatrales no exentas de interés: Adiós a la bohemia y Arlequín, mancebo de botica, y Valle-Inclán, Los cuernos de don Friolera. Con todo, Pío Baroja participaba poco en las actividades comunes de la familia. Prefería su rutina. Cuando la salud de su madre empezó a declinar, Pío Baroja redobló sus cuidados. Esto, su trabajo y su tertulia absorbían sus horas.
VERA DE BIDASOA
En 1912 los Baroja adquirieron una propiedad en la localidad de Vera, en Navarra. Era un caserón grande, de muros de piedra cubiertos de hiedra, con jardín, “huerta, cercada por una tapia, y con un campo de maíz y un manzanal con su prado”. En esta casa, adquirida inicialmente como residencia veraniega, acabó pasando Baroja buena parte del año. Todos los años, cuando llegaba la primavera, Pío Baroja y su madre, en compañía de una criada, los gatos y las cajas con los libros que había comprado durante el invierno, se instalaban en Vera. Luego acudía el resto de la familia. Pío Baroja reunió en la casa de Vera su extensa biblioteca. “Allí leía, escribía, paseaba y dedicaba gran parte de su atención al cuidado de la huerta… Doña Carmen se encontraba mucho más a gusto en Vera que en ninguna otra parte.” La casa de Vera, conocida en la región con el nombre de Itzea, ha quedado indisolublemente ligada a la familia: en ella murió el patriarca, don Serafín Baroja, en 1912, el mismo año en que la casa fue comprada, y en 1935 la madre, Carmen Nessi, a cuyo cuidado había dedicado Pío Baroja tantos años; en ella sorprendió la guerra civil a la familia, que sobrevivió allí a la contienda; en ella murió Ricardo Baroja en 1953. También es probable que en ella Pío Baroja encontrara la escasa dicha de que disfrutó en la vida, salvo en París, donde siempre se sintió de paso. Pero este idílico transcurrir de los días sólo debía de ser aparente, como se desprende de una anécdota tan repetida como extraña: iba paseando don Pío por Vera y un niño, al verlo, se puso a gritar: “¡El hombre malo de Itzea!”. Es difícil imaginar qué habría hecho aquel señor ilustre y capitalino, que muy poco contacto debía de mantener con la gente del lugar, para ganarse este apodo tan preciso y sin paliativos. Esto, naturalmente, son conjeturas. Pío Baroja apenas si deja entrever en sus escritos la naturaleza de sus emociones. Describe con minuciosidad todo cuanto sucede a su alrededor y pinta con agudeza a los actores de esta trama incesante, pero a la hora de exteriorizar su propia personalidad todo se le va en opiniones generales sobre asuntos abstractos, como si los temas que le pudieran afectar personalmente no le interesaran o le dieran miedo o, simplemente, no los quisiera compartir con nadie. En realidad, la actitud general de Baroja era reflejo de todas sus contradicciones internas. Buscaba al mismo tiempo la estabilidad y la alternancia, tanto en el terreno intelectual como en el físico. Iba de Madrid a Vera y de Vera a Madrid, y en cuanto podía, a París, a Roma, a Londres. Los personajes de sus novelas siempre están viajando y si no pueden viajar, cambiando constantemente de domicilio. Es éste sin duda un símbolo de su desarraigo, pero también un reflejo directo de la inquietud de Baroja, esta permanente obsesión por la mudanza que tanto parece contradecir sus costumbres rutinarias, hasta que los años y el desánimo lo anclaron definitivamente en su butaca.
UN VIEJO MUERTO DE MIEDO
Cuando estalló la guerra civil, Pío Baroja se encontraba, como todos los años, veraneando en Vera con el resto de la familia, aunque sin su madre, muerta en 1935. Quiso ver en qué consistía aquel alboroto y de poco lo fusilan de la manera más absurda. En los primeros días de la rebelión, al saber que una columna carlista iba a pasar por una población próxima a Vera, tuvo la ocurrencia de acudir con un amigo a ver el espectáculo. No era un tonto, sino un novelista. Fue reconocido, obligado a bajar del coche. Así relata en sus memorias Carmen Baroja el incidente:
Al llegar cerca de Santesteban, se encontraron con las tropas de requetés que iban viniendo del interior de la provincia. Les hicieron bajar del coche y un capitán, casado en Pamplona con la hija de un fondista, se encaró pistola en mano con Pío y dirigiéndose a su gente dijo:
– Este viejo es Pío Baroja, el que ha querido siempre desacreditar nuestra tradición. ¡Miradle ahora, muerto de miedo!
Y parece que le llevaba apuntándole con la pistola hacia la cuneta de la carretera. Pío, lívido de ira, le contestó, según contó luego Ochoteco [el hombre que le acompañaba], que él no temblaba ante nadie y menos ante un cochino carlista como él.
Es curioso que el incidente no acabara peor en vista de una respuesta tan poco adecuada a las circunstancias, si es que efectivamente Baroja se mostró tan bizarro y tan inconsciente, cosa que parece dudosa. Pero la moderación verbal no era una característica de los Baroja. Sí lo era, en cambio, el gusto por los detalles nimios, que hacen tan vivida su forma de narrar, como este capitán “casado en Pamplona con la hija de un fondista” que alardea de asustar a un viejo a punta de pistola. Curiosamente, el relato que el propio Pío hace de este percance es bastante escueto y muy poco heroico, como puede leerse en la antología que figura en este libro. Aunque Pío Baroja no había participado en la vida pública durante los años de la República, salvo para expresar su desapego, la actitud anticlerical de sus escritos y la virulencia con que defendía sus argumentos y atacaba los ajenos le habían granjeado muchos odios entre los círculos conservadores. Desde el punto de vista ideológico estaba más próximo al bando antirrepublicano que su hermano Ricardo, que simpatizaba con los comunistas por influencia de su mujer, Carmen Monné. Pero en el vértigo de la violencia, por la notoriedad de su persona y por la elementalidad de los actores de aquel terrible drama, fue Pío quien estuvo a punto de ser ejecutado sumariamente, mientras que con Ricardo no se metió nadie ni durante el largo período de la guerra ni después.
Después del encuentro con los carlistas, salvado in extremis de una muerte cierta y posteriormente liberado de la prisión. Pío Baroja regresó a Vera, pero, persuadido, no sin motivo, de que su vida corría peligro, cruzó la frontera y pasó en París el resto de la contienda, alojado en el Colegio de España y sin más ingresos que el precario pago de unos artículos publicados en el diario La Nación, de Buenos Aires, mientras el resto de la familia sobrevivía en Vera con grandes penurias, de las que Carmen Baroja ha dejado un relato escalofriante en sus memorias. Pío Baroja trató de exiliarse a América, pero no lo consiguió. Se sentía viejo, enfermo y desalentado, y regresó a España en 1937. Para ser admitido tuvo que pagar un alto precio. Permitió que se publicara una selección de sus opiniones más virulentas contra los comunistas, los masones y los judíos, y juró fidelidad al nuevo régimen, cosa que, según cuentan, hizo con la mezcla de sorna y zafiedad que le eran propias. Preguntado por el conde de Jordana si juraba ser leal a España y la tradición cristiana representada por el Caudillo, respondió: “Lo que sea costumbre”. En otra ocasión, estando en Vera la familia Baroja, se presentó allí un brigada de la Guardia Civil para verificar la autorización con la que Pío Baroja había regresado a España. Una vez comprobados los documentos pertinentes, el guardia civil le preguntó: “¿Y cómo andamos de religión?”. A lo que Pío Baroja, un tanto inquieto, pero incapaz de resolver la papeleta mediante una mentira, respondió: “Pues bastante medianamente”. Al relatar esta anécdota, Julio Caro comenta: “Cuando un brigada de la Guardia Civil tiene autoridad para preguntar a un escritor famoso, de cerca de setenta años, cómo anda de religión, en el país que eso ocurre ha debido de ocurrir algo gravísimo”.
DECADENCIA Y MUERTE
A partir de la guerra, la trayectoria de la familia Baroja se convirtió en un continuo descenso por la espiral del hambre, la incertidumbre y la incomprensión. La casa de la calle de Mendizábal no había resistido la guerra civil. Un bombardeo la había destruido, y con ella buena parte de las pertenencias de la familia. Ricardo y Carmen Monné se quedaron a vivir en Vera. Carmen Baroja y sus dos hijos, Julio y Pío Caro, regresaron a Madrid, donde se reunieron con Rafael Caro Raggio, y se instalaron en un piso de la calle Ruiz de Alarcón. Caro Raggio pidió y obtuvo el reingreso en el cuerpo de Correos, al que había pertenecido antes de ser editor. Había vendido el solar de la calle de Mendizábal, había recuperado algunas máquinas y trató de levantar el negocio, pero no pudo. Murió al cabo de pocos años, en 1943. Para entonces Pío se había ido a vivir con los Caro Baroja a la casa de la calle Ruiz de Alarcón, de la que ya no habría de moverse hasta su muerte. Los últimos años de su vida los pasó Pío Baroja sumido en una atonía progresiva. Seguía escribiendo y paseando, recibía visitas en su casa todas las tardes y aceptaba bien que mal los homenajes que se le hacían casi a título postumo.
En este estado lo conoció Juan Benet, decrépito, quejumbroso, callado, rodeado de curiosos que acudían a tomar nota de sus rasgos seniles y de viejos y fieles amigos que desgranaban chismes y ocurrencias. Goloso, caprichoso, improvidente. Pío Baroja callaba y escuchaba, como hacen los individuos a quienes nada interesa y cualquier cosa entretiene. Mientras bandos opuestos trataban de ganar su figura para sus respectivas causas, él hacía como que no se enteraba, por despiste o por astucia, dispuesto a gozar ahora de aquella inocencia que, según él mismo, de niño no tuvo. Daba la razón a los unos y a los otros, y si decía algo era para apaciguar los ánimos de quienes podían hacerle daño. De estos años data su dilatada y confusa autobiografía. En ella se muestra, como siempre, polémico y combativo. Con todo se atreve, esgrime argumentos feroces y desacredita a unos contrincantes que él mismo se inventa. Pero ninguna opinión es tan precisa o tan coyuntural que pueda ponerle en apuros. Sus argumentaciones son fuegos de artificio y versan sobre asuntos que ya no importan a nadie. Es esta vaguedad, esta inconsistencia sistemática la que permitirá que el debate sobre Baroja siga vivo tantos años después de su muerte. Pío Baroja pasó los últimos tiempos de su vida con la cabeza totalmente perdida. Su estado general era muy débil, pero eran las pesadillas y los temores imaginarios lo que le hacían sufrir. De noche, según cuenta Julio Caro Baroja, se despertaba con tal ansiedad que hubo que poner a su disposición dos camas para que pudiera mudarse de la una a la otra y de este modo dejar atrás los terrores de un mal sueño, como una cruel caricatura de su aversión a permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Otras veces se despertaba con la angustia de llegar tarde a los exámenes de la Facultad de Medicina de San Carlos, donde había estudiado sesenta años atrás y de la que tan mal había hablado en sus memorias y en algunas novelas, sobre todo en El árbol de la ciencia. Otras veces se levantaba y trataba de huir del dormitorio, por lo que siempre había que dejarle la puerta abierta. En una de estas fugas precipitadas se cayó y se rompió el fémur. Sobrevivió a la operación varios meses, en estado comatoso, defendido por sus allegados de los intentos de hacerle volver al seno de la Iglesia católica. Murió irredento el 30 de octubre de 1956 y fue enterrado en el cementerio civil.
II BAROJA Y LAS MUJERES
Como él mismo dejó escrito en reiteradas ocasiones, unas veces llanamente y otras con reticencia, a Baroja le habría gustado mucho tener éxito con las mujeres. Hay que reconocer, sin embargo, que no hizo gran cosa por conseguirlo. Tal vez su vida sentimental o erótica habría podido ser menos árida de como él y sus biógrafos la pintan, porque no era un hombre desagradable en su aspecto físico, debía de ser un buen conversador, y la proverbial aspereza de su carácter se desvanecía en compañía femenina. Seguramente el principal obstáculo residía en su empeño por huir de todo compromiso. Si lo hacía para poderse consagrar íntegramente a su obra literaria o si se consagró íntegramente a esa obra de resultas de su magra vida galante es algo que nunca podremos determinar con certeza. Lo más probable es que los dos factores se potenciaran el uno al otro sin que ningún suceso externo alterase esta mecánica ni Baroja tomara en ningún momento la decisión de romper el círculo vicioso, bien por cálculo, bien por cobardía, bien por otra u otras causas. En la práctica, los caracteres son más importantes que la voluntad. El terreno afectivo de las personas siempre es un misterio: por recato no hablan de él, y si lo hacen, no se debe dar crédito a sus confesiones sin más ni más, porque incluso los más sinceros se equivocan o mienten, queriendo y sin querer. En vista de lo cual hay que hacer conjeturas que suelen revelar más sobre la personalidad de quien las hace que sobre la persona a la que se refieren. Pero tampoco es un asunto que se pueda obviar, sobre todo en el caso de Baroja, cuyas opiniones al respecto son variadas, contundentes y, como es habitual, contradictorias, y cuya trayectoria vital en este aspecto es formidable por omisión. Lo único que nos consta es que en los numerosos escritos autobiográficos de Baroja hay algunos episodios que podrían interpretarse en clave sentimental, episodios que luego él mismo había de evocar con la amargura con que se evocan las ocasiones perdidas, cuando ya es demasiado tarde, incluso para sacar provecho de la experiencia. Ya he dicho que Baroja se consideraba el menos agraciado de sus hermanos, y desde el principio de su vida pública adoptó un porte externo encaminado a corroborar esta opinión. En su forma de vestir y en su actitud siempre hubo un punto de apocamiento, como si ya de joven hubiera tenido prisa por convertirse en el anciano friolero que parecía más tarde, incluso en los meses más rigurosos del verano. Siempre fue vestido de pesimista. En sus años estudiantiles, Baroja parece haber estado más interesado en discutir y filosofar que en perseguir a las chicas. El ambiente universitario de la época era estrictamente masculino y en los ambientes femeninos que frecuentaban los jóvenes de la burguesía, los bailes y verbenas de modistillas, vendedoras y criadas, se sentía desplazado. Para tener un cierto éxito en aquellos lugares, donde imperaba una alegría desgarrada, había que hacer gala de todo lo que no era Baroja, muchacho provinciano de aspecto vulgar, meditabundo y perpetuamente preocupado. Es probable que la marginación ahondara estas características innatas de su temperamento. También es probable que sus experiencias como estudiante de medicina le hubieran mostrado los peligros de la lujuria y que este temor lo mantuviera alejado de las mujeres en general y de los burdeles en particular. No sabemos si los frecuentó o no, pero en sus escritos siempre se refiere a esta institución omnipresente en la vida española con distancia y aversión, como si viera una relación directa entre las sórdidas salas de hospital y “el triste proletariado de la vida sexual”:
Al comenzar el cuarto año de carrera se le ocurrió a Venero que asistiéramos a un curso de enfermedades sifilíticas o de la piel, que daba el doctor Cerezo en el Hospital de San Juan de Dios…
Para un hombre excitado e inquieto, como yo, el espectáculo tenía que ser deprimente. Las mujeres eran de lo más caído y miserable. Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada en una sala negra, en un estercolero humano, comprobar y evidenciar la podredumbre que acompaña la vida sexual, hizo en mí una angustiosa impresión.
Y más adelante:
Yo creo que a la mayoría de los hombres sensibles… esos primeros contactos no le dejan más que una impresión de tristeza y de repugnancia. El cuarto de una casa miserable, la habitación sucia, la frase cínica, el perfume barato, el miedo al contagio, todo es un horror.
Luego, ya adulto, jalonan su vida algunos encuentros que parecen tomar un sesgo amoroso. Son pocos, y en el recuento sucinto que nos ha dejado de ellos, Baroja siempre se zafa de un modo brusco, sin ofrecer una explicación satisfactoria de los abruptos finales. Estos breves interludios sentimentales aparecen descritos en sus novelas en forma muy similar a como él los relató luego en sus memorias, aunque embellecidos o alterados para adaptarlos a la trama argumental. Pero también en este caso, como en otros, cabe la duda de si la ficción proviene de una experiencia personal transmutada en materia literaria o a la inversa. Al fin y al cabo Baroja escribió sus memorias a una edad en la que fácilmente podía confundir, incluso voluntariamente, la realidad de una vida prosaica con los sucesos turbulentos engendrados por su fantasía. En sus novelas había vivido de un modo vicario aquellos lances de amor y de aventuras y no había razón para que no los incluyera en su autobiografía como parte de su vida. Sea como sea, creo que vale la pena examinar someramente algunos de estos episodios desdoblados, en la medida en que revelan poco sobre el hombre, pero mucho sobre el escritor, si es que se pueden separar ambos conceptos. He seleccionado algunos por su tipismo. Hasta el lector menos avisado podrá apreciar que corresponden sospechosamente a otros tantos arquetipos de la novela tradicional. El primero es juvenil y pertenece a su breve pero intensa etapa de médico rural. Según cuenta en sus memorias, estando destinado en Cestona acompañó a su padre por la provincia de Álava, donde Serafín Baroja debía realizar unos trabajos de demarcación de minas. En la casa de una mina encontraron “a un gallego ya viejo y con el pelo pintado” que vivía “con dos mujeres hermanas. Una, en la raya de la madurez, guapísima, y otra, bastante más joven, también muy bella”. Baroja se sintió atraído por la mayor hasta el punto de acariciar estos pensamientos:
Si las cosas de la vida fueran fáciles, yo le hubiese dicho a esta mujer:
– Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven, y si no quiere usted mi compañía, tendrá usted libertad.
Pero pronto pensé:
– ¿Y cómo? ¿Dónde tiene uno dinero para eso? ¿Cómo abandona su plaza de médico? ¿Y de qué se vive después?
Este triste personaje femenino aparece luego en un relato incluido en el volumen titulado Vidas sombrías. Más interesante, sin embargo, es la versión del hecho introducida en la novela supuestamente autobiográfica El árbol de la ciencia, porque en este pasaje la figura central no es la mujer, sino el protagonista masculino. Aquí la mujer de la mina se ha convertido en la posadera que aloja al joven médico rural. Su marido es también un tipo despreciable. La última noche que el médico pasa en la pensión, antes de abandonar el pueblo definitivamente, la posadera y él están solos.
– ¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?
– Sí.
– Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.
– Voy a terminar en un momento.
– Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la familia.
– ¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.
– No lo dirá usted por nosotros.
– No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo es, más que nada, por usted.
– ¡Bah! Don Andrés.
– Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente…
– ¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! dijo ella riendo.
– Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted…
– Vamos a ver lo malo… replicó ella con seriedad fingida.
– Lo malo que tiene usted -siguió diciendo Andres- es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera.
– ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!
Después de este rápido diálogo en el que se utiliza la palabra “usted” diecinueve veces, Dorotea cede a las requisiciones del huésped y a sus propios impulsos. A la mañana siguiente se produce la despedida sin que medie palabra. Nada hace pensar que ambos abrigaran dudas sobre lo efímero y coyuntural de su relación. No las tiene Andrés: apenas llega a Madrid, otros asuntos acaparan su atención y no dedica a Dorotea ni un recuerdo. De hecho, Dorotea no vuelve a aparecer en la novela, ni siquiera se la menciona. Sin embargo, aquella noche de amor había producido en Andrés un profundo trastorno.
Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.
Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios, y tenía temor de tocar con los pies el suelo.
Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle…
¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! -exclamó luego. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora.
Por más que el personaje de Andrés Hurtado viva sumido en la desesperanza, no parece ésta la reacción previsible en un joven que acaba de tener su primera experiencia sexual, con una mujer casada, de la que no parece estar enamorado, y a la que nunca volverá a ver. Al menos, esta experiencia no debería producirle únicamente abatimiento, sino también una cierta exaltación. Ahora bien, si excluimos la posibilidad de que el episodio de Dorotea la patrona sea enteramente imaginario y la posibilidad de que provenga de un suceso real que desconocemos, es decir, si damos por buena la teoría de que el encuentro con las dos hermanas que vivían con el gallego del pelo teñido y la proposición imaginaria a la hermana mayor sirvieron a Baroja de fuente de inspiración para el fragmento de la posada en El árbol de la ciencia, como hace suponer el sesgado pero no infrecuente recurso de seducir a una mujer hablando mal de su marido (“Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven”; “Está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera”), entonces la desesperanzada reacción de Andrés Hurtado es más comprensible, porque no corresponde a este personaje, sino al propio Baroja, es decir, no al joven que acaba de vivir una experiencia intensa, sino al que ha renunciado a una fantasía erótica, no tanto por virtud o convicción, sino por la falta de medios materiales y del valor necesario para lanzarse sin ellos a una aventura incierta.
El episodio siguiente tiene lugar unos cuantos años más tarde, en Roma, y figura en la antología de textos que forman la segunda parte de este libro. Al igual que el de la posadera, aparece, convenientemente transfigurado, en la novela César o nada, y en toda su aparente desnudez, en las memorias de Baroja. En síntesis, el episodio consiste en lo siguiente: Baroja viaja a Roma y se instala por dos o tres meses en un hotel donde se alojan algunas damas distinguidas. Tras varias vicisitudes banales, Baroja intima con “una señorita italiana” a la que “se le estaba pasando la edad de casarse”. Finalmente ella le propone que la acompañe a Nápoles, donde piensa pasar el resto del invierno. Pero una vez más Baroja está sin dinero. Por no confesárselo, abandona el hotel una mañana sin despedirse de nadie. La escena tendría algo de Dostoievski y de Chaplin si no la empañara un cierto aroma de mezquindad. Sin embargo, la explicación resulta poco convincente. Se mire como se mire, es menos penoso y más gentil confesar la verdad que dejar plantada a una mujer con la que se ha llegado a tal grado de intimidad sin mediar explicación, sobre todo cuando ha sido ella la que ha formulado la proposición. Si Baroja no quería revelar la escasez de sus recursos, podía haber inventado alguna excusa. Por lo demás, cabía la posibilidad de plantearle el problema a la dama en cuestión y aceptar su hospitalidad: Baroja tenía unos treinta y cinco años, era un hombre formal, de conducta intachable, y por añadidura un escritor célebre, reconocido y tratado como tal en el pequeño mundo del hotel de Roma. Ni siquiera las más estrictas convenciones de la época habrían censurado que una dama se lo llevara de invitado a Nápoles. La resolución del suceso, tan expeditiva como descortés, más bien hace pensar que a Baroja le asaltó el pánico. Sin duda la “señorita italiana” no le atraía en lo más mínimo, pero la consideraba demasiado inteligente para ofrecerle un pretexto al uso. La verdad era que no se quería comprometer y le faltó valor para decírselo a la cara, lo que puede estar mal, pero no deja de ser comprensible. En César o nada, el trasunto de esta historia introduce un elemento de cinismo que lo tergiversa y al mismo tiempo lo aclara. El protagonista de la novela rechaza las proposiciones de una mujer rica, en cuya actitud se mezclan, a su juicio, los instintos carnales y el afán de posesión. La transformación literaria de este incidente leve y triste parece más veraz que la aparente descripción escueta de los hechos.
El tercer episodio, conocido como el de “la rusa”, también figura en la presente antología, y por partida doble. Es con mucho el más extenso, el más intenso y el que ha hecho correr más tinta a los biógrafos.
El episodio está fechado por el propio Baroja “a final de verano de 1913”. En una de sus repetidas estancias en París, Baroja frecuenta el salón de una dama rusa, joven, hermosa e inteligente, casada con un ingeniero de minas (como el padre de Baroja) a la sazón destinado en algún lugar del Cáucaso. La rusa no llega a los treinta años de edad; Baroja, que tiene cuarenta y uno, dice de sí mismo: “… es uno ya viejo, pobre y sin aspecto… Tiene uno que conformarse con estar en segundo término”. Y más adelante: “¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor un poco viejo y un tanto raído?”. También frecuentan la casa dos amigas de la rusa: la mayor es “una muñeca sonrosada, como de nácar”; la otra tiene catorce años y toca muy bien el violín. Baroja coquetea con las dos hermanas bajo la mirada irónica de la rusa, a quien él, en el fondo, ama. A veces parece que en Les liaisons dangereuses y Lolita se ha colado don Hilarión. La historia, por supuesto, acaba en nada. Es un amor imposible, abocado a malentendidos, citas fallidas, desencuentros y, finalmente, a la separación. De nuevo el protagonista de los dos dramas queda hondamente afectado, confirmado en su desesperanzado balance de la vida. Curiosamente, el personaje real, Baroja, insinúa haber contemplado la idea del suicidio. No así el protagonista de la novela, que prosigue su melancólico deambular.
Ambos relatos, el de la novela y el de las memorias, coinciden hasta tales extresmos que no me parece ocioso reproducir aquí los fragmentos:
La Sensualidad Pervertida A la vuelta del camino
A los quince días de estar en París pensé que sería ocasión de visitar a la mujerona rusa que había conocido en San Sebastián. Miré su dirección y fui a su casa, en una calle del barrio de Passy; no estaba y dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí,, lo que no me preocupaba mucho; pero a los tres o cuatro días recibí esta carta, en francés: A los quince días de llegar a París pensé si sería ocasiónde visitar a la señora rusa que había conocido en San Sebastián. No sabía de quién eran las señas que tenía, si de la señora hombruna y pesada o de la otra. Una tarde que no tenía nada que hacer me dije: “Voy a ver dónde vive esa señora que he conocido en San Sebastián”. Siempre resultará que es la hombruna y la pesada, y no la otra, pero no me importa. Tomé un tranvía, llegué a un barrio lejano, a una especie de ciudad-jardín, pregunté al portero: la señora no estaba y le dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí, lo que no me preocupaba mucho. A los tres o cuatro días recibí esta carta en francés:
“Querido señor Murguía: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted ve nir mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Leestrecha la mano, Ana de Lomonosof.” “Querido señor: he estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted venir a casa mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle. Le estrecha la mano, Ana.” No sé si en una novela mía, titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana; pero no se llamaba así.
Contemplé la carta: el papel azulado, la letra dibujada y modernista, un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía. Contemplé la carta; la letra dibujada y modernista y un poco desigual, con cierto aire de languidez y fantasía.
Sólo un fenómeno paranormal explicaría que Baroja hubiera escrito el segundo texto sin tener el primero ante los ojos. Sin embargo, es enternecedora la ingenuidad con que pretende negarlo mediante la astuta frase: “No sé si en una novela mía titulada La sensualidad pervertida, la llamé a esta señora Ana”. ¿Cómo no va a saberlo si la está copiando palabra por palabra? ¿Y cómo no reconocer en la supuesta carta de la rusa el estilo de Baroja? Ahora bien, si, como es evidente, Baroja tuvo el texto de la novela a la vista al redactar el de las memorias, y como la novela data de 1920 y el tomo IV de las memorias de 1947, hay que concluir, o bien que Baroja copió la novela en las memorias, o bien que escribió los dos relatos apoyándose en un diario o una notas tomadas en el momento en que se produjeron los hechos. Esto último es improbable: en sus viajes Baroja tomaba notas ambientales para utilizarlas luego en las novelas, pero no parece que anotara sus experiencias personales, al menos de un modo sistemático. Si lo hizo, como no lo publicó, el manuscrito se habría perdido antes de 1947 (tal vez en el bombardeo de la casa de Mendizábal) o habría aparecido en Vera de Bidasoa. Lo más probable, con todo, es que Baroja refiera su relación con la rusa en el texto autobiográfico desgranando sus recuerdos, pero utilizando, a la hora de escribirlos, el fragmento de la novela al que habían ido a parar en su día esos recuerdos convenientemente novelados. No se puede exigir a un novelista que sea riguroso cuando utiliza sucesos reales para construir su mundo de ficción. Como ya he dicho antes, no hay peor manera de leer una novela que buscar en ella claves de la realidad mejor o peor disimuladas. En realidad, el falseamiento de la realidad constituye la esencia de toda novela, en la medida en que transforma una experiencia particular en otra universal o paradigmática. Otra cosa es el texto autobiográfico, que tiende, en la medida de lo posible, a mantener el carácter singular, particular y veraz de lo narrado. Cabe preguntarse si Baroja tenía clara esta diferencia. En cualquier caso, y a pesar de estos encuentros breves con otras mujeres, Pío Baroja acabó viviendo con su madre hasta que ésta murió. Baroja adoraba a su madre, pero la convivencia no parece teñida de un fuerte componente de dependencia material o afectiva. Baroja y su madre compartían en la casa de la calle Mendizábal, como ya he dicho, una planta bastante amplia, donde los dos vivían con independencia, atendidos por dos criadas. La empedernida soltería de Baroja, al margen de las opiniones que cada uno pueda tener al respecto, no era tan extraña entonces como puede parecer hoy en día. La pervivencia de un sistema familiar tradicional, ejemplificado en el caso de los Baroja en la casa-hormiguero de la calle Mendizábal, permitía a un hombre soltero disfrutar de los cuidados y comodidades de una vida compartida, sin necesidad de hipotecar a cambio su libertad individual ni asumir las obligaciones y responsabilidades de la vida familiar en una sociedad más presidida que ahora por incertidumbres de toda índole. En estas familias amplias, casi tribales, las penas y alegrías de unos eran vividas como propias por todos los miembros. Esto colmaba también en buena parte la vida afectiva. En el caso de Baroja, según se desprende del testimonio de su sobrino Julio Caro Baroja, aquél siempre consideró a éste como un hijo, y este sentimiento fue recíproco. Pese a todo, el no haber convivido nunca con nadie ajeno a su propia familia no le forzó a limar las aristas de su carácter ni a dominar su egoísmo innato. En el terreno sentimental, como en otros, Pío Baroja fue muy infantil toda su vida. Su inexperiencia con las mujeres probablemente era total en el aspecto físico. Josep Pla dejó escrito: “Su obra -que es enorme- no se podría explicar si su autor no hubiera sido un hombre muy casto”. Tal vez si su castidad no hubiera sido tan grande su obra no habría sido tan enorme, pero seguramente se habría liberado de un cierto infantilismo, que el propio Pla le reprocha en el texto que acabo de citar. Hay quien opina que su inocencia no era tan grande. Nadie, que yo sepa, lo considera un sátiro. Sea como sea, las mujeres aparecen continuamente en sus escritos, y es ahí, y no en las intimidades de su cama, adonde debemos dirigir la atención. Por supuesto, también en este terreno Baroja fue contradictorio, si bien aquí sus ambivalencias resultan más comprensibles. Enjuiciar a las mujeres es enjuiciar a todo el género humano, y sólo un bruto rematado puede tener a este respecto ideas claras e invariables. Por otra parte, me parece pertinente distinguir entre las opiniones de Baroja y su actitud como creador. En lo primero, Baroja no escapó al influjo de su época y su ambiente, es decir, a los viejos tópicos de la mujer casquivana, voluble, codiciosa, voluptuosa, irracional y causa de perdición de hombres incautos. Estos estereotipos no eran privativos de los cenáculos madrileños o del casino de Vetusta. Todo el mundo occidental participaba de ellos. Pero en España la cosa seguramente era peor. A juzgar por las manifestaciones escritas y de otro tipo que han llegado hasta nosotros, y salvo contadas excepciones, los españoles de aquellos años trataban a las mujeres con una mezcla de galantería, desdén y condescendencia de la que se sentían perfectamente satisfechos. El cinismo era la respuesta general de un pueblo reprimido a su impotencia. Baroja, por su modo de ser, difícilmente podía sumarse a esta postura. Con Silverio Lanza, un escritor contemporáneo de Baroja, mantuvo (o al menos así lo cuenta en sus memorias) el siguiente diálogo:
– Amigo Baroja -me decía-, en sus novelas es usted muy galante y respetuoso con las damas. A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas.
[…]
– Mire usted, don Juán (se llamaba Juan Bautista Amorós), todo eso es literatura y literatura manida. Ni usted ni yo podemos violar las leyes y las mujeres a nuestro capricho. Eso queda para los César, para los Napoleón y para los Borgia. Usted es un buen burgués que vive en su casita de Getafe con su mujer, y yo soy otro pobre hombre que se las arregla como puede para vivir. Usted, como yo, tiembla si tiene que transgredir, no una ley, sino las ordenanzas municipales; y, respecto a las mujeres, tomaremos algo de ellas, si ellas nos quieren dar algo, que me temo que no nos darán gran cosa a usted ni a mí…
Puede ser que el diálogo sea apócrifo, pero aun así, es evidente que Baroja se atribuye a sí mismo esta posición, y que se siente ufano de ella. Por más que adoptara a veces las actitudes de gallito al uso, Baroja procedía de una cultura matriarcal, como es la vasca, y siempre vivió en un mundo construido y administrado por su madre y luego por su hermana Carmen. De los episodios sentimentales reseñados antes, se desprende que a Baroja las mujeres le producían un miedo cerval, pero no desprecio. Esto no quiere decir que no tuviera cosas malas que decir de las mujeres. A lo largo de sus escritos menudean las generalizaciones, los términos peyorativos y las censuras. Baroja era, sin duda, un misógino. También era un misántropo. A la hora de formular juicios negativos era muy igualitario. Las novelas de Baroja, que son un mosaico multitudinario, están abarrotadas de mujeres, aunque ninguna mujer desempeña en ellas un papel protagonista, con una salvedad notable, la de María Aracil, personaje central en la trilogía “La raza”, una de cuyas novelas, La ciudad de la niebla, está parcialmente escrita en primera persona femenina, un caso insólito en la obra de Baroja y en la literatura española de la época. De esto el propio Baroja era consciente.
Yo no he pretendido nunca hacer figuras de mujeres miradas como desde dentro de ellas, estilo Bourget, Houssaye, Prevost; esto me parece una mistificación, las he dibujado como desde fuera, desde esa orilla lejana que es un sexo para otro.
Es cierto. En su extensa narrativa, las mujeres sólo son personajes encontrados a lo largo del camino, seres humanos de muy distinta condición, social y humana; unas son inteligentes y otras estúpidas, unas buenas y otras malas, todas viajan en la nave de los locos que era para Baroja la Humanidad. A diferencia de las novelas decimonónicas, las heroínas de Baroja nunca tienen un secreto ni un pasado. Simplemente llevan a cuestas sus errores o los palos de la vida. Pero tanto por ellas como por los hombres que abarrotan sus novelas, y fueran cuales fuesen sus opiniones personales al respecto, Baroja siente, como autor, auténtica piedad por sus personajes. Sus defectos le irritan y no se reprime a la hora de lanzar denuestos contra ellos. Pero nunca es despectivo ni menos aún sarcástico, nunca pierde de vista que son sus iguales. Como Galdos, por quien decía no sentir ninguna admiración, y a diferencia de casi todos los escritores españoles de su tiempo, la mirada de Baroja sobre sus criaturas es compasiva.
III UN HOMBRE DEL 98
En 1898 España llevaba ya muchos años empantanada, en el sentido metafórico y literal de la palabra, en una guerra contra los insurgentes que luchaban por la independencia de Cuba, cuando el acorazado Maine de la marina de los Estados Unidos, enviado allí para proteger las vidas y los intereses económicos de la colonia norteamericana en la isla, estalló por causas que todavía hoy siguen envueltas en el misterio. Pero fueran cuales fuesen las causas del siniestro, el gobierno de los Estados Unidos atribuyó el incidente a una mina española, lo consideró un acto de agresión y aprovechó el pretexto para declarar la guerra a España. La guerra duró poco: en un combate naval en las Filipinas la flota norteamericana acabó impunemente con la flota española del Pacífico; en otro, librado frente a la bahía de Santiago y presidido igualmente por la mezcla de inferioridad técnica y el desatino que en la Historia de España suele recibir el nombre de heroísmo, con la flota del Atlántico. Por parte de los Estados Unidos, aquélla era su aparición en la escena mundial como potencia de primera magnitud. Para España, la despedida. Un imperio colosal, que había durado cuatro siglos, se desmoronaba con ruido pero sin esplendor, entre polvo y miseria.
En realidad, la pérdida de las últimas colonias de ultramar sólo era la culminación del inexorable proceso de desintegración del vasto imperio español, el final de un proceso sangriento, que debería haber producido en España más alivio que tristeza. Pero en aquella época, en la que el patriotismo era una pieza más importante de lo que es hoy en el engranaje emocional de los españoles, el llamado “desastre” del 98 afectó a la población en tanto que símbolo del ocaso definitivo de la antigua gloria.
Hoy, acostumbrados a ser ciudadanos de un país de segunda fila y con una noción distinta de las excelencias del colonialismo, tendemos a mirar con escepticismo la frustración de nuestros antepasados. Pero entonces no sólo debía de pesar en el ánimo colectivo la humillación, el temor al descalabro económico y la sensación de incompetencia y desgobierno, sino también otro factor. Vista desde el otro lado del océano, Cuba había dejado de ser en rigor una colonia para convertirse en una parte inseparable de la identidad colectiva. Muchas familias, a todos los niveles sociales, tenían con Cuba vínculos de parentesco: en casi todas las biografías y memorias de la España contemporánea aparece la figura de la abuela cubana o del abuelo que fue a Cuba y regresó cargado de una crónica personal exótica y probablemente falsa. El indiano, con su bagaje de exuberancia y nostalgia, es una figura relevante en el desarrollo urbanístico, arquitectónico y sentimental de muchas poblaciones costeras y algunas del interior. En este sentido, la pérdida de Cuba fue una terrible amputación de la que el país salió mermado, dolorido, indignado y con un sentido crítico especialmente agudo.
Pocos autores aceptan hoy la existencia de la llamada generación del 98, bautizada con este nombre por Azorín en 1913. El que la cultura oficial del franquismo la hubiera manipulado a su conveniencia produjo primero la revisión del concepto y luego su rechazo. Sin embargo, el concepto, o cuando menos la etiqueta, es tan usual que, a pesar de todo, cuesta desprenderse de ella, no sólo por inercia, sino porque en el fondo ofrece más ventajas que inconvenientes a la hora de determinar o incluso investigar ciertas actitudes. Por consiguiente, sin ánimo de entrar en una polémica que desborda los límites y la intención de este escrito, creo que sí puede hablarse de una generación del 98, al menos en el sentido temporal del término. La integraban intelectuales y artistas que iniciaron su andadura a finales del siglo XIX y bajo el influjo de acontecimientos históricos decisivos para la Historia de España y, sobre todo, para la concepción de la Historia de España. Estos individuos se formaron a la sombra de la crisis, y su pensamiento y su obra estuvieron influidos en buena medida por ella a lo largo de toda su vida. Esto no es decir gran cosa, en primer lugar, porque todo el mundo es hijo de su tiempo, y, en segundo lugar, porque la actitud de sus integrantes con respecto a la situación fue muy diversa, en ocasiones incluso antitética. En este sentido, realmente, no puede hablarse en rigor de una generación, ni mucho menos de un grupo. Pero también es cierto que todos participaron de la preocupación común por los avatares del país, que todos, en mayor o menor medida, se pronunciaron al respecto, y que la personalidad y la obra de cada uno influyó de un modo próximo en la de los demás. No es fácil saber si Baroja se consideraba a sí mismo miembro de esta generación, si siquiera si reconocía la existencia de la generación del 98, a la que en sus memorias definía, con su habitual benignidad, como “un grupo de bohemios cerriles, holgazanes, rebeldes y malhumorados”. Pero no es sólo el momento decisivo del 98 lo que hace que Baroja y otros como él adopten un papel crítico en los asuntos públicos del país. Entre finales del siglo XIX y principios del XX todo el mundo occidental estaba cambiando por diversos factores, el más importante de los cuales era la agitación social. Ya en 1882 se había fundado en España la Unión General de Trabajadores (UGT), de ideología socialista, y poco más tarde, en 1890, se había producido la primera huelga importante en la industria minera de Vizcaya. Pero el gran impacto sobre la sociedad en aquellos años lo tuvo sin duda el anarquismo, partidario de la eliminación radical del Estado, de la Iglesia, de la propiedad privada y del dinero; y también partidario de la acción directa, es decir, del terrorismo. En 1893 un anarquista llamado Santiago Salvador había arrojado una bomba en el Liceo, el teatro de ópera de Barcelona, causando una verdadera carnicería. Durante la década siguiente, menudearon en Europa los atentados contra destacadas personalidades de la vida pública. El presidente de Francia, Carnot, fue asesinado en 1894; Cánovas del Castillo, presidente del gobierno español, en 1897; la emperatriz Elizabeth de Austria, la célebre Sissí, en 1898; el rey Humberto de Italia, en 1900; el presidente McKinley, de los Estados Unidos, en 1901; Canalejas, en 1912. Más afortunado, el rey Alfonso XIII escapó indemne de la bomba que en 1906 le arrojó Mateo Morral, a quien Baroja tal vez había conocido personalmente o tal vez no, pero cuya figura campa por algunas de sus novelas.
Este cúmulo de huelgas, atentados, luchas callejeras entre bandos distintos o entre distintas facciones de un mismo bando y la brutal represión del poder constituido contra unos y otros, no era un telón de fondo idóneo para que los hombres del 98 analizaran con ecuanimidad la situación de España y esbozaran medidas cautelosas conducentes a su regeneración. A este fenómeno perturbador se añadiría al cabo de muy poco la primera guerra mundial y, posteriormente, la crisis de los sistemas democráticos en Europa. Era evidente que existía una crisis en todos los terrenos, pero nada hacía pensar que existiera además una forma de salir de ella. El mundo entero parecía condenado al caos. Baroja no fue una excepción a este desconcierto, que en su caso se vio agudizado por su peculiar idiosincrasia.
Ya he dicho antes que Baroja poseía un bagaje intelectual, unos conocimientos y una formación considerables para su época, sus circunstancias y, en particular, para la España cazurra de aquel tiempo, pero aun así, su formación no era suficiente ni adecuada para hacerse una idea cabal de la situación y ofrecer una interpretación ajustada. Esto no habría sido grave para alguien que se hubiera limitado a escribir novelas convencionales, pero entonces la vida intelectual no estaba tan compartimentada y de un escritor se exigían muchas cosas, o él se las exigía a sí mismo. Por este motivo, Baroja publicó innumerables textos teóricos sobre política, en los periódicos o en forma de ensayo, y en sus novelas y, por supuesto, en sus escritos autobiográficos, menudean los pasajes donde él o sus personajes filosofan, discuten y pontifican. Y, como no podía ser menos, este discurso en Baroja es aún más confuso, incoherente y contradictorio que otros.
Baroja fue un hombre influido por la filosofía. En sus escritos cita a menudo a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, entre otros varios. Es evidente que tenía un conocimiento directo o indirecto de estos autores, a alguno de los cuales, como a Schopenhauer, había leído atentamente, pero es poco probable que fuera un buen conocedor de sus obras o un experto en filosofía. Ni siquiera es probable que su conocimiento proviniera de la lectura directa de la mayoría de los autores citados. Esta actitud, que en definitiva consiste en hablar de lo que se conoce mal y se entiende a medias o no se entiende, puede parecer frívola. Hoy en día la filosofía ha salido de la vida cotidiana y vive refugiada en círculos académicos, cerrados a todo aquel que no posea una sólida formación, que no sea, en cierto modo, un profesional de la filosofía. En tiempos de Baroja, esto no era así. La filosofía formaba parte de la vida intelectual de las personas, y si bien el andar por las tabernas y tertulias de café no redundaba en un mayor rigor de sus formulaciones, sí hacía que influyera de un modo efectivo en el modo de pensar y actuar de las personas. Por otra parte, Baroja intuyó que la novela moderna no sólo debía despojarse de la retórica literaria al uso, sino que debía incorporar elementos nuevos, que ya no bastaba con contar una historia consistente en la peripecia física o sentimental de los personajes, sino que la novela debía estar cimentada en las ideas y en su confrontación. Dicho de otro modo: al igual que los autores rusos que tanto admiraba, Baroja consideraba que el eje de la novela ya no podía ser una pasión amorosa, una ambición personal o un desliz social, sino el conflicto del hombre moderno en la encrucijada de la realidad y la ética, entre el mundo y la concepción del mundo que el personaje se ha hecho y a la que debe atenerse, por errónea que ésta sea, si no quiere disolverse en la nada. Con toda su aparente llaneza, Baroja había intuido las consecuencias que había de tener para la novela la muerte de Dios anunciada por Nietzsche y encarnada en los personajes de Dostoievski. De resultas de lo dicho, no podemos entender del todo a Baroja sin tener en cuenta estas influencias y sin conocer las fuentes de donde bebió, siquiera a pequeños sorbos.
De todos los filósofos mencionados, Baroja siempre manifestó una especial afinidad con Schopenhauer.
Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y la Introducción al estudio de la medicina experimental, de Claudio Bernard.
No es fácil saber si fue la lectura de Schopenhauer lo que impulsó a Baroja a abrazar el pesimismo que le acompañó toda su vida o si fue su predisposición al pesimismo lo que le hizo encontrar la formulación puntual de sus convencimientos en los escritos de un hombre que consideraba la existencia humana como una equivocación. Más tarde, a través de un amigo suizo llamado Paúl Schmitz, que le leía fragmentos del epistolario de Nietzsche, cayó bajo su influjo. En algunas de las novelas que escribió Baroja en aquella época aparecen las ideas de este filósofo en boca de los personajes o del propio autor. Del conocimiento superficial de Nietzsche provienen las consabidas nociones de verdad y moral, de instinto y voluntad, del triunfo del fuerte sobre el débil, etcétera. Leyendo los escritos barojianos se tiene la impresión de que estas nociones, en muchos casos, no pasan de simples enunciados vacíos de contenido, aunque no hay duda de que Baroja, más en su ideología personal que en el fondo de sus novelas, vivió deslumbrado por las teorías nietzscheanas, como tantos otros intelectuales europeos de su tiempo. También estas ideas, unidas a su natural misantropía, lo llevaron a despreciar la voluntad popular y, por consiguiente, a expresar su animadversión por el sistema parlamentario, con sus pequeñas y grandes corrupciones, su aparente ineficacia y su clientelismo. Esta animadversión era similar a la que pocos años atrás habían sentido otros intelectuales europeos, como Ibsen o Tolstoi, a los que admiraba justamente. Al igual que éstos, Baroja volcó en su obra toda su capacidad de comprensión y su piedad hacia el prójimo, mientras que en la vida real expresaba odio y desdén por las opiniones y actitudes de los seres humanos. Era la misma visión negativa del sistema democrático que empujó a no pocos intelectuales europeos hacia las soluciones totalitarias de corte fascista que prefiguraba Mussolini, y a otros muchos, hacia la dictadura del proletariado que se afianzaba en Rusia. Baroja no fue una excepción a esta regla, si bien su posición siempre fue ambigua. Detestaba, como ya he dicho, el sistema parlamentario, pero también aborrecía el autoritarismo que percibía en el socialismo extremo. Siempre pensó que si algún día ese socialismo llegaba a triunfar, impondría un Estado aún más opresivo. En cuanto al fascismo, nunca llegó a militar en sus filas, por más que expresara en sus escritos vagas simpatías por aquel sistema. En sus memorias, aparecidas, no lo olvidemos, en la década de los cuarenta, encontramos estas reflexiones:
Mussolini publicó hace años un libro sobre el fascismo en donde no se decían más que vulgaridades y se glorificaban el Estado y la guerra.
Asegura que quiere la libertad del Estado y del individuo dentro del Estado. Todo esto es pura palabrería. Si el Estado tiene libertad absoluta, esta libertad no puede ejercerla más que con relación al individuo y con frecuencia contra el individuo. El individuo aceptará con gusto un Estado que le proteja; pero un Estado que le coarte… ¿cómo lo va a aceptar con gusto? En general, la acción del Estado va contra el individuo.
Se trata, como vemos, de un pensamiento político poco elaborado, incluso algo simplón. Ante las conclusiones a que llega Baroja uno tiende a pensar que Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche son mucho equipaje para un recorrido tan corto. Pero nada nos lleva a dudar de su sinceridad. Sea como sea, si Baroja se hubiera limitado a escribir novelas en vez de empeñarse a lo largo de su vida en explicar prolijamente los fundamentos de sus pensamientos, estos devaneos filosóficos serían un elemento secundario en su obra del que sólo se ocuparían los eruditos. Pero su impenitente locuacidad y las trágicas circunstancias históricas por las que atravesó su generación han dado a esta amalgama de ideas un realce que a menudo prevalece sobre la parte sustancial de la obra barojiana.
CANDIDATO LERROUXISTA
Además de propagar sus teorías políticas verbalmente y por escrito, en 1909, cuando Pío Baroja tenía veintisiete años, hizo una breve incursión en el terreno de la política práctica presentando su candidatura en la demarcación de Fraga por el Partido Liberal que encabezaba Alejandro Lerroux. No es fácil entender los motivos que le impulsaron a ello, y en especial la decisión de hacerlo a la sombra de un personaje de tan dudosa integridad como Lerroux, de quien el propio Baroja diría luego en sus memorias: “Lerroux como hombre de pensamiento es y ha sido mediocre”. Alejandro Lerroux se había iniciado en la política procedente del periodismo al filo del siglo XX y llegó a presidir varios gobiernos de la República, con singular desacierto, al decir de muchos. Tuvo fama de político corrupto y en sus comienzos fue un demagogo exaltado que pescaba en río revuelto, fomentando todo tipo de enfrentamientos sociales. De él se ha dicho también y con cierto fundamento que fue un agente provocador, cuyo objetivo era sembrar la división entre el proletariado, desacreditar los movimientos obreros organizados y amedrentar a los nacionalistas catalanes, conservadores y católicos. Sus arengas contribuyeron a desencadenar en Barcelona la revuelta conocida como la “semana trágica”, aunque tampoco hay que exagerar el papel de Lerroux en unos movimientos populares para los que no faltaban causas reales. Pío Baroja había colaborado en el periódico fundado por Lerroux, El Radical (“un periódico… que se caía de las manos de puro aburrido”), publicando por entregas la novela César o nada. Atraído por las soflamas de Lerroux, que parecían avenirse con sus inclinaciones anarquistas, Baroja aceptó presentar su candidatura a instancias de aquél, que posiblemente se aprovechó de la inconsistencia doctrinal de Baroja para sumar a su causa el nombre de un escritor conocido del gran público. Sea como sea, la campaña electoral de Baroja debió de ser desastrosa, porque en vez de defender sus ideas, criticaba las del prójimo, por lo que los electores decidieron no votarle y abandonó la política tan bruscamente como había entrado en ella. En sus escritos autobiográficos, Baroja apenas menciona este esporádico coqueteo con el turbio mundo de la política real, y cuando lo hace, lo hace en términos despectivos:
Yo siempre me he inhibido de la política, que me ha parecido un juego sucio de compadreo. Si a veces me he asomado a ella, ha sido por curiosidad, como puede uno entrar en una taberna o en un garito. Es posible que fuera así. Como novelista, Baroja siempre procuró conocer de primera mano los ambientes físicos y morales que se proponía describir y es normal que sintiera un vivo interés por el trasfondo de la política en aquellos años turbulentos. También es posible que no guardara un recuerdo placentero de la aventura o que no se sintiera orgulloso de su actuación. Tampoco hay que olvidar que en la década de los cuarenta, cuando Baroja escribió las frases que aquí se citan, no era en modo alguno aconsejable alardear de haber militado en un partido revolucionario y junto a un político como Lerroux, que propugnaba quemar los conventos y violar a las novicias.
ANARQUISTA DE CORAZÓN
En realidad, desde el punto de vista de la ideología política, Baroja picoteó en todo y no fue nada. Únicamente el anarquismo, en un sentido vago, entendido a su manera, no sólo despertó sus simpatías, sino que impregnó su pensamiento y su obra de un modo genuino. No hay duda de que Baroja conocía las doctrinas de Bakunin y de Kropotkin y las ideas de Fanelli y Ravachol, de que conoció personalmente a destacados anarquistas españoles, de que tenía entre los anarquistas españoles numerosos y fervientes lectores, pero su anarquismo era más bien una actitud existencial, más próxima al individualismo a ultranza que a un proyecto social, siquiera utópico. Lo que Baroja veía en el anarquismo era, en el fondo, una sensación íntima de desarraigo del ser humano, una carencia de todo sistema de valores. Los hombres, según Baroja, “son anarquistas, no porque tengan ideas libertarias o rechacen el principio de autoridad, sino porque piensan que, en el mundo hispánico, el individuo se sustrae a ese principio. La acción individual será así tanto la muestra de la libertad como la prueba de la arbitrariedad de esa libertad”. Así, en la extraordinaria trilogía “La lucha por la vida”, el protagonista deriva hacia el anarquismo no tanto por convicción, como de resultas de una vida errante, a caballo entre el proletariado y el hampa, dos categorías que en el horizonte social de Baroja con frecuencia se entremezclan y se confunden, y no por equivocación: el proletariado urbano de la época no sólo estaba separado de la burguesía por un abismo económico, jerárquico y cultural, sino que sus condiciones de trabajo eran tan precarias que a menudo había de procurarse la subsistencia por medios poco honrados. Para el hombre y la mujer que habían de vivir en los lúgubres y malsanos sectores del bajo mundo madrileño, el estar dentro o fuera de la ley a menudo dependía más del azar que de la voluntad. Pero aunque su visión de la injusticia y su compasión por quienes la sufren fueran sinceras, no hay que olvidar que Baroja construía con ellas un mundo literario que sólo puede incidir en el mundo real en la medida en que lo describe mediante la ficción, y por consiguiente, del mismo modo que sería inexacto reconstruir la vida íntima de Baroja al margen de las fantasías que pueblan sus novelas, también sería erróneo buscar una relación directa entre su obra de creación y su pensamiento político. Pío Baroja sólo quiso ser un escritor. Ésta fue su forma de estar en el mundo, y todas las acciones que llevó a cabo fuera de este contorno respondieron a un simple deseo de experimentación, a un error de cálculo, a los imperativos de las circunstancias o a impulsos personales (vanidad, codicia, afán de notoriedad, resentimiento) que pueden ser moralmente reprobables, aunque humanos, pero que no deberían influir en la valoración del escritor.
Por supuesto, su deseo de meter la nariz en todas partes y mantenerse al margen de todos los conflictos no le podía salir bien en un país y una época dominados por la violencia y el fanatismo extremos. Tampoco supo ver que lo que para él eran indagaciones intelectuales rayanas en la extravagancia, que salían de su fantasía para regresar a ella, tenían una influencia honda e irreversible en la vida social del país.
En este sentido, la actitud de crítica destemplada, tanto por parte de Baroja como de la mayoría de los intelectuales de su tiempo, había de resultar nefasta para España, precisamente cuando la democracia incipiente más necesitada estaba de cordura y serenidad. Por una parte es comprensible que a los idealistas del 98, que habían soñado con la regeneración de España, los terribles enfrentamientos civiles les produjeran decepción y desasosiego, que les repugnara la corrupción y el reparto de cargos y prebendas de un sistema de libertades civiles por el que habían luchado tantos años y en el que habían depositado tantas esperanzas.
Pero, por otra parte, y a la vista de los resultados, no se puede por menos de condenar lo que hay en esta actitud de impaciencia, de elitismo y, en definitiva, de irresponsabilidad. Como la mayoría de escritores y artistas, Baroja era hombre de orden. Más allá de su rebelión contra la injusticia, anhelaba la tranquilidad física y espiritual que le permitiera elucubrar y escribir. Cuando se produjo la crisis, no supo afrontarla con la necesaria entereza. Turbado y atemorizado por el espectáculo de la violencia cotidiana, por la pugna cada vez más virulenta entre la derecha y la izquierda, por la intransigencia de unos y otros, y fascinado por confusas teorías darwinianas y nietzcheanas, Baroja, como muchos hombres del 98, formados en una sociedad fuertemente jerarquizada, se dejó atraer por el mito del hombre fuerte que, según imaginaban, sabría estar por encima de los sectarismos y devolver a la sociedad la unidad y la avenencia necesarias. Cuando vieron de qué materia estaban hechos estos presuntos salvadores de la patria, ya era tarde para rectificar. Como no tenía madera de héroe, primero tuvo que huir y más tarde, claudicar y fingir, y aun esta actitud sólo le sirvió para sobrevivir en un estado próximo a la miseria moral. Ante la ruina de lo que había sido su mundo, viejo, enfermo y arruinado, trató si no de congraciarse con los vencedores de la guerra civil, al menos de no indisponerse con ellos y de ganarse el sustento sin claudicar de sus principios. En el bando franquista fue acogido con recelo, pero acabó imponiéndose el criterio de quienes veían en Baroja un colaborador tibio y poco fiable, pero sumamente útil de cara a la opinión pública europea, entre la que gozaba de cierta fama como escritor y hombre de pensamiento libre. A cambio de esta colaboración, le garantizaron su seguridad física y la de su familia y unos medios de subsistencia modestos, pero nada desdeñables en tiempos de hambre y guerra. Obligado a escribir artículos que justificaran la rebelión militar y las formas políticas que propugnaba el nuevo régimen, hizo equilibrios para redactar frases ambiguas que admitieran más de una lectura. Pero los tiempos no estaban para guiños al lector ni para juegos de palabras. Le presionaron para que se comprometiera de un modo más explícito y no quiso o no supo hacerlo. Entonces renunció a todo y regresó primero a Vera y más tarde, acabada la guerra, a Madrid para pasar allí el resto de sus días, apartado de cualquier actividad pública, salvo de los homenajes que regularmente se le hacían. Lo mejor de la inteligencia española había muerto o estaba en el exilio y había que recurrir a viejas glorias en estado de desguace para tener la sensación de que no todo había sido destrozado a cañonazos.
Así sobrevivió Baroja en los años ávidos y oscuros de la posguerra, habiendo abdicado de cualquier atisbo de ideología para defender un ideal ético estrictamente individual, suspendido en una especie de incerteza ética que sólo se justificaba por su senescencia, cada vez más irreal, una figura del pasado, un puente medio roto hacia otros tiempos duros pero más esperanzados, ahora reducidos a escombros. Había sido un león de tertulia y letra impresa y ahora sólo era un viejecito caprichoso, de quien ya no interesaban las opiniones atrabiliarias, sino las curiosidades. No tenía vicios, aunque le gustaba el vino, fumar un cigarrillo de cuando en cuando y tomarse un whisky. Era muy goloso. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía hasta la madrugada. Le gustaban los gatos. Y seguía publicando un promedio de dos libros al año.
IV BAROJA ESCRITOR
Tal vez por todo lo dicho hasta ahora, no resulta fácil abordar la personalidad de Baroja como escritor prescindiendo de una personalidad confusa, cuyos rasgos tan pronto aparecen nítidos como se desvanecen en una bruma de paradojas y contradicciones. Como es lógico, las paradojas y contradicciones del personaje en el terreno político y personal se dan también en su obra. Sin embargo, en este caso, a diferencia de lo que ocurre con sus opiniones y su conducta pública y privada, el talento natural del escritor convierte todos los defectos en virtudes. Pío Baroja se inició, como la mayoría de escritores de su tiempo, en el periodismo, pero fue en el terreno de la narrativa donde había de adquirir fama, especialmente a partir de 1900, con la publicación de una recopilación de cuentos que tituló, significativamente, Vidas sombrías. Ese mismo año, a partir de abril, empezó a publicar por entregas Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, que apareció al año siguiente en forma de libro. En 1902 publicó Camino de perfección, primera entrega de la trilogía “La vida fantástica”. La novela despertó un amplio interés general, del que Baroja se hace eco en sus memorias con este escueto comentario: “A algunos les gustó este libro, y otros, en cambio, encontraron que valía poco”. En 1904, con la trilogía “La lucha por la vida”, le llegó la consagración definitiva. La carrera literaria de Baroja se prolongó más de cincuenta años, en los cuales tocó todos los géneros: periodismo, cuentos, ensayos, crónicas, teatro, memorias y, por supuesto, novelas, en número superior a sesenta. Sin embargo, a lo largo de esta dilatada carrera, su estilo apenas evolucionó. Juan Benet le reprochaba la intemporalidad de su esfuerzo, su empecinada ceguera ante los cambios vertiginosos que a lo largo de su vida barrieron el panorama narrativo.
Pero entre su juventud y su madurez, vio pasar el modernismo, el simbolismo, el dadaísmo, el surrealismo sin que su pluma conociera el más ligero estremecimiento; vio pasar a Proust, a Gide, a Joyce, a Mann, a Kafka, por no decir a Bretón, a Céline, a Forster, a todos los americanos de entreguerras, la generación perdida, la literatura de la revolución, sin levantar la cabeza a su paso, obediente al gesto del retrato que de él hiciera Vázquez Díaz, escribiendo junto a una ventana.
La acusación es cierta, pero sólo en parte. Un escritor, como había de demostrar el propio Benet, sólo puede evolucionar a partir de sí mismo, pero es casi imposible que asimile la enseñanza de otro escritor, especialmente si tal cosa supone una ruptura con su estilo. El propio Baroja así lo intuyó cuando dijo: “La mayoría de los escritores que a mí me han interesado me han dado la impresión de que desde su primera obra no han variado… Yo supongo que en literatura no se aprende nada, y que lo que se aprende vale poco”.
Pío Baroja, en sus memorias, dice haber sentido la vocación de escritor en su época de estudiante en la Facultad de Medicina de Madrid, y no hay razón alguna para desconfiar de esta afirmación. Pero en otros pasajes de las memorias, y en numerosos escritos de carácter autobiográfico, se refiere con cariño a las lecturas que en la infancia habían hecho llevadero el tedio de la larga temporada vivida en Pamplona: los relatos fantásticos de Mayne Reid, Julio Verne, Rider Haggard, Stevenson y Poe. No parece erróneo afirmar que la vocación y, sobre todo, la identidad literaria de Baroja se originaron y consolidaron de un modo definitivo en esta etapa infantil. No hay duda de que Baroja fue siempre un escritor influido por las novelas de acción y aventuras, más pendiente del lance que de los personajes que lo viven o de sus causas profundas. En muchas de sus novelas, como afirma Alberich refiriéndose a las Memorias de un hombre de acción, “pasan demasiadas cosas y pasan precipitadamente. El autor, sin duda, se abstiene de dar sentido a todos estos hechos, y es al lector a quien toca deducir algo, si es que puede, de ese espectáculo que se desarrolla rápidamente ante su vista”. Con todo, esta referencia a las lecturas infantiles no debe llevarnos a engaño. Las novelas de Julio Verne o de Rider Haggard están escritas en una prosa tan ampulosa y retórica como la de otras novelas contemporáneas para adultos. No es éste el caso de Pío Baroja, que sometió esta retórica a un ataque vandálico, y si bien creó un lenguaje dinámico, casi cinematográfico, lo hizo por una vía propia, no mimética. No se trata tamo de que Baroja haya escrito novelas de acción, que sí las escribió, sino de que abordaba todas sus novelas con la actitud de un hombre de acción.
Baroja fue toda su vida un gran lector y en sus escritos autobiográficos abundan los comentarios sobre otros escritores. No son, en rigor, comentarios muy profundos y si algo enseñan, es más sobre Baroja que sobre los autores comentados.
En su olimpo particular coloca a Dickens, a Dostoievski, a Tolstoi, a Balzac y a Stendhal. No es una mala selección, y si entre sus favoritos no figuran algunos nombres imprescindibles, como le reprochaba Juan Benet, tampoco encontramos en su catálogo ninguno que hoy resulte anticuado. Por supuesto, tenía sus fobias: consideraba a Flaubert “premioso y pesado”, y soporífero a Proust. De Cervantes habla a menudo, pero da la impresión de que su Cervantes es distinto del nuestro, como sucede siempre ante la peculiar visión de Cervantes y el Quijote en la generación del 98. A Valle-Inclán, sin duda el más ilustre de sus contemporáneos, lo admiraba como escritor, pero lo consideraba un tarambana y un charlatán. Es interesante, a este propósito, la anécdota que Baroja relata en sus Memorias, y en la que los dos escritores aparecen retratados con bastante precisión.
Una madrugada, a eso de las dos o las tres, íbamos los dos [Baroja y Valle-Inclán] por la calle de Alcalá.
Al pasar por delante de un establecimiento que se llamaba el Palacio del Billar, donde se instaló más tarde el café llamado Lyon d'Or, vimos un hombre que se presentó de repente de espaldas en la puerta y que se derrumbó a pocos pasos de nosotros, quedando en el suelo. Inmediatamente apareció otro hombre con una navaja en la mano, que cruzó la acera y se quedó inmóvil en el arroyo con el arma en la mano.
La luz del arco voltaico de la calle le daba de lleno, se le veía lívido y temblando de terror. En el momento se le acercaron dos guardias de Orden Público, que salieron como por ensalmo, desenvainaron los sables y se acercaron al matador con aire decidido. El tipo de la navaja, matón cobarde, temblando de miedo, tiró el arma al suelo y se dejó atar.
A continuación se lo llevaron detenido, sin que opusiera la menor resistencia. Todo esto transcurrió en cinco minutos lo más.
El hombre que había caído en la acera estaba muerto, no ocurrió otra cosa.
Al parecer, Valle-Inclán urdió una novela en la que él desempeñaba como siempre el papel de héroe.
Ningún lector de Baroja dejará de reconocer con alborozo los anacolutos del tercer párrafo ni el detalle de la luz del arco voltaico que da de lleno al homicida. Pero seguramente lo más curioso del relato es la actitud de Baroja frente a la supuesta imaginación literaria de Valle-Inclán. Al leer lo que antecede uno tiene la impresión de que Baroja reprobaba el acto de imaginación mediante el cual un escritor, a partir de un suceso, crea otro, no tanto falso, cuanto transformado para hacerlo perceptible a la imaginación del lector y darle, en este sentido, un valor universal. En cambio, de Azorín, íntimo amigo de Baroja, dejó dicho: “Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta el misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y la desilusión de la vida ante una luz clara”. Azorín, por su parte, pensaba esto de las novelas de Baroja: “No hay en todo el libro ni comienzo, ni apogeo, ni desenlace, ni concierto, ni método”. Estas opiniones encontradas de dos escritores muy próximos resultan útiles para enmarcar la peculiaridad del estilo barojiano. De hecho, Azorín llevaba razón en su crítica, pero pecaba de academicismo. Hay novelas que constan de planteamiento, nudo y desenlace, como prescriben los cánones, y otras que no. No se trata de una cuestión formal, sino de lógica interna. En una novela canónica, por así decir, el final es parte esencial del relato, explica lo sucedido, le da sentido y hasta cierto punto justifica la novela. A esta categoría pertenecen Crimen y castigo, Grandes esperanzas o Rojo y Negro. Otras novelas, por el contrario, discurren con organización, pero sin estructura, y su terminación tiene algo de arbitrario y a veces de artificial. Es el caso, por seguir con ejemplos ilustres, de Guerra y Paz, Papeles postumos del Club Pickwick, La cartuja de Parma, y, si mucho se me apura, del Quijote: que en un momento de su periplo don Quijote perciba su propia locura, poco o nada añade al personaje ni a sus andanzas y sólo propone al lector una conclusión a la que éste ya debería haber llegado por su cuenta, y de la que por muchas razones bien podría disentir. Son, en suma, novelas abiertas.
No hace falta decir a cuál de estas dos categorías pertenecen los relatos de Baroja. Por supuesto, el convencimiento del autor era muy otro: casi todas las novelas de Baroja llevan a un final de carácter didáctico, invariablemente desesperanzado. Pero se trata de una convención literaria que el lector pasa por alto; de un empeño de Baroja, que era el peor crítico de su propia obra. En realidad, muchas novelas de Baroja no sólo carecen de desenlace, sino que suelen carecer de nudo y a veces carecen incluso de principio. Hay novelas de Baroja que empiezan a medio relato, de tal modo que el lector poco avisado tiene la impresión de haber caído por inadvertencia en la segunda o tercera parte de una trilogía. Otras veces, el mismo lector empieza a leer una trilogía por la segunda o la tercera entrega y no se percata de ello. Hay novelas con varios principios sucesivos: el encuentro de un manuscrito que narra las aventuras de un viajero que se encuentra con alguien que le refiere la historia de su vida o la de un tercero. A este escalonamiento de tramas pueden agregarse fragmentos de diario o correspondencia y en cualquier momento un personaje puede pronunciar un discurso o dar una conferencia que da al traste con el decurso de la historia inicial o poco menos. Tampoco es raro que el primer protagonista, a medio relato, tenga un encuentro con el autor del manuscrito encontrado o con el destinatario de las cartas.
De este modo la acción va cambiando de dirección, como un tren que al dictado de un guardagujas extravagante y travieso fuera recorriendo toda la vía férrea sin origen ni final.
Pero si Baroja reprobaba la falta de dramatismo de Azorín y la inventiva de Valle-Inclán, ¿qué creía estar haciendo un autor que proclamaba la pasión de escribir y un correlativo desdén por la Literatura en general?
EL HOMBRE MALO DE ITZEA
Todo escritor es por definición un individuo marginal, pero da la impresión de que Pío Baroja se sintió más marginal de lo que es habitual en estos casos. Como ya hemos visto, Baroja fue desde el punto de vista social, un desclasado. Así se consideró a sí mismo, y con razón, si aceptamos las reglas de este juego. Pertenecía a la burguesía, pero la personalidad y conducta pintorescas de su padre y los avatares de la fortuna mantuvieron a la familia Baroja en una especie de extrañamiento respecto del sector social que les habría correspondido. El propio Baroja se lamentaba con frecuencia de haber encontrado las puertas cerradas cada vez que en su juventud acudió en busca de ayuda a quienes deberían habérsela brindado por solidaridad de clase. Tal vez por esta razón buscó refugio inicialmente en signos de identidad tan peregrinos como la raza vasca. Para nosotros, sus consideraciones sobre la raza y la genealogía, por más que todavía hoy perduren en algunas ideologías atrabiliarias y entre algunos miembros de la aristocracia más apelillada, no revestirían el menor interés si Baroja en sus Memorias no les dedicara casi dos volúmenes.
Ante todo, no creo que haya que dar a esta manía mayor importancia que la que tiene. Cuando él las formuló, sus ideas sobre la raza, que hoy nos parecen, no ya disparatadas, sino siniestras, sólo eran vagas teorías, cuyas consecuencias tal vez se podían prever, pero difícilmente se podían imaginar. En muchos casos, y siguiendo fórmulas propias de la época, Baroja utilizaba el factor racial como un mero elemento descriptivo. Así, en el célebre episodio de la rusa, que el lector encontrará en la antología, Baroja atribuye a la braquicefalia de la raza eslava un carácter inseguro y voluble, y cita una teoría sobre la inferioridad de los braquicéfalos de dudosa solidez científica. Tampoco se trata de minimizar los prejuicios por el simple hecho de estar generalizados. De lo que se trata ahora no es tanto de valorar éticamente su actitud como de ver en ella una característica de su persona que puede arrojar luz sobre el escritor. Lo más probable es que en Madrid, donde quería hacerse un lugar, pero donde había de ejercer al mismo tiempo de intelectual y panadero, forzara algunos rasgos más o menos genuinos de la identidad vasca (cierta brusquedad en el hablar, la boina y media docena de frases en euskera) para compensar su apariencia anodina y su natural timidez y para dar realce a su persona. Más adelante, de regreso al País Vasco, adoptó una personalidad opuesta: la del veraneante cosmopolita o la de quien, habiendo triunfado en la metrópoli, regresa a su lugar de origen convertido en un objeto de interés local. Una pequeña farsa innecesaria, fruto de su doble temor a no ser admitido en ningún círculo y a verse comprometido por las normas de ese mismo círculo si lograba entrar en él, como le ocurría también con las mujeres. Este mismo desclasamiento, real o deliberado, según se mire, se da también en la obra literaria de Baroja. Quiso ser escritor por encima de todo, pero siempre fue consciente de su exigua formación intelectual, de su escasa experiencia vital y de su disociación con respecto al lenguaje. Lo primero lo resolvió poniendo en boca de sus personajes opiniones concluyentes que en el contexto de la narración podían pasar por ideas. Su falta de vivencias personales las suplió echando mano de historias ajenas. Con el lenguaje hizo una operación más complicada. Seguramente Baroja no era bilingüe funcional, pero no hay duda de que adquirió al mismo tiempo la percepción lingüística de las dos lenguas, la castellana y la vasca. Su padre tenía con respecto a esta última una actitud militante. Ya he dicho que había traducido poesía y zarzuelas del castellano al euskera. En la familia se hablaba castellano, al igual que en su entorno, y el castellano fue su lengua de cultura, pero la presencia, siquiera marginal, de otra lengua, está siempre presente en su estilo.
Tal vez de resultas de ello, nunca tuvo del castellano una posesión legítima. O tal vez sintió con respecto a la herramienta de su trabajo un genuino desapego que, por otra parte, se avenía con su carácter bronco y duro, poco propenso a los florilegios. Pero el hecho cierto es que Baroja, por decisión o por hacer de la necesidad virtud, entró a saco en el lenguaje literario de su tiempo y lo transformó de un modo tan radical que hoy en día el estilo barojiano nos parece perfectamente natural, y a quien lo inventó se le tacha de descuidado.
Por supuesto, en su época pocos veían en la escritura de Baroja un estilo. Los más pensaban que no tenía ningún estilo, y unos pocos, que escribía como un salvaje. En un artículo aparecido en 1916, que en su día, según parece, preocupó e incluso dolió mucho a Baroja, Ortega y Gasset le reprochaba el uso de “vocablos ineptos para la plástica literaria”. No tanto escandalizado como perplejo por la desfachatez y el desgaire de la prosa barojiana, Ortega le censuraba el empleo constante de “palabras de este linaje canalla, estúpido, imbécil, repugnante, que tienen significado tan poco concreto, y por otro lado, tan fuertes, tan duras, tan excesivas, que no permiten claroscuro, entonación, perspectiva ni matiz”. No andaba del todo desencaminado Ortega. Baroja procedía de la periferia de la lengua, y no sentía ninguna veneración por lo que Ortega denominaba “la plástica literaria”. Pero el desaliño de Baroja no proviene de escribir deprisa y sin pensarlo que generalmente lleva al uso sistemático de estereotipos retóricos, sino de quien echa mano de la palabra que a su juicio resulta más adecuada a su intención, sea cual sea lo que también Ortega llama su “linaje”. Sin embargo, son precisamente estos “vocablos ineptos”, salvados por su misma vulgaridad del desgaste de la retórica refitolera (contra la que el propio Ortega no estaba del todo inmunizado), los que resultan hoy de una gran eficacia descriptiva y de una notable modernidad. “Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido, fúnebre.” “Todo en el pueblo es seco, polvoriento, ardoroso y requemado.” “Puede afirmarse -había dicho Ortega en el artículo citado- que Baroja no escribe como artista, sino como podría organizar una familia, poner una bomba, tomar bicarbonato o aherrojarse en la Trapa.” Es una lástima que Baroja, por vanidad o por inseguridad, no supiera calibrar lo que de elogio encerraba este juicio displicente. Es probable que ni el propio Baroja se percatara de que estaba poniendo los fundamentos a un modo de narrar que pasando por Hemingway y hasta llegar a Raymond Carver iba a marcar la novela del siglo XX.
De lo dicho no debe inferirse que la reiterada recriminación de desaliño que se le hace a Baroja sea errónea o inexacta. Ciertamente Baroja incurre a menudo en errores sintácticos de bulto, casi infantiles, reprobables en la medida en que perturban la lectura e incumplen el principio tantas veces propugnado por Baroja de que la escritura debe ser transparente, un mero vehículo del relato, y no algo que se interponga entre el lector y la trama. También incurre en repeticiones, divagaciones y extravíos, durante los cuales da la impresión de haber perdido el hilo del relato o no saber cómo continuarlo, sin detener por eso la mano ni tomarse luego la molestia de suprimir o corregir los fragmentos innecesarios. Ignoro si Baroja corregía o no sus escritos y en qué consistían las correcciones. Sería muy interesante saber si el desaliño formal era fruto de la desidia y la prisa o si, por el contrario, era el fruto de una cierta y quizá caótica depuración. O si, como es probable, era fruto de ambas cosas a la vez. También es cierto, y más grave, que el estilo negligente de Baroja, que resulta tan eficaz para la descripción y la acción, para lo próximo y lo inmediato, resulta en cambio inoperante a la hora de profundizar o de reflexionar. Tal como le reprochaba Alberich en el comentario citado, los personajes barojianos son creíbles cuando están en movimiento; en cuanto se detienen a pensar o a explicarse, se vuelven premiosos, parecen estar recitando una lección aprendida y pierden verosimilitud. Adelantándose a su tiempo, el estilo de Baroja es más cinematográfico que literario. Pero casi siempre es vigoroso, preciso, económico, y de una viveza plástica ejemplar, como en esta descarnada descripción:
Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenía un aspecto irreal, de algo como una decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosos mantos blancos; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas y de tejados negros, de torres perfiladas en el cielo lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.
Desde allá se veía todo el campo blanco por la nieve, las obscuras arboledas de la Casa de Campo y los cerros redondos erizados de pinos negros. El sol se presentaba pálido en el cielo plomizo. Al ras de la tierra, hacia el lado de Villaverde, resplandecía un trozo de cielo azul, limpio, entre brumas rosadas. Reinaba un profundo silencio; sólo el silbido estridente de las locomotoras y los martillazos en los talleres de la estación del Norte turbaban aquella calma. Los pasos resonaban en el suelo.
Si en términos generales el desaliño estilístico es innegable, poco se puede decir en defensa de la estructura de los libros de Baroja, tanto los narrativos como los de crónicas o memorias. En estos últimos, el desorden y el descuido resultan enojosos. Las reiteraciones serían perdonables; no así los sucesos que quedan interrumpidos irreversiblemente, lo que debería constar y se ha omitido, no tanto por discreción o secretismo como por negligencia, por desconsideración hacia la obra y en definitiva hacia el lector. Volviendo a una de las historias ya comentadas, a saber, la vaga relación sentimental establecida en el hotel de Roma con la solitaria dama de Nápoles, es inadmisible que tras la precipitada fuga de Baroja no se nos ofrezca luego noticia de las consecuencias de esta decisión en el ánimo de su autor (vergüenza, alivio, pesadumbre o lo que sea), no tanto por afán de conocimiento, sino porque el silencio frustra las legítimas expectativas que un relato de este tipo despierta en quien lo lee. Como buen lector, Baroja debía de saber que la literatura se mueve por convenciones y que estas convenciones se pueden alterar y subvertir, pero no orillar como por despiste. Con las novelas ocurre lo mismo, pero el efecto es otro. Lo que en las crónicas es simple y brutal amputación, en las novelas es elipsis. Y si a veces esta elipsis también irrita, la irritación viene compensada por el toque de modernidad que imprime a los relatos y al que ya me he referido anteriormente.
Contrariamente al juicio de que Baroja era un escritor anacrónico que deambulaba por el siglo XX con la vista fija en el XIX, la percepción que Baroja tenía o intuía de la novela difería poco de la de aquellos escritores contemporáneos cuyo desconocimiento le reprochaba Juan Benet.
Porque lo que Baroja vio o intuyó fue que los lectores que leían sus novelas no eran los mismos lectores que varias décadas atrás habían leído a su admirado Dickens. Los lectores de Baroja, conscientemente o no, esto poco importa, no seguían las peripecias de Aviraneta como sus antecesores habían seguido las peripecias de Oliver Twist. Lo que ahora seguían los lectores era a Pío Baroja relatando las peripecias de Aviraneta. De este modo, Baroja estableció un pacto tácito con sus lectores, en virtud del cual éstos aceptaban, saboreaban y casi exigían los defectos obvios de Baroja: los arranques titubeantes de las novelas, las digresiones, las vías muertas, las idas y venidas de los personajes de ninguna parte a ninguna parte, en suma, una narración pura para la que las dotes naturales de Baroja no tenían rival. A cambio de esto, Baroja había de ser siempre el mismo, no sólo en los escritos, sino en la vida: el personaje de Baroja que en algún momento, sin saber muy bien cómo, él mismo había creado: Baroja-persona sólo era Baroja-escritor: un hombre huraño, prematuramente avejentado, irresoluto y confuso ante todo lo que no fuera la aventura de inventar y escribir: un hombre sin familia, casi inexistente, sin otra personalidad que la que los demás quisieran otorgarle: el anarquista, el fascista, el novelista famoso, el inofensivo tertuliano, el hombre malo de Itzea.