Dietario voluble es, ante todo, un tapiz que se dispara en muchas direcciones. Este libro abarca los tres últimos años (2005-2008) del cuaderno de notas personal de Enrique Vila-Matas. Al tratarse de un diario literario que se origina en la lectura, es una obra escrita desde el centro mismo de la escritura. Combina los comentarios sobre libros leídos con la experiencia y la memoria personal, y va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abriendo camino para la autobiografía amplia, siempre a la búsqueda de que lo real sea visto como espacio idóneo para acomodar lo imaginario, y así novelizar la vida.

Compuesto en parte por notas que pasaron directamente del cuaderno personal del escritor a la edición dominical de El País de Cataluña, pero también por importantes fragmentos que no se movieron del cuaderno y que ahora dejan de ser inéditos, y también por notas que han sido escritas para completar esta edición.

Enrique Vila-Matas

Dietario voluble

© Enrique Vila-Matas, 2008

A Paula de Parma

Con todo mi agradecimiento a Perico Pastor,

que viene acompañando desde sus comienzos,

con especial genio, dedicación y afecto,

las páginas de este Dietario

2005

DICIEMBRE

Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Como en tantas mañanas de mi vida, me encuentro en casa escribiendo. Suena, contundente, la música de Be My Baby, cantada por The Ronettes. Cuando tenía diecisiete años era mi canción favorita. De pronto, oigo perfectamente que alguien acaba de llegar en ascensor al rellano. Pero es extraño. Quien ha llegado no llama a ninguna de las cuatro puertas, ni se dispone a abrir ninguna de ellas. Es como si se hubiera quedado indeciso, aturdido o simplemente inmóvil ahí. Llevo tantos años en esta casa que controlo muy bien los sonidos que se producen cerca de mi puerta. Pasan casi dos minutos hasta que, exactamente cuando termina la canción, llaman a mi timbre. Abro. Veo a un hombre de parecida edad a la mía. Es el mensajero de una editorial y ha venido para entregarme un libro. Me lo da y le firmo en un papel. «Las Ronettes…», susurra melancólico el hombre. «Me ponen de buen humor», le comento sin mostrarme sorprendido -aunque lo estoy de que conozca a The Ronettes. Sonrío, me despido, cierro la puerta despacio, con la amabilidad acostumbrada. Me quedo escuchando detrás de la puerta y noto que el hombre no entra en el ascensor. Puede que haya vuelto a quedarse inmóvil en el rellano. Seguramente se ha quedado apoyado en una pared, roto, deshecho de nostalgia y hasta llorando, esperando a que vuelva a ponerle Be My Baby.

Cuando veía a Marcel Duchamp jugando al ajedrez en el Café Melitón de Cadaqués, no sabía que aquel hombre se había retirado de la pintura y había convertido su vida en una obra de arte. Yo entonces tenía diecisiete años y sólo veía a un francés que jugaba todos los días al ajedrez. Fue unos años después cuando me enteré de que había estado viendo a un hombre sabiamente liberado de todas las ataduras estúpidas del arte. No niego que hace tiempo que me tienta la idea de situarme en la estela duchampiana, pero creo que, de dar ese paso, necesitaría de un escritor que fuera testigo de todo, que me siguiera y lo narrara, es decir, tendría que contratar a un escritor que contara cómo abandoné la escritura, cómo me dediqué a convertir mi vida en una obra de arte, cómo dejé de escribir y no lo pasé nada mal. Dos posibilidades ante esto: 1) pongo un anuncio y busco a un escritor que esté dispuesto a contar lo que hice después de haber abandonado la escritura; 2) lo escribo yo mismo: me invento a un escritor contratado que sigue mis pasos después del abandono y escribe por mí un dietario, donde piadosamente simula que no he dejado la escritura.

Cuando uno lleva muchos años ya en el mundo, comienza a preguntarse si la experiencia de tanto tiempo le ha servido realmente de algo y si ha aprendido cualquier cosa que pueda resultar útil para sus hijos, discípulos, amigos. Como no tengo hijos ni discípulos, me concentro en los amigos. Los reúno mentalmente en un cuarto en tinieblas, como si estuviéramos en una reunión de espiritismo. Se crea cierta expectación ante lo que pueda ahora decirles. Agoto todas las posibilidades de no tener que hablar, porque en realidad tener que transmitir algo a la posteridad es un problema, un grandísimo problema y un coñazo. Pero finalmente me obligan y digo:

– Los que mejor han hablado de la muerte han muerto.

Encuentro a un buen amigo muy alterado porque acaba de enterarse de que el éxito de las novelas de Agatha Christie se basa en el uso de técnicas literarias similares a las utilizadas por hipnoterapeutas y psicólogos, según un estudio hecho público en el Reino Unido. Entre esos métodos, los científicos destacan que las estructuras de las frases de los libros de la escritora inglesa se vuelven más sencillas cuanto más cerca está el desenlace de la novela, lo que incrementa el nivel de interés del lector. Tras calmarle, estudio detalladamente con mi amigo las tesis de los científicos de Birmingham y Londres y pronto le hago ver que esos sabios -gente encantada consigo misma- no tienen ni idea del oficio novelístico y, es más, ignoran en qué consiste la operación de leer, pues ni siquiera es preciso haber leído mucho para saber que si uno llega a esas frases del final «que se vuelven más sencillas» tiene que haber atravesado previamente las menos sencillas, que es algo que no todo el mundo cruza. De todos modos, no hay que excluir la posibilidad de que las tesis de esos admirables científicos se impongan en el mundo editorial y nuestro universo se pueble de millones de lectores que no terminen sus novelas, con lo cual volveríamos a estar donde ya estamos.

2006

ENERO

Estoy en la plaza de Saint-Sulpice, sentado en el café desde donde Georges Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse (Tentativa de agotar un lugar parisino), no lo que ya había sido antes catalogado o inventariado de esa plaza, «sino lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes».

Lo que pasa cuando no pasa nada siempre será un buen título para un libro que algún día alguien escribirá. En fin. Como tengo la iglesia delante, entro un rato en ella a la hora de la misa porque sé que hoy ha de tocar el órgano el magistral monsieur Roth, un virtuoso. Saludo una vez más los dos impresionantes Delacroix que hay en la entrada del templo. Los turistas norteamericanos, enloquecidos por El código Da Vinci, pasan de largo ante Delacroix y van a lo suyo, a su mundo merluzo, y entran como centellas en busca del bellísimo obelisco que fue construido para determinar científicamente la fecha del equinoccio de primavera. Para los merluzos, el obelisco sólo es una pista del Santo Grial y también la prueba de la existencia del priorato de Sión, secta secreta de los descendientes de Jesucristo y María Magdalena. En la placa que el sensato párroco de Saint-Sulpice ha colocado junto al obelisco puede leerse: «Contrariamente a las alegaciones caprichosas contenidas en una reciente novela de éxito, la línea meridiana de Saint-Sulpice no es ningún vestigio de ningún templo pagano. Tened en cuenta que las letras P y S sobre las ventanas circulares, en las dos extremidades del crucero, se refieren a San Pedro y San Sulpicio, los dos santos patronos de la iglesia, y no a un priorato de Sión imaginario.»

Un párroco luchando contra la ignorancia y «la nueva religiosidad» que ha estallado con el presidente Bush y Dan Brown. Es doloroso contemplar con una mínima lucidez lo que va del gran Perec al señor Brown y sus oscuros signos medievales para peregrinos americanos. Una nueva sensibilidad literaria florece.

Ya de nuevo en la terraza del café de Perec espero, en vano como siempre, a que pase Catherine Deneuve, que vive en la plaza. Pero, una vez más, ella no aparece. Me sorprende, algo más tarde, leer en la revista Lire que Vargas Llosa también vive en esa plaza, tiene un dúplex en un inmueble del siglo XVIII: «En este barrio me siento como en casa. Es un barrio muy literario. Umberto Eco también vive en la plaza. Hace quince años que espero ver a Catherine Deneuve, pero ella no aparece nunca.»

En ese momento, aparece Deneuve. Quedo mudo de la sorpresa y me pregunto si por unos momentos Deneuve no ha sido «lo que pasa cuando no pasa nada».

Días aparentemente tranquilos, entre Montparnasse y Saint-Germain, en París, con incursiones extrañas en el histórico Hotel de Sully, que parece estar comunicado secretamente con la casa de Victor Hugo en la plaza de Vosges. Hablamos en un café de la plaza acerca de muchas mujeres de los bulevares periféricos que están perdiendo a toda velocidad derechos adquiridos. Héléne Orain, involucrada en el manifiesto Ni putas ni sumisas, nos explica que la sexualidad ya era un tema tabú para las familias que practican el islam, pero que desde hace años asistimos a la llegada de imanes procedentes de otros países, que van implantando una versión muy tradicional de la mujer musulmana: velada, en casa, sumisa, que sufre todas las humillaciones que se le impongan. Es un discurso extremadamente patriarcal, machista y reaccionario.

Estas mujeres, expulsadas en la práctica de las zonas y actividades de ocio, obligadas por los hombres de la familia a llevar velo, víctimas en miles de casos de violencia sexual y poligamia, observan asombradas cómo se reconstruye el poder machista en los guetos. En este contexto, el polémico Alain Finkielkraut sugiere llamar a las cosas por su verdadero nombre y dice que los incendios de las banlieues no fueron motivados -como intentan hacernos creer- por la pobreza y la marginación, sino por el odio radical a Francia que crece inmensamente en esos lugares. Y afirma que, por parte de la prensa, existen muchos escrúpulos a la hora de llamar a las cosas por su nombre: «Son una revuelta de carácter étnico-religioso, un hostigamiento antirrepublicano. Tenemos miedo al lenguaje de la verdad y, por diversas razones, preferimos decir jóvenes a decir negros o árabes. En las banlieues existe odio al imperialismo francés y se olvida que el proyecto colonial intentaba educar llevando la cultura a los salvajes.» Palabras, por supuesto, polémicas, pero que quizás orientan dentro de la confusión y caos generales. Finkielkraut, que está en contra de todo tipo de hostigamientos raciales (incluidos los de los árabes o negros de las banlieues) y que dice no olvidar el renacer brutal del antisemitismo, nunca ha votado a la derecha, pero nadie puede asegurar que siga siendo de izquierdas. Laure Adler, biógrafa de Marguerite Duras, fue jefa de Finkielkraut en France Culture. Preguntada por la posición de su amigo, le defiende diciendo que para ella ya va siendo hora de que comiencen todos a plantearse dónde debería estar realmente situada la izquierda de hoy. Finkielkraut predice que el antirracismo será en el siglo XXI lo que fue el comunismo en el XX.

¿Y Sophie Calle? He aceptado su propuesta de escribirle una historia que ella luego tratará de vivir. Se lo he prometido en el Café de Flore. Y unas horas más tarde he vuelto a prometérselo, esta vez mentalmente, en medio de esa maravillosa oficina de Correos que hay en la rué Littré, esquina rué de Rennes: oficina de relajada atmósfera, potente calefacción, cordialidad, y hoy, encima, con Billie Holliday de portentosa música ambiental. Digan lo que digan, Francia es fantástica.

Pensando en Madrid, me he quedado imaginando que inventaban el polvo de la simpatía. Lo inventaban a pesar de la ley del tabaco -ese polvo sería como una especie de rapé-, y al principio tenía algo de clandestino. El nuevo invento era capaz de transformar a un país entero. Quien lo probaba, cambiaba inmediatamente de humor y no sólo sonreía, sino que se volvía adorablemente alegre y simpático, relajado, atento a las opiniones distintas del prójimo: elegante, discreto, inteligente, demócrata de verdad.

En un primer momento, el inventor del polvo de la simpatía hacía sus primeras pruebas o experimentos con los taxistas de Madrid y en una semana les cambiaba a todos el castizo y guarro carácter convirtiéndoles en gente que escuchaba, con abierta alegría, música clásica o bien recitales de poesía. Su simpatía era tan avasalladora y sus carcajadas tan bienhechoras que España cambiaba espectacularmente de la noche a la mañana, porque eran esos mismos taxistas de Madrid los que contagiaban la revolución de los claveles y la risa: una risa que, por arte del polvo mágico, se extendía hacia los obispos fundamentalistas y el personal de Iberia y acababa pulverizando literalmente la mala leche tradicional de los franquistas. Y todo el país reía y reía. Ya no se escribían más novelas sobre la guerra civil y había una gran fiesta en la antigua casa trágica de Bernarda Alba.

La revolución llegaba a España a través de sus bases más trogloditas y contagiaba al resto de ciudadanos. La risa es el fracaso de la represión, se oía decir por todas partes. Y taxistas de Madrid y comandantes de Iberia se convertían en la élite intelectual más importante de Europa. Y todos reíamos. Los obispos españoles también.

Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca, me acuerdo inmediatamente de Kaflka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.

Todas las moscas son distintas, pero se parecen tanto entre ellas que hay quien cree que en realidad sólo ha existido una mosca en toda la historia del universo. No he conocido a mejor experto en insectos que Augusto Monterroso, que escribió en cierta ocasión: «La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra.» El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología universal sobre ese enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto porque vio que el volumen iba forzosamente a tener que ser infinito. Pero en Movimiento perpetuo ofreció a sus lectores una pequeña muestra de la historia mundial de las moscas. Movimiento perpetuo se iniciaba así: «Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.» Un categórico comienzo para un libro inclasificable, escrito mucho antes de que hubiera tantos libros híbridos o inclasificables como ahora. En él, Monterroso zigzaguea de un género a otro, y pasa del ensayo al relato, y de éste a la digresión o el divertimento. El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya dicho algo alguna vez sobre las moscas. Ahí tenemos, por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones filosóficas: «¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco.» Sobre los mosquitos se ha escrito menos. Quien mejor se acercó a ellos fue un escritor de su misma especie, un escritor-mosquito, Ramón Gómez de la Serna: «Menos mal que a los mosquitos no les ha dado por tocar el saxofón.»

En verano las moscas -que no suelen hablarse con los mosquitos- se reúnen en balnearios, apartamentos y hoteles. En su pulcro concierto, bailan a medianoche. O atacan, sin uñas. Su zumbada música es inconfundible. Marcel Proust decía que ellas componían pequeñas sinfonías que eran como la música de cámara del estío. Escribo desde el Hotel Charleston de Cartagena de Indias, frente al Pacífico y sitiado por moscas tropicales, rodeado de un mundo alucinante de moscas sin ley. «¿Alguien oyó alguna vez toser a las moscas?», preguntaban los hermanos Grimm en un cuento que leí de niño y cuyo título he olvidado, pero no así aquella pregunta que me ha acompañado siempre y me persigue ahora aquí en esta terraza del Charleston mientras una mosca me zumba por la oreja y trata de posarse sobre mi nariz. Un serio incordio hasta que comienza a ahogarse imprevistamente en un zumo de tomate. La remato de forma criminal, la mato con toneladas de sal y pimienta. No soy Cleopatra, me digo satisfecho. La mosca ha muerto, a las doce y cinco de la mañana.

Hace unos días, entré en un diario-blog peruano de carácter literario y ese blog me llevó a otro, y acabé entrando en un tercer blog, también peruano y literario, el del escritor Gustavo Faverón. Allí se decía lo siguiente acerca de un narrador peruano con apellido de jugador de fútbol polaco, Enrique Prochazka:

«Tengo una hipótesis un tanto agresiva sobre su falta de éxito comercial. Los textos de Prochazka exigen un lector entrenado y que maneje muchos referentes, y nunca tendrán ventas millonarias. Pero en el Perú nadie las tiene. Escribiéndole sobre todo a la intelectualidad, Prochazka reduce su público infinitamente. Pero si sus ediciones, pequeñas en cantidad, no se agotan, se debe a que ni siquiera nuestra intelectualidad está muy interesada en leer literatura demasiado inteligente.»

Pensé en el aislamiento de algunos excelentes escritores peruanos que no cuentan con editoriales que les hagan cruzar fronteras. Y me demoré algo más pensando en lo que decía Ricardo Piglia en una entrevista mexicana en la que le preguntaban si se sentía a salvo de la tentación del éxito: «A veces digo en broma que el éxito es el gran riesgo de los escritores actuales, en el siglo XIX el fracaso era el problema.»

Y, bueno, algo más tarde olvidé todo esto, hasta que días después me encontré con la respuesta de Prochazka en uno de los blogs peruanos y leí fascinado: «Abrigo la teoría de que uno tiene éxito porque se agita como loco, o logra que los demás se agiten como locos por uno, o bien los demás lo obligan a uno a agitarse como loco. Según esta noción a mis textos les sucede lo que les sucede porque yo no me agito. De hecho escribir estas líneas ya me parece acercarme demasiado a la visibilidad y al agitarse, si bien levemente. Prochazka reduce a su público infinitamente: sí. Y también el contacto con las personas. Vivo en una especie de distante Sydney del espíritu, que se llama Lima. Camino un sábado por la noche de Magdalena a Chacarilla, pasando por todos los sanantonios y centros culturales y cafés, y literalmente no conozco a nadie, y nadie me saluda ni conoce mi cara. Me borré en paz, hace años. Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy. Me borré…»

Uno puede estar viviendo el momento más importante de su vida -sentir que se ha enamorado, por ejemplo- y pasar a pensar en una cosa diferente, lateral, pero tal vez remotamente entrañable; algo así como pensar en los hondos problemas de Bolivia y pasar a fijarse en un jersey. Y digo todo esto porque de la brillante reflexión de Prochazka sobre el éxito lo que realmente llamó mi atención fueron ciertos datos laterales: la aparición de nombres de lugares completamente desconocidos para mí (una realidad nueva) y el discreto encanto del recorrido sabatino de ese solitario escritor lejano. «De Magdalena a Chacarilla (…) Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy.»

Magdalena, Chacarilla, el Virrey.

Nunca había oído hablar de esos sitios que para Prochazka parecían muy familiares. Y me acordé de momentos inquietantes de algunos de mis viajes, me acordé de los crepúsculos en los que me he encontrado muy solo caminando por calles extrañas a mi vida, calles ajenas pero que al mismo tiempo potenciaban en mí la sospecha de que tenía un domicilio fijo desde hacía años en esa ciudad extranjera por la que caminaba. Yo tenía allí un domicilio y volvía a casa.

Magdalena, Chacarilla, el Virrey.

Y me acordé también de un día no muy lejano en el tiempo, de un día en el que, tras dos jornadas seguidas de parranda, desperté en casa a las ocho de la tarde y sentí -como no he sentido nunca- el temple puro y sosegado de una recién inaugurada vida convaleciente que intuí que, gradualmente y en pocas horas, me iba a conducir a una inquietante plenitud física. Era como si acabaran de prometerme un in crescendo hacia la recuperación total, una ascensión hacia un trampantojo de bienestar. «Nadie disfruta tanto de la vida como el convaleciente» escribió Walter Benjamín.

A la espera de aquella plenitud hacia la que ascendía mi estado de convalecencia, me puse a revisionar en vídeo una película que siempre he admirado (Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick), y muy pronto sentí un latigazo fuerte en esa escena en la que el protagonista -sin mucho convencimiento, más bien andando a la deriva- regresa a su casa por las calles de una Nueva York que en realidad yo sabía que era un gigantesco escenario montado en un estudio cinematográfico de Londres.

Sentí que era yo quien regresaba a casa por esas calles de Nueva York de cartón piedra. A veces miraba hacia el horizonte y me decía: «Yo vivo por allí.» Y me di cuenta de que mi secuencia literaria preferida venía siendo, desde hacía ya unos cuantos años, la de un hombre paseando por una ciudad para él desconocida, pero en la que sin embargo tenía un domicilio. Aunque a la deriva, el hombre caminaba en realidad siempre de vuelta a casa. No sabía exactamente quién era, pero volvía a casa, una casa que sentía suya, pero que del todo no lo era. Y me acordé de Walter Benjamin y su curioso método de investigación de la realidad, basado en el extravío y la deriva. Y estando en todo eso, me vino a la memoria la voz del cantante Van Morrison, mi músico preferido: una voz que siempre me pareció que representaba (tal vez porque la abarcaba) a la humanidad entera: la solitaria voz del hombre.

Esa inolvidable sensación de extrañeza y deriva volví a recuperarla días después cuando en una entrevista le preguntaron al escritor español J. A. González Sainz por qué vivía en Trieste y él contestó así: «Más quisiera yo saberlo. Y ese no saber es una buena razón. Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada. Cuando regreso en tren ya de noche de mis clases en Venecia y veo al final del viaje las luces de Trieste allí en el fondo, como atenazadas a la espalda por la oscuridad de las montañas del Carso, con Eslovenia atrás y a la derecha la línea de las costas de Istria, y me digo "ahí está, tu casa", "allí es donde vives", se me genera una sensación de extrañeza, de no pertenencia sino de paso, con la que me llevo bien y que creo que es fundamental para esa forma de vivir que es escribir.»

Magdalena, Chacarilla, el Virrey.

Nada más leer estas palabras de González Sainz, me dieron ganas de ir a la deriva por las calles de una ciudad para mí desconocida, pero en la que tendría mi único domicilio. Y me pareció saber que ese lugar podía estar en un enclave muy extranjero que me ayudaría a convivir mejor con mi voz estrictamente individual. Allí mi consigna propia podría ser la de seguir los pasos de un autor nuevo que saldría de mi propia piel y que habría pasado por muchas ciudades mestizas y ahora estaría viviendo en una ciudad sin límites ni fronteras, apremiado por la necesidad de llenar el vacío con nuevas palabras y convertirse en un autor distinto al que siempre fue: un autor que sería como un lugar, como una realidad nueva, como una ciudad inventada: un lugar donde uno pudiera sentirse plenamente anómalo, forastero, alejado, aunque con casa propia.

Ser un autor nuevo.

Magdalena, Chacarilla, el Virrey.

De día pasear por cementerios espectrales. Y por las noches escuchar mis pasos resonando en un decorado de cartón piedra. La voz de Morrison como fondo. Y en la nueva vida ver pasar los trenes.

Y ser (como decía Kafka) un chino que vuelve a casa.

FEBRERO

No se ven teléfonos móviles por las calles de esta ramplona ciudad de Sofía, tan callada. Es como si hubieran borrado de un solo trazo todos los monólogos desquiciados de tanta gente que camina por nuestras calles ensimismada con su móvil.

Bulgaria, país silencioso. Se nota todavía la estela de represión que dejaron los totalitarismos. Por lo demás, no tengo mucho más que contar sobre Bulgaria, quizás porque aquí en Sofía no he escuchado nada, nadie me ha dicho nada. Cualquiera diría que vine aquí para actuar de forma inversa a un espía. Mañana regreso a casa sin tener mucho que contar, y eso en el fondo da cierta tranquilidad. Sé que sólo podré decir que me sentí bien en mi hotel búlgaro. Pero, pensando en Barcelona, me digo que quisiera ya que fuera mañana, me gustaría ya estar en mi ciudad. No estoy nada mal aquí, pero, como dejara escrito W. C. Fields en el epitafio de su tumba: «A pesar de todo, preferiría estar en Filadelfia.»

No tener mucho que contar de mi viaje es algo que parece darle la razón al eminente doctor Johnson cuando, a mediados del siglo XVIII, observa lo poco que los viajes por el extranjero enriquecen la conversación de quienes han estado en otros lugares. «De hecho (decía el doctor), el tiempo que hemos pasado fuera es delicioso y, a la vez, en cierto sentido instructivo; pero parece apartado de nuestra existencia sustancial y auténtica y nunca se une bien a ella.» Para el doctor Johnson, en los viajes no somos la misma persona sino otra, acaso más envidiable, pero estamos perdidos para nosotros, así como para nuestros amigos. Nos vamos de nuestro país y también nos vamos de nosotros mismos. Para el doctor Johnson, los que desean olvidar ideas penosas hacen bien en ausentarse durante un tiempo, pero sólo podemos decir que realizamos nuestro destino en el lugar que nos vio nacer. «Por ello, me gustaría mucho pasar el resto de mi vida viajando por el extranjero, si en algún otro lugar pudiese pedir prestada otra vida, para pasarla después en casa.»

Últimas noticias: una mujer estadounidense de sesenta y dos años de edad, que tiene nueve hijos, veinte nietos y tres bisnietos, dio ayer a luz al que es su décimo pequeño, Janise Wulf. La sexagenaria madre, ciega de nacimiento y casada ya en terceras nupcias con un hombre de cuarenta y ocho años de edad, quería a toda costa tener un tercer hijo más de él y lo consiguió.

Me quedo estupefacto al leer la noticia de la mujer testaruda. Luego, por la noche, voy a buscar un vaso de agua a la cocina y creo ver a la estadounidense pariendo en el fregadero. De inmediato, pienso en aquel puño del que hablaba Kafka: aquel puño que, por su propia voluntad, se dio la vuelta y evitó el mundo.

MARZO

Lento paseo por un Madrid nevado. César Antonio Molina me enseña la placa que hace tres años el Círculo de Bellas Artes colocó en el edificio en cuya buhardilla del piso superior murió el extravagante Alejandro Sawa, escritor hoy nada leído. Valle-Inclán se inspiró en él para su Max Estrella de Luces de bohemia. Fue este Sawa una especie de rey de tragedia, que murió ciego y con alucinaciones en esa austera casa de Conde Duque. En su bohemia feliz de París había sido amigo de Verlaine y amante de una aristócrata. Pero cuando dejó atrás las luces francesas y regresó al Madrid infame de su época, su vida fue una vida de gorrión atrapado. Y es que en Madrid ser bohemio no ha sido casi nunca una fiesta, y aún menos hoy cuando a esta ciudad se la nota absurdamente crispada por unos tenebrosos individuos que no supieron perder las últimas elecciones. La leyenda castiza cuenta que, habiéndole Victor Hugo en París besado la frente, Sawa regresó a Madrid, donde ya no se lavó la cara nunca más. Pobre y pobre Sawa. A su muerte, Manuel Machado, le escribió estos versos: «Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho. / Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor / tan deshecho.»

Claudio Magris sale un momento a la calle para hacerse unas fotos para un periódico madrileño. Estamos en el bar de un hotel de la calle Serrano. Al poco rato de haber salido Magris para las fotos, observo que me han robado el abrigo oscuro, de corte británico, recién comprado. No está ahí y no puede estar en otro lugar, me lo han quitado. Alguien se lo ha llevado mientras estaba tomando el café con Magris y sus amigos. Me voy a recepción a denunciar lo que ha sucedido. El rector de la universidad -no sé si bromea- me está prometiendo que me comprarán un abrigo nuevo. Y en ese momento veo que regresa Magris, y juraría que lleva puesto mi abrigo. Y así es. Magris sigue sin darse cuenta, pero lleva mi abrigo, estoy ya seguro, se ha hecho las fotos con él. Sin duda, lo ha confundido con el suyo que, por otra parte -pronto lo sabremos-, no está en el bar, sino en el cuarto del hotel. Como es un gran germanista, le hablo del involuntario intercambio de sombreros que se da al inicio de El Golem de Gustav Meyrink. Y entonces cae en la cuenta de lo que ha pasado. En guiño kafkiano, al ver que mi denuncia en recepción ha quedado interrumpida, me dice que se alegra de comprobar que ya no quiero llevarle ante la Ley.

De la bohemia de Sawa a la liturgia pomposa de un acto matinal en el paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid. La extrema solemnidad y el hecho de que sea Claudio Magris el investido honoris causa me atrapan irremediablemente. Nunca había asistido a una ceremonia de este severo estilo de birrete plateado y Gaudeamus Igitur, y creo que la sesión de investidura me ha maravillado tanto que ya no querré asistir nunca a ninguna otra, como si Victor Hugo me hubiera besado en la frente.

Abre la sesión Fernando Savater con disquisiciones sobre el mundo del «escritor de fronteras», el universo viajero del autor de El Danubio. Y luego, en su profundo y extenso discurso, Magris, tras recordarnos a Kafka y su Ante la Ley, aborda un tema tan complejo como poco tocado al hablarnos de las relaciones entre Literatura y Derecho. Por un momento, dejo de escucharle para acordarme de la época en que yo estudiaba para abogado y era un tímido poeta y no veía relación alguna entre ambas actividades. Luego, regreso a Magris, que está diciendo que la Ley parte de lo más profundo del ser humano y que la Literatura revela la más profunda y contradictoria esencia moral. Tras la brillante disertación, anoto las últimas palabras: «Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»

Resulta desagradable ver al día siguiente cómo algunas noticias de prensa resumen y reducen groseramente el extenso, culto y osado discurso de Magris sacando de contexto dos líneas de su discurso sobre la Ley y la Poesía. Dicen en titulares: «El escritor italiano Claudio Magris denunció ayer la fiebre de los nacionalismos que envenenan la flor de la cultura europea.» Un mal resumen. Y una equivocada concesión a la actualidad política de una ciudad, Madrid, que lo tiene todo para ser feliz, pero que vive hoy en día neciamente crispada.

No hay en los últimos años un solo viaje a París en el que, tarde o temprano, no termine cruzándome con el sempiterno clochard que está apostado a la puerta de la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain. Le hago aparecer en mi novela Doctor Pasavento, pero cuando le veo en París, no lo identifico con el personaje de mi libro. Y es más, espero que no se entere nunca de que aparece ahí. Y tampoco de que aparece aquí en este dietario. Me atrae irremediablemente su personalidad. No hay persona que salude más en París que este clochard, que hoy me ha hecho recordar a otros dos mendigos, también de estirpe intelectual. Uno es aquel del que hablaba a menudo Roberto Bolaño: un mendigo de Santiago de Chile que, en una esquina de la calle (hoy avenida) Ahumada, se declaraba nieto de Lev Tolstói y pedía limosna diciendo: «Miren dónde me ha dejado la Revolución Rusa.» El otro es aquel mendigo de Madrid que Unamuno veía siempre a la puerta de una iglesia y al que un día le preguntó por qué usaba siempre la misma queja salmodiada. «Por supuesto -replicó el viejo mendigo-, hay otras escuelas; quizás usted prefiera a los naturalistas.»

En el París del clochard de La Hune, numerosos preparativos para el centenario del nacimiento de Samuel Beckett, aquel escritor que cuando en la encuesta de un periódico le preguntaron por qué escribía dio la respuesta más breve, más «bonsái» de los cien interrogados; una fiase sin recurrir al verbo y con sólo tres sílabas: «Bon qu'à ça» («No sé hacer otra cosa»). Maldita la gracia que le harían a Beckett todos esos homenajes. Intuyo que acabarán convirtiéndose en algo que ya muy bien definiera el propio Beckett: «polvo de verbo».

Paseo melancólico por la rué de la Croix Nivert, donde en una esquina me encuentro con la tienda de pequeños arbustos Paris Bonsai. Es un comercio tan curioso como elegante. Lo observo largo rato, y luego sigo mi camino por la calle silenciosa. Me acuerdo de Bonsái, el sutil libro del chileno Alejandro Zambra, donde se nos dice que es mejor encerrarnos en nosotros que ver cómo crece un bonsái. Me pregunto si París en este viaje no se me está volviendo bonsái, bonsái puro.

ABRIL

La Travessera de Dalt, es decir, la Travesía del Mal, parece adentrarse en el desierto, tal vez en el desierto de los Tártaros. Aquí un día hubo cierta de idea de barrio, que ha quedado pulverizada. En los últimos años, todo ha quedado ya definitivamente desmembrado. Las tiendas de la Travesía (lado montaña), por su cercanía con el Parque Güell, han sufrido una grave transformación. Las mercerías y colmados han sido sustituidos drásticamente por tiendas de souvenirs y por horribles tiendas del Barça. Parece ese lado montaña un apéndice de las Ramblas. Como hace años que vivo aquí, he presenciado toda la increíble transformación. Antes no subía ni un turista a esta alejada zona de la ciudad de Barcelona. Pero el tiempo y el furor (inicialmente japonés) por el dragón del Parque Güell lo han cambiado todo. No hay un eje cálido que vertebre el barrio. De hecho, ya no hay barrio. Cruzar como peatón de un lado al otro de esa autopista a la que llaman Travessera significa armarse de valor. Ayer estampé mi firma, decidí unirme a esa «Asociación de Peatones ancianos y menos ancianos de la Travessera de Dalt» que ha comenzado a solicitar firmas para poder cruzar a pie, sin banderas blancas y como simples ciudadanos corrientes, la maligna Travesía. Aun así, creo que me gusta vivir aquí. Al menos en la Travesía no hemos de amurallarnos. No hay barrio, es cierto. Pero también es verdad que todavía no nos ha llegado, en su plenitud terrorífica, el miedo que se respira en la jungla urbana del centro de la ciudad.

«Uno se cansa de escribir bien» (Jules Renard).

Doy un vistazo a Diario de lecturas de Alberto Manguel: «Los libros que se apilan junto a mi cama parecen leerse por sí mismos mientras duermo.» Cuenta Manguel que cada día, antes de apagar la luz, siempre hojea uno de esos libros, lee un par de párrafos, lo deja y toma otro. Al cabo de pocos días, tiene la impresión de conocerlos todos.

En mi caso, no suelo tener libros en la mesa de noche, pero sí varios en una mesita del salón. Siempre acaban siendo leídos convenientemente. Anoto el autor y el título de alguno de los que hoy están en la mesita:

Giorgio Agamben, Profanaciones.

Cristina Fernández Cubas, Parientes pobres del diablo.

Laurence Sterne, Viaje sentimental.

Pierre Michon, Cuerpos del rey.

Julien Gracq, Leyendo escribiendo.

Sobresalto. Veo en la esquina de la Travesía del Mal con Verdi a tres críticos literarios (¡tres!), e inmediatamente, con un gesto instintivo, me oculto detrás de un camión. No tengo nada contra ellos, pero me oculto. También me escondería si fueran novelistas, bomberos, políticos o barrenderos. Cuando veo que los tres señores se alejan Verdi abajo, regreso andando a casa y, con cierta mala conciencia por haberles rehuido, les dedico un tiempo en mis pensamientos y me digo que la crítica siempre es necesaria e importante, aunque también es verdad que está más llamada a orientar al público que a los autores. «Ningún autor serio cree en la crítica, a menos que ésta sea elogiosa para él o contraria a sus colegas», decía Monterroso. Ironías aparte, si he de ser sincero, creo que la crítica se encuentra en el nivel más inferior de la literatura: como forma, casi siempre (hay brillantes excepciones, eso sí); y como valor moral, de una manera incontestable, pues viene después de los grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen cuando menos cierto esfuerzo de invención.

Pero no me he ocultado por eso. Sencillamente, es que hoy no estoy para nadie. Cuando llego a casa, noto que hoy no estoy especialmente sociable. Ni falta que hace, por otra parte, pues no encuentro a nadie en casa. Todo es triste. Pienso en aquello que escribiera Blanchot: «Cuando estoy solo, no estoy.» No estoy ni para este dietario. No sé si me encuentro bien.

Imagina Sergio Pitol en El mago de Viena a un escritor a quien ser demolido por la crítica no le amedrentaría: alguien que con seguridad sería atacado por la extravagante factura de su novela, caracterizado como un seguidor de la vanguardia, cuando la idea misma de la vanguardia sería para él un anacronismo; alguien que resistiría una tempestad de insultos, de ofensas insensatas, de dolosos anónimos. Dice Pitol que a ese escritor lo que de verdad le aterrorizaría sería que su novela suscitara el entusiasmo de algún comentarista tonto y generoso que pretendiera descifrar los enigmas planteados a lo largo del texto y los interpretara como una adhesión vergonzante al mundo que precisamente él detesta…

Mañana, a estas horas, si todo va bien, estaré en Alcalá de Henares viendo cómo el entrañable amigo recibe el Premio Cervantes. Y seguramente pensaré en esas líneas de El mago de Viena y en las líneas que les siguen, donde Pitol describe el perfil del tipo de escritor que admira y que habría querido ser (y que hoy en día es, aunque él parezca no darse cuenta): aquel que arriesga y busca nuevos retos para la literatura; aquel que carece de cualquier miedo al fracaso; aquel que sabe que lo esencial realmente en la escritura estriba en aprender a ir más allá de las palabras, bailar en el abismo y jugársela como se la juega el torero ante el mundo real de los cuernos del toro; aquel que al final ve cómo esa escritura suya que no teme a los críticos siembra la confusión entre los burócratas, políticos, trepadores, nacionalistas, pedantes y demás papanatas. Sergio Pitol. Un escritor que llega al Cervantes en su momento de mayor plenitud creativa. Un escritor que en estos últimos años ha nadado más que nunca contra la corriente. Por el placer de dejarse llevar.

MAYO [1]

Fui a Buenos Aires con la idea de desaparecer unos días y acabé hospitalizado en el Vall d'Hebron en Barcelona. No me han quedado muchas ganas ya de volver a intentar esfumarme en un hotel argentino. Lo curioso es que en Buenos Aires hasta me jacté de haberme hecho fuerte en mi hotel de la Recoleta y de no haber pisado las calles de la ciudad en ningún momento, salvo en las dos horas que dediqué a una intervención pública en la Feria del Libro. Sonrió el público cuando dije que me había convertido en una sombra y que, como el personaje de uno de mis libros, no me había movido del hotel desde que había llegado a la ciudad. Pero eso en realidad era tan sólo literatura al estilo del viaje alrededor de mi cuarto, ganas de encubrir una íntima realidad: me fatigaba hasta cuando caminaba por los pasillos de ese hotel.

Y aún no sabía lo peor: tenía una insuficiencia renal severa y estaba viajando hacia un estado de coma irreversible. Pero nada de esto sabía yo entonces y no llegué a saberlo hasta días después, hasta que regresé a Barcelona y me comporté como un sonámbulo en el Prat (un flujo úrico envenenado estaba llegando ya a mi cerebro y era incapaz de advertirlo) y contesté de esta forma tan extraña a los que me preguntaron por qué llegaba sin maleta:

– Mis lágrimas las dejé en el mármol.

Cuatro días enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando a esconderme y viendo siempre desde mi ventana (casi a modo de premonición de lo que iba a pasarme) un único y fúnebre paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos panteones de algunos próceres de la patria argentina. Flores sobre el mausoleo de Eva Perón. Una vista obsesiva, enfermiza, mortal. ¡Vaya viaje!

Me acuerdo de la vista obsesiva que tenía W. G. Sebald desde esa ventana de hospital de la que nos habla en el inicio de Los anillos de Saturno: «Justo después de que me ingresaran en mi habitación del octavo piso del hospital estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que había recorrido el verano pasado, se habían contraído definitivamente en un único punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postración, no podía verse del mundo más que un trozo de cielo incoloro enmarcado en la ventana.»

Sebald cuenta que a lo largo del día le asaltaba con frecuencia un deseo de cerciorarse (mediante una mirada desde la ventana del hospital cubierta extrañamente por una red negra) de que la realidad, tal como se temía, había desaparecido para siempre. Ese deseo, con la irrupción del crepúsculo, cobraba tal fuerza en Sebald que después de haber conseguido, medio de bruces y medio de costado, deslizarse por el borde de la cama hasta el suelo y alcanzar la pared a gatas, lograba incorporarse pese a los dolores que le producía, irguiéndose con esfuerzo contra el antepecho de la ventana. Como un Gregor Samsa o un escarabajo cualquiera.

En fin. En mi caso, tardé tres días en poder llegar por primera vez al punto ciego y sordo de mi ventana de la décima planta y desde allí, incrédulo, ver la vista -sorprendentemente llena de vida que se extendía desde el barrio del Vall d'Hebron hasta el mar. De modo que el mundo sigue ahí, me dije. Me pareció algo asombroso todo aquel hormigueo de gente que podía ver desde allí arriba cruzando febrilmente avenidas y calles: la misma enloquecida circulación humana que no se alteró cuando el joven de La condena de Kafka se arrojó desde la ventana de la casa paterna.

Pensé en lo lejos y en lo cerca al mismo tiempo que quedaban ya mi hotel de la Recoleta, las tumbas y mausoleos con sus flores funerarias, mis días peligrosos de desaparecido en ultramar.

Recuerdo que en los momentos en que lograba sentirme optimista acababa sospechando que el optimismo era también una enfermedad.

Al cuarto día pude empezar a leer algo. Pedí un libro de Sergio Pitol del que recordaba una frase que siempre me había llamado la atención: «Adoro los hospitales.» No recordaba cómo seguía el texto tras aquella chocante frase. Descubrí que lo que decía ahí Pitol no podía coincidir más con mi propia experiencia: «Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están junto a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ¡a veces hasta un médico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyección y al momento me duermo, me traen el pato para que orine…»

De noche llegaba lo más duro. Mi dolencia se convertía en un punto más sordo y ciego que el de mi ventana a la vida y al mar. Recuerdo que en la última noche me dediqué a ahuyentar la angustia -una forma como otra de olvidarme de que estaba en un hospital- explorando la palabra hospitalidad. Y tuve la suerte de que el enfermero guineano del servicio nocturno me descubrió pensativo y, buscando apaciguar mi desazón, acudió en mi ayuda preguntándome en qué pensaba. Al decirle que meditaba sobre la palabra hospitalidad, entró en un largo silencio que rompió de pronto para decirme que no olvidara nunca que todo era relativo y que, por ejemplo, los franceses siempre habían tenido una gran fama de hospitalarios y sin embargo nadie se atrevía a entrar en sus casas. Me hizo reír y sentí cierto bienestar el resto de aquella noche. Pero al amanecer, con las primeras luces rosadas sobre el punto ciego y sordo de mi ventana del Vall d'Hebron, la angustia reapareció con fuerza inusitada y me quedé esperando un movimiento del aire, aunque fuera sólo uno, un solo movimiento del aire: sólo una prueba de que aún vivía y esperaba.

JUNIO

He cambiado de vida. Tal vez obligado por las circunstancias, pero el hecho es que he cambiado de vida. Me acuerdo de las advertencias que el 29 de julio de 2003 me enviara Bernardo Atxaga desde New Hampshire. Conservé su carta y ahora, releída en estos días de convalecencia, mi mirada reposa en ciertos consejos amistosos en los que me alertaba sobre los excesivos riesgos a los que sometíamos nuestras existencias. «Creo que ha llegado la hora de vivir un poco más atentamente», decía Atxaga en su carta. Y citaba a Nazim Himket, que en un breve e intenso texto comentaba que hay que tomar en serio el vivir, pues el vivir no admite bromas. Hay que saber -decía Himket- que la cosa más real y bella es vivir. Y no olvidar que vivir es nuestra tarea. Estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Aunque, por ejemplo, nos queden unos minutos de vida hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa.

No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brillante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito -ni como una bola de nieve, ni como una nube muerta-, como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.

En los primeros días, tras el regreso a casa, mi relación con el mundo fue anómala. A modo de terrorífica lluvia mental que parecía seguirme desde que dejara el hospital, en los primeros días me dormía y despertaba sin ley (he dicho bien: sin ley); notaba que reaparecía en el universo pero inmediatamente me perdía en una extraña lluvia salvaje y sentía que mi espíritu no tenía la menor relación con lo cotidiano ni con la circulación de las estrellas.

Espero en el hospital del Vall d'Hebron en la sección de Radiología. Para entretenerme (es un decir, porque he elegido en casa el libro menos oportuno) me dedico a Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, unos cuadernos que no son precisamente la alegría de la huerta. Leo sólo la primera página, el imponente inicio de esa obra maestra: «¿Es aquí pues donde la gente viene para vivir? Más bien diría que aquí se viene a morir. He salido. He visto: hospitales. He visto a un hombre que se tambaleaba y caía. La gente se agolpó a mi alrededor y me evitó así ver el resto. He visto a una mujer preñada. Se arrastraba pesadamente a lo largo de un muro cálido y alto, y se palpaba de vez en cuando, como para convencerse de que aún estaba allí…»

Había leído esa primera página ya muchas veces. Es una evidencia que la página dice la verdad sobre el mundo y sobre la famosa vida, aunque uno puede tardar años en reconocerlo, pues todos sabemos que podemos echarnos atrás ante los sufrimientos del mundo, y de hecho eso es lo que corresponde más a nuestra más íntima naturaleza. Pero, como dice Kafka, quizás precisamente ese echarte atrás es el único sufrimiento que podrías evitar.

jPero si ya sabemos que cuando muere alguien las cosas continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: el sol, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento! ¡Pero si ya sabemos que nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no lo pueden mirar!

Entonces, ¿cómo explicar tanto asombro, el otro día, ante la actitud de los bañistas de Lleida que continuaron bronceándose en una piscina pública a escasos metros del cadáver de un inmigrante ahogado? De no haber sido un inmigrante, creo que habría ocurrido lo mismo. La gente habría continuado allí, fuera el muerto de donde fuera. Un muerto es un muerto, y la vida es la vida y sigue, continúa existiendo, encantadora e indiferente. ¿No comentamos siempre en los entierros que debemos seguir viviendo?

El hecho es que el miércoles 14 de junio, hacia las tres de la tarde, unos bañistas seguían tomando el sol en una piscina municipal de Lleida en el barrio de Pardinyes, a pesar de encontrarse a pocos metros de ellos, y de forma bien visible, el cadáver del joven Nasry, de veintiún años y origen magrebí, muerto posiblemente por un corte de digestión. Al pobre Josep, que fue el socorrista que buscó desesperadamente salvarle la vida, se le acercó un bañista (cuando más desolado estaba por el fracaso de su inútil intento) y le pidió cambio de un euro. Otros, los pocos que decidieron marcharse de la piscina (seguramente se iban a comer, eran las tres de la tarde), pidieron que se les devolviera el dinero de la entrada.

Estamos ante un escándalo intolerable, de acuerdo, pero que no viene dado únicamente por la inmoral actitud de los bañistas, sino por algo más amplio. Yo diría que ese escándalo intolerable es el de la muerte misma. La muerte sí que es un escándalo. La muerte lesiona, hiere. Recuerdo que Claudio Magris ha hablado de «la herida misma de la muerte que no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire». Se pueden pensar todo tipo de cosas sobre ella, sobre la muerte, pero está claro que es imposible que logremos aminorar el escándalo que su famosa guadaña arrastra siempre consigo: la obscenidad absoluta del sufrimiento humano. Ante el fallecimiento de alguien querido (pero también debería sucedemos lo mismo ante el de un desconocido, por qué no) sentimos un estupor indecible y ese dolor de que todo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel indiferencia de todo sobrevivir…

Precisamente, el propio Magris comentaba en el verano de 1997, en su artículo periodístico «Foto de agosto», un suceso acontecido en la costa de Barcola, en Trieste. Un hombre se ahogó mientras estaba nadando en esa costa. En espera de ser evacuado, el cadáver quedó tumbado en la orilla y cubierto por una toalla. Una fotografía publicada por el periódico II Piccolo de Trieste mostraba el cuerpo sin vida en medio de los bañistas que, pegados los unos a los otros, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutaban lo más mínimo y continuaban bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta… Decía Magris que el muerto (que habría tenido que ser al menos durante cinco minutos protagonista de una tragedia y centro de atención y consternación) no pasaba de ser un personaje marginal, irrelevante en esa imagen de verano; los cuerpos en torno a él querían disfrutar del sol y el mar: y el suyo, que ya no podía disfrutar ni amar, quedaba apartado como un desecho. Las preguntas que a continuación se hacía Magris se parecen a las que sugiere el caso de la piscina de Lleida: ¿qué habrían podido hacer aquellos bañistas? ¿Levantarse, irse a casa, trasladarse unos cien metros más allá? «Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difícil: casi nadie se atreve. También la oración, como la carne, provoca escándalo.»

Concluye Magris que, en una humanidad fraterna y libre, esa fotografía de la playa triestina podría ser incluso una imagen positiva, la imagen de una solidaridad entre los vivos y los muertos: un intento de integrar a la muerte en el camino, como hace Eros, que no teme a la muerte porque sabe abrazarla. Pero en aquella orilla de la costa de Barcola, como en la piscina de Lleida, nadie abrazaba al muerto, sino que se procuraba no verlo. Creo que a veces nuestra vida está cada día más por debajo de la vida.

Hay un antes y un después de mi catarsis de semanas atrás. «Cuando algo concluye, uno debe pensar que empieza algo nuevo», recuerdo que me dije entonces. Y así ha sido. Al principio sabía lo que había perdido, pero no lo que podía comenzar. Avancé a tientas y lo que llegó fue la irrupción de cierto sentido de la calma aplicado a la vida. Llevaba demasiado tiempo con la impresión de que la organización del mundo me estaba arrojando cada día más a un futuro de creciente velocidad que me arrebataba el presente y me obligaba siempre a vivir en el futuro, en la vida que no existe.

Era como si viviera no para vivir, sino para ya estar muerto. Ahora todo tiene otro ritmo, vivo fuera ya de la vida que no existe. A veces me detengo a mirar el curso de las nubes, miro todo con curiosidad flemática de diarista voluble y paseante casual: sé que hago reír, pero ando yo caliente. Y cuando escribo en casa, me acuerdo de los días en que era muy joven y en esa misma mesa de siempre comencé a escribir y para mí hacerlo era apartarme, detenerme, demorarme, retroceder, deshacer, resistirme precisamente a esa carrera mortal, a esa frenética velocidad general en la que después acabé viéndome involucrado.

JULIO

Al dejar por tres días Barcelona después de algunas semanas de recogimiento exagerado -pero en el fondo razonable, porque estoy pendiente de una operación que tendrá lugar el día 15-, me encuentro en el aeropuerto con un conocido que me comenta que si en los años ochenta se hablaba de «miedo a salir de noche», ahora en Cataluña, con tanto asalto a fincas, pisos y chalets, se habla de «miedo a dormir en casa». Hago como que entiendo muy bien de lo que me habla -no entiendo nada- y nos quedamos un rato charlando hasta que de pronto le interrumpo sádica y bruscamente, en el momento que menos él esperaba, y le digo que tengo que seguir mi camino, que va a Roma.

Volando ya hacia esa ciudad, pienso en Ennio Flaiano, genial autor de libros como Diario de los errores y guionista de Fellini en películas que marcaron mi vida, como I vitelloni. Ennio Flaiano nació junto al Adriático, en Pescara, la ciudad a la que me dirigiré por carretera cuando llegue a Roma. Me acuerdo de cuando, en un viaje en avión a Los Angeles, Flaiano anotó: «Volando, se realiza la máxima aspiración ancestral, la de la Ascensión. ¿Ascensión en primera clase o turística?»

En Roma, a pesar de encontrarnos tan sólo en primero de julio, la temperatura es de puro ferragosto y no se ve a nadie en las calles y las lujosas villas se encuentran cerradísimas en el barrio donde está Via Veneto y se rodó La dolce vita y al que he sido conducido por el taxista que me esperaba en el aeropuerto. Hacía tanto tiempo que no me asomaba al mundo que me da absolutamente igual que haga tanto calor y que en las calles no se vea a nadie. Me digo que Ennio Flaiano fue precisamente el guionista de esa película de Fellini y que no deja de ser una discreta casualidad que haya ido a parar a ese barrio. Pero ese barrio -como es obvio- no está sólo relacionado con Flaiano. Aparición fantasmal del fascismo en pleno ferragosto cuando el chófer me informa de que la casa donde me esperan para llevarme al Adriático había pertenecido al conde Ciano, el cuñado de Mussolini. La irrupción de sombras fascistas me hace recordar que en Pescara no sólo nació Ennio Flaiano (guionista también, por cierto, de La notte de Antonioni, otro de los films que marcaron mi vida), sino también el esteta y superlativo admirador de Venecia, vate agotador y descomunal fascista, Gabriele D’Annunzio, uno de cuyos primeros libros fue Le novelle della Pescara, relatos que sacaron del olvido a su perdida ciudad de la región de los Abruzzos, ciudad y región de las que huyó bien pronto.

Ya en Pescara, que es lo más opuesto que he visto nunca a Venecia, me entero de que la ciudad tiene fama de ser la más fea de Italia, algo fácilmente comprobable cuando se llega a la plaza Rinascita, chapucero espacio del que el alcalde de la ciudad (Luciano D’Alfonso, nombre d'annunziano) debe de estar muy orgulloso, pues en la gran lona que envuelve la estatua central firma unos augustos ripios. Allí mismo, para no seguir embruteciéndome demasiado, recurro rápidamente a la vida breve de un aforismo de Ennio Flaiano que siempre me ha gustado, pues parece el arranque de un buen guión para una película (con guión de Flaiano naturalmente): «A través del teléfono establece una conversación con una persona que resulta muerta.»

Otro aforismo de Flaiano: «El amor se nutre de pequeños puntos de contacto.» De vuelta en Roma, me pregunto qué he ido a hacer a Pescara. ¿Ha sido en realidad todo el viaje un breve homenaje a Ennio Flaiano? El aeropuerto romano es un caos porque alborotan los del Taxinazo. Hay huelga de los taxistas que se enfrentan al gobierno de Prodi por la liberalización de las licencias. Y me acuerdo de cuando Flaiano decía que vivir en Roma era un modo de perder la vida. Quedan lejos ya Pescara y Gaetano Rapagnetta, que es el auténtico nombre de DAnnunzio, de quien dicen que se volvió tan extremadamente esteticista debido a la repugnancia y vergüenza que le producía ese nombre. Es domingo día 2 de julio. En Italia -estamos en plenos Mundiales- no se habla más que de doblegar en fútbol a la orgullosa Alemania. Deseos de ser piel roja y volver cabalgando -muy rápido- a casa.

Tengo una táctica ante cualquier enemigo que pueda surgirme: cuando ataca, no me doy por enterado, practico la indiferencia, y pueden pasar años; no complazco al adversario respondiéndole y haciéndole propaganda, dejo que siga roído por la envidia, que siga en su ciénaga aspirando a ocupar mi lugar, ese estrado inalcanzable.

Cuando el enemigo se retira, le persigo. Cuando está fatigado o veo que el imbécil olvidó ya sus pullas, ataco. Despiadadamente.

«La ciencia no tiene objeto más que dentro de sí misma. La astronomía no resolverá nunca una cuestión estética o moral. Por la teoría de Copérnico, el hombre no va a ser mejor ni peor ni a tener más medios de vida ni a resolver un problema sentimental», escribía Pío Baroja en 1945. Era el mismo escritor y médico que en el 39, en pleno final de la guerra civil, había dicho que la ciencia maravillaba: no confortaba, no abrigaba, podía tener frutos amargos, y desabridos, pero le dejaba a él absorto y seducido. Ya en 1910, este literato de fuste (tan injustamente tenido por algunos como rancio inmovilista y retrógrado) decía que en la esfera religiosa, en la esfera moral, en la social, todo puede ser mentira, «nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad es la de la ciencia, y a ésa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos».

Todavía hoy me asombra este Baroja científico, lúcido creyente en algo que en la actualidad posiblemente aún le maravillaría más. Me pregunto qué pensaría ahora su fe de ojos abiertos acerca de los turbadores últimos avances de la ciencia.

Muchas veces en París, voy a la rué Vaugirard y hago como que busco ese Hotel Bretonne que una tarde de frío invierno busqué de verdad hasta que comprendí que había desaparecido: ese hotel de cuarto con cama empotrada en la pared y precaria mesa con tapete en la que en 1910 comenzó el exiliado Baroja a escribir El árbol de la ciencia, posiblemente su mejor novela. Sé que ya no está el hotel, que ya no lo encontraré, pero mi fe ciega en la ciencia me conduce a ir de nuevo a la rué Vaugirard y pasar por delante del humilde albergue barojiano y saludar a ese inmueble donde estuvo el hotel y que hoy es una casa de viviendas particulares. Es mi parisina forma de pensar en Baroja, de evocar su curiosa combinación de boina y ciencia.

En fin. Tras un paseo neurótico por los alrededores del Museo de la Ciencia de Barcelona (estoy pendiente de la inminente operación a la que mañana voy a ser sometido, lo que en cierta forma explicaría que me haya puesto a pensar e incluso a confiar en la ciencia) me digo que ni Jules Verne ni nadie: el verdadero científico es Franz Kafka. Nunca se encadena a ninguna verdad y, sin embargo, todo son verdades. Es inagotable. Se estrellan contra él todos quienes, al querer interpretarlo por un lado u otro, reducen la infinitud de su obra. Sólo le faltó decir que el verdadero saber consiste en medir la extensión de la ignorancia.

AGOSTO

Anoche imaginé que volvía a los cines de arte y ensayo de mi juventud a ver las lentísimas y profundísimas películas de Ingmar Bergman, siempre marcadas por largos momentos en los que el silencio se apoderaba, hasta metafísicamente, de la pantalla. En mi juventud estuve viendo ese cine con un respeto enorme hasta que una noche uno de los amigos de la pandilla nos dijo a todos a la salida de una de aquellas películas tan profundas: «Tanto silencio para nada.»

Volvía a jugar al ajedrez en un pabellón anexo al colegio de los maristas del Paseo de Sant Joan. Fueron días de 1963 en los que me quedaba allí todas las tardes practicando aquella actividad inteligente en un intento de compensar y hasta de barrer el ciego polvo que todas las tardes levantábamos con el hermano Julio en el «patio de arena» del colegio con nuestras exhaustivas prácticas de gimnasia. En aquellos años, el olor a sudor olímpico comenzaba ya a despuntar en la línea del horizonte de la ciudad. Si bien era entonces impensable pensar que un día el turismo de masas acabaría convirtiéndonos a todos los barceloneses en camareros, ya se notaban los primeros movimientos atléticos de culto inculto al deporte. Jugar al ajedrez era como defenderse de cualquier invasión futura de atletas y turistas. Pero de nada sirvió aquello. Ahora, en estos días, tengo la impresión de que millones de turistas analfabetos observan nuestros movimientos en el circo de arena.

Volvía a fumar y lo hacía sin remordimiento alguno porque sabía que un día dejaría de fumar y me recuperaría. Fumaba sin límites y escribir era para mí un acto complementario del placer de fumar. Escribía sobre alguien que se regía por el principio de no fumar jamás mientras dormía, pero el resto del día fumaba; alguien para quien el humo era el sueño del fuego. Era yo, que por fin volvía a ser yo mismo. Yo, que estos días estoy volviendo a ser el que era, estoy regresando poco a poco a la vida, como si despertara de un desvanecimiento. Hasta me he disculpado ante mis superiores y, en uno de mis rodeos humorísticos, he alegado un pequeño desmayo de varias semanas.

Volvía a escribir mi libro más conocido y lo hacía deliberadamente sin el menor nervio, para no caer en el riesgo, por remoto que fuera, de pasar a los anales (palabra horrible) de la historia de la literatura.

Volvía a enamorarme de mi primer amor y volvía a perderlo cuando un amigo me advertía que, cuando la mujer tiene virtudes masculinas, es para salir corriendo y, cuando no las tiene, es ella misma la que se larga enseguida.

Volvía a ser joven y leía por primera vez el poema «No volveré a ser joven», de Jaime Gil de Biedma. Y volvía a tener veintitantos años y a ver a escritores mayores que me impresionaban porque parecían vencidos, derrotados; se Ies notaba apáticos y parecía que no se interesaran por nada. No hace mucho, supe que de joven Paul Auster había tenido con los escritores mayores impresiones parecidas y que ahora que ha envejecido se ha dado cuenta de lo que les pasaba a aquellos viejos: sentían que nadie iba a ser capaz de cambiarlos, que no vendría ningún jovencito a descubrirles nada.

Volvía a esa duodécima planta a la que acudo cada tarde para una inyección intravenosa dentro de un tratamiento que intenta liquidar una bacteria hasta hoy única y desconocida -la olopdrysdizina- que me ha sido imposible liquidar por vía oral.

Esa duodécima planta no puede ser más extraña, es la extrañeza misma. Hay un cartel muy visible que advierte:

Se admiten conductas positivas.

No se admiten actitudes que induzcan al desánimo.

A simple vista, por la forma de sus sillones, la planta entera parece una peluquería de señoras, un salón de belleza. Los enfermos no son muchos, una minoría selecta. Aunque es bien sabido que en una minoría selecta hay una mayoría de imbéciles, mi duodécima planta debe de ser el único lugar del mundo donde no se da ese caso. Las conversaciones que de sillón a sillón tienen los enfermos son exquisitas -me recuerdan algunos diálogos de Perorata del apestado, de Bufalino-, son de una inteligencia sorprendente, y se diría que están dando la espalda a la ciudad de los atletas y los turistas. Cada día analizan en la enfermería anexa si sigo albergando la no menos exquisita olopdrysdizina y cada día imploro a los dioses que no me obliguen demasiado pronto a regresar de lleno a la pavorosa realidad de la ciudad olímpica.

SEPTIEMBRE

Y es que ningún escritor es bueno hasta que aprende a corregir. Pero atención: tampoco corregir es tan fácil como a primera vista pueda pensarse. Recuerdo que el pintor Delacroix solía decir que hay dos cosas que la experiencia debe aprender: la primera es que hay que corregir mucho; la segunda es que no hay que corregir demasiado.

Uno no empieza por tener algo de lo que escribir y entonces escribe sobre ello. Es el proceso de escribir propiamente dicho el que permite al autor descubrir lo que quiere decir. En ocasiones lo que quiere decir es que el silencio que viene del techo es un silencio diferente, no un silencio ahogado, no el silencio de lo vacío, sino el silencio de lo que está lleno, por no decir repleto.

Adivinar el futuro del libro ante la supuesta amenaza digital es como especular con el resultado que obtendrá el domingo tu equipo favorito. No puedes saberlo, no tienes ni idea y mejor que no la tengas, porque si tu equipo, por ejemplo, va a perder por goleada, es inútil que lo preveas, porque no podrás hacer nada por él, nada por evitar la catástrofe. De modo que lo mejor es no molestarse demasiado especulando. Después de todo, ocurrirá lo que haya de ocurrir. Es más, en realidad el futuro digital del libro ya está escrito, y no creo que en su escritura haya participado yo ni vaya a hacerlo.

Me acuerdo ahora de que alguien, hará unas semanas, sin permiso alguno, escaneó y colgó entera en la Red una novela mía, editada en Barcelona hacía ya siete años. Pasada la inicial sorpresa y las consiguientes dudas sobre si debía indignarme ante un hecho como aquél, reaccioné tomándolo todo por el lado más pragmático. Recordé que cuando escribí aquel libro, aún no tenía ordenador y, por tanto, nunca había tenido ese libro guardado en mi disco duro. Me pareció de pronto muy útil tener colgada allí esa novela, porque a veces copio fragmentos de mis propios libros para ilustrar alguna respuesta en alguna entrevista hecha por e-mail. Se trata sólo de una forma de ganar tiempo. A veces, si la pregunta es, como de costumbre, claramente redundante y se interesa por saber algo que la obra escrita explica de forma suficiente, copio directamente el fragmento aquel donde eso se explica. Y es que me siento cercano a quienes, como John Updike, están convencidos de que la obra escrita habla por sí misma y se encuentran incómodos cuando se ven empujados a la fastidiosa promoción del producto, a ejercer de anuncios andantes y parlantes de sus libros.

Como se ve, supe encontrar el lado útil de la espinosa cuestión de ver pirateada en la Red mi novela, y creo que de algún modo, con esa espontánea reacción y casi de forma inconsciente, tomé una posición personal ante el dilema que afecta al libro por venir. Y es que puede ocurrir que las grandes cuestiones mundiales se resuelvan a veces de la forma más insólita, se resuelvan discretamente en nuestros domicilios, meditando sin tensiones sobre el asunto, desdramatizándolo mientras, por ejemplo, distraídamente nos disponemos a plagiar en la Red un fragmento nuestro, es decir, a asestarle secretamente en privado el golpe de gracia a nuestra propia autoría.

Tenemos derecho a ello, aunque creamos al mismo tiempo, como John Updike, en la necesidad de valorar y cultivar nuestra individualidad, aunque sigamos teniendo fe en los libreros independientes que civilizan sus barrios, aunque sigamos pensando que el libro no es nada sino es «un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar…», aunque siga turbándonos la insustituible y conmovedora relación que existe entre lector y autor.

El discurso de John Updike a los libreros en la convención Book Expo, su encendida glosa a la individualidad, me remite inmediatamente a Witold Gombrowicz cuando, nadando a contracorriente, decía en 1954: «Es necesario restablecer el equilibrio. En nuestros días, la corriente de pensamiento más moderna será la que redescubra al individuo.» Nada tenía Gombrowicz contra el pensamiento colectivo, y menos aún contra la humanidad, pero consideraba necesario restablecer el equilibrio perdido. El texto de Kevin Kelly que ha desencadenado los comentarios de Updike me ha recordado, por su parte, a unos jóvenes amigos estalinistas de la universidad que estaban obsesionados con la idea de aniquilar todo trazo de una posible autoría artística. Tenían algo -o mucho de comisarios políticos y perseguían con verdadera ferocidad, no sólo a los autores consagrados, sino a aquellos jóvenes de su propio medio que despuntaban con una inteligencia artística claramente superior a la suya.

«Es que tú pretendes ser un autor» era la pintoresca acusación que les había oído decenas de veces. Desahogaban su falta de talento invocando teorías marxistas y reprimiendo con ellas a todo posible embrión de autor. Tenían algo -o mucho- de Kevin Kelly, el hombre que tanto ha alarmado a Updike con su tesis sobre la gloriosa digitalización de todo el saber escrito y la desaparición de los autores en aras de un único libro universal, de un flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante Google: una deformación grotesca de la biblioteca universal que imaginara Borges y que en manos de Kelly se convierte en un espeluznante libro de arena, que a buen seguro provocaría el sarcasmo del escritor argentino. Lo cierto es que si todo eso de lo que habla Kelly llega algún día, estamos perdidos. Pero lo estaremos igual cuando llegue. Y nadie, por otra parte, va a enterarse, porque estará escrito en la arena. En cualquier caso, mientras los libros sigan teniendo rugosos o lisos lomos, habrá vida en la playa y seguiremos buscando cínicamente, lejos de nuestros privados delitos contra la autoría, ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría.

Regreso a Barcelona después de una breve estancia en Segovia.

Volver con la frente marchita a tu pequeño país, que con las lluvias de otoño se inunda todos los septiembres con una fatalidad adorable. Y caminar de nuevo por la ciudad natal, donde, cuando crees reconocer a alguien por la calle, tienes un momento de pánico.

OCTUBRE

He revisado el encontronazo en televisión, hacia 1980, de Catherine Ringer con Serge Gainsbourg. Lo primero que se ve allí es a Ringer, cantante del dúo Les Rita Mitsouko y moderna de nuevo cuño, sentada junto a un moderno consolidado, el voluble Gainsbourg. No tarda en producirse el previsible choque, tal vez generacional. Ringer, con afán de épater al moderno consolidado, contó que había trabajado en películas porno y fue interrumpida por un despectivo Gainsbourg que le dijo que eso era simplemente hacer de puta y no podía ser más vomitivo. Se atascó un buen rato la conversación ahí, porque Ringer (artista genial que me descubriera Sergi Pámies el invierno pasado) se negó a aceptar que ser actriz porno fuera repugnante y ella una puta. Gainsbourg insistió en que ser puta era nauseabundo. Ringer dijo entonces que precisamente el asqueroso era él, pero acabó aceptando, con una media sonrisa, que su pasado era repugnante. «De todos modos», se excusó Ringer, «mi trabajo forma parte de la aventura moderna.» Y ahí es donde se reveló y revolucionó todo, y el momento acabó siendo memorable.

– ¡Ah, no! -dijo un exaltado Gainsbourg-. La aventura moderna no es repugnante. Nosotros tenemos ética.

Si Rimbaud en el siglo XIX sembró en Francia la esencia del ser moderno, Gainsbourg, en la misma Francia, señaló el fin del «todo vale», marcó los límites morales de la vanguardia y dio la primera patada a la modernidad sin ética. Un momento histórico.

Jane Birkin, arrastrada por su perrito, pasando a toda velocidad, de incógnito, frente al Café Bonaparte. Es un recuerdo reciente. Hace quince días, estaba sentado con Bryce Echenique en París, en la terraza del Café Bonaparte, cuando vimos pasar a una espigada, guapísima, misteriosa Jane Birkin, que caminaba o volaba, arrastrada por la velocidad de su encadenado perrito. Fue una feliz fugaz visión de Birkin, toda una artista verdadera. Y recordé que ella siempre fue la artífice de la reconciliación entre su marido y Ringer, a la que dedicó palabras amables: «Me parece una maravillosa intérprete. Los verdaderos fans de Gainsbourg la aprecian tanto como yo.»

Nunca olvidaré el corredor de Saknussemm, en Islandia, por el que viajé fascinado y aterrado en días esenciales de mi infancia, y menos aún el volcán Sneffels, cuyo cráter -según nos descubriera Verne en Viaje al centro de la Tierra- era la puerta de ese corredor, como tampoco se borrarán de mi mente nunca las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock le daba a su joven sobrino Axel, que, intrigado y temeroso, se inclinaba sobre la chimenea central del volcán islandés y se daba cuenta de que una sensación de vacío se estaba apoderando de todo su ser. Sintiendo el pobre Axel que estaba abandonando el centro de gravedad y enajenándose de vértigo, pensaba: «Nada más embriagador que la atracción del abismo.»

Esa atracción yo creo que Jules Verne la había registrado ya muy temprano en su propia vida, pero también en su admirado Poe y muy concretamente en un relato de éste, El demonio de la perversidad, donde un personaje al borde de un precipicio mira el abismo y siente malestar y vértigo y también atracción y reflexiona: «Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.»

Tanto esas lecciones de abismo del profesor y geólogo Otto Lidenbrock como el profundo impulso de vértigo del personaje de Poe, me persiguieron en mi primera juventud, y digamos que muy pronto trocaron mi fascinación por el vacío en una irremediable fascinación -ya para toda la vida- por el misterio de los volcanes, tanto por los reales como por los inventados, con preferencia por estos últimos, que se me presentaban más huecos que todos los otros juntos. Sobre mis volcanes inventados -que ahora creo recobrar en la obra de mi admirado Vicente Rojo, que de un tiempo a esta parte trabaja en hondos volcanes imaginarios- debo decir que constituyeron muchas veces la geografía de un sueño muy recurrente en días ya lejanos, un sueño que consistía en un viaje completo al interior del globo terráqueo, un viaje a un interior que siempre se me aparecía iluminado eléctricamente. Era un periplo que se iniciaba normalmente cuando ingresaba por el cráter perfectamente circular de un volcán que coronaba severamente el triángulo, también perfecto, de la propia montaña o pirámide: un cráter de un extremado color abismo que parecía iluminar con fuerza la vasta iluminación eléctrica del centro del mundo, un centro que -dicho sea de paso- está normalmente en todos nosotros y al que hay que descender a través del círculo craneal -real o inventado, como uno prefiera- de nuestro cerebro abismal.

Fueron precisamente ciertas partículas volcánicas de ese círculo craneal las que, en días de extrema juventud, engendraron en mí cierto deseo de mimetismo que se centró muy especialmente en el volcán Tängri, de la novela El mar de las Sirtes, de Julien Gracq: una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despegaba del horizonte. Durante un largo tiempo, estuve convencido de que yo era el propio Tängri y de que encarnaba el núcleo vivo -su cráter nevado- de esa montaña. Todavía hoy en día mi obsesión existencial es mimetizarme en volcán Tängri, constantemente. Es más, creo ser, al igual que esa montaña, un triángulo de fuerza eléctrica de delirio onírico. Todo esto es más razonable de lo que pueda parecer a primera vista. En el fondo, los volcanes, reales o inventados, no son más que la búsqueda del origen, del comienzo de la vida y del arte. Un volcán resume mejor que nada la contradicción entre la belleza y el dolor. Un volcán es el origen y es también geometría de la erupción, mezcla entre la atracción y el rechazo. En un volcán inventado estará siempre el origen de mis lecciones de abismo con el profesor Lidenbrock y la configuración idónea de mi encarnación del Tängri. ¿Cuántas veces habré descendido por esa profunda y ancha grieta que atraviesa las paredes laterales de ambos flancos de un Tängri en el que brota un resplandor rojo, que de pronto trepa en una repentina llamarada y más tarde se extingue abajo, en la oscuridad? Desde esos abismos sube un rumor y una conmoción, como de planchas enormes que golpearan y trabajaran… Es el arte, es la grieta del destino.

Ha muerto Daniel Emilfork. «Murió de vejez y de soledad», me ha escrito su amiga Valérie Lang al anunciarme hoy su muerte. Actor francés de origen chileno, fue intérprete en películas de Polanski, Fellini y muchos otros, y también un gran actor shakespeariano. Se decía de él que era «el hombre más feo del mundo», y la verdad es que este actor de una bondad infinita había hecho merecimientos para parecerlo, pero sus padres eran judíos de Ucrania, que a su vez procedían de Etiopía, donde el concepto de belleza seguro que era y sigue siendo distinto.

Fue un gran actor en tiempo de prodigios. Supe de su existencia hace años cuando en el avión de vuelta de un viaje a Chile leí una entrevista con aquel chileno parisino o chileno emparisado (que diría Jorge Edwards), y sus declaraciones me inspiraron un personaje de El mal de Montano, la novela que estaba entonces escribiendo. Surgió de allí la figura de Tongoy, «el hombre más feo del mundo». Contaba Emilfork en aquella entrevista que, siendo aún muy niño, una amiga de su madre le había dado a entender que él era muy feo y un perfecto vampirito. «¿Soy feo, mamá?», le preguntó a su madre, ya en casa, el pequeño Emilfork, muy preocupado. «Sólo en Chile», le respondió su madre.

Con la previa mediación de la actriz Valérie Lang, le visité una tarde de invierno del año pasado en París. Siempre impresiona visitar a un personaje que en ocasiones has considerado tuyo. Quiero decir que impresiona verle convertido en una persona de la vida real.

Resultó ser un hombre entrañable, de gran elegancia moral. No sabíamos de qué hablar, pero estuvo todo muy bien. Recuerdo que, al atardecer, en la austera casa de Montmartre, pasamos a hablar en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Y que todo eso creó un clima de bella y extraña felicidad, que ya en el momento de vivirlo parecía estar yo viviéndolo exclusivamente para el recuerdo.

NOVIEMBRE

Leo con pena el artículo de opinión de un colega que durante años, en vista de que no tenía la recepción crítica que esperaba, buscó y logró la ayuda de grandes nombres de la literatura para que hablaran bien de sus libros. Al leerlo, me doy cuenta de que han pasado los años y, a pesar de las frases elogiosas que le dedicaran esos grandes hombres literarios, la obra de mi colega sigue siendo mala, de baja intensidad. De nada le ha servido la protección de los grandes nombres. Ahora él mismo puede ver que le habría resultado más rentable emplear su tiempo en escribir mejor que en coleccionar frases rimbombantes de algunos figurones. Al reflexionar acerca de esto, me viene a la memoria algo que dijo Jules Renard en su impagable Diario: «Hay grandes escritores y escritores buenos. ¡Seamos de los buenos!»

A veces, el humor se revela como el único sentido del universo. Y es que el famoso vacío cósmico no es tan inmenso si descubrimos que tiene en el humor un inquilino perpetuo. En ciertas ocasiones, el humor se revela pavorosamente como el único sentido de la ciencia. El telescopio espacial Spitzer, por ejemplo, ha medido por primera vez las temperaturas diurna y nocturna de un planeta extrasolar y, al parecer, las temperaturas allí son extremadamente altas en un lado del planeta y extremadamente frías en el otro. Todos los teletipos han propagado la noticia. Gran descubrimiento, pero me pregunto si valía la pena tanto ruido para semejantes nueces. Sin ir más lejos, se puede decir lo mismo de la Cataluña de las últimas semanas. Mientras en el Valle de Arán las nevadas eran importantes, en

L'Ametlla de Mar continuaba el ardor del inconsciente verano.

He llegado hasta el poeta Charles Simic, autor de Hotel Insomnio, gracias a un artículo de Martín López-Vega en el que se decía que «es muy posible que no haya en la poesía norteamericana de hoy, a excepción de John Ashbery (de quien no es exagerado decir que es a la poesía de la segunda mitad del siglo XX lo que Eliot fue a la primera), poeta más relevante que Charles Simic».

Buscar libros de este autor traducidos al español significa, en el momento de escribir esto, ir a la caza sólo de dos títulos: El mundo no se acaba, con traducción y prólogo de Mario Lucarda, y Desmontando el silencio, antología preparada por Jordi Doce. Simic nació en Belgrado en 1938 y vive desde el 49 en Estados Unidos. Es un yugoslavo de Chicago. «Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello…» Enlaza filosofía con poesía y maneja técnicas simbolistas y surrealistas en admirables poemas, donde se concilia tradición y vanguardismo. Un soberano equilibrio. Simic es un maestro cuando inserta en su poesía imágenes de raíz surrealista en el contexto de un poema realista y ofrece una versión de la realidad que, como escribe López-Vega, «podría compararse con un tapiz de aire medieval hecho a medias por Joseph Cornell y El Bosco, tejido, eso sí, con hilo telefónico».

Algunos amigos son terriblemente imprevisibles. Raúl Escari, por ejemplo. Fuimos muy amigos en los días que viví en París. Regresó a Argentina hace unos años. Cuando en abril pasado estuve en Buenos Aires, vino a verme al hotel cercano a la plaza de la Recoleta y lo hizo con el manuscrito de su autobiografía. Hasta aquí digamos que todo normal. Pero con Escari nada suele ser nunca normal. No sé si porque fue el inventor de eslóganes del Mayo francés (uno de ellos era nada menos que aquel que hablaba de pedir lo imposible a la vida), pero el hecho es que en la recepción del hotel aún recuerdan que les entregó el manuscrito de su autobiografía y les encargó que lo fotocopiaran para que yo pudiera leerlo. Fue como confundir recepción con la barra de un bar y, en lugar de las llaves, pedir un whisky. En vano le explicaron que había una casa de fotocopias cruzando la calle. No sé cómo lo hizo, pero insistió con gracia y consiguió lo imposible, y se marchó de allí habiéndome dado copia de su manuscrito.

En su autobiografía habla de Roland Barthes, Copi, Marguerite Duras, William S. Burroughs, Severo Sarduy y otros amigos suyos de los días de París. La acaba de publicar en Buenos Aires con el título de Dos relatos porteños. En una entrevista en Página 12 le han preguntado si es verdad que se fumó las cenizas de su amante y amigo Copi. Para Escari el episodio tiene su gracia y su efectismo, pero no refleja lo que ha querido hacer en su libro. El caso es que en la entrevista cuenta que al día siguiente de que incineraran a Copi, los tres amigos más cercanos del escritor -Michel Cressole, Guy Hocquenghem y él mismo- fueron en París a la casa de la China, que era como llamaban a la madre de Copi: «Sobre la mesa estaba la cajita con la marihuana. La madre hacía poco que había llegado y hablaba mal francés. Y se había pasado cuidando a Copi en el hospital, ella no dormía, debía de estar muy cansada. Michel, que era el más atrevido, le dijo: «China, ¿podemos hacer una pipa de hasch?» «Bueno», dijo ella. Fumamos. Después, Michel agarró la cajita y le dijo: «¿Usted puso las cenizas de Copi aquí?» Y ella le contestó que sí. Tiempo después, Michel me dijo: «¿Te acordás cuando nos fumamos las cenizas de Copi?» Yo no me acordaba, ni estoy seguro.»

Otro amigo, Ednodio Quintero, llama por teléfono y me suelta de golpe: «Tokio no mata.» Un breve silencio. «¡Ah!», digo. Escucho de fondo el ruido de un ferrocarril que pasa. Y no tardo en enterarme de que es un tren nipón que cruza por una barriada oriental de Tokio desde la que mi amigo me llama. Sabía que Ednodio estaba viviendo en Japón, pero no esperaba que me llamara desde allí. Cuando vivía en Mérida, en su bella ciudad venezolana, no llamaba nunca. Ednodio pasa a hablarme de dentaduras. Me cuenta que una moda juvenil en Tokio consiste en exhibir unos dientes bien feos. Muchas chicas se compran dientes de vampiros para estar horrendas y más al día. También está de moda allí ir a las fiestas con una maleta. Se hace en Tokio mucha vida en la calle, y la maleta ha cobrado un carácter casi de necesidad. La ciudad, según Ednodio, está llena de gente que lleva su casa/maleta encima porque, por las distancias y otros ajetreos, no pueden regresar a veces fácilmente a sus lejanos hogares. No hay que ver todo esto con ojos de susto, trata de explicarme Ednodio. Un breve silencio entre Tokio y Barcelona. «Tokio no mata», vuelve a decirme, y se despide.

El amigo Gonzalo M. Tavares ha fundado un barrio portátil, un maravilloso Chiado literario -que jamás arderádonde compran el pan y toman el aperitivo el señor Valéry, el señor Juarroz, el señor Walser, el señor Henri (Michaux), el señor Calvino, el señor Brecht y otros.

Tavares ha ido a Madrid a presentar dos de sus libros, El señor Valéry y Un hombre: Klaus Klump. Me han dicho que ha evocado en público cómo nació nuestra amistad: cantando los dos a voz en cuello en Parati, Brasil, Quisiera tener un millón de amigos. Tavares publica un promedio de siete libros al año y es muy ingenioso y triunfará, eso es.algo que se ve venir. Hasta me extraña que los editores españoles no le hubieran percibido y traducido antes. Su barrio de los señores Brecht y compañía, que compran el pan y toman el aperitivo, es de una originalidad importante. De momento, a España sólo ha llegado el señor Valéry, pero los demás ya tienen la maleta, seguramente japonesa, preparada.

«Nosotros, siempre nosotros… más algunos amigos» (Roland Barthes).

Si no recuerdo mal, Barthes también decía que así como se puede descomponer el gusto del té, aparentemente tan especial, en unos cuantos elementos cuya sutil combinación produce toda la identidad de la sustancia, asimismo la identidad de cada amigo, lo que le convierte en amable, depende de una combinación delicadamente sofisticada y, por ello, absolutamente original, de rasgos mínimos reunidos en escenas fugitivas, día a día. Cada uno despliega ante nosotros la escenificación brillante de su originalidad. Mañana voy a Praga, donde veré al escritor Iñaki Abad, un amigo de Nápoles que vive en la ciudad de Kafka desde hace tres años y con el que siempre hay conversaciones para el recuerdo. Como no leerá estas líneas, no sabrá que será con él con quien haga mi primera prueba de fuego o experimento de investigación del estado actual de mis amistades: tratar de cazar la esencia de la diariamente renovada originalidad de cada uno de mis amigos, y festejarlo luego con los pequeños ritos de la amistad.

He visitado una iglesia de Praga y no he tardado en salir de ella con desgana, como si fuera hubiera otra iglesia igual, adosada a la puerta de la anterior. Pero fuera sólo he visto la silueta de una muchacha con un viejo abrigo verde que, con los brazos alzados y en posiciones distintas, se ha vuelto hacia una niebla densísima para penetrar en ella.

¿Qué pensaría Kafka si viera esto? Tan imaginativo como era, no pudo llegar ni a sospechar que se convertiría en una enseña turística de Praga formando parte de un horrendo, grotesco, gigantesco marketing. ¿Cuál era, por cierto, su relación con el dinero? Recuerdo el viaje de negocios que a principios de enero de 1911 realizara a las poblaciones de Friedland y Reichenberg, que darían lugar a muchas anotaciones en su diario. En una de sus notas de viaje cuenta que en Friedland, lugar muy aburrido, había una única diversión: el Kaiserpanorama (o paisaje del Emperador), que venía a ser un cilindro de madera de unos cinco metros de diámetro, a cuyo alrededor 25 espectadores se sentaban para admirar a través de unas ventanillas perspectivas exóticas o sucesos de actualidad. Poco podía imaginar Kafka, en ese viaje de negocios de 1911, que un día la ciudad de Praga se convertiría toda ella en un gigantesco Kafkapanorama.

Voy andando por Praga con paso veloz, mi cuerpo levemente doblado, la cabeza un poco inclinada, ondeando como si ráfagas de viento me arrastrasen a uno y otro lado de la acera. Llevo las manos cruzadas a la espalda, y mi zancada es larga. Sé algo de lo que los otros hombres nada saben, y me domina una calma tenaz: un vacío mortal, aunque optimista, porque voy hacia el Café Kubista. ¿O voy al Slavia? De entre los que conozco, son los dos cafés más acogedores de la ciudad.

Como he llegado a Praga en un martes 14 de noviembre, siento curiosidad por ver qué hacía Kafka en esta misma fecha de otro año, y busco en sus Diarios. Veo que en 1911 el día 14 de noviembre también cayó en martes, y Kafka se despertó en Praga en la fría mañana de otoño, con luz amarillenta: «Traspasar la ventana casi cerrada, y todavía delante de los cristales, antes de la caída, flotar, con los brazos extendidos, el vientre abombado y las piernas dobladas hacia atrás, como los mascarones de proa de los barcos de tiempos antiguos.»

Con el placer propio del explorador que descubre algo, tengo la impresión de que este fragmento anuncia el comienzo de La metamorfosis, que sería escrita en noviembre de 1912, es decir, exactamente un año después. En ese despertar de Kafka de aquel 14 de noviembre de 1911 ya están ahí el famoso vientre abombado y la ventana por la que Gregor Samsa, convertido en un escarabajo, acabará escapando de la cárcel familiar. Porque el vientre abombado reaparecería al cabo de un año en el célebre arranque matinal: «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo (…) estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado…»

¿Y el 14 de noviembre de 1906? ¿Por dónde andaba Kafka hoy hace exactamente cien años? Llevaba un mes de prácticas como abogado en los juzgados de Praga y veía muy a menudo a «los señores del tribunal». Decido ir a ver esos juzgados que están en la calle Celetná, y un amigo me acompaña, y por el camino me acuerdo de Claudio Magris, que esta noche precisamente se encuentra en Barcelona, al lado mismo de mi casa y entre amigos comunes, presentando A ciegas, su último libro. Yo estoy en Praga, como si ése fuera mi destino más habitual. A las puertas del hoy

Tribunal Civil Regional, en la calle Celetná esquina Ovocny, me viene a la memoria el discurso que le escuché a Magris, hace unos meses en Madrid, acerca de las relaciones entre literatura y derecho. Y recuerdo tanto sus palabras que hasta recuerdo que acabó diciendo que los antiguos, que lo comprendieron casi todo, sabían que podía existir poesía en el acto de legislar: «No por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»

Salgo muy tarde del restaurante de Emy Destinnové en la calle Katerinská y, cuando emprendo el camino de retirada al hotel, me acuerdo entre la bruma de que, como sugieren los poetas de esta ciudad, todavía hoy, cada madrugada, Franz Kafka vuelve a su casa de la calle Celetná, con su traje negro y su bombín, dando brincos ágiles sobre los guijarros. Y por un momento imagino que no es con el escritor con quien voy a cruzarme, sino con el Golem, hombre artificial de barro, y personaje clave de la Praga de los misterios. Sé cómo puedo destruirlo y que el fantoche del Golem vuelva a ser un amasijo de blando barro. Pero no me encuentro con nadie, sólo con un gato que podría llamarse Murakami y que desaparece, tal como ha aparecido, de la forma más inesperada. El gato tiene conmigo la misma relación que la ciudad tiene, desde siglos, con la familiar niebla.

DICIEMBRE

Seguimos todavía en los tiempos de Tricky Dick. Puente de la Constitución y espectaculares colas en los aeropuertos españoles por el control de los peligrosos dentífricos y desodorantes. Lo malo es que la norma que prohíbe embarcar con líquido en los aviones no la podemos impugnar los ciudadanos. Y es que dicha norma nunca ha sido publicada, con lo cual nosotros no podemos verificar o, en su caso, impugnar su aplicación, al no tener derecho a conocer su contenido. Vivimos en el mundo de las normas invisibles. Quien haya leído El proceso de Kafka, sabrá que la situación es exacta a la de esa novela. Estamos ante una norma etérea. ¿Por qué es secreta? Según Jacques Barrot, comisario europeo de Transportes, hacerla pública «iría en detrimento de la eficacia de las disposiciones de seguridad si los terroristas pudieran obtener información detallada, de las medidas adoptadas en los aeropuertos». Pero Io único que nosotros vemos es que los terroristas van infiltrando polonio y nuestras familias cruzan las aduanas manos arriba con el dentífrico en la boca.

El polonio me recuerda que en octubre de 2000 escribía Tomás Eloy Martínez, a la vista de las elecciones norteamericanas: «Los dos candidatos son grises y tal vez pesen menos que una pluma en la historia de este siglo. Aquel que sea elegido podrá sin embargo torcer el cuello de la historia en cualquier dirección. Y eso los vuelve, en potencia, más imponentes y temibles de lo que son.» El paso del tiempo suele modificar el sentido de los comentarios políticos que leemos. En el caso que nos ocupa se ve que, como es lógico, el comentarista no podía ni imaginar la catastrófica política de Bush con su intervención en Irak. Acierta, en cambio, cuando intuye que el gris presidente elegido torcerá el cuello de la historia. ¡Caramba si lo ha torcido!

En el avión me dedico a leer Nixon. La arrogancia del poder, donde Anthony Summers cuenta la vida de Tricky Dick, el claro antecedente y maestro de Bush y compañía. Es la mejor y más documentada biografía de Nixon, un personaje cuya alargada sombra tramposa se extiende todavía hoy sobre nosotros en medio de ese clima de represión de derechos civiles que cada vez nos toca más de cerca. Porque Nixon no es desgraciadamente una ya antigua y simple anécdota siniestra de la historia. Más bien vivimos en una asfixiante atmósfera política que él contribuyó a crear y que sus mejores discípulos están perfeccionando.

El libro de Summers cuenta cómo en 1950, en su campaña para senador, Nixon fue el que inauguró los golpes bajos y los malos modos en la política norteamericana (hoy tan extendidos por todo el mundo) y debido a eso pasó a ser conocido por el apodo de Tricky Dick, Ricardito el Tramposo. Le sacaron ese mote por la ferocidad y la mala leche que desplegó para ganarle el escaño a la demócrata Helen Gahagan Douglas, decidida anticomunista a la que Nixon bautizó como Pink Lady utilizando, con muy malas artes, el apoyo que brindaba a la senadora una organización con una sigla muy parecida a la de la Liga de las Mujeres Comunistas.

La aparición de Tricky Dick cambió el panorama democrático de América, donde hasta entonces en política las malas artes siempre habían sido rechazadas para poder conservar cierto alto nivel de los valores democráticos. Impresiona en la biografía de Nixon el relato de su escalofriante decadencia en su segundo mandato. Es sabido que se emborrachaba ferozmente y que abusaba de una medicina que, en cantidades excesivas, producía mareos y confusión. Cuenta Summers que esa medicina, combinada con el alcohol, convertía al presidente en una especie de autómata delirante. Se valió de sus triquiñuelas para prolongar, mediante el engaño, la guerra de Vietnam. Y Pinochet, sin ir más lejos, no fue más que un pelele suyo.

Ante la evidencia de su caos alcohólico, todos los colaboradores del Loco Tramposo aprendieron a no obedecer esas órdenes nocturnas con las que pretendía que el mundo volara por los aires. Algo de todos aquellos desmanes perdura en el ambiente, creó escuela. El mundo se acerca hoy al que él soñó. El mundo es hoy tan patético como el que imaginó el lúgubre Tricky Dick de las normas invisibles.

Soñar cuando el sueño americano ha terminado. Dar la vuelta a la esquina, a la luz de un crepúsculo en el que la imaginación muerta todavía imagina. Un ambiente de podredumbre moral, una atmósfera a lo Tricky Dick. Soñar después del tiempo de los asesinos. ¿Qué quedará de tanta miseria? La larga sonata de los cadáveres. Y una muchacha con un viejo abrigo verde al final del muelle, bajo la lluvia.

Regresando ya del largo puente festivo, recuerdo al amigo que me escribió desde Lisboa: «Aqui estou fora das coisas cívis e na pura região da arte.» Un mensaje loco, pero en el fondo alentador. Seguramente es bueno que cada uno de nosotros cultive su pequeña locura personal. «Pues ya los portugueses, es cosa larga de describirte (…) porque, como son gente enjuta de celebro, cada loco con su tema», dicen que dijo Cervantes. A mí me gustaría que, junto al teléfono móvil de rigor, transportáramos en el bolsillo nuestra intransferible y nada homogénea locura portátil, subversiva, cada uno con su tema. «El problema en este momento es la locura única y universal de los seguidores de las mentiras de Bush y compañía», decía mi amigo. Y ya solo le faltó citar a las sombras pavorosas de Nixon y Bush, con su ácido bórico y su polonio y su desodorante y su pasamontañas y su cárcel de Abu Ghraib. Bonito panorama el nuestro. Un paisaje de manos arriba y todos al suelo.

A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta extremos que jamás habíamos sospechado. Es peligroso regalar. El gesto es desde luego la manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona a la que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros, tengo una amplia experiencia en ello. Aunque sepa que puedo comprar dos libros y se acaba el problema, acabo comprando el libro sólo para mí, pues me parece inmoral comprar dos y regalar uno, porque entiendo que eso no es pensar en el otro, entiendo que eso no es regalar, pues sé que regalar es cesar súbitamente de vivir para nosotros mismos y pensar en la persona a la que vamos a obsequiar, pensar y concentrarse mucho en ella y quererla de verdad, quererla muchísimo. Amarla de verdad exige que le regalemos el libro y nosotros tengamos paciencia y nos fastidiemos unas horas o unos días, hasta haberle entregado el regalo. Y entonces, ya con el regalo hecho, comprar tranquilamente nuestro ejemplar, con cara de idiotas, eso sí, con cara de ser los típicos manirrotos, esos que regalan siempre lo que más necesitan.

He pasado por situaciones como ésa en muchas ocasiones y siempre he acabado regalando el libro y esperando unas horas o días para comprármelo yo. Pero, como en todo, hubo un día que fue la excepción a la regla, fue un día en el que entré en una librería y descubrí que mi autor preferido, sin previo aviso, acababa de publicar su nuevo libro. Lo compré para regalarlo, porque había entrado allí con la idea de buscar algo para regalar a una amiga. Salí de la librería. Volví a entrar. Compré un segundo ejemplar, este para mí. Entonces pensé que era inmoral comprar dos y regalar uno y me dije que debería haber comprado sólo el ejemplar de regalo, tal como estaba acostumbrado a hacer cuando se me presentaba ese dilema ético. Después, todo se complicó aún más cuando de pronto pensé en la amiga a la que iba a regalarle el libro y me di cuenta de que, a pesar de ser una de las personas que más quería en el mundo, en el fondo apenas sabía nada de ella -creo que en realidad no sé nada de nadie-, apenas sabía qué necesitaba o que le gustaba. En realidad, me dije, es una completa desconocida para mí. Acabé ampliando mi biblioteca con los dos libros idénticos, diciéndome que era muy improbable que.a alguien a quien en el fondo no conocía pudiera interesarle, gustarle exactamente el mismo libro que a mí. Al final, le regalé una lámpara, una que estaba de rebajas en la tienda de la esquina. Y ella, como si hubiera intuido lo que había sucedido, por poco me la tira por la cabeza. Es peligroso regalar.

Cuando no es peligroso, el arte de regalar libros es complicado. Es complicado regalarlos cuando quien los recibe, como me sucedió en cierta ocasión, pregunta si merece la pena leerlos. Le dices que sí y entonces pregunta si es un libro que podría haber escrito él. Le dices que no y le contesta que no puede ser un buen libro pues, como decía Pascal, los mejores libros son aquellos cuyos lectores creen que también ellos podrían haberlos escrito.

También es complicado regalar libros a gente muy exigente que los mira con extraña atención y acaba preguntándote si les acabas de regalar medio kilo de papel y tinta o bien una nueva vida. Complicado también cuando regalas un libro que es un clásico indiscutible y te dicen que muchas gracias y que es un gran obsequio porque les permite mirar hacia otro lado y otros regalos, pues un autor clásico es un hombre al que se puede elogiar sin haberlo leído. Complicado también cuando la persona a la que has regalado el libro te dice que no piensa leerlo, pues sólo ha leído uno en toda su vida, uno de Ramiro de Maeztu, que le pareció tan bueno y que explicaba tan bien el mundo que ya no ha necesitado nunca leer ninguno más, pues cree que aquel que leyó era insuperable.

Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novela que les ofreces y creen que contiene un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. Me ha ocurrido varias veces. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que pensó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acababa de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro.

Es peligrosísimo regalar libros, sobre todo si quien los recibe cree que tu noble gesto está en relación directa con tu gran remordimiento y, a partir de ese momento, siempre que te lo encuentras actúa como perdonándote alguna antigua deuda. Es peligrosísimo regalar a tus amigos el libro que acabas de publicar. Les escribes dedicatorias afectuosas y crees que se apiadarán de ti o te admirarán. Pero muchos no piensan para nada leerlo, aunque algunos simularán haberlo hecho, te citarán de memoria frases de la página 127 del libro. Y, sin embargo, en alguna parte -eso es lo impresionante de este oficio- un desconocido nos leerá con increíble atención y esperará años antes de dirigirse a nosotros.

Has oído hablar mucho de alguien y tienes una idea preconcebida de cómo es esa persona, de modo que te acercas a ella esperando encontrarte con una mujer fría, tímida y glacialmente inteligente. Son tantos los prejuicios que acumulabas que al final nada es como esperabas. Ella resulta ser cálida y divertida, aunque, eso sí, glacialmente inteligente, en eso no te habías equivocado. Fleur Jaeggy es su nombre. Admiré siempre sus relatos y no imaginaba que un día la conocería a ella personalmente. Conocerla ha sido una experiencia inolvidable, como si se hubieran abierto nuevos cauces hidráulicos en tiempos de sequía.

Escribo el adjetivo hidráulicos y me doy cuenta de que en pocos días mi lenguaje se ha acampesinado, seguramente porque paso esta semana en un apartamento prestado, en el campo. Estoy en un estudio de paredes blancas, sin libros, y dando paseos estudiosos por las huertas próximas. Simpatizo mucho con las paredes vacías. Si por algún motivo me viera obligado a poner algo en ellas, colocaría un pequeño cuadro que reprodujera la esfinge de los hielos que Gordon Pym creyó ver en el fin del mundo. Me fascina el frío. He llegado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura de las paredes de esta casa, donde reina el más gélido frío existencial. Tan glacial es aquí todo que salir al campo acaba resultando una bendición.

El local más frío del mundo, mi local preferido, estaba en París pero ha desaparecido. Fui ayer con Fleur Jaeggy a verlo, pero, para mi asombro, ya no queda nada de ese antro helado y ultramoderno. Era un sótano zen que acogía el restaurante Lo Sushi, donde una comida minúscula, maki y sashimi, desfilaba ante los ojos de los hipnotizados clientes, y lo hacía sin cesar, sobre una obsesiva cinta transportadora que zigzagueaba silenciosamente por la sala. Un brutal restaurante polar y sushi para solitarios radicales. En la gélida barra cada uno de los clientes tenía un ordenador del restaurante conectado a Internet y un número -diría yo que mortal- de asiento que les ofrecía, a través de una técnica delirante, la posibilidad, si querían, de conversar con los demás. Si tú eras el número 7, el 15 podía ser que se interesara por ti y te mandara un mensaje. Un lugar para pasar frío y llorar. Lo más terrorífico de todo era que nadie allí conversaba. Me gustaba mucho ese local y quise mostrárselo a Fleur. Pero el restaurante ya no está, el sótano lo utilizan para otra cosa. Seguramente, el negocio era demasiado ultragélido y ha fracasado. «En las obras de Jaeggy -escribe Enric González-, desechado todo sentimentalismo, es justamente el frío del ambiente el que otorga valor a los sentimientos cuando éstos aparecen, el mismo valor que cobra en una morgue cualquier señal de vida.»

Esas señales han sido siempre el truco de los tímidos o de los neuróticos. Pueden llegar a ser duros, distantes, muy gélidos, y sin embargo, de pronto, en un instante, romper el hielo. Como dice la propia Fleur: «Cierta glacialidad también revela sentimientos.» Al releerla, Jaeggy me ha transportado hoy al recuerdo de una joven inglesa, Rachel Seiffert, narradora nacida en Oxford en 1971 y que debutara hace unos pocos años con la notable The Dark Roorn. Luego, Seiffert se ha descolgado con unos geniales cuentos de prosa sobria y muy poética, Trabajo de campo, donde algunos relatos deslumbran por su concisión, inteligencia y sentido máximo del detalle. Contacto, por ejemplo, es un cuento que aborda precisamente la dificultad de contactar con las otras almas. Todo alrededor de ese cuento está pensando para comunicarnos la frialdad de las relaciones entre ciertas madres e hijas. Hiela el espíritu ese cuento, pero paradójicamente contacta, aunque también es verdad que no con todo el mundo, creo que sólo con lectores como los de los libros de la esencial Jaeggy.

Seiffert y Jaeggy, seguramente sin saberlo, tienen mundos paralelos. Son escritoras que se olvidan del latoso toque femenino e incorporan dureza, crueldad y sobriedad a sus gélidas pero conmovedoras y terribles historias desesperadamente inteligentes, frágiles y curiosamente vigorosas. Sin duda, este estudio de campo o recia morgue de paredes blancas en el que paso yo la semana está algo más que bien acondicionado para la apasionante actividad de leerlas a las dos. De Jaeggy no hay nada mejor que Los hermosos años del castigo, obra maestra que leí hace unos años: «Nunca se habló de amor como, en cambio, es costumbre en el mundo.» Me he quedado pensando en esa frase. Y luego he salido con la idea -si se quiere, demencial- de fumar un cigarro de hielo.

«A falta de sol, aprendo a madurar en el hielo» (Henry Michaux).

He despertado cautivo del síndrome Oblómov, esa pulsión que toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que Iván Goncharov escribió en 1858. Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, lee algo, bosteza continuamente. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Encarna al indiferente al mundo por excelencia. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama.

Invadido por la pereza y al ver que no pienso hacer nada, imagino, sin salir de la cama, que me han contratado para dar consejos al gobierno catalán. Me fijo en que si bien los días de la semana tienen nombre, las noches de la semana aún no han sido bautizadas por nadie. Decido entonces sugerirle al gobierno que comience a buscarles nombre a esas noches. Y me digo que por hoy ya he trabajado suficiente. ¿Le podría al gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa.

Llamo al amigo Jordi Llovet y le cuento que desde ayer trabajo para el gobierno catalán, al que le doy perezosamente consejos. «No das golpe, vamos», me dice. Un breve silencio. La casualidad quiere que pase a hablarme con entusiasmo nada menos que de Oblómov, del que me dice que es el emblema de cualquier ocioso o cansado que se precie. Y luego me habla también del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que en sus últimos años se negaba a moverse de su cama y que pudo perfectamente ser uno de los componentes más secretos de la secta Oblómov… Me callo. Hago como si no supiera de qué secta me habla. Pero me acuerdo, me acuerdo muy bien de que la secta se reunía hace unos años en Nochebuena en el restaurante Oblomov de Glasgow. Que yo sepa, no hay otro restaurante con ese nombre en todo el mundo y ellos decidieron reunirse allí, en el 372 de Great Western Road, pero la cosa no funcionó porque el propietario, Oblomov, hombre activo donde los hubiera, se negó siempre a leer el libro ruso que lleva su nombre, y más aún a simpatizar con el personaje central de la novela. Al parecer, la actitud del restaurador escocés acabó propiciando el secretismo involuntario de la secta y, desde que dejaron de reunirse en Glasgow por estas fechas, la conjura de la secta Oblómov se ha deslizado hacia vericuetos subversivos y ultrasecretos.

«No trabajéis nunca», recuerdo que decía el graffiti que escribiera Guy Debord por todas las paredes del Barrio Latino de París en los años cincuenta. Creo que si nos negamos a trabajar, a la larga seremos premiados, como bien nos recuerda Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad: «Todos conocemos la historia de aquel viajero que vio en Nápoles a doce mendigos estirados al sol y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once mendigos se levantaron de un salto para reclamarla, de manera que el viajero se la dio al que ni se había movido.»

Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales.

Oblómov me hace recordar una frase de Jules Renard: «Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.» La verdad es que estoy tan cansado de no hacer nada que decido salir a la calle con la intención de dejar por un rato el diván y así hacer algo. Salgo con ganas de contarle al primero que encuentre lo primero que se me ocurra. Y así lo hago. Le cuento a bocajarro a un señor del barrio que Jordi Llovet escribe mis libros y hasta mi dietario. Y el hombre -se nota que no es de la secta Oblómovsólo sabe soltarme una estupidez y muestra, además, muy malos modales. Me entran inmediatas ganas de volver a mi diván, pues descubro que la calle también me cansa. Decido que, a partir de ahora, no saldré de casa hasta que sepa con seguridad que la gente ha comenzado a tener cierto buen carácter.

Existe un punto a partir del cual ya no es posible regresar, y ése es el punto al hay que llegar. Alguien acaba de susurrarme esta frase al oído. Luego, despierto. Y es como si acabara de regresar de algún lugar, de alguna frase. Poco después recuerdo que en la realidad llegó la hora de regresar a Barcelona. Inicio entonces un viaje mínimo alrededor de mi cuarto de hotel de París. Me levanto, ando pausadamente hasta la pared del fondo. Paseó por la habitación. En la televisión suena música feliz de Bora-Bora. Vagabundeo mientras busco en mi paseo una épica íntima, la tranquila aventura del viaje mínimo.

Ya en el aeropuerto, me aburre la espera y acabo dedicado al juego de ser lo que no soy: un odiador. Nada me queda hoy en día tan lejos como el odio. Sin embargo, no he olvidado cómo es ese sentimiento. Comienzo el juego abominando de todos los extraños que me rodean. ¡Estaba demasiado bien en la soledad de mi cuarto! En Occidente cada día somos todos más estúpidos, etcétera. Y como estoy en el aeropuerto de Orly, no puedo evitar pensar que dentro de cuarenta años estará en el poder toda esa espantosa generación de niños visitantes de Eurodisney que andan ahora haciendo el indio en pequeños corros a mi alrededor. Me rodean como si vieran en mí a un hombre paciente, al padre perfecto. No saben los pobres lo mucho que los odio. «Cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos», escribió Cioran. Y seguramente se quedó corto en cuanto al porcentaje.

Me gustaría olvidarme de los niños y padres disneylándicos, pero no me dejan. Veo de pronto cómo un chiquillo tozudo salta como un cervatillo y, escapándose de sus padres que se disponían ya a embarcar, vuelve y vuelve, con siniestra reiteración, sobre los columpios y los toboganes de la zona habilitada en Orly para los niños de Eurodisney. Me acuerdo de Montaigne, para quien la tozudez constituye el signo más claro de la estupidez. Pero la tozudez, por sí sola, no es nada, depende de a qué se añada esa obstinación. Sin duda, la de ese niño de cinco años va añadida a los toboganes y a las orejas de Dumbo y, por tanto, es una estupidez pavorosamente burra.

Al entrar en el avión, veo que me ha tocado sentarme muy cerca de un matrimonio presumido que viaja precisamente con el niño tozudo y su hermanito, un bebé. La madre es relativamente guapa. En cuanto al padre, se parece al presidente Laporta y sonríe bobamente creyéndose perfecto. Ahí está -me digo- nada menos que el padre perfecto que siempre quise ser. Eso me hace odiarle instantáneamente. Pero tengo otros motivos para detestarle. Uno de ellos es que no quiero olvidarme de que juego a odiar. Pronto me llegan aún más motivos cuando el hermanito del niño tozudo se pone a berrear de forma estrepitosa, diría también que asquerosa. Trato de calmarme y para ello pienso en algo que dijera Roberto Bolaño acerca de los bebés: «Suelen llorar y uno no sabe, en la mayoría de los casos, qué hacer, si llorar con ellos o preguntarse qué es lo que ellos saben y que nosotros hemos olvidado. Los bebés son como un lenguaje olvidado…»

A pesar de calmarme a mí mismo con esas bellas palabras, el niño de mi avión no es poético. Es más, arma tal escándalo que acaba pareciéndome odioso, aunque no exactamente él, sino sus horribles padres, que se mueven como si estuvieran convencidos de que (basta ver las miradas complacientes de las azafatas hacia su pequeño monstruo chillón) el Orden está de su parte. Y es que el niño puede llorar sin que ellos pongan nada de buena voluntad para evitarlo, y menos aún para excusarse. No ven nada que no sea a ellos mismos. Aunque juraría que son insolidarios e indiferentes a la sociedad, dan la impresión de ser de los que creen que, por muy salvajemente egoístas que sean, pagan sus impuestos y la sociedad debe servirles bien en todo. Seguramente, su vida pública se reduce a esa actitud de altivez y perfección y de postura vigilante por si alguien no trabaja para ellos. Tienen todo el aire de ser gente del Nuevo Orden. No sé, les odio. Y, además, se creen tan perfectos que ya sólo les falta pedir que les agradezcamos que tengan un perfecto bebé llorón.

Recuerdo una frase de Samuel Butler: «Poco importa lo que odiemos, con tal de que odiemos algo.» Puestos a aceptar que la frase tiene sentido, debería yo hace un rato haber protestado ante las azafatas por los berreos del bebé plañidero y haber dicho, por ejemplo, que tengo derecho a protestar, ya que, después de todo, el niño llorón «lo pagamos todos con nuestros impuestos». No sé, una frase así de absurda. Y todo porque odio a ese padre perfecto. Noto que la normalidad y la Ley están de su parte. Le aborreceré hasta llegar a Barcelona, donde terminará el juego.

Odiar sólo como entretenimiento, como un crucigrama veloz que resuelves en el avión. Hay viajes a veces que pasan como una exhalación.

2007

ENERO

Pau Riba, icono de algunos de los que nacimos al filo de los años cincuenta en Barcelona y alrededores. Me acuerdo de mi vecina Mercè Pastor, entonces la novia prohibida de Riba, una noche de comienzos de la década de los setenta en la calle del Doctor Carulla, en lo alto de la plomiza ciudad. Años de desesperación. Era una generación que creyó en la urgencia de que la vida fuera de otro modo, cambiar el mundo. Era una generación que tenía muy claro quiénes estaban a un lado y al otro del camino. Carcas y carcamales, y ellos. Y Barcelona era muy pequeña. Pau Riba sigue impasible, inconfundiblemente a un lado.

Veo en la madrugada del lunes un documental sobre su vida y obra y, al observarle con espíritu escrutador, me parece ver que es un hombre básicamente libre, inclasificable. Sin duda, su talento va más allá de la música. Despliega, eso sí, un discurso ingenuo, tirando a simple, y no tiene excesiva facilidad de palabra aunque paradójicamente, en revancha, tiene destellos de gran poeta. Es muy probable que tanto su condición de reventador sonriente como la ausencia de un discurso ideológico sólido sea precisamente lo que más le ha ayudado a cruzar inconmovible por todas las modas, épocas y doctrinas y a llegar hasta aquí, perfectamente indemne y, además, convertido, a pesar de su trasnochado hippismo, en el más moderno de todos. Porque el fatigado y fatigante Llach, por ejemplo, ya se retira con su estaca cuando Riba sigue más vivo y moderno que nunca, es puro y pleno presente. Lo de Pau nunca estuvo ligado a la escena oficial, y hoy es el que sigue estando más al día de todos. Está literalmente al día. Cuando leo que Alvaro Pombo dice: «Aún sigo siendo poeta más que otra cosa», pienso que Pau Riba, poeta total, ahí se limitaría a decir simplemente: «Aún sigo siendo.» Ha salido indemne de todas sus escaramuzas y, si se me permite decirlo, está entero de por sí. Lo suyo ha sido siempre un arte de vivir, un estilo de ingenuas intuiciones artísticas y mucha tramontana. La historia de sus fracasos es un homenaje a la desidia, una historia no sé si admirable, pero genial. Como nunca estuvo ligado a esas matracas ideológicas perecederas que han estado machacándonos toda la vida, ahora todo en él es vitalidad y plenitud de presente y hasta permite que, observándole un rato, podamos conectar directamente con una revolución moral que, como el propio Riba dice, ni fue insignificante ni ha terminado.

Sonrío ahora porque acabo de recordar que Riba todavía se asombra -como si aún estuviera en un viaje de ácido- de que se hable actualmente de choque de civilizaciones cuando dice que hace ya cincuenta años que viene chocando él frontalmente con la cultura y civilización («como todos los catalanes eran antifranquistas, parecía que todos fueran de izquierdas») en las que fue educado. Su ideología es un conjunto de asombros con la certeza en el fondo de que la vida puede ser de otra forma. A algunos lo que particularmente les asombra es que, habiendo fracasado tantas veces, siga siendo el rey.

Pienso en Riba y me digo que vivimos con tal aturdimiento que a veces ignoramos lo que tenemos ante nosotros en el momento mismo. ¿Qué hay en ese instante? ¿Cuándo empezó realmente? ¿Acabará en algún otro momento? No nos detenemos lo suficiente ante lo que tenemos delante y acabamos no conociendo el mundo, por la misma razón que las hormigas ignoran la historia natural.

Tiempo celestial, literalmente. ¿Y si en realidad la vida fuera siempre así? Tiempo para sentarse en un banco de la plaza de Rovira y recordar a Jean-Luc Godard y el día en que supe que solía entrar en los cines con las películas ya empezadas. Era lo que a lo largo de toda mi corta vida había querido hacer y no me había atrevido. No me gustaba esperar a que empezaran las películas. Durante una larga temporada estuve entrando siempre tarde en los cines. Luego dejé de entrar en ellos, simplemente.

¿Cuándo comienza algo? Si voy de viaje, en el momento de salir el avión, siempre se pone para mí en marcha una trama. Pero ¿en qué momento realmente empezó esa trama, esa historia? ¿Fue al facturar la maleta, o bien cuando paré un taxi para ir al aeropuerto, o cuando la azafata se negó a darme más de un periódico, o cuando, diez años antes, comencé a soñar en ese viaje, o bien cuando me dormí durante el vuelo y soñé que volábamos sobre las convulsiones azules de unos acantilados en el Pacífico?

¿Cuándo comenzó el año? ¿En qué momento se puso en marcha el argumento del nuevo año? ¿Fue durante el tradicional almuerzo en casa de Joan de Sagarra, o en la calle de Venus cuando sentí frío y casualmente encontré un taxi para ir a su casa, o más bien en la madrugada con el documental sobre Pau Riba? Recuerdo algo que escribiera Sánchez Ferlosio acerca de la reacción de su hija de tres años el día en que, yendo con ella por el parque del Retiro de Madrid, oyeron, de pronto, las voces de un teatro de títeres. Se acercaron y la pieza debía de ir, ya más o menos, por la mitad. Era un día de tiempo celestial y la niña nunca había visto marionetas, pero, para enorme sorpresa del padre, ella entró instantáneamente en la función, como si se tratase de algo sobradamente conocido desde su nacimiento, riéndose ya con la primera frase. De pronto, el padre descubrió que la niña no sabía lo que era un argumento, que no tenía ni idea de que una obra de teatro se suponía que era una serie de hechos enlazados que se sucedían en el tiempo. Para ella no existía tal sucesión. «Para ella», escribe Ferlosio, «cada instante era puro y pleno presente, sustentado en sí mismo, completamente dueño de su propio ahora, ajeno a cualquier antes y después, acabado y entero de por sí.» Lo que la niña estaba viendo no era nada que pasara u ocurriera en el tiempo, sino un puro manifestarse en el ahora.

Sobre esa idea del puro y pleno presente, Macedonio Fernández tiene unas líneas acerca de lo que él llamaba un presente deslumbrador, exaltación de cada segundo: «El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que enseguida todo habrá pasado. Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas.»

En la oscuridad de las siete de la mañana, el ordenador entró en un salvaje estado de completo desorden. Un contratiempo terrible porque disponía yo sólo de tres horas para entregar unas páginas. Esperé a las ocho, a cuando hubiera ya clareado, para llamar a un servicio técnico de urgencias. Tenía que terminar de escribir mi artículo sobre la inseguridad y la crisis de sentido en el mundo actual, pero si había algo realmente inseguro para mí en aquel momento era el ordenador. En cuanto al mundo, éste siempre podía esperar. Me senté y recuperé el libro de la noche anterior, el libro de Enzensberger hablando del perdedor radical, de aquel que puede estallar en cualquier momento y, por ejemplo, atrincherarse de buenas a primeras en su piso después de haber tomado como rehén al arrendador que venía a cobrar el alquiler. ¿Yo mismo, por ejemplo, podía estallar en cualquier momento? ¿Debía considerarme un perdedor radical sólo porque estaba sin ordenador? Estaba muy nervioso, y para colmo leí: «No se trata de irritación, sino de rabia asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparación con los demás, que le resulta desfavorable en todo momento. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada mejora que observa en los otros.»

No pasaba nada, simplemente tenían que arreglarme el ordenador. Sólo tenía que esperar hasta las ocho. No debía buscar culpables a mi mala suerte. Pero esperar precisamente era a lo que se dedicaban muchos perdedores: «El perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme.»

Mientras esperaba, oí en la radio que los españoles seguían hiperconsumiendo como locos, que no se sabía de dónde salía tanto dinero, pero que, después de habérselo gastado todo en Navidad, el éxito de las rebajas de enero era un hecho. A las ocho menos cuarto, pedí por teléfono que urgentemente vinieran a arreglarme el ordenador. «De lo contrario, no respondo de lo que ocurra», quise añadir. La avería del ordenador -no sabía que dependiera de él hasta extremos tan desesperados- me había trastornado. Había dejado de ser el durmiente habitual.

Cuando llegó el técnico, ya vi que aquél iba a ser el día del loro. Llegó un joven con aires de suficiencia y un sentido, por otra parte, muy alto de la parsimonia. Nada más sentarse a examinar la pantalla de mi ordenador, le llamaron al móvil y una risa floja se apoderó de él cuando comenzó a comentar las incidencias festivas de la noche anterior. Estuvo unos interminables minutos comentando -noté que tenía acento alemán- la gran juerga nocturna. «¿No has dormido?», le pregunté. Las agujas del reloj circulaban inexorables. Todo el rato pensaba yo que me convenía tener cierta paciencia, pues sólo tenía a aquel técnico, llamar a otro lo retrasaría todo aún mucho más. Cuando cesaron las risas, tuvo por fin la delicadeza de echarle una mirada a mi pantalla, y a partir de ahí se inició una larga sesión de usurpación de mi lugar de trabajo y larga sesión también de mutismo, mirada fija al vacío, oreja sobre la mesa para escuchar no sé qué del disco duro, todo tipo de alegres tecleados inútiles, y de vez en cuando -como un agradecido oasis dentro del silencioalgunas exclamaciones de verdadero espanto. «De ésta no salimos vivos», dijo de pronto, y se notó que no podía ni imaginar que en mi casa se estaba jugando la vida.

La casa siempre ha sido muy pequeña y no sabía dónde ponerme mientras él buscaba la causa de la avería. Me senté en un butacón frente a la ventana y simulé que leía Los tiempos hipermodernos, de Gilíes Lipovetsky, y que tomaba notas, muy especialmente de la parte en la que se habla del hiperconsumismo en el que tan inmersos estamos en la actualidad. De tanto simular, acabé leyendo ese libro realmente, leí las fantásticas últimas páginas, donde se contempla un porvenir nada alentador para todos aquellos que, por mucho que tengan ordenadores y técnicos que les arreglan los problemas, se dedican todavía a la escritura.

En el momento de anunciarme el técnico -imperturbable- que acababa de perder mis direcciones de correo, el correo mismo y todos mis documentos personales -todo lo que había almacenado de mis escritos en los últimos años-, me encontraba yo enterándome de que la filosofía ha inventado las grandes preguntas metafísicas, la idea de una humanidad cosmopolita, el valor de la individualidad y la libertad, pero esta fuerza milenaria se ha agotado en la actualidad: «Un signo de los tiempos. No hay más remedio que reconocer que su papel histórico y prometeico ha quedado atrás. Son las ciencias y la tecnociencia lo que más horizontes abre hoy, lo que inventa el porvenir.»

Consciente de que se había volatilizado la fuerza milenaria de mi memoria más personal, le dije al tecnocientífico (le llamé así porque me sentía desesperado) que iba a dar una vuelta y que ya volvía. Esperando a que, aun sin memoria personal, avanzara algo la reparación de mi ordenador, caminé por las calles del barrio como si fuera un hombre ya sin pasado alguno, un hombre sin disco duro. La gente, hiperconsumista, se agolpaba en las tiendas de rebajas mientras yo caminaba cabizbajo, rabioso. «Nadie se interesa espontáneamente por el perdedor radical», dice Enzensberger. «El desinterés es mutuo. En efecto, mientras está solo (y está muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo, un durmiente…»

Me crucé con todo tipo de durmientes, gente muy discreta, pero personas de esas que, de hacerse algún día notar, provocarían una perturbación espantosa, pues su mera existencia nos recuerda que necesitamos muy poco para comportarnos como ellos y estallar un día, así de golpe, explotar con un gesto terrible de rabia. «Parecía tan normal, siempre en su casa escribiendo.» Al regresar, le hice unas preguntas al tecnocientífico y me respondió con aires de suficiencia, como si yo fuera un pobre palurdo. «¿Cómo te llamas?», le pregunté. Ludwig, dijo, y estaba intentando medrar en el mundo de la cibernética circulatoria. Le hubiera matado.

– ¿Escribir es intentar saber qué? -me grita alguien desde el Paseo Marítimo.

Estoy frente al mar, en la terraza de un cuarto de hotel, en Mallorca. La canción que escucho sin cesar desde hace rato, Batiscafo Katiuskas, es de los Antònia Font, un grupo musical mallorquín que oigo a través del ordenador portátil mientras escribo esto. Me apoyo en la baranda de la terraza, saludo a los amigos literatos. Es una mañana limpia de este invierno insólito, tan agradable. La música de los Antònia Font, extraña y de gran potencia poética, contribuye a la sensación general de belleza.

Mediodía. Todo, completo. ¡Las doce en el reloj! Voy velozmente del batiscafo a La escafandra, la última y magnífica entrega de los Diarios de José Carlos Llop. Me imagino, por momentos, en el fondo del mar hasta que leo: «Pasan las nubes como ejércitos mesopotámicos.» La frase se escapa del fondo del libro submarino y se apodera de la mañana luminosa. Mediodía. En el ordenador, vuelve a sonar Batiscafo Katiuskas. La letra de la canción está entre Perspectiva Nevski de Battiato y el Biel Mesquida más inspirado, y no cansa nunca. La canto ahora que he vuelto a quedarme a solas, la letra es rara, trato de saber realmente, aparte de su iris nostálgico, qué significa todo eso del batiscafo socialista: «Batiscafo socialista / redactant informe tràgic / camarada maquinista / a institut oceanogràfic.» Luego la melancolía submarina de esta pieza se acopla con La escafandra al aire libre, a la luz de la mañana: «El vuelo circular de un milano en el cielo límpido del mediodía.» Todo parece perfecto, imperturbable. Lo será, al menos, mientras el aire sea nuestro.

La isla es un gran santuario de viajeros inmóviles. Creo recordar que Valentí Puig -que no hace mucho publicó La gran rutina, agudísima novela satírica sobre la realidad catalana- solía decir que Mallorca es tan extraordinariamente bella que atrapa, y sólo ofrece dos posibilidades al nativo: convertirse en un viajero inmóvil que toma el sol y de allí no sale, o bien soltar amarras y pasarse la vida entera dando vueltas al mundo; marcharse -digo yo-, desayunarse todos los días en algún paraíso bien lejano, con noticias, a ser posible bien remotas, de batiscafos socialistas y submarinos neocon.

Estudio, desde hace semanas, la biografía de Louis de Rougemont, considerado un pionero en toda regla, el primer caso moderno de viajero inmóvil. Este aventurero helvético que hace ya más de una siglo causó sensación en Londres publicando en la Wide World Magazine las espectaculares crónicas de sus grandiosas experiencias viajeras, pudo haber contado que había estado entre caníbales en Mallorca, pero prefirió ir mucho más lejos. Se fue a las antípodas, a Australia. Antes, se había dedicado, entre escafandras y batiscafos, a la pesca de perlas frente a la costa meridional de Nueva Guinea, pero una tormenta le desplazó al continente australiano, donde durante treinta años fue jefe de una tribu caníbal, viajó a lomos de tortugas gigantes, se curó de ciertas enfermedades durmiendo dentro de búfalos muertos, y con la nativa Yamba tuvo un hijo que ella devoró delante de él. Una vida que impresionó a los ingleses. Cuando el engaño fue descubierto -el tal Rougemont se llamaba en realidad Green (o Grin) y, aunque había sido carnicero en Australia, la mayor parte de su vida no se había movido de la biblioteca del Museo Británico-, el genial fabulador trató de sobrevivir dando conferencias y anunciándose como el mayor embustero del mundo. Sir Osbert Sitwell, que siguió sus tristes últimos pasos, le recuerda vendiendo cerillas en la avenida Shaftesbury. «Este fantasma callejero vestía un abrigo viejo y raído, sobre el que caía su cabello ralo, y tenía un rostro sereno, filosófico, curiosamente inteligente. Le compré una cajetilla y me dijo, como susurrando, que las cerillas eran de verdad.»

FEBRERO

Pronto hará ya veinte años, un domingo 11 de junio de 1989, compré a precio de saldo unas tarjetas postales antiguas -imágenes de paisajes portugueses de los primeros años del siglo- a un vendedor callejero de la plaza del Comercio, en Lisboa. Era mediodía y caía, a aquella hora, un sol de justicia sobre la plaza. La compra de aquellas postales fue un hecho trivial, y sigue siéndolo ahora, pero no he podido olvidarlo. Banal o no, me ha traído consecuencias a lo largo de estos años, y volvió a traérmelas anteayer mismo. De entre aquellas postales había una del faro de Santa Marta en la población de Cascais, cercana a Lisboa. En la parte superior de la elegante vista atlántica podía leerse en portugués: «Farol de Santa Martha e Vivenda Lino.» No sabría decir por qué, pero me dio por pensar que aquel sencillo paisaje antiguo -una casa, dos palmeras, unas rocas y el faro pintado con bellas rayas horizontales de blanco y azul y coronado por el color rojo- guardaba una misteriosa relación con una vida anterior mía. Mirando aquella postal, tuve la sensación repentina de vivir una inmersión radical en la melancolía. Luego, me olvidé. No fue hasta 1993 cuando volví a encontrarme con aquel paisaje de Cascais. Lo encontré inesperadamente en una revista femenina, y allí estaba el mismo paisaje, pero actualizado. El faro había crecido verticalmente y había tres en lugar de dos palmeras. La casa o «vivenda Lino», informaba la revista, pertenecía ahora a los Kennedy portugueses, «la emblemática familia de banqueros apellidados Espirito Santo». Volví a conocer una inmersión radical en la melancolía. La memoria difusa de haber estado alguna vez en aquel lugar. ¿Cuándo? No lo sabía. Pero ya había estado allí antes de haber estado nunca.

Medio año después, una noche, mis amigos Herminio, Manuela y el poeta Al Berto, sin saber nada de mi relación con el faro, me llevaron en Lisboa a la terraza de un bar de Cascais, delante mismo de la casa de los banqueros Espirito Santo, donde, por cierto, de niño había jugado muchas veces el príncipe Juan Carlos. Les conté mi historia, y ellos se rieron. «Así que eres de aquí», dijo Al Berto.

Meses después, al ver la versión cinematográfica de Sostiene Pereira, la novela de Tabucchi, me quedé de piedra cuando descubrí que habían rodado junto al faro de Santa Marta las escenas que transcurren en la clínica talasoterápica. Reconocí de inmediato el paisaje. Después de todo, era mío.

De vuelta en Barcelona, tropecé casualmente con un cuento de Tabucchi, El pequeño Gatsby: «El viento movía las cortinas, tú dormías, el faro lanzaba destellos intermitentes, la noche era apacible, casi tropical, pero yo llegaría enseguida a mi faro, lo sentía, estaba cerca, bastaba esperar que en la noche me mandase una señal de luz, no dejaría escapar esa ocasión, no atormentaría mi vejez con reproches por no haber ido al faro.»

Escribo ahora sobre ese faro en un hotel, el Novotel Vermar, cerca de Oporto, en el desolado pueblo de Póvoa de Varzim, frente al Atlántico. Por la noche, el viento mueve las cortinas de mi cuarto, y llueve mucho, pero no estoy ante mi faro ni aguardo sus señales de luz. Me hubiera gustado que al menos este gigantesco hotel, fantasmagórico y destartalado en invierno, fuera el mismo de la costa atlántica portuguesa en el que rodó Wim Wenders El estado de las cosas. Así me habría sido posible ensayar cierta inmersión radical en la melancolía. Pero ni eso. A veces, en la noche, llego a ser yo mismo el que, desesperado, mueve las cortinas del cuarto…

Y, bueno, quería sólo decir que escribí la historia de mis relaciones misteriosas con el faro y la publiqué en un libro que reunía artículos. Y un día de Sant Jordi de hará unos años se me acercó un joven de Tarragona y me contó que, habiendo viajado a Cascais con mi libro, había conocido a una joven portuguesa y habían ido a dormir aquella misma noche a una pensión frente al faro. Ella se enamoró de él al verle y escucharle de noche, junto a las cortinas del cuarto (con el faro, las palmeras y la casa de los Espírito Santo al fondo), leyendo el fragmento dedicado a aquel paisaje. «Y ahora quiero presentarte a mi mujer. Nos casamos gracias a tu faro», añadió, dejándome tan sorprendido que, no sabiendo qué hacer, pasé a estrechar perplejo la mano de la esposa lisboeta.

Cuando pienso en todo aquello, me digo que al escribir adquirimos más responsabilidades de las que creemos. Podemos llegar a ser responsables incluso de matrimonios, aunque espero que no de sus desgracias o de sus divorcios. Durante años, esa pareja de Cascais vino a verme y saludarme todos los días de Sant Jordi. Desde hace cuatro años han dejado de hacerlo.

Anteayer mismo, poco antes de salir hacia Póvoa, recibí una sorprendente carta que acompañaba a un catálogo de arquitectura del taller de los hermanos Manuel y Francisco Aires Mateus, de Lisboa. Como no les conocía de nada, indagué inmediatamente sobre ellos. Entre muchas obras, son autores del plan de recuperación urbana del centro histórico de Grândola. En su carta, Francisco Aires Mateus me informa de que en su taller están trabajando en la remodelación y adaptación del faro de Santa Marta a museo: «También yo, en este tiempo que ha transcurrido entre el proyecto y la obra, siento el faro como mío (…) Le envío el catálogo con el proyecto sobre el faro, donde podrá constatar el intento de una estrategia de continuidad en la que es necesario que todo cambie para que todo quede como está.»

Con exquisita amabilidad promete enviarme fotografías del resultado final, aunque no dice nada de consultarme si me parece bien ese resultado, supongo que porque da por sentado que el faro y la inmersión radical en la melancolía ya son de todos.

¿De dónde puede haber surgido la idea de recopilar esta mañana nombres de personas nacidas el año en que nací? He encontrado de todo. Un astrónomo extragaláctico vietnamita, por ejemplo, que se llama Trinh Xuan Thuan. Hay muertos: Paco Monge, Salvador Puig Antich, Paquirri, Alejandro Onassis. Está el eterno príncipe Carlos de Inglaterra. Amigos como Jordi Llovet, Tito Dalmau y Alberto Manguel. Amigas como Jimena Jiménez. Un mito de adolescencia, Marisol. Un escritor al que he visto un solo día en mi vida, en Milán, y que estuvo en el origen del título del cuento que aquel mismo día decidí escribir sin saber de qué trataría, Te manda recuerdos Dante: el escritor guatemalteco Dante Liano, nacido en Chimaltenango. Y dos personas que vinieron al mundo el mismo día que yo: Al Gore (vino al mundo dos horas antes de mi llegada, así que pudo olfatear primero el calentamiento global) y la actriz de Brooklyn Rhea Perlman (ignoro la hora de su alumbramiento). Hay muchos más nombres: Dominique Sanda, Jessica Williams, Victor Hugo Rascón Banda, Rita Malú, Ian McEwan, Jaume Sisa, Hrafn Gunnlaugsson, James Ellroy, Basilisa Ponsá, Manuel da Cunha, Gerard Depardieu.

Me gustaría hacerme con un informe preciso, muy detallado, acerca de cuántas de todas esas personas dejaron ya el tabaco, el alcohol o el café, y en qué momento y circunstancias lo hicieron. Pero noto que debo cambiar de ritmo y de tema y decido salir a la calle. Atrás quedan los nacidos en mi mismo año. Ahora voy andando por la Travessera habiendo tomado toda clase de precauciones. Cuello alto del abrigo, grandes gafas de sol, sombrero. Juego a inventarme que me he vuelto susceptible y que no deseo que me pare nadie por la calle. Y todo porque acabo de leer a Julien Gracq: «Gentes por lo demás delicadas y decentes, y que de seguro no soñarían jamás con abordar a un desconocido (que acaba de serles presentado) con la pregunta: "¿Qué, todavía enamorado?", se creen no obstante obligadas a decir desde el inicio, como si fuera un gesto de cortesía: "¿Y qué, tiene algún libro en curso?"»

Camino en el fondo convencido de que precisamente porque hago todo esto me va a parar en cualquier momento alguien y por fin, después de treinta años de vivir en la Travessera, alguien me preguntará si estoy preparando un nuevo libro. Por un momento, temo que quien lo haga tenga mi misma edad, haya nacido en mi mismo año. Y me vuelvo a casa. Doy por terminada la salida. En el portal de mi inmueble me cruzo con un vecino que me habla de no sé qué ordenanzas municipales en relación con otro vecino que tiene un hermano arquitecto. Le escucho pensando que va a acabar preguntándome si estoy preparando ahora un nuevo libro, un nuevo libro de ordenanzas municipales.

Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es triste pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara de infinito asombro, nos muestra la noticia que está leyendo: «Un artista argentino se propone hacer flotar en el cielo de Texas un plátano gigante, una especie de dirigible que flotará durante un mes a una altitud de treinta kilómetros sobre la tierra.»

¿Quién está más loco, H. o el artista del plátano flotante? Luego, H. nos muestra otra noticia: «Stephen Hawking explica el misterio del universo en Hong Kong.» Y ese titular nos sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados psiquiátricos.

Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto.

Comienza la semana blanca, los días de vacaciones escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras para después de la representación de La prueba del talento en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz consagrada le recomienda a un aprendiz de actor que deje a un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus sensaciones «en fuentes más naturales». Es decir, primero la vida, antes que la afectación del teatro. También la literatura es afectada, pienso.

«Literatura es afectación», dice Ribeyro en su inagotable Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para expresarse la literatura y no la palabra (que es un medio natural), debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para parecer no ser afectado -lenguaje coloquial, monólogo interior- acabe convirtiéndose en una afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos… «Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación», concluye.

¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la locura siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía doscientos millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud? Me gustaría escribir una novela en la que alguien viaja a Dublín para investigar el paradero del bastón de Artaud. ¿Quién tiene, señores, el bastón de Artaud, ese bastón que es el eje central de la locura en Occidente?

Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter, fascinante personaje de Ultima Thule, un cuento de Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue revelado de golpe «el enigma del universo» y no quiso transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es que, además, leerlo -eso es lo más interesante de todo- nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el enigma del universo. Aunque siempre me pregunto si nos conviene resolverlo. Yo creo que si un día diéramos con el secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.

He oído decir que la única manera de cuidar el ánimo es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro. Pero yo en este momento estoy solo, y atardece; veo desde mi ventana el último reflejo del sol en la pared de la casa de enfrente. Aunque mantengo templada la cuerda de mi espíritu, lo cierto es que tanto el momento del día como ese último reflejo no me parecen el contexto más adecuado para apuntar hacia nada. Por si fuera poco, me viene a la memoria Sed de mal, con Marlene Dietrich, ojos muy fríos e impávida, espetándole rotunda a Orson Welles después de echarle las cartas: «No tienes futuro.»

Y es más, me llega de golpe la impresión, a modo de súbito destello, de que cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien: todos somos vulnerables, nos sentimos solos, tenemos muchos miedos y necesitamos mucho afecto. Eso aumenta mi impresión de angustia, aunque paradójicamente la impresión misma termina por revelarse muy feliz y oportuna cuando descubro que le hace sombra a todo, hasta a la pared de la casa de enfrente y al último reflejo del sol, y de paso incluso a cualquier idea de futuro.

Irrumpe el sol a primera hora de esta mañana, último miércoles de este extraño febrero primaveral. No sé por qué me gusta leer a ciertos autores cuando comentan los libros de los otros. Acostumbro a hacerlo orientado en casa en dirección al sol, cuyos rayos me obligan a hacer un esfuerzo añadido para leer, aunque es un esfuerzo -no me gusta que leer me resulte siempre tan fácil- que acabo agradeciendo. Esta mañana, por ejemplo, acabo de encontrarme con un Julien Gracq fascinado ante unas líneas en las que Proust describe los pasos de Gilberte por los Campos Elíseos. El gran lector que es Gracq se detiene feliz en ese punto en el que Proust habla de la nieve sobre la balaustrada del balcón donde el sol que emerge deja hilos de oro y reflejos negros.

«Es perfecto», comenta Gracq, «no hay nada que añadir: he aquí una cuenta saldada en toda regla con la creación, y Dios pagado con una moneda que tintinea con tanta solidez como una moneda de oro sobre la mesa del cajero.» Lo que a mí me parece que en realidad es perfecto es el comentario de Gracq. Se me ha quedado su moneda tintineando en la memoria. Y, quién sabe, tal vez también sea perfecta la mañana. Breve arrebato de alegría y de fiesta leve, gracias tan sólo a unos pocos destellos de sol y lectura. Como si hubiera iniciado una segunda vida.

Dejo el televisor funcionando y regreso horas después, al atardecer, y no me sorprende lo más mínimo que den todavía lo mismo.

MARZO

Siento algo parecido a haber perdido peso durante la noche y al mismo tiempo haber discretamente aumentado mi euforia, sólo de dormir y soñar. Buen despertar de este primer día de marzo, cumpleaños de mi padre. Reaparición del optimismo intermitente. El día está cargado de citas. Primero, con mi padre y mi madre. Después, con algunos amigos. Siempre he llegado tarde a todo. Lo digo porque no ha sido hasta hace poco cuando he aprendido por fin a valorar en su justa -grandiosa- medida la suerte inmensa, el lujo vital que representa la existencia de unos contados, muy escogidos íntimos; haber conservado en el tiempo un círculo privilegiado de seres queridos. Mejor que cualquier libro, la conversación con los padres, con la amiga y el amigo. Pensar que están todavía ahí y que todo es terriblemente vulnerable y que conviene estar alerta. Los amigos son una segunda existencia.

Ese es el estado de las cosas cuando al mediodía doy una vuelta por el barrio antes de acudir a las citas. Jamás me había encontrado ante una jornada con tantas altas perspectivas. Y mientras paseo, me deslumbra, y hasta llega a herirme, un furtivo destello de sol, demasiado perfecto. Lo saludo como si también fuera un amigo. O una madre. O una segunda vida.

La semana pasada en Madrid, viendo con Paula la asombrosa exposición de M. C. Escher, me acordé de que Relatividad, con sus escaleras entrecruzadas, era uno de los grabados preferidos de Roberto Bolaño, tan amante como Escher del arte de lo imposible. No sabía yo nada de la biografía de este obsesivo y geométrico artista holandés, en cuyo mundo sólo hay construcciones mentales. Recuerdo que me llamó la atención que la arquitectura renacentista de Roma, ciudad donde Escher vivió una larga temporada, no le dijera mucho. Es más, sólo le interesaba cuando tenía iluminación nocturna. Quiero suponer que Escher no tenía muchas relaciones con el sol, tan sólo con sus destellos, siempre y cuando, claro, le llegaran con vigor eléctrico.

Por la noche, en casa, no me sorprende nada ver que siguen y siguen dando en la televisión lo mismo. Queriendo ser indulgente con ellos, diré que continúan hablando en todos sus programas de la teoría del error inicial, siguen diciendo que en toda vida hay un error preliminar, aparentemente trivial, un falso razonamiento que engendra a su vez otros errores. Ése es el estado de las cosas, para qué negarlo. Trato de hallar en mi vida ese fallo primero, ese error inicial que desencadenó tantos equívocos. Busco encontrar ese error en lo primero que creí entender y que debió de ser la historia del pecado original. Pero no, pronto veo que no es necesario que me remonte tan lejos. En realidad, el famoso y bíblico pecado original no fue otro que encender el televisor. Aun así, deseos de seguir adelante. Deseos de ser piel roja y de continuar estudiando a Escher y de buscar destellos geométricos y de cruzarme emocionadamente con los seres queridos y ser optimista siempre. Faltaría más.

¿Se habrá puesto a escribir ya Jordi Llovet mi próximo libro?

Nunca voy al cine, pero me han hablado tan extraordinariamente bien de La vida de los otros, ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, que decido ir a verla. El brillante artículo de Juan Villoro de hoy ha acabado de decidirme. A las cuatro de la tarde, me sitúo en la discreta cola que hay en la calle Bailén frente a la taquilla de los Lauren de Gracia, el antiguo cine Texas. Desde mi posición en la cola, observo a la amable taquillera, que devuelve el cambio con tanta naturalidad que me recuerda a la taquillera de El miedo del portero al penalty, la novela de Handke que adaptó Wenders para el cine. Voy con Marsé, Sagarra, María Jesús y Paula. No me olvido de que estoy ante el antiguo Texas, la sala de cine que más veces he pisado en mi vida. En los años sesenta era donde veía todas las películas no aptas para menores. Allí vi, por ejemplo, Rocco y sus hermanos de Visconti diciendo en mi casa que iba a ver Rocco y sus hermanitos.

Refutación del tiempo en la calle Bailén. Me doy cuenta de que hace cuarenta y cinco años ya estaba haciendo cola aquí en este mismo lugar y lo hacía sobre esta misma baldosa que ahora estoy pisando frente al antiguo Texas. La misma loseta y el mismo lugar de hace cuarenta y cinco años. Es como si no me hubiera movido de aquí en todo ese tiempo. Pero ¿está todo igual? Bueno, no creo. No olvido la frase de El rey Lear: «Ya te enseñaré yo las diferencias.»

Era entonces, en aquellos tiempos, enormemente aficionado a las películas de espías. Y hasta tenía un libro de cabecera sobre ellos, donde se daban consejos útiles para quien fuera a ejercer aquel trabajo. «Mézclese alumbre con vinagre hasta obtener la consistencia de la tinta y escríbase el mensaje en la cáscara. Cuando la tinta se seca, nada se ve, pero algunas horas más tarde el mensaje (que debe escribirse con letras grandes) aparecerá en la clara del huevo.»

Esta historia de la tinta y la cáscara es mi asignatura pendiente. Tal vez es que mezclaba mal el alumbre con el vinagre, pero lo cierto es que fracasé cuantas veces lo intenté, pues nunca vi aparecer palabras en la clara de ningún huevo, nunca.

La vida de los otros transcurre en 1984, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín, y se ocupa de la inflexible vigilancia a la que fueron sometidos los habitantes de la RDA. Uno de cada tres ciudadanos era «informante no oficial» de la Stasi, la agencia de seguridad del Estado. Es una gran película, con un actor, Ulrich Mühe, sencillamente extraordinario. De una forma casi imperceptible, su personaje, un frío espía de la Stasi, da un cambio radical el día que comienza a investigar la vida de un dramaturgo y su compañera, una famosa actriz de teatro. Predomina el gris en todas las secuencias. «El gris nunca ha tenido muchos partidarios, aunque algunos de ellos fueran eminencias. Fue el color favorito de Bertolt Brecht», ha dicho Florian Henckel von Donnersmarck.

Hay un momento en el que el dramaturgo espiado busca un libro de color azul de Brecht que le ha desaparecido de su escritorio y descubrimos que se lo ha robado el espía de la Stasi, que lo está leyendo, ensimismado, en la azotea. El espía está leyendo en el primer movimiento poético de su despertar moral y se diría que de pronto ha descubierto en su espionaje un medio para afilar la conciencia y estar más y mejor vivo. Ojalá se hicieran películas sobre el franquismo con la profundidad, verosimilitud, espíritu contradictorio y capacidad de conmoción que se dan en La vida de los otros. Tanto jaleo con la memoria histórica y nadie ha sido capaz de hacer entre nosotros una película tan inteligente, tan compleja y tan poco maniquea, tan sensata y poética como La vida de los otros.

Los métodos de la Stasi nos son mostrados minuciosamente. Vemos sus escuchas, sus interrogatorios, sus archivos, todos esos expedientes que (a diferencia, por cierto, de los archivos franquistas) fueron abiertos hace unos años a todos los afectados, no sin que eso planteara ciertos problemas. «Hubo un gran debate en el que mucha gente se mostró en contra, ya que creían que daría lugar a venganzas personales, pero se equivocaron. No hubo ningún problema. Todas esas personas sólo querían saber la verdad», ha comentado Von Donnersmarck.

En su película todos los personajes son complejos y contradictorios y escapan a los clichés de buenos y malos a los que nos acostumbraron tantas novelas y películas, y ahora nuestros políticos. Al verla, recordé que mi amigo Juan Villoro fue agregado cultural de México en Berlín oriental precisamente desde 1981 a 1984 y fue espiado como todo el mundo («allí la paranoia se convertía en una forma de la costumbre») y no hace mucho él mismo, tal como contaba en su artículo del otro día, fue a Berlín a ver su expediente en el Bundesbeauftragte, oficina dedicada a investigar las delaciones del pasado. Comprobó que no había hecho nada de interés para la intriga internacional y que todos los informes o fichas sobre él (como solía suceder con tantos informes en la RDA) eran inocuos. Pero descubrió que le habían seguido espiando cinco años después de su salida de la RDA. La última entrada de su ficha es de 1989 y está escrita por un pintor que se alojó en su casa de México y presentó luego ante la Stasi un informe en el que decía no encontrar nada sospechoso, salvo el desorden notable que había en su escritorio.

Eso me lleva a algo que acabo de leer a Ricardo Piglia en una entrevista de Jorge Carrión en Quimera: «Yo siempre digo que lo mejor que uno ha hecho en la vida es lo que la policía tiene registrado de él, que el currículum perfecto es tu ficha policial.» No está mal visto. La literatura como una forma de pensar nuestra relación con lo ilegal.

Decido darme una vuelta por el Paseo de Sant Joan, tan ligado a mis años de infancia, y allí me encuentro casualmente, paseando también, a Jérôme Darrieux, antiguo director del Palais de Tokio de París, comisario de arte que anda siempre por ahí con ojos de iluminado. Conversamos a la altura del icono del Paseo, la fuente de la Caperucita Roja, en el lado de poniente del tercer bulevar. El comisario me sorprende de pronto sacándose del bolsillo una lista de seres imaginarios por los que dice sentir cierta debilidad. Entre los muchos nombres retengo unos cuantos:

Pierre Menard, que reescribió el Quijote y, al parecer, es pariente mío.

Outil O'Toole, buen aforista («He conocido la felicidad, pero no es lo que me ha hecho más feliz») y álter ego literario del escultor sueco Erik Dietman, el autor de una exposición que vi en París hace décadas, «Veinte años de sudor», que no sería mala idea volver a montar para los mediáticos ochenta años de García Márquez.

Félicien Marboeuf, considerado «el más grande de entre los escritores que no han escrito nunca nada», autor de una serie de magníficas novelas no escritas y ciudadano de honor de Glooscap, lugar situado en algún punto de la costa de Canadá. Alain Bublex, que es el creador de esa ciudad, lleva más de una década trazando incesantemente mapas de distintas épocas de Glooscap, fotografiando o diseñando sus improbables edificios y coleccionando tarjetas postales de los mejores rincones de ese lugar inventado. No me extrañaría que pronto comenzaran a aparecer ofertas de viajes a Glooscap. Y si no, al tiempo.

Allí mismo, en lo alto del Paseo, Jérôme Darrieux me informa de que, justo en los suburbios de la utopía moderna de Glooscap, ha comenzado a renacer la antigua y retrógrada utopía del señor Aaron Rosenblum, de la que hablaba ya J. Rodolfo Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas. Hay que decir que, cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía hacerla famosa, Back to Happiness or On to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el infierno), apareció en 1940, precisamente -dice Wilcockcuando el mundo pensante estaba mayoritariamente entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, el nazi. De hecho, Rosenblum confiaba en el apoyo de Hitler, ya que ambos perseguían el mismo objetivo: la felicidad de la gente de bien.

Rosenblum había comenzado por preguntarse cuál había sido el periodo más feliz de la historia mundial y, considerándose inglés y, como tal, depositario de una tradición perfectamente definida, había decidido que el periodo mejor había sido el del reino de Isabel, bajo la sabia conducción de Lord Burghley, pues entre otras cosas había producido a Shakespeare y, además, en aquel periodo Inglaterra había descubierto América.

Así que el plan de Atrás hacia la felicidad era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el ácido bórico, el café.

Es evidente que hay quien tiende hacia la Edad Media y quien lo hace hacia el Imperio Romano, otros al Estado de la Gente de Bien (los retrógrados de mi país) y hay quien incluso es partidario del retorno al Mono. El espíritu de Rosenblum, rancia herencia de nuestro pasado, sigue recorriendo España de la mano del jefe de la oposición, un señor llamado Rajoy.

Decido no separarme de Darrieux hasta que me explique qué está mirando con tanta fijación desde lo alto del Paseo de Sant Joan. Me cuenta finalmente que mira el rascacielos de Gas Natural que, hace ya tres años, impide que desde lo alto del Paseo pueda verse el mar como se había visto siempre hasta que lo taparon con ese edificio desafortunado y nada utópico. Le hablo entonces de los empleados que trabajan en las oficinas de ese rascacielos y que acaban de verse afectados por una lipoatrofia semicircular, enfermedad causada por la electricidad estática y la falta de humedad. Darrieux, con sus ojos más iluminados que nunca, me asegura entonces que, aunque sabe de personas que lo sospechan, no cree que exista una maldición evidente del Paseo de Sant Joan contra ese edificio. Y menos aún cree que los Rosenblum y toda su gente de bien, los que conspiran en los suburbios de Glooscap, puedan arreglar ese atentado a la belleza y la pérdida del mar. Los Rosenblum son toda esa gente de bien que nos llevaron a la guerra de Irak por nuestro propio bien. Los Rosenblum, concluye, no han arreglado nunca nada, ni en la Edad Media.

Me acuerdo del García Márquez de sus inicios y de unas líneas que modificaron discretamente mi concepción de la escritura, unas líneas que en su primerizo relato breve Isabel viendo llover en Macondo describían la aparición de un perseguidor en la niebla tropical, una persona invisible que sonreía en la oscuridad. Esa risa del perseguidor me quedó para siempre grabada en la memoria, la recuerdo muy bien. Recuerdo que, tras el largo diluvio que se desploma sobre Macondo durante una semana en la que las personas del pueblo quedan narcotizadas por la lluvia, el tiempo de pronto comienza a cambiar y escampa y se extiende un silencio, una tranquilidad, un estado tan perfecto como imaginamos que debe de ser la muerte. En ese silencio misterioso y profundo se oye una voz clara y completamente viva. Luego un viento fresco sacude la hoja de la puerta, hace crujir la cerradura, y un cuerpo «sólido y momentáneo, como una fruta madura», cae profundamente en la alberca del patio. Entonces llegan las frases que subrayé como un loco: «Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.»

Y también recuerdo cómo el tiempo quedó suspendido -tal vez flotando en una niebla ardiente- la tarde en que me encontré con otro perseguidor en un texto en el que García Márquez, recordando sus días juveniles en París, hablaba del día en que sintió los pasos en la niebla de un hombre que creyó que era un perseguidor, y lo pensó así porque andaba muy escamado y había estado horas calentándose en el «vapor providencial de las parrillas del metro» eludiendo a los policías que le golpeaban en cuanto le veían, pues le confundían con uno de los tantos argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: «De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el

Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.»

Dos perseguidores: uno invisible en el trópico, sonriendo en la oscuridad; el otro, llorando en Europa, en la luz fugaz de un puente parisino. A veces me parece que los dos, atrapados entre la risa y el llanto, son una misma persona, la misma que se encuentra uno cuando lee al García Márquez primerizo.

Comenzar es muy fácil. Pero lo malo viene después, cuando hay que seguir dando la talla. Al principio, uno comienza, llega, busca la protección de un grupo generacional y se come el mundo. Lo difícil viene después, cuando hay que seguir comiéndose el mundo. Lo más difícil es mantenerse, y ya no digamos acabar. Ödön Von Horváth solía decir: «La mayor alegría del mundo es comenzar.» Pero no pasará a la historia por eso, sino precisamente por su manera de acabar. Murió fulminado por un rayo en plenos Champs Élysées de París. Von Horváth fue un caso raro como escritor, porque supo comenzar y acabar.

«Al principio era la palabra. Después la palabra se volvió incomprensible» (Ennio Flaiano, citado por Nicole Kraus en un hotel de Liubliana).

En el último día de este invierno primaveral recibo inesperadamente en casa La ciudad en invierno, el título que me recomendara fervientemente ayer Lolita Bosch por teléfono. ¿Es una casualidad o ella ha actuado para que me lo enviaran? Sólo sé que hablé ayer con ella los minutos suficientes para felicitarla por sus artículos, por sus libros y por llamarse como se llama. «Suponiendo que te llames Lolita», añadí, sin darme cuenta de que con eso estaba dando carta de ley a su apellido.

El invierno primaveral va quedando atrás, pero para sustituirlo llega este libro con el que ha debutado la joven Elvira Navarro, este libro lleno de invierno auténtico y de frío y de enfermedad moral: cuatro historias sobre Clara, un personaje esquivo y esquinado, al que no le faltan perseguidores, aunque ella también persigue mucho, y tal vez por eso se inicia en la vida chocando depravadamente con ella -con ella misma y con la vida- en medio de un paisaje de antiguos cauces crueles de ríos inútiles.

Se diría que a este excepcional debut literario lo cruza el fantasma de una idea fría, tan impasible como la iniciación torcida de Clara a la vida. ¿La vida? Elvira Navarro parece tener un don singular para mostrarnos el ángulo ofensivo de la misma. Como si ésta sólo hubiera sido inventada para los que no la viven como la vive la propia vida. En cuanto a la trama y su geografía iniciática, el libro parece emparentado con las obras de Fleur Jaeggy y de Simona Vinci y, como señala sagazmente su editor, trae el recuerdo de dos de los mejores relatos de terror de la literatura española de todos los tiempos: Mi hermana Elba, de Cristina Fernández Cubas, y Siempre hay un perro al acecho, de Ignacio Martínez de Pisón.

La ciudad en invierno tiene una estructura peculiar, como si Satie estuviera al piano: cuatro movimientos desobedientes que nos conducen -como si fuéramos el perseguidor del último relato- a la impresión de estar dando vueltas detrás de un desvarío tan implacable y subversivo como aterrador. De la mano de su pérfida protagonista, Elvira Navarro lo altera todo y desplaza la normalidad hacia una inédita boñiga general. Y en algunos momentos -como en el desenlace perfecto del segundo movimiento narrativo- se observa, además, que el talento literario es un don natural de esta autora, que ha escrito un primer libro tan clásico como feroz y admirablemente transgresor: la sutil, casi escondida, verdadera vanguardia de su generación.

ABRIL

La tristeza. Y el tema de los fantasmas tumbados y otros pioneros del porvenir aflorando a primera hora de esta noche.

«-Su joven amigo -dijo Chamfort- no tiene ningún conocimiento del mundo, no sabe nada de nada.

– Sí -respondió Rivarol-, y ya está triste como si lo supiera todo.»

Mientras que algunas personas padecen agorafobia, el hikikomori reacciona con un completo aislamiento social para evitar toda presión exterior. Suelen normalmente ser jóvenes japoneses, varones la mayoría, que se encierran en una habitación de la casa de sus padres durante periodos de tiempo prolongados, generalmente años. Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y ve la televisión o se concentra en el ordenador durante la noche. En Japón les llaman también solteros parásitos. Aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp se han hecho, pues, realidad. Se calcula que hay un millón de jóvenes hikikomoris en Japón. Un número muy alto de fantasmas tumbados, de ensimismados tristes, de muertos en vida.

Los japoneses parecen los pioneros de un porvenir que se intuye poblado de seres alienados, inútiles, solitarios, extraviados en la infinitud de la Red, abocados a la destrucción. Es un porvenir visible, por ejemplo, en Pulse, de Kiyoshi Kurosawa, película muy ligada al fenómeno de los solteros parásitos. En ella, un adolescente, Kawashima, novato en materias informáticas, se ve sorprendido un día al encontrar en su ordenador una extraña página web abierta. La página web en cuestión, vía webcam, muestra a un desconocido vagando por una habitación. Ahí comienza el terror en esta película que empieza contando una historia de mística digital y termina con pavorosas imágenes de un mundo dirigido directamente al desastre.

El cine de Kiyoshi Kurosawa. (Kobe, 1955) tiene un trasfondo existencialista y metafísico, y su universo espiritual ofrece la más angustiosa y completa aproximación al fenómeno de todos esos solitarios que viven atrapados en un Más Allá de Internet en el que irrumpen sombras, a veces sólo siluetas inmóviles que acechan al modo de inquietantes imágenes de pesadilla que andan espiándoles desde lo más hondo de las pantallas de sus ordenadores. En Pulse sorprende el modo en que uno se ve atrapado en una espiral que nos conduce de lo que parece una historia más de fantasmas que usan la tecnología, a una intrigante trama visionaria y apocalíptica de horror global sobre la extinción de la humanidad: una clara intención de denuncia de una sociedad de hikikomoris peligrosamente alienada, solitaria, enferma, condenada al hundimiento.

«Cuando empecé a pasar las tardes en el cuarto de baño, no tenía previsto instalarme en él…» (Jean-Philippe Toussaint, El cuarto de baño).

Completamente de acuerdo con Pascal cuando dice que los mayores problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse tranquilos en su habitación. Lo dice en uno de sus más celebres pensamientos, y se diría que esto es lo que piensan precisamente, hoy en día, los hikikomoris, pioneros de un tipo de angustiosas conductas que en el mundo del futuro serán habituales. Es decir, que aquellas ingenuas o simpáticas ficciones en las que se veía a gente que se encerraba en el lavabo y decidía no salir de allí nunca más (la novela El cuarto de baño, de Jean-PhilippeToussaint, por ejemplo, o la película El Anacoreta, de Juan Estelrich, que tanto nos sorprendían) han empezado ya a convertirse en una contundente y dura realidad.

Cuando, a la vuelta de Colombia, empecé a pasar el día entero en mi gabinete de estudio, no tenía previsto instalarme en él. Pero llevo días aquí haciendo vida de hikikomori, de parásito en útil contacto constante -hay que ir acostumbrándosecon la soledad extrema, en definitiva con la soledad infinita que nos espera a todos después de la muerte, es decir, después de que entremos en la eternidad. Aunque mañana romperé con el radical aislamiento. Voy al Registro Civil (expediente 4859/06) a firmar unos papeles. Sí, mañana, 10 de abril, me caso.

Paso mis últimas horas de hikikomori como si estuviera en plena despedida de soltero, y lo hago leyendo a Ryu Murakami, el maestro del thriller psicológico -el autor de Kyosei Chu (Parasites) y de Azul casi transparente-, el escritor japonés que más se acerca a Kiyoshi Kurosawa en la observación de esa sociedad contemporánea que, dominada por el desarrollo tecnológico, origina una incomunicación infinita, un mundo de máquinas solteras agazapadas en secreto a lo largo y ancho del antiguo imperio japonés.

«¿La eternidad? Sin duda me encantará; uno entra en ella tumbado» (Antoine de Rivarol, Pensamientos y rivarolianas).

Desde mi individualismo extremo, que trataré de atenuar mañana sin falta, observo ahora aterrado en la pantalla los movimientos de un joven triste que emprende un viaje a un lugar desconocido. Otro vuelve a casa. Se oye un blues lejano. Un tercer hikikomori llega a una ciudad sin nombre. Un soltero escribe cartas desde ningún sitio, desde el espacio blanco abierto en su mente. Un quinto joven emprende un viaje en busca de aquel primer solitario, que ya hace tiempo que se perdió. Un sexto hikikomori va vagando por el espacio infinito de la pantalla. Y me digo que haré muy bien mañana pisando la calle, viendo las nubes y los árboles y tocando todas las cosas que hay por ahí, aunque sepa que están aquí mismo, en la ventana obsesiva y fantasmal de mi pantalla siempre, siempre iluminada.

El libro póstumo de W. G. Sebald Sin contar, es un conjunto de brevísimos poemas súbitos, acompañados de grabados del pintor Jan Peter Tripp. A cada haiku de Sebald le corresponde una pintura extraordinariamente minuciosa de una mirada. Entre los personajes que miran están Borges, Proust, Francis Bacon, Samuel Beckett, Truman Capote, Rembrandt, Juan Carlos Onetti, Javier Marías, Michael Krüger. En realidad, el libro es un poema de las miradas.

Lo compré para regalarlo y, al descubrir lo que contenía (y sobre todo lo que escondía tras su sencilla apariencia de libro de haikus con grabados de miradas), he terminado por quedármelo y no dárselo a nadie. Es un libro peculiar que contiene y esconde textos que son como fugaces relámpagos, como fotografías, como instantáneas que salvan todo aquello que es tan efímero y que podría engullir en una décima de segundo la corriente de la caducidad, «lo extrañamente gris / que era la luz / cuando estuvimos / en marzo en la / Isla de los Pavos Reales».

Encontramos en el libro la tenaz inquietud de Sebald por rescatar del olvido la fugacidad del pasado, incluido -por mucho que pueda rozar el ridículo- un huidizo escalope a la milanesa: «En el vagón restaurante / del Arlberg Express / va un hombre sentado / con luto en la solapa / & consume / pensativo un / escalope a la milanesa.» Creo que en esa miniatura o haiku está concentrado todo Sebald, hasta el punto de que si quitamos la palabra luto queda desfigurado el libro entero. Como recuerda Andrea Kohler en el epílogo, el pensar ceremonialmente, el escribir con luto en la solapa era característico de un escritor a quien le inquietaba el pensamiento de que «el mundo, por decirlo de algún modo, se vacíe a sí mismo porque las historias que se quedan pegadas a las cosas no serán nunca ni oídas, ni dibujadas ni contadas a otros por nadie», tal como se dice en Austerlitz. O en este mismo libro, en el haiku final: «Sin contar / queda la historia / de las caras / vueltas hacia otro lado.»

Al final, como dice Sebald, únicamente quedarán los que quepan sentados alrededor de un tambor. Imagen sensata de la nada. «Nadie nunca jamás», que diría Beckett, uno de los fotografiados. Hay una correspondencia artística de Sebald con este autor y, por supuesto, también con Robert Walser y Franz Kafka, tan próximos a lo marginal, a la pequeñez y a la desaparición. Acerca de ciertas desapariciones, leemos en el epílogo de Kohler: «Después de todo, W. G. Sebald, a medida que pasa el tiempo desde que se fue, se va convirtiendo progresivamente en ese caminante solitario que en una de sus últimas fotografías nos vuelve la espalda mientras que, con su bastón y su sombrero, va tomando una curva del camino tras la que un instante después desaparece. El mismo caminante que se pasea por todos sus libros, un caminante como Robert Walser, en el que Sebald, en un ensayo, reconoce a su amado abuelo.»

No es lunes, pero me acuerdo -je me souviens- del poeta mexicano Fabio Morabito, que escribió un libro de poemas intensísimo, De lunes todo el año: un título bellísimo, por mucho que siempre me invite a pensar en la palabra luto, pues aún no logro olvidarme de que durante mucho tiempo pensé que el libro se titulaba De luto todo el año.

Voy a Blanes en el incierto tren de cercanías y me fijo en un hombre que va de luto, y por un momento creo que no he visto bien. Voy con el libro de Sebald, voy leyéndolo hasta que levanto la vista y confirmo que, en efecto, he visto mal. Ni siquiera está el hombre. Puede hablarse de una desaparición fulminante del pasajero, del viajero imaginado. Minutos después, en otro haiku de Sebald (estilo Perec en Je me souviens) doy con más desapariciones: «El 8 de mayo de 1927 / los capitanes / Nungesser & Coli / despegaron de Le Bourget / & después nunca más / se les volvió / a ver.»

Por la noche, ya de nuevo en casa, me dedico a averiguar quiénes fueron esos capitanes y me adentro en la historia del extraño destino de los pilotos franceses Nungesser y Coli, quienes fracasaron trágicamente en su tentativa de atravesar el océano Atlántico sólo dos semanas antes de que Lindbergh realizase con éxito la hazaña en treinta y tres horas. La gloria que ellos buscaban la consiguió el norteamericano. Y sobre Nungesser y François Coli cayó el olvido, aunque en su momento se habló mucho de ellos y de su extraña desaparición. Se sabe que despegaron de Le Bourget ese 8 de mayo y que su avión, L'oiseau blanc, un biplano Levavasseur P. L. 8 del que jamás se encontraron los restos, pudo haberse estrellado un día más tarde en los bosques de Machias, Maine. ¿Qué fue de Nungesser y Coli? ¿Qué fue de aquellos capitanes? En su momento, todo el mundo habló de esa volatilización enigmática que daba para tantas cábalas, o tal vez para ninguna. Hoy, en cambio, son pocos los que la recuerdan. Al rescatarla del olvido, Sebald no sólo me ha puesto en contacto con esta historia, sino con otra que ha surgido casualmente de mi investigación cuando, en plenas pesquisas en antiguos diccionarios y en Google, me he desviado de mi camino al topar y distraerme con la figura de un pintor mexicano, Ángel Zárraga, que vivió gran parte de su vida en París y que realizó un cuadro alucinante en homenaje a Nungesser y Coli. He podido ver esa pintura y es una composición influida por el cubismo en la que aparecen no sólo los rostros de los aviadores mártires, aureolados como santos por grandes nubes voluminosas, sino también, y sin que haya ninguna otra razón que la dictada por la misma composición del lienzo, algunas figuras femeninas: mujeres en actitudes de espera cada vez más intensas hasta llegar en la parte inferior del cuadro al dolor y al luto -de nuevo el luto, como si fuera una traza que proviene de Sebald-, constituyendo cuadros autónomos dentro del cuadro. He mirado esa pintura y después me he olvidado de todo, salvo del olvido.

Imaginaba una Liubliana cubierta por un mar de niebla que dejaba extasiado al viajero. La capital de Eslovenia siempre me remitió a esa idea de bruma, misterio y lejanía. La visité la semana pasada esperando encontrarme con un lugar parecido a Brigadoon, aquella aldea de película en la que sus habitantes vivían y vestían como en el siglo XVIII, pues sobre el lugar pesaba un hechizo que hacía que sólo apareciera la aldea en medio de la niebla un día de cada cien años… Y, efectivamente, en Liubliana me encontré con una pequeña ciudad hechizada. Pero sin bruma ni excesivo misterio centroeuropeo, ni mucho espacio para un viajero romántico. Cinco grados más que en Barcelona y la gente vestida de verano. Restaurantes, tiendas de diseño, bares a la última moda. Liubliana, que tiene algo de Estocolmo o de ciudad suiza de los Balcanes, no llega a los trescientos mil habitantes. Civilizada, culta, elegante y silenciosa. Ha estado olvidada durante mucho tiempo, pero últimamente se recupera de las trazas sórdidas de la represión. Hay tres puentes, un río, un dragón, tres fuentes, un castillo, una leyenda que dice que la ciudad la fundó Jasón. En los agradables cafés del Tromostovje se escucha el paso lento del río Liublianica y, si se aguza bien el oído, también el paso mismo del tiempo.

En su arquitectura, la ciudad recuerda esencialmente a Graz y Salzburgo, pero también a Praga y Amsterdam. El Tromostovje o Puente Triple, que es el más utilizado y admirado de los tres que atraviesan el río, fue creado en los años treinta por el arquitecto Jože Plečnik, aventajado discípulo de Otto Wagner que añadió al puente de piedra que ya existía dos suplementarios destinados a los peatones. La huella del virtuoso Plečnik (1872-1957), al que sectores conservadores quieren ahora santificar como si de un Gaudí esloveno se tratara, se observa en muchas partes de la ciudad: la Biblioteca Nacional y Universitaria, las iglesias de San Francisco y San Miguel, el metafísico cementerio de Zale.

Era de noche y había neblina. Y James Joyce iba en ferrocarril hacia Trieste. Creyendo que había llegado a su destino, descendió por error en Liubliana. El poeta Alex Steger me cuenta esto en un café del Tromostovje, y sonríe. James Joyce viajaba con toda su familia hacia su nuevo trabajo en Trieste y, como no disponía de dinero para pasar la noche en un hotel de Liubliana, se quedó allí en la Estación Central aguardando a que pasara el tren del día siguiente. A primera vista, la historia del error por la niebla podría parecer una metáfora de la odisea general joyceana y también de la recepción de su obra en Liubliana, pero lo cierto es que la obra de Joyce ha estado siempre presente en fracciones vanguardistas de la ciudad, incluso en tiempos de oscuridad y comunismo: fracciones hoy guiadas por el originalísimo Slavoj Žižek, del que acabo de leer su inquietante En defensa de la intolerancia.

«En el modernismo», escribe Žižek en un ensayo de hace años sobre Joyce, «la teoría sobre la obra se incluye en la obra: la obra es una especie de ataque preventivo a las posibles teorías sobre la misma.» A causa de esto, Žižek deduce que es absurdo reprochar a Joyce que no escribiera para un lector ingenuo, sino para alguien que tuviera la posibilidad de reflexionar, es decir, para alguien que pudiera leer con énfasis teórico y al que podríamos considerar un científico literario. Y concluye Žižek: «Es que esa aproximación reflexiva en modo alguno disminuye nuestro goce de lectura, sino más bien lo contrario: lo complementa con el añadido del placer intelectual, que es una de las marcas ¿¿el verdadero modernismo.»

El gozo intelectual es el título precisamente del último libro de Jorge Wagensberg, un conjunto de prosas que reivindican el afán de saber (esencial para sentirse vivo) y el placer que éste nos procura. Ciencia y literatura. El gozo intelectual parece escrito por un científico literario que al mismo tiempo es un sabio narrador. En sus páginas se puede pasar del tema nada desdeñable de la memoria de las hormigas a una sarta de historias tan impagables y antológicas como Tradición y síncope, que tiene su epicentro en el pintor Ángel Jové y su inolvidable relato, tan increíble como la vida misma, de la gata Negrita.

El país tiene dos millones de habitantes. Aire alpino descendiendo verticalmente en busca del mar. Pequeño país poético y seductor, fronterizo con Italia, Austria, Hungría y Croacia. Hasta la Primera Guerra Mundial, Eslovenia perteneció al imperio austrohúngaro. Después, fue parte de Yugoslavia. En 1991, proclamó con éxito su independencia. En Eslovenia el goce intelectual es una tradición, y hay verdadera pasión por la cultura; tiene doscientas casas editoriales, y el Estado se desvela por la preservación de la lengua.

Por la tarde, con Paula de Parma y Cris Oñoro, cruzo en diagonal el joven país independiente. Vamos de Liubliana a la extraña y remota ciudad de Maribor, donde a la hora en que llegamos domina el crepúsculo más profundo. Evitamos las metáforas mientras cenamos en silencio. Melancolía. Cuando regresamos a Liubliana, estoy una media hora sentado en un banco de la Estación Central tomándome un café de máquina frente a La oficina de turismo ya cerrada y leyendo a Srečko Kosovel (1904-1926), un genio y a la vez un meteoro de la poesía eslovena: «Liubliana duerme. / El conductor del tranvía duerme. / En la cafetería Europa / se lee el periódico Slovenski Narod. / Chasqueo de bolas de billar.» Una pausa. Slovenski Narod significa Nación Eslovena. Es agradable estar sentado de noche en la Estación Central oyendo pasar los trenes que vienen y van mientras Liubliana duerme y Europa es una cafetería gigantesca, donde escribir es perder países y dibujar nuevos mapas en la ceniza que nos dejaron los ímpetus de la experiencia.

MAYO

En Dos ciudades, Adam Zagajewski dice que si la música ha sido creada para la gente sin hogar (es el arte menos unido a un lugar concreto y es sospechosamente cosmopolita), la pintura, en cambio, sería el arte de los sedentarios que se complacen en la contemplación de la tierra natal: «Los retratos afianzan a los sedentarios en la convicción de que sólo si pueden ser vistos viven de verdad.» Únicamente los bodegones, y no todos, dice Zagajewski, dejarían al descubierto la indiferencia total y absoluta de las cosas, su cinismo y su falta de patriotismo provinciano. Y como ejemplo cita los jarros pintados por Giorgio Morandi, que no tienen nada ver con Bolonia, la ciudad natal del pintor: son frágiles, esbeltos y llenos de aire.

Quedo preso de imágenes, sospechas y recuerdos. Tal vez todo esto explique, me digo, por qué siempre sentí gran simpatía por los estilizados jarros y botellas de Morandi. Es posible que en mi inconsciente los haya relacionado con la idea de que nada es de ningún sitio concreto y que el estado más lúcido del hombre es no tener nada y sentirse extranjero siempre.

Pero, de todos modos, ¿qué hace ese estilizado objeto frente a mi sedentario escritorio? Es un jarro azul oscuro que imita a la perfección uno de los que pintaba Giorgio Morandi. Lo compré hace cinco años en la tienda de un museo de Ferrara y lo coloqué frente a la mesa de mi estudio. De ahí no se ha movido hasta hoy, y siempre lo he considerado ligado a mi casa y al trabajo. Nunca hasta ahora se me ocurrió pensar que ese sencillo y frágil jarro podría ser el símbolo de mis viajes mentales, de cierto nomadismo cerebral. Pero seguramente lo es, porque sin él sería un escritor más sedentario: me da alas el factor Morandi, y a veces hasta me siento al amparo del misterio y la simplicidad de ese jarro. Es más, ahora comprendo por qué de los bodegones de Morandi suele decirse que en ellos está el arte de la pintura mismo con toda su fuerza y su sutileza, su enigma y su simplicidad, su espíritu y su materia.

Del único día que he estado en Bolonia recuerdo que, habiendo largo rato mirado hacia arriba, mirado con largo detenimiento la fachada del Palacio de Accursio, incliné la cabeza y vi de pronto a mis pies un tranquilo desagüe de aguas casi estancadas y allí, abandonada, una botella que parecía salida de un cuadro de Morandi, y lo que más recuerdo es que, al ver aquel sereno canalillo y la humilde botella solitaria, sentí un bienestar sorprendente. En el fondo, un bienestar más que comprensible si uno piensa en el largo y cargante rato que llevaba viendo la pretenciosa y agotadora fachada del palacio italiano.

Una vez, compré un libro de relatos sólo porque en la portada había un bodegón de Morandi. Fue hace mucho tiempo, en 1988, y entonces, claro, aún no sabía que un día tendría el jarro azul oscuro frente a mi escritorio. Pero algún mecanismo interno debió de moverse en ese momento para que pudiera yo intuir por fin que Morandi y la ausencia de todo patriotismo provinciano tenían que entrar en casa. El libro se llamaba Narradores de las llanuras y lo había escrito Gianni Celati, nacido en Bolonia en 1937. Y siempre pensé que el bodegón de Morandi (Naturaleza muerta, 1938) estaba ahí porque escritor y pintor compartían el mismo lugar de nacimiento. Narradores de las llanuras resultó ser como una versión abreviada de Las mil y una noches de nuestros días en un viaje a lo largo del río Po. Era un bellísimo viaje a través del Valle Padana de alguien que iba detrás de historias que contar, a la búsqueda de aquello que llamamos lo maravilloso cotidiano: un viaje casi ritual de retorno a los orígenes de las historias, a la escucha de los narradores orales que hablan de los «hechos de la vida».

Temí esta mañana haber perdido el libro de Celati, pues hacía años que no lo veía. Pero no he tardado en encontrarlo intacto en un rincón de la biblioteca, y ha sido como recuperar un juguete casi olvidado de la infancia, o como haber viajado de forma fulminante hasta el Valle Padana. He releído entonces algunas de las historias simples y llanas de Narradores de las llanuras y me ha parecido descubrir que pudo en su momento existir un motivo menos obvio para esa portada boloñesa del libro de Celati. Y es que, mirando el mapa de las llanuras que se incluye al inicio del libro, he observado que para seguir el itinerario de los cuentos orales hay que moverse por derroteros parecidos a aquellos por los que se desplazara Morandi cuando en 1913 consiguió esa modesta plaza de profesor suplente en escuelas elementales que le llevó durante dieciséis años a pueblos perdidos de las llanuras y de la Emilia. Su admirador De Chirico dijo de esos años que «para mantener su obra en la pureza, de noche en las aulas desoladas de alguna escuela elemental, Morandi enseñaba a los niños las leyes eternas del dibujo geométrico, el fundamento de toda gran belleza y de toda profunda melancolía». Pero, claro está, cuando compré ese libro de Celati en 1988, no podía saber nada de leyes eternas y todo eso, pues hasta ignoraba la biografía del profesor de dibujo Morandi y su modesto itinerario escolar en las llanuras.

Creen muchos con firmeza que las cosas son únicamente lo que parecen ser y que detrás de ellas no hay nada. Muy bien. Sin embargo, a mí me basta con levantar la vista hacia el jarro que tengo delante para que esa creencia se derrumbe y las leyes eternas del dibujo geométrico, en cambio, permanezcan en pie en su lugar físico, en su sitio, mientras voy leyendo los signos pasionales de mi alfabeto metafísico.

En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. «Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.»

He mirado el reloj. Eran las tres y diez. Hacía años que no creía tan literalmente en lo que leía. De hecho, me ha parecido que seguía vivo de puro milagro. (En realidad, con reloj o sin él, es así. Estoy vivo de puro milagro.) He vuelto a pensar en Cortázar y me he acordado de La puerta condenada, un relato de 1956, donde en un hotel de Montevideo un comerciante oye en la noche el misterioso llanto de un niño tras el armario que tapa una puerta cerrada. El relato de Cortázar comienza así: «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el Vapor de la Carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción.»

He recordado que Vlady Kociancich escribió un ensayo sobre una casualidad de tipo fantástico entre La puerta condenada y Un viaje o El mago inmortal, un relato escrito por Bioy Casares en aquellos mismos días y de trama idéntica a la de Cortázar. Decía Kociancich que si ya la casualidad argumental era rara, la presencia de otras muchas coincidencias lo enrarecía todo aún mucho más. Petrone, el personaje de Cortázar y el narrador de Bioy tienen la misma profesión y viajan a la misma ciudad, Montevideo (en el Vapor de la Carrera, un barco que salía de Buenos Aires a las diez de la noche y llegaba la mañana siguiente a su destino), y están a punto de registrarse en el mismo hotel sombrío y tranquilo. «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros», dice Cortázar. «Juraría que al chofer del taxímetro le ordené que fuera al Hotel Cervantes», se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se detiene frente al Hotel La Alhambra.

Y aún hay más. Una vista melancólica desde el cuarto de baño aparece casi idéntica en el comienzo de los dos relatos. Y la coincidencia está también en las voces nocturnas de los vecinos de cuarto que despiertan a los personajes: mientras el llanto enigmático de un niño tras el armario que tapa una puerta condenada impide dormir a Petrone, al donjuán fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor atronadoramente.

Bioy Casares, en unas declaraciones de los años ochenta: «Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el Vapor de la Carrera, como se llamaba entonces. El protagonista iba al Hotel Cervantes de Montevideo, un hotel que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos.»

Y Cortázar, que siempre habló del poder mágico de los hoteles montevideanos, decía en una entrevista: «Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del Hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus, y el clima general del hotel. No sé quién me recomendó el Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo.»

El Hotel Cervantes, en la calle Soriano entre Convención y Andes, continúa en pie. Así que, si algún día voy a Montevideo, iré a verlo y trataré de alojarme en el segundo piso, en una «pieza chiquita», donde tal vez siga estando ese gran armario que tapa la misteriosa puerta condenada. He mirado en Internet y parece que el hotel no ha cambiado mucho, continúa sombrío y tranquilo, aunque mejor será decir relativamente tranquilo. En el viejo garaje del antiguo teatro de al lado han montado un centro cultural, y hace unos años el hotel (se ha sabido que Gardel y

Borges fueron sus ocasionales clientes) fue declarado monumento histórico. Por lo visto, el Gran Oriente de la Francmasonería Mixta Universal realizó los días 12 y 13 de diciembre de 2003, en las instalaciones del hotel uruguayo, su VI Gran Asamblea: «La misma se desarrolló en un ambiente de trabajo intenso, donde reinó la fraternidad, la serenidad, la tolerancia y el respeto mutuo.»

Como puede intuirse, el hotel no se ha modernizado nada. Ignoro si continúa ahí la mítica estatua del hall, la réplica de Venus, pero lo que es seguro es que los viernes y sábados hay «intercambios de parejas»; acuden los llamados swingers, que «andan ganando espacio en la sociedad montevideana, pero lo pierden en materia jurídica». Es como si el intercambio de parejas quisiera recordarnos el intercambio de tramas en los cuentos de Bioy y Cortázar. Cosas que pasan.

En el blog de una muchachita uruguaya, sin duda completamente ajena al cuento de Cortázar, puede leerse acerca del Hotel Cervantes: «Su teléfono es el 900-7991 y tiene un lugar ganado en el tema swinger. Es un hotel viejo y venido a menos, del que me ha dicho mi prima que una vez fue con el novio y vio una cucaracha, y bueno, entonces fue a la recepción a exigir que le devolvieran el dinero.» La verdad es que tanto desastre y cucaracha me permiten albergar esperanzas de que hayan dejado intacta la enigmática y condenada puerta, de tal modo que tal vez un día pueda verla y quién sabe si abrirla, aunque sin resolver el misterio nunca.

Fui a Madrid para celebrar los 103 años de Pepín Bello, ágrafo recalcitrante, el bartleby -artista sin obras- más longevo del mundo.

– Que bueno.

Fue lo primero que le dije a Pepín al verle, y luego le aclaré que esas dos palabras (Que bueno) constituían el cuento más breve de la historia, un relato de dos palabras que había que leer sin acentos ni signos de exclamación: un cuento mínimo que escribiera la argentina Luisa Valenzuela valiéndose de un título provocadoramente extenso sobre un café de barrio:

El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles por la tarde

Que bueno.

«Pepín Bello. Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor ni poeta… no fue nada más que nuestro amigo inseparable» (Luis Buñuel).

Fui ayer a Madrid a saludar a Pepín Bello. No le había visto nunca hasta el día de ayer, en la Residencia de Estudiantes, donde celebraron su 103 cumpleaños con la publicación de Ola Pepín!, un conjunto de siete ensayos que -firmados por Christopher Maurer, Agustín Sánchez Vidal, Román Gubern, Andrés Soria Olmedo, entre otros- profundizan en los entresijos de la época en la que Dalí, Buñuel y Lorca fueron los grandes amigos de Pepín en la hoy legendaria Residencia.

Fui a Madrid a ver a Pepín y, cuando alcancé cierta confianza con él, le saludé de la manera que le saludaba Dalí cuando hacía ostensibles faltas de ortografía en aquellas tarjetas postales de los años veinte que le enviaba desde Bruselas o Cadaqués:

– Ola Pepín!

«Un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpaticé vertiginosamente» (Rafael Alberti).

A José «Pepín» Bello (Huesca, 1904) siempre le gustó estar en la sombra. De hecho, dice que figurar es lo que menos le gusta del mundo. Fui ayer a verlo y, tal como me habían dicho, es un hombre tan conmovedor como agudo y simpático, y está en plena forma; no vive en el pasado sino en un presente mentalmente muy activo, que transmite de inmediato con un sentido de la libertad creativa muy estimulante.

Pepín Bello no desmiente que Luis Buñuel fuera boxeador en su juventud, pero dice que el cineasta jamás ganó algún combate: «Luis luchó contra Hernández Coronado. Hizo un match nulo. No se dieron ni un golpe, los dos tenían mucho miedo. Hubo mucho baile de puntas de pie y mucha parafernalia, pero de boxeo nada de nada. Terminó el tiempo después de cuatro rounds. Los jueces del combate dijeron que no tenían elementos de juicio para decidir quién era el ganador. Fue algo ya surrealista.»

Aquel combate fue, en efecto, puro surrealismo antes de que Bretón lo inventara en Francia. De hecho, dicen que Pepín Bello inspiró vanguardismo a toda la generación del 27. Y ahora quizás lo más surrealista de todo sea que haga ya noventa y dos años que Pepín ingresara en la Residencia (entonces la Institución Libre de Enseñanza) para estudiar el bachillerato. Me recuerda a Bartleby, aquel personaje de Melville que no sólo trabajaba, sino que vivía en la oficina, pues llevaba años sin moverse de ella. Pepín parece que no se haya movido nunca de la Residencia, y a veces -como nos sucede leyendo Conversaciones con José «Pepín» Bello, el libro de David Castillo y Marc Sardá que acaba de publicar Anagrama- uno hasta diría que Pepín se ha entretenido estudiando -ya tiene su mérito- el bachillerato más largo de la historia.

Es un libro de conversaciones lleno de anécdotas y de retratos muy divertidos de personajes famosos, un libro que nos conecta con la euforia de unos días geniales que la guerra civil truncó dando paso a un cambio de clima moral y a la envidia que hoy todavía algunos sentimos por aquellos tiempos del 27. Cuando eso pasa, cuando la nostalgia y la envidia se cruzan trágicamente, todo nos conduce a pensar en aquella frase de Flaubert en Salambó: «Qué tristes debemos de estar en nuestro tiempo para resucitar Cartago.» De hecho, ese tremendo cambio de clima moral queda perfectamente sintetizado por el propio Pepín cuando en Conversaciones cuenta cómo, en plena posguerra y a la pregunta de un periodista sobre Lorca, el novelista Cela, con gracia siniestra, dijo del poeta granadino que simplemente era un maricón. Lo que había sido en el 27 un derroche de ligereza y libertad mental se había convertido, de la noche a la mañana, en un sórdido callejón del Gato de la mala leche carpetovetónica: tiempo de silencio, tiempo sólo para ahogarse.

«Y ahogarse, claro, ahogarse es extraño, quiero decir extraño para aquellos en la orilla. Todo sucede tan discretamente» (John Banville, Eclipse).

Parece que le esté viendo ahora mismo al discreto Pepín Bello, decano de los artistas sin obras, ágrafo recalcitrante, consumado bartleby que prefirió no escribir.

Ayer miércoles en la Residencia, a las doce de la mañana, cuando le vi por primera vez, no podía dejar de preguntarme qué habría pasado si en los años veinte Pepín les hubiera dicho a los jóvenes Lorca, Buñuel y Dalí que él celebraría su 103 aniversario allí mismo, en la Residencia. ¿Qué habría sucedido? Seguramente habrían pensado que era una de las tantas ideas geniales de Pepín, que siempre fue el más surrealista de todos.

Ayer en la Residencia modifiqué para Pepín el título (pero no el texto) del cuento más breve del mundo, que pasó por unos instantes a llamarse así: El sabor de una medialuna a las doce de la mañana en un viejo café de barrio, junto a la Residencia de la calle Pinar, donde a los 103 años Rodolfo Mondolfo, es decir, Pepín Bello, todavía se reúne con sus amigos los miércoles al mediodía.

Que bueno.

En mi familia, las relaciones con China son muy antiguas. Mi hermana Tere se enamoró, a finales de los sesenta, de la pintura china en el taller de Sainz de la Maza del Paseo de Gracia de Barcelona. Allí ella se instruyó en la técnica de los pinceles sobre el papel de arroz y al mismo tiempo estudió taoísmo y otras corrientes filosóficas y aprendió a interpretar la escritura china. Cuando todos mis amigos eran maoístas, mi hermana les sacaba una ventaja increíble a todos. Pintaba como una paisajista china de la época de Velázquez. Su pintura clásica dejaba estremecidos a los amigos que blandían el posmoderno Libro Rojo de Mao. Su caso era tan asombroso que hasta le hicieron un reportaje en el No-Do, donde hablaron de la primera pintora china de Cataluña.

Mi hermana ahora da clases de técnica de pintura china y no ha parado de evolucionar artísticamente desde aquellos comienzos académicos. Sus cuadros son actualmente una original fusión de dos culturas, son cuadros chinos filtrados por una visión occidental. Desde finales de los sesenta no ha parado de investigar en la tradición pictórica china y de viajar a París, donde visitaba a Ung-No Lee, su guía y maestro. A la muerte de éste, decidió que había llegado la hora de conocer el lejano país que tan misteriosamente la inspiraba y, un buen día, se fue a la China. Todos fuimos a despedirla al aeropuerto. Volvió y dijo que China era tal como la había soñado. Es curioso. Sergio Pitol regresó la semana pasada de un viaje a China y lo único que me comentó fue que allí no había parado de soñar.

Es mediodía y acabo de entrar en La Galerie d'Orient cuando suena el teléfono móvil. Me encuentro en el 42 de la Avenida de la Porte d'Ivry, en Chinatown, París, donde, según todas mis informaciones, Madame Chang tiene hierba de trigo, un producto que se consume como si fuera té y que tiene asombrosas propiedades medicinales, muy especialmente contra la hipertensión arterial.

Quien me llama al móvil es una amiga que se encuentra en Cracovia, donde pasea con el poeta Adam Zagajewski (del que precisamente acabo de leer su espléndido Dos ciudades) y el editor Jaume Vallcorba. Le cuento que la escena que estoy viviendo tiene parecidos razonables con el comienzo de una novela de Paul Auster y que se lo puedo retransmitir todo en directo, pues acabo de entrar en la tienda de Madame Chang y voy a preguntarle por su misteriosa y milagrosa hierba de trigo. En La noche del oráculo, Sydney Orr compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que pondrá en marcha la laberíntica historia de la novela de Auster.

La señora Chang me muestra con orgullo el diploma chino que certifica que su hierba de trigo es la única verdadera del barrio. Ahora bien, el milagroso producto se ha agotado y no volverán a tenerlo hasta dentro de unas semanas. A lo largo de casi un minuto, las conversaciones con Cracovia y las que tengo con la señora Chang son simultáneas. Polonia, París, Pekín, Palacio de Papel… Es como si la letra P estuviera tomando posiciones en mi cabeza. Una historia ha comenzado, pero no sé cuál. Le digo a mi amiga de Cracovia que felicite a Vallcorba por haber publicado a Zagajewski, pero también por haber editado Vida de Samuel Johnson, de James Boswell. Y cuelgo, porque la letra P parece estar pidiéndome paso, no sé hacia dónde.

«Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo» (Justo Navarro, Homenaje a Paul Auster).

Conversando hace unos días en Barcelona con Martínez-Lage, que ha traducido magistralmente Vida de Samuel Johnson, acabamos hablando de lo que él llama «las páginas con naranjas» de esa biografía: las páginas 227, 792, 1008, 1044, 1047, 1097, 1060, con su desenlace en la 1595. Esas páginas componen por sí solas una mínima intriga que cruza discretamente el libro de Boswell, aunque hay que saber distinguir entre aquellas en las que se habla de las mondas que Johnson guardaba misteriosamente en el bolsillo y aquellas en las que se habla de la mermelada de naranjas. El caso es que mondas y mermelada van alternándose y que la intriga por averiguar por qué Johnson tenía la manía de guardar las mondas en sus bolsillos tarda mucho en resolverse, y tarda esencialmente porque Johnson se niega a explicárselo a Boswell cuando éste averigua que las mondas las deja luego a secar.

«Habrá que decir que (las naranjas) las mondaba y las dejaba a secar -le dice Boswell a Johnson con falsa solemnidad-, pero que no dio su brazo a torcer y jamás refirió qué hacía con ellas a continuación.» «No, señor -le contesta Johnson-: tendrá que decirlo cargando más las tintas. No dio su brazo a torcer siquiera ante el más querido de sus amigos, y jamás contó qué hacía después con las naranjas de Sevilla que había exprimido, pelado y puesto a secar.»

Hasta la página 1595, Boswell no se apiada del posible lector al que pudiera -en el siglo XXI por ejemplo- darle por leer el libro como una novela sobre el misterio de las mondas. Sólo entonces, en una sucinta nota a pie de página, refiere Boswell que la razón por la cual guardaba el doctor las pieles de las naranjas exprimidas puede hallarse en su carta número 558 de la colección de la señora Piozzi, donde parece que recomienda «piel de naranja seca, convertida en polvo fino como medicina».

Paso la tarde en mi cuarto del hotel de la Porte d'Ivry terminando Finalmusik, la novela de Justo Navarro en la que hay un traductor en Roma y una trama policíaca no tan suave como la trama de las naranjas de Johnson. Cuando cae la noche, bajo a recepción para consultar mi correo electrónico y me encuentro con un e-mail del propio Justo Navarro, donde me habla de Zagajewski y de un verso de éste que se encuentra en Deseo y que le parece estupendo:

«Llegan las vacaciones: una naranja pelada.»

Una o dos grandes casualidades. Trago saliva. De regreso en mi cuarto, voy acabando la novela de Justo Navarro, un trabajo a contratiempo de las dóciles modas narrativas de hoy. Cuando llego al desenlace, me pierdo en la fiesta romana del excepcional final de Finalmusik, donde me encuentro con la policía secreta polaca y con el príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki. Me llaman en ese momento al móvil. No es mi amiga desde Polonia. Mejor así, porque habría vuelto a tragar saliva y habría quedado todo demasiado redondo si el círculo o «maldito embrollo» romano, encima, se hubiera cerrado como una dichosa naranja redonda.

Ya es de noche cuando salgo a la avenida y veo cerrada la tienda de la señora Chang y me quedo pensando en la hierba de trigo que no he conseguido mientras me pregunto, con emoción, qué puede ser esa medicina de naranja que aparece como una sombra en la vida de Johnson, y luego dejo que regrese el sentimiento de admiración por el humor y la belleza urbana de ese arriesgado thriller tan atípico que es Finalmusik, una belleza urbana que inevitablemente me remite a unos versos de un amigo de Nueva York de Paul Auster, que escribió: «Esta brumosa mañana de invierno / no desprecies la joya verde entre las ramas / sólo porque es la luz del semáforo.»

Después, me quedo con la mente en blanco, pero sin miedo cruzo la Avenida de la Porte d'Ivry, como si fuera un novelista indomable del estilo de Justo Navarro. Un poderoso claxon se va perdiendo en la noche china. La letra P dice que quiere estilizarse, pero apenas le hago caso. No ignoro que en cualquier momento pueden llegar las vacaciones. Y con ellas la gloriosa naranja pelada.

JUNIO

No pego ojo porque ciertas palabras insisten desesperadamente en mostrarse como el comienzo de una futura novela: «Cuánta ruina en cada cosa y qué exceso de retórica en la última hormiga.» Estoy completamente seguro de que no es un buen inicio de libro. Pero las palabras vuelven a mí e insisten y me impiden dormir. Maldita última hormiga. Enciendo la luz y ahí sigue, al lado de la lámpara, L'angoisse de la première phrase del joven escritor francés Bernard Quiriny. Ese libro, o, mejor dicho, ese título, es probablemente el culpable de mi agobiante insomnio.

Me levanto, me visto, salgo del cuarto de hotel y enfilo, casi a oscuras, un largo corredor que me lleva hasta la escalera secundaria por la que desciendo lentamente hacia el bar, sorprendentemente abierto todavía: una vacilante claridad primero, y luego una explosión de luz que llega acompañada de la música indie rock de CocoRosie. Si antes estaba muy desvelado, ahora mucho más. La historia musical de Bianca y Sierra Casady, las dos voces de CocoRosie, me atrae misteriosamente desde hace unas semanas, pero lo último que esperaba era encontrarme con su música a estas horas y en el bar de este perdido hotel de la plaza de Célestins, en la ciudad de Lyon. De golpe, la noche se perfila infinita. Y regresa, obsesiva, la retórica de la última hormiga. Me siento extraño aunque perfecto escuchando las voces rasgadas y la música hipnótica de CocoRosie, atrapado por su mezcla de folk y sus guiños a lo Billie Holiday y su pulcro empleo de medios de grabación de baja fidelidad, el llamado espíritu lo-fi.

Vine a Lyon porque me dijeron que aquí me esperaba un trabajo, y yo ya hice ese trabajo, y no sé qué pasa, pero me estoy quedando. Me inquieta todo esto, pero no me asusto y, en fin, me concentro en la música de las hermanas Casady y dejo que me atrape mentalmente, de forma obsesiva, la primera (según el tablero alternativo) frase de Rajuela, de Julio Cortázar, hasta el punto de parecerme que suena como música indie y encaja bien con la hipnótica estética de CocoRosie y, además, podría ser el mejor comienzo de novela que ha existido nunca: «Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.»

Hasta ahora el comienzo que más me había impresionado era el de El extranjero. Lo leí en los días de mi extrema juventud y sin que nadie me advirtiera de lo que iba allí a encontrarme: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé.» No se me escapa que ese inicio está considerado uno de los mejores de la novela contemporánea. Me viene a la memoria otro, de lectura más reciente: «He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así» (Roberto Bolaño, Los detectives salvajes). Es un comienzo magnífico, precisamente porque carece de ceremonia de iniciación alguna.

En el bar se escuchan ahora las combinaciones musicales diabólicas que crean las hermanas Casady cuando mezclan, por ejemplo, la explosión de una bolsa de palomitas de maíz con el constante martilleo de una máquina de escribir: mezclas que acaban convirtiendo mi mente en una inesperada y obsesiva cafetera de vapor. Todo está a punto de estallar, cuando me salvo al imaginarme al comienzo de una novela de Cabrera Infante: «Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good evening, ladies & gentlemen. Tropicana, el cabaret MAS fabuloso del mundo…» Después, sustituyo el showtime por el recuerdo de la más célebre ceremonia de iniciación que encontramos en el comienzo de una novela, la que se describe en las primeras líneas de Ulises de Joyce, donde, solemne, el gordo Buck Mulligan nos introduce en el altar de la literatura misma cuando eleva en el aire un cuenco y entona: «Introibo ad altare Dei.»

Es posible que viva obsesionado por la primera frase de mi próximo libro, no hay otra explicación para tanta inquietud por inicios de novelas. Me estoy diciendo todo esto cuando veo entrar a un detective privado con la clásica gabardina Burberry, estilo Mitchum. Llamo al camarero mientras apunto en la servilleta el incierto comienzo de novela que ahora escribiría: «Había una vez una gabardina de algodón que Thomas Burberry vendía a los deportistas en una pequeña tienda que había abierto en Hampshire.»

«Descendiente de escoceses e indios pies negros por línea paterna, y de noruegos por la materna, quedó pronto huérfano de padre y su madre volvió a casarse.» Creo que podría escribir una biografía de Robert Mitchum que empezaría así y que iría precedida de una cita de Martin Scorsese, de una frase que no acabo de entender: «Me olvidé de las mujeres, sólo recuerdo las gabardinas.» Pronto se cumplirán diez años de la muerte de Mitchum. Se ha hablado tanto estos días del centenario de John Wayne y de la retirada de Paul Newman que seguramente no se hablará mucho de Mitchum. No me gustan los números redondos, pero puedo hacer una excepción con el mejor detective privado de la historia del cine. Vine a la vetusta Lyon -ahora lo comprendo- a escribir la primera frase de la biografía de

Robert Mitchum. Desde que llegué, la heroica ciudad duerme la siesta.

La vida fabrica coincidencias extrañas. A la misma temprana hora en que estaba preocupado por el posible derribo de la fabulosa palmera de la calle Cardener que tengo delante de casa, Isabel Núñez lo estaba por el tan temido derrocamiento del maravilloso azufaifo de la calle Arimon donde vive. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Calculo que hace unos treinta años que no veo a Isabel Núñez, pero el caso es que, a la hora temprana en que yo miraba con angustia la palmera, ella me estaba escribiendo un e-mail para hablarme de su pequeño drama grave: «Pretendo salvar un árbol de la calle Arimon esquina Berlinés. Han tirado una casa bonita (otra) y resulta que el árbol es un azufaifo (ginjoler), especie en peligro de extinción, protegida aquí y en Europa, árbol chino que vino a España por el sur, con los árabes. Algunos vecinos ilustres me apoyan, Parcs i Jardins nos da la razón, el técnico municipal nos dice que no les dará la licencia de construir si no cambian el proyecto y le dejan una esquinita al árbol, que hasta ahora daba sombra a la acera y la llenaba de flores pegajosas y de esa especie de dulces cerezas rojas gigantes.»

Más coincidencias: antes de irme a vivir a esa casa frente a la palmera de la calle Cardener, pasé una larga temporada en un piso en la calle Arimon, aunque no me acuerdo del árbol chino, como tampoco del alcalde Hereu, que nació en esa calle. En el blog de una amiga de Isabel Núñez (www.objet-a.blogspot.com) he encontrado información sobre el azufaifo: «Este árbol (Zizyphus jujuba), ginjoler en catalán, originario de China, llegó probablemente a Andalucía a través de la cultura árabe. Pekín está lleno de ellos, es muy común en los patios de los hutones, las casas tradicionales. En España había muchos en Granada. En Barcelona hay uno en la calle Arimon.»

Poco después de recibir el e-mail de Isabel, leía (con asombro ante el encadenamiento de casualidades) una carta de la señora López González a La Vanguardia: «En la calle Cardener-Torrent de les Flors del barrio de Gracia están derribando casitas, una de ellas no catalogada pero hermosa. Desde que empezaron los derribos, hay varios operarios con martillos neumáticos trabajando todos a la vez, sin casco, ni protección para los oídos, ni máscara para el polvo contaminante. No sabemos si se lo quitan o no disponen de ello. Y se han declarado ya dos incendios. Lo vemos desde nuestras casas, donde el ruido penetra. El distrito de Gracia ha dado el permiso para el derribo, según la Guardia Urbana, a la que hemos acudido varios vecinos. En Urbanisme y en el distrito no hay ningún proyecto presentado, según nos informan. Los responsables, según la prensa, son Akasvayu, que compró todas las fincas, y Construcciones Pedralbes, y ahora Derribos Ureña.»

No hablaba la señora López González de la palmera, pero la causa de su alarma era la misma que la mía y la de tantos vecinos de Cardener y Torrent de les Flors. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Ese mismo día en que apareció la carta publicada, redoblaron infernalmente en las obras de Cardener el salvaje ruido, como si quisieran vengarse de todo el vecindario. Y hasta hubo un momento en que pensamos que como castigo derribarían de un solo machetazo la esbelta palmera. Barbarie, a pleno sol del día, en Gracia. Sus verdes ediles «antisistema» callan y otorgan. En Sant Gervasi los mismos vientos. ¿Qué será del azufaifo? Pensando en ese árbol chino, me acordé de mi hermana Tere, que el día anterior me había hablado con tristeza del cedro y otros árboles del jardín (calle Martí, entre Secretari Coloma y Alegre de Dalt) bárbaramente derribados en una sola mañana, bruscamente desaparecidos -ante la mirada traumatizada de sus alumnos- de la agradable vista de la ventana del taller donde imparte lecciones de pintura china. En este caso no era un azufaifo, sino un cedro, pero el hecho es que la serenidad de su taller chino se vio brutalmente alterada por la fulgurante, mercantil y brutal supresión del jardín.

Sé que el fin del azufaifo, el cedro y la palmera no es el fin del mundo, pero con pequeños malestares graves se va forjando un gran malestar grave y gestando ese rumor que muchos ya hemos escuchado y que habla de que, con la ciudad vendida a la especulación inmobiliaria y a un turismo indiscriminado y regalada la industria cultural a Madrid, estamos ante el fin de Barcelona. Ya no es sólo la barbarie que en una sola mañana a mí me ha alcanzado por tres ángulos distintos (una prueba de que el promedio de salvajadas tiene que ser grande), sino también esa incomodidad creciente de notar que la ciudad ya no es nuestra, que es un gran parque temático para extranjeros y que en realidad con tanta estupidez ya se ha producido -en los próximos años simplemente se confirmará- el fin de Barcelona. En cierta ocasión, le pregunté a Pep Guardiola si un futbolista, en el momento mismo de realizar la última gran jugada de su vida, podía llegar a intuir que con aquella gran jugada había llegado el fin de su carrera. ¿Sabe ya Barcelona que su gran carrera hacia la nada ha llegado a su final?

Horroriza el nivel de ignorancia de este país y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Es un país con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa -por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parece que si eres mínimamente culto, estás perdido. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse en la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida. Me gustaría marcharme a Nueva York, que es la ciudad que está anotada en primer lugar de mi lista mental. Pero estoy casi seguro de que, por comodidad, la ciudad elegida será París, donde sobre el papel lo tengo más fácil todo. Sí, me iré a vivir a París a pensar -como Pessoa cuando estaba en Sintra y quería estar en Lisboa, aunque cuando estaba en Lisboa quería estar en Sintra- que tendría que estar viviendo en Nueva York.

El interior de nuestra casa tiene siempre un antiguo y obsesivo paralelismo con el de nuestro cerebro. Encontré mi interior favorito, el otro día, viendo un reportaje televisivo sobre la Maison de Verre, de París. Aquel paisaje doméstico me pareció que era exactamente el que toda la vida había deseado tener en la casa que nunca he tenido. En otras palabras, me habría gustado vivir en los singulares espacios de la Maison de Verre, la original mansión ideada en 1931 por el arquitecto Pierre Chareau para vivienda familiar y consulta médica del doctor Dalsace. Y no sólo eso: me habría gustado que los interiores de mi cerebro se parecieran mínimamente a la laberíntica y audaz casa de la rué Saint-Guillaume de París.

Cuando la semana pasada se me ocurrió ir a ver la admirada mansión desde fuera (había oído que era burocráticamente complejo obtener un permiso para visitar el interior), no recordaba en qué numero de la calle se encontraba esa casa de vidrio y no hubo forma de dar con ella, fue como si la hubieran borrado deliberadamente previendo que me acercaría por allí. Recorrí con Paula de Parma dos veces, de arriba abajo, la breve rué Saint-Guillaume, y nada: la fachada de adoquines de vidrio que me sabía de memoria (hasta la había visto en un spot de David Lynch para Yves Saint Laurent) no aparecía por ninguna parte, y deduje que la Maison de Verre la habían borrado o bien se hallaba en una discreta segunda línea -como un cerebro secreto- ocultándose de la vista de la gente que pasaba por la calle. Cuando, unos minutos después, abandoné la busca de aquel exterior de mi interior ideal lo hice muy molesto al ver que ni siquiera ese espacio de apariencias me era accesible, y además frustrado porque debía abandonar aquella misma tarde París y no sabía cuándo podría reanudar la busca.

Horas después, como si fuera la consecuencia lógica de la búsqueda de mi interiorismo ideal, al regresar a Barcelona me encontré con un libro que no esperaba para nada y que resultó perfecto para lo que buscaba: Casa. Un título sobrio para la primera novela que el peruano Enrique Prochazka (Lima, 1960) publicaba en España. El libro, estructurado como si el cerebro del autor fuera tan audaz y laberíntico como la casa de su novela, lo abría una imponente cita de César Vallejo: «Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba.»

Siempre me ha parecido interesante Prochazka, escritor que se considera borrado y que al mismo tiempo es Alguien (por decirlo en los términos de su novela Casa), pues es filósofo, montañista, estudiante de Letras y de Arquitectura, gestor de políticas educativas y autor de ensayos de interpretación sobre Hegel. Hace unos meses, escribí un artículo acerca de sus derivas sin haber leído más que sus palabras de hombre borrado. Y ahora, tras leer Casa, sé que no andaba equivocado al intuir su raro talento y también sé que no deja de ser un milagro que su novela haya llegado hasta nosotros, pues Prochazka no está siquiera entre los escritores mediáticos del Perú de ahora. Pero pienso que, ya que aterrizó por aquí Casa, no estaría mal que probáramos a adentrarnos en los audaces interiores de esa trama que adopta apariencias de ciencia ficción: Hal, famoso arquitecto, despierta sin recordar sus últimos quince años. Repentinamente desdoblado y espectador de su propia condición, debe asumir que ha olvidado su más inmediato pasado y que ha de acostumbrarse a vivir en la casa diseñada por él mismo bajo los principios de una audaz teoría arquitectónica, única y extraña. Llama entonces a un psiquiatra. «Saber quién soy implica descubrir por qué diseñé esta casa.» Se trata de entender al desmemoriado ocupante de la cerebral casa a partir del arquitecto de la misma. En sus investigaciones sobre los fascinantes pero también horribles interiores del lugar, le apoya un eficaz mayordomo llamado Clarke, lo que tal vez nos da una pista: Hal remite a HAL 9000, la computadora de 2001, Una odisea del espacio, novela escrita por Arthur C. Clarke.

La sospecha súbita de que tanto los secretos de la mansión borrada de la rué Saint-Guillaume como los laberínticos interiores del borrado Prochazka no pueden tener casa que los ampare, sólo ideas antiguas para tumbas muy frías. Y poco después, al despertar de esa pesadilla en mitad de la noche, la sospecha enloquecida de que el cerebro de Hal es la casa y ésta a su vez es Wittgenstein, que en los años veinte hizo de arquitecto de la Kundmanngasse que su hermana decidió construir en Viena: una mansión llena de raros detalles estéticos, a veces idénticos a ciertos pensamientos terribles de su arquitecto.

JULIO

Viaje a Nueva York. En el momento exacto en el que Woody Allen decía en la Universidad Pompeu Fabra que cualquier excusa era buena para venir a Barcelona, me dije que la fortuna de los hombres es asombrosamente diversa y que para mí cualquier excusa era buena para huir a Nueva York. La invitación a un acto literario en esa ciudad no pudo llegarme en momento más oportuno, cuando más asfixiado me sentía por el clima general de Barcelona, Woody Allen incluido.

Es una intensa experiencia -tal como me dijera Perico Pastor- sentir la ciudad desde el puente de Brooklyn a lo largo de la media hora que dura la travesía a pie. Es más, entrar en Brooklyn andando tiene algo de iniciación a la comprensión total de Nueva York y hasta permite entender a qué se refería Paul Morand cuando nos dejó dicho que, si te llevan al centro de Brooklyn Bridge a la hora crepuscular -a mí me llevó Eduardo Lago-, en quince segundos habrás comprendido Nueva York.

En el jardín de una casa de Brooklyn encontré a la enigmática Céline Curiol, corresponsal de Libération en Nueva York y autora de una primera novela rara, Voces en el laberinto, que tan abducido a ratos me dejara el verano pasado. Hasta aquel momento, Céline Curiol me había resultado un personaje enigmático porque en la solapa de su libro tan sólo se decía escuetamente que había nacido en Francia y que aquélla era su primera novela. Pero de hecho lo realmente enigmático era el libro mismo, la ambigua narración del deambular de una mujer joven -llamada siempre Ella en la novela- que trabaja como informadora de megafonía en la Gare du Nord de París, donde anuncia, invisible, la llegada y la partida de los trenes, los horarios y el número de las vías: una mujer que con su voz trasiega a diario con las almas de los pobres viajeros.

Ahora tenía a Céline frente a mí, inesperadamente, en aquel jardín de Brooklyn. La imaginaba en Francia. Asustaba saber que era la inventora de un complejísimo personaje femenino llamado Ella, y pasé revista fulminante a su novela y a la historia de aquella joven que, todos los días, cuando regresa sola a casa, espera la llamada del hombre al que ama sin que el sentimiento por parte de él sea recíproco, aunque eso poco le importe a Ella, que a la espera del hipotético momento en el que se reunirá con él se entrega paradójicamente al mundo entero, se entrega a la noche parisina más canalla y peligrosa, la noche de los barrios difíciles y de los bares turbios, donde se comporta de forma muy curiosa al demostrar una absoluta compasión por los desconocidos noctámbulos que en diferentes momentos hacen que su individualidad trastabille: la historia extraña de una joven, Ella, que oscila entre lo más íntimo y lo más universal; la historia de una mujer que va llegando al hombre que ama a través de un trayecto insólito, a través de su denodado interés y amorosa afición por los otros, siempre guiada por su fijación exhaustiva por cualquier detalle.

Porque Ella tiene esa rara habilidad de fijarse en los detalles y de paso ver cómo se transforman los otros a cada instante. Y porque la autora, por su parte, es hábil para verla a Ella. Y así por ejemplo, si la encontramos en un jardín, descubrimos que no hay ningún otro sitio en el que pueda estar: «No lo ha elegido, pero ahora mismo está allí, y es ella quien debe apropiarse del instante», escribe Céline Curiol de Ella.

A Ella no esperaba verla nunca. A Céline tampoco, pero entraba más dentro de lo posible, y la encontré el sábado en el jardín de un brownstone de tres plantas, cerca de la Séptima Avenida de Brooklyn. Al verla, comprendí al instante que no había ningún otro sitio en el que ella pudiera estar. Y como, aparte de eso, no sabía nada más de su vida, todo lo de ella pasó a sorprenderme, incluso que hubiera nacido en Lyon. Sonó el timbre de la puerta de la casa y los anfitriones nos dejaron solos unos momentos y no se me ocurrió nada mejor que desahogarme y contarle que a principios de mes había ido a su Lyon natal a unos encuentros literarios y durante más de setenta horas nadie de la organización se había puesto en contacto conmigo y había acabado atrincherándome en mi cuarto de hotel temiendo que me iría de aquella ciudad sin haber visto a nadie de los que me habían invitado. «A punto estuvo de ser un viaje fantasmal», dije. Y nada tan cierto. De hecho, en Lyon me convertí en un espectro a la espera de que alguien se acordara de mí. Me transformé en un fantasma que para matar el tiempo -que se deslizaba absurdo- comenzó a escribir un relato titulado La espera. Llegué a encontrarle tan notable encanto a mi condición de olvidado que sufrí una decepción cuando por fin fui descubierto en el hotel por alguien de la organización y vi arruinada mi feliz situación de invitado ignorado.

Le conté a Céline lo sucedido en Lyon y luego hablé de la energía con la que, una hora antes, había sentido Nueva York mientras caminaba por el puente de Brooklyn. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no sólo el tema general de la espera nos unía, sino que, además, la brusca interrupción de mi soledad en Lyon recordaba aquel episodio de su novela en el que la heroína, tras las aproximaciones que ha ido haciendo a su amado, tiene la turbadora certeza de que él está a punto de besarla de nuevo, lo que pondría fin -lamentablemente porque se rompería el encanto- a la dura espera.

Iba a preguntarle a la bella Céline si sabía que a los dos nos unía la percepción del hechizo de toda espera cuando reaparecieron Paul y Siri, los dueños de la casa, con tres nuevos invitados. Los anfitriones, si uno se fijaba hasta la extenuación en los detalles (eso que tanto sabía hacer Ella), seguían siendo los de antes, pero no eran exactamente ya los mismos. En unos segundos, la luz crepuscular los había cambiado, y se diría que ahora estaban mirando al cielo de Nueva York y escuchando las voces de una imaginaria megafonía que en aquel momento estaría sobrevolando el jardín y el más allá de todo, incluso el más allá del hondo aire azul que parecía tan interminable como Brooklyn y tan inacabable como la más infinita de las esperas.

Nos hemos convertido en sospechosos que debemos ser muy protegidos. Aquel famoso concepto del miedo a volar que pusiera en circulación Erica Jong ha sido sustituido por un pánico distinto: el terror a los aeropuertos. Los días en que debo volar se parecen cada vez más a aquellos de la infancia y la terrible escuela. Esas brutales filas de gente en el aeropuerto quitándose el cinturón, el reloj y los zapatos… «Eso no lo hacen porque tú seas culpable, sino porque eres inocente, eres inocente y culpable al mismo tiempo», comentaba el otro día, con acento kafkiano, el escritor Justo Navarro. Pasar por ese cada vez más bronco control de pasajeros se ha convertido -como todo el mundo sabe- en algo cada día más vejatorio. En ocasiones hasta percibimos sadismo en el funcionario que ordena el «fuera el reloj y el cinturón», pero no podemos ni rechistar y menos aún demostrar que nos están puteando con placer y notable impunidad.

Siempre que paso el control de pasajeros y para no perder el control de los nervios, me acuerdo de El proceso, de Kafka: «"Sin embargo, no soy culpable. Es un error. ¿Cómo puede ser siquiera culpable el ser humano? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros", dijo K. "Eso es cierto", dijo el sacerdote, "pero así suelen hablar los culpables."»

Pero el miedo a los aeropuertos comienza mucho antes de llegar al control policiaco, en realidad empieza ya en el momento mismo en que nos despertamos y ponemos un pie en el suelo. Se ha agravado tanto la distancia entre Estado e individuo, entre singularidad y colectividad, que vivimos en una permanente situación de terror que, por si acaso aún fuera preciso, la televisión y todos los medios ligados al poder, cómplices perfectos de ese estado de pánico general, se encargan de recordárnoslo a todas horas. Por eso, despertarse en algún lugar de Occidente significa actualmente hacerlo en el centro mismo del círculo del terror. Si para colmo ese día tenemos que ir al aeropuerto, el asunto se agrava. Aunque parezca chocante, en los países árabes se puede vivir con más sosiego que en nuestros pueblos y ciudades, aunque eso no va a decirlo nunca la televisión, tan obligada como está a difundir sistemáticamente el pánico. Es más, sospecho que llegará un día en que tendremos tics aéreos y, por ejemplo, nunca nos quitaremos el cinturón de seguridad en casa para ver la televisión: llevaremos una repugnante vida de avión en nuestros hogares. Y es que los embrutecidos aeropuertos de hoy sólo son un anuncio del pavoroso futuro que nos espera.

Si vas en taxi al aeropuerto, corres el peligro de que el conductor te machaque con cualquier emisora de radio fascista de esas que te insultan personalmente. Algunos taxistas son el perfecto complemento de ese estado de terror. La facturación en el aeropuerto, por otra parte, te exige estar con una antelación tan grande que a veces más te habría valido ir a pasar la noche al propio aeropuerto, lo que me lleva a intuir que pronto las discotecas serán un nuevo negocio de las terminales aéreas. Al miedo a perder el avión por la lenta facturación -agravada siempre por algún cretino que no ha hecho los deberes antes de acudir al mostrador- sucede el control policiaco y, una vez rebasado éste y tras habernos vuelto a vestir, suponiendo que no haya ninguna huelga de los famosos trabajadores de tierra o de los pilotos, llega el horror del embarque, que casi nunca significa el acceso directo al avión y que nos pone en manos de un conductor de autobús que no se acuerda del aire acondicionado y de paso juega a dar frenazos o bandazos para mortificar a los viajeros. Alcanzar el interior del avión ya no significa nada hoy en día, pues la autorización para el despegue puede tardar una infinidad en llegar, y a veces los aviones ni despegan y los pasajeros son devueltos a la puerta de embarque. Si finalmente volamos y alcanzamos nuestro destino, nos espera la más célebre de las torturas: la pérdida de las maletas. Y como guinda el taxista, que en la ciudad a la que has llegado espera que seas extranjero para cobrarte más.

Cuando veo el barullo y todas esas brutales filas de gente esperando en los aeropuertos, inevitablemente pienso en Louis-Ferdinand Céline: «Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando lo que sea…»

No hace mucho, me dieron un susto importante porque acababa de llegar de Lyon y, al abrir en casa una carta procedente de algún lugar de Francia, me encontré con un documento rosado que parecía un carnet de conducir antiguo y llevaba una foto mía severamente grapada en él. Por un momento, pensé que había cometido en Lyon algún delito o infracción grave y que la vida se me acababa de complicar más de lo previsto. Pero miré bien. Se trataba de un carnet donde se me comunicaba que, en aplicación de los principios y leyes unilaterales en vigor, la comisión de control de la sección de Talmont-Saint Hilaire -no sé quiénes son, ni quiero saberlo-, reunida en sesión plenaria del 22 de mayo de 2007, había decidido considerarme digno del título de Refractario al embrutecimiento general, en vista de lo cual se me otorgaba el certificado número 1005, con el fin de que éste me sirviera para todos los fines útiles.

Venía timbrado el documento con un «sello no fiscal» que remarcaba claramente su no oficialidad, y ni que decir tiene que de inmediato le encontré un lugar junto a mi pasaporte y fue grande la satisfacción que sentí al saber que había yo pasado a pertenecer a la orden de los Refractarios de Talmont-Saint Hilaire. Me dije que aquel documento podía servirme para algo o para nada, lo mismo daba, al igual que tampoco importaba saber quién me lo enviaba. Y es que, a fin de cuentas, no pensaba ni pienso mostrarlo en los embrutecidos aeropuertos.

Como dice Juan Villoro, son difíciles de encontrar, a excepción de Lennon y McCartney o de Laurel y Hardy, asociaciones artísticas del siglo pasado tan fecundas como la de los escritores Borges y Bioy Casares, y en todo caso imposible dar con una asociación más duradera. Toda clase de detalles domésticos y literarios se encuentran en el Borges de Bioy, uno de los más simpares libros biográficos de la literatura en español, escrito según el modelo de Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Como bien ha visto Villoro, en la formula boswelliana compartida por Bioy y Borges lo más peculiar de todo es que ambos se convierten en esa clase de «autores subordinados» («comentaristas caprichosos», «distorsionadores de textos ajenos»…) que tanto amaba Borges, que veía en ellos a literatos tan creativos como los escritores con fama de originales.

No han faltado los tarugos hispánicos que se han burlado del voluminoso libro-diario de Bioy porque en él hay más de mil entradas donde puede leerse «Come Borges en casa.» A mí no me llama la atención esa frase insistente, sino el hecho lateral de que Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, insistiera en inventar cada día ante su marido una excusa nueva para evitar que Borges fuera a comer a su casa. Esa actitud de Silvina me lleva a pensar en todos cuantos hoy en día darían cualquier cosa por tener a Borges invitado a cenar. Es curioso observar cómo ese lujo de sentar a un genio a tu mesa era diariamente despreciado por la mujer de Bioy, lo que demuestra lo aleatorio de los criterios y ansias humanas, pues muchas veces lo que uno desea tanto y no consigue, a otro no le interesa nada y sin embargo lo logra, del mismo modo que alguien de pronto es asaltado por el dolor mientras nosotros abrimos una puerta o caminamos por el campo tranquilamente, tal como expresara el poeta Auden en ese poema, «Musée des Beaux Arts», que tanto le gusta también a Jordi Puntí: «Sobre el dolor nunca se equivocaron / los Viejos Maestros: qué bien entendieron / su posición humana; cómo surge mientras algún otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido.»

¿Será que lo doméstico -ese veneno que acaba con las pasiones y que también llamamos cotidianidad- lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca a los genios les hace perder interés y los desmitifica? ¿No deslumbraba lo mismo, por ejemplo, una conversación de sobremesa con Borges que la lectura de uno de sus relatos? ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Es el genio, como insisten algunos, una persona insoportablemente normal en la vida cotidiana? ¿Se puede ser genial todo el rato?

Como es bien sabido, tendemos a no valorar lo que tenemos en casa. Henriqueta Madalena, la hermana pequeña de Fernando Pessoa, ilustra a la perfección ese modelo de persona que, por excesiva familiaridad con el genio, vive como algo completamente doméstico lo que al resto de la humanidad deja fascinado. Por lo visto, Henriqueta Madalena tenía muy visto a su hermano Fernando. Fue la que más íntimamente le trató y, al final de su vida -Henriqueta alcanzó casi los cien años-, accedió a hablar de él. «No le hacíamos mucho caso», sentenció. Le pidieron entonces -en referencia a los famosos heterónimos del poeta- que dijera al menos cómo era eso de ser hermana de una persona «múltiple». Henriqueta Madalena sonrió y dijo: «Cuando Fernando hablaba de Alvaro de Campos, de Ricardo Reis, o de los otros, para mí siempre se trataba de él. A veces, durante la comida, Fernando decía que había pasado mala noche y que había escrito algo, y añadía: Es de Alvaro de Campos. Y recitaba. En el fondo, Fernando lo consideraba una fantasía, no se lo tomaba en serio, aunque lo dijese con tono serio.»

Así que Henriqueta Madalena no se tomaba tan en serio los heterónimos como los estudiosos de la obra de su hermano. Y resulta conmovedora cuando al final de la entrevista recapacita: «Sólo puedo decir esto: ahora, hoy, cuando ya ha pasado todo y no se puede volver atrás, ahora que soy mucho mayor y tengo todo el tiempo para pensar y para sentir, me invade la amargura de no haber convivido más con él. Fernando vivió muy solo. Ahora que conozco su obra, que la leo e intento comprenderle lo mejor posible, siento mucha pena.»

Lo que más me llama la atención de esas palabras es la forma de decirlas, esa forma tan asombrosamente hermana de Álvaro de Campos.

Silvina Ocampo, Henriqueta Madalena… ¿Será que las mujeres tienen una relación más sólida y más realista con el mundo? Al hilo de estas notas, me pregunto por mi actual relación conflictiva con Barcelona, ciudad que me parece insufrible y apelmazada desde que las hordas de turistas la inundan insultantemente. Sin embargo, la ciudad goza de una excelente salud y fama en el extranjero. ¿No será que mi relación con Barcelona dura demasiado y la tengo excesivamente vista y mi cansancio de los políticos de aquí y de todo el desastre general que creo percibir en mi ciudad procede de tanta fraternidad doméstica que tengo con ella? No sé, siento la necesidad de otras voces y otros ámbitos. Veo en el exilio la única posibilidad de volver un día a apreciar Barcelona, o como mínimo de dejar de sentirme de malhumor permanente por lo que aquí sucede. Me gustaría convertirme en ese Turguéniev que aparece en Los demonios de Dostoievski y que tanto divertía precisamente a Borges: un Turguéniev que, desesperado por el horror de Rusia, se va a vivir a Alemania y, cuando regresa y quieren hablarle de política rusa, responde que tiene que pensar en asuntos más importantes: en el sistema sanitario de Baden-Baden, por ejemplo.

Sé que hay muchas personas que, cuando están duchándose en sus casas, sienten un repentino terror al acordarse de aquella escena del asesinato de Janet Leigh en Psicosis de Hitchcock. Y también sé que hay quienes -yo mismo, por ejemplo- se despiertan en sus casas con un repentino pánico porque asocian el momento a la primera escena de El proceso, aquella novela de Kafka en la que Josef K., al despertarse, se encuentra con unos guardianes que le notifican que está detenido. Creo saber desde ayer por qué esa escena no se aparta nunca de mí cuando despierto. No es el miedo a despertarme y ver que unos desconocidos han entrado en mi habitación, aunque es un miedo que también tengo en cuenta, porque cada noche cierro con dos cerraduras la puerta de entrada a mi casa. Yo creo que es un miedo que está íntimamente relacionado con el acto mismo de despertarse. Creo que, si se piensa bien, produce pánico habernos dormido y habernos separado de nosotros mismos, y al despertar descubrir que todo a nuestro alrededor sigue tan absurdo e inescrutable como siempre, aun cuando sospechamos que tal vez ya nada está en su lugar.

Despertar nos lleva cada día a recordar que somos algo esencialmente misterioso. Comentando una frase de San Pablo («Muero cada día»), dice Borges que la verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros problemas son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros?

La persona que uno era y que se separó de uno mismo al dormirse, se une a nosotros al despertar, pero no puede ser que sea exactamente la misma que la del día anterior. Tal vez por eso, cuando algún alma indiscreta me pregunta si, dada la fiebre de separaciones conyugales que nos invade, no me he planteado separarme algún día de mi pareja, suelo responder: ¿Cómo me voy a separar si cada día me separo un poco más de mí mismo?

En cuanto a los que entienden por separación únicamente el hecho de separarse de su pareja y lo viven dramáticamente, siempre he pensado que tienen una frase de Woody Allen que les ayudaría a desdramatizarlo todo: «Mi mujer se ha ido con otro. Entonces, yo la he dejado.» La frase nos pone en la pista del verdadero dramatismo de toda separación y que no es otro que éste: de nosotros mismos no podemos separarnos del todo nunca, sólo podemos separarnos de los demás. Angustia del despertar. Creo que estoy todavía bajo los efectos del libro que leí y concluí ayer poco antes de separarme un poco de mí mismo y dormirme. El libro lo ha escrito Roberto Calasso y se titula K. El autor, en un eficaz ejercicio de pensamiento narrado, recorre las novelas de Kafka desde su interior y dialoga con ellas. En uno de sus mejores capítulos, analiza el arranque de El proceso, donde Kafka escribió unas palabras que después eliminó: «Hace falta presteza para cogerlo todo, al abrir los ojos, por así decir, en el mismo punto en que uno lo ha dejado la noche anterior.» Y algo más adelante, cuando Josef K. habla con los guardianes, se dice a sí mismo algo que ya había pensado en otras ocasiones: que el despertar es «el momento más peligroso». Y añade: «Si uno consigue superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el resto de la jornada.» Roberto Calasso ve en El proceso la historia de un despertar forzado. Josef K. es aquel para quien nada volverá a estar en su lugar. Hay gente que al despertar revive cada día con angustia su aparición en la vida, ese despertar forzado. Como decía Erik Satie, venimos al mundo muy jóvenes en un tiempo muy viejo. Y es al tiempo -nos desvela Calassoal que Kafka hace alusión en la breve y misteriosa frase suelta que abre sus Diarios: «Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren.» El tren es el tiempo que no nos permite comprender su forma. Es inevitable entonces ponerse rígido, mientras lo observamos: signo de una última resistencia.

Es como si acabara de salir del abrupto acantilado de País Dogon, al sur de Malí, donde uno puede caminar y pasarse jornadas enteras sin cruzarse con una sola alma. Me siento algo extraterrestre después de no haber visto a nadie en varios días. Me llevan en coche a Barcelona, donde he quedado citado al atardecer, a las ocho de la noche en el Café de la Radio. En el trayecto noto que ando todavía bajo los efectos de la lectura de Breve historia de la paradoja, de Roy Sorensen, un gran libro en torno al largo recorrido filosófico de los laberintos de la mente.

A las ocho menos diez me dejan en el paso de peatones -lado montaña- de la calle Casp, junto al Paseo de Gracia. Como soy un reaparecido en mi ciudad, todo me parece nuevo y todo me sorprende, no grata pero sí vivamente. Sé que me basta con cruzar y estaré en la acera del Café de la Radio, del Bracafé y del teatro Tívoli. Pero faltan diez minutos, llego demasiado pronto. Dejo que los peatones crucen al otro lado, y me quedo parado, preguntándome si he de hacer lo mismo. Se me ocurre mirar hacia atrás y veo a un mendigo al que nadie da limosna.

«¿Por qué no puede mi mano derecha donar dinero a mi mano izquierda?», me pregunto buscando la paradoja. Y en ese mismo momento reparo en que en la esquina hay una camioneta de la policía y que desde su interior podrían llevar rato ya observándome. ¿Me he convertido en un sospechoso por no dar limosna o por no cruzar cuando iba a hacerlo o por haberme dejado llevar por mis laberintos mentales?

Pasa de pronto ese carcamal que, con un pearcing en la polla como única indumentaria, pretende imponer a los demás la tiranía visual de su propio asco. Veo poco después al alcalde Hereu, que sale de Radio Barcelona y saluda sonriente hasta al último transeúnte que pasa por allí, aunque -lástima- no parece que haya visto al mastuerzo en cueros.

No salgo de mi asombro. ¿Tiene que ser así forzosamente Barcelona? Pasan de golpe, Paseo de Gracia arriba, un sinfín de turistas en calzoncillos, seguidos por una caravana muy completa de trileros, lateros, talibanes en bicicleta, carteristas y rumanas con niño drogado. Sigo inmóvil y diría que infundiendo sospechas a la policía, que continúa vigilándome. ¿Por qué a mí y no a los turistas o a los carteristas? ¿No podría ser diferente la ciudad? Me planteo acercarme a Hereu y susurrarle que he visto al mastuerzo en bolas y una caravana muy completa de delincuentes. Pero finalmente decido seguir inmóvil en el paso de peatones. Me gustaría decirle que en Barcelona todo podría ser diferente. Inmóvil en el semáforo, me quedo imaginando algo así como un paisaje moral nuevo, digamos que experimental. Pero resulta tan diferente Barcelona en ese paisaje que acabo perdiéndome en mi propia nueva geografía.

En realidad, nunca han existido mapas para nuestros innumerables laberintos.

Se aleja el alcalde y con él la posibilidad de susurrarle algo, pero mi vida mejora porque paso a pensar en la laberíntica historia de la paradoja y en la paciencia de la que hablaba Sócrates, que sostenía la tesis de que todas las virtudes se reducen a una sola: el conocimiento. Esa tesis provenía de su idea de que las personas nunca escogen voluntariamente la alternativa inferior. Y ponía un ejemplo: si se ofrece a alguien elegir entre dos higos y un higo, elegirá dos higos. Por lo tanto, «siempre aspiramos a lo mejor». Ahora bien, Sócrates tenía en cuenta que las personas a veces prefieren un bien menor que pueda obtenerse de inmediato antes que un bien mayor que requeriría esperar. Y opinaba que esto podía deberse a un error de perspectiva.

A esta hora de la tarde, imagino que mi sombra monumental, al observarla desde mis pies de gigante, tiene una cabeza diminuta. Sócrates sostenía que existen ilusiones que, al igual que nuestras sombras distorsionadas al atardecer, nos ofrecen una imagen escorzada también respecto al tiempo. Un niño podría preferir un higo hoy antes que dos higos mañana, porque un higo le parece ahora el bien más grande. Sin embargo, las personas que maduran acaban por elegir el bien mayor, los dos higos para mañana, y es que han adquirido la virtud de la estrategia y la paciencia.

Sé que podría llegar antes a mi cita del Café de la Radio, pero también que puedo tener un poco de paciencia y esperar. A las ocho menos un minuto miro hacia el horizonte, que se pierde más allá de la Plaza de Cataluña. Y decido por fin que voy a cruzar el paso de peatones. Recuerdo que Sorensen dice que la filosofía es como una expedición al horizonte y tal vez una empresa imposible: no podemos alcanzar nuestro destino porque lo que consideramos horizonte cambia constantemente. Pero reacciono, no quiero convertirme en un pesimista. A las ocho en punto, me separo de mi sombra y cruzo la calle y entro en el Café de la Radio, muy lleno a esta última hora de la tarde. Hay una mesa libre y me siento a esperar, y por si acaso me armo de paciencia. Me gusta este Café de la Radio, aunque tal vez sea mejor el Bracafé: mayor solera y una vieja barra de cafetería y bar bien conservada.

Afuera, puede verse al carcamal amostazado restregando su inocente culo contra un árbol. Viendo cómo está todo, uno se siente afortunado de estar aquí a salvo en este bar que, al igual que el Bracafé, conserva todavía cierta atmósfera autóctona.

– ¡Qué puntualidad! -oigo que dicen.

Refugiarse en locales como éste acabará por convertirse en un gesto de resistencia, y hasta puede que esos lugares nos sirvan de acicate para no caer en nuestro comprensible pesimismo de ciudadanos de Barcelona.

La Baule es una población costera de la región del Loire-Atlantique, una larga playa situada al fondo de la bahía de Pouligen, a una hora en coche del aeropuerto de Nantes. Es un lugar turístico y los habitantes de esa comunidad se llaman baulois, y lo que no aparece en los folletos propagandísticos es que fue en una casa de La Baule donde detuvo la Gestapo al presidente Companys. Serpenteada por siete kilómetros de arena inacabable, hoy en día La Baule, situada en la llamada Côte d'Amour, se enorgullece de ser conocida como la playa más bella de Europa y también de ser el escenario, desde hace diez años, de una manifestación literaria férreamente francesa, pero bautizada con un nombre relajante: Ecrivains en bord de mer. Creo que en el fondo vine hasta aquí exclusivamente para poder inscribir en mi dietario la descripción de este pueblo de la costa atlántica francesa y, sobre todo, para anotar una frase que exigía, si quería que fuera verdadera, que me desplazara hasta esta playa. ¿La frase? Es sencilla y auténtica: «Vine a La Baule para poder escribir que estoy en La Baule.»

Para llegar hasta aquí he tenido que pasar por Nantes, donde nació Jules Verne, y eso me ha llevado a evocar una escena que se distingue de todos mis otros recuerdos de infancia, un recuerdo separado de todos los demás de esa época. Exterior noche. Paseo de Sant Joan de Barcelona. Salgo del cine Chile, donde acabo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, película de Richard Fleischer basada en la novela de Verne. Acabo de ver en imágenes cinematográficas lo que en los días precedentes ha sido un libro (acompañado de un notable número de ilustraciones) que he leído a lo largo de las últimas tardes, a la vuelta del colegio. Es un ejemplar de la colección infantil Historias. En el lomo de los libros de esa colección aparecen siempre dibujados los rostros de los cuatro principales personajes de la narración. Recuerdo que durante un tiempo creí que todas las historias del mundo las protagonizaban siempre cuatro personajes, ni uno más y ni uno menos, y los que no aparecían en el lomo eran sólo proyecciones fantasmales de los cuatro protagonistas. Un pequeño equívoco sin importancia.

En fin. Salgo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, cruzo la calle Rosselló y vuelvo a mi casa. Noviembre del 56. Son alrededor de las siete de la tarde y tía Eulalia, que está de visita en casa de mis padres, me pregunta qué película acabo de ver. Por toda respuesta, le muestro mi ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino. Y en ese momento me doy cuenta de que ir al cine ha sido ir a buscar en el exterior lo que ya tenía en casa. Aquel descubrimiento me quedará grabado para siempre. Asocio desde entonces lo interior con lo cálido y con la literatura, y lo exterior con el cine. Eso, a la larga, establecerá, en mi fuero interno, una supremacía total de la literatura sobre el cine. Y cuando años después lea a Nietzsche, aún lo veré todo más claro: «La filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos.» Nietzsche también nos dejó dicho que desde siempre los hombres han puesto a salvo su libertad en el interior de sí mismos.

Desde aquel remoto día del 56, lo literario se encuentra en casa, y el cine hay que ir a buscarlo fuera. Desde aquel día, lo más interesante no suelo encontrarlo en el mundo exterior, sino en la luz interior, por ejemplo, del portal de mi propia casa de la infancia, esa luz que Jaime Gil de Biedma, hablando de los recuerdos de sus primeros años, definió en una frase memorable: «Barcelona es la luz submarina de los portales del Ensanche vistos al volver del colegio.»

Quizás no sea tan casual que cuando Jesús Garay rueda en 1977 Nemo, su versión minimalista de Veinte mil leguas de viaje submarino, elija un piso del Eixample de Barcelona para situar la acción. Es más, convierte la entrada al Nautilus en el clásico portal de hierro historiado de las casas del Eixample. En la película de Garay se subía al sumergible Nautilus a través de uno de esos lentos ascensores de las casas del Eixample. Y el despacho de Nemo estaba situado en una de esas galerías húmedas que dan a los patios interiores (tipo Ventana indiscreta de Hitchcock) de las casas del Eixample, esas galerías donde tantos de nosotros leímos a Verne mientras espiábamos a los vecinos.

Comparto con otros cierta perplejidad. ¿Cómo puede ser que Verne, «un modesto tendero de las letras» (como le llama César Aira), se haya convertido, aunque sólo lo leyéramos de niños, en un clásico indiscutible? ¿Tan extraordinariamente cálida y acogedora es en general la literatura? Parece que sí, y no está mal que lo sea para creadores como Verne, que fueron unos virtuosos a la hora de practicar una escritura muy exótica de puertas afuera, pero situada en el fondo en intrincados y apasionantes -basta ver los de Nemo- laberintos interiores.

El cine pasó definitivamente a un segundo plano en mi vida cuando empecé a adentrarme en los interiores literarios, y entre los libros que leí en esos días estuvieron las novelas extrañas de Raymond Roussel, precisamente el hombre que más idolatró a Verne en este mundo. Este singular y genial escritor parisino (Locus Solus, Impresiones de Africa) me descubrió el aislamiento feliz de los interiores, las turbias atmósferas librescas del capitán Nemo, la luz olvidada de los portales de mi infancia. Desde entonces regresan a diario, puntuales, los destellos oceánicos de antaño. Y a veces uno, al borde mismo del mar, frente al Atlántico, escribe en su dietario una página como ésta, preguntándose si no acabará encontrando en ella emociones asombrosamente sencillas. Sí, exacto. Las historias del tendero de la esquina.

AGOSTO

Coincidiendo con el secuestro del semanario que publicó la viñeta de los Príncipes de Asturias, aparece Contra la censura, un libro de ensayos de J. M. Coetzee por el que cruza el espíritu de Erasmo de Rotterdam, de quien admira su extrema libertad intelectual y la «suavidad aterciopelada» de su ambiguo lenguaje en estado de inquietud eterna desde que prefiriera no tomar partido en el enfrentamiento entre católicos y calvinistas, dos voluntades totalizadoras. Abro un paréntesis para decir que seguramente, en la guerra de España, a Erasmo lo habrían fusilado a las primeras de cambio, pues éste es un país, dicho sea de paso, no apto para las sutilezas. Pero sigo. Coetzee sitúa el origen del gesto punitivo de censurar en la capacidad de ofenderse: «La fortaleza de estar ofendido radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo.» Es una hermosa paradoja, que descarta al verdadero literato del oficio de censor. En el caso de la viñeta sobre los Príncipes de Asturias, la indignación oficial del juez Del Olmo nos confirma algo tan elemental como que, en efecto, sin su capacidad de ofenderse, no habría existido represión y se habría incluso evitado que el propio presidente Zapatero registrara la supuesta ofensa y se apresurara a hablar de la dignidad del Príncipe: «Puedo decir, sin exageración y por conocimiento directo, la gran responsabilidad y dignidad con la que el príncipe Felipe realiza su tarea.»

Así pues, la ofensa resultó decisiva en este asunto, tanto como la dignidad, que pudo ser ofendida, según Zapatero. Pero tal vez, de haber leído ciertas páginas de Contra la censura, el presidente habría podido añadir algunas sombras de duda a sus palabras. En el libro de Coetzee se profundiza en el conocimiento de lo que entendemos por dignidad y se analizan, con espíritu sutil y erasmista, los orígenes y circunstancias que rodean palabras como censura, ofensa, dignidad. La alta literatura suele alimentar siempre dudas mentales que acaso un cargo público no se puede alegremente permitir. Ésa es una de las muchas ventajas de la alta lectura sobre la acción política. En cualquier caso, en ese libro de Coetzee el presidente todavía está a tiempo de encontrar, si quiere, una idea que en el fondo no deja de ser sencilla, aunque se halle en Contra la censura agazapada tras un hondo bosque analítico. La idea es que para que haya una ofensa tiene que existir un concepto equivocado de la dignidad: sólo hay ofensa si se ignora que la dignidad es una ficción, un eje más de las ruedas del teatro del universo.

Así es, si así nos parece. El mundo es una ilusión, un escenario en el que todos tenemos frases que decir y un papel que representar. Cierta clase de actores, al reconocer que están en una obra, seguirán actuando a pesar de todo; otra clase de actores, escandalizados de descubrir que están participando en una mascarada, tratarán de irse del escenario y de la obra. Los segundos se equivocan. Se equivocan porque fuera del teatro no hay nada, ninguna vida alternativa a la que uno pueda incorporarse. El espectáculo, al igual que el teatro kafkiano de Oklahoma, es, por así decirlo, el único que hay en la cartelera. Y lo único que uno puede hacer es seguir representando su papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia cómica.

Decía Erasmo que una dignidad digna de respeto es una dignidad sin dignidad, que es muy distinta de una dignidad natural. Y esta opinión me recuerda que los autores que admiramos no se tomaron a sí mismos nunca en serio y supieron siempre que no llegaban a ser ni una mota de polvo en el universo. Coetzee explica que, si bien él no es incapaz de ofenderse, no siente un respeto particular por su propio sentimiento de ofensa; no lo toma en serio, en especial como base para la acción de réplica. Seguramente, él mismo es el primero en no tomarse en serio y en contemplar la literatura como un juego de riesgos y abismos de altura. Es más, juraría que de la inseguridad saca sus fuerzas; no cede a nada, y nadie que quiera ofenderle puede con él. Seguramente le basta con su dignidad propia, secreta, con esa dignidad que no recurre al respeto, porque sabe sobradamente que la esencia del respeto es la pura y simple maquinación y, en consecuencia, el engaño. Y, además, porque sabe también que el respeto es siempre superfluo -un añadido insignificante a la dignidad- y muy parecido a la seriedad de las personas mediocres que ocultan, tras sus redundantes dignidades, sus defectos mentales.

Recuerdo que un gran amigo me habló, en una noche inolvidable, de las renuncias secretas a todo tipo de poder que constituían el asombroso núcleo central de su dignidad propia y más íntima, su dignidad natural. La gente juzga con precipitación y no quiere saber -seguramente no le interesan- las virtudes secretas que componen la dignidad verdadera de los otros. En mi minúsculo caso particular, yo considero que, tras una sucesión de tomas de conciencia cómica, se ha ido reforzando mi indiferencia hacia cualquier agravio. Eso me hace comprender mejor que, como sugiere Coetzee, las afrentas a la dignidad de nuestra persona no sean ataques a nuestro ser esencial, sino a construcciones gracias a las cuales vivimos, pero construcciones al fin y al cabo. «Las afrentas pueden ser reales, pero no debemos olvidarnos de que lo que vulneran no es nuestra esencia sino una ficción fundacional que suscribimos con mayor o menor entusiasmo», es decir, que, en realidad, cuando apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos: «Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido.»

En su innovadora lectura de Erasmo, Coetzee avisa de que este autor, que no estaba con unos ni con otros, desarma prácticamente a cualquiera que decida adoptar la causa erasmista elevando por adelantado al pensador de Rotterdam a la condición de uno que sabe. Y es que el poder y modernidad del texto erasmiano radican precisamente en su debilidad -su renuncia jocosa y seria a la condición de gran falo, su evasiva (no) posición dentro y fuera del teatro del mundo-, del mismo modo que su debilidad radica en su poder de crecer, de propagarse, de engendrar erasmistas: yo mismo, por ejemplo, un caso cómico, el último -por ahora- de ellos.

Murió Erasmo en Basilea y, como un reconocimiento a su sentido de la libertad individual, en la tumba se grabó su lema: No cedo a nada. También podrían haber inscrito aquello que dijo cuando fue instado por el Papa a denunciar las herejías de Lutero: «Preferiría morir a unirme a una facción.» En privado, consideraba Erasmo que la controversia de la reforma era insensata por su fanatismo. La creciente violencia de la rivalidad de las dos facciones le hacía ver que se parecían, que era como si estuvieran los dos bandos en connivencia. Acabó su vida aislado, acosado. «Rey de los anfibios», lo llamó Lutero. «El rey del pero», dice Georges Duhamel. Su posición en el teatro de la vida era la del que no está con nadie, no está ni con él mismo, de quien se ríe en pleno centro del escenario. Sus inseguros puntos de vista nos parecen hoy un buen referente para nuestra higiene política en un momento en que nos resultan tan difíciles actitudes intelectuales que sean coincidentes con las de nuestros gobernantes. Hasta el siglo XIX, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica, por ejemplo, retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo XX, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles; sus mundos empezaron a no coincidir uno con otro. Franz Kafka, heredero del lenguaje paradójico de Erasmo, fue el maestro de esta sutil, decisiva inversión.

Es por todo eso interesante ver cómo Coetzee aplica al tema de la censura una crítica paradójica e insegura, no vacilante, pero «tampoco segura de sí misma». En la medida en que su propia crítica del censor es admirablemente insegura (tiene dudas, por ejemplo, acerca de qué pensar de los artistas -léase aquí dibujantes de viñetas- que rompen tabúes pero reclaman la protección de la ley), su libro está dominado por el espíritu de las incertidumbres de Erasmo, pero también por sus herederos literarios: los comediantes Cervantes y Sterne, el ambiguo señor Hamlet, el Gran Teatro de Oklahoma y, al fondo de todo, como una fatalidad feliz, el mundo no menos teatral de Beckett y su viejo solitario avanzando bajo la lluvia en el último muelle del mundo: un aliado eterno de la broma infinita y enemigo de la retórica política y, sin duda, amigo de la dignidad natural, tan común a todos, nobles y plebeyos, sin distinción alguna.

Me dijeron que los finlandeses no se sienten tensos si la conversación atraviesa largas pausas, ya que para ellos el silencio siempre fue una forma de comunicación. Ahora bien, cuando por fin se deciden a hablar, se quedan contrariados si les interrumpes. También me dijeron que resulta sorprendente en la televisión el ritmo pausado de los presentadores de los informativos, y también que muchos finlandeses consideran que el tango nació en su país y llegó en los barcos a la Argentina. ¿El tango es finlandés? Creo que en Buenos Aires, en revancha, dicen que la sauna es argentina. Y también me dijeron que la vida en Helsinki es gris y deprimente, tal como la retrata el cineasta finlandés Aki Kaurismäki en sus extrañas películas silenciosas o la describe Arto Paasilinna en sus novelas (Delicioso suicidio en grupo), donde dice que el enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin, «pues la melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave».

Antes de salir hacia allí, leí las Cartas finlandesas de Ángel Ganivet, recientemente reeditadas (escritas hace un siglo, son de una modernidad asombrosa), y me dediqué a investigar sobre Kaurismäki alquilando todas sus películas. Son muy originales, admirables obras de autor, sin duda. Pero sólo pude ver dos, La chica de la fábrica de cerillas y Sombras en el paraíso. Y es que deprimen al más optimista, aunque reconozco su poesía fúnebre: los silencios se hacen misteriosamente inolvidables, la tristeza se convierte en materia infinita, la oscuridad parece un túnel sin regreso.

Pensé que, si todo iba a ser así en Finlandia, el viaje sería duro y extraño. Pero me animaba la perspectiva de encontrar buen material literario para un hipotético libro sobre el tema de la rareza en general. Fui allí a primeros de agosto y pasé en Helsinki diez días y no encontré ese material, casi no vi nada allí que fuera realmente raro. Al día de hoy, ni siquiera puedo seguir pensando que Finlandia es extraña. Hasta recuerdo ahora con bochorno que viajé habiendo ya mentalmente escrito las postales: «Desde la rara, silenciosa, pacífica Finlandia…»

A los dos días de mi llegada, leí estupefacto en la edición europea de El País: «En la pacífica Finlandia tuvo lugar ayer un crimen tremendo…» En aquel momento, todo llevaba a pensar que encontraría en Finlandia una réplica del ángulo más raro de mi propio paisaje cerebral… Pero nada de nada. Salvo esa anécdota, lo demás transcurrió con una normalidad inquietante. Los encantadores finlandeses que conocí (Anu Partanen y compañía) no tenían nada de tenebrosos ni graves. Si cuando hablaban les interrumpías, sonreían comprensivos. A uno le pregunté si le había molestado que le interrumpiera y me contestó con una frase de suave rareza: «¿Seguro que naciste para interrumpir?» No eran tenebrosos, sino que tenían humor y eran agudos, amables, comunicativos. No encontraba uno grandes rarezas que registrar. Anoté esto en la dinámica terraza del Gran Hotel Kamp: «Kaurismäki es raro, Finlandia no.»

En un manicomio francés, a principios del siglo XX, un loco escribió en grandes letras sobre las paredes del centro: «Viajo para conocer mi geografía.» La frase la descubrí hace veinte años y la incluí al comienzo de un libro de cuentos. Y en mi viaje a Finlandia está claro que fui a buscar algunas de las rarezas y cartografías perdidas de mi geografía íntima. Pero el hecho es que no encontré ahí ninguna. Seguiré buscando. Aunque quizás soy ya uno de esos expedicionarios de los que habla Canetti, uno de esos «explorado res que ya no saben cómo volver del mapa». Sería una lástima porque quisiera regresar algún día a la enérgica Finlandia.

Ese país es el menos corrupto del mundo (lo cual está dicho pronto) y se halla situado en primera fila en crecimiento, innovación, difusión tecnológica y protección social. Cuenta con veinte orquestas sinfónicas para sus cinco millones de habitantes. Son parcos en palabras, es cierto, pero se comunican con una sensatez e inteligencia inusuales en los países latinos. Y, además, no son más tristes que un andaluz en plena juerga. Pensar que la vida en Finlandia se parece a una película de Kaurismäki (en cajamumero8.blogspot.com el cineasta Víctor Iriarte le dedica interesantes líneas) es como creer que en España todos somos personajes de Almodóvar.

La existencia de las veinte orquestas sinfónicas es una de las claves de su prosperidad espiritual. Fueron pioneros en establecer el sufragio universal y también en las comunicaciones telefónicas, de modo que no es tan raro que de allí haya surgido Nokia, un pueblo a cinco kilómetros de Helsinki. No hay, por otra parte, apagones de luz y los trenes de cercanías funcionan con una perfección alucinante. Los aeropuertos son un modelo de orden, geometría, calma y transparencia. Los políticos son muy eficaces y no salen en la televisión para poder así disponer de más tiempo para trabajar. Tal vez allí lo único raro sea que Johan Ludvig Runeberg, el gran poeta nacional finlandés del siglo XIX, lo escribiera todo, absolutamente todo en sueco, es decir, que, según la óptica catalana, no podría representar a su país en la Feria de Frankfurt. Pero bueno, el caso de Runeberg tal vez sea precisamente la excepción a la regla en un país donde lo demás es de una normalidad aplastante y donde, por mucho que se diga, siempre han sabido ingeniárselas para no tener que quedarse estúpidamente a oscuras.

SEPTIEMBRE

99 años se cumplen este domingo 9 de septiembre del nacimiento de Cesare Pavese. Los números 99 y 9 no son muy redondos, lo cual me relaja. En la radio del coche suena Back on the Chain Gang de los Pretenders, y el relajamiento se va viendo envuelto en una atmósfera melancólica. Estamos cruzando el Piamonte y nos dirigimos a la Lombardía, a la ciudad de Mantua. Hace un rato estuvimos a punto de desviarnos a Santo Stefano Belbo, el pueblo natal de Pavese, sólo porque el otro día alguien vio en el Financial Times que alquilaban la casa natal del escritor. ¿La alquilan para turismo rural? Por muy poco, no nos hemos desviado. Pero finalmente hemos seguido hacia Mantua y he aprovechado entonces para contar la historia de un famoso escultor vasco que, cuando estaba solo y se aburría por las tardes en su casa de siempre (su casa natal), colocaba un cartel en la puerta donde decía: «Se vende». Y se quedaba fumando un cigarrillo, asomado a la ventana principal, esperando. Era su manera de ir en busca de una conversación que llenara la tarde. Porque siempre terminaba encontrando a alguien que, conocido o extraño, se interesaba por la venta del caserón. Yo creo que vender tu casa natal (aunque sólo lo hagas mentalmente) es una buena forma tanto de liberarse de cargas nostálgicas excesivas como de encontrar buena gente para pegar la hebra.

101 años del nacimiento en Belluno del gran Diño Buzzati. Cada vez más cerca de Mantua, me acuerdo de un espacio tan prodigioso como imaginario llamado Límite, donde Buzzati, escritor de origen rural como Pavese, desarrolló el tema de la espera (su inquietud favorita) en su primera novela, Barnabo de las montañas, donde enmarcaba su historia de hondo calado metafísico en una cordillera imaginada a la que puso el nombre de San Nicola. Este espacio novelesco nos era descrito con una tan asombrosa exactitud de geógrafo que todo el mundo creía que era real. En octubre se cumplirán 101 años de su nacimiento en Belluno. Dedicó su primera novela a su gran pasión por la montaña. Luego vendrían otros libros, donde también había personajes en eterna espera. El desierto de los tártaros fue el más conocido de todos. Como antes con el escultor vasco, he aprovechado la circunstancia para comentar algo, y he dicho que echo en falta un libro sobre los diferentes autores literarios que trataron el tema general de la espera en relación con el desasosiego y la interrogación metafísica. Nerval, Bretón (Nadja), Julien Gracq, Kafka, Coetzee (Esperando a los bárbaros), Juan Benet (En la penumbra), Céline Curiol, Beckett y demás séquito.

97 años cumplió este pasado julio Julien Gracq, que sigue viviendo en su casa natal de St. Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ajeno al mundanal ruido. El mar de las Sirtes sigue siendo su gran novela sobre la espera. El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de ese inolvidable libro publicado hace ya más de medio siglo. Cuando lo percibimos ahora tan contemporáneo, descubrimos al mismo tiempo que una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Sirtes y de la morosa espera que cruza toda la trama de esta novela, que es la narración de un tiempo muerto y el anuncio de un renacimiento que nunca llega, una historia de iniciación que oscila entre el secreto y una posible revelación que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del propio relato en sí, es decir, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo.

95 años habría cumplido a finales de este septiembre Michelangelo Antonioni. Cuanto más nos acercamos a Mantua, más lo hacemos también a Ferrara, su ciudad natal. Pienso en La aventura (1960), película que será siempre discutida y que a mí nunca dejará de fascinarme. Abrió caminos a autores que vinieron después y que también he admirado, como Wim Wenders. La aventura fue un film metafísico que en su momento representó una manifestación nueva del lenguaje cinematográfico. Siempre me llamó la atención la historia de su complicado rodaje. Es una historia que Julien Gracq, por ejemplo, habría podido convertir en una novela en torno al tema del tiempo muerto y la espera. Porque el rodaje tuvo problemas con el productor y huelgas del personal, pero el incidente que considero novelable llegó cuando los actores, técnicos y director quedaron atrapados varios días en la Isla Blanca, sin posibilidad de escapatoria, rodeados de un mar tempestuoso y sin nada para comer o abrigarse. Quedaron allí a la espera de que amainara el temporal y en realidad a la espera de todo.

Finalmente hemos llegado a Mantua, donde densas nubes oscuras se están extendiendo aceleradamente por el cielo. La atmósfera, pesada, va volviéndose irrespirable. Retumba, contundente, un trueno lejano. Quedamos a la espera, tensa, de la lluvia. Y de los acontecimientos.

Fue llegar a Mantua y enterarnos de que en la ciudad de al lado, en Módena, acababa de morir el vecino más ilustre, Pavarotti. De repente, toda la atención mediática mundial se centró en la ciudad vecina. Estoy seguro de que, aun no habiendo muerto el tenor, tampoco la atención mundial se habría centrado en Mantua. Allí había sólo un festival literario. Estaban Wole Soyinka y Orhan Pamuk, dos premios Nobel. Y autores como Jonathan Coe, Frank McCourt, Erri De Luca, John Berger, David Grossman, John Banville. Pero la atención mundial nunca se ha perdido por parajes literarios. En el fondo, es una suerte. Nuestra vida de estos días en la discreta Mantua ha tenido dimensiones humanas, mientras que oíamos decir que en la ciudad vecina las vidas parecían televisadas. Tiene Mantua algo de ciudad anónima, pues al regresar del viaje he comprobado que casi nadie sabe nada de ella. Pero allí trabajó Mantegna y ostentaron el poder los Gonzaga, y allí se encuentra el Palazzo Te, con su genial sala dedicada a las relaciones de Amor con Psique.

Espiar en Mantua al maestro de las falsas identidades, espiar a John Banville, es algo que nunca había pensado que haría. El primer día, le vi tomando una cerveza, sentado en una terraza con una señora que parecía su esposa. Y el segundo -confirmando que lleva doble vida- sentado en la misma terraza con una segunda esposa. También pude ver que mi admirado Banville -más bajito de lo que le imaginaba, pero estaba su sombrero panamá para remediarlo- se moría de risa viendo pasar a dos ceremoniosos carabinieri con traje de gala. Y deduje que era muy evidente que le fascinaban toda clase de disfraces y de imposturas. Le estuve observando con la máxima discreción, pero me pareció que se daba cuenta. No en vano, él era el único de los escritores invitados a Mantua que se esforzaba por pasar desapercibido, es más, por ir casi de incógnito, por ser lo más parecido que puede haber a un hombre anónimo. Tal vez por eso, Banville vigilaba a su alrededor y parecía imitar a Alex Vander, personaje de su novela Shroud (Imposturas), aquel farsante que a su paso por las calles de una ciudad italiana de provincias -una cojera cómica y el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín- recordaba la commedia dell'arte: «Siempre sospeché que acabaría así, como un marginado, recorriendo las calles secundarias de alguna ciudad anónima, hablando solo y observado por los transeúntes.»

Banville me recordó a Alex Vander, pero también a Moses Herzog, personaje de Saúl Bellow. Y es que intuí, viéndole moverse tan intenso y pasivo, que su temperamento era de una inocencia tan extraordinaria como su sofisticación: un loco cuyo odio destilaba comedia, un erudito en un mundo traicionero y, a pesar de todo, aún a la deriva en la gran piscina del amor de la infancia, la confianza y la excitación por todas las cosas. Un genio con doble vida, divirtiéndose en su errancia.

Al caer la tarde, encontré audiencia para poder hablar sobre lo que quisiera y comencé diciendo que mi rechazo a una identidad personal (mi afán de no ser nadie) nunca fue tan sólo una actitud existencial llena de ironía, sino más bien el tema central de mi obra.

Nada más decir esto, me pareció que no había dicho algo que fuera del todo cierto, pues a fin de cuentas no me pasaba el día deseando ser nadie y, por otra parte, el tema central de mi obra era otro, tal vez mi incapacidad de decir la verdad. Iba a contar que ése era el verdadero tema central de mi obra cuando me pareció que, si lo decía, iba de nuevo a faltar a la verdad, porque no hago más que luchar siempre con la tensión entre ficción y realidad para alcanzar la verdad

Me puse muy nervioso porque tenía la mirada del público clavada en mí y había sido demasiado arrogante al creer que podía improvisar. Y al darme cuenta de que lo importante era que siguiera hablando sin mostrar vacilaciones, me puse aún más nervioso y acabé reprochándole al Dante que hubiera escrito en el Infierno: «El aire estaba sin estrellas.»

Todo el mundo me miró perplejo, como esperando que continuara. Era consciente de que había agredido a Italia y entonces, para arreglarlo, no se me ocurrió mejor cosa que decir que el drama de Alemania era el de no haber tenido un Montaigne. Haber comenzado con un escéptico, dije, les facilitó a los franceses mucho las cosas. Vi que la gente me miraba con espanto y, por un momento, pensé en pedir asilo político en la embajada de Francia.

A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación Internacional del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. «Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro», dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en un cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: «Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?» Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. «Siga su camino», añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.

Escribo en el nombre de México, del Hijo y del Espíritu independiente y libre de este festival, Fet a Mèxic, que tendrá lugar en Barcelona desde el próximo sábado. En realidad escribo en el nombre de México desde hace dos décadas, desde que por primera vez vi ese país arrebatador, fascinante.

Aceptamos un despótico sofisma según el cual no tiene sentido preguntar por el momento antes del Big Bang. Pero en mi primer viaje a México tuve la impresión de que el país entero vivía precisamente en ese momento que precedió al universo. Ya en ese primer viaje, el país entero me pareció un espacio virgen para la imaginación, un lugar en el que toda ficción era todavía posible. Esa vida antes del Big Bang, esa vida en el sinsentido, explicaría que México entero -o, como diría Juan Villoro, esa indescifrable realidad que por convención llamamos México- resulte siempre un terreno abonado para la máxima imaginación narrativa, la alucinación y el ensueño.

País desatado y arrebatador, que me dejó fascinado. Creo que me ha llegado la hora de definir esa fascinación. Sí, me ha llegado la hora como si me encontrara en el Día de Muertos en Cuernavaca, en pleno crepúsculo, vestido de franela blanca, sentado bebiendo anís en la terraza del Hotel Casino de la Selva. De entrada, México me fascina porque allí pierdo todo cristiano sentido de la culpabilidad. Allí, como si fuera súbdito de una religión de idioma olvidado, puedo sentir invadida el alma por grandes dioses pecadores.

México me fascina por su culto a los muertos y porque es un pueblo ritual y sobre todo porque, a diferencia del resto del mundo, conserva intacto el antiguo arte de la Fiesta aunque -todo sea dicho- tiene una manera muy curiosa de divertirse: no se divierte. Como dice Octavio Paz, en los festejos el mexicano lo que quiere es sobrepasarse, gritar, cantar, disparar, saltar el muro de la soledad que tanto le incomunica normalmente. Cuando las almas estallan como lo hacen los colores, ¿se olvidan los mexicanos de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. México me fascina porque es el paraíso perdido de las máscaras. México me fascina por esa extrema y atractiva cortesía del mexicano, aunque sus silencios -todo sea dicho- hielan. México me fascina porque allí sin mala conciencia jugué en otros días a mostrar mi verdadero rostro en esas noches de muerte sin fin en las que siempre acababa pensando que había otro rostro detrás del que había yo descubierto. México me fascina porque, en su paraíso perdido de las máscaras, me encuentro a la deriva y paradójicamente en casa. Entonces me digo que soy de Veracruz.

Llevo a México en el corazón y más que lo voy a llevar. En sus fiestas, que son reuniones de solitarios que aman los festejos públicos, yo silbo, grito, canto, compro pistolas mentales que descargo en el aire mariachi de Jalisco, descargo mi alma y no me rajo. Con México en el corazón, que decía Neruda. México me fascina porque su imaginario es un espacio de ficción idóneo para la transgresión y para inventar de nuevo la literatura, y porque allí encontré siempre la prosa de mi frontera propia. Por eso cuando estoy en México me sobrepaso y canto, disparo a mi vieja alma y transgredo, voy más allá y tengo la sensación de que en cualquier momento -también eso me atrae poderosamente- la literatura va a engullirme, como un remolino, hasta hacer que me pierda en sus peligrosas provincias sin límites.

OCTUBRE

Fue en octubre, hace exactamente veinte años. Lo recuerdo como si fuera ahora. Era día 26 y me subí al 24. Tengo la fecha anotada en el libro que me compré aquel día de 1987. Creía conocer a su autor, Raymond Queneau, pero no tenía ni idea de qué podía tratar el libro. El título no parecía muy alentador, Ejercicios de estilo, pero resultó ser un conjunto de 99 fragmentos muy divertidos. Lo descubrí nada más subir al 24. De pie en la plataforma del autobús, comencé a ver, con divertido asombro, de qué iban aquellos Ejercicios que acababa de comprarme. Y bueno, iba encontrándolos cada vez más geniales. Se contaba allí -de 99 formas diferentes- una breve historia. Se contaba en verso, en prosa, en presente, en pasado…, y con una extensión variable, desde 4 hasta 499 líneas. Con una única cuerda temática -la anécdota nimia de un altercado en un autobús y un itinerario por París-, el autor atrapaba completamente al lector en cada una de esas 99 historias y le seducía con toda clase de ejercicios de estilo y de juegos de palabras.

Empecé aquel día a reírme, allí en la plataforma del autobús, y hasta creo que por poco se me desencaja la cara de tanto reírme con las 99 versiones de la historia de Queneau (léase Que No, un buen apellido), una historia que en síntesis venía a ser así de tonta: Una mañana, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S, alguien observa a un joven que acusa a otro viajero de haberle pisoteado adrede y abandona velozmente la discusión en cuanto ve que ha quedado un asiento libre. Dos horas más tarde, volvemos a ver al joven delante de la estación de Saint-Lazare conversando con un amigo que le aconseja disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.

A veces me digo que ese libro me impresionó más de la cuenta y que eso pudo deberse a que fue la primera vez que leía en el 24 una historia que ocurría en un autobús.

Raymond Queneau publicó su última novela en la Francia del 68. No se si eligió bien el año, pero el hecho es que apareció El vuelo de Ícaro en esos días complicados. La novela la publica ahora Elisenda Julibert en Marbot, una nueva pequeña editorial de Barcelona. Se diría que casi a diario nace entre nosotros una nueva casa editorial con matices -afortunadamente- literarios. Es asombroso y hay que alegrarse.

En esta ocasión la historia de Queneau arranca en París, hacia 1895, cuando un escritor llamado Hubert crea un personaje llamado Ícaro que, cuando sólo lleva unas quince páginas de vida y quizás por la tendencia a volar que le otorga su nombre, se escapa, vuela literalmente del libro. Hubert saldrá en busca de su personaje y, sospechando que éste ha sido robado por su colega Surget, contratará al detective Morcol para que lo localice. Ajeno a esto, el infeliz de Ícaro, inexperto en el mundo con sus sólo quince páginas vividas, se ha refugiado en una taberna donde toma absenta desconociendo el poderío de la bebida. A partir de ese momento iremos de sorpresa en sorpresa.

Comencé a leerlo ayer en la plataforma del 24 (soy un pasajero constante de esa línea), y aunque en esta ocasión la narración de Queneau no arranca en un autobús, he vuelto a reírme, como en los buenos tiempos. Sólo detuve la lectura para bajarme del autobús. Descendí tímidamente del 24 en el momento en el que Hubert fumaba un partagás frente a sus hojas en blanco y bebía oporto con melancolía. En casa acabé este libro, al que si le volaran la hoja 300 y la dos de la Nota a la edición, tendría 299 páginas, lo cual habría sido perfecto porque me habría permitido especular seriamente sobre la influencia del 99 en mi vida de pasajero constante del 24.

Gonçalo M. Tavares parece que se haya escapado de una novela de Queneau. «Que sí. De allí me he escapado», me diría él ahora si pudiera saber lo que estoy pensando. Seguro que estaría encantado de enterarse de que le imagino recién salido de unas páginas de Queneau. Le tengo a mi lado y, por muy real y buen amigo que sea, no puedo evitar que me recuerde a un hombre dibujado. Y creo que, si tuviéramos aquí absenta, hasta esa bebida también parecería dibujada. Tavares, joven talento portugués, está presentando su libro El señor Brecht a los periodistas de Barcelona. A su lado, tomo yo estas notas para mi dietario. Le escucho hablar de uno de sus personajes, de ese hombre tan bien dibujado que es el señor Henri, que tiene una afición notable por la absenta y es uno de los habitantes de ese barrio de artistas que, libro tras libro, va Tavares creando como si estuviera siempre en permanente vuelo imaginativo: un barrio portátil, una especie de Chiado literario donde compran el pan y toman el aperitivo una serie de señores muy curiosos, cada uno habitante de un libro breve y propio: el señor Juarroz, el señor Calvino, el señor Valéry, el señor Brecht, el señor Kraus. No sé si serán 99 los señores que acabarán viviendo en el barrio, pero sí sé, por ejemplo, que el señor Henri -amigo personal de Icaro, tanto como yo soy amigo de Tavares- dijo el otro día:

– Si un hombre mezcla absenta y realidad obtiene una realidad mejor.

Claro que el señor Henri -como Tavares, Ícaro y Queneau- últimamente pide absenta «sin una sola gota de realidad, por favor». El señor Henri considera que la absenta es el infinito.

– Otro infinito, por favor.

Ayer Sophie Calle me envió su libro Prenez soin de vous (Cuídate). Cuando vi que podía también traducirse por Que Dios te ampare, sentí cierto escalofrío. ¿Se estaría sutilmente despidiendo de mí?

Las cartas de amor -decía Pessoa- son ridículas. Pero ¿qué decir de las de ruptura? Sin duda también pueden serlo. La que Sophie Calle recibió no hace mucho (un e-mail, para ser más exactos) contenía una serie de explicaciones por parte de G. que desembocaban en una fría, glacial despedida: «Prenez soin de vous.»

No sabiendo Sophie Calle qué responder y no acabando de entender la irónica y cruda recomendación final, decidió pedir a 107 mujeres que interpretaran esa carta. Y así comenzó una de las más interesantes aventuras estéticas de los últimos años, el libro Prenez soin de vous. En él encontramos bailarinas, criminólogas, periodistas, astrólogas, poetas, matemáticas, dramaturgas, traductoras, pintoras: todas interpretando, subrayando, mordiendo, analizando sintácticamente, decodificando el mensaje de G.

«Recibí un e-mail de ruptura», explica Sophie en su libro. «No supe qué responder. Fue como si no fuera conmigo aquello. Terminaba diciendo: Cuídate. Tomé la recomendación al pie de la letra. Pedí a 107 mujeres que me ayudaran a interpretar el e-mail. Que lo analizaran, lo comentaran, lo representaran, lo bailaran, lo cantaran, lo disecaran, lo agotaran. Que hicieran el trabajo de comprender por mí. Que hablaran en mi lugar. Una manera de tomarme mi tiempo para romper. A mi ritmo. En definitiva, cuidarme.»

En Prenez soin de vous se observa que aquello que nos toca en lo más íntimo -la ruptura de un amor, por ejemplo- no tiene por qué necesariamente ser un asunto personal. Al contrario, se inscribe en un campo común, universal. ¿Quién no ha cruzado, en algún momento de su vida, por una historia así? Alan Pauls analizó espléndidamente el amor después del amor en su novela El pasado, obra maestra sobre el tema.

En cuanto al amor, cualquier definición de vitalidad está ligada de algún modo a él. Fue interesante la respuesta de Imre Kertész cuando le preguntaron si tuvo momentos felices en Auschwitz: «Sí que los tuve, surgen de lo profundo de uno, y como el mar te inundan, pasan muy rápido, pero dejan el recuerdo, es la vitalidad.» El amor, cuando hay ruptura, también pasa rápido y es la vitalidad y surge, en efecto, de lo más profundo y deja el recuerdo, también el recuerdo -a veces lamentable- de la ruptura: a veces lamentable, sí, pero en otras alegre, porque yo siempre he visto un lado liberador en ciertas rupturas.

El libro de Sophie me ha recordado Carta breve para un largo adiós, la gran novela de Peter Handke. Al regresar a su hotel, el Wayland Manor, cerca de Nueva York, un hombre de treinta años recibe del portero las llaves de su habitación y un sobre con una carta (breve) que dice así: «Estoy en Nueva York. Por favor, no me busques; no te resultaría agradable encontrarme.»

Tras la carta breve de ruptura y a modo de instintiva reacción de supervivencia, el hombre se abrirá al mundo, viajará a lo largo y ancho de los Estados Unidos, leerá emocionado El gran Gatsby -la biblia de los amores truncados- y convertirá su pequeño asunto personal en un asunto de todos, en un viaje de apertura hacia el paisaje de los demás, en un libro sobre la historia de su largo adiós. En cierta forma, el personaje de Handke actúa de un modo parecido a Sophie Calle con su e-mail o carta breve. Sólo que Sophie parece tener mejor humor. En las páginas finales de su libro aparece fotografiada una cacatúa que también lee el e-mail de G., y acaba metiendo su pezuña en él. Puede que haya cartas de amor ridículas, pero también las hay muy peligrosas.

A veces hay personas que, sin saber que estaban enamoradas, se despiden para siempre. En un cuento muy breve de Ray Bradbury titulado Hasta nunca suena un golpe suave en la puerta de una cocina que da a un jardín. Cuando la señora O'Brian abre, se encuentra con su mejor inquilino, el señor Ramírez, acompañado de dos policías de inmigración. Después de treinta meses de estancia allí, su mejor inquilino ha sido descubierto y, por no tener papeles legales, va a ser devuelto al otro lado de la frontera. El señor Ramírez está allí para despedirse de la señora O'Brian. «Adiós, señora, se ha portado usted bien conmigo. Adiós, señora. No nos veremos nunca más», le dice. Cuando ella se queda sola y entra en su casa y sus hijos le reclaman la comida, se queda de pronto muy pensativa. «¿Qué te pasa, mamá?», preguntan. La señora O'Brian les dice, con una gran pena súbita: «Que me acabo de dar cuenta de que no veré nunca más al señor Ramírez.»

Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos más. Como siempre estamos peligrosamente despidiéndonos, hay tardes en las que me despido de todo el mundo y, cuando me quedo solo, decido retardar mi regreso a casa para evitar que me ocurra lo de una amiga que se despidió y ya nunca la volvimos a ver. Voy entonces a lugares extraños y hablo con desconocidos y de todos luego me despido: «¡Adiós, señora O'Brian, ya no nos veremos más!» Son simples precauciones, vacunas para evitar que el vacío de cualquier desaparición, por ínfimo que sea, termine por agrandarse en cualquier momento, en la noche menos pensada.

En el avión a Roma, cuando ya hemos despegado y el cinturón de seguridad deja de ser obligatorio, un joven de aire ausente y más bien zombi se estira completamente en el suelo de una hilera de tres asientos vacíos en la salida de emergencia y se pone a leer una novela de Isabel Allende. Estoy tan convencido de que las azafatas de Clickair van a recriminarle su actitud (tal vez incluso la autora elegida para leer) que me llevo una sorpresa al ver que se ríen y le permiten seguir de aquella forma y con aquel libro, pues por lo visto no hay ordenanza alguna que lo prohíba. Me concentro en el periódico que leo y al poco rato casualmente leo: «Fue el primero en advertir cuál era el peligroso filo de nuestro horizonte y en emitir el diagnóstico certero de que la estupidez no tardaría en avanzar de forma imparable en la sociedad occidental.»

Claudio Magris por la noche en Roma, recién llegado de Finlandia. Sabe que este verano pasé una semana en Helsinki. Se mezclan los recuerdos respectivos y confirmo que Finlandia une porque crea adicciones y ciertos entusiasmos. Es sábado 6 de octubre. Llueve en una Roma gris, melancólica, con un cielo de extraño color ceniza. Nos hallamos en medio de un baile de paraguas entrando en el teatro Parioli, donde se entregan los premios Elsa Morante de este año, que Magris recibe en la modalidad «alla carriera» (a la totalidad de su obra), modalidad sobre la que no tardará en ironizar cuando diga que la distinción le ha recordado a una jovencita que el otro día le dijo: «¿Sabe que usted se licenció con mi abuela?»

Comenta que no hace ni veinticuatro horas iba andando con su hijo mayor por un bosque finlandés buscando setas y que para distinguir entre las comestibles y las venenosas se dejaba guiar por las instrucciones de un libro bien versado sobre el tema. Y paso a imaginarle con una mano en el libro -es asombroso hasta dónde puede llegar la confianza en la palabra escrita-, libre la otra para arrancar la seta recién encontrada y hacerla pasar por el filtro del examen libresco. Vida y literatura más unidas que nunca, en estrecha ligazón en esa perfecta secuencia de una excursión finlandesa. La vida dependiendo peligrosamente de un hilo, es decir, dependiendo de un libro que parece lleno de sentido. ¿Y cómo no pensar entonces en algo que le oí decir, el año pasado en Madrid, al propio Magris: «La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido»? No hay cita que sintetice mejor su visión de la íntima relación entre literatura y existencia.

Se acuerda de pronto de cuando en el invierno del año pasado en Madrid confundió mi abrigo con el suyo. Le digo que desde aquel día llevo con especial orgullo mi abrigo y a quien quiera oírlo le digo: «Me llamo Magris como todo el mundo.» Sonríe, tal vez desconcertado. Cuando volvemos a hablar de Finlandia, surge la figura de Sibelius y comentamos una página de Diario de un mal año, el último libro de Coetzee, donde el escritor dice haberse sentido conmovido con las últimas notas de la quinta sinfonía del compositor finlandés y haber experimentado la grande y creciente emoción que la escritura de la música buscó en su momento suscitar. Se pregunta Coetzee qué habría sentido si hubiera sido un finlandés del público asistente a la primera interpretación de la sinfonía en Helsinki, casi un siglo atrás, y le hubiera embargado esa oleada sonora. Y se contesta a sí mismo que se habría sentido «orgulloso de que los seres humanos podamos crear semejantes cosas a partir de la nada. Contrastemos eso con los sentimientos de vergüenza porque nosotros, nuestra gente, hemos creado Guantánamo. Creación musical, por un lado, una máquina para infligir humillación por el otro; lo mejor y lo peor de lo que somos capaces los seres humanos».

Más tarde, en el escenario del Parioli, el señor.Alfonso Pecoraro Scanio, ministro italiano de Medio Ambiente, me susurra al oído algo sobre un oso italiano y, como es lógico, no entiendo nada y, además, me quedo aterrado por no comprenderlo, y sólo comienzo a entender de qué me ha hablado cuando, dos horas más tarde, en la cena, me explican que el ministro ha quedado seriamente afectado porque, la semana pasada, abatieron un oso italiano en tierras eslovenas.

Me parece simplemente raro -o de un sofisticado y extremado nacionalismo- que alguien pueda creer que hay osos italianos, y me acuerdo de El conformista de Bertolucci, donde una señora que da de comer a unos pájaros en un parque romano les habla a éstos en italiano, sin duda porque cree que hablan en su idioma.

En el avión de vuelta a Barcelona, las azafatas de Clickair no reaccionan -las disculpo, qué se hace en estos casos- cuando un joven italiano comienza a imitar, cada quince minutos, los graznidos de una gaviota. Parecen gritos de desesperación y tienen un punto inquietante. Muy pocos pasajeros van sobrecogidos, seguramente son los únicos conscientes de que la estupidez en Occidente avanza imparable.

En La línea del horizonte de Tabucchi, una gaviota se posa en el suelo del cementerio de Génova y camina torpemente entre las tumbas con aire curioso. Un hombre que anda por allí la interroga: «¿Quién eres? ¿Quién te envía? En la dársena también me estabas espiando, ¿qué quieres?»

¿Hablan las gaviotas en italiano?

«Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse.»

Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir, que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: «La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein.»

Por contemplaciones infantiles Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que le llevó a pensar -a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: «Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal.»

En mi nueva vida -porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstemia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vidame interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.

Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ése parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.

«Forastero que buscas la dimensión insondable, / la encontrarás, / fuera de la ciudad, / al final de tu camino», canta Franco Battiato en Nómadas. Vistas así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan sólo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida sólo pudieran ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.

Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando le vi en el Bar Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que «en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos».

Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que -como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme. Tampoco sabía, cuando me presenté en el Belvedere, que de hecho, tal como acababa de decir Piglia a los periodistas, la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía estas cosas y, a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio -vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo…

Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald «que se esforzaba por cambiar su pasado». Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa «historia» de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o bien sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.

Alguien se apiadó de mí y me puso en antecedentes de lo que se había dicho en la rueda de prensa en la que no había estado. Comprendí enseguida que entre la realidad y el deseo podía haber ciertas diferencias. Una cosa era que yo hubiera cambiado realmente de vida y la otra que no hubiera apenas cambiado pero me narrara a mí mismo -sin oposición hasta encontrarme a Piglia- la historia de mi cambio de vida. Cierta capacidad para fabular me permitía haberme convertido en un personaje de mí mismo que se dedicaba a creer que había hecho tabla rasa de su vida anterior y de paso a creer que había empezado a ser otro. Pero ¿a quien quería engañar? ¿A Piglia?

Tal vez mi cambio de vida sólo estaba en lo que yo me narraba. Si era así, tampoco era tan grave, podía seguir narrándome.

Le dije a Piglia que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein y cité varias frases inteligentes) la dimensión insondable.

Bajé la cabeza con desesperación filosófica.

– Eso he dicho -dije-. La dimensión insondable.

NOVIEMBRE

Es evidente que en una comunidad perfecta en la que nadie sufre o pasa miedo, nadie se plantea nada. Lo asombroso y terrible llega cuando observamos que en una comunidad tan imperfecta como la Barcelona de hoy tampoco nadie parece plantearse nada. Es tan impresionante la pasividad de los martirizados por el colapso general que uno acaba sospechando que ese silencio y resignación sólo pueden responder al clásico preámbulo sigiloso que precede al estallido de una gran revolución.

Pero ¿quién quiere hacer barricadas en este largo puente festivo? Me pregunto esto en la mañana del Día de Todos los Muertos mientras leo a W. G. Sebald y escucho, a bajo volumen, Annie, let's not wait, de los Guillemots. Casi puede percibirse el profundo silencio de los ciudadanos que se han ido masivamente de puente, olvidándose -es el aire de los tiempos- tanto de la revolución como de los muertos.

La desbandada general pone de manifiesto que, al igual que la revolución, el viejo culto a los muertos está ya de capa caída en Occidente y que en esto Barcelona no es precisamente una excepción. Ya no se convive, como antes, con los antepasados, y nos vamos alejando peligrosamente de la cultura de la memoria. Antes convivíamos con los muertos, que morían pero se quedaban formando parte del paisaje moral.

La gravedad de esta decadencia de la cultura de la memoria la ilustra cualquier escrito de W. G. Sebald, la encontramos en el libro Campo Santo, por ejemplo, que acaba de publicar Anagrama: una colección de relatos y ensayos que leo desde ayer y que se inicia con cuatro magistrales fragmentos de una novela sobre la muerte y Córcega, una novela que Sebald nunca acabó. En todos los libros de este autor encontramos una prosa meticulosa y pausada que en su morosidad sin límites pugna por la recuperación del dolor, el luto y la memoria.

Ayer, al mover una estantería dedicada a la literatura alemana, una novela se despegó del conjunto y fue a rodar con vivacidad por el suelo apartándose con malos modos del resto de libros que la habían acompañado durante los últimos años. Al ir a recoger la novela insurrecta, vi que se trataba de El problema de Aladino, libro de Ernst Jünger que hacía tiempo que había perdido de vista. Y al hojear las primeras páginas, caí en la cuenta de que a Jünger le habían obsesionado también aspectos de la decadencia del culto a los muertos que tanto preocupan a su compatriota Sebald. Probablemente, éste y Jünger no sintieran en vida el más mínimo interés el uno por el otro, pero releyendo El problema de Aladino me resultó inevitable hallar un insospechado punto en común entre estos dos escritores, a primera vista tan incompatibles y en el fondo muy próximos en su alarma por la acelerada pérdida de la memoria en nuestra cultura.

¿Cómo nació esa cultura? Con el culto de los muertos precisamente, con la veneración religiosa de los antepasados, con las pirámides y con los túmulos que construían los hombres prehistóricos, con sus cavernas y sus grutas. Para Jünger, todo eso se ha perdido, e incluso no existe ya. Es más, ahora, cuando un hombre muere, se da por sentado que desapareció para siempre. En consecuencia, tampoco puede haber arte allí, pues el arte ofrece mucho más que la pura presencia, ofrece la trascendencia. Para Jünger, si el culto de los muertos reapareciera, sería el signo esperado de que la cultura puede volver a echar raíces.

En cuanto a Sebald, los cementerios le atrajeron desde niño, y no exactamente por morbosidad, sino por averiguar quiénes eran las personas allí enterradas, conocer sus historias, saber qué habían pensado cuando estaban vivas. Y si Jünger advertía que el problema de Aladino era el de la trascendencia, Sebald se lamentaba del declive o deterioro de ésta y del error que se cometió al expulsar a la metafísica de la filosofía. Toda la obra de W. G. Sebald parece un comentario a ese error. «Porque hay cosas -decía en una entrevista- que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, siempre formó parte de nuestra condición humana, sin duda más antes que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos nos distingue de los animales. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones de Europa. A esa gente se la conocía.»

En Campo Santo brilla con energía propia el indignado ensayo Construcciones del duelo, donde el autor habla de la sorprendente paralización de sentimientos con que se respondió en Alemania a las montañas de cadáveres de los campos de concentración y comenta, con pesimismo, nuestra creciente incapacidad para cualquier duelo. Como una maldición del mundo actual, la ausencia del culto a los muertos y la pérdida de trascendencia ha ido dejando desamparados nuestros camposantos y crematorios. ¿Quién no ha pensado alguna vez en una ceremonia en el crematorio, viendo que introducen el ataúd en el horno sobre la cureña, que la forma de despedirnos de los difuntos se caracteriza por una mezquindad y una prisa mal disimuladas? Es nuestra incapacidad moderna para cualquier duelo. A este paso -viene a advertirnos W. G. Sebald-, la memoria entera del pasado se disipará en una masa informe, indistinta y muda, y se perfilará en el horizonte un mundo hostil y tan carente de memoria que seguramente las personas, al abandonarlo, no sentirán la necesidad de regresar ocasionalmente algún día, de regresar aunque sólo sea por curiosidad, por visitar a los familiares, por conocer al fin de cerca los entresijos que comporta llevar una respetable vida de almas en pena.

Hallándome el otro día en plena calle, en noche especialmente cerrada, a la salida de una entrevista en la parisina Radio Lichtenberg, fui importunado por un español que dijo ser amigo de Bernard Quiriny y deseaba saber si había yo experimentado alguna vez «la angustia de la primera frase». Viendo que no iba a confesarle tan fácilmente si había conocido esa angustia, el desconocido se tomó el asunto con calma y pasó a ironizar acerca de la extrema simplicidad de las dos mejores primeras frases de toda la historia de la novela francesa. Sin duda, tenía razón en lo de la extrema simplicidad. Una era de Albert Camus, primera frase de El extranjero: «Hoy mamá ha muerto.» La otra, el sencillo comienzo de Marcel Proust en su Recherche: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano.» Le dije que no eran dos, sino tres las frases sumamente simples y al mismo tiempo las mejores de toda la historia de la novela francesa. La tercera correspondía a Louis-Ferdinand Céline, a su comienzo de Viaje al fin de la noche: «La cosa empezó así.»

¿No era «La cosa empezó así» la manera más literal de empezar? Ahora bien, tan sólo en apariencia era simple aquel comienzo de Céline. En realidad, si aquella frase la decíamos en voz alta y a modo de latigazo (en su francés original, «Ça a commencé comme ça»), sonaba como un gargajo y en su violento desprecio hacia todo resumía admirablemente la novela entera.

Se quedó pensativo el amigo de Bernard Quiriny y quise ayudarle. Le sugerí que se interesara también por las últimas frases. Me miró como si acabara de decir un sacrilegio y me dijo que para que una frase sea la última siempre es necesaria otra que lo diga, y por lo tanto nunca puede haber una última frase.

«Ça a commencé comme ça», le repetí, esta vez a modo de latigazo seco de despedida. Y me fui de allí bien raudo. Así se enteró, supongo, de que una primera frase puede ser también la última. ¿Se habrá enterado también de que hay muchas formas de llegar y que la mejor es no partir?

«El general en jefe aguardiente» (Lichtenberg, Aforismos).

Aunque a Radio Lichtenberg se puede llegar de muchas formas, uno no se siente verdaderamente en ese lugar hasta que ve la famosa placa de la sala de espera, donde puede leerse: «Estaba un día leyendo Lichtenberg en su salón cuando tropezó con esta rimbombante frase: El señor barón Gottfried Wilhelm von Leibniz inventó el edículo diferencial. Levantó Lichtenberg la cabeza y pensó que ahí deberían haber escrito solamente Leibniz inventó el cálculo diferencial. De lo contrario, pensó, uno no puede dejar de sospechar que en el famoso invento le ayudó su mayordomo.»

Lichtenberg, gran genio de la literatura de todos los tiempos, proyectó escribir dos libros que al final se quedaron sólo en los títulos: Teoría de los pliegues de una almohada y Autobiografía de instantes, dos libros que sus incondicionales echaremos siempre en falta. Fue, en todo caso, un excepcional aforista y, como ha señalado Juan del Solar, circularon por su obra ideas de muy distinto brillo y magnitud («Toda una Vía Láctea de ocurrencias»), ocasionalmente agrupables en constelaciones, una obra que refleja la pluralidad de intereses de un observador sutilísimo de sí mismo y del mundo. Y es que, por ejemplo, también fue (vivió a finales del XVIIl) el introductor de los balnearios en su país natal y uno de los mayores expertos del mundo en pararrayos.

De hecho, fue asesor del hombre que colocó el primer pararrayos de Alemania. Era Lichtenberg un gran estudioso de las tormentas (he oído decir que las coleccionaba), y físicamente un hombre raro, aunque parece que lo suficientemente alto como para no ser considerado un enano. Había aprendido a escribir de espaldas a la pizarra para disimular ante sus alumnos su joroba, y un día escribió delante de todos ellos este aforismo: «Un patíbulo con un pararrayos.» A pesar de su deformidad física y de que su inmenso saber sólo le llevara a un profesorado de física en Gotinga, era todo lo contrario de un amargado. «Apenas alguien tiene una deformación, ya tiene ideas propias.»

Una vez inicié una novela con estas palabras: «Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz.» Me dejé guiar por la influencia del humor de Lichtenberg, el hombre de las ideas propias. Y buscaba con ese inicio evitar la pregunta periodística que me hacían siempre cuando publicaba algo: ¿Es autobiográfico su libro? Pensé que era demostrable que ni era jorobado ni habían muerto mis familiares más cercanos y que eso ahuyentaría por fin la maldita pregunta. Pero fue inútil, porque siguieron preguntándome lo mismo. Yo les decía: «Pero, bueno, ¿soy acaso jorobado? ¿Me han visto alguna vez escribiendo de espaldas a una pizarra?»

Estuve contando todo esto el otro día en la parisina Radio Lichtenberg, como también conté que en un original y brillante blog español, ellamentodeportnoy.blogspot.com, habían iniciado, no hacía mucho, una investigación acerca de por qué el narrador de mi novela se proclamaba jorobado. Desde aquí les digo a los del blog que, si un día piensan en Lichtenberg, habrán hallado parte de la solución. Porque recuerdo bien los días en que, ya desde la primera frase de mi libro, decidí que éste fuera escrito por una modesta contrafigura de Lichtenberg, el hombre de la deformación y de las ideas propias, ese aforista (será mejor decir filósofo) al que no me canso de volver: «Daría parte de mi vida por saber cuál ha sido la presión barométrica media en el Paraíso.»

Aunque no se había ido nunca, vuelve la oscura corriente que corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río Congo abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y vuelve también la vida de Kurtz a correr también rápidamente, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. Coincidiendo con el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, aparece una edición conmemorativa de El corazón de las tinieblas. Su autor escribió otras obras memorables, pero el largo monólogo de Marlow, contrafigura del propio Conrad en Corazón de tinieblas (ése sería el título más exacto, pues permite el doble sentido del original), se ha salvado de todas las oscuras corrientes del olvido.

¿Por qué esta novela y no Lord Jim, por ejemplo, que también tiene una categoría excepcional? Aunque sobre esto hay teorías para todos los gustos, a mí me gusta pensar que es a causa esencialmente de su estructura narrativa tan moderna, y no tanto por la influencia de Apocalypse Now, la adaptación al cine, o por la indiscutible actualidad de sus denuncias colonialistas. Ha resistido por la asombrosa modernidad de su propuesta narrativa.

«Escribir es prever», anotó Paul Valéry a mano en la dedicatoria de un ejemplar de Charmes que hoy forma parte de la biblioteca de Jordi Llovet. La sentencia de Valéry es fácilmente aplicable a Conrad, que creó para Corazón de tinieblas un tipo casi inédito de estructura narrativa que luego se extendería por toda la literatura contemporánea. La primera parte del libro crea expectativas en torno a la enigmática figura de Kurtz, a cuyo encuentro viaja el lector. Pero el narrador va demorando la hora de ese encuentro. Es un libro en el que en realidad, a diferencia de tantas novelas de su época, no hay acción, y apenas sucede nada, aunque las expectativas de conocer a Kurtz se van haciendo cada vez más grandes. Pero para cuando éste finalmente aparezca, la novela se hallará ya en su recta final. Arrastrábamos unas ganas inmensas de saber cómo era y qué pensaba del mundo y le oímos sólo decir: «Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.» Es un personaje que preludia figuras de Kafka y de Beckett. El monólogo de Marlow sólo nos ha conducido hasta un personaje que va a descubrirnos que hemos leído la novela para viajar hacia una revelación final que, tal vez por intuirla horrible, preferíamos demorar leyendo escenas banales, y que en efecto va a dejarnos ante un hombre extraordinario, Kurtz, enfrentado a la tiniebla que encierra su propio ser, incapaz de decir algo más que esto acerca de la verdad última de nuestro mundo: «¡Ah, el horror! ¡El horror!»

El monólogo de Marlow se inicia al dejar atrás el puerto de Londres, donde hacia el oeste puede verse que el lugar de la monstruosa ciudad está aún señalado siniestramente en el cielo: es una leve tiniebla bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las estrellas. Oímos entonces la célebre frase inaugural de la historia:

– Y también éste ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

Se nos dice de Marlow que de entre todos los viajeros era el único que «aún seguía el mar». A propósito de esto, resulta curioso observar cómo se ha instalado el tópico de que Conrad fue un escritor de historias de acción y de aventuras marítimas cuando en realidad está comprobado que detestaba la acción y el mar. Su colega Saint-John Perse nos dejó estos datos sobre Conrad: «No le gustaba el mar -vivía cuarenta y dos millas tierra adentro-, pero sí el hombre contra el mar, y los barcos, y nunca me entendió cuando le hablé del mar en sí.»

Su amigo Bertrand Russell previo la resistencia al tiempo de «la terrible historia titulada Corazón de tinieblas, en la que un idealista un tanto débil es empujado hacia la locura por el horror de la selva tropical y la soledad entre salvajes». Lo conjeturó con indudable acierto Russell, que consideraba que esa narración era la que expresaba de manera más completa la filosofía de la vida de Conrad -la vida tomada como una navegación río Congo abajo-, una filosofía que consideraba el mundo civilizado un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava apenas enfriada que en cualquier instante podía romperse y hacer que el incauto se hundiese en un abismo de fuego. Esa conciencia de las diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres era la que le daba a Conrad, según su amigo Russell, una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina.

Últimamente, por cierto, dedico tiempo al estudio del diverso sentido de la disciplina que tienen personas -próximas o lejanas- que me interesan. En el caso de Conrad puedo decir que en materia de disciplina no fue precisamente moderno, pues ni consideraba que había que apartarla por innecesaria (las horribles versiones progres surgidas de Rousseau) ni que hubiera que pensarla como esencialmente impuesta desde afuera (el no menos horrible autoritarismo).

Conrad se adhería a la tradición más antigua según la cual la disciplina debe proceder de dentro. Es una fuerza mental, que emite nuestro propio genio del lugar, el genius loci, nosotros mismos. El hombre no se libera dando libertad a sus impulsos y mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo la fuerza de su naturaleza a una idea del espíritu y a un proyecto dominante, a un férreo código mental que sepa cancelar su libertad más salvaje y situarle en la corriente, río abajo, de una vida disciplinada y, a ser posible, gracias a los designios interiores del genio del lugar, moderadamente sublime.

Estoy viendo las fotografías de Rajastán que se expondrán, a partir del jueves en la Fundación Vila Casas de la calle Ausiàs Marc. Creo razonable sospechar que nadie en el colegio de los maristas en el que estudiamos, nadie en aquellos días que Carlos Barral calificara de años de penitencia, pudo llegar a pensar, ni siquiera soñar, que el alumno Tito Dalmau quedaría un día fascinado por la India y muy especialmente por el estado de Rajastán. En aquellos años, nadie iba muy lejos, y la India quedaba para nosotros más lejos que la lejanía. Ajeno a su futura pasión, recuerdo que Dalmau pasó el invierno de 1963 -así quedó documentado en la agenda que me servía de dietario- ganándonos a todos al ajedrez.

Viendo las fotografías hindúes, tengo la impresión de que -tal como le sucede a mi admirada Consuelo Bautista en sus imágenes sobre el mundo de la inmigración en cayucos hacia Europa-, Dalmau aspira siempre como fotógrafo a borrarse, a volverse invisible detrás de la cámara. Cuando capta algo, apenas quiere estar ahí, y más bien se diría que desea desaparecer y que no haya interferencias, para que así sólo exista la imagen. Pero no hay duda de que en ocasiones eclipsarse es una exigencia que nunca verá cumplida del todo, porque siempre habrá paisajes o seres fotografiados y, como es obvio, éstos exigirán, por tímida que sea, una presencia al otro lado de la cámara. En cualquier caso, pienso que a Dalmau tanto afán de invisibilidad no tiene por qué resultarle conflictivo; es más, intuyo que de esa tímida tensión surge precisamente su maestría fotográfica.

A mí me parece que siempre ha existido en aquel implacable jugador de ajedrez un gusto por atender, hasta en lo más aparentemente trivial -el vestuario cotidiano, su bastón de ahora, la pulcritud y orden de su pupitre en el aula marista-, las más notables exigencias estéticas. Eso digamos que ha sido siempre innato en él, le viene de lejos. De cerca, paradójicamente, le viene la lejana India. Tan de cerca como le miran sus fotografiados en esta exposición cuyo título general es Rajastán. Esta proximidad trae como consecuencia que sus arraigadas concepciones artísticas den paso en él, casi instintivamente (tal vez también por eso quiera a veces difuminarse), a una ética que surge casi de la exigencia misma de los retratados.

Y es que, al igual que me sucede con las de Consuelo Bautista, las imágenes de Dalmau ilustran a la perfección la bella teoría de Giorgio Agamben según la cual en las fotografías verdaderamente hermosas se cuela de rondón siempre una curiosa, honda exigencia: el sujeto o sujetos capturados en la foto exigen algo de nosotros. Agamben dice que le gusta especialmente el concepto de exigencia, «que no hay que confundir con una necesidad factual». Para él, incluso si la persona fotografiada estuviera hoy del todo olvidada, incluso si su nombre estuviera borrado para siempre de la memoria de los hombres, incluso a pesar de todo eso -o, quizás, precisamente por todo ello-, esa persona, ese rostro exige su nombre, exige no ser olvidado.

Ante alguna de las fotos hindúes, he sentido el impulso de desviar la mirada cuando he creído ser mirado por las personas retratadas. Concretamente, en una de ellas -una imagen en la que predomina el amarillo y hay cinco personas de cierta edad-, me he encontrado con el vivo retrato de un hindú sin nombre, un viejo que lleva pintura roja en la frente y, excepto los ojos, el resto del rostro velado. Si no fuera porque es improbable, afirmaría ahora mismo que es el viejo hindú que hace años, en un antiguo claustro cátaro de las afueras de la ciudad de Soria, me traspasó con una sola mirada y luego salió sigilosamente del lugar. Siempre he pensado que en su gesto había algo especial para mí, que quiso decirme algo, nunca he sabido qué. Creo que me miró a mí y a mi destino y que tal vez quiso decirme que algún día iría yo a la India, o simplemente que algún día volvería a verle.

Ha ocurrido hoy. De nuevo la mirada exigente del hindú del claustro cátaro me ha traspasado. No sólo sigue mirándome a mí y a mi destino, sino que está recordándome que debería perderme en Rajastán y al mismo tiempo exigiendo que su mirada y su nombre no se borren para siempre de mi memoria y de la de los hombres. Y aquí estoy yo ahora tratando de que perdure esa mirada, en parte provocada por el propio Dalmau, que ha priorizado los matices éticos de la mirada hindú, una mirada que se interroga por los nombres perdidos, las personas borradas, por todos los humillados y ofendidos.

En esos personajes encontramos siempre -como si volvieran del atlas de la vidala exigencia de fondo que está detrás de todas esas miradas siempre en acto de perderse: una exigencia de redención. Porque todas quieren salvarse, aquí y en la India y en los confines del mundo, y hasta en ese mapa del que los exploradores -olvidados ya sus nombres- no saben volver. Porque todas son, además, el lugar de una división, el lugar de un desgarro espiritual entre lo sensible y lo perceptible: el mismo desgarro del fotógrafo, que quiere volverse intangible, pero ve que las personas y paisajes retratados -incluso en los casos en los que la invisibilidad vela los cuerpos y los rostros- le exigen estar ahí, y, es más, hasta parece que le pidan que no permita que a ellos, ni aquí ni en Marruecos, ni en Senegal ni en Rajastán, les engulla el infame olvido de los nombres borrados, la maldita estela de los nombres suprimidos.

DICIEMBRE

Conmoción esta mañana al salir a la calle y reparar de golpe en la extrañísima presencia de las cosas. Me he sentido tan atónito como completamente superado al observar la geométrica distribución de las calles, los letreros que indican la cercanía del parque Güell, las personas vestidas y charlando, el vendedor de lotería, la risa del paquistaní en la puerta del supermercado, la vendedora de flores de la Travessera, la inteligencia de todo eso.

El barrio es un prodigio más de la relojería universal, y uno ha de ser muy estúpido para negar la inteligencia y ficción de las cosas que lo recorre. He caminado por las calles como si fuera un recién llegado y he admirado la perfecta distribución de semáforos y letreros, la asombrosa realidad de la inteligencia cotidiana.

Me ha turbado ver al hombre de pelo rizado, enano y cojo que desde hace años, siempre a la misma hora, dobla por la calle del Torrent de les Flors. ¿Adónde va desde hace tantos años? Parece uno de esos turbios viajeros que tan mala espina nos dan cuando cruzan en diagonal los vestíbulos de las estaciones y acaban doblando por un pasillo lateral sin que sepamos nunca qué destino llevan.

Sin necesidad de forzarlas, me han llegado con suprema puntualidad la angustia por la fuga del tiempo y la enfermedad -porque es una enfermedad- del misterio de la vida. El hombre enano y cojo ha tenido su responsabilidad en esto. Me ha hecho pensar en todas esas caras que vemos en nuestras calles habituales y que, si un día dejamos de verlas, nos quedamos medio tristes, porque intuimos que han doblado en silencio, por última vez, la definitiva esquina de siempre.

No había esta mañana en mis calles habituales quien me rescatara de la angustia por la fuga del tiempo y me he quedado más tiempo de lo normal recordando los rostros de aquellos transeúntes que fueron habituales del barrio y un día, sin que en un primer momento nadie lo percibiera, se desvanecieron para siempre en el opaco vacío de la relojería universal..¿Qué fue de todos ellos? Formaron parte de mi vida en otros días, y luego se borraron. Me he acordado de Pessoa, que se preguntaba por el viejecito redondo y colorado del puro habano a la puerta del estanco. Y por el dueño del estanco. Todos habían ya partido hacia el reino de la luz del otro barrio. «Mañana», escribía Fernando Pessoa, «también desapareceré yo de Rua da Prata, de Rua dos Douradores, de Rua dos Fanqueiros. Mañana, también yo, sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un qué habrá sido de él. Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianidad de las calles de una ciudad cualquiera.»

Se trata de llevar la vida al otro lado.

A la fascinación del peligro extremo se le une el encanto añadido de lo clandestino. A un lado, la masa de una montaña. Una vida que el funambulista conoce. Al otro, un universo de nubes tan lleno de lo desconocido que hasta le resulta vacío. Demasiado espacio. A sus pies, un cable de acero. Nada más. Sus ojos captan lo que se levanta frente a él y que no es más que la parte superior de la torre norte del World Trade Center. Sesenta metros de cable por delante. El camino está trazado. Philippe Petit está a 400 metros de altura, entre las dos Torres Gemelas, verano de 1974.

Paul Auster aún recuerda con intensidad y emoción la mañana de 1974 en que su amigo el funambulista Philippe Petit «le hizo un regalo de una asombrosa e indeleble belleza a Nueva York». Ese día, Philippe Petit, después de meses de preparativos clandestinos, tendió por sorpresa un alambre de acero entre las torres gemelas del World Trade Center y fue de una azotea a la otra, cruzó el vacío en una larga travesía del aire que duró cuarenta y cinco minutos inmortales.

Que recordemos mucho más la destrucción de las torres gemelas que aquel acto artístico de gran belleza que tuvo lugar un cuarto de siglo antes en el mismo escenario es, en el fondo, algo bien comprensible, pues hubo un mortal desastre aquel 11 de septiembre. Pero eso no quita que sería genial si, en lugar de arrinconar tanto la memoria de la belleza, estuviéramos hechos de otra materia y fuéramos capaces de recordar con la misma intensidad que la destrucción la poesía extraordinaria del gesto del funambulista Philippe Petit el día en que alcanzó las nubes en lo alto del World Trade Center.

Alcanzar las nubes es el libro en el que Philippe Petit cuenta detalladamente la historia de la gran aventura que terminó el día en que al sur de Manhattan realizó su más grande actuación aérea: el día en que, venciendo al vértigo («guardián del abismo» lo llama), entró en contacto directo con los dioses al cruzar de una azotea a otra en lo más alto del cielo y del aire de Nueva York.

De lo que es capaz un hombre. Pero la gran acción -siempre hay un lado cómico en toda gran acción- se gestó en realidad en un lugar muy pequeño, en el invierno de 1968, en París, en la sala de espera de un dentista. Philippe Petit apenas tenía dieciocho años cuando, con dolor de muelas y estilo ya funámbulo, hojeó un París Match en el que se decía que estaban terminando de construir las torres gemelas de Nueva York y que éstas superaban en un buen número de metros a la pobre Tour Maine-Montparnasse. Parecía que le estuvieran diciendo que las dos torres de Nueva York eran inalcanzables. Philippe arrancó la hoja de la revista y salió corriendo de la sala de espera de aquel dentista, y a partir de entonces pasó a vivir con su obsesión por tender un cable entre las dos torres y cruzarlo. Viajó a Nueva York y durante meses comenzó a inspeccionar las posibilidades de subir clandestinamente una madrugada hasta la azotea de la torre sur del World Trade Center y hacerlo provisto de todo para la proeza: cuerdas de polipropileno y nylon, aparejos de poleas con gavillas, cables de acero de varios diámetros, vigotas con cuerdas de fibra, cinturones de seguridad, guantes de obra, destornilladores y llaves inglesas.

Cuando años más tarde, en 1974, en la aduana de Nueva York un policía le preguntó por qué llevaba todo aquello en el equipaje, Philippe Petit contestó:

– Oh, no es nada. Soy funámbulo, y estoy aquí para tender un cable entre las torres gemelas del World Trade Center.

El policía respondió con una larga y sonora carcajada y con un ademán le invitó a entrar en Estados Unidos.

Tras su ilegal travesía del aire, los periodistas le preguntaban a coro en la comisaría por qué lo había hecho, y contestó espontáneamente: «Cuando veo tres naranjas hago malabarismos, cuando veo dos torres, ¡camino!»

De Alcanzar las nubes -que he leído poniéndome muchas veces en el lugar de Philippe Petit y sintiendo entonces un vértigo infinito- difícilmente olvidaré un momento, curiosamente uno de los pocos que no relaciono con el vértigo físico, sino con un sentimiento de misterio y al mismo tiempo de vértigo anímico, interior. Un hecho pavoroso, cargado de extraño significado, como una premonición de la altura del vértigo del propio rascacielos en construcción. Un hecho pavoroso visto en retrospectiva, es decir, visto después del 11 de septiembre. Se trata del momento extraño en que Petit está haciendo las primeras inspecciones para ver si será posible realizar su actuación por sorpresa y percibe un H. A., es decir un «hecho aislado», que así es como los antropólogos llaman en sus informes a cualquier hallazgo atípico en su campo. Philippe Petit está subiendo las escaleras de las plantas más altas de la torre sur y le parece que ha habido un terremoto, que luego ve que en realidad ha sido una sacudida, una sacudida interior. En cuestión de segundos, los escalones de metal empiezan a trepidar bajo sus pies. Luego las barandillas a las que se agarra vibran levemente. No, no tan levemente. Los escalones, las barandillas y su cuerpo han traspasado su temblor a los tabiques del hueco de la escalera y todo el edificio empieza a estremecerse. A través de la obra le llega el grito de la torre: su estructura de acero que se dilata y se encoge, que se retuerce y aplasta, ha dejado escapar una queja de dolor.

Imposible no pensar que un hombre, el funambulista Philippe Petit, fue advertido vagamente por el propio edificio de lo que un trágico día -que todo el mundo hoy recuerda- sucedería.

Hace muchos años, dormí una noche en la casa de Carlos Barral en Calafell. Es una historia ya lejana. Dormí en un sofá de la sala de estar de la planta baja, cerca de la chimenea y de la puerta de entrada. Cuando hace tres años supe que la casa de Yvonne y Carlos Barral se había convertido en Casa Museo, recordé que había dormido allí, y me llegó de pronto la conciencia brutal del inexorable paso del tiempo. Parecía casi increíble, pero había vivido lo suficiente como para haber dormido en lugares que ahora ya eran museos.

Luego, un día, vi la casa de los Barral en la televisión, y vi el sofá, y supe que se hacían allí visitas que se programaban desde el ayuntamiento. No sé por qué el resto de aquel día me pareció dominado por una extraña furia que parecía estar despojando de sus colores a las cosas. Por la noche, desperté algo alterado creyendo que dormía en el sofá de los Barral y los visitantes del museo me miraban como muertos vivientes. Completamente ya despierto en mitad de la noche, me dio entonces por pensar que la literatura no tenía ninguna relación con la realidad, y que para confirmarlo bastaba el ejemplo de la casa de Calafell y sus visitas programadas. Qué lejos estaba la literatura de Barral de esas visitas y del sofá convertido en pieza de museo y del reportaje de televisión que había visto por la mañana. Viendo aquel reportaje, me había parecido observar que en realidad la literatura, por muchos esfuerzos que hagan, nunca podrá aparecer en la televisión. Esto, sin ir más lejos, ya lo había notado cuando los de TV3 fueron a la feria del libro de Frankfurt y ya desde el primer momento vi que la literatura no aparecería en sus imágenes. Es más, vi que no sabían dónde encontrarla y filmarla, dónde estaba ni qué era. Y también que no tenían la menor relación con ella. La buscaban por todos los pabellones de la feria y acababan plantando la cámara ante lo primero que les parecía que podía ser literatura: un dibujante de cómics firmando libros, un cineasta que había adaptado novelas, una señora que leía a Jordi Pujol.

Pero la literatura siempre ha tenido su autonomía plena y su propio sentido, sus relaciones, su coherencia íntima y un código interno infinitamente serio. Y tiene una casa propia en un lugar extraño, que no se parece al museo de Calafell ni a la feria de Frankfurt, sino a ese palco parecido a un sofá que hay en el Gran Teatro de Oklahoma del que nos hablara Kafka; un palco que, por poco que miremos bien, acabaremos descubriendo que no es exactamente un palco, sino el escenario mismo: un escenario con una balaustrada que avanza en amplia curva hacia el vacío.

La velocidad de las cosas, que diría Rodrigo Fresán. Parece que haya transcurrido una infinidad de tiempo desde aquel marzo de 2002 en que, en un ordenador ajeno, sentí que había quedado fascinado por Internet o, más concretamente, por el narrador de historias que se ocultaba en el buscador de Google. ¿Quién iba a decírmelo a mí, que tanto me había resistido a la Red?

Al día siguiente me compraba un ordenador, Internet por módem vía teléfono y Windows 98. Pero todo esto es hoy memoria extrañamente ya muy lejana. Y raro es decirlo, pero siento que respiro con una pulsión constante de lejanía, como si viviera a finales del XXI. Y es que todo, incluso lo más moderno, se me vuelve enseguida antigualla y recuerdo bien lejano.

«Je me souviens d’Internet», que diría Perec.

Podría yo perfectamente decir lo mismo.

El pasado día de San Esteban, caminando por la rué de Rome de París, me dediqué a imaginar que me encontraba en Barcelona y que, tratando de vencer el aplastante aburrimiento de tanta fiesta navideña sin tregua, me dedicaba a confeccionar un catálogo de las veces en mi vida que me había despedido a la francesa. A medida que iba imaginando esto, fui viendo que el catálogo se me hacía peligrosamente infinito, pues no paraba de recordar despedidas que podían inscribirse en la tradición del sans adieu (sin adiós), que es la expresión francesa que en el lenguaje coloquial español del XVIII se acuñó en la forma despedirse a la francesa, aunque en este caso para reprobar a alguien que, sin despedida ni saludo alguno, se retirara de una reunión.

Dejé de confeccionar mi abrumador catálogo mental cuando, al llegar al Boulevard Haussmann, me concentré ya sólo exclusivamente en la expresión sans adieu, que tan de moda estuvo a lo largo del XVIII entre la gente de la alta sociedad de Francia cuando era costumbre retirarse sin despedirse del salón donde tenía lugar una velada, y hacerlo sin tan siquiera saludar a los anfitriones. Parece que llegó a tal extremo este hábito, que era considerado un rasgo de mala educación lo contrario, saludar en el momento de marcharse. A todo el mundo le parecía bien que uno, por ejemplo, mirara el reloj de la casa con signo de impaciencia y diera a entender que no tenía más remedio que irse, pero jamás se veía con buenos ojos que se le ocurriera saludar antes de ausentarse.

En realidad -acabé pensando- despedirse a la francesa debería seguir siendo considerada una forma muy elegante de partir, pues si no decimos ni una palabra de despedida seguramente eso se debe al inmenso agrado que nos produce la compañía con la que estamos y con la cual tenemos el propósito de volver: si nos vamos sin decir palabra es porque decir adiós significaría una muestra de desagrado y ruptura.

De noche, en el hotel, reparé en que las víctimas de esa expresión peyorativa cambian de una lengua a otra: el español que se despide sin decir adiós lo hace a la francesa; el inglés que se va sin decir adiós también (french leave), pero el francés que se va sin despedirse lo hace a la inglesa: filer à l'anglaise.

Llovía en París, y la noche se presentaba incierta. Volví a la ingente labor de repasar mi historial de despedidas y me vino enseguida a la memoria el día en que me despedí de Claudio Magris en la puerta del Hotel Condes de Barcelona. Veníamos de almorzar y habíamos bajado por el Paseo de Gracia y me despedí efusivamente porque, como se hospedaba en aquel hotel, di por sentado que se quedaba allí. Nos abrazamos, nos despedimos, y seguí bajando por el Paseo de Gracia, pero muy poco después vi con sorpresa que seguía caminando al lado de Magris. Tal vez él había creído que era yo el que se quedaba en aquel hotel o que me disponía a enfilar la calle Mallorca y por eso me despedía. El hecho es que Magris pensaba seguir bajando por el Paseo de Gracia porque, como pronto yo vería, se dirigía a un establecimiento en la esquina con la calle Valencia. Y claro, había seguido caminando, tal como tenía previsto.

Marchamos los dos en extraño silencio y cuando llegó a esa tienda de la calle Valencia, tanto él como yo, incapaces de resolver el embrollo, nos despedimos a la francesa, lo cual me pareció lo más atinado, pues -pensé como si fuera un nativo de los mares del Sur- a fin de cuentas los saludos ya han tenido lugar.

Y digo lo de nativo porque ese día me vino a la memoria algo que cuenta Robert Louis Stevenson (Cuentos de los mares del Sur) que le ocurrió la mañana en que, tras haberse saludado con los indígenas de una de las islas Gilbert, se vio obligado por falta de viento a esperar tres días en el pequeño puerto de la isla. Durante esos tres días, los indígenas permanecieron escondidos detrás de los árboles y no dieron señales de vida, porque los saludos ya habían tenido lugar.

Mis saludos con Magris habían tenido ya lugar frente al Condes de Barcelona y, a partir de aquel momento, ya no nos quedó nada que intercambiar, y creo que hicimos muy bien en recorrer en silencio -cual indígenas de los mares del Sur- el resto del camino que nos quedaba, y aún más en no repetir la escena de la despedida. Sin duda, unos nuevos abrazos efusivos habrían sido, en aquellas circunstancias, simplemente ridículos.

Nada me parece tan plúmbeo como los domingos y como las despedidas de fin de año. Tienen la mala sombra de recordarnos el paso inexorable de los días a pesar de que el Tiempo no sabe que pasa el tiempo. En los domingos, por ejemplo, hasta respirar se convierte en un lamento. Y es que en los domingos uno siente que han dejado de existir las relaciones entre las personas y las actividades de cualquier tipo. En los domingos padecemos el tiempo y es como si todos contuviéramos el aliento y probáramos a ver cómo será el más allá. Los domingos son una enfermedad no visible, como un mal interior, una enfermedad moral. Los domingos son espantosos. Pero aún hay algo peor: las celebraciones de fin de año. Nos recuerdan, al igual que los domingos, que ha pasado una semana más, en este caso, un año. Nos recuerdan el paso del tiempo y, encima, tenemos que festejarlo. Este 2007 me deja una sensación de desagrado notable. En París, creo estar en un lugar apropiado para darle el portazo que se merece, dejarlo ahí sin un adiós, despedirlo a la francesa. O, mejor dicho, a la inglesa. Filer à l'anglaise. No se merece nada mejor este año.

2008

ENERO

«¿Yo? Persigo una imagen, solamente» (Gérard de Nerval).

El lujo de las citas, de las líneas ajenas que incluimos en nuestros propios textos, el atractivo de una declaración tan enigmática como la de Nerval. Algunos de mis paisanos odian las citas: ven mal cierta erudición y dan la consigna estúpida de que «al escribir no hay que deberle nada a nadie». Amante de las citas, voy caminando por París bajo la lluvia, por el cementerio laico de Pére-Lachaise, dejándome llevar por el inconsciente fluir de los días de siempre. Voy hacia la tumba de Nerval, aquí enterrado. Y avanzo enmascarado. Aspiro a que alguien descubra que he perseguido siempre mi originalidad en la asimilación de otras máscaras, de otras voces. Voy caminando por Père-Lachaise mientras recuerdo las palabras de Juan Perucho que César Antonio Molina recoge en un emotivo capítulo de Esperando a los años que no vuelven, libro de viajes y de recuperación de la memoria artística en el que no faltan las citas, porque el autor levanta actas culturales de todo cuanto le sale al paso y convierte en tan intenso como perfectamente verosímil el regreso a lugares donde nunca estuvimos.

«No regresaré jamás a Albiñana», dice Perucho hacia el final de la visita de su amigo Molina a su piso de la calle República Argentina de Barcelona. Como se sabe, Perucho no volvió a Albiñana después de su polémica con las autoridades del pueblo, que no le concedieron el deseo de poder yacer en tierra dentro del cementerio y no en un horrible nicho. Perucho comenta, en la hora de su despedida, lo mal que el país ha tratado siempre los huesos ilustres: «En el Père-Lachaise de París donde hay enterrados judíos, musulmanes y cristianos anónimos junto a nombres como los de Rossini, Chopin, Balzac, Proust, Apollinaire o Wilde, estuvo Leandro Fernández de Moratín, uno de nuestros afrancesados y librepensadores. Estaba tan tranquilo hasta que luego se lo llevaron a la colegiata de San Isidro, después al cementerio del mismo santo madrileño donde, de acuerdo con su categoría de huesos de español ilustre en el ejercicio de las letras, se perdieron definitivamente (…) Sí, no volveré más a Albiñana.»

Comenta Susan Sontag en el prólogo de la singular y hoy algo extraviada novela Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky: «Su derroche de citas en forma de epígrafes me hace pensar en aquellos films de Godard que estaban sembrados de frases ajenas. En el sentido en que Godard, director cinéfilo, hacía sus films a partir de y sobre su enamoramiento con el cine, Cozarinsky ha hecho un libro a partir de y sobre su enamoramiento con ciertos libros.»

Me formé en la era de Godard. Lo que había visto en Godard y otros cineastas innovadores de los años sesenta lo asimilé con tanta naturalidad que después, cuando alguien reprochaba, por ejemplo, la incorporación de citas a mis novelas, me quedaba asustado de la ignorancia de quien censuraba aquello que para mí era lo más normal del mundo. Además, no podía olvidarme de ejemplos extremos como El libro de los amigos, de Hugo von Hofmannsthal, colección de aforismos que, junto a textos del autor, incorporaba «voces amigas»: un centenar de máximas ajenas que se integraban en la visión del mundo del propio Hofmannsthal.

Fernando Savater dice que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. Por eso algunos de los escritores más auténticamente originales del siglo pasado, como Walter Benjamín o Norman O. Brown, se propusieron (y el segundo llevó en Love's Body su proyecto a cabo) libros que no estuvieran compuestos más que de citas, es decir, que fuesen realmente originales…

Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que le vienen a uno a la pluma cuando se empeña en esa vulgaridad suprema de «no deberle nada a nadie». Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo. «Los que citamos», dice Savater, «asumimos en cambio sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros (y ahí va otra cita disimulada, ja, ja, larvatus prodeo…).»

«Cita: repetición equivocada de lo que ha dicho otro» (Marilyn Monroe).

Un cementerio como éste también es todo un lujo de citas. Me detengo en la tumba de Balzac, enfrente mismo de la de Gérard de Nerval, en la división 49 de Père-Lachaise, al norte de París. Escribimos siempre después de otros, y quizás por eso tantas veces perseguí -con citas literarias distorsionadas o inventadas que ayudaban a crear sentidos diferentes- una imagen mía hecha con rasgos ajenos, y quizás por eso tantas veces fragmenté el antiguo texto de la cultura, y diseminé sus rasgos haciéndolos irreconocibles, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada. Así fui abriéndome camino, así fui avanzando. Para andar por ahí nada tranquiliza tanto como una máscara. Me sentía un depravado cuando me alegraba en secreto de disfrazarme tanto, de construir mi estilo con andaduras ajenas. Larvatus prodeo, que decía Descartes. ¿Yo? Persigo una imagen, solamente. Esta imagen con máscara en un cementerio. Esta imagen de amante de las citas con la que avanzo ahora, bajo la lluvia, hacia la tumba que tengo enfrente. Voy despacio, sigiloso, con la mirada iracunda y simulando una cojera, con un bastón y una máscara de Arlequín, perfectamente oculto. Voy a saludar a Nerval. Larvado, como siempre.

«Cuando Rimbaud ponía el puño encima de la mesa» (Pierre Michon).

Siempre que he hablado con Pierre Michon -las dos veces de noche y en la surrealista Nantes- ha terminado por decirme, con voz cavernosa y melancólica, que hay tres tipos de escritores: el bárbaro, del que Céline es un ejemplo indiscutible; el intelectual a lo Beckett, y un tercero en el que se combina lo mejor de ambos, Faulkner, por ejemplo. «Faulkner o Bolaño», ha precisado en las dos ocasiones. Para él, este último fue también una admirable combinación entre el bárbaro y el intelectual. Ni que decir tiene que el propio Michon pertenece a ese tercer tipo de escritor, al mundo de los detectives entre palmeras salvajes, al mundo del intelectual de puño encima de la mesa.

Michon es alguien que halló ya en la madurez su propio estilo -agazapado, invisible durante años- mientras escribía Vidas minúsculas, y con el estilo le llegó también el tono y el ritmo, un ritmo que con asombro observó que le era íntimamente natural. Ese ritmo lo mantuvo en obras maestras como Rimbaud el hijo, donde -como afirma Menéndez Salmón en una reciente entrevista- el gran Michon nos explicó qué demonios es la poesía. Ahora sabemos que la poesía estaba en la mirada que el futuro poeta Rimbaud dirigió a su horizonte mientras esperaba que Carjat le fotografiara. Porque ahora sabemos con Michon que esa mirada de quien se disponía a ser la poesía misma apuntaba al vigor futuro, la capitulación por venir, la temporada en el infierno y Abisinia, la sierra sobre la pierna en Marsella. Y porque pensamos que el joven Rimbaud, con el semblante iluminado del que un día iba a decirlo todo, estaba ya ahí en esa fotografía hoy tan célebre, estaba ahí ya apuntando hacia la poesía, aunque sólo veamos su cuerpo, el pelo revuelto, la corbata torcida para la eternidad. Y, en los versos -termina preguntándose Michon-, ¿se ve acaso el alma? Pasan el viento, el mundo y la poesía como si fueran iluminaciones y quemaran carbono.

Pierre Michon es, en el buen sentido, extraño. También lo es, con talento evidente, el asturiano Ricardo Menéndez Salmón, que en la entrevista en la que habla de su admiración por Michon dice que le gustaría saber por qué, año tras año, tenemos que soportar a falsos escritores. Ahí el autor de La ofensa y de Gritar se muestra intransigente: «¿Por qué tan intolerante? Porque me niego, como diría Michon, a convertir el milagro en profesión, el talento en carrera literaria. La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza.»

En una de la historias de Gritar -alta literatura en este conjunto de relatos recién publicado- aparece precisamente esa enfermedad que el autor opone a la idea de la escritura vista sólo como un oficio. Es un cuento memorable en el que la enfermedad, el dolor oculto, aparece con el nombre de mal de los constructores. Es el mal de los que quieren decirlo todo, el mal de los que tan alejados están de los falsos escritores. Es el mal que, según nos dice, anida, por ejemplo, en la casa de la familia Kafka, donde Franz nos cuenta la historia del mal como si hubiera leído a Rimbaud y Michon de golpe: «La compulsión de familias enteras que transmitían de padres a hijos el afán desmesurado por la perfección y acabamiento de las cosas terrenales; cosas que, como es notorio, desde Platón, son de por sí inconclusas, imperfectas e hijas del azar.»

Es el mal de los que buscan la perfección, un mal no muy conocido en España, por cierto. Es la obsesión por aproximarse a una meta que jamás se alcanza, pero que se intenta con valeroso esfuerzo que fracasa. Sin duda es una metáfora de la alta literatura que cultivan todavía algunos héroes o severos chiflados, esos tipos de los que parece hablarnos Michon, «hombres de pura cepa que luchan por el bien que creen sentir dentro de sí» y cuyo inmenso fracaso es también un inmenso logro que nos recuerda aquello que Onetti dijera de Faulkner: «Lo que admiro en él es su estilo, esa obsesión por decirlo todo, aunque sea imposible.» Decirlo todo es, a fin de cuentas, el propósito que guió la obra de Kafka, el héroe de las familias que padecen el mal de los constructores. Recuerdo que en Descripción de una lucha le hace decir Kafka a un personaje: «Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo del principio al fin. Menos no pienso escuchar.»

En otra de las historias de Gritar, en la titulada La vida en llamas, Menéndez Salmón parte de unos agudos contrastes de vida y muerte para reflexionar sobre el dolor oculto que existe en cada vida que nos rodea y contarnos cómo un acontecimiento feliz para alguien puede convivir en un mismo espacio de tiempo y lugar con la desgracia de otro.

Sólo que el dolor oculto del extraño Rimbaud es más bien una variante extrema del mal de los constructores. La vida de Rimbaud fue un viaje a la libertad que desembocó en una huida a África para huir también de la poesía y allí terminar con su dolor íntimo más oculto: el de no querer convertirse en hijo de sus obras. En Rimbaud el hijo Michon corteja como nadie la angustia de ese dolor, lo que probablemente convierte su libro en el mejor que se ha escrito jamás sobre este poeta. Cargar con Rimbaud el hijo debe de ser ahora el mal oculto de Michon, enfermo a la sombra de las palmeras salvajes y del oro de la buena literatura, el puño sobre la mesa.

Ignacio Martínez de Pisón. Narrador de corte clásico, alejado de aventuras experimentales, y sin embargo amigo. Últimamente apenas salgo de noche, pero no me importa porque Pisón me cuenta lo que ocurre a altas horas y piadosamente me dice que nada. Ayer, hablando con él por teléfono, evocamos la noche en la que me habló por vez primera de los Cameroni y de Dientes de leche, la gran crónica familiar que acaba de publicar. Esa misma noche, un señor agraviado me duchó con cerveza helada. Me lo recordó Pisón y, tras un breve silencio, sentenció:

– Cuando todavía pasaban cosas.

Cuando éramos optimistas, pensé.

Un optimista es alguien que piensa que el futuro es incierto. ¿Es una definición irónica o simplemente pesimista? En realidad, la frontera entre el optimismo y el pesimismo es muy lábil, como lo demuestra esa gran verdad que dice que todas las familias optimistas se parecen mientras que las pesimistas lo son a su manera. Tolstói hablaba de familias felices en lugar de optimistas, pero para el caso viene a ser lo mismo. Porque una familia feliz, precisamente porque lo es, siempre acaba pensando que el futuro es incierto. Las familias pesimistas, por su parte, no tienen tiempo ni de pensarlo, atareadas como andan en esas desgracias que resultan tan atractivas para los novelistas.

Los Cameroni de Dientes de leche bailan siempre en la frontera entre la infelicidad y el optimismo. Un equilibrio muy delicado que Pisón maneja con la impecable pericia narrativa que ha ido adquiriendo a través de los años y de tantas noches, aunque hay quien piensa que esa pericia de corte ortodoxo -es un narrador nato de historias, sin duda uno de los más dotados del paísen realidad ya la poseía en 1984 en su primera novela, La ternura del dragón (rebautizada La ternura de Pisón por sus amigos) y en el libro que llegó al año siguiente, un conjunto de relatos, Alguien te observa en secreto, que leí en aquellos días, no mucho después de conocerle y cuyas primeras frases -hablaban de un primo suyo y del Paseo de Sant Joan de Barcelona y de un castillo hechizado de arquitectura modernista- me hicieron sospechar paranoicamente que, aun siendo él un recién llegado de Zaragoza, estaba describiendo mi mundo barcelonés de adolescencia y no se dirigía a mí como lector, sino directamente al amigo que he sido después toda la vida.

En otro de los relatos de aquel libro, Otra vez la noche, una jovencita se relacionaba en sus horas nocturnas con unos murciélagos que representaban la parte noctámbula de su personalidad frente a la parte diurna, representada por sus amistades. Hoy, pensando en aquel cuento, me he preguntado si no fui durante mucho tiempo para Pisón uno de esos murciélagos. Y también si, ahora que ya no soy nocturno, no habré pasado felizmente a su parte diurna, la de sus verdaderas amistades.

Y, en efecto, los Cameroni son como tantas familias de nuestro bestial paisanaje ibérico, pero con la variante inédita de que el patriarca Raffaele, siendo un grandísimo déspota como tantos otros, nació en la Toscana y es de filiación directamente fascista, uno de aquellos brigadistas italianos de los que tan poco se sabe y que llegaron a España durante la guerra civil para apoyar a las tropas franquistas. La familia paralela que Raffaele monta en Zaragoza se verá condenada al fatalismo de la mala sangre, y con esa historia reaparecerá de nuevo en un libro de Pisón el tema central de su inolvidable relato El fin de los buenos tiempos y uno de los cauces esenciales por los que circula toda su obra: el horror de toda herencia, la oscura y silenciosa ruta de afectos y taras, de malentendidos y frustraciones que comporta la oscura travesía de la noche familiar, la maligna sucesión de padres e hijos.

Viendo reaparecer ese tema de la monstruosidad de toda herencia, he pensado en Rilke cuando decía en Los cuadernos de Malte que por distracción y por errores heredados nos perdemos casi enteramente las innumerables riquezas de aquí que nos han sido destinadas. Y creo que llevaba toda la razón. Yo sólo conozco seres que han luchado desesperadamente por zafarse de los errores y malentendidos heredados y abrirse camino en el hondo fatalismo de tanto espanto del pasado. Dicho de otro modo, siempre ha habido herencias de mala sangre y equívocos en las cosas y los gestos familiares, y esas herencias y errores heredados hemos de saber que serán -si no lo han sido ya- nuestra ruina más completa.

Y tenemos, por otro lado, el misterio de cómo se las arregla Pisón para hacerme creer que ya no pasa nada por las noches, y también el misterio de ese detalle del último día en el que bebimos juntos y deslizó en un bolsillo de mi abrigo una frase manuscrita que milagrosamente he conservado: «El viaje es la fidelidad del sedentario que afirma en todas partes sus hábitos y sus raíces e intenta engañar, con la movilidad en el espacio, la erosión del tiempo para repetir siempre las cosas y los gestos familiares.»

Sospecho que ahí en esa frase para el bolsillo no sólo estaba el brigadista Raffaele, que montó una familia paralela en España, sino también el propio Pisón, tan inclinado -como bien saben sus amigos- a las costumbres imperturbables de su optimista cotidianidad, pero a la vez tan proclive a la creación de mundos paralelos en novelas familiares infelices, despiadadamente crueles.

Recibí un e-mail del cineasta Víctor Iriarte en el que me decía que desde aquella mañana estaba en Barcelona, con su cámara de bolsillo en el bolsillo: «Me hospedo en casa de Isaki Lacuesta y aprovecho estas primeras horas para grabar unas sombras. En la primera película de Isaki, Cravan vs Cravan, yo hice de sombra del poeta boxeador en una de las secuencias. Ahora Isaki me devuelve el favor y hace de sombra de espía en su casa de la calle Diputación. «¿Quedamos mañana miércoles? Iría a tu casa. La idea es grabar una conversación que gire en torno al espionaje, a los paseos y a las estaciones de tren. Y luego seguirte por un breve espacio de tiempo sin que te des demasiada cuenta. Es lo que trataré de filmar con el móvil.»

A Víctor Iriarte, que vive entre Bilbao y Montevideo, el festival de cine documental Punto de vista de Pamplona le ha invitado a realizar un cortometraje con un teléfono móvil. Hace unos días llegó a su casa de Bilbao una caja por servicio express con instrucciones al dorso: «Utilice este teléfono para rodar un cuaderno de viaje.» Iriarte es desde hace años un admirador de Robert Walser y tiene un blog en Internet -cajanumero8.nunca voy al cine- donde la semana pasada anotó: «Recibir un móvil por correo es algo raro. Tanto como que nos manden una carta por teléfono (…) Repaso los microgramas a lápiz de Robert Walser y trato de establecer un símil entre sus cuadernos improvisados y la posibilidad de grabar imágenes en los márgenes de una tarjeta de memoria.»

El miércoles me levanté más pronto que nunca y fui preparándome para la visita de la sombra de Cravan. Después de compartir en la década de los noventa la afición por Walser, le había perdido la pista a Iriarte, aunque sabía que había sido ayudante de dirección de Lacuesta en la película de Cravan. Le recordaba vagamente alto y vestido con tonos oscuros, pero era incapaz ya de evocarlo físicamente con cierta fiabilidad. Nada había vuelto a saber de él hasta que, este verano en un hotel de Helsinki, di casualmente con su blog de cine, donde hablaba de las películas del finlandés Kaurismäki. Desde el mismo hotel le había escrito al blog informándole de que no todos los finlandeses eran como los personajes tristes de Kaurismäki. Y así, como si no hubiera pasado el tiempo ni nada, reanudamos -ahora de forma virtual- la conversación interrumpida durante años.

La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, se ha convertido en una de mis películas favoritas. En un registro de extrema belleza trata de la imposibilidad de cantar. Mezcla dos historias de la vida real, enlazadas sutilmente por la figura de Camarón de la Isla. En una, un joven gitano de San Fernando deja de cantar tras la muerte de su padre. En la otra, una japonesa viaja a Cádiz para aprender a cantar -algo bien inalcanzable para ella- como Camarón. Ambas historias son poéticas, de una intensidad extraña, tenuemente hilvanadas dentro de un simple pero prodigioso artefacto que liquida cualquier vestigio de frontera entre realidad y ficción. Una película elegante, la segunda del gerundense Lacuesta, que debutara hace cinco años con su documental sobre Cravan, el legendario poeta y boxeador, sobrino de Oscar Wilde, desaparecido en el Golfo de México en misteriosas circunstancias.

En La leyenda del tiempo me sorprendió reencontrar algo que creía sepultado en mi juventud: el espíritu de Jean Rouch (Chronique d'un été), aquel cineasta-etnólogo adscrito al cinema-verité y al continente africano, que tanto había admirado en otros días. ¿Estaba el espíritu de Rouch en la película o sólo lo imaginaba? Pronto Lacuesta, en unas declaraciones, me sacó de dudas: «Me gustan todos los cineastas que se llaman Jean: Jean Vigo, Jean Renoir, Jean Cocteau, Jean Eustache, Jean Rouch, Jean-Luc Godard y Wong Kar-wai, porque estoy seguro de que Wong debe ser Jean en chino.»

Y bueno, el miércoles, a primera hora, pensando en Cravan me acordé de Traven, que no sólo tenía un apellido parecido, sino que también se evaporó en México. Traven se hacía pasar por otras personas cuando aparecía en público, pues era de los que piensan que un verdadero artista está siempre de incógnito. ¿Y si Iñaki Lacuesta obraba como Traven? Busqué en Google fotografías suyas para evitar que me engañara presentándose en casa como sombra de Cravan. Todo acabó en una falsa alarma. Porque a la hora prevista, con una cámara de bolsillo y un trípode en miniatura, llegó a casa Víctor Iriarte. Y, aunque como verdadero artista y espía iba de incógnito, vi enseguida que no era Lacuesta. Ni Traven. Saludé a la sombra de Cravan con la cortesía y melancolía propias de un personaje de Kaurismäki. Hablamos de Montevideo y del piano de Felisberto Hernández, que todavía está allí, en un bar de aquella ciudad. Y en un momento determinado tomó Iriarte su cámara de bolsillo para formularme las anunciadas preguntas sobre el espionaje, los paseos y las estaciones de trenes, y acabó preguntándome -en deriva inesperada- qué pensaba de Cravan. Como por Traven no preguntaba, le pregunté yo, y hablamos del Golfo de México y de tantos allí desaparecidos. Una hora después, bajando por el Torrent de les Flors -calle habitual en las novelas de Juan Marsé- iba yo simulando que no me apercibía de que la sombra de Cravan me filmaba, y menos aún de que, al final del rodaje -tal como acabó ocurriendo-, mi perseguidor esperaba que doblara una esquina para rodar mi desaparición y dar por terminado su cuaderno de viaje. «Le están grabando», me advirtió, a la altura de la calle Martí, una señora muy alarmada. «Tiene autorización», contesté rápido, sin detenerme. Y seguí mi camino, muy comprometido con las exigencias del guión y como si no supiera que, a la vuelta de la esquina, el Golfo de México esperaba.

FEBRERO

Me indigno, pero he aprendido a encontrar razonamientos que desactiven rápidamente los enfados. Esta mañana, súbito enojo al ver que Noam Cohen del New York Times descubre el Mediterráneo con la noticia de que Borges, en sus historias ambientadas en un pasado pretecnológico, predijo la llegada de Internet. No me habría molestado tan dinosáurico «hallazgo» del New York Times si no fuera porque Noam Cohen, con absurda suficiencia, tilda a Borges de «bibliotecario del Viejo Mundo y hombre chapado a la antigua», cuando en realidad quien no está al día es el propio Cohen, más atrasado en noticias que el ciclista Godot cuando llegaba a las etapas del Tour fuera de tiempo.

Escribir -decía Roberto Bolaño- es una actividad razonable y visionaria, un ejercicio de inteligencia y de aventura. De entre las múltiples aventuras, los lectores del visionario Borges nunca olvidarán la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto en su memorable cuento La Biblioteca de Babel. Cuando ese relato fue publicado en 1941, pocos podían imaginar que esa escalera acabaría convirtiendo a Borges en un demiurgo, un extraño visionario que nos describió Internet antes de que existiera.

Hace años que sabemos que Borges, en un ejercicio de inteligencia y aventura intelectual, anticipó la Red mundial en La Biblioteca de Babel y también en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, otro de sus relatos de aquella época: «¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio.»

En su cuento, Borges nos dice que abundan en esa sociedad secreta individuos que dominan las disciplinas más diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. El plan es tan grande que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Esa sociedad secreta, ese valiente nuevo mundo (brave new world) es la Red mundial. Ahora nos lo descubre Noam Cohén al hilo de la reedición de Labyrinths en la editorial New Directions y de un ensayo de Perla Sassón-Henry que explora las conexiones entre la Internet descentralizada de YouTube, los numerosos blogs y la Wikipedia y las historias de Borges, que «convierten al lector en un participante activo».

Me indigno por un momento con la noticia anticuada de Cohen, pero luego le disculpo diciéndome que las cosas del mundo actual pasan tan rápido que puede parecemos que no estar al día es un problema, pero también es cierto que hay cosas que no encajan con esa velocidad. Por ejemplo, pensemos en la lentitud de la lectura. Ricardo Piglia dice que en una época en la que la circulación de lo escrito ha alcanzado una velocidad extraordinaria, resulta paradójico observar que el tiempo de lectura no ha cambiado: «Leemos igual que en la época de Aristóteles. Seguimos descifrando signo tras signo y eso nos sitúa en una actitud similar a la que se tenía cuando la circulación no era tan rápida. Hudson, por ejemplo, cuenta en Allá lejos y hace tiempo, un libro de 1918 sobre su vida en la Pampa, cómo les llegaban las novelas, y después de leerlas las prestaban a la granja vecina que estaba a cinco kilómetros, y después a otra que estaba más adentro. La novela se iba alejando, a caballo…»

Así, con este razonamiento sobre la lentitud, mi indignación también se ha ido alejando a caballo…

Lo que puede pensarse tiene que ser sin duda una ficción. Pienso ahora, por ejemplo, que Roberto Bolaño participó en la expedición de Magallanes a la Patagonia, pero sé que si busco ese dato en Internet no lo encontraré en parte alguna. Para poder hallarlo, escribo estas líneas que irán a parar a la Red y lo dirán. Dirán que Bolaño en Entre paréntesis no sólo llamó «bravos» a los marinos de Magallanes en la Patagonia -se comprueba acudiendo a su libro-, sino que, además, él mismo participó en esa aventura que fue -como si de una escritura se tratara- una actividad visionaria… Y bueno, ahora, como si también yo fuera una novela, voy a caballo alejándome lentamente de la Patagonia, y todo lo que voy pensando (sin duda una ficción virtual) me acerca a los despachos de New Directions, de Nueva York, donde estuve unas horas en mayo del año pasado. Esta editorial es la que ha publicado en segunda edición -la primera es de hace cuarenta años- Labyrinths, colección de cuentos de Jorge Luis Borges donde se incluyen los relatos que nosotros conocemos como Ficciones: historias llenas de hombres memoriosos, enciclopedias infinitas y escaleras espirales, que en Nueva York se han convertido últimamente en canon para todos aquellos que se hallan en la intersección entre la nueva tecnología y la literatura. Y es curioso: una parecida encrucijada puede verse en un recodo de New Directions, la histórica editorial que publica también los cuentos de Bolaño, Cortázar y Felisberto Hernández, y cuyos corredores y despachos componen a su manera un intrincado laberinto que a la larga acaba resultando hogareño. En mayo del año pasado me perdí suavemente por él, y en una estantería cercana a la terraza que da a una soberbia vista del skyline, vi alineados los libros de Bolaño junto a los de Borges, vecinos neoyorquinos en la red del tiempo, azarosa sociedad secreta en la biblioteca eterna.

El amigo que ha vuelto después de un año de ausencia. Llama a casa sólo para saludar y casi sin ocultar que lo hace por puro compromiso. Está más calculador que nunca. Y yo, por lo que sea, no entro en su campo de intereses. Creo percibir que no me quiere nada. ¿Qué puede haber ocurrido? No es una palabra dicha en alguna parte y que ha llegado transformada a los oídos de alguien que la ha repetido a otro, etcétera. No, no es nada de todo eso. Es simplemente que me tiene cierto afecto pero no le intereso y es muy posible que en realidad no le haya interesado nunca. Tal vez se siente mejor con gente que le admira, o tal vez mejor con otros, sin más. No pasa nada, me digo. No veo por qué razón habrían de durar las amistades más que las pasiones.

«El mundo se va a volver tremendamente imbécil. Durante los próximos años, la cosa va a resultar muy aburrida. Es una suerte que vivamos ahora y no más tarde» (Flaubert, 27 de junio de 1850).

Algunas personas creen que llevo desde hace años un cuaderno privado de citas literarias, el commonplace book al que tantos escritores anglosajones fueron aficionados. Quizás eso pueda explicar el hecho un tanto absurdo de que, en el plazo breve de un mes, tres amigos me hayan enviado -cada uno por su cuenta y riesgotres libros que parecen relacionados con esa idea de que colecciono citas.

El primero de los tres en llegar fue la traducción española de Sur Plusieurs Beaux Sujects, el cuaderno privado de Wallace Stevens, una especie de borrador o librillo de trabajo al que el poeta y abogado de Nueva York fue trasladando pasajes de obras ajenas relativos a sus propios intereses, y de ahí que veintidós de las citas que reunió allí acabaran pasando a sus poemas. Es un cuaderno de trabajo en una línea parecida al Hofmannsthal de El libro de los amigos o al W. H. Auden de A Certain World, una antología de citas y al mismo tiempo autobiografía sui géneris.

«La estética es una justicia superior», leemos en uno de los apuntes de Wallace Stevens. Es una sentencia magnífica de Flaubert en carta a Louise Collet. Y para mí la frase del libro. La recuerdo siempre que enciendo la televisión y entro en el feísmo desaforado de sus imágenes de los últimos tiempos. Flaubert no dejó aforismos en sus novelas, pero sí algunos en su correspondencia, donde se explayaba siempre sin límites y con desbordante inteligencia.

«La estética es una justicia superior.» Gran frase. ¿Y qué decir de la ética? ¿Y de las relaciones, tal vez imposibles, entre ética y lenguaje? Si yo llevara un commonplace book, insertaría ahora mismo unas palabras de Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, de 1929: «Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que realmente fuera un libro sobre ética, dicho libro destruiría con una explosión todos los libros del mundo.»

He dicho «si llevara un commonplace book». Pero no se da el caso. Si lo llevara -creo que la fuerza del destino me está empujando a hacerlo-, añadiría ahora en mi cuaderno otra frase de Flaubert, también rescatada de sus cartas; una frase que he hallado en el segundo de los libros que me han regalado: Jardines ajenos, de Adolfo Bioy Casares. En ese cuaderno de citas recogidas por Bioy he dado de nuevo con el oro de Flaubert -no confundir con El loro de Flaubert, de Julián Barnesen forma de palabras memorables sobre la singularidad: «La infinita estupidez de las masas me vuelve indulgente para con las individualidades, por muy odiosas que lleguen a resultar.»

El tercer libro, Razones y osadías, contiene directamente una selección de opiniones contundentes de Flaubert, todas rescatadas de sus elocuentes cartas. La edición -como no podía ser de otra forma- es de Jordi Llovet. Por cierto, no lo había contado hasta ahora: a todos los sitios serios a los que voy digo siempre: «Vengo de parte del señor Llovet.» Sólo un día advertí una expresión tan hostil en el ambiente que, antes de haberme acomodado en mi asiento, me incorporé y dije, volviendo la espalda: «Me voy de parte del señor Llovet.»

En Razones y osadías comprobamos que Flaubert, que deseaba permanecer oculto en los distintos escenarios de su obra narrativa, forzosamente tenía que volcar en otro lado su mundo privado. Lo hacía en su correspondencia, escrita sin el ánimo de que fuera un día homologada a su obra, pero que tiene un alto valor documental, porque en las cartas aparece un Flaubert que abomina de la estupidez universal y al que deja anonadado la imbecilidad de los políticos, un Flaubert que habla de libros y de colegas y de la vida en general y es relativamente misógino. Las frases extraídas de sus cartas muestran, entre otras cosas, cómo intuyó el aburrimiento y majadería, la absurdidad y parte de la barbarie de los años que estaban por venir. Un siglo y medio después, ninguna de sus opiniones contundentes ha perdido actualidad, más bien lo contrario.

A modo de letanías de un rosario audaz van cayendo las frases: «Qué grande sería Balzac si hubiera sabido escribir»; «Nunca me afeito la barba sin echarme a reír, de lo muy estúpido que me parece»; «¡Ah! ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Hay que ver cómo se cansan ellos y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba! (…) El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo». Encontramos ahí el más puro oro de Flaubert en forma de lecciones de sentido común y de amplia conciencia de que, por encima de todo, hay un mal que nos aqueja: la estupidez.

Hoy en día, el fantasma de la estupidez recorre nuestras aulas. Pero a quienes horroriza que nuestros jóvenes sean los más atrasados en materia de educación habría que recordarles que ellos, los adultos, no sólo son los responsables del desastre, sino que son tan aburridos, incultos y bárbaros como esos jóvenes. Flaubert ya vio venir todo ese futuro apogeo de la banalidad cuando dijo que se hablaba mucho del embrutecimiento de la plebe, pero se hacía en términos injustos e incompletos, pues habría que empezar por ilustrar a las clases ilustradas. Estas comenzaban ya entonces a moverse sin ética ni estética, tal como hoy en día hacen tan triunfalmente. Flaubert lo vio con absoluta claridad: «Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en hombre de negocios (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería.»

Recuerdo que descubrí la escritura de Bernard Malamud leyendo La tumba perdida, el cuento de cinco páginas que cierra Ficción Súbita, antología del relato mínimo norteamericano. No había otra cosa de Malamud en casa y leí ese cuento breve, y me pareció tan genial que desde entonces no dejo de leer a este autor. En La tumba perdida se cuenta la historia del viejo Hecht, que se despierta una noche por el ruido de la lluvia y piensa en su joven esposa en su sepulcro húmedo. A la mañana siguiente, busca la tumba, pero no la encuentra. Le confiesa al director del cementerio que en realidad nunca se llevó bien con su mujer y que ella hacía ya muchos años que se había ido a vivir con otro hombre cuando la sorprendió la muerte. A los pocos días, el director llama a Hecht para decirle que ya han encontrado la tumba, pero que su mujer no está en ella. Su amante consiguió años atrás una orden judicial para que la trasladaran a otra tumba, donde también a él le enterraron al morir. Así pues, su mujer descansa engañándole eternamente junto a otro hombre. Pero, eso sí, la propiedad de Hecht sigue allí. «No olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro -le dice el director del cementerio-. Está vacía y la parcela le pertenece.»

No habría leído ese cuento mínimo de no haber sido por el magistral retrato que Philip Roth hace de Malamud en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. El retrato se abre con el joven Roth acercándose en 1961 a Oregon para entrevistar a un consagrado Malamud. A primera vista, y para alguien que, como Roth, se había criado entre agentes de seguros, aquel escritor tenía toda la pinta de pertenecer a ese gremio: «Podría haber pasado por uno de los que trabajaban con mi padre en su sucursal de Metropolitan Life.» El viaje iniciático a Oregon está cargado de evidentes conexiones con La visita al maestro, la novela de Roth en la que Nathan Zuckerman, joven de obra incipiente, se dirige en el invierno de 1956 hasta el agreste refugio de un autor al que considera su maestro, E. L. Lonoff, trasunto del propio Malamud y personaje que ha reaparecido recientemente en Sale el espectro, donde Zuckerman tiene ya setenta y un años y ha comenzado también a pensar en tumbas húmedas. Tras una década de aislamiento, Zuckerman ha regresado a Nueva York y allí, entre otras cosas, ha descubierto que Lonoff ha sido olvidado, lo que no deja de ser un dato real, pues Malamud es un autor que, veinte años después de su muerte, parece haber caído en cierto olvido.

Por aquella época, a principios de 1961, Malamud había ya publicado, entre otras novelas, El dependiente, la memorable historia de Frank Alpine, delincuente de poca monta que trabaja en un colmado judío de Brooklyn y que al final del libro, «debido a algo que llevaba dentro, algo que no acertaba a definir, un recuerdo acaso, un ideal perdido y después recobrado», veremos transformado en una mejor persona. La verdad es que me atrae tanto el Malamud que merodea tercamente alrededor de la capacidad de mejorar del ser humano como el que crea todo tipo de seres grises, de seres con aires de agentes de seguros que, a causa de ese algo que llevan dentro, intentan ir a fondo y, como en el caso del afligido y sombrío ruso de El reparador -uno de sus mejores libros-, se transforman en grandes obstinados, siempre en lucha por ir más allá en todo.

Coincidían en Malamud un temperamento angustiado, un sentido muy peculiar del humor y un instinto de hombre honesto y esforzado, siempre comprometido con su exigencia de cotas altas, y obstinado, en definitiva, en ir más allá en todo, también en su literatura. A esa obstinación constante le sientan bien unas bellas palabras de Bukowski, que a veces me parecen de Roberto Bolaño y que recuerdan el don supremo que se esconde en toda auténtica vocación literaria: «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta.»

Veinticuatro años después de que el joven Roth se hubiera acercado a Oregon para entrevistar a Malamud, se produjo el encuentro último entre los dos escritores, con Roth convertido ya en un gigante de las letras americanas y Malamud inmerso en cierta decadencia después de haber cabalgado hasta la risa perfecta. Fue en el verano de 1985, en la casa que el matrimonio Malamud tenía en Vermont. Cuenta Roth que a lo largo de los años habían hablado mucho de libros y del hecho de escribir, pero muy raras veces habían mencionado la narrativa del otro, respetando así una regla de urbanidad que no está recogida en ninguna parte pero que los escritores conocemos muy bien y que generalmente aplicamos: conviene no meterse en berenjenales y eludir lo máximo posible los comentarios sobre el libro del otro, sobre el libro de tu amigo o colega escritor; cuanto más los evites, menos conflictos tendrás, pues conviven peligrosamente siempre en el otro -también en ti, para qué negarloun gran orgullo junto a una susceptibilidad a flor de piel, siempre dispuestos a unirse en mezcla explosiva. Ese día de 1985 en Oregon, un envejecido Malamud, al que le temblaban las manos y que mostraba todos los signos de su declive vital y literario, se obstinó -y nunca mejor dicho en alguien que se pasó la vida obstinado- en leerles al matrimonio Roth el arranque de la nueva novela en la que intentaba trabajar.

Aquel arranque, nos dice Roth, carecía de interés alguno, no era nada. Y escuchar lo que su amigo leía fue «como verse conducido a un agujero oscuro para admirar, a la luz de una antorcha, el primer relato de Malamud jamás escrito en la pared de una caverna». A Roth le habría gustado poder decirle algo estimulante sobre el texto, pero sintió que no podía ser insincero y preguntó cómo seguía aquello.

– Da igual cómo siga o deje de seguir -respondió Malamud malhumorado.

Había no obstante en él la dignidad del escritor vocacional que, en pleno declive, en el fondo sigue esperando mejorar, sigue intentándolo, sigue queriendo pensar que, a pesar de los contratiempos, puede dar todavía un paso más allá en la obra a la que ha entregado la vida. «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces…» Ahora sabemos que, incluso al final de sus días, en noches que ardían en llamas, Malamud estuvo entre aquellos que empecinadamente siempre buscaron algo más. Pero también es verdad que el viejo maestro, en su terco oficio de tinieblas, se orientaba ya hacia la tumba que había visto súbitamente perfilarse en su horizonte. De hecho, cuando Roth, meses después de aquella visita última, le mandó una nota proponiéndole que fuera a Connecticut el verano siguiente y así poder volver a reunirse, la respuesta que recibió de Malamud fue lacónica, fue de madera de ataúd puro y duro. Le encantaría ir, le dijo a Roth, pero también quería recordarle que «el verano que viene es el verano que viene». El 18 de marzo de 1986 fue el último de su larga trayectoria de días obstinados. Murió tres noches antes de que llegara la primavera, y sólo un año después de haber publicado en Esquive aquel cuento que giraba en torno a una tumba perdida, pero también sobre las ventajas de una risa final perfecta.

Sucede con Kafka va al cine, de Hanns Zischler, que el libro crea una urgencia inesperada. Después de leerlo, hay que ir a Verona, no para contemplar el maldito balcón de Romeo y Julieta, sino para visitar la iglesia de Santa Anastasia, donde está esa escultura de un enano que sostiene la pila de agua bendita y que tanto impresionó a Kafka. El libro es una elegante investigación de las relaciones de Kafka con el cine. La documentación de Zischler -sorprendente escritor alemán que es también editor, crítico de cine, filósofo, director de teatro y conocido actor de películas de Godard, Wenders y Spielbergestá llena de múltiples recodos que recuerdan la geografía de antaño y los tiempos en que uno podía perderse por calles laterales y abrir puertas misteriosas que se abrían a pasajes ocultos en la laberíntica ciudad del Golem, la maltratada Praga.

En todos los pasajes del libro de Zischler se hila con sutileza el factor cinematográfico con el matiz kafkiano. Recuerdo el dedicado a los simuladores de Praga (los versteller, en yiddish), aquellos hombres que en los cines de esa ciudad actuaban de expertos narradores o recitadores, y no sólo añadían caprichosamente texto a la película, sino que venían a ser unos actores más del espectáculo que se veía en la pantalla. Estos narradores entraron pronto en la órbita de Kafka, como años después lo haría también el dichoso enano de Verona. Sobre este personaje de mármol «con expresión de felicidad en el rostro» hablé ayer con Emilio Manzano, Marina Espasa y Enric Juste. Después, los cuatro nos quedamos con la sensación de que, tarde o temprano, tenemos que volver a Verona, porque en nuestras anteriores visitas nos perdimos lo mejor de la ciudad: el enano de tamaño natural con el que se identificó Kafka.

El escritor llegó melancólico a esa ciudad, paralizado por su incapacidad para tomar decisiones con respecto a su relación con Felice Bauer. «Estoy en la iglesia de Santa Anastasia en Verona, cansado, sentado en un banco de la iglesia frente a un enano de mármol de tamaño natural que con expresión de felicidad en el rostro carga con la pila de agua bendita», le escribe Kafka en una postal a la propia Bauer.

Es un fragmento encantador en el que Hanns Zischler relaciona al enano de mármol con las relaciones de Kafka con el cine y nos dice que a éste le atraía la viveza que transmitían al espectador las esculturas fotografiadas y, en cambio, le espantaban las veloces imágenes en una pantalla, imposibles de detener y que le planteaban una angustiosa exigencia a su capacidad visual y literaria. Parece que fue siempre así. A Kafka le gustaban las esculturas sólidas y compactas que permiten que uno se fije en ellas, y no tanto las secuencias cinematográficas, que pasan raudas y no pueden ser fijadas y no permiten ser pensadas.

A Kafka le gustaba todo lo ultramoderno y por tanto le gustaba el cine, como a casi todo el mundo, pero en realidad su fascinación por aquel nuevo invento, por el cine mudo, le venía directamente del teatro yiddish, que tanto había frecuentado en el mísero Café Savoy y otros lugares de Praga y que fue siempre una influencia importante para su poética. Kafka le daba una importancia grande a la gestualidad que se daba en ese teatro judío -el gran secreto del éxito de Charlot procedía de esa tradición- y creía que era necesario para su literatura encontrar un equivalente expresivo. Tenía claro que en ese teatro yiddish la gestualidad era mucho más importante que los diálogos: lo esencial era la presencia, y lo interesante del arte sin arte de aquel teatro era la forma de interpretarlo. Ese aspecto era el que, como explica Reiner Stach en Los años de las decisiones, seducía plenamente a Kafka, que buscaba para su literatura el factor de comunicación con el público: «Algunos ademanes y personajes que pasan por ser especialmente kafkianos proceden de la escena yiddish y del cuarto trastero del Savoy.»

Así que un Kafka melancólico en Verona entra en la iglesia de Santa Anastasia y se encuentra con el enano: una escultura que, según he podido averiguar, se atribuye a Alessandrino Rossi, llamado il gobbino, y ahora sólo me queda por averiguar quién era el tal Rossi. Aquel enano tenía el tamaño natural de las preocupaciones del soltero Kafka. Y es curioso observar cómo, al evocar años después a ese mismo enano, su tamaño ha pasado de natural a sobrenatural al tiempo que la expresión de felicidad en el rostro ha desaparecido bajo el peso (de la memoria): «Recuerdo de una iglesia en Verona a la que, completamente solo, entré de mala gana acuciado levemente por las obligaciones de un turista y acuciado severamente por el sentimiento de inutilidad de una persona menguante, vi a un enano de tamaño sobrenatural encorvado bajo la pila de agua bendita.» Como se ve, el plomo de la memoria del soltero Kafka había ido aumentando con los años, y ahora se abría a pasajes aún por descubrir: pasajes insólitos, sobrenaturales, agazapados tras la mirada ya para siempre incomodada del enano estático.

Busco unas páginas de Doctorow sobre W. G. Sebald y no las encuentro por ninguna parte. Se hablaba en ellas del sorprendente efecto de verdad y de la negación o leve declinación de la autoría -en la tradición del manuscrito del Quijote encontrado en Toledo- que lograba Sebald en sus ficciones tan reales.

No encuentro las páginas de Doctorow, pero decido buscar en Vértigo, uno de los primeros libros de Sebald, fragmentos de prosa que corroboren la teoría -no encontrada- de Doctorow sobre este autor. A Sebald lo he admirado siempre por su coraje al exponer en su abigarrada prosa una absoluta carencia de alegría, luz y vivacidad. Para un hombre muerto, parece decirme siempre, el mundo entero es un funeral. Ahora, gracias a las páginas no encontradas de Doctorow, lo admiro también por su maestría en la puesta al día de la técnica del ambiguo efecto de verdad.

Al adentrarme en Vértigo, veo que había olvidado que allí hay dos relatos (All'estero y Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva) que tienen como escenarios y referentes literarios los lugares a los que peregrinó Kafka en Italia, en septiembre de 1913. Por tanto, lo más probable es que Sebald hable de Verona, esa ciudad que, tras la lectura del libro Kafka va al cine, me propuse la semana pasada revisitar, sólo por ir a la pila bautismal de la iglesia de Santa Anastasia y ver el enano de mármol de tamaño natural ante el que estuvo sentado un buen día de 1913 un Kafka desfondado.

Me desvío de mi intención inicial al adentrarme en Vértigo y paso a preguntarme si en su viaje a Italia se acordó Sebald de ese enano de mármol que cayó bajo la mirada implacable de Kafka. No tardo nada en encontrar la palabra Verona en el texto All'estero, y enseguida también la iglesia de Santa Anastasia. Cuenta Sebald que entró en ella con la idea de ver un fresco sobre San Jorge que Pisanello había realizado en la entrada a la capilla de los Pellegrini, alrededor del año 1435. Pero en momento alguno menciona al enano. Me digo que los grandes frescos de Pisanello, poblados de muchas pequeñas figuras caracterizadas por la precisión del trazo, se parecen a los tapices textuales de Sebald, tan poblados de personajes buscados y encontrados en entornos descritos meticulosamente.

La iglesia de Santa Anastasia le parece a Sebald muy oscura y dice que «incluso a las primeras horas de la tarde más luminosa impera el crepúsculo más profundo». La abandona pronto, sin dar señales de haberse interesado por el enano. Tres días después, entra en una pizzería de mala muerte de la Via Roma que «ya desde fuera daba la impresión de tener una reputación no muy buena», y allí descubre que es el único cliente para un único camarero y, viendo una marina que cuelga en un marco pintado al oro viejo y que describe una gran catástrofe, se le enfría la frente a causa del repentino miedo y deja el plato sin acabar y sale a la calle, y aquella misma noche, presa de un pánico desaforado, abandona la ciudad en un tren que sale hacia Innsbruck.

No desfallezco en mi búsqueda del enano y sigo adentrándome en Vértigo y en el relato Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva descubro que, siete años más tarde, Sebald volvió a Italia, volvió a Verona. En su primer paseo por la ciudad, se refugió en un portal donde había una placa de metal que anunciaba la consulta de un dentista, «la consulta del dottore Pesavento, que ejercía en la Via Stella, cerca de la Biblioteca Civica, donde llevaba a cabo sus extracciones indoloras». Me quedo helado al ver que misteriosamente Verona me lleva a reencontrarme con el dottore, con el viejo dentista de las extracciones indoloras, y conmigo mismo. ¿Estoy yo también en ese libro? ¿Y el enano? ¿Por qué no dice nada Sebald de él?

En Verona, Sebald regresa a la Via Roma y busca la pizzería, donde siete años antes le entrara un pánico glacial. La pizzería lleva tiempo cerrada, tal vez desde el día en que él mismo huyó de allí aterrado. Fotografía la puerta del restaurante difunto y luego se encamina de nuevo a Santa Anastasia, a reencontrarse con el fresco de Pisanello. Mientras va hacia la iglesia, se acuerda de que Kafka, la tarde de septiembre de 1913 en que llegó a Verona, caminó por las callejuelas de la ciudad hasta fatigarse, y decidió entrar a descansar en Santa Anastasia y, después del reposo en aquel espacio fresco, en penumbra, «se puso de nuevo en camino y aun al salir condujo sus dedos, como a un hijo o a un hermano pequeño, por los rizos de mármol del enano que desde hacía cientos de años perseveraba bajo la pesada carga de una pila de agua bendita al pie de una de las poderosas columnas…».

No podía ni imaginar, la semana pasada, leyendo Kafka va al cine, que al enano no tardaría en encontrármelo en otro libro. Pero finalmente, aunque tan sólo de forma fugaz, ahí está nombrado el enano -visto como un hijo o un hermano pequeño- en el relato de Sebald. Un aire fresco de finales de diciembre penetra por la ventana entreabierta y por un momento imagino que el aire es blanco y me hallo en el centro de un mar de niebla, en Santa Anastasia. El enano, cansado de que últimamente no le dejen en paz, eleva una tímida protesta. Pero no hay ningún indicio, le oigo decir a Sebald, de que el doctor K. hubiera contemplado el fresco de Pisanello. Se diría que Sebald pasa del enano tanto como Kafka pasó de Pisanello.

MARZO

Poco antes de iniciarse la campaña electoral que desemboca en este 9 de marzo, se presentó la plataforma de «artistas e intelectuales» en apoyo a ZP. Los titulares de prensa hablaron sólo de «artistas», tal vez porque no vieron allí muchos intelectuales, quizás porque se dejaron llevar por el menosprecio que suele conllevar esa palabra. No es país para intelectuales.

¿Dónde están, por cierto? Algunos posicionados en el marxismo o en el fascismo, y otros en plataformas políticas. Pero los más afines al aire del tiempo están en sus casas, viviendo en una tensa discreción desde que comprendieron que el individuo está vendido ante los poderes de una maquinaria burocrática estatal implacable, que les conduce, por ejemplo, a un debate técnico, a un debate televisivo previsible, a un previsible empate técnico, a un empate televisado, a un previsible empate roto, y así hasta el infinito.

Ante semejante maquinaria, ¿qué hacer? Es inútil -tal como vio perfectamente Kafka- luchar contra esos poderes porque son muy potentes y, sobre todo, demasiado sutiles. No es un problema específico de este país, sino general. Los intelectuales más lúcidos son conscientes de que la élite a la que ellos pertenecieron -la intelligentsia, ese estrato social que tiene sus orígenes más lejanos en los guardianes de la República platónica- está profundamente desalentada. Todos ellos vienen constatando, desde hace décadas, que cuanto dicen y hacen no es escuchado, se queda en una proporción muy pequeña de lectores, de estudiantes, de electores o de opinión pública. Personas de gran exigencia intelectual y potentísima inteligencia son hoy plenamente conscientes de que su destino en la vida -explicar lo que han entendido y que los otros no comprenden o no quieren ver- no sirve para nada porque a los otros ni les incumbe ni lo comprenden ni lo quieren saber.

No es país para la sabiduría y el pensamiento. En estas circunstancias, a muchos les parece que es obvio que no hay nada que hacer y que es mejor el destino discreto de apartarse, de quedarse leyendo y escribiendo, enseñando y estudiando, y en definitiva resistiendo, una actitud que a fin de cuentas puede llegar a alcanzar una verdadera dimensión política y que recuerda el espíritu inicial de la filosofía en un sentido socrático: el individuo que pasea al caer la tarde y dialoga con los otros y les muestra la posible verdad de las cosas y que espera que juntos la vayan construyendo.

La construcción de la verdad pasa por los caminos de la tarde. Y también por asomarse a cualquier mitin de estos días y acordarse de Flaubert: «Me he presentado ante el príncipe Napoleón, pero había salido. He oído cómo hablaban de política. Es algo inmenso. ¡Ah! ¡Qué vasta e infinita es la estupidez humana!»

Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: «Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc…? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo.»

En medio del bombardeo mediático de los Activos, el lunes recibí una visita inesperada cuando Edith Keeler se presentó en casa. Habían pasado más de treinta años desde la primera y última vez que la había visto. Me había dejado tan extasiado entonces que en los años sucesivos ya no había podido nunca relegarla a las escalas inferiores de mi memoria. Y de pronto, en la tarde del lunes, se dejó caer por Barcelona. Para mí fue como si de golpe hubieran colgado un cuadro de Edward Hopper en mi salón. Pero también como si lo hubieran colocado allí de una forma mecánica, con la rutina de cada sobremesa, ajenos a la lógica conmoción que aquello podría causarme. Ocurrió a primera hora de la tarde. Me hallaba ante el televisor, hundido en el sofá del sopor mediático de la repetitiva melodía de la campaña electoral cuando de repente, como si se hubiera abierto una brecha en la Puerta del Tiempo, como si lo previsible del día cotidiano se hubiera roto en mil pedazos, vi con glacial asombro la figura humana, demasiado humana, de Edith Keeler.

No, no podía ni creerlo. BTV, con el piloto automático puesto y seguramente ajena a la genial singularidad que introducía en aquel momento en las casas barcelonesas, emitía «The City on the Edge of Forever», el más legendario, original y valioso de los episodios de Star Trek. En mi caso, más de treinta años sin volver a ver el episodio -penúltimo de la serie y estrenado mundialmente el 6 de abril de 1967- habían dado para mucho. De entrada, para convertir a Edith Keeler en un amor imposible y un mito personal. Había reconstruido «La Ciudad en el Límite del Tiempo» de mil formas diferentes, de tal modo que mi memoria había transformado aquel episodio de culto, pero habían permanecido idénticas las vías de misterio y poesía que abría a su paso la figura indestructible de la bella Edith Keeler, interpretada por Joan Collins. Volver a verla significó descubrir que seguía como siempre, idéntica a sí misma. Era una pacifista que vivía en el Nueva York de los años treinta y que, en el polo opuesto del monótono decorado de nave planetaria de Star Trek, deambulaba por unos interiores urbanos que recordaban escenografías de Edward Hopper.

Fascinación inigualable del momento. En plena rutina del lunes por la tarde, quedé de pronto desconectado del mundo de los Activos y literalmente pasmado ante Edith Keeler, que, atravesando la puerta del Tiempo, volvía -me dijo- sin haberse ido nunca.

«La Ciudad en el Límite del Tiempo», con su historia -guión del gran Harían Ellison- sobre un amor imposible porque los amantes viven en dos dimensiones y dos siglos muy distanciados, me trajo tanto el recuerdo del ciclo de Bronwyn de Juan-Eduardo Cirlot -otra historia de amor con desequilibrio en el tiempo- como las palabras de este poeta acerca de la muerte, vista sólo como la zona oscura de la vida y en la que hay algo -dice Cirlot- que empuja hacia el resurgir, un algo que es como un hilo enterrado en la sombra.

De un tejido ajado por los años pareció surgir el lunes la figura inconmovible de esa bella mujer, de la que se enamora el capitán Kirk cuando atraviesa la Puerta del Tiempo a través de la cual se puede acceder a cualquiera de los periodos de la historia de la humanidad. El capitán, junto a Spock y el doctor McCoy, termina en el Nueva York de los años treinta. Y allí se enamora de Edith Keeler, una joven que lleva un lugar de acogida para indigentes. Es un amor de siglos desenlazados, que tiene los días contados, porque Edith sólo puede seguir existiendo unas horas, ya que -tal como Spock ha visto en su máquina del tiempo- de seguir en vida llevaría unos años después su infinita buena voluntad y deseos de acción hasta la Casa Blanca y, convenciendo al presidente de la nación, retrasaría la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial, de modo que los nazis se apoderarían del mundo. Por eso, Edith Keeler, por el bien de la humanidad, tiene que morir pronto, dejar de ser y pasar a no estar. Nada demasiado grave, pensé el lunes al verla surgir del hilo de mi memoria menos enterrado en la sombra. Nada grave si pensamos que la nada podría ser sólo una apariencia, tal vez -como Cirlot insinuara- nuestra apariencia fundamental.

Busco el recogimiento, porque suele ser más interesante la literatura que la vida. No sé si es paradójico, pero me gusta muchísimo la vida porque, digan lo que digan, se parece a una gran novela.

Leyendo escribiendo, de Julien Gracq, es sin duda uno de mis libros favoritos. La escritura se origina en la lectura, se escribe porque otros antes que nosotros han escrito y se lee porque otros antes que nosotros han leído.

Leyendo escribiendo es el libro de un lector que escribe. Gracq es, por este orden, lector, escritor y crítico: «Lo que muy a menudo es ajeno a un crítico, pero está casi siempre tan presente en el autor: la noción de gasto vital implícito en una obra, y su evaluación.»

Y pensar que en realidad este dietario llevo escribiéndolo desde 1963, cuando tenía catorce años. Conservo milagrosamente la agenda americana editada por producciones Myrga para ese año, comprada en la librería y papelería Solá, del Paseo de Sant Joan 14 (llamado entonces General Mola), de Barcelona. He preguntado y me han dicho que se siguen editando actualmente dietarios Myrga, agendas de bolsillo parecidas a la que tuve. En cuanto a la librería Solá, he ido a ver si todavía existía. Ni rastro. Lo último que hubo en el número 14 del Paseo fue una empresa de «instalaciones ganaderas», y ahora el local está vacío, en venta. Muy cerca de allí, en el número 27 del Paseo, estuvo el cine Lido, uno de los que más frecuenté en aquel año de 1963. Era un cine de barrio, de programación doble, que en los años sesenta todavía se anunciaba como un local con «pantalla panorámica, la primera en España». Tampoco de aquel cine queda ni rastro, aunque es curioso: sé el teléfono de aquella sala (25-49-19), porque el Lido se anunciaba en unas cajetillas de cerillas y ahora una de ellas la venden en Internet. Por otra parte, el nombre del cine no se ha perdido del todo en el barrio, ya que se ha conservado en el número 36 del Paseo, en la antigua Granja Lido, que se nutría de los clientes del cine y hoy es un excelente restaurante.

En enero de 1963, por razones para mí mismo no totalmente claras, aunque imagino que ligadas al simple hecho de que me habían regalado la agenda -aunque cabe también la posibilidad de que la comprara yo mismo al salir del Lido-, comencé a llevar un diario que apenas he interrumpido a través del tiempo. Ayer estuve repasando mi vida en 1963 y me centré en el mes de marzo, y fue como un extraño viaje a mi mundo de hace cuarenta y cinco años.

El 18 de febrero de aquel año, el mismo día en que aparecía en París la ultramoderna Rajuela, de Julio Cortázar, yo iba al cine Lido a ver Silla eléctrica para ocho hombres y Yo soy el padre y la madre, películas de las que no recuerdo nada, ni siquiera haberlas visto. Estábamos en la época que el novelista Martín Santos definió como tiempo de silencio. Nadie se atrevía a hablar. Eran tiempos de decalage importante entre París y Barcelona, entre la literatura de Cortázar, por ejemplo, y la programación doble de silla eléctrica del cine Lido. Por aquellos días, el 5 de abril, Washington y Moscú se conectaron a través del llamado teléfono rojo, que en realidad era de color negro y que se decía que servía para evitar una tercera guerra mundial. Pero en la Barcelona de aquel 5 de abril no se tenía excesiva conciencia de que estuviéramos al borde de una nueva guerra. Eran tantos los problemas cotidianos y tan abundantes el silencio y el miedo y tan escasa la información que llegaba de fuera que la vida en la provincia transcurría como si nadie supiera aún que la lógica y la ética eran fundamentalmente la misma cosa: el deber hacia uno mismo.

Ese 5 de abril, con la parquedad habitual, anoté en mi agenda: «Ha llovido todo el día.» No era, creo, un dato despreciable. Hoy me sirve para saber que el 5 de abril de 1963 llovió en Barcelona. Y me hace pensar en el diario de Peter Handke, donde éste anota: «Blancas nubecillas cruzaban por detrás de Notre Dame en una vieja película de Jean Renoir, y yo pensé: así que esas nubes cruzaron por ahí hace más de cuarenta años.»

Así que ese día llovió en Barcelona. El miércoles 20 de marzo escribí con el mismo e invariable estilo lacónico: «Planeamos el viaje de Semana Santa.» Algunas cosas entonces ya eran como ahora. El sábado 30 de marzo, fui a comprar discos de Jumping Jewels, The Tornados y Emilio Pericoli. Ni idea de quiénes son. El domingo 24 de marzo escuché en directo a Los Catinos (eran de mi colegio y los llamábamos cariñosamente Los Cretinos y tenían en Manolo Vehi un magnífico cantante), los Mangas Verdes y los Blue Stars. De ésos sí me acuerdo, porque yo quería ser guitarrista. El jueves 28 de marzo vi en el Lido Barreras de orgullo y La esposa del embajador, y tampoco de esas películas recuerdo nada. Oscura es la lacónica frase del sábado 23 de marzo: «En la barbería cobran 24 pesetas.» ¿Tenían que cobrar 23?

Pero de marzo de aquel año la más enigmática de las anotaciones es la del lunes 11: «Ha muerto el señor Santiañez.» Aunque también es inquietante la adusta anotación del martes 5 de marzo: «Día completamente normal.» ¿Un día en el que no había nada que resaltar? Me temo que quería decir: «Día completamente aburrido.» Como vivía entonces en un tiempo inmóvil, me doy cuenta ahora de que en realidad me dedicaba ya entonces a envejecer, pero a envejecer sin el transcurso del tiempo. No encuentro escrito, a lo largo de todo 1963, un solo sentimiento que sea verdadero. Y, al mismo tiempo, tengo la impresión de que si no hubiera escrito aquel dietario, la vida se me habría secado o algo parecido. ¿A qué edad tenemos el privilegio de acceder a los sentimientos? El jueves 7 de marzo anoté: «Tengo que ir al médico. Peso 43 kilos y mido 1,59.» De aquel marzo ese día es el único del que me acuerdo bien. Pero no por lo que dejara dicho en el dietario, sino por lo que debería haber allí añadido. Porque ese día me llegó un sentimiento verdadero, pero no supe reflejarlo. El sentimiento, puesto por escrito, exigía sólo cinco letras: miedo. Debería, además, haber añadido que en secreto confiaba en crecer y en ganar peso durante la noche, ganarlo sólo de dormir y soñar; de soñar que quizás un día, por fin, a medida que fuera teniendo más peso y altura, iría teniendo también más ideas.

Se sabe que en 1939, en visita a Freud, un joven Dalí hizo un esbozo o apunte rápido del fundador del psicoanálisis, y lo dibujó moribundo. Y también se sabe que, cuando Freud pidió ver el dibujo, Stefan Zweig no quiso angustiarlo y se negó a mostrárselo. Entonces Freud, cambiando de tema, le dijo a Dalí que le habían entrado deseos de saber cómo era la pintura de su generación. ¿Y cómo era? Ni siquiera Dalí podía imaginarlo. Quedaban sólo unos días para que Freud muriera y Stefan Zweig leyera en su funeral la oración fúnebre. Y también faltaba poco para que se supiera que la pintura de la nueva generación era un siniestro apunte dramático, el dibujo de la muerte.

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el dibujo de la vida desapareció brutalmente del rostro de Europa. Y Stefan Zweig fue a buscarlo, huyendo del terror nazi, en la fisonomía de Michel de Montaigne, que en el siglo XVI inventó el género del ensayo en la torre de su castillo próximo a Burdeos, donde decidió dibujarse a sí mismo en su verdad ordinaria. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de esa torre, en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a «buscarnos a nosotros mismos», comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal (en nombre de Lord Chandos) renunciaba a la escritura precedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. De hecho, en su libro inacabado sobre el pensador francés, Zweig insinúa la existencia de más de un rostro de Montaigne cuando comenta que, en un primer momento, éste escribió para sí mismo y que sólo con la publicación de los dos primeros volúmenes de sus Ensayos se sintió de pronto convertido en un escritor, y por eso proyectó su sombra en los Ensayos posteriores. «Todo público es un espejo», dice Zweig. «Todo hombre presenta otro rostro cuando se siente observado. Apenas han aparecido los dos primeros volúmenes, Montaigne empieza de facto a escribir para los demás. Comienza a rehacer los Essais.»

Montaigne y sus -como mínimo- dos rostros, así como Pessoa y sus heterónimos, podrían ser algunos de los escritores encuadrados en lo que Jordi Llovet calificó de capítulo rarísimo y todavía por escribir de la historia del género épico. Ese capítulo incluiría a todos aquellos -desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett, Perec- que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura. Una lucha de evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la artificialidad y de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea.

Con todo, ni la decisión pionera de dibujarse a sí mismo ni ese ahogo metafísico en el mundo de la artificialidad fueron los aspectos que más interesaron a Zweig cuando, huyendo del dibujo nazi de la muerte, se dedicó a escribir -en libro póstumo, interrumpido por el suicidio- su biografía de Montaigne, en quien admiraba, por encima de todo, su noble esfuerzo por salvar la independencia personal en una sociedad fanática y destructora. Sobre ese factor heroico se centra su libro. Y aun siendo muy certero el apunte moral sobre la condición de Montaigne de obstinado dibujante de su propia vida, de escritor que pensaba que lo más importante del mundo era «saber ser uno mismo», habría resultado fascinante que Zweig también hubiera profundizado en el tema -sólo esbozado en el libro- de esa tensión que surge de la lucha titánica contra toda forma de impostura y que Montaigne conoció muy bien.

Ambiguamente limitado por la pátina de ficción que le ahogaba en su segunda etapa -cuando ya escribía sabiendo que lo leerían-, Montaigne vio que su pensamiento vagabundo, por muy paradójico que resultara, no sería nunca nada sin la ficción, y menos aún sin la tensión que ésta originaba en su convivencia con la búsqueda de sentido. Esa es la tensión por la que Zweig pasa de puntillas en su libro, aunque él mismo es quien la sugiere abriendo futuras brechas reflexivas al hablarnos de la existencia -como mínimo- de dos Montaigne: «En general, la primera versión de los Essais, la que menos dice de su persona, es en realidad la que más dice. Es el Montaigne auténtico, el Montaigne de la torre, el hombre que se busca a sí mismo. En ella hay más libertad, más sinceridad. Ni el más sabio escapa a la tentación. Primero quiere conocerse; después, mostrarse como es.»

Tuvo que haber un tercer Montaigne, anterior a estos dos, el que se sentó un día a escribir para buscarse a sí mismo. Pensar en ese tercer hombre nos llevará siempre a vivir en la sospecha de que la gran escritura, la que capta la indefinible esencia del gran dibujo de la vida, no siempre es legible, a veces simplemente se aposenta en nuestro propio aire, como una especie de cante hondo, o como esa música callada del toreo, de la que hablara Bergamín.

ABRIL

Cuando todo el mundo, menos Kafka, se ha vuelto ya kafkiano, aparece en el horizonte una categoría de seres, los enfermos erróneos, que buscan distanciarse de la locura oficial y tener una enfermedad propia, defender su singularidad ante el estridente y vulgar kafkianismo general. En ese enfermizo y distinguido grupo la posesión de un secreto personal intransmisible se lee como una señal de estar en la senda de los afortunados. Son el revés del ciudadano kafkiano habitual, individuo sin misterio.

En uno de los relatos de Los enfermos erróneos, el bello y turbador primer libro de Sònia Hernández, alguien dice que había muchas cosas que su madre tenía que callar: «Éramos una familia con muchos secretos. Eso lo decía constantemente mi madre, pero ella lo decía contenta, como si fuésemos afortunados.» En otro de los relatos, un hijo relaciona también los secretos con señales de fortuna: «Yo estaba en el mismo bando que mi padre, formaba parte de sus secretos.» En Los enfermos erróneos se ocultan y muestran casi tantas enfermedades como secretos, tantas luces como oscuros velos. Y hay momentos en los que, a causa de la alegría fúnebre que hay en la maraña de todo secreto, intuimos que esconder tiene un matiz de enfermedad distinguida y, además, de enfermedad afortunada, y hasta necesaria. Como si ocultar resultara esencial para recomponer nuestra maltrecha singularidad.

Uno de los centros nerviosos del libro de Sònia Hernández es el memorable cuento Las niñas de la terraza, donde lo enfermizo erróneo alcanza de lleno a la propia escritura. Es imposible quedar indiferente ante esas dos mujeres que conocen la experiencia de estar muertas en vida en el sótano que acoge los manuscritos del marido y padre: un monstruo o gloria de las letras que, errante y fantasmal, cruza impunemente por todos los relatos del libro. Lo que impresiona en Las niñas de la terraza es que presenta descarnadamente la doble vertiente de la escritura: práctica secreta de una actividad feliz e imprescindible y al mismo tiempo práctica literalmente siniestra, con un fondo angustioso, del que no se libra nadie, ni el pariente más inocente o lejano.

Mientras leía el cuento, y coincidiendo con una furtiva reaparición de la idea de la necesidad del secreto, me ha venido a la memoria aquella tela oscura en el rostro que separa a un clérigo de sus parroquianos durante toda su vida en El velo negro del ministro, intenso relato de Nathaniel Hawthorne que Ángel Jové me descubriera hace años. Y he recordado al propio Hawthorne en su gabinete: «Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Esta es una pieza embrujada porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo.» También el gabinete del monstruo de Las niñas de la terraza es una feliz pieza embrujada, con la particularidad de que las felices visiones que desde allí se difunden al mundo son la peste para los habitantes de la casa.

«Ante la locuacidad del universo, disponer al menos de un secreto personal intransmisible y entenderlo como signo de buena estrella» (Manuel da Cunha, No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra).

Conductas enigmáticas las encontramos en relatos tanto de Hawthorne -su cuento Wakefield es ya un clásico- como en los de su íntimo amigo Melville. En ellos hay personajes que predicen conductas que en el futuro, con la aparición del mundo de Kafka, pasarían a ser kafkianas, y que en nuestros días son más bien moneda corriente porque todo el mundo se ha vuelto precisamente kafkiano. Pero hubo un tiempo, ya casi olvidado, en el que sólo Kafka hablaba así: «Sin antepasados, sin matrimonio, sin descendientes, con fieras ganas de antepasados, de matrimonio, de descendientes. Todos me tienden su mano: antepasados, matrimonio y descendientes, pero demasiado lejos para mí.»

Estas palabras que hablan de lo que algunos llaman la vida de verdad, me remiten inevitablemente a la última heroína de Los enfermos erróneos, una mujer que a duras penas logra mantener el control de su vida paralela, el control de esa vida que la acompaña incesante desde que nace y que se va nutriendo «de todos los elementos que se descartan en la vida de verdad». Hay puntos en común entre la vida de esa mujer, contada con una imaginación de estirpe hawthorniana, y la del enigmático clérigo de El velo negro del ministro, que también lleva su vida paralela, en este caso detrás de dos pliegues de crespón que le cubren el rostro.

Precisamente ese rostro velado -detrás del cual está un hombre que necesita construir su identidad con un secreto- podría estar en el origen de las enigmáticas conductas de los enfermos erróneos, a quienes el malestar podría haberles llegado por la vía de la herencia genética. Ahí encajarían perfectamente las palabras de Kafka sobre los antepasados y el matrimonio si no fuera porque él ya no es el paradigma de lo kafkiano, sino exactamente lo contrario. En un mundo que se ha vuelto uniforme, los enfermos erróneos, personajes de distinguida conducta enfermiza, se desmarcan de esa tendencia y se inscriben en la rareza de no ser kafkianos, lo que tiene su mérito en un mundo plagado de seres planos, sin secretos.

No es que a ellos, enfermos de sus enfermedades erróneas, no les quieran tender la mano los antepasados, el matrimonio y los descendientes. Pero es un hecho que les tienden esa mano demasiado lejos. Es lo mismo que le sucedía a Kafka, que sabía ver agazapada la enfermedad y dialogaba con ella. Hoy en día, una cosa así sólo saben hacerla los enfermos erróneos. Los otros, los contribuyentes del estado general kafkiano, llevan una vida sana y sin secretos, nada diferenciada, asombrosamente seca.

No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea. ¿Cómo voy a ser Antoni Casas Ros? De acuerdo en que su condición de escritor invisible -su rostro quedó desfigurado por un accidente y no quiere aparecer en público, no le han visto nunca ni sus editores ni su agente- permite toda clase de especulaciones. De acuerdo en que resulta, además, sospechoso que encabece su primera novela, Le théorème d'Almodóvar, con una cita de Roberto Juarroz y que esa cita haya sido un amuleto de mis últimos libros: «En el centro del vacío, hay otra fiesta.» Y de acuerdo también en que, al comentar en Le Nouvel Observateur su admiración por Cortázar, Pere Calders, Murakami, Bolaño, Fresán y otros -una lista de autores favoritos asombrosamente parecida a la mía-, ha contribuido aún más a crear equívocos, incluidos los que yo mismo me he creado dentro de la confusión propiciada por la necesidad constante de ser otro.

Pero ¿cómo voy a ser Casas Ros, que nació en la Cataluña francesa en 1972 y vive ahora en Roma y antes en Barcelona, Niza y Génova y escribe en lengua francesa y su madre es italiana del Piamonte y su padre es catalán, un acomplejado inmigrante que le privó de un contacto con su «cultura de sangre» al pretender que le vieran como francés, lo que, en revancha, inyectó en el hijo la convicción de que su alma es catalana? No, no soy Casas Ros, como tampoco creo que lo sea Sergi Pàmies, que el otro día en Libération comentaba que en un Fnac de Barcelona compró Le théoreme d'Almodóvar de un tal Casas Ros, publicado por Gallimard, y enseguida escuchó ciertas músicas del azar y cayó en la cuenta de que él, Sergi Pámies, escritor catalán nacido en Francia que escribía en catalán, se disponía a leer en Barcelona la novela en francés de un francés de origen catalán que vivía en Roma.

¿Pero quién es Casas Ros? En El teorema de Almodóvar, que acaba de publicarse en su versión española, puede verse que es pariente lejano de aquel clérigo que llevaba un velo negro en el rostro en un cuento de Hawthorne y al mismo tiempo alguien que no escatima elogios hacia la escritura como medio de supervivencia y de sabotaje. Y no es para menos, porque ésta le ha prestado una ayuda providencial. Leyéndole, veo que coincido con muchos de sus ángulos de visión de lo literario y que, sobre todo, no puedo más que envidiarle, porque Casas Ros es lo que yo hubiera querido ser: un escritor francés sin imagen y un enamorado, en la distancia, del factor catalán.

La novela cuenta la historia del propio Casas Ros: «Nadie me ha visto desde hace quince años. Para tener una vida, hace falta un rostro. Un accidente destruyó el mío y todo se detuvo una noche, a mis veinte años. Desde entonces he leído con pasión, y aparte de eso no he tenido gran cosa que hacer. Desde la Vita Nuova hasta Los detectives salvajes, ningún escrito autobiográfico se me ha pasado por alto…»

Nadie le puede ver. Al principio creyó a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle su semblante de estilo cubista y hoy su cara remite a «una foto movida que puede recordar vagamente un rostro». Nadie le puede ver, pero en el libro establece contactos con Lisa, un transexual, y con el cineasta Pedro Almodóvar, relaciones que le van abriendo perspectivas. A este hombre oculto la abstracción a la que somete su vida social le permite descubrir -la literatura es su salvación- un mundo subyacente que en otras circunstancias su sensibilidad no habría nunca ni rozado: un mundo abierto a espacios inéditos, que le permite vivir y comunicarse sin tener que imponer a nadie su rostro de catalán desfigurado.

Se diría que el invisible Casas Ros desgarra con fuerza el papel al escribir. Es como si lo agujereara con un procedimiento similar al del accidente que sufrió, como si hubiera considerado necesario que en el libro asomara el deterioro, el desgaste, el hundimiento al que debe someterse toda escritura que quiera exponer al mundo un accidente como el que le privó de una existencia normal y le dejó sin vida social, una vida agujereada. Desde entonces no sale de día y, a la manera de un fantasma de la Ópera, sólo vagabundea en las noches cerradas, mezclándose de lejos con hombres y mujeres, a los que mira como si tuviera lentes de orfebre: extraña forma cubista de vida.

«Escribo únicamente para comprender cómo puede haber otra fiesta en el centro del espacio vacío», dice esta especie de hombre elefante, dotado de un talento especial para las matemáticas, que vive aislado, refugiado en el álgebra, Newton, los libros, los teoremas cubistas y el cine, y cuya escritura se abre a grandes horizontes y fiestas de soledad que seguramente habrán de obligarle en el futuro a permanecer siempre oculto, lo cual no deja en cierta forma de parecerme envidiable, pues ya me gustaría a mí poder cultivar la presencia de mi ausencia para desde la tabla rasa, desde el grado cero de la literatura, hacerme fuerte y sacar hondo partido de esa situación de invisibilidad que permite contemplar a los otros desde un radical realismo interior.

«Me gusta esta terraza, pero mi vida está complicándose demasiado», dice el narrador hacia el final del libro, y creo que acierta al intuir futuras dificultades, porque si bien es verdad que ha dado con una terraza y una poética insólita de espacios inéditos, también lo es que, si desea mantener ese discurso solitario, tendrá que mantenerse en sus trece y pagar el duro tributo de no ser jamás visto en la vida. Se ha metido en un buen lío este catalán oculto en Roma. Si me preguntara le diría que, a pesar de todo, no deje pasar tan fantástica oportunidad y perspectiva para su literatura de noctámbulo solitario, y que bajo ningún pretexto abandone la atalaya cubista. «Una vez dentro, ya hasta el cuello», que decía Céline.

Eran las ocho de la tarde y yo lidiaba con la apacible -sólo en apariencia- monotonía del momento hogareño. Fui a mirar al ordenador la correspondencia electrónica y me llevé un leve susto. Acababa de mandarme un e-mail Antoni Casas Ros, el escritor sin rostro, el hombre desfigurado. Siempre tendrá algo de inquietante que un hombre invisible se ponga en contacto con uno. Me escribía en francés desde un lugar tan secreto e inaccesible que mi protector de seguridad me advirtió que podía encontrarme ante un mensaje falseado, tal vez un intento de estafa. Esto no me extrañó porque es lógico que Casas Ros tome sus precauciones para evitar que lo localicen: desea permanecer en la sombra y no salir jamás de lo invisible y, si no le entendí mal, según me decía en su mensaje, piensa dejar que en el futuro su escritura «siga permaneciendo detrás del velo negro de Hawthorne».

Está claro que no escapo en las últimas semanas de esa tela oscura que tapa el rostro de un clérigo en un cuento de Hawthorne. Hasta me compré ayer El velo negro, un libro magnífico de Rick Moody, donde este autor mezcla autobiografía, ficción y ensayo para acercarse a la figura de un tal Moody antepasado suyo, que fue el clérigo en el que se inspiró Hawthorne para su relato. Es memorable, en las primeras páginas, la figura de un personaje que se mueve por el metro de Nueva York, digamos que con la arritmia de la desesperación, y que tiene algo de monstruo suelto por la ciudad: «Aquel tipo no tenía rostro. En vez de una cara, me encontré con una enorme prenda con capucha, una especie de chaqueta para la nieve, probablemente un anorak o un abrigo o algo así, un traje de El séptimo sello, y aquella capucha colgaba sobre su cara, no sólo sobre su frente, de modo que no se advertía rostro alguno.» En realidad, nos dice Moody, no se advertía nada de nada, ni barbilla, ni un trocito de cuello mal afeitado, nada, ninguna cara, sólo la capucha de una especie de color marrón grisáceo y mugriento que se balanceaba de un lado a otro…

¿Era la Muerte? Podía ser que sí, que fuera la Muerte, ese personaje de la Edad Media. ¿Tendría voz? «No seamos ridículos», dice Moody, «la Muerte no tenía intención de viajar en mi vagón. La Muerte no es tan metódica.»

Eran las ocho y cinco de la tarde y yo seguía lidiando con la aparente monotonía del momento hogareño. Después del mensaje de Casas Ros, me había puesto a releer el libro de Rick Moody, cuya exhibición de talento me había dejado fascinado. Sonó el teléfono. En el contestador reconocí la voz de una amiga y descolgué. La amiga y su hija llamaban porque estaban en la tumba de Hermán Melville en Nueva York. Una casualidad sin duda. Imposible no tener en cuenta que Melville le dedicó la novela Moby Dick a su amigo Hawthorne. Pensé que el salón de nuestra vida cotidiana puede ser una gran central de azares. Y de contrastes. Porque si en Barcelona había caído ya la noche, en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, el día era soleado y fresco, con brisa marina. Y si la monotonía del momento era tan sólo aparente se debía a que yo era consciente -de acuerdo con Magris en su prefacio a El infinito viajar- de que precisamente en el espacio doméstico, en el hogar, es donde el viajero empedernido se juega realmente la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo. Dicho de otro modo: la casa es el lugar central de nuestro mundo; es el lugar de la pasión más fuerte, en ocasiones devastadora -por la compañera de tus días, por ejemplo-, el lugar de la pasión que nos cala sin miramientos.

La amiga que llamaba preguntó de golpe si quería enviarle un mensaje a Melville. Según cómo se mire, nunca estuvieron mi salón y gabinete tan conectados con la sepultura de Melville como en aquel momento. Por unos segundos (y hay que comprender que todo es verdad: todo lo que las personas han pensado alguna vez es la rigurosa verdad), imaginé a Laura, la hija de mi amiga, junto al capitán Ahab, el inolvidable personaje de Moby Dick. Pero era un capitán sin rostro, aunque con zapatos náuticos, jersey de lana y chaqueta de tweed con parches en los codos, sentado en la tumba del gran Melville.

Me acordé de unos versos de Hart Crane y, como no tenía ningún mensaje que enviar a aquel cementerio del Bronx, recité por teléfono los primeros versos de ese poema que Crane escribió acerca de la tumba de Melville y que me sé de memoria, tal vez porque nunca logré entender palabra de lo que ahí se dice: «Lejos de este arrecife, a veces, bajo la ola / Los dados de los huesos de los muertos / Vio legar un mensaje, al contemplarlos / Batir la orilla, en polvo oscurecidos.»

La tumba es modesta, dijo mi amiga, es la tumba del escritor completamente olvidado que Melville era cuando murió. Y no era una sepultura muy frecuentada, me explicó. Apenas cuatro rosas, tres mensajes anónimos, un retal de bandera americana, dos lágrimas dibujadas por algún espíritu tierno. Aunque fuera tan sólo a través del hilo telefónico, cada vez me sentía más cerca de la tumba y de los dados de unos huesos en polvo oscurecidos. Me despedí de mi amiga y de su hija. Y vi que el capitán Ahab sin rostro, desaparecidas las fronteras entre la vida y la muerte, se quedaba oscilando en el océano, a medio camino entre el salón de casa y la suave corriente del Bronx.

Enrique Vila-Matas

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