Este inquietante y misterioso libro criminal fue escrito por Enrique Vila-Matas cuando en 1975 vivía en París y leyó que a Unamuno, mientras vivía en esa misma ciudad, se le ocurrió la idea de una novela que provocara la muerte de quien la leyera. Vila-Matas sufrió un leve revés cuando, al decidir llevar a cabo el proyecto de este libro asesino, y comentárselo a Marguerite Duras, que era entonces su casera, ella le dijo que se trataba de algo irrealizable, que nunca ningún libro fue como la tumba de Tutankhamon, lo que llevó a Vila-Matas a comprender que sólo lograría el efecto mortal buscado si practicaba el crimen en el espacio estricto de la escritura.

Publicado por primera vez en 1977, La asesina ilustrada significó la revelación de Vila-Matas como escritor.

Enrique Vila-Matas

La asesina ilustrada

– A Conchita Sitges y Raúl Escari,

que se encuentran en el

origen de este libro

PRÓLOGO

TAN MEZCLADAS Y ENTRELAZADAS SE encuentran en mi vida las ocasiones de risa y de llanto que me es imposible recordar sin buen humor el penoso incidente que me empujó a la publicación de estas páginas.

Fue el año pasado, en un viejo hotel de Bremen, andando en busca de Vidal Escabia. Por un laberinto de corredores había llegado hasta el 666, el número de su habitación, y como fuera que la puerta estaba entreabierta y nadie respondía a mis llamadas acabé empujándola para quedarme mirando en la oscuridad, que estaba aliviada tan sólo por el brillo de unos ventanales. La esquina de una mesa tenía un brillo tenue, y detrás podía verse un bulto caído sobre la alfombra. Hallé el botón de la luz y se encendió una lámpara de cristal que colgaba del techo. Vidal Escabia estaba allí, al pie de la mesa, mirándome con los ojos abiertos. Estaba muerto.

Observé detenidamente la escena y mi atención pronto se centró en la gruesa alfombra. En ella, junto al cuerpo del escritor, entre manchas de sangre, a la altura de sus impecables mocasines rojos, había una minúscula pistola y, a su lado, el sobre sellado que dos días antes yo le había enviado por correo. El sobre contenía el manuscrito original de La asesina ilustrada, las notas escritas por Ana Cañizal y una carta de presentación firmada por mí. Pensé en guardar los escritos en el amplio bolsillo de mi abrigo, pero pronto reflexioné con calma y acabé obrando del modo que suele ser más habitual en este tipo de situaciones: dejé todo tal como estaba y di dos gritos, muy femeninos y francamente espeluznantes, que pusieron en pie a todo el hotel. Eran las siete de la mañana. Al día siguiente, el forense dictaminaba que Vidal Escabia se había suicidado. Se me permitió recuperar los escritos que le había enviado, y así concluyó el episodio de mi encuentro, el primero y el último, con Vidal Escabia.

Como es muy probable que la obra de éste, y hasta su nombre, sean todavía desconocidos para el lector, precisaré que Vidal Escabia es un escritor recientemente descubierto por varias editoriales españolas que, al parecer, se proponen reeditar el próximo invierno parte de su obra, editada hasta ahora en publicaciones muy minoritarias.

Vidal Escabia había nacido en Elche en 1907, y los años de su juventud los pasó en su ciudad natal. Se exilió en Argentina durante la guerra civil y, para entonces, ya había publicado dos novelas cortas (la obra de Escabia, exceptuando dos libros de viajes y tres de poemas, se compone únicamente de novelas cortas): La vida en la corte y Pasiones de Eldorado (1934), que no conozco, y hasta creo que son una rareza bibliográfica. Su siguiente obra, El león del Zar (1942), apareció ocho años más tarde y es una conmovedora biografía de León Tolstoi. Del 42 al 45 viajó sin cesar, siempre en compañía de la bella Jenny López [1]. En La Habana, encontró el ambiente ideal para su siguiente novela: Perfidia (1945), un excelente melodrama, acaso su mejor obra.

Terminada la segunda guerra mundial, se instaló en Lima, donde se casó con Gilda Luna, una bailarina valenciana. Siguió escribiendo relatos -algunos muy extravagantes, como The fantastic story of Eva Siva, redactada en inglés con todos los diálogos en italiano- y vivió los años más felices de su vida. En 1951, Gilda Luna pereció en accidente de automóvil y Escabia, que quedó profundamente abatido, medio enloqueció. Vendió su casa de Lima y regresó a España.

En Elche, se empleó en la Biblioteca Municipal y ya no dejó este trabajo hasta el final de sus días. Siguió escribiendo novelas cortas -quizás la más destacada sea Agridulces damas de Elche- hasta que, en la primavera del 75, decidió hacer un largo viaje al extranjero tras veinticinco años de absoluto retiro en su ciudad natal. Algunos de sus amigos trataron de convencerle de que no se marchara. Se habían enterado de que se iba solo y juzgaban que a su edad debía viajar acompañado. Él no les hizo el menor caso y, el 25 de mayo, tomó un tren con dirección a Barcelona. Quería recorrer toda Europa, y de ahí lo extraño de su suicidio. Porque él andaba muy ilusionado con su viaje. En Barcelona, saludó a viejos amigos, rememoró escenas de su juventud, posó para una fotografía como la que un día Pablo Neruda se hizo en la Plaza Real, detrás de una inmensa jarra de cerveza, y cogió un tren que en doce horas le dejó en París. Allí encontró a unos amigos comunes que fueron quienes me informaron de su fugaz paso por la ciudad y de su partida hacia el Gran Hotel de Viena en Bremen, primera parada de un viaje por el Mar del Norte.

De su producción literaria, creo que son sus dos libros de viajes los que menos merecen ser leídos y, sin embargo, los que, al parecer, han desempeñado un papel más decisivo en la historia de su redescubrimiento. Porque, de todos los autores que en los años 30 vieron publicadas sus primeras obras y tras la guerra civil quedaron olvidados o postergados, él, sin duda, es el caso más curioso, ya que va a ser rehabilitado gracias a los textos más endebles y soporíferos de su producción. Parece ser que el proceso de rehabilitación de Escabia se inició cuando, a mediados del caluroso agosto del 73, llamó la atención de J. M. la aparición simultánea de dos críticas muy elogiosas de Navegación en mar peligrosa, pésimo relato en el que Escabia cuenta un viaje inventado. Estaba J. M. tan aburrido en aquellos días que acabó entrando en una librería de Benidorm e, interesándose por el libro, pese a que nada sabía sobre su autor, e ignorando, por supuesto, que una de aquellas elogiosas críticas había sido realizada por el propio Escabia que, oculto tras el seudónimo de Escaviar, calificaba a su propia obra de "relato maestro en su género". Picó J. M. en el anzuelo y acabó deslumhrado por el estilo ampuloso y por la burda palabrería de la que Vidal Escabia hace gala en este libro. Su entusiasmo fue tan notable que, inmediatamente, se puso en contacto telefónico con Escabia para preguntarle si tenía publicadas otras obras del mismo género. Este inventó la existencia de un libro inédito que sobre la marcha tituló -y ahí su imaginación no voló precisamente muy lejos- Por tierras lejanas, prometiendo a J. M. que se lo enviaría a su casa en cuanto le fuera posible.

En cuanto colgó el teléfono, Escabia se puso a trabajar en la redacción de un inventado viaje a la Patagonia. Escribió noche y día sin descanso a lo largo de toda una semana y, cuando hubo terminado su relato, lo envió inmediatamente a J. M. que, de nuevo fascinado por la cursilería y ramplonería del estilo, se decidió a poner en marcha los mecanismos para iniciar el proceso de rehabilitación de Vidal Escabia. Al mismo tiempo, mientras preparaba la edición de Por tierras lejanas, le encargó a Escabia un trabajo "prestigioso": el prólogo a la segunda edición de Burla del destino, el libro de memorias de Juan Herrera.

Llegados a este punto, no quisiera retrasar ya por más tiempo mi opinión sobre la obra en general de Vidal Escabia: me parece un revoltijo monótono, aburrido, donde Escabia quisiera que, tan torpes como él, consintiéramos en tomar su palabrería por elegancia, su estilo ampuloso por ingenio y sus plagios por imaginación; al leerle, sólo se encuentran banalidades, cuando son suyas, y cosas de mal gusto, cuando deliberadamente saquea a los demás.

Al saber que se dirigía al Gran Hotel de Viena en Bremen no perdí el tiempo. Dejé París, cuyo clima en aquellos días me era perjudicial, y marché a Worpswede, cerca de Bremen, para instalarme en la casa de una antigua amiga. Desde allí le envié a Escabia aquel voluminoso sobre sellado. Buscando que, desde el primer momento, se interesara por mi envío utilicé un truco para llamar con toda seguridad su atención. Imitando a la perfección la caligrafía de Juan Herrera escribí este nombre como remitente de aquel sobre. Siempre imaginé que Vidal Escabia encontró mi sobre encima de la mesa de su habitación y que, dirigiéndose hacia la cama con el sobre en la mano, comenzó a leer y releer, una y otra vez, el nombre del remitente sin creer en lo que estaba viendo. ¿Cómo es posible, debió preguntarse, que Juan, que hace ya un año que está muerto, me escriba? Dejad que imagine que la escena se desarrolló de este modo y que piense que Escabia, no sólo se aterró, sino que, excluyendo la posibilidad de que se tratara simplemente de una broma, tropezó con la colcha, cayó sobre la cama, se levantó enfurecido, volvió a tropezar, esta vez con la cortina, se tambaleó de miedo. Tenía, desde luego, sus razones para reaccionar de esta manera, pues, aunque en determinados círculos se sabía que había sido amigo de Juan Herrera (y por esto le habían encargado el prólogo al libro de memorias de éste), se ignoraba la existencia de una abundante correspondencia entre uno y otro escritor. Por esto, aquel nombre, escrito en la esquina de un sobre sellado (tal como era costumbre en Herrera únicamente cuando se dirigía a Escabia) tuvo forzosamente que inquietarle e inspirarle los más variados temores.

En breve, toda la correspondencia entre Herrera y Escabia (guardada celosamente durante años en un cajón de mi cómoda) será publicada, y el lector tendrá acceso a una extraña serie de cartas cuyo tono general es más bien sorprendente. Herrera detestaba a Escabia y, si se carteó durante tanto tiempo con él, fue únicamente porque era muy aficionado a descubrir secretos y porque tenía motivos muy fundados para sospechar que Escabia no había escrito una sola línea de muchas de sus novelas. Esta sospecha, nunca confesada de un modo explícito en las cartas que le enviaba, obligó a Herrera a tratar los temas más absurdos, y a cual más delirantes, con el fin de ir tendiendo lentamente una serie de trampas a Escabia y acabar obligando a éste a confesar toda la verdad. Tardó más de diez años en conseguirlo, pero al final acabó obteniendo la recompensa a tanta molestia, paciencia y esfuerzo (por no hablar de tanta palabrería inútil) cuando, en una breve carta, fechada en Elche el 30 de mayo de 1968, Vidal Escabia, entre avergonzado y confuso, comprendiendo que Herrera le había conducido a un callejón sin salida, confesó que, en efecto, las contradicciones en las que había ido cayendo a lo largo de sus cartas habían puesto al descubierto la gran verdad, es decir, que él no había escrito ni una sola línea de muchas de las novelas de las que tanto alardeaba. A continuación, citaba el nombre de los verdaderos autores (Jenny López y Gilda Luna entre ellos) y cerraba la carta pidiendo, en un tono marcadamente patético, el mayor silencio sobre aquella revelación que ponía gravemente en juego su reputación. Quizás esperó siempre una respuesta amable de Herrera en la que éste, restando gravedad al asunto, valorara la sinceridad y valentía de Escabia, pero lo cierto es que Herrera, al recibir la carta, respiró con profundo alivio y dio por terminada su investigación archivando con gran alegría aquella carta que por fin había premiado su esfuerzo de años y olvidándose para siempre de Escabia.

Pero Escabia no logró nunca olvidarse de Herrera. Este fue el final de una relación entre dos hombres absolutamente opuestos tanto en su forma de ser como de pensar. Aparte de ser un excelente escritor (lo que, desde luego, Escabia nunca fue), Juan Herrera era, por ejemplo, un fanático del orden, todo lo contrario de Escabia, que, al parecer, fue siempre la persona más desordenada del mundo. En su escritorio (y en sus últimos veinte años tuvo el mismo en París, Sete y Trouville) Juan Herrera colocaba, según un esquema invariable, plumas, lápices, cenicero, lupa, abridor de cartas, diccionarios, folios, cuartillas, vaso de agua mineral y cajita con aspirinas, calmantes y centraminas. Era extremadamente ordenado y meticuloso y un tanto supersticioso: solía atribuir sus momentos de escasa inspiración literaria a la inexacta colocación de alguno de estos objetos sobre su mesa de trabajo. Y fue precisamente, sobre la arremetida del desorden contra el orden sobre lo que escribió la mayor parte de las veces en este escritorio. Vidal Escabia, al contrario, era la viva imagen del desorden: nunca había tenido escritorio (ni le hacía falta, puesto que otros le escribían la mayor parte de sus novelas), era muy despistado, olvidaba en los taxis los manuscritos de sus novelas, escribía en las playas o en los bares más concurridos, no le duraba una pluma más de quince días, el único diccionario que tuvo fue uno de sinónimos que le regalaron en Lima y que perdió en un prostíbulo (nunca se supo con qué idea lo había llevado hasta allí), fue un apasionado defensor de cualquier idea de caos y un entusiasta de su propio desorden.

Sabiendo que Vidal Escabia vivía en sus últimos tiempos atemorizado y que veía fantasmas por todas partes, escribí de remitente el nombre de su antiguo amigo. Estaba convencida de que iba a asustarle y no me es difícil imaginar que así debió de ser. Sin duda, él cayó en mi trampa y se azoró abriendo inmediatamente el sobre, quizás porque creía que Juan Herrera, rompiendo aquel terrible silencio al que durante años le había acostumbrado, reanudaba de pronto desde la tumba la correspondencia de antaño. Aunque quizás no pensara nada de esto y simplemente no pensara absolutamente nada (a esto era también muy aficionado), abriendo tranquilamente el sobre y comenzando a leer aquella carta en la que yo le presentaba La asesina ilustrada, mi breve relato, seguido de las notas que sobre el mismo escribiera Ana Cañizal.

CARTA A VIDAL ESCABIA PRESENTÁNDOLE

La asesina ilustrada

WORPSWEDE, 31 DE MAYO DE 1975

ME TOMO LA LIBERTAD DE dirigirme a usted poco después de enterarme de que le ha sido encargada la redacción del prólogo a Burla del destino, el libro de memorias de Juan Herrera, mi marido. Aunque nunca nos hayamos visto, supongo que mi nombre no le resulta nada desconocido.

Hace tres días que dejé París y he venido a esta gran llanura norteña, donde la amplitud y la calma y el cielo me ayudarán a descansar. Fue ayer cuando llegué a este pueblo, bajo una lluvia persistente, con un reducido equipaje, un poco triste por la soledad en la que vivo, aunque no tema, no voy a hacerle partícipe de mis penas. Aprendí hace tiempo a situar mis relaciones a este nivel, superior y exclusivamente intelectual, en el que uno puede descansar de las penas del corazón, no compartirlas.

Sé que no tan sólo conoce mi nombre, sino que además siempre deseó conocerme (al menos esto es lo que confesaba a mi marido en una de aquellas cartas que usted le dirigió y que él amablemente solía leerme en voz alta siempre antes de acostarnos) y que sin duda mis consejos no van a caer en saco roto. Es por esto que me atrevo a recomendarle que lea La asesina ilustrada, una breve narración que yo escribí hace tiempo, y el pliego de notas que sobre ella redactó Ana Cañizal. Son los dos manuscritos que le adjunto en este sobre. Léalos. Por ser la mejor introducción a La asesina ilustrada, me he permitido separar del resto de notas la primera de las escritas por Ana Cañizal y situarla delante de mi texto.

Ya que vivo tan cerca de donde usted se encuentra actualmente, creo que vendré a visitarle, amigo Escabia, y así por fin tendré el placer de estrechar su mano.

La lectura de La asesina ilustrada y de las notas de Ana Cañizal desarrolla una historia que, estoy convencida, le interesa conocer antes de comenzar a escribir ese prólogo a las memorias de mi marido.

Afectuosamente,

elena villena

PRIMERA DE LAS NOTAS ESCRITAS POR ANA CAÑIZAL

15 DE JUNIO DEL 74

HE EMPEZADO A ESCRIBIR ESTAS notas mientras preparo mi prólogo al libro de memorias de Juan Herrera. Quisiera narrar en ellas lo que me fue ocurriendo a partir del momento en que casualmente di con el manuscrito de La asesina ilustrada de Elena Villena y comentar, a la vez, diversos apartados de este extraño texto. Pero he empezado a escribir sin saber si la tarea que me propongo podré terminarla algún día, y, si lo hiciera, en qué circunstancias sería. Empezaré por una escena nocturna: Juan Herrera acercó su silla a la mesa y procedió a estudiar la dulce articulación de una de las largas e intrincadas frases del último capítulo de sus memorias. Pensó que le fallaban facultades que antes le sobraban. Porque iba envejeciendo, cansado y encorvado a destiempo. Después, rendido de sueño, debió de quedarse dormido en un sofá del amplio gabinete en el que trabajaba. Durmió toda la noche sin saber nada, alejado de todo mal pensamiento.

Ignoraba qué mal se cernía sobre él. Elena Villena, en su casa de la Rué de Sevres, estaba terminando la redacción de La asesina ilustrada, la narración que al día siguiente ella le enviaría.

Atardecer del 25 de mayo: mientras Juan Herrera trabajaba en su estudio de la Rué Doré, recibió el sobre sellado en el que su mujer había volcado secretas esperanzas.

Llevado de su gusto por el disparate, Herrera imaginó que era la víctima de una conspiración palaciega y, desde entonces, tan ingrata perspectiva le hizo ver, a todas horas y en cualquier lugar, la brillante gota de veneno o el falso estilete. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, la única en la que solía ver a gente, fingió, tras recibir el sobre que Elena Villena le había enviado, una calma y serenidad que en modo alguno poseía. Fue en este día, a esa hora, cuando yo le conocí.

Fui invitada por un amigo común a sentarme a la mesa habitual del escritor. Yo misma me presenté a él con un lacónico saludo. Me miró brevemente, sonrió con cierta cordialidad y siguió prestando atención a la discusión que tenía lugar en la mesa. Al poco rato, él volvió a mirarme. Quiso saber por qué no había pedido nada para comer. Había comido en el hotel, de modo que me contentaría, dije, con una buena jarra de cerveza. Me recomendó que me mantuviera lo más distanciada posible de aquella discusión de sobremesa que él calificó de «banal». Yo creo que, más que nada, era aburridísima, porque al poco tiempo de estar sentada a la mesa, me entró mucho sueño. La conversación tan sólo se animaba cuando Herrera intervenía para contradecir, en tono irónico y casi siempre burlón, algún razonamiento que, por la intolerable torpeza con que había sido expuesto, le molestaba vivamente. Cuando hubo terminado el almuerzo, fueron poco a poco desapareciendo todos los comensales, y acabé quedándome a solas con Herrera. Creo que absurdamente cruzamos unas palabras sobre el té chino y que pronto dejó de interesarnos el tema. Entonces decidí no dar más rodeos y le expliqué que me encontraba en París porque me había sido encargado el prólogo a la primera edición de Burla del destino, sus memorias. Rebasados los momentos en que él fingió incredulidad -sabía de sobra que su representante había ya vendido los derechos de Burla del destino a la editorial para la que trabajo-, se extrañó a continuación de que escribiera prólogos siendo tan joven, me sonrió y acabó estrechándome la mano con un gesto deliberadamente cómico. Me ofreció toda clase de facilidades para que pudiera llevar a cabo mi trabajo. «De eso se trata», dije, «por esto estoy aquí: deseaba conocerle». Y añadí tímidamente: «Esa va a ser su mejor ayuda para mi prólogo: permitirme que le conozca un poco.» Me preguntó qué edad tenía yo. «Veinticinco años», dije con un cierto aplomo. Él comenzó a limpiar el hornillo de su pipa y, sin levantar la vista de la mesa, me ofreció las llaves de una pequeña vivienda situada en un rincón del jardín de su casa.

A la mañana siguiente, dando por concluida mi estancia en el hotel Taranne, trasladé mi equipaje a la nueva residencia. Era una espléndida mañana de primavera, y el sol penetraba en los patios, grises y rojos, que se sucedían simétricos a la entrada de la casa del escritor. Entre los patios, fragmentos del jardín: espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras, todo cercado por la maciza curva de un muro que llegaba hasta la entrada de aquella gran casa que, rodeada de árboles y estatuas, dejaba entrever una ordenada sucesión de corredores y habitaciones. Tras los ventanales de la última estancia, entre los últimos cedros y canteros, se hallaba el caserón que me había sido destinado. Tomé posesión de él y pasé a desayunar con Herrera a la sombra del gran porche de su casa. Le encontré despidiéndose de las dos mujeres que cada tres días le visitaban para ocuparse de la limpieza de la casa. Tal como esperaba, él quiso saber cosas de mí; creo que le inquietaba mi edad; también me preguntó en qué iba a consistir mi prólogo. Le respondí con evasivas, ya que en aquel momento aún no tenía nada claro lo que iba a escribir. Hacia el final del desayuno, Herrera se puso de muy buen humor, comenzó a bromear, a contarme anécdotas de su juventud; se burló de un par o tres de escritores -en especial de Vidal Escabia, escritor alicantino de segunda fila, al que dijo haber maltratado de obra y de palabra- y acabó deslizando en la bandeja de mi desayuno unos pliegues de papel higiénico color rosado en los que había escrito un texto que, dijo, era el más idóneo para la contraportada de su libro. Se trataba de un resumen irónico de su biografía:

«Es frecuente que un clima de opinión, de claves no siempre lógicas, privilegie de entre los títulos de un escritor una obra singular, que pasa así a convertirse, por un proceso de asociación casi mecánico, en atributo indisociable del nombre del autor. Si bien esas leyes de individualización suelen operar, en otras circunstancias, de manera arbitraria, es preciso reconocer que en el caso de Burla del destino, la elección ha sido plenamente afortunada, dándose el curioso caso de que la ley de individualización comenzó a operar mucho tiempo antes de que esta obra viera la luz pública. Rara vez se ha conocido tanto a un autor por una obra aún no publicada. Juan Herrera escribió las cuatro partes de esta esperada obra entre 1950 y 1974. Experimento formal en cuanto a la organización de la experiencia autobiográfica, Burla del destino es una sucesión de catas en el recuerdo, de búsquedas de muy distinta naturaleza, que van desde la rememoración pura y simple a la elaboración de recuerdos casi impersonales, de presencias de hechos externos que jalonan una línea de experiencia no tanto personal como colectiva y generacional. Juan Herrera nació en Barcelona en 1907 y vivió en su ciudad natal los años de su juventud. Se exilió a París durante la guerra civil. En 1933, había publicado en España Sombra en batalla, su primer libro de poemas. Siguieron Aire del fuego (1938), Nueva lección sobre la sombra (1949), obras publicadas en México. Ahora, la reedición de su obra, unida a la divulgación de los artículos que publicara en El Sol, así como la publicación de Burla del destino, hace previsible la definitiva incorporación de su nombre al panorama de las letras de su país. No obstante, no vamos a engañar al lector: su desaparición no deja un hueco importante en la historia de la literatura española. JUAN HERRERA.»

¿Sabía él que iba a morir? Falleció, o le asesinaron, poco antes de la medianoche de aquel mismo día. Hasta pocos momentos antes de que perdiera la vida, yo le había estado espiando desde mi casa, pero abandoné la vigilancia cuando, inesperadamente, se cerraron los cortinajes de su estudio ocultando a Herrera de mi vista. Debió ser muy poco después cuando él se desplomó sobre la alfombra junto a su mesa de trabajo. Hubo un momento, mientras le espiaba, en que tuve la impresión de que alguien sigilosamente entraba por la puerta principal de la casa, pero pude perfectamente imaginarlo. El forense dictaminó que la muerte se había producido alrededor de las doce de la noche y que había sido provocada por un paro cardíaco. Respondiendo a una pregunta mía, admitió la posibilidad de que, antes de morir, hubiera recibido una fuerte impresión causada probablemente por algo que vio (de ahí que tuviera los ojos tan abiertos y aquella expresión de horror en su rostro). Pero pronto, muy pronto, el asunto de su muerte quedó zanjado para todo el mundo, y el enigma -si es que lo hay- olvidado por todos excepto por mí.

Que yo espiara sus movimientos aquella noche no voy a justificarlo únicamente en razón de mi enfermiza curiosidad por conocer cómo organizan su vida mis vecinos. A esta manía mía -una vieja tara personal-, hay que añadir, en esta ocasión, el hecho de que Herrera se cuidara de hacer resaltar durante el desayuno el temor que sentía a perder la vida. Llegó a insinuar, sin dar explicaciones, que era acechado por algo o por alguien a quien movían propósitos criminales, y dijo que veía venenos y estiletes por todas partes (acompañó esta frase con gestos de tal dramatismo que, por un momento, incluso pensé que se burlaba de mí). No le presté excesiva atención hasta que acabó poniéndose muy serio y me dijo que, en los últimos días, una premonición de muerte le perseguía. Comprendí que me había invitado a vivir a su lado porque temía quedarse solo y tenía miedo. Cuando nos separamos, hallé en el jardín un rincón cubierto de hiedra desde el que pude observar, sin ser vista, las actividades de Herrera en su último día de vida: de noche le vi, en el resplandor blanco de su estudio, trabajando sin cesar; le vi de día escondido en el salón de la planta baja de la casa trasladando de sitio espejos y plantas, sin acertar a comprender qué era lo que estaba haciendo.

A la mañana siguiente, me extrañó la ausencia de señales de vida en la casa, pero pensé que él, contrariando sus costumbres, había salido a la calle de buena mañana. Eran las nueve en mi reloj, hora en la que él, desde hacía veinte años -según me dijo- preparaba su desayuno tras haber trabajado ya más de dos horas. Salí a dar un largo paseo y llegué hasta el Louvre, donde me entretuve hasta las dos de la tarde. A esa hora él no estaba en su restaurante habitual; tampoco lo encontré en la casa. Fui al cine, visité a unos amigos españoles. Al anochecer, la casa estaba totalmente iluminada, pero él no estaba dentro. Llamé varias veces al timbre, y nadie respondió. Alarmada, decidí penetrar en la casa. No reparé en utilizar mi chaqueta como guante, dando un fuerte golpe en la ventana de la cocina. Hice saltar todo el cristal inferior y así pude alcanzar un pestillo que cerraba la ventana. El resto fue fácil. No había pestillo en la parte superior, y pude abrir. Me subí a la ventana y aparté las cortinas de mi rostro. Nada más entrar en el salón caí en la trampa que probablemente él había tendido a los posibles intrusos y comencé a andar sin rumbo, víctima de la compleja disposición de espejos y plantas que, hábilmente intercaladas entre el mobiliario, creaban al visitante la sensación de haberse extraviado. Por fin, cuando logré abrirme paso por aquel absurdo laberinto, orienté mis pesquisas hacia el estudio del escritor. Abrí la puerta y miré en la oscuridad -era la única habitación no iluminada de la casa- que estaba aliviada por el brillo de los ventanales y por la luz que entraba del pasillo. La esquina del escritorio tenía un brillo tenue y detrás podía verse un bulto caído sobre la alfombra, al pie de un sillón. Hallé finalmente el botón de la luz y se encendió una lámpara de cristal que colgaba del techo. Juan Herrera me miraba, al pie de su escritorio, con los ojos completamente abiertos. Estaba muerto. Avisé por teléfono a Elena Villena, su joven esposa. Vivían separados desde hacía tiempo, pero él me había hablado con afecto de ella, y pensé que avisarla era lo mejor que podía hacer en aquel momento. Ella llamó a la policía.

Di entre tanto un vistazo al estudio. Lo primero que llamó mi atención fue que la habitación tenía la forma de la letra V y era muy oscura e imitaba el interior de un mausoleo. La mesa cuadrada, de roble negro, quedaba encajada en un hueco, y encima de ella encontré gran cantidad de papeles. En uno de ellos podía verse, si se miraba con mucha atención, un triángulo verde que imitaba la forma de la habitación. En el interior del triángulo, un hombre yacía decapitado entre un montón de libros. Extraño dibujo, pensé, y en verdad que era extrañísimo porque, si se seguía mirando con atención, la imagen de pronto se diluía convirtiéndose en un amorfo conglomerado de sombras negruzcas. En una de ellas, era distinguible el rostro de un hombre -que yo identifiqué con el príncipe Mdivani- en el momento de ser degollado por su propio Rolls. Y, si se seguía mirando muy fijamente, el Rolls se convertía en una noria que traqueteaba bajo un cielo de ceniza al paso de un faisán de juguete. Nunca he sido capaz de ver tantas imágenes en un solo dibujo y creo que puedo achacarlo al miedo que me dominaba desde que encontré el cadáver. Me senté en un sillón y desvié mi atención de aquel dibujo cuando, de pronto, sin poder evitarlo, descubrí nuevas cosas en la habitación. El empapelado de la pared ocultaba otro empapelado debajo. Bastaba con rasgar ligeramente el papel para comprobar que había otro, de gran colorido, representando imágenes de una mujer vista por un artesano de la Edad Media. Y, de seguir rasgando el papel, se pasaba a otro en el que el dibujo, repetido hasta la saciedad, era una mujer en una cartografía del Renacimiento. Extraño empapelado, pensé llena de confusión. Cada vez que el papel era rasgado, éste ofrecía cortésmente la sucesión de una historia: la mecanización del mundo. Porque, si se seguía rasgando en la pared, aparecía un nuevo dibujo: el de una mujer representada esta vez por un ordenador. Pensé que nada de todo esto tenía demasiada lógica. Seguí inspeccionando y vi que, camuflado en uno de esos aparatos que anuncian vistas de espléndidos paisajes, había, entre esferas afelpadas, una neblina que ocultaba un mensaje envuelto en papel de plata: un misterioso elogio del té chino, compuesto por doce frases que se iniciaban con letras mayúsculas. Leído el texto en forma vertical, las doce mayúsculas componían el nombre de ELENA VlLLENA. En un apartado del papel se veía la fotografía de una mujer que, vestida a la usanza de finales del XIX en Francia, sonreía a la cámara en una playa probablemente normanda. La fotografía era traspasada por una inscripción escrita en bolígrafo rojo: «Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta» (más tarde averigüé que era una invocación del Anónimo Sevillano). Al fondo, se veían difuminados retazos de un paisaje: un flanco de rocas, un castillo y un breve trozo de tierra adentrándose en el mar. Poco después, llamó mi atención una libreta escolar, un cuaderno de música, sobre cuya tapa había sido escrito, también en tinta roja, La asesina ilustrada. El cuaderno, con tres pequeñas manchas de sangre, se hallaba sobre el escritorio, perdido entre los innumerables papeles y libros, y a su lado estaba el sobre en el que probablemente había llegado a manos de Herrera. Elena Villena -lo decía bien claro- era la remitente. Iba a ver de qué se trataba cuando llamaron al timbre y se inició una insoportable serie de visitas: primeramente llegaron tres gendarmes, más tarde un inspector y un forense, y finalmente Elena Villena, que, al igual que los otros visitantes, me sometió a un largo e irritante interrogatorio. En Elena Villena, reconocí en el acto a la mujer fotografiada en la playa normanda. Se sentó frente a mí y empezó a acribillarme con las preguntas más absurdas e inesperadas. Cuando hubo terminado, se quedó mirando al jardín, como con cierta nostalgia. Me dediqué a observarla. Tenía unos treinta y cinco años; parecía mucho más joven. Era muy hermosa. Imposible encontrar una cara más sombría y más cándida. Su cabellera era negra y lisa, peinada con raya al medio. Movía su pequeño cuerpo con estudiada dejadez. Se sentó en un sofá y apoyó su cabeza en un cojín de raso azul. Sujetaba en la mano una copa de la que bebió un sorbo antes de quitarse las gafas y dirigirme una mirada muy fría por encima del borde de la copa. Decidí pasar al contraataque y ser yo la que, a partir de entonces, preguntara. Quise saber, de entrada, si podía continuar viviendo en la casa que Herrera me había cedido. Su respuesta fue muy amable y me sorprendió. Dijo que para mí sería aún mejor instalarme en la casa de Herrera, trabajar en su estudio, ya que estaría más cerca de la documentación que precisaba para mi prólogo. Me dio las llaves de la casa y me dijo que podía instalarme en ella. Me quedé encantada. Se puso de pie, se despidió de mí y, tras dar una media vuelta enérgica, desapareció por la puerta del estudio.

Retiraron el cadáver de Herrera, y, cuando por fin se hubieron marchado todos de la casa, me quedé sola y la recorrí habitación por habitación. Me entretuve mucho en la biblioteca, inmensa y llena de atractivos. Cuando entré de nuevo en el estudio, algo llamó mi atención: todo seguía igual que cuando encontré el cuerpo de Herrera, todo excepto la disposición de los papeles y libros que había sobre su mesa de trabajo. Había desaparecido, sin que acertara a explicármelo, aquel cuaderno de música en cuya portada yo había leído, en grandes caracteres, «La asesina ilustrada». Papeles y libros aparecían muy revueltos, pero me pareció que tan sólo aquel cuaderno era lo que había desaparecido de allí. Pensé que Elena Villena se lo había llevado y me pregunté por qué lo había hecho. Rendida de sueño, me acosté en la cama que había en el estudio. La desaparición del cuaderno hizo que durmiera intranquila. No dejaba de recordar todos los sucesos de aquel día; presentí que iba a tener un mal sueño.

Aquella noche vi que la luna brillaba a través de un anillo de niebla entre las altas ramas de los árboles que escoltan la vía del ferrocarril que une la ciudad de Barcelona con la de Sitges. Por un momento, dentro del sueño, me preguntaba por qué había vuelto tan pronto a mi país y pensaba que sin duda estaba soñando, aunque finalmente abandonaba la idea. En mi compartimento del tren, sentado a mi lado, había un viajero que se obstinaba en hablarme. Yo estaba leyendo el libro de memorias de Herrera, y la lectura me arrastraba a enamorarme de Elena Villena. Apenas prestaba atención a las palabras de aquel incordiante viajero que se empeñaba en contarme una historia. «Estaba yo mirando hacia el palo de sonda», me decía, «cuando vi que un marino abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta. Su actitud me extrañó. Yo no sé si ha viajado usted alguna vez en barco…» Dejaba muy pronto de escucharle y seguía leyendo mi libro, pero al poco rato volvía a prestar cierta atención al viajero y comprobaba que éste seguía hablando, aunque había dado un giro notable a su relato: «Esto, una vez que se hizo usual», me decía, «explicaría por qué Feríeles mantuvo su posición durante mucho tiempo…» Volvía a la lectura de mi libro, pero cada vez me interesaba menos.

No podía concentrarme, y lo que es peor: no lograba prescindir de la monónota voz del viajero. «Escuche, escuche», oí que me decía, «escuche la lluvia golpear contra el techo y las ventanas del tren». No sabía qué responderle, mientras él me miraba sin expresión alguna. Por un momento pensaba en cambiar de compartimento, pero finalmente optaba por una solución más rápida: no volver a hacerle el más mínimo caso. Sin embargo, poco antes de llegar a la estación de Sitges, aquel hombre estaba ya hablándome cada vez más cerca del oído. Era obsesionante. «A él le mataron por la espalda, le dieron un susto. Esto es todo, créame», oí que me decía. Por suerte, en aquel momento, el tren se detenía en la estación de Sitges y yo descendía a toda velocidad. Caminaba hacia la playa. Iba vestida como un investigador privado: traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color, adornados con ribete azul oscuro. Iba por las calles de Sitges caminando alegre, silbando una canción, mirando los escaparates. De pronto recordaba que yo era nada más y nada menos que la detective encargada de solucionar el misterio de la muerte de Juan Herrera. Había ido a Sitges a trabajar en el caso. Caminando hacia la playa, llegaba, por un breve paseo entre matorrales de hibiscos en flor, al jardín de una gran torre.

Un hombre, de pie, inmóvil, me señalaba con el brazo una dirección, diciéndome cortésmente: «Haga el favor, es por ahí.» Muy educadamente, influida por su gentil tono de voz, le daba las gracias aun a sabiendas de que se me estaba mostrando simplemente la puerta de salida. A la larga, este incidente (una cordial intervención a no pisar terrenos que me estaban vedados) hacía mella en mi mermada moral y me devolvía al estado de mal humor del que ingenuamente creía haberme zafado. Pensaba que antaño, en mis buenos tiempos, una cosa así no me hubiera afectado para nada. Pasaba el día interrogando a imaginarios testigos de la muerte de Herrera. Al final, enloquecía y creía, por ejemplo, que todos los jardines del pueblo tenían un aire embrujado y que pequeños ojos salvajes, desde lo alto de los arbustos, me espiaban. A esto (pensaba) me había conducido tanto interrogatorio inútil y tantas indagaciones que lo único que conseguían era alejarme cada vez más de la verdad. Ya de noche, me sentaba en la terraza de un bar frente al mar e intentaba calmarme sin lograrlo. Era la viva imagen de la desesperación; bastaba con observarme unos segundos para comprobar inmediatamente que estaba perdiendo la razón. Hablaba sola, dirigiéndome a un comensal imaginario al que servía champán, a la vez que trataba de esposarlo culpabilizándole del asesinato de Herrera. A la hora de los postres, me sentía más relajada y me quedaba con una expresión muy dulce observando el alegre desfile de parejas de jóvenes enamorados que me miraban furtivamente cuando pasaban frente a mi mesa. Decidía que lo mejor que podía hacer era descansar y tomaba una habitación en un hotel frente al mar.

Tras una ducha fría, me acostaba y soñaba que soñaba que una de aquellas parejas de enamorados se me acercaba tímidamente y me entregaba un mensaje en el que podía leerse: «Si desea conocer la verdad, diríjase al 202 del Paseo Marítimo.» Precipitadamente abandonaba el hotel y me dirigía a la casa. A un timbre con eco sucedía la aparición de una joven de ojos muy negros, vestida de mayordomo, bellísima, que me invitaba a pasar a una habitación que parecía una antesala. Era un recinto que me resultaba vagamente familiar. Allí, medio cubierta por cortinajes de raso color marfil, con el pelo caído sobre la espalda a la manera de una crin de león, estaba Elena Villena, vestida con chaqueta de armiño, sujetando una copa, reposando su cabeza en un cojín de raso azul. «Así que usted está investigando», me decía ella riéndose. Yo callaba porque, entre otras cosas, ignoraba en aquel momento cuál era la respuesta más pertinente a aquellas insolentes palabras. Estaba, por otra parte, demasiado atemorizada para poder ironizar con gracia, como yo sabía hacerlo cuando copiaba el desparpajo habitual de los detectives. «Si anda buscando un culpable», me decía ella mirando hacia la puerta que se hallaba al fondo de la sala, «no espere hallarlo aquí».

Yo pensaba entonces que el culpable se hallaba en la sala. Bajo la luz de una vela, la joven mayordomo sonreía. Me daba cuenta entonces de un detalle en el que no había reparado: la joven usaba ojos de cristal. Cuando creía que, guiada por ella, me dirigía a la puerta que comunicaba con la otra sala me encontraba con la desagradable sorpresa de que la puerta daba simplemente a la calle. La joven mayordomo me invitaba a marcharme diciéndome con amabilidad: «Haga el favor, es por ahí.» Me rebelaba furiosa, quería hacer preguntas, gritaba, amenazaba, pero de nada servía. Afortunadamente me bastaban unos cuantos pasos por la calle, muy fría a aquella hora, para conseguir olvidarme de la escena anterior. Tras subir una dura rampa proseguía un camino que, en lo alto de una escollera, me conducía a un misterioso muelle. Al mirar hacia abajo me daba cuenta de que andaba demasiado cerca del borde, por el lado donde la escollera carecía de parapeto. Era muy evidente que no estaba en Sitges. Por debajo de la pared vertical se hundía mi mirada en el agua. El agua subía y bajaba contra la piedra. Las sombras del malecón la coloreaban de un verde oscuro, y ésta era la primera imagen realmente bella del sueño.

Poco después, todo pasaba de nuevo a ser una pesadilla cuando unos borrachos, empeñados en seguirme, me arrancaban el sombrero haciendo retumbar sus carcajadas en el muelle. Iba contra los muros, envuelta en una capa negra, con aire triste, como si acabara de perder la vida o la última esperanza de salir adelante en mi investigación. Desaparecía entre las sombras y renunciaba a continuar mis investigaciones. Avanzaba por un oscuro corredor, andando sobre una alfombra que era una intrincada trama de leopardos y de letras negras que, componiendo una leyenda sobre el continente africano, grababan con precisión las huellas de mis pasos. Miraba a mi alrededor y no hallaba para mi fatigada vista el reposo deseado. Veía una breve escena en la que a Lucrecia Borgia le arrancaban el sexo orinando después sobre él. Cerraba los ojos y no servía de nada. Veía a un cardenal que, protegido por la imagen de un dios nebuloso, estaba ensartado, entre platillos de incienso, en un gigantesco tambor de oro.

Abría una puerta, luego otras; buscaba la salida. Tras una de las puertas, hallaba, al abrirla, una habitación cuadrada de muebles altos y tapices de todos los colores representando diversas escenas de persecuciones policíacas. Recuperaba mi buen humor y me reía, pero pronto me veía obligada a reprimir mis risas por temor a enojar a unos personajes que hablaban y se agitaban en las regiones menos visibles del aposento.

Abría los ojos y descubría que estaba muerta. Me encontraba en un féretro y había sido condenada a escuchar eternamente aquellas voces. Después despertaba de mi sueño y comenzaba a reconocer los muebles y las ventanas de mi habitación de hotel en Sitges. Aún cegada por las últimas visiones, veía, a modo de breves ráfagas que cerraban aquel mal sueño, celdas de castigo, revólveres, placas policíacas, famosos criminales en acción.

Mientras mis ojos iban abriéndose lentamente a la realidad, pensaba entre suspiros de alivio que todo había sido una pesadilla. Miraba por la ventana, y mi sorpresa era grande: no quedaba ni rastro de la playa de Sitges y, en su lugar, se levantaba un gran jardín que daba a una bulliciosa calle. Estaba en París, en casa de Juan Herrera. Comprendí lo absurdo que resultaba seguir haciendo conjeturas donde todo, absolutamente todo, estaba rodeado del más insondable, misterio. Nunca sabría si Herrera había sido asesinado. Entonces, desperté violentamente. Fui hacia la ventana. Era de día y el jardín no era tan grande como en el sueño. La calle no era tan bulliciosa.

Proseguí mi atenta lectura de Burla del destino organizando mentalmente, al mismo tiempo, la estructura del prólogo que me proponía escribir. La lectura de las memorias de Herrera (al igual que en el sueño que acababa de tener) me arrastraba -como creo que puede pasarles a muchos de sus futuros lectores- a un enamoramiento del personaje de Elena Villena, cuya presencia cruza de parte a parte las memorias. Ningún otro personaje está mejor descrito, más ensalzado; ninguno pintado con tanta pasión y amor. Un nuevo examen del estudio de Herrera me condujo a nuevos y sorprendentes hallazgos. Bajo la lámpara del escritorio había un objeto rectangular de color azul: un fichero en el que Herrera había ordenado meticulosamente, de la A a la Z, los temas de los que se compone Burla del destino. En un rincón del estudio, un tapiz representaba el jardín de una casa en la que, frente a una decoración completamente vacía, atravesada únicamente por escaleras y columnas, se hallaba la torpe imitación de una pintura de Boldini apoyada en el saliente de un mueble que imitaba la forma de una roca negra y triangular. De pronto me di cuenta de que la casa representada en el tapiz era la que yo estaba habitando y que el jardín allí representado no era otro que aquél que podía yo ver desde mi ventana: a la izquierda se veía un matorral verde; en el centro, un macizo de rosas al pie de un pruno amarronado; a la derecha, una albahaca en un tiesto, recortada sobre un fondo de casas parisinas. En la casa, las ventanas aparecían cerradas, pero en la segunda planta, en la ventana correspondiente a la habitación en la que yo me encontraba, pesados cortinajes parecían interceptar la luz que, proveniente del interior, iluminaba una escena que yo estaba, como espectadora, condenada a ignorar.

Finalmente, una tarde, cuando bajaba de mi aposento para salir a la calle, encontré a Elena Villena en la sala.

– La estaba esperando -se apresuró a decirme apenas aparecí.

Y, a continuación, me presentó a un hombre joven, muy bien vestido y de aire distraído, que, según me dijo, tenía la intención de comprar la casa. No me alegró la noticia, ya que en aquel momento iba a comenzar la redacción de mi prólogo y, por otra parte, me encontraba muy cómoda en la casa.

Armándome de valor, me acerqué a Elena Villena y le pedí sin rodeos aquel cuaderno de música que yo había entrevisto en el estudio de Herrera. Era un simple pretexto para iniciar una relación más intensa con ella. Se quedó extrañada y fingió no saber nada sobre el cuaderno.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó.

– ¿Por qué me oculta ese cuaderno? -repliqué por decir algo.

– Está usted completamente loca. No entiendo nada de lo que me dice -dijo muy convencida.

Me callé un rato, pero finalmente acabé insistiendo, pues era raro que negara haber visto el cuaderno.

– De todos modos, ese cuaderno existe. Estoy segura de que usted se lo llevó de aquí y me lo está ocultando.

Una serie de miradas, tensas y ansiosas, se sucedieron entre las dos. El joven comprador nos observaba sin entender qué era lo que estaba pasando. Desvié mi mirada hacia la luz sin horizonte del paisaje lluvioso que podía verse tras los ventanales. Aquella luz que entraba era tan apagada que apenas lograba hacer brillar el tablero de la mesa en la que, de pronto, Elena Villena depositó el cuaderno en cuya portada había sido escrito, en grandes caracteres, La asesina ilustrada.

– Venía a restituirlo -dijo en voz baja, dejándome en un estado de gran perplejidad.

El comprador -siempre me he preguntado si realmente era un comprador, porque desapareció de mi vista después de aquel día y nunca más lo he vuelto a ver- dio muestras de impaciencia y tosió repetidas veces. Era evidente que quería ver el resto de la casa. Elena Villena se la enseñó a gran velocidad, y al poco rato se fueron los dos casi sin despedirse de mí. Traté de concertar una cita con Elena Villena, pero ella dijo que ya pasaría algún día por la casa. Cuando me hube quedado sola, encendí las luces de la sala y me dispuse a dar un vistazo al cuaderno que tenía en las manos. Me veo abriéndolo por la primera página sin imaginarme hasta qué punto iba a inquietarme su lectura.

LA ASESINA ILUSTRADA

(Los números entre corchetes indican las páginas del cuaderno. El texto y los dibujos corresponden, página por página, al original.)

[1]

LE VI EN LA PENUMBRA reconstruyendo el mapa de Aroma, soñando la red de caminos que conducirían a la ciudad, pensando trazados azules sobre los puentes que, distintos unos a otros, vigilarían los canales. Puentes convexos, sobre pilastras y sobre barcas, colgantes o de parapetos calados. Canales de agua roja que recorrerían paisajes a la luz de la luna de Aroma, la ciudad en la que él siempre soñó. Casas coronadas por piedras de plata, aire de libertad, la magia de mil palomas en vuelo constante por un cielo gris de hielo, tres soles iluminando la noche eterna de Aroma.

Le vi luego en el resplandor nocturno de su habitación acodado a la ventana que daba a su jardín meditando al final de su vida, organizando el recuerdo: infinita sucesión de imágenes fragmentadas de una juventud perdida para siempre. Cercana ya la hora en que perdería la memoria.

[2]

Le envié imágenes, le hice señales al personaje, le advertí que perdería la vida aquella misma noche. Si ya mi vista, de llorar cansada, de cosa puede prometer certeza, bellísimas he de confesar que eran aquellas imágenes de la muerte que yo, bailando bajo la colina, me dediqué a enviarle. El se olvidó un instante de su querido fichero y se quedó pensativo. Sintió un pánico infinito y quiso llevar a cabo su antiguo proyecto: para cuando le rondara la muerte tenía previsto convertir la casa en un laberinto y cavar en el centro del gran salón la fosa en la que se enterraría para siempre. Tuvo un último recuerdo para su hermana Ariadna, desaparecida hacía años, y pensó en las largas noches de invierno en las que juntos pintaban retratos de místicos sometidos a intensas convulsiones, a traumatismos enloquecidos y a estados de éxtasis como los de su cuerpo, al que la fiebre atormentaba.

[3]

Y recordó entonces un episodio de su vida: siendo un niño entró un día sin previo aviso en la habitación de su hermana sorprendiéndola desnuda frente al espejo. Ariadna, que le doblaba en edad, enfureció y con crueldad le castigó duramente. Le ató de pies y de manos y le flageló con dureza hasta conseguir que la sangre recorriera su pequeño cuerpo. Accedió luego a desatarle con la expresa condición de que, arrodillándose ante ella, besara sus pies y agradeciera el castigo recibido. Así lo hizo y fue entonces cuando, bajo el látigo e inclinado ante la gran belleza de su hermana, se despertó en él por primera vez una sensación de goce y de placer estrechamente ligada a su descubrimiento de la mujer. Siempre creyó que este episodio iría borrándose de su memoria y se equivocó. Porque no tenía otro deseo que el de reencontrar a su hermana muerta y volver a hallarse rodeado de los muros de entonces; sentir que Ariadna le seguía llamando con aquel tono de voz que, desde las largas fiebres de la infancia, le había sido tan familiar.

[4]

Aquella noche comprendió que, lejos de aquellas dulces llamadas, se sentía perdido y caía en la desesperación. Ariadna le había dejado un día en el que, precipitándose los acontecimientos, renunció a la vida embriagándose hasta reventar y desplomarse muerta sobre el sillón en el que se había sentado a observarla, mudo de terror y de sorpresa ante el último espectáculo que ella le deparaba. Comenzó a imaginar que la veía emerger del fondo del espejo de su gabinete y que ella le llamaba dulcemente como antaño y le retenía unos instantes entre sus brazos. En realidad, cuando imaginaba esto, lo que deseaba era olvidarse de mí. Yo estaba detrás de él contemplándole. Él se hallaba sentado de espaldas, con los codos y antebrazos reposando sobre el tablero de una mesa mientras su cabeza estaba inmóvil. Se levantó y cerró los cortinajes y fue hacia el espejo. Se contempló largo rato y en un ángulo inferior del espejo le pareció ver la sombra de un personaje que volaba a su lado. Tenía mi rostro ese personaje. Dos alas, grandes y abiertas, me tapaban casi enteramente y me convertían en una nube. Apartó inmediatamente aquella imagen y la atribuyó a la fatiga.

[5]

Pero, al tumbarse sobre la cama, sintió un estremecimiento y creyó que era transportado por la nube sobrevolando ciudades que, al principio, le resultaron familiares: París, Londres, Amsterdam… Más tarde, paisajes ya desconocidos: grandes masas de tierra negra muy oscura, océanos de un azul extremadamente fuerte, volcanes en erupción. Giró y giró su cabeza y le pareció que estaba a punto de estallar. Le dio pánico ver que se alejaba cada vez más de la tierra y que ésta iba tomando la forma de una pequeña esfera de cristal que más tarde se convirtió en un globo de fuego y finalmente pasó a ser una locomotora que avanzaba sin caballos en medio de una gran extensión de azul girando sobre sus polos alrededor del Sol. Después, la extensión se volvió rosa y todo se convirtió en un gran desierto de arena caliente. Pronto, muy pronto, rebasó la Luna, un pequeño disco de la luz brillante y gelatinosa, y se puso entonces de pie sobre la cama intentando recuperarse, buscando su rostro en el espejo, pero sin lograr, pese a sus esfuerzos, detener el viaje. Su rostro había envejecido y se hallaba en un gran escenario.

[6]

Andaba renqueante, iluminado por una llama muy viva de bruscos fulgores verdes y purpúreos. Después, cayó rendido sobre la cama e intentó dormir, pero le resultó imposible. Estaba aterrorizado. Se quedó callado, como extrañamente transformado, mientras yo le observaba con calma y trataba de comprender las palabras que en su delirio pronunciaba. Comprendí que a su vida mental la traspasaban graves dolencias y que estaba ya paralizado por una enfermedad que le quitaba la palabra y el recuerdo, le desarraigaba el pensamiento. Me miró al ver que la vida se le escapaba. Con esa alegría que a veces suele encontrarse en los estados de plena ebriedad me dirigí al espejo y me coloqué una cabellera rubia, me pinté de rojo los labios, contorsioné las caderas, sonreí, me coloqué un sombrero de alto copete y canté Lazy, cuyo estribillo,

Out of the world,

repetí hasta la saciedad. Él intentó incorporarse. Su aspecto no era nada tranquilizador: su labio inferior, por ejemplo, colgaba como un cable; sus dientes estaban ensangrentados y se entremezclaba el polvo con las ondas rubias de sus cabellos.

[7]

Chorros de vino salían de sus orejas, y sus piernas barrían el suelo como dos mástiles ciegos. Todo terminó al alba: un amanecer rojo que comenzó remolineando en el jardín y que llegó a barrer la estancia cubriendo de luz los espesos almohadones y el tapiz en el que se representaba, velada por los cortinajes de la ventana, la escena de su muerte. Violeta azul y negro dominaban el colorido de los almohadones, y más lejos estos colores reaparecían en la ventana, en la pequeña bóveda, estrecha y gótica, y en las cortinas de la tela de pesados pliegues, movidas por el viento de la mañana. Me incorporé sobre la cama y contemplé su cuerpo caído al pie de una mesa. Le abracé, pronuncié su nombre. Como antaño su hermana en las largas noches de invierno, le llamé con un tono de voz que le era familiar. Pero ya no podía oírme. Todo estaba en calma; llegaron los primeros pájaros de la mañana. Olor de encierro, de tabaco de pipa y de sedas viejas y viejos pergaminos. Estaba (ahora lo sabía) abrazando a un cadáver.

LAS RESTANTES NOTAS DE ANA CAÑIZAL

II

17 DE JUNIO DEL 74

mientras leía la asesina ilustrada una vaga sensación de que mi vida corría grave peligro fue apoderándose de mí; leyendo el relato de Elena Villena me vino a la memoria el argumento de El dulce clima de Lesbos, la única novela que hasta el momento Elena Villena ha escrito y publicado. En ella, una mujer joven (Eva Vega) escribe una noche un relato breve en el que describe la muerte de un poeta. El manuscrito va pasando de mano en mano y todos los que lo leen acaban siendo asesinados. Al término de la novela y sólo por un azar, el lector puede comprobar que el asesino múltiple es la propia autora del relato (Eva Vega).

Al recordar este argumento no pude evitar una sospecha: Elena Villena podía estar tratando de hacer realidad lo que en su novela no era más que pura ficción. Pensé aterrada que ella había escrito un relato breve (La asesina ilustrada) con la intención de ir asesinando a quienes lo leyeran. Juan Herrera, en ese caso, habría sido la primera de sus víctimas, y yo podía perfectamente ser la segunda. Y, aunque quizás mi imaginación me estaba traicionando, algo, como mínimo, era muy evidente: La asesina ilustrada no era una narración tan enigmática como a primera vista parecía, sino que simple y llanamente era la descripción de la muerte de «un personaje». Este «personaje», cuyo nombre y profesión el texto no mencionaba en ningún momento, era un poeta (Juan Herrera para más señas). Analizando detenidamente el texto de La asesina ilustrada, fui, página por página, comprobándolo.

Pag. 1: reconstruyendo el mapa de Aroma

Observé, por ejemplo, la similitud entre las palabras Aroma y Ambora, esta última la ciudad utópica que Juan Herrera describe ampliamente en su novela El mañana es hoy. La ciudad de Aroma, descrita por Elena Villena, era exacta a la Ambora soñada por Herrera.

Pag. 1: tres soles iluminando la noche eterna de Aroma Recordé que Herrera tenía guardado en su escritorio un relato inédito titulado Los soleadas noches de Ambora y, claro está, me llamó la atención la coincidencia entre este título y la frase de Elena Villena en La asesina ilustrada.

Pag. 2: si ya mi vista, de llorar cansada…

Descubrí que estas frases de E. Villena eran una cita i casi textual de los primeros versos de un soneto del Góngora que presidía, enmarcado en un lujoso cuadro, el gabinete de trabajo de Herrera cuando éste era mucho más joven y vivía en la Rué Lepic.

Pag. 2: bailando bajo la colina

Me sorprendió esta misteriosa imagen que aparentemente no tenía sentido en el contexto, hasta que me di cuenta de que era una gratuita cita de East Coker («The dancers are all gone under the hill», el verso de Elliot que a su vez es parodia de los de Stevenson en Réquiem) y también una cita del penúltimo verso de Danza inmortal, el único poema que Juan Herrera dedicó a su hermana Isabel (Ariadna en La asesina ilustrada), muerta en 1925 a la temprana edad de quince años. El poema, particularmente detestado por Herrera -motivo por el cual fue suprimido de la reciente edición de sus Obras completas- se hallaba en la parte final de Nueva lección sobre la sombra. Lo reproduzco aquí para quienes lo desconozcan:

Proscrita andarás sin lágrimas ni tumba
Y navegarás cerca del tiempo ido y de allí,
Más allá y HACIA LO LEJOS,
Con los ojos frente a lo Nunca Visto,
En dirección a Circe, bella muerta,
Allá donde, rebasando en silencio
Las ciudades sin sol, me encontrarás.
Seré la destrozada nave que tocará
La playa de la amiga en vano celebrada.
Descubrirás entonces a tu lado
Bailarines y jinetes bajo la colina
En danzas reviviendo tu pasado.

Pag. 2: su querido fichero

Pensé inmediatamente en el fichero que Herrera utilizaba para trabajar en su libro de memorias. Cada ficha correspondía a un tema que posteriormente él desarrollaba en su libro, cuya estructura es, gracias al orden de su fichero, un prodigio de musicalidad, no ya sólo por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma que está hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan. (En mi prólogo a las memorias de Herrera pienso hablar muy especialmente de este aspecto de su libro.)

Encontré en el fichero un tema cuyo título juzgué estrechamente unido a La asesina ilustrada: «La progresiva mitificación del personaje de Isabel.» En el tercer capítulo de sus memorias, Herrera interpreta míticamente el personaje de su hermana Isabel a través de un significativo episodio infantil: él era un niño de ocho años, y su hermana tenía quince cuando ambos escaparon una noche de la casa de sus padres. La fuga había sido minuciosamente calculada por Isabel, que durante días enteros estuvo preparando el gran momento. Llegado éste, los dos huyeron y estuvieron andando horas y horas por una oscura carretera comarcal («laberinto de sombras a través del cual Isabel quiso guiarme hacia la libertad», escribe Herrera) hasta llegar a una playa desierta donde él inesperadamente decidió abandonar a su hermana y seguir la aventura por su cuenta. «Obsérvense ciertas similitudes entre este episodio y el mito de Ariadna», escribe Herrera al final del capítulo.

Pag. 2: Ariadna

Ariadna era la hija de Minos, rey de Creta que construyó el famoso laberinto donde guardaba a Minotauro sacrificándole jóvenes de Atenas. Uno de éstos (Teseo) huyó con Ariadna, que supo guiarle a través del intrincado laberinto. Posteriormente, Ariadna fue abandonada por Teseo en la playa de Naxos.

Pag. 2: laberinto

Aparte de la vinculación del laberinto con el mito de Ariadna, el héroe de una novela de Herrera (El adiós a la vida) es un joven escritor romántico que, hallándose a las puertas de la muerte, construye en su casa un laberinto de espejos y plantas verdes en el que pretende encerrarse para siempre.

Pag. 3: las largas fiebres

Recordé que, días antes de leer La asesina ilustrada, alguien me había hablado de un relato inédito de Juan Herrera titulado Las largas fiebres. Revisando más tarde sus viejos papeles encontré el manuscrito fechado en 1970. Se trata de un relato autobiográfico en el que Herrera narra una serie de episodios de su vida matrimonial, quizás los episodios más escandalosos (absurdamente silenciados en sus memorias).

Herrera relata en Las largas fiebres lo que fue su vida junto a Elena Villena desde el día en que decidió casarse con ella (Elena tenía quince años, y la encontró abierta de piernas, con la falda levantada, martirizando a un gato, y no supo llamarle la atención porque le pareció que lo hacía de un modo inocente e incluso le excitó el hecho, de manera que esa noche la amó y le prometió que se casaría con ella) hasta el día en que se separaron definitivamente (Elena tuvo la osadía de enamorarse de una mujer, Valérie Duval, y huyó con ella a Londres en medio de un gran escándalo), pasando por el relato de innumerables momentos de su vida conyugal con Elena, momentos que le sirven para analizar despiadadamente, con una insolencia que no reencontraría en sus memorias, el insoportable y diabólico carácter de su mujer y la singular tendencia de ésta a la crueldad más gratuita, al sadismo más violento, su increíble gusto por el mal.

Pag. 5: embriagándose hasta reventar y desplomarse muerta Isabel, la hermana de Herrera, murió en circunstancias muy parecidas a las de la merte de Ariadna en La asesina ilustrada.

Pag. 7: me pinté de rojo los labios

Al leer esto me acordé inmediatamente de la repulsión de Herrera hacia la sangre y hacia el color rojo. Desde el primer momento pensé en el terrible efecto que debió causarle aquel cuaderno con salpicaduras de sangre sobre una portada en la que había sido escrito en tinta roja La asesina ilustrada. Su repulsión por este color venía desde el día en que, siendo todavía un niño, presenció en un circo cómo un tigre despedazaba la garganta de un domador. Los rojos borbotones de sangre que brotaron de modo incontenible de la carótida abierta de éste le provocaron una fuerte impresión de la que ya nunca lograría recuperarse. Era incapaz, por ejemplo, de vivir en una habitación adornada de encarnado o de ponerse un vestido rojo. Había tenido desde entonces cierta tendencia al desvarío.

Pag. 7: out of the world

«Fuera del mundo, tal como había vivido, murió.» Con este epitafio concluía El viajero, acaso la novela menos apreciada de Herrera y también la más incomprendida por la extrema oscuridad del relato. Nunca nadie supo valorar, entre la crítica, el excelente dominio del tiempo narrativo del que Herrera hacía gala en su novela cuando, partiendo de una anécdota abrumadoramente insípida y vaga, y, por lo demás, tremendamente aburrida, conseguía convertirse en el dueño y señor de lo que podríamos llamar «el lenguaje del tedio», un tedio que, a decir verdad, era infinito en su narración. La novela describía, con exasperante lentitud, la muerte de un poeta de segunda fila -al parecer le había servido de modelo Vidal Escabia, un oscuro poeta alicantino amenazado por unas extrañas voces interiores que cada noche le despertaban para recordarle que la hora de su muerte estaba ya próxima y que todavía estaba a tiempo de confesar sus innumerables plagios.

III

19 DE JUNIO DEL 74

AL ANOCHECER DEL DÍA EN que fue enterrado Juan Herrera, se acercó Elena Villena a la casa. Quería saber si me había ya instalado en ella y cómo iba mi vida por allí. En cuanto la tuve ante mí no perdí ni un minuto de tiempo. Le expliqué inmediatamente, casi de una forma atropellada, lo que pensaba de La asesina ilustrada; le expuse mis temores y esperé a ver de qué modo reaccionaba ella.

Con aire de enfado su mirada recorrió el jardín vacío donde oscilaban las luces del atardecer. Se quedó callada, como pensando en lo que acababa yo de decirle, y al poco rato me miró malhumorada y me dijo que aquélla no era forma de agradecer su hospitalidad y que no encontraba palabras para concretar el horror que le habían producido mis explicaciones. Y entonces fue cuando sentí algo realmente extraño: ella se quedó unos segundos mirando por la ventana, y yo, que la observaba, tuve la impresión de que ella tenía los ojos cerrados. Miré bien y vi que me equivocaba: los tenía abiertos. Lo que ocurría era que permanecían totalmente fijos. Sus ojos no miraban, no veían. Ella estaba completamente inmóvil en la luz del atardecer, y yo, totalmente fascinada, no podía apartar los ojos de su rostro, de aquella pálida y terrible máscara. Parecía muerta y me quedé aterrada. Al poco rato comenzó a reanimarse. Sin apartar la vista del jardín, cambió de conversación. Pasó un rato hasta que logré volver a introducir en nuestra charla el tema de La asesina ilustrada. De nuevo ella pareció molesta, y el mismo tono misterioso de voz que tenían sus palabras me confirmó que estaba ocultándome algo.

Hasta que por fin desmintió, con una gran sonrisa en los labios, sus planes criminales. Se acercó a mí y me dijo en voz baja, cogiéndome las manos y mirándome fijamente a los ojos, como nunca nadie hasta entonces me había mirado:

– La asesina ilustrada forma parte de El dulce clima, mi novela. Cuando decidí no incluir este trozo en ella se convirtió en una historia independiente. Esto es todo, créame.

– ¿Y por qué le envió el cuaderno a su marido? -pregunté tratando de tenderle una trampa.

– Quería saber qué era lo que opinaba él de mi texto. Siempre tuve confianza en su sentido crítico -respondió con la mayor serenidad del mundo.

No, no me lo creía. Era todo demasiado sencillo. Se lo dije, y ella se rió.

– Ya veo: le encantan los misterios -dijo mirando al jardín.

– Hay muchas cosas que no están claras.

– Claro, claro – exclamó ella bromeando, como quien da la razón a una loca.

– ¿Y qué me dice de esas gotas de sangre sobre la tapa del cuaderno?

Se quedó callada unos instantes. Luego respondió:

– Muy decorativas, ¿no le parece?

– Esto no es una respuesta – contesté enojada

– Claro que es una respuesta

– ¿Y por qué me ocultó el cuaderno?

– No se lo oculté. Me lo llevé a casa. Después de todo, era mío.

– ¿Y por qué lo llevaba con usted el día en que se lo pedí?

– ¿Y por qué – dijo imitando y ridiculizando mis gestos y mi tono de voz- es usted tan terca? ¿Y por qué no deja de hacerme preguntas absurdas?

Se aproximó aún más a donde yo estaba. Me miró fijamente a los ojos. Le aguante la mirada; ella estaba hermosísima aquella noche. Me di cuenta de que yo le gustaba y que no tardaría en tratar de seducirme.

– ¿Y por qué no me deja en paz? – dijo en tono muy cordial. Y añadió: -¿Y por qué no se da cuenta de que, si quisiera matarla, ya lo habría hecho?

Yo no sabía que hacer, si mostrarme avergonzada por mi interrogatorio o, por el contrario, mantenerme firme en mis sospechas. De pronto ella se levantó del sofá y me dijo que tenía que marcharse y que volvería por la casa en cuanto le fuera posible. Aunque no se lo dije, lamenté en aquel momento que ella se marchara tan pronto y me di cuenta de que era yo en realidad la que deseaba que ella me sedujera, la que, pese a no haber nunca tenido relaciones íntimas con otra mujer, me sentía de pronto muy atraída por ella.

– ¿Y por qué no confesarlo? Usted me gusta -dijo mientras se ponía el abrigo-; me divierte su locura.

Abrió la puerta, me dio un beso de despedida y se perdió en las sombras del jardín. Cerré la puerta, me quedé pensativa sin saber a qué carta quedarme: por un lado, era consciente de que ella me estaba ocultando algo; pero, por otro lado, pensaba que quizá había llevado demasiado lejos mis sospechas.

Me acosté temprano y, en sueños, vi que, desde un espejo, enmarcada en ondas de caoba, una mujer encantadora, de misteriosa mirada, se sentaba a mi lado en un sofá y me cogía las manos. La mujer era Elena Villena, y no era la primera vez que intervenía en mis sueños. (Cada vez con mayor insistencia imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior hasta el punto de tener un trato más verdadero y más vivo con los sueños, con las imágenes y con las sombras que con el mundo verdadero.)

Elena Villena estaba recostada junto a mí en un sofá y yo estaba apoyada en un brazo del mueble. Ella me cogía las manos y me separaba los dedos, contaba lentamente las puntas mientras me decía cuánto me amaba. Me besaba en los labios, me cogía por la cintura y me arrastraba hacia ella. Volvía a besarme en la oscuridad, apagábamos la única lámpara que estaba encendida en el salón y me abandonaba pasivamente en sus brazos; hacíamos el amor y, mas tarde, cuando volvíamos a encender la luz yo comprendía qué clase de mujer era ella: sobria y a la vez sensual, cálida pero capaz de la más terrible frialdad si se lo proponía; todo cuanto ella me decía era una extraña mezcla de amor y de muerte, de elegancia y de vulgaridad, de belleza y de fealdad, de dulzura y de violencia. La amaba, sí, pero también la temía. Y acababa consintiendo que con una afilada daga atravesara dulcemente, con cinco amorosas puñaladas, mi corazón. Mis ojos se cerraban para siempre con la más bella de todas las imágenes de la muerte. De pie sobre mi cuerpo agonizante ella se reía con auténtico placer, pero poco después rompía en desesperado llanto. Abrí los ojos y fui lentamente despertando de mi sueño. Era todavía de noche. Me incorporé en la cama y encendí la luz. Entre las cortinas vi en el espejo deslizarse al fondo de la habitación una sombra. A mi espalda, quieta junto a un armario, se dibujó una figura femenina que yo conocía bien, pero que ahora tenía una extraña palidez. Sus ojos me miraban inmóviles y silenciosos, como si estuvieran muertos. Me quedé muy quieta, sin fuerzas para volverme ni para esquivarla. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos la figura había desaparecido. Traté de calmarme y fui al estudio. Estuve un rato revisando mis papeles. Se levantó un viento que soplaba, gemía y arremetía contra la casa sin cesar y que de vez en cuando dejaba oír lamentos tan lastimeros que acabé llenándome de temores, creyendo que oía la voz de Herrera. Una y mil veces maldije a Elena por haberse complacido en mantener viva en mí la llama del misterio. El viento y las voces me llenaban de temores.

No fue una sugestión: mirando distraídamente el tapiz en el que se representaba una vista frontal de la casa y del jardín reparé de pronto en un detalle que hasta entonces no había llamado mi atención: un borrón negro en un extremo de la tela: una cabeza de hombre, o de mujer, con la espalda vuelta hacia mí. Me extrañó no haberlo visto antes, porque estaba convencida de que en el tapiz no había figuras humanas. Me levanté más tarde para ir al lavabo y, cuando regresé al estudio, me quedé sin luz en la casa. Encendí una vela y de nuevo el tapiz llamó mi atención. Al verlo, casi estuve a punto de dejar caer al suelo la vela, y creo que, de haberme quedado completamente a oscuras, habría enloquecido de miedo. No me cabía la menor duda; por imposible que parezca, era absolutamente cierto: en el centro del tapiz, delante de la casa, donde antes nunca había visto nada, había una figura embozada en un ropaje negro que avanzaba hacia el edificio.

Me quedé aterrada y pensé que lo más conveniente era que saliera a la calle, que me tocara el viento fresco de la mañana. Recorrí el barrio entero, solitario a aquellas horas. Cuando regresé a la casa, había tenido ya tiempo suficiente para reflexionar sobre todo aquel asunto y para entonces ya descartaba la idea de que la vista, o el juicio, no me funcionaran del todo bien. Recuerdo que subí al estudio y volví a mirar el tapiz, y lo hice de un modo insolente, ocultando mis temores. La figura había desaparecido, pero ahora había un borrón negro junto a la ventana rota de la cocina, como si la figura estuviera tratando de entrar en la casa. Me senté en la mesa del estudio y traté de distraerme trabajando largo rato en el prólogo, y cuando al mediodía volví a inspeccionar el tapiz vi que todo seguía igual: aquella figura continuaba allí, apostada junto a la ventana rota. Pensé que no era una figura, que me había dejado llevar por los nervios, y que aquello era un simple borrón; y me reí a solas; salí a comer. Todos cuantos escucharon el relato de los acontecimientos que me habían turbado se rieron y yo también con ellos. A nadie preocupó ni asombró lo que yo contaba; pude constatarlo para mi tranquilidad.

IV

21 DE JUNIO DEL 74

SE RECRUDECIERON LOS TEMORES DE que ella hubiera tratado de poner en práctica lo que en El dulce clima de Lesbos era pura ficción. Allí, en la página 34, puede leerse: «Este relato obliga a su autora a aceptar la regla de la tauromaquia, que, como se sabe, persigue un objetivo esencial: además de obligarla a ponerse seriamente en peligro, a no deshacerse de cualquier modo de su adversario (su éxito dependerá de un buen dominio de la técnica), la regla impide que el combate sea una simple carnicería; tan puntillosa como la de un ritual, ofrece un aspecto táctico (preparar al lector para recibir una estocada mortal, aunque sin fatigarle más de lo preciso durante el combate) y un aspecto estético, también contenido muy especialmente al término de la faena: cerrar el libro será para el lector como cerrar la losa que cubrirá su tumba.»

A mi memoria acudieron imágenes de un duelo entre cuchilleros que asocié inmediatamente a una idea que, desde hace tiempo, me resulta obsesiva: en los orígenes del relato de Elena Villena pudo habitar la idea de un cuchillero que va dejando su fuerza en su arma, la cual al final tiene una vida propia (como, para Hoffmann, la tenía aquel diabólico violín de Krespel); es el arma la que mata, no el brazo que la maneja…

V

23 DE JUNIO DEL 74

AYER VINO ELENA A CASA y le expuse mis temores, le narré el sueño en el que ella había aparecido, y aún no sé muy bien cómo fue que de pronto me encontré entre sus brazos, la besé en los labios, la cogí por la cintura, la arrastré hacia mí, volví a besarla en la oscuridad y ella se abandonó pasivamente en mis brazos; hicimos el amor, y sentí que nunca había estado mejor con nadie.

En la penumbra de la habitación, después de habernos amado en silencio durante horas, ella, de pronto, hundiendo su cabeza, los ojos abiertos, entre mis pechos, me confesó que había estado con Herrera en su estudio horas antes de que él muriera.

– Fui a visitarle -dijo tranquilamente-, para conocer su opinión sobre La asesina ilustrada. Recuerdo que él estaba frente a mí con el cuaderno en la mano preguntándome muy nervioso qué me había propuesto al enviárselo. Ya ves, tuvo una reacción parecida a la tuya, y yo le repetía una y otra vez que lo único que deseaba era conocer su opinión sobre el texto. Pero él no quería entrar en razones y la verdad es que estaba francamente muy extraño. En la misma mano en la que tenía el cuaderno sostenía una rosa de té que quedaba apretada entre su dedo pulgar y el cuaderno. Al ver resaltar, con aquel color rojo, la tinta con la que había escrito el título de mi narración, él no pudo reprimir, a causa de su repulsión por el rojo, una crispación nerviosa, y se pinchó el pulgar con una espina de la rosa. La sangre, al manchar el tallo y el cuaderno, acrecentó su confusión y, dominado por la repulsión, abrió instintivamente los dedos para dejar caer lejos de su mirada los dos objetos enrojecidos. Pero su pulgar, desde que el movimiento realizado había cambiado su orientación, le envió directamente a una pupila, a través de la ancha y clara base de la uña (cuya blancura resultaba especialmente favorable para ello), un reflejo rojo crudamente luminoso, que provenía de una lámpara del estudio. El quedó como hipnotizado por aquella brillante mancha roja y revivió la escena en que un domador era destrozado por un tigre, aquella escena que desde su infancia había tratado de olvidar. Se puso a dar señales de absoluta demencia: gestos de espanto y frases entrecortadas entre las que las palabras tigre y sangre aparecían continuamente. En su delirio, todo se le aparecía cubierto del color rojo de la sangre. El escritorio, los muebles, el busto de Beethoven, los tapices, hasta yo misma, todo se le aparecía cubierto de un rojo brillante. Me marché tranquilamente porque pensé que no tardaría en volver a entrar en razón. No era, desde luego, la primera vez que algo semejante le ocurría. Pero debió de ser poco después de que yo me hubiera ido cuando sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche. Así debió de morir.

Tras contarme esto -más que contarlo lo había recitado mecánicamente, como si lo hubiera aprendido de memoria-, Elena sacó de un bolsillo de su chaqueta una ajada rosa de té manchada de sangre y me la mostró diciendo que era el mejor recuerdo que le quedaba de su matrimonio.

Pensé que estaba loca, pero luego ya no creí nada. Me sentí muy cansada. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, y cualquiera habría podido jugar con él como si fuera de trapo. Estaba rendida de sueño y tan sólo deseaba dormirme. Tan sólo acerté a decirle:

– No creo una palabra de lo que me has contado.

Me dormí al poco rato y, cuando desperté, había anochecido. Elena se había ido. Traté de trabajar en el prólogo, pero me era difícil concentrarme. Pasé horas en el estudio como ensimismada, recordando los últimos acontecimientos, pensando con extrañeza en las palabras de Elena y en su relato de la muerte de Herrera. Hacia la medianoche oí de pronto un ruido abajo, como si alguien tratara de entrar en la casa por la ventana de la cocina, y más tarde oí que alguien avanzaba por el corredor del estudio.

– ¿Eres tú, Elena? -pregunté.

No hubo respuesta. Fui inmediatamente hacia la puerta del estudio y la cerré con llave y doble cerrojo. Poco después, alguien trató de entrar en la habitación.

– ¿Eres tú, Elena?

Silencio absoluto. Tenía ante mis ojos el tapiz y vi que había desaparecido la mancha situada junto a la ventana de la cocina, y por un momento tuve la impresión de que el tapiz no era el mismo, de que alguien me lo había cambiado y de que sin duda no era ésta la primera vez que pasaba.

– ¿Eres tú, Herrera? – repitió con eco una voz que me era conocida: la de Juan Herrera.

Han pasado unas horas desde entonces y nada nuevo ha ocurrido, aunque tengo la impresión de que alguien sigue ahí, al otro lado de la puerta, aguardando mi salida. No saldré hasta que amanezca, o quizás al mediodía de mañana. Y, si todo va bien, no volveré nunca más a esta casa, no veré nunca más a Elena y contaré en mi prólogo todo lo que sé y no sé de ella. Después, me olvidaré de esta historia. [2]

SUPLEMENTO

HASTA AQUÍ LO QUE ENVIÉ en sobre sellado a Vidal Escabia. Por supuesto que no me movió a escribirle el deseo de ser amable con él, sino más bien uno absolutamente opuesto: quise hacer una prueba: comprobar hasta qué punto no me equivocaba cuando suponía que La asesina ilustrada, tras aquellas repentinas muertes de Juan Herrera y de Ana Cañizal, era uno de esos raros manuscritos que, al pasar de mano en mano, van provocando la muerte de sus lectores. En otras ocasiones, eso ya había ocurrido: así el caso del manuscrito de la Poética de Ignacio de Luzán, que fue pasando de unas manos a otras como un maléfico presagio: los que la leían iban muriendo uno tras otro hasta que finalmente el manuscrito se perdió.

El inesperado suicidio de Vidal Escabia no hizo más que confirmar todas mis sospechas.

Al encaminarme al lugar donde fue enterrado habían de reunirse con él por última vez algunos de sus más fieles amigos. Iba yo escuchando las conversaciones de unos y otros, extrañados por las causas de su suicidio, que aparecían oscurísimas, cuando empecé a pensar en la conveniencia de destruir La asesina ilustrada, y, de pronto, la idea contraria asomó a mi mente. Recuerdo que comenzó a llover y que esto dispersó un poco a aquel grupo de gente, y que entonces, aislada de ellos, alejada de su impertinente murmullo y de aquel estupor que se reflejaba en todos sus comentarios, recobré la lucidez, seguí andando, ahora muy alejada de ellos, dominada por una morbosa curiosidad y riéndome a solas bajo la lluvia, prometiéndome a mí misma que, aunque sólo fuera por satisfacer mi curiosidad, y también mi vanidad, pasara lo que pasara, La asesina ilustrada seguiría, durante un tiempo, circulando.

E. V.

París, junio de 1975