El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

Francisco García Pavón

El reinado de witiza

© 1968

A la memoria de mi padre,

que tanto celebraba mis escritos.

JUEVES

Manuel González, aliasPlinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y su colaborador y amigo entrañable don Lotario el veterinario, con aire desganado contemplaban la plaza del pueblo tras la vidriera de uno de los balcones del Casino de San Fernando.

– En Castilla no hay primavera – sentenció don Lotario mirando las copas de los árboles de la glorieta despeinados por el viento-. Castilla es como ciertas mujeres mal templadas, que pasan del frío al calor o de la risa al llanto sin puente medianero.

El cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se metía por puertas y ventanas, amainaba pájaros y gritos, empozaba el pueblo. Los árboles cabeceaban con desespero, intentando sobrenadar el toldo que los anegaba.

– Es mucha Castilla. Ella nos ha hecho a los españoles tan raros… Hay veces que no la aguanto – aventuró tímido don Lotario -. Debe de ser por mis oriundeces levantinas.

– Yo la aguanto, pero no me gusta. Es una tierra con muy mala leche. Me place la gente castellana porque ríe lo justo y no presume… Pero el campo y el clima, para su madre.

– … Los escritores dicen que es muy buen paisaje.

– Claro, para verlo. A mí también me lo parece, pero no hay quien pare en él.

– Hombre, así en el otoño, pasear por el monte o comer carne frita con ajos en una huerta no está nada mal.

Encendieron un cigarro y continuaron en silencio compungido ante el panorama de la plaza.

Aquel plomazo aplastaba las gentes y los coches. El Ayuntamiento, que estaba a la derecha, parecía sin respiración, sin guardias, sin alcalde y sin serenos cantores, decoración vieja de teatro repuesta sin motivo. Enfrente, la Posada de los Portales, con su aire norteño de solaneras, columnas, almagres y cales, posada de antiguos arrieros y tratantes que dormían en el suelo escuchando cocear las caballerías sobre la piedra todas las horas de la noche. Y a la izquierda del Casino, la iglesia. Plomo sobre piedra, torre chata y hechuras sin gracia, donde fueron bautizados cinco siglos de tomelloseros. Suspiradero de beatas, alivio de afligidos, oficina de funerales, catálogo de purpurinas y amenes. Tras este redondel de la Plaza, alrededor de este despeje, se extendía todo el pueblo llano, de cales, con más de treinta mil almas alimentadas por la cepa y sus caprichos. De cuando en cuando una fábrica de alcohol, un agrio olor a vinazas, lumbreras en el suelo que alumbraban las bodegas subterráneas, tractores y remolques, carros olvidados en rincones, aparejos de mulas ya inexistentes. Paz, trabajo, mucho trabajo contra un suelo terco y sin entrañas.

– El caso es que no parece tormenta – volvió a comentar el veterinario.

– ¡Qué va! Es ganas de fastidiarnos el mes de junio.

Tras ellos se oían los fichazos de los jugadores de dominó, alguna risotada y las musíquillas de los anuncios de la televisión.

– No crea usted, don Lotario, que yo aguanto la televisión – dijo de pronto y sin que viniese a cuento el Jefe.

– Ni yo.

– Por sistema, hago todo lo contrario de lo que dice.

– Si te dejas llevar, hacen de ti un monicaco.

– Nos tratan como doctrinos – reforzóPlinio-. Cada cual debe hacer lo que se le ocurra con tal de que no perjudique a tercero.

– Lo malo es que a la mayor parte de la gente no se le ocurre nada. Hay más tontos que feos, Manuel.

– No me lo diga. Y si no tontos, por lo menos sin ocurrencias, que viene a ser lo mismo… ¿A qué vendrá éste con tanta prisa? – se interrumpióPlinio al ver que el cabo Maleza cruzaba la Plaza con dirección al Casino. Como éste solía recrearse en cada paso como si fuera el último que iba a dar en su vida, Plinio y don Lotario, cada vez que lo veían andar a velocidad normal, que correr nunca, presumían noticia.

– A ver si es que ha "salido algo", Manuel – dijo don Lotario.

Plinio, que naturalmente pensó lo mismo, entornó los ojos y se pasó la mano lentamente por la nariz. Luego se volvió de espaldas al balcón para que Maleza reparase en él en seguida de entrar. Don Lotario, con las manos en los bolsillos del pantalón, también se volvió en actitud de espera.

Apareció el cabo en la puerta del salón y apenas giró vistazo columbró al Jefe y a su compadre. Se acercó sorteando las mesas de partida, y llevándose la mano descuidadamente a la visera de la gorra a manera de saludo, soltó su mandado:

– Jefe, que le llama el señor Juez.

– ¿Qué pasa?

– No sé. Llamó por teléfono al cuarto de guardia, y como no estaba usted me dijo que lo buscase alcontao.

– Espéreme aquí, don Lotario. Será algunacachupinada. En seguida vengo.

– Aquí estoy, Manuel, y si tardas, en el herradero.

Plinio marchó seguido de Maleza. Y don Lotario se acomodó en una silla, junto al balcón, para no perder de vista la puerta del Juzgado.

Desde que se mecanizó el campo todos los veterinarios del pueblo estaban dados a los demonios y a completar sus ingresos con otras dedicaciones. Todos menos don Lotario. Como tenía viñas por parte de entrambos cónyuges, amén de un razonable capital amasado con muchos años de profesión, ahora encontraba tiempo para acompañar aPlinio en todas sus correrías sin cargos de conciencia. Porque antes, cuando la carrera daba tanto trabajo, cada vez que salía con Plinio de aventuras, su mujer y sus hijas no lo dejaban en paz echándole en cara su afición. "Qué vergüenza, un hombre que en vez de atender a sus enfermos como Dios manda se va a jugar a los buenos y a los malos como un muchacho" o "Lo nunca visto, tener una carrera tan respetable y gustarle ser guardia municipal".

En el antedespacho del señor Juez estaba el secretario don Tomás, aliasdon Tomaíto, por lo que le daba a la copa. Don Tomás era amigo de beber a solas o en compañía, según se terciaba y según le apretaba la melancolía. Solterón y andaluz no se encontraba en su ser mientras no tenía una copa de jerez delante de su sonrisa. Cuando bebía en compañía el hombre era una fiesta. Cuando bebía solo en las tabernas apartadas, con los brazos apoyados en el mostrador, el cigarro en la boca y los ojos tras los lentes a nivel de la copa, don Tomaíto era un entierro de caridad. Julián Ayesta, que cayó por aquel pueblo a dar una conferencia y vio al "secre" confesándose a solas con una copa en el bar de la Lola, le llamó "el solicopero", como dicen en América. A don Tomás le cayó en gracia el dicho y se inventó una copla:

Los que me ven beber solo

me llaman solicopero.

No saben que acompañado

que estoy más solo, es lo cierto.

También estaba en el Juzgado Antonioel Faraón, corredor de vinos y con ciento veinte kilos de carne sobre su esqueleto.

– Me dicen que llamó el señor Juez.

– No,e sío yo que er señó Jué está en Arcasa.

– ¿Y qué pasa?

– Fue na, que al Antonio l'han birlao un nicho.

– ¿Cómo que le hanbirlao un nicho?

– Sí, que le hanenterrao un forastero en su patrimonio… Vamo, que ya le van a robá a uno hasta la sepultura.

Plinio miró al Faraón con aire interrogativo.

Y Antonioel Faraón, sentado a horcajadas sobre una silla, sonreía con toda su cara.

– Que se lo cuente él – añadió el secretario quede vez en cuando corregía su pronunciación andaluza.

– Pues nada – comenzóel Faraón con mucha prosopopeya -, que esta mañana se les ha ocurrido a las mujeres ir a hacer una visitica a los muertos, a llevarles flores y esas cosas… Y han visto que mi nicho… vamos, el que tengo yo comprao y disponible, Dios quiera que para la suegra que todavía tengo en casa aunque de muy mal ver, pues que estaba tapiao. Claro, lo natural, como mi mujer y la chica no recordaban que hubiéramos enterrado a nadie últimamente, pues se han ido a ver al camposantero.

– Y el camposanteroin albis – cortó el secretario.

– ¿Que qué me dice, Manuel? – preguntó Antonio con sorna.

Plinio hizo un gesto de escepticismo. Pero si don Lotario hubiera estado presente habría notado que en sus interiores la gozaba el Jefe, porque aquello olía a "caso gordo".

– Yo creo,Manué, que debe usted echá un vistazo por… aquer sitio – el "Secre" era supersticioso como un gitano – y que er camposantero quite el tabiquillo a ver qué hay. Si, cosa que no espero, hay fiambre, me da un telefonazo y nos personamo allí er Juzgao con el forense.

– ¿Yo podré ir también? – dijoel Faraón intentando incorporarse.

– Naturaca – autorizó don Tomás.

– Avise usted a don Lotario a ver si nos lleva en su coche y nos ahorramos el paseo – añadióel Faraón, pensando en el gusto del veterinario, en la reacción de Plinio y la comodidad de todos.

El Jefe, sin añadir palabra, llamó por teléfono a don Lotario.

Fueron en el "Seat 600" del veterinario. Como era tan poco coche para tanta mercancía, alFaraón tuvieron que encajarlo a empujones.

– Parece mentira, don Lotario, que siendo usted un hombre de carrera y con cuartos no tenga un auto más señor – dijoel Faraón resoplando apenas arrancó el coche, camino del Cementerio.

Pero don Lotario ni se tomó la molestia de contestarle, porque en aquel momentoPlinio le ponía en antecedentes del servicio que iban a hacer.

Al veterinario le olió bien el caso, como esperaba el Jefe, y conducía con la barbilla casi pegada al volante y los ojos entornados, como siempre que ponía mucha ilusión en algo.

– Desde luego, es que lo que me pasa a mí no le pasa a nadie, don Lotario – siguióel Faraón cuando vio a don Lotario enterado del negocio -. Un nicho no se lo han robado a ningún cristiano desde los tiempos de los godos.

– "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza" – dijo don Lotario a voces.

– ¿Pero qué dice este hombre?-preguntó extrañadoel Faraón.

Plinio se rió con todas sus ganas.

– Siempre que se habla de reinados o de los godos me acuerdo de esa frase que decía un libro que estudié en la escuela – aclaró el veterinario.

– Pues anda con Witiza; pobre señor, las que debió pasar – comentó Antonio.

Todos volvieron a reír y luego callaron unos segundos.

Hasta que rompió a hablar de nuevo don Lotario:

– Pero yo siempre he visto que los nichos libres están tabicados.

– Sí, señor; pero mi mujer, cuando lo compramos hace cosa de un mes, quiso que lo dejáramos destapado.

– ¿Para qué? – preguntóPlinio.

– ¡Ah! Ella dice que para que se airee. Como cree que su madre va a hincar el pico de un momento a otro (cosa que yo no espero) y estas Calonjas son tan relimpias, pues quiere enterrarla con mucho aseo.

– ¡Puñeteras mujeres! – exclamóPlinio.

– Nunca sé de qué tienen hecha la cabeza – dijoel Faraón.

– Ni cabeza nina – siguió Plinio – son ingle sola.

– Eso de ingle es un decir.

– Es que Manuel, como es tan púdico, en vez de decir el sitio dice la vecindad.

Los paseos del Cementerio estaban desiertos. Bajo el cielo plomo de aquella tarde ventosa parecían más de irás y no volverás que nunca.

Sacar alFaraón del "Seat" fue obra de romanos.

– Yo no sé cómo no harán los coches a la medida del hombre – rezongó mientras se componía el formato.

Como don Lotario, tan bajito y delgado, creyó una indirecta el dicho delFaraón, replicó vivísimo:

– Es que tú no eres un hombre.

– Anda, coño, ¿pues qué soy?

– Un almorchón.

– ¡Ay, qué don Lotario este!

En el mismo zaguán del Cementerio el sepulturero Matías estaba sentado en un taburete concluyendo la masticación de un trozo de queso manchego bastante duro. Al ver al Jefe y la compaña, tragó rápido en un fuerte estirón de las poleas del cuello y le dio un tiento a la botella de blanco que tenía bajo la corva.

– Que aproveche – dijoPlinio al saltar del coche.

– Es que, sabe usted, como tengo el estómagoechao a perder, si no como a menudo, me dan unas dolascas que me retuerzo.

– Pero si le sigues dando al morapio, por mucho que frecuentes el condumio, haces un pan como unas hostias – comentó don Lotario.

– Tú, Matías, no le hagas caso, que eres criatura humana, y él es veterinario – comentóel Faraón.

– No crea, el vino no me daña. Lo tengo bien visto. Lo que me raja esla coñá. Cuando estuve trabajando en la bodega de los Peinados, el señorito Leoncio, que en paz descanse, siempre decía que la coñá lo curaba todo. Pero sí, sí, para mí es propiamente como si pariera cada vez que me acerco a ella.

– Pues el vino viene a ser poco más o menos – insistió el veterinario.

– Pues ya ve usted. No lo siento. Ni ardor me da. Debe ser por la costumbre de tantos años.

– Bueno, bueno, allá tú.

– Tú, tumbero, come y bebe lo que te siente – terció otra vez Antonio – que médicos y veterinarios saben la mitad de la mitad. A mí me mandaron que me quitara de fumar y aína si me muero. Cada cuerpo tiene sus "aqueles" que nadie sabe.

– Vamos al caso – urgióPlinio que estaba impaciente -… Entonces tú, Matías, ¿no sabes quién ha podido tapar ese nicho?

– No. señor.

– Pero, bueno – replicó en plan de policía -, ¿es que aquí entra y sale quien le da la gana?

– Hombre, claro – contestó Matías sin inmutarse-, éste, aunque triste, es un sitio público.

– En donde entran más que salen – comentóel Faraón, riéndose.

– Pero una cosa son las visitas y acompañamientos, y otra que te tapen y destapen los nichos y tú ni lo huelas.

– No sé qué le diga. Yo siempre ando por aquí… Como no fuera por la noche.

– Pero por la noche, ¿cierras o no?

– Sí cierro, Jefe, pero para el buen ladrón nunca hay puerta fuerte.

– Venga, vamos para allá y tráete las herramientas para ver qué hay.

– Mira que como nos hubiese dejado un tesoro algún tímido – dijoel Faraón cuando ya iban de camino hacia la Galería de San Juan.

– Sí, sí. Menudo tesoro – coreó Matías, que iba delante con una escalerilla de potro al hombro y una picota en la mano.

De pronto se oyeron unas voces detrás del grupo:

– ¡Matías! ¡Matías!

Era don Saturnino, el forense, seguido de otras gentes enlutadas.

Matías al verlos pareció muy extrañado, y preguntó a voces:

– ¿Pero no habíamos quedado en que mañana?

– Estás tú bueno – dijo el forense avanzando hasta llegar a su altura-. Te dije que hoy a las siete.

– Me dijo que el viernes a las siete.

– ¿Pues, qué es hoy, cavador? – preguntó muy cargado de razón, mientras se alisaba el pelo que le desordenaba el aire.

– ¡Jueves!

– ¡Viernes!

Matías consultó a todos con la mirada y ante el asentimiento del coro comentó, mirándose la punta de la alpargata:

– Desde luego es que siempre entre muertos, pierde uno el tino delalmenaque.

– Menudoalmenaque estás tú hecho.

– Pero, ¿de qué se trata, doctor? -cortóPlinio.

– De una exhumación.

– Entonces ha tenido usted suerte, porque a lo mejor va a matar dos pájaros de un tiro.

– Pues ¿qué pasa? – preguntó tocándose el nudo de la corbatay con su habitual aire de aburrido.

– Ahora le explicaré. Anda, Matías, vamos primero a esa exhumación y después a lo que íbamos.

– Pues bueno.

Dejó la escalera al pie de un ciprés y echó a andar delante, con la herramienta en la mano, hacia la parte del Cementerio Viejo que ya habían dejado atrás.

– Es que este Matías es un juevista – dijoel Faraón.

– ¿Qué es eso de juevista? – preguntóPlinio.

– Yo, ni juevista ni narices; lo que pasa es que no paro ento el día.

– ¿Pero a qué hablas si no sabes lo que es juevista?

– Ni falta que me hace.

– Míralo qué educado… Sí, hombre, un periódico de los curas que recibe mi chica y dice: "si quieres ser buen juevista, suscríbete a esta revista".

Con don Saturnino, el forense, venían cinco o seis hombres y dos mujeres, enlutadísimos, de aspecto muy rústico y que apenas hablaban entre ellos.

Luego de mil vueltas y revueltas, el camposantero se paró ante un nicho bajo, de traza muy antigua. La lápida era de mármol blanco, con esta leyenda en letras marrones: "Aquí yace Mariano López Birria, Sargento de la Gloriosa Infantería Española. 1840-1896. Sus hijos no lo olvidan. Amén".

Sin más consultas, Matías se escupió las palmas de las manos, se las restregó y empezó a picar al hilo de los bordes de la lápida para ver el modo de sacarla entera. Que su oficio sí que lo sabía Matías.

Y todos hacían corro al enterrador con los ojos fijos en la marcha de su picota, menosPlinio y el forense que hablaban un poco apartados. Éste escuchaba el caso del nicho robado al Faraón, sin dejar de tocarse el nudo de la corbata. Los bromistas del pueblo solían decir que don Saturnino tenía atragantada la nuez. Y Plinio, sin darse cuenta – solía ocurrir a todos los que hablaban con el médico – a falta de corbata, de vez en cuando se llevaba la mano al cuello del uniforme como si le apretara la tirilla.

– ¡Doctor, el nicho va está descubierto! – gritó Matías.

– Voy.

Echaron todavía una coletilla a su parla, guardia y forense, hasta que por fin, éste, con pasos arrastrados fue hacia el agujero. Se abrió el corro para dejarle paso.

– Venga, tire del ataúd.

Matías se puso en cuclillas y empezó a tirar de él suavemente. Era una caja de maderas recias que se conservaban muy bien. Debía pesar muy poco el contenido porque salió sin esfuerzo.

– Abra usted.

El enniehador metió la punta de la picola entre tapa y caja a la altura de los cierres y la forzó por cuatro puntos. Luego, sin esperar más órdenes, tomó la tapa por la parte de los pies y la levantó con cuidado. A la vista de lo que allí apareció nadie dijo una palabra. Todos los presentes, en aquella tarde opaca, miraron obsesionados al destapado.

El cadáver, de uniforme azul y rojo, con los galones de sargento, aparecía en su total volumen. Pero lo más chocante era su actitud. Estaba firme. Firme y con la mano derecha a la altura del kepis. El hombre había muerto saludando o saludó al morir, que para el caso es igual. Y saludando lo habían dejado sus leales. Su rigidez no era de muerto, era de militar disciplinado. Tenía, eso sí, no todo iba a ser perfección, el cubre- cabezas un poco descolocado y el flequillo negro le hacía banderas sobre la frente. Su cara, amojamada y casi con color todavía, expresaba un gesto vigoroso. Las manos parecían de cartón. Las botas, el sable, unas espuelas, a pesar de ser de infantería, y la hebilla del cinturón, en su sitio, nuevecitos. El uniforme levemente descolorido, como empolvado.

– Éstos sí que eran hombres – dijo al finel Faraón.

– Desde que tengo potra no he visto otra – coreó el huésped de carroñas. Y luego-: Éste debe ser un terreno muy aparente para la conservación de lo fúnebre, porque yo nunca he visto un cuerpo tan completico.

Los parientes o lo que fueran que habían llegado con don Saturnino, tenían puestas las caras muy raras, como atemorizados por tener que ver algo con aquel individuo tan decidido e íntegro.

La boca del muerto, apretada, quedaba casi cubierta por el copioso vello del bigote y de las barbas.

– ¿Dónde va a ir? – preguntó Matías a los parientes.

– Pues al osario, porque aquí vendrá mañana el tío Pedro – dijo uno sin dejar de mirar.

– Pues ya sabéis – les dijoel Faraón -, en este nicho vais a tener "tío Pedro" para rato… Vamos, como si no se muriese o así.

– Hala, vamos con él – dijo Matías, dispuesto a cargar con el muerto.

Pero no hubo ocasión. Apenas quiso abrazar la caja para alzarla, toda aquella imagen tan aparente y conservada se deshizo como si estuviera modelada con polvos de colores.

Fue visto y no visto.

– ¡Se jodió! – saltó Antonioel Faraón.

Carne, uniforme y gesto, todo quedó ahora en montecillos de polvo de diversos colores. Resto de droguería. Sólo las botas, los metales y los pelos aparecían enteros entre el esqueleto.

– Pulvis eris- dijo el veterinario.

– Todo ha sido como en el cine, coño – comentóel Faraón con gesto meditativo y meneando la cabeza.

A pesar de la destrucción, entre aquel terraguerío de colores, el brazo saludador, ya hueso puro, seguía con la mano donde estaba. El sargento, sin forma, sólo esquema, seguiría su imperio en la fosa común, imponiendo en aquella oscura república de radiografías el brío de su modesta autoridad.

Cuando todos se repusieron un poco de la evaporación de "lo fúnebre" – como decía el enterrador – éste tomó definitivamente la caja bajo el brazo, camino del osario. Uno de los parientes del "tío Pedro" dijo de pronto al forense:

Don Saturnino, yo querría llevarme el sable del sargento.

– Pues tómelo, suyo es.

Y el hombre echó a correr tras de Matías para que le diese el arma antes de lanzar el ataúd por la lumbrera. Los demás parientes lo aguardaron y el forense, conPlinio, el Faraón y don Lotario, reanudaron su operación "nicho robado".

– Al hombre le ha gustado el sable del militante.

– No te creas que no me ha dado envidia a mí – respondióPlinio, siempre añorante del arma blanca, antepasada de la porra.

En camino otra vez, Antonioel Faraón contó con pelos y señales al médico la peripecia de su huesa nueva.

– Desde luego, don Saturnino, una cosa así no le ha pasado a nadie en este pueblo.

El médico se aplicó bien el nudo de la corbata bajo la nuez y dijo que no con la cabeza.

Cuando llegaron al rodal de la Galería de San Juan,el Faraón señaló con el dedo.

– Ése es.

– Se diría que el yeso todavía está fresco – dijo don Lotario aPlinio.

Éste asintió, y en seguida se puso a mirar los nichos de al lado por si veía huellas de algo.

– A ver si es que Matías le dejó a otro la faena de algún enterramiento y el sustituto se equivocó – sugirió el médico.

– O que estaba trompa – añadióel Faraón.

– Dice que no – aseguróPlinio.

El sepulturero se aproximaba con la escalerilla al hombro y la picola en la mano. Lejos, como muchacho con reyes, corría el hombre de luto con el sable en la mano.

– De todas formas, Manuel, creo que debía usted hacerle un interrogatorio en forma – aconsejó el forense.

– Vamos a ver primero lo que hay. Y si es muerto, tiempo habrá de declaraciones.

– Lleva razón el Jefe – comentóel Faraón.

– El sargento Birria, al echarlo al osario era propiamente como si vaciase un saco de serrín. ¡Qué ruina!, con la apariencia que mostraba. Así son de aparentes las cosas de este mundo… Allá cayó el esqueleto con las espuelas puestas. Como empiece a poner firmes a los de abajo, va a dejar el dormitorio de las cañas hecho una malva – discurseó el enterrador mientras colocaba la escalera bajo el nichobirlado.

– Esto de la muerte – dijoel Faraón -… y por supuesto lo de la vida, es un folklore de colgante de mico. Cada vez que piensa uno en los berrinches y follones, en las pasiones y arrebatos que nos aprietan día sí y día no, para luego acabar en leños y harineta, es para mear y no echar gota… Porque en este mundo justicia no hay. Eso está más claro que el agua. Que está uno hartismo de ver morirse ladrones y criminales con las manos cruzadas sobre el Cristo, ungidos de glorias y estandartes como sanjuanes… Justicia no hay, Manuel, para los que están bien agarrados a los machos de la sociedad, o sea el dinero. Sólo hay… la de ustedes… para los robaperas y despistados. Y usted lo sabe.

– He dicho – cortóPlinio. Aunque luego quedó pensando un poquillo y sentenció:

– La historia no suele fallar, y día llegará, como decía doña Polonia la de Manzanares, que cada hijo regrese con su padre y cada duro con su dueño.

– Yo no sé muy bien lo que es la historia, pero de momento le he hecho un ¡miau! como una casa – negó Antonioel Faraón.

– Y… algo más habrá allí donde no sabemos – casi musitó el médico.

– No digo que no – replicó rápido el corredor de vinos-, pero todavía no ha llegado carta detallándolo… Amén de que seguir la zarabanda en otro sitio, sin carne, huesos ni apetitos, hechos mera nube, tampoco le veo el chiste.

– Venga, pica, Matías – cortóPlinio dirigiéndose al soterrador.

El hombre se subió en el potro, dijo en un medio suspiro "sea lo que Dios quiera", y empezó a picar en el tabiquillo.

Ante la inminencia del descubrimiento, la suspensión trabó lenguas y filosofías, dejó sin epílogo la plática teológica y los que esperaban alzaron los ojos y abrieron la boca.

El viento se había echado dando paz vertical a los cipreses, y las nubes abrieron hendijas al último sol.

Apenas hubo boquete suficiente, Matías miró por él.

– ¿Ves agua? – le preguntóel Faraón.

– Todavía ni agua ni peces.

Y siguió horadando.

– Desde luego la paredilla está hecha a conciencia.

– La tarde se ha puesto guapa, menos mal – dijo el gordo por decir algo.

Cuando por la brecha cabía un cabeza gorda, el camposantero, con visible acelero, encendió su mechero y lo metió en el nicho. Luego de mirar y remirar se volvió a los de la boca abierta con cara rara:

– Es un cajón.

– ¿Cómo un cajón? ¿Un ataúd grande quieres decir?- preguntóPlinio.

– No, un cajón de mercancía.

– Anda, acaba.

– ¡Ay!, mama mía, mama mía, el turrón de la feria- dijo el gordo.

En un momento estuvo manifiesta toda la boca del nicho.

Matías metió la cabeza.

– Un cajón bien larguico… con sus flejes y todo… Vaya tarde de rarezas.

Plinio subió por la otra ladera del potro y miró también a la luz de su encendedor.

– Vaya, sí.

– No, si… ¡Ay, Virgen de Peñarroya, paisana mía! – exclamóel Faraón limpiándose el sudor.

En éstas estaban, cuando llegaron dos zagalones, que según la cuenta eran hijos del enterrador.

– A tiempo llegáis – Ies dijo Matías – para ayudarme a bajar una mercadería que han dejado aquí al señorFaraón.

– Oye tú, rompetoscas, no me suenes el apodo, que no está la tarde para fiestas.

– Bueno hombre, no se ponga usted así, que yo no sé su nombre.

Los zagalones miraron alFaraón con mal encare.

– Antonio Romero y Solícito es mi nombre. Romero por mí padre y Solícito por la mamá.

– Apuntao y disculpe.

– Venga, muchachos, a bajar ese bulto – dijoPlinio zanjando la cuestión.

– A mí me ha dicho rompetoscasy me he callao… - rezongó Matías al ver la cara seria de Plinio.

– Venga.

Matías y uno de los mozos, desde el potro, empezaron a atraer el cajón. Cuando estaba bien fuera, lo bascularon sobre la escalera y entrePlinio y el otro mozo lo recibieron sobre el pecho, hasta descansarlo, entre todos y poco a poco, en el suelo.

Era un cajón de pino de unos dos metros de largo y más de medio en cuadro; de maderas recias, con refuerzos y precintos.

Plinio empezó a examinarlo con cuidado por todos los lados.

– No se ve dirección ni remite – comentó Antonio con cierto respiro.

– No señor – replicóPlinio -. Venga, quítale la tapa.

Matías, ayudado por uno de los hijos, con la piqueta fue saltando los precintos.

– ¡Ay, Señor! – suspirabael Faraón, entre bromas y veras.

Don Lotario esperaba con la cabeza tan en el suelo que era milagroso su equilibrio. El médico, con la boca torcida y la mano en el nudo de la corbata, miraba casi de medio lado, con el perfil un poco encima del hombro. YPlinio, con las manos en la espalda, algo despatarrado y la boca apretada. No se oía otra cosa que el ruido seco de las tablas al quebrarse.

Lo primero que apareció fue una gruesa capa de corcholina.

– Debe ser pieza delicada por la buena colcha que trae – dijoel Faraón no muy seguro de hacer gracia.

Cuando estuvo el cajón sin tapa, todos quedaron mirando la corcholina. Sin atreverse a hurgar. Aquello les daba muchísimo respeto.Plinio se agachó, y con tiento, empezó a retirar las vituras de corcho. Movía las manos con levedad, como si removiera pétalos de flor. Por fin, las detuvo, palpó con presión por distintos sitios y se puso de pie. Miró a todos e hizo lentamente gestos afirmativos con la cabeza.

– ¡Ay, mama mía!

– Venga, descubrirlo del todo.

Matías y sus hijos empezaron a quitar las virutas a puñados. En seguida, envuelto en una manta y bien atado, quedó al descubierto la forma de un cuerpo humano.

– Homo est… – dijo el veterinario.

Otra vez todos se dieron a la contemplación.

– Venga, cortad las cuerdas – insistióPlinio.

El camposantero sacó la navaja con aire decidido y tajó las ligaduras del fardo. Todavía hubo que rajar la manta. Estaba el paquete hecho con tanto esmero, que no podía desliarlo aun sin ataduras.

Era hombre. Envuelto en sudario blanco. Aparentaba unos setenta años. Nariz aguileña y boca sumida. Parecía muy alto. Una crencha de pelo cano asomaba bajo el capuz. Las manos llevaba cruzadas sobre el pecho. La piel, de un blanco morado.

El médico se inclinó sobre el cuerpo.

– No hiede – dijo el enterrador.

– Está embalsamado – aclaró el forense, que olisqueaba el sudario y le tocó la nuca.

– No creo haberlo visto en mi vida – dijoel Faraón con alivio.

– No parece cara conocida, no – confirmó el veterinario.

– ¿Cuánto tiempo llevará muerto, doctor? – preguntóPlinio.

– No es fácil determinarlo. El embalsamamiento parece hecho a conciencia. Lo veré bien después. De todas formas no mucho.

– No me suena de nada – repitióel Faraón tranquilo.

– No se puede decir tan aprisa que no lo conocemos. La muerte come mucho. ¿Verdad, don Saturnino? – preguntóPlinio.

– Sí, pero el aire siempre se saca… Vamos a examinarlo bien.

– ¿Lo llevamos a la "Sala Depósito" o esperamos al Juzgado? – preguntó Matías.

– El Juzgado lo ve allí.

– Venga, muchachos – dijo Matías a los mozos -, vamos con él.

Entre todos los que allí estaban alzaron el cajón y caminaron hacia el Depósito.Plinio iba detrás con las tablas y precintos.

– ¡Ay, mama mía – suspiraba el gordo que en vano simulaba ayudar-, y qué habré hecho yo en este mundo para que me manden un hombre en estas condiciones!

Apenas posaron el cuerpo sobre la mesa de mármol de la "Sala Depósito", don Saturnino quedó a solas examinándolo.

Plinio y don Lotario, después de telefonear al Juzgado, paseaban pensativos ante la puerta del Cementerio. El Faraón se acercó a la bodega de Jonás a por unas botellas de vino.

Matías y su mujer sacaron una mesita, sillas y vasos. Encendidas ya las luces, el Jefe y el veterinario entre sombras daban vueltas y más vueltas sin despegar el pico.

Por fin, don Lotario preguntó a su amigo casi suplicante:

– ¿Qué piensas de todo esto, Manuel?

– Lo mismo que usted. Absolutamente nada.

– Pero algo imaginarás.

– Hombre, don Lotario, imaginar, imaginar, lo que se dice imaginar, sí que imagino. Pero la imaginación sin datos, sólo vale para escribir novelas… Todo esto es muy raro, pero que muy raro.

– Quien no creo que tenga nada que ver en este entierro esel Faraón – aventuró el veterinario.

– No… No creo. Él es hombre de buen natural. Travieso y bromero sí, pero nunca pasa a mayores.

El médico salió del Depósito y pidió para lavarse las manos. En seguida se le oyó cacharrear dentro.

El Faraón se acercaba cantando, por hacer gracia o por orearse el miedo:

Quien te puso Salvaora

qué poco te conocía…

Cuando llegó con una garrafilla de blanco del otro año y unbolsillao de almendras, se sentaron todos junto a la mesilla de Matías en espera de los de la Justicia.

– ¿De dónde has encontrado esas almendras?-le preguntóPlinio.

– En elencontraero.

Empezó a sonar el líquido en los cristales y el rumiar de las almendras.

– ¡Ay, mama mía, la primera cosa de gusto que hacemos esta tarde! Buena persona es el vino. Sin él y sin tetas calientes, qué sería de uno, ¡madre!

– Cuidao que es usted verde, Antonio – comentó el médico.

– Y quién no. Lo que pasa es que unos lo decimos y otros no. Para mí, no hay más que tres verdades: el bolsón, el colchón y la andorga. Lo demás "verduras de las eras", como dice el cantar.

– Pues tú, tan gordo y sesentón como estás, ya no debes alpear en el catre con lucimiento – dijoPlinio.

– Hombre… donde hay, siempre queda. Fuerza en el inferior le prometo que no me falta. No es como aquel gañán mío que decía que sólo conseguía armarse por las madrugadas, aprovechando la fuerza del orín. Y lo de la gordura no es cosa mayor. Yo me las apaño. Echo lo mocetes – y extendió los brazos – para no laminar a la contraria, y quedo como unas rosas.

Y para dar mayor grafismo a sus lucubraciones, sin levantarse de la silla y con los brazos en el aire, inició algo así como un aire danzón.

– Desde luego es que losFaraones habéis sido de lo más tirado del pueblo en eso de la carne – le atacó el Jefe.

– Tirados, no; echados, Jefe. Echados… Buena raza. Mi padre, el pobre, a los ochenta años, apenas lo sentábamos a tomar el sol se ponía cachondo y no dejaba parar a las vecinas a fuerza de barbaridades. Y mi abuelo murió como un hombre en una casa del Canto Grande. Después del coito se quedó traspuesto y no volvió en sí. ¡Qué gusto no le daría!

– Pero tu abuelo murió muy joven, según tengo entendido – dijoPlinio.

– Pero eso no quita… Le sacaron un romance. Empezaba:

Sebastián el Faraón

murió en pecado mortal,

al tercer golpe de manta

se quedó sin respirar.

La Jeroma le decía:

"Despierta, que ya es de día,

¿no oyes que pasan los carros

que se van al melonar?"

Por más que lo meneaba,

Sebastián sin contestar…

– Luego, no me acuerdo cómo sigue… pero acababa así.

La Jeroma desde entonces

no la quieren contratar;

dicen que mata a los hombres

con su parte reservá…

– Qué animalada – comentó el médico.

– Cada uno su ejecutoria, doctor. Unos nobles, otros ricos, otros listos y nosotros, losFaraones, fieles al ramo de la ingle, como dice aquí.

– Bueno, deja el tema ya, que te pones muy borrico y no estamos en lugar propio – dijoPlinio.

– ¡Huy!, que no. A mí los muertos me animan mucho… Las mujeres, en los velatorios, ya sabe usted que se caldean… Y además estoy contento después de ver que lo que me hancolao en el nicho no me compromete… Imagínese usted que aparece ahí uno de los que le debo cuartos.

– No te las prometas tan felices, que estamos empezando.

Hubo una pausa, pausa de pitoliao, gota, chupada, relamida y expelencia de humos.

El Faraón, mirando a don Lotario, se sonreía con ternura y al fin rompió:

– Ahora que estoy yo metido en este trance, por razones, digamos, de propiedad, comprendo, don Lotario, la querencia que le tiene usted a Manuel y lo bien que deben pasarlo.

Don Lotario se sintió halagado:

– Es oficio divertido.

– Divertido, cuando se presentan casos bonitos, como puede ser éste – aclaróPlinio -, que llegan de uvas a peras. Porque la mayor parte del tiempo la pasa uno en rutinas del servicio, en general muy insustanciales.

– Manuel, es que usted debía haber nacido en Chicago, pongo por sitio perverso. Porque tener aficiones policíacas y ejercer en Tomelloso no tiene chiste. Aquí la gente es muy llana y de buen natural y no se mata nada más que en casos de mucha precisión – comentó Antonio.

– Lo que pasa es que usted, Manuel, debía haberse hecho policía de los de verdad, de la secreta. Usted vale mucho – confirmó el médico.

– Bah… Yo no soy hombre instruido. Mi padre era capataz de aquella bodega que se ve desde aquí y sólo fui unos días a la escuela.

– Es que con lo que usted tienedemostrao a Tomelloso y al mundo – siguió el Faraón -, si hubiera justicia en España lo habrían nombrado ya general-policía del país.

– No exageres,Faraón. Yo soy hombre con cierto sentido común y nada más. Lo que hasta ahora he hecho son chapuzas, sólo chapuzas.

– No sea usted modesto, que la policía secreta de Ciudad Real-siguió el corredor de vinos – y la de Alcázar, todos lo sabemos, se quita el sombrero cuando usted entra en acción.

– Y a veces, cuando tienen un caso difícil, "nos" llaman – añadió don Lotario muy satisfecho -. Di que sí.

– Na… Chapuzas… Éstos deben ser los del Juzgado- concluyó, mirando a un coche que se aproximaba por la carretera del Cementerio.

La noche era muy oscura. Los paseos, como boca de lobo. Allá lejos el relumbrar del pueblo. Por todos sitios cantaba el grillerío. Debían estar encelados o reclamando la luna. De cuando en cuando, por las carreteras próximas, las luces de un coche. En la casa del camposantero, las ventanas abiertas. Entrares y salires al resplandor pajizo de las menguadas bombillas. Fuera, en el porche, quedaron las sillas, la garrafilla y los vasos.

Más de media hora estuvieron los del Juzgado examinando el muerto y haciendo sus diligencias. Luego salieron despaciosos. Ofrecióel Faraón de la garrafilla y se rehízo la tertulia.

– Lo más probable es que se trate de un forastero – dijo el señor Juez con el vaso en una mano y un cigarro en la otra.

– Pero a mí se mehase mu raro que traigan un forastero a enterrar de incógnito en el nicho de Antonio – apostilló el "secre" don Tomaíto.

– … De la familia de Antonio – aclaró éste -; no queráis certificarme tan presto.

– ¿Y tú estás seguro, Saturnino – siguió el Juez sin hacer caso de la aclaración delFaraón -, de que no ha muerto violentamente?

– Hombre, heridas o magullamientos no tiene. Lo he examinado muy bien. Ahora bien… está embalsamado tan a conciencia, que no puede hacerse una autopsia corriente. Si por ejemplo murió envenenado, no hay forma de saberlo… como no sea un especialista.

El Juez, con la barbilla en la mano, luego de pensar un poco, dijo:

– Mañana que venga un fotógrafo. Avísale tú a Albaladejo, Tomás. Que le haga retratos de frente y de perfil para enviar a la Prensa. Hay que intentar saber quién es este hombre… ¿Le parece bien, Manuel?

– Muy bien. Y se me ocurre otra cosa.

– ¿Dígame?

– Yo digo, como a mí me dan siempre bastantico resultado las soluciones estilo pueblo…, decía yo de mandar echar unos pregones para que se acerque por aquí personal a ver si alguien lo conoce.

– ¡Atiza, mi madre! – exclamó Matías sin poderlo remediar -, con lo bacina que es la gente, mañana se descuelga por aquí el pueblo entero.

– Lleva razóner señó del azaón – abundó el Secretario-; mañana hay aquí cola como en el fúrbol.

– No importa. Es lo que queremos. De acuerdo, Manuel. Es más: vamos a tenerlo expuesto durante tres días.

– Muy bien – replicó Manuel -… salvo que se aclare algo antes.

– Por supuesto. No sé si esto será muy ortodoxo -continuó el Juez -, pero ante la anomalía del caso toda precaución es poca.

– ¿Y si diéramos también el aviso a los pueblos cercanos: Argamasilla, Alcázar, Socuéllamos y demás?-aconsejó don Lotario.

– No hace falta. A ver si mañana mismo se pueden mandar las fotografías al periódico de la provincia para que se publiquen por la tarde. Y en tres días de exposición, si alguien lo reconoce, puede venir a cerciorarse… Encárgate tú, Tomás, de redactar la nota… Y usted, Manuel, se viene con el fotógrafo.

A la luz linaza del zaguán se veía el corro, cual de cómicos en un teatrillo de candilejas menguadas. Los vasos de blanco, las lumbres de los cigarros, el meneo de brazos y pasos adelante de los que estaban de pie componían la escena.

Al señor Juez, sentado en una silla muy baja, las rodillas le quedaban muy cerca de la cara.

Don Tomaíto, con el sombrero puesto y las gafas de armadura dorada, tenía el vaso entre sus dedos con aquella delicadeza que Dios le dio para tratar el vino. Claro que "su vino" era el de Jerez. Y como andaluz de ley, al manchego le daba trato de pariente subdesarrollado.

Plinio permanecía de pie, con la gorra de paño azul un poco volcada hacia el cogote, el vaso en la mano derecha y la izquierda en la porra de goma. Actitud heredada de sus tiempos gloriosos, cuando llevaba sable con empuñadura dorada. En esta postura el sable basculaba y componía una estampa bizarra. Sin embargo, la porra, al quedarse horizontal bajo la presión de la mano, resultaba un apéndice desgraciado.

Don Lotario, sentado junto al Jefe, escuchaba con las piernas y brazos cruzados.El Faraón había conseguido atrapar un serijo y, bien abierto de piernas, dejaba al aire su barriga saludable. Cada vez que tomaba del vaso, se gamuceaba el labio con su lengua rosada y sensual.

Los hijos del enterrador duendeaban en la cocina. Y Matías, con la blusa azul anudada a la altura del ombligo y la boina parda hecha visera sobre la frente, escuchaba a todos con la boca abierta y los ojos de sueño.

Y al fondo, por la puerta abierta de la "Sala Depósito", salía la luz pobre que velaba al muerto.

Esta escena así, quieta, como una fotografía oscura, quedaría durante toda la vida en la memoria de los que allí estaban.

Plinio y don Lotario, al regreso del Cementerio y buscando ocasión de poder comentar a su sabor las peripecias de las últimas horas, fueron a casa de su amiguete Braulio, que siempre los recibía con gusto.

Cuando llegaron, Braulio estaba sentado a la fresca, junto a la portada de su bodeguilla, en mangas de camisa y con un gosquecillo rabicapado sobre las tablas de sus muslos.

– ¿En qué piensas, Braulio? – le dijoPlinio a manera de saludo.

– ¡Coño, la pareja! – saltó el saludado con aire de buena sorpresa -… Pues aquí me estaba cavilando en tontainas… Ya me he enterado que habéis tenido esta tarde faena de la fina.

– ¿A qué llamas tú tontainas, Braulio?

– Pues… Llamo tontainas a esta cosa que es vivir, a la otra que es nacer, y, naturaca, a la más otra que es morirse… Y que por más vueltas que le doy al molino… y se las llevo dando desde que se me cuajó la razón, que ya va para largo, no le encuentro el chiste a este ferial.

– Siempre has sido un filósofo, Braulio – le dijoPlinio.

– Pos sí seré. Peroto el que no sea tonto rematao creo yo que revina estas cosas de cuando en cuando. ¿O no?… Yo, de verdad – continuó dando un cambio a la teoría -, cuando ciertos padres se ponen tan prósperos con sus hijos, y les dicen que bastante favor les han hecho con traerlos al mundo, me da una rabia… La faena, coño, ha sido traerlos a las galeras y tormentos que acopia la vida del más pintado… Como inocentes engañados debían tratarlos, y arrepentirse de haberlos metido en este berenjenal… Por eso, sin saber muy bien lo que me hacía, un servidor no se casó. Ni tuvo hijos en lo ajeno. Y ahora con mi conciencia tranquila de no haber emharcao a nadie en esta cardenchera… He dicho.

– Y muy bien dicho, Braulio… ¿Pero es que no eres feliz? – preguntóPlinio.

– Yo no sé. Creo que no. La verdad es que el mundo me importa ungüevo. ¿Tú me entiendes? Estoy aquí por rutina… Pero como a nadie tengo detrás, a lo mejor uno de esos días que se levanta uno con mal sabor de boca, pues me cuelgo de la viga y a hacer puñetas. ¿Me expreso o no me expreso?

– Ya lo creo que te expresas… Pero veo que aquí don Lotarioy yo encontramos mal tercio para el plan que traíamos.

– ¿Y qué plan es ése?

– Hombre, beber unos vasos de vino al fresquito de tu cueva y comentar un poco todo el negocio que nos ha venido a las manos esta tarde.

Braulio, que continuaba sentado, quedó mirando a los visitantes que permanecían en pie, con cara de indignación, y dijo:

– ¡Carajo!, el que yo os diga mis ansias no entorpece ese propósito. Que la vida hay que tomarla como la encontramos. Y el vino, la buena compañía y el fresquito de la cueva son cosas muy llevaderas por poco que uno se explique las veredas de este inquilinato… ¡Hala!, de frente marchen – dijo levantándose nervioso, sin soltar el perro, y arrastrando la silla con la mano libre se entró por el postigo abriendo camino.

Bajaron con tiento, porque la única bombilla, alta y vinosa, que había sobre la escalera de la cueva, alumbraba con muy mala geometría los escalones de tierra.

– ¡Atiza!, si me bajo con el perro. Por favor, donLotario, déjelo ahí fuera, no sea que se constipe.

– Debías tener un candil supletorio para estas bajadas, Braulio – le dijoPlinio, que descendía un poco al bies y con pasos muy irregulares -, porque esta luz es muy pobre.

– Llevas razón, Manuel, pero siempre pienso que todo el mundo tiene mi peritaje.

Y lo decía bien adelantado, porque el hombre de piernas cortas y bracetes de ala bajaba como una bicicleta. La nave de la cueva también estaba muy oscura. Otras dos bombillas menudas y pajizas, tiradas con onda, pendían de unos hilos cotosos en el aquí y allí del techo.

Se sentía allí un rico frescor aromado por los alientos del vino. Las tinajas de barro, con las panzas bien generosas, se alineaban a uno y otro lado de la nave. Por una escalera de mano verdinegra subieron al empotre de madera.

– Tienes que arreglar esta bodega, Braulio – le dijo el veterinario-, y ponerle tinajas y empotres de cemento como ahora se lleva.

– No por mis muertos. Que así la hicieron mis abuelos, así me sirve, y así me da el vino másaplomao del pueblo. A lo de ponerle más luz, me apunto. Me parece de ley y sensato, pero en tocante a cemento, ni una espuerta dejo bajar por esa escalera…

Se detuvo ante la boca de una tinaja y señalándola con el dedo, dijo muy satisfecho:

– Van a ver ustedes ricura manchega la de estatenaja que he desvirgado hoy. La tengo vendida, pero me voy a quedar con cinco o seis arrobas de ella para pasar el verano como Dios manda.

Quitó la tapa de paja de "aquella ricura", se sentaron todos a media anqueta en el halda de la tinaja, y Braulio, con el vaso pinzado delicadamente entre dos dedos, empezó a menear el caldo. Cuando consideró que ya era bastante movición, metió el vaso y se lo ofreció a don Lotario.

– Tú disimula,Plinio, pero primero los de carrera.

Don Lotario miró un poco el vino al trasluz y se lo envasijó luego en dos traguitos.

– ¡Buen blanco! – dijo labieando con regusto.

Volvió Braulio a menear el vaso dentro del vino, lo relleno y ofreció aPlinio, que se lo bebió de un solo golpe. Luego se sirvió él, bebió paladeando mucho, dio un beso al culo del vaso y lo dejó sobre el empotre. Don Lotario sacó la picadura de habano que llevaba en la petaca de las solemnidades, y liaron con toda pausa. Pues, según Braulio, por tres cosas se conoce a los hombres cabales: por la manera de beber el vino, de mirar a las mujeres y de liar los cigarros… Que a un pito, añadía, no se le da una mala vuelta.

Era tan bueno el fresco de la cueva, tan tragadero el blanco y aromático y viril el tabaco del señor veterinario, que los tres hombres tardaron mucho en romper a hablar. Allí permanecían acluecados, perdidos en sus humos, sus tragos y sus imaginativas. Por fin, como Braulio empezó a dar ciertas muestras de impaciencia, que para eso estaba en su casa,Plinio le resumió el acontecimiento fúnebre en que andaban.

– Lo que a cualquiera se le ocurre, en respective al caso-dijo "el filósofo" -, es que alguien ha querido deshacerse de ese muerto. Pero ¿por qué?

– A mí lo que me preocupa de momento – dijoPlinio con la barbilla muy levantada y los ojos en rendija- no es eso.

– ¿El qué, Manuel? – preguntó don Lotario con el vaso en el aire como ofreciéndolo.

– Lo que me preocupa es por qué se han tenido que deshacer de ese muerto aquí en nuestro pueblo… Y alojándolo en un nicho tan fácil de descubrir.

– ¿Entonces tú das por sentado que el negocio no es local? – inquirió Braulio.

Plinio negó con la cabeza al tiempo que se inclinaba sobre la boca de la tinaja para rellenar su vaso.

– No me huele a local como tú dices… Verás como mañana nadie reconoce al muerto. Ojalá me equivoque. Yo me sé el pueblo de memoria y esa cara no me suena.

– Que la muerte altera mucho, Manuel – sentenció el veterinario.

– ¡Coño que si altera! – saltó Braulio como pensando en alguien que él sabía.

– Pero no hasta dejar del todo desconocido a un paisano, ya viejo. Máxime que éste está bastante propio… Además, un embalsamamiento como el que le han hecho a ese cuerpo, sólo puede ser obra de médico – explicó el Jefe.

– Venga otro pito, don Lotario – pidió Braulio-, desde luego, el caso es de rompecabezas. Y un cajón tan grande, si vino de fuera… ¿lo traerían en un camión?

– Ya he pensado en eso.

– A ver si es un ministro de esos internacionales que ahora matan en todos los sitios y lo han distraído por aquí.

– Éste es un pueblo muy a trasmano – dijoPlinio.

– Por eso precisamente, macho.

– No seas terco, Braulio. Si de verdad hubieran querido ocultarlo, lo entierran en pleno monte y no se entera ni Dios.

– Eso sí – confirmó don Lotario.

– Además, lo expuesto que es meterse en un cementerio que funciona… aunque sea de noche… Abrir un nicho y toda la pesca.

– ¿Y si lo que pretenden los, digamos, remitentes, es que se descubriera pasado un tiempo? – preguntó Braulio.

– ¿Para qué? – dijo don Lotario.

– Hombre… digo yo. Puestos a hacer cábalas.

– Ya en ésas – razonóPlinio-, tan bien embalado como llegó, lo habrían facturado a casa de cualquiera y todo más cómodo, menos expuesto, y descubrimiento súbito.

– Tú, Manuel, razonas muy bien, porque piensas que todo el mundo tiene la sesera tan cabal como la tuya. Y estáserrao. Porque la mitad de la gente… ¡Qué digo la mitad!… el milenta por mil, tiene la cabeza como una cafetera… ¡Puñeto!, si todavía no hace dos años que el Colodro compraba los melones a peseta el kilo y los vendía a nueve patacos… Lo que el hombre quería es que lo creyeran negociante.

– Hombre, pero elColodro es un gilipollas…

– ¿Y quién te ha dicho a ti que el muerto es un Salomón?

Como los vasos circularon más de la cuenta y la conversación duró mucho, aunque nada se sacó en claro, ya que las razones del Jefe y sugerencias del veterinario las torpedeaba Braulio con su misantropía, cuando los tres hombres bajaron del empotre, al filo de las once, andaban bastante averiados… Con paso lerdo y mucho meneo de brazos.

Todavía en la puerta echaron una buena posdata a costa de las mujeres. Braulio sacó su doctrina de siempre.

– Lo que os digo. Las mujeres tenían que vivir solas en un barrio. De la plazapal norte. Allí que chillaran, se pusieran verdes, dieran de mamar a los hijos y se lavaran las vergüenzas. Y los hombres, de la Plaza pa'l sur. Tranquilos, en sus negocios, su vino, sus pitos y su parla. Ibamos a vivir como Dios… A la hora de la fornicativa, el campanero tocaba la campana mayor y cada uno pasaba al norte a echar su mandao. Y después al barrio sur. No hay más cáscaras. Veríais qué paz.

– ¿Y tú a quién ibas a apañar, Braulio? – le preguntóPlinio.

– ¡Uf, qué lástima! Yo ni siquiera a nadie. No estoy ya para esos tratos. Del barrio sur no me movía un pelo. Palabra.

Cuando se despidieron los visitantes, Braulio se quedó como perplejo en el recuadro de luz que formaba el postigo de su portada abierto. Y de pronto gritó para sí:

"Yo, ya, ni más cena, ni másna. Me acuesto y a hacer puñetas."

Y se metió tras dar un portazo, mientrasPlinio y don Lotario se alejaban sin poderse tener de la risa.

VIERNES

Plinio no durmió bien aquella noche, como solia ocurrirle siempre que tenía un caso penoso. Daba vueltas y más vueltas en la cama con la hechura de aquel muerto aspeándole en el magín… Lo veía propiamente con su nariz aguileña, boca sumida, el pelo blanco bajo el capuz del sudario y las manos cruzadas. "Son manos – se decía – de hombre que ha trabajado poco… Y hasta se adivinaba, en lo posible, aire de hombre bien visto… "Lo que le inquietaba de manera obsesiva era la creencia de que no había examinado con detenimiento las tablas del fondo del cajón, por si había en ellas alguna marca disimulada… "Pero allí están… No creo que las tire Matías."

Su mujer, despertada por el bulle bulle dePlinio, le dijo con voz dormilona:

– Duérmete, Manuel, que mañana será otro día, y podrás disfrutar con tu muerto todo lo que quieras.

Plinio se dio media vuelta y no respondió.

Ella siguió monologando:

– Así que tiene crimen es una azogue… Y si no lo tiene, no hay quien lo aguante de puro desabrimiento.

– Anda, déjame. Vete al barrio norte.

– ¿Pero qué dices?

– Na… Cosas mías.

"… ¿Cuántos días haría que trajeron el bulto? – seguía pensandoPlinio -. Lo del embalsamamiento quitaba posibilidad de cálculo afinado. Y el forense tampoco parecía muy ducho, y era natural, en estas lides. El dato más orientador lo dio Matías cuando dijo que el tabiquillo del nicho "era bastante reciente"… Me parece que ésta va a ser mucha obra para tan menguado operario… ¡Pero, coño! Ahora que no me oye nadie, yo he sacado ascuas muy grandes del fogón criminal para que ahora se me encoja la tripa tan de mañana."

Apenas cuajó el día, se despertó sobresaltado y, antes de recomponer las ideas, se tiró de la cama. Salió en calzoncillos al corral, sacó del pozo un cubo de agua y comenzó a chapotearse. Con el ruido, se despertó la mujer y apareció en camisón:

– No se te ocurrirá marcharte sin afeitar y sin lavarte con jabón, que hoy vas a estar todo el día entre gentes de corbata.

– Mujer, si esto es para quitarme las telarañas.

Se entró en el cuarto y a poco apareció rasurado, con el uniforme azul bien planchado y el cigarro en la boca. Mientras le echaba un vistazo a la higuera, la mujer le sacó una copa de Chinchón. Se la tomó de un trago y marchó a desayunarse a la buñolería de la Rocío.

Cerca de la calle del Mercado encontró a Murrio, el pregonero, que caminaba con ojos de sueño y el redoblante malísimamente ceñido.

– ¿Cuántas veces echaste el pregón? – le dijo a manera de saludo.

– Pos diez o veinte.

– ¿Diez o veinte?

– Pongamos quince. Y no padezca, que más gente va a ir a ese muerto que a la feria de Albacete. Ahora en el mercado voy a darle unas cuantas repeticiones.

– Está bien.

– Y hablando de todo un poco, señor Manuel, ¿me deja usted un cigarro?, que el estanco está todavíacerrao y voy con una basca de fumar que no me tengo.

Plinio le largó un "Celtas", que el pregonero encendió rápido y luego chupó con tanta ansia como si del "Celtas" saliese el mismísimo chorro de agua de la vida eterna. Todavía, antes de dar un paso, dio un par de chupadas tan enérgicas que Plinio, compadecido, le metió otro cigarro en el bolsillo y lo despidió con una palmada en la espalda, diciéndole:

– Anda Murrio, despabila, que tienes mucho cuento.

Murrio siguió camino con la lumbre en la boca, y antes de llegar a la esquina, para demostrar su eficacia, comenzó a batir el tambor.

Plinio se detuvo para escuchar el pregón que Murrio voceó así, con tono de salmodia:

"Se pone en conocimiento del público en general, que en la "Sala Depósito", sita en el Cementerio Católico de esta ciudad, se halla expuesto el cadáver de un hombre desconocido. Comoquiera que se desea su identificación, se ruega a cuantos lo deseen que comparezcan en el referido Depósito, por si alguno pudiera ayudar a la autoridad judicial con su información."

CuandoPlinio entró en la buñolería de la Rocío no había un solo cliente. La mujer, con sus manguitos blancos, muy repeinada, y los labios bien pintados, se entretenía en ordenar las roscas sobre el mármol del mostrador.

– Venga,Manué de mi arma y desayune presto, que voy a serrá en seguidita, porque tengo que ir corriendo a ver ese muerto tan precioso que tenéis ustedes en el escaparate… ¡vamo!, digo. Ya lo puede mandar el señó Jué o el súrsum que mi menda no ve más muertos que los de la familia… mu cercanita… Esto e Manué, se lo dice la Rocío, lo nunca visto. ¿Desde cuándo se llama a un pueblo entero a ve un fiambre? Estáis ustedes majaretas perdíos.

– Venga, venga, ponme el café y calla. Tú que sabes.

– Claro que sé. Y esoe una demasía… Amás que me tié usté mu desilusiona. ¿De cuándo acá ha necesitao usté que le digan quién es el muerto? ¿Es que no tiene más talento que Cardona pa adivinarlo toíto sin necesidad de poner bando? Así da gusto. Que le digan a usté quién es el muerto, quién lo mató, quién lo trajo y dónde están los asesinos… y a cobrá que son dos días.

Entraron dos mujerucas hablando también del muerto, y la Rocío hizo punto quedándole cara de rafita.

La verdad es quePlinio, a pesar de estar tan acostumbrado a las bromas de la Rocío que tanto le quería, esta vez quedó un poco mosqueado.

La buñolería se llenaba de gente y don Lotario no venía. Quien sí llegó y con los ojos soñolientos, fue Calixto el escultor – que ya estaba en el pueblo de vacaciones – con Albaladejo el fotógrafo. El hombre entró con su sonrisa angélica, gorda la cabeza, largo el pelo y la corbata de lazo hecha con una cinta negra muy estrecha.

– Me ha dicho Albaladejo – espetó el escultor antes de salular – que va a hacer unas fotografías al difunto y he pensado que yo podría sacarle una mascarilla. ¿Qué le parece, Manuel?

– Por mí no hay inconveniente. Supongo que el médico no pondrá reparo.

– No, ya hablé con él.

– Pues bueno. Haz la mascarilla.

– Entonces voy ahora mismo a por los preparativos.

– Muy bien.

Y salió sin mirar a nadie, obsesionado.

Albaladejo, con las cámaras colgadas del hombro, pidió un café con churros. Y apenas comenzó su parla con el Jefe, el coche de don Lotario paró en la puerta. El hombre venía radiante.

– A los buenos días. ¿Sabes lo que he echado en el coche, Manuel? Un bloc.

– ¿Para qué?

– Para tomar nota de los comentarios interesantes que hagan los visitantes del muerto – y miró a Plinio con aire de cuervo dotado del don de la risa.

– Me parece muy bien.

A la Rocío se le notaba gana de meter baza, pero era tanta la demanda de churros y buñuelos, que en otros sitios llaman porras, cohombros y tejeringos, que no se daba abasto.

Cuando el fotógrafo acabó su colación y dejaron los dineros sobre el mármol grasiento, tomaron soleta.

– ¡Adiós, linces…! Lo mejó será que resusitéis ustedes al muerto para que les diga quién es – les gritó la Rocío.

Plinio, desde la puerta, se volvió y le hizo con cierto disimulo un corte de mangas. Ella quedó riendo tanto que le saltaban las lágrimas.

Camino del Cementerio vieron a numerosos madrugadores que ya acudían al reclamo del pregón.

– Yo no sé, Manuel, si saldrá algo de este concurso público, pero va a ser más divertido que una boda.

En el zaguán del Cementerio esperaban algunos curiosos. Matías no había querido abrir la "Sala Depósito" hasta que llegaran las autoridades. Los que allí estaban se volvieron al ver al Jefe.

– Abre, Matías, y que no entre nadie hasta que hagamos las fotos.

Maleza y dos guardias llegaban aspeando campo traviesa.

Plinio esperó a que estuvieran a voz.

– Conforme vayan llegando que formen cola para entrar en el Depósito.

– Sí, Jefe.

– "Éste no marra una…" "Éste lo saca todo…" "Sabe más que Lepe…" "Si hubiera tenido cuartos, otro gallo le cantara…" – comentaban los curiosos al oír las órdenes dePlinio.

Manuel y don Lotario entraron con Albaladejo. El camposantero abrió bien las contraventanas del Depósito y el gran cuarto se anegó de luz.

El fotógrafo quedó mirando muy astuto el cuerpo que yacía sobre la piedra. Hubo un momento que pareció que Albaladejo iba a decir algo, pero debió pensarlo mejor, y sin más dilación, preparó los trebejos.

– Hazle varias de frente y perfil a distintas distancias… Y esmérate, que tu obra va a salir en todos los periódicos de España.

– Sí, Jefe.

Y el puñetero del fotógrafo empezó a "flashear" por uno y otro lado con mucha dinámica y flexiones de piernas.

En un rincón estaban todas las maderas del embalaje, quePlinio se entretuvo en mirar y remirar.

Llamaron en la puerta con los nudillos y abrió don Lotario. Erael Faraón con su mujer y una hija, que entraron con gran respeto.

– A los buenos días… que traigo a las mujeres por si ellas, que son más fisgonas, pudieran dar señal.

Las dos miraron al muerto, entornando los ojos la madre y abriéndolos mucho la moza, durante un buen espacio.

– ¿Qué? – les preguntóel Faraón.

– No loconozgo – dijo la mujer.

– ¿Y tú, Fuensanta?

La moza meneó la cabeza sin decir palabra.

– Pues viaje perdido.

– Daremos, si no, un paseo por el cementerio ya que hace buenoraje.

– Hala, como queráis.Veis con Dios.

salieron las dos sin apenas saludar.

– Yo creo que ya tengo fotos para una exposición.

– Pues anda, correy revélalas al contao. Y en cuanto estén, las llevas al Juzgado.

– Vale. Hasta luego.

y salió el hombre, sujetándose las cámaras al costado para que no le haldearan.

A la luz del sol aPlinio el muerto le parecía más distante que con las sombras de la noche anterior. Le daba la impresión de algo inasible y hermético. Nunca había sentido con tanta intensidad la indiferencia y cosificación que sugiere un cadáver.

– Venga, Matías, abre. Que entre el personal.

Y en una fila muy bien formada empezaron a entrar gentes, que muy despacio iban dando la vuelta a la mesa de autopsias hasta salir de nuevo por la misma puerta.

Don Lotario, bloc en mano, esperaba las declaraciones.

Plinio también se quedó junto a las tablas observando a los que llegaban, que por cierto todos arrastraban los pies. La mayor parte eran mujeres que solían persignarse al pasar ante el cuerpo. También había mozuelos y algunos viejos.

– Tiene el aire de los Migas-dijo una mujeruca de pañuelo negro a la cabeza, luego de acercarse mucho a la cara del cadáver.

– ¿Qué Migas quedan vivos de esta edad? – preguntó la que iba tras ella, una gorda desenvuelta.

– Hija mía, yo no sé si quedan Migas vivos o no, pero bien que los recuerdo. Y tenían todos esta cama de nariz y un solar de cara tan alongado como el de este cristiano que Dios haya.

– Antes que a los Migas, me recuerda a mí a los "Rodrigones", aquellos de la quijada tan caidona, los del pleito por el solar de la Elia, que se marcharon a las Américas cuando ganaron los Nacionales.

– Éste tiene un aire más señor que aquellos Rodrigones, que todos fueron carne de cepa… Uno de ellos andaba desnivelado de hombro, como si fuera a caerse. ¿No te acuerdas?

– Anda, anda, lo cierto y fijo es que no lo conocemos, porque el hablar de aires es hablar de la mar. Y el señor Plinio, ¿a que sí? – dijo mirando al guardia-, lo que desea es certificación cierta del endividuo.

Plinio sonrió como asintiendo y las dos mujeres salieron en el tren de la cola con su parla entreverada de Rodrigones y Migas esfumados, según decían.

Al cabo de un buen rato de desfile sin relieve, un guarda jurado llamado Anastasio, famoso por sus bravatas, con el sombrero hasta los ojos y la boca de raja de melón, vestido de uniforme de pana con vivos rojos, destacando su autoridad, se salió de la cola al pasar ante Plinio y le dijo en tono confidente:

– Yo sé quién es el finado.

– ¿Seguro?

– Seguro como que estamos aquí ahora mismo.

– ¿Quién es?

– Un forastero que estuvo en el pueblo la última feria. Lo vi muchas veces pasear solo, mirando a todos lados con curiosidad, chateando a menudo; no hablaba con nadie. Era alto, con el aparejo de éste. Mu serio y bien trajeao.

– ¿Dónde vivía?

– No sé qué decirle. Siempre me lo encontraba por la calle, sin prisa y sin compañía.

– ¿Y no lo habías visto antes?

– No, pero como la feria pasada holgueé toda la semana, lo vi con mucha repetición, y como mi vista es buena se me quedó bien grabado. Ahora nada más entrar y ver el muerto, se me revino a los ojos la imagen de aquél.

Plinio le dio una palmada en la espalda en señal de despedida y Anastasio marchó repleto de orgullo.

– Yo lo apunto todo, Manuel – dijo don Lotario guiñándole elojo.

– Hace usted bien.

Seguía la cola por la amplia sala, y Plinio de vez en cuando se salía a respirar un poco.

Por los paseos del Cementerio arriba seguía subiendo gente engalgada por la bacinería.

Una de las veces quePlinio se oxigenaba oyó que alguien lloraba dentro. Se asomó un poco y entre las cabezas de los que entraban vio a un mozo que, arrodillado a los pies del muerto, decía entre gemidos:

– ¡Ay, padre mío! ¡Ay, padre de mi vida! ¡Tanto tiempo esperándote y luego, mira! ¡Ay!

Dos hombres forcejeaban para levantarlo:

– Pero, venga, muchacho, qué retahila es ésa. Si tu padre no es éste ni por sueño.

– ¡Que sí es, que sí es! – gritaba el mozo sin dejarse arrastrar.

Por fin, casi a empujones, lo sacaron del Depósito y lo sentaron en una silla rasa que por allí había.

El mozo, despechugado por las ansias, lloraba con ambos puños en los ojos y enseñando sus dentones amarillos.

– No lepaíce a usted la perra que ha cogío el sinaco – dijo una mujer muy alta, mirando a Plinio.

Uno de los que asistían al llorón le puso un cigarro en la boca, se lo encendió con su chisquero y casi por ensalmo elsinoco dejó de llorar. Chupando del pito quedó con la mirada perdida. Como el pobre, mal vestido y mal calzado, ni que decir que jamás lavado, tenía el pantalón abierto, algunas mujeres empezaron a reírse diciéndole aquello de "a jaula abierta…" Pero él seguía en la luna de sus chupadas y humaredas. Plinio se acercó a él, le metió en el bolsillo un par de "Celtas" de los que llevaba para el servicio y empujándole un poco le puso en camino del pueblo. Se alejó canturreando, con pasos mal avenidos y sin quitar la atención del cigarro.

Alguien volvió a repetir que tenía aire deMigas y, muchos, que aquella cara "les sonaba".

Hacia mediodía, de todas las declaraciones espontáneas, la única que parecía haber escamado aPlinio fue la de Anastasio, el guarda jurado. Por eso mandó al cabo Maleza que convocara por teléfono mismo a los dueños de todas las pensiones, fondas y posadas del pueblo para que acudieran a la exposición del muerto.

Luego llegó el escultor Calixto en bicicleta, con los apaños para hacer la mascarilla en una caja de cartón que traía amarrada alporta.

– Ya estoy aquí, Jefe.

– Tendrá usted que esperar un poco a ver si se aclara esto… Supongo yo que a la hora de comer remitirá la parroquia. Y podrá usted trabajar a gusto.

– No faltaba más. – Y apoyando la bicicleta en la pared se puso a contemplar el paisaje dando paseíllos cortos.

Luego sacaron a una moza mareada. La sentaron en la silla y le humedecieron la frente con un pañuelo. Estaba completamente pálida y con un cierto sudor.

Cuando al fin abrió los ojos preguntó qué le había pasado. Se reanimó, y del brazo de otras dos marchó caminando despacio.

… Hacia la una del día empezaron a clarear las visitas.Plinio dio permiso al escultor para que entrara a su labor y don Lotario salió con su bloc lleno de apuntaciones que fue mostrando al Jefe. Al cabo de un poco salió también el Faraón.

– ¡Coño, qué incertidumbre!

– ¿Qué te pasa, Antonio?

– Que no sé si quedarme ahí dentro viendo al Calixto hacer la máscara o que nos fuéramos a tomar unas cervezas fresquitas.

– Tú verás. Don Lotario y yo nos apuntamos a las cervezas.

– Pues eso.

Tomaron el "seiscientos" y tiraron hacia el pueblo.

– Vamos al otro casino, al de Tomelloso, que no habrá gente a estas horas y podamos estar tranquilos, digo yo – sugirió Antonio.

– Sí. Mejor será.

– Tengo metido en el colodrillo la cara del muerto de la puñeta. Como que desde ayer tarde no he mirado otra cosa…

El salón del Casino de Tomelloso estaba vacío, como esperaban. Pascual, el camarero, único viviente, dormitaba en un sillón. La luz refina que se filtraba por los cristales esmerilados de la montera, obra maestra de Luis el del "Infierno" en sus años de plenitud, cuajaba un ambiente suave, de sol invernizo, delicado.

Se sentaron los tres hombres bajo el espejo de la izquierda, y como Pascual no despertase con el ruido que hicieron al entrar, se pusieron de acuerdo para dar palmas a la vez a ver si conseguían aventar el modorro que tenía tan derrotado al camarero.

Éste, al oír los múltiples y esforzados aplausos, dio un respingo cachorril, se restregó ambos ojos con iguales manos, y luego de orientarse de qué parte del gran salón le venía el manoteo y la guasa, se puso el paño al hombro, tomó la bandeja bajo el brazo como un broquel y fue hacia ellos.

– ¡Venga, chico! – le dijoel Faraón -, ¿es que estuviste anoche "anca ésas".

– ¡Qué va!, estuve de vela por el puñetero del muchacho que lloró hasta el amanecer. Ha llegado tardío, pero con unas ganas de pasacalle quepa qué.

Luego que trajo Pascual las jarras de cerveza y unas gambas a la plancha, los tres hombres se aplicaron a ellas con gran gusto. Sacó luegoPlinio el "Caldo de gallina" de los amigos, y empezaban todos a liar cuando se vio moverse la puerta giratoria y en seguida apareció Alcañices, muy prisoso.

Al verlos sentados bajo el espejo, puso cara de gusto:

– Menos mal que les encuentro – dijo a manera de saludo.

– ¿Pues qué pasa? – le preguntóPlinio.

– Nada, hombre, un negociejo que se me ha ocurrido.

– Siéntate, negociante – le dijoel Faraón.

Alcañices era un menestral muy emprendedor.

– ¿Y vienes a pedirnos financiación? – le preguntóPlinio.

– Nada de financiación. Vengo a pedirle permiso a usted, Jefe.

– ¿De qué se trata?

– Poca cosa, pero que puede dar hilo… Verá usted: he visto al artista Calixto haciendo la mascarilla del difunto anónimo y me ha dicho que usted le autorizó.

Entonces yo he pensado que me hiciera a mí una copia. Y ha dicho que sí. ¿Sabe usted para qué?

– No. ¿Para qué?

– Para fabricar caretas, hombre de Dios. Si está claro.

– ¿Caretas de máscara?

– Quiquilicuatre.

Plinio se pasó la mano por la nuca como buscando una razón, pero se le adelantó el Faraón:

– Pero, oye,so chalao, si estamos en junio y para carnaval falta la intemerata.

– No importa.

– Sí importa, porque en carnaval ya se habrá olvidado todo el mundo del cadáver anónimo, como tú dices.

– ¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? A la gente, ¿comprende usted?, le está haciendo mucha impresión este muerto… Máxime que lo va a visitar medio pueblo… Y un recuerdo de estas cosas siempre gusta. Y, claro, como las mascarillas son muy caras, pues la gente comprará caretas…, que el ponérselas o no ya es otro cantar.

– ¿Entonces, tú crees que pones en el mercado un puesto de caretas en pleno junio y te las quitan de las manos? – dijoel Faraón con sorna.

– Como rosquillas, sí señor. Yo conozco la fantasía fúnebre de la gente.

– Allá tú. Pero yo no lo veo claro.

– Usted, Jefe, ¿me autoriza o no me autoriza?

– Yo sí; no faltaba más. Pero piénsalo.

– Estápensao. Me voy.

– Pero, hombre, mascarero, tómate una caña.

– Se agradece. ¡Abur!

Y salió de pira.

– ¡Anda con Dios! Va como si ya las tuviera en el horno.

– ¿En el horno? – preguntóPlinio.

– Es un decir.

– Está el pobre como una turbina. Las muertes misteriosas sacan a la gente de quicio.

Consumidas las cervezas y las divagaciones sobre el negocio de las caretas que se prometía el industrial Alcañices, decidieron irse a comer.

El Faraón marchó a pie desde el Casino y don Lotario llevó a Plinio en su coche. Por cierto, que cuando pararon en la puerta de éste, tuvo lugar una corta plática que merece copia.

– Manuel, te encuentro muy raro en este caso.

– ¿Raro?

– Sí. Lo estás tomando como a chacota. No entras en él seriamente, salvo que me estés engañando.

– ¡Qué le voy a engañar! Y de chacota, nada. Sencillamente es que no sé por dónde meterle mano. No hay carne que sajar. Estoy con las narices abiertas esperando que me llegue algún viento aprovechable… Creo que estamos operando como requiere el caso, pero hasta ahora no pinta el juego… Este negocio no ha dado la cara todavía, sin duda porque en él hay algo raro, algo fuera de lógica.

– En fin, como tú quieras.

– De verdad, don Lotario, que estoyin albis, como usted dice.

– De verdad, Manuel, que tampoco te interesa mucho el muerto.

– Ni me interesa ni me deja de interesar. Que no lo entiendo, eso es todo.

El veterinario hizo un gesto ambiguo. El Jefe, sonriendo con aire comprensivo, entreabrió la puerta del coche y dijo a manera de saludo:

– Bueno, en comiendo nos vemos en el San Fernando a tomar café.

En el Casino de San Fernando, a la hora del café,el Faraón era la figura del día. Su tertulia habitual, acrecentada aquella tarde, era un jubileo. Todos le hacían chistes sobre el "muerto que le habían echado los Reyes", que había "realquilado", que "venía a darle el último aviso"… "Que vaya muertazo que le habían dado"; que si de corredor de vinos "se había trocado en corredor de difuntos"… "Que no hay muerto que cien años dure"; que "si le debía algo", "que vaya mensaje", etcétera.

Antonio, a su vez, con mucha calma y entre sorbo y sorbo de café, contaba los accidentes de la jornada. Lo del mozo que decía que el muerto era su padre. Lo de Alcañices, el de las caretas… El hombre estaba eufórico y se las prometía felices en los días que podían faltar hasta dar a su muerto el destino final.

– De verdad que no va a haber otra feria como ésta en mucho tiempo. ¡Qué tiberio!

En éstas estaba cuando llegó Albaladejo con copias de las fotografías que habían enviado a "Lanza", el diario de la provincia. Primero se las mostró alFaraón y todos se las pedían para verlas.

Albaladejo, al observar el rumbo tan torcido que podía tomar su pensado negocio, dijo con alarma:

– Paso a paso, señores. De escaparate sólo ésta. Las demás, a tres duros la que tiene el muerto de frente y a dos duros la que lo tiene de perfil.

AI oír lo de los duros, se retrajeron las peticiones y surgieron algunos comentarios defensivos: "Quiere comerciar con el fiambre, el puñetero retratista".

– Cada cual a lo suyo, mangas verdes – dijo al comentarista.

y lejos de amilanarse, se creció. Y subiéndose a una silla empezó a vocear con energía inesperada:

– ¡Fotografías del muerto! ¿Quién quiere? A tres duros las de frente, a dos las decostao.

– Venga, dame a mí una de cada postura – dijoel Faraón alargando cinco duros al artista.

– Dos para don Antonio. ¿Quién quiere más?

Y poco a poco, aunque con bastante reúma, comenzaron a menudear los compradores. Algunos se quedaban indecisos, asomándoles el canto de la moneda entre los dedos y el bolsillo, con el entrecejo calculador. Otros parecían decididamente remisos y bajaban los ojos desentendiéndose de la oferta. Los más pillos procuraban verlas gratis sobre el hombro del comprador que tenían más a mano.

LlegaronPlinio y don Lotario cuando el comercio de fotos estaba en su auge.

El Faraón, que estaba en el colmo de la euforia con todo aquel ambiente y había pedido una botella de coñac Peinado para todos sus amigos, con gran esfuerzo, como correspondía a su humanidad, se levantó y fue hacia el Jefe y acompañantes mostrando las fotos:

– Las efigies… Aquí están las efigies.

Plinio se puso las gafas y las miró con detención.

– ¿A que ha salido muy propio?

– Desde luego no ha salido movido – dijo un chusco.

Con la llegada del Jefe y de don Lotario se animó el corro de la bolsa fotográfica y había demanda por todos los flancos.

Albaladejo parecía que venía forrado de retratos, porque se los sacaba de todos los bolsillos y pliegues de su cuerpo.

– ¡A diez y a quince!

Plinio y don Lotario se sentaron en la tertulia del Faraón y a cuenta de éste, que estaba tan contento como si en vez de muerto matutero le hubiese tocado la lotería, pidieron café y puro, más la copa de coñac de la botella que estaba en ronda.

– ¡Se acabó lo que se daba! – dijo Albaladejo también pimpante-. Me voy alcontao a mi laboratorio a hacer más copias.

– Oye, operario – llamóel Faraón a Albaladejo -, haznos una foto al Jefe, a don Lotario y a mí en recuerdo de este día.

– No faltaba más – dijo el chico preparando la máquina y el flash.

El Faraón, que estaba entre las dos autoridades, pinzó con cada mano una foto de manera que se viesen bien y añadió con voz de broma:

– Dispara, chico, que ya estamos todos.

Cuando alumbró el flash y se deshizo la escena, muchos se reían.

APlinio no le parecía mal que todas las gentes del casino estuvieran mirando y remirando las fotos del muerto. A ver si salía algo.

La atención de muchos de los que estaban por aquel rodal, que es el de la izquierda, conforme se entra en el salón de abajo, se centró de pronto en Aurelio Carnicero, hombre prosopopéyico y de aventajada estatura que, con las gafas puestas y entre las manos las dos fotos, decía algo con tono muy radical y convincente:

– Sí, hombre. Completamente seguro. Con cuarenta años más, pero ésta es su cara. Como si lo estuviera viendo.

Levantó los ojos sobre las gafas, miró hacia el Jefe que estaba a seis u ocho metros, y avanzó luego hacia él con pasos muy seguros y sin dejar de hablar ante la expectación de todos, con aquel tono oratorio que se gastaba:

– ¡Pero Manuel! ¿Cómo no lo has reconocido? Si es de tu tiempo. Pues pocas veces lo verías tú. Yo era un muchacho y no se me ha despintado.

Y se detuvo a unos dos metros del Jefe, con los brazos semiabiertos y el gesto muy teatral, consciente del interés que despertaban sus palabras y actitudes.

Plinio, con el puro en la comisura y un ojo guiñado obligado por el humo, lo miraba y oía sin especial interés.

– Yo, vamos – continuó Carnicero -, esta tarde iré a ver el físico del finado, pero con la mera fotografía me sobra y me basta… Y usted, don Lotario, ¿tampoco lo ha reconocido- dijo señalando de manera inculpadora al veterinario.

Éste, encogiéndose más de lo encogido que solía estar siempre, negó tímidamente con la cabeza.

Y luego que Aurelio Carnicero mostró su decepción ampliamente, dio otro paso adelante, se encaró conel Faraón, y le preguntó con aire muy de fiscal:

– Y tú, Antonio, ¿tampoco lo has reconocido?

El Faraón, que ya estaba preparado, inundó su cara con toda la socarronería que le era habitual y dijo:

– ¿Pero tú crees, Aurelio, que si yo lo conociese íbamos a haber armado todo este tiberio? ¡No me seas de la Ossa, hombre de Dios!

Como el tono de la respuesta faraónica echaba por tierra tanto énfasis del demandante y tanta suspensión de la concurrencia, Aurelio Delgado, un poco corrido, cortó la larguísima goma de su alegato y cantó el nombre:

– Éste es, para que lo sepáis todicos, don Ignacio de la Cámara Martínez, el de la Casa de Miralagos…, el mismo que viste y calza… Quiero decir, el mismo que vestía y calzaba.

Y dicho el mensaje, quedó fijo en su lugar, con el gesto rebosante de razón, una mano apoyada en la cadera y la otra al frente con las dos fotografías enhiestas como si hubiera cantado las cuarenta con unos naipes desmesurados.

Al escuchar aquel nombre, la mayor parte de los contertulios quedaron desconcertados, con cara de no recordar o no conocer al personaje mentado.

– Sí, hombre, sí – achuchó Aurelio. Y en seguida, dirigiéndose a don Gerardo, el más viejo de la tertulia:

– Fíjese usted bien, don Gerardo. Fíjese bien usted, que tanto trató a la familia.

Don Gerardo, luego de mirar los retratos con gesto escéptico, dijo:

– Yo… y todos dejamos de ver a Ignacio hace unos cuarenta años, si no me equivoco. Cuando debía tener él unos veinticinco… No es fácil pensar en él ante la fotografía del cadáver de un hombre que muy bien

puede tener setenta.

– Esa frente, esa nariz volandera, ese labio largo son los de don Ignacio de la Cámara Martínez… Ya sabe usted que tengo muy buena memoria.

– Si no te digo que no – recalcó don Gerardo el farmacéutico- pero que yo no lo reconozco.

Aurelio se quedó con los retratos un poco en el aire, como sin saber a quién atacar después de las razones del boticario y volvió con ellos a encañonar a Plinio:

– Y tú, Manuel, ¿qué dices ahora?

– Digo lo mismo que don Gerardo. Puede ser. Además, yo no recuerdo en absoluto la cara de don Ignacio… La última vez que lo vi fue el día del accidente de su mujer, el año treinta, o cosa así, y tengo una idea

muy remota de su rostro.

– Además – dijo elFaraón -, la familia de la Cámara tiene un panteón muy bueno en Argamasilla, para que vengan a dejar su cuerpo en el nicho de un

pobre corredor de vinos.

– Ése es otro cantar. Pesquisas que entran en el terreno del poder judicial y del ejecutivo en los que yo no me meto. Allá Manuel y el señor Juez. Aquí estamos ahora en el momento de la identificación de la víctima, o no víctima. ¿Me expreso?… Y a ello me atengo. Además, a las pruebas me remito… Nada más fácil que buscar fotografías de don Ignacio, que en el pueblo habrá muchas, y establecer cotejo.

Plinio asintió con la cabeza.

Y al ver los socios del San Fernando presentes que remitía un poco el debate público, surgieron comentarios por varios lados. Aurelio comenzó a recordar a los más próximos la vida de don Ignacio Martínez de la Cámara, que prometía ser un buen capítulo, pero en éstas entró el cabo Maleza, y se acabó la ocasión paraPlinio y don Lotario.

El cabo, aproximándose al Jefe y luego de saludar sosamente, le dijo:

– Que están allí los fondistas esperándole.

– Está bien. Vamos para allá.

– ¿Volvemos al tajo, entonces? – le preguntóel Faraón, que estuvo a la escucha del recado.

– Volvemos – confirmóPlinio levantándose.

– Bueno, señores, hasta más ver. Y a ti, Aurelio, muchas gracias por la pista.

– Nada, hombre. Ya te digo. Estoy seguro. Ahora, dentro de un rato, en cuanto se eche un poco el sol, voy yo para allá.

– Como quieras.

En el zaguán del Cementerio ya había otra vez grupos de curiosos. Por los paseos, animación de ir y venir. El tiempo se había caldeado mucho y en algunas eras próximas andaban ya en las faenas de trilla.

Apenas bajaron del "Seiscientos" se fue hacia ellos Enriquito, el de la Fonda de Marcelino.

– ¿Hay más del ramo? – le preguntóPlinio.

– Sí, hay otros dos o tres.

– Búscalos, Maleza.

Cuantos había allí miraban aPlinio con curiosidad. La gente modesta sentía el orgullo de que Plinio fuera de los suyos. Los adinerados consideraban también que, de cierta manera, Plinio les pertenecía. Manuel González, alias Plinio, "el primer listo del pueblo", como solía decirle Ángel García, era profeta en su tierra. Todos le querían y admiraban a pesar de que era poco "alujero" y en cuanto a ideas y criterios, solía tener su alma en su almario y no se dejaba arrastrar por esos ventisqueros de cabeza que echan a cada nada las masas de un rodal a otro.

Mientras venían los demás fondistas,Plinio, arrimándose al grupo más próximo, preguntó:

– ¿Qué, habéis visto al difunto?

– Sí – contestó uno de ellos.

– ¿Os dice algo?

Algunos menearon la cabeza. Uno aventuró:

– Fijo que es forastero.

– Lo que se ve claro es que es señorito – apuntó otro, con aire de hombre de oficio.

– ¿Por qué?

– Hombre, porque presenta el pellejo muy liso, sin trazas de haberledao el sol.

Llegó Maleza con los otros hospederos.

Plinio, con discreción, los apartó un poco, y les contó la causa de la llamada.

– Me han dicho que por la feria del año pasado hubo aquí un forastero alto, de empaque parecido al del muerto, que iba y venía por todas partes sin hablar con nadie. ¿Alguno de vosotros recuerda haber tenido en su casa un hombre así?

Varios de ellos negaron lentamente. Y Enriquito se reservó.

– Pensadlo bien.

– ¿Tú qué dices, Enrique?

– Allí en mi casa sí hubo uno de esas señas. Alto, con traje oscuro de verano.

– ¿El muerto te lo recuerda algo?

Hizo un gesto ambiguo. Y luego se explicó.

– Podría ser… pero tanto pelo blanco como éste tiene me despista… Se prestaba el pelo así de un lado a otro para taparse un poco la calva… Claro que se podía teñir.

– ¿Tú hablaste con él?

– Poco. Era hombre muy silencioso. Algunas veces preguntaba por gentes que ya habían muerto o que eran viejas… Y también preguntaba por sitios. Recuerdo que un día estaba mirando a la parte donde estuvo la ermita de San Francisco. Y me preguntó que cuándo la había quitado y por qué.

– ¿Pero te dijo si era del pueblo?

– No. No lo dijo ni yo le pregunté. No era hombre de conversación fácil. Tampoco yo lo procuraba mucho, porque ya sabe usted que en ferias tenemos muchas prisas.

– ¿Guardarás la ficha para saber cómo se llama?

– En el libro de entradas debe estar.

– Procura recordar todo lo que sepas y luego me buscas.

Enriquito se quedó callado como si no tuviera más que decir, pero de pronto – era su tic -, cuando menos se esperaba, volvía a soltar un chorrito de palabras:

– … Un par de días estuvo un poco enfermo y lo visitó don Saturnino.

– Eso está bien.

Volvió a quedarse callado mirando al suelo. Todos esperaron por si decía algo más. Y cuando parecía que no, resultó que sí:

– … Con el que hablaba bastante y lo acompañaba a veces era con Andújar, el de las maletas.

– También vale.

De nuevo esperaron por si volvía a hablar, pero resultó que no. El hombre sacó un cigarrillo, lo encendió, y puso cara de haberse despreocupado del asunto.

– Pues muchas gracias a todos por haber venido – dijoPlinio a los fondistas. Y luego, dirigiéndose a Maleza:

– Búscame a Matías.

La gente entraba y salía de la "Sala Depósito".

– Pase usted, don Lotario, a oír qué dicen. Yo voy con Matías a ver por dónde pudieron entrar el cajón dichoso.

– Está bien, Manuel. Ya me contarás.

Llegaba Matías, sacudiéndose las manos:

– ¿Qué se le tercia?

– ¿Estabas trabajando?

– No corre prisa.

– Vamos a dar un paseo por el Cementerio. Quiero que hablemos.

Matías miró con suspicacia al guardia.

– Como usted quiera.

– Espéranos aquí, Antonio.

– No faltaba más. Voy a hacerle una visitica al pobre, a ver si ha cambiado de postura.

Entraron en el Cementerio Viejo.Plinio aprovechó para desabrocharse la guerrera del uniforme azul de invierno, que ya resultaba molesto.

– ¿A qué hora os acostáis, Matías?

– ¿Que a qué hora nos acostamos?

– Eso es lo que pregunto.

– Hombre, pues cuando acaba la televisión. A las doce poco más o menos.

– ¿Y cierras las puertas del Cementerio?

– Claro, eso ni se pregunta.

– ¿Todas las noches?

– Todas. Antes de entrarnos a cenar.

– ¿Y tus hijos no salen de noche?

– Los sábados van al cine… O donde sea.

– ¿Y cómo abren?

– Tienen la llave de la puerta de mi casa y para nada tienen que entrar al camposanto… Bueno y puedo yo preguntarle ¿yto esto a qué viene, Jefe? – dijo, parándose y pasándose la mano por la cara con barba de una semana.

– ¿Cómo crees tú entonces que pudieron pasar el cajón hasta el nicho de la familia delFaraón? – dijo Plinio por toda respuesta.

– No sé. Loscandaos de las otras puertas y las cadenas estaban sin tocar. Y las paredes del cementerio son muy altas como para poder maniobrar con ese cajonaco. Sería menester una grúa.

– Es que la cosa es grave para ti, Matías.

– ¿Para un servidor?

– Hombre, claro, ¿Qué puede pensarse de un camposantero al que le pasan los muertos y se los entierran delante de las narices sin enterarse?

– … Pueden pensar lo que quieran, pero yo le juro que no sé nadica.

– Si yo no dudo de ti, a ver si me entiendes. Lo que deseo es que entre los dos saquemos una conclusión – le dijo para tranquilizarlo.

– Ya, ya, pero que yo no concluyo nada en dos días que llevo dándole al magín.

– Vamos a dar un paseo por todo el perímetro, anda.

echaron a andar al filo de aquel huerto sombrío,sin hablar.

Casi en todos los muros había adosadas galerías de nichos, y en el Cementerio Viejo, muros altos y encalados, difíciles de saltar.

– Ésta – dijo Matías ante un muro sin encalar – es la parte nueva, la que acordó el Ayuntamiento después de tantos líos… que usted se acordará.

– Sí…

El muro estaba hecho de tapial, según es allí costumbre, y todavía parecía húmedo.

– ¿Cuándo acabaron este muro?

– ¿Cuándo?

– Sí, ¿cuándo?

– ¡Coño!, ahora que dice usted. Pues acabarlo, acabarlo, sería hace más de un mes, pero… Venga usted.

Y sin rematar la frase echó a andar a toda pierna.Plinio le seguía con dificultad entre las sepulturas, algunas abiertas, con cardos borriqueros o tablas de viejos ataúdes en la sima. "Verás tú, éste me entierra a mí también", se decía mientras caminaba, triscaba entre aquellas muerterías.

Por fin se detuvo el huesero, no sin cierta fatiga, frente a una parte del muro que todavía rezumaba agua.

– Digo…, decía-y de verdad que lo decía, aunque entre resuellos – que este trozo, como bien se ve, lo cerraron bastantico después… Hará, qué sé yo. Como una semana. Creo que porque se puso el oficial malo… por falta de piedra, para sacar materiales o no sé qué.

– ¿Qué maestro hizo la cerca?

– Asensioel Nuevo.

– Claro que…

– ¿Qué?

– Que de aquí al nicho delFaraón hay mucho camino para ir con un cajón a cuestas… y muchos nichos y sepulturas vacías, más a mano, para dejar el muerto sin necesidad de hacer tanto camino.

– Ésa es la puritica verdad – asintió Matías, ya con mejor respiro -. Como en este pueblo la gente se compra el nicho antes que la dote, los hay vacíos amanta… Y además tabicados. Así se puede meter el mandao, volverlo a tabicar y no se entera nadie… Ahora, y usted perdone que yo piense por mi cuenta, pero está claro como el agua que venían al nicho del Faraón a tiro hecho.

Plinio miró y remiró aquella parte y, sin decir nada, sacó los "Celtas".

– ¿Qué, Jefe?, ¿no le convence?

– Ni me convence, ni me deja de convencer… ¿No hay otro sitio de fácil acceso?

– ¿Cómo?

– … Por donde se pueda entrar bien.

– No.

– Vamos ahora al nicho delFaraón.

– Por aquí se va mejor.

Cuando llegaron a la galería de San Juan, donde estuvo el cajón,Plinio quedó mirando los nichos que rodeaban al de marras.

– Por lo que veo no queda libre más que el delFaraón y aquel otro, en este rodal. ¿Y estos tres que están sin lápida?

– Los ocuparon hace poco… Si esto me lo sé yo como la cartilla.

– Que sí, hombre… Pero sigue haciendo memoria, porque hace media hora no se te alcanzaba por dónde podían haber pasado el contrabando, y hasta ahora mismo no has caído en lo del hueco que dejaron los albañiles en la tapia.

– Hombre, es que uno tiene muchas cosas en la cabeza.

– O ninguna.

– Coño, Jefe, no se ponga usted así. Que uno es un pobre rompetoscas…

– Anda, no te inflames, que las cosas hay que tomarlas como vienen.

Cuando regresaron al porche había más animación.El Faraón se acercó y le dijo casi al oído:

– Ahí sigue el Aurelio con su matraca de que el muerto es don Ignacio. Dice que así que se ha enfrentado con el cadáver, que está más fijo que la vista que es él.

Plinio no contestó. Se levantó la gorra y con la misma mano se rascó la cabeza.

– Y lleva una hora – continuó – contando a todo el que quiere oírle la historia de aquella familia, y no sé cuántas antiguallas del pueblo.

– Algo habrá dicho entonces de don José María Cepeda, de don Antonio Criado y don Melquíades Álvarez – apuntóPlinio con guasa.

– Vaya, sí. A todos los ha citado ya. Y a Vicente Pueblas, y la Revolución de los Consumos, el año del cólera y la historia del pantano.

– No te digo. Sabe más historia que don Paco Pérez.

Don Lotario apareció con el bloc en la mano y enjugándose el sudor de la frente.

– ¿Qué, don Lotario, han dicho algo de particular?

– Poca cosa.

– Hombre, no diga usted eso si está ahí Aurelio contando la lista de los reyes godos.

– ¡Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Titiza! – exclamóel Faraón al oír lo de godos.

– ¡De Witiza, ignorante…! Menudo Titiza estás tú hecho – respondió el veterinario.

– Usted disimule, que uno es lego.

– … Si está hablando el hombre. Sabe más de muertos que de vivos.

– ¡Bah!, y mienta a Aparicio y a Quiralte, los fundadores del lugar, como si hubieraalmorzao con ellos – añadió el Faraón.

– Lo que sí ha habido – continuó el albéitar – es una inválida que han traído en una silla de ruedas, porque quería saber si el muerto era su hombre que desapareció en la guerra.

– ¿Y era? – preguntóPlinio con guasa.

– No.

– ¡Qué lástima! – dijoel Faraón -. De haber sido, habíamos matado dos pájaros con un cartucho.

– Y luego, como no era, le ha dicho a Maleza que si le podían dar el cajón, y que es muy aparente para sembrar perejil en él.

– ¿No se lo habrá dado?

– No, hombre no… Ha dicho el muy bruto que no se lo podía dar porque era el cuerpo del delito.

Plinio se rió de buena gana.

– Decía – siguió don Lotario – que su marido era menos hombre que éste.

– ¡Cuando ella lo dice! – saltó el corredor de vinos.

– También hay dentro otra vieja que declara que el muerto es un tal Perea que marchó a América.

– ¿Perea el camarero? – preguntóel Faraón.

– Creo que sí.

– Quite usted, hombre, si Perea cuando se marchó debía pasar de los sesenta años.

– Mira, ésa es la mujer – dijo el veterinario señalando a una que salía.

Todos miraron hacia ella. Era una. anciana muy estirada, con el pelo blanco hecho moño y los ojos azules.

Alguien le avisó que estaba allíPlinio y se volvió hacia él muy decidida.

– ¡Ése es Perea Gomarra, el camarero! ¡Como hay Dios! El que se fue a las Américas el año del hambre.

– ¡Pero qué va! Si Perea vive tendrá ochenta y tantos años – respondióel Faraón.

– ¡No!

– No seas terca, mujer. Perea me llevaba a mí por lo menos treinta años. Era yo un muchacho y él hombre hecho y derecho. Lo conocí muy bien y lo traté siempre.

La vieja, de momento quedó un poco parada por la cuenta, pero reaccionó en seguida:

– ¡Ése es Perea Gomarra! – y volviéndose con brío, echó a andar imperativa, con el mentón bien alto y sin hacer caso de una mocosilla que la seguía corriendillo.

No la habían perdido de vista ni dejado de comentar su tozudez, cuando salió Aurelio rodeado de un grupo de oyentes. Al ver aPlinio se cuadró ante él y mientras se calaba el sombrero, sentenció con voz gravísima:

– Nada, Manuel, lo dicho… Y bien que me certifico. Es don Ignacio de la Cámara Martínez.

Hacia las ocho de la tarde dieron por acabada la audiencia. Matías cerró la "Sala Depósito" con dos vueltas de la gran llave que pendía con otras de una cadena más que mediana, y volvieron al pueblo.

Plinio decidió aprovechar la anochecida hasta la hora de la cena, y marcharon a casa de don Saturnino el forense.

Lo hallaron sentado en el patio. Patio tirando a andaluz, con una fuente de azulejos en el centro, cuyo chorrillo, en los ratos de silencio, dejaba escuchar su "copla cantora". Cómodo en una butaca de mimbre, en mangas de camisa y bajo un farol de forja, el médico leía el periódico.

Quedó un poco sorprendido al ver entrar en su casa aPlinio y a don Lotario a aquellas horas.

– Adelante, señores, y tomen asiento – dijo, cuando reaccionó, que fue en seguida.

Lo hicieron en sillas también de paja y empezaron con los cigarros que ofreció el médico.

Al ruido acudió su mujer.

– Buenas noches, Manuel y don Lotario. No se muevan – dijo al ver que ellos guiñaban un alzarse del asiento.

– Anda, Maruja, saca unas cervezas – dijo el médico con su aire melancólico y cortado.

– ¿Qué pasa con ese muerto, Manuel? ¿Sigue el anónimo? – preguntó Maruja, retardando lo de las cervezas.

– Ya lo creo que sigue.

– Qué cosas, ¿eh? Que a un pueblo tan tranquilo como éste manden una cosa así.

– Tal vez lo han mandado porque es tranquilo precisamente – dijo don Saturnino.

– Pero usted lo aclarará todo, Manuel.

– Que Dios la oiga y pronto.

– Pronto, no, que se aburren – añadió el forense con media sonrisa.

Plinio también sonrió sin decir nada, porque en el fondo lo estaba pasando bomba, dijera lo que dijera. Él medía su vida por "casos", como el escritor por libros, el pintor por cuadros y el torero por corridas. Todo lo demás son cronologías vanas.

– Estaba leyendo el periódico de Ciudad Real, que trae la foto y el aviso. Mire usted.

Y le enseñó la página donde venían los dos retratos de Albaladejo, con una larga información en la que se hablaba mucho dePlinio.

Éste tomó el papel, se caló las gafas y empezó a leerlo.

Maruja marchó por las cervezas.

Cuando acabó se lo pasó a don Lotario.

– Veremos si sale algo de esto – comentó.

Apareció una criada muy pizpireta, con mandil blanco y una bandeja con cervezas y berenjenas de Almagro.

– A usted, el "Lanza" lo pone muy bien, Manuel.

– No me pone mal, no.Demasiao… Ya tiene mi hija papeles para recortar.

Luego de los primeros sorbos y berenjenas, que venían bien prietas de vinagre y enseñaban a través del hinojo las lenguas rojas y feroces de la guindilla, pensóPlinio entrar en materia. Pero tuvo que esperar porque el médico saltó de pronto:

– A propósito, don Lotario, he mirado en un manual de historia que estudió Pepito qué dice de Witiza, ese rey que a usted le gusta tanto.

– ¿Y qué dice?

– Pues una frase que también tiene gracia. Mire usted, aquí la tengo apuntada.

Y sacó el recetario del bolsillo de la americana que estaba colgada en una silla próxima, y leyó con énfasis:

– "Discutida y enigmática es la figura de Witiza" ¿Eh, qué le parece?

– Sí está bien traída, sí.

– Ese rey dio mucho que hablar – añadióPlinio.

– De hablar y mal hablar, sobre todo alFaraón, que le llama "Titiza".

En el patio se estaba muy fresquito y a gusto, cantaba la fuente, la cerveza se dejaba beber y el picante de las berenjenas no era tan decidido como prometía la ferocidad de sus lenguas pimentorras.

Luego que dieron un par de repasos a Witiza,Plinio resumió al médico en pocas palabras lo que había dicho Anastasio, el guarda jurado, acerca del solitario paseante de la feria anterior; y su conversación posterior con Enriquito el de la Fonda de Marcelino, sobre la enfermedad del que resultó ser su huésped y atendió don Saturnino.

– Yo quiero saber si usted recuerda algo de este hombre.

El médico entornó los ojos para presionar el recordadero y maquinalmente volvió a sacar el "Caldo de gallina", a ofrecer a los visitantes, a encender, a chupar, a expeler, a dar una tosida y por fin:

– …Tengo una vaga idea… Fue en la siesta… Recuerdo que estaba abajo, en el Casino de Tomelloso, tomando café, y bajaron a llamarme… Él estaba en cama con un pijama listado… Muy pálido. Me parece que tenía un cosa alérgica. Lo que no consigo es reconocer su cara.

– ¿Ni si tenía el pelo blanco?

El médico, como respuesta, volvió a abrir el periódico y a mirar las fotos de Albaladejo.

– Yo le hice una sola visita… Visita de médico – añadió sonriendo, sin abrir la boca como solía-. Tampoco soy buen fisonomista. Tengo la vaga idea de un cabello desordenado. Pero no podría decir si era blanco… tan blanco como el del muerto, porque el hombre sí que era mayor.

Plinio se encontraba a gusto en aquel patio tan fresco. Siempre le gustaron las casas de los señoritos. No podía remediarlo. Se arrellanó en el asiento y aguardó a que el médico concluyese el debilísimo hilo de sus memorias.

– Tal vez convendría – dijo don Lotario, que sentado en el borde del sofá estaba deseando meter baza – que tú, Saturnino, hablaras con Enriquito. Quizás entre los dos podáis caldear mejor el recuerdo.

– Dices bien. Esta misma noche cuando vaya al casino me subo un momento y echo una parrafada con él y con Dominguín… Claro que estas cosas, ya se sabe. De no reconocerlo al primer golpe, luego todo son operaciones mentales de poco valor".

– La intención especial de nuestra visita era por si usted vio en él algo que pudiera reconocerse ahora… Qué sé yo, una cicatriz… cualquier cosa.

– Si le hubiera visitado más veces tendría una imagen más fiel. Pero así, un enfermo forastero que ves cinco minutos… Ya se sabe.

Al salir de la casa del médico, bien bebidos y bien fumados, dijo el Jefe a su amigo, como por inspiración súbita:

– Vamos a casa de Asensioel Nuevo, el maestro de obras.

Cuando se sentaron en el coche, don Lotario preguntó:

– Asensio… el que me parece que vive en la calle de los Carros, ¿no?

– Sí; hacia la mitad.

Estaba la puerta de la calle bien atrancada. Llamaron, y mientras esperaban, pasó un tractor con remolque, armando un ruido muy grande y tan pegado a la acera, que casi roza el "Seiscientos".

– Estos de los tractores – comentó el veterinario- todavía creen que van en carros y que detrás, en vez de remolque, llevan un perrete.

Plinio se rió:

– Es que hasío muy rápido el paso de las ramaleras al volante.

Abrió un mocete de unos quince años, que, al ver la visita, luego de un momento de sorpresa, sin más fórmulas se entró diciendo con voz alarmada:

– ¡Padre, la poli!

Plinio acabó de abrir la puerta y entró seguido de don Lotario.

Después de un portalillo, y tras el telón de una cortina recia, el patio descubierto. Allí, alrededor de una mesa baja, cenaba toda la familia casi a tientas, porque no tenían los ojos en el plato ni en la cuchara, sino en la televisión.

El padre, tres hijos y la mujer comían cuchareando todos en la fuente central que no miraban.

Cuando entraron los visitantes y después de la voz del muchacho, los que cenaban miraban a la puerta con cierto recelo.

– ¡Pero qué muchacho éste!-entró diciendoPlinio -. Policía soy, pero no vengo a llevarme a nadie. Buenas noches y que aproveche.

– Adelante, Manuel y compañía – dijo Asensio, poniéndose de pie-. Si es que estos chicos están enloquecidos con las películas de bandidos. Por todos sitios ven sangres y prisiones. Con las televisiones nos van a hacer a todos la cabeza agua.

Después del "¿quierenustés cenar?", del "tomen asiento" y demás cortesías, Plinio declaró:

– Es sólo un momentico para hacerle una pregunta, Asensio.

– Usted dirá.

– ¿Usted ha hecho el trozo nuevo de la cerca del Cementerio?

– Sí, señor.

– Me ha dicho Matías que antes de cerrarlo del todo dejaron una brecha para sacar materiales.

– Así fue.

– ¿Se acuerda usted cuándo acabaron de cerrar el muro?

– Cosa de seis u ocho días.

– ¿Me lo podría decir con exactitud?

– Sí, alcontao.

Entró en la cocina a buscar algo. Aquella familia, sin quitar los ojos de encima al guardia, comían muy despacio.

Asensio salió en seguida con una libretilla entre las manos. La hojeó, arrimándose a la única bombilla que iluminaba el patio.

Un perro caneloso husmeaba junto al pozo, y bajo la parra se veían herramientas y materiales del oficio.

– El veintiséis de este mes dimos de mano.

– Es decir, hace cinco días.

– Eso es.

– Pero según Matías la brecha estuvo sin cerrarse bastante tiempo.

– Sí; se puso malo uno de los chicos que iba a hacerlo y como yo tenía a toda la gente en la obra de los Peláez, hubo que esperar.

– ¿Como cuánto?

– ¿Como cuántos días estaría malo Juaneque? – preguntó a su mujer.

Ella quedó pensando. Los dos chicos y la chica, casi una niña, seguían masticando sin dejar de mirar al guardia, ausentes de la televisión.

– Pues sí, estaría un mes. Ya sabes que se levantó y tuvo que acostarse al otro día… De los bronquios que está el pobre muyechao a perder, ¿sabe usted?

– De modo – puntualizóPlinio – que estuvo abierto el muro medio mes de mayo y casi medio de junio.

– Pues una cosa así.

– Otra pregunta: ¿no recuerda si vieron por allí algo anormal… como de haber pasado alguien…?

– Si le digo a usted la verdad, yo no volví por allí. El Juaneque y un peón liquidaron aquello solos… Pregúntele usted a él por si se acuerda de alguna huella o de lo que ustedes busquen.

– ¿Dónde encontraríamos ahora al Juaneque?

– En el cine de verano de don Isidoro está de acomodador.

Desde casa de Asensioel Nuevo marcharon al "Cine Avenida".

– Hacemos esta diligencia y nos vamos a cenar tranquilos – dijoPlinio a su amigo.

Todavía faltaba tiempo para empezar la función de la noche. El cine estaba en el gran patio de una casa particular, antes bodega. Se atravesaba un portal anchuroso, luego un breve jardín, y aparecía el patio muy iluminado, con sillas plegables de madera colocadas en filas y dejando pasillos.

Los acomodadores, esperando la hora del NO-DO, hacían corro, algunos sentados en la fuentecilla del jardín. Al ver entrar al Jefe y al veterinario interrumpieron su parla.

– ¿Qué hay, muchachos? – dijoPlinio en tono campechano para quitar importancia a la visita.

Luego de unas palabras de ambientación sobre la noche tan buena que hacía, y otras nonadas,Plinio preguntó sin énfasis:

– ¿Cuál de vosotros es Juaneque?

– Un servidor – respondió con cierto reparo un chico solidote, de poco cuello y cara avispada.

Todos quedaron mirando hacia él.

– Se trata de unas preguntas sin importancia. Vamos a ver. ¿Tú has estado trabajando en la cerca nueva del Cementerio?

– Sí, señor.

– Nos ha dicho tu maestro que estuviste enfermo casi un mes y que luego fuiste con un peón a cerrar la tapia que habíais dejado abierta.

– Así fue.

– ¿Recuerdas si cuando volviste a dar de mano a la obra visteis algo raro?

– ¿Algo raro?

– Sí… Alguna cosa que te llamara la atención.

– No caigo en lo que usted quiere decir – replicó al fin.

– Vamos a ver si te oriento… Tú sabes, como todo el pueblo, el jaleo en que andamos con ese muerto metido en un cajón que dejaron en el nicho de Antonioel Faraón.

– Sí, señor.

– Bien, pues pensamos que lo más fácil es que lo entraran por esa parte de la cerca que estaba por concluir.

– Ya lo entiendo. Usted quiere saber si yo vi huellas o cosa así.

– Quiquilicuatre. Huellas de pie, de ruedas…, yo qué sé. Algo.

– No, señor. Mejor dicho, sí, señor. Huellas sí que había y muchas, pero no era cosa de reparar en ellas. Allí fue muchas veces el camión que llevaba los materiales… y pisábamos muchos. Otra cosa no vi, no, señor… De haber estado alerta, usted me entiende, a lo mejor habría columbrado algo raro, pero así sin malicia, no vi cosa mayor.

Empezaban a llegar al cine los madrugadores, y algunos, al ver allí al Jefe y a don Lotario, se sumaban al corro.

– ¿Y cómo es el cajón donde venía el muerto, Jefe?… si puede saberse – preguntó Juaneque de pronto.

– Sí, hombre. Un cajón de casi dos metros de largo y medio de alto y ancho.

– ¿Blanco?… quiero decir de pino.

– Sí… ¿Por qué me lo preguntas?

– Porna… Por hacerme una idea.

– Otra pregunta y es la última: ¿Tú crees que un cajón así podrían haberlo pasado por otro sitio del cementerio?

– No sé qué le diga. Yo no conozco bien más que aquella parte.

– Bueno, pues hala, a trabajar, que ya llega el personal.

Apenas salieron preguntó don Lotario aPlinio:

– Oye, Manuel, ¿no te ha extrañado esa pregunta que ha hecho de cómo es el cajón?

– Sí… pero ya sabe usted cómo es la gente, en seguida quieren ser policías por su cuenta. Ya le daremos otro toque si viene al caso. Y hablando de otra cosa: mañana temprano, si usted puede, quería yo que fuésemos a "Miralagos", la casa de don Ignacio, a ver qué saben de él y a darle gusto al amigo Carnicero.

– Naturalmente que puedo, Manuel. ¿A qué hora nos vemos en casa de la Rocío?

– A las ocho.

SABADO

Como en Castilla no hay primavera, según dijo dos días antes don Lotario contemplando la plaza desde el balcón del Casino de San Fernando, aquella mañana amaneció ya cuajada de verano.

Camino de "Miralago", carretera adelante,Plinio y el veterinario hacían las reflexiones pertinentes sobre el tiempo.

– Fogosico apunta el día.

– Y el sastre sin terminarnos los uniformes de verano. Este paño azul es una "salamandra".

Los pámpanos de las vides verdeaban tensos, casi translúcidos a uno y otro flanco de la carretera de Argamasilla. Enfilada la de Ruidera, a la derecha las choperas y alamedas del Guadiana. A la izquierda, el llano verde, las mieses doradas y las barbecheras pardas. El cielo, como una gran caída de luces inmirables. Unos kilómetros más allá, los hilos de viña trepaban prietos y simétricos por la barriga suave de rientes alcores.

Aquella anchura de horizonte, aquel despeje de campos despiezados a sus anchas, daba a los ojos hondura y respiro al ánimo. La albarda del cielo caía en campana sobre el terreno sin lindes. Los suaves toques blancos de los pueblos lejanos flotaban como trasgos alegres y mañaneros sobre el lejano ribete del horizonte. Estaban próximos al pantano de Peñarroya y al castillo del mismo nombre. Castillo que, como en el de San Servando, nunca pasó nada digno de crónica.Plinto saludó con la mano a unos guardias civiles que estaban en la puerta de un barracón.

RevinabaPlinio que las tierras nuevas, las mieses en sazón y los verdes viñedos otra vez logrados en aquella mañana, desmentían la historia de los hombres que fueron. Todo parecía como recién nacido. Aquella vieja geografía acababa de ser creada tras el mantillo purgativo de la noche. Las fábulas de sufrimientos y trabajos, de huesos enterrados y muías enloquecidas, de ruinas y fornicaciones, de explotadores y explotados las despejó la noche y el recambio de la naturaleza que es la primavera. Otra vez aparecía la mesa llana con mantel nuevo. Limpia la cristalera del. cielo y zumosa la tierra. Los verdes jóvenes de la pampanería nada sabían de la vida que fue. Y aquellas mieses que quebraba la hoz o la maquinaria, eran símbolos de un morir repetido que la naturaleza no se paraba a considerar.

El río siempre mozo y remozado, entre los álamos y chopos remecidos, pasaba ignorante de las viejas aceñas que se despatarraban desde siglos sobre él y de los batanes que calló la máquina. Eran algo ajeno que puenteó sobre él por pura anécdota de un tiempo.

Tampoco se resentía el melindre Guadiana de los regantes y pantanos. Todo lo venció y vencería su porfía.

Las viejas y suculentas historias quijotiles fueron las únicas letras que no se tragó el paisaje en su renacencia de cada día y de cada primavera. Porque las letras bien hechas viven más que las gestas verdaderas de los hombres con huesos mortales.

Plinio sentía como si por vez primera transitara por aquellos parajes tan queridos, por aquellas hazas volteadas durante siglos con los brazos de tantos de los suyos. La naturaleza respira muy por encima de los hombres, de las bestias y de las máquinas. Trabaja con esquemas tan alzados que el bulto de lo humano y sus cosas carece de poder.

Los hombres de un mismo pueblo – pensabaPlinio – son un manojo de cuerpos enredados por los cables de tantas muertes, de todas las muertes e historias comunes… Vidas e historias que se engulle la naturaleza cada primavera. Somos chinches inoperantes luchando con este imperio del cielo, con esta repisa de la tierra, que todo lo asimila y sobre todo triunfa en cada alborada.

Las vidas escritas y parladas; los hechos tristes y risueños; los amores de carnes tiernas y jugosas; los cánticos, sudores, explotaciones, espigas y uvas; partos húmedos y mortajas secas; reatas de muías nuevas y de aquellas otras históricas que al sol se calcinan… todo se lo entripa esta máquina silenciosa y suave al parecer, esta gran despectiva que es la naturaleza.

Las trías que dejaron los coches de los muertos y los carros municipales, el más grande crimen y la más entrañable biografía, bastan unos días para que el campo los arrugue en el panteón infinito de sus aires azules.

Sólo en los pueblos, donde hay casas, iglesias y muebles y fuentes, columnas y humilladeros, la vida de los hombres se muestra más remisa al borrador. Se engancha en cortinas y veletas, en nichos escritos, en callejones con tabernas, y permanece más.

En los pueblos, las vidas pretéritas duran. Las casas tardan mucho en ser derribadas. En los muros traseros de las iglesias los hombres hacen aguas durante siglos y el cementerio tiene osarios tenaces. Entre tabiques y campanas la vida humana se hospeda mejor. Y el tiempo tarda más en hacer su agosto. Pasan primaveras y amaneceres sobre las torres y todo cambia muy despacio. Las sotanas de los curas muertos siguen en los arcones, el sable de la guerra de Cuba todavía duerme en el camaranchón, y el vino añejo bosteza en las pipas. La madre, de cuando en cuando, mira las ropillas de su niño muerto y baraja los retratos color sepia de los abuelos barbudos…

El coche entró en terreno más quebrado: curvas, cuestas, monte bajo de encinas canosas y carrizales vecinos. De vez en vez, manchas sanguinolentas donde se da el conejo albar, la perdiz color laurel y la rata chillona.

Cruzaron la aldea de Ruidera. Remolques y camiones con mieses. Hombres en mangas de camisa, niños morenos y gritones, el borrón vertical de un cura sobre las cales, culos mañaneros de chicas en pantalones, y, en seguida, el agua verde-ojo de las Lagunas.

A la izquierda de la carretera, piedras vivas, tierras rojas, chalets nuevos y bloques de apartamentos rompían la naturaleza con su asonante geometría.

A la derecha de la ruta, aguas quietas, matriz del Guadiana. Aguas anchísimas que ni corren ni ondean. Ni mar ni río. Aguas que se sangran por el pie y conservan la cabeza lúcida. Los ríos cantan y la mar marea, pero el agua de laguna es melancolía. Sólo para mirarse la cara en sus espejos, ver marcharse la tarde paso a paso y recibir el amanecer en su bandeja. Las tardes junto a las lagunas son de añoranza… Tal vez las aguas no se hicieron para estar quietas, como ojos cansados.

Una tras otra: la del Rey, la Colgada, la Tinajilla…

Los bordes pardisuaves del monte enano que tapiza los oteros se copian en el agua verde. Un breve pinar. Fábricas de la luz, romero y tomillo a la par del camino. Un leve pescador blanco en la otra orilla. Don Quijote vio las lagunas con las linternas de sus ojos encendidas. "Regato, monte, pradera". Espejos de La Mancha. A la caída de la tarde parecen charcos de sangre parada. Por la mañana, de ámbar. Alguna vez, un viento leve, les pinta rizos, cosquillas de las aguas. Y, en seguida, quedan tersas. Por ellas viejas andanzas moriscas, Cervantes con su rumiar escéptico y consolador. Carlistas y liberales. Aquí cazó Prim. De vez en cuando un pintor, un poeta, cazadores y hombres con cañas, batanes. Luego fábricas de la luz, ahora chalets y hoteles. Es igual, ellas espejan siempre así.

Cruzaron Ossa de Montiel y toda un largo camino hasta dar con la finca, cuya casa estaba cercada por un pinar muy tupido y antiguo.

– Yo no sé por qué a esta casa la llamaron "Mira- lagos" – dijo don Lotario – pues desde aquí, salvo que yo esté ciego, no se columbra lago alguno.

– Caprichos, digo yo.

La casa desentonaba de las que suelen verse por aquellos contornos. Pórtico de columnas blancas, ventanales alargados en el primer piso, balcones en el segundo, tejado muy pino de pizarra, con mansardas y amplia escalera de balaustrada hasta la puerta principal. Se llegaba por un largo camino que rompía el pinar, y antes de topar con la fachada se abría en un jardín bajo, muy francés, con fuentecillas, cenadores y mármoles mitológicos.

Luego de bajarse del "Seat" quedaron mirando el edificio.

– Desde que era chico no he venido aquí.

– Yo nunca – respondióPlinio-. Parece una de esas casas de campo que salen en las películas americanas.

– Algo así. De la Guerra de Secesión, de Abraham Lincoln y ésos.

– Desde el accidente famoso, aquí han venido contadas personas.

– Y tan contadas. Era raro para estas tierras el tal don Ignacio – confirmóPlinio.

– Es que, de verdad de verdad, no era de estas tierras.

En Tomelloso nunca hubo escudos ni nobleza. Pueblo nuevo, vivió en perpetua democracia agrícola. "Aquí – solía decirPlinio – no hay cáscaras. El que no ha arao es que aró su padre. Y desde luego de abuelo candorro nadie se libra." Las más empinadas familias tomelloseras se criaron junto al sarmiento y la rastrojera. Nadie podía sacar pergaminos de la gaveta. Los reyes jamás se acordaron de aquel pueblo de pardillos, primero ganadero, luego vinatero y por fin alcoholero, que todo se lo hizo a golpe de azadón y madrugones. Apartado de las vías maestras de comunicación, vivió descuidado de políticas y tormentas. Rumiando a solas su mendrugo y haciéndose su labor sin levantar la frente de la besana. Nadie fue nunca más que nadie ni menos que el otro. Se consiguió un pueblo razonable, almacén de alcohol de los jereces, con su propia minerva y fatiga. Ni los ricos eran grandes, ni abundaban los pobres de solemnidad. Los nobles y órdenes militares que tenían predios y señoríos en su término, poco a poco fueron vendiendo picajos de tierra a los tercos tomelloseros, hasta que sus nombres y administradores desaparecieron de aquellos mapas.

Don Ignacio de la Cámara Martínez fue el último y tardío descendiente de los latifundistas fronteros que conservaron tierras e inmuebles en Tomelloso y su término. Sus antepasados, vascongados y con casa solar en Campo de Criptana, durante siglos señorearon en grandes extensiones de la Mancha oriental, que generación tras generación fueron enajenando. En los tiempos de la madre de don Ignacio – el padre murió muy joven – les quedaba en Tomelloso una casa grande en el centro, una bodega en las afueras y partidas de viña muy razonables, que antes fueron monte, en la provincia de Albacete, donde a principios de siglo alzaron la casa llamada "Miralagos".

La madre de don Ignacio alguno que otro año venía al pueblo en el tiempo de ferias y vendimias. Era una señora espigada y grave, de corte muy vasco, que vestía de oscuro y se apoyaba en un bastón negro. Solía acompañarla en aquellos viajes a "Miralagos" y a Tomelloso su hijo Ignacio. Eran gente tan distinta de lo común del pueblo, que en sus breves estancias tenían trato con muy pocas personas.

Don Ignacio – que de "don" le llamaban todos desde adolescente – era un verdadero señorito. Había estudiado largos años en Londres. Por su vestimenta, costumbres y buen físico se le miraba con especial respeto. Verdad es que él solía mostrarse muy corriente y campechano, pero en seguida se echaba de ver que pertenecía a otra clase y a otro mundo. Los señoritos del pueblo, sus amigos, se hacían lenguas de su conversación y modales. Junto a él se les notaba forzados y disminuidos. Sus trajes, automóviles, equipo para montar a caballo y sus alhajas; las bebidas que servían en su casa, los libros que leía y los periódicos que le llegaban de Inglaterra lo hacían un ser diferente.

Apenas concluida la vendimia, madre e hijo marchaban a Madrid o a Bilbao.

El año 1925 fue clave, trágicamente clave para la biografía de don Ignacio. Su madre murió en Bilbao en el mes de enero. Y él, a los pocos días, casó en Londres con Elizabeth, una chica inglesa que fue su novia desde sus tiempos de estudiante.

Nunca habló de ella a sus amigos de Tomelloso. Parece que aquellos amores llegaron arriba contra la voluntad de la madre, y por acuerdo tácito eludían el tema.

Lo cierto fue que Elizabeth y don Ignacio, después de largo viaje de novios, pasaron la primavera en "Miralagos". Luego de llegar avisaron a sus mejores amigos de Tomelloso.

En diversas ocasiones y lugares presentó a Elizabeth, que según referencias de los contemporáneos, sin duda idealizados por su trágico final, era tan exquisita y exótica que deslumhró a todos. Hablaba español, montaba a caballo y fue la primera mujer que se vio conducir un automóvil por aquellos contornos.

Entonces la Virgen de Peñarroya era Patrona, juntamente, de La Solana, Tomelloso y Argamasilla de Alba.

Una gran parte del año la imagen permanecía en el castillo de Peñarroya. A la romería, que se celebraba al pie del castillo, concurrían gentes de ambos pueblos. Y eran sonadas las merendolas y diversiones que, pasada la función religiosa, se hacían en aquellos márgenes.

Don Ignacio y Elizabeth, aquel año 1925, asistieron a la romería.

Plinio recordaba a la señora con un sombrero de paja muy complicado de gasas y cintas, vestido claro, una sombrilla y una máquina fotográfica. Merendaron con amigos de aquellos pueblos y a la caída de la tarde decidieron ir a Tomelloso. Parece ser que de camino, con los ánimos excitados por la bebida, entre los pocos automovilistas que entonces existían se organizó una competición desenfrenada. Conducía Elizabeth el coche de don Ignacio. Con ellos iban otras personas. Según las referencias de éstas, Elizabeth se empeñó en adelantar a todos, desobedeciendo las advertencias de su marido. Lo cierto es que, al adelantar a uno de ellos por la difícil carretera que entonces había, nutrida además de los carros, tartanas y bicicletas que regresaban, derrapó al tomar una curva y cayó por un terraplén.

Elizabeth murió en el acto. Don Ignacio permaneció conmocionado unos días. Algunos de los amigos que los acompañaban sufrieron magullamientos y heridas de vario pronóstico.

… Y en este punto empieza verdaderamente la misteriosa historia de don Ignacio de la Cámara Martínez.

Plinio llamó a la puerta de la "Miralagos". Un carillón de largas melodías, impropio de casa de campo, sonó como respuesta. Nadie acudió en un largo tiempo. Después de repetir dos veces más, una mujer ya entrada en años, que sin duda había salido de la casa por una puerta lateral, llegó junto a ellos:

– ¿Que qué quierenustés? – preguntó áspera.

– Ver al señor administrador.

– ¿Que si es muy urgente? – añadió con ingenuidad.

Plinio no pudo contener la sonrisa:

– Sí; dígale usted que es muy urgente. Que soy el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

La mujer, sin decir más y un poco atemorizada, marchó por donde había venido.

Todavía pasó un buen rato hasta que abrieron la puerta principal, la del carillón. Abrió la misma mujer. Entraron en unhall oscurísimo, que olía a cerrado, a maderas antiguas y aromosas. Plinio y el veterinario la siguieron a tientas hasta cierta puerta. La mujer tocó con los nudillos.

– ¡Adelante! – se oyó.

La mujer abrió y dejó paso a los visitantes.

Era un despacho muy grande, con largos anaqueles de librería, muebles ingleses, alfombras, tresillos tapizados con cuero rojo, gran lámpara de bronce, grabados de motivos ecuestres; y sobre caballete un gran retrato al óleo de Elizabeth, hecho por un pintor español, sin duda sobre una fotografía.

Tras una mesa de líneas elegantes había un hombre cuarentón, algo lleno, rubia barba corta y boca sensual. Vestía americana color miel y suéter rojo de cuello alto.

– Adelante – dijo sin moverse de donde estaba.

Plinio y don Lotario pasaron un poco indecisos hasta el centro del estudio.

– ¿Ustedes dirán? – pidió el administrador sin la menor cortesía.

Plinio, que empezaba a sentirse incómodo con aquel teatro amanerado, habló con sequedad.

– ¿Es usted el administrador de don Ignacio de la Cámara Martínez?

– Sí.

– Venimos de parte del señor Juez Municipal de Tomelloso a hacerle unas preguntas.

– ¿Qué preguntas?

– ¿Desea usted ofrecernos asiento o prefiere que nos acomodemos por nuestra cuenta?

El administrador dudó un momento, pero en vez de decirles que se sentaran avanzó unos pasos hacia ellos.

– Usted dirá.

– ¿Puede decirnos dónde está don Ignacio de la Cámara Martínez?

– No sé.

Plinio se rascó la patilla, carraspeó y dijo al fin:

– Ya he terminado el interrogatorio.

– ¿Ah, sí? ¿Ya? – dijo el barbas con cierta burla.

– Ya. Pero haga el favor de acompañarme al Juzgado de Tomelloso donde todo va a resultar mucho más fácil.

– Esta finca pertenece a la provincia de Albacete – contestó con voz reticente.

– Ya lo sé. Por eso hemos venido hasta aquí. Pero las autoridades de Tomelloso necesitan ayuda… no otra cosa – silabeóPlinio – y usted debe facilitarla esté donde esté esta finca. El remitir esta gestión a las autoridades de su término municipal sólo la dilataría unas horas y me temo que saldría perdiendo. De modo que, bajo mi responsabilidad, haga el favor de acompañarnos. Tenemos coche.

– Ya lo he visto – confirmó con suave cachondeo… – Usted me ha preguntado que dónde está don Ignacio de la Cámara y le he respondido la verdad, la auténtica verdad. No lo sé. Tomé la administración de esta casa en 1945, seis años después de haberse marchado el señor de la Cámara. Me procuró el cargo su anterior administrador, don Felipe Consuegra, con el que trabajé el último año que vivió. Entré como auxiliar suyo. No conozco al señor de la Cámara. No lo he visto en mi vida. Pasa largas temporadas en distintos países. Especialmente en Inglaterra. Un par de veces al año me manda instrucciones o evacua mis consultas, Pero nada más sé de él… Por Navidad me dijo desde París que iba a hacer un largo viaje por diversos lugares y que en el momento oportuno tendría noticias. Y hasta ahora. Esta manera de proceder es habitual en él. Es cuanto puedo decirle. ¿En qué más puedo… servirles?

Habló con ambas manos en los bolsillos de la chaqueta, con la pierna derecha un poco flexionada, la nariz tensa, los ojos fijos y la voz recortada. Y así quedó después de su pregunta, con cierto aire de superioridad forzada, a la vez que ingenua.

– Deseo ver fotografías de don Ignacio.

– ¿Fotografías?

– Exactamente. Fotografías… Retratos – recalcó el Jefe.

– Muy bien… Sólo los hay de cuando era joven… Comprenderá usted que a mí no me envía fotografías suyas – concluyó sonriendo con aquel extraño sarcasmo.

– Lo comprendo perfectamente.

Y luego de pensarlo un poco dijo:

– Síganme, por favor.

Volvieron alhall tenebroso. El administrador, adelantándose, los condujo, sin encender la luz por supuesto, a una habitación próxima. Pasó delante y abrió unas contraventanas. Era una pieza regular con gran chimenea, muebles muy confortables, gran mesa de caoba con un solo pie y vitrinas con porcelanas y bibelots. En la campana de la chimenea había una fotografía grande, hecha en Londres, en la que aparecían Elizabeth en traje de noche y don Ignacio de frac, ambos de pie.

Plinio, sin decir nada, se acercó a la chimenea, tomó el retrato y fue con él hasta la ventana para verlo mejor.

– Por favor, don Lotario, sosténgalo que me ponga las antiparras.

El administrador, según su costumbre, estaba fijo junto a la chimenea. Manos en los bolsillos y pierna flexionada.

El Jefe, caladas las "gafas, examinó el retrato. Don Ignacio, más bien alto, cabello rubio oscuro y nariz aguileña, miraba a Elizabeth sonriéndole con elegancia.

– ¿Qué edad tendría aquí don Ignacio?

– Exactamente veinticinco años.

Elizabeth era delgada, casi tan alta como su esposo. La cara muy pequeña, los rasgos menudos, la nariz respingona, los brazos largos y en todo su cuerpo un sutil y elegante abandono.

Plinio descansó la fotografía entre las manos de don Lotario y sacando del bolsillo las fotografías del muerto empezó a cotejarlas.

El administrador, intrigado por aquel manejo, sin el menor disimulo se acercó a mirar las cartulinas que el guardia tenía entre manos.

– ¿Quién es? – preguntó poniendo desmayadamente el índice sobre la tristísima cara del muerto.

– Ya lo ve. Un cadáver que nos han dejado los turistas en Tomelloso – contestóPlinio sin dejar su examen.

– ¿Y es que tiene que ver ese difunto con el señor de la Cámara?

Plinio quedó mirándolo fijo por encima de sus gafas:

– Alguien ha dicho que ese señor es don Ignacio.

El administrador miró a los dos amigos, tratando de indagar si bromeaban.

– ¿Tendrá usted más fotografías a mano?

– Sí, sí…-respondió verdaderamente interesado en el asunto -. Aguarden un momento.

Y salió rápido.

Plinio, mientras examinaba aquellas fotografías recordaba de nuevo la historia del "señor de la Cámara", como lo llamaba el badulaque aquel.

Cuando don Ignacio recobró el conocimiento después del accidente, y en el momento oportuno fue enterado de la muerte de Elizabeth, se encerró en "Miralagos" negándose a tener la menor relación con nadie. Ninguno de sus amigos de Tomelloso volvió a verlo. Ni siquiera los trabajadores de la finca sabían de él. Ni contestó cartas ni recibía visitas. Su administrador, don Felipe y su chófer y criado inglés, Antony, que trajo con Elizabeth, eran las únicas personas que veía.

Por el pueblo se corrieron historias fantásticas, al parecer. Que había enloquecido, que pasaba las noches llorando, que había decorado toda la casa con fotografías de su esposa, que robó del Cementerio de Argamasilla el cadáver de Elizabeth y lo había llevado a la casa de "Miralagos".

Con el tiempo, la gente se olvidó del pobre viudo que nadie volvió a ver.

Así transcurrieron los años hasta 1939, cuando recién acabada la guerra civil se corrió la nueva de que don Ignacio, acompañado de Antony, y en el viejo y famoso coche del accidente de Peñarroya, había partido de La Mancha para un largo viaje. Luego se habló de que vivía en el extranjero… Por fin, todo quedó como una antigua leyenda saturada de romanticismo.

Volvió el administrador con otras tres fotografías de buen tamaño, que puso sobre la mesa. En una de ellas aparecía don Ignacio concanottier y traje claro, sentado en la terraza de un café francés. Estaba dedicada a su madre y fechada en 1923. En otra, con la toga y birrete cuadrado de graduado inglés. Y en la última, la más interesante, estaba en traje de baño, en la playa de la Concha de San Sebastián. También dedicada a su madre.

Plinio, después de mirar con mucho detenimiento la fotografía de la playa, dijo al administrador.

– Ésta me la va a prestar usted unas horas para que la vea el forense.

– Muy bien.

– ¿Usted cree que se parecen? – le preguntóPlinio a bocajarro.

– No creo que tarden mucho en llegar noticias del señor de la Cámara… Todo esto me parecen fantasías, y ustedes perdonen – fue su respuesta.

Plinio guardó la fotografía en el bolsillo.

El administrador, de perfil ante la ventana, con los brazos cruzados en el pecho, había quedado otra vez serio e impenetrable. Los miraba con desprecio y lejanía. Como a algo que había muy detrás y por encima de ellos. Unas raras mariposas empezaron a revolar junto al cristal de la ventana. Parecía como si con los leves golpes de sus alas quisieran llamar la atención de aquel barbirrojo inmóvil que estaba tan pegado a los cristales. Un ambiente denso y dulzón flotaba en la biblioteca. Don Lotario miró aPlinio con cara de aprensión. Éste se pasó el índice por la tirilla de la guerrera. Y luego dijo con voz apenas audible.

– Bueno, nos marchamos.

El administrador no respondió. Echaron a andar lentamente sin dejar de mirar a aquel hombre como de cera. Llegaron a la puerta, miraron otra vez hacia atrás… ¿Por dónde habían entrado las mariposas? Ahora estaban dentro de la habitación, ante los cristales, y en mayor número. Formaban una especie de guirnalda en torno a la cabeza pelirroja del administrador, que seguía con los ojos perdidos.

Salieron casi tropezando uno con otro alhall tenebroso. A los pocos pasos don Lotario topó con un mueble.

– ¡Leche! – gritó.

– Siga usted.

– Dame la mano, Manuel, que me escoño.

Se tomaron de la mano. Caminaban a tientas. Llegaron a una puerta.Plinio palpó buscando la manivela.

– No sé si es por aquí.

– Abre a ver… ¡Qué nervioso me ha puesto este tío!

Obligó la manivela. No cedía. Notó que había una llave. La giró. Abrió. Poca luz. Unas velas encendidas sobre un altar. Aquello parecía una capilla larga y estrecha. Ante el altar y en la penumbra se veían unos bancos. Tupidas cortinas velaban las vidrieras plomadas. Plinio avanzó hacia uno de los ventanales y poniéndose de puntillas corrió las cortinas de una de las vidrieras. Entró una luz discreta y agradable.

– Una capilla – dijo don Lotario.

Plinio, animado, corrió otra cortina.

– Mira – gritó el veterinario, señalando a la derecha del altar.

Era un hermoso sepulcro de mármol blanco, casi rosa. En letras doradas ponía: "A Elizabeth. Su amor".

– Era verdad – musitó Plinio.

– ¿El qué?

– Que se trajo el cadáver de su mujer.

Tocaron los mármoles. Plinio probó a levantar la tapa del sepulcro. Naturalmente no pudo.

– ¿Pero qué haces, Manuel? ¿Qué piensas?

– En esta casa lo piensa uno todo, don Lotario.

Dieron una vuelta por toda la capilla. Volvieron. Plinio quedó mirando con fijeza unas cortinas blancas, finísimas, que había detrás del altar. Pasó tras el ara y las levantó.

– ¡No te digo!-y las corrió de un tirón.

Todo el fondo de la pared estaba cubierto de fotografías grandes y pequeñas de Elizabeth. Fotos de niña, de mocita, de mayor. En una grande aparecía con una crencha rubia muy larga, con la cabeza inclinada miraba un crucifijo que tenía entre las manos.

– Le digo a usted que están buenas algunas cabezas.

Salieron alhall sin cerrar la puerta de la capilla. Así les fue fácil localizar la de la calle, la del carillón… Estaban seguros de que desde algún sitio los miraba el administrador. Al abrir la puerta de la calle quedaron deslumbrados.

A las doce del día aproximadamente descabalgaron en un bar de Ossa de Montiel, famoso por las perdices escabechadas que en él se sirven. Desde "Miralagos" vinieron obsesionados con la idea de tomarse allí una perdicilla remojada con aloque del terreno. Sentados tras la mesa del bar ossano, con la jarra de vino a tiro de brazo y las presas de perdiz entre los dedos churretosos, ya tenían otro semblante. Especialmente don Lotario, comía y tentaba el líquido con un júbilo ostentoso.

La luz del soletón no conseguía inundar al amplísimo local de la taberna, porque unos papelones azules velaban la cristalera de las puertas, dejando una umbría sedante. Las paredes estaban pintadas de verde rabioso.

Las mesas, alineadas junto a ellas. Unos taburetes servían de asiento. En el extremo, frente a la entrada, un mostradorcillo ante un anaquel con viejo muestrario de botellas de aguardiente, anisados, marrasquinos y coñacs del terreno. En un hueco de pared, sobre una repisa, tres jaulas con codornices, que cuando se hacía silencio se solazaban con su "palpala", "palpala". Como aparte de ellos y los pájaros no había otro mortal que la mujer que cosía tras el mostrador, el ambiente era plácido y silencioso… A veces, cuando Plinio callaba, cantaban las codornices.

Apuraron la perdiz, se chuparon los dedos a modo y cuando liaban pacienzudos sus cigarros, don Lotario, liberado y optimista, soltó:

– ¿Que qué me dices, Manuel?

– ¡Quite usted, hombre! Ésa es la casa de Frankestein… ¡Coño, qué apaño!

– Y el administrador también está como una cabra.

– Hombre, treinta años ahí no los aguanta cuerdo ningún mortal, aunque sea de la Ossa. ¿Vio usted cuando al final se quedó como una estatua?

– Yo pensé que le había dado algún mal.

– No sé, don Lotario, no sé. Lo cierto es que yo sentí un medio mareo. No miedo, a ver si me entiende usted, pero sí una basca…

– ¿Y las mariposas, Manuel? ¿Qué me dices de las mariposas?

– Yo creo que fueron una cosa natural. Pero alucinados como estábamos con aquel tarasco de tío barbudo, nos parecieron cosa de magia.

– Déjate de natural, que allí antes no había mariposas. Y luego aquel volar alrededor de su cabeza.

– A lo mejor es que las tiene amaestradas. El hombre, digo yo, se aburre, y doma mariposas.

– No, no lo eches a broma, que allí había su aquél.

– Si había o no había hay que olvidarlo. Usted es un hombre de ciencia y sabe que si uno empieza a darle vueltas a esas cosas de misterios, pica. Y yo no pico. La vida es como es: agua, tierra, sol y aire; carne, huesos y ni más mariposas ni másna.

– Bueno, bueno, eso lo dices tú para contentarte y contentarme, pero allí había su poco misterio.

– Y dale.

– Y claro que le doy. ¿A que no te atreves a contar en el casino lo que hemos visto… y lo que hemos sentido?

– Yo hasta que no vuelva otra vez. y vea y sienta lo mismo, no digo esta boca es mía, porque a veces las cabezas se ponengüeras.

YPlinio, como para cerciorarse del mundo concreto que gustaba, se palpó el bolsillo de la guerrera donde guardó la foto de don Ignacio en traje de baño.

Le dieron otra acometida al vino y quedaron absorbidos en sus cavilaciones.

Plinio se desabrochó la guerrera, se rascó su media calva y dijo de pronto:

– Querido don Lotario, ¿sabe lo que le digo? Que en este asunto del muerto anónimo que tenemos entre manos hay algo que no funciona. Debe ser que estamos viejos y ya no olemos la pescadilla a dos dedos de la nariz. Mucho me temo que nos están dando gato por liebre, pero a base de bien… En todas las inquisiciones que hemos hecho no tengo ni pizca de fe. Lo que se dice ni pizca. Si de todo esto saliese algo en claro, sería yo el primer sorprendido.

Plinio, caldeado por el vino, hablaba con una energía y rotundidad impropias de su proverbial cautela, aunque su oyente fuera don Lotario.

– Un muerto – continuó – embalsamado con todas las de la ley, como una momia de Egito; bien embalado en un cajón estupendo, cuidadosamente acuchillado – no sé si se habrá fijado usted -, para que no se aprecie la menor huella de procedencia… y metido en el camposanto. ¿Por dónde? Por una brecha abierta en la cerca durante unos días. ¡Qué casualidad! Y además, enterrado en un nicho vacío y abierto (cosa rara), propiedad de una familia conocida… En todo esto, venga de quien venga, hay mucho más cálculo del que parece… Le digo a usted que estamos tocando el tambor. Yo me dejo llevar, pero con más escamas que un besugo.

– ¿Qué supones, entonces?

– Le confieso que no lo sé. Esto tiene pinta de ser asunto que excede las capacidades de un pobre Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

– ¿Pero qué dices, Manuel? Si tú eres el más grande. Nunca has fallado.

– No diga usted esas cosas, por Dios y por su madre. Yo soy un pobre paleto que hasta ahora sólo ha trabajado en casos de paletos… Pero éstos son otros Garcías. A ver si me explico, don Lotario; para mí, este caso es como cuando uno lee un libro de esos que no entiende bien… ¿O es que usted ha sacado algo en claro?

– ¿Yo? ¡Pobre de mí, Manuel! Lo que ocurre es que tengo en ti toda la fe del mundo.

Durante toda aquella mañana no dejó de allegarse gente al Cementerio. Especialmente chiquillería, viejos y mujeres haldoneras. Hasta las cuatro putas que por aquellos días apacentaba la Bernarda: Rosario la Pinta, Pepa Julepe, Carantoña Aguado y Salesa Rodríguez llegaron cogidas del bracete, los labios rojos y gran molineo de culos. Fueron también a guipar al muerto, por si un casual había sido parroquia y podían echarle una mano a lapoli. También aprovechaban la ocasión para poner bando con miras a la sesión de la noche, porque, como decía la mismísima Bernarda, los hombres o andaban descuartaos o se habían pasado al bando hombrosexual. Yerro o neologismo éste de su invención, que cundió por todo aquel término de San Juan, cabalgó al de Montiel y, según noticias verísimas, tenía ya eco en el de Calatrava.

Aquel puterío emparejado dio a la "Sala Depósito" tal aire de chunga y esperpento, que hasta al pobre muerto parecía escurrírsele el labio hacia el rincón de la risa.

Maleza, que estaba de jefe sumo cuando la visita de las suripantas, tuvo sus titubeos en cuanto a si las daba soleta o no. Y optó por el no, a ver si daban mensaje o al menos animaban prudentemente la tiesura del desfile y cháchara a poca voz. Que nunca viene mal una risotada en velatorio sin fin. Más bien da respiro y recuerda que la vida sigue más allá de plantos y ciriales.

En justicia, hay que decir que las cuatro "pililis" estuvieron muy ordenadas y circunspectas en el momento del examen y aun al remate se santiguaron e hicieron genuflexión al primer encuentro, miraron con ojos tristes el cuerpo después, y la Pepa Julepe hasta desgranó un Padrenuestro con gran propiedad y de acuerdo con los textos posconciliares.Y nunca descompusieron el ceremonial hasta la salida, cuando el Faraón les preguntó si "habían tenido trato con el pobre" o si les pintaba algo. Que nadie como ellas para conocer hombre tumbado aunque estuviera ya en el quiñón del "no volverás".

Carantoña Aguado fue la primera en responder que las "prendas personales del difunto no le eran conocidas". Y comoel Faraón le preguntase si había examinado al muerto hasta semejante prenda, para estar tan fija, las cuatro juníperas soltaron una risotada a coro que se debió oír en las eras vecinas y echó por tierra la discreción anterior.

Maleza les echó el chito desde la puerta y algunas mujerucas les dijeron cosas muy feas de su profesión nocturna.

Las chicas, un poco amedrentadas, encogieron el labio, y ya en voz confidente preguntaron alFaraón si iba a ir a hacerles tertulia a la casa de la Bernarda.

Antonio les respondió que en cuanto le quitaran de en medio a aquel convidado de muerto y aliviara un poco el luto, iría con otros amigos, porque desde hacía algún tiempo estaban confeccionando un catálogo de tetas y querían ver si entre el personal nuevo había formas no registradas.

Pepa Julepe le preguntó que cómo era un catálogo de tetas. Yel Faraón, llevándolas un poco más allá, fuera de la artillería de la cola, comenzó a recitar su catálogo de esta manera:

Las de torta de Alcázar. Redondas, sin relieve y con el pezón sumido.

Las agradecidas y sueltas, que, aunque duras, temblequean a cada golpe de tacón.

Las de pera de agua, que empitonan el vestido y lo alzan por la parte delantera.

Las mansas de corazón y a la buena de Dios, que se dejan caer sin perder su fortaleza y comen en la mano.

Las satisfechas de la vida, que de puro hinchadas no dejan ver a la propietaria la parte baja de su propio cuerpo.

Las lloronas, en forma de llamador, aunque tengan sumiajade vuelta hacia arriba para aspirar el aire del escote.

Las de unapaacá y otra paallá, como si estuvieran disgustadas o buscaran la salida por cada manga del vestido.

Las arrejuntadas, que se buscan el pico.

Las de alforja vacía, y casi, casi líquidas, que hay que enfrascarlas en calcetines especiales.

Las de calabacín sin gracia y con el pezón entornado de pura vergüenza.

Las de vieja decrépita, que se las sujetan a la cintura con el mandil para no volar.

Las que fueron y sólo dejaron el lunar.

Y por último, muy raras:

Las desparejadas: una con pezón y la otra esfera lisa. O una gallete y la otra aburrida… Éstas suele decirse que las tienen las que fueron engendradas a pie derecho y en cuesta, sin el reposo y nivel de la cama.

A cada una de estas figuras pecheras que decía Antonioel Faraón, las cuatro ye-yés del ramo de la ingle soltaban carcajadas, que enrabietaban a las visitantes y mironas.

– Se habrá visto a las hijas de su madre juergueándose a la par del camposanto.

– ¿Y qué me dices de él? Menudo bribonazo, que toda su vida ha sido igual.

– Para abuelo que va y siempre con pelanduscas.

– Y sabes que se recata el africano este.

– El tío tan campante. ¿Que le han metío un muerto en su nicho? Como si le hubieran dado elaguilando, que él no se apena por nadie en el mundo.

– ¿Y a ti cuálas tetas te gustan,Faraón? – le preguntó la Salesa.

– ¿A mí…? Las de pelota, que caben justico en la mano, con poco pezón y buen valle.

Maleza, en ausencia del Jefe y de don Lotario, "que era como de la casa", dándose pisto, rastreaba las caras y dichos de los visitantes. Así estuvo el hombre hasta eso de la una, cuando llegó un coche que no se le despintó:

– ¡Atiza, "los secretas"!

Se apeó un joven con gafas negras, muy bajito él y con cara de pocos amigos. Era de esos que siempre están aspirando por la nariz como si todo les oliera mal.

– Lo que faltaba – dijo para sí Maleza -; han mandado al único jilipollas del cuerpo, al agente Rovira.

Se aproximó al guardia con un "ABC" bajo el brazo.

– Buenos días – dijo seco -, soy el agente Rovira, de la Comisaría de Alcázar.

– Ya, ya le conozco.

A Rovira le cayó muy bien aquel asomo de popularidad.

– ¿Dónde está su Jefe?

– Haciendo investigaciones.

– Desde luego tienen ustedes unas costumbres que ya, ya. Nos ha llegado el aviso casi cuando la noticia en el "ABC".

– Eso dígaselo usted al señor Juez… Además, ayer vino en el "Lanza".

– Encima eso.

– Hombre, quiero decir que cuando se envió a "Lanza", seguro que avisaron el caso a la Comisaría… A ver si es que no han podido darle a usted el encargo hasta hoy o que usted ha tenido mucho quehacer.

Rovira encogió la nariz con más aceleración que nunca, se estosió un poco y desvió el tema abriendo el diario por la hoja donde venía la crónica. Hizo como que releía el texto, que lo traía recuadrado con trazos de lápiz rojo.

– ¿Y qué? ¿Siguen ustedes sin saber quién es? – dijo sin dejar de leer o haciendo como que leía.

– Nosotros nos limitamos a enseñárselo al pueblo por si es cara conocida. Y hasta ahora, que yo sepa, no han dado pista… Me parece que van a tener ustedes un trabajo fino.

– Vamos a echarle una ojeada.

– Aquí llega el Jefe – dijo Maleza jubiloso, al columbrar un coche por la carretera de Argamasilla.

Rovira se volvió a estoser y perdió un poco el empaque supremo que tenía.

Casi al pie de las cuatro bernardas y delFaraón, que seguían en su verde cháchara, aparcó don Lotario su "Seiscientos".

Nada más echar pie a tierra los viajeros, notó Maleza que Plinio habíaguipao a Rovira.

Manuel, con su reposo de siempre, seguido del veterinario, y haciendo como que no reparaba en el "secreta", se detuvo conel Faraón y sus discípulas. Y después de echar una buena parrafada con mucha puntuación de risas y sonrisas, sin duda porque seguía la recitación del catálogo tedero, se enderezó hacia la "Sala Depósito", e hizo, de pronto, como que reconocía al de Alcázar.

– ¿Qué hay, muchacho? – le dijo afablemente.

Don Lotario quedó a distancia reglamentaria y el agente Rovira, ahora muy fino y suavizado, extendió la mano a Plinio.

– Enhorabuena, González – dijo -. Ya es usted famoso otra vez.

– ¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué lástima!

– Porque viene en el "ABC".

– No me diga.

– Sí; usted y el señor Lotario – y señaló al veterinario, que al oír su nombre se le alumbraron los ojillos-. Mire – continuó desplegando el diario-, una crónica del corresponsal de Ciudad Real, que dice – y se puso a leer con gran énfasis -: "Manuel González – para los amigosPlinio -, ya famoso Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y conocido en todos los medios policiales de España por su raro talento para descubrir casos difíciles, ayudado por su inseparable amigo, el veterinario Municipal, don Lotario, ha comenzado a colaborar con las autoridades competentes para ver de resolver este enigma que tiene perpleja a la población de Tomelloso y a toda la provincia…"

Don Lotario notó que la cara se le hinchaba con aquella sangre cálida y dulzona que solía ruborizarle en su lejana juventud.

– Eso de que este enigma tiene perpleja a toda la provincia no deja de ser un poquitoexagerao. ¿No le parece, don Lotario? – dijo Plinio.

Y don Lotario, papando miel, coreó:

– Tú lo dices, Manuel, un poquito, bastante, exagerao.

– Ni que decir, González, que vengo sólo a "estar oficialmente en el caso" – dijo Rovira -, pues el señor Comisario, como siempre, tiene la más absoluta confianza en usted… Ya sabe usted que para todos los efectos es uno de nosotros… Mejor dicho, el maestro de todos.

Plinio le esbozó una sonrisa cortés y, en pocas palabras y a su manera, puso a Rovira al corriente de cómo venían desarrollándose los acontecimientos.

Pasaron luego al Depósito y vieron cómo seguía la ronda de vecinos, que giraba en torno a la piedra sin dejar de mirar al muerto por todos lados.

Rovira, después de echar un vistazo al cuerpo, dijo al Jefe:

– Aquí lo más escamante es que esté embalsamado tan a conciencia.

– Ahí está elquid de la cuestión – replicó el guardia completamente en serio.

– No creo que sea cosa local.

– Ya veremos.

Volvieron al porche y se encontraron con don Saturnino y Enriquito el de la fonda. Plinio les presentó al detective y preguntó al fondista si había averiguado el nombre del huésped.

Enriquito, sin responder, con mucha pausa, se sacó un papel del bolsillo y se lo mostró a Manuel. Éste se caló las gafas y leyó en voz alta: "Fernando López de la Huerta. Nacido en Tomelloso en 1896. Procedente de Valladolid".

Plinio quedó pensativo.

– Según le dijo a Andújar el de las maletas, su padre había estado aquí muchos años de maestro de escuela. Y el hombre éste pasó aquí su niñez, y aquí enterraron a su madre. Él también era maestro en Valladolid.

– ¿Y cómo no viene Andújar a reconocer el cadáver?

– Ya ha venido esta mañana y dice que puede ser, pero que no está seguro… Ya sabe usted que es un poco cegato… Y luego lo que pasa, que la muerte come mucho el físico de las personas.

Plinio ofreció el papel al detective.

– ¿Podrían averiguar ustedes si este hombre está vivo?

– Naturalmente.

– ¿Y usted, doctor, recuerda algo más de la enfermedad de este hombre?

– No. No recuerdo más de lo que le dije.

El agente miró al reloj y añadió que se volvía a Alcázar; que procuraría volver al día siguiente con la diligencia hecha.

Enriquito añadió que también se volvía, si no lo necesitaban, porque ya iba siendo hora de servir la comida en la fonda.

Cuando quedaron solos,Plinio sacó la fotografía de don Ignacio en traje de baño y se la mostró al forense.

Don Saturnino miró la fotografía con ojos escépticos.

– ¿Quién es? – preguntó al fin.

Don Ignacio de la Cámara Martínez, a los veinticinco años.

– Bueno… cuando se quede el Depósito vacío destapamos el cuerpo y comparamos. ¿A usted le dice algo?

Plinio se encogió de hombros.

Se oyeron unas carcajadas. Eran de unos jóvenes que rodeaban alFaraón. Uno de ellos no podía contenerse y se doblaba con las manos sobre el estómago.

– ¡Que te va a dar algo, muchacho! – le gritóPlinio.

El aludido se acercó al guardia sin dejar de reír.

– ¡Ay, Dios mío, y qué salvajes!… Nada, queel Faraón nos está contando las bromas que suelen gastarse él y sus amigos el Pianolo y Rufilanchas.

– Son muy animales. Pero de toda la vida.

– Ahora nos refería la de la Feria de Sevilla, que ha debido ser una de las últimas. ¿No la saben ustedes?

Todos negaron con la cabeza.

– Sí, hombre; parece que el año pasado fueron los tres a la Feria de Sevilla. Y una madrugadael Pianolo y él llegaron al hotel bastantico cargados, con idea de recoger unas cosillas y marcharse a Córdoba a pasar el resto de la noche con dos tremendonas que se dejaron abajo, porque el hotel era muy moral. Como al entrar en la habitación vieron al Rufilanchas que dormía a pierna suelta, se les ocurrió la idea de embarcarlo a base de bien. Le quitaron toda la ropa, las maletas y el dinero. Bajaron con todo su equipaje, pidieron la cuenta y se largaron con las "furcias" para no volver… El pobre Rufilanchas amaneció en cueros vivos a eso de mediodía, con una resaca magistral…

Y venga buscar y buscar; y que no encontraba nada, contó luego. Él creía que la chispa todavía le duraba.

Y miraba y remiraba el armario, se asomaba debajo de la cama. Llegó a pensar que se había equivocado de cuarto. Abrió la puerta con cuidado para que no lo vieran en pelota, y vio que no había error, que aquella habitación era la que habían alquilado. Allí estaba el número. Poco a poco,Rufilanchas se fue encalmando, empezó a revinar y cayó en la cuenta de lo que había pasado. Preguntó por teléfono a la Dirección, y efectivamente, le dijeron que el Faraón y el Pianolo habían pagado la cuenta y marchado la noche anterior… A todo esto el hombre liado en una sábana porque ni calzoncillos le habían dejado…

El Faraón, al ver que aquél repetía su broma ante los guardias, don Lotario y el médico, pausadamente y seguido de los que con él estaban, se vino riéndose y empalmó con la relación del otro:

– Ni peine le dejamos al pobrecico… Como no podía moverse, ¿qué iba a hacer? Llamó otra vez a la Dirección y dijo lo que le pasaba. Subió el director y le preguntó:

– ¿Y qué va usted a hacer?

– Pues lo que es hacer… Como no me tire por el balcón…

En fin, el del hotel le aconsejó que pusiera una conferencia a su casa pidiendo dinero por giro telegráfico para poder comprar ropa y eso. Y así lo hizo mi bueno deRufilanchas. Pero lo que pasa: el dinero, que no llegó hasta la noche, la ropa hecha que no le venía, como es tan raro… Total, que tuvo que estar cuatro días en cueros en la habitación hasta que un sastre le hizo el traje… que tuvo que tomarle medidas allí mismo; el camisero unas camisas, ropa interior y qué sé yo cuántas cosas. Y a todo esto, venga de divertirse la gente en la Feria… El pobre, más cabreao que un enano, le decía al director: "Si al menos tuviera usted por ahí una chilaba". Con este dicho se hizo famoso en el hotel v todos le decían "el de la chilaba".

Al volver a oír lo de la chilaba, el mozo reanudó la risa.

– Cuatro días con sus noches… ¿qué hacías?, le preguntamos luego. "Jurar venganza contra vosotros, venganza a muerte…" Claro, al hombre le subían el "Marca" todos los días. Pero como se lo leía al contao, pues otra vez a aburrirse. Menos mal que una de las criadas que era muy futbolista, compadecida de él, al segundo día le subió un montón de "Marcas" viejos. Y con ellos se entretuvo hasta que le acabaron el ajuar… Yo ya no me acuerdo de muchas menudencias. Pero cuando nos encontramos por primera vez en el Bar Alhambra y nos contó toda su odisea, es que nos meábamos… ¡Ay, Dios mío! Nos tenemos hechas muchas de ésas. Luego, el hombre se marchó a vivir a Barcelona y se acabaron aquellas juergas tan ricas.

– Hombre, todavía le queda a ustedel Pianolo para hacer salvajadas de ésas – dijo el médico.

El Faraón titubeó un poco al oír lo de "salvajadas", que estaba dicho con toda intención… pero en seguida remontó el efecto:

– Sí, pero con dos cunde menos. Las bromas requieren más acuerdos.

– Bueno, a todo esto son las dos de la tarde – dijo Plinio consultando su reloj de bolsillo -. Habrá que irnos a comer, don Lotario, porque aquí no se vende una escoba…

– Cuando tú quieras.

– Maleza, ¿no hubo nada de particular por aquí esta mañana?

– No, Jefe; alguna chuscada que otra. Poca cosa.

– Hombre – saltóel Faraón -, hubo una muy buena.

– ¿Lo del carnicero? – preguntó Maleza.

– No, lo de PepeLamuerte .

– ¡Ah, sí!

– PepeLamuerte que llegó, como siempre, con una trompa como una cisterna, se plantó a los pies del pobre Witiza (que verá usted, don Lotario, que ya lo digo bien) y empezó a llorar como una magdalena llamándole Pedro Eugenio. "¡Ay, Pedro Eugenio mío, con lo que tú y yo hemos bebido juntos y que ahora te vea así! Anda, Pedro Eugenio, amigo, levántate y vamos a tomar una copa a casa de Felipe, aquí con el amigo Antonio, ya verás cómo se te arregla el cuerpo… Pedro Eugenio querido, ¿te acuerdas de aquel perro mieleño que tenías y que jugaba tanto conmigo…? Pues por la calle anda solico buscando tu huella…"

– Y cuando le dije que no interrumpiera la cola – corto Maleza – y que circulase, dejó de llorar, me miró muy serio, me hizo el saludo militar y marchó dando bandazos y discurseando solo.

– Bueno, entonces, oído lo del PepeLamuerte – repitió Plinio – nos vamos a comer.

– Yo no puedo venir esta tarde, Manuel – dijo el médico.

– ¿No?

– Se lo digo por si quiere, ahora que no hay gente, que hagamos esa diligencia.

– De acuerdo – respondióPlinio cayendo en la cuenta-. Vamos un momento.'

Ambos, sin añadir palabra, se entraron en la "Sala Depósito", cerraron con llave y quitaron el sudario al cuerpo.

En la gran habitación destinada para Sala resultaba muy canija la mesa de mármol donde estaba el cuerpo. Junto a las paredes se veían imágenes y cruces que allí depositaba el camposantero. Entraba una luz restallante por la ventana que hacía al muerto menos misterioso.

Don Saturnino sacó la fotografía de don Ignacio en traje de baño y empezó a comparar.Plinio, con gafas puestas cuando miraba la foto por encima del hombro del médico y alzadas hasta la frente si miraba el cuerpo muerto, inspeccionaba también por su cuenta.

– La anatomía en general, dentro de las diferencias de edad, podría ser – aventuró el médico -. También la forma de la cabeza. Pero las manos no parecen.

– No; las del muerto son más grandes, de más esqueleto. Claro que los años deforman mucho… Las orejas tampoco se parecen.

– Yo me fijo siempre en el esqueleto, que es lo que dura. Las partes blandas, Manuel, se deforman totalmente. De todas formas no me fío… Es un testimonio tan distante e imperfecto… ¿Por qué no manda usted que hagan una ampliación bien grande de las manos de esta foto?

Cuando llegaron a la Plaza, bajo los soportales de la posada vieron un gran corro de gente.

– ¿Qué pasa ahí? – preguntó don Lotario.

– El pueblo está alborotado con el dichoso muerto.

– Alborotado y cachondo – afinó Maleza.

– Anda tú, el de cachondo, acércate a ver qué ocurre.

El cabo salió del "Seiscientos" y fue hacia el grupo. Se abrió paso entre la gente hasta desaparecer. No tardó en emerger e hizo señas a los del coche para que se acercaran.

Aproximaron el auto a los soportales y se apearon los tres.

– EsTriguero el cantor, que le ha sacado unas coplas muy buenas al muerto.

– ¿No te digo? – comentóPliniohaciéndose sitio.

Triguero, el cantor popular, gordo, con chaqueta azul de cuello cerrado y boina pequeñísima, junto a la carretilla que le servía para su trabajo, improvisaba con su buena voz:

Tomelloso, Tomelloso,

qué suerte que te dio Dios

con tener al Jefe Plinio

como justicia mayor.

Juntos, él y don Lotario

Maleza y don Saturnino

harán al muerto que hable

y cuente su desatino.

…El Faraón que esperaba

pa siempre un nietecico,

le echaron un muerto anónimo

metido en un cajoncico.

La gente aplaudía y le pedía más:

– ¡Echa otra,Triguero, que está aquí la justicia! El cantor, sin inmutarse, carraspeó, puso cara de pensar un poco, consciente de quienes ahora le escuchaban, y en seguida rompió con su voz de tenor y musiquilla caprichosa:

De los mil muertos que hay,

mama, en nuestro Cementerio,

ninguno ha armao tanto ruido

desde tiempos de mi abuelo.

Aunque te calles, difunto,

y no traigas dirección,

el gran Plinio, de seguro,

te sabrá hacer el padrón

Plinio se despidió de Triguero alzándole la mano, cuando el cantor dijo:

– ¡Viva Plinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso! – y empezó a dar palmas. Todos le secundaron.

El Jefe marchó rodeado de los suyos un poco confuso por tanta celebración.

– ¡Venga, muchachos, todos a una! – pidió Triguero jubiloso:

Aunque te calles, difunto,

y no traigas dirección,

el gran Plinio, de seguro,

te sabrá hacer el padrón.

Y todos coreaban verso a verso.

– ¡Coño, qué tío! ¿Y cómo se habrá enterado que mi hija pare en septiembre? – exclamó el Faraón -. Aquí le llevan a uno la cuenta de todo.

Cuando Plinio y don Lotario tomaban café en el San Fernando aquella siesta, apareció Calixto, el escultor, con un bulto bajo el brazo. Venía eufórico, son- riéndole su cara de infeliz. El pelo abundante de su cabeza gordísima le onduleaba sobre la frente. Como siempre, iba en mangas de camisa y con la corbata de cinta.

Sin decir palabra, puso el bulto sobre la mesa y quitó con mucho mimo el paño que lo cubría. Era, claro, la mascarilla del difunto.

Calixto miraba su obra con ojos y sonrisa tierna, sin decir palabra.

– Muy bien, Calixto, está muy bien – le alabó Plinio.

Se acercaron algunos curiosos, entre ellos el Faraón.

– Sí, señor, muy propio.

– ¿Verdad que sí? Esto parece muy fácil, pero tiene su técnica y si me apuran su arte, sí, señor, su arte.

El Faraón la tomó y se la puso ante la cara, como careta:

– Hu… Hu… Hu…

– Oye, Calixto, ahora que veo a éste hacer esa gansada me acuerdo. ¿Te vio Cañizares? Me dijo que iba a hacer caretas.

– Sí, me vio y ya tiene muchas hechas… Las está pintando. Pero está chalao… Si fuera carnaval.

– Hu, hu, hu – seguía el Faraón-. ¡Que no me conoces, Moraleda!

Manolo Perona, el otro camarero, se acercó con dos jóvenes. Uno con aparatos fotográficos en bandolera y otro con aire muy desenvuelto.

– Manuel, estos dos señores periodistas que le buscan.

Plinio se levantó a saludarles. El de la cámara hacía ya una fotografía al Faraón con la mascarilla del muerto puesta. Al lucir el flash, muchos socios se volvieron a ver qué pasaba.

Se presentaron los recién llegados como redactores de "El Caso".

– Venimos a hacer una información muy amplia – decía el desenvuelto-. Estaremos aquí el tiempo que haga falta. El señor Juez nos ha dicho que usted no tendrá inconveniente en ayudarnos.

– No faltaba más – dijo Plinio a la vez que los presentaba a don Lotario, a Calixto y al Faraón.

– Manolo, hijo, trae cafés y copas para todos – dijo don Lotario gozoso. Los periodistas lo enloquecían, pensando en su admirado Manuel, naturalmente.

– Este muerto le va a costar a usted por lo menos mil duros – le dijoel Faraón por lo bajo.

– Es igual, aunque me costara diez mil.Esto es vida.

El "gráfico" hacía fotos a todos. Don Lotario se arrimaba aPlinio cuanto podía.

A Calixto le hizo una contemplando su mascarilla con cara de muy artista.

– ¿Tiene usted alguna pista segura, Jefe?

– Segura, ninguna.

– ¿No cree usted que puede tratarse de un caso de más importancia de lo que parece?

– No tengo idea. Estamos, justamente, en los primeros pasos.

El periodista utilizaba un magnetófono. Con una mano le aproximaba aPlinio el micro a la boca, mientras con la otra se tomaba el café.

– ¿Qué impresión le hizo, don Antonio, el saber que tenía un muerto en su nicho? – dijo el dinámico muchacho colocándole alFaraón el micrófono en la sotabarba.

– … Pues… como yo estaba vivo y los de mi familia también, no me acongojé mucho, ésa es la verdad – respondió, mirando al chisme, casi bizco.

– ¿Y usted, don Lotario, qué opina del caso?

– Yo soy amigo y colaborador oficioso del Jefe y no tengo opinión.

– ¿Pero como ciudadano particular de Tomelloso…?

– Hombre, que es un caso muy complicado y excepcional.

Los de "El Caso" siguieron preguntando a otros que había por allí.

Cuando se disponían a irse llegó don José, el alcalde. Plinio le presentó a los periodistas. Naturalmente, le preguntaron lo que a todos.

– ¿Qué quiere que le diga? Éste es un pueblo muy tranquilo y no hay precedentes de este tipo.

Luego, el alcalde llamó aparte a Plinio.

– Oiga usted, han estado en mi casa una señora mayor, con dos hermanas, que vienen de Madrid. Parecen gente muy elegante, con un "Jaguar", chófer uniformado y qué sé yo. Dice la señora que el muerto es su esposo.

– ¡No me diga!

– Y está muy cargada de razón. Y que viene a recogerlo. Que lo han reconocido por algunas fotos que aparecieron anoche en la prensa de Madrid.

Plinio se rascó la patilla.

– ¡Atiza! -dijo -, hasta ahora sólo nos salieron locos del pueblo, pero con estas exhibiciones nos van a llegar de toda España.

– No. Ésta no parece loca ni mucho menos. Habla con mucha seguridad y me ha enseñado fotos de su marido que se parecen bastante a las del muerto… Y digo a las fotos porque yo no lo he visto. Con el Juez hablé por teléfono y me ha dicho que desbroce usted el terreno. Así es que las he mandado para el Cementerio.

– Le digo a usted, don José, que esto se está poniendo "tierno".

– ¿Ve usted alguna luz sobre el caso?

– Hasta ahora no me fío de nada – dijo Plinio con cierta consternación -. A ver si se posa todo un poco.

Y es que, como usted ha dicho muy bien a los periodiqueros de "El Caso", en principio, este asunto no parece propio del pueblo. Tiene otro estilo… Claro, ¡que vaya usted a saber!

– Pues como no lo aclare usted pronto, Manuel, se lo advierto, van a empezar a meterse aquí gentes muy gordas. Esta mañana me llamó el gobernador.

Y me ha hecho muchas preguntas cuya intención no veo clara. Tengo la impresión de que piensan algo que no quieren decir. Hay muchos follones por el mundo y por España pasan ahora muchos extranjeros.

El alcalde quitó de pronto gravedad a sus palabras, puso cara de guasa, le dio una palmada en el hombro a manera de saludo y añadió:

– Lo veo colaborando con la "Interpol". Va a tener usted ocasión de lucirse.

– Yo no calzo tantos puntos… Y lo del señor gobernador, con todos los respetos, a lo mejor son "bacinerías".

– A lo mejor.

– ¿De modo que esas señoras se fueron al Cementerio?

– Allí las mandé.

– Pues a ver si de verdad es su muerto y nos dan el trabajo hecho… A la "Interpol" y a mí.

El alcalde se apartó riendo y añadió:

– Que haya suerte. Ya me contará. A ver si esta tarde tengo tiempo y voy por allí.

Cuando llegaron al Cementerio, Maleza, Anacleto el guardia y Matías que aguardaban vigilantes, se adelantaron hacia ellos. Los periodistas venían en otro coche. Un poco apartado estaba el "Jaguar" con chófer que dijo el alcalde.

Plinio les chafó la noticia a los que llegaban corriendo.

– ¿Dónde están esas señoras?

Maleza quedó con la boca abierta. Desmayó el ademán decidido que traía y contestó lánguido:

– Ahí dentro, de rodillas rezando como fieras… Han preguntado qué sé yo las veces por usted.

Llegó el coche de los periodistas. Se bajaron de él dejando las puertas abiertas y vinieron corriendo donde Plinio estaba con los demás.

– ¿Podemos entrar, Jefe?

– Por favor, tengan la bondad de aguardar aquí hasta que yo les avise.

El del magnetófono quedó un poco corrido.

– ¿Es que pasa algo?

– Aguarden, por favor – añadió Plinio con severidad.

Manuel, seguido de don Lotario, entró en el Depósito con cierto respeto. Como le había dicho Maleza, allí estaban las tres señoras, totalmente de luto, de rodillas ante la mesa de mármol para las autopsias. Rezaban un Rosario a tres voces bien altas y claras. Estaban solas.

Plinio carraspeó por si no los habían oído entrar, ya que ellas estaban de espaldas a la puerta.

La mayor de las señoras orantes, que estaba en el centro, volvió la cabeza sin dejar el recitado, miró de pies a cabeza a los intrusos con aire severísimo, y reviró hacia su muerto sin mostrar la menor prisa.

Plinio y don Lotario se miraron entre sí con resignación y asombro, y en posición de "en su lugar descansen", decidieron tener paciencia hasta que acabasen la interminable oración, tan llena de estaciones, calderones, suspiros, réplicas y contrarréplicas latinadas.

Plinio, mientras aguardaba, repasaba con los ojos una vez más los detalles de aquella enorme habitación destinada a Depósito. El tosco armario para el instrumental y la obsesionante mesa de mármol, estrechísima, con el collarín. Unas moscas tercas se paraban sobre la cara del pobre Witiza. Junto a ellos, al lado de la puerta, un angelote de marmolina con una cruz entre sus manos gordetas. Varias lápidas rotas. Unos bastidores de latón, cruces de piedra, un cristo metálico con orín, sin duda procedente de un ataúd podrido; y el cajón donde vino el cuerpo muerto.

Más allá del bisbiseo cortante de las tres postradas llegaba el rumor de las conversaciones de los que aguardaban fuera.

Y como contraste con aquel aparato fúnebre, entre la yedra que medio acortinaba de verde la ventana del Depósito que daba al patio del cementerio, dos pájaros se arrullaban con tierna alegría.

Las tres señoras, después de largos minutos, concluyeron el Rosario con no sé cuántos postres y recomendaciones; se persignaron de manera enfática, y apoyándose un poco bastante la del centro, que era la mayor, en las que le hacían escolta, todas tres se pusieron en pie, con chusca unanimidad. Todavía, antes de dignarse mirar a los que esperaban, se sacudieron cumplidamente con la palma de la mano el polvo del suelo que quedó en sus negrísimos vestidos. La del centro guardó el Rosario en una bolsita pequeña que sacó de un bolso grande. La tornó a meter y a cerrar el bolso con seco chasquido metálico.

En el momento que ya pareció que no les quedaba nada por hacer, la del centro, siempre la del centro, mujer de unos sesenta y cinco años, pelo gris, traje hechura sastre, ojos negros, nariz recta, boca fresca todavía y gesto mandón, preguntó con voz enérgica y sin más preámbulo:

– ¿Es usted el Jefe Manuel González?

– Para servirla.

– Yo soy Ángela Martínez Montorio y Rivas del Cid.

– Mucho gusto. Aquí don Lotario Navarro, mi amigo y colaborador.

Doña Ángela respondió a esta presentación con un leve movimiento de cabeza y añadió:

– Mi hermana Paloma.

La aludida, que tenía los mismos rasgos que la presentadora, pero como abocetados, sin fibra, también cabeceó.

– Y mi hermana María Teresa.

Era gordita, muy peluda, más que cuarentona. Y sonrió, alzando una gruesa berruga que le manchaba la mejilla.

– Este cuerpo – continuó doña Ángela cuando concluyó las presentaciones, con voz solemne y grave como si estuviera haciendo la ofrenda a Santiago Apóstol – es del que fue mi esposo, el doctor Carlos Espinosa.

Y quedó mirando fijamente al guardia para ver el efecto de su decreto.

– Ya me ha dicho algo el señor alcalde…

– Bien. Entonces sobran palabras. Deseo que me autoricen legalmente el traslado del cadáver. Pediré a Madrid un coche celular y lo enterraremos definitivamente en nuestro panteón familiar.

Plinio compuso el gesto como para responderle con mucho comedimiento, pero no le fue posible, porque antes que despegara los labios, doña Ángela Martínez, sacando de su gran bolso de mano varias fotografías, se las ofreció al Jefe estirando mucho el brazo donante.

– Aquí tiene usted las pruebas irrecusables.

Plinio, ya en el juego, la dejó así, con la mano extendida, mientras, con gran parsimonia, sacó las gafas de su estuche, reembolsó éste, destumbó las patillas y se las colgó en la nariz. Sólo entonces tomó las cartulinas. Y poniéndoselas de modo que pudiera verlas don Lotario, empezó a mirarlas y pasarlas con gran cuidado.

En ellas aparecía, con distintas edades, pero no más de cincuenta años, un caballero alto, bien formado, de nariz algo aguilandera y boca grande. En la última de las fotos, sacada de una revista, el doctor Carlos Espinosa, como de unos sesenta años, tenía el pelo blanco.

– Creo que no hay ninguna duda – dijo doña Ángela expeditiva.

Iba Plinio a replicar cuando se abrió la puerta del Depósito y apareció don Saturnino con la cartera bajo el brazo, la frente perlada de sudor y el gesto desmayado.

– Ya me ha explicado el alcalde en el casino y luego me llamó el Juez… Esta tarde que me pensaba ir al monte – dijo a manera de saludo.

Plinio, sin más ceremonias, le largó las fotografías de doña Ángela.

– ¿Se puede saber quién es este señor? – preguntó la viuda a Plinio con aire de reproche.

El médico levantó los ojos de las cartulinas con poca simpatía.

– Don Saturnino Oropesa, el médico forense.

– Ya.

El aludido continuó su cotejo sin decir palabra y mal sosteniendo la carterilla bajo el brazo.

– Algo se parece – musitó el forense.

– ¡Es!

– Mire, señora – dijo el médico devolviéndole las fotografías y con muy mal café -; el identificar el cadáver de un señor que pudo haber muerto hace quince días, sin más testimonio que esas fotografías es muy difícil.

– Entonces, dígame usted un medio más eficaz de identificación.

– Que usted me mostrase fotografías de este señor a la edad que ha muerto. Su marido, según estas fotos que acabo de ver, representa muchísima menos edad que ese cuerpo. Yo no le niego que sea, pero no tengo base suficiente para certificar la verdad.

– No lo comprendo.

– Es muy fácil. Como su esposo que era, ¿puede usted indicarme alguna señal, cicatriz o deformación de su cuerpo que podamos verificar ahora mismo? Dígame.

Doña Ángela quedó pensativa, mirando al suelo.

– Otra manera, la verdaderamente legal de comprobar las cosas, es que usted nos demuestre con pruebas irrefutables que ese cuerpo es del doctor Carlos Espinosa – dijoPlinio.

– ¿Le parece prueba más irrefutable que lo diga yo, su esposa, y estas señoritas, sus cuñadas?

– No basta… Vamos a ver. Admitamos que es su marido sin mayor examen. Primer punto a aclarar: ¿Cómo llegó aquí su cuerpo? – siguió Plinio.

– No tengo la menor idea.

– Pero… ¿Sí sabrá cuándo y dónde murió?

– No.

– ¿No vivía con usted?

– no.

– ¿Dónde vivía?

– Es una historia muy larga.

– Pero habrá que saberla.

La señora respiró con profundidad y, como tomando una grave decisión, dijo:

– Si no hay más remedio se la contaré a ustedes… Pero en otro lugar un poco más confortable. ¿No les parece?

– Muy bien – dijo Plinio, animado al ver que doña Ángela se humanizaba-. ¿Dónde?

– Supongo que habrá por aquí cerca algún sitio donde podamos estar tranquilos y libres de curiosos.

María Teresa, la gordita, dijo algo casi al oído de su hermana.

– María Teresa lleva razón. Podemos ir al Parador de Don Quijote, donde nos hemos hospedado, ahí en Argamasilla, si a ustedes no les importa salir de su pueblo.

– De acuerdo. Pues vamos. Allí nos encontraremos – animó Plinio.

Y sin más dilación salieron del Depósito. Ya había bastante gente aguardando para la visita. Los periodistas se acercaron al Jefe.

– Ya pueden ustedes entrar – les dijo sin más explicaciones.

Maleza y el Faraón estaban a la espera. Hicieron ademán de acercarse a Plinio, pero éste les contuvo.

– Estamos en el Hostal de Argamasilla. Volveremos pronto.

– Está buena la gordeta – dijo Anacleto al Faraón al ver salir a las tres señoras.

– Hombre, ¡tanto como buena!, no sé qué te diga.

Arrancó el "Seiscientos" del veterinario con Plinio y el médico, que no quería perderse la historia. El "Jaguar", conducido por el chófer de uniforme, salió inmediatamente.

– Sí, señor, está buena, y además se tima la jodia – insistió Maleza.

– Tú sueñas, muchacho.

Llegaron en cinco minutos a Argamasilla de Alba. Aparcaron los coches frente al Hostal. Y ocuparon sillas metálicas junto a una amplia mesa que había en la fresquísima glorieta pública que servía de terraza. Apenas había gente y la proximidad del Guadiana que cruza el pueblo, aunque con poquísimos ánimos, oreaba el ambiente.

Las tres hermanas Martínez Montorio y Rivas del Cid se sentaron juntas, como en tribunal, presidido, naturalmente, por doña Ángela.

El médico sin dejar la cartera, el veterinario sentado en el borde de la silla como siempre y Plinio sin atreverse a desabrocharse el cuello de la guerrera por aquello del respeto, aguardaban el importante y a buen seguro revelador discurso de la señora.

María Teresa, la gordita, siempre parecía sonreír y una leve gota de sudor alumbraba sobre el lobanillo de la mejilla. Paloma, como un boceto sin nervio de su hermana Ángela, miraba inexpresiva.

Acudió un camarero. Ellas pidieron cubalibres y ellos masagranes. Nombre éste que les hizo mirarse entre ellas como gente superdesarrollada ante congoleños.

Se habló levemente del pueblo en que estaban y de su posible linaje quijotil y, por fin, doña Ángela, después de mirar con mucha curiosidad los masagranes, de encender un cigarrillo rubio con gran resolución, darle una chupada y expeler el humo por ambas narices con absoluta simetría, comenzó de esta manera:

– Señores, van ustedes a escuchar una historia de familia, que me importaría mucho no trascendiera más allá de los puntos que resulten esenciales para la aclaración de este hecho tan insólito… Este favor espero de la cortesía y caballerosidad de todos ustedes.

Acabado este solemne introito, miró a los ojos de todos y cada uno de sus oyentes masculinos buscando la aceptación de su ruego, y empezó su historia con este énfasis galdosiano:

– El doctor Carlos Espinosa, aunque nació en Madrid, pertenecía a una ilustre familia valenciana. Le conocí hace… mucho tiempo en casa de unos amigos comunes. Ya en Madrid descollaba en su especialidad de enfermedades mentales. Había estado varios años por el extranjero y fue uno de los primeros médicos españoles que empezó a ocuparse seriamente del psicoanalismo. No duró un año nuestro noviazgo. Él era hijo único, tan apuesto, inteligente y educado, que a pesar de no pertenecer a nuestra clase me enamoré de él. Papá fue senador vitalicio, académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas y barón consorte. Mamá fue la cuarta baronesa del Egido, título que hoy ostenta nuestro hermano. Durante unos años nuestro matrimonio fue una verdadera maravilla. Él trabajaba mucho, pero nos quedaba tiempo para viajar, asistir a fiestas, reuniones y espectáculos. Nuestra situación económica era más que holgada gracias a su capital, ganancias profesionales y las muchas atenciones que mis padres tenían con nosotros…

A Plinio, aquella historia contada con tanto reposo le fatigaba bastante. Mejor dicho, le parecía impropia para ser escuchada por un policía en plena actividad. Ganas le daban de interrumpir a la antiquísima señora, acosarla con las preguntas escuetas que él creía eficaces, y a otra cosa mariposa. Sin embargo, la verdad sea dicha, no se atrevió.

– Pero pronto empezaron las cosas a torcerse – continuó la casi baronesa -. El doctor, que me pareció siempre hombre muy indiferente para la política, al final de la Dictadura del general Primo de Rivera, de feliz memoria, comenzó a mostrarse peligrosamente inquieto. Devoraba los periódicos, cambió de amigos y tertulias, y surgieron las primeras divergencias conmigo y con los míos, que, como es natural, éramos… somos y seremos borbónicos, católicos, apostólicos y romanos hasta la hora de la muerte… Llegaba a casa a las tantas de la madrugada, recibía visitas de gente nada importante y viajaba con frecuencia. ¿A qué seguir? Culminó el proceso con una verdadera vergüenza para nuestra familia. Fue detenido y luego internado en la cárcel Modelo con otros personajillos que mejor es no recordar.

María Teresa, la gorda, de cuando en cuando, bebía un traguito de cubalibre, se pasaba la lengua por los labios y quedaba apoyada en la silla con una plácida sonrisa.

– Pocos días antes de la malhadada República- seguía impertérrita la dama – salió de la cárcel. Y a partir de aquel momento comenzó nuestra guerra a muerte. Dejamos de hablarnos. Convivíamos por guardar las apariencias, pero un muro nos separaba para siempre… Tal vez si hubiéramos tenido hijos se podría haber salvado algo. Pero Dios no lo quiso. Y, claro, inmediatamente de proclamarse la República comenzó su carrera… bueno, su carrerita política. Lo hicieron gobernador civil. ¡Fíjense ustedes! Él, un doctor famoso, de gobernador en no quiero recordar qué provincia subdesarrollada, como ahora se dice. Papá y yo le dimos el ultimátum. Si llegaba a tomar posesión del cargo, había terminado para nosotros. No hubo solución. Me señaló una renta más que decorosa – siempre fue hombre desprendido, eso sí-y marchó a su provincia a servir a la causa de la canalla… Después fue diputado socialista, ¡fíjense ustedes, socialista!, director general de no sé qué, subsecretario de no sé cuántos y luego de las elecciones de febrero del treinta y seis, lo sé de buena tinta, estuvo a punto de ser ministro… Antes de esto, en 1935, me ofreció el divorcio. Aunque me repugnaba, lo acepté. ¿Qué iba a hacer? Me dijo que no pensaba volver a casarse, que lo hacía por mí… Siempre un caballero, eso sí, para evitarme la humillación de recibir una renta mensual, me cedió una parte de su fortuna, que me ha permitido siempre vivir con gran holgura… Y llegó julio de 1936. Nosotros veraneábamos en San Sebastián y él, naturalmente, quedó en Madrid, con los suyos. Durante toda la guerra ocupó cargos de gran responsabilidad política en el Gobierno. Ni fue militar ni se manchó las manos de sangre, de eso estoy bien segura, pero se mantuvo en su puesto hasta última hora.

"En abril de 1939 embarcó para Méjico. Cuando regresamos a Madrid, el notario me entregó un poder suyo por el que me nombraba administradora de todos sus bienes. Y una carta de despedida en la que me rogaba que aceptase esta administración hasta su "pronta vuelta". ¡Pobre iluso! y le remitiera los fondos que necesitase a la dirección que en el momento oportuno me mandaría.

"Y para resumir: en Méjico permaneció hasta hace un par de años. Yo, ni que decir tiene que le enviaba puntualmente las liquidaciones y estado de sus negocios. Él me asesoraba lo que convenía hacer y todo marchó perfectamente… Por cierto, que en Méjico en seguida se abrió camino como médico. Explicaba en la Universidad y publicó varios libros importantes… Como les decía, regresó hacer un par de años y se quedó a vivir en Valencia, la tierra de sus padres. No nos hemos visto. Ni él me lo pidió, ni yo lo consideré nesario. En este tiempo pasé por Valencia un par de veces, pero no lo busqué. Nuestra relación administrativa sobre sus bienes de Madrid (que la mayor parte los tiene en Valencia) continuaba… Pero desde hace algo más de un mes dejé de tener noticias suyas. Un amigo nuestro, valenciano, hizo indagaciones en su casa y no le supieron decir dónde estaba. El portero ignoraba si había salido de viaje. Una buena noche no fue a dormir, y se acabaron las noticias…

– ¿Qué cree usted que puede haberle pasado? – preguntóPlinio.

– No tengo la menor idea – dijo la dama con aire meditativo.

– ¿De modo que lleva treinta años sin verle?

– Treinta y uno, va a hacer.

– ¿Y cómo puede usted reconocer, señora, en un cadáver amojamado, al que no ve hace tanto tiempo?

Doña Ángela no reaccionó. Sorprendida por la pregunta inesperada, se limitó a mirar al guardia con una fijeza zoológica, al tiempo que hinchaba las narices.

– Desde luego ese cadáver no es de Carlos – dijo de pronto María Teresa, la gordita vellosa, con voz lejana, que parecía salirle del subconsciente.

Al oír esto, sí que reaccionó doña Ángela sacudiendo dos bofetadas sonorísimas a la pobre gordita, que empezó a llorar como un niño.

Todos quedaron confusos. La misma doña Ángela parecía arrepentida de su arrebato.

– Si yo no quería decir eso…, si yo no quería…, si yo lo que quería decir era – balbuceaba la Mariatereseta gordeta y peludilla.

– ¡Tú te callas…! ¡Pobre retrasada!

A la otra hermana, boceto de la mayor, empezó a temblequearle el labio superior con tanto vaivén que parecía iba a caérsele.

– Si yo no quería decir eso… – repetía la llorona.

– ¡Calla, aparvada…! Tú no puedes acordarte de cómo era mi marido.

Volvió el silencio, aunque una hermana seguía con el labio vibrante y la otra con el sonlloro. Doña Ángela encendió otro cigarrillo y durante unos segundos, mirando al suelo, se dedicó a chupar y a largar humo con una energía desesperada. Por fin volvió a la carga con estas razones:

– Señor Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, yo, como católica, apostólica y romana, he sido mujer de un solo hombre en mi vida. ¿Está claro? Esto quiere decir, señor mío, que conservo en mi memoria… y en el fondo de mi alma, con tal fuerza la imagen de mi marido, que a pesar de los años, de la muerte, y de los mismos tizones del infierno que lo esperan, no puedo equivocarme. No lo dude ni un segundo, señor Jefe de la Guardia Municipal del Toboso.

– De Tomelloso, señora- corrigió Plinio.

– Es igual… El cadáver que hay en el Depósito Judicial de… Tomelloso, es el suyo. Y estoy dispuesta a recurrir a todas mis influencias, que son muchísimas y muy altas, para que se me haga justicia… Ya que no le basta mi palabra de señora.

Plinio se pasó la mano por la boca, se rascó luego la cabeza con la misma mano que se alzaba un poco la gorra y dijo con palabras muy lentas y entonadas:

– Comprenderá usted, señora, que los tomelloseros no tenemos el menor interés en quedarnos con ese cadáver. Muertos no nos faltan. Ahora bien, mientras yo corra con la responsabilidad de este caso, y según le dije antes en el Cementerio, hasta que no tenga pruebas definitivas de quién es ese caballero, no se lo entrego a nadie.

Doña Ángela, sin contestar palabra, dio unas palmadas enérgicas.

El camarero, que estaba sentado como un cliente más junto a una mesa no muy alejada y que había seguido con la mayor atención el episodio de las bofetadas a la gordeta, se acercó con mucha diligencia.

– ¿Llamaba, señora?

– Sí. ¿Pueden pedirse desde aquí conferencias a Madrid?

– Claro.

– Pues haga el favor de pedirme este número. – Y sacando un carnet de direcciones buscó un número que apuntó en una servilleta de papel-. Tome, por favor. Pídala en seguida.

– Está bien, señora – dijo el camarero mientras leía el número.

– Verá usted como así todo lo arreglamos – remachó doña Ángela a Plinio con tono aparentemente amable.

Plinio se puso en pie. Inmediatamente lo imitaron el médico y don Lotario. Y mientras se encajaba la gorra, dijo:

– Si no tiene usted otra cosa que añadir nos marchamos, que tenemos quehacer.

– ¿Supongo – fue su respuesta – que no habrá inconveniente en que esta noche nos quedemos mis hermanas y yo velando el cadáver de mi esposo?

– Lo consultaré con el señor Juez.

– No creo que pueda negarse.

– Él manda. Llámeme. Buenas tardes, señoras.

– Hasta ahora – respondió seca.

Sentados en el porche del Cementerio Católico aguardaban los dos periodistas, el Faraón, Matías, Maleza y Anacleto.

– ¿Trajo Albaladejo la ampliación de las manos? – dijo Plinio a manera de saludo.

– Dijo que las llevaría al Ayuntamiento a última hora – le contestó el cabo.

– ¿Y a qué llama él última hora?

– Supongo que a la de cenar.

– Jefe, ¿alguna novedad? – preguntó el de "El Caso".

– Ninguna hasta ahora.

– ¿Y esas señoras?

– Una de ellas dice que el muerto es su marido.

– ¿Y usted qué piensa?

– Hacen falta pruebas… No digo ni que sí ni que no.

– Vaya kermés que hemos armado, maestro-comentó el Faraón.

– Ya lo creo. ¿Hubo algo de particular? – preguntó Plinio a Maleza.

– No. Jefe. Curiosones y bacines.

– ¿Queda alguien dentro?

– Tres o cuatro… ya salen.

En efecto, poniéndose las boinas salían tres hombres hablando entre sí. Plinio les echó un vistazo. Ellos saludaron con timidez.

Manuel, al fijarse mejor, conoció que uno de ellos era Juaneque, el albañil diurno y acomodador del cine por la noche. Avanzó hacia ellos.

– ¿Qué hay, muchachos?

Y luego de cambiar unas palabras de circunstancias, uno de ellos, el más joven y avispado, dijo:

– Jefe, Juaneque creo que quiere decirle algo, pero está remiso.

El aludido miraba al suelo un poco azorado.

Plinio sacó el paquete de "Celtas" y ofreció a todos. Repartió lumbre y preguntó:

– ¿Qué quieres decirme, Juaneque?

– Pues quería decirle, que estoy casi seguro que ese cajón donde venía embalao el muerto lo he visto yo antes.

– ¿Dónde?

– En la puerta de una casa lo descargaba un camión.

– ¿Qué camión?

– No sé. No me fijé.

– ¿En qué casa?

– Pues eso les decía a éstos. Que no me acuerdo. La verdad es que no reparé mucho hasta después de los despueses.

– ¿Pero, tendrás una idea, pizca más o menos?

– Hombre, sí. En mi calle no fue… Como tenemos obra en varios sitios. Fue, desde luego en una calle que yo no frecuento mucho. En la calle de Socuéllamos, tampoco, aunque fue por ahí. De eso estoy cierto. Por la de Oriente, San Luis o una de ésas, que últimamente siempre andamos por ese rodal.

– ¿Tú viste que lo entraban en una casa?

– Yo vi que lo bajaban de un camión parado en la puerta de una casa… Y lo vi al paso, porque yo iba en la camioneta del maestro Asensio.

– ¿Adonde?

– No sé cierto, porque aquellos días echamos muchos viajes repartiendo material.

– ¿Y cuándo fue, aproximadamente?

– Pues la semana pasada, cuando volví a trabajar, dos días antes de ir a cerrar la cerca estuve en eso.

– ¿Y estás seguro que era el mismo cajón?

– Hombre, seguro, seguro nunca se puede estar. Ya le digo a usted que íbamos de paso. Pero que los dos eran muy iguales de medidas, desde luego… Cajones asi no son corrientes.

Cuando llegó a este punto quedó callado. Juaneque y sus amigos miraban aPlinio.Éste, después de pensar un poco y con los pulgares de ambas manos engatillados en el cinto, dijo:

– Mira, Juaneque, es muy importante lo que acabas de decirme. Ahora bien, conviene que tú… y vosotros que lo habéis oído, os deis un punto en la boca.

– Por nosotros puede usted estar tranquilo – dijo el jovencillo avispado.

– Y tú, Juaneque, no tienes más remedio que hacer memoria. Recorre todas esas calles por donde anduvisteis aquellos días con la camioneta. Que te ayude el que la guiaba, a ver si me localizáis la casa donde descargaban el cajón, que no sabes cuánto te lo voy a agradecer.

– Muy bien. Yo lo que quiero es ayudarle.

– De acuerdo, pues manos a la obra.

– Esta noche tengo cine y no puedo, pero mañana que es domingo me pongo a la faena.

– Y vosotros, chitón.

– No, si vamos a ir con él – dijo el mócete.

– Como queráis, pero no vayáis entre todos a armaros un taco… Ni a llamar la atención.

– ¡Qué va! Ahora aviso a Julián, el que hacía de chófer, y mañana al avío. Con lo que saque le aviso.

– De acuerdo.

Plinio, después de despedir a Juaneque y a los suyos, pidió por teléfono autorización al Juez para que velaran el cadáver "esas señoras". Al regresar del teléfono dio instrucciones a Maleza para que se lo comunicase a ellas y dejase un guardia de servicio toda la noche en el Depósito.

Hechas estas diligencias, el médico se fue por su lado, los periodistas en busca del hotel yPlinio, el Faraóny don Lotario, antes de volver al pueblo, decidieron echar una parrafada al fresquito de la cueva de Braulio el filósofo.

Cuando una hora después, animados por el vino de Braulio, llegaron a la Plaza, nada más descender del coche ante la puerta del Ayuntamiento, el guardia de puertas se acercó a Plinio.

– Jefe, que llame en seguida a la Comisaría de Alcázar. El señor alcalde y el señor cura párroco también quieren verle.

– Vamos por partes, muchacho.

– Vamos…

– Primero. ¿Dónde está el alcalde?

– En su despacho.

– ¿Y el párroco?

– Allí – sentado -, paseando por la Glorieta… Está bastantico nervioso.

– Entonces, primero voy a ver al alcalde, como mandan las ordenanzas. Mientras, tú me pides la conferencia a Alcázar y me la pasas al despacho de don José. Y por último le dices al señor cura que ya estoy aquí. Que dentro de un rato, si no le importa, lo veré en mi despacho. No quiero curiosones.

– De acuerdo.

– Bueno, Manuel, yo voy a casa, que no he aparecido en todo el día – le dijo don Lotario con pocas ganas de marchar, pero obligado por las circunstancias -. Ya sabes. Si me necesitas, "che, me tocas al teléfono", como decía aquel argentino que conocimos el año pasado.

El señor alcalde, tras su mesa, leía el periódico de la provincia.

– ¿Da usted su permiso?

– ¿Qué hay, Manuel?

– ¿Me llamaba?

– Vaya follón que han armado esas señoras. Me he tenido que venir a la Alcaldía porque me llaman por teléfono de todos sitios… El gobernador, el delegado de Hacienda, el director general de no se qué y no sé cuántos. Siéntese, Manuel.

El Jefe se sentó en el sofá del tresillo que hay frente al famoso cuadro del hombre que hace gachas, pintado por el gran López Torres.

– ¿Quiere usted fumar? – el alcalde le ofreció un rubio.

– No, ya sabe usted que el rubio no me va.

– Como le he dicho, no dejan de llamarme en toda la tarde.

– ¿Y qué quieren?

– Que atendamos muy bien a esa señora; que es una mujer muy importante; y que no va a decir una cosa por otra. Y que si nos hace falta gente… ¿Usted me entiende, no es verdad? – le preguntó el alcalde con intención.

– Le entiendo muy bien.

– Yo, claro está, les he dicho que todo está en muy buenas manos y que las señoras no habían hecho más que llegar.

– Desde luego, esa señora, doña Ángela, importante o no, es de armas tomar. Si viera usted las dos guantás que le ha endilgao a su hermana la gorda.

– ¿Por qué?

– Porque a la pobre, que debe ser más infeliz que un cubo, se le ha ocurrido decir que el difunto no es el marido de doña Ángela.

– ¡No me diga!

– Sí, señor. Es todo un tío. De muy mala leche.

Muy mandona… Y para aguantarla hace falta un temple…

Sonó el teléfono.

– Otro – dijo el alcalde cogiendo el auricular-. Diga. No… Espere. Es para usted. La Comisaría de Alcázar.

Plinio tomó el auricular y escuchó con el cigarro en la camisura del labio.

– … Sí… sí… Ya… ya. No me diga. Al señor alcalde lo tienen frito… Claro, cada cosa tiene su tiempo y no podemos aventurarnos sin pruebas definitivas… Ya pensaba llamarle a usted ahora para que pidiesen a Valencia noticias de este caballero… Tome nota (y le dio el nombre y dirección del marido de doña Ángela, que apuntó en la Glorieta de Argamasilla)… Sí, ella dice que él faltaba hace algún tiempo de casa. De acuerdo… Perdone, pero me reservo la opinión para dentro de unas horas. Para mañana… Oiga, ¿de Valladolid han sabido algo? Insistan, por favor, a ver si dejamos esto listo cuanto antes… Hasta mañana.

– ¿Qué pasa? – dijo el alcalde.

– Lo mismo que usted. Han llamado de no sé cuántos sitios interesándose por doña Ángela.

– Entonces, ¿no está usted seguro de que el difunto sea ese señor?

– De seguro, nada.

– Y si no es, ¿por qué tanta reclamación?

– No sé… histerismo… o cuartos.

– ¿Cuartos?

– A pesar de estar divorciada – claro que el divorcio ya no existe; que en este país se casa uno hasta morirse, aunque la contraria sea un sargento como doña Ángela-, es ella la que administra parte del capital del marido. Porque el de los cuartos es él…

– Bueno, pero no va a pretender quedarse con el primer muerto que encuentre para heredar.

– Hombre, no; pero movida por sus deseos, puede haberse sugestionado. Es a lo que más me inclino… También puede caber, ya en plan cara, que como su marido ha desaparecido otra vez – estaba muy metido en política -, ella, ante el relativo parecido con el muerto en subasta pública, se haya dicho: ésta es la mía… Los de Tomelloso serán unos paletos, a ver qué pasa… En fin, estas son sospechas mías que se las digo a usted en plan completamente particular y digamos amistoso. El asunto está en estudio.

Seguidamente se entreabrió la puerta del despacho y alguien dijo:

– ¿Se puede?

Antes de que el alcalde dijera "sí", se coló el párroco. Saludó muy fino y excusó su entrada diciendo que no podía esperar más; que sus obligaciones, etc.

– Le buscaba, Manuel – dijo el párroco don Pío, hombre recio y decidido-, porque me han llamado del Obispado recomendándome a esa señora que ha venido a reclamar el cadáver.

El alcalde se echó a reír.

– ¿Por qué se ríe usted?

– Hombre, porque me están llamando de toda España para lo mismo.

– Pues la señora debe ser de muchas campanillas porque me ha hablado personalmente el señor obispo. Y a él lo ha llamado, según me ha medio dicho, alguien muy importante de Madrid… ¿Cómo está ese caso, Manuel?

– Confuso.

– ¿Usted no cree que es él?

– Faltan pruebas.

– Pero ¿y las fotografías que trae?

– Son de un hombre vivo con veinte años menos. Tiene, es cierto, bastante aire con el muerto. Pero no basta. El médico opina lo mismo… Ella, además, hace treinta años que no ve a su marido… Estaban divorciados – añadió el guardia con intención.

El párroco quedó pensativo, y pensativo encendió un cigarro.

– ¿Divorciados? -Sí.

– ¿Por quién?

– Pues por los tribunales, en 1935.

– Ah… Bueno, eso no vale.

– Valga o no valga, no se ven hace treinta años.

– Sí, eso sí… Yo por lo menos tengo que saludarla… y decir algo al señor obispo.

– Espere usted a mañana a ver si se desvelan un poco las cosas.

– ¿Cómo podría saludarla esta misma noche? – volvió a preguntarle sin hacer caso.

– En el Depósito estarán. Han pedido permiso para velar el cadáver y el señor Juez se lo ha concedido.

– Cualquiera va ahora hasta allí – dijo mirando al alcalde con intención.

– Si no piensa usted entretenerse mucho, que lo lleven en mi Coche.

El cura miró su reloj de pulsera, dudó un momento y dijo, decidido:

– Pues sí. Me acerco ahora y me quedo descuidao. Muchas gracias. ¿Está abajo el chófer?

– Sí – dijo el alcalde -, en el bar de Clemente se pasa la vida.

– De acuerdo. Hasta mañana, señores.

Plinio llegó a su casa derrengado por la fatiga del día. Su mujer le tenía preparada la cena, bajo el parral. Pero él, antes de sentarse, se quitó la guerrera y refrescó un poco la cara y las manos.

– Creí que no venías a cenar.

– Quita, mujer. Menudos líos.

Salió la hija:

– Padre, ya tiene usted ahí el uniforme nuevo.

– Menos mal. Que llevo dos días con un chicharreo quepa qué.

– ¿Quieres verlo?

– Tiempo tengo. Vamos a cenar.

Se sentaron los tres en torno a una mesa baja y comieron con sosiego, mientras la mujer contaba a Manuel las incidencias del día. El hombre hacía que escuchaba, pero estaba a mil leguas de aquello y contestaba distraído.

Después de cenar, se fumó un par de cigarros al fresco, y se metió en la cama.

… Pero aquella noche no le iba a ser fácil descansar al Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Los acontecimientos, al menos de momento, tomaron ritmo acelerado.

DOMINGO

A eso de las cinco de la mañana sonó el teléfono en casa de Manuel González, alias Plinio. El hombre estaba tan roque que no lo oyó. Su mujer tuvo que salir en camisón hasta el comedorcillo donde tenían el aparato.

– ¡Manuel! ¡Manuel!

– ¿Qué pasa, don Lotario?

– ¡Qué don Lotario, ni narices! Soy Alfonsa, tu mujer.

– ¡Ah!… ¿Qué pasa?

– Que te llaman del Cementerio.

– ¿Qué quieren?

– Que te pongas, dice Anacleto el guardia.

Plinio salió en calzoncillos y restregándose los ojos.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no vais a dejar a uno dormir?… ¿Cómo?… ¿Que se han llevado al muerto? ¡La leche! ¿Pero quién?… ¿No estabas tú vigilando? Vaya, vaya, con que te quedaste un poco traspuesto. Desgraciao. Verás en cuanto llegue qué bien traspuesto te voy a dejar a fuerza de vergajazos. ¡So imbécil, que no sois más que una cuadrilla de imbéciles!… ¿Y las señoras?… Bueno, basta. No digas una palabra a nadie hasta que yo llegue.

Colgó el teléfono de un golpe seco e inmediatamente llamó a don Lotario para que viniera con el coche.

– ¿Qué pasa, Manuel? – le preguntó la mujer.

– ¿Que qué pasa? ¡Que han robado el muerto! Ni más, ni menos.

– ¡Bendito sea Dios…! ¿Pero qué tiene ese muerto?

– ¡Maldita sea! Prepárame… Este mundo es una zurra hecha con media arroba de locos, y otra media de idiotas. ¡Anda, prepárame!

– ¿Te pones el uniforme de verano?

– ¡Claro!

– ¿Quieres un poco de café con leche?

– Vale, pero rápido. ¡Maldita sea la hora!

– Tranquilízate, hombre, tranquilízate que te va a dar algo.

– ¿Cómo podrá avanzar el mundo con tanto abundio suelto?

Cuando Plinio se hallaba completamente vestido con su uniforme flamante, y apurado el café liaba el primer "Caldo" del día, oyó que se paraba el coche de don Lotario ante la puerta. Sonó el claxon.Plinio encendió precipitado el cigarro y salió corriendo.

Don Lotario, que estaba al volante con ojos de recién levantado, quedó arrobado al ver aPlinio con el uniforme nuevo.

– Manuel, estás hecho un brazo de mar.

– Buenos días… Vamos a escape, que nos han robado el cadáver.

– ¿Pero qué me dices, Manuel?

– Como lo oye usted. El imbécil de Anacleto, que puso Maleza de guardia, dice que se quedó un poco traspuesto y le matutearon al difunto.

– ¿Y las señoras, no quedaron de velorio?

– ¡Qué coño, velorio! A eso de las dos marcharon a dormir al Hostal de Argamasilla… Eso dice.

– ¿Pero quién puede…?

– Ni idea… Por cierto que las tales señoras han removido a todas las eminencias del país para que les demos el muerto. El alcalde y el párroco me querían anoche para eso.

– ¡Bendito Dios, bendito Dios y bendito Dios! – exclamó el veterinario sin salir de su asombro, mientras conducía a todo gas el "Seiscientos".

– Sí, señor… "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza", como dice usted… Y deténgase un momento en el Ayuntamiento, que dé al de puerta unas instrucciones.

El guardia de puertas estaba sentado en una silla, cantando a voz en cuello, a la fresca mañanera:

Yo no digo que mi suegra

sea la peor del pueblo,

pero sí digo que tiene

los peores sentimientos

que ninguna suegra tiene…

– ¡Eh, tú, el de la suegra! – gritóPlinio.

"El de la suegra", que no se había fijado qué coche era el que llegaba, cortó el cantar y quedó mirando al auto. Cuando reconoció al Jefe fue hacia él.

– A la orden, Jefe.

– Oye, dentro de un rato vendrá Anacleto. Dile al cabo que lo arreste en el cuerpo de guardia hasta nueva orden.

– Sí, Jefe. ¿Algo más?

– ¿Ha habido algo para mí?

– No.

– ¡Ah!, a las nueve de la mañana, todo el mundo con uniforme de verano.

– Sí, Jefe.

Cuando llegaron al Cementerio el sol estaba en los bardales. Bajo el porche aguardaban Matías y Anacleto.

Pliniose bajó del coche y, sin decir nada, a buen paso y seguido de don Lotario pasó al Depósito. A ambos lados de la mesa de mármol vacía había dos hachones apagados y en la cabecera, sujeto a la pared, un gran crucifijo. Echaron una ojeada al cajón que permanecía en su sitio y luego a toda la habitación.

– Se lo debieron llevar por la ventana; la encontré abierta de par en par – dijo tímidamente Anacleto desde la puerta del Depósito. Junto a él estaba Matías.

– ¡Pasa tú también, Matías. No te quedes ahí fuera!

Ambos quisieron entrar a la vez y se armaron un barullo.

– Vamos a ver, Anacleto de la mierda, y tú, Matías, que un día te van a quitar lo que yo me sé y no te vas a enterar; contestadme con mucho cuidado a las preguntas que os voy a hacer.

– Sí, Jefe.

– Oiga usted, que yo… – apuntó Matías.

– Vamos a ver, idiotas. ¿A qué hora vinieron las señoras esas a velar el cadáver?

– A eso de las diez y media. A poco de marcharse usted – dijo Anacleto -…y trajeron esas velas y el crucifijo.

– ¿Vino alguien con ellas?

– Sí, el de la funeraria de Argamasilla. Pero se marchó al contao que colocó las cosas.

– ¿Quién vino más?

– El cura párroco de Tomelloso.

– ¿Qué hizo?

– Rezó ante el cadáver y luego habló un buen rato con las señoras. Cuando se marchó el cura las mujeres volvieron a entrarse y venga de rezar otra vez. Matías les pasó unas sillas.

– ¿Y qué más?

– Matías se entró a cenar y yo me quedé aquí fuera charlando con el chófer de ellas.

– ¿Y qué más?

– Ya no vino nadie. Matías se fumó un cigarro conmigo y a eso de las doce se acostó.

– Eso es – asintió el sepulturero.

– Y luego, hacia la una y media, salieron del Depósito dos señoras y le dijeron al chófer que las llevara al Hostal a dormir.

– ¿Cómo dos?

– Sí, Jefe. Dejaron a la gordita. A la de la berruga en el carrillo.

– ¿Y dónde está?

– Ahí dentro, con mi mujer – dijo Matías con media risa -… la pobre está hecha un baño de lágrimas.

– Coño, Matías; no le veo la gracia para que te rías – dijo Plinio.

– Quite usted, hombre… si es que hay cosas…

– Pero bueno, a ver si os explicáis, que cada vez lo entiendo menos. ¿Dónde se quedó la gordeta?

– En principio, ahí, rezando – aclaró Anacleto.

– ¿Y tú?

– Yo por aquí paseando y echando pitos… Pero, luego, al cabo de un ratejo, la mujer salió… claro, se había cansado de rezar o lo que fuera.

– ¡Es que pasan unas cosas! – dijo Matías sin poder contener la risa.

– ¿Qué cosas, puñeto?; pues sí que estamos para risas.

– Sí, señor-empezó Anacleto un poco más animado-, es que verá usted, salió esa señorita gordeta como digo. Y pegó la hebra con un servidor. Empezamos hablando de la vida, del cadáver, del tiempo que hacía… y poco a poco nos fuimos enzarzando… La pobre por lo visto estaba muyprecisá… yo le caí bien, y ya sabe usted, que nos pusimos melosos. Uno no es de piedra y está soltero, que no es como ustedes… Y ya ciegos, pues que me la llevé a una era de por ahí detrás a darle regocijo… No podía hacer otra cosa, ¿sabe usted? Un hombre como yo… y como usted, Jefe, cuando una mujer…

– A mí no me mezcles. Sigue.

– Cuando una mujer es tan buena que no dice esta boca es mía, sino que hace lo que le digan ¿qué va a hacer uno? Un polvo se le echa a un pobre, Jefe.

Quedó sin saber cómo continuar, pero Plinio, adrede, puso cara de esperar más:

– Bueno, y ¿qué? – dijo al fin muy serio.

– ¿Qué, Jefe…? ¿Qué quiere que le diga…? Ya estáto dicho.

– ¿Pero no me dijiste por teléfono, so ladrón, que te habías quedado dormido?

– Sí, señor. Nos quedamos dormidos los dos, pero después… del trajín… Quiero decir de los trajines, porque tenía mucha hambreatrasála pobrecica mía.

Matías empezó a dar tales carcajadas al oír las últimas palabras de Anacleto que, contagiados guardia y veterinario súbitamente, los tres se desternillaban al unísono sin poderlo remediar. Y aquellas risas templaron un poco el miedo de Anacleto, porque las restantes palabras las dijo ya más expedito.

CuandoPlini o consiguió acorralar la risa, recompuso el gesto y continuó el interrogatorio:

– ¿A qué hora os despertasteis, pichones?

– Cuando lo llamé a usted. A eso de las cinco, calculo.

– Pero oísteis algún ruido… Algo.

– No, señor. Nos despertamos. Vamos, me desperté yo, la llamé y nos vinimos para acá.

– ¿Tan contentos?

– Hombre, ya puede usted figurarse, así en lamadrugó, con alguna resequez. Y cuando llegamos aquí, pues el cadáver que había volado… Ella se entró para seguir velando y salió la pobre despavorida, llamándome. Entré y estaba la ventana abierta, los velones apagados y el muerto ido… Fíjese usted el cuerpo que se nos puso.

– ¡Desgracio,virulo! De momento te vas arrestado al cuerpo de guardia. Después ya veremos.

– Como usted diga.

– Un momento… Durante la… fiesta o un poco después, ¿tampoco apreciasteis nada especial? ¿Algún coche o camión?

– No, señor; nadica. La verdad es que estábamos bastante lejos y muy en lo nuestro.

– ¿Y antes, el poco rato que estuviste cumpliendo con tu deber?

– No, señor, nada.

– Y tú, Matías… Supongo que no estarías también de fiesta.

– Ca, no, señor. De fiestas, nada. Mi mujer está yamu cavilosa y ajena a las cosas del cachondeo.

– Mejor me lo pones. ¿Tampoco oísteis nada?

– Sí, señor. Yo a eso de las tres o tres y media sí que oí pasos y ruidetes, pero claro, pensé que eran de éste o de la señorita. Ni por un pelo sospeché.

– ¿Y coches?

– Coches y camiones también. Pero es natural, pasando la carretera por delante del Cementerio.

Plinio quedó en silencio, serio, sin argumentos para continuar preguntando. Don Lotario le miraba con mucha lástima. El sol, ya con toda la rueda de su luz sobre el horizonte, daba a los paseos y al campo ese aspecto de renuevo, de vida sin memoria alguna de lo pasado.

Plinio, sin decir nada, volvió a entrar solo en la "Sala Depósito". Cerró la puerta tras él. No quería que lo viesen desarmado, sin una idea, sin saber por dónde tirar. Como pudo haber hecho otra cosa, examinó con cuidado el suelo de bastas baldosas. Luego, la caja de pino. Miró y remiró la mesa de mármol. Después se aproximó a la ventana, la abrió, observó los cristales, la parte de fuera. "No sé por qué tienen que haberlo sacado por la ventana, como dice el tonto ese – pensó-, si de nuevo tenían que salir al zaguán… Bien que hayan observado por ella, pero no habiendo aquí nadie, maldita la necesidad que tenían de hacer semejante maniobra."

En efecto, la puerta del Depósito daba al portalillo y la ventana al primer patio del Cementerio. Para ir al patio tenían que pasar por el portal… "Sin embargo, dice que encontró la ventana abierta… Han tenido que ser dos por lo menos. No creo que lo hayan sacado por lo alto de las tapias, ¡qué barbaridad!"

Sin saber por dónde tirar, encendió un cigarro y se sentó a media anqueta sobre la mesa de mármol para las autopsias. Con aire meditativo quedó mirando la ventana abierta.

"Estas mañanas tan hermosas también llegan a los cementerios. Cantan los pájaros… Y así de espaldas a la mesa parece que está uno en una casa feliz, una casa de vivos, de mozas que cantan y niños que juegan."

Plinio pensaba en la vida de pueblo. Vidas quietas como lagos. Miles y miles de días iguales. Y muy de tarde en tarde un raro acontecimiento, un crimen, una catástrofe que a todos saca de su letargo y queda como una página histórica, molturada en miles de conversaciones durante años.

El casoWitiza, como llamaba el Faraón al muerto, era uno de esos revulsivos que quedarían en la memoria de las generaciones presentes como episodio chusco y lleno de color.

Plinioestaba cierto de que la historia le haría justicia. La historia olvida sin piedad o mitifica. Y él, Manuel González, estaba seguro que durante mucho tiempo sería un gran mito tomellosero.

En la estrecha vida de los pueblos no se repiten con facilidad las figuras excepcionales. Hay pueblos que pasan siglos sin tener un escritor, un artista, un científico, un político… y no digamos un policía que merezca la pena. Si aparece, sus contemporáneos, dada la pobre condición humana, procuran atenuarlo o destruirlo… Y después de su muerte, por esa misma condición, cuando el elegido ya no puede sentir satisfacción alguna, se le recuerda y magnifica. Ante el hombre vivo que destaca, el Juan particular se siente molesto. Cuando muere aquél, el Juan particular presume de su paisanaje.

Plinio, porque su profesión era, digamos, popular, fácilmente inteligible e incidía en un mundo de sensaciones primarias, tenía muchos y sinceros admiradores, pero también enemigos y miles de convencidos que simulaban ignorarlo totalmente. Él lo sabía y no le importaba. Los hombres que destacan en algo es porque, para ellos, su profesión, en vez de una carga, es la razón de su vida. Agradecía y daba por bien venidas las alabanzas y festejos que le dedicaban sus paisanos de buen natural y no le importaban las enemistades e ignorancias.

Plinio, por su conducta y quehacer era intocable. Pero en determinados momentos sus enemigos le buscaron el flanco político y religioso. Hombre reflexivo y equilibrado, solía mantenerse al margen de los bandazos de los fanáticos de todo signo que suelen conmover a las gentes del montón… En esos momentos de pasión y de ceguera que juegan las creencias y no las ideas,Plinio, invariablemente, era señalado con el dedo por éstos o por los otros. Entonces sentía lástima por la frágil condición humana que con tanta facilidad se deja inflamar por el tonto o el interesado, generalmente el interesado, de turno. Manuel González, en sus etapas de desgracia, que coincidían con los de tal o cual inflamación, procuraba callar y pasar inadvertido… Cuando las aguas volvían a su cauce, él se afirmaba más en sus teorías de no participación y sentía especial ternura al ver que sus paisanos deseaban olvidar la última mala fiebre.

Plinio volvió a pensar en el robo del cadáver y en aquel final chusco protagonizado por la pobre señorita María Teresa y su donjuán municipal.

Algo se movió junto al cristal de la ventana. Era una mariposa blanca. Quedó durante unos segundos inmóvil. En seguida llegaron más, blancas también. Serían mariposas nacidas a la vera y al olor de muertos párvulos y de muertas vírgenes. Mariposas tejidas con mortajas de impúberes y cabellos rubios de mocitas que en flor tuvieron la suerte de marchar a la otra ladera, donde siempre quedarán jóvenes intactas. Mariposas, últimos trasuntos de las viejas familias del lugar: Serranos, Torres, Laras, Cepedas que ahora formaban una rueda perfecta. Una rueda voladora que entró por la ventana entreabierta y quedó junto al cristal.

Plinio, preso de sus preocupaciones, las observaba con aire distraído… Hasta que de pronto un recuerdo le hizo fruncir el entrecejo. Miró con ahínco a las mariposas, que luego de posarse en el vidrio unos segundos tornaron a volar, siempre en rueda. Pero ahora, con un raro temblor, avanzaron hacia el policía en un parabólico movimiento de traslación.Plinio las seguía con la vista. Tuvo que girar la cabeza para no perder su curvo camino. Por un momento pasaron muy cerca del plato de su gorra, pero ya otra vez frente a la ventana, en el haz de los rayos del sol, rápidamente deshicieron su rueda y marcharon hacia los aires de adelfas y cipreses del camposanto.

Plinio, con cara seráfica, como del que ve una aparición, dio unos pasos hacia la ventana, y sacando fuera buena parte del cuerpo vio cómo se alejaban, se diluían entre los átomos fulgentes del sol.

Cuando las perdió de vista, con los labios apretados y los ojos guiñados, no queriendo creerse sus propios pensamientos, empezó a dar paseos menuditos por la "Sala Depósito".

En éstas estaba, cuando lo despertaron de sus reflexiones el ruido de un coche que se detenía en la puerta del Cementerio y los comentarios en voz alta de los que estaban fuera.

Tiró el cigarro, cerró la ventana, y componiendo el gesto salió a ver qué pasaba.

Allí estaba elJaguar de doña Ángela. Pero quien hablaba con Anacleto y don Lotario era la otra hermana: doña Paloma.

– Buenos días, señorita.

– Buenos días, Jefe. Vengo a relevar a mi hermana María Teresa. Yo velaré ahora un poco… La pobre Ángela está muy fatigada y vendrá luego.

– Pues no hay nada que velar.

– ¿Cómo que no hay nada que velar?

– Está noche han robado el cadáver.

– ¿Cómo? ¡Qué horror! Y María Teresa, ¿dónde está? ¿La han robado también?

– No. Creo que está ahí dentro, en la cocina del camposantero.

– ¿Pero quién ha sido? ¿Cómo ha sido?

– No sé… El policía que dejé aquí de guardia se durmió. Pase y pregunte a su hermana a ver si ella sabe algo.

Plinio la acompañó hasta la vivienda de Matías y corriendo la cortina le ofreció paso.

María Teresa, sentada en una silla baja arrimada a la chimenea, con la cara entre las manos, sonlloraba. Al oírlos entrar se descubrió. Tenía los ojos hinchados y la cara con churretones de carmín.

Plinio dejó entrar a Paloma y marchó. Le daba lástima hablar con aquella pobre gordita. No quería pensar en lo que le esperaba.

Sacó el reloj del bolsillo y consultó la hora.

– Bueno, don Lotario, son más de las seis y media. Nos da tiempo a hacer un viajecito que tengo pensado. Desayunamos primero en casa de la Rocío y después a la carretera. Y tú, Matías, ni una palabra a nadie de lo que aquí ha pasado. Cierras el Depósito. Dices que ha sido orden mía. Oficialmente el muerto sigue ahí dentro. ¿Estamos? Y tú, Anacleto, te vienes con nosotros a la trena.

– ¡Qué caras cuestan siempre las mujeres!-rezongó.

– No lo sabes tú bien.

– Y si viene la otra fiera y ve lo que pasa, ¿quién la calla?

– ¿Te refieres a doña Ángela?

– Claro, ésa arma el escándalo del siglo.

Plinioquedó pensativo, mirando al suelo. Por fin, muy decidido, se dirigió a la vivienda de Matías.

– Vamos a ver…

En la cocina, la gorda seguía lloriqueando, mientras la otra hermana, sentada a su lado, la contemplaba con cara de no entender.

– Señoritas, por favor, escúchenme un momento.

María Teresa lo miró de reojo, sin quitarse del todo las manos del rostro.

– Deben marcharse al Hostal ahora mismo. Y aconsejar a su hermana que no se mueva de allí. Creo que es conveniente para todos guardar el mayor silencio sobre lo que ha pasado aquí esta noche. ¿No cree, María Teresa?

La pobre empezó a llorar más fuerte.

– Si se sabe una cosa, en seguida se sabrá la otra. ¿Está claro? Y conviene mantener esto en secreto a ver si hay suerte y podemos saber pronto qué ha pasado con ese muerto.

Ellas no contestaban.

– …Yo no puedo hacer otra cosa… De modo que, por favor, márchense, que aquí, ni ustedes, ni su hermana pueden resolver cosa alguna.

– Vamos, María Teresa – dijo Paloma, poniéndose de pie.

María Teresa empezó a llorar con todas sus ganas.

Plinio hizo una seña a Paloma para que abreviase. Ésta tomó del brazo a la gordita:

– Vamos, María Teresa.

Y sin levantar los ojos del suelo, ni dejar de llorar se levantó.Plinio fue abriéndoles camino.

El chófer, al verlas aparecer, se bajó del coche y les abrió la puerta. En él entraron sin mirar a nadie. Anacleto, un poco apartado, les echaba ojos bajo la visera. El coche arrancó suavemente.

– Venga, don Lotario, a desayunar.

En el Ayuntamiento entregaron a Anacleto. DioPlinio instrucciones a Maleza por si venía el inspector Rovira o aparecía Juaneque y añadió que iban a hacer unas diligencias de las que volverían hacia el mediodía.

– A éste me lo metes en el cuarto de guardia hasta nueva orden. Quítale las armas.

– Sí, Jefe.

– Y cuando vuelva quiero ver a todo el mundo con el uniforme de verano, como tengo dicho.

– Sí, señor.

Aparcaron junto al Mercado Público, cerca de la buñolería de la Rocío.

Plinio iba entre la gente cabizbajo y dándole vueltas al secuestro:

– Esto es una complicación muy grave, que como no haya suerte nos va a traer de cabeza – dijo como para sí.

– ¿Qué dices, Manuel?

– Digo que por si todo estaba poco enredado, ahora el robo del muerto.

– Llevas razón, Manuel. Por si éramos pocos, parió la abuela… ¿Y qué piensas hacer?

– No sé. Vamos a volver a "Miralagos".

– ¿Crees que allí vas a sacar algo en limpio?

– No sé. Aprensiones, sólo aprensiones.

– Tú sabrás, Manuel.

– No, qué coño voy a saber. Bien sabe Dios que en este caso estoy más despistado que una vaca en un garaje.

– ¡Cucha, Manuel, cuchal-dijo de pronto don Lotario dándole un codazo al Jefe.

Miró hacia donde señalaba el veterinario y exclamó:

– Anda mi madre.

Un grupo de mozalbetes hacía la máscara llevando puestas unas caretas sacadas de la mascarilla de Calixto. Estaban muy bien hechas. Blancas, casi amarillentas, muy propias. La boca era una incisión convexa y los ojos cerrados. Para ver había hecho unos ojales aprovechando las cejas.

Al toparse con Plinio los mozos callaron. Quedaron indecisos. Guardia y veterinario continuaron sin decirles nada. Encontraron a más chicos con caretas. E incluso mujeres que, sin duda, para sus hijos, las llevaban en la cesta.

Muy cerca de la churrería estaba Alcañices con su puesto de caretas. El hombre no se daba abasto a vocear y a vender:

Compren, compren, por favor

por dos duritos tan sólo

la careta del traidor.

– Venga, a dos duritos. Otra por aquí… Sí, señor, para usted dos más.

Señoras y señores

no pierdan la ocasión,

de tener en sus casas

del muerto el mascarón.

Cuando se hizo un claro se acercaron:

– Hombre, señor Jefe y la compaña – gritó Alcañices -. Aquí tengo las de ustedes. Es un obsequio de la casa.

Y Ies largó dos caretas.

– Te han salido muy bien, pero que muy requetebién- dijo Plinio contemplando una.

La gente, al ver a Plinio y a don Lotario con caretas en la mano, acudía curiosa.

– Pero, oye – le voceó Plinio-. ¿Por qué le llamas "traidor"?

– Algo hay que decirle.

– Llámale Witiza- dijo Plinio eufórico.

– ¿Witiza?

– Sí, hombre.

– Pero no me cuadra el verso del pregón:

Compren, compren por favor

por dos duritos tan sólo

la careta de Witiza…

– No pega ni con cola, Jefe.

– No seas lerdo – gritó un barbero redicho que había por allí-. Tú di:

Compren, compren por favor

por sólo diez pesetitas

la careta de Witiza

el muerto sin redención.

– Eso está bien, Jardiel. Pero que muy bien. Toma, te regalo una por la ocurrencia. – Y empezó a cantar muy contento-:

Compren, compren por favor

por sólo diez pesetitas…

La gente se reía y menudeaba las compras. Por todos los alrededores encontraban mocetes con caretas que se acercaban a ellos y se les quedaban mirando en silencio.

Plinio llegó un momento en el que se sintió agobiado por tener alrededor tanta copia del difunto de la puñeta.

– Lo que faltaba, don Lotario.

– Es verdad. "Hasta los muertos, señor, dejan sus tumbas por mí".

– Los muertos no, el pijotero muerto.

– Bueno, Alcañices, que haya suerte. Gracias por el obsequio y hasta más ver.

– Vaya con Dios la flor de la detectivesca nacional y la compaña – gritó el caretero.

– La flor de la detectivesca de la porra – rezongó Plinio.

– No te pongas así, Manuel; verás cómo triunfamos.

– Sí, sí. Meta usted las caretas en el coche, que si nos ve la Rocío con ellas va a armar el cachondeo del siglo.

La Rocío, al verlos entrar en la tienda, tiró el cuchillo de cortar buñuelos, se agachó tras el mostrador y reapareció con la careta de Witiza puesta:

– ¡Ay, Plinio, Plinio, que no me conoces!

– No te digo lo que hay. Ésta, también en el carnaval.

Las mujeres que esperaban turno para los buñuelos se reían de buena gana.

Plinio esperó pacienzudo y serio a que acabara la broma.

– Venga, no sea usted esaborío, si lo va a encontró.

Plinio se alarmó:

– ¿Encontrar el qué?

– ¿Er qué va a sé? El amo del difunto… que está usted hecho un lila con el uniforme de verano.

Plinio respiró, porque la Rocío solía enterarse de todo.

– Venga, don Lotario, que así que se arregle toíto, les voy a da una merienda en mi huerta que van a está una semana sin almorsá.

Al salir de la churrería se encontraron con Bonifacio, el alguacil, que venía a buscarlos.

– Menos mal que los pillo – dijo.

– ¿Qué pasa?

– El detective señor Rovira que acaba de llegar y lesea hablar con ustedes.

– ¿Tan temprano?

– Sí, señor; ahí está.

– Vamos… A ver si es que ya han dado el chivatazo en Alcázar – dijoPlinio en voz baja a don Lotario.

– No creo… sería la mala pata del siglo.

En la puerta del Ayuntamiento estaba Rovira hecho un san Luis, con un traje blanco de todo verano, gafas ahumadas y corbata de colores muy vivos.

– Estoy pensando, Manuel, que no hay manera de ocultarle a Rovira el robo del difunto – dijo don Lotario, convencidísimo.

– Desde luego… Vamos a ver si conseguimos que sea un buen muchacho durante unas horas.

– Déjate; ante cosas como éstas hay que decir la verdad, no hay más remedio.

– Sí, la voy a decir… sí, la voy a decir, pero ¡maldita sea!

Rovira se acercó a la portezuela del coche al ver que tardaban en bajar.

– Mucho madruga, Rovira – le dijo Plinio con jovialidad, al tiempo que se apeaba.

– Había una buena noticia para usted, Manuel. Estuve toda la noche de guardia y en vez de irme a dormir he preferido darle el alegrón y quitarnos todos un peso de encima.

– ¿Qué pasa?

– Que hemos tenido noticias de Valencia.

– ¡No me diga!

– El doctor don Carlos Espinosa está vivito y coleando.

– ¿Es posible?

– Como lo oye.

– Pero bueno…

– El hombre, que al parecer sigue ejerciendo de rojillo, ha pasado unas semanas en Cuba y volvió hace unos días. Está en su casa y hace vida normal.

– ¿Y la policía de Valencia no sabía nada de su viaje?

– Claro que sabía, pero no cayeron en la cuenta o lo que fuera.

– Pues de verdad que es una buena noticia. A ver si se callan todos los teléfonos de España que no dejan de incordiarnos.

– Eso mismo ha dicho el comisario.

– Creo, Rovira que lo que debía usted hacer ahora es dormir, aquí en Tomelloso… Me temo que dentro de unas horas va usted a tener que echarnos una mano de compañero y de amigo. Y no es cosa de que se pase usted el día yendo y viniendo.

– No, si tal como estoy no me vuelvo. Que venía durmiéndome por el camino.

– Yo voy a decirle a doña Ángela por teléfono que todavía no es viuda.

– De acuerdo. ¿A qué hora quiere que nos veamos entonces, como… "compañeros y amigos"?.

– Si le parece, después de comer, en el Casino.

– Vale entonces. Me voy al Marcelino Hilton.

– Que descanse.

– Coño, la cosa ha salido bastante bien-dijo don Lotario, frotándose las manos al ver marchar a Rovira.

Plinio, que había quedado con una sonrisa beatífica, no contestó.

– ¿En qué piensas, Manuel, con esa cara?

– Pienso en la conferencia telefónica que voy a tener ahora mismo con doña Ángela de no sé cuántos y no sé cuántos del Cid.

– No me la pierdo. Voy contigo.

Entraron en el despacho de Manuel. Ambos se sentaron al lado de su mesa.Plinio pidió la conferencia con el Hostal de Argamasilla. Tuvieron que esperar unos minutos. Sin duda a doña Ángela le debió sentar como un tiro que la despertaran… O bien estaba de capítulo con sus hermanas.

Por fin,Plinio hizo un guiño de atención a don Lotario:

– Doña Ángela… Soy Manuel, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso… Perdone que le moleste, pero es importante… Mire, acabo de hablar con un agente de la Comisaría de Alcázar… Sí, y me ha transmitido el resultado de las pesquisas que ha hecho la policía de Valencia sobre el paradero de su esposo… ¿Que qué pesquisas?… Pues mire usted, muy sencillo, que el doctor está desde hace dos días en Valencia sano y salvo… Palabra, palabra de honor, señora… Durante una temporada ha estado con Fidel Castro… No sé… Algo tendrían que hablar los hombres… O a lo mejor no lo ha visto. Bueno, lo importante es que regresó hace dos días. De modo que asunto concluido… Puede, si quiere cerciorarse, llamar de mi parte a la Comisaría de Alcázar… No señora, sus hermanas marcharon ya hace un buen rato… Nada, que me alegro de haberla conocido – dijoPlinio guiñándole un ojo a don Lotario – y si puedo servirla en algo… ¿Me oye?… ¿Me oye? Anda, coño, ha colgado.

Plinio colgó a su vez y se quedó con ambas manos sobre el aparato de mesa.

– Hay qué tía… Lo ha tomado con toda naturalidad. Y sus hermanas no se han dado a vistas todavía. Mejor así. Bueno, asunto concluido. Vamos a lo nuestro, si nos dejan.

Pero la cosa no iba a ser tan fácil. En la puerta del Ayuntamiento encontraron al párroco que preguntaba por Plinio:

– Buenos días, señores.

– Muy buenos días, don Pío.

– ¿Qué, al trabajo?

– Sí, un poquito.

– ¿Y las señoras, marcharon a descansar ya?

– Sí, ya…

– Pobres señoras.

– Es verdad.

– Son gente muy principal, Manuel, pero que muy principal.

– Ya lo sé, ya.

– Y muy buena y temerosa de Dios.

– ¿Qué nos va usted a decir a nosotros? ¿Verdad, don Lotario?

– Claro… ¿qué nos va a decir? Especialmente doña Ángela.

– Se ve en ella la raza de las grandes damas españolas – dijo el cura con aire enfático.

– Sí, señor. Enérgica, recta, justa…

– Y la otra, la más gordita, doña María Teresa, ¡qué candor!, ¡qué pureza! Un verdadero ángel.

– Es verdad. Toda la noche postrada… Nos lo ha contado el guardia Anacleto. Pregúntele a él, que le dará detalles.

– Con personas así se puede tratar. Porque, desengáñese usted, aquí en el pueblo hay gentes muy buenas, pero no con esa finura y señorío… Y, a propósito, ¿ha tenido usted ya confirmación definitiva de que el difunto es su esposo?

– … Sí; esta mañana vino el agente Rovira. Ya hay información fidedigna de la policía de Valencia.

– ¿Y qué dicen? ¿Que sí?

– ¿Que sí, qué?

– ¿Que el difunto es el doctor?

– No. Dicen que no.

– ¿Que no?

– Que no. Que el doctor está allí, vivito y coleando.

– ¡No me diga!

– El hombre ha estado una larga temporada en Cuba, comiendo plátanos y volvió anteayer.

– Usted bromea, Manuel.

– No, señor, no bromeo. Y usted perdone, que tenemos el tiempo justo para una diligencia.

Ya en el coche, Plinio volvió la cabeza y vio que el cura no se había movido, y miraba hacia ellos, pensativo, con una mano en la mejilla.

Arrancaron. Por la calle se veían gentes con la careta del muerto puesta.

– Qué jodío cura – comentó don Lotario.

Plinio no contestó.

– ¿En qué piensas, Manuel?

– Una extravagancia. En que como no resolvamos pronto este caso, esas caretas nos van a perseguir hasta el infierno. ¿Usted se imagina a todos los habitantes del pueblo con caretas puestas, sin dejarnos comer, dormir ni andar; dándonos la vaya por todos sitios? El alcalde, los curas, el juez, todos con las caretas. Que a usted lo llamaban para ver una mula, y la encontrara con careta. Que yo llegara a mi casa, y mi mujer y mi hija, con careta. Todos los socios de los dos casinos jugando al mus con caretas de Witiza…

– ¡Qué cosas se te ocurren, Manuel!

– Porque, desengáñase usted, don Lotario, si se tiene en la vida un fracaso grande, todo el mundo nos mira con careta.

Cuando estaban a cosa de un kilómetro de "Miralagos", Plinio pidió a don Lotario que tirase por un caminillo del ganado que cruza la carretera y se adentra por el monte bajo que cerca la finca por aquel cardinal.

– Siga.usted despacio. Hasta que estemos a tiro de la casa. Quiero rondar un poco por el "hastial de la finca", como decía el "Romance de la nube malvada" – dijo Plinio sonriendo.

– Yo el de "La nube malvada" no lo sé. Pero sí me acuerdo de aquel que empezaba:

Todos van con sus mulejas,

todos van en sus carretes;

todos van en sus viñejas

más derechos que cobetes.

– Pare, pare usted por aquí en esta espesurilla… También era bueno ese romance. Y bien que me acuerdo… La portada de la casa da allí, a poniente. ¿No?

– Claro.

– Bueno, pues nos bajamos y cubriéndonos nos allegamos a aquella parte. Que, sin ser vistos, quiero oler algo de lo que aquí se guisa.

Dejaron el coche y avanzaron con toda cautela hacia donde se despejaba el monte, frente a la portada. Cantaba el día entre los romeros y más daban ganas de tumbarse entre ellos a echar un pito y mirar al cielo, que gatear pesquiseando.

Cuando casi tocaban el egido, Plinio, que iba delante, ordenó al veterinario:

– ¡Quieto! -y señaló con el dedo hacia un remolque que allí quedaba camuflado.

– Sí… Un remolque.

– Y debajo, un tío durmiendo.

– ¡Ah, sí! Bien empieza el día el hombre.

Plinio se acercó a él. Era un mocetón rollizo, reventón de sangre. Dormía despatarrado, panza arriba, con la boina sobre los ojos. Por el "mono" que llevaba tenía antes pinta de jardinero que de gañán. Luego de mirarlo un tiempo y de otear bien los alrededores, en los que no se advertía criatura viva, el guardia decidió despertar al jayán.

– ¡Eh, eh, tú! ¡Operario! – le decía en voz baja mientras lo removía.

El hombre respondió sin sobresalto.

– ¿Qué pasa? – dijo, como si lo llamara alguien que él sabía.

– Despierta, hombre.

AI ver al policía se restregó los ojos con fuerza.

– ¿Qué pasa, qué pasa?

– Tú tranquilo.

– ¿Pero qué pasa?

– No pasa nada. Repósate.

El mozo se restregó bien los ojos y quedó mirándolo inexpresivo.

– Anda, sin hacer ruido, vente aquí un poco más dentro que hablemos.

El hombre se levantó como borracho, yPlinio, sujetándole el brazo, lo llevó hasta el abrigo que quería.

– Siéntate aquí, y lía un pito mientras echamos una parlá.

Le alargó el "Celtas" de reglamento. Don Lotario prefirió su "Caldo".

El muchacho, con el corte tan radical del sueño, no parecía tener la boca para cigarros, porque chupaba con gesto desabrido.

– ¿Y así empiezas tú la jornada, echándote una siesta?

– ¿Y qué quiere usted de mí?

– Despacio, muchacho, que la noche es larga y el pan sobrero. El que pregunta soy yo.

– Hombre, pero es que…

– Tú limítate a contestar lo cabal, que si no, te enchirono. Te he dicho que si empiezas así tu jornada, echándote la siesta. Responde.

– No, señor, es que esta noche dormí muy poco.

– Ya… ¿A qué hora volvisteis esta madrugada de Tomelloso?

– ¿Yo?… No me he movido de aquí en toda la semana.

– Bueno, pongamos que tú no fuiste. ¿A qué hora volvieron?

– Volvieron a eso de las cinco, pero yo no sé adonde fueron.

– ¿Y a qué hora salieron?

– ¿Salir? A la caída de la tarde, como todos los sábados.

– ¿Quiénes iban?

– ¿Quiénes?… Pues don Lupercio, el administrador, y Luque Calvo.

– ¿Quién es Luque Calvo?

– Pues un andaluz, que es el que se entiende con la gente.

– ¿Y todos los sábados salen los dos a qué?

– A comprar cosas. Unas veces a la Ossa, otras a Argamasilla y más raramente al Tomelloso… También van a cobrar y a pagar. Qué sé yo. Soy el tractorista y llevo aquí menos de un año.

– ¿Y salen siempre a la misma hora?

– No, señor. Según la faena que tengan.

– ¿Y vuelven también a esa hora?

– A la de cenar, pizca más o menos, salvo que vayan al cine o eso. Pero nunca a las cinco de la mañana. Por eso tengo esta soñarra. Me desperté cuando llegaron y ya no pude conciliar el sueño hasta ahora, que, claro, así que healmorzao,pues que me caía a chorros.

– ¿Y qué hicieron cuando llegaron aquí?

– No sé. Yo no salí. Oí los ruidos del jeep. Hasta que a las siete, ya digo, cabreao de no dormir, me levanté… ¿Y qué pasa, si se puede saber?

– Tú, muchacho, calla.

– Ea. Lo que usted diga.

– El hombre de confianza de verdad, de verdad, para don Lupercio, ¿quién es?

– Luque Calvo. Son uña y carne.

– ¿Dónde está ahora Luque Calvo?

– Durmiendo, digo yo que estará.

– ¿Duerme con la mujer?

– ¿Con qué mujer?

– Con la suya.

– ¡Atiza, manco! – dijo el mozo, ya confianzado -. ¿Ése casao? Ni hablar. No da ni la hora. To pa él… Los hombres así no se casan, Jefe.

– Bueno. Entonces llévanos donde duerme.

– Hombre, yo les digo dónde duerme, pero no entro. Que vida no hay más que una y ése es un sujeto de mucho cuidao.

– Vale, pero llévame por donde no nos vea nadie.

– Yo tampoco puedo responder de eso, Jefe, que en esta casa hay muchos ojos. Vamos, si no por aquí, por el postigo.

Echaron a andar rodeando la casa. Pasaron ante la portada hasta llegar a un postiguillo de pino disimulado. Abrió el mozo con tiento y en seguida entornó. Dijo luego con voz muy baja a Plinio:

– Ya se ha levantao, está ahí lavándose.

– Bueno, quédate aquí, pero no te alejes, que hay más que hablar.

Plinio, seguido del veterinario, luego de desabrocharse la funda de la pistola, empujó la puerta cautelosamente.

Luque Calvo, de espaldas al postigo, y desnudo del medio cuerpo alto, se chapoteaba con fruición en el agua de una pila que había junto al pozo, a la umbría de unos árboles.

Aprovechando que no los oía con el ruido del agua, entraron hasta situarse bien cerca, a un costado de Luque Calvo.

– Luque Calvo, buenos días – dijo Plinio en voz alta.

Luque Calvo, como Plinio tenía previsto, al volverse, miró primero hacia la puerta y al verlos luego casi a su lado, quedó sorprendido un momento.

Pero en seguida tuvo una reacción elemental y rapidísima.

Tomó un gran cubo de agua que había sobre el brocal del pozo y se lo echó al guardia y al albéitar. Plinio sacó la pistola en un movimiento defensivo, pero no pudo evitar el remojón. Luque Calvo, aprovechando la confusión, de dos saltos se plantó en el postigo, pero al ir a franquearlo, el mozo durmiente, que debía tenerle muchas ganas y estaba allí guizcando, le puso la zancadilla y Luque Calvo cayó en picado. Cuando quiso ponerse en pie, Plinio ya le tenía la pistola en los riñones.

– ¡Quieto, león, que te agüeco… Levanta y arriba las manos con brazos y todo.

Luque Calvo se incorporó y alzó los brazos, mientras resollaba a toda nariz.

– Tome, don Lotario, póngale las pulseras – dijo ofreciéndole las esposas con la mano libre.

Plinio, mientras don Lotario le esposaba, vio que el mozo dormilón cortaba el camino a Luque Calvo con una horca de hierro.

Cuando estuvo bien amarrado con las manos atrás, seguido de los otros, le hizo entrar de nuevo por el postigo.

– Oye, mozo, ¿cómo te llamas? – preguntó Plinio al dormido.

– Agustín Cerezo, para servirle.

– Servirme ya me estás sirviendo.

Cuando llegaron otra vez junto al pozo, siguió Plinio:

– Pues oye, Cerezo. Átale bien prieta la maroma del pozo a la cintura a este bravo, que entre los tres vamos a darle unas aguaíllas.

Cerezo dejó la horca, y con el mayor entusiasmo, luego de desatar el cubo de la punta de la maroma hizo lo que le decía Plinio. Lo ató con dos buenas vueltas de cuerda y le hizo un nudo a la altura del vientre.

– Listo.

– Venga, Luque Calvo, tú solito, dentro – dijo Plinio empujándole sobre el brocal -. Vosotros sujetar la maroma… ¡Que a mí no me moja nadie, Juan sin tierra, máxime que hoy estrené el uniforme!

– ¿Pero qué pasa, qué quiere usted saber? – dijo el Luque cuando se vio acogotado sobre el brocal y camino del agua.

– Tú lo sabes muy bien…

– Yo no sé nada.

– Venga, cabrón – y lo cogió de las piernas con todas sus fuerzas.

– ¿Pero qué quiere saber?

– ¿Dónde está el muerto?

– … En la capilla – dijo el hombre ya más en el agujero del pozo que en la tierra.

– Eso está bien.

– Pero yo soy un mandao. ¿Está claro? Toda mi jodia vida he sido un mandao, en lo bueno y en lo malo.

Plinio lo dejó quieto y siguió el interrogatorio:

– ¿Para qué quiere don Lupercio el muerto?

– Cree que es don Ignacio de verdad. Quiere que siga vivo. ¿Usted le entiende?

– Y a ti también te entiendo, Luque. Menudo ajo debéis tener aquí liao.

– Yo soy un mandao.

– Sí, un mandao y un cobrao. Venga, desatadlo… Así… Y ahora llévanos donde está don Lupercio, pero sin hacer ruido.

– Si ése no se despierta, toma pastillas para dormir.

Esposado, y con la pistola de Plinio en la espalda, echó a andar Luque Calvo seguido de todos. Pasaron el famoso hall de las tinieblas, y a medios pasos se llegaron hasta la escalera de madera encerada.

Don Lotario llevaba el mechero encendido. En el piso de arriba recorrieron una amplia galería muy solanera y alegre. Buenos cuadros y muebles la adornaban.

Llegaron ante una puerta anchísima con clavos y asas doradas. Luque Calvo se detuvo ante ella sin decir nada. Se limitó a señalar alargando la barbilla.

– Don Lotario, abra usted – dijo Plinio en voz baja – y deje que pase éste primero.

El veterinario oprimió suavemente la manivela y dejó franca la entrada. Entre cortinas de seda, una luz suave. Y sobre la cama anchísima con dosel, vestido con pijama azul celeste, encogido, y ambas manos entre los muslos, dormía don Lupercio con la boca abierta.

– Cerezo, descorra las cortinas.

Debía ser verdad que don Lupercio tomaba algo para dormir, porque a pesar de la luz y los ruidos no se despertaba.

Plinio se aproximó a la rica cama. Sobre las sábanas de encaje se veía bordada una inicial "E". El Jefe empezó a mover al administrador por los hombros.

– Oiga…, oiga, amigo.

A los dos o tres zarandeos don Lupercio empezó a parpadear. Pon fin abrió sus ojos miopes y quedó fijo enPlinio.

– ¿Me reconoce, maestro? – le preguntó con sorna a la vez que ocultaba la pistola tras la espalda -. Soy Manuel González, aliasPlinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

Don Lupercio, después de un momento de perplejidad, se incorporó brioso y quedó sentado en la cama mirando a unos y otros con cierto esfuerzo.

Don Lotario, muy fino él, tomó las gafas que estaban sobre la mesilla y se las encajó al administrador.

– Ea, ya estamos todos despiertos – dijoPlinio que a la hora de la acción siempre se sentía bromista… -. Hala, vístase rápido que nos vamos de viaje. A devolvernos la mercancía. Ya sabe.

Don Lupercio, incorporado y con ambas manos apoyadas sobre la ropa de la cama, seguía mirando a todos, especialmente al Luque Calvo, que estaba pegado al piecero con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Más que sorpresa había en su mirada una ansia de adivinar lo que le había ocurrido a Luque.

El hombre, sin decir palabra, reaccionó al fin: se bajó de la cama y empezó a vestirse con la ropa que había en una percha de pie. Se dio luego un golpe de peine en el lujoso cuarto de baño que estaba pegado a la alcoba. Cuando terminó aseo tan somero,Plinio unió con las mismas esposas a Calvo y a don Lupercio.

– Ahora vamos a la capilla.

De nuevo don Lupercio volvió a mirar penetrantemente a Luque. Éste otra vez bajó los ojos.

En silencio descendieron la escalera. Don Lotario volvió a encender su mechero, y a su luz llegaron ante la puerta de la capilla. Entró delante don Lotario. Corrió las cortinas que tapaban las vidrieras plomadas, y se hallaron ante la tumba de Elizabeth.

– ¿Cómo se abre este sepulcro, señores? – preguntó Plinio.

– En la parte trasera y en los costados tiene unos tornillos – dijo Luque.

– Es verdad – confirmó Plinio mirando -, no di yo con esto la otra vez. ¿Y el destornillador?

– Detrás del altar.

– Búscalo, Cerezo.

Fue Cerezo, revolvió un poco, y regresó con un destornillador niquelado, muy ancho.

– Anda, mozo, desatornilla.

– A mí estas cosas de muertos me dan no sé qué.

– Y a los demás, ¿qué te crees? Anda, trabaja, que llevas una mañana…

Todos guardaron silencio mientras Cerezo tiraba de destornillador. Y sacó unos tornillos larguísimos, dorados. Todo en aquel sepulcro parecía hecho de manera muy cuidada. Cuando concluyó, con la ayuda de don Lotario levantó la tapa de mármol. El cuerpo de Witiza estaba casi a ras con ras. Debía posar sobre el ataúd de Elizabeth. Plinio se animó al verlo:

– Vaya, qué muerte más trabajosa lleva el pobre.

Y luego, dirigiéndose a Cerezo:

– Oye, ¿en qué coche podemos trasladar el cadáver?

– En el Land Rover, creo yo – dijo mirando de reojo a don Lupercio.

– Tú, como buen tractorista, ¿podrás conducirlo?

– Sí, señor.

– Pues anda, sal y arrímalo a la puerta de la casa. Y usted don Lotario, dele la llave del "Seiscientos" para que lo traiga también.

Cerezo salió con cierto respiro.

– Y ahora, muchachos, vamos a charlar un rato – dijo Plinio a los esposados -. Tú primero, Luque Calvo, que eres más simpático. ¿Cómo hicisteis la operación?

Luque no respondió.

– Fue idea mía – respondió don Lupercio hablando por primera vez.

– Ya, ya lo sé. ¿Pero cómo fue?, es lo que me interesa.

– … Anteayer mismo envié a Luque al Cementerio para que tomara el molde y nos hicieran llaves falsas de una de las puertas traseras y de la puerta del Depósito.

– Cuánto sabéis, ¿eh? Sigue.

– Y ayer noche fuimos a por él creyendo que estaría cerrado.

– Y tuvisteis la suerte de encontrarlo todo abierto y sin gente. ¿No es eso?

– Sí.

– ¿Usted está seguro de que el difunto es don Ignacio?

Don Lupercio no respondió.

– Acabo de hacerle una pregunta. Responda – le añadió con severidad.

– Yo creo que sí.

Plinio quedó pensativo. Parecía que no se le ocurrían más preguntas.

Apareció Cerezo en la puerta de la capilla.

– Ya están los coches ahí,

– ¿Con qué liamos el cadáver, Manuel? – preguntó don Lotario siempre preocupado por las cosas prácticas.

– Que se lo digan estos señores.

– En el jeep hay una manta – aclaró don Lupercio.

El administrador había perdido el misterio y dureza de la vez anterior y se mostraba entregado.

Liaron a Witiza en la manta. En el fondo del sepulcro se veía el brillo metálico del ataúd de Elizabeth.

Atornillaron la tapa de mármol y colocaron a Witiza en el Land Rover, bajo uno de los asientos.

Don Lotario marchó solo en su "Seiscientos". Cerezo conducía el jeep y Plinio, detrás, acompañaba a los detenidos.

No recordaba Plinio haber hecho en su vida un viaje tan raro. El muerto enmantado debajo del asiento y aquellos dos sujetos unidos por las esposas enfrente de él. Y como había que pasar el trago, procuró charlar con los detenidos de cosas corrientes, como si todo fuera normal… Y tan normal, que Luque Calvo se quedó dormido con especial aire zoológico… Don Lupercio le confesó que ni le gustaba aquella tierra ni el vivir aislado, pero que desde muy joven le colocaron allí y no era fácil encontrar tanta comodidad e independencia en otro lado. Sugirió, luego, que en el momento que desapareciera don Ignacio se quedaría en la calle, porque los herederos eran muchos y dispersos.

Cuando ya habían pasado el Castillo de Peñarroya, cesó la charla, porque Plinio, pese a los esfuerzos que hacía, de vez en cuando daba una cabezada.

Si el coche cogía un bache, rebotaba sobre el tablero la cabeza de Witiza con golpe seco y siniestro. Cada vez que ocurría, Plinio sentía un especial estremecimiento.

Luque Calvo, vencido totalmente por el sueño, apoyaba ahora la cabeza sobre el hombro de don Lupercio que, callado, permanecía inmóvil. A veces miraba hacia el camino.

Hubo un momento en el que Plinio quedó traspuesto. Momento que debió durar más de lo que él creía, porque cuando de nuevo el coche dio otro bote mucho más violento que los anteriores, con el correspondiente cabezazo de Witiza sobre el suelo, despertó sobresaltado y sorprendió a don Lupercio acariciando suavemente la cabellera de Luque, que seguía reclinado sobre su hombro… Al ver que Plinio abría los ojos, don Lupercio, con la mayor naturalidad, interrumpió la caricia y volvió la cabeza hacia el paisaje.

Plinio se indignó consigo mismo. Sus dotes de observador, que eran muchas, siempre le fallaban en el terreno maricón.

Nunca caía en que había hombres así hasta que lo veía tinto y en el jarro.

A partir de aquel momento empezó a fijarse en aquellos tipos, que miró hasta entonces como simples malhechores. Y reparó en no sé qué afectación volandera de las manos de don Lupercio, en su manera de flexionar la pierna, en el afectado hieratismo que adoptó en aquella famosa despedida bajo las mariposas; y, sobre todo, en su cínica despreocupación en los momentos decisivos. Sus confesiones sobre su administración de las fincas de don Ignacio, también trasuntaban el mismo cinismo.

Por el contrario, Luque Calvo parecía un hombre de campo sin asomo de labilidad. Su reacción al ser detenido fue de hombre. Y ahora mismo, recostaba la cabeza sobre el hombro de su amigo con la misma naturalidad que si fuera el de su madre. Bajo la camisa entreabierta se veía el pecho fornido. Parecía hombre primario y sin doblez.

Plinio repasaba las imágenes que su memoria adquirió de Luque durante aquellas horas, y a pesar de la reciente revelación, nada recordaba que lo denunciasen como invertido.

Se fijó de nuevo en don Lupercio. Parecía haber adivinado las cavilaciones del guardia, y sonreía mirándole con fijeza, con la boca medio torcida en una rúbrica procaz. Plinio sostuvo la mirada, hasta que don Lupercio bajó los ojos con cierta blandura, al tiempo que con la yema del índice acariciaba una de las manillas de la esposa que lo unían a su amigo.

A Plinio se le agolpó la sangre en la cabeza y sintió un ligero temblor en el labio inferior, aquel temblor de sus momentos de violencia. Pero su gran finura de macho y equilibrio mental se impusieron, y sin mover un músculo de la cara, con la mayor indiferencia, sacó un "Caldo" y lio lentamente.

Pararon ante la puerta del Ayuntamiento bien pasado el mediodía. La gente que paseaba o platicaba haciendo corros miró con expectación la llegada de los dos coches. Plinio intuyó que la noticia del robo del cadáver había corrido por el pueblo. En efecto, cuando se apeó, don Lotario, que había llegado primero, le dijo:

– Manuel, todo el mundo lo sabe.

El agente Rovira apareció descompuesto en la puerta del Ayuntamiento y miró a Plinio con aire de reto.

– Ya está aquí otra vez el pobre difunto -le dijo Plinio sonriendo.

Rovira no respondió, pero se apreció muy bien que el aliento le había vuelto al cuerpo. El fotógrafo y el redactor de "El Caso" se acercaron al Land Rover.

– Por allí vienen el alcalde y el Juez – le señaló el veterinario.

– ¡Qué barbaridad! ¡Qué recibimiento! – le respondió en voz baja.

En efecto, el alcalde y el Juez, que sin duda acababan de salir de misa, cruzaban la plaza a buen paso en dirección a ellos. Rovira se cercioró de que el muerto venía en el coche.

Plinio, como vio que la gente lo cercaba, dijo a la pareja que había en la puerta.

– Traigo aquí dos detenidos. Haceos cargo de ellos.

Los guardias se aproximaron al coche.

– Ponedlos separados… En calabozos distintos. No jorobéis.

– Ande, Manuel – dijo el alcalde -, vamos dentro que nos explique.

– ¿No decía usted que no había visto todavía al muerto? – le preguntó Plinio a su vez -. Pues échele un vistazo, ahora que lo tiene en la puerta de su casa.

– ¿Pero está ahí?

– Aquí está el pobrecico.

Se subió al coche y con gran esfuerzo sacó el cuerpo de debajo el asiento, ayudado por Cerezo. Levantó luego la manta y mostró el rostro al alcalde. Éste, después de mirar unos momentos, dijo:

– La verdad es que ya lo conocía por las fotos.

Se oyó la voz del Faraón que llegaba sudoroso:

– ¿Pero qué ha pasado con mi muerto, Manuel?

Los que estaban próximos, que eran muchos, empezaron a reír.

– ¿Yo qué hago, Jefe? – le preguntó Cerezo.

– No sé si el señor Juez querrá algo de ti. Espérate un rato. De momento podías acabar la faena y llevar el muerto al Depósito.

– ¿Yo solo, Jefe?

– No, hombre, con dos guardias. Maleza, que acompañen dos hombres a Cerezo al Cementerio. Dejáis el cuerpo en el Depósito, cerráis la puerta con dos vueltas, y dais la llave a Matías. Al regreso, Cerezo, me esperas aquí abajo.

Cuando entraba Plinio tras el Juez y el alcalde entre la mayor expectación, don Lotario, que estaba medio oculto, se aproximó a él y le confidenció:

– Oye, Manuel, que está ahí Juaneque. Y quiere hablar contigo.

Plinio quedó pensando un momento.

– ¿Por qué no me esperan ustedes en la bodega de Braulio? Yo voy al contao que despache.

– Vale.

El Faraón decía a un grupo de amigos que le rodeaban viendo a don Lotario hablar con el Jefe:

– El veterinario, desde que no hay muías, porque casi todos nos hemos tractorizado, vive a sus anchas. Fuera de las cuatro chapuzas, puede dedicarle el día entero a su Plinio. Mira que es hombre de carrera e instruido, sin embargo, para él, después de Dios, Plinio.

Como viera el Faraón que don Lotario, Juaneque y otro mozo se iban calle del Campo adelante, le picó la curiosidad y dejando a sus escuchantes con la palabra en el oído, echó tras ellos.

Plinio no marchó a la bodega de Braulio en seguida de contar a las autoridades lo ocurrido en aquella espesa mañana, como hubiera sido su deseo. Tuvo que denunciar formalmente a los ladrones del muerto, suavizar a Rovira, que se volvía a Alcázar, y encargarle que asistiesen en la Comisaría de Valladolid. Tuvo además que darles algunas noticiejas a los de "El Caso", pasar revista a sus hombres uniformados de verano y otras menudencias del servicio.

Cuando tomó derechura por la calle del Campo eran ya más de las dos y sentía el estómago lacio como una bufanda.

Como le habían dejado el postigo de la portada entreabierto, pasó derechamente a la cueva. Apenas pisó la umbrosa escalera de tierra sintió el fresco vivificador y el aroma del vino del año que preñaba aquella atmósfera.

– ¡Aquí, Jefe, a poniente! – le gritó el Faraón desde la oscuridad.

Plinio subió por la escalera de mano hasta el empotre con aire derrotado. Las viejas maderas crujían bajo sus pies. Allí, casi en la proa de la cueva, estaban los cinco hombre sentados entre dos tinajas, echando rondas de vino con el mismo vaso como es uso, y comiendo de las berenjenas que ofrecía Braulio en una fuente muy historiada.

Braulio, el filósofo, lo recibió en pie, alargándole con una mano el vaso de vino y con la otra las berenjenas de Almagro:

– ¡Bien llegada sea la flor de la detectivesca manchega!

Plinio, antes de saludar, se echó al coleto el vaso que le ofrecían, paladeó con gran sonoridad, volvió a llenar y a beber sin esperar rueda; y después de desabrocharse la guerrera, dejar la gorra en el empotre y sentarse en la tinaja próxima, a media anqueta, la emprendió con una berenjena gorda como maza de bombo, rezumante de vinagre, y con su rebaba de guindilla flequeando.

Para matar el fuego berenjenero y morisco, se trasladó otro vaso que le ofreció su cuidador y huésped Braulio el Mochales, y empezó la lianza de cigarros a cuenta de la petaca del mismo.

Cuando Plinio concluyó todas sus labores de boca y buche, las lumbres de los cigarros jugaban en la oscuridad de la cueva y los humos azules, como bien educados, tomaban el derecho derrotero de la lumbrera, dijo:

– Bueno, Juaneque, explícame el resultado de tus averiguaciones:

– Pues verá usted, como ya le dije que recordaba muy mal la casa y la calle donde vi el cajón, me busqué aquí a Julián – dijo señalando al otro – que es el compañero que conduce la camioneta del maestro. Le expliqué de qué se trataba, pero él recordaba muy poco más que yo, aunque sí tuvo la corazoná desde un principio de que pudo ser en la calle de San Luis.

Julián tenía el cuello muy largo y una nuez colosal que le botaba sobre el cuello de la camisa, particularmente cuando hablaba. Llevaba una boinilla insignificante y sus manos eran tan enormes y huesudas que más se iban los ojos a ellas que a cualquiera otra parte de su cuerpo, con ser todas de pareja o de mayor fealdad.

– Entonces – siguió Juaneque, que parecía llevar muy amarrado su discurso – nos hemos recorrido, como quien dice palmo a palmo, la calle de San Luis… Y no hemos querido preguntar nadica, ¿usted me entiende?, por no levantar sospechas – y se llevó el dedo al párpado en señal de perspicacia -, eso lo dejamos para usted, pero… estamos los dos casi de acuerdo, ¡digo yo! – y miró a Julián.

– De acuerdo del to que fue en el número x o en xx de la calle de San Luis.

– ¿Sabéis quién vive en esas casas?

– Pues sí, señor. En una vive Federico Gotera, el Mealiebres por mal nombre. Y en la otra…

– En la otra – se precipitó Julián -, Jacinto, el Pianolo, también por mal nombre.

El Faraón, que hasta el momento estuvo sin saber muy bien de qué iba la cosa, al oír el nombre de Jacinto el Pianolo levantó la mano y dijo:

– Un momento, señores, y perdonen la introdución. ¿Se puede saber lo que están ustedes averiguando…? Porque ese Pianolo me ha sonado tan mal que estoy tocando madera.

Y desacomodándose un poco, puso la mano sobre la barandilla del empotre.

Plinio, al que se le había aguilizado el perfil al ver la reacción del Faraón, le explicó en pocas palabras la diligencia en que andaban sobre la caja o cajón que en una casa de la calle de San Luis descargaron noches atrás.

El Faraón, que había escuchado al Jefe con la boca abierta y su rosácea lengua sobre el labio de abajo, poniendo de pies su rotonda figura, empezó a decir en tono de lamento:

– ¡Ay, mama mía! ¡Ay, mama mía! ¿Y cómo no se me habrá ocurrido a mí antes pensar en este hijo de caballo blanco? ¡La leche!… ¿Conque viste descargar la caja del muerto en la puerta del Pianolo?

– Pasito, amigo – le dijo Plinio -, ellos vieron una caja parecida a la del muerto. Que sea o no, es otro cantar… Y aunque lo sea, tampoco están ciertos de haberla visto en la casa del Pianolo.

– ¡Ay, mama mía, mama mía!, que para mí ya no hay dudas. Que del Pianolo todo mal puede venirme. ¡Ay, mama mía, que este pendejo me la ha jugao otra vez!

– Pero, bueno, Antonio, conforme con las bromas que os gastáis. ¿Pero de dónde se va a sacar el Pianolo un muerto embalsamado?

– ¿Que de dónde? De debajo de la tierra. Ése… y yo, por supuesto, cuando llega el caso de hacer una buena, no nos paramos en barras.

Plinio quedó con la mano en la mejilla y mirando al suelo.

Todos callaron. Hasta que por fin dijo, poniéndose la gorra y abrochándose la guerrera:

– Bueno, pues eso vamos a aclararlo don Lotario y yo ahora mismo. Esperadnos aquí. Braulio, gástate las perras una vez en tu vida e invítanos a comer a todos los presentes, que al contao volvemos con el resultado.

– Eso está hecho – dijo Braulio gozoso.

– Un momento, el segundo plato lo pone un servidor- saltó el Faraón-. Que tengo en mi casa un choto recién muerto que está diciendo comedme.

– De acuerdo, de acuerdo – asintió Plinio -. Preparad lo que sea que volvemos como cohetes.

Y sin añadir palabra ambos amigos bajaron del empotre.

La casa del Pianolo era nueva y con pretensiones señoritas. Muy repintada, y con los hierros de las ventanas y balcón en purpurina plata.

Plinio llamó. Ladró un perro dentro. Tornó a llamar y reladró el chucho. Al cabo de un poco una voz de mujer:

– ¡Calla, "Chile"!

Abrió la mujer del Pianolo. Era muy derecha, aunque paliducha y quebrada de color. Al cuello llevaba un crucifijo más que mediano, que colgaba sobre la pechera de la bata de medio luto. Por cierto que al ver a Plinio se quedó un poco rígida.

– ¿Está tu marido?

– ¿Qué pasa? – preguntó a su vez con el labio seco.

– ¿Está o no está?

– ¿Quién es? – se oyó la voz del Pianolo desde dentro.

– La pulicía – respondió ella sin dejar de mirar al guardia.

Jacinto el Pianolo, en camiseta y acuñándose los pantalones, asomó tras la cortina que cubría una puerta del fondo del patio.

– ¿Qué hay, Manuel y compañía? – dijo con risa de conejo-. Déjalos pasar, chica.

El Pianolo, como de cincuenta años, era de un prognatismo exagerado. Le quedaba tan sobrero el maxilar de abajo, que le salían las palabras en vertical, que no de frente como a las personas normales de boca lisa. Como además era recio y musculoso, de poco cuello y bóveda plana, parecía un prehistórico, aunque lleno de sorna y malicia.

La mujer dejó paso libre a los visitantes y se apartó a prudencial distancia a ver en qué paraba aquello.

– Sentaos aquí en el patio mismo, que estará más fresco – dijo el Pianolo sin apartarse de la cortina, que tenía agarrada con ambas manos desde que dejó de andarse en el pantalón.

Plinio y don Lotario se acomodaron en unas sillas de peineta muy antiguas que allí había como únicos muebles.

– ¿A que sé a lo que venís, amigos? – soltó de pronto-. Me lo tenía mascao desde que me dijeron que se había descubierto el ajo, y que andaban ustés en él… Porque yo, que no creo en casi na, en Plinio sí que creo – añadió en una especie de aparte a su mujer y sin desagarrarse de la cortina.

– Pero tú cállate, sinaco, y espera a ver qué quieren- le gritó ella, hinchada de indignación.

– ¡Cal Pa qué vamos a perder el tiempo. ¿O tú crees que Plinio y don Lotario iban a venir aquí tan serios si no supieran que hay gazapo?

El Pianolo se pasó a la boca un pito que tenía tras la oreja derecha y lo encendió. Por el dichoso prognatismo, el cigarro se le quedaba muy tieso y vecino a la nariz.

– Ustedes vienen a lo del cajón del difunto. Eso está claro. ¿A que sí? – preguntó luego de la primera chupada, abriendo mucho la boca cavernaria.

Plinio y don Lotario permanecieron sin pestañear.

– Aquí nos conocemos todos – continuó como expilcándose a sí mismo – y alguien me tuvo que ver trajinar con el cajón. Y claro, así que ha empezado usted con las indagatorias, que las cosas como son y cada cual en su sitio, las hace usted como nadie, pues ¡cataplum!, encontró al que me guipó y aquí están… Si no hay más cáscaras. Ahora, yo ¿qué iba a hacer? ¿Me lo quieren ustedes decir? – y quedó con un ademán muy expresivo para que los otros le respondiesen.

Y como no le respondían, movido por una idea súbita al parecer, se metió en la habitación que cubría la cortina que estaba a su espalda.

La mujer, la Pianola, como la llamaban, no quitaba ojo a la visita. Tan serena, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la boca apretada.

Don Lotario y Plinio fumaban en silencio. Se oían los pasos y el trastear de Jacinto en la habitación contigua. Durante la espera no medió una sola palabra entre los que esperaban. Sólo un ¡ay, Jesús!, de la Pianola.

Al fin salió el hombre con una carta en la mano.

– Aquí está la prueba de quién es el autor del delito o lo que sea – dijo, enseñando la carta, mientras con la otra hacía rúbrica de sentencia.

Quedó luego un momento callado, como si pensara el orden de su razonamiento; dio una chupada al último trozo de cigarro, que casi se lo tragó por aquel cazo de labio de abajo y guardándose la carta exhibida en el bolsillo del pantalón recomenzó de esta manera:

– Había estado yo aquella tarde echando una partida con varios, entre ellos el Faraón. Ya sabe usted, duró la cosa más de lo debido y en vez de amodorrarjios, como pasa con las partidas largas, nos pusimos un poco bestias. Y uno dijo que se jugaba un lechón que tenía recién comprado. Y otro que su suegra. Y el Faraón añadió riendo: "Ahora que hablas de suegras, si os ponéis así, yo me juego un nicho que acabo de comprar para enterrarla cualquier día de éstos, porque ya me hace aguas por todos sitios…" En fin bromas del juego – siguió el Pianolo-. Y digo bromas porque nunca nos jugamos en junto más de mil pesetas… Acaba la partida, me vengo a casa y me siento a la puerta a tomar la fresca y a fumarme un pito, cuando al rato se para ahí un camión forastero con mercancías… Sólo recuerdo que tenía matrícula de Madrid. Se para como cuento, se baja un hombre rechoncho, y me pregunta: "¿Es usted Jacinto García, alias el Pianolo? -Sí, señor. -Que le traemos una mercancía. -¿A mí? -Sí. -¿Qué mercancía es? -Este cajón. -¿Quién la envía? -No sé. Aquí pone un tal Martínez. -¿Y de dónde viene? -De Madrid. Firme usted aquí. -¿Tengo yo que pagar algo? -No, señor, que viene a porte pagado". Y sin más, entre él y otro que venía al volante, trabajando lo suyo, bajaron el cajón. Yo abrí la puerta de la calle de par en par, les eché una mano y lo metimos aquí en el patio. Firmé luego en el papel que me enseñaron. Y se marcharon… Yo, ya sabe usted lo que pasa en estos casos. Me quedé mirando el cajón, y pensando qué sé yo, si había llegado la hora de mi fortuna y un buen ángel me lo mandaba lleno de candelabros de oro o yo no sé qué cosas hermosas… Y no había duda, venía una etiqueta con mi nombre, apellidos y dirección muy bien puestas…

Yo venga de mirar y remirar el cajón, pensando cómo abrirlo, pues venía muy bien clavado y precintado. En la casa estaba yo solo y no tenía con quién comentar el suceso. Revinando todo esto, de pronto llaman a la puerta, voy corriendo creyendo que fuera la mujer o el chico, pero no; era el mismo chófer del camión que me largó una carta: "Usted perdone, me dijo, que se me había olvidado y tenía orden de dársela con la mercancía". Se va el hombre corriendo, y yo, ahora sí que de verdad emocionao, abro la carta, y en seguida, lo que pasa, a mirar la firma. Cuando vi de quién era, crea usted que me dio una encogía de esas de muerte… Tan grande fue que me tranquilicé mucho en cuanto leí la carta, porque tratándose de ése, mayormente después de lo que le hicimos en Sevilla, me esperaba todavía algo peor… Y para qué seguir explicando. Voy a leerles la carta y con ella está todo dicho.

Y tirando el cigarro, sacó el papel y, aunque arrimándoselo mucho a los ojos, empezó a leer, con gran soltura, de esta manera:

"Querido amigo Pianolo: Me gustaría mucho que al recibo de ésta te encontraras feliz con tu mujer y tu hijo. Ya sabes que a pesar de todas las cosas, yo te tengo mucho aprecio como tú me lo tienes a mí. Que una cosa son las bromas y otra la salud y la familia. Que vida no hay más que una y familia no hay más que otra y no es cosa de jugar con ellas. Yo quedo bien, a Dios gracias, aunque no te digo dónde, porque quiero descansar del Faraón y de ti por lo menos hasta la feria, que me daré un garbeo por ahí para montar en los caballitos con vosotros.

"Yo sigo con mis trapicheos y negociejos. El hijo mayor ya está el hombre estudiando pa cura, porque otra cosa no tendrá, pero como tú sabes, siempre le di buenos ejemplos y mucha devoción. (Esta última más bien se la dio su madre, ésa es la verdad.)

"La chica trabaja en una tienda de modas; y la mujer tan tranquila en su casa, aunque dice que sin sus vecinas de ahí y especialmente sus primas las del Tonelero no se halla a gusto en ninguna parte.

"Pero a lo que iba. En el cajón adjunto te envío un presente que creo te pondrá más contento que unas pascuas, porque es digno de ti y de tu buena condición de amigo.

"Aunque ocupe un poco de sitio no te va a dar guerra ninguna, porque el pobre, eso sí, es muy callado, y ya dijo todo lo que tenía que decir en este mundo. Tampoco temas los malos olores, porque te lo mando muy bien adobado.

"Lo que sí te aconsejo es que no lo dejes en el suelo por si los gatos dan en querer jugar con él y te lo malogran.

"Ponlo en estante alto, cúbrelo con una gasa para que no le lleguen las moscas y ya verás cómo anima y hermosea tu casa nueva.

"Tampoco temas que nadie tenga que decir nada malo de él. Era muy buena persona, muy de derechas y hombre de orden en todos los sentidos. Eso, garantizado. Los únicos vicios que tenía eran hacer pildoras y roncar de noche, pero yo te lo mando muy corregido de esas faltas.

"En fin, para que luego digas que no me acuerdo de ti. Que lo disfrutes con salud en compañía de los tuyos y ya sabes dónde tienes un amigo de verdad para lo que quieras mandarme. Un abrazo de Rufilanchas."

Cuando el Pianolo acabó de leer la carta quedó mirando a Plinio con el papel en la mano y exclamó:

– ¿Que qué me dice usted?

– ¿Tú abriste el cajón?

– Que va, maestro. ¿Qué necesidad tenía yo de ver visiones? Desde el primer momento pensé endosárselo al Faraón. Me dije: "Se lo dejo en la puerta de su casa y ya está". Era lo más fácil. Pero en seguida caí en la cuenta de que también era lo más cómodo para él. Lo abriría y al ver lo que había dentro llamaba a la Justicia y en paz. Y yo quería darle más copero a la cosa.

– ¿Y por qué no hiciste tú eso? – preguntó Plinio.

– ¿El qué?

– Avisar a la Justicia nada más leer la carta.

– Hombre… porque la tentación era catral. Usted me entiende. Yo, por darle una broma al Faraón o al Rufilanchas, me dejo castrar.

– O que te metan en la cárcel – dijo Plinio con severidad.

La mujer del Pianolo al oír al guardia rompió a llorar.

– ¡Desde luego! – respondió el Pianolo arrogante-. Y tú, mujer, vete a la cocina y calla, que éstas son cosas de hombres.

La mujer no se estremeció. Se limitó a llorar en silencio.

– Bueno, sigue. ¿Qué hiciste?

– Pues como decía, me acordé de lo del nicho vacío que había contado el Faraón en la partida. Metiéndoselo allí, la fiesta podía ser mucho más larga… Como lo está siendo.

– Vaya, hombre, vaya, ¿y qué más?

– Pues nada. Ya es fácil. Le dije a la familia lo que pasaba y entre el chico y yo, que también me ha salido un tremendo, acuchillamos y raspamos bien la madera del cajón, después de quitarle las etiquetas y marcas y lo metimos en el cuarto trasero hasta ver cómo planeábamos la operación.

– Sigue.

– Primeramente me fui al Cementerio para localizar bien el nicho y estudiar por qué parte sería más fácil meter el matute, porque había que hacerlo de noche, claro está. Pensé que habría que romper el candado de alguna de las puertas de hierro que dan al Cementerio Viejo. Como junto a ellas pasa una carretera, todo sería fácil. Pero así que me di un garbeo por el camposanto vi que en el tapial nuevo quedaba un lugar por tapar bastante potable… Sí, quedaba un poco lejos del nicho, pero era muy buena parte para entrar y salir sin líos. Y por allí lo hicimos aquella misma noche. Metimos el cajón en el remolque, un botijo de agua, yeso, un palustre… ¡Ah!, y una carretilla para llevar el cajón hasta el nicho sin hacer mucha fuerza. Yo preparo muy bien mis cosas ¿sabe, Jefe? – dijo, satisfecho -… No hacía falta llevarse adobes para tapar, porque cuando fui a localizar el nicho vi a mano un buen montón. Todo salió fenómeno. Salimos el chico y yo a las dos de la madrugada con la carga y los materiales, y a las cuatro estábamos de vuelta con el trabajo hecho.

– ¿Qué día fue?

– Pues el veinticuatro, creo.

– ¿Y tu hijo cuántos años tiene?

– ¿Por qué?

La mujer, al escuchar esta pregunta, toda oídos, dejó de llorar.

– ¿Digo que cuántos años tiene?

– Veintitrés.

– ¿Y dónde está?

– En las viñas. Vendrá a la anochecida.

– Está bien. ¡Hala!, vente con nosotros – dijo Plinio con severidad y poniéndose en pie.

Y luego, dirigiéndose a la mujer:

– Y el chico, en seguida que llegue, que se presente en el Ayuntamiento.

– ¿Mi chico?-preguntó la pobre con cara feroz.

– Sí.

La mujer empezó a gritar, dirigiéndose a su marido:

– ¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar! ¡Dios mío qué desgracia…! No será porque no te lo dije, ¡desgraciao!

– Cállate, anda.

– ¿Eh, mujer? – insistió Plinio -, en seguida que llegue que se presente a mí. Si no, vendré a por los dos. A por ti también. Que eres otra cómplice… Y quiero ver la forma de salvarte… Y tú, bromista, venga, echa palante.

– ¿Podré coger la chaqueta, digo yo? – preguntó el Pianolo entre enfadado y socarrón.

– Cógela, rápido.

Entró, mientras la mujer, con la cara pegada a la pared, lloraba amargamente.

– Ya estoy – dijo el Pianolo metiéndose las mangas.

Cuando ella vio que de verdad se llevaban a su marido, se abalanzó a él y comenzó a darle abrazos y besos.

– ¡Hijo mío, ay, hijo mío, y qué desgracia más grande!

– Venga, mujer, no te pongas así. Si esto va a ser cosa de na.

Cuando después de dejar al Pianolo en la cárcel y de informar al Juez llegaron a la bodega de Braulio, encontraron abierto el postigo de la portada, según habían quedado.

Junto a la escalera de la cueva hallaron a Braulio congestionado por la risa.

– ¿Pero qué te pasa, hombre?

– Esto es la monda. Vengan corriendo y verán qué espectáculo. No se ve todos los días.

Y sin decir más y riéndose solo, echó delante a buen paso.

Apenas iniciaron la bajada oyeron unas risotadas sofocadas.

Los que se reían, al ver quienes bajaban, reforzaron el escándalo.

– ¿Pero qué pasa? – preguntó Plinio.

– Vengan, vengan – gritaron desde el empotre.

Plinio, cuando subía la escalera de mano, vio que los anchísimos pantalones del Faraón, con otras prendas de su vestir, colgaban de las barandas. Subió con toda rapidez, y se asomó a la tinaja que todos le señalaron. Dentro de ella, nadandillo nadandillo, estaba el Faraón.

– ¡Ay, qué baño más rico, Jefe!

Se había agarrado ahora al borde de la tinaja con sus manos regordetas y le asomaban los hombros almohadillados y el pecho casi femenino. El poco pelo, brillante, le caía hasta los ojos.

– Pero, ¿estás loco?

– ¡Qué va, soy el hermano Ánade! Y ahora voy a bucear un poco a ver si encuentro un cangrejillo.

Y soltándose las manos se sumergió haciendo gorgoritas. Al poco volvió a aparecer manoteando y con la boca muy apretada para que no le entrase gota. De nuevo se agarró al borde de la tinaja completamente llena, y se reía de su hazaña a la vez que respiraba fuerte.

– ¡Ay, mama mía y qué imagen para la Prensa! Venga, muchachos, ayudadme a salir, que por el cuerpo también se mama uno.

– Pero bueno, que lo sepamos, ¿qué ha sido esto? – preguntó Plinio.

– Una apuestecilla. Fíjate, ¡a mí con apuestas!

– Le digo – añadió Braulio-: "¿A que no eres capaz de bañarte en la tenaja…?" Estaba quejándose de que hacía mucho calor.

– Y yo dije: "Con veinte duros me bastan".

– Yo, sin pensar que lo iba a hacer.

– Antes de que me diera los veinte duros ya estaba yo en bragas. Es que no sabéis con quién os gastáis los cuartos. Con esos veinte duros ya hay para cafés y copas. Para que veas que yo no soy interesado. Venga, sacadme, muchachos. Pero me tenéis que coger dos de cada brazo, para que os toquen a treinta kilos por barba, si no, ni hablar; no salgo.

No entre cuatro, sino entre los cinco que estaban, cada cual agarrándole por donde podía, se las vieron negras para sacarlo al aire.

Cuando estuvo fuera, jadeando, se sentó sobre la panza de la tinaja. Su cuerpo moreno, lleno de sebosidades, pliegues y pelos, brillaba como cachalote recién pescado. Con la mayor impudicia permanecía en su asiento, despatarrado, con las manos apoyadas en los muslos, sin dejar de resoplar.

– ¡Ay, mama mía! – decía mirándose al bajo vientre – y que jartá te has dao de morapio. En tu vida te has visto en otra.

Todos le reían sus cosas ya de manera mecánica y cansada.

– Mira que a pesar de no haber tragao gota, me siento como con media estocá… ¡Ay, qué leche!, y qué buen rato hemos pasao… Braulio ¿estará ya la comida?; que el baño despierta mucho el apetito.

– Desde la puerta de la cueva se oyó una voz de mujer:

– Hermano Braulio, vengan cuando quieran que la comida está ya apañá.

– Así viven los señoritos, desde el baño a la mesa. ¡Hala!, veis para allá mientras me visto, que me da vergüenza.

– Venga, vamos – dijo Braulio.

Y bajaron todos menos Plinio, que se quedó rezagado.

El Faraón comprendió y poniéndose la camiseta sobre sus vergüenzas, enserió el gesto.

– ¿Qué ha pasado con el Pianolo?

– Sécate las manos – le respondió mostrándole la carta.

El Faraón, con la misma camiseta se enjugó la cara y las manos. Tomó la carta y lo primero que miró fue la firma.

– ¡Ay, mama mía! ¿Éste también en el ajo? – exclamó mirando a Plinio.

– Sí, señor. Los tres, como siempre.

Y empezó a leer.

Plinio se reía para sus adentros, pensando que en su vida había visto a un hombre tan gordo desnudo y menos leyendo una carta, sentado en la panza de una tinaja. Era un Baco jocundo coronado con lágrimas de vino.

– Si tenía que pagárnosla-comentó mientras leía.

Cuando acabó la lectura, Plinio le resumió las operaciones de Pianolo y su hijo para endosarle el muerto.

– ¡Qué pillos son! Se lo podían haber enviado a su… abuela, digo yo. ¿Y quién es el cadáver?

– Eso es lo que falta por desollar.

– ¡Que maricón! ¿Y cómo no caería yo en la cuenta?… Pero claro, ¿quién iba a pensar…? Ahora, fíjese, Manuel, más fijo que la vista, esto no queda así. Por éstas. El Pianolo me las paga, pero a base de bien.

Cuando Plinio sé levantó de la siesta aquel ajetreado día de junio, encontró en el patio de su casa al agente Rovira departiendo amistosamente con su mujer y su hija. El hombre salía en mangas de camisa y con el pelo fosco se quedó cuadrado en la puerta:

– Pero, hombre, ¿usted por aquí otra vez?

– No he querido que le llamaran, que vaya día que lleva usted.

– Lo siento por un lado y se lo agradezco por otro, porque ya tengo muchos años y la jornada ha sido de aúpa. ¿Hay algo de particular?

– Vístase usted tranquilo que todo va muy bien. Aquí le espero hablando con sus mujeres.

Plinio volvió a su alcoba, mientras Rovira seguía departiendo con ellas y tomándose un vaso de vino muy fresquito que la hija de Manuel le sacó de la cueva.

– Chicas – gritó Manuel desde dentro -, podíais haberle hecho al señor Rovira alguna taza de café o algo.

– Dice que prefiere vino.

– Me gusta mucho el vino así, refrescado en cueva, poco a poco, sin hielos ni frigoríficos.

– Manuel tampoco quiere fríos artificiales, como dice él.

Salió Plinió al fin muy repeinado y bien vestido.

– Hemos tenido que limpiarle el uniforme. Estrenado de hoy y hay que ver cómo lo ha traído.

– Me han echado de todo, agua de pozo y vino de baño. Y yo me entiendo.

Se sentó en el corro, ofreció tabaco a Rovira y dijo a las mujeres que los dejaran solos.

– He venido, Jefe, para explicarle cómo están las cosas en Valladolid. Ya sé lo que pasó aquí luego de mi marcha y que por encargo suyo me han explicado Maleza y el señor Juez. Hay que reconocer que los de Valladolid se han portado bien… Parece que don Fernando López no vive allí desde hace bastantes meses. En la pensión donde estaba, dicen que se jubiló y tuvo dudas entre venirse a Tomelloso o marchar a Madrid. Se decidió por la capital, porque había teatros y otras cosas de diversión. Puestos los de Valladolid en comunicación con los de Madrid, sabemos que vivió un par de meses en una casa particular, pero que al cabo de este tiempo marchó sin dejar señas. Se tiene la seguridad, sin embargo, de que hasta hace poco seguía en Madrid, porque ha llamado a su casa antigua varias veces a ver si había cartas o alguna comunicación para él. Los de Madrid iban a continuar las pesquisas hasta localizar el nuevo paradero de nuestro amigo.

Después de comentar ampliamente la notificación, se pusieron de acuerdo para pedir a Barcelona que detuvieran a Rufilanchas, donde vivía con su familia y cuya dirección había conseguido Plinio de sus parientes de Tomelloso. Y caso de no estar, por su condición de transportista, que viesen la forma de sacarle a su esposa el itinerario habitual y fechas aproximadas.

– Yo creo – dijo Plinio – que una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación. Que funcionen ahora los de Barcelona para echarle mano a Rufilanchas es lo que hace falta, que él, supongo yo, nos cantará quién es el muerto.

– Dichoso muerto – exclamó la mujer de Plinio que salió en aquel momento – y cuánto va a danzar el probecico.

Una hora después Plinio se reunió con don Lotario en el porche del Cementerio. El hombre, ésta es la verdad, llegó bastante desinflado. Pensaba en sus mismas palabras, las que dijo al agente Rovira: "Una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación". ¿Cuándo aparecería otra "operación"? Plinio se imaginaba meses y tal vez años por delante – y a él no le quedaban muchos – de aburrimiento y trabajo rutinario, sin entidad. Caminaba Paseo adelante y se rió solo recordando una idea de don Lotario en la última época de "sequía de casos". "Mira, Manuel, con esta sequía de casos que padecemos, va a ser menester inventarnos crímenes y robos para distraernos un poco."

Otra cosa que pesaba en el ánimo del Jefe era el no poder rematar él personalmente el caso Witiza. El tener que hacer las cosas con tantas ayudas le fastidiaba.

Con estas melancolías llegó y con estas melancolías se sentó en uno de los bancos de la capilla que había sacado Matías para mayor acomodo de los curiosos que tertuliaban por allí.

El Faraón evaporaba su baño de mosto y su sueño de gordo dormitando dentro del "Seiscientos" de don Lotario. Y éste se paseaba nervioso por los alrededores del Cementerio esperando a Plinio.

Cuando vio aspearse al Jefe, Paseo arriba con las manos en la espalda y la cabeza cincunfleja sobre el pecho, le entró desazón y salió a su encuentro.

– Pero, hombre, Manuel, ¿cómo vienes andando con esta calina? Haberme llamado por teléfono y te habría recogido.

Plinio, sin decir oxte ni moxte, se sentó, como quedó dicho. Y antes de responder, luego de destaparse la sesera, se enjugó con el pañuelo, desabrochó el cuello de la guerrera, escupió, se pasó los dedos por las comisuras de los labios, y sacó el paquete de "Caldo". Cuando empezaron a lumbrear los cigarros, el Jefe se dignó hablar.

– ¿Pues qué va a pasar, don Lotario de mi alma? Que en este puñetero caso estamos bailando al son que nos tocan sin poner una libra de nuestra parte.

– Explícate.

– Hombre, que como diría la Rocío, estamos al olor de la pescadilla que nos han traído, sin saber buscarla en la despensa como está mandado a "la detectivesca de pro". Que nos lo han dao to en bandeja sin haber hecho estos días otra cosa que rondar al muerto. Porque, a ver si usted me entiende, así que los secretas de Barcelona nos localicen a Rufilanchas… que es cuestión de horas, sin que hayamos hecho otra cosa que mendruguear… se acabó la historia. Nos mandan el muerto. Nos lo descubren. Y nos van a decir quién es para mayor comodidad.

– Pero bueno, cuéntame lo que ha pasado ahora.

Plinio le comunicó las noticias que trajo Rovira y cómo estando así las cosas, sus diligencias – las de don Lotario y él – quedaban totalmente concluidas, porque escuchar el cante de Rufilanchas carecía de emoción y era ya más obra de Juez que de guardias.

Cuando Plinio acabó su explicación con moral tan caída, el veterinario le echó una media sonrisa y movió la cabeza como diciendo: "Y qué niño es este Plinio".

– Pero, hombre, Manuel, no me seas de tu pueblo, que tienes más amor propio que doña Lucía Romero, la que decía que no era suyo su hijo Toribio porque nació bizco. ¡Puñeto! Que Dios le da agua al que tiene viñas, que quien no las tiene ni se entera que llueve. Y da suerte al que sabe aprovecharla, porque el tonto o ciego de caletre no tiene suerte nunca, aunque le caigan los duros en los zapatos. ¿Quién ha puesto, hombre de Dios, en camino derecho a los secretas de fuera sino nosotros con nuestras indicaciones? ¿Quién lleva aquí la batuta y qué se hace sino lo que nosotros decimos? Si hubiésemos sido unos cimas, en vez de decirles que nos buscaran a Rufilanchas y al señor de la Cámara, que nos han traído al camino más corto y propincuo la solución, habríamos dicho, qué sé yo, que nos buscaran a Lorencete el de la Glorieta. ¿No me entiendes, Manuel? Dada la forastería del caso no teníamos otro remedio que decir a los sabuesos de la B. I. C. lo que tenían que hacer aquí y allá para certificar nuestras sospechas y vislumbres. Sí, Manuel, el que juega, unas veces recibe y otras echa las cartas. Y nosotros esta vez hemos tenido que echarlas, echar las cábalas, para que nos responda el contrario… El juego todavía sigue y lo fijo es que las diez de monte sean nuestras… Y aunque no lo fueran, al menos hemos sido nosotros, y a nuestro placer, los que hemos llevado la partida.

– Puestas las cosas así, no le falta a usted un poco de razón. Pero que a mí no me gustan ayudas, que a mí lo que me gusta es guisar en mi cocina, con mis especias y cacerolas, sin que me echen cables todo quisque y esperar a que suene el teléfono.

– ¡Ay, Manuel, Manuel, que cada trabajo tiene su aquél! Y éste lo hemos llevado como Dios en lo que daba de sí. Sabiendo en todo momento separar el grano de la paja de lo que aquí se ha dicho… Y eso sin contar el acierto de haber puesto el muerto en escaparate. Ésa ha sido la clave de todo el éxito.

– Pues ese acierto… fue del Juez… Y lo que también me chincha un rato es que en vez de tratarse de un crimen serio, con empaque, sea una broma entre estos gamberros de la m… Claro que si yo fuera Juez les iba a caer buena.

– Querrás decir si tú fueras Código.

– ¡Imbéciles!

– Y luego, Manuel, una cosa, que los crímenes y casos no son como uno los quisiera, sino como vienen… Yo muchas noches sueño si nos hubieran encargado a ti y a mí de investigar el asesinato de Kennedy… Pero como aquí en Tomelloso no matan Presidentes de la República, pues hay que chincharse y conformarse con gamberros y robaespigas.

– Yo me apañaba con que mataran a un alcalde disparándole, pongo por caso, desde la Posada de los Portales. ¡Qué días, qué días nos íbamos a pegar, don Lotario!

Y ambos empezaron a reírse como niños.

Y en la risa estaban cuando salieron del Depósito Celedonio Canales el Rico y Florentino García el Desgraciao.

Celedonio Canales al ver a Plinio dijo al Desgraciao:

– ¡Coño!, mira quién está aquí: el sheriff.

Celedonio Canales casi siempre reía entreenseñando las encías; y como besugo, con los ojos a medio párpado. Rechoncho él, solía hablar levantando mucho el bracete derecho como amenazando sentencia. Por el contrario, Florentino García el Desgraciao, alto y reseco, tenía el rostro inmóvil, sin otro dato retenible que la mirada, pues siempre ponía los ojos como si mirase por encima de unas gafas que no llevaba.

Y le llamaban el Desgraciao porque era hombre al que nada daba gusto, y sólo sabía noticias de muertos, pedriscos, sequías y filoxeras. En los entierros lo pasaba tan ricamente y en los bautizos y bodas – la verdad es que casi nadie lo invitaba – se pasaba la ceremonia y el banquete vaticinando desgracias y tiberios: "Pobre hijo, ¿pa que habrá venío a este mundo, que es una alberca de podre?" – decía al recién nacido.

Y a los contrayentes: "Hala, sinaco, ahora a darle de comer toa tu vida a la Martina, y a todo lo que te traiga el uso del matrimonio como manda la ética".

Celedonio y Florentino se acercaron a los de la Justicia con gana de plática. Se veía que habían venido a echar la tarde a la vera del tieso.

– Nos sentaremos un ratico, que llevamos más de una hora mirando a ese pobre hombre y se nos han quedao las piernas firmes… Cucha, cucha cómo no puedo doblarlas – y payaseaba el Celedonio andando sin doblar las rodillas.

– Sí, hombre, sentaos. ¿Y cómo va esa salud, Celedonio? – le espetó Plinio para evitar preguntas. Porque sabía que a Celedonio, echándole tema, el que fuere, a él se agarraba hasta el hastío.

– Hombre, Manuel, de salud muy bien, muy requetebién, pero de pita, nada. Definitivamente, nada.

– ¿Pero así estás, Celedonio? – le dijo Plinio sin poder contener la risa.

– Como te lo digo. Muerta total. ¡Qué desgracia, Manuel! ¡Eso sí que es una desgracia! ¡Mecagüendiez! Porque hasta el año pasado, sabes, me iba defendiendo. Pero desde el año pasado pacá, mismamente como una corbata.

– ¿Pero súbito?

– Hombre, súbito, súbito, no. Pero de muerte natural. A ver si me entiendes – decía el Rico con una mano en el aire y los ojos la mitad sopárpado y la otra mitad soluz -… Hasta los cuarenta años. ¿Pa qué voy a contarte? Bastaba la presencia de un brasero o mismamente que me diese el sol en semejante parte, sin presencia de gachises ni cosa con faldas, para que aquella fierabrasa compareciese con la energía de un quinto alemán. ¡Qué hermosura de tiempos…!

En este punto de la biografía de sus vergüenzas estaba Celedonio, cuando vieron que el Faraón salía del "Seat" a tirones y congestionado. Al columbrar la tertulia, se allegó a ellos, frotándose los ojos y bostezando a toda apertura.

– ¿Qué os contáis, muchachos?

– ¿Qué, has echao un sueñecillo? – le preguntó Plinio.

– Un poquito… Por más que me da el aire no se me va el olor a venencia – añadió oliéndose.

Plinio y don Lotario se rieron.

– Me siento, con la venia de ustedes – dijo el Faraón bostezando otra vez

– Pues como os iba diciendo – continuó Celedonio que en cuanto empezaba discurso era cotral y particularmente si era relativo a la parte de la ingle, que era su tema preferido – desde los Reyes pacá que ya no soy hombre a ninguna hora.

– Anda, puñeto – dijo el Faraón mesándose el cogote-; algo menos será.

– Nada de menos. Y sigo. Decía que hasta los cuarenta todo fenómeno. Casi en demasía, las cosas como son. Porque a veces tenía uno que buscar sombras y posturas para presencia decorosa. Entre los cuarenta y los cincuenta… lo que se dice un buen pasar. Nada de comparecencias injustificadas. Las cosas a su tiempo. Así que había guateque, había respuesta puntual. "En el momento deseado – como dicen las cajas de Laxembusto – el efecto apetecido". Que es como debe ser. ¿Para qué tanta pólvora en salvas? Entre los cincuenta y los sesenta, francamente, no me pude quejar. La pobre mía, bien es verdad que de vez en vez se tomaba unas vacaciones largas, pero cuando la llamaban bien llamada, acudía donde fuera con muchísima dignidad. Nunca me dejó mal. Y siempre le estaré muy agradecido.

– Y ya se jodió… – dijo el Faraón riéndose.

– En estos últimos años, la pobrecica hizo lo que pudo. Era poco ¿tú me entiendes?, pero en los ratos que podía me daba mucho consuelo… El priapismo matinal que dicen los médicos o "la fuerza del orín" como lo llamaba el pobre Manolo Noblejas, le bastaban a uno para sentir su compañía… Porque aprovechando esa gloria mañanera, si uno era raudo, todavía se podía hacer algo.

– Tenías que ser muy raudo.

– Coño, Faraón, ya procuraba yo despertar al lado de quien debía. ¿Tú me entiendes…? Pero ahora ya, la pobre, ni por la mañana ni por la noche, ni los días de fiesta ni de diario… Siempre está como una liebre dormida. Sin conocimiento ni casi respiración.

– Pues chico, así estás más tranquilo – le dijo el Faraón.

– No, señor, Antonio Faraón – dijo Celedonio en tono muy enérgico y moviendo el índice a la altura de las narices redondetas del corredor de vinos -. No, señor, porque yo no he tenido hijos, ni perros, ni gatos, ni codornices, ni tórtolas. Ni me ha gustao el fútbol ni casi los toros, y dentro de mi modestia, mi único consuelo, mi única ilusión, sabes, voceras, ha sido mi pita… Con ella iba yo donde fuera tan ufano. Aunque no la usara, tú me entiendes. Pero allí estaba, segura, dispuesta a tronar en cuanto pintara pájaro. Era mi mejor amiga, tan leal, tan compañera, tan cariñosa, siempre conmigo, segura de que no le iba a faltar alpiste ni bebedero, porque yo me cuidé de eso muy requetebién durante toda mi vida… Tú sabes la tranquilidad que da a un hombre el saber que lo es. Que va por el mundo tan entero, pudiendo hacer cara a cualquier sujeto que le salga al camino… Eso no tiene precio. No hay amigo, novia, mastín, viña ni casa que lo compense… Y no ahora. Desde hace seis meses, qué complejo el mío, qué caída de ánimo. Porque veo por ahí a las mujeres, tan buenismas como están… y cuando las estoy mirando, encanao, con la cabeza llena de luces, de pronto me pongo a pensar y me digo: "Pero Celedonio de mi alma, ¿adónde vas? Si tú ya no tienes madre. Y si ésa se vuelve y te da cara, qué vas a hacer tú, pobre mío, sino bajar los ojos y decirle: perdóname, paloma, que ya se acabó lo que se daba y de hombre sólo me queda el semeje. Perdóname y sigue tu camino, que yo no valgo más que un retrato para lo que tú piensas…"

Cuando acabó el hombre su sentida oración por aquello que decía faltarle, que por cierto la acabó con la mano derecha sobre el pecho y la izquierda al aire como si cantara una romanza, todos los presentes empezaron a reírse.

– ¡Ay, que puñeta de Celedonio éste!

– … Si es que todavía me gustan, maldito sea el cuero…-Y en broma o en serio sacó el pañuelo, y secó una lágrima que le bailaba en el medio ojo visible, que le caía a la derecha parte de la nariz.

– Es que no somos nadie, nadie en este valle de lágrimas. Esto es un engaño – colofoneó el Desgraciao.

– Ya está aquí Jeremías – rezongó el Faraón.

Celedonio había quedado mirando con sus ojos acuosos el suelo, después del planto, sin dejar de mover la cabeza en señal de incógnita lamentación, hasta que al fin reanudó el discurso:

– … Cuánta pena me da venir al Cementerio. Pena y gusto. Pena porque uno tiene aquí ya más amigos y parientes que en la plaza. Y gusto por saber lo bien acompañado que me voy a hallar aquí el día que el campanero me repique por triste.

– Te advierto – le cortó el Faraón – que los que viven aquí están peor que tú de eso que le llaman el caño de la orina.

– ¡Huy qué lástima! Ya lo sé. Eso es lo primero que se come el fisco gusanero… Te advierto que a veces pienso si en el cielo habrá un cercao especial para las prendas masculinas.

Todos rompieron a reír.

– Que siendo piezas tan maestras como lo fueron en la vida, no las va a dejar Dios hechas átomos, sin el menor consuelo.

– Siempre está pensando en lo mismo – dijo Plinio, que era muy púdico.

– Pues si te parece voy a pensar en el concurso de castillos de arena. Cada uno a lo suyo, a lo que le da presencia y orgullo en la vida. Para mí no ha habido otra cosa. Comer, siempre comí porque no había más remedio. Beber, por matar el gusanillo. Dormir, lo preciso. La fornicativa en lo propio y en lo ajeno fue mi única empresa. Para mí, pero desde muchacho ¿eh?, el sexto mandamiento, letra muerta. No robar, no matar, creer en Dios, amar al prójimo en lo posible… Y digo en lo posible porque hay muchos… y a todos los demás mandamientos, corriente. Pero el sexto, a hacer puñetas. Cada vez que me confieso se lo digo al cura, no creáis. Y el pobre se ríe. ¿Qué va a hacer? Como yo le digo, luego de arreglar a una prójima, de cargo de conciencia, nada, pero nada. Más contento que unas pascuas. Y deseando repetir la fiesta… Coño, que se me pasa saludar a un amigo como Dios manda, falto a un entierro o no doy limosna al pobre que me pide, y lo paso fatal… Pero ya digo, cuando hago la picardía con alguna… mejor dicho, cuando la hacía, se me salía la satisfacción por la corcheta.

– ¡Qué hombre éste más verde! – repitió Plinio-. Bueno, y del muerto, que supongo que es para lo que has venido aquí, ¿no me dices nada?

– ¡Pobre hombre! ¿Qué quieres que te diga? Que a ver si le dais sepultura última para que descanse de tanto miramiento y alteración.

– ¿Pero no te recuerda a alguien?

– Así como recordar… Me recuerda a la muerte. No más que eso. ¿Te parece poco? Que yo no sé cómo andáis con tanta búsqueda y trabajos. Cuando un ser está ya muerto, todo lo demás son músicas y trabajos. ¡Muera la muerte, coño! Muera la muerte, puta, fría, ráfita y destructora de todo buen vivir.

– Pero, hombre, no te pongas así. ¿Y si lo ha matado alguien? – adujo el Faraón.

– ¡Qué va! A un hombre de esa edad no lo mata más que el corazón o la cal de las venas… Te advierto que yo he venido porque me dijeron que podía ser de Tomelloso, y como me conozco a los treinta mil habitantes del pueblo uno por uno, me dije: "Pues a ver si les puedo echar una mano". Pero éste no es de aquí. Éste es un pobre muerto que han engañao.

– Sí, sí…-rezongó el Faraón-a él no sé quién lo habrá engañao, pero a mí…

– ¡Cállate! – ordenó Plinio.

– Coño, callo.

– Hombre, que uno es de confianza, decid lo que pasa – se quejó Celedonio.

– Ya está todo dicho y si no lo conoces, se acabó el hilo.

– Bueno, Jefe, qué barbaridad, no se ponga así, pues anda – se excusó enseñando las encías.

Se hizo un silencio embarazoso, que Celedonio lo rompió continuando el monólogo sordo contra la muerte que había empezado:

– ¿Por qué nos tenemos que morir? ¿Qué hemos hecho? ¿Quién nos pidió permiso para este viaje al túnel sin final? Muerte maldita que arruga las carnes, se lleva la pelambre, despide los dientes, apaga los ojos, agarrota los remos, mancha la piel de escamas y pecas, quita el color a las cosas, deja la tetas colgonas, los culos sin curva, las piernas resecas, los caletres sin memoria, el paso vacilante…, y el ángulo final del vientre como un pámpano seco.

– Ya salió otra vez. ¿No te digo? – comentó el Faraón.

– ¡Sólo para morir nacemos! – suspiró el Desgraciao.

– ¡Pues no se nace! A quedarse en leche pa toda la vida. Eso sería lo justo – dijo casi llorando de indignación.

Y la verdad es que todos quisieron reír ante la última ocurrencia de Celedonio, pero no sé qué calor le echó a su imprecación, que la risa se quedó en el forro de los labios sin florecer.

Un rayo de sol rojizo le daba en la frente. Los pájaros altos echaban piares seguidos, como hilos. Y las puntas de los cipreses que asomaban sobre los bardales del Cementerio, en su tenso apuntar hacia el azul, parecían en extraño acuerdo con el verbo desesperado de Celedonio el Rico.

– Yo no quiero morirme, coño, no quiero morirme. Que aun así como estoy me conformo. Y quiero seguir fumándome pitos por la mañana temprano, viendo a las mujeres venir del mercado y a los muchachos ir a la escuela. Viendo al cura pasar a su misa y a las viejas seguirle con el reclinatorio a rastras. Quiero leer el "ABC" en el San Fernando, tomarme una caña con mis hermanos y amigos a eso de la una; comer luego a la paz de mi balcón con mi pobre mujer enfrente; dormir la siesta en el sillón de orejas y volver a la terraza del Casino a la caída de la tarde, para hablar como siempre de arrobas de vino, de avenas maduras, de trojes, de azufre, de olor a vinazas; de las mozas que fueron y uno se pasó por la colcha; de los viejos amigos que nos hicieron reír y llorar y ya tomaron billete en el taxi negro… De las comilonas de antaño, de las tardes en las viñas palpando pámpanos y sopesando racimos; de los otoños vendimiadores… Y luego el invierno, cuando los vinos ya están posados y les salen novios…

En este trance estaba el emocionado y desesperado discurso de Celedonio el Rico, cuando salió Matías y dijo a Plinio que desde Alcázar lo llamaban por teléfono. Al oír el recado se le avivaron los ojillos y entró rápido. Don Lotario fue tras él… Mientras el Jefe escuchaba más que hablaba por teléfono, don Lotario se roía las uñas.

– Muy bien – concluyó Plinio-, esta noticia es buena. Mil gracias.

Colgó y volvió junto a don Lotario frotándose las manos.

– Ya saben la pensión de Madrid donde suele parar Rufilanchas.

– ¿Cómo se llama?

– Larache. Pensión Larache.

Me suena a mí mucho esa pensión.

– Han dado orden a Madrid para que hagan una información de quién vive en ella.

– Del pueblo hay, o al menos ha habido, gente allí. Estudiantes y eso. Mil veces lo he oído.

– Dicen también que la familia de Rufilanchas ha dado su palabra a la policía de que en seguida que tengan noticias de él le dirán que se presente aquí.

– Bueno… Eso ya es otro cantar.

– Éstos son bromistas. Bromistas con muy mala sombra, pero no delincuentes. Saben hasta dónde pueden llegar.

– Veremos a ver.

Salieron al porche. Allí seguían con su plática los que con su plática dejaron. Se veía que Celedonio quería agotar la jornada.

Guardia y albéitar quedaron un poco separados, encendiendo un cigarro. Las sombras emborronaban ya los paseos y en el pueblo habían encendido las luces. Plinio se acercó hacia el corro.

– Oye, Celedonio.

– ¿Qué se ofrece, Jefe?

– ¿Tú sabes dónde está en Madrid la Pensión Larache?

– ¡Hombre! ¿Cómo no voy a saberlo? Si allí van muchos estudiantes de Tomelloso. Mis dos sobrinos, los gemelos, viven allí.

– ¿Han venido ya de vacaciones?

– Pues no sé qué diga. Pero si no han llegado deben estar al caer, porque las fechas en que estamos…

– Llama a tu hermano, anda, y pregúntale. Pero por favor, no digas que es cosa mía.

– ¿Es algo malo?

– Qué ha de serlo. Es que quiero informarme si ha pasado por allí cierta persona.

– Vale. Voy como una bicicleta – y se encaminó para donde estaba el teléfono.

Salió Matías.

– Jefe, si le parece ya podíamos cerrar el Depósito.

– Pues sí, cierra.

El campo estaba quedo y silencioso. El pueblo parecía flotar en la lejanía. Sólo interrumpía aquella placidez el paso de algún coche por la carretera próxima. Los que aguardaban fumaban en silencio.

Salió Celedonio frotándose las manos.

– Manuel, dice mi cuñada que los gemelos vienen esta noche en el coche de Madrid. Dentro de una hora. Le he preguntado por el de Alejandro Lucas, que también vive allí. Ése, por lo visto vino anoche, pero en seguida se fue a la casa que tienen en el monte.

– ¿Es que su familia está en el monte? – preguntó Plinio.

– No sé… Te cuento lo que me ha dicho.

– Gracias, Celedonio… Yo creo que nos podíamos ir yendo al pueblo, que aquí ya hemos esquilado todas las ovejas. Y ánimo, Celedonio, que las cosas y la vida misma hay que tomarlas como vienen.

– Ea, a ver qué coña. ¿A quién reclamas? ¡Te digo…!

Matías volvió a salir:

– Otra vez el teléfono. Esta vez es para usted, Antonio- dijo al Faraón.

– ¿Para mí? ¿De parte de quién?

– No me lo ha dicho. Es voz de hombre.

– Ves tú, eso de que sea hombre le quita ilusión a la cosa – dijo mientras marchaba.

– …Por muy embalsamado que esté ese pobre empieza a oler un poquillo – comentó Matías.

– ¿Sí?

– Hombre, de eso entiendo yo un rato. Los olores a muerto los percibo a la legua. Me he criado entre ellos.

– ¡Ay, Dios mío! – suspiró casi con gusto el Desgraciao al oír aquella ricura.

– Si es que son muchos días al aire – siguió Matías- y muy trajinao. Y un muerto, digan lo que digan, resiste menos que un vivo.

– A ver si de una vez podemos darle reposo a este pobre – dijo Plinio.

– ¿Qué, nos vamos, Manuel? – preguntó impaciente el veterinario.

– Espere usted a ver si sale el Faraón… Y tú, Celedonio, nos acompañas a recibir a tus sobrinos al coche de Madrid.

– No faltaba más.

Salió el Faraón secándose el sudor de la calva y un poco serio, pero explicó en seguida:

– Na, eran cosas de mi negociejo.

– Entonces, ¿te vienes para el pueblo?

– Claro, ¿qué voy a hacer aquí? Pero me voy en el coche de Celedonio, que es más cómodo. No se me enfade, don Lotario…

– Quita, hombre. Menudo peso me quito de encima.

Decidieron esperar la llegada del coche de línea que venía de Madrid sentados en la terraza del Bar Alhambra. Pidieron una sangría. Estaban todos los que del Cementerio salieron, menos el Faraón, que marchó a su casa.

Plinio oía hablar a sus contertulios un poco distante y modorro.

El cansancio y sus meditaciones lo tenían fuera del corro. No llevarían media hora cuando notó que alguien le tocaba en el hombro.

Era Juanito el camarero.

– ¿Qué hay?

– Señor Manuel. El señor Juez le llama. Está allí, en la puerta del bar.

Se levantó y sorteando mesas y sillas que ocupaban casi hasta la mitad de la plaza y entre la curiosidad de todos llegó a donde el Juez le esperaba. Éste, para disimular, lo tomó del brazo y empezaron a dar paseos por la acera, desde la carnicería de los Paulones hasta la calle de Galileo.

Plinio, a requerimiento, resumió los últimos episodios de la jornada y dijo lo que allí esperaban. El señor Juez le escuchó con mucha atención y añadió cuando concluyó:

– He tomado declaración a los detenidos y han confirmado las previas que le hicieron a usted. A don Lupercio y a su novio los he enviado a Alcázar. El Pianolo y su hijo están, de momento, en libertad provisional.

– ¿Por qué? – preguntó el Jefe con la natural extrañeza.

– La mujer del Pianolo, que lleva muchos años enferma del corazón, se ha puesto muy grave a consecuencia del disgusto. Me lo ha certificado el médico… La mujer está sola en su casa. Los he dejado en libertad cuarenta y ocho horas con obligación de presentarse al Juzgado dos veces por día.

– Y… ¿no ve usted causa para procesarlos?

– Naturalmente que sí. Pero aunque muy bestias, son buena gente. Esa pobre mujer ha sufrido mucho con tal marido y tal hijo.

Cuando marchó el señor Juez, Plinio quedó solo en la puerta del Bar Alhambra dándole vueltas a la enfermedad de la mujer del Pianolo y libertad provisional de éste y su hijo. Y después de unos minutos de titubeo, se entró al teléfono y llamó al Faraón.

– ¿Qué pasa, Jefe? – se oyó la voz de Antonio.

– ¿Se te ha ido ya la peste a madres?

– Quiá… Cómo empapa eso, Manuel. Yo creo que hasta el canuto de los huesos lo tengo saturao.

– Oye… Que me acaba de decir el señor Juez que ha puesto en libertad provisional al Pianolo. Lo digo para que lo sepas y te andes con cuidado.

– Se lo agradezco, pero no creo que el pobre esté ahora para nada. Ya me he enterado de lo de su mujer.

– Te enteras de todo en seguida.

– Que este mundo es un pañuelo… y uno es así de bacín.

– Entonces ¿sabías también que estaban en libertad el Pianolo y su hijo?

– No… palabra que no.

– Bueno, bueno… hasta más oír.

– Esta noche nos veremos en el Casino.

– A lo mejor. Adiós.

Plinio salió a la puerta del bar y quedó mirando hacia la calle de Socuéllamos, por donde debía venir el coche de Madrid. Luego, medio distraído, dio dos paseítos cortos, alibajo, de hombre inseguro.

Don Lotario, que no lo perdía de vista, dejando con la palabra en la boca a sus compañeros Celedonio el Rico y Florentino el Desgraciao, fue hacia Plinio.

– ¿Qué haces con la cabeza baja y dando vueltecillas, como si buscaras una aguja?

Plinio le contó la conversación con el Juez.

– ¿Y es eso lo que te inquieta?

– No.

– ¿Entonces?

– No sé. Pálpitos… pálpitos… Me ha dado por pensar en el telefonazo que le dieron al Faraón cuando estábamos en el Cementerio. ¿Se acuerda usted…? Y en la voz que tenía – continuó Plinio – ahora cuando he hablado con él… No hablaba con su natural.

– Yo respeto mucho tus pálpitos, Manuel, pero si no te explicas…

Plinio quedó mirando a don Lotario con aire impertinente:

– Mire, don Lotario, me desilusiona usted mucho. Palabra.

– Pero, coño, Manuel.

– De verdad se lo digo – repitió con disimulado mal genio.

Hubo un silencio en que don Lotario quedó achicadísimo y con cara triste. El Jefe continuó con el mismo tono impertinente:

– ¿Usted cree, y ya se lo he dicho alguna vez, que yo podía ser tan buen policía como ustedes dicen que soy, si sólo me basara en lo que veo y oigo? Hay otra cosa, amigo. Otra cosa. Algo parecido a lo que dicen que hace temblar el corazón de los artistas.

– Pero, hombre, nunca te he visto así. ¿Qué te he dicho yo?

– ¿Usted sabe – continuó ensimismado – por qué pensé en que don Lupercio podía haber robado el cadáver deWitiza? ¿A que no?

– Francamente, no.

– Pues lo pensé al ver revolar unas mariposas junto a la ventana de la "Sala Depósito". Chúpese usted ésa.

– ¿Unas mariposas?

– Sí, señor. Unas mariposas.

El veterinario quedó muy sorprendido. En seguida dio muestras de recuperación.

– …Te advierto, Manuel, que la soberbia, que nunca fue tu vicio, entontece a los mortales.

– Pues ya he sido demasiados años listo, de modo que aunque me entontezca el resto de mis días, no hago nada de más.

– Me dejas perplejo… Bueno, bueno, llevas un día muy agitado y se te han desajustado los nervios. Anda, echa un pito, que no es cosa de que riñamos a la vejez.

Plinio, al ver la petaca en el aire, se pasó ambas manos por los ojos, tomó el cuero y esbozó una tierna sonrisa.

– ¡Ay, don Lotario de mi alma! Lleva usted razón. Cuando me da el telele, o sea un pálpito, me pongo inaguantable.

– Es natural. Pero me tienes que explicar bien eso de las mariposas.

– Hombre, es muy fácil,, ¿Usted no recuerda…?

Eso decía cuando se oyó el bocinazo del coche de Madrid que irrumpía triunfal en la Plaza.

– Por favor, llame usted a Celedonio para que nos cubra un poco el encuentro, que ahí está el coche.

Después de tocar unas cuantas veces más el claxon con júbilo de verbena, cruzó la Plaza y se detuvo en el lugar de su parada habitual. Allí lo esperaba Palacios, el administrador de la línea. Gentes de todos los puntos de la Plaza corrían hasta la parada para ver si venían sus viajeros. Familias enteras que esperaban a sus soldados, estudiantes o enfermos recién operados que llegaban de la capital. Curiosos y desocupados que inspeccionan todas las entradas y salidas del coche; maleteros, el de los periódicos y los que esperaban pequeños paquetes y encargos.

Plinio, don Lotario, el Rico y el Desgraciao echaron a andar hacia el gran corro de los que aguardaban.

Encendidas todas las luces del interior del coche, se veía a los viajeros de pie. Unos avanzando lentamente por el pasillo. Otros, inmovilizados en su asiento por falta de espacio.

– Allí están los papás – señaló Plinio a don Lotario.

Éste vio, en efecto, a don Sebastián, un caballero alto, muy bien vestido y con cara de pocos amigos. Junto a él su señora muy gruesa, que se abanicaba con una furia impropia de la moderada temperatura de aquella noche.

Los que esperaban, sobre todo los candorros, se agolpaban de tal forma ante las puertas del coche que apenas podían descender los viajeros.

– Ahí están mis sobrinos – señaló Celedonio.

Eran dos jóvenes como de dieciocho años, totalmente iguales de cara y tipo, con camisas de colorines vivos, pantalones vaqueros y abundantísimo cabello rubio.

– Coño, que ye-yés que vienen – exclamó el tío.

– En cuanto saluden a los padres y mientras les bajan las maletas, te acercas, y les dices que me urge hablar con ellos.

– De acuerdo, pero mejor que te vayas tú para la casa de mi hermano. Allí nos esperáis. Yo los preparo por el camino.

– No me parece mal plan. Vamos, don Lotario… Tú diles que es cosa de na.

– Descuida.

Plinio y don Lotario tomaron el coche, que quedó en la puerta del Ayuntamiento, y tiraron hacia la casa de los gemelos.

En la puerta de la calle estaba sentada la criada. Se asustó un poco al ver que el Jefe se dirigía a ella, pero en seguida arreglaron el asunto con muy buenas palabras y los pasó al patio. Azulejos, una bonita sillería de mimbre y escalera de mármol.

Ambos amigos se sentaron en el sofá, liaron sus cigarros y a esperar.

– Se está fresquito aquí, ¿eh? – preguntó Plinio.

– Es muy buen patio éste – contestó don Lotario que parecía preocupado después de la escena de la plaza.

Plinio no volvió a decir palabra. Chupaba del cigarro, echaba sus humos, se sacudía la ceniza que le caía en el pantalón y pensaba en no sé qué.

Por fin se oyó ruido en la puerta. La criada intentó decir algo, pero el señor la cortó:

– Ya lo sabemos, ya…-y entró el primero con aquella cara sin posible risa que Dios le dio.

"No parecen hermanos Celedonio y él – pensaba Plinio -. El uno tan festero. Y éste, con ese trancazo de tristeza que le debieron sacudir en el mismo umbral de la vida."

Plinio y don Lotario al verlo entrar se pusieron de pie.

– Buenas noches – dijo seco.

Y se quedó plantado ante ellos sin añadir palabra. En seguida entró la madre entre los dos hijos. Por último Celedonio, haciendo muecas para tranquilizar a Plinio.

Fueron saludando todos de forma no muy expresiva y permanecieron de pie. Por fin el padre dijo a la concurrencia:

– Sentémonos.

Cada cual se acomodó en la silla que tenía más a mano y don Lotario y Plinio volvieron a sus asientos.

– Perdonen ustedes este recibimiento, pero el señor Juez, por no alarmarles, ha preferido que yo haga a sus hijos unas preguntas sin importancia.

– Muy bien. Empiece… Y acabe pronto porque no me gustan estas cosas.

Plinio prefirió no contestar y se dirigió a los chicos que estaban sentados muy juntos y con cierto desasosiego.

– Vamos a ver, muchachos. ¿Vosotros estáis hospedados en la Pensión Larache?

Los dos chicos se miraron y el de la derecha hizo un movimiento al de la izquierda que podía interpretarse como "contesta tú".

– Sí-contestó éste.

– Muy bien. ¿Vosotros recordáis si alguna vez ha parado en esa pensión uno de aquí del pueblo, que ahora viven en Barcelona, llamado Rufilanchas.

Volvió a repetirse la consulta muda y respondió el mismo:

– Sí. Va por allí bastante.

– ¿Cuánto hace que estuvo la última vez? – preguntó Plinio ya resueltamente al portavoz de la pareja.

– Poco tiempo.

– ¿Como cuánto?

– No… sé.

– ¡Haz memoria! – le ordenó el padre.

– Sebastián, déjalos – le rogó la esposa, que desde que vio al policía en su casa parecía arrugada y con ganas de llorar.

– Menos de un mes…, creo.

El gemelo de la derecha movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Y qué vida hacía en la pensión Rufilanchas?

– Bueno, él siempre paraba pocos días – contestó muy de seguido el de la izquierda – como es transportista y eso.

– Ya, pero ¿comía y cenaba allí? ¿Os contaba cosas? ¿Hacía tertulia con los demás huéspedes?

– Sí, señor. Es muy gracioso y nos hacía mucho de reír.

– Bien. Vamos a ver si me podéis ayudar un poco más. Este Rufilanchas (y esto que, de momento, por favor, no salga de aquí) ha confesado por escrito ser quien ha enviado el muerto famoso que ya tenemos tres días expuesto en el Depósito Judicial.

Don Sebastián y doña Lucía se miraron asombrados. Los gemelos también.

– Coño, qué me dices – exclamó Celedonio.

– Por favor, Celedonio, no seas grosero-le reprendió su hermano con la mayor severidad e interrumpiendo por un momento su estupor.

– Ya estamos con las groserías – rezongó el otro.

– Ese muerto lo ha enviado desde Madrid, según todas las probabilidades – continuó Plinio -. ¿Vosotros sabéis quién es?

– ¿Y por qué ha cometido ese hecho repugnante? – se interpuso el padre.

– Una broma… Ya sabe usted que es muy bromista… ¿Vosotros sabéis quién es?

Los gemelos se miraban con toda intensidad sin decidirse a hablar ninguno.

– ¿Cómo van a saber, los pobres? – dijo la madre indignada.

– Señora, por saber no se ofende a nadie – la tranquilizó Plinio.

– No, señor. No tenemos idea – contestaron los dos gemelos casi a la vez.

– ¿El no ha contado allí nada de eso?

– No, señor. Por cierto – dijo el gemelo que servía de portavoz-, creo que ese señor Rufilachas ha estado por allí hace dos o tres días. Recuerdo ahora que la criada de la pensión voceaba la otra mañana por el pasillo diciendo: "Señor Rufilanchas, señor Rufilanchas, que lo llaman por el teléfono".

– Ya. ¿Entonces vosotros no habéis oído allí hablar de la broma de enviar aquí un muerto?

Los dos gemelos movieron la cabeza. Y en seguida volvió a hablar el portavoz:

– Nosotros no éramos muy amigos de él. Con quien sí salía muchas veces era con Alejandro Lucas.

– ¿Me dijiste que había venido y que estaba en el monte? – preguntó Plinio a Celedonio.

– Eso es.

Plinio se levantó.

– Bueno, señores. Pues nada más. Y ustedes perdonen la molestia.

Salieron él y don Lotario, Celedonio y su amigo Florentino se hicieron los remolones.

– ¿Sabe usted lo que le digo? – preguntó Plinio a don Lotario cuando estuvieron en la calle.

– ¿Qué?

– Que esos chicos saben algo más.

– ¿Tú crees?

– Sí. La manera que han tenido de desviarnos hacia el de Lucas es muy típica en estos casos.

Fueron hasta la Plaza andando. Allí se despidieron para cenar.

– ¿Venimos esta noche al Casino, Manuel?

– Sí.

– ¿Y me contarás lo de las mariposas?

Plinio se rió:

– Sí, señor. Le cuento lo de las mariposas.

Cuando Plinio terminó de cenar quedó un rato en el patio, sentado, con su mujer y su hija. Ellas le contaban pequeñas cosas de la familia y amigos. Manuel, de vez en cuando, bostezaba.

– Manuel, hijo mío, ¿por qué no te acuestas?

– Luego. Tengo que dar antes una vuelta por la Plaza.

Sentía el pobre que la fatiga le agarraba todos los músculos de su cuerpo, pero no podía acostarse. ¿Por qué? Plinio no tenía que hacer nada concretamente, aparte, claro está, de ir al Casino. Pero sentía como si lo esperase algo muy importante que no recordaba bien.

Arrastrando los pies marchó de su casa casi a la medianoche. En la puerta del Casino se sentó con don Lotario y otros amigos habituales. El Faraón no tardó en llegar. Por tácito acuerdo nadie hablaba aquella noche de Witiza. La tertulia discurría entre monosílabos o vagas referencias. Plinio observaba al Faraón, constante animador, que aquella noche se limitaba a seguir las conversaciones que otros iniciaban, sin poner especial acento en cosa alguna.

Don Lotario a su vez observaba a Plinio, queriendo adivinar qué clase de preocupación lo mantenía allí, cayéndose de sueño.

Hacia la una y media varias personas señalaron hacia la calle Nueva. Un grupo que de ella salía, camino de la de Socuéllamos, llevaba un ataúd, coronas, candelabros, etcétera.

Las gentes que permanecían en la terraza del Casino suspendieron sus conversaciones, y mirando a los portadores de aquellos trebejos funerarios, hacían conjeturas sobre quién podría ser el muerto.

Fue el Faraón el que lo aclaró en seguida:

– Seguro que es la mujer del Pianolo.

Muchos asintieron al reconocer entre aquellos a algunos sobrinos y parientes del Pianolo o de su mujer.

– La pobre no ha podido aguantar – dijo con cierta amargura el Faraón.

Y levantándose añadió:

– Voy a ver qué ha pasao.

Y marchó arrastrando su enorme cuerpo, sin añadir comentario.

Plinio, desde el teléfono del Casino, dio orden a uno de los guardias para que con la mayor discreción se cercionarse si el destinatario de aquel ataúd era la mujer del Pianolo.

Pidió otro café y aguardó entre sus contertulios, que ahora, como es costumbre en estos casos, contaban la vida y milagros del Pianolo y familia durante varias generaciones.

Antes de media hora Manolo Perona, el camarero, avisó a Plinio. Marchó éste al teléfono y el guardia le confirmó la sospecha de todos. La mujer del Pianolo había muerto de un ataque de corazón hacia las doce de la noche.

Plinio le dijo a don Lotario al oído:

– Creo que debemos darnos una vuelta por allí.

– ¿Tú crees?

– Ya sé en lo que piensa usted. Pero nuestro deber es echar un vistazo.

Se despidieron del corro y marcharon hacia la calle de Socuéllamos

La puerta de la casa del Pianolo estaba abierta. En el portal, de pie y apoyada en la pared, se veía la tapa del ataúd. Entraban y salían mujeres de la vecindad llevando sillas que colocaban en el patio y habitaciones contiguas. El guardia entró con el veterinario. En el patio ya había varias personas sentadas. En una habitación que daba al mismo patio estaba la capilla ardiente. Varias mujeres enlutadas, sentadas en torno al ataúd, rezaban y suspiraban. El Pianolo, su hijo, el Faraón y otros parientes estaban sentados en un rincón penumbroso del patio. Plinio y don Lotario se aproximaron a ellos, dieron el pésame a Pianolo padre y a Pianolo hijo, y un poco apartados se sentaron en el patio para hacer un rato de vela.

No tardaron en llegar los periodistas de "El Caso", que se sentaron junto al guardia y le hicieron en voz baja varias preguntas.

El "gráfico" preguntó a Plinio si sería oportuno hacer alguna foto del duelo y de la difunta. Plinio le respondió:

– No se lo aconsejo ahora.

El Pianolo y el Faraón hablaban entre sí. El hijo, de vez en cuando, se secaba una lágrima.

Plinio, para sus adentros, sonreía al observar la nueva situación del caso Witiza.

En cierta manera, don Lotario y él eran ahora los sospechosos de haber causado la muerte de aquella señora.

A pesar de la hora, seguían llegando amigos y vecinos que tomaban asiento después de dar el pésame a los dos hombres. El estado de libertad provisional del Pianolo y su hijo hacía más atractivo aquel velatorio. Los periodistas se fueron en seguida. Plinio y su compañero se retiraron a las tres. En la esquina de la calle de San Luis cada uno tiró para su casa.

Cuando Plinio se estaba desnudando para acostarse había olvidado, tal era su cansancio, los pálpitos de la prima noche, sus discusiones con don Lotario y cuál era, de verdad, la verdadera posición de las piezas en el tablero. Cayó en la cama como un tronco añoso y se agarró a la almohada con furia de náufrago.

LUNES

Pero el sueño no estaba hecho para Plinio en aquellos días de junio. Y la teoría de los pálpitos parecía cierta. A las cinco de la mañana aproximadamente comenzó a picar el teléfono en su casa. Como era natural, él no lo oyó. Tuvo que ser su pobre mujer la que salió en camisón hasta el aparato.

Despertar a Plinio no fue cosa fácil. Hubo que zarandearlo muchas veces y decirle que lo llamaba Matías. Explicarle luego quién era Matías, qué era un teléfono y recordarle su obligación ineludible de escuchar por el aparato negro.

Plinio tuvo el buen acuerdo de refrescarse la cara antes de tomar el auricular. El agua lo volvió un poco a su realidad de Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

– ¿Qué hay, Matías?

– Algo, y muy gordo.

– ¿Qué?

– He oído gentes que entraban y salían en el Cementerio. Ruido de coches, gritos y voces…

– ¿Y quién son?

– No sé.

– ¿Cómo que no sabes?

– No, señor, que no me he asomao. Que he atrancao bien las puertas y ventanas y no me ha dao la gana salir.

– Pero bueno…

– Que no, señor, que no están mis hijos y tengo mucho miedo. Y yo no soy policía, sabe usted, que soy camposantero.

– Pero tu deber es cuidar del Cementerio.

– Sí señor, cuidar de las sepulturas y de los nichos, pero no de ladrones y creminales. Para eso están ustedes los policías. Así es que yo no he salió de aquí, ni pienso salir hasta que ustés vengan. Uno está en su derecho de ser cobarde.

– ¿Pero siguen los ruidos?

– No señor, ahora sólo se oyen gritos lejanos de vez en cuando.

– ¿Y qué gritan?

– No sé. Gritan.

– ¿Y por dónde han entrao al Cementerio?

– No tengo ni idea, ni pienso verlo hasta que ustés vengan, ya lo he dicho.

Plinio llamó a don Lotario y con genio de mil demonios y sin la menor curiosidad por los gritos del Cementerio, empezó a vestirse.

– Pues anda, rezongaba su mujer. Dichoso Cementerio. Os vais a tener que quedar a vivir allí.

Plinio se lavó de mala manera. Tomó un café con los ojos casi cerrados y encendió el primer cigarro con el gesto más desabrido del mundo.

Don Lotario también llegó con la cara color planta de pie. Como si en vez de estar ante un nuevo capítulo del apasionante caso Witiza, fueran al vulgar parto de una yegua.

Plinio montó junto a él, y tomaron el camino del camposanto, entendiéndose o intentando entenderse con monosílabos.

– ¿Y qué dice que pasa?

– Gritos.

– ¿De quién?

– No sé. Y que gritan. Y que hay gente. Y que tiene miedo.

– ¿Pero qué miedo, pero qué gente?

– No sé, don Lotario, eso dice. Miedo, gente, gritos.

– No entiendo.

– Ni yo. El caso es no dejarlo a uno dormir.

– A lo mejor esto es el pálpito que tenías anoche.

– Ya se me ha olvidao el pálpito.

– Pues anoche estabas que pa qué.

– Pues ya se me ha pasao.

– Mejor es así.

– No sé a qué puede obedecer esto, si prácticamente ya está todo acabado. Cuando apiolen los de Madrid o los de Barcelona al Rufilanchas se concluyó la monserga. Nos traerán en un plieguecito la declaración, enterraremos a Witiza donde se ordene, y se acabó la hazaña.

– Ya estás otra vez con tus pesimismos. Anoche me dijiste que te escamó la llamada telefónica que hicieron al Faraón. ¿Por qué?

– Me escamó entonces. Sin duda estaba yo un poco excitado. Hoy, al menos ahora, recién levantado, no le veo ningún misterio.

Plinio ordenó a don Lotario que se detuviera junto al Ayuntamiento y a una de las parejas de guardia les ordenó subir al coche. Desde el Ayuntamiento hasta el Cementerio fueron en silencio.

En el porche del camposanto no había nadie. Era el tercer día que veían amanecer desde sitio tan fúnebre. La cancela también estaba cerrada con llave.

– No, por aquí no han entrado – dijo Plinio a don Lotario.

Como no se veía a Matías por parte alguna, y no había forma de franquear la entrada, Plinio tocó con mucha reiteración el claxon del "Seiscientos". Al cabo de un rato se oyó una voz:

– Jefe, buenos días.

Era Matías, que le saludaba tras la persiana de la ventana que daba al patio del Cementerio.

– Venga, ven y abre, miedica.

– Claro, usted no sabe…

– Venga.

– Ya voy, ya voy…

Matías abrió con tiento la puerta de su vivienda, y mirando con mucho cuidado llegó, con el manojo de llaves en la mano, hasta la cancela del Cementerio.

– Que ya me he cansao de hacer de justicia… cada uno a lo suyo… yo sólo soy enterrador – dijo, abriendo y sin alzar los ojos, como justificándose.

Plinio, seguido de los suyos, y sin contestar a Matías fue hasta la puerta del Depósito.

– ¿Has visto si está el difunto? – preguntó al camposantero.

– No, señor, yo no he visto nadica. No he salido de mi casa ni pienso salir mientras vea o sienta cosas raras.

– Anda, abre.

– Desde luego, los ruidos y los gritos no fueron por esta parte.

– Abre.

El hombre hizo girar la llave y dejó franca la puerta de la "Sala Depósito". Plinio entró decidido.

Allí estaba, sobre la mesa de mármol, el desdichado difunto. A pesar de que la ventana estaba abierta, hedía bastante el cuerpo, como apuntó Matías la tarde anterior.

Plinio dio un vistazo por toda la pieza y no apreció nada anormal.

– Cierra.

Salieron y siempre encabezados por el Jefe se dirigieron todos hacia las puertas secundarias del Cementerio Viejo, única entrada posible. No tardaron en encontrar lo que buscaban. El candado de la primera puerta estaba aserrado y la hoja de hierro entreabierta. Los que estuvieron allí aquella noche nada hicieron por disimular su visita.

Todos quedaron en silencio mirándose, sin saber qué partido tomar.

– Explícanos despacio lo que pasó – dijo Plinio a Matías.

– Como le dije por teléfono, hacia las cuatro de la madrugada me despertó un ruido de voces y gritos.

– ¿De una sola persona?

– No, de varias. Se alejaron luego. Yo me asomé a mi ventana y claro está, no veía nada, porque ya sabe usted dónde da. Y haciendo oído no dejaban de oírse las voces y los gritos, aunque lejos. Después oí pasos y risas y palabras sueltas. Y después el ruido de un coche, o lo que fuera, que se iba.

– ¿Y qué mas?

– De vez en cuando, gritos. Gritos de uno solo. Gritos de muy lejos.

– ¿Duraron mucho esos gritos de uno?

– Desde que se lo dije a usted hasta ahora mismo.

– Pues ahora no se oyen.

– Cinco minutos antes de llegar ustés los oí por última vez.

– ¿Y qué gritos eran?

– No sé. No se entendía bien lo que quería decir. Gritos eran.

Plinio ordenó que cada uno de los que componían el grupo: don Lotario, Matías, los dos guardias y él avanzasen por una parte distinta del Cementerio mirando

y haciendo ruido… Pero no hubo tiempo de empezar el despliegue. Apenas había indicado los itinerarios, Matías dijo:

– Cucha, cucha, cucha…

Todos hicieron oído. Nada se oía.

– Parece que pide socorro – dijo Matías.

– Venga – dijo Plinio-, vocear todos. -¡Haaaa, haaaa, haaaa!

Plinio, después de varios gritos, como si dirigiese una orquesta, les mandó callar.

Fue muy buena maña, porque en seguida se escuchó con claridad la voz desesperada y ronca que gritaba:

– ¡Socorro!

– ¿Dónde estás? – respondió Matías ya decidido.

– ¡Socorro!

Matías avanzaba con cautelas de furtivo.

– ¿Dónde estás? – repetía.

– ¡Socorrooo!

Con esta comunicación intercambiada fueron orientándose poco a poco. El que voceaba, cada vez más animado al encontrar eco, echaba el resto:

– ¡Aquí! ¡Aquí!… ¡En una sepultura! – se percibió claramente.

Al oír esta aclaración, Matías avanzó más sobre seguro.

Llegó un momento en el que los gritos se escuchaban muy cerca. Matías quedó parado en la encrucijada de los paseos.

Se veían algunas sepulturas abiertas a uno y otro lado.

– ¿Dónde estás?

– ¡Aquí! – gritó el desconocido.

Matías, como perro que ha encontrado su presa, empezó a asomarse a todas las sepulturas abiertas que por allí había. Cuando estaba con la cabeza casi dentro de una de ellas, volvió a oírse el grito. Matías se volvió a la que estaba a su espalda.

– ¿Estás ahí?

– ¡Sí…!

Matías llamó a Plinio, que se había quedado un poco atrás.

– Aquí está.

Llegó el Jefe. Matías le señaló con el dedo. Plinio se asomó a la sepultura. Se empantalló los ojos como para conocerlo.

– Aquí estoy, Jefe – gritó el enterrado vivo con voz muy ronca.

– ¿Quién eres tú?

– ¡Rufilanchas…! ¿Quién voy a ser?

Plinio y don Lotario se miraron como comprendiendo. El veterinario, sacando el paquete de "Caldo", sonrió tiernamente mirando a Plinio:

– Aunque no me cuentes lo de las mariposas, Manuel, ya siempre creeré en tus pálpitos.

– Voy corriendo a por la escalera – dijo Matías.

Plinio sonreía sin poder disimular cierta vanidad.

– Espera un momento, Rufilanchas, en seguida te desentierro – le dijo.

Rufilanchas quiso decir algo, pero no se le entendía bien.

– No te esfuerces. Ahora podremos hablar con mayor comodidad.

Entre Matías y un guardia trajeron una gran escalera.

La metieron en el agujero.

– Venga, Rufilanchas, sube.

– No puedo. Tengo las manos atadas – se le oyó decir.

– Anda, Narciso – dijo Plinio a uno de los guardias-baja y córtale las cuerdas.

Bajó Narciso no sin poner cara de circunstancias. Entre sombras se veían los dos hombres abajo. Y en seguida lució un mechero. Sin duda que el pobre Rufilanchas bascaba por fumar.

Por fin apareció Rufilanchas, con su pito en la boca, pero hecho una pena. La camisa a jirones, el traje restregado de tierra por todos sitios y descalzo de un pie. Tenía además los ojos sanguinolentos y un rasguño muy grande, con la sangre ya seca, en la frente.

Rufilanchas era un hombre anguloso, con los ojos negros muy metidos en el cerebro y la boca pequeñísima. Miraba con mucha fijeza, como si le costara concentrarse en lo que iba a decir.

– Yo vine a entregarme, ¿sabe usted? – dijo con una voz apenas perceptible.

– Bueno, bueno – dijo Plinio – después hablarás. Ahora, hasta que abran el Juzgado, lo primero que vas a hacer es descansar un poco.

Rufilanchas asintió con la cabeza.

Volvieron hacia el porche del Cementerio. El Jefe pidió a Matías que le cediese una cama a aquel hombre. Los dos policías quedarían de guardia hasta que Plinio volviera a eso de las nueve a recogerlo.

Cuando ya iba a entrar en la casa de Matías, Plinio tomó por el brazo a Rufilanchas y lo apartó un momento:

– Sólo una palabra: ¿quiénes te han traído?

– Yo vine a entregarme…

– Ya. Digo que quiénes te han echado en la sepultura.

– El Pianolo, su hijo y el Faraón.

– ¿El Faraón?

– Sí.

– Está bien. Anda. Descansa lo que puedas. Y toma. Plinio le largó un tubo de "Optalidón".

– Vosotros – añadió a los guardias -, que no salga de la habitación ni entre nadie en ella. Absolutamente nadie.

– Descuide, Jefe.

– Si pide algo dais el recado a Matías que él me llamará.

– Sí, Jefe.

Plinio y don Lotario se montaron en el coche.

– Vamos primero al Ayuntamiento y luego a desayunar en casa de la Rocío. Hay que hacer tiempo hasta que se levante el señor Juez… Ese pobre hombre está que no puede ni hablar.

– Desde luego son gente que no perdona.

– Incluido el Faraón.

– ¿Ah, sí?

– El Pianolo, su hijo y el Faraón son los autores del enfosamiento en vivo.

– ¡Qué bárbaros! Aquéllos con la pobre mujer de cuerpo presente y el Faraón sabiendo a lo que se exponía.

– Para ellos lo importante es su amor propio de imbéciles.

En el Ayuntamiento, Plinio llamó a dos guardias a su despacho:

– Tú – le dijo a Pérez – te cercioras de que el Faraón está en su casa. Y cuando salga, lo sigues vaya donde vaya. Si notas algo raro, yo estaré aquí o en el Juzgado. De todos formas, de vez en cuando llamas para decir dónde estáis. Y tú – indicó a Felipe Canarias- te vas a estar de velatorio en casa del Pianolo hasta la hora de comer, que te reemplazará otro número. Tú te sientas allí donde esté el duelo y a no perderlos de vista. Prohibido que salgan a la calle Pianolo padre y Pianolo hijo. Así que llegues se lo adviertes a los dos. Y lo mismo te digo, me das aviso de vez en cuando de cómo van las cosas. No creo que ni uno ni otro intenten escapar, pero conviene estar avisados de todas formas.

Cuando Plinio acabó de dar las órdenes volvió al coche con don Lotario.

– Entonces, ¿dices que vamos a la churrería?

– Espere usted un momento – contestó el guardia como indeciso.

– ¿Qué pasa?

– ¿Sabe usted en lo que estoy pensando?

– Si no me lo dices.

– En que no me puedo tener de sueño. Es mucho tute.

– Pero, hombre, Manuel.

– Como se lo digo. En esto echo de ver lo viejo que soy. Yo antes, usted lo sabe, dormía un par de horas y me quedaba fresco como una rosa.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Echarme un rato hasta las diez o cosa así que vendrá el señor Juez al Juzgado. Me voy a meter en el despacho, cierro por dentro y hasta que usted me llame.

– Y yo, ¿qué hago mientras?

– Usted verá. Márchese al herradero, vaya a ver las viñas o llévele el desayuno a sus niñas, pero este menda se va a la piltra.

– Bueno, bueno, como quieras.

– Así que vea usted al Juez cruzar la plaza, me despabila.

– De acuerdo. Hala. A descansar.

Plinio se bajó del coche y entró en las Casas Consistoriales con el hombro caído y el paso patizambo.

Don Lotario, durante aquellas horas, hizo de todo. Fue al mercado, en donde todavía estaba el puesto de caretas. Parló con la Rocío, ordenó un poco las cosas del herradero, que estaba dejado de la mano de Dios desde que empezó el reinado de Witiza. Compró unas gafas de sol nuevas, porque las de siempre las perdió en las últimas andanzas y ante el tercer café del día se sentó en la terraza del bar de Clemente a ver si pasaba el Juez.

Por cierto que allí lo encontraron los periodistas de "El Caso" que parecían muy mohínos y desilusionados por la falta de información que tenían del asunto Witiza.

Don Lotario les invitó a café y copa y con la mayor solemnidad les dijo que estuvieran atentos, porque antes de la hora de almorzar quedaría todo el negocio completamente cancelado.

– Esta noche podrán ustedes cenar tranquilamente en su casa y en posesión de una documentación impresionante.

Los chicos se animaron mucho y pasaron un buen rato departiendo con el veterinario hasta que éste, de pronto, al ver al señor Juez cruzar la plaza camino del Juzgado, pagó el servicio y salió de pira hacia el Ayuntamiento sin atender las últimas razones.

Cuando don Lotario entró en el despacho de Plinio, éste estaba ya despierto y se desayunaba un gran tazón de café con leche y un platazo de churros y buñuelos bullendo.

– ¿Cómo estás, Manuel?

– No sabe usted lo que necesitaba este descanso. Ya soy un hombre… Es que son muchas uvas para tan poca espuerta.

– Me alegro, Manuel, me alegro mucho. Ya está el Juez en su jurisprudencia.

– Entonces, hágame usted el favor de irse al Cementerio, si no le importa, y traerse en el coche a la pareja que dejamos allí y al Rufilanchas de la puñeta. Les espero en el despacho del señor Juez.

– Pues ya estoy allí – dijo al tiempo que salía.

Cuando el Rufilanchas entró en el despacho del Juez traía mejor ver. Se había lavado y peinado y llevaba una camisa limpia que le proporcionó Matías, según se supo luego, y una alpargata en el pie que le quedó descalzo.

No es que el hombre hablara claro, que la ronquera seguía, pero ya tenía la voz más aparente.

Don Tomaíto el "secre", y el señor Juez, cuando el hombre entró acompañado de don Lotario, ya estaban al tanto de lo ocurrido aquella madrugada.

Don Lotario quedó indeciso. No sabía hasta qué punto debía quedarse a la declaración. Su oficiosidad, pensaba con cordura, tenía un límite. El Juez, comprendiendo su asura, le dijo sonriendo:

– Don Lotario, usted es testigo excepcional del hallazgo del señor Rufilanchas en las circunstancias que todos conocemos. Por lo tanto, tenga la bondad de sentarse.

– Muchas gracias, señor Juez. – Y con un júbilo que le hinchaba la cara tomó asiento y ofreció tabaco a todos, que era su manera habitual y sencilla de demostrar satisfacción.

Rufilanchas, de pie en el centro del despacho del Juez, se acariciaba las muñecas todavía doloridas por las ataduras y con sus ojos de tachuela negra bien clavados en los cuencos seguía el prolijo itinerario de la petaca de don Lotario, que pasaba de mano en mano. Cuando le tocó el turno a don Tomaíto, sonriéndole al Juez, se la pasó al detenido:

– Con el permiso de Usía, que aquí Rufilanchas parece muy necesitao.

El Juez hizo la vista gorda y se dirigió a Rufilanchas que liaba con las manos temblonas, más por el ansia de fumar que por miedo a los del margen.

– Después le haremos un interrogatorio formalmente. Ahora, por otras razones, explíquenos a su manera esta historia tan poco graciosa y tan poco cristiana.

Rufilanchas chupó del cigarro con ansia y quedó mirando al suelo. Don Tomaíto, como quien da un muletazo, colocó una silla junto al interrogado.

Se sentó Rufilanchas y se rascó la sien, como el que no sabe por dónde empezar.

– Empiece.

– Es que, verá usted, cuando estuvimos en la Feria de Sevilla…

– Ese episodio ya lo sé y no hace al caso. Al grano, al grano…

Rufilanchas volvió a rascarse, apretó los labios y por fin empezó de manera muy rara:

– Verá usted… Yo cuando voy a Madrid para las cosas de mi negocio, paro en la Pensión Larache. Allí, ya sabe usted, de siempre van muchos de aquí del pueblo. A mí me gusta por eso. Y estoy muy a mi aire. Me río con los estudiantes y los invito a chatos. También hay un par de fulanas muy majas y muy formales ellas. Después de cenar hacemos en el comedor unas tertulias muy alegres… Yo, señor Juez, to el mundo lo sabe, no soy malo, es que me gusta la fiesta. Un defecto como otro cualquiera. Por hacer gracia es que me descacho… Por eso yo así que vi por los periódicos la sardana que se había armado aquí, dije: "Pues me voy a Tomelloso y me entrego corriendo". Que una cosa es una broma y otra lo que ha pasao por culpa del dichoso Pianolo, que es igualico que yo. Ni más ni menos. E igualico que el Faraón. Que parece que nacimos con la misma estrella. Bueno, pues… ¿Por dónde iba yo? Digo que vine derechico a entregarme. Pero lo que pasa, primero quise hablar con él Faraón para que me ilustrara un poco de cómo estaba el ajo de verdad. El Faraón no estaba en su casa. Lo llamé desde su casa al Cementerio porque andaba con la Justicia y se vino al contao. Llegó, y lo que pasa, nos abrazamos, porque amigos hasta la muerte. Y le dije lo que él no sabía. Y que me iba a entregar aquí al señor Jefe. Pero él, por hacerme un bien, esa es la verdad, porque de eso estoy seguro, la travesura se le ocurrió luego, mejor dicho, se le ocurrió al Pianolo y también con razón, pues me dijo: "Espérate a mañana, hombre. Qué necesidad tienes de pasar esta noche en la cárcel. Mañana empiezas o a lo mejor no porque el delito no es tan grande. Vete a la Pensión Oriental, cenas, te duermes tranquilo y mañana – por hoy – vas y te entregas. Yo, chitón." Y yo pensé que tenía razón y así hice. Me fui a la Pensión Oriental, que es donde paro aquí desde que vivo en Barcelona, cené y me acosté. Pero que si quieres. Cuando estaba en lo mejor del sueño, que aporrean en mi puerta. Era el que se queda de sereno que me dice que el Faraón me llamaba muy urgente por teléfono. Como sólo hay teléfono abajo, me malvisto, bajo, y no hago más que coger el aparato y decir diga, diga, cuando se abre la puerta y entra el Pianolo desencajao, y su hijo más desencajao y el Faraón tan tranquilo, y me dicen: "Ya está to dicho". Ni replicar pude. Entre los tres me sacaron a empujones, me subieron en el remolque, me ataron las manos y me taparon la boca, y ¡zas!, camino del Cementerio… Lo demás ya lo sabe usted… Y lo único que no les perdono es que, tal como me dejaron caer en la sepultura, me podía haber roto una pierna. Así como suena. Y eso no es lo tratao. De perjuicios físicos, nada. Claro que en el caso de los Pianolos, al fin y al cabo se comprende. Iban furiosos por la muerte de la pobre, que lo mismo se habría muerto por otro berrinche. Pero, en fin, las cosas como son. Yo era el que estaba más a mano para el primer desfogue… Y aquí estoy.

– ¿Eso es todo lo que tiene usted que contarnos? ¿Para eso venía usted a entregarse? – le preguntó el Juez con cara de no entender.

– ¿Eh?

– Claro, hombre, lo que le ha pasado a usted en Tomelloso lo sabíamos más o menos. Lo que nos urge es saber quién es ese muerto.

– Lleva usted razón, señor Juez – dijo dándose una palmada en la frente-, que como estoy obsesionao con lo último se me pasa lo primero… y la cosa tiene su explicación porque la noche que he pasao ha sío de aúpa. Usted comprenderá.

– Al grano de una vez.

– Sí, señor… En la Pensión Larache, decía, desde hace algún tiempo había un huésped nuevo que se acostaba todas las noches a las diez. Es el muerto. Que no hablaba con nadie. Comía solo en una mesa. Y se iba a su cuarto. Cenaba el hombre, y se iba otra vez donde fuera. Bueno, yo sólo lo vi tres veces vivo, se entiende. Cuando fui la última estaba en el hospital, según me contaron. Yo, claro, no tenía amistad con él, y no fui a visitarlo. Pero, mira por donde, una noche, bueno, una madrugá, cuando yo volvía un poco optimista porque había estao tomando unas copas por la calle de la Ballesta y la calle Barbieri y eso con unos de Barcelona, pues cuando me iba a acostar, al pasar ante la habitación de a Ingri, que es una de las furcias que se hospedan en la Larache, pues veo la luz encendía, la puerta entreabierta, y que hablaban dentro voces de los amigos. Entré, y allí estaban de tertulia la Ingri, que no había salido a trabajar porque estaba con el mes, y Alejandrito, el chico de Lucas… éste de aquí que estudia médico, y otros dos médicos más de Vitoria, que también viven en la Larache. "Adelante, Rufilanchas, que llegas a tiempo". Me senté en la cama de la Ingri, no por otra cosa, sino porque ya no había sillas. Y me soltaron el rollo. Resulta que el pobre señor éste, el muerto, pues que se moría seguro en el hospital. En el hospital que hacen prácticas estos médicos de la Larache. Y el hombre… La Ingri y la Rosario, que son muy buenas personas, habían ido a visitarlo, y el hombre, como digo, había contao a los doctores y a las putas su caso: que no tenía a nadie y que quería que lo enterrasen aquí en el pueblo. Como sabía que no tenía remedio, pues les había entregao a los médicos y a las susodichas cuarenta mil pesetas que tenía ahorras el pobrecillo pa que lo embalsamaran a modo. Por lo visto su perra era que lo embalsamaran. Que lo trajesen aquí en un celular, y le comprasen un buen nicho. Le hicieran un entierro como Dios manda y con el resto de los cuartos… Fíjese usted qué bien pensao lo tenía todico: la mitad a la iglesia para misas y otra mitad a los señores médicos, al paisano, a los de Vitoria y a las putillas para que se corrieran una juerga o lo que les diera la gana. Y me enseñaron los cuarenta billetes de mil pesetas que tenía el doctor Aldecoa, que es uno de los de Vitoria, en el bolsillo de atrás del pantalón. Lo que pasa. Comentamos el caso por largo y nos fuimos cada uno a nuestro cuarto a dormir. Yo al día siguiente me fui a Barcelona, y como me había acostao bastantico cargao casi no me volví a acordar del caso. Luego, sí, en Barcelona se lo conté a mi mujer. Pero me dije: "Cuando vuelva a Madrid, pues que ya estará el pobre viejo enterrao en Tomelloso". Pero ca. A los diez días o así vuelvo a la Larache. Llegué muy tarde y no vi a ninguno.

Y me dije ya en la cama: "Pues mañana tengo que preguntar qué pasó". Pero por cosas del oficio de la Ingri, cuando yo salía de la "Larache" por la mañana a las ocho, que me encuentro con la Ingri que venía a acostarse. Entonces le pregunté. "El pobrecito murió anoche y esta mañana lo van a embalsamar los muchachos. Por cierto, que llevan varios días estudiando cosas de embalsamar". "Ea, pues ya ha descansao". "Y nos hemos acordao mucho de ti, Rufilanchas, estos días", me dijo la Ingri. "¿Sí? ¿Por qué?" "Porque dijiste que tenías un amigo que trabajaba en una empresa de coches de esos que llevan muertos a los pueblos". Yo ni me acordaba que lo había dicho. Como aquella noche estaba así. "Pues sí que tengo un amigo, pero ya lo habrán arreglao por otro lao". "Sí, han hablao con uno, pero es que es muy caro. Y decían, pues claro, el amigo de Rufi (a mí me llaman Rufi) pues lo haría por menos precio". Claro, ellos, ya sabe usted, son jóvenes. Y querían ahorrar para que la juerga diese pa más.

Y para más misas, claro está. Nos despedimos. Yo me fui a mi negociejo. Pero la Ingri se conoce que en seguida les avisó al hospital de que yo había vuelto. Y a la hora de comer, catapum, que me cogen los médicos y me llevan al cuarto de la Ingri y de la Rosario. "Tienes que avisar ahora mismo a tu amigo el de los coches celulares a ver lo que cobra. Que el que sirve al hospital es un ladrón. Esta tarde vamos a tener toda la documentación, y por la noche podrían salir porque ya está embalsamao". Cogí el teléfono, llamé a mi amigo Paco Tarrasa y después de regatear un poco me dejó un precio muy aparente. Claro que lo que buscaban los médicos era que mediante el cobro de cinco mil pesetas, que era la diferencia con el celular del hospital, me encargase yo de gestionar lo del nicho y lo del entierro y lo del cura y demás, y ellos no molestarse porque la verdad es que estaban de exámenes los pobrecicos. Yo, al principio dije que no, que me hacía mucho extravío, que yo no tenía que pasar por Tomelloso en este viaje, que yo iba a Valencia. Y ellos venga rogarme. Que me ganaba mil duros y me esperaban luego para la juerga. Volví a decir que no, pero como me cansinearon tanto, pues que dio tiempo a que se me ocurriera la faena. Me acordé de la maldita Feria de Sevilla, del Pianolo, de la mama del Pianolo, del Faraón y de la mama del Faraón. Y dije que sí. Me puse de acuerdo con Tarrasa para que, pagándole como si hiciera el viaje, me lo entregara junto a Valdemoro donde él tiene su garajillo. Me gasté tres mil pesetas en un ataúd que luego quemamos en Valdemoro y allí metí al muerto en un cajón que había preparado. Y lo subí en uno de mis dos camiones. A mis operarios no les dije ni palabra. Les entregué el cajón y la carta para el Pianolo, y le dije al otro del camión (yo siempre voy en el "Pegaso") que se fuera a Tomelloso e hiciera la entrega. Y así se hizo… Yo pensé, "así que pase un par de días, después que se lleve el disgusto el Pianolo, paso por Tomelloso a la vuelta de Valencia y ya veremos cómo salgo del lío y a la vez, eso sí, cumplo con la última voluntad del pobre muerto". Salir del lío no sabía cómo iba a salir. Pero por darle el susto al Pianolo no lo pensé más… Pero jolín, el follón que se ha armao, el Pianolo lo endilgó al Faraón, éste a la Justicia.

Y aquí se acaba la historia. Yo tengo en la pensión los documentos del muerto, los cuartos y todo en regla para cumplir como él quería…

– Rufilanchas, por favor – dijo el Juez-, todavía no nos ha dicho lo más importante.

– ¿El qué, señor Juez?

– So imbécil, quién es el muerto.

– Pues es verdad… Bueno, es uno de Tomelloso. Uno que vivió aquí de chico.

– ¿Pero cómo se llama?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabe?

– Que no me acuerdo. Que lo tengo allí en la pensión escrito en los papeles con los certificados y eso, pero que ni lo he leído. Yo sólo pensaba en el Pianolo.

– ¿Qué oficio tenía ese señor de Tomelloso? – preguntó Plinio.

– Había estao toda su vida… Vamos, desde chico, en Valladolid.

– Acabáramos…-dijo el Juez, dando una palmada.

– Don Fernando López de la Huerta – casi gritó Plinio.

– Desde luego, Rufilanchas, no puede decirse que e usté un Descarte – dijo el "secre"-. ¡Qué barbaridad!

Rufilanchas miraba a unos y a otros sonriendo.

– Yo creo que ya está to dicho.

– Manuel – dijo el Juez -, por favor, recupere esa documentación que estará en el equipaje de Rufilanchas y disponga lo conveniente para que esta tarde, si todo está en regla, entierren a ese pobre hombre.

– Los cuartos también están con los certificados y guías – dijo Rufilanchas.

– Está bien, señor Juez.

– En seguida que acabe el entierro de esa pobre mujer me recupera al Pianolo y a su hijo.

– ¿Y al Faraón?

– También.

Por fin, Plinio pudo dormir aquella tarde su siesta deseada. Su primera siesta tranquila del verano. Del tórrido verano manchego. Después de las declaraciones de Rufilanchas, don Lotario, Maleza, el forense, el secretario don Tomaíto, el agente Rovira y él comieron con los periodistas de "El Caso". El ágape tuvo lugar en la fonda de Marcelino y pagó don Lotario. A los postres hubo mucho copeo – que pagó Dominguín -, puros habanos que costearon los periodistas, y vibrantes discursos en loa de Plinio y don Lotario, que con más o menos prosa – don Saturnino con menos – pronunciaron los demás comensales. Se echó de menos al Faraón, ausente por comprensibles razones judiciales, y quedó como imborrable recuerdo de aquel acto jubiloso, esta frase final del discurso del "secre" don Tomaíto: "Manué es usté el auténtico fenómeno. He dicho"

Hubo aplausos, abrazos y ese reventoneo de corazones que tiene lugar a los postres de los banquetes de pueblo.

Acabada la comida, llenos de cenizas de puro y de vapores licoreros, cada cual marchó para su casa hasta la hora del entierro del pobre Witiza.

Plinio cerró las ventanas de su cuarto, se quedó en ropas menores y dijo a su mujer:

– Chica, para todos los efectos, hasta las seis y media de la tarde soy un difunto. Tú me entiendes.

Mientras dormía, sus mujeres le limpiaron y plancharon a modo el uniforme; le sacaron ropa interior limpia, le prepararon agua para bañarse en el barreño de zinc; dejaron un frasco de colonia a mano, le lustraron las botas y le pusieron a refrescar un jarro de agua de limón para después de la siesta.

A las seis y media lo despertaron. Cuado llegó don Lotario a recogerlo estaba hecho una rosa. Sus botas eran espejos, y de su escaso cabello salía un punzante aroma de colonia añeja.

Don Lotario también venía muy fino, con traje de verano gris claro, un triste pensamiento en la solapa y los zapatos blancos. En la puerta de la calle, el "Seiscientos", recién lavado, brillaba como un almirez.

Ofrecieron a don Lotario un vaso de agua de limón, liaron los últimos cigarros de aquel "caso", y marcharon hacia la parroquia para recoger al sacerdote que iba a dar sepultura al pobre don Fernando López de la Huerta, cuando vivo, y Witiza desde que sus restos llegaron embalados a Tomelloso.

Muchos vecinos de Plinio, desde puertas y ventanas, saludaban con júbilo a los héroes del día. El Jefe sacaba la mano por la portezuela y sonreía con discreción.

– Manuel, eres el más grande – le musitaba don Lotario de vez en cuando.

La operación entierro había sido preparada con sumo cuidado. Cuando llegaron al Cementerio con el señor cura, Witiza ya estaba, en su definitivo ataúd, colocado en la capilla. Aguardaba mucha más gente de la que pensaban. Entre otros, Celedonio el Rico, sus sobrinos los gemelos, Florentino el Desgraciao, Calixto el escultor, Alcañices el de las caretas, la Rocío, don Tomaíto, don Saturnino, Anastasio el guarda jurado que dio la pista, Enriquito el de la Fonda, Braulio, Albaladejo, Rovira, Maleza, dos parejas de guardias, y muchas gentes de las que habían merodeado por el Cementerio durante aquellos días de exposición. Tantos eran, que cuando Matías abrió las puertas la capilla se llenó hasta el tope.

Entre los hachones encendidos estaba el rico ataúd que compró Rufilanchas. Matías aconsejó que no se abriese, porque el cuerpo muerto ya hedía más de la cuenta.

El cura rezó sus debidos responsos y al fin echó una pequeña plática, muy bien traída, sobre el respeto y la honra que se debe a los muertos. La presidencia del duelo, como si dijéramos, la componían, con Plinio, don Lotario, don Saturnino y el "secre". Cuando acabó el requiescat y se miraban unos a otros como para ver quiénes cargaban con el ataúd hasta el nicho, Maleza tocó en el hombro del Jefe.

– ¿Qué pasa?

– Que los Pianolos, el Rufilanchas y el Faraón están ahí y quieren hablar con usted.

– ¿Pero cómo no están ya en la cárcel?

– El señor Juez dijo que en cuanto acabaran de enterrar a la pobre mujer se presentasen a usted y ahora mismo le hemos dao la tierra.

– Bueno, pues que esperen ahí.

– Es que quieren ellos llevar la caja.

– ¿Qué caja?

– Pues ésta, la del Witiza, como usted dice.

Plinio quedó pensativo y en seguida, apartándose un poco, contó el caso al "secre", a Rovira y al señor cura.

Hubo unos momentos de duda, que al fin resolvió don Modesto, el coadjutor:

– Creo que es un rasgo de arrepentimiento que merece atención.

– Está bien – dijo Plinio.

– No e mala cosa. S'han enterneció – asintió el "secre".

– Anda, diles que pasen – ordenó a Maleza.

Se corrió la novedad entre los que estaban en la capilla y todos miraban hacia la puerta para ver tan inesperada visita.

Aparecieron primero los Pianolos, padre e hijo. De luto riguroso, con los ojos enrojecidos. Luego el Faraón, mirando al suelo, casi haciendo pucheros con su cara gordísima. Y por fin, Rufilanchas, inexpresivo, con sus ojos de gotasebo.

Les hicieron callejón y los cuatro llegaron hasta el catafalco. Con gran esfuerzo se lo alzaron hasta los hombros. Don Modesto echó tras ellos con las manos cruzadas y los ojos en el suelo. Plinio y los suyos seguían inmediatamente como duelo. Albaladejo, en competencia con el "gráfico" de "El Caso", tiraba fotos al cortejo. Pasaron ante la "Sala Depósito". Plinio se acordó de Anacleto y de la señorita María Teresa.

Entraron en el Cementerio Viejo. Allí estaba, en un rincón, el famoso cajón y las tablas de la tapa. Plinio pensó ahora en don Lupercio y Luque Calvo. Al virar hacia poniente, el sol, casi a ras de bardas, les daba en los ojos. Al Faraón le sudaba la calva. En una nueva revuelta, sobre aquel tumbario se dispararon las sombras larguiruchas de los que llevaban el muerto. Matías iba delante de todos con la escalerilla, el cubo de yeso y el palustre. Llegaron a la galería nueva y descansaron el ataúd en tierra. Nuevo responso. Los cuatro bromistas escuchaban con las manos cruzadas y los ojos abatidos.

Don Lotario dio con el codo a Plinio.

– ¿Qué?

– Mira.

Y le señaló unas mariposas que rondaban la cabeza de Rufilanchas.

– Esta vez han llegado tarde. Ya acabó el reinado de Witiza – le dijo Plinio al oído.

Benicasim – Madrid, verano de 1967.

LOCALISMOS QUE APARECEN EN EL TEXTO DE ESTA NOVELA

Abundio. – Tonto.

Aguaíllas o Aguadillas. – Mojadura leve o inmersión rápida.

Aguilando. – (Por aguinaldo.)

"Anade" (el "Hermano"). – Se llama así a un viejo bodeguero que se cayó en una tinaja y estuvo nadando hasta que lo sacaron.

Asura. – (En la acepción de sofoco, vergüenza.)

Bacín. – Excesivamente curioso, metomentodo.

Bacinear. – Curiosear.

Candorro. – Rústico.

Caneloso.-Zalamero. Que se comporta como un perro canelo cuando lo acarician.

Catral. – Pintorescamente exagerado. Tremendo.

Cima (ser un). – Tonto (posible apócope de cimarrón).

Cobete. – Cohete.

Contao (al). – En seguida, de contado.

Copero (dar copero a una cosa). – Dar forma, solucionar un problema, calma, solemnidad.

Descacharse. – Hacerse cachos, destrozarse.

Descuartao. – Que está sin dinero, sin cuartos.

Encanarse.- En sentido de mirar con fijeza, con obsesión.

Empotre. – Nudo de unión entre tinaja y tinaja hecho de piedra y yeso.

Oraje. – Estado del tiempo, sea bueno o malo.

Pita. – Órgano viril. Pene.

Quiquilicuatre. – Asentimiento, confirmación de lo que se escucha. En el lenguaje familiar equivale a decir "exactamente".

Rafita. – Se dice de la mujer agria, desdeñosa, rápida en el decir.

Revinar (en la acepción de recordar, de darle vueltas a una idea o suceso pasados).

Sinaco. – Torpe, tonto, sin gracia.

Tiberio. – Jaleo, desorden, trifulca, juerga.

Virulo. – Hombre de campo, más concretamente viñero, en sentido despectivo.

Zurra. – Especie de sangría hecha generalmente con vino blanco, agua, azúcar y fruta.

Francisco García Pavón

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