Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.

Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.

Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

Ferran Torrent

Juicio Final

3º Lloris

A Felip Tobar, por sus consejos lingüísticos

Las heridas cicatrizan, pero las cicatrices crecen con nosotros.

STANISLAW JERZY LEC

1

«La gente normal lleva las heridas del tiempo en la memoria: nosotros, además, en el cuerpo.» Liam Yeats tenía tiempo para reflexionar. Tanto que lo hacía en cualquier momento, en el lugar que fuese. Observador por naturaleza, por oficio, con tal de consumir las horas, los días y las semanas en los que, a veces, no tenía con quien hablar, a menudo prestaba atención a las conversaciones de la gente. Estaba en Dar es Salaam, la capital y la mayor ciudad de Tanzania, un país de vida poco acelerada que proporcionaba una variante de felicidad posible: el sopor, además de varios atractivos, todos ellos relacionados con la naturaleza.

De pie ante la barra del Royal Palm Hotel tomaba una cerveza. Se frotó la pierna derecha, la flexionó tres veces: en la tibia sentía dolores ocasionales a causa de una vieja herida de bala. A veces el dolor perdía consistencia, como si palideciera en la costumbre de una angustia evanescente. Cerca de él había dos ingleses sentados en sofás confortables, acompañados por dos jóvenes negras. Mientras ellas, en swahili -idioma del que Yeats tenía nociones básicas-, comentaban asuntos personales, los dos ingleses, indiferentes a las jóvenes, charlaban sobre asuntos de negocios que hacían que el más viejo, cerca de los setenta años, expresara quejas, la fatiga que suscitaban en él los modos de la gente del país. Se aferraba a la nostalgia de la campiña inglesa, a su afán por retirarse y llevar una vida más plácida. Quizá por ello el irlandés Liam le escuchaba con más interés. Con cuarenta y tres años, también a él le abrumaba la obstinación estéril por iniciar una nueva vida en un rincón cualquiera, de clima cálido, quizá la temperatura ideal para su artrosis incipiente.

Liam sintió envidia. Ignoraba qué era lo que retenía a los dos ingleses en Tanzania, pero a buen seguro volverían a Inglaterra cuando quisieran. Sin embargo, él llevaba muchos años fuera de Irlanda. Pronto se cumplirían veinticinco. No podía volver. No debía. Al poner un pie en su país sería hombre muerto. Sentenciado por el IRA, disfrutaba de la incierta libertad de vivir en todas partes salvo en Irlanda. Por muchos años que pasaran, no podría volver. Aquélla fue la condena que le impusieron; una sentencia vital, firme e inalterable, que le comunicó, en nombre de la organización, su hermano Eddy en persona justo el mismo día que abandonó la prisión de Maze, cerca de la ciudad de Belfast.

Tienes que marcharte, le dijo. Liam no esperaba un recibimiento cordial, un abrazo fraternal, pero sí cierta comprensión. Al fin y al cabo, era su hermano, el único que tenía. Eddy era su referente, le había comprometido con la organización; juntos habían luchado, arriesgado la vida y matado por Irlanda. La misma vida que recibió una condena de exilio eterno que la expresión de los ojos, la mirada inclemente de Eddy ratificaba. Liam habría deseado explicarse y explicárselo, pero conocía los métodos: Eddy había ido a su encuentro subordinado a una orden estricta e inapelable, y Liam era consciente de la necesidad inmediata de irse para evitarle a Eddy que se convirtiera en su verdugo.

A pesar de todo, Liam aún llegó a preguntarle a Eddy si podía escribirle, y su hermano, contundente, respondió que no. Entonces, sin un apretón de manos, sin mediar ni una palabra más de despedida, se fue. Hacía veinticinco años de aquello y desde entonces no sabía nada, ni de Eddy ni de sus padres, que seguramente habían muerto. Hombre solitario y desarraigado, siempre lejos de Irlanda, ex miembro del IRA, ex agente del Mossad, ex mercenario en África y ahora asesino profesional, Liam Yeats estaba en Dar es Salaam para cumplir un encargo.

Le daba igual matar a un hombre que a otro. Que fuera viejo o joven no le inquietaba. Una mujer no suponía más problemas éticos, pero no mataba ni animales ni a niños. Era un artesano del crimen obcecado por el trabajo bien hecho. Observó a la gente que en aquel instante ocupaba la cafetería. La víctima se hospedaba en el hotel. De momento, era lo único que sabía. Quizá estuviera cerca. Echó un vistazo: excepto las dos muchachas africanas tan sólo había hombres, todos extranjeros. Llegó a contar doce. De haber podido elegir, no habría sabido hacerlo. Tampoco tenía importancia. No conocía personalmente a nadie. Al fin y al cabo, tras veinticinco años matando, asesinar se había convertido en un hábito cotidiano, un trabajo especializado como cualquier otro. En realidad, le preocupaba más su muerte que la de los demás. No el hecho de morir, sino dónde, junto a quién. Animal acorralado quiere morir en su bosque. Él lo tenía fácil. Llegado el día le bastaría con volver a Irlanda, a Strabane, su pueblo, en cuyas afueras habían muerto cosidos a tiros por el ejército inglés los hermanos Devine y su amigo Charles Breslin. Les dispararon más de ciento setenta balas, de las que aproximadamente la mitad se quedaron en el cuerpo de los tres militantes. El más joven tenía dieciséis años, el mayor veintidós. En el entierro de Charles, Liam solicitó su ingreso en el IRA. Una decisión condicionada por un estado emocional.

Eddy le aconsejó que lo pensara. Era un adolescente. La vida en la organización era dura, durísima. Si entraba ya no podría salir. Liam hizo ambas cosas. Aunque sólo fuera para morir, siempre le quedaría Irlanda. Pensó que para un tipo como él, solo y solitario, no era una posibilidad desdeñable. Irlanda, una cita aplazada; una duda sistemática que se le revelaba con la fatiga de los años; una deuda pendiente consigo mismo y con Eddy.

2

Dos años después de que el Front hubo decidido, con su abstención en el Parlament valenciano, que el Partido Conservador gobernara la Generalitat, Francesc Petit debía afrontar un congreso extraordinario en el que tendría que vencer la tesis de Horaci Guardiola, de la facción más izquierdista, que, con una intensa campaña interna, había alcanzado más del veinticinco por ciento de las firmas de los militantes, requisito indispensable para convocarlo. Había sido una campaña en que los socialistas, a través del incombustible Josep Maria Madrid -secretario de finanzas-, habían tenido una participación activa, con la movilización en las comarcas donde los simpatizantes de Guardiola tenían una presencia, si no notoria, al menos cualitativa a fin de convencer al resto de los afiliados del Front, que se mantenían neutrales o reticentes ante la política autonómica de la derecha, que pretendía hacer del litoral, y lo estaba consiguiendo, un lugar donde la construcción más arbitraria campara a sus anchas, con absoluta impunidad.

Concentrado en sus tareas parlamentarias y obcecado porque el Front tuviese chance en la asignatura pendiente de las elecciones generales, Francesc Petit había desatendido el poder en el seno de su propio partido, circunstancia que aprovechó su opositor más encarnizado; una oposición que iba más allá de lo ideológico para convertirse en un asunto personal que se remitía a años atrás, cuando Petit, dueño y señor, abortó cualquier intento de Guardiola por llegar a acuerdos puntuales en ciertas comarcas. Horaci Guardiola sintetizaba lo que había hecho del Front un partido con ínfimas probabilidades de erigirse en alternativa a las dos formaciones mayoritarias, pero ahora Francesc Petit, ante una derrota más que previsible en el congreso, se esforzaba por alcanzar una entente de suma dificultad. No obstante, un día antes de la celebración del congreso, apuraba hasta el último momento en el reservado de un restaurante, lejos de la prensa, por ser en las últimas semanas su objetivo más buscado.

El aún secretario general albergaba pocas esperanzas. Como mucho un as en la manga: de los siete diputados del Front en el Parlament, contaba con el apoyo de cuatro (una fidelidad a la espera de recompensa). Era lo único que, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos en el partido, había conseguido salvar. Pero en el comité ejecutivo, y en el consejo nacional, la encuesta previa revelaba un avance significativo de Guardiola pese a que a la mayoría de sus miembros no le entusiasmaba la figura política del candidato, un hombre gris y poco carismático. La presión que recibían por el apoyo de su partido a los conservadores pesaba más que la aventura de dar apoyo a un representante de ideas arrinconadas en el baúl de los recuerdos del Front.

Francesc Petit había sido el impulsor ideológico del radical giro político que en la última década había experimentado el Front, partido que desde el extremismo ideológico y nacional inició un proceso de moderación hasta erigirse en un grupo que albergaba la esperanza de ganarse a la pequeña y mediana empresa y a ciertos sectores sociales que, pese a no comulgar con el nacionalismo, entendían que un partido de reivindicación valencianista favorecía los intereses autóctonos.

Petit, llevado por esa convicción, había renunciado a su vida profesional e incluso personal. Demasiado joven para retirarse de la política y demasiado viejo y falto de conexiones para retomar un oficio, el de historiador, al que apenas había llegado a dedicar unos meses, recién licenciado. La actividad que conocía y en la que se reconocía, que le apasionaba, a la que había dedicado años, esfuerzos y sacrificios, era la política. La política profesional. Los conservadores, conscientes del fin de Petit (pensaban que fuera del Front no tenía vida), prudentes y confiados en que él y sus parlamentarios fieles siguieran dándoles un apoyo imprescindible, le propusieron un puesto de trabajo bien remunerado al acabar la legislatura. Un cargo de asesor, con tal de aprovechar su experiencia. Sin embargo, animal político, no se veía en otro sitio que no fuese en primera línea; un luchador empecinado en la única política que creía posible y necesaria. Aun así, otros no le creían tan necesario. Horaci Guardiola le trató como a una especie en peligro de extinción, pocos minutos antes de sentarse a la mesa del reservado, con treinta minutos de retraso respecto a la hora convenida. Le aseguró que no se ensañaría con su derrota, y le dio una prueba de ello: la presidencia de honor del partido.

Francesc Petit guardó silencio. Lo consideró un insulto. La primera muestra de la soberbia de alguien incapaz de administrar la victoria. Horaci ignoraba que su silencio no era más que un esfuerzo por reprimir su impulso de levantarse; pero Petit prefirió llevar a cabo un último intento, debatir argumentos políticos. Como Guardiola creyó que lo pensaba, se apresuró a ayudarle a tomar una decisión: la buena imagen del Front, añadió, saldría reforzada si alcanzaran un acuerdo sin tener que celebrar un congreso que, a su parecer, no sería agradable para Petit. Se cerraba un ciclo y empezaba otro. Pero era precisamente ese supuesto nuevo ciclo lo que durante años había resultado desastroso para el Front, refutó el secretario general.

– Las condiciones políticas han cambiado -replicó Guardiola.

– Para lo que pretendes, ahora son peores.

– La militancia no lo cree así.

– La mayoría de nuestros militantes se ha visto presionada por una política que a corto plazo es impopular, pero que acabará resultando beneficiosa para el partido. El debate está entre la pureza ideológica minoritaria y el pragmatismo que nos ha llevado a la normalidad. Las cifras son claras. Lo que tú quieres, marginalidad; lo que hemos hecho hasta ahora nos ha llevado al Parlament y, además, como partido bisagra.

¿De qué sirve un partido bisagra si no somos capaces de frenar la política de especulación de la derecha?, se preguntó Horaci, y provocó una respuesta contundente de Petit: si nosotros no los vigilásemos, aún sería peor. Pero la facción opositora exigía un cambio en el Govern.

– A ver cuándo te enteras de que en este país manda la patronal de la construcción. Son el poder real. El otro, el político, sólo puede matizarlo. Tal como están las cosas, por una dinámica que te recuerdo que iniciaron los socialistas con la creación de los Planes de Actuación Integral, planes en principio bienintencionados pero de resultados desastrosos, si la construcción se para originas un grave problema social, ya que se ha convertido en la principal actividad, la locomotora de nuestra economía. O llegas a acuerdos puntuales para evitar un cataclismo ecológico o te enfrentas con un gremio que, sin él, hará que todo se eche a perder. No se trata de lo que queremos, sino de lo que es posible. Ten en cuenta esta reflexión: ¿conoces algún municipio, más o menos importante, en el que no haya en marcha un plan urbanístico que aproveche las abundantes fisuras que permiten los Planes de Actuación Integral? Incluso en los pueblos en los que gobernáis, o de cuyos consistorios formáis parte, los hay. No te lo reprocho. Al contrario, opino que es imprescindible hacerlo, porque de ese modo se controla una actividad inevitable. Pues bien, lo que pasa en los pueblos es lo mismo que está pasando en todo el país.

– Razón de más para controlarlo desde el Parlament.

Así opinaba también Petit, pero no con los socialistas en el poder. Con ellos nos disputamos sectores sociales electoralmente imprescindibles para nosotros. Sin embargo, Horaci estaba convencido de que los militantes entendían mejor que apoyaran a los socialistas. El poder nos lo dan los electores, adujo Petit. Nuestro problema prioritario es no desaparecer, añadió. Que no nos fagociten los socialistas. Pragmatismo que chocó de frente con el idealismo personalista de Horaci:

– Visto así, más vale morir con nuestras ideas que subsistir siendo comparsa de la derecha.

Nada de morir, se enojó Petit, que en absoluto echaría por la borda lo que tantos años había costado conseguir. Hay una diferencia sustancial entre dejar que gobierne la derecha o mezclarnos con los socialistas. Políticamente, la derecha no nos quita votos. Sin embargo, corremos el peligro de diluirnos si nos unimos al Partido Socialista. Están como locos porque desaparezcamos y ocupar así nuestro espacio electoral. Todo el mundo sabe que no somos igual que los conservadores. Es más, criticamos muchas de sus actuaciones con tal de no hacernos responsables de las acciones del Govern. Pero no todo el mundo sabe que somos distintos de los socialistas. Es cuestión de supervivencia. Es un gran partido, de ámbito estatal, y si asume nuestra política entonces nosotros somos prescindibles.

– ¿Y la cuestión nacional?

– En este país, la cuestión nacional nos aporta un tres por ciento. -Las cifras de Petit eran incuestionables.

– Depende de cómo manejes la situación, de los acuerdos que firmes.

– Firma lo que quieras, harán lo que les interese para quedarse como única alternativa del electorado progresista. Un partido nacional debe tener vida propia. Vosotros, admiradores incondicionales de Esquerra Republicana de Catalunya, deberíais comprenderlo. Su decisión de gobernar con el PSC fue política de partido. Erigirse, desde el poder, en el referente nacionalista. Es lo que yo intento con las diferencias contextuales pertinentes: que el referente valencianista no sean los socialistas. No tiene sentido de otro modo. Es cierto que hay coyunturas políticas que nos obligan a adoptar acuerdos impopulares, pero trabajamos a largo plazo.

– ¿No te das cuenta de que al Front lo está salpicando toda la mierda de la derecha?

– Lo único real es que el Front ha dejado de ser un partido extraparlamentario, está vivo.

– Está sucio y ha llegado la hora de devolverle los valores que nunca tendríamos que haber perdido. Con los socialistas acordaremos políticas que todo el mundo sabrá que son las nuestras.

– Una pregunta: ¿os presentaréis con la marca del Front o incluidos en sus listas?

– Eso lo decidirá la militancia.

– Y por supuesto, si todo va mal, te salvarás del suicidio colectivo pasándote al Partido Socialista, con un buen cargo político por los servicios prestados.

– Te diré algo, Francesc. Mañana tengo la intención de debatir contigo argumentos políticos, pero un solo indicio sobre lo que acabas de mencionar y sacaré a la luz las ofertas de trabajo que te ha hecho la derecha. He venido a ofrecerte una salida digna…

– ¿Una salida o una retirada de dinosaurio?

– Si quieres guerra, la tendrás.

Llamaron a la puerta del reservado. Un camarero lustroso y uniformado apareció para recoger las cartas.

– ¿Qué van a tomar los señores? -dijo observándolos fijamente, con un matiz imperioso en la mirada, como si hubiera pasado demasiado tiempo esperando en la puerta.

Ambos se dieron cuenta de que habían estado allí desde el principio. Horaci Guardiola abrió una. Francesc Petit dejó la otra sobre la mesa.

– Ya he tenido bastante con el aperitivo.

Se levantó de un plumazo. Cerró la puerta del reservado con energía al marcharse. Guardiola siguió repasando la carta. Tenía la sensación de que la espantada de Petit era algo ensayado. El camarero se encontró de lo más incómodo. No sabía qué hacer. Era una situación cómica, en cierto modo. Forzó una breve tos de circunstancias mientras se ajustaba la pequeña corbata.

– Tráigame un arroz caldoso con cigalas -pidió Guardiola.

– Disculpe, señor, pero lo hacemos para un mínimo de dos personas.

3

Por matar el tiempo (mientras el tiempo le mataba), Liam Yeats decidió pasear por la ciudad. En Dar es Salaam, los sábados eran más tranquilos. A causa de un caótico trazado urbanístico, el tráfico era un embrollo durante los días presuntamente laborables, y aprovechó que la jornada -menos monstruosa en lo relacionado con la densa humedad africana- era más soportable para hacer algo de turismo. Como ejercicio, caminar le distraía y a la vez le ayudaba a pensar. La idea de retirarse se le pasaba por la cabeza, probablemente condicionada por su retorno a Irlanda, por su cuenta pendiente. La cuestión le provocaba dudas: la duda de Irlanda, de enfrentarse al pasado, con lo que ello implicaba para él de obligación moral; la duda, por otra parte, de olvidar, de escapar de sí mismo y barajar las distintas posibilidades de adoptar una residencia fija, siempre descartando un país africano, pues, aunque en general ofrecían un nivel de vida barato, su inestabilidad económica y política no garantizaba un retiro sin sobresaltos.

Conocía África desde sus años como mercenario y miembro del Mossad, sabía de la tragedia del continente, más pobre aun a finales del siglo XX que a principios de éste. Los intereses económicos de las multinacionales y las potencias occidentales hacían del continente un lugar inseguro, donde las situaciones podían cambiar radicalmente de la noche a la mañana. En 1985 participó, junto a las guerrillas del NRA de Yoweri Museveni, en el derrocamiento del gobierno ugandés de Milton Obote, dictador corrupto que en 1980 había vencido de forma aparentemente democrática a otro corrupto, el general Idi Amin Dada, que mucho antes, en 1971, había depuesto al propio Obote mediante un golpe de Estado. Numerosas empresas inglesas y norteamericanas dedicadas al tráfico de armas y a la intervención militar con ejércitos privados tenían una presencia en la zona no sólo inquietante, sino también sigilosa, sin apenas repercusión mediática en el resto del mundo. Desde Patrice Lumumba, asesinado con la implicación del gobierno belga, los intereses occidentales abortaban cualquier posibilidad de resurgimiento de líderes carismáticos que reavivaran una conciencia colectiva africana. Era un continente sin reglas de juego, donde la vida tenía escaso valor. Liam lo sabía muy bien, por activa y por pasiva. Coexistía con sus responsabilidades. Todo el mundo tenía responsabilidades.

Pasó por delante del monumento Askari, una escultura de bronce que recordaba a los soldados africanos que perdieron la vida en la primera guerra mundial. Lo observó sin dejar de andar hacia el nordeste por la avenida de Samoa, rumbo al jardín botánico, algo descuidado, en el que tampoco se detuvo. Poco después se halló en el Museo Nacional. Entró pagando tres dólares, pero apenas pasó allí un cuarto de hora. Sólo los hallazgos arqueológicos de fósiles en el desfiladero de Olduvai despertaron su curiosidad. No llegó a contemplar la exposición de piezas de la civilización Shirazi de Kilva. Salió de nuevo a la calle, consultó la guía y decidió visitar el antiguo hospital de Ocean Road. Le sorprendió no ver ningún transeúnte por la calle, y recordó que en el hotel le habían advertido del peligro inherente a los lugares solitarios de Dar. Tanzania es un país pobre con un orden social canalla que empuja a sus habitantes a la delincuencia. Hombre aclimatado a situaciones extremas, no le preocupaba la sensación de aislamiento o desprotección. Se cruzó con dos individuos sudorosos que le escrutaban desde la acera de enfrente. No los miró, pero volvió sobre sus pasos para pedirles fuego. No llevaba nada de valor encima. De hecho, se había acercado para que lo comprobaran. De ese modo impedía que le siguieran. Las circunstancias que le habían llevado a Dar aconsejaban evitar cualquier incidente. Les dio las gracias en swahili y los demás cigarrillos del paquete. Llegó a otro tramo de calle tras cerciorarse de que ambos negros fumaban satisfechos. Entonces giró a la derecha y siguió observando los edificios que, bajo el espeso relieve de la suciedad, dejaban adivinar una firme e incuestionable belleza colonial.

Un puesto de comida en la esquina de la avenida Garden le recordó que era la hora del almuerzo. Pasó de largo por delante de restaurantes hindúes y tanzanianos. Los baratos precios de los menús, alrededor de los quinientos chelines, le hicieron desistir y se decidió por repetir en el Chef's Pride, local que conocía y donde preparaban una pasta excelente y servían un vino tolerable por tres mil quinientos chelines. Después de comer regresó al hotel. En su habitación de la tercera planta esperó a que dieran las seis o las siete de la tarde, horas en que la brisa del mar suavizaba el pegadizo calor de Dar.

A las seis y cuarto, antes de salir a la calle, comprobó el correo electrónico. Tenía un mensaje con las descripciones físicas, la edad y el nombre del hombre al que tenía que matar. Room 315, añadía el mail. Bajó a recepción, miró el casillero de la habitación y se aseguró de que la llave no estuviera allí. Entonces volvió a subir a la tercera planta, fue hasta la 315, llamó a la puerta y con rapidez se desplazó hasta el extremo del pasillo, dio media vuelta, demoró el paso mientras jugaba con su encendedor, como si viniera de la calle. La puerta de la 315 se abrió. Extrañado, el huésped miró a izquierda y derecha. Liam le saludó mientras se dirigía a su habitación. El huésped cerró la puerta, molesto. Por su aspecto parecía que hubieran interrumpido su reposo. Verificada la identificación. El irlandés le conocía por haberlo visto aquellos últimos días en el restaurante y la cafetería del hotel. Entonces planeó todos los pasos que daría. Antes que nada encendió el ordenador para asegurarse de que el cliente había ingresado la cantidad acordada en una de sus cuentas corrientes. Luego esbozó cuándo y cómo llevaría a cabo el encargo. Por último proyectó su salida del país. Lo haría en tren, el domingo a mediodía. Aunque Dar es Salaam era el principal punto de llegada de vuelos internacionales, la irregularidad de los horarios, con retrasos escandalosos, e incluso los cambios repentinos de itinerarios, que se decidían sobre la marcha según la voluntad mayoritaria del pasaje, le aconsejaron el tren, un transporte más previsible. Además, los paisajes africanos le cautivaban. Aún llevaba grabado en la memoria el cráter del Ngorongoro, en Kenia. Al fondo, la llanura se erigía con una belleza como jamás había contemplado, repleta de animales salvajes: ñus, elefantes, rinocerontes, gacelas, búfalos… Recordaba haberse embriagado de perfección natural y de una sensación de libertad absoluta, gracias a la insistencia de un integrante de la tribu masai que por pocos dólares se había empeñado en llevarle. El tren le permitiría recrearse con el descubrimiento de rincones que desconocía de la inmensa y sorprendente África. Llamó por teléfono a la estación de Tazara y reservó un billete. Tuvo suerte de que quedara alguno. Normalmente había exceso de reservas. Pidió un compartimento de primera clase. Era barato, sólo tenía un acompañante y era más difícil que le robaran nada, siempre que adoptara la precaución, durante las paradas, de cerrar la ventanilla para evitar que los niños se metieran dentro desde el andén.

Llevaba casi una semana en Dar. Durante buena parte del día, el clima de la ciudad le resultaba molesto y el encargo, a primera vista, parecía sencillo. A primera vista, claro. A veces todo se complicaba por detalles que escapaban a su control. Pese a todo, Liam decidió cumplir con lo previsto aquel mismo sábado. Analizó la situación y en principio no veía dificultad alguna. Tan sólo una, en realidad. El huésped de la 315 estaba acompañado por una joven del país. La había visto por la mañana, en la cafetería. Quizá pasara todo el día con él, y también la noche, por escasos dólares. Lo cierto era que una africana no representaba ningún problema añadido. Al contrario, le sería de ayuda. Incluso acabar con él en el hotel era la mejor opción. Mucha gente entraba y salía del edificio y, además, por puertas no necesariamente visibles desde la recepción. Sus conocimientos de la ciudad no le garantizaban una cobertura adecuada, si bien le ofrecían el móvil de un robo, algo tan habitual en Dar. No obstante, descartó liquidarle fuera del hotel. La experiencia le aconsejaba el recinto cerrado, con tal de evitar los testigos por sorpresa, los que por casualidad pasan por ahí justo en el momento menos oportuno. La joven africana. Pensó de nuevo en ella y de nuevo se convenció de que no supondría ningún escollo insalvable. Al menos le brindaría la oportunidad de no serlo: un puñado de dólares incuestionables para aliviar su penuria económica. ¿Y el otro inglés que iba con él? Prefirió tomar algunas precauciones. Envió un correo preguntando por su nombre y apellidos. Mientras esperaba la respuesta se dio una ducha fría. Como en Estambul, lo hacía cuatro o cinco veces al día para quitarse de encima la permanente sensación de humedad que empapaba su piel. Mientras se secaba comprobó el correo: sabían su nombre y su apellido, pero ignoraban en qué habitación se hospedaba. Era suficiente. Llamaría a recepción. Lo hizo. Estaba en la primera planta.

Liam miró qué hora era. Por la tarde, en las épocas más calurosas, los occidentales prolongaban la siesta hasta la hora de la cena. Durante gran parte del día era ostensible que afuera el sol refulgía en los cristales y ablandaba hasta las piedras. Luego aprovechaban el escaso ocio nocturno hasta la madrugada. Sacó un arma de la maleta y la introdujo en su macuto. También puso mil dólares. La diferencia entre un aficionado y un profesional es que mientras el aficionado lo piensa el momento pasa, el instante supremo de tomar decisiones queda atrás. En este tipo de trabajo la primera idea es la que cuenta; si la rechazas, las dudas acaban comprometiéndote. Salió al pasillo. Un turista con síntomas de ebriedad venía desde el otro extremo. En África, los turistas solitarios o se emborrachan o follan. Ambas cosas son baratas. Al cruzarse con Liam, el turista, un australiano de mediana edad al que identificó por su acento, le dijo que era su cumpleaños mientras le cogía torpemente del brazo. Por muchos años y que haya salud, le felicitó el irlandés. Su salud se podría haber echado a perder de repente si hubiera seguido cogiéndole del brazo, articulando frases entrecortadas, pero Liam se limitó a empujarle un poco para que siguiera andando. A duras penas llegó al ascensor y desapareció. No había nadie más en el corredor de la planta. El ruido de la calle llegaba hasta allí amortecido. Ante la habitación 315 aspiró profundamente en un par de ocasiones y llamó a la puerta. Tres golpes. No estaba nervioso, pero el oficio de matar es algo a lo que uno nunca acaba de acostumbrarse. El inglés abrió. Liam pronunció su nombre y el otro asintió.

– ¿Qué quiere? -le preguntó al irlandés.

– Tengo un recado para usted.

Sin mirarle, Liam introdujo la mano en el macuto y entró en el cuarto. Primero el inglés se mostró sorprendido y en seguida protestó por la intromisión en su intimidad. En la cama, la joven africana despertó. Estaba desnuda, boca arriba, ajena a todo lo que pronto iba a ocurrir. El inglés continuaba protestando, pero de forma tan británica que apenas levantaba la voz. El problema de Liam era ella. Así pues, se le acercó y sin dar tiempo a nada más le tapó la boca con una mano. Con la otra apuntó al inglés y le incrustó una bala en la frente. Sólo una. Cayó sobre la cama, a los pies de la negra. Liam notó los gritos ahogados que ella profería. Estaba aterrorizada. Unía sus manos con tanta fuerza que la piel que tenía bajo las uñas palidecía. Con el pie, Liam alejó la pistola unos metros. Se frotó el hombro, acariciándose el pinchazo que le había producido el acto de extender con energía y rapidez el brazo del arma.

– Cálmate -le dijo en swahili.

No se calmó, circunstancia previsible que al irlandés le pareció normal. Le presionó la boca con más fuerza.

– Cálmate -repitió con rostro sereno y un tono de voz persuasivo.

La africana tenía la mirada fija en el agujero que había en la frente del inglés. De allí emanaba un hilo de sangre. Sin quitarle la mano de la boca, Liam apartó el cuerpo de la víctima de su campo visual. Se oyó el ruido seco de la cabeza contra el suelo. El corazón de la joven latía con presteza, pero ya no se resistía con las piernas. Un primer síntoma de sensatez. Aflojó un poco la mano y dejó pasar unos segundos.

– ¿Ya? -le preguntó.

A la africana le salió un sí tembloroso, entumecido a causa de la enorme mano de Liam, todavía en su boca. La levantó un poco y esperó tanteando su estado de ánimo. No gritaría. Entonces le acarició los hombros con suavidad, como quien recompensa a su perro tras obedecer una orden. Con lentitud Liam se levantó diciéndole que estuviese tranquila.

– ¿Lo estás?

– Sí.

No lo estaba, pero al menos se le había pasado el lógico histerismo inicial. Buscó el arma y le quitó el silenciador. Una prueba de que no tenía intención de matarla. La joven se incorporó a medias en la cama mientras se cubría hasta los pechos con la sábana. El irlandés sonrió.

– Destápate.

Lo hizo con temor, con aquellos ojos que cuanto más terror muestran más extraordinarios resultan: grandes, brillantes, escrutadores.

– Tienes un cuerpo hermoso.

Poco a poco bajó la sábana hasta el ombligo. El irlandés le hizo una señal para que se descubriese más. Entonces lo hizo hasta las rodillas. Tenía un cuerpo perfecto. Veinte años, más o menos, una piel suave, oscura, brillante, lisa. Liam se sentó a su lado tras introducir el arma y el silenciador en el macuto. Él mismo le dio la sábana para que se cubriera.

– ¿Qué te pagaba por estar con él?

– Cincuenta dólares.

– Toma -le tendió un fajo de billetes-. Aquí tienes mil. Son una buena ayuda para tu familia. -Ahora le hablaba en inglés, poco a poco, remarcando cada palabra-. Cuando me vaya avisarás a la policía. Les dirás que estabas en el lavabo, que has oído una discusión y no has salido por miedo. Contarás que te costaba entender lo que decían. Tu inglés no es bueno.

La africana respondió que prefería marcharse. Lo cierto es que su inglés no era muy bueno. Conocía al chico de recepción y no habría problemas. Le daría doscientos dólares.

– No, no -dijo Liam-. Haz lo que yo te diga. Te evitarás quebraderos de cabeza.

– Policía problemas.

– Hay gente que te ha visto con él. De todos modos, la policía te buscará para interrogarte.

Insistió en que tendría inconvenientes con las autoridades por haber hecho de mujer de compañía.

– Eso es un problema menor que te he pagado con mil dólares.

Pero la africana trató de convencer a Liam de nuevo. De repente el irlandés comprendió que se había convertido en un obstáculo. Todo sería más fácil si la liquidaba. Recordó las palabras que años atrás, en Ciudad del Cabo, le había dedicado un agente del Mossad: «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema.» Si se lo dijera, ¿sería capaz de entenderlo? ¿Captaría el dilema que a él se le planteaba si se empecinaba en no seguir sus instrucciones? Lo entendió sólo con la mirada que observó en Liam.

– Haré lo que digas.

Sin mediar palabra, el irlandés se lo agradeció.

– Cuando pasen cinco minutos, llama a recepción.

La africana estaba temblando, pero tendría tiempo de calmarse. Mil dólares eran una fortuna, la posibilidad de que la liquidase era tan palpable que le compensaba el mal trago del interrogatorio policial. Liam aún le dedicó una última mirada de advertencia, una señal perceptible de lo que era capaz. En el pasillo de la tercera planta no había nadie, pero el ruido de la calle era más intenso. Ya en su cuarto, de olor crónico a lugar cerrado, se desvistió hasta quedarse en calzoncillos. Se despeinó ligeramente, deshizo un poco la cama, abrió el correo electrónico y envió un mensaje. Luego eliminó los anteriores y a continuación se sentó en un sofá con un libro sobre África cuyo punto de lectura estaba en un capítulo dedicado a la reserva natural de Amani. Leyó con interés, como si hubiera pasado horas consultándolo. Al oír voces salió al corredor, como la mayoría de los huéspedes de la planta. Al contrario que ellos, no se movió de la puerta de su habitación. No estaba muy lejos, desde allí podía observarlo todo. Le preguntó a una señora en albornoz que se dirigía a la 315. «Un horror -le dijo-, han asesinado a un inglés.» Con el libro en la mano se acercó hasta allí. Se detuvo unos metros antes. Un policía de paisano interrogaba a la joven, que, conmocionada y con la voz entrecortada, respondía a sus preguntas. La intimidaba obligándola a que le diera alguna pista. Liam se situó en un lugar lo bastante discreto para que la africana le viera y a la vez para no hacerse notar. La joven imploró clemencia, se encontraba mal, simuló estar a punto de vomitar. Le permitieron entrar al lavabo.

El otro inglés apareció por el extremo opuesto del corredor, pero no le dejaron entrar a la habitación. Querían evitarle la imagen del amigo muerto. Liam pensó que a lo mejor era el cliente, el hombre que le había hecho aquel encargo. Era el único huésped de otras plantas presente, aunque cabía la posibilidad de un aviso desde recepción. En cualquier caso, Liam estaba tranquilo. El cliente no sabía quién era él. Dadas las características del trabajo, había impuesto el requisito de un setenta por ciento de adelanto. El resto, unas horas después de haber cumplido con lo ordenado. Quizá hubiese venido a ratificarlo.

El director del hotel le contaba a quien quisiera escucharle que nunca había ocurrido nada semejante. Todo el mundo podía estar tranquilo, pero el personal estaba muy alterado. Con la cortesía propia de los países pobres, la policía rogó a los huéspedes de la tercera planta que permanecieran en sus habitaciones. Hablarían con todos para concretar algunos detalles que pudieran ser de ayuda en la investigación. Una minoría se quedó en el pasillo, comentando un incidente que con toda seguridad sería motivo de tertulia una vez hubieran vuelto a sus países.

Liam volvió a su habitación tan pronto como un agente se llevó a la joven africana a un hospital para que le recetaran unos tranquilizantes. Aún le dolía el hombro. Seguramente la ficharían por dedicarse a la prostitución, un problema que se resolvía con una multa mínima. En su habitación, el irlandés abrió de nuevo el libro. Se tendió en la cama y empezó a leer esforzándose por distanciarse del incidente mientras esperaba la visita del comisario, que, con educación y respeto, le preguntaría si había visto u oído algo anómalo durante la tarde. Imposible, con el ruido de los aparatos de aire acondicionado. Lo puso en marcha. Gracias y perdón por las molestias.

4

El mismo sábado que Francesc Petit fue derrotado en el congreso extraordinario del Front, por algo más del setenta por ciento de la militancia, ese mismo sábado en que el ex secretario general pretendía tomarse unas semanas de reflexión para ver cuál era el rumbo más propicio, Juan Lloris anunció en rueda de prensa que presentaba su candidatura al Ayuntamiento de Valencia.

El anuncio movilizó a los demás partidos. Los conservadores, en principio los más perjudicados, llamaron a los socialistas, que se mostraron receptivos dado que la figura de Lloris, muy popular entre los aficionados del Valencia C. F, también los amenazaba (entre sus votantes había un considerable sector de simpatizantes del equipo), mientras que el nuevo Front de Horaci Guardiola era convocado a una reunión posterior que mantendría con Josep Maria Madrid, maestro socialista en el arte de gestar y romper acuerdos siempre cobijado por una sombra que tras años acogiéndole era tan larga como visible.

El menos preocupado de todos, Petit, se ocupaba del mayor problema que le planteaba la escisión del Front, que tenía planeada desde el primer día que se había anunciado el congreso extraordinario: el dinero. Si por una parte la creación de un nuevo partido le libraba de las deudas del Front con Bancam, entidad supuestamente de ahorro, por otra pensaba de qué forma podría sonsacarle a la entidad bancaria un crédito blando para poner en marcha «Democracia Valenciana», el nombre elegido para la formación política que lideraría junto a los cuatro diputados que le quedaban en el Parlament y la mayor parte de los militantes que seguían siéndole fieles, casi todos en la capital. Pensó en una fórmula rápida y efectiva: amenazar a los conservadores con retirarles su apoyo si no le permitían, ya que presidían y dominaban el consejo de administración de Bancam, obtener un crédito en condiciones favorables; tenían que ser tan favorables que debían otorgarlo sin que el nuevo partido avalara con patrimonio, aval imposible porque Democracia Valenciana, por decirlo con una expresión popular, estaba «canina».

La amenaza no era muy consistente. Si se escindía del Front para no prestar su apoyo a los socialistas, no hundiría a los conservadores para que éstos gobernaran. Resultaría absurdo que, recién clausurado un congreso extraordinario en el que había defendido la tesis de que los socialistas iban a fagocitarlos, semanas después cambiara de parecer. En ningún caso podía venderle a la opinión pública un cambio así. Ahora bien, ¿qué era más nocivo, la posibilidad de echarse atrás o la de que los conservadores perdieran el poder? Trataría de plantearles el dilema convencido de que les perjudicaría enormemente perder el Govern de la Generalitat. La patronal les obligaría a aceptarlo.

Hizo un recuento de urgencia de cuanto necesitaba: una buena sede, amplia, céntrica y con algunos empleados liberados. Y un millón de euros para afrontar las municipales de la ciudad con ciertas garantías. Al fin y al cabo, el éxito de Democracia Valenciana debilitaría al Front, circunstancia que también iría en detrimento de los socialistas. Concluyó que los conservadores tendrían una papeleta difícil de resolver. Como muy bien intuía Petit, el anuncio de Lloris haría que socialistas y conservadores llegaran a acuerdos. Acuerdos imposibles si Bancam ayudaba a Democracia Valenciana.

Pero en aquellos momentos, en el coto de Juan Lloris, Júlia Aleixandre y el propio empresario urdían un plan para resolver su problema económico. Desde hacía un tiempo, desde que Lloris había abandonado la presidencia del Valencia C. F, tras buenas campañas bajo su mandato y con la promesa de que volvería si el equipo no mantenía su buena racha (como prueba del cumplimiento de la promesa sólo vendió una parte de su paquete accionarial, quedándose con otra que, en un momento dado, sería decisiva sumada a la de los pequeños accionistas), el empresario quería lanzarse a la arena consistorial. Júlia le hizo desistir hasta que se dieran las condiciones óptimas. Así pues, cuando el Front hizo público que tendría lugar el congreso extraordinario, y tan pronto como Júlia descubrió las escasas posibilidades de Francesc Petit, decidió que el mismo día del congreso Juan Lloris, en rueda de prensa multitudinaria en el hotel Valencia Palace, anunciaría su candidatura a la alcaldía de Valencia.

Sin embargo, Júlia tenía un problema político con Juan Lloris. Era un hombre tan desbocado, con tantas ansias de venganza contra los conservadores, que siempre le habían despreciado, y contra los empresarios, que nunca le habían apreciado, que temía que sus actos acabaran pasándole factura política. Que fuera viril, autoritario y populista le beneficiaba ante una masa electoral poco proclive a cuestiones ideológicas; pero esa vehemencia, en el país de los matices, debía adaptarse a unos límites que no hicieran saltar la alarma entre los mismos sectores sociales que en principio eran receptivos a los mensajes de una Valencia fuerte y admirada en España.

La base electoral de Lloris se hallaba radicada en el entramado de peñas valencianistas y en su influencia en todos los barrios de la ciudad. Como presidente del Valencia C. F., Lloris se había forjado la sólida reputación de una persona de grandes proyectos, algo que siempre entusiasmaba a una ciudad a la que costaba superar su complejo de inferioridad respecto a Barcelona y Madrid, y la eterna sensación de perder el tercer puesto del ranking de las ciudades españolas. Con Lloris como alcalde, la ciudad, con la Copa América a la vista, sería reconocida en todo el mundo. «Seremos una ciudad de Champions», exclamó con un símil futbolístico que procuró repetir durante la rueda de prensa en todos los instantes en que se salió del guión preparado por Júlia Aleixandre.

El lenguaje de Lloris debía compensarse con la moderación y las tablas políticas de Francesc Petit. Ambos se necesitaban. Uno, para subsistir; el otro, para evitar que su discurso quizá llenara de prevenciones de todo tipo la decisión de votarle. Pero, como por desgracia sabía Júlia, Lloris era un hombre difícil de asesorar. Durante un tiempo, cautivado por Júlia en la cama, Lloris fue dócil. Sin embargo, la pasión había disminuido y sólo la perspicacia de su asesora, que un listillo como él valoraba mucho, la retenía a su lado. Por otra parte, Júlia dependía económicamente de Lloris, como empleada y como socia en varios negocios de inversión especulativa, hechos que descartaban la ruptura, aunque cada vez Lloris se volvía más irreductible y, también, más personalista. A pesar de todo, Júlia no era mujer de rendición fácil. Llamó a Petit para verse con él al día siguiente, domingo. Fue un día de encuentros: socialistas y conservadores también se habían convocado.

5

Hubo un tiempo en que el Mossad tenía intereses estratégicos en África Central. La intervención de los israelíes en el continente se inició cuando John Okello, un autodenominado mariscal de campo, preparado y dirigido por los cubanos, tomó la isla de Zanzíbar, que a partir de entonces se convirtió en la pista de despegue de Fidel Castro para, en palabras del dictador, cubanizar África. El régimen cubano organizó una operación a gran escala con el fin de ayudar, junto a la agencia de espionaje china, a los grupos revolucionarios de liberación. Miles de revolucionarios armados a escasas horas de distancia de Israel pusieron en alerta al Mossad.

En primer lugar, ordenó a sus agentes, los conocidos katsas, que se mantuvieran alerta sin involucrarse activamente. Pero la entrada en escena del KGB radicalizó el panorama. Israel reforzó el número de katsas. Tiempo después, Liam Yeats pasó a integrar sus filas. Su objetivo era trabajar con sigilo, eliminando sin contemplaciones a cualquier adversario. Entonces África Central se convirtió en un campo de batalla incesante, con un Mossad que aprovechaba al máximo las diferencias estratégicas e ideológicas entre rusos y chinos. De la mano de los israelíes, Liam Yeats aprendió a sobrevivir en un ambiente hostil en todos los frentes, incluida la propia geografía, repleta de todo tipo de peligros naturales. La dureza del Mossad, la agencia de espionaje más implacable, acostumbró a Liam a la actividad de aniquilar con rapidez y efectividad a sus enemigos. Aquello nada tenía que ver con la lucha armada del IRA, al menos en lo referente a los métodos que, a veces, se utilizaban. Uno era el «efecto psicológico», regla que todos usaban sin excepción y que consistía en el envío al rival de filmaciones con agentes capturados sometidos a torturas inimaginables, como la de ser lanzados a un estanque lleno de cocodrilos. El precepto bíblico «ojo por ojo» se veía cumplido a rajatabla por los katsas, que lograron no sólo la rendición de los chinos, sino también su ayuda para reducir la influencia del KGB.

El español Martínez, un judío que había trabajado como falsificador para el Mossad, se hizo cargo de Liam cuando abandonó Irlanda. No fue un encuentro casual. Eddy, el hermano de Liam -que conocía a Martínez-, le pidió que se ocupara de él, y el judío, con el visto bueno del departamento de inteligencia israelí, al superar él varias pruebas -por ejemplo, servir de correo con información para katsas residentes en varias ciudades europeas-, le reclutó. La información que llevaba Liam era de escasa importancia o falsa, pero tenía el valor de constatar la fidelidad del irlandés. Luego fue enviado a África, donde, apenas el Mossad estableció relaciones permanentes con distintos gobiernos -a los que auxilió desde la retaguardia sofocando rebeliones-, jubilaron, «durmieron» o hicieron volver a Israel a la mayoría de los katsas para destinarlos a otros frentes más prioritarios. Liam pasó a la reserva, un katsa «dormido» (como Martínez), pero hasta ahora el Mossad no le había necesitado, aunque el irlandés mantenía su relación con el español, la única persona, por amistad y motivos profesionales, a la que veía con relativa frecuencia.

El falsificador vivía en Ordino, Andorra, en un reducido chalet en las afueras de la población, en la carretera que subía hasta el hotel Babot, que gozaba de excelentes vistas del valle y en el que Liam, aunque no siempre, solía alojarse. Al llegar envió un mensaje con el móvil a Martínez: «Saúl ha vuelto.» Si el español respondía «Saúl es bienvenido», podían verse. Significaba que Martínez, apellido falso, no tenía clientes que observaran las compañías que le frecuentaban. El domicilio de un falsificador es como una casa de citas: se agradece la discreción entre sus usuarios. Mientras deshacía la maleta recibió la respuesta de Martínez. Quedaron a mediodía en un restaurante de Ordino.

Ocho días antes estaba en Dar es Salaam y ahora estaba en Andorra. Así era su vida, sin domicilio fijo. Además de tener una de sus cuentas corrientes y una caja de seguridad en el mismo banco, iba allí más a menudo por Martínez y porque le gustaba el país. El contraste entre el consumo desaforado y la paz montañesa del interior abría ante él un abanico de ocio variopinto. Le parecía un buen lugar para vivir, pequeño y anónimo. Un país en el que nadie le buscaría; un país cuyos ciudadanos eran en su mayoría extranjeros, en el que su presencia no despertaba interés alguno. Pese a no sentirse perseguido, las precauciones eran algo vital en su oficio. Le gustaba el clima, con un frío que no le era ajeno y un calor benigno. Y la montaña, los largos paseos mientras aspiraba aquel aire plácido y puro. Pero también a Andorra había llegado la locura de la construcción. Cada vez que volvía, los chalets, algunos enormes, ganaban terreno a la naturaleza, lo cual le disgustaba. Probablemente, la permisividad fiscal del país propiciaba la inversión de dinero negro. Un pequeño solar para edificar una casa tenía precios prohibitivos a causa de la especulación de gente a la que le daba igual pagar grandes sumas. Pero aún quedaban tierras; paisajes excepcionales con abundantes rutas para senderistas. En Andorra se reencontraba con las dudas de su pasado como activista irlandés y también con esa vida distinta que desde hacía un tiempo estaba pensando en adoptar.

Era sábado. Desde el martes, cuando comprobó que había recibido el resto de la suma del encargo de Dar, no había abierto el correo electrónico. Lo hizo deseando no haber recibido ninguna petición de trabajo en cualquier parte del mundo que pudiera malograr sus planes de pasar unas semanas de relax en Ordino. Lo aceptaba casi todo, pero el último encargo de peso lo había llevado a cabo en París, donde liquidó a un narcotraficante colombiano porque los socios de su propio cártel no se atrevían a hacerlo. Bien remunerado, pero poco recomendable. Matar a un narco implicaba correr el riesgo de que sus sicarios le buscaran. Prefería trabajos más limpios, como el de Dar, u otros en los que una mujer o un hombre le pedían liquidar a su marido o a su esposa, o bien los que requerían liquidar a un socio o a un accionista que era un obstáculo para cierta empresa. Si le parecía conveniente, hacía desaparecer el cadáver. Sin muerto no había crimen, circunstancia que beneficiaba a quienes habrían integrado el círculo de sospechosos y añadía una tarifa aparte. Trabajos cuya remuneración era buena, aunque no extraordinaria, por cómodos que resultaran para un profesional con su experiencia.

Tenía un mensaje de la Escuela de Acogida de Lima. Le informaban de que Rubén pronto empezaría a escribir. Poco a poco superaba los problemas psicológicos causados por la pérdida de sus padres. Era un niño inteligente que demostraba un gran afán por aprender. Le faltaba una semana para cumplir diez años. En un archivo adjunto le enviaban la factura desglosada del odontólogo y a la vez agradecían su contribución, ya que, como sabía, no disponían de subvenciones institucionales. Respondió al correo. Se alegraba de los progresos de Rubén; también de que se hubiera solucionado el problema dental, y aprovechaba para comunicarles que le hicieran saber cualquier otra cosa que pudiera necesitar el niño, dado que a veces su trabajo, siempre de acá para allá, le distraía de aquella responsabilidad asumida con la que estaba dispuesto a continuar. Añadió que «hoy mismo» le compraría un regalo y que confiaba en que lo recibiría a tiempo. Firmado: Henri Bouvé.

Al bajar al restaurante aprovechó la altitud para contemplar el paisaje. Bajo el nombre de «jardín de Andorra», Ordino había sabido preservar su carácter pirenaico gracias a un orden urbanístico que evitaba la proliferación de edificios y fomentaba el uso de la piedra del país y de la pizarra en los tejados. A Liam le recordaba los pequeños pueblos suizos, con aquellos barreños alargados en grandes balcones repletos de flores de colores vivos. Aspiró el silencio y el aire fresco, y acto seguido miró qué hora era antes de volver al coche. Aminoró la velocidad al pasar junto a la casa de Martínez. Observó que la familia canina crecía. El viejo y severo pastor alemán soportaba con estoicismo la compañía de dos perros más jóvenes, sin raza definida, que jugaban a su alrededor. No estaba el coche del español y siguió adelante. Aparcó frente al local. El judío le vio llegar a través del ventanal del restaurante y sonrió.

Liam ignoraba que el español lo sabía prácticamente todo de él. Conocía la primera etapa de su vida a través de su hermano Eddy, la actual por los comentarios de algunos katsas con los que mantenía correspondencia o que pasaban por su chalet. Pero no hablaban de todo eso, aunque Liam imaginaba que Martínez tenía alguna noción de ello como proveedor de documentos falsos como los que necesitaba. La confianza entre ambos era básica; ambos ejercían oficios clandestinos. Ambos llevaban una vida solitaria, conscientes de que la amistad de dos personas con profesiones convencionales estaba fuera de su alcance; tarde o temprano, la gente se implica en tu vida.

Por un reflejo involuntario, Liam echó un vistazo a los clientes de las otras mesas antes de dirigirse a la de Martínez, que también por una precaución innata había elegido el rincón de la entrada, siempre la que ofrecía una visión más amplia del exterior.

– Shalom, irlandés.

Se abrazaron. Decidieron hablar en inglés.

– Tu aspecto… Pareces cansado.

– Lo estoy -respondió Liam-. En cambio, tu pacto con el diablo sigue dando sus frutos.

Martínez tenía sesenta y siete años. Era un hombre vigoroso, delgado, no atlético pero con una figura sana y estilizada que le quitaba diez o quince años de encima. Seguía una dieta que, pese a no ser estricta, mantenía con cierto rigor. Jamás había fumado y sólo bebía vino. El ejercicio regular al aire libre y su costumbre de ducharse con agua fría hacían el resto.

– Hagas lo que hagas, aún eres joven para retirarte.

Fue decirlo y darse cuenta de que quizá no había sido el consejo más adecuado. Martínez se había expresado de forma instintiva, con una de esas frases tópicas que se pronuncian por cortesía, por la costumbre de evitar invadir la intimidad de Liam. Si algo deseaba era que el irlandés pudiera dedicarse a otra cosa. Tantos años frecuentándose, el hecho de que pese a no ser judío hubiera actuado limpia y fielmente con el Mossad, suscitaron la simpatía y el afecto del español por Liam.

El irlandés no respondió. Dibujó una mueca de ineludible aceptación de sus ocupaciones profesionales, sobre todo para seguir manteniendo la discreción imperante entre ambos. Dijo que tenía un hambre atroz. En África no se suele comer muy bien, añadió. Martínez llamó al dueño del restaurante. Liam pidió una sopa y un entrecot; el español, una ensalada y pescado. ¿Vino tinto o blanco? El irlandés recordó que Martínez sólo tomaba tinto, pero le daba igual que fuera de Burdeos, la Rioja, catalán o chileno. Ya no se hacen vinos malos, dijo. El dueño les informó de que había recibido un excelente vino valenciano: Maduresa. Tenía interés en que lo probaran.

– Nunca he estado en Valencia -dijo Liam.

Pronto serían necesarios sus servicios allí.

– Tráelo -consintió Martínez.

El dueño se dirigió a la cocina.

– ¿Has venido de vacaciones o necesitas algo de mí?

– Ambas cosas.

– Tú mismo, te atenderé bien.

– Querría renovar los documentos.

– Claro, debes hacerlo regularmente. ¿El señor quiere ser canadiense, francés… o alguna nacionalidad en especial?

– ¿Qué es lo más adecuado ahora mismo?

– Menos ciudadano de Israel, lo que quieras. Por ser judío ya serías sospechoso.

– ¿Cómo es que un judío como tú nunca ha pensado en irse a vivir a Israel?

– Israel es mi patria, pero no mi tierra. Un judío como yo vive tranquilo en Andorra. Si algún día llegan los acuerdos, me lo replantearé. Hasta entonces me conformaré con alguna visita esporádica. Pero si debo serte sincero, y a pesar de mi buena salud, no albergo esperanzas de verlo. Andorra tampoco está mal.

– A mí me gusta. Si pudiera encontrar una casita como la tuya, a lo mejor la compraba. Pero los precios…

– Son una locura. Sin embargo, un piso pequeño de segunda mano en un pueblecito es más factible. Si quieres, puedo preguntarlo.

– Hazlo. También necesito un médico de confianza.

– ¿El clima de África?

– Más o menos.

El español consultó la agenda de su móvil. Le dio el nombre y el teléfono de una clínica particular.

– Es discreto y de confianza. Di que vas de mi parte.

Quizá fuese un informador del Mossad, o uno de sus colaboradores logísticos, un médico de urgencia capaz de atender a un agente al que en otras clínicas le formularían preguntas difíciles de responder. Liam le visitaría por la tarde.

– ¿Algo más? Puedo resolvértelo todo salvo el cansancio. En cualquier caso, Andorra tiene buenos balnearios.

– Mi fatiga es mental.

Lo dijo y enseguida guardó silencio. Martínez le observó. Le habría gustado aconsejarle, pero esperó a que fuera él quien decidiera contárselo.

– No sé qué es tener una vida normal, pero la echo de menos.

– Yo tampoco la tengo, pero reconozco que disfruto de una vida más estable.

El dueño del restaurante les sirvió el vino en dos copas enormes. Permaneció ante la mesa hasta que Martínez lo probó. Le felicitó por la elección. Se marchó satisfecho. El español era uno de sus parroquianos. Salud, se desearon.

– Querrás volver a Irlanda, supongo.

Martínez se atrevió a incidir en la conversación. No se planteó si era oportuno o no. Al fin y al cabo, parecía que esta vez Liam venía con ganas de soltarlo todo.

– Para mí, Irlanda es como tu Israel. No me sentaría tranquilo a la mesa de un restaurante.

Martínez ensayó un gesto de sorpresa.

– Sabes que puedes confiar en mí.

– Lo sé.

Pero, aunque el irlandés abrió de nuevo un paréntesis de silencio, como si estuviera analizando el mejor modo de contárselo, Martínez prefirió no obligarle y le preguntó qué actividades tenía previstas durante los días que pasaría en Andorra. Era cuestión de tiempo, reflexionó el español mientras Liam le detallaba sus planes de relax, que en un momento u otro el irlandés sintiera la necesidad de confesarse. Nadie podía soportar la presión de una vida como la suya. El español lo sabía muy bien por el número de vidas similares que había tratado. Sabía qué mal sufría Liam: fatiga psicológica, soledad, melancolía, nostalgia, la ansiedad por el constante deseo de normalizarse… No hay nada que mate más deprisa a un hombre que una vida asediada por circunstancias que trazan un círculo cada vez más reducido.

6

Domingo, día de reuniones en Valencia. Podía afirmarse que la ciudad, políticamente, estaba convulsa. En el tablero de la política autóctona todo el mundo movía sus peones para situarlos según la estrategia necesaria, en busca de pactos dudosos entre caballeros de dudosa ética que se necesitaban mutuamente. Se intuía una lucha encarnizada. Por resultados y pronósticos electorales, siempre había sido así. Pero, ahora, la presencia ingrata y agresiva del empresario Juan Lloris añadía una amenaza más al bipartidismo. Una irrupción inquietante, inesperada, cuando todo el mundo le creía tranquilo y satisfecho con los beneficios que como presidente del Valencia C. F. había obtenido por la venta de parte de sus acciones y por el traspaso del africano Bouba, jugador emblemático pero irregular en el campo y demasiado reincidente en la vida nocturna. Una venta idónea llevada a cabo justo cuando el mercado del fútbol aún entendía de locuras económicas, antes de volver, al estallar la burbuja inflacionista, a una transitoria racionalidad. Dueño de Bouba, Lloris amortizó con creces su inversión y reinvirtió una parte en algunos fichajes de jugadores llamados «de clase media» que ofrecían un buen rendimiento, del agrado de un público que aprobaba con satisfacción su incondicional entrega. Lloris dejó la presidencia en contra de su voluntad, guardando un silencio sepulcral. Ni una entrevista, ni una salida pública, desaparecido hasta que Júlia Aleixandre encontró el momento y a la persona adecuados.

Antes de citarse con ella, Francesc Petit reflexionó sobre el sitio donde debían verse. En principio se abstendría de pedírselo. Antes quería escucharla. Estaba dispuesto a escuchar a todo el mundo. Dada la nueva situación, también él tenía armas por esgrimir, argumentos consistentes para ejercer presión, ayudas altruistas que solicitar.

Júlia sugirió que se encontraran en el coto de la Albufera de Lloris, aprovechando que el empresario, al día siguiente de la rueda de prensa en la que anunciaba su candidatura al Ayuntamiento de Valencia, se había ido un par de días a un lugar desconocido, aconsejado por ella, que de ese modo impedía que su incontinencia verbal se prodigara por las emisoras radiofónicas y televisivas, que con fruición buscaban la presencia de un hombre que siempre que hacía declaraciones congregaba audiencias notables. Unos porque le seguían con fervor, otros porque le despreciaban coléricamente. De ahí su carisma, su poder de convocatoria. Pero Francesc Petit se negó a acudir al coto y eligió otro lugar. Una primera demanda, una primera orden, para marcar la pauta y advertir que él ponía el escenario y dirigía el casting.

La citó en el aparcamiento que Porcelanosa tenía al aire libre en la Nacional de Alicante, en el término municipal de Sedaví, pueblo megaurbanizado que en paz descanse. Allí dejaron el coche de Júlia y con el de Petit fueron hasta una carretera que seguía por los campos de marjal. Un territorio muy autóctono: el arroz, las zonas húmedas vetadas a la voracidad constructora. De momento. A él le gustaba aquel paisaje llano y aún limpio por el que a veces transitaba. El viento no era excesivo, como de costumbre. Así, aparcaron junto a un caserón donde los agricultores guardaban los utensilios del campo e iniciaron el paseo para disgusto de Júlia, que hubiera preferido la calidez de un salón cómodo, más personal y discreto.

– Me encanta el marjal -dijo Petit encendiéndose un puro.

– No logro ver sus encantos.

– Eres demasiado urbana.

– Quizá esté imbuida de tendencias urbanísticas.

– ¿Sabes? Quienes hemos vivido en pueblos somos más tolerantes. Nos hemos criado de un modo más libre.

– ¿Ah, sí?

– Pues sí. Mira, cuando eras pequeña seguramente tus padres tenían que acompañarte siempre a jugar a los jardines, como si fueras un perrito. En los pueblos, nuestros padres nos abrían la puerta que daba a la calle y no volvíamos hasta la hora de comer o de cenar. Es un tipo de libertad que marca tu personalidad.

– Se lo preguntaré a mi psiquiatra.

– Los psiquiatras y los psicólogos son una necesidad urbana. -Nueva calada, ausente y plácida-. Y aún te diré más.

– Te escucho.

– Los de pueblo somos menos cínicos.

– Buenas noticias.

– Ese mismo ambiente de compartirlo todo y jugar con los demás hace que tengas una forma de ser más sana.

– Estoy ansiosa por comprobarlo.

Francesc Petit dio otra profunda calada. Parecía disfrutar del momento, del tabaco y del paisaje. Y, además, no prestaba atención a las ironías de Júlia, que se situó a su derecha, con tal de esquivar el humo que el escaso viento le arrojaba a la cara. Se esforzaba por descubrir qué rumbo político tomaría Petit. Sin embargo, con paciencia de mujer profesionalmente asesora, escuchaba los recuerdos infantiles de su compañero dominical.

– En fin, echo de menos las largas partidas de chamelo en el casino, la vida tranquila en mi pueblo.

Contempló las extensas llanuras de arroz, cultivo que en los últimos años sufría excedentes y una trepidante bajada de precios. ¿Cómo debía tomarse Júlia sus últimas palabras? ¿Estaba decepcionado a causa del revés sufrido en el congreso extraordinario? ¿Era una estrategia antes de iniciar las negociaciones? Sería cuestión de averiguarlo.

– Retírate.

– Tú no has venido a verme para que me retire.

– Es evidente, pero no podría evitarlo.

Petit se detuvo. Se quedó mirando a Júlia, pero esperó a que pasara un tractor conducido por un campesino ausente al que únicamente acompañaba un escandaloso perro barraquero.

– Si quieres evitarlo, ya sabes qué hacer.

– Yo sé qué hacer, pero no lo que quieres.

– Negociar.

– Hagámoslo.

– Empieza.

Júlia Aleixandre suspiró. ¿Cuántas veces había tenido que negociar desde sus comienzos en política? Ni se acordaba, pero demasiadas. Sobre todo con gente que siempre esperaba que ella pusiera la primera frase del tira y afloja. Aun así, era su especialidad. Se había vuelto una experta en la tarea de engañar al adversario sin que importasen los medios.

– Verás -dijo también con algo de fatiga-, Lloris se empeña en volver a la política…

– Aconsejado por ti…

– No soy el problema.

– Dejémoslo en una sonrisa beatífica.

– Sí, aconsejado por mí, pero del brazo de Higinio Pernón.

– ¿Quién es Higinio Pernón?

– Representa a un importante grupo de empresarios, con sede en Murcia, que ya ha entrado aquí tímidamente, con sigilo, pero tienen la intención de hacerlo por la puerta grande, aprovechando el tirón electoral de Lloris en la ciudad.

– ¿Y qué provecho sacas tú de eso?

– Ninguno. Sólo el político, del que deberíamos beneficiarnos.

– ¿Tú y yo?

– Si es irremediable que quiera intervenir en política, al menos impidamos que su presencia resulte funesta para la ciudad.

– ¿Cómo?

– Con un hombre como tú, que goza de buena imagen y aporta ideología.

– También el populismo es una ideología.

– Insisto en que se ha vuelto loco. Sólo tiene deseos de venganza.

– Y de negocios.

– Empezará una guerra si no colaboras aportando racionalidad. Contigo tendrá que moderarse.

– No veo por qué.

– Me sinceraré aunque no me interese: te necesita.

– ¿Electoralmente?

– En efecto. Además, si le controlamos a él controlaremos al grupo de Higinio. Yo sola no puedo hacerlo, él solo no puede obtener la alcaldía.

– ¿Conoce la patronal los vínculos entre Lloris y el tal Higinio?

– Todavía no.

– Así pues, mis peticiones adquieren un valor primordial.

– Si son razonables, quedarán satisfechas.

– Razonables… odio esa palabreja. Todo el mundo te pide que seas razonable cuando pides algo.

– Francesc, serás el segundo en la lista.

– El segundo no manda.

– Tú lo harás. Tengo un plan.

* * *

– Pase al salón y espere.

Lluís Sola, conseller de Relaciones Institucionales de la Generalitat y portavoz del Govern, agradeció al mayordomo su invitación pese a la severidad con que, con una mano tendida señalando hacia la puerta, le hizo pasar a la biblioteca. Eran las diez de la mañana. No conocía la casa, pero mantenía una regularidad de visitas al despacho del empresario José Antonio Tamarit, hombre de escasa vida social. Apenas aparecía públicamente por ninguna parte, pero su influencia en la gran patronal era decisiva, desde la sombra, tal como suelen hacer los potentes empresarios que evitan convertirse en personajes a fin de salvaguardar detalles de su actividad económica y preservar su intimidad ante la curiosidad popular.

En los círculos políticos, no obstante, el señor Tamarit era muy conocido y respetado, sobre todo por los conservadores, que disfrutaban de su extraordinario altruismo económico y del de los empresarios bajo su influencia. Cada petición de José Antonio Tamarit se convertía en una orden. A las nueve de la mañana Sola recibió una llamada del conseller de Industria, para que se presentara lo antes posible en casa del empresario, que había llegado el sábado por la noche desde Albacete, abandonando su tiempo de ocio como cazador a causa de la situación creada por Juan Lloris.

El empresario Tamarit entró al salón con un batín de varios colores, ninguno de ellos llamativo. Era un hombre de altura y frente considerables, mirada penetrante, mentón afilado: andaba rebosando sobriedad. Sorprendió a Lluís Sola observando unos libros del siglo XIX. Enseguida fue a saludarle y recibió un bon dia enérgico, como si hubiera prisa por resolver el tema que los había reunido.

– ¿Ya has desayunado? -dijo mientras le hacía sentarse en uno de los sofás.

– Sí, señor.

– Entonces yo lo haré cuando te hayas marchado.

– Por mí, señor Tamarit…

– Cuando te hayas marchado -repitió con la práctica de tener siempre la última palabra-. Así desayunaré con mi esposa e hijos. Entre semana cada uno tiene horarios distintos, y a menudo, a causa de mis viajes, pasamos días sin vernos.

Sola recordó que José Antonio Tamarit era uno de los pocos empresarios que para hacer frente a la competencia china había decidido instalar una de las muchas fábricas que poseía en la región de Shanghai. Tenía fama de reflejos expeditivos.

– Bien, Sola, lo único que nos faltaba era que Juan Lloris anunciara su candidatura al Ayuntamiento.

– Nos ha sorprendido a todos.

– A mí me sorprenden pocas cosas de él. Pero debo reconocer que, tras las últimas y beneficiosas gangas que entre todos le permitimos, esperaba que tuviera bastante. La bestia quiere más y hay que frenarla.

– Hoy mismo nos reunimos con los socialistas para tratar de llegar a acuerdos que le impidan alcanzar la alcaldía -Sola, solícito, demostrándole que se movían con rapidez y eficacia.

– Los acuerdos tienen que estar muy calculados. Los socialistas necesitan a Horaci Guardiola, un extremista que ahora lidera el Front.

– Una lástima, lo del Front, ahora que por fin se habían moderado.

– Pero debemos vivir de realidades: si los socialistas necesitan a Guardiola, aplicarán una política condicionada por el Front. Ya estamos castigados por la política exterior del gobierno central con los norteamericanos, que estamos pagando con creces en algunas exportaciones. Si los socialistas alcanzaran también la Generalitat, con el tal Horaci en el Govern, todo empeoraría.

– Señor Tamarit, los acuerdos de los socialistas con el Front serán puntuales, electorales. Se necesitan. Si ganaran, y espero y deseo que no lo hagan, no cambiarían nuestros proyectos.

– Estarán obligados a llevar a cabo políticas sociales, en detrimento de una parte importante de los presupuestos destinada a obras públicas, relacionada con actividades privadas, como los parques temáticos, que necesitan el aeropuerto de Castellón, imprescindible para la actuación turística en el norte de la Comunidad. Hay muchos planes de urbanización en marcha en aquella zona.

En «aquella zona» se proyectaba el plan urbanístico más desproporcionado hasta la fecha, que incluía la expropiación de tierra hortícola productiva en los términos municipales de Oropesa y Cabanes, donde numerosos vecinos se veían empujados, forzosamente, a abandonar, también por expropiación, casas y masías centenarias.

– No lo suprimirían.

– Pero lo aplazarían. ¿Sabes qué significaría eso?

Lo sabía, pero el señor Tamarit no evitó recordárselo:

– Una importante paralización de la economía. Si ahora mismo somos la comunidad española más emprendedora es gracias a los proyectos que hemos levantado. Si se detienen o se aplazan, se creará un grave problema social, sobre todo entre los inmigrantes.

– Lo sabemos, señor Tamarit. Sabemos que gracias al esfuerzo emprendedor de hombres como usted disfrutamos de paz social y de proyectos envidiados. Y puedo dar fe de lo que digo por las reuniones que mantengo con colegas de otras comunidades. Pero reitero que los socialistas no se atreverían a tocar nada. Se volvería en su contra. Engañarán a Guardiola, es un tipo con ansias de poder. Nunca lo ha tenido, pese a los años que lleva en política. Si llegan a ganar…

– Habéis bajado tres puntos desde las últimas elecciones.

– La acción del poder desgasta, pero hay tiempo para recuperarlos. Las municipales son más preocupantes. Lloris cuenta con el apoyo del entramado de las peñas del Valencia.

– Fue un error que accediera a la presidencia.

Error del que él también era responsable, pero que Sola asumió de forma simbólica al reforzar aún más su erguida posición en el sofá.

– Lo hicimos para apartarle de la política.

– Ahora tiene un trampolín formidable.

– Nos equivocamos.

– Pues algo tendremos que hacer.

– Estamos en ello. A los socialistas les perjudica tanto como a nosotros. Llegaremos a acuerdos que impidan el éxito de Lloris.

– ¿Qué hay de Francesc Petit?

– De momento está de nuestra parte.

– Y cuando acabe la legislatura, ¿qué hará?

– Hemos intentado ofrecerle una salida digna como asesor, pero la ha rechazado. Le gusta la política. Siempre se ha dedicado a ella.

– ¿Creará un partido?

– Puede que sí, pero ahora mismo ignoramos la representatividad que podría tener. A los socialistas no se unirá, eso seguro.

– Tampoco a vosotros.

– Defiende encarnizadamente la autonomía política del nacionalismo.

– Sin dinero para llevarla a cabo.

– Sólo tiene la subvención del Parlament por los cuatro diputados que se han quedado con él.

– Nada.

– Insuficiente para asumir los gastos del nuevo partido y afrontar las próximas elecciones. Supongamos que sólo presente candidatura por la ciudad.

– Donde se presenta Lloris.

– Son incompatibles.

– Lloris es incompatible con todo el mundo, pero, en principio, también lo erais vosotros con Petit.

– Es distinto.

– Las necesidades económicas crean alianzas impensables. Debemos actuar con rapidez. Que Bancam ayude a Petit.

– Eso es imposible, señor Tamarit. En minoría, los socialistas están presentes en el consejo de administración de la entidad. Si le otorgamos un crédito no llegaremos a acuerdos con ellos.

– Probablemente Lloris ya esté pactando con Petit.

– No tenemos noticias de ello, pero esa unión le resultaría difícil de explicar a su electorado.

– ¿Aceptaría Petit ayuda nuestra?

– Sí, pero hay un problema.

– ¿Cuál?

– Su ayuda sería para que no apoye a Lloris, es decir, para que nos ayude, pero nosotros vamos a firmar acuerdos con los socialistas, que han sido en parte la causa de la escisión del Front.

– Estamos en un callejón sin salida.

– Lo estamos, señor Tamarit.

– Y, sin embargo, debemos actuar de inmediato. ¿Habéis pensado en los proyectos que caerían en manos de Lloris?

– Somos conscientes de ello.

– El Parc Central, el Parc de Capçalera, la Copa América, la construcción del nuevo estadio del Valencia, los terrenos de Mestalla, la Zona de Actividad Logística de la ampliación del puerto, las urbanizaciones de los márgenes derecho e izquierdo del nuevo río… En la ciudad a duras penas se encuentra un solar sin edificar. Y eso provoca que estos proyectos sean imprescindibles. Nos lo estamos jugando todo.

– Le aseguro que actuaremos con la mayor habilidad posible para unir fuerzas con los socialistas.

– Estoy convencido… pero siempre he tenido dificultades para creer en la existencia de algo que no haya visto. Y lo veo todo muy complicado, excesivamente complicado -repitió el señor Tamarit con gesto pensativo.

7

Júlia Aleixandre tenía un plan. Tan pronto como ella se lo anunció, Francesc Petit se adelantó unos metros y giró hacia la derecha, por el margen de una pequeña acequia que pedía a gritos una limpieza profunda en sus bordes: observó que el agua fluía con dificultades. Reflexionó sobre la agricultura valenciana, de qué forma tan burda los políticos, incluido él mismo, habían acabado con el sector, que décadas atrás había sido punta de lanza económica. Recordó la extinta polémica sobre si la falta de industria valenciana en la España franquista había impedido una burguesía moderna, como la catalana.

Lamentaba la debacle del campo valenciano, con todo lo que implicaba: la destrucción sistemática del paisaje, la deserción por parte de los jóvenes de un patrimonio emblemático y natural, con los campesinos obligados a vender terrenos de tradición secular para el desarrollo de Planes de Actuación Integral. Todo estaba en venta en una carrera de locura imparable. Desde cualquier sitio podían verse enormes grúas. Volvió la vista hacia los pueblos del interior. De un vistazo contó dieciséis. Júlia le miraba, esperaba. Él la hacía esperar. ¿Quizá creía que el tener una estrategia le cegaba? Esta vez exigiría un elevado precio por sus servicios, aunque estaba convencido de que sólo tendría vida política al lado de Juan Lloris, junto a alguien que, políticamente, no le haría sombra, aunque tendría que explicar con argumentos claros por qué aceptaba apoyar a un populista, un hombre que, manga por hombro, tenía como únicos objetivos el poder y la riqueza.

Volvió a la carretera. Había empezado a soplar viento. Llevaba el puro apagado. Quitó la ceniza seca frotando la punta con la suela de su zapato y volvió a encenderlo.

– Explícame el plan -dijo con una mueca escéptica, el gesto oportuno para dar a entender lo extraordinaria que debería ser la propuesta para que se embarcase en una candidatura que tenía más de episodio aventurero que de objetivo político.

– La mayoría de los candidatos que figurarán en la lista de Lloris son míos. Gente de confianza.

– A propósito, los cuatro diputados que me han sido fieles tienen que ir en buenas posiciones. He dado mi palabra de que los reubicaría cuando dejaran el Parlament.

– No hay problema. Miel sobre hojuelas, para un plan que básicamente consiste en cargarse a Lloris cuando la situación sea tan insostenible que no nos quede otra salida.

– ¿Y qué pasará si no tenemos bastantes concejales?

– Que nos apoyarán o conservadores o socialistas durante lo que quede de legislatura. Ahora mismo estarán acordando evitar que Lloris sea alcalde. Lo tengo previsto, pero nunca gobernarán juntos, ni siquiera se abstendrá uno de ellos para que el otro gobierne.

– Para quitarse de encima a Gil y Gil se pusieron de acuerdo en Marbella.

– Lo harían con Lloris, pero no contigo. Sus electores no entenderían un pacto público entre ambos. Y además, nosotros les pediríamos que nos apoyaran con la promesa de que contarían con nuestros votos en las próximas elecciones.

– ¿Y darles el Ayuntamiento a los socialistas? En mi caso, sería contradictorio.

– Cuando llegue el momento, tu electorado no será el mismo que has tenido mientras dirigías el Front. No te disputarás con ellos los votos.

– ¿No me votarán los nacionalistas?

– Lo que quiero decir es que los nacionalistas que te han votado estarán convencidos de que es la única política posible, además de decepcionados porque las expectativas de Guardiola con los socialistas no se habrán cumplido. Contigo, por lo menos, les reconfortará tener el primer alcalde nacionalista de Valencia.

– Están muy cabreados. Tendrías que haber visto el congreso extraordinario.

– El poder cierra muchas bocas. A unos porque lo ostentan, a otros porque, como militantes de una causa, ven realizado un sueño largamente esperado. Es más: no tengo ninguna intención de cumplir la promesa de apoyar a quienes nos apoyen. Sólo será una estrategia para reorganizarnos y ganar tiempo.

– No es algo muy ético.

– Tampoco lo será que conservadores o socialistas rompan el pacto existente entre ellos para ayudarnos a seguir en el poder a cambio de obtenerlo en la próxima legislatura. Somos tiburones en piscinas de tiburones. La única ética posible.

– Dirán que lo han hecho para que Lloris ya no gobierne.

– Que digan lo que quieran, pero lo habrán roto con el consiguiente enfado del otro. Si entre ellos no cumplen el pacto, ¿por qué tendríamos que hacerlo nosotros? Los electores pasan de disputas políticas internas y se concentran en los proyectos visibles. Ésa es la realidad.

– ¿Qué hay del sentido de la responsabilidad política? Porque es obvio que Lloris, mientras haya estado en el poder, habrá hecho reventar todos los sentidos posibles.

– En efecto, eso nos será útil. Pero tendremos que moderarle para que no nos salpique a todos de forma irreparable.

– No te lo crees ni en sueños, que le moderarás.

– Se trata de dotarle de un barniz humano. ¿Quieres un detalle? Ha contratado a un asesor cultural. Se lo he traído yo.

– A ver si le desnaturalizas tanto que pierde el carisma ante aquellos que le valoran precisamente por lo que es y representa.

– Al contrario, con cultura tópica y sensiblera llegará mejor a esos sectores. Un toque más autóctono, al estilo de González Lizondo, que entusiasmaba a ese público. Una imagen de hombre emprendedor y a la vez preocupado por las tradiciones más folklóricas.

– Ya veo que lo tienes todo planeado.

– Todo no, por eso te necesito. Hay cosas que no puedo controlar.

– ¿Cuáles?

– Lloris ha contratado a un detective.

– ¿Dossiers?

– Sí, de todos los primeros candidatos y especialmente del actual alcalde, el más perjudicado por su candidatura pero también su rival más directo.

– ¡Pero si la vida personal de Lloris es la más turbia de todas!

– Lo suyo es público, al contrario que lo de los demás.

– ¿Qué piensa hacer con los dossiers?

– No lo sé, pero me preocupa.

– Sinceramente, Júlia: me extraña que una persona como tú lo esté.

– Me preocupa que los utilice bien.

– A mí me preocupaba tu ataque de honestidad, entre otros motivos porque no me lo creía. Si llegamos a un acuerdo para formar una sociedad que resulte ventajoso para mí, sería conveniente que nos mostráramos tal como somos, con las cartas sobre la mesa. ¿No te parece?

– Sé lo que todo el mundo piensa de mí, pero me da igual. Mira, Francesc, yo soy la persona que degüella al pollo para que otros -iba a decir «como tú», pero lo evitó- se lo coman. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio, siempre tan necesario.

– El trabajo sucio no podría haber dado con alguien más idóneo. Te encanta urdir tramas.

– Cada uno tiene talento para algo en especial. Y no creo que te importe dejar que haga ese tipo de cosas.

– En absoluto. Por cierto, ¿en qué estado se encuentran tus negocios con Lloris?

– ¿Es obligatorio contártelo? Son asuntos personales.

– En tus estrategias no hay nada personal. Además, todo influirá en la decisión que deba tomar. Y no intentes engañarme, porque lo descubriré. De modo que te conviene ser franca si realmente te intereso.

– Muy bien, te lo contaré. Estoy atrapada.

– Detállalo.

– En las sociedades que compartimos, él es el accionista mayoritario. Hace lo que quiere sin tener en cuenta mi opinión.

– Sabe de negocios.

– Bastante, sí. Pero tengo la necesidad de vender algunos terrenos y obtener una plusvalía, que ahora son excelentes. ¿De qué me sirve hacer negocios si no puedo quedarme con las ganancias que generan? A él no le hace falta vender. Está podrido de billetes, pero a mí me gustaría dejar el piso y hacerme una casa… en fin, disfrutar cómodamente de unos beneficios en los que he tenido una intervención decisiva.

– Véndele tu parte.

– Ni te imaginas a qué precio las compra. En ese aspecto es un hombre poco agradecido y sin escrúpulos.

– En ese aspecto, hacéis una pareja extraordinaria.

– Excelente opinión.

– Hace años que te conozco.

– Pero te da igual negociar conmigo. ¿Quizá soy la única posibilidad política que te queda?

– Es posible, pero te recuerdo que tú me necesitas más.

– Tienes el segundo puesto y altas probabilidades de ser alcalde.

– No es suficiente.

– ¿Qué más quieres?

– Dinero.

– ¿Dinero?

– Para infraestructura, no para mí.

– La infraestructura la pondremos nosotros.

– Ya lo sé, pero también quiero la mía propia. No quiero que la gente piense que he provocado una escisión en el Front para diluirme en una candidatura de Lloris. Tengo que demostrarlo con hechos palpables, implantándonos no sólo en la ciudad, sino también por todo el país. Eso cuesta dinero, mucho.

– ¿Cuánto?

– Todo el que haga falta.

– Lloris no transigirá si la cantidad es desorbitada.

– Quizá Bancam sí.

Júlia rió.

– ¿Bancam? Los socialistas no permitirán que los conservadores te la den.

– A la patronal tampoco le gusta Lloris. Y ellos mandan más que los partidos.

– No convirtamos esta negociación en un circo.

– No lo pretendo, pero la candidatura de Lloris es circunstancial, hasta que se canse o consiga lo que quiere. Nosotros somos un partido que quiere estar muchos años haciendo política, siendo decisivo en los proyectos del país. Y eso tiene un precio elevado.

– Pídemelo y trataré de conseguírtelo.

– No quiero que lo intentes, quiero que me lo des. Las elecciones son inminentes y podría quedarme fuera.

– Sabes que te necesitamos.

– Pues no me hagáis perder el tiempo. -Sacó el móvil del bolsillo interior de la americana-. Lo llevo apagado, pero seguro que tengo mensajes convocándome a reuniones.

Seguro.

– Lloris ya te dio mucho dinero en las pasadas elecciones.

– El dinero no es problema para él; le sale por las orejas. Además, yo le ayudé a ser presidente del Valencia, algo que le permite tener posibilidades de llegar a la alcaldía. Estamos en paz. Sin embargo, ahora la situación es distinta.

– Pide.

– Una sede, empleados liberados y dinero para mantenerlo todo sin agobios, por no hablar de que necesito una campaña de promoción personal para rehacer mi imagen tras la derrota del congreso.

– Ignoro a cuánto dinero asciende.

– Calcúlalo. Para empezar, la sede puede salirle gratis a Lloris. Tiene muchos locales vacíos en la ciudad. Céntrica y con un alquiler barato, por favor. Ahora que lo pienso, no quiero pagar alquiler. Eso sí, con un contrato de redacción pulcra que elabore un abogado de confianza. En nuestro partido hay unos cuantos. En fin, echad cuentas. Es vuestra especialidad. Hoy es domingo, pronto quiero una respuesta. Durante unos días me comprometo a no atender ciertas llamadas. Esperaré ansioso la vuestra. -Júlia quiso responderle-. Tenéis unos días.

– ¿Cuántos?

– Pocos.

– Llamaré a Lloris para que venga hoy mismo.

– Perfecto. -Mientras hablaba había olvidado el puro, que de nuevo tuvo que encender-. ¿Qué haces esta tarde? -le preguntó con voz imperativa.

Aunque sorprendida, supo aprovechar la oportunidad con buenos reflejos.

– ¿Quizá te gustaría pasarla conmigo? -dijo con complicidad de mujer halagada.

– Siempre que no hablemos de política.

Política, al fin y al cabo.

* * *

Domingo tranquilo en la redacción del diario El Liberal. El fragor y las prisas se instalarían allí por la tarde, cuando los redactores de guardia, en su mayoría destinados a deportes, llegaran a partir de las cuatro. Sin embargo, a las doce del mediodía, Albert, «Tintín» para los colegas por lo de su parecido con el personaje del tebeo, ya estaba allí, repasando toda la prensa dominical, la valenciana y la estatal, suplementos incluidos, que cayera en sus manos. Hojeaba un periódico en busca de secciones y titulares que le atrajeran, casi cubierto por el resto de diarios amontonados. El congreso del Front y los articulistas de prestigio polarizaban su atención.

Pese a su edad, veintiocho años, le quedaban asignaturas pendientes en casi todos los cursos de la carrera. No le apetecía estudiar, pero la titulación era obligatoria en el gremio de periodistas. De familia de economía precaria, trabajaba los fines de semana para costearse la matrícula, el ocio y las vacaciones.

Era muy cumplidor, Tintín. A cualquier hora que le llamasen estaba disponible. Lo hacían desde todas las secciones, para sustituir bajas por maternidad o enfermedades, o para que se encargara de tareas de las que los redactores más veteranos huían como de la peste. Vivía para el periodismo, feliz por sentirse útil dentro de la profesión que, ya siendo adolescente, tenía clara: «Seré periodista», dijo a sus padres a la más que tierna edad de once años. Muy satisfechos, sus padres le dijeron que fuese lo que quisiera, pero que se pusiera a trabajar lo antes posible. Así pues, ante la primera oportunidad que se le presentó, tuvo la suerte de que le admitieran por su entusiasmo, superior al de cualquier otro candidato. Su nómina mensual, sin ser nada del otro mundo, estaba bien para un joven al que llenaba de gozo el simple hecho de ejercer y ser reconocido como periodista.

Aquel domingo, Albert Tintín acudió a la redacción más temprano que de costumbre. Eran las diez y media, e incluso las señoras de la limpieza, todas ecuatorianas, se sorprendieron al verle. A menudo se lo encontraban cuando ya les había llegado la hora de irse. Las invitó a un café poco consistente de los que servían las máquinas que la empresa editora había instalado en una sala aparte, donde antes los fumadores empedernidos consumían cigarrillos con ansiedad de adictos. Ya no se podía fumar en ninguna parte, aunque en ciertos lavabos permanecía aún el olor a tabaco rubio de fumadores resistentes. Lo había hecho al principio, con dieciocho años, pero lo dejó por el escandaloso gasto que suponía para él.

Tintín había ido más temprano para hablar con el jefe de la sección de política, Antoni Guixà, también de guardia, que solía pasar por allí algún rato por la mañana durante los fines de semana, ordenar y distribuir el trabajo y volver por la tarde, tras haber comido con su familia en el pueblo de Torís, donde disfrutaba de una sencilla casa rural con terreno suficiente para cultivar hortalizas y otros productos de consumo casero. Un buen número de periodistas valencianos, de edad cercana a los cincuenta, eran hijos de campesinos y heredaban la vocación de aficionado o la frustración familiar de no haberse dedicado a la sentimental labor de la agricultura.

La presencia de Antoni Guixà en la redacción se hizo visible pasados diez minutos de las doce. Como siempre, por las mañanas, venía acompañado de su perro Rocky, de aquellos tan pequeños que siempre hay que andar con cuidado para no pisarlos, porque iba de acá para allá con una velocidad sorprendente. Enseguida, Tintín fue al despacho de Antoni.

– Buenos días, Toni.

– Buenos días -contestó el responsable de política mientras hojeaba los primeros papeles de la mesa. Encendió el ordenador-. Si te llevas los diarios, haz el favor de devolverlos.

Albert se los devolvió y esperó a que resolviera algunos asuntos. Tintín acarició el lomo del perrito. Éste le lamió los dedos no sin desconfianza. Estaba harto de que lo pisasen.

– Esta noche ha tenido diarrea -Guixà, cliqueando en el ordenador.

– Pobrecito, pobrecito… -Tintín le pasó la mano por la barriguita.

Se preguntó cómo una criatura que tenía el vientre casi pegado a la espalda podía sufrir una diarrea. Lo dejó estar. Rocky era el ojito derecho del jefe de la sección de política.

– Mi hija -dijo, distraído- tiene la costumbre de darle golosinas y toda clase de porquerías. Creía que la diñaba. Como es tan delicado…

– Claro, es muy pequeño.

– Pues ahí donde lo ves tiene doce años.

Tintín no veía el momento de entrarle a Guixà con el asunto que pensaba proponerle. El jefe de redacción no apartaba la vista del ordenador.

– ¿Doce años? Eso es como si una persona tuviera… -Multiplicó por siete-. ¡Hostia, ochenta y cuatro!

– No seas animal. ¿Cómo quieres que tenga ochenta y cuatro? ¡Sería una momia!

– Él no, las personas. Dicen los veterinarios que un año de perro vale por siete de los nuestros.

– ¡Qué coño sabrán los veterinarios! Rocky nunca ha pasado por una clínica. Le he dado unas hierbecillas y mira cómo está. -Dejó el ordenador-. Rocky, bonito, ven con papá.

De un salto, el perrito se plantó en el regazo de Guixà. Ochenta y cuatro años y está más ágil que yo, pensó Tintín. Las hierbecillas.

– Todo está en la naturaleza. Una infusión y enseguida está hecho un pimpollo. -Guixà besó la testa de Rocky.

– ¿Sabías que hoy en día hay psicólogos para perros? -le preguntó Albert.

– ¿Ah, sí? Tengo curiosidad por saber qué les preguntan.

– Pues… ahora que lo pienso, no lo sé.

– A ver, dime qué quieres y déjate de mariconadas. -Otro beso a la testa del perrito y dijo, como si se dirigiera a un bebé-: Mi Rocky con un psicólogo…

– Quería pedirte un favor.

– Los asuntos económicos a gerencia.

– No, no, quiero trabajar…

– Pero si tú eres un enfermo del trabajo.

– Quiero colaborar en la sección de política.

– ¿Ya te has cansado de deportes?

– Me paso dos días seguidos reescribiendo crónicas de la regional valenciana. ¿Puedes creer que el domingo pasado un corresponsal me envió una que empezaba diciendo «El partido se inició con cero a cero en el marcador»?

– Por lo que cobran…

– Es un poco frustrante. Estoy preparado para algo más serio.

– ¿Y crees que la política es seria?

– Hombre, como mínimo es más gratificante.

– Cómo se nota que no has comido con políticos.

– No, pero tengo un contacto de puta madre. Aprovechándolo, puedo sacar mucha información de todos los movimientos que se están produciendo.

– ¿Quién es?

– Eso es asunto mío.

Guixà dejó al perro en el suelo y se levantó, algo irritado.

– ¿Qué significa que es asunto tuyo? ¡Trabajas aquí!

– Perdona. Quería decir que es un contacto secreto, y además, me gustaría trabajármelo personalmente.

– No tienes ni puta idea de política.

– Leo todos los periódicos del día.

– Por eso mismo.

– Toni, no te decepcionaré.

– Tienes mucha fantasía.

– Es un gran contacto, una persona situada justo en el centro operativo.

– Si cuando yo digo que tienes fantasía… -miró a Rocky, como si se lo dijera a él-. ¿Qué crees que es la política, un asunto de espionaje cinematográfico? ¡Pero si tenemos a los políticos más tirados del mundo!

– Están en marcha grandes operaciones.

– Nada, hombre, cuatro pactos y mandarán los de siempre.

– ¿Y qué me dices de Juan Lloris?

– ¿Le has metido un micrófono en el culo?

– ¿No te parece que su anunciada candidatura lo ha puesto todo patas arriba?

– Bien… sí… ya veremos.

– ¿No te gustaría disponer de información de primera mano de lo que se cuece?

– De primera mano, sí; producto de una imaginación desbocada, no. Llevo muchos años en este diario y espero jubilarme aquí. Si no quieres decirme quién es tu contacto, ¿cómo quieres que te dé el trabajo?

– La discreción es fundamental. Una filtración y todo se va a la mierda.

– Y una tontería tuya y el que se va a la mierda soy yo.

– No publicaremos nada que no sea contrastado.

– ¿Lo dudabas?

– Entonces, ¿aceptas?

– ¿Me has oído algún sí?

Albert se desanimó. Había puesto muchas ilusiones en su propuesta. Se despidió con desgana y se dirigió a su mesa de la sección de deportes. Pero Guixà reflexionó: Tintín era impulsivo, quizá fuese mejor controlar a un fantasioso que dejarle a su aire. Le conocía y le creía capaz de trabajar por su cuenta. ¿Y si era cierto que tenía un buen informador? No costaba nada probar. Si la investigación resultaba exitosa, él obtendría la parte del mérito que por justicia le correspondía. Salió al pasillo. Aún no había nadie en la redacción.

– Eh, ven.

Casi corrió hacia el despacho.

– ¿Es un sí?

– Con condiciones.

– Las acepto.

– Ni una palabra a nadie, y menos aún al director. Todo lo que se publique será contrastado y bajo mi supervisión. Si ese día no estoy, te esperas a que llegue o vienes a buscarme a donde esté. Y la última…

Albert escuchaba con mucha atención.

– Y la última -repitió Antoni Guixà con gesto amenazante-, si se te desborda la fantasía te corro a hostias por toda la redacción. ¿Entendido?

– No sabes qué alegría me das.

– ¿Entendido?

– Perfectamente.

Salió con rapidez del despacho, rumbo a la calle.

– ¿Adónde vas?

– A hablar con mi contacto.

– ¿Y tu trabajo en deportes?

– Por la tarde…

Antoni Guixà lo oyó desde lejos, cuando el eco de su voz se perdía a causa del ruido que el propio Albert hacía al bajar por la escalera como un rayo.

Miró a Rocky. El perrito parecía aterrorizado, con sus patitas tendidas hacia adelante y la cabeza gacha. Una caquita líquida se esparcía en un rincón del despacho.

– Mal augurio -dijo el redactor al darse cuenta.

* * *

Por la explanada de la catedral paseaban en domingo muchos extranjeros. Algunos aún eran reconocibles por su peculiar forma de vestir. A Miquel Pons, licenciado en matemáticas puras, le sacaba de quicio observar a un individuo con sandalias y calcetines de lana. Los pantalones largos disimulaban aquel atentado contra la más elemental estética, desastre en perfecta armonía con la oferta turística. En una plaza tan bonita, tan italiana, con la parte gótica de la catedral presidiéndola, rodeada de edificios extrañamente respetuosos con el entorno y con el Palau de la Generalitat -justo enfrente-, causaba daño a la vista aquel grupo de guiris repleto de colores chillones que se fotografiaba con el fondo de una fuente de aires franquistas, presidida por una especie de Neptuno que representaba el Túria y siete mujeres desnudas que simbolizaban un homenaje a las siete acequias que regaban la huerta de la ciudad. Del autor de la fuente sólo se sabe que jamás sufrió presidio. Sostenía Pons que no había forma de acostumbrarse, pese al empeño de las sucesivas autoridades, a los buñuelos monumentales que invadían la urbe por doquier.

Lo contemplaba tomándose un café en la terraza de la cafetería Roma, aunque el tiempo no acompañaba ni se sentía cómodo con la presencia de un matrimonio oriental en la mesa de al lado, pareja que se había separado del grupo y disfrutaba de una horchata con churros. Una horchata embotellada, además. Claro que él tampoco se comería pescado crudo. Casi le entraron arcadas. Tenía que tragar mucho, el licenciado Pons, brillante estudiante en paro, ganándose la vida como asesor cultural del candidato Juan Lloris, representante de una esencia que se enorgullecía de monumentos como la fuente de la plaza. Abrió el libro que contaba la historia de la ciudad y buscó la página de la Seu y sus alrededores, a fin de contárselo a Lloris, generoso en el pago pero algo zopenco en su aprendizaje. Se esforzaba muy poco. Quería ir al grano, exigiendo lo más superficial, la síntesis de contraportada. Con paciencia, Miquel le detallaba, como un profesor particular efectúa un repaso para un alumno particularmente inepto, los símbolos más emblemáticos, y a la vez procuraba que su valenciano trufado de barbarismos, e incluso de neologismos de cosecha propia, fuera del agrado de la audiencia que le seguía y no maltratara la sensibilidad idiomática, que, si bien escasa entre la población, al menos era significativa entre los sectores intelectuales.

Pons seguía vivo, no obstante. Y quería conservar la vida que al fantasioso de su amigo Albert le daba igual poner en peligro con los encargos que le hacía. ¿Por qué le había contado lo de su nuevo trabajo?, se lamentaba. Claro que lo había hecho, en primer lugar, porque estaba contento, ganaría unos euros fundamentales. Luego, por la singularidad del puesto. Y en última instancia, porque lo más normal era que un amigo le contara a otro cualquier acontecimiento nuevo. Pero no todo el mundo tenía amigos tan peculiares, tan cotillas e irresponsables. ¿Lo hacía por vocación profesional, con el afán de convertirse en un buen periodista, o por espíritu aventurero? De Albert se lo podía esperar todo. Pero era su amigo. El único, el de siempre. Pons tenía que reconocer que Albert le ayudaba mucho. Cuando no tenía un euro se hacía cargo de todas las copas. Y también de los extras, esa comida excepcional que de vez en cuando se regalaban en restaurantes de precio asequible. Gran mérito de Albert, sin duda, ya que Pons era de peso evidente y hambre ostensible; veía el deporte como un enemigo del que había que huir y era tímido con las mujeres, como Albert. Cuando estudiaban en el instituto, casi nunca les invitaban a las fiestas. Precisamente aquello les convirtió en amigos. De hecho, ambos temían enamorarse por lo que suponía de abandono del otro. Como hermanos, en definitiva; un pequeño clan en el que la voz cantante, por ser más lanzado, era la de Albert. Pons se dejaba llevar. No tenía tanta iniciativa y, además, era tranquilo, amante de la paz y de no buscarse problemas innecesarios. Ahora tenía dos: Lloris y Albert, aunque se confundían.

Llegó Albert, nervioso, satisfecho, con esa sensación tan humana de creerse indestructible. Se sentó a su lado. Se levantó de repente. Todo en un segundo.

– ¿Por qué no vamos dentro? ¡Hace frío!

– Yo no tengo. Y no me digas que es por mi grasa. No soy una foca.

No se lo dijo, estaba acomplejado.

– Dentro no nos verá tanta gente.

Ya estamos otra vez con las fantasías. Pensándolo bien, Pons consideró que quizá el asunto exigiese cierta discreción. Eligieron una mesita del fondo del local. El camarero los atendió. Un café con leche para Albert. Pons le enseñó la tacita vacía que se había traído desde la terraza.

– ¿Cómo ha ido todo? -le preguntó.

– ¿Cómo quieres que vaya? -exclamó Albert, y enseguida bajó la voz-. Se han vuelto locos perdidos con mi propuesta.

– ¿Lo saben todos?

– No, hombre, no. El único que lo sabe es el jefe de la sección de política. Me ha felicitado.

Pons ponía entre paréntesis todo lo que le contaba Albert. Aunque lo cierto era que la propuesta merecía, como mínimo, ser escuchada.

– Supongo que no has revelado tu fuente.

– En absoluto. Era una condición irrenunciable.

– ¿Seguro?

– Miquel, yo no te mentiría.

No estaba tan seguro.

– Ten en cuenta que me juego el sueldo.

– Soy un profesional, no te preocupes.

Miquel suspiró, estaba acojonado. Su vida, que transcurría sin sobresaltos, adquiría de repente una dimensión desconocida en manos de un conocidísimo amigo quimérico. Una vez, Albert quedó, por motivos laborales, con dos modelos para hacerles un reportaje. Pues bien, le llamó convencido de que irían de fiesta con ellas, pero ellas, ni siquiera con la promesa de dedicarles una página entera en la sección de sociedad, con todo lo que implicaba como promoción, aceptaron tomarse una Fanta. Tenían compromisos. Ineludibles, eso sí. Albert era inasequible al desaliento. Le sobraban fe y perseverancia. ¿De qué falta de realismo sufría, que era incapaz de ver la diferencia de ambiciones estéticas entre las dos mujeres y dos pardillos con las mujeres? Desde la perspectiva de Miquel, era un tipo extraño: creía en sus posibilidades, alimentadas por su inconsciencia.

– Bien, suéltalo ya -dijo Albert.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Lloris se tira a Júlia Aleixandre?

– ¿Eso es importante?

– Básico, primordial, trascendente…

– Vale, vale…

– Si un tío que ha estado liado con una mujer la deja, ten por seguro que se vengará.

– Supongo que lo sabrás por experiencia…

– Por lógica. Tú que eres matemático podrías imaginártelo.

– No entiendo por qué las personas tienen que ser tan enrevesadas.

– No te pierdas. ¿Se la tira o no?

– No.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lógica. No le hace caso. Lloris va a su aire, aunque a menudo hable de mujeres. Las mira como un baboso. Va bastante salido.

– Como nosotros.

– Nosotros tenemos motivos.

– En cualquier caso, si puedes cerciorarte, confírmamelo.

Miquel no imaginaba qué tenía que hacer para cerciorarse. Pese a todo, no dijo nada, daba por válido su argumento.

– A partir de ahora entramos en una nueva fase, más práctica, más de acción. Debes llevar a cabo un seguimiento de Júlia. Qué hace, adónde va, con quién habla…

– Ella me conoce. Me contrató. Mi figura rellenita, visible a dos kilómetros, no es la idónea para seguir a nadie.

– No eres el único gordo que hay en Valencia.

– Pero soy el único gordo que le da clases a Lloris.

– Sí -admitió Albert-, tienes razón. Iremos los dos.

– Sigo siendo visible.

– Tomaremos precauciones. Empezaremos hoy mismo. ¿Sabes dónde vive?

– Sí.

– ¿Cuándo verás a Lloris?

– Mañana lunes.

– Cojonudo. Ahora que caigo, hay un problema. Tengo que alternar con esto mi trabajo en los partidos de la regional valenciana. La primera parte del seguimiento la harás tú. Yo me añadiré luego.

– ¿A qué hora?

– Cuando termine te llamo.

– Y si sale de casa en coche, ¿cómo me las arreglaré?

– Te dejaré el mío. Quiero un informe completo. Bien, no hace falta que me lo redactes, pero toma notas, detalles que creas importantes. En fin, todo lo que pueda indicar por dónde irán los tiros. Te aseguro, Miquel, que la política valenciana nunca ha estado tan convulsa. Quiero adelantarme a la competencia en todos los detalles de los pactos. La clave es Júlia Aleixandre. Dicen que es la persona más intrigante de la ciudad. Prepara algo. Según mis cálculos, Lloris, aunque goza de mucho tirón entre los electores, no tiene mayoría absoluta. Y cualquier otra cosa no le sirve para ser alcalde. A la fuerza tienen que moverse. La pregunta es hacia dónde.

– La escisión del Front…

– ¿Francesc Petit? Sabrás mucho de matemáticas, pero de política no tienes ni puta idea.

8

Dos años atrás, conservadores y socialistas, con el Front comandado por Francesc Petit, se habían reunido para determinar qué hacer con Juan Lloris, entonces aún presidente del Valencia pero ya con la amenaza latente de invadir el reservado espacio político. La estratégica retirada del empresario, organizada no sin falta de persuasión por Júlia Aleixandre, deshizo todos los acuerdos que los tres partidos, con desgana y forzados por la situación, habían tomado para regresar a las funciones que los ocupaban: acusarse unos a otros, como es normal entre el poder, la oposición y quienes pretenden ejercer de outsiders. Cada vez los reproches subían más y más de tono hasta llegar, con más frecuencia de lo deseable, a las insinuaciones personales, transformando la política parlamentaria en una serie de enconados desencuentros. El descrédito de la clase política es algo cada vez más evidente entre los ciudadanos, pero contra eso los políticos siempre juegan con la ventaja de que no existe alternativa al sistema democrático, aunque propicien a la vez una abstención significativa de electores siempre que no haya un tema, una causa, que, por su relevancia social, los movilice. Juan Lloris polarizaba las posturas. Para unos, porque votarían por el mal menor tratando de impedir su éxito; otros encontraban en él un voto de castigo contra los demás partidos, pero especialmente contra los componentes del bipartidismo. Y aún quedaba otro sector: quienes creían en él, necesitados como estaban de hombres enérgicos, de otra política, de una protección contra lo que intuían como inseguridad y desorden. La presencia de Lloris obligaba a los políticos a tomarse en serio y con eficacia una tarea que la rutina y la autoconfianza abusiva habían llevado a una situación de desprestigio y displicencia.

De nuevo, conservadores y socialistas se reunieron, esta vez sin la participación del Front, aunque les habría gustado contar con Francesc Petit si no fuera -así se lo reprochó Lluís Sola a Josep Maria Madrid- porque Horaci Guardiola, rémora socialista, no lo aceptaba. Madrid contraatacó esgrimiendo la inmensa deuda del Ayuntamiento, alrededor de cien mil millones de pesetas. No es ése el motivo de este encuentro, sino la necesidad, mucho más perentoria, de la unión de todos, de todos, remarcó Sola, contra el hombre que amenaza el prestigio de la ciudad, aunque según Madrid ese prestigio era algo que los conservadores, con su política de espectáculo, ya habían echado a perder. Toda España sabe de la desastrosa gestión de vuestro alcalde, de la irresponsabilidad administrativa. Tanto es así que necesitaremos dos legislaturas sólo para pagar las deudas que dejaréis en el Ayuntamiento y en la Generalitat. Y es más: sois unos auténticos irresponsables en el tema del agua. El agua es un bien común que necesitamos, replicó Sola, casi a gritos, pero también con un tono de voz elevado le contestó Madrid: si no paráis de construir, necesitaremos agua hasta de Portugal. ¿Desconocía Josep Maria Madrid que la construcción era el motor económico de la Comunidad? No lo ignoro, pero los socialistas también apostaremos por otros tipos de industria. Innovación tecnológica, por ejemplo. Sector que, pese a su importancia futurible, habéis despreciado. No pueden ponerse todos los huevos en el mismo cesto.

No llegaremos a ningún acuerdo si en el pacto de no agresión que nos conviene firmar participa Horaci Guardiola. Ahora el Front volverá a ser un partido que asustará a los electores, y Juan Lloris se aprovechará de eso. Te recuerdo, dijo a su vez Madrid, que todo lo que políticamente significa Lloris lo ha proyectado Júlia Aleixandre, ex militante vuestra. Tú lo has dicho: ex militante nuestra, no tenemos la culpa. ¡Por supuesto que la tenéis! La expulsasteis sin tener en cuenta lo que sabía, esa trastienda que conoce al dedillo y que tanto nos perjudicará a todos. ¿Y la ceguera socialista de provocar la caída de Francesc Petit? ¿No es eso una grave irresponsabilidad? Se lo ha cargado la gente del Front en un congreso extraordinario. No seas cínico, Madrid. Todo el mundo sabe cuánto has trabajado para acabar con él.

Estaban reunidos en el chalet de Lluís Sola, un regalo de su suegro, empresario retirado, en la urbanización de Santa Bárbara, en el término municipal de Rocafort. Salvo ellos, no había nadie más en el chalet. Les convenía discreción absoluta. Los electores no debían percibir que querían impedir el éxito mayoritario de Lloris, porque eso le convertiría de inmediato en una especie de mártir, en alguien que, si no interesa a los demás, es porque éstos quieren seguir repartiéndose el poder.

Josep Maria Madrid se levantó de la mesa. No se iba. Llevaba entre las manos una botella de cerveza. Efectuaba un simulacro de despedida, como si estuviera tan enfadado como para abandonar la reunión de un momento a otro. Para distender el ambiente, Sola admitió que Júlia Aleixandre les había hecho daño. Pero quedaba Petit. ¿Qué debían hacer con él? ¿Osaría aliarse con Lloris? No, dijo Madrid con mucha seguridad. Sin embargo, coincidían en que si se presentaba solo apenas sacaría un concejal. Aún era prematuro hacer cálculos, pero la militancia que le había sido fiel prácticamente se concentraba en la ciudad. Arriesgada, cualquier predicción. Les faltaban las encuestas que señalaran cómo quedaría el mapa electoral tras la escisión del Front. En cambio, algo estaba claro. Solà lo explicitó: Petit necesitaba dinero.

Si estás pensando en un crédito de Bancam, déjalo estar. Muy firme, la postura de Madrid al respecto. ¿Cómo le explicaría a Horaci Guardiola que ellos, también presentes en el consejo de administración, habían permitido que Petit se rearmara económicamente? Muy sencillo, respondió Sola, porque nosotros tenemos mayoría y se lo hemos concedido. Olvídate. Guardiola nos obligaría a llevar a cabo gestos contundentes, como abandonar Bancam o iniciar una guerra contra vosotros. Pero, si nosotros no le ayudamos, lo hará Lloris. Mira, Josep Maria, está muy claro que Júlia Aleixandre ya habrá concertado un encuentro con él. No, no, insisto en que Petit no se atreverá a ir con Lloris. ¿Ya no te acuerdas, dijo Sola, de que precisamente Lloris y sus cuatrocientos millones de pesetas hicieron posible que el Front se convirtiera en la fuerza política decisiva de la Generalitat? ¿Que si me acuerdo? Recuerdo incluso que vosotros le disteis doscientos millones más de Bancam.

Muy bien, recordemos los errores cometidos y flagelémonos con ellos. Cuando lo creas conveniente nos centraremos y analizaremos la actual situación. Ahora fue Sola quien se levantó enfadado. Se acercó a la cocina a por otra cerveza. Cuando volvió, Madrid estaba sentado, como dispuesto a hablar de nuevo.

– Se mire por donde se mire, es complicado.

– Pues algo tendremos que hacer, ¿no crees?

– Evidente -admitió Josep Maria Madrid.

– El problema es que descartas a Petit.

– Tengo las manos atadas. La presencia de Guardiola impide la suya.

– Y la de Guardiola preocupa a los empresarios.

– Algo debe quedar claro: al margen del pacto de no agresión entre nosotros, es obvio que cada uno hará los pactos personales que más le convengan.

– ¿Aceptaríais darnos el Govern si ganamos pero no obtenemos la mayoría absoluta?

– A la inversa, ¿lo aceptaríais vosotros?

– Ni en ti ni en mí han delegado para que discutamos eso. Pero el pacto es para que no gobierne Lloris.

– Supongo que reconoces el problema que ambos tenemos: cómo explicar a los electores de izquierdas que os damos el Govern; y vosotros aún lo tenéis más difícil, ya que una parte significativa de vuestro electorado preferiría a Lloris antes que a nosotros. Es curioso -dijo, pensativo, Madrid-: todos los cadáveres que tenemos en el armario se nos rebelan ahora.

Hagamos el recuento: Francesc Petit era el cadáver de Horaci Guardiola y Josep Maria Madrid. Júlia Aleixandre el de los conservadores, y Juan Lloris el cadáver que los amenazaba a todos.

– Estamos obligados a encontrar soluciones.

– ¿Qué piensa la patronal?

– ¿Ya sabes que me he reunido con José Antonio Tamarit?

– Y probablemente en su casa. ¡Por favor, Sola, que nos conocemos desde hace años!

– Tamarit -suspiró Sola- cree que hay que actuar con rapidez.

– Un brillante análisis -ironizó Madrid-. Pues yo quiero hacer una petición que me gustaría que le hicieras llegar: cuanto mejores sean la precampaña y la campaña que realicemos, más posibilidades tendremos de vencer a Lloris. ¿Me entiendes?

Sola captó el mensaje: gorra económica para todos.

– Hace unos instantes me has recordado que cada uno, al margen de los acuerdos puntuales, tendría sus pactos personales.

– Estamos ante una urgencia colectiva…

* * *

La señora Inés, viuda y madre de Miquel Pons, estaba orgullosa de su hijo. Era cierto que aún no había encontrado una buena forma de ganarse la vida, pero no dudaba que en las próximas oposiciones tendría la suerte que le faltó en las anteriores, cuando una inoportuna neumonía le había impedido presentarse. Buen estudiante, Miquel fue un joven que apenas le había dado un disgusto en comparación con los hijos de los demás padres del barrio, que sufrieron las rebeliones filiales contra el hábito de estudiar, además de varios problemas, algunos crónicos, con la coca y las drogas sintéticas.

Pese a ser una familia modesta, pasaban económicamente sin grandes apuros. Miquel ayudaba con trabajos temporales. No le hacía ascos a la ocupación laboral que fuera. La pensión de viudedad y la destreza como sastra de la señora Inés les permitían ahorrar un poco. El domingo, preparaba una pequeña paella para ambos. Alternaba la tradicional de pollo y conejo con la de verduras. Es un rito muy valenciano, el de la paella dominical, con la variante de que la mayoría de las familias lo llevan a cabo en restaurantes. El apetito de Miquel llenaba de gozo a la señora Inés, que, por otra parte, era una buena ama de casa. Miquel se zampó dos platos. Con la de verduras no se atiborraba tanto como con la otra. Y aún habría apurado el socarrat que quedaba si aquella tarde no hubiera tenido que continuar con el seguimiento de Júlia Aleixandre, con el ejercicio físico que suponía. Al acabar de tomarse el café, se puso la chaqueta.

– ¿Ya te vas?

– Sí, mamá.

– No te has comido ni el postre. ¿A qué viene tanta prisa?

– Voy al cine.

– ¿Albert no trabaja?

– Puedo ir solo. Ya soy mayorcito.

La señora Inés miró el reloj de pared del comedor.

– ¡Si aún son las tres! ¡Condenadas prisas!

Si le contara la verdad, caería fulminada de una lipotimia. Como Miquel, su madre era persona de costumbres sosegadas y tranquilas.

– Si no voy pronto, me quedaré sin una buena fila.

– Vamos, vamos, pásatelo bien, hijo.

Le dio un beso en la frente.

– No comas palomitas, llevan demasiado aceite refrito -le aconsejó con un leve reproche mientras le pasaba una mano por el pelo. Miquel asentía ordenándoselo de nuevo-. ¿Tienes dinero?

– Sí, mamá.

Le acompañó a la puerta. Allí volvió a besarle. Luego la señora Inés encendió el televisor, dispuesta a empalmar una película tras otra cambiando de canal, como todos los domingos, cuando por la tarde se tomaba un descanso.

Miquel se dirigió en el coche de Albert a la avenida de Francia, cerca de la Ciutat de les Arts i les Ciències, por donde Júlia Aleixandre tenía su apartamento en uno de los edificios más caros y visibles de Valencia, sin saber muy bien si la vería salir de casa. Quizá la asesora de Lloris había decidido pasar el domingo fuera. Miquel esperaría, no obstante, cumpliendo a rajatabla las órdenes de Albert. Llevaba unos cuadernos de ejercicios matemáticos. Aquello y las novelas de género negro eran su entretenimiento cultural. Empezó a resolver ecuaciones mientras vigilaba la portería de la finca, tan poco transitada como la propia calle.

Hacia las cinco -diez minutos antes-, Júlia salió en su coche por la rampa del garaje. Miquel lanzó el cuaderno sobre el asiento del acompañante y arrancó el vehículo. La escasa velocidad de Júlia y los semáforos le facilitaron seguirla, manteniendo una prudente distancia. En algunas calles, el tránsito se volvía más denso y la persecución más difícil. Miquel no era un conductor virtuoso. De hecho, sólo conducía cuando Albert le dejaba el coche. A pesar de todo consiguió llegar ileso a la playa de la Malvarosa, el destino de Júlia. Esperó en doble fila a que ella aparcase. También soportó con paciencia que un conductor, irritado porque no podía avanzar, hiciera sonar su claxon y le insultara. Tan encrespado ciudadano llevaba consigo esposa, dos hijos inquietos y una mujer mayor, todos aterrorizados por la actitud del responsable familiar. Miquel permaneció comprensivo. Pero, algo extraño en él, se molestó por la insistencia del claxon, que llamaba la atención de los peatones. Así pues, buscó un lugar para aparcar sin dejar de mirar a Júlia, que se dirigía a pie a uno de los edificios. Distraído, rozó la parte posterior de un vehículo parado. El conductor le dijo de qué tenía que morirse y se detuvo a su altura, con una cara en cuyos gestos se intuía un tipo que al llegar a casa repartía estopa a quien levantase la voz. Pero Miquel siguió atento, sin perder de vista a Júlia, que llamaba a uno de los timbres de un edificio orientado al mar. Memorizó el número del portal, tropezó con el coche estacionado a su lado, pero al fin, con sangre y sudor, consiguió un lugar en el abarrotado mundo del automovilismo urbano.

Bajó y comprobó los daños colaterales de la operación. El coche de delante tenía una raya rectísima a la altura de la puerta de atrás, el otro un faro roto y el de Albert un intermitente machacado y dos rayas paralelas desde el chasis de la rueda delantera hasta la puerta del conductor. No era exactamente matemático que él tuviera dos y el otro vehículo sólo una. Más que en el daño ocasionado, pensó en la tabarra que le daría su amigo, siempre tan orgulloso de su coche de segunda mano, comprado con muchísimas horas de dedicación a la regional valenciana. Para no dejar indicios de culpabilidad, sacó el coche de allí e inició la búsqueda de otra plaza de aparcamiento. La encontró al cabo de veinte minutos, no muy lejos de allí, beneficiándose del hueco de un conductor que se iba. Observó el indicador de gasolina y salió a dar un paseo para calmarse.

A las siete y cuarto acudió Albert. Luego volvería a la redacción. Miquel hacía ecuaciones dentro del coche. Señaló el edificio donde estaba Júlia, pero su amigo se dio cuenta del lamentable estado del intermitente y del chasis marcado.

– ¡Cagoenlaputa, lo has dejado como una cebra! Y el intermitente, ¿qué le has hecho?

Aunque tenía previsto defenderse, Miquel no sabía mentir. Se encogió de hombros, de cejas, de nariz. Levantó los brazos, incapaz de dar una explicación. Francesc Petit y Júlia salieron al balcón. Albert entró al coche.

– Parecen distendidos -apuntó Pons.

– Estaba seguro de que se verían.

– Esta mañana sugerías que era imposible.

– Miquel, mejor cállate; estoy que me subo por las paredes. Arreglar el coche me costará una fortuna.

– No lo arregles. El motor funciona. No sabes lo que he tenido que hacer para seguirla.

Petit y Júlia entraron al piso.

– Están follando -dijo Miquel.

– ¿No piensas en otra cosa?

– Lo intento.

– Quizá estén pactando.

– No es incompatible.

– Tenemos un dilema. ¿A quién seguiremos, a Júlia o a Francesc Petit?

– A Júlia.

– ¿Por qué?

– Sencillo: ella es la base de todo. Además, si ha venido a su casa es porque quiere pedir algo.

– ¿Y si sólo están liados y punto?

– ¿Y si ella se lo tira para sacarle un beneficio político? Uno y uno, dos.

– ¿Has tenido que esforzarte mucho para sumarlo?

– Lloris no puede pactar con nadie que no sea Petit, y, además, le necesita.

– Ya lo sé, hombre, ya lo sé… No digas perogrulladas.

– Me alegro de que coincidamos.

– Bien, ya tenemos los primeros movimientos: Júlia busca a Petit. ¿Habrán llegado ya a un acuerdo?

– No lo dudo. Si no fuera así, no se la tiraría. Y han estado poco tiempo en el balcón, como si quisieran ocultarse.

– Si quieren ocultarse, ¿por qué salen?

– Albert, ¿soy tu colaborador o tu rival? ¡Desmontas todo lo que digo!

– Estoy cabreado por lo del coche.

– Peor estarías si no hubiera descubierto la reunión.

– Mañana seguirás a Júlia.

– ¿Y tú?

– A Petit.

– Pues no. Mejor que yo siga a Petit, que no me conoce, y tú a Júlia, que no sabe nada de ti.

Albert, altivo y orgulloso:

– En esta ciudad muy pronto sabrán mi nombre de memoria.

– Mientras llega tan glorioso momento, no la pierdas de vista.

– Vuelvo a la redacción. Estaremos en contacto por el móvil.

– ¿Te llevas el coche? -Miquel observó la cara de pocos amigos de Albert-. Lo digo para que me dejes cerca del centro.

Se fueron diez minutos antes de que lo hiciera Júlia Aleixandre.

* * *

Repantigado en el sofá del salón comedor, Francesc Petit repasaba la cronología de los hechos. Al llegar Júlia a su apartamento, con una falda bastante por encima de las rodillas, con el foco de la entrada dándole a su pelo un brillo cálido, botas altas, medias negras, un elegante abrigo desabrochado, a Petit le asaltó la más perdonable de las debilidades humanas. Pero no le gustó su mirada de suficiencia, desafiante, como si su cuerpo se hubiera transformado de repente en un espejo que reflejaba la circunstancia de un hombre subyugado, atraído por su poderosa sexualidad. Quizá aquello fuese lo que estaba en juego, el poder. En el vestíbulo, cuando aún no se habían dicho nada, porque el motivo del encuentro no necesitaba palabras, con Júlia arrimada a la pared, sin acabar de desatar del todo una sonrisa, Petit se acercó a ella, que le esperaba. Entonces le cruzó la cara de un bofetón. Júlia se revolvió, furiosa. Su primer pensamiento fue el de marcharse, pero le exigió una explicación. De nuevo Petit la abofeteó.

– Que sea la última vez que intentas jugar conmigo. Te follaré porque quiero, no porque caiga en la trampa de tu coño.

Júlia se frotó la mejilla mientras con la cabeza, sosteniendo su mirada, asentía obediente. Le temblaba el párpado izquierdo, como si transmitiese un mensaje de duda, y sin embargo, Petit se lo había dejado claro: quién mandaba en aquella sociedad de conveniencia contra Juan Lloris. En realidad, él no había hecho más que exteriorizar la expresión de su debilidad con la autodefensa de la agresión, el deseo sexual que anidaba, como si durante años de espera hubiese llevado el nombre de Júlia grabado en la polla.

La pregunta, ahora que estaba allí plácidamente y creía tener en orden sus pensamientos, se le hizo inevitable: ¿con cuántos hombres se había ido a la cama con el propósito de que la sometieran? Sabía de cuatro anteriores a él. ¿Cómo se las arreglaría para no sucumbir ante una mujer que había hecho de la supervivencia política una profesión rentable? Había impedido que gobernaran los socialistas; los conservadores la expulsaron y utilizó a Lloris para volver a primer plano, y ahora el empresario estaba en su punto de mira aliándose con él. Una vez Lloris fuese borrado del mapa político, él sería alcalde… con los votos de los concejales de Júlia. Además, Lloris la había dejado al margen de los negocios con Higinio Pernón. Una mujer peligrosa, pero también su única alternativa. Sin ella no tenía ninguna posibilidad. Júlia no permitiría que en la candidatura figuraran más de dos candidatos favorables a él. Entonces reflexionó en el sentido que le convenía, para tratar de ver la luz: en una moción de censura, tres votos podrían servirle para darles el poder a los conservadores, o bien convencerlos de que le apoyaran a cambio de la ayuda de Democràcia Valenciana en la legislatura siguiente. Aquella amenaza frenaría las ambiciones de Júlia, por no hablar de que una alcaldía tutelada por él significaría un excelente trampolín no sólo en la ciudad, sino también en el resto del país. Pensó que tenía chance. Con él, Júlia lo tendría más difícil que con los demás. Al fin y al cabo, en aquella aventura no tenía mucho que perder. Si ganaba Lloris, se pondrían en marcha los planes de Júlia; si no, desde la oposición, daría a conocer su nuevo partido. Por otra parte, quién sabe si con el tiempo también se convertiría en el partido bisagra del Ayuntamiento. Apoyar a Lloris era la opción correcta. De pronto se preguntó qué respondería a sus militantes y a la prensa. La justificación más correcta políticamente era que prefería dar su apoyo a una formación autóctona antes que a partidos de obediencia estatal, aunque en el momento presente mantuviese a los conservadores en la Generalitat. Situaciones y coyunturas distintas, se dijo. Por puros que sean los militantes, se lo tragan todo. ¿No gobernaba Esquerra Republicana con partidos de estructura centralista? ¿No facilitó Convergencia i Unió el gobierno al PSOE y al Partido Popular? ¿Y Horacio Guardiola, pactando un puesto en la lista de los socialistas? Todo el mundo tendría que callar.

9

El doctor que recibiría a Liam le citó el domingo por la tarde. Por la mañana, Martínez y él hicieron una excursión al Bony de les Neres acompañados por los tres perros. El español le había dicho que pasara a por él sobre las diez. En unas semanas no tenía previsto que le visitara nadie, de modo que podían verse sin tomar ningún tipo de precauciones. Los perros le olfatearon minuciosamente en el jardín, hasta que ambos entraron en casa para tomar un té. Antes Martínez le llevó al sótano, donde trabajaba, una estancia a primera vista desordenada, con tres ordenadores, una fotocopiadora, impresora, fax, lámparas ultravioletas, prensa eléctrica, fotolitos, tintas, bobinas, guillotinas… Con el fondo de una pared blanca, le hizo varias fotografías para sus documentos. Martínez le proporcionó una camisa distinta para cada foto. La nueva nacionalidad de Liam sería la canadiense. Desde principios de 2005, los pasaportes europeos contenían datos biométricos. Le contó que la falsificación se volvía más complicada con los años. Había recibido un mensaje advirtiéndole que pronto llegaría a Europa una tinta infalsificable diseñada por el mexicano Filiberto Vázquez -la llamaban tinta indeleble-, premio Nacional de Química por haber creado aquel nuevo sistema de detección. En cambio, por falsificar a los genios, Martínez nunca había recibido distinción alguna. Aun así, Liam podía circular con seguridad durante unos meses con sus nuevos documentos. Confiaba, además, en obtener la tinta del mexicano. Algunos katsas del Mossad estaban trabajando en ello. Martínez esparció en una mesa unos cuantos pasaportes canadienses para que Liam eligiera uno, pero no se decidió. Lo haría más tarde.

El español sacó su coche, apto para llevar a los perros y transitar por los caminos de montaña. Afuera, una vecina que tenía la casa unos treinta metros más abajo le esperaba.

– Buenos días, señor Romeu.

– ¿Qué tal, señora Neus?

– Muy bien, gracias. Quería pedirle el favor de siempre. -Hablaban en catalán. Liam escuchaba con atención-. Mire, mi hija ha tenido un niño…

– Cuánto me alegro. ¿Está bien?

– Perfectamente. Es precioso, pesa casi tres kilos y medio.

– Enhorabuena. Es su primer nieto, ¿no?

– Sí. Mi marido y yo estamos muy contentos. Hoy mismo nos iremos a Barcelona. Enseguida, ¿sabe? Pasaremos allí cuatro días.

– Váyase tranquila, vigilaré su casa y los gatos estarán bien atendidos.

– Se lo agradezco mucho, señor Romeu.

– Salude a su hija.

– De su parte.

La señora Neus le entregó una copia de las llaves.

– En el porche verá la comida.

– No se preocupe, también les cambiaré el agua todos los días.

– Muchas gracias. -Miró a Liam.

Martínez ofició las presentaciones:

– Un amigo canadiense. -Y volviéndose hacia Liam, en inglés y en voz baja-: Supongo…

– Mucho gusto.

– Igualmente, señora.

– ¿Habla catalán?

– Sólo un poquito, pero lo entiendo bastante.

Desde la puerta de su casa, el marido saludó a Martínez. Arrastraba una enorme maleta hasta un coche. Enseguida la llamó a ella.

– ¡Dios mío, qué tarde se nos hace!

Se despidió insistiendo en el agradecimiento.

Martínez abrió la puerta trasera del vehículo. Dos perros subieron alegres, ladrando. El otro, más joven y juguetón, corrió hasta la casa de la señora Neus atraído por la presencia de la colonia felina.

– Está como una cabra -dijo con resignación Martínez.

Arrancó y el perro acudió enseguida. El español lo amonestó verbalmente.

– ¿Cómo obtuviste la residencia andorrana? -le preguntó Liam.

– Ya has podido comprobarlo, por buena conducta -sonrió burlón Martínez.

El ascenso al Bony de les Neres era ideal para ponerse en forma o recuperarla. Solía ser un camino de tránsito familiar, no muy pesado. Martínez lo había elegido a conciencia, dado el aspecto físico de Liam, algo desmejorado desde la última vez que se habían visto. El trayecto empezaba en el puerto de Ordino, a través del bosque, a diferencia de la mayoría de las excursiones andorranas, que discurrían por encima del límite de los árboles. Los perros conocían bien la ruta y fueron por delante, molestándose unos a otros, jugando.

La conversación entre Martínez y Liam giró primero en torno al turismo del país, más inclinado aún al consumismo que al descubrimiento de espacios naturales. El español le explicó la vida que llevaba, más tranquila en cuanto al trabajo. Aquello le permitía dedicar más tiempo a la investigación de nuevas técnicas, a la lectura y al ocio excursionista. Apenas tenía contacto con la gente del pueblo, exceptuando a la señora Neus y al médico, soltero como él, con quien a veces pasaba unos días en ciudades francesas como Montpellier o Marsella. Aunque la ruta no era muy dura, Martínez observaba las dificultades físicas de Liam. El irlandés no se quejaba quizá por disimular sus dolencias, pero se detenía con la excusa de contemplar el paisaje. Las intuiciones del español no le pasaron desapercibidas a Liam. A casa de Martínez solían ir hombres como él, de vida incierta y ajetreada, siempre en el límite del riesgo y con las secuelas que ello conllevaba.

Entonces el español le preguntó a Liam si su fatiga mental le obligaría a cambiar de vida. El irlandés sabía cuál era la base de la pregunta y también que su respuesta no debía evitar la cuestión principal. Al fin y al cabo, Martínez era alguien de confianza, la única persona en quien podía verter sus dudas, sus frustraciones, el túnel sin salida que suponía su medio de vida. Liam insistió en el cansancio que le provocaba no disponer de residencia fija. Un refugio permanente, añadió, como si se tratara de desembuchar todos los secretos que albergaba. No se los confesaría todos, sin embargo. De hecho, abrió un silencio que la capacidad de observación de Martínez presentía como la antesala de una necesidad de abrirse, aunque también notaba en él cierta resistencia, quizá por todo lo que su vida asilaba de culpabilidad.

– ¿Dónde has estado últimamente? -le preguntó mientras se agachaba acariciando el lomo del pastor alemán.

El español no era ajeno a lo que implicaba que, por primera vez, se hubiera roto una norma de intimidad entre ambos con aquella pregunta normal en apariencia. Pero, por primera vez, Liam le había parecido físicamente mermado, con un rostro que reflejaba con nitidez aquel principio que dice que en un momento u otro todos nos rendimos ante la vida.

– En Tanzania.

Liam se adelantó unos metros. Con las manos en las caderas, de espaldas a Martínez, quitándole al perro unas ramitas emboscadas entre el pelo, miraba sin observarlos varios puntos del bosque.

– Conocerás bien África.

La conocía, sobre todo, por sus trabajos con el Mossad; gracias a que el español le había ayudado a integrarse en el departamento de inteligencia israelí, justo después de haber dejado Irlanda.

Liam dio un giro radical a la conversación. Le dijo que tenía decidido volver a Irlanda. Martínez se sorprendió: en el restaurante, un día antes, había expresado lo contrario. ¿Qué había cambiado? Las dudas, las vacilaciones, pensó el español. No tenía fecha fija, ni siquiera un año, pero acabaría por volver, porque lo cierto era que no encontraba diferencia alguna entre que le mataran en un sitio u otro.

– ¿Todavía trabajas para ellos?

Se refería al Mossad.

– No. Trabajo, simplemente.

Simplemente, pensó Martínez; pensó que Liam estaba realmente tocado. Las dos últimas palabras eran toda una declaración de intenciones. ¿Qué harás ahora, irlandés? ¿Contármelo todo? ¿Sólo una parte? Olvida la parte de Irlanda, no sabes que la conozco y es demasiado triste: un hombre recibe la orden de matar a su hermano por delator. Le perdona la vida, pero le condena a una vida desarraigada, lejos de cuanto ama, de aquello por lo que, con sólo dieciséis años, empezó a jugarse la piel. ¿Quizá crea que si vuelve será su propio hermano quien le ejecute? No, hace ocho años que está en la cárcel de Long Kesh. Él no lo sabe, yo no se lo diré.

– Irlanda… -dijo Martínez. Liam se había vuelto hacia él, como si quisiera afrontar con realismo todo lo que iba a decirle-. No vuelvas. Ignoro por qué no puedes hacerlo. No me interesa, pero, si hay heridas, el tiempo se encargará de cicatrizarlas.

Martínez impidió que evocara lo que más inquietaba la conciencia de Liam; lo que de insondable y amargo llevaba en la memoria. «No quiero oír nada de aquel acontecimiento. Para mí es un hombre íntegro que ha cumplido con los tratos acordados.» Entendía las debilidades humanas. A menudo se le había presentado la ocasión de entenderlas en hombres desesperados, atrapados por la dinámica de una vida acotada por circunstancias trágicas. Judíos que habían traicionado a otros judíos para salvarse del horror de los campos de concentración; judíos que optaron por el suicidio por la mala conciencia de haberse salvado. Historias contadas por sus padres, narradas desde la perplejidad, el estoicismo, el sentimiento de culpa impreso en la huella de un terror que paralizaba para toda la vida cualquier indicio de vitalidad. Como agente del Mossad que había sido, conocía el rigor inflexible de las organizaciones de todo tipo investidas de objetivos irrenunciables, desposeídas de la capacidad indulgente de atender a razones de carácter humano. Se había formado un juicio sobre la historia irlandesa de Liam: un joven de dieciocho años, bajo tortura, delata a sus compañeros. Él lo entendía. ¿Cómo no iba a entenderlo un hombre heredero del horror más inimaginable? Pero también sabía que las organizaciones con finalidades intrínsecas no daban nunca segundas oportunidades por lo que eso tenía de modelo ejemplarizante para todos.

– Tienes razón, da igual que te maten en un sitio u otro. La diferencia está en quién lo hará.

Liam pensó que Martínez se lo imaginaba, que tenía una idea aproximada de la historia de la parte de Irlanda. Ahora comprendía por qué le había dicho que no le interesaba. Quizá el español pretendiera librarse de disculparle. Un hombre como Martínez, en cierto modo involucrado en el mismo mundo, era un rehén de la incuestionable dureza del ambiente. Pero lo que quizá el español no sabía era que Liam tenía el orgullo empeñado en Irlanda, una mancha infalsificable que precisaba, para ser borrada, de la tinta indeleble de su retorno. Morir en Irlanda no en un acto de arrepentimiento, sino en una acción que evidenciaba su deseo de enfrentarse a la culpa, al descrédito, al juicio sumario que permanecía anclado en los años, en su amor propio de soldado irlandés.

– Volveré -dijo Liam-. A veces sueño con retirarme a cualquier lugar del mundo. Supongo que es una necesidad inconsciente, pero a la larga se me haría inhóspito. Siempre quedará en mí la idea del regreso.

– Deja que pasen los años.

– Los años no me dejan pasar a mí.

Entonces Martínez retomó la ruta. No quería seguir escuchándole y así lo entendió Liam. La historia africana no había dejado de ser el anuncio de una conversación que no llegó a empezar. Daba igual. Todo se relacionaba con sus cimientos irlandeses; con la nostalgia, la melancolía, la culpa.

Desde la cima, el paisaje era bellísimo. Sentados en el tronco de un árbol caído lo contemplaban en silencio. Las patrias, reflexionó en la intimidad Martínez. Ninguna valía una vida. Pero él la había arriesgado por Israel y Liam había matado por Irlanda y le habían condenado a muerte o al exilio permanente por ella. Las patrias lo devoran todo; implacables con los errores de sus hijos, llegan hasta la médula del alma, distorsionando o destruyendo todo cuanto de racional hay en el hombre.

* * *

Ismael, así se llamaba el doctor amigo del español Martínez. Más o menos tenían la misma edad, pero su figura le presentaba como un hombre poco avezado al deporte. Era alto -de la estatura de Liam-, de espaldas cargadas y con una barriga en expansión que pronto sería excesiva. Con el aspecto de alguien paciente y entregado a su oficio, usaba unas gafas de carey un poco antiguas, un poco enormes. Saludó al irlandés dándole la mano y le hizo pasar a la sala que usaba como despacho, comunicada con otra de exploración, más ancha y más larga, con una camilla, electrocardiograma, varios aparatos médicos como el espirómetro, el tensiómetro, una báscula-tallímetro y una vitrina metálica con muestras de fármacos. Se sentaron uno ante el otro separados por una mesa clásica con un ordenador que el doctor no encendió. No hacía falta ficha médica.

– Me llamo…

– No hace falta que me lo diga -dijo, amable, el doctor-. Hablemos de sus dolencias.

– Hace seis años sufrí una herida de bala con orificio de entrada y salida que me provocó perforaciones en el intestino y desgarros. Tuvieron que operarme de urgencia por el gran riesgo de infección, me practicaron una… -Liam buscó la palabra en inglés.

– Una laparotomía longitudinal y otra transversal.

– Eso es. Con amputaciones en el intestino.

– Quítese la ropa de cintura para arriba y tiéndase en la camilla.

Liam lo hizo. El doctor dejó sus gafas sobre la mesa. A primera vista, observó unas pequeñas protuberancias en su abdomen. Presionó una.

– ¿Siente dolor?

– Un poco.

Con las manos, una encima de otra, el doctor comprobó la solidez de las protuberancias. No lo hizo durante mucho tiempo. Le dijo que volviera a vestirse. Se puso las gafas. Embutiéndose en el jersey, Liam le preguntó si era grave.

– Todavía no.

El doctor esperó a que el irlandés tomara asiento.

– La herida le ha dejado unas eventraciones que en el transcurso de dos o tres años le obligarán a someterse a otra intervención quirúrgica reparadora.

Entonces Liam hizo una mueca de enojo.

– ¿Es indispensable?

– La necesita para evitar que derive en una estrangulación de los intestinos. Si no lo hace, pondría en peligro su vida.

– ¿Y mientras tanto?

– Sufrirá dolores cada vez más agudos que deberá calmar con potentes analgésicos. Quizá necesite incluso morfina. Además, tendrá que vigilar su alimentación y procurarse una dieta semilíquida para evitar digestiones pesadas.

– ¿Con eso podré aguantar dos o tres años?

– Cuanto antes pase por el quirófano, mejor. El tratamiento sólo es sintomático, para prevenir dolores, pero el único remedio definitivo es la cirugía.

El doctor fue hasta la vitrina y sacó dos cajas de Nolotil.

– Una botellita bebida o una cápsula cuando el dolor sea fuerte, cada cinco o seis horas.

También le llevó una caja de Buscapina.

– Cuando sea más leve, una cápsula cada cuatro o cinco horas.

El doctor Ismael le entregó las cajas y le hizo una receta para que consiguiera más. En la camilla, comprobando las protuberancias, había observado pequeñas cicatrices por todo el abdomen y el pecho, quizá fruto de la explosión de una granada.

– ¿Alguna dolencia más?

– Dos fracturas: una en la tibia (partida de un culatazo) y otra en el hombro derecho con ruptura de escápula y clavícula (un golpe con una barra de hierro).

– ¿Sufre dolores articulares?

– Sí, sobre todo en lugares húmedos y de bajas temperaturas.

– Seguramente no se lo trataron con técnicas de reducción y fijación, algo que ha impedido que las fracturas hayan sanado como debían. Por tanto, los dolores son normales y, además, en un futuro se adelantarán los procesos de descalcificación y artrosis. Los mismos analgésicos que le he recetado le ayudarán a calmar el dolor, pero le daré también antiinflamatorios para cuando los dolores se incrementen a causa de un esfuerzo físico.

El doctor se ayudó con ambas manos sobre la mesa para volver a levantarse. Buscó los antiinflamatorios en la vitrina. Desde allí le preguntó si fumaba.

– Un poco.

– De acuerdo, es un fumador empedernido -le dio los antiinflamatorios. Se sentó. Al quitarse las gafas se acentuó la severidad de su rostro-. Como médico estoy obligado a advertírselo muy seriamente. Verá, no se sorprenda si me imagino qué vida ha llevado. Soy amigo y colaborador de Martínez. Hay días festivos en los que por esta clínica pasan hombres muy parecidos a usted, de los que no sé al detalle a qué se dedican pero me basta con sus enfermedades. Cada vez que vuelven, esas enfermedades han empeorado. Lo único que puedo hacer por usted es advertírselo y aconsejarle que busque un rincón cálido y soleado para vivir, dieta y tratamientos corporales. Se lo diré sin rodeos: jubílese.

Liam se levantó.

– Gracias por sus consejos, doctor. ¿Qué le debo por la visita?

– Nada, pero ojalá no vuelva a verle.

No volvería a hacerlo. En el mundo no había ningún rincón cálido capaz de acoger su determinación de regresar a Irlanda. Agradeció al doctor Ismael su tiempo de descanso. Se dieron otro apretón de manos. Se fue.

En la calle buscó en una tienda el regalo de Rubén. Le compró media docena de calcetines de lana altos, dos suéteres, dos pijamas y un reproductor de música. Lo puso todo en una gran bolsa, con una nota en castellano pegada al aparato de radio: «Feliz cumpleaños, Rubén.» Dudaba si escribirle algo más. Al final lo dejó. Nunca había hablado con él. Sólo tenía una foto que le habían enviado los tutores de la Escuela de Acogida de Lima. Al día siguiente iría a Correos. Por la calle principal de Andorra la Vella transitaba mucha gente que entraba y salía de las tiendas o simplemente miraba con curiosidad escaparates. Le había ocurrido que a veces, en algunos países, había sentido el deseo de parar a cualquier persona e iniciar una conversación. No le pasaba con frecuencia. Tampoco aquel domingo, pero lo cierto es que le habría gustado que le contaran lo que hacían. Quería saber, aunque fuese escuchándola, cómo era una vida normal. Decidió sentarse en el taburete de la barra de una cafetería, al lado de un gran ventanal. Pidió un zumo. Esbozó una sonrisa. Le parecía irónico que un profesional del crimen, un tipo que arriesgaba su vida continuamente, siguiera los consejos dietéticos de un médico. Las vidas normales desfilaban ante él como si en la calle una pantalla reprodujese un mundo extraño, desconocido.

10

«¿Recuerdan a Gérard Zacharie, un mercenario muy conocido en varios países africanos, bajo distintos nombres, del que les he hablado en alguna ocasión? Pues “la Bestia” Gérard vive ahora en Barcelona, tranquilamente, dirigiendo un pub de su propiedad.» Este fragmento de un artículo publicado en un diario francés, en septiembre de 2001, alertó a Gérard cuando otro periódico, catalán, se hizo eco de él. Inmediatamente, Gérard Zacharie traspasó su negocio -con un precio que en absoluto compensaba la inversión- y decidió instalarse en Valencia.

Lo hizo fuera de la ciudad, en el término municipal de Massanassa, junto a un polígono industrial y cerca de un enorme centro comercial con cines y tres hoteles a su alrededor. El nombre del pub, La Escapada. No por su huida de Barcelona, sino porque en un principio lo orientó a parejas furtivas y encuentros de negocios. Pero parte de la gente que trabajaba en las empresas del polígono prefería tomarse algo en el pub, dado que los restaurantes de la zona ofrecían menús de escasa calidad. Como anexo al pub abrió, en la parte de atrás, que antes había sido un patio sin ninguna función concreta, un restaurante no demasiado grande con una carta de pocos platos, aunque exquisitos.

El pub iba bien, pero Gérard arrastraba el lastre de una hipoteca causada por las pérdidas de Barcelona. Dentro de unos años, si no sucedía nada que alterara sus planes, Gérard Zacharie y su socio, Jean-Luc Denaville -también ex mercenario-, podrían vivir de los beneficios, a pesar de sus obligaciones, de las horas acumuladas, en La Escapada. Era lunes por la mañana y sus planes estaban a punto de sufrir un vuelco.

No cerraban ningún día. Entre semana vivían de los operarios del polígono industrial, de reuniones de empresarios en el comedor pequeño y de parejas que se citaban allí a partir de las seis de la tarde. El sábado y el domingo, del flujo de visitantes que generaba el centro comercial. Sobre las once, Gérard se tomaba un sándwich mientras hojeaba Superdeporte, la única prensa deportiva autóctona. Había un camarero tras la barra secando unos vasos y escuchando las noticias de una emisora de radio y dos mesas con clientes tomando café.

Por la puerta entró un individuo que llamó la atención del francés. No era más extraño que las personas que frecuentaban el pub. De hecho, a menudo se dejaba caer por allí gente de paso. Pero el sexto sentido de Gérard, curtido en muchas situaciones de riesgo, en lugares y circunstancias en los que tan sólo se había valido de su instinto, detectó la anomalía. El tipo llevaba un sobre en la mano. Justo después de observar a los clientes y al camarero se fijó en el francés. Retuvo su mirada unos instantes, como si pretendiese ratificar algo, y se dirigió hacia él. Gérard cerró el diario. Se dio cuenta de que lo tenía fácil si quería matarle. Si huía hacia adelante, iría al encuentro de aquel tipo; si lo hacía hacia atrás, debería correr en sentido horizontal hasta la puerta que comunicaba con el comedor y la escalera que conducía al despacho. No disponía de ninguna arma. Tenía una, pero no siempre la llevaba encima. Y solía sentarse al fondo del pub con tal de guardar respecto a la entrada una distancia prudencial que le diese margen de maniobra. Pero, sin el arma, no tenía escapatoria posible. El tipo llegó a la mesa.

– Buen provecho, Gérard.

No le respondió. No le conocía, no le gustaba. El otro se sentó. Dejó el sobre en la mesa, cerca de él.

– Soy un amigo.

El francés no tenía amigos. Permaneció callado. El otro le pidió al camarero un carajillo de anís.

– No has cambiado mucho.

Gérard trató de adivinar quién era, pero no consiguió recordar a nadie con aquel aspecto delgaducho de valenciano anémico.

– ¿Quién eres?

– Un amigo -sonrió. Del interior del sobre sacó una foto. Primero la observó, luego le miró-. Estás prácticamente igual que hace unos años.

Le tendió la foto. En primer plano, de uniforme militar, Gérard Zacharie con una ametralladora entre las manos. Al fondo humo, fuego, casas destruidas, cadáveres, mujeres corriendo con sus hijos en brazos. El francés le devolvió la foto. Apenas le dedicó un vistazo. Ya tenía delante al periodista imbécil que había encontrado la exclusiva de su vida.

– Dime quién eres o te irás ahora mismo de este local.

– Te interesa ser educado y amable conmigo.

El camarero le sirvió el carajillo de anís.

– Gracias -dijo el individuo, pero con un gesto altivo, como si hubiera nacido para que le sirvieran, y sin embargo su aspecto indicaba todo lo contrario-. Has tenido una vida interesante.

Muy imbécil, pensó Gérard. El otro dedicó una ojeada al local.

– Es elegante. Parece que te va bien.

– Sí.

– Pero mucho trabajo, muchas facturas que pagar, deudas bancarias…

– Oye, dime lo que quieres de una puta vez, tómate la consumición y lárgate. No soy un hombre paciente.

– Vengo a proponerte un negocio.

– No hago negocios con gente que no conozco.

– Conmigo sí.

El francés resopló. Los modos de aquel tipo le sacaban de quicio, pero prefirió no exteriorizarlo aunque con gusto le hubiera cogido por las solapas y lanzado contra la primera ventana disponible. Resolvió contener sus impulsos.

– Te escucharé.

Le escucharía porque no se imaginaba que alguien a quien no conocía fuera tan estúpido si no llevase entre manos algún asunto que pudiera comprometerle.

– Es prudente por tu parte. Casi todas tus aventuras están aquí.

El tipo dio unos golpecitos al sobre. Gérard lo miraba fijamente.

– Fotos e informes sobre tus actuaciones en África. Recortes de prensa que hablan de ti.

Los clientes de las mesas ya se habían ido. El camarero estaba en la cocina. Al tender los brazos, la camisa del francés, con los puños desabrochados, descubrió, en su antebrazo, el tatuaje de la cara de un león.

– ¿Para qué diario trabajas?

– No soy periodista.

– ¿Quién eres, pues?

– Un amigo.

Estaba harto de la impertinencia de aquel individuo.

– Un amigo que quiere ofrecerte un buen trabajo, excelentemente remunerado.

Gérard se lo imaginó.

– Ya no me dedico a ese tipo de trabajos.

– Tendrás que hacerlo. Tengo buenos contactos en la policía. También con periodistas. Los diarios para los que escriben recibirían noticias tuyas con los brazos abiertos. Aquí son muy sensacionalistas. Un reportaje sobre ti, con fotos como las que traigo, pongamos en un dominical de gran tirada, y adiós al negocio. De nuevo en otra ciudad, de nuevo vuelta a empezar. Más deudas, más… Todo eso es muy cansino, ¿no te parece?

De repente, el francés se sintió atrapado. Sin salida. Cambió de actitud. Le escucharía, aceptaría de buena gana el encargo. Le invitaría a tomar una copa en su despacho, le liquidaría y le haría desaparecer. Fue un pensamiento estúpido producto de la ansiedad que le ocasionaba aquel imbécil; de la rabia por verse otra vez perseguido por su pasado.

– La verdad es que sería una putada -admitió Gérard.

– No quiero joderte. Al contrario, busco tu colaboración. ¿Conoces a Juan Lloris?

– No.

– Es muy famoso.

– No tengo vida social.

– Es empresario y político. Todo el mundo le conoce. Fue presidente del Valencia.

– Ahora me acuerdo.

– Por el fútbol, claro -dijo el tipo poniendo un dedo sobre la portada del Superdeporte-. De ahí viene su fama. Verás, alguien tiene interés en que le liquiden y he pensado en ti. No es un trabajo difícil. Ni siquiera tiene guardaespaldas.

– Por fácil que sea, que no lo dudo, ya no me dedico a ese tipo de cosas.

– Muy bien. -Se levantó, enfadado, el otro. Cogió el sobre.

– Siéntate. Puedo ayudarte.

Se sentó.

– ¿Cómo?

– Conozco a un tipo que puede hacerlo. Se dedica a eso en exclusiva. Le he proporcionado más de un trabajo, y nunca ha habido ningún problema.

– ¿Es de aquí?

– No.

– ¿De dónde?

– Ex irlandés.

– No acabo de entenderlo.

– El IRA le expulsó de Irlanda. No puede volver. Le matarían. Lo harían incluso si diesen con él.

– ¿De qué le conoces?

– Estuvo conmigo en África. Mercenario. De hecho, sus primeros trabajos se los proporcioné yo.

– ¿Cómo puedo saber que es de confianza?

– ¿Cómo podías saberlo conmigo?

Señaló el sobre:

– A ti te tengo cogido, a él no.

Gérard hizo un esfuerzo por mantener la calma. Le respondió con normalidad, como si no hubiera oído la amenaza:

– Es un profesional riguroso. Uno de los mejores.

– No conoce la ciudad. No sabe nada de aquí.

– Está acostumbrado a trabajar por todo el mundo. Si yo necesitara un trabajo, sin duda le contrataría. Pero es caro.

– ¿Cuánto?

– Depende del tipo de encargo. Los políticos salen caros. Habrá mucho revuelo en la prensa, aunque él sabría cómo evitar que el escándalo fuera mayúsculo, pero eso también cuesta dinero. Todo lo que ayuda a eliminar sospechosos cuesta dinero. ¿Qué me habrías pagado a mí?

Le dijo la cantidad. Era buena, excelente. Incluso pensó que era una lástima perderla. Pese a todo, se quitó la idea de la cabeza con rapidez. No le convenían complicaciones. Además, estaba el sobre. ¿Y si no le pagaban el dinero acordado a causa del chantaje del sobre? Un favor por otro. Decididamente, no le interesaba.

– Por esa cantidad, creo que lo haría.

– ¿Cómo puedo contactar con él?

– Contactaré yo. En principio, es mejor. Luego él lo hará contigo. Tienes que darme una dirección electrónica. A partir de ese momento mantendréis contacto directo. A veces no quiere ver al cliente. Es seguro, muy discreto. Deberás pagarle la mitad como adelanto. Él te dirá a qué cuenta. Hasta que la reciba no empezará a hacer nada. La otra mitad la abonarás cuando compruebes que el trabajo está hecho, pero tendrás que pagarle el mismo día, como muy tarde al siguiente. Es una condición indispensable. Asumirías un gran riesgo si no lo hicieras.

– Si no me conoce, no sabrá quién soy.

– No tardaría en saberlo. Te buscaría. Me buscaría a mí también. No quiero problemas. No deseo involucrarme en este asunto.

– Si no hace falta, no te involucraré.

El francés no dijo nada, pero le inquietaron las últimas palabras: el sobre. Si Liam no hacía el trabajo, ¿tendría que hacerlo él? Prefirió no preguntárselo.

– ¿Cómo se llama?

– El irlandés. Si hay algún nombre en clave, ya te lo dirá él. Dame una dirección de correo electrónico.

Se la dio.

– Espero noticias.

– ¿Hay prisa?

– No, pero tampoco pausa.

El francés evitó darle la mano al tipo cuando se levantó. Se fue con una sonrisa de complicidad o quizá de advertencia. En cualquier caso, Gérard sabía que aquella visita, de no tener cuidado, sería problemática en el futuro. Ante la puerta, el tipo se cruzó con Jean-Luc Denaville. No le reconoció.

No le conocía. Gérard le hizo una señal para que le siguiera. Jean-Luc volvió a salir del local.

Gérard subió a su despacho y encendió el ordenador. Expulsó el humo con un suspiro. Le fatigaba lo de volver a episodios que tanto luchaba por desterrar de su vida. Aun así, confiaba en que la visita quedara en un simple encuentro. Pero estaba aquel sobre, como una mancha de aceite que iba esparciéndose y parecía imposible contener. Su instinto para el peligro le advirtió que le causaría problemas. Estaba involucrado, lo quisiera o no.

11

– Bien, ahora ya conoces mi historia irlandesa.

Liam le contó al español Martínez lo que éste ya sabía. Lo hizo como si por fin se hubiera quitado del pescuezo una de las espinas del pescado que el judío preparaba en aquellos momentos, mientras como aperitivo bebían un vino fresquísimo que incitaba a hablar en confianza. No fue una narración extensa sino básica, más bien clásica: planteamiento, nudo y desenlace.

– Ponme algo más de vino.

Liam vertió un poco en su copa.

– Ya estaba al corriente de tu historia irlandesa -dijo entonces Martínez.

De espaldas a él, el irlandés removía la botella esforzándose por dejarla en el fondo de la cubitera. Se volvió, confuso y extrañado.

– ¿La conocías?

– Sí.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el mismo día que saliste de Irlanda. Recibí el encargo de ayudarte. Por eso entraste a trabajar en el Mossad.

– ¿Por qué no me lo habías dicho hasta ahora?

– Porque hasta ahora no habías querido hablar de ello. -Liam lo admitió-. Pero desde que has llegado he visto que tenías la necesidad de hacerlo. Por eso te lo he dicho. Quieres contármelo todo, tu historia irlandesa y lo demás.

– Eres el único al que puedo contárselo.

– Te escucharé. Pero, si te parece bien, comamos antes. Se enfriará el pescado.

Pusieron la mesa. Llevaron la ensalada y el pescado. Comieron rápidamente y en silencio. Era un manjar ligero. Martínez preparó té.

– El doctor Ismael me ha hablado de tu visita.

– Me lo suponía. La comida ha sido dietética.

– Tienes que cuidarte.

– Lo intentaré.

Liam lo había dicho sin convencimiento, con la mirada fija en la mesa, su cabeza un poco gacha, como si no diera con la respuesta adecuada a la fatiga de todo tipo que le abrumaba. Martínez arrastró la tacita de té bajo su cara. Le preguntó si quería azúcar. Un terroncito, respondió aún con los ojos caídos. Quizá hubiera sido el momento de decirle que lo dejara todo, que reordenara su vida como buenamente pudiese y se olvidara de Irlanda. No se podía vivir con la permanente sensación de sentirse prisionero de un compromiso, pero entonces Martínez también pensó en él, en su compromiso adquirido en las raíces de la tragedia judía del holocausto, en el que su padre y varios familiares más perdieron la vida. Si no lo hubiera hecho, ¿no tendría también la sensación de haber traicionado un juramento inquebrantable? La traición de Liam sólo hallaría expiación en su regreso a Irlanda. Matar por una causa implica estar dispuesto a morir por ella. Por muchos años que pasen hay códigos que permanecen inalterables en nombre de tan sagrados objetivos. Liam permanecía en el laberinto de la culpa; también en el de la melancolía, que se alimenta del abandono. Ahora Martínez debía responder a dos preguntas que trataba de aplazar o evitar, pero que seguían pendientes. Dos preguntas cuyas respuestas debían ser sinceras, aunque reafirmaran lo que como amigo solidario, incluso como activista comprometido, deseaba impedir.

– ¿Fue mi hermano Eddy quien te pidió que me ayudaras?

– Sí.

– ¿Le habían encargado matarme?

– Sí.

– Te agradezco que me lo hayas dicho.

No tenía nada que agradecerle. Sencillamente no podía mentirle. Habría sido inútil. Al fin y al cabo, la respuesta a la segunda pregunta era algo que Liam siempre había supuesto, y por eso, ratificada, su regreso adquiría también un sentimiento de deuda, como si el perdón de Eddy fuese a la vez un préstamo que debía pagar. Era demasiado joven para entenderlo entonces, pero ahora sentía la obligación de enfrentarse al gesto de Eddy: no le perdonó la vida, sino que pretendía que él la diera para asumir sus propias responsabilidades, que limpiase su culpa con un acto de honor; el suyo y el de su hermano. Se lo dijo a Martínez, y Martínez, que había sido un observador privilegiado de los compromisos de tantos hombres, reflexionó en silencio para concluir que, el día en que se cuantificaran los daños causados por las utopías ideológicas o sentimentales, quizá se sabría que una parte significativa de la humanidad ha muerto por inútiles gestos ancestrales. Visto con frialdad, por pura ingenuidad. Él mismo podría haber sido una víctima de ello y lo habría considerado normal. He ahí una de las muchas contradicciones a las que lleva una vida dedicada en exclusiva a causas que, a lo largo del tiempo, son objeto de la duda pendular.

– Hoy he recibido un encargo. Será el último. Lo haré y volveré a Irlanda.

– ¿Tienes que hacerlo?

– Sí. Está bien pagado.

¿Qué sentido tenía ganar dinero si luego decidía dirigirse a su particular matadero irlandés? Probablemente hubiese un motivo importante. Liam tenía uno, pero Martínez no se lo preguntó.

– ¿Dónde?

– En Valencia.

Hay buen vino, se le ocurrió de repente a Martínez, pero quizá fuese un comentario de mal gusto.

– Final de trayecto -dijo el irlandés con un suspiro. Se reclinó, repantigándose en la silla-. No puede decirse que mi vida haya sido ejemplar -sonrió bajo una perceptible tristeza.

– Hay destinos ineluctables.

Ineluctables, repitió Liam para sí. ¿Había elegido su destino o se había visto empujado por él? Recordó su primera acción con el IRA, cuando le llevaron a participar como espectador en un atentado contra un autobús repleto de soldados británicos. Desde un risco, con dos compañeros que también se iniciaban en la lucha armada, a una distancia prudente que, sin embargo, les permitía observar cómo remataban de un tiro en la cabeza a los soldados heridos. Lo peor era la visión de los cuerpos mutilados, los gritos de auxilio, el miedo a verse en la situación del enemigo. Era la prueba. Tenías que superarla. Si no lo hacías, si no te sentías capaz ni siquiera de presenciarlo, podías volver a casa, pero volvías señalado, marcado con la prueba irrefutable de que no eras capaz de luchar por Irlanda. En aquel momento podría haber decidido su destino, y lo decidió sin saber que no era él, sino las circunstancias, lo que lo determinaba. También creía que su ingreso en el Mossad había sido por decisión propia, pero en realidad fue un destino propiciado por sus antecedentes. En ambos casos estaba convencido de haber elegido él. Luego llegó Nairobi, un receso, un paréntesis de descanso mientras buscaba una perspectiva, una oportunidad que le alejara de lo único que había hecho hasta entonces: matar. Matar por Irlanda, matar por Israel. Pero entonces se cruzó en su camino el francés Gérard Zacharie, un encuentro casual. Matar se convirtió en un oficio, en la alternativa a continuar viviendo: Sierra Leona, Mozambique, Uganda, Ruanda. Entonces le contó a Martínez el destino colectivo de la tragedia más inhumana que jamás un hombre podría imaginar. Un hombre como él, un asesino idealista que creía haberlo visto todo, conoció, en Ruanda, la cara más cruel. Allí se separó de Gérard Zacharie, al enterarse de que los hutus, la tribu dominante -que les había contratado-, planeaban un genocidio contra los tutsis. Fue en Ruanda donde dejó de ser un mercenario, aflorando en él el factor ideológico, que aún permanecía consigo y que le distinguía del grupo liderado por el francés. Decidió quedarse en Uganda, con los tutsis que luchaban en la guerra civil ugandesa; tutsis exiliados que se preparaban para volver a Ruanda, de donde llegaban noticias terroríficas; la realidad superaba con creces cualquier rumor. Los hutus convirtieron el país en una inmensa fosa común, con cientos de miles de cadáveres mutilados. A medida que se acercaban a Kigali, la capital… Liam interrumpió su relato. El conflicto ruandés formaba parte de una serie de recuerdos que le acechaban y le dejaban aturdido por el mero hecho de evocarlos.

– Otro holocausto -sintetizó para Martínez- que tuvo lugar ante la indiferencia mundial. Como la posterior represalia tutsi, que el TPI no investigó presionado por Estados Unidos, beneficiados por los tutsis con reservas de minerales para satélites de gran valor estratégico.

– ¿Qué responsabilidad tuvo el francés?

– Según él, ninguna. Meses después volví a encontrármelo en Nairobi. No le pedí explicaciones, pero estaba interesado en dármelas, como si tratara de justificarse ante mi actitud, ante la determinación que tomé al marcharme. Todo había sucedido muy deprisa, me contó. El conflicto se volvió de repente incontrolable, y se encontró entre dos fuegos: o cumplir el contrato o correr el peligro de que le mataran los hutus. Me aseguró que había salvado a muchas mujeres y niños tutsis. Ignoro si es real o mala conciencia. En cualquier caso, en Sierra Leona ya había dado pruebas de que no era un tipo con demasiados escrúpulos, adiestrando y armando a niños para que participaran en la guerra. Quizá fuese el contexto en el que se desarrollan los conflictos africanos, en el que las convenciones éticas más elementales se diluyen entre tanta brutalidad. Es un ejercicio de cinismo atribuir exclusivamente la responsabilidad a los mercenarios cuando la ONU, en Ruanda, apenas hizo nada para impedir el genocidio. No habría que olvidarlo, pero ya nadie lo recuerda. -Su té se había enfriado. Se lo bebió de dos tragos. Se encendió un cigarrillo-. Gérard es quien ha contactado conmigo para el encargo de Valencia. Siempre ha tenido la sensación de estar en deuda conmigo, por mi silencio. Pero yo también tengo mis responsabilidades. Todo el mundo las tiene, empezando por los gobiernos occidentales, las multinacionales, los organismos internacionales…

– ¿Vive en Valencia?

– Sí. Tiene un pub. Antes tenía otro en Barcelona, pero un diario catalán publicó un reportaje de la prensa francesa sobre alguno de sus asuntos africanos y tuvo que irse. Para un hombre como él es casi imposible huir de un pasado que nos persigue a todos.

– ¿Otro té?

– No, pero querría hacerte algunas preguntas. ¿Sabes algo de Eddy?

– Sí. Hace ocho años que está en la cárcel de Long Kesh. Tu padre murió en el 92. Eddy tiene un hijo. Se llama Ian, de veintiún años, y estudia derecho. Aparte de eso, no puedo informarte de nada más. Lo ignoro.

– ¿Durante estos años has mantenido correspondencia frecuente con él?

– Poca. Cuando lo creía oportuno.

– ¿Has sabido siempre a qué me dedicaba?

– Sí, siempre. Me informaban agentes del Mossad. Cuando venían, se lo preguntaba.

Martínez se levantó de la mesa. Cogió las tazas de té y las llevó a la pila de la cocina. Luego, los platos y los cubiertos. Aún volvió a por la botella de vino y la cubitera. Hizo tres movimientos de distracción tratando de impedir que el silencio de Liam se rompiera por la curiosidad de saber las respuestas de Eddy a las cartas del español.

– ¿Te quedarás más días en Andorra o te vas ya a Valencia?

– Pasaré aquí unos días más.

– ¿Qué te gustaría hacer?

– No lo sé.

– Te enseñaré algunos rincones del país que no conoces.

– De acuerdo, pero con una condición: no insistas en que no debo volver a Irlanda. Como si no te hubiera hablado de ello. Hagamos lo que hemos hecho siempre que nos hemos encontrado, simulemos que no ha pasado nada más.

– Supongo que no me queda otro remedio.

– Supones bien. Y un favor.

– Tendrás los documentos enseguida. Hoy mismo me pondré a trabajar.

– No, no… Ya no me harán falta. Quería preguntarte si conoces a algún especialista en armas de confianza en la zona a la que voy o cerca.

– Te lo averiguaré.

– Gracias por la comida.

No añadió nada más. Se puso la cazadora y se fue. Mientras atravesaba el pequeño patio, los tres perros le acompañaron hasta la puerta, subiéndosele por las piernas, jugando con los cordones de sus botas, en pos de una caricia. Liam les frotó levemente la testa. Recordó los perros vagabundos de Ruanda, los aullidos de temor que lanzaban por la noche desde sus guaridas. Al llegar las primeras horas de la mañana salían para alimentarse de los cadáveres mutilados que se esparciesen por cualquier carretera. Afuera observó el buzón de Martínez: Francesc Romeu i Magrinyá. Memorizó el nombre andorrano del judío.

12

Por la tarde, Jean-Luc volvió al pub tras haber seguido durante casi ocho horas al tipo que por la mañana había visitado a Gérard, del que, entre otras cosas, sabía el nombre -Manuel Gil- y el lugar de trabajo, una empresa de vigilancia y seguridad. Ambos subieron a la oficina, lejos del alboroto que a esas horas, entre la gente y la música, hacía imposible la conversación. En primer lugar, Gérard le explicó el motivo del encuentro y la recomendación de Liam. Jean-Luc también pensaba que, inevitablemente, estaban implicados en el asunto. La información que Gil tenía de Gérard desempeñaría un papel fundamental. Entonces Jean-Luc se dejó caer en el sofá con un gesto de abatimiento. La fatiga de no encontrar desde hacía años la salida que les permitiese llevar otra vida le contrariaba, le afligía como una injusticia. Entonces le recordó a Gérard que haber elegido Nairobi como residencia fija, donde reiteradamente él insistió en que se quedaran, hubiera sido la opción ideal para dos personas, sobre todo Gérard, señaladas por determinada prensa francesa a raíz del conflicto ruandés. Gérard admitió que tenía razón. De nuevo Nairobi se les planteaba como recurso. Pero antes era partidario de esperar y reflexionar sobre lo que debían hacer ante el problema.

Más pesimista, Jean-Luc, hombre menos decidido y siempre a la sombra de Gérard, también cuestionó la elección de Liam. Sabían del carácter independiente del irlandés, poco proclive a los acuerdos. Un individualista que se desentendería de sus problemas. Pero Gérard le había elegido porque era eficaz y mantenía la esperanza en que el encargo se resolviera pronto y con el menor número de problemas posible.

– ¿Y el problema de Gil?

Gil y su dossier eran otra dificultad aparte, un asunto personal suyo. Gil siempre tendría a Gérard bien cogido para todo lo que quisiera. Hacía falta, pues, descubrir de qué conexiones gozaba. Juan Lloris era empresario y político; quien quisiera eliminarle podía ser tanto de un gremio como del otro. Gil sólo era el mensajero, estaban convencidos de ello. Con su aspecto de idiota útil les bastaba. Una vez concluido el encargo, la única posibilidad de no irse de Valencia, donde el negocio iba bien, de no tener que empezar de nuevo en otro país, sería eliminarle a él y a su conexión, una posibilidad que, sin embargo, hacía aumentar los riesgos si quien utilizaba a Gil era alguien importante. Dos asesinatos de personas influyentes implicarían una investigación a fondo de la policía. El problema no era Gil, sino Lloris y quien había encargado eliminarle.

¿Traspasar el pub y volver a Nairobi? Gérard le reiteró que prefería esperar acontecimientos, agotar el tiempo hasta que la situación determinara qué atajo tomar, aunque no era muy optimista. Pese a todo, tener que empezar de nuevo le preocupaba. Desde el despacho, a través del ventanal, Jean-Luc apartó un poco la cortina con tal de observar el local, casi lleno, con su óptimo rendimiento económico. Todos sus cálculos se iban al traste. Llegaba a hastiarle no dar con un lugar plácido fuera de África. Quizá no deberían haber salido del continente, pero estaba harto de todo lo ocurrido, algo que le hacía sentirse culpable y que deseaba olvidar en otro rincón del mundo, como si al huir escapase a la vez de una memoria nefasta. Gérard estaba acostumbrado a las situaciones extremas, pero cada vez que tenía que empezar de nuevo sentía la fatiga acumulada. Nairobi sólo era un recurso, no la solución. Esperaría, pues, la evolución del asunto. Su problema no había hecho más que empezar.

– Jean-Luc, controlarás a Gil. Él nos llevará a todo lo que necesitamos saber.

– ¿Estás seguro de que es la mejor opción?

No era una pregunta, sino una respuesta que se esforzaba por descubrir si en la decisión de Gérard había siquiera una fisura.

– Es la única disponible.

– Cada problema exige una solución a su altura.

Jean-Luc le recordó las palabras que a menudo repetía Gérard cuando eran mercenarios. En el fondo, no estaba de acuerdo con su decisión. Prefería cortar el problema de cuajo. Irse ya, desaparecer sin dejar rastro. En Nairobi nadie los buscaría. Allí nadie preguntaba nada. Nairobi era a los mercenarios lo que a los espías había sido Viena en tiempos de la guerra fría. Una capital de acogida, neutral, donde se respetaba el pasado de cualquiera. Pero, pese a ser la capital más occidental del continente, seguía siendo África. Una pesadilla para conciencias con sentimientos de culpa.

– Alargaremos la situación hasta el límite.

– Quizá desaprovechemos un tiempo precioso.

– Ahora no lo sabemos.

– Pero sí que sabemos algo fundamental: si nos vamos ya, acabaremos con el problema.

– En primer lugar, traspasar un pub lleva un tiempo…

– Da igual, lo cerramos y nos vamos.

– ¿Con qué dinero?

– El que hay en la caja fuerte y el del banco.

– No basta. Y, además, tendríamos que pagar el resto del crédito. No nos quedaría prácticamente nada.

– No pensaba pagar el crédito. Que se queden con el pub.

– En un par de años, el pub nos dará beneficios netos. Será nuestro. No quiero regalarles nuestro trabajo. Nos ha costado mucho. Sólo nos iremos si la situación se vuelve insostenible, métetelo en la cabeza. Pongámonos manos a la obra, controlemos a Gil. A propósito, debemos hacernos la primera pregunta: si aquí nadie nos conocía, si no tenemos vida social y hemos hecho de la discreción una norma indispensable, ¿por qué me ha encontrado? La información que se publicó en Barcelona sobre mí no se reprodujo aquí. Además, las fotos de su dossier no eran de prensa. ¿Cómo las ha conseguido?

– Sólo hay dos fuentes: la policía o las empresas que nos contrataron para los encargos de África.

– Espera… espera… -Gérard dio unos pasos por el despacho, acariciándose la barbilla, pensativo-. Hay otra posibilidad. Ciertas empresas de seguridad francesas contratan a ex mercenarios. Si Gil trabaja en algún negocio parecido aquí, quizá haya conseguido las fotos de algún colega francés, de alguien que nos conoce, y sabía que estábamos en España a raíz de la información publicada por la prensa de Barcelona.

– Lo importante, Gérard, no es su fuente. Nos da igual. El problema es que las tiene y no sabemos cómo las utilizará a largo plazo.

– Tienes razón. Hay que controlarle.

* * *

Despreocupado y feliz gracias a unas perspectivas de futuro sin sobresaltos económicos, Lluís Lloris había liderado durante unos años un grupo musical de rock duro que hacía las delicias de okupas y marginados en general. Era un grupo malo, pero escandaloso. Entonces se divertía mucho y al mismo tiempo cabreaba a su padre, Juan, algo que aumentaba su satisfacción. Desde que tenía uso de razón, Lluís odiaba a su padre. No olvidaba el maltrato psicológico que infligió a su madre mientras estuvieron casados. No le perdonaba que se hubiera hecho rico gracias a unos comienzos empresariales sólo posibles con la ayuda de sus abuelos maternos, ni que se lo hubiera agradecido, posteriormente, humillando a su mujer, a su madre, con todo tipo de amantes sin haber tenido nunca ni la decencia hipócrita de la discreción, de guardar las formas al menos para que ella no lo sufriera públicamente. El odio era recíproco. Cuando sus padres se separaron, el odio del hijo se volvió aún más encarnizado, ya que Juan Lloris, pese a repartir con su esposa el patrimonio -al cincuenta por ciento-, se fue con una inmensa riqueza tras haberla conocido siendo un piojoso. Que pocos años después, además, multiplicara sus beneficios no hizo sino añadir aún más animadversión hacia su padre, del que tenía la impresión de que no heredaría gran parte de sus posesiones -exceptuando la legítima preceptiva-, que el hijo consideraba suyas dado que provenían de la riqueza de su madre.

Con veintiocho años, Lluís Lloris se había convertido en un hombre maduro, lejos de las primeras y únicas locuras que suelen cometer quienes tienen el porvenir asegurado. Cuando hay mucho que perder, se madura antes. Además, a su madre, por la que profesaba una alta estima de hijo agradecido, le desagradaban profundamente las chaladuras de Lluís, y por ella deshizo el grupo y se convirtió en una persona formal. Para gran alegría materna, Lluís estuvo un año en Londres reforzando su inglés aprendido en el ambiente musical. Para demostrarle a su madre hasta qué punto se había redimido, no consintió que le enviara dinero y trabajó en la cocina de un restaurante italiano limpiando miles de platos. A pesar de todo, su madre, convencida del retorno moral del hijo pródigo, le asignó una pensión mensual generosa tan pronto como se estableció en Valencia.

Madre e hijo se querían en la solidaridad del infortunio de haber sufrido a un marido y a un padre hostil. Su madre encontró en Lluís el consuelo de una vida desdichada. Humillada durante muchos años por Juan Lloris, silenciosa y discreta de cara al exterior, no pudo evitar confesarle a su hijo todo lo que, siendo él un niño, le hizo su marido. Lluís lamentaba no haber podido defenderla, sobre todo cuando, siendo joven, ya era consciente del drama familiar pero sólo se ocupaba de vivir a su aire. Su madre no era todavía una mujer mayor, pero no le quedaban ganas de rehacer su vida. Vivía al margen de la alta sociedad local, apartada de todo, en un lujoso chalet, con todas las comodidades, aunque amargada por el único hombre que había conocido. Lluís no se lo perdonó nunca. Y aquello se sumaba a su convicción de que la riqueza que disfrutaba su padre, de algún modo, le pertenecía.

Hombre temperamental, sin escrúpulos y poco reflexivo, Juan Lloris tenía el armario lleno de cadáveres. Eran tantos quienes deseaban su desaparición que cualquiera podía matarle. En aquel rastro de víctimas que dejaba por donde pasaba, irremediablemente, debían figurar Lluís Lloris y Júlia Aleixandre. El odio de su hijo guardaba similitudes con la ambición de Júlia, mujer de cuya mano Juan Lloris comía como un perro obediente. Pero aquello había sido al principio. Al principio del éxtasis, del deseo, del hechizo. Sin embargo, Lloris conservaba su instinto de supervivencia; un sexto sentido, no obstante, que de haber sido más inteligente quizá le habría convertido en un hombre más hábil, en alguien capaz de observar que si el mundo es un huevo debes hacer con él una tortilla y dejar que los que hay a tu alrededor, al menos, la prueben. Lloris lo quería todo, y a la fuerza todo tenía que volverse en su contra.

Poco a poco, consciente de la quimérica actitud del hijo para con su padre, Júlia se acercó a Lluís con el afán de establecer una alianza que, sin embargo, llegaría hasta donde ella ni siquiera podría imaginar. En su primer encuentro ya intuyó de qué era capaz su hijo. A partir de eso sólo tuvo que manipular con sutileza sus sentimientos y dejar que fluyera en él una decisión que la librara de asumir la más mínima responsabilidad en tan delicado asunto. Ella sólo fue el puente entre Lluís Lloris y Manuel Gil, jefe de una empresa de seguridad que había trabajado para los conservadores y también, posteriormente, en alguno de los tinglados de Juan Lloris. Les puso en contacto. Negociaron. La operación dio inicio al proceso. Entonces Júlia esperó.

Por supuesto, Juan Lloris sabía que tenía enemigos. Muchos. Tantos que no podía controlarlos a todos. Así que se preocupó por los que tenía más cerca, los que más daño podían hacerle. Con su forma de actuar, con sus antecedentes, ella podía hacerle mucho y él era consciente de ello. Todas las promesas que le había hecho a Júlia habían quedado en agua de borrajas. Era cierto que compartían sociedades empresariales de patrimonio próspero, pero Lloris tenía los ases de la baraja, la principal propiedad de acciones, que le posibilitaba disponer a su gusto del futuro de las sociedades. Además, en la cama ya no le servía, pese a desempeñar un papel fundamental en el terreno político, donde Júlia dominaba la escena de toda intriga. Solamente aquello la retenía a su lado, y era por aquello por lo que debía controlarla, sabedor de las imposturas políticas que a lo largo de su carrera había asumido ella.

Juan Lloris se ocupó personalmente de buscar al hombre que vigilara todos y cada uno de los pasos que ella diera. Descartó desde el principio las agencias de detectives importantes. Quería un hombre que fuera capaz, si hiciera falta, de encargarse del trabajo sucio. Un piojoso que tuviera la necesidad de dedicar las veinticuatro horas del día a husmear en la vida pública y privada de Júlia. En todo. Con paciencia, llamando por teléfono a los pocos detectives autónomos que había en la ciudad, acabó por seleccionar a Toni Butxana. Apenas entrevistarse con él se ratificó en su decisión. Le pagaría tres veces más de lo que habitualmente costaba un encargo similar. Aquel mismo día le adelantó una cantidad notable tras preguntarle, como última cuestión que le planteó, por qué con tantos años en el oficio, con tanta experiencia, no había prosperado como empresario del ramo.

– Para ustedes, los quebraderos de cabeza; para mí el tiempo -le respondió.

Un hombre sin ambiciones, pensó Lloris. Un espíritu yermo y conformista al que le bastaba y le sobraba con tener algo que echarse al gaznate. Lloris despreciaba a aquellos tipos, que, sin embargo, eran los perfectos subalternos. Contratado.

* * *

La vida de Toni Butxana había cambiado con la repentina muerte de su amigo Héctor Barrera, en un accidente sufrido con un coche en el que, segundos antes del impacto, también iba el detective. A las tres y diez de la madrugada, Héctor había dejado a Butxana en la esquina de su barrio, en una noche plácida como tantas otras que compartían: cena y un par de copas en sus queridos locales de siempre. Aún no había llegado al portal de su edificio cuando el vehículo de Héctor fue devastado por un potente cuatro por cuatro en el que iban dos jóvenes que, con niveles de alcoholemia superiores a los permitidos, se saltaron un semáforo. Más que dolor, la muerte de Héctor le causó una rabia inmensa. Rabia por todo lo que les quedaba por compartir y que una estupidez, un destino fatal, había hecho trizas.

Butxana se sintió invadido por una enorme sensación de soledad. Con los años, por varias circunstancias, Héctor había llegado a ser su único amigo. Una persona con la que no sólo compartía la vida cotidiana, sino un futuro más o menos esbozado. Ambos estaban hartos de sus oficios, de la inseguridad económica en que vivían, de aquella imposibilidad de una vida tranquila que hacía aún más intensa una amistad que no era sino una forma de solidaridad. Algún día escaparían de una ciudad que habían conocido pequeña y plácida y que con el tiempo se había convertido en metrópolis hostil. Tenían planes, un poco de futuro; una escapada de las circunstancias y de sí mismos; unos ahorros con la esperanza de irse muy lejos, el ideal de cualquier país que permitiera una vida al alcance de economías a su medida. Quizá no hubiesen escapado nunca, probablemente hubieran seguido fieles a una idea moderada de la felicidad, pero al menos les unía el acuerdo tácito de tenerse el uno al otro.

Ahora el otro sólo era uno, alguien que había abandonado cualquier iniciativa de cambio, llevado por una inercia vital que le desagradaba pero ante la que se mostraba indiferente. En aquellas condiciones encontró Lloris a Butxana; en aquellas mismas circunstancias Butxana conoció a Núria, una empleada de Telefónica, casada y con dos hijos, que intentaba con ahínco alegrar su existencia. Ella le quería, él se dejaba. Dos o tres veces por semana, casi siempre por las tardes, Butxana la recibía en su piso. Con frecuencia, Núria le llevaba la comida más apropiada, alimentos sanos con la convicción de que somos lo que comemos, premisa que el detective dejaba siempre a un lado, quizá porque no quería ser nada, como quien se limita a contemplar el transcurso del tiempo. No necesitaba a una madre, no necesitaba a una mujer. En realidad, a merced de su desconcierto, no sabía exactamente qué necesitaba. Y era precisamente aquella confusión, que Butxana a menudo transformaba en sarcasmo, lo que más cautivaba a Núria, a quien las costumbres matrimoniales y laborales habían desprovisto de emociones, para hacer que terminara, al fin y al cabo, siendo fiel a la costumbre de las citas clandestinas. Porque todo aquello se había convertido, también, en esa especie de rutina que distrae a quien tiene pareja y hace aún más patente la soledad del otro. Antes de conocer a Núria había conocido a otras mujeres con la intención de buscar una compañía que le compensara o al menos relativizara una pérdida irreparable. Mujeres que hablaban con entusiasmo de un futuro juntos intentando crear a su alrededor un campo de receptividad; mujeres que al fin desistían ante su indolencia, su falta de motivación por futuros supuestamente esplendorosos. Para Butxana, reciente aún la muerte de Héctor, no había nada más insoportable que un proyecto que augurara varios días buenos seguidos. Quizá fuese su estado de ánimo; sea como fuere, al igual que había hecho en situaciones similares, sencillamente dejó de buscar. Entonces conoció a Núria.

Desde hacía unos días, a Butxana se le notaba inquieto y a Núria le parecía extraño. No es que fuera un hombre entusiasta con ella, pero aquella indiferencia respecto al sexo, aquel asomo de ansiedad que afloraba en él, la tenía preocupada. Era la segunda vez que llegaba al piso y él le decía que pronto tendría que irse. Núria empezó a creer que el final de la aventura estaba cerca. La desidia precede a la ruptura. Tal vez, rumió, tuviese a otra mejor, soltera o separada, que le ofrecía una relación distinta, normal: ir al cine, a restaurantes, un viaje… Núria estaba triste pese a la insistencia de Butxana, que reiteraba que sólo se trataba de un encargo interesante al que dedicaba muchas horas. Así pues, le dijo que confiara en él, que la llamaría por teléfono cuando tuviera algo más de tiempo libre. En su oficio había que aprovechar las buenas ofertas, como los actores, que podían tener tres películas en un año o no hacer ninguna en tres. De verdad, créetelo. Ella se fue sin estar convencida. A él le preocupaba su desencanto, pero sin perder el tiempo resumió, mientras Núria bajaba en el ascensor, los últimos acontecimientos en un papel, sentado a la mesita de la sala de estar. A ver: Júlia se había reunido con el hijo de Lloris, cuatro veces. El detective se había planteado controlar también a Lluís. No lo hizo y así es como Júlia le llevó a Manuel Gil. Con presteza, utilizando las influencias del ex comisario Tordera -con quien durante años había mantenido una mala relación que el tiempo y la jubilación de Tordera suavizaron-, se enteró de que el tal Gil, jefe de una empresa de seguridad, había sido un policía implicado, durante los años de la transición del franquismo a la democracia, en tramas fascistas. Entonces decidió repartir su tiempo entre Júlia y Gil. De nuevo Butxana tuvo que recurrir a Tordera, con tal que le averiguara quiénes eran los dos franceses propietarios del pub La Escapada.

– ¿Podrías contarme de una vez en qué trabajas? -le preguntó el ex comisario, retirado pero aún con el instinto cotilla en activo.

Sabía de la inoportunidad de Butxana, con una tendencia fatal e inconsciente a meterse en líos. Se lo preguntó cuando aún no le había dicho quiénes eran los dos franceses, es decir, como un intercambio de cromos que el detective no tuvo más remedio que aceptar.

– ¿De qué te serviría saberlo?

– Me aburro.

– Puro chismorreo.

– Añade que no tengo una paga excelente tras tantos años de dedicación abnegada…

– Pareces una viuda, siempre llorando. Me lo sé de memoria. Me estás pidiendo participar y cobrar.

– Un ex policía ex intrigante fascista, dos ex mercenarios franceses… aquí hay algo interesante.

– ¿Son ex mercenarios?

– Sí. Tengo su historial en este sobre. -Se lo sacó del bolsillo-. Además, necesitarás ayuda. De momento tienes cuatro, no puedes seguirlos a todos.

– ¿Cuánto querrías cobrar?

– Depende de lo que ganes. No quiero abusar, pero no estaría mal cobrarme las putadas que me has gastado. ¿Te parece bien la mitad?

– No. Ya lo ajustaremos.

– Eso significa que me aceptas como socio.

– Sólo como ayudante, pero te advierto que mando yo, se hará lo que yo diga, porque soy yo quien…

– Correcto, mandas tú. Soy tu empleado. Me doy por satisfecho con poder trabajar, sentirme útil. ¿De qué va el asunto?

– De momento, no te importa.

– Pues de momento me voy. -Volvió a meterse el sobre en el bolsillo.

– Te lo cuento.

– ¿Todo?

– Siéntate, no seas plomo.

El detective le explicó que Juan Lloris, empresario y actual candidato a la alcaldía de Valencia, le había contratado para que siguiera de día y de noche a su asesora, Júlia Aleixandre. De pe a pa relató cómo, controlándola a ella, habían aparecido en escena los demás personajes. Tordera quedó sorprendido. Ciertamente se intuía un caso espectacular.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó el detective.

– Quieren cargarse a Lloris.

– ¿Su hijo o su asesora?

– Ambos.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Cobrarle a Lloris antes de que le liquiden. Cuéntaselo.

– Aún no tengo pruebas sólidas. Él sólo me ha pedido que controle a Júlia, pero si le llevo toda la trama supongo que me lo pagará holgadamente.

– ¿Cuánto dinero piensas pedirle?

– Hagamos nuestro trabajo antes, ¿no?

– Hagámoslo. En los aspectos prácticos, Júlia ya no pinta nada. Ahora hay que controlar a Gil y a los franceses.

– No corras tanto. Ella es el cerebro, la base de todo.

– Ella es asunto mío -dijo Tordera.

Durante unos días, mientras Butxana observaba la vida que llevaban Gil y los dos franceses, el ex comisario controlaba a Júlia. Media hora después de que Núria se hubo marchado, Tordera, para cerciorarse de que ella no estaba, llamó por teléfono al detective y se encontraron en su piso.

Butxana preparó café. Cuando llevó las tazas a la salita, se encontró a Tordera sosteniendo en la mano un suéter que Núria había olvidado o que quizá llevase un tiempo allí.

– ¿Cuándo acabarás con esa relación impúdica que mantienes?

– ¿Y tú de qué puto siglo has salido?

– Las inmoralidades no cambian con el tiempo.

– No es de tu incumbencia.

– Estás destrozando una familia.

Butxana dejó las tazas en la mesita. Se le quedó mirando, menos escandalizado que sorprendido.

– ¿«Destrozando»? Más bien la mantengo unida. Hace unos días, un periódico publicaba una encuesta en la que demostraba que el setenta por ciento de las valencianas habían sido o eran infieles a sus parejas.

– ¿Y los hombres?

– No hacen falta encuestas, lo son todos. Si unos u otras no tuvieran ninguna válvula de escape, el porcentaje de divorcios sería aún mayor.

– ¡Aún deberían pagarte por prestar un servicio social!

– Entre Núria y yo hay algo más que sexo.

– Me indigna tu cinismo. ¿Qué le has prometido?

– ¿Qué puedes prometerle a una mujer casada y con dos hijos? No estoy con ella los fines de semana, ni en vacaciones…

– Sí que debes de estar jodido…

– No te pongas moralista. Sólo me faltabas tú ahora…

– Te diré algo. -Butxana adoptó un gesto de resignación-. En los detalles íntimos se ve la integridad de las personas.

– Qué cojones sabrás tú de detalles íntimos si nunca has estado con una mujer.

– No sabes nada de mi vida.

– Ni ganas. Al grano. ¿Qué traes?

Ambos retomaron el caso. Antes, con cuidado y delicadeza, Tordera plegó el suéter de Núria en el sofá, como si la compensara por tener que tratar con Butxana. Tras remover sus dos cucharaditas de azúcar, el ex comisario informó exhalando un suspiro:

– Hay novedades.

– ¿Interesantes?

– A Júlia la sigue un joven.

– ¿Quién es?

– Aún no lo sé. Es probable que Lloris no se fíe de ti y te haya puesto un reserva.

– En ese caso tendría que seguirme a mí.

– Quizá también lo haga.

– ¿Por qué no has averiguado enseguida de quién se trata?

– Porque no he tenido tiempo. La pista que controlo me ha llevado al ex secretario general del Front. Se reunieron el domingo pasado por la mañana, en el marjal, cerca de la Albufera. Por la tarde también en casa de él.

– Tordera… eso ya me lo contaste.

– A partir de aquella tarde me he encontrado al chico tres veces más. No es casualidad. Todavía no sé de quién se trata, porque he querido asegurarme de que realmente la seguía.

– Pues el chaval es prioritario.

– Muy bien. ¿Tú tienes alguna novedad?

– Uno de los franceses, el tal Jean-Luc, controla a Gil.

– Recapitulemos: si Gil se ve con los franceses y uno de ellos le controla, entonces…

– Entonces, ¿qué?

– Que no lo entiendo.

– Pues que estamos en una trama en la que nadie se fía de nadie. Rebobinemos: Júlia se ve con el hijo de Lloris; Júlia contacta con Gil; un contacto, por cierto, que no ha vuelto a producirse.

– Pero sí el de Gil y el hijo de Lloris.

– Claro, tenían que conocerse, pactar las condiciones.

– Entonces Júlia se queda al margen, para evitar responsabilidades.

– Correcto. Sigamos: Gil contacta con los franceses, pero uno le controla. El círculo se cierra. Falta una pieza.

– Yo creo que no falta ninguna.

– ¿Y por qué le vigilan?

– Sencillamente, no se fían de él. A lo mejor quieren saber quién les ha contratado.

– No tiene ninguna lógica. A mí me contrata Lloris, cumplo con mi trabajo y punto. A saber si la clave no está en el chico que sigue a Júlia. Si la controlas a ella, le tienes a él. Necesito saber ya quién es.

– ¿Puedo terminarme el café?

– Sí, pero date prisa.

– Ya no estoy para estos trotes -dijo con signos de fatiga, levantándose ante la mesita.

– Si el caso te viene grande, contrataré a un colega.

– Por nada del mundo me perdería este serial. Por cierto, ¿qué te paga Lloris por el encargo?

– Ya lo ajustaremos.

– Te habrá adelantado una cantidad.

– Mínima.

– Y de ese mínimo, ¿no podrías adelantarme alguna cosita?

– Deja en mis manos la economía del caso.

– Espero que seas honesto. Cuando cobraba mi jubilación en pesetas me parecía una buena paga, pero con los euros… Desde que han entrado en vigor la vida se ha encarecido un sesenta por ciento, según los especialistas.

– Yo ya era pobre con las pesetas. Este año los socialistas te han subido la pensión un cuatro por ciento.

– En efecto, ahora podré comprarme el periódico.

13

Casi todos los días de la semana, Juan Lloris requería los servicios de asesoría cultural de Miquel Pons. Sus clases de historia valenciana tenían lugar en la sede central de «Valencians, Unim-nos», en el último tramo de la calle de San Vicente, justo al lado de la plaza de la Reina.

A primera hora de la mañana era el momento idóneo para Lloris. Según él, entonces mantenía fresca la memoria. Era un hombre hecho a sí mismo, sin estudios, sin el hábito de la concentración mental, pero con la voluntad de pulirse siendo consciente de sus limitaciones intelectuales. Si tiempo atrás había despreciado la preparación cultural, ahora por amor propio, para evitar que le ridiculizaran, se daba prisa en aprender, si no profundizando en las cuestiones básicas, al menos asimilándolas.

Miquel Pons le anunciaba el día anterior qué tema tratarían el siguiente. Si al candidato le apetecía, entonces el asesor se lo aprendía de un libro sobre Valencia y acudía a la sede antes que el alumno. Una de las secretarias le hacía pasar al despacho. Mientras esperaba a Lloris registraba los papeles esparcidos por encima de la mesa o miraba la agenda. En una de las anotaciones observó que a las diez debía reunirse con Júlia Aleixandre. Siguiendo las instrucciones de Albert, que deseaba saber todos los detalles referentes a ella, Pons le llamó por teléfono enseguida para comunicárselo.

Entre los papeles de la mesa -la mayoría facturas de gastos del partido, que Lloris controlaba minuciosamente-, Pons desplegaba un plano de la ciudad para comprobar si Lloris lo había alterado. Había rodeado con tinta de rotulador el Parc Central y el Parc de Capçalera, objetivos para la especulación del empresario de los que el periodista Albert ya estaba enterado. Al oír movimientos fuera del despacho, Pons se sentaba con rapidez en un sofá. Lloris entraba allí con energía y resolución, le saludaba sin entusiasmo y acto seguido, tras ordenar que empezara a explicarle el tema pactado, descolgaba el teléfono y cambiaba su agenda de cabo a rabo, en otra de esas costumbres suyas que traían de cabeza a todo el mundo. Ordenó que Júlia se presentara a las nueve y media, que aplazaran dos reuniones con peñas del Valencia que tenía programadas antes de mediodía, dijo que no le molestaran desde la una a las cuatro de la tarde y se anotó, en un cuadernito minúsculo, que debía llamar al piojoso del detective, del que no sabía nada desde que le había contratado. Entonces atendió a las explicaciones de Pons, que aquel día versaban sobre la Lonja de la Seda, con sus detalles más significativos, como quién había sido el arquitecto principal, el año de inicio de las obras y el de su fin, varias anécdotas y las distintas habilitaciones que había tenido la institución a lo largo de los siglos.

Como era habitual, Lloris escuchaba con la mirada en el techo, mientras saboreaba un puro, con las piernas estiradas y en actitud pensativa. En cualquier momento improvisaba preguntas para las que Pons improvisaba respuestas. También era habitual en Lloris pedirle de repente que le explicara algún tema de días anteriores. El empresario aprendía a base de que le repitieran los distintos hechos históricos, y ordenaba a Pons que pusiera el énfasis en aquellos que creía fundamentales en la historia de la ciudad. Con la manía de aprender de prisa, no le importaba que le recitara acontecimientos, en un mismo día, de épocas muy dispares. De modo que la guerra de las Germanías se mezclaba con la construcción de la Estación del Norte o con anécdotas de visitas de la monarquía española a Valencia. De vez en cuando, Pons le examinaba con preguntas sencillas sobre temas del cuestionario ya repasados. Fechas, sobre todo. Lloris se sentía satisfecho al acertarlas, aunque con frecuencia se equivocaba y Pons no le corregía para evitar que se desmoralizara. La estrategia del profesor consistía, minutos después, en recordarle la fecha exacta del acontecimiento sin que el alumno, de escasa memoria, se diera cuenta del error cometido. Había que ser muy sutil con un hombre temperamental y orgulloso al que no sentaba bien que le corrigieran continuamente. Al cabo de media hora de clase, Lloris evidenciaba signos de fatiga. Entonces Pons volvía a los temas que más le fascinaban. La familia Borja le tenía cautivado. Les consideraba los auténticos ídolos de la historia valenciana, junto a Blasco Ibáñez, de quien elogiaba el carácter y la fama que, gracias a él, había alcanzado la ciudad. Entonces Lloris era quien aleccionaba a Pons sobre la falta de grandes personajes que sufría la historia del país. El alumno explicaba, el profesor asentía.

Sus impresiones acerca de los «grandes personajes» eran lamentables, pero Pons, además de ganarse la vida como asesor, también tenía que cumplir con la ineludible misión encargada por su amigo Albert. De modo que simulaba interesarse por las teorías del candidato. En uno de aquellos momentos llamaron a la puerta. Lloris interrumpió su discurso. Júlia entró al despacho, Pons se levantó. Le infundía un respeto entre reverencial y sensual. Siempre vestía con elegancia, pero a la vez con un matiz de provocación. Lloris guardó el plano en un cajón, maquinalmente, con el instinto de protegerse del enemigo. Júlia sonrió a Pons. Le tendió la mano, fina y cremosa, que él encajó al instante con suficiente debilidad para que no le delatase y al mismo tiempo con bastante fuerza como para retener el efímero tacto de un ansioso deseo. Vuelve mañana, le dijo Lloris. Entonces Pons se fue y Júlia dejó la chaqueta y su bolso de ante en el sofá. Le pidió, por favor, a Lloris que apagara el puro. El empresario lo hizo de mala gana, circunstancia que provocó el tono autoritario de sus primeras palabras.

Aceptaba que Francesc Petit se integrase en la candidatura, aunque aún no tenía decidido que ocupara el segundo lugar. Demasiado cerca, demasiado reconocimiento político le presionaría en exceso. Todas sus exigencias económicas le parecían descabelladas: una sede céntrica, empleados liberados, el millón de euros…

Conocedora de la particular psicología de Lloris, Júlia le dejaba a su aire, escuchándole como si profesara admiración por él. Sabía de su complejo de inferioridad intelectual, de sus ansias por imponer sus puntos de vista, de su desesperación por erigirse, al menos verbalmente, en líder incuestionable. Cuando acababa, apenas se había desahogado, Júlia le daba la razón. Nada de contradecirle, nada de contrariar a la bestia que tenía dentro. Y enseguida lanzaba el argumento que le decidiera a reflexionar sobre la imposibilidad de llevar a cabo una rebaja de las peticiones que, aunque abusivas, estaban obligados a aceptar. Preocupada, también le recordó que Petit esperaba una respuesta. No podían retrasarla mucho. En aquellos momentos, advirtió Júlia, el ex secretario general del Front se enfrentaba a sus cuatro diputados con tal de convencerles de llevar a cabo la coalición con Lloris. Pero él no se pronunció, en un intento por no parecer demasiado voluble en sus resoluciones, esforzándose, además, para que ella no llegara a la conclusión de que con un simple rato de conversación le había convencido.

* * *

Que Francesc Petit convocara a los cuatro diputados en su propio piso le sirvió para ilustrar la precariedad económica que sufrían. Un argumento sólido, infalible, que todo el mundo entendía aunque sus reticencias ideológicas los mantuvieran firmes en su decisión de renunciar antes que integrarse en la candidatura de Lloris. A corto o largo plazo lo aceptarían, pensaba. En cualquier caso, estaba decidido a quedarse solo, si hacía falta como único militante del nuevo partido, Democràcia Valenciana. A pesar de todo, prefería evitar el acontecimiento público -noticiable, de gran repercusión- de que le abandonaran los pocos que habían permanecido fieles a él. No era una buena tarjeta de presentación política. Prefería invertir en una sinopsis contundente. Es decir: sin dinero, sin una sede de referencia, sin prácticamente ninguna estructura organizativa, a pocos meses de las elecciones… ¿Veinte años intentando construir una alternativa nacional, veinte años de sacrificios y de penas, tenían que irse a la mierda por un prejuicio político que, por cierto, otros no habían respetado al hacer sus coaliciones? Petit calló y provocó un silencio que no obtuvo respuesta. ¿Significaba aquello que volvían al redil o que aún persistían sus reticencias? Más bien se resistían, observó en las caras de los diputados. No he dicho en ningún momento, añadió, y ni siquiera lo he insinuado, que nos fusionemos con el partido de Lloris. No tendría sentido perder nuestra identidad. Es una especie de coalición coyuntural a la que nos vemos empujados por las especiales circunstancias que sufrimos.

Entonces uno de ellos habló. Dijo que temía el exacerbado populismo de Lloris, sus tics autoritarios, aquel lenguaje que incitaba inconscientemente a la violencia, un primitivo a la altura de otros que desgraciadamente han poblado la geografía valenciana y que creíamos ya superados por otra forma de hacer política. No es que sea de derechas lo que nos molesta, sino su estilo zafio y de baja estofa. Así que es una cuestión estética, reflexionó en voz alta Petit. Pues bien, debéis saber, porque así lo he exigido -entonces los diputados se enteraron de que él, sin consultárselo previamente, ya había iniciado las negociaciones-, que quiero que sea más sutil, que deje los temas más estrictamente ideológicos en nuestras manos y se dedique en exclusiva a aquellos sectores que estén fuera de nuestro alcance. ¿No os dais cuenta de que no nos queda otra salida? Conservadores, socialistas y Guardiola conformarán una estrategia para evitar que gane Lloris. O nos unimos a él o desaparecemos. No hay otro camino, no nos dejan elegir. ¿Acaso pensáis que a mí me entusiasma la idea de la coalición? Cuando lo hicimos con los conservadores, a los que posibilitamos el acceso al Govern con nuestra abstención, fue, como ahora, por imperativos de supervivencia política. Son las circunstancias lo que nos presiona, lo que nos ha llevado a escoger el mal menor. Recordad, a propósito de esta situación, las críticas que recibimos cuando decidimos cambiar el rumbo ideológico del Front; y, sin embargo, gracias a nuestra valentía, a la personalidad que demostramos, el Front logró lo impensable: pasar de marginales a parlamentarios. Ahora nos encontramos ante el mismo dilema: seguir haciendo política desde las instituciones, el único lugar pragmático para hacerla, o convertirnos en un despreciable grupúsculo sin referencias sociales, condenados al ostracismo. Entiendo y comparto los temores que albergáis, pero os pido, una vez más, que confiéis en mí. ¿No merece algo de crédito mi trayectoria? La situación es clara: si me equivoco tendremos tiempo para reflexionar; si optamos por quedarnos al margen, desapareceremos del mapa político. Escuchad, dijo con energía de líder en campaña, yo me juego más que nadie. Soy yo quien tendrá que soportar la presión mediática y la responsabilidad de la decisión. Pero me da igual. Lo asumo con todas sus consecuencias. Si hubiera querido una salida personal, los socialistas y los conservadores me la ofrecían. Pero no he pensado en mí, sino en un proyecto que se inició hace ya veinte años, cuya herencia no quiero malgastar. Para mí habría sido más fácil aceptar un puesto de asesor bien remunerado y dejaros tirados. No soy hombre de renuncias. No soy de los que se amedrentan ante las primeras dificultades. Os prometo, tenéis mi palabra, que volveremos a ser un partido clave en cuanto a decisiones políticas importantes. Dadme el margen de actuación que necesito y quitádmelo si al cabo de un tiempo os decepciono. Es eso y únicamente eso lo que os pido: confianza en alguien que hasta ahora ha cumplido todo lo que se ha propuesto. No tengo nada más que decir. No le dijeron nada. Asintieron con un silencio que podía ser tanto un signo de confianza como una advertencia de que delegaban en él toda responsabilidad derivada de una decisión sin duda polémica.

* * *

En un piso de la avenida de Aragón que Juan Lloris había usado como despacho privado de alguna de sus empresas, el candidato recibió a Toni Butxana. Apenas hacía una hora que le había convocado y el detective aún no había tomado asiento cuando ya le preguntaba por qué no tenía ningún informe redactado. No hay nada digno de mención, respondió el detective, o, mejor dicho, todo cuanto hasta ahora le pueda decir usted ya lo sabrá. Dímelo, le hostigó. Pues mire, se ve por partida doble con Francesc Petit. Explícame eso. Pues por la mañana negocian cuestiones políticas, por la tarde follan. ¿Follan? Sí, señor. De no ser así, no tendría ningún sentido que el mismo día se vieran al aire libre, en un sitio discreto, y luego se convocaran en su piso. Si están liados, deberías habérmelo advertido. Esperaba a tener más detalles para hacerle un informe más completo. No es excusa, objetó Lloris. Si han empezado por follar no tardarán en hacerme la cama. Por cierto, ¿se lo monta con alguien más? Que yo sepa, no. Te pago para que lo sepas. ¿No la controlas durante las veinticuatro horas del día? Más o menos. Cuando ella duerme, yo también lo hago.

A Lloris no le gustaba el tono irónico del detective piojoso. De un estuche de cuero marrón sacó un puro. Quedaban dos más, pero no le ofreció ninguno. ¿Con quién más se ve? ¿Qué hace el resto del día cuando no está conmigo? Todo lo que hace se relaciona con su trabajo político. Lo organiza desde el despacho, le prepara la agenda de entrevistas, negocia con Petit… ¿Estás seguro, le interrumpió Lloris, de que no se reúne con socialistas o conservadores? ¿No se ha visto, añadió, con ningún empresario? No, señor. Pero Lloris desconfiaba: Todo eso no encaja con su modo de hacer las cosas. Sé que prepara algo. Entonces señaló a Butxana con el puro: Si en dos semanas no me traes nada interesante, te despido. Si a usted le apetece, despídame ahora mismo. No puedo inventarme los informes. Si cree que no soy bueno, me paga y me largo. Te concederé dos semanas, ni un día más. Vete. Con Butxana en la puerta, Lloris aún le dio otra orden: recuerda que quiero fotografías de sus movimientos más significativos. Ya tengo alguna, respondió el detective.

Casi tenía un álbum bastante completo de las actividades de Júlia, pero no le informaría de nada hasta que descubriese toda la trama. Quedaban cabos sueltos. A pesar de todo, mientras tomaba una cerveza en la cafetería del edificio, Butxana pensaba hasta qué punto Lloris desconfiaba de Júlia. ¿Tanto como para imaginarse que sería capaz de matarle? Aquella pregunta le llevó a otra: su hijo tenía el móvil del interés patrimonial, la riqueza de su padre, pero ¿cuáles eran los motivos de ella? ¿Políticos? ¿Despecho sentimental?

La figura del candidato despertaba odios en otros empresarios. Odios y envidias que se verían multiplicados si alcanzaba la posición privilegiada que constituía la alcaldía para sus negocios. ¿Tenía Júlia el encargo de urdir la trama? En cualquier caso, el detective estaba ante hechos extraordinarios que sin duda le reportarían una paga excelente, quizá el trabajo mejor remunerado que hubiera tenido jamás. Pero ¿quién era el chico que seguía a Júlia? Empezaría a tener cuidado por si también le seguían a él. Todo era muy extraño. Demasiada gente movilizada con un solo objetivo.

Cuando Júlia salió del despacho en dirección a la cervecería Madrid, local a escasa distancia de la sede del partido, Albert inició el seguimiento casi encima de ella. Tordera sonrió desde la acera de enfrente. Tenía poca pinta de sabueso, el chaval. No era del oficio. ¡Casi le pisaba los talones! Pero, de repente, pensó en la posibilidad de que fuera un guardaespaldas. Con tantas personas siguiéndose unas a otras, quizá Júlia hubiera solicitado protección. Escrutó a aquel tipo. Su indumentaria, su físico, su aire más bien ingenuo, le descartaban como protector.

Júlia entró en la cervecería. A aquellas horas, Tordera intuyó que no habría muchos parroquianos. Le extrañó que el chico también entrara. Él se quedó fuera, un poco por debajo del hotel Victoria. Júlia se dirigió a la planta superior. Abajo, dos tipos charlaban en una mesa. Salvo ellos y Albert, que se quedó en la barra, no había nadie más. Entonces Albert pidió un café con leche. Mientras se lo servían subió al piso de arriba y, como si buscara a alguien, echó un vistazo a la planta. Francesc Petit recibía a Júlia de pie. Ninguno de los dos vio a Albert, que volvió a la barra, se tomó su consumición y se fue. Tordera le siguió.

Para empezar, Petit le planteó a Júlia que no podía esperar más a que Lloris tomase una decisión. Había convencido a sus diputados, pero si la respuesta se demoraba las dudas volverían a hacer mella en el grupo. Se trataba de darles hechos consumados, embarcarles en el proyecto antes de que tuvieran tiempo de reflexionar, rectificar. Júlia le convenció tranquilizándole de que el asunto estaba bien encarrilado, prácticamente resuelto; de que las resistencias de Lloris sólo pretendían una rebaja de sus peticiones. Al candidato no le gustaba el segundo puesto que él exigía. Sin embargo, Petit se mantuvo en sus trece. No renunciaría ni a esa exigencia ni a las demás. Y todavía más: necesitaba que sus cuatro diputados estuvieran colocados en puestos de salida de la candidatura. Si uno de ellos se quedaba fuera, se convertiría en una manzana podrida en el cesto. En cuanto al dinero, le recordó que se había quedado corto, pero le compensaba el hecho de que Lloris se hiciera cargo de los gastos de buena parte de la campaña. Júlia se quejó de que no le facilitara el acuerdo. Todo sería menos complicado, le dijo, si rebajase un poco sus pretensiones. Le puso un ejemplo: los empleados liberados que pedía podía tenerlos en los grupos de asesores que el Ayuntamiento presupuestaba para los concejales. Petit conocía muy bien a Lloris. No le bastaría con una mínima rebaja. Él sabe que le necesitas, respondió Júlia. La situación es muy sencilla, replicó Petit: si no llegamos a un acuerdo, aceptaré cualquier oferta de conservadores o socialistas y dejaré la política. Hazle entender que el hecho de coaligarme con él me reportará muchísima presión. Y eso ya es suficiente rebaja. Júlia: ¿renunciarías a tu trayectoria política? Estoy más que decidido a hacerlo. La única forma de mantener unido mi grupo es demostrándoles que vendemos nuestra experiencia política por el precio de rearmarnos políticamente. No entenderían cualquier otro lenguaje. Y otra cosa: ya te diré yo cuándo debe hacerse público el acuerdo. Pero recuerda que no me queda mucho tiempo.

* * *

Tintín Albert esperaba a Antoni Guixà charlando con sus colegas de la sección de política, mujeres en su mayoría. A una en concreto, a Isabel, la invitaría gustoso a cenar si el obstáculo de su poder adquisitivo no se lo impidiera. Le preguntaron si trabajaba en uno de aquellos reportajes que, de vez en cuando, le encargaban los jefes de redacción, extrañados por verle en la oficina. Albert lo solucionó poniendo como excusa que Guixà le había encargado un medicamento proporcionado por un veterinario amigo suyo. Albert trató de averiguar qué sabían los redactores de los movimientos políticos que se proyectaban a raíz del anuncio de la candidatura de Lloris. La respuesta le dejó satisfecho: de momento no pasaba nada, no pasaría gran cosa. Según sus colegas especialistas en política local, Francesc Petit, a causa del resultado en la asamblea extraordinaria del Front, estaba acabado. A lo mejor se iría a casa. En cuanto al impacto electoral de Lloris, aún lo desconocían. No había encuestas públicas y, de las privadas hechas por los partidos, nadie podía fiarse. Pese a todo, cuando se aclararan los movimientos, el periódico encargaría una. ¿Te gusta la política?, le preguntó Isabel, de la que se rumoreaba que había dejado al novio. Procuro informarme, pero no sé demasiado. Antoni Guixà venía del despacho del director. No vio a Albert, abstraído en unos papeles mientras andaba sin ganas, con pasos que parecían taladrar el suelo. Se recluyó en su despacho. Cerró la puerta. Albert se despidió amablemente de Isabel.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Guixà.

– Les he dicho que me has encargado una medicina para Rocky.

– ¿Qué les dirás la próxima vez?

– Cualquier cosa… no lo sé. Por ejemplo, un encargo sobre las opciones ideológicas de los jugadores del Valencia y del Levante.

– La próxima vez nos veremos fuera de la redacción. ¿No habíamos quedado así?

– No me acuerdo.

– Ten cuidado, una indiscreción lo echaría todo a perder.

– Oye, ¿sabes que tus redactores no tienen ni idea de lo que está pasando?

– Apenas llevas unos días y ya te crees el mejor. Un buen periodista debe ser humilde… y discreto. ¿Qué traes?

– La coalición entre Juan Lloris y Francesc Petit es un hecho.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, está a punto de consumarse.

– La diferencia entre una cosa y otra es sustancial.

– Se han reunido un par de veces.

– ¿Ellos dos?

– No. Petit y Júlia Aleixandre. Según mi informador, Lloris aún muestra reticencias, pero está casi zanjado. ¿Me das permiso para publicarlo?

– No.

– ¡Es una primicia!

– Si levantas la liebre, pondrás en alerta a toda la prensa. Además, si lo publicas y luego, por los motivos que sea, no fructifica la coalición, habré hecho el ridículo.

– Entonces, si hay acuerdo y convocan una rueda de prensa, no tendremos primicia.

– Pero sí que tendrás, en el caso de que tu informador esté situado en un lugar privilegiado, todos los detalles internos. Debes esperar. No creo que hagan público enseguida el acuerdo, para evitar que otros preparen estrategias conjuntas.

– Me ilusionaba ser el primero en publicarlo.

– ¿Dónde se han visto?

– En el piso de Petit y en la cervecería Madrid, pero esta mañana mi informador ha escuchado la conversación que al respecto han mantenido Lloris y Júlia.

– Aún necesitarán más reuniones. La noticia de que se hayan coaligado es importante, pero los detalles del acuerdo, que ellos intentarán mantener en secreto, lo son aún más. Todo el mundo especulará con lo que ha tenido que darles Lloris. En cambio, tú publicarás un informe completo.

– Ya… pero cuando se haga público quemaremos la fuente.

– Da igual. Ya no te servirá. De todos modos, él no será el único sospechoso. Tardarán en descubrirle. Entonces tendrás que hacer que se mantenga en hibernación durante un tiempo. Debes tener paciencia. A veces, tirando de un hilo aparece toda la madeja. Una tía como Júlia es una caja de sorpresas. ¿Conoces su trayectoria?

– Más o menos.

– Pues puedes hacerte una idea. Es la bestia negra de la derecha y de la izquierda. Y a saber si acabará siendo también la de Juan Lloris. Ideológicamente, por prestigio político, a Petit no le conviene esa coalición, a no ser que lo haga por una estrategia que vaya más allá de eso. Quizá los encuentros que mantiene con Júlia sirvan, además de para llegar a un acuerdo electoral puntual, para asentar las bases de una proyección de futuro. Eso sí que sería el auténtico reportaje. Si quieres ganarte el respeto de tus colegas debes ser riguroso. Tienes la base, no lo estropees.

– Me dedicaré a ello en cuerpo y alma. Te informaré puntualmente.

– Estoy seguro de que harás un buen trabajo.

– Gracias por tu confianza, Toni.

Su confianza en él era bastante escasa, pero no perdía nada al controlar la información. Guixà no entendía que el informador, alguien tan cercano a Lloris o a Júlia Aleixandre, se hubiera decidido por un neófito en un asunto de tanta importancia. Tintín salió del despacho con la moral reforzada. Empezaba a notar el respeto que su autoestima de periodista exigía imperiosamente. Se imaginaba publicando el reportaje de su vida, la admiración de todo el mundo, el ascenso profesional que no tardaría en obtener, un puesto de trabajo fijo, un aumento salarial en consonancia, e incluso la publicación de un libro con todos los pelos y señales de la política valenciana. Fue al lugar que ocupaba Isabel.

– Bien… -dijo-. Ya se lo he dado. Hace días que el pobre Rocky tiene la barriguita hecha polvo.

– Ya es mayorcito.

Tintín recibía la dulce voz de la redactora como música suave en un día lluvioso de invierno, ante la chimenea, intercambiando confidencias íntimas en los instantes previos del asalto final al fortín sexual que para él representaba Isabel. La presentía afectuosa y entregada. Frente al ordenador, ella intentaba encajar un titular; él observó su culito, que parecía esculpido por un artista genial. El tono claro de los pantalones remarcaba las líneas de unas braguitas minúsculas. Tintín apartó la vista.

– Mi aspiración -dijo Albert- es trabajar algún día en esta sección. Creo que es la más importante, la que más prestigio da.

– El prestigio de esta sección es directamente proporcional al de los políticos valencianos. Desengáñate, Albert.

– Siempre será mejor que informar de la regional preferente.

– Un trabajo, al fin y al cabo.

– Dicen que tú sabes mucho de política.

– Eres muy amable.

– A mí me gustaría saber.

– ¿Sí?

De repente vio la ventana abierta.

– Ya lo creo. Si tienes tiempo libre, estoy dispuesto a pagarte un café donde quieras para que me lo enseñes.

La redactora hizo un movimiento con su silla giratoria y le miró con innegable compasión y una pizca de ternura:

– Ligas fatal, Albert.

Acto seguido, Isabel manifestó en su rostro una reacción que podía ser tanto una leve sonrisa como un bostezo incipiente.

14

Liam Yeats aún permaneció una semana en Andorra, pero el día que decidió marcharse del país, el último momento en que contemplaría los paisajes de Ordino, lo hizo sin despedirse del español Martínez. Durante una semana Martínez le había mostrado los rincones más bellos. Fueron días de tristeza contenida, de gestos ensayados, de hábitos adquiridos con los años que llevaban frecuentándose. El irlandés prefirió evitar un abrazo efusivo, las palabras del amigo al que amaba, la última mirada donde yace inexorable el adiós definitivo. A las ocho de la mañana del día de su marcha ni siquiera osó echar un vistazo a la casa de Martínez.

En Andorra la Vella buscó un parking. Tras desayunar se dirigió a la entidad bancaria en la que tenía una cuenta corriente y una caja de seguridad. Preguntó por el director. Se entrevistó con él para formularle ciertas peticiones. El director le comunicó que dos días antes había recibido un ingreso de Valencia. Liam asintió. Ya lo sabía. Entonces el irlandés le pidió que reclamara el importe de dos cuentas corrientes más, en distintos países, para que se lo ingresaran en la cuenta de Andorra. Lo haría enseguida. Luego le dio el nombre de Martínez, Francesc Romeu i Magrinyà, para comprobar si era cliente del banco. En el ordenador, el director buscó los apellidos. Hacía años que el señor Romeu conservaba una libreta de ahorro en la entidad, no demasiado cuantiosa. De hecho, el señor Romeu pasaba muy pocas veces por allí. Liam sacó algo de dinero y firmó una transferencia con el resto para destinarlo a la cuenta de Martínez. Asimismo, cuando recibiera el dinero de las otras dos cuentas, también debía transferirse a dicho cliente. Aquella transferencia la firmó en blanco, dado que, según le contó, estaría de viaje unas semanas. Tales operaciones sorprendieron al director, pero el irlandés no añadió nada más, salvo un agradecimiento por su buen trato y por la discreción que siempre habían mantenido con él. La discreción es nuestra bandera, contestó el director, que, al fin y al cabo, perdía a la persona pero no al cliente, ya que su dinero seguía en el banco. Aún quedaba la caja de seguridad, que Liam quería cancelar. El director llamó por teléfono a un empleado. Le esperaban en la quinta planta. Se dieron la mano. Liam buscó el ascensor acompañado por el director, que de nuevo se despidió de él. Cogió la caja de seguridad y, en una cabina privada cuyo acceso se hallaba resguardado por una cortina oscura, la abrió. Sólo contenía un pasaporte irlandés caducado con su nombre y una escasa cantidad de fotos de su adolescencia y juventud. Una a una, mientras las introducía en el bolsillo interior de su americana, las observó brevemente. Llevaba mucho tiempo sin verlas. Miró un rato la foto en que estaba con su amigo Charles Breslin, al que el ejército británico había matado junto a los hermanos Devine, en Strabane, su pueblo. La foto le traía malos recuerdos, pero no había querido deshacerse de ella, como una autoflagelación, como si el mero hecho de tenerla evocara que el paso del tiempo no era sino una forma, también, de aplazar el pago de cuentas pendientes. Quizá fuese el momento apropiado para llevarla consigo, como prueba capaz de demostrar, cuando le mataran en Irlanda, que un día u otro asumiría las consecuencias de sus actos. El hecho de que fuera veinticinco años después añadía aún más determinación a su retorno. Porque Liam Yeats ya no creía en nada, el horror y el error de lo vivido habían desterrado toda fe de su espíritu.

En la frontera de Andorra, a una hora del día sin apenas tráfico, un policía español le indicó que se detuviera. Liam bajó del coche y abrió el maletero, con dos grandes bolsas de viaje. El policía le preguntó si llevaba bebidas alcohólicas y tabaco. Soy fumador y bebedor, pero no tengo nada que declarar. En realidad, le había hecho parar porque se aburría, quizá para entretenerse un poco a lo largo de una jornada laboral que intuía tediosa. Echó un vistazo a las bolsas y dejó que se fuera. Entonces Liam buscó la dirección a Ponts, donde puso gasolina y se comió un bocadillo. Antes de retomar la ruta consultó un mapa. El trayecto más corto aconsejaba pasar por Tárrega, Montblanc y, a la altura de Tarragona, entrar en la autopista A-7 rumbo a Valencia.

Hacia las doce del mediodía, Martínez llamó por teléfono al hotel. Temía que Liam se hubiera ido, y se lo confirmaron. El irlandés le había dicho que tardaría dos días en marcharse, de modo que el judío le había propuesto dar una vuelta completa al país el día anterior, con su vehículo, sin ninguna parada pero con la oportunidad de contemplar los rincones que no le había dado tiempo a enseñarle, y con el broche de oro, el último día, de una excelente comida en el restaurante de Jordi Marquet, el local gastronómico al que, como despedida, quería invitarle.

Colgó el auricular y suspiró mientras negaba con la cabeza. Debería habérsele ocurrido que ni siquiera le dejaría una nota. No estaba enfadado, pero sí un poco triste, no tanto porque no se hubiera despedido como por su convencimiento de que ya no volvería a verle. La partida de Liam le conmovió más de lo que había imaginado. En su trabajo había conocido a hombres y mujeres a quienes apreciaba, pero el irlandés era distinto. A lo largo de los años le había llegado al alma de un modo natural. Es sorprendente cómo llegamos a querer a personas prescindiendo de normas que en principio nos las harían rechazar radicalmente. A veces nuestras pautas morales, el contenido ético que las reviste, adoptan actitudes autónomas y entonces nos dejamos llevar por el indomable instinto de la adhesión incondicional. Probablemente sólo tipos con la vida de Martínez fueran capaces de entender vidas como la de Liam. Solidaridad de solitario, quizá; quizá aquella comprensión humana del fondo de una cuestión que manejaba un destino con un proceso y un desenlace inapelables. Por su trágica tradición familiar, por experiencia propia, Martínez sabía del significado de los destinos irreversibles. Pese a todo, enseguida, decidió escribirle a Eddy Yeats.

* * *

En la cárcel de Long Kesh, en la sala de visitas, en una de las grandes mesas que de cabo a rabo alineaban a presos y familiares, Ian, el hijo de Eddy, le habló de la carta de Martínez, en la que le explicaba la determinación impermutable de Liam de volver a Irlanda. Ignoraba en qué fecha lo haría, pero sospechaba que pronto regresaría. No le contaba detalles de la vida de su hermano que ya conocía por la correspondencia que, a espaldas de Liam, habían mantenido. Sin embargo, Martínez puso especial énfasis en describir la integridad con que Liam se había comportado respecto a él, el sentimiento de culpa que le asilaba y que jamás le había abandonado durante sus años de ausencia, el deseo de expiarla con su propia muerte pese a los intentos de persuadirle de lo contrario. Pero el tiempo, amigo Eddy, debería ejercer en nosotros el sentimiento de la consideración, al menos matizar todo cuanto hay de inmutable en los dogmas en que, equivocadamente o no, creímos y a los que hemos servido sin cuestionarlos. No somos dioses con la verdad absoluta, con la obligación innata de impartir justicia. Somos humanos con errores, con flaquezas, con éxitos y fracasos. Quizá seamos soldados en retirada incierta a los cuarteles que creíamos fortines inexpugnables. Ahora que el IRA ha decidido tomar el camino de la autocrítica, de la reflexión sobre la viabilidad de métodos que parecían inamovibles, también es la hora del perdón. Siento la necesidad de disculparme por esta carta, que sin duda, como hermano, te llenará de angustia, pero la he escrito llevado por el deseo de interferir en un destino que como hombre comprometido me niego a admitir; llevado, también, por un sentimiento de amistad.

Ian Yeats calló y miró a su padre. Eddy guardó silencio, con la mirada perdida en algún punto de la mesa. ¿Pensaba o no tenía ninguna respuesta? Ian confesó que la carta le había estremecido. Era uno de tantos jóvenes irlandeses que habían crecido, por fatiga, sin la abnegación por la causa que les habían inculcado. Para él, la vida estaba por delante de Irlanda, por delante de los numerosos ejemplos de heroicidad de la conciencia mítica irlandesa. La muerte, la tragedia, la cárcel… estaban demasiado presentes por doquier como para no darse cuenta de que en el baúl de las teorías inmutables tan sólo quedaba el poso de un drama secular. Pero los viejos soldados aún se aferraban al crédito de una existencia entregada sin ningún sacrificio inferior a la propia vida, y a cambio imponían el quid pro quo del compromiso hasta las últimas consecuencias, generación tras generación, como la parte legítima de una herencia que se aceptaba sin posibilidad de rechazo.

Eddy levantó la cabeza. No miró a su hijo, evitaba unos ojos que parecían exigirle una respuesta que no estuviera mediatizada por imperativos ideológicos, por actitudes taxativas. Eddy observaba algunas de las mesas con compañeros que sufrían largas condenas; militantes de la causa que no pudieron ser jóvenes, a los que habían impedido disfrutar de su relación con mujeres cuyo destino había sido esperar o un triste retorno tras una larguísima ausencia o la muerte del hombre al que amaban. Si su hijo quería una respuesta, la tenía al lado. Pero era un espejo en el que Ian no se vería nunca reflejado. Un espejo que en el momento presente, en 2005, estaba agrietado por todas partes.

– Si quieres me voy -le dijo Ian.

Sin embargo, Eddy necesitaba darle una respuesta. Ciertas palabras que le defendieran de la incomprensión; frases, sin embargo, que no pareciesen creadas expresamente desde la disculpa genérica. A pesar de todo, sabía que Ian no haría el esfuerzo de entenderle. Matar o sacrificar la propia vida era un muro insalvable que los separaba, que no daba lugar a ningún argumento. Pero respondería con sinceridad a su hijo. Le contó que, cuando aquello tuvo lugar, él mismo pidió matarle. En el último momento desistió, para darle la oportunidad de ser él mismo, Liam, quien limpiara una traición cuya única posibilidad de enmienda residía en el hecho de que volviera, de que asumiera el daño causado. Murieron tres militantes y cinco más pasaron veinte años en la cárcel. Si miras a tu derecha, tres bancos más hacia allí, verás a un hombre de mi edad, de cabellos plateados, que ha venido a visitar a su hijo, militante como él. Se llama Gary Reilly y nos criamos juntos, en el mismo barrio. Desde que tuvo lugar aquello no me ha dirigido la palabra. Por culpa de Liam pasó veinte años en la cárcel. Hay heridas que no cicatrizan con el tiempo. Por no haberle matado tuve que enfrentarme a la organización, confiando en que volvería. En consecuencia, me convertí en culpable.

Así pues, Ian comprendió que su padre no había matado a su hermano por una simple cuestión de honor familiar, por un código ancestral, inamovible, que no entendía de cambios de contexto social. Ian se esperaba aquella respuesta. Eddy le dijo que nunca podría evitar que cualquier familiar de los muertos o algún miembro de la organización le matara. Al perdonarle la vida perdí el crédito que tenía. Creyeron que les había engañado. Ian preguntó si advertiría a la organización de su retorno. Hace años que Liam dejó de ser problema mío, es lo mejor que puedo hacer por él. ¿Eso es todo?, preguntó su hijo. No había más palabras. No añadió nada más. El muro insalvable se interponía de nuevo entre ellos. Se levantó. Aún sentado, su hijo le miró fijamente. No era una mirada de desprecio, sino más bien de compasión, como la de quien observa impotente un mundo de extrañas concepciones edificado en un laberinto de locura. Entonces Eddy apoyó las manos sobre la mesa y bajó la cabeza con un suspiro, como si tratara de expulsar una ansiedad que le oprimía. Acto seguido se apartó el pelo pausadamente, evidenciando un rostro ojeroso, una mueca abatida que remitía a siglos de fatiga.

– Adiós, Ian. Vuelve cuando puedas.

Se fue.

– Papá… papá… -Eddy no se dio la vuelta.

Ian intentó ir tras él. Familiares y presos que estaban en su misma mesa se dieron cuenta de la situación. En el límite de la zona permitida a los visitantes, un funcionario detuvo a su hijo. Aún volvió a llamarle. La sala entera los observaba, de repente en silencio, de modo que el eco y la tensión de la voz de Ian quedaban suspendidos en el aire. Eddy siguió caminando.

– Sólo quería decirte que me hubiera gustado conocerle.

Eddy no lo oyó. Estaba demasiado lejos.

15

La profesión de periodista de Albert le planteaba un grave problema a Toni Butxana. Reunidos en el piso del detective, elegido como base de operaciones, intentaban dar con la fórmula para evitar que la publicación sobre lo que se estaba urdiendo echara a perder sus proyectos de investigación. Había otro problema, además: cómo demostrarle a Juan Lloris la existencia de un complot criminal contra él. Butxana había tomado la precaución de hacer fotografías, pero no las consideraba material suficiente. Establecieron un orden de prioridades. Antes que nada deberían descubrir hasta dónde sabía el periodista. Así pues, repasaron los últimos números del periódico. No encontraron ningún indicio. Quizá esperasen a tener más detalles para elaborar un reportaje más completo. Lo que sabía era algo que sólo podían descubrir entrevistándose con el propio Albert.

Por la mañana, ambos se situaron cerca de la sede del partido de Lloris. Eran las diez, hora a la que aproximadamente Júlia Aleixandre solía acudir. Tres cuartos de hora más tarde, Albert entró en un bar justo enfrente de la sede. Pidió una Coca-Cola y empezó a leer un diario. Tordera y Butxana fueron directamente a su mesa. Ambos se sentaron delante de él.

– Buenos días -le saludó Tordera-, ¿serías tan amable de identificarte?

– ¿Yo? ¿Por qué?

Entonces Tordera le enseñó una vieja placa de policía por un brevísimo instante. Sorpresa y mueca de terror de Albert. Cerró el periódico sin dejar de observarlos. Dio un torpe sorbo del vaso de Coca-Cola. Los cubitos tropezaron con su nariz. Butxana se aseguró de que los clientes no prestaban atención a la escena.

– Hemos detectado que sigues a la señora Júlia Aleixandre. ¿Quién eres? -preguntó Tordera, en el mejor estilo policial.

– Soy periodista.

– Acreditación.

– No la llevo encima.

– El deneí.

Albert palpó sus bolsillos.

– Tampoco.

– Tendremos que arrestarte.

– Un momento… un momento… -Albert se levantó. Butxana hizo que volviera a sentarse presionando sus hombros-. Oigan, trabajo en El Liberal. Ahora mismo llamo por teléfono al director o a mi jefe de sección y ellos les confirmarán quién soy. -Albert se dio cuenta de que era demasiado pronto, aún no habrían llegado a la redacción-. Hacia las doce del mediodía ya estarán allí. Entonces…

– No tienes carnet de periodista, no llevas el de identidad, nos dices que es demasiado temprano para contactar con el diario… En fin -dijo Butxana-, tenemos que detenerte, no nos queda más remedio.

– ¿Podré llamarles desde comisaría?

– Claro, hombre, te ampara la Constitución. Levántate tranquilamente, paga la bebida y vámonos.

– Les aseguro que es un error.

– Todos los criminales dicen lo mismo -sentenció Tordera, y Butxana le clavó la mirada para advertirle que no exagerase.

En la calle, Albert reflexionaba sobre el error que supondría llamar por teléfono al director o a Antoni Guixà. Se enterarían de la situación creada. Por una parte, el director preguntaría por qué ninguno de los dos le había informado de lo que llevaban entre manos, por otra Guixà se enfadaría muchísimo y le retiraría enseguida el encargo, por no mencionar que, por su culpa, el jefe de sección se vería obligado a dar explicaciones.

– Voy a decirles la verdad. Yo sólo seguía a Júlia Aleixandre porque estoy trabajando en un reportaje sobre los movimientos políticos que provocará la candidatura de Lloris.

Ni Butxana ni Tordera añadieron nada. Entraron al parking de la plaza de la Reina. Subieron al coche del detective. Tordera detrás, Albert delante.

– ¿Para hacer un reportaje político tienes que seguir a alguien? -Butxana, enérgicamente.

– Claro. Así sé con quién se entrevista.

– ¿Con quién se ha entrevistado?

– Con Francesc Petit. El ex secretario general del Front y Lloris están planteándose llegar a un acuerdo.

– Eso es una chorrada. Cuando alcancen un pacto convocarán una rueda de prensa. No hace falta seguir a nadie. Además, ¿cómo es que aún no has publicado nada acerca de los encuentros entre Júlia y Petit?

– Me interesan los detalles internos. Como usted ha dicho, todo lo demás se hará público.

– ¿Poniendo micrófonos? -ironizó Tordera.

– No, tiene un informador -dijo Butxana.

Albert calló. Si hablaba, quizá también detendrían a Miquel.

– No nos hagas perder el tiempo. ¿Quién es tu informador? -Tordera elevó su tono de voz con la intención de presionarle.

Albert no se decidió. Pensaba que quizá fueran a hacerle el numerito del poli bueno y el malo. Pero ambos eran malos.

– Si no nos dices quién es el informador, irás ajuicio por intromisión en la vida privada de una persona. Un delito actualmente tipificado como muy grave.

– Diez años -añadió Butxana.

– Es un amigo -confesó al acto Albert.

– Quién.

– El asesor cultural del señor Lloris.

– O sea, alguien muy cercano a él -afirmó Butxana.

– Casi todos los días le da clases.

– Interesante -dijo Tordera.

– Así que sabes todos los pasos que dan y los detalles internos del pacto.

– Sí, señor.

– Incluso podrías saber más cosas.

– Aparte del proceso del pacto, ¿qué más sabes? -preguntó Butxana.

– De momento, nada.

– No me lo creo.

– Ni yo -baza complementaria de Tordera.

– Si son policías, ¿por qué llevan un coche normal?

– Camuflaje -respondió Tordera.

– Usted no me ha mostrado su placa de identificación -Albert a Butxana.

– ¿No te basta con una?

– No me fío de ustedes. ¿Por qué quieren saber cosas al margen del pacto?

Ahora eran ellos dos quienes no tenían respuesta.

– ¿Quiénes son? -Albert se volvió hacia Tordera-. Vuelva a mostrarme su placa. Antes lo ha hecho muy deprisa. Estaba nervioso y no me he fijado.

– Somos guardaespaldas de la señora Júlia. Mi compañero es un agente de policía retirado. Pero tú eres quien debe respondernos.

– No diré nada más.

– Has dicho bastante. Ya verás lo contento que se pondrá el señor Lloris cuando le digamos que su asesor cultural filtra información.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Albert, molesto-. Les doy mi palabra de que no volveré a seguir a Júlia Aleixandre.

– ¿Y tu amigo?

– Dejará de informarme.

– De eso nada. Estáis los dos implicados. Mira, os propondremos un pacto.

– ¿Un pacto? -Albert, sumamente sorprendido-. ¿Qué pacto?

– Llama por teléfono a tu amigo. Queremos que venga.

– ¿Estás seguro de lo del pacto? -preguntó Tordera a Butxana, y probablemente la pregunta se relacionaba con la economía del caso.

– No nos queda otra salida.

Albert no entendía nada. Llamó por teléfono a Miquel.

* * *

Acostumbrado a cualquier trazado urbano, incluso a los más caóticos, Liam Yeats llegó sin problemas al centro de la ciudad. Se instaló en el Astoria, cerca de la plaza del Ayuntamiento, un hotel con gran afluencia de clientes durante todo el año, con una cafetería llena de tertulianos autóctonos que la preferían como punto de encuentro habitual. En la recepción se registró con su nombre y pidió una habitación exterior. No deshizo ninguna de las dos bolsas. Las introdujo en un armario, bajó en seguida y preguntó por la oficina de telefonía móvil más próxima. A mano izquierda, dos calles más abajo, encontraría una. Contrató un número y llamó a Manuel Gil para concertar la cita previa al encargo. Gil tardaría una hora, más o menos. Le citó en su habitación.

Mientras esperaba dio una vuelta por las calles adyacentes al hotel. En un bar se tomó una agua mineral con una Buscapina, a fin de atenuar el dolor estomacal causado por los dos bocadillos que se había comido durante el viaje. Luego, en un estanco, mató el tiempo observando con curiosidad la amplia gama disponible de tarjetas postales de Valencia, algunas tópicas, como la imagen de una gran paella exhibida con complacencia por dos mujeres vestidas con el tradicional traje de fallera y la barraca al fondo, y otras que mostraban la fachada del IVAM o la Ciutat de les Ciències. Con los clientes ya atendidos, su compañera afuera haciendo un recado y el estanco vacío, la empleada miraba a Liam. Intentaba averiguar de qué país venía. En inglés, le preguntó por su nacionalidad.

– Canadiense. ¿Hablas inglés?

– Estoy aprendiendo. Aunque, si no vas al país de origen…

– Es cierto. Yo hablo unos cuantos idiomas porque viajo mucho. Incluso sé un poquito de valenciano.

La última frase la pronunció en el idioma autóctono, algo que sorprendió a la dependienta.

– ¿Conoces el valenciano, pues? -en inglés.

– Bueno, he pasado temporadas en Andorra.

– Es un catalán distinto.

– Sí, supongo que el acento, los modismos y todo eso. Me gustaría aprenderlo. Tengo facilidad para los idiomas.

– ¿Cuántos conoces?

Liam intentó recordarlos.

– Inglés y francés correctamente, español bastante bien, y conocimientos básicos de alemán, algunos dialectos africanos y un poquito de catalán.

– Aquí lo llaman valenciano, ya sabes.

– Tu inglés no está nada mal.

– Me falta práctica.

Liam le calculaba entre treinta y treinta y dos años. Era alta, de constitución delgada, con unas gafas que le impedían mostrar una belleza que, sin embargo, tenía, pero que resaltaban su aspecto de mujer vivamente interesada por todo lo cultural. Le habría gustado decirle que se ofrecía para darle clases de inglés coloquial, con charlas informales. Fue al escaparate y le pidió un paquete de Reig Minor, una especie de puritos que toleraba mejor que los cigarrillos. La dependienta le cobró el importe mientras le miraba como si quisiera decirle algo.

– Bien… -dijo Liam-, me ha gustado conocerte.

– A mí también, no tengo muchas ocasiones de hablar en inglés.

– Adiós -en valenciano.

– Adiós -en inglés.

Liam se encaminó hacia la puerta. Justo en el momento en que decidía volver al escaparate, ella le llamó.

– ¿Cómo te llamas?

– Liam.

– ¿Liam? ¿Es canadiense?

– Mis padres eran irlandeses.

– Es un nombre bonito.

– ¿Y el tuyo?

– Maria. Es muy tradicional.

Para él no lo era tanto. De nuevo se quedaron mirándose. Liam dudaba, Maria también. El irlandés se atrevió a romper el hielo.

– ¿Qué hay de interés en esta ciudad?

– Muchísimas cosas -Maria lo dijo con entusiasmo-. ¿Has venido por negocios o por turismo?

– Por turismo, pero sin descuidar los negocios. Siempre encuentras ideas curiosas.

– ¿Te importaría que fuera tu guía?

– Lo estaba deseando.

– Con la condición de que hablemos en inglés.

– Es un buen precio. ¿A qué hora sales?

– A las ocho -con cara de asco.

– Te esperaré en la puerta.

– Muy bien. Hasta las ocho.

* * *

A Miquel y a Albert se los llevaron al piso de Toni Butxana. Durante el trayecto Miquel se empeñaba en preguntarle a su compañero en qué clase de lío andaban metidos. Dado el carácter de Albert, se imaginaba lo peor, pero el periodista respondió que no sabía nada, evitando decirle que, supuestamente, eran guardaespaldas de Júlia. Mientras discutían, ni Tordera ni Butxana intervinieron. Sólo cuando ya habían llegado al barrio del detective, apenas aparcó, Butxana les convenció de que no estaban metidos en ningún fregado. Subirían al piso, porque necesitaban un espacio íntimo para hablar.

Tanto Tordera como él procuraban mostrarse delicados. Butxana llevó cuatro cervezas a la salita con cuatro vasos que había sacado de la nevera. Le gustaban muy frescas.

– Miquel -dijo el detective-, sabemos que eres el garganta profunda de Albert. ¿Es así?

Miquel no respondió. Miró a Albert.

– Di que sí -le ordenó su amigo.

– Sí.

– También sabemos que Albert se ha dedicado a perseguir a Júlia…

– Sólo la seguía.

– En todo caso, es una intromisión en la vida privada de alguien. Así que los dos habéis hecho algo muy feo. Si nosotros se lo contáramos al señor Lloris tendríais un problema incluso judicial. ¿Sí o no?

– Pero, ustedes, ¿quiénes son?

– Ésa es la cuestión.

Butxana se levantó con su vaso de cerveza en la mano. Dio un trago largo y lo dejó en la mesa, aunque todavía permanecía en pie, como un profesor que intentara hacer entender una lección complicada a sus alumnos expectantes.

– Mirad, voy a hablaros con total sinceridad. Pero debo advertíroslo: si alguno de los dos se va de la lengua, lo pasaréis mal. Muy mal. Tanto a vosotros como a nosotros nos interesa la discreción. Todos saldremos ganando.

– ¿Qué ganaremos nosotros? -Albert.

– La exclusiva de tu vida.

– ¿Lo dice en serio?

– Tutéame. Sí, muy en serio. Pero las cosas se harán como yo diga. Es el trato.

– ¿Nos vais a decir, de una vez, quiénes sois? -Miquel.

– Ahora mismo. Aquí el compañero -señaló a Tordera- es comisario retirado. Yo, detective contratado por el señor Lloris.

– ¿Con qué finalidad?

– Saber qué hace Júlia Aleixandre, de día y de noche. Por eso te hemos pillado.

– Por eso y porque no sabes hacer un seguimiento -añadió Tordera.

– No entiendo por qué Lloris hace que sigan a Júlia.

– Quieres saberlo todo, periodista.

– Si vamos a formar un equipo…

– Un equipo que tendrá que ser compacto como una roca.

– Tienes nuestra palabra.

– Y también el chantaje, por si no os portáis como debéis -sonrió Butxana-. Con todo, prefiero la confianza mutua. -Cogió el vaso de cerveza, dio otro trago, volvió a dejarlo en la mesa. Sonó el timbre de la puerta-. ¿Quién será a estas horas?

– Sea quien sea, cierra la salita y abre -resolvió Tordera.

– No tengo muy claro que deba hacerlo.

Del cajón de una cómoda, el detective sacó una pistola. Viendo la inquietud que el arma provocó en Miquel y Albert, el ex comisario trató de calmarlos:

– Precauciones gremiales.

– Tordera, abre tú.

– Ni lo sueñes. Sólo soy tu ayudante.

– Si pasa algo estaré detrás de la puerta.

– Si pasa algo, dará igual dónde estés.

El timbre volvió a sonar, dos veces.

– Vamos, abre -le hostigó el detective.

– Detrás de la puerta me pondré yo. -Le cogió el arma.

Miquel y Albert se situaron en un rincón de la salita que no podía verse desde la entrada del piso. Butxana fue a la puerta, Tordera se escondió detrás.

– Voy a abrir -le dijo avisándole en voz baja.

Abrió. Apareció Núria.

– ¿Qué haces aquí?

Tordera se relajó, aún con la pistola en la mano. La puerta de la salita se cerró.

– ¿Qué hay entre nosotros, Toni?

Al entrar al piso, Núria se asustó al descubrir a Tordera con el arma.

– Buenos días, señora… señorita -saludó el ex comisario.

– ¿Quién es? -preguntó Núria con una mano en el pecho, como si controlara su respiración, aún con el miedo en el cuerpo.

– Ya te dije que tengo un encargo importante.

El ex comisario se guardó el arma en el bolsillo. Núria miraba la puerta de la salita, que había visto cerrarse.

– Tordera, ayudante de Toni -se presentó Tordera.

– Soy Núria.

El ex comisario la saludó con una leve inclinación respetuosa y se dirigió a la salita.

– Volved a sentaros. Es mi novia -les dijo a Miquel y a Albert.

Cerró la puerta. Butxana y Núria se quedaron en el vestíbulo. El detective suspiró.

– ¿Has dejado el trabajo para venir?

– He pedido permiso.

– ¿Cuál es el problema, es que no te fías de lo que te dije?

– Tenía mis dudas.

– Si quisiera acabar con nuestra relación te lo diría.

– ¿Por qué tu ayudante llevaba una pistola?

– Por precaución.

– ¿Estás en un lío?

Butxana decidió cortar por lo sano:

– Es un encargo peligroso, por eso no quiero verte. Intento que no te vinculen a mí. ¿Lo entiendes?

– Ahora sí.

– Me alegro.

– ¿Quién está en la salita?

– Un equipo de vóley de brasileñas… Núria, no quiero mezclarte en mis problemas. Son un par de ayudantes que necesito para mi trabajo. Es mejor que no te vean. Cuando todo haya acabado te llamaré. Vuelve a la oficina y no te preocupes.

La meció por los hombros, la rodeó con un gesto afectuoso y le dio dos besos de amigo. Ella no se soltaba.

– He pasado unos días horribles.

– No tienes por qué. -Le dio unos golpecitos en la espalda, como si tuviera hipo.

– Me gustaría saber que todo va bien.

– Te llamaré de vez en cuando.

– ¿Lo harás?

– Palabra.

Entonces ella le besó en los labios mientras le acariciaba el pelo.

– ¿Estás más tranquila?

– Sí.

– Pues vete. Tengo que volver a la reunión.

La acompañó al rellano.

– Avísame si vuelves a venir.

– De acuerdo, Toni.

Butxana se encontró con la mirada reprobatoria de Tordera cuando entró de nuevo en la salita. Pero la obvió.

– ¿Por dónde íbamos? -preguntó.

– Por la confianza que estos dos nos merecen -apuntó el ex comisario.

– Confianza imprescindible y básica para el buen funcionamiento del grupo -advirtió Butxana-. Es un asunto sumamente delicado. Os lo resumiré: siguiendo a Júlia Aleixandre he descubierto un complot, creemos que criminal, contra Juan Lloris.

– ¿Quieren matarle? -Miquel.

– Yo diría que sí.

– Yo también -redondeó Tordera.

– ¡Eso es extraordinario! -exclamó Albert.

– No puedes negar tu condición de periodista -se indignó el ex comisario, con un pasado repleto de problemas con el gremio-. Mataríais a una criatura indefensa por una buena exclusiva.

– Contención, Tordera. -Entonces Butxana se enfrentó a Albert-: Entiendo que una noticia de este calibre debe de ser extraordinaria, pero recuerda que aquí mando yo. Ahora soy tu director, tu jefe de sección. Ni una puta línea hasta que yo lo ordene. Léeme los labios: hasta que yo lo ordene.

– Entendido. Pero ¿qué pintamos nosotros en todo esto?

– Pues que si quieres la exclusiva tendrás que ayudarnos. Sólo nosotros tenemos los instrumentos necesarios para descubrirlo todo.

– ¿Cómo?

– Trabajando para mí. Tenemos al garganta profunda, al periodista y el medio de comunicación, al policía y al detective. Un equipo perfecto, en principio.

– En principio -dudó Tordera.

– Os agradezco mucho que contéis con nosotros. Pero ¿por qué nos necesitáis?

– Más que necesitaros, intentábamos que tú no lo enviaras todo a la mierda publicando algo que lo echara a perder. Ignorábamos cuánto sabías. Pero, siendo personas prácticas, le hemos dado la vuelta a la situación y ahora formamos un equipo. Nosotros cobraremos más por lo que le contemos al señor Lloris, al que facilitaremos una información impagable, y tú tendrás tu exclusiva.

– ¿Y yo? -preguntó Miquel.

– Si la paga de Lloris es la correcta, te prometo una compensación.

– ¿Cuánto sería?

– Chaval, eso me lo pregunto yo cada hora -dijo Tordera.

– Primero, el éxito en el trabajo. Luego ya pensaremos en el reparto.

– A mí me basta con la exclusiva.

– Y nosotros te estamos profundamente agradecidos -añadió el ex comisario.

– Bien -intervino Butxana-, ahora el plan de trabajo. -Miró su reloj-. Quizá comamos antes, son casi las dos. Invita la casa.

De un brinco se plantó en la cocina. Abrió los armarios e hizo una reaparición estelar en la salita con tres o cuatro botes.

– Tengo fabada asturiana, lentejas con chorizo, potaje… ¿Qué bote os apetece más?

A elegir.

16

Antes de entrevistarse con Liam Yeats, Manuel Gil mantuvo un breve encuentro con Lluís Lloris para informarle de que el irlandés ya estaba en Valencia y la operación se ponía en marcha. Le dio el móvil de contacto y el nombre del hotel donde se alojaba. Acto seguido le aconsejó que se fuera unos días de vacaciones, a una ciudad europea; pero Lluís prefirió quedarse. Adujo que, en caso de una investigación a fondo de la policía, todo aparentaría ser más normal si permanecía en la ciudad, con sus costumbres cotidianas, la vida que habitualmente llevaba, distanciado de su padre. Era público y notorio que no se hablaban desde que se había divorciado de su madre. Como favor especial, bien remunerado, le rogó que no advirtiera a Júlia acerca de la presencia del irlandés, al menos de momento. Gil comprometió su palabra en el encargo, como también lo había hecho con Júlia, que un rato antes, en conversación telefónica, se enteraba del inicio de la ejecución del plan. Si bien quería permanecer al margen, deseaba informarse de los detalles imprescindibles, consciente de que desempeñaba un papel testimonial, quizá como mucho de cierta importancia, pero dejando lo más evidente en manos del hijo de Lloris.

Liam recibió a Gil en su habitación con un reproche por los diez minutos de retraso y los armarios abiertos con la ropa colgada, como si aún estuviera ordenándola. Quedó impresionado por el carácter seco y arisco del irlandés, uno de esos tipos resueltos que no admiten ningún error. Sin siquiera decirle que tomara asiento, ni invitarle a una copa, revisó el dossier con fotos de Juan Lloris: horarios habituales, varias de las direcciones en las que pernoctaba, las entrevistas con distintos colectivos que tenía programadas para las semanas venideras, la dirección de una amante a la que visitaba dos veces por semana. Lentamente, de pie, Liam releía el informe. Gil osó aconsejarle el lugar y el momento oportunos. Entonces el irlandés sintió la necesidad de hacerle callar, pero le miró con una vaga expresión de desprecio y volvió a la lectura del dossier. Al cabo de un rato cerró la carpeta y se la tendió, ante la extrañeza de Gil. ¿No se la queda?, le preguntó. No. Y añadió: nadie debe saber en qué hotel estoy, sólo te pondrás en contacto conmigo cuando te lo pida, y harás la transferencia del resto del pago al día siguiente del cumplimiento del encargo a este número. En un papel le escribió los datos de la cuenta corriente. Si en dos días no la he recibido, te haré responsable. Sólo soy el intermediario, dijo Gil con ostensibles gestos de preocupación. Sólo te conozco a ti, le espetó Liam. Puedes irte. Si te necesito, te llamaré. Gil se fue decepcionado y muerto de miedo. Quizá se había convencido de que el irlandés le recibiría como un hombre agradecido, afable, explicándole con todos los detalles cómo ejecutaría el encargo. Le pareció un tipo extremadamente peligroso. De pronto se cuestionó su papel de intermediario, el hecho de que no le compensaba la esperanza de una empresa de seguridad propia. Pero ya estaba metido en el ajo. Seguramente el irlandés disponía de un completo dossier sobre él. No en vano le había amenazado con que algo le ocurriría si no le pagaban en seguida. Sin duda, sabía cómo localizarle. Seguro que tenía un ayudante, alguien que controlaba todo su campo de actuación. De hecho, el francés le había advertido de que se trataba de un profesional serio. Un profesional riguroso, pensaba Gil, no dejaba nada a la improvisación. Era un asunto en el que no tenía salvaguardas, excepto la de obligar al francés a protegerle. Al pisar la calle se sintió vigilado.

Liam descolgó la mitad de la ropa y la plegó con cuidado en una de las dos bolsas. Deshizo la cama, dejó algunos objetos del neceser sobre la pila del lavabo. Miró su reloj. Aún tenía tiempo, antes de las ocho. Se trasladó a la calle de Xátiva, a un edificio con apartamentos para citas amorosas clandestinas en los que no se pedía ninguna acreditación, uno de los cuales había alquilado por unos días pagando una semana por adelantado mediante el sistema de introducir el dinero en un buzón.

Acto seguido, con la intención de dejar pistas falsas, cogió un taxi rumbo al barrio de Nazaret. Comprobó la dirección anotada en un papel y llamó a la puerta de una de las muchas casas viejas. Le recibió un individuo que hablaba en tono sombrío un inglés con acento sudamericano. Liam entró. El tipo andaba como si acabara de bajarse de un caballo. Al fondo había otro, sentado en el extremo de una silla. Le saludó. La casa estaba sucia, con signos de humedad por todas partes. Tenía un patio con un armario semidestruido que ocultaba un agujero en la pared, una salida de emergencia que comunicaba con otros patios, otras casas, quizá habitadas por mujeres y niños. Ambos se producían con esa especie de amabilidad tan falsa que es mejor obviar. Sólo eran dos asesinos convertidos en traficantes de armas a escala menor. A Liam aquellos tipos le causaban una fatiga tan profunda, los tenía ya tan vistos… La purria del ambiente. Los más indeseables, los más baratos para cualquier trabajo.

Le hicieron pasar a una habitación. Quizá fuese la única que estaba en condiciones aceptables. En una gran mesa, se esparcían distintos fusiles de precisión, bastante malos, y unas cuantas armas de corto alcance. Aquéllos eran los comerciantes de armas a los que, según el español Martínez, no debía visitar. El andorrano no pudo aconsejarle ninguno de confianza. El más cercano estaba en Almería. Pasó un rato comprobando algunas de las armas: la mira telescópica, la facilidad con que se montaban y desmontaban, comprobando el espacio que ocupaban las piezas, la marca, preguntándoles por el precio de cada una… Les dijo que aún no había decidido con qué arma se quedaría. Los dos tipos se mostraron afables, incluso rebajaron el precio inicial notablemente. Un buen precio, reconoció Liam. Pronto volvería. Eligió una y adelantó una cantidad como señal de su voluntad de comprarla. Es todo de momento, dijo el irlandés. Pasaré a por ella un día de éstos, prefiero no llevarla encima hasta que tenga que utilizarla. Entendido, amigo, dijo uno de ellos, que arrastraba las palabras con una respiración pesada a consecuencia del tabaco y el exceso de grasa acumulado. Le recordaba a un proxeneta que había liquidado de un tiro en la nuca en el puerto de Génova. Tenían la misma pinta, más o menos. El otro se ofreció gustoso a llevarle al centro de la ciudad. Pero Liam les rogó que pidieran un taxi. El irlandés aparentaba ser un hombre agradable, incluso extrovertido, como alguien que se tomara su trabajo de forma un poco frívola. Requirió de los dos individuos locales de ocio para divertirse. En el espacio en blanco de un viejo diario le anotaron la dirección de varios prostíbulos. De lujo, añadieron. Niñitas modelos entre los dieciocho y los veinte años. ¿Un poco de farlopa?, dijo el gordo, de nuevo sentado en una silla. Regalo de la casa. Perfecto, respondió el irlandés. Se la envolvieron en un trozo de papel de aluminio. El taxi ya estaba en la puerta. Demasiado rápido se había presentado, pensó Liam. Les dio un apretón de manos y se predispuso a una buena tertulia con el chófer, de cuya relación con aquellos dos no tenía ni la menor duda. Cuando llegó al hotel le obsequió con una espléndida propina. Desde el hall observó que se perdía calle arriba, en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Salió. Echó la cocaína en una papelera de donde sobresalía un folleto que hacía un llamamiento para conmemorar el Día Mundial de la Tierra, de la asociación ecológica AVET. Intentó leer en valenciano los problemas que originaba el trasvase del río Júcar a la Albufera. Lo dejó estar, pero se fijó en un anuncio que había en un recuadro de la parte de abajo: «Durante los meses de abril y mayo, comprando cuatro bricks de Dietisoja, podrás ganar un Renault Clio.» Faltaban diez minutos para las ocho. Dio una vuelta antes de pasar a recoger a Maria.

* * *

La capacidad organizativa de Butxana era directamente proporcional a su fijación por cambiar de planes continuamente. El análisis que en su piso hizo de la situación ubicaba a Manuel Gil en la base de toda la trama. Así pues, él mismo le seguiría. Miquel Pons continuaba en su mismo puesto, a la espera de las conversaciones entre Júlia Aleixandre y Juan Lloris. Albert se encargaría del seguimiento de Júlia aleccionado por Tordera sobre el modo más conveniente de llevarlo a cabo. Tordera se ocuparía de los franceses. Y fue allí, en la explanada del parking del pub, donde Butxana y el ex comisario coincidieron, dado que Gil llevó al detective. Al llegar, Butxana entró en el vehículo de Tordera.

– ¿Novedades?

– Ninguna -respondió Tordera-. En toda la tarde, el otro no ha salido del pub.

– Pues yo tengo una. Gil ha ido al hotel Astoria con una carpeta. Media hora más tarde se ha marchado.

– ¿Llevaba la carpeta?

– Sí.

– Pues no ha encontrado al individuo que buscaba.

– O quizá la llevase vacía. De algo estoy seguro. El hombre que buscamos, el individuo que cumplirá con el encargo, está en el Astoria. Pero es imposible saber quién es.

– Si le hubieras seguido, ahora sabríamos en qué habitación está.

– No me ha dado tiempo. Tenemos que cambiar los seguimientos. Situaremos a Albert en el Astoria y Miquel tendría que vigilar al hijo de Lloris.

– ¿Crees que la conexión más probable es la de Gil y el hijo de Lloris?

– Uno es el intermediario; el otro, el que paga.

– ¿Y Júlia?

– Tendrá una implicación marginal. Es un personaje público. No se arriesgaría a hacerse visible.

– ¿Y tú y yo?

– Lo decidiremos sobre la marcha. Pero la clave es el tipo del Astoria.

– Pues no dejes eso en manos de Albert.

– No habrá muchos clientes que viajen solos. Tiene que fijarse en los solitarios. Imaginemos que haya diez en todo el hotel.

– Si con su inexperiencia Albert pasa más de tres días rondando por el hotel, los empleados sospecharán. Es un trabajo para mí.

– ¿Quién controla a los franceses?

– Albert. Que venga con una amiguita todas las tardes. El pub está lleno. No llamará la atención.

– No es mala idea. ¿Entramos?

– En el coche guardaremos mejor la discreción.

Butxana echó atrás el asiento del acompañante hasta dejarlo casi en línea recta y, suspirando, se estiró con las dos manos en la nuca y la mirada fija en el techo. Tordera bajó las ventanillas un par de dedos.

– Me alegro de verte más animado -le dijo.

– Necesitaba un poco de acción. Es un encargo distinto.

– Últimamente estabas como ausente, arrastrado por la desidia y el pesimismo. Supongo que a causa de la muerte de Barrera.

– Fue un golpe inesperado. No sólo perdí a un amigo; también un referente. Además, esa forma tan estúpida de morir lo volvió todo aún más amargo e incomprensible.

– A veces el destino juega malas pasadas.

– El destino es reversible. Quizá ahora nosotros tengamos una oportunidad.

– ¿Eso crees?

– Si fueras millonario y un individuo te salvara de la muerte, ¿no le estarías inmensamente agradecido?

– Yo, sí.

– Pues espero que Juan Lloris nos regracie como sólo puede hacerlo alguien rico: con dinero.

– Esa cantidad, ¿cambiará nuestro destino?

– Lo mejorará.

– Me parece que tienes demasiadas esperanzas puestas en eso. Como mucho será una buena paga, una propinilla.

– Ya me ocuparé yo, de la propinilla. Para un rico, la vida tiene un precio muy alto.

Sonó el móvil de Butxana. Miró el nombre que aparecía en pantalla.

– ¿Quién es?

– Núria.

– ¿No contestas?

– No.

– Dile algo. Estará sufriendo.

– La llamaré mañana. -Bajó el volumen del móvil.

– Pobre mujer. Me da pena. ¡Te quiere tanto!

– Pobre mujer… -repitió Butxana-. Pobre de mí, querrás decir.

– Parece buena persona.

– Lo es, pero engaña a su marido. Y si le engaña a él, ¿por qué no debería engañarme a mí? Quien cree saberlo todo sobre las relaciones de pareja es porque no se lo han explicado bien.

– ¿Crees que también tiene a otro, además de ti?

– No me refería a eso. A veces creo que las parejas se chantajean sentimentalmente al insinuar que están o pueden estar con otros.

– ¿Con qué finalidad?

– Con la amenaza de que pueden perderle. El amor es un suflé, pero siempre proporciona la seguridad de la compañía, de no quedarse solo. Les da pereza cambiar de vida, por la inseguridad, los bienes patrimoniales, la familia y todas esas mandangas. Si un hombre o una mujer cree que su pareja está en peligro reacciona, porque entonces valora lo que tiene, que quizá no sea nada, y, además, lo compara con una aventura que no sabe adonde le llevará. Vete a saber si yo, en el fondo, no soy el medio para chantajear al otro, la advertencia.

– Es un problema que nosotros no tenemos. Nos hemos acostumbrado a la soledad.

– ¿No te da miedo?

– ¿La soledad? No. Me da miedo morir solo, en una residencia inhóspita. Tengo sesenta y ocho años y no puedo evitar pensar en esas cosas.

– Sin decírnoslo, Héctor y yo también pensábamos en eso.

– Aún erais jóvenes.

– Sin él, me siento más solo.

– Tienes a Núria.

– Es una mujer de transición en mi vida. Ella nunca dejaría a su marido. ¿Qué puede ofrecerle un tipo como yo, sin ingresos regulares, con una vida acostumbrada al caos, sin el vínculo de los hijos ni la tradición familiar tan arraigada en ella?

– El cariño.

– ¿El cariño? Hace unos años, escuché cómo un abogado aconsejaba a una joven rica que pronto iba a contraer matrimonio: «Señorita, si se casa por amor haga separación de bienes.»

– Estaría especializado en divorcios.

– Y yo en desastres sentimentales y no tengo ni un euro. La soledad crea vicios y manías muy personales. Pero prefiero una mala vida solo que un buen aburrimiento acompañado. Entras cuando quieres, te vas cuando quieres, te acuestas a la hora que te da la gana, si llegas en plena madrugada no das explicaciones, te evitas el habitual polvo de los viernes…

– Una maravilla, vaya.

Butxana se incorporó. Le llevó un rato poner el respaldo del asiento en posición normal.

– ¿No tienes familia, Tordera?

– Tenía un hermano en Oviedo, pero murió. Manteníamos una buena relación, pero ni su mujer ni sus hijos se acuerdan de mí, ni siquiera para felicitarme por Navidad. Creo que ha vuelto a casarse.

– Ya les avisará el notario cuando tengan que heredar.

– Sólo tengo un piso en propiedad. Quizá lo dé a una oenegé.

– Yo vivo de alquiler.

El ex comisario Tordera, que tenía las manos sobre el volante y la mirada en la entrada del pub, logró dar la vuelta a su orondo cuerpo a duras penas, situándose justo de frente a Butxana:

– ¿Alguna sugerencia?

– Sólo pretendía informarte.

* * *

No era el Renault Clio del sorteo entre ecologistas con que la marca Dietisoja celebraba el Día Mundial de la Tierra.

Era más viejo, el coche de Maria. De unos doce años, más o menos; ideal, no obstante, para conducir por una ciudad que tenía en la circulación un problema irresoluble. Desde el primer instante de su encuentro, Maria habló con un inglés que de repente parecía haber recuperado. Donde no llegaba con la frase exacta, lo hacía mediante gestos. Liam respondía de forma pausada, dándole tiempo para que se habituara a su acento. Desde el centro hasta la avenida de Blasco Ibáñez, Maria le comentaba los lugares de mayor interés, primero un edificio singular, luego una pequeña barbarie urbanística. Al irlandés le sorprendía la coexistencia de unos edificios con otros, fruto, según ella, de los distintos poderes políticos que habían regido la ciudad. Antes de entrar en Maduixes, un restaurante vegetariano que Liam aceptó de buen grado, caminaron un rato.

El paseo sirvió para que Maria hurgara en la vida de Liam. El irlandés se había tomado un año sabático. Compartía un negocio de importación-exportación con un amigo, con el que había llegado al acuerdo de tomarse, después de tantos años de trabajo, una larga temporada libre de obligaciones laborales; apenas acabara él, su socio emprendería la suya. El negocio funcionaba, de modo que podían permitirse ese lujo. Importaban y exportaban todo tipo de mercancías, pero siempre como intermediarios. De hecho, sólo tenían seis empleados, cuatro en la oficina y dos en un almacén no muy grande.

Liam estaba habituado a urdir relatos en los que constantemente emergía de un pasado distinto. Llevaba seis meses fuera de Canadá, dos pasados en África. África, exclamó Maria. Era uno de sus sueños aún, por motivos económicos, sin realizar. Entonces el irlandés se entretuvo hablándole de la belleza y la tragedia del continente. Aquello le llevó el tiempo que les costó pasar por cuatro manzanas, durante el que tuvo ocasión de comprobar que la contaminación acústica de Valencia le obligaba a levantar la voz, con aquella enervante costumbre de hacer sonar el claxon en cualquier momento. Tantos habitantes en las sociedades urbanas y tan poco cerebro. Después de África, Liam narró su breve estancia en Irlanda, para conocer el pueblo de sus padres. María se interesó por el conflicto irlandés, pero de aquello Liam apenas sabía nada. Al contrario que a ella, no le atraía la política; así pues, pasó en seguida a ciudades como París, Londres o Munich. También había estado en Sevilla y Madrid. Quizá hiciese una breve escapada a Barcelona. Un par de días o tres. Valencia sería la última ciudad que visitaría antes de ir a América del Sur. Desde allí volvería a Canadá.

Maria quiso saber qué le había llevado a Valencia, por qué le había atraído su ciudad y no otras. La pregunta cogió desprevenido a Liam, que se encogió de hombros a la vez que respondía que no la había elegido por nada en concreto. Entonces se dio cuenta de que hallaba una extraña irrealidad en sus propias palabras. Quizá el mar… el clima… no lo sé exactamente. Y acto seguido se arrogó el turno de preguntas, porque cuanto más hablara más tendría para recordar en sus próximas citas. La vida de Maria, no obstante, era más bien simple. No era, dijo con gesto impávido, una mujer con mucha suerte. Integrante de una familia de cinco hermanos, había tenido que trabajar desde muy jovencita, siempre como dependienta. Ahora intentaba cursar la carrera de derecho, estudiando durante su tiempo libre y sus vacaciones. Como no podía asistir a las clases, había optado por matricularse en la universidad a distancia. Poco a poco, con dos o tres asignaturas por curso, quizá dentro de cuatro o cinco años obtendría la licenciatura, circunstancia que le permitiría mejores perspectivas laborales, muy distintas de su actual estatus, abocada a contratos temporales de plazo muy breve y a salarios ínfimos. Le contó que su situación era similar a la de miles de personas sin cualificación alguna. Por eso debía esforzarse por sacarse la carrera, con la ventaja, añadió, de que aún era joven. Tenía todo un mundo por delante y la firme voluntad de ganárselo. Ahora bien, ese esfuerzo le impedía llevar la vida normal que por su edad le correspondería. Treinta y un años, dijo abriendo un paréntesis. Mientras sus amigas ya habían tenido tiempo de casarse, la mayoría de separarse, algunas ya con hijos, ella se había visto obligada a renunciar a cualquier relación que comportara el abandono de su objetivo de formarse. Necesitaba todo el tiempo para sí.

Dicho eso, calló. Sus esfuerzos por calcular un inglés lo más exacto posible resultaban agotadores en una conversación que debía ser fluida. ¿Estás casado?, le preguntó volviendo a donde habían aparcado el coche, justo enfrente de la calle del restaurante. No. Nunca lo he estado. Tampoco he tenido tiempo para dedicárselo a una relación estable. ¿Si lo echaba de menos? Liam se tomó su tiempo para responder. En su vida había echado tantas cosas de menos que el hábito de no tenerlas le había llevado al total abatimiento de la indiferencia. Pero ella esperaba una respuesta. Liam se decidió por fin a expresar una duda: a veces sí, otras no. Había tardado traicionado por un pensamiento que durante unos instantes le transportó a la situación real. Era una pregunta que no había tenido nunca el derecho a plantearse. La inocencia, la sinceridad de la gente normal, le desarmaba. Involuntariamente se entregaba a la confianza, a la necesidad de volcarse. Entonces era consciente de que no podía decir nada que no fuera de circunstancias.

A lo largo de la cena, Maria, mientras hablaba o escuchaba, observaba en él a un hombre distinto; no sabía exactamente por qué. Quizá fuese la dureza que reflejaba su rostro, la fatiga vital que irradiaba, que no era indiferencia o desinterés por ella. No parecía un viajero en año sabático, un turista accidental. ¿Había sufrido un desengaño amoroso y dedicaba un tiempo a olvidarlo? Le daba la sensación de estar ante un hombre que buscaba un refugio sin encontrarlo por ninguna parte. Una actitud que la atraía, y debía evitarlo. A pesar de todo, él captaba cierta ternura; un sentimiento que no esperaba y del que prescindía. Pero a veces era como un bumerang: por muy lejos y muy fuerte que se lanzara, siempre volvía.

17

La política valenciana parece un rompecabezas al que siempre le falta una pieza. Quizá la propia anomalía del país infunda anormalidad en unos acuerdos que serían impensables en otros lugares. Cuando no eran las ansias del Front de Francesc Petit por erigirse en fuerza decisiva de obediencia autóctona, era la presencia de un outsider, además de intruso, como Juan Lloris lo que complicaba aún más la coyuntura e imposibilitaba pactos coherentes. La escisión en el Front aún añadía más dificultades. En esas circunstancias, un hombre curtido en política, con veinte años de experiencia, intentaba reconducir la situación con un último esfuerzo. La iniciativa del socialista Josep Maria Madrid tenía como objetivo, en caso de ser exitosa, potenciar su figura en el partido, donde las corrientes ideológicas, o más bien los distintos grupos que pugnaban por el poder interno, también dirimían batallas con compromisos puntuales que hacían de los socialistas un partido versátil: unas veces más o menos autonomistas, otras más o menos de izquierdas, según su dinámica interna. El pacto con Horaci Guardiola, actual secretario general del Front, les obligaba a confeccionar un programa más social, pero la irrupción en escena de Juan Lloris les ponía en la tesitura de llegar a un acuerdo electoral con la derecha, entente que generaba un problema con el Front, que a su vez, si no quería desaparecer del mapa parlamentario, necesitaba a los socialistas. También Juan Lloris era un quebradero de cabeza para la derecha, que, quisiera o no, tenía que pactar secretamente con los socialistas para que el empresario no obtuviera la alcaldía. Pactos contra natura, acuerdos que generaban desconfianza entre unos y otros, mientras Francesc Petit se erigía en actor principal, un elemento indispensable aunque todavía se desconociera su tirón electoral en la ciudad.

Él mismo intuía que era la pieza clave, pero a la vez era consciente de que, para jugar su baza con habilidad, lo más importante no era disponer de buenas cartas, sino saber utilizarlas. Juan Lloris, los conservadores y los socialistas le necesitaban. Pero la partida más importante era la que se jugaba con el empresario. Los socialistas eran rehenes de Horaci Guardiola, que impediría cualquier acuerdo con Petit; los votantes conservadores no entenderían que un hombre con el pasado de Petit figurase en las listas de la derecha, algo que tampoco admitirían los hipotéticos votantes del ex secretario del Front. Así pues, todos los caminos llevaban a Lloris. Entonces, ¿por qué Josep Maria Madrid se empeñaba en reunirse con él? Políticamente no podía ofrecerle nada, y personalmente rechazaba cualquier cargo de asesor que le apartara del ámbito de la política estricta. Además, no se fiaba de Madrid aunque no le importara escucharle. A pesar de todo, la cortesía era una costumbre que aún mantenía su valor diplomático entre todos ellos. Tenía pocas cosas que decirle a Josep Maria Madrid, pero habló largo y tendido con él.

Empezó los preámbulos con una exposición razonable sobre el callejón sin salida al que todo el mundo había llegado: la necesidad de pactos contra natura a los que se veían obligados de resultas de la candidatura sorpresa de Juan Lloris. Me alegro de que no hayas evitado recordármelo, porque me encuentro en el mismo dilema. No obstante, Madrid replicó que no era la misma situación, ya que, si Petit decidía apoyar a Lloris, probablemente el empresario tendría posibilidades de conseguir mayoría absoluta. De modo que el socialista le hizo una propuesta con tal que no tomara el camino que le conducía hasta el empresario. Preséntate solo, con un nuevo partido, y nosotros te ayudaremos con la financiación. Incluso convenceríamos a los conservadores para que te ayudaran económicamente. ¿Con un crédito de Bancam?, preguntó Petit. En efecto. ¿De cuánto? De lo que haga falta… pero que sea razonable. Francesc Petit objetó que, si no obtenía representación política en el Ayuntamiento, entonces su nuevo partido tendría una deuda imposible de mantener; por no mencionar que, a causa de esa deuda, se vería políticamente en manos de sus avaladores. Arreglaríamos la deuda, trató de persuadirle Madrid. Obviamente, añadió el influyente socialista, en caso de obtener concejales deberías comprometerte por escrito a no apoyar la candidatura de Lloris. Todo será por escrito, remató Francesc Petit pensando en la condonación de la previsible deuda. En cualquier caso, al ex secretario general del Front le preocupaba quedarse fuera de la política institucional. Con Lloris tenía todas las posibilidades. Sin él, todas las posibilidades eran dudosas.

Petit no se comprometió a nada, tan sólo a reflexionar, junto a sus diputados, sobre la propuesta socialista. Sin embargo, tenía una última pregunta: ¿estaban los conservadores enterados de aquel encuentro? Sí, respondió Josep María Madrid sin la menor vacilación. Muy bien, dijo Petit, se dieron la mano y se fue no sin un ruego de su interlocutor: Decídete pronto. Estaba decidido: no aceptaría, pero evitaría durante el máximo tiempo posible hacer pública su decisión tanto en lo referente a la negativa a socialistas y conservadores como en lo relativo al anuncio de su coalición con las listas de Juan Lloris. Ambas opciones eran ases en la manga de un jugador que, antes de iniciarse la partida, ya tenía ventaja.

El único camino apropiado era el del empresario. Los socialistas se jugaban mucho. Llevaban años sin gobernar ni en el Ayuntamiento ni en la Generalitat, se veían presionados por sus compañeros de Madrid, que después de ganar en Cataluña y en Galicia, y de haber recuperado el gobierno del Estado, necesitaban apuntalar su éxito en las municipales de la ciudad de Valencia para beneficiarse posteriormente de los comicios autonómicos. Aquella presión obligaba a los socialistas locales a hacer promesas que en la práctica no podían cumplir; a forjar cualquier pacto que les fuera útil para su objetivo de presentar buenos resultados en Madrid. De no ser así, desde la central española, hostigados por la impaciencia, forzarían la celebración de un congreso extraordinario, o, peor aún, nombrarían una gestora provisional y expulsarían del partido a todos los dirigentes coetáneos, cansados de las sucesivas derrotas electorales. La autonomía de los partidos regionales es, como los programas políticos, un enunciado teórico. De modo que Petit lo tenía claro. Conservadores y socialistas lo tenían claro con él. Sin embargo, para dilatar la declaración pública de la decisión, volvería a reunirse con Josep Maria Madrid para presentarle una contrapropuesta: si apartaba a Guardiola, aceptaría un acuerdo. Mejor aún: se lo pondría fácil. Incluso, con el beneplácito de sus diputados, existía la posibilidad de darles el gobierno de la Generalitat durante lo que quedaba de legislatura. Tentador, muy tentador, pero es imposible aceptarlo. Unos meses en el gobierno autóctono no les compensarían por el furibundo ataque de los conservadores ni por el desamparo en que los dejaría Horaci Guardiola en las próximas elecciones. Entonces, comprensiblemente, Petit no tendría más remedio que aliarse con Lloris. Por él no habría quedado.

18

Desde el momento en que Juan Lloris, en concurrida rueda de prensa, hizo pública su candidatura al Ayuntamiento, se dio el pistoletazo de salida de la precampaña electoral. De hecho, aquel mismo día le acompañaba en la mesa el presidente de la Agrupación de Peñas Valencianistas, el incendiario Rafael Puren, defensor encarnizado del empresario y hombre con gran poder de convocatoria entre los aficionados y socios del club, que si antes, socialmente, se circunscribía a la metrópolis, ahora abrazaba una fidelidad capaz de englobar distintas comarcas, tan sólo compitiendo con el Villarreal, que en las últimas campañas había cobrado fuerza en las comarcas castellonenses. Todas las peñas del Valencia radicadas en la ciudad recibirían la visita de Juan Lloris y Rafael Puren. Los peñistas y los vecinos del barrio asistían, y muchos se afiliaban con entusiasmo al partido «Valencians, Unim-nos», por la simbólica cantidad de un euro. No debían pagar más, ya que el candidato se comprometía a rebajar los impuestos de forma drástica. Una promesa que él mismo ejemplificaba con el euro simbólico. Ayudar a transformar Valencia en una ciudad única, incomparable en Europa (a Lloris España se le quedaba pequeña), no debía costar más que el esfuerzo de conseguirlo (todo el mundo iría casa por casa a explicar su programa) y la recompensa de sentirse orgulloso de tan loable tarea.

Todos los días, Juan Lloris iba al local de una peña. En casi todas la adhesión era absoluta. Y si en alguna un simpatizante socialista o un afiliado del Front osaba formular una pregunta incómoda, recibía una enorme bronca por parte de un público fervoroso, convencido de la necesidad de un hombre enérgico, directo, sin ambages, con un lenguaje llano y reconocible y un mensaje muy concreto: una Valencia de Champions que competiría -era la primicia mundial- por unos juegos olímpicos, tan pronto como Juan Lloris llegara a la alcaldía. Porque él sería alcalde, y el público no tenía ni la menor duda al respecto. Los inundaba en retórica grandilocuente con delirios de patriarca. Era un triunfador surgido de la nada, un hombre del pueblo acostumbrado al trabajo incansable, de esa clase de tipos en que los fracasados, los huérfanos de autoridad, los golpeados por el infortunio delegan resentimientos seculares. Una corriente subliminal que Lloris dominaba a la perfección desde que había accedido a la presidencia del Valencia C. F. Él, un outsider.

Liam Yeats comprobaba la inmensa popularidad del personaje como una dificultad añadida a su trabajo. Allí donde iba Lloris, allí acudía el irlandés, siempre que el local no fuera pequeño, porque su aspecto, que destacaba entre el resto del público, llamaba excesivamente la atención. Entonces se quedaba fuera, buscaba el bar más cercano y esperaba a que saliera el candidato, que todavía se entretenía un buen rato con abrazos altruistas, besos a los niños, firmas a mansalva en fotografías de sí mismo con una camisa remangada y sentado tras la mesa de un despacho casualmente similar al del actual alcalde, pero con muchos más papeles, muchas carpetas que recordaban su irrenunciable compromiso de trabajo. A un lado, una visible señera valenciana.

Con una motocicleta alquilada, Liam seguía el coche del candidato conducido por un chófer, un servidor militante operativo cuando fuera menester. Pero a veces Lloris, apenas llegar al centro, se despedía de Puren y del chófer y se iba al piso de Merceditas, una ex prostituta de nacionalidad colombiana. Junto a dos inmigrantes más, Merceditas había empezado a trabajar como prostituta de alto standing en un pequeño apartamento de un edificio del centro de la ciudad. Sus clientes acudían respetando un horario acordado. Durante sus primeros encuentros, con la presencia de Lloris, las otras dos tenían que irse. El candidato pagaba lo que hiciera falta por la intimidad. Con el tiempo, Merceditas se había convertido en la niña de los ojos de Lloris. A tal extremo llegó su hechizo que la colombiana le tenía sorbido el seso y Lloris se torturaba pensando en los hombres que acogía su cuerpo, en el placer que tan reacio era a compartir. Pensaba en todo menos en lo que tenía que pensar. Entonces resolvió comprar aquel piso a nombre de ella, asignarle un mantenimiento más que digno a cambio del privilegio de poseerla en exclusiva, a la hora y el día que él quisiera. Y la deseaba a menudo, porque Merceditas, de historial poco afortunado, sabía darle no sólo el placer, sino también la comprensión, el amparo que necesitaba el guerrero para su reposo. Un amor que apenas parecía venal ofrecido por una auténtica profesional.

Liam sabía quién era y qué hacía Merceditas. Habitualmente, Lloris se encontraba con ella a media tarde o por la noche. Cuando se quedaba allí a dormir, a las ocho de la mañana Merceditas salía con una bolsa de deporte y llamaba a un taxi para que la llevara al gimnasio del hotel Hesperia. En el mismo hotel, a mediodía, hacía un poco de spa, tomaba una comida dietética, de escasa digestión pero nutritivamente muy completa. Un horario que, a veces, se prolongaba con la esteticista o bien con un masaje de relax para tonificar su piel.

Lloris no efectuaba apariciones públicas con Merceditas. No la conocían ni su chófer ni Rafael Puren, su hombre de confianza. El propósito de ser alcalde aconsejaba que cuidara de su imagen moral para evitar líos como los de un pasado que aún tenía presente en la memoria. Una cosa era tener una amante normal, del país, y otra muy distinta era que fuese colombiana. Todo el mundo le acusaría de aprovecharse de una pobre inmigrante.

Así pues, Liam controlaba los horarios de Merceditas. Tras una semana de intenso seguimiento a Lloris y a la colombiana, se hacía una idea exacta del momento y el lugar en que eliminaría al empresario. Una vez cumplido el encargo, no se quedaría demasiado tiempo en Valencia. Como mucho, las horas que le hicieran falta para cobrar del cliente el resto del pago acordado. Asimismo, tenía todos los detalles de su huida planificados. Dejaría el coche y la moto abandonados en cualquier rincón de la ciudad; en el hotel comunicaría que se quedaba una semana más, y del piso adelantaría un dinero, quizá cuatro o cinco días.

Sin caer en la tentación de la excesiva confianza, le pareció un trabajo sencillo. No acababa de entender por qué los franceses no lo habían aceptado. A lo mejor disfrutaban de una sólida situación económica. De hecho, acompañado por Maria, había observado los alrededores del pub y a los asistentes al local el pasado sábado. Quizá no quisieran complicarse la vida. Tal vez se llevaran una suculenta comisión sólo por hacer de intermediarios. Daba igual. Sin prisas, Liam cumpliría el encargo; con un mínimo de logística bastaba. Sería más fácil de lo que se temía en principio, tratándose de una figura política. Trabajos similares llevados a cabo en África habían sido más complejos. Ahora bien: los periódicos se harían eco de la eliminación de Lloris, y la policía, ante la magnitud de la noticia, desplegaría un número considerable de efectivos. Para darse tiempo ocultaría el cadáver. Al menos tendría el margen de unos días.

Con todos los cabos atados, se relajó. Llevaba tres días sin ver a Maria. Tras recurrir a la excusa de una breve escapada a Barcelona, los había aprovechado para completar casi todo el horario de los hábitos de Lloris. Tres días que utilizó también para reflexionar sobre la conveniencia de seguir viéndola. No quería comprometerla, aunque el hecho de que Gil y los dos franceses no la conocieran le evitaba problemas. Estaba, además, su relación. Por primera vez en muchos años tenía la oportunidad de frecuentar a una mujer con cierta normalidad. ¿Impedía ella que cumpliera el encargo con rapidez y se fuera? En otras circunstancias y con un trabajo similar ya lo habría hecho, habría cobrado y de nuevo se iría a otro país, el retorno a una vida de solitario mientras esperaba un nuevo encargo. Se veía obligado a reconocer que María era el motivo, al menos en parte, de la poca prisa que se daba.

Estaba, también, la cuestión de Irlanda de nuevo cuestionada. Y también Maria era el motivo. Pese a la prevención de ambos, los acontecimientos sentimentales se precipitaban. A Maria le atraía poderosamente alguien con un escepticismo que ella creía obligado por las circunstancias. Por poco que rascó en el espíritu de Liam, se encontró con un hombre que se entregaba sin darse cuenta, pese a una resistencia de base que no sabía exactamente de dónde procedía. ¿Qué ocultaba aquel canadiense en gran medida enigmático? Pero no era la curiosidad de descubrirlo, sino la ternura que en ella despertaba su desconcierto vital, lo que suscitaba su atracción. En su tercer encuentro, mientras daban un paseo por uno de los márgenes del antiguo cauce del río, Maria le cogió de la mano. El gesto estuvo precedido por el delicioso propósito de pasar un rato sin decirse nada. Por un instante, a Liam le pareció que el paraíso era demasiado accesible; pero luego apretó su mano sin mirarla, en silencio, pese a los numerosos mensajes que ella recibía a través de aquel contacto tan firme como el de un náufrago que se aferrase a su última tabla de salvación. Aquello sintió Maria; aquello era lo que de nuevo se interponía en el regreso a Irlanda. Entonces Liam, deteniéndose, sin atreverse a mirarla fijamente a los ojos, le dijo:

– Me gustaría irme con una mujer como tú a un país lejano.

¿Por qué le había dicho «con una mujer como tú» y no «contigo»? Lo ignoraba, no sabía desenvolverse con soltura en aquel terreno. Quizá necesitara escapar con alguien a donde fuese. Él se dio cuenta de lo banal de su propuesta. Por desgracia, el silencio de Maria lo avalaba.

– ¿Sabes? -añadió-, estoy cansado de mi oficio. De la vida que llevo.

– ¿Tan extraña es tu vida?

¿Qué podía o debía responderle? ¿Quién sabe cómo tiene que vivirse realmente una vida? Tal vez fuese su escasa práctica en asuntos sentimentales lo que hacía que no supiera plantear una propuesta coherente. Ignoraba cómo era el afecto amoroso. ¿Tenía lugar cuando alguien se volvía imprescindible? ¿Había de mitigar con él el repentino deseo de enmendar su destino? Liam no tenía respuesta para la pregunta de Maria. No la tenía porque debía continuar mintiéndole. ¿No era la vida de él tal como se la había contado, tan rutinaria como la de millones de personas? Ella, cuando la relación se consolidara un poco más, quizá estuviera dispuesta a irse a vivir con él a Canadá. En Valencia, María no disponía de apenas salidas profesionales. Sin embargo, Liam tenía un proyecto empresarial consolidado. Él tendría que insistir en el tópico de que el negocio le aburría, de su falta de motivación, de su necesidad de cambiar de vida. Pero aquello no era una respuesta convincente para alguien que buscaba precisamente una normalidad, una seguridad en el futuro y no la aventura de un país lejano.

¿Por qué Liam, pensaba además Maria, le había propuesto marcharse sin haber pasado aún por su preceptiva primera noche? A ella le parecía extraño que él se adelantara a un precedente que proporciona la confianza para emprender proyectos posteriores. Era obvio que Liam se había precipitado. Lo sabía, pero tenía urgencias, prisas que ella ignoraba y que le evitarían la determinación del retorno a Irlanda cuando empezaba, quizá, a presentir el embrión de un motivo. Todo era demasiado confuso para Maria, y por eso Liam le dijo que la entendía. Eran, añadió, sus ganas de cambiar de vida lo que había propiciado una propuesta singular. Entonces, sin que él soltara su mano, siguieron caminando en silencio. Se planteó si era demasiado brusco pedirle que pasaran la noche juntos. Excesivamente frío, quizá. Y sin embargo, Maria lo deseaba. Irlanda, el encargo, sus enfermedades, el pasado que todo lo condicionaba… Liam tenía la cabeza hecha un lío. Cada paso le devolvía al mismo callejón. De nuevo se dejaba llevar por su sino. No encontraba el modo de cambiarlo. Impulsado por el desorden de sus pensamientos, la besó. Si el gesto no pareció imperativo fue porque hacía mucho que Maria lo esperaba.

19

Higinio Pernón representaba la figura del intermediario a gran escala. Actuaba en nombre de un consorcio murciano con enormes intereses en los proyectos urbanísticos de la ciudad de Valencia y otros puntos del país. Con Lloris en la alcaldía, el Parc Central y el Parc de Capçalera serían los objetivos prioritarios. Habían invertido muchos millones. Una apuesta decisiva para el grupo. También para Pernón, cuyos consejos hicieron que el consorcio se decidiera a jugar el envite de una sola carta: Juan Lloris. Pernón, pues, debía asegurarse de que el proceso cumpliera con lo que, desde hacía tiempo, había planeado con él. La amistad entre Pernón y Lloris era discreta pero intensa. Gracias a él, el candidato había invertido en lugares estratégicos del litoral mientras presidía el Valencia C. F. Su red de influencias le permitía preparar proyectos de gran envergadura que servía en bandeja de plata a las inmobiliarias más prestigiosas, por lo general de Madrid, de Barcelona y alemanas. Si lo creía oportuno participaba en el negocio o, al contrario, cobraba una elevada comisión por él. El éxito de un intermediario de ese tipo reside en la confianza que sus clientes depositan en él. Pernón era un hombre avalado por operaciones urbanísticas que, complicadas en un principio, acababan por ser negocios redondos.

Aunque para todo el mundo Júlia Aleixandre era la persona que desde la sombra programaba la carrera de Lloris, en realidad, desde hacía un tiempo, tras ella estaba Higinio Pernón. Pero Júlia tenía sus propias ideas y Pernón debía estar atento, satisfacerla, sobre todo desde que Lloris la despreciaba más que de costumbre. Ella era una pieza importante que siempre había que tener en cuenta, por lo que aportaba, pero más aún por lo que sabía. Si Pernón hubiera conocido años atrás a Lloris, Júlia no formaría parte de la trama. El intermediario desconfiaba de los peones con demasiada iniciativa. Era del parecer de que cada uno tenía que encargarse de una tarea específica, y la asesora quería hacerlo todo. La convivencia entre Lloris y Júlia era difícil, y antes de que las cosas fueran irreversibles se reunió con ella. A Pernón le preocupaba el estado de las relaciones entre ambos. Se lo preguntó. Júlia meditó la respuesta. Si confesaba que el continuo desprecio de Lloris la tenía harta, temía que el consorcio prescindiera de ella. Sabía que era importante en todo el dispositivo, pero también que no era imprescindible. La pieza irreemplazable, por lógica, era Lloris. De modo que optó por una respuesta que aportara indicios de que algo iba a cambiar.

– Señor Pernón, usted conoce a Lloris. Es un hombre impetuoso e irreflexivo, difícil de asesorar -puso un ejemplo-: me cuesta mucho convencerle de que Francesc Petit es muy importante para tener éxito en la operación política. Es cierto que Petit resulta intransigente en sus peticiones, pero debemos entender que dará un paso muy arriesgado para él. Pide mucho, pero nos jugamos tanto que cualquier exigencia es asumible. En el fondo se trata de un tira y afloja fruto del carácter dictatorial de Lloris.

– ¿Cuáles son sus peticiones?

Las detalló de cabo a rabo. Pernón estuvo de acuerdo.

– Hablaré con él.

– Tendrá que hacerlo pronto. Con toda seguridad, Petit tendrá ofertas de conservadores y socialistas, y, aunque para él es muy complicado aceptarlas, no deberíamos obviar que está sujeto a presiones que podrían decantar su retirada de la política si le ponemos entre la espada y la pared.

– ¿Tan decisivo es para nosotros?

– Rotundamente, sí.

– ¿Lo sabe Lloris?

– Estoy cansada de explicárselo, pero su ego le induce a creer que la única persona imprescindible es él. Las diferencias no son irreconciliables. Estoy segura de que admitirá las exigencias, pero retrasar su decisión pone en peligro todo el proceso.

– Se lo dejaré muy claro.

Era mediodía y estaban en el piso de Júlia. Higinio Pernón había ido allí para hacerse una idea de su nivel de vida. Una vivienda de esas características y con aquella situación geográfica, en la zona de mayor especulación, justo enfrente de la Ciutat de les Arts i les Ciències, no provenía de un sueldo de asesora. Pernón sabía que Júlia participaba en algunas de las sociedades de Lloris. Ella tenía quejas al respecto. Las expresó mientras Pernón la escuchaba atentamente.

– Intervendré para resolverlo -le dijo-. Las aguas deben volver a su cauce. La operación del Parc Central es de suma importancia. No hace falta que te subraye cuánto dinero se ha invertido en eso. Te seré franco y directo, Júlia. Estoy facultado para ofrecerte grandes beneficios si todo va bien.

– ¿Podría explicitármelo?

– Sin duda. Comisiones escalonadas a medida que el proyecto tome cuerpo. Con una peculiaridad: te hemos abierto una sociedad en Gibraltar. No la compartirás con Lloris. Será sólo tuya. Ahora mismo no puedo hablarte de cantidades, pero puedes estar segura de que, si así lo deseas, pese a tu juventud, podrás retirarte. Vivir el resto de tus días con un nivel de vida envidiable. Sin embargo, para que todo funcione, Lloris es la pieza clave. Así pues, te pido paciencia y mano izquierda. Me encargaré de lo que no puedas solucionar. Tenemos que trabajar como un equipo en pos del éxito electoral de Lloris. Sin él, no tenemos nada. ¿He sido explícito?

– Sí.

– ¿Te das por satisfecha?

– Mucho.

– He intercedido por ti ante el consorcio. Volveré a sincerarme: Lloris quería dejarte fuera, pero yo valoro tu trabajo y he conseguido que te lo recompensen como mereces. Una vez sea alcalde, ya no tendrás que preocuparte por eso. A partir de ese momento tendrás de sobra para vivir. ¿Verdad que vale la pena un último esfuerzo?

– Estoy absolutamente convencida de ello.

– Trátale con guantes de seda. Es vital para ti. Para todos nosotros.

– Lo he entendido perfectamente.

– Aquí tienes el banco y el número de cuenta corriente de la sociedad. -Le tendió un impreso de la entidad de Gibraltar-. El consorcio te ha ingresado algo de dinero. Un adelanto de la confianza que depositamos en ti.

– Gracias, señor Pernón.

* * *

Después de otra semana de trabajo, Butxana redactó un informe para Lloris. Se lo inventó todo, porque había dejado a Júlia al margen de los seguimientos, pero sí que reveló lo que Albert y Miquel le habían dicho: además de negociar asuntos políticos, Júlia y Petit se entendían.

– Ésta todo lo arregla con el coño -concluyó Lloris.

– ¿Es capaz de deducir algo más?

– ¿Qué quieres decir? -Lloris, ofendido por la ironía.

– Quiero decir que a lo mejor ambos le hacen la cama con algún tipo de estrategia política para desbancarle cuando sea alcalde.

El detective piojoso acababa de plantear una hipótesis que el candidato no contemplaba. Quizá no anduviese desencaminado. Si Francesc Petit le exigía el segundo puesto de la candidatura, y prácticamente el resto de la lista, salvo Puren y el chófer, la confeccionaba Júlia, era obvio que en cualquier momento de la legislatura Júlia y Petit le darían la vuelta a todo.

– Es una contingencia que ya he tenido en cuenta.

Lloris no se dejó amilanar por la conjetura del detective. Habría sido una imprudencia de idiota admitir que no había previsto tal posibilidad. Así pues, permitiría que Petit fuera el segundo, pero controlaría el resto de la candidatura.

– ¿Por qué no me lo has puesto en el informe?

– Imaginaba que un hombre tan despierto como usted ya debería tenerlo en cuenta. Pero prefería no dejar constancia de ello por escrito. Quizá el informe, por un olvido suyo, podría haberse quedado encima de la mesa y Júlia haberle echado un vistazo. En todo caso, tan sólo es una suposición. Ahora bien, puedo indagar sobre las negociaciones que llevan entre manos.

– ¿Puedes hacerlo?

– Por supuesto.

Butxana no tenía ni idea de cómo descubrir lo que Júlia y Petit trataban políticamente, pero pretendía ganar tiempo con tal de profundizar en la investigación que de verdad le interesaba.

– ¿Cómo lo harás?

– Por discreción, permítame que no se lo diga. Cuando llegue el momento lo sabrá todo.

– ¿Trabaja alguien más contigo?

– Sí, pero no le diré quién.

– Muy bien, pero quiero resultados y los quiero pronto.

– Los buenos resultados tardan un poco.

– Una pregunta: ¿se ha reunido Júlia con un tipo alto, de cabellera plateada y abundante, de unos sesenta años?

Lloris se refería a Higinio Pernón.

– La sigo durante buena parte del día, desde que sale de casa hasta que vuelve, y no he visto a ese individuo. ¿Alguien en especial?

– Simple curiosidad.

– Tendré en cuenta la descripción que me ha facilitado.

– Puedes irte.

– Gracias por su atención.

El detective salió del despacho que Lloris tenía en la avenida de Aragón y dejó algo de sarcasmo en el ambiente. Era más listo de lo que el candidato imaginaba. Y, además, no le gustaban los modos de tipo engreído de los que hacía gala.

20

Maria se tomó dos días de vacaciones que le debía la empresa. Tenía previsto cogérselos más adelante, el miércoles de Semana Santa, para tener cinco días seguidos, pero la irrupción de Liam en su vida hizo que cambiara de planes. Tras la primera noche se originó el inicio de la confianza. De hecho, a esa noche siguieron tres más hasta la madrugada, cuando el irlandés acompañaba a Maria a su casa. Pese a ser una mujer de treinta y un años, sus padres preferían que no pasara la noche fuera. Decidió decirles que se iría los dos días de permiso a la montaña, con una amiga. Necesitaba relajarse. A Liam también le apetecía estar dos días enteros con Maria. Ella programó una serie de visitas a museos y a algunos rincones turísticos cercanos a la ciudad que a buen seguro le gustarían. Pero Liam conocía muchos rincones, de toda clase. En una guía turística buscó el lugar que más le apetecía. Con un rotulador marcó el complejo hotelero y recreativo de la Calderona. Maria nunca había estado allí.

Tres cuartos de hora después de que Júlia Aleixandre hubo convocado a Manuel Gil en un punto de la carretera de Ademuz, a las once de la noche, para comunicarle de manera irrevocable y con efectos inmediatos la suspensión del encargo al irlandés, Gil llamó por teléfono a Lluís Lloris. Aunque el hijo del candidato exigió que se le adelantara algo de lo que parecía tan urgente, Gil se negó en redondo y quedaron en verse junto al centro comercial del Saler. En el coche de Lluís, como si se quitara un gran peso de encima, Gil le dijo que Júlia había ordenado cancelar el plan.

– ¿Por qué?

– No me lo ha dicho.

– ¿Crees que lo sabe la policía?

– Me habría enterado.

Lluís se quedó pensativo. ¿Por qué sin consultárselo decidía unilateralmente detenerlo? Sin duda, por las razones que fueran, ahora le convenía otra estrategia. Lluís se enfadó.

– Habla con él y dile que siga adelante con el plan.

– No puedo hacerlo. Le he enviado un mail con la orden de Júlia.

– Pues ahora le envías otro revocándolo. Si hace falta, le pagaré más.

– Lluís, el irlandés es un tipo peligroso. No admitirá estas bromas de ahora para, ahora vuelve a empezar. Son asesinos. Profesionales del crimen. Ha ganado una cantidad importante sin hacer nada. Quizá ya se haya ido.

– Aún no lo habrá leído.

– Cuando lea los dos se quedará con el primero. Al fin y al cabo, ya ha cobrado la mitad.

– Que he pagado yo.

– ¿Y Júlia?

– Tenía que pagar la otra mitad.

– Lluís, he venido a decírtelo por amistad. Júlia me dijo que no te contara nada.

– Te compensaré si hablas con él.

– No quiero saber nada de este asunto. Me he metido demasiado a fondo. No me gusta ese tipo. Renuncio a la parte que me correspondía. Es más, desapareceré unos días de la ciudad. Tienes su teléfono. Ponte en contacto con él.

– De acuerdo, pero no se lo digas a Júlia. Te daré algo de dinero, para que te vayas fuera una semana.

– Te lo agradezco, no quiero verme involucrado.

A las nueve de la mañana, Miquel, Albert y el ex comisario Tordera acudieron al piso de Toni Butxana. Antes, el detective se había tomado un café con Núria cerca del lugar de trabajo de ella. Una visita con la idea de tranquilizarla, en previsión de que sus inquietudes pudieran interponerse en las tareas de investigación. Además, el encuentro sirvió para que Butxana pusiera a prueba la relación.

– ¿Sabes, Núria?, si esto sale bien ganaré mucho dinero.

– Me alegro mucho por ti.

– Tienes que alegrarte por ambos. Con ese dinero podemos hacer planes. Hasta ahora no he podido ofrecerte nada que no tuvieras. Pero, cariño, todo cambiará. Yo también podré darte seguridad, una vida sin estrecheces. Es obvio que no seremos millonarios, pero será distinto. Me apetece tener una vida estable. ¿Te gustaría vivir en un pueblecito de montaña?

– Me gustan los pueblecitos.

– Magnífico.

– Toni, tengo dos hijos.

– Vendrán con nosotros.

– Tengo un trabajo en la ciudad.

– No te hará falta.

– Toni…

– Dime, cariño.

Núria miró su reloj. Tenía que fichar y faltaban tres minutos para las ocho y media de la mañana.

– Toni… ya hablaremos. Tenemos tiempo -dijo levantándose deprisa y corriendo.

Le besó de forma rutinaria, con prisas.

– Lo siento, cariño, pero son casi las ocho y media. ¿Cuándo podremos vernos con normalidad?

Había cierta ironía en su petición, aunque la formulaba como un derecho irrenunciable.

– Te llamaré.

Otro beso cotidiano y se fue.

Adiós, Núria, dijo Butxana en voz baja, inaudible para los clientes que había a su alrededor. Basta con dejar ver a quien quiera mirar. Los ojos de Butxana observaban con indulgencia a Núria, sus temores, sus frustraciones. No hacía falta haberla puesto a prueba para saber lo que iba a encontrar. Ni en el fondo ni en la superficie, tampoco él estaba dispuesto a cambiar de vida. Hay trenes que llegan demasiado tarde y entonces es mejor no quedarte esperando en el andén. Además, lo importante no es ser feliz. Aquí hay un error: lo importante es no ser desgraciado. Y quizá aquélla fuese la consigna de las parejas de tres. La conversación entre ellos tendría que haber consistido en pedirle un poco de paciencia, hasta que al cabo de unos días, cuando el encargo estuviera resuelto, las cosas volvieran a lo habitual: ella con su marido y él con ella, algunas tardes, algunas horas. Butxana se ratificó en su determinación. Las excusas de Núria le tranquilizaban. Llegado el momento, él tomaría el rumbo que le interesaba sin tener que dar ese tipo de explicaciones que no hacen más que ocultar la fatiga de la rutina. Sin hacerlo, para preservar la sutileza que cualquier encuentro clandestino exige, ambos participaban en el juego de la sustitución temporal. Pero él ya se había acostumbrado al vacío de Héctor Barrera con la certeza de que una mujer no lo llenaría. Porque es falso que la vida esté hecha de ocasiones perdidas; más bien está repleta de decisiones que no se han tomado.

En el piso, Butxana pidió que le informasen de las novedades de los últimos días, sobre todo Miquel y Albert. El periodista se quejó de que el seguimiento inmóvil en el pub La Escapada no aportaba nada nuevo. Uno de los franceses siempre estaba allí, y del otro apenas podían añadir nada porque aparecía muy poco. En cuanto a Miquel, disponía de la información del encuentro entre Lluís Lloris y Manuel Gil, que había tenido lugar sobre las doce de la noche.

– Estaba esperando a Gil cuando le vi subir al piso y pasados diez minutos bajó. Se vio con el hijo de Lloris en el centro comercial del Saler

– Novedad importante -dijo Butxana-. ¿Y tú? -le preguntó a Tordera.

– Nada. Ya te dije que era muy difícil controlar al individuo que nos interesa en el Astoria. Hay muchos turistas. Ninguno me llama la atención.

– ¿Cuántos van solos?

– Cuatro. Pero uno apenas está algún rato en el hotel.

– Explícate.

– Supongo que tiene una amiguita y pasa las noches en su casa.

– Pues podría ser el hombre que buscamos. Pero vayamos por partes. He dicho que la novedad de Miquel era importante, porque yo, siguiendo a Gil, fui testigo de la reunión entre Júlia y él, en la carretera de Ademuz. Por cierto, Miquel, tú no estabas allí.

– En ese momento no tenía el coche de Albert. Y, ahora que lo dices, tú tampoco seguiste a Gil hasta su casa.

– Después de su encuentro con Júlia lo dejé estar.

– Pues ya ves -dijo el ex comisario-, gracias a Miquel sabemos que Gil se encontró con ambos la misma noche. Interesante, ¿no?

– En efecto. Centrémonos: algo importante está pasando cuando Gil se reúne por separado y la misma noche con ambos.

– Quizá eviten que los vean juntos -dijo Albert.

– Sea como fuere, esa reunión de urgencia, a las horas a las que tuvo lugar, es un indicador de novedades. Mirad -explicó Butxana-, creo que los seguimientos que hacemos son tan dispersos que dan resultados pobres.

– Los planeaste tú -recordó Tordera.

– Hay que cambiar de estrategia. Veamos: si quieren cargarse a Lloris, para descubrir a su ejecutor debemos seguir al candidato.

– ¿Para ser testigos cuando le liquiden? -ironizó Tordera.

– Si quieres cargarte a alguien tendrás que conocer sus horarios y los lugares que frecuenta.

– ¿Y si ya lo ha hecho y sólo espera el día adecuado? -preguntó Miquel.

– No podemos saberlo -replicó Butxana.

– Pues vamos al grano -intervino Tordera.

– ¿A qué grano te refieres?

– Al grano de Lloris. Decirle que van a por él, evitar que le liquiden; impedir, sobre todo, que nos quedemos sin la compensación económica que como agradecimiento nos dará.

– Estoy de acuerdo -aprobó Miquel.

– Yo no. Faltan pruebas -apuntó Albert.

– Exactamente, faltan pruebas -redundó Butxana.

– ¿Quieres pruebas? Yo te las consigo enseguida.

– Pues di cómo -desafió el detective al ex comisario.

– Tienes fotos de Júlia reuniéndose con el hijo de Lloris, también del hijo con Gil, de Gil con los franceses, de Gil con Júlia… Si se las llevas a Lloris, Júlia tendrá problemas.

– Pero eso no demuestra que quieran liquidarle.

– Si esperas a tener la prueba definitiva, le liquidarán antes.

– ¿Y qué propones?

– Muy sencillo: extorsión. Obligar a Júlia a contárnoslo todo a cambio de dejarla al margen. No la implicaremos si nos dice quién es el individuo que llevará a cabo el encargo.

– Por precaución, ella no sabrá quién es.

– Pero Gil sí -dijo Miquel-. Él es el enlace, el coordinador, el hombre que conoce todos los movimientos.

– Eso es otra cosa -dijo Butxana, satisfecho. Se levantó de la mesa de la salita-. En efecto, Gil ha formado parte de todo el proceso. Ha hablado con el hijo de Lloris, con Júlia, y muy probablemente, a través de los franceses, ha contratado al individuo. Es nuestro hombre para acortar pasos. ¿Por qué no se nos ha ocurrido antes?

– Porque nosotros tenemos la deformación profesional de actuar según métodos deductivos. Miquel es matemático y recurre a la suma sencilla para obtener el resultado.

– Estudiaremos la fórmula idónea para atraparle ahora mismo. Pero antes hagamos un pequeño receso. ¿Queréis almorzar?

Se oyó un no unánime.

21

Apenas hacía un par de semanas que le había conocido y parecía que llevaran años frecuentándose. Maria se hallaba sorprendida por la evolución de sus sentimientos. No es que estuviera enamorada, pero notaba algo más que un simple afecto o una relación de amistad. Quizá fuese la sensación de estar con un hombre al que imaginaba noble. No lo sabía a ciencia cierta, porque tampoco le conocía tan a fondo. Lo cierto era que con él se sentía segura, pese a su aire escéptico, el halo de misterio que le rodeaba. Sin duda era un hombre fatigado, con secretos que sólo el tiempo sería capaz de revelar. Pero era distinto a todos los que había conocido. Sin proponérselo, o al menos sin la voluntad manifiesta de ganarla para sí, Liam consiguió de Maria una ternura que nadie le habría sacado en pocos días. Pese a todo, se trataba de una situación delicada: una semana o dos más y él tendría que marcharse. ¿Le propondría irse de nuevo? Sopesar una propuesta de aquel tipo requería tiempo. Sin embargo, temía arrepentirse si no se atrevía a hacerlo. ¿Qué la retenía en Valencia? Un trabajo provisional que no la satisfacía, unos amigos que conservaba únicamente por costumbre. Podía prescindir de todo eso. Y también estaban sus padres y sus hermanos, pero llega un momento en que todo el mundo tiene que hacer su vida. En la única habitación del apartamento de Liam, Maria no podía dormir. Miraba por la ventana que daba a la calle de Xàtiva, que, pese a ser las dos de la madrugada, aún registraba un tráfico apreciable. Observó a Liam, su respiración ronca y pesada, su aspecto abrupto y duro, como si hubiera llevado una existencia llena de sobresaltos y tuviera prisa por completar el círculo, algo que los años perdidos habían retrasado.

Una hora antes, y al otro extremo de la ciudad, Manuel Gil llamaba insistentemente, desde el portal de la finca, al interfono del piso de Júlia Aleixandre. Ya hacía un rato que ella dormía. Consultó su reloj y pensó que se trataba de un error o de una emergencia. La pantalla del portal le mostró el gesto apresurado de Gil. Le abrió sin darle tiempo a decir nada. Le recibió en la puerta, cerrándole el paso al interior del piso.

– Siento molestarte, pero tenías el móvil apagado.

– Imagino que será importante.

– Mucho. Diez minutos después de nuestro encuentro, Lluís me ha llamado. Quería hablar conmigo. Nos hemos visto en el centro comercial del Saler. -Gil miró detrás de Júlia. Se veía una sala amplia, con grandes sofás y un carrito para bebidas. Le habría ido bien una copa-. Quiere hacerse cargo personalmente de la situación.

– ¿Él?

– No entiende que el irlandés no haya actuado ya. Desconfía de ti, de mí… Me ha obligado a darle el móvil de contacto del irlandés.

– ¡Imbécil!

– ¿Qué querías que hiciera?

– Sencillamente, decirle que no lo tenías.

– Habría sido extraño.

– Haberle dicho que él no te lo dio porque prefería ponerse en contacto contigo.

– Lo siento, Júlia. No lo he pensado. ¡Todo ha sido tan rápido! Además, estaba muy enfadado.

– Ahora todo se irá a la mierda.

– Avisemos a la policía.

– ¿Eres idiota? Tendríamos que dar muchas explicaciones.

– Me ha dicho que no te lo dijera. Deberías estarme agradecido.

Júlia rebajó el tono. Gil no era un hombre de fuste. Agobiado, aún cometería más estupideces.

– Discúlpame, estoy nerviosa. Hay que pensar en una solución enseguida.

– Existe una alternativa: los franceses. Ellos pueden liquidarle. Han sido mercenarios, le conocen y sabrán cómo hacerlo.

– Llámales ya, ve a donde viven, despiértales… Les pagaré lo que me pidan.

– No hace falta. Lo harán a cambio de mi silencio. Como sabes, tengo un dossier sobre ellos que, si se hiciera público, les obligaría a marcharse y dejar su negocio. El problema es que pretendía quedarme al margen y de nuevo estoy metido en el asunto.

– Te lo compensaré.

– Todo el mundo me debe favores y hasta ahora no he recibido más que promesas.

– El mismo día que maten al irlandés te lo pagaré. Pero ve a verles ahora mismo.

– Iré a las ocho de la mañana. A Lluís no le será fácil contactar con el irlandés. Le llevamos ventaja.

– No te descuides ni un segundo.

Gil valoró la situación. Durante el desarrollo del asunto, él era quien había dado la cara, el único al que podían rompérsela y el último en recibir algún beneficio que compensara aquel riesgo. El cambio repentino de Júlia respondía a un cambio de intereses. Una cosa era que se aplazara la orden de asesinar a Lloris y otra muy distinta que se suspendiera indefinidamente. Quizá ella ya hubiera logrado lo que pretendía. Lluís, en cambio, no. En cualquier caso, él seguía en medio de la ciénaga; en medio del irlandés, en medio de los franceses. Si todo se descubriese, el responsable visible sería él. Lo cierto era que le interesaba que los franceses liquidaran al irlandés. Claro que podría haberlo pensado antes de hablar con Lluís.

* * *

Al día siguiente todo el mundo sabía lo que tenía que hacer. Tras un encuentro en el piso de Toni Butxana, clausurado a las diez de la mañana con un café que reemplazó con la aprobación de todos el almuerzo ofrecido por el anfitrión, Miquel Pons se acercó hasta la sede de «Valencians, Unim-nos» para aleccionar al candidato sobre los distintos estilos arquitectónicos de la catedral de Valencia, tema imprescindible que no entusiasmaba a su alumno. El ex comisario Tordera y el detective se dirigieron a la empresa de Manuel Gil dispuestos a vigilar desde el interior del coche, y Albert, tras pasar por el periódico para intentar un contacto formal con el jefe de redacción de política, se encargaría de controlar el edificio de Gil. Éste, a las ocho en punto de la mañana, fue al pub La Escapada. Así pues, cuando Jean-Luc levantó la persiana metálica, lo primero que observó fue el rostro desafiante de Manuel Gil. El francés se sorprendió al verlo a aquellas horas.

– ¿Dónde está Gérard?

– Dentro, en la barra.

Entró con decisión. Gérard preparaba dos tazas de café.

– Haz otra -le ordenó Gil.

Gérard puso cara de pocos amigos. Imaginó un motivo inquietante para su visita. Cada día odiaba más que un fachenda barato como Gil le tratara de forma imperativa. Se le pasó por la cabeza una pregunta: ¿por qué en todos los países los imbéciles siempre son mayoría? Añadió una taza más bajo la máquina. Jean-Luc volvió a bajar la persiana. Los camareros iniciaban su jornada laboral a las ocho y media. Se sentó en un taburete al lado de Gil. Ninguno de los tres dijo nada hasta que Gérard sirvió las tazas sobre la barra.

– Ha habido un cambio.

Jean-Luc y Gérard se miraron. Silencio.

– Un cambio importante.

– Me parece que te dejé muy claro…

– Tú no estás en condiciones de aclarar nada. -Gil interrumpió a Gérard con autoridad-. ¿Entendido?

Quién le hubiera dicho a un tipo sin escrúpulos como Gérard cuánta paciencia debería tener con un individuo como Gil. El francés hizo un gesto afirmativo con la mano.

– Voy a pediros algo de suma importancia, pero fácil.

Gérard tomó un poco de café. Apoyó los brazos en la barra. Tan sólo había unos centímetros entre su cara y la de Gil. Le llegaba algo de mal aliento, halitosis. Se echó un poco atrás. Le dijo que hablara.

– Tenéis que matar al irlandés.

Dijo aquello y no añadió más. Como si esperase una reacción de protesta que no llegó a producirse. Jean-Luc también se sorprendió ante la pasividad de Gérard. De repente Gil cambió de estrategia sobre el motivo que justificaba que lo hicieran. Omitió decirles que uno de sus clientes seguía con el trato y el otro quería detenerlo con tal de impedir que los franceses negociaran con Lluís Lloris.

– ¿Por qué se ha decidido el cambio?

– Ahora mismo no interesa liquidar a Lloris. No me preguntes por qué. La cuestión es que ha surgido un problema, el irlandés no quiere saber nada.

– Ha cobrado la mitad, ¿no?

– Quiere cobrarlo todo.

– Ya te advertí que era un profesional riguroso.

– En efecto. Yo soy el primero en lamentar el cambio, pero soy un mandado. Para vosotros es un encargo sencillo, sin complicaciones policiales. A nadie le importará la desaparición de un asesino a sueldo.

– No me gusta.

– ¿Hubieras preferido encargarte de matar a Lloris? -Gil hablaba con Gérard omitiendo la presencia de Jean-Luc-. Podría haberte obligado a hacerlo, pero acaté la sugerencia del irlandés. En cierto modo, este problema lo has causado tú y tú tendrás que solucionarlo. Si hubieras aceptado la propuesta, ahora todo estaría resuelto.

– Todo menos el dossier. Siempre me tendrás bien cogido.

– Comprometo mi palabra: cuando le liquides, lo destruiré.

Gérard y Jean-Luc sabían del valor de la palabra de un tipo como Gil. Gérard miró a su socio. Se conocían desde hacía tantos años que le entendía incluso con el leve movimiento de una ceja.

– Lo haremos -dijo Gérard.

– Tiene que ser pronto, muy pronto.

– Nos llevará unos días dar con él.

– Se hospeda en el hotel Astoria.

– ¿Te has reunido con él allí?

– Sí, en su habitación.

– Pues allí no le encontraremos.

– ¿Dónde, pues?

– Eso es asunto nuestro. ¿Cuál es vuestro medio de contacto?

– El móvil.

– Dámelo.

Gérard se anotó el número directamente en su móvil. Llamaron a la reja metálica del pub. Quizá fuesen los camareros o clientes impacientes, esperando ante la puerta. Gérard se disculpó con Gil señalando la esfera de su reloj. Tenían que abrir el local. Salió de la barra no tanto para acompañarle como para que se fuera.

– Hazlo deprisa y quizá incluso el propio Lloris te recompense.

– Lo hago para que me dejes en paz.

– Tienes mi palabra. Cuando todo acabe, te entregaré el dossier. Sé que no te fías de mí, crees que me guardaré copias. Pero todo eso también me disgusta. Has hecho lo que te he pedido y seré legal contigo. Te diré algo, Gérard: creo que podremos ser amigos. Eres un tipo interesante. Me caes bien.

– Tú también me entusiasmas.

Sonriendo, Manuel Gil le tendió la mano. Gérard se dio la vuelta y regresó a la barra. Afuera, los dos camareros y un cliente esperaban. Jean-Luc observó a Gil irse en su coche. Cuando volvió a la barra, Gérard subía al despacho. Él también lo hizo.

– ¿Por qué has aceptado?

– No he aceptado nada. Sólo pretendía ganar algo de tiempo.

– ¿Nos vamos de esta ciudad?

– No.

– ¿Entonces?

– Contactaré con Belfast. Ellos harán el trabajo por nosotros.

– ¿Después de tantos años, la organización aún quiere liquidarle?

– El IRA no, pero algunos de sus miembros sí. Incluso pagarían por saber dónde está. Les facilitaré esa información. Cuando vengan lo tendrán todo listo. Nos encargaremos de la logística.

– Buena idea.

– Aún tengo otra. Con el irlandés muerto, liquidaremos a Gil.

– ¿Lo has pensado bien? El dossier…

– A quienes querían liquidar a Lloris no les importa el dossier… ni Gil. Ellos quizá tengan el dossier, pero nosotros sabemos lo de Lloris. Además, Gil es un testigo que no les interesa. Lo ha coordinado todo y podría chantajearles.

– Creo que es el plan perfecto.

La perfección es un camino lleno de errores, pensó Gérard, consciente de que ese tipo de planes sufren alteraciones en todo momento por su inherente complejidad. Pero necesitaba a un Jean-Luc optimista. Ante situaciones complicadas era un hombre frágil, pese a sus excelencias como asesino.

22

La actitud en principio conciliadora y más tarde severa de Higinio Pernón obligó a Juan Lloris a negociar enseguida con Francesc Petit. El consorcio representado por Higinio mostraba su preocupación porque se dilatase el acuerdo político. Asimismo, el intermediario aconsejó a Lloris que aceptara las reivindicaciones del ex secretario general del Front en lo referente a las compensaciones económicas para su nuevo partido. Sin embargo, la exigencia del candidato de prescindir de Júlia Aleixandre no fue atendida. El consorcio valoraba los conocimientos que de la situación política valenciana tenía la asesora. Pese a todo, a Juan Lloris le dejaban un generoso margen de actuación como muestra de confianza.

Lloris y Petit se vieron en el despacho del candidato justo después de la clase de historia de Miquel Pons, que enseguida informó del encuentro a Albert. Aunque Petit había pedido que Júlia estuviera presente en la reunión, Lloris no lo consintió. No obstante, matizó la negativa amparándose en que ambos ya habían mantenido reuniones preliminares (Lloris, con ironía). Ahora les correspondía a ellos, los primeros espadas, reafirmar los puntos tratados.

– Entonces -dijo Petit-, ¿estás de acuerdo con mis demandas?

– No.

– Pues no entiendo de qué han servido las conversaciones entre Júlia y yo.

– Algo habrás sacado.

– Explícate, porque no lo capto.

A Lloris le sobrevino el ramalazo de decirle en qué habían consistido sus reuniones. Le sacaba de quicio que le tomaran por idiota, pero entonces Petit habría sabido que vigilaba a Júlia y, además, recordó la severidad del consorcio, los intereses del Parc Central y la sociedad compartida con ellos en Gibraltar.

– Hay algo en que no quiero transigir.

– Discutámoslo.

– La confección de la lista.

– No renunciaré al segundo puesto.

– Te pertenece, pero situar a todos tus hombres en puestos de salida es algo que no acepto. Entre los tuyos y los de ella podéis embaucarme.

– Nosotros sólo seremos cuatro. Tendrás el poder de decisión si los demás son tuyos.

– Aun así, si quisieras quitarme la alcaldía, podrías hacerlo con tus concejales.

– Si quisiera ir junto a conservadores y socialistas ya lo habría hecho. De los conservadores me separa la ideología, y de los socialistas Horaci Guardiola.

– En cuatro años de legislatura las cosas cambian.

– Tienes razón. Te entiendo, pero si no sitúo bien a los míos, me abandonarán. Entonces ya no será mi partido, Democracia Valenciana, quien se coaliga con «Valencians, Unim-nos», sino Francesc Petit quien, por intereses personales, se alía con Joan Lloris. ¿Entiendes el argumento?

– Sí.

– Pues actúa en consecuencia.

– Lo haré: quiero un acuerdo firmado que diga claramente que durante los cuatro años no me joderás la alcaldía para dársela a conservadores o socialistas.

– Tú mismo me has recordado que durante una legislatura las cosas pueden cambiar. ¿Y si llevas una política inexplicable para mi electorado?

– Muy sencillo: abandonáis las concejalías pero me mantenéis como alcalde. Así te conservarás puro.

– Eso es contradictorio.

– En absoluto. Echáis por tierra algunos de mis proyectos puntuales. En cambio, hay otros que me causa muchísima ilusión sacar adelante.

– ¿Por ejemplo?

– El Parc Central.

– ¿Por intereses personales o políticos?

– Exclusivamente personales. -Petit se sorprendió ante la sinceridad de Lloris-. El Parc Central es la mayor obra que un alcalde pueda hacer por su ciudad. Será una transformación que quedará en el tiempo. Un orgullo y una satisfacción a los que no quiero renunciar. Quizá te resulte chocante mi vanidad, pero quiero dejar mi sello, un proyecto que a lo largo de los años recuerde a los ciudadanos que Juan Lloris fue alcalde y fue capaz de construir lo que nadie más pudo.

– Pasar a la historia, vamos.

– En efecto.

– No estoy en contra de ese proyecto, sino del modo de ejecutarlo.

– Respetaré tus sugerencias.

– Me gustaría que un treinta por ciento de la edificación fuera de protección oficial.

– Son muchas viviendas en una zona tan céntrica.

– Nos ganaríamos el voto de los jóvenes. Demostraríamos que también tenemos un programa social. Mira, Lloris, cuando nuestro pacto se haga público, algo que retrasaremos por estrategia política, personalmente daré la impresión de ser un arribista, de haber traicionado mi ideario. Conservadores y socialistas, y especialmente mis antiguos compañeros, me atacarán con dureza. Necesito fomentar un programa de contenido social y valencianista que desmonte la campaña que organizarán en mi contra.

– Lo consideraré.

– No firmaré el acuerdo si no figura esa cláusula.

– Déjame pensarlo.

– Hay tiempo. ¿Qué me dices de mis otras peticiones?

– ¿Las económicas?

– Sí.

– Desde que te conozco prefiero no calcular cuánto dinero me has sacado, primero como secretario del Front y ahora con tu nuevo partido.

– Recuerda que te hice presidente del Valencia C. F. y que actualmente puedo hacerte alcalde. Un proyecto como el Parc Central vale la pena.

La última ironía fue de Francesc Petit.

* * *

Considerado uno de los más completos de Europa, con treinta mil metros cuadrados de superficie, el club social de la Calderona era el lugar ideal para pasar dos días de reposo. Contaba con todo tipo de servicios, como pistas de tenis, minigolf, pádel, un extenso y bien dotado gimnasio, squash… Pero Liam acabó eligiéndolo por la información que había leído sobre el spa (con sauna, piscina de agua fría y caliente, baño turco, templos de ducha, piscina térmica…), la clínica especializada en dolores de espalda, el restaurante y el hotel. Los paseos por las instalaciones o fuera de ellas, a campo abierto, ocupaban con Maria el resto de las horas. Largas conversaciones que evidenciaban el cambio de vida que anhelaba Liam, como si de repente lo tuviera al alcance, como si el destino que pretendía controlar, antes tan inaprensible, se transformara en una posibilidad real. No en vano él había elegido a conciencia un lugar en el que Maria se sintiera cómoda y así pudiera acrecentarse la confianza que entre ambos se había iniciado en la intimidad de sus últimas noches. También él necesitaba conocerla más a fondo. A veces suele ocurrir que una relación incipiente pero intensa da lugar a un deseo de compartirlo todo, que en otras circunstancias reivindicaría más tiempo.

Si de nuevo le planteaba la propuesta quería estar seguro de obtener una reacción positiva. Incluso estaba dispuesto a cuestionarse el encargo que le había llevado a Valencia, aunque a medida que pasaban los días, y la decisión de Maria se retrasara, tendría que cumplirlo. No le preocupaba en exceso porque estaba seguro de que se trataba de un trabajo sencillo. Eran la desaparición de Lloris y el posterior revuelo en los medios (había constatado el apasionamiento de la prensa local con los sucesos) lo que volvía su tarea más acuciante. Por eso, en aquellos dos días de intensa relación Liam buscaba el convencimiento de Maria, borrar lo que de oferta había tenido su propuesta de irse, corregir la precipitación con que la había formulado. Aunque ella se sentía feliz a su lado, todo estaba pasando demasiado deprisa; se le acumulaban las dudas, como si estuviera en un concurso en el que, con un margen de tiempo reducido, tuviera que dar con la respuesta. Un extranjero había llegado a su vida y la había vuelto patas arriba. Más que un turista de paso, le daba la sensación de que Liam era alguien que huía de un pasado.

– ¿Qué te parece Valencia? -le preguntó en uno de los plácidos paseos que la primera tarde daban por los alrededores de la Calderona.

– Es bonita.

– Quizá también sea un buen lugar para vivir.

– No me gustan las ciudades.

Con la pregunta de Maria, Liam había obtenido la mitad de la respuesta. Ella no rechazaba su propuesta, pero necesitaba meditarla. Si Liam se quedara unos meses quizá Maria tendría el tiempo que necesitaba para decidirse. Entonces todo sería distinto. Quedarse, en efecto, era una posibilidad. Instalarse fuera de la ciudad, en un pueblecito del interior. La pregunta de Maria también era una oferta, una invitación a reflexionar que Liam no desdeñaba. Devolvería el dinero adelantado del encargo. Se ocultaría unos meses bajo el pretexto de que no le apetecía vivir en la ciudad y esperaría a que ella aclarase sus dudas. Pensó que aún tenía el destino en sus manos. Pero las cosas no eran tan fáciles. Renunciar al encargo acarrearía problemas a los franceses, que seguramente recibirían la orden de matarle. ¿Convencería a Gérard el hecho de que nunca le hubiera denunciado por las atrocidades africanas? No. Si habían acudido a los franceses era porque alguien conocía el pasado de ambos, un dossier que los amenazaba. Liam estaba al corriente de la metodología. ¿Hacer venir a un extranjero cuando disponían de dos profesionales en casa? Era evidente que Gérard había desistido a cambio de ofrecer una alternativa a su nombre. Tenía una vida establecida aquí y prefería, pese a la buena recompensa económica, no complicarse el porvenir. Sin embargo, si Liam decidiera abandonar, los franceses se verían obligados no sólo a liquidar al candidato, sino también a deshacerse de él, un testigo molesto que en última instancia, y sin ninguna explicación convincente, se había echado atrás.

Fue aquella tarde, de nuevo en la habitación de hotel, mientras Maria se duchaba, cuando Liam revisó sus mensajes de correo electrónico. Tenía uno de la Escuela de Acogida de Lima, agradeciéndole, con algo de retraso, una reforma de obras que habían efectuado en el centro, los regalos de cumpleaños de Rubén. El segundo era de Manuel Gil. Pocas palabras: el encargo se suspende. Miró la fecha, era de la noche anterior. A Liam le pareció extraño que no se añadiera explicación alguna. Un trabajo de importancia, del que había cobrado la mitad de lo establecido, se zanjaba con pocas palabras. Entonces conectó el móvil provisional. Tenía cuatro llamadas de un número desconocido. El contestador le comunicó el mensaje de Lluís Lloris. Primero, el hijo del candidato se presentaba como su cliente. Luego revocaba la orden que había recibido por correo electrónico. Había sido un error que necesitaba, con urgencia, de un encuentro entre ellos. Liam salió al corredor y marcó el número de Lluís. Sin apenas dejar que le contase nada, el irlandés le convocó dos días más tarde, a las nueve de la mañana, media hora después de que Maria entrase a trabajar. Lluís insistió en verle «hoy mismo», pero Liam insistió en la hora y el día indicados. Bajo ningún concepto renunciaría a sus dos días con Maria. Además, no sabría cómo explicárselo.

* * *

Seis horas de vigilancia ante la empresa de Manuel Gil sin sacar nada en claro hicieron que Tordera y Butxana decidieran retirarse. Quedaron con Albert en el VIPS de la Gran Vía. El periodista había obtenido un resultado similar, por una negligencia que ni el ex comisario, ni el detective, ni el propio Albert conocían. Manuel Gil había entrado en su piso a las nueve y media de la mañana, hora a la que Albert salía de casa para ir, en primer lugar, a la redacción. A mediodía, sobre las doce y cuarto, Gil volvía a salir a la calle, pero Albert, escribiendo unos apuntes sobre la novedad del encuentro entre Lloris y Petit -información que había recibido de Miquel Pons mientras estaba en la sede del periódico-, tampoco le veía. Para no hacer enfadar a Butxana, Albert mintió asegurando que a las ocho y media de la mañana ya hacía guardia ante el portal de la finca de Gil.

– Parece que no te fíes de mí.

– Eres periodista.

– También soy persona.

– Una persona periodista con un gran reportaje a su alcance.

– En efecto, pero necesitaría pruebas que no tengo para publicarlo.

– Mira, Albert, en este asunto la confianza es básica.

– De acuerdo, te seré sincero.

Tordera y Butxana se temieron lo peor. El detective se acercó un poco más a Albert, sentado enfrente de ambos en una mesita del local, como si quisiera presionarle.

– ¿Qué está pasando? -le interrogó Tordera.

– Nada. Podéis estar tranquilos. Sencillamente he llegado a las diez y media al edificio de Gil y quizá ya hubiese salido.

– ¿Sólo eso?

– Te doy mi palabra.

– ¿Te has dormido?

– No. Me he dejado caer por el diario. Hacía días que no iba y no quería levantar sospechas.

– De acuerdo, no pasa nada. Pero no vuelvas a mentirnos -le amonestó Tordera. Sin embargo, Butxana continuaba con un semblante serio-. En definitiva, Gil ha salido de casa, no ha pasado por su empresa y no sabemos dónde está. No obstante, es evidente que volverá a casa. ¿A qué hora? No lo sé, pero tendrá que volver. ¿Solución? Montaremos turnos de guardia. Me reservo las horas diurnas. ¿Y tú, Toni?

Toni Butxana mantenía la cabeza gacha, como enfadado. Albert sabía que estaba molesto con él.

– No volverá a repetirse -dijo Albert-. Me gustaría que renovaras tu confianza en mí.

– No puedo renovar algo que nunca he tenido.

– Hombre… -Al ex comisario Tordera le parecieron excesivos el tono, el gesto y las palabras de Butxana.

– Verás, Albert, yo tuve un amigo, Héctor Barrera, que por cierto trabajaba para tu periódico…

– Le conozco de oídas.

– Pues bien, Héctor llegó a jugarse la vida por un buen reportaje. Sentía su profesión como una droga de la que no podía prescindir. Hasta que se desencantó, claro. Pero antes de llegar a ser un conformista al que le daba igual todo, que lo único que deseaba encarnizadamente era otra vida fuera de su oficio y de esta ciudad, era capaz de lo más extremo por una buena noticia. Tú eres joven, aún estás empezando, ansioso por ser un periodista admirado. Normal, lo entiendo. Como normal es que lo que tenemos entre manos te quite el sueño, porque es una bomba informativa. Quizá la mejor exclusiva que jamás se haya publicado en la historia del periodismo de Valencia. La tentación de descubrir cosas por tu cuenta es enorme. Lo habría sido también para Héctor… con la salvedad de que tú y yo acabamos de conocernos, y Héctor y yo éramos amigos. Amigos con todo lo que la palabra implica. ¿Por qué debería confiar en ti?

– Porque soy una persona de principios.

– Los principios tienen finales.

– Porque soy amigo de Miquel, con quien me une una amistad como la tuya con Héctor Barrera. Él me ha hecho prometer que no publicaré nada que vosotros no sepáis. Él me ha rogado que respete todo lo que sea confidencial. Como tú, está convencido de que Lloris pagará espléndidamente por la información. Necesita el dinero para ayudar a su madre, que trabaja día y noche. Miquel confía en mí. Nunca le traicionaría. Es el único amigo que tengo. Y, además, de este asunto quedarán noticias jugosas por publicar sin necesidad de contar lo esencial.

– El chaval es de confianza -dijo un Tordera enternecido mirando a Butxana.

– ¿Sólo has pasado por el diario para dejarte ver y no para ir contando lo que descubres cada día a tu jefe de sección?

– Sólo para que me vieran. Sólo para evitar que me hiciesen preguntas. De hecho, he informado de que Lloris y Petit se han entrevistado por primera vez. Tengo que darles algo para que comprueben que estoy trabajando, que hago progresos.

– ¿Por qué no te ordenan que lo publiques?

– Porque consideran más importantes los detalles del pacto que el propio encuentro o pacto.

– Es convincente -dijo Tordera-. ¿No crees, Toni?

– Sí. Confío un poco más en ti.

– Aún te diré más: en el diario, excepto el jefe de la sección de política, nadie más sabe que investigo el pacto entre Lloris y Petit. Todo el mundo cree que me dedico a la regional valenciana.

– ¿Regional valenciana?

– Fútbol comarcal.

– Brillante futuro -concluyó Tordera-. ¿A un tío que se dedica a la regional valenciana le destinan al seguimiento de los detalles del pacto que cambiará la política en esta ciudad?

– Porque Albert ha convencido al jefe de política de que tiene un garganta profunda.

– En efecto, no por méritos míos. Yo soy un parvenú…

– Paciencia. Con las sobras del caso bastará para subir al escalafón de los mejores de la profesión.

– No le hará falta escalar mucho -remató Tordera.

* * *

Liam citó a Lluís Lloris en el paseo de la playa de Pinedo. En los días que llevaba en Valencia, el irlandés se había interesado por las afueras de la ciudad. Quedó con él a las nueve y media de la mañana, pero media hora antes inspeccionó los alrededores de la zona con el coche, a pesar de que a las nueve cambió el lugar del encuentro. Le indicó que se acercara con su vehículo, un BMW negro, hasta el final de la calle que llevaba a la playa. Apenas llegó, Liam le ordenó que condujera rumbo al Saler. Hablarían por el camino, en inglés, idioma que previamente Lluís había confirmado que dominaba a la perfección. Entonces Liam le preguntó cuál había sido el motivo del cambio de planes. Lluís argumentó que aquel mail no había sido enviado por él, sino por la otra parte contratante. Con gesto adusto, el irlandés exigió que se lo explicara todo o, amenazó, no cumpliría el encargo.

– ¿Podemos parar en algún sitio?

– No -Liam, expeditivo.

Entonces pasaban por el pueblo del Saler y seguían en dirección al Perellonet, el siguiente municipio del litoral.

– ¿Quién representa a la otra parte y por qué ha decidido paralizar el encargo?

– Se llama Júlia Aleixandre y es asesora de mi padre.

– ¿Qué motivos tenía?

– Económicos y supongo que políticos.

Lluís añadió sus propias razones. Le confesó a Liam el odio que sentía por su padre, aparte del móvil económico. Ignoraba por qué Júlia había desistido. Quizá por miedo a verse implicada. Pero él estaba dispuesto a seguir con el plan. Le pagaría más, si hacía falta. Entonces Liam le preguntó si se había entrevistado con Júlia, si le había comunicado que él seguiría adelante. Como Lluís tardó un poco en responder, el irlandés le advirtió que si sospechaba que mentía abandonaría de inmediato.

– Ha sido Manuel Gil, el hombre que contactó contigo, quien me lo ha dicho.

– ¿Es de tu confianza?

– Sí.

– Si traiciona a Júlia, ¿por qué no haría lo mismo contigo?

– No tengo respuesta para eso, pero puedo comprarle.

– Ella también. ¿Cuánto hace que le conoces? -De nuevo Lloris se demoraba al responder-. ¿Quién le conoció antes, Júlia o tú?

– Júlia.

– Es decir, Júlia le ordena que detenga el encargo. Él lo hace, pero luego te lo dice a ti. U os está cobrando el favor a los dos o me está preparando una trampa.

– ¿Cuál?

– Atraparme cuando liquide a tu padre o antes.

– ¿Con qué finalidad?

– Denunciar un complot político que, aunque no pudiera demostrarse, salpicaría a la oposición.

– Pero tus declaraciones…

– Los muertos no declaran.

– Es extraño ese cambio de actitud en Júlia. Odia a mi padre.

– Quizá las cosas hayan cambiado. Si tu padre es un firme candidato a la alcaldía, seguro que hay enormes intereses de por medio.

– ¿Quieres decir que él le ha prometido algo?

– Es posible. Si me matan, además, le deberá la vida. Incluso podría acusarte a ti, con la complicidad de Gil, ante tu padre.

– La verdad es que todo eso tiene cierta lógica. -Lluís conducía, pensativo-. ¿Llevas muchos años siendo profesional?

– Tantos como para saber que todo es posible.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– ¿Dónde vive Manuel Gil?

Le dio la dirección.

– ¿Continuarás con el encargo?

– Antes debo hablar con este individuo.

– ¿Qué harás con él?

– Lo decidiré sobre la marcha.

– Él… Él…

– Junto a otros sería un testimonio en tu contra.

– Eso es lo que pensaba.

– Ya lo sé. Y preferirías que le liquidara.

– Me la está jugando.

– Incluso a Júlia. Él es el testigo privilegiado del plan. Quizá tenga grabaciones.

– Es extraño que pese a todo el trabajo que lleva a cabo apenas pida nada por el riesgo que asume.

– Muerto tu padre, y habiéndome ido yo, entrará en escena. Entonces sabrás cuál es su precio.

– Liquídale.

– Gira en dirección a Pinedo -le ordenó Liam.

En la tercera rotonda del Saler, antes de llegar al lago de la Albufera, Lluís dio la vuelta. Pausadamente, Liam le indicó ciertas cosas que debería cumplir a rajatabla. Sobre todo recalcó una imprescindible: que evitara a Gil y a Júlia Aleixandre.

– Gil sabe que te pediré que sigas con el encargo.

– Si te pregunta algo, y lo hará, dile que no me has localizado. O, mejor, llámale por teléfono preocupado porque no has podido contactar conmigo.

En la entrada de Pinedo, Liam bajó del coche. Antes advirtió a Lluís que no hablara con él si no era absolutamente imprescindible. El irlandés buscó su vehículo cuando vio marcharse a Lluís. No pasaría por el hotel Astoria. Hacía unos días que no iba y quizá hubiesen dado parte a la policía. Ahora se arrepentía de haberse inscrito con su nombre auténtico. Los planes casi siempre sufren alguna alteración. Él tenía experiencia en aquello, pero no podía suponer que el hecho de haber conocido a Maria iba a cambiar todo cuanto había previsto.

* * *

El día anterior, en el aeropuerto de Manises, Gérard recibió a dos irlandeses procedentes del vuelo de las diez de la noche Dublín-Valencia. Eran jóvenes, con pinta de turistas de baja estofa, y llevaban como equipaje una bolsa de deporte cada uno. La tipología de los dos hombres que tenían que venir era algo sugerido por el propio francés. Pasaron por delante de dos policías que los observaron con curiosidad. Los irlandeses reconocieron a Gérard por la camisa blanca, la americana negra y unos pantalones grises. Se presentaron sin decir sus nombres. En el coche, el francés les entregó dos pistolas. Uno, en el asiento del acompañante, le tendió un fajo de billetes. Gérard comprobó que el pago era en euros.

En 2005, el IRA estaba inmerso en un proceso de reflexión después de tres décadas de lucha armada. Desde hacía unos años, algunos de sus militantes, convencidos de que el fin de la organización era irreversible, se dedicaban al robo y la extorsión. Pagar no era un problema para ellos. Cuando llegaron al pub, Jean-Luc les preparó la cena. Gérard les explicó en qué consistía el plan, reiterando que debían seguir las pautas marcadas. Se alojaron en el despacho.

Al día siguiente, Gérard llamó por teléfono a Liam. Era importante, urgentísimo, que se vieran. Tanto el irlandés como Gérard sabían de la inconveniencia de hablar por teléfono. Liam accedió, pero exigía la presencia de Jean-Luc. Deseaba tenerlos a los dos enfrente. Se citaron ante la puerta de la basílica, en la plaza de la Virgen. El irlandés les dijo que acudieran a las cinco de la tarde.

Convencidos de que minutos antes cambiaría la hora y el lugar, Gérard y Jean-Luc llegaron pasadas las cinco. Diez minutos antes, desde la barra de la cafetería Roma, cuya fachada acristalada permitía ver casi toda la explanada de la plaza, Liam había recibido un mensaje en su móvil particular. Había acudido allí media hora antes para controlar cualquier movimiento y, en efecto, tenía previsto cambiar el lugar del encuentro poco antes de la hora acordada, pero cuando leyó el mensaje del español Martínez lo dejó estar: «Dar pregunta por Saúl.» Dar es Salaam; el encargo en la ciudad de Tanzania ocasionaba problemas. Presionada por la policía, la joven negra, la negra espléndida de piel tersa y ojos enormes, había confesado. No había sido parte de la solución y ya era parte de su problema. Parecía probable que la víctima fuese un importante ciudadano británico. El asunto, en manos de la Interpol, que debía de haber rastreado el pasaporte falso y llegado a Francia y quizá hasta Andorra. La policía española ya tendría la orden de busca y captura. ¿Habrían accedido a su cuenta bancaria de Andorra? No era fácil, pero tampoco descartable. Se imponía actuar con rapidez. De repente, las dudas no tenían cabida en él; de nuevo el destino le situaba en una huida hacia adelante. En un rincón de la cafetería, apartado de la gente, llamó por teléfono a Lluís Lloris. Le dijo que no hablara y escuchara: Sigo con el trabajo. Y a continuación el nombre andorrano de Martínez y su número de cuenta. Colgó. Gérard y Jean-Luc estaban ante la puerta de la basílica. Fue a su encuentro. A medida que se acercaba resucitaban imágenes imborrables: Ruanda, Angola, Sierra Leona… Era quizá su imagen la que también se le aparecía representada: la de una vida cada vez más sitiada. Gérard le recordaba cuál era su destino, que apenas hacía un día que luchaba por cambiar. Cada paso que daba era otro tramo hacia el fin. Ahora incluso se enfrentaba con decisión a todo ello.

– Hola, irlandés -le saludó Gérard.

Liam respondió con una leve inclinación de cabeza. No se dieron la mano. Nada de cortesías. Liam prefería un encuentro más enjuto. Con las frases justas, con aquella disposición sin cabida para la tregua de las palabras. Observó maquinalmente los alrededores y a Jean-Luc.

– ¿Preferirías conversar en un sitio más cómodo?

– Estoy cómodo aquí.

– No tienes buen aspecto.

– No tengo un buen oficio.

– De eso quería hablar contigo.

Jean-Luc encendió un cigarrillo y miró hacia la calle peatonal que llevaba al parlamento autóctono. Los dos jóvenes irlandeses, cada uno en una acera, no perdían detalle del encuentro. Instintivamente Liam también miró hacia allí, pero sólo vio la enorme afluencia de personas por toda la plaza. Tras cuatro o cinco caladas tiró el cigarrillo al suelo. Estaba inquieto, Jean-Luc; una intranquilidad que contrastaba con la actitud más fría de Gérard, un profesional que entendía a qué lenguaje debía recurrir.

– Me han ordenado que te liquide.

Liam no respondió, le miraba fijamente a los ojos.

– Pero no quiero hacerlo.

– Pues no lo hagas.

– Tienen un dossier completo sobre mí, pero podemos arreglarlo a nuestra manera. Me das tus efectos personales: llaves, pasaportes, el arma, la bolsa de viaje… Con eso y unas cenizas estarás muerto. Les he dicho que haría desaparecer tu cadáver. No quedaría ni rastro de ti y evitaríamos una investigación que por tu pasado implicaría problemas.

– Lo único que tengo que hacer es abandonar el encargo y desaparecer.

– Exacto.

Gérard le ofreció un cigarrillo a Liam. Jean-Luc les dio fuego. No debería haberlo hecho. La inseguridad de sus manos denotaba la fragilidad del trato.

– Irlandés, te estoy agradecido por varios motivos -añadió Gérard-. Deja que te lo pague.

– Si tan agradecido estás, déjame hacer mi trabajo.

– Ojalá pudiera.

– El dossier que tengo sobre ti, y que lleva años en mi cabeza, es más completo que el suyo.

– No lo dudo.

– Pero también sabes que jamás lo utilizaría.

– Lo sé. Reconozco que puedo confiar en ti. Pero te has convertido en un estorbo para ellos y, en consecuencia, para mí. Mira, Jean-Luc y yo tenemos ya una vida aquí. Nos ha costado mucho. Hace demasiado tiempo que escapamos de un sitio a otro. Estamos cansados.

– Todos estamos cansados.

– Entonces, ¿por qué no te vas?

– Porque cada día tengo menos lugares a donde ir.

Gérard suspiró con un gesto teatral. Daba la sensación de que le preocupaba no dar con ninguna solución. Liam le ofreció una:

– Cumplo con el encargo, cobro y te doy mis efectos personales.

– Lloris debe vivir.

Entonces alguien tendrá que morir, pensó Liam.

– Me tomaré unos días para responderte -dijo, no obstante.

– No hay plazos -suspiró de nuevo Gérard-. Lo siento, de verdad que lo siento. El único pacto posible es que te vayas. Ahora mismo. Entrégame tus efectos personales y vete. Ya has cobrado la mitad. Sé que es un trabajo bien remunerado. Tienes bastante. África es un buen lugar para ti.

África. Liam pensó en Tanzania. Pensó que cualquier país ya no era un buen lugar para él. Observó de nuevo los alrededores. Había mucha gente en la plaza. De nuevo pensó en todas aquellas vidas normales. En el deseo de compartir con alguien una rutina diaria. No era el momento de desear, sino de pensar en un presente cada vez más turbio. Pisó el cigarrillo. Sentía dolores en el abdomen y una molestia incipiente en la pierna.

– Sé pragmático. Si te quedas, todos tendremos problemas.

– Te enviaré mis efectos personales cuando esté fuera del país. Mañana mismo.

– Dame tu palabra.

– Vale tanto como la tuya. En eso compartiremos el riesgo.

– De acuerdo. No se hable más. Adiós, irlandés. Te deseo suerte.

Seguido por Jean-Luc, Gérard anduvo en dirección opuesta al punto donde estaban los irlandeses, sentados, uno distanciado del otro, en la barandilla de la fuente de la plaza, cerca de la puerta de la basílica. Liam seguía a los franceses con la mirada. Cuando estaban a cien metros empezó a andar en su misma dirección. Ambos entraron en el parking de la plaza de la Reina. Liam esperó unos minutos con tal de comprobar que no salieran de allí. En una cafetería pidió una agua mineral y se tomó una Buscapina. Descansó un rato para que se le pasara la molestia de la pierna, ya un dolor agudo.

No tenía la menor duda de que Gérard le engañaba. Lo de sus efectos personales sólo era una estratagema para que se confiase. Sin la evidencia del cadáver -como noticia de prensa o verificada in situ-, nadie pagaría por un asesinato. Era cierto, y en eso creía al francés, que se veía obligado a matarle y que lo aceptaba a regañadientes. No era un encargo cuya víctima estuviera desprevenida, sino que, además, ambos se conocían perfectamente. De modo que Liam reordenó la estrategia para llevar a cabo, por una parte, el trabajo de liquidar a Lloris en el mínimo tiempo posible, y para evitar por otra enfrentarse a los franceses. Las pistas falsas que había dejado, el hotel Astoria y los traficantes de armas, ya serían conocidas por Gérard. Más que pensar en su plan, tenía que pensar en el de ellos. Probablemente hicieran lo mismo sin dejar de mantenerse cerca de Lloris, aunque quizá también les interesaba controlarle. Seguro que Gérard se imaginaba que los había seguido hasta el parking. Era una precaución básica. Aunque, si él fuese Gérard, habría ordenado a Jean-Luc salir por otra puerta del garaje. De modo que tendría cuidado con su socio, comprobaría que no le pisaba los talones. Se imponía otro detalle: irse del piso lo antes posible. Por la noche liquidaría el asunto Lloris. Ya había decidido hacerlo en el piso de su amante. Pensó en Dar es Salaam, en la joven negra, en el error de haber dejado cualquier testigo. También pensaba en Maria, en la necesidad de no ponerla en peligro. Era la única persona que conocía la ubicación del apartamento y podía presentarse de improviso.

Cuando salió de la cafetería, en vez de continuar por la plaza de la Reina, por la que transitaba mucha gente, dio la vuelta por la estrecha calle de la Correjería. Había algunos vecinos en los portales de los edificios y un grupo reducido de extranjeros que visitaban el casco antiguo de la ciudad. No vio a Jean-Luc. Ni a los dos irlandeses, cercanos al grupo, como si formaran parte de él, aunque tampoco le hubieran llamado la atención, dado el carácter turístico de la zona. Tan pronto como llegó al final de la calle, empezó a andar con más rapidez hacia la de San Vicente. La Buscapina le había hecho efecto. Apenas notaba el dolor en la pierna. Se metió por un callejón peatonal que llevaba al estanco. Antes de llegar se cercioró en tres ocasiones de que no le siguieran. En todo caso, el hecho de entrar a un estanco no levantaba sospechas. Por eso había decidido hablar con Maria allí. Se dirigió a la cava de los puros. Maria comprendió que quería verla. Su compañera se encargó de los clientes del mostrador. Liam palpaba un puro, comprobando su firmeza y humedad. Por una intuición no necesariamente femenina, Maria estaba convencida de que la inesperada visita de Liam era un mal augurio. El gesto inquieto de él también lo delataba así.

– No te esperaba.

El irlandés observó otras cajas de puros. Resultaba evidente que no era un fumador habitual de habanos, iba de una a otra sin decidirse. En realidad, no sabía qué hacer, cómo decírselo.

– Tengo que irme unos días a Madrid.

– ¿Cuántos?

– Dos o tres. Mi socio me ha llamado por teléfono. Tenemos un problema con una remesa de muebles que ha llegado dañada. Me ha pedido que lo compruebe.

– ¿Por eso estás tan serio?

– Me cabrea tener que ir.

– Parece que te vayas al fin del mundo.

Lo parecía. La conversación se volvía un lastre para Liam. Empezaba a darse cuenta de que quizá no tendría que haberle dicho nada. Marcharse sin decir adiós. Con el tiempo, y quién sabe si con muy poco, ella habría descubierto sus motivos. Unos motivos que él desearía explicarle personalmente, aunque Maria en ningún caso los entendiera. Pero no era capaz de irse de su vida sin verla por última vez, aquel encuentro inútil al que él intentaba dar sentido, para no dejar tras de sí un vacío absurdo, una huida inexplicable. Aunque no sabía cómo enfrentarse al momento, por lo menos estaba allí para evidenciar, aunque fuese con su estúpida presencia, un interés honesto. Un gesto simbólico de despedida que pretendía evitar la salida por la puerta falsa. Pero ni podía ni sabía cómo hacerlo, y además era consciente de que ella lo estaba intuyendo todo. La cogió con afecto por los brazos. No decía nada, pero su gesto lo explicitaba. Maria observó a la gente que se congregaba en el mostrador. Su compañera le hizo una señal para que se diese prisa con el cliente de la cava. Dio un paso atrás, separándose con suavidad de sus brazos. Tenían que dejarlo, como una de tantas aventuras parecidas que acontecen a diario en todo el mundo. ¿Por qué debería ser distinto para ella? Quizá había sido una ingenua, casi convencida de la sinceridad apresurada que él le había ofrecido. Al fin y al cabo, sólo era un turista con otra vida en otro país; tal vez un visitante de los que aprovechaban la oportunidad de una aventura. El comportamiento extraño de Liam se ratificaba en aquel encuentro. Debían dejarlo allí. Días atrás había entrado como un cliente y como un cliente se iría.

– Adiós, Liam. Dondequiera que vayas, que tengas buen viaje.

Maria se dirigió al mostrador. Liam todavía permaneció unos minutos allí, quieto ante una caja de puros. Lanzó un profundo suspiro, con un nudo en la garganta. Habría dado lo que fuese por desmentirle lo que pensaba. Sin embargo, se daba cuenta de que era tarde; sería inútil, ella no le creería. Además, cualquier cosa que hiciese podría implicarla. El tiempo se le agotaba, pero aún tenía el suficiente para al menos dejarla al margen. Cerró de un golpe la caja de puros. Salió del estanco sin el valor de mirarla, con una inequívoca sensación de pérdida. En realidad, sólo había ganado el paréntesis de unas semanas. No podía agradecer mucho más a su destino. Se sentía mal por ella, por el desencanto y la tramposa impresión que le dejaba. Ahora sólo se enfrentaba al único futuro que le esperaba: elegir, si todo salía bien, un lugar para morir.

Mientras atendía con desgana a los clientes, ella se resistía a pensar en la pérfida actitud de Liam. Cuesta dejar atrás unos hechos que han creado cierta ilusión, incluso tras la decepción. Demasiado enrevesado para entenderlo; demasiado reciente para asumirlo. A pesar de todo, le habría pedido una explicación si Liam no hubiera elegido el estanco para despedirse, un sitio donde, él lo sabía, a aquellas horas en ningún caso podrían conversar durante más de cinco minutos. Él había escogido las formas y ella se quedaba con todas las dudas, la incomprensión, la niebla ya empañándole cualquier pensamiento.

* * *

– Toni, no quiero estar presente cuando interroguéis a Gil.

– No lo estarás, ya nos ocuparemos de eso Tordera y yo. Si estás de guardia aquí, conmigo, es porque creo que debes conocer todos los detalles de la investigación. Quizá algún día (un día lejano) puedas publicar toda esta historia. Es mi regalo por tu cooperación.

– Te lo agradezco, pero sé que me tienes a tu lado para controlarme. No acabas de fiarte de los periodistas.

– Bien, digamos que hay un poco de todo. Reconozco que soy un poquito paranoico. Deformación profesional, supongo.

– Entiendo tus precauciones, para ti este trabajo es muy importante. También lo será para mí. Realmente sería un gran reportaje. Aunque si pasa mucho tiempo…

– Pues será el tiempo que habrás dedicado a la investigación. El reportaje tendrá más valor. Además, con tantos personajes implicados, necesita meses y meses de trabajo.

– Pensándolo bien, dudo que la dirección del diario se atreviera a publicármelo. Harán falta muchas pruebas claras.

– Las tendrás. Gil nos lo contará todo. -Butxana le mostró una pequeña grabadora-. Es la más potente del mercado. ¿Conoces El Hogar del Detective, esa tienda que está junto a la avenida Antic Regne?

– Nunca había oído hablar de ella.

– Tienen todo tipo de material sofisticado. Esta minúscula grabadora es capaz de registrar conversaciones con nitidez a una distancia de diez metros, incluso desde el bolsillo de la americana. Eso sí, en un recinto cerrado donde no haya ruido de fondo; es muy sensible.

– ¿Cómo has dicho que se llama?

– El Hogar del Detective. Te sorprendería.

– Propondré un reportaje para el dominical.

En el interior del coche de Butxana, aparcados junto al umbral de la finca de Manuel Gil, el detective y el periodista controlaban el flujo de gente que entraba y salía del edificio mientras esperaban a que llegara el ex comisario Tordera. Eran las cinco y cuarto de la tarde y habían visto entrar a Gil sobre las cuatro. Butxana había llamado a Tordera en tres ocasiones. En dos de ellas, el móvil del ex comisario estaba fuera de cobertura. Pero al tercer intento respondió que estaba en camino. El detective permanecía inquieto, ansioso por obtener la información de que precisaba y reunirse enseguida con Juan Lloris, cuya agenda del día le había comunicado Miquel Pons. Tordera llegó en taxi. Albert bajó del coche y le hizo señas con los brazos. El periodista se sentó en la parte de atrás. Tordera lo hizo delante, nervioso y con un semblante satisfecho que rozaba la euforia.

– Tenemos a nuestro hombre.

– Nuestro hombre es Gil. ¿Por qué has tardado tanto?

– Paso casi todos los días por Jefatura Central. Mira. -Le enseñó una foto de ordenador con el rostro del irlandés y todo tipo de detalles físicos escritos en uno de los márgenes del folio-. Se llama Liam Yeats y le busca la Interpol por el asesinato del responsable financiero de la embajada británica en Tanzania.

– ¿Saben que está aquí?

– Todavía no.

– ¿Y por qué crees que es nuestro hombre?

– Porque recordaba haberlo visto en el Astoria durante los días que pasé haciendo guardia. Para comprobarlo he ido al hotel, he mostrado la foto en recepción y me lo han confirmado.

– Ahora ya lo sabrá la policía.

– No tardará mucho en saberlo. En el momento en que distribuyan su foto por los hoteles, los del Astoria se pondrán en contacto con ellos.

– ¿Entonces se hospeda en el Astoria?

– Se le ve muy poco. De hecho, hace unos días que no aparece por allí.

– Claro, deja pistas falsas.

– Exacto.

– Pues no podremos dar con él.

– Ni falta que hace. Con las declaraciones de Gil y la foto del irlandés, convencerás a Lloris.

– No me habías dicho que tenías un informador…

– No tengo ninguno. He pasado más de veinte años destinado en Jefatura Central. Me dejo caer por allí, me tomo una cerveza y comentamos algo del oficio. No suelen abundar casos así. Generalmente la Interpol les pide que se encarguen de desapariciones. Si no están en alerta, no prestan demasiada atención. Simplemente toman las precauciones habituales. Pero todo se pondrá en marcha cuando el hotel les informe.

El detective se sacó el móvil del bolsillo.

– ¿Qué haces?

– Llamar a Miquel. Albert y él harán guardia en el hall del hotel.

– Te he dicho que lleva días sin aparecer por allí.

– Tendrá que recoger su maleta. No sabe que la Interpol le busca.

– Da igual. No irá. Lo hizo durante los primeros días para no llamar la atención, pero ya no volverá. ¿Le crees tan idiota para cometer un error indigno hasta de un principiante? Además, el irlandés es asunto de la policía. Nosotros debemos ocuparnos de Gil y luego tú de Lloris. ¿Por qué coño debes enfrentarte a un asesino profesional?

– La Interpol pagará muy bien la información. Si Miquel y Albert están allí, lo sabrán antes que la policía.

– Es Lloris quien nos pagará muy bien.

– Y Júlia -añadió Albert, que no había abierto la boca porque escuchaba con interés.

Tordera y Butxana se volvieron hacia él.

– Si tú -dijo el periodista dirigiéndose al detective- se lo cuentas todo a Lloris, él sabrá de la implicación de su hijo y de la asesora.

– Justo lo que pensaba decirle.

– Sin embargo, no podrá acusarles. El escándalo sería tan grande que le perjudicaría políticamente. ¿Os imagináis que un candidato acuse a su propio hijo y a su persona de confianza de intentar asesinarle? Lloris tomará nota, pero callará. Estoy seguro de que Júlia seguirá siendo su asesora para guardar las apariencias.

– Pero nosotros lo sabremos y podríamos cobrar por nuestro silencio.

– ¿Estás insinuando un chantaje? -le preguntó Tordera a Butxana.

– Sólo he apuntado una idea -se defendió Albert-. Al fin y al cabo, todo lo que estáis haciendo es por dinero.

– Normal, los servicios se cobran.

– Un momento… un momento… No nos desviemos de las prioridades. -El ex comisario intervino ante el nuevo cariz que tomaba el proyecto-. Primero viene Gil y luego Lloris. ¿Queda claro? Ni Júlia ni menos aún el irlandés nos interesan.

– A mí, sí-dijo Albert con energía-. Veréis, quiero pediros un favor a cambio de mi colaboración. Sobre todo a ti, Toni.

– De acuerdo.

– En un futuro, toda la información de política municipal que necesite podría facilitármela Júlia Aleixandre a cambio de mi silencio.

– Me he precipitado en la concesión -reconoció Butxana.

– Es justo que se lo concedamos -dijo Tordera.

– Muy bien, pero que sepas que acabamos de renunciar a una buena fuente de ingresos.

– Aunque esté jubilado, aún me considero un policía honesto. No participaría en una extorsión.

– ¿Quieres hacerme creer que en cuarenta años como policía nunca te has dejado untar?

– Butxana, me estás ofendiendo.

– No era mi intención, pero además de idiota me parece raro.

– ¿Tú lo habrías hecho?

– Yo no he sido policía.

– Clarísimo: lo habrías hecho.

– ¿Y si dejarais de discutir y subierais a interrogar a Gil? -levantó la voz Albert.

– El chaval tiene razón. Estamos perdiendo el tiempo con estupideces -admitió el ex comisario.

– De acuerdo, vamos allá. Tú serás el poli bueno y yo el malo.

Una mujer de edad respetable, con cara de compradora que no quiere que la estafen con la báscula y aire de viuda taciturna, salía del portal de la finca. Butxana aceleró un poco el paso y aún llegó a tiempo de mantener la puerta abierta y dejarla pasar.

– Gracias -con indiferencia.

– Señora, ¿tienen portero?

– Murió la semana pasada. Consulten los buzones -dijo seria y muy digna. De inmediato, con cierta anorexia comunicativa, les informó-: El ascensor no funciona.

– No me extraña que la diñara el portero -dijo Tordera, cabreado.

El piso de Manuel Gil era el sexto.

23

Amigo Martínez,

Me hallo en un callejón sin salida. Al hecho de que la Interpol me busca se ha añadido la orden que ha recibido Gérard Zaharie, el francés del que te hablé, de matarme si no abandono el encargo que me llevó a Valencia. En el periplo de mi exilio fuera de Irlanda, mi instinto de perseguido me ha salvado de situaciones delicadas, pero la de ahora es distinta porque, como ya sabes, estoy enormemente fatigado al no entrever ninguna esperanza de evitar un destino que no deja de acecharme a cada paso. Antes que nada quiero darte las gracias por tu amistad, la única de que he podido disfrutar. También por la deferencia y la discreción que en los últimos años has mantenido respecto a mis actividades, que estoy en disposición de afirmar que no aprobabas. Pero aún tengo que pedirte un último favor. Desde hace seis años me ocupo materialmente de un niño, llamado Rubén, del que cuidan en la Escuela de Acogida de Lima. Es más bien un acto de mala conciencia; paradigma quizá de todos los actos de mala conciencia que la memoria no ha abolido (supongo que el hecho de ocuparme de él me ha resuelto el problema de la justificación). En 1999 me desplacé a Lima con el encargo de matar a un empresario. Tras estudiar los distintos modos de llevar a cabo aquel trabajo, en un país que desconocía absolutamente, me decidí, pese a no ser ningún especialista, por poner una bomba-lapa en su coche y hacerla detonar por control remoto. Elegí el lugar más oportuno, en la rasante de una carretera poco transitada de las afueras de Lima. El día también era el más idóneo: el empresario prescindía de su chófer, que se encargó, previo pago, de la colocación del explosivo en los bajos del vehículo, un Mercedes que, al ser blindado, requería de una bomba potente. El sitio desde donde tenía que accionar el artefacto me ofrecía una visión perfecta del Mercedes, pero no del coche en el que iban, en dirección contraria, los padres de Rubén, dos personas de economía modesta que por una funesta casualidad se cruzaron con mi objetivo. Los padres de Rubén murieron al instante; el empresario, pese a sus heridas de consideración, se salvó.

Hasta ahora he enviado dinero periódicamente para que la escuela se ocupe de la salud y la educación de Rubén. Te ruego que sigas encargándote tú y hagas lo que yo tenía previsto: al cumplir los dieciocho años, edad en que la escuela ya no puede hacerse cargo de él -porque necesitan el espacio para otros niños-, enviarle una suma de dinero para que pueda iniciarse en la vida sin dificultades. A tal efecto, en una de tus cuentas de Andorra te hice una transferencia antes de venir a Valencia. Si puedo seguir adelante con este encargo, también recibirás el dinero pendiente. Sé que lo harás y con eso habrás dado un poco de sentido a mi vida, por paradójico que sea en mi caso; una vida que a punto ha estado de dar un giro que quizá me hubiese brindado una oportunidad con una mujer a la que empezaba a querer, y creo que ella a mí también, pero que los acontecimientos han hecho que se fuera al traste. Con tal de dejarla al margen de mis actividades, para cortar cualquier relación conmigo -que habría hecho que una investigación posterior la implicara-, me despedí de ella con mentiras indisimulables que la han decepcionado y entristecido. Es delgada, alta, de unos treinta años. Se llama Maria y trabaja en el estanco de un callejón de cuyo nombre no puedo acordarme, pero es paralelo, por el lado este, a la principal plaza de la ciudad. Si alguna vez vienes a Valencia, y te apetece, cuéntale lo que no me atreví a contarle yo. Que he sido terrorista, mercenario y profesional del crimen. Dile, aunque no se lo crea viniendo de un asesino, que no dude de la sinceridad de mis intenciones. En mis circunstancias, un hombre no tendría que haber iniciado una relación, ni menos aún haber mostrado el afán de profundizar en ella. Pero la quimera de una búsqueda desesperada azuzó mi egoísmo sin que pensara en el daño que podía causarle. No quiero que lo hagas por mí, sino por ella. Para mitigar si es posible su tristeza, evitarle la sensación de haber sido una mujer engañada. En cierto modo ha representado para mí un espejismo de felicidad. Nada más. Si logro salir de aquí, mañana o pasado volveré a Irlanda. Me alojaré como un extranjero en el hostal de mi pueblo, pasearé por sus calles y esperaré, con veinticinco años de retraso, el veredicto aplazado de una bala en la nuca.

Un abrazo de tu amigo,

LlAM

Pulsó la orden de envío. A continuación eliminó el mail y destruyó la cuenta de correo nueva que había creado expresamente para enviarlo. Incluso formateó el disco duro para desinstalar el sistema operativo. Miró qué hora era. Pasaban unos minutos de las seis y media de la tarde. El periódico informaba de que, a las siete, el candidato Lloris mantendría una charla-coloquio en la sede de la Agrupación de Peñas Valencianistas. Se preveía la asistencia de casi todos los presidentes de peñas de la ciudad. El acto acabaría a eso de las nueve de la noche. Liam había planeado esperarle en el piso de su amante. Luego, con el coche, se desplazaría hasta Barcelona. Desde allí, con un tren que salía a la una de la madrugada, iría hasta La Coruña, donde negociaría un pasaje con el capitán de un barco mercante que le trasladase a Irlanda.

Ocultó el ordenador en un cajón del armario. De inmediato dio un repaso por el apartamento en busca de algún objeto que Maria hubiese olvidado. Preparó su bolsa de viaje y recuperó un fajo de billetes que tenía bajo la alfombra del dormitorio. Se encendió un cigarrillo, se quitó la americana y se sentó en una esquina de la cama. No quería pensar en nada. Todas las determinaciones estaban tomadas y lo único que faltaba era esperar. Sus caladas ininterrumpidas e intensas hicieron que el cigarrillo se consumiera en poco menos de un minuto. Últimamente fumaba en exceso y notaba un fuerte peso en el pecho. Respiró hondo mientras apoyaba medio cuerpo en la cama, con la vista perdida en el techo, el pensamiento inevitable de lo que había sido su vida, pero con la cautela de no lamentarse.

Por un momento la cara se le iluminó con el recuerdo de Maria, con el brillo franco y resplandeciente de sus ojos; pero lo rechazó como alguien sin derecho a la evocación, castigado a ser hostil consigo mismo. Ahora debía seguir el orden de lo impuesto, como un actor que se prepara para representar las escenas finales, las que redondean la estructura del argumento. Se tendió en la cama con un gesto de abandono. Al cerrar los ojos notó el latido de su corazón y el peso de sus párpados. De haber podido, hubiera dormido hasta el día siguiente; hubiera dormido para siempre, quizá para vivir dentro de aquel sueño. Pero entonces oyó el ruido inequívoco de una arma con silenciador contra la cerradura de la puerta. Hizo el movimiento instintivo de coger la pistola de su americana. Pero se quedó quieto a un palmo del bolsillo, con el brazo tendido, inmovilizado por los gritos de los dos hombres que con rapidez habían penetrado en el apartamento. Con lentitud, dominado por la sorpresa, se volvió para enfrentarse a la mirada de Gérard, pero se encontró con dos rostros desconocidos, que, sin embargo, le eran familiares no sólo por sus rasgos físicos, sino también por la seguridad que acompañaba sus acciones. Le apuntaron con una arma cada uno, desde distintos ángulos del dormitorio. Liam se incorporó. Le indicaron que levantara las manos, que separara las piernas. El que más cerca estaba sacó el arma de la americana de Liam. La lanzó al corredor. Uno le apuntaba a la cabeza, el otro al pecho. No parecían nerviosos, pero mantenían las pistolas en alto con demasiada rigidez, con miedo a fallar pese a la escasa distancia. Se hizo el silencio. Le miraban fijamente. Quizá pretendieran que les suplicara clemencia, quizá que efectuara una de aquellas proclamas de arrepentimiento. Pero a Liam le invadió una sensación de placidez, como si lo irreversible de enfrentarse a la muerte fuera un favor largamente esperado.

– ¿Sabes quién soy? -le preguntó el rubio de la cara llena de pecas.

– No.

– ¿Recuerdas a los hermanos Devine?

– Sí.

– Patriotas que perdieron la vida por Irlanda -añadió el otro.

También recordaba a su amigo Charles Breslin, muerto el mismo día, en las mismas circunstancias, y cuya foto llevaba en la americana. No eran recuerdos lo que le faltaba. Pero, de nuevo, el silencio; otra oportunidad para que Liam respondiera algo que, aunque le mataran igualmente, sirviera para redimirle en el último instante. Pero no decía nada. Al contrario, no quería alargar un diálogo inútil. Deseaba encarnizadamente que le liquidaran de una vez. Aquella actitud, que no era más que una autoflagelación, todavía inyectaba en ellos más repulsa, porque la entendían como un gesto chulesco, desafiante, impropio de un traidor por culpa del que murieron tres militantes y cinco más fueron encarcelados. Ignoraban que Liam se había sentido culpable durante veinticinco años, y no tenía ninguna frase solemne, ninguna palabra, capaz de redimirle. Al fin y al cabo, habían hecho un viaje en balde. Con esperar sólo dos o tres días le habrían liquidado en Irlanda. Su regreso, aunque muchos años después, sí que hubiera tenido el mínimo sentido purificador que le exigían. Pero ya daba igual, y no someterse a un arrepentimiento impuesto era una cuestión de decencia consigo mismo.

Se llamaba John y era sobrino de los hermanos Devine, le informó, altivo, satisfecho de pertenecer a un clan de prestigio. Mientras se acercaba a él le recordó el nombre de los tres muertos y de los cinco encarcelados. Uno a uno, lentamente, como si cada cual tuviera que ser una bala en el cuerpo del traidor.

– Date la vuelta -le ordenó.

Liam se dio la vuelta. Iban a matarle como a un cobarde. A través de la cortina veía, difuminado, el hormigueo de gente que transitaba por una de las aceras de la calle de Xátiva. La vidriosidad luminosa del día se apagaba. La situación presentaba aquella paradoja: alguien a quien poco antes de morir se le ofrecía, como última voluntad, observar una multitud de vidas; todas aquellas vidas que durante muchos años había deseado vivir. Notó el arma de John en la nuca, su respiración audible. ¿Era su primer asesinato, la prueba que le confirmaría como militante de la causa? Su modo de entrar en el piso, su forma rapidísima de evitar los movimientos, constataba, sin embargo, buena preparación. Gente decidida. Los Devine podían sentirse orgullosos.

– Ya que no quieres luchar por Irlanda, morirás en su nombre.

Pero no fue Irlanda quien mató a Liam, sino el odio perdurable; fueron los valores inmutables de los hijos elegidos de la patria irlandesa los que apretaron el gatillo. Liam cayó contra la ventana, aferrándose a la cortina. La inercia del cuerpo hizo que su rostro se orientara hacia ellos. Los dos jóvenes observaron los movimientos de sus labios, como si quisiera articular vocales y decir algo con grandes esfuerzos. Al fin se desplomó con las rodillas hundidas, aún con un hilo de vida. Otro disparo y, de repente, la palidez mortal, definitiva. Si le hubiera quedado una brizna de conciencia habría notado el escupitajo que la Irlanda de John Devine soltó en su cara.

24

Manuel Gil tuvo que hacer dos veces la misma confesión. La grabadora minúscula más potente, adquirida por Toni Butxana a precio abusivo en El Hogar del Detective, no funcionó bien la primera vez. Por suerte, el rigor policial de Tordera aconsejó al ex comisario comprobar la grabación, y entonces se dieron cuenta de que lo mejor era sacarla del bolsillo del detective y situarla muy cerca del interrogado a cambio de darle la oportunidad de que se fuera para evitar las más que justificadas iras de Júlia Aleixandre y Lluís Lloris, y el más que probable ajuste de cuentas de los escabrosos franceses. Con lo que había explicado, a punta de pistola, el coordinador del complot, Tordera y Butxana, acompañados por Albert, se dejaron caer por la sede de la Agrupación de Peñas Valencianistas. El único de los tres que pudo acceder fue el periodista, que tomó asiento en el espacio reservado a la prensa. El ex comisario y el detective se quedaron fuera, con el rostro de Liam Yeats en mente, al acecho, por si en un desesperado intento el irlandés decidía liquidar al candidato. Mientras Tordera permanecía en la puerta, Butxana vigilaba los coches aparcados cerca de la sede y los balcones y las azoteas de los edificios. Dentro, y justo cuando Lloris acababa su disertación sobre los numerosos proyectos de su programa electoral, Albert se abrió camino entre la legión de peñistas que felicitaban al candidato.

– Señor Lloris…

– No hay declaraciones -le espetó al observar el carnet de periodista que colgaba del bolsillo de su camisa.

Albert se esforzaba inútilmente por echarle del local con rapidez. Pero los peñistas, cabreados ante el trato que por parte de un sector de la prensa recibía Lloris, le apartaron mal y de mala manera. A fin de evitar una agresión que se palpaba en la euforia del ambiente, Albert resolvió salir e informar a Butxana de sus fallidos intentos por advertir a Lloris de que debía hablar urgentemente con el detective al que había contratado.

Así pues, los tres se situaron junto a la puerta. Un cuarto de hora más tarde, el candidato, rodeado de peñistas, ya estaba en la calle. Entonces la educación y la identificación de comisario caducada de Tordera convencieron a Lloris de que tenía que entrar en seguida a su coche.

– ¿Qué pasa? -preguntó, inquieto, el candidato.

– Necesito tener una conversación con usted -le dijo Butxana.

– ¿Ahora?

– En su despacho -respondió el detective ante la presencia del chófer.

Lloris ordenó al conductor que le recogiera al día siguiente, a las doce, en la sede de su partido. Tordera también bajó del coche. El candidato y Butxana se dirigieron al discreto piso que Lloris tenía en la avenida de Aragón, lugar de encuentro habitual entre ellos. Durante el trayecto, Lloris le preguntó qué significaba la presencia del policía.

– Su placa era falsa.

– ¿Falsa?

– Tenía que convencerle de que habláramos.

– Espero que la información sea importante. Todavía tengo citas pendientes.

– Se lo contaré en el despacho.

De mala gana, visiblemente enfadado, Lloris condujo con rapidez, también ansioso por saber lo que el detective quería contarle con urgencia. Llevó el coche hasta el garaje del edificio y tomaron el ascensor privado hasta su piso. El candidato jugaba con las llaves y hacía preguntas a las que el detective no respondía. Apenas entraron en el piso se fue directo al sofá del despacho. Butxana permaneció de pie.

– Señor Lloris, he descubierto un complot para asesinarle.

Como impulsado por un trampolín flexible, el señor Lloris se levantó y su rostro, más allá de la indignación, dibujaba una considerable sorpresa.

– Me lo temía -dijo casi a gritos-. Claro, no pueden ganarme en las urnas y vienen a por mí.

– No es la oposición.

Por unos instantes pareció decepcionado.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿quién?

Butxana tardó unos segundos en decírselo.

– Júlia Aleixandre y su hijo.

– ¡Mi hijo! -Lloris dio dos vueltas completas al despacho-. ¡Mi propio hijo!

Se paró de repente y miró al detective como si necesitara tener al culpable allí delante y allí mismo infligirle el más severo castigo.

– Su hijo y Júlia Aleixandre -repitió Butxana.

– De esa serpiente sin escrúpulos me lo espero todo. Pero ¡¿mi hijo?!

– Llevo muchos años en la profesión y le aseguro que no es el primer hijo, ni será el último, que quiere liquidar a su padre.

Entonces Butxana se sentó mientras Lloris permanecía de pie, con las manos en las caderas, todavía incrédulo, como si de repente hubiera descubierto que era un ser normal y mortal. El detective esperó no tanto a que se tranquilizase como a que recuperara la predisposición a escuchar.

– Siéntese -le dijo casi como si le diera una orden.

Lloris obedeció haciéndolo en la butaca de la mesa del despacho, que aún conservaba todos los elementos ornamentales con que le habían hecho las fotos de precampaña. Suspiró y tendió los brazos sobre la mesa.

– Usted me contrató para que siguiera a Júlia día y noche. Pues bien, gracias a ese intenso seguimiento descubrí que se ha citado varias veces con su hijo, siempre en sitios discretos. El hecho (que ya sabía porque es público) de que usted y él no mantenían relaciones había suscitado mi interés.

– No me has informado de ello.

– Si uno quiere llegar hasta el final, cualquier investigación tiene que llevarse con mucha discreción. Conociendo su carácter, preferí ocultárselo.

– ¿Y si mientras investigabas me hubieran matado?

– Era un riesgo que debía asumir.

– ¡El que asumía el riesgo era yo!

– Ninguno de los dos se hubiera atrevido. Así que tenía que esperar a conocer al hombre que se encargaría del trabajo sucio.

– ¿Quién es?

– Manuel Gil.

– ¿Ese inútil?

– Gil ha buscado los contactos. Entonces contraté a un amigo para que me ayudara en la investigación (el hombre que le ha enseñado una placa falsa de comisario). Gracias a él supe que se trataba de un tipo de oscuro pasado, lo cual confirmaba mis sospechas. El tal Gil contactó con dos franceses que tienen un pub en el centro comercial de la carretera de Alicante, para que le liquidasen. Pese a que los amenazó con un dossier, los franceses se negaron, pero a cambio le ofrecieron los servicios de un profesional del crimen, un ex mercenario como ellos. Se llama Liam Yeats y es irlandés. Quizá aún siga en Valencia, esperando el momento oportuno para liquidarle. -Butxana le ocultó la orden de busca y captura de la Interpol-. En resumen, ésta es la historia con un matiz que le cuento ahora. -Sacó un cigarrillo-. ¿Le molesta que fume?

– Continúa.

– A última hora, Júlia se echó atrás. Puedo imaginar por qué, pero lo importante es que su hijo se entrevistó con el irlandés con tal que siguiera adelante con el plan. Incluso pagándole más de lo que habían acordado.

– Hay algo que no encaja.

– ¿El qué?

– ¿Cómo has llegado tú a saberlo todo?

– En primer lugar, porque he contado con la ayuda de tres personas. Y luego por las declaraciones de Gil.

Butxana acercó la grabadora hasta Lloris. La puso en marcha. De modo perfectamente audible, Gil explicaba con todo lujo de detalles, en orden cronológico, el resumen del detective. El candidato escuchaba con atención, dijo que reconocía la voz de Gil (también la de Butxana), pero pasados diez minutos pulsó el stop de la grabadora.

– Dura unos cuarenta minutos -le informó el detective.

– Tráeme a Gil inmediatamente.

– Imposible. -Miró su reloj-. Ya se ha ido de la ciudad.

– ¿Por qué le has dejado escapar?

– Hemos llegado a un trato a cambio de una confesión completa. Me interesaban sus declaraciones.

– Es cierto. Con eso basta para denunciar a Júlia y a mi hijo.

– Usted no denunciará nada. Si pone en práctica el sentido común se dará cuenta de que no le conviene. Quiere ser alcalde de Valencia, ¿no? ¿Quién votaría a un candidato al que su persona pública de confianza y su propio hijo pretenden liquidar? Y eso sin tener en cuenta que Francesc Petit renunciaría enseguida a aliarse con su partido. Periodistas amigos míos me han informado de que el ex secretario general del Front quizá sea decisivo en su éxito electoral. Entiendo que el silencio le indigne, pero, en cualquier caso, Júlia ya no quiere acabar con usted.

– ¡Pero mi hijo sí! -Se levantó con rabia Lloris y efectuó nerviosos trayectos por todo el despacho. Se sentó de nuevo-. Oye, te contrato para que le controles las veinticuatro horas del día.

– No, señor Lloris. Mi trabajo ya ha terminado.

– ¿Y qué voy a hacer yo?

– Contratar a un grupo de guardaespaldas de excelente curriculum. Por otra parte, también puede hablar con su hijo y disuadirle. Si sabe que lo sabe, quizá desista. Yo lo único que deseo es que me pague.

– Sí, hablaré con él, le amenazaré. Es más: hablaré con su madre para que se entere de qué hijo tenemos. Ella que cree tener una perla de valor incalculable…

La mujer tenía dos perlas incalculables, pensó el detective.

– Pásame la minuta con los días de trabajo.

Butxana sonrió tras lanzar un suspiro y pasarse la mano por la barbilla.

– Señor Lloris, usted pretende pagarme como si se tratase de un trabajo cualquiera, y eso no es justo.

– Te gratificaré con mil euros más.

– Quiero insistir en que le he salvado la vida.

– Muy bien, te daré dos mil.

– Mire -dijo Butxana con paciencia-, si me hubiera ceñido al encargo de controlar a Júlia y no hubiese contratado a tres ayudantes, porque tenía la intuición de que se preparaba un complot, usted estaría muerto.

– ¿Qué quieres, una medalla? Te he ofrecido otro trabajo.

– Su vida no es la de un ciudadano normal y corriente. Quiero decir que, si hubiera evitado el asesinato de una persona modesta, habría aceptado la gratificación y punto. Pero usted disfruta de una vida de lujo y no es de justicia que no me pague de acuerdo con la perspectiva de un futuro esplendoroso. ¿Qué patrimonio tiene? ¿Doscientos, trescientos, quinientos millones de euros? No tengo muchas nociones de economía, pero una fortuna así no se acumula trabajando en la cadena de una empresa de automóviles. Es más: cuando llegue a la alcaldía posiblemente multiplique por diez su riqueza, dado su talento innato para los negocios. Jamás he entendido que un millonario se dedique a la política si no es para incrementar su patrimonio.

– Soy valencianista y quiero servir a Valencia.

¡Políticos! Ya va siendo hora de que los pongan a todos en un puto museo. Pero prefirió ir al grano:

– Soy un profesional deseoso de que le paguen sus servicios como merece.

– Acabemos. ¿Cuánto quieres?

Con la intención de evitar expresiones malsonantes por parte de Lloris, quizá rehuyendo la simple crudeza de las palabras de Butxana, vete a saber si por deferencias de la negociación, el detective le escribió la cantidad en un papel: cinco millones de euros.

Durante el silencio que sucedió a la petición, Butxana encendió otro cigarrillo.

– Rata de alcantarilla, rastrero, mal nacido…

Mientras de nuevo el candidato se levantaba y proseguía con la retahíla de insultos (sin mucha imaginación, todo sea dicho, ya que los repetía), el detective fumaba y a la vez observaba un par de cuadros con motivos valencianos.

– ¿Crees que me dejaré extorsionar?

– Está en un error. No se trata de una extorsión, sino de una sencilla correspondencia entre el servicio de salvarle la vida y el valor que tiene. Si se fija bien, se dará cuenta de que sólo le cobro el uno por ciento de su patrimonio actual. He tenido la deferencia de no añadir sus beneficios como alcalde. Tranquilícese y sopese cuánto ganará pagando un miserable uno por ciento y cuánto perderá si no lo hace.

Butxana se levantó de la butaca y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Le dejo la cinta para que reflexione. Tengo una copia. Pero le aconsejo que no tarde en decidirse. Otra cosa. -Se situó a un palmo de él-: Si vuelve a decirme que le extorsiono, si me vuelve a insultar, aumentaré el precio. Y, ahora que lo pienso, cada día que pase sin darme una respuesta, también. Buenas noches, señor Lloris.

– No te vayas.

– Aún no lo he hecho.

– Negociemos el precio.

– ¿Qué quiere negociar? ¿Medio millón? ¿Un millón? Le falta el orgullo de los ricos. Además, no es posible. Me han ayudado tres personas a las que no quiero decepcionar. Las he convencido de que usted sería espléndido.

– ¿Espléndido? ¡Me estás atracando! Tenías decidida la cantidad desde el principio.

– Lo cierto es que tenía decidido pedirle un buen precio, pero la confesión de Manuel Gil ha hecho que aumente.

– ¿Por qué?

– Si hubiera escuchado la cinta completa lo sabría. Júlia se echó atrás después de haberse entrevistado con un tal Higinio Pernón, al que Gil investigó: un intermediario de holdings empresariales con grandes intereses económicos en Valencia. Gil supuso, y yo también, que a Júlia le prometió una buena compensación económica si con su inestimable labor de intrigante política le convertía en alcalde. No en vano se ha enrollado con Francesc Petit. Por cierto, si yo fuera usted, Júlia o su hijo, vigilaría de cerca a Gil. Ahora que se ha ido, tendrá tiempo para pensar por qué ha tenido que marcharse él, mientras los demás implicados siguen viviendo, y bien, como si nada hubiera ocurrido.

– ¿Y tú? ¿Por qué tendría que fiarme de ti?

– Buena pregunta. Me la esperaba. Yo soy un detective modesto y sin ambiciones profesionales. De hecho, usted acudió a mí porque con poco dinero podía comprar mi discreción. En una agencia trabaja mucha gente y alguien se va de la lengua: el candidato investiga a la asesora. Es cierto que soy un conformista, ya se lo expliqué el día que me contrató. Pero he tenido la suerte de encontrarme con un caso que no tiene más remedio que agradecerme con lo que vale. Nada, en definitiva, que le lleve a la ruina. Antes me ha ofrecido un trabajo. A partir de ahora ya no quiero trabajos. Ni como detective ni de ningún otro tipo. Digamos que me prejubilo. Esté tranquilo, con su dinero preferiré no buscarme complicaciones.

– ¿Y la copia de la cinta?

– Comprobado el mal carácter imperante entre cierta gente de las altas esferas, prefiero quedármela. Un seguro de vida.

– ¿Me consideras un criminal?

– Tampoco lo habría pensado de su hijo. Sinceramente, el encargo le ha salido por una ganga. Le quedan por delante años de glamour político y riqueza para disfrutar. Pero, francamente, no le envidio.

– Te lo pagaré. Vuelve mañana.

– ¿A este despacho?

– Sí.

– En efectivo, en billetes de quinientos euros repartidos en dos bolsas de deporte.

– ¿Te imaginas que tengo tanto dinero en negro?

– Ni lo dudo. Bien, supongo que no querrá que le prepare un informe por escrito.

– Sólo quiero que te largues.

* * *

Fue puntual. Todo el mundo fue puntual aquel día precedido por una noche ilusionante del ex comisario Tordera. Pese a que insistió a Butxana -por teléfono, a las diez de la noche- para que le dijera con qué compensación económica regraciaría Juan Lloris la advertencia sobre el complot y el peligro que corría su vida, el detective, haciéndose el longuis, prefirió convocar al grupo a las doce del mediodía. Tordera se despertó más temprano que de costumbre, hizo la compra -también el periódico, que leyó con el pensamiento en otra parte, quizá en la que calculaba qué le correspondía-, arregló un poco el piso, como hacía a menudo, limpiando a diario para que la suciedad no se acumulara y a la vez para matar el tiempo. Al hilo de la reflexión que le tenía preocupado, recordó que necesitaba un par de compras: un sofá nuevo, más cómodo y más grande, y un televisor extraplano de dimensión panorámica. Le gustaban los documentales, en especial los de casos archivados del FBI. Quizá tuviera bastante con dos mil euros. No, pongamos tres mil. ¿Suponía un abuso exigirle a Butxana una cantidad similar? Aunque complementaria, creía que su contribución al caso había sido fundamental. La defendería. Al fin y al cabo, de no ser por él, Butxana se habría dispersado y el asunto se les habría ido de las manos. Con su sentido pragmático había ordenado las prioridades, al margen de las informaciones sobre algunos de los personajes centrales de la trama. Toni estaba obligado moralmente a ser generoso. Entonces cayó en la cuenta de que, si sólo una vez por trimestre le pedía ayuda profesional, redondearía un «sueldo» mensual decente. Antes de acudir a la cita, como aún faltaba más de hora y media, resolvió dar un paseo diario de sesenta minutos exactos, pero cambió su rumbo habitual de todos los días y anduvo en dirección al barrio del detective. Tenía buenas vibraciones, se sentía útil.

Miquel Pons se presentó a las nueve de la mañana en la sede de «Valencians, Unim-nos», pero el señor Lloris, según una de las excelentes azafatas que pululaban por el local, no llegaría hasta las diez. Pons se sentó en el vestíbulo y mató el tiempo hojeando una especie de boletín que, desde hacía unos días, editaba el nuevo partido. Le habían ofrecido colaborar como corrector de estilo y ortográfico, y también aportando algún artículo didáctico sobre historia valenciana. Les había dicho que lo pensaría. Una excusa, la primera que se le pasó por la cabeza. Le daba asco participar con su nombre en un boletín cuyo contenido, al margen de evidenciar un escaso interés por la maquetación, provocaba vergüenza ajena. El señor Lloris llegó a las diez y cuarto. Miquel se levantó, le saludó mientras observaba su aspecto. Estaba ansioso por comprobar qué actitud mostraría tras su cita con Toni Butxana.

– Buenos días, señor Lloris.

– Vuelve mañana -respondió el candidato sin mirarle, caminando deprisa al mismo tiempo que se quitaba la chaqueta y una atenta azafata la recogía al vuelo. Miquel aún lo ignoraba, pero al día siguiente no volvería.

En el periódico, Albert se enteró de la muerte de un extranjero en un apartamento de la calle Xátiva. Uno de los redactores de sucesos todavía intentaba descubrir la identidad de la víctima. Habló un rato con el jefe de la sección de política. No sobre el extranjero, sino para quejarse de la lentitud con que se producían las noticias alrededor de las negociaciones entre Francesc Petit y Juan Lloris. Veterano en el oficio, Antoni Guixà le pidió calma, paciencia y perseverancia. Una vez tengas el hilo en la mano sólo habrá que tirar de él. Lo más importante, ya te lo he dicho, son los detalles internos, lo que ellos no contarán y tú, gracias a tu informador, sabrás. Contrastados, eso sí, concluyó Antoni, temiendo la desbordante imaginación de Albert, que, por suerte, nunca tendría que contarle todo cuanto sabía. Durante el trayecto al piso de Butxana, las emisoras informaban de la identidad del extranjero, poniendo un énfasis entusiasta en el historial del individuo, pompa en la efectividad de la policía, que, por orden de la Interpol, llevaba días buscándole con todos sus operativos disponibles. Al llegar al piso, Albert informó de ello a los demás, que ya llevaban un buen rato allí, sobre todo Tordera, que había acudido al lugar media hora antes de las doce. En el estanco donde trabajaba, Maria no escuchaba la radio. Pero al día siguiente vería la foto de Liam en las portadas de todos los periódicos.

Pasaron un rato hablando del caso de Liam, desde el convencimiento de que los franceses le habían liquidado. Toni Butxana se congratulaba por haber informado a Lloris a tiempo, medalla que enseguida le arrebató Tordera al recordarle que, si no se hubiese mostrado insistente, el detective habría seguido profundizando en el caso con la curiosidad innata que le caracterizaba. Pero no era un día para discutir, exclamó eufórico Butxana dirigiéndose a la salita, abriendo la puerta de par en par, mostrándoles una mesa rebosante de exquisiteces: caviar, salmón, jamón ibérico, ensalada verde con gambas, cigalas y bogavantes, al estilo señorito, todo bien pelado, con dos botellas de vino blanco en una cubitera transparente, un Vega Sicilia del ochenta y dos que el detective se apresuró en aclarar que estaba en buenas condiciones, manteca francesa… Un almuerzo frío que dejó boquiabierto al grupo, que, no obstante, recibió un atisbo de suspicacia por parte de Tordera:

– Me gustaría pensar que esta mesa tan bien surtida no es el pago.

– Es el aperitivo. La antesala de la recompensa. -Ufano, Butxana también exhibió una caja de puros marca Trinidad-. Para luego, tengo en el congelador dos cavas de indiscutible calidad y un Bollinger.

– Toni…

– Tordera, no te impacientes.

Entonces el detective dejó la salita y se dirigió a su dormitorio. Antes de entrar, les hizo una señal para que se acercaran. Con los tres a su lado, abrió la puerta y se echó atrás para que pudieran observar el espectáculo. Divididos en tres partes, fajos de billetes de quinientos euros se esparcían por encima de la cama, por las dos mesitas y por el suelo. En un rincón, dos bolsas de deporte de un tamaño apreciable. Casi transcurrió un minuto sin que ninguno de los tres dijera nada. Por fin, el ex comisario Tordera osó penetrar en la estancia y, cogiendo uno de los billetes, escrutarlo a contraluz.

– Son de curso legal -notificó Butxana.

– ¿Cuánto dinero hay? -preguntó Miquel.

– ¿Cuánto diríais que hay?

Se miraron. Nadie se atrevía a dar una cifra.

– Mucho, muchísimo -dijo Tordera mientras observaba, también a contraluz, billetes de varios montones.

Albert y Miquel decidieron entrar en el cuarto. Butxana permanecía en el umbral de la puerta, apoyado con un brazo en el marco, observando con satisfacción la inenarrable sorpresa del trío.

– Tocadlos, pero dejadlos donde estaban. La división está hecha.

– Toni -Tordera, algo asustado-, es mucho más de lo que podía imaginar. Dime cuánto hay, por favor.

– Cinco millones -Butxana, con naturalidad, como si para él fuese una cifra de lo más normal-. Cuidado con pisarlos. Son frágiles.

Los tres volvieron a la puerta. Desde allí siguieron observando escépticos el desparrame.

– ¿Están limpios? -inquirió Albert-. Quiero decir si…

– ¿Si son el fruto de una extorsión? ¿Un chantaje a cambio de silencio? Pues no. -El detective se separó de la puerta. Los demás aún miraban empanados el interior de la habitación-. En realidad, el señor Lloris ha sido un roñica; alguien que no ha sabido valorar como merecía su propia vida, el esfuerzo de una investigación vital. ¿Cinco millones de euros? -se preguntó el detective con desdén-. ¿Qué representan para un hombre al que le sale el dinero por las orejas? Quizá un uno por ciento de su actual patrimonio.

– O sea, que te has enfadado mucho con él -comentó el ex comisario.

– Pues no he llegado a verbalizarlo, pero no me parecía justo.

– Debo reconocer que eres un buen negociador. Con cinco mil euros yo me habría conformado. Por cierto, ¿has sido tú quien le ha pedido los cinco millones o te los ha dado él?

– Te lo explicaré.

– Estoy ansioso.

– Tras escuchar atentamente mi resumen del caso y la grabación, el señor Lloris se quedó, como podéis imaginar, en silencio un buen rato. Normal. Tened en cuenta que su hijo, su propio hijo, estaba implicado. Pasados unos minutos, durante los que no sabía qué hacer ni qué decir, me expresó su más profundo agradecimiento y me dijo que al día siguiente, a las nueve, me pagaría el trabajo. Por educación, por cortesía, digamos por lo que se llama ser un señor, no le pregunté de qué cantidad se trataría. Sinceramente, el hombre estaba jodido y yo respeté lo trágico del momento. Hoy, a esa hora en punto, he ido a su despacho privado. El señor Lloris mostraba otro semblante, diríase que decidido, como el de quien ha resuelto asumir el mal trago. Sobre la mesa había dos bolsas. Tras darle las gracias me las ha acercado.

– Por cortesía, no has contado los billetes delante de él.

– En efecto, Tordera. Me he despedido con rapidez, he cogido un taxi (durante el trayecto he echado un vistazo a las bolsas) y apenas llegar al piso he empezado a contarlos ávidamente. Parece increíble, pero, al volcar el contenido sobre la cama, me he hecho una idea aproximada de la cifra.

– Tienes una vista espléndida. Ni contándolos habría adivinado yo cuánto dinero hay.

– Bien, Tordera. Me pediste que fuera generoso contigo y pienso serlo. -Butxana entró en el dormitorio-. Y también lo seré con nuestros amigos. Esta parte de aquí es para ti. -La parte ocupaba más de la mitad del espacio del lado izquierdo de la cama-. Un millón de euros.

– Ciento setenta millones de pesetas -tradujo el ex comisario maquinalmente.

– Más o menos. ¿Contento?

– Muy satisfecho. Inmensamente agradecido.

– No hace falta que me beses. Para nuestros amigos, tan jóvenes, tan llenos de vida y ganas de disfrutarla, la otra parte de allí. -El lado derecho de la cama. Miquel se acercó-. Otro millón de euros para repartíroslo como buenos amigos.

– Señor Butxana -dijo Miquel, emocionado-, usted, usted…

– Sobran las palabras. -El detective observó el aspecto poco expresivo del periodista-. ¿Alguna queja, Albert?

– No… no…

– ¿Entonces?

– Disculpad, pero no me quito de encima la sensación de que me han comprado.

– El precio es razonable -intervino Tordera.

– Eso demuestra que eres una persona íntegra, un periodista con principios. Pero, al margen de que es una sensación errónea, con el tiempo y con tu oficio es un tipo de objeción que acabará normalizándose. Al fin y al cabo, también tendrás con Júlia Aleixandre las informaciones municipales que te convengan. Llegarás a ser una estrella del periodismo.

– Informaciones a cambio de tu silencio -añadió Tordera, que le dio unos golpecitos en la nuca mientras le dedicaba una sonrisa-. Una pequeña extorsión profesional.

– Aún sé más cosas que me callaré -se defendió Albert.

– Así lo deseo. No olvides que soy yo quien ha dado la cara ante Lloris. No quisiera jugármela. En el precio va incluida la discreción total. Ya habéis comprobado cómo las gastan.

– Pero tenemos la cinta -respiró, aliviado, Tordera.

– No tenemos nada. Se la ha quedado él.

– ¿Estás loco?

– Le he dicho que conservo una copia.

– ¡Qué frivolidad!

– Si tú fueras Lloris, ¿pensarías que no me quedo con ninguna copia? -Tordera se mostró satisfecho con la respuesta-. Bien, señoras y señores del jurado, el resto, tres millones de euros, es para mí. Si pasan tres segundos sin que digáis nada en contra es que estáis de acuerdo. Muy bien, primero almorzaremos y luego os llevaréis el dinero.

Comieron, hablaron de proyectos. Comieron a gusto, disfrutando de productos de calidad, de marcas de élite. Albert, más locuaz, reflexionó en voz alta sobre el gran reportaje que tenía el irlandés. Preguntó al ex comisario si podía conseguir que algún pez gordo de la policía le diera acceso al historial oculto de Liam, a la parte no oficial. Era algo complicado, ya que la policía sólo tendría los datos facilitados por la Interpol. Aun así, lo intentaría.

Sin embargo, el ex comisario no entendía que tras embolsarse medio millón de euros no se diera prisa por disfrutarlo. Unas vacaciones. Un periodista no descansa. Él era un reportero siempre en busca de la gran exclusiva. ¿Y tú, Miquel? Miquel le contaría a su madre que había dado con un trabajo extraordinario, bien remunerado, que aliviaría el de ella. Un buen hijo, aprobó Tordera. El detective intervino para hablar de los euros recién mencionados, y les advirtió que se trataba de dinero negro, de modo que no podían ingresarlo de una vez en ninguna entidad bancaria. Según él, a partir de tres mil euros ingresados, Hacienda lo detectaba. ¿Soluciones? Un poco complejas, ciertamente; pero, al fin y al cabo, un problema agradable. Alquilar un piso para guardar el dinero era una de las salidas. También las cajas de seguridad de los bancos o blanquearlo poco a poco. Por ejemplo: compras un piso o una casa y, de acuerdo con el propietario, pagas una mitad en negro y la otra a través de un préstamo hipotecario avalado por un puesto de trabajo. O sea, de momento es oportuno trabajar. Todos los meses, vas ingresando dos mil quinientos euros de dinero negro en la cuenta. Al cabo de un tiempo, problema resuelto.

Dejaron el cava para otra ocasión. Albert y Miquel tenían que irse. Aunque no hiciera falta, antes de que se fueran, Butxana les pidió discreción. El detective les dio una bolsa regalada por una agencia de viajes. En el rellano, esperando al ascensor, la inquietud de Miquel, con la mano firme en las asas de la bolsa, era patente. Volverían a verse, por lo menos durante los primeros meses. Sin mencionarlo, Butxana pretendía controlar el uso que hacían del dinero. Eran jóvenes con la costumbre de no haber tenido un duro y con una bolsa llena a rebosar de euros.

El detective cerró la puerta. Luego sacó del congelador una botella de cava. Estaba fresquísima, tanto que prefirió trasladar a la parte superior de la nevera las otras tres. Llevó dos copas a la mesa, las sirvió y conminó a Tordera a brindar.

– ¿Me contarás ahora la verdad?

– Morirás policía. Vamos, salud.

Butxana se lo bebió todo de un trago y volvió a servirse. Tordera dio un pequeño sorbo.

– Pensándolo bien, no hace falta que me lo cuentes.

– Supongo que te lo imaginas.

– Sería capaz de relatarte paso a paso todo cuanto hiciste y le dijiste. ¿Se enfadó mucho?

– ¡Bah!, un poco. Total, el uno por ciento.

– ¿Cuándo decidiste jugársela?

– En cuanto supe lo del complot. Las partidas se ganan cuando se amañan.

– ¿Sabes qué? He sido un policía honesto. Nunca participé en ninguna de las martingalas de mis compañeros. -Tordera dio otro sorbito. Chasqueó la lengua contra el paladar. Luego dejó la copa en alto, observando el color del cava-. No me arrepiento de ser tu cómplice.

– ¿Ah, no?

– Pues no. Se la hemos jugado a un millonario.

– No me quites méritos: la encerrona es mía. Te diré algo más.

– Di lo que quieras, el alcohol está haciéndome efecto.

– Siempre había deseado ponerme a prueba, saber de qué era capaz.

– Tienes una moral relativa. No se la hubieras jugado a un pobre, a un cliente normal.

– No.

– Haré de abogado del diablo.

– Aprovéchate. He bebido más que tú.

– ¿Qué diferencia encuentras entre matar a un rico o a un pobre?

– Ninguna.

– Exacto. Hablamos de un asesinato. ¿Y robar a uno u otro?

– El porcentaje. El derecho lógico. Si tú matas a un pobre y a un rico, a ambos les has quitado la vida, lo único que no pueden recuperar. Sin embargo, tú robas a un rico y aún le queda mucho. Un jurado popular lo entendería. Así pues, digamos que he robado en nombre de la justicia, de la equidad.

– Añadamos que sólo nos queda el individualismo que atenta, con criterios de proporcionalidad económica, contra la propiedad privada y dormiremos tranquilos.

– A mí no me quitará el sueño. ¿O es que quizá no hemos arriesgado la vida? Tanto el irlandés como los franceses eran gente peligrosa. Tipos así te amargan la existencia. A decir verdad, hemos cobrado por la vida de Lloris y por la nuestra.

– Admitamos que el kilo de la nuestra se ha disparado. -Entonces sí que se bebió la copa de una vez-. Tengo la sensación, imagino que subjetiva, de llevar cincuenta años haciendo el idiota.

– No te preocupes. En el dormitorio te espera una bolsa objetiva que te compensará por la negligencia.

* * *

Apenas habían transcurrido ocho días cuando tuvo lugar el incidente. Albert, más periodista que nunca, tan periodista como siempre, lo escuchó desde el aparato que interceptaba la frecuencia de la policía, siempre en marcha en la sección de sucesos. Un sábado, a las diez de la mañana, después de tomarse un café con las señoras de la limpieza, antes de leerse los periódicos de cabo a rabo, de preparar la regional valenciana del día siguiente, se enteró del incendio en el pub La Escapada. Enseguida llamó por teléfono a Butxana, éste a Tordera y los tres quedaron en el centro comercial de la carretera de Alicante.

A pesar de la hora, un numeroso público presenciaba el incendio. Se acercaron hasta donde les fue posible gracias a la placa -auténtica- de comisario jubilado de Tordera. Abriéndose paso casi rozaron un brazo del español Martínez, mezclado entre el gentío, con un semblante triste que ocultaba tras gafas oscuras, aún recordando en silencio con la oración del kadish a su amigo perdido.

El día anterior, Martínez había llegado a un hotel céntrico de la ciudad. Por la tarde se había reunido con un agente inglés del Mossad, en la cafetería del hotel. Un hombre y una mujer jóvenes llevarían a cabo la operación, asimismo ingleses, también del Mossad. El inglés, de cincuenta y cinco años, con el nombre en clave de Kevin, un hombre de constitución atlética con la cara surcada por las arrugas del sol africano, bajo el que había conocido a Liam, le explicó todos los detalles. Kevin siempre había informado a Martínez cuando éste le preguntaba por las actividades del irlandés, desde que el Mossad abandonó sus operaciones africanas. Martínez le había pedido ayuda en el ajuste de cuentas que los agentes israelíes tenían como precepto, aunque fuese para vengar a un «katsa dormido», que era lo que había seguido siendo Liam. Kevin era lo que se solía llamar un especialista en la preparación de planes, una especie de comandante de grupos operativos. Proyectaba las actividades, de qué modo debían llevarse a cabo, sin intervenir en ellas personalmente pero eligiendo a las personas idóneas. Años atrás, el inglés Kevin había formado parte de una célula Kidon, el servicio más especial y especializado del Mossad. Kevin, pues, se trasladó a Valencia cuatro días antes de su encuentro con Martínez. Había tomado unas copas en el pub La Escapada, tres veces a distintas horas. Cuando lo tuvo listo ordenó a los dos jóvenes que acudieran allí. Les explicó con todo lujo de detalles la operación, que ignoraban antes de llegar a la ciudad. Incluso el viernes, a mediodía, fue con ellos al pub. Él entró separado de la pareja, advirtiéndoles que no accediesen al comedor; era pequeño y Gérard y Jean-Luc solían comer allí. Les indicó quiénes eran los dos tipos, les dio las llaves de un coche aparcado junto a la puerta del pub, con tres bidones de gasolina en el maletero. Tenían dos armas en la guantera. El trabajo debía ser limpio, rápido. Luego, en el coche, se irían rumbo a Alicante. Pasados cuatro kilómetros encontrarían un puente a mano derecha y, al final, un Volkswagen Polo, de color negro, con dos maletas y dos pasaportes británicos. Kevin estaría allí para encargarse del cambio de vehículo, proporcionado por un sayanim, un «ayudante» de los miles de nativos de origen judío que el Mossad tenía reclutados por todo el mundo para que llevaran a cabo trabajos de logística sin hacer preguntas.

A las once de la noche, la joven inglesa, con el pelo teñido de un rojo llamativo, se instaló en la barra y pidió un gin-tonic. Media hora después entró su acompañante. Se sentó a una mesa del fondo del local. Un camarero le sirvió una cerveza y un sándwich que pagó en el acto. El pub estaba animado, ruidoso. Clientes de todas las edades que pasaban el día en el centro comercial y lo remataban allí. La joven le contó a Jean-Luc que iba camino de Barcelona. Venía del sur, de Cádiz. Se hospedaba en el hotel de al lado, un edificio altísimo cuyo nombre no recordaba. Lo había elegido por su situación, al lado de la carretera. Se iría al día siguiente. Era atractiva y parecía ociosa, como si buscara compañía. De vez en cuando Jean-Luc les echaba una mano a los camareros, cinco los fines de semana, pero volvía con la inglesa, que bebía un gin-tonic tras otro. Hacia las dos de la madrugada, antes de que el local empezara a vaciarse, su acompañante fue al lavabo. Se quedó allí. Cerraban a las tres. En eso eran estrictos para evitar las multas gubernativas, cualquier inspección inoportuna. Las cosas volvían a funcionar, el hilo de la normalidad, pese a lo frágil, se retomaba. Gérard bajó del despacho a falta de diez minutos para el cierre. Los camareros pedían a la clientela que abonara sus consumiciones. Ardua tarea, la gente siempre exigía la última copa. A la inglesa no le dijeron nada; charlaba animadamente con Jean-Luc. Gérard le observaba complacido mientras ordenaba y contaba la recaudación de las dos cajas registradoras. El local se quedó vacío. Entonces Jean-Luc preguntó a la joven qué le apetecía. Tomar otra copa. La inglesa era una esponja, pensó el francés. Los camareros se despidieron, bajaron la persiana metálica. Jean-Luc presentó a la inglesa a Gérard. Una ciudad aburrida, dijo la joven con un deje de desprecio. Jean-Luc se arrogó la responsabilidad de demostrarle lo contrario. Sólo un minuto, para que cogiera su americana, y se desplazarían a la ciudad. Ni se imaginaba el vicio nocturno que encontrarían. Subió al despacho, deprisa. Volvió en apenas treinta segundos y se encontró a la inglesa apuntando con una arma a Gérard, a tres metros de la barra, en perpendicular al francés, dominando el espacio por donde él mismo bajaría. La inglesa no mostraba una actitud nerviosa, sino tranquila, muy profesional, circunstancia que inquietó a Gérard, temor que enseguida captó Jean-Luc. En aquel comporte se reconocía a los ex mercenarios, a los veteranos. La joven ordenó a Gérard que se pusiera al lado del otro, fuera de la barra, a su extremo, junto a la escalera que conducía al despacho y, a la izquierda, a los lavabos. Lo hizo. Con sigilo, el inglés salió del lavabo y se situó tras los franceses. Ninguno de los dos reparó en su presencia. Con parsimonia, el inglés recogió el dinero que Gérard había sacado de las cajas y que estaba encima de la barra. Un atraco. Los franceses respiraron, aliviados. Fue su último suspiro. Dos tiros, uno en la nuca de cada uno, y cayeron de bruces contra el suelo.

Junto al precinto que separaba a los civiles del lugar de actuación de los bomberos, Butxana, Albert y Tordera comentaban el suceso. Se preguntaban quién lo habría hecho, quién había sido el inductor, pero sin dar con ninguna respuesta convincente. ¿Lluís Lloris, para eliminar testigos? ¿Júlia Aleixandre, por los mismos motivos? Manuel Gil, descartado. Le convenía una larga estancia dondequiera que estuviese. Por otra parte, a Juan Lloris, todo un candidato, no le convenía en absoluto verse salpicado por algo así. Nunca llegarían a aclararlo, aunque tenían la respuesta a su alcance, a unos diez metros de distancia, desde donde el español Martínez observaba el incendio. Kevin estaba a su lado, esperando; esperaba a que los bomberos rescatasen los cadáveres. Lo hicieron. Entonces, Martínez le miró y se despidieron con un gesto imperceptible. Aún se quedó allí unos minutos, hasta que el inglés se perdió en el gran centro comercial. Entonces fue a una parada de taxis y volvió a Valencia. Lléveme al centro de la ciudad, a la plaza en la que está el Ayuntamiento.

* * *

Bajó en la central de Correos. Recogió una carta de Eddy Yeats enviada por su hijo Ian, el permiso familiar, documentado, para hacerse cargo de las cenizas de Liam. Dio una vuelta por la plaza, observó sin apenas interés algunos de sus edificios, dejando que transcurriese algo de tiempo. Nunca había estado en Valencia. No volvería. Luego, siguiendo las indicaciones que le había dado el irlandés, buscó la calle paralela a la plaza; una calle peatonal con un estanco prácticamente en medio. Lanzó un profundo suspiro antes de entrar. Enseguida la reconoció. Su altura, su físico delgado pero estilizado, la cara más bien alargada con unas gafas cuya montura, aunque un poco gruesa, evidenciaba unos ojos casi apagados por una soledad profunda, quizá una tristeza crónica, una melancolía incipiente. Tres hombres y dos mujeres hacían cola y esperó curioseando entre las postales de un mostrador vertical. Cogió un puñado.

Quedaba un cliente. Entonces Martínez las dejó sobre el mostrador de cristal. Maria le observó. El vistazo de costumbre. Se acercó a él. Lentamente, con la rutina de los días, introdujo las tarjetas en un sobre blanco. Recitó el precio con desgana. El la miró, pensaba en todo lo que tenía que contarle aquel día, en cómo tendría que hacerlo, en el punto de vista que debería adoptar, en defensa de un hombre, para ella, para todo el mundo, notoriamente inmoral y violento; también pensó en las vidas que el destino truncaba. Al repetirle el precio, que él no había escuchado, en aquella mirada extraña y a la vez íntima que de repente compartían, Maria encontraría la respuesta:

– Soy Francesc Romeu y era amigo de Liam.

Ferran Torrent

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