Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?

En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

Fred Vargas

Huye rápido, vete lejos

Traducción de Blanca Riestra

Título original: Pars vite et reviens tard

***

I

Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos y abandonan su hábitat natural: cuando las plantas que dan frutos y las leguminosas empiezan a pudrirse y a llenarse de gusanos (…).

II

Los individuos en París caminan mucho más rápido que en Guilvinec. Hacía mucho tiempo que Joss lo había constatado. Cada mañana, los peatones fluían por la Avenue du Maine a una velocidad de tres nudos. Este lunes, Joss estuvo a punto de alcanzar los tres nudos y medio, al tratar de corregir un retraso de veinte minutos. Todo por culpa de los posos del café que se habían derramado en su totalidad sobre el suelo de la cocina.

Aquello no lo había cogido por sorpresa. Joss comprendía desde hacía tiempo que las cosas están dotadas de una vida secreta y perniciosa. El mundo de las cosas estaba evidentemente repleto de una energía completamente concentrada en joder al hombre, a excepción quizás de algunas piezas del casco que no lo habían agredido nunca, según su memoria de marino bretón. El más mínimo error de manipulación provocaba a menudo toda una serie de calamidades en cadena, que podían ir del incidente desagradable a la tragedia, al ofrecerle a la cosa una libertad repentina, por mínima que fuese. El tapón que se escapa de los dedos constituye, en menor grado, un modelo básico. Porque un tapón suelto no viene rodando hasta los pies del hombre en modo alguno. Se ovilla tras la cocina, malamente, en busca de inaccesibilidad, como la araña, y desencadena para su depredador, el Hombre, una sucesión de pruebas variables: desplazamiento de la cocina, rotura del tubo de enganche, caída de utensilios, quemaduras. El caso de esta mañana había procedido de un desencadenamiento más complejo, inaugurado por un error benigno de lanzamiento que había provocado el debilitamiento de la bolsa de la basura, desplome lateral y desparramamiento del filtro del café por el suelo. Así es como las cosas, animadas por un sentimiento de venganza legítimamente provocado por su condición de esclavas, consiguen a su vez, en momentos breves pero intensos, someter al hombre a su poder latente, hacen que se retuerza y se arrastre como un perro, y no se apiadan ni de mujeres ni de niños. No, Joss no confiaría en las cosas por nada en el mundo, como tampoco confiaba en los hombres ni en la mar. Las primeras os roban la razón, los segundos, el alma y la tercera, la vida.

Como hombre aguerrido que era, Joss no había desafiado a su suerte y había recogido el café como un perro, grano a grano. Había cumplido sin protestar la penitencia y el mundo de las cosas se había vuelto a replegar bajo el yugo. Aquel incidente matinal no era nada, en apariencia sólo una contrariedad banal, pero para Joss, que no se equivocaba, era un recordatorio claro de que la guerra entre hombres y cosas proseguía y de que en este combate el hombre no salía siempre vencedor, ni mucho menos. Recordatorio de tragedias, de navíos sin mástil, de bous despedazados y de su barco, el Viento de Norois, que había hecho agua en el mar de Irlanda el 23 de agosto a las tres de la mañana con ocho hombres a bordo. Dios sabía sin embargo cuánto había respetado Joss las exigencias histéricas de su bou y lo conciliadores que se habían mostrado el uno con el otro, hombre y barco. Hasta aquella maldita noche de tormenta en la que él había golpeado la cubierta con el puño, dominado por un ataque de ira. El Viento de Norois, que ya estaba casi acostado sobre estribor, había hecho bruscamente agua por la parte de atrás. Con el motor ahogado, el bou partió a la deriva en medio de la noche, con los hombres achicando el agua sin descanso, para detenerse al final sobre un arrecife al alba. Hacía de esto ya catorce años y dos hombres habían muerto. Catorce años desde que Joss había molido al armador del Norois a patadas. Catorce años desde que Joss había dejado el puerto de Guilvinec, tras nueve meses en la trena acusado de lesiones con intención de causar la muerte, catorce años desde que casi toda su vida se había escapado por aquella grieta en el casco de la nave.

Joss descendió por la Rue de la Gaîté, con los dientes apretados, masticando el furor que lo inundaba cada vez que el Viento de Norois salía a la superficie sobre las crestas de sus pensamientos. En el fondo, no tenía nada que reprocharle al Norois. El viejo bou sólo había reaccionado al golpe haciendo crujir su tablazón podrido por los años. Estaba seguro de que el barco no había sopesado el alcance de su breve rebeldía, inconsciente de su edad, de su decrepitud y de la potencia de las olas aquella noche. Seguro que el bou no había deseado la muerte de los dos marinos y seguro que ahora, desde el fondo del mar de Irlanda donde descansaba como un imbécil, lo sentía. Joss le enviaba con bastante frecuencia palabras de consuelo y de absolución y creía que, como él, el barco era capaz ahora de conciliar el sueño, que se había construido otra vida, allá, como él aquí, en París.

Sin embargo, no habría absolución para el armador.

– Venga, Joss Le Guem -había dicho dándole golpecitos en el hombro-, aún hará que cabalgue otros diez años ese barcucho. Él es fuerte y usted sabe dominarlo.

– El Norois se ha vuelto peligroso -repetía Joss obstinadamente-. Gira sobre sí mismo y su cubierta está deformada. Los paneles de la bodega están gastados. No respondo de él si hay tormenta. Y el bote ya no se adapta a las normas.

– Conozco mis barcos, capitán Le Guern -había respondido el armador endureciendo el tono-. Si tiene miedo del Norois, cuento con diez hombres dispuestos a reemplazarlo con un solo chasquido de dedos. Hombres que no se espantan y que no gimen como burócratas por culpa de las normas de seguridad.

– Pero yo tengo a tres muchachos a bordo.

El armador aproximaba su rostro, gordo, amenazante.

– Si se le ocurre, Joss Le Guern, ir a lloriquear a la capitanía del puerto, se encontrará en la calle antes de poder reaccionar. Y de Brest a Saint-Nazaire no encontrará ni a un solo tipo con quien embarcarse. Le aconsejo que reflexione bien, capitán.

Sí, Joss todavía lamentaba no haber rematado a aquel tipo, al día siguiente del naufragio, en vez de haberse contentado con romperle un brazo y destrozarle el esternón. Pero algunos hombres de la tripulación los habían separado, un grupo de cuatro. No jodas tu vida, Joss, le habían dicho. Lo habían agarrado, se lo habían impedido. Le habían impedido liquidar al armador y a todos sus esclavos, a aquellos que lo habían tachado de todas las listas en cuanto salió de la cárcel. Joss había estado gritando en todos los bares que los culos gordos de la capitanía percibían comisiones y sus gritos fueron tan fuertes que se vio forzado a abandonar la marina mercante. Rechazado de puerto en puerto, Joss se había metido un martes por la mañana en el Quimper-París para embarrancar, como tantos otros bretones antes que él, en el vestíbulo de la estación Montparnasse, dejando tras él una mujer en fuga y nueve tipos que matar.

Cuando tuvo ante sus ojos el cruce Edgar-Quinet, Joss volvió a arrumbar sus odios nostálgicos en el forro de su espíritu y se apresuró a recuperar el retraso. Todas esas historias sobre los posos del café, sobre la guerra de las cosas y la guerra de los hombres le habían robado un cuarto de hora por lo menos. Ahora bien, la puntualidad era un elemento clave en su trabajo y estaba empeñado en que la primera edición de su diario hablado empezase a las ocho y treinta, la segunda a las doce horas y treinta y cinco minutos, y la de la noche a las dieciocho horas y diez minutos. Eran los momentos de mayor afluencia y los oyentes iban demasiado apurados en aquella ciudad para soportar el más mínimo retraso.

Joss descolgó la urna del árbol donde quedaba suspendida por las noches, con ayuda de un nudo de guía y de dos candados, y la sopesó. Esta mañana no estaba demasiado llena, podría trillar la mercancía bastante rápido. Sonrió levemente y llevó la caja hasta la trastienda que le prestaba Damas. Aún quedan buenos tipos en la tierra, tipos como Damas, que te dejan una llave y un palmo de mesa sin miedo a que les desvalijes la caja. Damas, menudo nombre. Regentaba una tienda de rollers en la plaza, Roll-Rider, y le dejaba acceso libre para que preparase sus ediciones al abrigo de la lluvia. Roll-Rider, menudo nombre. Joss desencadenó la urna, una gruesa caja de madera que había empavesado con sus propias manos y a la que había bautizado como Viento de Norois II, en homenaje a su difunto ser querido. Indudablemente no era muy honorífico para un gran bou de pesca de altura ver a su descendencia reducida al estado de buzón parisino, pero este buzón no era un buzón cualquiera. Era un buzón genial, concebido a partir de una idea genial, surgida hacía siete años, gracias a la cual Joss había superado de manera formidable la cuesta, tras tres años de trabajo en una conservera, seis meses en una fábrica de bobinas y dos años de paro. La idea genial se le había ocurrido una noche de diciembre en un café de Montparnasse lleno en sus tres cuartas partes de bretones solitarios, cuando, abatido con una copa entre las manos, escuchó el sempiterno ronroneo de los ecos de su tierra. Un tipo habló de Pont-l’Abbé y fue así como el bisabuelo Le Guern, nacido en Locmaria en 1832, salió de la cabeza de Joss para acodarse en la barra y decirle hola. Hola, dijo Joss.

– ¿Te acuerdas de mí? -preguntó el viejo.

– Sí -farfulló Joss-. Cuando yo nací ya habías muerto y no lloré.

– Oye, hijo, podrías evitarme las tonterías para una vez que te visito. ¿Cuántos haces?

– Cincuenta años.

– No te ha sentado bien la vida. Aparentas más.

– No necesito tus comentarios y además no te he llamado. Tú también eras feo.

– Utiliza otro tono, amigo. Ya sabes cómo me pongo cuando me enfado.

– Ya, todo el mundo lo sabía. Sobre todo tu mujer, le pegaste como a un saco durante toda su vida.

– Bueno -dijo el viejo gesticulando-, hay que poner todo eso en su sitio. Eran cosas de aquella época.

– Un cojón la época. Eran cosas tuyas. Le jodiste un ojo.

– Venga, no vamos a seguir hablando de ese ojo durante siglos.

– Sí, para que sirva de ejemplo.

– ¿Y eres tú, Joss, quien me habla de ejemplo? ¿El Joss que casi destripa a un tipo a puntapiés en el muelle de Guilvinec? ¿O me equivoco?

– Para empezar, no era una mujer y, además, ni siquiera era un tipo. Era un roñoso y se la sudaba que los otros la palmasen siempre que pudiese sacar billetes.

– Ya, lo sé. No puedo decir que te equivoques. Pero eso no es todo, chaval, ¿por qué me has llamado?

– Te lo he dicho. No te he llamado.

– Eres un gilipollas. Tienes suerte de haber heredado mis ojos porque te hubiese metido una buena. Pues fíjate tú que si estoy aquí es porque me has llamado, es así y nada más. Además, no es un bar del que sea asiduo, no me gusta la música.

– Bueno -dijo Joss, vencido-. ¿Te invito a un trago?

– Si consigues levantar el brazo. Porque déjame decirte que ya has bebido tu dosis.

– Ocúpate de tus asuntos, viejo.

El antepasado se encogió de hombros. Se había visto en otras peores y no iba a ser ese mocoso quien lo atemorizase. Un Le Guern de pura cepa este Joss, no había ni que decirlo.

– ¿Cómo es eso? -retomó el viejo sorbiendo su licor de hidromiel-. ¿No tienes ni mujer ni cuartos?

– Pones el dedo en la llaga -respondió Joss-. Eras menos espabilado en su momento, según lo que cuentan.

– Es por ser fantasma. Cuando uno está muerto sabe cosas que antes no sabía.

– No jodas -dijo Joss extendiendo un brazo débil en dirección al camarero.

– Por las mujeres no valía la pena que me llamases, nunca ha sido mi especialidad.

– Ya me lo imaginaba.

– Pero lo del curro no es muy complicado, chico. No tienes más que copiar a la familia. No pintabas nada con las bobinas, fue un error. Y además, ya sabes, hay que desconfiar de las cosas. Puede que los aparejos estén bien, pero de las bobinas, de los hilos, de los corchos ni te digo, más vale pasar de largo.

– Ya lo sé -dijo Joss.

– Hay que arreglárselas con la herencia. Copia a la familia.

– No puedo ser marino -dijo Joss poniéndose nervioso-. Estoy vetado.

– ¿Quién te habla de ser marino? Hay más cosas que los peces en la vida, Dios bendito, sólo me faltaba eso. ¿Fui marino yo?

Joss vació su vaso y se concentró en la cuestión.

– No -dijo tras algunos instantes-. Eras el pregonero. Desde Concarneau hasta Quimper, eras el pregonero de las noticias.

– Sí, hijo mío, y me enorgullezco de ello. Ar Bannour era yo, «el pregonero». No había ninguno mejor que yo en la costa sur. Cada día de Dios, Ar Bannour entraba en un pueblo nuevo y al mediodía pregonaba las noticias. Y puedo decirte que había gente que me esperaba desde el alba. Tenía treinta y siete pueblos en mi territorio, ¿no es poco, eh? La gente vivía en el mundo, ¿y gracias a qué? Gracias a las noticias. ¿Y gracias a quién? A mí, Ar Bannour, el mejor recolector de noticias del Finisterre. Mi voz llegaba desde la iglesia hasta el lavadero y yo conocía todas las palabras. Todos alzaban la cabeza para escucharme. Y mi voz traía el mundo, la vida, y eso era algo diferente al pescado, puedes creerme.

– Ya -dijo Joss, sirviéndose directamente de la botella colocada sobre la barra.

– El segundo imperio lo cubrí yo. Iba a buscar las noticias hasta Nantes y las traía a lomos de caballo, frescas como la marea. La tercera república la pregoné yo en todas las costas, tenías que haber visto aquel follón. Y ni te hablo del caldo local: los matrimonios, las muertes, las disputas, los objetos recuperados, los niños perdidos, los zuecos para reparar, era yo el que transportaba todo aquello. De pueblo en pueblo, me entregaban noticias para que las leyese. La declaración de amor de la hija de Penmarch a un chico de Sainte-Marine, aún lo recuerdo. Un escándalo de todos los diablos seguido de un asesinato.

– Te podías haber callado.

– No sé por qué, me pagaban para leer, hacía mi trabajo. Si no leía, les robaba a los clientes y los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos. Sus dramas, sus amores y sus celos de pescadores no eran asunto mío. Ya tenía bastante con ocuparme de mi propia familia. Una vez al mes, pasaba por el pueblo a ver a los niños, ir a misa y echar un polvo.

Joss suspiró en su vaso.

– Y a dejar los cuartos -completó el antepasado con un tono firme-. Una mujer y ocho niños comen lo suyo. Pero, créeme, con Ar Bannour, nunca les faltó de nada.

– ¿No les faltaron bofetadas?

– Dinero, imbécil.

– ¿Daba para tanto?

– Tanto como yo quería. Si hay un producto que nunca se agota en esta tierra son las noticias, y si hay una sed que nunca cesa es la curiosidad de los hombres. Cuando eres pregonero, das de mamar a toda la humanidad. Tienes la seguridad de que nunca te faltará leche y de que nunca te faltarán bocas. Oye chico, si empinas tanto el codo, nunca podrás trabajar de pregonero. Es una profesión que exige ideas claras.

– No quiero entristecerte, abuelo -dijo Joss sacudiendo la cabeza-, pero la de pregonero es una profesión que ya no existe. Ya no encontrarás a nadie que entienda la palabra. «Zapatero» sí, pero «pregonero» ya ni existe en el diccionario. No sé si sigues manteniéndote informado desde que has muerto pero las cosas han cambiado mucho por aquí. Ya nadie necesita que le griten a los oídos en la plaza de la iglesia, puesto que todo el mundo tiene periódico, radio y televisión. Y si te conectas a la red en Loctudy, sabes si alguien se ha meado en Bombay. Imagínate.

– ¿Me tomas de verdad por un viejo gilipollas?

– Te informo, nada más. Ahora me toca a mí.

– Te rindes, mi pobre Joss. Enderézate. No has comprendido gran cosa de lo que te he dicho.

Joss alzó una mirada vacía hacia la silueta del bisabuelo que descendía de su taburete de bar con una cierta prestancia. Ar Bannour había sido grande en su época. Era cierto que se parecía a aquel bruto.

– El pregonero -dijo el antepasado con fuerza plantando su mano sobre el mostrador- es la vida. Y no me digas que ya nadie comprende lo que significa esa palabra o que ya no figura en el diccionario. Será más bien que los Le Guern han degenerado y ya no se merecen pregonarla. ¡La vida!

– ¡Pobre viejo imbécil! -murmuró Joss viéndolo partir-. Pobre viejo achacoso.

Dejó el vaso sobre la barra y añadió bramando en su dirección:

– ¡Además, no te había llamado!

– Qué le pasa ahora -le dijo el camarero tomándolo por el brazo-. Sea razonable, está molestando a todo el mundo.

– ¡Me la suda el mundo! -aulló Joss agarrándose al mostrador.

Joss recordaba haber sido expulsado del bar D’Artimon por dos tipos más bajos que él y haberse balanceado sobre la calzada durante un centenar de metros. Se había despertado nueve horas más tarde en un portal, a una buena decena de estaciones de metro del bar. Alrededor de mediodía, se había arrastrado hasta su habitación ayudándose con las dos manos para sostener su cabeza, pesada como el hierro, y se había vuelto a dormir hasta el día siguiente a las seis. Cuando abrió dolorosamente los ojos, había clavado sus ojos en el techo sucio de su vivienda y había dicho, obstinadamente:

– Pobre viejo imbécil.

Hacía ya siete años que, tras algunos meses de rodaje difícil -encontrar el tono, escoger el emplazamiento, concebir las rúbricas, encontrar una clientela fiel, fijar las tarifas-, Joss había adoptado la profesión en desuso de pregonero. Ar Bannour. Se había paseado con su urna por diversos puntos en un radio de setecientos metros alrededor de la estación Montparnasse -de la que no le gustaba alejarse, por si acaso, decía- para terminar estableciéndose hacía dos años en el cruce Edgar-Quinet-Delambre. Atraía así a los habituales del mercado, a los residentes, captaba a los empleados de las oficinas mezclados con los asiduos de la Rue de la Gaîté y una parte de la oleada procedente de la estación Montparnasse. Pequeños grupos compactos se apelotonaban en torno a él para escuchar el pregón de las noticias. Sin duda eran menos numerosos que los que se reunían antaño en torno al bisabuelo Le Guern pero, no en vano, Joss oficiaba cotidianamente y tres veces al día.

Sin embargo en su urna la cantidad de mensajes era bastante considerable, unos sesenta al día por término medio -y muchos más por la mañana que por la tarde, puesto que la noche propiciaba los depósitos furtivos-, cada uno iba en su sobre cerrado y lastrado por una moneda de cinco francos. Cinco francos para poder escuchar su pensamiento, su anuncio, su búsqueda lanzada a los aires de París, no era tan caro. Joss había propuesto en un principio una tarifa mínima, pero a la gente no le gustaba que saldasen sus frases a un franco. Aquello depreciaba su ofrenda. Esta tarifa convenía tanto al que daba como al que recibía y Joss terminó facturando nueve mil francos netos al mes, domingos incluidos.

El viejo Ar Bannour tenía razón: nunca había faltado material y Joss tuvo que convenir con él, una noche de borrachera, en el bar D’Artimon. «Los hombres están repletos de cosas que decir, ya te lo advertí», dijo el antepasado bastante satisfecho de que el chico hubiese retomado el negocio. «Repletos como viejos colchones de paja. Repletos de cosas que decir y de cosas que no hay que decir. Tú recoges la oferta y rindes servicio a la humanidad. Eres el expurgador. Pero, cuidado, hijo, es muy cansado. Si arañas el fondo, sacarás agua clara y sacarás mierda. Cuida tus cojones, no hay sólo belleza en la cabeza del hombre.»

Tenía razón el antepasado. En el fondo de la urna había cosas decibles y cosas no decibles. «Indecibles», había corregido el letrado, el viejo que regentaba una especie de hotel al lado de la tienda de Damas. De hecho, cuando sacaba los mensajes, Joss comenzaba por formar dos montones, el montón decible y el montón no decible. En general el decible circulaba por su vía natural, es decir por la boca de los hombres, en riachuelos ordinarios o en oleadas vociferantes, lo que permitía que el hombre no explotase bajo la presión de las palabras apretadas. Porque a diferencia del colchón de paja, el hombre desgranaba cada día nuevas palabras, lo que convertía en completamente vital la cuestión del desagüe. De lo que era decible, una parte trivial llegaba hasta la urna y se inscribía en las rúbricas de Venta, Compra, Se busca, Amor, Asuntos diversos y Anuncios técnicos; estos últimos estaban limitados numéricamente por Joss, que cobraba por ellos seis francos en compensación por las molestias que le causaba su lectura.

Pero, sobre todo, lo que el pregonero había descubierto era el volumen insospechado de lo indecible. Insospechado porque ningún agujero estaba previsto en el colchón de paja para la eliminación de aquella materia verbal. Bien porque traspasa los límites lícitos de la violencia, o de la audacia, o al contrario, porque no consigue alcanzar un grado de interés que legitime su existencia. Esas palabras ultrajantes o indigentes se ven entonces arrinconadas a una existencia de reclusas, sepultadas por el tropel, viven en la sombra, la vergüenza y el silencio. Sin embargo, y esto el pregonero lo había entendido perfectamente en siete años de cosecha, esas palabras aun así no mueren. Se acumulan, se encaraman las unas sobre las otras, se agrian a medida que transcurre su vida subterránea, asistiendo, rabiosas, al exasperante vaivén de las palabras fluidas y autorizadas. Al inaugurar esta urna hendida con una fina abertura de doce centímetros, el pregonero había creado una brecha por donde las prisioneras se escapaban con un vuelo de saltamonte. No había una mañana en que no sacase algo indecible del fondo de su caja: arengas, injurias, desesperanzas, calumnias, denuncias, amenazas, locuras. Indecible y a veces tan simple, tan desesperadamente memo, que costaba trabajo leerlo hasta el final. A veces tan retorcido que el sentido era prácticamente inasible. A veces tan viscoso que la hoja se le caía de las manos. Y tan lleno de odio, a veces, tan destructivo, que el pregonero acababa eliminándolo.

Porque el pregonero trillaba.

A pesar de ser un hombre cumplidor y consciente de extirpar de la nada los desechos más perseguidos del pensamiento humano, de continuar la obra salvadora de su antepasado, el pregonero se concedía el derecho de excluir todo aquello que no era capaz de repetir con sus propios labios. Los mensajes no leídos quedaban a disposición del autor con la moneda de cinco francos, pues, como había remachado el antepasado, los Le Guern no somos bandidos. Así, tras cada pregón, Joss desplegaba los desechos del día sobre la caja que hacía las veces de estrado. Siempre había. Todos los que prometían machacar a las mujeres y los que mandaban a la mierda a los negratas, a los moros, a los amarillos y a las mariconas iban a parar a los desechos. Y es que Joss adivinaba por instinto que le había faltado poco para nacer mujer, negrata o maricón, y la censura que ejercía no era prueba de elevación espiritual sino un simple reflejo de supervivencia.

Una vez al año, durante el periodo vacacional del 11 al 16 de agosto, Joss ponía la urna en cala seca para repararla, limarla y pintarla de nuevo: de azul brillante por encima de la línea de flotación, de azul ultramar por debajo y el Viento de Norois II pintado en negro sobre la cara delantera, con grandes letras cuidadosas, los Horarios sobre el flanco de babor y las Tarifas y Otras condiciones aferentes a estribor. Había escuchado mucho esa palabra con motivo de su arresto y de su juicio posterior y la había asimilado con sus recuerdos. Joss consideraba que aquel «aferentes» daba cuerpo a su pregón, a pesar de que el letrado del hotel no estuviese de acuerdo. Un tipo del que no sabía muy bien qué pensar, este Hervé Decambrais. Un aristócrata sin duda alguna, con muchos aires, pero tan arruinado que tenía que subarrendar las cuatro habitaciones de su primer piso y aumentar sus pequeñas ganancias con la venta de manteles y la distribución, previo pago, de consejos psicológicos de pacotilla. Él vivía confinado en dos habitaciones del piso bajo, rodeado de pilas de libros que le comían el espacio. Hervé Decambrais había engullido millones de palabras, pero Joss no temía que aquello le produjese asfixia porque el aristócrata hablaba mucho. Tragaba y regurgitaba todo el día, una verdadera pompa, con partes complicadas, no siempre inteligibles. Damas tampoco captaba todo; aquello lo tranquilizaba sólo en parte porque Damas tampoco es que fuese una lumbrera.

Mientras desparramaba el contenido de la urna sobre la mesa para empezar a separar lo decible de lo indecible, Joss detuvo su mano encima de un sobre ancho y grueso, de un blanco marfileño. Por primera vez, se preguntó si el letrado no sería el autor de aquellos mensajes lujosos -veinte francos en el sobre- que llevaba recibiendo desde hacía tres semanas, los mensajes más desagradables de los últimos siete años. Joss desgarró el sobre, con el antepasado asomado sobre su hombro. «Cuida tus cojones, Joss, no hay sólo belleza en la cabeza del hombre.»

– Cierra la boca -dijo Joss.

Desplegó la hoja y leyó en voz baja:

Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos y abandonan su hábitat natural: cuando las plantas que dan frutos y las leguminosas empiezan a pudrirse y a llenarse de gusanos (…).

Joss le dio la vuelta a la hoja para buscar una continuación pero el texto se detenía ahí. Sacudió la cabeza. Había desaguado muchas palabras espantadas pero aquel tipo batía todos los récords.

– Pirado -murmuró-. Rico y pirado.

Volvió a dejar la hoja y desgarró rápidamente los otros sobres.

III

Hervé Decambrais se presentó en el umbral de su puerta unos minutos antes del comienzo del pregón de las ocho y media. Se pegó al marco y esperó la llegada del bretón. Sus relaciones con el pescador estaban cargadas de silencio y hostilidad. Decambrais no llegaba a determinar el origen y las causas de aquello. Tenía tendencia a desviar la responsabilidad hacia aquel tipo rústico, tallado en granito, posiblemente violento, que había venido a perturbar el orden sutil de su existencia hacía dos años, con su caja, su urna grotesca y sus pregones que derramaban tres veces al día una tonelada de mierda indigente sobre la plaza pública. Al principio, no le había concedido importancia, convencido de que aquel tipo no aguantaría ni una semana. Pero todo aquel asunto de los pregones había funcionado de manera notable y el bretón se había hecho una clientela, llenando la sala día tras día, como quien dice; un verdadero fastidio.

Por nada en el mundo Decambrais hubiese dejado de asistir a aquel fastidio, aunque por nada en el mundo lo hubiera reconocido. Ocupaba, pues, su sitio cada mañana con un libro en la mano y escuchaba el pregón con los ojos bajos, pasando las páginas pero sin avanzar una sola línea en su lectura. Entre dos rúbricas, Joss Le Guern le lanzaba a veces una breve mirada. A Decambrais no le gustaba esa ojeada azul. Le parecía que el pregonero quería asegurarse de su presencia y que se figuraba que había terminado picando, como un vulgar pez. Porque el bretón no había hecho más que aplicar a la ciudad sus reflejos brutales de pescador, arrastrando en sus redes las oleadas de viandantes como si fuesen bancos de bacalao, igual que un verdadero profesional de la captura. Viandantes y peces eran la misma cosa en su cabeza de chorlito, prueba de esto es que los vaciaba para comerciar con sus entrañas.

Pero Decambrais estaba atrapado y era demasiado buen conocedor del alma humana para ignorarlo. Sólo aquel libro que llevaba en la mano lo distinguía aún de los otros espectadores de la plaza. ¿Acaso no sería más digno dejar aquel maldito libro y afrontar tres veces al día su condición de pescado? ¿Es decir, de ser vencido, de hombre de letras arrastrado por el grito inepto de la calle?

Joss Le Guern iba con algo de retraso aquella mañana, algo muy poco habitual en él y, a través del ángulo exterior de sus ojos bajos, Decambrais lo vio llegar apurado y colgar sólidamente la urna vacía al tronco del plátano, aquella urna de color azul chillón bautizada pretenciosamente Viento de Norois II. Decambrais se preguntaba si el marinero tenía la cabeza en su sitio. Le hubiese gustado saber si había bautizado de aquella manera todos sus bienes, si sus sillas y sus mesas también tenían nombre. Después miró cómo Joss manipulaba la pesada tarima con sus manos de estibador, la calaba sobre la acera con tanta facilidad como si hubiese manipulado un pájaro, saltaba encima con una zancada enérgica como si se subiese a bordo de un barco y extraía las hojas de su chaqueta marinera. Una treintena de personas esperaban, dóciles, entre las cuales sobresalía Lizbeth, fiel en su puesto, con las manos en las caderas.

Lizbeth ocupaba la habitación número 3 de su casa y, a guisa de alquiler, ayudaba al buen funcionamiento de su pequeña pensión clandestina. Era una ayuda decisiva, luminosa, irreemplazable. Decambrais vivía con la aprensión de que un día un tipo le arrebatase a su magnífica Lizbeth. Aquello terminaría por llegar, inevitablemente. Grande, gorda y negra, Lizbeth resultaba visible desde lejos. No tenía ninguna esperanza, pues, de poder esconderla de los ojos del mundo. Además, Lizbeth no tenía un temperamento discreto, hablaba alto y distribuía generosamente su opinión sobre todas las cosas. Lo más grave era que la sonrisa de Lizbeth, felizmente poco frecuente, provocaba en el otro un deseo irreprimible de arrojarse entre sus brazos, de apretarse contra su gran pecho y quedarse a vivir allí toda la vida. Tenía treinta y dos años, y un día él la perdería. Por el momento, Lizbeth arengaba al pregonero.

– Arrancas con retraso, Joss -decía con el cuerpo arqueado y la cabeza alzada hacia él.

– Lo sé, Lizbeth -contestó el pregonero, jadeante-. Fueron los posos de café.

Lizbeth tenía tan sólo doce años cuando la arrancaron de un gueto negro de Detroit, para arrojarla después en un burdel de la capital francesa. Durante catorce años había aprendido la lengua sobre las aceras de la Rue de la Gaîté. Hasta que la echaron, a causa de su corpulencia, de todos los peep-show del barrio. Llevaba diez días durmiendo sobre un banco de la plaza cuando Decambrais se decidió a ir a buscarla, en una noche de lluvia fría. De las cuatro habitaciones que alquilaba en el primer piso de su vieja casa había una libre. Se la ofreció. Lizbeth había aceptado, se había desnudado en cuanto entró y se había acostado sobre la alfombra, con las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, esperando que el viejo actuase. «Hay un malentendido», había mascullado Decambrais tendiéndole su ropa. «No tengo otra cosa con que pagarle», había contestado Lizbeth volviendo a levantarse, con las piernas cruzadas. «Aquí», había continuado Decambrais con los ojos clavados en la alfombra, «no doy abasto, con la limpieza, la cena de los pensionistas, las compras, el servicio. Écheme una mano y le dejo la habitación». Lizbeth había sonreído y Decambrais casi se arroja contra su pecho. Pero se encontraba viejo y estimaba que aquella mujer tenía derecho al reposo. Lizbeth había tenido su reposo: llevaba seis años allí y él no le había conocido ningún amor. Lizbeth empezaba a recuperarse y él rezaba para que aquello durase aún un poco más.

El pregón había empezado y los anuncios se sucedían. Decambrais se dio cuenta de que se había perdido el principio, el bretón estaba ya en el anuncio n.° 5. Era el sistema. Uno retenía el número que le interesaba y se dirigía al pregonero «para los detalles complementarios aferentes». Decambrais se preguntaba dónde habría pillado Le Guern esta expresión de gendarme.

– Cinco -pregonaba Joss-: Vendo gatitos blancos y pelirrojos, tres machos, dos hembras. Seis: A los que tocan el tambor toda la noche con su música de salvajes frente al número 36, se les ruega que paren. Hay gente que duerme. Siete: Se hacen trabajos de ebanistería, restauración de muebles antiguos, resultado esmerado, recogida y depósito a domicilio. Ocho: Que la Electricidad y el Gas de Francia se vayan a tomar por el culo. Nueve: Son un timo los de la desinsectación. Sigue habiendo cucarachas y te roban seiscientos francos. Diez: Te quiero, Hélène. Te espero en el Gato que baila. Firmado, Bernard. Once: Hemos tenido otro verano de mierda y ahora ya estamos en septiembre. Doce: Al carnicero de la plaza: la carne de ayer era una suela y ya es la tercera vez esta semana. Trece: Jean-Christophe, vuelve. Catorce: Policías igual a tarados, igual a cabrones. Quince: Vendo manzanas y peras de jardín, sabrosas y jugosas.

Decambrais dirigió una ojeada a Lizbeth que escribía la cifra quince en su cuaderno. Desde que el pregonero pregonaba, uno encontraba excelentes productos por poco dinero y eso se revelaba ventajoso para la cena de los pensionistas. Había deslizado una hoja blanca entre las páginas de su libro y esperaba con el lápiz en la mano. Desde hacía varias semanas, tres quizás, el pregonero declamaba textos insólitos que no parecían intrigarle más que la venta de manzanas y de coches. Esos mensajes fuera de lo común, refinados, absurdos o amenazantes, aparecían ahora regularmente en la entrega de la mañana. Desde anteayer, Decambrais se había decidido a transcribirlos discretamente. Su lápiz, de cuatro centímetros de largo, cabía enteramente en la palma de su mano.

El pregonero abordaba el parte meteorológico. Anunciaba sus previsiones, estudiando el estado del cielo desde su estrado, con la nariz alzada, y completaba a continuación con un estado de la mar completamente inútil para todos aquellos que estaban agrupados en torno a él. Pero nadie, ni siquiera Lizbeth, se había atrevido a decirle que podía guardarse su sección. Escuchaban como en la iglesia.

– Tiempo feo de septiembre -explicaba el pregonero, con el rostro vuelto hacia el cielo-, no despejará hasta las seis de la tarde, un poco mejor al atardecer, si desean salir pueden hacerlo, sin embargo cojan una chaqueta, viento fresco atenuándose con el rocío. Estado de la mar, Atlántico, situación general del día de hoy y evolución: anticiclón 1.030 al sudoeste de Irlanda con dorsal reforzándose sobre la Mancha. Sector cabo Finisterre, este a noroeste 5-6 al norte, de 6 a 7 al sur. Mar localmente agitada fuerte por marejada del oeste al noroeste.

Decambrais sabía que la situación del mar llevaba su tiempo. Volvió la hoja para releer los dos anuncios que tenía anotados de los días precedentes:

A pie con mi pajecillo (que no me atrevo a dejar en casa porque con mi mujer siempre está holgazaneando) para excusarme por no haber acudido a cenar a casa de Mme. (…), que, ya lo sé, está enfadada porque no le he procurado los medios de hacer sus compras a buen precio para su gran festín en honor a la nominación de su marido en el puesto de lector; pero eso me da igual.

Decambrais frunció las cejas, rebuscando de nuevo en su memoria. Estaba convencido de que este texto era una cita y que la había leído en algún lugar, un día, alguna vez, a lo largo de su vida. ¿Dónde? ¿Cuándo? Pasó al mensaje siguiente, fechado la víspera:

Tales signos son la abundancia extraordinaria de pequeños animales, que se engendran en la podredumbre, como las pulgas, las moscas, las ranas, los sapos, los gusanos, las ratas y similares que prueban tanto una gran corrupción en el aire como humiditat en la tierra.

El marino había tropezado al final de la frase, pronunciando «humedtat». Decambrais había atribuido el fragmento a un texto del siglo XVII, sin mucha seguridad.

Citas de un loco, de un maniaco, eso era lo más probable. O bien de un sabihondo. O, si no, de un impotente que trataba de instaurar su poder destilando lo incomprensible, alzándose gozosamente por encima de la vulgaridad, hundiendo al hombre de la calle en su inmunda incultura. Sin duda estaba ahora en la plaza, mezclado entre el gentío, para alimentarse de las expresiones de estupefacción que provocaban los cultos mensajes que el pregonero leía con dificultad.

Decambrais golpeó la hoja con su lápiz. Incluso presentados desde este ángulo, los designios y la personalidad del autor permanecían oscuros. Así como el anuncio n.° 14 de la víspera, Iros a tomar por culo, pandilla de gilipollas, escuchado mil veces de maneras aproximativas, tenía el mérito de la claridad con su rabia breve y sumaria, de igual manera los mensajes alambicados del sabihondo se resistían al desciframiento. Para comprender necesitaba que creciese su colección, necesitaba escucharlo mañana tras mañana. Era quizás aquello, simplemente, lo que deseaba el autor: que se quedasen suspendidos de sus labios, cada día.

El estado de la mar había llegado a su fin, obtuso, y el pregonero retomó su letanía, con la hermosa voz que alcanzaba más allá del cruce. Acababa de concluir su sección Siete días en el mundo, en la cual arremolinaba a su manera las noticias internacionales del día. Decambrais atrapó las últimas frases: En China, nadie se ríe, pero como si nada, siguen a bastonazos. En África, nada va demasiado bien, hoy como ayer. Y no parece que vaya a arreglarse mañana en vista de que nadie mueve el culo por ellos. Retomaba ahora el anuncio n.° 16, concerniente a la venta de un flipper eléctrico fechado en 1965 con ornamento de una mujer de senos desnudos en estado impecable. Decambrais esperaba casi tenso, con el lápiz apretado. Y el anuncio llegó, bien identificable, en el medio de los Te quiero, vendo, que os den por el culo y compro. Decambrais creyó ver cómo el pescador titubeaba medio segundo antes de lanzarse. Se preguntó si el bretón no había localizado al intruso.

– Diecinueve -anunció Joss-. Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos

Decambrais garabateó rápidamente en su hoja. Todavía esas historias de bichos, esas viejas historias de la suciedad de los bichos. Releyó la totalidad del texto, pensativo, mientras el marino concluía su pregón con la tradicional Página de la Historia de Francia para todos, que se reducía sistemáticamente al relato de un naufragio antiguo. Era probable que este Le Guern hubiese naufragado alguna vez. Y probablemente su barco se había llamado Viento de Norois. Fue seguramente entonces cuando la cabeza del bretón hizo agua, como el barquichuelo. Este hombre con aspecto sano y decidido estaba loco, en el fondo, agarrándose a sus obsesiones como a boyas a la deriva. Igual que él, sólo que él no tenía aspecto sano ni decidido.

– Ciudad de Cambrais -enunció Joss-, 15 de septiembre de 1883. Vapor francés, 1.400 toneladas. Viento de Dunkerque hacia Lorient, cargado de raíles de ferrocarril. Encalla en Basse Gouac'h. Explosión de la caldera, un pasajero muerto. Tripulación: 21 hombres, salvados.

Joss Le Guern no tenía necesidad de hacer signo alguno para que los fieles se dispersasen. Todos sabían que con la narración del naufragio llegaba a su fin el pregón. Relato tan esperado que algunos habían tomado la costumbre de apostar sobre la conclusión del drama. Las cuentas se hacían en el café de enfrente o en la oficina, según si uno había apostado «todos salvados», «todos perdidos» o mitad y mitad. A Joss no le gustaba ese comercio basado en la tragedia pero sabía también que así era como la vida empezaba a crecer sobre los naufragios y que aquello estaba bien.

Descendió de un salto del estrado y cruzó la mirada con Decambrais que guardaba su libro. Como si Joss no supiese que venía a escuchar el pregón. Viejo hipócrita, viejo pesado incapaz de admitir que un pobre pescador bretón lo distraía de su aburrimiento. Si Decambrais supiese lo que había encontrado en su entrega de la mañana… Hervé Decambrais fabrica él mismo sus manteles de encaje, Hervé Decambrais es un marica. Joss, tras sentir una ligera tentación, había archivado el mensaje entre los desechos. Ya eran dos ahora, quizás tres contando a Lizbeth, los que sabían que Decambrais practicaba a escondidas la profesión de encajera. En cierto modo, aquella noticia hacía a aquel hombre menos antipático. Quizás porque había visto durante tantos años a su padre remendando las redes de noche, durante largas horas.

Joss recogió los desechos, cargó la caja sobre su hombro y Damas lo ayudó a volver a meterla en la trastienda. El café estaba caliente, las dos tazas listas, como cada mañana tras el pregón.

– No he entendido nada del 19 -dijo Damas sentándose en un taburete alto-. La historia esa de las serpientes. Ni siquiera se terminaba la frase.

Damas era un tipo joven, fuerte, más bien guapo, con el corazón en la mano pero no muy listo. En sus ojos tenía siempre una especie de torpeza que le vaciaba la mirada. Demasiada ternura o demasiada tontería. Joss no conseguía decidirse. La mirada de Damas no se instalaba nunca en un punto preciso, ni siquiera cuando se ponía a hablar con alguien. Flotaba, discreta, acolchada, como una bruma, imposible de atrapar.

– Un tarado -comentó Joss-. No le des vueltas.

– No le doy vueltas -dijo Damas.

– Dime, ¿has oído el tiempo?

– Sí.

– ¿Has oído que el verano ha terminado? ¿No crees que vas a enfriarte así?

Damas vestía un pantalón corto y un chaleco de tela directamente sobre el torso desnudo.

– Bah -dijo contemplándose-. Aguanto.

– ¿De qué te sirve mostrar tus músculos?

Damas se bebió el café de un solo trago.

– Esto no es una tienda de encajes -respondió-. Es Roll-Rider. Vendo planchas, tablas, patines, tablas de surf y todoterrenos. Es buena publicidad para la tienda -añadió posando el dedo sobre su torso.

– ¿Por qué hablas de encajes? -preguntó Joss, repentinamente desafiante.

– Porque Decambrais los vende. Y está todo viejo y escuálido.

– ¿Sabes de dónde saca sus manteles?

– Sí. De un mayorista de Rouen. Decambrais no es ningún zopenco. Me ha dado una consulta gratuita.

– ¿Eres tú el que ha recurrido a él?

– Sí, ¿por qué? «Consejero en cosas de la vida.» Es eso lo que está escrito en su cartel, ¿no? No hay que avergonzarse de hablar de las cosas, Joss.

– También está escrito: «40 francos la media hora. Todo cuarto de hora comenzado ha de pagarse». Es pagar caro por un cuento, Damas. ¿Qué sabe el viejo de las cosas de la vida? Ni siquiera ha navegado nunca.

– No es un cuento, Joss. ¿Quieres que te lo pruebe? «No es por la tienda por lo que enseñas tu cuerpo, Damas, es por ti mismo», me dijo. «Ponte un traje y trata de tener confianza en ti mismo, es un consejo de amigo. Estarás igual de guapo pero parecerás menos tonto.» ¿Qué dices de eso, Joss?

– Hay que admitir que es inteligente -reconoció Joss-. ¿Y por qué no te vistes?

– Porque hago lo que me da la gana. Sólo que Lizbeth tiene miedo de que me muera y Marie-Belle también. Dentro de cinco días, hago un esfuerzo y me visto.

– Bueno -dijo Joss-. Porque empieza a estropearse malamente por el oeste.

– ¿Decambrais?

– ¿Qué, Decambrais?

– ¿No puedes tragarlo?

– Un matiz, Damas. Es Decambrais el que no me puede ver.

– Es una pena -dijo Damas recogiendo las tazas. Porque parece que una de las habitaciones se ha quedado libre. Hubiese podido venirte bien. A dos pasos de tu trabajo, abrigado, con la ropa limpia y comida caliente todas las noches.

– Mierda -dijo Joss.

– Como te digo. Pero no puedes coger el cuchitril. Como no puedes tragarlo…

– No -dijo Joss-. No puedo cogerlo.

– Qué jodido.

– Muy jodido.

– Y además está Lizbeth. Es una ventaja añadida tremenda.

– Una enorme ventaja.

– Como te digo. Pero no puedes alquilarlo. Como no puedes tragarlo…

– Matiza, Damas. Es él quien no puede verme delante.

– Es lo mismo al fin y al cabo para lo de la habitación. No puedes.

– No puedo.

– A veces las cosas salen mal. ¿Estás seguro de que no puedes?

Joss endureció la mandíbula.

– Seguro, Damas. Ni siquiera merece la pena hablar de ello.

Joss salió de la tienda y se dirigió al café de enfrente, El Vikingo. No es que los normandos y los bretones se hayan llevado nunca bien, entrechocando sus navíos en los mares del medio, pero Joss sabía también que sólo le había faltado una minucia para nacer en el lado de las tierras del Norte. El patrón, Bertin, un hombre alto con cabello rubio rojizo, de pómulos prominentes y ojos claros, servía un calvados único en el mundo, porque se suponía que daba la eterna juventud azotándote correctamente por dentro en vez de lanzarte directamente a la tumba. Las manzanas venían de su campo, como quien dice, y allí los toros morían centenarios y todavía rozagantes. O sea, las manzanas, ni te digo.

– ¿Algo va mal esta mañana? -se inquietó Bertin sirviéndole un calvados.

– No es nada. Es sólo que a veces, las cosas salen mal -dijo Joss-. ¿A ti te parece que Decambrais no puede verme delante?

– No -dijo Bertin, protegido por su prudencia muy normanda-. Diría que te toma por un bruto.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Digamos que puede arreglarse con el tiempo.

– Tiempo, vosotros los normandos no sabéis hablar de otra cosa. Una palabra cada cinco años, con suerte. Si todo el mundo hiciese como vosotros, la civilización no avanzaría muy rápido.

– Avanzaría tal vez mejor.

– ¡Tiempo! Pero ¿cuánto tiempo, Bertin? Ésa es la cuestión.

– No mucho. Diez años.

– Entonces, está jodido.

– ¿Era urgente? ¿Querías pedirle consejo?

– Un pimiento. Quería su cuchitril.

– Pues deberías darte prisa, creo que hay una oferta. Él se resiste porque el tipo está loco por Lizbeth.

– ¿Por qué quieres que me dé prisa, Bertin? El viejo pretencioso me toma por un bruto.

– Hay que entenderlo, Joss. Nunca ha navegado. Además, ¿acaso no eres un bruto?

– Nunca he pretendido lo contrario.

– Ya veo. Decambrais es un conocedor. Dime, Joss, ¿tú has entendido ese anuncio tuyo, el 19?

– No.

– Me ha parecido especial, tan especial como los de los últimos tres días.

– Muy especial. No me gustan esos anuncios.

– Entonces, ¿por qué los lees?

– Los pagan, y muy bien. Y los Le Guern quizá seamos unos brutos pero no somos bandidos.

IV

– Me pregunto -dijo el comisario Adamsberg- si, a fuerza de ser policía, no me estoy volviendo policía.

– Ya lo ha dicho -observó Danglard, que preparaba la futura organización de su armario metálico.

Danglard tenía la intención de arrancar de unas bases impecables, tal y como había explicado. Adamsberg, que no tenía ningún tipo de intención, había desplegado sus carpetas sobre las sillas vecinas a la mesa.

– ¿Qué piensa?

– Que tras veinticinco años de carrera, quizás fuese una buena cosa.

Adamsberg hundió sus manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared recién pintada, considerando con una mirada vaga el nuevo emplazamiento en el que llevaba menos de un mes. Nuevos locales, nuevo destino. Brigada criminal de la jefatura de policía de París, grupo de homicidios, sucursal del distrito 13. Terminados los atracos, los tirones, golpes y lesiones, tipos armados, tipos desarmados, exasperados, no exasperados, y kilos de papeles aferentes. «Aferentes», se había oído a sí mismo decir dos veces en los últimos tiempos. A fuerza de ser policía…

Y no es que los kilos de papeles aferentes no lo siguiesen aquí como a cualquier otro lugar. Aquí, como en cualquier otro lado, encontraría tipos a los que les gustaba el papel. Cuando, siendo muy joven, dejó los Pirineos, había descubierto que esos tipos existían e incluso había concebido por ellos un gran respeto, un poco de tristeza y una formidable gratitud. A él le gustaba esencialmente caminar, soñar y hacer, y sabía que numerosos colegas lo habían considerado con un poco de respeto y mucha tristeza. «El papel -le había explicado un día un chaval voluble-, la redacción, el proceso verbal están en el nacimiento de toda Idea. Sin papel no hay idea. El verbo realza la idea como el humus realza el garbanzo. Un acta sin papel es un garbanzo más que muere en el mundo».

Bien, probablemente había conducido a la muerte a camiones de garbanzos desde que era policía. Pero a menudo había sentido emerger pensamientos intrigantes como resultado de sus deambulaciones. Pensamientos que se parecían más a montones de algas que a garbanzos, sin duda, pero el vegetal sigue siendo vegetal y una idea sigue siendo una idea, y nadie os pregunta una vez que la habéis enunciado si la habéis recogido en un campo de labor o en un lodazal. Dicho esto, era indudable que su adjunto Danglard, que amaba el papel en todas sus formas, desde las más altivas hasta las más humildes -en fajos, en libros, en rollos, en folletos, del incunable al papel de cocina-, era un hombre capaz de suministrar garbanzo de calidad. Danglard era un tipo de hombre reconcentrado que pensaba sin caminar, un ansioso con el cuerpo blando que escribía bebiendo y que, con la única ayuda de la inercia, de su cerveza, de su lápiz mordisqueado y de su curiosidad un poco fatigada, producía ideas en formación de un tipo muy diferente a las suyas.

Se enfrentaban a menudo sobre este punto. Danglard consideraba que la única idea estimable era aquella fruto del pensamiento reflexivo y desconfiaba de toda forma de intuición informe. Adamsberg, en cambio, no consideraba nada y no trataba de separar una idea de otra. Sin embargo, cuando lo trasladaron a la brigada criminal, Adamsberg se peleó para traerse al espíritu tenaz y preciso del teniente Danglard, tras ascenderlo a capitán.

En este nuevo lugar, las reflexiones de Danglard así como las deambulaciones de Adamsberg ya no brincaban de una rotura de escaparate a un robo de bolso. Se concentraban sobre un solo objetivo: los crímenes de sangre. Ya no tenían ni un mísero escaparate que los distrajese de la pesadilla de la humanidad asesina. Ni un mísero bolso con unas llaves, con una agenda y una carta de amor que les permitiera respirar el aire vivificante del delito menor y volver a acompañar a la mujer joven a la puerta con un pañuelo limpio.

No. Crímenes de sangre. Grupo de homicidios.

Esta definición cortante de su nueva línea de intervención hería como una hoja de afeitar. Muy bien, él lo había querido, al remolcar tras de sí unos treinta asuntos criminales desentrañados con gran ayuda de ensoñaciones, paseos y subidas de algas. Aquello lo había situado allí, en la línea de los asesinos, en el camino de horror en el que se había revelado, contra toda sospecha, diabólicamente bueno -«diabólicamente» era un término escogido por Danglard para dar cuenta de la impracticabilidad de los senderos mentales de Adamsberg.

Allí estaban los dos, situados en esta línea, con veintiséis adjuntos.

– Me pregunto -retomó Adamsberg pasando lentamente la mano sobre el yeso húmedo- si nos puede ocurrir lo mismo que a las rocas al borde del mar.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Danglard con una pizca de impaciencia.

Adamsberg hablaba siempre lentamente, tomándose todo el tiempo del mundo para enunciar lo importante y lo irrisorio, perdiendo a veces el objetivo a medio camino, y Danglard soportaba con dificultad aquella manera suya de actuar.

– Pues bien, esas rocas, digamos que no son uniformes. Digamos que tienen caliza dura y caliza blanda.

– La caliza blanda no existe en geología.

– Qué más da, Danglard. Hay trozos blandos y trozos duros, como en toda forma de vida, como en mí mismo o en usted. En esas rocas, a fuerza de que las golpee la mar, de que las atice, las partes blandas empiezan a fundirse.

– «Fundirse» no es la palabra.

– Qué más da, Danglard. Esos trozos desaparecen. Y las partes duras empiezan a sobresalir. Y a medida que pasa el tiempo, y a medida que el mar golpea, la debilidad parte en añicos arrastrada por el viento. Al final de su vida, la roca no es más que protuberancias, dientes, mandíbula de roca caliza dispuesta a morder. En vez de blandura hay huecos, vacíos, ausencias.

– ¿Y entonces? -dijo Danglard.

– Entonces me pregunto si los policías, y montones de otros seres humanos expuestos a los golpes de la vida, no sufren la misma erosión. Desaparición de partes blandas, resistencia de las partes resistentes, insensibilización, endurecimiento. En el fondo, una verdadera decadencia.

– ¿Se pregunta si lleva el mismo camino que esa mandíbula de caliza?

– Sí. Si no me estoy volviendo un policía.

Danglard consideró la cuestión durante un breve instante.

– En lo que concierne a su roca personal, creo que la erosión no se comporta normalmente. Digamos que en su caso lo duro es blando y lo blando es duro. El resultado, forzosamente, no tiene nada que ver.

– ¿Qué es lo que cambia?

– Todo. Resistencia de las partes blandas, el mundo al revés.

Danglard examinó su propio caso, deslizando un fajo de hojas en una de las carpetas suspendidas.

– ¿Y qué sucedería -retomó- si una roca estuviese enteramente constituida de caliza blanda, y fuese policía?

– Terminaría convirtiéndose en una canica y después desaparecería en cuerpo y alma.

– Es reconfortante.

– Pero no creo que rocas semejantes puedan existir en libertad en medio de la naturaleza. Y policías mucho menos.

– Esperémoslo -dijo Danglard.

La joven titubeaba ante la puerta de la comisaría. Bueno, no estaba escrito «Comisaría» sino «Jefatura de policía-brigada criminal», en letras brillantes sobre una placa resplandeciente suspendida del batiente de la puerta. Era la única cosa limpia del lugar. El edificio era viejo y negro y los cristales estaban sucios. Cuatro obreros se ocupaban de las ventanas, taladrando la piedra con un follón de mil demonios para dotarlas de barrotes. Maryse concluyó que, fuese una comisaría o una brigada, seguía siendo la policía, y que éstos estaban más cerca que los de la avenida. Dio un paso hacia la puerta y después se detuvo de nuevo. Paul la había prevenido: los policías se te reirán en las narices. Pero ella no estaba tranquila con los niños. ¿Qué le costaba entrar? ¿Cinco minutos? ¿El tiempo de decirlo y de largarse?

– Los policías se te reirán en las narices, mi pobre Maryse. Si es eso lo que quieres, adelante.

Un tipo salió por la puerta del portal, pasó ante ella y después volvió sobre sus pasos. Ella retorcía la correa de su bolso.

– ¿Le pasa algo? -preguntó él.

Era un hombre bajo y moreno vestido a la buena de Dios, sin peinar siquiera, con las mangas de su chaqueta negra remangadas sobre sus antebrazos desnudos. Seguramente era alguien como ella que venía a contar sus problemas. Pero él ya había terminado.

– ¿Son agradables, ahí dentro? -le preguntó Maryse.

El tipo moreno se encogió de hombros.

– Depende de quién.

– ¿Le escuchan a uno? -precisó Maryse.

– Depende de lo que les diga.

– Mi sobrino cree que se reirán en mis narices.

El tipo inclinó la cabeza hacia un lado y posó sobre ella una mirada atenta.

– ¿De qué se trata?

– De mi edificio, la otra noche. Me preocupo por los niños. Si entró un loco la otra noche, ¿quién me dice que no va a volver? ¿O no?

Maryse se mordisqueaba los labios con la frente un poco enrojecida.

– Aquí -dijo el hombre suavemente refiriéndose al edificio asqueroso- está la brigada criminal. Es para los asesinatos, ¿comprende? Cuando matan a alguien.

– Oh -dijo Maryse, alarmada.

– Vaya a la comisaría de la avenida. A mediodía, hay menos gente, tendrán tiempo para escucharla.

– Oh, no -dijo Maryse sacudiendo la cabeza-, tengo que estar en el despacho a las dos, el jefe no tolera los retrasos. ¿No pueden prevenir desde aquí a sus colegas de la avenida? Quiero decir, ¿no son un poco la misma pandilla, todos estos policías?

– No exactamente -respondió el tipo-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Robo?

– Oh, no.

– ¿Violencia?

– Oh, no.

– Cuénteme, será más fácil. Podré orientarla.

– Claro -dijo Maryse un poco asustada.

El tipo esperó pacientemente, apoyado en el capó de un coche, a que Maryse se concentrase.

– Es una pintura negra -explicó-. O más bien trece pinturas, sobre todas las puertas del edificio. Me dan miedo. Estoy siempre sola con los niños, ¿comprende?

– ¿Dibujos?

– Oh, no. Son cuatros. Números cuatro. Grandes cuatros negros, un poco antiguos. Me preguntaba si no sería una banda o algo así. Quizás los policías sepan algo y puedan entenderlo. Quizás no. Paul me ha dicho: si quieres que se rían en tus narices, adelante.

El tipo se enderezó, le puso una mano sobre el brazo.

– Venga -le dijo-. Vamos a tomar nota de todo eso y ya no tendrá nada que temer.

– Pero -dijo Maryse- ¿no sería mejor que fuésemos a buscar a un policía?

El hombre la miró un momento, un poco sorprendido.

– Yo soy policía -respondió-. Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg.

– Vaya -dijo Maryse desorientada-. Lo siento.

– No hay de qué. ¿Por quién me tomaba?

– No me atrevo a decírselo.

Adamsberg la condujo a través de los locales de la brigada criminal.

– ¿Le echo una mano, comisario? -le preguntó un teniente de paso, con los ojos ojerosos, a punto de irse a comer.

Adamsberg empujó a la joven hacia su despacho y miró al hombre esforzándose por situarlo. No conocía aún a todos los adjuntos que habían destinado a su grupo y le costaba mucho trabajo recordar sus nombres. Los miembros del equipo no habían tardado en notar aquella dificultad y se presentaban sistemáticamente a cada esbozo de conversación. Adamsberg no estaba aún muy seguro de si lo hacían por ironía o para ayudarlo sinceramente, y le daba un poco igual.

– Teniente Noël -dijo el hombre-. ¿Le echo una mano?

– Una joven nerviosa, nada más. Un chiste malo en su edificio o simplemente unas pintadas. Necesita un poco de apoyo.

– Aquí no somos asistentes sociales -dijo Noël cerrando su cazadora con un golpe seco.

– ¿Y por qué no?, teniente…

– Noël -completó el hombre.

– Noël -repitió Adamsberg, tratando de memorizar su rostro.

Cabeza cuadrada, piel blanca, cabello rubio al cepillo y orejas bien visibles igual a Noël. Orejas, brutalidad, Noël.

– Hablaremos más tarde, teniente Noël -dijo Adamsberg-. Tiene prisa.

– Si es para ayudar a la señora -intervino un cabo igual de desconocido para Adamsberg-, yo me ofrezco voluntario. Tengo mis herramientas -añadió sonriendo, con las manos colgando de la cinturilla de su pantalón.

Adamsberg se volvió lentamente.

– Cabo Favre -anunció el hombre.

– Aquí -dijo Adamsberg con voz tranquila- va a hacer algunos descubrimientos que van a sorprenderle, cabo Favre. Aquí las mujeres no son un redondel con un agujero en el medio y si esa noticia le asombra, no lo dude, trate de averiguar más. Debajo encontrará las piernas, los pies y arriba un busto y una cabeza. Trate de imaginarlo, Favre, si es capaz.

Adamsberg se dirigió hacia su despacho esforzándose por grabar el rostro del cabo. Mejillas llenas, nariz gruesa, cejas hirsutas, cara de gilipollas, igual a Favre. Nariz, cejas, mujeres. Favre.

– Cuénteme -dijo, apoyándose en el muro de su despacho, frente a la joven que se había instalado a medias sobre una silla-. ¿Tiene niños?, ¿está sola?, ¿dónde vive?

Adamsberg garabateó las respuestas en un cuaderno, el nombre, la dirección, para tranquilizar a Maryse.

– Esos cuatros han sido pintados sobre las puertas, ¿verdad? ¿En una sola noche?

– Sí. Estaban sobre todas las puertas ayer por la mañana. Unos cuatros así de grandes -añadió separando las manos unos sesenta centímetros.

– ¿Sin firma? ¿Sin iniciales?

– Sí. Hay tres letras debajo, pintadas en más pequeño. CTL. No. CLT.

– ¿También negras?

– También.

– ¿Nada más? ¿Nada sobre la fachada? ¿En el hueco de la escalera?

– Sólo sobre las puertas. En negro.

– Esa cifra ¿no está un poco deformada? ¿Como una sigla?

– Ah, sí. Puedo dibujarla, se me da bien.

Adamsberg le tendió su libreta y Maryse se aplicó en representar un gran cuatro cerrado, con tipografía de imprenta, de rasgos gruesos, con patas en la base como una cruz de Malta y con dos barras sobre la vuelta.

– Ya está -dijo Maryse.

– Lo ha hecho al revés -dijo suavemente Adamsberg cogiendo el cuaderno.

– Porque está al revés. Está al revés, con el pie ancho y con estas dos pequeñas barras en un extremo. ¿Lo conoce? ¿Es la marca de unos ladrones? ¿CLT? ¿O qué?

– Los ladrones marcan las puertas tan discretamente como pueden. ¿Qué la asusta?

– La historia de Alí Babá, creo. El asesino que marcaba las puertas con una gran cruz.

– En esa historia, sólo marcaba una. La mujer de Alí Babá marcaba las otras para despistarlo, si no me equivoco.

– Es verdad -dijo Maryse tranquilizada.

– Es una pintada -dijo Adamsberg acompañándola a la puerta. Chavales del barrio, probablemente.

– Nunca he visto este cuatro en el barrio -dijo Maryse en voz baja-. Nunca he visto pintadas en las puertas de los pisos. Porque las pintadas son para que las vea todo el mundo, ¿no?

– No hay regla fija. Lave su puerta y no lo piense más.

Después de la partida de Maryse, Adamsberg arrancó las hojas de su cuaderno y las arrojó a la papelera hechas una bola. Después volvió a ponerse en la misma posición de pie, apoyado en el muro, meditando sobre la manera de limpiar la cabeza de los tipos como Favre. No era fácil, había un vicio de forma muy profundo, el sujeto apenas era consciente. Sólo esperaba que todo el grupo de homicidios no fuese idéntico. Sobre todo porque contaba con cuatro mujeres.

Como cada vez que se ponía a meditar, a Adamsberg se le iba la cabeza rápidamente y alcanzaba un vacío próximo a la somnolencia. Emergió con un ligero sobresalto después de diez minutos, buscó en sus cajones la lista de los veintisiete adjuntos, exceptuando a Danglard, y se esforzó en memorizar los nombres, recitándolos en voz baja. Después, al margen, anotó: Orejas, Brutalidad, Noël, y Nariz, Cejas, Mujeres, Favre.

Volvió a salir para tomar ese café que el encuentro con Maryse le había hecho posponer. Aún no tenían máquina de café ni expendedor de comida, los hombres se peleaban para encontrar tres sillas y papel, los electricistas estaban instalando los enchufes para las baterías de los ordenadores. Acababan de empezar a colocar los barrotes en las ventanas. Sin barrotes no había crimen. Los asesinos se retendrían hasta la finalización de las obras. Más valía soñar fuera y socorrer a las jóvenes nerviosas en las aceras. O irse a pensar en Camille, a la que llevaba dos meses sin ver. Si no se equivocaba, su vuelta estaba prevista para mañana o para pasado mañana, ya no recordaba bien la fecha.

V

El martes por la mañana, Joss manipuló con mucha prudencia los posos del café, evitando todo gesto brutal. Había dormido mal, por culpa evidentemente de aquella habitación en alquiler que danzaba ante sus ojos, inaccesible.

Se sentó pesadamente a la mesa ante su tazón, su pan y su salchichón, examinando con hostilidad los quince metros cuadrados en los que vivía, los muros agrietados, el colchón en el suelo, el baño en el patio. Era verdad que con nueve mil francos hubiese podido permitirse algo mejor, pero enviaba todos los meses casi la mitad a su madre, en Guilvinec. Uno no puede sentirse cómodo y caliente si sabe que su madre tiene frío, la vida es así, así de simple y así de complicada. Joss sabía que el letrado no alquilaba caro, porque se trataba de una casa particular y porque no lo declaraba. Además, había que reconocer las cosas, Decambrais no era uno de esos explotadores que cobran un ojo de la cara por cuarenta metros en París. Lizbeth, por ejemplo, vivía allí gratuitamente, a cambio de las compras, de la cena y de encargarse del cuarto de baño común. Decambrais se ocupaba del resto, pasaba el aspirador y la fregona por las zonas colectivas y ponía la mesa para el desayuno. Había que reconocer que, a los setenta años, al letrado no se le caían los anillos.

Joss masticó lentamente su pan mojado, escuchando con una oreja la radio en sordina para no perderse el tiempo de la mar que anotaba cada mañana. La casa del letrado no tenía más que ventajas. Por un lado, estaba a un tiro de piedra de la estación de Montparnasse, en caso de emergencia. Por el otro, había espacio, radiadores, camas con jergón, entarimado de roble y alfombras con flecos usadas. En la primera época de su instalación, Lizbeth se había pasado varios días descalza sobre las cálidas alfombras, de gusto. También estaba la cena, evidentemente. Joss no sabía más que asar besugos, abrir ostras y sorber bígaros. Por eso, noche tras noche comía conservas. Bueno, claro, y estaba Lizbeth, que dormía en la habitación vecina. No, él nunca hubiese tocado a Lizbeth, nunca hubiese puesto sobre ella sus manos ásperas y con veinticinco años más. Y había que reconocerle también eso, Decambrais siempre la había respetado. Lizbeth le contó una vez una historia horrible, la de la primera noche en la que ella se echó sobre la alfombra. Pues bien, el aristócrata ni siquiera había pestañeado. Chapeau. Eso es lo que uno llamaría tener coraje. Y si el aristócrata tenía coraje, Joss también lo tendría, por qué no. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos bandidos.

Era ahí donde le dolía. Decambrais lo tenía por un bruto y jamás le cedería el tugurio, era inútil soñar con ello. Ni con Lizbeth ni con la cena ni con los radiadores.

Aún estaba pensando en ello mientras vaciaba su urna, una hora más tarde. Descubrió enseguida el grueso sobre color marfil que desgarró con los dedos. Treinta francos. Las tarifas aumentaban solas. Echó una ojeada al texto sin hacer el esfuerzo de leerlo hasta el final. Los parloteos incomprensibles de este pirado empezaban a cansarlo. Después separó mecánicamente lo decible de lo indecible. En el segundo montón, puso el mensaje siguiente: Decambrais es un marica. Fabrica él mismo sus encajes. Lo mismo que ayer pero al revés. No era muy original el tipo. Enseguida se ponía a dar vueltas en redondo. En el momento en que Joss abandonaba el anuncio entre los desechos, su mano titubeó, más largamente que la víspera. Alquíleme la habitación o suelto todo el paquete en el pregón. Chantaje ni más ni menos.

A las ocho, Joss estaba en su caja, perfectamente preparado. Todos estaban en sus puestos, como bailarines en una coreografía ensayada durante más de mil representaciones: Decambrais en el umbral de su puerta, con la cabeza inclinada sobre su libro, Lizbeth entre el pequeño gentío, a mano derecha. Bertin a mano izquierda, detrás de las cortinas rayadas rojiblancas de El Vikingo. Damas apoyado sobre el escaparate de Roll-Rider, no muy lejos de la inquilina de Decambrais, habitación número 4, casi escondida tras un árbol, y finalmente las cabezas familiares de los aficionados dispuestos en círculo, cada uno volviendo a encontrar por una suerte de atavismo su emplazamiento de la víspera.

Joss había comenzado el pregón.

– Uno: Busco receta de pastel en que las frutas confitadas no caigan al fondo. Dos: De nada sirve cerrar tu puerta para esconder tus suciedades. Dios que está en lo alto te juzga a ti y a tu puta. Tres: Hélène, ¿por qué no has venido? Perdón por todo lo que he hecho. Firmado, Bernard. Cuatro: Perdidas seis bolas de petanca en la plaza. Cinco: Vendo ZR7.750, 1999, 8.500 km, roja, alarma, parabrisas, parachoques, 3.000francos.

Una mano ignorante se alzó desde el gentío para señalar su interés por el anuncio. Joss tuvo que interrumpirse.

– Dentro de un rato en El Vikingo -dijo con algo de rudeza.

El brazo descendió, vergonzoso, tan rápido como se había alzado.

– Seis -retomó Joss-: No trabajo con la carne. Siete: Se busca camión de pizza con abertura panorámica, permiso VL, horno para 6 pizzas. Ocho: Los chicos que tocan el tambor, la próxima vez llamo a la policía. Nueve…

En su impaciencia por coger el anuncio del sabihondo, Decambrais no escuchaba con la misma atención los mensajes del día. Lizbeth tomó nota de una venta de hierbas de Provenza, se acercaba el tiempo de la mar. Decambrais se preparó, orientando la punta del lápiz en su palma.

– … la 8 suavizándose gradualmente 5 a 6 y después volviendo al sector oeste de 3 a 5 por la tarde. Mar fuerte, lluvias o chaparrones atenuándose.

Joss llegó al anuncio 16 y Decambrais lo reconoció a la primera palabra.

– Después, estuve en puntos suspensivos por la orilla, hice que me desembarcase en el otro extremo de la ciudad y, a la caída de la noche, pude entrar en casa de la mujer de puntos suspensivos y allí obtuve su compañía, aunque con mil dificultades; sin embargo al fin conseguí lo que deseaba de ella. Saciado por ese lado, partí a pie.

Se hizo un silencio atónito que Joss disipó rápidamente prosiguiendo con algunos mensajes más inteligibles antes de abordar su Página de la Historia. Decambrais gesticuló. No había tenido tiempo de anotarlo todo, el texto había sido demasiado largo. Alzó la oreja para conocer el destino del Derechos Humanos, navío francés de 74 cañones, el 14 de enero 1797, de regreso de una campaña fracasada en Irlanda con 1.350 hombres a bordo.

– … Y perseguido por dos navíos ingleses, El Infatigable y El Amazona: tras una noche de combate, vino a sucumbir frente a la playa de Canté.

Joss volvió a guardar sus papeles en su chaquetón marinero.

– ¡Eh, Joss! -gritó una voz-. ¿Cuántos se salvaron?

Joss descendió de un brinco de su caja.

– Uno no puede esperar saberlo todo -dijo con una pizca de solemnidad.

Antes de recoger su estrado y guardarlo en el local de Damas, su mirada se cruzó con la de Decambrais. A punto estuvo de dar tres pasos en su dirección pero decidió retrasar el asunto hasta después del pregón de mediodía. Se bebería un calvados para reunir fuerzas.

A las doce cuarenta y cinco, Decambrais anotó febrilmente el siguiente anuncio atestado de abreviaciones:

Doce: Los magistrados harán que se redacten los reglamentos que tendrán que ser observados y harán que se cuelguen en las esquinas de las calles y en las plazas para que ninguna perfona los ignore. Puntos suspensivos. Harán que se mate a los canes, a los gatos; las palomas, los conejos, los pollos y las gallinas. Pondrán una atención fingular en guardar las casas limpias y las calles, en limpiar las cloacas de la ciudad y de los alrededores, las fofas repletas de estiércol, el agua eftancada, puntos suspensivos; o al menos se ordenará que se fequen.

Joss ya estaba en El Vikingo dispuesto a almorzar cuando Decambrais se decidió a abordarle. Empujó la puerta del bar y Bertin le sirvió una cerveza, sobre un posavasos de cartón rojo ornado con los dos leones de oro de Normandía, fabricado especialmente para el local. Para anunciar el almuerzo, el patrón golpeó con el puño una ancha placa de cobre suspendida sobre el mostrador. Cada día, en las comidas del mediodía y de la noche, Bertin golpeaba su gong, dejando escapar un quejido de tormenta que hacía despegar en masa a todas las palomas de la plaza y, en un rápido fuego cruzado de volátiles y de hombres, acudían todos los hambrientos a El Vikingo. Con este gesto, Bertin recordaba a todos eficazmente que había sonado la hora de comer y, al mismo tiempo, rendía homenaje a sus temibles orígenes, que nadie debía olvidar. Bertin era un Toutin por parte de madre, lo que demostraba, con apoyo de la etimología, su lazo de ascendencia directa de Thor, el dios escandinavo del trueno. Si algunos estimaban arriesgada esta interpretación, y Decambrais era uno de ellos, nadie se atrevía a desmenuzar el árbol genealógico de Bertin aniquilando así todos los sueños de un hombre que lavaba vasos desde hacía treinta años sobre el suelo de París.

Estas excentricidades habían extendido el renombre de El Vikingo lejos de su área y el local estaba constantemente repleto.

Decambrais se desplazó, con la cerveza en alto, hasta la mesa en la que Joss se había instalado.

– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó sin sentarse.

Joss alzó sus ojillos azules sin responder, masticando su carne. ¿Quién se había ido de la lengua? ¿Bertin? ¿Damas? ¿Lo enviarían a paseo, Decambrais y su habitación en alquiler? ¿Iba a darse el gusto de decirle que su presencia de bruto no era deseada en el hotel de las alfombras? Si Decambrais se atrevía a insultarlo, él le soltaría todos los desechos. Con una mano le hizo signo de que se sentase.

– El anuncio 12 -empezó Decambrais.

– Ya lo sé -dijo Joss, sorprendido-, es especial.

Así que el bretón se había dado cuenta. Aquello simplificaba el asunto.

– Tiene hermanitos -dijo Decambrais.

– Sí. Desde hace tres semanas.

– Me preguntaba si los habría conservado.

Joss rebañó la salsa con el pan, tragó y después se cruzó de brazos.

– ¿Y si lo hubiera hecho? -dijo.

– Me gustaría releerlos. Si no le importa -añadió ante la expresión obstinada del bretón-, se los compro. Todos los que tenga hasta ahora y los que vengan.

– Entonces, ¿no es usted?

– ¿Yo?

– El tipo que los ha metido en la urna. Me lo preguntaba. Podría haber sido su estilo, todas esas frases antiguas que no se entienden. Pero si quiere comprármelas es que no son suyas. Lógicamente.

– ¿Cuánto?

– No los tengo todos. Sólo los cinco últimos.

– ¿Cuánto?

– Un anuncio leído -dijo Joss enseñando su plato-, es como una costilla de cordero roída: ya no tiene valor. No lo vendo. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos.

Joss le lanzó una mirada de entendimiento.

– ¿Entonces? -relanzó Decambrais.

Joss titubeó. ¿Se podía negociar razonablemente una habitación contra cinco hojas de papel sin pies ni cabeza?

– Parece que una de sus habitaciones ha quedado libre -murmuró.

El rostro de Decambrais se quedó inexpresivo.

– Ya tengo ofertas -respondió muy bajo-. Esas personas tienen prioridad sobre usted.

– De acuerdo -dijo Joss-. Guárdese su cháchara. Hervé Decambrais no quiere que un bruto como yo venga a hollar sus alfombras. Se dice más rápido así, ¿no? Hay que tener estudios para entrar ahí dentro o hay que ser una Lizbeth y dudo que ni lo uno ni lo otro sea nunca mi caso.

Joss vació su vaso de vino y lo volvió a posar violentamente sobre la mesa. Después se encogió de hombros y se calmó de golpe. Habían pasado por otras parecidas los Le Guern.

– De acuerdo -prosiguió sirviéndose otro vaso-. Guárdese su habitación. Puedo entenderlo, después de todo. Ninguno de los dos es el tipo del otro y además ya estoy harto. ¿Qué se puede hacer ante eso? Puede tener esos papeles, si tanto le interesan. Pase esta tarde por la tienda de Damas. Antes del pregón de las seis y diez.

Decambrais se presentó a la hora en Roll-Rider. Damas estaba ocupado regulando los patines de un joven cliente y su hermana lo saludó desde la caja.

– Señor Decambrais -dijo en voz baja-, si pudiese decirle que se pusiera un jersey. Va a coger frío, no está bien de los bronquios. Sé que tiene una gran influencia sobre él automáticamente.

– Ya se lo he dicho, Marie-Belle. Lleva un tiempo hacerle entender.

– Lo sé -dijo la joven mordiéndose el labio-. Pero si pudiese intentarlo de nuevo.

– Le hablaré en cuanto sea posible, lo prometo. ¿El marino está aquí?

– En la trastienda -dijo Marie-Belle indicándole una puerta.

Decambrais se inclinó bajo las ruedas de las bicicletas suspendidas, se deslizó entre las hileras de planchas y entró en el taller de reparación, lleno de ruedas de todos los calibres del suelo al techo. Una esquina de la mesa de trabajo estaba ocupada por Joss y su urna.

– Le he puesto eso en el extremo de la mesa -dijo Joss sin volver la cabeza.

Decambrais cogió las hojas y las revisó rápidamente.

– Y aquí está la de esta noche -añadió Joss-. En primicia. El pirado apura el ritmo, ahora recibo tres al día.

Decambrais desplegó la hoja y leyó:

– Y primeramente para evitar la infección procedente de la tierra, hay que guardar las calles limpias y las casas barriéndolas y quitando las inmundicias tanto humanas como de otros animales, teniendo principalmente cuidado con los mercados de pefcados, carnicerías, triperías en las que se hace ordinariamente acopio de excrementos sujetos a corrupción.

– No sé lo que son esos pefcados, que son como carne -dijo Joss, siempre inclinado sobre sus pilas.

– Pescados, si me permite.

– Venga, Decambrais, quiero ser amable con usted pero no se meta en lo que no le importa. Porque los Le Guern sabemos leer. Nicolas Le Guern ya hacía el pregón bajo el segundo imperio. No es usted quien para enseñarme la diferencia entre pefcados y pescados, Dios bendito.

– Le Guern, son copias de textos antiguos, del siglo XVII. El tipo los ha transcrito textualmente, con la ayuda de caracteres especiales. En aquella época, se escribían las eses aproximadamente como las efes. De tal manera que el anuncio de mediodía, no era cuestión de perfona ni de fofas o de agua eftancada. Y menos aún de hacerlas fecar.

– ¿Cómo?, ¿eran eses? -dijo Joss alzándose y subiendo el tono.

– Eses, Le Guern. Fosa, agua estancada, secar, pescados. Viejas eses en forma de efes. Mírelas usted mismo, no tienen exactamente la misma forma si uno las examina de cerca.

Joss le arrancó el papel de las manos y estudió las grafías.

– Bueno -dijo con un mal tono-, admitámoslo. ¿Y qué pasa?

– Es para facilitar su lectura, nada más. No trataba de ofenderlo.

– Bueno, pues lo ha hecho. Tome sus malditos papeles y lárguese. Porque la lectura, no es por nada pero es mi trabajo. Yo no me meto en sus asuntos.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que sé bastante sobre usted, con todas esas denuncias que andan por ahí -dijo Joss señalando la pila de lo indecible-. Como me recordaba la otra noche el bisabuelo Le Guern, no sólo hay cosas bellas en la cabeza del hombre. Afortunadamente separo las lentejas.

Decambrais palideció y buscó un taburete para sentarse.

– Dios mío -dijo Joss-, no se alarme de esa manera.

– Esas denuncias, Le Guern, ¿las tiene todavía?

– Sí, las pongo con la basura. ¿Le interesan?

Joss rebuscó en su montón de restos y le tendió los dos mensajes.

– Después de todo, siempre es útil conocer al enemigo -dijo-. Un hombre alerta vale por dos.

Joss miró a Decambrais mientras desplegaba las notas. Sus manos temblaban y, por primera vez, sintió un poco de pena por el viejo letrado.

– Sobre todo no se asuste -dijo-, es el cabrón de turno. Si supiese las cosas que leo… La mierda hay que dejar que se la lleve el río.

Decambrais leyó las dos notas y las volvió a dejar sobre sus rodillas sonriendo débilmente. A Joss le pareció que recuperaba el aliento. ¿Qué había temido el aristócrata?

– No hay nada malo en hacer encaje -insistió Joss-. Mi padre hacía redes. Es lo mismo pero en más grueso, ¿no?

– Es verdad -dijo Decambrais devolviéndole los mensajes-. Pero más vale que no se sepa. La gente es estrecha.

– Muy estrecha -dijo Joss retomando su trabajo.

– Fue mi madre quien me enseñó la profesión. ¿Por qué no ha leído esos anuncios en el pregón?

– Porque no me gustan los gilipollas -dijo Joss.

– Pero tampoco le gusto yo, Le Guern.

– No. Pero no me gustan los gilipollas.

Decambrais se levantó y se alejó. En el momento de cruzar la puerta, se volvió.

– La habitación es suya, Le Guern -dijo.

VI

Al pasar por el portal de la brigada, hacia las trece horas, Adamsberg fue interceptado por un teniente desconocido.

– Teniente Maurel, comisario -se presentó el hombre-. Hay una joven que lo espera en su despacho. No ha querido tratar con nadie más que con usted. Una tal Maryse Petit. Está aquí desde hace veinte minutos. Me he permitido cerrar la puerta porque Favre quería consolarla.

Adamsberg frunció las cejas. La mujer de ayer, la historia de las pintadas. Dios santo, la había reconfortado demasiado. Si venía a desahogarse todos los días, las cosas se complicarían mucho.

– ¿He metido la pata, comisario? -preguntó Maurel.

– No, Maurel. Es culpa mía.

Maurel, alto, delgado, moreno, con acné, mandíbula prominente, sensible. Acné, mandíbula prominente, sensible, igual a Maurel.

Adamsberg entró en su despacho con algo de prudencia y se instaló en su mesa con un movimiento de cabeza.

– Comisario, lamento volver a molestarlo -comenzó Maryse.

– Un minuto -dijo Adamsberg sacando una hoja de su cajón y sumergiéndose en ella con el bolígrafo en la mano.

Sucia y gastada artimaña de policía o de empresario que incrementaba la distancia, que hacía comprender al de enfrente su insignificancia relativa. Adamsberg lamentaba utilizarla. Uno se cree a diez leguas de un teniente Noël que cierra su cazadora con un golpe seco y se encuentra haciendo algo peor. Maryse se había callado de inmediato y había bajado la cabeza. Adamsberg leyó en aquello que estaba acostumbrada a las vejaciones patronales. Era más bien guapa y, cuando se inclinaba, su camisa dejaba ver el nacimiento de los senos. Uno se cree a cien leguas de un cabo Favre y, a lo peor, chapotea en la misma piara de cerdos. En su lista, Adamsberg anotó lentamente: Acné, mandíbula prominente, sensible, Maurel.

– ¿Sí? -dijo volviendo a levantar la cabeza-. ¿Aún tiene miedo? Recuerde, Maryse, esto es el grupo de homicidios. Si se siente demasiado preocupada, un médico quizás le sea más útil que un policía.

– Sí, quizás.

– Está bien -dijo Adamsberg volviendo a levantar la cabeza-. Deje de preocuparse, las pintadas no han comido nunca a nadie.

Abrió la puerta y le sonrió para animarla a que se fuese.

– Pero -dijo Maryse- no le he contado lo de los otros edificios.

– ¿Qué otros edificios?

– Dos edificios al otro lado de París, en el distrito 18.

– ¿Y entonces?

– Unos cuatros negros. Había sobre todas las puertas y llevaban allí más de una semana, mucho más que los de mi edificio, de hecho.

Adamsberg se quedó inmóvil un instante y después volvió a cerrar la puerta suavemente y señaló la silla de la joven.

– Los grafiteros, comisario -preguntó tímidamente Maryse volviendo a sentarse-, pintan más bien en su barrio, ¿no? Quiero decir, en un territorio reducido. No pintan un edificio y después otro en el otro extremo de la ciudad, ¿no?

– Excepto si viven en un extremo y en otro de París.

– Oh, sí. Pero, en general, las pandillas son del mismo barrio, ¿no?

Adamsberg se quedó silencioso y después sacó su cuaderno.

– ¿Cómo lo ha sabido?

– Llevé a mi hijo al logopeda, es disléxico. Durante la sesión, espero siempre en el café de enfrente. Ojeaba el periódico del barrio, ya sabe, las noticias del distrito y después la política. Había una columna entera sobre el asunto, un edificio de la Rue Poulet y otro en la Rue Caulaincourt, que habían aparecido cubiertos de cuatros en todas las puertas.

Maryse dejó pasar un instante.

– Le he traído el papel -dijo deslizando el recorte sobre la mesa-. Para que viese que no le he contado historias. Quiero decir que no trataba de hacerme la interesante o algo así.

Mientras Adamsberg leía el artículo, la joven se levantó para irse. Adamsberg echó una ojeada a su papelera vacía.

– Un momento -dijo-. Vamos a volver a empezar desde el principio. Su nombre, su dirección, el dibujo de este cuatro y todo el resto.

– Pero ya se lo dije ayer -respondió Maryse un poco molesta.

– Prefiero volver a empezar. Por precaución, ¿me entiende?

– Bueno -dijo Maryse, volviendo a sentarse de nuevo, dócilmente.

En cuanto Maryse se hubo marchado, Adamsberg se fue a caminar. Una hora sin moverse en una silla representaba el tiempo máximo que soportaba sentado. Las cenas en restaurantes, las sesiones de cine, los conciertos, las largas veladas en sillones mullidos, que comenzaban con un placer sincero, terminaban con algo semejante al sufrimiento físico. El deseo compulsivo de salir y de caminar, o por lo menos de levantarse, le hacía descuidar la conversación, la música, la película. Esta condición lastradora tenía sus ventajas. Le permitía comprender lo que los otros llaman desasosiego, impaciencia, o incluso el sentimiento de la urgencia, estados que le eran ajenos en todas las otras actividades de la vida.

Una vez de pie o una vez en camino, esa impaciencia desaparecía como había llegado y Adamsberg recuperaba su ritmo natural, lento, calmado, constante. Volvió a la brigada sin haber reflexionado particularmente pero con la sensación de que esos cuatros no eran una pintada ni una broma de adolescente, ni siquiera una farsa vengativa. Aquella serie de cifras le producía una vaga desazón, un malestar furtivo.

Llegando a la brigada, supo también que no era conveniente hablar con Danglard. Danglard detestaba verlo derivar a través de percepciones infundadas, fuente, a sus ojos, de todos los derrapajes policiales. Lo mejor que podría decir es que aquello era una pérdida de tiempo. Por mucho que Adamsberg le explicase que perder el tiempo no es nunca perder el tiempo, Danglard seguía resueltamente refractario a aquel sistema de pensamientos ilegítimos, sin ligazón racional. El problema de Adamsberg era que él no había conocido ningún otro y que ni siquiera se trataba de un sistema sino de una convicción o incluso de una simple veleidad. Era una tendencia, la única que poseía.

Danglard estaba en su despacho, con la mirada pesada tras una comida consistente. Probaba la red de ordenadores que acababan de conectar.

– No consigo importar el fichero de huellas dactilares de la jefatura -se quejó al paso de Adamsberg-. ¿Qué demonios hacen, Dios bendito? ¿Lo retienen? ¿Somos una sucursal o no lo somos?

– Llegará -dijo Adamsberg, contemporizador, tanto más tranquilo puesto que utilizaba lo menos posible los ordenadores.

Esta ineptitud, al menos, no parecía molestar al capitán Danglard, que manipulaba con alegría las bases de datos y las series cruzadas. Grabar, clasificar, manipular los ficheros más corrientes convenía a la amplitud de su espíritu organizado.

– Hay una nota sobre su mesa -dijo sin alzar los ojos-. La hija de la reina Mathilde. Ha vuelto de viaje.

Danglard no llamaba nunca a Camille de otra manera que no fuese «la hija de la reina Mathilde», desde que, hacía mucho tiempo, esta Mathilde le hubiese causado un gran choque estético y sentimental. La admiraba como a un icono y una gran parte de esta devoción se extendía a su hija Camille. Danglard estimaba que Adamsberg no era con Camille todo lo amable y atento que debiera. Adamsberg lo percibía muy claramente en ciertas quejas o reprobaciones mudas de su adjunto, que, no obstante, se esforzaba caballerosamente por no meterse en los asuntos ajenos. En aquel mismo instante, Danglard le reprochaba sin una palabra que no se hubiese interesado por cómo iba Camille desde hacía más de dos meses. Y, además, una noche se lo había encontrado cruzado del brazo de una chica, la semana anterior sin ir más lejos. Los dos hombres se habían saludado sin decir una palabra.

Adamsberg se puso detrás de su adjunto y contempló durante un momento cómo desfilaban las líneas por la pantalla.

– Oiga, Danglard, hay un tipo que se divierte pintando de negro una especie de cuatros alambicados sobre las puertas de los apartamentos. De hecho en tres edificios. Uno en el distrito 13 y dos en el 18. Me pregunto si no debería acercarme hasta allí.

Danglard suspendió sus dedos sobre el teclado.

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Pues, ahora. En cuanto hable con el fotógrafo.

– ¿Para hacer qué?

– Pues para fotografiarlos, antes de que la gente los borre. Si no lo han hecho ya.

– Pero ¿para qué?

– No me gustan esos cuatros. En absoluto.

Bueno. Lo peor estaba dicho. A Danglard le horrorizaban las frases que empezaban por «No me gusta esto» o «No me gusta aquello». A un policía no tiene que gustarle o no gustarle algo. Tiene que currar y reflexionar cuando curra. Adamsberg entró en su despacho y recogió el mensaje dejado por Camille. Si estaba libre, podían verse aquella noche. Si no lo estaba, ¿podría avisarla? Adamsberg asintió con la cabeza. Sí, claro que estaba libre.

Bruscamente satisfecho, descolgó el teléfono y preguntó por el fotógrafo. Danglard había hecho irrupción en la habitación, intrigado y malhumorado.

– Danglard, ¿qué aspecto tiene el fotógrafo? -preguntó Adamsberg-. ¿Y cómo se llama?

– Le presentaron a todo el equipo hace tres semanas -dijo Danglard-, y estrechó la mano de cada uno de los hombres y de las mujeres presentes. Hasta habló con el fotógrafo.

– Es posible, Danglard, casi seguro. Pero eso no contesta mi pregunta. ¿Qué aspecto tiene y cómo se llama?

– Daniel Barteneau.

– Barteneau, Barteneau, eso no facilita mucho la cosa. ¿Aspecto?

– Más bien delgado, con aspecto vivo, sonriente, agitado.

– ¿Algún detalle distintivo?

– Pecas muy apretadas, pelo casi rojo.

– Estupendo, muy bien -dijo Adamsberg sacando la lista de su cajón.

Se inclinó sobre la mesa y anotó: Delgado, pelirrojo, fotógrafo…

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Barteneau -martilleó Danglard-. Daniel Barteneau.

– Gracias -dijo Adamsberg completando sus anotaciones-. ¿Ha notado que hay un completo gilipollas en el grupo? Digo que hay uno, pero quizás haya varios.

– Favre, Jean-Louis.

– Ése. ¿Qué vamos a hacer con él?

Danglard separó los brazos.

– Es un asunto que se plantea a un nivel mundial -dijo-. ¿Vamos a mejorarlo?

– Nos llevará cincuenta años, compañero.

– ¿Qué demonios va a hacer con esos cuatros?

– Ah -respondió Adamsberg.

Abrió su libreta en la página del dibujo de Maryse.

– Se parece a esto.

Danglard echó una ojeada y se lo devolvió.

– ¿Ha habido delito? ¿Violencia?

– Sólo unas pinceladas. ¿Qué nos cuesta ir a ver? Mientras no tengamos barrotes, todos los casos van a parar al Quai des Orfèvres.

– Ésa no es una razón para hacer tonterías. Hay que trabajar para poner las cosas en funcionamiento.

– No es una tontería, Danglard, se lo aseguro.

– Pintadas.

– ¿Desde cuándo los grafiteros pintan las puertas de los descansillos? ¿En tres lugares distintos de París?

– ¿Bromistas? ¿Artistas?

Adamsberg sacudió lentamente la cabeza.

– No, Danglard. No tiene nada de artístico. Más bien tiene toda la pinta de algo jodido.

Danglard se encogió de hombros.

– Ya sé, compañero -dijo Adamsberg saliendo del despacho-. Ya sé.

El fotógrafo estaba en el vestíbulo y caminaba a través de la gravilla. Adamsberg le estrechó la mano. El nombre que le había repetido Danglard se le había olvidado por completo. Lo mejor sería remitirse al apunte de su libreta, al alcance inmediato de su mano. Se ocuparía a partir de mañana porque aquella noche tenía lo de Camille, y Camille pasaba antes de Bretonneau o como quiera que se llamase. Danglard llegó rápidamente detrás de él.

– Buenos días, Barteneau -dijo.

– Buenos días, Barteneau -repitió Adamsberg dirigiendo una seña de gratitud a su adjunto-. Nos vamos. A la Avenue d’Italie. Algo limpio, fotos artísticas.

De reojo, Adamsberg vio cómo Danglard se ponía su chaqueta y alisaba cuidadosamente la parte de atrás para que cayese correctamente sobre sus hombros.

– Los acompaño -masculló.

VII

Joss descendió apurado por la Rue de la Gaîté, a tres nudos y medio. Llevaba preguntándose desde la víspera si había oído bien al viejo letrado cuando pronunció la frase: «La habitación es suya, Le Guern». Claro que lo había oído, pero ¿acaso quería decir exactamente lo mismo que Joss pensaba que quería decir? ¿Acaso quería realmente decir que Decambrais le alquilaba la habitación? ¿Con la moqueta, con Lizbeth y la cena? ¿A él, al bruto de Guilvinec? Claro que sí, era eso lo que quería decir. ¿Qué otra cosa, si no? Pero aquello había sido ayer, ¿y si Decambrais se había levantado consternado y había decidido dar marcha atrás? ¿Y si se acercaba a él después del pregón para anunciarle que lo sentía pero que la habitación estaba alquilada y que era un asunto de prioridad?

Sí, era aquello lo que ocurriría, dentro de una hora como muy tarde. Aquel viejo pretencioso, aquel viejo cobarde se había sentido aliviado al descubrir que Joss no revelaría todo aquel asunto del encaje en la plaza pública. Y, llevado por un impulso incontrolado, le había dado la habitación. Y ahora, la recuperaba. Así era Decambrais. Un pesado y un cabrón, siempre lo había pensado.

Furioso, Joss desencadenó su urna y la vació sin precauciones sobre la mesa de Roll-Rider. Y si encontraba un nuevo mensaje contra el letrado, puede que lo leyese esta mañana. A cabrón, cabrón y medio. Recorrió los anuncios con impaciencia pero no encontró nada de aquel tipo. En cambio, el grueso sobre de color marfil estaba allí, con sus treinta francos.

La verdad es que no era un mal negocio. Últimamente, sólo con aquel tipo, ganaba cien francos al día. Joss se concentró para leer.

Videbis animalia generata ex corruptione multiplican in terra ut vermes, ranas et muscas; et si sit a causa subterranea videbis reptilia habitantia in cabernis exire ad superficiem terrae et dimitiere ova sua et aliquando mori. Et si est a causa celesti, similiter volatilia.

– Mierda -dijo Joss-. Italiano.

La primera cosa que hizo Joss al trepar sobre su estrado a las ocho y veintiocho fue asegurarse de la presencia de Decambrais contra su marco. Era, en efecto, la primera vez en dos años que estaba ansioso por verlo. Sí, estaba allí, impecable en su traje gris, repeinando con un gesto sus cabellos blancos, abriendo su libro encuadernado en cuero. Joss le echó una mirada maliciosa y lanzó con su voz estentórea el anuncio n.° 1.

Le pareció que había hecho el pregón más rápido que de costumbre, apurado como estaba por averiguar cómo iba a desdecirse de su palabra Decambrais. Casi fusiló su Página de la Historia de Francia para todos, y ello le hizo detestar aún más al letrado.

– Vapor francés -terminó con brusquedad-, 3.000 toneladas, choca contra las rocas de Penmarch y después deriva hasta la Torche donde se hunde sobre su lugar de anclaje. Tripulación perdida.

Cuando hubo concluido el pregón, Joss se esforzó por transportar la caja con indiferencia hasta la tienda de Damas, que subía la cortina metálica. Los dos hombres se estrecharon la mano. Damas tenía la mano muy fría. Claro, con aquel tiempo y todavía vestido con una chaqueta. Iba a ponerse enfermo si seguía haciendo el tonto así.

– Decambrais te espera a las ocho esta noche en El Vikingo -dijo Damas poniendo las tazas de café.

– ¿No puede dar sus mensajes él mismo?

– Tiene citas todo el día.

– Puede ser, pero no estoy a su servicio. No dicta la ley, el aristócrata.

– ¿Por qué lo llamas el «aristócrata»? -preguntó Damas, sorprendido.

– Eh, Damas, despierta. ¿Acaso Decambrais no se comporta a veces como un aristócrata?

– Ni idea. Nunca me he hecho esa pregunta. En todo caso, está siempre sin un duro.

– Los aristócratas sin un duro existen. Es lo más común incluso en materia de aristócratas.

– Ah, bueno -dijo Damas-. No lo sabía.

Damas sirvió el café caliente, sin percibir en apariencia la expresión contrariada del bretón.

– Ese jersey ¿es para hoy o para mañana? -dijo Joss con cierta saña-. ¿No crees que tu hermana ya se ha preocupado bastante?

– Pronto, Joss, pronto.

– Y, no lo tomes a mal, pero ¿por qué no te lavas el pelo de paso?

Damas alzó un rostro asombrado y apartó su cabello, largo, moreno y ondulado, tras sus hombros.

– Mi madre decía que el pelo de un hombre es todo su capital -aseguró Joss-. Bueno, pues tú no se puede decir que lo hagas rentable.

– ¿Está sucio? -preguntó el joven perplejo.

– Un poco, sí. No lo tomes a mal. Es por ti, Damas. Tienes un pelo bonito, deberías ocuparte de él. ¿Nunca te lo ha dicho tu hermana?

– Seguro que sí. Pero me olvido.

Damas atrapó las puntas de su cabello y las examinó.

– Tienes razón, Joss, voy a hacerlo ahora mismo. ¿Puedes guardarme la tienda? Marie-Belle no llegará hasta las diez.

Damas se fue de un salto y Joss le vio atravesar la plaza corriendo en dirección a la farmacia. Suspiró. Pobre Damas. Demasiado amable, el tipo, y sin suficiente plomo en el cerebro. De esos a los que la gente les toma el pelo. Lo contrario que el aristócrata, todo en la cabeza y nada en el corazón. Está mal equilibrada la existencia.

El quejido del trueno de Bertin resonó a las ocho y cuarto de la noche. Los días se acortaban tremendamente, la plaza ya estaba cubierta por la sombra y las palomas se habían dormido. Joss se arrastró de mal humor hasta El Vikingo. Divisó a Decambrais en la mesa del fondo, con corbata, traje oscuro y una camisa blanca gastada en el cuello, delante de dos jarras de vino tinto. Estaba leyendo y era el único que lo hacía entre todos los presentes. Había tenido todo el día para preparar su discurso y Joss esperaba que lo tuviese bien acabado. Pero hacía falta mucho más para engatusar a un Le Guern. Los cabos, los cordajes, las sirgas, eso lo conocía bien.

Joss se sentó pesadamente sin saludar y Decambrais llenó inmediatamente los dos vasos.

– Gracias por venir, Le Guern, prefería no dejarlo para mañana.

Joss inclinó sencillamente la cabeza y dio un largo trago de su vaso.

– ¿Los tiene? -preguntó Decambrais.

– ¿El qué?

– Los anuncios del día, los anuncios especiales.

– No cargo con todo. Están en la tienda de Damas.

– ¿Se acuerda de ellos?

Joss se rascó largamente la mejilla.

– Estaba otra vez el tipo ese que cuenta su vida, sin pies ni cabeza como siempre -dijo-. Y después hubo otro en italiano como esta mañana.

– Es latín, Le Guern.

Joss guardó silencio un instante.

– Pues bien, todo esto no me gusta demasiado. Leer cosas que uno no entiende no es trabajo honesto. ¿Qué busca ese tipo? ¿Joder a la gente?

– Es muy posible. Dígame, ¿le molestaría mucho ir a buscarlos?

Joss vació su vaso y se levantó. Las cosas no tomaban el giro esperado. Estaba confuso, como aquella noche en el mar en que todo se había desarreglado a bordo y ya no conseguían sacar conclusiones. Creían que las rocas estaban a estribor y, cuando amaneció, estaban justo delante, hacia el norte. Habían rozado la catástrofe.

Fue y volvió rápidamente, preguntándose si Decambrais no estaba en babor cuando él lo creía a estribor, y dejó los tres sobres color marfil sobre la mesa. Bertin acababa de traer los platos calientes, escalope normando con patatas, y una tercera jarra. Joss se lanzó sin esperar mientras que Decambrais leía el anuncio de mediodía en voz baja.

– He ido al despacho esta mañana con mucho dolor en el índice de la mano izquierda, a causa de una torcedura que me hice ayer luchando con la mujer que mencionaba ayer (…). Mi mujer ha ido a los baños (…) para lavarse después de haber estado tanto tiempo en casa en medio del polvo. Pretende haber tomado la resolución de ser muy limpia de ahora en adelante. Adivino sin pena cuánto va a durarle.

– A veces, falla el sextante.

Decambrais volvió a llenar los vasos y pasó al anuncio siguiente:

– Terrae putrefactae signa sunt animalium ex putredine nascentium multiplicatio, ut sunt mures, ranae terrestres (…), serpentes ac vermes, (…) praesertim si minime in illis locis nasci consuevere. ¿Puedo guardarlos? -preguntó.

– Si le sirven para algo.

– Para nada, por el momento. Pero lo encontraré, Le Guern, lo encontraré. Ese tipo juega al ratón y al gato pero, un día, una palabra de más me pondrá sobre la pista, estoy convencido.

– ¿Para ir adónde?

– Para saber qué es lo que quiere.

Joss se encogió de hombros.

– Con ese temperamento, nunca hubiese podido ser pregonero. Porque si uno se detiene en todo lo que lee, es el acabóse. Uno ya no puede pregonar, se atasca. Un pregonero debe estar por encima de las cosas. Porque fíjese que he visto tarados desfilar por mi urna. Pero, eso sí, nunca he visto a ninguno que pagase más de la tarifa reglamentaria. Ni que pegase la hebra en latín, o con esas viejas eses en forma de efe. Me pregunto para qué sirve eso.

– Para avanzar enmascarado. Por un lado, no es él el que habla puesto que cita textos. ¿Ve la astucia? No se moja.

– No confío en los tipos que no se mojan.

– Por otro lado escoge textos antiguos que no tienen sentido más que para él. Se atrinchera.

– Fíjese -dijo Joss agitando su cuchillo-, no tengo nada contra lo antiguo. Hago incluso una página de historia de Francia en el pregón, ¿lo ha notado? Se remonta a la escuela. Me gustaba la historia. No es que escuchase pero me gustaba.

Joss terminó su plato y Decambrais pidió una cuarta jarra. Joss le echó una ojeada. Tenía un buen buche el aristócrata, sin contar todo lo que se había bebido esperándole. Él mismo seguía el ritmo pero notaba cómo se le escapaba el control furtivamente. Contempló atentamente a Decambrais, que no tenía un aspecto tan estable, a fin de cuentas. Seguro que había bebido para decidirse a hablar de la habitación. Joss se dio cuenta de que él también daba marcha atrás. Mientras hablasen de chismes y chorradas, no hablaban del hotel, y eso ya era algo.

– Era el profesor el que me gustaba, en el fondo -añadió Joss-. Si hubiese hablado en chino, también me habría gustado. Cuando me echaron del internado fue el único al que eché de menos. No eran muy simpáticos en Tréguier.

– ¿Qué demonios pintaba usted en Tréguier? Creí que era de Guilvinec.

– No pintaba nada, justamente. Estaba interno para que me reformasen el carácter. Me trajeron al redopelo para nada. Dos años más tarde me enviaron de vuelta a Guilvinec, a causa de la mala influencia que ejercía sobre mis compañeros.

– Conozco Tréguier -dijo negligentemente Decambrais rellenando su vaso.

Joss le miró con aire escéptico.

– ¿Conoce la Rue de la Liberté?

– Sí.

– Pues bien, allí estaba el internado de chicos.

– Sí.

– Justo después de la iglesia de Saint-Roch.

– Sí.

– ¿Va a decir «sí» a todo lo que digo?

Decambrais se encogió de hombros con los párpados pesados. Joss sacudió la cabeza.

– Está borracho, Decambrais -dijo-. Ya no puede sostenerse.

– Estoy borracho pero conozco Tréguier. Una cosa no quita la otra.

Decambrais vació su vaso e hizo un signo a Joss para que le sirviese de nuevo.

– Son bromas -dijo Joss aplicándose-. Bromas para embaucarme. Si cree que soy tan tonto como para que me ablande el que un tipo haya atravesado la Bretaña, está completamente confundido. Yo no soy un patriota, soy un marino. Conozco a bretones que son tan cretinos como cualquiera.

– Yo también.

– ¿Lo dice por mí?

Decambrais sacudió la cabeza blandamente y se hizo un silencio bastante largo.

– Pero ¿es verdad que conoce Tréguier? -continuó Joss con la cabezonería de quien ha bebido demasiado.

Decambrais asintió y vació su vaso.

– Pues yo no lo conozco demasiado bien -dijo Joss, bruscamente triste-. El carcelero del internado, el padre Kermarec, se las arreglaba para castigarme todos los domingos. La ciudad, creo que no la he visto más que a través de las ventanas y de lo que contaban los amigos. Es ingrata la memoria, porque me acuerdo del nombre de aquel cabrón pero no del nombre del profesor de historia, que era el único que me defendía.

– Ducouëdic.

Joss levantó lentamente la cabeza.

– ¿Cómo? -dijo.

– Ducouëdic -repitió Decambrais-. El nombre de su profesor de historia.

Joss frunció los ojos y se inclinó por encima de la mesa.

– Ducouëdic -confirmó-. Yann Ducouëdic. Diga, Decambrais, ¿me espía? ¿Qué quiere de mí? ¿Es usted policía? Es eso, Decambrais, ¿es usted policía? ¡Los mensajes son bromas, la habitación es una broma! ¡Todo lo que quiere es meterme en su embrollo de policía!

– ¿Tiene miedo de la policía, Le Guern?

– ¿Es asunto suyo?

– No, es su problema. Pero no soy policía.

– Claro que sí. ¿Cómo conoce a mi Ducouëdic?

– Era mi padre.

Joss se quedó petrificado con los codos sobre la mesa y la mandíbula adelantada, borracho e indeciso.

– Son bromas -murmuró tras un largo minuto.

Decambrais separó el lado izquierdo de su chaqueta y, con gestos un poco imprecisos, encontró su bolsillo interior. Sacó su cartera y cogió el carné de identidad y se lo tendió al bretón. Joss lo examinó largamente, siguiendo con el dedo el nombre, la foto, el lugar de nacimiento. Hervé Ducouëdic, nacido en Tréguier, setenta primaveras.

Cuando volvió a levantar la cabeza, Decambrais había puesto un índice sobre sus labios. Silencio. Joss inclinó la cabeza varias veces. Líos. Eso podía entenderlo incluso borracho. Reinaba mientras tanto un follón tal en El Vikingo que se podía hablar en voz baja sin correr riesgo alguno.

– ¿Entonces… «Decambrais»? -murmuró.

– Chorradas.

Ante aquello había que descubrirse. Había que descubrirse ante el aristócrata. Había que reconocérselo. Joss se tomó todo su tiempo para reflexionar una vez más.

– Y entonces -continuó-, ¿es usted aristócrata o no lo es?

– ¿Aristócrata? -dijo Decambrais volviendo a guardarse su cartera-. Oiga, Le Guern, si fuese aristócrata no me estropearía los ojos haciendo encaje.

– ¿Y aristócrata arruinado? -insistió Le Guern.

– Ni siquiera. Arruinado simplemente. Bretón simplemente.

Joss se apoyó en su silla, desconcertado como cuando una quimera o un sueño nos abandona sin avisar.

– Atención, Le Guern -dijo Decambrais-. Ni una palabra a nadie.

– ¿Y Lizbeth?

– Ni siquiera lo sabe Lizbeth. Nadie debe saberlo.

– Entonces ¿por qué me lo ha dicho?

– Hoy por ti y mañana por mí -explicó Decambrais vaciando su vaso-. A hombre honesto, hombre honesto y medio. Si eso le hace cambiar de opinión por la habitación, dígalo claramente. Puedo entenderlo.

Joss se levantó de golpe.

– ¿Aún la quiere? -preguntó Decambrais-. Porque tengo otras demandas.

– La quiero -dijo Joss precipitadamente.

– Entonces, hasta mañana -dijo Decambrais levantándose-, y gracias por los anuncios.

Joss lo retuvo cogiéndolo por la manga.

– Decambrais, ¿qué tienen esos anuncios?

– Son subterráneos, pútridos. Estoy seguro de que también son peligrosos. En cuanto vea una luz, se lo diré.

– El faro -dijo Joss un poco soñador-, cuando vea el faro.

– Exactamente.

VIII

Una buena parte de los cuatros ya había sido borrada de las puertas de los apartamentos de tres edificios marcados, sobre todo aquellos del distrito 18 que ya tenían diez y ocho días respectivamente, según los testimonios de algunos ocupantes. Pero se trataba de una pintura acrílica de buena calidad y quedaban huellas negruzcas bien visibles sobre los paneles de madera. En cambio, el inmueble de Maryse presentaba todavía numerosos especímenes intactos que Adamsberg mandó fotografiar antes de su destrucción. Habían sido realizados a mano uno a uno y no en serie con una plantilla. Pero los tres presentaban las mismas particularidades: tenían una altura de setenta centímetros, el trazo presentaba una anchura de tres buenos centímetros, estaban todos invertidos, tenían patas en la base y estaban adornados con dos barras en la rama inferior.

– Bien hecho, ¿no? -le dijo a Danglard, que se había quedado mudo durante toda la expedición-. El hombre es hábil. Lo hace de una vez, sin detenerse. Como un carácter chino.

– Es indiscutible -dijo Danglard instalándose en el coche a la derecha del comisario-. El grafismo es elegante, rápido. Tiene buena mano.

El fotógrafo guardó su equipo en la parte de atrás y Adamsberg arrancó suavemente.

– ¿Son urgentes estos negativos? -preguntó Barteneau.

– En absoluto -dijo Adamsberg-. Démelos cuando pueda.

– Dentro de dos días -propuso el fotógrafo-. Esta tarde tengo que hacer una serie para el Quai.

– En cuanto al Quai, no merece la pena que les hable de esto. No ha sido más que un paseo entre nosotros.

– Si tiene buena mano -continuó Danglard-, quizás sea pintor.

– No son obras de arte, no lo creo.

– Pero el conjunto sí puede constituir una. Imagínese un tipo que ataca centenares de edificios, terminarán por hablar de él. Fenómeno de envergadura, secuestro artístico de la colectividad, lo que se llama una «intervención». Dentro de seis meses conoceremos el nombre del autor.

– Sí -dijo Adamsberg-. Quizás tenga razón.

– Seguro -intervino el fotógrafo.

Su nombre acababa de volver a la memoria de Adamsberg: Brateneau. No: Barteneau: Delgado, Pelirrojo, Fotógrafo, igual a Barteneau. Muy bien. En cuanto al nombre de pila, nada que hacer, a nadie se le pide lo imposible.

– Hubo un tipo en mi pueblo, en Nanteuil -continuó Barteneau-, que a lo largo de una semana pintó un centenar de papeleras públicas de rojo con puntos negros. Parecía como si una bandada de mariquitas gigantes se hubiese abatido sobre la ciudad, cada una colgada de un poste como si fuese una ramita gigantesca. Pues bien, un mes más tarde, el tipo consiguió un trabajo en la mayor radio local. Hoy en día es el factotum de la cultura municipal.

Adamsberg condujo silenciosamente, colándose sin ponerse nervioso entre los atascos de las seis. Llegaba lentamente a las inmediaciones de la brigada.

– Hay un detalle que no encaja -dijo deteniéndose ante un semáforo en rojo.

– Lo he visto -cortó Danglard.

– ¿Qué? -preguntó Barteneau.

– El tipo no ha pintado todas las puertas de los apartamentos -respondió Adamsberg-. Las ha pintado todas, excepto una. Y esto en los tres edificios. El emplazamiento de la puerta evitada nunca es el mismo. En el sexto izquierda del inmueble de Maryse, en el tercero derecha de la Rue Poulet, en el cuarto derecha de la Rue Caulaincourt. Esto no le pega mucho a una «intervención».

Danglard se mordisqueó los labios, de un lado y de otro.

– Es el toque de desequilibrio lo que hace que la obra sea obra y no un decorado -propuso él-. Que el artista proponga una reflexión y no un papel pintado. Es la parte que falta, el agujero de la cerradura, lo inconcluso, la introducción del azar.

– Azar falsificado -rectificó Adamsberg.

– El artista debe fabricar él mismo el azar.

– No es un artista -dijo Adamsberg en voz baja.

Aparcó delante de la brigada, metió el freno de mano.

– Muy bien -admitió Danglard-. ¿Qué es?

Adamsberg se concentró, con los brazos descansando sobre el volante y la mirada fija en lontananza.

– Si pudiese evitar responderme «No lo sé»… -sugirió Danglard.

Adamsberg sonrió.

– En estas condiciones más vale que me calle -dijo.

Adamsberg volvió a su casa con paso rápido, para estar seguro de no perderse la llegada de Camille. Se dio una ducha y se derrumbó sobre una butaca para soñar una breve media hora puesto que Camille era generalmente puntual. El único pensamiento que le asaltó fue que se sentía desnudo bajo la ropa, como le ocurría muy a menudo cuando llevaba mucho tiempo sin verla. Desnudo bajo la ropa, condición natural de cada uno. Esta suerte de constatación lógica no perturbaba a Adamsberg. El hecho persistía cuando esperaba a Camille, estaba desnudo bajo la ropa, pero eso no le ocurría en el trabajo. La diferencia era muy clara, fuese lógica o no.

IX

El jueves, entre los tres pregones, Joss hizo varios viajes para trasladar sus pertenencias, con una especie de impaciencia ansiosa, en la pequeña furgoneta prestada por Damas. Damas le echó una mano sólida en el último viaje, a la hora de descender a través de seis estrechos pisos lo más pesado del mobiliario. Se reducía a poca cosa: un baúl mundo tapizado de negro y claveteado de bronce, un biombo donde figuraba un navío con tres mástiles en el puente, una pesada butaca con tallas artesanales que el bisabuelo había realizado con sus grandes manos en una de sus breves estancias en familia.

Había pasado la noche construyendo nuevos temores. Decambrais -es decir Hervé Ducouëdic- había hablado demasiado el día anterior, cargado como estaba con seis jarras de vino tinto. Joss tuvo miedo de que se despertase lleno de pánico y que su primer reflejo fuese mandarlo al otro extremo del mundo. Pero nada así había sucedido y Decambrais había asumido dignamente la situación, con el libro en la mano y apoyado contra el marco de su casa desde las ocho y media. Si lamentaba algo, y probablemente era así, o si se estremecía por haber puesto su secreto entre las manos rugosas de un desconocido, que era además un bruto, no lo había dejado ver. Y si le pesaba la cabeza, y seguro que le pesaba tanto como a Joss, no había dejado que se notase tampoco, tenía el rostro tan concentrado como siempre cuando se leyeron los dos anuncios del día, aquellos que nombraban últimamente como «los especiales».

Joss le había entregado los dos últimos aquella noche después de su mudanza. Una vez que estuvo solo en su nueva habitación, su primer gesto fue el de quitarse los zapatos y los calcetines y campar descalzo sobre la alfombra, con las piernas separadas, los brazos colgantes, los ojos cerrados. Fue el momento que escogió Nicolas Le Guern nacido en Locmaria en 1832, para sentarse sobre la ancha cama con barrotes de madera y decirle hola. Hola, dijo Joss.

– Bien hecho, hijo mío -dijo el viejo acodándose en el edredón.

– ¿Verdad? -dijo Joss abriendo a medias los ojos.

– Estás mejor aquí que allá. Ya te dije que trabajando de pregonero se puede llegar muy alto.

– Llevas siete años diciéndomelo. ¿Para eso has venido?

– Esos mensajes -dijo lentamente el abuelo rascándose una mejilla mal afeitada-, esos «especiales» como los llamas, los que le pasas al «aristócrata», pues bien, si fuese tú, iría con pies de plomo. Es mala cosa.

– Me los pagan bien, antepasado, muy bien incluso -dijo Joss volviéndose a calzar.

El viejo se encogió de hombros.

– Si fuese tú, iría con pies de plomo.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Quiere decir lo que quiere decir, Joss.

Ignorando la visita de Nicolas Le Guern al primer piso de su propia casa, Decambrais trabajaba en su estrecho despacho del piso bajo. Esta vez le parecía que uno de los «especiales» del día había desencadenado una iluminación, muy frágil pero quizás decisiva.

El texto del pregón de la mañana presentaba la continuación anecdótica de lo que Joss había nombrado «la historia del tipo sin pies ni cabeza». Precisamente -pensaba Decambrais-, eran extractos de un libro cogido por la mitad, sin tener en cuenta su inicio. ¿Por qué? Decambrais releía regularmente estos pasajes con la esperanza de que las frases familiares e impenetrables anunciasen al fin el nombre de su creador.

En la iglesia con mi mujer, que no había ido desde hace un mes o dos (…) Me preguntó si es gracias a la pata de liebre destinada a preservarme contra los vientos, pero no he tenido cólicos desde que la llevo.

Decambrais dejó la hoja con un suspiro y retomó la otra, la de la iluminación:

Et de eis quae significant illud, est ut videas mures et animalia quae habitant sub terra fugere ad superficiem terrae et pati sedar, id est, commoveri hinc inde sicut animalia ebria.

Había anotado una traducción rápida por encima, con un punto de interrogación en el medio: Y entre las cosas que son su signo, está que ves ratas y animales que habitan bajo la tierra escapar hacia la superficie y sufrir (?), es decir, que salen de aquel lugar como animales ebrios.

Llevaba una hora tropezando con aquel «sedar», que no era una palabra latina. Estaba convencido de que se trataba de un error de transcripción, puesto que el sabihondo era tan meticuloso que indicaba con puntos suspensivos todos los cortes que se permitía efectuar en los textos originales. Si el sabihondo había escrito «sedar», es que «sedar» existía sin duda, en pleno corazón de un texto en perfecto latín vulgar. Escalando sobre su viejo taburete de madera para alcanzar un diccionario, Decambrais se detuvo en seco.

Árabe. Un término de origen árabe.

Casi enfebrecido volvió a su mesa y plantó las dos manos sobre el texto como para asegurarse de que no saldría volando. Árabe, latín, una mezcla. Decambrais buscó rápidamente los otros anuncios evocando esta huida de los animales hacia la superficie, comprendido el primer texto en latín que Joss había leído la víspera y que comenzaba de manera casi idéntica: Verás.

Verás que los animales nacidos de la corrupción se multiplican bajo la tierra, como los gusanos, los sapos y las moscas, y si la causa es subterránea, verás cómo los reptiles que habitan las profundidades salen a la superficie y abandonan sus huevos y a veces mueren. Y si la causa está en el aire, ocurrirá lo mismo con los pájaros.

Escritos que se copiaban los unos a los otros, a veces palabra por palabra. Diferentes autores reiterando una misma idea, hasta el siglo XVII, una idea que se transmitía de generación en generación. A la manera de los monjes reproduciendo los decretos del Auctoritas a través de las épocas. Es decir, una corporación. Elitista, cultivada. Pero no eran los monjes, no. No era nada religioso.

Con la frente apoyada sobre su mano, Decambrais reflexionaba todavía cuando la voz de Lizbeth resonó en toda la casa llamando a la mesa, como una canción.

Cuando bajó al comedor, Joss descubrió a todos los inquilinos del hotel Decambrais ya instalados, vencidos por la costumbre, sacando sus servilletas de sus servilleteros de madera y desenrollándolas. Cada uno de los servilleteros estaba marcado con un signo distintivo. Asaltado por una timidez poco habitual, había dudado si sentarse a la mesa aquella noche. La cena de media pensión no era obligatoria siempre que uno anunciase su ausencia la víspera. Joss se había acostumbrado a vivir solo, a comer solo, a dormir solo y a hablar solo, excepto cuando iba a cenar a veces al bar de Bertin. Durante sus trece años de vida parisina, había tenido tres novias durante periodos de tiempo bastante cortos, pero nunca se había atrevido a llevarlas a su habitación para ofrecerles un colchón instalado sobre el suelo. Las casas de las mujeres, por muy rudimentarias que fuesen, habían sido siempre más acogedoras que su retiro desolado.

Joss hizo un esfuerzo para sacudirse esa torpeza que parecía venir de los tiempos antiguos de su adolescencia, agresiva y prestada. Lizbeth le sonrió tendiéndole su servilletero personal. Cuando Lizbeth sonreía tan ampliamente, él sentía deseos de arrojarse contra ella, en un brusco impulso, como un náufrago que encuentra una roca en plena noche. Una espléndida roca, redonda, lisa y oscura, a la que uno ofrecería su gratitud eterna. Aquello le sorprendía. No conocía esa violencia sentimental más que con Lizbeth y cuando ella sonreía. Un murmullo confuso de los comensales deseó la bienvenida a Joss, que ocupó su sitio a la derecha de Decambrais. Lizbeth presidía al otro extremo de la mesa y servía apresuradamente. Había allí otros dos pensionistas del hotel, el de la habitación 1, Castillon, un herrero retirado que había pasado la primera parte de su vida ejerciendo la profesión de prestidigitador, recorriendo todos los hoteles de Europa, y la de la habitación 4, Evelyne Curie, una mujer menuda de menos de treinta años, apagada, con el rostro suave y pasado de moda, que se inclinaba sobre su plato. Lizbeth se había sincerado con Joss a su llegada al hotel.

– Cuidado, marinero -lo había sermoneado arrastrándolo discretamente hacia el cuarto de baño-, no metas la pata. Con Castillon puedes comportarte sin melindres, es un tipo duro que se cree muy chistoso, y no es que sea muy listo pero al menos no corres el riesgo de hacer daño. No te preocupes si ves que tu reloj desaparece en medio de la cena, es más fuerte que él, te lo devuelve siempre con el postre. Hay compota toda la semana o fruta fresca según la época, pastel de sémola el domingo. Aquí no damos cocina prefabricada, puedes comer con los ojos cerrados. Pero, cuidado con la pequeña. Lleva aquí dieciocho meses, protegida. Se largó del domicilio conyugal después de ocho años de palizas. Ocho años, ¿te das cuenta? Parece que ella lo quería. Bueno, terminó por recuperar el sentido y vino a parar aquí una buena tarde. Pero cuidado, marinero. Su hombre la busca por toda la ciudad para darle una tunda y devolverla al hogar. No es compatible, evidentemente, pero esos tipos funcionan así, no hay que darle más vueltas. Está dispuesto a darle una paliza para que no se vaya con otros, tú has vivido, conoces la historia. Por eso, el nombre de Evelyne Curie, ni idea, nunca lo has oído, nunca. Aquí la llamamos Éva, no es comprometedor. ¿Recibido, marinero? La tratas con cuidado. No habla mucho, se sobresalta a menudo, se sonroja, como si tuviese siempre miedo. Poco a poco se recupera pero le hace falta tiempo. En cuanto a mí, ya me conoces bastante, soy una buena chica pero los chistes verdes ya no puedo soportarlos. Eso es todo. Baja a comer, va a ser la hora y más vale que lo sepas desde el principio, hay dos botellas y eso es todo, porque Decambrais tiene querencias, o sea que yo freno. Los que quieren una prolongación van a El Vikingo. Y el desayuno es de siete a ocho, le viene bien a todo el mundo excepto al herrero que se levanta tarde, cada uno a su manera. Te lo he dicho todo, no te quedes aquí, te preparo la anilla. Tengo una con un pollito y otra con un barco. ¿Cuál prefieres?

– ¿Qué anilla? -había preguntado Joss.

– Para enrollar tu servilleta. Hacemos colada todas las semanas, en concreto, ropa blanca el viernes, y el martes de color. Si no quieres que tu ropa se lave con la del herrero, tienes la lavandería a cien metros. Si quieres plancha, tendrás que pagar a Marie-Belle aparte cuando venga a limpiar los cristales. Entonces, en cuanto a la anilla, ¿por cuál te decides?

– Por el pollito -había respondido Joss firmemente.

– Los hombres -había suspirado Lizbeth al salir- siempre tienen que hacerse los listillos.

Sopa, guiso de ternera, quesos y peras asadas. Castillon hablaba un poco solo, Joss esperaba con prudencia para orientarse, como cuando uno aborda un mar nuevo. La pequeña Éva comía sin ruido y no alzó más que una vez el rostro para pedirle el pan a Lizbeth. Lizbeth le sonrió y Joss tuvo la impresión curiosa de que Éva había deseado arrojarse a sus brazos. A menos que se tratase de él otra vez.

Decambrais no había hablado prácticamente durante la cena. Lizbeth le había dejado caer a Joss mientras éste le ayudaba a recoger: «Cuando está así, es porque trabaja mientras come». Y en efecto, Decambrais se levantó de la mesa una vez que hubo engullido las peras y se excusó con todos antes de volver al despacho.

La luz se hizo a la mañana siguiente, en el primer instante de consciencia. El nombre se propulsó hacia sus labios antes incluso de que hubiese abierto los ojos, como si aquella palabra hubiese esperado toda la noche a que el durmiente despertase, ardiendo en deseos de manifestarse. Decambrais se oyó enunciarla en voz baja: Avicena.

Se levantó repitiéndola varias veces, temeroso de que se desvaneciese con la disipación de las brumas del sueño. Para tener mayor seguridad, anotó sobre una hoja: Avicena. Y después escribió al lado: Liber canonis. El Canon de la medicina.

Avicena. El gran Avicena, médico y filósofo persa, principios del siglo XI, mil veces recopiado de Oriente a Occidente. Redacción latina sembrada de locuciones árabes. Ahora estaba sobre la pista.

Sonriente, Decambrais esperó a cruzarse con el bretón en la escalera. Lo agarró cuando pasaba.

– ¿Ha dormido bien, Le Guern?

Joss vio claramente que algo se había producido. El rostro blanco y delgado de Decambrais, normalmente algo cadavérico, se había reanimado como bajo el efecto de un rayo de sol. En vez de aquella sonrisa un poco cínica, un poco artificial, que lucía por lo general, Decambrais estaba pura y simplemente jubiloso.

– Lo tengo, Le Guern, lo tengo.

– ¿Qué?

– ¡A nuestro sabihondo! Lo tengo, Dios santo. Guárdeme los «especiales» del día, me voy a la biblioteca.

– Abajo, ¿a su despacho?

– No, Le Guern. No tengo todos los libros.

– Ah, ya -dijo Joss, sorprendido.

Decambrais, con el abrigo echado a la espalda y la cartera metida entre sus pies, anotó el «especial» de la mañana:

Y así en los desarreglos de las cualidades de las estaciones, como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido, y así la primavera, y el otoño, porque esta gran desigualdad muestra una mala constitución, tanto de los astros como del aire (…).

Deslizó la hoja en su cartera y después esperó unos minutos para escuchar el naufragio del día. A las nueve menos cinco, se sumergió en el metro.

X

Aquel jueves Adamsberg llegó a la brigada después que Danglard, un acontecimiento lo suficientemente raro como para que su adjunto le dedicase una mirada prolongada. El comisario tenía los rasgos marchitos de quien no ha dormido más que un par de horas entre las cinco y las ocho. Volvió a salir enseguida para tomar café en el bar de aquella calle.

Camille, dedujo Danglard. Camille había vuelto anoche. Danglard encendió blandamente su ordenador. Él había dormido solo como de costumbre. Siendo tan feo, con el rostro desestructurado y el cuerpo cayéndosele hacia abajo como un cirio derretido, era casi un milagro si tocaba a una mujer una vez cada dos años. Como siempre, Danglard consiguió salir de aquella morosidad que le conducía directamente al paquete de cervezas pasando revista, como en un breve diaporama de luz, a los rostros de sus cinco hijos. La verdad es que el quinto no era suyo, con aquellos ojos azul pálido, pero su mujer le había dejado todo el lote por un precio módico cuando se fue. Había pasado ya mucho tiempo, ocho años y treinta y siete días, y la imagen de Marie, de espaldas, atravesando lentamente el pasillo con un traje sastre verde, abriendo la puerta y cerrándola de golpe, había permanecido aferrada a su cráneo durante dos largos años y seis mil quinientas cervezas. El diaporama de los niños, dos gemelos, dos gemelas y el pequeño de ojos azules, se había convertido ahora en su idea fija, su refugio, su salvación. Había pasado miles de horas rallando zanahorias cada vez más finas, lavando cada vez más blanco, preparando carteras irreprochables, planchando, limpiando los lavabos hasta la desinfección integral. Después este absolutismo se había calmado lentamente para volver a un estado, si no normal, al menos aceptable, y su consumo de cerveza había caído del millar a las cuatrocientas anuales, bien es cierto que doblado por el vino blanco en años difíciles. Quedaba su vínculo luminoso con los cinco niños y eso, se decía en algunas mañanas negras, nadie podría quitárselo. Y nadie por otro lado tenía intención de hacerlo.

Había esperado, intentado incluso, que una mujer se quedase en su casa llevando a cabo la maniobra inversa a Marie, es decir abrir la puerta, de frente, y atravesar lentamente el pasillo en traje sastre amarillo, hacia él, pero todo había sido inútil. Las estancias de las mujeres habían sido todas cortas y las relaciones volátiles. No pretendía encontrar una mujer como Camille, no, cuyo perfil era tan tenso y tierno que uno se preguntaba si había que pintarla o besarla urgentemente. No, no pedía la luna. Una mujer, sólo una mujer, incluso si se había desparramado hacia la base, como él, no le importaba.

Danglard vio pasar a Adamsberg en sentido contrario y después encerrarse en su despacho empujando la puerta sin ruido. Él tampoco era guapo pero sí que había conseguido la luna. Bueno, sí que era guapo, aunque ninguno de sus rasgos tomado aisladamente hubiese podido contribuir lógicamente a aquel resultado. Ninguna regularidad, ninguna armonía y nada imponente. El efecto de desorden era total, pero aquel desorden generaba un caos seductor, suntuoso, a veces, cuando se animaba. Danglard había encontrado siempre injusto ese golpe de suerte. Su propio rostro era una mezcla tan azarosa como el de Adamsberg, pero el balance final tenía un flaco interés. En cambio Adamsberg, sin bazas en un principio, había obtenido un trío de dieces.

Puesto que, desde la edad de dos años y medio, se había instruido mucho leyendo y meditando, Danglard no era celoso. Otra de las razones es que tenía el diaporama. Y también que, pese a un desconcierto casi crónico, le gustaba aquel tipo e incluso la pinta de aquel tipo, su gran nariz y su insólita sonrisa. Cuando le propuso que se viniese con él aquí a la brigada, no lo había dudado ni un segundo. La dejadez de Adamsberg se había convertido en algo casi necesario, como el relajante paquete de cervezas, sin duda porque compensaba la hiperactividad ansiosa y a veces rígida de su propio espíritu.

Danglard contempló la puerta cerrada. Adamsberg iba a ocuparse de los cuatros, de una manera o de otra, y trataba de no indisponer a su adjunto. Dejó su teclado y se apoyó sobre la mesa, un poco preocupado. Se preguntaba desde la noche anterior si no había tomado un camino erróneo. Porque aquel cuatro al revés, ya lo había visto en alguna otra parte. Se había acordado en su cama, al quedarse dormido, solo. Había sido hacía mucho tiempo, cuando era un joven quizás, antes de ser policía y fuera de París. Como Danglard había viajado muy poco a lo largo de su vida, podría tratar de rastrear la huella en su memoria, si acaso quedaba algo que no fuese una impresión casi borrada.

Adamsberg había cerrado su puerta para poder telefonear a una cuarentena de comisarías de París sin sentir el peso del enfado legítimo de su adjunto. Danglard había optado por un artista intervencionista pero él no era de su opinión. De ahí a investigar en todos los distritos de París, no había más que un paso, un paso inútil e ilógico que Adamsberg había preferido dar él solo. Aquella mañana todavía no estaba decidido. En el desayuno, había hojeado de nuevo su cuaderno y mirado aquel cuatro, como quien se juega el todo por el todo, excusándose con Camille. Le había preguntado incluso qué le parecía. «Es bonito», había dicho ella, pero al despertarse Camille no veía nada y no diferenciaba el calendario de Correos de una imagen devota. La prueba es que ella no tenía que haber dicho «Es bonito» sino «Es atroz». Él había respondido suavemente: «No, Camille, no es muy bonito». Fue en aquel instante, con aquella frase, con aquella negativa, cuando tomó la decisión.

Sintiéndose un poco lento por la falta de sueño, y con el cuerpo envuelto en una benéfica fatiga, marcó el primer número de su lista.

Hacia las cinco, ya había concluido su gira y no había caminado más que una vez, a la hora del almuerzo. Camille lo había llamado a su móvil mientras comía un sándwich en un banco público.

No era para comentar la noche en voz baja, no, ése no era el estilo de Camille. Camille destilaba las palabras con mucha discreción, dejando a su cuerpo el cuidado de expresarse, entienda quien pueda; el qué, uno nunca sabía exactamente.

Sobre su libreta escribió mujer, inteligencia, deseo, igual a Camille. Se interrumpió y releyó aquella línea. Palabras enormes y palabras planas. Pero puestas sobre Camille, se levantaban como repletas de evidencia. Casi podía verlas burbujeando sobre la superficie del papel. Bien. Igual a Camille. Era muy arduo para él escribir la palabra «Amor». El bolígrafo formaba la «A» y después se inmovilizaba sobre la «m», demasiado inquieto para continuar. Esta reticencia lo había intrigado durante mucho tiempo hasta conseguir, a fuerza de frecuentarla, alcanzar su centro, creía. A él le gustaba el amor. A él no le gustaba lo que conlleva el amor. Porque el amor conlleva cosas, puesto que es utópico vivir exclusivamente en la cama, ni siquiera dos días. Toda una espiral de cosas, provocada por algunas ideas etéreas y que concluía en un atrincheramiento en firme para impedir que el amor se diese a la fuga. Comenzaba de manera violenta como un fuego de rastrojos entre dos puertas y bajo el cielo para culminar su recorrido entre cuatro paredes y en el hogar de una chimenea. Y para un tipo como Adamsberg, la espiral de cosas se anunciaba como una trampa agobiante. Huía de las sombras cargadas de presagios, las identificaba por adelantado con ese genio anticipador de esas valientes presas que reconocen la huella de sus depredadores. En esta huida, sospechaba a veces que Camille le llevaba una cabeza. Camille y su absentismo cíclico, su sentimentalismo prudente, sus botas siempre clavadas a la línea de salida. Pero Camille hacía juego de manera subterránea, con menos aspereza y más benevolencia. Además, era difícil identificar en ella ese instinto dominante que la empujaba al aire libre, para aquel que no dedicaba suficiente tiempo a reflexionar con tranquilidad. Adamsberg se veía forzado a admitir que no reflexionaba sobre Camille. A veces empezaba y después se olvidaba de continuar, atraído por otros pensamientos, propulsado de una idea a otra hasta que se formaba un mosaico de imágenes que preludiaban en él la aparición del vacío.

Con el cuaderno siempre abierto sobre sus rodillas, terminó de anotar su frase, escribiendo un punto después de la A, en medio del estruendo de las taladradoras que atacaban la piedra de las ventanas. Camille no lo había llamado entonces para que se felicitasen el uno al otro sino para hablarle con mucha sobriedad del cuatro que él le había mostrado aquella mañana. Adamsberg se levantó y levantando algo de gravilla a su paso, llegó hasta el despacho de Danglard.

– ¿Encontraron ese archivo? -preguntó para interesarse.

Danglard asintió con la cabeza y señaló con un dedo la pantalla por la que desfilaban a gran velocidad huellas de pulgares ampliadas como imágenes galácticas.

Adamsberg rodeó la mesa y se situó frente a Danglard.

– Si tuviese que decir una cifra, ¿cuántos edificios marcados con el cuatro diría que existen en París?

– Tres -dijo Danglard.

Adamsberg alzó los dedos de las manos.

– Tres más nueve, total doce. Teniendo en cuenta que poca gente tendría la idea de venir a señalar ese tipo de asunto a la policía, excepto los inquietos, los desocupados y los obsesivos que, pese a todo, son bastantes, podríamos concluir que hay por lo menos una treintena de edificios que ya han sido decorados por el intervencionista.

– ¿Siguen siendo los mismos cuatros? ¿Tienen la misma forma, el mismo color?

– Los mismos.

– ¿Siempre sobre una puerta virgen?

– Lo verificaremos con los medios disponibles.

– ¿Tiene la intención de hacerlo?

– Eso creo.

Danglard posó las manos sobre sus muslos.

– Ya he visto ese cuatro antes -dijo.

– Camille también.

Danglard alzó una ceja.

– En la página de un libro abierto sobre una mesa -dijo Adamsberg-. En casa del amigo de una amiga.

– ¿Un libro sobre qué?

– Camille no lo sabe. Supone que es un libro de historia porque el tipo en cuestión es señora de la limpieza de día y medievalista de noche.

– ¿No es lo contrario normalmente?

– ¿Normalmente en relación con qué?

Danglard cogió la botella de cerveza que andaba sobre la mesa y dio un trago.

– Y usted ¿dónde lo ha visto? -preguntó Adamsberg.

– Ya no lo sé. Fue en otro lugar hace tiempo.

– Si ese cuatro ya existe aquí o allá, no se trata de una creación.

– No -reconoció Danglard.

– Una intervención supone una creación, ¿no?

– En principio.

– ¿Qué hacemos con su intervencionista?

Danglard puso mala cara.

– Lo dejamos de lado -dijo.

– ¿Por qué lo reemplazamos?

– Por un tipo que no nos incumbe.

Adamsberg dio algunos pasos sin tomar precauciones en medio de la gravilla, que blanqueaba sus viejos zapatos.

– Creí que nos habían trasladado -observó Danglard-. Trasladado a la brigada criminal, grupo de homicidios.

– Lo recuerdo -dijo Adamsberg.

– En esos nueve edificios, ¿ha habido algún crimen?

– No.

– ¿Violencia? ¿Amenazas? ¿Intimidaciones?

– No, sabe perfectamente que no.

– Entonces, ¿por qué hablamos de ello?

– Porque hay presunción de violencia, Danglard.

– ¿En los cuatros?

– Sí.

– Es una ofensiva silenciosa. Y grave.

Adamsberg contempló su reloj.

– Tengo tiempo de traer…

Sacó su cuaderno y lo volvió a cerrar precipitadamente.

– De traer a Barteneau para que visite algunos de esos edificios.

Mientras Adamsberg iba a buscar su chaqueta hecha una bola sobre una silla, Danglard se puso la suya ajustando correctamente la caída. A falta de belleza natural, Danglard lo apostaba todo sobre la baza secundaria de la elegancia.

XI

Decambrais volvió bastante tarde y tuvo el tiempo justo para revisar antes de la cena el especial de la noche que Joss le había separado.

(…) cuando aparecen hongos venenosos, cuando los campos y los bosques se cubren de telas de araña, cuando el ganado cae enfermo o incluso muere en el prado, igual que las bestias salvajes en los bosques, cuando el pan tiende a enmohecerse rápidamente; cuando podemos ver sobre la nieve moscas, gusanos o mosquitos recién nacidos (…).

Lo volvió a doblar mientras Lizbeth recorría la casa llamando a los inquilinos a la mesa. Decambrais, con el rostro menos radiante que por la mañana, posó rápidamente la mano sobre el hombro de Joss.

– Tenemos que hablar -dijo-. Esta noche, en El Vikingo. Preferiría que nadie nos oyese.

– ¿Buena pesca? -preguntó Joss.

– Buena pero mortal. La pieza es demasiado grande para nosotros.

Joss tenía un aire dubitativo.

– Sí, Le Guern. Palabra de bretón.

Durante la cena, Joss arrancó una sonrisa al rostro inclinado de Éva gracias al relato, parcialmente inventado, de una anécdota familiar, y extrajo de ello cierto orgullo. Ayudó a Lizbeth a recoger la mesa, en parte por costumbre, en parte para aprovecharse de su proximidad. Se preparaba a pasar por El Vikingo cuando la vio descender de su habitación en traje de noche, con un vestido negro brillante ciñendo su ancha silueta. Pasó rápidamente dirigiéndole una sonrisa y a Joss le dio un vuelco el corazón.

En El Vikingo, sobrecargado y lleno de humo, Decambrais se había instalado en la última mesa del fondo y esperaba, preocupado, entre dos calvados.

– Lizbeth ha salido de tiros largos, después de lavar los platos -anunció Joss sentándose.

– Sí -dijo Decambrais sin manifestar sorpresa alguna.

– ¿Le han invitado a salir?

– Todas las noches excepto el martes y el domingo, Lizbeth sale de tiros largos.

– ¿Se ve con alguien? -preguntó Joss inquieto.

Decambrais negó con la cabeza.

– Canta.

Joss frunció las cejas.

– Canta -repitió Decambrais-, actúa. En un cabaret. Lizbeth tiene una voz que quita el aliento.

– ¿Desde cuándo, Dios santo?

– Desde que llegó aquí y yo le he enseñado solfeo. Llena todas las noches el Saint-Ambroise. Un día, Le Guern, verá su nombre en lo alto de los carteles, Lizbeth Glaston. Donde quiera que esté entonces, no lo olvide.

– Me extrañaría mucho olvidarlo, Decambrais. A ese cabaret, ¿se puede ir? ¿Podemos escucharla?

– Damas va todas las noches.

– ¿Damas? ¿Damas Viguier?

– ¿Qué otro? ¿No se lo ha dicho?

– Tomamos café juntos todas las mañanas y nunca me ha dicho ni una palabra.

– Es normal, está enamorado. No es algo que se comparta.

– Mierda, Damas. Pero Damas tiene treinta años.

– Lizbeth también. No porque Lizbeth esté gorda deja de tener treinta años.

Joss dejó que su pensamiento flotase sobre la eventual asociación Damas-Lizbeth.

– ¿Puede funcionar? -preguntó-. ¿Qué opina usted, que sabe de las cosas de la vida?

Decambrais hizo un gesto escéptico.

– La fisiología viril ya no impresiona a Lizbeth desde hace mucho tiempo.

– Damas es agradable.

– Eso no es suficiente.

– ¿Qué espera Lizbeth de los hombres?

– No mucho.

Decambrais bebió un trago de calvados.

– No estamos aquí para hablar de amor, Le Guern.

– Lo sé. La gran pieza que ha atrapado.

El rostro de Decambrais se ensombreció.

– ¿Es tan grave? -dijo Joss.

– Eso me temo.

Decambrais recorrió con una mirada las mesas vecinas y pareció reconfortado por el ruido que reinaba en El Vikingo, peor que una tribu de bárbaros sobre el puente de un barco pirata.

– He identificado a uno de los autores -dijo-. Se trata de un médico persa del siglo XI, Avicena.

– Bueno -dijo Joss, a quien interesaban mucho menos los asuntos de Avicena que los de Lizbeth.

– He localizado el pasaje, en su Liber canonis.

– Bueno -repitió Joss-. Dígame, Decambrais, ¿ha sido profesor como su padre?

– ¿Cómo lo sabe?

– De alguna manera -dijo Joss chasqueando los dedos-. Yo también conozco las cosas de la vida.

– Quizás le aburre lo que le cuento, Le Guern, pero le vendría bien escucharme.

– Bueno -repitió Joss sintiéndose bruscamente devuelto al tiempo de las clases del viejo Ducouëdic, en el internado.

– Los otros autores no han hecho otra cosa que recopiar a Avicena. Se trata siempre del mismo asunto. Gira en torno al mismo tema. Gira en torno sin decir el nombre, sin tocarlo, como los buitres se acercan volando en círculo alrededor de una carroña.

– ¿En torno a qué? -preguntó Joss perdiendo pie por un momento.

– En torno al tema, Le Guern, acabo de decírselo. Al objeto único de todos los especiales. A lo que anuncian.

– ¿Y qué es lo que anuncian?

En aquel instante, Bertin depositó dos calvados sobre la mesa y Decambrais esperó a que el alto normando se alejase para proseguir.

– La peste -dijo bajando la voz.

– ¿Qué peste?

– La peste.

– ¿La gran enfermedad de los viejos tiempos?

– La misma. En persona.

Joss dejó pasar un silencio. ¿Estaba diciéndole el letrado tonterías? ¿Estaba divirtiéndose a su costa? Joss era incapaz de verificar todas estas historias de canonis y Decambrais podía engañarlo con toda comodidad. Como un marino prudente, examinó el rostro del viejo erudito que no parecía decididamente muy risueño.

– ¿No trata de tomarme el pelo, Decambrais?

– ¿Para qué?

– Para jugar al juego del tipo que lo sabe todo y del tipo que no sabe nada. Al juego del listo y del cretino, del culto y del inculto, del naro y del ignaro. Porque en ese juego, yo puedo embarcarlo en alta mar también, y sin chaleco salvavidas.

– Le Guern, es usted un tipo violento.

– Sí -reconoció Le Guern.

– Imagino que ya le habrá roto la cara a bastante gente en esta tierra.

– Y en este mar.

– Nunca he jugado al juego del listo y el cretino. ¿Qué gana uno con ello?

– Poder.

Decambrais sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Podemos proseguir? -dijo.

– Si quiere. Pero ¿qué demonios me importa exactamente todo eso a mí? Durante tres meses he leído a un tipo que copiaba la Biblia. Lo pagaba y yo lo leía. ¿Qué me importa?

– Esos anuncios le pertenecen, moralmente. Si mañana voy a ver a la policía, me gustaría que estuviese prevenido. Y preferiría incluso que me acompañase.

Joss apuró su calvados de golpe.

– ¿La policía? ¡Se le va la olla, Decambrais! ¿Qué pinta la policía en medio de todo esto? No es como para llamar a alerta general.

– ¿Y usted qué sabe?

Joss retuvo las palabras que le venían a los labios, a causa de la habitación. Tenía que conservar la habitación.

– Escúcheme bien, Decambrais -continuó dominándose-, tenemos a un tipo que, según usted, se divierte copiando los viejos papeles sobre la peste. Un pirado, un obseso. Si tuviésemos que hablar con la policía cada vez que un pirado abre la boca, ya no nos quedaría tiempo de beber.

– Primera cosa -dijo Decambrais, vaciando la mitad de su calvados-: no se contenta con copiar sino que hace que usted los pregone. Se manifiesta en público, anónimamente. Segunda cosa: se aproxima. Está al principio de los textos. Aún no ha abordado los pasajes que contienen la palabra «peste» o «mal», o «mortalidad». Se demora en los prolegómenos pero avanza. ¿Comprende, Le Guern? Avanza. Es eso lo que es grave. Avanza. ¿Hacia dónde?

– Bueno, hacia el final del texto. Es lógico, ¿no? Nunca se ha visto un tipo que comenzase un libro por el final.

– Varios libros. ¿Y sabe usted lo que hay al final?

– ¡Pero si yo no he leído esos malditos libros!

– Decenas de millones de muertos. Ése es el final.

– ¿O sea que usted cree que este pirado va a matar a media Francia?

– No he dicho eso. Digo que progresa hacia un desenlace mortal, digo que repta. No es como si nos estuviese leyendo Las mil y una noches.

– Es usted quien dice lo de progresar. A mí me parece más bien que se queda en el sitio. Hace un mes que nos machaca con sus historias de bichos, venga de una forma, venga de otra. Si usted llama a eso progresar.

– Estoy seguro de ello. ¿Recuerda esos otros anuncios, los que cuentan la vida del hombre sin pies ni cabeza?

– Justamente. No tienen nada que ver. Es un tipo, come, folla, duerme, es todo lo que tiene que decir.

– Ese tipo es Samuel Pepys.

– Bueno, no lo conozco.

– Se lo presento: es un inglés, un gentilhombre inglés que vivió en el siglo XVII en Londres. Trabajaba además, dicho sea de paso, en la comandancia de marina.

– ¿Un culo gordo de la capitanía?

– No exactamente, pero ¿qué más da? Lo que importa es que Pepys redactó un diario íntimo durante nueve años desde 1660 a 1669. El año que nuestro pirado ha metido en su urna es el de la gran peste en Londres, 1665, setenta mil cadáveres. ¿Comprende? Día tras día, los especiales se aproximan a la fecha de la explosión. Ahora estamos muy cerca. Es a lo que yo llamo avanzar.

Por primera vez, Joss se sintió confuso. Lo que contaba el letrado parecía encajar. De ahí a llamar a la policía había un paso.

– Se va a tronchar la policía, cuando les digamos que un pirado se divierte leyéndonos un diario de tres siglos de antigüedad. Nos van a encerrar a nosotros, seguro.

– No les vamos a decir eso. Vamos a avisar simplemente de que un pirado se divierte anunciando la muerte en la plaza pública. Después que se las arreglen. Tendré la conciencia limpia.

– Se van a tronchar de todas formas.

– Evidentemente. Por eso no iremos a ver a cualquier policía. Conozco a uno que no se troncha de la misma manera que los otros ni por las mismas cosas. Iremos a verlo a él.

– Irá usted a verlo si se le antoja. Porque mi testimonio dudo mucho que lo acojan como pan bendito. Porque yo, Decambrais, no estoy limpio.

– Yo tampoco.

Joss contempló a Decambrais sin decir nada. Ahí, chapeau. Chapeau con el aristócrata. No sólo era bretón de la costa norte el viejo letrado, como si nada, sino que además tenía antecedentes, como si nada. De ahí, probablemente, el nombre falso.

– ¿Cuántos meses? -preguntó sobriamente Joss sin inquietarse por el motivo, como un verdadero caballero de la mar.

– Seis -dijo Decambrais.

– Nueve -respondió Joss.

– ¿Purgados?

– Purgados.

– Ídem.

Estaban empatados. Tras este intercambio, los dos hombres guardaron un silencio algo grave.

– Muy bien -dijo Decambrais-. ¿Me acompaña?

Joss gesticuló, poco convencido.

– No son más que palabras. Palabras. Eso nunca ha matado a nadie. Se sabría.

– Se sabe, Le Guern. Es todo lo contrario. Las palabras siempre han matado.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que alguien grita «¡A muerte!» y la muchedumbre lo cuelga. Desde siempre.

– Muy bien -dijo Joss derrotado-. ¿Y si me quitan mi trabajo?

– Venga, Le Guern, ¿tiene miedo de la policía?

Azotado, Joss se enderezó.

– No, ¿pero qué dice, Decambrais? Los Le Guern puede que seamos unos brutos pero nunca hemos tenido miedo de la policía.

– Ah, pues ya está.

XII

– ¿A qué policía vamos a ver? -preguntó Joss subiendo por el Boulevard Arago, sobre las diez de la mañana.

– A un hombre que me he cruzado un par de veces con ocasión de esta…, de mi…

– Deuda -completó Joss.

– Eso es.

– Un par de veces no es tiempo suficiente para conocer a un hombre.

– Nos permite sobrevolarlo y la imagen aérea era buena. En un principio lo tomé por un detenido, lo cual es bastante buena señal. Nos dedicará cinco minutos. Lo peor que puede ocurrir es que anote la visita y que la olvide. Lo mejor es que esto le interese lo suficiente como para decidirse a pedir información sobre ciertos detalles.

– Aferentes.

– Aferentes.

– ¿Por qué podría interesarle?

– Le gustan las historias confusas o sin interés. Es al menos lo que un superior estaba reprochándole cuando me lo crucé la primera vez.

– ¿Vamos a ver a un currito subordinado?

– ¿Le molestaría, capitán?

– Ya se lo he dicho, Decambrais. Esta historia me trae sin cuidado.

– No es un currito. Ahora es comisario principal, dirige un grupo en la criminal. Un grupo de homicidios.

– ¿De homicidios? Pues bien, va a estar contento con nuestros papeles.

– ¿Qué sabemos?

– ¿A qué se debe que un tipo confuso haya sido ascendido a principal?

– El tipo confuso tiene genio, según me han dicho. He dicho confuso pero podría haber dicho inefable.

– No vamos a detenernos en cada palabra.

– Me gusta detenerme.

– Lo había notado.

Decambrais se detuvo frente a un portal.

– Ya hemos llegado -dijo.

Joss recorrió la fachada con una mirada.

– Necesitaría un arreglo serio su chabola.

Decambrais se apoyó en la fachada con los brazos cruzados.

– ¿Y bien? -dijo Joss-. ¿Se rinde?

– Tenemos cita dentro de seis minutos. La hora es la hora. Debe de ser un tipo ocupado.

Joss se apoyó en la fachada a su lado y esperó.

Un hombre pasó ante ellos, con la mirada clavada en el suelo y las manos hundidas en los bolsillos, y entró sin apurarse en el portal, sin contemplar a los dos hombres apoyados en la pared.

– Creo que es él -murmuró Decambrais.

– ¿El moreno bajo? Está de broma. Un viejo jersey gris, una chaqueta toda arrugada, ni siquiera tiene el pelo corto. No digo que sea vendedor de flores en los muelles de Narbona, pero comisario, perdóneme.

– Le digo que es él -insistió Decambrais. Reconozco su paso. Se balancea.

Decambrais consultó su reloj hasta que pasaron seis minutos y arrastró a Joss hasta el edificio en obras.

– Me acuerdo de usted, Ducouëdic -dijo Adamsberg haciendo entrar a los dos visitantes hasta su despacho-. Es decir, he revisado su dossier después de su llamada y después me acordé de usted. Habíamos hablado un poco los dos, las cosas no marchaban muy bien en aquella época. Creo que le aconsejé que dejase la profesión.

– Es lo que he hecho -dijo Decambrais alzando la voz a causa del estruendo de las taladradoras, que Adamsberg parecía no notar.

– ¿Encontró algo al salir de la cárcel?

– Me establecí como consejero -dijo Decambrais evitando mencionar las habitaciones subalquiladas, al igual que el encaje.

– ¿Fiscal?

– En cosas de la vida.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, pensativo-. ¿Por qué no? ¿Tiene clientela?

– No me quejo.

– ¿Qué le cuenta la gente?

Joss empezaba a preguntarse si Decambrais no se había equivocado de dirección y si alguna vez este policía cumplía con su trabajo. No tenía ordenador sobre la mesa, sólo un montón de papeles esparcidos, tanto sobre las sillas como sobre el suelo, cubiertos de notas y de dibujos. El comisario se había quedado de pie, apoyado contra el muro, con los brazos apretados sobre su cintura, y contemplaba a Decambrais desde arriba con la cabeza inclinada. A Joss le pareció que sus ojos tenían el color y la consistencia de esas algas marrones y escurridizas que se enrollan en las hélices, los fucos, tan suaves y tan vagas, tan brillantes pero sin fuerza, sin precisión. Las vesículas redondas de esas algas se denominan flotadores y Joss estimó que aquello convenía perfectamente a los ojos de aquel comisario. Aquellos flotadores estaban hundidos bajo unas cejas pobladas y revueltas que le servían como de refugios rocosos. La nariz curva y los rasgos angulosos ponían un poco de firmeza en todo aquello.

– Pero la gente viene sobre todo por asuntos de amor -continuaba Decambrais-, o tienen demasiado o demasiado poco o bien nada en absoluto, o no como ellos quieren, o no consiguen ponerle la mano encima por culpa de toda esa especie d…

– Cosas -interrumpió Adamsberg.

– Cosas -confirmó Decambrais.

– Verá, Ducouëdic -dijo Adamsberg despegándose de la pared y atravesando la habitación con pasos contenidos-, ésta es una brigada especializada en homicidios. Y si su antigua historia ha tenido alguna continuación, si lo han molestado de una manera o de otra, yo no…

– No -cortó Decambrais-. No se trata de mí. Pero tampoco se trata de un crimen. Por lo menos, todavía no.

– ¿Amenazas?

– Quizás. Mensajes anónimos, mensajes de muerte.

Joss apoyó los codos sobre sus muslos, divertido. No iba a arreglárselas tan fácilmente el viejo letrado con sus ansiedades de humo.

– ¿Que se dirigen directamente a una persona? -dijo Adamsberg.

– No. Mensajes de destrucción general, de catástrofe.

– Bueno -dijo Adamsberg mientras continuaba yendo y viniendo-. ¿Un predicador del tercer milenio? ¿Qué es lo que anuncia? ¿El Apocalipsis?

– La peste.

– Toma -dijo Adamsberg marcando una pausa-. Eso cambia un poco las cosas. ¿Y cómo lo anuncia? ¿Por correo? ¿Por teléfono?

– Por medio de este señor -dijo Decambrais señalando a Joss con un gesto un tanto ceremonioso-. El señor Le Guern es pregonero de profesión, por parte de su bisabuelo. Pregona las noticias del barrio en el cruce Edgar-Quinet-Delambre. Se lo explicará mejor él mismo.

Adamsberg se volvió hacia Joss con el rostro un poco cansado.

– Resumiendo -dijo Joss-, la gente que tiene algo que decir me deja mensajes y yo los leo. No es complicado. Hace falta una buena voz y regularidad.

– ¿Y bien? -dijo Adamsberg.

– Cada día, y ahora dos o tres veces al día -retomó Decambrais-, el señor Le Guern encuentra estos pequeños textos que anuncian la peste. Cada anuncio nos aproxima a su explosión.

– Bien -dijo Adamsberg, cogiendo el registro. Su movimiento esbozado indicó que la discusión tocaba a su fin-. ¿Desde cuándo?

– Desde el 17 de agosto -precisó Joss.

Adamsberg suspendió su gesto y alzó rápidamente los ojos hacia el bretón.

– ¿Está seguro? -preguntó.

Y Joss vio que se había equivocado. No a propósito del primer especial, no, sino sobre los ojos del comisario. En las aguas de aquella mirada de alga acababa de alumbrarse una luz clara, como un minúsculo incendio rompiendo el envoltorio del flotador. Aquello se encendía y se apagaba como un faro.

– El 17 de agosto por la mañana -repitió Joss-. Justo después del periodo de cala seca.

Adamsberg abandonó el registro y retomó la deambulación. El 17 de agosto, primer edificio marcado con cuatros en París, en la Rue de Chaillot. Segundo edificio dos días más tarde, en Montmartre.

– ¿Y el mensaje siguiente? -preguntó Adamsberg.

– Dos días después, el 19 -respondió Joss-, y después el 22. Después los anuncios empezaron a menudear. Casi todos los días a partir del 24 y varias veces al día desde hace poco.

– ¿Podemos verlos?

Decambrais le tendió las últimas hojas conservadas y Adamsberg las leyó rápidamente en diagonal.

– No capto -dijo- lo que les hace pensar en la peste.

– He identificado esos extractos -explicó Decambrais-. Son citas sacadas de antiguos tratados de la peste, existen centenares a través de los siglos. El mensajero está ahora en los signos precursores. No va a tardar en meterse en el meollo del asunto. Estamos muy cerca. En el último pasaje, el de esta mañana -dijo Decambrais designando una de las hojas-, el texto se interrumpe justo antes de la palabra «peste».

Adamsberg examinó el anuncio del día:

(…) que muchos se desplazan como sombras sobre un muro, que se ven vapores oscuros alzándose del suelo como una niebla (…) cuando se descubre en los hombres una gran falta de confianza, los celos, el odio y el libertinaje (…).

– En verdad -dijo Decambrais-, yo creo que llegaremos mañana. Es decir esta noche, para nuestro hombre. A causa del Diario del inglés.

– ¿Fragmentos de vida desordenados?

– Están ordenados. Datan de 1665, el año de la gran peste en Londres. Y en los próximos días, Samuel Pepys verá su primer cadáver. Mañana, creo. Mañana.

Adamsberg apartó los papeles sobre su mesa y suspiró.

– Y nosotros, ¿qué veremos, en su opinión?

– Ni idea.

– Sin lugar a dudas, nada -dijo Adamsberg-. Es sólo desagradable, ¿verdad?

– Precisamente.

– Pero fantasmal.

– Lo sé. La última peste en Francia se apagó en Marsella en 1722. Es un asunto legendario.

Adamsberg se pasó los dedos por el cabello, para peinarlos quizás, pensó Joss, después juntó las hojas y se las devolvió a Decambrais.

– Gracias -dijo.

– ¿Puedo seguir leyéndolas? -preguntó Joss.

– Sobre todo, no deje de hacerlo. Y pase a contarme la continuación.

– ¿Y si no hay continuación? -dijo Joss.

– Es raro que alguien lance algo tan organizado e incongruente sin que desemboque en una manifestación concreta, incluso mínima. Me interesaría saber lo que ese tipo inventará para continuar.

Adamsberg acompañó a los dos hombres hasta la salida y volvió a su despacho con paso lento. Esta historia era más que desagradable. Era detestable. En cuanto a su relación con los cuatros, era nula, aparte de esa coincidencia de fecha. Se inclinaba, sin embargo, a seguir la misma curva de razonamiento que Ducouëdic. Al día siguiente, ese inglés, ese Pepys, iba a encontrar su primer muerto de peste en Londres, al alba de la catástrofe. Sin sentarse, Adamsberg abrió rápidamente su cuaderno y encontró el número del medievalista que Camille le había dado, ese tipo en cuya casa había visto el cuatro al revés. Consultó el reloj recién colgado en la pared, que marcaba las once y cinco minutos. Si el tipo era señora de la limpieza, tenía pocas oportunidades de encontrarlo en su casa. Una voz de hombre le respondió, bastante joven y apresurada.

– ¿Marc Vandoosler? -preguntó.

– No está. Está en la trinchera de reserva, en misión de limpieza y plancha. Puedo dejarle un mensaje en su parapeto, si quiere.

– Gracias -dijo Adamsberg un poco sorprendido.

Oyó cómo dejaba el teléfono y buscaba ruidosamente papel y con qué escribir.

– Aquí estoy -continuó la voz-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, brigada criminal.

– Mierda -dijo la voz, repentinamente grave-, ¿Marc tiene problemas?

– Ninguno. Camille Forestier me ha dado su número.

– Ah. Camille -dijo simplemente la voz, pero cargando ese «Camille» con una entonación tal que Adamsberg, que no era un hombre celoso, experimentó sin embargo un breve estremecimiento, más bien una sorpresa. Existían en torno a Camille mundos muy vastos y populosos que él ignoraba completamente por pura indiferencia. Cuando por azar descubría un fragmento, se quedaba siempre sorprendido, como si chocase con un continente ignoto. ¿Quién decía que Camille no reinaba sobre múltiples territorios?

– Es a propósito de un dibujo -continuó Adamsberg-, una grafía, más bien enigmática. Camille dijo haber visto una reproducción en casa de Marc Vandoosler, en uno de sus libros.

– Muy posible -dijo la voz-. Pero seguro que no es muy reciente.

– ¿Perdón?

– Marc no se interesa más que por la Edad Media -dijo la voz con un insensible desprecio-. Apenas se digna a tocar con la punta de sus dedos el siglo XVI. Supongo que ése no es su radio de acción en la criminal.

– Nunca se sabe.

– Bien -dijo la voz-. ¿Definición del objetivo?

– Si su amigo conociese el significado de ese dibujo, podría ayudarnos. ¿Tiene fax?

– Sí, con el mismo número.

– Perfecto. Voy a mandarle el croquis y si Vandoosler posee información, que sea tan amable de enviárnosla de vuelta.

– Muy bien -dijo la voz-. Sección a su disposición. Ejecución de la consigna.

– Señor… -dijo Adamsberg en el momento en que el otro iba a colgar.

– Devernois. Lucien Devernois.

– Tenemos prisa. La verdad es que es urgente.

– Cuente con mi diligencia, comisario.

Y Devernois colgó. Perplejo, Adamsberg volvió a posar el auricular. Todo lo que podía decir es que Devernois, algo altivo, no se dejaba atemorizar por la policía. Quizás fuese militar.

Hasta las doce y media de la mañana, Adamsberg permaneció inmóvil contra su pared, observando su fax inanimado. Después, molesto, salió a caminar y a buscar algo de comer. Cualquier cosa, al azar por las calles que descubría poco a poco en torno a la brigada. Un bocadillo, tomates, pan, fruta, un pastel. Según su humor, según las tiendas, a pesar de su buen sentido. Vagó deliberadamente por las calles, con un tomate en una mano y un panecillo con nueces en la otra. Se sintió tentado de pasar el día fuera y no volver hasta el día siguiente. Pero Vandoosler podía haber comido en su casa. Y en ese caso tenía la oportunidad de obtener una respuesta y terminar con aquella arquitectura de fantasmas cojos. A las quince horas, entró en su despacho, arrojó su chaqueta sobre una silla y se volvió hacia su aparato. Una hoja lo esperaba, caída en el suelo.

Muy señor mío,

El cuatro al revés que me envía es una reproducción exacta de la cifra con la que se marcaban antaño las puertas o las contraventanas en tiempo de peste, en algunas regiones. Se cree que el origen es antiguo pero que fue absorbido por la cultura cristiana que reconocía en él un signo de la cruz, trazado sin levantar la mano. Es una cifra mercantil y, también, una cifra de imprenta pero sobre todo es famoso por su valor de talismán contra la peste. La gente se protegía de las plagas trazándola sobre la puerta de su domicilio.

Esperando que esta información pueda responder a su pregunta, reciba un afectuoso saludo de

Marc Vandoosler

Adamsberg se apoyó sobre su mesa, con la cabeza inclinada hacia el suelo y el fax colgando de la mano. El cuatro invertido, un talismán contra la peste. Una treintena de edificios ya marcados en la ciudad y mensajes a punta pala en la caja del pregonero. Al día siguiente, el inglés de 1665 iba a encontrar el primer cadáver. Frunciendo el entrecejo, Adamsberg se dirigió al despacho de Danglard aplastando cascotes a su paso.

– Danglard, su intervencionista está haciendo el imbécil.

Adamsberg dejó el fax sobre su mesa y Danglard lo leyó con aire circunspecto. Después lo releyó.

– Sí -dijo-. Me acuerdo ahora de mi cuatro. En el balcón de forja del tribunal de comercio de Nancy. Un doble cuatro, uno de ellos invertido.

– ¿Qué hacemos con su artista, Danglard?

– Ya se lo he dicho. Lo dejamos de lado.

– ¿Y qué más?

– Lo reemplazamos. Por un iluminado que teme la peste como a la peste y que protege las casas de sus conciudadanos.

– No la teme. La predice, la prepara. Paso a paso. Pone en funcionamiento un dispositivo. Puede estallar mañana, o esta noche.

Danglard estaba acostumbrado desde hacía tiempo al rostro de Adamsberg, que era capaz de pasar de un estado casi opaco, apagado como un fuego ahogado, a un estado ardiente. La luz llegaba entonces a propagarse bajo la piel morena por un procedimiento técnico bastante misterioso. En esos momentos intensos, Danglard sabía que todas las negativas y los escepticismos, los razonamientos lógicos más intensos, se evaporarían sobre las brasas. Además, prefería economizar para periodos más tibios. Simultáneamente, Danglard tocaba en aquellos instantes sus propias paradojas: las convicciones irracionales de Adamsberg sacudían sus anclajes y esa renuncia temporal al buen sentido le aportaba una extraña distensión. Entonces no podía evitar escuchar, aunque fuese pasivamente, llevado por una nube de ideas de la cual no era responsable. La manera de hablar de Adamsberg, que usaba su paciencia en otros momentos, fomentaba entonces esos viajes con su ritmo lento, sus sonoridades bajas y suaves, sus fórmulas repetitivas y sus circunvoluciones. En fin, la experiencia le había demostrado demasiado a menudo que, tomando como punto de partida una inspiración desordenada, Adamsberg había apuntado de lleno al corazón de la verdad.

Lo que hizo que Danglard se pusiese la chaqueta sin rechistar cuando Adamsberg lo arrastró a la calle para contarle el relato del viejo Ducouëdic.

Antes de las seis, los dos hombres habían llegado a la Place Edgar-Quinet, dispuestos a asistir al último pregón de la tarde. Adamsberg había recorrido primero la encrucijada, apropiándose del espacio, respirando el aire del lugar, localizando la casa de Ducouëdic, la urna azul arrimada al plátano, la tienda de deportes en la cual había visto a Le Guern meterse con su caja, y el café restaurante El Vikingo, que Danglard había localizado desde el principio y donde había decidido meterse para nunca más salir. Adamsberg fue a golpear la ventana para anunciarle la llegada de Le Guern. Escuchar el pregón no le aportaría nada, lo sabía. Pero Adamsberg quería hacerse a la idea lo más claramente posible de dónde surgían los anuncios.

La voz del bretón le sorprendió, poderosa, melodiosa, alcanzando casi sin esfuerzo de un extremo a otro de la plaza. Esta voz, sin duda alguna, pensó, era en gran parte la responsable del tumulto compacto que se había formado en torno a él.

– Uno -comenzó Joss, a quien no se le había escapado la presencia de Adamsberg-: Vendo material de apicultor con dos enjambres. Dos: La clorofila se fabrica sola y los árboles no presumen de ello. Es sólo un ejemplo para los engreídos.

Aquello sorprendió a Adamsberg. No había comprendido aquel segundo anuncio pero el público, serio, no parecía desconcertado y esperaba la continuación. Probablemente era la fuerza de la costumbre. Como para todo, una buena escucha exigía con seguridad un entrenamiento.

– Tres -continuó Joss, imperturbable-: Bienvenida alma gemela, si es posible atractiva, si no qué más da. Cuatro: Hélène, sigo esperándote. No te pondré la mano encima nunca más. Bernard, desesperado. Cinco: Al hijo de puta que ha destrozado mi timbre le espera una mala sorpresa. Seis: ISO FZX 92, 39.000 km, neumáticos y frenos nuevos, totalmente revisado. Siete: ¿Qué somos, pero qué somos exactamente? Ocho: Ofrezco trabajos de costura esmerados. Nueve: Si un día tenemos que instalarnos en el planeta Marte, iréis sin mí. Diez: Vendo cinco cajas de judías verdes francesas. Once: ¿Clonar al ser humano? Me parece que ya hay suficientes cretinos en la tierra. Doce…

Adamsberg comenzaba a dejarse mecer por la letanía del pregonero, observando el pequeño grupo, a los que anotaban algo sobre un trozo de papel, a aquellos que miraban al pregonero sin moverse, con la bolsa colgando del brazo, con aspecto de descansar de su jornada de oficina. Le Guern encadenó con el tiempo del día siguiente después de una rápida ojeada al cielo y con el estado de la mar, viento del oeste intensificándose de tres a cinco a la caída de la tarde, que pareció contentar a todo el mundo. Después retomó la maquinaria de los anuncios, práctica y metafísica, y Adamsberg se despertó cuando vio que Ducouëdic se enderezaba para escuchar el anuncio dieciséis.

– Diecisiete -encadenó el pregonero-: Esta plaga está pues presente y existe en alguna parte, y su existencia es un efecto de la creación, puesto que nada nuevo se hace y nada existe que no haya sido creado.

El pregonero echó una rápida ojeada en su dirección, significando con aquello que acababan de pasar el «especial», y continuó con el dieciocho: Es arriesgado hacer crecer la hiedra sobre los muros medianeros. Adamsberg escuchó hasta el final, incluido el inesperado relato del periplo del Louise Jenny, vapor francés de 564 toneladas, cargado de vino, de licores, de frutos secos y de conservas, que había volcado en Basse aux Herbes y fue a encallar a Pen Bras, tripulación perdida excepto el perro. Este último anuncio fue seguido de murmullos de satisfacción o de disgusto y de un movimiento parcial en dirección a El Vikingo. El pregonero saltaba ya a tierra y recogía su estrado con un brazo, la edición de la noche había concluido. Adamsberg, bastante aturdido, se volvió hacia Danglard para preguntarle su opinión pero Danglard, probablemente, se había ido a terminar la copa que había dejado a medias. Adamsberg lo encontró acodado en la barra de El Vikingo, con aspecto sereno.

– Un calvados excepcional -comentó Danglard señalando su vasito con el dedo-. Uno de los mejores que he probado.

Una mano se apoyó sobre el hombro de Adamsberg. Ducouëdic le indicó que le acompañara hasta la mesa del fondo.

– Ya que está por las inmediaciones -dijo-, más vale que sepa que aquí nadie conoce mi verdadero nombre excepto el pregonero. ¿Me entiende? Aquí soy Decambrais.

– Un segundo -dijo Adamsberg escribiendo su nombre en un cuaderno.

Peste, Ducouëdic, pelo blanco, igual a Decambrais.

– Le he visto anotar algo durante el pregón -dijo Adamsberg volviendo a meterse en el bolsillo el cuaderno.

– Anuncio diez. Soy comprador de judías verdes. Uno encuentra buenos productos aquí, y baratos. En cuanto al «especial»…

– ¿El «especial»?

– El anuncio del pirado. Por primera vez, el nombre de la peste ha surgido, disfrazado aún: «la plaga». Es una de sus apelaciones, tiene muchas otras. La mortandad, la infección, el contagio, la enfermedad de los bubones, el mal… Se esforzaban por evitar su nombre verdadero de tanto miedo que tenían. El tipo continúa aproximándose. Casi acaba de designarla, llega al final.

Una mujer joven y rubia, menuda, de cabellos recogidos en bucles sobre la nuca, se acercó a Decambrais y le tocó tímidamente el brazo.

– ¿Marie-Belle? -dijo él.

La joven se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

– Gracias -dijo ella sonriendo-. Sabía que lo conseguiría.

– No ha sido nada, Marie-Belle -dijo Decambrais sonriendo a su vez.

La joven se escabulló haciendo un pequeño gesto y regresó a los brazos de un tipo alto, moreno, con el cabello largo hasta los hombros.

– Muy bonita -dijo Adamsberg-. ¿Qué le ha hecho?

– He conseguido que su hermano se pusiese un jersey y, créame, no ha sido fácil. Próxima etapa para noviembre, la cazadora. Estoy en ello.

Adamsberg renunció a entender, sintiendo que estaban abordando los meandros de una vida de barrio que no le interesaba en absoluto.

– Otra cosa -dijo Decambrais-. Lo han identificado. Ya había gente en la plaza que sabía que era policía. No me explico cómo lo han hecho -añadió recorriéndolo de arriba abajo con una rápida ojeada.

– ¿El pregonero?

– Quizás.

– No es grave. Puede que incluso esté bien.

– ¿Es ése su adjunto? ¿Allí? -preguntó Decambrais señalando a Danglard con la barbilla.

– El capitán Danglard.

– Bertin, el normando alto que lleva el bar, está explicándole las virtudes rejuvenecedoras de su calvados especial de la casa. Al ritmo en que su capitán le obedece, habrá rejuvenecido quince años dentro de un cuarto de hora. Se lo señalo sólo para prevenirlo. Según mi experiencia, es un calvados fuera de lo común pero que te vuelve inoperante durante toda la mañana del día siguiente, por lo menos.

– Danglard está a menudo inoperante toda la mañana.

– Ah, muy bien. Que sepa de todas formas que se trata de alcohol muy especial. No sólo se vuelve uno inoperante sino que uno se queda casi tonto, anonadado, un poco como un caracol en su baba. Una mutación asombrosa.

– ¿Es doloroso?

– No, es como tomarse vacaciones.

Decambrais saludó y salió, prefiriendo no estrechar la mano de un policía delante de todos. Adamsberg continuó observando a Danglard, que retrocedía en el tiempo y, hacia las ocho, lo sentó a la fuerza en la mesa para hacerle tragar algo sólido.

– ¿Para qué? -indagó Danglard, digno y vidrioso.

– Para tener algo que vomitar esta noche. Si no, a uno le duele el estómago.

– Muy buena idea -dijo Danglard-. Comamos.

XIII

Adamsberg tomó un taxi a la salida de El Vikingo para conducir a Danglard hasta su puerta, después hizo que lo dejase bajo las ventanas de Camille. Desde la acera, se veía iluminada la vidriera del taller que ocupaba bajo el tejado. Se quedó varios minutos mirando fijamente aquella luz, apoyado en el capó de un coche, con los párpados fatigados. Aquella jornada absurda y laboriosa se diluiría en el cuerpo de Camille y de aquel fantasma de peste no quedarían más que unos jirones, y después velos y transparencias.

Ascendió los siete pisos y entró sin hacer ruido. Cuando Camille componía, dejaba la puerta entreabierta para no tener que interrumpirse en mitad de una medida. Camille, que estaba sentada ante su sintetizador, con los cascos en las orejas y las manos sobre el teclado, le sonrió y con un signo de cabeza le hizo entender que no había terminado. Adamsberg se quedó de pie, escuchando las notas que se filtraban a través de los auriculares y esperó. La joven trabajó todavía unos minutos y después se quitó los cascos y apagó el teclado.

– ¿Película de aventuras?

– Ciencia ficción -respondió Camille levantándose-. Una serie. Me han encargado seis episodios.

Camille se aproximó a Adamsberg y puso un brazo sobre su hombro.

– Un tipo que aparece sobre la tierra sin avisar -explicó-, provisto de poderes paranormales, con la intención de destruir el mundo, sin que sepamos la razón. Esta pregunta no parece preocuparle a nadie. Querer destruir no exige mayor explicación que querer beber. Quiere destruir, eso es todo, es algo que se asume desde el principio. Signo distintivo del tipo, no transpira.

– Yo también -dijo Adamsberg-. Ciencia ficción. Sólo estoy en el principio del primer episodio y no entiendo nada. Ha aparecido un tipo sobre la tierra con la intención de destruir a todo el mundo. Signo paranormal: habla latín.

En mitad de la noche, Adamsberg abrió los ojos tras un débil movimiento de Camille. Se había quedado dormida con la cabeza posada sobre su estómago y él tenía a la joven sujeta por los brazos y las piernas. Se sintió intrigado, vagamente. Se soltó suavemente para dejarle sitio.

XIV

En cuanto cayó la noche, el hombre penetró en la corta avenida que conducía a la casa ruinosa. Conocía de memoria los relieves de los adoquines desguarnecidos y la pátina de la vieja puerta de madera que golpeó varias veces.

– ¿Eres tú?

– Soy yo, Mané. Abre.

Una vieja, alta y gorda, lo guió con una lámpara eléctrica hasta una cocina que hacía las veces de cuarto de estar. No había electricidad en el pequeño recibidor. Le había propuesto muchas veces a la vieja Mané que hiciese restaurar la casa y que la hiciese más cómoda pero ella rechazaba sus proyectos con cabezonería constante.

– Más adelante, Arnaud -decía ella-. Cuando el dinero sea tuyo. Me traen sin cuidado tus famosas comodidades.

Después ella le enseñaba sus pies, calzados con pesados mocasines negros.

– ¿Sabes a qué edad me pagaron mi primer par? A los cuatro años. Hasta los cuatro años anduve descalza.

– Lo sé, Mané -decía el hombre-. Pero el techo tiene goteras y el piso del granero está podrido. No quiero que te caigas y lo atravieses un día.

– Preocúpate mejor de tus asuntos.

El hombre se sentó en el sofá floreado y Mané trajo vino y un plato de galletas.

– Antes -dijo Mané dejando el plato ante él-, podía hacer galletas con nata de leche. Pero ya no se encuentra leche que dé nata. Se acabó, se acabó. Puedes dejarla diez días al aire libre que se enmohecerá allí mismo sin hacer un gramo de nata. Ya no es leche lo que hay, es agua. Tengo que sustituirla por crema. No me queda más remedio, Arnaud.

– Lo sé, Mané -dijo Arnaud rellenando los vasos, que la anciana había escogido más bien grandes.

– ¿Cambia mucho el sabor?

– No, son igual de buenas, te lo aseguro. No tienes que preocuparte por tus galletas.

– Tienes razón, dejémonos de sandeces. ¿Cómo vas?

– Está listo.

Una dura sonrisa ensanchó el rostro de Mané.

– ¿Cuántas puertas?

– Doscientas cincuenta y tres. Lo hago cada vez más rápido. Son muy hermosos, ¿sabes?, muy finos.

La sonrisa de la anciana se ensanchó de nuevo, más suavemente.

– Tienes todos los dones, querido Arnaud, y esos dones vas a recuperarlos, te lo juro por el evangelio.

Arnaud sonrió también y posó su cabeza contra los grandes pechos ajados de la vieja señora. Olía a perfume y a aceite de oliva.

– Todos, mi pequeño Arnaud -repitió ella acariciándole los cabellos-. Van a palmarla todos, hasta el último, solos como hombres.

– Todos -dijo Arnaud estrechándole la mano muy fuerte.

La anciana se sobresaltó.

– ¿Tienes tu anillo, Arnaud? ¿Y tu anillo?

– No te preocupes -dijo enderezándose-, sólo me lo he cambiado de mano.

– Enséñamelo.

Arnaud le confió su mano derecha, ornada con un anillo en el dedo corazón. Ella rozó con un dedo el pequeño diamante que brillaba en su palma. Después se lo sacó y se lo puso en la mano izquierda.

– Déjalo en la izquierda -ordenó ella-, y no te lo quites nunca.

– Bueno, no te preocupes.

– En la izquierda, Arnaud. En el anular.

– Sí.

– Hemos esperado, hemos esperado años. Y esta noche, ya estamos. Doy gracias al Señor que me ha hecho vivir para ver esta noche. Y si Él lo ha hecho, Arnaud, es que Él lo ha querido. Quería que yo estuviese allí para que pudieses llevarlo a cabo.

– Es verdad, Mané.

– Bebamos, Arnaud, a tu salud.

La anciana alzó su vaso y lo entrechocó contra el de Arnaud. Dieron varios tragos en silencio, con las manos todavía entrelazadas.

– Dejémonos de sandeces -dijo Mané-. ¿Todo está bien preparado? ¿Tienes el código, el piso? ¿Cuántos son allí dentro?

– Vive solo.

– Ven, te voy a dar el material, no te rezagues mucho. Llevan cuarenta y ocho horas sin comer y se echarán sobre él como la viruela sobre el bajo clero. Ponte los guantes.

Arnaud la siguió hasta la escalera de molinero que subía al desván.

– No te rompas la crisma, Mané.

– Ocúpate de tus asuntos. Hago esta maniobra dos veces al día.

Mané se alzó sin dificultad hasta el granero, que resonaba lleno de chillidos muy agudos.

– Calma, pequeñas -ordenó-. Alúmbrame, Arnaud, la de la izquierda.

Arnaud orientó la lámpara hacia una gran jaula donde se agitaban una veintena de ratas.

– Mira aquella que agoniza en un rincón. Tendré nuevas mañana como muy tarde.

– ¿Estás segura de que están infectadas?

– Cargadas hasta arriba. ¿No estarás poniendo en duda mi competencia? ¿En el instante mismo de la gran noche?

– Claro que no. Pero preferiría que me pusieses diez en vez de cinco. Estaríamos más seguros.

– Te pondré quince si quieres. Así, podrás estar tranquilo.

La anciana se inclinó para coger una pequeña bolsa de tela que yacía en el suelo, al lado de la jaula.

– Muerta de peste, anteayer -dijo ella sacudiendo la bolsa bajo la nariz de Arnaud-. Vamos a sacarle las pulgas y todo irá sobre ruedas. Ilumíname.

Arnaud contempló cómo Mané ajetreaba en la cocina sobre el cadáver de la rata.

– Ten cuidado. ¿Y si te pican?

– No temas nada -gruñó Mané-. Además, estoy cubierta de aceite de la cabeza a los pies. ¿Tranquilo?

Diez minutos más tarde, ella tiraba el bicho a la basura y tendía un grueso sobre a Arnaud.

– Veintidós pulgas -dijo-, como ves, tienes margen.

Deslizó con precaución el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta.

– Voy, Mané.

– Ábrelo de golpe, rápidamente, y deslízalo bajo la puerta. Y ábrelo sin miedo. Eres el amo.

La anciana lo estrechó entre sus manos brevemente.

– Dejémonos de sandeces -dijo-. Ha llegado el momento de que actúes, que el Señor te guarde y desconfía de los policías.

XV

Adamsberg se incorporó a la brigada hacia las nueve de la mañana. El sábado era un día de poca actividad, con efectivos reducidos, y el ruido de las taladradoras se había acallado. Danglard no estaba, con seguridad estaría pagando el precio de la cura de rejuvenecimiento recibida en El Vikingo. Él no guardaba de la víspera más que la sensación particular de las noches pasadas con Camille, cierta languidez en los músculos de los muslos y de la espalda que lo acompañaría hasta las dos aproximadamente, como un eco alfombrado que buscase refugio en su cuerpo. Y después se iría.

Pasó la mañana dando la vuelta por teléfono a todas las comisarías del barrio. Nada que señalar, ningún fallecimiento sospechoso en los edificios marcados con el cuatro. En cambio, se habían recibido tres reclamaciones suplementarias por vandalismo, en los distritos 1,16 y 17. Siempre cuatros, siempre esa firma con tres letras, CLT. Terminó su ronda llamando a Breuil, en el Quai des Orfèvres.

Breuil era un tipo amable y complejo, un esteta irónico y un cocinero de talento, cualidades que no le llevaban a juzgar apresuradamente a su prójimo. En el Quai, donde el nombramiento de Adamsberg a la cabeza de uno de los grupos de homicidios había causado un revuelo notable debido a su indolencia, su estilo de vestir y sus éxitos profesionales enigmáticos, Breuil era uno de los pocos que aceptaba a Adamsberg tal y como era, sin intentar nunca normalizarlo. Y su tolerancia era aún más preciosa puesto que ocupaba un puesto influyente en la jefatura.

– En el caso de que ocurriese algún incidente en alguno de esos edificios -resumió Adamsberg-, sé tan amable de hacerme llegar la noticia. Estoy pendiente de ello desde hace varios días.

– ¿Quieres decir que te lo transfiera?

– Eso es.

– Cuenta con ello -dijo Breuil-. De todas formas, si fuese tú, no me amargaría demasiado. Los tipos que actúan en diferido, como tu pintor aficionado, suelen ser, en general, impotentes.

– Me amargo de igual manera. Y lo vigilo.

– ¿Han terminado de instalar los barrotes ahí?

– Faltan dos ventanas.

– Ven a cenar un día de éstos. Te haré una mousse de espárragos al perifollo, incluso a ti te sorprenderá.

Adamsberg colgó con una sonrisa y se fue a comer con las manos en los bolsillos. Caminó cerca de tres horas bajo el cielo de septiembre que estaba bastante gris. Y regresó a la brigada a media tarde.

Un agente desconocido se enderezó a su paso.

– Cabo Lamarre -anunció el hombre de golpe, retorciendo uno de los botones de su chaqueta, con el rostro vuelto hacia el muro de enfrente-. Una llamada para usted a las trece cuarenta y uno. Un tal Decambrais Hervé desearía que se pusiera en contacto con él en el número que figura aquí -terminó tendiéndole una nota.

Adamsberg examinó a Lamarre, tratando de cruzar su mirada. El botón descarriado cayó al suelo pero el hombre permaneció derecho, con los brazos cayendo a lo largo de su cuerpo. Algo en su altura, su pelo rubio, su mirada azul, le recordaba al encargado de El Vikingo.

– ¿Es usted normando, Lamarre? -le preguntó Adamsberg.

– Afirmativo, comisario. Nacido en Granville.

– ¿Viene de la gendarmería?

– Afirmativo, comisario. Hice la oposición para ser destinado a la capital.

– Puede recoger su botón, cabo -sugirió Adamsberg-, y puede sentarse de nuevo.

Lamarre le hizo caso.

– Y puede tratar de mirarme. A los ojos.

Una especie de pánico crispó el rostro del cabo, cuya mirada permaneció obstinadamente dirigida hacia la pared.

– Es por el trabajo -explicó Adamsberg-. Haga un esfuerzo.

El hombre volvió lentamente el rostro.

– Está bien -lo detuvo Adamsberg-. No se mueva más. Quédese en los ojos. Aquí, cabo, está en la policía. El grupo de homicidios exige más discreción, naturalidad y humanidad que ningún otro. Tendrá que infiltrarse, esconderse, averiguar, apretar sin ser visto, intimar, enjugar lágrimas incluso. Tal y como está, se le distingue a cien leguas, tan rígido como un toro en su pradera. Va a tener que relajarse y eso le llevará su tiempo. Primer ejercicio: mire a los otros.

– Bien, comisario.

– A los ojos, no a la frente.

– Sí, comisario.

Adamsberg abrió su cuaderno y anotó allí mismo: vikingo, botón, recto sobre pared, igual a Lamarre.

Decambrais descolgó al primer timbrazo.

– He preferido avisarlo, comisario, de que nuestro hombre acaba de dar el paso.

– ¿Cómo ha sido?

– Mejor será que le lea los especiales de esta mañana y de mediodía. ¿Está preparado?

– Lo estoy.

– El primero es la continuación del Diario de ese inglés.

– Sepys.

– Pepys, comisario. Hoy, muy a pesar mío, he visto dos o tres casas con una cruz roja sobre la puerta y la inscripción «Dios se apiade de nosotros». Triste espectáculo, el primero de esta suerte que he visto, al menos que yo recuerde.

– El asunto no parece arreglarse.

– Es lo menos que se puede decir. Esta cruz roja marcaba las puertas de las casas infectadas para que los viandantes se apartasen. Pepys acaba de cruzarse pues con los primeros apestados. En realidad, la enfermedad llevaba incubándose desde hacía mucho tiempo en la periferia de la ciudad pero Pepys, al resguardo en el barrio de los ricos, no estaba informado.

– ¿Y el segundo mensaje? -cortó Adamsberg.

– Más grave aún. Se lo leo.

– Lentamente -pidió Adamsberg.

– El 17 de agosto, falsos rumores preceden al mal, muchos tiemblan, un buen número espera mientras tanto, acerca de los motivos del famoso médico que es Rainssant. Penas inútiles: el 14 de septiembre, la peste ha entrado en la ciudad. Ha golpeado el barrio Rousseau donde cuerpos muertos poco a poco manifiestan su presencia. Le señalo, puesto que no tiene el papel bajo sus ojos, que el texto está plagado de puntos suspensivos. El tipo es un maniaco, no soporta cortar la frase original sin indicarlo. Por otro lado, «17 de agosto», «14 de septiembre» y «barrio Rousseau» están mecanografiados con caracteres diferentes. Con seguridad ha modificado las fechas y el lugar verdaderos del texto y señala sus deformaciones cambiando de letra. Ésa es mi opinión.

– Y estamos a 14 de septiembre, ¿verdad? -preguntó Adamsberg, que no estaba nunca muy seguro de la fecha.

– Exactamente. Lo que supone que, como si nada, ese pirado nos anuncia que la peste ha entrado hoy en París y que ha matado.

– En la Rue Jean-Jacques-Rousseau.

– ¿Piensa que ése es el lugar que se señala?

– Tengo un edificio marcado con el cuatro en esa calle.

– ¿Qué cuatro?

Adamsberg juzgó que Decambrais estaba lo suficientemente al tanto del asunto para ser informado del otro abanico de actividades del anunciador. Anotó de paso que, por muy cultivado que fuese, Decambrais parecía ignorar por completo el significado de los cuatros, igual que el erudito Danglard. El talismán no era entonces tan conocido y el tipo que lo utilizaba debía de estar muy bien enterado.

– En cualquier caso -concluyó Adamsberg-, a partir de ahora, puede continuar siguiendo el asunto sin mí, a título documental para sus cosas de la vida. Será una hermosa pieza de colección, tanto para usted como para los anales del pregonero. Pero en lo que concierne al riesgo de homicidio, creo que podemos olvidarlo. El tipo ha tomado otra dirección, puramente simbólica, como diría mi adjunto. Porque no pasó nada esta noche en la Rue Jean-Jacques-Rousseau, y tampoco en el resto de los edificios implicados. Sin embargo, nuestro hombre continúa pintando. Le durará lo que le dure.

– Bueno pues mejor así -dijo Decambrais tras un silencio-. Déjeme decirle que ha sido un placer conocerlo un poco más y perdóneme por haberle hecho perder su tiempo.

– Al contrario. Aprecio el tiempo perdido en su justo valor.

Adamsberg colgó y decidió que su jornada de sábado había concluido. El registro no contenía nada que no pudiese esperar hasta el lunes. Antes de dejar el despacho, consultó su cuaderno para ser capaz de saludar al gendarme de Granville por su nombre.

En la calle, el sol apuntaba de nuevo a través de las delgadas nubes y la ciudad retomaba un aspecto estival algo lánguido. Se quitó la chaqueta, se la echó sobre el hombro y partió lentamente hacia el río. Le parecía que los parisinos olvidaban que tenían un río. Por muy sucio que estuviese, el Sena constituía para él un refugio, con su movimiento pesado, su olor a ropa mojada y sus cantos de pájaro. Y dirigiéndose tranquilamente por las callejuelas, se dijo que casi era mejor que Danglard hubiese incubado su calvados en casa. Prefería haber enterrado el asunto de los cuatros sin testigos. Danglard había tenido razón. Fuese un artista de la intervención o un simbolista maniaco, el pirado de los cuatros giraba libremente alrededor de un mundo que no les concernía. Adamsberg había perdido su apuesta y le importaba un bledo, mejor así. Esos enfrentamientos con su adjunto no afectaban en lo más mínimo a su orgullo y sin embargo apreciaba que el abandono hubiese sucedido en soledad. El lunes le diría que se había equivocado y que los cuatros harían compañía a la anécdota de las mariquitas gigantes de Nanteuil. ¿Quién le había contado aquella historia? El fotógrafo, el tipo con pecas. ¿Y cómo se llamaba? Lo había olvidado.

XVI

El lunes, Adamsberg anunció a Danglard el fin del asunto de los cuatros. Puesto que era un hombre con estilo, Danglard no se permitió ningún comentario y se limitó a asentir.

El martes a las catorce horas y quince minutos, una llamada de la comisaría del distrito 1 les informó del descubrimiento de un cadáver en la Rue Jean-Jacques-Rousseau número 117.

Adamsberg colgó el auricular con una lentitud extrema, como si estuviese en medio de la noche y no quisiera despertar a nadie. Pero estaba en pleno día. No estaba tratando de preservar el sueño ajeno sino de quedarse dormido él mismo, de propulsarse sin hacer un solo ruido hacia el olvido. En esos instantes, su propia naturaleza le inquietaba hasta el punto de hacerle anhelar que algún día encontraría un refugio de beatitud y de impotencia en el cual se ovillaría como una bola para siempre. Esos momentos en que él tenía razón contra toda razón no eran los mejores. Le agobiaban brevemente. Era como si sintiese de pronto sobre él todo el peso del don pernicioso de un hada mala que, picada, hubiese pronunciado estas palabras sobre su cuna: «Puesto que no me habéis convidado al bautizo -lo que no habría tenido nada de sorprendente pues sus padres, pobres como Job, habían festejado solos su nacimiento en las profundidades de los Pirineos enrollándose en una buena manta-, otorgo a este niño el don de presentir los líos donde los otros no los hayan visto todavía». Algo así pero mejor dicho. El hada mala no era una iletrada ni un personaje grosero, en absoluto.

Esos momentos de malestar duraban poco. Por una parte porque Adamsberg no tenía ninguna intención de ovillarse como una bola, puesto que tenía que caminar la mitad del día y estar de pie la otra mitad, y además, por otro lado, no creía poseer ningún tipo de don. Lo que había presentido, cuando habían empezado aquellos cuatros, era, finalmente, lógico y nada más, a pesar de que aquella lógica no tuviese la hermosa lisura de la de Danglard, a pesar de que era incapaz de separar los impalpables engranajes. Lo que parecía evidente era que aquellos cuatros habían sido concebidos desde su origen como una amenaza tan clara como si su autor hubiese escrito sobre las puertas: «Aquí estoy. Mírenme y tengan cuidado». Era evidente que aquella amenaza se había espesado hasta tomar el aspecto de un verdadero peligro cuando Decambrais y Le Guern habían venido a informarle de que un anunciador de la peste hostigaba desde aquel mismo día. Era evidente que el hombre se complacía en la tragedia que él mismo estaba orquestando. Era evidente que no iba a detenerse a medio camino, era evidente que aquella muerte anunciada con tanta precisión melodramática corría el riesgo de conllevar un cadáver. Lógico, tan lógico que Decambrais lo había temido tanto como él.

La monstruosa puesta en escena del autor, su grandilocuencia, su complejidad misma no perturbaba a Adamsberg. Tenía algo casi clásico, ejemplar en su extrañeza, para un tipo raro de asesino, afligido por un monumental orgullo ultrajado, que se levantaba sobre un pedestal a la medida de su humillación y de su ambición. Más oscuro e incluso incomprensible era aquel recurso a la antigua figura de la peste.

El comisario del distrito 1 había sido formal: según la primera información comunicada por los oficiales que habían descubierto el cuerpo, el cadáver estaba negro.

– Nos vamos, Danglard -dijo Adamsberg pasando por delante del despacho de su adjunto-. Reúnan al equipo de urgencia, tenemos un cuerpo. El forense y los técnicos están en camino.

En aquellos momentos, Adamsberg podía ser relativamente rápido y Danglard se apresuró, reunió a los hombres y se dispuso a seguirlo, sin haber recibido una sola palabra de explicación.

El comisario dejó que los dos tenientes y el cabo se instalasen en la parte trasera del vehículo mientras él retenía a Danglard por la manga.

– Un segundo, Danglard. No merece la pena preocupar a esos tipos prematuramente.

– Justin, Voisenet y Kernorkian -dijo Danglard.

– El fruto ha caído. El cuerpo está en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. El edificio acababa de ser marcado con diez cuatros invertidos.

– Mierda -dijo Danglard.

– Es un hombre de unos treinta años, un blanco.

– ¿Por qué dice «blanco»?

– Porque su cuerpo está negro. Su piel está negra, ennegrecida. Su lengua también.

Danglard frunció el ceño.

– La peste -dijo-. «La Muerte negra.»

– Eso es. Pero no creo que ese hombre haya muerto de peste.

– ¿Qué lo hace sentirse tan seguro?

Adamsberg se encogió de hombros.

– No sé. Demasiado desmesurado. Ya no hay peste en Francia desde hace lustros.

– Todavía se puede inocular.

– Tendría que haberla conseguido antes.

– Es muy posible. Los institutos de investigación están repletos de yersiniosis, en el mismo París y se sabe dónde. En esos rincones secretos, el combate continúa. Un tipo hábil e informado podría ir y procurárselas.

– ¿El qué? ¿Las yersiniosis?

– Es su nombre de familia. Nombre y apellidos: Yersinia pestis. Cualidades: bacilo pestífero. Profesión: historial killer. Número de víctimas: varias decenas de millones. Móvil: castigo.

– Castigo -murmuró Adamsberg-. ¿Está seguro de eso?

– Durante millones de años, nadie puso en duda que la peste había sido enviada a la tierra por Dios en persona, en punición por nuestros pecados.

– Voy a decirle algo, no me gustaría cruzarme con Dios por la calle en plena noche. ¿Es verdad eso que dice, Danglard?

– Verdad. Se la considera por excelencia la plaga de Dios. Imagínese un tipo que se pasea por ahí con eso en el bolsillo, puede ser explosivo.

– Y si no es así, Danglard, si sólo quieren hacernos creer que un tipo se pasea por ahí con la plaga de Dios en el bolsillo, es catastrófico. A poco que se sepa, se propagará como un fuego en una pradera. Riesgo de psicosis colectiva a la vista, grande como una montaña.

Desde el coche, Adamsberg llamó a la brigada.

– Brigada criminal, teniente Noël -anunció una voz seca.

– Noël, traiga a un tipo con usted, alguien discreto, o mejor no, traiga a esa mujer, la morena, un poco callada…

– ¿La teniente Hélène Froissy, comisario?

– Eso, y vaya al cruce Edgar-Quinet-Delambre. Verifique, desde lejos, que un cierto Decambrais está en su domicilio, en la esquina de la Rue de la Gaîté, y quédese en su sitio hasta el pregón de la noche.

– ¿El pregón?

– Lo entenderá cuando lo vea. Un tipo subido a una caja, hacia las seis y algo. Quédese allí hasta que lo releven y abra los ojos todo lo que pueda. El público en torno al pregonero, sobre todo. Volveré a ponerme en contacto con usted.

Los cinco hombres saltaron hasta el quinto piso donde les esperaba el comisario del distrito 1. Las puertas habían sido limpiadas en todos los descansillos pero se veían sin dificultad las gruesas huellas negras dejadas por la pintura reciente.

– Comisario Devillard -susurró Danglard a Adamsberg justo antes de que llegasen al último descansillo.

– Gracias -dijo Adamsberg.

– ¿Parece que se hace cargo del asunto, Adamsberg? -dijo Devillard estrechándole la mano-. Acabo de hablar con el Quai.

– Sí -dijo Adamsberg-. Ya lo seguía antes de que naciese.

– Perfecto -dijo Devillard, que tenía aspecto de estar reventado-. Tengo un robo de vídeos entre manos, algo serio, y una treintena de coches destripados en mi sector. Tengo mi ración y más para esta semana. Entonces, ¿sabe quién es el tipo?

– No sé nada, Devillard.

Al mismo tiempo, Adamsberg empujaba la puerta del apartamento para examinarla por el otro lado. Estaba limpia, sin una sola marca de pintura.

– René Laurion, soltero -dijo Devillard consultando sus primeras notas, treinta y dos años-, empleado de un garaje. En regla, no está fichado. Ha sido la señora de la limpieza la que ha encontrado el cuerpo, viene una vez a la semana, el martes por la mañana.

– Mala suerte -dijo Adamsberg.

– No. Ha tenido una crisis nerviosa, su hija vino a buscarla.

Devillard le pasó su montón de notas hechas a mano y Adamsberg se lo agradeció con un gesto. Se acercó al cuerpo y el grupo de técnicos se hizo a un lado para dejarle que lo viera. El hombre estaba desnudo, caído de espaldas, con los brazos en cruz, y su piel estaba negra de hollín distribuido en una decena de grandes manchas, sobre los muslos, el torso, un brazo, el rostro. Su lengua se asomaba fuera de la boca, igualmente negra. Adamsberg se arrodilló.

– Es todo una comedia, ¿verdad? -le preguntó al médico forense.

– Déjese de bromas, comisario -respondió secamente el médico-. No he examinado aún el cuerpo pero el tipo está muerto y bien muerto desde hace horas. Estrangulado según lo que se ve en su cuello, bajo la capa negra.

– Sí -dijo suavemente Adamsberg-, no es eso lo que quería decir.

Recogió un poco de polvo negro que se había extendido por el suelo, lo frotó entre sus dedos y se limpió en su pantalón.

– Carbón -murmuró-. A este tipo lo han tiznado con carbón.

– Tiene todo el aspecto -dijo uno de los técnicos.

Adamsberg echó una mirada en torno a él.

– ¿Dónde está su ropa? -preguntó.

– Cuidadosamente doblada en la habitación -respondió Devillard-. Los zapatos están recogidos bajo la silla.

– ¿No ha habido daños? ¿No ha habido violencia?

– No. O bien Laurion ha abierto al asesino, o bien el tipo ha forzado la cerradura suavemente. Creo que hemos de inclinamos por la segunda solución. Si es así, nos va a facilitar las cosas.

– Un especialista, ¿no?

– Exactamente. A abrir las cerraduras como un artista no se aprende en el colegio. El tipo ha estado, sin duda, en chirona, un periodo más bien largo que deja tiempo para instruirse. En ese caso, está fichado. Si ha dejado la más mínima huella, lo tendrá en menos que canta un gallo. Es lo mejor que le deseo, Adamsberg.

Tres técnicos trabajaban en silencio, el primero sobre el muerto, el otro sobre la cerradura, el tercero sobre todos los elementos del mobiliario. Adamsberg dio lentamente la vuelta a la habitación, después visitó el cuarto de baño, la cocina, la habitación, pequeña y ordenada. Se había puesto unos guantes y abrió mecánicamente la puerta del armario, la mesilla de noche, los cajones de la cómoda, de la mesa, del aparador. Sobre la mesa de la cocina, único sector en el cual reinaba un cierto desorden, se detuvo sobre un grueso sobre amarillo puesto transversalmente sobre una pila de cartas y de periódicos. Lo habían rasgado con un golpe seco. Lo contempló mucho tiempo, sin tocarlo, esperando que la imagen saliese a flote, siguiendo sus órdenes, desde el fondo de su memoria. No estaba lejos, era cuestión de un minuto o dos. Puede que la memoria de Adamsberg fuese inepta para registrar correctamente los nombres propios así como los títulos, las marcas, la ortografía, la sintaxis y todo aquello que tenía que ver con la escritura, pero resultaba insuperable en todo lo que concernía a la imagen. Adamsberg era un superdotado visual que captaba íntegramente el espectáculo de la vida, desde la luz de las nubes hasta el botón que faltaba en la parte inferior de la manga de Devillard. La imagen se reconstituía, muy nítida. Decambrais en la brigada, sentado frente a él, sacando el fajo de los «especiales» de un espeso sobre color marfil con un formato superior a la media, forrado de papel de seda gris pálido. Era el mismo sobre que tenía bajo sus ojos, sobre la pila de periódicos. Hizo un signo al fotógrafo, que tomó algunas fotos mientras que Adamsberg ojeaba su cuaderno en busca de su nombre.

– Gracias, Barteneau -dijo.

Tomó el sobre y lo abrió. Estaba vacío. Pasó revista al montón de cartas que esperaban y verificó uno a uno todos los sobres restantes, todos abiertos con el dedo y todos provistos todavía de su contenido. En la papelera, entre los desechos que databan al menos de tres días, había dos sobres desgarrados y varias hojas arrugadas, pero ninguna cuyo formato pudiese corresponder al sobre color marfil. Se levantó y puso sus guantes bajo el agua, pensativo. ¿Por qué había conservado el hombre aquel sobre vacío? ¿Y por qué no lo había abierto con el dedo, rápidamente, como todos los otros?

Volvió a la habitación principal donde los técnicos habían terminado su trabajo.

– ¿Puedo irme, comisario? -preguntó el forense, titubeando entre Devillard y Adamsberg.

– Váyase -respondió Devillard.

Adamsberg deslizó el sobre en una bolsa de plástico y se lo confió a uno de los tenientes.

– Llévenlo con el resto al laboratorio -dijo-. Mención especial, urgente.

Abandonó el edificio una hora más tarde con el cuerpo, dejando a dos oficiales en el lugar para interrogar a los residentes.

XVII

A las cinco de la tarde, veintitrés agentes de la brigada estaban reunidos en torno a Adamsberg, instalados en sillas alineadas entre los cascotes. Sólo faltaban Noël y Froissy, que vigilaban la Place Edgar-Quinet, y los dos oficiales de servicio en la calle Jean-Jacques-Rousseau.

Adamsberg, de pie, clavaba con chinchetas un gran plano de París sobre la pared recién pintada. En silencio, consultando la lista que tenía en la mano, señaló con gruesos alfileres de cabeza roja los catorce edificios de la lista, los que ya habían sido marcados con el cuatro, y en verde el quincuagésimo, en el cual había tenido lugar el asesinato.

– El 17 de agosto -dijo Adamsberg- un tipo apareció sobre la tierra con la intención de destruir el mundo. Llamémosle CLT. CLT no se lanza desenfrenado a la garganta del primero que pasa. Atraviesa primero por una fase preparatoria que le lleva casi un mes, sin duda ella misma preparada con antelación durante largo tiempo. Se lanza simultáneamente sobre dos frentes. Frente 1: selecciona edificios en París en cuyas puertas de los descansillos va a pintar cifras negras por la noche.

Adamsberg encendió un proyector y la imagen del gran cuatro invertido apareció sobre la pared blanca.

– Es un cuatro muy particular, invertido por reflejo lateral, con una base ancha y tachado con dos barras en la vuelta. Todas estas particularidades se encuentran en cada uno de los dibujos. Abajo a la derecha, añade tres letras mayúsculas: CLT. Contrariamente a los cuatros, estas letras son simples, sin fiorituras. Representa este motivo sobre todas las puertas del edificio, excepto una. La elección de esta puerta que deja en blanco es aleatoria. Los criterios de selección de los edificios parecen igualmente azarosos. Están situados en once distritos diferentes, en grandes avenidas o en calles discretas. Los números de los edificios varían, pares o impares, los edificios mismos son de todos los estilos y de todas las épocas, coquetos o miserables. Uno podría creer que CLT ha introducido a propósito una diversidad máxima en su muestrario. Como si quisiera indicar con eso que puede tocar a todo el mundo, que nadie se le escapa.

– ¿Y los ocupantes? -preguntó un teniente.

– Más tarde -dijo Adamsberg-. El significado de ese cuatro invertido ha sido descodificado de manera segura: se trata de una cifra utilizada en el pasado como talismán para protegerse del alcance de la peste.

– ¿Qué peste? -preguntó una voz.

Adamsberg reconoció fácilmente las cejas del cabo.

– La peste, Favre, no hay treinta y seis distintas. Danglard, por favor, un recordatorio en tres palabras.

– La peste desembarcó en Occidente en 1347 -dijo Danglard-. En cinco años devastó Europa de Nápoles a Moscú y causó treinta millones de muertos. Este episodio espantoso de la historia de la humanidad ha sido conocido como la Muerte negra. Es importante conocer esta designación en este caso. Proveniente de…

– En tres palabras, Danglard -cortó Adamsberg.

– Reaparece después periódicamente, casi siempre cada diez años, arrasando regiones enteras, y no flaquea finalmente hasta el siglo XVIII. No he evocado la Alta Edad Media ni los tiempos contemporáneos ni Oriente.

– Perfecto, no evoque nada más. Es suficiente para comprender de qué estamos hablando. De la peste histórica, la que mata a un hombre en cinco o diez días.

Un murmullo general siguió a este anuncio. Adamsberg, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada hacia el suelo, esperó que la reacción languideciese.

– ¿El hombre de la Rue Jean-Jacques-Rousseau murió de peste? -preguntó una voz insegura.

– Ahora llego a eso. Frente 2: el 17 de agosto igualmente, CLT lanza su primer mensaje en la plaza pública. Arroja su cargamento en el cruce Edgar-Quinet-Delambre donde un tipo ha reinventado la profesión de pregonero público, con cierto éxito.

Un brazo se alzó a la derecha.

– ¿En qué consiste eso?

– El tipo deja una urna suspendida en un árbol día y noche y la gente deposita en ella mensajes para que sean leídos a cambio, supongo, de una pequeña remuneración. Tres veces al día, el pregonero vacía la caja y pregona.

– Es completamente imbécil -dijo una voz.

– Puede que lo sea pero funciona -dijo Adamsberg-. No es más imbécil vender palabras que vender flores.

– O ser policía -dijo una voz a su izquierda.

Adamsberg identificó al oficial que acababa de hablar, un hombre bajo con pelo gris, calvo en tres cuartas partes y muy sonriente.

– O ser policía -confirmó Adamsberg-. Los mensajes de CLT son incomprensibles para el gran público y para el público en general. Se trata de breves extractos de libros antiguos, redactados en francés e incluso en latín y depositados en la urna dentro de gruesos sobres de color marfil. Los textos están escritos con una impresora. En este lugar, un tipo versado en viejos libros se ha inquietado lo suficiente para darse cuenta.

– ¿Su nombre? ¿Profesión? -preguntó un teniente con el bloc de notas abierto sobre sus rodillas.

Adamsberg titubeó un segundo.

– Decambrais -dijo-. Retirado y consejero en cosas de la vida.

– ¿Están todos pirados en esta plaza? -preguntó otro.

– Es posible -dijo Adamsberg-. Pero es un efecto de óptica. Si uno mira de lejos, todo parece limpio y ordenado. Pero, en cuanto uno se aproxima y se toma tiempo para observar los detalles, cae en la cuenta de que todo el mundo está más o menos pirado, sea en esta plaza o en otra, en cualquier lado, hasta en esta brigada.

– No estoy de acuerdo -protestó Favre alzando el tono-. Hay que estar verdaderamente enfermo para ir a gritar chorradas en una plaza. Que vaya a echar un buen polvo ese tipo, eso le limpiará las meninges. En la Rue de la Gaîté, si pagas trescientos francos, se te abre solo.

Hubo risas. Adamsberg barrió el grupo con una mirada tranquila, haciendo que se apagasen las risas a su paso y se detuvo en el cabo.

– Dije, Favre, que hay pirados en esta brigada.

– Sí, diga, comisario -comenzó Favre levantándose de golpe con las mejillas rojas.

– Cállese -le dijo bruscamente Adamsberg.

Favre se volvió a sentar de golpe, sobrecogido, conmocionado por el impacto. Adamsberg esperó varios minutos en silencio con los brazos cruzados.

– La primera vez le pedí que reflexionase, Favre -dijo con más suavidad-. Se lo pido una segunda vez. Tiene que tener un cerebro obligatoriamente, búsquelo. Si no lo encuentra, irá a meter la pata lejos de mi vista y fuera de esta brigada.

Adamsberg se desinteresó enseguida de Favre, consideró el gran plano de París y continuó:

– El tal Decambrais ha conseguido identificar el sentido de los mensajes depositados por CLT. Todos han sido extraídos de antiguos tratados de la peste o de un diario que la relata. Durante un mes, CLT se ha limitado a describir los signos anunciadores del mal. Después se ha dado prisa y ha declarado la entrada de la peste en la ciudad, el pasado sábado, en el «barrio Rousseau». Tres días más tarde, es decir hoy, descubrimos este primer cuerpo en un edificio marcado con un cuatro. La víctima es un joven empleado de garaje, soltero, ordenado, sin antecedentes. El cuerpo está desnudo y la piel del cadáver cubierta de placas negras.

– La Muerte negra -dijo una voz, la que se había inquietado hacía un momento por las causas del fallecimiento.

Adamsberg distinguió a un hombre tímido con rasgos todavía redondos, con ojos verdes, muy grandes. Una mujer se levantó a su lado con un rostro pesado y descontento.

– Comisario -dijo-, la peste es una enfermedad terriblemente contagiosa. Nada prueba que ese hombre no haya muerto de peste. Pero usted ha conducido a cuatro agentes al lugar del crimen sin escuchar siquiera el informe del forense.

Adamsberg apoyó su mentón sobre el puño, pensativo. Esta reunión informativa excepcional estaba tomando aspecto de contacto iniciático con sus argumentaciones y provocaciones experimentales.

– La peste -dijo Adamsberg- no es contagiosa por contacto. Es una enfermedad de los roedores, en particular de las ratas, transmitida al hombre por la picadura de sus pulgas infectadas.

Adamsberg sacaba sus conocimientos frescos del diccionario que había consultado aquel mismo día.

– Cuando llevé a esos cuatro hombres -continuó-, ya era seguro que la víctima no había muerto de peste.

– ¿Por qué? -preguntó la mujer.

Danglard se ofreció a socorrer al comisario.

– El anuncio de la llegada de la peste ha sido lanzado el sábado por el pregonero -dijo-. Laurion murió en la noche del lunes al martes, tres días más tarde. Hay que saber que tras la inoculación del bacilo, el plazo mínimo antes de la defunción por peste es de cinco días, salvo casos rarísimos. Estaba excluido entonces que nos encontrásemos frente a un verdadero caso de peste.

– ¿Por qué? Habría podido inocularlo antes.

– No. CLT es un maniaco. Los maniacos no pueden hacer trampas. Si anuncia el sábado, inocula el sábado.

– Quizás -dijo la mujer volviéndose a sentar, calmada a medias.

– El empleado del garaje ha sido estrangulado -continuó Adamsberg-. Su cuerpo ha sido tiznado después con carbón de leña, ciertamente para evocar los síntomas y el nombre de la enfermedad. CLT no está, pues, en posesión del bacilo. No es un técnico de laboratorio iluminado que se pasea con una jeringa en su bolsillo. El hombre procede simbólicamente. Pero es evidente que cree en ello y que cree con mucha fuerza. Sobre la puerta del apartamento de la víctima no figuraba ningún cuatro. Les recuerdo que estos cuatro no son amenazas sino protecciones. Entonces, sólo aquel cuya puerta permanece virgen se encuentra expuesto. CLT selecciona su víctima por adelantado y salvaguarda a los otros ocupantes del edificio con esos dibujos. Esta preocupación por proteger a los otros demuestra que CLT está convencido de que propaga una verdadera peste contagiosa. No golpea ciegamente: mata a uno y se preocupa por preservar a los otros, a aquellos que, a sus ojos, no merecen la plaga.

– ¿Entonces cree contagiar la peste cuando estrangula? -preguntó el hombre a la derecha-. Si es capaz de engañarse a sí mismo de esta manera, estamos frente a un verdadero esquizofrénico, ¿no?

– No necesariamente -dijo Adamsberg-. CLT manipula un universo imaginario que le parece coherente. No es tan raro: cantidad de gente cree que se puede leer el futuro con las cartas o en los posos del café. Allí, en otro lugar, en la calle de enfrente o en esta brigada. ¿Dónde está la diferencia? Montones de gente cuelgan una virgen encima de su cama, convencidos de que esa estatuilla hecha por la mano del hombre y adquirida por sesenta y nueve francos va a protegerlos realmente. Hablan con la estatuilla, le cuentan historias. ¿Dónde está la diferencia? El límite, teniente, entre la idea de lo real y lo real no es más que un asunto de punto de vista, de persona, de cultura.

– Pero -cortó el oficial con pelo gris- ¿hay otras personas amenazadas? ¿Todos aquellos cuyas puertas no han sido tocadas se exponen a la misma suerte que Laurion?

– Hay que temerlo. Esta noche pondremos refuerzos para que protejan las catorce puertas vírgenes de los edificios marcados. Pero no conocemos todos los edificios implicados, sólo aquellos desde los que se ha depositado una reclamación. Sin duda alguna, debe de existir otra veintena en París, puede que más.

– ¿Por qué no lanzamos un llamamiento? -preguntó la mujer-. Para prevenir a la gente.

– Es un problema. Un llamamiento implica el riesgo de desencadenar el pánico general.

– Se trata sólo de hablar de los cuatros -sugirió el hombre de pelo gris-. No sirve para nada dar más información.

– Se filtrará de una manera u otra -dijo Adamsberg-. Y si no se filtra, CLT se encargará de abrir las compuertas del miedo. Es eso lo que está haciendo desde el principio. Si ha escogido al pregonero es porque no podía permitirse nada mejor. Sus mensajes alambicados habrían ido a parar a la papelera en cuanto hubiesen llegado a los periódicos. Ha empezado modestamente. Si hablamos de él esta noche en los medios de comunicación, le abrimos un camino real. Pero no es, de todas formas, más que una cuestión de días. Se lo abrirá él mismo. Si continúa, si mata de nuevo, si propaga su muerte negra, no podremos evitar la psicosis general.

– ¿Qué decide, comisario? -preguntó Favre con voz baja.

– Salvar vidas. Vamos a pasar un comunicado pidiendo a los ocupantes de los edificios marcados que se den a conocer en las comisarías.

Un zumbido general significó el acuerdo unánime de los miembros de la brigada. Adamsberg se sentía fatigado porque se había comportado de manera muy policial aquella noche. Habría querido decir simplemente: «A trabajar y que cada uno se las arregle como pueda». En vez de eso, había tenido que exponer los hechos, ordenar las preguntas, definir la investigación, orientar las tareas. En un cierto orden y con una cierta autoridad. Se vio de nuevo fugazmente, corriendo de niño por los senderos de montaña, desnudo bajo el sol, y se preguntó qué demonios estaba haciendo allí, aleccionando a veintitrés adultos que le seguían con los ojos como a un péndulo.

Sí, recordaba qué demonios estaba haciendo allí. Había un tipo que estrangulaba a otros y él lo buscaba. Era su trabajo impedir que la gente destruyese el mundo.

– Primeros objetivos -resumió Adamsberg enderezándose-: uno, protección de las víctimas potenciales. Dos, definir los perfiles de las víctimas y buscar cualquier tipo de relación entre ellas: familia, abanico de edad, categoría socio-profesional y toda la rutina. Tres, vigilancia de la Place Edgar-Quinet. Cuatro, y no hay ni que decirlo, búsqueda del asesino.

Adamsberg dio un par de vueltas con bastante lentitud a través de la sala antes de continuar.

– ¿Qué sabemos de él? Quizás sea una mujer, no podemos descartar esa posibilidad. Me inclino por un hombre. Esta exhibición literaria, esta puesta en escena evocan orgullo masculino, deseo de aparentar, necesidad de una demostración de fuerza. Si la estrangulación se confirma, habrá que contar, casi sin error, con un hombre. Un hombre muy cultivado, o incluso extremadamente culto, un hombre de letras. Bastante acomodado puesto que posee un ordenador y una impresora. Gustos lujosos, quizás. Los sobres que utiliza no son ordinarios y son caros. Tiene dotes para el dibujo, es limpio, es meticuloso. Obsesivo con seguridad, por lo cual temeroso y supersticioso. En fin, quizás sea un ex presidiario. Si el laboratorio confirma que la cerradura ha sido forzada, habrá que profundizar en ese sentido. Pasar revista a los ex presidiarios cuyas iniciales sean CLT, en el caso de que se trate de su firma. En resumen, no sabemos nada.

– ¿Y la peste? ¿Por qué la peste?

– Cuando entendamos eso, lo tendremos.

El grupo se dispersó con un arrastrar de sillas.

– Distribuya las tareas, Danglard, voy a caminar veinte minutos.

– ¿Preparo el comunicado?

– Por favor. Lo hará mejor que yo.

Pasaron el anuncio en el telediario de las veinte horas en todas las cadenas. Sobriamente redactado por Adrien Danglard, el anuncio pedía que todos los habitantes de edificios o casas cuyas puertas estuviesen marcadas con la cifra cuatro se diesen a conocer con la mayor rapidez posible ante la comisaría más próxima. Motivo alegado: búsqueda de una banda organizada.

Los teléfonos sonaron sin interrupción en la brigada a partir de las veinte horas y treinta minutos. Un tercio del equipo permanecía allí, Danglard y Kernorkian habían salido a buscar provisiones y vino y lo habían depositado en el banco de los electricistas. A las nueve y media ya se habían registrado catorce edificios implicados, es decir veintiuno en total, que Adamsberg localizaba con nuevos puntos rojos sobre el plano de la ciudad. Se confeccionó una lista, numerada por orden de aparición de los cuatros. Los ocupantes de los veintiocho apartamentos con puertas vírgenes estaban ahora inventariados y a primera vista parecían heterogéneos: familias numerosas, solteros, mujeres, hombres, jóvenes, de mediana edad, viejos, todas las franjas de edad, todos los sexos, todas las profesiones y categorías sociales confundidas. A las once pasadas, Danglard fue a informar a Adamsberg de que dos policías hacían guardia en cada uno de los descansillos amenazados, en todos los edificios implicados.

Adamsberg liberó a los agentes que se habían quedado haciendo horas extra, instaló a los del tumo de noche y tomó un coche de servicio para acercarse hasta la Place Edgar-Quinet. Dos oficiales habían relevado a la pareja precedente, el hombre calvo y la mujer enorme, aquella que casi lo había agredido en medio de la reunión. Los avistó en un banco, descuidados, le pareció que discutían, sin dejar de vigilar la urna a quince metros de ellos. Fue a saludarlos discretamente.

– Concéntrense en el formato del sobre -les dijo-. Con suerte, y gracias a este farol, quizás sea visible.

– ¿No interrogamos a nadie? -preguntó la mujer.

– Conténtense con observar. Si algún tipo les parece adecuado, síganlo discretamente. Dos fotógrafos se han situado en línea, se encuentran en el hueco de la escalera de este edificio. Van a fotografiar a todos aquellos que se acerquen a la urna.

– ¿A qué hora nos relevan? -preguntó la mujer bostezando.

– A las tres de la mañana.

Adamsberg entró en El Vikingo y divisó a Decambrais instalado en su mesa del fondo, rodeado por el pregonero y otras cinco personas. Su llegada hizo que todas las conversaciones decayesen, como una orquesta que pierde la armonía. Comprendió que todo el mundo en la mesa sabía que era policía. Decambrais optó por una aproximación directa.

– El comisario Jean-Baptiste Adamsberg -dijo-. Comisario, le presento a Lizbeth Glaston, cantante, Damas Viguier, del Roll-Rider, su hermana, Marie-Belle, Castillon, herrero retirado, y Éva, nuestra madona. Ya conoce a Joss Le Guern. ¿Tomará un calvados con nosotros?

Adamsberg declinó la invitación.

– ¿Puedo hablar con usted dos palabras, Decambrais?

Lizbeth agarró sin maneras al comisario por la manga, sacudiéndola un poco. Adamsberg reconoció esa familiaridad tan particular, cómplice, de quien ha compartido los mismos bancos de la comisaría, la familiaridad cansada de las prostitutas con los policías, curtidas por las innumerables redadas de control.

– Cuénteme, comisario -dijo examinando su vestimenta-. ¿Va de tapadillo esta noche? ¿Es éste su disfraz nocturno?

– No, es mi ropa de todos los días.

– Me está tomando el pelo. Qué informal la policía.

– El hábito no hace al monje, Lizbeth -dijo Decambrais.

– A veces sí -dijo Lizbeth-. Este hombre es un tipo relajado, que no presume. ¿Verdad, comisario?

– ¿Presumir delante de quién?

– Delante de las mujeres -propuso Damas sonriendo-. Hay que poder presumir con las mujeres, ¿no?

– No eres muy espabilado, Damas -dijo Lizbeth volviéndose hacia él y el joven enrojeció hasta la frente-. A las mujeres les trae sin cuidado que los tipos presuman.

– Ah, bueno -dijo Damas frunciendo las cejas-. ¿Qué es lo que no les trae sin cuidado, Lizbeth?

– Nada -dijo Lizbeth abatiendo su gorda mano negra sobre la mesa-. Todo les trae sin cuidado. ¿No es verdad, Éva? El amor, la ternura y hasta una caja de judías verdes. Entonces, ya ves. Calcula.

Éva no respondió nada y Damas se apesadumbró, girando su vaso entre las manos.

– No eres justa -dijo Marie-Belle con una voz que temblaba-. El amor a nadie le trae sin cuidado, así automáticamente. ¿Qué otra cosa nos queda?

– Las judías verdes, ya te he dicho.

– No dices más que tonterías, Lizbeth -dijo Marie-Belle cruzando los brazos al borde de las lágrimas-. Sólo porque tengas experiencia, no tienes derecho a desanimar a los otros.

– Experimenta, corderito -dijo Lizbeth-. No te lo impido.

De repente, Lizbeth estalló en carcajadas, besó la frente de Damas y frotó la cabeza de Marie-Belle.

– Sonríe, corderito -dijo-. Y no creas todo lo que dice la gorda Lizbeth. Está amargada la gorda Lizbeth. Fastidia a todo el mundo la gorda Lizbeth con su experiencia de regimiento. Tienes razón defendiéndote. Está bien. Pero no experimentes demasiado, si quieres un consejo profesional.

Adamsberg se llevó aparte a Decambrais.

– Perdóneme -dijo Decambrais-, pero tengo que seguir las conversaciones. Al día siguiente tengo que repartir consejos, compréndame. Tengo que estar al corriente.

– ¿Está enamorado, no? -preguntó Adamsberg con el tono vagamente interesado del tipo que juega a la lotería y apuesta poco.

– ¿Damas?

– Sí. ¿De la cantante?

– Correcto. ¿Qué quiere de mí, comisario?

– Ha ocurrido, Decambrais -dijo Adamsberg bajando la voz-. Un cuerpo completamente negro, en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. Lo hemos descubierto esta mañana.

– ¿Negro?

– Estrangulado, desnudo, tiznado de carbón.

Decambrais apretó la mandíbula.

– Lo sabía -dijo.

– Sí.

– ¿Era una puerta no marcada?

– Sí.

– ¿Ha hecho que vigilen las otras?

– Las otras veintiocho.

– Perdón. No dudo de que sabe hacer su trabajo.

– Necesito esos «especiales», Decambrais, todos los que estén en su posesión, con sus sobres, si aún los tiene.

– Sígame.

Los dos hombres atravesaron la plaza y Decambrais condujo a Adamsberg hasta su despacho sobrecargado. Apartó una pila de libros para que se sentase.

– Eso es -dijo Decambrais tendiéndole un fajo de hojas y de sobres-. Para las huellas dactilares, ya se imaginará que no sirve. Le Guern los ha manipulado varias veces y yo después. No merece la pena que le dé las mías, tiene mis diez dedos en el fichero central.

– Necesitaría las de Le Guern.

– También están en el fichero. Le Guern estuvo en chirona hace catorce años, una fuerte pelea en Guilvinec, por lo que sé. Ya ve, somos hombres complacientes, le damos el trabajo masticado. Antes de que pregunte ya estamos en su ordenador.

– Dígame, Decambrais, ¿todo el mundo ha estado en chirona en esta plazuela?

– Hay sitios como éste, donde sopla el espíritu. Voy a leerle el especial del domingo. No ha habido más que uno: Esta noche, volviendo para cenar, descubro que la peste va a hacer su aparición en la Ciudad. Puntos suspensivos. En el despacho para terminar mis cartas, preocupado por poner mis asuntos y mi fortuna en orden, por si acaso pluguiese a Dios llamarme junto a Él. ¡Que su voluntad se cumpla!

– La continuación del Diario del inglés -propuso Adamsberg.

– Exactamente.

– Sepys.

– Pepys.

– ¿Y ayer?

– Ayer, nada.

– Vaya -dijo Adamsberg-. Ralentiza.

– No lo creo. Mire el de esta mañana: Esta plaga está siempre dispuesta a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place. Este texto parece indicar más bien que no abandona las armas. Fíjese en este «siempre lista» y este «cuando le place». Vocea. Provoca.

– Sufre de exceso de poder.

– Es decir de infantilismo.

– No sacaremos nada en limpio -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No es idiota. Con tantos policías siguiéndole la pista, no nos dará ninguna indicación de lugar. Le hace falta tener libertad de movimiento. Ha nombrado el barrio Rousseau para estar seguro de que se establecería una relación entre el primer crimen y su peste anunciada. Es probable que, a partir de ahora, se haga más evasivo. Manténgame al corriente, Decambrais, anuncio por anuncio.

Adamsberg se fue con el montón de mensajes bajo el brazo.

XVIII

Al día siguiente, hacia las dos, el ordenador escupió un nombre.

– Tengo a uno -dijo Danglard bastante alto extendiendo un brazo hacia sus colegas.

Una decena de agentes se agrupó a sus espaldas, con los ojos clavados en la pantalla de su ordenador. Desde aquella mañana, Danglard buscaba un CLT en el fichero, mientras los otros seguían desgranando las informaciones sobre los veintiocho pisos amenazados, buscando en vano un punto de intersección. Los primeros resultados del laboratorio acababan de llegar: la cerradura había sido forzada, de manera profesional. No había más huellas en el apartamento que las de la víctima y las de la señora de la limpieza. El carbón de leña utilizado para oscurecer la piel del cadáver provenía de las ramas de un manzano, y no de las bolsas que se vendían en las tiendas, que contenían una mezcla de esencias forestales diversas. En cuanto al sobre color marfil, uno podía procurárselo en cualquier papelería un poco grande al precio de tres francos veinte la unidad. Lo habían abierto con una hoja lisa. No contenía más que polvo de papel y el cadáver de un insecto pequeño. ¿Le pasaban el bicho al entomólogo? Adamsberg había fruncido las cejas y después había asentido.

– Christian Laurent Taveniot -leyó Danglard inclinado sobre la pantalla-. Treinta y cuatro años, nacido en Villeneuve-les-Ormes. Encarcelado hace doce años por golpes y lesiones en la casa central de Périgueux. Dieciocho meses de cárcel y dos meses más por agresión al guardián.

Danglard hizo desfilar el dossier por la pantalla y todos estiraron el cuello para percibir el rostro de CLT, su cara larga con una frente baja, su gruesa nariz, sus ojos juntos. Danglard leyó rápidamente lo que quedaba del dossier.

– Parado durante un año después de salir de la cárcel, después guardián de noche en un cementerio de coches. Domiciliado en Levallois, casado, dos hijos.

Danglard lanzó una mirada interrogativa hacia Adamsberg.

– ¿Estudios? -preguntó Adamsberg dudoso.

Danglard hizo chasquear su teclado.

– Formación profesional desde la edad de trece años. Suspende el diploma de fontanero. Abandona, vive de las apuestas y hace chapuzas en motos que revende de extranjis. Hasta una pelea en que casi mata a uno de sus clientes arrojándole una moto encima, como quien dice a quemarropa. Y después, chirona.

– ¿Padres?

– Madre, empleada en una fábrica de embalajes en Périgueux.

– ¿Hermanos, hermanas?

– Un hermano mayor, guardia de noche en Levallois. Gracias a él encontró su empleo.

– Eso no deja mucho sitio al estudioso. No veo de qué manera Christian Laurent Taveniot podría haber encontrado el tiempo y la manera de hablar latín.

– ¿Autodidacta? -sugirió una voz.

– No veo por qué razón un tipo que descarga su cólera lisa y llanamente lanzando motos se pondría a destilar francés antiguo. En sólo diez años habría cambiado mucho de método.

– ¿Entonces? -preguntó Danglard, decepcionado.

– Dos hombres pueden ir a echar un vistazo. Pero dudo que sea él.

Danglard apagó su ordenador y siguió a Adamsberg hasta su despacho.

– Estoy jodido -anunció.

– ¿Qué pasa?

– Tengo pulgas.

Adamsberg se sorprendió. Era la primera vez que Danglard, hombre discreto y púdico, le hacía partícipe de un problema de higiene doméstica.

– Vacíe un aerosol cada diez metros cuadrados, amigo mío. Salga dos horas, vuelva y ventile, funciona muy bien.

Danglard sacudió la cabeza.

– Son pulgas de la casa de Laurion -precisó.

– ¿Quién es Laurion? -preguntó Adamsberg sonriendo-. ¿Un suministrador?

– Mierda. René Laurion es el muerto de ayer.

– Perdón -dijo Adamsberg-. Su nombre se me había ido de la cabeza.

– Pues bien, anótelos, Dios santo. He cogido pulgas en casa de Laurion. Empecé a rascarme por la noche en la brigada.

– ¿Pero qué demonios quiere que haga, Danglard? El tipo era menos limpio de lo que parecía. O bien las cogió en el garaje. ¿Qué puedo hacer?

– Dios santo -dijo Danglard poniéndose nervioso-. Lo dijo usted ayer mismo ante el equipo: la peste se transmite por picadura de pulgas.

– Ah -dijo Adamsberg examinando esta vez a su adjunto-. Le sigo, Danglard.

– Le cuesta trabajo esta mañana.

– He dormido poco. ¿Está seguro de que se trata de pulgas?

– Sé distinguir entre la picadura de pulga y la de mosquito. Me han picado en el ano y en las axilas, tengo granos del tamaño de una uña. No lo he descubierto hasta esta mañana, no he tenido tiempo de revisar a los niños.

Esta vez, Adamsberg se dio cuenta de que Danglard era víctima de una verdadera inquietud.

– Pero ¿de qué tiene miedo? ¿Qué ocurre?

– Laurion ha muerto de peste y yo he atrapado pulgas en su casa. Tengo veinticuatro horas para reaccionar o será quizás demasiado tarde. Lo mismo pasa con los niños.

– Pero, por el amor de Dios, ¿se cree la comedia? ¿No recuerda que Laurion ha muerto estrangulado, de un simulacro de peste?

Adamsberg había ido a cerrar la puerta y le había tendido su silla a su adjunto.

– Lo recuerdo -dijo Danglard-. Pero en su locura de símbolos, CLT ha llevado el detalle hasta soltar pulgas en el piso. Puede no ser una coincidencia. En su cabeza de loco son pulgas apestadas. Y nada nos asegura que no estén, en efecto, realmente infectadas.

– Si lo estuviesen, ¿por qué se iba a tomar el trabajo de estrangular a Laurion?

– Porque quiere dar la muerte él mismo. No soy un timorato, comisario. Pero ser picado por pulgas liberadas por un obseso de la peste no me da risa.

– ¿Quiénes nos acompañaban ayer?

– Justin, Voisenet y Kernorkian. Usted. El forense. Devillard y los hombres del distrito 1.

– ¿Aún las tiene? -preguntó Adamsberg poniendo su mano sobre el teléfono.

– ¿El qué?

– Sus pulgas.

– Seguramente. A menos que ya campen por la brigada.

Adamsberg descolgó el teléfono y marcó el número del laboratorio de la jefatura.

– Adamsberg -dijo-. ¿Recuerda aquel insecto encontrado en el fondo del sobre vacío? Sí, exactamente. Apure al entomólogo, prioridad absoluta. Pues bien, da igual, dígale que deje sus moscas para más tarde. Es urgente, amigo mío, un caso de peste. Sí, apúrese, y dígale que le envío otras, están vivas. Que tome precauciones y, sobre todo, silencio absoluto.

– En cuanto a usted, Danglard -dijo al colgar-, suba a la ducha y meta toda su ropa en una bolsa de plástico. Vamos a mandar que las analicen.

– ¿Y qué hago? ¿Me paseo en pelotas todo el día?

– Voy a comprarle dos o tres cosas -dijo Adamsberg levantándose-. Más vale que no suelte sus bichos por toda la ciudad.

Danglard estaba demasiado alterado por sus picaduras de pulgas para ocuparse de la ropa que iba a traerle Adamsberg. Pero una vaga aprensión atravesó sus pensamientos.

– Deprisa, Danglard. Envío la desinfección a su casa y aquí también, a la brigada. Y aviso a Devillard.

Antes de salir a hacer sus compras de ropa, Adamsberg llamó al historiador señora de la limpieza Marc Vandoosler. Por suerte, tomaba un almuerzo tardío en casa.

– ¿Recuerda aquel asunto de los cuatros por el que le consulté a usted? -preguntó Adamsberg.

– Sí -respondió Vandoosler-. Desde entonces, he oído el comunicado de las ocho y he leído los periódicos esta mañana. Dicen que han encontrado a un tipo muerto y un periodista asegura que cuando sacaron el cadáver, un brazo sobresalía de la sábana, un brazo manchado de negro.

– Mierda -dijo Adamsberg.

– ¿El cuerpo estaba negro, comisario?

– ¿Sabe de asuntos de peste? -preguntó Adamsberg sin responder-. ¿O sólo de cifras?

– Soy medievalista -explicó Vandoosler-. Conozco bien la peste, sí.

– ¿Hay muchos que la conozcan?

– Pestólogos. Digamos que actualmente hay cinco. No hablo de biólogos. Tengo dos colegas en el Sur, centrados más bien en la vertiente médica de la cuestión, otro en Burdeos, más bien orientado hacia los insectos vectores, y un historiador con tendencias demográficas en la Universidad de Clermont.

– ¿Y usted? ¿Cuál es su tendencia?

– Tendencia parado.

Cinco, se dijo Adamsberg, no es mucho para todo el país. Y hasta aquí, Marc Vandoosler había sido el único en conocer el significado de los cuatros. Historiador, de letras, pestólogo y ciertamente latinista, valía la pena ir a sondear a aquel hombre.

– Dígame, Vandoosler, ¿cuánto tiempo daría como duración a la enfermedad? En términos generales.

– De tres a cinco días de incubación de media, pero a veces uno o dos, y de cinco a siete días de peste declarada. Grosso modo.

– ¿Se cura bien?

– Si se coge con los primeros síntomas.

– Creo que voy a necesitarlo. ¿Aceptaría recibirme?

– ¿Dónde? -preguntó Vandoosler desconfiado.

– ¿En su casa?

– De acuerdo -respondió Vandoosler tras un franco titubeo.

El tipo era reticente. Pero muchos tipos son reticentes a la idea de ver desembarcar un policía en su casa, casi todos de hecho. Eso no convertía automáticamente a Vandoosler en un CLT.

– En dos horas -propuso Adamsberg.

Colgó y se fue a los grandes almacenes de la Place d’Italie. Calculó que Danglard tendría una talla 48 o 50, quince centímetros más que él y treinta kilos más. Necesitaba sitio para meter su barriga. Cogió rápidamente un par de calcetines, un vaquero y una gran camiseta negra porque había oído decir que el blanco engorda, y las rayas también. No merecía la pena coger una chaqueta, hacía bueno y Danglard tenía siempre calor, a causa de las cervezas.

Danglard esperaba en la ducha, enrollado en una toalla. Adamsberg le pasó la vestimenta nueva.

– Le envío el montón de ropa al laboratorio -dijo levantando la gran bolsa de basura en la cual Danglard había metido su traje-. Nada de pánico, Danglard. Tiene dos días de incubación ante usted, vamos bien. Eso nos deja tiempo para esperar los resultados de los exámenes. Van a tratar nuestro problema con urgencia.

– Gracias -refunfuñó Danglard sacando la camiseta y el vaquero de la bolsa-. Dios bendito, ¿quiere que me ponga esto?

– Le irá perfectamente, capitán, ya lo verá.

– Voy a tener aspecto de imbécil.

– ¿Tengo yo aspecto de imbécil?

Danglard no respondió y exploró el fondo de la bolsa.

– No me ha comprado calzoncillo.

– Lo he olvidado, Danglard, no pasa nada. Beba menos cerveza hasta esta noche.

– Muy práctico.

– ¿Ha llamado al colegio para que examinen a los niños?

– Evidentemente.

– Enséñeme esas picaduras.

Danglard alzó el brazo y Adamsberg contó tres gruesos granos bajo la axila.

– Es indiscutible -reconoció-. Son pulgas.

– ¿No tiene miedo de atraparlas? -preguntó Danglard viéndole retorcer la bolsa en todos los sentidos para atarla.

– No, Danglard. Casi nunca tengo miedo. Esperaré a estar muerto para tener miedo, me amargará menos la vida. A decir verdad, la única vez que tuve verdaderamente miedo fue cuando descendí un glaciar yo solo, de espaldas, casi en vertical. Lo que me daba miedo, aparte de la caída inminente, eran aquellas jodidas gamuzas que me contemplaban a los lados y me decían con sus grandes ojos marrones: «Pobre cretino. No lo conseguirás». Respeto mucho lo que dicen las gamuzas con sus ojos pero eso se lo contaré en otro momento, Danglard, cuando esté menos tenso.

– Se lo ruego -dijo Danglard.

– Voy a hacerle una pequeña visita a ese historiador-mujer de la limpieza-pestólogo, Marc Vandoosler, Rue Chasle, no muy lejos de aquí. Mire si tiene algo sobre él y transfiera todas las llamadas del laboratorio a mi móvil.

XIX

En la Rue Chasle, Adamsberg se encontró frente a una casita en ruinas, alta y estrecha, asombrosamente intacta en pleno corazón de París, separada de la calle por un descampado lleno de hierbas altas que atravesó con cierta satisfacción. Un hombre viejo, sonriente e irónico, le abrió la puerta, un tipo guapo que, contrariamente a Decambrais, no tenía aspecto de haber abandonado los placeres de la vida. Llevaba una cuchara de madera en la mano y le señaló el camino que debía seguir con el extremo de aquella espátula.

– Instálese en el refectorio -dijo.

Adamsberg entró en una gran habitación atravesada por tres ventanas altas en arco, amueblada con una larga mesa de madera sobre la cual un tipo con corbata se afanaba con ayuda de un trapo y cera, con gestos circulares y profesionales.

– Lucien Devernois -se presentó el tipo dejando su trapo, con la mano firme y el verbo alto-. Marc estará listo dentro de un minuto.

– Perdone la molestia -dijo el viejo-, es la hora en que Lucien encera la mesa. No podemos evitarlo, es la consigna.

Adamsberg se sentó en uno de los bancos de madera absteniéndose de todo comentario, y el viejo tomó asiento oficiosamente frente a él, con el aire de un hombre que se dispone a pasar unos momentos excelentes.

– Entonces, Adamsberg -atacó el viejo con un tono jubiloso-, ¿ya no reconoce a los veteranos? ¿Ya no saluda? ¿Sigue sin respetar nada como de costumbre?

Atónito, Adamsberg contempló al viejo con intensidad, convocando las imágenes perdidas en su memoria. No debía de remontarse a anteayer, seguro que no. Tardaría al menos diez minutos en salir a la superficie. El tipo del trapo, Devernois, había ralentizado su movimiento y contemplaba alternativamente a los dos hombres.

– Veo que no hemos cambiado -continuó el viejo sonriendo con franqueza-. Y eso no le ha impedido ascender desde su taburete de jefe de brigada. Hay que reconocer que se ha abierto paso con unos éxitos espectaculares, Adamsberg, el caso Carréron, el caso de la Somme, la descarga de Valandry, excelentes trofeos de caballero. Sin mencionar los importantes acontecimientos recientes, el caso Le Nermord, la matanza de Mercantour, el caso Vinteuil. Felicidades, comisario. He seguido su carrera de cerca, como ve.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg a la defensiva.

– Porque me preguntaba si le dejarían vivir o morir. Con sus aires de haber crecido como perifollo salvaje en un prado roturado, demasiado tranquilo y demasiado indiferente, molestaba a todo el mundo, Adamsberg. Quiero creer que lo sabe mejor que yo. Vagaba por la fábrica policial como una bola de billar en las secciones de la jerarquía. Incontrolado e incontrolable. Sí, me preguntaba si lo dejarían crecer. Se ha colado y me alegro. No he tenido su suerte. Me atraparon y me echaron.

– Armand Vandoosler -murmuró Adamsberg viendo surgir bajo los rasgos del viejo un rostro enérgico, un comisario con veintitrés años menos, cáustico, egocéntrico y vividor.

– Lo ha conseguido.

– En el Herault -continuó Adamsberg.

– Sí. La joven desaparecida. Se las arregló bien aquella vez, jefe de brigada. Cogimos al tipo en el puerto de Niza.

– Habíamos cenado bajo los soportales.

– Pulpo.

– Pulpo.

– Me sirvo un vaso de vino -decidió Vandoosler levantándose-. Hay que mojarlo.

– ¿Marc es su hijo? -preguntó Adamsberg aceptando el vaso de vino.

– Mi sobrino y mi ahijado. Me aloja en el piso porque es un buen chico. Tiene que saber, Adamsberg, que yo sigo siendo tan pesado como usted sigue siendo flexible. Más pesado, incluso. Y usted, ¿más flexible?

– No lo sé.

– En aquella época, había ya un montón de cosas que usted no sabía y aquello no parecía alarmarlo. ¿Qué ha venido a buscar en esta casa que no sepa?

– Un asesino.

– ¿Qué relación tiene con mi sobrino?

– La peste.

Vandoosler el Viejo asintió con la cabeza. Cogió un mango de escoba y dio dos golpes en el techo, en un sector del yeso que ya estaba considerablemente hundido por los impactos.

– Somos cuatro aquí -explicó Vandoosler el Viejo- apilados los unos sobre los otros. Un golpe para san Mateo, dos golpes para san Marcos, tres golpes para san Lucas, aquí presente con su trapo, y cuatro golpes para mí. Siete golpes, bajada precipitada de todos los evangelistas.

Vandoosler le echó un ojo a Adamsberg dejando el mango de la escoba.

– ¿No ha cambiado, eh? -dijo-. ¿Nada le sorprende?

Adamsberg sonrió sin responder y Marc hizo su entrada en el refectorio. Rodeó la mesa, estrechó la mano del comisario y le echó una mirada contrariada a su tío.

– Veo que te has puesto a la cabeza de las operaciones -dijo.

– Lo siento, Marc. Comimos pulpo juntos hace veintitrés años.

– Promiscuidad de las trincheras -murmuró Lucien doblando su trapo.

Adamsberg observó al pestólogo, Vandoosler el Joven. Delgado, nervioso, con el pelo negro y liso y algo indio en sus rasgos. Iba vestido de oscuro de la cabeza a los pies, a excepción de un cinturón un poco extravagante y llevaba en los dedos anillos de plata. Adamsberg notó que calzaba unas pesadas botas negras con hebillas, algo semejantes a las de Camille.

– Si desea que tengamos una conversación privada -le dijo a Adamsberg- me temo que tendremos que salir de aquí.

– Así está bien -dijo Adamsberg.

– ¿Tiene un problema de peste, comisario?

– Un problema con un conocedor de la peste, para ser más exacto.

– ¿El que dibuja esos cuatros?

– Sí.

– ¿Tiene que ver con el asesinato de ayer?

– ¿Cuál es su opinión?

– En mi opinión, sí.

– ¿A causa de qué?

– De la piel negra. Pero se supone que el cuatro protege de la peste, no que la atrae.

– ¿Entonces?

– Entonces supongo que su víctima no estaba protegida.

– Es exacto. ¿Cree en el poder de esa cifra?

– No.

Adamsberg cruzó la mirada con Vandoosler. Parecía sincero y vagamente ofendido.

– No más de lo que creo en los amuletos, los anillos, las turquesas, las esmeraldas, los rubíes, ni en los cientos de talismanes que han sido inventados para protegerse. Mucho más costosos que un simple cuatro, evidentemente.

– ¿La gente llevaba anillos?

– Cuando tenían la posibilidad sí. Los ricos morían poco de peste, protegidos sin saberlo por sus casas sólidas donde no había ratas. Era el pueblo el que sucumbía. Por ello se tendía a creer en el poder de las piedras preciosas: los pobres no llevaban rubíes y se morían. El necplus ultra era el diamante, la protección por excelencia: «El diamante llevado en la mano derecha neutraliza toda suerte de devenires». Por eso, en prueba de amor, los hombres afortunados tomaron la costumbre de regalar un diamante a sus prometidas para protegerlas de la plaga. Esa costumbre ha quedado pero nadie sabe por qué, de la misma manera que nadie recuerda el significado de los cuatros.

– El asesino se acuerda. ¿De dónde lo ha sacado?

– De los libros -dijo Marc Vandoosler con un gesto de impaciencia-. Si me expusiese el problema, comisario, quizás pudiese ayudarle.

– Primero debo preguntarle dónde estuvo el lunes por la noche, alrededor de las dos de la mañana.

– ¿Es ésa la hora del asesinato?

– Aproximadamente.

El médico forense lo había situado alrededor de la una y media pero Adamsberg prefería dejar un margen. Vandoosler se apartó su pelo lacio y lo metió detrás de sus orejas.

– ¿Por qué yo? -preguntó.

– Lo siento, Vandoosler. Poca gente conoce el significado de ese cuatro, muy poca gente.

– Es lógico, Marc -intervino Vandoosler el Viejo-. El trabajo es así.

Marc hizo ademán de sentirse molesto. Después se levantó, cogió el mango de la escoba y dio un golpe.

– Descenso de san Mateo -precisó el Viejo.

Los hombres esperaron en silencio, perturbados solamente por el ruido que hacía Lucien lavando los platos y desinteresándose de la conversación.

Un minuto más tarde, entró un tipo rubio y alto, tan ancho como la puerta, y vestido sólo con un grueso pantalón atado al talle con una cuerda.

– ¿Me habéis llamado? -preguntó con una voz de bajo.

– Mathias -dijo Marc-, ¿qué demonios hacía yo el lunes por la noche a las dos de la mañana? Es importante, que nadie le sople.

Mathias se concentró algunos instantes, frunciendo sus cejas claras.

– Llegaste tarde con las cosas para planchar, sobre las diez. Lucien te sirvió de cenar y después se fue a su habitación, con Élodie.

– Émilie -rectificó Lucien volviéndose-. Es bastante terrible que no podáis meteros su nombre en la cabeza.

– Jugamos una partida de cartas con el padrino -continuó Mathias-, que se metió en el bolsillo trescientos veinte francos y después se fue a dormir. Te pusiste a planchar la ropa de la señora Boulain y después la de la señora Druyet. A la una de la madrugada, cuando estabas guardando la plancha, recordaste que tenías que entregar dos juegos de sábanas al día siguiente. Te eché una mano y las planchamos entre los dos sobre la mesa. Cogí la plancha vieja. Terminamos de doblarlas a las dos y media e hicimos dos paquetes separados. Cuando subía a acostarme, me crucé con el padrino que bajaba a hacer pis.

Mathias alzó la cabeza.

– Es prehistoriador -comentó Lucien desde su fregadero-. Es un tipo preciso, puede confiar en él.

– ¿Puedo irme? -preguntó Mathias-. Porque estoy en medio de un remontaje.

– Sí -dijo Marc-. Gracias.

– ¿Un remontaje?

– Pega sílex paleolíticos en la bodega -explicó Marc Vandoosler.

Adamsberg asintió con la cabeza sin entender. Lo que estaba claro, en cambio, es que no captaría el funcionamiento de aquella casa ni el de sus ocupantes con sólo unas preguntas. Aquello exigiría, con seguridad, un periodo de prácticas completas y no era asunto suyo.

– Mathias podría mentir, evidentemente -dijo Marc Vandoosler-. Pero, si quiere, pregúntenos separadamente sobre el color de las sábanas. No ha podido cambiar las fechas. Me llevé la ropa esa misma mañana de casa de la señora Toussaint, en el 22 de la Avenue de Choisy, puede ir y confirmarlo. La lavé y la puse a secar durante el día y la planchamos por la noche. Se la llevé al día siguiente. Dos sábanas azul claro con conchitas y otras dos marrón rosado con reverso gris.

Adamsberg asintió con la cabeza. Una coartada doméstica impecable. Aquel tipo era un experto en ropa de cama.

– Bien -dijo-. Le resumo las cosas.

Como Adamsberg hablaba lentamente, le llevó casi veinticinco minutos exponer el asunto de los cuatros, del pregonero y del asesinato de la víspera. Los dos Vandoosler escuchaban, atentos. Marc asentía a menudo con la cabeza, como si confirmase el relato a medida que se desarrollaba.

– Un sembrador de peste -concluyó-, eso es lo que tiene entre manos. Además de un protector. Un tipo que se cree el amo, pues. Ya se han visto, pero sobre todo los inventaron a millares.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adamsberg abriendo su cuaderno.

– A cada brote de peste -explicó Marc- el terror era tal que la gente buscaba responsables terrestres a los que sancionar, aparte de Dios, de los cometas y de la infección del aire, que no podían ser castigados. Buscaban a los sembradores de peste. Esos tipos eran acusados de propagar la peste con ayuda de ungüentos, de grasas y de preparaciones diversas que embadurnaban sobre los timbres, las cerraduras, las barandillas, las fachadas. Un pobre tipo, que pusiese imprudentemente la mano sobre una construcción, podía provocar mil muertos. Ahorcaron a montones de personas. Los llamaban los sembradores, los engrasadores, sin preguntarse nunca, ni una sola vez en toda la historia del hombre, qué interés podía tener un tipo en ejecutar esa clase de trabajo. Aquí estamos ante un sembrador, no cabe duda. Pero no propaga a discreción, ¿eh? Ataca a uno y protege a los otros. Es Dios y manipula la plaga de Dios. Como Dios que es, escoge a aquellos que han de ser llamados a su presencia.

– Hemos buscado alguna relación entre todos aquellos que están amenazados. Nada, por el momento.

– Si hay un sembrador, existe un vector. ¿De qué se sirve? ¿Han encontrado huellas de ungüento sobre las puertas vírgenes? ¿Sobre las cerraduras?

– No lo hemos buscado. ¿Para qué serviría un vector, puesto que estrangula?

– Supongo que, en su lógica, no se siente un asesino. Si quisiese matar directamente, lo haría sin necesidad de hacer intervenir toda esta historia de la peste. Se sirve de una plaga intermedia que se interpone entre él y aquellos que abate. Es la peste la que mata, no él.

– De ahí los anuncios.

– Sí. Pone en escena la peste de manera ostensible y la designa como única responsable de lo que va a producirse. Y le hace falta un vector, necesariamente.

– Las pulgas -propuso Adamsberg-. A mi adjunto le han picado pulgas en casa de la víctima, ayer.

– Dios santo, ¿pulgas? ¿Había pulgas en casa de ese muerto?

Marc se levantó bruscamente con los puños hundidos en los bolsillos de su pantalón.

– ¿Qué pulgas? -preguntó nerviosamente-. ¿Pulgas de gato?

– No sé nada. He mandado llevar la ropa al laboratorio.

– Si se trata de pulgas de gato o de perro, no hay nada que temer -dijo Marc yendo y viniendo a lo largo de la mesa-. Son incompetentes. Pero si se trata de pulgas de rata, si el tipo ha infectado verdaderamente pulgas de rata y las ha soltado por ahí, Dios santo, es la catástrofe.

– ¿Son verdaderamente peligrosas?

Marc contempló a Adamsberg como si éste le hubiese preguntado su opinión sobre los osos polares.

– Llamo al laboratorio -dijo Adamsberg.

Se separó para telefonear y Marc hizo un signo a Lucien para que hiciese menos ruido al recoger los platos.

– Sí, eso es -decía Adamsberg-. ¿Han terminado? ¿Qué nombre dice? Deletréelo, por Dios.

Sobre su cuaderno, Adamsberg había formado una «n», después una «o» y tenía dificultades para continuar. Marc le tomó el lápiz de las manos y completó la palabra comenzada: Nosopsyllus fasciatus. Después añadió un punto de interrogación, Adamsberg asintió.

– Ya está. Tengo el nombre -dijo al entomólogo.

Marc había escrito a continuación: ¿portadoras del bacilo?

– Llévelas a bacteriología -añadió Adamsberg-. Búsqueda del bacilo de la peste. Pídales que se pongan a toda máquina, ya tengo un hombre con picaduras. Y que no se les pierdan en el laboratorio, por piedad. Sí, en el mismo número. Toda la noche.

Adamsberg se guardó el móvil en el bolsillo interior.

– Había dos pulgas en la ropa de mi adjunto. No eran pulgas de hombre. Eran unas…

– Nosopsyllus fasciatus, pulgas de rata -dijo Marc.

– En el sobre que encontré en casa del muerto había otra, muerta. De la misma especie.

– Es así como las introduce.

– Sí -dijo Adamsberg caminando también él-. Abre el sobre y libera las pulgas en el piso. Pero yo no creo que esas malditas pulgas estén infectadas. Creo que permanece siempre en una dimensión simbólica.

– Sin embargo lleva el símbolo hasta conseguir pulgas de rata. No es tan fácil procurárselas.

– Yo creo que está presumiendo, por eso mata él mismo. Sabe que las pulgas no podrán matarlo.

– Eso no es seguro. Debería recuperar todas las pulgas que se pasean por la casa de Laurion.

– Y ¿cómo hago?

– Lo más simple es entrar en el piso con una o dos cobayas y soltarlas durante cinco minutos por allí. Recogerán todo lo que haya. Las introduce rápidamente en una bolsa y se las lleva a su laboratorio. Inmediatamente después, desinfección del lugar. No deje suelta a la cobaya demasiado tiempo. Una vez que han picado, esas pulgas tienen tendencia a irse de nuevo de paseo. Hay que atraparlas mientras almuerzan.

– Bueno -dijo Adamsberg anotando la estrategia-. Gracias por su ayuda, Vandoosler.

– Dos cosas más todavía -dijo Marc acompañándolo a la puerta-. Sepa que su sembrador de peste no es tan buen pestólogo como cree. Su erudición tiene límites.

– ¿Se equivoca?

– Sí.

– ¿En qué?

– El carbón, la Muerte negra. Es una imagen, una confusión de palabras. Pestis atra significa «muerte horrible» y no «muerte negra». Los cuerpos de los apestados nunca han sido negros. Algunas manchas azuladas por aquí y por allá y basta. Es un mito tardío, un error popular y generalizado. Todo el mundo lo cree pero es falso. Cuando su hombre tizna con carbón el cuerpo, se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.

– Ah -dijo Adamsberg.

– Conserve la cabeza fría, comisario -dijo Lucien saliendo de la habitación-. Marc es un puntilloso, como todos los medievalistas. Se pierde en los detalles y pasa junto a lo esencial.

– Que es…

– Pues la violencia, comisario. La violencia del hombre.

Marc sonrió y se hizo a un lado para dejar salir a Lucien.

– ¿Qué hace su amigo? -preguntó Adamsberg.

– Su profesión principal es irritar a la gente pero no le pagan por ello. Ejerce esta actividad benévolamente. En segundo lugar es un especialista en historia contemporánea, en la Gran Guerra. Tenemos graves conflictos de periodos.

– Ah, bien. ¿Y la segunda cosa que quería decirme?

– ¿Está buscando a un tipo cuyas iniciales sean CLT?

– Es una pista seria.

– Déjela. CLT es la abreviación del famoso electuario de los tres adverbios, simplemente.

– ¿Perdón?

– Prácticamente todos los tratados de peste lo citan como el mejor de los consejos: Cito, longe fugeas et tarde redeas. Es decir: «Huye rápido, largo tiempo y tarda en volver». En otros términos, lárgate a toda velocidad y por una larga temporada. Es el célebre «remedio de los tres adverbios»: «Rápido, lejos, largo tiempo». En latín: Cito, longe, tarde. CLT.

– ¿Puede anotármelo? -preguntó Adamsberg tendiéndole su cuaderno.

Marc garabateó unas líneas.

– «CLT» es un consejo que su asesino da a la gente al mismo tiempo que los protege con un cuatro -dijo Marc devolviéndole su cuaderno.

– Hubiese preferido unas iniciales -dijo Adamsberg.

– Lo entiendo. ¿Puede tenerme al corriente sobre las pulgas?

– ¿La investigación le interesa tanto como para eso?

– No es ésa la cuestión -dijo Marc sonriendo-. Pero quizás usted transporte Nosopsyllus. En cuyo caso, quizás yo también tenga. Y también los otros.

– Ya veo.

– Ése es otro remedio contra la peste. Bloquéalas pronto y lávate bien. BLB.

Al salir, Adamsberg se cruzó con el gigante rubio y lo detuvo para hacerle una única pregunta.

– Un par era beis -respondió Mathias-, con el reverso gris, y el otro par era azul, con vieiras pequeñitas.

Adamsberg dejó la casa de la Rue Chasle por el jardín abandonado, con algo de pesadumbre. Existía gente sobre la tierra que sabía multitud de cosas espantosas. Habían prestado atención en el colegio, por un lado, y después habían seguido acumulando vagones cisterna de conocimientos. Conocimientos de otro mundo. Gente que pasaba su vida ocupada en asuntos de sembradores, ungüentos, pulgas latinas y electuarios. Y estaba bien claro que esto no era más que un débil fragmento de los vagones cisterna apretados en la cabeza de este Marc Vandoosler. Vagones cisterna que no parecían ayudarlo a arreglárselas en la existencia mejor que cualquier otro. Pero esta vez, sin embargo, aquello iba a servir para algo vital.

XX

Nuevos fax habían caído en la brigada provenientes del laboratorio y Adamsberg los examinó rápidamente: los «especiales» no portaban ninguna huella, excepto las del pregonero y las de Decambrais, identificadas en todos los anuncios.

– Me habría sorprendido que el sembrador se abandonase a poner los dedos sobre sus mensajes -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué se permite semejantes sobres? -preguntó Danglard.

– Cuestión de ceremonia. A sus ojos, cada uno de sus actos es precioso. No va a presentarlos en un sobre proletario. Quiere insertarlos en estuches de precio porque es un acto altamente refinado. No un acto miserable del primer tipo que pasa, usted o yo mismo, Danglard. Tampoco se imagina usted a un gran cocinero sirviéndole un volován en un tazón de plástico. Pues bien, es lo mismo. El sobre está a la altura del gesto: es rebuscado.

– Huellas de Le Guern y de Ducouëdic -dijo Danglard volviendo a dejar el fax-. Dos presidiarios.

– Sí. Pero con estancias de corta duración. Nueve y seis meses.

– Que dejan todo el tiempo del mundo para hacerse relaciones útiles -dijo Danglard rascándose violentamente bajo el brazo-. Las prácticas de cerrajería pueden hacerse después de la cárcel. ¿Inculpados por qué delitos?

– En el caso de Le Guern, golpes y lesiones con intención de causar la muerte.

– Bueno -dijo Danglard silbando-, ya es honorable. ¿Por qué no terminó disparándole?

– Circunstancias atenuantes: el armador a quien dio una paliza había dejado que su bou se pudriese y el barco acabó hundiéndose. Dos marineros murieron ahogados. Le Guern desembarcó del helicóptero de salvamento loco de dolor y se echó sobre él.

– ¿El armador pagó por ello?

– No. Ni él ni los tipos de la capitanía que lo encubrieron, bajo soborno, según la deposición de Joss Le Guern en aquella época. Se pasaron la bola de armador en armador y lo tacharon de todos los puertos de Bretaña. Le Guern no ha vuelto a encontrar un solo encargo. Hace trece años, sin un duro, desembarcó sobre el gran atrio de Montparnasse.

– Tiene serias razones para detestar a la tierra entera, ¿no cree?

– Sí, y es colérico y rencoroso. Pero René Laurion no había puesto nunca los pies en una capitanía, al parecer.

– Quizás escoja víctimas sustitutorias. No sería el primero. No es por nada, pero Le Guern es el mejor situado para enviarse mensajes a sí mismo, ¿no? Por otro lado, desde que nos camuflamos en la plaza, y Le Guern ha sido el primero en ser informado de ello, ya no hay «especiales».

– No era el único que sabía que los policías estaban allí. En El Vikingo, a las nueve de la noche, todo el mundo los había husmeado ya.

– Si el asesino no es del barrio, ¿cómo pudo saberlo?

– Ha matado, se imagina que la policía está al acecho. Los localizó de tapadillo en el banco.

– ¿Vigilamos para nada, a fin de cuentas?

– Vigilamos por principio. Y por otra cosa.

– A Decambrais-Ducouëdic, ¿por qué lo trincaron?

– Por tentativa de violación de un menor en el establecimiento en el que enseñaba. Toda la prensa de la época se le echó encima. Tenía cincuenta y dos años y casi lo linchan en la calle. Hubo que ponerle protección policial hasta el juicio.

– El asunto Ducouëdic, lo recuerdo. Una chica agredida en los baños. Nadie lo diría al verlo, ¿verdad?

– Recuerde su defensa, Danglard. Tres alumnos de segundo se habían echado sobre una niña de doce años a la hora del almuerzo, cuando todo estaba desierto. Ducouëdic habría golpeado a los chicos con fuerza y recogido a la niña para sacarla de allí. La niña estaba medio desnuda y aullaba entre sus brazos en medio del pasillo. Es eso lo que vieron los otros niños. Los tres tipos presentaron una versión de los hechos contraria: Ducouëdic violaba a la chiquilla, intervinieron y Ducouëdic los golpeó y sacó a la chiquilla para escapar. La palabra del uno contra la de los otros. Ducouëdic cayó. Su novia lo dejó enseguida y sus colegas se alejaron. Ante la duda. La duda crea el vacío, Danglard, y la duda permanece. Por eso que se hace llamar Decambrais. Es un tipo cuya vida terminó a los cincuenta y dos años.

– ¿Qué edad tendrían esos tres tipos hoy en día? ¿Aproximadamente treinta y dos, treinta y tres años?, ¿la edad de Laurion?

– Laurion estudió en el colegio de Périgueux. Ducouëdic enseñaba en Vannes.

– Quizás elija víctimas sustitutorias.

– ¿Otra vez?

– ¿Y por qué no? ¿Usted no conoce a viejos que abominan de toda una generación?

– Conozco a demasiados.

– Hay que profundizar sobre esos dos tipos. Decambrais está perfectamente capacitado para depositar esos mensajes y aún más para escribirlos. No en vano ha sido él quien ha conseguido descifrar su sentido. Una simple palabrita árabe lo ha puesto sobre la pista directa del Liber canonis de Avicena. Sorprendente, ¿no?

– Estamos obligados a profundizar, de todas formas. Estoy convencido de que el asesino asiste a los pregones. Debutó en ellos porque no pudo escoger el medio, es indudable. Pero también porque conocía la urna de cerca, desde hacía tiempo. Este pregón que nos parece incongruente, a él se le antojaba por el contrario un vehículo evidente de noticias. Y estoy convencido de que viene a escucharse, estoy seguro de que asiste al pregón.

– No existe razón alguna -objetó Danglard-. Y es peligroso para él.

– No existe razón alguna pero da igual, Danglard, creo que está ahí, entre la muchedumbre. Por eso no relajamos la vigilancia de la plaza.

Adamsberg salió del despacho y atravesó la sala central para situarse ante el plano de París. Los agentes lo seguían con los ojos y Adamsberg comprendió que no era a él sino a Danglard, envuelto en una gran camiseta negra con manga corta, a quien todos observaban con interés. Alzó el brazo derecho y todas las miradas volvieron a caer sobre él.

– Evacuación de los locales a las dieciocho horas por desinfección -dijo-. Al llegar a casa, todos se darán una ducha, pelo incluido, y depositarán toda su ropa, he dicho toda, en la lavadora, a una temperatura de sesenta grados. Motivo: exterminación de posibles pulgas.

Hubo sonrisas, murmullos.

– Se trata de una orden formal -dijo Adamsberg- que vale para todos y particularmente para los tres hombres que me acompañaron al domicilio de Laurion. ¿Alguno de los aquí presentes ha sufrido picaduras, desde ayer?

Un dedo se levantó, el de Kernorkian. Todos lo miraron con cierta curiosidad.

– Teniente Kernorkian -anunció.

– Tranquilícese, teniente, tiene compañía. También han picado al capitán Danglard.

– Sesenta grados -dijo una voz-, voy a joder mi camisa.

– Escoja entre eso o las llamas -dijo Adamsberg-. Los que deseen contrariar las órdenes se exponen a contraer una peste potencial. Y digo: potencial. Estoy convencido de que las pulgas que el asesino ha soltado en el domicilio de Laurion están sanas y son tan simbólicas como todo el resto. Pero esta medida sigue siendo, a pesar de todo, obligatoria. Las pulgas pican sobre todo de noche, por eso les pido expresamente que efectúen esta operación en cuanto lleguen a casa. Terminen con una desinsectación en regla, encontrarán aerosoles a su disposición en los vestuarios. Noël y Voisenet, ustedes controlarán mañana las coartadas de estos cuatro investigadores -dijo tendiéndoles una ficha-, todos ellos son pestólogos y por eso mismo sospechosos. Usted -dijo señalando al hombre sonriente de cabello cano.

– Teniente Mercadet -dijo el oficial levantándose a medias.

– Mercadet, usted verificará este asunto de las sábanas en el domicilio de la señora Toussaint, en la Avenue de Choisy.

Adamsberg tendió una ficha que pasó de mano en mano hasta llegar a Mercadet. Después señaló el rostro redondo y atemorizado con ojos verdes y al rígido cabo de Granville.

– Cabo Lamarre -dijo el antiguo gendarme levantándose muy derecho.

– Cabo Estalère -dijo el rostro redondo.

– Pasarán por los veintinueve edificios para proceder a un nuevo examen de las puertas vírgenes. Objetivo: búsqueda de un ungüento, de una grasa, de un producto cualquiera untado sobre la cerradura, el timbre o el pomo. Tomen precauciones, usen guantes. ¿Quién ha continuado trabajando sobre esas veintinueve personas?

Cuatro dedos se alzaron, los de Noël, Danglard, Justin y Froissy.

– ¿Algo nuevo? ¿Coincidencias?

– Ninguna -dijo Justin-. La muestra se resiste a todos los exámenes estadísticos.

– ¿Los interrogatorios de la Rue Jean-Jacques-Rousseau?

– Nada. Nadie vio a ningún desconocido en el edificio. Y los vecinos no oyeron nada.

– ¿Y el código de entrada?

– Fácil. Las cifras clave están tan usadas que ya ni se leen. Eso deja ciento veinte combinaciones que se prueban en seis minutos.

– ¿Quién se ha encargado de interrogar a los residentes de los otros veintiocho edificios? ¿No hay ni una persona que haya visto al pintor?

La mujer ruda con rostro pesado alzó un brazo decidido.

– Teniente Retancourt -dijo-. Nadie ha visto al pintor. Actúa forzosamente por la noche y su pincel no hace ruido alguno. Con la práctica, la operación no le lleva más de media hora.

– ¿Los códigos?

– Quedan huellas de plastilina sobre buena parte de ellos, comisario. Toma la huella y localiza los lugares en que hay grasa.

– Truco de presidiario -dijo Justin.

– Cualquiera puede inventarlo -dijo Noël.

Adamsberg contempló el péndulo.

– Menos diez -dijo-. Vámomos.

Una llamada del servicio de biología despertó a Adamsberg a las tres de la mañana.

– No hay bacilo -anunció una voz de hombre cansado-. Negativo. Ni en las pulgas de la ropa ni en los doce especímenes que hemos rastrillado en el domicilio de Laurion. Indemnes, limpias como una moneda nueva.

Adamsberg experimentó un breve alivio.

– ¿Todas pulgas de rata?

– Todas. Cinco machos, diez hembras.

– Perfecto. Guárdelas preciosamente.

– Han muerto, comisario.

– Ni flores ni coronas. Guárdelas en un tubo.

Se sentó sobre la cama, encendió la lámpara y se frotó los cabellos. Después llamó a Danglard y Vandoosler para informarles del resultado. Marcó sucesivamente los veintiséis números de los otros agentes de la brigada, después el del forense y el de Devillard. Ninguno se quejó de haber sido despertado en mitad de la noche. Él se sentía perdido entre todos aquellos adjuntos y su cuaderno ya no estaba al día. Ya no tenía tiempo de ocuparse de su memorándum, ni siquiera de llamar a Camille para fijar una cita. Tuvo la impresión de que el sembrador de peste apenas le iba a dejar dormir.

A las siete y treinta minutos, una llamada lo sorprendió en plena calle cuando se dirigía a la brigada, a pie desde el Marais.

– ¿Comisario? -dijo una voz agitada-. Cabo Gardon, equipo de noche. Hemos encontrado dos cuerpos sobre la acera en el distrito 12, uno en la Rue Rottembourg y el otro cerca de allí, en el Boulevard Soult. Extendidos en pelotas sobre el asfalto y tiznados de carbón de leña. Dos hombres.

XXI

Al mediodía, los dos cuerpos habían sido levantados y conducidos a la morgue y se había reanudado la circulación en los emplazamientos. Debido a su exposición espectacular, ya no quedaba ninguna esperanza de que aquellos cadáveres negros escapasen al conocimiento público. A partir de aquella noche, los telediarios se ocuparían de ellos; a partir del día siguiente, todo estaría en la prensa. Era imposible disimular la identidad de las víctimas y enseguida establecerían la relación con sus domicilios respectivos de la Rue Poulet y de la Avenue de Tourville. Dos edificios marcados con el cuatro, a excepción de dos puertas, las suyas. Dos hombres, de treinta y uno y treinta y seis años de edad, uno padre de familia, el otro viviendo con su pareja. Las tres cuartas partes de los agentes de la brigada se habían dispersado por la capital, unos buscando testigos en el lugar donde habían sido depositados los cuerpos, los otros visitando de nuevo los dos edificios señalados, interrogando a la gente de la zona, en busca de todo dato susceptible de revelar alguna relación entre esos muertos y René Laurion. La cuarta parte restante trabajaba frente a los teclados, registrando toda información nueva.

Con la cabeza inclinada, apoyado contra el muro de su despacho, no muy lejos de la ventana a través de cuyos barrotes nuevos podía percibir el movimiento continuo de la vida que discurría sobre las aceras, Adamsberg trataba de reunir la masa -ya bastante pesada- de datos relativos a los asesinatos y otros detalles aferentes. Le parecía que aquella masa era ahora demasiado voluminosa para un único cerebro humano, al menos para el suyo, sentía que ya no podía rodear su contorno, que aquella mole lo aplastaba. Entre el contenido de los «especiales», los pequeños asuntos de la Place Edgar-Quinet, los ficheros judiciales de Le Guern y de Ducouëdic, la disposición de los edificios marcados, las identidades de las víctimas, sus vecinos, sus parientes, entre el carbón, las pulgas, los sobres, los análisis del laboratorio, las llamadas del médico, las características del asesino, ya no conseguía abrazar la totalidad de vías abiertas, y se perdía. Por primera vez, tenía la impresión de que Danglard llegaría a conseguirlo con su ordenador y no él, con la nariz al viento en medio de la tormenta.

Dos nuevas víctimas en una noche, dos hombres de golpe. Como la policía custodiaba sus puertas, el asesino no había hecho otra cosa que sacarlos fuera para ejecutarlos, rodeando el obstáculo de manera tan elemental como cuando los alemanes traspasaron la infranqueable línea Maginot en avión puesto que los franceses bloqueaban las carreteras. Los dos cabos que hacían guardia ante el piso del muerto de la Rue de Rottembourg, Jean Viard, lo habían visto salir a las veinte horas y treinta minutos. «No podemos impedir que un tipo acuda a una cita, ¿no cree?» Sobre todo que el tal Viard no parecía impresionado ni un ápice por «ese jodido follón del cuatro», como le había explicado al agente de guardia. El otro hombre, François Clerc, había dejado su domicilio a las diez horas, para dar un paseo, dijo. Se sentía ahogado con aquellos policías ante su puerta, hacía bueno, quería beber un trago. «No podemos impedir que un tipo vaya a echar un trago, ¿no cree?» Los dos hombres habían sido asesinados por estrangulamiento, como Laurion, uno aproximadamente una hora antes que el otro. Una ejecución en serie. Después los cadáveres habían sido transportados, sin lugar a duda, juntos, en un coche en el cual los habían desnudado y tiznado de carbón. Finalmente, el asesino los había soltado en plena calle, en el distrito 12, en los límites de París, con todas sus pertenencias. El sembrador no había corrido el riesgo de exponerse a las miradas porque, esta vez, los cuerpos no estaban dispuestos crísticamente de espaldas con los brazos en cruz. Estaban tal y como los habían soltado, a toda prisa. Adamsberg suponía que esta obligación de concluir apuradamente la última etapa había debido de contrariar al asesino. En el corazón de la noche, nadie había notado nada. Con sus dos millones de habitantes, la capital puede estar tan desierta como un pueblo de montaña, entre semana y a las cuatro de la mañana. Viva o no en la capital, la gente duerme, tanto en el Boulevard Soult como en los Pirineos.

La única novedad que se podía añadir era que se trataba de tres hombres, y que todos habían superado la treintena. No es que fuese un denominador común muy preciso. El resto de los retratos no coincidía en absoluto. Jean Viard no las había pasado canutas en un barrio de la periferia ni había hecho formación profesional como la primera víctima. Era un producto de los mejores barrios, había estudiado ingeniería informática y estaba casado con una abogada. François Clerc era de origen más modesto, un hombre pesado, de anchos hombros, repartidor empleado por un comerciante de vinos.

Sin moverse de su pared, Adamsberg telefoneó al forense, que estaba en plena faena sobre el cuerpo de Viard. Mientras iban a buscarlo, consultó su cuaderno en busca del nombre de pila del médico. Romain.

– Romain, aquí Adamsberg. Siento molestarlo. ¿Confirma la estrangulación?

– Sin duda alguna. El asesino utiliza un cordón sólido, sin duda un hilo grueso de plástico. Hay un punto de impacto bastante nítido en la nuca. Podría tratarse de una especie de lazo corredizo. El asesino no ha tenido más que apretar hacia la derecha, eso no exige mucha fuerza. Por otro lado ha mejorado su técnica al lanzarse en el asesinato al por mayor: los dos cadáveres han recibido una descarga de gas lacrimógeno en dosis alta. Antes de que reaccionasen, el asesino ya había pasado el lazo. Es rápido y seguro.

– ¿Tenía Laurion picaduras en el cuerpo, picaduras de insectos?

– Dios santo, no lo he señalado en el informe. En aquel momento, me pareció insignificante. Tenía picaduras de pulgas bastante recientes en el ano. Viard también las presenta en el interior del muslo derecho y en el cuello, éstas ya más antiguas. No he tenido aún tiempo de examinar al último.

– ¿Pueden picar las pulgas a un muerto?

– No, Adamsberg, de ninguna manera. Lo abandonan a los primeros signos de enfriamiento.

– Gracias, Romain. Controle la ausencia del bacilo, como con Laurion. Nunca se sabe.

Adamsberg volvió a meterse en el bolsillo el móvil, se presionó los ojos con los dedos. Entonces se había equivocado. El asesino no había entregado el sobre con las pulgas en el momento mismo del crimen. Había transcurrido un lapso de tiempo entre la introducción de las pulgas y el asesinato, puesto que los insectos habían tenido tiempo de picar. Un lapso que era incluso bastante largo en el caso de Viard, ya que el forense había decretado que las picaduras eran antiguas.

Dio vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. El sembrador seguía pues un protocolo bastante complicado deslizando primero su sobre desgarrado bajo las puertas de sus futuras víctimas, volviendo un tiempo después, forzando esta vez la cerradura y estrangulando a su presa, con carbón de leña en el bolsillo. Trabajaba en dos tiempos. Uno las pulgas, dos el asesinato. Sin hablar del infernal ajuste de los cuatros y de los anuncios preparatorios. Adamsberg sintió crecer en él una especie de impotencia. Las pistas se mezclaban, ignoraba qué senda tendría que tomar, ese asesino ceremonioso se le antojaba extraño, incomprensible. Marcó, llevado por un impulso, el número de Camille y, una media hora después, se estiraba sobre su cama, desnudo bajo la ropa, y después desnudo sin la ropa. Camille se puso sobre él y él cerró los ojos. En sólo un minuto había olvidado que veintisiete hombres de su brigada patrullaban por las calles o sobre los teclados.

Dos horas y media más tarde, se dirigía a la Place Edgar-Quinet, reconciliado consigo mismo, envuelto y casi protegido por ese ligero arqueamiento de los muslos.

– Iba a llamarlo, comisario -dijo Decambrais viniendo hacia él desde el umbral de su casa-. Ayer no hubo pero hoy ha habido uno.

– No hemos visto a nadie depositarlo en la urna -dijo Adamsberg.

– Llegó por correo. Ha cambiado de método. Ya no corre el riesgo de venir él mismo. Lo envía por carta.

– ¿A qué dirección?

– A Joss Le Guern, aquí mismo.

– ¿Conocía el nombre del pregonero?

– Mucha gente lo conoce.

Adamsberg siguió a Decambrais a su antro y abrió el gran sobre.

El rumor corrió repentino, rápidamente confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles al mismo tiempo. Decían que los dos (…) habían sido hallados con todos los signos más evidentes del mal.

– ¿Le Guern lo ha pregonado?

– Sí, a mediodía. Usted le dijo que continuase.

– Los textos son más explícitos ahora que el tipo ha entrado en acción. ¿Qué efecto surte sobre el público?

– Remolinos, preguntas y muchas discusiones en El Vikingo. Creo que había un periodista. Hizo una gran cantidad de preguntas a Joss y a los otros. Ignoro de dónde salió.

– De los rumores, Decambrais. Era inevitable. Con los especiales de los últimos días, con el comunicado del martes por la noche y el asesinato del día siguiente, era obligado que se atasen cabos. Tenía que ocurrir. La prensa quizás haya recibido una declaración del propio sembrador, a fin de propulsar el tornado.

– Es muy posible.

– Puesta en el correo ayer -dijo Adamsberg volviendo el sobre-, en el distrito 1.

– Dos muertes anunciadas -dijo Decambrais.

– Ya está hecho -dijo Adamsberg mirándolo-. Lo oirá esta noche en la televisión. Dos hombres tirados sobre la acera como bolsas, desnudos y tiznados de negro.

– Dos de una vez -dijo Decambrais con una voz sorda.

Su boca se había contraído, dispersando una lluvia de arrugas sobre su piel blanca.

– En su opinión, Decambrais, ¿los cuerpos de los apestados son negros?

El letrado frunció las cejas.

– No soy un especialista en el asunto, comisario, y menos de la historia de la medicina. Por eso he tardado tanto en identificar estos «especiales». Pero puedo asegurarle que los médicos de la época no mencionan jamás ese aspecto, ese color. Carbuncos, manchas, bubones, bultos, sí, pero no ese color negro. Se ancló en la imaginación colectiva más tarde, por deslizamiento semántico, ¿sabe?

– Ah.

– Carece de importancia porque el error permaneció y llamamos a la peste la Muerte negra. Y esas palabras son, sin duda alguna, capitales para el asesino, porque son términos que siembran el horror. Quiere impresionar, golpear los espíritus con ideas fuertes, sean verdaderas o sean falsas. Y la Muerte negra golpea como un cañón.

Adamsberg se instaló en El Vikingo, bastante calmado en aquel atardecer, y pidió un café al gran Bertin. Por la ventana tenía una amplia vista de toda la plaza. Danglard lo llamó un cuarto de hora más tarde.

– Estoy en El Vikingo -dijo Adamsberg.

– Cuidado con el calvados -dijo Danglard-. Es muy singular. Te deja sin ideas en un abrir y cerrar de ojos.

– Ya no tengo ideas, Danglard. Estoy perdido. Creo que me ha emborrachado, que me ha extraviado. Creo que me ha vencido.

– ¿El calvados?

– El sembrador de peste. CLT. Por cierto, Danglard, olvídese de esas iniciales.

– ¿De mi Christian Laurent Taveniot?

– Déjelo en paz -dijo Adamsberg, que había abierto su cuaderno por la página escrita por Vandoosler-. Es el electuario de los tres adverbios.

Adamsberg esperó una reacción de su adjunto que no llegó. También Danglard estaba desbordado. Su espíritu clarividente se ahogaba.

– Cito, longe, tarde -leyó Adamsberg-. Lárgate a toda velocidad y por una buena temporada.

– Mierda -dijo Danglard después de un momento-. Cito, longe fugeas et tarde redeas. Tenía que haberlo pensado.

– Ya nadie piensa, ni siquiera usted. Nos abruma.

– ¿Quién le informó?

– Marc Vandoosler.

– Tengo la información que nos pidió sobre Vandoosler.

– Olvídelo también. Está fuera de sospecha.

– ¿Sabía que su tío ha sido policía y fue expulsado justo al final de su carrera?

– Sí. He comido pulpo con ese tipo.

– Ah, bueno. ¿Sabía que el sobrino, Marc, ha participado en varios casos?

– ¿Criminales?

– Sí, pero del lado de la investigación. Nada tonto el tipo.

– Lo había notado.

– Lo llamaba por las coartadas de los cuatro pestólogos. Todo en orden, cumplidores, con vidas de familia inatacables.

– No tenemos suerte.

– No. Ya no nos queda nadie.

– Y yo ya no veo nada. Ya no siento nada, amigo mío.

Danglard tenía que haberse alegrado de la agonía de las intuiciones de Adamsberg. Se sorprendió sin embargo deplorando aquel desastre y animándolo a que prosiguiese por aquella vía que él reprobaba entre todas.

– Sí -dijo firmemente-, tiene que sentir forzosamente algo, una cosa al menos.

– Sólo una cosa -convino Adamsberg lentamente tras un corto silencio-. Siempre la misma.

– Diga.

Adamsberg barrió la plaza con la mirada. Pequeños grupos comenzaban a formarse, otros salían del bar, preparándose para el pregón de Le Guern. Allá, cerca del gran plátano, se recogían las apuestas sobre la tripulación perdida o salvada en la mar.

– Sé que está ahí -dijo.

– ¿Ahí dónde?

– En esta plaza. Está ahí.

Adamsberg ya no tenía televisión y había cogido la costumbre, en caso de necesidad, de bajar a cien metros de su casa a un pub irlandés saturado de música y de olor a Guinness, donde Enid, una camarera que conocía desde hacía mucho tiempo, le dejaba mirar el pequeño aparato metido bajo la barra. Empujó pues la puerta del Negras aguas de Dublín a las ocho menos cinco y se deslizó tras el mostrador. Negras aguas, ésa era exactamente la impresión que sentía, al menos desde aquella mañana. Mientras que Enid le preparaba una enorme patata con tropezones de beicon -dónde se procuran los irlandeses esas patatas tan gigantescas, es una pregunta que uno podría hacerse si tuviese tiempo, es decir, si un sembrador de peste no le bloquease a uno toda la cabeza-, Adamsberg siguió el boletín informativo en sordina. Era más o menos tan catastrófico como se había temido.

El presentador anunciaba el deceso de tres hombres en París, ocurrido en las noches del lunes al martes y del miércoles al jueves en circunstancias alarmantes. Las víctimas vivían todas en edificios que presentaban esos cuatros pintados que habían sido objeto de un comunicado especial de la jefatura de policía en el telediario de la noche de anteayer. El sentido de esas cifras, sobre el cual la policía no había deseado explicarse aún, se conocía ahora gracias a la recepción en la agencia France-Presse de un breve mensaje de su autor. Este comunicado anónimo debía tomarse con las mayores precauciones puesto que nada aseguraba su autenticidad. Su autor afirmaba sin embargo la muerte por peste de los tres hombres y aseguraba que llevaba largo tiempo poniendo en guardia a la población contra la plaga por medio de anuncios públicos repetidos en la encrucijada Edgar-Quinet-Delambre. Una reivindicación semejante se debía probablemente a un desequilibrado. Si los cuerpos presentaban, en efecto, bastantes aspectos de la Muerte negra, la jefatura de policía certificaba que esos hombres habían sido víctimas de un asesino en serie y que habían muerto a consecuencia de estrangulamiento. Adamsberg escuchó que citaban su nombre.

Después vinieron los mapas de las puertas marcadas, con explicaciones suplementarias, testimonios de los ocupantes, una vista de la Place Edgar-Quinet y después el comisario de la división Brézillon en persona, filmado en su despacho del Quai des Orfèvres, que aseguró con la gravedad necesaria que todas las personas amenazadas por el desequilibrado estaban protegidas por las fuerzas de policía y que el rumor de peste era pura y simple invención del individuo al que se buscaba en la actualidad, puesto que las manchas negras constatadas sobre el cuerpo habían sido producidas por el frotamiento de un pedazo de carbón de madera. En vez de atenerse a esas informaciones tranquilizadoras, el telediario proseguía con un corto documental relatando el pasado de la peste negra en Francia, cargado de imágenes y de comentarios absolutamente atroces.

Adamsberg volvió a su sitio, un poco agobiado, y empezó sin verla aquella monumental patata.

En El Vikingo, habían subido el volumen del aparato, y Bertin retrasó la hora del plato caliente y del lanzamiento del trueno. Joss era el centro de interés general y se las arreglaba como podía ante el asalto de preguntas, apoyado impecablemente por Decambrais, que conservaba una perfecta sangre fría, y por Damas que, aunque ignoraba en qué podía resultar útil, sentía que una situación tensa y compleja acababa de nacer y no abandonaba el flanco derecho de Joss. Marie-Belle había roto en lágrimas, desencadenando el pánico de Damas.

– ¿Hay peste? -había gritado durante el boletín, resumiendo la alarma general que nadie se atrevía a expresar tan ingenuamente.

– ¿No has oído? -dijo Lizbeth con su voz dominante-. Esos tipos no han muerto de peste, los han estrangulado. ¿No has oído? Hay que escuchar, Marie-Belle.

– ¿Y quién nos dice que no nos está tomando el pelo el gordo de la jefatura? -dijo un hombre en el bar-. ¿Crees que si hay peste en la ciudad, van a decírnoslo tal cual y por las buenas en las noticias, Lizbeth? ¿Crees que nos sueltan todo lo que saben? Es como lo que meten dentro del maíz y de las vacas, ¿crees que nos lo cuentan tal cual?

– Y nosotros, ¿qué hacemos mientras tanto? -dijo otro-. Nos comemos su maíz.

– Yo ya no lo como -dijo una mujer.

– Nunca lo has comido -dijo su marido-, no te gusta.

– Con todos sus experimentos imbéciles -continuó una voz en el bar- es muy posible que hayan metido la pata otra vez y que hayan soltado por ahí la enfermedad. Mira las algas verdes, ¿sabes de dónde vienen las algas verdes?

– Sí -respondió el tipo-. Y ahora ya no se puede hacer nada con ellas. Es como el maíz y las vacas.

– Tres muertos, ¿te das cuenta? ¿Y cómo van a parar eso? No lo saben ni ellos, te lo garantizo.

– Ya te digo -dijo un tipo en el fondo del bar.

– Pero ¡Dios santo! -gritó Lizbeth tratando de cubrir el ruido de la discusión-, ¡esos tipos fueron estrangulados!

– Porque no tenían los cuatros -dijo un hombre levantando el índice-. No estaban protegidos. Eso lo han explicado en la tele, ¿sí o no? Lo hemos soñado, ¿sí o no?

– Bueno, si es así, no es algo que se haya escapado, es un tipo el que lo envía.

– Es algo que se ha escapado -continuó el hombre firmemente- y hay un tipo que trata de proteger a las personas y de prevenirlas. El tipo hace lo que puede.

– Y ¿por qué ha olvidado a gente, entonces? ¿Y por qué ha pintado un puñado de edificios?

– Venga, ese tipo no es Dios. No tiene cuatro manos. No tienes más que hacer tú mismo tus cuatros, si estás cagado.

– ¡Pero Dios santo! -gritó de nuevo Lizbeth.

– ¿Qué pasa? -preguntó tímidamente Damas, sin que nadie le hiciese caso.

– Déjalo, Lizbeth -dijo Decambrais tomándola del brazo-. Se están volviendo locos. Hay que esperar que la noche los calme. Vamos a servir la cena, llama a los inquilinos.

Mientras Lizbeth reunía a sus ovejas, Decambrais telefoneó a Adamsberg, alejándose de la barra.

– Comisario, el ambiente aquí empieza a caldearse -dijo-. La gente pierde la cabeza.

– Aquí también -dijo Adamsberg desde su mesa del bar irlandés-. El que desorienta al auditorio, recolecta el pánico.

– ¿Qué va a hacer?

– Repetir y repetir que los tres hombres han sido asesinados. ¿Qué dicen a su alrededor?

– Lizbeth ya se ha visto en otras y mantiene la cabeza fría. A Le Guern se la trae un poco sin cuidado, trata de defender su pan y hacen falta más tempestades que ésta para conmoverlo. Bertin me parece bastante afectado, Damas no entiende nada y Marie-Belle está de los nervios. El resto adopta la actitud esperada, nos ocultan todo, no nos dicen nada y las estaciones están revueltas. Como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido y así la primavera y el otoño.

– Va a tener trabajo para rato, consejero.

– Usted también, comisario.

– Yo ya no distingo un burro a tres pasos.

– ¿Qué piensa hacer?

– Pienso irme a dormir, Decambrais.

XXII

El viernes por la mañana, desde las ocho, un refuerzo de doce hombres fue asignado al grupo de homicidios del comisario Adamsberg. Hicieron que instalasen con urgencia una quincena de teléfonos suplementarios para tratar de responder a las llamadas que las comisarías de los distritos sobrecargados desviaban a la brigada. Varios millares de parisinos exigían saber si la policía había dicho la verdad o no en cuanto a los muertos, si se debían tomar precauciones y cuáles eran las consignas. La jefatura había dado orden a todas las comisarías de tener en cuenta cada una de las llamadas y de hablar uno por uno con todos los aterrorizados, que son los primeros causantes de problemas.

La prensa de la mañana no hacía nada para calmar esa inquietud creciente. Adamsberg había esparcido los principales títulos sobre su mesa y pasaba de uno a otro. Los periódicos exponían a grandes líneas el contenido del telediario de la víspera, con un exceso de comentarios y de fotos, muchos de ellos reproducían el cuatro invertido en primera página. Algunos agravaban el suceso y otros más circunspectos trataban de valorarlo sobriamente. Todos los periódicos sin embargo tomaban la precaución de citar in extenso las declaraciones del comisario de división Brézillon. Y todos retranscribían los textos de los dos últimos «especiales». Adamsberg los releyó, tratando de ponerse en la piel de aquel que los descubría por primera vez, en tal contexto, es decir con tres cadáveres negros como conclusión:

Esta plaga está siempre dispuesta y a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place.

El rumor corre, muy pronto confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles a la vez. Decían que los dos (…) habían sido hallados con los signos más claros de la peste.

Había allí, en aquellas pocas líneas, materia para hacer vacilar a los más crédulos, alrededor de un dieciocho por ciento de la población, puesto que un dieciocho por ciento había temido el cambio de siglo. Adamsberg estaba sorprendido de la amplitud con que la prensa había decidido tratar el caso, sorprendido también por la rapidez de aquel incendio inminente, que él había temido, no obstante, desde el anuncio de la primera muerte. La peste, esa plaga superada, polvorienta, tragada por la historia, renacía bajo las plumas con una vitalidad casi intacta.

Adamsberg echó una ojeada al reloj, preparándose para dar una rueda de prensa a las nueve, por orden de la dirección general. A Adamsberg no le gustaban las órdenes ni las ruedas de prensa, pero era consciente de que la situación exigía aquélla. Calmar los espíritus, mostrar las fotos de los cuellos estrangulados, desmontar los rumores, ésas eran las consignas. El médico forense había venido como refuerzo y, a menos que hubiese un nuevo asesinato o un «especial» particularmente pavoroso, estimaba que la situación todavía era controlable. Tras la puerta, escuchó cómo engordaba el grupo de los periodistas y se hinchaba el ruido de las conversaciones.

A la misma hora, Joss daba cuenta de su estado de la mar, ante una pequeña muchedumbre claramente más nutrida, y abordaba su especial del día que había llegado por correo aquella mañana. El comisario había sido contundente: hay que seguir leyendo, no hay que cortar el único cordón que nos une con el sembrador. En medio de un silencio algo pesado, Joss anunció el número veinte:

– Pequeño tratado familiar de la peste. Conteniendo la descripción, los síntomas y efectos de ella, con el método y los remedios requeridos, tanto preventivos como curativos, puntos suspensivos. Y reconocerá que está enfermo de la dicha peste aquel que presente bultos en el ano, llamados comúnmente bubones, aquel que sufra fiebres y atontamiento, males de espíritu y toda suerte de locura y quien vea manchas que aparecen en la piel llamadas comúnmente trac o púrpura y que son la mayor parte de color azulado, lívido y negro y van, no obstante, agrandándose. Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.

En el instante mismo en que Joss concluía trabajosamente aquella larga descripción, Decambrais descolgaba su teléfono para transmitirla sin tardanza a Adamsberg.

– Estamos metidos hasta el cuello -resumió Decambrais-. El tipo ha terminado las primicias. Describe el mal como si estuviese realmente instalado en la ciudad. Pienso en un texto de principios del siglo XVII.

– Reléame el final, por favor -pidió Adamsberg-. Lentamente.

– ¿Hay gente con usted? Oigo ruido.

– Unos sesenta periodistas que se impacientan. ¿Y con usted?

– Un grupo más denso que de costumbre. Casi una pequeña muchedumbre, montones de rostros nuevos.

– Anote los antiguos. Trate de establecer una lista de habituales, tantos como recuerde, tan preciso como pueda.

– Cambia según las horas del pregón.

– Haga lo que pueda. Pida a los permanentes de la plaza que lo ayuden. El del café, el de las planchas, su hermana, la cantante, el pregonero, todos aquellos que saben.

– ¿Piensa que está aquí?

– Creo que sí. Es de ahí de donde ha salido, y ahí se queda. Cada hombre en su agujero, Decambrais. Reléame ese final.

– Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.

– Llamada a la población para que pinte por sí misma el cuatro en las puertas. Va a borrar las pistas.

– Justamente. Dije siglo XVII pero tengo la impresión de que, por primera vez y por necesidades de la causa, tenemos aquí fragmentos inventados. Engañan, pero yo los creo falsos. Algo no funciona en el estilo, al final.

– ¿Por ejemplo?

– Esa «cruz de cuatro puntas». Nunca he encontrado esa expresión. El autor quiere designar expresamente un cuatro, quiere que nadie se equivoque, pero pienso que ha forjado ese pasaje con todos sus elementos.

– Si el extracto ha sido dirigido a la prensa, al mismo tiempo que a Le Guern, corremos el riesgo de que nos desborden, Decambrais.

– Un instante, Adamsberg, escucho el naufragio.

Se hizo un silencio de dos minutos, después Decambrais reapareció al otro lado de la línea.

– ¿Y bien?

– Todos salvados -dijo Decambrais-. ¿Qué había apostado?

– Todos salvados.

– Al menos hoy hemos sacado eso en limpio.

En el momento en que Joss descendía de su caja para ir a tomar el café con Damas, Adamsberg penetraba en la gran sala y se encaramaba sobre el pequeño estrado que le había preparado Danglard, con el forense a su lado, y el proyector dispuesto a funcionar. Se enfrentó a la tropa de periodistas y a los micrófonos tendidos y dijo:

– Espero sus preguntas.

Una hora y treinta minutos más tarde, la rueda de prensa había terminado y había resultado bastante bien. Adamsberg consiguió, respondiendo suavemente y punto por punto, neutralizar las dudas que planeaban sobre los tres muertos negros. En medio de la sesión, había cruzado la mirada con Danglard y había deducido de su gesto tenso que algo acababa de descarrilar. Las filas de sus oficiales se habían aclarado discretamente. En cuanto la reunión hubo concluido, Danglard cerró la puerta del despacho detrás de ellos.

– Un cadáver en la Avenue de Suffren -anunció- metido bajo una camioneta con su ropa amontonada. No lo hemos descubierto hasta que el conductor arrancó para irse a las nueve y quince minutos de la mañana.

– Mierda -dijo Adamsberg dejándose caer sobre una silla-. ¿Un hombre? ¿De treinta y tantos?

– Una mujer, menos de treinta y tantos.

– La única pieza que no encaja. ¿Vivía en uno de esos jodidos edificios?

– El número catorce de la lista, en la Rue du Temple. Lo cubrieron de cuatros hace dos semanas, excepto la puerta del apartamento de la víctima, en el segundo derecha.

– ¿Primeras informaciones?

– Se llama Marianne Bardou. Soltera, padres en Corrèze, un amante de fin de semana en Mantes, otro algunas noches en París. Era vendedora en un ultramarinos de lujo en la Rue du Bac. Una mujer bonita, muy deportista, inscrita en varios gimnasios.

– Supongo que no se encontraba allí con Laurion, ni con Viard, ni con Clerc.

– Se lo hubiese dicho.

– ¿Salió ayer por la noche? ¿Le dijo algo al agente que estaba de guardia?

– Aún no lo sabemos. Voisenet y Estalère han salido para su domicilio. Mordent y Retancourt están en la Avenue de Suffren, lo esperan.

– Ya no sé quién es quién, Danglard.

– Son sus adjuntos, hombres y mujeres.

– ¿Y la joven? ¿Fue estrangulada? ¿Estaba desnuda? ¿Tenía la piel tiznada de negro?

– Como los otros.

– ¿No hubo violación?

– No parece.

– Avenue de Suffren, bien escogido. Uno de los rincones más desiertos de la ciudad por la noche. Da tiempo a descargar cuarenta cuerpos sin ponerse nervioso. ¿Por qué bajo un camión, en su opinión?

– He tenido tiempo de pensarlo. El tipo ha debido de depositarla bastante pronto por la noche pero no ha querido que la descubriésemos antes del alba. Sea por respeto a la tradición de los carreteros que iban a recoger al amanecer los cuerpos que habían sido arrojados a las calles, sea para que el hallazgo tuviese lugar tras el pregón. ¿Ha anunciado en el pregón esta muerte?

– No. Daba consejos para protegerse de la plaga. Adivine qué.

– ¿Los cuatros?

– Los cuatros. Números que ha de dibujar uno mismo en su casa, como un niño grande.

– Nuestro sembrador está demasiado ocupado matando, ¿es eso? ¿Ya no tiene tiempo de pintar? ¿Delega?

– No es eso -dijo Adamsberg levantándose y poniéndose la chaqueta-. Es para despistamos. Imagínese que solamente una décima parte de los parisinos obedece y protege su puerta con un cuatro, ya no podremos distinguir los auténticos de los espontáneos. Es fácil de pintar, los periódicos lo han reproducido con todo detalle, no hace falta nada más que copiarlo con atención.

– Un grafólogo separará rápidamente los verdaderos de los falsos.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– No, Danglard, no tan rápidamente. No, si nos encontramos frente a cinco millares de cuatros ejecutados por cinco millares de manos. Y estoy sin duda por debajo de la cifra. Montones de personas van a obedecer. ¿Cuánto es el dieciocho por ciento de dos millones?

– ¿Quiénes son ese dieciocho por ciento?

– Los crédulos, los miedosos, los supersticiosos. Esos que temen los eclipses, los nuevos milenios, las predicciones y los fines del mundo. Al menos, los que lo confiesan en los sondeos. ¿Cuánto es, Danglard?

– Trescientos sesenta mil.

– Pues bien, podemos esperarnos algo así. Si los medios se interponen, va a ser una avalancha. Y si ya no distinguimos los verdaderos cuatros, ya no distinguiremos tampoco las verdaderas puertas vírgenes. Ya no podremos proteger a nadie. Y el sembrador podrá deambular como le plazca, sin un policía que lo espere en cada descansillo. Podrá incluso pintar a pleno día, sin molestarse con los códigos. Porque no podremos detener a millares de personas cogidas mientras dibujan sobre sus puertas. ¿Comprende, Danglard, por qué hace eso? Manipula la opinión, porque eso le conviene, porque tiene necesidad, para desembarazarse de la policía. Es lúcido, Danglard, lúcido y pragmático.

– ¿Lúcido? Nadie le obligaba a pintar sus malditos cuatros. Nadie le obligaba a aislar a sus víctimas. Es una trampa que se ha tendido a sí mismo.

– Quería que comprendiésemos que se trataba de la peste.

– No tenía más que pintar una cruz roja, después.

– Es verdad. Pero lanza una peste selectiva, y no general. Escoge las víctimas, está resueltamente empeñado en proteger del contagio a aquellos que las rodean. Eso también es pragmático, razonado.

– Razonado en el universo de la demencia. Podría matar sin poner en escena esa maldita peste anticuada.

– No quiere matar él mismo. Quiere que la gente resulte muerta. Quiere ser el agente que dirige la maldición. Debe de ser enormemente diferente para él. No se siente responsable.

– ¡Dios santo, pero una peste! Es grotesco. ¿De dónde sale ese tipo? ¿De qué mundo? ¿De qué tumba?

– Cuando entendamos eso, Danglard, lo tendremos, ya se lo he dicho. En cuanto a que es grotesco, es evidente. Pero no subestime esta vieja peste. Aún tiene fuerza y ya interesa a mucha más gente de la que debiera. Quizás sea grotesca con sus harapos, pero no hace reír a nadie. Grotesca pero temible.

Desde el coche que rodaba en dirección a la Avenue de Suffren, Adamsberg se puso en contacto con el entomólogo para enviarlo a la Rue du Temple con una cobaya, al piso de la nueva víctima. Habían recogido Nosopsyllus fasciatus en los pisos de Jean Viard y de François Clerc. Catorce en casa del primero y nueve en la del segundo, más algunas en los montones de ropa que el sembrador había arrojado cerca de ellos. Todas sanas. Todas salidas de un gran sobre color marfil rasgado de un golpe de cuchillo. Su segunda llamada fue para la agencia France-Presse. «Que cualquiera que reciba un sobre semejante se ponga en contacto con la policía. Que enseñen el sobre en el telediario de mediodía.»

Adamsberg contempló con desolación el cuerpo desnudo de la joven, desfigurada por el estrangulamiento, casi enteramente embadurnada de carbón y de mugre de la camioneta, con la ropa formando un montoncito patético a su lado. Se bloqueó la avenida para evitar a los curiosos, pero centenares de personas ya habían pasado a su lado. No habría ninguna forma de contener la información. Hundió tristemente los puños en sus bolsillos. Perdía toda la clarividencia, ya no conseguía comprender, sentir, captar a aquel asesino, por el contrario el sembrador hacía gala de una eficacia perfecta, voceando sus anuncios, dominando a la prensa y abatiendo a sus víctimas donde y cuando lo deseaba, a pesar de un despliegue policial que pretendía acorralarlo por todas partes. Cuatro muertes que él no había podido impedir a pesar de que llevaba mucho tiempo sintiéndose desasosegado. ¿Desde cuándo, entonces? Desde la segunda visita de Maryse, la madre de familia al borde de un ataque de nervios. Detectaba claramente el instante en que habían nacido sus primeras inquietudes. Pero ya no sabía sin embargo cuándo había perdido el hilo, en qué momento se había extraviado en la niebla, sumergido por los datos, impotente.

Contempló a la joven Marianne Bardou hasta que cargaron su cuerpo en el camión de la morgue, dando algunas órdenes breves, escuchando distraídamente los informes de sus oficiales que llegaban procedentes de la Rue du Temple. La joven no había salido ayer por la noche, simplemente no había regresado tras su trabajo. Envió a dos tenientes a casa de su jefe, sin mucho convencimiento, y tomó el camino de la brigada a pie. Caminó largamente, mucho más de una hora, y se desvió hacia Montparnasse.

Subió por la Rue de la Gaîté y, lentamente, entró en El Vikingo. Pidió un bocadillo y se sentó en la mesa que daba a la plaza, la mesa que nadie quería pues había que ser bastante bajo para no darse con la cabeza contra el barco pirata que la remataba, suspendido de la pared. Cuando iba por un cuarto de su bocadillo, Bertin se levantó y golpeó repentinamente una placa de cobre que estaba encima de la barra, desencadenando un quejido de trueno. Sorprendido, Adamsberg vio despegarse con un estruendo de alas a todas las palomas de la plaza mientras simultáneamente entraba una masa de clientes, entre los cuales vio a Le Guern. Le hizo una señal. El pregonero vino a sentarse frente a él, sin hacer preguntas.

– ¿Lo ve todo negro, comisario? -preguntó Joss.

– No veo más que la nada, Le Guern, ¿se nota tanto?

– Sí. ¿Perdido en la mar?

– No sabría expresarlo mejor.

– Eso me ocurrió tres veces y dimos vueltas como desgraciados en la bruma, saliendo de una catástrofe para rozar otra. Dos veces fueron los aparatos los que se averiaron solos. Pero la tercera vez fui yo el que cometió un error de sextante, después de una noche en vela. Un golpe de fatiga y es el desastre, la metedura de pata. Algo imperdonable.

Adamsberg se volvió a enderezar y Joss vio encenderse en sus ojos de alga la misma luz que había visto brillar en su despacho la primera vez.

– Vuelva a decirme eso, Le Guern. Vuelva a decirme eso exactamente.

– ¿El tema del sextante?

– Sí.

– Bueno, pues es lo que pasa con el sextante. Cuando uno se equivoca, tremenda metedura de pata, un error imperdonable.

Adamsberg miró fijamente un punto sobre la mesa, concentrado, inmóvil, con una mano extendida como para hacer callar al pregonero. Joss no se atrevió a hablar más y observó cómo el bocadillo se doblaba entre los dedos del comisario.

– Lo sé, Le Guern -dijo Adamsberg volviendo a levantar la cabeza-. Sé cuándo dejé de comprender, cuándo cesé de verlo.

– ¿A quién?

– Al sembrador de peste. He cesado de verlo, he perdido el norte. Pero ahora sé cuándo se produjo eso.

– ¿Es importante?

– Tan importante como si usted pudiera rectificar su error de sextante y volver al punto preciso en el que se había extraviado.

– Entonces sí lo es -confirmó Joss-, es importante.

– Tengo que irme -dijo Adamsberg dejando un billete sobre la mesa.

– Cuidado con el barco pirata -previno Joss-. Uno se traspasa el cráneo.

– Soy bajo. ¿Hubo un especial esta mañana?

– Lo hubiésemos llamado. ¿Va a buscar su punto? -dijo Joss en el momento en que Adamsberg abría la puerta.

– Exactamente, capitán.

– ¿Sabe verdaderamente dónde está?

Adamsberg señaló su frente con un dedo y salió.

Era el momento de la metedura de pata. Cuando Marc Vandoosler le había hablado de la metedura de pata. Fue en aquel momento cuando perdió la razón. Adamsberg, al caminar, trataba de rememorar la frase de Vandoosler. Dejaba que las imágenes saliesen, recientes, con su sonido. Vandoosler de pie contra la puerta, con su cinturón brillante y su mano que se agitaba en el aire, delgada, cuajada de anillos, tres anillos de plata. Sí, era la historia del carbón, estaban en eso. Cuando su hombre tizna de carbón el cuerpo, se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.

Adamsberg respiró, aliviado. Se sentó sobre el primer banco que encontró, anotó el comentario de Marc Vandoosler en su cuaderno y terminó su bocadillo. Ya no sabía hacia dónde dirigirse, pero al menos había encontrado el punto. El punto donde el sextante había enloquecido. Y sabía que, a partir de ahí, existía la oportunidad de que las brumas se levantasen. Sintió un vivo sentimiento de gratitud hacia el marino Joss Le Guern.

Volvió tranquilamente a la brigada, mientras su mirada escrutaba la primera página de los periódicos cada vez que pasaba ante un quiosco. Esta noche, mañana, si el sembrador dirigía su nuevo mensaje a la agencia France-Presse, su pernicioso Pequeño tratado de la peste, y en cuanto se supiese la muerte de la cuarta víctima, ninguna rueda de prensa podría contener el contagio del rumor. El sembrador sembraba y ganaba, ampliamente.

Esta noche, mañana.

XXIII

– ¿Eres tú?

– Soy yo, Mané. Abre -dijo el hombre con impaciencia.

Apenas hubo entrado, se echó en los brazos de la anciana y la estrechó contra él mientras giraba suavemente de un lado a otro.

– ¡Funciona, Mané, funciona! -dijo.

– Como moscas, caen como moscas.

– Se retuercen y caen, Mané. ¿Recuerdas que antaño los infectados se arrancaban las ropas, como si estuviesen locos, y corrían hasta el río para ahogarse en él? ¿O contra un muro para estrellarse?

– Ven, Arnaud -dijo la anciana arrastrándolo de la mano-. No vamos a quedarnos en la oscuridad.

Mané se ayudó con el rayo de su linterna para llegar al salón.

– Instálate, te he hecho galletas. Ya sabes que ya no se encuentra leche que dé nata, no me queda más remedio que echarle crema, no me queda más remedio. Sírvete vino.

– Antaño, había tantos infectados que la gente se desembarazaba de ellos tirándolos por las ventanas y uno se los encontraba por la calle tirados como colchones viejos. Es triste, ¿no, Mané? Padres, hermanos, hermanas.

– No son tus hermanos ni tus hermanas. Son bestias salvajes que no merecen caminar sobre la tierra. Después, sólo después, recuperarás tus fuerzas. Son ellos o tú. Y ahora eres tú.

Arnaud sonrió.

– ¿Sabes que dan vueltas y que se derrumban en unos días?

– La plaga de Dios los fulmina en su carrera. Por mucho que corran. Creo que ahora lo saben.

– Claro que lo saben, y tiemblan, Mané. Ahora les toca a ellos -dijo Arnaud vaciando su vaso.

– Dejémonos de sandeces, ¿vienes a por el material?

– Necesito mucho esta vez. Es el momento del viaje, Mané, ya sabes, me extiendo.

– El material no era ninguna mierda, ¿eh?

En el granero, la anciana se dirigió a las jaulas, en medio de chillidos y ruido de arañazos.

– Venga, venga -murmuró-. Enseguida dejaréis de gritar así. ¿Acaso no os alimenta bien Mané?

Alzó una pequeña bolsa bien cerrada que tendió a Arnaud.

– Toma -dijo-, ya me contarás las novedades.

Bajando por la escalera antes que Mané y cuidándose de proteger a la anciana, Arnaud balanceaba en el extremo de su brazo el peso de la rata muerta, impresionado. Mané era una verdadera especialista, la mejor. Sin ella, no se hubiese salido con la suya. Indudablemente era el amo -pensó haciendo girar su anillo- y lo había demostrado, pero sin ella hubiese perdido todavía otros diez años de su vida. Y necesitaba su vida ahora mismo.

Arnaud dejó la vieja casa en medio de la noche, con los bolsillos hinchados por cinco sobres donde se agitaban Nosopsyllus fasciatus con los proventrículos cargados como torpedos. Hablaba en voz baja subiendo la avenida pavimentada en la oscuridad. Proventrículo. Estilete mediano del aparato bucal. Probóscide, trompa, inyección. A Arnaud le gustaban las pulgas y no había nadie, excepto Mané, con quien comentar toda la inmensidad de su anatomía interna, grande como el cielo. Pero no las pulgas de gato, claro que no. Ésas eran unas incompetentes y él las despreciaba absolutamente, y Mané también.

XXIV

Aquel sábado, se pidió a todos los agentes de la brigada capaces de hacer horas extra que trabajasen. A excepción de tres hombres con responsabilidades familiares, el equipo de Adamsberg estaba al completo, engordado por doce oficiales de refuerzo. Adamsberg había llegado a las siete y tras escuchar, sin ilusión alguna, los resultados del laboratorio, había atacado la pila de periódicos depositada sobre la mesa. En la medida de lo posible, trataba de reemplazar la palabra «despacho» por «mesa» que, sin encantarle, le pesaba menos sobre la espalda. La palabra «despacho» no le sonaba más que a barrotes, a cuadrados, a garrotes. En «mesa» oía murmurar la arena, las curvas y las fábulas. Mesa flotaba, despacho se hundía.

En aquella mesa, apiló los últimos avances técnicos que no indicaban nada. Marianne Bardou no había sido violada, su jefe aseguró que se había cambiado en la trastienda para salir pero que no había precisado adónde iba, el jefe tenía una buena coartada, igual que los dos amantes de Marianne. Había muerto estrangulada alrededor de las diez de la noche y la habían rociado de gas lacrimógeno como a Viard y a Clerc. Búsqueda del bacilo negativa. No había ninguna picadura de pulga sobre su cuerpo, como tampoco sobre el cuerpo de François Clerc. Pero habían encontrado en ella nueve Nosopsyllus fasciatus, búsqueda del bacilo negativa. Carbón de leña empleado: manzano. Ninguna traza de ungüento, de grasa o de otra sustancia sobre ninguna de las puertas.

Eran las siete y media y los cuarenta y tres teléfonos de la brigada comenzaban a sonar, llamaban de todas partes. Adamsberg había hecho que desviasen su línea y no conservaba más que su móvil. Acercó la pila de los periódicos y la portada del primero no le dijo nada nuevo. Había prevenido al comisario de división Brézillon, la víspera por la noche, después de que el anuncio de la nueva «muerte negra» apareciese en el telediario de las veinte horas. Si el sembrador decidía dirigir sus buenos consejos «preservativos y curativos» a la prensa, ya no podrían proteger a las víctimas potenciales.

– ¿Y los sobres? -había respondido Brézillon-. No hemos prestado atención a ese punto.

– Puede cambiar de sobre. Por no hablar de los bromistas o de los revanchistas que los deslizarán bajo un montón de puertas.

– ¿Y las pulgas? -había sugerido el comisario de división-. ¿Que toda persona picada se ponga bajo la protección de la policía?

– No pican siempre -había respondido Adamsberg. A Clerc y a Bardou no les habían picado-. También nos arriesgamos a ver cómo desembarcan millares de personas angustiadas, atacadas simplemente por pulgas humanas, de gato o de perro, y a pasar por alto los verdaderos blancos.

– Y a desencadenar el pánico general -había añadido Brézillon apesadumbrado.

– La prensa está en ello -había dicho Adamsberg-. No podremos cortarlo.

– Córtelo -había respondido Brézillon.

Adamsberg había colgado, consciente de que su reciente nombramiento en la criminal se hallaba en equilibrio inestable, entre las manos expertas del sembrador de peste. Perder su puesto, irse a otro sitio, le traía más o menos sin cuidado. Pero perder el hilo, ahora que había vuelto a encontrar el punto de embrollo, le preocupaba sobremanera.

Extendió los periódicos y tuvo que cerrar su puerta para aislarse de las estridencias entrecruzadas de los teléfonos que sonaban uno tras otro en la gran sala, movilizando a todos los agentes de la brigada.

El Pequeño tratado del sembrador se desplegaba en portada, acompañado de fotos de la última víctima, cuadros sobre la peste negra, títulos subrayados propicios a avivar los miedos: ¿Peste negra o serial killer? ¿Asesinatos o contagios? Cuarto asesinato sospechoso en París.

Todos igual.

Menos prudentes que la víspera, algunos artículos comenzaban a quebrantar «la tesis oficial del estrangulamiento». En casi todas las ediciones se citaban las pruebas que habían sido exhibidas la víspera en la rueda de prensa, para inmediatamente ponerlas en duda y rebatirlas. Aquel color negro de los cadáveres decididamente hacía descarrilar a las plumas más prudentes y despertaba las antiguas alarmas, como si fuesen bellas durmientes tras un sueño de casi tres siglos. Aquel negro que no era más que una enorme metedura de pata. Una enorme metedura de pata que podía precipitar a la ciudad en los abismos de la locura.

Adamsberg encontró las tijeras y empezó a recortar un artículo que le preocupaba aún más que el resto. Un agente, probablemente Justin, llamó y abrió la puerta.

– Comisario -dijo como jadeante-, se multiplican las cantidades de cuatros en el perímetro de la Place Edgar-Quinet. Se extienden desde Montparnasse hasta la Avenue du Maine y suben a lo largo de todo el Boulevard Raspail. Parece que se cuentan ya entre doscientos y trescientos edificios afectados, alrededor de mil puertas. Fravre y Estalère están de reconocimiento. Estalère no quiere formar equipo con Favre, dice que le toca los cojones, ¿qué hacemos?

– Cámbiese por él. Forme equipo con Favre.

– Me toca los cojones.

– Cabo… -empezó Adamsberg.

– Teniente Voisenet -rectificó el oficial.

– Voisenet, no tenemos tiempo ahora de ocuparnos de los cojones de Favre ni de los de Estalère ni de los suyos.

– Soy consciente de ello, comisario. Veremos eso más tarde.

– Exactamente.

– ¿Seguimos patrullando?

– Es como vaciar el mar con una cuchara. La ola llega. Mire -dijo tendiéndole los periódicos-. Los consejos del sembrador son publicados en todas las portadas: haga usted mismo sus cuatros para evitar la infección.

– Lo he visto, comisario. Es una catástrofe. No podremos arreglárnoslas. Aparte de los veintinueve del principio, ya no vamos a saber a quién hay que proteger.

– Ya no quedan más que veinticinco, Voisenet. ¿Tenemos llamadas acerca de los sobres?

– Más de un centenar, sólo aquí. No conseguimos seguirlos.

Adamsberg suspiró.

– Diga a la gente que los traiga a la brigada. Y haga verificar esos malditos sobres. Quizás haya alguno auténtico entre el montón.

– ¿Seguimos con las patrullas?

– Sí. Trate de estimar la amplitud del fenómeno. Proceda por muestras.

– Al menos, no ha habido asesinato esta noche, comisario. Los veinticinco estaban todos sanos y salvos esta mañana.

– Lo sé, Voisenet.

Adamsberg terminó de recortar a toda prisa aquel artículo que, entre todos, se distinguía por su contenido tranquilo y documentado. Era el último elemento que faltaba para que ardiese la pólvora, el chorro de gasolina arrojado al fuego incipiente. Se titulaba enigmáticamente: La enfermedad n.° 9.

La enfermedad n.0 9

La jefatura de policía, por boca del comisario de división Pierre Brézillon, nos ha asegurado que las cuatro misteriosas muertes ocurridas esta semana en París eran la obra de un asesino en serie. Las víctimas habrían encontrado la muerte por estrangulamiento y el comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, encargado de la investigación, ha mostrado a la prensa las fotos más convincentes de esas marcas de asfixia. Pero nadie ignora hoy en día que esas muertes son paralelamente atribuidas, por un informador anónimo, a una epidemia incipiente de peste negra, esa terrible plaga que asoló antaño el mundo.

Frente a tal alternativa, permítannos arrojar la duda sobre la impecable demostración de nuestros servicios de policía retrocediendo ochenta años en el tiempo. París ha borrado de su memoria la historia de la última peste. Sin embargo, la última epidemia que golpeó la capital no se remonta más que a 1920. La tercera pandemia de la peste salió de China en 1894, causando la muerte de doce millones de personas, y afectó a Europa occidental a través de todos sus puertos, Lisboa, Oporto, Hamburgo, Barcelona… y París, por medio de una chalana proveniente de El Havre que vació sus bodegas sobre los muelles de Levallois. Como en el resto de Europa, la enfermedad duró afortunadamente poco tiempo y se extinguió en pocos años. Afectó sin embargo a noventa y seis personas, principalmente en los barrios norte y este, de entre los traperos que vivían en barracas insalubres. El contagio se deslizó incluso intramuros, causando una veintena de víctimas en el corazón de la ciudad.

Durante el tiempo que duró esta epidemia, el gobierno francés la mantuvo en secreto. Las poblaciones expuestas fueron vacunadas sin que se informase a la prensa del verdadero objeto de estas medidas excepcionales. El servicio de epidemias de la jefatura de policía, en una serie de notas internas, insistió en la necesidad de ocultar la enfermedad a la población, nombrándola púdicamente «la enfermedad n.° 9». Así leemos de la pluma del secretario general en 1920: «Un cierto número de casos de la enfermedad n.° 9 ha sido señalado en Saint-Ouen, en Clichy, en Levallois-Perret y en los distritos 19 y 20 (…). Llamo la atención sobre el carácter estrictamente confidencial de esta nota y sobre la necesidad de no sembrar la alarma en la población». Una filtración permitió al diario L’Humanité revelar la verdad en su edición del 3 de diciembre de 1920: «El senado ha consagrado su sesión de ayer a la enfermedad n.° 9. ¿Qué es la enfermedad n.° 9? A las tres y media, sabíamos, por M. Gaudin de Villaine, que se trata de la peste…».

Sin querer acusar a los representantes de la policía de falsificar los hechos para enmascarar la realidad, hoy como ayer, esta pequeña nota de historia recuerda útilmente a los ciudadanos que el Estado tiene sus verdades que la verdad no conoce y que desde siempre ha sabido manejar el arte de la disimulación.

Pensativo, Adamsberg dejó caer su brazo, con el artículo destructor entre los dedos. La peste en 1920, en París. Era la primera vez que oía hablar de ese asunto. Marcó el número de Vandoosler.

– Acabo de leer los periódicos -dijo Marc Vandoosler sin dejarle tiempo de hablar-. Nos dirigimos hacia la catástrofe.

– Sí, allá vamos -confirmó Adamsberg-. Esta peste de 1920, ¿es verdad o es una chorrada?

– Es absolutamente cierta. Noventa y seis casos de entre los cuales treinta y cuatro fueron mortales. Traperos del extrarradio y algunas personas de la ciudad. Fue especialmente violento en Clichy, familias enteras. Los niños recogían las ratas muertas en las descargas.

– ¿Por qué no se extendió?

– Vacunación y profilaxis. Pero las ratas parecían, sobre todo, inmunizadas. Fue la agonía de la última peste de Europa. Andaba todavía por Ajaccio en 1945.

– El silencio de la policía ¿es verdad? La «enfermedad n.° 9» ¿es verdad?

– Verdad, comisario, lo siento. Imposible desmentirlo.

Adamsberg colgó y dio vueltas por la habitación. Esta epidemia de 1920 chasqueaba en su cabeza, como un discreto mecanismo libera una puerta escondida. No sólo había vuelto a encontrar su punto, sino que le parecía poder aventurarse a través de la puerta entreabierta, hacia una escalera oscura algo enmohecida, la escalera de la historia en suma. El móvil resonó en su chaqueta y oyó a un Brézillon que emergía fuera de sí de la lectura de los periódicos de la mañana.

– ¿Qué es este follón sobre los engaños de la policía? -gritó el comisario de división-. ¿Qué es este follón sobre una peste en 1920? ¡La gripe española, más bien! Va a desmentírmelo al trote.

– Imposible, señor comisario. Es verdad.

– ¿Me toma el pelo, Adamsberg? ¿O quiere regresar a su pradera de montaña?

– No es ésa la cuestión, señor comisario. Era una peste, fue en 1920, hubo noventa y seis casos, de los cuales treinta y cuatro fueron mortales y tanto la policía como el gobierno trataron de ocultar el hecho a la población.

– ¡Póngase en su sitio, Adamsberg!

– Lo estoy, señor comisario.

Se hizo un silencio y Brézillon colgó violentamente.

Justin, o Voisenet, uno u otro, empujó la puerta del despacho. Voisenet.

– Esto se dispara, comisario. Llamadas de todas partes. Toda la ciudad está enterada, la gente está asustada, las puertas se cubren de cuatros. Uno ya no sabe por dónde tirar.

– No trate de tirar para ningún lado. Déjese llevar.

– Ah, bien, comisario.

El móvil resonó de nuevo y Adamsberg retomó su posición contra el muro. ¿El ministro? ¿El juez? A medida que la tensión de los otros aumentaba, él se sentía más relajado. Desde que había encontrado el punto, todo parecía calmarse.

Era Decambrais. Fue la primera persona aquella mañana en no decirle que iban directamente a la catástrofe. Decambrais estaba siempre concentrado en los «especiales» que recibía en primicia, antes de que llegasen a la agencia France-Presse. El sembrador dejaba decididamente un ligero plazo de ventaja al pregonero, como si quisiera que conservase el privilegio del cual se había beneficiado desde el principio, o si no, agradecerle que le hubiese servido como trampolín sin rezongar.

– El especial de la mañana -dijo Decambrais-. Merece reflexión. Es largo, tome con qué anotar.

– Ya estoy.

– Llevaban en efecto setenta años -comenzó Decambrais- sin encajar los rigores de esa terrible plaga, y haciendo su comercio con entera libertad, cuando puntos suspensivos, vieron llegar, puntos suspensivos, un navío cargado de algodón y de otras mercancías. Puntos suspensivos. Le señalo estos puntos, comisario, porque figuran en el texto.

– Lo sé. Continúe, lentamente.

– Pero la libertad que se había dado a los pasajeros para que entrasen en la Ciudad con sus maletas, y el trato que mantuvieron con los habitantes produjeron enseguida funestos efectos: porque desde el puntos suspensivos, los señores, puntos suspensivos, Médicos, vinieron al Ayuntamiento a prevenir a los Regidores, que habían sido convocados por la mañana puntos suspensivos, para visitar a un joven enfermo llamado Eissalene, marinero, que les había parecido afectado por el Contagio.

– ¿Es el final?

– No, hay un epílogo interesante sobre la mentalidad de los gobernantes de la ciudad, que es posible que agrade a sus superiores.

– Escucho.

– Tal advertencia hizo temblar a los Regidores; que como si ya hubiesen previsto las desgracias y los peligros que iban a sufrir, cayeron de golpe en un abatimiento que reflejó el dolor extremo que los atenazaba. Y en efecto, no debe sorprendemos que el miedo y la proximidad de la Peste llenasen de un pánico semejante sus espíritus, puesto que los libros sagrados nos dicen que de las tres plagas con las cuales Dios amenazó antaño a su Pueblo, la de la Peste es la más severa, y la más rigurosa…

– No sé si mi comisario de división está sumido en un extremo abatimiento -comentó Adamsberg-. Tiene más bien tendencia a abatir a los otros.

– Me lo figuro. Ya he conocido eso, de otra manera. Alguien tiene que caer. ¿Teme por su puesto?

– Me las arreglaré. ¿Qué le dice este pregón del día?

– Que es largo. Es largo porque tiene dos objetivos: legitimar el miedo de la población justificando el de los propios gobernantes, y anunciar otros muertos por venir. Anunciar con precisión. Tengo una vaga idea sobre el asunto, Adamsberg, pero no estoy seguro de mí mismo, tengo que verificarlo. No soy especialista.

– ¿Mucha gente en torno a Le Guern?

– Más que ayer por la noche. El espacio empieza a escasear a la hora del pregón.

– Le Guern tendría que vender entradas. Al menos, alguien saldría ganando.

– Cuidado, comisario. Más vale que evite ese tipo de bromas si se encuentra con el bretón. Porque los Le Guern quizás sean unos brutos pero no son unos bandidos.

– ¿Seguro?

– En todo caso, es lo que pretende su antepasado difunto. Viene a visitarlo de vez en cuando. No es familia cercana pero, aun así, es bastante cumplidor.

– Decambrais, ¿ha pintado un cuatro sobre su puerta esta mañana?

– ¿Trata de ofenderme? Si ha de quedar una persona que plante cara a las oleadas mortales de la superstición, ése seré yo. Ducouëdic, palabra de bretón. Yo y Le Guern. Y Lizbeth. Si quiere unirse a nosotros, será bienvenido en nuestro grupúsculo.

– Lo pensaré.

– El que dice superstición dice credulidad -continuó Decambrais, lanzado-. El que dice credulidad dice manipulación, y el que dice manipulación dice desastre. Ésa es la plaga que azota a la humanidad, ha producido más muertos que todas las pestes juntas. Trate de atrapar a su sembrador antes de que lo echen, comisario. No sé si es consciente de sus actos, pero comete un error considerable igualando al pueblo de París con lo más bajo de sí mismo.

Adamsberg colgó, pensativo y sonriente. «Consciente de sus actos.» Decambrais había puesto el dedo sobre el hilo que lo tenía preocupado desde la víspera y que comenzaba a recorrer muy suavemente. Con el texto del «especial» bajo los ojos, volvió a llamar a Vandoosler mientras que Justin/Voisenet abría su puerta y, con un gesto mudo de los dedos, le indicaba que acababan de alcanzar la cifra de setecientos edificios afectados por los cuatros. Adamsberg asintió con un movimiento de párpados y estimó que, a ese ritmo, alcanzarían los millares antes de la noche.

– ¿Vandoosler? Otra vez Adamsberg. Le leo el especial de esta mañana, ¿tiene tiempo? Lleva un rato.

– Adelante.

Marc escuchó atentamente cómo la voz de Adamsberg describía con suavidad el desastre inminente que se abatía sobre la ciudad, en la persona del joven Eissalene.

– ¿Qué dice? -dijo Adamsberg terminando su lectura, como si consultase un diccionario-. Le parecía imposible que el vagón-cisterna de Marc Vandoosler contuviese el enigma de este nuevo mensaje.

– Marsella -dijo Marc con un tono firme-. La peste llega a Marsella.

Adamsberg se había esperado un desvío del sembrador, puesto que su texto describía una eclosión nueva, pero no una salida de París.

– ¿Está seguro, Vandoosler?

– Seguro. Es la llegada del Grand Saint-Antoine, el 25 de mayo de 1720, a las islas del castillo de If, navío proveniente de Siria y de Chipre, cargado de fardos de seda infectada y llevando a bordo una tripulación ya diezmada por la enfermedad. Los nombres de los médicos que faltan son Peissonel padre e hijo, que dieron la alarma. El texto es célebre y la epidemia también, un desastre que se llevó a casi la mitad de la ciudad.

– Ese chico, ese Eissalene al que los médicos van a ver, ¿sabe dónde lo visitaron?

– En la Place Linche, hoy Place de Lenche, tras el muelle norte del Vieux Port. El foco original de la epidemia arrasó la Rue de l’Escale. La calle ya no existe hoy en día.

– ¿No hay error posible?

– Ninguno. Es Marsella. Puedo enviarle una copia del texto original, si desea una confirmación.

– No se moleste, Vandoosler. Gracias.

Adamsberg dejó su despacho, vacilante. Se reunió con Danglard que, como los otros treinta agentes, trataba de dominar las llamadas telefónicas y medir el movimiento ascendente del tornado supersticioso. La gran sala olía a cerveza y sobre todo a sudor.

– Enseguida -le dijo Danglard colgando el aparato y anotando una cifra- no quedará ni un bote de pintura en toda la ciudad.

Alzó la cabeza hacia Adamsberg, con la frente húmeda.

– Marsella -dijo Adamsberg dejando el texto del especial bajo sus ojos-. El sembrador despega. Vamos a viajar, Danglard.

– Dios santo -dijo Danglard recorriendo el texto rápidamente-. La llegada del Grand Saint-Antoine.

– ¿Conocía este episodio?

– Lo reconozco ahora que me lo dice. No sé si lo habría relacionado de inmediato.

– ¿Es más conocido que los otros?

– Por supuesto. Fue la última epidemia de Francia, pero fue atroz.

– La última no -dijo Adamsberg tendiéndole el artículo sobre la «enfermedad n.° 9»-. Lea esto y comprenderá por qué esta noche ya no quedará un solo parisino que crea en la palabra de un policía.

Danglard leyó y asintió con la cabeza.

– Es una catástrofe -dijo.

– No emplee de nuevo esa palabra, Danglard, se lo ruego. Póngame en contacto con el colega de Marsella, sector del Vieux Port.

– El del sector del Vieux Port es Masséna -murmuró Danglard que conocía a los comisarios de división y a los principales de todo el país así como a los jefes de distrito-. Un tipo de valía, no un animal como su predecesor, que terminó siendo degradado por golpes y lesiones con intención de desgraciar a los árabes. Masséna lo reemplaza y es correcto.

– Mejor así -dijo Adamsberg-, porque vamos a tener que trabajar juntos.

Adamsberg se instaló a las seis y cinco en la Place Edgar-Quinet para escuchar el pregón de la tarde, que no trajo nada nuevo. Desde que el sembrador se había visto forzado a utilizar el correo para echar sus mensajes en la urna, su libertad de horarios se encontraba limitada. Adamsberg lo sabía y sólo había venido para examinar los rostros de aquellos que se agrupaban en torno a Le Guern. La muchedumbre era mucho más densa que los días anteriores y muchos estiraban el cuello para ver el aspecto de aquel «pregonero» a través del cual había llegado el anuncio del contagio. Los dos agentes que vigilaban la plaza permanentemente tenían por misión suplementaria velar por la seguridad de Joss Le Guern, en caso de que un movimiento hostil se desencadenase durante el pregón.

Adamsberg se había situado contra un árbol, bastante cerca del estrado, y Decambrais le comentaba cuáles eran los rostros familiares. Ya había consignado en la lista unas cuarenta personas que había separado en tres columnas, los asiduos, los fieles y los inconstantes, con las descripciones físicas aferentes, como decía Le Guern. Había señalado en rojo los nombres de aquellos que aprovechaban la Página de la Historia de Francia para lanzar apuestas sobre las consecuencias de los naufragios de Finisterre, en azul los rápidos que se marchaban a trabajar en cuanto concluía el pregón, en amarillo los remolones que se quedaban discutiendo en la plaza o en El Vikingo, en violeta los habituales sometidos a las horas de mercado. Era un trabajo limpio y claro. Con el papel en la mano, Decambrais le señaló discretamente al comisario con el dedo los rostros correspondientes para que los memorizase.

– Carmella, tres mástiles, austríaco de 405 toneladas que zarpó sin carga de Burdeos con destino a Cardiff, vino a perderse alrededor de Gazck-ar-Vilers. Tripulación, catorce hombres, salvados -terminó Joss bajando de un salto de su estrado.

– Mire rápido -dijo Decambrais-. Todos los que tienen aire estupefacto, todos los que fruncen las cejas, todos lo que no entienden nada, son nuevos.

– Novatos -dijo Adamsberg.

– Exactamente. Todos los que discuten, hacen movimientos de cabeza, gestos, son los habituales.

Decambrais dejó a Adamsberg y fue a ayudar a Lizbeth a pelar las judías verdes que había adquirido a bajo precio por cajas enteras y Adamsberg entró en El Vikingo, deslizándose bajo la proa del barco pirata para ocupar la mesa que ya consideraba como suya. Los apostadores del naufragio se habían reunido en la barra y el dinero pasaba de mano en mano ruidosamente. Era Bertin quien tenía la lista de las apuestas para que nadie hiciese trampa. Debido a sus orígenes divinos, se estimaba que Bertin era un hombre seguro, inaccesible a los sobornos.

Adamsberg pidió un café y se detuvo en el perfil de Marie-Belle, que escribía una carta en la mesa vecina, con mucha aplicación. Era una chica delicada que habría resultado casi encantadora si sus labios estuviesen más marcados. Como su hermano, tenía el cabello espeso y rizado y le caía sobre los hombros, pero el suyo estaba limpio y era rubio. Le sonrió y siguió trabajando. A su lado, la joven llamada Éva se esforzaba en ayudarla en su tarea. Era menos bonita porque era menos libre, indudablemente, tenía el rostro liso y grave, con los ojos aureolados de violeta, Adamsberg se imaginaba así a cualquier heroína del siglo XIX, enclaustrada en su casa de provincias con revestimiento de madera.

– ¿Está bien así? ¿Tú crees que va a entenderlo? -preguntaba Marie-Belle.

– Está bien -dijo Éva-, pero es algo corto.

– ¿Le digo qué tiempo hace?

– Por ejemplo.

Marie-Belle continuó trabajando, con su bolígrafo muy apretado entre los dedos.

– «Coger» -dijo Éva- se escribe con ge.

– ¿Estás segura?

– Eso creo. Déjame probar.

Éva hizo varios intentos sobre un borrador y después frunció las cejas, indecisa.

– Ya no lo sé, me confundo.

Marie-Belle giró la cabeza hacia Adamsberg.

– Comisario -preguntó con un poco de timidez-. ¿«Coger» se escribe con jota o con ge?

Era la primera vez en su vida que alguien le consultaba a Adamsberg una duda ortográfica y fue incapaz de responder.

– En la frase «Pero Damas no ha cogido frío» -precisó Marie-Belle.

– La frase da igual -dijo Éva en voz baja, inclinada todavía sobre su borrador.

Adamsberg explicó que no sabía nada de ortografía y Marie-Belle pareció afectada por esta noticia.

– Pero usted es policía -objetó ella.

– Así es, Marie-Belle.

– Me largo -dijo Éva rozando el brazo de Marie-Belle-. Le he prometido a Damas que le ayudaría a hacer caja.

– Gracias -dijo Marie-Belle-, eres muy amable en reemplazarme. Porque con toda esta carta que tengo que escribir no voy a poder acercarme.

– Qué va -dijo Éva-, así me distraigo.

Desapareció sin hacer ruido y Marie-Belle se volvió enseguida hacia Adamsberg.

– Comisario, tengo que hablar con usted de esta… de esa… ¿plaga? ¿O hay que hablar lo menos posible?

Adamsberg sacudió la cabeza lentamente.

– No hay plaga.

– ¿Pero y los cuatros?, ¿y los cuerpos negros?

Adamsberg repitió su movimiento.

– Un asesino, Marie-Belle, ya es más que suficiente. Pero no hay peste, ni sombra de ella.

– ¿Debo creerle?

– Ciegamente.

Marie-Belle sonrió de nuevo y esta vez se distendió por completo.

– Tengo miedo de que Éva esté enamorada de Damas -dijo arrugando la frente, como si Adamsberg, puesto que había resuelto su problema de peste, fuese a solucionar después todas las otras complicaciones de su vida-. El consejero dijo que está bien así, que es la vida que continúa, que hay que dejarla. Pero yo, por una vez, no estoy de acuerdo con el consejero.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg.

– Porque Damas está enamorado de la gorda Lizbeth, por eso.

– ¿No le gusta Lizbeth?

Marie-Belle hizo una mueca y luego se repuso.

– Es buena -dijo-, pero grita mucho. Además, me da un poco de miedo. De todas formas, Lizbeth aquí es intocable. El consejero dice que es como un árbol que da abrigo a centenares de pájaros. Puede que sea verdad pero es un árbol que te rompe tremendamente los tímpanos. Y además Lizbeth dicta un poco su ley por todas partes. Todos los hombres se arrastran detrás de ella. Es automático, con su experiencia.

– ¿Está celosa? -preguntó Adamsberg sonriendo.

– El consejero dice que sí pero yo ni me doy cuenta. Lo que me molesta es que Damas está metido allí todas las noches. Hay que reconocer que, automáticamente, cuando uno escucha cantar a Lizbeth, cae bajo su encanto. Damas está verdaderamente atrapado y no ve a Éva porque ella no hace ruido. Claro que Éva es más aburrida automáticamente, con todo lo que ha vivido.

Marie-Belle le echó una mirada inquisitiva a Adamsberg para saber si sabía o no lo de Éva. Nada, visiblemente.

– Su marido le ha pegado durante años -explicó ella- sin poder resistir la tentación. Ella se escapó pero él la busca para matarla, ¿se imagina? ¿Cómo es posible que la policía no mate a su marido antes? Nadie debe saber el nombre de Éva, es una orden del consejero y cuidado con el que quiera meter la nariz. Él conoce su nombre pero tiene derecho puesto que es el consejero.

Adamsberg se dejó llevar por la conversación, mientras echaba una mirada de vez en cuando a las actividades que languidecían en la plaza. Le Guern volvía a sujetar la urna al plátano para la noche. El ruido de los teléfonos que había parecido perseguirlo hasta fuera de la brigada se diluía poco a poco. Cuanto más sencilla era la conversación, más relajado se sentía. Ya había tenido su paliza de reflexiones intensas.

– De acuerdo -dijo Marie-Belle volviéndose francamente hacia él-, es por el bien de Éva, porque ya no podía ver a los hombres ni en pintura después de eso. Esto la despierta. Con Damas descubre que existen hombres mejores que el cabrón que la apaleaba. Y eso está bien porque una vida de mujer sin hombre, yo digo automáticamente que no rima con nada. Lizbeth no lo cree, dice que el amor es un chiste para que el mundo siga girando. Dice incluso que es una chorrada, imagínese entonces.

– ¿Era prostituta? -preguntó Adamsberg.

– Claro que no -dijo Marie-Belle escandalizada-. ¿Cómo dice semejante cosa?

Adamsberg lamentó la pregunta. El candor de Marie-Belle superaba sus previsiones y era por eso mismo aún más relajante.

– Es su trabajo -constató Marie-Belle con aire apenado-. Le hace deformarlo todo.

– Eso me temo.

– Y usted, ¿usted cree en el amor? Me permito pedir opiniones a unos y a otros porque aquí el juicio de Lizbeth es intocable.

Como Adamsberg guardaba silencio, Marie-Belle asintió con la cabeza.

– Automáticamente -concluyó- con todo eso que le digo. Pero el consejero es partidario del amor, sea o no una chorrada. Dice que más vale una buena chorrada que aburrirse sentado en una silla. Eso es verdad en el caso de Éva. Está más activa desde que hace el cierre por la noche con Damas. Sólo que Damas está enamorado de Lizbeth.

– Sí -dijo Adamsberg viendo sin pena que giraban en redondo. Cuanto más girasen, menos tendría que decir, así olvidaría al sembrador y los centenares de puertas que, en aquel mismo instante, debían de cubrirse de cuatros.

– Y Lizbeth no ama a Damas. Por lo cual Éva va a llevarse un disgusto, automáticamente. Damas también va a llevarse un disgusto y Lizbeth no lo sé.

Marie-Belle pensó en otra combinación que pudiese venirle bien a todo el mundo.

– Y usted -preguntó Adamsberg-, ¿está enamorada de alguien?

– Yo -dijo Marie-Belle sonrojándose y golpeando con un dedo su carta-, con mis dos hermanos, ya tengo bastantes hombres de los que ocuparme.

– ¿Escribe a su hermano?

– Es el más pequeño. Vive en Romorantin y le gusta que le cuente las novedades. Le escribo todas las semanas y lo llamo por teléfono. Querría que viniese a París pero París le da miedo. Ni Damas ni él son muy espabilados. El pequeño aún menos. Tengo que decirle todo lo que tiene que hacer, incluso con las mujeres. Y eso que es un chico guapo, muy rubio. Pero no, espera a que yo lo empuje, si no no se mueve. Así que tengo que ocuparme de ellos hasta que se casen, automáticamente. Eso me dará que hacer, sobre todo si Damas persigue durante años a Lizbeth para nada. Después de todo, ¿quién va a secar sus lágrimas? El consejero me dice que no tengo por qué ocuparme de eso.

– Es verdad.

– Pues él bien que se ocupa de la gente. Entran y salen durante todo el día de su despacho y se gana muy bien su dinero. No son consejos de pacotilla. Y además, a mis hermanos no puedo abandonarlos.

– Eso no le impide enamorarse de alguien.

– Sí, me lo impide -dijo firmemente Marie-Belle-. Y con el trabajo, la tienda, no conozco a mucha gente, automáticamente. No hay nadie que me guste en la plaza. El consejero me dijo que buscase en otras partes.

El reloj del café dio las siete y media y Marie-Belle se sobresaltó. Dobló su carta con rapidez, pegó un sello en el sobre y lo metió en su bolso.

– Perdóneme, comisario, pero tengo que irme. Damas me espera.

Se fue corriendo y Bertin vino a buscar los vasos.

– Es una charlatana -explicó el normando, como para excusar a Marie-Belle-. No hay que escuchar todo lo que dice sobre Lizbeth. Marie-Belle está celosa, tiene miedo de que le arrebate a su hermano. Es humano. Lizbeth es una mujer por encima de la norma, todo el mundo no puede entenderlo. ¿Se queda a cenar?

– No -dijo Adamsberg levantándose-. Tengo que hacer.

– Diga, comisario -preguntó Bertin siguiéndolo hasta la puerta-, ¿hay que pintar o no hay que pintar ese cuatro?

– Parece ser que es usted hijo del trueno -dijo Adamsberg volviéndose-. ¿O son cuentos que he oído en la plaza?

– Lo soy -dijo Bertin alzando el mentón-. Por el lado de Toutin, el de mi madre.

– Pues bien, no pinte ese cuatro, Bertin, si no quiere que su gloriosa ascendencia reniegue de usted y le dé una patada en el culo.

Bertin cerró la puerta, con el mentón todavía alzado, preso de una repentina determinación. Mientras él viviese, ni un solo cuatro aparecería sobre la puerta de El Vikingo.

Una media hora después, Lizbeth había reunido a los inquilinos para la cena. Decambrais pidió silencio haciendo tintinear su vaso con un cuchillo, gesto que él juzgaba un poco vulgar pero a veces necesario. Castillon comprendía muy bien esta llamada al orden y reaccionaba de inmediato.

– No tengo costumbre de dictar la conducta de mis huéspedes -Decambrais prefería este término a aquel más concreto de inquilinos-, que son reyes en sus habitaciones -empezó-. Sin embargo, considerando las circunstancias muy especiales del momento, pido encarecidamente a todos que no cedan a la intoxicación colectiva y se abstengan de pintar el tal talismán sobre sus puertas. Ese dibujo deshonraría a la casa. No obstante, respetuoso de las libertades individuales, si alguno de ustedes desea situarse bajo la protección de ese cuatro, no me opondré. Sin embargo le agradeceré que se mude a otro lugar, mientras dure la locura en la que trata de sumirnos el sembrador de peste. Quiero creer que ninguno de ustedes suscribirá tal proyecto.

Su mirada pasó de uno a otro sobre la mesa silenciosa. Decambrais notó que Éva vacilaba, titubeante, que Castillon sonreía con un aire bravucón, sin estar perfectamente tranquilo por otro lado, que Joss pasaba de todo y que Lizbeth explotaba ante la sola idea de que a alguien se le ocurriese dibujar un cuatro en sus parajes.

– Vale -dijo Joss, que tenía hambre-. Ya está votado.

– No es por nada -le dijo Éva-, pero si no hubiese leído usted todos esos mensajes del diablo…

– El diablo no me da miedo, pequeña Éva -respondió Joss-. Las olas, sí, hábleme de ellas, las olas sí que son aterradoras. Pero el diablo, los cuatros y todo ese rollo, puede metérselos en el bolsillo donde lleva su pañuelo. Palabra de bretón.

– Decidido -dijo Castillon, animado por el discurso de Joss.

– Decidido -repitió Éva en voz baja.

Lizbeth no añadió nada y vertió la sopa abundantemente.

XXV

Adamsberg contaba con el domingo y con su prensa reducida al mínimo para calmar las llamas. La última estimación de la víspera por la noche lo había contrariado sin llegar a sorprenderlo: de cuatro a cinco mil edificios marcados con un cuatro en París. Por un lado, el domingo dejaba tiempo libre a los parisinos para que se ocupasen de su puerta y la cifra podía verse dramáticamente incrementada. Todo dependía del tiempo, a fin de cuentas. Si este 22 de septiembre hacía bueno, se irían de la ciudad y dejarían un poco de lado esta historia. Si el día estaba gris, los estados de ánimo se debilitarían y las puertas acabarían encajando el golpe.

En cuanto se despertó y sin moverse de la cama, su primera mirada fue para la ventana. Llovía. Adamsberg replegó sus brazos sobre los ojos y se regodeó en su intención de no poner un pie en la brigada. El equipo de guardia sabría encontrarlo si el sembrador daba señales de vida, a pesar de una vigilancia reforzada junto a los veinticinco edificios originales.

Tras la ducha, se estiró completamente vestido sobre la cama y esperó, con los ojos clavados en el techo y el pensamiento vagabundo. A las nueve y treinta minutos se levantó y estimó que la jornada estaba al menos ganada por un frente. El sembrador no había matado a nadie.

Se encontró como había convenido la víspera con el psiquiatra Ferez que lo esperaba en los muelles de la Île Saint-Louis. A Adamsberg no le gustaba la idea de encerrarse en su consulta, encajado en una silla, y había conseguido que pudiesen hablar fuera contemplando el agua. Ferez no tenía la costumbre de doblegarse a todos los deseos de sus pacientes pero Adamsberg no era un paciente y la emoción colectiva nacida del hombre de los cuatros lo intrigaba desde sus comienzos.

Adamsberg percibió a Ferez de lejos, un hombre muy alto algo inclinado bajo un gran paraguas gris, con el rostro cuadrado, la frente alta, el cráneo coronado por un redondel de cabellos blancos que brillaban bajo la lluvia. Lo había conocido hacía dos años con ocasión de una cena cuyos anfitriones había olvidado. Este hombre que cultivaba una flema delicada, una alegría sobria, un discreto alejamiento de los otros que podía transformarse en atención verdadera, si se lo pedían, había modificado las ideas fijas que Adamsberg tenía de la profesión. Se había acostumbrado a consultar a Ferez cuando su intuición del funcionamiento ajeno chocaba con los límites de sus competencias médicas.

Adamsberg, que no tenía paraguas, llegó empapado a la cita. Ferez no conocía del asesino y de sus manías obsesivas más que lo que había descubierto a través de los medios de comunicación y escuchó cómo el comisario le revelaba los detalles complementarios clavándole los ojos. La máscara inexpresiva que usaba el médico por automatismo profesional estaba traspasada por una mirada fija y clara que no se separaba de los labios de su interlocutor.

– Lo que creo -dijo Adamsberg después de tres largos cuartos de hora de narración que el médico no había interrumpido- es que ese recurso de la peste debe ser elucidado. No es como si el sembrador emplease una idea banal, a la orden del día en todos los espíritus, como por ejemplo…

Adamsberg se detuvo para buscar sus palabras.

– Como por ejemplo un tema de moda que no sorprenda a nadie…

Se interrumpió de nuevo. Precisar verbalmente las cosas con términos agudos le causaba a veces dificultades. Ferez no intentaba en modo alguno echarle una mano.

– Como por ejemplo el apocalipsis del bimilenario, o la heroic fantasy.

– Sí -confirmó Ferez.

– O bien las cantinelas vampíricas, crísticas, solares. Todo esto, Ferez, podría servir de embalaje legible a un asesino para irresponsabilizarse de sus actos. Legible, es decir comprensible para todos, contemporáneo. El hombre se presentaría como el Señor de los Pantanos, el Enviado del Sol o del Gran Todo, y todos comprenderían enseguida que un majara ha perdido la cabeza o se ha hecho captar por una secta. ¿Se me entiende?

– Prosiga, Adamsberg. ¿No quiere aprovechar mi paraguas?

– Gracias, va a escampar. Pero con esta peste, el propagador está fuera de su siglo. Es anacrónico, es «grotesco» como dijo mi adjunto. Es grotesco porque está fuera de órbita, porque esta peste llega a nuestra época como un dinosaurio a un juego de bolos. El sembrador no está dentro de su tiempo, se sale de madre. ¿Todavía se me entiende?

– Prosiga -repitió Ferez.

– Aunque, por muy pasada de moda que esté, su peste consigue despertar terrores históricos mucho menos amorfos de lo que uno hubiera podido creer, pero eso es otro asunto. Mi asunto es la descoordinación de este tipo con su tiempo, su elección incomprensible de un tema sobre el que nadie, absolutamente nadie, tiene ni idea. Y es esta incomprensibilidad lo que hay que entender. No digo que no existan algunos tipos que trabajen la cuestión, desde un punto de vista histórico, se entiende. Conozco a uno. Pero dígame si me equivoco, Ferez, por muy unido que esté un tipo a su tema de estudio, este tema no podrá nunca penetrar en él hasta el punto de convertirse en el motor de una serie de asesinatos.

– Verdadero. El objeto de estudio queda fuera de la personalidad instintiva, sobre todo si ha sobrevenido tardíamente. Es una actividad, no una pulsión.

– ¿Incluso si esta actividad toma un cariz frenético?

– Incluso.

– Elimino entonces del perfil del sembrador toda motivación de orden intelectual y elimino todo azar. No es entonces un hombre que se haya dicho, venga, adoptemos la plaga de Dios, va a tener un efecto de mil demonios. No es un camelista ni un mistificador. Es imposible. El sembrador no tiene esta distancia. Cree violentamente. Dibuja sus cuatros con verdadero amor, está inmerso en su asunto hasta arriba. Utiliza la peste instintivamente, en ausencia de todo contexto cultural adecuado. Le trae sin cuidado ser entendido o no. Él se entiende. Lo utiliza porque tiene que hacerlo. Llego entonces hasta ese punto.

– Bien -dijo Ferez pacientemente.

– Si el sembrador está en ese punto, es que la peste está en él, es fundamental. Es entonces un asunto de…

– Familia -completó Ferez.

– Exactamente. ¿Está de acuerdo?

– No hay duda, Adamsberg. Porque no hay otra solución.

– Bien -dijo Adamsberg, reconfortado y sintiendo que había superado en materia de vocabulario lo más arduo-. En un principio -continuó- pensé que el tipo quizás hubiese atrapado la enfermedad cuando era joven en un país lejano, un golpe de mala suerte, un traumatismo, no sé. Eso no me satisfizo.

– ¿Entonces? -animó Ferez.

– Entonces me rompí la cabeza, pensando cómo la infancia de un hombre podía quedar marcada por un drama que había concluido a principios del siglo XVIII. Llegué a la única solución de que el sembrador tenía ciento sesenta años de edad. No me satisfizo.

– No está mal. Un paciente interesante.

– Después descubrí que la peste había golpeado París en 1920. En nuestro siglo y cuando ya estaba bastante empezado. ¿Lo sabía usted?

– No -reconoció Ferez-. Honestamente, no.

– Noventa y seis casos, treinta y cuatro muertos, en las barriadas pobres mayoritariamente. Y yo pienso, Ferez, que la familia de este tipo ha conocido ese tormento, que muchos murieron por su causa, los bisabuelos quizás. Que el drama se fijó en la saga familiar.

– A eso se le llama un drama familiar -cortó el médico.

– Muy bien. Se fijó y es así como la peste se infiltró en la cabeza del niño, por el diezmo de parientes próximos, infatigablemente relatado. Un chico, a mi parecer. Para él, es una parte natural de su vida, de su…

– Entorno psíquico.

– Es eso. Un elemento y no una figura histórica pasada de moda, como a nuestros ojos. Yo buscaría el nombre de la familia del sembrador entre las treinta y cuatro víctimas de la peste de 1920.

Adamsberg dejó de caminar, cruzó los brazos y contempló al médico.

– Es usted bastante bueno, Adamsberg -dijo Ferez sonriendo-. Y sigue el camino correcto. Añada sin embargo a ese fantasma familiar perturbaciones violentas que le han permitido instalarse. Los fantasmas construyen su nido en las fracturas.

– Entendido.

– Pero voy a frustrarlo, me temo. Yo no buscaría a su sembrador en el seno de una familia diezmada por la peste, sino en el seno de una familia que se haya salvado. Eso nos da millares de personas posibles y no sólo treinta y cuatro.

– ¿Por qué que se haya salvado?

– Porque su sembrador se sirve de la peste como instrumento de poder.

– ¿Y qué?

– Que ése no sería el caso si la peste hubiese vencido a su familia. Abominaría de ella.

– Sabía que cometía un error en algún sitio -dijo Adamsberg mientras volvía a caminar, con los brazos cruzados a la espalda.

– No es un error, Adamsberg, es una simple pieza que no estaba en la buena dirección. Porque si el sembrador usa la peste como instrumento de poder, es que ella en su momento ha dado poder a su familia. Su hogar ha debido de resultar indemne, como de milagro, en el seno de un barrio en el que todos los otros morían. Y la familia ha podido pagar un alto precio por ese milagro. Hay poca distancia entre odiar a los que salen ilesos y sospechar que se benefician de una fuerza secreta, y finalmente acusarlos de propagar la plaga. Ya conoce la sempiterna historia. No me asombraría que su familia hubiera sido señalada con el dedo y después amenazada, humillada, y que haya tenido que huir del lugar del drama ante el riesgo de ser despedazada por los vecinos.

– Dios santo -dijo Adamsberg golpeando un montículo de hierba al pie de un árbol-. Tiene razón.

– Es una posibilidad.

– Es la buena. La saga de su familia es ese milagro de supervivencia y después esa venganza y su aislamiento. La saga es haber escapado de la peste y, aún más, haberla dominado. Han podido enorgullecerse de lo que les habían reprochado.

– Es lo que se hace generalmente. Dígale a alguien que es imbécil, le responderá que está orgulloso de ello. Reflejo de defensa ordinario, sea cual sea la acusación.

– El fantasma es su diferencia, es su poder sobre la plaga de Dios, enseñada incansablemente.

– No lo olvide, Adamsberg, en cuanto a su sembrador: familia desgarrada, pérdida del padre o de la madre, sentimiento de abandono, debilidad inmensa pues. Es la explicación más probable para que el chico se haya agarrado a la violencia de la gloria familiar, su única fuente de poder, sin duda reiterada por un abuelo. La transmisión de los dramas se hace saltando una generación.

– Con esto no voy a encontrarlo en el registro civil -dijo Adamsberg maltratando todavía el mismo montículo de hierba-. Centenares de millares de personas han escapado de la peste.

– Lo siento.

– Da igual, Ferez. Me ha ayudado.

XXVI

Adamsberg remontó el Boulevard Saint-Michel por la acera donde el sol comenzaba de nuevo a calentar. Llevaba la chaqueta en el brazo, para que se secase. No trataba de combatir el punto de vista de Ferez, sabía que el médico tenía razón. Aquello ponía al sembrador fuera de su alcance. Y eso que creyó estar tocándolo con la mano. Le quedaba la Place Edgar-Quinet, adonde se dirigía. El nieto de los traperos de 1920 se encontraría en la plaza, siempre acababa volviendo. Se encontraba allí o pasaba por allí incesantemente a pesar del peligro. Después de todo, ¿qué podía temer? Se sentía el amo y lo había probado en el momento de su vida en que resultó necesario. No serían veintiocho policías los que le molestarían a él, que dirigía la plaga de Dios y que podía bloquearla de un manotazo. O sea que esos veintiocho policías no valían a sus ojos una mierda.

Todo daba la razón al orgullo del sembrador. Los parisinos lo obedecían y pintaban concienzudamente el talismán sobre sus puertas. Y los veintiocho policías dejaban que los cadáveres se acumulasen. Cuatro muertos ya, y él no tenía la más mínima idea para impedir que hubiese otro. Excepto, quizás, plantarse en aquel cruce y contemplar algo, ni siquiera sabía qué, mientras dejaba que su chaqueta y las perneras de su pantalón se secasen al aire.

Puso un pie sobre la plaza en el momento en que resonaba el golpe de trueno del normando. Ahora ya había comprendido el sistema y se apuró para disfrutar el plato caliente, uniéndose a la mesa formada por Decambrais, Lizbeth, Le Guern, la melancólica Éva y gente que no conocía. Como si obedecieran visiblemente una consigna de Decambrais, trataron de hablar de todo excepto del sembrador. En cambio, en las mesas vecinas, Adamsberg oyó las conversaciones girando en torno a este episodio, y algunos apoyaban vigorosamente el punto de vista del periodista acusador: los policías mentían. Las fotos de los estrangulamientos estaban trucadas, ¿por quiénes los tomaban? ¿Por imbéciles? Sí, respondía otro, pero si esos muertos han muerto de peste, ¿cómo es posible que tuviesen el tiempo de desvestirse antes de palmarla y de hacer un montoncito bien ordenado con sus pertenencias? O de ir a meterse bajo un camión. ¿Qué quiere decir eso, quieres explicarme? ¿Se parece a una peste eso o a un asesinato? Exactamente, pensó Adamsberg, que se volvió para examinar el rostro inteligente y tranquilo de una mujer muy gorda apretada en una blusa floreada. No digo -respondió su interlocutor alterado-, no digo que sea simple. No es eso -intervino otro, un hombre seco con la voz aflautada-. Son las dos cosas a la vez. Son personas que se mueren de peste, pero como el desconocido quiere que se sepa, los saca de su casa y los desviste para que se vea bien lo que hay y que la población esté al loro. Él no es un tramposo. Trata de ayudar. Sí -continuó la mujer-, y entonces ¿por qué no habla más claramente? Los tipos que se ocultan nunca me han inspirado confianza. Se oculta porque no puede mostrarse -retomó la voz aflautada, elaborando penosamente su teoría a medida que hablaba-. Es un tipo de un laboratorio y este tipo sabe que han dejado escapar la peste jodiendo un tubo de cristal o algo así. No puede decirlo porque el laboratorio tiene orden de callarse a causa de la población. Al gobierno no le gusta que la población se alborote. Entonces a callar. El tipo trata de hacer que la gente comprenda sin darse a conocer. ¿Por qué? -continuó la mujer-. ¿Tiene miedo de perder su empleo? Si es por eso por lo que no quiere hablar tu protector, déjame que te diga, André, que es un miserable.

Adamsberg se alejó un momento del café para contestar una llamada del teniente Mordent. Se estimaba en alrededor de diez mil el número de los edificios afectados hasta el momento. Ninguna nueva víctima que señalar, no, por ese lado, respiraban un poco. Pero por el otro estaban desbordados. ¿Podían dejar ya de responder a los aterrorizados? Porque además hoy no eran más que seis en la brigada. Evidentemente -dijo Adamsberg-. Bueno -dijo Mordent-, mejor así. Al menos lo que le consolaba era que el asunto arrancaba a toda velocidad también en Marsella, se harían compañía. Masséna le había pedido que lo llamase.

Adamsberg se encerró en el baño para llamar a Masséna y se sentó sobre la tapa bajada.

– Está empezando, colega -dijo Masséna-, desde que la radio ha difundido el mensaje de su desquiciado por las ondas y los periodistas se han puesto a comentarlo de manera constante.

– No es mi desquiciado, Masséna -dijo Adamsberg en un tono un poco agudo-. Ahora también es el suyo. Compartámoslo.

Masséna dejó pasar un silencio, el tiempo de calibrar a su colega.

– Compartamos -admitió-. Nuestro majara ha puesto el dedo en un punto caliente porque aquí la peste es una vieja herida pero no hace falta gran cosa para volver a abrirla. Cada mes de junio, el arzobispo celebra la misa de la rogativa para conjurar la epidemia. Todavía tenemos monumentos y calles a la gloria del caballero Roze o del obispo Belsunce. No son sólo nombres enterrados, los marselleses no tienen la memoria en el culo.

– ¿Quiénes son esos tipos? -preguntó Adamsberg con voz tranquila.

Masséna era un tipo colérico, acalorado probablemente por un antiparisinismo instintivo. Aquello a Adamsberg le traía sin cuidado porque no era parisino pero igualmente le hubiese traído sin cuidado en caso de serlo. Para Adamsberg ser de aquí o de allá carecía de importancia. Pero Masséna no era combativo más que en fachada y no le llevaría más de un cuarto de hora derrumbar aquel revestimiento.

– Esos tipos, colega, fueron individuos que se mataron día y noche para ayudar a la gente durante el gran contagio de 1720, mientras montones de oficiales municipales, notables, médicos y curas se largaban como alma que lleva el diablo. Fueron héroes, como quien dice.

– Es normal tener miedo de la muerte, Masséna. Usted no estaba allí.

– Oiga, no estamos aquí para reescribir la historia. Le explico únicamente que en Marsella, la plaga del Grand Saint-Antoine se vuelve a abrir a una velocidad acelerada.

– No me diga que todos los marselleses saben quiénes son esos Roze y Belsain.

– Belsunce, colega.

– Belsunce.

– No -reconoció Masséna-, no lo saben todos. Pero la historia de la peste, la destrucción de la ciudad, el muro de Provenza, eso lo conocen. La peste está en algún lugar en el fondo de sus cabezas.

– Parece que aquí también, Masséna. Alcanzamos los diez mil edificios marcados hoy. No nos queda más que rezar para que se agote la pintura.

– Pues bien, aquí, en una sola mañana, cuento aproximadamente doscientos en el barrio del Vieux Port. Haga la cuenta a la escala de la ciudad. Pero joder de mierda, colega, ¿están pirados o qué?

– Lo hacen para protegerse, Masséna. Si contásemos el número de gente que posee una pulsera de cobre, una pata de conejo, un san Cristóbal, agua de Lourdes, o que tocan madera, y no hablo ya de las cruces, alcanzaríamos fácilmente los cuarenta millones.

Masséna suspiró.

– Mientras lo hagan ellos mismos -dijo Adamsberg-, no es grave. ¿Hay algo que pueda indicarnos una firma auténtica? ¿Un cuatro dibujado por el sembrador mismo?

– Es difícil, colega. La gente copia. Hay muchos que se olvidan de ampliar la base, ¿sabes?, o que ponen una barrita en vez de dos en la vuelta. Pero el cincuenta por ciento es concienzudo. Se parecen endiabladamente al original. ¿Cómo quiere que me aclare?

– ¿Se han notificado sobres?

– No.

– ¿Ha anotado los edificios donde todas las puertas están marcadas excepto una?

– Los hay, colega. Pero también hay un montón de gente que conserva la cabeza fría y se niega a pintar esa chorrada en su casa. También los hay vergonzosos, que trazan un cuatro minúsculo en la parte de abajo de su puerta. Así, lo hacen sin hacerlo o no lo hacen haciéndolo, como quiera. No puedo mirar todas las puertas con lupa. ¿Lo hace usted?

– Estamos desbordados, Masséna, ha sido la ocupación principal del fin de semana. Ya no controlamos.

– ¿Nada más?

– Casi nada. Controlo cien metros cuadrados de los ciento cinco millones de la ciudad. Es el espacio por donde espero ver pasar al sembrador que quizás esté rondando por el Vieux Port en el minuto en que le hablo.

– ¿Tiene su descripción? ¿Una idea vaga?

– Nada. Nadie lo ha visto. Ni siquiera sé si es un hombre.

– ¿Qué busca en su pequeño espacio, colega? ¿Un ectoplasma?

– Una impresión. Le llamaré de nuevo esta noche, Masséna. Aguante.

Llevaban ya un buen rato sacudiendo con rabia el pomo de la puerta de los baños y cuando Adamsberg salió, plácido, pasó ante un tipo tremendamente impaciente, con ganas de mear sus cuatro cervezas.

Pidió permiso a Bertin para poner a secar su chaqueta sobre el respaldo de una de sus sillas mientras se iba a vagar por la plaza. Desde que Adamsberg había enderezado in extremis el coraje reblandecido del normando, salvándolo quizás de la hilaridad general y de una pérdida irreversible de toda autoridad divina entre la clientela, Bertin se consideraba como su deudor de por vida. Lo autorizó diez veces a abandonar en sus manos la chaqueta, que vigilaría como una madre, e insistió en que se pusiese un anorak verde antes de salir a afrontar el viento y los chubascos que Joss había anunciado en el pregón del mediodía. Adamsberg obedeció para no ofender al orgulloso descendiente de Thor.

Vagó toda la tarde por la encrucijada, entrecortando sus ambulaciones con algunos cafés en El Vikingo y algunas llamadas telefónicas. Alcanzarían los quince mil edificios de aquí a la noche en París y los cuatro mil en Marsella donde, en efecto, se operaba un despegue fulgurante. Adamsberg estaba hastiado, aumentando sus vastas capacidades de indiferencia para luchar contra la marea creciente. Si le hubiesen anunciado dos millones de cuatros, no por ello se habría sobresaltado. Todo en él se había relajado, se abandonaba. Todo excepto su mirada, única parte de su cuerpo que permanecía viva.

Se instaló contra el plátano para el pregón de la noche, con los brazos colgando a lo largo de su cuerpo, perdido en el anorak demasiado grande del normando. Le Guern espaciaba los horarios el domingo y ya eran casi las siete cuando depositó la caja sobre la acera. Adamsberg no esperaba nada de este pregón puesto que el cartero no repartía el domingo. Pero empezaba a reconocer rostros en los grupos que se constituían en torno al estrado. Había sacado la lista elaborada por Decambrais y controlaba sus nuevos conocidos a medida que iban llegando. A las siete menos dos minutos, Decambrais apareció en el umbral de su puerta, Lizbeth se abrió camino con los codos entre el gentío para situarse en su lugar habitual y Damas apareció ante su tienda con un jersey y se apoyó en la persiana de hierro bajada.

Joss empezó su pregón con determinación, lanzando su voz potente de un extremo a otro de la plaza. Adamsberg escuchó fluir con placer los anuncios anodinos, bajo un sol débil. Aquella tarde entera sin dar golpe, dejando que su cuerpo y sus pensamientos se derrumbasen totalmente, lo había relajado después de la espesa conversación de la mañana con Ferez. Había alcanzado el estado de energía de una esponja batida por el oleaje, el estado exacto que buscaba a veces. Y al final del pregón, cuando Joss abordaba su naufragada conclusión, se sobresaltó, como si una piedra aguda hubiese golpeado duramente la esponja. Ese choque casi le hizo daño y lo dejó asustado y al acecho. Era incapaz de definir su proveniencia. Era una imagen que lo había golpeado, forzosamente, mientras casi dormía contra el tronco del plátano. Un trozo de imagen, en algún lugar de la plaza, que había venido a cruzarse con él en una décima de segundo.

Adamsberg se enderezó, buscando por todas partes la imagen desconocida para reanudar el choque. Después se apoyó contra el árbol, reconstituyendo exactamente la posición en la cual se encontraba en el momento del impacto. Desde allí, su campo de visión iba desde la casa de Decambrais hasta la tienda de Damas, franqueando la Rue de Montparnasse y englobando alrededor de una cuarta parte del público del pregonero, visto de frente. Adamsberg apretó los labios. Aquello era bastante espacio y bastante gente y la muchedumbre ya se dispersaba en todas direcciones. Cinco minutos más tarde, Joss volvía a llevarse la caja y la plaza se vaciaba. Todo se escapaba. Adamsberg cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el vacío del cielo, esperando que la imagen volviese por sí misma, aérea. Pero la imagen había caído al fondo de su pozo, como una piedra anónima y malencarada. Quizás estuviese ofendida de que no le hubiese dedicado más atención en el breve instante en que se había dignado pasar cual estrella fugaz. Quizás transcurriesen meses antes de que se decidiese a reaparecer.

Triste, Adamsberg dejó la plaza en silencio, convencido de que acababa de dejar escapar su única oportunidad.

Sólo cuando llego a casa, al desvestirse, se dio cuenta de que había conservado el anorak verde del normando y había dejado su vieja chaqueta negra a secar bajo la proa del barco pirata. Señal de que también él confiaba en la protección divina de Bertin. O señal, más probablemente, de que abandonaba todas las cosas a la buena de Dios.

XXVII

Camille ascendió los cuatro pisos estrechos que conducían al domicilio de Adamsberg. Al pasar, notó que el vecino del tercero izquierda había pintado sobre su puerta un gigantesco cuatro negro. Jean-Baptiste y ella habían convenido en verse para pasar la noche juntos. Quedaron después de las diez porque las jornadas que el sembrador hacía pasar a la brigada eran imprevisibles.

Estaba incómoda, con aquel gatito bajo el brazo. La había seguido por la calle durante horas. Camille lo había acariciado, lo había dejado y después se había escapado de él, pero el gatito se pegaba obstinadamente a sus talones, extenuándose al correr, con brincos desordenados, para alcanzarla. Camille había atravesado la plaza para cortar por lo sano el acoso. Lo había abandonado en la puerta mientras cenaba y lo había vuelto a encontrar en el descansillo cuando salió. El gatito había retomado su persecución, valeroso, centrado en su objetivo. Cuando llegó ante el edificio de Adamsberg, estaba cansada de luchar y no sabía qué hacer con aquel animal que la había elegido. Lo cogió y se lo puso bajo el brazo. Era una simple bola blanca y gris, ligera como una pelota de espuma, con los ojos completamente redondos y azules.

A las diez y cinco, Camille empujó la puerta que Adamsberg dejaba casi siempre abierta y no encontró a nadie, ni en la habitación principal ni en la cocina. La vajilla se escurría sobre el fregadero y Camille concluyó que Jean-Baptiste se había quedado dormido mientras la esperaba. Podría acercarse a él sin perturbar su primer sueño y posar la cabeza sobre su vientre para pasar la noche. Ella trataba de cuidar mucho ese primer sueño en los momentos de investigación intensa. Dejó la mochila y la cazadora, instaló al gatito sobre el sofá y pasó a la habitación caminando con cuidado.

En la habitación oscura, Jean-Baptiste no dormía. Camille tardó un instante en comprender, al verlo desnudo, de espaldas, con el cuerpo recortándose en marrón sobre las sábanas blancas, que hacía el amor con una chica.

Un dolor fulgurante le atravesó la frente como un impacto de obús que hubiese venido a estallar entre sus ojos, y bajo el golpe de aquel relámpago, se imaginó en una fracción de segundo que ya no volvería a ver en su vida. Con las piernas cortadas se dejó caer en la penumbra sobre la maleta de madera que servía para todo y que había servido aquella noche como depósito de la ropa de la chica. Ante ella, inconscientes de su presencia silenciosa, los dos cuerpos se movían. Camille los contemplaba, atontada. Vio a Jean-Baptiste hacer gestos y los reconoció, uno a uno, movimiento tras movimiento. El fulgor, enfocado como un bosque incandescente entre sus cejas, la obligaba a apretar los ojos. Cuadro violento, cuadro ordinario, herida y banalidad. Camille bajó la mirada.

No llores, Camille.

Miró fijamente un punto en el suelo, abandonando los cuerpos acostados sobre la cama.

Huye, Camille. Huye rápido, vete lejos y por mucho tiempo.

Cito, longe, tarde.

Camille trató de moverse pero se dio cuenta de que sus muslos no eran capaces de sostenerla. Bajó aún más sus ojos y se concentró ardientemente en la punta de sus pies. En sus botas de cuero negro, recorrió con detalle, intensamente, la punta cuadrada, la hebilla lateral, los pliegues repletos de polvo, el talón consumido por la marcha.

Tus botas, Camille, mira tus botas.

Las miro.

Era una suerte que no se hubiese despojado de ellas. Descalza y desarmada, no habría sido capaz de ir adonde quiera que fuese. Quizás se hubiese quedado allí, clavada sobre aquella maleta, con su bosque en la frente. Un bosque de cemento, ciertamente, no un bosque de madera. Mira tus botas, puesto que las tienes. Míralas bien. Y corre, Camille.

Pero era demasiado pronto. Sus piernas reposaban como banderas desplomadas sobre la madera de la maleta. No levantes la cabeza, no mires.

Claro que lo sabía. Había sido siempre así. Siempre había habido chicas, muchas otras chicas, durante periodos variables, dependía de la resistencia de la chica, Adamsberg dejaba que cualquier situación se desintegrase hasta el agotamiento. Claro que siempre las había habido, chicas que nadaban como sirenas a lo largo del río, que se enrollaban en las riberas. «Me conmueven», decía lacónicamente Jean-Baptiste. Sí, Camille sabía todo eso, los momentos de eclipse, los tiempos velados, todo lo que se cocía allá a lo lejos. Una vez, había dado marcha atrás y se había alejado. Había olvidado a Jean-Baptiste Adamsberg y sus riberas superpobladas, un mundo de dramas crujientes que la rozaban demasiado cerca. Se había alejado durante años y había enterrado a Adamsberg con los honores debidos a quien hemos amado tanto.

Hasta que él reapareció en el recodo de un camino, el último verano, y su memoria muerta lo restituyó, en un juego de manos bastante retorcido, en el mismo punto de su río. Ella lo había reintegrado con la punta de su bota, con un pie fuera y otro dentro, operando una gran separación experimental y a veces vacilando entre el abrazo de la libertad y el de Jean-Baptiste. Hasta aquella noche en que una percusión imprevista le había hundido aquel chisme en la frente. Por una simple confusión de día. Jean-Baptiste nunca había sido muy puntilloso con el asunto de las fechas.

A fuerza de fijarse en sus botas, sus piernas habían recuperado una especie de firmeza. En la cama, el movimiento se apagaba. Camille se levantó muy suavemente y rodeó la maleta. Pasaba por la puerta cuando la joven se alzó y dio un grito. Camille escuchó el ruido de los cuerpos que se agitaban y a Jean-Baptiste que se ponía de pie de un salto sobre el entarimado y que gritaba su nombre.

Huye, Camille.

Hago lo que puedo. Camille cogió su cazadora, su mochila, divisó al gatito perdido sobre el sofá y lo recogió. Escuchaba cómo la chica hablaba y preguntaba. Huir, rápidamente. Camille se escurrió por la escalera y corrió mucho tiempo por la calle. Se detuvo jadeando ante una plaza desierta, pasó por encima de la verja y se instaló en un banco, con las rodillas dobladas, apretando sus botas entre sus manos. El chisme hundido en su frente relajaba la presión.

Un joven con cabellos teñidos se sentó junto a ella.

– Algo no funciona -afirmó suavemente.

Le dio un beso en la sien y se alejó en silencio.

XXVIII

Danglard no dormía cuando alguien llamó discretamente a su puerta, pasada ya la medianoche. Bebía una cerveza en camiseta delante de la televisión que no miraba, ojeando y volviendo a ojear sus notas sobre el sembrador de peste y las víctimas. No podía ser un azar. Este tipo las escogía, debían de tener alguna relación, por alguna parte. Había interrogado a las familias durante horas en busca del menor punto de contacto y repasaba sus notas, buscando la intersección.

Si bien Danglard estaba elegante durante el día, por la noche se paseaba en la vestimenta obrera de su infancia, la de su padre, pantalón de pana gruesa, camiseta de tirantes y barba incipiente. Los cinco niños estaban durmiendo, por eso se deslizó silenciosamente a través del largo pasillo para ir a abrir. Pensaba ver a Adamsberg y se encontró con la hija de la reina Mathilde, derecha en su descansillo, casi rígida, un poco jadeante, con una especie de gatito bajo el brazo.

– ¿Te despierto, Adrien? -preguntó Camille.

Danglard sacudió la cabeza y le indicó mediante gestos que lo siguiese. Camille no se preguntó si habría una chica o algo de ese tipo en casa de Danglard y se sentó, deslomada, sobre el gastado canapé. A la luz, Danglard vio que había llorado. Apagó sin mediar palabra la televisión y abrió una cerveza que aproximó a su mano. Camille vació la mitad de golpe.

– Algo va mal, Adrien -dijo con un suspiro volviendo a dejar la botella.

– ¿Adamsberg?

– Sí. Lo hemos hecho mal.

Camille vació la segunda mitad de su cerveza. Danglard sabía cómo era aquello. Cuando uno llora, hay que reconstituir la masa líquida que se ha evaporado. Se inclinó hacia la parte baja de su sillón, al pie del cual yacía un pack apenas empezado, y abrió una segunda botella que adelantó hacia Camille sobre la mesa baja y lisa, como uno empuja un peón de ajedrez, lleno de esperanza.

– Existen muchos tipos de campos, Adrien -dijo Camille extendiendo el brazo-. Los propios que uno cava y los ajenos que uno visita. Hay un montón de cosas que ver allí dentro, alfalfa, colza, lino, trigo, y también barbechos y ortigas incluso. Yo nunca me acerco a las ortigas, Adrien, no las arranco. No son mías, ¿entiendes?, y el resto tampoco.

Camille dejó caer su brazo y sonrió.

– Pero de pronto, uno se desvía, se equivoca. Y a uno le pican, sin quererlo.

– ¿Te quema?

– No es nada, pasará.

Cogió el segundo botellín y bebió unos cuantos tragos, más lentamente. Danglard la observaba. Camille se parecía mucho a su madre, a la reina Mathilde, había heredado de ella el maxilar de corte cuadrado, el cuello fino, la nariz un poco arqueada. Pero Camille tenía la piel muy clara y los labios todavía infantiles que diferían de la gran sonrisa conquistadora de Mathilde. Se quedaron un momento en silencio y Camille vació su segundo botellín.

– ¿Lo quieres? -preguntó Danglard.

Camille puso los codos sobre sus rodillas y consideró con atención la pequeña botella verde sobre la mesa baja.

– Muy peligroso -dijo suavemente ella, sacudiendo la cabeza.

– ¿Sabes, Camille, que el día en que Dios creó a Adamsberg, había pasado una noche muy mala?

– No -dijo Camille levantando los ojos-, no lo sabía.

– Sí. Y no sólo había dormido mal, sino que estaba escaso de material. De tal manera que, como un despistado, fue a llamar a la puerta de su Colega para pedirle prestado algunos bártulos.

– ¿Quieres decir… el Colega de abajo?

– Evidentemente. Este último se aprovechó de la oportunidad y se apresuró a procurarle algunos instrumentos. Y Dios, atontado por la noche en vela, mezcló todo sin ninguna consideración. De esta pasta sacó a Adamsberg. Fue un día verdaderamente poco ordinario.

– No estaba al corriente.

– Pues figura en todos los buenos libros -dijo Danglard sonriendo.

– ¿Entonces? ¿Qué le dio Dios a Jean-Baptiste Adamsberg?

– Le dio la intuición, la suavidad, la belleza y la flexibilidad.

– ¿Y qué le dio el Diablo?

– La indiferencia, la suavidad, la belleza y la flexibilidad.

– Mierda.

– Como lo dices. Pero nunca se supo en qué proporciones Dios el despistado había confeccionado su mezcla. Sigue siendo uno de los grandes misterios teológicos de hoy.

– No voy a mezclarme, Adrien.

– Es normal, Camille, porque es notoriamente conocido que cuando Dios te fabricó, había dormido durante diecisiete horas y se encontraba en una forma asombrosa. A lo largo de todo el día, se aplicó en modelarte bondadosamente con sus estudiosas manos.

Camille sonrió.

– ¿Y a ti, Adrien? ¿Cómo estaba Dios cuando te fabricó?

– Había empinado el codo toda la noche con sus amigos Rafael, Miguel y Gabriel, algo fuerte. La anécdota es menos conocida.

– Debe de haber tenido efectos memorables.

– No, le entró el tembleque. Por eso ves mis contornos borrosos, poco marcados, diluidos.

– Todo se explica.

– Sí, ¿ves qué simple?

– Me voy a pasear un poco, Adrien.

– ¿Estás segura?

– ¿Tienes una idea mejor?

– Doblégalo.

– No me gusta doblegar a la gente, les deja marcas.

– Tienes razón. A mí me doblegaron una vez.

Camille asintió con la cabeza.

– Tienes que ayudarme. Llámame mañana cuando él esté en la brigada. Podré pasar por mi casa y terminar de hacer la bolsa.

Camille cogió el tercer botellín y dio un largo trago.

– ¿Adónde vas? -preguntó Danglard.

– Ni idea. ¿Dónde queda espacio?

Danglard señaló su frente.

– Ah, sí -dijo Camille sonriendo-, pero tú eres un viejo filósofo, y yo no tengo tu sabiduría. ¿Adrien?

– ¿Sí?

– ¿Qué hago con esto?

Camille tendió la mano y le mostró la bola de pelo. Era el gatito.

– Me ha seguido esta noche. Supongo que quería ayudarme. Es muy pequeño pero muy sagaz y muy orgulloso. No puedo llevármelo, es demasiado frágil.

– ¿Quieres que me ocupe de este gato?

Danglard cogió al gatito por la piel de la espalda, lo examinó y lo dejó en el suelo, desconcertado.

– Sería mejor que te lo quedases tú -dijo Danglard-. Te echará de menos.

– ¿El gato?

– Adamsberg.

Camille terminó su tercer botellín y lo dejó sin hacer ruido sobre la mesa.

– No -dijo ella-. Él no es frágil.

Danglard no trató de convencer a Camille. Después de un accidente, nunca es malo irse de vagabundeo. Le guardaría el gato, sería un recuerdo, tan suave y bonito como la misma Camille pero menos fastuoso, evidentemente.

– ¿Dónde vas a dormir? -preguntó él.

Camille alzó los hombros.

– Aquí -decidió Danglard-. Voy a desplegar este sofá-cama.

– No te molestes, Adrien. Sólo me echaré por encima, voy a dormir con las botas.

– ¿Para qué? Vas a estar incómoda.

– No importa. De ahora en adelante, dormiré con ellas.

– No es muy limpio -dijo Danglard.

– Más vale estar de pie que limpia.

– ¿Sabes, Camille, que la grandilocuencia nunca ha ayudado a nadie?

– Sí, eso lo sé. Es mi lado imbécil el que me hace grandilocuar a veces. O pequilocuar.

– El grandiloquio, el pequiloquio y el soliloquio no sirven para nada.

– ¿Qué es lo que sirve para algo? -preguntó Camille quitándose las botas.

– El reflexiloquio.

– Bien -dijo-. Me compraré un poco.

Camille se acostó sobre el sofá, de espaldas, con los ojos abiertos. Danglard se fue al cuarto de baño y volvió con una toalla y agua fría.

– Ponte esto sobre los párpados, te los deshinchará.

– Adrien, ¿le quedaba pasta a Dios una vez que hubo terminado a Jean-Baptiste?

– Un poco.

– ¿Qué hizo con ella?

– Algunas chapuzas bastante complejas, como las suelas de cuero por ejemplo. Maravillosas de llevar pero que resbalan en las cuestas y derrapan en cuanto llueve. Ha sido recientemente cuando el hombre ha resuelto esta molestia milenaria pegando en ellas caucho.

– No podemos pegar caucho sobre Jean-Baptiste.

– ¿Para impedir que resbale? No, no podemos.

– ¿Qué más, Adrien?

– Ya no le quedaba mucha pasta, ¿sabes?

– ¿Qué más?

– Las canicas.

– ¿Ves?, las canicas son verdaderamente difíciles.

Camille se quedó dormida y Danglard esperó una media hora antes de retirarle la compresa fría y apagar la luz del techo. Contempló a la joven en la oscuridad. Habría dado diez meses de cerveza por poder rozarla y, sin embargo, Adamsberg ni se acordaba de besarla. Cogió el gato, lo subió a la altura de su rostro y lo miró fijamente a los ojos.

– Son tontos los accidentes -le dijo-. Siempre son muy tontos. Y nosotros dos haremos un tramo de camino juntos. Esperaremos a que vuelva, quizás. ¿Verdad, bola?

Antes de acostarse, Danglard se detuvo ante el teléfono y dudó si debería avisar a Adamsberg. Meditó un largo rato ante la puerta oscura de aquella alternativa.

Mientras Adamsberg se vestía rápidamente para correr tras Camille, la joven encadenaba ansiosamente las preguntas: desde cuándo la conocía, por qué no le había hablado de ella, si se acostaba con ella, si la quería, en qué pensaba, por qué corría tras ella, cuándo volvería, por qué no se quedaba, no quería estar sola. Adamsberg tenía vértigo y no supo responder a ninguna. La abandonó en el apartamento, seguro de volver a encontrarla a la vuelta, con la madeja de preguntas intacta. El caso de Camille era mucho más molesto porque a Camille le traía sin cuidado la soledad. Le daba de tal forma igual que al menor inconveniente se lanzaba al vagabundeo.

Adamsberg caminaba rápidamente por las calles, flotando en el gran anorak del normando que le daba frío en los brazos. Conocía a Camille. Iba a despegar y rápido. Cuando a Camille se le metía en la cabeza que tenía que cambiar de aires, era tan difícil retenerla como atrapar un pájaro dopado de helio, tan difícil como atrapar a su madre la reina Mathilde cuando se sumergía en el océano. Camille se iba a componer sus propias latitudes, súbitamente cansada de un espacio donde las trayectorias se habían encabalgado tortuosamente. A aquella hora, debía de estar calzándose sus botas, embalando su sintetizador, cerrando su maletín de herramientas. Para orientarse en la vida, Camille se aferraba mucho más a aquel maletín que a él mismo, de quien desconfiaba, y con razón.

Adamsberg torció en la esquina de su calle y alzó los ojos hacia la cristalera. Apagada. Se sentó suspirando en el capó de un coche y cruzó los brazos sobre su vientre. Camille no había vuelto y sin duda se escaparía sin volver la vista atrás. Así era cuando Camille se iba de paseo. A saber, entonces, cuándo la volvería a ver, dentro de cinco años, diez años o nunca, era posible.

Volvió a pasos lentos a su casa, descontento. Si el sembrador no hubiese ofuscado sus horas y sus pensamientos, nunca habría ocurrido aquello. Se dejó caer sobre el lecho, fatigado y silencioso, mientras que la joven, desolada, proseguía con el engranaje de sus preguntas inquietas.

– Te lo ruego, cállate -dijo.

– No es culpa mía -se rebeló ella.

– Es culpa mía -dijo Adamsberg cerrando los ojos-. Pero cállate o vete.

– ¿Te da igual?

– Todo me da igual.

XXIX

Danglard entró a las nueve en el despacho de Adamsberg, relativamente inquieto, a pesar de saber que nada, fundamentalmente, podía alterar la constancia del humor vagabundo del comisario. Pues entraba en conflicto lo menos posible con la realidad. En efecto, Adamsberg ojeaba en su mesa un montón de periódicos con titulares bastante devastadores sin parecer afectado, con el rostro tan tranquilo como de costumbre, quizás un poco más ausente.

– Dieciocho mil edificios afectados -le dijo a Danglard poniendo una nota sobre la mesa.

Danglard se quedó en su sitio, sin hablar.

– Casi cojo al tipo ayer en la plaza -dijo Adamsberg con una voz algo apagada.

– ¿Al sembrador? -preguntó Danglard sorprendido.

– Al sembrador en persona. Pero se me escapó. Todo se me escapa, Danglard -añadió levantando los ojos y cruzando rápidamente la mirada de su adjunto.

– ¿Ha visto algo?

– No. Nada, precisamente.

– ¿Nada? ¿Cómo puede decir entonces que casi atrapa a ese tipo?

– Porque lo sentí.

– ¿Sintió el qué?

– No lo sé, Danglard.

Danglard renunció, prefiriendo dejar a Adamsberg solo cuando abordaba esos espacios confusos, esas marismas donde los pasos se hunden en la suavidad del cieno, donde el agua se lo disputa a la tierra. Se eclipsó hasta la puerta de entrada para llamar por teléfono a Camille, con la sensación vergonzosa de deslizarse como un espía por el seno de la brigada.

– Puedes ir -dijo en voz baja-. Está aquí, tiene una montaña de trabajo como la torre Eiffel.

– Gracias, Adrien. Adiós.

– Adiós, Camille.

Danglard colgó con tristeza, volvió a su mesa, encendió mecánicamente su ordenador, que tintineó demasiado alegremente sobre sus pensamientos oscuros.

Es imbécil, un ordenador no se adapta a nada. Una hora y media más tarde, vio cómo Adamsberg pasaba ante él con un paso relativamente rápido. Danglard llamó enseguida a Camille para prevenirla de una probable visita.

Pero Camille ya había levantado el campamento.

Adamsberg se dio de nuevo contra la puerta cerrada y esta vez no titubeó. Sacó su ganzúa y abrió la cerradura. Un vistazo al taller fue suficiente para comprender que Camille había desaparecido. El sintetizador había desaparecido, con el maletín de fontanero y la mochila.

La cama estaba hecha, la nevera vacía, la electricidad cortada. Adamsberg se sentó en una silla para contemplar la casa desierta y tratar de reflexionar. Contempló pero sin reflexionar. El móvil lo sacó de aquella postura tres cuartos de hora más tarde.

– Masséna acaba de llamar -dijo Danglard-. Tienen un cuerpo en Marsella.

– Bien -comentó Adamsberg, como aquella mañana-. Voy. Sáqueme un billete para el primer avión.

Hacia las dos, cuando la brigada estaba en plena efervescencia, Adamsberg dejó su bolsa cerca de la mesa de Danglard.

– Me voy -dijo.

– Sí -dijo Danglard.

– Le confío la brigada.

– Sí.

Adamsberg buscaba las palabras y su mirada se detuvo en los pies de Danglard que disimulaban a medias un cesto redondo donde dormía un gatito minúsculo e igual de redondo.

– ¿Qué es eso, Danglard?

– Es un gato.

– ¿Trae gatos a la brigada? ¿No le parece que ya tenemos bastante follón?

– No puedo dejarlo en casa. Es demasiado joven, mea por todas partes y a veces le cuesta trabajo alimentarse.

– Danglard, usted dijo que no quería animales.

– Una cosa es lo que uno dice y otra, lo que hace.

Danglard hablaba de manera breve, un poco hostil, con la mirada clavada en la pantalla, y Adamsberg reconoció claramente la desaprobación muda que encajaba de vez en cuando de parte de su adjunto. Su mirada volvió al cesto y la imagen subió, muy clara. Camille se iba, de espaldas, con la cazadora sobre un brazo y un gatito blanco y gris bajo el otro. Por supuesto, mientras corría, no le había prestado atención.

– Se lo ha dejado, ¿verdad, Danglard? -preguntó.

– Sí -respondió Danglard con la mirada siempre pegada a la pantalla.

– ¿Cómo se llama?

– La bola.

Adamsberg cogió una silla y se sentó con los codos apoyados en los muslos.

– Se ha ido por ahí -dijo.

– Sí -repitió Danglard y esta vez volvió la cabeza y se detuvo sobre la mirada gastada por la fatiga de Adamsberg.

– ¿Le ha dicho adónde?

– No.

Reinó un breve silencio.

– Se produjo una pequeña colisión -dijo Adamsberg.

– Lo sé.

Adamsberg se pasó los dedos de las dos manos por el cabello, varias veces, lentamente, como si presionase su cráneo, después se levantó y dejó la brigada sin decir palabra.

XXX

Masséna fue a recoger a su colega al aeropuerto de Marignane y lo llevó directamente a la morgue donde habían trasladado el cuerpo. Adamsberg quería verlo, pues Masséna no se sentía capacitado para determinar si se trataba o no de un imitador.

– Lo hemos encontrado desnudo en su casa -explicó Masséna-. Las cerraduras habían sido forzadas por un artista. Un trabajo muy limpio. Y había dos cerrojos nuevos.

– La técnica del principio -comentó Adamsberg-. ¿No había centinela en el descansillo?

– Tengo cuatro mil edificios entre las manos, colega.

– Sí. Es tremendo. En varios días, ha aniquilado la vigilancia policial. ¿Nombre, apellidos, características?

– Sylvain Jules Marmot, treinta y tres años. Empleado en el puerto, en la refección de barcos.

– Barcos -repitió Adamsberg-. ¿Ha estado en Bretaña?

– ¿Cómo lo sabe?

– No lo sé, me lo pregunto.

– A los diecisiete años trabajó en Concarneau. Fue allí donde aprendió el oficio. Bruscamente lo dejó todo y se fue a París, donde estuvo viviendo de pequeños trabajos de carpintería.

– ¿Aquí vivía solo?

– Sí, su pareja era una mujer casada.

– Ésa es la razón por la cual el sembrador lo ha matado en su casa. Está muy bien informado. No hay azar en nada de lo que hace, Masséna.

– Quizás, pero no hay un solo punto en común entre este Marmot y sus cuatro víctimas. Excepto esa estancia en París entre los veinte y los veintisiete años. No se rompa demasiado la cabeza con los interrogatorios, colega. Le he enviado todo el dossier a su brigada.

– Es allí donde ocurrió, en París.

– ¿El qué?

– Su encuentro. Esos cinco han debido de conocerse, de cruzarse, de una manera o de otra.

– No, colega, yo creo que el sembrador nos está mareando. Nos deja creer que esos asesinatos tienen un sentido para desnortarnos. Es fácil saber que Marmot vivía solo. Todo el barrio está al corriente. Aquí la vida se comenta en la calle.

– ¿Ha recibido gas lacrimógeno?

– Un buen chorro en la cara. Compararemos nuestra muestra con la de París, para ver si se lo trajo con él o si lo compró en Marsella. Podría ser un principio.

– Ni lo sueñe, Masséna. El tipo es un superdotado, estoy seguro. Lo ha previsto todo, todas las articulaciones del asunto, todas las reacciones en cadena, como un químico. Y sabe exactamente a qué producto quiere llegar. No me extrañaría que fuese un científico.

– ¿Científico? Creí que se lo imaginaba de letras.

– No es incompatible.

– ¿Científico y pirado?

– Tiene un fantasma en la cabeza desde 1920.

– Santo Dios, colega, ¿es un viejo de noventa años?

Adamsberg sonrió. Con el trato, Masséna era un tipo bastante más cordial que por teléfono. Demasiado, porque subrayaba casi todas sus palabras con gestos demostrativos, agarrando a su colega del brazo, golpeándole el hombro, la espalda y, en el coche, el muslo.

– Lo veo más bien de entre veinte y cuarenta.

– Eso no es un margen, colega, hay mucha diferencia.

– Pero es posible que tenga noventa años, ¿por qué no? Su técnica de asesinato no le exige ninguna fuerza. Asfixia instantánea y lazo corredizo, probablemente una abrazadera que utilizan los electricistas para atar los gruesos montones de cables. Algo que no falla y que hasta un niño podría manipular.

Masséna aparcó algo lejos de la morgue, buscando un lugar a la sombra. Aquí quemaba todavía el sol y la gente se paseaba con la camisa abierta o bien tomaba el fresco a la sombra, sentada sobre las escaleras de las casas, con una palangana de legumbres para pelar sobre las piernas. En París, Bertin debía de estar buscando su anorak para protegerse de los chubascos.

Levantaron la sábana que cubría al muerto y Adamsberg lo examinó atentamente. Las manchas de carbón de leña tenían una extensión similar a las encontradas sobre los cuerpos parisinos. Ocupaban casi la totalidad del vientre, los brazos, los muslos, y tiznaban la lengua. Adamsberg pasó su dedo por encima y después lo frotó contra su pantalón.

– Lo analizamos.

– ¿Tenía picaduras?

– Dos veces aquí -dijo Masséna señalando la ingle.

– ¿Y en su casa?

– Siete pulgas recolectadas, siguiendo la táctica que me indicó, colega. Práctico y astuto. Los bichos están siendo analizados.

– ¿Un sobre color marfil?

– Sí, en la papelera. No entiendo por qué no nos había prevenido.

– Tenía miedo, Masséna.

– Por eso mismo.

– Miedo de la policía. Mucho más miedo de la policía que del asesino. Creía poder defenderse solo, puso dos cerrojos suplementarios. ¿Cómo estaba su ropa?

– Tirada por la habitación. Muy desordenado este Marmot. Pero claro, cuando uno vive solo, ¿a quién le importa eso?

– Es extraño. El sembrador desnuda a sus víctimas limpiamente.

– Ni tuvo que hacerlo, colega. Dormía en pelotas en la cama. Aquí es lo que se hace generalmente. Por el calor.

– ¿Puedo ver su edificio?

Adamsberg atravesó el portal de un edificio de enlucido rojo y desgastado, cerca del Vieux Port.

– ¿No tienen el problema del código?

– Debe de estar estropeado desde hace tiempo -dijo Masséna.

Masséna había traído una potente linterna porque la luz del hueco de la escalera ya no funcionaba. Adamsberg examinó atentamente las puertas bajo el haz luminoso, descansillo por descansillo.

– ¿Qué le parece? -dijo Masséna alcanzando el último piso.

– Que ha estado aquí. Es suyo, no cabe duda. La soltura, la rapidez, la facilidad, el emplazamiento de las barras perpendiculares, es él. Se puede decir incluso que se ha tomado su tiempo. ¿Son tranquilos estos edificios?

– Es que aquí -explicó Masséna-, sea de día o de noche, si alguien se cruza con un tipo que pinta sobre una puerta a todo el mundo se la suda, en el estado en que se encuentra el edificio casi lo revaloriza. Y con toda esa gente que pintaba al mismo tiempo que él, ¿a qué se arriesgaba? ¿Y si caminásemos un poco, colega?

Adamsberg lo contempló sorprendido. Era la primera vez que un policía quería caminar como él.

– Tengo una pequeña barcucha en una cala. ¿Qué le parece si nos hacemos a la mar? Da ideas, ¿no? Yo lo hago a menudo.

Una media hora más tarde, Adamsberg había embarcado a bordo del Edmond Dantès, una pequeña lancha a motor muy marinera. Adamsberg, con el torso desnudo, en la proa, cerraba los ojos bajo el viento tibio. Masséna, también con el torso descubierto, navegaba detrás. Ni uno ni otro trataban de tener ideas.

– ¿Se va esta noche? -gritó Masséna.

– Mañana al alba -dijo Adamsberg-. Me gustaría vagar por el puerto.

– Ah, sí. También se encuentran ideas en el Vieux Port.

Adamsberg había apagado su móvil durante el paseo y consultó sus mensajes al desembarcar. Una llamada al orden del comisario de división Brézillon, muy inquieto por el ciclón que amenazaba la capital, una llamada de Danglard para señalarle el último balance de cuatros, otro de Decambrais que le leía el «especial» que había caído aquel lunes por la mañana:

Tomó domicilio, durante los primeros días, en los barrios bajos, húmedos y sucios. Durante algún tiempo, progresó poco. Parecía incluso haber desaparecido. Pero apenas pasaron pocos meses, enardecida, avanzó lentamente, primero por las calles populosas y acomodadas y finalmente, llena de audacia, se muestra en todos los barrios donde derrama su veneno mortal. Está por todas partes.

Adamsberg anotó el texto en su cuaderno, después se lo leyó lentamente al contestador de Marc Vandoosler. Manipuló su móvil de nuevo, buscando irracionalmente un mensaje, escondido bajo los otros, pero no había nada. Camille, por favor.

Por la noche, tras una pesada cena en compañía del colega, Adamsberg había dejado a Masséna con un fuerte abrazo y firmes promesas de reencuentro y caminaba a lo largo del muelle sur, bajo la presencia muy iluminada de Notre-Dame-de-la-Garde. Contemplaba, barco tras barco, los reflejos que se formaban bajo los cascos en las aguas, precisos hasta la punta de los mástiles. Se arrodilló y lanzó una gravilla al agua, haciendo temblar todo el reflejo que pareció conmovido por un gran escalofrío. La luz de la luna destellaba en minúsculos relámpagos sobre las ondas. Adamsberg se inmovilizó, con los cinco dedos de la mano apoyados en el suelo. Allí estaba el sembrador.

Levantó la cabeza y escrutó a los paseantes nocturnos, que aprovechaban el resol caminando con pasos cortos. Parejas y algunos grupos de adolescentes. Ni un hombre solo. Adamsberg, siempre arrodillado, siguió los muelles con la mirada, metro a metro. No, no estaba sobre los muelles. Estaba allí y estaba en otro lugar. Economizando movimientos, Adamsberg echó una nueva gravilla, tan pequeña como la anterior, en el agua clama y oscura. El reflejo se estremeció y la luna hizo de nuevo centellear brevemente los extremos de las arrugas. Era allí donde estaba, en el agua, en el agua brillante. En los relámpagos ínfimos que golpeaban sus ojos y se desvanecían. Adamsberg se instaló aún más firmemente sobre el muelle, con las dos manos puestas sobre el suelo, con la mirada cayendo sobre el casco blanco. Y como una espuma que se desprende de los fondos rocosos y sube blandamente hacia la luz del día, la imagen perdida de la víspera, en la plaza, inició su lenta ascensión. Adamsberg apenas respiraba, cerrando los ojos. En el relámpago, la imagen estaba en el relámpago.

De pronto estuvo allí, entera. El relámpago, durante el pregón de Joss, al final. Alguien se había movido y algo había resplandecido, vivo y rápido. ¿Un flash? ¿Un mechero? No, claro que no. Era un relámpago mucho más pequeño, ínfimo y blanco, como el de las olitas esta noche, y mucho más fugaz. Se había movido, de abajo arriba, venía de una mano como una estrella fugaz.

Adamsberg se levantó y respiró profundamente. Lo tenía. El relámpago de un diamante, proyectado por el movimiento de una mano durante el pregón. El relámpago del sembrador, protegido por el rey de los talismanes. Había estado allí, en algún lugar de la plaza, con su diamante en el dedo.

Por la mañana, en el vestíbulo del aeropuerto de Marignane, recibió la respuesta de Vandoosler.

– He pasado la noche buscando ese jodido extracto -dijo Marc-. La versión que me ha leído ha sido modernizada, refundida en el siglo XIX.

– ¿Entonces? -preguntó Adamsberg, siempre confiando en las posibilidades del vagón cisterna de Vandoosler.

– Troyes. Texto original de 1517.

– ¿Tres?

– La peste en la ciudad de Troyes, comisario. Se lo lleva a usted de paseo.

Adamsberg llamó enseguida a Masséna.

– Buenas noticias, Masséna, va a poder respirar. El sembrador los deja.

– ¿Qué pasa, colega?

– Se va a Troyes, a la ciudad de Troyes.

– Pobre tipo.

– ¿El sembrador?

– El comisario.

– Me largo, Masséna, anuncian mi vuelo.

– Nos volveremos a ver, colega, nos veremos.

Adamsberg llamó a Danglard para comunicarle la misma noticia y pedirle que se pusiese en contacto urgentemente con la ciudad amenazada.

– ¿Nos va a hacer correr por toda Francia?

– Danglard, el sembrador lleva un diamante en el dedo.

– ¿Una mujer?

– Es posible, no lo sé.

Adamsberg apagó su móvil durante el vuelo y lo volvió a encender en cuanto puso el pie en Orly. Consultó el buzón de voz, vacío, y se metió el aparato en el bolsillo apretando los labios.

XXXI

Mientras la ciudad de Troyes se preparaba para la ofensiva, Adamsberg había pasado por la brigada, en cuanto desembarcó del avión. Después volvió a salir para instalarse en la plaza. Decambrais se dirigió directamente hacia él con un grueso sobre en la mano.

– ¿Su especialista ha descifrado el especial de ayer? -preguntó.

– Troyes, la epidemia de 1517.

Decambrais se pasó la mano por la mejilla, como si se afeitase.

– El sembrador le ha tomado gusto a los viajes -dijo-. Si visita todos los lugares que la peste ha tocado, tenemos para treinta años recorriendo Europa, con excepción de algunas localidades de Hungría y de Flandes. Complica las cosas.

– Las simplifica. Reagrupa a sus hombres.

Decambrais le lanzó una mirada interrogante.

– No creo que atraviese el país por placer -explicó Adamsberg-. Su banda se ha dispersado y le da alcance.

– ¿Su banda?

– Si se han dispersado -continuó Adamsberg sin responder- es un asunto que ha tenido lugar hace mucho tiempo. Una banda, un grupo, un ajuste de cuentas. El sembrador los coge uno tras otro abatiendo sobre ellos la plaga de Dios. No son víctimas del azar, estoy seguro. Sabe adónde apunta y las víctimas están localizadas desde hace tiempo. Sin duda ahora ya han comprendido que están amenazadas. Sin duda saben quién es el sembrador.

– No, comisario, vendrían a ponerse bajo su protección.

– No, Decambrais. A causa del ajuste de cuentas. Sería como confesar. El tipo de Marsella lo había comprendido, acababa de poner dos cerrojos en su puerta.

– ¿Pero de qué ajuste de cuentas se trata, Dios santo?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Hubo una mierda. Asistimos a su efecto retorno. Quien siembra mierda, recoge pulgas.

– Si fuese eso, habría encontrado la coincidencia hace mucho tiempo.

– Hay dos. Son todos hombres y mujeres de la misma generación. Y han vivido en París. Por eso hablo de un grupo, de una banda.

Tendió la mano y Decambrais puso en ella el gran sobre color marfil. Adamsberg sacó la misiva de la mañana:

Esta epidemia cesó bruscamente en el mes de agosto de 1630 y todos (…) se alegraron en gran medida; desgraciadamente esta pausa fue de muy corta duración. Era el siniestro anuncio de un recrudecimiento tan horrible que desde el mes de octubre de 1631 hasta el fin de 1632 (…).

– ¿Cómo vamos con los edificios? -preguntó Decambrais mientras Adamsberg marcaba el número de Vandoosler-. Los anuncios hablan de dieciocho mil en París y cuatro mil en Marsella.

– Eso era ayer. Hoy estamos con veintidós mil por lo bajo.

– Qué tristeza.

– ¿Vandoosler? Adamsberg. Le dicto el de esta mañana, ¿está listo?

Decambrais contempló cómo el comisario leía el especial por teléfono, con aire desconfiado y una pizca de celos.

– Va a buscarlo y me llama -dijo Adamsberg colgando.

– Listo ese tipo, ¿no?

– Mucho -confirmó Adamsberg con una sonrisa.

– Si le localiza la ciudad a partir de este extracto, bravo. Será más que listo, será un visionario. O el culpable. No tendrá más que lanzar a sus sabuesos tras su pista.

– Ya lo hice hace tiempo, Decambrais. El tipo está fuera de sospecha. No sólo tiene una excelente coartada de sábanas para el primer asesinato sino que he hecho que lo vigilen todas las noches desde entonces. Duerme en su casa y sale por la mañana para ir a hacer limpiezas.

– ¿Limpiezas? -repitió Decambrais, perplejo.

– Es mujer de la limpieza.

– ¿Y especialista en la peste?

– Usted también hace encaje.

– Ésta no la encontrará -dijo Decambrais tras un silencio crispado.

– La encontrará.

El anciano repeinó sus cabellos blancos, reajustó su corbata azul marino y volvió a la penumbra de su despacho donde carecía de rivales.

El quejido de trueno del normando atravesó la plaza y, bajo una lluvia fina, la gente se dirigió hacia El Vikingo, separando a las palomas que volaban en sentido contrario.

– Lo siento, Bertin -dijo Adamsberg-. Me llevé su anorak hasta Marsella.

– La chaqueta está seca. Mi mujer se la ha planchado.

Bertin la sacó de debajo de su mostrador y puso el bulto muy limpio y cuadrado en brazos del comisario. La chaqueta no había tenido aquel aspecto desde el día en que la compró.

– Vaya, Bertin, ¿ahora mimas a los policías? ¿Te hacen morder la tierra y tú pides más?

El alto normando volvió la cabeza hacia el que acababa de hablar y que se reía con un aire malicioso. Se remetía la servilleta de papel entre la camisa y el cuello de toro, dispuesto a manducar.

El hijo de Thor se separó del mostrador y fue directo hasta su mesa, empujando las sillas a su paso hasta encontrarse con el hombre. Lo tomó por la camisa y lo cogió violentamente por detrás. Como el tipo protestaba aullando, Bertin le propinó dos bofetadas y, arrastrándolo hasta la puerta con la fuerza de sus brazos, lo arrojó sobre la plaza.

– Ni se te ocurra volver, no hay sitio en El Vikingo para cabrones de tu especie.

– ¡No tienes derecho, Bertin! -gritó el tipo levantándose con dificultad-. ¡Eres un establecimiento público! ¡No tienes derecho a escoger tu clientela!

– Escojo a los policías y escojo a los hombres -respondió Bertin dando un portazo. Después se pasó una gran mano por sus cabellos claros para echarlos hacia atrás y retomó su sitio en el mostrador, digno y firme.

Adamsberg se deslizó a la derecha, bajo la proa.

– ¿Come aquí? -preguntó Bertin.

– Como y me instalo hasta el pregón.

Bertin asintió con la cabeza. No le gustaban los policías demasiado, pero esa mesa se la había donado a Adamsberg ad vitam aeternam.

– No veo qué es lo que puede buscar en esta plaza -dijo el normando pasando una esponja para limpiarle el sitio-. Nos moriríamos de aburrimiento si no fuese por Joss.

– Justamente -dijo Adamsberg-. Espero el pregón.

– Bueno -dijo Bertin-. Tiene cinco horas por delante, pero cada uno tiene sus métodos.

Adamsberg puso su móvil junto al plato y lo contempló con una mirada vaga. Camille, cielo santo, llama. Lo cogió, lo volvió de un lado y de otro. Después le dio un ligero empujón. El aparato giró sobre sí mismo, como en la ruleta. Aunque, la verdad, le daba igual. Pero llama. Puesto que todo da igual.

Marc Vandoosler telefoneó a media tarde.

– No es fácil -dijo con el tono de un tipo que ha buscado todo el día una aguja en una carreta de heno.

Confiado, Adamsberg esperó la respuesta.

– Châtellerault -continuó Vandoosler-. Una narración tardía de los acontecimientos.

Adamsberg comunicó la información a Danglard.

– Châtellerault -recibió Danglard-. Comisarios de división Levelet y Bourrelot. Los alerto.

– ¿Algún cuatro en Troyes?

– Todavía no. Los periodistas no han podido descifrar el mensaje como lo hicieron en Marsella. Debo dejarlo, comisario. La bola está causando daños en las escayolas nuevas.

Adamsberg colgó y tardó un rato en comprender que Danglard acababa de referirse al gato. Por quinta vez en la jornada, miró a su móvil a los ojos, cara a cara.

– Suena -le murmuró-. Muévete. Era una colisión y habrá otras. No tienes que preocuparte por eso, ¿qué más te da? Son mis colisiones y mis historias. Déjamelas a mí. Suena.

– ¿Es un chisme de reconocimiento vocal? -preguntó Bertin trayendo el plato caliente-. ¿Responde solo?

– No -dijo Adamsberg-, no responde.

– No dan muchas satisfacciones esos chismes.

– No.

Adamsberg pasó la tarde en El Vikingo, solamente perturbado por Castillon y después por Marie-Belle, que vino a relajarlo con una media hora de charla circular. Se instaló para el pregón cinco minutos antes de la hora, al mismo tiempo que Decambrais, Lizbeth, Damas, Bertin, Castillon, que ocupaban sus puestos, y la melancólica Éva, a la que localizó a la sombra de la columna Morris. La muchedumbre, compacta, se apretaba en torno al estrado.

Adamsberg había abandonado su plátano para situarse lo más cerca posible del pregonero. Su mirada tensa pasaba de habitual a habitual, examinando sus manos una a una, acechando los mínimos gestos que revelarían un débil relámpago. Joss pasó dieciocho anuncios sin que Adamsberg localizase a quien quiera que fuese. Durante el estado de la mar, una mano se alzó, pasando sobre una frente, y Adamsberg lo atrapó al vuelo. El relámpago.

Estupefacto, retrocedió hasta el plátano. Se quedó apoyado sin moverse durante un largo rato, titubeante, inseguro.

Después sacó muy lentamente el teléfono de su chaqueta planchada.

– Danglard -murmuró-, persónese en la plaza a toda velocidad. Con dos hombres. Actívese, capitán. Tengo al sembrador.

– ¿Quién es? -preguntó Danglard levantándose y haciéndole señas a Noël y a Voisenet para que lo siguiesen.

– Damas.

Algunos minutos más tarde, el coche de la policía frenó en la plaza y tres hombres salieron rápidamente, dirigiéndose hacia Adamsberg que los esperaba cerca del plátano. El acontecimiento suscitó cierto interés por parte de aquellos que aún remoloneaban entre dos discusiones, sobre todo porque el policía más alto llevaba un gatito blanco y gris en la mano.

– Sigue ahí -dijo Adamsberg en voz bastante baja-. Hace la caja con Éva y Marie-Belle. No toquen a las mujeres, llévense al tipo. Atención, puede ser peligroso, tiene talla de atleta, asegúrense de sus armas. En caso de violencia, no hagan estropicio, por piedad. Noël, usted viene conmigo. Hay otra puerta que da a la calle lateral, por la que pasa el pregonero. Danglard y Justin, pónganse delante.

– Voisenet -rectificó Voisenet.

– Póngase delante -repitió Adamsberg despegándose del tronco de árbol-. Vamos.

La salida de Damas, esposado y escoltado por cuatro policías, y su ingreso inmediato en el coche patrulla sumieron en el estupor a los habitantes de la plaza. Éva corrió hasta el coche, que arrancó ante ella, mientras se agarraba la cabeza con las dos manos. Marie-Belle se echó, llorando a lágrima viva, en brazos de Decambrais.

– Está loco -dijo Decambrais estrechando a la joven contra él-. Se ha vuelto completamente loco.

Incluso Bertin, que había seguido la escena a través de sus ventanas, sintió cómo su veneración por el comisario Adamsberg se turbaba.

– Damas -murmuró-. Han perdido la cabeza.

En cinco minutos, toda la plaza se había reunido en El Vikingo, donde comenzaron a sucederse las discusiones ásperas en un ambiente dramático y casi de revuelta.

XXXII

En cuanto a Damas, permanecía tranquilo, sin sombra de preocupación, sin que una pregunta atravesase su rostro. Se había dejado detener sin protestar, había permitido que lo sentasen en el coche y lo condujesen hasta la brigada sin decir una palabra, sin que su rostro pareciese tampoco hermético. Adamsberg no había visto en toda su vida a un acusado tan tranquilo sentado frente a él.

Danglard se sostuvo en el borde de la mesa, Adamsberg se apoyó en la pared cruzando los brazos, Noël y Voisenet estaban de pie en las esquinas de la habitación. Favre estaba sentado tras una mesa esquinada, dispuesto a mecanografiar el interrogatorio. Damas, instalado de manera bastante relajada en la silla, echó sus largos cabellos hacia atrás y esperó, con las dos manos sobre las rodillas encerradas dentro de las esposas.

Danglard salió discretamente para dejar a la bola en su cesta y pidió a Mordent y Mercadet que fuesen a buscar algo de beber y de comer para todo el mundo, además de medio litro de leche, si tenían la amabilidad.

– ¿Es para el acusado?

– Es para el gato -dijo discretamente Danglard-. Si puede rellenar su escudilla, sería muy amable. Voy a estar ocupado toda la velada y quizás toda la noche.

Mordent le aseguró que podía contar con él y Danglard retomó su posición en el ángulo de la mesa.

Adamsberg estaba quitándole las esposas a Damas y Danglard juzgó aquel gesto prematuro, teniendo en cuenta que quedaba todavía una ventana sin barrotes y que ignoraban las reacciones de aquel hombre. Sin embargo, no se inquietó. Lo que lo preocupaba mucho, en cambio, era ver a aquel tipo acusado de ser el sembrador de peste sin ninguna prueba válida. Además, la pacífica apariencia de Damas lo desmentía por completo. Buscaban un erudito y una gran cabeza. Y Damas era un hombre simple, e incluso un poco lento de reacciones. Era absolutamente imposible que aquel tipo, preocupado sobre todo por sus proezas físicas, hubiese podido dirigir mensajes tan complejos al pregonero. Danglard se preguntaba ansiosamente si Adamsberg habría reflexionado simplemente antes de meterse con la cabeza baja en aquel arresto inverosímil. Se mordisqueó el interior de las mejillas, lleno de aprensión. A su parecer, Adamsberg iba directo contra el muro.

El comisario ya había contactado con el sustituto y obtenido las órdenes de registro para la tienda de Damas y para su domicilio, en la Rue de la Convention. Seis hombres habían salido un cuarto de hora antes hacia el lugar.

– Damas Viguier -empezó Adamsberg consultando el carné de identidad usado-, está acusado de los asesinatos de cinco personas.

– ¿Por qué? -dijo Damas.

– Porque está acusado -repitió Adamsberg.

– Ah, bueno. ¿Me dice que he matado a gente?

– A cinco -dijo Adamsberg disponiendo bajo sus ojos las fotos de las víctimas y nombrándolos, uno tras otro.

– No he matado a nadie -dijo Damas contemplándolo-. ¿Puedo irme? -añadió después levantándose.

– No. Está detenido. Puede hacer una llamada de teléfono.

Damas contempló al comisario con aire atónito.

– Pero yo hago llamadas cuando quiero -dijo.

– Esas cinco personas -dijo Adamsberg enseñándole las fotos de una en una- han sido todas estranguladas esta semana. Cuatro en París, la última en Marsella.

– Muy bien -dijo Damas volviéndose a sentar.

– ¿Las reconoce, Damas?

– Claro que sí.

– ¿Dónde las ha visto?

– En el periódico.

Danglard se levantó y se alejó, dejando la puerta abierta para escuchar la continuación de aquel mediocre principio de interrogatorio.

– Enséñeme sus manos, Damas -dijo Adamsberg volviendo a guardar las fotos-. No, así no, al revés.

Damas le hizo caso con buena voluntad y presentó al comisario sus largas manos extendidas, con las palmas vueltas hacia el techo. Adamsberg le tomó la mano izquierda.

– ¿Es un diamante, Damas?

– Sí.

– ¿Por qué le da la vuelta?

– Para no estropearlo cuando reparo las planchas.

– ¿Cuesta caro?

– Sesenta y dos mil francos.

– ¿De dónde lo ha sacado? ¿Es de familia?

– Es el precio de una moto que vendí, una 1.000 R1 casi nueva. El comprador me pagó con eso.

– No es corriente en un hombre que lleve un diamante.

– Yo lo llevo. Puesto que lo tengo.

Danglard se presentó en la puerta e hizo un signo a Adamsberg a distancia para que se reuniese con él.

– Los tipos del registro domiciliario acaban de llamar -dijo Danglard en voz baja-. No han sacado nada. Ni una bolsa de carbón, ni un criadero de pulgas, ni una rata viva o muerta y, sobre todo, ni un solo libro, ni en la tienda ni en su casa, aparte de algunas novelas en edición de bolsillo.

Adamsberg se frotó la nuca.

– Déjelo -dijo Danglard con un tono apurado-. Va directo a meter la pata. Este tipo no es el sembrador.

– Sí, Danglard.

– No puede precipitarse sólo por ese diamante, es ridículo.

– Los hombres no llevan diamantes, Danglard. Pero éste lleva uno en el anular izquierdo y oculta la piedra en la palma de su mano.

– Para no estropearlo.

– Chorradas, nada estropea un diamante. El diamante es la piedra protectora de la peste por excelencia. Le viene de familia, desde 1920. Miente, Danglard. No olvide que manipula la urna del pregonero tres veces al día.

– Este tipo no ha leído un solo libro en su vida, Dios santo -dijo Danglard casi gruñendo.

– ¿Qué sabemos?

– ¿Ve a este tipo como a un latinista? ¿Está de broma?

– No conozco a los latinistas, Danglard. Por eso no tengo sus prejuicios.

– ¿Y Marsella? ¿Cómo es posible que estuviese en Marsella? Está siempre metido en su tienda.

– No el domingo ni el lunes por la mañana. Después del pregón de la noche, ha tenido todo el tiempo de coger el tren de las veinte horas y veinte minutos. Y de estar de vuelta a las diez de la mañana.

Danglard alzó los hombros, casi furioso, y fue a instalarse frente a su pantalla. Si Adamsberg quería plantarse, que lo hiciese sin él.

Los tenientes habían traído de cenar y Adamsberg sirvió las pizzas en su despacho, en las cajas. Damas comió con apetito, con aire satisfecho. Adamsberg esperó tranquilamente a que todos hubiesen terminado de comer, apiló las cajas al lado de la papelera y retomó el interrogatorio a puerta cerrada.

Danglard llamó una hora y media más tarde. Su descontento parecía haber desaparecido parcialmente. Con una mirada hizo señas a Adamsberg para que se acercase.

– No hay ningún Damas Viguier en el registro civil -dijo en voz baja-. Este tipo no existe. Sus papeles son falsos.

– ¿Ve, Danglard? Miente. Envíe sus huellas, seguro que ha estado en la cárcel. Se rumia desde el principio. El hombre que ha abierto el apartamento de Laurion y el de Marsella sabía cómo hacerlo.

– El fichero de huellas acaba de derrapar. Si le digo que ese jodido fichero me da la lata desde hace ocho días.

– Vaya al Quai, compañero, apúrese. Llámeme desde allí.

– Mierda, todo el mundo tiene nombres falsos en esta plaza.

– Decambrais dijo que hay lugares donde sopla el espíritu.

– ¿No se llama Viguier? -dijo Adamsberg retomando su sitio contra la pared.

– Es un nombre para la tienda.

– Y para sus papeles -dijo Adamsberg mostrándole el carné-. Falsificación y uso de falsificaciones.

– Me lo hizo un amigo, lo prefiero así.

– ¿Por qué?

– Porque no me gusta el nombre de mi padre. Es demasiado llamativo.

– Dígamelo de todas formas.

Por primera vez, Damas guardó silencio y apretó los labios.

– No me gusta -dijo finalmente-. Me llaman Damas.

– Pues bien, esperaremos ese nombre -dijo Adamsberg.

Adamsberg se fue a caminar dejando a Damas vigilado por sus tenientes. A veces es muy fácil distinguir a un tipo que miente de un tipo que dice la verdad. Y Damas decía la verdad afirmando que no había matado a nadie. Adamsberg lo escuchaba en su voz, en sus ojos, lo leía en sus labios y sobre su frente. Pero seguía convencido de tener al sembrador ante él. Era la primera vez que se sentía cortado en dos mitades irreconciliables ante un sospechoso. Volvió a llamar a los hombres que seguían registrando la tienda y el piso. El registro era un fracaso total. Adamsberg volvió a la brigada una hora más tarde, consultó el fax enviado por Danglard y lo copió en su cuaderno. Apenas le sorprendió encontrarse a Damas dormido sobre su silla, con el sueño pesado de un tipo que no tiene nada que reprocharse.

– Hace tres cuartos de hora que duerme -dijo Noël.

Adamsberg le puso una mano sobre el hombro.

– Despiértate, Arnaud Damas Heller-Deville. Voy a contarte tu historia.

Damas abrió los ojos y los volvió a cerrar.

– Ya la conozco.

– El industrial de la aeronáutica Heller-Deville ¿es tu padre?

– Lo era -dijo Damas-. Gracias a Dios, explotó en el aire en su avión privado hace dos años. Que su alma no descanse en paz.

– ¿Por qué?

– Por nada -dijo Damas, cuyos labios temblaban ligeramente-. No tiene derecho a preguntarme. Pregúnteme cualquier otra cosa. Cualquier otra cosa.

Adamsberg pensó en las palabras de Ferez y lo dejó de lado.

– Cumpliste cinco años de prisión en Fleury y saliste hace dos años y medio -dijo Adamsberg leyendo sus notas-. Acusación de homicidio voluntario. Tu novia se cayó por la ventana.

– Saltó.

– Es lo que reiteraste como un autómata en el proceso. Algunos vecinos testificaron. Os escuchaban discutir como perros desde hacía semanas. Casi llaman varias veces a la policía. ¿Motivo de las discusiones, Damas?

– Estaba desequilibrada. Gritaba todo el tiempo. Saltó.

– No estás en el tribunal, Damas, y tu proceso no se repetirá nunca. Puedes cambiar de disco.

– No.

– ¿La empujaste?

– No.

– Heller-Deville, ¿has matado a esos cuatro tipos y a esa mujer la semana pasada? ¿Los has estrangulado?

– No.

– ¿Sabes de cerraduras?

– He aprendido.

– ¿Te hicieron daño esos tipos, esa chica? ¿Los has matado como a tu novia?

– No.

– ¿Qué hacía tu padre?

– Pasta.

– Y a tu madre, ¿qué le hacía?

De nuevo, Damas apretó los labios.

El teléfono sonó y Adamsberg tuvo al juez de instrucción en la línea.

– ¿Ha hablado? -preguntó el juez.

– No. Se bloquea -dijo Adamsberg.

– ¿Alguna luz a la vista?

– Ninguna.

– ¿El registro domiciliario?

– Nada.

– Apúrese, Adamsberg.

– No. Quiero que se le inculpe, señor juez.

– De ninguna manera. No tiene ni un elemento de prueba. Hágale hablar o libérelo.

– Viguier no es su nombre, su carné está falsificado. Se trata de Arnaud Damas Heller-Deville, cinco años de cárcel por homicidio. ¿No le basta como presunción?

– Todavía menos. Me acuerdo perfectamente del caso Heller-Deville. Fue condenado porque los testimonios de los vecinos impresionaron al jurado. Pero su versión se sostenía igual de bien que la de la acusación. Ni se le ocurra cargarle una peste a las espaldas con el pretexto de que ha estado en chirona.

– Las cerraduras han sido abiertas por un experto.

– Tiene ex presidiarios hasta decir basta en esa plaza, ¿me equivoco? Ducouëdic y Le Guern están tan bien situados como Heller-Deville. Los informes sobre su reinserción son todos excelentes.

El juez Ardet era un hombre firme, además de sensible y prudente, cualidades raras que, esta noche, no favorecían a Adamsberg.

– Si soltamos a ese tipo -dijo Adamsberg- no le garantizo nada. Va a matar de nuevo o a escapársenos de las manos.

– Nada de inculpación -concluyó el juez con firmeza-. O arrégleselas para encontrar pruebas antes de mañana a las diecinueve horas treinta minutos. Pruebas, Adamsberg, no intuiciones confusas. Pruebas. Confesiones, por ejemplo. Buenas noches, comisario.

Adamsberg colgó y guardó silencio durante un buen rato que nadie osó interrumpir. Se apoyaba en la pared o bien deambulaba por la habitación, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Danglard veía subir bajo la piel de sus mejillas, de su frente morena, el resplandor extraño de su concentración. Por muy concentrado que estuviese no encontraría una fisura por la que quebrantar a Arnaud Damas Heller-Deville. Porque Damas quizás hubiese asesinado a su novia y falsificado sus papeles pero no era el sembrador. Si aquel tipo de mirada vacía sabía latín, se comía su camisa. Adamsberg salió para telefonear y después volvió a la habitación.

– Damas -continuó, cogiendo una silla y sentándose muy cerca de él-. Damas, propagas la peste. Metes esos anuncios en la urna de Joss Le Guern, desde hace más de un mes. Crías pulgas de rata que liberas bajo la puerta de tus víctimas. Esas pulgas portan la peste, están infectadas y pican. Los cadáveres portan las huellas de picaduras mortales y los cuerpos están negros. Muertos de peste los cinco.

– Sí, es lo que han explicado los periodistas.

– Eres tú el que pinta los cuatros negros. Eres tú el que envía las pulgas. Eres tú el que mata.

– No.

– Tienes que comprender una cosa, Damas. Esas pulgas que transportas saltan sobre ti como sobre los otros. No te cambias a menudo y no te lavas a menudo.

– Me lavé el pelo la semana pasada -protestó Damas.

De nuevo, Adamsberg vaciló ante el candor de los ojos del joven. El mismo candor que tenían los de Marie-Belle, un poco simple.

– Esas pulgas apestadas también están en ti. Pero estás protegido, tienes el diamante. No pueden nada contra ti. Pero ¿y si no tuvieses la piedra, Damas?

Damas cerró sus dedos sobre el anillo.

– Si no tienes nada que ver -continuó Adamsberg-, no debes preocuparte. Si fuese así, no tendrías pulgas. ¿Entiendes?

Adamsberg dejó pasar un silencio, vigilando los ligeros cambios en el rostro del hombre.

– Dame tu anillo, Damas.

Damas no se movió.

– Sólo diez minutos -insistió Adamsberg-. Te lo devolveré, te lo juro.

Adamsberg extendió la mano y esperó.

– Tu anillo, Damas. Quítatelo.

Damas se quedó inmóvil, como todos los otros hombres en la habitación. Danglard contempló cómo sus rasgos se crispaban. Algo empezaba a moverse.

– Dámelo -dijo Adamsberg con la mano aún extendida-. ¿Qué temes?

– No puedo quitármelo. Es un voto. Era de la chica que saltó. Era su anillo.

– Te lo devolveré. Dámelo. Quítatelo.

– No -dijo Damas deslizando su mano izquierda bajo su muslo.

Adamsberg se levantó y caminó.

– Tienes miedo, Damas. En cuanto el anillo haya dejado tu dedo, sabes que las pulgas te picarán y que esta vez te la transmitirán. Y morirás como los otros.

– No. Es un voto.

Fracaso -pensó Danglard relajando sus hombros-. Hermosa tentativa, pero fracaso. Demasiado débil, esa historia del diamante, calamitosa.

– Entonces, desvístete -dijo Adamsberg.

– ¿Qué?

– Quítate la ropa, toda. Danglard, traiga una bolsa.

Un hombre, desconocido para Adamsberg, asomó la cabeza por la puerta.

– Martin -se presentó el hombre-. Servicio de entomología. Me ha mandado llamar.

– Le tocará a usted, Martin, dentro de un minuto. Damas, desvístete.

– ¿Delante de todos esos tipos?

– ¿Qué más te da? Salgan -dijo a Noël, Voisenet y Favre-. Lo molestan.

Con la frente arrugada, Damas hizo caso con lentitud.

– Meta eso en la bolsa -dijo Adamsberg.

Cuando Damas estuvo desnudo, con su único anillo al dedo, Adamsberg cerró la bolsa y llamó a Martin.

– Urgente. Búsqueda de sus…

– Nosopsyllus fasciatus

– Exactamente.

– ¿Esta noche?

– Esta noche, a toda velocidad.

Adamsberg volvió a la habitación donde Damas estaba de pie, cabizbajo.

Adamsberg le levantó un brazo y después el otro.

– Separa las piernas, treinta centímetros.

Adamsberg estiró la piel de las caderas, de un lado y de otro.

– Siéntate, ya terminamos. Voy a buscarte una toalla.

Adamsberg volvió de los vestuarios con una toalla de baño verde que Damas cogió con un gesto rápido.

– ¿No tienes frío?

Damas negó con la cabeza.

– Te han picado las pulgas, Damas. Tienes dos picaduras bajo el brazo derecho, una en la ingle izquierda y tres en la ingle derecha. No temas nada, tienes tu anillo.

Damas mantuvo la cabeza inclinada, apretado en su gran toalla.

– ¿Qué me dices?

– Hay pulgas en la tienda.

– ¿Pulgas de hombre, quieres decir?

– Sí, la trastienda no está muy limpia.

– Pulgas de rata, lo sabes mejor que yo. Vamos a esperar todavía, menos de una hora y lo sabremos. Martin nos va a llamar. Es un gran especialista, Martin, ¿sabes? Te encuentra el nombre de una pulga de rata con sólo una ojeada. Puedes irte a dormir, si quieres. Voy a traerte unas mantas.

– La celda está nueva -dijo Adamsberg tendiéndole las dos mantas-. La ropa de cama está limpia.

Damas se acostó sin decir palabra y Adamsberg cerró la reja tras él. Volvió hacia su despacho, incómodo. Tenía al sembrador, había acertado y sentía pena. Y sin embargo aquel tipo había masacrado a cinco personas en ocho días. Adamsberg se obligó a recordarlo, a volver a ver los rostros de las víctimas, la mujer joven bajo el camión.

Esperaron poco menos de una hora en silencio. Danglard no se atrevía a pronunciarse. Nada decía que la ropa de Damas contuviese las pulgas de la peste. Adamsberg garabateaba sobre una hoja pegada a su rodilla, con los rasgos un poco cansados.

Era la una y media de la madrugada. Martin llamó a las dos y diez.

– Dos Nosopsyllus fasciatus -declaró sobriamente-. Vivas.

– Gracias, Martin. Artículo ultra precioso. Si las dejas escapar por el embaldosado, es nuestro dossier el que se larga con ellas.

– Con ellos -corrigió el entomólogo-. Son machos.

– Lo siento, Martin. No he querido ofender a nadie. Envíenos de vuelta la ropa a la brigada para que el sospechoso pueda vestirse de nuevo.

Cinco minutos más tarde, el juez, despertado en su primer sueño, autorizaba el cargo.

– Tenía razón -dijo Danglard levantándose penosamente, con los ojos entornados y el cuerpo exhausto-. Pero lo tiene cogido por un cabello.

– Un cabello es más sólido de lo que uno cree. Basta con tirar de él suave y regularmente.

– Le advierto que Damas aún no ha hablado.

– Hablará. Sabe que ahora está jodido. Es extremadamente listo.

– Imposible.

– Sí, Danglard. Se hace el imbécil. Y como es extremadamente listo, lo hace muy bien.

– Si ese tipo habla latín, me como mi camisa -dijo Danglard mientras se iba.

– Que aproveche, Danglard.

Danglard apagó el ordenador, levantó la canasta donde dormía el gatito y saludó a los agentes de noche, con el cesto bajo el brazo. En el vestíbulo se cruzó con Adamsberg, que descendía un catre de campaña del vestuario y una manta.

– Mierda, ¿va a dormir ahí?

– Por si le da por hablar.

Danglard continuó su camino sin hacer comentarios. ¿Qué podía comentar? Sabía que Adamsberg no tenía muchas ganas de volver a su apartamento, donde flotaban aún los vapores del accidente. Mañana se encontraría mejor. Adamsberg era un tipo que se recuperaba con una extraña rapidez.

Adamsberg se instaló en el catre de campaña y se puso la manta enrollada por encima. Tenía al sembrador a diez pasos de distancia. El hombre de los cuatros, el hombre de los «especiales» aterradores, el hombre de las pulgas de rata, el hombre de la peste, el hombre que estrangulaba y tiznaba de carbón a sus víctimas. Esa tiznadura de carbón, este último gesto, su enorme metedura de pata.

Se quitó la chaqueta, el pantalón y puso su móvil sobre la silla. Llama, Dios bendito.

XXXIII

Llamaron al timbre de noche apretando varias veces seguidas, en señal de urgencia. El cabo Estalère abrió el portal y recibió a un hombre sudoroso, en traje de chaqueta completo abotonado con prisa y camisa abierta sobre un felpudo de pelo negro.

– Apúrese, amigo -dijo el hombre poniéndose rápidamente a cubierto en los locales de la brigada-. Quiero hacer una declaración. Sobre el asesino, sobre el hombre de la peste.

Estalère no se atrevió a prevenir al comisario principal y despertó al capitán Danglard.

– Mierda, Estalère -dijo Danglard desde su cama-, ¿por qué me llama? Sacuda a Adamsberg, duerme en su despacho.

– Por eso, capitán. Si no es importante, tengo miedo de que me eche una bronca.

– ¿Y yo le inspiro menos miedo, Estalère?

– Sí, capitán.

– Se equivoca. En las seis semanas que lleva codeándose con él, ¿ha visto alguna vez gritar a Adamsberg?

– No, capitán.

– Pues bien, dentro de treinta años tampoco lo habrá visto. Pero a mí, sí, y no tardará mucho en verlo. Despiértelo, mierda. No necesita mucho sueño de todas formas. Pero yo sí.

– Bien, capitán.

– Un minuto, Estalère. ¿Qué quiere este tipo?

– Está aterrorizado, tiene miedo de que lo asesinen.

– Ya hemos dicho hace tiempo que pasábamos de los aterrorizados. Ahora hay cien mil en la ciudad. Échelo fuera y deje dormir al comisario.

– Pretende ser un caso especial -precisó Estalère.

– Todos los aterrorizados se creen especiales. Si no, no se aterrorizarían.

– No, él pretende que acaban de picarle unas pulgas.

– ¿Cuándo? -preguntó Danglard sentándose sobre su cama.

– Esta noche.

– Vale, Estalère, despiértelo. Yo también voy.

Adamsberg se lavó el rostro y el torso con agua fría, pidió un café a Estalère -la nueva máquina había sido instalada la víspera- y empujó con el pie el catre de campaña hacia el fondo de su despacho.

– Tráigame a ese tipo, cabo -dijo.

– Estalère -se presentó el joven.

Adamsberg asintió con la cabeza y retomó su memorándum. Ahora que el sembrador estaba en la celda, quizás pudiera ocuparse de la tropa de desconocidos que poblaba su brigada. Escribió: cara redonda, ojos verdes, temeroso, igual a Estalère. Y añadió aprovechando la ocasión: Entomólogo, Pulgas, Nuez, igual a Martin.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– Roubaud Kévin -dijo el cabo.

– ¿Edad?

– La treintena -estimó Estalère.

– Ha sufrido picaduras esta noche, ¿es ésa su historia?

– Sí, y está aterrorizado.

– No está mal.

Estalère condujo a Roubaud Kévin hasta el despacho del comisario, sujetando al mismo tiempo en la mano izquierda una taza de café sin azúcar. El comisario no tomaba azúcar. Al contrario que a Adamsberg, a Estalère le gustaban los pequeños detalles de la vida, le gustaba recordarlos y le gustaba demostrar que los recordaba.

– No le he puesto azúcar, comisario -dijo posando la taza sobre la mesa y a Roubaud Kévin sobre la silla.

– Gracias, Estalère.

El hombre pasaba los dedos por el pelo denso de su pecho, agitado, incómodo. Olía a sudor y su sudor olía a vino.

– ¿Nunca ha tenido pulgas antes? -le preguntó Adamsberg.

– Nunca.

– ¿Está seguro de que las picaduras son de esta noche?

– No hace más de dos horas y es eso lo que me ha despertado. Entonces me vine para prevenirles.

– ¿Hay cuatros sobre las puertas de su edificio, señor Roubaud?

– Dos. La portera ha hecho uno sobre su cristal, con rotulador, y otro el tipo del quinto derecha.

– Entonces no es él. Y no son sus pulgas. Puede volver tranquilo.

– ¿Está de broma? -dijo el hombre subiendo el tono-. Exijo protección.

– El sembrador pinta todas las puertas excepto una, antes de soltar las pulgas -martilleó Adamsberg-. Son otras pulgas. ¿Ha recibido a alguien estos últimos días? ¿A alguien con un animal?

– Sí -dijo Roubaud enfurruñado-. Un amigo ha pasado hace dos días con su chucho.

– Pues ahí lo tiene. Vuelva a casa, señor Roubaud, y duerma. Aún podemos dormir otra horita, nos vendrá bien a todo el mundo.

– No. No quiero.

– Si está preocupado hasta tal punto -dijo Adamsberg levantándose-, llame a la desinfección y se acabó.

– No serviría para nada. El asesino me ha escogido, me matará, con pulgas o sin ellas. Exijo una protección.

Adamsberg volvió a la mesa, retrocedió hasta la pared y examinó con más atención a Kévin Roubaud. Unos treinta, violento, preocupado y algo furtivo en sus grandes ojos oscuros y desorbitados.

– Bien -dijo Adamsberg-. Le ha escogido. No hay un solo cuatro digno de ese nombre en su edificio pero sabe que le ha escogido.

– Las pulgas -gruñó Roubaud-, está en el periódico. Todas las víctimas han tenido pulgas.

– ¿Y el perro de su amigo?

– No, no es eso.

– ¿Cómo está tan seguro?

El tono del comisario se modificaba, Roubaud lo sintió y se encogió en la silla.

– En el periódico -repitió.

– No, Roubaud, es otra cosa.

Danglard acababa de llegar, eran las seis de la mañana y Adamsberg le indicó que se instalase. El capitán se desplazó en silencio y se situó frente al teclado.

– Ya veo -dijo Roubaud recuperando la seguridad-, me amenazan, un pirado trata de matarme pero es conmigo con quien se meten.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Adamsberg suavizando el tono.

– Trabajo en la sección de linóleos de unos grandes almacenes de muebles, detrás de la Gare de l'Est.

– ¿Está casado?

– Estoy divorciado desde hace dos años.

– ¿Hijos?

– Dos.

– ¿Viven con usted?

– Con su madre. Tengo derecho de visita los fines de semana.

– ¿Cena fuera o en su casa? ¿Sabe cocinar?

– Depende -dijo Roubaud un poco desconcertado-. A veces me hago una sopa y un plato congelado. A veces bajo al café. Son demasiado caros los restaurantes.

– ¿Le gusta la música?

– Sí -dijo Roubaud, un poco perdido.

– ¿Tiene una cadena, una tele?

– Sí.

– ¿Ve el fútbol?

– Sí, evidentemente.

– ¿Entiende?

– Bastante.

– Nantes-Burdeos, ¿lo ha visto?

– Sí.

– No jugaron mal, ¿verdad? -dijo Adamsberg, que lo había visto.

– Si usted lo dice -dijo Roubaud con una mueca-, jugaron más bien flojo y terminó con un empate. Ya se veía venir desde la primera mitad.

– ¿Ha seguido las noticias en el descanso?

– Sí -dijo Roubaud maquinalmente.

– Entonces -dijo Adamsberg sentándose ante él-, ya sabrá que cogimos ayer por la noche al sembrador de la peste.

– Es lo que dijeron -murmuró Roubaud confuso.

– En ese caso, ¿qué es lo que le asusta?

El tipo se mordió los labios.

– ¿Qué le da miedo? -repitió Adamsberg.

– No estoy seguro de que sea él -soltó el hombre con voz vacilante.

– ¿Sí? ¿Usted entiende de asesinos?

Roubaud se mordió completamente su labio inferior, con los dedos hundidos en los pelos de su torso.

– ¿Soy yo el amenazado y es conmigo con quien se mete? -repitió-. Tenía que haberlo sabido. Los policías, en cuanto se les llama, te cuelgan el muerto, es lo único que saben hacer. Tenía que habérmelas arreglado yo solo. Uno quiere ayudar a la justicia y he aquí el resultado.

– Pero va a ayudar, Roubaud, y mucho, incluso.

– ¿Sí? Creo que se está haciendo la picha un lío, comisario.

– No te las des de avispado, Roubaud, porque no eres lo suficientemente listo para eso.

– ¿Ah, no?

– No. Pero si no quieres ayudarme, te volverás a tu casa como has venido. A tu casa, Roubaud. Si tratas de irte por las ramas, te llevaremos a tu domicilio. Allí esperarás tu muerte.

– ¿Desde cuándo los policías me dictan adónde debo ir?

– Desde que me jodes. Pero vete, Roubaud, eres libre. Lárgate.

El hombre no se movió.

– ¿Tienes miedo, eh? ¿Tienes miedo de que te estrangule con el cable de muescas como a los otros cinco? Sabes que no podrás defenderte. Sabes que te atrapará donde quiera que estés, en Lyon, en Niza o en Berlín. Eres el objetivo. Y sabes por qué.

Adamsberg abrió su cajón y después desplegó ante el hombre las fotos de las cinco víctimas.

– ¿Sabes que vas a reunirte con ellos, eh? Los conoces, a todos, y por eso tienes miedo.

– Déjeme en paz -dijo Roubaud volviéndose de lado.

– Entonces, lárgate. Vete.

Pasaron dos largos minutos.

– Bueno -se decidió el hombre.

– ¿Los conoces?

– Sí y no.

– Explícate.

– Digamos que los conocí una noche, hace mucho tiempo, siete u ocho años. Bebimos unas copas juntos.

– Ah, sí. Bebisteis unas copas juntos y por eso os eliminan de uno en uno.

El hombre transpiraba, y el olor de su sudor inundaba toda la habitación.

– ¿Quieres un café? -preguntó Adamsberg.

– Sí.

– ¿Con algo de comer?

– Sí.

– Danglard, dígale a Estalère que traiga todo eso.

– Y tabaco -añadió Roubaud.

– Cuenta -repitió Adamsberg mientras Roubaud se reanimaba con ayuda de un café con leche muy azucarado-. ¿Cuántos erais?

– Siete -murmuró Roubaud-. Nos encontramos en un bareto, se lo juro.

Adamsberg contempló de inmediato sus grandes ojos negros y vio que un poco de verdad había pasado con este «se lo juro».

– ¿Qué hicisteis?

– Nada.

– Roubaud, tengo al sembrador en la celda. Si quieres, te meto con él, cierro los ojos y no hablamos más. En una media hora, estás muerto.

– Digamos que le apretamos las tuercas a un tipo.

– ¿Por qué?

– Queda lejos. Nos pagaron para que ese tipo soltase algo, eso es todo. Había robado en una tienda y tenía que devolverlo. Le apretamos las tuercas, era el trato.

– ¿El trato?

– Sí, nos habían contratado. Un trabajillo, ya sabe.

– ¿Dónde le «apretasteis las tuercas»?

– En un gimnasio. Nos dieron la dirección, el nombre del tipo y el nombre del bareto donde debíamos reunimos. Porque no nos conocíamos de nada.

– ¿Ninguno de vosotros?

– No. Éramos siete y nadie se conocía. Nos habían pescado separadamente. Un tipo listo.

– ¿Dónde os habían pescado?

Roubaud se encogió de hombros.

– En lugares donde se encuentran tipos a los que no les importa apretarle las tuercas a otros por pasta. No es complicado. A mí me pescaron en un pub de mierda en la Rue Saint-Denis. Se lo juro, yo no me meto en ese tipo de negocios desde hace años. Se lo juro, comisario.

– ¿Quién te pescó?

– No lo sé, todo estaba puesto por escrito. Una chica me dio la carta. Papel elegante, limpio. Me fié.

– ¿De parte de quién?

– Se lo juro, nunca supe quién nos había contratado. Demasiado listo, el jefe. Debimos haber pedido más.

– Entonces os reunisteis los siete y fuisteis a buscar a vuestra víctima.

– Sí.

– ¿Cuándo fue?

– Un 17 de marzo, un jueves.

– Y os lo llevasteis a ese gimnasio. ¿Y después?

– Ya lo he dicho, mierda -dijo Roubaud agitándose en su silla-. Le apretamos las tuercas.

– ¿Eficaz? ¿Soltó lo que tenía que soltar?

– Sí, terminó telefoneando. Dio toda la información.

– ¿De qué se trataba? ¿Pasta? ¿Droga?

– No lo supe, lo juro. El jefe debió de quedar satisfecho puesto que no volvimos a oír nada al respecto.

– ¿Os pagaron bien?

– Sí.

– Le apretasteis las tuercas, ¿eh? ¿Y el tipo lo soltó todo? ¿No dirías más bien que lo torturasteis?

– Le apretamos las tuercas.

– ¿Y vuestra víctima os hace pagar ocho años más tarde?

– Eso es lo que creo.

– ¿Por haberle apretado las tuercas? ¿Estás de cachondeo, Roubaud? Vas a volverte a casa.

– Es la verdad -dijo Roubaud agarrándose a la silla-. ¿Para qué mierda íbamos a torturarlos si no tenían estómago? Se cagaban sólo de vernos.

– ¿Ellos?

Roubaud se mordió de nuevo el labio inferior.

– ¿Eran varios? Espabila, Roubaud, siento que tenemos prisa.

– Había una chica también -murmuró Roubaud-. No tuvimos elección. Cuando fuimos a coger al tipo, estaba con su novia, ¿qué más daba? Nos los llevamos a los dos.

– ¿Le apretasteis también las tuercas a la chica?

– Un poco. Yo no, lo juro.

– Mientes. Sal del despacho, ya no quiero verte. Enfréntate a tu destino, Kévin Roubaud, yo me lavo las manos.

– No fui yo -dijo Roubaud susurrando-, lo juro. No soy un animal. Soy un poco borde si me provocan pero no como los otros. Yo sólo me reía un poco y les guardaba las espaldas.

– Te creo -dijo Adamsberg que no creía nada-. ¿De qué te reías?

– Pues bien, de lo que hacían.

– Apúrate, Roubaud, no te quedan más que cinco minutos y te echo.

Roubaud inspiró ruidosamente.

– Lo despelotaron -continuó en voz baja-, le echaron gasolina sobre la… sobre el…

– Sobre el sexo -sugirió Adamsberg.

Roubaud asintió. Las gotas de sudor rodaban sobre sus mejillas y acababan perdiéndose en su torso.

– Encendieron mecheros y empezaron a girar en torno a él, acercándose a su… a su chisme. El tipo aullaba, se moría de cague ante la idea de que su chirimbolo se incendiase.

– Apretar las tuercas -murmuró Adamsberg-. ¿Y después?

– Después le dieron la vuelta sobre la mesa de gimnasia y lo clavaron.

– ¿Lo clavaron?

– Pues sí. Eso se llama decorar a un tipo. Le clavaron chinchetas por el cuerpo y después le metieron una matraca entre las, en el, en el culo.

– Formidable -dijo Adamsberg entre dientes-. ¿Y la chica? No me digas que no tocasteis a la chica.

– Yo no -gritó Roubaud-, yo les guardaba las espaldas. Yo sólo me reía.

– Y hoy, ¿te sigues riendo?

Roubaud bajó la cabeza, con las manos aún aferradas a la silla.

– ¿La chica? -repitió Adamsberg.

– Violada por los cinco tipos, uno tras otro. Tuvo una hemorragia. Al final, estaba inerte. Creí incluso que habíamos metido la pata, que estaba muerta. De hecho, se volvió loca, ya no reconocía a nadie.

– ¿Cinco? Creí que erais siete.

– Yo no la toqué.

– ¿Pero el sexto tipo? ¿No hizo nada?

– Era una chica. Ella -dijo Roubaud señalando con el dedo la foto de Marianne Bardou-. Estaba liada con uno de los tipos. No queríamos chavalas pero ella se empeñó, y entonces vino.

– ¿Qué hacía?

– Fue ella la que echó la gasolina. Se reía mucho.

– Vaya por Dios.

– Sí -dijo Roubaud.

– ¿Y después?

– Después de que el tipo terminase de telefonear, lleno de vómito, los pusimos de patitas en la calle, en pelotas con sus trastos y nos fuimos todos juntos a emborracharnos.

– Bonita velada -comentó Adamsberg-. Eso había que mojarlo.

– Lo juro, yo estaba desanimado. Nunca he vuelto a tocar eso y nunca he vuelto a ver a los tipos. Recibí las pelas por correo, como estaba convenido, y nunca volví a oír nada al respecto.

– Hasta esta semana.

– Sí.

– En que reconociste a las víctimas.

– Sólo a él, a él y a la mujer -dijo Roubaud señalando las fotos de Viard, Clerc y Bardou-. Sólo los vi una noche.

– ¿Reaccionaste enseguida?

– Sólo después del asesinato de la mujer. La reconocí porque tenía un montón de lunares en la cara. Entonces miré las fotos de los otros y comprendí.

– Que había vuelto.

– Sí.

– ¿Sabes por qué esperó todo este tiempo?

– No, no lo conozco.

– Porque cumplió cinco años de cárcel después de aquello. Su novia, la chica a la que volvisteis loca, se tiró por la ventana un mes más tarde. Digiere eso, Roubaud, si no tienes aún suficiente sobre tu conciencia.

Adamsberg se levantó, abrió de par en par la ventana para respirar, para ahuyentar el sudor y el horror. Se quedó apoyado un momento sobre la barandilla, inclinando su mirada sobre la gente que caminaba allá abajo, por la calle, gente que no había escuchado la historia. Siete y cuarto. El sembrador seguía durmiendo.

– ¿Por qué tienes miedo si está en chirona? -dijo volviéndose.

– Porque no es él -susurró Roubaud-. Han metido la pata hasta el fondo. El tipo al que torturamos era un tipo alto y delgaducho que habría salido volando con un cachete, un debilucho, un mierda, un intelectual del tres al cuarto incapaz de levantar una pinza de la ropa. El tipo que enseñaron en la tele era un tipo fuerte, con un buen físico, nada que ver, puede creerme.

– ¿Seguro?

– Estoy convencido. Aquel tipo tenía cara de pajarito, me acuerdo muy bien. Sigue fuera y me vigila. Ya le he dicho todo, ahora pido protección. Pero se lo juro, yo no hice nada, les guardaba…

– Las espaldas, ya lo he oído, no te canses. ¿Pero tú no crees que un hombre puede cambiar en cinco años de cárcel? ¿Sobre todo si ha decidido vengarse y eso se ha convertido en una idea fija? ¿No crees que los músculos se fabrican, a diferencia del cerebro? ¿Y que si tú te has quedado igual de tonto, él ha podido transformarse voluntariamente?

– ¿Para qué?

– Para limpiar su vergüenza, para vivir y para condenaros.

Adamsberg fue al armario, sacó una bolsita de plástico que contenía un gran sobre amarillo y la arrojó suavemente bajo los ojos de Roubaud.

– ¿Conoces eso?

– Sí -dijo Roubaud frunciendo el ceño-. Había uno en el suelo cuando me fui de casa hace un rato.

– Era él, el sembrador. Es el sobre donde iban las pulgas misiles.

Roubaud apretó sus brazos sobre el vientre.

– ¿Tienes miedo de la peste?

– No demasiado -dijo Roubaud-. No creo verdaderamente en esas chorradas, es una treta para engatusar a la gente.

– Y tienes razón. ¿Estás seguro de que ese sobre no estaba allí ayer?

– Seguro.

Adamsberg se pasó la mano por la mejilla, pensativo.

– Ven a verlo -dijo dirigiéndose hacia la puerta.

Roubaud titubeó.

– Te ríes menos que antes, en los viejos tiempos, ¿eh? Ven, no corres ningún riesgo, el animal está enjaulado.

Adamsberg arrastró a Roubaud hasta la celda de Damas. Éste dormía aún el sueño de los justos, con el rostro de perfil posado sobre la manta.

– Míralo bien -dijo Adamsberg-. Tómate el tiempo que necesites. No olvides que hace casi ocho años que no lo has visto y que entonces no estaba en su mejor momento.

Roubaud examinó a Damas a través de los barrotes, casi fascinado.

– ¿Qué dices? -preguntó Adamsberg.

– Es posible -dijo Roubaud-. La boca, es posible. Tendría que verle los ojos.

Adamsberg abrió la celda bajo la mirada casi aterrorizada de Roubaud.

– ¿Quieres que cierre? -preguntó Adamsberg-. ¿O quieres que te meta aquí con él, para que podáis divertiros juntos como cuando erais jóvenes, evocando buenos recuerdos?

– No me joda -dijo Roubaud sombríamente-, puede ser peligroso.

– Tú también has sido peligroso.

Adamsberg se encerró con Damas y Roubaud lo contempló como quien admira a un domador que penetra en la arena.

– Despiértate, Damas, tienes visita.

Damas se sentó mascullando y contempló las paredes de la celda, estupefacto. Después recordó y echó sus cabellos para atrás.

– ¿Qué hay? -preguntó-. ¿Puedo irme?

– Ponte de pie. Hay un tipo que quiere verte, un viejo conocido.

Damas le hizo caso enrollado en su manta, siempre dócil, y Adamsberg observó alternativamente a los dos hombres. El rostro de Damas pareció cerrarse ligeramente. Roubaud abrió desorbitadamente los ojos y después se alejó.

– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg una vez en el despacho-. ¿Qué dices?

– Es posible -dijo Roubaud poco convencido-. Pero si es él, ha doblado de volumen.

– ¿Y su cara?

– Es posible. No tenía el pelo largo.

– ¿No te mojas, eh? ¿Tienes miedo?

Roubaud asintió con la cabeza.

– Quizás no te equivoques -dijo Adamsberg-. Es posible que tu vengador no opere solo. Te guardo aquí hasta que lo veas más claro.

– Gracias -dijo Roubaud.

– Dame el nombre de la próxima víctima.

– Pues yo.

– Ya lo he entendido. Pero ¿y el otro? Erais siete, menos cinco que han muerto, igual a dos, menos tú, igual a uno. ¿Quién queda?

– Un tipo enjuto y feo como un topo, el peor de la tropa, en mi opinión. Fue él quien le metió la matraca.

– ¿Su apellido?

– No nos dijimos ni los apellidos ni los nombres. En este tipo de golpe, nadie corre riesgos.

– ¿Edad?

– Como todos nosotros. Tenía entre veinte y veinticinco.

– ¿Era de París?

– Supongo.

Adamsberg puso a Roubaud en una celda, sin cerrarla, y después pasó la cabeza a través de los barrotes de la de Damas tendiéndole su ropa.

– El juez ha decidido inculparte.

– Bueno -dijo Damas, plácido, sentado sobre su banco.

– ¿Hablas latín, Damas?

– No.

– ¿Sigues sin tener nada que decirme? ¿Y sobre las pulgas?

– No.

– ¿Y a propósito de seis tipos que te torturaron, un jueves 17 de marzo? ¿Y de una chica que se reía?

Damas permaneció silencioso, con las palmas de sus manos vueltas hacia sí, con el pulgar rozando su diamante.

– ¿Qué te quitaron, Damas? ¿Aparte de tu novia, tu cuerpo, tu honor? ¿Qué buscaban?

Damas no se movió.

– Bueno -dijo Adamsberg-. Te envío algo para que desayunes. Vístete.

Adamsberg se llevó a Danglard aparte.

– Este cabrón de Roubaud no es muy categórico -dijo Danglard-. Es molesto para usted.

– Damas tiene un cómplice en el exterior, Danglard. Las pulgas han sido entregadas en casa de Roubaud cuando Damas ya estaba aquí. Alguien ha tomado el relevo desde el anuncio de su arresto. Ha actuado muy rápidamente, sin tomarse un tiempo para pintar los cuatros preventivos.

– Si hay cómplice, eso explicaría su tranquilidad. Hay alguien que continúa con la labor y él cuenta con ello.

– Envíe hombres a la plaza para saber si tenía amigos. Y sobre todo, quiero la factura detallada de todas sus llamadas telefónicas desde hace dos meses. Las de la tienda y las del piso.

– ¿No quiere acompañarnos?

– Ya no soy bien recibido en la plaza. Soy el traidor, Danglard. Hablarán más fácilmente a oficiales que no conocen.

– Bien pensado -dijo Danglard-. Hubiésemos podido buscar durante años ese punto en común. Un encuentro, un bareto, una noche, tipos que ni siquiera se conocían. Ha sido un golpe de suerte que a Roubaud le entrase el pánico.

– Tiene sus razones, Danglard.

Adamsberg sacó su móvil y lo miró a los ojos. A fuerza de conjurarlo en silencio para que sonase, para que se moviese, para que hiciese algo interesante, había terminado por confundir el aparato con una proyección de la propia Camille. Le hablaba, le contaba su vida, como si Camille pudiese escucharlo fácilmente. Pero, como decía Bertin con razón, estos chismes no dan muchas satisfacciones, y Camille no salía del móvil como el genio de la lámpara. Y además, le daba igual. Lo dejó suavemente en el suelo para no hacerle daño y se volvió a acostar una hora y media para dormir.

Danglard lo despertó con la factura detallada de las llamadas telefónicas de Damas. Los interrogatorios en la plaza no dieron gran cosa. Éva estaba cerrada como una ostra, Marie-Belle se deshacía en sollozos a la primera de cambio, Decambrais ponía mala cara, Lizbeth insultaba y Bertin se expresaba con monosílabos, lleno, otra vez, de desconfianza normanda. De todo esto, surgió, a pesar de todo, la conclusión de que Damas no se alejaba de la plaza, por así decirlo, y que pasaba todas las noches escuchando a Lizbeth en el cabaré, sin intimar con nadie. No se le conocían amigos y pasaba el domingo con su hermana.

Adamsberg rastreó la lista de llamadas telefónicas en busca de un número recurrente. Si había un cómplice, Damas tendría que estar constantemente en contacto con él, tan apretado era el complejo calendario de los cuatros, las pulgas y los asesinatos. Pero Damas telefoneaba excepcionalmente poco. En su casa figuraban llamadas a la tienda, eran sin duda de Marie-Belle a Damas. En la tienda encontraron una lista muy reducida y raras repeticiones. Adamsberg controló los cuatro números que se repetían con algo de regularidad, todos suministradores de planchas, de ruedas y de cascos deportivos. Adamsberg apartó las facturas detalladas hacia una esquina de su mesa.

Damas no era un imbécil. Damas era un superdotado que jugaba a vaciar su mirada. Esto también lo había preparado en chirona y después. Todo estaba preparado desde hacía siete años. Si tenía un cómplice, no iba a arriesgarse a que lo descubriesen llamándolo desde su casa. Adamsberg llamó a la agencia del distrito 14 para pedir el extracto de las llamadas realizadas desde la cabina pública de la Rue de la Gaîté. El fax salió de su aparato veinte minutos más tarde. Desde la expansión de los móviles, el uso de las cabinas había descendido en caída libre y Adamsberg tuvo que desmenuzar una lista bastante ligera. Localizó once números que se repetían.

– Se los descodifico, si quiere -propuso Danglard.

– Este primero -dijo Adamsberg poniendo el dedo sobre el número-. Éste, con el 92, con el departamento de Hauts-de-Seine.

– ¿Puedo saber? -preguntó Danglard dirigiéndose a interrogar a su pantalla.

– Periferia norte, es la nuestra. Con suerte, se trata de Clichy.

– ¿No sería más prudente controlar los otros?

– No van a salir volando.

Danglard tecleó algunos instantes en silencio.

– Clichy -anunció.

– En la milla. El foco de la peste de 1920. Está en su familia, es su fantasma. Vivió allí probablemente. Rápido, Danglard, el nombre, la dirección.

– Clémentine Courbet, 22, Rue Hauptoul.

– Búsquela en el fichero de identidad.

Danglard trabajó en el teclado mientras Adamsberg caminaba por la sala, tratando de evitar al gatito que jugaba con un hilo que colgaba de los bajos de su pantalón.

– Clémentine Courbet, de soltera Journot, nacida en Clichy, casada con Jean Courbet.

– ¿Qué más?

– Déjelo, comisario. Tiene ochenta y seis años, es una anciana, déjelo.

Adamsberg hizo una mueca.

– ¿Qué más?

– Tuvo una hija, nacida en 1942 en Clichy -enunció mecánicamente Danglard-. Roseline Courbet.

– Sígale la pista a esta Roseline.

Adamsberg cogió la bola y la metió en el cesto. La bola volvió a salirse de inmediato.

– Roseline, de soltera Courbet, casada con Heller-Deville, Antoine.

Danglard contempló a Adamsberg sin decir nada.

– ¿Tuvieron un hijo? ¿Arnaud?

– Arnaud Damas -confirmó Danglard.

– Su abuela -dijo Adamsberg-. Llama a su abuela en secreto desde la cabina pública. ¿Y los padres de esta abuela, Danglard?

– Muertos. No vamos a remontarnos a la Edad Media.

– ¿Sus nombres?

Las teclas del teclado chasquearon rápidamente.

– Émile Journot y Célestine Davelle, nacidos en Clichy, barriada Hauptoul.

– Éstos son -murmuró Adamsberg- los vencedores de la peste. La abuela de Damas tenía seis años durante la epidemia.

Descolgó el teléfono de Danglard y marcó el número de Vandoosler.

– ¿Marc Vandoosler? Aquí Adamsberg.

– Un segundo, comisario -dijo Marc-. Dejo la plancha.

– La barriada Hauptoul, en Clichy, ¿le recuerda algo?

– Hauptoul fue el corazón de la epidemia, las barracas de los traperos. ¿Tiene un especial que habla de ello?

– No, una dirección.

– La barriada fue arrasada hace tiempo, la reemplazaron callejuelas y casas pobres.

– Gracias, Vandoosler.

Adamsberg colgó lentamente.

– Dos hombres, Danglard. Vamos para allá.

– ¿Los cuatro? ¿Por una anciana?

– Los cuatro. Pasaremos por casa del juez para pedirle un mandato.

– ¿Cuándo comemos?

– De camino.

XXXIV

Subieron por una vieja avenida orlada de basura que conducía a una pequeña casa ruinosa, flanqueada por un ala construida con planchas separadas. Llovía delicadamente sobre el tejado de tejas. El verano había sido un asco y septiembre también lo estaba siendo.

– Chimenea -dijo Adamsberg señalando el tejado-. Madera. Manzano.

Llamó a la puerta y una anciana abrió, alta y fuerte, con el rostro pesado y arrugado y los cabellos cubiertos por un pañuelo de flores. Sus ojos muy oscuros se posaron sobre los cuatro agentes en silencio. Después se quitó el cigarrillo que colgaba de su boca.

– La policía -dijo.

No era una pregunta sino un diagnóstico en firme.

– La policía -confirmó Adamsberg entrando-. ¿Clémentine Courbet?

– La misma -respondió Clémentine.

La anciana les hizo entrar en su salón, golpeó el diván antes de invitarlos a sentarse.

– ¿Hay mujeres ahora en la policía? -dijo con una mirada despectiva hacia la teniente Hélène Froissy-. Bueno, pues no la felicito. ¿No cree que ya hay bastantes tipos que juegan con armas de fuego para que haya que imitarlos? ¿Acaso no se le ocurre otra cosa que hacer?, ¿está de broma?

Clémentine pronunciaba «broma» como una campesina.

Se dirigió suspirando a su cocina y regresó con una bandeja cargada de vasos y una fuente con galletas.

– La imaginación, eso es lo que falta siempre -concluyó poniendo su fuente sobre una mesita con un mantel, delante del diván floreado-. Vino, galletas de nata, ¿les apetece?

Adamsberg la contemplaba con sorpresa, casi seducido por su rostro pesado y viejo. Kernorkian hizo comprender al comisario que no despreciaría las galletas, puesto que el bocadillo engullido en el coche no había sido suficiente.

– Tanto mejor -dijo Clémentine-. Pero la nata ya no se encuentra. La leche de ahora es como agua. La reemplazo con crema, no me queda más remedio.

Clémentine llenó los cinco vasos, dio un pequeño trago de vino y los miró.

– Dejémonos de sandeces -dijo encendiendo un cigarrillo-. ¿Qué quieren?

– Arnaud Damas Heller-Deville -empezó Adamsberg cogiendo una galleta pequeña.

– Arnaud Damas Viguier, perdone -dijo Clémentine-. Él lo prefiere así. Bajo este techo no se pronuncia el nombre de Heller-Deville. Y si le pica, vaya a decirlo fuera.

– ¿Es su nieto?

– Vaya con el guapo tenebroso -dijo Clémentine tendiendo el mentón hacia Adamsberg-, no me tome por una pardilla. Si no lo supiese no estaría aquí, ¿verdad? ¿Cómo están las galletas, buenas o malas?

– Buenas -afirmó Adamsberg.

– Excelentes -aseguró Danglard, y realmente lo pensaba. A decir verdad, no había probado unas galletas tan buenas desde hacía al menos cuarenta años y esta impresión lo llenaba de una alegría que no venía a cuento.

– Dejémonos de sandeces -dijo la anciana, aún de pie, dominando a los cuatro policías-. Denme tiempo para quitarme el delantal, cerrar el gas, avisar a la vecina y me voy con ustedes.

– Clémentine Courbet -dijo Adamsberg-, tengo una orden de registro. Visitaremos antes la casa.

– ¿Cuál es su nombre?

– Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg.

– Jean-Baptiste Adamsberg, no tengo por costumbre exponer la vida de gente que no ha hecho nada malo, sean policías o no lo sean. Las ratas están en el granero -dijo señalando el techo con el dedo-. Trescientas veintidós ratas más once cadáveres cubiertos de pulgas hambrientas a las cuales les recomiendo que no se acerquen o no puedo garantizarles la existencia. Si quiere meter su nariz allá arriba habrá que desinfectarlo antes. No se rompan la cabeza: el criadero está allí y la máquina de Arnaud, con la que escribió los mensajes, está en la habitación pequeña. Y los sobres también. ¿Qué más les interesa?

– La biblioteca -dijo Danglard.

– En el granero también. Hay que pasar por delante de las ratas antes. Cuatrocientos volúmenes, ¿qué le parece?

– ¿Sobre la peste?

– ¿Sobre qué otra cosa si no?

– Clémentine -dijo suavemente Adamsberg volviendo a tomar una galleta-, ¿no quiere sentarse?

Clémentine metió su grueso cuerpo en una butaca de flores y cruzó los brazos.

– ¿Por qué nos dice todo eso? -preguntó Adamsberg-. ¿Por qué no lo niega?

– ¿El qué, lo de los apestados?

– Las cinco víctimas, sí.

– Víctimas, una mierda -dijo Clémentine-. Verdugos.

– Verdugos -confirmó Adamsberg-. Torturadores.

– Pueden palmarla. Cuanto más la palmen, más revivirá Arnaud. Se lo han quitado todo, lo han hundido por debajo de la tierra. Es necesario que reviva. Y esto no será posible mientras ese bochinche siga sobre la tierra.

– El bochinche no muere solo.

– Sería demasiado hermoso. El bochinche es más vivaz que el cardo.

– ¿Tuvieron que ayudar, Clémentine?

– Y no poco.

– ¿Por qué la peste?

– Los Journot son señores de la peste -dijo Clémentine con un tono más brusco-. No hay que atacar a un Journot, eso es todo.

– ¿Y si no?

– Si no, los Journot le envían la peste. Son señores de la gran plaga.

– Clémentine, ¿por qué nos cuenta todo esto? -repitió Adamsberg.

– ¿En vez de qué?

– En vez de callarse.

– ¿Me ha encontrado, no? Y el chico está encerrado desde ayer. Entonces, dejémonos de sandeces, vámonos y ya está. ¿Qué más da?

– Todo -dijo Adamsberg.

– Nada -dijo Clémentine, sonriendo duramente-. El trabajo ha terminado. ¿Lo coge, comisario? Terminado. El enemigo está en su sitio. Los tres próximos la palmarán pase lo que pase de aquí a ocho días, esté yo aquí o en otro lugar. Es demasiado tarde para ellos. El trabajo está terminado. Estarán muertos los ocho.

– ¿Ocho?

– Los seis torturadores, la chica cruel y el comanditario. Para mí son ocho. ¿Está enterado o no está enterado?

– Damas no ha hablado.

– Normal. No podía hablar antes de estar seguro de que el trabajo estuviese terminado. Es eso lo que habíamos convenido si nos pillaban al uno o al otro. ¿Cómo lo ha descubierto?

– Por su diamante.

– Lo esconde.

– Lo he visto.

– Ah -dijo Clémentine-. Tiene conocimientos, conocimientos sobre la plaga de Dios. No contábamos con eso.

– He tratado de aprender rápido.

– Pues ya es demasiado tarde. El trabajo está hecho. El enemigo está en su sitio.

– ¿Las pulgas?

– Sí. Ya las tienen. Ya están infectados.

– ¿Sus nombres, Clémentine?

– Ya puede darse prisa. ¿Quiere salvarlos? Es su destino y se está consumando. No debían destruir a un Journot. Lo han destruido, comisario, a él y a la chica a la que amaba. Saltó por la ventana, la pobre niña.

Adamsberg asintió con la cabeza.

– ¿Fue usted, Clémentine, la que lo persuadió para que se vengase?

– Hablábamos casi todos los días en la cárcel. Es heredero de su bisabuelo y del anillo. Arnaud tenía que levantar cabeza, como Émile, durante la epidemia.

– ¿No teme la cárcel para usted y para Damas?

– ¿La cárcel? -dijo Clémentine golpeándose los muslos con las manos-. ¿Está de broma, comisario? Arnaud y yo no hemos matado a nadie. No vaya tan rápido.

– Entonces ¿quién ha sido?

– Las pulgas.

– Soltar pulgas infectadas es como disparar sobre un hombre.

– No estaban forzadas a picar, no vaya tan rápido. Es la plaga de Dios, cae donde le place. Si alguien ha matado es Dios. No pensará detener a Dios, ¿está de broma?

Adamsberg observó el rostro de Clémentine Courbet, tan sereno como el de su nieto. Comprendió de dónde venía la tranquilidad casi imperturbable de Damas. Tanto el uno como el otro se sentían profundamente inocentes de los cinco asesinatos que acababan de cometer, y de los tres que programaban todavía.

– Dejémonos de sandeces -dijo Clémentine-. Ahora que he hablado, ¿le sigo o me quedo?

– Voy a pedirle que nos acompañe, Clémentine Courbet -dijo Adamsberg levantándose-. Para hacer su declaración. Está detenida.

– Bueno, me viene bien -dijo Clémentine levantándose a su vez-. Así veré al chico.

Mientras Clémentine recogía la mesa y cubría el fuego, Kernorkian hizo comprender a Adamsberg que no estaba dispuesto a registrar el granero.

– No están infectadas, cabo -dijo Adamsberg-. Dios santo, ¿dónde quiere que esta mujer haya encontrado ratas apestadas? Sueña, Kernorkian, todo está en su cabeza.

– No es eso lo que ella dice -objetó Kernorkian con aspecto sombrío.

– Las manipula todos los días. Y no tiene la peste.

– Los Journot están protegidos, comisario.

– Los Journot tienen un fantasma y ese fantasma no le hará nada, tiene mi palabra. No ataca más que a aquellos que han tratado de destruir a un Journot.

– ¿Un vengador de familia, en cierto modo?

– Exactamente. Coja también una muestra del carbón de leña y envíela al laboratorio, calificación urgente.

La llegada de la anciana a la brigada produjo cierta sensación. Traía una gran caja llena de galletas que enseñó alegremente a Damas, deteniéndose ante él. Damas sonrió.

– No te inquietes, Arnaud -le dijo ella sin tratar de bajar la voz-. El trabajo está terminado. Todos, la tienen todos.

Damas sonrió aún más, cogió la caja que ella le tendía a través de los barrotes y se volvió a sentar tranquilamente en su banco.

– Prepárenle la celda junto a la de Damas -pidió Adamsberg-. Bajen un colchón del vestuario e instálenla tan confortablemente como puedan. Tiene ochenta y seis años. Clémentine -dijo volviéndose a la anciana-. Dejémonos de sandeces, ¿atacamos ahora esa declaración, o está cansada?

– La atacamos -dijo firmemente Clémentine.

Hacia las seis de la tarde, Adamsberg se fue a caminar, con la cabeza repleta de las revelaciones de Clémentine Journot, Courbet de casada. La había escuchado durante dos horas y después confrontó a la abuela con el nieto. Ni una sola vez había flaqueado su confianza en la muerte próxima de los tres últimos torturadores. Ni siquiera cuando Adamsberg les demostró que el tiempo transcurrido entre la liberación de las pulgas y la muerte de las víctimas era demasiado breve para que se pudiesen atribuir las muertes a las pulgas apestadas. Esta plaga está siempre dispuesta a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place, respondió Clémentine, recitando impecablemente el especial del 19 de septiembre. Ni cuando Adamsberg les mostró los resultados negativos de los análisis probando la inocuidad total de sus pulgas. Ni cuando les había puesto bajo los ojos las fotos de los estrangulamientos. La fe que tenían en sus insectos y sobre todo su certidumbre de que tres hombres iban a morir en poco tiempo, uno en París, otro en Troyes y el último en Châtellerault, había permanecido inconmovible.

Deambuló por las calles más de una hora y se detuvo frente a la prisión de la Santé. Un prisionero, allí arriba, había sacado un pie a través de los barrotes y lo agitaba por el aire del Boulevard Arago. No era una mano, sino un pie. No estaba calzado sino desnudo. Era un tipo que como él quería caminar fuera. Consideró aquel pie, imaginó el de Clémentine y después el de Damas, retorciéndose bajo el cielo. No los creía tan locos, si no fuese por aquel corredor adonde los arrastraba su fantasma. Cuando el pie se reintegró bruscamente a la celda, Adamsberg comprendió que un tercer elemento estaba todavía fuera de los muros, dispuesto a concluir su obra comenzada, en París, en Troyes, en Châtellerault, con su lazo corredizo.

XXXV

Adamsberg torció a la izquierda hacia Montparnasse y fue a dar a la Place Edgar-Quinet. Faltaba un cuarto de hora para que Bertin diese su golpe de trueno de la noche.

Empujó la puerta de El Vikingo preguntándose si el normando osaría atraparlo por el cuello como había hecho con su cliente de la víspera. Pero Bertin no se movió mientras Adamsberg se deslizaba bajo la proa del barco pirata y se instalaba en su mesa. No se movió, pero tampoco saludó y salió a la calle en cuanto Adamsberg se hubo sentado. Adamsberg comprendió que en menos de dos minutos, toda la plaza sería informada de que el policía que se había llevado a Damas estaba en el café y que enseguida tendría a una multitud encima. Era lo que había venido a buscar. Puede incluso que, excepcionalmente, aquella noche la cena de Decambrais tuviese lugar en El Vikingo. Puso su móvil sobre la mesa y esperó.

Cinco minutos más tarde, un grupo hostil empujó la puerta del café, capitaneado por Decambrais, seguido de Lizbeth, Castillon, Le Guern, Éva y varios más. Sólo Le Guern parecía bastante indiferente ante la situación. Las noticias arrasadoras ya no lo arrasaban desde hacía mucho tiempo.

– Siéntense -casi ordenó Adamsberg levantando la cabeza para plantar cara a los rostros agresivos que lo rodeaban-. ¿Dónde está la pequeña? -dijo buscando a Marie-Belle.

– Está enferma -dijo sordamente Éva-. Está acostada. Por su culpa.

– Siéntese usted también, Éva -dijo Adamsberg.

La joven había cambiado de rostro en un día y Adamsberg leyó en él una cantidad de odio insospechado que le hacía perder la antigua gracia de su melancolía. Ayer todavía era conmovedora y esta noche, en cambio, amenazante.

– Saque a Damas de ahí, comisario -dijo Decambrais rompiendo el silencio-. Está dando palos de ciego y va a quemarse. Damas es un tipo pacífico, tierno. Nunca ha matado a nadie, nunca.

Adamsberg no respondió y se alejó hacia los baños para llamar a Danglard. Dos hombres para vigilar el domicilio de Marie-Belle en la Rue de la Convention. Después volvió a ocupar su sitio en la mesa, frente al viejo letrado que posaba sobre él una mirada altiva.

– Cinco minutos, Decambrais -dijo alzando la mano con los dedos separados-. Le cuento una historia. Y me importa un bledo si aburro a todo el mundo, voy a contársela. Y cuando cuento algo, lo cuento a mi ritmo y con mis palabras. A veces duermo a mi adjunto.

Decambrais levantó el mentón y se calló.

– En 1918 -dijo Adamsberg- Émile Journot, trapero de profesión, vuelve sano y salvo de la guerra del 14.

– Nos trae sin cuidado -dijo Lizbeth.

– Cállate, Lizbeth, está contando. Dale una oportunidad.

– Cuatro años en el frente sin una herida -continuó Adamsberg-, es decir, prácticamente un prodigio. En 1915, el trapero salva la vida de su capitán yendo a buscarlo al campo de batalla. El capitán, antes de ser evacuado en la retaguardia y como testimonio de su gratitud, le da su anillo al soldado raso Journot.

– Comisario -dijo Lizbeth-, no estamos aquí para contar historias de los viejos tiempos. No se vaya por las ramas. Estamos aquí para hablar de Damas.

Adamsberg miró a Lizbeth. Estaba pálida y era la primera vez que veía una piel negra pálida. Su tez se había puesto gris.

– Es que la historia de Damas es una vieja historia de los viejos tiempos, Lizbeth -dijo Adamsberg-. Continúo. El soldado raso Journot no ha perdido el día. El anillo del capitán porta un diamante más gordo que una lenteja. Durante toda la guerra, Émile Journot lo lleva en el dedo con el engaste vuelto hacia el interior y cubierto de barro, para que no se lo quiten. Lo desmovilizan en 1918 y regresa a su miseria de Clichy pero no vende su anillo. Para Émile Journot, el anillo es salvador y sagrado. Dos años más tarde una peste estalla en su barriada y arrasa una callejuela entera. Pero la familia Journot, Émile, su mujer y su hija Clémentine, de seis años, permanecen intactos. La gente murmura, acusa. Émile descubre, a través del médico que visita la barriada devastada, que el diamante protege de la plaga.

– ¿Es verdad esa chorrada? -dijo Bertin desde su barra.

– Es verdad en los libros -dijo Decambrais-. Continúe, Adamsberg. Va lento.

– Ya les he advertido. Si quieren noticias de Damas, tienen que escucharme hasta el final.

– Las noticias son siempre noticias -dijo Joss-, antiguas o nuevas, largas o breves.

– Gracias, Le Guern -dijo Adamsberg-. Émile Journot fue de inmediato acusado de dirigir la peste, de propagarla quizás.

– Nos la trae floja ese Émile -dijo Lizbeth.

– Es el bisabuelo de Damas, Lizbeth -dijo Adamsberg algo firme-. Amenazada de linchamiento, la familia Journot huye de la barriada Hauptoul en plena noche, la pequeña a espaldas de su padre, atravesando las descargas donde agonizan las ratas apestadas. El diamante los protege, se refugian sanos y salvos en casa de un primo de Montreuil y no vuelven a su antiguo barrio hasta que concluye el drama. Su reputación ya está hecha. Los Journot, antaño deshonrados, se convierten en héroes, en dominadores, en señores de la peste. La historia milagrosa se convertirá en su gloria de traperos y en su divisa. Émile se encapricha definitivamente del anillo y de todas las historias de la peste. Su hija Clémentine hereda, a su muerte, el anillo, la gloria y las historias. Se casa y educa orgullosamente a su hija Roseline en el culto al poder de los Journot. Esta hija se casa con Heller-Deville.

– Nos alejamos, nos alejamos -farfulló Lizbeth.

– Nos acercamos -dijo Adamsberg.

– ¿Heller-Deville? ¿El industrial de la aeronáutica? -preguntó Decambrais algo rígido.

– Lo será en el futuro. En aquella época era un tipo de veintitrés años, ambicioso, inteligente, violento, que quería comerse el mundo. Y es el padre de Damas.

– Damas se apellida Viguier -dijo Bertin.

– No es su apellido. Damas se llama Heller-Deville. Creció entre un padre brutal y una madre deshecha en lágrimas. Heller-Deville maltrata a su mujer y pega a su hijo y, siete años después del nacimiento del chico, abandona más o menos a su familia.

Adamsberg echó una ojeada a Éva, que bajó bruscamente la cabeza.

– ¿Y la pequeña? -preguntó Lizbeth, que comenzaba a interesarse.

– No hablan de Marie-Belle. Nació bastante después que Damas. Damas se refugia siempre que puede en casa de su abuela Clémentine en Clichy. Ella consuela al niño, lo alienta y lo fortalece repitiéndole las gloriosas hazañas de la rama Journot. Después de las bofetadas y del abandono del padre, la celebridad de la familia Journot se convierte en la única fuerza de Damas. La abuela le confía solemnemente el anillo cuando cumple diez años y, con el diamante, el poder de dirigir la plaga de Dios. Lo que era todavía un juego de guerra para el chico se ancla en su espíritu y se convierte en un formidable instrumento de venganza, todavía simbólico. Peinando los mercados de Saint-Ouen y Clignancourt, la abuela ha acumulado una cantidad impresionante de obras sobre la peste, la de 1920, la suya, y sobre todas las demás, que contribuyen a alimentar la epopeya familiar. Les dejo que se lo imaginen. Más tarde, Damas es lo bastante mayor para encontrar consuelo por sí mismo en esos atroces relatos de la peste negra. No le dan miedo, todo lo contrario. Tiene el diamante del gran Émile, héroe de la guerra del 14 y héroe de la peste. Estos relatos lo alivian, son su venganza natural contra una infancia devastada. Su salvavidas.

– No veo la relación -dijo Bertin-. Eso no prueba nada.

– Damas tiene dieciocho años. Es un joven enclenque, escuchimizado, que ha crecido mal. Se hace físico para superar a su padre, probablemente. Es culto, latinista, pestólogo experto, científico cultivado y superdotado y tiene un fantasma en la cabeza. Se empeña y acaba lanzándose a la rama aeronáutica. A los veinticuatro años, descubre un procedimiento de fabricación que divide por cien los riesgos de fallo en el acero alveolado, ligero como una esponja. No lo he entendido todo. No puedo decirles por qué pero ese acero presenta un interés extremo para la construcción aeronáutica.

– ¿Damas descubrió algo? -dijo Joss estupefacto-. ¿A los veinticuatro años?

– En efecto. Y tenía intención de venderlo muy caro. Un tipo decide no pagar nada y simplemente arrancarle ese acero a Damas, ni visto ni conocido. Lanza sobre él a seis hombres, seis perros salvajes que lo humillan, lo torturan y violan a su novia. Damas canta, perdiendo en una noche su orgullo, su amor y su descubrimiento. Y su gloria. Un mes más tarde su novia se tira por la ventana. Hace casi ocho años que se juzgó el caso Arnaud Heller-Deville. Acusado de defenestrar a la chica, le echan cinco años que terminó de purgar hace más de dos.

– ¿Por qué Damas no dijo nada en el proceso? ¿Por qué se dejó enchironar?

– Porque si los policías identificaban a los torturadores, Damas perdía la capacidad de maniobra. Y Damas quería vengarse con todas sus fuerzas. En aquella época no daba la talla para luchar contra ellos. Pero cinco años más tarde, ya era otra cosa. Damas, el delgaducho, sale de la trena con quince kilos de músculos, determinado a no oír nunca más hablar de acero y obnubilado por la revancha. En la cárcel, uno se obnubila fácilmente. Es casi el único recurso que uno tiene: obnubilarse. Sale y tiene a ocho personas que matar: los seis torturadores, la chica que los acompañaba y el comanditario. Durante cinco años, la vieja Clémentine siguió pacientemente sus pistas, ayudada por las informaciones de Damas. Esta vez están listos. Para matar, Damas recurre al poder familiar. ¿Qué más? Cinco acaban de palmar esta semana. Quedan tres.

– No es posible -dijo Decambrais.

– Damas y su abuela lo han confesado todo -dijo Adamsberg mirándolo a los ojos-. Siete años de preparación. Las ratas, las pulgas y los viejos libros están todavía en casa de la abuela, en Clichy. Los sobres color marfil también. Y la impresora. Todo el material.

Decambrais sacudió la cabeza.

– Damas no es capaz de matar -repitió-. O dejo de ser consejero en cosas de la vida.

– Hágalo. Danglard ya se ha comido su camisa. Damas ha confesado, Decambrais. Todo. Excepto el nombre de las víctimas restantes, cuya muerte inminente espera con júbilo.

– ¿Dijo haberlos matado él mismo?

– No -reconoció Adamsberg-. Dijo que las pulgas apestadas los habían matado.

– Si la historia es verdad -dijo Lizbeth-, no voy a echarle la culpa.

– Vaya a verlo si quiere, Decambrais. A él y a su «Mané», como él la llama. Le confirmará todo lo que acabo de contarle. Vaya, Decambrais. Vaya a escucharle.

Un silencio pesado se hizo en torno a la mesa. Bertin se había olvidado de hacer sonar el trueno. A las ocho y veinticinco, espantado, golpeó con un puño la pesada placa de cobre. El sonido gimió, siniestro, concluyendo apropiadamente la atroz historia de los viejos tiempos de Arnaud Damas Heller-Deville.

Una hora más tarde, la información había sido más o menos asimilada, en fragmentos indigestos, y Adamsberg vagaba por la plaza con un Decambrais alimentado y más tranquilo.

– Es así, Decambrais -decía Adamsberg-. No podemos hacer nada. Yo también lo siento.

– Hay algo que no encaja -dijo Decambrais.

– Es verdad. Hay algo que no encaja. El carbón.

– Ah, ¿lo sabe?

– Una enorme metedura de pata para un pestólogo experto -murmuró Adamsberg-. Y tampoco estoy seguro de que los tres tipos que quedan por asesinar se salven.

– Damas y Clémentine están entre rejas.

– Aun así.

XXXVI

Adamsberg dejó la plaza a las diez con la sensación de haberse saltado un compartimento y sabía cuál era. Hubiese querido ver a Marie-Belle entre la tropa.

Un asunto de familia, había confirmado Ferez.

La ausencia de Marie-Belle había desequilibrado la mesa de El Vikingo. Tenía que hablar con ella. Era el único punto de disensión aparecido entre la pareja Damas-Mané. Cuando Adamsberg había pronunciado el nombre de la chica, Damas había querido responder y la vieja Clémentine se había dado la vuelta rabiosamente, ordenándole que olvidara a aquella «hija de puta». La anciana había mascullado entonces entre dientes y él había creído captar algo como «la gorda de Romorantin». Damas tuvo entonces un aspecto muy desgraciado y se esforzó por cambiar de tema, dirigiéndole a Adamsberg una mirada intensa que parecía suplicar que no se interesase más por su hermana. Era exactamente por eso por lo que Adamsberg se interesaba.

No eran aún las once cuando llegó a la Rue de la Convention. Localizó a dos de sus hombres hundidos en un coche camuflado, no muy lejos del edificio. Allá arriba, en el cuarto piso, la luz estaba encendida. Podía llamar entonces al timbre de Marie-Belle sin correr el riesgo de despertarla. Pero Lizbeth dijo que estaba enferma. Titubeó. Se encontraba tan dividido delante de Marie-Belle como ante Damas y Clémentine, una parte de él mismo debilitada por su convicción de inocencia, y una parte determinada a hacerse con la piel del sembrador, por muy múltiple que fuese.

Alzó la cabeza hacia la fachada. Edificio haussmanniano de piedra tallada de alta calidad, balcones esculpidos. El apartamento ocupaba las seis ventanas del piso. Gran fortuna la de Heller-Deville, una fortuna considerable. Adamsberg se preguntó por qué Damas, si tenía necesidad de trabajar, no había abierto una tienda lujosa en vez de aquel bajo oscuro y abarrotado del Roll-Rider.

Mientras esperaba a la sombra, indeciso, vio cómo se abría la puerta del portal. Marie-Belle salió del brazo de un hombre bastante bajo y dio algunos pasos con él sobre la acera desierta. Ella le hablaba agitada, impaciente. Su amante -pensó Adamsberg-. Una pelea de enamorados a causa de Damas. Se acercó suavemente. Los distinguía bien bajo la luz de las farolas, dos cabezas rubias y finas. El hombre se volvió para responder a Marie-Belle y Adamsberg lo vio de frente. Un tipo bastante guapo, un poco soso, sin cejas pero delicado. Marie-Belle le apretó fuerte el brazo y después lo besó en las dos mejillas antes de dejarlo.

Adamsberg contempló cómo la puerta del edificio se cerraba tras ella y cómo el joven se iba por la acera. No, no era su amante. Uno no besa a su amante en las mejillas tan rápidamente. Otra persona, un amigo. Adamsberg siguió con los ojos la silueta del joven que se alejaba y después atravesó para subir a casa de Marie-Belle. No estaba enferma. Tenía una cita. Con alguien.

Con su hermano.

Adamsberg se inmovilizó, con la mano sobre la puerta del edificio. Su hermano. Su hermano pequeño. Los mismos cabellos rubios, las mismas cejas débiles, la misma sonrisa forzada. Marie-Belle en blando, en apagado. El hermano pequeño de Romorantin que tenía tanto miedo de París. Pero que estaba en París. Adamsberg se dio cuenta en aquel segundo de que no había descubierto una sola llamada a Romorantin, departamento de Loir-et-Cher, en los extractos de Damas. Y su hermana debía de llamar regularmente. El pequeño no era espabilado, el pequeño quería novedades.

Pero el pequeño estaba en París. El tercer descendiente Journot.

Adamsberg tomó la Rue de la Convention a paso de carrera. Era larga y veía al joven Heller-Deville de lejos. A treinta metros de él, aflojó el paso y lo siguió a la sombra. El joven echaba frecuentes miradas a la calzada, como si buscase un taxi. Adamsberg se metió en un soportal para llamar a un coche. Después guardó el aparato en su bolsillo interior, lo volvió a coger y lo contempló. A través del ojo muerto del teléfono, supo que Camille no llamaría. Cinco años, diez años, tal vez. Bien, qué más daba, era igual.

Alejó aquel pensamiento y siguió persiguiendo a Heller-Deville.

Heller-Deville el joven, el segundo hombre, el que iba a concluir la obra de la peste ahora que el mayor estaba detenido. Y ni Damas ni Clémentine dudaron ni un segundo de que el relevo se había realizado. El poder de la epopeya familiar funcionaba. Los descendientes Journot sabían apretar filas y no toleraban las ofensas. Eran los señores y no los mártires. Y lavaban la afrenta con la sangre de la peste. Marie-Belle acababa de pasar el relevo. Damas había matado a cinco, este otro mataría a tres.

No era cuestión de perderlo, no era cuestión de asustarlo. El hecho de que el joven se volviese sin cesar hacia la calzada complicaba el seguimiento. Adamsberg también lo hacía por miedo a ver llegar un taxi que no estaba seguro de poder bloquear sin dar la alerta. Adamsberg divisó un coche avanzando lentamente con luz de cruce, un coche beis que reconoció enseguida como un vehículo de la brigada. Condujo hasta su altura y Adamsberg, sin volver la cabeza, hizo discretamente una señal al conductor para que aminorara.

Cuatro minutos más tarde, cuando hubo llegado al cruce Félix-Faure, el joven Heller-Deville alzó el brazo y un taxi se detuvo al lado de la acera. Adamsberg, treinta metros detrás de él, saltó en el coche beis.

– Detrás del taxi -susurró cerrando suavemente la puerta.

– Lo había comprendido -respondió la teniente Violette Retancourt, aquella mujer pesada y grande que lo había interpelado bruscamente en la primera reunión de urgencia.

A su lado, Adamsberg reconoció al joven Estalère con sus ojos verdes.

– Retancourt -anunció la mujer.

– Estalère -dijo el joven.

– Sígalo suavemente, sin falsas maniobras, Retancourt. Ese tipo es para mí como la niña de mis ojos.

– ¿Quién es?

– El segundo hombre, un nieto Journot, un pequeño amo. Es el que se dispone a castigar a un torturador en Troyes, a otro en Châtellerault y a Kévin Roubaud en París, en cuanto lo soltemos.

– Unos hijoputas -dijo Retancourt-. No voy a llorarlos.

– No podemos contemplar cómo los estrangulan jugando a las cartas, teniente -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué no? -dijo Retancourt.

– No se escaparán, créame. Si no me equivoco, los Journot-Heller-Deville operan en sentido ascendente del menos malo al peor. Tengo la impresión de que han comenzado su masacre por uno de los menos crueles de la banda y que van a concluirla con el rey de los cabrones. Porque poco a poco, los miembros del comando han comprendido, como Sylvain Marmot, como Kévin Roubaud, que su antigua víctima ha vuelto. Los tres últimos saben, esperan y se mueren de miedo. Esto incrementa la venganza. Gire a la izquierda, Retancourt.

– Ya lo he visto.

– Lógicamente, el último de la lista debería de ser, entonces, el comanditario del suplicio. Un físico, del sector de la industria aeronáutica, necesariamente capaz de comprender todo el interés del procedimiento descubierto por Damas. No deben de existir millares en Troyes o en Châtellerault. He lanzado a Danglard sobre el asunto. A éste tenemos oportunidades de encontrarlo.

– No tenemos más que dejar que el joven nos conduzca hasta él.

– Es arriesgado, Retancourt, jugar al perro y al gato. Mientras dispongamos de otros medios, prefiero evitarlo.

– ¿Adónde nos lleva el chico? Vamos directos al norte.

– A su casa, a un hotel o a una habitación alquilada. Ha recibido órdenes y se va a dormir. La noche será tranquila. No va a hacer que lo lleven en taxi hasta Troyes o Châtellerault. Todo lo que nos interesa esta noche es la dirección de su escondite. Pero va a despegar a partir de mañana. Debe actuar lo antes posible.

– ¿Y su hermana?

– Sabemos dónde está su hermana, la vigilamos. Damas le ha confiado todos los detalles para que pueda transmitírselos al hermano pequeño en caso de impedimento. Lo que cuenta para ellos, teniente, es terminar el trabajo. No dicen otra cosa. Terminar el trabajo. Porque un Journot no conoce el fracaso, desde 1914, y no debe conocerlo.

Estalère resopló entre dientes.

– Entonces yo no soy un Journot -dijo-. Ahora estoy seguro.

– Yo tampoco -dijo Adamsberg.

– Nos acercamos a la Gare du Nord -dijo Retancourt-. ¿Y si coge el tren esta noche?

– Es demasiado tarde. Y ni siquiera lleva una bolsa.

– Puede viajar ligero.

– ¿Y la pintura negra, teniente? ¿Y las herramientas de cerrajero? ¿Y el sobre con pulgas? ¿Y el gas lacrimógeno? ¿Y el lazo? ¿Y el carbón de leña? No puede meter todo eso en su bolsillo trasero.

– Eso quiere decir que el hermano pequeño sabe también de cerrajería.

– Seguramente. A menos que saque a su víctima fuera, como pasó con Viard y Clerc.

– No es tan simple si las víctimas están ahora a la defensiva -dijo Estalère-. Y según usted, lo están.

– ¿Y la hermana? -dijo Retancourt-. Es mucho más fácil para una chica sacar a un tipo fuera de casa. ¿Es bonita?

– Sí. Pero creo que Marie-Belle no hace más que ser informada e informar a su vez. No estoy seguro de que lo sepa todo. Es ingenua y muy charlatana y es posible que Damas desconfíe de ella o que la proteja.

– ¿Un asunto de hombres, en cierto modo? -dijo Retancourt con bastante rudeza-. ¿Un asunto de superhombres?

– Ése es todo el problema. Frene, Retancourt. Apague las luces.

El taxi había dejado al chico junto al canal Saint-Martin en una parte desierta del muelle de Jemmapes.

– Un lugar tranquilo, es lo menos que se puede decir -murmuró Adamsberg.

– Está esperando a que el taxi se vaya antes de irse a casa -comentó Retancourt-. Prudente, el superhombre. En mi opinión, no quiere dar la dirección exacta. Va a caminar.

– Siga con las luces apagadas, teniente -dijo Adamsberg cuando el joven empezó a moverse-. Siga. Pare.

– Mierda, ya lo veo -dijo Retancourt.

Estalère le echó una mirada aterrorizada a Violette Retancourt. Dios santo, uno no decía mierda al jefe de grupo.

– Perdón -farfulló Retancourt-, se me ha escapado. Es sólo que lo he visto. Veo muy bien en la oscuridad. El joven ya no se mueve. Espera cerca del canal. ¿Qué demonios pinta? ¿Duerme ahí o qué?

Adamsberg tardó unos instantes en analizar el lugar, inclinándose entre los dos tenientes.

– Salgo -dijo-. Me pondré lo más cerca posible, detrás del panel publicitario.

– ¿Dónde está esa taza de café? -preguntó Retancourt-. ¿Y morir de placer? No es muy apetecible como escondite.

– Es verdad que tiene buenos ojos, teniente.

– Cuando quiero. Puedo decirle incluso que hay un montón de gravilla todo alrededor. Va a hacer ruido. El superhombre enciende un pitillo. Creo que espera a alguien.

– O que toma el fresco o que reflexiona. Sitúense los dos a cuarenta pasos detrás de mí, a menos diez y a y diez.

Adamsberg descendió del coche silenciosamente y se acercó a la fina silueta que esperaba al borde del agua. A treinta metros, se quitó los zapatos, atravesó paso a paso la zona de gravilla y se pegó detrás de Y morir de placer. Se distinguía mal el canal en este sector casi negro. Adamsberg levantó la cabeza y constató que las tres farolas más próximas estaban rotas, con los cristales hechos añicos. Quizás el tipo no fuese simplemente a tomar el fresco. El joven echó su cigarrillo al agua, después hizo crujir sus dedos tirando de ellos, una mano y después la otra, vigilando el muelle por la parte izquierda. Adamsberg escrutó en la misma dirección. Una sombra se aproximó a lo lejos, alta, delgada y titubeante. Un hombre, un anciano que tenía cuidado con dónde ponía los pies. ¿Un cuarto Journot? ¿Un tío? ¿Un tío abuelo?

Al llegar a la altura del joven, el anciano se detuvo en la oscuridad, indeciso.

– ¿Es usted? -preguntó.

Recibió un poderoso directo en la mandíbula seguido de un golpe en el plexo solar y se derrumbó como un castillo de naipes.

Adamsberg atravesó corriendo el espacio que lo separaba del muelle, mientras el joven arrojaba el cuerpo inanimado al canal. El paso de carrera de Adamsberg hizo que se volviese y se diera a la fuga en una fracción de segundo.

– ¡Estalère! ¡Sígalo! -gritó Adamsberg antes de arrojarse directamente al canal, donde el cuerpo del anciano flotaba sobre el vientre, sin debatirse. En unas brazadas, Adamsberg lo arrastró hacia la orilla, donde Estalère le tendía una mano.

– ¡Mierda, Estalère! -gritó Adamsberg-. ¡El tipo! ¡Vaya tras el tipo!

– Retancourt está en ello -explicó Estalère como si hubiese soltado a los perros.

Ayudó a Adamsberg a subir al muelle y a izar el cuerpo pesado y resbaladizo.

– Boca a boca -ordenó Adamsberg lanzándose sobre el muelle.

A lo lejos, vio escapar la silueta del joven, rápido como un gamo. Tras él seguía con paso pesado la gruesa sombra de Retancourt, tan imponente como un tanque tras el culo de una gaviota. Después, la gruesa sombra pareció disminuir la distancia e incluso aproximarse claramente a su presa. Adamsberg ralentizó la marcha estupefacto. Una veintena de zancadas más tarde, escuchó un choque, un ruido sordo y un grito de dolor. Nadie corría a lo lejos.

– ¿Retancourt? -llamó.

– No hace falta que corra -le respondió la voz grave de la mujer-, lo tengo bien atrapado.

Dos minutos más tarde, Adamsberg descubrió a la teniente Retancourt cómodamente instalada sobre el pecho del fugitivo, aplastándole todas las costillas altas. Al joven le costaba respirar, y se retorcía en todas las direcciones para tratar de extirparse de debajo de aquella bomba que le había caído encima. Retancourt ni se había tomado el trabajo de sacar su pistola.

– Corre rápido, teniente. No hubiese apostado por usted.

– ¿Porque tengo el culo gordo?

– No -mintió Adamsberg.

– Se equivoca. Me frena.

– No tanto.

– Digamos que tengo energía -respondió Retancourt-. La transformo en lo que quiero.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, en este momento, hago masa.

– ¿Tiene una linterna? La mía está empapada.

Retancourt le tendió la linterna y Adamsberg iluminó el rostro de su prisionero. Después le puso las esposas, un anillo enganchado a la muñeca de Retancourt. Es decir a un árbol.

– Joven descendiente Journot -dijo-, la venganza se detiene aquí, sobre el muelle de Jemmapes.

El hombre volvió sus ojos hacia él, atónito y lleno de odio.

– Se equivoca de persona -dijo gesticulando-. El anciano ha querido atacarme, me he defendido.

– Estaba detrás de ti. Le has estampado el puño en los morros.

– ¡Porque había sacado un arma! Me dijo: «¿Es usted?», ¡y al mismo tiempo, sacó un arma! Le di un golpe. ¡No sabía lo que quería de mí ese tipo! Se lo ruego, ¿no podría decirle a esta buena mujer que se separe? Me ahogo.

– Póngase sobre las piernas, Retancourt.

Adamsberg lo registró en busca de papeles. Encontró la cartera en el interior de la cazadora y la vació, orientando su lámpara hacia el suelo.

– ¡Suélteme! -gritó el tipo-. ¡Me ha atacado!

– Cállate. Empieza a ser suficiente.

– ¡Se equivoca de persona! ¡No conozco a ningún Journot!

Adamsberg frunció las cejas e iluminó el carné de identidad.

– ¿Tampoco te llamas Heller-Deville? -preguntó sorprendido.

– ¡No! ¡Ya ve que se equivoca! ¡El tipo me atacó!

– Póngalo de pie, Retancourt -dijo Adamsberg-. Llévelo al coche.

Adamsberg se levantó, su ropa chorreaba de agua sucia y volvió hacia Estalère, preocupado. El joven se llamaba Antoine Hurfin, nacido en Vétigny, en el departamento de Loir-et-Cher. ¿Un simple amigo de Marie-Belle? ¿Atacado por el anciano?

Estalère parecía haber devuelto la vida al cuerpo del anciano, al que mantenía sentado contra él, sujetándolo por la espalda.

– Estalère -preguntó Adamsberg acercándose-, ¿por qué no se puso a correr cuando le pedí que lo hiciera?

– Perdone, comisario, le he desobedecido. Pero Retancourt corre tres veces más rápido que yo. El tipo estaba ya fuera de alcance, pensé que ella era nuestra única oportunidad.

– Es curioso que sus padres la hayan llamado Violette.

– ¿Sabe?, comisario, un bebé no es grueso, uno no puede imaginarse que se va a transformar en un carro de combate polivalente. Pero ella es muy dulce, como mujer -añadió enseguida para corregirse-. Muy amable.

– ¿Sí?

– Hay que conocerla, evidentemente.

– ¿Cómo va él?

– Respira pero ya tenía agua en los bronquios. Está todavía fastidiado, agotado, quizás sea el corazón. He pedido socorro, ¿he hecho bien?

Adamsberg se arrodilló y apuntó la linterna al rostro del hombre que descansaba sobre el hombro de Estalère.

– Mierda. Decambrais.

Adamsberg le tomó el mentón, lo sacudió suavemente.

– Decambrais, soy Adamsberg. Abra los ojos, amigo mío.

Decambrais pareció hacer un esfuerzo y levantó los párpados.

– No era Damas -dijo débilmente-. El carbón.

La ambulancia frenó a su altura y dos hombres descendieron portando una camilla.

– ¿Adónde lo llevan? -preguntó Adamsberg.

– A Saint-Louis -dijo uno de los enfermeros cargando con el anciano.

Adamsberg contempló cómo instalaban a Decambrais sobre la camilla y se lo llevaban hacia el coche. Sacó el teléfono de su bolsillo y sacudió la cabeza.

– Móvil ahogado -dijo a Estalère-. Páseme el suyo.

Adamsberg se dio cuenta de que si Camille quería algo de él, ya no podría llamarlo. Móvil ahogado. Pero eso no tenía importancia, puesto que Camille no quería nada de él. Muy bien. No llames más. Y vete, Camille, vete.

Adamsberg marcó el número de la casa de Decambrais y tuvo a Éva, que no dormía todavía, al otro lado de la línea.

– Éva, páseme a Lizbeth, es urgente.

– Lizbeth está en el cabaré -respondió Éva secamente-. Canta.

– Entonces deme el número del cabaré.

– No se puede molestar a Lizbeth cuando está en escena.

– Es una orden, Éva.

Adamsberg esperó un minuto en silencio, preguntándose si no se estaba volviendo un poco policía. Comprendía bien que Éva tuviese la necesidad de castigar al mundo entero pero simplemente no era un buen momento para eso.

Tardó diez minutos en comunicarse con Lizbeth.

– Iba a irme, comisario. Si es para anunciarme que suelta a Damas, lo escucho. Si no, no se esfuerce.

– Es para anunciarle que Decambrais ha sido atacado. Lo llevamos al hospital Saint-Louis. No, Lizbeth, no pasa nada, creo. No, por un tipo joven. No lo sé, vamos a interrogarle. Sea amable, prepárele una bolsa, no olvide meter dentro uno o dos libros y venga a verlo. Va a necesitarla.

– Es culpa suya. ¿Por qué le hizo ir?

– ¿Adónde, Lizbeth?

– Cuando lo llamó. ¿No tiene suficientes hombres en la policía? Decambrais no es reservista.

– No lo he llamado, Lizbeth.

– Era uno de sus colegas. Llamaba de su parte. No estoy loca, es a mí a quien trasmitió el mensaje con la cita.

– ¿En el muelle de Jemmapes?

– Enfrente del 57 a las once y media.

Adamsberg asintió con la cabeza en la sombra.

– Lizbeth, que Decambrais no se mueva de su habitación. Bajo ningún pretexto, sea cual sea la llamada.

– No era usted, ¿eh?

– No, Lizbeth. Quédese a su lado. Le envío un agente de refuerzo.

Adamsberg colgó para llamar a la brigada.

– Cabo Gardon -anunció la voz.

– Gardon, un hombre al hospital Saint-Louis, para vigilar la habitación de Hervé Ducouëdic. Y dos hombres de relevo en la Rue de la Convention, en el domicilio de Marie-Belle. No, lo mismo, que se contenten con cercar el edificio. Cuando salga mañana por la mañana, que me la traigan.

– ¿Detención, comisario?

– No, testimonio. La anciana ¿va bien?

– Ha discutido un poco con su nieto, a través de la reja de su celda. Y ahora duerme.

– ¿Sobre qué han discutido, Gardon?

– Han jugado, la verdad. Han jugado al retrato chino. Ese juego de caracteres, ya sabe. ¿Y si fuese un color? ¿Y si fuese un animal? ¿Y si fuese un ruido? Y hay que adivinar a la persona escogida. No es fácil.

– No se puede decir que su suerte les preocupe.

– Así es. La anciana tiene más bien tendencia a relajar la atmósfera de la brigada. Heller-Deville es un buen tipo, ha compartido sus galletas. Normalmente, Mané las hace con nata de leche pero…

– Ya lo sé, Gardon. Les echa crema. ¿Hemos recibido los resultados del carbón de leña de Clémentine?

– Hace una hora. Lo siento, es negativo. No hay rastro de manzano. Es fresno, olmo y robinia, todo procedente de la tienda.

– Mierda.

– Lo sé, comisario.

Adamsberg regresó al coche, su ropa chorreante se pegaba a su cuerpo, cruzado por un ligero escalofrío. Estalère había cogido el volante, Retancourt estaba en la parte posterior, esposada al prisionero. Él se inclinó por la portezuela.

– ¿Es usted, Estalère, quien ha recogido mis zapatos? -preguntó-. No los encuentro.

– No, comisario, no los he visto.

– Da igual -dijo Adamsberg subiendo delante-. No vamos a dedicar la noche a esto.

Estalère arrancó. El joven había cesado de proclamar su inocencia, desanimado por la masa imposible de Retancourt.

– Déjeme en mi casa -dijo Adamsberg-. Diga al equipo de noche que comience el interrogatorio de Antoine Hurfin Heller-Deville Journot o como se llame.

– Hurfin -gruñó el joven-. Antoine Hurfin.

– Verificación de identidad, investigación en su domicilio, coartadas y todo el resto. Yo voy a ocuparme de ese jodido carbón de leña.

– ¿Dónde?

– En mi cama.

Acostado en la oscuridad, Adamsberg cerró los ojos. Tres picos emergían de su fatiga y de la neblina de acontecimientos del día. Las galletas de Clémentine, el teléfono ahogado, el carbón de leña. Expulsó a las galletas de su pensamiento, sin interés para la investigación, y, sin embargo, apoteosis de la tranquilidad de espíritu del sembrador y de su abuela. Su móvil ahogado vino a visitarlo, como un espíritu engullido, como un vestigio, un naufragio que hubiese podido figurar en la Página de la Historia para todos de Joss Le Guern.

Teléfono móvil Adamsberg., autonomía batería tres días, zarpa sin carga de la Rue Delambre, tocado en el canal Saint-Martin y naufraga sobre su ancla. Tripulación perdida. Mujer a bordo. Camille Forestier; perdida.

De acuerdo. No llames, Camille. Vete. Todo da igual.

Quedaba el carbón de leña.

Volvían a ello. Casi al principio de todo.

Damas era un pestólogo experto y había cometido una enorme metedura de pata. Y esas dos proposiciones eran irreconciliables. O bien Damas no sabía casi nada en materia de peste y cometía un error común al tiznar la piel de sus víctimas. O bien Damas sabía algo y jamás se hubiese atrevido a cometer una falta semejante. No un tipo como Damas. No un tipo tan reverencioso para con los textos antiguos que señalaba todos los cortes que les infligía. Nada obligaba a Damas a introducir esos puntos suspensivos que complicaban la lectura de los especiales del pregonero. Todo estaba allí, en el fondo, en esos puntitos, depositados como signos cegadores de una devoción de erudito al texto original. Una devoción de pestólogo. No se tritura el texto de un antiguo, no se machaca a la conveniencia de uno como si fuera un vulgar mejunje. Se honra y se respeta, se tiene con él consideraciones de creyente, no se blasfema. Un tipo que pone puntos suspensivos no tizna los cuerpos de carbón, no comete una enorme metedura de pata. Sería una ofensa, un insulto a la plaga de Dios, caída entre sus manos de idólatra. Quien se cree amo de una creencia se convierte también en su devoto. Damas utilizaba el poder Journot pero sería el último de los hombres en burlarse de él.

Adamsberg se levantó y dio vueltas por sus dos habitaciones. Damas no había triturado la historia. Damas había puesto los puntos suspensivos. O sea que Damas no había tiznado de carbón los cuerpos.

O sea que Damas no había asesinado. El carbón recubría claramente las marcas de estrangulamiento. Era el último gesto del asesino y no era Damas el que lo había hecho. No había tiznado de carbón ni estrangulado. Ni desnudado. Ni abierto puertas.

Adamsberg se inmovilizó junto a su teléfono. Damas no había hecho más que ejecutar aquello en lo que creía. Era amo de la plaga y había sembrado los anuncios, pintado cuatros y liberado pulgas apestadas. Los anuncios garantizaban el retorno de una verdadera peste, descargándolo de su fardo. Anuncios alborotando a la opinión pública, dando crédito al regreso de su poder. Anuncios propagando la confusión, dejándole las manos libres. Signo del cuatro limitando los daños que creía cometer, calmando la conciencia de aquel asesino imaginario y escrupuloso. Un amo no es aproximativo a la hora de escoger sus víctimas. Los cuatros eran necesarios para poner dique a la liberación de las pulgas, para apuntar con exactitud y no groseramente. No era cuestión para Damas de destruir a toda la población de un edificio cuando sólo quería acabar con uno. Hubiese sido una torpeza imperdonable para un hijo de Journot.

Esto es lo que había hecho Damas. Había creído en ello. Había soltado su poder sobre aquellos que lo habían abolido, para renacer. Había deslizado bajo cinco puertas pulgas impotentes. Clémentine había «terminado el trabajo» y había soltado los insectos en casa de los tres últimos torturadores. Ahí se acababan los crímenes inoperantes del crédulo sembrador de peste.

Pero alguien mataba detrás de Damas. Alguien que se deslizaba en su fantasma y operaba realmente en su lugar. Alguien práctico, que no creía ni un segundo en la peste y que no sabía nada. Que pensaba que la piel de los apestados era negra. Alguien que cometía una enorme metedura de pata. Alguien que empujaba a Damas en la trampa profunda que se había escavado, hasta su término ineluctable. Una operación simple. Damas pensaba en matar, otro lo hacía en su lugar. Los cargos eran aplastantes para Damas, apretados de un extremo a otro del proceso, desde las pulgas de rata hasta el carbón de leña, y lo conducirían directamente a cadena perpetua. ¿Quién iba a argumentar que Damas no era culpable, apoyándose en algunos miserables puntos suspensivos? Era como una ramita que luchase contra una avalancha de pruebas. No habría ni un solo jurado que se detuviese sobre esos tres puntitos.

Decambrais lo había comprendido. Había tropezado con la incompatibilidad de la ciencia maniaca del sembrador y del grosero error final. Había tropezado con el carbón de leña e iba a llegar a la única salida posible: dos hombres. Un sembrador y un asesino. Y Decambrais hablaba demasiado, por la noche, en El Vikingo. El asesino había comprendido. Había sopesado las consecuencias de su pifia. Era una cuestión de horas antes de que el erudito llegase al término de su razonamiento y se abriese a la policía. El peligro era inminente y el viejo debía callarse. No quedaba tiempo para trabajar con finura. Quedaba el accidente, el ahogamiento, el azar depravado.

Hurfin. Un tipo que odiaba lo bastante a Damas como para desear su caída. Un tipo que se había aproximado a Marie-Belle para sacarle información a la hermana cándida. Una carita seca y débil, un hombre que uno hubiese creído más bien dócil pero que no conocía ni el miedo ni el titubeo y que arrojaba un tipo al agua en menos que canta un gallo. Un tipo violento, un asesino rápido. ¿Por qué no había matado directamente a Damas, entonces? ¿Por qué matar a los otros cinco?

Adamsberg fue a la ventana y pegó su frente contra el cristal, observando la oscuridad de la calle.

¿Y si se las arreglaba para cambiar de móvil, recuperando el mismo número?

Registró su chaqueta empapada, sacó de ella el teléfono y lo desmontó para poner a secar sus órganos internos. Nunca se sabe.

¿Y si el asesino no podía matar a Damas, simplemente, porque el crimen caería sobre sus espaldas al instante? ¿Igual que el asesinato de una mujer rica cae sobre las espaldas de un marido pobre? Única posibilidad, Hurfin era pues el marido de Damas. El marido pobre de un Damas rico.

La fortuna Heller-Deville.

Adamsberg llamó a la brigada desde su teléfono fijo.

– ¿Qué cuenta? -preguntó.

– Que el viejo lo ha agredido y que se defendió. Se vuelve malo, muy malo.

– No lo deje. ¿Hablo con Gardon?

– Teniente Mordent, comisario.

– Es él, Mordent. Ha estrangulado a los cuatro tipos y a la mujer.

– No es lo que dice.

– ¿Qué ha hecho? ¿Tiene coartadas?

– Que estaba en su casa, en Romorantin.

– Profundice, Mordent, profundice en Romorantin. Busque la relación entre Hurfin y la fortuna Heller-Deville. Mordent, un minuto. Recuérdeme su nombre.

– Antoine.

– El padre Heller-Deville se llamaba Antoine. Despierte a Danglard, envíele a Romorantin a toda velocidad. Tiene que arrancar con la investigación al alba. Danglard es un experto en lógica familiar, particularmente en su vertiente devastada. Dígale que averigüe si Antoine Hurfin es hijo de Heller-Deville. Un hijo no reconocido.

– ¿Por qué buscamos eso?

– Porque es lo que es.

Al despertar, Adamsberg dirigió sus ojos hacia el móvil destripado, desnudo y seco. Marcó el número de los servicios técnicos a disposición de los pesados día y noche y reclamó un nuevo aparato, esgrimiendo su antiguo número ahogado.

– Es imposible -le respondió una mujer cansada.

– Es posible. El aparato electrónico está seco. No hay más que trasvasarlo a otro aparato.

– Es imposible, señor. No es ropa de casa, es una tarjeta con unas pulgas que uno no puede… [1]

– Lo sé todo sobre las pulgas -cortó Adamsberg-. Son vivaces. Querría que transportasen ésta a otro hábitat.

– ¿Por qué no acepta simplemente otro número de teléfono?

– Porque espero una llamada urgente de aquí a diez o quince años. Brigada de homicidios -añadió Adamsberg.

– En ese caso… -dijo la mujer, impresionada.

– Les mando mi aparato en menos de una hora.

Colgó con la esperanza de que su pulga personal se revelase más operante que las de Damas.

XXXVII

Danglard llamó mientras Adamsberg terminaba de vestirse, poniéndose un pantalón y una camiseta prácticamente idénticos a los de la víspera. Adamsberg tendía a promover una indumentaria universal, eliminando el problema de elegir y conjuntar, a fin de amargarse la vida lo menos posible con esas historias de ropa. Sin embargo no había conseguido encontrar otro par de zapatos en su armario que no fuesen las gruesas botas de montaña, poco aptas para caminar por París, y había tenido que recurrir a las sandalias de cuero que acababa de ponerse sobre los pies descalzos.

– Estoy en Romorantin -dijo Danglard- y tengo sueño.

– Dormirá cuatro días seguidos en cuanto haya terminado de registrar esa ciudad. Nos aproximamos al punto neurálgico. No abandone la pista de Antoine Hurfin.

– Ya he terminado con Hurfin. Duermo y me vuelvo a París.

– Más tarde, Danglard. Bébase tres cafés y siga.

– He seguido y he terminado. Me ha bastado con interrogar a la madre, no hace ningún misterio del asunto, al contrario. Antoine Hurfin es el hijo de Heller-Deville, nacido ocho años después que Damas, hijo no reconocido. Heller-Deville le ha…

– ¿Sus condiciones de vida, Danglard? ¿Pobres?

– Digamos, necesitados. Antoine trabaja con un cerrajero, se aloja en una pequeña habitación encima de la tienda. Heller-Deville le ha…

– Perfecto, métase en su coche, me contará los detalles en cuanto llegue. ¿Ha podido avanzar en cuanto al físico torturador?

– Lo arrinconé en mi pantalla ayer por la noche. Es Châtellerault. Los aceros Messelet, una empresa muy grande instalada en la zona industrial, suministrador número uno de las flotas aéreas, mercado mundial.

– Caza mayor, Danglard. ¿Messelet es el propietario?

– Sí, Rodolphe Messelet, ingeniero en ciencias físicas, profesor universitario, director del laboratorio, jefe de la empresa y titular exclusivo de nueve patentes de invención.

– ¿Entre las cuales está un acero ultraligero casi infisible?

– No fisible -corrigió Danglard-. Sí, entre otros. Registró esa patente hace siete años y siete meses.

– Es él, Danglard, el comanditario del suplicio y del robo. Evidentemente es él. Pero es también un reyezuelo provincial y un intocable de la industria francesa.

– Lo tocaremos.

– No creo que Interior nos apoye en ese golpe, comisario. Demasiado dinero y la reputación nacional en juego.

– No necesitamos avisar a nadie, y todavía menos a Brézillon. Una filtración en la prensa y la mancha de tinta alcanzará a esta basura en dos días. No le faltará más que derrapar y darse de bruces. Lo recogeremos en el juzgado.

– Perfecto -dijo Danglard-. En cuanto a la madre de Hurfin…

– Más tarde, Danglard, su hijo me espera.

Los oficiales de noche habían dejado su informe sobre la mesa. Antoine Hurfin, veintitrés años, nacido en Vétigny y domiciliado en Romorantin, Loir-et-Cher, se había aferrado obstinadamente a sus primeras declaraciones y había telefoneado a un abogado que le había aconsejado, enseguida, que se callase. Desde entonces, Antoine Hurfin había permanecido mudo.

Adamsberg se plantó delante de su celda. El joven estaba sentado sobre la litera, apretando los maxilares, haciendo funcionar una infinidad de pequeños músculos en su rostro huesudo y chasqueando las articulaciones de sus dedos delgados.

– Antoine -dijo Adamsberg-, eres el hijo de Antoine. Eres un Heller-Deville privado de todo. Privado de reconocimiento, privado de padre, privado de dinero. Pero probablemente provisto de golpes, bofetadas y desolación. Tú también golpeas, maltratas. A Damas, al otro hijo, al reconocido, al afortunado. Tu hermanastro. Que lo ha pasado tan mal como tú, por si no lo sabes. Mismo padre, mismas bofetadas.

Hurfin guardó silencio y lanzó una mirada a la vez odiosa y vulnerable en dirección al policía.

– Tu abogado te ha dicho que te callases y lo obedeces. Eres disciplinado y dócil, Antoine. Es extraño en un asesino. Si entrase en tu celda no sé si te echarías sobre mí para cortarme el cuello o si te ovillarías en un ángulo. O las dos cosas. Ni siquiera sé si te das cuenta de lo que haces. Eres todo acto y no sé dónde está tu pensamiento. Al contrario de Damas, que es todo pensamiento e impotencia. Destructores tanto el uno como el otro, tú con tus manos, él con su cabeza. ¿Me escuchas, Antoine?

El joven se estremeció, sin moverse.

Adamsberg dejó los barrotes y se alejó, casi tan desolado ante aquel rostro torturado y estremecido como ante la impasibilidad inconsecuente de Damas. Podía estar orgulloso de sí mismo el padre Heller-Deville.

Las celdas de Clémentine y de Damas estaban en el otro extremo del local. Clémentine había empezado una partida de póquer con Damas, pasando las cartas de una celda a la otra deslizándolas por el suelo. A falta de peones apostaban con galletas.

– ¿Ha podido dormir, Clémentine? -preguntó Adamsberg abriendo la reja.

– No demasiado mal -dijo la anciana-. No es como dormir en casa de uno, es un cambio. ¿Cuándo salimos, el chico y yo?

– La teniente Froissy va a acompañarla al cuarto de baño y a darle ropa. ¿De dónde han sacado las cartas?

– De su cabo Gardon. Ayer pasamos una buena velada.

– Damas -dijo Adamsberg-, prepárate. Será tu tumo después.

– ¿De qué? -preguntó Damas.

– De lavarte.

Hélène Froissy condujo a la anciana y Adamsberg se acercó a la celda de Kévin Roubaud.

– Vas a salir, Roubaud, ponte de pie. Te trasladamos.

– Estoy bien aquí -dijo Roubaud.

– Volverás -dijo Adamsberg abriendo la reja de par en par-. Estás detenido por golpes y lesiones y presunción de violación.

– Mierda -dijo Roubaud-, les guardaba las espaldas.

– Espaldas terriblemente activas. Eras el sexto en la lista. Uno de los más peligrosos, entonces.

– Mierda, de todas formas he venido a ayudarlo. Colaboración con la justicia, eso cuenta, ¿no?

– Lárgate. No soy tu juez.

Dos oficiales se llevaron a Roubaud fuera de la brigada. Adamsberg consultó su memorándum. Acné, mandíbula prominente, sensible, igual a Maurel.

– Maurel, ¿quién ha tomado el relevo en el domicilio de Marie-Belle? -preguntó consultando el reloj.

– Noël y Favre, comisario.

– ¿Qué demonios hacen? Son las nueve y media.

– Quizás no vaya a salir. No abre la tienda desde que su hermano está encerrado.

– Voy para allá -dijo Adamsberg-. Puesto que Hurfin no habla, Marie-Belle va a contarme lo que le ha sacado.

– ¿Va así, comisario?

– ¿Así cómo?

– Quiero decir, en sandalias. ¿No quiere que le prestemos algo?

Adamsberg consideró sus pies a través de las correas de cuero gastado, buscando el defecto.

– ¿Qué es lo que no va, Maurel? -preguntó sinceramente.

– No sé -dijo Maurel, que buscaba la manera de dar marcha atrás-. Es jefe de grupo.

– Ah -dijo Adamsberg-. ¿La apariencia, Maurel? ¿Es eso?

Maurel no respondió.

– No tengo tiempo de comprarme zapatos -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Y Clémentine es más urgente que mi ropa, ¿no?

– Sí, comisario.

– Cuídese de que no le falte nada. Voy a buscar a la hermana y vuelvo.

– ¿Cree que nos hablará?

– Probablemente. A Marie-Belle le gusta contar su vida.

En el momento en que iba a traspasar la puerta, un mensajero especial le entregó un paquete que abrió en la calle. Encontró en él su móvil y colocó todo sobre el portaequipajes de un coche mientras buscaba el contrato aferente. Pulga vivaz. El antiguo número había podido conservarse y había sido transferido a un aparato nuevo. Satisfecho, lo guardó en su bolsillo interior y continuó su camino, con la mano puesta encima, a través de la tela, como si quisiera calentarlo y retomar con él el diálogo interrumpido.

Localizó a Noël y a Lamarre haciendo guardia en la Rue de la Convention. El más bajo era Noël. Orejas, pelo cepillo, cazadora, igual a Noël. El alto y rígido era Lamarre, el antiguo gendarme de Granville. Los dos hombres echaron una mirada rápida a sus pies.

– Sí, Lamarre, lo sé. Me compraré unos más adelante. Subo -dijo indicando el cuarto piso-. Pueden entrar.

Adamsberg atravesó el lujoso recibidor, siguió por la escalera cubierta de una ancha alfombra roja. Percibió el sobre clavado con una chincheta sobre la puerta de Marie-Belle antes de llegar al descansillo. Subió los últimos escalones con lentitud, disgustado, y se acercó al rectángulo blanco que llevaba simplemente su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg.

Se había ido. Marie-Belle se había ido en las narices de sus hombres de guardia. Se había largado. Se había largado sin ocuparse de Damas. Adamsberg descolgó el sobre con el ceño fruncido. La hermana de Damas había abandonado el terreno en llamas.

La hermana de Damas y la hermana de Antoine.

Adamsberg se sentó pesadamente sobre un escalón, con el sobre encima de sus rodillas. La luz se apagó. Antoine no le había arrancado la información a Marie-Belle sino que Marie-Belle se la había dado. A Hurfin el asesino, a Hurfin el obediente. A las órdenes de su hermana, Marie-Belle Hurfin. Llamó a Danglard en la oscuridad.

– Estoy en el coche -dijo Danglard-. Dormía.

– Danglard, ¿había otro hijo ilegítimo de Heller-Deville en la familia de Romorantin? ¿Una chica?

– Es lo que trataba de decirle. Marie-Belle Hurfin nació dos años antes que Antoine. Es la hermanastra de Damas. No lo conocía antes de desembarcar en su casa de París, hace un año.

Adamsberg asintió con la cabeza en silencio.

– ¿Eso lo contradice? -preguntó Danglard.

– Sí. Buscaba la cara del asesino y ya la tengo.

Adamsberg colgó, se levantó para encender la luz y se apoyó en la hoja de la puerta para abrir la carta.

Querido comisario,

No le escribo para arreglar las cosas. Me ha tomado por una idiota y eso no me gusta. Pero como tenía pinta de idiota, automáticamente no puedo echárselo en cara. Si le escribo, es por Antoine. Quiero que esta carta sea leída en su proceso porque no es responsable. Soy yo la que lo dirigió, punto por punto, soy yo la que le pidió que matase. Soy yo la que le decía por qué, quién, dónde y cuándo. Antoine no es responsable de nada, no hace más que obedecer, como siempre ha hecho. No es culpa suya, nada es culpa suya. Quiero que esto sea dicho en su proceso, ¿puedo contar con usted? Me doy prisa porque no me queda mucho tiempo por delante. Ha sido un poco imbécil llamando a Lizbeth para enviarla al hospital cerca del viejo. Porque de Lizbeth, nadie lo diría, pero a veces necesita que la reconforten. Que yo la reconforte. Y me llamó inmediatamente después para contarme el accidente de Decambrais.

O sea que el asesinato del viejo se frustró y que a Antoine lo han pescado. No le llevará mucho tiempo descubrir quién es su padre, sobre todo porque mi madre no se lo oculta a nadie y va a presentarse aquí a toda velocidad. Ya hay dos tipos suyos abajo en un coche. Está jodido, yo me largo. No se rompa la cabeza tratando de encontrarme, perderá el tiempo. Tengo un montón de efectivo que he sacado de la cuenta de ese imbécil de Damas y arreglármelas. Tengo un traje de africana que me pasó Lizbeth para una fiesta, sus tipos no verán nada, no me preocupo. Automáticamente, déjelo.

Le doy algunos detalles rápidamente para que vea bien que Antoine no es responsable de nada. Detestaba a Damas tanto como yo pero es incapaz de tramar nada. Aparte de obedecer a la madre, y al padre cuando le daba una tunda, todo lo que sabía hacer de niño era estrangular a los pollos y a los conejos para desahogar su rabia. Automáticamente, no ha cambiado. Nuestro padre quizás fuese el rey de la aeronáutica, pero sobre todo era el rey de los cabrones, tiene que comprenderlo. No sabía más que preñar y largar palizas. Tuvo un primer hijo, uno declarado que fue educado entre sedas en París. Hablo de ese pirado de Damas. Nosotros éramos la familia de la vergüenza, los proletarios de Romorantin y él nunca quiso reconocemos. Cuestión de reputación, decía. En cambio, en cuestión de bofetadas, no se andaba con chiquitas, y tanto mi madre como mi hermano y yo encajamos unas palizas de padre y muy señor mío.

A me traía sin cuidado, había decidido matarlo un día pero finalmente se jodió él solo. Y en cuestión de pasta, no le daba ni una perra a mamá, sólo para sobrevivir, porque tenía miedo de que los vecinos se hiciesen preguntas, si nos veían vivir la gran vida. Un cabrón, un animal y un cobarde, eso es lo que era.

Cuando la palmó, Antoine y yo nos dijimos que no veíamos por qué no íbamos a tener derecho a una parte de la pasta, puesto que ya no teníamos el nombre. Teníamos derecho, no en vano éramos sus hijos. De acuerdo, pero nos quedaba probarlo. Automáticamente, sabíamos que no había posibilidad de conseguir la prueba genética, pues se había pulverizado sobre el Atlántico. Pero podíamos hacerla con Damas que se llevaba la tarta sin compartirla con nadie. Sólo que estábamos convencidos de que el Damas no iba a aceptar hacerse la prueba genética porque aquello le quitaría los dos tercios de la pasta, automáticamente. A menos que le gustásemos, pensé yo. A menos que se encaprichase conmigo. Soy bastante ducha en ese jueguecito. Pensamos en eliminarlo pero yo le dije a Antoine que estaba fuera de cuestión: cuando nos presentásemos a reclamar la herencia, ¿de quién habrían sospechado? De nosotros, automáticamente.

Llegué a París con esta única idea: anunciarle que era su hermanastra, llorar mi desgracia y hacerme aceptar. El Damas cayó como una pera madura en dos días. Me recibió con los brazos abiertos, e incluso lloró un poco, y cuando supo que también tenía un hermanastro, peor aún. Comía de mi mano, un verdadero imbécil. Nuestro plan del ADN iba sobre ruedas para Antoine y para mí. Una vez que hubiéramos tenido los dos tercios de la fortuna lo habría plantado allí mismo. No me gusta demasiado esa clase de tipo que se pasea enseñando musculitos y que llora por un y por un no. Algo más tarde comprendí que Damas estaba pirado. Como me comía de la mano y necesitaba apoyo, me contó todo su plan de pirado, su venganza, su peste, sus pulgas y todo el rollo. Yo estaba al corriente de todos los pequeños detalles, me hablaba de ello durante horas. Los nombres de los tipos que había localizado, las direcciones, todo. No me creí ni un minuto que sus pulgas idiotas fuesen a matar a nadie. Automáticamente cambié de planes, póngase en mi lugar. ¿Por qué conformamos con los dos tercios si podíamos tenerlo todo? En cuanto a Damas, él tenía el nombre y eso es muchísimo. Y nosotros, nada. Lo mejor era que Damas quería ante todo no tocar la pasta de su padre, decía que estaba maldita, podrida. Entre paréntesis, tuve la impresión de que tampoco él se lo había pasado muy bien de pequeño.

Tengo que darme prisa. Sería suficiente dejar que Damas hiciese sus numeritos y nosotros mataríamos por detrás. Si rematábamos su idea, el Damas acabaría en chirona a perpetuidad. Después de los ocho asesinatos yo habría puesto a los polis sobre su pista, como si nada. Soy bastante ducha en esas cosas. Después, como comía de mi mano, administraría toda su fortuna, es decir se la mangaría, con Antoine, y si te he visto no me acuerdo, justa conclusión de las cosas. Antoine no tenía que hacer otra cosa que obedecerme y matar, distribuimos los papeles y a él le gusta eso, obedecer y matar. Yo no soy lo suficientemente fuerte y no me gusta demasiado. Le eché una mano para sacar fuera a dos tipos, Viard y Clerc, cuando los polis estaban por todas partes y Antoine los eliminó uno por uno. Por eso que le digo que no es culpa de Antoine. Me ha obedecido, no sabe hacer otra cosa. Le pediría que fuese a buscar un cubo de agua a Marte, e iría sin vacilar. No es culpa suya. Si pudiesen internarlo en una casa de reposo, algo intensivo, ya sabe, y no en chirona, sería más justo porque, automáticamente, no es responsable. No tiene nada en el cerebro.

El Damas supo que la gente se moría y no se le ocurrió indagar más. Estaba convencido de que era su «fuerza Journot» que funcionaba, y no quiso preguntar más. Pobre imbécil. Lo habría engañado por completo si usted no hubiese reaccionado. A él también le vendría bien una cura, algo intensivo.

En cuanto a mí, estoy bien. Nunca me faltan ideas, no me preocupa el futuro, no se inquiete por mí. Si Damas pudiese enviarle un poco de su pasta podrida a mamá, no le haría daño a nadie. No se olvide de Antoine, cuento con usted. Deles un beso de mi parte a Lizbeth y a esa pobre tonta de Éva. Un abrazo para usted, lo ha fastidiado todo pero me gusta su estilo. Sin rencor,

Marie-Belle.

Adamsberg dobló la carta y se sentó en la sombra, con el puño sobre los labios, durante mucho tiempo.

En la brigada, abrió sin una palabra la celda de Damas y le hizo una seña para que le siguiera a su despacho. Damas cogió una silla, se echó el cabello hacia atrás y lo contempló, atento, paciente. Aún sin hablar, Adamsberg le tendió la carta de su hermana.

– ¿Es para mí? -preguntó Damas.

– Para mí. Lee.

Damas encajó el golpe duramente. La carta colgaba de las yemas de sus dedos, la cabeza apoyada sobre la mano, y Adamsberg vio cómo las lágrimas rompían sobre sus rodillas. Eran muchas noticias a la vez, el odio de un hermano y una hermana y la necedad total del poder Journot. Adamsberg se sentó sin ruido frente a él y esperó.

– ¿No había nada en las pulgas? -susurró al fin Damas, todavía cabizbajo.

– Nada.

Damas dejó pasar todavía un largo silencio, con las manos aferradas a sus piernas, como si hubiese tenido que beber algo atroz y que no bajaba. Adamsberg casi podía ver cómo una masa terrible, el peso de la realidad, se fundía sobre él, aplastándole la cabeza, reventando su mundo redondo como una pelota, sangrando su imaginario hasta dejarlo en blanco. Se preguntó si el hombre podría salir de pie del despacho, con una carga tal, caída sobre él como un meteorito.

– ¿No había peste? -preguntó articulando apenas.

– Ninguna peste.

– ¿No murieron de peste?

– No. Han muerto estrangulados por tu hermanastro, Antoine Hurfin.

Nuevo derrumbamiento, nueva torsión de las manos sobre sus rodillas.

– Estrangulados y tiznados de negro -continuó Adamsberg-. ¿No te sorprendieron esas marcas de estrangulamiento, ese carbón?

– Sí.

– ¿Y entonces?

– Creí que la policía inventaba eso para ocultar la peste, para no asustar a la gente. Pero ¿era verdad?

– Sí. Antoine llegaba detrás de ti y los liquidaba.

Damas contemplaba su mano, tocó su diamante.

– ¿Y Marie-Belle lo dirigía?

– Sí.

Nuevo silencio. Nueva caída.

En ese instante, Danglard entró y Adamsberg le señaló con un dedo la carta a los pies de Damas. Danglard la recogió y asintió con la cabeza gravemente. Adamsberg escribió algunas palabras sobre un papel que le tendió.

Llame al doctor Ferez para que atienda a Damas: urgente. Prevenga a la Interpol acerca de Marie-Belle: ninguna esperanza, demasiado lista.

– Y Marie-Belle, ¿no me quería? -susurró Damas.

– No.

– Yo creí que me quería.

– Yo también lo creía. Todo el mundo lo creía. Nos ha engañado a todos.

– ¿Quería a Antoine?

– Sí. Un poco.

Damas se dobló en dos.

– ¿Por qué no me pidieron el dinero? Se lo hubiese dado todo.

– No creyeron que eso fuese posible.

– No quiero tocarlo, de todas formas.

– Vas a tocarlo, Damas. Vas a pagar un abogado serio para tu hermanastro.

– Sí -dijo Damas, todavía arrebujado entre sus brazos.

– Debes ocuparte también de su madre. No tiene con qué vivir.

– Sí. «La gorda de Romorantin.» Es así como hablaban de ella siempre en casa. Yo no sabía qué querían decir ni quién era.

Damas volvió a levantar bruscamente la cabeza.

– ¿No se lo dirá, eh? ¿No se lo dirá?

– ¿A su madre?

– A Mané. No le dirá que sus pulgas no eran… no eran…

Adamsberg no trataba de ayudarlo. Damas tenía que pronunciar las palabras él solo, un gran número de veces.

– Que no estaban… infectadas -concluyó Damas-. Eso la mataría.

– No soy un asesino. Y tú tampoco. Piénsalo, piénsalo bien.

– ¿Qué van a hacerme?

– No has matado a nadie. No eres responsable más que de una treintena de picaduras de pulga y de un pánico popular.

– ¿Y entonces?

– El juez no continuará. Puedes salir hoy, ahora.

Damas se levantó con la torpeza de un hombre derrengado, apretando sus dedos al puño en torno a su diamante. Adamsberg contempló cómo salía y lo siguió, atento a su primer contacto con la calle real. Pero Damas torció hacia la izquierda, hacia su celda abierta, se acostó acurrucado y no volvió a moverse. Sobre la suya, Antoine Hurfin estaba en la misma posición en sentido inverso. El padre Heller-Deville había hecho un buen trabajo.

Adamsberg abrió la celda de Clémentine, que fumaba mientras hacía un solitario.

– ¿Y bien? -dijo mirándolo-. ¿Hay movimiento ahí dentro? Unos vienen, otros van y uno nunca está al corriente de lo que pasa.

– Puede irse, Clémentine. Vamos a reconducirla a Clichy.

– Ya era hora.

Clémentine aplastó su colilla contra el suelo, se puso su jersey y lo abotonó con cuidado.

– Están bien sus sandalias -dijo con un tono apreciativo-. Le sientan bien al pie.

– Gracias -dijo Adamsberg.

– Diga, comisario, ahora que nos conocemos un poco, ¿podría decirme si la han palmado los tres últimos cabrones? Con todo este desbarajuste, no he seguido las noticias.

– Los tres han muerto de peste, Clémentine. Kévin Roubaud, el primero.

Clémentine sonrió.

– Después otro cuyo nombre he olvidado y al final Rodolphe Messelet, hace menos de una hora. Se cayó como un bolo.

– En buena hora -dijo Clémentine sonriendo anchamente-. Existe la justicia. No hay que tener prisa, eso es todo.

– Clémentine, recuérdeme el nombre del segundo, se me escapa.

– A mí no se me olvida. Henri Tomé, de la Rue de Grenelle. El último de los hijos de puta.

– Eso es.

– ¿Y el chico?

– Se ha quedado dormido.

– Claro, lo marea tanto que lo cansa. Dígale que lo espero el domingo para comer, como de costumbre.

– Allí estará.

– Bueno, yo creo que ya nos lo hemos dicho todo, comisario -concluyó ella tendiéndole una mano firme-. Le escribiré una tarjeta a su Gardon para agradecerle las cartas y al otro, al alto, un poco fofo, calvo y de buen año, un hombre con gusto.

– ¿Danglard?

– Sí, quería mi receta de galletas. No me lo pidió así, pero yo entendí bien el fondo del asunto. Parecía importante para él.

– Es muy posible.

– Un hombre que sabe vivir -dijo Clémentine asintiendo con la cabeza-. Perdón, paso delante.

Adamsberg acompañó a Clémentine Courbet hasta el portal y recibió a Ferez, al que detuvo con un ademán.

– ¿Es él? -dijo Ferez, mostrándole la celda donde estaba replegado Hurfin.

– Éste es el asesino. Grave asunto de familia, Ferez. Será probablemente internado en un manicomio.

– Ya no se dice «manicomio», Adamsberg.

– Pero él -continuó Adamsberg señalando a Damas- debe salir y no está en estado de hacerlo. Me prestaría un servicio, un gran servicio, Ferez, si lo ayudase y siguiese su caso. Reinserción en el mundo real. Una caída muy dolorosa, diez pisos.

– ¿Es el tipo con el fantasma?

– El mismo.

Mientras Ferez trataba de desdoblar a Damas, Adamsberg lanzó a dos oficiales tras Henri Tomé y a la prensa sobre Rodolphe Messelet. Después llamó a Decambrais que se preparaba para dejar el hospital aquella tarde, y a Lizbeth y a Bertin, para prevenirlos de que preparasen con suavidad la vuelta de Damas. Terminó con Masséna y después con Vandoosler, a quien informó de la conclusión de la enorme metedura de pata.

– Lo oigo mal, Vandoosler.

– Es Lucien, que vuelca las compras sobre la mesa. Ése es el estruendo.

Sin embargo, escuchó claramente la fuerte voz de Lucien que declamaba en la gran habitación sonora:

– En la naturaleza, menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

Colgó pensando que aquel habría sido un buen anuncio para el pregón de Joss Le Guern. Un anuncio robusto, sano y bien terminado, sin problemas, lejos, muy lejos, de las siniestras resonancias de la peste que empezaban a borrarse. Volvió a posar su teléfono sobre la mesa, bien en el centro, y lo contempló un momento. Danglard entró con un dossier en la mano y siguió la mirada de Adamsberg. A su vez, se puso a contemplar en silencio el aparatito.

– ¿Hay algo que no funciona en ese móvil?

– Nada -dijo Adamsberg-. Es que no suena.

Danglard dejó el dossier Romorantin y salió sin hacer comentario alguno. Adamsberg se recostó sobre el dossier, con la cabeza metida entre los brazos, y se quedó dormido.

XXXVIII

A las siete y media de la tarde, Adamsberg llegó a la Place Edgar-Quinet, sin apurar el paso, pero más ligero que hacía quince días. Más ligero y también más vacío. Entró en la casa de Decambrais, en el pequeño despacho donde una moderna pancarta rezaba: Consejero en cosas de la vida. Decambrais estaba en su puesto, con la cara todavía pálida pero con la espalda de nuevo erguida, y hablaba con un hombre grueso y alterado instalado frente a él.

– Vaya -dijo Decambrais echándole una mirada a Adamsberg y después a sus sandalias-. Hermes, el mensajero de los dioses. ¿Tiene noticias?

– Paz en la ciudad, Decambrais.

– Espere un minuto, comisario. Estoy en medio de una consulta.

Adamsberg se alejó hacia la puerta, atrapando un fragmento de la conversación que continuaba.

– Esta vez, se ha roto -decía el hombre.

– Ya lo hemos arreglado otras veces -respondía Decambrais.

– Se ha roto.

Decambrais hizo entrar a Adamsberg unos diez minutos más tarde y le hizo sentar en la silla todavía caliente de su predecesor.

– ¿De qué se trata? -preguntó Adamsberg-. ¿Un mueble? ¿Un miembro?

– Una relación. Veintisiete rupturas y veintiséis arreglos con la misma mujer, un récord absoluto entre mi clientela. Lo llaman Roto-Vuelto a juntar.

– ¿Y qué le aconseja?

– Yo nunca aconsejo nada. Trato de comprender lo que quiere la gente y de ayudarles a que lo hagan. Eso es ser consejero. Si alguien quiere romper, lo ayudo. Si al día siguiente quiere volver a juntarse, lo ayudo. Y usted, comisario, ¿qué quiere?

– No lo sé. Y además, me da igual.

– Entonces no puedo ayudarlo.

– No. Nadie. Siempre ha sido así.

Decambrais se apoyó sobre el respaldo de su silla con una ligera sonrisa.

– ¿No tenía yo razón a propósito de Damas?

– Sí. Es un buen consejero.

– No podía matar realmente, yo sabía eso. No lo quería realmente.

– ¿Lo ha visto?

– Entró en su tienda, hace una hora. Pero no ha levantado la persiana.

– ¿Ha escuchado el pregón?

– Demasiado tarde. El pregón de la tarde es a las seis y diez minutos, entre semana.

– Perdón. No soy muy bueno con los horarios ni con las fechas.

– No pasa nada.

– A veces sí. He puesto a Damas en manos de un médico.

– Ha hecho bien. Se ha caído dando tumbos desde una nube hasta la tierra. Nunca es demasiado agradable. Allá arriba no había cosas sin arreglo. Por eso estaba allí.

– ¿Y Lizbeth?

– Ha ido a verlo enseguida.

– Ah.

– Éva va a pasarlo un poco mal.

– Automáticamente -dijo Adamsberg.

Dejó pasar un silencio.

– Ya ve, Ducouëdic -continuó cambiando de posición para situarse frente a él-, Damas ha cumplido cinco años de cárcel por un crimen que no existía. Hoy está libre por crímenes que ha creído cometer. Marie-Belle ha escapado por una carnicería que ha ordenado. Antoine será condenado por unos asesinatos que él no decidió.

– La falta y la apariencia de la falta -dijo Decambrais suavemente-. ¿Le interesa?

– Sí -dijo Adamsberg cruzando sus miradas-. Estamos todos en eso.

Decambrais sostuvo su mirada algunos instantes y asintió con la cabeza.

– Yo no toqué a aquella chiquilla, Adamsberg. Los tres escolares estaban sobre ella, en los baños. Golpeé como un ciego, levanté a la pequeña y la saqué de allí. Los testimonios me hundieron.

Adamsberg asintió con un pestañeo.

– ¿Es lo que pensaba? -preguntó Decambrais.

– Sí.

– Entonces sería un buen consejero. En aquella época, yo ya era casi impotente. ¿También pensaba eso?

– No.

– Y ahora, me trae sin cuidado -dijo Decambrais cruzándose de brazos-. O casi.

En aquel instante, el trueno del normando resonó sobre la plaza.

– Calvados -dijo Decambrais levantando un dedo-. Plato caliente. No es desdeñable.

En El Vikingo, Bertin servía una ronda general en honor de Damas, cuya cabeza reposaba fatigada sobre el hombro de Lizbeth. Le Guern se levantó y estrechó la mano de Adamsberg.

– Boquete taponado -comentó Joss-. Ya no hay especiales. Las legumbres en venta vuelven a predominar.

– En la naturaleza -dijo Adamsberg- menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.

– Es exacto -dijo Joss con seriedad-. He visto calabazas que se volvieron como globos en el transcurso de dos noches.

Adamsberg se deslizó entre el grupo ruidoso que comenzaba a cenar. Lizbeth le ofreció una silla y le sonrió. Tuvo bruscamente ganas de apretarse contra ella, pero el sitio ya estaba ocupado por Damas.

– Va a dormirse sobre mi hombro -dijo señalando a Damas con el dedo.

– Es normal, Lizbeth. Va a dormir mucho tiempo.

Bertin puso con ceremonia un plato más en el sitio del comisario. Un plato caliente no es desdeñable.

Danglard empujó la puerta de El Vikingo a la hora del postre, se acodó en la barra, puso la bola a sus pies y le hizo un signo discreto a Adamsberg.

– Tengo poco tiempo -dijo Danglard-. Los niños me esperan.

– ¿Hurfin no ha montado lío? -preguntó Adamsberg.

– No. Ferez ha estado viéndolo. Le ha dado un calmante. Él ha obedecido y descansa.

– Muy bien. Todo el mundo va a terminar durmiendo esta noche, a fin de cuentas.

Danglard le pidió un vaso de vino a Bertin.

– ¿Usted no? -preguntó.

– No sé. Quizás camine un poco.

Danglard tragó la mitad de su copa y contempló a la bola que se había instalado sobre su zapato.

– ¿Crece, verdad? -dijo Adamsberg.

– Sí.

Danglard terminó su vaso y lo volvió a dejar sin ruido sobre el mostrador.

– Lisboa -dijo deslizando un papel doblado sobre la barra-. Hotel Sao Jorge. Habitación 302.

– ¿Marie-Belle?

– Camille.

Adamsberg sintió cómo su cuerpo se ponía tenso como bajo un brusco empellón.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard?

– He hecho que la siguiesen -dijo Danglard inclinándose para recoger al gatito o para ocultar su rostro-. Desde el principio. Como un cabrón. No debe saberlo nunca.

– ¿Por un policía?

– Por Villeneuve, un veterano del distrito 5.

Adamsberg se quedó inmóvil, con el ojo fijo en el papel doblado.

– Habrá otras colisiones -dijo.

– Lo sé.

– Y por otro lado…

– Lo sé. Por otro lado.

Adamsberg observó sin moverse el papel blanco, después avanzó lentamente la mano y la volvió a cerrar sobre él.

– Gracias, Danglard.

Danglard volvió a colocar al gatito bajo su brazo y salió de El Vikingo haciendo una seña con la mano, de espaldas.

– ¿Era su colega? -preguntó Bertin.

– Un mensajero. De los dioses.

Cuando se hizo de noche en la plaza, Adamsberg, apoyado en el plátano, abrió su cuaderno y arrancó una página. Reflexionó y después escribió Camille. Esperó un instante y añadió Yo.

El principio de una frase, pensó. No está tan mal.

Después de diez minutos, como la continuación de la frase no venía, puso un punto después del Yo y dobló la hoja alrededor de una moneda de cinco francos.

Después, con paso lento, atravesó la plaza y metió su ofrenda en la urna azul de Joss Le Guern.

Fred Vargas

***