En Bari, la vida del abogado Guido Guerreri transcurre en un perfecto equilibrio entre su trabajo de abogado y los éxitos que éste le reporta -acaba de mudarse a un moderno despacho donde cuenta con dos eficientes colaboradores- y su solitaria vida privada siempre con tendencia a sumergirle en la melancolía. Una melancolía que combate con su música, sus largos paseos nocturnos y su saco de boxeo al que trata como un auténtico amigo.

Sin embargo, como todos los equilibrios perfectos, el de Guido Guerreri está condenado a ser provisional y cuando recibe la petición de un colega de investigar la desaparición de la joven Manuela, a quien nadie ha visto desde hace ya varios meses, su rutina se verá alterada y se verá obligado a mirar a los ojos a una juventud que, por más que le pese, ya nada tiene que ver con la suya.

Fenómeno de ventas en Italia y adorado por la crítica, Gianrico Carofiglio posee la maestría de los grandes narradores y, al mismo tiempo, la contención de sus historias y la sutil ironía de sus personajes convierte sus novelas en un delicioso entretenimiento.

Gianrico Carofiglio

Las perfecciones provisionales

Guido Guerrieri 04

Traducción de Isabel Prieto

Título original: Le perfezioni provvisorie

Los personajes, hechos y situaciones de esta novela son fruto, exclusivamente, de la imaginación del autor.

1

Todo comenzó por una inofensiva llamada de un antiguo compañero de la universidad.

Sabino Fornelli es abogado civil. Cuando alguno de sus clientes tiene problemas penales, me llama, me pasa el caso, y se desentiende del asunto. Como muchos abogados civiles, piensa que los bufetes de los abogados penalistas son lugares peligrosos y de mala nota, y prefiere mantenerse alejado de ellos.

Una tarde de marzo, mientras estaba estudiando un recurso que tenía que presentar al día siguiente ante el Tribunal Supremo, recibí la llamada de Fornelli. Hacía varios meses que no hablábamos.

– Hola, Guerrieri, ¿qué tal estás?

– Bien, ¿y tú?

– Como siempre. Mi hijo se ha ido a estudiar tres meses a Estados Unidos.

– Estupendo. Una idea excelente, volverá con muchas experiencias que recordar.

– El que va a tener mucho que recordar soy yo: desde que se ha ido, mi mujer está de los nervios, no me da un minuto de tregua con sus estados de ansiedad, y yo estoy a punto de volverme loco.

Intercambiamos un par de frases más, demostrándonos el interés de rigor por nuestros respectivos asuntos, y luego entramos en materia. Dos clientes de Fornelli necesitaban hablar conmigo de un tema muy urgente y delicado. Cuando pronunció las palabras «urgente y delicado» bajó el tono de voz, de una forma que me pareció algo ridícula. El caso más grave que me había pasado Fornelli hasta ese momento había sido una dramática historia de injurias, golpes y violación de domicilio.

Vamos, que teniendo en cuenta los precedentes, no me sentía muy inclinado a tomarme en serio la clasificación de «urgente y delicado» para un caso que me iba a pasar Fornelli.

– Mañana tengo que ir a Roma, Sabino, y no sé a qué hora voy a volver. Pasado mañana es sábado, así que puedes decirles que vengan (le eché un vistazo rápido a la agenda) el lunes por la tarde, después de las ocho. ¿De qué se trata?

Se produjo un breve silencio.

– De acuerdo, después de las ocho. Iré yo también, acompañándolos, así te lo explicamos juntos. Va a ser lo mejor, por una serie de motivos.

Esta vez fui yo el que se quedó unos segundos en silencio. Fornelli nunca había acompañado a sus clientes a mi bufete. Estaba a punto de preguntarle cuáles eran esos motivos y por qué no podía adelantarme nada por teléfono, pero algo me contuvo. Le dije, pues, que de acuerdo, que nos veríamos en mi despacho el lunes, a las ocho y media, y colgamos.

Me quedé algunos minutos preguntándome de qué podía tratarse. No se me ocurrió nada y volví a mi recurso ante el Tribunal Supremo.

2

Me gusta ir al Tribunal Supremo. Los jueces suelen estar preparados, es raro encontrarse con alguno que aproveche las audiencias para echarse un sueñecito; por lo general, los presidentes, con las debidas excepciones, son tirando a amables, incluso cuando te piden que hables poco y que no les hagas perder el tiempo.

A diferencia de lo que ocurre en los otros tribunales, sobre todo en los tribunales superiores, en el Supremo se tiene la impresión de que el mundo está ordenado y de que la justicia funciona. Se trata sólo de una mera impresión porque el mundo no está ordenado y la justicia no funciona. Pero es una bonita impresión. Por eso suelo estar de buen humor cuando tengo que acudir a un juicio en el Supremo, aunque me toque madrugar.

Era un bonito día, frío y luminoso. El avión, en contra de lo que yo tenía previsto, salió y llegó puntualmente.

En el trayecto en taxi entre el aeropuerto y el Supremo viví una curiosa experiencia. Nada más arrancar el coche, me fijé en que en el asiento del copiloto se amontonaba como una docena de libros, en ediciones de bolsillo. Siempre que veo libros por una casa mi curiosidad se excita en el acto, así que imagínate si los veo en un taxi, que no es lo que se dice el lugar donde uno se los encuentra con más frecuencia. Le eché un vistazo a las portadas. Había un par de novelas policíacas de baja estofa, pero también Luces rojas de Simenon, Una cuestión privada de Fenoglio e incluso una antología de poemas de García Lorca.

– ¿Para qué lleva ahí esos libros?

– Para leerlos, entre carrera y carrera.

Me lo había merecido. Una respuesta seca y concisa a una pregunta idiota. ¿Qué hace uno con los libros? Leerlos.

– Verá, se lo he preguntado porque no es…, no es muy frecuente ver libros, tantos libros, quiero decir, en un taxi.

– No es verdad. A muchos de mis colegas les gusta leer.

Hablaba casi sin acento y parecía elegir las palabras con mucho cuidado. También parecía que las manejaba con cautela, como si fueran objetos delicados y algo peligrosos. Hojas afiladas.

– Sí, claro, ya lo supongo. Pero es que usted tiene, casi, una especie de biblioteca…

– Es que me gusta leer dos o tres libros al mismo tiempo. Depende del estado de ánimo. Por eso llevo varios. Además, cuando termino algunos, me los dejo olvidados en el coche; y así, poco a poco, se termina formando un pequeño montón.

– A mí también me gusta leer varios libros a la vez. ¿Qué está leyendo ahora?

– Una novela de Simenon. Me está gustando mucho, puede que, entre otras cosas, porque una parte de la historia se desarrolla en un coche, y yo me paso la vida metido en un coche. Tengo la sensación de entenderlo mejor, por eso. Y las poesías de García Lorca. La poesía me gusta mucho, aunque me cueste un poco más de esfuerzo leerla. Cuando estoy cansado, en cambio, leo eso otro -y señaló hacia una de las noveluchas policíacas. No dijo el nombre del autor, ni el título, lo que me pareció justo. Tuve la sensación de que existía toda una estética, precisa, sin esfuminados y concluyente, en la forma en la que me había hablado de los libros que estaba leyendo y de su jerarquía implícita. Me gustó. Intenté ver qué cara tenía, un poco fijándome en su perfil, otro poco mirando su imagen reflejada en el retrovisor. Debía tener unos treinta y cinco años, era pálido, y en su mirada se advertía una sombra de timidez.

– ¿Y de dónde le viene esa pasión por la lectura?

– Si se lo cuento, no se lo va a creer.

– Cuéntemelo.

– Hasta los veintiocho años no había ni cogido un libro, quitando los del colegio. Pero tenía un defecto: era tartamudo. Tartamudeaba muchísimo. Y eso es algo que te puede amargar la vida, ¿sabe?

Asentí. Luego me di cuenta de que no podía verme, no con claridad al menos.

– Sí, me lo puedo imaginar. Pero usted habla perfectamente -dije mientras volvía a pensar, sin embargo, en esa forma prudente, cautelosa con la que manejaba las palabras.

– Un día ya no pude más. Acudí a un logopeda e hice terapia para curarme el tartamudeo. En la terapia nos hacían leer libros, en voz alta.

– ¿Y así fue como empezó a leer?

– Sí. Descubrí los libros. Cuando acabé la terapia seguí leyendo. Dicen que en la vida no ocurre nada por casualidad. Quizá era tartamudo porque tenía que descubrir los libros. No lo sé. Una cosa es segura: desde entonces mi vida cambió. Ya no consigo ni acordarme de cómo pasaba antes el tiempo.

– Es una bonita historia. Me gustaría que me pasase algo parecido.

– ¿Qué quiere decir? ¿No le gusta leer?

– No, no, me gusta muchísimo. Posiblemente, es lo que más me gusta hacer en la vida. Lo que quería decir es que me gustaría experimentar un cambio extraordinario, como el que vivió usted.

– Ah, entiendo -dijo. Luego permanecimos en silencio, mientras el taxi recorría fluidamente el carril preferente de la vía Ostiense.

Llegamos a la plaza Cavour sin encontrar un solo atasco. Mi amigo el taxista lector se detuvo, apagó el motor y se volvió hacia mí. Pensé que iba a decirme cuánto le debía y me llevé la mano a la cartera.

– Hay una frase de Paul Valéry…

– ¿Sí?

– Dice más o menos así: la mejor forma de realizar los sueños es despertarse.

Permanecimos unos instantes mirándonos el uno al otro. En la mirada de aquel hombre había algo más complejo aún que la timidez. Algo así como la costumbre de sentir miedo y la disciplina para dominarlo, sabiendo que estaba allí y que lo estaría siempre, al acecho. En mi mirada, supongo, se advertiría estupor. Me pregunté si había leído algo de Valéry. No estaba seguro.

– He pensado que esa frase podría inspirarle, por lo que ha dicho antes. Lo del cambio. No sé si a los demás les pasará lo mismo que a mí, pero yo tengo ganas de compartir lo que leo. Cuando repito una frase que he leído, o un concepto, o una poesía, me parece que soy un poco su autor. Me gusta mucho.

Dijo las últimas palabras con un tono casi de excusa. Como si, de repente, se hubiera dado cuenta de que podía estar invadiendo mi intimidad. Así que me apresuré en contestarle.

– Gracias. A mí me pasa lo mismo, desde que era un crío. Pero yo nunca he sido capaz de expresarlo tan bien.

Antes de bajar del taxi le di la mano y, mientras me dirigía a cumplir con mi trabajo de abogado, pensé que en vez de eso me hubiera gustado quedarme allí, hablando con el taxista, de libros y de muchas otras cosas.

Había llegado al Supremo casi una hora antes de que se celebrase el juicio. El caso lo llevaba preparado de sobra, no tenía necesidad alguna de revisar papeles, así que decidí dar un paseo. Atravesé el Tíber pasando por el puente Cavour. El agua tenía un color amarillo-verdoso, lanzaba reflejos centelleantes de mercurio e infundía alegría. Había muy poca gente por la calle. Tampoco se escuchaban muchos ruidos, sólo el rumor de fondo de los coches, que llegaba muy atenuado, y de voces indistintas. Tuve la sensación, intensa y deliciosamente insensata, de que esa quietud grandiosa había sido dispuesta para mi uso personal. Alguien ha dicho que los momentos de felicidad nos cogen por sorpresa y que, a veces -con frecuencia-, no nos damos siquiera cuenta de que se han producido. Descubrimos que hemos sido felices sólo tiempo después, lo que es algo bastante estúpido. Mientras caminaba hacia el Ara Pacis me vino a la cabeza un recuerdo de muchos años atrás.

Preparé los últimos exámenes de la carrera, justo antes de obtener el título, con dos amigos. Nos hicimos amigos precisamente porque estudiamos juntos, redactamos la tesina en la misma época y nos licenciamos en la misma sesión. A veces, esas cosas unen a la gente, al menos durante un cierto tiempo. En realidad, éramos muy distintos y teníamos muy poco en común. Empezando por los proyectos de cara al futuro. Ellos tenían proyectos y yo no. Ellos se habían matriculado en Derecho porque querían ser abogados, sin dudas, con toda determinación, con toda seguridad. Yo me había matriculado en Derecho porque no sabía qué hacer.

Mis sentimientos eran confusos con respecto a su determinación. Una parte de mí mismo la contemplaba con suficiencia. Me parecía que mis amigos tenían unas metas muy limitadas y que sus sueños eran mediocres. Otra parte de mí mismo sentía envidia por esas metas tan nítidas, esa visión tan clara de lo que deseaban en el futuro. Era algo que no terminaba de entender, cuyo significado último se me escapaba, pero lo veía reconfortante, debía proporcionar seguridad. Era como un antídoto contra la leve ansiedad que acompañaba mi visión desenfocada del mundo.

Apenas obtuvieron el título, sin tomarse siquiera un respiro para disfrutar de unas auténticas vacaciones, empezaron a preparar oposiciones, encarnizadamente. Yo empecé, con el mismo ahínco, a hacer como que hacía algo. Iba a un bufete civil con beneficios nulos, fantaseaba con la idea de hacer algún máster sin precisar en una universidad extranjera, barajaba la posibilidad de matricularme en Letras, pensaba en dedicarme a escribir una novela que cambiaría mi vida y la de sus numerosos lectores, y que, por suerte, me abstuve hasta de comenzar. En resumen, era lo que se dice un tipo con las ideas claras.

Precisamente por eso, por lo de las ideas claras, cuando se publicaron las oposiciones decidí firmarlas yo también. Cuando se lo dije a Andrea y a Sergio se produjo entre nosotros una extraña situación, ligeramente embarazosa. Me preguntaron qué me había dado, ya que no había vuelto a abrir un libro desde que acabara la carrera, algo que ellos sabían de sobra. Les contesté que estudiaría durante los tres meses que faltaban para el examen escrito, y que probaría suerte. Quizá, preparando aquellas oposiciones, descubriría qué hacer con mi vida.

Intenté estudiar seriamente durante aquellos tres meses escasos, mientras acariciaba en secreto la esperanza de tener un golpe de suerte, de dar con un atajo, con la solución mágica. El sueño de los gandules y los caraduras.

Luego, una mañana de febrero, a mediados de los estúpidos años ochenta, Andrea Colaianni, Sergio Carofiglio y Guido Guerrieri se subieron en el viejo Alfasud del padre de Andrea. Para ir a Roma y presentarse al examen escrito para las oposiciones a judicatura.

De aquel viaje conservo sólo unos pocos fotogramas -las gasolineras; café cigarrillo un pis; media hora de lluvia, sobrecogedora y violenta, en plenos Apeninos-, pero recuerdo íntegramente el sentimiento de ligereza e irresponsabilidad con que lo hice. Había estudiado, sí, un poco, pero no había hecho una auténtica inversión en aquella empresa, como mis amigos. No tenía nada que perder y, si no aprobaba, como era más que probable que pasase, nadie podría decir que había fracasado.

– ¿Pero tú qué haces aquí, Guerrieri? ¿Para qué vas a Roma? -me preguntó de nuevo Andrea en un momento dado, tras bajar el volumen de la música. Estábamos escuchando una cinta que yo había grabado expresamente para el viaje; contenía los temas «Have you ever seen the rain», «I don't wanna talk about it», «Love letters in the sand», «Like a rolling stone», «Time passages» y, creo, cuando Andrea me hizo esa pregunta Billy Joel tocaba «Piano Man».

– No lo sé. Por intentarlo, por hacer algo, ¡yo qué sé! Lo que es seguro es que si la jugada me sale bien nunca me tomaré la abogacía como mi misión en la vida. Yo no tengo vuestro fuego sagrado.

Era la típica frase que ponía nervioso a Andrea porque daba en la diana.

– ¿Qué cojones dices? ¿De qué fuego sagrado hablas? ¿Qué pinta aquí eso de la «misión en la vida»? Yo quiero ser abogado, me atrae la idea, creo que me gustará («que me gustaría», se corrigió en el acto para evitar el gafe), y que es un trabajo con el que puedo ser útil -dijo Andrea.

– Yo también. Pienso que la sociedad, el mundo, se cambian desde abajo. Y que un abogado (si hace bien su trabajo, por supuesto) contribuye a cambiar el mundo. A limpiarlo de la corrupción, de la delincuencia, de todo lo que está podrido -añadió Sergio.

Sus palabras son las que mejor recuerdo, y cada vez que pienso en ellas experimento una sensación ambigua, en vilo entre la ternura y la zozobra, por cómo esas aspiraciones ingenuas fueron engullidas por los asesinos quiebros de la vida.

Estuve a punto de replicar, pero luego, confusamente, pensé que no tenía derecho: a fin de cuentas, yo estaba allí sin derecho alguno, como un intruso en medio de sus sueños. En vista de eso me encogí de hombros y subí de nuevo el volumen de la música, justo mientras se esfumaba la voz de Billy Joel y empezaba a escucharse la guitarra de los Creedence Clearwater Revival: «Have you ever seen the rain». Afuera acababa de cesar un temporal.

La oposición constaba de tres pruebas escritas: derecho civil, penal y administrativo, y en cada ocasión se sorteaba el orden de salida.

El primero fue el examen de derecho administrativo: no sabía absolutamente nada del tema, así que a las tres horas me retiré, enterrando con ello mis ocultas e insensatas esperanzas. La puerta corrediza que daba al mundo de los adultos no estaba destinada a abrirse para mí, no, al menos, durante aquellos días, y me quedé en la sala de espera. Me iba a quedar allí bastante tiempo más.

Algunas veces, en los años que luego fueron yéndose y llegando, me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si, por un giro inesperado del destino, hubiese sacado aquellas oposiciones.

Me habría ido de Bari, me habría convertido en otra persona y, quizá, no hubiera regresado jamás. Como le ocurrió a Andrea Colaianni, que sacó las oposiciones, se fue a vivir lejos, se hizo fiscal, y no tuvo más remedio que reconsiderar sus ideas acerca de la posibilidad de cambiar, de verdad, el mundo él solo.

Sergio Carofiglio no lo logró. Tenía, si cabe, más ganas todavía que Colaianni de ser abogado, pero no consiguió aprobar los exámenes escritos. Lo volvió a intentar una y otra vez, hasta agotar las tres convocatorias que concede la ley. Cuando me enteré de que había suspendido también el tercer y último examen, ya no nos veíamos, pero pensé igualmente en la devastadora sensación de derrota y fracaso que tuvo que experimentar. Luego conoció a una chica, hija de un industrial véneto, se casó con ella y se fue a vivir a algún lugar cercano a Rovigo, para trabajar con su suegro y ahogar en la niebla su amargura y sus sueños truncados. Aunque esto, quizá, son sólo figuraciones mías y, en estos momentos, es rico y feliz, y no haberse convertido en abogado ha sido, así de simple, lo mejor que le ha pasado en la vida.

Me quedé en Roma, después de retirarme de las oposiciones. Tenía pagada la habitación de la pensión tres días, el tiempo, en principio, que iban a durar las oposiciones. Así, mientras mis amigos se las veían con el derecho penal y el derecho civil, yo disfruté, sin esperármelo, de las vacaciones romanas más hermosas de mi vida. Como no tenía nada que hacer, paseé mucho, compré libros a mitad de precio, me tendí sobre los bancos de Villa Borghese, leí, y también escribí. Unas poesías espantosas que, afortunadamente, he perdido. En la escalinata de Trinità dei Monti me hice amigo de dos chicas americanas con exceso de peso; nos comimos juntos una pizza, pero decliné el ofrecimiento de pasar el resto de la tarde en su apartamento porque me pareció ver que se hacían un gesto de complicidad entre ellas y, calculando que debían pesar entre ochenta y noventa kilos cada una, pensé que fiarse de la gente está bien, pero que no hacerlo está todavía mejor.

El mundo era un burbujeo de infinitas posibilidades en aquel inesperado y templado febrero romano. Yo oscilaba entre los nunca más de mi vida de adolescente y los todavía no de mi vida de adulto. Era una franja delgada, eufórica y provisional. Pero era hermoso saberse en aquella franja. Sólo lo que es provisional es perfecto.

Me acordé de todo eso en aquella hora que, por un extraño efecto de alquimia, me pareció tan dulce y tan suspendida en el tiempo como los días de veinte años atrás. Tuve la insensata, exultante sensación de que la cinta estaba a punto de rebobinarse y de que me aguardaba un nuevo inicio. Fue un escalofrío, una vibración. Muy hermosa.

Luego me di cuenta de que, en cambio, ya eran las diez, y de que se me iba a hacer tarde, así que regresé rápidamente a la plaza Cavour.

3

Cuando se acude al Tribunal Supremo lo primero que hay que hacer es pasar por la sala en la que están las togas.

Es obligatorio llevar toga en los juicios ante un tribunal, pero, salvo los abogados romanos, nadie se lleva la suya, así que hay que alquilar una, como se hace con los disfraces de carnaval o los trajes para una obra de teatro.

Como de costumbre, delante de la sala de las togas se había formado una pequeña cola. Miré alrededor, buscando alguna cara conocida, pero no vi a nadie. Para compensar, justo delante de mí había un tipo que parecía el resultado final de repetidos y encarnizados enlaces consanguíneos. Tenía las cejas negras y muy pobladas, el pelo teñido de un inquietante color rubio con tonalidades rosáceas, un evidente prognatismo y vestía una chaqueta verde de corte aproximadamente tirolés. Me imaginé su foto en un periódico, bajo el titular: «Desarticulada una banda de pederastas». O en un cartel de propaganda electoral, junto a un bonito eslogan racista.

Cogí mi toga alquilada y me esforcé en no olerla, algo que me hubiera producido un leve disgusto durante toda la mañana. Como siempre, por unos segundos pensé en cuántos abogados se la habrían puesto y en cuántas historias habrían pasado por sus manos. Luego, también como siempre, me dije que era un pensamiento banal y me encaminé hacia la sala de audiencias.

Mi juicio era uno de los primeros y, a la media hora de iniciarse la audiencia, me llegó el turno.

El juez relator, en apenas unos minutos, resumió la historia del proceso, explicó los motivos por los que mi cliente había sido condenado y, por último, ilustró las razones de mi recurso.

El imputado era el hijo pequeño de un conocido profesional liberal de Bari. En la época en la que ocurrieron los hechos, es decir, casi ocho años atrás, estaba matriculado en la Facultad de Derecho con escasos resultados. Tenía mucho más éxito como traficante de cocaína. Todos los que necesitaban o querían coca, y ocasionalmente también otras sustancias, lo conocían. Era un profesional serio, puntual, y de toda confianza. Hacía las entregas a domicilio, con lo que les ahorraba a sus adinerados clientes el mal trago de tener que hacer por sí mismos algo de tan pésimo gusto como es salir a la calle en busca de un camello.

En un momento dado, en vista de que todo el mundo lo conocía y sabía a qué se dedicaba, se fijaron en él también los carabinieri. Intervinieron sus móviles, le siguieron la pista durante algunas semanas y, en el momento oportuno, registraron su casa y su garaje. Precisamente en el garaje encontraron casi medio kilo de excelente cocaína procedente de Venezuela. Al principio, intentó defenderse diciendo que la droga no era suya, que al garaje tenían acceso otros vecinos del inmueble y que la mercancía podía ser de cualquiera. Los carabinieri contraatacaron mostrándole las llamadas y él, finalmente, por consejo de su abogado -yo-, decidió acogerse al derecho a permanecer en silencio. Era el típico caso en el que cualquier declaración que hiciese podía usarse luego en su contra.

Después de pasarse algunos meses en la cárcel, en custodia preventiva, le concedieron el arresto domiciliario y, al año o algo más de producirse la detención, la libertad condicional, con la obligación de comparecencia periódica y comunicación de domicilio. Los argumentos de la defensa, al margen de las chácharas, se basaron en una solicitud de anulación de las intervenciones telefónicas o escuchas. Si la solicitud se hubiese aceptado, los argumentos de la acusación habrían sido mucho más débiles.

Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal. Me la habían rechazado y habían condenado a mi cliente a diez años de cárcel y al pago de una multa desproporcionada. Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal Superior. Me la habían rechazado de nuevo pero, al menos, le habían rebajado la pena.

Había elevado la excepción ante el Tribunal Supremo y esa mañana me encontraba allí para hacer el último intento de que mi cliente -que, mientras tanto, había encontrado un trabajo de verdad, tenía una compañera y un hijo pequeño- se pasara en la cárcel una más que discreta temporada, contando con los indultos, las reducciones de pena y similares. En los juicios ante el Supremo, por lo general, no hay público, las salas de audiencia tienen un aire de abstracta solemnidad y, sobre todo, se discuten sólo cuestiones de derecho: la brutal consistencia de los hechos de los que se trata en los juicios penales se queda fuera de las salas acolchadas del tribunal.

En otras palabras, se dan todas las condiciones para que el juicio y la situación carezcan de la carga emotiva que tienen los juicios ordinarios.

No es así, y por un motivo muy preciso.

Cuando llegas hasta el Tribunal Supremo estás muy cerca del final del proceso. Una de las posibilidades que se debaten en la audiencia es que no admitan tu recurso. Y si la corte no admite tu recurso contra una sentencia condenatoria puede ocurrir que el paso siguiente, para tu cliente, sea ingresar en prisión para cumplir la pena.

Esto convierte en algo muy poco abstracto lo que ocurre en el Supremo. Transforma la rarefacción de las salas y de la audiencia en el presagio dramático de cosas muy vulgares y, con frecuencia, tremendas.

El fiscal general solicitó que no se admitiera a trámite mi recurso. Habló poco, pero se notaba que se había estudiado el caso, algo que no siempre se da por descontado. Refutó con eficacia la base de mis argumentos y yo pensé que, de encontrarme en el lugar de los jueces, me habría convencido y le hubiera quitado la razón al recurrente.

Luego, el presidente del tribunal se dirigió a mí: «Abogado, el tribunal ha leído su recurso y también el expediente judicial. Su punto de vista está claramente expuesto. Le rogaría que, en su exposición, se ajustara a los aspectos fundamentales o a cuestiones que no hayan sido tratadas en el recurso o en la memoria».

Muy amable y muy claro. Abrevia, por favor, no repitas lo que ya nos sabemos y, sobre todo, no nos hagas perder el tiempo.

– Gracias, presidente. Intentaré ser lo más breve posible.

Fui rapidísimo. Recordé los motivos por los que, a mi entender, esas interceptaciones debían declararse no utilizables, anulándose, por tanto, la sentencia, y en cinco minutos ya había acabado. El presidente me dio las gracias por haber cumplido mi promesa de ser breve, me indicó, con suma cortesía, que ya podía irme, y llamó a la siguiente causa. La decisión se tomaría por la tarde. En el Supremo las cosas funcionan de la forma siguiente: se presentan uno tras otro todos los recursos y, al final, los jueces se retiran a deliberar. Salen, a veces ya casi entrada la noche, y leen todas las sentencias. Por lo general, las leen en una sala vacía porque nadie tiene ganas de esperar durante horas y más horas en los pasillos, entre mármoles inquietantes y el rumor de pasos perdidos. Los abogados, sobre todo los que, como yo, vienen de fuera de Roma, hacemos lo siguiente: nos dirigimos a un ujier, le pedimos que se informe acerca del resultado de nuestra causa, le alargamos un papel doblado por la mitad, con el número de nuestro móvil apuntado y, dentro, un billete de veinte euros.

Luego nos vamos y, desde ese instante, cada vez que suena el móvil damos un brinco, sobresaltados, porque puede tratarse del ujier que, con tono burocrático, nos va a comunicar la sentencia.

Esta vez me ocurrió ya en el aeropuerto, cuando estaba a punto de embarcar y de apagar el móvil.

– ¿Abogado Guerrieri?

– ¿Sí?

– La resolución de su recurso. El tribunal lo ha rechazado, pagan ustedes las costas. Buenas tardes.

Buenas tardes, le dije al teléfono que ya se había quedado mudo. El ujier había colgado en el acto y ya debería estar llamando a cualquier otro para comunicarle su sentencia a un (módico) precio.

En el avión intenté leer un rato, pero no lo conseguí. No dejaba de pensar en el momento en el que tuviera que decirle a mi cliente que, dentro de unos pocos días, iba a ingresar en prisión, donde permanecería durante varios años. La perspectiva me producía una desagradable sensación de tristeza, unida a una especie de humillación.

Lo sé. Mi cliente había sido un camello, es decir, un delincuente y, de no haber sido detenido, habría seguido traficando y recogiendo alegremente los frutos de su actividad. Pero en esos años, en los transcurridos entre su detención y la resolución del Supremo, se había convertido en otra persona. Eso era, me parecía insoportable la idea de que el pasado irrumpiese así, bajo la forma aséptica y cruel de una resolución del Supremo, y destruyese todo eso.

Después de tantos años, me parecía un acto de violencia, especialmente insensata porque no se podía culpar de ella a nadie.

Me sumí en un sueño ligero y enfermizo, pensando en estas cosas. Cuando abrí los ojos, ya se veían las luces de la ciudad.

4

De regreso a casa llamé a mi cliente e intenté no darme cuenta del espeso silencio que se materializó entre nosotros apenas le di la noticia. Intenté no ser consciente, ignorando aquel silencio, de esa vida entera que acababa de quedar hecha jirones, y cuando colgué pensé que estaba empezando a ser demasiado viejo para este trabajo.

Luego intenté cenar con lo que había en la nevera pero en realidad, me eché al gaznate casi una botella entera de primitivo de catorce grados y medio. Dormí poco y mal y el fin de semana fue una lenta, agotadora y grisácea travesía. El sábado fui al cine, pero me equivoqué de película y a la salida me encontré con una lluvia minuciosa e implacable. Siguió lloviendo durante todo el domingo, que me pasé en casa, leyendo, pero también me equivoqué de libros y lo mejor del día fueron un par de episodios de Happy days emitidos en un canal por satélite.

Cuando me levanté, el lunes por la mañana, me asomé a la ventana, vi que entre las últimas nubes asomaba algún rayo de sol y me alegré de que, por fin, hubiera acabado ya ese fin de semana.

Me pasé toda la mañana en los juzgados, entre audiencias insignificantes y paseos por las distintas secretarías.

Por la tarde fui al bufete. A mi nuevo bufete. Estaba en funcionamiento desde hacía más de cuatro meses, pero cada vez que empujaba la pesada puerta blindada que el arquitecto se había empeñado en instalar sentía la misma sensación de extrañeza. Y siempre me hacía la misma serie de preguntas. ¿Dónde diablos estaba? Y, sobre todo, ¿quién me había mandado irme del pequeño, viejo y confortable bufete para mudarme a ese sitio extraño, que olía químicamente a plástico, madera y piel?

En realidad, detrás de aquella mudanza había una serie de diversas y buenas razones. En primer lugar, Maria Teresa se había licenciado por fin en Derecho y me había pedido continuar en el bufete, pero como abogada en prácticas, no como secretaria. Surgió así la necesidad de encontrar a alguien que ocupase su puesto. Contraté a un señor de unos sesenta años, llamado Pascuale Macina, que había trabajado durante muchísimos años con un colega, ya anciano, y que se había quedado sin trabajo cuando este último murió.

Por la misma época, más o menos, un amigo, profesor universitario, me pidió que contratara a su hija, que quería ser penalista. Ya era abogada, pero en el bufete de su padre sólo se había ocupado de casos civiles y se había dado cuenta de que eso no le gustaba en absoluto.

Consuelo es adoptada y nació en Perú. Tiene la cara oscura y mofletuda, con unas mejillas que, a primera vista, le dan un aspecto algo gracioso, como si fuera un hámster. Sin embargo, si te cruzas con su mirada, en determinados momentos, te das cuenta de que graciosa no es la palabra que mejor la define. Los ojos negros de Consuelo, en esos momentos, cuando dejan de sonreír, envían un mensaje muy sencillo: para conseguir que deje de luchar tendréis que asesinarme.

La contraté, por lo que, en unos pocos meses, pasamos de ser dos personas a cuatro, en un bufete que antes de eso ya era demasiado pequeño y que ahora se había vuelto inhabitable.

Tuve que ponerme a buscar otro lugar en el que instalarnos. Encontré un piso amplio en la zona antigua de la ciudad, muy bonito, pero que requería una reestructuración de arriba abajo. Las obras me gustan más o menos tanto como sufrir un cólico nefrítico. Encontré a un arquitecto que se creía un artista y que no quería verse importunado por la opinión del cliente o cuestiones tan banales como el precio de los materiales o el de los muebles, o a cuánto iban a ascender sus honorarios.

Fueron necesarios tres meses de auténtica pesadilla para dar por finalizadas las obras. Tendría que haberme sentido satisfecho pero no conseguía acostumbrarme a la nueva situación. No conseguía identificarme con el tipo de profesional que tiene un bufete de esa clase. Siempre que entraba en un bufete como el mío -antes de que ése fuese el mío- pensaba que el dueño debía ser un pobre gilipollas. Ahora el pobre gilipollas era yo, y me costaba hacerme a la idea.

Cerré la inútil puerta blindada, saludé a Pasquale, saludé a Maria Teresa, saludé a Consuelo y fui a refugiarme a mi despacho. Encendí el ordenador y, a los pocos segundos, apareció en la pantalla la página de la agenda con las citas para esa tarde. Tenía tres. La primera, con un agrimensor del Ayuntamiento con cierta propensión a pretender recibir propinas a cambio de no obstaculizar los trabajos de los que estaba a cargo. Técnicamente, ese asunto se llama concusión y es un delito tirando a desagradable. El agrimensor había sido investigado por motivos financieros y ahora era presa del pánico porque estaba convencido, no sin motivos, de que podían arrestarlo en cualquier momento. La segunda cita era con la mujer de un viejo cliente, un ladrón profesional, que había sido detenido por enésima vez. Por fin, a última hora, tenía que venir mi amigo Sabino Fornelli con sus clientes para hablar de ese caso del que no podía decirme nada por teléfono.

Recibí al agrimensor y luego a la mujer del ladrón, acompañado de Consuelo. Cuando la presento, los clientes hacen siempre un gesto interrogativo.

– Es mi colega Favia, se ocupará conmigo de su caso.

¿Colega?

La pregunta surge siempre, de forma más o menos evidente, en la mirada del cliente de turno. Yo, entonces, preciso: «La abogada Consuelo Favia. Trabaja conmigo desde hace unos meses. Llevaremos juntos su caso».

El estupor está bastante justificado y, por lo general, no tiene nada que ver con el racismo. Simplemente, en Bari, y en Italia en general, uno no espera todavía encontrarse con una joven de tez oscura y rasgos andinos que sea abogada.

El agrimensor llevaba un reloj que jamás hubiera podido permitirse con su sueldo, vestía un traje negro antracita con una camiseta de play boy totalmente pasado de moda, y estaba al borde de una crisis de nervios. Decía que no había hecho nada malo, que como mucho había aceptado alguna propinilla y algún que otro regalito. Sin que él pidiera nada, se preocupó mucho en precisar. Pero ¿quién rechaza algún que otro regalito, qué diablos? ¿Corría el riesgo de ser arrestado? No correría el riesgo de ser arrestado, ¿verdad?

Ha llegado el momento de decir que detesto a los delincuentes como el agrimensor en cuestión. Los defiendo porque así es como me gano la vida pero, francamente, si por mi gusto fuera, los arrojaría a todos a un lóbrego calabozo y me desharía de la llave para siempre. Así pues, después de dejarle hablar durante unos veinte minutos, tuve que reprimir el impulso de agravar sus preocupaciones en vez de calmarlas. Le dije que para expresar una opinión más clara teníamos que examinar la orden de investigación y las relativas incautaciones y que, eventualmente, las impugnaríamos ante el Tribunal de Apelaciones. Luego valoraríamos la conveniencia de hablar con el fiscal. Le sugerí que evitase mantener conversaciones comprometedoras por teléfono o en los lugares donde habían investigado los inspectores y en los que podían haber instalado todo tipo de micros. A modo de conclusión, Consuelo le dijo fríamente que volveríamos a citarle para dentro de unos días y que, de momento, se pasase por secretaría para la cuestión de los pagos.

La adoro cuando me libera de la desagradable obligación de hablar de dinero con los clientes.

La mujer del ladrón, la señora Carlone, estaba mucho menos nerviosa. Hablar con el abogado de los problemas de su marido con la ley no era una experiencia nueva para ella, aunque este caso fuera mucho más grave que los anteriores. La policía judicial había llevado a cabo una larga investigación acerca de una preocupante serie de robos, había intervenido líneas telefónicas, seguido a sospechosos, tomado huellas digitales en los pisos que habían sido limpiados y, por último, había arrestado al señor Carlone y a cinco amigos de éste, bajo la acusación de robo, con los agravantes de reincidencia y asociación delictiva. Los antecedentes penales de Carlone eran enciclopédicos (aunque algo monótonos, dado que en toda su vida lo único que había hecho, exclusivamente, era robar) y cuando su mujer preguntó por lo único que le interesaba de verdad -cuándo saldría- le contestamos que la cosa no iba a ser ni rápida ni fácil. Por el momento, impugnaríamos ante el Tribunal de Apelaciones la orden de prisión preventiva pero, le dije a madame Carlone, era mejor no hacerse muchas ilusiones, incluso en el caso de que sólo se probase la mitad de los delitos que se le imputaban.

Cuando la señora se fue le dije a Consuelo que estudiase los papeles que nos habían traído el agrimensor y la mujer del ladrón y que preparase los borradores de los recursos.

– ¿Puedo decir una cosa, Guido?

Consuelo hace siempre esta introducción cuando sabe, o supone, que su discurso va a ser polémico. No es una forma de pedir permiso, es una fórmula estilística, la manera que tiene de prevenirme acerca de que está a punto de decir algo que puede que no me guste.

– Puedes.

– No me gustan los clientes como…

– Como nuestro agrimensor, lo sé. Tampoco es que a mí me gusten mucho.

– Y entonces ¿por qué los aceptamos?

– Porque somos abogados penalistas. Mejor dicho: yo soy abogado penalista, tú puede que acabes antes de haber empezado como sigas planteándote estos problemas.

– ¿Estamos obligados a aceptar a todos los clientes que acudan a nosotros?

– No, no estamos obligados. De hecho, no defendemos a pederastas, a mafiosos ni a violadores. Pero si empezamos a eliminar también de la lista a los ejemplares empleados públicos que aceptan sobres o chantajean a los ciudadanos, terminaríamos especializados en recursos contra las multas de aparcamiento.

Quería ser imperceptiblemente sarcástico, pero reparé en la nota de leve exasperación que quebraba un poco mi tono de voz. Me molestaba el hecho de estar de acuerdo con ella y de tener que interpretar el papel que menos me gustaba en aquella conversación.

– De todas formas, si no quieres ocuparte de eso, del recurso de ese payaso con rolex, quiero decir, yo me encargo de ello.

Ella negó con la cabeza, cogió todos los papeles y me sacó la lengua. Antes de que yo pudiese reaccionar se dio la vuelta y salió. La escena me produjo una inesperada emoción. Como una sensación familiar, de intimidad doméstica, de serenidad mezclada con retazos de nostalgia. Las personas que trabajaban conmigo en el bufete eran los sustitutos de la familia que no tenía. Durante unos segundos, tuve hasta ganas de llorar, luego me restregué los ojos, aunque no habían llegado a humedecerse, y me dije que era mejor que me volviera imbécil paso a paso, no de golpe. De momento, era mejor seguir con el trabajo.

A las ocho y media, mientras Maria Teresa, Pasquale y Consuelo se iban, llegó Sabino Fornelli con sus clientes y su caso misterioso.

5

Los clientes de Fornelli eran un hombre y una mujer. Matrimonio, unos diez años mayores que yo, pensé al mirarlos. Pocos días después, al leer sus datos en el dosier, descubrí que teníamos casi la misma edad.

De los dos, el que me impresionó más fue el marido. Tenía la mirada vacua, los hombros vencidos, la ropa le caía como si le estuviera demasiado grande. Cuando estreché su mano me encontré con una criatura invertebrada e infeliz.

La señora tenía un aspecto más normal, iba vestida con relativo cuidado, pero en su mirada también se advertía algo enfermo, las consecuencias de una lesión del alma. Su entrada en mi despacho fue como la de una ráfaga de viento húmedo y frío.

Hicimos las presentaciones con un ligero malestar, que no desapareció durante todo el tiempo que duró la visita.

– Los señores Ferraro son mis clientes desde hace muchos años. Tonino, Antonio (hizo un gesto para señalar al marido, quizá temiendo que yo pudiese pensar que era la mujer la que se llamaba Antonio), tiene varias tiendas de decoración y cocina, en Bari y provincia. Rosaria era profesora de educación física, pero dejó la enseñanza hace unos años y ahora trabaja administrando el negocio con él. Tienen dos hijos.

Al llegar a ese punto se interrumpió, quedándose un rato callado. Lo miré, luego miré a Antonio, más conocido como Tonino, luego a Rosaria. Luego volví a mirarle a él, esbozando una sonrisa interrogativa que se convirtió casi en una mueca. Afuera se oyó un ruido, como si chocasen planchas de hierro, y pensé que había habido una colisión. Fornelli prosiguió.

– Una chica, la mayor, y un chico, el pequeño, que tiene dieciséis años. Se llama Nicola y está cursando el bachillerato científico. La chica se llama Manuela, tiene veintidós años y estudia en Roma, en la Luiss.

Hizo una pausa, como para retomar aliento o como para reunir fuerzas.

– Manuela hace seis meses que está desaparecida.

No sé por qué, entorné los párpados al oír esa revelación, pero tuve que abrirlos enseguida porque en la oscuridad vi unos globos de luz cegadora.

– ¿Desaparecida? ¿Desaparecida en qué sentido?

Una pregunta muy aguda, pensé nada más hacerla. ¿Desaparecida en qué sentido? En un espectáculo de magia, no te fastidia, seguro que es lo que se imaginan los padres. Estás en plena forma esta tarde, Guerrieri.

El padre me miró. Su rostro tenía una expresión indefinible; movió algún músculo de la cara, como si tuviese intención de hablar, pero no dijo nada. Tuve la impresión de que, simplemente, no era capaz de hacerlo. Al mirarlo se materializaron en mi cabeza las palabras de una vieja canción de De Gregori: «¿Conocéis por casualidad a una chica de Roma cuya cara es como un dique cuando se derrumba?». Eso era, la cara del señor Ferrara, vendedor de muebles y padre desesperado, parecía un dique cuando se derrumba.

Fue la mujer la que tomó la palabra.

– Manuela desapareció en septiembre. Había ido a pasar el fin de semana con unos amigos que tienen unos trulli * entre Cisternino y Ostuni. El domingo por la tarde una chica la llevó en coche a la estación de Ostuni. Desde ese momento no hemos vuelto a saber nada de ella.

Asentí, no sabiendo qué decir. Me hubiera gustado expresar solidaridad, cercanía, ¿pero qué se les dice a unos padres desesperados porque su hija ha desaparecido? Ah, cuánto lo siento, pero no se preocupen, son cosas que pasan. Ya verán cómo su hija reaparece pronto, la vida vuelve a su curso normal, y todo esto no habrá sido más que un mal sueño.

¿Un mal sueño? Pensé que si una persona adulta lleva desaparecida mucho tiempo -y seis meses son mucho tiempo- o le ha ocurrido algo grave o ha decidido alejarse deliberadamente. Cierto, cabe la posibilidad de que haya perdido la memoria, de que esté vagando por alguna parte y que, antes o después, den con ella. A los ancianos les ocurre a veces. Pero Manuela no era una anciana. En cualquier caso, ¿qué pintaba en todo eso un abogado? Es decir, ¿qué pintaba yo? ¿Por qué habían acudido a mí? Me pregunté en qué momento podría hacer esa pregunta sin parecer insensible.

– Naturalmente, la policía o los carabinieri habrán tomado declaración a esa chica…

– Naturalmente. La investigación la han llevado a cabo los carabinieri. Tenemos copia de todos los informes, luego te los enviaré -dijo Fornelli.

¿Por qué iba a enviármelos? Me agité en la butaca, como hago siempre cuando no entiendo qué está pasando y me encuentro a disgusto.

– De todas formas, te lo resumo ahora en pocas palabras. Manuela no llevaba el coche, fue a los trulli en el de unos amigos. Tenía que volver el domingo por la tarde pero no encontró a nadie que pudiese llevarla a Bari directamente, así que la acompañaron a la estación de Ostuni para que cogiera el tren.

– ¿Llegó a coger el tren?

– Creemos que sí, aunque no lo sabemos con seguridad. Lo que sí sabemos es que compró el billete.

– ¿Por qué dices que no hay duda de que compró el billete?

– Los carabinieri han tomado declaración al empleado de la taquilla, le enseñaron fotos y él reconoció a Manuela.

Pensé que era algo inusual. Los empleados de las taquillas, como toda la gente que trabaja en contacto continuo con el público, apenas se fijan en la cara de los clientes. Ni los miran, y, si lo hacen, los olvidan enseguida. Es normal, ante ellos no paran de desfilar caras, es inevitable que no puedan recordarlas, salvo que exista una razón concreta para hacerlo. Fornelli intuyó lo que estaba pensando y me contestó aunque no hubiese formulado la pregunta.

– Manuela es una joven muy guapa, supongo que el taquillero se fijó en ella por eso.

– ¿Y dices que no se ha podido averiguar si subió o no al tren?

– No se ha podido establecer con certeza. Los carabinieri han interrogado a los revisores de todos los trenes de la tarde. Sólo a uno le parecía recordar a una chica que se parecía a Manuela, pero estaba mucho menos seguro que el de la taquilla. Digamos que es posible que haya subido al tren (luego verás las declaraciones) pero no estamos seguros.

– ¿Cuándo se dieron cuenta de su desaparición?

– Tonino y Rosaria tienen un chalé en Castellaneta Marina. Se encontraban allí con Nicola. Manuela pasó con ellos un par de días y luego se fue. Dijo que iba a pasar el fin de semana en los trulli de sus amigos. Llamó por teléfono desde allí y les dijo que iba a volver a Roma el domingo por la tarde, en tren o en coche, si encontraba a alguien que pudiera llevarla. Tenía que ir a la universidad a la semana siguiente, creo que para hablar con un profesor o para algo de secretaría.

– Tenía que hablar con un profesor -dijo la madre.

– Sí, en efecto. De todas formas, ellos se dieron cuenta de su desaparición el lunes. Tonino y Rosaria regresaron a casa, a Bari, el domingo por la noche. Manuela no los llamó a la mañana siguiente, pero eso era bastante normal. Por la tarde la llamó Rosaria, pero el móvil de Manuela no estaba operativo.

La madre intervino de nuevo; el padre seguía en silencio.

– La llamé dos o tres veces más pero el teléfono seguía apagado. Luego le mandé un SMS diciéndole que me llamase, pero ella no lo hizo; fue entonces cuando empecé a preocuparme. Estuve llamándola toda la tarde, pero el teléfono siempre estaba apagado. Al final llamé a Nicoletta, la amiga con la que compartía el apartamento en Roma, y ella me dijo que Manuela no había vuelto.

– ¿Saben si pasó por la casa de Bari?

Me respondió Fornelli porque a Rosaria le faltaba el aliento, como si acabase de subir varios pisos de escaleras.

– La portera vive en el inmueble, está siempre delante de la puerta, incluso los domingos, y no la vio. Y en casa no había ningún signo de que hubiera pasado por allí. Después de hablar con Nicoletta llamaron a otros amigos de Manuela, pero ninguno sabía nada. Sólo que había estado en los trulli y que se había ido de allí el domingo por la tarde. Entonces avisaron a los carabinieri (ya era de noche) pero éstos les dijeron que no podían hacer nada. Si se hubiese tratado de una menor de edad podrían haber activado la búsqueda, pero se trataba de una persona adulta que era libre de ir donde quisiera, de apagar el móvil, etcétera.

– Y les han dicho que se pasasen a la mañana siguiente para presentar una denuncia.

– Sí. Llegados a ese punto acudieron a la policía, pero la respuesta fue más o menos la misma. Entonces me llamaron a mí. Tonino quería coger el coche e ir a Roma, pero yo le disuadí. ¿Qué podía hacer en Roma? ¿Dónde iba a buscar? Ya habían hablado con la amiga de Manuela, que había excluido que hubiese regresado al piso y, en definitiva, no había ninguna certeza de que hubiera salido realmente hacia Roma. Nos pasamos la noche llamando a todos los amigos de Manuela de los que conseguimos encontrar el número, pero sin resultado alguno.

Durante unos instantes percibí la precisa, sofocante, insoportable sensación de angustia que debió saturar aquella noche, entre llamadas frenéticas y terrores sinuosos e innombrables. Tuve el impulso, tan absurdo como concreto, de levantarme y huir del bufete para escapar de aquella angustia. Y, durante unos instantes, me escapé de verdad; mi mente se ausentó, como si me hubieran abducido y llevado a un lugar más seguro y menos opresivo. Estoy seguro de ello porque me perdí una parte del relato de Fornelli. Recuerdo su voz, emergiendo desde la niebla de aquel aturdimiento, hacia la mitad de un discurso ya iniciado.

– … y, llegados a ese punto, se dieron cuenta de que estaban ante un auténtico problema y comenzaron las investigaciones. Han escuchado las declaraciones de un montón de gente, han conseguido el listado de llamadas del móvil de Manuela, los movimientos de su tarjeta del cajero automático, han examinado su ordenador. Han trabajado en serio, pero en todos estos meses no ha salido a la luz nada que pueda resultarnos útil y no sabemos mucho más ahora de lo que sabíamos el primer día.

¿Por qué me estaban contando esa historia? Probablemente, había llegado el momento de preguntárselo.

– Lo siento mucho. ¿Puedo ayudarles de alguna forma?

La mujer miró a mi colega. El marido también se volvió, lentamente, para mirarlo, con aquella cara que parecía a punto de caerse a pedazos. Fornelli los miró a su vez durante unos segundos, luego se dirigió hacia mí.

– Hace unos días fui a hablar con el ayudante del fiscal que lleva el caso.

– ¿Quién es?

– Un tal Carella, uno que acaba de llegar, me dijeron.

– Sí, así es; antes estaba destinado en Sicilia, creo.

– ¿Qué opinas de él?

– Todavía no lo conozco bien, pero yo diría que es un tipo íntegro. Un poco gris, quizá, pero no me parece que sea de los que no se gana el sueldo.

Fornelli hizo una mueca casi imperceptible y, sin duda, involuntaria, antes de retomar la palabra.

– Cuando fui a verlo, para intentar precisar cómo estaba el tema, me dijo que se disponía a solicitar que se archivase el caso. El plazo de seis meses está a punto de expirar, me dijo, y él no cuenta con ningún elemento que justifique el que se prorroguen las investigaciones.

– ¿Y tú qué hiciste?

– Yo intenté explicarle que no se podía cerrar el asunto de esa forma, pero él me contestó que, si contaba con nuevos datos que ofrecerle, lo hiciera y que él tendría en cuenta la solicitud. A falta de eso pediría que se archivase el caso, lo que, naturalmente, no impediría (añadió) la reapertura de la investigación si surgían con posterioridad elementos nuevos.

– Así es -dije mientras empezaba a intuir por qué motivo habían acudido a mí.

– Tonino y Rosaria, bajo mi consejo, quieren encargarte que estudies el dosier y que establezcas qué ulteriores investigaciones pueden sugerírsele al fiscal para que no se cierre la investigación.

– Os agradezco mucho la confianza, pero éste es trabajo para un investigador, no para un abogado.

– No nos inspira confianza acudir directamente a un investigador privado. Tú eres abogado penalista, eres bueno, has visto muchos expedientes, sabes en qué consiste una investigación. Ni qué decir tiene que el dinero es un problema menor. Mejor dicho, no es un problema en absoluto. Se gastará lo que haga falta, en tus honorarios y, eventualmente, en los de un detective, si necesitas su ayuda.

Eso sin contar con que no había forma de establecer mis honorarios por una prestación profesional de ese tipo. Las tarifas profesionales no prevén «consultoría investigadora por búsqueda de personas desaparecidas». La idea, desagradable, se materializó en mi cabeza sin que me diera cuenta siquiera e hizo que me sintiera a disgusto. Miré a mi alrededor, me crucé con la cara del padre e intuí que quizá se estaba medicando. Psicofármacos. Quizá su expresión ausente obedecía a ese motivo. El malestar aumentó. Pensé que debía rehusar amablemente, y punto. Que era injusto darles falsas esperanzas y coger su dinero. Pero no sabía cómo decírselo.

Me sentía como el malhumorado personaje de ciertas novelas policíacas de segunda. Uno de esos investigadores desgarrados y escépticos que reciben la visita del cliente, dicen que no pueden aceptar el caso -sólo para darle un poco de ritmo, un principio de suspense a la historia- y luego cambian de idea y se lanzan en picado a resolver el caso. Y que, por supuesto, consiguen resolverlo.

Pero en aquella historia no había nada que resolver. Quizá no volverían a saber de la joven; o quizá sí, pero yo no era, desde luego, la persona más indicada para darles las noticias que deseaban.

Hablé casi sin darme cuenta y sin controlar completamente mis palabras. Como suele ocurrirme, dije cosas distintas a las que estaba pensando.

– No quiero que se hagan ilusiones. Probablemente, muy probablemente, la policía y los carabinieri han hecho todo lo que se podía hacer. Si hay fallos importantes podemos intentar hacer alguna comprobación y alguna instancia de integración probatoria pero, repito, no se hagan muchas ilusiones. ¿Dices que tienes la copia íntegra del dosier?

– Sí, mañana te la traigo.

– De acuerdo, pero no hace falta que me la traigas tú, puede acercármela alguno de tus ayudantes.

Fornelli, con un gesto algo desmañado, sacó un sobre y me lo dio.

– Gracias, Guido. Éste es un anticipo por tus gastos. Tonino y Rosaria insisten en que lo aceptes. Estamos seguros de que podrás ayudarnos. Gracias.

Cómo no, pensé. Resolveré el misterio, entre un vaso de whisky y una buena pelea a puñetazos. Me sentí como Nick Belane, el grotesco investigador privado de Charles Bukowski, y el asunto no tenía nada de divertido.

Después de acompañarlos hasta la puerta, regresé a mi despacho, atravesando el bufete vacío y oscuro. Durante unos instantes sentí una inquietud que me remitía a mis miedos infantiles. Me senté frente al escritorio y miré el sobre que se había quedado justo donde lo había dejado Fornelli. Luego lo abrí y saqué un cheque en el que estaba escrita una cifra desproporcionadamente alta. Durante unos segundos mi vanidad se sintió halagada, luego volví a experimentar aquella sensación de incomodidad.

Pensé que debía devolverlo, pero inmediatamente después me di cuenta de que para los Ferraro -y quizá para Fornelli- pagarme era una forma de aplacar su angustia. Les creaba la ilusión de que al pago le iba a seguir, inevitablemente, una actuación útil y concreta. Si les hubiese devuelto el cheque les habría confirmado que no había realmente nada que hacer y les habría privado también de aquel mínimo, provisional alivio.

Por lo tanto, no podía hacerlo. Al menos, no inmediatamente.

No conseguía quitarme de la cabeza la cara del señor Antonio Ferraro, más conocido como Tonino. A todas luces, enloquecido de dolor por haber perdido a su hija primogénita.

Me conecté a YouTube, y encontré aquella vieja canción. Puse los pies sobre el escritorio y entrecerré los ojos mientras comenzaban los primeros acordes de una grabación en directo.

El vive ahora en Atlanta con un sombrero lleno de recuerdos.

Tiene la cara de quien ya ha comprendido.

En efecto.

6

En la calle corría un aire frío, sobre todo por el mistral.

No tenía ganas de irme a casa, no tenía ganas de refugiarme, agazapado, en la soledad que, a veces, se expandía algo excesivamente por las habitaciones de mi apartamento. Antes de irme a dormir, necesitaba que se evaporasen aquellos tristes y desagradables humores. Como necesidad secundaria, también me hacía falta comer algo nutritivo y beber algo reconfortante. Así que decidí ir al Chelsea Hotel.

No al famoso hotel de ladrillos rojos situado en la calle 23 en Chelsea, Manhattan, sino a un local -en el barrio de San Girolamo, Bari- que había descubierto unas pocas semanas antes y que se había convertido en mi sitio preferido para pasar las noches que no quería quedarme en casa.

Desde que me había mudado al nuevo bufete había tomado la costumbre de dar largos paseos nocturnos por zonas que no conocía de la ciudad. Salía, como aquella noche, a eso de las diez, me tomaba un bocadillo deprisa y corriendo, o una porción de pizza o un sushi, y echaba a andar, con el paso de quien se dirige a un lugar muy concreto y no puede perder el tiempo. En realidad, no tenía que llegar a ninguna parte, aunque sí es probable que estuviese buscando algo.

Esos paseos nocturnos eran un buen sustituto de los entrenamientos pugilísticos cuando no me apetecía lo más mínimo entrenar pero, sobre todo, eran mi forma de explorar la ciudad y mi soledad. Cada tanto, me detenía a reflexionar sobre lo mucho que se habían enrarecido mis relaciones sociales desde que Margherita se había ido y, más aún, desde que me informó de que no iba a volver.

Añoraba mi vida anterior -mejor dicho, mis vidas anteriores-. Las más o menos normales. Las que tenía cuando estaba casado con Sara o, precisamente, cuando estaba Margherita. Pero era una añoranza leve, sin sufrimiento. O, al menos, con un grado de sufrimiento muy soportable.

A veces pensaba que me gustaría encontrar a alguien que me gustase tanto como me habían gustado ellas, pero me daba cuenta de que la hipótesis no era realista. La idea me producía una cierta tristeza, pero también ésta era soportable, por lo general. Y cuando, a veces, esa tristeza aumentaba, y bordeaba peligrosamente la autocompasión, me decía que no tenía de qué quejarme. Tenía el trabajo, el deporte, algún que otro viaje a solas, alguna escapada, de vez en cuando, con amigos amables y distantes. Y además estaban los libros. Algo echaba en falta, claro. Pero yo era de ese tipo de personas que de pequeño se quedaba muy impresionado cuando le decían que pensase en los niños de África que se morían de hambre.

Unas semanas antes había salido del bufete hacia las diez de la noche, después de un día de lluvia ininterrumpida. Había comprado un yogur al té verde en una tienda de productos étnicos que está abierta hasta muy tarde y me había encaminado, comiendo, hacia el norte.

Me gusta mucho comer por la calle. En las condiciones adecuadas -y aquellos paseos nocturnos lo eran- me devuelve recuerdos de mi infancia. Recuerdos nítidos, intactos y sin rastro de melancolía. A veces, me produce incluso una especie de euforia, como si se produjese algo así como un cortocircuito en el tiempo y yo fuese el mismo de entonces, con un montón de primeras veces ante mí. Lo cual es una ilusión, sí, pero una ilusión que no está nada mal.

Bordeé la interminable reja que ciñe el puerto, recorriendo el paseo Vittorio Veneto por el carril bici. La ciudad, después de toda la lluvia que había caído, parecía cubierta de laca negra y brillante. Sin bicicletas, sin peatones, muy pocos coches. Era como una escena de Blade Runner, y esta sensación se acentuó cuando me metí por las calles desiertas y lívidas que se desparramaban entre la Feria del Levante, un gigantesco complejo industrial abandonado desde hace años, y el antiguo matadero municipal, reconvertido ahora en biblioteca nacional, cuyos patios parecen cuadros de De Chirico. Por esa parte de la ciudad no hay bares, ni restaurantes, ni tiendas. Sólo talleres, depósitos, almacenes desiertos, chimeneas inactivas, patios de fábricas cerradas desde hace años y llenos de hierbajos, perros vagabundos, búhos, y huidizos zorros urbanos.

La inquietante amenaza que emana de esos sitios ejerce, curiosamente, un efecto beneficioso sobre mí. Como si me expurgase de mis inquietudes personales, atrayéndolas hacia su sombrío vórtice. Como si el miedo impreciso de un peligro externo me liberase del miedo, peor y menos controlable, de un peligro interior. Cuando doy estos paseos, por lugares desiertos y espectrales, duermo luego como un niño y, normalmente, también me despierto de buen humor.

Me encontraba en el medio de la no man's land, en la frontera entre el barrio Liberta y el barrio San Girolamo cuando, en una callejuela lateral, en la plenitud de aquella oscuridad húmeda y algo sucia, vi un anuncio luminoso azul y rojo, similar a un viejo neón de los años cincuenta.

Se trataba de un bar, y parecía como si alguien lo hubiera arrojado allí, entre los hangares industriales, los talleres y la oscuridad, desde un lejano lugar y un tiempo igual de lejano.

El nombre del bar era Chelsea Hotel n.° 2, es decir, el título de una de mis canciones preferidas, y desde el interior salía una luz verde y tenue, a causa de los cristales esmerilados, verdes, precisamente, y gruesos.

Entré y miré alrededor. En el aire flotaba un olor muy agradable: a comida, a limpio, y, ligeramente, a especias. Era como el olor de algunas casas, cálido y seco y confortable.

El local estaba decorado con piezas de mobiliario americano de los años cincuenta-sesenta, en consonancia con el anuncio de neón de la puerta y colocadas de forma aparentemente casual. En realidad, pensé mientras lo miraba, la decoración tenía muy poco de casual. Debía ser obra de alguien que sabía muy bien lo que se hacía y al que -o a la que- le había gustado hacerlo. Las paredes estaban recubiertas de carteles publicitarios de películas. Algunos de los más antiguos parecían originales y tenían un aire exquisito.

La música estaba a un volumen aceptable -odio la música a todo volumen, salvo raras excepciones-, había bastante gente, teniendo en cuenta la hora, y en el aire se advertía algo que sólo conseguí descifrar mientras me sentaba en la barra, en un taburete alto de madera forrado de cuero.

El Chelsea Hotel n.° 2 era un local gay. En ese instante de epifanía recordé que, años antes, me habían contado que la zona más animada y con más gente del ambiente gay de Nueva York era, precisamente, el barrio de Chelsea. Así pues -me dije en un susurro mental- el nombre del local en el que había entrado, tan deliberadamente americano, no era casual ni obedecía (sólo) a la pasión por Leonard Cohen.

En una mesa había dos chicas cogidas de la mano, que se hablaban callandito y que se besaban de vez en cuando. Me recordaron a las dos Giovanne, unas amigas de Margherita, paracaidistas y expertas en artes marciales. Es más, durante unos instantes me pregunté si no serían ellas, antes de comprender que las dos Giovanne no eran las únicas lesbianas de la ciudad.

En las otras mesas la presencia era mayoritaria o casi exclusivamente masculina.

De repente me sentí en una famosa escena de la película Loca academia de policía. Ésa en la que las dos reclutas descerebradas acaban en un local gay sado-maso donde terminan bailando agarrado con unos energúmenos armados de bigotazos, gorras nazis y uniformes de cuero negro. Me pregunté a cuántos tipos de ésos sería capaz de derribar antes de que, inevitablemente, me redujeran y sodomizaran.

Sí, de acuerdo, he exagerado. La situación, en realidad, era normalísima, la música no era de los Village People (mientras hacía estas reflexiones se deslizaba muy sobriamente, como música de fondo, «Dance me to the end of love») y nadie iba vestido, ni siquiera de lejos, en plan sado-maso.

Pero, una vez aclarado esto, mi presencia allí no dejaba de prestarse a todos los equívocos. Me imaginé qué haría si me encontraba con algún conocido -quizá con un colega o con un magistrado-, cómo intentaría explicarle que había terminado allí sólo a causa de mi costumbre de dar largos paseos nocturnos por las zonas degradadas de la ciudad.

Intenté recordar qué abogados y jueces conocía que fueran gays. Me vinieron cinco a la cabeza y comprobé, con alivio, que ninguno de ellos estaba allí.

Luego, inmediatamente después de este screening demencial, me dije que debía haberme vuelto ligeramente gilipollas. Aunque la situación fuese, ¿cómo decirlo?, algo atípica, tampoco era normal que mirase a mi alrededor con ese aire preocupado y vagamente furtivo, como si el letrero del local fuese CRAL Homosexuales Justicia o algo parecido.

Mientras estaba planeando una estrategia para salir con desenvoltura -de aquel sitio y, a ser posible, también de mi agilipollamiento- una voz se impuso sobre las notas de Leonard Cohen, haciendo que se esfumaran para siempre las posibilidades de que mi paso por el Chelsea Hotel n.° 2 pasase desapercibido.

– ¡Abogado Guerrieri!

Me volví hacia mi derecha mientras enrojecía y me preguntaba cómo justificaría ante la propietaria de esa voz, fuese quien fuese, mi presencia en el local.

Nadia. Nadia No Recordaba Su Apellido.

Había sido una de mis clientes, cuatro o cinco años antes.

Ex modelo, ex actriz porno, ex acompañante de lujo, había sido arrestada por haber organizado y dirigido una excursión de acompañantes muy guapas y muy caras. Conseguí que la absolvieran, algo inesperado, gracias a lo que los legos en la materia llamarían un sofisma. En realidad, había descubierto un error de forma en las intervenciones o escuchas y, esta vez, la acusación se había venido abajo como una galleta cracker cuando la desmenuzas.

El recuerdo que tengo de Nadia, el día del juicio, es muy preciso. Vestía un traje de chaqueta gris marengo, una blusa blanca, iba sobriamente maquillada y parecía todo menos una prostituta. En realidad, ya había constatado antes, todas las veces en las que nos habíamos visto, que no se correspondía con ninguno de los clichés de su profesión. La primera vez, en la cárcel, inmediatamente después de que fuera arrestada; luego en mi bufete; y por último, en efecto, en el tribunal.

Esa noche llevaba unos vaqueros descoloridos y una camiseta blanca y adherente. Parecía -no sé cómo expresarlo- mayor y, al mismo tiempo, más joven y, pese a lo informal de su atuendo, estaba igual de elegante. Intenté recordar si cuando era mi cliente me había fijado ya en lo guapa que era.

– Hola, ¿cómo estás?…, es decir, buenas noches. Me ha salido hablarle de tú sin querer…, es decir, es que estoy sorprendido.

– A mí también me ha sorprendido encontrarte aquí. Bienvenido a mi local.

– ¿Su local? ¿Este lugar es suyo?

– Por mí no hay problemas en seguirnos tuteando.

– ¡Ah, sí, claro! Por mí tampoco.

– ¿Y qué es lo que haces por aquí?

Lo dijo sonriendo y me pareció notar que con un punto de malicia juguetona. La verdadera pregunta, sobreentendida pero no demasiado, era: ¿así que eres gay? Ahora entiendo por qué, cuando fui tu cliente, te comportaste con tanta corrección y no intentaste jamás aprovecharte de la situación.

NO. No soy gay. He entrado aquí por casualidad, porque por las noches doy largos paseos por las zonas más apartadas de la ciudad, porque me gusta caminar por donde no hay nadie y no, no he venido aquí para ligar, y, sí, sí, me doy cuenta de que cuesta creerlo, pero te aseguro que sólo estaba dando un paseo sin rumbo fijo, he visto la luz en medio de la oscuridad y he entrado, pero NO sabía que éste fuese un local…, bueno, un local de este tipo, no es que tenga prejuicios, entendámonos, soy un tipo de izquierdas, abierto de ideas, y tengo muchos amigos homosexuales.

De acuerdo, no tantos, pero algunos sí. En cualquier caso, repito: no soy gay.

No dije eso. Encogí los hombros y puse, creo, una cara que podía significar todo. Es decir, que no significaba nada. Es decir, que era la más apropiada para aquella situación.

– Bueno, estaba dando un paseo, he visto el cartel, me ha llamado la atención y he entrado a echar un vistazo. Un sitio muy agradable.

Ella sonrió.

– Pero ¿tú eres gay? No me lo pareció cuando era tu cliente.

Me alegré de que me hiciera esa pregunta. Simplificaba las cosas. Le dije que no, que no era gay, le hablé de mis paseos nocturnos, a ella le pareció algo perfectamente normal y yo la adoré por eso. Luego me ofreció un chupito de un ron delicioso del que nunca había oído hablar. Luego me ofreció otro, y cuando miré el reloj me di cuenta de que era realmente muy tarde y me levanté; ella me dijo que le prometiera que iba a volver, aunque no fuera gay. También venían clientes hetero -no muchos, añadió, pero algunos venían-, era un sitio tranquilo, se comía bien, con frecuencia había música en directo y, sobre todo, a ella le gustaría mucho que yo regresase. Lo dijo mirándome a los ojos, con una naturalidad que me gustó mucho, así que se lo prometí sabiendo que iba a cumplir mi promesa.

A partir de aquella noche me convertí en un cliente habitual del Chelsea Hotel. Me gustaba sentarme en aquel lugar, a solas, pero sin sentirme solo. Me sentía a mis anchas, con una sensación de alegre y algo insolente familiaridad que me recordaba algo que no conseguía aferrar.

Una de las primeras veces, mientras esperaba a que me trajeran la comida y estaba solo en la mesa, un chico se me plantó delante y me preguntó si podía sentarse.

Compórtate de forma civilizada, me dije mientras le hacía un gesto con la mano indicándole que sí, que claro que podía sentarse. Me dio la mano -un apretón de manos muy viril- y me dijo que se llamaba Oliviero. Tras intercambiar las típicas frases de rigor, Oliviero me dijo, mirándome intensamente a los ojos, que le gustaban los hombres maduros. Yo pensé que madura lo sería su madre, pero conseguí no decirlo y empecé, en cambio, a buscar una forma amable de explicarle que las cosas a veces no son lo que parecen, cuando llegó Nadia con la comida.

– Guido no es gay, Oliviero.

Él la miró, de abajo a arriba. Luego me miró a mí, con una expresión decepcionada.

– Qué pena. Aunque nunca se sabe. Tuve un novio, seguramente mayor que tú, que descubrió que era gay a los cuarenta y cuatro años. ¿Tú cuántos tienes?

– Cuarenta y cinco -dije con excesivo entusiasmo. Y luego precisé que no tenía a la vista cambios significativos en mis gustos sexuales. Aclarado este punto, si Oliviero quería, podía tomarse un vaso de vino conmigo.

Oliviero era abstemio, se fue al poco rato con aire perplejo, y ésa fue la única vez en la que un hombre intentó ligar conmigo en el Chelsea.

Iba hasta allí en bicicleta, escuchaba música y, a veces, descubría cosas que nunca había sentido antes, comía, charlaba con Nadia, bebía alcohol de primera y regresaba sereno a casa. Algo que, cuando se atraviesa una época difícil, no es poco.

Esa noche, cuando salí del bufete después de haber hablado con Fornelli y los señores Ferraro, pensé que era la noche indicada para ir al local de Nadia. Cogí, pues, la bicicleta, al cuarto de hora estaba allí y sólo entonces, al ver el cartel luminoso apagado y la puerta cerrada, recordé que los lunes cerraba.

Una noche equivocada, me dije encaminándome de nuevo hacia el centro y hacia casa, y previendo que no me iba a resultar fácil coger el sueño.

7

A la mañana siguiente Fornelli me llamó para darme nuevamente las gracias.

– Guido, gracias, de verdad. No creas que no entendí lo que intentabas decirme anoche. Sé que es sólo una tentativa y que seguramente no servirá para nada. Sé de sobra que no es tu trabajo.

– Está bien, Sabino, no te preocupes…

– Cuando el fiscal me dijo que iban a archivar el caso, lo único que se me ocurrió fue acudir a ti. Esos dos pobrecillos están destrozados. Él más que ella, como te habrás dado cuenta.

– ¿Él se está medicando?

Al otro lado de la línea se produjo una breve pausa.

– Sí, está de ansiolíticos hasta las cejas. Pero no parece que le hagan mucho efecto, salvo darle sueño. Quería… -Fornelli se dio cuenta de la terrible implicación que entrañaba el imperfecto y se corrigió en el acto-… quiere con locura a su hija y esta historia le ha destrozado. La madre es más fuerte, quiere luchar, no la he visto llorar ni una sola vez desde que desapareció la chica.

– Ayer no os pregunté si habíais probado suerte con ese programa…

– ¿Quién lo ha visto? Sí, han hablado un poco de la desaparición de Manuela en un par de capítulos y la han incluido en su archivo. Pero no ha servido de nada. Como verás, en el informe se recogen también las declaraciones de un loco que llamó a los carabinieri después de ver el programa y que aseguró que la había visto hacer la calle, en el extrarradio de Foggia.

– ¿Los carabinieri lo comprobaron?

– Sí, lo comprobaron, e inmediatamente después descubrieron que este tipo llama sistemáticamente a los cuarteles y a las comisarías de media Italia para anunciar que ha visto a docenas de personas desparecidas. Otras seis o siete personas han llamado para decir que les había parecido ver a una chica que se parecía a Manuela en la estación de Ventimiglia, en Bolonia, en Brescia vestida de cíngara, en un pueblo cercano a Crotone y no recuerdo en qué otro sitio más. Les han tomado declaración a todos, pero no se ha descubierto nada en concreto. Los carabinieri me han explicado que cuando se da por televisión la noticia de que alguien ha desaparecido siempre hay un determinado número de personas que llama asegurando que tiene información sobre ese alguien, aunque en realidad no sepan nada. No se trata en todos los casos de mitómanos, pero en cualquier caso lo hacen para llamar la atención.

Dejé que se posase toda esa información y pensé que, llegados a este punto, sentía curiosidad por echarle un vistazo al dosier.

– De acuerdo, Sabino, me miro el dosier y veo si hay posibilidades de hacer otras comprobaciones e incluso si merece la pena contratar a un investigador privado. Si no encuentro ningún hilo del que podamos tirar, ni nada que vaya a resultar útil, os devolveré el cheque.

– Tú, de momento, ingrésalo en tu cuenta. Ya volveremos a hablar del tema cuando hayas estudiado el dosier. En cualquier caso, examinarlo no deja de ser un trabajo.

Estuve a punto de replicarle algo así como que sólo aceptaría el dinero en el caso de que pudiera ganármelo. Lo hubiera expresado en tono muy cortés, pero de forma que no admitiera réplicas. Luego me pareció una interpretación banal y gastada. Así que me limité a decirle que me hiciera llegar los papeles lo antes posible, él me contestó que por la tarde me llevarían al bufete una copia completa del dosier y colgamos.

En la medida de lo posible, es mejor evitar las interpretaciones banales y gastadas, pensé.

Por la tarde llegó un propio del bufete de Fornelli y le entregó a Pasquale un sobre tirando a voluminoso. Pasquale lo llevó a mi mesa y me recordó que dentro de media hora iba a llegar el asesor de urbanismo de un ayuntamiento de la provincia al que le habíamos notificado que estaba sujeto a investigación por abuso de autoridad y parcelación fraudulenta. Por lo que sabía, el asesor era un tipo honrado, pero en ciertos ayuntamientos la política se hace, casi exclusivamente, a fuerza de memorandos anónimos y denuncias a la fiscalía.

Dejé que pasara esa media hora hojeando el dosier, la verdad es que sin mirarlo siquiera realmente. Lo que hice, más que nada, fue percibir su presencia. Aquellas fotocopias desprendían un aura de la que emanaba una inquietud terrible. Pensé en los padres de la chica y en cómo habría vivido yo algo tan aterrador como la desaparición de una hija. Intentaba imaginármelo, pero no lo conseguía. Era algo tan inconmensurable que mi imaginación se negaba a proporcionarme una representación precisa. Apenas si conseguía intuir la naturaleza y las dimensiones de semejante horror.

¿Por qué una chica normal, con una vida normal y una familia normal, desaparece de un día para otro, sin previo aviso y sin dejar rastro?

¿Es posible que haya desaparecido por su propia voluntad y que tenga tan poco corazón como para dejar a su familia presa de la angustia y la desesperación? No, no es posible, me dije.

En ese caso, si no había desaparecido por su propia voluntad, las posibilidades eran dos. O alguien la había secuestrado -pero, ¿por qué?- o alguien la había asesinado, intencionada o accidentalmente, y había hecho desaparecer su cuerpo.

Una secuencia de intuiciones fulgurantes, pensé. Los señores de Ferraro y mi colega, Fornelli, habían hecho bien en acudir al nuevo Auguste Dupin.

La cuestión fundamental, sin embargo, era otra: ¿qué podía hacer yo en todo aquello? Aun admitiendo que al leer el dosier descubriese algún fallo, algún punto sin cubrir en las investigaciones, ¿cuál sería el siguiente paso? Pese a lo que había hablado con Fornelli, la idea de contratar a un detective privado ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Los debe haber, sin duda, y eficacísimos, pero yo no había tenido la suerte de encontrarme con ninguno. Mis dos únicas experiencias con agencias de investigadores privados habían sido catastróficas y me había jurado a mí mismo no repetirla jamás.

Por otro lado, la idea de que me pusiese yo a investigar carecía totalmente de sentido, aunque me resultase peligrosamente seductora.

La única posibilidad seria, en caso de que consiguiese vislumbrar un punto de partida plausible, radicaba en acudir al fiscal y -con mucho tacto, porque los fiscales son gente susceptible- sugerirle que profundizase en este o en aquel punto antes de archivar definitivamente el caso.

El asesor llegó justo cuando más inmerso estaba en estas especulaciones, de las que me apartó, afortunadamente, dado que tenía que ocuparme de él y de sus problemas legales.

Parecía bastante nervioso. Era profesor de instituto, aquélla era la primera vez que ocupaba un cargo en la administración y también la primera vez en la que se enfrentaba a una acusación penal. No estaba acostumbrado a algo así y tenía miedo de que fueran a arrestarlo de un momento a otro.

Le dije que me explicara por encima el asunto, le eché un vistazo a las diligencias procesales y a algún que otro documento más que me había traído y, al final, le dije que podía quedarse tranquilo porque no parecía que hubiese nada realmente serio en su contra.

Él pareció tener sus dudas al respecto, pero, en cualquier caso, se mostró aliviado. Me dio las gracias y nos despedimos, acordando que yo iría al fiscal a decirle que mi cliente estaba totalmente a su disposición para presentarse y dejar clara su postura.

Uno tras otro, mis colaboradores -cómo detesto esa palabra- pasaron a despedirse de mí antes de irse del bufete. Una ceremonia que siempre me hace sentir como un viejo agilipollado.

Cuando me quedé solo llamé al tele-japonés que había abierto a unas pocas manzanas del bufete e hice un pedido totalmente desproporcionado de sushi, sashimi, temaki, uramaki y ensalada de soja. Tras unos segundos de duda, cuando la telefonista me preguntó si quería algo para beber pedí también una botella de vino blanco muy fría.

Cubiertos y vasos para dos, es obvio, dijo la joven.

Para dos, sí, obviamente, respondí.

8

Tres cuartos de hora más tarde estaba limpiando mi mesa de trabajo de un caos informe de vasitos de papel, botellas, cubiertos, servilletas y cajitas de cartón. Cuando terminé me serví otro vaso de Gewürztraminer, cerré la botella con el tapón de plástico -odio los tapones de plástico, pero reconozco que desde que hicieron su aparición no he vuelto a beber vino al corcho- y la guardé en la nevera. Lo hice todo muy despacio y con mucho cuidado. Siempre lo hago todo así cuando estoy a punto de iniciar una tarea nueva que me produce ansiedad. Intento por todos los medios retrasar el momento en el que no voy a tener más remedio que ponerme a ello, y la verdad es que en eso soy muy creativo.

Tendencia patológica a la procrastinación, lo llaman.

Según parece, se trata de una conducta típica en los sujetos inseguros, con baja autoestima, que posponen continuamente el momento de ocuparse de asuntos desagradables para evitar enfrentarse a sus propias debilidades, sus miedos y limitaciones. Leí algo así hojeando un libro titulado: No dejes nada para mañana. Empieza a vivir hoy. Era un manual de autoayuda que explicaba analíticamente las causas del fenómeno e indicaba, en casi doscientas páginas llenas de ejercicios delirantes, cómo -cito textualmente- «desembarazarse de esta enfermedad de la voluntad y vivir una existencia plena, productiva y sin frustraciones».

Pensé que tampoco es que tuviera muchas ganas de llevar una existencia excesivamente productiva, que los manuales para cambiar de vida me producían urticaria y que, en resumidas cuentas, una cierta dosis de frustraciones no me desagradaba. En vista de eso, volví a colocar el manual en la estantería de la que lo había cogido -me encontraba en una librería, leyendo de gorra, como de costumbre-, compré un libro de Alan Bennett y me fui a casa.

Tras haber hecho desaparecer toda posible huella de mi cena japonesa, tras beber otro poco de vino, tras abrir de nuevo el correo electrónico para comprobar, una vez más, que no tenía mensajes, supe que había llegado el momento.

Decidí leer el dosier del caso siguiendo el orden cronológico en el que se habían desarrollado las investigaciones. Desde el momento en el que se habían producido los hechos hacia adelante. Por lo general, nunca hago las cosas así.

Si tengo que examinar un caso en el que se ha dictado una medida cautelar y mi cliente está en la cárcel o en arresto domiciliario, lo primero que hago es leer la orden del juez, es decir, el último auto del procedimiento. Conociendo al juez que la ha redactado puedo hacerme enseguida una idea y saber si se trata de algo serio o no. Después leo el resto de los autos, hacia atrás, desde el más reciente hasta el más antiguo. Si recibo el encargo después de la sentencia de primera instancia hago también lo mismo, es decir, leo primero la sentencia que tengo que impugnar y, luego, el resto.

En el caso del dosier por la desaparición de Manuela Ferraro, sin embargo, pensé que era mejor recorrer los pasos que se habían seguido en la investigación e intentar intuir algo de la historia que había detrás.

El dosier era de los que se conocen como modelo 44: son en los que se procede contra desconocidos. En la cubierta estaba impreso el nombre de la ofendida, la fecha de su desaparición y el nombre del delito. Artículo 605 del Código Penal, secuestro de persona. El único delito que se puede suponer cuando una persona desaparece y se carece de datos que permitan hacer conjeturas más precisas.

El auto primero del dosier era el informe de los carabinieri -firmado por el maresciallo Navarra, un suboficial por el que sentía gran aprecio-, en el que se comunicaba a la fiscalía la denuncia de los padres y se recogían las primeras declaraciones que se habían tomado en el curso de la investigación.

Comencé por la declaración de la joven que había acompañado a Manuela a la estación de tren. Anita Salvemini -así se llamaba- también había sido huésped de los trulli en los que Manuela había pasado el fin de semana. La había llevado en coche a la estación porque ella tenía que ir a Ostuni para ver a unos amigos, pero las dos chicas no se conocían hasta ese momento.

En los veinte minutos que duraba el breve trayecto entre los trulli y la estación sólo habían hablado de cosas intrascendentes. Manuela le había contado que estudiaba Derecho en Roma y que tenía intención de regresar allí, en tren, esa misma noche o a la mañana siguiente.

No, no sabía si Manuela había quedado con alguien en la estación de Bari, menos aún si Manuela se veía con alguien con frecuencia, si tenía novio, etcétera.

No, no le pareció que Manuela estuviese preocupada. Por otro lado, tampoco la había observado con atención por el simple hecho de que ella -Anita- era la que conducía y tenía que estar atenta a la carretera.

No, no recordaba que entre el trayecto entre los trulli y la estación de Ostuni Manuela hubiese hecho o recibido llamadas. Sí, quizá, había sacado el móvil del bolso en un momento dado. Sí, quizá, había recibido un SMS, o quizá lo había enviado, pero Anita no lo sabía con seguridad.

No, no recordaba con precisión cómo iba vestida Manuela esa tarde. Seguramente llevaba una bolsa grande, oscura, y un bolso más pequeño, y quizá vestía vaqueros y una camiseta de color claro.

No, no recordaba a qué hora exacta habían salido de los trulli, tampoco cuándo habían llegado a la estación, momento en el que se despidió de Manuela. Pero debían de haber salido algo después de las 4.00, así que debían haber llegado a la estación a eso de las 4.30.

No, no sabía a qué hora exacta salía el tren que iba a coger Manuela. Probablemente, poco después de la hora de llegada a Ostuni, pero era sólo una suposición, no recordaba que hubieran hablado de ello.

No, no tenía nada más que añadir.

Leído, confirmado y firmado.

Después de aquella declaración venían las de los tres amigos -dos chicas y un chico- con los que Manuela había ido a los trulli. Las tres eran sucintas y venían a decir más o menos lo mismo. La idea inicial era volver a Bari el domingo por la noche. Pero surgió la posibilidad de celebrar una fiesta y los tres decidieron quedarse hasta el lunes. Manuela, en cambio, prefirió regresar el domingo y seguir con el plan inicial. Dijo que no había ningún problema, porque iban a llevarla en coche a Ostuni y allí cogería el tren.

Fin.

A continuación venía la declaración del taquillero del que ya me había hablado Fornelli. El que había reconocido a Manuela pero no recordaba a qué hora se había presentado delante de su ventanilla para sacar el billete.

Los carabinieri habían comprobado el horario de los trenes que salían de Ostuni. Manuela podía haber cogido un eurostar, un espresso o dos regionali, entre las 17.02 y las 18.58.

Los carabinieri habían hecho su trabajo escrupulosamente y habían tomado declaración a los revisores de todos los trenes: una decena de declaraciones, todas iguales y casi todas inútiles.

A todos los revisores les habían enseñado la foto de la joven y todos habían dicho que no recordaban haberla visto jamás.

Sólo uno, el del tren de las 18.50, había dicho que le sonaba la cara de Manuela. Le parecía haberla visto, pero no estaba seguro de si había sido el domingo por la tarde o en cualquier otro momento.

A continuación venían las declaraciones de los chicos que habían pasado el fin de semana en los trulli. Ninguna de ellas tenía la más mínima utilidad. Lo único que me llamó la atención fue que los carabinieri habían preguntado a todos los jóvenes si se había consumido drogas durante ese fin de semana. Todos habían dicho que no y ninguno les había sabido -o querido- decir si Manuela consumía algo, aunque fuera de forma ocasional.

Luego venían las declaraciones de dos amigas de Manuela que estudiaban en Roma, como ella. Nicoletta Abbrescia -la joven que compartía el piso con Manuela- y Caterina Pontrandolfi.

Los carabinieri también les habían preguntado acerca de la droga. Las dos habían admitido que Manuela se fumaba un porro de vez en cuando, pero nada más. Entre los pliegues de la jerga burocrática se adivinaba que las chicas se habían sentido incómodas y que, quizá, habían contestado con algo de reticencia, pero probablemente era algo normal, los interlocutores no dejaban de ser carabinieri.

La parte más interesante de sus declaraciones era la relativa a un tal Michele Cantalupi, el último novio de Manuela. Las dos coincidían en describir una relación difícil, marcada por peleas frecuentes, y que se había acabado de forma borrascosa, con episodios de violencia verbal e incluso física.

Los carabinieri referían que en los días inmediatamente posteriores a la desaparición de Manuela no había sido posible localizar a Cantalupi. Según sus padres estaba de vacaciones, en el extranjero. La respuesta había dejado perplejos a los inspectores (en el informe se leía que la actitud de los familiares les había parecido evasiva), quienes habían pedido autorización para ver el listado de llamadas del móvil de Cantalupi y del de Manuela, además de los datos de la tarjeta del cajero automático de esta última. Querían averiguar cuáles habían sido los últimos contactos de la joven, los últimos de Cantalupi y, sobre todo, si era verdad que Cantalupi estaba en el extranjero desde hacía varios días.

Una semana después, en un nuevo, extenso informe, los carabinieri referían el resultado de sus ulteriores investigaciones. En primer lugar, habían tomado declaración a Michele Cantalupi, que mientras tanto había regresado del extranjero. Cantalupi confirmaba que había sido novio de Manuela durante casi un año; confirmaba que la relación había tenido un final borrascoso, pero puntualizaba que todo había terminado muchos meses antes de la desaparición de la joven, es más, en los últimos tiempos sus relaciones habían mejorado mucho. La relación se había acabado por diversos motivos y había sido ella la que había tomado la decisión de cortar. Sí, habían tenido varias peleas, algunas incluso violentas. Sí, a veces éstas se habían producido delante de los amigos. No, nunca llegaron a la violencia física. Tomaba nota de que una amiga de Manuela había declarado que una vez, delante de ella, llegaron a las manos. Sí, hubo una bofetada, pero fue Manuela la que se la dio a él, no él a ella. Sí, él le había dado un empujón y ella reaccionó dándole un guantazo. Ahí había acabado la cosa, fue la única vez en que se produjo entre ellos algo parecido al maltrato. No, él no tenía otra novia. No, no sabía si Manuela tenía en Roma otra historia con alguien. Sí, se lo había preguntado pero ella le había contestado que eso no era asunto suyo. Sí, volvieron a verse, se tomaron juntos un café, charlaron. En el centro de Bari, a primeros de agosto. No, no hubo ningún problema, es más, se despidieron con toda normalidad el uno del otro.

La declaración me dejó perplejo. Entre las líneas de la prosa policial se percibía el esfuerzo de Cantalupi por hacer pasar su historia con Manuela por una historia tranquila y normal cuando, probablemente, muy tranquila no debía haber sido, a juzgar por lo que contaban las amigas de Manuela.

Por otra parte, el listado de llamadas parecía confirmar que Michele Cantalupi se encontraba en el extranjero cuando desapareció la joven. En primer lugar, el teléfono del joven se había registrado en celdas extranjeras durante aquellos días, así que era cierto que se encontraba fuera del territorio nacional. En segundo lugar, no había ningún contacto -ni aquel domingo ni en los días precedentes- entre la joven y su ex novio.

La actividad del móvil de Manuela era escasa. Los listados eran los correspondientes a la semana anterior a su desaparición: pocas llamadas, pocos SMS, todos dirigidos a amigas o a su madre. Ningún número pertenecía a alguien fuera de su círculo habitual de amistades; no había nada anormal, salvo, quizá, la escasa actividad. Pero el dato, en sí, era insignificante.

El domingo, Manuela había recibido sólo dos llamadas e intercambiado algunos mensajes: una vez más, con su madre y con una amiga. La última señal de vida del teléfono era un SMS dirigido a su madre, por la tarde. Luego, nada. El aparato había muerto del todo.

La amiga había prestado declaración ante los carabinieri pero no había suministrado información de interés alguno. Había hablado con Manuela para despedirse, en vista de que ella tenía que volver a Roma y que en los días anteriores no habían conseguido encontrar un hueco para verse. No tenía ni idea de qué era lo que tenía que hacer esa noche, de cómo pensaba ir a Roma y, como es lógico, de qué podía haberle pasado.

El cajero automático tampoco había proporcionado ningún elemento útil, dado que la última cantidad se había retirado en Bari, el viernes que precedió a la desaparición de la joven.

En los días siguientes se habían difundido, en la prensa local y en el programa de televisión ¿Quién la ha visto?, algunas fotos de Manuela, y se había dado la descripción de la ropa que, probablemente, llevaba esa tarde. Algunas de esas fotos figuraban en el dosier. Las observé durante un buen rato, buscando un secreto o, al menos, una idea. Como es lógico, no encontré nada y la única brillante conclusión a la que conseguí llegar fue que Manuela era -o había sido- una chica muy guapa.

Después de la publicación de las fotos, tal y como me había dicho Fornelli, y como siempre ocurre en estos casos, habían aparecido numerosos personajes -casi todos ellos por encima del nivel mínimo exigido para la reclusión en un hospital psiquiátrico- que habían llamado por teléfono para informar que habían visto presuntamente a la chica.

El contenido de la tercera parte del dosier se resentía de la publicación de aquellas fotos y de sus efectos sobre desequilibrados de todo tipo. Había como una decena de declaraciones, procedentes de los cuarteles de carabinieri de media Italia. Todas ellas de personas que afirmaban, con mayor o menor seguridad, y según el grado de deterioro de su estado de salud mental, que habían visto a Manuela.

Estaba el mitómano profesional del que me había hablado Fornelli, el que había visto a la joven haciendo la calle en las afueras de Foggia; la señora que se había fijado en ella mientras daba vueltas, con aire ausente, por los pasillos de un hipermercado en Bolonia; y había un tipo que juraba haber visto a Manuela en Brescia, entre dos sujetos de aspecto equívoco, que hablaban algún idioma del este y que la habían metido de un empujón en un coche que arrancó al instante, haciendo chirriar los neumáticos.

Los carabinieri afirmaban que ninguna de esas declaraciones parecía mínimamente fiable. Y mientras las leía pensé que nunca había estado tan de acuerdo con un informe policial.

En el dosier había también diversas cartas anónimas dirigidas directamente a la comisaría. En ellas se hablaba de trata de blancas, de complots internacionales, de servicios secretos turcos e israelíes, de sectas satánicas y misas negras. Me impuse a mí mismo el leerlas todas, de cabo a rabo, y salí de la experiencia totalmente hundido y sin un solo dato que me pudiera ser de utilidad.

Manuela había sido silenciosamente engullida por la nada banal e inquietante de aquel domingo de finales del verano, y yo no tenía ni la más mínima idea de qué otras investigaciones se podían emprender para mantener con vida la desesperada esperanza de papá y mamá Ferraro.

Fui a la nevera, me serví otro vaso de vino. Volví a echarle un vistazo a las pocas notas que había tomado y pensé que eran unas notas totalmente insulsas.

Me estaba empezando a poner nervioso e, incapaz de controlar mis pensamientos, me pregunté qué habrían hecho en mi lugar los protagonistas de las novelas policíacas americanas que años atrás devoraba en cantidades industriales. Me pregunté, por ejemplo, qué habrían hecho Matthew Scudder, o Harry Bosch, o Steve Carella si hubiesen tenido que ocuparse de ese caso.

La pregunta era ridícula pero, paradójicamente, me ayudó a reorganizar mis ideas y dar con un punto de partida.

Los detectives de las novelas, sin excepción, lo primero que habrían hecho sería hablar con el policía encargado del caso para preguntarle qué idea se había formado, con independencia de lo que hubiera escrito en el informe. Luego habrían contactado con las personas que habían sido interrogadas, para intentar sacar a la luz algún detalle que no habían recordado, no habían contado o no constaba en la declaración.

Fue entonces cuando me di cuenta de una cosa. Un par de horas antes pensaba que no iba a encontrar ningún hilo del que tirar al leer el dosier. Y, en efecto, su lectura había confirmado mi hipótesis. Pero también pensaba que así debía decírselo a Fornelli y a los Ferraro, antes de devolverles el dinero y de quitarme de en medio en un asunto que no tenía ni las competencias ni los medios necesarios para aclarar. Era lo único correcto y razonable que podía hacer. Pero en esas dos horas, por razones que podía intuir vagamente pero que no quería concretar, había cambiado de idea.

Me dije que iba a intentarlo. Sólo eso. Y que lo primero que iba a hacer era ir a hablar con el subinspector que había llevado el caso, el maresciallo Navarra. Lo conocía, nos llevábamos bien y, sin duda, me diría qué opinión se había formado del asunto, con independencia de lo que hubiera puesto por escrito. Luego ya decidiría qué pasos dar y qué hacer.

Al salir a la calle, con un gesto estudiado, me subí el cuello de la gabardina, aunque no hacía falta alguna.

Los que hemos leído demasiados libros hacemos, con frecuencia, cosas totalmente inútiles.

9

Mientras volvía a casa decidí que iba a emplearme a fondo, como una media hora, con el saco de boxeo. La idea, como siempre, me produjo una cierta euforia. Creo que a un buen psicólogo le resultaría interesante interpretar mi relación con el saco. Le doy muchos puñetazos, obviamente. Pero antes de eso, y en las pausas entre asalto y asalto y, sobre todo, después, puede que mientras me tomo una cerveza bien fría o un vaso de vino, hablo con él.

El fenómeno comenzó cuando Margherita se fue de casa, a Nueva York, y se agravó cuando me escribió diciéndome que no tenía intención de regresar a Italia. Aquella carta -una carta de verdad, escrita a mano y sobre un papel, no un correo electrónico- certificó lo que ya sabía: nuestra historia se había acabado, ella tenía una nueva vida, en otra ciudad, en otro mundo. A mí me quedaban las migajas de la misma vida, la misma ciudad y el mismo mundo de siempre. En los meses siguientes le hablaba -al saco, quiero decir- sobre todo de Margherita y de las otras mujeres de las que he estado enamorado. Tres, en total.

– Amigo, ¿sabes qué es lo que me produce más tristeza?

– …

– No consigo recordar aquel sentimiento devorador. Lo que sentí, aunque fuera de diversas formas, con Tiziana, Margherita y Sara. No consigo recordarlo realmente, sé que existió, pero tengo que convencerme de que lo experimenté porque no lo recuerdo.

Saco se bamboleaba y yo entendía que quería alguna aclaración. Probablemente, yo no me había expresado bien. ¿Qué quería decir con eso de que no recordaba aquel sentimiento devorador?

– ¿Recuerdas la canción de De André, «La canzone dell'amore perduto» [Canción del amor perdido]? ¿Recuerdas esa estrofa que dice: «No queda más que alguna caricia desganada y un poco de ternura»?

– …

– No, no la recuerdas. Probablemente nunca has escuchado la letra con atención, pero la canción la has oído seguro. Hubo una época en que la ponía mucho. Sí, ya sé que es un poco patético. Pero en el fondo sólo hablo contigo. De todas formas, me gustaría decirte algo, si me prometes que no saldrá de nosotros.

– …

– Tienes razón, perdona. Nadie es capaz de guardar un secreto como tú. ¿Sabes que a veces me entran ganas de llorar?

– …

– Te lo explico encantado. En realidad, necesito hablar de ello. Me entran ganas de llorar cuando pienso que el recuerdo de las mujeres que he amado no me hace sufrir. Como mucho, me produce una vaga tristeza, débil y lejana. Algo muy pobre, como el agua estancada.

– …

– Sí, vale, no es una gran metáfora. Y, sí, tienes razón, hago muchas divagaciones y no me explico bien. El motivo por el que me entran ganas de llorar es que todo me parece desvaído, silencioso. También el dolor. Mi vida afectiva es como una película muda. Ya sé que tú eres un tipo poco inclinado a las sutilezas, pero yo estoy triste y tengo ganas de llorar porque no consigo reencontrar la tristeza. Esa tristeza sana, la que es como la sangre que te corre por las venas, la que hace que te sientas vivo. No esta cosa débil y blanda y miserable. ¿Lo entiendes?

Llegados a ese punto de la conversación, Mister Saco se había parado del todo. Los últimos restos de las oscilaciones causadas por los puñetazos que, muy amablemente, había encajado, propinados por su desequilibrado amigo -yo-, se habían agotado y ahora estaba inmóvil. Como si lo que le había contado lo hubiese turbado hasta tal punto que se había quedado paralizado. Estaba meditando sobre ello aunque, como de costumbre, no iba a contestarme, a darme su opinión, algún consejo.

Y, sin embargo, lo creáis o no, después de aquellas conversaciones con un alto índice de patología psiquiátrica -y después de los puñetazos, naturalmente-, yo me sentía mejor, a veces incluso bien.

En realidad, Mister Saco es un psicoterapeuta perfecto. Te escucha sin interrumpirte, no expresa juicios (como mucho, se bambolea un poco) y no te causa problemas con sus honorarios. También es inofensiva la transferencia: consiste en una especie de ternura sin implicación sexual ninguna. Por eso no lo cambiaría ni loco. Cuando se rompe en algún punto en el que le he dado demasiado fuerte, lo reparo envolviéndolo con cinta adhesiva. Me gusta mucho su aire de soldado veterano y creo que él me está agradecido porque no me deshago de él para reemplazarlo por otro, nuevo, brillante y anodino.

Entré en casa deshaciéndome el nudo de la corbata y, nada más llegar, lo primero que hice fue poner un CD que había grabado yo mismo, con una veintena de temas de todo tipo. Dos minutos después ya me había quitado los pantalones y la camisa (es decir, ya me había quedado en calzoncillos), ya tenía vendadas las manos y puestos los guantes y estaba empezando a dar puñetazos.

Hice un primer asalto ligero, para calentar. Combinaciones ligeras de tres, cuatro golpes con las dos manos, sin hundir el puño. Jab, derecha, gancho por la izquierda. Gancho por la derecha, gancho por la izquierda, montante. Jab, jab, directo por la derecha. Así, los tres primeros minutos, como calentamiento. Durante la pausa intercambié un par de frases con Mister Saco, aunque la verdad es que esa noche ninguno de los dos tenía muchas ganas de hablar. Cuando empecé el segundo asalto, golpeando con más fuerza, el CD casual dejó oír el «Intermezzo» de Cavalleria Rusticana, lo que me hizo sentirme Robert De Niro en Toro Salvaje.

Mientras me doy de puñetazos, con la música y la concentración adecuadas, a veces salen a la luz recuerdos inesperados, se abren de par en par puertas tras las que hay escenas, sonidos, rumores, voces, a veces hasta olores largo tiempo olvidados.

Esa noche, mientras trabajaba a Mister Saco, que se dejaba hacer con paciencia, recordé, como si la memoria fuera una película, mi primer combate como púgil aficionado, peso welter, categoría juvenil.

Tenía poco más de dieciséis años, era alto y delgado, y estaba muerto de miedo. Mi adversario era más bajo y mucho más pesado que yo, tenía la cara picada de viruela y expresión de asesino. O, al menos, eso me pareció entonces. Había decidido practicar boxeo precisamente para vencer el terror que me inspiraban tipos como aquél. En los interminables minutos que precedieron al inicio del combate pensé, entre otras mil cosas, que la terapia, obviamente, no había funcionado. Me temblaban las piernas, respiraba con dificultad y sentía que se me habían paralizado los brazos. Pensaba que no iba a ser capaz de levantarlas para protegerme, mucho menos para asestar golpes. El terror se volvió tan intenso que pensé en fingir que estaba enfermo -quizá dejándome caer al suelo, simulando un desmayo- con tal de evitar el encuentro.

Pero en vez de eso, cuando sonó la campana me puse en pie e inicié el combate. Entonces sucedió algo extraño.

Sus golpes no me dolían. Los recibía en el casco y, sobre todo, en el cuerpo, dado que él era más bajo que yo y que estaba intentando, por todos los medios, acortar distancias. A cada nuevo golpe echaba fuera el aire con un gruñido gutural, como si quisiese asestar el golpe definitivo. Pero sus puñetazos eran lentos, débiles e inofensivos, y no dolían. Yo daba vueltas alrededor de él, intentando explotar mi ventaja, y le tocaba continuamente con la izquierda.

En el tercer asalto se enfureció. Quizá su entrenador le había dicho que estaba perdiendo el combate o quizá se había dado cuenta él solo. El hecho es que cuando sonó la campana se me echó encima como una furia, girando frenéticamente los brazos, como si fueran aspas de molino. Mi derechazo directo partió y llegó directamente a su cabeza sin que yo fuera totalmente consciente de lo que acababa de hacer, y sin que consiga recordar qué movimiento hice exactamente. Lo que recuerdo -o, probablemente, creo recordar- es una especie de imagen congelada, la fracción de segundo inmediatamente posterior a mi golpe pero anterior a que él cayera a tierra, desmañadamente, igual que se me había echado encima.

En los combates de boxeo de aficionados es muy raro que uno de los dos púgiles bese la lona, y el KO más raro todavía. Es un acontecimiento extraordinario, todos lo saben. Cuando vi a mi adversario tendido sobre la lona sentí cómo una llamarada, una corriente de calor y de felicidad salvaje, partía desde la frontera que marcaba mi cinturón y me llegaba hasta la nuca.

El árbitro me ordenó que me retirase a mi esquina y empezó el conteo. El otro se levantó de inmediato y alzó los guantes para indicar que podía continuar el combate. Éste se reanudó, sí, pero ya había acabado. Yo contaba ya con una ventaja insalvable, el tipo picado de viruelas tendría que haberme tumbado y noqueado para ganar. No estaba en condiciones de hacerlo. Volví a dar vueltas a su alrededor, evitando con facilidad sus golpes, cada vez más desmadejados y más débiles, y seguí castigándole con la izquierda hasta que la campana marcó el final del asalto y del combate.

Esa noche no dormí. Todavía era un crío y, precisamente por eso, supe, como pocas otras veces en mi vida, lo que era sentirme un hombre.

Dejé de golpear el saco. Me quedé quieto frente a él, intentando controlar la respiración, notando violentas pulsaciones en las sienes y dejándome invadir por una ternura desesperada hacia ese niño-hombre, despierto en la oscuridad, envuelto en su manta, asomado a ese todo que aún no le había ocurrido.

Cuando la frecuencia de sus oscilaciones, y la de mi respiración, se redujo, me sacudí a mí mismo de esa especie de trance.

Nico, con la Velvet Underground, cantaba «I'll be your mirror».

– Ok, Mister Saco, voy a darme una ducha y luego me iré a la cama a dormir. Espero. En cualquier caso, siempre es un placer pasar media hora contigo.

Él asintió bamboleándose, haciéndose cargo de ello. También él me tenía cariño, a pesar de todo.

10

El maresciallo Navarra es un tipo simpático, con poca pinta de policía y menos aún de militar. Conserva la cara de un jovencito, un jovencito algo más gordo de lo que debiera, y nadie se lo imaginaría irrumpiendo, pistola en mano, en una guarida de traficantes de droga o interrogando a un sospechoso a ritmo de guantazos. Está casado con una ingeniera, investigadora del CNR, a la que conoció en la universidad cuando él también estudiaba Ingeniería. Luego hizo las oposiciones para subinspector de los carabinieri, las sacó y dejó de estudiar. Tiene tres hijos, un perro, un destello de tristeza en la mirada y una pasión bellísima: construye aviones de papel.

Dicho así, puede parecer un hobby de críos, una de esas cosas que sólo se hacen para matar el rato en la sala de espera del médico.

Pero no es el caso. Él se pasa días haciendo bocetos para cada modelo, proyectando, probando, perfeccionando, hasta que el avión vuela. Y cuando digo vuela quiero decir que vuela de verdad. Mucho rato, un rato increíblemente largo, como si tuviese motor y un piloto, o vida propia. Para darme las gracias por un consejo legal que le di a su hermana, me regaló tiempo atrás uno de sus aviones. Aún lo conservo y es uno de los pocos objetos de los que me dolería desprenderme.

Tenía el número del móvil de Navarra, así que lo llamé a la mañana siguiente.

– Maresciallo Navarra, soy el abogado Guerrieri.

– Buenos días, abogado, ¿qué tal está? ¿Conserva aún mi avión?

– Buenos días. Lo conservo aún, claro. Lo miro de vez en cuando, preguntándome cómo consigue hacer algo así con dos simples trozos de papel.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -me dijo.

– Sí, me gustaría hablar de una cosa con usted, como una media hora. ¿Quedamos?

– ¿De qué se trata?

– De la desaparición de Manuela Ferraro. Sus padres vinieron a verme hace unos días, he leído el dosier y me gustaría comentarlo con usted, si tiene un rato.

– ¿Tiene que ir hoy al juzgado?

– No, pero si usted tiene que ir nos podemos ver allí.

– Si tiene que ir expresamente no merece la pena. Mejor les pido a los del juzgado que me dejen declarar lo antes posible, le llamo y me acerco a verle a su bufete.

Le dije que no quería hacerle perder el tiempo y él me contestó que le apetecía ir a verme. Dijo que yo le resultaba simpático, a diferencia de la mayoría de mis colegas. Dijo que, según él, yo debería ser fiscal porque le había gustado cómo llevé la defensa en un caso por usura que él había investigado. Dijo que, de haber sido por el fiscal, el cabrón del acusado habría salido absuelto. Si los jueces condenaron a aquella panda de usureros fue gracias a mí, dijo. Le apetecía verme, repitió.

Me llamó antes de lo previsto. Su juicio se había pospuesto porque faltaban algunas notificaciones, así que ya estaba libre. Veinte minutos después estaba sentado frente a mí.

– ¿No estaba usted antes en otro bufete?

– Sí, nos hemos mudado hace cuatro meses.

– Tiene un aire americano. Pero me gusta, es bonito. A mí también me gustaría hacer algunos cambios, pero trabajando de carabiniere no es fácil, vives estrictamente de tu sueldo y no tienes horarios. Había pensado en matricularme en la universidad.

– ¿Para terminar Ingeniería?

Me miró sorprendido.

– Tiene buena memoria. Pero no, no. No podría ponerme otra vez a estudiar aquellas asignaturas. Había pensado en algo de letras, de filosofía. Pero quizá es una veleidad mía. Lo que pasa es que, cumplidos los cuarenta años, empiezas a hacerte preguntas molestas sobre el sentido que tiene lo que haces y, sobre todo, sobre el tiempo que pasa, se diría que cada vez a más velocidad…

– Hace tiempo leí un libro muy bueno, de un psicólogo holandés, creo, que se titulaba Por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores. Hablaba de ese fenómeno. Es muy interesante.

– Sólo con oír el título me siento angustiado. Hay momentos en los que me siento como si hubiera perdido totalmente el equilibrio y estuviera a punto de caerme en cualquier sitio. No es una sensación agradable.

Sabía de lo que hablaba. No es una sensación agradable, en efecto. Nos quedamos callados, con algunas palabras suspendidas en el aire.

– Pero ya está bien. Dejemos a un lado el tiempo que pasa y mi crisis de los cuarenta. Me ha dicho por teléfono que quería hablarme de la desaparición de Manuela Ferraro.

– Sí. Como le he dicho, sus padres vinieron a verme, acompañados por un colega especializado en derecho civil. Me pidieron que estudiara el dosier para ver si había alguna posibilidad de que no se dieran por concluidas las investigaciones. Ayer por la noche lo leí y, obviamente, vi enseguida que había sido usted el que se había ocupado del caso.

Asintió, sin decir una palabra. En vista de ello, proseguí.

– Me gustaría saber qué idea se ha formado usted del asunto, con independencia de lo que se lee en su informe.

Evité preguntarle expresamente si creía que era factible continuar con las investigaciones. Incluso una persona inteligente y serena como Navarra tiene sus susceptibilidades. Pensé que quizá sacaría algo en claro si tratábamos el tema informalmente.

– Es difícil hacer hipótesis serias sobre las desapariciones de personas. Según mi experiencia (pero también según las estadísticas), el índice de probabilidades de que una persona desaparecida aparezca, pasado mucho tiempo, es muy bajo.

Se detuvo, como si acabara de recordar una cosa importante.

– Supongo que sabe de sobra que el inspector Tancredi es un excelente especialista en este tipo de casos. Ha acumulado una experiencia increíble con los casos de niños desaparecidos. Creo que usted lo conoce, ¿no?

– Sí, Tancredi y yo somos amigos.

– Bueno, pues si es amigo de Tancredi, escuche también su opinión. No me sentiré ofendido. En cualquier caso, lo que usted quiere saber es si yo tengo alguna idea más sobre el caso, al margen de lo que haya escrito en el informe.

– Me sería de gran ayuda, en efecto.

Navarra cerró con fuerza los labios. Se rascó la nuca. Movió ligeramente la cabeza, como preguntándose si hacía bien en fiarse y, por lo tanto, en decirme lo que pensaba. La respuesta que se dio fue, obviamente, afirmativa.

– Si hubiese podido dedicarle mucho tiempo a este caso, mejor dicho, si le hubiese podido dedicar todo mi tiempo a este caso, habría investigado la vida que la chica llevaba en Roma. Tengo la impresión de que las dos amigas (Abbrescia y Pontrandolfi) no contaron todo lo que sabían, de que ocultaron algo, aunque no sé el qué. Que quede claro que mi primera elección como sospechoso fue Cantalupi, el ex novio de Manuela. Es un niño de papá, un idiota, presumido y mimado, que parece que está deseando que le den dos guantazos. Pero según los listados de las llamadas cuando Manuela desapareció él estaba en Croacia y regresó cuatro o cinco días después. Vamos, que salvo que le tele-transportaran, no tenía posibilidad alguna de entrar en contacto con la joven cuando ésta desapareció.

– Que Cantalupi estaba en Croacia sólo lo prueban los listados de las llamadas.

Me miró con una sonrisa.

– Yo tampoco quería abandonar la idea de que ese tipejo estuviese implicado en la desaparición de la chica. Y yo también tuve la sospecha, insensata, si me permite decírselo, de que el móvil lo hubiera usado una tercera persona. Pero los listados registran llamadas del número de su casa, es decir, de sus padres. Y, de todas formas, en vista de que el tipo no me gustaba, hice comprobaciones, de forma extra oficial, con el skipper del barco en el que viajó. Me temo que no hay dudas. Durante esos días, ese cabroncete estaba al otro lado del Adriático.

Mientras me contestaba pensé que la hipótesis era, en efecto, absurda: Cantalupi le deja el móvil a alguien en Croacia para fabricarse una coartada mientras regresa a Italia para secuestrar o asesinar a su ex. ¿Y por qué, además? Me sentí un poco imbécil, a pesar de que un investigador profesional como Navarra hubiese hecho un razonamiento análogo al mío.

– ¿Qué me decía, en cambio, de las dos amigas?

– Las amigas, sí. Vaya por delante que yo soy muy cauto con mis sensaciones acerca de la espontaneidad o la sinceridad de los testigos o de las personas investigadas. ¿Sabe cuál es el método infalible para saber si un investigador es un gilipuertas?

– No, dígamelo. Puede serme útil.

– Preguntarle si es capaz de darse cuenta de cuándo alguien le está mintiendo. Los que responden que sí, y que es imposible que ellos se traguen una mentira, son los más gilipuertas de todos. Y también son a los que un mentiroso hábil se las mete dobladas con más facilidad y más a gusto.

– Conozco a un par de fiscales que afirman que ellos se dan cuenta en el acto de cuándo un imputado o un testigo les están mintiendo. Y, sí, en efecto, son los más gilipuertas de toda la fiscalía.

– Deben ser los mismos en los que yo estoy pensando. De todas formas, la digresión venía a cuento para dejar muy claro que yo soy muy cauteloso con mis impresiones sobre la posible sinceridad de la persona a la que estoy escuchando. Lo que no significa que las ignore. Las tomo como un punto de arranque, algo desde lo que profundizar.

Llegados a ese punto, le pregunté si quería un café u otra cosa. Él dijo que sí, gracias, que justo ahora estaba pensando en que le apetecía un capuchino. Llamé por teléfono al bar, pedí dos capuchinos, y me dirigí de nuevo a Navarra.

– ¿Y…?

– Cuando escuché a las dos chicas tuve la impresión de que algo no cuadraba.

– ¿El qué, en concreto?

– Sospeché que no me lo estaban contando todo. Le pondré un ejemplo. En un momento dado le pregunté a Nicoletta, la compañera de piso de Manuela, y luego a la otra, si Manuela consumía drogas.

– Sí, lo he leído en las declaraciones. Las dos contestaron que no, que ellas supieran, salvo algún porro.

– Sí, la cuestión es cómo lo dijeron. Había algo en la respuesta que me dieron las dos que no me terminó de convencer. Insistí algo más y ellas se cerraron. No tenía nada con lo que contraatacar, así que tuve que dejarlo. Pero me quedé con la sensación de que no me lo habían contado todo. Y la que parecía más incómoda era Nicoletta Abbrescia.

– ¿Le ha comentado sus dudas a sus superiores o al fiscal?

– Sí, claro. Y, por cierto -añadió como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba contándome detalles reservados de una investigación formalmente aún en curso-, esta conversación nunca ha tenido lugar.

– Por supuesto. ¿Y qué le han dicho sus superiores y el fiscal?

– El capitán se encogió de hombros. Quizá yo tenía razón, pero, ¿qué podíamos hacer con mis sospechas a falta de elementos concretos? Le sugerí que siguiéramos a las chicas durante un par de días. Me miró como si me hubiera convertido en un extraterrestre. Luego me preguntó dónde pretendía hacer algo así, como de película americana. Como es obvio, yo quería hacerlo en Roma. ¿Autorizaba yo la misión en Roma? Y ya que estábamos, ¿la pagaba yo también, con mis fondos reservados, en vista de que nos han recortado el presupuesto hasta para la gasolina? Entonces le dije que podíamos intervenir sus teléfonos, conseguir los listados. Me contestó que lo hablara directamente con el fiscal.

– ¿Y qué hizo usted?

– Fui a la fiscalía y hablé con el magistrado.

– ¿Y éste qué le dijo?

– Fue hasta amable, a fin de cuentas. Me preguntó si pensaba solicitar una orden para intervenir un teléfono escribiendo que el maresciallo Navarra dudaba sobre la sinceridad de dos personas preguntadas sobre los hechos. Me preguntó si me imaginaba lo que iba a contestar el juez. Yo le dije que sí, que me lo imaginaba, y la cosa acabó ahí. Ni siquiera llegué a redactar la petición, obviamente.

En ese preciso instante llegó el chico del bar con nuestros capuchinos. Navarra se tomó el suyo sujetando la taza con las dos manos, como un niño. Se le quedó algo de espuma sobre el labio superior. Se limpió cuidadosamente con un par de servilletas de papel, como alguien que sabe qué ocurre cuando uno se toma un capuchino, y procede en consecuencia.

Esa simple y precisa secuencia de gestos me gustó mucho. Sólo había consistido en quitarse de los labios un poco de espuma del capuchino, pero pensé que me hubiera gustado ser el tipo de persona que hace gestos tan cuidadosos, conscientes y exactos.

Navarra arrugó las servilletas y se dirigió de nuevo hacia mí.

– En definitiva, hemos hecho todo lo que podíamos, estamos sobrecargados de trabajo, los nuevos dosieres se amontonan sobre las mesas de trabajo y tenemos que ocuparnos de ellos. Además, abreviando, no existe ningún indicio de delito. Quiero decir, la chica…

– Ya, ya. La chica es mayor de edad, no hay ningún elemento explícito que indique que su desaparición dependa de un delito, no hay forma de excluir que no haya desaparecido voluntariamente, etcétera…

– … etcétera. Es improbable, pero podría haber desaparecido por su propia voluntad y podría no querer que la encuentren.

Lo miré directamente a los ojos. Él cruzó su mirada con la mía y se encogió de hombros.

– De acuerdo, yo tampoco lo creo. Pero no se podía hacer nada más. A menos que, como ya le he dicho, le hubiese podido dedicar todo mi tiempo a la investigación. Al no poderlo hacer, estoy obligado a cerrar el caso y dedicarme a otra cosa. Pero quizá usted consiga encontrar algo que a mí se me haya escapado.

Lo dijo sin que en su voz se percibiera un átomo de ironía, pero era seguro que la hipótesis nos parecía a los dos harto improbable.

– ¿Qué piensa hacer? -dijo empujando hacia atrás su silla.

– Usted sabe mejor que yo que esto es menos que un intento. Si usted no ha encontrado nada es muy improbable que lo consiga yo.

– No esté tan seguro. La investigación es un mecanismo extraño. A veces lo haces todo correctamente, de forma perfecta, según las reglas, y no sacas nada en limpio. Luego, cuando ya te has resignado, ocurre algo, casualmente, que te brinda gratis la solución. En este campo, mucho más que en otros, no hay técnica o planificación o experiencia que valga tanto como la chiripa, o que ocurra un milagro.

Encogí los hombros y sacudí la cabeza, pero me gustó lo que había dicho. Me había infundido valor. Yo era un principiante absoluto en lo que a la investigación se refiere, pero con los milagrosos golpes de chiripa siempre me las había arreglado muy bien.

– Creo que intentaré hablar con las dos amigas de Manuela, las que estudian en Roma. Hablaré también con el tipo que le cae mal, el ex novio. No sé si merece la pena hacerlo también con la chica que la llevó a la estación de Ostuni.

– Anita Salvemini. Tenga una charla también con ella.

– ¿Por qué?

– Lo más seguro es que no sirva para nada. Pero a veces, pocas, ocurre que cuando se vuelve a escuchar a una persona, en un contexto y en un momento distintos, quizá en una situación menos estresante, ésta recuerda detalles que antes se le habían pasado. A veces, un fragmento de recuerdo sale a flote y es justo ese detalle el que te pone en las manos el hilo del que tirar. Es raro que ocurra, pero, total, no le cuesta nada hablar también con esa chica.

– ¿Tiene algún otro consejo que darme?

– Los manuales aconsejan que se proceda en dos tiempos cuando se escucha a un informante. En el primero es mejor dejarle hablar libremente, sin interrupciones, interviniendo sólo para darle a entender que estamos siguiendo atentamente su discurso. Cuando esa narración libre se agota es preciso pasar a hacerle preguntas específicas, para aclarar y profundizar. Y, para concluir, siempre hay que dejar una puerta abierta. Hace falta decirle al testigo que, seguramente, en las próximas horas o los próximos días, recordará algún otro detalle. Quizá a él le parezca algo insignificante y se incline a guardárselo para sí. Eso no debe ocurrir. Entre los detalles aparentemente insignificantes puede esconderse la clave para resolver el caso.

– ¿Así pues…?

– Así pues hay que decirle al testigo que si recuerda otra cosa (cualquier otra cosa) tiene que volvernos a llamar. Es útil para que no se disperse la información, pero también para reforzar el sentido de su responsabilidad. Si se siente responsable se mantendrá en un estado mental activo, y ésta es la premisa fundamental para recuperar detalles ulteriores.

– Con esos intereses y esos conocimientos debería matricularse en Psicología, no en Humanidades.

– Sí, ya lo he pensado. Pero, como ya le he dicho, es decidir matricularme en la universidad y comprender, al segundo, que es una estupidez, con cuarenta y tres años, sin ninguna posibilidad real de emplear el título para algo. Y cuando esta idea hace clic, le siguen otras, todas bastante desagradables.

Permaneció durante unos segundos con una expresión absorta y algo ausente. Luego dijo que tenía que volver al cuartel.

– Según usted, ¿la joven sigue viva?

Antes de responderme, dudó un poco. Luego negó con la cabeza.

– No, no lo creo. No tengo ni idea de qué puede haberle pasado, pero no creo que siga viva.

Eso era exactamente lo mismo que pensaba yo. Lo que había pensado desde un principio, pero oírselo decir a él me produjo una sensación horrorosa. Por su expresión noté que se había dado cuenta, que lo sentía, pero que no podía hacer nada al respecto.

– Si necesita algo más no dude en llamarme. Y, como es lógico, hágalo si descubre algo.

¿Cómo no iba a hacerlo? Resuelvo el misterio, le cedo generosamente al culpable, y luego me pierdo de nuevo en las sombras. Nosotros, los héroes solitarios, siempre actuamos así.

– Un día de éstos me gustaría acompañarle a ver cómo lanza a volar a uno de sus aviones.

Sonrió.

– Le llamaré para que venga conmigo, un día de éstos.

11

Por la tarde llamé a Tancredi. Tuve que hacer tres o cuatro intentos hasta conseguir línea y, cuando por fin oí el tono, tuve la sensación de que estaba llamando al extranjero.

– Guido, sigues vivo…

– Sí, bastante vivo todavía, sí… ¿Y tú cómo estás? No estarás en el extranjero, ¿no?

– No se te escapa una, ¿eh? Menudo lince estás hecho. Estoy bien y estoy en Virginia.

– ¿En Virginia? ¿En Estados Unidos, quieres decir?

– Sí, eso es justo lo que quería decir. ¿Conoces muchos sitios que se llamen Virginia?

– Pero entonces pagas tú la llamada. Perdona, cuelgo ahora mismo. Además…, ¿qué hora es allí?

– Las once, estamos tomando el café de media mañana. Y no te preocupes, todavía puedo permitirme pagar una llamada. Además, no me llama nadie desde Italia, así que, a falta de algo mejor, me conformaré contigo.

– ¿Qué haces en Virginia?

– Estoy en la Academia del FBI, haciendo un curso para policías extranjeros. Técnicas de interrogatorio y criminal profiling.

– ¿Qué?

– Técnicas para trazar perfiles de criminales y técnicas para interrogar a testigos y a sospechosos.

– ¿Te las enseñan ellos a ti o tú a ellos?

– Me las enseñan, me las enseñan. La verdad es que es otro mundo. Cosas muy interesantes, incluso para alguien que sea abogado, como tú. ¿Por qué me has llamado?

– Me gustaría preguntarte algo, pero no es urgente.

– Dime.

– No, de verdad, no es algo de lo que pueda hablarse en una llamada internacional. Y, además -añadí, mintiendo-, que no es nada urgente. ¿Cuándo vuelves?

– Dentro de tres semanas.

– Cuando estés de vuelta, llámame, así nos vemos. Charlamos un rato, y te cuento.

– ¿Estás seguro de que no me lo quieres contar ahora?

– Segurísimo, de verdad. Gracias, Carmelo, y pásatelo bien, nos vemos a tu regreso.

– De acuerdo. Me lo paso que no veas. Me gustaría que vieras a mis compañeros de curso. El más simpático es un turco cristiano que desde que se enteró de que vengo de Bari no para de repetirme que los de Bari (y, como tú sabes, yo no soy de Bari) les hemos robado los huesos de San Nicolás de Mira y que tenemos que devolvérselos. Y luego no hay ningún sitio, pero lo que se dice ninguno, salvo las cercanías de algún vertedero, donde uno pueda fumarse un cigarro. Pero bueno, basta de charlas. Nos vemos a mi regreso.

Colgamos, y yo, al pensar en Tancredi a miles de kilómetros de allí, me sentí muy solo. Para alejar aquella sensación me dije que debía hacer algo útil, práctico por lo menos, y decidí llamar a Fornelli.

La forma en la que alguien contesta al teléfono -al menos cuando no saben quién está al otro lado, y evidentemente Fornelli no tenía memorizado mi número- dice mucho acerca de cómo es. La voz de Fornelli, con su fuerte acento de Bari, era débil y gris.

– Hola, Sabino, soy Guido.

La voz se reanimó, cobró cuerpo, y también algo de color.

– ¡Anda!, hola, Guido.

– Hola, Sabino.

– ¿Has podido leer el dosier?

Le dije que sí, que lo había leído. No le dije, en cambio, ni una palabra de mi conversación con Navarra: como habíamos acordado, aquella conversación nunca había tenido lugar.

– ¿Te has hecho una idea? ¿Crees que podrás hacer algo?

– Con franqueza, no creo que tengamos muchas posibilidades de encontrar algo que no haya salido ya a la luz en la investigación de los carabinieri. De todas formas, no estaría de más que hiciera algunas comprobaciones para no quedarnos con dudas.

– Perfecto. ¿Qué quieres hacer exactamente?

Su voz era ahora completamente distinta de la del señor un poco deprimido que había contestado al teléfono hacía apenas unos instantes. Parecía casi excitado. Mantén la calma, pensé. No saldrá nada de todo esto. No te hagas ilusiones y, sobre todo, mucho cuidado con lo que vayas a decirles a esos pobres padres.

– He pensado en hablar con el ex novio de Manuela, con las dos amigas que estudian en Roma y también, quizá, con la chica que la acompañó a la estación el día en que desapareció.

Le dije que necesitaría su ayuda para ponerme en contacto con esas personas. Él dijo que claro, que él se encargaba de eso. Llamaría a la madre de Manuela -el padre, como ya había podido ver, no estaba en condiciones de ayudarnos- y le pediría que localizase a los jóvenes. Tendría noticias suyas lo antes posible. Sabía que habían hecho bien dirigiéndose a mí, dijo al final, con un tono de voz incongruentemente alegre, apenas un instante antes de volverse a arrojar de cabeza a la zona pantanosa de su subconsciente desde la que me había cogido el teléfono.

Pensé que ahora, quizá, podría ponerme a trabajar en serio.

A trabajar como abogado, después de jugar a los detectives: al día siguiente me aguardaba uno de los juicios más surrealistas de mi, así llamada, carrera. Llamé a Consuelo, a la que le había encargado que se estudiase el caso, y le dije que se reuniera conmigo para prepararlo juntos.

12

Mi cliente era un joven de veinticinco años acusado de un delito de estragos en grado de tentativa.

Dicho así, el asunto produce una cierta impresión y evoca imágenes trágicas, el acre olor de la pólvora disparada, muertos, gritos, heridos, sangre y sirenas de ambulancia.

Leyendo el encabezamiento del auto de imputación y los autos del proceso, las cosas eran muy distintas. El auto de imputación especificaba que Nicola Costantino estaba imputado por el «delito contemplado y castigado por el artículo 422 apartado 2º del Código Penal porque, con el fin de suicidarse, había realizado actos susceptibles de poner en peligro la seguridad pública, en particular había abierto las bocas de gas en su domicilio con la intención, cuando la atmósfera estuviese saturada, de producir una explosión, potencialmente capaz de destruir todo el inmueble; suceso destructivo que no llegó a verificarse sólo gracias a la intervención de los carabinieri».

Nicola Costantino, que llevaba ya un tiempo en tratamiento psiquiátrico, había intentado suicidarse inhalando gas. Estaba solo en casa, se había encerrado en la cocina, se había tomado media botella de ron y una dosis importante de ansiolíticos y luego había abierto todos los hornillos. Una vecina con el olfato muy sensible se dio cuenta casi en el acto de que algo no iba bien y avisó a los carabinieri. Los militares -que «se personaron en el acto», según se leía en el informe-, tras derribar puertas y abrir ventanas de par en par, encontraron al joven en el suelo, inconsciente pero, milagrosamente, todavía en este mundo. Resumiendo, que le salvaron la vida. Pero, tras consultarlo con el letrado de turno, también lo arrestaron. Acusado de estragos.

Si se consulta un manual de derecho penal se descubre que para que exista un delito de estragos no es necesario que muera alguien: basta con que se verifique que ha existido peligro y que los actos se realizaron con el específico fin de asesinar.

El ejemplo más claro es el del terrorista que coloca en un lugar público una bomba de alta potencia, lista para explotar. El artefacto no explota, quizá por un defecto de funcionamiento, pero el terrorista tiene que responder igualmente de un delito de estragos porque su intención era asesinar a un número indeterminado de personas y sus actos se corresponden con la intención de producir dicho resultado.

La historia de mi cliente era, cómo decirlo, ligeramente distinta. Nicola Costantino no era un terrorista, sólo era un chico débil, perturbado, inevitablemente propenso al fracaso. Había decidido quitarse la vida y no lo había logrado, demostrando que su capacidad para fracasar en todo cuanto se propusiera era extensible al campo de las actividades autolesivas.

No había dudas de que al cometer la idiotez de abrir el gas había puesto en peligro la integridad de todos los vecinos del edificio; no había duda, igualmente, de que con esa idiotez no perseguía asesinar a nadie, salvo a sí mismo.

Éste era el elemental argumento que intenté exponer ante la fiscalía y el Tribunal Superior para sostener que el delito de estragos no podía configurarse y que no existía, por lo tanto, una base jurídica para retener en la cárcel a mi cliente.

No estuve lo bastante persuasivo. Los jueces del Tribunal Superior escribieron, al justificar el rechazo a mi instancia, «que es suficiente, para que se realice el delito de estragos en grado de tentativa, que alguien tenga la intención de asesinar a quien sea, por lo tanto, también a sí mismo».

El argumento estaba dotado de una fuerza paradójica y casi hipnótica.

¿Acaso Costantino no había puesto en peligro la integridad pública con su intento -fracasado sólo gracias a la rápida intervención de las fuerzas del orden- de acabar con su vida? Era, por lo tanto, indiscutiblemente responsable de un delito de estragos, del que existían todos los requisitos, objetivos y subjetivos.

Y ya que la modalidad del hecho y la personalidad inestable del indagado (el único punto en el que estaba de acuerdo con los jueces) permitían establecer la duda razonable de que se reiterara una actuación de las mismas características, parecía inevitable que se tomasen medidas cautelares en su expresión más contundente: la reclusión en la cárcel.

Justo cuando me disponía a recurrir ante el Tribunal Supremo contra esta estrambótica interpretación del Código Penal, los padres del joven vinieron a verme. Al principio, parecían sentirse en una situación algo embarazosa pero luego, tras algunos titubeos, consiguieron decirme, de forma clara y directa, que no querían que presentara el recurso.

– ¿Por qué? -pregunté, estupefacto.

Ambos se miraron a los ojos, como decidiendo cuál de los dos debía responder.

– Si el problema es por mis honorarios -dije, recordando cuánto les había pedido por el recurso-, no se preocupen, me pagarán cuando puedan.

Me contestó el padre.

– No, gracias, no es una cuestión de dinero. Lo que ocurre es que Nicola, desde que está en la cárcel, está mejor. Lo tratan bien, tanto los agentes como los otros reclusos. Socializa, ha hecho amistades, y cuando vamos a visitarle casi parece que está contento. En resumen, que hacía años que no lo veíamos tan bien.

Los miré como si no hubiera entendido bien. El padre se encogió de hombros.

– Que se quede allí algunos meses más -añadió la madre, con una expresión en la que se mezclaban el sentimiento de culpa, el alivio e, incluso, una cierta alegría.

– Cuando se celebre el juicio estamos seguros de que usted conseguirá que sea absuelto, saldrá de la cárcel y podremos ayudarle a que rehaga su vida. Mientras tanto, sin embargo, es mejor que se quede allí, en vista de que le sienta bien. Es como si estuviera en un centro de rehabilitación -concluyó el padre, con la expresión de alivio del que, por fin, ha cumplido con un penoso deber.

Estuve a punto de decirles que Nicola era mayor de edad y que, por razones de ética profesional, tenía que pedirle su opinión acerca de esta original solución.

Pero, en vez de eso, lo pensé durante unos segundos, tomé una decisión de la que no me hubiese gustado que se informase al colegio de abogados, y no dije nada. Me limité a levantar las manos, las palmas de cara a ellos, en señal de rendición.

Meses después, llegó el momento de la audiencia preliminar.

Esa mañana, antes del mío, se había celebrado un juicio con muchos imputados por un asunto de fraude a la Seguridad Social. La sala -la más grande de las destinadas a las audiencias preliminares- estaba llena de acusados, junto a sus correspondientes abogados, y presentaba la ordenada compostura del zoco de Marrakech. Todo indicaba que el tema iba a ir para largo. En vista de eso, como no sabía qué hacer para pasar el rato, cogí el i-Pod que llevaba en la cartera y lo puse en marcha en reproducción aleatoria.

La escena, de repente y como por arte de magia, se transformó en un espectáculo de insensata, mítica, demencial belleza.

Al ritmo del rock, sin ser conscientes de ello, abogados, acusados, juez, secretario, guardias, bailaban sincopadamente sobre mi escenario particular.

Abogados que se levantaban y hablaban, diciendo cosas que yo no oía; acusados que confabulaban entre ellos; el juez que dictaba: una especie de movimiento colectivo que, gracias a la música, parecía adquirir sentido.

El momento más emocionante de aquel musical privado fue cuando uno de mis colegas, uno cuya característica especialidad profesional era, y es, el desprecio implacable hacia el subjuntivo, se levantó y se dirigió al juez gesticulando animadamente, en perfecta sincronía -o eso me pareció- con la voz de Freddie Mercury que estaba cantando «Don't stop me now».

A veces no está tan mal ser abogado, me dije mientras estiraba las piernas debajo del banco y me ponía cómodo para disfrutar del espectáculo.

Una vez concluida la audiencia preliminar por fraude, con la sala ya desalojada y los auriculares vueltos a colocar en su sitio, llegó nuestro turno. Nos habíamos quedado solos el juez, el secretario, yo, Consuelo -que había llegado mientras tanto, después de haberse dado una vuelta por las secretarías-, el fiscal, mi cliente y los dos agentes que lo habían conducido hasta allí y que no le quitaban ojo. Por si acaso se le ocurría abrir el gas y causar estragos también allí, en el juzgado.

Después de despachar rápidamente las formalidades de rigor, el juez preguntó si había alguna solicitud. Me puse en pie y dije que el señor Costantino deseaba prestar declaración. La solicitud estaba justificada porque el imputado sólo había sido interrogado una vez, en el momento de la validación, dos días después de la detención, cuando -empleando un eufemismo- aún no estaba perfectamente lúcido.

El juez dictó una breve providencia para el auto, ordenó a los agentes que acompañasen al acusado hasta él y dio la venia al fiscal para que comenzase.

– ¿Ha leído usted el encabezamiento de la imputación? -preguntó el fiscal.

Nicola lo miró con expresión extraviada, como si la pregunta le pareciese demasiado idiota. Luego se dio cuenta de que yo le estaba haciendo una señal con la cabeza y comprendió que, efectivamente, tenía que responder.

– Sí, claro.

– ¿Ha cometido usted los hechos que se le imputan?

– Abrí el gas porque se me había ido la olla y quería acabar de una maldita vez con mi vida, no para hacer estragos. Luego, cuando volví a tener la cabeza en su sitio, comprendí que podía haber liado una gorda.

– ¿Quiere decir que es consciente de que llevó a cabo una conducta susceptible de comprometer la seguridad pública?

Estuve a punto de protestar, pero lo pensé mejor. Protestar hubiera resultado totalmente inútil, dado que la pregunta era ya en sí totalmente inútil. Mi cliente que, como he dicho ya, no era excesivamente agudo, respondió, sin embargo, de forma adecuada y, después de dos o tres preguntas más, el fiscal terminó.

– Haga el favor de proceder, abogado Guerrieri -dijo el juez.

– Gracias, señoría. Haré muy pocas preguntas ya que, como su señoría sabe perfectamente, la clave del proceso radica en una cuestión de derecho, no en los hechos-. Hice una pausa, durante la que me pareció captar una imperceptible señal de asentimiento por parte del juez. Esto no siempre es un buen indicio, pero esa vez el juez era una persona preparada e incluso inteligente, por lo que su ligero movimiento de cabeza me pareció un buen augurio.

– Señor Costantino, es un dato indiscutible que usted abrió el gas con la intención de cometer suicidio. No volveremos sobre este punto. Lo que sí quiero preguntarle es: cuando usted abrió el gas, ¿tenía la intención de que muriese alguien más?

– No, está claro.

– En el momento en el que abrió el gas, ¿barajó la hipótesis, se imaginó que de ese gesto pudiese derivarse la muerte de otras personas, además de la suya propia?

– No, no, yo lo único que quería era dormirme y acabar de una vez. Ya he dicho que no estaba en mis cabales, me estaba medicando…

– ¿Quiere decir que estaba tomando psicofármacos?

– Sí, las medicinas para la depresión.

– Usted ha dicho que sólo se dio cuenta después de las consecuencias que habrían podido derivarse de su conducta. ¿He entendido bien?

– Sí, muchos días después, cuando empezaba a encontrarme mejor. En la cárcel.

– Gracias. No hay más preguntas.

– De acuerdo. Si no hay más solicitudes, las partes pueden proceder a exponer sus conclusiones.

El fiscal se levantó y volvió a proponer su innovadora interpretación del delito de estragos. Para que exista el delito basta con la intención de asesinar, sin especificar cuál es el destinatario de tal intención. Costantino, en el momento de los hechos, tenía la intención de matarse a sí mismo y, en cualquier modo, había aceptado implícitamente el riesgo de asesinar a otras personas. Eso bastaba para que fuese reenviado a juicio y, sucesivamente, condenado. Por estragos.

Luego llegó mi turno.

– Permítame, señoría, que no me limite a pronunciar las escasas palabras que, habitualmente, se reservan en la audiencia preliminar a la ritual, y con frecuencia inútil, solicitud de absolución, porque éste es uno de esos casos en los que la absolución es posible desde este preciso instante, sin esperar al veredicto del jurado. A decir verdad, sólo la idea de presentarse ante un tribunal de lo criminal que sentencie según el veredicto del jurado por una fuga de gas, por muy voluntariamente provocada que ésta haya sido, ofrece aspectos paradójicos, cuando no grotescos.

El juez había tomado papel y pluma y estaba escribiendo. Registré mentalmente el dato, pensé que podía ser una buena señal, aunque los jueces sean criaturas imprevisibles, y proseguí.

– No hay dudas sobre que este proceso debe resolverse en el plano del derecho, de la interpretación del Código Penal, dado que los hechos son indiscutibles en su banal sencillez: un joven infeliz y deprimido intenta suicidarse, los carabinieri intervienen, salvan al joven y evitan una posible tragedia. La pregunta a la que debe darse respuesta en este juicio es: ¿la conducta de este joven reúne todas las condiciones necesarias del delito de estragos? Delito, no está de más recordarlo, que se castiga con una pena de cárcel no inferior a quince años.

Estuve hablando como unos diez minutos, intentando transmitir un concepto elemental: el delito de estragos existe -aunque no muera nadie- sólo cuando el imputado ha actuado con la intención de asesinar a un número indeterminado de personas, porque se trata de un delito contra la seguridad pública. Dicho muy banalmente: si uno quiere acabar con su propia vida, no quiere hacer estragos. Y, así, si no muere nadie, simplemente no hay delito.

Me di cuenta de que me costaba explicar algo tan obvio. Quizá demasiado obvio para ser argumentado con eficacia. Cuando terminé de hablar estaba muy poco satisfecho de mí mismo y convencido de que el juez iba a reenviar a juicio a mi cliente.

En cambio, éste escribió algo con rapidez, se puso en pie, y leyó: no se presentaban cargos contra Nicola Costantino porque los hechos que se le imputaban no constituían un delito. El acusado debía ser puesto inmediatamente en libertad, salvo que tuviera pendientes otras acusaciones.

La audiencia terminó así, de esa forma tan brusca. El juez ya había desaparecido en la cámara para cuando me acerqué al joven a decirle que estaba absuelto y que en unas pocas horas -el tiempo que iban a tardar los trámites en la cárcel- estaría libre.

– Enhorabuena, estaba convencida de que lo iban a reenviar a juicio con tal de no asumir la responsabilidad de tomar una decisión y de evitarse el coñazo de redactar la sentencia -me dijo Consuelo mientras salíamos de la sala.

– Yo tampoco las tenía todas conmigo de que fuera a ser absuelto.

– ¿Y ahora?

– ¿Ahora qué?

– ¿Cómo estarán sus padres? ¿Más contentos de que Nicola haya sido absuelto, o más preocupados por lo que pueda pasar cuando vuelva a casa?

Era lo mismo que, en esos instantes, me estaba preguntando yo. Y, naturalmente, no tenía ninguna respuesta.

13

Ya me había despedido de Consuelo, y estaba a punto de entrar en una enoteca para tomar un bocado, cuando recibí la llamada de Fornelli. Me dijo que había hablado con la madre de Manuela que, a su vez, había llamado a las dos amigas y al ex novio. A través de otras amistades de su hija había localizado también a Salvemini, es decir, a la joven que había llevado a Manuela a la estación de Ostuni. Les había explicado a todos que estaban intentando descubrir qué le había ocurrido a su hija y les había pedido que quedaran conmigo. Todos habían dicho que sí, salvo Abbrescia.

– ¿Por qué Abbrescia no?

Al otro lado de la línea se produjo un breve titubeo.

– Le ha dicho a la madre de Manuela que está en Roma, que en las próximas semanas va a estar liadísima con las clases y los exámenes, y que no sabe cuándo volverá a Bari.

Después de otro titubeo, Fornelli continuó.

– A decir verdad, la señora Ferraro ha tenido la sensación de que la chica se sentía incómoda, de que no le había gustado que la llamara y, todavía menos, la perspectiva de tener que hablar contigo. Con un abogado, vamos.

– ¿Puedes conseguir su número de teléfono?

– Por supuesto. Los demás, en cualquier caso, han dicho que están dispuestos a ir a verte a tu bufete. Hoy mismo, incluso, si tú estás libre.

Le dije que esperara unos minutos, le eché un vistazo rápido a la agenda que llevaba en la cartera y vi que sólo tenía un par de citas a primera hora de la tarde.

– De acuerdo. Son tres, así que mejor dejar una hora de distancia entre uno y otro. Si te parece bien, quedamos así: uno a las seis, otro a las siete y el último a las ocho. Así tengo tiempo para hablar con calma con cada uno de ellos. ¿Te encargas tú de llamarlos y de establecer el horario?

– Sí, claro, yo me encargo. Si no te llamo en media hora es que está todo confirmado.

La primera que se presentó, unos minutos después de las seis, fue Salvemini.

Era una chica baja, compacta; vestía pantalones cargo y una cazadora de piel marrón. Tenía la cara mofletuda pero decidida, estrechaba la mano como un hombre, y me dio la sensación de que se trataba de alguien en quien se podía confiar.

– Antes de nada, quiero darle las gracias por haber aceptado venir a verme. Creo que la señora Ferraro ya le ha indicado el motivo por el que quiero hablar con usted.

– Sí, me ha dicho que está haciendo algo así como investigar la desaparición de Manuela.

Antes de que consiguiese interceptarla, una sensación de purísima e imbécil vanidad me estremeció de pies a cabeza. Si estaba haciendo algo así como investigar, podía decirse que yo era algo así como una especie de investigador.

O, más razonablemente -pensé, recuperando el control-, algo así como una especie de gilipollas.

– Digamos que estoy volviendo a examinar el informe de los carabinieri para ver si, eventualmente, se ha escapado algún detalle que pueda aportarnos algún dato sobre la desaparición de Manuela.

– Pero usted es abogado, ¿no?

– Sí, soy abogado.

– No sabía que los abogados hiciesen…, bueno, que hiciesen cosas como éstas, como si fueran un detective privado, ¿no?

– Sí y no. Depende de las circunstancias. ¿Qué estudia usted, Anita?

– Estoy a punto de licenciarme en Ciencias de la Información.

– Ah, ¿quiere ser periodista?

– No, me gustaría abrir una librería, aunque sé que no es fácil. Creo que haré un máster y que luego trabajaré un par de años en alguna cadena de librerías, quizá en el extranjero. En algún sitio tipo Barnes & Noble, o Borders.

Una persona que dice que le gustaría tener una librería me resulta simpática en el acto. Cuando era jovencito, a veces pensaba que me gustaría ser librero. Tenía una visión romántica, muy poco realista, de ese trabajo que, a mi parecer, debía consistir, esencialmente, en pasarme el tiempo leyendo gratis todo lo que me apeteciera. Sólo muy de vez en cuando, me interrumpiría algún cliente que, de todas formas, se esfumaría enseguida para no perturbar demasiado mi lectura. Pensaba que trabajando de librero, o quizá de bibliotecario, tendría mucho tiempo libre para escribir mis novelas, en las largas tardes de primavera, mientras los rayos del sol atravesaban las cristaleras -más o menos del tipo City Lights Books- y se posaban dulcemente sobre las mesas, las estanterías y, naturalmente, los libros.

– Qué bonito. De joven yo también pensaba que me gustaría ser librero. Volviendo a su pregunta: tiene razón, por lo general las investigaciones de la defensa son asunto de un investigador privado, pero en este caso la familia de Manuela ha preferido que se ocupase del tema un abogado, es decir, alguien con específica competencia procesal.

Lo dije como si se tratase de un trabajo que me era habitual. Ella asintió, y por su expresión pareció que se había quedado satisfecha con la respuesta que le había dado. Más en concreto: satisfecha por haberme hecho la pregunta y satisfecha porque le hubiese contestado, tratándola con respeto y sin suficiencia. Pensé que era un buen punto de partida para pedirle que me contase su historia.

– Entonces, me gustaría que me explicase, antes que nada, qué recuerda de aquel domingo por la tarde.

– Lo mismo que ya les conté a los carabinieri.

– No, perdone. Le rogaría que no piense en lo que les contó a los carabinieri. Es más, me gustaría que intentara olvidarse de lo que contó en el cuartel, el contexto en el que lo hizo, y todo lo demás. En los límites de lo posible, querría que me contase los hechos como si fuese la primera vez que lo hace, quizá ampliando la visión de los recuerdos. Me explico: quiero que me cuente cuándo fue a los trulli, por qué, a quién conocía allí, lo que se le pase por la cabeza, para intentar desvincularse del relato que les hizo a los carabinieri.

Sobre este punto no estaba improvisando mi papel de policía. Eran cosas que había estudiado para preparar importantes investigaciones a debate.

Cuando hemos contado un hecho -y más si lo hemos hecho en un contexto formal, judicial o policial, con alguien tomándonos declaración- y tenemos que volverlo a hacer, tendemos a repetir la primera narración más que a evocar los recuerdos directos de la experiencia vivida. Este mecanismo se intensifica con las sucesivas repeticiones y, al final, terminamos recordando no los hechos, sino el relato de los hechos. Como es natural, este mecanismo hace que cada vez sea más difícil recuperar los detalles que se habían escapado la primera vez. Detalles que, con frecuencia, son insignificantes, pero que a veces podrían ser determinantes. Para recuperar estos detalles es necesario que la persona a la que se está interrogando se desvincule de su relato para que regrese al recuerdo de lo que ocurrió. Y, obviamente, no está dicho que se consiga.

No le expliqué todo esto a Anita, pero ella pareció entender que detrás de mi petición había una razón sensata. Permaneció unos segundos en silencio, como concentrándose para hacer lo que le había pedido.

– Yo no conocía a Manuela, quiero decir, la conocí ese fin de semana en los trulli.

– ¿Había ido allí más veces?

– Sí, varias veces. Es un sitio poco común, por allí aparece la gente más diversa. Puede que usted haya estado alguna vez.

Dije que no, que no había estado jamás, y ella me explicó que se trataba de un enorme conjunto de trulli, que tenía en alquiler un grupo de amigos y al que iba un montón de gente en verano. Apretándose un poco, cabían hasta unas treinta personas. Todas las semanas había fiestas y eventos. Era una especie de comuna para jovencitos ricos, todos más o menos de izquierdas y todos más o menos radicales-chic.

– El domingo por la tarde tenía que ir a Ostuni a ver a una amiga y Manuela me pidió que la llevara. Tenía que volver a Bari y los amigos con los que había ido preferían quedarse también esa noche.

– ¿Recuerda con quiénes fue Manuela?

– Recuerdo las caras, pero no los nombres.

Los nombres de los jóvenes estaban en el dosier. Sus declaraciones eran tan insignificantes que ni siquiera los había incluido en la lista de personas cuyas declaraciones quería volver a escuchar.

– Antes de que me cuente cómo fue el trayecto en coche, aquel domingo por la tarde, me gustaría que me hablase un poco de la vida que se hacía en los trulli.

– ¿En qué sentido?

– Quiero saber qué ocurría allí. Qué gente llegaba, qué gente se iba, si se fijó en algún personaje inusual, en alguien que, por ejemplo, hablase con Manuela. No sé, si había gente que bebía, que quizá se fumase un porro…

Pronuncié la última frase con una cierta incomodidad. Empleé la expresión «fumarse un porro» porque me pareció que usar frases de la jerga judicial como «consumo de estupefacientes» podía hacer menos fluida la comunicación, pero me di cuenta de que al hacerlo estaba hablando como el típico señor mayor que intenta, ridículamente, hablar el mismo lenguaje que manejan los chavales, lo que hizo que me sintiera a disgusto. En cualquier caso, me pareció advertir que la mirada de Anita se desviaba unos instantes, que el contacto ocular se interrumpía, como si la pregunta sobre los porros le hubiese creado algún problema. Pero fueron apenas unos instantes, como he dicho, y me dije que, seguramente, la cosa no tenía significado alguno.

En los trulli la vida empezaba ya bien entrada la mañana, salvo para un pequeño grupo que se levantaba prontísimo para hacer taichí y que luego se iba a la playa, cuando aún estaba casi desierta. El desayuno, en el que los cafés y los capuchinos se mezclaban ya con los primeros combinados alcohólicos -spritz y negroni, sobre todo, me dijo como si la información fuese importante-, se tomaba hacia la una. Spaghettate, bebida, música, gente que llegaba, gente que se iba. Por la tarde, a la playa, hasta el anochecer: happy hour, música, más negroni, más spritz; luego, se volvía a los trulli o se iba a cenar a algún sitio en las cercanías: Cisternino, Martina Franca, Alberobello, Locorotondo, Ceglie o quizá, Ostuni.

Eran rituales que yo conocía de sobra, formaban parte de mi vida hasta hacía apenas unos pocos años; sin embargo, al oírselos describir a una chica veinte años más joven que yo, me parecieron lejanísimos. No fue una sensación precisamente agradable.

– Dice usted que iba con frecuencia a los trulli.

– Sí.

– ¿Se fijó en alguien en particular ese fin de semana? ¿Ocurrió algo distinto a lo habitual?

– No, no creo. Había unos chicos ingleses, pero no pasó nada fuera de lo habitual.

– Supongo que, como es lógico, alguien se haría algún que otro porro…

Tal y como me imaginaba (y tal y como, por otra parte, ya le había ocurrido poco antes) la mención a los porros la inquietó.

– Yo… No lo sé… Es posible, pero…

– Perdone, Anita. Antes de que siga, quiero dejar una cosa muy clara. Una cosa muy importante. Yo no soy la policía ni soy tampoco el fiscal.

Hice una pausa para comprobar que me seguía.

– Eso quiere decir que mi obligación no es indagar acerca de los delitos y descubrir quién los ha cometido. Me importa un bledo si en los trulli o donde sea alguien se ha metido de todo, se ha emborrachado, o se ha fumado lo que sea. Mejor dicho, sí me interesa, pero sólo si la información puede ayudarme a descubrir algo sobre la desaparición de Manuela. Usted no tiene por qué preocuparse. Esta conversación es, y así lo será siempre, absolutamente confidencial. Por otra parte, es probable que no haya ninguna relación entre la desaparición de Manuela y el hecho de que allí se fumase algo de costo. Pero yo voy a tientas en este asunto, y cualquier fragmento de información puede serme útil, al menos en teoría. Pero para saberlo, necesito contar con esa información y valorarla. ¿Me he explicado?

Anita tardó algo en contestarme. Se rascó una ceja, se la recompuso con el dedo medio y, por último, suspiró.

– Un poco sí se trapicheaba, sí.

– ¿Con qué? -dije con cautela, temiendo que llegados a este punto mis preguntas la bloqueasen, en vez de animarla a proseguir.

– Yo he visto sólo circular algún que otro porro, pero creo que había algo más.

– ¿Cocaína?

– Me ha asegurado que esta conversación es confidencial.

– Totalmente confidencial. Puede estar tranquila. Nadie sabrá jamás que me ha contado estas cosas.

– Cocaína, sí. Y también ácido. Pero, repito, yo no he visto ni probado nada.

Tuve un ligero estremecimiento de alegría. Como si el objetivo de mis pesquisas fuese descubrir si en la zona de Vattelappesca había niñatos aburridos que se atiborraban de diversas sustancias psicotrópicas y, por lo tanto, mi misión estuviese cumplida.

– ¿Sabe usted si Manuela consumía algo?

– No, para nada.

– ¿Quiere decir que no consumía o que no sabe si lo hacía?

– No sé si consumía. Nos conocimos el sábado por la tarde, aunque seguramente nos habíamos visto antes, en las playas de Torre Canne, en los trulli o en Bari. Su cara me sonaba mucho, pero conocernos, lo que se dice conocernos y hablar, no lo hicimos hasta el sábado por la tarde.

– ¿Por qué le pidió Manuela que la llevase en coche?

– La tarde…, mejor dicho, la noche anterior, cuando la fiesta se había acabado y los que no se quedaban a dormir en los trulli se habían ido ya, unos cinco o seis nos quedamos hablando, algunos fumando un cigarro. Las últimas charletas antes de irnos a la cama. Hacía un buen rato que habían dado las tres. En algún momento, Manuela nos preguntó si alguno se volvía a Bari al día siguiente porque ella estaba buscando a alguien que la llevase.

– ¿Y no había nadie que volviese a Bari?

– No, al menos nadie de los que todavía estábamos despiertos. Yo le dije que por la tarde tenía que ir a Ostuni y que, si quería, podía llevarla a la estación. Allí podía coger un tren a Bari.

– Y Manuela aceptó en el acto.

– Dijo que si no encontraba a nadie que la llevase directamente hasta Bari, se vendría conmigo.

– Y, evidentemente, no encontró a nadie, ¿no?

– Nos vimos a la mañana siguiente, hacia las doce. Seguramente, alguien volvía a Bari esa noche, pero ya muy tarde. Manuela quería volver antes, por la tarde, así que me dijo que se vendría conmigo a Ostuni y que allí cogería el tren.

– ¿Dijo que tenía que volver por la tarde? ¿Tenía algo que hacer antes de que fuera de noche?

– No me lo dijo.

– Pero usted tuvo la impresión de que así era.

– Sí, daba la sensación de que existía algún motivo específico por el que tenía que estar de vuelta antes de que fuera de noche.

– ¿Y no le dijo cuál era este motivo?

– No. Quedamos en vernos hacia las cuatro, y se fue. No sé qué hizo hasta que volvimos a vernos.

Asentí, mientras pensaba qué otras posibles preguntas podía hacerle, antes de pasar al relato del trayecto entre los trulli y Ostuni. No se me ocurrió nada.

– Está bien. ¿Hablamos de lo que pasó luego, por la tarde?

– Sí, aunque no hay mucho que contar, la verdad. Ella llevaba una bolsa de viaje y vestía vaqueros y camiseta. Subimos al coche, intercambiamos unas pocas palabras…

– ¿De qué hablaron?

– Hablamos poco, que eso vaya por delante, porque ella se pasó casi todo el rato trajinando con el móvil…

– Ha dicho usted «trajinando». Pero, ¿habló con alguien, recibió mensajes, algo?

– Ya les dije a los carabinieri que no recuerdo que hablase con nadie. Probablemente, escribía mensajes. Hubo un momento en que el teléfono emitió un sonido y yo pensé que podía ser un mensaje.

– ¿Por qué pensó eso?

– Porque me pareció oír un sonido solo. Es decir, el móvil no siguió sonando. Un sonido de aviso, vamos. Me pareció un sonido extraño, pero no sabría decirle en qué sentido. Recuerdo que fue algo… inusual, eso es.

Estaba a punto de insistir, pero me di cuenta de que era una imbecilidad. Tenía los listados de las llamadas de Manuela, así que no servía para nada recuperar los fragmentos de recuerdos de Salvemini a ese respecto. Todas las llamadas de Manuela durante esa tarde figuraban en los listados de su móvil.

– Está bien. Dice que apenas hablaron, pero, de todas formas, ¿qué se dijeron?

– Nada importante. Qué estudias, qué has hecho estas vacaciones. Cosas de ese tipo, nada importante.

– ¿Cuánto tardaron en llegar a Ostuni?

– Unos veinte minutos. A esa hora de la tarde la gente está todavía en la playa y hay muy poco tráfico.

– ¿Manuela le produjo alguna impresión en particular?

Anita tardó algo en responder. Hizo el mismo gesto -que a esas alturas me pareció que debía ser una especie de tic- de rascarse la ceja y de recomponerla luego con el dedo medio.

– Una impresión en particular… No sabría decir. Quizá me pareció…, cómo decirlo, que tenía un carácter un poco nervioso.

– ¿Quiere decir que en el coche dio señales de nerviosismo?

– No, no exactamente. La noche anterior, igual que a la mañana siguiente, cuando quedamos, y luego en el coche, me pareció…, no sé explicarlo. Estaba un poco nerviosa, no encuentro otra palabra.

– Pero, ¿le pareció que estaba preocupada por algo?

– No, no. No parecía preocupada. Sencillamente, no parecía una persona que estuviese tranquila.

– ¿Sabría decirme si ella hizo algún gesto específico por el que tuvo usted esa sensación?

Otra pausa para pensar.

– No. No sabría decírselo. Pero estaba un poco, cómo decirlo…, un poco acelerada, eso es.

Me concedí algunos segundos para grabar mentalmente esa información.

– ¿Cómo se despidieron?

– ¿En qué sentido lo dice?

– Quiero decir: ¿quedaron en volver a verse, barajaron la idea de salir juntas en algún momento? No sé, ¿se intercambiaron los números de teléfono?

– No, nos despedimos sin más. Adiós, gracias, etcétera. No nos dimos los números de teléfono.

– ¿Cuándo se enteró de que Manuela había desaparecido?

– Unos días después, cuando los carabinieri me dijeron que fuera al cuartel.

No sabía qué otras preguntas hacerle. El hecho de que hubiese salido a la luz el asunto del consumo de drogas en los trulli me había excitado, también porque no les había sido referido a los carabinieri. En realidad, aparte de ese detalle que, de cara a mis objetivos, era del todo irrelevante, no había averiguado nada que no se supiera ya. Y, naturalmente, la cosa resultaba frustrante. Me sentía como si estuviese intentando trepar por un hermoso y brillante cristal.

Hice una última intentona.

– Mientras iban en el coche, ¿surgió algún comentario sobre el hecho de que en los trulli circulaba droga, sobre lo que me ha comentado antes, vamos?

– No, para nada.

– Y usted no sabe si Manuela consumía…

– Ya se lo he dicho antes, no lo sé.

No tenía, realmente, ninguna otra pregunta que hacerle. Había llegado el momento de despedirnos. Justo entonces, recordé el consejo de Navarra. Saqué del cajón una de mis tarjetas de visita, apunté con la pluma también el número de mi móvil, y se la di.

– Es posible, mejor dicho, es muy probable que recuerde algo más tarde. Un detalle, algo en particular que ahora se le ha escapado. Si esto sucediera, por favor, llámeme cuando ocurra, al bufete o al móvil. Llámeme aunque el detalle le parezca irrelevante. A veces, cosas que parecen insignificantes pueden ser decisivas.

Nos pusimos de pie, pero ella se quedó quieta delante de mí, con la mesa en medio de los dos. Parecía como si quisiera añadir algo pero no encontrase las palabras o, simplemente, le resultase incómodo hacerlo.

– No se preocupe por lo que me ha contado. La conversación ha sido totalmente confidencial. Es como si no me hubiese dicho nada.

Su expresión se relajó. Esbozó una sonrisa y dijo que si recordaba algún detalle me llamaría, seguro.

Nos estrechamos la mano, le di las gracias y la acompañé a la puerta.

14

La siguiente era Caterina Pontrandolfi. Si era puntual, llegaría en unos cinco minutos. Con ella debía intentar entender qué tipo de persona era Manuela, me dije. Algo que, naturalmente, sólo tenía sentido si la desaparición de la joven estaba relacionada con su pasado. En caso contrario, es decir, si se debía a un incidente casual, las posibilidades de descubrir algo, al menos para mí, eran totalmente inexistentes.

Mientras me hacía estas reflexiones sonó el teléfono. Respondieron en la secretaría y, apenas unos instantes después, se encendió el botón de las llamadas internas. Era Pasquale.

– Es el abogado Schirani. Quiere hablar con usted.

Schirani es un imbécil peligroso y enterarme de que preguntaba por mí no me produjo precisamente placer.

Alguien ha dicho que los hombres se dividen en categorías, la de los inteligentes o los imbéciles, y la de los perezosos o los emprendedores. Hay imbéciles perezosos, por lo general insignificantes e inofensivos, y hay inteligentes ambiciosos, a los que se les pueden confiar tareas importantes, aunque las mayores empresas, en todos los campos, las realizan casi siempre los perezosos inteligentes. Hay una cosa, sin embargo, que no debe olvidarse jamás: la categoría más peligrosa, de la que pueden esperarse los desastres más graves y contra la que hay que prevenirse con el mayor cuidado, es la de los imbéciles emprendedores.

Schirani pertenece a esta última categoría, mejor dicho, es su abanderado, su perfecto representante, su prototipo ideal. Viste camisas con grandes cuellos y corbatas con nudos hipertróficos. No entiende nada -y cuando digo nada, quiero decir: nada- de Derecho y está convencido de que es un refinado jurista, al que le molesta la compañía de los vulgares abogados. Las pocas veces en las que hemos compartido una defensa -varios imputados en un mismo proceso- ha sido una pesadilla. Ofende gratuitamente a los fiscales, molesta a los jueces, es arrogante con los testigos.

Por si acaso no lo he dejado claro: no le aguanto, y lo último que me apetecía, en esos momentos, era oír el sonido de su voz.

– Pasquale, por favor, dígale que estoy reunido y que le llamaré luego.

– Ya se lo he dicho, pero insiste. Dice que es urgente y que llama de parte de Michele Cantalupi.

– De acuerdo, pásemelo -dije después de haber articulado un silencioso «¡mierda!» con los labios.

– ¿Guido?

– Riccardo…

– Guido, ¿qué significa toda esta historia?

– ¿A qué historia te refieres?

– Has convocado a uno de mis clientes en tu bufete, sin advertírmelo, sin decirme una sola palabra.

Respiré profundamente, para reprimir el impulso de mandarle a tomar por culo y colgar en el acto.

– Presumo que te refieres a Michele Cantalupi.

– Presumes bien. ¿A santo de qué le has dicho que vaya a tu bufete?

Lo cierto es que me había extrañado un poco que Cantalupi aceptase tan fácilmente venir a hablar conmigo. Evidentemente, después de decirme que sí, debía haberse preguntado si no acababa de hacer una gilipollez y lo había consultado con su abogado. O sea, justo con el soplapollas que tenía al otro lado del teléfono.

– Para empezar, yo no he «convocado» a nadie. La madre de Manuela Ferraro, su ex novia, que, como seguramente sabrás, desapareció hace unos meses, le ha pedido que, por favor, hable dos minutos conmigo. Y que conste, además, y sólo para dejar las cosas claras, que me acabo de enterar ahora de que Cantalupi es tu cliente.

– ¿En qué estás pensando?

Ah, en nada. En sustituir el saco de boxeo que tengo en el salón de mi casa y en si a ti te interesaría ocupar su puesto. No es un trabajo tan malo, te pasas todo el día colgado y sin hacer nada, luego llego yo, por la noche, y te machaco a puñetazos. Ésa sería la parte divertida, inflarte a golpes hasta dejarte hecho papilla.

– La familia de la chica me ha pedido que estudie el dosier para comprobar que a los carabinieri no se les haya escapado algún detalle importante. Por eso estoy hablando con algunas de las personas que conocen bien a Manuela: para ver si damos con un hilo del que tirar, una idea que nos permita averiguar qué ha pasado.

– ¿Intentando joder a mi cliente?

Respiré de nuevo profundamente. Más rato que la otra vez.

– Escúchame bien. Nadie quiere joder a tu cliente. ¿Cómo, además? Sólo estoy hablando con las personas cercanas a Manuela por encargo de su familia. Estas comprobaciones son su última esperanza. Tu cliente no tiene nada que temer.

– Mi cliente no va a ir a hablar contigo. Se lo he prohibido.

– Escúchame. Necesitamos…

– Si intentas ponerte otra vez en contacto con Cantalupi, al minuto mismo en que lo hagas saldrá desde este bufete una denuncia al colegio de abogados. Espero haberme expresado con claridad.

Y colgó, sin darme tiempo para replicar. Existen pocas cosas más irritantes que el que te cuelgue el teléfono un gilipollas después de amenazarte y sin dejarte la posibilidad de corresponder a su «amabilidad» o, al menos, de insultarle. Durante unos segundos estuve tentado de llamarle, sólo para mandarle a tomar por culo y sentirme mejor. Estaba acariciando aún esa idea cuando me llamó Pasquale y me dijo que había llegado la señorita Pontrandolfi y que si la hacía pasar.

Dije que sí y pensé que la joven había llegado en el momento justo para impedir que yo cometiera una imbecilidad de la que me hubiera ampliamente arrepentido.

15

Me había imaginado que Caterina Pontrandolfi sería una chica menuda, delgadita, con los hombros estrechos. Quizá porque hasta esa tarde asociaba el nombre de Caterina a un modelo de feminidad frágil y delicado.

La joven que entró en mi despacho poco después de las siete acabó en un instante y para siempre con ese estereotipo personal, de probables orígenes musicales.

Caterina Pontrandolfi era casi tan alta como yo, tenía la nariz un poco ancha, la boca grande, y recordaba a las fotos de Marianne Faithfull de joven. Parecía una jugadora de waterpolo y daba la impresión de ser de ese tipo de chicas de las que no te gustaría recibir un guantazo. El vestido ligero -quizá demasiado, dada la época en la que estábamos- y muy femenino que llevaba debajo de la cazadora vaquera era agradablemente incongruente con su físico de nadadora.

– Póngase cómoda, señorita Pontrandolfi.

Mientras pronunciaba esa palabra, señorita, me sentí un cretino integral.

– La palabra señorita me recuerda a dos amigas solteronas de mi abuela. En casa todos las llaman las señoritas, por eso una señorita, para mí, es una vieja solterona. Tutéeme, por favor, de lo contrario hará que me sienta incómoda.

Pensé que no debía resultar tan fácil que se sintiera incómoda, y estaba a punto de decirle que de acuerdo, que la tuteaba si ella hacía lo mismo conmigo, etcétera, etcétera, cuando recordé que -constaba en el informe de los carabinieri, en los datos generales- tenía veintitrés años. Yo tenía cuarenta y cinco, era un abogado en el ejercicio de su función y, técnicamente, podría ser su padre.

Me di cuenta de que no sabía qué responder. Decirle que prefería que siguiéramos hablándonos de usted hubiese resultado ridículo y odioso; decirle: vale, tuteémonos (y, ya puestos, ¿nos vamos a tomar juntos un helado azul pitufo en el bar de alumnos?) era inapropiado, así que hice algo que no me gusta en absoluto, pero que me pareció lo único viable: la tuteé y dejé que ella siguiera hablándome de usted.

– Bien. Gracias por haber acudido a la cita. Creo que la madre de Manuela te ha explicado ya por qué quiero hablar contigo.

– Sí. Me ha dicho que está usted comprobando que en la investigación sobre la desaparición de Manuela no hayan quedado cabos sueltos y si, eventualmente, es posible hacer alguna otra averiguación.

– Sí, en efecto, así es. Por lo que he podido deducir de la lectura de los autos tú eres una de las mejores amigas de Manuela.

– Sí, Manuela y yo somos muy amigas.

– Háblame de ella. Cuéntame qué tipo de persona es, cuánto tiempo hace que os conocéis, qué tipo de relación tenéis, y todo lo que se te pase por la cabeza. Aunque sean cosas sin importancia, necesito hacerme una composición de lugar, tener alguna idea desde la que arrancar y, desgraciadamente, ideas, por ahora, tengo muy pocas.

– Está bien. Manuela y yo nos hemos conocido en Roma, a través de Nicoletta. Ellas comparten piso en Roma desde hace un par de años, más o menos. Es decir, Manuela se fue al apartamento de Nicoletta, dejó el piso en el que estaba antes. Creo que tuvo algún problema con su anterior compañera.

– ¿Nicoletta es Nicoletta Abbrescia?

– Sí, ésa es. A ella la conozco desde la época del colegio. Es un poco más joven que yo.

– ¿Tú vives todavía en Roma?

– No. Éste es el primer curso que no lo paso allí. Antes del verano se me acabó el contrato y tuve que dejar la casa de Roma. Tendría que haberme puesto a buscar una en otoño, pero entonces pasó lo de Manuela y…, no sé, no me sentía con ánimos como para ponerme a buscar casa, así que ahora estudio en Bari y voy a Roma a examinarme.

Tuve la impresión de que en el ritmo de la respuesta se había producido una cierta aceleración. Como si la pregunta la hubiese colocado en una situación incómoda. La joven interrumpió rápidamente el flujo sincopado de mis pensamientos.

– Usted es un abogado penalista, ¿no?

– Sí.

– Mi memoria de licenciatura es sobre procedimiento penal, sobre el incidente probatorio. Me gustaría ser fiscal o abogado penalista. Cuando me haya licenciado podría contratarme aquí, para hacer las prácticas.

– ¿Por qué no? -contesté con tono dubitativo, sin saber realmente qué decirle.

– Soy una chica guapa, causaría una buena impresión llevándome con usted a los juzgados. Sus colegas le envidiarían -añadió.

– Eso, seguro, aunque no es suficiente.

– Está bien, perdóneme. A veces me porto como si fuera tonta. Soy un poco frívola y me olvido de las cosas serias. Por ejemplo, que estoy aquí por un asunto muy serio. ¿Qué me había preguntado?

– ¿Cómo es Manuela? Aunque he visto sus fotos no consigo imaginármela.

– Manuela es muy guapa. No muy alta, con el pelo negro (aunque esto ya lo habrá visto en las fotos); en verano, cuando se pone morena, se le oscurece mucho la piel. Muy bien hecha. También Nicoletta es una chica guapa, pero tiene menos personalidad. Es alta y delgada, ha trabajado de modelo. Cuando nos maqueamos y vamos las tres juntas a una fiesta o a un local, la gente (no sólo los chicos) se da la vuelta para mirarnos. Vamos, que causamos impresión. Nos llaman las Sex and the City [Sexo en Nueva York].

Me miró directamente a los ojos para ver si la información había producido algún efecto. Me esforcé en ignorarla.

– ¿Y de carácter? ¿Cómo es Manuela?

– Es una chica decidida. Si quiere una cosa, va a por ella. En eso nos parecemos mucho las dos.

Lo dijo mirándome de nuevo directamente a los ojos, durante unos instantes más de lo debido.

Recordé lo que me había dicho Anita, que Manuela le había parecido una persona nerviosa.

– ¿Dirías que es una persona nerviosa o tranquila?

– Tranquila. Es de esas que controlan la situación hasta cuando están sometidas a estrés. Tranquila, sin ninguna duda.

En ese caso, si la impresión de Anita era correcta, esa tarde algo no debía haber ido bien, ya antes de su desaparición. El detalle, quizá, podía ser significativo. O quizá se trataba sólo de dos puntos de vista distintos. En cualquier caso, necesitaba averiguar algo un poco más concreto.

– Supongo que eres consciente de que esta conversación es absolutamente confidencial…

Por primera vez, desde que había entrado en mi despacho, me pareció que vacilaba unos segundos.

– Sí…, es decir…

– Quiero decir que todo lo que me cuentes, sea lo que sea, se quedará entre nosotros. Lo único que me interesa es encontrar algún punto, alguna rendija desde la que entender algo.

– Sí…, vale.

– Me gustaría que me dijeras, con franqueza, si tienes alguna idea sobre qué puede haberle pasado a Manuela.

– No. No tengo ni la más mínima idea. Los carabinieri me preguntaron lo mismo. Pero no consigo imaginarme qué puede haberle ocurrido. Yo también me he roto la cabeza pensándolo, como todos, pero…

– Dime qué has pensado, por muy descabellado que te parezca. Algo has tenido que imaginarte, por fuerza. Quizá lo has descartado, más tarde, pero algo ha tenido que ocurrírsete.

Ella me miró. Se había puesto seria. Me explico, hasta ese momento en su expresión había habido siempre un matiz ligeramente provocativo, como si, de alguna forma, se estuviera tomando todo eso como un juego. Ahora, ese matiz había desaparecido. Antes de contestarme, suspiró.

– He pensado que la desaparición de Manuela podía estar relacionada con Michele, su ex.

Era evidente que ese gilipuertas era el sospechoso perfecto, pensé. Qué pena (pero qué suerte para él) que ese día estuviese en el extranjero.

– Pero Michele se encontraba en el extranjero.

– En efecto.

– ¿Por qué pensó en Michele?

– ¿Qué importa eso ahora? Él estaba en el extranjero, así que no pudo tener nada que ver.

– Da igual, me gustaría que me dijeras, de todas formas, por qué has pensado en él.

Caterina sacudió la cabeza, como si estuviese convencida de que hablar de ese tema era un error. Suspiró de nuevo. Esta vez, haciendo más ruido y expulsando el aire por la boca. Bufando. Me sorprendí fijándome en que al respirar se le elevaba el pecho, llenando el vestido y la cazadora. Viejo verde.

– Michele nunca me gustó. Así que estoy influida por eso, pero…

– ¿Pero?

– Pero es un tío de mierda.

– ¿En qué sentido lo dice?

– En todos los sentidos. Es un tío violento y, en mi opinión, un perfecto imbécil, además. Cuando lo dejaron y a Manuela se le pasó el subidón, decía que era un tío de lo más vulgar. Creo que tenía razón.

– Pero si era así, ¿por qué Manuela salió con él y tanto tiempo, además? Por cierto, ¿cuánto estuvieron juntos?

– No lo sé exactamente. Cuando conocí a Manuela ya estaban juntos. Lo dejaron, mejor dicho, Manuela le dejó a él, hará cosa de un año. Pero él no se resignó. La persiguió durante meses. Imagínate, el gran Michele Cantalupi plantado por una cría.

– No me has dicho qué vio Manuela en semejante tipo. ¿Qué datos me faltan?

– Le falta que ese tío de mierda, por desgracia, está buenísimo. Por eso consigue hacerle daño a tanta gente. Está más bueno que Brad Pitt.

Permaneció unos segundos sin decir nada más. Adoptó una actitud pensativa, como si su información sobre la belleza de Cantalupi se mereciese una reflexión. Al final, asintió con gravedad, como si acabase de entender un concepto difícil. Volví a mirarla. Estaba sentada con toda corrección pero llenaba el espacio. Me fijé en las pequeñas gotas de sudor que tenía sobre el labio superior.

– ¿Y qué hace ese caballero en la vida?

– Nada. Nada útil, por lo menos. Se folla a todo lo que se le pone a tiro, juega a las cartas, no termina Económicas y Empresariales y…, punto, no hace nada más.

Se había detenido antes de decir algo más. Se había parado, lo noté claramente. Había algo que no me había dicho y de lo que no quería hablar. O, quizá, quería hacerlo y no hacerlo a partes iguales. Tenía que volver sobre el tema, pero no ahora.

– Has dicho que es violento. ¿Ése es el motivo por el que sospechaste que podía haber tenido algo que ver con la desaparición de Manuela? ¿O tenías una idea más precisa?

– No. No me hice ninguna idea precisa. Cuando me enteré de que algo le había pasado a Manuela y de que no se sabía el qué, pensé enseguida en él.

– Cuando ella lo dejó, él estuvo acosándola durante un tiempo, según me has dicho…

– Sí. Llamadas, correos electrónicos, lloriqueos suplicándole que volviera con él. También encerronas. Vino dos veces a Roma, una de ellas le montó el pollo en plena calle, llegaron a levantarse la mano, él le dio, ella reaccionó, nosotros nos pusimos en medio…

– ¿Quiénes estabais?

– Dos amigos y yo.

– ¿Cuánto duró esa persecución?

– Meses. No recuerdo cuántos.

– He leído su declaración a los carabinieri. Admitió que la relación había terminado de forma un tanto borrascosa, pero también dijo que luego las cosas se serenaron y que, al final, sus relaciones eran buenas, amistosas.

– ¿Amistosas? Yo no diría eso. Aunque sí que es verdad que las llamadas se acabaron y que él dejó de aparecer por allí. Manuela decía que, seguramente, ya había encontrado otra víctima.

– ¿Y así era?

– No lo sé. Creo que ni siquiera Manuela lo sabía. De todas formas, a ella se la sudaba.

– Antes, cuando te he preguntado qué hace Michele en la vida, has estado a punto de añadir algo pero te has interrumpido.

– ¿Cuándo?

– Estabas diciendo algo y te has parado. Caterina, todo lo que me cuentes es confidencial, pero necesito saber lo máximo posible. Quizá no tenga nada que ver con la desaparición de Manuela, es más, seguramente no tendrá nada que ver, pero necesito saberlo.

Ahora parecía incómoda, como si la situación se le hubiera ido de las manos y temiese meter la pata. Se estaba preguntando cómo dar marcha atrás. Recordé lo que había hablado con Anita, lo de que en los trulli circulaba droga. Pensé que no me costaba nada preguntarle por eso, como mucho me diría que estaba equivocado.

– Caterina -dije-, ¿ese algo está relacionado con la droga?

Me miró estupefacta.

– Entonces, ¿ya lo sabía?

Obviamente, no, no lo sabía. Me sentí como cuando vas de farol en el póquer. Encogí los hombros, con un gesto de indiferencia. No dije nada, era su turno.

– Si ya lo sabe, hay poco más que decir. Le gustaba mucho la coca, siempre llevaba y…, bueno…

– ¿También traficaba con ella?

– ¡No! Es decir, no lo sé. Eso no puedo decírselo.

Y, tras vacilar otro instante:

– Pero siempre llevaba mucha.

– ¿Lo de la droga tuvo algo que ver con la ruptura entre él y Manuela?

Sacudió con fuerza la cabeza. Durante una fracción de segundo, me pareció captar un chispazo de desesperación en aquel gesto. Me dije que tenía que controlar mi tendencia a sobreinterpretar.

– Como es lógico, aquí no se podrá fumar, ¿no?

– Nunca hubiera dicho que fueras fumadora, tienes aspecto de deportista.

– Fumo sólo tres o cuatro cigarros al día. Después de cenar, después de un vaso de vino… En los momentos de relax. Pero a veces, cuando estoy muy tensa, necesito uno. Como ahora.

– Bueno, siento haberte puesto tensa. Fuma si quieres, aquí no está prohibido.

– No es que me ponga usted tensa. Es más, es usted un tío muy majo. Es toda esta situación que…, ¿me entiende, no?

Sacó una pitillera de colores, cogió un cigarro y lo encendió con aire masculino. Cogí un cenicero de un cajón y se lo alargué.

– Fui deportista, en mis tiempos.

– ¿En tus tiempos? ¿Qué quieres decir?

– Practicaba natación, y muy en serio. He ganado varios campeonatos regionales y algunos nacionales. Pero era una vida muy estresante. Dos entrenamientos diarios que, sumados a los estudios, querían decir vida privada cero. Así que lo dejé hace unos años. Y no me he arrepentido.

– Yo también dejé el deporte de competición más o menos a tu edad.

Obviamente, no existía ninguna buena razón para que le dijera eso, salvo mi patética vanidad.

– ¿Qué deporte practicaba?

– Boxeo.

– ¿Boxeo? Pero ¿combates de verdad, en el ring?

– Combatí unos años. Como aficionado, claro. Gané un campeonato regional y una medalla de plata en los campeonatos nacionales universitarios.

¿Te has vuelto idiota?, me dije. Estás coqueteando con una jovencita, como si tuvieras su edad. Para enseguida, imbécil.

– ¡Qué guay! Me gustan los hombres masculinos. Suelo intimidar a los hombres y, en cambio, los que me gustan muchísimo son los que no se dejan intimidar. Pero usted, ¿cuántos años tiene?

Aturdido por mi propia y estúpida vanidad, empleé algunos segundos en darme cuenta de que ella había desviado la atención de mi pregunta, ganando unos minutos preciosos, al menos para recuperar el control.

– Dejemos a un lado mi edad. Me estabas hablando de Cantalupi y del asunto ese de la droga. Te acababa de preguntar si eso tuvo algo que ver con la ruptura entre Michele y Manuela.

– No lo sé. Pero no podría descartarlo. No creo que haya sido por una causa sola, fue el conjunto. Manuela se había dado cuenta de cómo era realmente ese tío y ya no quería estar con él.

– Manuela, que tú sepas…, ¿consumía cocaína con Michele? ¿Lo hizo alguna vez, por lo menos?

Bufó. Sacudió la cabeza. Parecía estar pensando que había hecho mal en venir, en creer que iba a controlar fácilmente la situación.

– ¿Y eso qué más da? ¿Qué tiene que ver con la desaparición de Manuela lo que ella hacía con ese gilipollas de mierda hace un año?

Probablemente tenía razón. Probablemente no tenía nada que ver, pero no podía asegurarse con certeza sin verificarlo antes. También, y sobre todo, porque ese gilipollas de mierda no parecía trigo limpio, se había negado a hablar conmigo y, de una forma u otra, tenía algo que ocultar. Pensé que debía ganarme la complicidad de Caterina.

– Escúchame, Caterina. Como premisa, en esta historia todos estamos dando palos de ciego. Tenemos que intentar entender qué hay en la oscuridad y, a priori, es imposible establecer qué es relevante y qué no lo es. Por eso necesito que me contestes a la última pregunta que te he hecho.

Dejé que pasara algún segundo. Ella me miraba con el ceño fruncido, sin decir nada.

– Lo necesito, además, porque Michele se niega a hablar conmigo. Eso no significa, necesariamente, que tenga algo que ver con la desaparición de Manuela, pero unas mínimas comprobaciones me parecen indispensables.

– ¿Michele se ha negado a verle?

– Sí. La madre de Manuela lo localizó, igual que a ti. Al principio dijo que sí, que vendría, de hecho le había citado ahora, después de ti. Pero, hace un rato, me ha llamado un abogado, me ha dicho que Michele era su cliente, que éste no iba a venir a verme y que si intentaba ponerme de nuevo en contacto con él me denunciaría al colegio de abogados. ¿Te extraña?

– Sí. Es decir, en realidad no.

– Probablemente, tiene algo que ocultar. Y ese algo es lo que tengo que descubrir, aunque sólo sea para descartar que haya un nexo con la desaparición de Manuela. Por eso toda información es bienvenida.

– Lo que le diga, ¿se quedará entre nosotros?

– Por supuesto. Todo lo que me digas será tratado como secreto profesional.

En realidad, lo que acababa de soltarle era una estupidez. El secreto profesional concierne a las relaciones entre abogado y cliente y Caterina no era mi cliente. Pero aludir al secreto profesional siempre produce efecto y pensé que reforzaría mi promesa de guardar silencio.

– Manuela esnifaba coca de vez en cuando.

Antes de continuar con las preguntas dejé que la frase, después de haberse quedado suspendida, se posase entre los dos.

– ¿Con Michele?

– Sí. Fue él quien se la dio a probar.

– ¿Lo hacía con frecuencia, de vez en cuando? ¿Poca? ¿Mucha? ¿Ha continuado consumiendo después de romper con él?

– No sé con qué frecuencia lo hacía. Y no sé si siguió consumiendo después de romper con Michele.

La miré de arriba a abajo. Mi cara decía que era difícil creerse esa respuesta. Que no supiese algo así de su amiga íntima.

– Sí, de acuerdo, puede que haya consumido más veces, también después. Pero era una cosa que no me gustaba y no hablábamos de ello.

Meditó unos segundos y luego prosiguió.

– Yo estaba (estoy) en contra de la droga. Se lo dije un par de veces y ella se cabreó, como si me estuviese metiendo en lo que no me importa. Puede que tuviera razón, cada uno hace lo que quiere con su vida. A mí también me molesta que alguien venga a decirme qué debo hacer y qué no. No volví a decirle nada y ella, como sabía que era algo que no me gustaba, no sacó nunca el tema.

– ¿Sabes si consumía últimamente?

– No lo sé. ¡Se lo juro!

Lo había dicho con un tono exasperado, pero recuperó el control casi en el acto y siguió hablando.

– Mire, yo le estoy ayudando. Y no sé ni siquiera cómo ha conseguido que le diga ciertas cosas, cosas que no tenía intención de contarle. El hecho de que esté siendo sincera con usted debería convencerle de que no tengo la intención de ocultarle nada. Tiene que creerme.

– Te creo. Pero puede escapársenos algo, por eso insisto.

– No sé si Manuela, justo antes de su desaparición, consumía drogas. No lo sé. Si lo supiera se lo diría, ya le he dicho un montón de cosas.

– ¿A quién podríamos preguntárselo?

– No lo sé. Los últimos meses yo estaba en Bari y ella en Roma, nos veíamos menos.

Habría debido preguntarle si alguna vez ella consumió droga con Manuela, pero no fui capaz de hacerlo.

– ¿Qué sabes de ese sitio cerca de Ostuni en el que Manuela pasó la noche del sábado?

– Nada especial. He estado una vez, el año pasado, cenando. Es un sitio que está muy bien, siempre hay un montón de gente enrollada que va y viene. A Manuela le gustaba mucho ir allí.

– ¿Conoces a la chica que hospedó a Manuela?

– Muy por encima.

Hice una pausa para procesar la información que estaba recibiendo. No estaba tomando notas. Había pensado que la conversación fluiría de forma más natural y que, por lo tanto, sería más útil si no la interrumpía para escribir. Intenté, pues, organizar mentalmente lo que me había dicho Caterina. En cuanto la joven se fuese apresuraría algunas anotaciones.

– ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que viste a Manuela?

– El miércoles o el jueves. No lo recuerdo con seguridad. La llamé, quedamos en el centro y nos tomamos el aperitivo.

– ¿De qué hablasteis?

– No me acuerdo. De nada importante.

– ¿Dijo algo sobre Michele?

– No.

– ¿Notaste algo fuera de lo normal en su forma de comportarse? No sé, si estaba nerviosa, agitada, eufórica…

– No. Manuela estaba perfectamente normal. Puede que dijera algo sobre que tenía que ir a Roma a la semana siguiente, pero tampoco estoy segura. Fue un encuentro normal y corriente, como otros muchos.

– ¿Manuela se veía con alguien en esa época?

– ¿Quiere decir si tenía una historia?

– Sí.

– No. Unos meses antes había salido con un tío, en Roma. Nada serio. En septiembre no estaba con nadie, seguro.

– ¿Sabes quién era ese último chico, con el que salía en Roma?

– No. Recuerdo que unos meses antes me había hablado de uno que iba detrás de ella y que la había invitado a cenar, pero ese tío no le gustaba especialmente. Había aceptado salir con él sólo porque se aburría.

– ¿Y no lo conoces?

– No, no lo he visto en mi vida. Ni siquiera sé cómo se llama.

– Quizá lo conozca Nicoletta Abbrescia.

– Sí, es posible, aunque sólo sea porque vivían en el mismo piso.

– Nicoletta Abbrescia ahora está en Roma, ¿no?

– Creo que sí. No hablamos desde hace mucho.

– ¿Y eso?

– Desde que me he ido de Roma las relaciones se han enfriado. Además, ella viene a Bari mucho menos que Manuela. Creo que nos hemos visto tres o cuatro veces desde que he vuelto.

– ¿Cuántas veces os habéis visto desde la desaparición de Manuela?

– Ninguna. Hemos hablado por teléfono, pero no hemos quedado.

– ¿Y eso?

– Ya le he dicho que nuestras relaciones se han enfriado. Probablemente, era Manuela la que nos mantenía unidas. Sin Manuela, es natural que hayamos dejado de vernos.

– Pero habéis hablado por teléfono.

– Sí, claro, un par de veces. Ella me llamó en cuanto se enteró de que Manuela había desaparecido.

– ¿Cuándo fue eso?

– Un par de días después, creo. Los padres de Manuela la llamaron para preguntarle si la había visto cuando empezaron a no saber nada de ella.

– Y Nicoletta no sabía nada.

– Nada.

– ¿Habéis hecho alguna conjetura juntas?

Hizo otra pausa, pero esta vez muy breve. El argumento ya se había tocado.

– Las dos hemos pensado en Michele, pero luego resultó que estaba en el extranjero.

– Pero, ¿qué os habéis dicho exactamente?

– Nada en concreto. Cosas del tipo: ¿no tendrá Michele algo que ver?, ¿y qué habrá hecho?, no la habrá secuestrado, ¿no?

– ¿Habéis hablado de la posibilidad de que la hubiese secuestrado?

– De la posibilidad, no. No sabíamos qué pensar y hemos dicho «no la habrá raptado, ¿no?» o algo parecido. Pero era sólo por hablar.

– ¿Quién ha dicho esa frase, tú o Nicoletta?

Me di cuenta de que mi tono se había vuelto apremiante.

– ¡No era una frase! Era una especie de broma, dicha, así, sin pensar, sólo por decir algo: «No la habrá secuestrado, ¿no?», en vista de que no sabíamos explicarnos qué era lo que le podía haber pasado. Nunca he pensado, en serio, que la haya secuestrado de verdad.

– Pero hace poco has dicho que, cuando te enteraste de la desaparición de Manuela, pensaste enseguida que Michele podía haber tenido algo que ver en el asunto.

Ella se encendió otro cigarro, esta vez sin pedir permiso.

– Es verdad. Y también es verdad que dijimos lo del secuestro. Pero sólo fue, no sé, por decir algo. No me imagino, en realidad, cómo podría haber ocurrido algo así. Y, además, todo este discurso no tiene sentido porque él no estaba entonces en Italia.

Su tono se había vuelto todavía más exasperado, y pensé que había llegado el momento de concluir. Para no hacerlo bruscamente, y que ella tuviera la impresión de que me detenía porque ella se había impacientado, permanecí en silencio unos segundos, dejando que terminase de fumarse su cigarro.

– Está bien, gracias. Me ha sido muy útil hablar contigo.

Ella me miró y se relajó visiblemente. Parecía que, ahora, era ella la que quería hacerme una pregunta.

– ¿Qué piensa hacer?

Le devolví una mirada parecida a la que ella me había dirigido hacía apenas unos segundos. Me estaba preguntando si debía responder a su pregunta y, en caso afirmativo, cómo hacerlo. Me dije que ella podía ayudarme a echar un vistazo en el mundo de Manuela, suponiendo que los motivos de su desaparición estuviesen ocultos en ese mundo.

– Buena pregunta. Yo también me la estoy haciendo. Lógicamente, sería interesante hablar con Cantalupi, pero por ahora no lo veo fácil. Y me gustaría hablar también con Nicoletta, yendo a Roma, si es necesario. Eso, claro, si ella consiente en hablar conmigo.

– Si quiere, yo puedo hablar con Nicoletta.

La miré, sorprendido por la proposición.

– Bueno, me sería de gran ayuda, sí…

– Siento haberme puesto antes un poco nerviosa. Me pasa siempre que me siento insegura. No me gusta sentirme insegura. Perdone.

– No hay nada de qué disculparse. Es natural; además, yo he sido demasiado insistente. No tiene nada de raro que te hayas puesto nerviosa.

– Me gustaría ayudarle. Me gustaría colaborar con usted en descubrir qué ha ocurrido.

– Hablar con Nicoletta y pedirle que quede conmigo me sería de gran ayuda, en serio.

– Está bien, la llamo, entonces, y le digo. ¿Me deja un número de móvil?

Sabía que me acababa de pedir el número de móvil por motivos, cómo decirlo, técnicos. Sin embargo, durante unos instantes, sentí una vibración peligrosa.

La alejé, molesto. Cogí una tarjeta, añadí con la pluma el número de mi móvil y se la di. Lo mismo, exactamente, que había hecho con Anita.

Pero no era lo mismo.

16

Caterina se fue y yo me quedé durante toda la hora siguiente a merced de Maria Teresa, Consuelo y Pasquale que, por turno, fueron presentándome los papeles más variados, para que los firmase o examinase. Facturas por mis honorarios que había que enviar al colegio de abogados, notificaciones de despachos judiciales de toda la provincia, la agenda para el día siguiente, recursos redactados por Consuelo y Maria Teresa, que estaban aprendiendo y conseguían transmitirme perfectamente su ansiedad de alumnos escrupulosos.

Al final, ya no podía más. Recordando mi corrección sindical, dije que nos habíamos pasado ampliamente del horario laboral y que, por lo tanto, insistía, ya era hora de que se fueran a su casa, o con el novio, o a donde les diera la gana. Lo importante es que se fueran ya.

Cuando me quedé solo intenté reflexionar sobre lo ocurrido esa tarde, desde el encuentro con Anita hasta la llamada del gilipollas de Schirani y la larga conversación mantenida con Caterina.

Un cuarto de hora de reflexión no me llevó a nada, así que cogí un gran paquete de folios nuevos, lo abrí y empecé a anotar en una hoja todo lo que había salido a la luz de aquellos dos encuentros, como si tuviese que redactar un informe a alguien que no había estado presente. Cuando terminé, tracé un círculo rojo alrededor de algunas palabras e hice un doble círculo sobre el nombre de Cantalupi cada vez que aparecía en los apuntes. Como si de esas marcas rojas pudiesen brotar las respuestas o, al menos, pudiesen dar forma a alguna pregunta sensata.

En realidad, la única y débil hipótesis de trabajo seguía estando relacionada con el nombre del ex novio de Manuela y con la cuestión del consumo -y del eventual tráfico- de narcóticos.

Busqué en Google el nombre de Cantalupi, pero no encontré nada. Sólo por intentarlo, busqué también el de Manuela. Obtuve algún resultado, pero ninguno estaba relacionado con mi Manuela Ferraro.

Escribí en mis notas la siguiente frase: «Indagar en el mundo del tráfico de drogas», con un bonito signo de interrogación. La rodeé también en rojo, me sentí un idiota, pero, inmediatamente después, tuve una idea.

Tengo poquísimos clientes en el mundo del crimen organizado, por lo tanto no suelo defender a camellos o traficantes. Los pocos que he tenido han sido, por lo general, perros sueltos, como el joven por el que días antes había acudido, con tan poco éxito, al Tribunal Supremo.

Entre estos clientes había uno -Damiano Quintavalle- que sí estaba en la brecha desde hacía mucho tiempo, entre otras cosas porque siempre que le habían detenido había salido bastante bien parado del asunto. Era un joven despierto, incluso simpático, y, sobre todo, conocía a mucha gente, en todos los ambientes de la ciudad.

Él era la persona indicada para intentar descubrir si, y cómo, el señor Michele Cantalupi tenía contactos con el mundo de la droga o, en términos más generales, del tráfico ilegal. Lo buscaría al día siguiente y tendría una charla con él. Estaba avanzando a tientas -me dije-, pero siempre era mejor eso que quedarse parado.

Mientras decidía que al día siguiente iba a llamar a Quintavalle, me sorprendí a mí mismo pensando en Caterina. De una forma muy poco apropiada, si se tiene en cuenta que -me repetí mentalmente, con un cierto énfasis masoquista- podría ser su padre o, al menos, un tío suyo joven.

Déjalo ya, Guerrieri, recupera la cordura: es una veinteañera. Hace diez años ella tenía trece y tú eras ya, de sobra, un hombre adulto. Hace quince años ella tenía ocho y también entonces tú eras ya, de sobra, un hombre adulto. Hace veintidós años ella tenía uno y tú acababas de licenciarte. Hace veinticuatro tu novia de entonces, Rossana, y tú pasasteis un mes angustioso creyendo que la habíais cagado y que ibais a ser padres con veinte años. Fue una falsa alarma pero, de no haberlo sido, hoy tendrías un hijo -o una hija- de la misma edad que Caterina.

Llegados a ese punto, ya estaba en pleno centro de un círculo delirante. Como no podía retroceder más de veinticuatro años en el tiempo, decidí cambiar de perspectiva e intenté recordar cuánto tiempo hacía que no estaba con una chica de esa edad.

El episodio que recuperé de la memoria me dejó muy confuso. La última veinteañera con la que había tenido un encuentro tan fugaz como ilícito, hacía ya más de diez años, no fue lo que se dice una jovencita inexperta. Todo lo contrario, pensé -mientras el recuerdo adquiría contornos más precisos y muy poco aptos para ser contados-, demostró una gran desenvoltura a la hora de manejarse fuera de los límites de la moralidad convencional y estuvo perfectamente capacitada para instruirme sobre algunas novedades en la vanguardia de la experimentación sexual.

Cuando me encontré preguntándome a qué categoría de veinteañeras pertenecería Caterina, y me imaginé la respuesta, comprendí, por fin, que mis pensamientos estaban tomando una peligrosa directriz.

Será mejor irse a cenar -me dije- y dejar que todo esto se evapore.

17

Hacía frío. El cielo estaba lleno de nubes cargadas y amenazadoras, y daba la sensación de que podía empezar a llover de un momento a otro, pero como no tenía ganas de ir hasta el garaje, enseñar la tarjeta, pedir el coche, esperar a que me lo llevasen, decidí arriesgarme a que me cayera encima un chaparrón e ir en bicicleta de todas formas.

Cuando entré en el Chelsea Hotel se difundían por el aire las notas del piano y la voz de Paolo Conte cantando «Sotto le stelle del jazz» [Bajo las estrellas del jazz].

El local estaba casi vacío y transmitía una extraña y agradable sensación de espera.

Me senté en una mesa alejada de la puerta de entrada. Poco después, Nadia salió de la cocina, me vio y se acercó a saludarme.

– Esta noche Hans ha hecho tiella de arroz, patatas y mejillones. ¿Quieres probarla?

Hans es el socio de Nadia. Es cocinero y pastelero, además de alemán, de Dresde. Tiene el aspecto de un ex lanzador de martillo que dejó de entrenar para pasarse a la cerveza. No sé cómo ha terminado en Bari, pero debe llevar ya mucho, porque habla dialecto de forma aceptable y domina los secretos de la cocina local.

La tiella de arroz, patatas y mejillones es un plato parecido a la paella valenciana, aunque cualquiera de Bari aseguraría que mucho más bueno. Se prepara superponiendo en una cacerola especial -la tiella, precisamente- capas de arroz, mejillones, patatas, calabacines, tomates frescos cortados en trozos o rodajas, condimentadas con aceite, pimienta, cebollas trituradas y perejil también triturado. Se añade el agua de haber lavado los mejillones y se mete al horno durante unos cincuenta minutos; el resultado, salvo que seas de Bari desde hace, al menos, cuatro generaciones, nunca está garantizado.

– No querría parecer descortés con Hans, aunque sólo sea porque así, a ojo, no debe pesar menos de ciento veinte kilos, pero tengo mis dudas sobre que sepa hacer bien el arroz con patatas y mejillones.

– Tú prueba la tiella de Hans y luego hablamos.

Nadia volvió a pasar cerca de mi mesa cuando yo acababa de rebañar el segundo plato de arroz y de vaciar el segundo vaso de negroamaro. Me lanzó una mirada irónica.

– ¿Y bien?

Levanté las manos en señal de rendición.

– Tenías razón. Un arroz con patatas y mejillones como éste sólo lo hacía la vieja Marietta.

– ¿Y quién era la vieja Marietta?

– Marietta era una asistenta que trabajaba en casa de mis padres, cuando yo era pequeño. Vivía en Bari Vecchia. A veces nos llevaba salsa u orecchiette caseras. Y preparaba un arroz con patatas y mejillones legendario. Desde este mismo instante, Hans es para mí una Marietta honoraria.

Nadia se echó a reír; la verdad es que la pareja Hans-Marietta no carecía de potencial cómico.

– ¿Puedo sentarme contigo? El local está casi vacío y no creo que la cosa vaya a cambiar, se ha puesto a llover.

– Pues claro, ponte cómoda. ¿Se ha puesto a llover? Estupendo, he venido en bici.

– Si no tienes mucha prisa puedo llevarte a casa en coche. Si esto sigue así, a las doce cerramos. Puedes meter dentro la bici y pasar a recogerla cuando te venga bien.

– No tengo ninguna prisa. Gracias, no me hacía lo que se dice mucha ilusión llegar a casa empapado hasta los huesos.

– ¿Tienes más hambre?

– ¿Bromeas? Con todo lo que he comido lo que necesito más bien es algo fuerte.

– ¿Has probado la absenta?

– No. A decir verdad, tampoco la cocaína, ni el peyote ni el LSD.

– No tenemos peyote ni todo lo demás, pero absenta sí. ¿Te apetece probarla? Es legal.

Contesté que sí, que me apetecía probarla, y ella le dijo a Matilde, la camarera que atendía la barra, que nos sirviera absenta para dos. Matilde, que no es una persona precisamente locuaz, hizo una señal imperceptible con la cabeza y, apenas unos minutos después, teníamos ante nosotros dos vasos con un líquido verde, un vaso con azucarillos y una jarra de agua.

– ¿Qué se hace con todo esto? -pregunté.

– ¿Has probado el pastis?

– Sí.

– El método es el mismo. Este licor, puro, tiene sesenta y ocho grados. Se diluye con tres o cinco partes de agua y, si se quiere, se le añade un azucarillo.

Seguí sus instrucciones, lo probé y me gustó.

Diablos, me gustó mucho y me preparé otro enseguida.

– Zola decía que, cuando hace su aparición la absenta, la cosa siempre acaba con hombres borrachos y mujeres que se quedan embarazadas. Por fin entiendo qué quería decir.

Ella asintió y esbozó una sonrisa sin alegría.

– Es muy poco probable que la mujer que se quede embarazada sea yo.

Lo dijo en un tono neutro, pero quedó perfectamente claro que yo no había sacado a relucir el tema más apropiado. La miré sin decir nada, dejando sobre la mesa el vaso que acababa de coger para servirme otro trago.

– Hace dos años me descubrieron un cáncer y me quitaron todo lo que hace falta para quedarse embarazada. No es que me rodease una multitud de aspirantes a convertirse en el padre de mi hijo o de mi hija, pero a partir de ese momento el tema se cerró definitivamente.

¿Por qué se me habría ocurrido hacer aquella cita? Pensándolo bien, era inoportuna y, quizá, algo vulgar, en cualquiera de los casos. Me sentí terriblemente incómodo.

– Lo siento, perdóname, ha sido una salida de tono totalmente fuera de lugar.

– Eh, despacio, despacio. No tienes nada de qué disculparte. Es más, debería ser yo la que te pidiera perdón porque no había ninguna razón para que te contase eso y abrumarte, sin previo aviso, con mis problemas.

Me quedé sin saber qué decir. Ella observó durante un breve rato su vaso vacío. Luego decidió que le apetecía seguir bebiendo y se preparó una tercera absenta. Diluyéndola con tres partes de agua, quizá menos. Se la bebió lentamente, con método. Cuando terminó, se dirigió hacia mí.

– ¿Nos vamos ya? Tengo ganas de fumar un cigarro. Podemos dar una vuelta, antes de volver a casa. Hans y Matilde se ocuparán de cerrar.

Cinco minutos después estábamos ya en la calle, bajo la lluvia.

Nadia tenía un pequeño monovolumen en el que me deslicé rápidamente, sin que me diera tiempo a identificar siquiera de qué marca. Mientras Nadia entraba también en el coche me pareció notar que algo se movía en la parte de atrás. Me di la vuelta y, en la oscuridad, vi un resplandor blanco en medio de una enorme masa oscura. Miré mejor y me di cuenta de que provenía de un par de ojos cuyo propietario era un perro negro del tamaño de un ternero.

– Muy mono. ¿Cómo se llama, Nosferatu?

Ella se rió.

– Pino, se llama Pino.

– ¿Pino? ¿Pino el Asesino, quieres decir? ¿Te parece un nombre apropiado para semejante fiera?

Otra carcajada.

– Nunca hubiera dicho que eras divertido. Buena persona, serio, incluso agradable, eso sí. Pero jamás hubiera pensado que eres de los que te hacen reír.

– Pues espera a verme bailar.

Tercera carcajada. Puso el coche en marcha y nos fuimos. Yo miraba hacia delante, pero sabía que Pino el Asesino me estaba observando, meditando sobre cómo devorarme.

– ¿De qué raza es ese bicho?

– De la única raza reconocida de origen pullés.

– ¿Y qué raza pullesa es ésa? ¿El demonio de Las Murgas?

– Es un perro corso.

– Es decir…

– …, lo que no significa que sea originario de Córcega. Corso viene del latín cohors, que quiere decir 'patio', 'recinto'. El perro corso desciende de los antiguos molosos pulleses. Los antepasados de Pino guardaban los patios de las fincas, en Puglia, Basilicata, Molise. O peleaban contra los osos y los jabalíes.

– Estoy seguro de que los osos y los jabalíes no estaban lo que se dice encantados ante esa oportunidad. ¿Lo tienes porque te gustan los perritos falderos?

– Bobo. Me lo ha regalado una amiga que es adiestradora y reeducadora de perros.

– ¿Reeducadora de perros?

– Sí, Pino era un perro de pelea. Lo rescataron los carabinieri, junto a otros muchos, durante una investigación sobre apuestas clandestinas.

– Una vez tuve un juicio por una historia de peleas de perros clandestinas.

– ¿Defiendes a los hijos de puta que torturan a los perros?

– No, lo cierto es que defendí a una asociación de defensa de los animales que se había constituido como la parte civil.

– ¡Ah, menos mal! Estaba ya pensando en soltar a Pino para que discutieras el asunto directamente con él.

– ¿Estás segura de que es prudente ir por ahí con un perro de pelea?

– Mi amiga Daniela reeduca a estos perros. Se los dejan en custodia (ella tiene un refugio canino) y ella los decondiciona, los transforma en perros de compañía.

– ¿Los decondiciona? ¿El trabajo de tu amiga es decondicionar perros?

– Tiene una residencia y una escuela para perros: los adiestra. Las órdenes básicas (sit, plash, juntos) o adiestramiento para guarda y defensa. Y luego reeduca a los perros criminales, como ella los llama.

– Perro criminal me parece una buena definición para ese pedazo de bicho.

– Pino es ahora buenísimo. No le haría daño ni a una mosca.

– Estoy seguro de que no está muy interesado en las moscas -dije, echándole una ojeada al monstruo negro que seguía mirándome como si yo fuera un filete.

Habíamos llegado ya al paseo marítimo, por la zona de mi casa. Nadia paró el coche en la rotonda que está al lado del Hotel de las Naciones y bajó la ventanilla. No hacía viento y parecía que la lluvia iba a menos. Encendió un cigarro y se lo fumó de una forma que me hizo lamentar el haberlo dejado. Luego empezó a hablar, sin mirarme.

– Puede que te haya puesto en un compromiso al decirte que nos fuéramos juntos. Puede que no te apetezca mucho darte un paseo con una ex puta. Además, que en esto nunca se es ex. Si has sido puta, vas a ser una puta hasta que te mueras.

– Otra salida como ésa y me voy.

Se volvió hacia mí. Le dio una última calada al cigarro y tiró fuera la colilla.

– ¿He dicho una gilipollez?

– Me temo que sí.

Ella anotó mentalmente mi respuesta. Luego sacó otro cigarro de la cajetilla, pero no lo encendió.

– Está dejando de llover.

– Bien. No me gusta la lluvia.

– ¿Te apetece andar un poco? Así Pino también estira las patas.

– Con tal de que no estire también las mandíbulas…

Bajamos del coche. Nadia abrió la puerta del portaequipajes y dejó salir al Asesino. Suelto, y sin bozal.

– ¿Te parece una buena idea que vaya suelto? Vale, hoy en día hacen milagros con las prótesis pero, de todas formas, si hace pedazos a un niño o a una ancianita, será un coñazo.

Nadia no me contestó. En cambio, le susurró algo al perro que no logré oír. Lo cierto es que, cuando empezamos a andar, aquella fiera nos siguió, pegado a la pierna izquierda de su dueña, como si estuviera unida a ella por una traílla tensa e invisible.

Caminaba de forma casi hipnótica y su paso se parecía más al de un gran felino que al de un perro.

La cabeza, en la que le faltaba casi del todo una oreja, tenía el tamaño de una sandía y, bajo el pelaje negro y brillante, restallaban unos músculos duros como cordones. El conjunto transmitía la idea de una fuerza disciplinada y letal.

Recorrimos en silencio unos cien metros mientras dejaban de caer las últimas gotas de lluvia.

– ¿Por qué le has puesto Pino? No es un nombre de perro, menos aún para un perro así.

– Fue Daniela la que le puso ese nombre. Siempre les pone nombres de personas a los perros a los que reeduca. Creo que le simplifica psicológicamente el trabajo.

– ¿Cuántos años tiene?

– Tres. ¿Sabes por qué me gusta que esté conmigo?

– Dímelo.

– Me recuerda que siempre es posible cambiar y convertirse en algo completamente distinto de lo que eras.

Asentí. Ella se detuvo y el perro, obedeciendo a una orden silenciosa, se puso disciplinadamente en sit a su lado.

– ¿Quieres acariciarlo?

Estaba a punto de hacer la enésima broma acerca de la peligrosidad del perro, pero me contuve en el último momento y, simplemente, dije que sí. Ella se dirigió al Asesino, le dijo que yo era un amigo y tuve la impresión de que el perro asentía con la cabeza.

– Antes de acariciarlo, debo decirte que me niego a llamarlo Pino. Comprendo los motivos por los que tu amiga elige los nombres, pero yo no puedo, de verdad.

– ¿Y cómo quieres llamarlo?

– Le hubiese gustado a Conan Doyle. Lo llamaré Baskerville, si no tienes nada en contra.

Ella se encogió de hombros y enarcó las cejas, como se hace siempre que se trata con alguien al que le falta un tornillo.

Me acerqué al perrazo y le acaricié la cabeza: era sólida como una roca y no conseguía cubrirla entera con la mano.

– Hola, Baskerville. Así que no eres tan fiero como pareces, ¿eh?

Pino-Baskerville me miró con aquellos ojos que a distancia parecían temibles pero que, de cerca, estaban llenos de una triste dulzura. Le rasqué detrás de la oreja que le quedaba, luego bajé la mano hasta su garganta negra, brillante y suave. Entonces el perro entrecerró los ojos y, lentamente, levantó la cabeza, como si fuera a lanzar un aullido melancólico, y me ofreció su garganta, al descubierto e indefensa.

Y, como decía aquel francés, el recuerdo apareció de pronto.

Levantar la cabeza, ofrecerme la garganta de esa forma, era un gesto que hacía Marcuse, el pastor alemán de mi abuelo Guido, hacía ya más de treinta años.

Los recuerdos no se esfuman y desaparecen. Están todos ahí, escondidos bajo la delgada costra de la consciencia. Incluso los que creíamos perdidos para siempre. A veces se quedan allí debajo toda una vida. Otras, en cambio, ocurre algo que hace que reaparezcan.

Una magdalena embebida en una infusión de té o un perro enorme y de ojos tristes que nos ofrece su garganta para que se la acariciemos, por ejemplo.

Ese gesto canino de total y conmovedora confianza evocó un aluvión de recuerdos que, como guiados por un diseño preciso, formaron un mapa unitario y coherente de aquel lejano pasado.

Nunca había logrado evocar los recuerdos de mi infancia más que a fragmentos desconectados entre sí, como indescifrables restos de un naufragio flotando sobre la superficie.

Ahora, en cambio, todo se iba colocando en su sitio en una misteriosa sincronía de imágenes, sonidos, olores, nombres y objetos concretos. Todo junto.

El tocadiscos, los bolis de cuatro colores, Pipi Calzaslargas, las camisetas Fruit of the Loom, Crocodile rock, [el tebeo] Corriere dei ragazzi, Rin Tin Tin, Ivanhoe, La flecha negra, Hit parade, Las mil y una tardes con la sintonía de cabecera de los Nomadi, Los héroes de cartón con la sintonía de cabecera de Lucio Dalla, Los persuasores con Tony Curtis y Roger Moore, [la bicicleta] Graziella Cross amarilla y naranja con sillín, las [galletas] Oro Saiwa que se mojaban en la leche de cuatro en cuatro, [el fútbol de mesa] Subbuteo, el perfume del algodón dulce en la Feria del Levante, los polos que dejaban la lengua de colores, el regaliz, Capitán Miki, el Pato Donald, Tex Willer, Los Cuatro Fantásticos, Sandokán, Tarzán, tirar bombas fétidas en las tiendas y salir corriendo, Mafalda, Carlitos y Snoopy y aquella niña que no tenía el pelo rojo, pero era de verdad y nunca se fijó en mí, los partidos después del colé, el club de Mickey Mouse, los flipper, ese niño igual que nosotros que no tuvo tiempo para olvidarse de todas esas cosas porque su padre dio una cabezada sobre el volante mientras volvían de las vacaciones en su Fiat 124, los gorros con orejeras, el Lego, el Monopoly, jugar con cromos de futbolistas, el primer canal, el segundo canal y se acabó, la sesión infantil, [la cola] Coccoina, la focaccia, la leche de la central, la débil luz de la cocina de los abuelos, los libros de texto, carteras de plástico, estuches de lápices, olor de niños, de bocadillo de media mañana, de ceras, el silencio del patio después del recreo, Lego y soldaditos, los caramelos Rossana, películas en súper-8, diapositivas, las fiestas de cumpleaños con focaccie pequeñitas y zumos de fruta, las polaroid, los cromos de futbolistas, la pista de patinaje sobre ruedas del pinar, [el programa] Carosello, la pasta al horno de los domingos en casa de los abuelos.

La luz que se filtraba a través de la puerta entreabierta de mi cuarto, los ruidos de la casa cada vez más tenues y por último, siempre, los pasos ligeros de mi madre mientras me quedaba dormido.

18

La calle estaba desierta y brillante a causa de la lluvia.

No sé cuánto duró, pero debió ser bastante rato, porque ella me preguntó, en un momento dado, si iba todo bien.

– Sí, todo bien. ¿Por qué? ¿He hecho algo raro?

– ¿Raro? Parecía una escena de El exorcista. Movías los labios, cambiabas de expresión, vamos, que parecía que estabas hablando con alguien aunque no emitieras ningún sonido.

Permaneció unos instantes mirándome, antes de proseguir.

– No estarás loco, ¿no?

Lo dijo sonriendo, pero juraría que había tenido un momento de duda.

– ¿De verdad que parecía que estaba hablando con alguien?

– Mmmh… -hizo ella, moviendo vigorosamente la cabeza hacia delante.

– Cuando tu perro ha levantado la cabeza para dejarse acariciar la garganta ha hecho el mismo, idéntico gesto que hacía el pastor alemán de mi abuelo, hace muchísimos años.

– Nunca se deja acariciar la garganta. Le caes bien, es algo poco frecuente.

– Ese gesto me ha hecho recordar, todas juntas, un montón de cosas de mi infancia. Algunas las he recordado ahora mismo, después de treinta años. No me extraña que hayas dicho que parecía que estaba hablando solo.

Volvimos a caminar, en la misma formación: Nadia, en el centro; Pino-Baskerville, a su izquierda; yo, a su derecha.

– Yo no recuerdo apenas nada de mi infancia. Creo que no fue ni feliz ni infeliz, pero sólo lo digo porque no recuerdo momentos especialmente tristes ni especialmente alegres. Si los tuve, los he olvidado, tanto los unos como los otros. Es difícil de explicar, pero hay cosas que sé que ocurrieron y por eso digo que las recuerdo. Pero, en realidad, no recuerdo nada, de verdad. Es como si conociese las cosas que me pasaron en esa parte de mi vida sólo porque alguien me las ha contado. A veces, me parece que tengo los recuerdos de una infancia que no fue la mía -dijo Nadia.

– Sé a qué te refieres. Es algo parecido a cuando te preguntas si una cosa ha ocurrido de verdad o la has soñado.

– Justo, es lo mismo. Creo que mi madre organizó un par de veces una fiestecita para celebrar mi cumpleaños, pero si me preguntas qué pasó en esas fiestas, quién vino, o cuántos años cumplía, no sabría qué responderte. A veces esto me produce una sensación de vértigo casi insoportable.

– ¿Recuerdas mejor otros periodos de tu vida?

– Sí. No sé si es una bendición o una desgracia, pero recuerdo perfectamente la época en la que empecé a trabajar de puta.

– ¿Cuándo fue? -le pregunté, esforzándome en mantener un tono lo más neutro posible. Ella ignoró la pregunta.

– Sabes, la explicación de mis así llamadas elecciones no tiene nada de dramático. Más bien diría que es banal, y también algo triste.

Hice un gesto con la mano, como para apartar algo. Fue involuntario y apenas esbozado, pero ella lo notó perfectamente.

– Vale, a paseo con los adjetivos. Lo que quiero decir es que no puedo echarle la culpa de mi destino a nadie ni a ningún acontecimiento. A mi familia, por ejemplo.

– ¿Qué hacen, o hacían, tus padres?

– Mi padre era secretario en un colegio de scuola media; mi madre era ama de casa. Ya no están. No puedo decirte que mis relaciones familiares fueran fantásticas, pero no eran peores que los de muchas otras que no terminaron siendo putas. Tengo una hermana, mucho mayor que yo. Vive en Bolonia, no la veo desde hace siglos. Hablamos por teléfono de vez en cuando. Amables y distantes, como dos extrañas. Lo que somos, por otra parte.

Me gustaron mucho la seca sinceridad y la economía de palabras con las que Nadia había sido capaz de expresar el concepto.

– En cualquier caso, todo empezó cuando tenía diecinueve años. Había obtenido el diploma de agente de aduanas y estaba matriculada en Economía y Comercio, pero me di cuenta enseguida de que no tenía ningunas ganas de seguir estudiando. O puede que lo que no me apeteciese fuera seguir estudiando aquello, pero bueno, para el caso da igual.

Mientras ella hablaba, recuperé mentalmente la información relativa a su fecha de nacimiento, que leí en los autos del proceso en el que la defendí. Por motivos que ignoro, nunca olvido la edad de una persona, aunque sólo la conozca superficialmente o por motivos profesionales.

Hice un rápido cálculo: cuando ella tenía diecinueve años yo tenía veinticuatro. ¿Qué estaba haciendo a esa edad? Acababa de licenciarme. Aún no había conocido a Sara, que más tarde se convirtió en mi mujer, y más tarde aún en mi ex mujer. Todavía vivían mis padres. En la práctica, cuando Nadia estaba a punto de empezar su aventura en el mundo real, yo, aunque fuese cinco años mayor que ella, era todavía un crío.

– Quería ser independiente, quería irme de casa, odiaba la mediocridad de mi vida familiar. No soportaba aquel piso modesto, tres habitaciones, cocina y servicio, repleto de objetos de pésimo gusto, y el olor a naftalina que salía de la habitación de mis padres. No soportaba sus conversaciones insignificantes y sus miserables planes de futuro: pagar los plazos del coche, encontrar un hotel de dos estrellas para pasar las vacaciones, contar los años que faltaban para que mi padre se jubilase. No soportaba las cuentas para que cuadrase el presupuesto familiar, la pasta recalentada de por las noches, los vestidos viejos y dados de sí de mi hermana, el mantel de hule de la cocina. Pero había algo que detestaba por encima de todo.

– ¿El qué?

– Mi padre tomaba un poco de vino, en la comida y en la cena. Poco, pero todos los días. Obviamente, no podíamos permitirnos vinos caros, así que, al hacer la compra, comprábamos vino en tetra-brick. En la mesa siempre había uno, y recuerdo la siguiente secuencia de gestos: mi madre abría el tetra-brick con las tijeras; mi padre se echaba vino hasta llenar la mitad del vaso y el resto lo llenaba con agua; al final de la comida, mi madre cerraba el tetra-brick con una pinza de la ropa y luego, a la hora de la cena, volvía a ponerlo encima de la mesa. ¡Dios, cómo lo odiaba! Hay veces en las que revivo esa sensación y me quema como entonces. Otras, en cambio, me devora el sentimiento de culpa.

– Es inevitable, creo.

– Ya, yo también creo que es inevitable. En cualquier caso, yo era una chica guapa y empecé a trabajar como azafata en una agencia que ofrecía personal para congresos, reuniones políticas, espectáculos. Una vez, uno de los organizadores de una convención de asesores de productos farmacéuticos me preguntó si me apetecía acompañarle a cenar, cuando terminase de trabajar. Era un señor de unos cincuenta años, muy distinguido, con unos modales exquisitos. Acepté, quedé con él lejos de mi casa porque me daba vergüenza que viera dónde vivía.

– ¿Dónde vivías?

– En un bloque de barrio, por la zona del Redentore, ya sabes, el Instituto de los Salesianos.

– Voy por esa zona a practicar boxeo.

– ¿Boxeo? ¿Puñetazos y todo eso?

– Sí.

– No es que seas muy normal, lo sabes, ¿no?

– Anda, sigue…

– Él vino a buscarme en un Thema Ferrari y me llevó a cenar a un restaurante famoso, uno de esos con los que siempre había soñado. Lo recuerdo como si lo viese. Todo: el mantel, los cubiertos de plata, los vasos, los camareros tratándome como a una señora, aunque fuese una cría. Y recuerdo todo lo que comimos y el vino que tomamos. Un Brunello, la botella debía costar una fortuna, y aún me parece estar apreciando su sabor, su aroma, ahora mismo, aquí, mientras te hablo.

– ¿Qué restaurante era?

Me dijo su nombre. Lo recordaba bien, era uno de los restaurantes de moda de hacía veinte años, en la provincia: un sitio al que no había ido nunca. No fui de joven porque entonces no podía permitírmelo y no fui más tarde, cuando ya habría podido hacerlo, porque había cerrado, esfumándose en la nada, como tantas otras cosas de aquellos años.

– Después de cenar me propuso que fuéramos a tomar una copa a su casa.

El tono era neutro, pero en el relato se percibía que la tensión iba in crescendo. La tensión de las historias cuyo final ya te sabes. Un final que no te gusta, pero que no puedes hacer nada para evitarlo o cambiarlo.

– Pensé que viviría solo y que me llevaría a su casa. En realidad estaba casado y tenía un hijo de mi edad. Me llevó a una especie de apartamento de soltero, y todo se desarrolló de forma natural. Al irnos me dio trescientas mil liras.

Hizo una pausa y me miró durante unos segundos antes de proseguir, con un tono en el que se advertía un imperceptible matiz de desafío.

– ¿Y sabes qué? Me gustó mucho coger aquel dinero. Tuve la sensación de que estaba a punto de alcanzar el control de mi vida.

– ¿No te disgustó la experiencia?

– Sé que parece increíble, pero no. Ya había tenido mis novios, a decir verdad, tenía uno también en esa época. Aquella situación fue distinta y, sin embargo, como ya te he dicho, fue todo muy natural. No habíamos hablado de dinero, pero, no sé explicarte cómo, estuvo muy claro desde el principio que se trataba de una especie de trabajo. Algo que no era divertido, pero tampoco repugnante.

Hizo una pausa de nuevo. Yo estaba allí sin saber qué decirle, ni siquiera qué pensar.

– A partir de aquella noche salí más veces con aquel señor. Vito, se llamaba. Me enteré de que murió hacía unos años, y lo sentí. Salir con él no era del todo como ser una puta. Me explico: quedábamos, íbamos a cenar, teníamos relaciones sexuales y luego él me hacía un regalo. Nunca me he casado, pero creo que muchos matrimonios funcionan igual.

Esas palabras permanecieron suspendidas en el aire durante un rato. El cielo empezaba a clarear en algunos puntos. Me hubiese gustado sentarme en un banco para seguir hablando pero estaba todo mojado. Así pues, seguimos caminando, junto a Pino, aunque éste no participaba mucho en la conversación.

– Luego, se produjo un vuelco.

– ¿Es decir?

– Una noche, cuando nos estábamos yendo de su pisito, Vito me dijo que si quería hacerle un favor.

– ¿Qué favor?

– Me pidió que saliera con otro hombre. Un señor con el que tenía importantes relaciones de trabajo, y que iba a llegar a la ciudad al día siguiente. Dijo que era un señor muy distinguido, también sumamente atractivo. Vito quería que se sintiera a gusto porque iba a ayudarle a cerrar un negocio importante. No recuerdo si dije algo o me quedé callada. En el siguiente fotograma ya sale él otra vez, sonriendo, sacando la cartera, contando diez billetes de cien mil liras y dándomelos. Luego recuerdo un pellizco en la mejilla, que me dio con el dedo índice y el medio. Era una buena chica, me había portado muy bien.

Estuve a punto de decirle que no quería conocer el resto. Luego me di cuenta de que no quería oírlo pero que, al mismo tiempo, sí que quería. Una sensación que a veces experimento con las novelas o las películas, cuando tratan temas que me molestan y que preferiría ignorar.

– Desde entonces él me pidió más veces que quedara con algún amigo suyo, aunque en estos casos ya no pagaba él. Luego, cómo decirlo, empecé a hacerme una clientela autónoma. Por el boca oreja. Entre mis clientes había también dos jueces. Uno ha muerto; el otro es un personaje importante y a veces veo su foto en los periódicos. En las fotos tiene siempre una expresión muy seria.

Dejó la frase suspendida en el aire; el sentido era, claramente, que ese juez no era siempre tan serio como parecía por las fotos. No me dijo quién era y se lo agradecí, aunque tuve que hacer un pequeño esfuerzo para no preguntárselo.

– Sé que todo esto parece triste, y probablemente lo es. Pero, cómo decirlo, era difícil darse cuenta de ello. Mis encuentros con los clientes eran muy parecidos a una cita de verdad. Muchos de ellos me llevaban a cenar, al cine o al teatro, y muchos querían hablar. Con el tiempo me di cuenta de que para algunos estas cosas accesorias eran tan importantes como el sexo.

»Una cosa que dicen las putas con frecuencia es que muchos hombres las buscan porque quieren a una mujer con la que follar en paz y hablar en paz. Sin sentirse juzgados por cómo hacen lo uno y lo otro. Basándome en mi experiencia, puedo decir que es cierto. En estos casos es cuando surgen los problemas.

– ¿En qué sentido?

– A veces ocurre que un cliente confunde el plano de la realidad con el de la ficción, en resumen, que se enamora de ti. Cuando pasaba eso, cortaba de raíz. Me parecía más justo, más ético. Lo sé, suena raro oírle hablar de ética a una puta, pero creo que todos nos aferramos a un sistema de reglas para no hacernos migajas, sea cual sea nuestro oficio. En cualquier caso, ética aparte, romper de raíz con aquellas relaciones era prudente. Nunca se sabe lo que le puede pasar a la gente por la cabeza. A una amiga mía un cliente que se había enamorado de ella no dejaba de perseguirla y casi la mata de una paliza porque ella le había rechazado.

– Te fuiste de casa, claro.

– Sí, claro. Para justificar el dinero y mi independencia dije que había encontrado trabajo como representante de ropa. No tengo ni idea de si se lo creyeron, en realidad no sé si mis padres supieron o se dieron cuenta de a qué me dedicaba. Cuando me arrestaron y la cosa se hizo pública ya habían muerto los dos.

– Continúa, sigue contando…

– Lo que sigue no es muy interesante, suponiendo que lo haya sido lo que te he contado hasta ahora. De todas formas, lo que ocurrió después lo recuerdo de forma mucho más confusa. Hice aquellas películas, pero eso no duró mucho tiempo. Ganaba más dinero prostituyéndome. Luego empecé a llevar a otras chicas, y con eso ganaba todavía más. Cuando me arrestaron hacía ya mucho que había dejado de prostituirme. Pero esa parte de la historia ya la conoces, fuiste mi abogado.

Parecía que había acabado de hablar, y yo estaba a punto de decirle algo cuando ella retomó la palabra, como si se le hubiese olvidado un detalle importante.

– Hay una cosa que no te dije cuando era tu cliente.

– ¿Es decir?

– Cuando me arrestaron experimenté casi una sensación de alivio. Creo que no aguantaba más ese tipo de vida y que la situación había empeorado desde que empecé a ser madame. Hubiese mantenido mi equilibrio con más facilidad siendo una puta, directamente. Al gestionar el trabajo de otras chicas me di cuenta de la tristeza del asunto. Probablemente no lo sabía (en cualquier caso no consigo recordarlo con precisión), pero me hubiese gustado encontrar una forma de salir de aquello, aunque no era nada fácil. Era un trabajo muy rentable y yo no tenía otro.

Habíamos caminado bastante, entre el paseo marítimo y la zona alrededor del teatro Petruzzelli. No conseguía descifrar el relato de Nadia. No conseguía captar el timbre emotivo de aquella historia. Ella la había narrado en tono neutro y, sin embargo, se notaba que bajo la superficie bullía algo. Simplemente, no conseguía entender el qué. Pino seguía andando pegado a la pierna de su dueña y pensé que me hubiera gustado tener un compañero tan discreto y silencioso en mis paseos nocturnos. Nunca había pensado en tener perro, pero en esos momentos la idea me apeteció mucho.

La voz de Nadia interrumpió mis pensamientos. Tenía una entonación ligeramente distinta de la empleada para contar su historia.

– ¿Puedo decirte una cosa frívola?

– Me gustan las cosas frívolas.

– Cuando me arrestaron le pedí consejo a un amigo (no a un cliente) sobre qué abogado debía contratar. Él me dio tu nombre. Dijo que eras muy eficiente y muy honrado y esta definición me hizo imaginarme a un anciano, un poco calvo, un poco con exceso de peso. Una especie de tío. Luego, en cambio, apareciste tú en la cárcel.

– Aparecí yo, ¿y?

A veces, hacerme el obtuso me sale muy bien.

– Bueno, tú no eres precisamente un anciano calvo y con exceso de peso. Aunque sí que eras muy serio y muy profesional.

– Tú también eras muy seria. La cliente ideal, nada de parloteos inútiles ni de pretensiones absurdas.

– Estaba obligada a ser seria. No quería parecer lo que era, es decir, una puta, aunque fuera una puta de lujo. Pensé que cualquier manifestación de feminidad podía interpretarse de forma equivocada.

Se detuvo unos instantes, como reflexionando sobre lo que acababa de decir.

– O quizá de forma acertada. En cualquier caso, lo único que me permití, sólo al final, fue regalarte un libro. ¿Lo recuerdas?

– ¿Y cómo no? La revolución de la esperanza de Erich Fromm.

– Tuve dudas de si lo tendrías ya, aunque tú dijiste que no, que gracias, que te gustaba mucho, que estabas detrás de él desde hacía tiempo, y que lo ibas a leer enseguida.

Sonreí. No me acordaba de haber dicho aquellas cosas, pero son la respuesta que doy siempre en estos casos: cuando me regalan un libro que ya he leído me da pena desilusionar al que me lo ha regalado y miento.

– En efecto, ya lo había leído.

Ella sonrió, pero había algo en su mirada que me sobrecogió, de una forma desproporcionada y sin relación alguna con la anécdota del libro, como si se hubiese entreabierto una puerta, apenas unos segundos, y yo hubiese vislumbrado una terrible tristeza.

– ¿Y después?

– ¿Después qué?

– ¿Qué pasó después del juicio?

– Ah, sí. Fui lo bastante lista como para no recomenzar la historia. Tenía un buen montón de dinero ahorrado y lo había sabido invertir. Una inversión sin riesgo, con rentas bajas pero seguras, tres apartamentos en las zonas apropiadas, convenientemente alquilados, más el cuarto, en el que vivo. Vamos, que podía permitirme el lujo de retirarme hasta decidir qué iba a hacer en la segunda parte de mi vida. Hice algún que otro viaje, alguno muy largo. Luego descubrí eso de lo que ya te he hablado, pero los médicos estuvieron hábiles, y ahora me parece que todo pasó de una forma muy rápida. Cuando regresé, de los viajes y de la enfermedad, me matriculé en la universidad.

– ¿En qué?

– Literatura Moderna. Me examino y todo, ¿qué te has creído? Dentro de un par de años creo que tendré el título.

– ¿Tienes ya tema para la tesina?

Sonrió de nuevo, pero esta vez no hubo claroscuros en su sonrisa. Si acaso, un chispazo de gratitud por estar tomándola en serio.

– No, todavía no. Pero me gustaría hacer algo relacionado con la Historia del Cine. El cine es mi pasión.

No dije nada. Mientras seguíamos caminando la observaba por el rabillo del ojo; ella, en cambio, tenía la mirada fija hacia delante. Es decir, no se fijaba en nada. Pasaron algunos minutos.

– Tuve un novio. El primero y, por ahora, el último de mi segunda vida. El primero al que no tuve que ocultarle cómo me gano la vida.

– ¿Y qué tal te fue con él?

– Era (y es) un gilipollas. Me fue con él como te va siempre con un gilipollas. A los diez meses ya habíamos llegado al final del trayecto.

– ¿Y luego?

– Luego se acabó.

Intenté calcular mentalmente cuánto tiempo había pasado desde entonces. Ella se dio cuenta y me ahorró el esfuerzo.

– Hace casi un año que no estoy con un hombre.

Callé, muy oportunamente.

– Tengo la sensación de estar viviendo la vida al revés, no sé si entiendes lo que quiero decir.

Asentí, pero no sé si me vio hacerlo porque seguía con la mirada fija hacia delante.

– ¿Y el Chelsea Hotel?

– El último capítulo de la historia. La universidad me gusta, pero no me basta. Demasiado tiempo libre para pensar, algo que no siempre es bueno.

– Casi nunca lo es.

– En efecto. Pensé que tenía que encontrar un trabajo, alguna ocupación, y, hablando con un amigo gay, se me ocurrió abrir el Chelsea. Me gusta el horario, se empieza a trabajar hacia las ocho de la noche, se acaba a las cuatro de la mañana, se duerme hasta la hora de comer. Y, además, ir allí todas las noches, ver a gente, hablar con ella, me hace sentirme menos sola.

Por la acera opuesta pasó un chico con un perro de una raza indescifrable que empezó a ladrar salvajemente, intentando librarse de la correa. Pino-Baskerville volvió la cabeza en dirección al otro, se detuvo y lo miró. No ladró, no gruñó, no dio muestras de querer lanzarse, cosa que hubiera podido hacer perfectamente, dado que estaba suelto. Miró y punto, pero yo me imaginé que en esos segundos debían estar pasando por su cabeza imágenes terribles, ruidos, el sabor metálico de la sangre, el dolor por su oreja arrancada, garras, patas, vida y muerte. Nadia le susurró una orden y la fiera se puso en sit con un movimiento geométrico, adoptando la posición de una esfinge, y dejó de mirar hacia el otro lado.

Al final, el chico consiguió llevarse a rastras a su perro, presa ya de una crisis histérica, se restauró el silencio de la noche, y nosotros reemprendimos el camino y la conversación.

– ¿Piensas que te he contado toda la verdad? ¿O crees que he cambiado algo para atenuar la tristeza?

– Nadie dice nunca toda la verdad, sobre todo cuando habla de sí mismo. Pero si me haces esa pregunta quiere decir que, de alguna forma, ya sabes eso y que has puesto mucho cuidado al hablar. Así que, probablemente, me has contado algo muy cercano a la así llamada verdad.

Me miró con una expresión entre curiosa y preocupada por una revelación que podía tener consecuencias inesperadas.

– ¿En serio que nadie dice nunca la verdad?

– Toda la verdad, nadie. Los que afirman (y puede que convencidos) que no mienten jamás son los más peligrosos. No son conscientes de que mienten, inevitablemente, no se dan cuenta de ello, y son prisioneros de sí mismos.

– Prisioneros de sí mismos. Me gusta esa expresión.

– Sí, prisioneros de sí mismos, e incapaces de entender quiénes son. Haz la prueba, pregúntale a alguno de esos «Yo Digo Siempre La Verdad» cómo trabaja, cuáles son sus virtudes, cómo son sus relaciones con los demás, cualquier cosa relacionada con la imagen que él o ella tiene de sí mismo o de sí misma. Presenciarás un fenómeno interesante.

– ¿O sea?

– No son capaces de responder. Dicen generalidades, tópicos, o se atribuyen cualidades que les gustaría tener pero de las que carecen, sin duda. Cualidades que se corresponden con la falsa imagen que tienen de sí mismos. ¿Sabes quién es Alan Watts?

– No.

– Era un filósofo inglés. Estudió las culturas orientales y escribió un libro muy hermoso sobre el zen. Watts decía que una persona sincera es aquella que sabe que es una gran impostora y actúa con total descuido. Aceptando esta definición, yo estoy a medio camino. Sé que soy un impostor, pero todavía no consigo manejar el asunto con descuido.

– Estás loco. De verdad.

– Déjame que me lo tome como un cumplido.

– Lo es.

– Creo que ya va siendo hora de irse a la cama -dije mirando el reloj.

– Sí, tú tienes un trabajo de persona seria y no te puedes quedar en la cama hasta tarde, como yo.

– Te acompaño al coche.

– No hace falta, a menos que quieras que te lleve a tu casa. No sé dónde vives, pero si está lejos, te acerco en coche.

– Vivo a dos pasos de aquí.

– Entonces no hace falta que vuelvas hasta donde hemos dejado el coche.

– Gracias por la conversación, y por todo.

– Gracias a ti.

– Baskerville, en el fondo, es un buen sujeto.

– Ya.

Tras unos segundos de vacilación, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. El Asesino, afortunadamente, no clasificó el gesto como hostil y, por lo tanto, no me hizo pedazos.

– Adiós, buenas noches.

– Adiós.

– ¿No es absurdo?

– ¿El qué?

– Me he puesto colorada.

– No me he dado cuenta.

Cuando me pongo a ello, soy capaz de decir las cosas más idiotas.

– Bueno, ahora sí que me voy de verdad.

– ¿Estás segura de que puedes volver tú sola a casa? ¿No tendrás problemas?

La frase se me escapó una fracción de segundo antes de interceptar la mirada de Pino.

Tenía esa expresión llena de paciencia que reservamos para los que no son mala gente pero, objetivamente, sí un poco imbéciles.

19

Al día siguiente le pedí a Maria Teresa que viniera a mi despacho. Para todo lo relativo a clientes y expedientes anteriores a la llegada de Pasquale seguía dirigiéndome a ella. Sabía perfectamente, y en el acto, dónde había que buscar y se acordaba de todos los casos.

– ¿Te acuerdas de Quintavalle? Era uno de los de aquel grupo que…

– Claro que me acuerdo de él. No me gusta que aceptemos la defensa de camellos, pero él, por lo menos, es un joven educado y muy simpático.

– Cierto, es simpático. Hace años que no tenemos noticias suyas.

– Eso quiere decir que no le han pillado o que ha dejado de ser un camello. Me gustaría mucho que fuese por lo segundo.

– O, más simple, ha cambiado de abogado.

– Imposible. Aquella vez le salvaste, literalmente, el pellejo. Con los cargos que se le imputaban, conseguir llegar a un pacto…

– ¿Recuerdas quién era el fiscal?

– Claro.

– Entonces estarás conmigo en que no tuve mucho mérito. Ese tipo, con tal de evitarse un juicio, vendería a sus padres a un tratante de esclavos. Pero a lo que vamos: ¿está por ahí el número de teléfono de Quintavalle? Tengo que hablar con él.

– Está apuntado en el expediente, seguro. Siempre y cuando no haya cambiado de número.

Maria Teresa sabe cómo funciona el tema con los camellos. Cambian con frecuencia de tarjeta y de móvil, para evitar que intervengan sus líneas, y sus números de teléfono tienen un carácter un tanto volátil. Pero eso ocurre, sobre todo, con el número de los teléfonos que usan para trabajar. Los privados, a veces, tienen un carácter más constante.

Le pedí que mirara en los archivos y, cinco minutos después, tenía sobre mi mesa un papel con el número apuntado.

Quintavalle contestó al segundo timbrazo.

– Buenos días, soy Guido Guerrieri, quisiera…

– ¡Buenos días, abogado Guerrieri! Qué alegría. ¿A qué debo el honor? No se me habrá olvidado pagarle la última vez, ¿no?

– Buenos días, Damiano, ¿qué tal te van las cosas?

– En moto, abogado, ¿y a usted?

Odio la expresión en moto, pero en boca de Quintavalle no me molestó.

– En moto a mí también. Necesito preguntarte una cosa, pero tiene que ser en persona. ¿Podrías hacerme el favor de pasarte por mi despacho?

– Por supuesto, faltaría más. ¿Cuándo quiere que vaya?

– Si pudiese ser hoy me haría un gran favor.

– ¿A las siete le viene bien?

– Mejor un poco más tarde, así habré acabado ya con todas las citas del día y podremos hablar con calma.

– De acuerdo, a las ocho entonces.

– Gracias. Y… Damiano…

– ¿Sí?

– ¿Sabes que hemos cambiado de dirección? Ya no estamos donde antes.

– Lo sé, lo sé. Nos vemos allí a las ocho.

Cuando hablo con gente como Damiano Quintavalle -un criminal de profesión, que vive de los beneficios de una actividad ilegal- dudo, todavía más que en ocasiones habituales, de mi capacidad para descifrar el mundo y distinguir entre el así llamado bien del así llamado mal.

En primer lugar, Quintavalle es un joven inteligente, procede de una familia normal, fue a la universidad, aunque no llegara a licenciarse, lee la prensa y hasta algún libro de vez en cuando. Además, como decía Maria Teresa, es simpático. Ocurrente, sin caer nunca en la vulgaridad. Y bien educado. Y amable.

Sin embargo, su trabajo consiste en traficar con cocaína.

Es uno de esos que trabaja él solo o en grupos muy reducidos y que suministra a domicilio, como el cliente al que había defendido, con tan escaso éxito, la semana anterior. Recibe el encargo, por ejemplo, de llevar la mercancía a una fiesta un poco especial, se presenta en la fiesta como un invitado más, entrega el pedido que se ha hecho, coge el dinero (con un notable suplemento sobre el precio de tarifa a cuenta del servicio extra) y se va. O bien hace entregas por toda Italia, a adquisidores adinerados que no quieren ensuciarse las manos con el trato habitual con camellos.

Le han investigado muchas veces, pero él es extraordinariamente cauto, tiene un cuidado extremo con los teléfonos y sólo le han pillado una vez con la mercancía encima. La cantidad era muy pequeña, así que salió del asunto con unas semanas de cárcel y un pacto más que conveniente. Quintavalle tiene una mujer que regenta una perfumería y un hijo que ya va al instituto. El chaval es estupendo, su único defecto es que de mayor quiere ser abogado, y cree que su padre es un hombre de negocios que viaja con frecuencia por temas de trabajo. Algo que, en un cierto sentido, no deja de ser la verdad.

Quintavalle llegó al bufete a las ocho en punto. Me levanté de forma espontánea -reconozco que no lo hago con todos los clientes- para saludarle y estrecharle la mano.

– Buenas tardes, abogado, ¿qué tal está?

– Bien, ¿y tú?

– Bastante bien, aunque no atravieso un momento fácil.

– ¿Por qué?

– Ni idea, la verdad. Puede que me esté haciendo viejo, pero tengo la sensación de que me amenaza algo, un peligro inminente.

Ésas fueron sus palabras: peligro inminente. No es una expresión que empleen habitualmente los camellos profesionales.

– Me siento como si en cualquier momento pudiese ocurrirme una desgracia. Que me arresten con pruebas aplastantes de todo lo que he hecho estos años. O que (más probable) uno de los mafiosos que ahora mandan en la ciudad me diga que no puedo seguir trabajando por libre y que tengo que ponerme a sus órdenes.

– ¿Mafiosos?

– Sí, usted no defiende a sujetos del crimen organizado y no lo sabe, pero las cosas se están poniendo muy feas. Han aparecido nuevos grupos que quieren el mando de toda la ciudad, se han aliado para controlar todos los barrios, sobre todo las extorsiones, la usura y, por supuesto, el tráfico de drogas. Y si alguien llega y me dice que tengo que ponerme a sus órdenes, bueno, creo que habrá llegado el momento de dejarlo y de buscarme un trabajo honrado.

– No sería mala idea. Puede que no esté pasando nada grave, que sea tu subconsciente el que te está diciendo que harías mejor en dejarlo.

– Ya. Mi mujer me dice también algo parecido. El problema es que con un trabajo normal se gana muy poco, y yo estoy ya muy mal acostumbrado.

– Tenéis la tienda, no os arriesgáis a pasar hambre. Y, además, tu hijo ya se está haciendo un hombre.

– Ya, puede que ése sea el auténtico motivo de todo esto. No me da miedo el trullo, pero me aterra que mi hijo se entere de lo que hago para ganarme la vida. Pero no creo que me haya dicho que venga a verle para hablar de mi futuro. ¿En qué puedo ayudarle?

– A decir verdad, no estoy muy seguro de para qué te necesito. No sé por dónde empezar.

– Inténtelo por el principio.

Era un buen consejo. Lo seguí y le conté toda la historia. Le dije que estaba intentando descubrir qué le había ocurrido a Manuela (de la que él no había ni oído hablar) y que las únicas perspectivas de conseguirlo estaban ligadas a Michele Cantalupi, un consumidor habitual y tirando a consistente de cocaína. ¿Conocía a Cantalupi? ¿Había sido alguna vez cliente suyo o había oído hablar de él por ahí?

– ¿Ha dicho Michele Cantalupi?

– Sí. No sé si el dato te será de ayuda, pero parece ser que es un tipo muy guapo.

– Michele. Me suena, pero tampoco es que sea un nombre muy raro. No tendrá una foto, ¿no?

– No, no tengo ninguna. Puedo intentar conseguir una. Pero, fotos aparte, me gustaría que me aclararas una cosa. Si este tipo traficara en ambientes bien, ¿tú lo conocerías?

– No tiene por qué. Obviamente, conozco a un montón de gente, pero la ciudad es muy grande y hay más gente que consume de la que usted se imagina. Hay veces en las que llevo cincuenta gramos a una fiesta y luego me entero de que se los han esnifado todos. En una sola noche, no sé si se hace cargo.

– ¿Te molesta si te pregunto algunas cosas sobre cómo funciona el sistema?

– No, claro. Usted es mi abogado y, además, es para algo importante. Pregúnteme todo lo que quiera, sin cortarse.

– ¿Cómo es posible que un chico que asiste a estas fiestas pase de ser un simple consumidor a…?

Me di cuenta de que emplear la palabra camello me costaba trabajo, como si me diese miedo ofender a Quintavalle que, de hecho, se dedicaba a ese oficio, definido con una palabra un tanto asquerosa. Él se dio cuenta de lo incómodo que me sentía.

– A convertirse en un camello. No se preocupe, abogado, no crea que me siento ofendido. El asunto sigue un mecanismo bastante típico. Imagine que un grupo de gente quiere comprar una cierta cantidad, para repartirla o para consumirla, todos juntos. Hacen una colecta y luego alguien se encarga de ir a comprarla. Entre otras cosas, la ley dice que comprar para el consumo propio no es delito y…, pero bueno, estas cosas no se las tengo que explicar a usted. Resumiendo, este chico, el que se encarga de comprar para su panda de amigos, se da cuenta en un momento dado de que puede sacarse un dinero. Así que empieza a comprar la farlopa por su cuenta y a revendérsela a los amigos un poco más cara. Luego, se corre la voz: ese chico puede conseguir droga rápidamente, siempre que haga falta puede recurrirse a él. Poco a poco, se va haciendo una clientela, conoce a más de un tío que le suministre, puede que fuera de la ciudad, que siempre es más seguro, y, bueno, así es cómo uno termina haciéndose camello.

– ¿Fue lo que te pasó a ti?

– Más o menos. A mí me pasaron también otras cosas, pero no creo que eso le interese ahora.

Asentí, como haciéndome cargo. En realidad, era para darme un respiro, porque después de la conversación estaba exactamente igual que antes. Durante unos segundos me sentí, con una intensidad insoportable, un perfecto e injustificable canalla. Luego, la sensación fue pasando, dejándome sólo una náusea de fondo, leve pero inexorable.

– Está bien, Damiano, gracias. Intento conseguir una foto del tipo este y te llamo.

– Yo, mientras, empiezo a hacer preguntas por ahí.

– Con cuidado, por favor, no corras riesgos.

Quintavalle me sonrió, mientras se ponía de pie para despedirse.

Su sonrisa quería decir que agradecía mi recomendación, pero que era totalmente innecesaria. No correr riesgos formaba parte de su forma de vida y de su trabajo desde hacía muchos años.

20

Llegado a este punto, me planteé cómo pedirle a Fornelli una foto de Cantalupi, y el asunto me pareció absurdamente difícil.

Apenas se lo pidiera, él, justamente, me preguntaría que para qué. No tenía ganas de responder a esa pregunta y de explicarle qué estaba haciendo. No de momento, al menos. Quizá me intimidaba decirle que me había puesto a hurgar en el ambiente de los traficantes, en el que evidentemente contaba con buenos contactos. Quizá no quería que mis veleidades de investigador se concretaran difamando objetivamente a alguien -Cantalupi- que lo mismo no tenía nada que ver ni con la desaparición de Manuela ni con el tráfico de drogas. Quizá me producía malestar la idea de que acudiese a los padres de Manuela y, para justificar la petición, les dijese que había buenas noticias y que el sabueso de Guerrieri estaba en la pista correcta, dándoles falsas esperanzas. O quizá, más sencillo, no quería que Quintavalle, al ver la foto, me dijese que no conocía de nada a ese tipo, acabando de golpe con mi brillante pista.

En vista de eso, me limité, simplemente, a dejar que pasara todo el fin de semana sin hacer la llamada.

El lunes siguiente fui al bufete después de una audiencia que se había alargado mucho. Era ya demasiado tarde como para ir a comer, pero también era demasiado pronto como para acudir a la primera cita. Así pues, me tomé un capuchino en la librería Feltrinelli y me compré un libro. Se titulaba Los misterios de Bari y la contraportada prometía el relato de algunas de las leyendas ciudadanas más impresionantes de Bari, con la reseña de los inquietantes hechos históricos que las habían originado.

Al salir de la librería, con la idea de estar todavía otra media hora a mis anchas, vi llegar al señor Ferraro, el padre de Manuela.

Caminaba con paso decidido, la vista al frente, justo en dirección hacia mí, y durante unos segundos pensé que estaba allí porque iba a verme y decirme algo. Preparé la cara para una expresión de saludo y los músculos del brazo para extenderle la mano y estrechar la suya.

Ferraro, sin embargo, me atravesó, literalmente, con la mirada, y pasó de largo. Sin verme, y su expresión, en apariencia vigilante pero, en realidad, abstraída y ausente, me produjo un escalofrío.

Me di la vuelta, lo miré durante unos segundos y luego, casi sin querer, empecé a seguirlo.

Al principio, actué con cautela, pero luego me di cuenta de que no hacía ninguna falta. Ferraro no miraba a su alrededor, mucho menos hacia atrás. Caminaba a buen ritmo, y la mirada con la que me había atravesado estaba dirigida sólo hacia delante, hacia el vacío. O hacia algún lugar peor que el vacío.

Llegamos a la calle Sparano y él giró hacia la estación.

Ni siquiera me pregunté qué estaba haciendo y por qué. Era presa de un instinto febril que me empujaba a seguirle, sin pensar.

Cuando me convencí de que no había reparado en mí ni siquiera si me plantaba delante de él, bloqueándole el paso -se habría limitado a evitarme y continuar su camino-, me volví más audaz y me acerqué mucho más a él, empecé a caminar casi a su lado, a no más de un par de metros de distancia.

Si alguien hubiese observado la escena desde lejos habría podido pensar, incluso, que íbamos juntos.

Mientras caminábamos me ocurrió algo singular. Me pareció percibir toda la escena -incluido yo mismo- desde un punto de vista distinto al mío. Una especie de visión disociada, como si me encontrase en un balcón, en un primer o segundo piso, situado a nuestras espaldas.

Lo que observé no me gustó. Hay algunas fotos, tratadas por ordenador, en las que todo está en blanco y negro y en el medio hay una mancha de color: un objeto, un detalle, una persona. La escena que estaba observando estaba tratada al revés. Toda ella estaba en color, era normal, pero en el centro había un ente en blanco y negro, casi fluorescente, y tristísimo. Ese ente era el padre de Manuela.

Sólo duró unos segundos, pero me heló el corazón como en una pesadilla.

Llegamos a los jardines de la plaza Umberto, dejamos atrás el Ateneo, alcanzamos la plaza Moro. Al llegar allí, se detuvo unos instantes frente a la fuente, en dirección contraria al viento, y me pareció que quería, deliberadamente, dejarse golpear por las salpicaduras del agua. Luego dejó atrás también la fuente, entró en la estación, se dirigió resueltamente al paso subterráneo, bajó, evitó a un mendigo, y subió al andén 5.

En el andén había gente aguardando el tren. Miré los paneles que indicaban qué tren estaba llegando y supe lo que ya había intuido.

Ferraro se sentó en un banco y encendió un cigarro. Sentí el impulso de acercarme a él y pedirle otro para fumar juntos. Tenía un paquete de Camel y me habría fumado con auténtico gusto un hermoso Camel para quemar, junto al tabaco y el papel, esa tristeza viscosa y desgarrada que me había infectado como si fuera una enfermedad.

Luego pensé que no debía estar allí: espiar a alguien, en términos generales, no es bonito. Espiar los recovecos de los demás, como el dolor que vuelve loco, es algo feo y peligroso. El dolor puede ser contagioso, lo sabía. Pese a todo, no me fui. Permanecí allí, con mi traje gris y mi cartera de abogado, y aguardé a que el tren procedente de Lecce, Brindisi, Ostuni, Monopoli llegara a la estación. Aguardé a que el señor Ferraro recorriese el andén mirando, uno por uno, a todos los viajeros que salían de los vagones. Aguardé a que las puertas se volvieran a cerrar y a que el tren se volviese a poner en marcha, y tuve que vencer la tentación de continuar siguiéndole, cuando él se enfiló de nuevo en la línea de sombra de las escaleras y del paso subterráneo para desaparecer.

Cuando estuve de nuevo en la plaza de la estación, reencendí el móvil. Lo había apagado en el juzgado y luego se me había olvidado encenderlo. Un mecanismo inconsciente de autodefensa, supongo.

Tenía muchas llamadas perdidas y bastantes mensajes. Uno de ellos decía lo siguiente:

«Su tel siempre apagado hablé con nicoletta llámeme y le cuento besos caterina».

21

La llamé enseguida, procurando ignorar el efecto que me había causado aquel «besos» al final del mensaje.

– Soy Guido Guerrieri, me he encontrado un mensaje…

– He llamado un montón de veces pero tu móvil estaba siempre apagado.

¿Tu móvil? ¿Ya no me hablaba de usted?

– Sí, estaba en el juzgado y lo tenía apagado. ¿Querías decirme algo?

– Sí, he hablado con Nicoletta.

– Bien, ¿le has pedido que hable conmigo?

– He tenido que llamarla varias veces. Al principio me ha dicho que no quería.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Se sentía confusa y ha dicho que no quería verse implicada.

– ¿Implicada en qué? Sólo quiero hacerle un par de preguntas.

– Eso mismo le he dicho yo. Le he insistido mucho y al final la he convencido.

– Bien, gracias. ¿Cómo hacemos, entonces?

– Dice que sólo está dispuesta a hablar contigo si yo la acompaño.

Permanecí unos segundos en silencio.

– Le he dicho que no tenía nada de qué preocuparse, que sólo querías hacerle algunas preguntas acerca de Manuela y, al final, como ella seguía negándose, le he dicho que podía acompañarla. Pensé que eso la tranquilizaría.

– ¿Y en qué hemos quedado?

– Tenemos que ir a verla a Roma, los dos juntos.

Esa respuesta me produjo un efecto totalmente esquizofrénico. Por un lado, me molestó que invadieran mi campo; por otro, me excitó ligeramente el tono de seducción, casi explícita, que había en las palabras de Caterina. No sabía qué decir y, como me ocurre siempre en estos casos, intenté ganar tiempo.

– De acuerdo. ¿Puedes pasarte esta tarde por el bufete? Así lo hablamos con calma.

– ¿A qué hora?

– Si no te viene mal, ya hacia el final de la tarde.

– ¿A las ocho y media es buena hora?

– Es una hora perfecta. Entonces, hasta luego, gracias.

– Hasta luego, adiós.

La conversación había concluido pero yo me quedé con el teléfono en la mano, mirándolo. Por la cabeza me estaba pasando un montón de pensamientos, y algunos de ellos no eran ni profesionales ni lícitos. Me sentí confuso y de la confusión, pensé, podía pasar muy fácilmente al ridículo. Entonces arrojé el teléfono al bolsillo, casi con rabia, y me apresuré en ir al bufete.

Tenía la tarde muy ocupada, así que se me pasó el tiempo rápido. Al día siguiente Consuelo tenía su primer juicio ella sola, en un juzgado de la provincia, y me había pedido que lo repasáramos juntos.

Era un juicio por robo improprio. Tres chicos que aún iban al instituto, uno de ellos mayor de edad, los otros dos menores, habían robado galletas, chocolate y refrescos en un supermercado. El vigilante se había dado cuenta y había conseguido interceptar a uno de ellos. Los otros dos volvieron para ayudar a su amigo y se produjo una pelea bastante violenta. Habían conseguido escapar, pero la escena la presenciaron muchos testigos y los carabinieri los localizaron en unas pocas horas. Los dos chicos por debajo de la edad penal en el momento de los hechos pasaron a disposición del tribunal de menores. Nuestro cliente era el mayor de edad. Acudió a nosotros después de que lo reenviaran a juicio, cuando llegar a un pacto -la mejor elección en un caso de este tipo- ya no era posible. La defensa que habíamos acordado era hacer recaer sobre uno de los dos menores de edad que, mientras tanto, habían obtenido el perdón judicial, es decir, que ya no se arriesgaban a nada, toda la responsabilidad de la agresión al vigilante. Entre paréntesis, no había que excluir que ésta fuera la verdad, dado que uno de los menores en cuestión era jugador de rugby y pesaba al menos noventa kilos.

Al día siguiente yo iba a estar ocupado en el Tribunal Superior de Lecce, así que decidimos que el juicio por el robo de galletas fuera el primero del que Consuelo se iba a ocupar ella sola.

Mientras me resumía el contenido de sus notas para el día siguiente, mi concentración se desgranó, como me ocurre muchas veces, y comenzó a perseguir un recuerdo.

Éramos un grupo de adolescentes de 4º curso, en una tarde de invierno. Estábamos dando vueltas por la ciudad sin saber qué hacer, aburriéndonos de esa forma en la que uno sólo se aburre cuando tiene todo el tiempo del mundo.

En un momento determinado, uno de nosotros -Beppe, creo que se llamaba- dijo que sus padres no estaban en la ciudad y que podíamos ir a su casa a escuchar música y, quizá, a gastar alguna broma por teléfono. Algún otro dijo que antes, sin embargo, teníamos que hacernos con algo de comida y bebida.

– Pues vamos a robar a un supermercado -dijo un tercero.

Nadie tuvo nada que objetar a la propuesta, es más, fue acogida con entusiasmo: por fin se iba a producir un vuelco excitante en aquella tarde tan aburrida. Yo no había ido a robar en mi vida, aunque sabía de sobra que algunos de mis amigos se dedicaban habitualmente a realizar ese tipo de hazaña. Era la primera vez que me veía implicado en algo así, la idea no me hacía ninguna gracia, pero no tuve valor para decir que no. No quería que, una vez más, se confirmase el juicio de mis amigos, para los que mi nombre de batalla era: El Que Se Caga En Los Pantalones.

Me sumé, pues, a la mayoría, aunque a medida que nos acercábamos al supermercado elegido para perpetrar el robo, notaba cómo crecía en mi interior una inquietud formada, a partes iguales, por el miedo a que algo saliera mal y una vergüenza reptante y preventiva.

La cosa empeoró cuando entramos en el supermercado. Mis amigos se desplegaron entre las estanterías y empezaron a llenarse de cosas los bolsillos de los pantalones, las cazadoras, hasta los calcetines. Actuaban frenéticamente, como hormigas enloquecidas, cogiendo la mercancía y escondiéndosela con toda desenvoltura, sin mirar siquiera a su alrededor para comprobar que no los estuviera viendo nadie.

Yo, en cambio, me había quedado inmóvil frente a la estantería de los bollos y los chocolates. Tenía una bolsa de barritas de chocolate en la mano y la sopesaba, lanzando miradas furtivas a derecha e izquierda. No había nadie a la vista, y yo me repetía que ése era el momento oportuno para deslizar la bolsa dentro de los calzoncillos y acabar de una vez con el asunto. Pero no lo conseguía. No lograba dejar de pensar que, en el instante mismo en que lo hiciera, alguien asomaría desde alguna parte, daría la voz de alarma, llegarían los vigilantes, y, en una fracción de segundo, yo me vería esposado y en dirección al correccional, hundido en la humillación y la vergüenza.

No sabría decir cuánto tiempo permanecimos en aquel supermercado. En un momento dado, Beppe se reunió conmigo, mientras yo estaba mirando como un autista un paquete de galletas rellenas de mermelada, y me dijo, con tono agitado, que teníamos que irnos antes de que la situación se pusiese peligrosa. Precisó que uno del grupo, un tal Lino, se estaba pasando de la raya, igual que otras veces. Había cogido demasiadas cosas, se estaba arriesgando a llamar la atención y a que todo se fuera a la mierda. Palabras textuales. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Astuta y cobarde.

– Beppe, vamos a hacer lo siguiente: yo compro algo, mientras pago entretengo a la cajera y vosotros aprovecháis para salir sin problemas.

Beppe me miró durante unos instantes con expresión perpleja. No entendía. ¿Yo era un auténtico hijo de puta o, lo que debía parecerle más verosímil, un cagado que quería ir de listillo? Probablemente, no encontró la respuesta, pero tampoco era ése el momento más apropiado para hacerlo.

– Vale, llamo a los demás y les aviso. Estate dentro de un minuto en la caja; mientras pagas, nosotros nos piramos. Nos vemos en mi casa.

Sentí un enorme alivio. Había dado con la solución perfecta: no me portaba como un gilipollas y un inútil (adjetivos con los que, más de una vez, y no sin razón, me habían definido mis amigos), no corría, prácticamente, ningún riesgo, no cometía -pensé en esos momentos- ningún hurto. Sobre este último punto tengo que decir que entonces no tenía muy claros el concepto de complicidad y los principios básicos de la participación de otras personas en el delito.

Media hora después estábamos todos en casa de Beppe y la mesa del comedor estaba literalmente cubierta de galletas, latas de Coca-Cola, zumos de fruta, chocolatinas, caramelos, bollos, quesitos y hasta dos salami. En medio de toda aquella mercancía robada destacaba, patético, el paquete de Ciocori que yo había comprado con mi dinero.

Me imagino que la escena, en su conjunto, debía parecer más bien ridícula, pero en esos momentos a mí me resultaba muy difícil apreciar el lado cómico del asunto. El momento de alivio ya había pasado, y ahora me encontraba enfrentado a la desagradable verdad: había contribuido a cometer un robo y era tan ladrón como los demás, sólo que, encima, yo era mucho más cobarde.

Los otros chicos comían, bebían y comentaban la hazaña. Yo estaba aterrorizado, temiendo que alguien se fijase en mi contribución y destripase los motivos. No llegó a ocurrir tal cosa, por suerte, pero al poco me resultó insoportable permanecer allí. Me inventé una excusa que no le interesaba a nadie y que nadie escuchó y salí corriendo. Dejando sobre la mesa el paquete de Ciocori.

– Guido, ¿me estás escuchando?

– Perdona, Consuelo, me he distraído. Me he acordado de una cosa que me había olvidado y…

– ¿Va todo bien?

– Sí, sí, todo bien.

– Parecías ausente.

– Me pasa de vez en cuando. Pero, últimamente, con más frecuencia que antes.

Ella no dijo nada. Parecía como si estuviese buscando las palabras adecuadas o el valor para hacer una pregunta. No las encontró ni lo encontró.

– No es nada preocupante, de todas formas. Puedes preguntárselo a Maria Teresa. De vez en cuando, parece que se me ha ido la cabeza, pero soy inofensivo.

Más o menos.

22

No di nuevas pruebas de desequilibrio mental, terminamos de estudiar el caso, Consuelo volvió a su despacho y, poco después, antes de la hora que habíamos acordado, llegó Caterina. Pasquale se asomó a mi despacho y me preguntó si podía recibir ya a la señorita o le decía que esperase hasta la hora de la cita. Le dije que la hiciera pasar, claro, pero esa falta de puntualidad a la inversa me produjo una leve e incomprensible sensación de molestia.

– Llego antes de tiempo, si tienes cosas que hacer puedo esperar. Por otra parte me he dado cuenta de que te…, de que le…, bueno, de que por teléfono le he tuteado -dijo mientras se sentaba frente a mi mesa.

– No te preocupes, ya he terminado con los otros asuntos. Y por lo del tuteo, tranquila, cero problemas.

¿Cero problemas? ¿Pero cómo estás hablando, Guerrieri? ¿Te has vuelto loco? Después de ese «cero problemas» ya sólo te quedan tres pasos: «darle una torta», «a nivel de música, el concierto estuvo bien», y «pienso de que sí» para irte de cabeza al Infierno de Dante, al círculo de los asesinos del idioma.

– Es que tenía cosas que hacer y me he dado más prisa de lo esperado. En vista de eso, he decidido venir aquí, total, lo peor que podía pasar es que tuviera que esperar un poco.

Asentí, esforzándome en mirarle la cara y no la blusa blanca, de corte masculino, y generosamente desabrochada, que llevaba debajo de una cazadora negra de cuero. Sospecho que mi expresión no era lo que se dice la más inteligente de las que soy capaz.

– Me has dicho por teléfono que Nicoletta no quería verse implicada. ¿Ha dicho eso exactamente?

– Sí, eso es lo que ha dicho. Estaba bastante nerviosa.

– Pero, ¿por qué? ¿En qué teme verse implicada?

– No lo sé. He pensado que no era una buena idea preguntárselo por teléfono y que, si quiero ser de ayuda, lo mejor era convencerla para que hablase contigo.

– Pero, ¿ha sido ella la que te ha pedido que la acompañes?

Antes de contestar, Caterina se apartó el pelo de la frente y echó ligeramente la cabeza hacia atrás.

– No es que me lo haya pedido, o que yo se lo haya propuesto. Me explico, hemos hablado, he notado que le costaba decirme que sí y se me ha ocurrido esa idea, que yo estuviese con ella mientras hablaba contigo.

Había algo en el discurso y los gestos de Caterina que se me escapaba, que no conseguía que me cuadrara, y que hacía que me sintiera a disgusto, como si en la escena hubiera un objeto fuera de su sitio y yo no lograra averiguar cuál era. Como si no tuviese el control de la situación.

– ¿Y en qué habéis quedado?

– Le he dicho que iríamos a Roma, nos veríamos, tú le harías algunas preguntas y que, vamos, no le iba a llevar mucho.

– ¿Te ha preguntado qué tipo de preguntas iba a hacerle?

– Le he contado lo que me has preguntado a mí, pienso que será más o menos lo mismo.

Evidentemente, íbamos a hacer lo que ella había decidido y programado. Casi sin darme cuenta, pensé que tendría que ocuparme personalmente de comprar los billetes y, en general, de organizar el viaje. No podía encargárselo a Pasquale o, peor aún, a Maria Teresa. Sólo de pensar en las embarazosas explicaciones que iba a dar me sentía en una situación insoportable. Pensé que me dirigiría a una agencia que no fuera con la que trabajaba habitualmente, para evitar que me hicieran preguntas enojosas. Pensé que me estaba precipitando hacia un interesante torbellino de reflexiones paranoicas. Caterina me interrumpió.

– ¿Has hablado con alguien más, mientras tanto? ¿Has descubierto algo?

– Descubierto no es el término exacto. Estoy haciendo algunas comprobaciones sobre el tema de la droga, aunque no tengo ni idea de a dónde puedan llevarme.

– ¿Qué tipo de comprobaciones?

– Bueno, soy abogado. Tengo algunos contactos y estoy haciendo preguntas por ahí.

– ¿En el mundo de los traficantes, quieres decir? -preguntó Caterina, apoyando las manos sobre la mesa y empujándose hacia mí. Estuve a punto de hablarle de Quintavalle, pero pensé que no era buena idea entrar excesivamente en detalles.

– No, por ahí, ya te he dicho, un poco a voleo, para ver si aparece un hilo del que tirar…

Caterina permaneció apoyada en la mesa durante unos segundos, mirándome. Me pareció percibir un chispazo en su mirada y pensé que estaba a punto de insistir y preguntarme algo más: en ese instante comprendí que había decidido utilizarme. Para descubrir qué le había pasado a su amiga, me dije. La idea me produjo una sensación indefinible, intenté descifrarla, pero no lo conseguí. Pasaron bastantes segundos antes de que ella rompiera el silencio.

– ¿Cómo quedamos, entonces? Yo estoy libre los próximos días, así que por mí podemos ir mañana mismo.

– Mañana tengo un juicio importante y no puedo faltar. Podíamos ir pasado mañana.

– ¿Cómo vamos?

– Lo mejor es ir en avión. Es lo menos cansado, si queremos hacerlo todo en el día. Salimos por la mañana, vemos a Nicoletta, y volvemos por la tarde, en el último vuelo. Como es lógico, los billetes y los gastos del viaje corren de mi cuenta.

– Tampoco tenemos por qué darnos ese palizón en un solo día. Llamo ahora a Nicoletta y le pregunto cuándo podemos quedar. Según lo que me diga, decidimos a qué hora salimos y si nos quedamos a pasar la noche en Roma.

Lo dijo en un tono muy natural y práctico: el propio de quien, sencillamente, está organizando un viaje de trabajo. La alusión a la posibilidad de pasar juntos la noche en Roma, sin embargo, me dejó sin aliento.

Caterina intentó llamar a Nicoletta, pero no tenía el móvil operativo, así que le envió un mensaje.

– Si te viene bien así, en cuanto Nicoletta me conteste te llamo para contarte, y ya decidimos.

– Pero tú no tienes…, ¿a alguien? -Me di cuenta de que no conseguía encontrar la palabra adecuada, lo que hizo que me sintiera, inesperadamente, un viejo y un indiscreto.

– ¿Te refieres a un novio, un amigo?

– Sí.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– No lo sé, se me ha ocurrido de repente al pensar que estamos organizando un viaje y que, bueno…

Me di cuenta de que estaba a punto de encallar. También ella se dio cuenta y no hizo nada para sacarme de aquella situación embarazosa. Es más. Me dirigió una sonrisa que, a primera vista, podía parecer juguetona y desenfadada, pero que no lo era en absoluto.

– ¿Estás pensando en intentar seducirme, en Roma? ¿Tengo que preocuparme?

Vacilé durante unos instantes, como cuando tienes los puños bajos y te propinan un gancho en plena cara. También noté un ligero rubor en las mejillas y pensé que seguía siendo el mismo gilipollas inútil de treinta años atrás, en aquel supermercado.

– Por supuesto. Haríamos una pareja perfecta. Es más, ahora mismo estaba a punto de pedirte que te casaras conmigo.

La defensa era flojísima, pero tenía que recuperar el equilibrio de alguna forma.

– Te lo preguntaba porque a tu novio, si lo tienes, puede que no le haga mucha gracia que te vayas de viaje con un hombre, entre otras cosas mucho mayor que tú.

– No tengo novio.

– Ah. ¿Y eso?

Antes de contestar, se apoyó en el respaldo del sillón y se encogió de hombros.

– Bueno, las historias empiezan y se acaban. Mi última historia se acabó hace ya algún tiempo y, por ahora, no busco sustituciones. Nada estable, por lo menos. Digamos que estoy en stand-by. Eso no significa, claro, que me pase el día encerrada en casa.

Luego, como si acabase de recordar que tenía algo que hacer, se apoyó en los brazos del sillón para levantarse y se puso en pie.

– En cuanto hable con Nicoletta y quede con ella para pasado mañana, te llamo. Así puedes ir organizando el viaje.

– De acuerdo -dije, poniéndome también de pie y rodeando la mesa para acompañarla a la puerta.

Hice ademán de ir a darle la mano pero ella, calculando perfectamente el tiempo, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. Un beso apenas insinuado, inocente. Tan inocente que me produjo escalofríos.

Cuando se fue intenté ponerme a trabajar de nuevo.

No lo logré y, sin darme cuenta, me encontré en medio de una serie de asociaciones mentales tan libres como previsibles. Me pregunté qué hotel elegir, en caso de que tuviéramos que quedarnos a pasar la noche en Roma. Obviamente, reservaría dos habitaciones, no hacía falta ni decirlo. Luego me dije que, siempre dentro de los límites de la decencia, portándome como un caballero y no como un viejo verde, podía ser agradable pasar una velada con una joven guapa. Si surge la oportunidad de pasar un buen rato, al margen del trabajo, no es un crimen aprovecharla. Además, no estamos hablando de una menor de edad. Elijo un restaurante bonito, con una buena carta de vinos y todo eso. Eso no quiere decir que vaya a tirarle los tejos. Es más, ni se me ocurre semejante idea. Yo no soy de ese tipo de hombres, dije en voz alta, mientras notaba un hormigueo en las piernas, que me temblaban, y en la nariz, que no dejaba de crecer, muy rápidamente.

23

A la mañana siguiente, al encender el móvil, me encontré el mensaje de Caterina: había hablado con Nicoletta y había quedado con ella al día siguiente, por la tarde. Así pues, no podía sacar billetes para ir y volver en el día y tenía que pensar dónde pasar la noche. Era exactamente lo que me esperaba, pero fingí -ante mí mismo, es decir, ante un público fácilmente engañable- que la noticia y las consecuencias que ésta comportaba me producían un moderado estupor.

Luego anestesié cualquier eventual regreso de consciencia preparándome para salir. A las ocho iba a pasar a recogerme el señor De Santis, mi cliente en el juicio que tenía esa mañana en Lecce.

El señor De Santis era un constructor que, como suele decirse, se había hecho a sí mismo: había empezado de peón albañil, a los catorce años, y, peldaño a peldaño, sin dejar que detalles banales, tipo pagar impuestos, cumplir las normas de seguridad en el trabajo, respetar las leyes urbanísticas, etcétera, obstaculizasen su ascenso social, se había convertido en un hombre muy rico. Era bajo, estaba ligeramente afectado de esoftalmía, tenía los bigotes teñidos de un color negro tan incongruente con su edad como ridículo, una mata de pelo que tenía toda la pinta de ser el resultado de un trasplante, y olía a after-shave de los años cincuenta.

Estaba acusado, según él injustamente, de haber realizado una parcelación fraudulenta en un área protegida, corrompiendo a algunos funcionarios municipales. Su interpretación de la iniciativa judicial por la que estaba encausado era que se trataba de un complot urdido por una banda de jueces comunistas.

Mi interpretación era que él era tan culpable como Al Capone y que si lograba que saliera absuelto (algo bastante improbable, por otro lado), antes o después, tendría que rendir cuentas ante alguna Autoridad Superior.

Había insistido en que fuéramos juntos a Lecce, en su coche, un Lexus de esos que cuestan casi lo mismo que un piso y que son casi igual de grandes, y no tardé mucho en arrepentirme por haberle dicho que sí. De Santis conducía con el mismo estilo, prudente y contenido, con que lo haría un taxista de Bombay; como banda sonora, se escuchaban, exclusivamente, grandes éxitos italianos de los años setenta. La música que emplean los norteamericanos en Guantánamo para conseguir que confiesen los tipos más duros de Al Qaeda.

Nos metimos en la autopista, De Santis alcanzó la velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora y se situó, de forma permanente, en el carril de adelantamiento. Si un coche no se apartaba a la derecha lo bastante rápido, De Santis tocaba un claxon que parecía la sirena de un remolcador y activaba un sistema de luces que recordaba al de las ambulancias de las películas americanas.

Viejo loco, disminuye la velocidad, no tengo interés ninguno en morir joven.

– De Santis, ¿por qué no va usted un poco más despacio? Vamos muy bien de tiempo.

– Me gusta la velocidad, abogado, no tendrá miedo, ¿no? Este cabronazo se pone a doscientos treinta por hora.

Me lo creo. Ve despacio, viejo loco.

– A mí, hay dos cosas que me gustan por encima de todo: esto -dijo, dando un golpecito sobre el volante con la mano- y las mujeres. ¿Cuántos años tiene usted, abogado?

– Cuarenta y cinco.

– ¡Qué suerte! Yo, setenta y uno. A su edad, yo escupía fuego.

– Perdone, ¿cómo dice?

– Que era puro fuego con las mujeres, qué iba a querer decir… No perdonaba a ninguna. La asistenta…, me la cepillaba. La secretaria…, me la cepillaba. La mejor amiga de mi mujer…, me la cepillaba. Hasta a una monja, una vez. No tenía…, cómo decirlo…, no tenía compasión, eso es.

Y sigues sin tenerla, me dije, pensando en cómo me estaba tratando y en que iba a tener que estar con él al menos cuatro horas más.

– No es que ahora me haya retirado, sigo corriéndome mis buenas juergas, pero antes…

No se expresó exactamente así. Fue más preciso e indicó el instrumento personal e intransferible con el que aún se corría sus buenas juergas. Asentí, con aire comprensivo y expresión de idiota, mientras reprimía la idea de imaginarme a mí mismo con setenta y un años, los bigotes teñidos, y hablando de las buenas juergas de las que todavía era capaz.

– ¿Está usted casado, abogado?

– No. Es decir, lo estuve, pero ya no.

– Entonces está usted libre. Pues un jovenzuelo como usted…

Temí que, llegados a este punto, me preguntase si yo tampoco perdonaba, qué sé yo, a mi asistenta. En mi caso, a doña Nennella, una fornida sesentona, de un metro cincuenta de estatura y provista de unas tetas, más que caídas cercanas al prolapso mamario, que situaban su talla en algún punto localizable mucho más allá de la XXL.

El pensamiento, lo reconozco, me produjo una cierta turbación. Me dije que tenía que refugiarme en el escondite zen de mi mente y hacer caso omiso de todos los estímulos procedentes del exterior. Me dije que si hacía eso, antes de que me diera cuenta, todo habría acabado.

De Santis advirtió mi silencio y pensó que quizá se debía a que estaba preocupado por mi salud. Obviamente, a un problema relacionado con el urólogo.

– No le pasará nada, ¿no?

– ¿Pasarme? ¿El qué? -contesté, mientras pensaba que quizá había llegado el momento de ser más selectivo a la hora de aceptar clientes.

Él se volvió hacia mí, desentendiéndose del detalle irrelevante de la carretera que teníamos por delante y por la que íbamos ya a ciento setenta kilómetros por hora. Miró hacia abajo, más o menos a la altura de mi asiento, y me guiñó un ojo. Las notas de los Teppisti dei Sogni invadían el habitáculo como melaza vaporizada.

– Todo bien, ¿no?

Para en la primera área de descanso que veamos y deja que me baje, viejo loco. Luego, ve a estamparte contra un árbol o un poste de la luz, eso sí, procurando no llevarte por delante a terceras víctimas inocentes.

No dije eso.

– Sí, todo bien, gracias.

A De Santis la respuesta no debió parecerle satisfactoria y consideró oportuno insistir, siempre dentro de la misma temática.

– ¿Y la próstata? ¿Se la revisa?

– La verdad es que no.

– Si va al urólogo, seguro que se la encuentran más grande de lo normal. Me parece que usted no va porque le da miedo, el urólogo, sabe, le mete el dedo…

– Sé en qué consiste una revisión urológica.

Siguieron unos minutos de silencio. Parecía como si la referencia a las revisiones urológicas hubiese puesto meditabundo a mi cliente. Me hice la vana ilusión de que el silencio durase hasta llegar a Lecce. Me equivocaba.

– ¿Ha tomado viagra alguna vez, abogado?

– La verdad es que no.

– Yo no salgo sin ella, aunque mi médico dice que no debo abusar, que es malo para el corazón. Pero, bueno, como yo le digo, no puede haber mejor muerte, si me tiene que dar un infarto, que me dé mientras me estoy tirando a una tía buena.

Siguió con el mismo tema hasta Lecce, y hasta la sala en la que se celebraba el juicio, y hasta que éste empezó. Sólo entonces De Santis se vio obligado a dejarlo. Escuchamos a los testigos, escuchamos al ayudante del fiscal y, a la hora de oír a los testigos de la defensa, el tribunal aplazó la vista. Al llegar ese momento, por si acaso había tenido alguna duda antes, ya estaba totalmente seguro de que mi cliente iba a ser condenado. Pero, pensando en mi salud mental -teníamos por delante el viaje de regreso-, consideré más prudente no comunicarle mi convencimiento al Hombre Que No Perdonaba a Ninguna.

Cuando por fin llegamos a Bari, ya por la tarde, le pedí que me dejara delante de una agencia de viajes, situada lejos del bufete y que no era con la que trabajo habitualmente. Compré dos billetes de ida y vuelta a Roma, reservé dos habitaciones en un hotel cerca de la plaza del Popolo, le expliqué a la empleada, a la que el asunto no pudo importarle menos, que iba en viaje de trabajo con una colaboradora y, en definitiva, me di cuenta de que me estaba portando como un criminal cuando planea su fuga.

Mientras salía de la agencia, recibí una llamada de Quintavalle.

– Buenas tardes, abogado.

– Buenas tardes, Damiano, ¿alguna novedad?

– Tengo una información que podría resultarle útil.

– Dime.

Quintavalle, sin embargo, permaneció en silencio, y un par de segundos después me di cuenta de la estupidez que acababa de decir. Y pensé en todas las veces en las que había tildado de mentecatos a los que hablaban por teléfono cuando habrían hecho bien en evitarlo y que luego terminaban con las esposas puestas.

– ¿Nos vemos y me lo dices en persona?

– ¿Me acerco a su bufete?

– Estoy en la calle, por la zona del paseo Sonnino. Si no estás muy lejos y no te viene mal, podíamos vernos por aquí, en un bar, quizá.

– Estoy con el vespino. ¿Nos vemos dentro de diez minutos en el Riviera?

– De acuerdo.

24

En unos pocos minutos llegué al Riviera, que a esas horas estaba semivacío. Me senté en una mesa del piso de arriba, desde donde se veía el mar hasta que se perdía la vista. Era exactamente el mismo sitio en el que me sentaba en la época de la universidad, con mis amigos, durante algunas tardes de interminables, insensatas, maravillosas conversaciones.

Recordé una de aquellas tardes en concreto. Habíamos salido del seminario de economía política y, después de una hora dando vueltas sin rumbo fijo, habíamos acabado en el Riviera. Estoy seguro de que, como de costumbre, empezamos hablando de chicas; no sé cómo, sin embargo, de las chicas pasamos a fantasear con personajes de novela: con cuáles nos identificábamos más, cuáles nos hubiera gustado ser. Andrea dijo que Athos, Emilio que Phillip Marlowe, yo dije que el Capitán Fracassa, Nicola dijo, por último, que él también aspiraba al papel de Athos. Siguió una animada discusión sobre cuál de los dos tenía más dotes para interpretar al conde de la Fère. Andrea sostenía que Nicola, debido al abuso de perfumes, podía, como mucho, identificarse con Aramis, pero que, para ser totalmente sinceros, todavía más con Milady. Esta precisión subió el tono de la disputa y Nicola aseguró que cualquier duda sobre su virilidad podían aclararla, con toda profusión de detalles, la madre y la hermana de Andrea.

Entrecerré los ojos y me pareció oír nuestras voces, intactas y auténticas, como me las restituía el archivo de la memoria. La voz profunda de Emilio; la nasal de Nicola; la acelerada, a veces con notas algo estridentes, de Andrea; la mía, que nunca he sido capaz de definir, estaban allí, aleteaban por el aire de la sala desierta para recordarme que los fantasmas existen y habitan entre nosotros.

Este recuerdo debería haberme puesto melancólico pero, en cambio, me produjo una ligera, inexplicable excitación, como si de repente el pasado no fuese pasado sino que formase parte de una especie de presente dilatado, simultáneo y acogedor. En aquel bar, mientras esperaba a un traficante de cocaína, me pareció, durante un instante, intuir el misterio sincrónico del tiempo y de la memoria.

Luego, el traficante de cocaína llegó y aquel insólito encantamiento se desvaneció tal y como había aparecido.

Pedimos dos capuchinos, y esperamos a que el camarero nos los llevase y desapareciese en el piso de abajo, dejándonos solos. Sólo entonces empezamos a hablar.

– ¿Y bien, Damiano?

– He estado haciendo preguntas por ahí y puede que haya dado con algo.

– Dime.

– Hay un chico, un chaval gay, que trapichea por las discotecas. En realidad es un híbrido entre camello y consumidor: la vende, sobre todo, para financiarse su consumo personal. Me ha dicho que conocía a un tal Michele que casi siempre tiene coca. Me ha dicho que a veces le ha comprado pequeñas cantidades y que otras, en cambio, se las ha pasado él. Es algo que ocurre entre pequeños traficantes: se la intercambian, cuando uno tiene le da al otro y viceversa.

– ¿Por qué has pensado que puede tratarse del Michele que nos interesa?

– Usted me ha dicho que el tal Michele es un tipo muy guapo, ¿no?

– Es lo que me han dicho de él.

– Mi amigo gay me ha dicho que este Michele está bueno que te cagas. Palabras textuales.

– Y supongo que no sabrá su apellido.

– No, pero con enseñarle una foto…

Justo. Con enseñarle una foto sería suficiente, así que tenía que dejarme de chapuzas y encontrar la forma de hacerme con una. Es decir, tenía que llamar a Fornelli. O, quizá, Caterina tendría alguna. Esto me hizo recordar que tenía que llamarla de todas formas para ponernos de acuerdo para el día siguiente.

– ¿Abogado?

– ¿Sí?

– Este chico no tendrá problemas por lo que le estoy contando, ¿no?

– ¿Te refieres a tu amigo gay?

– Bueno, no es que sea mi amigo, pero sí, me refiero a él.

– No te preocupes, Damiano. Lo único que me interesa es intentar descubrir qué le ha ocurrido a Manuela. Tú y yo ni siquiera hemos hablado, en lo que a mí respecta.

Quintavalle pareció aliviado.

– Perdone si le he dicho eso, abogado, pero es que…

Lo interrumpí con un gesto de la mano. Obviamente, entendía de sobra su preocupación, para alguien con su trabajo sólo el hecho de ir por ahí haciendo preguntas ya era peligroso. Le di las gracias, le dije que intentaría localizar una foto de Michele y que ya volvería a llamarle. Luego nos fuimos los dos a nuestros respectivos trabajos, más o menos honrados.

Llamé a Caterina de camino hacia el bufete, le dije que había hecho dos reservas para mañana, en el avión de las once, y que me pasaría a recogerla en coche a eso de las nueve y media. Le pregunté si la dirección era la misma que figuraba en el informe de los carabinieri y ella me dijo que sí, que era ésa, pero que podíamos quedar delante del Petruzzelli para mayor comodidad. Sentí una enorme sensación de alivio al pensar que no tenía que pasar por su casa, arriesgándome a que su madre o su padre -quizá más o menos de mi edad- me viesen, se enterasen de que su hija se veía con un salido de mediana edad y decidiesen intervenir con llaves inglesas, bates de béisbol o instrumentos análogos.

Recordé lo de la foto de Michele cuando estábamos a punto de colgar.

– Una cosa, Caterina.

– ¿Sí?

– No tendrás por casualidad una foto de Michele Cantalupi, ¿no?

Tardó un rato en contestarme, y, si el silencio pudiese tener entonaciones, el suyo lo habría definido un gran signo de interrogación.

– ¿Para qué la necesitas? -dijo por fin.

– Necesito que la vea una persona. Es mejor no hablarlo por teléfono, mañana te lo explico. ¿Crees que podrás encontrar alguna?

– Miraré, pero no creo que tenga ninguna.

– De acuerdo, hasta mañana entonces.

– Hasta mañana.

25

Nada más llegar al bufete, los asuntos pendientes me abdujeron como en una película de ciencia-ficción. Una criatura gelatinosa y viscosa me aspiró hasta su interior y me tuvo allí encerrado hasta el anochecer, cuando por fin se aburrió y me dejó libre, en las condiciones físicas y morales de un semi-digerido. Entre otras cosas, en vista de que el viaje a Roma del día siguiente era un compromiso no programado, tuve que reorganizar la agenda, disponer quién me sustituiría en los juzgados y cambiar varias citas de fecha.

Cuando llegué a casa, exhausto, le di sólo algunos puñetazos a Mister Saco, para expresarle mi amistad, pero no conseguí entrenar como es debido. Gasté más agua de la necesaria en darme una larguísima ducha caliente, con la puerta del baño abierta de par en par y Bruce Springsteen a todo volumen, y a eso de las once estaba otra vez en la calle, en mi bicicleta. Llevaba mi vieja cazadora de cuero negra, vaqueros descoloridos, zapatillas de deporte y, en definitiva, tenía el aspecto de lo que era: un señor que había pasado holgadamente de los cuarenta, que se viste como un jovencito, y que se cree que así le toma el pelo al tiempo.

Me dije que lo sabía de sobra y que me importaba un bledo. Aunque era consciente del mecanismo, el asunto me ponía de buen humor de todos modos.

Cuando entré en el Chelsea reconocí a bastantes clientes habituales, ellos me reconocieron a mí y alguno esbozó un gesto de saludo. Era el tipo raro que, aunque no era gay, venía con frecuencia él solo, a comer, beber, y escuchar la música. Tuve una sensación de familiaridad que me gustó mucho, como si, de alguna forma, ese lugar se hubiera vuelto mío. Una sensación protectora.

Eché un vistazo alrededor pero Nadia no estaba. Me sentí un poco mal por eso y estuve a punto de preguntar por ella a la de la barra, pero su expresión, tan cordial como un cabezazo en la nariz, me disuadió de ello.

Así pues, me senté, comí un plato de orecchiette con chantarelas y me tomé un vaso de primitivo, logrando concentrarme exclusivamente en la comida y la bebida.

Nadia llegó justo cuando yo ya me iba.

– Hola, Guido -dijo alegremente -. He tenido que ir al cumpleaños de una amiga. Una chica muy maja, pero con los amigos más aburridos del mundo. Había un catering alucinante, con timbales de pasta al horno en moldes de estaño. Un colega tuyo, uno con caspa y su buena curva de la felicidad, me ha tirado los tejos. ¿Te vas ya?

– Bueno, sí, son las doce y media.

Me di cuenta de que mi tono de voz acusaba un ligero resentimiento, como si el que ella no estuviera allí cuando yo había llegado hubiese sido una deliberada falta de cortesía hacia mi persona. Ella, por suerte, no se dio cuenta.

– Ya, siempre se me olvida que los demás trabajan por la mañana y que tienen que levantarse temprano.

– En realidad, mañana puedo levantarme más tarde. Voy a Roma, por un tema de trabajo, y el avión sale a las once.

– Entonces quédate un poco, anda… Tengo que recuperarme de la fiesta. Te daré para que pruebes algo.

– ¿Una nueva marca de absenta?

– Algo mejor. Dame unos minutos para ver si necesitan ayuda por aquí, aunque yo diría que no, y me siento un rato contigo.

Cinco minutos después estaba sentada en mi mesa con dos vasos y una botella con la etiqueta anticuada y atractiva.

– Has cenado, ¿no? Esto no se puede beber en ayunas.

– ¿Qué es?

– Un whisky irlandés. Se llama Knot. Pruébalo y dime qué te parece.

No parecía un whisky. Estaba perfumado como un ron y recordaba, sin ser empalagoso, al Southern Confort.

– Está bueno -dije después de vaciar el vaso.

Ella me lo rellenó y se sirvió a su vez una dosis generosa.

– A veces pienso que esto me gusta demasiado.

– A veces yo pienso lo mismo.

– Está bien, nos plantearemos el problema otra noche. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Así que mañana te vas a Roma… Una de estas semanas iré yo también. A saludar a alguna amiga y a gastar un poco de dinero.

Me pregunté cómo podía sacar el tema de mi investigación y de las preguntas que quería hacerle, pero no daba con las palabras apropiadas. Fingí que estaba concentrado en el whisky y en su color oro pálido, pero evidentemente debía parecer más falso que un billete del Monopoly.

– ¿Quieres preguntarme algo? -dijo ella, ahorrándome, al menos, una parte del trabajo. Me pregunté durante unos instantes si debía contarle una mentira, una cualquiera; me respondí a mí mismo que era una pésima idea.

– Sí, la verdad es que sí.

– Dime entonces.

Le conté, sintetizando todo lo que pude, la historia completa, aunque omití los detalles que, a mi juicio, no eran fundamentales. Entre estos detalles no fundamentales y, por lo tanto, dignos de ser omitidos, incluí la modalidad de mi viaje a Roma. Vamos, que no le dije que no iba a ir solo.

Cuando llegó el momento de hacerle la pregunta por la que estaba allí no conseguí evitar mirar alrededor con aire circunspecto.

– Así que me preguntaba si entre los clientes del Chelsea no habrá alguno que esté relacionado con ese mundo, con la cocaína y el tráfico de drogas, quiero decir. Que quede claro: no tengo ninguna idea concreta. Cuando mi cliente me ha dicho que había recabado información de un amigo suyo gay se me ha ocurrido que podía preguntarte a ti y ver si, por un casual, salía a relucir algo que me fuera útil.

– No sé cómo ayudarte, la verdad. Si alguno de mis clientes tiene algo que ver con la droga (algo bastante probable), yo no sé nada. Aquí, obviamente, no la consumen (tendrían que vérselas con Hans y con Pino), y nunca hemos notado actividades sospechosas, como alguien vendiéndola fuera del local. Ya no sé nada de ese tema.

– ¿Por qué has dicho «ya»?

– Bueno, en mi otra vida era frecuente ver farlopa. Varios clientes la consumían y yo conocía a alguno que la vendía, aunque no la he esnifado nunca, menos aún comprado. Te estoy hablando de hace mucho, en cualquier caso. Es un mundo que sólo rocé y del que ahora estoy alejadísima. Siento no poder ayudarte.

– No te preocupes. Era una idea estúpida, de detective aficionado.

Seguimos charlando mientras el local se iba quedando vacío. Luego se fueron también los empleados, uno por uno, y nos quedamos solos, con la mayoría de luces apagadas y la música escuchándose aún, a un volumen bajo. Ella fue a recoger a Pino-Baskerville del coche y lo metió dentro para que estuviera con nosotros. Pareció acordarse de mí porque se me acercó, se dejó acariciar, y luego se tumbó debajo de la mesa.

– A veces me gusta quedarme aquí sola con Pino, después de cerrar. El local se transforma, se vuelve distinto. Y, además, puedo fumar porque cuando está cerrado ya no es un lugar público. Es mi casa, y en mi casa hago lo que quiero. Pino no tiene problemas con el tabaco y no protesta.

– ¿Puedo soltar una idiotez?

– Suéltala. Tú mismo.

– ¿Sabes que me parece increíble que hasta hace unos pocos años se pudiese fumar en los bares y los restaurantes? Me cuesta hasta recordarlo, tengo que hacer un esfuerzo y repetirme que el tabaco existía y que había lugares donde el aire era irrespirable. Es como si la prohibición interfiriese en mis recuerdos, manipulándolos.

– No sé si eso último lo he entendido muy bien.

– Te lo explico con un ejemplo. Hoy por la tarde estaba sentado en un bar, esperando a una persona. Mientras estaba allí, solo, me he acordado de una vez en la que, hace muchos años, estuve en ese mismo bar con unos amigos. Era la época de la universidad y al menos tres de nosotros fumábamos, seguro. Y, seguramente, durante aquella tarde de hace muchos años, nos fumamos varios cigarrillos. Sin embargo, en la escena que me ha venido a la cabeza no había tabaco, como si la prohibición tuviese una especie de efecto retroactivo sobre los recuerdos.

– Efecto retroactivo sobre los recuerdos. Dices cosas extrañas. Pero bonitas. ¿Por qué te has acordado justo de esa tarde?

– Hablábamos de novelas y de sus personajes. Cada uno de nosotros iba diciendo con qué personaje de novela se identificaba más.

– ¿Y tú, con qué personaje te identificabas?

– Con el Capitán Fracassa.

– ¿Ahora también?

– No, no creo. El Capitán Fracassa sigue siendo uno de mis personajes preferidos, pero si hoy jugase a lo mismo diría otro.

– ¿O sea?

– Charlie Brown, Carlitos, sin ninguna duda.

Soltó una carcajada repentina, como una pequeña explosión.

– Venga, en serio, dime tu personaje.

– Charlie Brown, de verdad.

Dejó de reírse y me miró a la cara para comprobar si estaba bromeando o hablaba en serio. Llegó a la conclusión de que no bromeaba.

– Hemos dicho personajes literarios.

– ¿Sabes lo que dice Umberto Eco de Schulz?

– ¿Qué?

– No estoy seguro de reproducir la cita exacta, pero la idea es ésta: si poesía quiere decir capacidad para llevar la ternura, la piedad, la maldad a niveles de extrema transparencia, como si una luz pasase a través, entonces Schulz es un poeta. Y yo añado: Schulz es un genio.

– ¿Por qué Charlie Brown?

– Como sabes, Charlie Brown es el prototipo del perdedor. Su equipo de béisbol no gana jamás un partido, los otros niños se burlan de él, y él está perdidamente enamorado de una niña (la niña pelirroja) a la que nunca se ha atrevido a dirigirle la palabra y que ignora hasta que Charlie existe…

– ¿Y qué tiene que ver contigo un pobre desgraciado como Charlie Brown? No consigo imaginarme…

– Espera, déjame acabar. ¿Has leído esa serie de tiras en la que se va de campamento con la cara cubierta por una bolsa de papel, con dos agujeros para los ojos?

– No.

– Cuando Charlie Brown se pone una máscara, se disfraza con una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos, de repente, incomprensiblemente, se vuelve simpático, popular, los otros niños del campamento acuden a él para pedirle ayuda o consejo. En definitiva, se convierte en otro. Pocos libros me han hecho sentirme tan identificado con lo que cuentan como ese álbum de los Peanuts. Charlie Brown, convirtiéndose en alguien sólo cuando lleva la cara cubierta con una bolsa de papel, soy yo.

Permaneció en silencio, mirándome. El perro, debajo de la mesa, se dio la vuelta, voluptuosamente, sobre un costado y emitió unos sonidos que parecían los ronroneos de un gato gigantesco. Keith Carradine cantaba en voz baja «I am easy».

– A mí me gusta leer, pero siempre me ha resultado más fácil identificarme con los personajes de las películas. El cine es lo que más me gusta. Me gusta todo, lo que más, el momento en que se apagan las luces de la sala y la película está a punto de empezar.

Tenía razón. Cuando se apagan las luces y todo está a punto de empezar es un momento perfecto. Durante un rato, permanecimos en silencio. Yo dejé vagar la mirada por los carteles de películas colgados de las paredes.

– ¿Dónde los compras? -le pregunté al cabo de unos minutos.

– Te anticipo que son casi todos originales. Sólo son reproducciones algunos de los más antiguos. Empecé a coleccionarlos hace ya bastantes años, entonces había que buscarlos en chamarilerías, viejas distribuidoras, librerías especializadas en cine. Ahora se encuentra todo en internet. Pero a mí me gusta todavía ir a buscarlos a esos sitios polvorientos.

Había de todo; desde La dolce vita a Manhattan, desde Nuovo Cinema Paradiso a El club de los poetas muertos, con Robin Williams llevado a hombros por los alumnos, sobre un fondo amarillo que parecía oro repujado.

– Seré muy simple, pero al final de esa película, cuando los chavales se ponen de pie sobre los bancos, tuve que hacer un esfuerzo enorme para no echarme a llorar -dije, señalando hacia el cartel.

– Yo soy mucho más simple que tú y me ahorré el esfuerzo. Lloré como una niña. Y cuando volví a ver la película, volví a llorar exactamente de la misma forma.

– Hay una frase que siempre recuerdo de esa película…

– … «Capitán, mi capitán…»

– «… nuestro tremendo viaje ha acabado». Pero no me refería a ésa.

– ¿A cuál entonces?

– A una que Keating-Williams les dice a los chicos: «No importa lo que digan por ahí, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo».

– Sería bonito que eso fuera verdad.

– Quizá lo sea.

Ella adoptó una expresión de seriedad, como quien toma nota mentalmente de algo, y le gusta.

– Me gustan las películas que emocionan.

– A mí también.

– Yo conozco más que tú.

– ¿Hacemos una competición?

– De acuerdo. Empieza tú.

– El cartero, con Massimo Troisi y Philippe Noiret.

– La vida es bella, de Benigni. Mi escena preferida es en la que cita El gran dictador de Chaplin.

– Ya que hablamos de Chaplin, Candilejas.

– Beau geste.

– ¿Con Gary Cooper?

– Sí.

– Tienes razón, es el melodrama en estado puro.

– Te toca a ti.

– Carros de fuego. Mi escena preferida es ésa en la que el entrenador Moussabini, que no ha tenido el valor de ir al estadio, ve desde la ventana de su hotel cómo se eleva la bandera inglesa, comprende que Abrahams ha ganado, se echa a llorar y rompe su sombrero de un puñetazo de alegría.

– Million Dollar Baby. Clint Eastwood es un genio y, decididamente, también mi tipo.

– Braveheart, con Mel Gibson. La escena final. Él está en el patíbulo y grita «libertad» mientras el verdugo está ya con el hacha preparada. Unos segundos antes de que le ejecuten ve a su chica que avanza entre la multitud. Ella lo mira a distancia y le sonríe, y también él sonríe, un segundo antes del final.

– Ghost.

– Gladiator.

– La milla verde.

– La lista de Schindler.

– Estás apostando fuerte, ¿eh? Tal como éramos, todo, sobre todo la escena final y la banda sonora.

– Nuovo Cinema Paradiso. La secuencia de los besos censurados.

– Es verdad, es maravillosa. Según creo yo, el Oscar se lo dieron justo por esa idea, es la típica cosa que vuelve locos a los americanos. ¿Y qué me dices de la escena final de Thelma y Louise?

– ¡Es verdad! Maravillosa. En esa película hay una frase que siempre he soñado con poder pronunciar, algún día.

– ¿Cuál?

– Harvey Keitel está interrogando a Brad Pitt y, para convencerle para que hable, le dice: «Muchacho, tu infelicidad va a ser mi misión en la vida». Eso sí que es amenazar como está mandado.

– Te sigue tocando a ti.

– Jesucristo Superstar. María Magdalena cuando canta al lado de la tienda de Jesús, mientras él está durmiendo.

– «I don't know how to love him».

Mientras ella pronunciaba el título de la canción de María Magdalena, la prostituta enamorada de Jesús, me di cuenta de la metedura de pata que acababa de cometer.

Ella no hizo caso. Mejor dicho, hizo tanto caso que la volvió irrelevante.

– Como comprenderás, ésa es una escena en la que me vi muy reflejada.

Al llegar a ese punto, inevitablemente, se produjo una pausa.

– Bueno, yo me identificaba con María Magdalena, ¿y tú? -dijo Nadia por fin.

– Yo me identifiqué con los dos protagonistas de Philadelphia al tiempo, Denzel Washington y Tom Hanks.

– ¡Dios, la secuencia final, en la que están montadas todas las películas en súper-8 de Tom Hanks cuando era pequeño! La recuerdo como si la estuviera viendo ahora mismo. El columpio, los niños jugando en la playa, la madre vestida a la moda de los sesenta y con un pañuelo en la cabeza, el perro, él disfrazado de vaquero…, la música de Neil Young. Se te parte el corazón de una forma insoportable.

– La escena final es la más conmovedora, pero mi preferida es una del juicio, cuando Denzel Washington interroga a Tom Hanks.

– ¿Por qué es tu preferida?

– Si quieres, te la recito, así quizá lo entiendas mejor.

– ¿Recitármela? ¿Es que te la sabes de memoria?

– Más o menos.

– No me lo creo.

– ¿Te acuerdas de qué va la historia?

Me miró como si a un jugador del Grande Slam alguien le preguntara si se acuerda de cómo se da un revés. Levanté las manos en señal de rendición.

– Está bien, perdona. Entonces, estamos en el momento crucial del juicio, Denzel Washington interroga a Tom Hanks, que en la película se llama Andrew. La enfermedad está ya en una fase muy avanzada y a él le queda poco tiempo de vida.

»¿Es usted un buen abogado?

»Soy un excelente abogado.

»¿Qué le convierte en un excelente abogado?

»Amo el Derecho.

»¿Qué es lo que le gusta del Derecho?

»Muchas cosas… (tiene un momento de confusión, está enfermo, cansado)…, ¿qué es lo que más me gusta del Derecho?

»Sí.

»El hecho de que algunas veces, no siempre, pero a veces, se convierte en parte de la justicia. La justicia aplicada a la vida.

» Gracias, Andrew.

Tras un breve silencio, Nadia empezó a aplaudir.

No hacía algo así desde hacía mucho tiempo. Años atrás, me resultaba muy fácil repetir de memoria las palabras de las películas, las canciones, los libros, las poesías. Luego, por diversas razones, me fue resultando cada vez más difícil.

No hay nada que evoque con tanta fuerza la inquietante idea del paso del tiempo como presenciar el derrumbe de una habilidad con la que creías que ibas a contar para siempre. Es, más o menos, lo que ocurre en el gimnasio. Estás entrenando con alguien y ves, no sé, que el otro empieza con un golpe directo por la derecha. Sabes exactamente qué hay que hacer en esos casos, agacharte, esquivar, levantarte y contraatacar, todo en un mismo y fluido movimiento. Tu cerebro envía la orden al pecho y a los brazos, pero la orden llega con una fracción de segundo de retraso, el otro te golpea y tu contraataque es lento -eso te parece- y desajustado. No es una sensación tranquilizadora.

El hecho de que aquella noche los diálogos de la película me hubiesen brotado así de la memoria, con esa facilidad, esa nitidez, hizo que me sintiera bien. Como si hubiera retomado el contacto con algo esencial.

– ¿Cómo lo consigues?

– No lo sé. Siempre me he aprendido de memoria y repetido con facilidad las cosas que me gustan (y ese diálogo me gusta muchísimo), pero desde hacía un tiempo parecía como si hubiese perdido esa capacidad. Yo soy el primer asombrado de que haya conseguido hacerlo. Aunque habría que comprobar si el diálogo es así exactamente.

Ella me miró; parecía que estaba buscando las palabras apropiadas. O la pregunta apropiada.

– ¿Te gusta muchísimo porque te identificas con lo que dice Andrew?

– Creo que sí. Es algo de lo que no suelo hablar por ahí. Soy abogado por casualidad, siempre he observado mi trabajo como si fuera una concesión, casi con vergüenza. Y siempre me ha costado (ante mí mismo, así que imagínate ante los demás) reconocer cuánto me gusta.

Ella sonrió de una forma maravillosa. Una de esas sonrisas que te indican que la otra persona te está escuchando realmente. No dijo nada, pero no hacía falta. Me estaba animando a que siguiera.

– La verdad es que siempre he observado mi trabajo con una cierta suficiencia. Me matriculé en Derecho porque no sabía qué hacer. He tenido siempre una imagen estereotipada del oficio de abogado y me he negado el derecho a sentirme orgulloso de lo que hago. Nunca he tenido realmente el valor de revisar la idea infantil de que la abogacía es un trabajo éticamente dudoso. Un asunto de liantes y picapleitos.

– ¿Y no es así? Salvo contigo, no he tenido muchas experiencias con abogados.

– La verdad es que muchas veces sí que es así. La profesión está llena de granujas, liantes, semianalfabetos, incluso hay algún que otro delincuente. Por otra parte, tampoco hay escasez de sinvergüenzas entre los magistrados, o entre cualquier otra categoría. La cuestión no es si hay o no hay canallas e incompetentes, o si el oficio de abogado tiende a subrayar algunos de los peores aspectos de la inteligencia o de las personas.

– ¿Y cuál es la cuestión?

– La cuestión es que éste es un trabajo en el que puedes ser una persona libre. Es un trabajo que te permite cosas como…, eso es, hay pocas cosas comparables a obtener la absolución de un imputado que corría el riesgo de ser condenado a una pena altísima, puede que hasta a cadena perpetua, cuando sabes que es inocente.

– Yo no era inocente -dijo Nadia, sonriendo.

Era cierto. Técnicamente no era inocente. Había admitido el delito de favorecer la prostitución, es decir, de haber puesto en contacto a unas cuantas chicas guapas con otros tantos hombres ricos, percibiendo una compensación económica por su labor de intermediaria. Nadie se había visto obligado a hacerlo, nadie había sufrido chantaje alguno, nadie había salido herido. La idea de que se pueda acabar en la cárcel, de que te puedan privar de la libertad por cosas así, cada vez me indigna más.

– Si te hubieran condenado, habría sido injusto. No le habías hecho daño a nadie.

Estuve a punto de añadir algo que hubiera estado totalmente de más. Algo parecido a: en último término, has hecho un bien. Algo que, dirigido a una ex prostituta y ex madame, no es precisamente elegante. La frase me atravesó el cerebro, recorrió, velocísima, todos los estratos neuronales y llegó hasta el umbral de mis labios donde, en el último instante, conseguí bloquearla.

– Eres un buen abogado.

La entonación de sus palabras era casi imperceptible. Parecían un híbrido entre una pregunta y una afirmación.

– ¿Eso es una pregunta?

– Sí y no. Es decir, ya sé que eres bueno, recuerdo cuando el juez entró en la sala y leyó la sentencia… Jamás hubiese creído que, con todo lo que salía en las escuchas, fueran a absolverme.

– No podían ser utilizadas. Había un fallo de procedimiento que…

– Sí, lo sé, recuerdo palabra por palabra todo lo que dijiste en la exposición. Pero me parecía que eran cosas que decías, no sé, para demostrar que te ganabas el sueldo. Estaba segura de que el juez iba a condenarme, fue increíble que me absolviera. Fue como si me hubieran hecho un regalo que no me esperaba.

– Sí, bueno, la verdad es que salió bien.

– ¿Y sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Me hubiera gustado abrazarte en esos momentos. Estuve a punto de hacerlo, pero pensé que estaba loca y que te iba a poner en una situación muy incómoda, así que no hice nada.

Y luego, tras una pausa:

– En cualquier caso, era una afirmación, pero también una pregunta.

– ¿O sea?

– ¿Te consideras un buen abogado?

No contesté en el acto. Antes respiré profundamente.

– A veces. A veces me parece que las palabras, los conceptos, mi forma de actuar son los correctos. Si me comparo con la mayoría de mis colegas, pienso que soy más bien bueno, pero si me comparo con un estándar abstracto, entonces no. Me siento una especie de pillo, soy desordenado, ineficaz, con frecuencia no tengo ganas de trabajar, improviso mucho más de lo que sería aconsejable y prudente.

»Mi idea de un buen abogado es la de alguien que consigue mantener una disciplina, que si tiene que redactar algo (un recurso, por ejemplo, o una memoria) se sienta en su mesa y no se levanta hasta que ha acabado. Yo, en cambio, me siento y escribo un par de frases. Al poco, me parece que he equivocado del todo el enfoque, y empiezo a ponerme nervioso. Entonces, empiezo a hacer cualquier otra cosa, algo, obviamente, menos importante y urgente. O, incluso, salgo a la calle, voy a una librería y me compro un libro. Luego vuelvo al bufete y me pongo otra vez a escribir, pero, cómo decirte, con desgana, perdiendo el tiempo. No aprieto y escribo y produzco hasta el último momento. Y siempre me quedo con la sensación de que he hecho un apaño. Y de que he engañado a mi cliente. Y, en general, de que he engañado al mundo entero.

Nadia se rascó una sien, mirándome como se mira a un tipo realmente extraño. Luego se encogió de hombros.

– Estás loco. No encuentro una forma mejor de decirlo.

Ésa no había sido una pregunta. Era una afirmación y, de alguna forma, con ella el asunto se daba por concluido. Yo estaba loco, y no había una forma mejor de decirlo.

– ¿Y tú qué haces bien?

No sé por qué seguía metiendo la pata de esa forma. ¿Cómo podía haberle preguntado qué hacía bien a una mujer que había sido prostituta y actriz de películas porno?

– Me gustaría ser buena en algo, pero digamos que estoy todavía buscando en qué. Sé dibujar, incluso pintar, pero no diría que lo hago realmente bien. Sé cantar, entono bien, aunque mi voz tenga poca consistencia. Si escucho un tema soy capaz de reproducirlo al momento, hasta de grabarlo en una cinta. El oído es una de las cualidades que he desaprovechado.

La autocompasión la sacudió un segundo, pero consiguió controlarla enseguida.

– Y se me da bien escuchar a la gente. Me lo dice todo el mundo.

– Sí, ya me has contado que algunos de tus clientes lo que querían era, sobre todo, hablar. Querían contarte sus cosas sin sentirse juzgados.

– En efecto. Si le pagas a alguien por dedicarte su tiempo, no tienes que preocuparte por la prestación. Tanto si hablas como si follas. Tuve un cliente de unos cincuenta años que era guapísimo, rico, con éxito, con poder. Podría haber tenido gratis a todas las mujeres que quisiera; sin embargo, acudía a mí, pagando.

– Porque contigo no sufría ansiedad.

– En efecto. Me pagaba, así que no tenía que plantearse el problema de estar a la altura de las expectativas, tanto en lo referente a la conversación como en lo referente al sexo. No tenía miedo de mostrarse tal y como era.

Hizo una pausa, sonriendo, antes de proseguir.

– Digamos que podía quitarse la bolsa de papel de la cabeza.

La frase se quedó en el aire, disolviéndose luego lentamente en un polvillo ligero.

Teníamos las copas vacías y se había hecho muy tarde.

– ¿Nos tomamos la última y nos vamos a dormir?

Asentí, con aire grave y los ojos ligeramente neblinosos. Ella llenó los dos vasos, pero no me dio el mío. Se quedó con los dos delante de ella, como si tuviese que cumplir con una formalidad.

– ¿Sabes una cosa?

– ¿Sí?

– Me he dado cuenta de que cuando hablo contigo busco las palabras apropiadas.

– ¿Qué quieres decir?

– Es como si quisiera hacer un buen papel delante de ti. Busco las palabras apropiadas, intento decir cosas inteligentes.

No contesté. Todas las respuestas que se me ocurrían eran -precisamente- poco inteligentes. Así que, mejor evitarlas.

– Bueno, me he dado cuenta de eso porque quería hacer un brindis original, o ingenioso, o puede que las dos cosas a la vez, y no se me ha ocurrido nada.

Cogí mi vaso y lo choqué contra el suyo, que aún estaba en la mesa.

– Brindemos sin palabras -dije.

Tras unos segundos de vacilación, ella lo cogió, lo levantó mirándome con una sonrisa incierta, y los dos apuramos la copa.

Desde afuera, desde la oscuridad, nos llegaban los ruidos atenuados y casi abstractos de un tiempo suspendido.

26

Al día siguiente me quedé en la cama un poco más de lo habitual; al despertarme, me di cuenta de que el whisky de la noche anterior no se había evaporado del todo de mi cabeza. Para exorcizarlo decidí tomarme un desayuno sanísimo, con yogur, cereales y mi habitual café con leche, largo de café. Rompí el cerco que me asediaba la cabeza con una aspirina, me duché y afeité, me cepillé los dientes con excesiva saña, metí dos o tres cosas en una bolsa de viaje, me despedí de Mister Saco, fingiendo no reparar en su expresión de perplejidad, y me fui a buscar el coche.

Llegué a la cita con unos minutos de retraso y Caterina ya estaba esperándome. Los dos íbamos vestidos de la misma forma. Vaqueros, chaqueta azul y camisa blanca. Nuestras bolsas de viaje también eran parecidas. Se diría que íbamos de uniforme y me pregunté si eso nos haría más visibles, o menos, en el aeropuerto.

– ¡Qué pasada de coche! -dijo ella, después de abrocharse el cinturón de seguridad, mientras nos poníamos en marcha hacia el aeropuerto.

– No lo uso apenas, se pasa la vida en el garaje. Prefiero la bici, o ir a pie.

– Qué desperdicio. Entonces, cuando volvamos de Roma me llevas de excursión a algún sitio y me dejas conducir a mí.

– ¿A qué hora hemos quedado con Nicoletta?

– Tengo que llamarla en cuanto lleguemos a Roma. Por cierto, ¿tenemos un techo bajo el que pasar la noche?

– He reservado dos habitaciones en un hotel que está cerca de la plaza del Popolo.

– Entonces tendremos que coger un taxi para ir a ver a Nicoletta. Vive por la zona de la vía Ostiense.

Y, luego, tras una breve pausa:

– ¿Por qué has reservado dos habitaciones? Podías haber reservado una nada más, y te ahorrabas las pelas. ¿O es que te da miedo quedarte a solas conmigo?

Acabábamos de incorporarnos a la 16 bis y había muchísimo tráfico, pero no conseguí evitar girar la cabeza para mirarla. Ella rompió a reír.

– No pongas esa cara, hombre, estaba de broma.

Intenté dar con la frase adecuada para responderle, pero no la encontré. En vista de eso, me concentré en la conducción. Tenía un gigantesco camión sin remolque justo delante de mí y, apenas inicié las maniobras para adelantarlo, el conductor viró bruscamente para adelantar a otro camión. Frené, tocando frenéticamente el claxon, Caterina dio un grito, comprobé por el espejo retrovisor que no viniese nadie, veloz y distraído, por detrás, evité por milímetros no chocar contra aquel monstruo, y sentí en la espalda, en la cara, en todo el cuerpo, una especie de golpe virtual y aterrador.

Cuando el monstruo regresó al carril derecho y lo adelanté, Caterina bajó la ventanilla y le enseñó el dedo; no dejó de hacerlo hasta que nos alejamos lo bastante como para que, presumiblemente, ya no pudiera vernos. Por regla general, no estoy de acuerdo con estas manifestaciones críticas, sobre todo si el criticado pesa más de cien kilos. Esta vez, sin embargo, la maniobra había sido tan suicida que no tuve ánimos para reprender a Caterina, es más, estuve a punto de solidarizarme con ella.

– ¡Qué hijo de puta! Odio esos camiones, son unos asesinos -dijo ella.

Asentí, dejando que mi cuerpo empezase a reabsorber la adrenalina y la noradrenalina. Como suele ocurrirme en estos casos, un pensamiento tan desagradable como idiota se abrió paso en mi cabeza. Si hubiésemos sufrido un accidente y hubiera intervenido la policía, se habría descubierto que yo estaba yéndome de viaje a Roma con una chica de veintitrés años, sin decírselo a nadie, es decir, con intenciones más que equívocas. Si hubiese muerto en el accidente, no podría haberle explicado a nadie los motivos de aquel viaje y, en el recuerdo de la gente, mi final y mi imagen habrían quedado asociados para siempre, indisolublemente, a un patético viaje, con trasfondo sexual, con una joven a la que le llevaba más de veinte años.

Esta reflexión demencial me trajo el recuerdo de algo ocurrido muchos años atrás.

Uno de los amigos con los que quedaba habitualmente en los años ochenta y noventa decidió casarse. Era el primero de nuestro grupo que tomaba esa decisión, y nos pareció buena idea organizarle una despedida de soltero. En aquella época, y dado que se trataba de la primera vez, no sabíamos a qué abismo de dolor y tristeza estábamos dispuestos a asomarnos. Alguno dijo que teníamos que contratar unas putas o, al menos, a unas bailarinas de streap-tease, para que la fiesta de despedida de soltero fuese un éxito rotundo. Todos, o casi todos, estuvieron de acuerdo, pero cuando llegó el momento de pasar a la acción nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros tenía los contactos, la capacidad, e incluso la cara que hacían falta para contratar a unas putas o a unas streappers. Tuvimos una nueva reunión y decidimos plegar velas y conformarnos con ver películas porno, que eran mucho más fáciles de conseguir y no daban lugar a situaciones embarazosas. Cada uno de los organizadores aportó un vídeo y luego, no recuerdo ahora por qué, se me encargó que fuera yo el que transportara a la fiesta aquel cargamento de exquisito material pornográfico.

Mientras iba en el coche, yo solo, de noche, hacia el restaurante de las afueras en el que iba a celebrarse la fiesta, me asaltó de repente la idea de que podía sufrir un accidente, morir y aparecer rodeado de títulos como El coño es cosa de hombres, Los tres días del condón, El glande que surgió del frío, Veinte mil pajas de viaje submarino, El chocho contraataca.

Soy consciente de que voy a parecer un perfecto desequilibrado, pero tuve el impulso, que dominé a duras penas, de tirar toda la mercancía para no correr ese riesgo. Me imaginaba a mis padres enterándose, de un solo golpe, de que su hijo había muerto y de que en vida había sido un pervertido profesional. Me imaginaba a mi novia -que más tarde se convirtió en mi mujer y, más tarde aún, en mi ex mujer- descubriendo, en unos segundos trágicos, que había alimentado delicados sentimientos hacia un pornógrafo compulsivo. Yo deseaba pedirles perdón a todos, pero estaba muerto, no podía hacerlo, así que me veía condenado a observar todo ese sufrimiento desde el purgatorio -que era sin duda mi destino-, sin poder hacer nada para aliviarlo.

Lo juro, pensé todas esas gilipolleces seguidas y, aunque no me deshice de la mercancía porno, sí que hice el resto del viaje conduciendo con el ímpetu deportivo de una monja de ochenta años.

Llegamos al aeropuerto, sacamos las tarjetas de embarque, pasamos los controles de seguridad y nos encontramos en la amplia zona de espera. No había ningún sitio en el que esconderse y yo empecé a mirar alrededor, buscando a alguien conocido, a ser posible entre los círculos judiciales, al que se le pudiese quedar grabado que me había visto en compañía de una jovencita y que me convirtiera en pasto del cotilleo más desaforado.

Pensé que si me iba a dar una vuelta por las tiendas, yo solo, reduciría las posibilidades de riesgo, así que eso hice. Caterina se quedó sentada junto a la puerta de embarque, escuchando música en su i-Pod, con la mirada vagamente perdida en las profundidades de la nada.

Me tomé un café que no me apetecía especialmente, examiné con exagerada atención todos los artículos a la venta en una peletería, me compré un par de periódicos. Luego, por fin, escuché por el altavoz que ya estaban avisando para nuestro vuelo y me puse en marcha sin darme excesiva prisa.

Caterina estaba en el mismo sitio en el que la había dejado; su expresión tampoco había experimentado ningún cambio aparente. Cuando me vio, sin embargo, me sonrió, se quitó los auriculares y me dijo que me sentara a su lado.

– Ya están embarcando -dije, permaneciendo de pie y cogiendo mi bolsa.

– ¿Y para qué vamos a hacer cola y estar de pie? Deja que suban todos los demás y entramos los últimos.

No, gracias, mi natural nerviosismo me impide hacer cosas tan claramente racionales. Yo prefiero ponerme en la cola y tirarme de pie un cuarto de hora, dispuesto a interceptar a todo el que intente colarse y a pelearme con él, como si nos fuéramos a quedar sin sitio o el avión pudiese despegar sin nosotros.

No dije nada de eso. Me senté y empecé a hojear uno de los periódicos. Unos cinco minutos después, mientras la cola para embarcar no había avanzado ni un milímetro, Caterina me dio en el hombro, para llamar mi atención.

– ¿Te gusta el hip-hop?

Mientras me lo preguntaba se quitó uno de los auriculares y me lo dio, acercando mucho su cabeza a la mía. Yo me lo acerqué al oído y mi mejilla casi rozó la suya. Luego la música hizo como explosión; empleé unos diez segundos en reconocerla.

– Es Mike Patton, «We are not alone», si no me equivoco.

Ella me miró con una expresión de auténtico estupor. Que reconociese ese tipo de música, y más esa canción, no entraba dentro de sus esquemas. Estaba a punto de decirle algo cuando escuché una voz que me llamaba, muy cerca de nosotros.

– ¡Abogado Guerrieri!

Levanté la cabeza y vi, justo delante de mí, mejor dicho, justo delante de nosotros, el uniforme de un policía; encima del uniforme estaba la cara de alguien a quien conocía, pero cuyo nombre no recordaba.

Me libré ridículamente del auricular y me levanté para estrechar la mano que el otro me estaba tendiendo.

– ¿Va a Roma, abogado? -dijo mirando a Caterina, que se había quedado sentada.

– Sí, parece que ya están embarcando -dije con el tono de voz más desenvuelto de que fui capaz, mientras me preguntaba si debía presentarle a Caterina y, de ser así, cómo podía hacerlo. No conseguí dar con la solución apropiada. ¿Le presento a mi hija? ¿Le presento a mi colaboradora? ¿Le presento a mi último ligue?

– Yo trabajo ahora aquí, en la policía de aduanas, he dejado la policía judicial. Estaba cansado, no es un trabajo en el que uno pueda pasarse toda la vida -dijo el policía, sin dejar de echarle miradas a Caterina que, mientras, seguía escuchando música, ignorándole, ignorándome, e ignorando todo cuanto ocurría a su alrededor.

– Ha hecho bien -respondí, intentando acordarme de cómo se llamaba el policía, pero sin éxito.

– ¿Y usted, abogado? ¿Viaja por motivos de trabajo?

Pues sí, y tú ya podías meterte en tus putos asuntos. Vale que nos hemos saludado, vale que hemos intercambiado un par de frases de cortesía, vale que me has puesto al corriente, sin que yo te lo pidiera, de los cambios que ha habido en tu carrera, y vale que estás mirando a Caterina como si te la fueras a tirar aquí mismo, en el aeropuerto, pero ya podías largarte y dejar de tocar los cojones, ¿no?

No dije eso. Le contesté que sí, que iba a Roma por motivos de trabajo y que ahora, si me disculpaba, tenía que ponerme en la cola, el vuelo iba lleno y me iba a quedar sin sitio para colocar el equipaje, en cualquier caso, encantado de haberle saludado, que tuviera un buen servicio, y buena suerte. Luego me di la vuelta y me incorporé a la cola. Sin prisas, sonriendo, Caterina se reunió conmigo.

27

El avión inició las maniobras de despegue y Caterina se vio obligada a apagar su i-Pod.

– ¿Cómo es que conoces a Mike Patton?

– ¿Por qué te extraña? ¿Es información reservada?

– Venga, sabes de sobra lo que quiero decir…

– ¿Quieres decir que soy demasiado viejo como para conocer ese tipo de música?

– Hombre, dicho así…, lo que pasa es que, bueno, no es lo que escucha la gente de tu edad. Es hip-hop, y del potente. Mis padres escuchan a los Pooh y a Claudio Baglioni.

– ¿Cuántos años tiene tu padre?

– Cincuenta y dos. Mi madre tiene cuarenta y nueve.

– ¿Tienes hermanos?

– Un hermano pequeño, de diecisiete años.

La información me suscitó una serie de desagradables pensamientos, de diversa índole, que reprimí rápidamente.

– ¿Qué les has dicho a tus padres?

– ¿Sobre qué?

– Sobre este viaje.

– Les he dicho que iba a Roma porque esta noche hay una fiesta. A veces voy a Roma por cosas así. He pensado que sería un poco complicado explicárselo todo, además, mejor evitar un exceso de preguntas. ¿He hecho bien?

Ignoré la pregunta.

– Háblame de Nicoletta. ¿Qué tipo de persona es?

– Es una chica muy nerviosa, muy insegura. Es muy guapa, ya te lo dije, pero eso no le da seguridad. Es incapaz de tomar una decisión, da igual que sea algo importante o una chorrada.

– No se parece a ti.

Estaba a punto de decir algo pero cambió de idea, estoy seguro, y dijo otra cosa.

– ¿Por qué me pediste ayer una foto de Michele?

– ¿Has encontrado alguna?

– He encontrado algunas fotos de grupo, pero todas están tomadas desde lejos. No se ven bien las caras. ¿Para qué necesitas una foto de Michele?

Dudé unos segundos, luego comprendí que no podía no decírselo.

– He hablado con un cliente, un traficante de coca que surte a la denominada gente bien de Bari. Le he preguntado si en el ambiente se conocía a un tal Michele. Él no lo conocía, pero ha estado haciendo preguntas por ahí, y ha encontrado a un camello de poca monta que cree conocerlo; para estar seguros, hace falta enseñarle una foto.

– ¿Y quiénes son esos dos camellos?

– ¿Qué importancia tiene eso? Además, sus nombres no te dirían nada. Lo que cuenta es la información que pueden darnos, siempre y cuando el asunto de la droga tenga alguna relación con la desaparición de Manuela, claro está.

Me di cuenta de que le había contestado de una forma muy brusca, con un tono de voz ligeramente molesto; más o menos, igual que contesta un policía cuando alguien -un fiscal, un abogado, un juez- intenta obligarle a que revele el nombre de uno de sus confidentes. Eso es algo que no se hace. Caterina me miró con una expresión algo asombrada, también algo ofendida.

– ¿Por qué te enfadas?

– No me enfado, es que no existe ninguna razón por la que tú debas saber el nombre de unos delincuentes profesionales. Entre otras cosas, yo soy abogado y, a las malas, siempre puedo acogerme al secreto profesional, pero tú no tienes esa posibilidad.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que, si por algún motivo, por algo que ahora no podemos siquiera imaginarnos, nos interrogase la policía, o los carabinieri, o el fiscal, yo podría negarme a hablar acogiéndome al secreto profesional. Tú, en cambio, te verías obligada a decir la verdad y a contar todo lo que sabes sobre determinados delitos y sobre sus autores. Hazme caso, cuanto menos sepas, mejor para ti.

Hice una breve pausa y concluí:

– Y perdona si he sido brusco.

Ella pareció a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a encogerse de hombros.

Poco tiempo después, el avión inició el descenso sobre el aeropuerto de Roma.

Cogimos un taxi, después de hacer una cola bastante larga; mientras esperábamos Caterina volvió a hablar, después de haber estado un buen rato callada, supongo que para dejarme muy claro que estaba enfadada. Si su intención era que me sintiera culpable por lo que le había dicho en el avión, lo logró de todas maneras.

En aquel taxi no había libros. A cambio, había pegatinas con la doble hacha fascista y con el retrato del Duce [Mussolini]. El taxista era un niñato con perilla, el pelo cortado al cero, un águila tatuada en el cuello y el labio inferior colgante. Sentí un intensísimo deseo de darle un par de buenos puñetazos en la cabeza y en la cara, para borrarle esa estúpida expresión de arrogancia.

Le hablé a Caterina del taxista que me había llevado la vez anterior y le conté su historia, que me parecía bellísima. Ella no pareció especialmente impresionada.

– A mí no me gusta mucho leer. Es raro que encuentre un libro que realmente me apasione.

– ¿No has leído últimamente nada que te haya gustado?

– No, recientemente no, nada.

Estaba a punto de insistir y preguntarle por el último libro que había leído, aunque no fuera recientemente. Luego pensé que, casi con toda seguridad, su respuesta no iba a gustarme, y decidí olvidar el tema de la lectura.

– ¿Qué haces en el tiempo libre?

– Me gusta oír música. La escucho de todas las formas posibles, muchas veces en internet. También me gusta ir a conciertos, cuando puedo, y al cine. E ir al gimnasio, salir con los amigos y…, ah, se me olvidaba lo más importante: me gusta muchísimo cocinar. Se me da muy bien, un día de éstos te invito y lo compruebas. Cocinar me relaja. Lo ideal es que alguien se encargue luego de limpiarlo todo. Pero yo no te he preguntado nada sobre ti. ¿Estás casado, tienes novia, una compañera?

– Podría ser gay y tener un novio o un compañero.

– Imposible.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– La forma en la que me miras.

La frase me llegó como una bofetada, rápida, de esas que no ves venir. Tuve que hacer un esfuerzo para tragar mientras intentaba encontrar una respuesta ingeniosa. Obviamente, no la encontré, así que fingí que no había pasado nada.

– No, no estoy casado. Lo estuve, pero la cosa se acabó hace ya bastantes años. Tampoco vivo ni salgo con nadie, desde hace un tiempo.

– Qué desperdicio. No tienes hijos, ¿no?

– No.

– Entonces hagamos una cosa. Una de estas tardes, cuando volvamos a Bari, me invitas a cenar a tu casa. Tú te encargas de la compra (yo te digo lo que tienes que comprar; el vino lo dejo a tu elección) y yo hago la cena, pero luego no recojo ni friego nada. ¿De acuerdo?

Le dije que sí, que por mí de acuerdo. Ella pareció satisfecha, se volvió a poner los auriculares y siguió escuchando música.

28

El hotel era mucho mejor que al que voy, ya desde hace muchos años, cuando tengo cosas que hacer en Roma y no consigo terminarlas en el día.

Decidimos cambiarnos y comer algo por allí cerca. Luego Caterina llamaría a Nicoletta y quedaríamos con ella.

La habitación era acogedora y daba a un patio al que ya había llegado la primavera, precoz, fresca y deslumbrante. Mientras me desnudaba para darme una ducha me di cuenta de que habían pasado años desde la última vez que estuve en un hotel con una mujer. Y de que la mujer con la que estuve aquella última vez fue Margherita.

Una parte de mí mismo protestó vivamente. No se podían comparar dos situaciones tan distintas: Margherita y yo estábamos juntos, eran nuestras vacaciones y, como es lógico, no teníamos dos habitaciones separadas; con Caterina estaba en Roma por motivos de trabajo, no salíamos juntos, ella era una jovencita y, obviamente, dormíamos en dos habitaciones separadas.

Se trataba de un argumento impecablemente racional, así que lo ignoré. Es algo que se me da muy bien, ignorar los argumentos racionales cuando se trata de mis cuestiones privadas.

La última vez que estuve en un hotel con Margherita fue cuatro años atrás. Habíamos ido de vacaciones a Berlín, con dos amigos suyos. Berlín me gustó con locura y pensé que, de no existir el invierno, me hubiera quedado de buena gana a vivir allí. Me entraron ganas hasta de estudiar alemán y, en definitiva, volví entusiasmado, como me había pasado muy pocas otras veces, después de unas vacaciones.

Algunas semanas después Margherita me informó de que había aceptado una oferta laboral en Nueva York. Una oferta que estaba pensándose desde hacía meses, es decir, también mientras estaba de vacaciones en Berlín con el idiota de Guido Guerrieri que, ajeno a todo, no se había enterado de nada. Mientras yo estaba en Berlín, sintiéndome estúpidamente feliz, ella tenía la cabeza puesta en Nueva York, en una nueva vida de la que yo no iba a formar parte.

Algunas semanas más tarde se fue, diciéndome que volvería al cabo de un año. No me lo creí ni siquiera durante unos instantes y, de hecho, no regresó. Al menos, no para quedarse.

Entrecerré los ojos y, como en una película, se me apareció su figura delgada, musculosa y consciente de su ropa interior blanca, en la penumbra de la habitación del hotel de Berlín, el Oranienburgerstrasse. Era una imagen trágica y, al mismo tiempo, llena de serenidad. Incluía la perfección de ese instante y la consciencia de que no iba a durar.

Dónde estará ahora Margherita, me pregunté. Hacía mucho tiempo que no me lo preguntaba. ¿Qué me había pasado en los años transcurridos desde que se fue de mi lado? No recordaba casi nada, aparte del encuentro con Natsu y de una secuencia de rituales cotidianos. Asomarme a ese vacío de recuerdos me produjo vértigo, el mismo que se siente cuando uno se asoma a un precipicio físico.

Pensé en la carta que Margherita me escribió desde Nueva York para decirme que no iba a volver. Era una carta amable, toda ella animada por el deseo de no hacerme daño, de que aquel adiós fuera lo menos doloroso posible. Insoportable, por lo tanto, pensé al leerla por tercera o cuarta vez antes de arrugarla y tirarla a la papelera.

El recuerdo de la carta de Margherita accionó un descenso vertiginoso, por pendientes escarpadas y desiertas. Las pendientes iban poblándose, a medida que me precipitaba en un pasado cada vez más lejano. Al final, me encontré en el fondo del precipicio.

Era a finales de los años setenta. Muchas cosas estaban cambiando, se había producido el denominado reflujo, un tipo había enviado una carta al Corriere della Sera diciendo que quería suicidarse por amor, dando lugar a meses de interminables, insoportables debates. John Travolta triunfaba y todos intentaban parecerse a él. Alguno lo conseguía, otros -yo, por ejemplo- no.

Fui a ver Grease con una chica que me gustaba con locura y que se llamaba Barbara.

Nos habíamos conocido en una fiesta y, charlando, ella me había dicho que todos sus amigos habían visto ya la película y que no sabía con quién ir. Vaya, qué coincidencia, yo tampoco la había visto, mentí. Si le apetecía podíamos ir juntos, quizá mañana por la tarde, en vista de que era domingo.

Le apetecía, así que al día siguiente, sin terminar de creérmelo del todo, pero radiante de felicidad, me encontré en el cine, sentado a su lado y rodeado de un enjambre de adolescentes que miraban junto a nosotros cómo John Travolta, Olivia Newton-John y sus amigos -algunos de los cuales, por cierto, estaban grotescos e inverosímiles en el papel de estudiantes de dieciocho años- bailaban, cantaban y mantenían unos diálogos más que improbables.

Al llegar frente a su casa, al despedirnos, Barbara me dio un fugaz beso en los labios y, antes de desaparecer en el portal, me dedicó una sonrisa rezumante de promesas. Mejor dicho: una sonrisa que yo interpreté como rezumante de promesas.

Esa noche no pude pegar ojo, literalmente, y al día siguiente decidí darle una sorpresa e ir a buscarla al colegio, tras informarme astutamente de la hora a la que salía los lunes y comprobar que su horario era compatible con el mío.

Mientras caminaba a grandes, rápidas y felices zancadas hacia el liceo scientifico Scacchi -el colegio de Barbara- no dejaba de fantasear acerca del maravilloso futuro que me aguardaba junto a ella.

No iba a tardar en aprender una cosa muy importante: nunca es buena idea darle una sorpresa a alguien cuando no se tienen claras las coordenadas de la situación.

Sonó la campana que indicaba el final de las clases, rabiosa y alegre, y al poco, un ruidoso torrente de chicos y chicas se arrojó sobre la calle. La localicé casi enseguida entre aquel caudal informe de jerséis, cazadoras, bufandas, mochilas, gorras y gorros oscuros, pero ahora no consigo recordar su cara. Si me esfuerzo en enfocarla sólo consigo entrever el cliché de una belleza adolescente: rubia, de rasgos regulares, con los ojos azules, los pómulos altos y la piel luminosa.

Estaba a unos cincuenta metros de ella. Avancé, iniciando una sonrisa, y la sonrisa se eclipsó en el acto, como en los dibujos animados. A contracorriente con respecto a la muchedumbre de escolares, y adelantándome -en todos los sentidos-, un chico se abrió camino, la alcanzó, le dio un beso y la cogió de la mano.

No sé decir qué pasó luego. Instintivamente, me refugié en el primer edificio que vi con el portal abierto, abofeteado por la vergüenza e, inmediatamente después, atenazado por la desesperación.

Me quedé en aquel portal unos diez minutos, al menos, y sólo me fui cuando estuve seguro de que Barbara y ese tipo que, sin duda, era su novio, habían desaparecido y ya no corría el riesgo de que alguien -quien sea- me viera en ese estado.

Porque, mientras tanto, me había echado a llorar, silenciosamente, mientras un torbellino de palabras y preguntas me daba vueltas en la cabeza. ¿Por qué había ido al cine conmigo la tarde anterior? ¿Por qué me había dado un beso? ¿Cómo es posible que alguien sea tan cruel?

Durante algunas semanas fui terriblemente infeliz. Cuando ya empezaba a sentirme algo mejor me la encontré, una tarde, en la calle Sparano. La vi de lejos, ella iba con dos amigas, yo en cambio estaba solo, frente al escaparate de la [librería] Laterza.

Me puse derecho, intentando adoptar un aspecto y un aire orgulloso.

Pensé que debía estar a la altura de las circunstancias, adoptar un aire indiferente, saludarla con un leve gesto con la cabeza. No un gesto de desprecio -debía estar hasta por encima del desprecio-: de indiferencia. Ella, probablemente, haría intención de pararse para saludarme, pero yo proseguiría mi camino. Dignamente, distante.

Qué diablos.

Habíamos salido una tarde, habíamos ido al cine y ella me había dado un beso. ¿Y bien? Eso no significaba que fuéramos a casarnos. Es algo que ocurre con frecuencia entre chicos modernos y emancipados como éramos entonces ella y yo. Se queda, se va al cine, ella le da un beso a él, se despiden, y fin de la historia, sin problemas.

Ya estábamos muy cerca el uno del otro, pero ella no me había visto aún. Iba hablando animadamente con sus amigas y, de repente, sin ningún motivo que lo justificase, pensé que ella y aquel chico lo habían dejado. En ese caso -me dije- quizá no debía ser demasiado duro con ella, demasiado despiadado. Sí, se había portado mal, pero esas cosas ocurren. Quizá podía brindarle una segunda oportunidad, en cuyo caso era conveniente adoptar una expresión digna pero no hostil. Quizá podía hasta esbozar una sonrisa. Seguro que se había dado cuenta de su error, y de ser así, bueno, no iba a ser yo el que le negara una segunda oportunidad.

Me vio cuando no quedaban ni dos metros para que nos cruzáramos, me dijo «hola» distraídamente y siguió hablando con sus amigas. Después de aquel encuentro yo estuve fatal durante otras varias semanas. Me convencí de que no iba a tener novia jamás y de que iba a ser desgraciado el resto de mi vida.

Escuché cómo llamaban repetidamente a la puerta de la habitación y me di cuenta de que estaba todavía en albornoz.

– ¿Sí?

– Soy yo. ¿Estás listo?

– No, perdona, es que he tenido que hacer unas llamadas, temas de trabajo, y se me ha echado el tiempo encima.

– ¿Por qué no me abres?

– Porque no estoy vestido. Espérame en el hall, me reúno contigo en cinco minutos.

– A mí no me da vergüenza que estés sin ropa. ¿A ti sí?

– A mí sí, tú lo has dicho. Espérame en el hall, no tardo nada.

Mientras dejaba el albornoz sobre la cama me pareció oír una carcajada alejándose por el pasillo.

Pero quizá sólo eran imaginaciones mías.

29

A los cinco minutos prometidos bajé al hall. Caterina estaba hablando por el móvil y colgó mientras me dirigía a su encuentro.

– Acabo de hablar con Nicoletta. Nos espera en su casa. Dice que ha anulado todos los compromisos que tenía para esta tarde, así que podemos ir cuando queramos.

– ¿Dices que vive por la vía Ostiense?

– Sí, justo al lado de la Pirámide. Si te parece, comemos algo, cogemos un taxi y vamos a verla. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Para comer, eliges tú el sitio. Para la cena, elijo yo. ¿Te parece bien?

Me parecía bien, así que fuimos a un restaurante que conocía, cerca del Supremo. Los dos estuvimos de acuerdo en que nos podíamos conceder el tomarnos un vaso de vino, aunque esa tarde tuviéramos que trabajar. Luego convinimos también en que tomarnos un solo vaso de vino era un poco triste, así que decidimos pedir una botella entera, total, no era obligatorio acabárnosla. El restaurante estaba bastante lleno, nadie se fijaba en nosotros, nos bebimos entera la botella y yo empecé a relajarme.

– A veces soy un poco gansa, lo sé. Lo hago sin darme cuenta y luego me pregunto si no habré dicho alguna inconveniencia.

Me miró, aguardando un comentario por mi parte, y tuve la nítida sensación de que incluso aquella leve crítica hacia sí misma formaba parte de un juego de seducción que tenía perfectamente controlado.

No respondí, por lo que ella debió pensar que tenía que cambiar de táctica, y me pasó el dedo por el dorso de la mano, que yo tenía apoyada sobre la mesa. Cometería una incorrección afirmando que la cosa me dejó perfectamente indiferente.

– Pero en parte es por culpa tuya.

Piqué el anzuelo.

– ¿Por culpa mía? ¿Por qué?

– Todos los hombres que conozco me han intentado tirar los tejos. Tú, en cambio, pareces tan indiferente… Es algo que me fastidia.

– Me alegro de que hayas sacado este tema a relucir: me das la oportunidad de explicarme -dije en un tono de gravedad totalmente ridículo.

– Sí, explícamelo -dijo ella, sonriendo y sin dejar de acariciarme el dorso de la mano, que yo no tenía fuerzas para apartar.

– Tú eres una chica guapísima, pero por una serie de motivos yo no puedo ni plantearme…, cómo te diría…

– Dilo con tus palabras.

– Vamos, que no puedo ni siquiera considerar la idea de cortejarte, mucho menos contemplar la perspectiva de que entre nosotros pueda ocurrir algo.

¿Considerar la idea de cortejarte? ¿Contemplar la perspectiva de que entre nosotros pueda ocurrir algo?

Guerrieri, ¿cómo coño estás hablando? ¿La próxima vez que salgas con una mujer le vas a preguntar si se siente proclive a tomar en consideración la posibilidad de instaurar entre nosotros una relación que incluya la eventualidad de practicar entretenimientos sexuales? Así, con estas palabras, que quede claro, y haciendo salvedad del derecho potestativo a anular el contrato.

– ¿Por qué?

– Para empezar porque esto, para mí, es un asunto de trabajo y nunca hay que mezclar el trabajo con la vida privada.

Bien dicho, Guerrieri, una gran verdad. Qué pena que, en un pasado no tan lejano, te hayas atenido a esta regla de forma, cómo decirlo, más que flexible.

– ¿Y luego?

– Luego está el hecho de que, aunque no estuviese el trabajo entre medias, tú tienes veinte años menos que yo.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Pues quiere decir que no está bien. Quiere decir que cuando existe una diferencia tan grande de edad y de experiencias se corre el riesgo de que uno de los dos resulte herido.

– ¿Quieres decir que existe el riesgo de que yo resulte herida?

– Cabe la posibilidad.

– Eres un pedazo de vanidoso, aunque lo ocultes bien. ¿Y si fueras tú el que resultara herido?

– Es otra posibilidad muy poco deseable. En cualquier caso, se mire desde donde se mire, hay motivos de sobra para que nos olvidemos del tema. Y, ahora, yo diría que va siendo hora de que nos vayamos.

Me pareció que había salido dignamente del asunto, pero ella, al levantarse, me sacó la lengua y yo tuve de nuevo la ambigua sensación de que formaba parte de un juego que escapaba a mi control.

Nicoletta tardó casi un minuto en llegar para abrirnos la puerta.

Era una joven alta y delgada, de tez pálida, guapa pero de una belleza desvaída. La típica mujer que mejora mucho con la ropa y el maquillaje adecuados. No tenía una expresión simpática ni tampoco excesivamente inteligente. Caterina la abrazó, permaneció un buen rato estrechándola contra sí, y luego hizo las presentaciones. Nicoletta daba la mano lánguidamente, y la casa, en la que no parecía que viviera nadie más, olía a naftalina.

Atravesamos un pasillo poco luminoso y llegamos a la cocina, donde nos sentamos alrededor de una mesa de formica. Había algo impersonal y un poco rancio en aquella casa. Y había algo desagradable en su inquilina, aunque era difícil descifrar el qué. Pensé que, como buen investigador, debería pedir que me enseñara la habitación de Manuela, aunque lo más probable era que ya se hubieran llevado todas sus cosas y que ahora la ocupase otra inquilina.

– ¿Queréis un café? -dijo Nicoletta, con el tono de quien se ve casi obligado a garantizar el mínimo de hospitalidad exigido por el sindicato. Dijimos que sí, y al poco nos lo sirvió en unas tacitas viejas y desconchadas, parecidas a las de los bares. Caterina, después de tomarse el café, se encendió un cigarro, dejando la pitillera sobre la mesa. Nicoletta cogió también un pitillo y lo encendió con un gesto muy femenino, a tono con la manera con la que estrechaba -es una forma de hablar- la mano.

– Nico, el abogado Guerrieri te va a hacer ahora unas preguntas. Tú contéstale con toda tranquilidad. No tendrás ningún tipo de problema. Al abogado Guerrieri, como ya te dije, lo han contratado los padres de Manuela para que compruebe que a los carabinieri y a la fiscalía no se les ha escapado nada. Como es lógico, ha hablado conmigo y ahora va a hacerlo contigo, igual que con todas las personas cercanas a Manu. Pero, te repito, no tienes de qué preocuparte.

Caterina había adoptado la postura y hasta el tono de un policía cuando le toma declaración a un testigo. El hecho me produjo una cierta impresión.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Nicoletta con una expresión poco entusiasta. Era mi turno.

– Ante todo, gracias por haber aceptado el hablar conmigo. Espero no hacerle perder mucho tiempo.

Ella asintió, sin que quedase muy claro si se trataba de un gesto de mera cortesía o si quería confirmar que lo de no hacerle perder mucho tiempo era una buena idea. Le hice, más o menos, las mismas preguntas que le había hecho a Caterina y ella me contestó, más o menos, de la misma forma. Luego llegamos al quid de la cuestión.

– Ahora, Nicoletta, si no le importa, me gustaría que me hablara un poco del ex novio de Manuela, de Michele Cantalupi.

– ¿Qué quiere saber de él?

Me pregunté si sería conveniente dar algún rodeo, acercarme poco a poco a lo que me interesaba. Me respondí que no existía razón alguna para hacerlo.

– Todo lo que usted pueda decirme de su relación con las drogas. Antes de que empiece, le recuerdo que esta conversación es absolutamente confidencial y que no referiré a nadie (y menos a la policía) lo que usted me cuente. Lo único que me interesa es saber si Michele Cantalupi ha tenido algo que ver, directa o indirectamente, con la desaparición de Manuela, y cómo.

– No tengo ni idea de si Michele tiene algo que ver con la desaparición de Manuela.

– Hábleme de la cocaína.

Nicoletta vaciló, luego miró a Caterina que le hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Suspiró, y me contestó.

– Ante todo, lo único que sé es de la época en la que Michele y Manuela estaban juntos.

– ¿Quiere decir: lo único que sabe sobre la cocaína?

– Sí.

– Cuénteme.

– Él siempre tenía coca.

– ¿Mucha?

– Nunca vi cuánta cantidad, pero siempre llevaba.

Hubo algo en su forma de responder a esa pregunta que me indicó que no estaba contándome la verdad. Estuve seguro de que Nicoletta había visto la cocaína y había visto que no era una cantidad escasa.

– ¿Traía coca también aquí, a su casa?

Vaciló de nuevo, y luego asintió con la cabeza.

– ¿Manuela consumía?

– Creo que sí…

– ¿Sólo lo cree?

– Alguna vez esnifaba.

– ¿También aquí?

– Un par de veces.

– ¿Con Michele?

– Sí.

Por la forma en la que estaba contestando, por la tensión, que notaba cómo iba en aumento, pensé que era conveniente cambiar de tema durante unos minutos.

– Cuando se acabó la historia con Michele, Manuela tuvo un novio aquí, en Roma, ¿no es así?

Esa pregunta la relajó visiblemente.

– Salió algunas semanas con un tío, pero fue un rollete sin importancia.

– ¿Conoció a ese joven?

– Sólo lo vi una vez. Vino a cenar una noche.

– ¿Hasta cuándo estuvieron saliendo juntos?

– Lo dejaron antes del verano. A Manuela, en realidad, no le gustaba. Salía con él porque se aburría, para pasar el rato.

– ¿La ruptura tuvo consecuencias?

– ¿En qué sentido?

– ¿Lo dejaron amistosamente o hubo problemas, como con Michele?

– Es que ni siquiera eran novios, novios. Quedaron unas cuantas veces, y ya está. Fue un rollo sin importancia, creo que a las pocas semanas ella le dijo que no le apetecía seguir con la historia y, bueno, la cosa acabó ahí, sin problemas.

– Cuando Caterina y usted hablaron por teléfono barajaron la posibilidad de que Michele tuviese algo que ver con la desaparición de Manuela, ¿es así?

Nicoletta miró a Caterina que volvió a asentir, dándole permiso para contestar.

– Sí, pero fue algo que dijimos, no sé, por decir algo… Michele es un tío muy violento, su historia acabó muy mal…

– ¿Michele trafica con droga, además de consumirla?

– No lo sé, lo juro.

Tuve una idea inesperada.

– ¿Manuela tenía cocaína, al margen de Cantalupi? ¿Trajo aquí drogas, incluso cuando él no estaba en Roma?

Caterina cambió de postura y por el rabillo del ojo vi que no parecía sentirse tan cómoda como lo había estado hasta ahora. El rostro de Nicoletta expresaba con toda claridad lo que pensaba: ya sabía ella que no tenía que haber aceptado hablar conmigo. Había sido un error del que se estaba arrepintiendo.

– Repito: ¿Manuela manejaba cocaína, al margen de Cantalupi? Esta información podría ser decisiva.

Silencio, una vez más.

– La traía aquí y alguna vez la probaron juntas, ¿verdad?

Por fin respondió, después de dudarlo mucho rato.

– Algunas veces -dijo con un hilo de voz.

– ¿También después de que Manuela cortara con Cantalupi?

– Sí.

– O sea, que Manuela sabía cómo y dónde conseguir cocaína, al margen de Cantalupi. ¿La conseguía en Roma o en Bari?

– No sé dónde ni cómo la conseguía, lo juro.

Empezaba a ponerme nervioso. Si lo que me estaba contando ahora -más lo que todavía no me había contado- le hubiese sido referido a los carabinieri, la investigación, quizá, habría tenido un desarrollo distinto. La idea no me gustó en absoluto.

– Juro que no tengo ni idea de dónde la sacaba -repitió ella.

– Y a los carabinieri no les ha dicho nada de todo esto. ¿No se da cuenta de que esta información podría haber sido de mucha ayuda en la investigación? Podría haber sido hasta decisiva.

– No sé quién se la proporcionaba. Aunque se lo hubiese contado a los carabinieri no hubiera servido de nada.

Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir mi creciente irritación, tenía realmente unas ganas inmensas de decirle que era una idiota. De saber que Manuela estaba implicada en un asunto de drogas los carabinieri habrían orientado las investigaciones en ese sentido. Probablemente, no habría cambiado nada, pero sí habría existido, al menos, una posibilidad de descubrir qué había ocurrido.

– No ha dicho nada porque no quería revelar que usted también ha consumido cocaína. No quería que se enterasen sus padres, ¿verdad?

Dijo que sí con la cabeza y yo me dije que, pensándolo bien, la estupidez no pintaba nada en su forma de actuar. Nicoletta era una niñata cobarde, una egoísta que no le había dicho nada a los carabinieri porque no quería líos. Que su amiga, su compañera de piso, de estudios, de mil cosas hubiese desaparecido en la nada era menos importante, para ella, que evitarse correr el riesgo de tener que justificarse ante sus padres por haber esnifado alguna -¿alguna?- raya de coca.

– Necesito saber una cosa, Nicoletta, y le ruego que me diga la verdad, sin reticencias. Necesito saber si, después de romper con Michele, Manuela se proveía de coca en los mismos ambientes. Quiero decir: en los mismos ambientes que Michele.

– Le juro que no sé cómo ni dónde la conseguía. Una vez se lo pregunté y me dijo que me metiera en mis asuntos.

– ¿Cómo se lo dijo?

– Bruscamente. Como diciéndome «no quieras saber de estas cosas; no son asunto tuyo y son peligrosas».

– ¿Eso fue lo que le dijo, más o menos, o lo que usted creyó entender?

– No recuerdo sus palabras exactas, pero el sentido era ése.

Siguieron algunos minutos de silencio. Caterina se encendió otro cigarro. Nicoletta se pasaba la mano por la cara y daba grandes suspiros. Por un instante me pareció que estaba a punto de echarse a llorar, pero no lo hizo. Yo pensaba en si podía sacar algo más de aquella conversación. No se me ocurrió nada, así que pregunté si podía ver la habitación de Manuela.

– Ya no hay nada suyo -dijo Nicoletta.

– Ahora la ocupa otra chica, ¿no?

– No, la dueña no ha encontrado a otra inquilina, así que ahora vivo aquí yo sola.

– Entonces puedo echar un vistazo.

Nicoletta se encogió de hombros y se levantó sin decir nada. La habitación de Manuela daba al medio del pasillo y, me fijé, la puerta estaba cerrada con llave. Al entrar noté que el corazón se me aceleraba, como si en aquella habitación se ocultase alguna información decisiva y yo estuviese a punto de descubrirla.

No fue así. Era como había dicho Nicoletta: en la habitación no había nada que recordase a Manuela. Había una cama; había una mesa de escritorio con los cajones vacíos y había un armario, también vacío. En las paredes colgaban algunas pequeñas acuarelas, bastante cursis, que debían formar parte de la decoración original de la habitación y de la casa.

– ¿Y las cosas de Manuela?

– Los carabinieri vinieron a registrar la habitación y luego, algunas semanas después, la madre de Manuela se lo llevó todo.

Pensé que, técnicamente, los carabinieri no habían efectuado registro alguno porque no constaba en el dosier. Habrían ido allí y, como suele ocurrir en estos casos, habrían echado un vistazo y, al no ver nada de interés, se habrían ido.

– ¿Por qué vaciaron tan pronto la habitación los padres de Manuela?

– La dueña les preguntó si querían mantener el alquiler y ellos, lógicamente, no quisieron. Así que vino la madre de Manuela, con una tía, o puede que con una amiga, y se lo llevaron todo.

Cuando Nicoletta dejó de hablar, me acerqué a la ventana y vi que daba a un patio sucio y gris. Entrecerré los ojos e intenté sentir la presencia de la joven desaparecida, su voz, acaso un mensaje suyo, en aquella habitación algo triste, amueblada al estilo de los años sesenta.

Afortunadamente, esta tontería me duró sólo unos segundos y Caterina y Nicoletta no se dieron cuenta de nada. ¿Se te está licuando el cerebro, Guerrieri? ¿Quién te crees que eres, Dylan Dog, el investigador de lo oculto? me dije en voz alta pero para mis adentros, mientras salía de la habitación a disgusto conmigo mismo.

Diez minutos después Caterina y yo estábamos en la calle; comenzaba a oscurecer.

30

– ¿Sabías todas esas cosas?

– Más o menos, aunque no con detalles -respondió Caterina.

– ¿Por qué no me has dicho nada?

Estábamos ya en un taxi, camino de regreso. El tráfico de Roma estaba ofreciendo lo peor de sí mismo. Caterina suspiró profundamente antes de contestarme.

– Intenta entenderme. Eran asunto de Nicoletta y ella es amiga mía, aunque ahora apenas nos veamos. He hecho lo posible para que os vierais y fuera ella misma la que te lo contara. Me pareció que era la mejor solución.

– ¿Y si Nicoletta no me llega a decir nada?

– Dudo mucho de que eso hubiera pasado, pero en ese caso habría intervenido.

El discurso de Caterina no tenía un solo fallo. Se había comportado impecablemente: me había ayudado sin traicionar la confianza de una amiga.

Entonces, ¿por qué experimentaba esa sensación de fastidio, como si se me escapase del todo alguna regla del juego que estábamos jugando?

Tenía que preguntarle si ella también había probado alguna vez la coca y si no había nada que ella no me hubiera contado. Estaba buscando las palabras más adecuadas para hacerlo cuando sonó su móvil. Lo sacó del bolso pero no contestó.

– Contesta, si quieres -le dije.

– Es una amiga. No me apetece hablar con ella, no me apetece decirle que estoy en Roma. Luego le envío un mensaje -dijo encogiéndose de hombros y apretando un botón que silenció la musiquilla del móvil.

Yo, mientras, decidí que aquella pregunta me resultaba demasiado embarazosa, que probablemente no era fundamental, y que, en todo caso, ése no era el momento para hacérsela.

– Según tú, ¿Nicoletta ha dicho todo lo que sabe?

– Probablemente no, pero te ha dicho lo que te interesaba, y estoy segura de que no sabe nada en concreto sobre la desaparición de Manuela.

Tenía razón, pensé mirándola.

Y también una piel maravillosa, pensé mientras seguía mirándola, hasta que me di cuenta, cómo decirlo, de que me había distraído un poco.

– ¿Qué idea tienes? ¿Crees que la desaparición de Manuela está relacionada con lo de la cocaína?

Aunque el taxista estaba totalmente concentrado en oír un programa de deportes por la radio y no mostraba interés alguno hacia nosotros, bajé el tono de voz, instintivamente.

– No lo sé. Si Michele no hubiese estado en el extranjero el día de la desaparición sería más fácil establecer un nexo. Tal y como están las cosas, la situación sigue siendo un rompecabezas.

Caterina se interrumpió y empezó a masajearse la nariz con los dedos índice, medio y pulgar, mientras parecía escrutar con la mirada algo indefinido. Cuando pareció encontrar lo que buscaba, habló.

– ¿Puedo decir una cosa?

– Claro -respondí.

– ¿Por qué estamos tan seguros de que Manuela desapareció en Puglia? ¿Quién dice que no volvió a Roma, esa tarde o esa noche? ¿Por qué lo hemos excluido con tanta seguridad?

Cierto.

Todos habíamos dado por descontado que Manuela no llegó a salir en dirección a Roma. Basándonos en excelentes razones, por supuesto. Era la hipótesis más probable. El taquillero recordaba haberle vendido un billete para Bari; Manuela le había dicho a Anita que iba a Bari y que, sólo después, se iría a Roma. En resumen, era razonable situar el momento de la desaparición en el trayecto de Ostuni a Bari o después de la llegada a Bari. Pero no había elementos que excluyeran de forma categórica que Manuela no se hubiese ido a Roma y que los hechos que provocaron su desaparición no se hubiesen producido en Roma.

Cierto, me dije, si Manuela había salido de Bari, había llegado a Roma y, quizá, era allí donde había desaparecido, toda mi así llamada investigación valía lo que un cero a la izquierda. Y, sobre todo, de ser así, yo no tenía ni idea de por dónde volver a empezar, ni cómo.

Caterina debió intuir qué estaba pensando.

– No vamos a resolver nada esta noche. Hemos hecho lo que debíamos, has conseguido de Nicoletta la información que ella podía darte, ahora se trata de reflexionar sobre lo que sabemos y ver si se nos ocurre algo. Pero es mejor que lo hagamos con la mente fría, ¿no crees?

Asentí, no muy convencido.

– ¿Has probado alguna vez la comida etíope?

– ¿Perdona?

– Que si has probado alguna vez la comida etíope.

– Hace unos años, en Milán. ¿Por qué?

– ¿Te gustó?

– Fue divertido, sí. Recuerdo que se comía con las manos, envolviendo la comida en una especie de piadina blanda, como una tortilla mexicana.

– Se llama injera. Pues entonces, vamos a cenar ahora a un restaurante etíope y mañana seguimos pensando.

¿Seguimos? ¿Tú y yo? ¿Es que ya somos socios?

El restaurante estaba cerca de la estación y, por los numerosos clientes africanos que llenaban el local, me dije que allí debía servirse auténtica comida etíope. Los camareros conocían a Caterina, la saludaron muy cordialmente y nos llevaron enseguida la carta.

– ¿Hay algo que no te guste?

– No, como de todo, he hecho la mili -contesté.

– Entonces déjame a mí elegir el menú. Tú elige sólo el vino.

Elegir el vino no era un trabajo precisamente laborioso, dada la oferta. Sólo había cuatro posibilidades entre las que elegir, y ninguna de ellas era como para tirar cohetes. Pedí un syrah siciliano, la única opción que parecía algo aceptable.

– Por lo que veo, eres cliente habitual.

– Cuando vivía en Roma venía mucho por aquí.

– ¿Manuela también?

– Sí, claro.

Se me ocurrió que podía pedirle que me acompañara a los lugares a los que Manuela solía ir en Roma. Podía hacer algunas preguntas y, quizá, descubrir algo. Me dije enseguida que era una idea de detective de serie de televisión y cambié de tema.

– Y dices que no tienes novio…

– No -contestó ella, negando con la cabeza.

– ¿Desde hace mucho?

– Desde hace unos meses.

– ¿Y eso?

– ¿Qué quieres decir con «y eso»?

– Tienes razón, te he planteado mal la pregunta. Has tenido una historia hasta hace unos meses. ¿Duró mucho?

– Bastante, sí. Un par de años.

– ¿Cuando desapareció Manuela estabais todavía juntos o ya habíais roto?

– Estábamos todavía juntos, pero la historia ya estaba en las últimas.

– Entonces habrás hablado con tu novio de la desaparición de Manuela.

– Sí, claro.

– ¿Te molesta que te haga estas preguntas?

– No, no es que me moleste…, o puede que sí, sí, me molesta un poco hablar de mi ex. Pero es problema mío, pregúntame lo que quieras, no te preocupes.

– ¿Cómo se llama?

– Duilio.

– Duilio. No es un nombre muy común.

– No, y tampoco es muy bonito. Creo que nunca le llamé por su nombre.

– ¿Crees que merece la pena que hable dos palabras con él, para ver si me da alguna idea sobre Manuela?

– Yo diría que no. No había ninguna relación entre ellos, quiero decir, se veían, y tal, sólo porque estaba yo.

– ¿Cuánto tiempo habéis seguido juntos después de la desaparición de Manuela?

Caterina tardó algo en contestar. Apoyó la cara sobre la mano derecha, el codo sobre la mesa y se concentró.

– Puede que un mes. Sí, un mes, más o menos -contestó al cabo de unos minutos.

Pensé que quizá la desaparición de Manuela había acelerado la ruptura. Estuve a punto de preguntarle si había sido así, pero deseché la idea. Era evidente que no le gustaba hablar del tema y yo no tenía ninguna justificación para insistir sobre ello.

Justo en ese momento nos trajeron la comida. Un gran plato todo él cubierto por una especie de tortilla blanda y esponjosa sobre la que estaban dispuestas las cosas más variadas. Verduras de distinto tipo, carne, pollo, salsas, olores entre los que dominaba alguna especia picante. En un plato aparte nos trajeron más tortillas, para envolver en ellas la comida.

Durante un rato nos concentramos en comer y beber, sin hablar. La botella de vino se iba vaciando rápidamente y pensé que era la segunda en el día y que no convenía exagerar. Luego me dije que llevaba toda mi vida repitiéndome que no debía exagerar y que estaba empezando a estar harto de mi yo Pepito Grillo.

– Entonces, ¿cuando acabe la carrera me vas a contratar en tu bufete para que haga las prácticas?

– Sí, de acuerdo -dije sin más, ya que no encontraba una respuesta ingeniosa.

– Me gustaría mucho.

Estuve a punto de decirle algo en plan triste y paternalista sobre la profesión, los sacrificios que ésta conllevaba y lo seguro que había que estar antes de emprenderla, pero, en vez de eso, cogí otro trozo de injera y envolví en él lo que quedaba de una carne cocinada de forma indefinida, muy picante.

– Has cogido lo que quedaba de tebs -dijo Caterina en tono de reproche.

– Ah, perdona, ¿lo querías tú?

– Sí -dijo con la expresión de una niña acostumbrada a salirse siempre con la suya.

Le tendí el bocado. Ella negó con la cabeza, rehusando cogerlo. La miré con expresión interrogante.

– Estabas haciendo una cosa muy fea, así que para que te perdone tienes que hacer algo bonito por mí.

Y, según decía eso, alargó la cabeza hacia mí y entrecerró los labios. La miré, sin poderme creer lo que veía, tragué con dificultades, y luego le acerqué los dedos a los labios. Ella cogió el trozo de comida y retuvo mis dedos entre sus labios, mirándome fijamente a los ojos, con una expresión divertida y sin compasión alguna.

Una parte de mí mismo intentaba aún oponer resistencia.

No debes hacerlo. No está bien, esta chica podría ser tu hija. No sólo biológicamente. Su madre te lleva apenas unos años, y cuando tú tenías veintiuno, veintidós años, a veces salías con mujeres algo mayores que tú. Giusi, por ejemplo, tenía veintitrés años cuando tú tenías veinte. Si la hubieseis cagado, ahora tendrías una hija de la misma edad que Caterina, con una mujer de la edad, más o menos, que tiene la madre de Caterina.

Guerrieri, éste es uno de los argumentos más demenciales que te he escuchado, me contestó la otra parte de mí mismo. Biológicamente hablando, podrías haber tenido una hija a los quince años. Si aplicas a rajatabla este argumento y esta pseudonorma -no salir con mujeres que podrían ser tus hijas-, mi querido Guerrieri, teniendo en cuenta que tienes cuarenta y cinco años, sólo podrías simpatizar con mujeres que hayan pasado de los treinta. ¿Será posible que estés pensado semejantes idioteces?

Le dijimos al taxista que nos dejara en la plaza España, que no distaba mucho de nuestro hotel. Hacía años que no iba a la plaza España, no conseguía ni recordar cuántos, y al bajar del taxi sentí una alegría infantil y elemental. Nos sentamos entre la masa de turistas que rodeaban la fuente, a escuchar a la gente y el agua. Luego subimos por la escalinata, y yo, consciente de mi simplicidad pero igualmente alegre, pensé que hay pocos lugares en los que se pueda sentir la llegada de la primavera como en la plaza España y Trinità dei Monti.

Ya habíamos llegado casi a la iglesia cuando un filipino me ofreció rosas. Le dije que no, gracias, apartándome ligeramente para esquivarlo. Caterina, en cambio, se detuvo, le compró una y me la ofreció.

Luego entramos en un pequeño local con un cartel en la puerta en el que se prometía una «velada nostálgica» con música italiana de los años ochenta.

Nos quedamos allí el tiempo justo para oír cuatro o cinco canciones, ninguna de ellas inolvidable. Luego Caterina me propuso que volviéramos al hotel. Advertí, físicamente, una ligera sacudida eléctrica y pensé que estaba cansado de ofrecer resistencia, admitiendo que la estuviera ofreciendo hasta ese momento. Le dije que sí, nos pusimos en camino, y a los diez minutos habíamos llegado.

Cogimos las llaves de nuestras respectivas habitaciones y yo la acompañé hasta la suya, que estaba un piso debajo del mío. Ella se detuvo y se apoyó de espaldas contra la puerta.

Ahora ella me pedirá que entre, y yo entraré, y pase lo que tenga que pasar a quién le importa porque estoy harto de no dar un solo paso en mi vida que no evoque la crítica de la razón práctica.

– Gracias, Gigi, buenas noches -dijo ella, dándome un beso en la mejilla.

¿Gigi? ¿Buenas noches? ¿Te has vuelto loca, o qué?

No dije eso. En realidad, no dije nada. Me quedé allí, inmóvil, con una expresión que me hubiera divertido observar, si hubiese sido la de otro.

– A las personas que me gustan las llamo por sus iniciales. Gi-Gi: Guido Guerrieri. Adiós, Gigi, buenas noches, y gracias por esta noche maravillosa.

Antes de que consiguiese decirle algo ya había desaparecido en el interior de su habitación.

Me preparé rápidamente para irme a la cama, en medio de una maraña de emociones en la que había sensaciones embarazosas, irritación, alivio y otros sentimientos menos fáciles de descifrar. No tenía ganas, sin embargo, de verificar de cerca esa combinación de factores y su dosis efectiva, así que decidí leer el libro que me había llevado -una antología de cuentos de Grace Paley- hasta que tuviera sueño. Algo que no iba a ocurrir muy pronto, me temía.

Llevaba ya unos diez minutos leyendo cuando, justo mientras pensaba que el cuento por el que había empezado no era precisamente apasionante pero que, a lo mejor, me hacía coger el sueño, oí que llamaban a la puerta.

– ¿Sí?

– Soy yo. ¿Me abres?

– Un segundo -dije, mientras tropezaba intentando ponerme los pantalones.

– Pero bueno, ¿es que no me vas a dejar pasar?

Me hice a un lado y la dejé entrar. Mientras pasaba a mi lado noté un perfume que, sin duda, no llevaba antes, cuando habíamos salido. Era un perfume que me resultaba extrañamente familiar, que me inquietaba y, al mismo tiempo, me infundía seguridad. Intenté descubrir a qué me recordaba, pero no lo logré.

– Muy bonita, tu camiseta -dijo ella, sentándose en la cama, mientras yo caía en la cuenta de que llevaba puesta una camiseta ridícula, con el dibujo del Lupo Alberto en versión experto en artes marciales.

– Ah, sí, bueno, es que no me esperaba visitas…

– La verdad es que lo tuyo no tiene nombre.

– ¿Perdón?

– Que eres increíble.

– ¿En qué sentido?

– Esperaba que me dijeras que si podías pasar a mi habitación, y nada. Luego esperaba que llamaras a la puerta; luego, por teléfono. Y nada otra vez. Vas de duro, ¿eh, Gigi? Pero, tranquilo, me di cuenta desde el principio de que no eras como los demás.

No tenía ni la más remota idea de qué responderle, así que, sospecho, debí poner una cara especialmente enigmática y, por lo tanto, idónea para confirmar su tesis de que no me parecía a los demás.

– ¿Por qué sigues de pie? Ven a sentarte aquí, a mi lado, como si estuvieras en tu casa.

Hice lo que me decía. Para no parecer demasiado duro, obviamente.

Al sentarme en la cama volví a notar su perfume.

Y, luego, sus labios, que eran cálidos y frescos y suaves y sabían a cereza y a invencible juventud y a verano y a tantas cosas maravillosas de hacía mucho tiempo. Pero que ahora estaban allí, presentes y vivos.

Antes de desaparecer, escuché en la cabeza el eco de unos versos.

¿Quién es aquella que surge como la aurora,

bella como la luna, radiante como el sol,

temible como un ejército con los estandartes desplegados?

31

Cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las nueve pasadas.

Caterina dormía profundamente, boca abajo, abrazada a una almohada; su espalda, cubierta por la sábana, se alzaba y bajaba a ritmos regulares.

Me levanté sin hacer ruido, me lavé, me vestí, le dejé una nota diciéndole que me había ido a dar un paseo y que volvería pronto, y al rato estaba en la vía del Corso.

Corría un aire tibio y agradable, la gente iba vestida de entretiempo, y mientras miraba alrededor, decidiendo dónde tomarme un café, vi a un tipo corpulento y casi calvo, con un traje sucio y raído y la corbata sin anudar, que se acercaba a mi encuentro con una sonrisa. ¿Quién diablos era?

– ¡Guido Guerrieri! ¡Qué sorpresa! ¿No me reconoces? Soy Enrico. Enrico De Bellis.

Cuando oí aquel nombre me ocurrió algo insólito. Desde los pliegues de aquel rostro deformado por los años y de las arenas movedizas del tiempo vi emerger los rasgos de actor de fotonovelas de un joven guapísimo e insulso al que había conocido veinticinco años antes.

En cuanto estuvo seguro de que le había reconocido, De Bellis me besó y me abrazó. Olía a after-shave barato, a tabaco, a ropa sudada y también a alcohol. En la comisura de los labios tenía restos del café que debía haberse tomado hacía poco. El poco pelo que le quedaba le descendía, demasiado largo, por las orejas y la nuca.

– Enrico, hola -dije en cuanto me soltó. Intentaba recordar cuándo había sido la última vez que nos habíamos visto e intentaba recuperar toda la información que poseía acerca de cómo le había ido en la vida. Universidad -Derecho, claro, como la mayoría de los vagos-, abandonada tras hacer tres o cuatro exámenes, y muchos años de chapuzas más o menos peligrosas, más o menos legales. Empresas comerciales que desaparecían al poco de crearse. Cheques sin fondo. Jugueteos con créditos. Un matrimonio que terminó mal -muy mal, con un séquito de denuncias, carabinieri y juicios- con una chica rica y feúcha. Una condena por bancarrota fraudulenta, más causas penales por fraude y encubrimiento.

Había desaparecido de Bari, perseguido por una multitud de acreedores, algunos de ellos muy poco recomendables. Personajes con alias como Pierino u' criminal', Mbacola u' strozzin', Tyson. Este último apodo aludía, de una forma no precisamente velada, a los métodos con los que su titular conseguía recuperar el dinero prestado.

Había desaparecido en la nada, como sólo saben hacerlo los que viven como él. Y ahora saltaba como catapultado desde esa nada para materializarse ante mi vista, con su traje sucio y gastado y su olor a tabaco, a desaliño y a sorda, reprimida desesperación.

– ¡Cuánto tiempo desde la última vez que nos vimos! ¿Qué haces en Roma?

Pensé que no venía a cuento especificarle qué hacía -y qué acababa de hacer- en Roma.

– Lo de siempre. Un juicio en el Supremo.

– Ah, claro, un juicio en el Supremo. Ya sé que te has convertido en un gran abogado. Estoy al tanto de tu vida. Los amigos comunes me mantienen informado.

Preferí no preguntarme qué amigos podíamos tener en común Enrico De Bellis y yo. Él me dio un palmetazo amistoso en la espalda.

– ¡Cabronazo, se te ve en forma! ¡Y estás igual! Yo he pasado una mala racha, pero la superaré. Mejor dicho, ya la estoy superando. A lo grande. Y si me sale bien un proyecto que tengo en la cabeza, daré el vuelco definitivo.

Hablaba muy rápido, con una alegría tan forzada que parecía grotesca.

– Venga, vamos, te invito a un café -dijo cogiéndome por el brazo y arrastrándome hacia un bar situado a unos pocos pasos de allí.

– Dos cafés -le pidió al camarero.

Y dirigiéndose a mí con mirada cómplice:

– ¿Nos ponemos una gota de sambuca, Guido?

No, gracias, el sambuca a las diez de la mañana no está en la lista de mis prescripciones dietéticas.

Estiré los labios para forzar algo así como una sonrisa y dije que no con la cabeza. Él, en vista de eso, se encargó de que le sirvieran su ración. Le hizo una señal al camarero que, evidentemente, lo conocía bien, y éste le echó el sambuca hasta que la tacita estuvo llena hasta los bordes.

Técnicamente, se trataba de un sambuca cortado con una gotita de café. De Bellis se lo bebió casi de un trago e, inmediatamente después -estoy seguro- pensó en pedir otro. Hizo un esfuerzo para contenerse.

Luego fingió que buscaba en los bolsillos y que se daba cuenta, justo en ese momento, de que se había dejado olvidada la cartera.

– ¡Maldita sea, Guido, cuánto lo siento! Pensaba invitarte a un café y resulta que se me ha olvidado coger dinero. Perdóname.

Pagué, salimos, y él se encendió un pitillo que sacó de un paquete de MS tan deteriorado como su traje. De Bellis, decididamente, llevaba lo que se dice una vida sana. Me cogió del brazo, empezamos a caminar hacia la plaza del Popolo y él estimó oportuno ponerme al día sobre todas las opciones que ofrece la medicina moderna para solucionar el problema de la disfunción eréctil. Tema sobre el que tenía -debo confesarlo- una preparación de nivel casi profesional.

Después de haberme descrito diversas opciones terapéuticas -desde píldoras de todo tipo a inyecciones de película de terror e ingenios hidráulicos que le hubieran encantado al doctor Frankenstein-, añadió que, en el fondo, lo mejor para nosotros era irse de putas o, mejor todavía, apañárselas uno solo. Una buena película porno bajada gratis de internet, cinco minutos, y ¡hala! Ningún problema, sin tener que preocuparse por el fantasma del gatillazo, además, que esas medicinas tampoco es que sean buenas, ¿eh?, porque tú estás en forma, pero yo algunos kilos de más, la verdad, los tengo, pero antes o después me pondré a régimen, ¿eh?; y, además, que así no hay ninguna necesidad de ser amables después, de fumarse un cigarrito juntos, de hacer proyectos. En el fondo, es todo una cuestión de hidráulica. Mantenimiento de la próstata.

Tuve ganas de vomitar y fingí que tenía que atarme uno de los zapatos para liberarme de su brazo.

– ¿Te puedo pedir un favor, Guido? Tú y yo hemos sido grandes amigos y para mí eso cuenta mucho.

Él y yo no habíamos sido amigos jamás. Estaba seguro de que me iba a pedir dinero.

– Tengo que hacer un pago justo hoy. Como te he dicho antes, estoy pasando una mala racha, pero estoy saliendo del agujero, tengo un proyecto fantástico que me gustaría describirte con calma. Una de estas tardes quedamos, nos tomamos un par de copas y te lo cuento todo. Es más, mira, te doy mi tarjeta lo primero.

La tarjeta era una de esas que se hacen en una máquina automática, impresas en un papel de tres duros. Estaba escrito: «Enrico De Bellis. Consultorías financieras y administrativas». ¿Y eso qué quiere decir?, me pregunté, para responderme en el acto que algo tenía que poner, y que no iba a escribir: «Enrico De Bellis. Fraudes, estafas y encubrimiento de robos».

– Te estaría realmente muy agradecido si me pudieras prestar una pequeña cantidad; como es lógico, te la devolveré dentro de una semana. Es un dinero que le tengo que dar a una gente que…, bueno, gente que no conviene que se enfade, qué te voy a contar a ti, que eres un gran penalista. Porque no te he felicitado por el carrerón que has hecho, pero no hace falta, de jóvenes ya se veía que tú ibas a llegar alto, a donde quisieras. Me acuerdo que decías que ibas a ser abogado penalista y que serías alguien. Lo has conseguido, y te lo mereces.

Jamás, en toda mi vida, dije que iba a ser abogado penalista. Mucho menos de jovencillo, cuando conocí a De Bellis.

– Necesito mil euros. Obviamente, como ya te he dicho, te los devolveré dentro de unos días. Te envío un cheque por correo, o me das tu número de cuenta y te lo ingreso.

Pues claro, ¿cómo no? Te doy mi número de cuenta y en unos pocos días me devuelves el dinero, quizá hasta con intereses.

– Lo siento, Enrico, pero como puedes suponer no llevo tanto dinero en efectivo.

– Puedes hacerme un cheque…

– Ya casi no uso cheques. Lo hago todo con tarjetas.

– Claro, claro. Tú eres de los de tarjeta VIP, crédito ilimitado y cosas de ese tipo. No te sirven para nada los cheques o el dinero en efectivo, claro, claro. Entonces podemos ir a un cajero automático (esto está lleno) y sacas mil euros con tu tarjeta. Ten la seguridad de que en una semana, diez días como mucho, te los devuelvo. ¿Qué me dices?

No le dije nada. Saqué la cartera, la abrí, cogí tres billetes de cincuenta euros y se los alargué.

– Tengo mucha prisa, Enrico. Como te he dicho, estoy en Roma por trabajo.

Cogió el dinero sin decir palabra y lo hizo desaparecer rápidamente dentro de un bolsillo de su raída chaqueta. Permanecimos algunos instantes inmóviles, el uno frente al otro. Se estaba preguntando si podía sacarme más dinero. Cuando por fin comprendió que no le iba a dar más, su cara se apagó y sus ojos perdieron toda expresión. Yo no tenía ya interés alguno para él, así que podía irse.

– Está bien, si te tienes que ir no te entretengo.

Me dijo adiós desganadamente, sin darme las gracias y, por supuesto, sin volver a mencionar cuándo y cómo me iba a devolver el dinero. Se fue caminando pesada y cansinamente, encendiéndose otro MS. Me lo imaginé buscando a algún otro al que pedirle dinero. En medio de su lucha cotidiana, encaminada a sobrevivir, ante todo. Y luego a alejar de sí la desesperación que burbujeaba peligrosamente a sus espaldas, dispuesta a aferrarlo.

Unas horas después, Caterina y yo estábamos en el avión de regreso a Bari.

Al igual que la noche anterior, ella estaba totalmente a sus anchas, desenvuelta, espontánea y relajada. Se portaba como si no hubiese ocurrido nada entre los dos o, al contrario, como si fuésemos pareja desde hacía tiempo. Yo, en cambio, estaba cada vez más confuso y notaba, con fuerza creciente, la sensación, indefinible y concreta al mismo tiempo, de que había algo evidente que se me escapaba.

Cuando la dejé en su casa, en el barrio Madonnella, cerca del cine Esedra, me dio un beso y me dijo que la llamara pronto porque estaba deseando volver a verme.

32

La sensación de desorientación no mejoró aquella tarde, en el bufete. Apagué el móvil, dije que no me pasaran llamadas y empecé a despachar todo el papeleo que se había acumulado en los dos días de ausencia, pero no conseguía concentrarme en lo que estaba haciendo. Igual que me ocurre a veces en las noches de insomnio, me parecía escuchar un ligero rumor -un crujido, un goteo- cuya causa no lograba identificar.

Cuando por fin pude hacer una pausa, decidí poner por escrito, para aclararme, cuanto había descubierto hasta ahora, en vista de que no era capaz de aclararme sobre los rumores metafóricos que sentía en mi interior.

Cogí un cuaderno para tomar apuntes y empecé a escribir.

«1) Probablemente, Manuela llegó a Bari y no viajó luego a Roma. Pero no podemos afirmarlo con seguridad. Existe la remota posibilidad de que fuese luego a Roma, pero no contamos con ningún dato que lo confirme.

»¿Qué hacer para profundizar en esta hipótesis?

»2) Manuela consume cocaína habitualmente. Con toda probabilidad fue Michele el que la inició en el consumo pero, después de romper con él, ella siguió consumiendo. Sabía cómo conseguirla fácilmente. Estaba en contacto con ambientes que su amiga Nicoletta, tras responder a una serie de preguntas, ha definido como "peligrosos"».

Antes de escribir la frase siguiente me demoré un buen rato.

«¿Cabe la posibilidad de que Manuela traficase?

»¿Qué hacer para profundizar en esta hipótesis?

»3) Michele tiene un carácter violento, es un imbécil y, muy probablemente, un camello.

»Es necesario conseguir cuanto antes una foto suya y enseñársela al amigo de Quintavalle.

»Michele sería el sospechoso ideal (Nicoletta y Caterina pensaron enseguida en él cuando se enteraron de que Manuela había desaparecido), pero estaba en el extranjero el día de la desaparición de Manuela.

»¿Estaba de verdad en el extranjero? Probablemente sí, pero, ¿qué hacer para comprobar esta hipótesis excluyendo toda duda?

»¿Identificar a los amigos con los que estuvo de viaje?

»¿Cómo hacerlo?».

Hubiese sido mejor no haber descubierto nada, me dije. Si no hubiese descubierto nada ahora estaría más tranquilo. Tal y como había previsto: hacer de detective no era mi trabajo. Les devolvería el dinero a los Ferraro, les diría que lo sentía mucho pero que no había nada que hacer -nada, al menos, que pudiese hacer yo- y me retiraría de esa historia.

Pero había descubierto cosas, y había otras que creía intuir, aunque aún no consiguiera darles forma. Por lo tanto, estaba metido en aquella historia hasta el cuello.

Llevaba ya como una media hora dándole vueltas a esa idea en la cabeza cuando Pascuale entró en mi despacho.

– Abogado, hay una señorita que quiere hablar con usted. Ha llamado varias veces, pero usted ha dicho que no le pasásemos llamadas. Ahora está aquí. ¿Qué debo hacer?

Caterina, pensé. Y me sentí en una situación muy embarazosa imaginándomela allí, en el bufete, después de lo que había pasado. Me pareció una intrusión -otra más- que no sabía cómo manejar.

– Es la señorita Salvemini, por el asunto Ferraro.

¿Salvemini? Es decir, Anita. ¿Qué querría Anita?

– Está bien, Pasquale, hágala pasar, gracias.

Anita iba vestida exactamente igual que la otra vez, se diría que aquella ropa era una especie de uniforme para ella.

– He intentado llamarle al móvil, como usted me dijo, pero lo tenía siempre apagado.

– Ah, sí, lo apagué porque esta tarde estaba hasta arriba de trabajo.

– Quizá le he interrumpido. Hay una cosa que quería decirle, algo que he recordado. Probablemente es una bobada, pero usted me dijo que le llamara para contarle cualquier cosa que se me ocurriese.

– No me ha molestado en absoluto. Y ha hecho muy bien en venir, gracias, no sabe cuánto se lo agradezco. ¿Qué es lo que ha recordado?

– Manuela tenía dos teléfonos.

– ¿Perdone?

– Me he acordado de que Manuela tenía dos móviles, no uno solo.

– Dos móviles.

Intenté hacer una primera valoración de aquella noticia y me di cuenta enseguida de que podía ser algo muy importante. Los listados contenidos en el dosier de la fiscalía eran los relativos a un único número.

– ¿Cómo se ha acordado de ese detalle?

– Le conté que durante el trayecto de los trulli a Ostuni Manuela estaba todo el rato con el móvil y que, en un momento dado, recibió un mensaje.

– Sí, claro, lo recuerdo bien.

– Cuando recibió el mensaje tenía el móvil en la mano, pero buscó en la bolsa y sacó otro. He recordado la escena con toda claridad porque esta mañana he oído un móvil que tenía un sonido de aviso idéntico al de Manuela, al que oí aquella tarde en el coche.

– ¿Qué sonido?

– Era extraño. Como el que hace un pequeño objeto de cristal (una bombilla o una botellita) cuando se rompe. No lo recordaba y sólo me ha venido a la cabeza cuando lo he oído de nuevo. Ha sido como si ese sonido me hubiese permitido recuperar el resto del recuerdo.

Dijo las últimas palabras casi en un tono de disculpa. Porque estaba suministrando una información irrelevante o porque, por el contrario, estaba suministrando demasiado tarde una muy importante.

– ¿Podría describir los dos móviles?

– No, eso no. Estaba conduciendo. Lo que puedo decirle con seguridad es que ella estaba jugueteando con uno, que luego se escuchó ese ruido como de un cristal al romperse y que ella sacó otro de la bolsa. Por el rabillo del ojo vi que en esos momentos tenía dos teléfonos en la mano. Pero no puedo decirle qué tipo de teléfonos eran.

Yo estaba pensando frenéticamente, sin conseguir darle una dirección a mis pensamientos. Me di cuenta de que llevaba ya un cierto rato delante de aquella chica sin decirle nada y que, quizá, no tenía una expresión normal.

– ¿Hay algo más que pueda decirme?

– No, creo que no.

– Gracias, Anita, le estoy realmente agradecido.

– ¿Cree que esta información le resultará útil?

– Sí, estoy seguro.

La acompañé hasta la puerta del bufete. Le estreché la mano calurosamente y me despedí de ella, intentando controlar la excitación que empezaba a dominarme.

¿Por qué no me había hablado nadie de ese otro teléfono?

No, pregunta mal planteada. No había hecho ninguna pregunta específica sobre un eventual segundo teléfono, por lo que era relativamente normal que nadie me hubiera hablado de ello. El verdadero problema era otro: ¿por qué los carabinieri y la fiscalía no habían sabido nada de eso y, por lo tanto, no se habían hecho con los listados de ese segundo teléfono?

Segunda pregunta, más importante y más urgente. ¿Qué hacía ahora con esta información?

Lo más natural, y lo más correcto, era llamar inmediatamente a Navarra y darle la información. Lógicamente, eso me dejaría al margen de todas las investigaciones que se desarrollasen ulteriormente. Entonces me dije que, por supuesto, debía pasarle la información a los carabinieri, pero que antes también podía ahondar yo un poco en el asunto. Una idea estúpida. Los carabinieri podían descubrir rápidamente si Manuela era titular de otra línea, mediante una simple llamada al banco de datos de las compañías. Yo no. Pero sentía que la investigación era mía y no quería dejársela a otros, y menos ahora, cuando por fin estaba saliendo algo en claro.

Lo primero que tenía que hacer era llamar a Caterina para preguntarle si sabía de la existencia del segundo móvil de Manuela. La llamé varias veces, pero su teléfono no estaba operativo. Durante unos instantes pensé en buscar en la guía el número del fijo -tenía su dirección- y llamarla a su casa, pero descarté la idea casi en el acto al pensar que pudieran contestarme su madre o su padre.

Entonces se me ocurrió llamar a la madre de Manuela. Directamente, sin pasar por Fornelli, porque me estaba atrapando una especie de frenesí y sentía la urgencia de actuar lo más rápidamente posible.

En el dosier estaba anotado su número de móvil -el del padre no, como es lógico- y la llamé enseguida, sin pensármelo mucho. Respondió al cabo de muchos timbrazos, cuando ya estaba a punto de colgar.

– Buenas tardes, señora, soy el abogado Guerrieri.

Hubo unos instantes de duda, de silencio. Luego cayó en la cuenta de quién era yo.

– ¡Abogado, buenas tardes!

Durante unos segundos estuve a punto de preguntarle qué tal estaba.

– Perdone si la molesto, es para pedirle una información.

– ¿Sí?

El tono de su voz se había cargado de esperanza y ansiedad al mismo tiempo. Me pregunté si había sido una buena idea llamarla.

– Quería preguntarle si Manuela tenía más de un teléfono móvil.

Se produjo una larga pausa. Tan larga que tuve que preguntarle si seguía al teléfono.

– Sí, perdone. Estaba pensando. A Manuela le gustan mucho los móviles, los cambia con frecuencia. Le gusta jugar, ¿sabe?, las fotos, las grabaciones, la música, los juegos…

– ¿Pero no sabe si tenía otro número?

– Eso es lo que estaba pensando. Seguramente tenía varios teléfonos y en el pasado ha debido tener también varios números, pero en el momento de la desaparición tenía uno solo. Tenía un solo número desde hace bastante tiempo. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Ha descubierto algo?

No. Decididamente, no había sido una buena idea llamarla. Habría sido mejor esperar a que Caterina estuviese localizable, me dije.

– Se trata sólo de una hipótesis, señora. Sólo de una hipótesis. Y, probablemente, de una hipótesis que no nos lleve a ningún lado. No quiero que usted alimente… -estuve a punto de decir «ilusiones», pero me contuve a tiempo-, no quiero crearle expectativas que podrían fácilmente verse frustradas. En los próximos días voy a hacer unas comprobaciones y luego le haré saber los resultados.

Otra pausa. Larga y angustiosa.

– ¿Manuela está viva, abogado?

– No lo sé, señora. Lo lamento, pero no puedo responder a esa pregunta.

Me despedí de ella apresuradamente, como si estuviese huyendo de un lugar peligroso. Cerré los ojos y me pasé los dedos por el pelo. Luego recorrí con ellos mi rostro, sintiendo los párpados, la línea de la nariz, la barba, que estaba ya empezando a salirme, desde por la mañana que me había afeitado, y que hacía como un crujido hirsuto.

Al final volví a abrir los ojos.

Un segundo teléfono. Coño, un segundo teléfono. Podía haber de todo en los listados de ese segundo teléfono. Un segundo teléfono era algo tan banal que nadie había pensado en ello. Era la carta robada de Poe.

Salí del bufete pensando que debería hablar con Tancredi, que él sin duda habría sabido y podido ayudarme, pero que estaba todavía en América.

Me hubiese gustado ir a ver a Nadia, contárselo todo y preguntarle qué pensaba al respecto, pero descarté inmediatamente la idea. No sabía explicármelo bien pero, después de lo que había ocurrido en Roma, la idea de ir a ver a Nadia me resultaba embarazosa, como si la hubiese traicionado de alguna forma.

Absurdo, me dije.

Todo era absurdo.

Volví a llamar a Caterina, pero su teléfono seguía apagado.

En vista de eso, me fui a casa, me puse los guantes y le propiné unos cuantos puñetazos a Mister Saco. En las pausas entre asalto y asalto le hablé, preguntándole su opinión sobre los últimos acontecimientos. Él no estaba muy locuaz esa tarde. Al final, bamboleándose con pereza, sólo me dio a entender que era mejor que comiera algo, me tomara un buen vaso de vino y me fuera a dormir. Quizá, a la mañana siguiente se me ocurriría algo.

Quizá.

33

Tuve unos sueños muy desagradables y al despertarme no se me ocurrió ninguna buena idea. Me levanté de la cama de muy malhumor y la situación empeoró cuando recordé el compromiso que me aguardaba esa mañana.

Tenía una cita en la fiscalía con un cliente, médico, profesor universitario, barón, y acusado de haber apañado un concurso para colocar a uno de los que le llevaban el maletín. El otro candidato era un profesional de fama internacional que había trabajado durante años en universidades y centros de investigación americanos y que, en un determinado momento, había decidido regresar a Italia.

Se presentó al primer concurso relacionado con su especialidad, sin saber que la plaza estaba adjudicada antes de que se publicase siquiera el concurso. El vencedor predestinado era un joven investigador, totalmente descerebrado, pero hijo de otro profesor de esa misma facultad apodado en los ambientes universitarios, a causa de su inflexible catadura moral, Pierino l'ingordo. *

La desproporción entre los títulos y méritos científicos de uno y otro candidato -obviamente, con todo el peso de la balanza a favor del que no estaba recomendado- era casi grotesca. El detalle, sin embargo, no había impresionado a la comisión, y el joven descerebrado había obtenido la plaza. El otro no se había conformado: había impugnado la decisión ante el TAR -ganando el recurso- y había presentado también una denuncia ante la fiscalía.

Mi cliente, pues, había recibido una citación para que compareciera, acusado de tráfico de influencias y abuso de poder y falsedad, y yo le había recomendado que se acogiera al derecho a guardar silencio. Las pruebas en su contra eran escasas y someterse a un interrogatorio -dado que, entre otras cosas, la ayudante del fiscal era una joven muy despierta y, sin duda, mucho más inteligente que él- sólo podía agravar la situación.

En aquel caso, como en muchos otros, a decir verdad, tenía la sensación de estar en el bando equivocado. En aquel caso, como en otros, me había preguntado si realmente quería aceptarlo y defender a ese cliente. Me había contestado a mí mismo que no, que no quería, pero lo había aceptado de todos modos. Una cuestión que debería tratar con mi psiquiatra, en caso de que tuviera uno.

Mientras pedaleaba en dirección al tribunal, iba pensando que era la mañana menos adecuada para encontrarme con aquel tipo: era, sin lugar a dudas, culpable de una falta que a mí me resultaba odiosa, era un tipejo pomposo, petulante y servil y, sobre todo, llevaba mocasines con borlas.

Existen algunas cosas hacia las que siento que debo ser despiadado. Entre éstas figuran los mocasines con borlas; también las cadenas o las cintas para llevar las gafas colgadas, las plumas Cartier, los Cardigan con ochos, los brazaletes de hombre de oro macizo, cualquier tipo de espray para el aliento.

Con estas premisas, cuando nos encontramos delante del edificio de la fiscalía, unos minutos antes de la hora fijada para prestar declaración, no estaba en mi mejor momento. Después de saludarnos y de intercambiar, sin cordialidad alguna (al menos por mi parte), las dos frases de rigor, me dijo que tenía muchas dudas de que acogerse al derecho a guardar silencio fuera la decisión más adecuada. Pensaba que podía dar todas las explicaciones que fueran necesarias y le parecía que negarse a contestar era casi como admitir que era culpable, y una admisión de culpabilidad no estaba en consonancia con su posición.

Tu posición de viejo pomposo y de académico de botica, pensé, mientras notaba cómo me iba dominando una irritación desproporcionada porque mi cliente, en el fondo, sólo estaba expresando una duda legítima. Pero, para su desgracia, en esos momentos era la persona equivocada, en la mañana equivocada y, sobre todo, con los zapatos equivocados.

– Creo que eso ya lo hemos hablado, profesor. Conociendo al fiscal y teniendo en cuenta la fase en la que se encuentra el procedimiento, le reitero mi consejo: tiene que acogerse al derecho a guardar silencio. Como es lógico, la elección es suya, así que si usted considera oportuno actuar de otra forma, yo no puedo impedírselo. Sin embargo, si lo hace, sepa que, a mi entender, comete un grave error y que me reservo la facultad de renunciar a defenderle.

Nada más terminar de hablar, fui el primero en asombrarme por la agresividad con la que lo había hecho. Él se quedó en silencio durante algunos instantes, turbado, casi asustado, sin saber cómo reaccionar. En otras circunstancias, su pomposa petulancia de barón le hubiera llevado, naturalmente, a contestarme con cajas destempladas. Pero estábamos en la fiscalía, uno de los sitios más intimidatorios que existen, él era un acusado y yo su abogado. No se encontraba en las condiciones ideales para ir de duro conmigo. Al final, suspiró.

– Está bien, abogado, lo haremos como usted dice.

Llegados a ese punto, y dado que no soy lo que se dice un paradigma de coherencia, me sentí culpable. Le había maltratado abusando de mi situación de poder con respecto a él: una cosa que no se debería hacer nunca. Mi tono de voz se volvió mucho más suave, casi amistoso.

– Es lo mejor, profesor. Vamos a observar los próximos movimientos del fiscal. Si es necesario, siempre estamos a tiempo de redactar una memoria en la que podremos poner todo lo que queramos para defendernos.

Poco después entramos en el despacho del fiscal, nos acogimos al derecho a guardar silencio, y a los cinco minutos yo estaba de nuevo en la calle, camino de mi bufete.

Estaba poniéndole la cadena a la bicicleta, junto al portal, cuando vi un enorme perro negro, cuya silueta me resultaba muy familiar, que se me acercaba, trotando, por la acera.

Cuando lo reconocí, el corazón me dio un brinco de alegría. Baskerville. Nadia, pues, debía estar por allí cerca, me dije mientras silbaba al perro y miraba alrededor para localizar a su dueña.

El perrazo se acercó a mí y, apenas estuvo lo bastante cerca, se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras sobre mi pecho. Movía la cola frenéticamente y yo pensé -muy orgulloso de mi inesperado éxito con los perros- que Baskerville y yo nos habíamos hecho realmente buenos amigos en muy poco tiempo. Para corresponder a su cordialidad, empecé a acariciarle la cabeza y por detrás de las orejas, como había hecho la noche en la que nos conocimos.

¿Detrás de las orejas?

Baskerville sólo tenía una oreja, me dije. Es decir, ese perrazo que movía la cola mientras apoyaba sus zarpas en mi pecho y acercaba el hocico a mi cara no era Baskerville. Tragué con dificultad, intentando descifrar la expresión del perro y averiguar si, después de haberme hecho aquellas jubilosas carantoñas, tenía la intención de matarme y hacerme pedazos. El perrazo, sin embargo, parecía realmente sociable y hasta me lamió las manos. Estaba preguntándome cómo librarme de su abrazo sin herir la sensibilidad de mi nuevo amigo cuando un jovenzuelo flaco y algo jadeante dobló por la esquina y se dirigió hacia nosotros. Lo primero que hizo al llegar a nuestro lado fue ponerle la correa al perro y apartarlo. Luego, mientras intentaba recuperar el aliento, se dirigió hacia mí.

– Lo siento muchísimo, perdone. Lo tenemos suelto en la tienda, un cliente se ha dejado la puerta abierta y se ha escapado. Lo hace en cuanto puede, es todavía un cachorro, no tiene ni un año. Espero que no se haya usted asustado.

– No, para nada -mentí un poco. En realidad, en cuanto me di cuenta de que no se trataba de Baskerville noté un escalofrío de terror recorriéndome la espalda, pero no me pareció indispensable informar al joven de todos los detalles.

– Rocco es buenísimo y adora a los niños. Queríamos un perro guardián y por eso elegimos un corso, pero me temo que nos ha tocado el ejemplar menos adecuado.

Sonreí, con aire comprensivo, como un entendedor del mundo de los perros, pero no añadí nada. El jovenzuelo parecía excesivamente locuaz y no me apetecía darle alas para que me contase su vida y todas sus experiencias con los animales, empezando por el primer hámster que tuvo. Así que me despedí de él, me despedí de Rocco y, mientras ellos se alejaban, volví a ocuparme de la cadena de la bicicleta.

El candado emitió su familiar y tranquilizador clic, yo me levanté y, de pronto, me di cuenta de que en mi cabeza se había introducido, sin mi permiso, una idea que antes no estaba. La idea no paraba de zumbar, yendo de un lado a otro: yo sabía que estaba allí, pero no podía verla, mucho menos atraparla.

Intenté reconstruir los hechos que acababan de tener lugar.

El perro había ido a mi encuentro, yo le había llamado con un silbido, pensando que iba a ver a Nadia de un momento a otro, el perro me había hecho todo tipo de fiestas, yo le había acariciado detrás de las orejas, me di cuenta, entonces, de que no era Baskerville, un instante después apareció su dueño que…, espera, espera, rebobina, Guerrieri.

Le había acariciado detrás de las orejas y me había dado cuenta de que no era Baskerville. Fue entonces cuando se introdujo en mi cabeza esa idea desconocida. Intenté, frenéticamente, articularla.

El perro Pino, también llamado (por mí) Baskerville, se caracterizaba porque sólo tenía una oreja. Su característica era, pues, una ausencia. La información radicaba en algo que faltaba.

Un pensamiento muy profundo, me dije, intentando ser sarcástico. No lo logré. Había, de verdad, algo importante que agarrar.

Baskerville. Una oreja que falta. Gracias a eso que falta se comprende otra cosa. ¿Cuál? Algo que falta.

Baskerville.

Sherlock Holmes.

El perro no ha ladrado.

La frase se materializó, de repente, en mi cabeza como si fuese una bandera de colorines en medio de un escenario desierto y espectral.

«El perro no ha ladrado» es una frase que pronuncia Sherlock Holmes en El sabueso de los Baskerville. O quizá no, quizá no lo haga en ese libro. Tenía que comprobarlo inmediatamente, aunque todavía no sabía por qué razón.

Subí al bufete, en el que no había nadie. Estaban todos en distintos despachos judiciales, cumpliendo con sus agendas. Me alegré de estar solo, me preparé un café, encendí el ordenador, entré en Google y tecleé: «Holmes y el perro no ha ladrado».

La frase no era de El sabueso de los Baskerville sino de Silver Blaze, el caballo desaparecido. Al leerlo, me acordé. El relato trata de un purasangre que ha sido robado y Holmes resuelve el caso gracias a que constata que el perro guardián no había ladrado: el ladrón del caballo tenía que ser alguien al que el perro conocía.

La clave del misterio radicaba en algo que no había ocurrido. En algo que debería estar y, sin embargo, faltaba.

¿Qué era lo que faltaba? ¿Qué debería estar y, sin embargo, faltaba?

Una idea comenzó a cobrar forma, trayendo consigo una intensa y repentina sensación de náusea, como un mareo súbito.

Cogí el dosier, saqué el listado de llamadas del teléfono de Manuela y lo examiné de nuevo. Y, a medida que lo hacía y confirmaba mi idea, es decir, no encontraba lo que debería estar y no estaba, en lo que no me había fijado hasta entonces, la náusea aumentaba, de forma tan violenta que pensé que iba a vomitar de un momento a otro.

El perro no había ladrado. Y yo sabía quién era ese perro.

Encendí el móvil y me encontré con cuatro llamadas de Caterina.

34

Me pregunté si no sería mejor esperar, y me respondí en el acto que no.

Así que llamé a Caterina. Contestó al segundo timbrazo, muy contenta.

– Hola, Gi-Gi. Me encanta que aparezca tu nombre en mi teléfono.

– Hola, ¿qué tal estás?

– Bien. Mejor dicho, ahora que escucho tu voz, divinamente. He visto tus llamadas de ayer, es que tuve el móvil apagado. Me moría de sueño (pausa con risitas) y me fui a la cama como una niña de cinco años. Intenté hablar contigo varias veces esta mañana, pero tenías siempre el móvil apagado.

– Estaba en los juzgados y acabo de volver. Escucha, estaba pensando…

– ¿Sí?

– ¿Te apetece que me pase a buscarte, como en veinte minutos, y nos vayamos a comer a algún sitio cerca del mar?

– Sí, es una idea estupenda. Voy corriendo a arreglarme, nos vemos en veinte minutos. Recógeme debajo de mi casa.

Llegué exactamente veinte minutos después, el tiempo de recoger el coche del garaje y llegar. Estaba aparcando en doble fila para esperarla, cuando ella asomó por el portal del edificio. Se subió al coche sonriendo, me dio un beso, y se acomodó en el asiento. Sonreía, parecía alegre, incluso feliz, y estaba realmente guapa. Las imágenes de la noche en Roma me pasaron por la cabeza durante unos instantes, como fotogramas insertos en una película que trataba de otra cosa y que dejaba adivinar que no iba a tener un final feliz. Me quedé sin aliento, por la tristeza y por el deseo, que sentí mezclados de una forma cruel.

– ¿Dónde me llevas?

– ¿Dónde te gustaría ir?

– ¿Te apetece que vayamos a comer erizos de mar a la Forcatella?

La Forcatella es un barrio de pescadores en la costa sur, apenas pasado el límite entre las provincias de Bari y Brindisi. Es una localidad famosa por sus erizos de mar, riquísimos.

El coche se deslizó, ágil y silencioso, por la autopista rodeada de campos. Las nubes eran blancas y grandiosas como en las fotos de Ansel Adams. La primavera parecía a punto de inundarlo todo y producía una sensación de euforia exultante y peligrosa. Yo intentaba concentrarme en la conducción y en sus gestos específicos -cambiar de marchas, tomar despacio las curvas, mirar por el espejo retrovisor- y no pensar.

Había poca gente y conseguimos mesa cerquísima del mar. Con sólo dar dos o tres pasos se podía tocar las olas, que rompían delicadamente contra la escollera, el aire estaba inundado de olores y, en el horizonte, el azul del mar marcaba una frontera nítida, perfecta y necesaria con el azul del cielo.

Maldita sea, exclamé mentalmente mientras me sentaba frente a ella.

Pedimos cincuenta erizos y una garrafa de vino helado. Poco después, otros cincuenta y otra garrafa. Los erizos eran grandes y llenos: pulpas naranja de sabor misterioso. Junto al vino frío y ligero, se subían suavemente a la cabeza.

Caterina hablaba, pero yo no prestaba atención a sus palabras. Sólo escuchaba el sonido de su voz, observaba los movimientos de su rostro, miraba sus labios. Pensé que me gustaría tener una foto suya para conservarla.

Una idea absurda que, sin embargo, provocó otras muchas, entre ellas la de olvidarlo todo. Es más, durante unos minutos, me pareció que era eso lo que había decidido, olvidarlo todo, y durante esos minutos experimenté una sensación de dominio absoluto, de equilibrio inestable y perfecto. La perfección que sólo tienen las cosas provisionales, destinadas a acabar pronto.

Me acordé de unas vacaciones que pasé recorriendo Francia en coche, con Sara y unos amigos, ya hacía muchos años. Llegamos a Biarritz, la atmósfera como de otra época de aquel sitio nos gustó mucho y decidimos quedarnos unos días. Allí tomé algunas clases de surf y, después de innumerables intentos fallidos, conseguí mantenerme de pie sobre la tabla tres, cuatro segundos. En ese momento entendí por qué los surfistas -los verdaderos surfistas- están tan locos y por qué lo único que les interesa en la vida es coger una ola y permanecer allí el mayor tiempo posible. El resto se la suda. No hay nada tan perfecto como esa provisionalidad.

Mientras escuchaba el sonido de la voz de Caterina y sentía en la boca el sabor dulce y salado de los últimos erizos, me pareció estar sobre una tabla de surf que cabalgaba sobre la ola del tiempo, en un instante interminable y perfecto.

Me pregunté cómo recordaría ese instante. Fue entonces cuando me caí de la ola y recordé el motivo por el que estaba allí.

Poco después nos levantamos de la mesa.

– ¿Qué piensas hacer? -me preguntó mientras nos dirigíamos hacia el coche.

– ¿Con respecto a qué?

– A tu investigación. Me hablaste de un camello al que querías enseñarle una foto de Michele.

– Ah, sí. Todavía estoy dándole vueltas a eso. Puede que, al final, no haga falta. Se me ha ocurrido otra idea.

– ¿Cuál?

– Venga, vamos al coche y ahora te la cuento.

El coche, con el morro dirigido hacia el mar, estaba en una explanada que en verano está siempre llena pero que esa tarde, en cambio, estaba desierta.

– Espera, quiero fumarme antes un cigarro -dijo ella, sacando su pitillera de colores del bolso.

– Puedes fumar en el coche, si quieres.

– No, odio que mi coche huela a tabaco, así que me imagino lo inaguantable que debe ser para alguien que no fuma, como tú.

Estuve a punto de decirle que yo también había sido fumador, durante muchos años, y que yo también detestaba, ya entonces, el pestazo a tabaco dentro del coche. Pero luego pensé que ya había llegado el momento de dejar de prolongar la situación. Tenía que coger el toro por los cuernos. Así de simple.

– Hay una cosa que me gustaría preguntarte.

– Dime -dijo ella, exhalando el humo de la primera calada.

– ¿Sabes si Manuela tenía dos móviles?

35

La sorpresa hizo que el humo se le atravesara en la garganta y rompió a toser violentamente. Igual que en una comedia mediocre.

– ¿Qué quieres decir con eso de dos móviles?

– ¿Manuela tenía un solo teléfono o más de uno?

– No sé…, creo que sólo uno. ¿Por qué me lo preguntas?

En su voz vibraba ahora una nota de impaciencia que viraba hacia la agresividad.

– Me han dicho que Manuela, probablemente, tenía dos teléfonos, y he pensado que tú deberías saber si eso era así.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– ¿Qué importa eso? ¿Sabes si tenía dos números de teléfono, sí o no?

– No lo sé. Yo sólo hablaba con ella por un número.

– ¿Te lo sabes de memoria?

– No, ¿para qué? Lo tenía en la memoria de mi móvil, ¿para qué iba a aprendérmelo?

– ¿Lo tienes todavía?

– ¿El qué?

– El número de Manuela. ¿Lo tienes todavía en la memoria del móvil?

Me miró con los ojos desorbitados. No sabía qué era lo que estaba pasando exactamente, pero comprendía que no era nada bueno, así que se puso agresiva.

– ¿Se puede saber qué coño quieres? ¿A qué coño vienen estas preguntas?

– ¿Has cambiado de teléfono después de la desaparición de Manuela?

– No. Puedes decirme…

– ¿Has borrado el nombre de Manuela de tu teléfono?

– No, claro.

– ¿Me dejas que vea la memoria de tu móvil?

Me miró con una expresión perpleja que se deformó rápidamente en una mueca de rabia mientras tiraba al suelo lo que le quedaba del cigarro.

– Vete a tomar por culo. Abre el coche, arranca y llévame a casa.

Apreté el botón del mando a distancia y el coche se abrió, con un clic suave e inevitable. Caterina se metió dentro en el acto; yo me reuní con ella apenas unos segundos después, pero me hubiera gustado estar en otra parte. Muy lejos.

Durante un minuto, quizá más, ninguno de los dos dijo una sola palabra.

– ¿Se puede saber por qué no arrancas?

– Necesito que me hables del segundo móvil de Manuela.

– Y yo necesito que me dejes en paz de una puta vez y que me lleves a casa. No pienso decirte nada.

– Si quieres, te llevo a casa, pero inmediatamente después iré a los carabinieri, eso lo sabes, ¿verdad?

– Por mí, como si te tiras debajo de un coche, es más, es lo mejor que puedes hacer.

Su voz se estaba quebrando. Por los nervios, cierto, pero también por el miedo, que estaba empezando a desbordarse.

– Si acudo a los carabinieri tendré que contarles que Manuela tenía un segundo teléfono del que nadie sabía nada. Ellos localizarán rápidamente el número de ese teléfono y conseguirán el listado de las llamadas. Y entonces habrá que explicar un montón de cosas, en condiciones mucho más desagradables que éstas.

No respondió. Bajó su ventanilla, cogió un cigarro y lo encendió. Sin preguntarme si podía hacerlo, sin preocuparse por el mal olor. Fumaba y miraba hacia delante, hacia el mar. Yo pensaba que era increíble cómo el miedo y la rabia podían deformar un rostro tan hermoso, hasta volverlo feo.

– Creo que será mejor que me cuentes todo lo que no me has dicho hasta ahora. Y creo que será mejor que me lo cuentes a mí, ahora, y no a los carabinieri y al fiscal, en condiciones muy distintas. Puede que así haya forma de limitar los daños.

– ¿Por qué estás tan seguro de que Manuela tenía otro número y de que yo lo conocía?

Estuve a punto de preguntarle si había leído el relato de Conan Doyle. No lo hice, únicamente, porque me parecía harto improbable.

– En el listado de llamadas de Manuela no figura tu número.

Necesitó algo de tiempo para comprender qué significaba eso.

– Es inexplicable que no conste ninguna llamada entre vosotras, teniendo en cuenta lo amigas que erais. Y una, al menos, tendría que constar, porque tú me dijiste que llamaste a Manuela para quedar a tomar el aperitivo. No figura ni siquiera esa llamada.

– No recuerdo desde dónde la llamé. Puede que lo hiciera a su casa…

– Caterina, háblame del otro teléfono. Por favor.

Encendió otro cigarro. Se fumó como la mitad, moviendo la cabeza de forma anómala, como si tuviera un fallo de sincronización interna. La bellísima tonalidad de su piel se había transformado en un gris enfermizo. Empezó a hablar sin previo aviso, sin dejar de mirar hacia el frente.

– Manuela tenía otro número y otro teléfono.

– Y ése era el que usabais para hablar entre vosotras.

– Sí.

Durante unos segundos me sentí como en un equilibrio precario. Me había concentrado tanto en obligarla a que admitiese que conocía la existencia del segundo número que no estaba aún preparado para pasar a la parte siguiente. Luego pensé que, llegados a ese punto, era inútil dar rodeos.

– ¿Qué pasó aquel domingo?

– Tengo frío -dijo ella; de su cara había desaparecido ya todo rastro de color.

Apreté el botón para cerrar su ventanilla, aunque el frío no procedía de fuera.

Luego aguardé a que me contestara.

36

– Me parece increíble haber llegado a este punto -dijo tras un largo silencio, siempre sin mirarme. Las palabras eran dramáticas, pero las pronunció en un tono extrañamente neutro, incoloro.

– Os visteis aquella tarde, ¿verdad?

Asintió con la cabeza, sin decir palabra.

– Habíais quedado el día anterior.

Asintió de nuevo.

– ¿Fuiste a buscarla a la estación, cuando llegó de Ostuni?

– No. Yo estaba en casa de Duilio. Habíamos quedado en que se reuniría allí con nosotros.

– ¿Y lo hizo?

– Sí, llegó hacia las seis, puede que algo más tarde. Vino en taxi, directamente desde la estación, y dijo que quería darse una ducha.

– ¿Duilio vive solo?

– Sí, claro.

– ¿Dónde?

– Ahora ha cambiado de casa, a la otra no quiere ni volver.

– ¿Dónde estaba esa otra casa?

– Por la zona del faro, en uno de esos edificios nuevos frente al mar. Ahora, en cambio, vive en el centro.

– ¿Para qué habíais quedado?

– Manuela tenía que volver a Roma y antes quería pillar.

Tragué con dificultad. Era lo que me esperaba que dijese, pero oírlo no me gustó.

– ¿Quieres decir «pillar» cocaína?

– Sí.

– ¿La cocaína era sólo para su consumo personal?

– No, también la vendía, para pagarse la que consumía, consumía muchísima.

– ¿La vendía en Roma?

– Casi siempre. Pero no sé quiénes eran sus clientes.

– ¿Nicoletta lo sabía? Quiero decir, ¿Nicoletta sabía que Manuela traficaba con droga?

– No lo sé, pero no creo. Lo que te dijo cuando fuimos a verla es todo lo que sabe. Más o menos.

– Así que fue a casa de Duilio para proveerse de cocaína y llevársela a Roma.

– Sí.

– ¿Cuánta tenía que coger?

– No lo sé. Se llevaba siempre cincuenta gramos, a veces cien. Se entendían entre ellos. Cuando tenía dinero se la pagaba en el momento; cuando no, Duilio le fiaba.

– ¿Qué hace Duilio en la vida?

– Tiene un concesionario de coches. Es decir, trabaja en el concesionario de su padre, pero también está metido en política.

– Y redondea con la cocaína.

Otro leve movimiento de cabeza para decir que sí.

– ¿Cuántos años tiene este caballero?

– Treinta y dos.

Me tomé unos segundos para procesar todo lo que acababa de oír antes de seguir haciéndole preguntas.

– Entonces, Manuela fue a casa de Duilio, donde estabas también tú, y se dio una ducha, ¿qué pasó luego?

– La idea era salir a cenar fuera, pero Manuela quería probar antes la mercancía. Era una partida nueva, Duilio la había recibido el día anterior.

– ¿Llegó con esa idea?

– Sí. Se le había acabado desde hacía varios días. Pensaba que podría encontrar en los trulli, pero ese fin de semana no había nadie que tuviera. Llegó con esa idea fija en la cabeza.

Pensé que Anita era una gran observadora. ¿Cuáles habían sido sus palabras? Manuela no parecía una persona que estuviese tranquila… Estaba un poco…, un poco acelerada.

– ¿Qué quieres decir, que estaba enganchada?

– Esnifaba casi todos los días. Al principio conseguía que se la regalaran, se metía rayas en las fiestas… Luego ya no tuvo bastante con los regalitos y las fiestas, por eso empezó a traficar. No podía abastecerse con el dinero que le pasaban sus padres.

– Continúa.

– Se duchó y luego pensamos en meternos unas rayas, antes de salir. Era una farlopa buenísima, una de las mejores que habíamos probado nunca. La idea era meternos dos o tres rayas y luego salir, pero Manuela quiso más. Empezó a meterse y a meterse, y yo le dije que parara, que se estaba pasando. Pero ella contestó que llevaba seca un montón de días, que estaba a punto de caer en una depresión, y que tenía que reponerse. Se reía como si estuviera loca, parecía una loca. En un momento dado, Duilio también empezó a preocuparse.

– ¿Qué pasó entonces?

– Duilio dijo que ya estaba bien e intentó quitársela. Ella se cabreó, le gritó que si no le daba más montaría el pollo. Ya te lo he dicho, parecía una loca.

Durante unos instantes dejé de escuchar las palabras de Caterina para concentrarme en el sonido de su voz. Carecía totalmente de emoción, el ritmo era monocorde, no parecía que estuviese contando una historia que discurría hacia un final trágico. No parecía la voz de una joven que estaba a punto de contar cómo había muerto su mejor amiga.

– ¿Puedes repetir eso último, por favor? Me he distraído un segundo.

– Él le dijo que una raya más, y punto. Quizá se le fue la mano. Ya te he dicho que se había puesto hasta arriba, y encima se metió también aquella raya, entera. No era la primera vez que se pasaba tanto.

– ¿Y luego?

– Luego, poco después, empezó a encontrarse mal. Sudaba, tenía temblores, el pulso aceleradísimo, parecía como si le hubiese dado un ataque de fiebre de repente. También se le dilataron las pupilas, daba miedo mirarle los ojos.

– ¿Y qué hicisteis?

– Yo quería llamar al 118, pero Duilio dijo que era mejor esperar. Dijo que ya había visto, otras veces, a personas en esas condiciones, y que luego se les pasaba. Decía: «Espera, esto es algo que ocurre a veces. Si llamamos al 118 luego vendrá también la policía y nos veremos de mierda hasta el cuello. Verás cómo dentro de poco se encontrará mejor». En un momento dado dejó de temblar y cerró los ojos. Parecía que se había quedado dormida y nos tranquilizamos. Pensamos que la crisis había pasado.

– ¿Y en cambio?

– A los pocos minutos nos dimos cuenta de que no respiraba.

Siempre aquel tono neutro, sin timbre alguno, que infundía miedo.

Había estado casi seguro, desde el primer momento, de que Manuela había muerto. Pero ahora que lo sabía sin lugar a dudas, ahora que me lo estaba contando una persona que la había visto morir, no conseguía creerlo. Intenté precisar aquella sensación y me di cuenta de que, durante todos esos días, mientras estaba convencido de que Manuela estaba muerta, me la había estado imaginando viva.

Estaba viva, en uno de los mundos paralelos en los que nuestra fantasía crea y deposita las historias. Las que les contamos a los demás y las que nos contamos a nosotros mismos, estas últimas mucho más engañosas y con más poder.

– ¿Qué hicisteis entonces?

– Duilio le hizo la respiración artificial y le dio un masaje cardiaco, pero no sirvió de nada. Entonces yo dije que teníamos que avisar a la policía. Me estaba entrando un ataque de pánico.

Me abstuve de decirle que lo dudaba mucho, dada la frialdad con la que me estaba contando aquella historia espantosa.

– Pero no lo hicisteis.

– Duilio dijo que era una gilipollez, que íbamos a terminar en el trullo los dos. Dijo que había sido un accidente y que, en el fondo, la culpa había sido sólo de Manuela, por haberse metido tanta coca. No le íbamos a devolver la vida por avisar a la policía y, en cambio, arruinaríamos las nuestras.

– ¿Qué hicisteis entonces?

Me contó qué habían hecho. Me contó cómo se habían desecho del cuerpo de Manuela: cómo lo habían envuelto en una alfombra, igual que en un guión pésimo, transportado hasta un vertedero ilegal, en un remoto lugar de Murgia, y quemado junto a sus cosas con unos neumáticos porque Duilio sabía que ése es el mejor sistema -es el que usan los sicarios de la mafia- para hacer desaparecer un cadáver. Los neumáticos lo queman todo, hasta el último resto, y cuando dejan de arder ya no queda nada.

Mientras la escuchaba me sentí arrollado por un terrorífico vértigo de irrealidad.

Lo que estoy oyendo no puede ser verdad, es una pesadilla. Dentro de poco me despertaré en mi cama, empapado de sudor, me daré cuenta de que todo era mentira, me levantaré, beberé un vaso de agua y luego, muy despacio, me vestiré e iré a dar un paseo, aunque afuera siga estando oscuro. Igual que hacía, a veces, cuando padecía de insomnio.

Luego sentí el impulso de darle una bofetada, para liberarme. Noté cómo mi mano derecha se contraía sobre el asiento, pensé en que si a mí me estaba resultando insoportable enterarme de aquellas cosas, para los padres de Manuela iba a ser una tortura sin fin.

No la abofeteé. Seguí haciéndole preguntas porque todavía quedaban puntos sin aclarar. Detalles. O quizá no.

– ¿No pensasteis que la policía pudiera llegar hasta vosotros de todas formas?

– No. Manuela tenía ese segundo teléfono, el que has descubierto tú. La tarjeta se la había mandado comprar a un tío de Roma, fue idea de Duilio, que estaba paranoico con lo de las escuchas, por lo de la droga y por la política. Usaba ese teléfono sólo para hablar conmigo, con Duilio y, creo, con la gente a la que le vendía coca en Roma. La tarjeta no estaba a su nombre, ni siquiera sus padres sabían que existía ese segundo número, pensamos que nadie iba a descubrirlo y llegar hasta nosotros comprobando las llamadas. Nadie sabía tampoco que habíamos quedado esa tarde.

Nada que decir. Era simple, burocrático, y casi perfecto.

Casi.

– ¿Por qué aceptaste hablar conmigo?

– ¿Y qué iba a hacer, si no? Me lo había pedido la madre de Manuela, no podía negarme. Hubiese levantado sospechas, fue lo que te pasó con Michele cuando se negó a verte.

– Y, luego, ¿por qué decidiste ayudarme?

Caterina suspiró, cogió otro cigarro y lo encendió.

– Cuando supe que tenía que ir a verte llamé a Duilio. Hacía meses que no hablábamos. Nos vimos y decidimos juntos cómo tenía que actuar. Tenía que confirmar lo que les había dicho a los carabinieri; si acaso tú me preguntabas qué había hecho aquella tarde tenía que contarte que había estado con él, que habíamos salido a cenar fuera, y que había visto a Manuela por última vez un par de días antes. No me esperaba que sacases el tema de la droga. Cuando lo hiciste me entró pánico. No me imaginaba que supieses lo de la cocaína.

Y, de hecho, no lo sabía. Fue algo lanzado al azar, pero tú picaste.

Debería haberme sentido muy satisfecho de mí mismo, pero era imposible. Tenía la boca seca y con un gusto amargo.

– Como me dijiste que Michele se había negado a hablar contigo, que su abogado te había amenazado, pensé que podía cargar sobre él todo el tema de la droga y desviar tu atención.

– Y, como es lógico, Michele no tiene nada que ver con esto.

– No, no tiene nada que ver con la muerte de Manuela. Pero con la cocaína sí, y mucho. Fue él quien metió a Manuela en la droga, y hacía negocios con Duilio. Por eso su abogado no ha querido que fuese a verte, tiene un montón de cosas que ocultar, de todas formas.

– ¿Sabe qué le ocurrió a Manuela?

– No. Cuando volvió le preguntó a Duilio si sabía qué le había pasado, él le dijo que no, y Michele no insistió. Puede que no le creyera, pero Michele es un hijo de la gran puta, sólo va a lo suyo, los demás le importan tres cojones. Todo lo que te he dicho de él es verdad.

– ¿Por qué convenciste a Nicoletta para que hablara conmigo?

– Ibas a terminar hablando con ella, por un medio u otro. Lo hablé con Duilio y pensamos en hacerte creer que podía serte de ayuda. Si fingía que te estaba ayudando en la investigación podía controlar todo lo que hacías y, al mismo tiempo, despistarte. Un poco poniéndote detrás de la pista de Michele, otro poco insinuando que Manuela podía haber desaparecido en Roma, no en Puglia.

Dejó de hablar casi bruscamente. De hecho, pensé, ya no quedaba nada que contar.

Empezaba a oscurecer.

No sólo afuera.

37

– ¿Y ahora qué va a pasar? -dijo ella después de muchos minutos de silencio, sacándome del enfermizo entorpecimiento en el que había caído.

– Perdóname un momento -respondí, abriendo la puerta y saliendo del coche.

Se había levantado viento, despejando el cielo. La atmósfera era tensa, salobre y trágica.

Caminé hasta el restaurante y entré para que ella no pudiera verme, mucho menos oírme. A continuación, marqué el número, y Navarra respondió casi en el acto, al segundo o al tercer timbrazo.

– Buenas tardes, abogado.

– Buenas tardes, maresciallo.

– No me dirá que ha descubierto qué le ha ocurrido a la chica… -dijo en tono de broma, así, para empezar la conversación. Yo permanecí en silencio. Bastante rato, creo.

– ¿Abogado?

El tono de ligereza había desaparecido.

– Estoy aquí. Me imagino que usted estará en su casa.

– No, estoy todavía en el despacho, pero ya me iba. Ha sido un día pesado.

– Lo lamento, pero me temo que tendrá que quedarse todavía un rato más.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Le voy a llevar a una persona dentro de poco. Mientras me espera, conviene que localice al defensor de oficio que esté de turno. Lo necesitará.

Se produjo una pausa larguísima y espesa.

– ¿La chica está muerta?

– Sí.

– Ocurrió la misma tarde en la que desapareció, ¿verdad?

– Sí.

Le conté lo esencial y quedamos en que de allí a tres cuartos de hora nos encontraríamos frente al cuartel. Luego colgué y regresé al coche.

Caterina seguía allí, parecía que se había quedado perfectamente inmóvil. Entré en el coche, lo puse en marcha y nos fuimos. No me volvió a preguntar qué iba a pasar ahora. No dijo nada. Ninguno de los dos dijo una sola palabra hasta que llegamos a Bari y nos detuvimos a unas manzanas del cuartel.

– Tendrás que contarles a los carabinieri todo lo que me has contado a mí.

Antes de responder me lanzó una larga mirada que no conseguí descifrar.

– ¿Me detendrán?

– No. Ante todo no existe flagrancia y no existen las condiciones necesarias para una detención. Luego, te estás presentando voluntariamente y, sobre todo, la cocaína no era tuya, no has sido tú la que se la ha suministrado a Manuela. Te acusarán sólo de haber sido cómplice en la eliminación del cadáver. Saldrás de ésta con un pacto y la condicional.

– ¿Y Duilio?

– Dependerá de él. La muerte de Manuela, bajo muchos aspectos, ha sido un accidente. Si colabora (y le interesa hacerlo) puede evitar la cárcel y, con un buen abogado, podría obtener un pacto también él. Naturalmente, por una pena más alta.

Estaba a punto de añadir algún detalle técnico, precisando qué debería hacer un buen abogado para limitar los daños y hasta evitarle la cárcel al señor Duilio Nosequé. Me di cuenta de que no tenía el más mínimo interés en hacerlo, es más, me sorprendí deseando que su abogado fuese un inepto -Schirani, ojalá-, que el fiscal no fuese comprensivo y que a Duilio lo arrojasen despiadadamente a un calabozo, el lugar sin duda más adecuado para él.

– ¿Le acusarán también por lo de la droga?

– Sí. Los cargos de los que deberá responder serán, además de la eliminación del cadáver, tenencia de narcóticos con fines de tráfico y el 586.

– ¿Qué es el 586?

– El artículo 586 del Código Penal, deberías haberlo estudiado.

Ella no dijo nada, así que continué.

– «Muerte como consecuencia de otro delito». Una especie de homicidio preterintencional, pero menos grave. La idea es que si le das droga a alguien y esa droga le provoca la muerte, tú eres responsable.

– ¿Tendremos que acompañarlos al lugar en que la hemos…, a aquel vertedero?

– No creo que sea necesario -mentí.

Se estrujó las manos. Se rascó el lado izquierdo del cuello con la mano derecha. Se sorbió la nariz de una forma ruidosa e inconsciente, como una persona que ha estado llorando. Luego se pasó la mano por la cara y me miró. Su cara parecía ahora llena de dolor y sinceridad y remordimientos. Era una actriz endiabladamente buena y se estaba preparando para su tentativo final.

– Guido, ¿de verdad que tengo que ir? Manuela está muerta, yo tendré remordimientos el resto de mi vida por lo que ha pasado, pero esto no se la devolverá a su familia. Lo único que pasará es que arruinaré mi vida, sin que nadie gane nada. ¿Qué sentido tiene?

Excelente pregunta. La primera, la única respuesta que se me ocurrió fue que, acaso, aquel pobre desgraciado dejaría de ir a la estación a esperar trenes. Acaso.

Vacilé, pensando que quizá me había apresurado en llamar a Navarra. Quizá ella llevaba razón, obligarla a entregarse sólo iba a servir para destrozar otras vidas, sin arreglar las que ya habían quedado hechas pedazos, irremediablemente.

¿Qué sentido tenía, realmente?

Como una pequeña luz en medio de la oscuridad, me vino a la memoria una frase de Hannah Arendt.

El remedio a lo imprevisible de la suerte, a la caótica incertidumbre del futuro radica en la facultad para hacer y mantener promesas.

Mantener una promesa. Quizá ése era el sentido. En cualquier caso, era todo lo que tenía.

– Debes ir. Desgraciadamente, no es algo discutible.

– ¿Y si no voy?

– Entonces tendré que hacerlo yo, y será mucho peor. Para todos.

– No puedes. El secreto profesional te obliga a guardar silencio sobre lo que te he dicho.

Lo dijo como si fuera una afirmación, pero en realidad era una pregunta desesperada. Y, jurídicamente, una imbecilidad.

– Tú no eres mi cliente.

– ¿Y si digo que te has acostado conmigo? ¿Si te escupen derechito al colegio de abogados?

– Sería muy desagradable -admití-. Desagradable, pero sin consecuencias. Como te he dicho antes, no eres mi cliente y tampoco eres menor de edad.

Permaneció un breve rato sin hablar, buscando un último, desesperado argumento, pero no lo encontró. Entonces se dio cuenta de que habíamos llegado realmente al final.

– Eres un mierda. Me arrojas a los tiburones porque quieres que te paguen tus clientes. Te importan tres cojones ellos, yo, todos. Lo único que te importa es pillar tu cochino dinero.

Volví a poner el motor en marcha y recorrí las pocas manzanas que nos separaban de la entrada del cuartel. Navarra ya estaba allí y mientras pasaba por delante intercambiamos un gesto de saludo. Me detuve unos veinte metros más allá, aparcando el coche cerca de dos contenedores de basura.

– Antes de ir a la policía y de mandar mi vida a la mierda, te tengo que decir una cosa.

Su voz estaba cargada de rabia y agresividad y quizá se esperaba que le preguntara qué era lo que tenía que decirme. No lo hice y esto la enfureció aún más.

– He follado contigo sólo para tenerte controlado, para impedir que nos descubrieses.

En ese caso, se podría decir que no has tenido mucho éxito, pensé asintiendo.

– Ha sido como un trabajo, lo fingí todo, y tú me das asco. Eres un viejo, y cuando tengas alzheimer, o te mees encima, o andes apoyado en una cuidadora moldava, yo seré todavía joven y guapa, y recordaré asqueada que me has puesto las manos encima.

Eh, frena. Ahora estás exagerando un poco, jovencita. Me gustaría recordarte que nos llevamos veintidós años, no cuarenta. No son pocos, es verdad, pero cuando yo esté para que me atienda una cuidadora tú no serás exactamente una muchacha en flor.

No dije eso, pero estaba pensando seriamente en hacerlo cuando ella, en un alarde de estilo, puso fin a mi dilema y a toda aquella penosa situación.

– Eres un mierda -dijo, por si acaso no me había quedado claro el concepto que había expresado antes. Luego me escupió a la cara, abrió la puerta y salió del coche.

Yo permanecí inmóvil mientras la seguía por el espejo retrovisor.

La vi llegar hasta donde estaba Navarra y luego desaparecer con él, definitivamente, en el interior del cuartel.

Sólo entonces me limpié la cara y me fui de allí.

38

Durante unos pocos minutos pensé en llamar a Fornelli, decirle lo que había descubierto y dejar en sus manos la tarea de informar a los padres de Manuela.

En el fondo, había hecho el trabajo para el que me habían contratado. Mejor dicho: había hecho mucho más. Ellos me habían pedido -recordaba las palabras de Fornelli- que encontrase posibles nuevas líneas de investigación para sugerírselas a la fiscalía y que no archivase el dosier. Yo había ido más lejos, había llevado personalmente a cabo la investigación, había resuelto el caso y, por lo tanto, había cumplido mi función sobradamente.

No era mi responsabilidad ir a ver a los padres de Manuela y decirles cuál había sido el destino de su hija.

Fueron unos pocos minutos. Durante esos instantes cogí varias veces el teléfono para llamar a Fornelli y lo dejé otras tantas. Y pensé miles de cosas. Y al final me acordé de una vez en la que Carmelo Tancredi, puede que dos años atrás, me invitó a dar una vuelta en su lancha de goma.

Era un día de finales de mayo, el mar estaba en calma, la luz era vagamente lechosa.

Salimos del muelle de San Nicola, nos dirigimos hacia el norte y, a la hora, estábamos en el puerto antiguo de Giovinazzo. Era un lugar irreal, casi metafísico, el tiempo no había dejado huella alguna de su paso desde hacía dos o tres siglos. No había coches a la vista, ni antenas, ni lanchas a motor. Sólo barcas a remo, viejos bastiones, chavales en calzoncillos que se tiraban de cabeza al agua, grandes gaviotas que trazaban círculos en el aire, solitarias y elegantes.

Comimos focaccia, nos bebimos unas cervezas, tomamos el sol y hablamos mucho rato. Como suele ocurrir, de los comentarios banales pasamos a cuestiones esenciales.

– ¿Tú tienes reglas, Guerrieri? -me preguntó Tancredi en un momento determinado.

– ¿Reglas? Nunca lo he pensado, al menos no explícitamente, pero sí, creo que sí. ¿Y tú?

– Sí, yo también.

– ¿Cuáles son tus reglas?

– Soy policía. La primera norma, para un policía, es no humillar a la gente con la que tienes que tratar por motivos de trabajo. Tener poder sobre otras personas es algo obsceno, y la única forma de que sea tolerable es a través del respeto. Es la regla más importante, pero también la más fácil de violar. ¿Y las tuyas?

– Adorno decía que la forma más alta de moralidad consiste en no sentirte nunca como en tu casa, ni siquiera en tu propio hogar. Estoy de acuerdo. Nunca tienes que encontrarte demasiado a gusto. Es necesario sentirse siempre un poco fuera de lugar.

– Justo. Para mí, la otra regla de oro concierne a las mentiras. Hay que decirles las menos posibles a los demás. Y ninguna a uno mismo.

Y después de haber reflexionado unos instantes:

– Algo imposible, por otro lado, pero al menos hay que intentarlo.

La visión del puerto inundado por la luz opaca de la prematura calima de mayo se esfumó lentamente, mientras reaparecían las luces de la ciudad y el caos del tráfico vespertino. Las palabras de Tancredi fluctuaron desde aquel paisaje hasta mi coche, y allí se quedaron, suspendidas.

Te lo haces encima sólo de pensar en ir a ver a los padres de la chica y darles la noticia. Por eso buscas excusas y cuentas mentiras. A ti mismo, algo que, como decíamos, no está bien.

¿No es tu responsabilidad hablar con los padres de la chica? ¿Y de quién es, si no?

De nadie más. Fin del discurso.

Dejé de pensar y empecé a actuar como en trance, con una extraña seguridad. Llamé a Fornelli, le conté lo indispensable y le dije que me pasaría a buscarlo por su bufete para ir juntos a casa de los padres de Manuela. Quizá le hubiera gustado decirme algo o hacerme alguna objeción, pero no le di tiempo. Colgué el teléfono y me puse en marcha por enésima vez. Lo peor de aquella historia estaba todavía por llegar.

Cuando llegamos a su casa los Ferraro nos estaban ya esperando. Fornelli les había avisado y al mirarles a la cara supe que habían comprendido.

Por tercera vez en menos de dos horas conté todo lo que había descubierto y qué le había ocurrido a Manuela.

Conté casi todo.

Algunas partes de la historia me las guardé para mí. No dije que Manuela había sido una especie de traficante de coca, tampoco conté la forma en la que los novios se habían deshecho del cadáver. Pensé que tenía derecho a ahorrarles, al menos, ese sufrimiento. Lógicamente, antes o después iban a enterarse de todo, hasta el último y despiadado detalle. Pero no esa tarde y no por mí.

Cuando dije que Manuela estaba muerta, la señora Rosaria se cogió la cabeza con las manos; pensé que iba a soltar un alarido, pero no fue así. Sólo emitió un sollozo sofocado y permaneció en esa postura durante mucho rato, con la cabeza entre las manos y la boca entreabierta, en una imagen congelada de muda, infinita, insoportable tristeza.

Antonio, más conocido como Tonino, estaba sentado un poco más atrás, apoyado sobre una mesa. Él sí se puso a llorar, y luego a sollozar. Y yo estaba allí, mirando, escuchando, haciendo lo único que podía hacer.

No duró mucho rato, por suerte. A los tres cuartos de hora de haber entrado en la casa de los Ferraro ya estaba de nuevo en mi coche. Dejé a Fornelli después de haber padecido, con absoluta impotencia, un largo monólogo acerca de lo listo que yo había sido descubriendo lo que había descubierto y de que en los próximos días tenía que contarle todos los detalles. Y, por supuesto, tenía que encargarme yo de la defensa, por el lado civil, de la familia, dijo mientras nos despedíamos.

Por supuesto que no, respondí. Para eso tendrían que buscarse a otro abogado. Algo en mi tono de voz, o en la expresión de mi cara, o en ambas cosas a la vez, debió disuadirle y no hizo ningún intento para convencerme, ni siquiera me pidió explicaciones.

Entré en casa notando encima, y en mi interior, una sensación de cansancio perfecta y pulsante.

Saludé a Mister Saco y le dije que estaría con él en unos minutos. Fui a mi cuarto y me vendé las manos con todo cuidado antes de ponerme los guantes de boxeo. Hay momentos en los que hay que hacer las cosas como es debido.

Boxeé durante una media hora. Suelto y veloz, como si el cansancio y el resto de las cosas que había en mi interior, peores que el cansancio, se hubiesen transformado en una energía fluida y misteriosa.

Luego fui a darme una larga ducha, con agua caliente y un gel al ámbar que había comprado unos cuantos años atrás y que aún no había ni abierto porque me parecía que debía reservarlo para una ocasión especial. La ocasión especial nunca se había presentado.

Cuando volví al salón, en albornoz, dije en voz alta que no quería estar solo esa noche y que me iba a ver a Nadia y al viejo Baskerville.

– Perdona, Mister Saco, no es que no aprecie tu compañía, todo lo contrario, pero a veces eres demasiado taciturno.

Una vez en la calle me di cuenta de que la ciudad ya estaba en silencio y de que el viento se había calmado, dejando en el aire sólo un ligero aroma a mar. La noche parecía de nuevo un lugar tranquilo y acogedor.

Me subí a la bicicleta y empecé a pedalear rápidamente por la calle desierta.

Gianrico Carofiglio

***