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Gregg Hurwitz
Comisión ejecutora
Para la doctora Melissa Hurwitz,
mi primera lectora,
aquella primera vez
y siempre que vuelvo a escribir.
Capítulo 1
Cuando Oso se presentó y le dijo que habían encontrado el cadáver de Ginny violado y descuartizado en un arroyo a unos nueve kilómetros de su casa, que hicieron falta tres bolsas para sacar de la escena del crimen sus restos, que en esos instantes estaban diseminados sobre la mesa de disección de un patólogo a la espera de que les realizaran más pruebas, la primera reacción de Tim no fue la que él habría esperado de sí mismo. Notó una sensación gélida en la que no había rastro de pena: para llegar a la pena, tal como había aprendido, hace falta tener perspectiva, sopesar los recuerdos; es un proceso que lleva su tiempo. Aquello no era más que el impacto de la primera noticia, denso y brusco como el dolor que se siente en la cara al recibir una bofetada. Inexplicablemente, se sentía avergonzado también, aunque no estaba seguro de quién o cuál era el motivo. Buscó con la mano la culata de su Smith & Wesson, pero, como cabría esperar, no llevaba encima el arma; eran las 6.37 de la tarde y se encontraba en su casa.
A su derecha, Dray cayó de rodillas, agarrando con una mano el marco de la puerta, los dedos aferrados entre la jamba y las bisagras, como si quisiera infligirse dolor. En la franja de cuello que estaba a la vista, bajo su cabello rubio cortado en línea recta, relucieron unas gotitas de sudor.
Por un instante todo quedó en suspenso en aquella tarde de febrero en la que el aire estaba impregnado de lluvia. La corriente que hacía tiritar las siete velas en la tarta de cumpleaños glaseada en rosa y blanco que Judy Hartley tenía en las manos para mostrarla en el salón. Las botas de Oso, con la inquietante carga del fango de la escena del crimen que ensuciaba el porche contiguo, cuyas piedras había desbastado meticulosamente Tim de rodillas con una espátula el otoño anterior.
– Quizá deberías sentarte -dijo Oso. Sus ojos reflejaban la misma culpa y la misma ansia de consuelo que el propio Tim había experimentado en infinidad de ocasiones, y éste, injustamente, lo aborreció por ello. La ira no tardó en desvanecerse para dejar tras de sí un vacío vertiginoso.
El pequeño grupo que se hallaba en el salón, en una actitud que era reflejo del espanto que emanaba de la queda conversación en el umbral, dejaba traslucir una tensión contenida. Una de las niñas prosiguió la enumeración que estaba haciendo de las reglas de uno de los encantamientos de Harry Potter y la hicieron callar bruscamente. Una madre se inclinó hacia la tarta y apagó de un soplo las velas que Dray había encendido con ilusión apresurada cuando llamaron a la puerta.
– Me ha parecido que eras ella -dijo Dray-. Acababa de glasear la… -La voz le flaqueó ostensiblemente.
Al advertirlo, Tim notó una punzada de remordimiento por haber instado a Oso con tanta dureza a que le diera más detalles allí mismo. Su única manera de entender la información había sido intentar reducirla a preguntas y hechos, desmenuzarla a fin de digerirla. Ahora que la había asimilado, notaba una sensación de empacho. Pero había llamado a suficientes puertas -igual que Dray- para saber que era una mera cuestión de tiempo que se enteraran de todo. Más valía arrojarse a la piscina con valor y bracear contra el frío, porque aquella sensación gélida no iba a abandonarlos en el futuro próximo, o quizá no les abandonara nunca.
– Andrea -dijo Tim. Buscó con mano temblorosa el hombro de ella sin encontrarlo. No podía moverse, ni siquiera era capaz de volver la cara.
Dray agachó la cabeza y se echó a llorar. Tim no había oído nunca ese sonido. Dentro, uno de los compañeros de clase de Ginny emitió un sollozo similar en un gesto de imitación confusa e instintiva.
Oso se acuclilló, las dos rodillas dobladas con un chasquido, su robusta estructura acurrucada en el porche, los faldones de la cazadora de nailon del uniforme caídos hasta el suelo como si llevara capa. En ella, las letras amarillas, pálidas y descoloridas, anunciaban AGENTE JUDICIAL FEDERAL, EE.UU., por si a alguien le importara.
– Aguanta, cariño -dijo-. Aguanta.
Las enormes manos de Tim la sujetaron por los brazos -no sin esfuerzo-, y la atrajo hacia sí para que le apoyara el rostro en el pecho. Ella lanzaba zarpazos al aire, como si temiera posar las manos en algo y la asustase lo que éstas pudiesen hacer.
Él levantó la cabeza con timidez.
– Tendremos que…
Tim tendió la mano y acarició la cabeza a su esposa.
– Ya voy yo.
La Dodge Ram de Oso, plateada y con la pintura descascarillada, rebasó a trompicones con sus ruedas de casi un metro de diámetro los bordillos de la calzada, y a Tim le resonó el miedo en el estómago como un cristal hecho añicos.
Moorpark, con sus más de treinta kilómetros cuadrados de casas y calles bordeadas de árboles, situado a unos ochenta kilómetros hacia el noroeste del centro de Los Ángeles, no era apenas conocido salvo por el detalle de que albergaba la mayor concentración de agentes de la ley de todo el estado. Era un club de campo asequible para los ciudadanos de bien, un refugio al que acudir después del trabajo, lejos de las malas calles de la ciudad que se dedicaban a escudriñar y combatir durante la mayor parte de su tiempo de vigilia. En Moorpark reinaba el ambiente típico de las series de televisión de la década de los años cincuenta: nada de salones de tatuaje, nada de vagabundos, nada de disparos efectuados desde coches en marcha. En la calle sin salida de Tim y Dray vivían dos familias del FBI, un agente del Servicio Secreto y un inspector postal. El allanamiento de morada, en Moorpark, era un negocio en declive.
Oso miraba con expresión neutra los reflectores amarillos que bordeaban la mediana de la calzada, cada uno de los cuales se materializaba y luego descendía como flotando hacia la oscuridad. Había renunciado a su desidia habitual al volante y conducía con atención, agradecido de tener algo que hacer.
Tim vadeó el aluvión de preguntas e intentó encontrar una en concreto que le sirviera como punto de partida.
– ¿Por qué estabas… qué hacías tú allí? No es exactamente un caso federal.
– Unos agentes del Departamento del Sheriff le tomaron las huellas de la mano…
De la mano. Una entidad separada. No le habían tomado las huellas dactilares a ella, sino a su mano. Presa de un horror nauseabundo, Tim se preguntó en cuál de las tres bolsas se habrían llevado la mano, el brazo, el torso. Oso tenía barro seco en un nudillo.
– … Era difícil identificarla por la cara, supongo. Joder, Rack, lo siento. -Oso soltó un suspiro que rebotó en el salpicadero y llegó hasta Tim, que ocupaba el asiento del acompañante-. Pues bien, Bill Fowler estaba en la unidad a cargo del asunto. Fue él quien confirmó la identificación… -Se interrumpió a tiempo y parafraseó lo que acababa de decir-: Fue él quien reconoció a Ginny. Como sabe que yo estoy contigo y con Dray, me localizó.
– ¿Por qué no avisó al pariente más cercano? Fue el primer compañero de Dray nada más salir de la academia. El mes pasado vino a una barbacoa en nuestra casa. -Tim fue elevando el tono de voz, cada vez más acusador. Reconoció en ese timbre su necesidad desesperada de culpar a alguien.
– Hay gente que no tiene madera para decir a los padres que… -Oso dejó en suspenso el resto de la frase. A todas luces, aquello le resultaba tan desagradable como a Tim.
La camioneta tomó un desvío y fue batiendo los baches de la rampa de salida, haciéndoles rebotar en los asientos.
Tim resopló en un intento de deshacerse de la negrura que, cruel y metódica, se había apoderado de todo el cuerpo desde que estaba en el porche hasta ahora.
– Me alegro de que hayas venido. -Su voz sonó lejana. No revelaba apenas el caos que se esforzaba por controlar, por clasificar-. ¿Alguna pista?
– Roderas de neumáticos características que se alejan de la pendiente del arroyo. Los agentes están en ello. La verdad es que yo… bueno, no tenía la cabeza para eso. -La cara sin afeitar de Oso relucía de sudor reseco. Sus rasgos, amables y muy amplios, ofrecían un semblante irremisiblemente abatido.
Tim lo recordó de repente poniéndose a Ginny sobre los hombros en Disneylandia el mes de junio anterior, cogiendo en volandas sus escasos veinticinco kilos como un almohadón de plumas. Oso se había quedado huérfano bastante joven y no se había casado. A efectos prácticos, los Rackley eran su familia adoptiva.
Después de servir durante once años en los Rangers del Ejército, Tim había pasado tres años investigando órdenes judiciales con Oso en la Unidad de Búsqueda de Fugitivos de la comisaría del distrito en el centro de la ciudad. También habían estado juntos en la Unidad de Respuesta y Detención, un grupo de intervención táctica del Departamento del Sheriff semejante a las fuerzas especiales que derribaba puertas y echaba el guante y enchironaba a tantos fugitivos federales como fuesen capaces de esposar de entre los dos mil quinientos que se ocultaban en la zona metropolitana de Los Ángeles.
Aunque aún le quedaban quince años para alcanzar la edad de jubilación obligatoria de cincuenta y siete, Oso había empezado a hacer referencia a la fecha de mala gana, como si fuera inminente. Para asegurarse de seguir teniendo conflictos en su vida después de la jubilación, había estudiado derecho por las tardes en la Academia de Derecho del Sudeste de Los Ángeles y, después de suspender en dos ocasiones, por fin consiguió ingresar en el colegio de abogados el mes de julio anterior. Chance Andrews -un juez para el que realizaba tareas judiciales habitualmente- le había tomado juramento en el juzgado federal del centro, y Dray, Tim y él lo habían celebrado después en el vestíbulo tomándose unos refrescos en vasos de plástico. El diploma de Oso acumulaba polvo en el cajón inferior del archivo de su despacho, como una suerte de medicina preventiva contra el tedio venidero. Le llevaba nueve años a Tim, cada vez más evidente de un tiempo a esta parte, en las líneas que le surcaban la cara. Tim, que se había alistado a los diecinueve, había tenido la suerte de compensar la tensión con su juventud mientras aprendía; al licenciarse de los Rangers estaba curtido, pero no apolillado.
– Roderas de neumáticos -repitió Tim-. Si ese tipo es tan descuidado, seguro que surge algo.
– Sí -coincidió Oso-. Claro que sí.
Redujo la marcha y entró en el aparcamiento por delante de un achaparrado cartel en el que se leía DEPÓSITO DE CADÁVERES DEL CONDADO DE VENTURA. Aparcó en una plaza para disminuidos físicos y dejó la placa de agente federal encima del salpicadero. Permanecieron sentados en silencio. Tim entrelazó las manos y se las apretó entre las rodillas.
Oso rebuscó en la guantera y sacó una petaca de Wild Turkey. Echó un par de tragos, provocando burbujillas de aire que recorrieron toda la botella, y se la ofreció a Tim. Éste se llenó a medias la boca y notó descender el líquido ahumado y ardiente por la garganta antes de perderse en la mazmorra de su estómago. Enroscó el tapón, pero volvió a abrir la petaca y echó otro trago. Acto seguido la puso en el salpicadero, se sirvió del pie para abrir la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y miró a Oso, al otro extremo del asiento corrido de vinilo.
Ahora -justo en ese momento- empezaba a calar la pena. Oso tenía los párpados hinchados y enrojecidos, y a Tim se le pasó por la cabeza que tal vez, de camino a su casa, había aparcado en el arcén para llorar un poco sentado en la camioneta.
Por un momento Tim temió que iba a venirse abajo de una vez por todas, que iba a empezar a gritar para no dejar de hacerlo nunca. Sopesó la tarea que tenía ante sí -lo que le aguardaba tras las puertas de cristal de doble hoja del edificio- y arrancó un pedazo de fuerza de un lugar en su interior cuya existencia ignoraba. Sus tripas emitieron un sonido audible y se esforzó por mantener quietos los labios.
– ¿Estás preparado? -preguntó Oso.
– No.
Tim bajó del vehículo y Oso lo siguió.
La iluminación fluorescente, de una crudeza sobrenatural, relucía en los suelos de baldosa pulida y en los nichos de acero inoxidable que revestían las paredes. Un bulto quebrado yacía inerte bajo una sábana de color azul hospital en la mesa de embalsamamiento del centro, aguardando su llegada.
El forense, un individuo bajo con una herradura de pelo en torno al cráneo y unas gafas redondas de esas que acentúan un estereotipo determinado, trajinaba nervioso con la mascarilla que tenía colgada del cuello. Tim, con la mirada fija en la sábana azul, se esforzó por mantener el equilibrio. La figura cubierta era inquietantemente pequeña y ofrecía unas proporciones muy poco naturales. El olor le llegó de inmediato, algo rancio y terroso bajo el fuerte hedor a metal y desinfectante. El whisky se le revolvió en el estómago, como si intentara salir.
El forense se frotó las manos como un camarero solícito y un tanto aprensivo.
– ¿Es usted Timothy Rackley, el padre de Virginia Rackley?
– Eso es.
– Si lo prefiere, esto…, podría usted pasar a la sala contigua y yo llevaría la mesa hasta la ventana para que usted la…, bueno, la identifique, ¿eh?
– Me gustaría quedarme a solas con el cadáver.
– Bueno, hay… Hay cuestiones forenses que debemos tener en cuenta, así que no puedo…
Tim abrió la cartera con un movimiento rápido y dejó que quedara colgando su estrella de cinco puntas de agente judicial federal. El forense asintió con cara de circunstancias y se fue de la sala. Con el duelo, como con la mayoría de las cosas, la gente se muestra más respetuosa cuando hay detrás cierta autoridad.
Tim se volvió hacia Oso.
– Venga, adelante.
Oso contempló a Tim unos instantes, recorriendo fugazmente su rostro de un extremo a otro. Algo en su semblante debió de infundirle confianza, porque reculó y se marchó, dejando que la puerta se cerrara discretamente a su espalda de modo que el picaporte no emitiera más que un levísimo chasquido.
Tim observó la figura sobre la mesa de embalsamamiento antes de acercarse. No sabía a ciencia cierta qué extremo de la sábana retirar; estaba acostumbrado a las bolsas de cadáveres. No quería apartar el extremo equivocado y ver más de lo estrictamente necesario. Sabía por experiencia que resultaba imposible borrar ciertos recuerdos.
Supuso que el forense debía de haber dejado a Ginny con la cabeza hacia la puerta, y apretó levemente el extremo del bulto, lo que le permitió discernir la protuberancia de la nariz y las cuencas de los ojos. No sabía si le habrían limpiado la cara, ni tampoco estaba seguro de preferirlo así, ni de si deseaba verla tal como había quedado para de ese modo poder sentirse más próximo al horror que la pequeña debía de haber vivido en sus instantes postreros.
Retiró la sábana. El aliento lo abandonó como si acabara de recibir un puñetazo en el vientre, pero no dobló el torso, no se inmutó, no se dio media vuelta. Notó que la furia crecía en su interior, afilada y sedienta de venganza; contempló la cara exangüe y quebrada de la niña hasta que la sensación mermó.
Con mano temblorosa sacó un bolígrafo del bolsillo y se sirvió de él para retirar un mechón del cabello de Ginny -que tenía el mismo pelo rubio y liso que Dray- de la comisura de su boca. Quiso enmendar ese detalle, a pesar de todo el sufrimiento y quebrantamiento impresos en el rostro de la niña. Por mucho que hubiera querido, no la habría tocado. Toda ella era una prueba.
Encontró algo por lo que estar agradecido: al menos Dray no tendría que compartir con él ese recuerdo.
Volvió a cubrir el rostro de Ginny con ternura y salió. Oso se levantó como impulsado por un resorte de la hilera de sillas baratas de color verde vómito de la sala de espera y el forense se acercó a ellos mientras bebía agua del dispensador en un cucurucho de papel.
Tim empezó a hablar, pero tuvo que interrumpirse. Cuando recobró la voz, dijo:
– Es ella.
Capítulo 2
Regresaron en silencio a donde se encontraba Dray; la petaca vacía deslizándose de un lado a otro del salpicadero. Tim se pasó el dorso de la mano por la boca y luego repitió el mismo gesto.
– Creíamos que estaba a la vuelta de la esquina, en casa de Tess. La pelirroja con coletas, ¿sabes? Vive a dos manzanas de la escuela, en el trayecto de vuelta a casa desde la escuela. Dray le dijo que fuera allí después de clase, para así tener tiempo de organizarlo todo, ya sabes, sus amigas, los regalos… Para darle una sorpresa.
Le afloró un sollozo a la garganta y se lo tragó, se lo tragó con dificultad.
– Tess va a un colegio privado. Tenemos un acuerdo con su madre. Las niñas pueden venir a jugar sin previo aviso. Nadie esperaba a Ginny, nadie la echó de menos. Estamos en Moorpark, Oso. -Se le quebró la voz-. Estamos en Moorpark. Uno no se imagina que su hija no esté a salvo a doscientos metros de casa. -Tim se sumió en un espacio entre un pensamiento agónico y el siguiente, un respiro momentáneo del dolor evidente provocado por su fracaso, como padre, como agente federal, como hombre, a la hora de proteger la vida de su única hija.
Oso siguió conduciendo sin decir nada y Tim se lo agradeció en el alma.
Sonó el teléfono móvil de Oso, que lo cogió y recitó al auricular una serie de palabras y números en la que Tim apenas reparó. Luego, tras desconectar el aparato, Oso se detuvo en el arcén. Tim tardó varios minutos en caer en la cuenta de que la camioneta se había parado y su amigo lo contemplaba. Cuando volvió la mirada hacia él, los ojos de Oso eran pasmosamente severos.
Tim, a pesar del entumecimiento causado por el cansancio, dijo:
– ¿Qué?
– Era Fowler. Lo han pillado.
Tim notó un aluvión de emociones confusas, oscuras, de odio.
– ¿Dónde?
– A la salida de Grimes Canyon. A poco más de medio kilómetro de aquí.
– Vamos.
– No habrá nada que ver salvo cinta amarilla y restos. Es preferible que no contaminemos el lugar de la detención, no sea que la fastidiemos. Mejor te llevo con Dray.
– No. Vamos.
Oso cogió la petaca vacía, la agitó y volvió a dejarla en el salpicadero.
– Ya lo sé.
Acompañados por el sonido de la grava bajo los neumáticos, se adentraron por el sendero largo y apartado de camino a la parte más profunda del pequeño cañón. Un garaje adosado a una casa que se había quemado hasta los cimientos mucho tiempo atrás se levantaba oscuro y ladeado junto a un bosquecillo de eucaliptos en forma de media luna. Las ventanas laterales, cubiertas de mugre, difuminaban una única fuente de luz amarilla en el interior. La lluvia y el paso del tiempo habían ajado el revestimiento de madera de las paredes, y la puerta de tijera mostraba enormes marcas de podredumbre. A un costado, entre la maleza, se veía una herrumbrosa camioneta blanca con barro fresco en el dibujo de los neumáticos y esparcido en torno a las concavidades de las ruedas.
Había un vehículo de la policía con las luces encendidas aparcado en diagonal sobre los cimientos de cemento copados por las malas hierbas de la casa derruida. Al igual que todos los demás coches de la flota, un rótulo lo identificaba: POLICÍA DE MOORPARK. Sin embargo, todas las patrullas, formadas por dos hombres, las componían agentes federales contratados del condado de Ventura, como Dray Junto a este coche había otro sin distintivos en el que destellaban luces desde el visor antisol. Sin el acompañamiento del ulular de las sirenas, las luces giratorias resultaban desconcertantes.
Fowler, que se reunió con ellos en la camioneta, fruncía los labios sobre un buen taco de tabaco de mascar. Respiraba con dificultad, tenía la mirada penetrante y despierta, y el rostro encendido de emoción. Abrió el cierre de la funda de la pistola y luego volvió a ajustarlo. No se veía a ningún detective. No había cinta amarilla que delimitase perímetro alguno ni agentes de la policía científica en busca de pruebas forenses.
Antes de que Tim tuviera tiempo de bajar de la camioneta, Fowler ya había empezado a hablar.
– Gutierez y Harrison, de la Oficina de Homicidios, han visto las marcas de ruedas en la ribera. Creo que eran de neumáticos radiales con los que salían de fábrica los Toyota entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y nueve, o algo por el estilo. Los del laboratorio encontraron una uña en el escenario…
Tim se encorvó y, sin que Fowler lo viera, Oso le puso una mano en la espalda en un gesto de apoyo.
– … Con un poco de pintura de coche blanca debajo. Era pintura de automóvil. Gutierez probó suerte y contrastó la información en un radio de quince kilómetros. Sólo obtuvo veintisiete coincidencias, por increíble que parezca. Dividimos las direcciones. Era nuestra tercera visita. Hay pruebas de peso. El tipo se fue de la lengua en cuestión de segundos. Los casos no suelen resolverse así. -Soltó una carcajada de una sola nota y luego palideció. Volvió a acercar la mano hasta la funda de la pistola para abrir y ajustar el cierre-. Dios bendito, Rack, lo siento. He estado… Debería haber ido en persona, pero quería arrimar el hombro y echar el guante a ese cabronazo.
– ¿Cómo es que no se ha delimitado el perímetro? -preguntó Tim.
– Bueno… aún lo tenemos. Está dentro.
A Tim se le secó la boca de repente. Fue como si su furia se comprimiera igual que un paracaídas introducido en un servilletero; puesto que tenía un objetivo concreto, había menos probabilidades de que se diluyera y terminase convertida en compasión. Oso se colocó a su lado, como un coche que acelerara a la espera de que cambie de color el semáforo.
– ¿Y qué hay del equipo de investigación forense? ¿Les habéis puesto al corriente siquiera?
De pronto Fowler mostró interés por el suelo.
– Te hemos llamado a ti. -Pisó con la puntera del calzado una rama seca que emitió un sonoro crujido-. Sé que si a mi pequeña… -Meneó la cabeza para desterrar la idea-. Los chicos y yo hemos pensado que no íbamos a dejar que éste se saliera con la suya. -Volvió a abrir el cierre de la funda, sacó la Beretta con un movimiento pausado y tendió la pistola hacia Tim con la empuñadura por delante-. Por ti y por Dray.
Los tres hombres se quedaron mirando la pistola. Oso carraspeó, aunque no fue claro que fuese una forma de emitir un juicio en un sentido u otro. Fowler seguía con el rostro enrojecido y el semblante tenso. Una vena en forma de relámpago le surcaba la frente. En lo más profundo de su confusión, Tim entendió que Fowler hubiera llamado a Oso al número de su móvil, y no por radio.
Oso cambió de posición para acercarse más a Tim y quedó a su lado, aunque mirando en dirección contraria, de espaldas a Fowler, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.
– ¿A qué has venido aquí, Rack? -Extendió los dedos y luego apretó los puños-. ¿Estás como padre o como agente de la ley?
Tim cogió la pistola. Se fue hacia el garaje y no le siguieron ni Oso ni Fowler. Oyó algo a través de la puerta entornada, voces que murmuraban.
Llamó dos veces con el puño y la madera astillada se le hincó en los nudillos.
– Un momento. -Era la voz de Mac, el compañero de Fowler, otro de los colegas de Dray. Se oyeron pasos arrastrados-. ¡Atrás!
La puerta del garaje se levantó con un chirrido de resortes. Con teatralidad inadvertida, el corpulento Mac se hizo a un lado y permitió a Tim ver a Gutierez y Harrison; flanqueaban a un tipo escuálido sentado en un sofá raído. Entonces Tim reconoció a los detectives, chicos del vecindario. Dray había trabajado con ellos cuando aún eran patrulleros que tenían la comisaría de Moorpark como centro de operaciones; sin duda, en Homicidios los habían destinado a la zona porque estaban familiarizados con ella.
Tim rastreó el interior con la mirada y reparó en un montón de trapos húmedos de sangre, un par de braguitas de algodón de niña manchadas de huellas de barro, que tapaban un agujero en la pared opuesta, y una sierra para metales con los dientes tan mellados que eran romos. Hizo un esfuerzo por soslayar todos esos objetos, inconcebibles por completo.
Dio un paso adelante y notó resbaladizo bajo sus pies el suelo de cemento manchado de aceite. El hombre estaba recién afeitado y acusaba un par de cortes en el mentón. Tenía el tronco adelantado, los codos a la altura de la entrepierna, las manos esposadas delante de sí. Sus botas, al igual que las de Oso, estaban embarradas. Al acercarse Tim, los dos detectives se hicieron a un lado al tiempo que se alisaban los trajes de lana acrílica.
Tim oyó por encima del hombro la voz grave de Mac.
– Te presento a Roger Kindell.
– ¿Lo ves, degenerado? -dijo Gutierez-. Este es el padre de la niña.
La mirada del hombre, fija en Tim, no dejó entrever comprensión ni remordimiento.
– ¿Cómo es posible que esto ocurra en nuestra maldita ciudad? -exclamó Harrison, como si reanudara una conversación previa-. Los animales migran hacia el norte. Nos invaden.
Tim siguió avanzando hasta que su sombra cayó sobre el rostro de Kindell, bloqueando la tenue luz que proyectaba la lámpara sin pantalla. Kindell hizo rechinar los dientes y luego enterró la cara en el cuenco de sus manos al tiempo que se frotaba la línea del cuero cabelludo. Su voz era insegura, articulaba mucho las vocales al final de las palabras y tenía un matiz gutural.
– Ya les he dicho que fui yo. Déjenme en paz.
Tim notó que el corazón le martillaba en las sienes, en la garganta; ira controlada.
Kindell permaneció con la cara oculta entre las manos. Sus uñas mostraban medias lunas oscuras: sangre seca.
Harrison, con el rostro de ébano reluciente de sudor, descruzó los brazos.
– Mírale. Mírale, chaval.
No obtuvo respuesta. Antes de que nadie se diera cuenta, el detective se abalanzó sobre Kindell, lo cogió por el cuello y las mejillas, le clavó un rodillazo en el vientre y le echó la cabeza hacia atrás para que mirara a Tim. El hombre abrió las fosas nasales; le costaba respirar. Su mirada, sin embargo, era descaradamente provocadora.
Gutierez se volvió hacia Tim.
– Tengo un arma sin registrar.
Tim bajó la mirada y percibió un abultamiento en el tobillo del detective, bajo la pernera, una pistola de tres al cuarto que podían dejar en la escena del crimen aferrada a la mano inerte de Kindell. Gutierez asintió.
– Por lo que a nosotros respecta, ver, oír y callar, amigo mío.
Harrison se apartó de Kindell, ladeó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento en dirección a Tim.
– Haz lo que tengas que hacer.
Mac hacía las veces de vigía en la amplia abertura de la puerta del garaje. Volvía una y otra vez la cabeza, escrutando la oscuridad a pesar de que Oso y Fowler estaban a menos de diez metros de distancia y veían perfectamente la carretera general.
Tim se volvió hacia Kindell.
– Dejadme.
– Lo que tú digas, hombre -dijo Gutierez. Se acercó a Tim y le entregó la llave de las esposas-. Ya hemos cacheado a este hijoputa. Sólo una cosa: ten cuidado de no dejarle marcas indebidas.
Mac dio un apretón en el hombro a Tim y luego siguió los pasos de los dos detectives. Tim levantó la mano, cogió la cuerda que colgaba de la puerta del garaje y tiró de ella. La puerta de tijera volvió a chirriar, cobró impulso enseguida y se cerró de golpe. Kindell ni siquiera parpadeó. Se mantenía frío como el acero.
Vio la Beretta que empuñaba Tim apuntando hacia el suelo y volvió la cabeza hacia la pared, como si quisiera dar a entender que le importaba un bledo. Llevaba el pelo muy corto, apenas una pelusa algo crecida que parecía piel de animal.
Sin pensarlo, Tim le preguntó.
– ¿Has matado a mi hija?
La bombilla de la lámpara emitía un extraño zumbido. El aire que envolvía a Tim era húmedo y denso y estaba impregnado de olor a diluyente de pintura.
Kindell volvió la cabeza para mirarle. Sus rasgos proporcionados contrastaban con una frente insólitamente plana y alargada. Tenía las manos entrelazadas en el regazo. No parecía dispuesto a responder.
– ¿Has matado a mi hija? -volvió a preguntar Tim.
Después de una pausa, Kindell asintió lentamente, sólo una vez.
Tim aguardó hasta recuperar el aliento. Notaba los labios trémulos c hizo un esfuerzo por controlarlos.
– ¿Por qué?
La misma cadencia arrastrada en sus palabras, como si estuvieran ralentizadas:
– Porque era preciosa.
Tim retiró la guía de la pistola e introdujo una bala en la recámara. Kindell profirió un sollozo ahogado y se le colmaron los ojos de lágrimas. Por fin demostraba cierta emoción. Empezaba a gotearle la nariz pero, aun así, miraba desafiante a Tim.
Éste levantó la pistola. Las manos le temblaban de ira, de modo que se tomó un momento para alinear el punto de mira con la amplia diana de la frente de Kindell.
Oso apoyaba sus enormes brazos cruzados en la camioneta, y miraba a los otros cuatro hombres.
– Con la familia de un policía no se jode -decía Gutierez, que asintió en dirección a Oso en un gesto de deferencia-. Ni con la de un agente judicial.
Oso no le devolvió el gesto.
– Ya no les importa una mierda -terció Fowler-. No quedan valores.
– Y que lo digas -coincidió Gutierez.
– Como ese tipo que entró con una bomba de gas nervioso en una guardería. Ezekiel, o Jedediah, o como se llame. -Harrison meneó la cabeza-. Ya nada tiene sentido. Nada.
– ¿Qué tal está Dray? -preguntó Mac-. ¿Lo lleva bien?
– Es fuerte -dijo Oso.
– Desde luego, es fuerte de cojones -comentó Fowler.
– Estará mejor en cuanto Rack le comunique la buena nueva -dijo Gutierez.
– ¿Conoces bien a Tim? -indagó Oso.
El detective cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Me han hablado de él.
– Entonces, ¿por qué no dejas el apodo para quienes sí lo conocemos?
– Eh, venga, Jowalski -dijo Mac-. Tito no tenía mala intención. Estamos todos en el mismo bando.
– ¿ Ali, sí? -preguntó Oso.
Aguardaron, mirando de soslayo la puerta del garaje cerrada, preparados para oír un disparo en el silencio. Los grillos colmaban el aire con su canto nervioso.
A pesar de que la noche era fresca, Mac se enjugó la frente con el antebrazo.
– Me pregunto qué hace ahí.
– No va a matarlo -dijo Oso.
Los otros volvieron la cabeza hacia él, sorprendidos. Fowler sonrió como un gilipollas.
– ¿Eso crees?
Oso, incómodo, cambió de postura y luego se cruzó de brazos, gesto de reafirmación.
– ¿Por qué no habría de matarlo? -preguntó Gutierez.
Oso lo miró con absoluto desdén.
– Para empezar, no creo que quiera estar en deuda con unos capullos como vosotros el resto de su vida.
Gutierez empezó a decir algo, pero reparó en los antebrazos de Oso y cerró la boca. Los grillos seguían con su canto estridente. Todos hicieron lo posible por no cruzar sus miradas.
– A la mierda. Voy a por él. -Oso se apartó de la camioneta. A su lado, incluso Mac parecía pequeño. Dio un paso hacia el garaje y luego se detuvo en seco. Bajó la cabeza y fijó la mirada en el suelo, indeciso entre el avance y la retirada.
Tim mantenía la Beretta apuntada a la cabeza de Kindell, el cuerpo quieto, rígido, un perfil de pistolero forjado en acero. Después de unos instantes, empezó a temblarle la mano. Se le humedecieron los ojos y dos inhalaciones convulsas estremecieron sus hombros. Con una certeza tan repentina como pasmosa supo que no iba a matar a Kindell. Sus pensamientos, una vez descartado el objetivo de la tarea, regresaron a su hija. Le sobrevino una tristeza tan tremenda, egoísta y abrumadora que desafiaba los límites de su corazón. Se le echó encima feroz, a tumba abierta, distinta de cualquier otra sensación que hubiera experimentado. Bajó el arma y se dobló con los puños apoyados en los muslos mientras notaba las sacudidas.
Cuando volvió a cobrar conciencia de que seguía respirando, se ir- guió lo mejor que pudo.
– ¿Estabas solo ?
El mismo movimiento de cabeza, arriba, abajo, arriba.
Tim permanecía encorvado como un viejo artrítico a causa de unos calambres en el pecho que se negaban a remitir. Su voz sonó rasposa, débil y poco comprensible.
– ¿Sencillamente… decidiste matarla?
Kindell parpadeó con fuerza y se llevó las manos esposadas al rostro, como una ardilla que se lava la cara.
– No debía matarla.
Tim irguió la espalda de golpe y su postura se tornó firme.
– ¿Qué quieres decir con que «no debías»? -Al no recibir respuesta, añadió-: ¿Hay alguien más implicado en esto?
– El no… -Kindell se interrumpió y cerró los ojos.
– ¿Él, quién? ¿No, qué? ¿Alguien te ayudó a matar a mi hija? -Le temblaba la voz de furia y desesperación-. Responde, maldita sea. ¡Responde!
Kindell permaneció en silencio, insensible a las preguntas de Tim, con los lisos óvalos de sus párpados cerrados cual huevos veteados.
La puerta del garaje se levantó con estruendo y derramó luz sobre la tierra cubierta de maleza. Kindell salió a paso vacilante impulsado por un empujón de Tim. Ahora llevaba las manos esposadas a la espalda. Tim se puso a su altura de inmediato, agarró la cadena que unía las esposas y tiró de ella de modo que los brazos de Kindell quedaran inmovilizados a su espalda. Este torció el gesto, pero no gritó.
Oso y los demás los miraron acercarse en silencio. Cuando Tim se aproximaba, Kindell tropezó y se vino abajo, parando la caída con las rodillas y el pecho. El gruñido que profirió sonó como un ladrido.
Se incorporó a duras penas. No tenía moretones ni marcas de haber sido golpeado.
– Cabronazo. Puto cabronazo.
– Cuidado con lo que dices -le advirtió Tim-. Ahora mismo, soy el mejor amigo que tienes.
Oso hinchó los carrillos y lanzó una risilla grave que más pareció un retumbo.
Fowler miró a Tim con la expresión ceñuda de una mujer despechada. Gutierez y Harrison tenían el mismo aspecto de decepción.
– ¿Podemos hablar un segundo? -dijo Fowler con la piel de la mandíbula tensa.
Tim asintió y siguió a los tres hombres, que se alejaron unos pasos de Mac y Oso.
– Es un hijoputa de campeonato -dijo Fowler en un susurro.
– Eso no te lo discuto -asintió Tim.
Fowler lanzó un escupitajo pardo hacia la maleza.
– ¿Vas a dejar que gentuza así ande suelta por nuestra ciudad?
Tim lo miró de hito en hito hasta que el otro apartó la vista.
– ¿Qué coño pasa, Rackley? Te estamos haciendo un favor.
Gutierez se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– Este tipo ha matado a tu hija. ¿Cómo es posible que no quieras cargártelo?
– No soy un jurado.
– Seguro que Dray tiene otra opinión al respecto.
– Es probable.
– Los jurados dan por saco -se mofó Fowler-. No confío en los tribunales.
– Entonces, vete a Sierra Leona.
– Escucha, Rackley…
– No, escucha tú. -A unos nueve metros, Oso y Mac volvieron la cabeza y aguzaron el oído-. Hay una investigación en marcha, y tenéis tantas ganas de resolverla limpiamente que es posible que la hayáis jodido.
Harrison, que tenía los brazos cruzados, sentenció:
– Un caso abierto y cerrado.
– No la mató solo.
– ¿Qué demonios pasa aquí? -masculló Gutierez.
– Hay alguien más implicado. -Tim no dejaba de mover la mano, golpeándose el muslo con el pulgar.
– A nosotros no nos ha dicho eso.
– Bueno, pues me parece que se os ha agotado el repertorio de recursos policiales.
Las botas de Oso rechinaron cuando se apartó dejando a Mac con Kindell. Lanzó una mirada ceñuda a los otros y se puso junto a Tim en actitud protectora.
– ¿Todo bien?
– Me parece que tu amigo quiere complicar un asunto de lo más sencillo. -Gutierez atravesó a Tim con la mirada-. Te estás dejando llevar por la emoción.
– Eso seguro.
– ¿Cómo sabes que hay alguien más implicado? -Gutierez señaló con un brusco gesto de cabeza a Kindell, que seguía tumbado-. ¿Qué ha dicho?
– No lo ha dicho abiertamente…
– O sea, que no hay nada claro -dijo Harrison-. Tienes una corazonada, ¿no es eso?
La voz de Oso sonó tan grave que Tim la notó en los huesos.
– Después de lo que ha pasado esta noche, más vale que vigiles esa puta bocaza tuya.
La sonrisilla de Harrison desapareció al instante.
– Precisamente por eso no matamos a la gente sin celebrar antes un juicio. -Tim miró fijamente a los tres hombres-. Hay que llamar al equipo forense, poner en marcha la investigación, recoger pruebas.
Fowler meneó la cabeza.
– Esto es una cagada. Kindell nos ha oído hablar. Se ha enterado de lo que planeábamos.
Gutierez se encogió de hombros para dar a entender que se daba por vencido.
– De acuerdo. Vamos a seguir con el procedimiento habitual. Si ese cabrón quiere lloriquearle al abogado de oficio, será nuestra palabra contra la suya. -Miró a Tim y a Oso con el gesto torcido-. La de todos nosotros.
Tim se planteó la posibilidad de decir a Gutierez que lo último que deseaba esa noche era buscarle problemas, pero prefirió no hacer la mínima concesión.
Tras él, Mac ayudó a Kindell a ponerse en pie.
– No habéis estado aquí -dijo Harrison-. Vamos a respaldarnos unos a otros, pase lo que pase.
Oso lanzó un bufido de desagrado. De regreso a los vehículos, su aliento era visible en el aire.
– Eres un cabroncete con suerte -dijo Gutierez a Kindell, al tiempo que le propinaba un empellón entre el pecho y el hombro-. ¿Me has oído? He dicho que eres un cabrón con suerte.
– Déjame en paz.
Oso rodeó la camioneta, subió a ella y la puso en marcha.
Mac carraspeó.
– Tim, hombre, lamento mucho… Lamento todo esto. Da el pésame de mi parte a Dray. Lo siento mucho.
– Gracias, Mac -dijo Tim-. Se lo comunicaré.
Se montó en la camioneta y se marcharon. Los cuatro agentes y Kindell quedaron a su espalda, sus siluetas recortadas en destellos carnavalescos de color azul acuoso.
Capítulo 3
Oso aparcó junto al bordillo y Tim hizo ademán de bajar, pero su compañero lo sujetó por el hombro. Habían hecho el viaje a casa en silencio.
– Debería haberte parado los pies. Tendría que haberme implicado. No estabas en condiciones de tomar una decisión así. -Se aferró al volante.
– No era responsabilidad tuya -dijo Tim.
– Soy responsable de hacer algo más que quedarme como un pasmarote mientras cabe la posibilidad de que mi compañero mate a un desgraciado en un momento de ira justificable. Eres un agente federal, no un poli en un pueblo de mala muerte.
– Los chicos se han calentado un poco.
Oso propinó un fuerte golpe al volante con la palma de ambas manos, un gesto de ira muy poco habitual en él.
– Son unos gilipollas. -Tenía las mejillas húmedas-. Vaya pandilla de gilipollas. No tendrían que haberte metido en algo así. No deberían haber puesto en peligro la investigación.
Tim era consciente de que Oso estaba trocando su pena en ira para dirigirla contra el objetivo más próximo, pero también sabía que estaba en lo cierto. Tim se centró en las palabras concretas porque tenía claro que si abordaba la pena, se iba a venir abajo.
– No ha pasado nada.
– Aún no ha acabado. -Oso se enjugó las mejillas con ademanes bruscos-. Y no sabemos qué han hecho esos idiotas antes de que llegáramos, hasta qué punto han delimitado el escenario. No buscaban cómplices. No tenían intención de establecer las bases de una investigación. No estaban realizando precisamente un trabajo minucioso de cara a facilitar la tarea al fiscal. Ni siquiera tenían intención de que el asunto fuera a juicio.
– Ahora que hemos estado allí, van a tener que andarse con cuidado.
– Estupendo. Así que, además de que el caso depende de su competencia, o, mejor dicho, de su tremenda incompetencia, nosotros también dependemos de ella. -Oso se estremeció como un perro que se estuviera sacudiendo el agua del pelaje-. Perdona, lo siento. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza.
Tim se las arregló para esbozar una sonrisa.
– Más vale que vaya a ver qué tal anda la esposa de este poli de pueblo de mala muerte.
– Joder, no quería decir eso.
Tim se echó a reír y Oso se sumó a él, ambos enjugándose las mejillas aún.
– Quieres que… ¿Puedo entrar?
– No -respondió Tim-. Todavía no.
Oso seguía con la camioneta al ralentí junto al bordillo cuando Tim cerró la puerta de entrada a su espalda. La casa estaba oscura y vacía. Habían abierto a patadas dos agujeros en la pared del salón, dejando márgenes mellados en el tabique. Aunque había dejado a Dray con dos amigas suyas que vinieron para echar una mano con la fiesta de Ginny, no le sorprendió encontrar la casa en silencio. Cuando Dray estaba de mal humor, prefería arrostrarlo sola. Otro rasgo que achacar a sus cuatro hermanos mayores y a los seis largos años que llevaba en ese trabajo.
Atravesó el pequeño salón para llegar a la cocina. La sencilla decoración del hogar había ido mejorando con el paso de los años gracias a la atención meticulosa de Tim, que levantó los suelos y puso parqué en pasillos y dormitorios, y también sustituyó las arañas de luces de imitación a cristal chapadas en cobre por lámparas empotradas.
Encima del mostrador estaba el pastel de cumpleaños de Ginny, intacto, la parte superior encharcada de cera. Dray había insistido en hacerla ella misma a pesar de la poca maña que se daba en la cocina. La tarta era irregular y estaba ladeada hacia la izquierda; Dray, en un intento de alisarla le había dado una capa tras otra de glaseado. Judy Hartley, la vecina de al lado cuyos hijos habían volado del nido poco tiempo atrás, se ofreció a ocuparse de la cocina, pero Dray se negó. Tal como hacía cada año por el cumpleaños de Ginny, se había cogido el día libre para consultar libros de recetas prestados y, con decisión y tenacidad, había ido sacando una tarta tras otra del horno hasta obtener una que creyó aceptable.
Dray no estaba, pero el armarito donde guardaban las bebidas había quedado abierto y no se veía la botella de vodka.
Tim recorrió en silencio el pasillo hasta su dormitorio. La cama, hecha con pulcritud, le devolvió la mirada. Entró en el cuarto de baño, pero su esposa tampoco estaba allí. Luego probó con la habitación de Ginny, al otro lado del pasillo. Dray estaba sentada en la oscuridad con el botellón de casi dos litros de vodka entre las piernas; la luz de una lámpara nocturna de Pocahontas le decoloraba una mejilla. En la alfombra, delante de ella, estaban el teléfono inalámbrico y la agenda electrónica PalmPilot, con la pantalla de cristal líquido aún encendida.
Tenía el rostro demacrado por la pena. Tres años atrás había pillado a un chico de quince años que salía de un edificio de oficinas de Ventura con una pila de ordenadores portátiles. Él había intentado dispararle con un 22 niquelado y ella le había alcanzado dos veces; al llegar a casa, su expresión no era tan terrible como la de ahora. Pensativa o ebria, tenía la cabeza levemente gacha.
Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se deslizó pared abajo hasta quedar sentado junto a ella. La cogió de la mano; la tenía sudada, febril. Dray no levantó la vista, pero le apretó los dedos como si hubiera estado esperando a que la tocara. Miró la cama nido de Ginny. El papel pintado -estridentes flores amarillas y rojas atenuadas ahora por la oscuridad- estaba perfectamente dispuesto para que el dibujo no se solapara en las esquinas.
Pensó en los últimos minutos de vida de Ginny y luego en dónde debía de estar él en esos instantes. Dejaba la pistola en el armero cuando la cogieron en plena calle. Iba camino de la tienda en busca de velas rosas cuando empezó el descuartizamiento de su hija.
No poder imaginar siquiera el rostro del cómplice de Kindell constituía para Tim un tormento añadido, otra burla del control que creía tener sobre el mundo que lo rodeaba. La noción de complicidad con este fin era más que nauseabunda: dos hombres empeñados en la destrucción de una criatura, dos hombres unidos para desmembrar un cuerpecillo. Recordó la expresión idiota de Kindell y se preguntó si habría un lugar especial en el infierno para los infanticidas. Se permitió imaginar distintas torturas. Nunca había sido muy religioso, pero ciertos pensamientos se abrieron camino desde los rincones más oscuros de su mente, las esquinas umbrías a las que no llegaba la luz de la razón.
La voz de Dray, tranquila al tiempo que ronca por efecto del llanto, le obligó a abandonar sus pensamientos.
– He pasado sola la noche, esta noche, en compañía de Trina, Joan y la jodida Judy Hartley, he preparado a los otros críos para que se fueran a casa, he estado esperando que se confirmara la identificación, he tenido que llamar a nuestros parientes para que no se enteraran por… o lo leyeran en la… -Levantó la cabeza en un gesto perezoso y le cayeron mechones de cabello sobre los ojos. Echó otro trago directamente de la enorme botella-. Ha llamado Fowler.
– Dray…
– ¿Por qué no has regresado para estar conmigo?
No creía que la pena hubiera dejado espacio para la vergüenza, pero ahí estaba, en toda su intensidad.
– Lo siento.
Percibió la distancia entre ambos como un dolor en el vientre. Recordó cómo se habían enamorado, hasta los tuétanos y a una velocidad aterradora. Ninguno de los dos había aprendido a necesitar al prójimo una vez alcanzada la madurez -ambos habían tenido una infancia que los había castigado duramente por confiar en otros- y, sin embargo, allí estaban, centrados el uno en el otro con una atención constante e implacable, en vela hasta bien entrada la madrugada hablando abrazados a la luz azulada y parpadeante del monitor de televisión con el sonido al mínimo, cruzando la ciudad de un extremo a otro para comer juntos porque no aguantaban de la mañana a la noche sin tocarse. Todos y cada uno de los detalles de los primeros meses destellaban con intensa luminosidad: cómo él conducía y cambiaba la marcha con la izquierda para no tener que soltarla con la derecha en el coche después de la cena, una película, un paseo nocturno por la playa; ese ruidillo que hacía ella al sonreír, y que no llegaba a ser una carcajada; el modo en que le ardía el rostro cuando se sonrojaba después de que le hubiera hecho algún halago -como un intenso hormigueo, aseguraba Dray- y tenía que frotarse con las yemas de los dedos las mejillas abultadas encima de la amplia sonrisa hasta que, al cabo, él empezó a hacerlo por ella. La semana anterior la había sacado a bailar agarrados cuando pusieron unas viejas imágenes de Elvis cantando una lenta; Ginny dijo que la escena le daba náuseas y se retiró a su dormitorio.
Y ahora, aunque estaba en la misma habitación que su esposa, Tim apenas era capaz de notarla a través de la oscuridad, que se había tornado espesa, impregnada de dolor, de vileza y pena contenida.
Hizo un esfuerzo por encontrar palabras, por recuperar el contacto.
– Me han llamado. Estábamos a pocos kilómetros. Tenía que ir a echar un vistazo.
– Muy bien. O sea, que has ido.
Tim respiró hondo.
– Y ha confesado.
Ella intentaba matizar el tono de voz, pero Tim percibió la frustración que traslucía.
– Tim, eres el padre de la víctima. Te han llamado ¡legalmente desde el escenario del crimen para cometer un acto de venganza criminal. Explícame de qué nos sirve que haya confesado ante ti. -Dejó el botellón de vodka en el suelo con un golpe seco-. Ese tipo se llevó a nuestra hija y la violó. La despedazó. Y tú has ido a verle, has puesto en peligro el escenario del crimen y la detención, y luego has dejado que se fuera.
– Creo que tenía un cómplice.
Dray enarcó las cejas.
– Fowler no me ha dicho nada de eso.
– Kindell ha dicho que no «debía» matarla, como si existiera un acuerdo previo entre él y alguna otra persona.
– Igual quería decir que no tenía intención de matarla. O que era consciente de que era ilegal.
– Es posible. Pero luego ha empezado a hacer referencia a otra persona, un hombre, y se ha mordido la lengua.
– Entonces, ¿cómo es que Gutierez y Harrison no se han puesto a investigarlo?
– Es evidente que no estaban al tanto.
– ¿Y lo van a investigar ahora?
– Más les vale.
El despertador de Ginny emitió un tenue zumbido al anunciar la hora; el sonido cogió a Tim por sorpresa, como una puñalada en el corazón. A Dray se le demudó el gesto y se apresuró a tomar otro trago de vodka. Por un momento se habían abandonado al espejismo de que no había nada personal en el asunto, de que no eran más que dos polis charlando.
Dray se enjugó las lágrimas de las mejillas con el puño de la sudadera, que llevaba por encima de la mano como una cría.
– De modo que el escenario del crimen está contaminado y además existe la posibilidad de que el asesino tenga un cómplice.
– Así es, por desgracia.
– Ni siquiera estás enfadado.
– Sí que lo estoy. Pero la ira no sirve de nada.
– ¿Qué sirve de algo?
– Eso es lo que intento averiguar. -No la miraba, pero oyó que echaba otro trago de vodka.
– Con toda la preparación que tienes en operaciones especiales, como ingeniero de combate y en el Centro de Formación de Agentes Federales, aun bajo presión, deberías haber sabido establecer prioridades. No tendrías que haber ido, Timmy.
– No me llames Timmy. -Se puso en pie y se limpió las palmas de las manos en los pantalones-. Mira, Dray, ahora mismo estamos los dos hechos polvo. Si seguimos con esto, no vamos a llevar el asunto por buen camino.
Tim abrió la puerta y salió. La voz de Dray lo siguió al frío pasillo.
– ¿Cómo puedes salir de la habitación de tu hija así, sin más? Como si fuera otra víctima, alguien a quien no conocías.
Tim se detuvo en el pasillo y permaneció de espaldas a la puerta abierta. Dio media vuelta y entró de nuevo. Dray se había llevado una mano a la boca.
El se pasó la lengua por los dientes a la espera de que la respiración dejara de producirle punzadas en el pecho. Cuando por fin habló, la voz le salió tan queda que apenas resultó audible:
– Entiendo que estés enfadada… que estés destrozada. Yo también lo estoy. Pero no vuelvas a decirme eso en la puta vida.
Dray bajó la mano. Tim vio asomar en sus ojos la conmoción.
– Lo siento -dijo.
Tim asintió y, en silencio, salió de la habitación.
En el dormitorio, Tim introdujo la combinación del armero y sacó un p226 de nueve milímetros del modelo utilizado en Operaciones Especiales, su Smith & Wesson 357 preferido, un sólido Ruger del 44 y dos cajas de cincuenta proyectiles de uno y otro calibre. Tenía a mano munición de mayor alcance para su 357 porque era el arma que llevaba cuando estaba de servicio; optó por los proyectiles estriados de punta blanda en vez de los de cobertura de plomo o las balas del 110 de punta hueca. Los S & W oficiales tenían cañones de apenas ocho centímetros porque a menudo se llevaban ocultos.
Cuando entró en la habitación de Ginny, Dray seguía en la misma postura.
– Lo siento mucho -insistió ella-. Menuda gilipollez he dicho.
Tim se agachó, le puso las manos en las rodillas y la besó en la frente. De su boca emanaba un intenso olor a alcohol.
– No pasa nada. ¿Conoces ese dicho sobre las rocas y las casas de cristal?
Ella apretó los labios en algo que no acababa de ser una sonrisa.
– No lances casas de cristal si vives en una roca -dijo.
– Algo parecido.
– Tienes que ir a disparar un rato. -No era una pregunta, sino un ofrecimiento.
Tim asintió.
– ¿Vienes conmigo? -preguntó a su esposa.
– Tengo que seguir un rato aquí sentada y mirar el vacío.
Tim hizo ademán de darle otro beso en la frente, pero ella echó la cabeza atrás y apretó los labios contra los de él. El beso fue largo, cálido y aderezado con vodka. Si Tim hubiera podido alcanzar el interior de ese beso y quedarse a vivir allí, lo habría hecho.
El garaje cobijaba el BMW M3 plateado de Tim -un coche confiscado por el servicio de acuerdo con el Programa Nacional de Incautación y Decomiso de Bienes- y su banco de trabajo. Metió la artillería en el maletero y sacó el vehículo con cuidado de rodear el Blazer de Dray, aparcado en el sendero de entrada. Salió de la ciudad, se desvió por un camino de grava y lo siguió unos cien metros.
Metió el coche en una explanada de tierra y lo dejó con el motor en marcha para alumbrar con las largas un trecho donde había un cable tendido entre dos postes a cerca de metro y medio del suelo. Sacó un montón de dianas, una mezcla de diseños de distintos colores en forma de estrella o circulares, y las colgó del cable. Luego se sentó en la tierra, introdujo los cargadores del Sig y preparó los cargadores de repuesto para el revólver. Quedaron encajadas seis balas en la base cilíndrica de cada cargador de repuesto, las puntas asomando cual colmillos, espaciadas de forma acorde con los orificios del tambor.
Aunque no era zurdo, su ojo dominante era el izquierdo, de modo que sacaba de una funda colocada a buena altura en la cadera derecha. En el Servicio Judicial desaconsejaban utilizar fundas colgadas bajo la axila porque desenfundar cruzando el brazo suponía un peligro en la línea de fuego. De todos modos, Tim prefería desenfundar desde la cadera porque no le gustaba desperdiciar el tiempo que requería el otro movimiento. Si a las fundas colgadas del hombro se las denominaba «enviudadoras», por algo sería. Empezó con el Sig, realizando una serie de disparos rápidos a unos tres metros para ejercitar su fuego de reacción. Luego se alejó a seis metros. Después a casi diez.
Su puntería era de una precisión notable. Había seguido cursos de guerrilla urbana y realizado ejercicios de perfeccionamiento en el laberinto de Malibú, en las instalaciones de entrenamiento para agentes federales en Glynco. En el curso de tiro los agentes en ciernes disparan con munición real a dianas automáticas y objetivos móviles en medio de un maremágnum de luces estroboscópicas, música atronadora y gritos amplificados. El ambiente es tan hostil, el entorno tan irreal, que más de un hombre hecho y derecho ha salido llorando. Una vez fuera, los agentes tienen que reducir a actores que se hacen pasar por criminales. En cierta ocasión, un tipo que no había acabado la carrera de interpretación en Juilliard se pasó de la raya con Tim, le apartó la cabeza de golpe y le clavó los dientes en el antebrazo, y éste tuvo que noquearlo.
Con el aliento convertido en una nubecilla delante de sus labios en el ambiente frío de aquella noche de febrero a una altitud considerable, Tim estuvo disparando sin descanso. Cuando acabó con toda la munición de nueve milímetros, se pasó al 357 y se alejó a una distancia de unos veinte metros.
Adoptó una pose estudiada con el torso inclinado hacia delante, los pies separados a la distancia de los hombros y la pierna izquierda un tanto avanzada. 1-11 paisaje casaba con su estado de ánimo: la extensión baldía de tierra y piedras, los conos idénticos de los faros de su coche que se abrían paso en la oscuridad, los breves destellos de luz en un universo vasto y tenebroso. Sólo las dianas de papel reflejaban la luz, rectángulos blancos suspendidos en medio de ninguna parte, meciéndose levemente como fruta en un árbol. El vacío de la oscuridad lo abrió en canal como a una bestia en el matadero, y se quedó mirando la nada. Lo único que le devolvió la mirada fue la hilera de siluetas de combate bidimensionales sin ojos que aleteaban colgadas del cable.
Hizo un movimiento repentino con la mano derecha que dio al traste con su perfecta inmovilidad, y cogió la pistola. En cuanto el cañón abandonó la funda, viró el arma y la tendió hacia delante al tiempo que extendía la mano izquierda para sujetarse la derecha allí donde entraba en contacto con la empuñadura. Alineó los puntos de mira antes de concluir el movimiento de los brazos. Fijó la posición del brazo derecho y dejó el izquierdo levemente combado. Hizo coincidir el gatillo con el punto central del dedo índice de la mano derecha para que la pistola no se desviara arriba y hacia la derecha ni abajo y hacia la izquierda, y ejerció una presión rápida y firme sobre el doble mecanismo de activación sin anticiparse al retroceso ni flexionar con excesiva dureza. El arma lanzó un sonoro chasquido y se abrió un agujero en la región torácica de la diana. Disparó cinco veces más en rápida sucesión, recuperando una visión nítida del objetivo entre un disparo y el siguiente casi de inmediato. Antes de que se difuminara del todo la cordita, apretó la pequeña palanca de la izquierda para que saliese el cargador perfectamente lubricado. Buscó un cargador de repuesto en el cinturón con la mano izquierda a la vez que retiraba el arma y los casquillos cayeron al suelo como si granizara plomo. En un gesto esmerado volvió el arma hacia abajo y cargó el tambor con seis balas nuevas que se deslizaron pulcramente en los orificios. Hizo seis disparos más y dejó como un queso gruyer el círculo correspondiente al número cinco de la diana antes de que el cargador de repuesto vacío cayera al suelo.
Los proyectiles estriados, ideales para agujerear el papel, dejaron a su paso unas hendiduras de lo más satisfactorias.
Casi sin darse cuenta, repitió el ejercicio. Se abandonó a la actividad y destiló toda su ira en los concisos estallidos de las balas para proyectarlas lejos de sí. La furia fue alejándose lentamente, como agua que saliese de una bañera; una vez que hubo desaparecido, intentó dar forma a la pena que todavía tenía dentro de sí y deshacerse de ella del mismo modo, pero le resultó imposible. Alternó disparos desde una posición estática con ejercicios de movimiento lateral y continuó hasta que empezaron a dolerle las muñecas, hasta que notó que las palmas de las manos le ardían de tanto soportar el retroceso.
Entonces cargó el Ruger con largos y esbeltos proyectiles del 44 y disparó hasta que empezó a sangrarle el pulgar.
Regresó a casa poco después de medianoche y la encontró vacía. La botella de vodka, considerablemente mermada en el suelo de la habitación de Ginny, era el único indicio de Dray. Su Blazer seguía aparcado en el sendero de entrada con el capó frío.
Recorrió en coche las seis manzanas que separaban su domicilio del pub irlandés semiauténtico propiedad del padre de Mac y dejó su vehículo entre los Crown Vic y los Buik que había en el aparcamiento. La gruesa puerta de roble del local cedió a su presión. Aparte de unos cuantos colgados y el puñado de agentes y detectives al fondo junto a las mesas de billar, el local estaba vacío. Cantidad de bigotes. Antiguas luces de vehículos de la policía colocadas encima de las estanterías de botellas. Un típico bar de polis. El camarero, un dandi con gemelos en los puños de la camisa y un tupido bigote a lo Tom Selleck, levantó la vista de los vasos que estaba secando.
– Lo siento, amigo, hemos cerrado.
Tim no le hizo ningún caso y recorrió toda la longitud de la barra en dirección al círculo de hombres que había al fondo: Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y otros cinco. Dray estaba entre ellos, doblada por la cintura, con el antebrazo alzado y terminado en un dedo índice acusador. Por alguna razón se había puesto el uniforme, aunque tenían órdenes de no beber vestidos de poli. Las voces, aderezadas de alcohol, habían alcanzado un volumen considerable.
– … Os atrevéis a poner a mi marido en esa situación. O al menos podríais haber tenido el detalle de llamarme por teléfono a mí, vuestra colega.
– Creíamos que él estaría a la altura de la situación -respondió Fowler.
– ¿Porque es hombre?
– No, porque estuvo en el ejército, y todo eso.
– Y todo eso, claro. Así que no tiene sentimientos. -Volvió la cabeza para encararse con los detectives en un ademán ebrio e inestable-. ¿Qué habéis averiguado sobre lo del cómplice?
Gutierez, el que estaba más adelantado, se dirigió a ella igual que un político, con las manos tendidas en un gesto sosegado, ocultando la condescendencia tras una actitud amistosa.
– Lo estamos investigando, pero no creemos que la pista sea muy sólida.
– Lo suyo es la teoría de la conspiración -masculló alguien.
Fowler fue el primero en darse cuenta de que Tim se acercaba. Poco a poco se fueron volviendo los demás, todos salvo Dray.
– Voy a deciros una cosa. -Ahora ya arrastraba las palabras-. A mí podéis echarme encima toda la mierda que queráis, pero si decís cualquier otra cosa de mi marido, os partiré la puta boca.
El camarero salió de la barra para seguir a Tim, pero Mac le hizo señal de que se detuviera.
– No pasa nada, Danny. Está con nosotros.
– ¿Ah, sí? -comentó Gutierez en voz queda.
Dos agentes miraron a Tim de arriba abajo y cruzaron unos susurros, pero Tim se dirigió únicamente a su mujer:
– Venga, Dray. Vamos a casa.
Ésta, al percatarse por fin de su presencia, dio un paso y, perdiendo el equilibrio, se sentó de golpe. Mac le pasó un brazo por la espalda para ayudarla a recuperar la estabilidad y le apoyó una mano en el hombro. Los otros la flanquearon en sus sillas con aire protector.
Mac meneó la mano para pedir un poco de calma.
– Eh, Tim. No te ofendas, ¿eh? Igual necesita sincerarse ahora para…
– Cállate, Mac.
Tim no apartó la mirada de Dray, que empezaba a dar cabezadas. Los otros no parecían irle muchas copas a la zaga. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Tim apretó los dientes y tensó los costados de la mandíbula.
– Andrea, vámonos, por favor.
Dray hizo ademán de levantarse, pero sólo llegó a apoyar el cuerpo sobre la mesa.
Fowler cogió un vaso de chupito vacío, lo levantó como si se tratara de una mira telescópica y observó a Tim a través de él.
– La próxima vez que alguien se juegue el tipo por ti, podrías mostrar un poco de respeto -dijo, arrastrando las palabras-. Tito y yo nos la hemos jugado por ti, tío.
Mac apartó el brazo de la espalda de Dray y se incorporó. Poseía un atractivo innato, con el pelo revuelto justo lo necesario y sombra de barba de un día en las mejillas; en comparación, Tim era todo esfuerzo y disciplina.
– Venga, chicos, la noche ha sido muy larga para todos -dijo Mac-. Vamos a tomárnoslo con calma.
– No te pases con el ganador de la Medalla al Valor -comentó Harrison.
Gutierez dejó escapar una risilla y Tim le lanzó una mirada de soslayo. Empujado por lo que los demás esperaban de él y la hilera de copas vacías en la mesa delante de sí, Gutierez le sostuvo la mirada.
– A ver si te enteras, colega. Tu mujer está muy bien aquí. Sabemos cuidar de los nuestros.
Dray murmuró algo en tono furibundo.
Tim dio media vuelta y cuando se dirigía a la puerta oyó a su espalda un coro de murmuraciones.
– Se le da bien largarse…
– Pues que siga así…
Tim alcanzó la puerta y pasó el pestillo, que emitió un chasquido metálico. El bar quedó en silencio. Desanduvo el camino en paralelo a la barra seguido por la mirada de los pocos borrachos que quedaban encaramados a sus taburetes.
Llegó al racimo de agentes y se volvió hacia la barra, de espaldas a ellos. Sacó el Smith & Wesson que aún llevaba en el cinturón y lo dejó encima de la barra. A continuación se deshizo de la cartera con el peso que le daba la placa. Colgó con pulcritud la cazadora en un taburete de respaldo alto. Se remangó cuidadosamente, dos pliegues en cada manga.
Cuando se dio media vuelta, los agentes estaban bastante más sobrios. Se acercó a Gutierez.
– Levántate.
Gutierez cambió de postura en la silla y se retrepó en un intento de mostrarse duro e impávido, aunque fracasó tanto en lo uno como en lo otro. Tim aguardó. Nadie abrió la boca. Otro agente echó un trago de cerveza y dejó la botella en la mesa con un golpe sordo. Al cabo, Gutierez apartó la mirada.
Tim volvió a ponerse la cazadora y cogió el arma y la placa. Rodeó la mesa, pero Dray ya se incorporaba para ir a su encuentro. Apoyó en él todo su peso, sesenta y un kilos de músculo y artillería.
Le pasó un brazo por la cintura y la acompañó camino de la puerta.
La desvistió como si fuera una cría, acuclillándose para quitarse las botas mientas ella se apoyaba en sus hombros. Cuando la arropó, ella, sudorosa, apartó las sábanas. Tim le dio un beso en la frente húmeda.
Dray levantó la mirada, su rostro juvenil y sin arrugas en la oscuridad. La voz le tembló:
– ¿Qué aspecto tenía ese tipo?
Tim se lo dijo.
Le enjugó las lágrimas, una mejilla con un pulgar, luego la otra.
– Dime lo que ocurrió. En la casucha. Hasta el último detalle.
Él se lo contó, esforzándose por no derramar sus propias lágrimas, limpiando las de ella sin cesar.
– Ojalá lo hubieras matado -dijo Dray.
– Entonces habríamos perdido la única oportunidad que tenemos de averiguar la verdad.
– Pero estaría muerto. Ya no estaría sobre la faz de la tierra. Habría sido erradicado.
Tim no alcanzaba a enjugarle tantas lágrimas. Ella le cogió la mano entre las suyas y se la apretó, dejando que las lágrimas resbalaran sienes abajo hasta la almohada.
– Estoy furiosa. Muy furiosa. Contra todo y contra todos. -Se le cerraba la garganta, así que lanzó un fuerte carraspeo.
– ¿Vas a dormir un rato? -preguntó.
– Me parece que no.
Dray se desvaneció unos instantes y luego volvió en sí.
– Yo tampoco. -Sonrió amodorrada.
– Voy a ver un poco la tele. No quiero estar dando vueltas, sin dejarte dormir. -Le apartó el pelo de los ojos con suavidad-. Al menos uno de los dos tiene que dormir.
Dray asintió.
– Vale.
Tim se tumbó en el sofá del salón como si se tendiera dentro de un ataúd, vestido de los pies a la cabeza, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Se quedó mirando el techo, esforzándose por asimilar la nueva realidad de su vida. No alcanzaba a comprender lo monumental que era su pérdida. Estaba sumiéndose en la oscuridad sin tener la menor idea de hasta dónde llegaba. El programa Nick de noche dejaba oír risas enlatadas a intervalos hipnóticos. Se desentendió de todo salvo de ese sonido. «La risa sigue existiendo -pensó-. Si me hace falta recordarlo, puedo encender la caja tonta y ahí está.»A eso de las tres de la madrugada lo despertó Dray, que se subía al sofá con el edredón a rastras. Se colocó encima de él y acomodó el rostro en su cuello.
– Timothy Rackley -dijo en voz baja y somnolienta.
Él le acarició el cabello con suavidad, luego se lo retiró hacia arriba y le frotó la tersa piel de la nuca. Durmieron entrelazados en un abrazo inquieto.
Capítulo 4
Tim abrió los ojos y notó que el miedo descendía sobre él antes de ser capaz de nombrarlo siquiera. Bajó las piernas del sofá y apoyó los pies en el suelo. Dray trajinaba en la cocina.
No sólo recordó su pena, sino que la volvió a aprender. Durante varios minutos permaneció sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los brazos a los costados, preparado para incorporarse. Estaba paralizado de desdicha. E incapaz de realizar un solo movimiento. Se centró en la respiración y pensó que si podía respirar tres veces, entonces sería capaz de tomar aire otras tres y la vida se iría prolongando de tres en tres respiraciones.
Al cabo, cobró fuerza suficiente para levantarse. De camino a la ducha, intentó no pensar en la pesadez teatral de su hija cuando la llevaba por ese mismo trayecto de la tele al dormitorio, a la hora de acostarse. Ginny solía ir con la cabeza echada hacia atrás, los ojos firmemente cerrados, la lengua asomando por la comisura de la boca como un personaje de dibujos animados ebrio, en un intento de sisar unos cuantos minutos más de pantalla fingiendo estar dormida.
A la luz del día, su muerte había cobrado una entidad real. Vivía en la casa con ellos, en el polvo de los suelos, la desnudez de los techos, los leves ruidos que emitió Tim al pasar por delante de su habitación y que quedaron sin respuesta.
Tras una ducha hirviendo, se vistió y regresó a la cocina.
Dray estaba sentada a la mesa, tomando café a sorbos con los ojos hinchados y el pelo aplastado a un lado. Tenía el teléfono inalámbrico encima de la mesa, a su lado.
– Bueno -dijo-. Acabo de hablar con la fiscal del distrito. Creo que no disteis al traste con el caso de Kindell.
– Bien. Eso está muy bien.
Se observaron el uno al otro un instante. Ella tendió los brazos como una niña que quería ser abrazada y Tim fue a su encuentro. Dray apretó la cabeza contra el estómago de su esposo, y gimió cuando éste le acarició la nuca y le revolvió el cabello.
Tim se sentó en la silla al lado de su mujer, que tenía dos medias lunas negras debajo de los ojos.
– Vaya maldito hijoputa soplapollas cabronazo de los putos cojones -dijo Dray.
– Sí -asintió Tim.
– Han metido a Kindell en la cárcel del condado. Tiene antecedentes penales: uno por exhibicionismo y otros dos por abusos a menores; en todas las ocasiones, con niñas menores de diez años. Un par de azotes en la palma de la mano. La última vez llegó a un acuerdo. El juez lo declaró inocente por enajenación mental. Con ese veredicto consiguió año y medio en Patton, con paredes acolchadas y comida caliente. -Dray hablaba a toda velocidad, para quitárselo de en medio.
– ¿Y qué hay del caso?
– Una vez en comisaria se cerró como un mejillón. Aunque le apretaron de lo lindo, no dijo ni palabra. Pero hay pruebas por toda su casucha. Esta mañana han obtenido una coincidencia con la sangre que había…, que había en la sierra… -Se echó hacia delante; tenía arcadas. Su espalda se combó en dos estertores secos.
Tim le retiró el pelo con cuidado, pero Dray no llegó a vomitar. Se incorporó en la silla, se limpió la boca con el dorso de la mano, lanzó un fuerte suspiro para marcar un punto y aparte y luego continuó en el mismo tono oficial.
– La fiscal le está apretando las tuercas y va a alegar circunstancias agravantes. La vista se celebra mañana. -Hizo girar la taza de café una vez, y luego otra más.
– Aún hay un cómplice suelto al que tenemos que dar caza.
– Alguien involucrado en el asesinato que supo cubrir sus huellas mucho mejor que Kindell.
– O un acuerdo que se fue al garete, o una mala pasada.
O, como por lo visto cree la fiscal, quizá lúe únicamente una maldita coincidencia: Kindell iba en su camioneta y se cruzó con Ginny, de camino a casa de Tess.
– ¿No lo está investigando?
– Me ha asegurado en persona que su equipo mantendrá abierta esa línea de investigación, pero no cree probable que lleve a ninguna parte.
– ¿Y eso?
– Es un caso muy llamativo, todo un caramelo, tal como está ahora. Y estoy segura de que Gutierez y Harrison no tienen ninguna gana de sondear tus pistas.
Tim pensó en los hierbajos secos a la salida de la cabaña de Kindell, la tierra blanda en la que quizá quedaron huellas o roderas de otros neumáticos. Recordó cuántos vehículos habían pasado por allí -incluidos Oso y él en la camioneta-, antes de que llamaran al equipo forense, contaminando el escenario y eclipsando pistas. Encima de la intensa pena, la sensación de culpabilidad le pareció más abrumadora todavía.
– No hago más que pensar en que tendré que encargarme de los preparativos, como suele decirse. -Dray torció el gesto como si fuera a llorar, pero no llegó a hacerlo.
Tim se sirvió una taza de café y se concentró en el gesto para olvidarse del padecimiento siquiera durante un instante.
– ¿Recuerdas la merienda de la policía, cuando Ginny tenía cuatro años?
– No sigas por ahí -dijo Tim.
– Llevaba aquel vestido a cuadros amarillos que envió tu tía. Pasó un avión por encima y ella preguntó qué era. Tú le dijiste que era un avión y que dentro iba gente.
– No hagas eso.
– Y ella levantó la mirada, lo midió en comparación con su pulgar regordete y… ¿recuerdas lo que dijo? «Ni pensarlo», exclamó. No creía que ahí pudiera caber gente. -Le corrió una lágrima por la mejilla-. Por entonces tenía el cabello rizado. Lo recuerdo como si aún pudiera tocarlo.
Llamaron al timbre y Tim se levantó para ver quién era, agradecido de que los interrumpieran. En el umbral estaban Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y algunos otros agentes que la noche anterior se encontraban en el bar. Todos se habían quitado la gorra, como vendedores a domicilio en un gesto fingido de deferencia.
– Esto…, Rack, queríamos… -Fowler lanzó un fuerte carraspeo. Olía a café y a alcohol rancio. Dio la impresión de que se contenía-. ¿También está Dray?
Tim notó que le tiraban de la cintura del pantalón por detrás. Era Dray, que se puso de puntillas y apoyó la barbilla en su hombro.
Fowler la saludó con un gesto de la cabeza y continuó:
– Queríamos disculparnos. Por lo del bar. Y también por lo de antes. Fue… una noche muy dura para todos, bueno, ni remotamente tan dura como para vosotros, ya lo sé, pero nosotros tampoco estamos acostumbrados a… Bueno, el caso es que hemos sacado los pies del tiesto cuando menos os convenía y… bueno…
Gutierez tomó el relevo:
– Estamos arrepentidos.
– Nos hemos puesto las pilas -dijo Harrison-. Con el caso. Hemos puesto toda la carne en el asador.
– Si podemos hacer algo… -se ofreció Mac.
– Gracias -dijo Tim-. Os agradezco que hayáis venido.
Permanecieron unos instantes donde estaban con gesto envarado y luego se adelantaron uno a uno para estrechar la mano a Tim. Fue una ceremonia formal bastante tonta, pero a Tim le resultó igualmente conmovedora. Dray lo sujetaba por detrás, un tanto trémula.
Los agentes se alejaron por el sendero de entrada y luego los coches de patrulla partieron uno tras otro. Tim y Dray siguieron la procesión con la mirada hasta perder de vista el último vehículo.
Las cuarenta y ocho horas siguientes transcurrieron aburridas y dolorosas. Cada acto resultaba pesado y aterrador, lleno de giros ocultos y rincones oscuros: el tener que llamar a parientes y amigos, el provocar que les dejaran sacar del centro forense el cadáver de Ginny, recibir noticias sobre la acusación que preparaba la fiscal contra Kindell… Hasta la tarea más sencilla dejaba a Tim y Dray agotados por completo.
Kindell, que, como es natural, se mostraba reticente a permanecer en prisión preventiva, prefirió no dejar que pasara mucho tiempo y exigió que se celebrara la vista preliminar de inmediato. Dray se enteró de que el abogado de oficio había elevado un recurso 1538 para que no se admitieran ciertas pruebas. Se puso hecha una furia y llamó al despacho de la fiscal, pero le aseguraron que el recurso no tenía mayor importancia, pues los abogados de oficio los presentaban una y otra vez para curarse en salud y que los dejaran en paz los letrados de apelación. El que el abogado de oficio estuviera acotando el terreno no era lo peor; tenía reputación de ser un bala perdida, y lo último que les convenía era que Kindell presentara una reclamación después del juicio por no haber tenido representación legal adecuada.
El teléfono sonaba una y otra vez con llamadas de investigadores, gente que quería mostrar su apoyo, periodistas… Los timbrazos eran una desconcertante melodía de orquestilla para el desfile de bandejas cubiertas con papel de plata y ojos entornados de compasión. Pero, a pesar de los detalles traumáticos y las torturas menores, los días se veían definidos por una falta de acontecimientos exasperante, todo sonido y furia sin apenas avance alguno, como si intentaran correr sobre hielo.
El incesante martilleo de la pena y el estrés dejaron a Tim y Dray con escasos y endebles recursos. Aunque intentaban consolarse mutuamente, abrazarse, llorar juntos, su dolor parecía agravarse con la desdicha del otro y su propia incapacidad para mermarla. Ambos se encontraron cada vez más sumidos en su propio dolor, incapaces de hacer el esfuerzo de escapar de él.
Empezaron a guardar una distancia respetuosa el uno del otro, como si fueran compañeros de piso. Sesteaban a menudo, aunque siempre por separado, y rara vez comían, a pesar de que tenían la nevera llena de bandejas de plástico traídas por vecinos y amigos casi a cada momento. Cuando establecían contacto, era en encuentros breves y excesivamente amables, parodias de vida doméstica. Con sólo ver a Dray, Tim notaba una intensa punzada de vergüenza por no ser capaz de arroparla como era debido. Era consciente de que Dray veía reflejada en su rostro la misma devastación que la afligía a ella.
Desde la oficina de la fiscal del distrito se ocuparon de mantenerlos al tanto de todo lo que ocurría, aunque también tuvieron buen cuidado de contarles sólo lo imprescindible. Dray, al charlar con sus colegas, iba enlazando retazos de información sobre las pesquisas de Gutierez y Harrison; así llegó a saber que éstos habían dejado de lado la teoría del cómplice para centrar todas sus energías en apuntalar la acusación contra Kindell.
Tim pensaba en el cobertizo de Kindell con regularidad obsesiva, repasaba una y otra vez cada detalle, desde el suelo manchado de aceite y resbaladizo hasta el intenso olor a diluyente de pintura que había en él.
«No debía matarla.»«El no…»Cinco palabras que habían abierto un abismo de duda. El dolor de la ignorancia casi se equiparaba al dolor de la pérdida, porque sometía a la pena de Tim a un sórdido juego de reflejos distorsionados que la aumentaba unas veces y otras le daba una forma distinta por completo. Lloraba su pérdida sin saber los parámetros exactos de lo que lloraba: Ginny estaba muerta, pero lo que había sufrido y la responsabilidad de ese sufrimiento eran lienzos en blanco a la espera de la última encarnación, la última proyección de ira y horror. Kindell había resultado ser una presa bastante buena para saciar el apetito de los detectives y la fiscal, pero Tim era consciente de que quedaban otros retretes que vaciar. La progresión de atrocidades que habían colmado las horas postreras de su hija seguían en alguna parte, anquilosadas en la historia, a la espera de ser reconstruidas.
El miércoles por la noche Dray y él salieron a dar una vuelta en coche; era su primera salida desde la muerte de Ginny. Permanecieron sentados en silencio, incómodos, deseosos de que el movimiento y el aire fresco de la noche les permitiera recuperar la compatibilidad. De camino a casa pasaron por delante de McLane's. Dray estiró el cuello y se fijó en los vehículos que había en el aparcamiento oscuro.
– La camioneta de Gutierez -murmuró.
Tim describió un giro de ciento ochenta grados y entró en el aparcamiento. Su esposa se volvió en el asiento para mirarle, más curiosa que sorprendida.
Encontraron a Gutierez al fondo, jugando al billar con Harrison. Gutierez asintió a modo de saludo y luego habló con el mismo tono de voz melosa con el que todo el mundo se dirigía a ellos de un tiempo a esta parte.
– ¿Qué tal os va?
– Bien, gracias. ¿Tenéis un minuto?
– Claro, Rack.
Los detectives siguieron a Tim y Dray hasta el aparcamiento de atrás.
– Se rumorea que habéis descartado la posibilidad de que haya un cómplice -dijo Tim.
Harrison se puso rígido. Gutierez ladeó levemente la cabeza.
– No llegábamos a ninguna parte.
– ¿Habéis comprobado los antecedentes de Kindell? ¿Tuvo algún cómplice en anteriores casos?
– Estamos trabajando mano a mano con la fiscalía y no hemos encontrado indicios de que hubiera ninguna otra persona. Lo estamos investigando todo. Ahora bien, ya sabéis que no podemos implicar a los padres de las víctimas en nuestras indagaciones…
– Es un poco tarde para eso -terció Dray.
– No podéis distanciaros del caso. No tenéis una perspectiva adecuada. Y decir que tenéis prejuicios sería quedarse corto. Ya sé que allí creíste escuchar que…
– ¿Cómo encontrasteis el cadáver de Ginny? -preguntó Tim-. Tan pronto, quiero decir. La ribera del arroyo está muy apartada.
Harrison lanzó un suspiro que formó una nubecilla en el aire frío.
– Una llamada anónima -dijo.
– ¿Hombre o mujer?
– Mira, no tenemos que…
– ¿Era voz de hombre o de mujer? -insistió Tim.
Gutierez se cruzó de brazos; la irritación se estaba tornando ira.
– De hombre.
– ¿Localizasteis la llamada? ¿Quedó grabada? -quiso saber Tim.
– No, se recibió en la línea particular del agente que estaba en recepción.
– ¿No fue una llamada a emergencias? ¿No fue una denuncia en toda regla? -indagó Dray-. ¿Quién podía saber el número particular?
– Alguien que quería estar seguro de cubrir sus huellas -respondió Tim-. Alguien que no quería verse implicado ni ser identificado… como un cómplice.
Harrison avanzó un paso y se acercó demasiado a Tim.
– Escucha, Fox Mulder, no creo que tengas la menor idea de la cantidad de chivatazos anónimos que nos llegan. Eso no significa que el tipo que llamó estuviera implicado. Lo que quiero decir es que hay muchas probabilidades de que un tipo que deambulaba por la orilla de un arroyo apartado no estuviera precisamente vendiendo galletitas de las Girl Scouts. Es posible que fuera alguien con antecedentes, un chico asustado que no quería verse implicado en un asesinato. Tal vez lucra un vagabundo que esnifaba pegamento.
– Sí, claro. 1,os vagabundos que se colocan con pegamento suelen tener los números particulares de la comisaría de Moorpark, ¿verdad? -comentó Dray.
– Están en el listín telefónico.
– Un vagabundo con listín -dijo Tim.
– Venga tío, desperdiciaste la oportunidad de ocuparte del asunto. Te lo pusimos en bandeja. ¿Y sabes qué pasó? Tú preferiste que todo se hiciera en plan legal. Pues muy bien. Lo respetamos. Pero eso significa que el asunto 110 está en tus manos. Sois parte implicada, los padres de la víctima, y si metéis las narices en la investigación os vamos a meter un puro por obstrucción. No hay ningún francotirador en la colina. Vuestra hija murió y tenemos al hijoputa tarado que la mató. Caso cerrado. Volved a casa a estar juntos. Llorad vuestra pérdida.
– Gracias -dijo Dray-. Tendremos en cuenta el consejo.
Regresaron al coche de Tim en silencio, se montaron y permanecieron sentados un rato.
– Tiene razón. -La voz de Tim sonó tenue, cascada, vencida-. No podemos implicarnos. No hay modo de que intervengamos en esta investigación de manera ecuánime y objetiva. Esperemos que Kindell pase un mal trago e intente cantar para llegar a un acuerdo. O que se venga abajo a la hora de declarar y se vaya de la lengua. O que su abogado defensor proponga la teoría del cómplice como una táctica de defensa. Algo. Lo que sea.
– Tengo la sensación de que no sirvo para nada -se lamentó Dray.
Un vehículo de la policía entró raudo y se detuvo al otro lado del aparcamiento. Mac y Fowler se apearon entre bromas y risas, y se dirigieron hacia el bar.
Tim y Dray permanecieron con la mirada fija en el salpicadero.
Era jueves por la mañana, y Tim entró en la cocina el jueves por la mañana, Dray levantó la vista de la última remesa de cartas de agradecimiento y respuestas de condolencia que estaba escribiendo. Posó los ojos en el busca que llevaba su marido en la mano y luego en el Smith & Wesson, sujeto al cinturón.
– ¿Ya vas a la oficina? ¿Tan pronto?
– Oso me necesita.
La luz, amarilla y luminosa a través de las persianas echadas, le caía al sesgo sobre el rostro.
– Yo te necesito. Seguro que Oso puede apañárselas.
Sonó el teléfono pero ella meneó la cabeza.
– Son periodistas -comentó-. Han estado llamando durante toda la mañana. Buscan una madre llorosa y un padre estoico. ¿Cuál quieres ser tú?
Aguardó a que dejara de sonar el teléfono antes de hablar.
– Esta mañana nos ha llegado un chivatazo de uno de nuestros confidentes. Vamos a hacer una redada de las buenas. Tengo que participar -dijo Tim.
A uno de los confidentes de Oso y Tim le habían llegado rumores de un negocio que tenía toda la pinta de ser asunto de Gary Heidel. La Unidad de Búsqueda de Fugitivos llevaba casi cinco meses tras la pista de Heidel, uno de los quince más buscados. Tras ser condenado por un asesinato en primer grado y dos acusaciones por tráfico de drogas, Heidel escapó cuando era trasladado del palacio de justicia a la cárcel. Dos cómplices hispanos en una camioneta hicieron que el coche chocara contra un árbol, acribillaron a los dos agentes judiciales y se llevaron a Heidel.
Tim sabía que Heidel no tardaría en necesitar dinero y acudiría al único lugar en el que conseguían pasta rápida los tipos de su calaña. Puesto que el modus operandi de Heidel era de lo más característico -conseguía cocaína diluida de Chihuahua y tenía camellos que la pasaban por la frontera escondida en botellas de vino-, a Tim y Oso les resultó más sencillo apretar a sus confidentes para que les facilitaran información al respecto. Al cabo, su celo dio resultado. Si la información que habían recibido era de fiar, a lo largo de esa tarde o esa noche se iba a llevar a cabo una transacción de cuarenta kilos.
– ¿Seguro que estás listo para volver al trabajo? -preguntó Dray.
Tim echó un vistazo al montón de cartas dispersas sobre el tablero de madera de la mesa. Guirnaldas de colores apagados sobre papel gris pardo.
– No sé qué otra cosa hacer. Me estoy volviendo majara. Si no trabajo, es posible que cometa alguna estupidez.
Dray bajó la mirada. Tim se apercibió de que lo notaba ansioso por salir de casa.
– Entonces, más vale que vayas. Lo que pasa es que a mí me fastidia no estar preparada aún.
– ¿Seguro que estás bien? Podría llamar a Oso…
Ella alzó la mano para rechazar el ofrecimiento.
– Es igual que lo que me dijiste la primera noche, tan horrible. -Se las arregló para esbozar una sonrisa-. Al menos uno de los dos tiene que dormir un poco.
Tim se detuvo un momento en el umbral antes de marcharse. Dray se inclinó sobre la carta que estaba escribiendo, con la barbilla ligeramente tensa, como siempre que se concentraba. La luz del sol de primera hora de la mañana entraba por la ventana dando un tono de oro pálido a las puntas de su cabello.
– Claro que recuerdo el día de la merienda, con ella y el avión -dijo Tim-. Recuerdo todo lo que tiene que ver con ella. Sobre todo cuando se portaba mal; por alguna razón, esos recuerdos son los que más me la acercan. Como cuando pintó el papel del salón con lápices de colores…
A Dray se le iluminó la cara.
– Y luego lo negó.
– Como si hubiera podido hacerlo yo. O tú. O aquella vez que calentó el termómetro en la bombilla para no ir al colé.
La sonrisa de Dray imitó la suya.
– Volví a entrar a su habitación y el mercurio había subido a cuarenta y dos grados.
– La princesa tirana.
– El diablillo. -A Dray se le quebró la voz, tenue y cariñosa, y se llevó el puño a la boca.
Tim vio que se esforzaba por no derramar lágrimas y mantuvo la mirada hasta que sus propios ojos se secaron.
– Por eso no puedo… por eso lo evito. Cuando hablamos de ella es todo tan…, cercano… Y me…
– Yo necesito hablar de ella -dijo Dray-. Necesito recordarla.
Tim hizo un gesto con la mano, aunque ni él mismo supo qué quería decir. Otra vez le pasmaba la ineficacia de las palabras, su incapacidad para digerir los sentimientos y transformarlos en frases.
– Es parte de nuestra vida, Tim.
Los ojos se le volvieron a humedecer.
– Ya no.
Dray lo contempló hasta que él apartó la mirada.
– Vete a trabajar le dijo.
Capítulo 5
Tim fue al centro a toda velocidad y llegó a la colmena de edificios federales y palacios de justicia en torno a Fletcher Bowron Square. La achaparrada estructura de cemento y vidrio que pasaba por Edificio Federal albergaba las oficinas de la Brigada de Búsqueda y Captura. Empotrado en la fachada había un mosaico de grandes dimensiones que representaba a unas mujeres con la cabeza cuadrada y Tim nunca había llegado a apreciarlo del todo. Las pocas veces que había llevado a Ginny a su despacho, a ella le había parecido inquietante el mural, en principio inofensivo; al pasar, mantenía la cabeza apartada hacia un lado. A Tim siempre le había costado trabajo descifrar sus miedos, entre los que se contaban los cines, la gente de más de setenta años, los grillos y Elmer Fudd, ese cazador que siempre va detrás de Bugs Bunny.
Se identificó a la entrada, subió las escaleras hasta la primera planta y recorrió el pasillo con suelo de baldosas blancas y mosaico moteado en las paredes.
El despacho en sí no era gran cosa, un laberinto de cubículos de metal con mesas de escuela y paredes con moqueta de un color rosado parecido al vómito mezclado con jarabe Pepto-Bismol. La administración llevaba meses prometiendo a los agentes un traslado al cercano edificio Roybal, más elegante y espacioso, y había ido demorando la mudanza un mes tras otro. El mosqueo había alcanzado la intensidad de un programa de cotilleo, pero no había servido de gran cosa; los agentes no eran los primeros en darse cuenta de que la burocracia federal avanzaba como una tortuga artrítica, y, a decir verdad, un despacho de pacotilla nunca había supuesto ningún impedimento para unos hombres que, de todos modos, preferían la calle. Las paredes estaban cubiertas con recortes de periódico, estadísticas criminales y fotografías de los delincuentes más buscados. John Ashcroft vigilaba desde un retrato, todo ojillos brillantes y barbilla de endeble.
A medida que se abría paso por el entramado de cubículos hasta su mesa, los demás agentes murmuraban palabras de condolencia y apartaban la mirada, justo la clase de reacción que había querido evitar yendo al trabajo.
Oso se le acercó casi a la carrera y ocupó el estrecho espacio de separación entre las mesas. Iba bien pertrechado: casco antibalas bajo un brazo, gafas colgadas del cuello, finos guantes de algodón, una radio portátil con micro de manos libres, dos juegos de esposas negro mate, una ristra de esposas flexibles de plástico duro colgada del hombro, botas negras con puntera de acero, una Beretta enfundada en la cadera, un pulverizador con gas pimienta, cargadores de repuesto en una cartuchera colgada del hombro derecho y un chaleco táctico de nivel III, más flexible que los chalecos especiales con un voluminoso revestimiento antitraumatismo, pero igualmente capaz de detener la mayoría de los disparos. Casi veinte kilos, sin contar su arma de asalto principal, un fusil de repetición Remington recortado con capacidad para doce proyectiles, cargado con cartuchos 00 y provisto de un cañón de ánima lisa de treinta y cinco centímetros y empuñadura de pistola. Puesto que no tenía culata de fusil, el retroceso era de una fuerza equivalente a unos dieciséis kilos que debían absorber los brazos; tarea fácil para Oso, aunque Tim había visto a agentes más delgados caerse de culo.
Al igual que el resto de los miembros de la Unidad de Respuesta y Detención, Tim prefería el MP-5 con culata, que permitía seleccionar mejor los objetivos. Consideraba que el arma de Oso era un error de criterio porque ocupaba ambas manos y ofrecía problemas a la hora de penetrar en un área cerrada, pero Oso había cogido cariño al Remington en los tiempos en que trabajaba en Protección de Testigos, y el estruendo que producía cada vez que disparaba un proyectil aumentaba considerablemente el canguelo del fugitivo más pintado.
La URD estaba formada por los agentes judiciales federales mejor preparados. Cuando sonaba la sirena, abandonaban su labor habitual, se ponían ropa de asalto y llevaban a cabo operaciones de precisión para detener a fugitivos. Gracias a su experiencia en Operaciones Especiales y su historial de detenciones, Tim había tenido la buena fortuna de entrar en la U Kl) casi inmediatamente después de licenciarse en la academia. Durante una redada efectuada el segundo mes, su unidad había estado registrando hasta quince escondites al día, empuñando armas en cada registro. La mitad de las veces tiraban la puerta abajo de una patada, y en más de la mitad de las detenciones se trataba de hombres armados.
Oso apenas aminoró el paso al llegar a la altura de Tim, y éste se volvió y avanzó con él para que no lo arrollara.
– Te estamos esperando. Abajo. Ahora. Tendremos la charla previa de camino.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tim.
– Nuestro confidente nos ha dado un chivatazo sobre un colega que debía transportar un cargamento de vino importado y pasarlo por la aduana de San Diego. Ha quedado con un tipo que encaja con la descripción de Heidel.
– ¿Dónde?
La estrella dorada de agente federal destellaba en el cinturón de cuero de Oso a medida que iba andando.
– En el hotel Martía Domez. En Pico y Paloma.
Probablemente el camello dejaría la droga en una camioneta en el aparcamiento para que no le pillaran con ella en la habitación. En el motel recibiría el primer pago y se le indicaría cómo llegar hasta el escondite, donde se extraería el agua del supuesto «vino» para obtener la cocaína.
– ¿Cómo habéis localizado el lugar? -quiso saber Tim.
– Gracias a la UVE. Heidel es un cabrón de lo más listo y ha estado cambiando de teléfono prácticamente cada dos días, pero nuestro informador nos pasó su nuevo número y hemos localizado la señal de un móvil justo en la esquina de Paloma con la Doce.
La UVE, Unidad de Vigilancia Electrónica, tenía una serie increíble de trucos a su disposición a la hora de dar con fugitivos. Todo teléfono móvil emite un impulso acústico de localización en su frecuencia de emisión característica, identificándose así ante su red. Si una agencia gubernamental autorizada, como el Servicio Judicial Federal o la Agencia Nacional de Seguridad, está dispuesta a hacer una inversión desmesurada, se puede programar un sistema celular a escala nacional para concretar la emisión de ese impulso a un área de cobertura local con un radio de unos doscientos setenta y cinco metros. Debido a lo cara que resulta -para realizar esta clase de rastreo hacen falta hombres, coches y aparatos de GPS-, los problemas evidentes para obtener permisos y la necesaria cooperación del sector privado de telecomunicaciones, esta tecnología se utiliza muy rara vez. En el caso de Heidel, iban a por todas.
– El Martía Domez es el único hotel de la manzana, y el informador sabía que el encuentro iba a producirse en la habitación número nueve de un hotel -continuó Oso-. No tenían que encontrarse hasta las seis de la tarde, pero Thomas y Freed pasaron por allí con el coche hace unos veinte minutos e informaron de que ya había alguien en la habitación. Acaban de aparecer dos hombres más.
– ¿Alguno de ellos encaja con la descripción de Heidel?
– No, pero se parecen a los hispanos que le ayudaron a escapar. Thomas y Freed están de vigilancia con los pardillos de la UVE. Les he advertido que tengan buen cuidado de que no les vean. Les he dicho que vamos para allá a todo trapo y vamos a pillar a esos tipos antes de que se den cuenta.
Oso abrió la puerta con tal fuerza que dejó una muesca en la pared. Los otros agentes sintieron cierta envidia al verlos salir.
La Bestia los aguardaba abajo. La Bestia era una vieja ambulancia militar reconvertida, con capacidad para una docena de personas sentadas en dos bancos corridos a cada lado. En la pintura negra destacaba una enorme leyenda en blanco -POLICÍA JUDICIAL FEDERAL, EE.UU.-, casi exactamente igual a la que llevaban los miembros de la URD en su camiseta. En toda la ropa y el equipo de los judiciales, la palabra POLICÍA aparece en un cuerpo más grande que el que proclama el nombre del organismo en concreto, porque si se da una situación de alto riesgo, no conviene que el agente judicial tenga que esperar a que el ciudadano de a pie recuerde qué es exactamente un agente judicial federal de Estados Unidos, y porque POLICÍA es un término en lengua franca que equivale a «disparo mucho mejor que tú». Las leyendas en amarillo y los distintivos cosidos al uniforme también reducen considerablemente las posibilidades de que se confunda a la URD con una banda de atracadores.
Tim cogió su equipo del maletero de su coche, lo metió en la parte trasera de la Bestia, estrechó con fuerza unas cuantas manos y se sentó entre Oso y Unan Miller, el agente supervisor a cargo de la URD y la Unidad Canina de Detección de Explosivos. La mejor perra de Miller, una labradora negra llamada Preciosa en honor al chucho de Jame Gumb, el tarado de El silencio de los corderos, olisqueó la entrepierna a Tim antes de que Miller la hiciera volver a su sitio de un manotazo.
Tim miró a los otros ocho hombres sentados en los bancos del vehículo. No le sorprendió ver a los dos miembros mexicanos de la URD; a sabiendas de que los dos cómplices de Heidel en el asesinato de los agentes federales eran hispanos, Miller había recurrido al talento hispano como medida preventiva contra acusaciones de venganza racista. Un chico cubano llamado Guerrera ocupaba el puesto de su habitual número tres, que era cuñado de uno de los agentes que mataron los hombres de Heidel. Miller había tomado todas las precauciones para que fuera una redada totalmente legítima y asegurarse de que sus hombres sobrevivieran al atroz escrutinio de los medios de comunicación de Los Angeles una vez terminada la operación.
Tim notó movimientos incómodos en el banco de enfrente.
– Hacedme un favor: no me digáis lo mucho que sentís lo de mi hija. Ya sé que es así, y os lo agradezco.
Los interpelados hicieron gestos de asentimiento y murmuraron a modo de respuesta. Oso aligeró la tensión señalando el 357 que llevaba Tim al cinto.
– Eh, Wyatt Earp. ¿Cuándo vas a agenciarte una automática y entrar de una vez en el siglo veintiuno?
Era la táctica de Oso para demostrar a los demás que Tim no era tan frágil. Tim, agradecido, le siguió la corriente.
– El tiroteo habitual dura unos siete segundos y se produce a una distancia de unos tres metros. ¿Sabes cuántos disparos suelen hacerse?
Oso sonrió al oír el tono fingidamente formal de Tim, y los otros lo imitaron.
– No, señor, no lo sé.
– Cuatro. -Tim desenfundó la pistola e hizo girar el tambor-. Así que, a mi modo de ver, aún llevo dos balas de más.
El vehículo salió a trompicones del aparcamiento y dejó atrás la escultura metálica del edificio Roybal, compuesta de cuatro inmensas siluetas humanas que tenían todo el aspecto de haber sido agujereadas por la misma brigada que acabó con Bonnie y Clyde. Los hombres y mujeres perforados de cabeza cuadrada tenían plenamente convencido a Tim de que más le habría valido al gobierno ceñirse a elaborar presupuestos y olvidarse del arte.
Frankie Palton se pasó el brazo por detrás de la cabeza con gesto de dolor y Jim Denley lanzó un bufido.
– ¿Qué pasa, te ha zurrado tu chulo?
– No, la parienta ha traído a casa el maldito «Comi Sutra», ya sabéis, ese libro de posturas sexuales…
Tim reparó en que el MP-5 de Guerrera estaba en posición de disparo; lo miró y se señaló con el índice y el corazón los ojos para luego dirigir ambos dedos hacia la culata del arma. Guerrera asintió y puso el seguro.
– … Y ayer por la noche me tuvo haciendo la «coyunda de la vaca»; no es coña, estuvo a punto de joderme el manguito del rotor.
Ted Maybeck se agachó y tanteó el suelo a sus pies.
– Maldita sea. ¡Maldita sea!
– ¿Qué coño pasa, Maybeck? -preguntó Miller.
– He olvidado el ariete.
– Tenemos dos arietes y un mazo ahí delante.
– Pero no mi ariete. Me lo traje de Saint Louis. Trae buena suer…
– No digas eso, Maybeck -gruñó Oso, que levantó la mirada del revólver de cinco disparos que estaba cargando-. Ni se te ocurra decir eso, joder.
Tim se volvió hacia Miller.
– Thomas y Freed están reconociendo el terreno en estos mismos instantes para ver qué se cuece. La UVE tiene vigilada la señal de su teléfono móvil para asegurarse de que no se nos vaya. Como todos sabemos, Heidel es un criminal armado y sumamente peligroso. Si hemos de regirnos por las cuatro armas que le ha venido en gana registrar, parece ser que prefiere los revólveres. Cuando lo pillemos, no le digáis que ponga las manos a la espalda, porque es posible que tenga una pistola detrás. Tiene que llevarse las manos a la cabeza. Según los testigos, los dos hispanos que…
– ¿Te refieres al pichafloja número uno y el pichafloja número dos? -bromeó Denley.
– Putos blancos -contestó Guerrera-. Siempre andáis a vueltas con vuestro complejo de inferioridad, con esa lombricilla que lleváis colgando.
– Es lo bastante grande para llenarte la boca.
Los dos hombres tendieron los puños y entrechocaron los nudillos. Si la precisión técnica era un requisito en la URD, no se podía decir lo mismo de la conversación ingeniosa.
Miller alzó la voz para adoptar un tono de advertencia.
– Los dos hispanos llevan el distintivo de alguna banda callejera tatuado en la nuca, y es posible que uno de ellos lleve tatuado en el bíceps un alambre de espino. No lo sabemos con seguridad, pero creemos que en la habitación hay cuatro personas: Heidel, los dos hispanos y el camello. Heidel está liado con una mujer, una pava gorda que apenas sabe hablar inglés y cuenta con antecedentes por tenencia de armas. El año pasado no la pillamos, así que es posible que se haya venido con él. Heidel ha asegurado en numerosas ocasiones que no piensa volver al trullo, de modo que ya sabéis lo que quiere decir eso.
Heidel, como la mayoría de los fugitivos que perseguían, no tenía nada que perder. Ya había pasado por los tribunales. Si le echaban el guante, el resto de su vida transcurriría en prisión, cosa que no lo predisponía -ni tampoco predisponía a sus dos cómplices en el asesinato de los agentes federales- a mostrarse dócil a la hora de una redada. Una vez más, los agentes iban a tener que ceñirse a las reglas por mucho que los criminales se las saltaran. Esos perros no se regían por las regulaciones del departamento, ni tenían reparos en acabar con el enemigo, ni se preocupaban de que pudiera resultar herido alguien ajeno a la redada, de modo que los agentes no debían esperar a que les amenazaran con un arma o a que su vida estuviera en peligro para disparar.
– Vamos a entrar en un grupo de ocho sin llamada previa. Nada de disparos de fogueo. La típica patada en la puerta. La policía de Los Ángeles establecerá un perímetro secundario y se asegurará de que la presencia de hombres uniformados resulte bien visible. Asimismo, tendremos francotiradores cubriéndonos desde el otro lado de la calle. Guerrera, esto no es Miami: las puertas se abren hacia dentro, no hacia fuera. Denley, recuerda que estás en Los Ángeles. Puerta adentro y directo al fondo. Olvídate de esas entradas verticales de Brooklyn.
– Y, ya que estamos, a ver si te deshaces del acento a lo Robert de Niro -dijo Palton-. De todos modos, aquí nadie se traga esa mierda.
Denley se señaló el pecho con el pulgar y dijo:
– ¿Hablas conmigo?
Tim esbozó una sonrisa, la primera en varios días. Cayó en la cuenta de que llevaba al menos cinco minutos sin pensar en Ginny, sus primeros cinco minutos desde el incidente. Recordar lo ocurrido le supuso una sacudida, pero, por primera vez, se veía con cierto ánimo. Tal vez al día siguiente conseguiría pasar seis minutos sin torturarse.
La Bestia chirrió al tomar una curva y entró en el aparcamiento trasero de un 7-Eleven. Al ver a dos agentes de la Policía de Los Ángeles a su lado, Freed cruzó hasta donde se encontraban encorvado igual que si estuviera bajo fuego enemigo, a pesar de que el hotel estaba a casi dos manzanas de allí. Uno de los pardillos de la UVE -con el pelo alborotado, gafas de culo de botella y todo lo demás- estaba justo a su espalda con la mirada fija en un GPS portátil cuya pantalla de cristal líquido indicaba con su tenue destello que el impulso acústico de localización en la frecuencia de emisión del móvil de Heidel no cambiaba de posición.
La brigada de la URD saludó a los polis. Miller, por su parte, les dio las gracias por haber acudido y llegó a un acuerdo de cara a establecer el perímetro. Con toda la unidad reunida a su alrededor, Freed desplegó una gruesa lámina de papel basto encima del capó de un Volvo cercano en la que había dibujado un esquema aproximado de la habitación del hotel de acuerdo con una conversación mantenida con el encargado y una inspección llevada a cabo en persona de la configuración del tejado y la ubicación de diversos respiraderos y tuberías externas. No querían correr el peligro de que los detectaran visitando una habitación similar. El plano era curiosamente alargado; un pasillo unía la sala principal con un dormitorio y el cuarto de baño.
– El camello acaba de aparecer en un carro maqueado -dijo Freed. Aunque su dominio del argot callejero disimulaba que era de buena familia, la pulcra pronunciación lo delataba como alumno de una escuela privada-. Un Explorer del noventa y uno equipado con tapacubos cromados, estribos de coche de carreras, alerones, guardabarros, amortiguadores de aire…, toda la parafernalia que suele llevar esa gentuza. Parece que tiene el maletero lleno de cajas, pero los vidrios son ahumados y no podemos ver si se trata de botellas o no. Lleva ahí dentro unos cinco minutos. Los dos hispanos han llegado en un Chevy, y creemos que quien los esperaba en la habitación llegó en un Mustang verde. La matrícula pertenece a una tal Lydia Ramirez, la novia de Heidel, una confirmación bastante fiable.
Maybeck sopesaba el nuevo ariete igual que un lanzador con un guante nuevo.
– ¿Qué sabemos de la puerta? -preguntó.
– Es un edificio de la década de los años veinte, así que probablemente sea una puerta metálica con interior de madera. No hay que reventar ninguna pantalla de seguridad ni nada por el estilo.
Tim echó un vistazo en derredor. Envases vacíos en bolsas de papel marrón. Patios delanteros cubiertos de maleza. Ventanas rotas.
– Es posible que vendieran las puertas cuando el barrio decayó y el hotel cambió de dueños.
– Comprobad si son huecas -aconsejó Oso-. Lo último que nos hace falta es volver a atravesar una puerta con el maldito ariete.
– Tranquilo, Jowalski. Eso pasó una vez, hace seis putos meses.
– Una vez es más que suficiente.
Freed carraspeó.
– Es un edificio de dos plantas y la habitación está en el centro del primer piso; es la número nueve. Tiene una puerta corredera que permite acceder a una piscina de mierda en la parte de atrás, y una de las ventanas del baño también da a la parte trasera. Thomas y yo nos encargamos de cubrir la retaguardia.
Tim bajó el volumen de la radio portátil para no tener que hacerlo una vez en marcha.
– ¿Tiene algún acceso a las habitaciones contiguas?
– No.
La adrenalina empezó a bombear a plena presión. Los hombres se habían repartido instintivamente por parejas y se les veía inquietos, como caballos de carrera en la línea de salida. Preciosa, la perra, daba tirones de la cuerda.
Miller terminó de hablar con el agente de policía y se volvió hacia sus hombres.
– Muy bien, chicos. Vamos a darles por culo en plan Pearl Harbor.
Recorrieron a paso ligero el pasillo exterior, muy juntos unos de otros, con las armas prestas a la altura del pecho, acercándose desde el quicio de la puerta. Miller abría la comitiva con Preciosa, y Maybeck iba detrás cargado con el ariete. Tim ocupaba su posición habitual de número uno; Oso, su compañero de equipo, entraría por la puerta tras él. Las demás parejas les seguían a corta distancia. Eran todo atuendo negro y armas, ojos deformados tras las gafas, cascos con la lustrosa visera echada. Más de un fugitivo se había meado encima al ver que echaban la puerta abajo.
Oso sudaba a mares. Quitó el seguro al Remington; el orificio eyector estaba vacío y listo para cuando quisiera retirar la guía y meter un poco de ruido.
Miller se adelantó sigiloso y propinó unos golpecitos a la jamba opuesta de la puerta. Preciosa se alzó sobre las patas traseras sin llegar a tocar la puerta con las delanteras y siguió con el hocico la mano de Miller, que recorrió el umbral y hasta alcanzar el pomo. De haber olfateado algún material explosivo oculto tras la puerta se habría sentado, pero permaneció en la misma postura, con la lengua fuera. Miller se la llevó a paso ligero para despejar el camino.
La puerta era de contrachapado, probablemente hueca, con bisagras blancas de metal barato. Maybeck apoyó la mano para calibrarla. Los agentes judiciales y las puertas se guardan un intenso respeto mutuo.
Maybeck echó atrás el ariete en un momento de perfecta quietud. Luego lo estrelló contra la puerta y golpeó la cerradura. El pestillo astilló el marco y la puerta se abrió de golpe con un mordisco mellado donde tendría que haber estado el pomo. Maybeck apoyó la espalda en la pared exterior y Tim pasó por delante de él camino de lo desconocido, seguido por el calor de siete cuerpos más, todos gritando a voz en cuello.
– ¡Agentes judiciales!
– ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!
– ¡Policía! ¡Policía!
– ¡Manos arriba! ¡Alzad las putas manos!
El camello levantó la cabeza, como impulsado por un resorte. Estaba contando billetes de cien dólares y metiéndolos en una bolsa de papel marrón arrugada. En la deslucida mesilla de madera había tres teléfonos móviles junto al dinero, uno de los cuales emitía en silencio el impulso acústico delator.
Tim reparó en el individuo descamisado a su derecha -llevaba los nombres Joaquin y Leticia tatuados con tinta en el pectoral izquierdo-, pero se lanzó contra la amenaza más inmediata: el camello. Le propinó un empujón y lo puso boca abajo.
– ¡Estira los brazos! ¡Estira los brazos!
Resonó por toda la habitación el estruendo de las botas y las órdenes a medida que entraban en tropel los demás miembros de la URD, pasando de una amenaza a la siguiente. Tim cacheó al camello fugazmente en torno a la cintura y los costados para asegurarse de que no fuera a sacar un arma; luego pasó por encima de él, y dejó que Oso se ocupara de la detención. Con la mejilla firmemente apoyada en la culata, Tim volvió la cabeza a la vez que el MP-5 para escudriñar el pasillo en penumbra.
Dos agentes se atarearon con Joaquin y otros cuatro se dispusieron junto a las paredes con sus MP-5 en ristre. Uno de ellos se ocupó del camello en vez de Oso, que acudió de inmediato junto a Tim y le puso una mano en el hombro para seguirlo a pasitos cortos por el oscuro pasillo. A su espalda, Joaquin forcejeaba y maldecía mientras los otros terminaban de asegurar la habitación principal.
– ¡Agentes judiciales! -gritó Tim pasillo adelante-. ¡Estáis rodeados! ¡Salid al pasillo! ¡Salid al pasillo!
Dos hombres más aguardaban detrás de Tim y Oso, prestos a entrar en las habitaciones del fondo. El pasillo seguía lóbrego y silencioso, un trecho de más de diez metros hasta las puertas opuestas del dormitorio y el cuarto de baño. No había armarios empotrados ni esquinas tras las que ocultarse, razones que solían empujar a los veteranos a retroceder en los pasillos, a los que se referían como embudos fatales.
Tim avanzó ligero por el pasillo mientras a su espalda se arracimaban los demás agentes gritando órdenes. El lugar olía a moqueta podrida y polvo. Cuando Tim se aproximaba a las dos puertas abiertas, Heidel y Lydia Ramirez asomaron apenas de ambos umbrales con sendas pistolas, apuntando a la cabeza de Tim. Fue un movimiento impecablemente coordinado; no había manera de que Tim disparase contra uno sin que el otro le sacara la delantera. Lo estrecho del pasillo impedía a Oso conseguir un ángulo de tiro óptimo.
Heidel tenía la cara aplastada contra la jamba interior de la puerta del dormitorio, de modo que su voz sonó arrastrada.
– ¡Eso es, cabronazo! ¡Sigue adelante! -El arma pasó a apuntar a Oso, todavía detrás de Tim-. ¡Tú, aparta del puto pasillo!
Heidel empuñaba un arma que tenía todo el aspecto de ser una Sig Sauer. También llevaba un revólver, un Ruger, al parecer, en una funda colgada bajo la axila izquierda.
– ¡Ven aquí, ven aquí! -Heidel se aferró con ansia a la camisa de Tim.
Oso introdujo un proyectil en la recámara; en sus inmensos puños, el fusil parecía un taco de billar.
– ¡Suelta a ese agente judicial! ¡He dicho que sueltes a ese agente judicial!
Sin levantar el MP-5, Tim accionó el mecanismo de apertura y dejó que el cargador cayera al suelo justo antes de que Heidel tirara de él para hacerle entrar en la habitación. Lo estampó contra la pared y le puso la Sig en la mejilla con tanta fuerza que le aplastó la piel contra el pómulo. Heidel llevaba una gorra del sello discogràfico Philly Blunt calada hasta las cejas. Los cuatro pelos de color rubio claro de su perilla apenas destacaban de la piel lechosa. Otro tipo, un hispano grandullón con el tatuaje de una serpiente en torno al bíceps, le cogió el MP-5 con una mano y le birló el Smith & Wesson de la funda con la otra. Al comprobar que el MP-5 estaba sin munición, se deshizo del arma con cara de decepción sin darse cuenta de que aún quedaba un proyectil en la recámara.
Se oyeron más gritos en el pasillo. Heidel sacó el brazo y disparó a ciegas hacia el pasillo hasta que la guía de la Sig quedó abierta. Tiró el arma vacía, sacó el Ruger y pidió con un gesto el Smith & Wesson de Tim, que se guardó en la funda vacía debajo del hombro. A continuación le plantó el Ruger en la cara a Tim.
– ¡Si alguien hace un puto movimiento, me cargo al vuestro! -gritó Heidel-. Venga, guapa. Vamos.
Su novia cruzó el pasillo para entrar en el dormitorio, y Heidel cerró la puerta y pasó el pestillo. Tim viró la cabeza lentamente, a pesar del dolor que le producía el cañón, para hacerse una idea del entorno; reparó en la salida de incendios que comunicaba con la habitación de al lado. No les había llegado información correcta al respecto.
Heidel gritó en dirección a la puerta cerrada:
– Si a alguien se le ocurre entrar, me cargo al federal. ¡Lo digo en serio! -Se volvió con ademán de pánico y empujó al tiarrón hacia la salida de incendios-. Venga, Carlos.
Éste abrió la puerta y salió. Otro dormitorio, otro largo pasillo. Heidel propinó un empujón a Tim para que siguiera los pasos de Carlos. El tipo grande llevaba un revólver de relucientes cachas nacaradas metido en la parte de atrás de los vaqueros. Tim aminoró la marcha y se rezagó. Heidel y su novia disparaban como idiotas contra las paredes a su espalda.
– Venga, cabrón -gritó Lydia en español. Dio un empujón a Tim y éste fingió tropezar.
Carlos siguió corriendo y desapareció tras una esquina.
– ¡Levanta! ¡Levanta de una puta vez! -Lydia estaba encima de Tim y aplastaba contra él sus pechos fofos, sin sujetador, bajo una camiseta de hombre dada de sí. Heidel estaba a su espalda para cubrirla en la huida.
Tim se puso a cuatro patas y luego se incorporó. La funda le colgaba vacía del cinturón.
– ¡Haz que se levante y mueva el culo, joder! -le gritó Heidel.
Tim cruzó los brazos, la mano izquierda a la altura del bíceps. Cuando Heidel le apuntó con el Ruger en la frente, tal como imaginaba que haría, levantó la mano en un gesto raudo y cogió el tambor con fuerza para que no pudiera rodar. Al mismo tiempo, dio una patada en el vientre con todas sus fuerzas a Lydia, quien lanzó un sonoro gruñido y se desplomó, aunque no llegó a soltar la pistola.
Mientras Heidel apretaba el gatillo, sin darse cuenta de que el cilindro no giraba, y hundía el cañón en medio de la frente de Tim, éste sacó con la mano derecha su propio Smith & Wesson, lánguidamente suspendido de la funda de Heidel, y luego, con toda tranquilidad, le disparó en el pecho. La sangre le salpicó la cara, y Heidel se desplomó con los brazos extendidos como un crío que quisiera dibujar la figura de un ángel en la nieve con su cuerpo. Tim no soltó el Ruger, que permanecía apuntado contra su propia cabeza. Giró con rapidez. Vio que Lydia había recuperado el equilibrio, de modo que le disparó una vez en el pecho y otra en la cara, antes de que el brazo con el que sujetaba la pistola alcanzara la horizontal.
La mujer se vino abajo con un gorgoteo, toda carne estremecida y algodón deshilachado.
Tim volvió el Ruger y se lo enfundó sin bajar el Smith & Wesson. Enfiló el pasillo con el hombro pegado a la pared y entró en la habitación principal, justo en el momento en que Carlos atravesaba la puerta corredera para llegar a la piscina del hotel. A excepción de Freed y Thomas, todos los tiradores de cobertura con sus rifles estaban en la parte delantera, y el perímetro secundario de la Policía de Los Ángeles se encontraba a una manzana de allí. Tim atravesó a la carrera la puerta corredera tras los pasos de Carlos, pero éste ya había desaparecido. Thomas salía al encuentro de Tim con el fusil a un lado mientras Freed lo cubría desde la piscina. Al recorrer de forma inesperada cuatro habitaciones y dos pasillos, Carlos los había cogido desprevenidos.
Sin aminorar el paso, Thomas señaló una puerta aún batiente a la izquierda de Tim.
– ¡Venga!
Este lo siguió por una estrecha callejuela. Por la ventana de la cocina de un restaurante salían nubecillas de humo que se aferraban a las paredes. Carlos ya se hallaba en la mitad del callejón y seguía corriendo como loco en dirección al denso tráfico que cruzaba una calle pocos metros más allá. Tim adelantó a Thomas a toda prisa. Carlos acababa de llegar a la transitada calle. Vio el vehículo de la policía de Los Ángeles junto a la acera opuesta y la pequeña muchedumbre de vagabundos y viandantes atraídos hacia el perímetro policial, que ahora señalaban y gritaban. Unos quince metros detrás de él, Tim salió de la callejuela justo en el momento en que Carlos se quedaba pasmado. Los dos jóvenes policías que montaban guardia se sorprendieron más aún que Carlos.
El fugitivo echó mano al revólver que llevaba a la espalda, pero Tim se detuvo, levantó el Smith & Wesson y apuntó al centro de la diana. Alcanzó a Carlos dos veces entre los omoplatos y luego le metió otro tiro en la nuca por si llevaba chaleco antibalas.
Cuando Carlos se desplomó en la acera, lo que quedaba de su cabeza proyectó la misma rociada sanguinolenta que una sandía al caer.
Capítulo 6
Tim regresó a la habitación número nueve cuando dos agentes sacaban a Joaquin cogido por las esposas y los grilletes; lo llevaban boca abajo en sentido horizontal. También le habían atado los tobillos y los brazos, con un cabo de cuerda de nailon. Joaquin seguía resistiéndose violentamente, forcejeaba e intentaba morder las piernas a los agentes. El camello, por lo visto, se había mostrado mucho más pacífico.
Cinco coches patrulla de la Policía de Los Ángeles tenían acordonada el área con las luces encendidas. Se había reunido una muchedumbre considerable; a lo lejos, Tim vio las antenas parabólicas encima de las primeras unidades móviles de televisión que venían a cubrir el incidente. Se oían las aspas de un helicóptero, aunque, hasta donde alcanzaba a ver, el cielo estaba despejado.
Oso estaba sentado con la espalda apoyada en la fachada. Se sujetaba las costillas mientras Miller y un paramèdico se inclinaban sobre él. Tim notó que se le aceleraba el pulso de nuevo.
– ¿Todo bien? -preguntó.
Miller le mostró la mano abierta en un gesto dramático para enseñarle la bala aplastada que acababa de sacar del chaleco de Oso. Tim resopló y deslizó la espalda por la pared para dejarse caer junto a Oso.
– Tienes siete vidas, Oso.
– Ya sólo me quedan cinco. La primera te la debo a ti, y ésta, a Kevlar.
Freed, Thomas y un poli pululaban en torno al coche del camello y miraban con avidez por los vidrios ahumados. Las manchas de sudor en la camiseta de Freed perfilaban el contorno de un chaleco antibalas.
– ¿Qué hacen? -preguntó Tim.
– Esperan la llamada de la fiscal -respondió Miller-. Está tratando de localizar a algún juez que se halle en su casa, a fin de que emita por teléfono una orden de registro para el coche.
– Hemos dado con uno de los quince más buscados. Estaba entregando pasta a traficantes convictos y luego han intentado matarnos, ¿y resulta que eso no constituye una causa probable para registrar el puto coche? -Nada más acabar la frase, Oso tuvo un acceso de tos.
– Me parece que ya no -respondió Miller.
– ¿O sea, que mis clases nocturnas en la facultad de Derecho del Sudeste de Los Angeles no era un pozo sin fondo de sabiduría? Vaya, vaya…
Tim se encogió de hombros.
– Tenemos a los tipos, tenemos el vehículo. Nadie va a marcharse de aquí. No les cuesta nada esperar veinte minutos para no meterse en ningún lío.
Permanecieron sentados mirando el revuelo del aparcamiento y la calle, un huracán que no acababa de aflojar. Los agentes más jóvenes estaban apiñados en torno a la puerta de la habitación número nueve e intentaban desprenderse del regusto acre de la sensación de mortalidad a fuerza de bromas.
– En el agujero que tiene ese hijoputa en el pecho cabe un gato.
– Buen disparo, buen disparo.
– Rack se ha cargado a ese cabrón, lo ha dejado MA, Muerto en el Acto.
Unos cuantos entrechocaron las manos. Tim vio que Guerrera se sujetaba la muñeca con fuerza para evitar que le temblara la mano.
– Ahí estás tú, Rack -gritó alguien-. Lo has hecho de puta madre.
Tim alzó la mano en un amago de saludo, pero lo que miraba era el Bronco del jefe, que acababa de entrar en el perímetro policial. El jefe Tannino bajó de un salto y se acercó a paso ligero. Marco Tannino, un individuo fornido y musculoso que se había abierto paso desde abajo, llevaba en el Servicio Judicial Federal desde los veintiún años. La recomendación del senador Feinstein la primavera anterior le había preparado el terreno para alcanzar el puesto de jefe del Servicio Judicial en un nombramiento justificado por méritos genuinos, cosa muy poco habitual. La mayor parte de los noventa y cuatro jefes del Servicio Judicial eran grandes donantes en las campañas del Senado, niños bonitos con fondos fiduciarios cuyos padres eran amigos íntimos de los peces gordos de Washington, o burócratas serviles de otros organismos gubernamentales. Para mortificación de los agentes de a pie, uno de los jefes de Florida era un ex payaso. Tannino, muy al contrario, había apretado el gatillo infinidad de veces a lo largo de su distinguida carrera, de modo que, tanto en la oficina del distrito como en cualquier otra parte, se le respetaba a todos los efectos.
Mientras Freed lo ponía al tanto de la situación, Tannino se pasaba la mano por el pelo entrecano con cara de concentración.
Miller apretó el hombro a Tim.
– ¿Hace falta que te eche un vistazo el médico?
Tim negó con la cabeza. La resaca del subidón de adrenalina le había dejado la boca seca y con un regusto agrio. El área olía a sudor y pólvora.
Uno de los agentes de policía se inclinó sobre Tim y abrió su libreta negra con un golpe de muñeca. Empezó a hablar, pero Tim lo interrumpió.
– No tengo nada que declarar -dijo.
Tannino se interpuso sin miramientos y tocó al policía con la rodilla de tal modo que éste tuvo que incorporarse para recuperar el equilibrio.
– Fuera de aquí -ordenó-. A quién se le ocurre…
– Me limito a hacer mi trabajo, jefe.
– Hazlo en otra parte.
El agente se fue hacia el interior de la habitación del hotel.
– ¿Qué tal te va? -preguntó Tannino. Iba luciendo palmito en plan Hill Street con su chaqueta a lo Harvey Woods, unos pantalones de pinzas de poliéster y mocasines Nunn Bush.
– Bien. -Tim desenfundó el Sinith & Wesson, comprobó que el tambor estaba vacío salvo por los seis casquillos y se lo entregó a Tannino; no quería que éste tuviera que pedírselo. El arma ya 110 era suya, sino una prueba federal.
– No tardaremos en darte uno nuevo.
– Eso estaría bien.
– Vamos a sacarte de aquí. Los monicacos de los medios de comunicación están subidos a las barras y esto se va a animar.
– Gracias, jefe. Sólo he disparado sei…
El jefe Tannino levantó la mano.
– Ahora no, aquí no. Ni una sola palabra, nunca. Ya conoces el asunto. Harás una declaración, una sola vez, y será por escrito. Has hecho tu trabajo y lo has hecho bien. Ahora vámonos de aquí para asegurarnos de que estés protegido adecuadamente. -Tendió la mano y ayudó a Tim a apartarse de la pared-. Venga.
La habitación era pequeña y estaba intensamente iluminada. Tim cambió de postura en la camilla, y el rígido papel que había debajo de su cuerpo dejó escapar un crujido. Oso y los demás miembros de la Unidad de Respuesta y Detención también habían sido enviados al hospital USC del condado, donde los habían ubicado en habitaciones separadas para que se fueran tranquilizando.
El jefe Tannino entró tras una llamada de cortesía a la puerta.
– Rackley, menudo rastro has dejado. -Ladeó la cabeza para mirar a Tim con sus ojos de color castaño oscuro-. El médico me ha dicho que te niegas a tomar tranquilizantes. ¿A qué viene eso?
– No me hace falta estar sedado -replicó Tim.
– ¿No estás alterado?
– Por eso, no.
– Ya has pasado por ello. También con los Rangers -dijo Tannino.
– Sí, ya he pasado por ello. No hace falta que permanezca aquí más que unos minutos.
– Hay una Unidad de Asistencia al Empleado de camino. Están disponibles para hablar contigo, con los demás, con tu mujer… lo que tú quieras.
– La Unidad del Abracito, ¿eh? Creo que paso.
– Estás en tu derecho. Pero es posible que te convenga pensártelo mejor.
– A decir verdad, jefe, este asunto no me preocupa mucho. No he tenido opción. Me he atenido a lo estipulado. Han intentado matarme. Estaba en mi derecho de dispararles. -Tim se pasó la lengua por los labios resecos-. Tengo que ocuparme de otros asuntos. Asuntos más íntimos.
– También quería hablar contigo de eso. Tu hija. Hay un tipo especializado en esa clase de asuntos, un renombrado psicólogo de UCLA…
– William Rayner -dijo Tim.
– Es caro, pero seguro que podemos conseguir que la administración tenga un poco de manga ancha…
– Vamos a salir de ésta por nosotros mismos, gracias.
– De acuerdo. -Tannino entrechocó los dientes unas cuantas veces mientras observaba a Tim con gesto de preocupación-. ¿Qué tal lleváis ese asunto?
Tim frunció los labios y luego los entreabrió.
– No lo sé -respondió.
Tannino carraspeó y escudriñó el suelo.
– Sí. Era de imaginar -dijo.
– ¿Hay algún modo de que…? -preguntó Tim.
– ¿Cómo dices, hijo?
– ¿Hay algún modo de que pongamos a uno de los nuestros a investigar el caso de mi hija? Los detectives a cargo del asunto no están… -Se interrumpió, incapaz de mirar a Tannino a los ojos.
– No podemos dedicar los recursos de nuestra oficina a un caso personal, Rackley. No es nuestro estilo. No deberías pedirme algo así.
Tim enrojeció.
– Es verdad. Tiene razón. Lo siento. -Se incorporó de la camilla-. ¿Puedo irme?
– Preferiría mantenerte un rato más apartado de los periodistas. Ha habido tres muertos en un tiroteo, y esto va a ser un circo. Tendremos que ser muy metódicos. -Miró a Tim como si no estuviera seguro de que éste lo entendía-. Además, tu abogado de la Asociación de Agentes de Organismos Federales viene de camino. Él te ayudará con la declaración; asegúrate de estar bien preparado.
– De acuerdo -dijo Tim-. Gracias.
– Lamento toda esta mierda. Así funciona el asunto hoy en día. Nos encargaremos de cubrir todas las bases. Un tiroteo sucio no puede convertirse en un tiroteo limpio, pero un tiroteo limpio sí puede convertirse en uno sucio.
– Ha sido un tiroteo limpio.
– Entonces, vamos a asegurarnos de que siga siéndolo.
Dray estaba acurrucada en el sofá a la escasa luz del salón cuando regresó Tim. Las persianas estaban echadas, tal como las había visto él al salir esa mañana, y se preguntó si se habría molestado en subirlas a lo largo del día. Llevaba unos vaqueros desgarrados y una sudadera de la academia, y tenía todo el aspecto de no haber encontrado momento para ducharse. Al alcance de la mano desde donde se encontraba había un cuenco de cereales a medio comer al lado de un par de latas de Coca-Cola vacías y tumbadas.
Estaba tan oscuro que Tim no alcanzaba a ver si su esposa seguía dormida, aunque tuvo la sensación de que no era así. Miró el reloj del aparato de vídeo: eran casi las once de la noche.
– Lamento llegar tan tarde. Me he…
– Lo sé. He visto las noticias. Daba por sentado que en algún momento podrías acercarte a un teléfono.
– Tal como han ido las cosas, me ha sido imposible.
Dray se incorporó sobre los codos con gran esfuerzo, y Tim pudo ver su rostro.
– ¿Cómo ha ido el asunto? -preguntó ella.
Tim se lo contó. A mitad del relato, la frente se le arrugó; se le veía pensativo.
– Ven aquí -le dijo ella una vez que hubo acabado.
Tim cruzó el salón hasta el sofá, Dray le hizo sitio entre las piernas y él tomó asiento, apoyándose contra el cuerpo de su esposa firme y caliente de tanto dormir. El mes anterior Dray había estado ejercitando los tríceps, y ahora se le marcaban en el anverso de los brazos. Empezó a juguetear con el cabello de Tim. Apoyó la cabeza en su pecho y él se lo permitió. A medida que iba cediendo el control, cayó en la cuenta de hasta qué punto se había refugiado en la rigidez defensiva para superar los días anteriores. Se recostó y aspiró el aroma de Dray al tiempo que disfrutaba de su tacto.
Unos minutos después se volvió y la besó. Se separaron, pero, tras un instante de vacilación, volvieron a besarse.
Dray retiró el flequillo de la frente de Tim y se pasó un dedo por la tenue cicatriz en el cuero cabelludo donde le habían golpeado con la culata de un rifle a las afueras de Kandahar. Se peinaba el flequillo hacia la derecha para esconderla; Dray era la única que podía observarla sin que se sintiera incómodo.
– Igual podríamos…, no sé, ir al dormitorio -dijo ella.
– ¿Me estás tirando los tejos?
– Creo que sí.
Tim se puso en pie y se inclinó sobre ella para deslizarle las manos por debajo de las rodillas y los hombros. Dray dejó escapar una risilla anómala y se le agarró al cuello. Él exageró el esfuerzo para levantarla, lanzó un gruñido y volvió a dejarla caer en el sofá.
– Vas a tener que dejar de levantar pesas.
Su intención era bromear, pero la frase le salió en un tono severo que menguó la sonrisa de Dray. Tim notó que la afrenta hacía mella y se le volvía viciosamente en contra. Se arrodilló y sujetó el rostro de su esposa con ambas manos para permitirle que leyera el arrepentimiento en sus ojos.
– Ven conmigo -dijo.
Dray se levantó y se miraron a los ojos. No habían hecho el amor desde el asesinato de Ginny. Aunque sólo habían pasado seis días, esa realidad les suponía una carga desmesuradamente pesada. Tal vez se estaban castigando al negarse cierta intimidad, o quizá les daba miedo semejante proximidad.
Tim se sintió igual de nervioso que en una primera cita y le resultó extraño ser tan frágil a su edad, en su casa, con su mujer. Ella jadeaba levemente, con el cuello reluciente de sudor; tendió la mano y tocó la de Tim en un gesto torpe.
Regresaron al dormitorio, se quitaron la ropa y empezaron a besarse con ternura y cierta inseguridad. Ella se tumbó en la cama y él se colocó con tiento encima, pero entonces los gemidos de Dray cambiaron de dirección y adquirieron otro tono. Tim se detuvo al caer en la cuenta de que lloraba. Con los dedos extendidos y las palmas de las manos en sus hombros, lo empujó para que se apartara. Tim se sentó en la cama, desnudo y confuso, mientras ella cogía las sábanas a manotazos para cubrirse. La habitación vacía de Ginny al otro lado del pasillo cobró entidad corno una profunda vibración.
Dray se sujetó el estómago con una mano y se llevó la otra a los labios trémulos hasta que dejaron de temblarle.
– Lo siento. Creía que estaba preparada.
– No te disculpes. -Tim tendió una mano y le acarició el cabello, pero ella no respondió. Se vistió en silencio, sin saber si ella percibía la actitud como un insulto o una manera de recuperar el orgullo, aunque en realidad no tenía en la cabeza lo uno ni lo otro.
– Me parece que necesito un poco de espacio.
– ¿ Quieres que vuelva al…? -Señaló pasillo adelante y luego se re- tiró lentamente. Hizo un alto en la puerta pero ella no lo retuvo.
Tim durmió a intervalos en medio de un entramado de pesadillas. Cuando despertó sudoroso y confuso, apenas una hora después, tuvo la certeza de que la suma de aquellas imágenes oníricas confirmaban su sospecha de que Ginny había muerto a manos de dos asesinos, uno de los cuales seguía siendo un enigma.
No podía fiarse de la competencia de los detectives. No estaba de acuerdo con la opinión de la fiscal a cargo del caso. No podía recurrir a sus superiores. No podía investigar el caso por sí mismo.
Estaba desesperado.
Lo bastante desesperado para buscar ayuda en el único lugar al que se había jurado a sí mismo no acudir nunca.
Miró el reloj: eran las 11.37 de la noche.
Dejó una nota a Dray por si despertaba, salió de casa en silencio, subió al coche y pisó el acelerador hasta Pasadena. Atravesó el limpio vecindario de las afueras, con el pulso desbocado, cada vez más ansioso a medida que se acercaba. Aparcó al final de una acera de hormigón con el empedrado perfectamente pulido, igual que el porche de Tim. Las ventanas relucían; no se veía una sola mota de suciedad. El césped estaba al ras y segado con precisión, con los márgenes recortados hasta alcanzar la perfección a máquina o incluso con tijeras de podar.
Tim enfiló el sendero de entrada y se detuvo unos instantes para observar la capa de pintura en la puerta delantera, en la que no se apreciaba ni un solo brochazo fuera de sitio. Llamó al timbre y aguardó.
Los pasos se acercaron con regularidad, como si estuvieran medidos.
Su padre abrió la puerta.
– Timmy.
– Papá.
Su padre, como tenía por costumbre, estaba apostado entre la puerta y la jamba, como si protegiera la casa de la intrusión de un vendedor de Biblias. Su traje gris era barato pero estaba bien planchado, y, a pesar de la hora que era, llevaba el nudo de la corbata ajustado a la garganta.
– ¿Qué tal te va? No he hablado contigo desde que recibí la noticia.
La noticia. Una cita. Un asunto de negocios. La muerte de una hija.
– ¿Puedo pasar? -preguntó Tim.
Su padre respiró hondo y contuvo el aliento un instante, dejando claro que era un incordio. Al cabo, dio un paso atrás y permitió que la puerta se abriera del todo.
– ¿Te importa quitarte los zapatos?
Tim se sentó en el sofá del salón, frente al sillón reclinable en el que sabía que su padre terminaría por sentarse. Este permaneció delante de él un momento con los brazos cruzados.
– ¿Algo de beber? -ofreció.
– Un poco de agua no me vendría mal -dijo Tim.
Su padre se inclinó, cogió un posavasos de la mesita de centro y se lo acercó antes de irse a la cocina.
Tim paseó la mirada por la estancia que tan bien conocía; nada había cambiado en ella desde su infancia. Un racimo de marcos cubría la repisa de la chimenea exhibiendo las mismas fotografías con las que se habían adquirido, ahora descoloridas por la luz del sol. Una mujer en la playa. Tres niños en una piscina de plástico. La típica pareja de merienda en el campo. Tim no estaba seguro de que alguna vez hubieran albergado fotografías más personales. Intentó recordar si en algún momento hubo en la casa alguna fotografía de su madre, que tomó la sabia decisión de abandonarlos cuando él tenía tres años. No pudo acordarse.
Ginny era la última Rackley, el eslabón final de la estirpe.
Su padre regresó, le tendió el vaso y le ofreció la mano. Se dieron un apretón.
Nada más sentarse en el sillón reclinable, su padre tiró de la palanca de madera del costado y el reposapiés apareció bajo sus piernas. Tim cayó en la cuenta de que no había visto a su padre desde el día que Ginny cumplió tres años. Había envejecido, no de forma drástica, pero sí de manera apreciable: un tenue entramado de arrugas debajo de cada ojo, una leve mueca de contrariedad en las comisuras de la boca, gruesas canas en las cejas. Tim notó cierta pena. Otra mirada ceñuda al proceso de usurpación de la muerte, más lenta esta vez, pero igualmente implacable.
Le vino de repente a la cabeza la noción de que cuando era pequeño no entendía la muerte. O quizá la entendía mejor. Le seducía. Jugaba a guerras, jugaba a ladrones y policías, jugaba a indios y vaqueros, pero no jugaba a nada en lo que la muerte no estuviera presente. Cuando fallecieron sus primeros compañeros en los Rangers, asistió a los funerales de uniforme y con gafas de sol, y presenció todo con un estoicismo sombrío y duro. No había llorado la muerte de sus amigos, en el fondo no, porque sencillamente le habían sacado ventaja. El primero en conseguir un carné falso, el primero en echar un polvo, el primero en morir. Pero tras enamorarse, tras perder una hija, todo había cambiado. La muerte ya no le seducía. Al morir Ginny, había notado que una parte de sí se desgajaba y se precipitaba en picado hacia un vacío. El dolor había hecho mella en él. Y lo había dejado más desprotegido ante el miedo.
Era consciente de que cada vez tenía menos agallas frente a la muerte.
Para recobrar el ánimo, recurrió a la actitud agresiva que siempre le daba buenos resultados.
– ¿Te has portado bien? -preguntó a su padre.
– Desde luego -contestó éste.
– ¿Nada de cheques fraudulentos ni de números de tarjeta de crédito falsos?
– Ni una sola vez. Ya llevo así cuatro años. Mi agente de la condicional está orgulloso de mí, aunque no pueda decir lo mismo de mi hijo. -Su padre ladeó la cabeza para subrayar la frase y luego dejó que su sonrisa se desvaneciera.
Se inclinó hacia delante; el reposapiés retrocedió hacia la tela barata y acabó por desaparecer. Al tiempo que cruzaba las piernas, entrelazó las manos en las rodillas. Siempre había hecho gala de una elegancia muy por encima de la gente y los objetos de los que se rodeaba. Esas uñas perfectamente limadas difícilmente correspondían a una persona que se ganaba la vida a fuerza de timos de poca monta.
Lo que dijo a continuación sorprendió a Tim más que cualquier otra cosa que hubiera dicho en su vida.
– Echo de menos a Virginia.
Tim tomó un sorbo de agua, más para hacer tiempo que otra cosa.
– No la viste mucho.
Su padre asintió, otra vez con la cabeza levemente ladeada, como si escuchara una música lejana.
– Lo sé. Pero echo de menos la noción de Virginia.
Tim se vio contemplando las fotografías de la repisa.
– No era una simple noción.
– Yo no he dicho eso.
A Tim le costó esfuerzo pronunciar las palabras:
– Necesito ayuda.
– Pues igual que todos, ¿no? -Su padre descruzó las piernas y se recostó al tiempo que se cogía al apoyabrazos con las manos, igual que Lincoln en su monumento.
– ¿Necesitas dinero?
– No. Información.
Su padre asintió con la solemnidad de un juez que ya estuviera de vuelta de todo.
– Me preguntaba si podrías correr la voz de la muerte de Ginny. Entre tus colegas. Ya sabes, gente de toda calaña; quizás alguien haya oído algo.
Su padre se puso en pie y cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera de la chaqueta. Limpió la humedad condensada en el vaso de Tim, limpió el posavasos, volvió a dejarlos en la mesa y se sentó de nuevo. Tim se preguntó si su propia pulcritud impecable era un intento de satisfacer algún hondo impulso de complacer a su padre o sencillamente una necesidad aprendida de poner orden en aquellas cuestiones en las que era posible hacerlo. La casa no denotaba cariño en su conservación, sino más bien la rigidez de quien no está seguro por completo de lo que hace. Su padre la había construido tablón a tablón, o al menos eso había asegurado siempre.
– Según tengo entendido por lo que dice la prensa, hay un sospechoso claro. Ese tal Kindell.
– Es verdad. Pero tengo la sensación de que el asunto no es tan sencillo.
– Me da la impresión de que te dejas llevar por los sentimientos. -Miró a Tim a la espera de una respuesta. Cuando quedó claro que no iba a obtenerla, dijo-: ¿Por qué no escarbas tú un poco? Tienes confidentes, colegas. Te las ves con gente que anda fuera de la ley, supongo. Aparte de tu padre, quiero decir.
– Soy reacio a involucrarme mucho en el caso, teniendo en cuenta que no soy precisamente imparcial. No puedo recurrir al Servicio Judicial para un asunto de índole personal.
– Vaya. Ahora oímos a tu superego. -Su padre frunció los labios; tenía un arco de cupido pronunciado, un rostro más atractivo que el de Tim-. Así que estás dispuesto a ponerme en un brete, quieres que llame a mis contactos en vez de recurrir a los tuyos.
– Estoy en una situación comprometida, por razones evidentes. He pensado que si tú descubres una pista de peso, algo que se sostenga, podríamos poner al tanto a las autoridades.
– A mí no me caen muy bien las autoridades, Timmy.
Tim ahondó a través de treinta y tres años de instinto firmemente forjado y se expuso a la intensa vulnerabilidad que suponía esperar algo, cualquier cosa, de su padre.
– Nunca había acudido a ti. En la vida. Ni en busca de trabajo, ni por dinero, ni por un asunto personal. Te lo pido por favor.
Su padre suspiró con pesar fingido.
– Bueno, Timmy, las cosas no andan muy bien de un tiempo a esta parte, y sólo me deben algún que otro favor. Tengo que cobrarlos con buen juicio.
A Tim se le había secado la boca.
– No te lo pediría si no fuera importante.
– Pero, ahora mismo, lo que es importante para ti no tiene por qué serlo necesariamente para mí. No es que no quiera ayudarte, Timmy, es que tengo problemas y prioridades propios. Me temo que en estos momentos no puedo permitirme pedir ningún favor de más.
– ¿Ningún favor o ningún favor de más?
– Ninguno de más, supongo.
Tim se mordió la parte interna del labio y llevó el gesto hasta el extremo del dolor por unos segundos.
– Entiendo -dijo.
Su padre se pasó el pulgar y el índice por las comisuras de la boca, como si se atusara una perilla.
– El agente de la ley acude al criminal en busca de ayuda. Creo que eso se conoce como ironía.
– Me parece que estás en lo cierto.
Su padre se puso en pie y se alisó las perneras del pantalón. Tim hizo lo propio.
– Da recuerdos a Andrea.
– De tu parte.
Una vez en la puerta, su padre extendió los brazos para enseñarle la chaqueta.
– ¿Te gusta mi nuevo traje para ir a misa, Timmy?
– No sabía que fueras a misa.
Le guiñó el ojo.
– Prefiero apostar a todos los números.
Capítulo 7
El exhaustivo análisis del cadáver de Ginny llevado a cabo por el forense no aportó ninguna prueba física esencial. Había extensos desgarros vaginales pero ni rastro de semen. Se utilizó un condón -identificado, gracias a los restos de lubricante obtenidos en el laboratorio, como Durex Gold Coin-, aunque no se encontraron condones de la misma marca nuevos ni usados en la casa de Kindell o en el escenario del crimen. Al séptimo día, el forense dio permiso para que retiraran el cadáver. Debido a la gravedad de las lesiones sufridas por Ginny y a la minuciosidad del forense, Tim y Dray no tuvieron más remedio que encargar un funeral a ataúd cerrado, cosa que, de todos modos, preferían.
Pagaron la ceremonia con el dinero que habían empezado a ahorrar para la formación universitaria de Ginny.
El funeral, gracias a Dios, fue breve. Asistieron los cuatro hermanos de Dray, altos y fornidos cual armarios, con sendas petacas de bourbon. Se pusieron en corro en el locutorio como si de una melé se tratara, lanzaron miradas criminales a Tim y sollozaron. Oso se sentó solo y con la cabeza gacha en el último banco. Mac vino acompañado de Fowler y no perdió la más mínima oportunidad de estar junto.1 Dray. Tanto el uno como el otro se mantuvieron alejados de Oso.
Dray llevaba un abrigo gris encima del vestido negro y se conducía con garbo a pesar del evidente agotamiento.
El padre de Tim apareció tarde, esbelto y acicalado, con un olor más que notable a loción para después del afeitado. Besó a Dray en la mejilla -por una vez ella lo recibió cariñosa y le apretó la mano- y dirigió un sombrío gesto de asentimiento a Tim.
– Lamento mucho vuestra pérdida.
– Gracias -respondió Tim.
Tras acercarse torpemente un par de veces, se las arreglaron para abrazarse con austeridad. Tim hizo todo lo posible por evitar a su padre durante el resto de la ceremonia, un acuerdo tácito que éste encontró igualmente aceptable.
El entierro en sí se celebró en el cementerio de Bardsdale bajo una brisa húmeda que dejó la ropa de los asistentes empapada e incómoda de llevar. El barro acumulado en torno a la base de los elegantes zapatos de Tim le recordó al de las botas de Kindell: la mácula del remordimiento. Tim se planteó si la llevaba por no haberse vengado del asesino de su hija.
Su padre se fue a mitad de la ceremonia. Tim vio cómo su silueta solitaria descendía por la colina cubierta de hierba, los hombros abatidos, sin la actitud resuelta que por lo general definía la postura de su padre, y también a su padre.
De camino a casa, Tim aparcó en el arcén y se apoyó contra el volante con el aliento martillándole el pecho. Solía despertarse así unas cuantas veces al mes después de su regreso de Croacia, acosado por imágenes de fosas comunes, pero nunca había experimentado claustrofobia semejante a la luz del día. Dray se inclinó hacia él y le acarició el cuello con cariño y paciencia. La sensación de ahogo desapareció tan repentinamente como había llegado. Permaneció con la mirada perdida en la carretera, subiendo y bajando los hombros a ritmo todavía pronunciado.
– Quería darle todo aquello que yo no tuve. Un hogar seguro. Apoyo. Quería transmitirle una ética, respeto por la sociedad, cosas que a mí nunca me enseñaron, cosas que tuve que descubrir por mi cuenta. Ahora todo eso ya no tiene importancia. He perdido el futuro. -Profirió un suspiro tembloroso-. ¿Qué sentido tiene todo ahora? ¿Pagar otro plazo de la hipoteca? ¿Levantarse para ir a trabajar otro día? ¿Acostarse otra noche?
Dray lo miraba mientras se enjugaba las lágrimas.
– No lo sé.
Permanecieron sentados hasta que Tim recuperó el aliento y luego regresaron a casa en silencio.
En el umbral les aguardaba el periódico matinal, aún por leer. En la foto de la portada se veía a Maybeck y Denley entrechocando las manos a la puerta de la habitación número nueve del hotel Martía Domez mientras dos polis sacaban en camilla un cadáver dentro de una bolsa. Ambos agentes sonreían y el guante de Denley estaba manchado de sangre, probablemente de tomarle el pulso a Heidel en el interior. El titular rezaba: LOS AGENTES FEDERALES CELEBRAN LA MATANZA DEL CENTRO. Dray, sin pronunciar palabra, llevó el periódico hasta la acera y lo tiró al contenedor de papel.
En plena noche, los lloriqueos de Dray en el dormitorio despertaron a Tim, que estaba en el sofá del salón. Regresó a la habitación y se encontró la puerta cerrada. Ella respondió a la suave llamada entre sollozos.
– Tengo…, tengo que afrontarlo sola durante una temporada.
Tim volvió al sofá y se sentó con el telón de fondo de los sollozos de su esposa amortiguados por las paredes.
Para respetar la necesidad de estar sola de Dray, Tim empezó a lavarse los dientes y a ducharse en el otro cuarto de baño, cerca del garaje, y sólo entraba en el dormitorio para coger ropa limpia. En la mesita auxiliar, junto al sofá, puso el despertador y una lámpara para leer. El jefe Tannino le había pedido que se tomara unos días de descanso mientras las cosas se calmaban, así que Tim intentaba mantenerse ocupado, levantaba pesas, hacía pequeños arreglos en la casa, intentaba reducir al mínimo el tiempo que dedicaba a compadecerse de sí mismo o regodearse en el odio que sentía por Kindell; un odio, por lo visto, no correspondido.
Dray y él comían a horas diferentes para no coincidir en la cocina, y cuando se cruzaban, se sostenían la mirada apenas un instante incómodo. La ausencia de Ginny ocupaba la casa en la forma de una sombra cada vez más grande que caía entre ambos.
Si Tim se hubiera molestado en poner la televisión o leer la prensa, habría visto que el tiroteo con Heidel había acaparado la atención de los medios de comunicación de Los Angeles. De vez en cuando, algún titular sobre el juicio de Jedediah Lañe -el militante de extrema derecha al que se acusaba de haber puesto gas nervioso en la Oficina Regional del Censo- desplazaba el tiroteo de la primera plana, pero, por lo visto, el asunto de Tim tenía un gancho sorprendente. Al principio hubo un goteo de llamadas que luego adquirió una intensidad febril. Poco después, Tim era capaz de decir si se trataba de una llamada de la prensa por la mala leche con que Dray colgaba el auricular. Tim planteó la posibilidad de cambiar de número, pero Dray, reacia a transigir aunque fuera en una insignificancia, no quiso ni oír hablar de ello. Por fortuna, ningún periodista se presentó a su puerta.
Tim debía declarar ante el comité encargado de evaluar el tiroteo el día antes de que se celebrara la vista preliminar de Kindell. Se despertó temprano y se dio una ducha. Al entrar en el dormitorio, Dray estaba sentada en la cama con las manos en el regazo. Cruzaron saludos meramente amables.
El se acercó a su armario y echó un vistazo. Sus tres trajes tenían la abertura central confeccionada de tal modo que la pistola nunca quedara a la vista en la cadera. Todos sus zapatos eran de cordones; la experiencia de correr al lado de un coche una tarde de lluvia la primera vez que estaba en misión de escolta le había enseñado a no utilizar mocasines.
Se vistió aprisa y luego tomó asiento en la cama al otro lado de Dray para calzarse los zapatos.
– ¿Nervioso? -preguntó ella.
Tim se anudó los zapatos y cruzó la mano en busca del seguro de la pistola antes de recordar que ya no llevaba el arma reglamentaria.
– Sí. Aunque más por la vista preliminar de mañana.
– Estará sentado en la misma sala que nosotros. -Dray meneó la cabeza con la boca fruncida de ira-. Es lo único que tenemos. Kindell. Ni cómplice ni ninguna otra pista. -Se levantó, como si permanecer sentada la dejara en una posición demasiado vulnerable-. ¿Y si le permiten llegar a un acuerdo? ¿ O si el jurado no queda convencido de que fue él quien lo hizo?
– Eso no va a ocurrir. La fiscal no le dejaría llegar a un acuerdo, y hay pruebas suficientes para condenarlo seis veces. Todo irá bien y tendremos asientos de primera fila cuando le pongan la inyección letal. Luego podremos seguir adelante con todo.
– ¿Todo, como qué?
– Como encontrar el lugar adecuado para Ginny. Como dilucidar cuáles son los aspectos de todo este asunto de los que nos tenemos que desprender. Como aprender a vivir en esta casa los dos juntos otra vez. -Su voz era tenue y denotaba añoranza. Vio que sus palabras calaban en Dray y atravesaban parte del callo que la fricción de los últimos días había provocado entre ellos.
– Hace un par de semanas éramos una familia -dijo Dray-. Me refiero a que estábamos tan unidos que dábamos envidia a todos los demás, con sus matrimonios rotos. Y ahora, cuando más te necesito, ni siquiera te reconozco. -Volvió a sentarse en la cama-. Ni siquiera me reconozco a mí misma.
Tim jugueteó con el cierre de la funda vacía.
– Yo tampoco nos reconozco.
Aguardaron, cambiando de postura con ademanes incómodos al tiempo que escudriñaban todo excepto el uno al otro. Tim buscó lo que quería decir, pero no llegó a encontrar salvo confusión y una necesidad de que lo reafirmaran intensa y familiar, lo que no hizo sino turbarlo más.
Al cabo, Dray dijo:
– Buena suerte con el comité.
Capítulo 8
Los periodistas pululaban por la entrada del Palacio de Justicia como palomas, echando cables y estableciendo sus enlaces para emitir en directo. Tim pasó al volante del coche junto al gentío sin que repararan en él y atravesó la entrada vigilada para dejar el vehículo en el aparcamiento. El despacho del jefe Tannino y los de sus inspectores estaban en un pasillo tranquilo y enmoquetado detrás del Palacio de Justicia que más parecía una biblioteca de la costa Este que un antro oficial de la costa Oeste. Las oficinas de administración estaban pasillo adelante, detrás de una inmensa caja fuerte de finales del siglo XIX, una antigualla de la unidad de vigilancia de caravanas del jefe.
Oso estaba sentado en un sillón en el pequeño vestíbulo, flirteaba con la ayudante del jefe y, a juzgar por la expresión de hastío de ésta, lo estaba haciendo fatal. Se puso en pie en cuanto entró Tim y lo acompañó hacia el pasillo.
– Tengo que declarar en tres minutos, Oso.
– He intentado ponerme en contacto contigo.
– Hemos tenido que desconectar los teléfonos. Llamaban continuamente…
– Hace un par de noches fui a vuestra casa. Dray me dijo que habías salido a hacer prácticas de tiro. -Oso escudriñó el rostro de Tim-. ¿No te dijo que pasé por allí?
– Últimamente no hablamos mucho.
– Dios bendito, Rack, ¿por qué coño no habláis?
Tim notó una llamarada de furia que se apresuró a sofocar.
– Oye, ahora mismo tengo que centrarme en la declaración sobre el tiroteo.
– Por eso estoy aquí. -Oso tomó aliento y contuvo la respiración un momento-. Te quieren tender una emboscada.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Has visto las noticias?
– No, Oso. He tenido cosas más importantes que hacer. Como enterrar a mi hija. -Las palabras de Tim hicieron retroceder un poco a Oso. Tim respiró hondo y se apretó los párpados con el pulgar y el índice-. No quería decirlo de ese modo.
– La cobertura de los medios ha sido bastante rastrera. Hay una foto en la que aparecen entrechocando las manos…
– Ya la vi.
Oso bajó el tono de voz al ver que pasaban dos uniformes del Ministerio de Justicia.
– Lo están presentando igual que aquella imagen del agente del Servicio de Inmigración con el MP-5 delante de las narices de Elián González. Además, un tipo de Tejas, una especie de reverendo Al Sharp- ton en mexicano, ha estado calentando los ánimos.
– Eso es absurdo. Heidel era blanco y la mitad de nuestra unidad era hispana.
– Pero en la foto salen Denley y Maybeck, y los dos son blancos. Y lo único que importa es la puta foto, no la realidad que hay detrás.
Tim levantó las manos en un gesto que tanto denotaba paciencia como capitulación.
– No puedo controlar la cobertura que haga la prensa -dijo.
– Bueno, lo que ahora te espera no es sólo repetir la declaración. Algunos miembros del comité de revisión han venido de la oficina central. Vas a vértelas con un tribunal en pleno.
– No me quejo, Oso. Fue un tiroteo con graves consecuencias. Hay un proceso en marcha. Es comprensible.
– Escucha, Rack, si esto se sale de madre, ya sea por la vía civil o por la criminal, voy a representarte. Me da igual que tenga que presentar la dimisión. Voy a cubrirte las espaldas.
– Ya sabía yo que eso de estudiar derecho acabaría por volverte paranoico.
– Esto es cosa seria, Rack. Ya sé que no soy más que un pardillo que ha ido a clase en su tiempo libre, pero puedo representarte gratis y conseguir que un abogado de los de verdad se ocupe de la parte chunga.
– Te lo agradezco, Oso. Gracias, pero no hay de qué preocuparse.
La ayudante del jefe asomó la cabeza al pasillo.
– Le están esperando, agente Rackley. -Se retiró sin mirar a Oso.
– Vaya, «agente Rackley» -repitió Tim, molesto con tanta formalidad.
– Acabo de advertírtelo -dijo Oso.
– Gracias. -Tim dio unas palmadas a su amigo en las costillas-. ¿Cómo van las magulladuras?
Oso intentó disimular la mueca de dolor.
– Ya no me hacen daño.
Tim se fue camino de la sala. Pocos pasos después se dio media vuelta y vio que Oso seguía mirándolo.
La imponente grabadora emitía un zumbido hipnótico desde la mitad de la mesa alargada. El asiento de Tim, de tamaño mediano y tapizado barato, no estaba a la altura de los sillones de cuero negro con amplio respaldo que ocupaban los entrevistadores frente a él. Tim hizo el gesto conspicuo de intentar elevar su asiento con la palanquita que tenía debajo.
Cubrieron con esmerado detalle cada centímetro de la declaración de Tim sobre cómo abatió a Gary Heidel y Lydia Ramirez. El tipo de Asuntos Internos no era tan malo, pero la mujer de los Servicios de Investigación y el artillero del Departamento Legal eran perros de presa con traje de batalla. Tim notó que se le humedecía la frente, pero tuvo buen cuidado de no enjugársela.
La mujer descruzó las piernas y echó el torso hacia delante al tiempo que buscaba con el dedo algo en su expediente.
– Asegura usted que salió de la callejuela y vio que Carlos Mendez se llevaba la mano hacia el arma, ¿no es así? -Sí.
– ¿Hizo alguna advertencia al señor Mendez?
– Las reglas no nos permiten efectuar disparos al aire.
– Ni tampoco disparar contra sospechosos que huyen, agente Rackley.
El inspector de Asuntos Internos lanzó una mirada de irritación a la mujer. Era un hombre entrado en años que probablemente estaba ahora en ese departamento para acumular algún trienio de servicio más antes de la jubilación. Tim recordó que se había presentado como Dennis Reed.
– No era un mero sospechoso que huía, Deborah. Iba armado y tenía intención de disparar.
Ella hizo un gesto tranquilizador con las manos.
– ¿ Hizo una advertencia de viva voz al señor Mendez? -preguntó.
– Llevábamos unos siete minutos haciendo advertencias de viva voz sin que dieran el menor resultado. Ya habían muerto dos personas debido a que los fugitivos se negaban a hacer caso de nuestras advertencias.
– ¿Hizo una advertencia de viva voz inmediatamente antes de disparar contra el señor Mendez?
– No.
– ¿Por qué no?
– No tuve tiempo.
– ¿No tuvo tiempo de dar una última orden de ninguna clase?
– Me parece que eso es lo que acabo de decir.
– Pero tuvo tiempo suficiente para sacar el arma y efectuar tres disparos, ¿no?
– Los dos últimos no tuvieron mayor trascendencia.
A juzgar por la media sonrisa de Reed, le había gustado la respuesta de Tim.
– Permítame que se lo pregunte de otro modo. Usted tuvo tiempo de sacar el arma y efectuar el primer disparo, pero no tuvo oportunidad de hacer ninguna advertencia de viva voz, ¿no es así? -Sí.
Fingió una inmensa perplejidad.
– ¿Cómo es posible, agente Rackley? -preguntó.
– Desenfundo muy rápido, señora.
– Ya veo. ¿Y le preocupaba que el señor Mendez disparara contra usted?
– Lo que más me preocupaba era la seguridad de otras personas. Estábamos en una calle llena de civiles.
– De modo que, según dice, no le preocupaba que fuera a disparar contra usted.
– Me pareció que lo más probable era que disparase contra uno de los agentes que tenía delante.
– Le «pareció» -repitió el abogado-. «Lo más probable.»-Así es -dijo Tim-. Sólo que he utilizado esas palabras en una frase completa.
– No hay necesidad de ponerse a la defensiva, agente Rackley. Todos estamos en el mismo bando.
– Claro -respondió Tim.
La mujer hojeó el expediente y frunció el ceño como si acabara de descubrir algo.
– En el informe sobre el escenario del crimen se indica que el arma del señor Mendez seguía metida en los pantalones de éste cuando examinaron el cadáver.
– Entonces, deberíamos estar agradecidos de que ni siquiera tuviera oportunidad de sacarla -dijo Tim.
– ¿No estaba intentando sacar el arma?
Tim miró las ruedecillas de la grabadora, que giraban en círculos letárgicos.
– He dicho que no tuvo oportunidad de sacarla. En realidad, estaba intentando sacarla.
– Los testigos no se ponen de acuerdo a ese respecto.
– Yo soy el único que estaba a su espalda.
– Ajá. A la salida del callejón.
– Eso es. -Tim lanzó un soplido entre dientes-. Tal como he dicho, era una evidente…
– Amenaza para la seguridad de otros -concluyó ella. Al recitar de carrerilla la ordenanza que atañía a un peligro mortal introdujo un matiz de desdén, casi de parodia.
El abogado, que a todas luces había visto el modo de introducir una nueva argumentación, se irguió en su silla.
– Hablemos de «la seguridad de otros». ¿Tenía usted ángulo de tiro?
Reed hizo un gesto de sorna.
– A juzgar por cómo quedó el cadáver, yo diría que tenía un buen ángulo de tiro, Pat.
Pat hizo caso omiso del comentario y siguió con Tim.
– ¿Sabe usted que había civiles detrás del fugitivo cuando disparó? ¿Sabe que, de hecho, había toda una muchedumbre?
– Sí. Eran mi mayor preocupación. Por eso opté por tirar a matar.
– En caso de haber fallado, su disparo habría alcanzado casi con toda seguridad a uno de esos civiles.
– Eso es muy discutible.
– Pero ¿y si hubiera fallado?
– Según la información de que disponíamos, estaba claro que los fugitivos no tenían nada que perder, como dejaron patente al resistirse de tal forma a la detención. El comportamiento de Mendez, desde el momento en que colaboró a tomarme como rehén, no hizo más que corroborar esa información. Al igual que Heidel y Ramirez, Mendez estaba dispuesto a matar a quien fuera necesario con tal de no ser detenido. Era una cuestión de probabilidades: el peligro era mucho menor si lo neutralizaba que si le dejaba que sacase el arma.
– Aún no ha respondido a mi pregunta, agente Rackley. -Pat se puso el bolígrafo detrás de la oreja y se cruzó de brazos-. ¿Y si llega a fallar?
– Tengo una media de veinte dianas de cada veinte disparos con pistola como ranger, y, en tanto que agente judicial federal, he obtenido en seis ocasiones la calificación de trescientas dianas. No tenía ninguna intención de fallar.
– Bravo por usted. Pero, sobre el terreno, un agente debe considerar hasta la posibilidad más ínfima.
Reed se inclinó y apoyó los codos en la mesa con un buen golpe.
– El que se haya prestado a someterse a un interrogatorio no te da derecho a ensañarte así. Cada vez que alguien decide disparar contra un fugitivo, entra en juego un elemento subjetivo. Si alguna vez hubieras tenido un arma en la mano, lo sabrías.
– Gracias, Dennis. Lo tendré en cuenta.
Reed señaló a Pat con el dedo.
– Ándate con cuidado. No voy a permitirte que acoses a un buen agente, desde luego no en mi presencia.
– Prosigamos -dijo la mujer-. Tengo entendido que ha sufrido una experiencia traumática de carácter personal.
Tim aguardó unos segundos antes de responder. -Sí.
– Su hija fue asesinada, ¿no?
– Sí. -A pesar de sus esfuerzos, su tono de voz dejó translucir la furia que sentía.
– ¿Cree que eso puede haber influido en su comportamiento durante el tiroteo?
Notó que se le calentaba el rostro.
– «Eso» ha influido en todos y cada uno de los instantes de mi vida desde que ocurrió, pero no ha alterado mi juicio profesional.
– ¿No cree que su actitud pudo ser… agresiva o… vengativa?
– Si no hubiera temido por mi propia vida ni por la de otras personas, habría hecho todo lo posible por detener a esos fugitivos con vida. Todo lo posible.
Pat se retrepó en el sillón.
– ¿De veras?
Tim se incorporó y puso ambas manos en la mesa con las palmas hacia abajo.
– Soy agente judicial federal. ¿Tengo aspecto de mercenario?
– Escuche…
– No hablo con usted, señora. -Tim no apartó la mirada de Pat, que permaneció recostado en el sillón con las yemas de los dedos juntas. Cuando quedó claro que no iba a responder, Tim extendió el brazo y apagó la grabadora-. Ya he respondido a suficientes preguntas. Si desean alguna otra cosa, pónganse en contacto con mi representante de la Asociación de Agentes de Organismos Federales.
Reed se puso en pie al ver salir a Tim, pero Pat y la mujer permanecieron sentados. Mientras se alejaba, oyó cómo Reed se ensañaba con ellos. La ayudante del jefe se levantó al pasar Tim por delante de su mesa camino del despacho de Tannino.
– Tim, ahora mismo está reunido. No puedes…
Tim llamó a la puerta del jefe y la abrió. Tannino estaba sentado a una enorme mesa de madera. En el sofá frente a él estaba repantigado un tipo gordo con traje oscuro que fumaba un cigarrillo de color pardo.
– Jefe Tannino, lamento la interrupción, pero es muy urgente.
– Claro. -Tannino cruzó unas palabras en italiano con el individuo mientras le acompañaba a la salida. Cerró la puerta y luego hizo aletear la mano para dispersar el humo del cigarrillo al tiempo que meneaba la cabeza-. Diplomáticos. -Señaló el sofá con un ademán-. Siéntate, por favor.
Aunque no quería, Tim tomó asiento. La camisa le tiraba en los hombros.
– No voy a mentirte, Rackley. Los medios de comunicación no nos dejan en buen lugar. Ahora bien, tengo entendido que tú no eras de los memos que andaban entrechocando las manos, pero fuiste quien disparó, y ya sabemos que quien dispara es el centro de atención. Lo merezcamos o no, nos hemos llevado una reprimenda. La buena noticia es que el comité de revisión del tiroteo se reúne la semana que viene en la oficina central, y vas a quedar absuelto.
– Pues no parecía que fueran a absolverme. Más bien me ha dado la impresión de que iban a utilizarme como cabeza de turco en una situación que no lo exige.
– Te absolverán. Todas las declaraciones por escrito han sido entregadas y concuerdan. Han enviado a varios miembros del comité para contrastar tu declaración internamente de manera que no haga falta tomar ninguna medida por otras vías. No nos hace ninguna falta que se inmiscuya el FBI o algún fiscal con ganas de labrarse una reputación.
– ¿Y la mala noticia?
Tannino hinchó los mofletes para lanzar un soplido.
– Vamos a encargarte otras tareas durante una temporada, te mantendremos alejado de la calle hasta que la prensa se tranquilice. De aquí a un par de meses, recuperarás tu puesto y tendrás otra vez el arma reglamentaria.
– ¿Un par de meses? -exclamó, como si no estuviera seguro de haber oído bien.
– No tiene mayor importancia. Te dedicarás al trabajo analítico en vez de patear la calle -dijo el jefe.
– Y mientras dedico toda mi preparación a elaborar horarios en la mesa de operaciones, ¿qué va a contar sobre mí la inigualable maquinaria de relaciones públicas que tenemos?
Tannino se acercó a un revólver Walker 44 de seis disparos que tenía expuesto en un marco de metacrilato y lo observó. Del bolsillo trasero de sus pantalones sobresalía el mango de un peine negro de plástico.
– Que tienes la gran responsabilidad de superar con éxito una terapia encaminada a controlar la ira.
– Ni pensarlo.
– Ya está. No hay más que hablar. De ese modo, la oficina central respaldará tu decisión de disparar a matar y todos volveremos a ser una gran familia feliz.
– ¿Qué tiene todo esto que ver con que Maybeck y Denley celebraran el tiroteo entrechocando las manos?
– Nada en absoluto. Pero aquí todo es cuestión de apariencias. Es una mierda, como comprobarás si alguna vez tienes la desgracia de llegar a donde estoy yo. Y, debido a esa maldita fotografía, las jodidas apariencias indican que somos una pandilla de pistoleros sedientos de sangre. Si transmitimos la idea de que quien apretó el gatillo está aprendiendo a encauzar con mayor sensibilidad su ira, cambiamos esa percepción, y los gacetilleros que dirigen el cotarro podrán volver a dedicarse a su trabajo habitual, que consiste en tocarse las pelotas. Mientras tanto, yo tengo el placer de ocuparme del asunto en todos los frentes y me veo obligado a pedir a uno de mis mejores agentes que se coma el marrón, injustamente, claro.
Tim se puso en pie.
– Fue un tiroteo limpio.
– Los tiroteos limpios son relativos. Ya sé que lo que nos piden es muy difícil, Rackley, pero tienes toda la carrera por delante.
– Quizá no en el Servicio Judicial Federal. -Tim se desabrochó la placa que llevaba al cinto en un estuche de cuero y la dejó encima de la mesa de Tannino.
En un ademán de ira insólito en él, Tannino la recogió y se la lanzó a Tim, que la atrapó a la altura del pecho.
– No voy a aceptar tu dimisión, maldita sea. Y eso sin contar con todo lo que te ha ocurrido. Cógete unos cuantos días más, una baja administrativa, unas cuantas semanas, si te viene en gana, joder. No tomes una decisión ahora, en estas circunstancias. -Tim le vio el rostro hastiado, envejecido, y cayó en la cuenta de lo mucho que debía de haberle dolido a Tannino tragar con la política de la casa que siempre había despreciado y considerado cobarde.
– No pienso hacerlo.
Tannino habló en voz queda.
– Me temo que no te queda otro remedio. Estoy contigo en todo lo demás. En todo.
– Fue un tiroteo limpio.
Esta vez Tannino le miró a los ojos.
– Lo sé.
Tim posó respetuosamente la placa en la mesa de Tannino y salió del despacho.
Capítulo 9
Cuando iba de regreso a casa, un Cabury blanco salió de la aglomeración del tráfico matinal y se colocó a escasos centímetros de él. Una ráfaga de movimiento le hizo fijarse en el asiento trasero del coche. Una niña de vestid amarillo reñía el rostro aplastado contra el cristal en un intento de asustar a los inductores cercanos.
Tim la observó y la cría aplastó la nariz contra el vidrio como una lechoncilla, se puso bizca y sacó la lengua. Luego fingió hurgarse la nariz y su madre dirigió a Tim una mirada de disculpa.
El coche permanecía más o menos a su altura, avanzando y frenando a la par. Intentó centrarse en la carretera, pero el movimiento de la niña y su vestido de color llamativo le obligaron a mirarla otra vez. Al ver que había llamado la atención de Tim de nuevo, la niña se recogió el cabello rubio en dos coletas a lo Pippi Calzaslargas y rió con la boca abierta de par en par, sin el menor recato, como sólo son capaces de reír los niños. Cuando miró a Tim a la espera de su reacción, le cambió el gesto de repente. La sonrisa mermó y acabó por desaparecer, sustituida por una expresión incómoda. Se dejó caer en el asiento y desapareció de la vista de Tim salvo por la coronilla.
Para cuando llegó a casa, Tim tenía manchas de sudor en la camisa. Entró y lanzó la chaqueta encima de una de las sillas de la cocina. Dray veía las noticias en el televisor sentada en el sofá. Se volvió, lo miró y dijo:
– Oh, no.
Tim se acercó y tomó asiento a su lado. Como era de esperar, Melissa Yueh, la vivaracha presentadora del noticiario de KCOM, había abordado el asunto del tiroteo. Un gráfico de una pistola apareció en la esquina superior derecha de la pantalla, delante de una silueta sombreada de dos manos en el momento de entrar en contacto, el logotipo personal de Tim. Debajo se leía en letras mayúsculas: MATANZA EN EL HOTEL MARTÍ A DOMEZ.
– ¿Tan mal ha ido? -preguntó Dray.
– Quieren filtrar el bulo de que sigo una terapia para controlar la ira y luego ponerme detrás de una mesa hasta que escampe la tormenta. Así pueden cubrirse las espaldas sin reconocerse responsables ni admitir culpabilidad alguna.
Dray tendió el brazo y le puso una mano en la mejilla, un gesto que a Tim le resultó cálido y le supuso un inmenso consuelo.
– Que les den -exclamó ella.
– He dimitido -anunció Tim.
– Claro. Me alegro.
Apareció en pantalla un atractivo periodista afroamericano que pedía a los viandantes sus impresiones sobre el tiroteo. Un individuo obeso con perilla escasa y una gorra de los Dodgers vuelta del revés -el hombre de a pie arquetípico para la audiencia en esa franja horaria- ofreció su opinión encantado:
– A mi modo de ver, un tipo que huye de la poli así se merece que le peguen un tiro. Mira, tío, cuando se trata de traficantes de droga y de asesinos de polis, estoy a favor de ejecutarlos antes de que el juez dicte sentencia. Espero que ese agente judicial salga bien parado.
Estupendo, pensó Tim.
A continuación, una mujer con los ojos pintados de un intenso tono verde añadió:
– Nuestros hijos estarán más seguros si quitan de en medio a esos traficantes. Me da igual lo que haga la policía para librarse de ellos, siempre y cuando desaparezcan.
– Fíjate en esa gente -dijo Tim-. No tienen ni idea de lo que está en juego. -La amargura de su voz lo sorprendió.
Dray volvió la mirada hacia él.
– Al menos cuentas con algún que otro aliado.
– Con aliados así, no hace falta tener enemigos.
– Es posible que no sea gente muy educada, pero, por lo visto, saben lo que es la justicia.
– Sin embargo, no tienen ni idea de lo que es la ley.
Ella cambió de postura en el sofá y cruzó los brazos a la altura del pecho.
– Estás convencido de que la ley equivale a la justicia, pero no es así. Hay grietas y fisuras, vacíos y tergiversaciones. Están las relaciones públicas, las apariencias, los favores personales y las cagadas que salpican a quien menos lo merece. Fíjate en lo que te ha ocurrido a ti. ¿Eso es justicia? Pues claro que no, joder. Se trata de una enorme maquinaria de limpieza que avanza pese a quien pese y te aplasta a su paso. Mira lo que ocurrió con la investigación de la muerte de Ginny. Nunca llegaremos a saber lo que ocurrió en realidad, quién estuvo involucrado.
– Así que estás cabreada conmigo porque…
– Porque mi hija fue asesinada…
– Nuestra hija -matizó Tim.
– Y tú estuviste en posición… tuviste una oportunidad única… de hacer justicia. En vez de eso, te ceñiste a la ley.
– Se hará justicia. Mañana.
– ¿Y si no lo ejecutan? -aventuró Dray.
– Entonces pasará el resto de su vida en la cárcel.
Dray tenía la cara enrojecida y una expresión tan intensa que daba miedo. Se dio un puñetazo en la palma de la mano.
– Quiero verlo muerto.
– Y yo quiero que cante, que diga lo que ocurrió en realidad cuando testifique. Así sabremos si queda alguien suelto, algún otro responsable de la muerte de nuestra hija.
– Si te hubieras limitado a pegarle un tiro en vez de preguntarle, ahora no tendríamos que soportar la carga de ese misterio, de esa duda, lis horrible. Es horrible no saberlo con seguridad y sospechar que hay algún otro, alguien a quien quizá conozcamos, o a quien podríamos ver en la calle sin llegar a suponer…
A Dray se le arrugó la cara y Tim se adelantó para abrazarla; sin embargo, ella lo apartó. Se puso en pie para dirigirse al dormitorio, pero se detuvo en el umbral. La voz le salió ronca y cascada, cuando habló:
– Lamento lo de tu trabajo.
Tim asintió.
– Y ya sé que era algo más que un trabajo.
La lluvia de primera hora de la mañana había amainado dejando a su paso un calor húmedo y sofocante que impregnaba el Palacio de Justicia. A Tim le palpitaban las sienes de agotamiento y estrés. Había pasado la noche agitado en el sofá en una suerte de duermevela, reconcomido por la frustración que le había provocado el interrogatorio sobre el tiroteo y obsesionado con la vista que estaba a punto de celebrarse. Recordó a la niña del Camry con sus brazos pálidos y delicados; el rostro de Ginny en el depósito de cadáveres en el momento de retirar la sábana. El mechón de pelo atrapado en la comisura de la boca. La uña que habían encontrado en el escenario del crimen, rota en el acto desesperado de arañar o arrastrarse.
Su mente se había tornado un terreno hostil, traicionero. Cada vez le quedaba menos espacio en el que habitar a sus anchas.
Dray estaba sentada a su lado, inclinada hacia delante en una postura rígida, con los brazos cruzados en el respaldo del banco delante de sí. Llegaron temprano y se sentaron en la última fila, colmados de un temor que no habían llegado a expresar. Cuando Kindell entró, conducido por un joven agente judicial y el desgarbado defensor de oficio, a Tim le pareció que no tenía un aspecto tan amenazador ni repugnante como recordaba, algo que lo decepcionó. Como la mayoría de los estadounidenses, prefería ver una encarnación inequívoca del mal.
La fiscal del distrito, una mujer avispada y bien parecida de poco más de treinta años, se había sentado con Tim y Dray unos momentos antes de que comenzase la vista preliminar para darles el pésame una vez más y tranquilizarlos en la medida de lo posible. No, no iba a abordar la posibilidad de que hubiera un cómplice, porque de ese modo Kindell podría ver reducida su sentencia. Sí, iba a arreglárselas para enchironar a Kindell.
A pesar de tener un nombre más bien mojigato -Constance Delaney- era una fiscal feroz con un historial intachable. Comenzó con fuerza y se opuso a la petición de que se redujera la cuantiosa fianza establecida en la vista incoatoria. Examinó detenidamente al agente Fowler con el fin de establecer causas probables para que el caso llegara a juicio, aunque tuvo buen cuidado en todo momento de no delatar su estrategia. Fowler habló con toda claridad y sin que diera la impresión de que lo hubieran preparado previamente. Omitió hacer referencia alguna a la presencia de Tim y Oso en casa de Kindell sin que llegara a constar en acta nada susceptible de ser contradicho con posterioridad. No salió a colación la demora del equipo forense al acudir al escenario del crimen.
Kindell permaneció erguido y siguió con atención el acto procesal columpiando la mirada entre Delaney y Fowler.
Los acontecimientos no se precipitaron hasta el contrainterrogatorio.
– Y, naturalmente, tenían una orden para registrar la propiedad del señor Kindell, ¿no es así? -El defensor de oficio se acercó arrastrando los pies hasta el banquillo del testigo con un haz de páginas de cuaderno amarillas en la mano. Delaney garabateó unas notas con la barbilla apoyada en el puño.
– No. Llamamos a la puerta y nos presentamos. Le preguntamos si podíamos echar un vistazo. Nos autorizó de palabra a que registráramos la zona.
– Ya veo. Y fue entonces cuando descubrieron… -El letrado rebuscó un dato en las hojas de papel; finalmente, prosiguió-: Descubrieron la sierra, los trapos manchados con lo que más tarde se identificó como sangre de la víctima y las llantas con un relieve que coincidía con el hallado en el escenario del crimen, ¿no? -Sí.
– ¿Descubrieron todo eso después de que les autorizara a registrar su propiedad? -Sí.
– ¿Sin orden de registro?
– Tal como he dicho…
– Diga sólo sí o no, agente Fowler, por favor. -Sí.
– ¿Y luego procedieron a la detención? -Sí.
– ¿No le cabe la menor duda de que leyeron sus derechos al señor Kindell?
– Estoy completamente seguro.
– ¿Y eso fue antes o después de que esposaran al señor Kindell?
– Supongo que durante.
– ¿Supone? -El abogado defensor dejó caer unas hojas y se agachó para recogerlas. Tim empezaba a sospechar que su numerito del letrado patoso no era más que eso.
– Le leí sus derechos mientras lo esposaba -dijo Fowler.
– ¿De modo que no estaban cara a cara?
– Todo el rato no. Lo tenía de espaldas. Por lo general, esposamos a los sospechosos por detrás.
– Ajá. -El abogado tamborileó con el lápiz sobre su labio superior-. ¿Está usted al tanto, agente Fowler, de que mi cliente es legalmente sordo?
A Delaney se le resbaló la mano de la cara y el manotazo que propinó en la mesa quebró el absoluto silencio del tribunal superior. La juez Everston, una mujercilla de casi setenta años con la cara arrugada, se erizó bajo su negra toga igual que si acabara de recibir una descarga eléctrica. Dray se tapó la boca con tanta fuerza que sus uñas le dejaron marcas rojas en la mejilla.
Fowler se puso rígido.
– No. No lo es. Entendió todo lo que le dijimos.
Tim, con el estómago revuelto, recordó la voz insegura de Kindell, su cadencia desequilibrada. Sólo respondía cuando le hablaban directamente y cuando veía los labios de quien preguntaba. Tim notó una opresión dolorosa en el pecho, como si estuviera apresado en un torno.
El defensor de oficio se volvió hacia la juez Everston.
– El señor Kindell se quedó sordo hace nueve meses a causa de una explosión industrial. El médico que lo lleva está en el pasillo y estoy preparado para llamarlo a declarar y que testifique que mi cliente está legalmente sordo. Tengo además dos informes auditivos del todo independientes que demuestran que estamos hablando de sordera bilateral. -Levantó un sobre de papel manila del que cayeron los documentos que contenía; acto seguido los recogió y se los entregó a la juez.
– Protesto, señoría -dijo Delaney, cuya voz carecía de la confianza habitual. Los informes son meras conjeturas.
– Señoría, puesto que esos informes han sido entregados directamente al tribunal por expertos en medicina del hospital USC del condado en virtud de una citación, constituyen, en tanto que documentos oficiales, excepciones a la norma de las pruebas por referencia o conjeturas.
Delaney tomó asiento mientras la juez Everston revisaba el expediente con expresión ceñuda.
– El señor Kindell puede leer los labios, señoría, aunque sólo mínimamente; nunca le ha instruido un profesional al respecto. Si lo estaban esposando mientras le leían los derechos, tenía que estar de espaldas a la boca del agente Fowler. Está claro que, si tenía alguna posibilidad de entender sus derechos, quedó eliminada. Confesó sin tener una idea clara de cuáles eran sus derechos.
Delaney metió baza.
– Señoría, si estos agentes actuaron de buena fe…
La juez Everston la interrumpió con un simple gesto de la mano.
– No me venga con eso de la «buena fe», señora Delaney. -La juez cerró la boca y aparecieron arrugas en sus labios-. Si el señor Kindell es sordo, tal como ha asegurado su abogado, está claro que hay un problema en lo que se refiere a la comprensión de sus derechos.
El letrado defensor se puso levemente de puntillas.
– Además, la defensa solicita que se eliminen todas las pruebas halladas en casa de mi cliente, porque el registro se llevó a cabo sin tener en cuenta la Cuarta Enmienda.
La voz de Dray, débil y tensa, escapó por debajo de la mano con la que se tapaba la boca.
– Ay, Dios -murmuró.
Delaney se puso en pie.
– Por mucho que el acusado esté legalmente sordo, bien pudo dar su consentimiento al registro, y por tanto no deben eliminarse las pruebas.
– Mi cliente es sordo, señoría. ¿Cómo iba a dar su consentimiento de forma voluntaria para que registraran su casa y se incautaran de pruebas si ni siquiera oía lo que le decían?
Kindell se volvió y estiró el cuello para localizar a Tim y Dray. Su sonrisa no era de malicia ni de regodeo, sino más bien la mueca de satisfacción de un niño al que le dejaran quedarse con algo que acababa de sustraer. A Dray se le había ido el color de la cara y Tim estaba convencido de que su propio aspecto no debía de irle muy a la zaga.
– ¿Qué más pruebas físicas tiene, señora Delaney, que vinculen al señor Kindell con la escena del crimen y el crimen en sí? -El dedo huesudo de la juez Everston emergió de entre los pliegues de su toga y señaló a Kindell con desdén apenas disimulado.
– ¿Aparte de las que recogimos en su casa? -A Delaney le temblaban las aletas de la nariz y le habían salido en la piel manchas rojizas que le bajaban por el cuello hasta el escote-. Ninguna, señoría.
A la juez Everston se le escapó un comentario notablemente parecido a «Maldita sea». Lanzó una mirada asesina al defensor de oficio y dijo:
– Voy a suspender la sesión durante media hora. -A continuación, salió a toda prisa con los informes auditivos en la mano sin caer en la cuenta de que la mitad de los presentes había olvidado ponerse en pie.
Dray se echó hacia delante con los codos clavados en el vientre como si fuera a vomitar. La conmoción de Tim alcanzó tal intensidad que le zumbaban los oídos y tenía limitada la visión periférica.
Les dio la impresión de que el receso se prolongaba décadas. Delaney los miraba de vez en cuando al tiempo que tamborileaba con nerviosismo sobre el cuaderno. Tim guardó un silencio entumecido hasta que entró el alguacil y pidió orden.
La juez Everston se recogió la toga para subir al estrado, su escasa estatura fue evidente hasta que ocupó su sitio. Estudió unos documentos durante unos instantes como si necesitara hacer acopio de fuerzas para seguir. Cuando empezó a hablar, su tono era grave, y Tim supo de inmediato que iba a darles malas noticias.
– Hay ocasiones en las que nuestro sistema, al proteger los derechos del individuo, casi parece conspirar contra nosotros; ocasiones en las que el fin justifica unos medios sórdidos, y nos vemos obligados a cerrar los ojos y tragar, por mucho que seamos conscientes de que una pequeña parte de nosotros morirá en aras de un bien mayor. Ésta es una de esas ocasiones. Éste es uno de los sacrificios que debemos hacer para vivir en libertad, y es un sacrificio injusto que recae sobre unos pocos desafortunados. -Ladeó la cabeza con pesar en dirección a Tim y Dray, sentados en la última fila-. No puedo, de buena fe, autorizar pruebas que sin duda serán rechazadas ante un tribunal de apelación. Puesto que los informes médicos son inequívocos en lo que respecta a la sordera bilateral del señor Kindell, pondría en entredicho mi credibilidad si creyera que un sordo sin preparación formal para leer los labios comprendió las complejidades de sus derechos o las implicaciones de la autorización oral que se solicitó de él. No oculto mi pesar al verme obligada a acceder a la petición de que se supriman las pruebas relacionadas con la supuesta confesión, así como todas las pruebas físicas recuperadas de la casa del señor Kindell.
Delaney se incorporó con ademán trémulo. La voz le tembló levemente al decir:
– Señoría, a la luz de la decisión de este tribunal de desestimar la confesión y las pruebas, la fiscalía se declara incapaz de continuar con el caso.
Everston concluyó en un tono grave y disgustado:
– El caso queda sobreseído.
Kindell mostró una sonrisa torcida y levantó las manos para que le quitaran las esposas.
Capítulo 10
La lluvia había vuelto, como si quisiera arropar el estado de ánimo de Tim, y en torno al anochecer alcanzó proporciones míticas, azotando las puertas de rejilla y las palmeras del jardín trasero. Las ventanas crujían cuando llegaba a retumbar algún trueno. Tim estaba sentado en el sofá en silencio absoluto, con la mirada fija en la pantalla de televisión apagada que sólo reflejaba las gotas de lluvia que resbalaban por las puertas correderas de vidrio que había a su lado. Dray, sentada a la mesa de la cocina, a su espalda, estaba absorta en un libro de recuerdos, recortando y pegando fotos de Ginny en un furor de tijeras y páginas.
Tim movió únicamente el pulgar para apretar el mando a distancia y la imagen apareció en la pantalla. William Rayner, el omnipresente experto en psicología social de la UCLA, apareció en el recuadro izquierdo de una entrevista por videoconferencia con la presentadora de las noticias de KCOM, Melissa Yueh. En la conexión en directo se le veía sentado en una sombría biblioteca cruzado de piernas. El cabello plateado y el bigote cano perfectamente recortado acentuaban su aspecto un tanto pasado de moda pero no exento de atractivo. En las estanterías a su espalda había hileras enteras de ejemplares de su último best seller basado en una historia real, Cuando la ley fracasa. Rayner, un consumado intérprete con tantos admiradores como detractores, era uno de esos críticos culturales de medio pelo que alababan obras como Los hombres son dé Marte, a la altura de Dominick Dunne y Gerry Spence.
«… La atroz sensación de impotencia cuando alguien como Roger Kindell no se ve obligado a responder ante la justicia. Como usted sabe -decía Roger-, semejantes casos me tocan la fibra sensible. Cuando murió mi hijo y su asesino salió en libertad, me hundí en una terrible depresión.»Yueh lo miraba con una cara de conmiseración empalagosa a no poder más.
«Y fue entonces cuando aboqué mis intereses en esa dirección -continuó Rayner-. Llevé a cabo infinidad de entrevistas, infinidad de estudios. Empecé a hablar con otras personas acerca de cómo ven estas deficiencias legales y cómo estas deficiencias minan la eficacia y el derecho propiamente dicho. Por desgracia, no hay soluciones sencillas. Pero sé que cuando la ley fracasa, la esencia misma de nuestra sociedad se ve amenazada. Si no confiamos en que la policía y los tribunales vayan a hacer justicia, ¿qué alternativa nos queda?»Tim apretó el mando a distancia y la tele se apagó con un guiño. Permaneció unos minutos sentado en silencio y volvió a encenderla. Yueh se centraba ahora en Delaney, que tenía un aspecto insólitamente aturullado. Volvió a apretar el botón y contempló las sombras de las gotas de lluvia que jugueteaban por la pantalla apagada.
– ¿Cómo es posible que Delaney no averiguara que ese tipo era sordo? -comentó Dray-. Bueno, ¡es que era sordo! No es un detalle fácil de obviar como el color de sus ojos.
– Se centró en informes sobre casos anteriores. Entonces no era sordo.
Otro tijeretazo furioso de Dray lanzó al aire una tira de papel que fue revoloteando hasta el suelo.
– ¡Lo han detenido cuatro veces! -exclamó-. ¿No te parece que ya debe de saberse sus derechos? Ha de ser un experto. ¿Y cómo es que Fowler no esperó a tener la orden de registro? ¿Pero qué digo? Claro que no esperó a la orden. Claro que no se anduvo con cuidado a la hora de leerle los derechos y solicitar su autorización. En ningún momento creyó que Kindell fuera a llegar al juicio. El caso no se sobreseyó porque Kindell sea sordo, se sobreseyó porque lo último que os importaba en la escena del crimen era llevar a cabo la detención debidamente. -Dejó las tijeras encima de la mesa de un manotazo-. Maldita sea esa juez. Podría haber hecho algo. No tenía por qué mandarlo todo al garete.
Tim seguía de espaldas a ella.
– Claro. Porque la Constitución se puede aplicar de forma selectiva.
– No te distancies en plan listillo, Timmy.
– No me llames Timmy. -Dejó el mando a distancia en la mesita de centro-. Venga, Dray, así no vamos a sacar nada en claro.
– ¿Sacar nada en claro? -Soltó una carcajada monocorde-. Me parece que puedo permitirme no sacar nada en claro durante un par de días, ¿no crees?
– Bueno, pues ahora mismo no tengo ganas de estar a merced de tus pullas.
– Pues déjame.
Se alegró de haber permanecido de espaldas de modo que Dray no pudiera verle la cara. Le llevó un momento responder.
– No es lo que…
– Si tomaste la decisión de ir a casa de Kindell esa noche, tendrías que haberlo matado; haberlo matado cuando tuviste la ocasión.
– Sí, si me hubiese cargado a Kindell, nuestro duelo habría tocado a su fin.
Dray tensó el gesto.
– Al menos habríamos cerrado ese capítulo.
– Eso de cerrar capítulos es una patraña inventada por los presentadores de programas de cotilleo y los autores de libros de autoayuda. Además, Dray, tú también tienes un arma. Si tanto te molesta mi decisión, ¿por qué no vas tú y lo matas?
– Porque ahora mismo no puedo. No hay ocasión. Además, sería la principal sospechosa. No es como cuando Fowler te lo sirvió en bandeja de plata, con su arma, en el lugar del crimen. Pones un arma, aduces que el asunto se puso feo y ya está. No habría cómplices fantasma acechándonos ni tendríamos a Kindell en libertad durante el resto de nuestra vida. -Cerró el libro de recuerdos de golpe-. Se habría hecho justicia.
La voz de Tim sonó grave y contenida, con una pasmosa carga de crueldad.
– Tal vez si hubieras recogido a Ginny en el colegio el día de su cumpleaños, no tendrías tantas ganas de repartir culpas.
Tim no presintió el golpe hasta que vio el puño que se aproximaba desde su derecha. El puñetazo lo hizo caer del sofá, y luego Dray se le puso encima y empezó a propinarle golpes furiosos. La apartó con las piernas y se volvió para ponerse en pie, pero ella fue a caer al sofá, donde rebotó para echársele encima de nuevo. Le lanzó un derechazo, pero Tim le cogió la muñeca con la mano izquierda al tiempo que le inmovilizaba el codo con la derecha. El impulso que había cogido hizo caer a Dray contra la librería. Se les vino encima una lluvia de libros y fotografías enmarcadas. Algo se rompió.
Dray recuperó el equilibrio enseguida y arremetió contra él. Peleaba como una agente bien entrenada, algo lógico, por otra parte, aunque Tim nunca había pensado en esa capacidad suya. Le cruzó las manos por detrás y, con los brazos de Dray entre ambos, la inmovilizó sujetándola por las muñecas para no provocarle daños mayores. Trastabillaron hacia atrás y chocaron contra la pared. Tim notó que su omoplato abría un boquete en el revestimiento aislante, pero no la soltó. Tiró de ella hacia atrás y le trabó el tobillo con el pie para hacerla caer de espaldas en la alfombra. Dray forcejeó y gritó cuando se le ponía encima con la cadera vuelta para proteger la entrepierna y la cabeza gacha y pegada a la de ella a fin de que no le mordiera la cara ni le propinara un cabezazo. Era un luchador con sangre fría, todo lógica y estrategia, contra el que la ira ciega no tenía la menor posibilidad.
Dray se retorcía y maldecía como un carretero, pero él mantuvo la cabeza agachada y empezó a repetir su nombre como una letanía, instándola en voz queda a que se calmara, respirara hondo, dejara de forcejear de manera que pudiese soltarla. Tenía la cara enrojecida, pegajosa de sudor y lágrimas airadas.
La tormenta amainó y dejó paso a una llovizna. El suave repiqueteo en el tejado sólo se veía interrumpido por los murmullos de Tim, puntuados por las maldiciones de Dray. Transcurrieron cinco minutos, o tal vez veinte. Al cabo, convencido de que su ira se había consumido, la soltó y ella se puso en pie. Tim se tocó con cautela la piel en torno al ojo, hinchado por causa del fuerte puñetazo que su esposa le había propinado. Con la respiración agitada, se quedaron mirándose sobre una alfombra de vidrios rotos y libros diseminados.
Sonó el timbre, y luego volvió a sonar.
– Yo iré -dijo Tim. Sin apartar la mirada de Dray, retrocedió lentamente hasta la puerta y la abrió.
Mac y Fowler estaban en el umbral cruzados de brazos. Mac llevaba el sombrero del uniforme de Fowler, más pequeño, echado hacia la nuca como si fuera una cofia, y Fowler llevaba el de Mac, con el ala echada sobre los ojos. Un viejo truco para responder a las llamadas de violencia doméstica: convenía hacerles reír.
Fowler se levantó el ala del sombrero y vio que nadie les veía la gracia. Se le demudó el gesto al ver el estropicio dentro de la casa.
– Esto… uno de vuestros vecinos se ha quejado. ¿Estabais peleando?
– Sí -reconoció Dray, y se limpió la sangre de la nariz-. Ganaba yo.
– Ahora tenemos todo bajo control -dijo Tim-. Gracias por venir. -Ya cerraba la puerta, pero Fowler metió el pie.
Mac miró a Dray por encima del hombro de Tim.
– ¿Estás bien?
Ella hizo un gesto vago con el brazo.
– De coña.
– Lo digo en serio, Dray. ¿Estás bien?
– Sí.
– A nadie le conviene que se dé parte -dijo Fowler-. ¿Podemos marcharnos sin que volváis a llegar a las manos?
– Sí -respondió Dray-. Desde luego.
– Muy bien. -Fowler desvió la mirada de Dray hacia Tim-. Ya sé que ahora mismo estáis hasta el cuello de mierda, pero no nos obliguéis a volver.
Mac miró de soslayo a Tim y su gesto de preocupación adquirió un matiz de enfado. Las apariencias no eran buenas, Tim era consciente de ello, pero no pudo por menos de lamentar el cariz acusatorio de la mirada de Mac.
– No bromeamos, Rack -insistió Mac-. Si oímos aunque sólo sea un gritito en esta casa, derribaré la puerta yo mismo.
Los agentes regresaron al vehículo a paso lento con los hombros encorvados bajo la lluvia. Tim cerró la puerta.
– No es culpa mía que no fuera a recogerla. -A Dray se le quebró la voz-. No me cargues con algo así, joder. ¿Cómo iba a imaginarlo?
– Tienes razón -respondió Tim-. Lo siento.
Dray volvió a limpiarse la nariz, dejando una mancha oscura en la manga de la sudadera, y luego pasó junto a Tim camino de la puerta. Una vez fuera, bajo la lluvia, se volvió hacia él. Tenía el cabello pegado a las mejillas, la barbilla manchada de sangre y los ojos del tono de verde más exquisito que habían adquirido en toda su vida.
– Todavía te quiero, Timothy -dijo.
Dray cerró la puerta con tanta fuerza que uno de los cuadros se desprendió de la pared y fue a caer junto a Tim; el marco se rompió al chocar contra las baldosas de la entrada.
Atravesó el salón destrozado, cogió una silla de la mesa de la cocina y la volvió de forma que quedase de cara a la lluvia que azotaba las puertas correderas. Se sentó y se inclinó hacia delante hasta que su frente quedó apoyada contra el vidrio fresco. La tormenta se había reanudado con furia añadida. El jardín trasero se veía cubierto de hojas de palmera. La bicicleta de Ginny estaba sobre el césped; una de las ruedas giraba lánguida al viento. La oscuridad parecía tener una densidad maligna que se cernía sobre la casa como una mortaja, pero Tim reconoció que esa sensación no era sino su propia necesidad de flagelarse con imágenes tan lóbregas como trilladas.
La rueda siguió girando, y el chirrido herrumbroso se hizo audible por encima incluso del repiqueteo de la lluvia. Su aullido de criatura mitológica recalcaba cada una de las decepciones de las dos últimas semanas. Era como si la vida entera de Tim hubiera quedado bajo una nueva luz que la dejara a la vista tal como era en realidad: un andamiaje que otorgaba una ilusión de orden al caos. No tenía una hija que le garantizase un futuro, ni una vocación que lo mantuviese encaminado, ni una esposa que confirmase su humanidad. De pronto se le vino encima lo injusto de su sufrimiento. Había hecho todo lo posible por mantenerse firmemente amarrado al mundo y, sin embargo, ahora iba a la deriva.
Bajó el rostro hasta las manos e inhaló la humedad de su propio aliento. La silla crujió cuando se echó hacia atrás. Tim llenó los pulmones de aire y sufrió dos convulsiones, encallado al borde de un sollozo.
Sonó el timbre.
Experimentó una sensación de alivio abrumadora.
– Andrea -dijo.
Cruzó el salón a la carrera y estuvo a punto de tropezar con un libro.
Abrió la puerta con gesto decidido. En el lado opuesto del porche se veía la silueta umbría de un hombre en cuyo impermeable repiqueteaba la lluvia. Tenía echado sobre la cara un suéter de color verde oscuro que ocultaba su rostro en la penumbra. Su postura denotaba un encorvamiento leve, casi imperceptible, indicativo de su edad o de alguna enfermedad en ciernes. Un fogonazo provocado por un relámpago invisible lo iluminó de arriba abajo, aunque sólo permitió a Tim verle la franja de la boca y la barbilla. El fragor de un trueno impregnó el aire. Tim notó la vibración a través de los pies.
– ¿Quién es usted?
El hombre alzó la vista, y cayeron unos hilillos de agua del ala vuelta del gorro de vinilo.
– La respuesta -dijo.
Capítulo 11
– No me hacen ninguna gracia los bromistas, los que vienen a desearme lo mejor ni los curiosos -dijo Tim-. Escoja el que prefiera: el padre afligido o el agente federal sediento de venganza. Ahora que ya le ha visto, vuelva a su cadena de televisión, su asociación rotaría o su iglesia, y dígales que lo intentó con todo su entusiasmo.
Hizo ademán de cerrar la puerta, pero el hombre levantó un puño, sin guante, calloso por efecto de la edad, y se lo llevó a la boca para toser. El gesto dejó traslucir una fragilidad tan inmensa que Tim se detuvo.
– Yo también desprecio a esa clase de gente. Así como a muchos otros -dijo el hombre.
A pesar de la lluvia y de las ropas que parecían aletear en torno a él, el individuo permanecía quieto, igual que la imagen promocional en cartón de una novela de tres al cuarto. Tim era consciente de que le convenía cerrar la puerta, pero notó una sensación extraña en su interior, similar en cierto modo a la curiosidad o la fuerza mayor, y se oyó a sí mismo decir:
– ¿Por qué no entra y se seca antes de marcharse?
El hombre asintió y siguió a Tim por entre los libros y las fotos diseminados por el suelo sin hacer ningún comentario. Tim se sentó en el sofá, y el individuo, en la butaca de dos plazas que había delante. El hombre se quitó el sueste, lo enrolló como si fuera un periódico y lo cogió con ambas manos.
Su rostro traslucía el paso del tiempo, pero su aspecto era de viva inteligencia. Los ojos, de color azul intenso, eran los únicos dos puntos tersos en sus rasgos ásperos. El cabello, de un color negro un tanto acerado, lucía corto y bien cuidado. Se apreciaba en aquel hombre la musculatura desvaída y confusa de alguien cuyo cuerpo había cambiado rápidamente con la edad; Tim supuso que alguna vez tuvo una presencia imponente. Sus manos emitieron un sonido rasposo cuando se las frotó para aliviar parte del frío que había entumecido sus gruesos dedos. Tim conjeturó que debía de rondar los sesenta.
– ¿Y bien? -preguntó.
– Ah, sí. ¿Por qué he venido? He venido para hacerle una pregunta. -El hombre dejó de frotarse las manos y alzó la vista-. ¿Qué le parecería pasar diez minutos a solas con Roger Kindell?
Tim notó que su frecuencia cardíaca aumentaba varios enteros.
– ¿Cómo se llama?
– Eso no tiene importancia ahora mismo.
– No sé qué se trae entre manos, pero soy agente federal.
– Ex agente federal. Y eso tampoco tiene importancia. Esto… -Movió las manos en un gesto impreciso, señalando la habitación en derredor-. Esto no es más que una charla especulativa. Sólo eso. No está tramando un crimen ni contratando a alguien para que lo cometa. La pregunta es hipotética. No tengo medios ni intención de hacer nada.
– No me venga con timos. La crueldad me trae sin cuidado, pero aborrezco a los timadores. Y me las sé todas, no le quepa la menor duda.
– Roger Kindell. Diez minutos.
– Creo que será mejor que se vaya.
– Diez minutos a solas con él. Ahora que ha tenido tiempo para pensarlo mejor y sabe que su matrimonio está yéndose a pique.
– ¿C julo lo sabe?
El hombre desvió la mirada hacia las sábanas y las almohadas amontonadas en el sofá junto a Tim, y luego continuó:
– Ha perdido su trabajo.
– ¿Cuánto hace que me vigila?
– Además, el hombre que asesinó a su hija ha quedado en libertad. Pongamos por caso que pudiera ponerle la mano encima ahora mismo. Roger Kindell. ¿Qué le parece?
Tim notó que cedía algo en su interior y dejaba paso a la ira.
– ¿Qué me parece? Me parece que me encantaría destrozarle la cara a puñetazos a Kindell, pero no soy un poli majara al que le guste tomarse la justicia por su mano, ni un agente de pueble) que 110 ve más allá del cañón de su revólver. Me parece que estoy harto, por un lado, de ver que quien debería hacer que la ley se respete pisotea los derechos individuales, y, por otro, de ver a cierta gentuza ocultarse tras esos derechos. Me parece que me pone furioso comprobar que el sistema que he dedicado toda mi vida a defender se me viene encima, y tener la certeza de que no hay ninguna alternativa mejor. Me parece que estoy harto de la gente como usted, que hurga y critica sin ofrecer nada a cambio.
El hombre no llegó a sonreír del todo, pero su rostro se acomodó para ofrecer la impresión de que le agradaba la respuesta de Tim. Dejó una tarjeta de visita en la mesita de centro que había entre ambos y la deslizó hacia Tim con dos dedos, igual que si fuera una ficha de póquer. Cuando éste la cogió, el individuo se puso en pie. No había nombre alguno en la tarjeta, sólo una dirección de Hancock Park en una sencilla tipografía negra.
Tim volvió a dejarla.
– ¿Qué es esto?
– Si está interesado, mañana a la seis en punto estaré en esa dirección.
El hombre se dirigió a la puerta y Tim aceleró el paso para alcanzarle.
– ¿Si estoy interesado en qué?
– En tener patente de corso.
– ¿Se trata de algún rollo de autoayuda? ¿De una secta?
– Dios bendito, no. -El hombre tosió en un pañuelo blanco y, al bajar la mano, Tim vio gotitas de sangre en la tela. Se apresuró a guardárselo en el bolsillo. Llegó a la puerta, se volvió y tendió la mano hacia Tim-. Ha sido un placer, señor Rackley.
Al ver que Tim no le estrechaba la mano, se encogió de hombros, salió y desapareció rápidamente entre la bruma, bajo la lluvia.
Tim hizo todo lo posible por adecentar el salón. Volvió a ordenar los libros, arregló una de las estanterías rotas con cola para madera v grapas, y luego reparó los agujeros de las paredes con parches cuadrados de aislante que fue recortando e insertando con sumo esmero. Notaba la espalda anquilosada de la pelea con Dray, así que se colgó un rato cabeza abajo con ayuda de las botas que tenía preparadas con tal fin en el garaje, cruzó los brazos a la altura del pecho como un murciélago y pensó que habría preferido tener una buena vista de la ciudad que mirar en vez de un suelo de garaje manchado de aceite. Se desenganchó de la barra en la que Dray hacía flexiones, hizo crujir todas sus vértebras y luego volvió a casa y limpió con el aspirador los restos de vidrio roto, repasando la zona para tener la seguridad de que no quedaba ningún fragmento. Aunque hizo todo lo posible por no pensar en la tarjeta de visita que había encima de la mesa, no se le fue de la cabeza en ningún momento.
Al cabo, se acercó a la mesita de centro y se quedó mirándola, escudriñando la tarjeta. Rasgó ésta por la mitad y la arrojó al cubo de basura situado debajo del fregadero. Luego apagó la luz y se sentó a contemplar la lluvia que caía en el patio trasero e iba convirtiendo en un barrizal el bonito jardín, esparciendo hojas por el césped y creando charcos oscuros.
Dray no le saludó cuando regresó a casa horas más tarde, y él no se volvió. Ni siquiera estaba seguro de que le hubiera visto en la penumbra. Sus pasos sonaron pesados e irregulares pasillo adelante.
Tim permaneció sentado unos minutos más; luego se puso en pie y recogió la tarjeta de visita rota del cubo de basura.
Capítulo 12
Pasó en coche por delante sin reducir la marcha. La casa, de estilo Tudor, era bastante grande, aunque no podía decirse que fuese una mansión; asomaba detrás de una verja de hierro forjado. Junto al edificio independiente que era el garaje, había una camioneta Toyota, un Lincoln Town Car y un Crown Vic aparcados al lado de un Lexus y un Mercedes. De dos de las tres chimeneas salía humo y se veía luz tras las cortinas echadas de las ventanas de la planta baja. Una reunión, y además muy variopinta desde el punto de vista demográfico. Los coches de lujo ya estaban allí cuando Tim había pasado por última vez unas horas antes, pero los sólidos vehículos estadounidenses habían llegado hacía poco tiempo.
Tras una breve comprobación, Tim averiguó que la casa estaba a nombre del Consorcio Spenser, aunque, como era de prever, no descubrió nada más cuando intentó profundizar un poco. Los consorcios se caracterizan por su impenetrabilidad porque no están inscritos en ninguna parte; los documentos sólo existen en el archivo de un abogado o contable. Su administrador, el señor Philip Lluvane, era socio de un bufete cuya sede oficial estaba en la isla de Wight. El contacto de Tim en Hacienda le había dicho que no podría facilitarle informa- non más específica hasta el día siguiente, y no le animó a abrigar muchas esperanzas.
Dobló la esquina y rodeó la manzana. Hancock Park, una comunidad adinerada y conservadora al sur de Hollywood y hacia el este del centro, es lo más semejante que hay en Los Angeles a la sofisticación de la costa Este. Casi todas las enormes casas que Tim veía sumirse en El crepúsculo las habían construido acaudalados protestantes anglosajones en la década de los años veinte, después de que la infiltración de la clase media hubiera hecho de Pasadena un lugar menos selecto. A pesar de los arrogantes buzones de obra y las adustas fachadas de estilo inglés, las casas aún ofrecían un aspecto chocante y curiosamente caprichoso, como una monja fumando. En Los Ángeles, cualquier costumbre es susceptible de adquirir nuevos matices.
Cuando Tim llegó de nuevo a la altura de la casa, enfiló el sendero de entrada. Apretó el botón del intercomunicador y las grandes puertas se abrieron lentamente. Aparcó el Beemer fuera por si surgía la necesidad de retirarse a toda prisa, se colgó una bolsa negra del hombro y se dirigió a la puerta principal; era de roble macizo, y el aldabón debía de pesar unos cinco kilos.
Se ajustó el Sig para acomodárselo bajo la cintura de los vaqueros, por encima del riñón derecho, con la culata un poco apartada para poder sacarlo con mayor facilidad. Había puesto unas gomas elásticas en la parte superior de las cachas, justo debajo del percutor, para que la pistola no se le resbalara por la cintura. No le sentaba tan bien como el 357.
Levantó el aldabón, un conejo de bronce de aspecto extrañamente alargado, y lo dejó caer. Un eco recorrió la casa y el murmullo de la conversación cesó.
Al abrirse la puerta apareció William Rayner. Tim disimuló su sorpresa de inmediato. Rayner llevaba un lujoso traje hecho a medida, muy parecido al que le había visto en la entrevista de televisión la noche anterior, y tenía en la mano un gin-tonic, a juzgar por el olor.
– Señor Rackley, me alegra que haya decidido venir. -El hombre le tendió la mano. En persona, su rostro tenía un aire decididamente malicioso-. William Rayner.
Tim apartó con su mano izquierda la que el anfitrión le tendía y le palpó el pecho y el vientre con los nudillos de la derecha en busca de un micrófono.
Rayner lo observó con gesto divertido.
– Bien, bien. Hay que andarse con precaución. -Dio un paso atrás y dejó que la puerta se abriera con él, pero Tim no se movió del porche-. Venga, señor Rackley, desde luego no le liemos hecho venir hasta aquí para darle una paliza.
Tim entró en el vestíbulo a regañadientes. Era una estancia umbría y abarrotada de pinturas al oleo y de madera oscura. Un pilar central minuciosamente tallado constituía la base de una escalera curvada y enmoquetada cuyo rodapié estaba sujeto con pasadores también de bronce. Sin volver a mirar a Tim, Rayner se dirigió a la habitación contigua. Tim recorrió todo el vestíbulo con la mirada antes de seguirle.
Le aguardaban cinco hombres -Rayner entre ellos- y una mujer sentados en lujosos sillones y en un curtido sofá de cuero. Dos de los hombres eran gemelos de cerca de cuarenta años con ojos de un azul intenso, tupidos mostachos rubios y abultados antebrazos de Popeye recubiertos de vello rubio rojizo. Con la constitución de un guerrero de juguete, el pecho abombado y unos dorsales más que prominentes, resultaban increíblemente membrudos. Eran de altura media, en torno a uno setenta y cinco. Aunque parecían casi idénticos, una cualidad inefable otorgaba a uno de ellos una orientación más dura, más centrada. Éste tenía en la mano un vaso de agua, pero la bebía a sorbos igual que si fuera whisky. Con toda seguridad se sabía de corrido el famoso método de desintoxicación de los Doce Pasos.
Encaramado al sofá se veía a un individuo de aspecto delicado con gafas de lente excesivamente gruesa y sólida montura de pasta negra. Sus rasgos eran redondeados y blandos, como los de una muñeca de trapo. Su chillona camisa hawaiana en plan Magnum contrastaba con lo austero del mobiliario, igual que el reflejo de su cráneo calvo y ahusado. No tenía barbilla propiamente dicha y su nariz era de una finura extrema. En su labio superior se apreciaban las consecuencias de la recomposición de una fisura de paladar. Sacó la manita de entre los cojines del sofá y, ayudándose de los nudillos, se acomodó las gafas en el puente de la nariz, casi inexistente. A su lado se encontraba el individuo que había ido a ver a Tim la noche anterior.
La mujer estaba sentada en uno de los sillones justo enfrente de Tim, enmarcada a la perfección por la chimenea que había a su espalda. Tenía un atractivo gazmoño; el fino jersey abotonado que vestía permitía intuir en ella una constitución esbelta y femenina. Daba la impresión de haberle birlado las gafas a una secretaria de la década de los años cincuenta. Llevaba el pelo recogido en la nuca con pulcritud y sujeto por un par de palillos negros. A Tim le pareció que rondaba la treintena; sin duda era la más joven del grupo.
En torno a ellos había estanterías que se alzaban desde el suelo hasta el techo, seis metros y pico más arriba. También se veía una escalera corredera de biblioteca sujeta a una barra de cobre que abarcaba toda la pared opuesta. Los libros estaban organizados por colecciones y temas: publicaciones de jurisprudencia, revistas de sociología, textos de psicología… Cuando Tim vio las hileras de libros del propio Rayner, cayó en la cuenta de que era la biblioteca desde la que se había retransmitido la entrevista que había visto en la televisión la noche anterior. Sus libros tenían títulos que recordaban a telefilmes de la década de los años ochenta: Pérdida violenta, Venganza truncada, Más allá del abismo.
El rincón opuesto estaba ocupado por un escritorio de color miel sobre el que había una escultura de la Justicia Ciega con su balanza. El accesorio, un tanto cursi, estaba por debajo del resto del mobiliario, quizá porque lo habían colocado allí de cara a la televisión. O para que lo viera Tim.
La mujer le ofreció una sonrisa lacónica.
– ¿Qué le ha pasado en el ojo? -preguntó.
– Me caí por la escalera. -Tim dejó caer la bolsa sobre la alfombra persa-. Me gustaría aclarar que no he accedido a nada, que sólo he venido para asistir a una reunión de la que, hasta el momento, no sé nada. ¿De acuerdo?
Los hombres y la mujer asintieron.
– Respondan de viva voz, por favor.
– Sí -dijo Rayner-. Estamos de acuerdo. -Tenía el encanto cercano y la sonrisa fácil de un timador, cualidades que Tim conocía mejor que bien.
Mientras Rayner iba a cerrar la puerta por detrás de Tim, la mujer dijo:
– Antes que nada, nos gustaría darle el pésame por la muerte de su hija. -Su tono pareció genuino, imbuido incluso de cierta tristeza íntima. En otras circunstancias, es posible que a Tim le hubiera resultado conmovedor.
El hombre que Tim conocía de la noche anterior se levantó de su sillón.
– Ya sabía que vendría usted, señor Rackley. -Cruzó la estancia y estrechó la mano a Tim-. Soy Franklin Dumone.
Tim lo palpó en busca de un micrófono. Dumone hizo un gesto a los demás, que se desabrocharon o levantaron las camisas para dejar el pecho al descubierto. Los torsos de los gemelos, compactos, esculpidos en el gimnasio, ofrecieron un acusado contraste con la carne amorfa del tipo de la camisa hawaiana. Incluso la mujer hizo lo propio y se retiró el jersey y la blusa blanca para dejar a la vista su sostén de encaje. Impávida, sostuvo la mirada a Tim con una leve mueca divertida en los labios.
Tim sacó de la bolsa un emisor de radiofrecuencia y recorrió el perímetro de la habitación, pasando la varilla por las paredes en busca de alguna frecuencia que delatase la presencia de un transmisor digital. Prestó especial atención a los enchufes y al carillón que había junto a la ventana. Los demás lo observaron con interés.
El dispositivo no emitió ningún sonido indicativo de que estuvieran siendo grabados.
Rayner había estado observando a Tim con una sonrisilla torcida.
– ¿Ya ha acabado?
Al no obtener respuesta, Rayner asintió en dirección al gemelo de aspecto más severo. Con un fugaz gesto de muñeca, el gemelo arrancó a Tim de la muñeca el reloj antichoque y se lo pasó a su hermano, quien metió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó un diminuto destornillador y retiró la tapa al reloj. Ayudándose de unas tenacillas, extrajo un minúsculo transmisor digital y se lo guardó en el bolsillo.
El individuo de la camisa hawaiana habló con una voz aguda y sibilante que adolecía de diversos defectos de dicción.
– Desconecté la señal cuando entró usted por la puerta. Por eso ahora mismo no la ha localizado.
– ¿Cuánto hace que me vigilan?
– Desde el día del funeral de su hija.
– Lamentamos habernos inmiscuido en su vida -reconoció Dumone-, pero debíamos asegurarnos.
Habían escuchado la reunión con el comité de revisión del tiroteo, su enfrentamiento con Tannino y su íntimo combate de la víspera con Dray. Tim hizo un esfuerzo por recuperar la cordura.
– ¿Asegurarse de qué?
– ¿Por qué no se sienta?
Tim no hizo el menor movimiento en dirección al sofá.
– ¿Quiénes son? Y ¿por qué han estado recabando información sobre mí?
El gemelo ajustó el último tornillo y le lanzó el reloj bruscamente. Tim lo atrapó justo delante de su cara.
– Supongo que ya conoce a William Rayner -dijo Dumone-.
Sociólogo y psicólogo, experto en psicología y derecho y erudito de renombre.
Rayner levantó la copa con falsa solemnidad.
– Me gusta más célebre erudito.
– Esta es su profesora adjunta y protegida, Jenna Ananberg. Yo soy sargento jubilado de la Policía de Boston, Unidad de Delitos Mayores. Éstos son Robert y Mitchell Masterson, ex detectives y miembros de las Fuerzas Especiales de Intervención de Detroit. Robert era un tirador de precisión, uno de los mejores francotiradores del cuerpo, y Mitchell trabajaba como técnico de explosivos en la Unidad de Desactivación. -Tras una pausa incómoda, Mitchell asintió, pero Robert, el que le había cogido el reloj a Tim, se limitó a mirarle de hito en hito.
El porte agresivo de Robert y lo afilado de su rostro le recordó al boina verde que le había adiestrado para pelear cuerpo a cuerpo. En cierta ocasión, le enseñó un movimiento frontal, un golpe descendente a la entrepierna del oponente, brusco y duro hasta la crueldad, sincronizado con un giro de cadera para darle más empuje. El boina verde aseguraba que si el golpe se daba con una alineación correcta, de modo que los nudillos entraran en contacto con la parte superior del pubis, podía cercenarle limpiamente el pene a cualquiera. Al contárselo, su sonrisa translució cierto brillo delator de apetitos extraños y nítidos recuerdos.
Robert y su hermano eran tipos peligrosos, no porque parecieran furibundos, sino porque exudaban esa ausencia de miedo que Tim había aprendido a discernir a fuerza de años de preparación. Tanto el uno como el otro tenían mirada de camposanto.
Dumone continuó:
– Y éste es Eddie Davis, alias el Cigüeña, ex agente escucha y cerrajero forense del FBI.
El hombrecillo hizo un gesto envarado con la mano antes de volver a introducirla entre los cojines del sofá. Teniendo en cuenta el tiempo que hacía, su nariz quemada por el sol era casi tan misteriosa como el apodo.
Dumone se colocó junto a Tim y se volvió levemente para seguir viéndolo.
– Y éste, señores miembros de la Comisión, es Timothy Rackley, antiguo sargento de pelotón que solía vestir el uniforme de los Rangers. Entre las academias por las que pasó durante su preparación militar se cuentan las de Combate Cuerpo a Cuerpo, Combate Nocturno, Supervivencia, Iniciación al Paracaidismo, Paracaidismo Avanzado, Rastreo, Desembarco, Tiro de Precisión, Demolición, Submarinismo, Guerrilla Urbana, Guerrilla de Montaña y Guerrilla de Jungla. ¿He pasado alguna por alto?
– Unas cuantas -dijo Tim. Reparó en un espejo antiguo en la pared opuesta y se acercó hasta él, cogiendo por el camino un abrecartas de la mesa.
– ¿Le importa citarlas? -pidió Dumone.
Tim llevó el extremo del abrecartas al espejo. La fisura entre la punta y el reflejo le indicó que no había nada anómalo; en un espejo falso no habría quedado fisura alguna.
– Siempre he creído que se otorga demasiada importancia a las credenciales.
– ¿Ah sí? ¿Por qué?
Tim, cada vez más impaciente, se mordió el interior del labio.
– A la hora de la verdad, todo el mundo sangra más o menos igual.
Robert, que se había levantado y estaba apoyado en una estantería, lanzó una risilla. Las marcas de dedos en las mangas de su camiseta indicaban que las había tenido que estirar antes de introducir los bíceps. Ninguno de los gemelos había hablado aún; estaban ocupados con sus posturas y su actitud amenazante. La intensidad de que hacían gala quedaba patente en el leve sonrojo de sus mejillas. Tim conocía a los tipos de su estofa de cuando estaba en los Rangers: competentes, vigorosos y ferozmente leales a sus ideales, fueran cuales fuesen. No tenían reparos en ponerse duros.
Dumone regresó junto a los otros y continuó:
– En sus tres años con el Servicio Judicial Federal de Estados Unidos, el señor Rackley ha recibido dos menciones honoríficas en el cumplimiento del deber, dos premios al servicio distinguido y la Medalla Forsyth por salvar la vida a otro agente, un tal George Jowalski, alias ()so. El mes de septiembre pasado, el señor Rackley derribó la pared de una casa donde se pasaba crack, recuperó el cuerpo herido del señor Jowalski mientras disparaban contra ellos y lo llevó a lugar seguro. ¿ No es así, señor Rackley?
– Ésa es la versión tipo Hollywood, sí.
– ¿Por qué no siguió en el Cuerpo de Operaciones Especiales del ejército? -preguntó Dumone-. ¿Lo ascendieron a la Fuerza Delta?
– Quería pasar más tiempo con… -Tim se mordió el labio. Rayner se disponía a decir algo, pero Tim levantó la mano-. Escúchenme con atención. Voy a largarme si no me dicen por qué estoy aquí. Ahora mismo.
Los hombres y Ananberg cruzaron miradas como si buscaran reconciliarse con algo. Dumone se dejó caer pesadamente en el sillón. Rayner se quitó la chaqueta para colgarla del respaldo de una butaca y dejó a la vista una elegante camisa con mangas amplias y gemelos de oro. Al colocarse delante de Tim, tintineó el hielo de su copa.
– Hay algo que todos nosotros compartimos, señor Rackley. Los aquí presentes, incluido usted, tenemos seres queridos que fueron víctimas de criminales que se las arreglaron para zafarse de la justicia gracias a vacíos legales. Defectos de forma, errores en la cadena de posesión, irregularidades en las órdenes de registro. En ocasiones, los tribunales de este país tienen problemas para funcionar como es debido. Se ven constreñidos, ahogados con estatutos y nuevas leyes judiciales. Por eso estamos constituyendo la Comisión. La Comisión funcionará dentro de las pautas legales más estrictas. Nuestros criterios se regirán por la Constitución de Estados Unidos y el Código Penal del Estado de California. Revisaremos casos de asesinato en los que los acusados salieron en libertad por causa de tecnicismos. Los tres papeles que desempeñaremos serán los de juez, jurado y verdugo. Todos somos jueces y miembros del jurado. -Frunció el ceño de tal modo que sus cejas formaron una única línea plateada-. Nos gustaría que usted fuese nuestro verdugo.
Dumone se sirvió de ambos brazos para levantarse del sillón y se dirigió hacia una colección de botellas que había en una repisa situada detrás de la mesa.
– ¿Le apetece una copa, señor Rackley? Dios sabe que a mí me vendrá de perlas. -Le lanzó un guiño.
Tim paseó la mirada de un rostro al siguiente en busca del menor indicio de frivolidad.
– Esto no es una broma. -Cayó en la cuenta de que su comentario era más afirmación que pregunta.
– Desde luego sería una broma muy complicada, y además una inmensa pérdida de tiempo -señaló Rayner-. Baste con decir que ninguno tenemos mucho tiempo que perder.
El tictac del carillón resultaba un tanto enervante.
– Y bien, señor Rackley -preguntó Dumone-. ¿Qué le parece?
– Me parece que han visto muchas películas de Harry el Sucio. -Tim metió la varilla del emisor de radiofrecuencia en la bolsa y cerró la cremallera-. No quiero tener nada que ver con ajustes de cuentas sumarios.
– Claro que no -dijo Ananberg-. No se nos ocurriría pedirle que hiciera algo así. Los que hacen ese tipo de cosas están fuera de la ley. Nosotros somos una extensión de ella. -Cruzo las piernas y entrelazó las manos encima de las rodillas. Su voz tenía un efecto tranquilizador y la cadencia ensayada de una presentadora de televisión-. No sé si se da usted cuenta, señor Rackley, de que esto es un inmenso lujo. Podemos ocuparnos exclusivamente de todo lo relacionado con un caso concreto y de la culpabilidad del acusado. No tenemos por qué andarnos con formalidades de procedimiento ni permitir que nos obstaculicen a la hora de hacer justicia. A menudo, los tribunales dictan sentencias que no se ajustan a los hechos. No siempre fallan de acuerdo con el caso en sí, sino que lo hacen para adelantarse a la posibilidad de que el gobierno adopte una conducta ilegal o inadecuada en el futuro. Saben que si pasaran por alto las limitaciones de una orden de registro o los derechos del acusado en el momento de su detención, aunque sólo fuese una vez, podrían establecer un precedente que despejaría el camino al gobierno para dejar de lado los derechos individuales. Y desde luego se trata de una preocupación válida y apremiante. -Extendió las manos-. Para ellos.
– Las garantías constitucionales seguirán vigentes -aseguró Dumone-. No somos incompatibles con ellas. No somos el Estado.
– Usted sabe por propia experiencia lo complejas que se han tornado todas las cuestiones relacionadas con la Cuarta Enmienda en lo que respecta a las órdenes de búsqueda y captura -dijo Rayner-. La situación ha llegado al extremo de que todos los esfuerzos que hace la policía de buena fe quedan en agua de borrajas. Los problemas del sistema no estriban en los policías corruptos que creen estar por encima de la ley, ni en los jueces sensibleros y liberales hasta la médula. Se trata de hombres y mujeres como usted y yo, gente ecuánime con la conciencia limpia, personas que intentan apoyar un sistema cada vez más minado por su temor neurótico a convertir en víctima al acusado.
Robert acabó por terciar con voz de fumador y las manos alzadas en ademán de desprecio:
– Un policía honrado no puede hacer un solo disparo sin que le caiga encima una investigación interna llevada a cabo por un comité de revisión…
– Es posible que también un juicio por lo civil o incluso por lo criminal -señaló Mitchell.
Dumone habló en tono tranquilo para mitigar la crudeza de los gemelos.
– Necesitamos a esa gente y necesitamos el sistema. Pero también necesitamos algo más.
– No nos ceñiremos a la letra de la ley, sino a su espíritu. -Rayner señaló la escultura de la Justicia Ciega encima de la mesa: el accesorio decorativo.
Tim reparó en lo minuciosamente orquestada que estaba la representación. El entorno opulento, diseñado para impresionarlo e intimidarlo, las argumentaciones expuestas de manera sucinta, una forma de expresarse que apelaba a la ley y la lógica: el idioma que hablaba Tim. Los oradores no se habían interrumpido unos a otros ni una sola vez. Sin embargo, y a pesar de sus hábiles maniobras, también habían dado señales de circunspección y rectitud. Tim se sintió igual que un comprador molesto por la cháchara del vendedor pero igualmente interesado en el coche.
– Ustedes no constituyen un jurado compuesto por personas como ellos -dijo Tim.
– Es verdad -respondió Rayner-. Somos un jurado compuesto por ciudadanos inteligentes y perspicaces.
– No sé si ha visto alguna vez un jurado -dijo Robert-, pero le aseguro que no está compuesto por personas como usted. Son un grupo de desgraciados que no tienen nada mejor que hacer un día laborable ni cerebro suficiente para poner alguna buena excusa.
– Pero mentirían si dijeran que no son parciales. Su sistema tampoco es perfecto.
– Como ocurre con todo -dijo Rayner-. La cuestión radica en qué sistema es menos imperfecto.
Tim lo asimiló en silencio.
– ¿Por qué no se sienta, señor Rackley? -le invitó Ananberg.
Tim no movió un músculo.
– ¿Tienen una facción dedicada a la investigación?
– Eso es lo mejor de nuestro sistema -explicó Rayner-. Sólo abordaremos casos que ya hayan ido a los tribunales, casos en los que los sospechosos salieron en libertad debido a tecnicismos legales. En esos casos suele haber pruebas de sobra y expedientes contrastados, transcripciones del juicio e información pormenorizada.
– ¿Y si no es así?
– Si no es así, no haremos nada en absoluto. Somos muy conscientes de nuestras limitaciones y no nos consideramos preparados para llevar a cabo investigaciones más complejas que exijan la búsqueda de otras pruebas. Si el crimen no ha quedado suficientemente probado, nos plegaremos a la decisión del tribunal.
– ¿Cómo obtienen los expedientes judiciales y el resto de la información sobre el caso?
– Los expedientes judiciales pueden consultarse -explicó Rayner-. Pero hay varios jueces, amigos íntimos, que me envían material relacionado con mi investigación. Les gusta ver su nombre en la página de agradecimientos de mis libros. -Limpió uno de sus gemelos con la uña-. No hay que subestimar nunca la vanidad. -Esbozó una sonrisa engreída-. Y tenemos ciertos acuerdos, acuerdos imposibles de probar, claro, con trabajadores eventuales, repartidores de correo, secretarios y demás que ocupan puestos convenientes en las oficinas de la defensa y la fiscalía. Podemos conseguir todo aquello que necesitemos.
– ¿Cómo es que sólo revisan casos en los que está en juego la pena de muerte?
– Porque nuestra capacidad punitiva es limitada. Sólo podemos ejecutar la pena máxima. Por eso no nos preocupamos de cargos menores.
Robert se apoyó en la pared y flexionó los brazos cruzados.
– Todavía no hemos desarrollado nuestro programa de rehabilitación. -El gemelo hizo caso omiso de la mirada de desaprobación que le lanzó Dumone y fijó en Tim sus ojos, cuentas oscuras en la carne correosa del rostro.
– Otra de las ventajas es que corregimos las desigualdades de que adolece la ley a la hora de dictar penas de muerte -prosiguió Rayner-. La mayoría de los condenados a muerte por los tribunales tradicionales de este país pertenecen a minorías humildes que no pueden permitirse una representación legal adecuada.
– Nosotros, por el contrario, somos exterminadores ecuánimes -apuntó Mitchell.
– ¿Sabe cuál es una de las ventajas de la pena capital que suele pasarse por alto, señor Rackley? -Las preguntas retóricas de Rayner parecían a Tim otra indicación de su condescendencia, cada vez menos sutil-. Exime a las víctimas y a sus familiares de la obligación moral de vengarse. Al hacerlo, evita que la sociedad degenere en odios de sangre. Pero cuando el Estado no ejerce su capacidad de castigar en nombre del ciudadano, éste sigue notándola, ¿verdad? La necesidad moral de que se le haga justicia a su hija… siempre la notará, créame. Igual que el dolor de un miembro cercenado.
Tim se acercó a Rayner y le mermó justo el espacio vital suficiente para dejar implícita su agresividad. Robert se apartó levemente de la pared, pero Dumone lo detuvo desde el otro lado de la habitación con un sutil aleteo de la mano. Tim se apercibió de todos esos gestos y los relacionó con la jerarquía de mando que empezaba a deducir. Rayner no dio la menor indicación de sentirse arredrado.
Tim hizo un gesto en dirección a los otros.
– ¿Y los conoció gracias a su trabajo? -preguntó.
– Sí. Llevo a cabo análisis pormenorizados de ciertas personas en el curso de mis investigaciones, lo que me ha ayudado a decidir quién puede coincidir en mayor medida con mis ideas.
– Y se interesaron por mí cuando mi hija fue asesinada -aventuró Tim.
– El caso de Virginia nos llamó la atención, sí -dijo Ananberg.
A Tim le impresionó su decisión de dejarse de eufemismos y referirse a Ginny por su nombre de pila. El gesto, nimio al tiempo que astuto, dio credibilidad a lo que había dicho Rayner acerca de que todos los presentes habían perdido a un familiar.
– Nos empezaba a costar trabajo dar con un buen candidato -reconoció Rayner-. Es extraordinariamente difícil encontrar a alguien con sus aptitudes y su rectitud moral. Y los demás candidatos que ofrecían una remota similitud con usted eran de esa clase de gente que sigue fielmente las normas, cosa que no los predisponía a tomar parte en una empresa como ésta. Empezamos por buscar candidatos cuya vida se hubiera visto rota por una tragedia personal. Sobre todo personas que hubieran perdido a seres queridos, asesinados o violados por criminales que vadearon un sistema judicial defectuoso para irse de rositas. Do modo que cuando los medios se hicieron eco de la historia de Ginny, nos dijimos: Aquí hay alguien que sin duda entiende nuestro sufrimiento,-Como es natural, no sabíamos que Kindell iba a salirse otra vez con la suya -dijo Ananberg-, pero cuando ocurrió, prácticamente dejó sellada nuestra decisión de abordarlo a usted.
– Esperábamos reclutarlo como agente judicial, cuando aún tenía acceso a sus recursos de investigación -confesó Rayner-. Nos decepcionó al dimitir.
– No habría hecho nada que fuera en detrimento del Servicio Judicial Federal -dijo Tim-. Ni antes ni ahora.
Robert lanzó un bufido.
– ¿Ni siquiera después de que le hayan dejado en la estacada?
– Eso es. -Tim se volvió de nuevo hacia Rayner-. Cuénteme cómo empezó esta… idea.
– Conocí a Franklin cuando fui a Boston para dar una conferencia sobre derecho y psicología, hará cosa de unos tres años -comenzó Rayner-. Estábamos en la misma situación, yo había perdido a un hijo y Franklin a su esposa, y detectamos de inmediato una afinidad mutua. Nos fuimos a cenar, tomamos unas copas y nos encontramos teorizando abiertamente, hasta que surgió la idea de la Comisión. A la mañana siguiente, como es natural, descartamos nuestra conversación como cháchara hipotética. Terminó el congreso y regresé a Los Ángeles. Unas semanas después pasé una de esas noches. ¿Sabe a qué clase de noche me refiero, señor Rackley? Le hablo de esa clase de noche en que la pena y las ganas de vengarse adquieren vida propia, se tornan tangibles, eléctricas. -Rayner tenía la mirada perdida.
– Lo sé.
– Pues llamé a Franklin, quien, casualmente, estaba pasando una noche similar. Volvimos sobre la idea de la Comisión, otra vez al cobijo de la noche, pero esta vez tomó forma. A la fría luz de la mañana siguiente nos resultó menos espantosa. -Su mirada volvió a centrarse, y adoptó un tono de voz más liviano-. Yo disponía de recursos ingentes de cara a la selección de los miembros de la Comisión. Durante mis investigaciones buscaba a agentes de la ley con un coeficiente intelectual sumamente alto que tuvieran respeto por la autoridad y las normas pero, al mismo tiempo, fueran capaces de pensar por su cuenta. De vez en cuando, aparecía alguien que resultaba especialmente adecuado para la Comisión. Y Franklin estaba en posición de comprobar sus antecedentes, ponerse en contacto con ellos y traerlos.1 nuestro círculo. -Mostró una sonrisa satisfecha-. Las dudas que tiene ahora, señor Rackley, confirman nuestra opinión de que quiere subir a bordo.
– Piense en la experiencia y la sabiduría colectivas que hemos reunido en esta sala -dijo Ananberg-, en todo el tiempo que hemos pasado enfrascados en la ley, aprendiendo sus límites y entresijos, sus defectos y ventajas.
– ¿Y si disienten en un veredicto?
– Entonces descartaremos el caso y pasaremos a otro -respondió Rayner-. La Comisión sólo aceptará un veredicto unánime. También es necesaria la unanimidad para cualquier cambio en las normas por las que nos regimos. De ese modo, si alguien tiene alguna clase de reparo, disponemos de derecho a veto.
– ¿Está aquí la Comisión en pleno?
– Usted será el séptimo y último miembro -aseguró Dumone-. Si opta por sumarse a nosotros.
– ¿Y cómo se financia esta pequeña empresa?
– Los libros se han portado bien conmigo -dijo Rayner con una sonrisa.
– Se le pagará un sueldo moderado -añadió Dumone-. Y, naturalmente, tendrá todos los gastos pagados.
– Ahora bien, queremos dejar una cosa clara -dijo Ananberg-. No somos partidarios de un castigo cruel o insólito. Las ejecuciones deben ser rápidas e indoloras.
– No me va la tortura -aseguró Tim.
Los labios pintados de Ananberg se ladearon en una mueca risueña, la primera fisura en su gélida fachada. Todo el mundo agradeció que el silencio reinara en el estudio unos momentos.
– ¿Cómo están sus casos personales? -indagó Tim.
– El asesino de la mujer de Franklin desapareció después de que se le declarara inocente -respondió Rayner-. Lo último que sabemos es que estaba en Argentina. El tipo que mató a la madre del Cigüeña cumple ahora mismo condena por un crimen posterior. El asesino de la hermana de Robert y Mitchell murió posteriormente de un disparo en una situación que no tenía nada que ver con su crimen, y el asesino de la madre de Jenna falleció a causa de una paliza en una pelea entre bandas rivales hace más de una década. Así están nuestros…, ¿cómo lo ha dicho? Sí, nuestros casos personales.
– ¿Y el hombre que mató a su hijo?
Un rastro de amargura tiñó los ojos de Rayner y luego se esfumó.
– Sigue en libertad. El asesino de mi hijo está en la calle. En alguna parte del estado de Nueva York; en Buffalo, la última vez que supe de él.
– Seguro que se muere de ganas de declararlo culpable.
– Lo cierto es que yo no intervendría en mi propio caso. -Por lo visto, la mueca escéptica de Tim había ofendido a Rayner-. Esto no es un servicio de venganza a la carta. -Su rostro adoptó una expresión estoica, como las de las películas patrioteras de la Segunda Guerra Mundial-. No sería objetivo. Sin embargo…
– ¿Qué?
– Vamos a pedirle a usted que lo sea. He seleccionado el caso de Kindell para nuestra Comisión. Será el séptimo y último que abordaremos en nuestra primera fase.
Tim notó que se enfurecía con sólo pensar en otra oportunidad de ponerle las manos encima a Kindell. Confió en que su ansia no resultara evidente e hizo un gesto en dirección a los demás.
– ¿Y sus casos?
Rayner negó con la cabeza.
– El suyo es el único caso personal que vamos a revisar.
– ¿Y cómo es que tengo tanta suerte?
– Es el único caso que encaja a la perfección en nuestro proyecto. Un crimen cometido en Los Angeles que atrajo el interés de todos los medios de comunicación; un juicio sobreseído por una mera violación en el procedimiento.
– Desde el punto de vista operativo, Los Ángeles es clave -explicó Dumone-. Sólo nos sentimos cómodos con casos de esta zona. Es aquí donde tenemos nuestros mejores contactos.
– Hemos pasado mucho tiempo aquí, Mitch y yo -dijo Robert-, husmeando la calle y dilucidando el mejor modo de funcionar sin que se nos detecte. Ya sabe: contactos en los lugares adecuados, líneas de teléfono, alquiler de coches, rutas alternativas por la ciudad…
– Usted debe de tener buenos contactos en Detroit -señaló Tim.
– Allí nos conocen. En este infierno de ciudad nadie se fija en nadie hasta que se convierte en alguien.
– Una vez que se empieza a viajar, entre las diferencias del sistema judicial y los distintos organismos policiales, el asunto se nos puede ir de las manos -explicó Dumone-. Por no hablar del rastro que se deja con tanto billete de avión y tanta estancia en hotel. -Le brillaron los ojos-. No nos gusta dejar huellas.
– Tengo la sensación de que me ocultan algo -respondió Tim-. Me parece que este caso es la zanahoria que me ponen delante. Por eso es «el séptimo y último».
A Rayner le satisfizo que Tim empezara a hablar su idioma.
– Sí, claro. No hay por qué ocultarlo. Necesitamos alguna póliza de seguro para tener la garantía de que no va a hacerlo meramente por venganza. Queremos estar seguros de que va a quedarse con nosotros, de que va a entregarse a nuestra causa. No estamos aquí sencillamente para responder a sus necesidades. Está en juego un bien mucho mayor para la sociedad.
– ¿Y si no creo que las otras ejecuciones estén justificadas?
– Pues vote en contra y luego pasaremos a ocuparnos de Kindell.
– ¿Cómo saben que no es precisamente eso lo que pienso hacer?
La forma en que Dumone ladeó la cabeza dejó traslucir tanto autoridad como cierto regodeo.
– Sabemos que obrará con ecuanimidad.
– Y si usted no es igualmente ecuánime, justo y competente cuando deliberemos sobre el caso Kindell -dijo Ananberg-, lo recusaremos y yo, en persona, votaré en contra de la ejecución. No nos colará ningún veredicto de culpabilidad por la fuerza.
Dumone se retrepó en el sillón.
– Además, le conviene dejar a Kindell para el final.
– ¿Y eso por qué?
– Si decidiéramos ejecutar a Kindell en primer lugar, usted sería el sospechoso más evidente -contestó Rayner.
– Pero si decidimos eliminarlo después de otras dos o tres ejecuciones que llamen la atención, las sospechas no recaerán sobre usted -dijo Dumone.
Tim reflexionó un instante en silencio. Rayner lo observó con ojos brillantes, disfrutando un poco más de la cuenta.
– Estamos al tanto de su teoría de que hay un cómplice -dijo Rayner-. Y no le quepa duda de que puedo conseguir información de todas las partes implicadas en el caso a las que usted no tiene acceso. Las notas del defensor de oficio de su entrevista con Kindell, informes de investigadores de los medios de comunicación, incluso expedientes policiales. Llegaremos al fondo del asesinato de su hija. Usted le garantizará el juicio justo que no tuvo.
Tim escudriñó a Rayner un momento con un nudo de ansiedad y emoción en el estómago. A pesar de la aversión que le producía, era innegable que existía alguna conexión, con otro padre que había perdido a su hijo, con alguien que de veras se tomaba la teoría del cómplice en serio porque sabía lo que era verse atormentado.
Al cabo, Tim se dirigió hacia uno de los sillones y tomó asiento. En la mesita baja situada delante de él había una publicación de la Asociación Psicológica Americana titulada Psicología, asuntos de orden público y derecho. En la cubierta, de tono marrón claro, Rayner aparecía como autor principal de dos artículos.
Con la mirada fija en la publicación, Tim dijo en voz queda:
– Tengo que saber quién mató a mi hija y por qué. -Al oírse expresar ese imperativo tan profundamente arraigado con semejante claridad, casi como un ruego dirigido al universo injusto, de repente un deseo adquirió un cariz real y lastimoso. Se le humedecieron los ojos. A renglón seguido notó una punzada de desprecio contra sí mismo por destapar sus emociones allí, delante de unos desconocidos curados de espantos. Le vino a la cabeza la lección que su padre se había afanado en enseñarle de niño: nunca reveles nada personal, porque lo volverán contra ti como un arma.
Aguardó a que su rostro ofreciera un semblante menos grave para levantarlo. Le sorprendió ver lo mucho que su pena incomodaba a Robert y Mitchell. Habían adoptado una actitud inquieta, molesta, repentinamente real: su propio dolor, en el recuerdo, atravesaba barreras y les arrancaba de cuajo la agresividad.
– Lo entendemos -dijo Dumone.
– Tendrá oportunidad de abordar su causa personal, de perseguir al asesino o los asesinos de su hija, y, en lo que respecta a asuntos legales de mayor envergadura, contribuirá a…
– … A que otros los vean bajo una nueva luz… -terció Mitchell.
– … Gracias al infierno que ha tenido que padecer. Los demás no tenemos esa oportunidad.
– ¿Por qué eligieron Los Ángeles? -indagó Tim.
– Porque en esta ciudad no tienen la menor noción de lo que es responder por los propios actos, desconocen qué es la responsabilidad -explicó Rayner-. Como usted sabe, los veredictos de los tribunales en Los Ángeles, sobre todo en aquellos casos inflados por los medios de comunicación, parecen decantarse por el mejor postor. Aquí no imparten justicia los tribunales, sino la recaudación en taquilla y el engranaje bien lubricado de la prensa.
– O. J. Simpson se acaba de comprar una casa de millón y medio de dólares en Florida -dijo Mitchell-. Kevin Mitnick se introdujo en el sistema informático del Pentágono y ahora está al frente de un programa de radio en Hollywood. En la Policía de Los Angeles hay un escándalo a la semana. Consiguen contratos discográficos asesinos de polis y traficantes de droga. Las putas se casan con magnates del cine. Los Ángeles no tiene memoria. Aquí no existe la lógica, la armonía, la razón ni la justicia.
– A los polis de aquí -dijo Robert con sorprendente vehemencia-, les importa una mierda. Hay tantos asesinatos que sólo sienten indiferencia. Esta ciudad devora a la gente.
– Es seductora, y, como la mayoría de las cosas seductoras, te quema hasta la indiferencia. Te mata de apatía.
– Por eso elegimos esta ciudad. -Robert volvió a cruzar sus gruesos brazos-. Los Ángeles se lo merece.
– Queremos que las ejecuciones sirvan de efecto disuasorio contra el crimen -añadió Rayner-, de modo que deben ser sonadas.
– ¿Así que de eso se trata? -Tim recorrió la sala con la mirada-. Un gran experimento. La sociología llevada a la práctica. Van a hacer justicia en la gran ciudad, ¿no es eso?
– No es nada tan grandioso -replicó Ananberg-. Nunca se ha demostrado que la pena de muerte tenga efecto disuasorio.
– Pero nunca se ha puesto en práctica de este modo. -Ahora Mitchell estaba en pie y hacía gestos concisos con las manos abiertas-. Los tribunales son lugares limpios y seguros, y, debido al proceso de apelaciones, los fallos no constituyen una amenaza inmediata. Los tribunales no asustan al criminal. Pensar que alguien puede aparecer de pronto en plena noche sí que asusta. Sé que nuestro plan presenta ciertas complicaciones metodológicas, pero no cabe duda de que asesinos y violadores estarán al tanto de que existe otra clase de ley ante la que tendrán que responder, al margen de la dinámica de los tribunales. Es posible que consigan librarse gracias a un vacío legal, pero nosotros les esperaremos cuando salgan.
Mitchell demostraba la lógica basada en el sentido común y la elocuencia carente de afectación del pensador autodidacta; Tim cayó en la cuenta de que había subestimado su inteligencia a primera vista, probablemente debido a lo mucho que intimidaba su presencia física.
Robert asentía con énfasis, coincidiendo de manera notoria con su hermano.
– Me parece que no hay muchas pintadas en las paredes de Singapur.
Rayner rió y se ganó una mirada de reprobación por parte de Ananberg.
– No confundamos correlación con causalidad. -Ananberg entrelazó las manos sobre las rodillas-. Lo que quiero decir es, sencillamente, que no deberíamos esperar un impacto social drástico. Somos una suerte de cemento en las fisuras de la ley. Ni más ni menos. Debemos tener claro lo que estamos haciendo. No vamos a salvar el mundo. En unos pocos casos específicos, haremos justicia.
Robert posó de golpe el vaso sobre la mesa.
– Lo único que decimos Mitch y yo es que estamos aquí para patear algún que otro culo y hacer un poco de justicia. Y si esos cabrones se enteran de que ha llegado un jefe del Servicio Judicial nuevo a la ciudad… tampoco vamos a entristecernos por eso.
– Desde luego, es mejor que lloriquear y levantar monumentos conmemorativos -apostilló Mitchell.
Dumone, a quien ya no quedaba ni rastro de ironía en la mirada, se volvió hacia Tim.
– Los gemelos y el Cigüeña serán su equipo de operaciones -dijo-. Su papel es el de mero apoyo. Sírvase de ellos como considere conveniente, o no lo haga en absoluto.
Tim por fin entendía la hostilidad que había provocado en los gemelos desde el primer momento, el modo en que se habían metido abiertamente con él delante de los demás.
– ¿Por qué habría de ser yo el cabecilla?
– Carecemos de la capacidad operativa que alguien como usted, con su insólita combinación de entrenamiento y experiencia sobre el terreno, aporta al grupo. Carecemos del tacto a la hora de la ejecución imprescindible para esta primera fase de… bueno, de ejecuciones.
– Necesitamos un cabecilla que sepa conducirse con extrema sensatez en el frente -dijo Rayner. Trazó un círculo con una de sus manos y luego la posó en el bolsillo-. Esas ejecuciones deben orquestarse consumo cuidado para que nunca se produzca un tiroteo con agentes de la ley. Nunca.
Dumone se puso otra copa en el pequeño bar que había detrás de la mesa.
– Como estoy seguro de que usted ya sabe, las cosas pueden torcerse de cien mil maneras distintas. Y en caso de que eso ocurra, necesitamos a un hombre que no pierda la cabeza ni se líe a tiros para abrirse camino. El Cigüeña no es especialista táctico.
– No, señor -convino el Cigüeña con una sonrisa.
– Y Rob y Mitch son buenos polis agresivos, igual que yo cuando la savia aún corría por mis venas. -La sonrisa de Dumone dejó un regusto triste; había algo oculto tras ella, quizás el pañuelo manchado de sangre. Inclinó la cabeza hacia Tim en un gesto de deferencia-. Pero no se nos ha preparado para matar y no sabemos mantener la frialdad de un agente de operaciones especiales bajo el fuego.
– Dar con un candidato viable y receptivo ha sido un proceso largo y lleno de decepciones -reconoció Rayner en tono de hastío.
Tim sopesó sus palabras unos instantes y los demás se lo permitieron. Rayner tenía las cejas arqueadas en anticipación de la siguiente pregunta de Tim.
– ¿Cómo se protegen contra la posibilidad de que alguien quebrante las complejas reglas que han estipulado? No hay una autoridad al mando.
Rayner levantó la mano en un gesto apaciguador, aunque nadie estaba particularmente agitado.
– Esa es una de nuestras mayores preocupaciones. Por eso tenemos una política de tolerancia nula.
– Nuestro contrato no es sino verbal, claro -dijo Ananberg-, porque no queremos que quede por escrito nada que pudiera incriminarnos. Y este contrato incluye una cláusula de rescisión.
– ¿Una cláusula de rescisión?
– En términos legales, una cláusula de rescisión estipula los pormenores de las condiciones negociadas de antemano por si se pusiera término a un contrato. La nuestra entrará en vigor en el instante en que cualquier miembro de la Comisión quebrante alguno de nuestros protocolos.
– ¿Y cuáles son esas condiciones negociadas de antemano?
– La cláusula de rescisión estipula que la Comisión se disolverá de inmediato. Toda la documentación, que siempre intentamos mantener al mínimo, será destruida. Con la salvedad de atar algún cabo suelto, la Comisión no llevará a cabo actividades de ninguna clase. -Rayner adoptó un semblante más hosco-. Tolerancia cero.
– Todos somos conscientes de que la Comisión nos sitúa en un terreno movedizo -dijo Ananberg-. De modo que tenemos sumo interés en prevenir cualquier resbalón.
– ¿Y si alguien se echa atrás?
– Que vaya con Dios -respondió Rayner-. Damos por sentado que lo que pase aquí queda entre estas cuatro paredes, porque incrimina en igual medida a quien decida marcharse. -Esbozó una sonrisa de desdén-. La garantía de que la destrucción sería mutua constituye una bonita póliza de seguro.
Tim no correspondió a la sonrisa sino que analizó las líneas ensayadas en las comisuras de la boca de Rayner. William Rayner, el defensor vehemente de la póliza de seguro.
– La Comisión entraría en un breve período de descanso hasta que encontráramos un sustituto adecuado -explicó Ananberg.
Tim se retrepó en el sillón para notar el Sig contra los riñones. Calculó el ángulo hasta la puerta y vio que no era bueno.
– ¿Y si decido no participar?
– Esperamos que, en tanto que es una persona que ha perdido a su hija, entienda nuestra perspectiva y nos deje seguir con nuestra labor -contestó Rayner-. Si llega a ponerse en contacto con las autoridades, tenga bien presente que aquí no hay nada que nos incrimine. Negaremos haber mantenido esta conversación. Y me quedo corto si digo que nuestra palabra es moneda de cambio en los círculos legales.
De pronto todas las miradas recayeron en Tim. El tictac del carillón puntuaba el silencio. Ananberg se acercó a la mesa, hizo girar una llave y sacó una caja de color rojo cereza de uno de los cajones. La ladeó y abrió la tapa por las bisagras para mostrar un Smith & Wesson 357, de modelo reglamentario, alojado en el forro interior de fieltro. Cerró la caja y la dejó en el tablero de la mesa.
Rayner bajó el tono de voz para dar la impresión de que se dirigía únicamente a Tim.
– Cuando alguien sufre una… traición burocrática como la que le infligieron a usted los tribunales, como la que le infligió la Policía Judicial Federal de Estados Unidos, suele responder de distintas maneras, casi todas negativas. Algunos se enfurecen, otros se deprimen, los hay que encuentran a Dios. -Enarcó una ceja casi hasta el punto de hacerla desaparecer debajo del flequillo-. ¿Qué va a hacer usted, señor Rackley?
Tim decidió que ya había soportado suficientes preguntas, de modo que miró fijamente a Dumone y dijo:
– ¿Qué les parece a ellos eso de estar de segundones, desde el punto de vista operativo?
El gesto de Dumone y Robert le permitió intuir que era un asunto sobre el que ya habían hablado largo y tendido.
El Cigüeña se encogió de hombros y se subió las gafas.
– Yo no tengo inconveniente -dijo, aunque nadie se lo había preguntado.
– Tendrán que afrontarlo -respondió Dumone.
– No he preguntado eso -insistió Tim.
– Entienden la necesidad de contar con alguien que tenga un alto grado de preparación sobre el terreno, y están asimilando el cambio. -Tim percibió cierta retranca en la voz de Dumone y reconoció al poli duro de Boston que llevaba dentro.
Miró a Mitchell y luego a Robert:
– ¿Es eso cierto?
Mitchell apartó la mirada y la fijó en la pared. Robert tenía el labio leporino, de modo que, al sonreír, su boca era todo lustre de dientes y pelo. Cuando habló, su voz sonó rápida y cortante, igual que un escalpelo:
– Usted manda.
Tim se volvió hacia Dumone.
– Llámeme cuando lo hayan asimilado.
Los zapatos de Dumone sisearon sobre la alfombra al acercarse hasta Tim para mirarlo desde su altura. Su rostro, mezcla de deterioro y textura, tenía un elemento umbrío de calma que Tim tomó por sabiduría.
– Nos gustaría saber la respuesta ahora.
– Necesitamos que responda ahora -parafraseó Robert-. Se trata de una propuesta que le toca la fibra o no se la toca. No tiene sentido pensárselo.
– No es como hacerse socio de un gimnasio.
– Nuestra oferta expira en cuanto salga por esa puerta -dijo Rayner.
– Yo no negocio así.
– Las condiciones son ésas -aseguró Mitchell.
– Pues muy bien. -Tim se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
Rayner le dio alcance ya fuera, cerca de la verja.
– Señor Rackley. ¡Señor Rackley!
Tim se volvió con las llaves del coche en la mano.
Rayner tenía la cara roja de frío y su aliento resultaba visible. Llevaba el faldón de la camisa un poco salido y tenía un aspecto menos elegante a la intemperie, lejos de aquel reino de la biblioteca donde era primas inter pares.
– Lo lamento. A veces puedo ponerme un poco… firme. Lo que ocurre es que tenemos muchas ganas de pasar a la acción. -Hizo ademán de posar la mano en el maletero del coche de Tim, pero se detuvo cuando tenía las yemas a un par de centímetros de la chapa. Por lo visto, le estaba costando un gran esfuerzo hilvanar sus siguientes palabras-. Usted es nuestro mejor candidato. De hecho, nuestro único candidato. Nos hemos volcado en seleccionarlo. Si no se suma a nosotros, tendremos que empezar de cero, y es un proceso largo. Tómese el tiempo que necesite.
– Eso pienso hacer.
Tim salió a la carretera. Cuando miró por el retrovisor, Rayner aún estaba plantado delante de la casa y lo seguía con la vista.
Capítulo 13
Al entrar en la calle sin salida donde vivía, Tim vio a Dumone apoyado en un Lincoln Town Car aparcado junto al bordillo opuesto, cruzado de brazos igual que un chófer de guardia. Se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.
– Tocado -saludó Dumone con un guiño.
– Eso mismo digo yo. -Tim miró en derredor para ver si algún vecino se había fijado en ellos.
Dumone ladeó un poco la cabeza para señalar el asiento de atrás.
– ¿Por qué no viene a dar una vuelta?
– ¿Por qué no se larga de mi calle?
– Quería disculparme.
– ¿Por sus malos modales?
La risa de Dumone sonó resabiada. Tim tuvo la sensación de que crepitaba igual que un viejo disco de vinilo.
– Dios bendito, no. Por subestimarlo. A mi edad, ya debería haber supuesto todo eso del poli duro que no se vende.
Tim frunció los labios en una media sonrisa.
Dumone volvió a ladear la cabeza.
– Venga, suba.
– Si le da igual, ¿por qué no viene a dar una vuelta conmigo? -prosiguió Tim.
– Muy bien -dijo Dumone. Se acomodó en el asiento del acompañante de Tim y profirió un gemido denso, similar al de un fuelle al contraerse. Se sacó un Remington que llevaba al cinto y un pequeño 22 de una funda en el tobillo y los dejó en el salpicadero central-. Para que pueda escuchar sin distracciones.
Tim recorrió unas manzanas, entró en el aparcamiento vacío de la antigua escuela de Ginny y apagó las luces. A Dumone se le estremeció el pecho al contener la tos. Tim miró por el parabrisas para fingir que no se había percatado.
– ¿Es éste el colegio donde se liaron a tiros aquellos tres adolescentes?
– No. Ése fue el instituto Warren, hacia el sur de la ciudad.
– Críos que disparan contra críos. -Dumone meneó la cabeza, profirió un gruñido y luego volvió a menear la cabeza.
Permanecieron un rato en silencio contemplando la escuela sin iluminar.
– A medida que va pasando la vida -comenzó Dumone-, uno empieza a ver el mundo un poco distinto. No es que muera el idealismo, pero queda mitigado. Uno empieza a pensar y se dice, coño, igual resulta que la vida no es más que lo que nosotros hacemos de ella, y tal vez tenemos el deber de dejar este mundo un poco más limpio de lo que lo encontramos. No lo sé. Es posible que sean chaladuras de viejo. Quizás el poeta tenía razón al decir que la juventud es sabia y todo lo que aprendemos al envejecer nos aleja de esa sabiduría.
– No me gusta la poesía.
– Ya. A mí tampoco. Mi esposa… -Incluso en la oscuridad sus ojos eran de un azul estridente, el azul de los recién nacidos, los cielos estivales y otras cosas discordantes y empalagosas. Intentaba adoptar una actitud de padre adoptivo, con la cabeza gacha y el pellejo acumulado en gruesos pliegues en la sotabarba. Hizo pensar a Tim en un león viejo-. Mira, Tim… ¿Te importa si te tuteo?
– En absoluto.
– Para intentar hallar un significado, dar un significado, influir en las cosas y en la gente para mejor, hay que vadear una zona gris. Y para eso hace falta ética. Es necesario ser ecuánime y justo. Tú eres ambas cosas.
– ¿Y los demás?
– Rayner es vanidoso, y necio, en tanto que la vanidad te vuelve así, pero también es brillante. Y es sumamente competente a la hora de interpretar casos y ver en el interior de las personas.
– ¿Y Robert?
– ¿Tienes algún problema con Robert?
– Me parece que es un poquito… -Tim optó por el adjetivo más desagradable que se le pasó por la cabeza-. Voluble -añadió.
– Es muy bueno sobre el terreno, y muy leal. Tiene contactos un poco peculiares, pero siempre cumple con su cometido.
– Él y su hermano no parecen especialmente dispuestos a plegarse a mis órdenes.
– Tienen que aprender de ti, Tim. Lo que pasa es que aún no lo saben. Estaban convencidos de que su capacidad operativa era suficiente. No veían necesidad de involucrarte, pero yo, Rayner y Ananberg dejamos claro que no estábamos dispuestos a darles carta blanca, ni siquiera a revisar los casos, sin alguien como tú a bordo. Necesitamos que todo funcione no sólo bien, sino a la perfección. Y lo cierto es que eres el único candidato a nuestro alcance que reúne las aptitudes precisas para ello.
– ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?
Dumone hizo una mueca de leve contrariedad.
– Rayner dio contigo tras la muerte de Ginny. Estaba elaborando informes sobre agentes de la ley renombrados en Los Angeles, llevando a cabo exámenes psicotécnicos y todas esas pijadas que hacen los científicos tarados en su despacho. Una vez se centró en ti, los chicos pusieron manos a la obra y obtuvieron información como mejor pudieron. Cuanto más averiguábamos, más nos convencías.
– ¿Quién puede asegurar que «los chicos» acatarán mis órdenes?
– Yo me encargaré de que lo hagan.
– Te tienen miedo.
– No. Respeto. Es posible que les intimide. Los conocí justo después de la muerte de su hermana y les ayudé a capear la desdicha. No me refiero a toda esa mierda de los grupos de ayuda que se reúnen para llorar, sino a lo que ocurre de veras. Les conté mi propia experiencia. La de un poli. Cómo se enfrentan a algo así los polis. Si ayudas a alguien cuando está en una situación tan vulnerable, no lo olvida nunca. Siempre te estará agradecido. Y es posible que me tengan un poco idealizado. Son distintos de ti, distintos a mí, incluso. Necesitan que alguien les marque el camino. Los ato corto y no les quito la vista de encima.
– A mí me parece que se trata de una de esas situaciones en las que es preferible tener al enemigo bien cerquita.
– No exageremos -replicó Dumone-. Son hombres cabales.
– Para lo que el grupo se propone, tienen que ser algo más que eso.
– No. Necesitan un líder. -Se le desató un acceso de tos impregnada de flema que sofocó con el puño-. Un nuevo líder.
– Es posible que no sea el papel que quiero. -Tim tendió la mano hacia las llaves y puso el motor en marcha.
– Lo sé. Por eso te elegí. -Dumone profirió un hondo suspiro, aunque sin caer en la teatralidad-. Lo que no entiende ninguno de los demás es que, para ti, unirte a la Comisión no sería una liberación sino un sacrificio. Tendrías que estar dispuesto a renunciar a tus valores, a tu rectitud. Se ensañarían contigo precisamente la clase de organizaciones e individuos que siempre has admirado. -Alargó el brazo y golpeó a Tim en el pecho con dos dedos huesudos-. Y lo que es peor, en el fondo te considerarías un hipócrita. Pero en momentos de más sosiego, cuando las banderas enarboladas y los eslóganes no tienen tanta importancia, también verás que has hecho algo con resultados tangibles. Es duro abrir brecha cuando estás encima de un atril en medio de la calle, por mucho que el atril sea de platino, de plata o esté hecho de la madera de la mismísima cruz. -Volvió ruidosamente el cuerpo para encararse con Tim y apoyó todo el peso sobre la cadera-. Si aceptas, violarán a menos chicas y asesinarán a menos gente. Y es posible que a la hora del crepúsculo, cuando tengamos que echar cuentas, eso sea lo único que nos consuele.
Tim cayó en la cuenta de que el respeto que Dumone inspiraba con tanta naturalidad, su aire solemne y perspicaz, estribaba en una profunda autoridad moral, y que cualquier esperanza de que se hiciera justicia al margen de la ley residía precisamente en la integridad que encarnaban individuos como él.
– Cuando atracan, violan o asesinan a alguien, la víctima es la sociedad -continuó Dumone-. La sociedad tiene que hacer valer sus derechos. Nosotros no representamos a las víctimas, representamos a nuestra comunidad. Podemos erigirnos en esa voz. Eso que aspiras a conseguir, puede conseguirse aquí mismo. -Esbozó una sonrisa cálida que atenuó el dolor que mostraban sus ojos-. Al menos merece la pena planteárselo.
– ¿Has perdido la puta cabeza? -Dray se acodó en la mesa con la misma mirada de gato acorralado que cuando levantaba pesas o corría. Le cayó una palomita de maíz de un pliegue en la sudadera. Acababa de ver una película de Meg Ryan con Trina, la más inmadura de sus amigas, la única con la que se permitía ir a ver pelis sensibleras, hacerse la pedicura u otras cosas por el estilo que consideraba impropias de una agente de la ley de su categoría, capaz de levantar setenta kilos de peso.
– No lo sé, es posible. -Tim se recostó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos.
El viento que soplaba fuera y azotaba el costado oriental de la casa hacía que la cocina apenas iluminada pareciera una especie de refugio pequeño y tranquilo.
– ¿Has hablado del asunto con Oso?
– Claro que no. No voy a contárselo a nadie.
– ¿Y por qué a mí sí?
Tim notó una presión repentina en el rostro.
– Porque eres mi mujer.
Dray le cogió la mano.
– Entonces, escúchame. Esa gente se está aprovechando de tu sufrimiento. Son como una secta. Como uno de esos grupos de autoayuda en los que sólo hay pirados. No les dejes decidir por ti. Toma tus propias decisiones. -Su tono de voz estaba impregnado de un anómalo cariz de ruego.
– Tomo mis propias decisiones, pero preferiría moverme en un contexto determinado en el que haya alguna clase de orden, en el que rija la ley.
– No. Las instituciones de las que formamos parte constituyen la ley. La que intentan crear ellos está fuera de la ley.
– ¿Y lo que queríais hacer tú y Fowler? ¿Estaba dentro de la ley?
– Al menos era auténtico. Al menos a mí no me hace falta una habitación llena de tipos sebosos que me digan lo que tengo que hacer.
Tim frunció los labios.
– No todos son tipos sebosos.
A Dray no le hizo la menor gracia el comentario.
– No te lo he dicho nunca porque creo que ya eres bastante vanidoso. Y aunque a mí me gusta esa vanidad tuya, no creo que haga falta alimentarla. Pero la verdad es que te enorgullecías tanto de ser agente judicial que resultaba contagioso. Me encantaba cómo hablabas de ello, como si fuera una vocación, igual que si fueras una especie de sacerdote. Y yo me lo tragué, me dejé impregnar de esa energía. Los agentes judiciales no tienen planes ocultos, no son como los del FBI ni como los de la CIA. Los agentes judiciales tienen como único objetivo hacer que se acaten las leyes federales, proteger los derechos constitucionales del individuo, hacer que sigan abiertas las clínicas para abortar, proteger a los niños negros que van a escuelas mixtas en ciudades como Nueva Orleans. -Su rostro reveló una timidez atípica antes de que volviera a fruncir el ceño-. Así que todo esto que me cuentas de la casa de Hancock Park… Me parece increíble que alguien como tú, que juró respetar y proteger la ley, se lo plantee siquiera.
– Ya no soy agente.
– Es posible que no, pero esa «Comisión» -casi escupió la palabra- no se caracteriza precisamente por tener las cuentas claras. Entiendo que quieras dar rienda suelta a tu ira por Kindell, por Ginny, por ti mismo. No te quepa la menor duda de que lo entiendo. Pero tienes que optar por algo real. Pégale un tiro a Kindell y arrostra las consecuencias. ¿A qué viene levantar todo este… andamiaje para disimularlo?
– No es ningún andamiaje. Se trata de hacer justicia. De poner orden.
La expresión de Dray pasó a ser de hastío y exasperación, un semblante que Tim había aprendido a prever e incluso a temer.
– Tim, no dejes que te impresionen con una ética falsa y unas cuantas frases bonitas. -Se mordió la cara interna de la mejilla-. Lo único que quieren es que, en el caso de que no se descubra a ningún cómplice y falléis en contra de Kindell, seas tú quien apriete el gatillo.
– Con toda razón. Habrá tenido un juicio; un juicio centrado en su culpabilidad y no en el procedimiento. Y si descubrimos pruebas de que hubo un cómplice, siempre puedo optar por filtrar esa información a las personas adecuadas y hacer que juzguen tanto a Kindell como al cómplice. Recuerda que no tiene inmunidad porque su caso ni siquiera llegó a juicio. No se trata de matarlo, se trata de que el asesinato de Ginny se aborde como es debido.
– ¿Y de dónde van a salir todas esas pruebas mágicas?
– Tendré acceso a los informes de la defensa y la fiscalía. Y es probable que Kindell contara a su abogado lo que ocurrió aquella noche. Esperemos que haya quedado constancia en sus notas.
– ¿Por qué no acudes directamente al defensor de oficio?
– El letrado de la defensa no me facilitaría información confidencial ni loco. Pero Rayner tiene los contactos adecuados para obtener el expediente. Quizás esos papeles nos acerquen más al cómplice.
– Pues, desde luego, no es la distancia más corta entre dos puntos.
– No se nos dio la oportunidad de tomar el camino más recto, al menos desde el punto de vista legal.
– Bueno, yo he estado indagando un poco sobre el caso. Peeks fue quien contestó a la llamada anónima la noche que murió Ginny. Estaba en recepción, y dijo que quien hizo la llamada parecía muy nervioso, inquieto de veras. Tuvo la sensación de que no era un cómplice o alguien que pudiera estar implicado. No es más que una corazonada, pero Peeks es un tipo con los pies en el suelo.
– ¿Alguna descripción de la voz? -preguntó Tim.
– Nada que nos sirva. Ya te lo puedes imaginar, era un hombre adulto. Ni acento ni ceceo ni nada por el estilo. Es probable que hablara tal cual suele hacerlo.
– También es posible que la suya fuera una buena interpretación. -No cayó en la cuenta de lo mucho que había confiado en la teoría del cómplice hasta que notó cómo le sobrevenía una oleada de desilusión-, O es posible que yo anduviera equivocado. Quizá lo malinterpreté. Igual no fue más que Kindell.
Dray respiró hondo y contuvo el aire antes de volver a soltarlo.
– He estado dando vueltas a la posibilidad de mantener una pequeña charla con Kindell.
– Venga, Dray. Seguro que su abogado le ha insistido en que no diga una palabra sobre el caso. Una nueva confesión podría ponerlo otra vez en el punto de mira.
– Quizá podría convencerlo para que hablase.
– ¿Qué vas a hacer?, ¿molerlo a palos hasta que cante? -Ahora era todo cordura y circunspección, pero se le había pasado eso mismo por la cabeza con una frecuencia alarmante.
– Ojalá. -Dray sonrió-. No, claro que no.
– Si Kindell abre el pico, será para alertar a su cómplice, en el caso de que lo tenga, de que lo buscamos. Y entonces su cómplice estará sobre aviso y cubrirá sus huellas o desaparecerá. Y tú acabarás con una bonita orden de alejamiento pegada en la frente. Lo único que tenemos a nuestro favor es que nadie sospecha lo que estamos haciendo.
– Tienes razón, Tim. Además, si tú y los idiotas de tus amigos acabáis con él, yo sería la primera sospechosa en el caso de que trascendiese que he ido a verlo. -Entrelazó los dedos y se los dobló hacia atrás para hacer crujir las articulaciones-. I le pedido las actas de las vistas preliminares correspondientes a los demás casos de Kindell.
– ¿Cómo?
– En calidad de ciudadana. Están abiertos al público. Como es natural, el estenógrafo no mecanografía las transcripciones del caso a menos que haya una apelación, pero con las vistas preliminares debería bastarme para enterarme de los detalles. Pensé en ponerme en contacto con los detectives de la Policía de Los Ángeles que llevaron los casos para ver qué tienen en sus archivos, pero, después de hablar con Gutierez y Harrison, y teniendo en cuenta quién soy, seguro que no se avendrían a hablar conmigo.
– ¿Cuándo tendrás las actas?
– Mañana mismo. Los empleados de la judicatura no se ponen las pilas cuando no se trata de una orden oficial.
– Me da la impresión de que los dos funcionamos de forma extraoficial.
– No puedes comparar esto con lo que te estás planteando tú. Ni soñarlo.
– Nada es perfecto, Dray. Pero es posible que la Comisión se acerque más a la justicia en sí de lo que hemos visto hasta ahora. Tal vez pueda constituirse en esa voz.
– ¿De verdad quieres llevar tu vida por ese camino? ¿Quieres dedicarte al odio?
– No lo hago por odio. En realidad, me mueve todo lo contrario.
Dray tamborileó bien fuerte con los dedos sobre la mesa. Tenía las manos menudas y femeninas; sus uñas delicadas recordaban a la chica que fue antes de ponerse una armadura de músculo y entrar en la academia. Tim la conoció cuando ya era agente. Durante su primera comida de Acción de Gracias con la familia de ella, cuando sus hermanos mayores le enseñaron con orgullo y cierto aire de advertencia tácita el anuario del instituto de Dray, le costó trabajo reconocer la carilla de duende de las fotos. Ahora era más grande y fornida, y había desarrollado una sexualidad más firme. La primera vez que fueron al campo de tiro, Tim observó a la sombra del alero sus caderas fijas en posición, la funda un poco más arriba de la cintura, el gesto de concentración que le hacía levantar el pómulo hasta debajo del ojo azul acuoso, y no fue entonces la primera vez que le pareció salida de los sueños calenturientos de algún adolescente adicto a los cómics de aventuras.
Tenía los labios fruncidos, perfectamente torneados y un poco ajados. Al mirarlos, Tim cayó en la cuenta de que no deseaba que estuvieran secos de tanto llorar, y eso le hizo pensar en lo mucho que seguía queriéndola. Le había contado la propuesta de Rayner porque era el apoyo que le permitía avanzar en la vida, y esa realidad, esa confianza que se había forjado y consolidado a lo largo de ocho años de matrimonio, seguía vigente a pesar de las circunstancias e incluso del distanciamiento.
– Ven aquí -le dijo Tim.
Ella se levantó y rodeó la mesa mientras él retiraba su propia silla. Se le sentó en el regazo y él se inclinó hacia delante y apoyó la cara contra la cuña de piel que dejaba a la vista por detrás del cuello de su camiseta; lo que sintió fue calidez.
– Ya sé que tienes la sensación de haber perdido muchísimo en muy poco tiempo. A mí me ocurre lo mismo. -Dray se volvió sobre su regazo para mirarlo por encima de su propio hombro-. Pero aún podemos perder mucho más.
Tim acusó una fatiga insólita.
– Estoy harto de dormir en el sofá, Dray. No nos estamos ayudando el uno al otro.
Ella se puso en pie de repente y trazó un semicírculo en la cocina.
– Lo sé. Tengo tanta… ira. Cuando paso por delante del cuarto de baño, la veo encima de la banqueta, lavándose los dientes, y en el patio trasero la veo intentando desenmarañar el hilo de la maldita cometa, esa amarilla que le compramos en Laguna, y siempre que me entra la misma angustia, tengo necesidad de echar la culpa a alguien. Y no quiero que sigamos lanzándonos zarpazos en medio de todo este embrollo. O, peor aún, no quiero que nos comportemos como extraños el uno con el otro.
Tim se puso en pie y se frotó las manos. Le sobrevino una necesidad infantil de gritar, chillar, sollozar y rogar.
– Lo entiendo. -Tenía la garganta cerrada, lo que le distorsionaba la voz-. No deberíamos estar el uno encima del otro si vamos a acabar haciéndonos daño, aunque sólo sea por mezquindades.
– Lo que ocurre es que una parte de mí está convencida de que deberíamos hacerlo. Quizás es algo necesario. Odiarnos. Exteriorizarlo. Luchar y gritar hasta que desaparezca todo el rencor y sólo quedemos… nosotros.
Tim vio en la mirada de su esposa que, en el fondo, opinaba de otro modo, que sólo intentaba convencerse a sí misma.
– Yo no puedo afrontar esa lucha -dijo él-. Si es contra ti, no.
– Yo tampoco. -Dray meneó la cabeza en un gesto desgarbado, como una cría. Volvió a sentarse y la silla crujió. Agachó la cabeza y dejó escapar un suspiro-. Si vas a hacer eso, con esas personas, tendrás que buscar un lugar seguro, porque yo no voy a verme implicada.
– Lo sé.
– Por lo que dices, me parece que se trata de un grupo bastante competente en cuestiones de vigilancia.
– Lo es. Y no quiero que se fijen en ti ni en esta casa. Además, voy a vérmelas con elementos muy peligrosos, y no quiero ponerte en peligro m un ápice si uno de mis objetivos se entera de que estoy al acecho.
Dray lanzó un suspiro y se pasó la mano abierta por la cara, de la mejilla a la frente.
– Entonces, ¿dónde queda lo nuestro?
Se miraron desde lados opuestos de la cocina. Ambos sabían la respuesta. Al cabo, Tim tuvo agallas para decirlo:
– De todos modos, nos conviene separarnos durante una temporada.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Dray. -Ajá.
– Voy a coger mis cosas.
– No es algo definitivo.
– Sólo el tiempo suficiente para recobrar el aliento y adquirir cierta perspectiva.
– Y para que mates a unas cuantas personas. -Apartó la mirada cuando él intentó sostenérsela.
Tim hizo el equipaje en veinte minutos, pasmado de lo poco que había ido acumulando con el paso de los años que ahora creyera esencial. El ordenador portátil, algunas prendas, efectos de aseo… Dray lo siguió en silencio de una habitación a otra como un perro melancólico, pero ninguno de los dos dijo ni una palabra. Con un montón de camisas dobladas sobre el brazo, se detuvo en el umbral de la habitación de Ginny. Mudarse de la casa en la que creció su hija ahora muerta constituía una suerte de transgresión formal, y Tim temía las consecuencias emocionales que aquello pudiera acarrearle.
Mientras cargaba el coche, Dray lo observaba desde el porche, descalza y temblorosa. El aire olía a la barbacoa ya casi apagada de un ve- ciño, un aroma cálido y doméstico. Terminó y se acercó para besarla. Tenía la boca húmeda y seca al mismo tiempo.
– ¿Adónde vas? -preguntó Dray.
– No estoy seguro. -Tim carraspeó bien fuerte, una sola vez-. Tenemos algo más de veinte mil dólares en la cuenta. Es probable que saque unos cinco mil dentro de poco. No te preocupes; dejaré el resto hasta que sepa qué hacer.
– Claro. Lo que tú digas.
Se montó en el coche y cerró la puerta. El reloj del salpicadero indicaba las 12.01. Dray llamó a la ventanilla con los nudillos. Ahora temblaba mucho y se le estremecía el cuerpo de arriba abajo.
Tim bajó la ventanilla.
– Maldita sea, Timothy. -Dray lloraba abiertamente-. Maldita sea.
Se inclinó hacia él y se dieron otro beso; esta vez, uno rápido en la boca.
Tim subió la ventanilla y dio marcha atrás, hacia la carretera. Hasta que no dobló la esquina no cayó en la cuenta de que era el día de San Valentín.
Capítulo 14
Tim aguardaba en su coche al otro lado de la calle con un fajo de billetes de cien dólares en el regazo cuando el gerente entró en el edificio de cuatro plantas en la confluencia de la Segunda y Traction, con un manojo de llaves parecido al de un carcelero y un vaso doble de café humeante que lucía el omnipresente logotipo de Starbucks. Como parte del proceso de remozamiento del centro de la ciudad, los promotores municipales habían hecho una suerte de lifting a las viviendas más económicas. En esa zona de Little Tokio vivían artistas, yonquis en proceso de rehabilitación y demás gente justo al margen de la estabilidad financiera. En edificios así, Tim podía pagar en efectivo sin que nadie le mirara mal. Además, puesto que era una propiedad subvencionada, todos los gastos irían incluidos en el alquiler, lo que le permitiría olvidarse del rastro que las facturas pudieran dejar.
La matrícula de su coche -válida hasta finales de septiembre- la había sacado de un Infiniti hecho papilla en el desguace de vehículos de Doug Kay. Durante sus años de agente judicial, Tim había tenido buen cuidado de suministrar vehículos incautados o destrozados a Kay, precisamente para poder pedirle un favor así en caso de que alguna vez se viera en apuros. Las ruedas las había sustituido el anterior dueño y eran de un modelo Firestone muy común, nada cuyo rastro pudiera seguirse hasta una fábrica en concreto.
Llevaba un nuevo teléfono móvil Nokia en el bolsillo de la camisa. Lo había alquilado calle arriba, en un establecimiento donde los empleados apenas hablaban inglés. Dejó en el mostrador una buena cantidad en depósito y abonó doscientos dólares por un mes de llamadas nacionales sin límite, razón por la que el dueño de la tienda, un tipo diminuto y apergaminado, no se mostró muy meticuloso a la hora de comprobar el nombre falso con el que Tim firmó el contrato. Las llamadas internacionales estaban restringidas. Tim seleccionó la opción de número privado para las llamadas que hiciera él.
En Little Tokio había una buena mezcla de razas, blancos y asiáticos sobre todo, con unos cuantos negros para compensar. Tim podía introducirse en aquel crisol y sacar partido del anonimato y la indiferencia extrema que sólo se da en las zonas urbanas más desfavorecidas.
Tim cruzó la calle a paso ligero acarreando su primera remesa de ropa y entró casi a hurtadillas por la puerta principal. El recepcionista, gay, a juzgar por el pendiente en el lóbulo derecho y la camiseta de JOSIE Y LOS MININOS, un ex aspirante a actor, según se deducía por su porte erguido y su comportamiento teatral, hurgaba en la cerradura de la oficina de recepción mientras mantenía en equilibrio el café y sujetaba un fajo de cartas entre el codo y una lorza en la cintura. Por fin dio con la llave adecuada, abrió la puerta con la rodilla, dejó el correo encima de la mesa y se dejó caer sobre una silla de oficina destripada como si acabara de escalar la ladera norte del Everest sin máscara de oxígeno.
Se las arregló para sonreír cuando entró Tim y bajó el volumen del pequeño aparato de televisión que ocupaba la mitad de su mesa. En la pantalla la retrospectiva de KCOM sobre los hermanos Menendez continuó en silencio.
– Los programas basados en crímenes reales me resultan irresistibles -declamó, más que dijo.
– A mí me pasa lo mismo -afirmó Tim.
La triste habitación, sin duda una portería reconvertida, estaba decorada con unos cuantos retratos enmarcados. John Ritter miraba con aire serio y casi afligido al lado de la dentona Linda Evans. Junto a ellos había una serie de fotografías de veinte por veinticinco de actores que a Tim no le sonaban, aunque supuso que debían de ser antiguas estrellas, por el uso exuberante que hacían de las exclamaciones y sus triviales exhortaciones a perseguir los sueños y mantener la integridad. Todos los retratos estaban firmados con rotuladores fluorescentes y dedicados a Joshua, el recepcionista.
Joshua siguió la mirada de Tim hasta las fotos y se encogió de hombros como si quisiera restarle importancia.
– Unos cuantos colegas míos. De cuando me dedicaba a la interpretación. -Movió los brazos con teatralidad, pero también con un punto de consternación que Tim no pasó por alto-. Los dejé de una pieza en el Ahmanson con mi interpretación de Sancho Panza. -El semblante inexpresivo de Tim lo decepcionó-. Es un papel secundario en un musical. Bueno, no importa. ¿En qué puedo ayudarle?
Tim se acomodó el cúmulo de camisas que llevaba al brazo y la bolsa que le colgaba del hombro. Del bolsillo trasero le asomaba el cable enrollado del ordenador portátil.
– He visto fuera el cartel que anuncia un apartamento vacante.
– Un apartamento vacante. Sí, bueno. Cuánta formalidad. -Joshua sonrió, y Tim cayó en la cuenta de que llevaba brillo de labios-. Le puedo alquilar uno individual en la tercera planta por cuatrocientos veinte dólares al mes. A decir verdad, no le vendría mal arreglarlo un poco, alguna alfombra por aquí y por allá; vamos a dejarlo en cuatrocientos. -Meneó un dedo enjoyado en dirección a Tim a modo de broma-. Pero no pienso bajar de ahí.
– Me parece bien. -Tim dejó el equipaje y contó doce billetes de cien en la mesa que había entre ambos-. Supongo que con esto dejo cubiertos el primer mes y el último, y también el depósito, ¿ estamos de acuerdo?
– Nos entendemos a las mil maravillas. Yo me encargo del papeleo, aunque me parece que lo podemos dejar para más adelante. -Joshua salió de detrás de la mesa y Tim recogió sus pertenencias-. Voy a enseñarle el apartamento.
– Me basta con la llave. No creo que la vivienda tenga ningún dispositivo muy complicado.
– No, eso es verdad. -Joshua ladeó la cabeza-. ¿Qué le ha pasado en el ojo?
– Me di contra una puerta.
El recepcionista correspondió a la amable sonrisa de Tim y luego cogió una llave de uno de los ganchos del tablón que tenía a su espalda y se la entregó.
– Su apartamento es el cuatrocientos siete.
Tim pasó las camisas de un brazo al otro para coger la llave.
– Gracias.
Al retreparse en el sillón, Joshua torció la fotografía de John Ritter. Volvió a enderezarla de inmediato y luego se detuvo, avergonzado. Un bote de espuma de afeitar cayó de la bolsa abierta de Tim y rodó por el suelo. Cargado con su equipaje, no hizo ademán de ir a recogerlo.
Joshua le ofreció una sonrisa triste.
– No tenía que ir por ahí el asunto, ¿verdad?
– No -respondió Tim-. Supongo que no.
La llave correspondía a una cerradura monocilíndrica Schlage. No había pestillo, pero a Tim le dio igual, porque la puerta era maciza y tenía marco de acero.
La estancia cuadrada tenía una sola ventana de gran tamaño que daba a una salida de incendios, una serie de carteles escritos en caracteres japoneses de llamativos tonos rojos y amarillos y una calle abarrotada. Aparte de unas cuantas zonas desgastadas, la moqueta se encontraba en un estado sorprendentemente bueno, y la cocina americana estaba equipada con una nevera estrecha y baldosas verdes desconchadas. En conjunto, el piso resultaba frío y un tanto deprimente, pero estaba limpio. Colgó las cuatro camisas en un armario y dejó la bolsa en el suelo. Se sacó el Sig que llevaba metido en la parte de atrás de los vaqueros y lo dejó en la encimera de la cocina. A continuación sacó una cajita de herramientas de la bolsa.
Con unos cuantos giros de muñeca y un destornillador de punta de estrella, retiró el pomo de la puerta. Sacó el cilindro Schlage del hueco y lo sustituyó por una Medeco, otro artículo que se había agenciado en la chatarrería de Kay. Debido a los seis tumbadores y el espaciado irregular, los ángulos cortados y la profundidad alterada de las llaves, las Medeco eran las cerraduras preferidas de Tim. Resultaba casi imposible abrirlas con ganzúa. El nuevo cilindro venía con una sola llave que Tim se metió en el bolsillo.
A continuación conectó el PowerBook al Nokia y accedió a Internet a través de su cuenta personal. Desconectaría el teléfono fijo del apartamento para evitar que rastrearan ninguna llamada hasta una toma de tierra y una dirección concretas. No le sorprendió ver que su contraseña ya no era válida en la página web del Departamento de Justicia, aunque en ningún caso habría entrado más de lo debido en el sitio, porque sabía que todos los accesos eran minuciosamente controlados y registrados. En vez de eso buscó en Google el nombre de Rayner y obtuvo una lista elemental de artículos y páginas web promocionales de sus libros y proyectos de investigación.
A fuerza de enlaces, descubrió que Rayner se había criado en Los Ángeles, había ido a la Universidad de Princeton y se había doctorado en psicología por la UCLA. Estuvo involucrado en una serie de experimentos de corte progresista por los que fue aclamado y criticado a partes iguales. En uno de ellos, una dinámica de grupo realizada con estudiantes de la UCLA durante las vacaciones de primavera de 1978, separó a los sujetos en rehenes y secuestradores. Los supuestos secuestradores se habían metido hasta tal punto en su papel que empezaron a abusar de los rehenes, tanto psíquica como físicamente, y la investigación quedó suspendida en medio de una tormentosa controversia.
El hijo de Rayner, Spenser, fue asesinado en 1986 y su cadáver abandonado en la autopista 5. El FBI, que tenía pinchado el teléfono de una zona de descanso para camioneros como parte de una investigación sobre el crimen organizado, grabó sin darse cuenta la llamada de Willie McCabe, un camionero aterrado que describía el asesinato a su hermano al tiempo que le pedía consejo sobre la posibilidad de entregarse. La orden para pinchar el teléfono, claro, no era extensiva a alguien como McCabe, de modo que los comentarios en los que se incriminaba no fueron admitidos ante los tribunales.
A Tim se le pasó por la cabeza que Rayner tenía motivos secundarios de peso para no volcar su sed de venganza en McCabe, porque, al seguir en libertad el asesino de su hijo, su causa parecía más justa y le daba gancho comercial. Además, la conexión de Rayner con McCabe era del dominio público. Sería el sospechoso principal en caso de que se detectara juego sucio.
Después de que se sobreseyera el caso de McCabe, Rayner empezó a centrarse en los aspectos legales de la psicología social. Un periodista llegaba a referirse a él como experto constitucional. Rayner y su mujer, como una alarmante mayoría de las parejas que pierden un hijo, se separaron antes de pasar un año del fallecimiento de éste. Tim no pudo por menos de acusar la incomodidad que le provocó pensar que si se divorciaba de Dray estaría contribuyendo a incrementar las estadísticas.
Rayner había adquirido auténtica notoriedad después de la muerte de su hijo, con la publicación de su primer best seller, una investigación sobre psicología social presentada en forma de libro de autoayuda. Tim encontró una reseña en Psychology Today en la que se denunciaba que los libros de Rayner eran cada vez más triviales y anecdóticos. Desde luego no había afectado a las ventas. Otro artículo dejaba constancia de que había ido relegando su faceta docente, aunque no dejaba claro si había sido decisión suya o de la universidad. Ahora era profesor adjunto y, de tanto en tanto, impartía dos cursos para estudiantes de licenciatura que tenían una aceptación desmesurada.
A continuación Tim accedió a la página web del Boston Globe e hizo una búsqueda centrada en Franklin Dumone. No le sorprendió averiguar que, a lo largo de sus treinta y un años de servicio, Dumone había sido un detective de lo más competente al que luego habían ascendido a sargento. A causa del índice de detenciones de la Unidad de Delitos Mayores mientras estuvo a su cargo, Dumone se había convertido en una suerte de leyenda local. Se jubiló después de llegar a casa una noche y encontrarse a su mujer apaleada y estrangulada. El presunto asesino era un tipo que acababa de salir de la cárcel tras cumplir una condena de quince años; Dumone era el agente que lo arrestó con una niña de cinco años aún con vida en el maletero del coche. La sentencia impuesta al asesino, como en muchos otros casos, no había hecho sino darle tiempo para que cobrara cuerpo su idea de venganza.
En los archivos de la página web de la Detroit Free Press sólo había algún que otro artículo acerca de los gemelos Masterson, la mayoría de ellos eran comentarios de relleno acerca de hermanos o gemelos en las fuerzas policiales. Habían sido efectivos de primera y agentes extraordinarios sobre el terreno con sus unidades especiales, pero se mantuvieron en un anonimato casi completo hasta que el cadáver rígido de su hermana apareció enterrado en la arena debajo del malecón de Santa Mónica. Se había mudado a Los Angeles pocas semanas antes. En las entrevistas, Robert y Mitchell expresaban sin tapujos el convencimiento de que la policía de Santa Mónica no había llevado a cabo la investigación de manera competente. Cuando el caso contra el presunto asesino de su hermana fue sobreseído, después de que las pruebas fueran recusadas debido a errores en la cadena de custodia, sus respuestas se tornaron aún más vitriólicas. El combustible que alimentaba su antagonismo hacia Los Ángeles, expresado con toda vehemencia en casa de Rayner, saltaba a la vista.
Varios meses después se publicó otra serie de artículos cuando los gemelos alcanzaron ante los tribunales un acuerdo por el que percibirían dos millones de dólares de un periódico sensacionalista que había publicado fotos del escenario del crimen que, además de resultar atroces, se habían obtenido ¡legalmente.
Tim llamó a contactos de confianza en seis organismos gubernamentales e hizo que cada uno de ellos investigara a un miembro diferente de la Comisión. Los diversos rastreos no arrojaron ningún resultado: nada de deudas, nada de órdenes de búsqueda y captura, nada de acusaciones por crímenes en el pasado, nadie que estuviera siendo investigado en la actualidad. Le hizo gracia averiguar que Ananberg había sido detenida cuando iba al instituto por posesión de marihuana. Debido a su destreza tecnológica, el Cigüeña había sido admitido en el FBI a pesar de que no cumplía los requisitos físicos. El deterioro de su salud le había obligado a jubilarse anticipadamente ocho años atrás, apenas cumplidos los treinta y seis. Un colega de Hacienda le dijo a Tim que Rayner llevaba una década abonando impuestos federales que cada año ascendían a siete cifras.
Aparte de Tim, ninguno estaba casado en la actualidad, lo que simplificaría las cosas. Dumone, el Cigüeña y los gemelos no disponían de una dirección fija, un dato que no sorprendió a Tim. Al igual que él, se habían ocultado en alguna parte, seguros y protegidos, antes de embarcarse en un proyecto como la Comisión.
En una tienda de muebles de oferta, Tim compró un colchón, una cómoda sencilla y una mesa. El hijo del dueño del establecimiento le ayudó a descargar los muebles de la camioneta y subirlos al apartamento. El chico, que a todas luces se había distendido el hombro en otra entrega, se condujo con cautela, de modo que Tim le dio una generosa propina. Luego compró unos cuantos artículos esenciales más, como ropa de cama, sartenes y una televisión Zenith de diecinueve pulgadas, y desembaló lo poco que se había llevado de casa.
Hojeando las esquelas del L.A. Times, encontró la de un hombre blanco de treinta y seis años que acababa de morir de cáncer de páncreas. Tom Altman; un nombre con el que Tim se veía capaz de vivir. Contrastó el nombre con un listín de teléfonos que le prestó Joshua y encontró una dirección en la zona oeste de Los Angeles. De camino se detuvo en unos almacenes y compró unos guantes gruesos y un impermeable de manga larga. Hurgar en la basura podía ser un asunto de lo más sucio.
Sus precauciones, sin embargo, resultaron innecesarias. La casa estaba vacía y los cubos de basura, ocultos tras una verja en un patio lateral, no estaban muy sucios. Encontró un fajo de facturas de hospital debajo de un filtro de cafetera usado en las que figuraba con toda claridad el número de póliza del seguro médico de Altman, que era el mismo que el de la Seguridad Social. Puesto que, casualmente, Tim estaba registrando los cubos justo después del ciclo de facturación de mediados de mes, no tuvo que ahondar mucho para dar con una factura de la luz, otra del teléfono y unos cuantos cheques cancelados, todo ello en bastante buen estado. De camino al Banco de Los Angeles, paró en Correos y cogió un formulario de cambio de domicilio, de validez nula sin más documentación, pero cuyo aspecto, una vez cumplimentado y acompañado de un buen fajo de papeles, resultaba creíble.
La cajera del banco se mostró comprensiva cuando le explicó que había perdido el carné de conducir. Bastaba con su número de la Seguridad Social y las facturas recientes, y, gracias a que Altman había tenido el detalle de dejar un buen índice de solvencia crediticia, salió de allí con los documentos que confirmaban sus nuevas cuentas corriente y de ahorro, así como una tarjeta procesada en el acto que podía servirle de Visa.
Todo ello lo acompañó en un agradable paseo a última hora de la mañana hasta Parker, en Arizona, a tiro de piedra de la frontera, donde presentó toda la información y explicó al displicente empleado del Departamento de Vehículos Motorizados que había perdido el carné de conducir expedido en California pero, de todos modos, tenía intención de sacarse otro en Arizona, porque veraneaba en Phoenix. Las cuatro horas del trayecto de regreso las dedicó a maravillarse del inmenso vacío que constituía la mayor parte de California y a pensar cómo las llanuras agrietadas por el sol constituían una metáfora que ni pintada para reflejar el aspecto de sus entrañas desde el momento en que Oso se había presentado a la puerta de su casa once días atrás.
Al caer la noche, Tim estaba sentado en el suelo de su apartamento con la espalda apoyada contra la puerta de entrada, contemplando a través de la amplia ventana el parpadeo de las luces de neón y los dibujos que conformaban en el techo de la sala. Intentaba acomodarse a una cacofonía de nuevas sensaciones: paredes delgadas y susceptibles, conversaciones en otros idiomas, el hedor a pollo rancio en la trascocina. Echaba de menos su casa de Moorpark, sencilla y bien cuidada, pero, sobre todo, echaba de menos a su mujer y su hija. La primera noche en el nuevo piso confirmó lo que ya sabía: nada volvería a ser igual. Se había sumido en una nueva vida, como un renacimiento, como una muerte, y con ello le sobrevino una sensación de estupor permanente, de verse arrastrado por una corriente submarina. En el pequeño útero de la habitación, sin antecedentes, pistas ni necesidad de marcharse, nada que lo vinculara al mundo exterior, por fin se hallaba a salvo de la telaraña de corrosión que ese mundo exterior debía de estar urdiendo para arrojársela a la cara. Desde allí se sentía lo bastante fuerte para contraatacar.
Miró los tres artículos más voluminosos que había adquirido: el colchón, la mesa y la cómoda. El orden en que estaban dispuestos no transmitía la menor sensación de comodidad ni mermaba su esencia de meros objetos, cosas prácticas de forma rectangular ubicadas sobre la moqueta. Pensó en los detalles que una mujer -incluso Dray, con su sensibilidad de chicazo- era capaz de aportar a una habitación. Una suerte de atenuación de los contornos, una cierta idea de que hay que convivir con el espacio, y no meramente vivir en él.
Recordó las contorsiones de Ginny al carcajearse con dibujos animados como los Rugrats, la ilusión jubilosa -sí, jubilosa- que le entraba a él cada vez que podía salir de trabajar un poco antes para recogerla en el colegio, como si de una cita se tratara, y cómo permanecía sentado en el coche y la observaba atentamente unos momentos antes de bajarse e ir a por ella. Ginny colmaba el mundo de excesos pueriles como sonrisas sinceras, rabietas que hacían temblar el suelo o golosinas y prendas de vestir de colores chillones. Cayó en la cuenta de lo gris e inerte que había dejado el mundo al marcharse, y cómo él era todo abstinencia y templanza, era todo tonos apagados.
No estaba muy seguro de poder vérselas con un mundo que soportaba su ausencia sin mayores problemas.
Parpadeó con fuerza y las pestañas se le quedaron perladas de lágrimas. La soledad se cernió sobre él.
Se vio aferrado al auricular; se vio marcando el número de teléfono de su casa.
Dray contestó nada más sonar.
– ¿Sí? ¿Sí?
– Soy yo.
– Pensaba que me llamarías anoche. Hoy.
– Lo siento. No he parado un momento.
– ¿Dónde estás?
– He encontrado un pisito en el centro.
La oyó suspirar.
– Dios bendito -dijo-. Un pisito. -Al permanecer en silencio, se oyó el leve zumbido de la línea, y luego siguió oyéndose un poco más.
Tim abrió la boca dos veces en los instantes siguientes, pero no consiguió dilucidar qué era lo que hacía falta que dijeran. Al cabo, preguntó:
– ¿Estás bien?
– La verdad es que no. ¿Y tú?
– La verdad es que no.
– ¿Dónde puedo localizarte si te necesito?
– Voy a darte el número de mi móvil. Memorízalo y no se lo des a nadie: tres, dos, tres, cuatro, siete, uno, uno, dos, uno, tres. Lo tendré conectado los siete días de la semana, Dray. Basta con que marques esos diez números.
Oyó de nuevo el roce de su mejilla contra el auricular y se preguntó qué expresión tendría. Pensó en el teléfono hocicándole la mejilla a Dray y, a continuación, pensó en sí mismo en aquel frío apartamento.
– Ya he hablado con algún que otro amigo nuestro -dijo ella-. Pero a Oso se lo deberíamos contar juntos. He pensado que podríamos invitarle mañana a casa. ¿Te va bien a la una?
– Vale.
– ¿Timothy? Yo…
– Ya lo sé. Yo también.
Dray colgó, y Tim cerró el móvil con un gesto brusco y se lo apoyó en los labios. Permaneció sentado, distraído e inerte, con el teléfono apoyado en la boca, durante cerca de veinte minutos, intentando dilucidar si de veras iba a seguir adelante con el plan que había estado pergeñando.
Se puso en pie y encendió la tele para mermar la sensación de soledad; la voz conocida de Melissa Yueh inundó la habitación.
«… Jedediah Lañe, el presunto terrorista de extrema derecha, ha sido puesto en libertad hoy en medio de un gran alboroto. Estaba siendo juzgado por haber puesto gas nervioso en la Oficina Regional del Censo, un atentado terrorista que se cobró ochenta y seis vidas. Este atentado fue el más grave acaecido en Estados Unidos desde el del World Trade Center, y el más cruento perpetrado por un ciudadano estadounidense desde el atentado de Timothy McVcigh en 1995 contra el Edificio Federal Murrah en Oklahoma City. A pesar de que llegó a provocar al juez con sus bufonadas en más de una ocasión, Lañe fue declarado inocente por el jurado. El fiscal aseguró que Lañe tuvo la suerte de que se hubieran desestimado buena parte de las pruebas contra él. Las declaraciones de Lañe después del juicio han desatado un vendaval de indignación en la comunidad.»El reportaje pasó por corte a un plano de Lañe, escoltado por la policía en medio de una nube de periodistas, esquivando cámaras y micrófonos.
«No estoy diciendo que fuera yo -mascullaba en un tono de voz quedo, casi afable-. Pero en el caso de que hubiera sido, con ello habría reafirmado los principios sobre los que se fundó esta nación.»De nuevo paso por corte a la expresión de desdén apenas disimulado de Yueh.
«Sintonicen nuestra cadena el viernes a las nueve cuando, en una retransmisión especial de KCOM, entrevistaré en directo a este controvertido personaje. Véanlo tal como está pasando.
»En el mismo orden de cosas, continúa la construcción del monumento conmemorativo a las víctimas del atentado de la Oficina Regional del Censo. El renombrado artista africano Nyaze Ghartey diseñó el monumento, una escultura metálica de un árbol de más de treinta metros de altura. El árbol, que domina el centro de Los Ángeles desde su ubicación en Monument Hill, se encenderá por las noches para representar con cada una de sus ramas a uno de los niños fallecidos y con cada una de sus hojas a una víctima adulta.»La imagen mostró un boceto del arquitecto en el que el árbol se erigía en toda su altura sobre el parque federal. La luz que emanaba del interior del tronco proyectaba haces por una miríada de agujeros en la estructura de metal. El monumento transmitía una sensación de esperanza, como si se tratase de un árbol de Navidad: muy llamativo, muy exagerado, muy al estilo de Los Angeles.
«Ghartey, que provocó cierta controversia durante el juicio como tranco detractor de la pena de muerte -proseguía Melissa Yueh desde el televisor-, es tío de uno de los diecisiete niños que murieron en el atentado con gas nervioso, el pequeño Damion LaTrell, de ocho años.»Apareció en pantalla la fotografía de un niño con peto y una sonrisa forzada en los labios.
Tim apagó la tele y cogió el Sig de la encimera de la cocina. Al cerrarse a su espalda, la puerta emitió un eco sepulcral pasillo adelante.
Aparcó a la vuelta de la esquina del domicilio de Rayner. Las verjas de hierro forjado eran más un elemento ornamental que de seguridad; Tim las sorteó sin problema gracias a una abertura practicada para acomodar la rama inclinada de un venerable roble. Las puertas y ventanas delanteras estaban bien protegidas, pero la entrada de atrás no tenía más que un sencillo cierre de disco que abrió sin dificultad con una llave inglesa y una ganzúa de medio rombo.
Entró en la planta baja con el Sig metido en los pantalones. Al lado de la escalera había una sala de reuniones impresionante, con lámparas de pie y sillones de cuero dispuestos en torno a una mesa odiosamente larga. En la pared opuesta colgaba un solemne retrato al óleo de un niño cuya edad coincidía, poco más o menos, con la que tenía Spenser, el hijo de Rayner, cuando fue asesinado. El cuadro ofrecía un aire curiosamente póstumo, como si estuviera pintado a partir de una fotografía. En el rincón más alejado de la sala colgaba del techo un aparato de televisión.
Tras echar un vistazo a las demás habitaciones de la planta baja, entró en la biblioteca. Dio con la caja de color cereza que había encima de la mesa y cogió el 357 que contenía.
Luego subió la escalera.
Encendió la gruesa linterna y dirigió el áspero haz sobre los dos bultos que percibió bajo las mantas de la cama de Rayner. La linterna Mag-Lite, que albergaba cuatro pilas grandes en su grueso mango metálico, producía un efecto que era una cuarta parte iluminación y tres cuartas partes intimidación. Tomó asiento encima del respaldo de un silloncito que había desplazado en silencio desde su ubicación delante del lavabo empotrado, y puso los pies sobre el elegante asiento de terciopelo al tiempo que acomodaba las posaderas en el respaldo. El Sig y el 357 sobresalían de sus vaqueros por ambos costados, igual que las protecciones laterales de un jugador de fútbol americano.
La silueta más grande se movió y levantó un brazo hacia la luz. Rayner apareció con los ojos entornados cuando las lujosas sábanas se le resbalaron sobre el pijama a la altura del pecho. Como era de prever, la confusión se tornó pánico, y poco después tanteaba de cualquier modo el cajón de la mesilla y apuntaba un revólver tembloroso en dirección a Tim.
Éste apagó la linterna. Silencio. Rayner alargó la mano y encendió la lámpara, que iluminó el teléfono dotado de un sofisticado dispositivo de grabación que Tim sólo había visto en casa de algún amigo suyo del Servicio Secreto. El rostro de Rayner, tenso y sudoroso, se tranquilizó.
– Dios, me ha dado un susto de muerte. Imaginaba que llamaría.
Tim desvió la mirada hacia el dispositivo que había junto al teléfono, preparado para grabar la llamada entrante. En caso de que Tim se convirtiera en un estorbo, Rayner podría montar la grabación como mejor quisiera para luego dejarla en malas manos. La garantía de destrucción de la que había hablado no era tan mutua, después de todo.
Al oír la voz de Rayner, el bulto que había en la cama a su lado salió de entre las sábanas. Tenía el rostro soñoliento y un poco hinchado, el cabello oscuro caído sobre los ojos. Aunque Rayner estaba sonrojado hasta las orejas, ella no parecía asustada ni avergonzada en absoluto. Un tanto satisfecha, quizás, algo que, por lo que sabía de ella, no sorprendió a Tim. Rayner seguía entumecido del susto, el arma aferrada con ambas manos como una manguera de riego esquiva.
– Mis condiciones son las siguientes -empezó Tim-: En primer lugar, si algo me incomoda, aunque sea lo más mínimo, el acuerdo queda anulado. Me largo. En segundo lugar, tengo control absoluto sobre la operación. Si alguien de mi equipo empieza a cargar las tintas, me reservo el derecho a hacerle entrar en razón. En tercer lugar, deje de apuntarme a la cabeza. -Esperó a que Rayner obedeciera y luego continuó-. En cuarto lugar, exijo que se respete mi intimidad. Como usted ve, no es muy agradable que le pillen a uno con la guardia baja. En quinto lugar, ya he cogido el 357 con el que me tentó el otro día, y me lo voy a quedar. En sexto lugar, la primera reunión de la Comisión se celebrará en la sala de abajo, mañana a las ocho en punto. Informe a los demás.
Se bajó del sillón.
– Podría haberle pegado un tiro -dijo Rayner.
Tim se llegó a los pies de la cama y abrió una mano de la que cayeron seis balas sobre el edredón, a los pies de Rayner.
Mientras regresaba escalera abajo en plena oscuridad, no pudo por menos de esbozar una sonrisa.
Capítulo 15
Al enfilar el sendero de entrada de su casa -ahora de Dray- tuvo la sensación de que regresaba a lugar seguro. Aparcó el coche y permaneció un momento sentado, admirando la perfecta alineación de las tejas que, una hilera tras otra, había colocado en el tejado, los bloques de hormigón del sendero de entrada que había vuelto a colocar y desbastar tras los últimos temblores de tierra. Tad Hartley, que cortaba el césped de la casa de al lado vestido con vaqueros y cazadora del FBI, levantó la mano para saludarlo en silencio y Tim se sintió como un embustero al responder a su saludo.
Bajó del coche, recorrió el sendero y llamó a su propio timbre; una sensación de lo más extraña.
Tim oyó la voz de Dray y los pasos de Dray antes de que abriera la puerta.
– Coño, Oso, qué pronto vienes. Quería…
Cuando finalmente abrió la puerta, aunque parpadeó incrédula, no consiguió disimular su expresión de congoja.
– ¿Qué haces, Timothy? Llevas ocho años entrando a esta casa por el garaje.
Se le notó cierta dificultad para decidir hacia dónde dirigir la mirada.
– Lo siento. No quería… No sabía qué hacer.
Dray dio un paso atrás. Iba de uniforme. Probablemente trabajaba de tarde, lo que suponía que iba a tener que presentarse para recibir sus órdenes a las tres.
– Muy bien, señor Rackley. ¿Quiere hacer el favor de entrar? -Regresó a la cocina a paso ligero sin esperar a que él la siguiera. Una vez la tuvo fuera de su vista, Tim se dedicó a ordenar las diversas secciones del periódico desperdigadas por el sofá.
– ¿Le apetece algo de beber, señor Rackley?
– Ya lo he pillado, Dray. Y sí, me apetece agua.
Ella entró de nuevo en el salón con el vaso sobre un plato que llevaba a guisa de bandeja y un trapo colgado del brazo como si fuera la servilleta de un camarero. Ambos rompieron a reír.
Luego se desvanecieron las sonrisas y Tim, que no tenía frío, se frotó las manos.
Dray le entregó el agua y se sentó delante de él en el sofá de dos plazas.
– Ayer conseguí las actas del caso de Kindell. Son un tocho de cuidado. Estuve revisándolas hasta bien entrada la noche.
– ¿Y bien?
– Lo de la vez que enseñó el pito no tiene mayor interés. Pero en los dos casos de abusos deshonestos había un cómplice, cosa rara tratándose de un pedófilo, hasta donde yo sé, lo que respalda en cierta medida tu teoría.
– ¿Y esos cómplices?
– Los dos en chirona. No consiguieron librarse con la historia de que estaban chalados. En ambos casos eran el cerebro del crimen, los que habían organizado el espectáculo y habían ido a verlo. Los dos eran oficinistas, uno de ellos contable. Kindell es el tarado incapaz de planear nada.
– De modo que tenemos un cómplice que quería participar en la juerga, pero Kindell lo llevó más lejos de la cuenta. -El sonido de sus propias palabras le produjo una oleada de náuseas que se esforzó en ahuyentar.
– Exacto. Lo que explicaría por qué estaba ese tipo tan cabreado cuando hizo la llamada anónima. Esperaba un buen espectáculo, no un asesinato.
– Los hay con ética.
– Y lo de que telefoneara al número privado de la comisaría para no dejar huella de su llamada coincide con el perfil de un buen planificado^ un tipo más organizado.
Permanecieron unos instantes absortos en sus propios pensamientos. Tim aún no se había acostumbrado a la sensación de vaivén que le producía cada nuevo avance en el caso de Ginny. Se le pasó por la cabeza que quizá no llegaría a acostumbrarse nunca.
Cuando levantó la vista, el semblante de Dray se había ensombrecido.
– Ya sé que acordamos estar un tiempo separados, pero no contaba con esto -dijo-. El truco de tu desaparición. El número de teléfono secreto. La mudanza al centro… Ya tuvimos suficiente cuando estabas con los Rangers.
– No se trata de que tengamos que estar separados porque me han destinado a alguna parte. Se trata de salvar nuestro matrimonio distanciándonos un poco.
Tim dedujo por el modo en que su esposa torcía la boca que estaba de acuerdo con él. Se había maquillado levísimamente, cosa que por lo general reservaba para las noches de fin de semana, un gesto que a Tim le pareció encantador y desesperado al mismo tiempo. Sobre todo teniendo en cuenta que tendría que desmaquillarse antes de irse a la comisaría.
– Estar sola en esta casa… -Repelió un estremecimiento-. Y el silencio. Y las noches. -Tenía tendencia a contar con los dedos aquellos asuntos que no enumeraba por orden, un cambio entrañable respecto de su habitual precisión.
– Cada vez será más fácil -dijo Tim en voz queda-. Ya te acostumbrarás.
– ¿Y si no quiero?
– ¿No quieres, qué?
– Acostumbrarme a vivir sin ti. Y… -Metió las manos abiertas entre los muslos cerrados-. Quizá no quiero acostumbrarme a que Ginny ya no esté. Parte de mí quiere acarrear ese… ese dolor allí donde voy, porque al menos la mantiene a mi lado. Y si desaparece, ¿qué me queda? Anoche no podía dormir porque no recordaba de qué color eran los zapatos que llevaba a la escuela. Los malditos Keds que tanto le gustaban. De modo que a las cuatro de la madrugada seguía levantada, hurgando en su armario, entre sus cosas. -Frunció los labios-. Rojos. Eran rojos. Llegará el día en que ya no lo recuerde. Luego no recordaré cuáles eran sus dibujos animados preferidos, o qué talla de pantalones vestía, y después no seré capaz de recordar qué aspecto tenían sus ojos cuando reía, y entonces ya no me quedará nada de ella.
– Tiene que haber un término medio entre el alivio y la indiferencia.
– Pero ¿dónde está?
– Creo que cada uno debe buscarlo por sí mismo.
Se estudiaron el uno al otro desde lados opuestos del metro y medio de moqueta que los separaba.
Sonó el timbre. Tras el segundo timbrazo, Dray apartó la mirada y acudió a la puerta. Oso la abarcó en un inmenso abrazo y ella le palmeó las costillas.
– ¿Qué tal tienes el costado?
– Da igual. Pero vosotros dos… -Oso abrazó a Tim y éste se preparó para recibir la doble palmada en la espalda, que llegó como un cañonazo-. ¿Dónde coño te has metido? Ayer te dejé dos mensajes.
– Hemos… tenido problemas.
Oso se asentó igual que una vieja máquina que hubiera estado retemblando hasta detenerse.
– Oh, no.
Se llegó a pasos pesados hasta el sofá de dos plazas, que ocupó en su totalidad, lo que obligó a Dray a sentarse en el sofá al lado de Tim. El y Dray se cogieron de la mano en un gesto nervioso y luego se soltaron. Oso observó sus movimientos con temor.
– Vamos… a separarnos, Oso. Una temporada.
Oso palideció.
– No me jodáis. -Se dio una palmada en el muslo y luego se cruzó de brazos y los miró con aire pensativo. Por lo visto, se había fijado en el ojo morado de Tim, pero no hizo ningún comentario-. Os dejo solos un par de días y me salís con éstas. Os separáis. Es cojo- nudo. -Se puso en pie, inquieto, y luego volvió a sentarse-. ¿No hay nada de beber en esta casa?
– No -respondió Dray-. Se nos ha acabado.
– Vale. Vale. -Levantó sus manazas y luego las dejó caer sobre las rodillas con una fuerte palmada-. Pues igual me podéis explicar qué significa «separarse». Nunca lo he entendido. O estáis casados, o estáis divorciados. ¿Qué significa «separados»?
– Bueno -dijo Dray-. Yo…
– ¿Cómo se termina con una «separación»? La gente «separada» no se encuentra de repente otra vez junta, ¿verdad? Yo creo que decir «separados» es un eufemismo acojonado para decir «divorciados». ¿No es eso? -Empezaban a aflorarle manchas rojizas en la piel sin afeitar de la cara y el cuello.
– Escucha, Oso, cuando pierdes un hijo…
– No me vengas con estadísticas, Dray. Las estadísticas me importan una mierda. Tú eres Dray y tú eres Tim. Sois mis amigos y os lleváis mejor que cualquier otra pareja que haya visto. -Jadeaba y les señalaba con el dedo-. Si no creéis que es ahora cuando más os necesitáis el uno al otro, es que estáis locos.
– Oso -dijo Tim-, tranquilo.
– No voy a…
– Tranquilo.
Oso respiró hondo unas cuantas veces y luego ladeó la cabeza y alzó las manos como para dar a entender que estaba mucho más calmado.
– Muy bien -dijo-. De acuerdo. ¿Quién soy yo para deciros lo que tenéis que hacer? Supongo que ya sabéis lo que más os conviene. Supongo que ya lo sabéis.
Tim tomó aire y lo retuvo antes de expulsarlo.
– Cuando ocurre algo así, como lo de Ginny, todo se viene abajo. Uno tiene la sensación de que se produce un desgarrón, una fisura, e intenta arreglarlo, pero no puede. Y cuanto más esfuerzo se invierte, más se desgaja todo, y no merece la pena afanarse en ello porque acaba por dar al traste con todo lo que tuviste. -Se pasó la lengua por los labios y luego lanzó una fugaz mirada de soslayo a Dray-. Lo que tenías antes es algo precioso que no quieres ver profanado, de modo que quizá lo mejor sea darse por vencido mientras aún queda algo intacto, porque no soportarías verlo…
Dray tenía el puño apretado contra los labios como si intentase contener algo. Oso, incrustado en el sofá de dos plazas, estaba absolutamente alicaído.
Tim se puso en pie, posó una mano sobre el suave cabello rubio de Dray y la dejó resbalar hasta tocarle el borde de la mejilla.
Cuando Tim desandaba el sendero de regreso a su coche, con los hombros doloridos igual que si hubiera descargado o levantado un peso enorme, Tad Hartley dejó de podar el seto un instante para saludarle de nuevo.
Sentado a su endeble mesa de cara a la ventana, con poco más que hacer que esperar a su cita de las ocho, Tim contemplaba la escena de la calle desconocida a sus pies y se dedicaba a profundizar en los infinitos pliegues y recovecos de la tristeza.
Debido a una cesárea con complicaciones posoperatorias, Dray había tenido que guardar cama durante las tres primeras semanas de vida de Ginny. Tim fue quien hubo de pasar las noches en vela meciendo a Ginny o preparándole el biberón cuando lloraba. Inventó cuentos para ahuyentar al monstruo del árbol frente a su ventana cuando la niña tenía tres años. Hizo las veces de negociador con un abusón en el jardín de infancia, arrodillado junto a su hija temblorosa.
Había hecho del mundo un lugar más seguro para Ginny. Le había enseñado a ser confiada.
Y no debería haberlo sido.
Cada vez que creía haberse familiarizado con sus contornos, la pena lo sorprendía; siempre abundante, sin límite aparente. Se abandonó a ella y dejó que se extendiera por todo su ser, nociva y dolorosa y, al cabo, balsámica.
Tras cuarenta y cinco minutos se juzgó egoísta e inútil, de modo que hizo un esfuerzo y salió a correr un rato. Desacostumbrado a la contaminación ambiental y los tubos de escape, acabó en una esquina, doblado por la cintura, tosiendo igual que un minero que fumara tres paquetes de cigarrillos al día. Ducharse y ponerse en camino hacia la casa de Rayner no fue sino un inmenso alivio. La Comisión, comprendió con alegría e inquietud a partes iguales, le suponía un acicate.
Le daba un objetivo.
Rayner hacía gala otra vez de su don de gentes cuando salió a recibir a Tim a la puerta. No había el menor rastro de resentimiento por la intrusión de Tim la noche anterior. Tras saludarlo con efusión, lo llevó a la sala de reuniones donde aguardaban los demás. Ananberg volvió el sillón para mirarlo de cara, las piernas cruzadas bajo una falda azul marino corta al tiempo que sobria.
El Cigüeña, que llevaba otra camisa hawaiana, ésta mezcla de verdes y azules, se levantó para saludar a Tim. Tenía la mano blanda y húmeda, flácida al tacto, y se le estaban pelando la nariz y la calva, a pesar de que llevaba meses sin que el sol calentara lo suficiente para quemar a nadie.
– Me gustaría darle la bienvenida a la Comisión, señor Rackley. -De cerca, tenía un aspecto más extraño incluso, con su barbilla diminuta, los rasgos difuminados y el labio superior retorcido.
Mitchell estaba recostado en el sillón de cuero grande con las zapatillas Nike apoyadas en el borde de la superficie de mármol de la mesa. Robert, al otro lado, era como su imagen en un espejo.
Dumone se acercó y miró a Tim con una sorprendente expresión de orgullo. Por un instante, Tim creyó que iba a abrazarlo, y se le quitó un peso de encima cuando le tendió la mano. Cuando Tim se la estrechó, él le cogió el brazo derecho por el codo.
– Estaba seguro de que podía contar contigo, Tim.
A los lados de la puerta, como si de lacayos se tratara, había sendas trituradoras de documentos con una papelera cada una. El confeti visible en los cuencos transparentes evidenciaba que las máquinas cortaban en sentido tanto vertical como horizontal. No había ni un solo trozo de papel mayor que una uña.
En la barra se veían dos jarras de agua y un juego de vasos.
Tim se fijó en la mesa, donde habían colocado fotografías enmarcadas delante de siete de los sillones. Frente al lugar del que se había levantado Dumone, había un retrato en blanco y negro de una mujer con un peinado propio de la década de los años setenta. Delante de Robert y Mitchell había sendas copias de una misma foto, la de una rubia impresionante, que no debía de llegar a los veinte años, montada a caballo. Tim rodeó la mesa hasta llegar al que supuso era su sillón. Ginny lo miró desde el fino marco plateado con una mueca boba y un tanto incómoda. Era su foto de segundo curso, la que había publicado L. A. Times. Verla en un entorno nuevo y ajeno le resultó desgarrador. La cogió y la contempló como si no la hubiera visto nunca.
– Nos hemos tomado la libertad -dijo Dumone.
Tim consintió en la manipulación y permitió que su pena se tornara ira, lo que le dio más empuje. Pensó en Kindell, que se despertaba cada mañana en el garaje manchado con la sangre de Ginny, se preparaba la comida y respiraba el aire con toda impunidad. Imaginó la oportunidad de pasar diez minutos a solas en una habitación con Kindell, y las manchas que le gustaría dejar en las paredes.
Robert asintió en dirección a la foto de Ginny.
– Ya sé que resulta un tanto raro y…
– … Algo así como un ritual… -continuó Mitchell.
– … Pero es bueno tener las fotografías cerca. Nos ayudan a no perder de vista el objetivo. -Robert dirigió la mirada hacia el retrato de Ginny y su rostro se distendió en una expresión de amarga tristeza, la primera fisura en su fachada adamantina.
– Lamentamos mucho lo de su hija -dijo Mitchell-. Fue una atrocidad.
La pena compartida, agravada.
– Gracias -respondió Tim en voz queda.
Rayner hizo una señal a Dumone.
– ¿Por qué no le toma juramento?
Dumone carraspeó un tanto incómodo y empezó a leer un texto escrito en un cuaderno de páginas amarillas. El juramento era un breve compendio de los puntos que ya abordaran un par de días atrás en la biblioteca de Rayner. Tim repitió cada uno de ellos después de Dumone para acabar con la cláusula de rescisión, y luego tomó asiento y acercó el sillón a la mesa.
– Manos a la obra.
La trituradora devoró con un estremecimiento la hoja de Dumone, que apartó la mano de la boca mecánica en un gesto tan cauteloso que resultó cómico.
– Cómo traga esta zorra…
Rayner retiró la escalofriante foto de su hijo de la pared y dejó a la vista una caja fuerte Gardall con teclado electrónico sobre un dial circular y una ranura superior que permitía depositar artículos con la puerta cerrada.
Con buen cuidado de ocultar con su cuerpo el panel, Rayner introdujo el código y tiró de la manilla de acero. Se hizo a un lado y dejó a la vista un rimero de carpetas negras de tres anillas.
Tim notó una descarga que le recorría el cuerpo y le aceleraba el pulso.
Una de las carpetas correspondía a Kindell. Una de ellas quizá contenía la clave para dar con el cómplice. Un nombre. El secreto de la suerte que corrió Ginny.
Rayner señaló la caja fuerte abierta.
– Aquí están los informes que he recopilado sobre casos importantes, los casos que han generado los debates más intensos en círculos legales a lo largo de los últimos cinco años. Estoy recabando más para la siguiente fase pero, por el momento, tendremos que centrarnos en estos siete. No tengan reparos en tomar notas a medida que vayamos revisando los casos. -Señaló con un movimiento de la cabeza las trituradoras de documentos-. Aunque no debe salir nada de esta sala. L.as carpetas están revestidas de magnesio, de modo que, en caso de que aparecieran las autoridades, podría introducir una cerilla por la ranura y eliminar las pruebas. La caja fuerte tiene un dispositivo que mantendría el fuego a ciento veinte grados durante una hora para que las llamas consumieran todo su contenido. Si alguien intentara abrirla por la fuerza, la manilla se desprendería.
– Bien, antes de empezar, me gustaría explicar el proceso… -dijo Ananberg.
Robert respiró hondo en un gesto de exasperación que no era del todo en broma.
– El mastín legalista aúlla de nuevo.
Ananberg se dio media vuelta para quedar de cara a Tim.
– Antes de que usted se uniera a nosotros, Franklin y yo decidimos establecer un procedimiento, nada excesivamente rígido, unas meras premisas de cara a nuestras reuniones. Acordamos por unanimidad que yo elaboraría un borrador a partir del cual abordaremos minuciosamente cada caso. A modo de vista incoatoria, primero veremos qué crimen se imputa al acusado. Rayner y Dumone moderarán el debate. Puesto que no podemos fingir que no han influido en nosotros los medios de comunicación, revisaremos el caso a grandes rasgos y expondremos nuestros principales argumentos. Si consideramos que el veredicto de culpabilidad es una posibilidad razonable, volveremos al principio y analizaremos sistemáticamente los informes. Puesto que William se las ha arreglado para obtener dosieres tanto de la fiscalía como de la defensa, disponemos de todas las pruebas obtenidas desde el primer momento, tanto si fueron admitidas en el juicio como si no.
Tim apartó la mirada de la carpeta que se hallaba en la base del rimero y se centró en las palabras de Ananberg.
– Haremos un seguimiento de la investigación policial y luego nos centraremos en los informes elaborados por los investigadores de la defensa y la fiscalía para familiarizarnos con todas las consideraciones de ambas partes a la hora de establecer sus respectivas argumentaciones. Después pasaremos a los informes forenses y sopesaremos las pruebas que llegaron a juicio, incluidas las declaraciones de los testigos. Todo el mundo tiene que revisar hasta el último documento antes de pasar a la votación, da igual el tiempo que nos lleve. Puesto que yo soy el mastín legalista, según el ingenioso apodo que me ha colgado Robert, me encargaré de investigar los precedentes de cada caso, información esta que nos servirá de piedra de toque.
– Gracias, Jenna. -Rayner asintió una sola vez, lentamente, con el aire orgulloso de un padre en el recital de piano de su hija. Cogió la primera carpeta de la caja fuerte y se sentó al tiempo que apoyaba una mano abierta sobre la portada.
– Vamos a empezar con Thomas Oso Negro.
– ¿El jardinero que asesinó a aquella familia en las colinas de Hollywood el año pasado? -preguntó Tim.
– Presuntamente, señor Rackley. -Ananberg se dio unos golpecitos en la patilla de las gafas con el lápiz.
– No le toques los cojones, Jenna -dijo Robert. Sentado al lado de Tim, despedía un leve aroma a bourbon y tabaco. Tenía la cara más rugosa que su hermano, los ojos sostenidos por un entramado de arrugas. Se le veían amarillentas de nicotina las uñas del pulgar y el índice de la mano izquierda, y los nudillos manchados.
– ¿Cuáles son las pruebas? -indagó Tim.
Circularon por la mesa el diagrama de la escena del crimen y los informes de cargo. Un testigo ocular situaba a Oso Negro, un sioux enorme, en la casa a primera hora de esa mañana, ocupado en supervisar la retirada de un sicomoro seco del jardín delantero. Oso Negro no tenía coartada para las dos horas durante las que se habían cometido los crímenes. Dijo que estaba en casa, viendo la tele, cosa muy poco probable, si se considera que los detectives descubrieron que tenía el aparato averiado. El móvil no estaba claro; no habían robado nada de la casa ni abusado de las víctimas de una manera que sugiriera la presencia de un depredador sexual o un asesino con alguna motivación mórbida. Los padres y los dos hijos -de once y trece años- habían muerto de disparos en la cabeza como si se tratara de una ejecución.
Tras un interrogatorio exhaustivo, Oso Negro firmó una confesión.
– A mí me huele a que tiene algo que ver con un asunto de droga -dijo Robert al tiempo que hojeaba el informe-. El padre era colombiano.
– Y, claro, todos los colombianos son traficantes de droga -comentó Ananberg.
– Oso Negro tiene unos antecedentes bastante vistosos, pero ninguna imputación por tenencia de droga o agresión -señaló Dumone-. En su mayoría son hurtos menores: robo de coches, embriaguez y escándalo público.
– ¿Embriaguez y escándalo público? -Robert dirigió una mirada sesgada a Ananberg-. Malditos indios.
Con el informe forense a la altura del codo, el Cigüeña garabateó unas notas, se interrumpió y extendió la mano para ahuyentar un calambre. Apareció una pastilla en la palma de su mano como por arte de magia. Se la tragó sin ayuda de agua y continuó escribiendo.
– ¿Cómo se libró? -preguntó Tim.
– La fiscalía basó todo el caso sobre su confesión -explicó Rayner-. El asunto se torció cuando quedó demostrado que Oso Negro era analfabeto y apenas hablaba inglés.
– Le apretaron las tuercas durante casi tres horas en la sala de interrogatorios y, al final, firmó -añadió Dumone-. La defensa arguyó que no sabía lo que se hacía, que estaba agotado y sencillamente quería largarse de allí.
– Me pregunto si habrían puesto la calefacción -comentó Robert-. En la sala. Nosotros solíamos hacerlo. Los cocíamos a cerca de treinta grados.
– O les hacíamos beber café -dijo Mitchell-. Litros de café, y no les dejábamos ir a mear.
El Cigüeña puso las manos gordezuelas sobre la mesa.
– El informe forense no dice nada concluyente.
– ¿Nada de huellas ni de restos de ADN? -preguntó Ananberg.
– No había rastro de sangre en sus ropas o cuerpo ni en sus posesiones. Hallaron algunas huellas en el exterior de la casa, pero eso no significa nada ya que era su jardinero. -El Cigüeña se llevó la mano a la cara como un proyectil para subirse las gafas-. Nada de fibras ni huellas en la casa.
– Desapareció después del juicio -dijo Mitchell-, lo que no dice mucho a favor de su inocencia.
– Tampoco demuestra que sea culpable -respondió Ananberg.
Tim hojeó las fotografías de los miembros de la familia. En la de la madre, obtenida sin que ella se diera cuenta, se la veía en el jardín, partiéndose de risa. Era atractiva, con los rasgos bien marcados, el pelo cortado escalado y recogido en una coleta, los pies descalzos sobre la hierba. Probablemente había sido el marido quien sacó la instantánea: la expresión de la mujer y la actitud de la cámara hacia ella dejaban claro que el fotógrafo la adoraba.
Deslizó la foto mesa adelante en dirección a Robert y esperó a ver su reacción, suponiendo que haría algún comentario sobre su aspecto. Sin embargo, cuando Robert cogió la foto de la mesa, su rostro adoptó una expresión de pena y ternura tan genuina que Tim notó una punzada de remordimiento por haberlo juzgado tan a la ligera. La foto tembló levemente en su mano, delante de la cara, y cuando la bajó, su mirada había adquirido un matiz de frío resentimiento.
Revisaron el resto del contenido de la carpeta, y luego, a instancias de Ananberg, volvieron al principio y analizaron sistemáticamente todo el caso, examinaron los documentos y discutieron los méritos procesales. Por último votaron: inocente por cinco a dos.
Robert y Mitchell fueron quienes disintieron.
Rayner se frotó las manos.
– Me da la impresión de que hay una sombra de duda razonable que protege al acusado.
La tensión que acusaban los nervios de Tim mermó y dejó paso a una suerte de honda decepción o alivio empalagoso: no sabía muy bien cómo interpretar la humedad que notaba en la espalda y el cuello debida a la expectación.
Rayner devolvió la carpeta a la caja fuerte. Para manifestar su frustración por el veredicto, Robert lanzó un suspiro no muy sutil y ordenó enérgicamente los papeles que tenía ante sí.
Tim echó un vistazo a su reloj de pulsera; era casi medianoche.
– Siguiente caso. -Rayner abrió una inmensa carpeta llena a rebosar de recortes y artículos de periódico, y anunció-: Este es un caso con el que seguro que todos estamos familiarizados. Jedediah Lane.
– El terrorista miliciano -apostilló Ananberg.
Robert se atusó el bigote con la mano en forma de cáliz.
– El presunto terrorista miliciano.
Ananberg lo censuró con la mirada y él lanzó un guiño en dirección a Tim.
El Cigüeña se pasó la mano por la calva.
– Yo soy un ermitaño por lo que respecta a las noticias, de modo que… me temo que no estoy familiarizado con el caso.
– Es el tipo que metió un maletín lleno de gas nervioso en la Oficina Regional del Censo.
– Ah. Ah, sí.
– ¿Sabes dónde la dejó? -La mirada de Robert, más allá de la ira, rayaba en el regodeo-. Cerca del conducto principal de ventilación del primer piso. Ochenta y seis muertos, incluidos unos cuantos niños de segundo curso que estaban de visita. Entró y volvió a salir sin dejar rastro. -Su mano extendida surcó el aire en un efímero gesto de malicia clandestina.
– Uno de nuestros malditos ciudadanos -dijo Mitchell-. Después del 11 de Septiembre.
Dumone hojeó el informe de la detención.
– El FBI obtuvo una orden de registro de su domicilio después de que un vecino dijera haber visto salir a Lañe de su casa esa misma mañana con un maletín metálico similar.
– ¿Les bastó con eso para obtener una orden de registro? -se interesó Ananberg.
– Con eso y el historial de Lañe como miembro de organizaciones extremistas -repuso Dumone-. El juez accedió a emitir una orden para el FBI, pero no autorizó que el registro se llevara a cabo en horario nocturno. El problema es que los investigadores estaban indagando infinidad de pistas. Todo el mundo llamaba con testimonios oculares, sospechosos, teorías… Se demoraron con un miliciano de Anaheim que almacenaba munición de MI6. Cuando por fin tuvieron oportunidad de registrar el domicilio de Lañe, nadie respondió al timbre ni a las voces. La puerta estaba atrancada desde dentro. Finalmente la abrieron con un ariete, tiraron la mesita del recibidor y derribaron, entre otras cosas, un reloj. ¿Adivinan qué hora marcaba la esfera rota? -Dejó la carpeta y la cerró-. Las siete y tres minutos.
Mitchell hizo una mueca.
– Tres minutos de retraso.
– Eso es. La autorización nocturna entra en vigor a la hora en punto.
– Qué estupidez -murmuró el Cigüeña-. ¿Por qué no esperaron a la mañana siguiente?
– No consultaron la orden. Probablemente supusieron que era una autorización estándar. No hay que olvidar que tenían unas cuantas.
– ¿Qué encontraron en la casa? -preguntó Tim.
– Mapas, gráficos, diagramas, cuadernos con anotaciones, contenedores presurizados con restos de lo que más tarde se identificaría como gas nervioso, un laboratorio equipado para la elaboración de armas químicas…
– ¿Descartado?
– En su totalidad. El fiscal intentó que lo condenaran sobre la base de los testimonios oculares y unos vasos de precipitación hallados a posteriori en el vehículo de Lañe, con una orden de registro válida. No fue suficiente.
– ¿Llegó a testificar? -preguntó Ananberg.
– No -contestó Rayner.
– Desde la absolución, ha recibido numerosas amenazas de muerte, así que ha desaparecido -explicó Dumone-. Sus amigos extremistas lo llevaron a algún escondrijo.
– Entonces es probable que esté en algún rancho perdido, oculto detrás de un montón de milicianos tarados -dijo Mitchell-. Esos tipos no suelen andar cortos de munición.
– Se han interpuesto infinidad de demandas civiles, pero como no hay manera de mantener a alguien encarcelado por imputaciones civiles, se especula con la posibilidad de que Lañe se haya largado en plan Bin Laden a algún escondite en el desierto.
– Seguro que Lañe tiene previsto volver a salir a la luz. Cuando se iba de la ciudad, ofreció las siguientes declaraciones a los medios. -Rayner dirigió el mando a distancia hacia el televisor que colgaba en un rincón y la pantalla cobró vida con un parpadeo. Lañe, con una camisa almidonada abotonada hasta arriba y pantalones de pinzas pulcramente planchados, se dirigía a un grupo de periodistas en un jardín pardusco a la salida de su casa. Llevaba el pelo corto al estilo militar y peinado a raya con precisión, y las patillas bastante largas, pronunciadas y desiguales hacia las mejillas hundidas, un lapsus en su apariencia, por lo demás aseada.
«El que cometió ese atentado contra los planes totalitarios de corte socialista del gobierno es un patriota y un héroe -afirmaba-. Yo me enorgullecería de haber lanzado el gas nervioso porque, al hacerlo, me habría puesto a la cabeza del movimiento a favor de la libertad y la soberanía estadounidenses y en contra del listado fascista de ciudadanos, la misma clase de listado que utilizó Hitler para llevar a cabo redadas y encarcelar a ciudadanos, la misma clase de listado que lo aupó al poder. La sangre de esos ochenta y seis empleados federales salvará infinidad de vidas y protegerá el estilo de vida estadounidense. Aunque ni afirmo ni desmiento que yo estuviera implicado, lo que sí digo es que actos como ése no están reñidos con mi misión como ciudadano de esta nación al amparo de Dios contra el Nuevo Orden Internacional.»Se oyó la voz de un periodista, aguda por el exceso de adrenalina, mientras los hombres de Lañe se abrían paso entre el gentío hacia una comitiva de camionetas aparcada junto a la acera.
«¿Significa eso que su misión tendrá continuidad?»Lañe hizo un alto con la mandíbula levemente ladeada.
«Si quieren saber más cosas, vean la entrevista que voy a conceder el miércoles por la noche a KCOM.»Rayner apagó el televisor.
– Ha obviado el detalle de que diecisiete de los «empleados federales» eran niños menores de nueve años -comentó Tim.
– Si ese hijo de puta ha pasado a la clandestinidad, al menos la entrevista nos permite saber dónde y cuándo dar con él -señaló Rayner.
– Eso si no resulta que el dónde y el cuándo no son más que una cortina de humo -replicó Tim.
– Para alguien que asegura aborrecer a los medios izquierdistas y parciales, chupa plano que da gusto -comentó Dumone.
– Como la mayoría de la gente inteligente que quiere influir en la sociedad o hacer manifestaciones de carácter político, se ha camelado a los medios de comunicación -dijo Ananberg-. Por mucho que no quiera reconocerlo.
Rayner apoyó una mano en el pecho e inclinó la cabeza con una levísima sonrisa de censura.
– Me confieso culpable -dijo.
– Lañe ya ha vendido los derechos de su libro a Simón & Schuster por un cuarto de millón de dólares, y tengo entendido que varias cadenas están pujando por los derechos para realizar un telefilme -dijo Dumone-. De ahí que haya anunciado su entrevista con tanta pericia.
– Esto sólo pasa en Los Ángeles -comentó Robert con la sonrisa torcida.
– Ese dinero podría dar motivos a Lane para aludir a la comisión de esos crímenes, aunque no los hubiera llevado a cabo él. -El tono de voz de Ananberg carecía de convicción, pero Tim la respetó por haber sacado el asunto a colación.
No obstante, ella tuvo que ceder ante el aluvión de hechos y pruebas.
Tras varias horas de discusión, Ananberg les ayudó a repasar el proceso desde la vista incoatoria hasta el veredicto. Para cuando terminaron, el sol de primera hora de la mañana avanzaba por el entarimado del vestíbulo.
Esta vez hubo muchas menos discrepancias a la hora de la votación.
Capítulo 16
Desde el asiento del conductor de una camioneta Chevy de alquiler con la calefacción al máximo, el Cigüeña asomaba la cabeza para observar desde la distancia el edificio de KCOM en la esquina de Roxbury y Wilshire. Había escogido una camisa algo más discreta para el turno de vigilancia, pero a Tim seguía sin hacerle gracia que se viera por la ventanilla del vehículo un careto tan llamativo como el suyo. El Cigüeña no hacía más que revolverse nervioso en el asiento, cambiar de postura, limpiar la esfera del reloj o servirse de un nudillo u otro para lograr el quimérico objetivo de que sus gafas permanecieran encaramadas al puente de la nariz, casi inexistente. Respiraba incesantemente por la nariz y olía a patatas fritas rancias. Tim se preguntó cómo había llegado a estar allí, con un tipo calvo, incapaz de hablar correctamente y con tendencia a sufrir quemaduras solares y llevar camisas chillonas.
Contemplaron el edificio de quince pisos, que se levantaba en niveles sucesivos de hormigón y vidrio ocultando una bulliciosa zona de Beverly Hills. A unos treinta metros de altura se veía suspendido de unos cables a un limpiaventanas que lavaba los vidrios con un movimiento oscilante, su silueta recortada en el deslumbrante reflejo del sol de última hora de la mañana sobre las lunas de cristal. Una enorme cristalera central en la planta baja albergaba una panoplia de televisores de plasma en los que se veía el programa emitido por KCOM en esos instantes, un debate ambientado entre sillones y helechos con mujeres de diversas razas que tenían en común una actitud intensa hasta lo desagradable. Puesto que los televisores estaban conectados a un circuito cerrado que mostraba el plató incluso durante las pausas comerciales, había una pequeña muchedumbre de mirones y turistas de Rodeo Drive sedientos de cualquier minucia sobre el mundo del espectáculo detrás de las cámaras.
– Si hemos de regirnos por los nuevos detectores de metal que hay en la entrada -comentó el Cigüeña-, se disponen a convertir este lugar en una especie de parque temático de la alta tecnología para la entrevista del miércoles. Controles en todas las entradas, sensores infrarrojos, detectores de metal portátiles… Están blindados a cal y arena.
– Será a cal y canto -corrigió Tim.
– Sí, eso. -El Cigüeña desplazó deliberadamente todo el peso de su cuerpo de un costado al otro, como si se ventoseara-. Que tienen una seguridad de narices, vamos.
– Las cadenas de noticias no son nada si no tienen confidencialidad y exclusivas. Todo el mundo sabe que resulta muy difícil infiltrarse en ellas. CNN solía obtener noticias antes que la inteligencia militar.
– ¿Qué es CNN? -preguntó el Cigüeña.
Tim lo miró con atención para averiguar si bromeaba.
– Un canal de noticias.
– Ya. Mire, seré más útil si me dice lo que tiene planeado.
– Te lo agradezco, pero no necesito más ayuda. Basta con que cada uno de vosotros cumpláis con vuestra parte.
– Lo que usted diga.
Al dejar atrás el edificio, Tim se enjugó un poco de sudor de la frente.
– Escucha, Cigüeña…
– No tiene ningún origen.
– ¿Qué?
– Mi apodo no tiene ningún origen. Al menos ningún origen interesante. Todo el mundo me lo pregunta, todo el mundo quiere que le largue una historia, pero no la hay. Un día, cuando estudiaba tercero o cuarto, un crío comentó en el patio del colegio que tenía pinta de cigüeña. Quizá tenía intención de insultarme, pero no creo que me parezca mucho a una cigüeña, quiero decir que no me parezco de verdad a una cigüeña, de modo que no le di importancia. El apodo se me quedó. No hay más.
– No iba a preguntarte eso.
– Ah. -El Cigüeña tamborileó sobre el volante con el pulpejo de las manos-. Bueno, vale. Entonces es lo otro. De acuerdo, no es que sea asunto suyo, pero se llama síndrome de Stickler. -Su voz se tornó un zumbido al abordar el discurso ensayado-. Es una dolencia de los tejidos conjuntivos que afecta a los tejidos que rodean los huesos, el corazón, los ojos y los oídos. Entre otras cosas puede dar lugar a miopía, astigmatismo, cataratas, glaucoma, pérdida de audición, sordera, anomalías vertebrales, prolapso de la válvula mitral y artritis reumatoide. Como puede ver, mi caso no es especialmente grave. No puedo escribir a máquina, no puedo barajar las cartas y tengo una miopía de veinte sobre cuatrocientos, pero podría estar retorcido en una silla de ruedas, ciego y sordo, así que procuro no lamentarme. ¿Queda satisfecha su curiosidad, señor Rackley?
– En realidad -dijo Tim-, iba a pedirte que bajaras un poco la calefacción.
El Cigüeña hizo un tenue chasquido con la boca. Alargó el brazo e hizo girar el termostato.
– Claro.
Rodearon la manzana y regresaron al edificio. Tim reparó en una mensajera en el paso de cebra que iba camino del puesto de envíos y entregas ubicado en la esquina nordeste de la planta baja. Llevaba el logotipo de KCOM en el casco y una bolsa de la pastelería Cheese-cake Factory en la cesta delantera de la bici.
– Un poco más lento -dijo Tim.
La mensajera subió la rampa y enseñó la identificación a un obeso guardia de seguridad provisto de una tablilla con sujetapapeles que la registró desganadamente con un detector de metales y luego abrió la puerta de persiana. Una vez en el interior del puesto de envíos, metió la rueda delantera en una rejilla para bicicletas junto a! montacargas, sacó el sillín del cuadro y se lo puso bajo el brazo con gesto protector. Justo antes de que el guardia hiciera bajar la puerta, Tim vio cómo la mensajera tecleaba un código en el panel numérico junto al ascensor. Una carcasa de metal impedía ver el panel; su mano desapareció hasta la muñeca para cuando alcanzó las teclas con los dedos.
El Cigüeña condujo la camioneta hasta el bordillo delante de un establecimiento que vendía artículos ortopédicos además de medicamentos, en cuyo escaparate se veía una silla de ruedas y una gran variedad de andadores de aluminio. Permanecieron sentados con la vista tija en la puerta metálica cerrada del puesto de envíos y el agente de seguridad, que hacía rodar entre el pulgar y el índice algo que se acababa de sacar de la nariz.
– ¿Crees que las tarjetas de los mensajeros son una mera identificación, o cumplen la doble función de tarjetas de acceso para desplazarse por el interior?
– Seguro que sólo sirven para la identificación -respondió el Cigüeña-. Las tarjetas de acceso sólo son para personas con autorización, no para pardillos que se encargan de llevar el correo. Las empresas son muy estrictas al respecto. Si una de ellas se extravía, es desactivada de inmediato.
– Muy bien -dijo Tim-. Vamos a olvidarnos de las tarjetas de acceso. Si te facilito el prototipo de una tarjeta de identificación normal, ¿podrías falsificar otra?
El Cigüeña soltó un bufido e hizo un ademán de desdén con la mano.
– He desarrollado un micrófono que cabe en el capuchón de un bolígrafo y capta un susurro a cien metros. Creo que puedo arreglármelas para duplicar un carné de biblioteca con pretensiones.
Tim señaló la puerta de persiana del puesto con un movimiento de la cabeza.
– La rejilla para las bicis está justo al otro lado de la garita del agente de seguridad, cerca del montacargas.
– Probablemente tiene algo que ver con las normas de aparcamiento de Beverly Hills. No quieren tener las aceras obstruidas. -El Cigüeña se echó una pastilla a la boca y la tragó como si nada-. Si quiere pasar una pistola, que sea una Glock, y por piezas. Prácticamente son de plástico, sólo el cañón tiene metal suficiente para activar un detector; haga un llavero con él y métase el resto en los calzoncillos. El percutor no contiene el metal suficiente para ser descubierto. -Observó a Tim con curiosidad a la espera de una confirmación.
En vez de eso, Tim dijo:
– Necesitamos ver el teclado desde un ángulo más adecuado.
El Cigüeña señaló la callejuela que corría paralela al costado norte del edificio.
– Desde alguna ventana de esa fachada tiene que verse directamente.
– Vamos a averiguarlo.
El Cigüeña arrancó y enfiló la calle sin acelerar. Había una ventana, pero estaba oculta en su mayor parte detrás de una camioneta desvencijada.
Tim apenas si volvió la cabeza.
– Sigue, sigue.
El Cigüeña dio una vuelta a la manzana y volvió a aparcar.
– La camioneta nos corta el paso y la acera es muy estrecha. Sólo veríamos el panel si pegáramos la cara al cristal, lo que sería más que sospechoso.
– Entonces, vamos a esperar a que se aparte la camioneta -sugirió el Cigüeña.
– Para aparcar ahí hace falta una autorización, porque no se ven parquímetros cerca, y, además, hay uno de esos permisos colgado del retrovisor de la camioneta. Fíjate en las hojas acumuladas en torno a las ruedas delanteras, producto del aguacero de hace cuatro noches. Seguro que alguien ha decidido dejar ahí abandonado su trasto viejo.
– Haré que lo muevan.
– ¿Cómo?
El Cigüeña le ofreció una sonrisa taimada.
– Ya me las arreglaré.
– Aunque consigas que aparten la camioneta y miremos por la ventana con prismáticos, no se puede ver el panel con claridad, porque el cuerpo del mensajero lo ocultará cuando esté introduciendo el código.
El Cigüeña perdió la sonrisa y frunció los labios.
– Déjeme que lo piense.
– Piensa también en cómo acceder a las líneas telefónicas de seguridad e introducirse en tantos nudos de enlace como sea necesario. Me gustaría que estuvieras al tanto de cualquier novedad. -Tim ya había pedido a Rayner que indagara entre sus contactos en los medios de comunicación para averiguar todo lo posible sobre las medidas de seguridad adoptadas, pero cuantas más fuente«de información tuvieran, mejor.
– ¿Cuánto falta para el contacto?
Tim consultó su reloj antichoque.
– Siete minutos.
El Cigüeña sacó un colirio del bolsillo, se quitó las inmensas gafas y se puso unas gotas. Cuando se volvió a colocar las gafas, mientras parpadeaba para asimilar el líquido, sus ojos guardaban un gran parecido con los de una tortuga alborotada. Tim notó una punzada de compasión, seguida de inmediato por la necesidad de establecer una cierta camaradería, una unión en su causa común.
– ¿Te resultó muy duro? -preguntó Tim-. ¿Cuando tu madre fue asesinada?
El Cigüeña se encogió de hombros.
– He aprendido a no esperar mucho de la vida. Cuando uno no espera que las cosas vayan bien, no se lleva un gran chasco cuando van mal.
– Entonces, ¿por qué haces esto? ¿Lo de la Comisión?
– ¿Francamente? Por dinero. Es un bonito sueldo además de la pensión del FBI. Seguro que le parece horrible, pero el dinero es lo único que tengo en esta vida. Nunca he tenido muchos amigos. No he jugado nunca al béisbol. No me he acostado nunca con una mujer. No soy más que un paria que observa esa otra vida que ve en las películas y los anuncios. Con el paso del tiempo, sencillamente me desconecté. Ya no veo la tele ni nada parecido. Leo. Sobre todo cosas antiguas. Me cuesta trabajo dormir. La respiración… -Señaló la cicatriz abultada que tenía debajo de la nariz y luego entrelazó plácidamente las manos sobre el regazo-. El espíritu de los tiempos me inquieta porque no hace más que recordarme todo lo que me he estado perdiendo. -Volvió a quitarse las gafas y se frotó los ojos. Las lentes eran cóncavas, más gruesas hacia los márgenes-. Hay muchas probabilidades de que llegue a quedarme ciego. No me viene mal tener dinero para comprar libros, para viajar y ver cosas. Otros océanos. La nieve ártica. El mes de mayo pasado sobrevolé el Gran Cañón en helicóptero; fue divino. -Se palmeó levemente el pecho con las yemas de los dedos-. No debería hacer cosas así, teniendo en cuenta cómo tengo el corazón, pero es lo único que me permite disfrutar. -Se puso las gafas de nuevo y parpadeó en dirección a Tim con sus ojos de tortuga-. Me gusta el dinero. Eso no me convierte en un mal tipo.
– No, no creo que te convierta en un mal tipo.
Reinó un silencio incómodo durante unos momentos.
– Lo siento, señor Rackley. No tengo muchas oportunidades de hablar con nadie, así que cuando empiezo… -Lanzó un carraspeo húmedo-. Más vale que nos pongamos en marcha.
Tim volvió las manos hacia el asiento trasero y cogió dos logotipos magnéticos del tamaño de la tapa de un cubo de basura. Se bajó y puso uno a cada lado de la Chevy, donde anunciaban: LAVADO PERFECTO DE VENTANAS TINTADAS.
El Cigüeña retrocedió por la callejuela, dejó atrás el puesto de envíos y dio un amplio rodeo por delante del edificio. El reloj de Tim pasó de las 12.59 a la 1.00 precisamente en el instante en que Robert salía por la puerta de servicio del lado oeste con unos trapos colgados de los bolsillos del peto y una gorra de béisbol al bies.
Tuvo que recorrer unos quince pasos para llegar a la camioneta -Tim ya había abierto la puerta lateral- y subió justo cuando el Cigüeña arrancaba. Recorrieron varias manzanas en silencio y luego el Cigüeña detuvo el vehículo en una calle poco transitada, justo detrás de donde estaba aparcado el Beemer de Tim.
Robert se tapó la boca con el puño para toser y luego escupió por la ventanilla. Extrajo a golpecitos un cigarrillo de un paquete medio arrugado que se había sacado del bolsillo de la camisa. Abrió con un golpe de muñeca un encendedor Zippo decorado con una pegatina de la bandera estadounidense.
– ¿Os importa si fumo?
– Sí -respondió el Cigüeña.
Robert encendió el cigarrillo y lanzó una bocanada de humo en dirección al asiento del conductor que ciñó la cabeza del Cigüeña cual corona de laurel. Este intentó contener la tos, pero se le escapó con un hipido.
Tim rodeó el reposacabezas con el brazo para mirar a Robert.
– La cuarta y la décima planta están vacías, ¿verdad?
– Eso es. Las empresas informáticas que las tenían alquiladas se fueron al garete.
– ¿Aún funcionan los detectores de movimiento por rayos infrarrojos?
– Ambas plantas están plagadas de carcasas SafetyMan. Durante el día los detectores están desactivados por si pasa algún tipo de mantenimiento o empleado de mudanzas, pero supongo que se ponen al rojo vivo a partir de las cinco o las seis de la tarde.
– Mañana, cuando volvamos a meterte ahí disfrazado de limpia- ventanas, ya nos las arreglaremos para que sortees los dispositivos de seguridad, quizá como empleado de mantenimiento, y accedas al interior. Hará falta que los detectores infrarrojos dejen de funcionar como es debido. ¿Cigüeña?
– Ya me las he visto con SafetyMan en otras ocasiones -respondió el aludido-. Tallaré unos fragmentos de espejo de modo que encajen en las carcasas. Robert los puede colocar mañana durante el horario laboral mientras los detectores estén desactivados. Cuando los conecten por la noche, los espejos harán que el rayo infrarrojo vuelva sobre sí mismo y podrá bailar el lindy bop por todo el pasillo.
– ¿El lindy loop?
– Es un baile de lo más movido, señor Rackley, llamado así en honor a Charles Lindberg.
– Vale. Gracias por todo. -Tim miró hacia la puerta de soslayo, por si el Cigüeña no había cogido la indirecta.
El conductor entregó a Robert una minúscula cámara plana que éste se metió en el bolsillo de la camisa; luego bajó de la camioneta de un salto, subió a otra de alquiler, aparcada junto al bordillo, y se marchó.
Robert, en el asiento de atrás, se quitaba el peto para ponerse unos vaqueros.
– Qué tipo tan raro -comentó, al tiempo que movía la cabeza en dirección a la camioneta que se alejaba-. Es bueno en lo que hace, pero a uno no le dan ganas de irse de cervezas con él precisamente.
– No es mal tipo -respondió Tim-. Un poco excéntrico, pero supongo que no lo ha tenido fácil.
Robert se puso un lápiz detrás de la oreja y colocó una tablilla con sujetapapeles dentro de un ejemplar de Newsweek. Al agacharse para atarse las zapatillas deportivas, la etiqueta de Lee asomó por detrás de sus ajustados vaqueros de corte clásico.
– Entonces, ¿por qué le has dicho que se largue? ¿Qué importa si oye lo que decimos?
– Venga, dime, ¿qué has averiguado?
Robert, irritado, se le quedó mirando y luego dio una calada tan intensa que iluminó la brasa del cigarrillo.
– No has respondido a la pregunta -insistió Tim.
– No tengo por qué responder a tus preguntas.
– Mira, he hecho todo lo que me has pedido, como un buen sol- dadito. Ahora no voy a darte una mierda hasta que me cuentes cuál es el plan.
– Vale. Entonces voy a largarme ahora mismo y tú te encargas de explicar mi ausencia a Dumone y Rayner, y luego te ocupas de llevar a cabo la misión por tu cuenta.
Robert se recostó en el asiento y lanzó la ceniza por la ventanilla con un toque de pulgar rápido y eficiente. Sus movimientos delataban una tensión uniforme, la ira a punto de estallar, la violencia apenas contenida. Tim no confiaba en su entereza ni en la de los demás miembros -cosa que no era de extrañar- en una misión de alto riesgo de la que pudieran derivarse daños colaterales y bajas civiles; prefería mantenerlos centrados en tareas específicas e independientes.
Al cabo, Robert dijo:
– Quizá deberías mostrar un poco de respeto. He obtenido la mierda que querías, y también un poco más.
– Pues suéltamela.
Robert lanzó una bocanada de humo en dirección a Tim y comenzó:
– La estructura es de acero, las paredes de hormigón con una capa de enlucido, las plantas tienen seis metros de altura y están sostenidas por columnas y viguetas de techo metálicas, doce en cada piso. La base de cada una de las plantas es una placa de hormigón de veintitrés centímetros reforzada con hierro de acabado pulido. El tejado es de madera contraplacada y brea, y alberga veintiún difusores de aire con ventiladores y quince tragaluces de cuatro y medio por dos con barrotes de metal que impiden la entrada. Hay unidades de aire acondicionado y bombas de calor por gas con válvulas de cierre situadas en el área de mantenimiento de la planta baja. Las líneas eléctricas entran al edificio por la esquina sudoeste, acceden a un cuarto de contadores a través de un desconectador principal, y a partir de ahí se subdividen. El cableado del cuarto de contadores está que da pena; anda más jodido que la chequera de un negrata.
– Qué encanto -comentó Tim, pero Robert ya seguía adelante con su informe.
– Cada planta tiene más o menos cinco paneles de distribución eléctrica por los perímetros interiores, que suministran entre doscientos y trescientos amperios. Hay un acumulador que abastece de energía en caso de emergencia, pero también dos generadores de reserva de gran capacidad. El panel contra incendios, fabricado por FireKing, está situado en el punto nordeste de cada planta. Se trata de un sistema repartido por zonas independientes y supervisado localmente por vía telefónica. Hay dispositivos de detección de humo y llamas por todas partes, extintores y mangueras en la caja de la escalera. El ascensor baja hasta el garaje subterráneo. Yo diría que piensan llevar a Lane hasta allí en un vehículo blindado. El núcleo del edificio está muy bien protegido. No hay cristaleras que den a las salas interiores, de modo que la opción del francotirador queda descartada, si es eso lo que tenías pensado… -Enarcó una ceja y al cabo de unos segundos prosiguió-: Las ventanas no se abren. La boca del conducto para tirar la basura está a la derecha del montacargas de cada piso. Las puertas de la caja de la escalera son de metal, se abren con barras de presión y todas tienen pestillos magnéticos. Los interruptores de la luz están a la izquierda de cada puerta, en el interior. La caja de la escalera está sellada al vacío, no hay acceso de un piso a otro. Si te quedas encerrado ahí, tienes que bajar hasta el primer piso. Las cerraduras de las puertas de la caja de la escalera son manillas monocilíndricas con cierre automático, y éstas se abren a una trascocina en los pisos impares y a salas de reuniones en los pares. Las entrevistas suelen grabarse en la tercera planta, pero como son unos cabrones de lo más espabilado, están construyendo una réplica del plato de Yueh en la undécima planta. El cambio de ubicación es una medida de seguridad secreta. He visto a obreros con bultos a la cadera que desplazaban los fondos del plato de un lado a otro de la planta.
Tim tomó nota mental de que debía confirmarlo.
– Hoy han empezado a instalar detectores de metales en varias plantas, supongo que para tenerlos en funcionamiento cuando llegue Lañe. Hay en todos los pisos controles en los que es necesario mostrar la identificación para acceder a las salas interiores, y además garitas con guardias a la entrada de las salas de montaje y los platos de entrevistas. Y en la séptima planta hay una morena con un pedazo de culo como el de Jennifer López. A punto he estado de perder el equilibrio y partirme la crisma cuando se ha agachado a recoger las llaves.
– Muy bien -dijo Tim-. Buen trabajo.
– No hace falta que me lo digas. -Robert bajó de un salto de la camioneta y cerró la puerta de golpe.
Mitchell salía de la casa de Rayner cuando Tim cruzó la verja exterior en la camioneta de alquiler y aparcó junto a su propio coche. El gemelo subió a su vehículo sin darse por aludido. Daba marcha atrás con un acelerón cuando Tim propinó un puñetazo al costado de la camioneta. Mitchell pise el freno.
– ¿Qué?
Tim cogió el lapicero que llevaba detrás de la oreja y señaló la goma.
– ¿Puedes hacer una carga explosiva de estas dimensiones?
– ¿Para qué?
– Necesito algo que pueda ocultar en un artículo pequeño.
– ¿Como un reloj?
– Exacto, como un reloj.
Mitchell levantó la comisura de la boca y frunció los labios.
– No será fácil. Tendría que construir un detonador minúsculo hecho a medida.
– ¿Qué vas a utilizar?, ¿C4?
– ¿ C4? Y, ya puestos, ¿por qué no incluimos unos cuantos cartuchos de dinamita, o disparamos un cañón ACME? -Meneó la cabeza-. Los asuntos pirotécnicos déjamelos a mí. Nos hará falta un explosivo primario de precisión, como fulminato de mercurio o DDNT.
– ¿Y estás pensando en un receptor de iniciación electrónica?
– Sí, pero ahí está el problema. No hay mucho espacio, sobre todo si hay que conectar toda esa mierda al circuito ya existente de un reloj. Dudo que pueda introducir nada que detecte una transmisión eléctrica especializada a cierta distancia. Quizá pueda conseguir un radio de acción de noventa metros con un dispositivo de control remoto.
– Noventa metros sería suficiente. Y la carga no puede llevar metralla. No podemos permitirnos herir a ninguna otra persona con la explosión.
Mitchell hizo rechinar los dientes.
– ¿Tú crees? -Volvió a poner en marcha la camioneta y Tim tuvo que dar un paso atrás para que la rueda no le aplastara el pie.
Se fue al campo de tiro de Moorpark para probar el 357, practicar el movimiento de desenfundarlo y coger el tino a la nueva pieza. Estuvo a sus anchas.
Al marcharse, recorrió sin darse cuenta varias manzanas en dirección a casa de Dray antes de caer en la cuenta del error y dar media vuelta. Al pasar por delante de un parque al que solía llevar a Ginny, notó que lo cubría un sudor pegajoso. Tomó un desvío y dejó atrás el largo camino que desembocaba en el garaje de Kindell. Llevaba el 357 cómodamente alojado en su vieja funda ajustada a la cadera. Lo sacó, se lo pegó al muslo e, incluso a través de los vaqueros, notó el calor que despedía. No pasó por alto que había vuelto a atravesar la frontera entre la pena y la ira.
La ira resultaba más fácil.
Tras volver al centro, ducharse y limpiar el arma, se tumbó en la cama y comprobó si tenía algún mensaje en el Nokia. Dos, ambos de Dray, de las dos últimas horas.
En el primero parecía desanimada.
«He estado investigando la posibilidad del cómplice, pero no encuentro más que callejones sin salida en todas direcciones. Al final me he dado por vencida y he llamado a los detectives de la Policía de Los Angeles que se ocuparon de los casos anteriores de Kindell. La verdad es que han sido muy amables. Estaban al tanto de lo de Ginny… -Carraspeó con fuerza-. Aun así, no han querido darme detalles específicos, aunque han revisado los expedientes y me han asegurado que no había pistas ni indicios vehementes. Según han dicho, prácticamente todo lo que tienen debe estar en las actas, que ya tengo en mi poder. Con Gutierez y Harrison recurrí a hacer que se sintieran culpables, les apreté las tuercas y nos hicieron el favor de dar otro meneo a Kindell. Han dicho que no quiere hablar. Su abogado le dejó bien claro que lo único que puede salvarlo de ir al trullo es mantener la boca cerrada. A estas alturas ya es un experto en derecho, hasta les ordenó que se largaran de su propiedad a menos que se le acusara de algo. No vamos a llegar a ninguna parte con él. Nunca. -Lanzó un hondo suspiro-. Espero que a ti te vayan mejor las cosas.»La tristeza que expresaba la voz de Dray en ese primer mensaje daba paso en el segundo a un tono de irritación porque Tim no se había puesto en contacto con ella. Primero intentó localizarla en la oficina y luego en casa, y al final le dejó un mensaje impreciso en el que le decía que no tenía nada nuevo que contarle y le explicaba que prefería esperar hasta que estuviera solo para hablar con ella. Al oír la voz de Dray, aunque sólo fuera en una grabación, el anzuelo de la pena se le clavó más adentro.
Se tomó unos instantes para pensar en lo afortunado que era de tener tantas cosas que hacer.
Relevó a Robert a las cuatro en punto. Éste salió casi a hurtadillas del reservado de la cafetería y dejó una tablilla llena a rebosar de notas y diagramas en la mesa, escondida en su ejemplar de Newsweek. Tim tomó asiento y hojeó la anotaciones. Un calendario de movimientos, las horas en que sacaban la basura, puestos de seguridad… Era imposible negar la eficiencia de Robert.
Fue tomando sorbos de café mientras observaba quién y en qué momento salía por cada puerta. Justo antes de las cinco cruzó la calle por delante de la inmensa vidriera rebosante de pantallas de televisión y entró en el vestíbulo, una imponente caverna de mármol con una araña de luces barroca hasta lo grotesco y curiosamente anacrónica, teniendo en cuenta el estilo de la fachada. Nada más entrar, un guardia recién apostado lanzó la mirada de rigor al carné de Tim -gracias, Tom Altman, en paz descanse- antes de franquearle el paso. No había puertas de servicio, ni escaleras abiertas, ni columnas tras las que esconderse. A unos veinte metros de las puertas giratorias, una tremenda consola de seguridad daba la bienvenida a las visitas.
Tomó nota de las cámaras en cada esquina del techo antes de saludar al guardia de seguridad con una sonrisa nerviosa.
– Sí, hola…, me preguntaba si podría cumplimentar una solicitud de trabajo. Para trabajar en mantenimiento, ya sabe, o lo que sea.
– Lo siento, caballero, ahora mismo han interrumpido las contrataciones. Quizá le interese probar suerte en la cadena ABC. Tengo entendido que buscan personal.
Tim se apoyó un instante en el mostrador para observar el cuadro de pantallas blanquiazules que supervisaba el guardia. Los ángulos eran en su mayoría picados que captaban las caras de los visitantes conforme iban entrando. Buscó algún punto que no registraran las cámaras.
– Gracias de todas formas.
– No hay de qué.
Dio media vuelta y se dirigió a la salida. Las lentes de seguridad que había encima de las puertas giratorias constituían las únicas cámaras que registraban la salida de la gente. Tim mantuvo la cabeza gacha al empujar la puerta camino de la acera.
Cogió sitio otra vez en un reservado junto a la ventana en una cafetería situada al lado de la tienda de artículos ortopédicos Lipson's. Mientras comía sin prisas un bocadillo de pastrami, tomó nota del orden en que se apagaban las luces de los despachos del undécimo piso.
Capítulo 17
La vigilancia se llevó a cabo de forma ininterrumpida durante las siguientes cuarenta y ocho horas en un ciclo interminable de café y calambres en las piernas. Mientras tanto, la indignación pública contra Lane siguió subiendo de tono y continuaron llegando amenazas de muerte a granel. KCOM había empezado a anunciar la entrevista casi las veinticuatro horas del día. Había anuncios en autobuses y encima de los taxis, y la agresiva campaña de televisión contaba con el respaldo de la emisora de radio filial de la cadena.
Daba la impresión de que toda la ciudad estaba aguantando la respiración a la espera del acontecimiento.
Tim asistía al agravamiento de la atmósfera circense con pasmo y preocupación a partes iguales. Las maquinaciones en torno a la seguridad que habían ido desentrañando gracias a los micrófonos del Cigüeña y las indagaciones de Rayner eran incesantes. El plan de Tim había estado a punto de descartarse en varias ocasiones, la primera cuando el departamento legal de KCOM empezó a poner pegas a que la entrevista se emitiera en directo y sugirió la medida de seguridad de grabar previamente a Lane sin especificar el momento. Luego fue éste quien quería que la entrevista se llevara a cabo en un lugar secreto, por cuestiones tanto de seguridad como de caché, pero, teniendo en cuenta el largo y sonado historial de Lane en lo referente a su odio por los medios de comunicación, Yueh, comprensiblemente, se mostró reacia. Con el apoyo de los peces gordos, la seguridad de KCOM vetó la idea, pues era preferible hacer frente a las contingencias de una entrevista en el plató de televisión a la opción de trasladarse a otro lugar. A cambio de esta concesión, Lane obtuvo la promesa de que la entrevista se haría en directo, de manera que sus evangelios no pudieran tergiversarse ni trocearse en la sala de edición. El departamento de marketing de KCOM y la propia Yueh accedieron encantados; el reclamo de la entrevista en directo ya había servido para incrementar la previsión de cuota de pantalla. Para exprimir aún más el acontecimiento, un segmento de quince minutos al final del programa abierto a las llamadas del público garantizaba a Lañe la posibilidad de responder al público indignado.
Con toda probabilidad, la siguiente pelea de perros tendría que ver con la jurisdicción: la Policía de Los Angeles, la seguridad de KCOM y los guardaespaldas tarados de Lañe estaban enfrascados en una serie tan prolongada como belicosa de negociaciones que iban desde las medidas relativas a la seguridad de los empleados y el público hasta los cacheos al personal. Como era de prever, la Policía de Los Ángeles prohibió la entrada en el edificio a cerca de la mitad del equipo de Lañe; los sustitutos contratados, una vez elegidos por el mismo Lañe, serían vetados en buena parte.
El martes por la noche Tim estaba en el asiento del acompañante de la Chevy, aparcada en la callejuela al norte del edificio de KCOM, y miraba la ventana, todavía iluminada, desde la que habría podido ver el montacargas y el teclado numérico de no ser porque la camioneta desvencijada, con una terquedad que era para volverse loco, seguía impidiéndoles tener una perspectiva adecuada. El último mensajero solía llegar entre las 7.57 y las 8.01. El reloj de Tim marcaba las 6.45.
Tenía en el regazo un fajo de fotografías, cada una correspondiente a un empleado de KCOM, con su nombre en el reverso. Tarjetas de identificación para operaciones secretas.
El Cigüeña tarareaba la melodía de las aventuras de Roy Rogers mientras hurgaba en lo que parecía ser un micrófono parabólico conectado a una pequeña calculadora. Toqueteó unos cables, lo dejó y cogió un aerosol de pintura roja del salpicadero central.
– ¿Qué haces? -preguntó Tim, quizá por quinta vez.
El Cigüeña se bajó del asiento del conductor. Cruzó la calle a la carrera medio agachado con un aire que probablemente él consideraba disimulado, cuando en realidad le daba todo el aspecto de un jorobado con cagalera. Desapareció detrás de la camioneta vieja y poco después asomó por el extremo opuesto, acuclillado, pintando el bordillo de un color parecido al de un camión de bomberos.
Volvió a la Chevy a toda prisa, subió de un salto y se sentó para recuperar el aliento. Sacó un móvil del bolsillo -el día anterior Dumone les había facilitado teléfonos Nextel para que operasen dentro de la misma red- y lo abrió. Marcó el número de servicios y preguntó por Grúas Fredo's.
– Sí, hola -dijo con voz grave-. Soy del servicio de seguridad de KCOM, en Wilshire con Roxbury. Hay una camioneta aparcada en zona roja y necesitamos que la retiren lo antes posible. Sí, de acuerdo. Gracias.
Desconectó el teléfono y se retrepó en el asiento, satisfecho consigo mismo.
– Buena idea, pero aunque retiren el vehículo, la espalda del mensajero nos impedirá leer el código que introduzca.
El Cigüeña levantó la pieza cónica con la que estaba jugueteando poco antes.
– Por eso he traído a Betty.
– ¿Betty?
– Betty proyecta un láser contra la cristalera. Puede captar cualquier vibración en el vidrio.
Tim, que no lo entendía del todo, meneó la cabeza.
– Cada número del panel emite una frecuencia levemente distinta -explicó el Cigüeña-. Esas frecuencias hacen que una cristalera vibre de manera casi imposible de detectar. Betty lee esas vibraciones y las vuelve a traducir en números.
– ¿Y qué ocurre con otras vibraciones más fuertes? ¿No interfieren?
– Ahora mismo todo está bastante tranquilo -respondió el Cigüeña-. Por eso lo hacemos a las ocho de la tarde. No levantan puertas de persiana ni cargan nada en el puesto de envíos.
Tim señaló el aparatito.
– ¿Y… lo has diseñado tú?
– La he diseñado yo, sí. Y he desarrollado el programa informático que utiliza esta monada. -El Cigüeña se sorbió la nariz y las gafas le resbalaron un trecho abajo-. Digamos que no me permitieron entrar en el FBI por mi capacidad para levantar pesas.
La grúa llegó veinte minutos después y se llevó la camioneta, lo que dejó al Cigüeña con una perspectiva clara de la cristalera. El mensajero llegó antes de lo previsto -a las 7.53-, pero el Cigüeña ya tenía a Betty ubicada en la puerta y dirigida hacia el vidrio antes de que se introdujese el código en el panel. Para cuando se cerraron las puertas del montacargas a la espalda del mensajero, la pantallita de Betty ya reflejaba el código: 78564.
El Cigüeña acarició la parte superior del objeto parabólico y le susurró algo.
– Impresionante, Cigüeña, he de reconocerlo.
Éste puso el motor en marcha y alejó el vehículo del bordillo.
– Si hubiera tenido intención de impresionarle, señor Rackley, habría traído a Donna.
Rayner hizo pasar a Tim nada más abrir la puerta.
– Bien, bien. Ya está de vuelta. Venga, tenemos las cintas que pidió.
Cuando Tim entró en la sala de reuniones, Mitchell, que estaba absorto en su trabajo, levantó la cabeza de golpe. Llevaba el cabello un poco revuelto; no le habría venido mal pasar por la peluquería. Encorvado sobre un listín de teléfonos, manipulaba el dispositivo que tenía diseccionado sobre la cubierta amarilla, sus diminutos componentes desparramados cual entrañas electrónicas. Había dispersos por la mesa distintos informes técnicos en cuyas páginas se veían los cálculos garabateados de Mitchell para determinar el punto de sobretensión. Mientras murmuraba para sí, separó una espira de muelle con la punta del destornillador.
Robert y el Cigüeña seguían de vigilancia, pero los demás estaban presentes.
Ananberg, pagada de sí misma y dotada de una languidez felina, enarcó una ceja a modo de saludo y señaló una pila de cintas con el lapicero.
– Ahí tiene las demás. Véalas cuando usted quiera.
– Gracias -dijo Tim.
Dumone le pasó el mando a distancia. Tim lo dirigió hacia la pantalla de televisión y el vídeo cobró vida con una entrevista de Melissa Yueh a Arnold Schwarzenegger, grabada el mes de abril anterior, en la que se le preguntaba por sus aspiraciones políticas.
Uno de los móviles de Tim empezó a vibrar; el Nokia, en el bolsillo izquierdo, no el Nextel que le había facilitado Dumone. Comprobó el sistema de detección de llamadas y lo desactivó porque, por el bien de Dray, no quería que nadie supiera que hablaba con ella.
Ananberg, sin embargo, reparó en su expresión, y al tiempo que se llevaba el lápiz a los labios, preguntó:
– ¿Algún problema en casa?
Tim no le hizo ningún caso y volvió a apretar el mando a distancia para poner la cinta en cámara lenta. La risa de Arnie, a ocho fotogramas por segundo, le daba todo el aspecto de un hombre dispuesto a devorar lo que fuera. Se daba una palmada en el muslo al tiempo que volvía la cabeza, dejando a la vista un rasguño que se había hecho al afeitarse y la marca que el sol le había dejado en torno a la oreja de tanto llevar un teléfono de manos libres. La iluminación daba a su piel un aspecto satinado.
Mitchell observaba la pantalla intentando averiguar qué buscaba Tim, y tamborileaba sobre el listín con unas tenacillas.
Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– Ahora que ya hemos hecho todo el trabajo sucio, ¿por qué no nos cuenta su plan? A estas alturas, aún no sabemos nada. ¿Cómo nos enteraremos cuando ocurra?
– No se preocupen -dijo Tim, sin apartar la mirada de la pantalla-. Cuando ocurra, lo sabrán.
Aparcado en el sendero de entrada, Tim miraba fijamente los números de la casa clavados justo debajo de la lámpara del porche, junto a la puerta principal: 96775. Años atrás, él mismo señaló a lápiz su ubicación antes de clavarlos a la pared sirviéndose de una escuadra para calcular la inclinación. El 9 había perdido el clavo inferior y se había vuelto del revés convirtiéndose en un 6 mal alineado.
Volvió a escuchar el último mensaje que Dray le había dejado en el móvil:
«Bueno, pues como de un tiempo a esta parte es tan difícil dar contigo, voy a dejarte un mensaje. No creas que puedes desaparecer y solucionarlo todo al mismo tiempo. Puesto que no sé dónde vives, no puedo pasarme por allí y hacerte entrar en razón, pero no voy a estar esperándote siempre. Ven y tendremos una charla. Vuelvo a trabajar a jornada completa, así que llama antes para asegurarte de que estoy en casa.»Su voz, el dolor apenas velado por la ira, casaba con el estado de ánimo de Tim. Hizo mella en él una parte del mensaje en particular: «No voy a estar esperándote siempre.» ¿Antes de seguir su camino? ¿Antes de ir en su busca? Por exigencias de la operación, se había aislado de ella en el momento más inoportuno. Difícilmente podía extrañarse de que su distanciamiento hubiera dado lugar a cierto rencor por parte de ella.
Se quitó el anillo de casado y contempló la casa a través de él como si de un telescopio se tratara: una escueta composición de todo lo que había dejado que se fuera a la mierda. Tuvo la sensación de que la mano se le había quedado desnuda sin el anillo, así que se lo volvió a poner.
Llamó dos veces al timbre. No hubo respuesta. Había descuidado sus obligaciones con la Comisión para venir. La casa vacía le hizo ver lo mucho que echaba de menos a su esposa y lo inmenso que era el hueco de su ausencia. Estaba furioso consigo mismo por no haberse asegurado de que ella estuviera en casa.
Entró por el garaje y deambuló por la vivienda sin saber muy bien qué andaba buscando. Se quedó mirando los frascos de Dray dispuestos en la repisa del cuarto de baño principal. Sentado a su cama, cogió la almohada y respiró su aroma: crema hidratante y acondicionador para el cabello. Pintó el enlucido que había colocado en las paredes del salón. Rebuscó el martillo en el garaje y reparó el número de la casa, volviendo a situar el 9 en la posición que le correspondía para luego martillearlo hasta que el clavo quedó a ras del metal. Cuando volvió a la cocina, notaba un zumbido en la cabeza.
Dejó a Dray una nota adhesiva en la nevera para decirle que la quería. Ya casi estaba en la puerta cuando dio media vuelta y le dejó otra en el espejo del baño con el mismo mensaje.
Capítulo 18
«Me llamo Jed. Con el uso de mi nombre completo, Jedediah, un nombre anticuado, los medios izquierdistas controlados por el gobierno intentan distanciarme más aún del ciudadano medio estadounidense, convertirme en un fanático.» En el enjambre de televisores de circuito cerrado suspendidos en el ventanal de la planta baja de KCOM, diecisiete Jed Lane televisados entrelazaron diecisiete pares de manos y se arrellanaron en diecisiete cómodos sillones. En la decimoctava pantalla se veía reflejado el propio público, una mezcla variopinta de rostros iracundos y perversamente curiosos.
Con la bicicleta adelantada para escindir el gentío, Tim se abrió paso entre los espectadores y los miembros de los piquetes arracimados ante la inmensa cristalera del edificio. Melissa Yueh tenía a Lañe en un plato de un piso superior y lo sometía a un calentamiento para entrar en directo en menos de media hora. A modo de truco publicitario, los programadores de KCOM habían optado por emitir la charla previa a la entrevista propiamente dicha por un circuito cerrado de televisión al gentío congregado a la entrada del edificio: otro eslabón en la cadena que llevaba hasta la emisión en circuito cerrado de la ejecución de Tim McVeigh.
Los cánticos acababan de acallarse para poder oír las palabras de Lañe, pero la muchedumbre emanaba desdén e indignación como una fuente de calor. La presencia de efectivos de la Policía de Los Ángeles -los uniformes de color azul oscuro entremezclados con el gentío a intervalos regulares- era tan intensa como poco amedrentadora. A la entrada del vestíbulo, los guardias de seguridad de KCOM examinaban atentamente los documentos de identidad antes de hacer pasar a visitas y empleados por dos detectores de metal similares a los de los aeropuertos.
El minúsculo detonador estaba oculto bajo el sillín de la bicicleta de Tim. Había fijado nueve imanes planos a un costado del tubo posterior del cuadro y, en el calapiés, un dispositivo tubular a distancia del tamaño de un mechero disimulado como reflector. Además de llevar gafas, había dejado que la sombra de barba creciera hasta convertirse en una barba y un bigote propiamente dichos, y se había metido un chicle de canela en la encía debajo del labio inferior para alterar la forma de la barbilla. Con una mochila colgada al hombro, la tarjeta de identificación falsa sujeta a la cintura de los pantalones de camuflaje y una cruz dorada colgada de una cadena, volvió la esquina y se dirigió al puesto de envíos y recepciones. Con un gesto fugaz sacó el reloj de debajo de la manga: 8.31.
Localizó la pancarta de Robert entre otras similares al otro lado de la calle: INFANTICIDA FANÁTICO. Si algo iba mal, el reverso de la pancarta con la leyenda del revés haría las veces de señal. Robert entonaba consignas siguiendo el sendero circular de la línea del piquete, pero Tim se dio cuenta de la tensión que delataban los gruesos tendones de su cuello.
El gemelo ladeó la pancarta hacia el puesto de envíos y recepciones. Dos nuevos guardias de seguridad se habían apostado allí después de que entrara el pelotón de Lañe. Uno cacheaba a un mensajero a los pies de la rampa mientras el otro sostenía la bicicleta a su lado. Dejaron pasar al mensajero pero, a pesar de sus protestas, le impidieron entrar la bici.
El plan A quedaba abortado.
Tim cruzó la calle y dejó la bicicleta apoyada en un cubo de basura después de recoger los dispositivos ocultos. Permaneció quieto unos instantes mientras el cerebro le iba a mil. En el suelo, al lado del cubo de basura, había un pase de invitado para ese día, del que alguien se había deshecho. Lo alisó contra el muslo: Joseph Cooper. Podía sacarle partido. Después de todo, el cambio de guardias presentaba tantas ventajas como inconvenientes. Al tiempo que se acomodaba la mochila al hombro, fue calle abajo y entró disimuladamente en el establecimiento de artículos ortopédicos Lipson's. El único empleado hurgaba en unas cajas en la trastienda.
– ¡Ahora mismo voy!
U nos segundos después, Tim salía sentado en la silla de ruedas del escaparate con la mochila colgada del respaldo. Los guantes de ciclista con dedos, que la noche anterior había desgastado con una lijadora de banda para que su mal estado les diera mayor autenticidad, le servían de protección contra el giro de las ruedas. También le permitían entrar sin dejar ninguna huella dactilar.
Cruzó la calle y fue directo hacia los nuevos guardias. Cuando el más alto levantó su carnosa mano de policía de tráfico, les mostró el pase de invitado.
– Hola, chicos. Esta semana estoy asesorando a unos productores en la undécima planta. He intentado pasar por la entrada principal, pero me han dicho que venga por aquí. No podía pasar por el detector de metales con esta monada. -Palmeó con cariño el costado de la silla de ruedas-. Me han dicho que aquí podríais registrarme con el detector portátil.
Tras lanzar a su colega una incómoda mirada de soslayo, el guardia pasó la varilla del detector junto a Tim, pero el aparato sufrió una suerte de ataque de apoplejía con tanto metal como llevaba la silla. Tim mantuvo las manos pegadas a la parte superior de las ruedas para ocultar el detonador y el mando a distancia que había escondido en los radios. El otro guardia le registró la mochila repasando los pliegues como si amasara pan. Tim se alegró de su actitud incómoda y su evidente miedo a ofenderle. Ni siquiera le habían preguntado por el atuendo.
Sonrió con timidez ante los pitidos frenéticos del detector.
– Suele pasar, tío. No te imaginas lo que ocurre en el aeropuerto. Hay veces que están a punto de llamar a la Guardia Nacional. -Le lanzó un guiño-. ¿Te importaría empujarme por la rampa?
El guardia, dicho sea en su defensa, lo cacheó primero -y muy a conciencia-, pasándole la mano hasta los riñones y luego por las piernas. Fue tan minucioso que incluso sacó un dólar de plata del bolsillo de Tim y lo observó con atención antes de devolvérselo. La camiseta de ciclista de licra se le ceñía al pecho y le hacía plenamente consciente de la leve película de sudor que le cubría el cuerpo. La intensidad de la situación le recordó los preparativos para una operación sobre el terreno o el momento de tirar la puerta de una patada con el Servicio Judicial.
Al cabo, el guardia asintió y lo empujó sin miramientos rampa arriba.
– El código del ascensor son los primeros cinco números del código de acceso a planta. Te lo han dado, ¿verdad?
– Sí. Gracias, colega. De veras. -Se fue camino del montacargas, introdujo el código desentrañado por Betty y se obligó a sonreír a los guardias mientras esperaba. Sus músculos se relajaron un tanto cuando la campanilla anunció que las puertas se abrían. No cayó en la cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que entró a lomos de la silla y lanzó un suspiro al oír que las puertas se cerraban a su espalda.
El ascensor era un típico montacargas con paredes de malla, el techo alto y una trampilla superior cerrada con pestillo. En la esquina derecha se veía un monitor de televisión.
– … Ni idea del desbarajuste que nos ha dejado en herencia el régimen de Clinton y Gore -decía Lañe-. Ellos y sus putos aliados socialistas, que subvierten y destruyen nuestras instituciones culturales. -Había apoyado una de las botas en el borde de la mesa de la presentadora.
– Cuando la entrevista empiece a emitirse en directo, tendrá que moderar su lenguaje -le advirtió Yueh.
– Claro que sí -respondió Lañe-. Ni que estuviéramos en un país libre.
Tim llamó al décimo piso y luego sacó el detonador y el mando a distancia de entre los radios; recogió también los imanes planos de donde los había colocado tras el respaldo del asiento. La silla de ruedas se plegó como un acordeón y la dejó apoyada en la pared. Se quitó la camiseta de licra y la sustituyó por una camisa azul de botones sin marca. Después extrajo de la mochila una camisa recién salida de la tintorería con la percha de alambre un poco retorcida por causa del registro del guardia.
Salió a la décima planta, que estaba despejada, y se libró de la silla plegada y la mochila lanzándolas por el conducto para tirar la basura que había a su derecha. Cuando se cerraban las puertas del montacargas, se sacó el dólar de plata del bolsillo y lo colocó en el hueco sujetándolo entre el índice y el anular. Las puertas entraron en contacto con la moneda y se detuvieron cuando el dispositivo de cierre estaba a punto de encajar. Volvió a mirar el reloj: 8.37. El montacargas no debía utilizarse de nuevo hasta que los conserjes del turno de noche subieran al sexto piso hacia las nueve y cuarto. Por si había alguna emergencia antes de ese momento, prefería dejar el ascensor fuera de servicio.
Se echó la camisa de la tintorería al hombro y el envoltorio de plástico emitió un frufrú al rozar con su espalda. Asomó la cabeza al pasillo y vio dispositivos de rayos infrarrojos, dispuestos cada diez metros, que no dejaban apenas ni un solo punto ciego. Para Robert era una oportunidad perfecta de dejar a Tim con el culo al aire: en el caso de que no hubiera inutilizado los dispositivos, los aullidos de la alarma lo dejarían atrapado en la décima planta de un edificio lleno a rebosar de polis, guardias de seguridad y tarados de una milicia privada. Respiró hondo y atravesó la línea que había entre las dos primeras lentes. El puntito de luz verde encima de cada unidad siguió brillando con la misma intensidad sin indicar con el más mínimo parpadeo que ninguno de los dos dispositivos hubiera detectado algo fuera de lo común.
La primera puerta que se encontró era una de hoja doble con barras de presión, tal como había informado Robert. La planta estaba diseñada en especial para protegerse ante posibles entradas, y no al revés. Sacó la pila de imanes planos del bolsillo y retiró el primero con la uña. Era fino y plateado, con la forma de una barrita de chicle. Se puso de puntillas y localizó los pestillos magnéticos gracias a la sombra que interrumpía la ranura iluminada encima de la puerta. Deslizó el imán entre los dos pestillos magnéticos hasta que notó que empezaba a ser atraído; cuando lo soltó, encajó en su sitio con un chasquido, cubriendo el pestillo superior.
Abrió la puerta y atravesó el umbral mirando el imán adherido al pestillo magnético superior, gracias al cual no se había interrumpido la conexión. Abandonó el pasillo para entrar en una enorme sala llena de cubículos a medio desmantelar que se alzaban entre las sombras como si de un cementerio de elefantes se tratara, en una suerte de réquiem para el estallido de la burbuja en que se habían convertido muchas empresas creadas en torno a Internet. Al final sólo encontró cinco puertas más. Los tres imanes sobrantes los dejó adheridos a la bandeja de impresión de una Hewlett-Packard abandonada.
Se apoyó en la puerta de la escalera y aguzó el oído para detectar los pasos de Susie la Escaleras, la recepcionista de la undécima, que tenía el ejercicio como prioridad. Eran las 8.42. Llegaba tarde a su cita de las nueve en punto con el psicólogo a cinco manzanas de allí; esa misma tarde había llamado para confirmarla. Tim aguardó, controló la respiración y fingió paciencia. A las 8.49 tenía un encuentro preestablecido en el piso de arriba, ya que debía cruzarse en el pasillo que enlazaba los lados este y oeste con Craig Macmanus cuando éste regresara a su despacho para contestar al mensaje urgente que iba a enviarle el Cigüeña. Para las 8.45, Tim supuso que Susie la Escaleras debía de haber suspendido la cita, decidido quedarse a ver la entrevista con Lañe o cogido el ascensor.
Se puso a silbar como si nada, abrió la puerta que daba a la caja de la escalera y salió al descansillo de la décima planta. La puerta se cerró a su espalda con un chasquido. Como si acabaran de darle una señal, un piso más arriba se abrió la puerta, y Tim oyó el tamborileo amortiguado de unas Reebok escaleras abajo. Se agarró a la barandilla y levantó la camisa de la tintorería por encima del hombro de forma que le tapase media cara.
Susie pasó a toda velocidad, un mero contorno de rizos y nailon.
– ¡Hola! ¡Adiós!
Tim murmuró un saludo y siguió adelante. Para cuando llegó al descansillo de la undécima planta, había retirado la percha de la camisa y la había desdoblado para convertirla en una «L» terminada en el gancho. Introdujo el gancho por debajo de la ranura entre la puerta y el suelo y lo giró hasta notar que asía la barra de presión en el interior. Dio un tirón y oyó el chasquido deseado. Abrió la puerta con cautela y entró en la trascocina vacía.
En el monitor de la encimera se veía a Melissa Yueh inclinada hacia Lañe mientras un técnico de sonido le prendía un micrófono a la camisa.
«Tómeselo con tranquilidad y establezca contacto visual conmigo, no con la cámara. En unos minutos le pondrán un auricular para que el productor pueda hablar con usted mientras estamos en directo.»Al fondo se veía a varios partidarios de la milicia de Lañe, guardaespaldas con unos brazos tan grandes que no sabían qué hacer con ellos. Se esforzaban por ofrecer un aire de dureza y no hacer caso de las cámaras, pero no les estaba saliendo nada bien. Un ajetreado ayudante de producción los sacó de plano y se desplazaron torpemente siguiendo sus órdenes igual que un rebaño de ovejas conducido por un perro pastor.
Tim dobló la percha en tres y la tiró junto con la camisa al cubo que había bajo el fregadero. Se sacó del bolsillo de atrás una bolsita, un auricular de plástico y una hebra de hilo dental. Abrió el auricular, introdujo el minúsculo detonador entre los cables y lo cerró. Después de meter el auricular en la bolsita, la cerró y la ató con el hilo dental. A continuación se tragó la bolsa sujetando un cabo del hilo dental. El hilo se tensó e impidió que la bolsa se le fuera garganta abajo. Aguardó a que cesaran las arcadas y luego se sujetó el hilo dental entre dos muelas.
Cogió de la nevera dos botellas pequeñas de agua Evian, se las metió en los bolsillos de atrás y salió al pasillo. Su reloj marcaba las 8.46.
Un rígido agente de la Policía de Los Ángeles y un guardia de seguridad de KCOM con aspecto aburrido estaban sentados en unos taburetes delante de un detector de metal que daba a los pasillos principales. Tim saludó con un asentimiento y pasó. El detector lanzó un fuerte pitido.
– ¿Llevas teléfono móvil?, ¿llaves?
Tim negó con la cabeza.
El guardia se levantó del taburete y pasó a Tim el detector empezando por los pies. Al llegar a la altura de la garganta, emitió un intenso pitido. El guardia se quedó mirando la cruz de oro que Tim llevaba colgando debajo de la nuez, miró de soslayo al poli y luego le indicó con un gesto que pasara.
Entró en el cuarto de baño unos pasos más allá del puesto de vigilancia y se metió en uno de los retretes. Con sólo tirar del hilo dental que llevaba entre las muelas, notó una arcada y expulsó la bolsita, que salió cubierta de saliva. Sacó el auricular, se lo puso en el bolsillo y tiró la bolsa al retrete. Volvió a salir al pasillo exactamente a las 8.49.
Craig Macmanus, todo mandíbula y sonrisa dentona, iba por el pasillo a toda prisa con un colega, mirando el busca al tiempo que contaba un chiste sobre monjas en bicicleta. Tim bajó la cabeza para fingir que miraba el reloj en el momento preciso en que se cruzaba con Macmanus, y aprovechó para sustraerle las tarjetas de identificación y acceso que llevaba sujetas al cinturón de cuero.
– Ay, perdona, Craig. -Tim siguió su camino sin volverse para mirarle a la cara. Se afanó en sacar la tarjeta de identificación de Craig de la funda para sustituirla por su propia tarjeta falsa. No había un alma en el pasillo, salvo por los tres televisores suspendidos del techo a intervalos regulares. Al llegar a las imponentes puertas de doble hoja al cabo del pasillo, puso delante del panel la tarjeta de acceso de Macmanus. La luz roja se tornó verde y accedió al santuario interior.
Una vez en la sala de entrevistas, impenetrable para los prismáticos y las miradas indiscretas de los limpiaventanas, Tim estaba abandonado a su suerte. Lañe y Yueh estaban sentados a una inmensa mesa de madera al estilo clásico del entrevistador Charlie Rose, y por todas partes pululaban ayudantes adaptando la iluminación y saltando a las órdenes de Yueh. Un reloj digital negro encima de la cabeza de la presentadora indicaba el tiempo restante para entrar en directo: menos de cinco minutos. El guardia en la pequeña garita a la derecha de Tim se zampaba una rosquilla glaseada sin reparar en lo caricaturesco de su actitud. Tim le mostró fugazmente la tarjeta de identificación y, al echarle un rápido vistazo, el guardia le dejó un borrón azucarado en forma de yema encima de la austera foto.
Un técnico provisto de auriculares manipulaba el panel de control con un entramado de cables que desaparecía bajo una mesa plegable que se hallaba a su lado. Tim se dirigió hacia él con una de las botellas de Evian en la mano.
– ¿Alguien ha pedido agua?
El técnico de sonido lo despidió con un aleteo de la mano sin apenas levantar la vista. Tim vio un maletín metálico abierto sobre la mesa en cuyo lecho de espuma gris había una serie de aparatos, incluido el auricular; tal como había supuesto, los hombres de Lañe, que tenían experiencia más que de sobras en amenazas de muerte, habían traído su propio equipo.
– Voy a dejarlas aquí.
Otro aleteo de la mano, esta vez arisco.
Al tiempo que dejaba las botellas en la encimera, sustituyó los auriculares rápidamente.
– ¡Dos minutos para entrar en directo! -gritó alguien.
– A ver si difumináis la luz de relleno -chilló Yueh-. Se me van a ver los poros de la cara como cavernas.
Uno de los secuaces de Lañe, sin cuello y con el antebrazo tatuado con un águila de cabeza blanca, pasó junto a Tim en busca del maletín metálico. Camino de la puerta, éste hizo un gesto al guardia para que se limpiara los restos de azúcar que tenía en la barbilla. Una vez en el desolado pasillo, empezó a oír las órdenes que Yueh daba a gritos en estéreo; su voz atravesaba las paredes y chirriaba en los monitores colgados del techo. La primera nota de la sintonía de KCOM anunció el inicio del programa y permitió que el edificio entero descansara brevemente de las estridencias de la presentadora.
Para cuando Tim llegó al ascensor principal, que era notablemente más elegante y tenía un monitor empotrado en el lustroso panel de acero inoxidable, la voz de Yueh, mucho más melosa para el directo, estaba yendo directa al grano:
«… Por lo visto, no ha expresado muchos remordimientos por los niños, las mujeres y los hombres que murieron.» Su ceño, levemente fruncido, se aproximaba a la perplejidad genuina.
Tim se colocó en la parte anterior de la cabina, allí donde la cámara no registraba su presencia. El interior era de metal, sin espejos a través de los que pudiera estar filmándole una segunda cámara.
«-Esas personas trabajaban para una causa fascista, tiránica. La intrusión del censo es un golpe comunitario contra el principio arraigado del individualismo, contra la república constitucional independiente que hombres como yo luchamos por restaurar. Una lista de nuestros ciudadanos, al alcance de cualquiera que meta las narices en un archivo federal… -Lañe lanzó una risilla al tiempo que se atusaba la barba irregular con las yemas de los dedos-. ¿Cree que era eso lo que querían los artífices de nuestra Constitución? ¿Cuánto ganamos al año? ¿ De qué raza somos? ¿ Dónde vivimos? Por si no se ha dado cuenta, en este país se está librando una guerra, y el censo no es más que munición para quienes se han arrogado el papel de líderes. Han lanzado una ofensiva a gran escala contra la soberanía y los derechos estadounidenses, unos derechos que provienen de Dios, y no del gobierno.
»Los datos del censo no están disponibles para otros organismos del gobierno, señor Lañe. Me da la impresión de que exagera…
»¿Sabía usted, señora Yueh, que en mil novecientos cuarenta y dos se utilizó el censo para localizar a los estadounidenses de ascendencia japonesa y encerrarlos en campos de concentración?»La sonrisa de la presentadora se iluminó igual que una linterna, pero la demora de un segundo dejó bien a las claras que la habían pillado a contrapié. Tim no pudo por menos de sonreír. El tipo malo se había anotado un tanto.
Pasó el pulgar por el dispositivo plateado de control remoto que llevaba en el bolsillo. Se abría igual que un mechero y tenía en su interior un único botón negro. Había hecho un cálculo más bien moderado de su radio de acción: debía de llegar al menos unas diez zancadas más allá de las puertas de entrada al edificio.
Lañe seguía brindando gemas de sabiduría.
«La democracia es algo así como cuatro lobos y una oveja que votaran qué van a cenar. La libertad es esa misma oveja que, con un M-60, les dice a los lobos dónde pueden meterse su democracia. El gobierno no hace más que coartarnos, mermar nuestros derechos, roernos cada vez un poquito más. El ataque contra la Oficina Regional del Censo no fue más que una manera de impartir justicia.»Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo acompañadas por un leve tintineo. Todos los empleados de KCOM, desde los porteros hasta los contables, se habían reunido para ver la entrevista en la inmensa pantalla de la pared occidental. Una mujer permanecía estática, con las pajitas del zumo que se estaba tomando suspendidas a escasos centímetros de la boca abierta. La vigilancia del gentío congregado en el vestíbulo corría a cargo de cuatro agentes uniformados de la Policía de Los Angeles y -a juzgar por la preponderancia de riñoneras- unos cuantos polis secretas.
Tim recorrió el trayecto que había trazado mentalmente para mantenerse en los márgenes del campo de visión de las cámaras.
La voz de Lañe resonaba en los suelos y las paredes desnudas de mármol.
«-Como mínimo, el censo es una herramienta al servicio de la expansión del estado de bienestar. En este país, hoy en día, pagamos un porcentaje mayor de nuestros ingresos que los siervos de la gleba.
»-Los siervos de la gleba no tenían ingre…
»-Y el Banco Federal es una traición de mayor índole aún por parte del gobierno usurpador.»Yueh torció el gesto para adoptar la expresión que constituía la marca de la casa, la que utilizaba en los anuncios que la describían como «incisiva».
«En este programa ha hecho de todo menos responder a la primera pregunta que le he planteado. ¿Lamenta en absoluto que hayan muerto diecisiete niños?, ¿que hayan muerto sesenta y nueve hombres y mujeres?»La sonrisa de Lañe brotó rauda y ladeada.
«El árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de los tiranos.» Tim cruzó el vestíbulo con la mano metida en el bolsillo, hurgando la tapa del dispositivo con el pulgar como si fuera la patita de un conejo.
– «Patriotas y tiranos» -murmuró. Bajó la barbilla hacia el pecho a medida que se acercaba a la puerta giratoria y las lentes situadas encima de la misma. Un rápido giro y ya estaba en la acera.
Ni Yueh ni Lañe adoptaron una postura más relajada; permanecieron erguidos, como depredadores en busca de un punto vulnerable.
El gentío en el exterior estaba en ebullición. La gente llevaba lazos rojos en la chaqueta. Alguien murmuraba enfurecido. Un hombre con gorro lanoso del que pendían unas orejeras contemplaba la televisión en la vidriera de la fachada con la boca abierta de par en par y las mejillas húmedas de lágrimas. Tim contó los pasos a partir de la puerta giratoria. Cuatro… cinco… seis…
El rostro de Melissa Yueh apareció repetido diecisiete veces en primer plano. Tenía la mandíbula tensa, los ojos castaño oscuro brillantes y enfurecidos; por primera vez dejaba entrever un poco de enjundia bajo el personaje público.
«Otra vez rehúye responder a mi pregunta, señor Lañe.»En la tranquilidad de la calle, dos manzanas más abajo, la camioneta Chevy, ahora sin distintivos, se acercó en silencio al bordillo. Tim abrió la tapa del dispositivo de control remoto y apoyó el pulgar en el botón. Una mujer se recostaba con ternura entre los brazos de un hombre.
De pronto, Lañe adquirió una energía tan repentina como feroz. Tensó el cuerpo entero y se inclinó hacia delante -diecisiete imágenes desplazándose al unísono- para poner el dedo encima de la mesa con tanta fuerza que se le combó y adquirió un tono blanquecino.
«Muy bien, zorra. ¿Que si lamento que murieran? No. No si sirve para llamar la atención sobre…»Tim apretó el botón y la cabeza de Jedediah Lañe explotó como un mosaico.
Capítulo 19
La sala de reuniones de Rayner era una resaca de emoción e intensidad. Robert y Mitchell paseaban arriba y abajo por lados opuestos de la gran mesa mientras el Cigüeña, que se daba masajes en la mano izquierda para ahuyentar un calambre y estaba tan radiante como si acabara de echar un polvo, permanecía sentado tranquilamente entre Rayner y Ananberg.
Aunque ésta se había remangado las mangas del fino jersey negro hasta los codos, las puntas del cuello de su blusa asomaban con perfecta pulcritud. Tim la sorprendió mirándole fijamente más de una vez, pero ella siempre desviaba de inmediato sus ojos, oscuros y brillantes.
Dumone estaba de pie, con una mano apoyada paternalmente sobre el hombro de Tim -un gesto que éste le permitió, incluso le resultó grato- y la otra cerrada en torno al mando a distancia con el que pasó en cámara lenta la explosión de la cabeza de Lañe en la pantalla de televisión suspendida del techo.
Primero los globos oculares de Lañe salían disparados de sus órbitas. La piel que le cubría el cuero cabelludo y la cara se hinchaba como un globo y estallaba, la mandíbula desgajada en un solo trozo. Luego daba la impresión de que su cabeza se disipaba toda al mismo tiempo, para después venirse abajo con la misma sensación de terror en cámara lenta que produce el inicio de una avalancha. El cuerpo de Lañe permaneció rígido en su asiento, descabezado a la perfección, con la corbata firmemente anudada al cuello de la camisa y un dedo hincado en la mesa con gesto vehemente.
La cámara hacía un giro vacilante al estilo de El proyecto de la Bruja de Man y mostraba a los técnicos corriendo de aquí para allá, a los tarados de la milicia y a Melissa Yueh, que observaba con una expresión de pasmo en estado puro acentuada por la rociada pastosa de materia gris que tenía en la mejilla, justo debajo del ojo abundantemente maquillado.
Dumone congeló la imagen. Ananberg tomó aire con fuerza, el pecho un tanto trémulo, los labios entreabiertos. Se recuperó de inmediato y su habitual expresión de estar de vuelta de todo volvió a regir sus rasgos, un gesto de gélida satisfacción. Rayner tenía la cara blanca, salvo por unos círculos de color que rodeaban sus mejillas. Apoyó los codos en la mesa, descansó la mandíbula sobre las manos entrelazadas y lanzó un sonoro suspiro.
Robert se cruzó con Mitchell y los dos entrechocaron las manos.
– Eso sí que es un puto genio.
La cara de Mitchell, menos crispada que la de Robert, se veía arrebolada de emoción.
– Qué maravilla. Había olvidado que una explosión mínima en el conducto auditivo externo puede producir una presión intracraneal masiva y abrir por la mitad una cabeza.
– ¿Veis? A eso me refiero. A eso mismo. -Robert se acercó a Tim y le dio un fuerte abrazo, poniéndole contra la cara la basta tela del hombro aderezada con nicotina. Lo estrechó una sola vez, bien fuerte, y luego lo soltó. Aunque Robert era varios centímetros más bajo que él, sin duda estaba más fornido, tanto que sus gruesos brazos y piernas parecían formar parte de un único bloque inmutable.
Tim dio un paso atrás para alejarse de él.
– Y ahora, ¿qué? ¿Vamos a hacer la ola y a duchar a Rayner con el contenido de la nevera de Gatorade?
La emoción era tal que su comentario pasó desapercibido. Dumone fue el único que reparó en sus palabras, y lo miró fijamente con sus solemnes ojos azules.
Rayner hizo un recorrido por las cadenas. Había avances informativos en todas.
«… Quizás una milicia rival o una operación del FBI…»El Cigüeña levantó los brazos como un predicador ambulante.
– Ya ha empezado.
– Desde luego esto va a dar que hablar -dijo Rayner-. Y contribuirá al efecto disuasivo de la pena de muerte.
Robert esbozó una sonrisa complacida.
– Sí, yo diría que hacer saltar por los aires la cabeza de ese hijoputa en horario de máxima audiencia ha enviado un mensaje la mar de claro.
– Tendrá tanta repercusión que podremos replegarnos un poco y dedicarnos a golpes más seguros y aislados a partir de ahora -sugirió Dumone-. Aun así, todo el mundo sabrá que es obra de la misma mano.
Robert se sentó por fin, aunque no dejó de menear la pierna ni de asir nerviosamente el grueso listín de teléfonos.
El hombre de a pie por antonomasia -encarnado en un tipo con chaquetón grueso y perilla- ofreció su opinión a un periodista fuera del encuadre:
– Me alegro, tío. El mal nacido ese, que se libró del peso de la ley por culpa de no sé qué… -las dos palabras siguientes, probablemente demasiado expresivas para la televisión, fueron eliminadas por sendos pitidos-. Ha sido ajusticiado tal como se merecía. Yo tengo tres hijos y no quiero que ande suelto un tipo así que, como todos sabemos, mató a un montón de críos. -Se inclinó hacia la cámara como si fuera a saludar a su madre-. Eh, al que se haya cargado a ese tipo: si me estás viendo, buen trabajo, tío. -Antes de que la imagen se cortara, mostró los dos pulgares hacia arriba.
– Bueno -dijo Ananberg-, ahí tenemos nuestra autorización moral.
– No seas tan esnob, Jenna -le advirtió Rayner-. No sólo nos importa la opinión de los jueces y los tertulianos listillos.
– Sí, hay que ver cómo odiamos a los tertulianos listillos.
Rayner hizo caso omiso de la pulla.
– Tendré preparado un expediente completo sobre la respuesta de los medios de comunicación para nuestra próxima reunión. ¿Qué tal el viernes por la noche?
Tim miró de soslayo el cuadro del hijo de Rayner, detrás del cual aguardaba la caja fuerte con el expediente del caso Kindell. Rayner siguió su mirada y le guiñó el ojo.
– Ya hemos visto dos casos. Quedan cinco.
– Habéis hecho un buen trabajo, chicos -les felicitó Dumone-. Tenéis que estar contentos.
– Claro -comentó Tim.
Robert y Mitchell esperaban junto a la camioneta Toyota. Al pasar, Tim reparó en los diminutos círculos limpios en la matrícula trasera, por lo demás mugrienta, justo alrededor de los tornillos, lo que indicaba un cambio reciente. Robert lo cogió por el brazo y le dio un apretón. Tim tuvo la impresión de que con un poco más de fuerza podría haberle partido el húmero.
– Vamos a tomar una copa -propuso Robert.
El Cigüeña se detuvo un instante, como si esperara a que la invitación se hiciera extensiva a él, luego subió a su camioneta y se marchó.
Tim se quedó junto a su coche.
– Venga -le animó Mitchell-. La copa de después de la operación. Las tradiciones así, hay que respetarlas.
Robert levantó el listín que había cogido de la casa y dejó que se abriera por la sección que tenía marcada con un pulgar: BODEGAS.
El gemelo se hizo a un lado y, tras vacilar unos instantes, Tim se colocó hacia la mitad del asiento delantero. Los hermanos se le pusieron uno a cada lado y cerraron las puertas al unísono. Mitchell conducía rápido y con maña. Tim estaba en medio, encorvado, porque la anchura de los dos pares de hombros de gimnasio no dejaban mucho espacio para su torso. Los deltoides se le hincaban a cada curva, haciendo que aflorara en su subconsciente la sensación de alivio al ver que Robert y Mitchell estaban, a todas luces, de su parte.
Mitchell se detuvo en la bodega que había a la salida de Crenshaw y entró en el establecimiento para salir de él al poco tiempo con una bolsa de papel marrón de la anchura aproximada de una docena de latas de cerveza que echó a la parte de atrás. Se quitó la vieja cazadora negra Members Only, enrolló un paquete de Camel en la manga de la camiseta blanca y volvió a subir a la camioneta.
– Fabricaste un explosivo de la leche -dijo Tim.
Mitchell no apartó la mirada de la carretera.
– Sé unas cuantas cosillas.
Condujo al límite de velocidad permitido, abriéndose paso por el laberinto del centro. Cuando salió de Temple, Tim cayó en la cuenta de adonde se dirigían. Llegaron a una imponente puerta de metal, la única entrada en la verja de tres metros que rodea Monument Hill. Por encima de la verja corrían tres cables paralelos a intervalos de unos treinta centímetros que emitían un zumbido grave. Mitchell bajó la ventanilla, sacó una tarjeta de acceso electrónica de la guantera y la asomó para ponerla delante del panel del lector de proximidad montado sobre un poste. La tarjeta emitió una serie de pitidos mientras buscaba la frecuencia correspondiente y luego la puerta se abrió con un chasquido acompañado del sonoro girar de su mecanismo interno.
Mitchell se dio unos golpecitos en el muslo con la tarjeta de acceso.
– Las llaves de la ciudad. Un regalito del Cigüeña.
Dejaron atrás el asfalto y entraron por un sendero de tierra muy hollado. La silueta de treinta metros de altura del Monumento a las Víctimas de la Oficina Regional del Censo escindía el cielo de un color púrpura oscuro por encima de sus cabezas. En la radio, Willie Nelson entonaba una canción dedicada a todas las chicas que había amado en otros tiempos.
Cuando Mitchell aparcó la camioneta, ni él ni Robert hicieron ademán de bajar. Reinaba una calma absoluta; sólo se apreciaba la oscuridad y el viento que ululaba al pasar a través del monumento.
– Has hecho un buen trabajo -dijo Robert sin prisas-. Pero no nos gusta que nos mantengan al margen de ese modo.
Tim, estrujado entre los dos, procuraba que no se le notara el malestar e intentaba decidir a cuál le iba a meter un codazo en la garganta primero en caso de que la situación se pusiera fea, cosa que parecía probable.
Robert le puso el listín de teléfonos en el regazo a su hermano.
– Enseña a nuestro amigo eso que haces. -Asintió en dirección a Tim-. Esto te va a gustar. Venga, Mitch. Vamos a verlo.
Mitchell frunció el ceño levemente. Cogió el listín y lo puso en equilibrio sobre las yemas de los dedos levantados para mostrar, igual que un mago a la hora de hacer un truco, sus más de siete centímetros de grosor. Luego lo asió por ambos lados con los pulgares a escasos centímetros de distancia. Hizo un movimiento de flexión y el listín cedió. Empezaron a temblarle los brazos y se le hincharon las venas del cuello. Los ocho nudillos se le pusieron blancos. Una grieta recorrió la cubierta del listín cual serpiente, un finísimo río blanco en un mar amarillo. Tenía el labio curvado, una franja de carne y bigote, los dientes al aire como un perro furioso. Empezó a faltarle el aliento. Se le inflaron los músculos de los antebrazos, pétreos y bien definidos, picos en cordilleras idénticas. Le temblaba todo el torso.
Mitchell emitió un sonido -más profundo que un grito, más controlado que un gruñido- y el listín se dobló con un agradable suspiro, rasgándose por la mitad, los bordes de la hendidura divididos en breves estratos de páginas igual que la piedra arenisca comprimida en la pared de un acantilado. Con el rostro cada vez menos enrojecido, lanzó los dos pedazos de listín sobre el salpicadero y se enjugó el sudor de la frente con la camiseta. El y Robert miraron a Tim desde ambos lados con una cierta superioridad de patio de colegio.
Mitchell se dio masajes en un antebrazo y luego en el otro. Levemente pecosos y cubiertos de vello rubio, eran casi tan gruesos como los bíceps de Tim.
– Hay que ver las cosas que les excitan, señoritas. -Tim tenía la camisa pegada a la espalda por causa del sudor, pero conservó un tono de voz tranquilo e indiferente-. Ahora que ha terminado la exhibición, ¿qué tal si echamos un trago y damos por concluida la jornada?
Tras una tensa pausa, Mitchell sonrió y Robert imitó a su hermano. La camioneta emitió un leve crujido de alivio cuando bajaron para hollar la cima de la colina. La tierra, maleable, de un color castaño rojizo, igual que la arcilla molida, estaba cuarteada por las roderas de vehículos industriales. Aquí y allá se veían caballetes para serrar y plataformas entre montones de planchas metálicas de la altura de un hombre. La brisa hacía aletear las gruesas lonas plásticas que los cubrían.
El concepto de Nyaze Ghartey -un árbol metálico, cada una de cuyas ramas representaba a uno de los niños muertos en el atentado, la copa extendida a guisa de protección como un paraguas- le había parecido a Tim pomposo y abstracto hasta lo repugnante, pero ahora no le quedaba más remedio que reconocer que la escultura poseía cierta resonancia. El armazón de la obra estaba prácticamente acabado, aunque las planchas de metal sólo lo cubrían en unas dos terceras partes. La estructura estaba recubierta de arriba abajo por un andamiaje de madera; la obra en sí emergía, orgánica y misteriosa, como un ser tenebroso en el interior de los rectángulos ordenados. Las hojas, metálicas y con la finura de las obras de Bernini, daban la impresión de mecerse en las ramas.
En una piedra desbastada a los pies del monumento se había cincelado media inscripción: Y LAS HOJAS DEL ÁRBOL ERAN…
A su izquierda permanecía dormido un foco similar a esos que proyectan un haz de luz de reclamo de un kilómetro y medio de altura en los estrenos cinematográficos y las ferias del automóvil más horteras. Tim apenas distinguía la pequeña abertura en el tronco del árbol a través de la que el foco iluminaría la escultura entera desde el interior con el proverbial millar de puntos de luz.
Hacer sombra al cartel de Hollywood era una tarea ambiciosa, pero lo habían conseguido.
Tim se acercó al vehículo y sacó tres cervezas Bud de la bolsa. Pasó una a Mitchell y ofreció otra a Robert, que declinó la invitación con la cabeza.
– No puedo -dijo, y rebuscó en la bolsa para sacar una cerveza sin alcohol.
Robert quitó la chapa con los dedos y vació media botella de varios tragos largos. Se quedó contemplando el árbol que tenían delante.
– Por lo general, no me gustan las mamarrachadas modernas -comentó-. Pero ésta no está mal.
– Parece de Braque -dijo Mitchell-. Todo planos y diferentes perspectivas. ¿Os suena Braque?
Robert y Tim negaron con la cabeza, y Mitchell restó importancia a la referencia encogiéndose de hombros con cierta inseguridad. Robert empezó a andar en círculo lentamente. Levantaba nubecillas de polvo con las botas e iba acercándose a su hermano como llevado por una suerte de atracción genética. Mitchell encendió dos cigarrillos y le pasó uno a Robert. Permanecieron el uno junto al otro, sólidos e inmóviles como dos triángulos invertidos de acero forjado, fumando sus Camel, Mitchell con el paquete de tabaco enrollado en la manga, Robert con el cuello de la cazadora subido, ambos tarareando Georgia on My Mind por debajo del mostacho como si nadie se hubiera molestado en decirles que la década de los años setenta ya era cosa del pasado. El rostro de Mitchell, aunque menos severo que el de Robert, revelaba cierta perspicacia, una agudeza que Tim no había detectado en él hasta el momento. Los gemelos estaban uno al lado del otro, pero el codo de Mitchell quedaba delante del de su hermano, y se le veía con los hombros erguidos mientras que los de Robert se inclinaban levemente hacia él en un gesto impreciso de deferencia.
Este levantó la cerveza y las tres botellas tintinearon en un brindis más bien sombrío.
– Un árbol iluminado está bien, pero no va a resolver una mierda -dijo-. ¿Sabéis lo que sería un bonito monumento conmemorativo?
Algo así con un hijoputa culpable que no haya sido condenado colgado de cada rama. Eso sí que me gustaría. Ésa es la clase de monumento que deberíamos levantar a las víctimas.
– Hay que regar el árbol con la sangre de la venganza -proclamó Mitchell.
Él y su hermano se rieron de su tono ceremonioso, de la poesía de pacotilla.
Tim se sentía claustrofóbico rodeado por los gemelos, no sólo por su corpulencia y proximidad, sino también porque su parecido resultaba inquietante. Mitchell se sentó en el suelo y Robert y Tim lo imitaron.
– Es deprimente ver cómo dan por saco a buena gente mientras los mayores hijos de puta campan a sus anchas, sin remordimientos, sin escrúpulos, sin…
– … Sin tener que pagar por ello -concluyó Mitchell.
– Sí. Después de la muerte de nuestra hermana, decidí que no iba a permanecer de brazos cruzados. De modo que ahora pienso plantar cara, aunque tenga que defender principios que antes no habría defendido. Se trata de un mal menor, y todo eso. He tomado una decisión y es la acertada. Y, desde luego, no voy a perder ni un segundo de sueño por los cabrones que ejecutemos. Ni un puto segundo. Los hombres como nosotros debemos mantener la firmeza y el compromiso. No hay que ceder ante putillas remilgadas como Ananberg. -Robert echó atrás la cabeza y lanzó un haz de humo hacia la luna; unos círculos de tierra mancharon los codos de su cazadora de tela vaquera-. Creo que ahora lo veo todo con más claridad. No me cabe duda de lo que hace falta hacer. Nos vemos en una… en una…
– … Tesitura… -sugirió Mitchell.
– … En la que estamos jodidos si hacemos algo y nos joden si no lo hacemos.
– Dicen que los cínicos más recalcitrantes son los idealistas frustrados -comentó Tim.
Mitchell acabó la cerveza y abrió otra.
– ¿Te parecemos cínicos?
– No sé lo que me parecéis.
Una ráfaga de viento hizo gemir el andamiaje y levantó nubes rojizas del suelo.
– No sabes las ganas que teníamos de empezar -confesó Robert-. Lo más jodido es esperar. Uno se encuentra con que asesinaron brutalmente a su hermana pequeña y se ve…
– … Enfangado…
– … En la nada. Hay que esperar a las investigaciones, esperar a que encuentren un sospechoso, esperar los informes forenses, la primera vista, y luego la siguiente, y la siguiente… -Robert meneó la cabeza-. Eso es lo que más me jode.
– Ahora, por fin, ya no tenemos que seguir esperando -dijo Mitchell.
Tim sopesó sus palabras en silencio.
– La próxima vez, déjanos participar más -continuó Mitchell-. Estaremos a la altura. Nos ganaremos tu confianza.
La táctica de intimidarlo con el numerito del listín no había dado resultado, de modo que pasaron al plan B: congraciarse con él, lo que no surtió mejor efecto en Tim.
– Ya veremos.
Robert se inclinó hacia delante y dijo:
– ¿Qué pasa? ¿No te ha parecido bien nuestro trabajo?
– Vuestro trabajo ha sido bueno. Excelente, incluso.
– Entonces, queremos tornar parte en la ejecución. No nos lo puedes negar. No vamos a permitir que nos lo niegues. -Mitchell lanzó a Robert una mirada penetrante, pero éste no captó la indirecta porque observaba a Tim de cerca-. Podemos ayudarte con el caso de tu hija -continuó-. Con Kindell. Antes de que votemos, si quieres, Mitch y yo podemos hacerle una visita, asustarle un poco, machacarle el codo, retorcerle un testículo, o los dos. Conseguiremos la información que quieras. Quién sabe, incluso podríamos tener una charla de tú a tú con el gilipollas de su abogado.
Tim, incrédulo, se le quedó mirando mientras intentaba poner las ideas en claro.
– Eso es justo lo contrario de lo que tenemos que hacer. -A juzgar por sus caras, la ira que destilaba su voz era pasmosa-. No se trata de una operación a cualquier precio. Lo nuestro no es la premura ni el desprecio por la ley. Ninguno de vosotros dos tiene ni puta idea de cuáles son los principios de la Comisión. ¿Y os preguntáis por qué soy reacio a que participéis de forma directa?
Para sorpresa de Tim, ninguno de los dos hermanos se puso a la altura de su ira. Robert escarbó la tierra con un palo.
– Tienes razón -dijo en voz queda-. Lo que pasa es que el caso de tu pequeña, el caso de Virginia… -Entornó los ojos sin llegar a hacer un gesto de dolor propiamente dicho-. Lo de tu hija nos destrozó. Me rompió el puto corazón.
La reacción de Robert fue genuina, sin los visos de manipulación que Tim había percibido en las maniobras previas de los hermanos. El semblante de compasión lo sorprendió hasta tal punto que su ira mermó de inmediato, dejándolo únicamente con la pena que veía reflejada en ambas caras. Se puso a juguetear con la chapa de la botella para tener algo que mirar.
– De vez en cuando, por muchas cosas que hayas visto, un caso se filtra por los resquicios de la armadura y te alcanza. -Mitchell hablaba con voz rasposa-. Al menos nuestra hermana vivió unos cuantos años antes de que la mataran. No se puede decir lo mismo de tu pequeña.
El rostro de Robert, iluminado por la luz lejana del centro de la ciudad, se veía de una dureza pétrea, ya fuera por causa de la furia o de la pena enquistada.
– La vi en la tele, en unas imágenes que pasaron. Ésas en las que iba vestida de calabaza, con un disfraz tan grande que tropezaba una y otra vez.
– La víspera de Todos los Santos, en dos mil uno. -La voz de Tim era tan queda que apenas resultaba audible-. Mi mujer intentó coserle el disfraz. No se le dan muy bien esas cosas.
– Era una chica estupenda, Virginia -dijo Robert con una terquedad casi agresiva-. Aunque apenas la vi unos instantes, saltaba a la vista.
Tim entendió por vez primera que los hermanos no se limitaban a justificar sus ansias de matar criminales, sino que se habían tomado la muerte de Ginny como algo personal, al igual que todos y cada uno de los casos de la Comisión. Su hermana había quedado suspendida en el tiempo, atrapada en una especie de guión infernal, asesinada de nuevo cada vez que un criminal eludía la acción de la justicia. Aunque eso los convertía en aspirantes poco aptos a una causa que exigía objetividad y circunspección, Tim no pudo por menos de reconocer una cierta gratitud por su emotividad en bruto. Por fin entendió el deje de afecto, de admiración, incluso, que traslucía la voz de Dumone cuando hablaba de ellos. Lloraban a los muertos con la pureza de un animal herido, sin complicar sus sentimientos con cuestiones legales o éticas. Tal vez lloraban a los muertos tal como a Tim y Dumone les habría gustado ser capaces de llorarlos.
Las palabras de Robert lo distrajeron de sus pensamientos.
– Tenía ese aspecto, tío -continuó-, ese aspecto que se empeñan en perseguir los cabrones, como si fuera demasiado pura para durar mucho tiempo en esta mierda de mundo. -Acabó la cerveza y tiró la botella, que se hizo añicos contra un montón de planchas de metal-. Beth Ann tenía el mismo aspecto.
Agachó la cara para apoyarla contra las yemas del pulgar y el índice, y permaneció en esa posición, apretándose los ojos, sin decir nada. Mitchell se inclinó hacia él, le cogió el cuello con una mano y tiró de él hacia delante hasta que las frentes de ambos se tocaron.
Tim los observó con el rostro entumecido de temor.
– La cosa no mejora con el tiempo -afirmó, aunque su intención había sido preguntarlo.
Robert levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos de tanto frotárselos, pero no había lágrimas en ellos, sino ira. El viento hizo crujir el oscuro andamiaje a sus espaldas.
Mitchell se echó hacia atrás y apoyó los codos en la tierra, la cara apenas visible en la penumbra.
– La agresión sexual de un violador excitado y furioso suele durar unas cuatro horas -dijo-. Beth Ann no tuvo tanta suerte.
Tras esas palabras, bebieron en silencio.
Después de que Mitchell lo llevara hasta su coche, Tim regresó a su apartamento con buen cuidado de respetar las señales y no superar el límite de velocidad. En la radio no hablaban más que de la ejecución. A juzgar por las caras de los demás conductores, era evidente quién escuchaba las noticias y quién las comentaba por el móvil. Incluso notaba algo distinto en el ambiente, como si la propia ciudad hubiera recibido una descarga de adrenalina, absorbida por osmosis a partir de las repercusiones que había tenido la muerte de Lañe. La noche parecía emocionante y emocionada, imbuida de la animación del riesgo y las apuestas elevadas. La proximidad de la muerte hacía que los sentidos estuvieran a flor de piel.
Joshua cruzaba el vestíbulo con un marco minuciosamente labrado. Al entrar Jim, se detuvo y lo dejó en el suelo. En su minúscula oficina parpadeaba la luz azulada de la televisión, como siempre.
– ¡Espere! ¡Espere! -gritó, como si Tim quisiera huir-. Tengo unos documentos para usted. -Joshua apoyó el marco en la pared y entró en el despachito, para volver a salir con un contrato de alquiler a nombre de Tom Altman, siempre tan digno de confianza.
Con un dedo en el que llevaba una ágata inmensa apoyado en un lado de la barbilla, esperó a que Tim le echara un vistazo:
– Le queda bien la barba.
– Gracias.
– ¿Ha oído en las noticias lo del tipo al que le han reventado la cabeza?
– Algo han dicho en la radio.
– Un fascista menos. -Joshua se llevó la mano a la boca para sofocar un suspiro teatral-. Ahora sólo quedan cincuenta millones.
Una vez arriba, Tim entró en su apartamento y notó lo estéril del aire que contenía. Le llevó unos diez minutos erradicar la barba en ciernes con agua caliente y navaja.
Abrió la ventana y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas pensando en lo que tenía en la vida a sus treinta y tres años. Un colchón, una mesa, un arma, balas. Un coche con matrícula falsa que antes pertenecía a un traficante de droga.
Aunque no estaba sucia, volvió a limpiar la pistola, la lubricó, la pulió y pasó un cepillo por los agujeros del tambor. Cada golpe de cepillo lo acompañaba con una palabra que describía lo que bien podría haberle hecho a Kindell en el garaje. Asesinarlo. Matarlo. Ejecutarlo. Sacrificarlo. Destruirlo. Destriparlo.
La ejecución de Lañe no sólo había enmendado un error judicial, se dijo, sino que lo había acercado un poco más a Kindell. Y al secreto de la muerte de Ginny.
Tras comprobar el buzón de voz del Nokia, le sorprendió lo intenso de su decepción al no encontrar ningún mensaje. Dray no le había llamado después de que le dejara las notas en casa, lo que le dolió profundamente. La ausencia de llamadas también daba a entender que ella no había obtenido más información sobre el caso. Cuando la telefoneó, respondió el contestador. Volvió a llamar para oír de nuevo su voz y luego colgó.
Se encontró marcando el teléfono de Oso.
– ¿Dónde coño has estado, Rack?
– Aclarándome las ideas, supongo.
– Bueno, pues acláratelas rapidito. Esto de que desaparezcas no le hace mucha gracia a Dray, ni a mí tampoco.
– ¿Qué tal está? -Ahora caía en la cuenta de su auténtica motivación para llamar a Oso. Tim Rackley, todo un artista de la dinámica social adolescente.
– Pregúntaselo tú -respondió Oso-. Y ya que estamos, ¿cuál es tu número de teléfono?
– Aún no tengo número. -Tim se acercó a la ventana abierta-. Te llamo desde una cabina. Estoy buscando un domicilio algo más permanente.
– Quiero verte.
– Ahora no es el mejor…
– Escucha, o accedes a verme, o voy a buscarte hasta dar contigo. Y ya sabes que soy capaz. ¿Qué prefieres?
La brisa, contaminada por el calor de la cocina que daba a la callejuela, se llevó el olor rancio de la habitación, aunque el alivio no fue sino una sensación temporal. Tim respiró la amalgama de aire fresco y caliente. El tacto lejano de un dolor de cabeza le palpó las sienes.
– Muy bien -dijo Oso-. En Yamashiro, cenamos a primera hora, mañana a las cinco y media.
Oso colgó antes de que Tim tuviera oportunidad de responder.
Se quedó tumbado en el colchón, rodeado por la oscuridad. Cuando se durmió, empezó a soñar con Ginny. Se reía de él, los dientes infantiles y espaciados cubiertos por sus deditos.
No consiguió averiguar por qué.
Capítulo 20
La acusada pendiente de los jardines delanteros de Yamashiro, un restaurante japonés encaramado a una colina de la zona este de Hollywood, se asomaba al lejano destello de los anuncios de neón de Boulevard y Sunset. A través del miasma de niebla tóxica y gases de escape suspendido sobre todo el Strip, Britney Spears miraba con inmensas pupilas desde un anuncio colgado en la fachada de un edificio, como si fuera una especie de Gran Hermano.
Unos dos años atrás, Tim y Oso habían echado el guante a un fugitivo que hirió a la esposa de Kose Nagura durante el atraco a una joyería, y el gerente del restaurante les había mostrado su agradecimiento implorándoles incesantemente que fueran a comer gratis a su local. A pesar de que el ambiente distinguido del restaurante y todo el asunto del pescado crudo les hacía sentirse un tanto incómodos, procuraban aceptar la invitación alguna vez cada varios meses para que no se sintiera insultado. Además, servían buenas copas, la vista desde el bar en la cima de la colina era la más espectacular de todo Los Ángeles y el edificio -una réplica exacta de un gran palacio de Kioto- tenía un cierto atractivo majestuoso.
Tim condujo el coche por la sinuosa carretera flanqueada de precipicios que llevaba al restaurante y se lo cedió a un aparcacoches. Kose, como siempre, lo sentó a la mejor mesa nada más entrar, una plataforma cubierta en el ápice suroriental del restaurante, allí donde confluía una pared de vidrio con otra, lo que ofrecía una vista panorámica de los brillantes edificios cuajados de carteles y envueltos de contaminación situados a sus pies, una vista de Los Ángeles que aborrecían los Masterson. La amplia extensión que representaba las aspiraciones de la clase media de obtener dinero fácil y fama a cualquier precio, una asfaltópolis que levantaba niños prodigio de la altura de edificios y premiaba la avaricia y la crueldad, una ciudad en la que violadores y pederastas podían saciar sus apetitos en compañía de los de su estofa.
Tim jugueteaba con la pajita del vaso de agua mientras esperaba a Oso y ensayaba todas las idioteces que iba a decir con la esperanza de encontrar una manera más adecuada de plantearlas. A su izquierda, una pareja se cogía de la mano por encima de la mesa, sin darle mayor importancia, como si su afecto espontáneo fuera algo que se daba por sentado, algo que estaba por todas partes, como la frustración, la contaminación, los aspirantes a actor. Acusó la intensa necesidad de estar con su mujer. Reorganizó sus pensamientos para decidir qué recibimiento debía dispensar a Oso, el mensajero. Una bandera blanca, quizá.
Este apareció por fin, una silueta de grandes dimensiones con pantalones grises de poliéster y una chaqueta que no acababa de hacer juego, y sorteó uno de los biombos corredizos de papel blanco que franqueaban la entrada desde el patio interior. Tim se puso en pie y se dieron un abrazo. Oso lo retuvo un instante más de lo apropiado antes de sentarse a su silla.
Tim asintió en dirección a la chaqueta arrugada que se acababa de quitar Oso.
– Más vale que vuelvas a ponértela enseguida. El entierro es a las siete.
– Qué gracioso.
– ¿Tienes que declarar en algún juicio?
– Sí. Tannino se enteró de que el año pasado aposté contra Italia en la copa del mundo de fútbol, así que me lo ha endilgado. Aún me faltan dos días para poder vestirme como me dé la gana. -Dio la impresión de que a Oso se le desencajaba el rostro para adoptar una expresión de hastío-. No se me ocurre ninguna forma adecuada de decirlo, así que lo voy a soltar sin más. -Hizo una pausa-. Mira, si no dejas el numerito del tipo duro y callado, Dray va a llegar a la conclusión de que está mejor sin ti.
– ¿Y eso qué significa?
– Mientras estabas desaparecido en acción, Dray ha ido ordenando las pertenencias de Ginny, ha salido de vez en cuando, ha visto a sus amigos. Está apechugando con todo sola. ¿Seguro que quieres que sea así?
– Claro que no quiero que renga que apechugar sola, pero no sé cómo podemos afrontarlo juntos.
– No me da la impresión de que te partas el espinazo en el intento. -Oso cogió la servilleta doblada en forma de sombrerito de papel y volvió a dejarla-. ¿Estás liado con alguien?
Tim se esforzó por mantenerse impasible.
– Oso, me hago cargo de que intentas ayudarme, pero la verdad es que esto no…
– ¿Qué?, ¿Que no es asunto mío? Voy a decirte lo que es asunto mío. No tienes por qué dejar en ridículo a tu mujer. Tienes derecho a ponerte en ridículo cuanto te venga en gana, pero Dray ya ha sufrido bastante. No le hagas tener que soportar nada más.
– Oso, no tengo ningún lío.
– Hablo con Dray todos los días. Y cada vez que sale tu nombre a colación, me da mala espina, como si no estuviera muy segura de lo que te traes entre manos. Además, si no te hubieras largado de su lado en plan Houdini, dudo que hubiera necesitado… -Se interrumpió. Cogió la servilleta de la mesa y se la puso sobre el regazo con la mirada gacha y arrepentida.
– ¿Hubiera necesitado…?
Oso dejó de mover las manos.
– A Mac. Dray ha pasado noches terribles. Mac ha dormido allí más de una vez. No en ese plan, sólo en el sofá, para asegurarse de que ella estuviera bien.
– ¿Mac? -Tim separó los palillos con un chasquido y limpió las minúsculas astillas frotándolos uno contra otro bien fuerte-. ¿Por qué no te llamó a ti?
– Porque, ante todo y sobre todo, soy tu compañero. Mac es de los suyos. Y no deberías preguntarme eso, joder. La pregunta que tendrías que hacerme es por qué no te llamó a ti.
– ¿Qué le dijiste?
– ¿Qué crees que le dije? Que se estaba portando como una idiota, que tendría que tragarse el orgullo y llamarte, igual que tú tendrías que tragarte el orgullo y llamarla. -Oso hizo caso omiso de las miradas que les lanzaban de soslayo desde las mesas cercanas. Meneó la cabeza, asqueado-. Sois un par de personas tercas y rencorosas que acabarán palmando solas.
Tim siguió frotando un palillo con otro, cada vez más fuerte.
– Llegamos a la conclusión de que nos convenía separarnos una temporada. Lo único que hacíamos era ponernos las cosas más difíciles el uno al otro.
– ¿De verdad llevas cinco días sin verla?
De pronto, Tim notó que le subía el calor a las mejillas. Tomó un sorbo de agua y a punto estuvo de tragarse la rodaja de limón.
– Eso no significa que no la quiera.
Llegó el camarero y Oso pidió apresuradamente para ambos sin mirar el menú: gambas especiadas hervidas en sake, tartaletas de cangrejo y mejillones a las siete especias. Había estado yendo más de una vez cada varios meses, eso saltaba a vista. Probablemente acompañado de alguna de sus citas.
Cuando se fue el camarero, Oso lanza Tim una mirada de disculpa.
– Mira, lo único que digo es que deberías llamarla. Os necesitáis el uno al otro. Y ella te necesita. Esa casa ha pasado de estar llena a quedarse vacía en un abrir y cerrar de ojos. La verdad es que no se le puede reprochar que quiera tener a alguien tuerca después de todo lo que ha ocurrido, aunque sea a Mac durmiendo en el sofá. Y, ya que estamos, ¿cuándo vas a reincorporarte al trabajo?
Tim levantó la mirada, sorprendido.
– No voy a reincorporarme, Oso. Ya lo sabes.
– Tannino se pregunta por qué tiene tantos problemas para ponerse en contacto contigo. Esta semana me ha llamado dos veces a su despacho para dejar claro que no ha aceptado tu dimisión.
– No le queda otro remedio.
– ¿Qué estás haciendo, Rack? ¿Qué te traes entre manos?
– Nada. Sólo me estoy ocupando de ciertos asuntos por mi cuenta durante una temporada.
Por primera vez desde que alcanzaba a recordar, no reconoció la expresión en la mirada de Oso.
– Déjame que añada algo a la lista de cosas que son asunto mío. No tienes derecho a ponerme en ridículo. No en tanto que soy tu compañero. Y no puedes poner en ridículo al Servicio Judicial. -Oso se retrepó en la silla y se cruzó de brazos-. Ya sé que tramas algo. No sé qué, pero lo descubriré si me empeño.
– Estás dándole más importancia de la que tiene. No ocurre nada.
– Me dijiste que no tenías teléfono. -La voz de Oso sonó firme, enérgica-. ¿Qué era ese bulto que he notado en tu bolsillo cuando me has abrazado? No ha pasado tanto tiempo.
Tim había cogido por instinto los móviles para no dejarlos en el coche cuando se lo aparcaban. Un descuido imperdonable.
– Lo he cogido esta mañana. Tres, dos, tres, cuatro, siete, uno, uno, dos, uno, tres. No des a nadie el número.
– ¿A qué viene andarse con tanto misterio?
– El revuelo por lo del tiroteo aún colea, los medios me persiguen, de modo que prefiero mantenerme una temporada en la clandestinidad.
– ¿De veras? Yo no he oído nada últimamente. Todo el mundo está centrado en el asesinato de Lañe. ¿Te imaginas al tipo que consiguió hacer algo semejante? No encuentran la menor pista. Tiene que haber sido un profesional con los nervios de acero. -Meneó la cabeza-. Ventilación craneal. Siempre se las arreglan para inventar algún truco nuevo.
Tim se encogió de hombros.
– No está tan mal. Un hijoputa menos en la calle.
Oso arrugó la frente.
Tim bajó la mirada y jugueteó con la pajita de su vaso. Lo recorrió una emoción que tardó unos instantes en identificar: vergüenza. Cayó en la cuenta de que emanaba de él una energía nerviosa, de modo que dejó la pajita y posó las manos en las rodillas.
Oso le señaló con un palillo.
– No dejes que la muerte de Ginny te chupe la sangre. No dejes que te corrompa. Ya hay bastantes ignorantes por ahí. Si de alguien no espero algo así es de ti.
Llegó el camarero con los platos y comieron en silencio.
Mientras Tim aguardaba a que el semáforo se pusiera verde en Franklin y Highland, pasó un cortejo fúnebre. El coche con el féretro, sombrío y digno, iba a la cabeza, seguido por un convoy de vehículos relucientes de lluvia: los Toyota, los Honda y el obligatorio rebaño de todoterrenos. En un impulso, Tim se colocó detrás del último coche y siguió la hilera hasta el Hollywood Forever Memorial Park. Aparcó a manzana y media. Para cuando pasó por la solemne puerta principal y subió la primera colina cubierta de hierba, la ceremonia ya había empezado.
Observó a cierta distancia y distinguió a los familiares y amigos vestidos de negro y gris, diminutos cual figurines. Cuando el sol consiguió atravesar la niebla tóxica, Tim se puso las gafas de sol para protegerse del brillo. El presunto viudo echó una palada de tierra y piedras sobre el ataúd que Tim no alcanzaba a ver. Cayó sobre una rodilla; de inmediato, dos jóvenes se adelantaron y, no sin cierta desazón, lo ayudaron a incorporarse. El hombre se las arregló lo mejor que pudo. El sol le iluminaba las mejillas húmedas y tenía una mancha de barro en la pernera del pantalón azotada por el viento.
Llegó una inmensa bandada de cuervos y amortajó un sicomoro cercano, desde el que los pájaros se pusieron a mirar, brillantes y ominosos. Tim esperó unos minutos a que se marcharan, pero no se fueron, así que acabó por dar media vuelta y bajó por la colina, de un verde más que intenso, camino del coche.
Capítulo 21
– … En K.COM se lo están pasando en grande. Hacen avances informativos y ofrecen encuestas cada hora. En el programa de entrevistas de Chris Matthews han hecho un debate con Dershowitz, dos senadores y el alcalde Hahn, y ayer, en Donahue, hubo una discusión especialmente caldeada cuando se planteó el tema: «El asesinato de Lañe: ¿Terrorismo o justicia?»Rayner rebuscó entre sus notas mientras los otros permanecían sentados en torno a la mesa, prestando atención -unos más que otros-, a la espera de que concluyera el informe sobre los medios de comunicación. Igual que objetos reflejados, Robert y Mitchell estaban sentados en lados opuestos de la mesa, los dos repantigados en el sillón, los dos desgarbadamente cruzados de piernas con una zapatilla apoyada sobre la rodilla contraria. La languidez de su postura sugería aburrimiento; al fin tenían algo en común con Ananberg. El Cigüeña escuchaba con atención -Tim había observado que tenía tendencia a parpadear a menudo cuando se concentraba- y Dumone, retrepado en el asiento con la quietud de una estatua y las manos entrelazadas encima del estómago, escuchaba con una paciencia silenciosa, casi magnánima.
Al fin, Rayner llegó a la última página del informe.
– El metraje de la ejecución corre por Internet en cadenas de correos electrónicos con un mpeg adjunto. Es el tema preferido en una amplia variedad de chats. Una activista a favor de los valores familiares a la que han entrevistado esta tarde en Oprah ha dicho estar muy preocupada por el efecto que pueden tener esas imágenes en los niños. Lo ha comparado con la explosión de la lanzadera espacial Challenger en directo o el choque de los aviones contra el World Trade Center.
– Salvo que aquello fueron desgracias -comentó Robert.
La sonrisa socarrona de Mitchell asomó bajo el tupido bigote.
– Es una peli de dos rombos, eso seguro.
– Y ahora la gran noticia -anunció Dumone-. Sé de buena tinta que la Policía de Los Angeles ha recuperado una cantidad sin especificar de gas nervioso en el maletero del coche de Lañe. En un bote de aerosol. Dentro de un maletín, en el asiento del acompañante, han hallado planos del sistema de ventilación de KCOM, con los conductos clasificados según su accesibilidad. No parece inverosímil que Lañe tuviera previsto dejar un regalito a los medios de comunicación izquierdistas controlados por el gobierno antes de volver a la clandestinidad.
– ¿Por qué no ha trascendido esa información? -preguntó Tim.
– Pues porque la Policía de Los Ángeles se queda con el culo al aire. Los organismos de espionaje y seguridad pública no se dan prisa en hacer públicos sus patinazos, y menos después del 11 de Septiembre. Sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un sospechoso tan evidente. Otra atrocidad que se ha evitado de chiripa.
– Y gracias a nosotros -añadió Robert.
Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– La gente no tiene ni idea de eso, pero las encuestas nos siguen apoyando de manera arrolladora.
– No lo hemos hecho por las encuestas -señaló Tim, aunque, por lo visto, Rayner no lo oyó.
– En los dos últimos días, tres programas de debate matinales han planteado a los espectadores variaciones de la misma pregunta: «¿Fue el asesinato de Lañe un acontecimiento condenable?» El «No» alcanzó el setenta y seis por ciento en el primer programa, el setenta y dos en el segundo y el sesenta y siete en el tercero. En las entrevistas a pie de calle de los noticiarios más serios se apreciaba una división al cincuenta por ciento entre los que daban su aprobación tácita y los ciudadanos indignados. Una minoría significativa expresaba su rechazo ante semejante acontecimiento, al margen de quién fuera la víctima. Uno de los comentaristas lo tildó de «pornografía».
– ¿Cómo averiguas todo eso? -preguntó Mitchell-. No creo que estés delante de la pantalla veinticuatro horas al día.
Me llegan dos veces al día faxes con datos referentes a los temas que investigo.
Ananberg se pasó las manos por los muslos para alisarse la falda. Llevaba una camisa a rayas de aspecto masculino con los puños bien almidonados, lo que, curiosamente, le daba un aire más femenino, y un jersey a la espalda con las mangas anudadas debajo del cuello. La montura de sus gafas acababa en una punta ascendente por ambos extremos.
– Los estudiantes de doctorado son los mejores caballos de tiro del mundo -comentó-. Y ni siquiera hay que pasarles el cepillo.
– Tal como yo lo veo, me parece que nadie sabe dónde situarnos todavía -dijo Rayner-. De modo que ahora me gustaría plantear la pregunta obvia a estas alturas, una pregunta que, no me cabe duda, todos debemos de habernos formulado: ¿Conviene que nuestra posición, que no nuestra identidad, trascienda al público?
– Desde luego que no -respondió Dumone-. El riesgo operativo sería demasiado alto.
– Nos convendría sacar algo más de la muerte de Lañe que la mera euforia colectiva. Es posible que sea más efectivo reivindicar la autoría y explicar cómo llegamos a semejante decisión.
– Creo que seríamos unos cobardes si no lo hiciéramos -añadió Ananberg-. Ningún Estado responsable, ninguna entidad que merezca mi respeto y confianza, lleva a cabo ejecuciones en secreto. Fue un acto público. En mi opinión, deberíamos filtrar un comunicado en el que se explique como determinamos su culpabilidad. «Los ciudadanos que nos hemos arrogado este poder, tomamos la decisión sobre la base de las siguientes pruebas…»-En este país no se pone al acusado en manos de la turba -repuso Dumone-. Nuestros jueces y jurados no buscan el respaldo de la sociedad, sino que se limitan a dictar sentencias.
– Podríamos filtrar un equivalente de las actas judiciales -propuso Rayner.
– Cualquier documento de cierto peso estaría plagado de indicios para la prensa y las autoridades -le recordó Tim.
– No -dijo el Cigüeña-. Es impensable hacer una declaración. Sería un riesgo demasiado grande.
– Es irresponsable no comunicar al público las razones detrás de nuestra actuación -respondió Rayner-. Sin ellas, no les quedan sino las secuelas de un linchamiento.
La muerte de Lañe fue todo moderación, precisión, circunspección. La gente será capaz de verlo como una ejecución y no como un golpe -explicó Dumone.
– ¿A quién le importa cómo lo vean? -di)o Robert.
– Esa diferencia lo es todo -replicó Dumone en tono seco.
– Un comunicado serviría para aclarar el asunto con toda precisión -sugirió Rayner.
– Si están con nosotros, toquen la bocina del coche cuando vayan a trabajar -se mofó Tim.
– No sería algo tan vulgar, señor Rackley. Lo que intentamos es que el público recalcitrante establezca un diálogo significativo. ¿Cuál es la opinión de la sociedad acerca de los criminales que se acogen a ciertos vacíos legales? ¿Hay que cambiar el sistema? ¿Fue la ejecución de Lañe un acto de justicia?
– Sí -afirmó Robert.
Tim notó un aguijonazo familiar, una resistencia instintiva ante el convencimiento de Robert.
– Lo sabemos. Cualquiera que se moleste en analizarlo lo sabe. A mí me basta con eso -dijo Mitchell-. Y los que no pillen el asunto ahora lo pillarán después de la siguiente ejecución. No tardaremos en establecer un sistema de actuación. No nos hace ninguna falta presentar pruebas que podrían volverse en nuestra contra.
– Seguro que vas a estar muy solicitado en los programas de debate -dijo Dumone a Rayner-. Y, si lo crees conveniente, siempre puedes encarrilar la conversación en la dirección adecuada y orientar el diálogo sin revelar nada esencial. Pero, a estas alturas, no vamos a exponernos. Ya abordaremos el asunto más adelante.
Ananberg se retrepó en el sillón y cruzó los esbeltos brazos sobre el pecho en un mojigato gesto de frustración. Rayner ladeó la cabeza con cara de estar haciendo una concesión.
La supremacía financiera de Rayner y su soltura con la teoría social de salón lo ponían abiertamente al mando de la situación, pero cada vez estaba más claro que Dumone era quien llevaba la voz cantante en cuestiones prácticas. Cuando hablaba Rayner, los demás escuchaban; cuando se manifestaba Dumone, se callaban.
– ¿Por qué no pasamos a votar? -preguntó Robert-. No he venido aquí para hablar de misivas ni del puto programa de Oprah Win…
Dumone le mostró la palma de la mano, un gesto tranquilizador al tiempo que firme, e interrumpió a Robert a mitad de frase. Éste hizo una mueca desdeñosa a su hermano para salvar la honrilla mientras Rayner abría la caja fuerte y sacaba otro informe del montón. La carpeta cayó sobre la mesa con un ruido seco.
– Mick Dobbins.
– Mickey el Pedófilo -dijo Robert, y lanzó una mirada de soslayo a Ananberg-. Mira, monada, Mickey el Presunto Pedófilo no suena tan bien.
Dumone levantó la carpeta con una sola mano como si se tratara de un misal y luego la abrió.
– Jardinero en el Centro Infantil Venice. Ocho acusaciones de abusos a menores y una de asesinato en primer grado. Antes de los incidentes, tanto los niños como el personal del centro lo tenían en gran estima. -Pasó los informes de la investigación a Tim-. Tiene un coeficiente intelectual de setenta y seis.
– ¿Supone eso que la pena capital queda excluida directamente? -preguntó Tim.
Ananberg negó con la cabeza.
– En dos evaluaciones llevadas a cabo por psiquiatras independientes se llegó a la conclusión de que no se le podía clasificar como retrasado mental. Supongo que no es sólo una cuestión de coeficiente intelectual, sino que tiene que ver con el nivel de funcionalidad y otras variables.
El resto de los documentos se dividieron y circularon por la mesa.
– Siete niñas, de entre cuatro y cinco años, aseguraron haber sido objeto de abusos.
– ¿Cómo?
– Tocamientos genitales y anales. Inserción digital. Una niña dijo que la sodomizó con un bolígrafo.
– ¿Penetración?
– No. -Dumone hojeó las páginas para dar con los resultados del laboratorio.
– Entonces, ¿por qué se barajaba la pena de muerte? -preguntó Ananberg.
– Peggie Knoll fue hospitalizada con fiebre muy alta y temblores. A todas luces, era una infección de vejiga. Para cuando se la detectaron, se había convertido en una infección renal. Murió de… -abrió el informe del hospital-. Murió de «urosepsis masiva».
– ¿La analizaron para ver si había sido violada?
– No. Knoll nunca dijo que hubiera sido objeto de abusos. No fue hasta después de su muerte cuando dieron la cara las siete niñas, dijeron que tanto ellas como Knoll habían sufrido abusos y situaron los de Knoll unos días antes de su hospitalización. El fiscal dio marcha atrás e hizo pasar a unos cuantos expertos que declararon que si los abusos, sobre todo si fueron de carácter anal o vaginal, tuvieron lugar en ese período, probablemente fueron la causa de la infección de vejiga.
– ¿Cómo se la sacudió Dobbins? -preguntó el Cigüeña, que de inmediato enrojeció hasta las cejas e intentó ocultar la cara subiéndose las gafas con un dedo-. Me refería a la condena, claro.
– El jurado lo declaró culpable, pero el juez no creyó que hubiese base jurídica y desestimó el caso por falta de pruebas.
– Ahora ya se dedican a derrocar jurados -comentó asqueado Robert.
– La escasez de pruebas físicas era evidente -señaló Dumone-. No hay nada aprovechable en el informe médico de Knoll. El registro del apartamento de Dobbins tampoco arrojó ningún resultado positivo. El detective a cargo del caso vio un montón de pornografía en un armario del cuarto de baño con varios números de la revista de joven- citas Apenas legal.
– Eso pensaba yo -dijo Ananberg. Seis pares de ojos se volvieron hacia ella. Mitchell hizo una mueca de contrariedad evidente; Tim fue el único que esbozó una media sonrisa.
– La pornografía no cuenta una mierda -dijo Robert-. ¿Qué más? ¿Qué hay de los informes médicos de las demás niñas?
El Cigüeña, que tenía fijos en una hoja delante de sí los ojos, brillantes tras las gafas, levantó la mano.
– Los informes no arrojaron resultados definitivos. Nada de desgarros, cicatrices, magulladuras, hemorragias ni traumatismos asociados con la penetración.
– Pero la penetración fue meramente digital -dijo Mitchell-. Eso debe de causar menos traumatismos.
– En una niña de cinco años, tendría que haberse detectado algo -respondió Ananberg.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre los presuntos abusos y la revisión realizada a las niñas? -preguntó Tim.
El Cigüeña volvió la página.
– Dos semanas.
– Tiempo más que suficiente para recuperarse.
– Sobre todo si sólo fueron desgarros superficiales o pequeñas magulladuras -añadió Mitchell.
– ¿Nada de ADN ni pruebas por el estilo? -indagó Ananberg-. ¿Por ninguna parte?
Rayner negó con la cabeza.
– No.
– De modo que todo el caso se fundamentaba sobre los testimonios de las niñas, ¿no? ¿Disponemos de las grabaciones de los interrogatorios?
Rayner sacó dos cintas del maletín.
– Las conseguí hace unas semanas. -Cruzó la sala y puso una en un reproductor de vídeo oculto en un armario de madera oscura-. El fiscal encargado de la supervisión y yo estuvimos juntos en el Ivy. -Ante la expresión de perplejidad de los demás, añadió-: Mi club de gourmands en Princeton.
La calidad de la cinta dejaba mucho que desear; el sonido tenía altibajos y la iluminación teñía toda la sala de interrogatorios de blancos y amarillos. Había una niña sentada en una silla de plástico con los talones encima del asiento y las rodillas casi a la altura de la barbilla.
La entrevistadora -presumiblemente una asistente social de Presuntos Abusos a Menores y Desatención- estaba sentada en un taburete bajo, de cara a la niña:
«¿Así que te tocó?»La pequeña se abrazaba las piernas y se cogía las espinillas con las manos.
«-Sí.
»-Vale, lo estás haciendo muy bien, Lisa. ¿Te tocó en alguna parte que tú no quisieras?
»-No.»La asistente social fruncía entonces el ceño, una arruga apenas visible entre las cejas. Tenía una voz suave y tranquilizadora.
«¿Seguro que no te da miedo contármelo, bonita?»Lisa apoyaba la barbilla en las rodillas. Su cabeza subía y bajaba varias veces. Tim cayó en la cuenta de que la niña mascaba chicle.
«-No me da miedo.
»-Vale. Entonces te lo voy a preguntar otra vez… ¿Te tocó por la parte inferior del cuerpo?»Se oyó una vocecita, casi inaudible:
«Sí.»La asistente social adoptaba una expresión compasiva.
«¿Dónde? ¿Me lo enseñas con estos muñecos?»Casi al instante aparecían dos muñecos del bolso de la asistente, con sus brillantes genitales de poliéster y todo.
Lisa los observaba atentamente antes de alargar la mano para cogerlos. Después hacía que el muñeco tomara de la mano a la muñequita y, al cabo, miraba a la asistente.
«Muy bien. ¿Y luego qué?»Lisa disponía a los muñecos dándose un abrazo.
«Vale, ¿y luego?»Lisa se mordía el labio inferior con expresión pensativa y ponía la mano del muñeco en el pecho de la muñeca.
«Muy bien, Lisa. Muy bien. ¿Así es como te dijo Peggy que la tocaron?»Lisa asentía entonces con solemnidad.
Rayner puso cara de preocupación y cruzó una mirada con Ananberg, que meneó la cabeza impertérrita.
– Primero vamos a ver el resto de las entrevistas -dijo.
Adelantando de vez en cuando la cinta, vieron las seis entrevistas siguientes, todas ellas caracterizadas por las mismas técnicas en labios de la misma asistente social.
Cuando la última niña acabó de narrar entre lágrimas los abusos que había sufrido, Rayner detuvo la cinta.
– Fue una maldita caza de brujas. No me extraña que el juez invalidara el veredicto.
– ¿Qué dices? -saltó Robert-. Todas y cada una de esas niñas dijeron que habían abusado de ellas. Hasta lo escenificaron con los muñecos.
– La asistente social les hizo preguntas capciosas, Rob -explicó Dumone-. En el caso de los adultos, es lícito intentar sonsacar a alguien una confesión, pero los niños son más impresionables. Imitan como loros.
– ¿En qué sentido son capciosas las preguntas?
– Para empezar, apenas se hicieron preguntas generales -respondió Ananberg-. Como, por ejemplo, qué ocurrió. La asistente social apuntaba, implantaba la información por medio de preguntas cerradas y sugerentes. De ese modo, «¿Te tocó por debajo del cinturón?» se convierte en «¿Dónde te tocó por debajo del cinturón?» Y condicionaba a las niñas. Las recompensaba por las respuestas que quería oír: sonreía, les decía «Muy bien», las animaba.
– Y fruncía el ceño cuando no le gustaba lo que oía -añadió Rayner-. Si una niña respondía «mal», se veía sometida a una repetición de las preguntas, así como a la desaprobación tácita de la entrevistadora, hasta que se inventaba algo.
Tim hojeó las notas del detective, pésimamente fotocopiadas, que contenía el informe.
– Las niñas frecuentaban los mismos círculos. Los padres se conocían entre sí. Después de la primera acusación, las familias se reunieron en varias ocasiones, y se celebraron conferencias en la escuela. Sus testimonios se vieron contaminados mutuamente. Las entrevistas grabadas son de fechas posteriores. Las testigos no partían exactamente de cero.
– Y quién sabe cuántas oportunidades surgieron de implantarles recuerdos o reafirmarlas en ellos -apuntó Ananberg-. Otras niñas, los medios de comunicación… -Trazó un bucle con la mano para dar a entender que la lista continuaba.
– ¿Qué hay de los muñecos? -dijo Mitchell.
– Se puede decir lo mismo -contestó Rayner-. Además, no se recomienda utilizar muñecos de esos realistas, desde el punto de vista anatómico, con niños de tan corta edad.
– Sólo con los más talluditos -dijo Ananberg.
Robert la atravesó con la mirada.
– Esto no es una puta broma. -Hizo un gesto en dirección a su hermano-. Para nosotros, no.
– No creo que lo haya dicho con mala intención -terció Dumone.
– No, tiene razón. -Ananberg se pasó la mano por el cabello cas taño oscuro-. Lo siento. Sólo intentaba aligerar el tono de la conversación. Es un asunto muy… delicado.
– Si no te van los asuntos delicados, igual te has equivocado de sitio.
– Robert. Se ha disculpado -dijo Tim-. Sigamos adelante.
Ananberg adoptó su típico tono enérgico y profesional.
– Según la investigación de Ceci y Bruck publicada en mil novecientos noventa y cinco, las entrevistas a niños de corta edad con muñecos realistas desde el punto de vista anatómico son muy poco fiables.
Mitchell levantó la mirada de las actas del juicio.
– ¿Qué coño importan los muñecos? Según esto, el tipo confesó.
– La defensa puso en tela de juicio la confesión de una manera más que convincente -dijo Rayner, que se acercó al reproductor de vídeo y cambió la cinta.
Apareció en la pantalla la fría luz de una sala de interrogatorios. La cámara captaba parte del reflejo del reverso de un espejo falso. Mick Dobbins permanecía encorvado en una silla de metal plegable mientras dos detectives le hacían preguntas. A pesar de lo sólido de su estructura y de tener los hombros anchos, su apariencia era claramente juvenil. Los brazos le colgaban sueltos y pesados entre las piernas abiertas y tenía desatada la zapatilla del pie derecho, vuelto de lado. Se le había soltado uno de los tirantes del peto, que oscilaba a su lado como un yoyó a la espera de que alguien lo cogiera.
Los detectives lo habían puesto bajo una luz intensa; uno de ellos siempre permanecía fuera del campo de visión de Dobbins, a su lado, justo detrás. Este tenía la cabeza gacha pero intentaba seguir a los detectives con los ojos, que miraban nerviosos desde detrás del flequillo sudoroso. De su cabeza, curiosamente rectangular, sobresalían unas orejas bajas como asas de taza idénticas.
«-Así que te gustan las niñas, ¿eh? -preguntaba e! detective.
»-Sí. Las niñas. Las niñas y los niños.»Nada más hablar Dobbins, su leve retraso se hizo evidente por el escaso registro y la cadencia laboriosa.
«-La niñas te gustan mucho, ¿verdad? ¿Verdad? -El detective levantaba ahora un pie y lo apoyaba con firmeza en el trozo de silla que quedaba libre entre las piernas de Dobbins. Este bajaba más aún la cabeza y metía la barbilla en el hueco de la clavícula. El detective se inclinaba hacia delante hasta quedar a escasos centímetros de él-. Te he hecho una pregunta. Háblame de ellas, háblame de las niñas. ¿Te gustan? ¿Te gustan las niñas?
»-Sssí. Me gustan las niñas.
»-¿Te gusta tocarlas?»Dobbins se limpiaba la nariz con el dorso de la mano, un gesto desmañado, frustrado. Murmuraba para sí mismo:
«-Chocolate, vainilla, vainilla con virutas de…»El detective chasqueó los dedos delante de la cara de Dobbins.
«-¿Te gusta tocarlas?
»-Las abrazo. A las niñas, y también a los niños.
»-¿Te gusta tocar a las niñas?
»-Sí .
»-¿Sí, qué?
»-Me gusta tocar a las niñas. Me…
»-¿Te qué?»Dobbins, estremecido ante el tono del detective, cerraba los ojos con fuerza.
«-Fresa, caramelo con almend…
»-¿Te qué, Mick? ¿Te qué?
»-Esto… a veces las acaricio cuando están tristes.
»-¿Las acaricias y se ponen tristes?»Dobbins se rascaba la cabeza por encima de una oreja y se olía los dedos.
«-Sí.
»-Eso es lo que pasó con Peggy Knoll, ¿verdad?»Dobbins se apartaba del detective.
«Eso creo. Sí.»Tras mirar un par de veces el informe, Rayner puso el vídeo en pausa.
– Esta es la parte más importante.
– Eso no es una confesión -señaló Tim.
– Poca cosa -coincidió Mitchell-. Estoy de acuerdo en que no es una confesión, pero me parece que no nos hace falta una confesión. ¿Qué hay de las demás pruebas?
– ¿Qué otras pruebas? -dijo Ananberg-. ¿Siete niñas impresionables que regurgitan recuerdos implantados? ¿Una niña que murió por causa de una infección que no llegó a relacionarse de manera concluyente con unos abusos que nunca pudieron probarse?
– Vamos a ver si lo entiendo -replicó Robert-. Tenemos siete niñas que declaran por separado haber sido objeto de abusos por parte de un jardinero retrasado, cada una de ellas reproduce con muñecos las porquerías que les hizo ese bicho raro, cada una de ellas asegura que abusó de su amiguita que ahora está muerta debido a la infección resultante, tenemos una declaración grabada del tipo en la que dice que le gusta acariciar y abrazar a las niñas, ¿y no os parece que el asunto está claro?
– No -respondió Tim-. A mí no.
Robert desvió la mirada desdeñosa mesa adelante.
– ¿Cigüeña?
Los hombros redondeados del Cigüeña subieron y bajaron.
– La verdad es que no me importa mucho -dijo.
– Si vas a sentarte a esta mesa -le recordó Tim-, será mejor que te importe.
– Vale -dijo el Cigüeña-. Creo que probablemente lo hizo.
– ¿Franklin? -preguntó Rayner.
Dumone se encogió de hombros.
– No hay muchas pruebas físicas, sobre todo si tenemos en cuenta que no hay indicios de lesiones vaginales o anales en ninguna de las niñas y que tampoco hay nada que relacione la infección de vejiga con os abusos.
– Dobbins no tiene antecedentes -les recordó Ananberg-. Nada de delitos mayores ni menores.
– ¿Y eso qué importa? -saltó Robert-. Un malnacido puede empezar en cualquier momento.
– Eso sólo quiere decir que nunca lo han pillado por nada. -Mitchell, irritado, lanzó un bufido por la nariz-. Me da la impresión de que ya lo tenéis decidido. ¿Por qué no realizamos una votación preliminar que no sea vinculante para tener la seguridad de que no perdemos el tiempo si seguimos con la revisión?
Ananberg miró a Rayner con una ceja arqueada y luego asintió.
La votación arrojó un resultado de inocencia por cuatro votos a tres.
El Cigüeña mostró su indiferencia habitual, pero Robert y Mitchell tuvieron dificultades para disimular la frustración.
– Estamos aquí para cortar el bacalao cuando los tribunales meten la pata -dijo Mitchell-. Si no pasamos nosotros a la acción, no queda ningún otro recurso.
– Pasar a la acción no es siempre la decisión más adecuada -respondió Tim.
Robert tenía la mirada fija en la fotografía de su hermana fallecida.
– Díselo a las siete niñas de las que abusaron y a los padres de la pequeña muerta.
– Las siete niñas que dijeron haber sido objeto de abusos -le recordó Ananberg.
– Oye, zorra…
Dumone se adelantó en su sillón.
– Rob… -le recriminó.
– Igual te crees que tienes todas las respuestas, con tus estudios y tus gilipolleces freudianas, pero no has hecho ni poner el tacón en la calle, así que no tengas la puta cara de decirme que tienes la menor idea de quién ha cometido o no un crimen.
– ¡Robert!
– Hasta que uno no pasa cierto tiempo con esos hijos de puta, no sabe cómo se las gastan. -Robert señaló la pantalla con un movimiento de cabeza-. Ese cabrón apesta a culpable.
Dumone se había levantado del sillón para encorvarse sobre la mesa con las manos sobre el tablero y los brazos rígidos a la altura de los codos, que aguantaban su peso.
– Lo creas o no, tu olfato no establece los criterios de nuestra votación. Puedes discutir si hay base judicial o no y argumentar los casos, o puedes subirte a un autobús de regreso a Detroit y dejar de hacernos perder el tiempo.
Todos los presentes se quedaron de una pieza, Rayner con el vaso camino de la boca, Ananberg a medio volverse en su sillón.
A Dumone le brillaban los ojos con una furia insólita.
– ¿Entiendes? -exclamó.
Mitchell se había quedado blanco.
– Escucha, Franklin, no creo que…
Dumone alzó la mano y Mitchell guardó silencio de inmediato.
Robert apaciguó un tanto su expresión y agachó levemente la cabeza bajo la fuerza de la mirada fija de Dumone.
– Joder, no lo decía en serio.
– Bueno, pues no nos vengas con esas gilipolleces aquí. ¿Entiendes lo que digo? ¿Lo entiendes?
– Sí. -Robert levantó la cabeza sin atreverse a cruzar su mirada con la de Dumone-. Ya he dicho que no tiene importancia. Me he cabreado.
– No hay lugar para cabreos en nuestra forma de actuar. Discúlpate con la señorita Ananberg.
– Bueno -dijo ella-, no creo que sea necesario.
– Yo sí. -Dumone no apartaba la mirada de Robert.
Al cabo, éste se volvió hacia Ananberg. La emoción había desaparecido de su rostro para dejar paso a una extraña calma.
– Lo lamento.
Ella rió nerviosa; una sola nota.
– No tiene importancia.
Se hizo el silencio en la mesa.
– ¿Por qué no nos tomamos un descanso antes de abordar el siguiente caso? -propuso Rayner.
Tim estaba en el semicírculo que constituía el patio trasero de Rayner, contemplando los primorosos jardines. Varias luces se habían encendido automáticamente al salir él de la casa, brillantes cilindros dorados que se perdían en la noche e iluminaban ráfagas de insectos alados.
Oyó el traqueteo de la puerta de rejilla al abrirse y cerrarse, y olió el perfume de Ananberg -tenue y con un toque cítrico- cuando aún estaba a unos pasos de él.
– ¿Tienes fuego?
Le pasó la mano por el costado y se la introdujo en el bolsillo delantero de la chaqueta. Él la cogió por la muñeca, le retiró la mano y se volvió. Sus rostros estaban a escasos centímetros de distancia.
– No fumo -dijo Tim.
Ella esbozó una sonrisa torcida.
– Tranquilo, Rackley. Los polis no son mi tipo.
– Ya sé. Eres la alumna mimada.
El comentario le agradó de veras.
– Vaya, tienes sentido del humor. ¿Quién iba a pensarlo?
Su cabello, oscuro y delicado, tenía todo el aspecto de la seda. Ananberg era justo lo contrario de Dray -menuda, morena, coqueta- y provocó a Tim una clara incomodidad. Se volvió hacia la umbría extensión de los jardines donde una hilera tras otra de arbustos podados zigzagueaban antes de perderse en la oscuridad.
Ananberg sacó un cigarrillo del paquete, se lo puso entre los labios y se palmeó los bolsillos en vano.
– ¿Qué miras? -preguntó.
– La oscuridad, nada más -contestó Tim.
– Te gusta jugar al tipo misterioso, ¿verdad? Todo eso de andar pensativo y ofrecer un aspecto fuerte y circunspecto. Creo que te permite mantener cierta distancia, cierta comodidad.
– Se ve que no tengo secretos para ti.
– Yo no diría tanto. -Ananberg puso los brazos en jarras mientras lo observaba. Su expresión lacónica y divertida desapareció-. Gracias por respaldarme.
– No necesitas que te respalde nadie. Sólo he dicho lo que pensaba.
– Robert puede llegar a ponerse muy agresivo.
– Estoy de acuerdo -corroboró Tim.
– ¿Te preocupa?
– Desde luego. -Tim miró de reojo hacia las ventanas iluminadas de la casa. Dumone, el Cigüeña y Robert esperaban sentados a la mesa de reuniones. Paseó la mirada por el costado del edificio y vio a Rayner, que cogía una botella de agua de la nevera. Mitchell apareció a su lado y Rayner se le acercó, le puso una mano en el hombro y le susurró algo al oído. Tim volvió la mirada hacia Dumone y se preguntó si estaría al tanto de que Rayner se andaba con secretitos un par de habitaciones más allá. Tim había dado por sentado que no se tenían mucho aprecio: el paleto racista y el empollón, que se soportaban únicamente en tanto que instrumentos de cara a alcanzar sus respectivas metas.
– Dumone es muy capaz de mantenerlo a raya. A él y a Mitchell -dijo Ananberg.
Tim se mordió la cara interna de la mejilla.
– S i siente amenazado por tu agudeza. Y tu coherencia.
– Y tú, ¿te sientes amenazado?
– Creo que es justo lo que nos hace falta.
– F, posible. Pero, de algún modo, me parece un tanto frívolo. Incluso a mí.
– ¿Por qué? -preguntó Tim.
– Mira. -Asomó la timidez a los ojos de la mujer y apartó de inmediato la mirada-. Me parece estupendo que busques una idea de justicia que puedas abarcar en tus manos. Es una actitud valiente, casi. Pero para mí es igual que creer en Dios. Supongo que sería divertido. Desde luego me reconfortaría. Pero me quedo con mis estadísticas y mis escasas regurgitaciones dogmáticas porque ya me sé las reglas del juego.
Tim profirió un suspiro pensativo pero no respondió. Siguió mordiéndose la cara interna de la mejilla mientras observaba las siluetas oscuras de los arbustos.
Ella estaba a su lado y escudriñaba el jardín como si intentase desentrañar qué miraba él.
– El asunto de Lañe ha sido una auténtica maravilla.
– Trabajo en equipo -arguyó Tim.
– Bueno, tú has tenido que apechugar con la parte más dura. -Meneó la cabeza y Tim volvió a oler su fragancia; pensó en su cabello-. Robert ha acertado en algo: las calles me son ajenas por completo. Me alegro de estar a este lado de la valla. Lo mío es discutir, revisar, analizar… Sería incapaz de hacer lo que tú haces, todo eso del riesgo, el peligro y la valentía bajo presión. -Le dio una palmada en el brazo-. ¿Por qué te hace sonreír lo que digo?
– No se trata de valentía, ni de emociones fuertes.
– Entonces, ¿por qué lo hacéis? Librar batallas, hacer que se cumpla la ley, arriesgar la vida… ¿Por qué?
– La verdad es que no hablamos de ello.
– ¿Y si hablarais?
Tim lo sopesó unos instantes.
– Supongo que lo hacemos porque nos preocupa que nadie más esté dispuesto a hacerlo.
Ananberg se quitó el cigarrillo sin encender de los labios y lo volvió a meter en el paquete.
– No se puede decir que seáis todos de la misma opinión. -Volvió hacia la casa a paso tranquilo, con la cabeza gacha, sorteando los caracoles que había en el patio.
Arreció el viento, gélido y húmedo, y Tim metió las manos en los bolsillos. Las yemas de sus dedos tocaron un trozo de papel; un tanto perplejo, lo sacó. Vio en él un número de teléfono y una dirección, escritos con letra femenina.
Se volvió, pero Ananberg ya había vuelto a entrar en la casa. Poco después la siguió.
Los seis miembros de la Comisión estaban sentados a la espera de que Tim regresase. Perfectamente centrada delante de Rayner, como si tuera un plato a la espera de que le hincaran el diente, había una carpeta negra.
La cuarta, pensó Tim. Luego dos más y después Kindell.
El Cigüeña, absorto en una dicha absoluta, hacía avioncitos con folios en blanco mientras tarareaba para sí la sintonía de la serie de televisión El avispón verde. Dumone estaba repantigado en el sillón, la uve de su entrepierna refrescada por un bourbon recién servido.
Rayner se inclinó hacia la mesa y puso una mano extendida encima de la carpeta.
– Buzani Debuffier.
Miradas inexpresivas en toda la mesa, salvo Dumone, que esbozó una sonrisa taimada.
– Debuffier es un santero de los grandes. Mide casi dos metros en un mal día.
Tim se dejó caer en la silla.
– ¿Santero? -preguntó.
– Un sacerdote vudú. Suelen ser cubanos, pero Debuffier tiene también sangre haitiana.
El tarareo del Cigüeña alcanzó un tono molesto.
– ¿Por qué no te callas de una puta vez? -dijo Robert.
El Cigüeña se interrumpió, sus manitas gordezuelas a medio plegar un papel. Se subió las gafas con un nudillo y parpadeó a modo de disculpa.
– ¿Lo estaba haciendo en voz alta?
Tim cogió la foto de la detención de Debuffier. Le devolvió la mirada un hombre disgustado con la cabeza afeitada y el blanco de los ojos pronunciado en contraste con el tono de piel negro azabache. Llevaba una camisa de franela sin mangas que dejaba al descubierto los hombros. Destacaban sus deltoides, firmes y definidos, como si estuviera intentando forzar las esposas. A juzgar por su complexión, probablemente iba por buen camino.
– ¿De qué va el caso? -preguntó Tim.
Dumone abrió la carpeta y echó un vistazo al informe sobre la escena del crimen.
– Sacrificio ritual de Aimee Kayes, una muchacha de diecisiete años. Se encontró su cuerpo descabezado en una callejuela, envuelto en una tela multicolor, con sal gorda, miel y mantequilla untadas en el muñón sanguinolento del cuello. Le habían quitado la vértebra superior. El experto de crímenes rituales de la Policía de Los Ángeles halló pruebas de que esos detalles coinciden con los sacrificios rituales de la santería.
– ¿Sacrifican personas? ¿Habitualmente? -preguntó el Cigüeña.
– Sólo en las películas de James Bond -contestó Ananberg, al tiempo que cogía el informe del médico forense-. Los santeros suelen matar aves y ovejas. Incluso en Cuba. Hice una investigación antropológica al respecto en la universidad.
– Entonces, ¿qué tenemos entre manos?
– Un tipo que está como una cabra, eso es lo que tenemos entre manos. La risilla de Duraone se convirtió en un acceso de tos. Apartó el puño de la cara y luego se bebió el bourbon sin dejar una sola gota.
– El experto en crímenes rituales declaró que, teniendo en cuenta los detalles concretos del sacrificio, probablemente Debuffier creía que la víctima era un espíritu maligno.
– Se hallaron en su estómago semillas de girasol y coco. -Ananberg levantó la mirada de los documentos-. La comida previa al sacrificio. Si la víctima come, quiere decir que el sacrificio complace a los dioses.
– No creo que eso la consolara mucho -comentó Rayner.
El Cigüeña se llevó la mano a la boca para ocultar un bostezo.
– Lo siento. Hace rato que debería haberme acostado.
Robert deslizó sobre la mesa una fotografía del escenario del crimen en papel satinado.
– Seguro que esto te quita el sueño.
– ¿Qué relaciona a Debuffier con el cadáver? -indagó Tim-. Aparte de que es un sacerdote vudú.
Dumone pasó a Tim las declaraciones de los testigos oculares.
– Dos testigos. La primera, Julie Pacetti, era la mejor amiga de Kayes. Las dos chicas fueron al cine pocas noches antes de que Kayes desapareciera. Después de la película, Pacetti fue al baño y Kayes la esperó en el vestíbulo. Cuando salió Pacetti, Kayes le dijo que Debuffier acababa de abordarla para que fueran a dar una vuelta juntos. La había asustado, y rechazó la invitación. Cuando las chicas salieron al aparcamiento, Debuffier las esperaba en una camioneta El Camino negra. Al observar que Kayes no estaba sola, se largó, pero Pacetti tuvo tiempo de echarle un buen vistazo.
– Un haitiano calvo de dos metros -dijo Mitchell-. Seguro que no le pasó inadvertido.
– ¿El segundo testigo? -preguntó Tim.
Una chica de la USC que volvía de una fiesta vio cómo un hombre que concuerda con la descripción de Debuffier sacaba el cadáver de Kayes de la caja de una El Camino negra y lo arrastraba hasta la callejuela.
Ananberg lanzó un silbido.
– Yo diría que eso es bastante concluyente.
– Corrió unas manzanas y llamó al teléfono de emergencias a las… -Dumone consultó el informe-. A las tres y diecisiete de la madrugada. Con la descripción física del individuo y el coche, los polis localizaron a Debuffier antes del amanecer. Lo encontraron delante de su casa, lavando la caja de la camioneta con lejía.
– Y en la casa, ¿encontraron algo?
– Altares, cuencos y vísceras de animales. Había manchas de sangre en el suelo del sótano, procedente de animales, según se supo después.
– Vaya lunático hijo de puta -exclamó Robert.
– No estará tan loco si puede recurrir al crimen premeditado para saciar su sed de sangre -dijo Rayner.
– ¿Puedo ver las declaraciones de las testigos? -pidió Tim.
Rayner las deslizó hacia él por encima de la mesa y Tim las revisó mientras los demás hablaban. Ninguna de las dos tenía antecedentes ni nada en lo que se pudiera apoyar un fiscal para poner en entredicho su testimonio.
– … Solicitó que no se le permitiera salir bajo fianza, pero, a sabiendas de que Debuffier no tenía un centavo, el juez le hizo entregar su pasaporte y estableció la fianza en un millón de dólares -decía Dumone-. La Asociación Norteamericana para la Protección Religiosa montó un cirio en la ciudad, afirmó que se estaban ensañando con él y pagó la fianza. Antes de que pasaran veinticuatro horas encontraron muertas a las dos testigos de una cuchillada en la yugular, otro rito de sacrificio asociado con la santería. Los polis lo investigaron, pero no encontraron nada. Esta vez los asesinatos se habían llevado a cabo limpiamente. Al parecer Debuffier había aprendido la lección. Puesto que las testigos han fallecido, sus declaraciones a la policía se convierten en meras conjeturas: caso sobreseído. Los representantes de la ANPR se fueron con mucha más discreción que a la llegada.
Recorrió la mesa una sensación palpable de desagrado.
Rayner adoptó su mejor expresión pensativa.
– Es un día triste, muy triste, cuando el propio sistema ofrece motivaciones para cometer un asesinato.
Tim era de la opinión de que el juicio de Rayner no pedía cuentas al auténtico culpable, pero prefirió seguir profundizando en los informes en vez de hacer comentario alguno. La revisión exhaustiva de la documentación restante no arrojó ningún indicio convincente a favor de la inocencia de Debuffier.
La Comisión se decantó siete a cero.
Capítulo 22
Tim aparcó a más de kilómetro y medio del sendero de grava que iba a morir en el garaje reconvertido de Kindell. El aire allí fuera era fresco y cortante, tiznado del aroma de la savia quemada y las cenizas resultantes del incendio que se había cobrado la casa colindante tiempo atrás. Tim se mantuvo fuera de la grava, sus botas mudas sobre la tierra. Sostenía el 357 a la altura del muslo, el índice apoyado a lo largo del cañón fuera del guardamonte. Distinguió un buzón, ladeado pero aún erguido, encima de un montón de tierra cuarteada. La noche producía una sensación plana y curiosamente estática, como si se estuviera alejando, exenta de aire; cada sonido y cada movimiento quedaban amortiguados al perderse en la inmensidad.
Le sorprendió no ver ninguna luz. Quizá Kindell se había mudado, se había largado después del juicio para habitar en algún rincón de una ciudad distinta. De ser así, se habría llevado consigo sus recuerdos de aquella noche: el rapto, el asesinato, el descuartizamiento, el hombre que había estado antes con él, planeándolo, dispuesto a disfrutar de su hija.
La luna estaba casi llena, una esfera imperfecta visible a través de las ramas esqueléticas de los eucaliptos. Tim se acercó a la casa en silencio y se quedó inmóvil al oír un ruido en el interior. Alguien había tropezado y derribado una sartén o una lámpara. Primero pensó en un intruso, otro intruso, pero luego oyó a Kindell maldecir para sí. Tim permaneció quieto como un lobo al acecho, con el arma baja, equidistante entre dos troncos de eucalipto.
Las puertas del garaje se abrieron de golpe. Kindell salió renqueando. Arrastraba un saco de dormir abierto que se había puesto encima a guisa de toga y agitaba una linterna casi agotada que arrojaba un levísimo brillo amarillento.
Tim se encontraba de pie a plena vista, a escasos veinte metros de Kindell, oculto únicamente por la oscuridad y su propia inmovilidad, que imitaba la de los troncos de árbol en derredor y el peso muerto de la noche.
Entre violentos temblores, Kindell abrió de un manotazo una caja de fusible oxidada y empezó a hurgar dentro. Su otra mano, aferrada a los extremos del saco de dormir a la altura de la cadera, era delgada y de una palidez imposible, distinta de cualquier otro elemento de la noche salvo el blanco óseo de la luna.
– Joder, joder, joder. -Kindell cerró la caja de fusibles de golpe, le dio otro manotazo y luego permaneció en el mismo lugar tembloroso y alicaído, como si lo hubiera paralizado la desesperanza. Al cabo, volvió a entrar, un extremo del saco de dormir a rastras como la cola de un traje. El sufrimiento de Kindell, por nimio que fuera, provocó a Tim una inmensa gratificación.
Aguardó a que la puerta del garaje chirriara y se cerrara de golpe contra el cemento; entonces se acercó a las dos ventanas. En el interior, Kindell estaba aovillado en posición fetal en el sofá, acurrucado en el interior del saco de dormir. Tenía los ojos cerrados, su respiración era profunda y regular, y mecía la cabeza levemente en la almohada doblada. Los temblores habían cesado.
Kindell no iba a prestarse a identificar a su cómplice; eso le había quedado muy claro a Dray. Si en alguna parte cabía encontrar respuestas, era en los documentos guardados en la caja fuerte de Rayner.
Ese indeseable había desmembrado el precioso cuerpo de Ginny y ahora dormía a pierna suelta, con la verdad acerca de sus desdichadas horas postreras a buen recaudo en el interior de su cabeza cual horrendos souvenirs íntimos. Sus súplicas, el olor a miedo de su sudor, su último grito… El otro rostro que había visto junto al de Kindell, la sonrisa de labios húmedos, los ojos lascivos, sin anticipar aún que la depravación degeneraría en muerte…
Tim notó una descarga de ácido en el estómago, hirviente y al mismo tiempo helado.
Con aire insensible, mecánico, Tim adoptó la posición de rigor, cogió la pistola con ambas manos y apuntó justo encima de la oreja de Kindell. Deslizó el dedo por el metal y lo introdujo en la guarda para apoyarlo en el gatillo. Experimentó la calma previa al disparo, un instante de quietud precisa. Permaneció en la misma postura unos segundos, observando el delicado ir y venir de la cabeza de Kindell a través de las miras alineadas.
Tuvo la sensación de flotar por los aires y verse a sí mismo desde lo alto. Una figura oculta en la oscuridad que apuntaba a través de una ventana mugrienta. Durante su confusa y solitaria niñez, Tim se había aferrado al convencimiento desesperado de que en el espíritu humano brillaba algo que lo elevaba por encima del hueso y la carne. Con esperanza furiosa y fe ciega, había plantado cara al código de su padre año tras año, y sin embargo allí estaba, en las garras de la miseria y la ira, decidido a saciar sus necesidades a cualquier precio. Digno hijo de su padre.
Bajó la pistola y se alejó.
Tras meterse el arma en la cintura del pantalón, se sentó en el cemento cubierto de malas hierbas de los cimientos quemados, de cara a la estructura del garaje. Vio bajo una luz nueva la tremenda responsabilidad que había decidido arrogarse la Comisión, un organismo judicial ilegítimo desde todo punto de vista. Pretendían decidir quién era el azote de la sociedad, condenar con equidad, ser la voz del pueblo; todas ellas eran responsabilidades de la mayor importancia. Y exigían una integridad moral impecable, pues no se trataba de impartir justicia sino de ponerla en práctica; no era una promesa sino un código.
Tim había jurado respetar ese código incluso cuando la última carpeta pasó de la caja de seguridad de Rayner a la mesa, incluso mientras leía los documentos que detallaban el descuartizamiento de su hija. Si no respetaba su palabra, no sería mejor que Robert y Mitchell o su padre, que vendía sepulturas fraudulentas a viudas solitarias.
Oyó un ruidillo a su derecha entre la maleza. Antes de volver la cabeza, ya había sacado y apuntado el arma. La silueta de Dray apareció en la oscuridad, vestida con vaqueros negros, sudadera del mismo color y cazadora tejana. Se acercó sin hacer ningún caso del arma y se sentó a su lado. Otro fantasma, otro vigilante nocturno. Introdujo las manos en el bolsillo frontal de la sudadera y señaló con leves gestos de cabeza primero el arma y luego el garaje.
– ¿Nos lo hemos pensado mejor? -dijo.
– No dejo de pensarlo ni un solo instante.
– Claro -asintió Dray-. Claro. -Apoyo los codos en las rodillas, entrelazó las manos y situó la barbilla sobre los pulgares. Dio la impresión de que recordaba algo y se llevó a toda prisa la mano izquierda al bolsillo de atrás. Con el cuello de la cazadora tejana levantado, tenía todo el aspecto de una cantante rebelde, como Debbie Gibson-. Me he enterado por las noticias de lo que te traes entre manos. Estás montando un buen revuelo.
– Queremos dejar contenta a la clientela.
– Es curioso, yo nunca habría dicho que tomarte la justicia por tu mano fuera tu estilo.
– No lo es. Pero mi antiguo estilo no estaba a la altura. Al menos para algunos.
– ¿Cómo te sienta el nuevo?
– Me tira un poco en los hombros, pero acabaré por acostumbrarme.
– Hay que confeccionar el traje para que se adapte al hombre, y no al revés.
Tim tendió la mano y acarició la espalda a Dray como si nada. No ocultaba un arma bajo la gruesa sudadera.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó a su todavía esposa.
– Mantenerme atenta. No quiero que ese bicho raro se escabulla.
La tenue luz de la linterna osciló en el interior del garaje y un fuerte ruido quebró el silencio.
– ¿Qué coño pasa ahí dentro? -preguntó Tim.
– He redirigido su correo a otro apartado postal. Me hice con el número de su tarjeta de crédito y también con los de sus pólizas del gas, el teléfono y la electricidad, y luego lo cancelé todo. Ya sé que es una mezquindad, pero hace que me sienta mejor.
Tim extendió un puño hacia ella y Dray hizo lo propio. Entrechocaron los nudillos en un gesto de complicidad que sólo utilizaban en el campo de tiro o cuando jugaban al softball. Dray se inclinó un poquito hacia él y estableció contacto con la cadera y el codo. Tim le posó los labios en la coronilla e inhaló el aroma de su cabello. Permanecieron un rato sentados en silencio.
– ¿Algo nuevo sobre el caso? -preguntó él al cabo.
Dray negó con la cabeza.
– He agotado las pistas. Quería saber si te has hecho con ese expediente del caso.
– No, por desgracia aún me llevará un tiempo -alegó Dray.
– Supongo que tendremos que esperar. -A Tim se le arrugó la cara-. Me está destrozando. La espera. Prepararme para averiguar algo peor incluso, o quizá para no encontrar nada en absoluto.
Se quedaron mirando la casucha de Kindell unos instantes. Tim se mordió el labio.
– He oído que Mac suele ir por casa -dijo.
Volvió a abrirse el hueco entre las caderas de ambos. Dray tensó las comisuras de la boca.
– La casa estaba vacía, llena de fantasmas.
– ¿Intentas hacerme daño, Dray?
– ¿Lo estoy consiguiendo?
– Sí. Pero no has respondido a la pregunta.
– Lo creas o no, la situación en que ahora me encuentro no sólo tiene que ver contigo. Mac duerme en el sofá porque ahora mismo me asusta la oscuridad, igual que a una cría. Ya sé que es patético, pero desde luego tú no andas cerca para ayudarme con ese problema.
– Mac está colado por ti, Dray. Desde siempre.
– Bueno, yo no estoy colada por Mac. Viene como amigo. Nada más. -Tendió la mano derecha y cogió la de Tim sin sacar la izquierda del bolsillo.
Una repentina punzada de temor le agarrotó el estómago.
– Saca la mano del bolsillo, Dray.
Ella le hizo caso a regañadientes. Tim vió que llevaba desnudo el dedo anular; un dolor candente se cebó en su pecho y se fue propagando a la velocidad de un incendio en la maleza. Apartó la mirada para dirigirla hacia la casa del hombre que había acabado con la vida de su hija, pero Kindell permanecía en silencio y no le supuso la menor distracción.
A Dray le temblaban los labios levísimamente, el temblor que anunciaba el terremoto de la ira, del odio contra sí misma, de la pena, un cóctel triple al que Tim se había acostumbrado de un tiempo a esta parte. Su rostro, sombrío y estático en una suerte de mueca compungida, no se semejaba a nada que Tim hubiera visto antes. Se frotó la punta de la nariz con los nudillos, un gesto que reservaba para cuando estaba afligida o profundamente triste.
– Tengo la sensación de que ya no me quieres, Timothy.
– Eso no es verdad. -Tim levantó un poco el tono de voz, pero no estaban más que Dray y él, y un tipo sordo a unos treinta metros.
– Ahora mismo me resulta muy duro llevar ese anillo. Lo he mirado todos y cada uno de los días de nuestro matrimonio, nada más despertarme, y siempre hacía que me sintiera agradecida. -Dray parecía pequeña y vulnerable sentada en la oscuridad con los brazos en torno a las rodillas, tal como Ginny solía ponerlos cuando veía la tele-. Ahora sólo me trae a la cabeza tu ausencia.
Él arrancó de cuajo unos hierbajos y los tiró. El manojo de raíces enfangadas se estrelló contra los cimientos a un par de metros de distancia con un agradable chasquido.
– Tengo que llegar hasta el final con esto; con la Comisión. He de echar mano al expediente del caso. Me sería imposible si viviera en casa, a la vista de todo el mundo. Me supondría un riesgo excesivo. También lo sería para ti. Tengo que proteger a Ginny aunque sea después de muerta, para que los hombres que lo hicieron… -Le goteaba la nariz, y cuando levantó la mano para limpiarse, vio que le temblaba, de modo que la apoyó en el regazo y se la apretó, se la apretó con fuerza.
– Timothy… -El tono de voz de Dray se aproximaba a la súplica, aunque Tim no sabía qué le suplicaba exactamente. Ella hizo ademán de tocarlo, pero luego retiró la mano.
Transcurrió otro minuto antes de que Tim se sintiera capaz de confiar en su propia voz.
– Lo siento -dijo-. Hacía tiempo que no pronunciaba su nombre.
– No pasa nada por llorar, ¿sabes?
Tim agachó la cabeza varias veces en una imitación de asentimiento.
– Claro.
Dray se puso en pie y se limpió las manos de polvo.
– Ahora mismo no quiero dejar de verte -dijo-. No quiero que estés ausente de mi vida, pero entiendo lo que te empuja a hacer esto por ti, por nosotros. Supongo que tendremos que esperar, verlas venir y confiar en que lo nuestro sea lo bastante sólido.
Tim no era capaz de apartar la mirada de la mano de Drav, de su dedo sin anillo. El agujero que se le había abierto en el pecho seguía dilatándose, copándole los pulmones, la voz.
Algo pasó aleteando por su lado, se posó y empezó a trinar.
Dray dio media vuelta y enfiló el largo trayecto de regreso a la carretera.
A mitad de camino, Tim se detuvo en el arcén y permaneció sentado con las manos en el volante y la respiración agitada. Aunque aquél era un mes de febrero frío, tenía el aire acondicionado a tope. Pensó en el apartamento que le aguardaba, en la triste funcionalidad de aquel erial, y se dio cuenta de lo mal preparado que estaba para la soledad tras ocho años de matrimonio. Sacó del bolsillo la dirección de Ananberg y contempló el trozo de papel con el margen rasgado.
El edificio donde ella tenía su apartamento, en Westwood, estaba provisto de grandes medidas de seguridad: acceso controlado, puerta delantera de vidrio blindado y cámara de seguridad en el breve espacio embaldosado que hacía las veces de vestíbulo. De espalda a la cámara, Tim deslizó el dedo por el directorio junto al portero automático, y no le sorprendió ver los pisos listados por nombre, sin el número del apartamento. Apretó el botón y aguardó mientras el interfono metálico emitía un áspero zumbido.
Ananberg contestó con voz plenamente despierta a pesar de que casi eran las cuatro de la mañana.
– ¿Sí?
– Soy Tim. Tim Rackley.
– Nombre y apellido. Qué modestia tan maravillosa. Estoy en el trescientos tres.
La gruesa puerta de vidrio emitió un intenso zumbido y Tim tiró de la manilla para abrirla. Cogió el ascensor. La moqueta de la tercera planta estaba limpia pero un tanto gastada. Nada más dar unos golpe- cilios en la puerta de Ananberg, oyó unos pasos suaves y luego el ruido de un par de cerraduras y una cadena al abrirse. Apareció Ananberg, con una camiseta de Georgetown que le llegaba hasta las rodillas. Con una mano mantenía a raya a un ridgeback rodesiano de cuello robusto. En la otra tenía una pequeña Ruger con cuyo cañón se estaba rascando la pierna.
– Deberías utilizar la mirilla, aunque acabes de abrir la puerta de abajo a alguien.
– Eso he hecho.
Sabía que estaba mintiendo, porque no había visto la sombra de su ojo a través de la lente. El perro se adelantó e introdujo el hocico húmedo en el cuenco que había formado Tim en una mano.
– Impresionante. A Boston no suele caerle bien la gente.
– ¿ Boston?
– Lo heredé de un antiguo novio. Un gilipollas de Harvard.
Ananberg dio media vuelta y se adentró en el piso, poco más que un estudio de grandes dimensiones. Al otro lado de la cocinita, la diminuta mesa y el sofá de cara a la televisión, dos cómodas acordonaban el área del dormitorio, que no era sino una cama de matrimonio encajada debajo de la única ventana de la estancia. Chasqueó los dedos y Boston se fue al trote hasta una minúscula cesta en la que se tumbó. Luego dejó el arma en el cajón superior de la cómoda derecha.
Se acercó a la cama dejando entre ellos apenas unos pasos. Se observaron el uno al otro desde lados opuestos de una raída alfombra artesanal. Ella se quitó la camiseta por la cabeza. Su cuerpo, esbelto y maravillosamente torneado, no había sucumbido a las pesas ni al ejercicio en el gimnasio. Por encima de la curva cóncava de su estómago se alzaban los pechos, tan modestos como firmes. Su mirada revelaba la sabia naturalidad de las enfermeras que examinan a un paciente y las prostitutas. Era franco y auténtico a no poder más, un ritual triste y lúgubre en un triste y lúgubre apartamento.
La camiseta quedó hecha un guiñapo junto a una caja de pañuelos de papel en el suelo y Tim, incómodo, apartó la mirada hacia el mantel individual que había en la mesa. Entonces entendió de manera concreta que la muerte y la pérdida también se habían ensañado con ella, igual que con todos los demás.
– Me temo que no lo has entendido. Yo no puedo… -Su mano describió una especie de arco, lo que no hizo que le vinieran a la cabeza palabras más adecuadas-. Estoy casado.
– Entonces, ¿qué haces aquí, Rackley? -Ananberg sacó un cigarrillo de un paquete en la mesilla de noche y lo encendió.
– Necesito que me hagas un favor.
– Estaba a punto de hacértelo. ¿O no te has dado cuenta? -Le guiñó el ojo y él respondió con una sonrisa. Ella apagó el cigarrillo que acababa de encender en un cenicero encima de la cómoda, se dejó caer de espaldas en la cama y se cubrió con la sábana sin el menor asomo de timidez o modestia.
– Me gustaría que me facilitaras las notas del abogado defensor que hay en el expediente de Kindell. Como un gesto de buena voluntad. Ya sé que tienes acceso a ellas. Me resulta muy difícil esperar sin… nada.
– No puedo saltarme las reglas. Sácalo a colación en alguna reunión y votaremos al respecto.
– Ambos sabemos que Rayner no lo permitiría.
Ananberg no apartaba la mirada; por un instante, les dio la sensación de que ambos contemplaban el interior del otro. Tim era consciente de que su sufrimiento resultaba evidente y lo hacía vulnerable. No podía hacer gran cosa para ocultarlo. Carraspeó levemente:
– Por favor.
– Veré qué puedo hacer, pero no prometo nada. -Ananberg alargó la mano y atenuó un poco la luz de la mesilla-. Ven aquí.
Tim se acercó y se sentó en el borde de la cama. Ella le pasó un brazo por la cintura y tiró de él hasta que lo obligó a recostarse sobre el cabezal curvo de madera. Le dio unos golpecitos para que se desplazara levemente hacia la izquierda; luego le cogió el brazo y lo puso de modo que no la molestara. Satisfecha, se acurrucó a su lado con la cabeza apoyada en la base de su pecho.
– ¿Cómoda? -preguntó él.
Ella le pasó un brazo por encima del estómago y a Tim le sorprendió lo pequeñas que tenía las muñecas.
– La quieres, ¿eh?
– Mucho.
– Yo nunca he querido a nadie, al menos de ese modo. Mi psiquiatra dice que se debe a que sufrí una pérdida cuando era muy joven. Mi madre, ¿sabes? Tenía quince años, justo cuando empezaba a entrar en la sexualidad. Todo va unido, la muerte y el sexo. El miedo a establecer relaciones íntimas, bla, bla, bla… Seguramente por eso me gusta estar con Rayner. Se ocupa de mí y hace que no sienta nada con demasiada intensidad.
– ¿Cómo murió? Me refiero a tu madre.
– Fue violada y asesinada en la habitación de un motel. Hubo cantidad de titulares y especulaciones lascivas. Tuvo cierto encanto, pensándolo bien. Llegué a casa del instituto y vi a mi padre sentado en la cocina, esperándome, con la ropa impregnada del olor a formalina del instituto forense. Aun hoy, cuando huelo a formalina… -Se estremeció.
Tim le acarició el pelo, que era más fino y suave de lo que había imaginado.
– Mi padre estaba roto por completo. Sencillamente… derrotado.
– ¿Qué ocurrió con el caso?
– Cogieron al tipo unas semanas después. Los miembros del jurado eran, en su mayor parte, gentuza blanca, parados que sabían hacer la «o» con un canuto. Lo declararon inocente. Las pruebas eran tan concluyentes que en el Post se especuló abiertamente sobre la posibilidad de que los hubieran sobornado. Claro que quizá no pasó nada de eso. Igual fue una cuestión de pura inanidad, como ocurre con la mayoría de las cosas. -Meneó la cabeza-. Abogados defensores con los bolsillos profundos y asesores jurídicos… No es exactamente un vacío legal, sino más bien corrupción autorizada. -Profirió un ruido desdeñoso desde lo más hondo de la garganta-. Dicen que es preferible que salgan libres cien culpables a que se condene a muerte a un inocente. ¿Hasta dónde se sostiene semejante pedantería? ¿Hasta que los cien culpables cometen un centenar de asesinatos? ¿Un millar?
– No -respondió Tim-. Se sostiene cuando el inocente eres tú.
Ella esbozó una sonrisa torcida.
– Eso ya lo sé. Ya lo sé; lo que ocurre es que no siempre lo noto en los huesos. -Su rostro producía a Tim una sensación cálida y reconfortante sobre el pecho. Él siguió escuchándola, siguió acariciándole el cabello-. Mi padre era agente inmobiliario, pero estuvo en una unidad de morteros en Corea, y unos cuantos de sus compañeros de pelotón entraron en la policía. Una noche, uno de ellos y mi padre acorralaron al tipo y se lo llevaron a dar un paseo por Anacostia. No tengo muy claros los detalles, pero sé que cuando encontraron el cadáver, tuvieron que tomarle las huellas dactilares porque con la dentadura no tenían ni para empezar.
Tim recordó que Rayner le había contado cómo el asesino de la madre de Ananberg murió en una pelea entre bandas rivales, y se preguntó hasta qué punto estaba al tanto de la verdad. Algo así dependía del grado de intimidad que hubiera entre Rayner y ella.
– Recuerdo que mi padre regresó a casa esa noche y me contó lo que había hecho. Se sentó al borde de mi cama y me despertó. Olía a hierba, tenía los nudillos magullados y temblaba. Me lo dijo. Y no sentí nada. Sigo sin sentir nada. -Ahora la voz de Ananberg sonaba más queda, amortiguada contra el pecho de Tim-. Igual es que no capto cosas así, o que me falta ese gen, el gen de la conciencia. Quizá cuando llegue a las puertas del cielo, o eso en lo que creéis los cristianos, me hagan dar media vuelta.
Ahuyentó un escalofrío y luego volvió el rostro hacia él.
– ¿Puedes quedarte conmigo hasta que me duerma? -le preguntó con voz temblorosa.
Tim asintió y ella, aliviada, volvió a apoyar la cabeza en él. Poco después su respiración se hizo más serena y él permaneció recostado con el calor de su rostro en el pecho, acariciándole el pelo. Transcurridos unos veinte minutos, se apartó con delicadeza de ella y se marchó con tanto sigilo que Boston ni siquiera levantó la cabeza.
Capítulo 23
Aparcó delante del apartamento de Dumone poco antes de las siete de la mañana.
El edificio, en una urbanización de estuco sin la más mínima gracia que ejemplificaba la penosa arquitectura de la década de los años setenta, estaba a una manzana de la Diez en Western. Contigua a él, una de esas gasolineras abierta las veinticuatro horas del día apestaba a tubo de escape y café asqueroso. Tim estaba curiosamente alerta. Aún no había dormido.
Su sorpresa ante la llamada de Dumone a primera hora de la mañana sólo se había visto superada por el detalle de que éste le había facilitado su dirección particular en vez de quedar con él en un lugar público. De no ser porque Tim confiaba en Dumone por puro instinto, se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que fueran a tenderle una emboscada.
Recorrió la acera de cemento que bordeaba el edificio. Oyó un silbido y vio a Dumone; le aguardaba tras una polvorienta puerta de rejilla. Se estrecharon la mano y Dumone no pudo por menos de sonreír ante la formalidad del gesto. Luego se hizo a un lado y le franqueó el paso.
Era una casa de una sola planta con un único dormitorio que olía a moqueta rancia. Un mueble de contrachapado que hacía las veces de mesa y vitrina al mismo tiempo albergaba unos cuantos galardones, placas y armas enmarcadas en metacrilato. Dumone hizo un grandioso gesto en derredor con el brazo.
– ¿Quieres algo? ¿Agua mineral Pellegrino? ¿Un cóctel de mimosa?
Tim se echó a reír.
– No, gracias.
Dumone le indicó que se sentara en el sofá y se acomodó en una vieja mecedora de color marrón. Tenía los ojos más sombríos de lo habitual y la piel tensa en las sienes.
Tim levantó las manos y las dejó caer en el regazo.
– ¿Y bien? -preguntó.
– La verdad es que no te he llamado por nada en concreto. Sencillamente quería verte. -Dumone levantó un pañuelo y tosió en él. Tim, una vez más, vio motitas de sangre en la tela.
– ¿Estás bien? ¿Quieres que te traiga un vaso de agua?
Dumone rehusó con un ademán de la mano.
– No pasa nada. Estoy acostumbrado. -Apoyó el pañuelo en el regazo, aferrado todavía entre sus gruesos nudillos-. Hace años, nada más casarme, trabajaba en la construcción los fines de semana. Mi sueldo no iba muy allá, mi mujer y yo acabábamos de liarnos la manta a la cabeza. Un poco de pasta extra, ¿sabes? Me pusieron a darle al martillo neumático para sacar el enlucido de las viejas casas de Charlestown. Los techos… -Tosió otra vez e hizo girar el dedo en el aire para señalar el techo, donde estaba el meollo de la historia-. Amianto. Entonces, claro, no teníamos ni idea. -Meneó la cabeza-. Nada bueno. Yo era invencible, todo el día esquivando balas. -Sonrió y sus ojos volvieron a adquirir ese brillo que dejaba constancia de que era lo bastante astuto para encontrar una faceta divertida a cualquier cosa.
– Hubo un tiempo en que todos éramos invencibles. Y más listos.
– Sí -coincidió Dumone-. Sí. -Sus rasgos se tiñeron de melancolía-. Es una pena que no te haya conocido antes, Tim. Joder, Rob y Mitchell son como mis hijos. La clase de hijos por los que uno no tiene que preocuparse. Basta con pasarles la mano por el pelo y soltarlos al mundo con la esperanza de que les vaya bien. Y les ha ido bien -se apresuró a añadir-. Les ha ido muy bien. Pero tú… No es que te conozca lo suficiente, pero supongo que serías la clase de hijo a la que uno querría dejarle un legado, si tuviera algo que mereciese la pena legar.
– Es todo un halago -dijo Tim.
– Sí. Sí, lo es.
– Para mí también ha sido un placer conocerte. Nuestra… amistad… -«Amistad», se dijo Tim, era una palabra extraña para describirlo que había entre ellos-. Me alegra que estés presente para llevar el timón en nuestras reuniones.
Dumone asintió con el ceño fruncido en un gesto pensativo. -Supongo que alguien tiene que hacerlo.
No permanecieron mucho más rato sentados, en medio de un silencio incómodo.
– Bueno -dijo Dumone-. Gracias por venir.
Capítulo 24
El Nextel sacó a Tim con su molesto trino del sudoroso sueño diurno en el que por fin se había sumido. Se volvió en el colchón y cogió el teléfono.
La voz de Marlboro de Robert le sonó excesivamente fuerte por el auricular.
– Ese hijo de puta no ha salido de casa desde que llegamos anoche. Se pasa todo el día trajinando en el sótano, donde encontraron toda esa mierda para hacer vudú.
Tim se frotó los ojos bien fuerte, a sabiendas de que podían quedarle enrojecidos e inyectados en sangre. Le traía sin cuidado. -Ajá.
– Su casa queda junto al mercadillo de ropa, en el centro. ¿A qué distancia estás?
– A una media hora -mintió Tim.
– Muy bien. Bueno, el Cigüeña ha conseguido pincharle el teléfono desde una ramificación calle arriba. La madre de Debuffier acaba de llamar para decirle que no se olvide de que habían quedado para comer. A medio día en El Comao. ¿Sabes dónde cae?
– Es un garito cubano en Pico, cerca del Edificio Federal, ¿no?
– Eso mismo. Así que saldrá cagando leches en unos veinte minutos. He supuesto que querrías pasarte por aquí para echar un vistazo por la casa con nosotros. Mitch va a traerse material explosivo por si decidimos ponerle un petardo ahora.
– He dejado bien claro que sólo estamos de vigilancia -le recordó Tim.
– Ya sé, ya sé, pero nos da en la nariz que este hijoputa anda siempre metido en su madriguera. Hemos pensado que no vendría mal tener explosivos a mano, por si surgiera la oportunidad…
– … Óptima -dijo Mitchell, al fondo.
– Es posible que no tengamos otra ocasión en una buena temporada.
– Ni pensarlo. Empezasteis a vigilarlo ayer mismo. Lo único que vamos a hacer es echar un vistazo al interior para hacernos una idea -dijo Tim.
– Vale, de acuerdo. Entonces sólo vamos a echar una ojeada. El hijoputa está en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. Ah, Rackley, ¿cómo vas a saber dónde buscarnos?
– Ya os encontraré.
– Acechamos la manzana como una pantera en la jungla, amigo mío. Estamos…
– A ver si lo adivino. Estáis en una camioneta de algún servicio con los cristales tintados.
Un largo silencio.
– Nos vemos ahora. -Tim colgó, se metió la pistola en la cintura de los pantalones, descartó el Nokia para coger el Nextel y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano en el pomo, hizo un alto. Desanduvo sus pasos y cogió un par de guantes de cuero negro de la bolsa que estaba junto al colchón. Con las puntas de plomo incrustadas siguiendo la longitud de los dedos y ubicadas estratégicamente sobre los nudillos, esos guantes dotaban al menor puñetazo de la fuerza de una coz. Se los metió en el bolsillo y bajó las escaleras camino del coche. Cuando aún le faltaba más de un kilómetro para llegar a la casa de Debuffier, se acercó al bordillo y dejó el coche al ralentí.
Ambos lados de la calle estaban bordeados de casetas de venta de ropa, largos habitáculos embutidos en la misma estructura cual teclas de piano. Buena parte de los puestos tenían puertas de persiana al estilo de los almacenes que abrían toda la parte delantera del establecimiento a las aceras. La monótona funcionalidad y los productos baratos y poco elaborados que llamaban la atención tanto por los colores chillones como por la cantidad daban al distrito cierto aire tercermundista. Había un chico metido en medio de un montón de camisetas de los Dodgers que le llegaba hasta el pecho. Se veían enormes rollos de tela apoyados contra paredes, puertas y mesas. Una pila de mocasines se había desparramado sobre la carretera. El aire olía a golosinas y churros quemados.
La calle estaba atiborrada de carretillas, camionetas de reparto aparcadas y gases de escape. Pasó un tipo con el pelo engominado y peinado a raya con una sudadera a la que se le estaba despegando la etiqueta de Versace. La chica a la que iba cogido por el meñique llevaba un bolso de la marca Guci, así con una sola «c».
Cachorros bastardos de la ciudad de las apariencias.
El tipo atravesó a Tim con la mirada, probablemente porque supuso que estada dando un repaso a su novia, así que Tim bajó la vista para que el asunto no fuera a peor. Se acercó un muchacho de barba abundante con un montón de camisetas sobre el antebrazo. Al ver que Tim miraba en dirección a él, le enseñó una en la que se veía la cabeza de Jedediah Lañe en plena explosión, acompañada por una leyenda en letras rojo sangre: ESTALLIDO TERRORISTA. Tim contempló la fotografía como si ocultara algún secreto inescrutable o tuviera la capacidad de otorgar el perdón. Por un instante no supo a ciencia cierta si el texto se refería al propio Lañe o al asesino de éste. Cuando el vendedor iba a abordarlo, Tim negó con la cabeza y el individuo siguió su camino.
Le llamaron la atención el risueño colorido mexicano y la robusta pareja de cónyuges que estaban delante de la caja registradora en el puesto junto al que había dejado el coche. El establecimiento vendía exclusivamente adornos para tartas nupciales. Tim se quedó mirando los novios de plástico de todos los tamaños y razas. Entonces notó que empezaba a hervirle la sangre de tanto dar vueltas a cómo un matrimonio entre dos personas que se amaban con locura podía estar escapándoseles de las manos.
Notó cierto alivio al reparar en que ya habían transcurrido los diez minutos necesarios para poder personarse en casa de Debuffier a la hora convenida, y siguió adelante. Aparcó a varias manzanas de distancia y volvió la esquina como si diera un paseo. Detrás de unas verjas de metal barato asomaban humildes una serie de casas de estuco desconchado. Dos críos con números de jugadores de baloncesto afeitados en la nuca pasaron a toda pastilla en monopatín después de haber cogido impulso en un socavón que había dejado en la acera el último terremoto. A ambos lados de la calle coches herrumbrosos languidecían junto al bordillo, y -dicho sea en favor de Robert- había también un puñado de camionetas de servicios, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta el perfil demográfico de la manzana. Los logotipos y carteles que lucían aquellos vehículos eran tan variados como chillones. Vidrios Armando. Limpieza Industrial Freddy. Limpieza de alfombras Hermanos Martinez. Parte de los dueños de las empresas homónimas pasaban el sábado sentados en los maltrechos jardines, acariciando a sus rottweilers mientras bebían cerveza Michelob directamente de la lata. El viento, de una fuerza poco habitual, acarreaba un olor dulzón a podredumbre, cerveza caliente y madera vieja.
En el lado norte de la calle, la casa de Debuffier se alzaba más voluminosa que la de sus vecinos, una achaparrada abominación de madera que no pertenecía a ningún estilo arquitectónico concreto. El arco de entrada al porche tendría que haber dado aspecto acogedor a la casa, pero la madera estaba rota, y los extremos astillados dotaban al agujero en forma de boca de una especie de dentadura mellada. El tejado, cosa más extraña aún, era una cacofonía de estilos que, mientras en unas zonas ascendía de pronto, en otras se ensanchaba y descendía en leve pendiente. La edificación, separada de la carretera por un ostentoso jardín que se había convertido en un pedazo de tierra árida ya tiempo atrás, en realidad era más compleja que grande: un conflicto de intereses, probablemente, entre dos constructores rivales a cargo de las obras en fases del proceso a buen seguro inconexas.
La mayor parte de las ventanas laterales de las camionetas aparcadas estaban tintadas. Tim cruzó al lado norte de la calle para disponer de un ángulo mejor desde el que observar el interior de las camionetas por el parabrisas, pero casi todos los vehículos tenían una partición en el interior. La de Limpieza Industrial Freddy era la más sospechosa. A juzgar por lo bajas que estaban las ruedas, albergaba maquinaria pesada o a unos cuantos hombres hechos y derechos. Lo del nombre caucásico tampoco era una buena tapadera.
Tim se acercó fingiendo que buscaba las llaves en los bolsillos. Hizo un alto junto a la puerta del conductor, a la espera. Al oír el chasquido del seguro automático de las puertas supo que no se había equivocado. Se acomodó en el asiento, mirando hacia delante, e hizo como si pusiera la radio a pesar de que no había nadie en los jardines cercanos. La camioneta olía a sudor y café rancio, y el salpicadero estaba tan alto que se preguntó si el Cigüeña no tendría problemas para ver la carretera cuando iba al volante.
Movió los labios lo menos posible al hablar.
– No está mal, chicos.
En el sujetavasos, al lado de un refresco de tamaño gigante, había un recibo arrugado de la agencia de alquiler de vehículos VanMan. Tim alcanzó a distinguir el nombre en la línea superior, escrito en la letra temblorosa del Cigüeña: «Daniel Dunn.»Danny Dunn [1], pensó Tim. El alias le viene que ni pintado.
La voz de Robert, molesta y rasposa por efecto de la deshidratación, le llegó por encima del hombro.
– ¿Cómo coño has dado con nosotros?
– Os he olido. -Tim se sacó del bolsillo de atrás los guantes tachonados de plomo y se los puso-. ¿Habéis cambiado de vehículo?
– Sí, señor -respondió el Cigüeña-. He traído la camioneta a primera hora de la mañana.
– ¿Dónde está el coche que utilizasteis anoche?
Otra vez la voz ronca de Robert:
– Salí a hurtadillas y lo devolví. Después regresé en autobús. Tranquilo, no hemos dejado ninguna huella.
– Bien.
– Debuffier ha salido a comer antes de lo previsto, así que vamos.
Tim se encontró con un juego de llaves a la altura del hombro. Las cogió y puso en marcha la camioneta.
– La casa está en un solar doble, así que queda una hilera más apartada de la calle que las demás. Dobla la esquina, Rackley, y aparca allí; está mucho más tranquilo.
– En la verja de atrás hay un hueco que pide a gritos que alguien lo ocupe -dijo el Cigüeña.
– ¿Dónde está Mitchell? -preguntó Tim.
– Por allí. Se reunirá con nosotros, en la puerta de atrás, en cinco minutos.
Tim volvió la esquina.
– Buen vehículo -comentó-. Silencioso, común y fácil de olvidar.
– Me alegro de que le satisfaga mi elección, señor Rackley. -El Cigüeña lo dijo en un tono increíblemente pagado de sí mismo, casi jubiloso-. Incluso devolví la primera camioneta que me dieron porque emitía un traqueteo fácil de identificar.
– Igual que tú -se mofó Robert.
Tim aparcó a escasos metros del orificio triangular en la verja. En la calle reinaba un silencio funéreo, así que salió y abrió las puertas de atrás. El Cigüeña y Robert, que ya llevaban puestos los guantes de látex, salieron de la trasera cogiendo aire a bocanadas y despegándose una y otra vez las camisas del cuerpo para refrescarse. Robert se metió por el agujero que había en la verja de inmediato. El Cigüeña se colgó del hombro una bolsa negra cuyo peso le hizo trastabillar. Tim se la cogió, cerró de golpe las puertas de la camioneta y le ayudó a atravesar la verja.
Mitchell estaba acuclillado junto a la puerta de atrás con Robert a su lado. A Mitchell se le iluminaron los ojos cuando reparó en el bulto del Nextel en el bolsillo de Tim, y se puso en pie de repente.
– Desconecta el móvil. Ahora mismo.
Tim y el Cigüeña se quedaron de una pieza. Tim se apresuró a desconectar el móvil.
– ¿Llevas detonadores eléctricos?
– Eso es.
Si Mitchell llevaba detonadores eléctricos, el móvil de Tim no debería haber estado en las inmediaciones. Cuando entran en funcionamiento, los Nextel, al igual que la mayoría de los teléfonos móviles, emiten justo antes de empezar a sonar una señal de radiofrecuencia que responde a la red y los identifica como unidades operativas. La corriente inducida, suficiente para cebar un detonador eléctrico, puede montar la de Dios es Cristo antes de que el teléfono suene siquiera. Ahora entendía Tim que Robert no le hubiera sugerido mantener contacto telefónico durante la entrada.
Tim bajó la vista hacia la lámina explosiva que había a los pies de Mitchell, un rollo de casi diez kilos y con el grosor de una plancha de PETN o pentaeritritetetranitrato, un explosivo plástico similar al C4 cuya pronunciación es un coñazo pero resulta muy fácil de rasgar o cortar. El material asomaba de la bolsa de detonación de Mitchell, de un triste caqui, el color de la muerte.
– ¿Es que no puedes seguir las instrucciones? -Tim intentó que la voz no delatara su enfado-. Creo haber dejado claro que no vamos a hacer otra cosa que echar un vistazo.
– No hemos hecho nada más. Resulta que llevaba la bolsa conmigo…
– Ya nos ocuparemos del asunto luego. -Tim asintió en dirección a la puerta-. ¿Cuál es la situación?
Mitchell volvió a acuclillarse como un antropólogo junto al pomo de la puerta.
– Bastante peliaguda. Se abre hacia fuera y tiene una solapa que protege la cerradura, así que el truco de la tarjeta de crédito no sirve.
El Cigüeña puso los brazos en jarras e indicó a Mitchell que se hiciera a un lado con un gesto impaciente de la mano.
– Aparta.
Al tiempo que se ponía bien las gafas, se inclinó para ver más de cerca la cerradura. Acercó el rostro a escasos centímetros del pomo y ladeó la cabeza cual depredador que olisquea su presa. Cuando habló, lo hizo con una cadencia musical, igual que una niña que arrullara a su muñeca preferida.
– Una cerradura cilíndrica con bocallave restringida y hembras reforzadas. ¿Verdad que eres preciosa? Claro que sí.
Tim, Robert y Mitchell dejaron de cruzar miraditas desdeñosas cuando el Cigüeña se apartó de la puerta sin quitar ojo a la cerradura, aunque con la mano extendida como si llamara a un camarero. Entonces chasqueó los dedos regordetes.
– La bolsa.
Tim se la dejó a los pies. El Cigüeña rebuscó en su interior y sacó un aerosol lubricante. Introdujo un fino tubo en la boquilla y dirigió el aerosol hacia el cilindro.
– Vamos a lubricarte un poco, ¿de acuerdo? Asilo tendremos más fácil.
A continuación cogió un destornillador eléctrico. La herramienta, con un gatillo en el asa que ponía en marcha el fino mecanismo, se parecía a un taladro o un complejo dispositivo sexual. Desplazando el aparato con leves golpes de muñeca, el Cigüeña introdujo la punta en la cerradura lubricada y lo puso en funcionamiento. Después lo colocó en un complicado ángulo por medio de una serie precisa de inserciones y reajustes. Pegó la oreja a la puerta -es de suponer que para oír el desplazamiento de las piezas- mientras con la otra mano cogía el pomo. Tenía la boca torcida hacia la derecha, agolpada sobre el labio inferior. Parecía ajeno por completo a los demás.
– Eso es, preciosa. Hazme el favor de abrirte.
El ruido que emitía el mecanismo de la cerradura varió y se oyó un chasquido indicativo de una repentina simetría o resonancia. El Cigüeña adelantó la otra mano a la velocidad del rayo y giró el pomo, que cedió media vuelta.
Miró a los otros con una mueca satisfecha y un tanto cansada. Tim casi tuvo la sensación de que iba a encenderse un pitillo. La sonrisa del Cigüeña se desvaneció de inmediato cuando se echó hacia delante para apoyar el hombro en la puerta.
– Espera -le advirtió Tim-. ¿Y si hay una alarm…?
El Cigüeña abrió la puerta de golpe.
El insistente pitido hizo que a Tim se le quedara la boca seca, pero el Cigüeña se acercó tranquilamente a un panel en la pared e introdujo un código. La alarma calló.
Entraron empuñando la pistola y aguzaron el oído para detectar algún movimiento en la habitación más grande de la casa. Robert y Mitchell llevaban sendos Colt 45 semiautomáticos de acción simple, de esos que hace falta amartillar antes de efectuar el primer disparo. Abren fuego con sólo kilo y medio de presión en el gatillo, en vez de los siete que requiere un revólver de acción doble. Eran unas armas de gran calibre poderosas, ilegales y sumamente sensibles, en buena medida como los dos hermanos.
– ¿Cómo has averiguado el código? -preguntó Tim en un susurro.
– No lo he averiguado. Toda empresa de alarmas tiene un código de reajuste. -El Cigüeña señaló el logotipo en la base del panel-. Esta es de Iron-Force: tres, cero, dos, cero, uno.
– ¿Así de sencillo?
– Sí, señor.
Atravesaron una habitación pequeña en la que había una lavadora rota y llegaron a la cocina, llena de platos con comida reseca y cajas pringosas. El linóleo de color amarillo mostaza que cubría el suelo estaba levantado en los márgenes. Las encimeras estaban cubiertas de hileras infinitas de botellas de ron vacías y una fina capa de migajas.
Se oyó un tenue eco en algún lugar de la casa, levemente animado, similar a una voz. Tim alzó la mano de inmediato, plana, con los dedos un poco separados, en un gesto de advertencia de jefe de patrulla. Los otros se quedaron quietos cual estatuas. Transcurrió un minuto de silencio y luego otro.
– ¿Habéis oído eso?
– No. No he oído nada -respondió el Cigüeña.
– Probablemente han sido las cañerías.
– Vamos a seguir -dijo Tim, aún en voz queda-. Cigüeña, espera fuera. Si Debuffier vuelve antes de lo previsto, toca dos veces la bocina.
– Ha salido antes de lo previsto.
– Por eso vas a vigilar mientras estamos aquí dentro. -Tim aguardó a que el Cigüeña saliera por la puerta-. Vamos a registrar la casa. Nos vemos aquí mismo dentro de dos minutos. Yo me ocupo del piso de arriba.
– Mira -dijo Robert, sin molestarse en susurrar-, llevamos delante de la casa toda la noche y toda la mañana. No hay nadie más.
– A registrar he dicho -repitió Tim.
Desapareció por la puerta que daba a la parte anterior de la casa y pasó por varias habitaciones llenas a rebosar de objetos extraños: cajas con calendarios de automóviles, mesas tumbadas, pilas de ladrillos… En torno a los pies de la escalera había un metro de tela de color chillón amontonada; Debuffier debía de haberla comprado en los puestos del mercadillo. Tim dio una batida por las habitaciones de arriba, que hedían a cañerías atascadas e incienso. Todos los espejos estaban cubiertos, envueltos en telas de colores llamativos. O bien Debuffier se creía un vampiro o bien le asustaba su propio reflejo; a juzgar por la foto de la policía, Tim habría apostado por esto último. Todas y cada una de las habitaciones estaban vacías, sin el menor indicio de que alguien habitara en ellas; lo más probable era que el dormitorio principal estuviese abajo. Tuvo buen cuidado de no dejar huellas allí donde la capa de polvo tenía mayor grosor en el suelo.
Robert y Mitchell le esperaban en la cocina.
El reloj de Tim marcaba las 12.43.
– ¿Todo despejado? -preguntó.
– Salvo por la puerta del sótano -dijo Mitchell-. Acero macizo en un marco de acero. Cerrada.
– Luego pondremos al Cigüeña manos a la obra. -Tim se guardó el 357 a la espalda-. Vamos a echar un vistazo por la planta baja con más atención. Fijaos en los detalles para que luego podamos hacer un plano completo de la casa.
Otro sonido, un gemido metálico, esta vez innegable. Tim notó que se le hacía un nudo en el estómago y la boca se le tornaba algodón.
Avanzó hacia el lugar de donde procedía el sonido y cruzó la otra puerta; los gemelos le pisaban los talones.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robert.
Mitchell se ajustó la correa de la bolsa de detonación que llevaba colgada del hombro.
– Suena como un horno encendido. -Su tono no fue nada convincente.
Tim volvió la esquina hacia un pasillo secundario que iba a morir en un cuarto de baño y se encontró de cara con la enorme estructura metálica de la puerta del sótano. A juzgar por el contraste con la mampostería, era de reciente instalación. Le dio unos golpecitos con un nudillo: sólida y gruesa de cojones. Se echó hacia delante y apoyó el oído en el frío acero, pero no obtuvo otra respuesta que el tenue zumbido del calentador de agua. El vestíbulo estaba oscuro. Las cortinas de flores, de un rosa oscurecido, estaban corridas sobre una única ventana que daba al patio lateral.
– Robert, ve a buscar al Cigüeña ahora mismo. Dile que quiero entrar en el sótano por esa puerta.
Eran las 12.49. Si Debuffier había salido temprano, ya debía de llevar ausente cosa de una hora. El trayecto en coche hasta el restaurante era de al menos diez minutos, así que estaría de regreso en diez o quince minutos, dependiendo de lo mucho que aborreciera estar con su madre. Mientras Tim esperaba con todos los músculos en tensión, Mitchell sopesó la puerta con la imprecisa precisión de un zapador, los dedos separados y pegados al acero como si fuera a ceder.
El Cigüeña, abrumado por el peso de la bolsa, regresó con Robert. Dejó la carga en el suelo con un golpe sordo, echó un vistazo a la gruesa cerradura y anunció con reticencia:
– Es una Medeco G3. No voy a enredar con eso.
Otro sonido, paradójicamente gutural y agudo, atravesó la puerta. Tim notó por la pátina de sudor que cubría la frente de Mitchell que aquel sonido le producía el mismo efecto desconcertante.
La camiseta de Robert tenía dos oscuras medias lunas de sudor en las axilas.
– Debe de ser alguna chorrada vudú. Una oveja atada o algo por el estilo. -Se rozaba índice y pulgar con nerviosismo, como si quisiera que apareciese un cigarrillo por arte de magia.
– Podría reventar la puerta -se ofreció Mitchell.
– Ni pensarlo -dijo Tim.
Mitchell ya había sacado un detonador eléctrico del bolsillo y lo manipulaba.
– Quiero saber qué hay abajo. Es ahí donde descubrieron todas aquellas cosas extrañas cuando registraron la casa.
La boca del Cigüeña se combó en una sonrisa con forma de luna en cuarto creciente.
– Podría hacer que Donna eche un vistazo.
Robert y Mitchell fruncieron el ceño con tal sincronía que resultó gracioso.
– ¿Donna?
– Sácala -dijo Tim-. Sea lo que sea.
– Sea quien sea -corrigió el Cigüeña.
Sacó una unidad del tamaño de una caja de zapatos con una varilla revestida de plástico negro y una pantalla de cristal líquido pequeño como una notita adhesiva. La varilla, una minicámara flexible de fibra óptica, llevaba un objetivo de ojo de pez incrustado en la punta. Apretó un interruptor y la pantalla reflejó sus tres caras, pálidas bajo una difusa luz azulada.
– Vaya cosa -dijo Robert-. Es un dispositivo espía. Todos hemos usado algo parecido. Es imposible que entre por debajo de la puerta. La ranura no es lo bastante ancha.
– Ésta no es Donna. -El Cigüeña sacó un diminuto estuche Peli- can de la bolsa y lo abrió con sumo cuidado. En el interior había una varilla increíblemente fina, casi un alambre negro, que terminaba en una cabeza rectangular del grosor de una oblea-. Ésta sí es Donna.
Retiró la voluminosa varilla del dispositivo espía y enroscó a Donna en su lugar, no sin hacer una pausa para desenmarañar un nudo que se le había hecho en una de sus manos artríticas. La cabeza pasó por debajo de la puerta sin ningún problema y vieron un fugaz primer plano de un ratón muerto acurrucado sobre la madera astillada del peldaño superior. La pantalla parpadeó un instante y volvió a iluminarse.
– Venga, bonita. -El Cigüeña levantó la mirada como para disculparse-. Es un poco melindrosa. -Le temblaban las manos y las abría y cerraba con gesto de dolor. Intentó coger la fina varilla, pero lanzó un suspiro de frustración.
– Ya nos ocupamos nosotros -dijo Tim-. Déjanosla y vuelve a tu puesto de vigilancia. Recuerda, dos bocinazos.
– Pero…
– Ahora mismo, Cigüeña. Estamos con el culo al aire aquí dentro.
El Cigüeña lanzó una triste mirada de despedida a Donna, recogió la bolsa y se marchó. Sus pasos eran tan silenciosos que en cuanto dobló la esquina dio la impresión de haberse desvanecido.
Con Robert y Mitchell pegados a su espalda, Tim manipuló el alambre, haciendo todo lo posible por enfocar un objetivo que no podían ver. Fueron observando el sótano en barridos vertiginosos a medida que la lente iba de acá para allá. La pantalla volvió a parpadear.
– Maldita sea, Donna -dijo Tim-. No me hagas esto. -Con una punzada de vergüenza, cayó en la cuenta de que suplicaba a la minicámara como si fuera una persona, pero, al ver que la pantalla volvía a iluminarse, pensó que quizás el Cigüeña no andaba tan descaminado. Le vino a la cabeza la perspectiva de un futuro impreciso en el que el Cigüeña y él salían en una cita doble con un par de aspiradores alados idénticos, pero la imagen nítida del sótano que obtuvo gracias a que empezaba a manejar el dispositivo con mano más firme le hizo volver a la realidad.
Un tramo de escalera, unos diez escalones, bajaba hacia un frío zulo de hormigón. Había urnas y tambores desperdigados en el sótano, así como regueros de polvos rojos y blancos. Por encima de un cúmulo de cera fundida descollaba un coro de velas aún encendidas que se reflejaba en un espejo apoyado en la pared. En medio de la habitación había un frigorífico con el congelador en la parte de arriba. Todo el suelo estaba cubierto de plumas, lo que le daba una textura vellosa, casi orgánica, como si fuera un pellejo extendido. En una mesa coja y llena de marcas había unas cuantas velas más, dos gallos descabezados y un incongruente sacapuntas. Resultaba difícil imaginar a Debuffier allí sentado, intentando resolver el crucigrama de los domingos.
Robert lanzó un tenso suspiro. Todos se llevaron un sobresalto cuando el sonido -ahora claramente un gemido- volvió a hacerse levemente audible. La convulsión que recorrió las manos de Tim les permitió ver el interior de la puerta, junto con el grueso pestillo de acero, cuyas abrazaderas estaban soldadas por ambos lados. No había forma de derribar esa puerta.
Tim dejó a Donna en manos de Mitchell y se puso en pie, decepcionado. Apartó con los dedos la sucia cortina rosa y miró el patio lateral. El Cigüeña, parcialmente a la vista, estaba pegado a la verja del lado opuesto intentando ocultarse a medio camino de la camioneta.
Tim se apartó de la ventana.
– Vamos, vamos. -Sacó a Donna de debajo de la puerta de un tirón y se puso la unidad entera bajo el brazo como si fuera un balón de rugby. Con la bolsa de detonación ya colgada del hombro, Mitchell siguió a Robert pasillo adelante. El trayecto de evacuación más rápido consistía en atravesar la cocina para salir por la puerta trasera.
Tim, seguido por los gemelos, entró en la cocina justo cuando la sombra de Debuffier caía sobre el lavadero a través del vidrio de la puerta de atrás. Hizo un violento gesto para que iniciaran la retirada, pero la llave ya estaba dentro de la cerradura. Robert y Mitchell se colaron en un armario, y Tim se metió debajo de la mesa de la cocina justo cuando Debuffier abría la puerta y entraba.
Una botella de ron vacía que Tim había golpeado con el hombro cayó de la mesa, pero consiguió cogerla antes de que llegara al suelo gracias a un extraño ejercicio de contorsión que le hizo acabar en decúbito supino doblado sobre sí mismo. La cocina se llenó de reniegos mientras Debuffier manipulaba el panel de la alarma, probablemente para ver por qué no había funcionado. Luego cruzó la cocina. Sus enormes piernas fueron acercándose en contrapicado hasta que sus mocasines negros del cuarenta y seis se detuvieron a apenas un paso de la cabeza de Tim. Un fajo de cartas golpeó la mesa como un tortazo. Debuffier no llevaba calcetines; las franjas oscuras de sus tobillos apenas resultaban visibles entre los zapatos y el bajo raído de los pantalones vaqueros. El aliento de Tim propulsó una ráfaga de migajas que recorrió unos cinco centímetros debajo de la mesa.
La mano de Debuffier asomó bajo el tablero nada menos que con un paquete de lápices. Luego se marchó a zancadas lentas por el pasillo apenas iluminado. Tim oyó que la enorme puerta del sótano se abría y luego se cerraba. El pestillo volvió a su lugar y los pasos de Debuffier descendiendo por la escalera se propagaron en una suerte de tremor silencioso por el suelo de la cocina hasta la mejilla de Tim.
Salió de debajo de la mesa justo en el momento en que Robert y Mitchell abandonaban el armario.
– Larguémonos -susurró Robert.
Antes de que Tim tuviera tiempo de darse la vuelta, el sonido volvió a atravesar los tablones del suelo como si de repente hubiera adquirido intensidad, como si hubiera sido liberado. Lo que oyeron fue un gemido, a todas luces humano, que resonó con la fuerza de un eco. Los tres se quedaron de una pieza en la cocina.
Tim tenía toda la intención de decir «Vamos allá»; ya casi había pronunciado esas dos palabras cuando se desvanecieron, y Robert y Mitchell formaron en línea a su espalda, en silencio, camino del interior de la casa.
Tim ya tenía a Donna preparada para cuando llegaron a la puerta, y la introdujo por la ranura inferior. Debuffier había cubierto el espejo por completo con una tela negra y se había atado un pañuelo blanco a la cabeza. Vestido sólo con un peto, estaba de espaldas a la puerta, levemente encorvado. Sus enormes hombros se estremecían levemente por causa de un movimiento que ellos no alcanzaban a ver. Roce. Pausa. Roce. Pausa.
Tim apenas había tenido tiempo de caer en la cuenta de que estaba afilando lápices cuando una diminuta voz humana resonó, por lo visto, como respuesta al leve roce.
– Dios, no. Dios, Dios, no.
Los tres hombres se quedaron rígidos, pero no había nadie más a la vista en la pequeña pantalla. Tim hizo virar el objetivo para que abarcase todo el sótano, pero estaba vacío salvo por los cuencos, los ladrillos y las plumas, algunas en el aire por efecto de los pasos de Debuffier. Permanecieron de puños y manos sobre la pantallita de televisión, tres ciegos en busca de una moneda.
El santero se volvió con el rostro surcado de líneas blancas. Mientras comprobaba la punta de un lapicero con la yema de uno de sus dedazos, se llegó hasta la nevera y abrió la puerta del congelador. La cabeza de una mujer, perfectamente enmarcada por la caja de aquél, miró la habitación con los ojos abiertos de par en par, igual que la boca, de la que brotaba un grito horrendo. Estaba viva. Tenía pegados a la frente mechones de pelo oscurecidos por el sudor y la cara salpicada de heridas abiertas. Debuffier le había encajado la cabeza a través de un agujero practicado en la partición entre la nevera y el congelador.
Debuffier cerró la puerta superior de golpe, amortiguando el grito desgarrador, y abrió la puerta de la nevera. El cuerpo de la mujer estaba hecho un guiñapo en la parte inferior del electrodoméstico, tembloroso y desnudo, y cubierto también de pequeñas heridas circulares. Desde los pies contraídos hasta la extensión abreviada del cuello, parecía estar suspendida en el mortecino brillo blanco de la luz de la nevera igual que una criatura primordial conservada en formol en el laboratorio de un científico.
El santero se inclinó y buscó la carne tierna de la clavícula con la punta afilada del lápiz. Al desplazar todo su peso, la mujer quedó oculta tras su corpachón y entonces la intensidad del grito se incrementó como si acabaran de hacer girar un trinquete, el sonido arrumbado, igual que la cabeza de la mujer, en el féretro de la oscuridad, disociado del cuerpo, del tormento infligido, del mundo.
Robert se puso en pie, tembloroso, sudoroso de los pies a la cabeza. Sacó el arma y apuntó hacia la cerradura. Antes de que Tim pudiera responder, Mitchell cogió a Robert por la muñeca y le dijo en un áspero susurro:
– No. Esa puerta no se atraviesa de un balazo.
Conforme Robert se encrespaba más, daba la impresión de que Mitchell iba recobrando la calma; casi dos décadas de experiencia en desactivación de explosivos eran un buen bagaje frente a la presencia activa del horror.
A Robert le caía el sudor por las sienes en gruesos goterones.
– No vamos a marcharnos de aquí.
– No -dijo Tim-. No vamos a marcharnos. -Se volvió y chasqueó los dedos, su voz un sonoro susurro que denotaba la urgencia del momento-. Entramos en acción en diez segundos, chicos. Vamos a centrarnos. Nueva táctica, nuevas prioridades. Yo llamo a emergencias. Reventamos la puerta. Neutralizamos a Debuffier, a ser posible sin matarlo. Nos hacemos con la víctima. Luego, si nos lo podemos permitir, nos planteamos nuestra situación.
Mitchell hurgó en la bolsa de detonación con la navaja ya preparada y un detonador eléctrico, que había aparecido como por arte de magia, sujeto entre los dientes para tener las manos libres. Sacó el explosivo plástico y desenrolló unas vueltas. Cortó un círculo de PETN con tanta rapidez como eficiencia, dejando en el explosivo un agujero que parecía hecho con un molde para galletitas.
Tim fue hasta la cocina a la carrera antes de conectar el móvil, para no interferir con los detonadores eléctricos de Mitchell. Puso el cuello de la camiseta encima del auricular y habló con voz rasposa:
– Tengo una emergencia médica en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. En el sótano. Repito: en el sótano. Hagan el favor de enviar una ambulancia de inmediato. -Colgó el teléfono, lo desconectó y enfiló el pasillo de nuevo.
Los gritos alcanzaron una intensidad asombrosamente aguda al tiempo que se tornaban finos y tenues como un hilillo de plata. Mitchell, impertérrito, humedeció con su aliento el reverso del explosivo y lo pegó a la puerta, encima de la cerradura.
– Ay, Dios, basta ya. Dios mío, basta.
Robert, con el rostro colorado de furia y agitación cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro en una extraña danza sobre ascuas, como si quisiera aliviar la quemazón de los gritos.
– Venga, venga, venga, venga -dijo.
Mitchell rasgó una tira de explosivo plástico y dejó caer en ella el detonador que tenía entre los dientes. Mientras Tim largaba los cables pasillo adelante, Mitchell acabó de preparar la lámina de explosivo en la que había embutido el detonador para luego pegarla a la puerta. Impulsados por los gritos, Robert y Mitchell doblaron la esquina siguiendo los pasos de Tim; Mitchell llevaba una batería de nueve voltios a la altura de la muñeca. Tim le pasó los cabos de los cables.
Robert respiraba muy hondo y tenía dilatadas las ventanas de la nariz.
– Hazlo ya, hazlo ya, hazlo ya.
Tim se vio obligado a dejarse de susurros para hacerse oír por encima de los gritos de la mujer.
– Vamos a ver. Tenemos que hacer esto bien. Yo voy a entrar en primer…
– Por favor. Por favor. Ay, Dios, por favor -suplicaba la mujer.
Robert cogió los cables a Mitchell y tocó con ellos la batería. Tim sólo tuvo tiempo para una reacción instintiva. Abrió la boca para que los pulmones pudieran aspirar y expulsar aire, previniendo así la posibilidad de que le estallasen por exceso de presión. La casa entera tembló por efecto de la explosión y se levantó una nube de polvo de las paredes. Robert ya se había abalanzado hacia la escalera pistola en mano.
– ¡Mierda! -exclamó Tim.
Con el agudo pitido del acero desgarrado en los oídos, se puso en pie y siguió a Robert a la carrera. Éste ya había abierto la puerta y desaparecido en la neblina de polvo escalera abajo, sin cobertura, olvidada por completo la estrategia de entrada. Tim oyó el estallido de tres disparos erráticos y pegó la espalda a la jamba de la puerta, ahora mellada, en la cima de la escalera, con los codos rígidos, el 357 apuntando al suelo y Mitchell pegado a los talones.
Robert descendió las escaleras como si flotase, con el arma levantada. Debuffier había abierto la puerta de la nevera tanto como lo permitían las bisagras, por lo que ahora quedaba a la vista el guiñapo de carne retorcida y aterrada que contenía; se parapetó detrás del electrodoméstico para escudarse con él. La explosión había hecho saltar un pedazo de enlucido hasta el penúltimo peldaño, suficiente para que Robert trastabillase. Debuffier, ágil y felino, se puso en pie de un salto y se precipitó hacia Robert; un voluminoso contorno de músculo oscuro y fibroso. El cuerpo de Robert impedía a Tim efectuar un disparo, de modo que continuó escalera abajo. Debuffier llegó hasta Robert antes de que éste hubiera tenido oportunidad de recuperar el equilibrio y le arrebató la pistola de un golpe. A continuación lo cogió, abarcándole la caja torácica casi por completo entre sus manazas, y lo lanzó escalera arriba contra Tim.
El hombro de Robert lo alcanzó a la altura de los muslos y le hizo caer rodando los tres últimos peldaños. Su 357 se coló por el borde de la escalera y emitió un sonido metálico al caer sobre el suelo de cemento. Tim notó un entumecimiento en el hombro y la cadera que poco después dejaría paso al dolor. Completó la trayectoria de la voltereta con la intención de ponerse de pie, pero sólo consiguió golpearse las rodillas contra el cemento, doblado como si estuviera en pleno salto mortal. La recia pierna de Debuffier dividía en dos su campo de visión como una columna, y Tim le lanzó un puñetazo a la rodilla con todas sus fuerzas. Tenía intención de alcanzarle en la articulación, pero en vez de eso se topó con el músculo denso del muslo. Su puño cargado de plomo se estrelló con un estallido amortiguado similar al de un plato al caer plano en un lecho de agua, y Debuffier lanzó un aullido. Apareció un puño como un sol demasiado grande y fue a caer sobre la coronilla de Tim, que notó cómo el cuero cabelludo se le clavaba en el cráneo y vio un intenso fogonazo. Oyó entonces las botas de Mitchell bajar a toda prisa las escaleras y luego se vio alzado en volandas. Debuffier lo había asido por los hombros y tenía los pies colgando cual marioneta bajo la mirada apreciativa e inmisericorde de un titiritero italiano. Tim notó en la cara una vaharada de aliento que olía a coco y leche agria.
Arremetió con la cabeza contra la barbilla de Debuffier y oyó un crujido satisfactorio. Las manos que lo tenían cogido se distendieron apenas un instante. Tim notó que descendía unos centímetros y sus pies volvían a establecer contacto con el suelo. Justo cuando Debuffier echaba la mano atrás con la intención de paralizarlo de un puñetazo, Tim volvió el torso y lanzó un derechazo descendente contra la ingle en plan boina verde, fuerte y veloz, igual que un oso pescando en el río. El plomo del guante hizo que el puño descendiera más rápido, más violento, y le otorgó un impulso demoledor en el instante en que los nudillos entraban en contacto con la sólida cresta del pubis del santero.
Hubo un instante de equilibrio y quietud perfectos, y luego el mundo volvió a ponerse en movimiento. Robert lanzó un grito, un desgarrador aullido de hiena que resonó en la carcasa metálica del frigorífico, casi cerrado. El hueso de Debuffier cedió hecho astillas al tiempo que un crujido amortiguado por la carne anunciaba la fragmentación instantánea y absoluta de la pelvis.
El bramido animal de Debuffier halló resonancia en las paredes de hormigón y regresó amplificado desde las cuatro esquinas del zulo. La puerta de la nevera se fue entreabriendo y asomó la expresión petrificada de la mujer. Con el rostro torcido en un vórtice de dolor, Debuffier intentó incorporarse apoyando en el suelo una rodilla, que no sostenía todo su peso; tenía los párpados tan sumamente abiertos que permitían ver la curvatura superior de sus globos oculares. Había dejado caer las manos abiertas a los costados y las tenía quietas, como si estuviera planteándose la mejor manera de asir un globo lleno de vidrios rotos.
Mitchell descendió los últimos peldaños a sonoras zancadas, pero Robert ya había recuperado la pistola y estaba en posición de tiro, con la cabeza gacha y un ojo cerrado.
Debuffier levantó una mano.
– No -suplicó.
La bala le rebanó el índice a la altura del nudillo antes de absorber parte de su cabeza en torno al agujero abierto sobre el puente de la nariz. Su cuerpo cayó sobre el cemento y por debajo de su cabeza empezó a extenderse un charco con parsimonia viscosa.
A su lado había un cuenco del que goteaba agua jabonosa.
Robert, a horcajadas sobre Debuffier, descargó dos proyectiles más contra el amasijo de su cabeza.
– Maldita sea, Robert. -Tim cojeó hasta el frigorífico y abrió la puerta del congelador. El rostro de la mujer se le quedó mirando, debilitado de terror, con trocitos de mina de lápiz visibles en más de una de sus heridas abiertas. Se percató de que Debuffier había practicado agujeros en los costados del electrodoméstico para que hubiera ventilación. Había ajustado un grueso cinturón de levantador de pesas entorno al cuello de la mujer que le impedía sacar la cabeza de la abertura. Tenía perforado un ojo del que manaba un líquido nebuloso que se le había condensado en el párpado inferior.
Sollozaba.
– Oh, no. Sois más. Ay, Dios mío, ya no puedo.
– Hemos venido a ayudarla. -Tim alargó el brazo hacia el grueso cinturón de cuero, pero ella lanzó un grito y se revolvió contra la mano haciendo rechinar los dientes con expresión hastiada. Mitchell y Robert, a espaldas de Tim, irradiaban una mezcla de horror y silencio jadeante.
– No voy a hacerle daño. Soy un agen… -Tim se interrumpió al caer en la cuenta de lo ilegítimo de su presencia-. Voy a sacarla de ahí. Voy a ayudarla.
Dio la impresión de que el rostro de la mujer se derretía, arrugado a la altura de la frente. Lloraba sólo con la voz, emitiendo suaves gemidos que no iban acompañados de lágrimas. Tim tendió la mano lentamente hacia el cinturón y, cuando vio que la mujer no arremetía contra él, lo desabrochó.
Robert y Mitchell habían abierto la puerta inferior de la nevera. La mujer lanzó un grito cuando la tocaron, pero se apresuraron a sacarla del armazón y la tendieron en el suelo. Su cuerpo hedía a pus, sudor aterrado y carne rancia. Desmadejada sobre el cemento, aquejada de aspavientos en brazos y piernas, empezó a lanzar gemidos profundos y desgarrados.
Robert dio tres zancadas inseguras hacia el rincón y se apoyó en la pared. Estaba llorando, no en voz alta, ni con fuerza, sino con toda naturalidad. Las lágrimas abrían surcos en la máscara de polvo que le cubría las mejillas.
Alguien debía de haber informado de la explosión y los disparos; podían escuchar que se aproximaban coches de la policía, además de ambulancias.
Mitchell sujetaba la cabeza a la mujer entre ambas manos con toda ternura e intentaba alisarle el cabello tieso al tiempo que le hablaba con una calma perturbadora:
– Lo hemos matado. Hemos matado al hijoputa que te ha hecho esto.
Ella empezó a sufrir violentas convulsiones, se golpeaba las extremidades contra el cemento, y Mitchell le aguantó la cabeza suavemente para que no se la lastimara en el suelo. Tal como había comenzado a sacudirse, su cuerpo se relajó, salvo por la pierna derecha, que siguió sufriendo espasmos, y una uña rota con la que arañaba el cemento. Mitchell estaba acuclillado encima de ella, con la oreja pegada a su boca mientras intentaba encontrarle el pulso en el cuello. Le palpó el esternón hincándole los nudillos entre las costillas, y al no obtener respuesta, empezó a practicarle un masaje cardíaco.
La cabeza de la mujer se mecía levemente con los movimientos de Mitchell, el ojo sano terso y blanco, como un huevo de porcelana. Tim permaneció al lado, de rodillas, preparado para relevarle, aunque bien sabía, debido quizás a un sentido del que no era consciente adquirido en campos arrasados y helicópteros de evacuación, que ya no iba a haber manera de reanimarla.
A unos pasos del grupo, Robert murmuraba para sí, apretando los puños en sucesivos movimientos rápidos y furiosos. En su camisa destacaban regueros de sudor.
Mitchell se detuvo. Tenía los músculos tan abultados que le tiraban las mangas. Se puso en pie y entrelazó los dedos para llevarse las manos al cinturón. Cuanto más furiosa era la actividad, más tranquilo y centrado se le veía.
– La ha palmado. Os espero con la camioneta en la verja trasera. -Se dio media vuelta y subió las escaleras.
Robert se precipitó hacia la mujer.
– No. Relévalo, Rackley. Relévalo.
Tim se aplicó con la mujer, pero notó su boca fría y vacía contra los labios; el cuerpo, rígido como un tablón, volvía a su ser en cuanto dejaba de ejercer presión con las manos, como si fuera un trozo de cartón encima de una moqueta. Se le habían puesto los labios azules. Volvió a comprobar el pulso en la carótida y no notó sino la densa frialdad del mármol.
Robert tenía el rostro humedecido por una mezcla de sudor y lágrimas derramadas, y se le había puesto de un rojo tan intenso que debía de picarle.
Tim se puso en pie, recuperó la pistola y dio unos golpecitos a Robert en el antebrazo.
– Vámonos de aquí.
Robert se pasó el dorso de la mano por la boca.
– No pienso dejarla aquí.
Tim le puso una mano en el hombro, pero éste se la quitó de un zarpazo. Llegó hasta ellos el ulular de una sirena lejana.
– Ya no podemos hacer nada aquí -dijo Tim-. Vámonos. Robert. Robert. ¡Robert! -gritó. El gemelo acabó por volver la cabeza. Parpadeó con fuerza y se enjugó el sudor de la frente. Tim se agachó y lo miró de hito en hito con expresión tranquila y firme-. Ya no te lo estoy pidiendo. Venga.
Robert se incorporó entumecido, igual que un crío que siguiera instrucciones, y subió la escalera.
La cabeza de la mujer quedó recostada sobre el duro hormigón, la mandíbula abierta de par en par. Tim le cerró la boca con cuidado antes de pasar por encima del cadáver contrahecho de Debuffier camino de las escaleras. Mitchell había tenido buen cuidado de retirar todo el equipo de la puerta de metal retorcido. Cuando Tim salió al patio trasero, oyó el frenazo de unos vehículos delante de la casa. La camioneta esperaba con la puerta abierta justo al otro lado del orificio de la verja; Tim subió de un salto.
Las gemelos estaban sentados en la parte de atrás con la espalda apoyada contra la pared. A Robert, que tenía el rostro enrojecido, se le veía conmocionado por el enfrentamiento. Mitchell, por su parte, tenía la camisa manchada allí donde había apoyado la cabeza de la mujer. Tim cerró la puerta a su espalda y salieron de allí.
– Si se te ocurre volver a lanzarte así otra vez -dijo Tim-, te pego un tiro yo mismo.
Robert no despegó los labios.
El Cigüeña, blanco como una sábana y sentado sobre un listín de teléfonos para ver por encima del salpicadero, lanzó una mirada por encima del hombro.
– Lo siento, no he podido… no he podido entrar. Estaba muerto de miedo. -Se agarró la camisa a la altura del corazón y torció el gesto-. He cogido el vehículo y esperado alguna señal, a ver si salía alguien. Rebuscó en los bolsillos, sacó una pastilla azul y se la tragó.
– Has hecho lo que debías -le felicitó Tim-. Has seguido las órdenes.
Robert se cogió el flequillo sudoroso y le quedaron unos mechones colgando entre los dedos.
– Podríamos haber llegado antes.
– Nada de eso -dijo Mitchell.
– Podríamos haber acortado la vigilancia y entrado anoche. Estaba ahí. Estaba ahí todo el rato.
Tim volvió la mirada hacia Robert, pero éste no se avino a cruzarla con él; miraba a todas partes y a ninguna en concreto.
– No empieces con hipótesis -le aconsejó Mitchell-. Así no se llega a ninguna parte. No harás más que darte cabezazos contra un muro.
Una serie de baches en la calzada hizo que la camioneta emitiera un sonoro traqueteo metálico.
Robert agachó la cabeza y luego se la golpeó contra el costado de la camioneta, tan fuerte que abrió un pequeño cráter en la chapa de metal. Su voz seguía siendo tensa, la garganta constreñida, apurada.
– Joder, joder. Cómo se parecía a Beth Ann…
Se echó hacia delante y vomitó sobre el puño.
Capítulo 25
Cuando atravesaron la verja de entrada a la casa de Rayner, detrás de la camioneta, a Tim no le sorprendió ver el Lexus de Ananberg con su matrícula de Georgetown. La puerta de doble hoja chirrió al cerrarse a su espalda, empujándolos con ademán protector hacia la pendiente sobre la que se levantaba el amplio decorado estilo Tudor. Robert fue el primero en salir y dirigirse con paso vacilante hacia la casa, seguido por el Cigüeña, que tenía la cara ojerosa y exangüe. Mitchell iba a zancadas tan firmes y ligeras que parecía flotar detrás de ellos. Tim aparcó y les fue a la zaga como un perro pastor que llevase al rebaño hacia la escalinata de piedra. Antes de que llegaran, Rayner les abrió la puerta con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Ananberg asomó de puntillas a su espalda.
Por lo visto, Rayner no se percató de que quienes avanzaban hacia él parecían un grupo de muertos vivientes. Empezó a decir algo pero tuvo que carraspear y comenzar de nuevo:
– Franklin está en el hospital de veteranos. Ha sufrido una embolia.
Se sentaron intercalados en los sillones y sofás del estudio, como si necesitaran protegerse de la proximidad excesiva. Tim y Rayner habían hecho las veces de portavoces sin que nadie tuviera que elegirlos, e intercambiado información con frases planas y neutras del tipo: «Limítese usted a los hechos, por favor.»Robert se apresuró a meterse entre pecho y espalda unos cuantos bourbons para coger ánimo. Bebía sin vacilar, interrumpiéndose únicamente para chupar algún cubito de hielo. Una forma distinta de brindar por el éxito de una operación. El Cigüeña bebía leche con una pajita; Tim supuso que, debido a sus anomalías palatales, debía de resultarle difícil beber del vaso. Ahora que la amenaza inmediata había pasado, el Cigüeña estaba considerablemente más tranquilo. Por lo visto, su curioso distanciamiento lo hacía inaccesible al trauma.
Ananberg no hacía más que mirar la mancha todavía húmeda en la camisa de Mitchell.
Robert tenía un aspecto sumamente abatido. Meneaba la cabeza con los ojos empañados de pena.
– Es increíble que el viejo haya tenido una embolia.
Tim pensó en el encuentro matinal que había tenido con Dumone, el silencioso apartamento impregnado de olor a moqueta rancia.
Rayner, con un traje a cuadros de color gris marengo de cuyas mangas asomaban gemelos de oro, estaba sentado con el torso hacia delante. La estrecha franja blanca de su bigote parecía postiza.
– Me he enterado y he llamado hará cosa de una hora. La enfermera no ha querido ponerlo al aparato. Supongo que no estaba en pleno control de sus facultades. Hoy no puede recibir visitas. Voy a hacer que lo trasladen a la planta más selecta del Cedars a primera hora de mañana. Allí lo tendremos más controlado.
– ¿Para que no hable? -preguntó el Cigüeña.
– Para que se recupere. -Rayner, molesto, sostuvo la mirada al Cigüeña un poco más de lo correcto-. Franklin tiene una hermana mayor, pero ha pedido que no se le ponga al corriente. No quiere que coja un avión y venga a ocuparse de él.
– Soltera -dijo Ananberg, a modo de explicación.
El silencio que se hizo a continuación sólo se vio interrumpido por el tintineo del hielo contra el vaso y los sorbos de leche que tomaba el Cigüeña con su pajita.
– Creo que a todos nos vendría bien un descanso. ¿Qué tal si nos tomamos libre el fin de semana y nos reunimos el domingo por la noche? -propuso Rayner.
Robert tenía la mirada perdida, como si contemplara un pozo insondable. Le había subido a las mejillas un arrebol propiciado por la bebida; ahora que había empezado a beber, Tim se preguntó si sería capaz de parar.
Mitchell estaba sentado con las manos plegadas sobre el regazo, las yemas de los pulgares una contra otra. Tenía los brazos pegados a los costados, lo que le daba un aire compacto y centrado. Había entornado los ojos casi por completo, como si hiciera un complicado cálculo mental del peso neto de un explosivo. Estaba tranquilo en grado sumo, casi relajado.
Tim, cada vez más furioso y asqueado, columpiaba la mirada de un hermano a otro.
– ¿Tomarnos un descanso? Esto no es un comité parroquial: tenemos asuntos que tratar.
Rayner carraspeó y unió las manos con gesto pío.
– No empecemos a buscar culpables. Ya sé que la ejecución ha ido mal…
– No -saltó Tim-. La ejecución no ha ido mal. Eso sería quedarse muy corto.
– Estoy de acuerdo con Tim -terció Ananberg-. Ha sido una chapuza.
– No estabas presente -replicó Robert.
– Eso no tiene la menor importancia. Si el asunto nos estalla en las manos, todos vamos a chirona.
– Mira, las cosas se han complicado. No teníamos intención de hacerlo así; sencillamente, ha ocurrido.
– Bueno •-dijo Ananberg-. ¿Quién ha hecho que ocurriese?
Todos miraron a Robert, salvo Mitchell, que seguía con la vista el péndulo del carillón. Robert ladeó el vaso hacia Tim.
– Rack también la ha jodido.
– Amén -se mofó Tim-. Debería haber establecido unas firmes reglas de actuación. Aquí dentro rigen procedimientos estrictos. También necesitamos procedimientos estrictos sobre el terreno. Van a entrar en vigor nuevas normas.
– ¿Como cuáles? -indagó Mitchell.
– Ahora no -dijo Rayner-. No es momento para hablar de algo así.
– Cuando volvamos, ya hablaremos del asunto -dijo Tim-. Largo y tendido.
Rayner se puso en pie y se alisó con las manos las perneras del pantalón.
– El lunes a las ocho.
Cuando Rayner pasó por su lado, a Tim le sorprendió detectar auténtica pena en el gesto decaído de las comisuras de su boca.
La televisión murmuraba en el despacho de Joshua, de manera que Tim decidió prescindir del ascensor y subir por las escaleras de atrás. Le aguardaba su apartamento: colchón, mesa, cómoda. Arrastró la sillita de tamaño infantil hasta la ventana y se sentó con los pies en el alféizar, respirando gases de tubo de escape a través de la rejilla mientras oía los gritos de alguien en el restaurante japonés ubicado al otro lado de la callejuela. Le pareció curioso que la furia resultara mucho más furibunda expresada en un idioma oriental.
Comprobó el buzón de voz del Nokia y vio que tenía dos mensajes. El primero era de Dray. Su voz, reconocible para sus oídos en tantísimas sutilezas indescriptibles, lo recorrió como un escalofrío. Ella hacía todo lo posible por atenuar el tono, hacerlo más femenino, lo que quería decir que tenía remordimientos y quería resultar afectuosa.
– Tim, soy yo. -Una pausa larga con ruido de interferencias de fondo-. Han llegado unos formularios que requieren la firma de ambos padres. Es para cancelar el seguro médico de Ginny y la cuenta bancaria que le habíamos abierto para sufragar sus estudios universitarios. Chorradas así. Si puedes… Si puedes pasar por aquí en algún momento, me vendría de maravilla. Mañana estaré en casa. O podría dejártelos encima de la mesa de la cocina, si quieres, y los firmas cuando yo esté en el trabajo. Pero preferiría…, preferiría… -Un suspiro-. Me gustaría verte, Timothy.
A continuación, la voz de Oso, pasmosamente bronca, hizo trizas la dicha pasajera de Tim.
– Rack, soy Oso. ¿Piensas llamarme o qué hostias?
Telefoneó a Dray, pero le saltó el contestador automático, de modo que le dejó un mensaje; luego llamó a Oso. Éste le dijo que también tenía ganas de ver a Dray, así que acordaron verse en su casa a las doce del día siguiente.
Como no tenía mucho que hacer, se acostó. A causa de la luminosidad de la calle céntrica y de lo deficiente de las persianas, en su apartamento nunca reinaba la oscuridad como tal. La noche no era sino una actitud levemente distinta frente a las horas, nada más. Carecía de efecto letárgico.
A modo de ataque preventivo contra las imágenes que había encontrado bajo la sábana del forense, intentó imaginar a Ginny en una pose plácida, pero todo le resultaba trivial, falto de autenticidad. En vida, Ginny nunca se había tumbado plácidamente en campos cubiertos de dientes de león; no había muchas razones para que lo hiciera ahora. Una y otra vez volvía a imaginarse el rostro de Debuffier abierto de un balazo, la muerte a la que lo habían abocado y las vidas que ya no podría segar. Su muerte tenía algo de rastrero; carecía de virtud. Era como ganar una fortuna gracias a una herencia.
Lañe estaba muerto y Debuffier también, y a Ginny no le importaba lo más mínimo.
Transcurrido un rato, Tim empezó a notar que el vacío de la habitación no era buena compañía. Cuando puso las noticias, asomó el rostro de Melissa Yueh, alegre y con un tono de piel rojizo, casi de excitación sexual.
«La ciudad está que arde otra vez por causa de la ejecución de un presunto criminal, Buzani Debuffier, que recibió varios disparos y murió en el acto después de haber torturado y asesinado violentamente a una mujer.»Lo de «torturado y asesinado violentamente» le pareció una redundancia, pero él no era un experto en índices de audiencia. Pasaron imágenes de unos tipos con impermeables de la Unidad de Investigación Científica que registraban los restos hallados en la casa de Debuffier.
«La policía de Los Ángeles no quiere aclarar si este caso está relacionado con el asesinato de Lañe, pero fuentes internas indican que en ambos escenarios se encontraron restos de un cable poco habitual que vincula las dos explosiones…»Al notar que su nivel de estrés subía, Tim cambió de canal. Aparecieron las imágenes en blanco y negro de la telecomedia Déjaselo a Beaver. June, la pizpireta madre de Beaver, abrazaba a su hijo con fuerza y éste cerraba los ojos. La escena era tan gazmoña que rayaba en lo repugnante, pero la dejó de todos modos.
Concilio el sueño al arrullo de la serie.
Capítulo 26
Durmió hasta tarde y se dio una larga ducha. Los pantalones caqui y la camisa que había colgado en el cuarto de baño para que se alisaran al vapor del agua caliente le quedaron bastante decentes después de todo.
Se vistió en el salón, junto al murmullo confortable de la tele. Tras un anuncio en el que se veía a una mujer bronceada y exuberante a horcajadas sobre una complicada máquina de ejercicios, apareció Rayner en un encopetado programa de debate con un aspecto en el que la desazón brillaba por su ausencia; quizás, al fin y al cabo, no había hecho más que fingir que lo apenaba la embolia sufrida por Dumone. O quizá no podía por m