Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

George R. R. Martin

Sueño del Fevre

Para Howard Waldorp,

todo un escritor, todo un amigo, y un febril soñador donde los haya.

CAPITULO UNO

San Luis, abril de 1857

Con gesto displicente, Abner Marsh dio unos golpecitos con la empuñadura de su bastón de paseo, de madera noble, sobre el mostrador de recepción para avisar de su presencia al encargado.

—He venido a ver a un hombre llamado York —dijo—. Joshua York, creo que se llama. ¿Sabe si hay alguien aquí con ese nombre?

El empleado del hotel era una persona ya mayor, con gafas. Dio un salto al oír los golpecitos, se volvió, miró a Marsh y sonrió.

—¡Vaya, si es el capitán Marsh! —dijo en tono amistoso—. Llevaba medio año sin verle, capitán. Me enteré de su desgracia. Terrible, sencillamente terrible. Llevo aquí desde el treinta y seis y nunca había visto una helada parecida.

—No me la mencione —respondió Abner Marsh, disgustado.

Ya había previsto aquellos comentarios. El “A!bergue de los Plantadores” era un local popular entre los hombres dedicados a la navegación. El propio Marsh había cenado allí regularmente antes de aquel terrible invierno. Sin embargo, desde la gran helada no había vuelto a acercarse, y no sólo por los precios. Por mucho que le gustara la comida del Albergue, no deseaba aquel tipo de compañía: pilotos, capitanes y ayudantes, hombres del río, viejos amigos y viejos rivales, y todos conocían su desgracia. Abner no quería la compasión de nadie.

—Limítate a decirme cuál es la habitación de York —le dijo al empleado en tono perentorio.

El hombre bamboleó la cabeza, nervioso.

—El señor York no está en su habitación, capitán. Lo encontrará en el comedor, terminando de almorzar.

—¿Ahora? ¿A esta hora? —dijo Marsh alzando la mirada hacia el adornado reloj del hotel. A continuación, se desabrochó los botones metálicos de su tabardo y sacó su propio reloj de oro de bolsillo—. Pasan diez minutos de medianoche —dijo, incrédulo—. ¿Has dicho almorzar?

—Sí, capitán. El señor York fija sus horarios, y no es hombre al que se pueda decir que no.

Abner Marsh se aclaró la garganta, devolvió el reloj al bolsillo y dio media vuelta sin más palabras, cruzando el vestíbulo ricamente decorado con pasos largos y fuertes. Era un hombre corpulento e impaciente, y no estaba acostumbrado a reuniones de negocios a medianoche. Llevaba el bastón con un ademán triunfal, como si nunca hubiera sufrido un infortunio y todavía fuera el que en otro tiempo fue.

El comedor era casi tan grande y ampuloso como el salón principal de un vapor de gran tamaño, con arañas de cristal tallado, apliques de bronce bruñido. Las mesas estaban cubiertas de manteles de lino fino y la mejor porcelana y cristalería. Durante las horas normales, se sentaban a ellas viajeros y hombres de los vapores, pero ahora la sala estaba vacía y la mayoría de las luces apagadas. Quizá tuvieran algo de bueno aquellas reuniones a medianoche, después de todo, pensó Marsh; al menos, no tendría que soportar condolencias. Cerca de la puerta de la cocina, dos camareros negros hablaban en voz baja. Marsh los ignoró y se encaminó al extremo opuesto del comedor, donde un desconocido muy bien vestido comía a solas en una mesa.

El hombre debió oírle llegar, pero no alzó la mirada. Estaba ocupado en paladear una cucharada de sopa de tortuga contenida en un recipiente de porcelana. El corte de su traje negro indicaba claramente que no era un hombre del río, sino del Este, o quizás extranjero. Era corpulento, apreció Marsh, aunque bastante menos que él. Sentado, daba la impresión de ser muy alto, pero no tenía la robustez de Marsh. Al principio, el capitán creyó que York era un anciano, pues tenía el cabello blanco. Sin embargo, al aproximarse más, vio que no eran canas, sino cabellos de un rubio muy claro; y, de repente, el desconocido tomó un aspecto casi juvenil. York llevaba el rostro totalmente afeitado, sin rastro de bigote o patillas en su rostro largo y frío. Tenía la piel casi tan blanca como el cabello y sus manos parecían de mujer. Esta fue la apreciación de Marsh mientras permanecía en pie frente a la mesa.

Dio un golpecito con el bastón en la mesa. El mantel amortiguó el sonido y lo convirtió en una suave llamada de atención.

—¿Es usted Joshua York? —dijo Abner al fin.

York alzó la mirada y sus miradas se encontraron.

Abner Marsh recordaría ese momento hasta el fin de sus días, recordaría aquella primera mirada a los ojos de Joshua York. Todos sus pensamientos, todo lo que había proyectado decir, quedaron engullidos por la vorágine de la mirada de York. Joven y anciano, distinguido y extranjero, toda valoración desapareció al instante y sólo existió York, el hombre en sí, su poder, su intensidad, su ensueño.

Los ojos de York eran grises, sorprendentemente oscuros en la palidez de su rostro. Sus pupilas eran como cabezas de aguja, de un negro ardiente, y atravesaron a Marsh, llegando hasta lo más hondo de su alma. El gris que rodeaba las pupilas parecía vivo, móvil, como la niebla del río en una noche oscura, cuando las riberas se difuminan y las luces se desvanecen y no hay en el mundo más que el barco, el río y la niebla. En esas nieblas, Abner Marsh veía cosas, tenía visiones que duraban unos instantes y después desaparecían. Había una inteligencia fría observando a través de aquellas nieblas. Pero también había algo bestial, oscuro y temible, encadenado y furioso, irritado con la niebla. La risa, la soledad y un cruel apasionamiento. York tenía todo aquello en sus ojos.

Sin embargo, sobre todo, había en ellos una fuerza, una terrible fuerza, algo tan vigoroso, implacable y despiadado como el hielo que había destrozado los sueños de Marsh. Marsh percibía, en algún rincón de aquella niebla, el lento avance del hielo, y oía cómo se astillaban sus barcos y sus esperanzas.

Abner Marsh había sido siempre un hombre orgulloso y sostuvo la mirada de York todo el tiempo que pudo, con la mano tan apretada en el bastón que temió que se partiera en dos, pero al final tuvo que desviar los ojos.

El desconocido apartó la sopa, hizo un gesto y dijo:

—Capitán Marsh, le estaba esperando. Siéntese, por favor.

Su voz era agradable, educada y fácil.

—Desde luego —respondió Marsh, en voz demasiado baja.

Tomó la silla situada frente a York y se acomodó. Marsh era un hombre voluminoso, de más de un metro ochenta y casi ciento cincuenta kilos de peso. Tenía el rostro rojo y llevaba una espesa barba negra que le disimulaba una nariz chata y hundida y un rostro lleno de verrugas, pero ni siquiera la barba le ayudaba gran cosa. Decían que era el hombre más feo del río, y él lo sabía. Con su pesado tabardo azul de capitán, con su doble fila de botones metálicos, tenía un aspecto feroz e imponente. Sin embargo, los ojos de York habían borrado de él toda fanfarronería. Marsh pensó que aquel hombre era un fanático. Había visto ojos como aquellos anteriormente, en locos y en predicadores infernales; y en el rostro de un hombre llamado John Brown, allá en la sangrienta Kansas. Marsh no quería saber nada de fanáticos, predicadores, abolicionistas o antialcohólicos.

Sin embargo, cuando habló, York no dio en absoluto la impresión de ser un fanático.

—Me llamo Joshua Anton York, capitán. J. A. York en los negocios, y Joshua para mis amigos. Espero que lleguemos a ser tanto socios como amigos, con el tiempo.

Su tono resultaba cordial y razonable. Marsh le contestó con cierto tono de duda:

—Ya veremos.

Los ojos grises de su interlocutor parecieron ahora reservados y vagamente sorprendidos. Fuera lo que fuese aquello que Marsh había visto en ellos, desapareció inmediatamente. Marsh se sintió confundido.

—Confío en que recibió mi carta.

—Aquí la traigo —respondió Marsh al tiempo que sacaba el sobre del bolsillo del tabardo. Cuando le llegó la carta, la oferta que contenía le pareció un golpe de suerte imposible, la salvación de todo cuanto consideraba perdido. Ahora, no estaba tan seguro—. Quiere usted meterse en el negocio de los vapores del río, ¿verdad? —dijo, inclinándose hacia adelante.

Apareció un camarero.

—¿Cenará usted con el señor York, capitán?

—Hágalo, por favor —le urgió York.

—Entonces, creo que sí —respondió Marsh. York quizá tuviese una mirada superior a la suya, pero nadie en todo el río podía ganarle a comer—. Tomaré un poco de esa sopa, una docena de ostras y un par de pollos asados con guarnición. Que estén bien crujientes, por favor. Y añada algo para mojarlos. ¿Qué bebe usted, York?

—Borgoña.

—Bien, traiga entonces una botella de lo mismo.

York pareció sorprendido y admirado.

—Tiene usted un apetito formidable, capitán.

—Esta es una ciudad formidable —contestó Marsh cuidadosamente—. Y un río formidable, señor York. El hombre debe mantener su fuerza, pues esto no es Nueva York, ni tampoco Londres.

—Me doy perfecta cuenta —dijo York.

—Así lo espero, si va a meterse en el negocio. Se trata de una empresa formidable.

—¿Quiere entonces que pasemos directamente a los negocios? Bien, usted posee una línea de paquebotes, y yo tengo interés en participar como socio. Y, ya que ha acudido usted a la cita deduzco que también encuentra interesante la operación.

—Sí, tengo un considerable interés —asintió Marsh— y una considerable perplejidad. Parece usted un hombre inteligente, y supongo que hizo algunas averiguaciones sobre mi persona antes de escribirme esta carta —dijo, señalándola con un tamborileo de dedos—. En tal caso, debe conocer que el pasado invierno casi me arruiné.

York no dijo nada, pero su expresión impulsó a Marsh a continuar.

—”Compañía de Paquebotes del Río Fevre”, eso soy yo —dijo Marsh—. Recibe ese nombre por el lugar donde nací, Fevre arriba cerca de Galena, y no porque haya transportado en ese río, pues nunca lo he hecho. Tenía seis barcos que trabajaban sobre todo en el comercio del alto Mississippi, de San Luis a Saint Paul, con algunos viajes accesorios al Fevre, al Illinois y al Missouri. Me iba bastante bien, y añadía a la flota uno o dos barcos más cada año, con vistas a introducirme en el Ohio, o quizás incluso en Nueva Orleans. Sin embargo, en julio pasado a mi Mary Clarke le estalló una caldera y se incendió, cerca de Dubuque; ardió hasta la línea de flotación y hubo más de cien muertos. Y este invierno… Este invierno ha sido terrible. Tenía cuatro de mis barcos amarrados aquí en San Luis. El Nichotas Perrot, el Dunteith, el Dulce Fevre y mi Elizabeth A., un barco nuevo, con apenas cuatro meses de servicio, muy marinero, de casi cien metros de largo y dotado de doce grandes calderas que lo hacían tan rápido como el que más en el río. Yo me sentía verdaderamente orgulloso de ese barco. Me costó 200.000 dólares, pero valía cada uno de los centavos.

Llegó la sopa. Marsh la probó y frunció el ceño.

—Demasiado caliente —dijo—. Bien, como decía, San Luis es un buen lugar para pasar el invierno. Aquí no hiela mucho, ni durante demasiado tiempo. Sin embargo, este invierno ha sido distinto. Sí, señor. Hielo en cantidad. Todo el maldito río se congeló —tendió una enorme mano encarnada, con la palma hacia arriba, y cerró lentamente los dedos hasta convertirla en un puño—. Tome un huevo y comprenderá a qué me refiero. El hielo puede romper un vapor con la misma facilidad con que puede romperse un huevo. Y cuando el hielo se rompe es aún peor, pues grandes témpanos se deslizan río abajo, chocando y destruyendo embarcaderos, malecones, barcos y todo lo que encuentran. Cuando terminó el invierno, había perdido mis barcos, los cuatro. El hielo me los arrebató.

—¿Tenía seguro? —preguntó York.

Marsh continuó con la sopa, sorbiendo ruidosamente. Entre cucharada y cucharada, movió la cabeza en gesto de negativa.

—Yo no soy jugador, señor York. Nunca he trabajado con seguros. Creo que son una apuesta, sólo que uno juega contra sí mismo. Todo el dinero que conseguía lo invertía en barcos.

York asintió.

—Creo que todavía posee un vapor…

—Así es —respondió Marsh. Terminó la sopa e hizo un gesto para que le sirvieran el plato siguiente—. El Eli Reynolds, un pequeño vapor de aspas en popa de 150 toneladas. Lo utilizaba en el Illinois porque no rinde demasiado, y lo tuve durante el invierno en Peoria, donde se salvó de lo peor de la helada. Eso es ahora todo lo que tengo, señor, lo único que me queda. El problema, señor York, es que el Eli Reynolds no vale gran cosa. Sólo me costó 25.000 dólares nuevo, y eso fue el año 50.

—Siete años —dijo York—. No es mucho.

—Siete años son un período muy largo para un vapor de río —replicó Marsh con un gesto de la cabeza—. La mayoría no pasa de los cuatro o cinco. El río se los va comiendo. El Eli Reynolds fue mejor construido que muchos, pero aun así nota ya el paso del tiempo.

Marsh empezó con las ostras, separándolas de la media concha y engulléndolas enteras, acompañada cada una de un buen trago de vino.

—Por eso me sorprende usted, señor York —continuó cuando hubo terminado con media docena—. Quiere comprar la mitad de mi empresa, que no cuenta más que con un pequeño barco ya viejo. Su carta mencionaba un precio. Un precio demasiado alto… Quizá cuando la “Compañía de Paquebotes del Río Fevre” tenía seis barcos valía esa cantidad. Pero ahora, no —engulló otra ostra—. No conseguirá recuperar su inversión en diez años, al menos sólo con el Reynolds. No admite suficiente carga, ni tampoco pasaje.

Marsh se limpió los labios en la servilleta y observó al forastero que tenía enfrente. La comida le había devuelto el ánimo y ahora volvía a sentirse seguro, con dominio de la situación. Los ojos de York eran intensos, desde luego, pero no había en ellos nada que temer.

—Necesita usted mi dinero, capitán —dijo York—. ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿No teme que busque otro socio?

—Yo actúo así —respondió Marsh—. Llevo treinta años en el río, York. Bajé en balsa hasta Nueva Orleans cuando sólo era un crío, y trabajé en las barcazas de fondo plano y en los barcos con quilla antes de que aparecieran los vapores. He sido piloto, marinero y práctico, y todo lo que se puede ser en este negocio; pero hay algo que nunca he sido: un tramposo.

—Un hombre honrado… —dijo York, con el tono preciso de voz para que Marsh no pudiera estar seguro de si se reía o no de él—. Me alegra ver que me ha expuesto sinceramente el estado de su empresa, capitán. Ya lo conocía, por supuesto. Mi oferta sigue en pie.

—¿Por qué? —inquirió Marsh, con aspereza—. Sólo un estúpido arriesgaría así su dinero, y usted no lo parece.

El siguiente plato llegó antes de que York pudiera responder. Los pollos de Marsh estaban maravillosamente crujientes, exactamente como le gustaban. Cortó una pata y se aplicó a ella, hambriento. A York le sirvieron un grueso corte de asado, rojo y poco hecho, que nadaba en sangre y jugo.

Marsh le observó atacarlo diestra y fácilmente. El cuchillo se deslizaba por la carne como si fuera mantequilla, sin detenerse para serrar o tajar, como hacía a menudo Marsh. Sostenía el tenedor como un caballero, cambiándolo de mano cuando dejaba el cuchillo. Fuerza y gracia, York poseía ambas cosas en aquellas manos suyas, largas y pálidas, y Marsh le admiró por ello. Se preguntó cómo había podido pensar siquiera en su semejanza con unas manos femeninas. Eran blancas pero fuertes y duras, como las teclas del gran piano del salón principal del Eclipse.

—¿Y bien?—urgió Marsh—. No ha contestado a mi pregunta.

Joshua York hizo una pausa y, por fin, dijo:

—Ha sido usted honrado conmigo, capitán Marsh. No responderé a su sinceridad con mentiras, como era mi intención. Pero tampoco le haré cargar con el peso de la verdad. Hay cosas que no puedo decirle, cosas que no le gustaría saber. Déjeme proponerle a usted los términos, bajo esta condición, y veamos si podemos llegar a un acuerdo. En caso contrario, nos despediremos amistosamente.

Marsh cortó la pechuga de su segundo pollo.

—Adelante —dijo—. No voy a marcharme.

York dejó los cubiertos en el plato y formó una torre con los dedos.

—Por ciertas razones, quiero ser dueño de un vapor. Quiero recorrer en toda su longitud este gran río, con comodidad e intimidad, no como pasajero sino como capitán. Tengo un sueño, un propósito. Busco amigos y aliados, y tengo enemigos, muchos enemigos. Los detalles no son de su interés. Si me intenta sonsacar, le contestaré con mentiras. No me presione —sus ojos se endurecieron un instante y volvieron a dulcificarse, mientras sonreía—. Lo único que le interesa saber es que quiero poseer y mandar un vapor, capitán. Como bien ha dicho, no soy un hombre del río. No sé nada de vapores ni del Mississippi, aparte de lo que he leído en unos cuantos libros y de lo que he aprendido durante las semanas que he pasado en San Luis. Evidentemente, necesito un socio, alguien que pueda llevar las operaciones cotidianas de mi barco, y que me deje en libertad para llevar a cabo mis proyectos.

»Ese socio debe tener también otras cualidades. Debe ser discreto, pues no quiero que mi conducta, que reconozco es un tanto peculiar, se convierta en objeto de chismorreo de taberna. Y debe ser de confianza, pues dejaré a su cargo todo el mantenimiento. Debe tener valor: no quiero a un débil, ni a un supersticioso; ni siquiera a un hombre demasiado religioso. ¿Es usted religioso, capitán?

—No —respondió éste—. Nunca me han interesado los vendedores de Biblias, ni yo a ellos.

—Pragmático —sonrió York—. Quiero un hombre pragmático. Quiero a alguien que se concentre en su parte del negocio y que no haga demasiadas preguntas. Valoro mi intimidad y, si a veces mis actos parecen extraños, arbitrarios o caprichosos, no quiero que se discutan. ¿Ha comprendido bien todos los requisitos?

Marsh se mesó la barba, pensativo.

—¿Y en caso de que así sea?

—Seremos socios —dijo York—. Deje a sus abogados y empleados la administración de la compañía. Usted viajará conmigo por el río. Yo seré el capitán y usted puede llamarse piloto, ayudante, co-capitán; lo que usted prefiera. El manejo real del barco se lo dejaré a usted. Mis órdenes serán infrecuentes pero, cuando decida darlas, deberá usted obedecerlas sin protestas. Tengo amigos que viajarán con nosotros, en camarotes, sin pagar nada. Quizás les otorgue posiciones dentro del barco, con las tareas que se me ocurra encomendarles. No cuestionará usted esas decisiones. Quizás a lo largo del río haga nuevos amigos y los lleve a bordo. Usted los acogerá. Si consigue cumplir todos estos términos, capitán Marsh, nos haremos ricos juntos y viajaremos por su río con toda tranquilidad y lujo.

Abner Marsh se echó a reír.

—Bueno, quizá usted lo crea, pero mi río no es así, y si piensa que vamos a viajar lujosamente en mi viejo Eli Reynolds, va a asustarse cuando suba a bordo. Ese barco es un viejo fardo con unos cuantos camarotes sin comodidades, y la mayor parte del tiempo está lleno de forasteros que toman un pasaje de cubierta para trasladarse de un lugar a otro. Yo llevo dos años sin pisarlo, pues el capitán Yoerger lo lleva por mí, pero la última vez que estuve en él olía bastante mal. Si quería usted lujo, hubiera debido optar entre el Eclipse y el John Simonds.

Joshua York tomó un sorbo de vino y sonrió.

—No tenía en mente el Eli Reynolds, capitán Marsh.

—Pues es el único barco que tengo.

—Venga —dijo York, dejando la copa de vino sobre la mesa—. Vayamos a mi habitación. Allí podremos charlar con más comodidad.

Marsh esbozó una tímida protesta, pues el Albergue de los Plantadores ofrecía una excelente carta de postres y no quería prescindir de ella. Sin embargo, York insistió.

La habitación era grande y bien decorada, la mejor que podía ofrecer el hotel, y habitualmente estaba reservada a los plantadores ricos de Nueva Orleans.

—Siéntese —dijo York con gesto imperioso, señalando un sillón grande y cómodo del salón.

Marsh tomó asiento mientras su anfitrión pasaba a una sala interior y regresaba momentos después con un cofrecillo de hierro. Lo dejó sobre una mesa y empezó a accionar la cerradura.

—Venga aquí —dijo, aunque Marsh ya se había levantado y se encontraba detrás de él. York abrió la tapa.

—Oro —murmuró Marsh en voz baja. Adelantó la mano y tocó las monedas, haciéndolas correr entre los dedos y recreándose en el tacto del blando metal amarillo, su brillo y su peso. Se llevó una moneda a los dientes y la probó—. Bastante puro —dijo, con admiración, devolviéndola a la caja.

—Diez mil dólares en monedas de oro de a veinte —dijo York—. Tengo dos cofrecillos más como éste, y cartas de crédito de bancos de Londres, Filadelfia y Roma, por cantidades considerablemente mayores. Acepte mi oferta, capitán Marsh, y tendrá un segundo barco, mucho mayor que su Eli Reynolds. O quizás debería decir tendremos… —añadió con una sonrisa.

Abner Marsh estaba decidido a rechazar la oferta de York. Necesitaba perentoriamente el dinero, pero era un hombre suspicaz, poco dado a los misterios, y York le exigía que confiara en él hasta un punto inaceptable. La oferta le había parecido demasiado buena; Marsh estaba seguro de que en algún sitio se ocultaba un peligro, y consideraba que saldría perdiendo si aceptaba. Sin embargo ahora, al ver el color de la riqueza de York, sentía debilitarse su decisión.

—¿Un barco nuevo, dice?—preguntó débilmente.

—En efecto —contestó York—. Ese es en definitiva el precio que estoy dispuesto a pagar por una participación igualitaria en su línea de transporte.

—¿Cuanto…?—empezó a decir Marsh. Tenía los labios secos y se los humedeció nerviosamente—. ¿ Cuánto desea gastar para construir ese nuevo barco, señor York?

—¿Cuánto se precisaría?—preguntó tranquilamente éste.

Marsh tomó un puñado de monedas de oro y las dejó correr entre los dedos. Admiró su resplandor, pero sólo dijo:

—No debería llevar consigo una cantidad tan considerable, York. Hay maleantes que le matarían a usted por una sola de estas monedas.

—Puedo protegerme, capitán —dijo York. Marsh observó su mirada y le entró un escalofrío. Se apiadó del ladrón que intentara llevarse el oro de Joshua York.

—¿Le gustaría dar un paseo conmigo por el dique?

—No ha respondido a mi pregunta, capitán.

—Ya tendrá la respuesta. Antes, venga; tengo algo que quiero que vea.

—Muy bien —dijo York. Cerró la tapa del cofrecillo y el suave resplandor amarillo se difuminó en el salón, que de repente pareció más pequeño y apagado.

El aire de la noche era frío y húmedo. Por las calles oscuras y desiertas, el ruido de sus botas era notorio, y podía distinguirse la suave agilidad de los pasos de York de la pesada autoridad de los de Marsh. York llevaba un amplio abrigo de marino, en forma de capa, y un alto sombrero de copa que producía largas sombras a la luz de la media luna. Marsh miró hacia los oscuros callejones entre los desiertos almacenes e intentó presentar un aspecto de solidez, rudeza y fuerza capaz de ahuyentar a los maleantes.

El dique estaba lleno de barcos, al menos cuarenta de ellos atados a postes o embarcaderos. Incluso a aquella hora, había cierto movimiento. Las cargas amontonadas arrojaban largas sombras bajo la luz de la luna y pasaron entre mendigos recostados contra cajas y balas de heno, pasándose la botella o fumando en sus pipas de avellano. Todavía estaban encendidas las luces de las cabinas de mando de una docena de barcos. El paquebote del Missouri Wyandotte estaba iluminado y con las calderas encendidas. Observaron a un hombre que estaba de pie en la cubierta de un gran vapor de palas laterales, y que les miró con curiosidad. Abner Marsh y York le dejaron atrás, y pasaron ante la sucesión de vapores silenciosos y oscuros, con las esbeltas chimeneas destacando contra el cielo estrellado como una hilera de árboles negros con extrañas y luminosas flores en sus copas.

Por último, se detuvieron ante un gran y muy adornado vapor de palas laterales, con altas pilas de carga sobre la cubierta principal y cuya escalerilla estaba subida para evitar la intrusión de indeseables, cuando, al mecerse, se acercaba al viejo y erosionado embarcadero. Incluso a la luz de la media luna, el esplendor del barco era patente. No había en el muelle otro vapor más grande y orgulloso.

—¿Sí? —dijo Joshua York en voz baja, respetuosamente.

Aquello, el tono de respeto, influyó en la decisión de Marsh en aquel momento o, al menos, eso fue lo que más tarde creyó.

—Es el Eclipse —contestó—. Ahí tiene el nombre, sobre la cubierta de la rueda —señaló con el bastón—. ¿Puede verlo?

—Perfectamente. Poseo una excelente visión nocturna. Entonces, ¿se trata de un barco especial?

—Sí que lo es, diablos. Es el Eclipse, todos los hombres y niños del río lo conocen. Ahora es viejo, pues fue construido hace cinco años, en el 52, pero aún es impresionante. Costó 375.000 dólares, dicen, y los valió uno por uno. Nunca ha habido un barco más grande, bonito y formidable que ese. Yo lo conozco. He viajado en él. Lo conozco —insistió Marsh—. Mide 365 pies por 40, y su gran salón mide 330 pies. Nunca habrá visto usted cosa igual. Tiene una estatua de oro de Henry Clary en un extremo, y otra de Andy Jackson en el opuesto. Hay más cristal, plata y vidrieras de colores de las que el Albergue de los Plantadores hubiera podido soñar; óleos, comidas que nunca habrá probado, y espejos… ¡Qué espejos! Por no hablar de su velocidad.

“Bajo la cubierta principal lleva quince calderas. Tiene un giro de pala de once pies, y no hay otro barco en el río que pueda competir con él cuando el capitán Sturgeon lo pone a todo vapor. Ha llegado a los dieciocho nudos contra corriente, sin dificultades. En el 53, estableció el récord de Nueva Orleans a Louisville. Recuerdo el tiempo de memoria: cuatro días, nueve horas y treinta minutos, y batió al maldito A. L. Shotwell por cincuenta minutos, con lo rápido que era el Shotwell —Marsh se dio la vuelta hasta quedar frente a York—. Esperaba que mi Elizabeth A. superase al Eclipse algún día, batir su tiempo o navegar con él a la par, pero ahora me doy cuenta de que nunca lo hubiera logrado. Me engañaba a mí mismo. No tenía dinero para construir un barco que pudiera superar a éste.

“Deme el dinero, señor York, y ya tiene usted socio. Esta es mi respuesta: Usted quiere la mitad de la Compañía del Río Fevre y un socio que lleve las cosas con discreción y no haga preguntas sobre sus asuntos, ¿no es eso? Bien, entonces deme dinero para hacer un barco como éste.

Joshua York contempló el gran buque, sereno y silencioso en la oscuridad, flotando grácilmente en el agua, desafiando a cualquier competidor. Se volvió hacia Abner Marsh con una sonrisa en los labios y una leve llama en sus ojos oscuros.

—Hecho —fue su única palabra, y extendió la mano.

Marsh mostró los dientes en un torcido gesto que quería ser una sonrisa y estrechó la mano fina y blanca de York con su carnosa zarpa.

—Hecho, pues —dijo en voz alta, y aplicó toda su fuerza a apretar, sacudir y estrechar, como siempre hacía en los negocios, para probar la voluntad y el valor del hombre con quien trataba. Siempre apretaba hasta ver el dolor en sus ojos.

Pero los de York continuaron fríos, y su mano apretó más y más fuerte la de Marsh con una fuerza asombrosa. Apretó cada vez con más fuerza y los músculos bajo la pálida piel se enroscaron y cerraron como resortes de hierro, y Marsh tragó con esfuerzo e intentó no gritar.

York relajó la mano.

—Venga —dijo, asiendo fuertemente a Marsh de los hombros y haciendo que se tambaleara un poco—. Tenemos que hacer planes.

CAPITULO DOS

Nueva Orleans, mayo de 1857

Sour Billy Tipton llegó a la Lonja Francesa pasadas las diez y presenció las subastas de cuatro cubas de vino, siete cajas de frutos secos y un cargamento de muebles, antes de que empezaran con los esclavos. De pie, en silencio, con los codos apoyados en el largo mostrador de mármol de bar que se extendía alrededor de la rotonda, tomando una copa de absenta mientras observaba a los encanteurs pregonar sus mercancías en dos idiomas. Sour Billy era un hombre oscuro, cadavérico, de rostro largo y caballuno, picado por una viruela de la juventud, y cabello fino, casposo y oscuro. Rara vez sonreía, y tenía unos ojos temibles, de hielo.

Aquellos ojos, aquellas pupilas frías y peligrosas, eran la protección de Sour Billy. La Lonja Francesa era un lugar enorme, demasiado para su gusto, y en realidad no le agradaba frecuentarlo. Estaba situada en la rotonda del hotel de San Luis, bajo una elevada cúpula por la que penetraba la luz diurna sobre el punto de puja y los licitantes. La cúpula medía casi treinta metros. Altas columnas rodeaban la sala, formando una galería. El techo estaba profusamente ornamentado, las paredes cubiertas de pinturas originales, el mostrador del bar era de sólido mármol, el suelo era de mármol, las mesas de los encanteurs eran de mármol. Los clientes eran tan selectos como la decoración; ricos plantadores de la parte alta del río, y jóvenes elegantes criollos de la vieja ciudad. Sour Billy odiaba a los criollos, con sus ricas ropas, sus andares arrogantes y sus ojos oscuros y desdeñosos. No le gustaba mezclarse con ellos. Tenían la sangre caliente y pendenciera, llegando con frecuencia al duelo y en ocasiones algunos de aquellos jóvenes se habían sentido agraviados por la forma en que Sour Billy hablaba su idioma, el francés, y miraba a sus mujeres, con su despreciable, altanero y presuntuoso americanismo. Pero cuando esto ocurría, ellos se sentían atrapados por la mirada de los ojos de Sour, descoloridos, fijos y llenos de malicia, y, con demasiada frecuencia, se volvían atrás.

Si por él fuera, acudiría a comprar negros a la Lonja americana del St. Charles, donde los modales eran menos refinados, se hablaba inglés en lugar de francés, y se sentía menos fuera de lugar. La grandeza de la rotonda del San Luis no le impresionaba, salvo por la calidad de las bebidas que allí se servían.

No obstante, seguía yendo allí una vez al mes, ya que no tenía otro remedio. La Lonja Americana era un buen lugar para comprar un bracero o un cocinero, de la negrura de piel que uno prefiriera, pero para encontrar una chica guapa, una de esas jóvenes bellezas ochavonas de tez oscura que Julian prefería, había que ir a la Lonja Francesa. Julian quería belleza, insistía en la belleza.

Sour Billy hizo lo que Damon Julian le había dicho.

Eran casi las once cuando se liquidó la última partida de vino y los comerciantes empezaron a presentar su mercancía procedente de las cárceles de esclavos de las calles Moreau, Esplanade y Common; hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, y también niños, un número desproporcionado de ellos de piel clara y rasgos blancos. También debían ser listos, pensó Sour Billy, y probablemente hablarían francés. Estaban en fila en uno de los lados de la sala para ser inspeccionados. Varios jóvenes criollos pasaban satisfechos ante ellos, haciendo leves comentarios y observando de cerca la mercancía expuesta. Sour Billy se quedó junto al bar y pidió otra absenta. El día anterior había visitado la mayoría de los patios y visto lo que había para ofrecer. Sabía lo que quería.

Uno de los subastadores dio unos golpes en la mesa de mármol con el mazo y al momento los clientes cesaron de conversar y centraron su atención en él. Hizo una seña y una mujer joven, de unos veinte años, subió insegura al cercano cuévano. Era una casi cuarterona, de ojos grandes, y tenía una cierta belleza. Llevaba un vestido de percal y lazos verdes en el pelo. El subastador empezó a cantar sus elogios efusivamente. Sour Billy observaba con desinterés mientras dos jóvenes criollos pujaban por ella. Finalmente fue vendida por 1.400 dólares.

Después vino una anciana, presentada como buena cocinera, que no fue vendida; y después una joven madre con dos niños, que se vendían en grupo. Sour Billy aguardó unas cuantas ventas más. Eran las doce y cuarto y la Lonja estaba a rebosar de licitadores y espectadores cuando llegó el producto que estaba aguardando.

Se llamaba Emily, dijo el encanteur.

—¡Mírenla, señores! —parloteó en francés—, fíjense en ella. ¡Qué perfección! Hace años que no se vende aquí algo semejante, ¡años!, y pasarán muchos más hasta que vuelva a repetirse.

Sour Billy se sintió tentado de asentir. Emily tenía dieciséis o diecisiete años, juzgó, pero ya era toda una mujer. Parecía un poco atemorizada por la subasta, pero la oscura simplicidad de sus vestidos realzaba su figura y tenía un rostro hermoso, de ojos grandes y dulces y bella piel de color café con leche. A Julian le gustaría.

La puja se animó. A los plantadores no les era de utilidad una chica tan hermosa, pero seis o siete de los criollos mostraron su entusiasmo. Sin duda, los otros esclavos le habían dado a Emily alguna idea respecto a lo que podía suponer para ella ser vendida. Era lo suficientemente hermosa para obtener, con el tiempo, la emancipación y convertirse en la amante de uno de aquellos elegantes criollos que la mantuviera en alguna casita de la calle Rampant, al menos hasta que él se casara. Acudiría a los bailes de cuarteronas de la sala de baile Orleans, con trajes de seda y lazos, y sería causa de más de un duelo. Sus hijas tendrían la piel aún más clara, y crecerían en una vida igualmente refinada. Quizá, cuando ya fuera anciana, aprendería a arreglar el cabello o se encargaría de una pensión. Sour Billy tomó un trago de su copa, con el rostro helado.

La puja subió. Al llegar a los dos mil sólo quedaban tres licitadores. En aquel punto, uno de ellos, moreno y calvo, pidió que la desnudaran. El encanteur masculló una breve orden y Emily se quitó amargamente las ropas y las apartó. Alguien hizo un impúdico elogio que levantó una oleada de carcajadas entre el público. La muchacha sonrió levemente mientras el subastador reía y añadía un comentario de su cosecha. La puja se reanudó.

A los 2.500, el hombre calvo se retiró, una vez obtenida la vista que deseaba. Quedaban dos competidores, ambos criollos. Pujaron sucesivamente en tres ocasiones, forzando el precio hasta los 3.200. Entonces dudaron, y el subastador consiguió una última puja del más joven: 3.300 dólares.

—Tres mil cuatrocientos —dijo tranquilamente su oponente. Sour Billy lo reconoció. Era un joven esbelto llamado Mantreuil, notorio jugador y duelista.

El otro hombre movió la cabeza; la subasta había terminado. Montreuil sonreía a Emily con anticipada satisfacción. Sour Billy aguardó tres latidos del corazón, hasta que el mazo estuvo a punto de caer. Entonces, apartó el vaso de absenta y dijo:

—Tres mil setecientos.

Su voz sonó alta y clara.

El encanteur y la chica se volvieron a un tiempo, sorprendidos. Montreuil y varios de sus amigos dedicaron a Billy miradas amenazadoras.

—Tres mil ochocientos —respondió Montreuil.

—Cuatro mil —dijo Sour Billy.

Era un precio elevado, incluso para aquella belleza. Montreuil cuchicheó con dos hombres próximos a él y los tres se volvieron sobre sus talones de repente, abandonando la rotonda sin una palabra más. Sus pasos resonaron airados en el mármol.

—Me parece que he ganado la subasta —dijo Sour Billy—. Vístete y prepárate para marchar.—Todos los demás lo miraban.

—¡Naturalmente! —dijo el encanteur. Otro subastador se acercó a su mesa y, a golpe de mazo, presentó a la atención del público una nueva chica. La Lonja Francesa comenzó a zumbar otra vez.

Sour Billy Tipton condujo a Emily por el largo pasaje que iba desde la rotonda hasta la calle St. Louis, pasando ante todas las elegantes tiendas, bajo las miradas curiosas de los desocupados y adinerados paseantes. Al salir a la luz del día, parpadeando a consecuencia de la claridad, Sour Billy vio acercarse a Montreuil.

—Monsieur —empezó a decir éste.

—Hable inglés si quiere hablar conmigo —dijo Sour Billy en tono cortante—. Llámeme señor Tipton, Montreuil.

Sus largos dedos se crisparon y sus fríos ojos de hielo se fijaron en el criollo.

—Señor Tipton —dijo Montreuil en un inglés correcto, sin acento. Tenía el rostro ligeramente enrojecido. Detrás de él, sus dos acompañantes permanecían atentos—. Ya he perdido otras chicas antes, ésta es sorprendente, pero no me importa haberla perdido. Lo que me parece ofensivo es su manera de pujar, señor Tipton. Me ha dejado usted en ridículo ahí dentro, tirándome a la cara su victoria, y tomándome por tonto.

—Bien, bien —respondió Sour Billy—. Bien, bien.

—Juega usted un juego peligroso —le advirtió Montreuil—. ¿Sabe quién soy? Si fuera usted un caballero, le retaría inmediatamente, señor.

—Los duelos son ilegales, Montreuil —replicó Sour Billy—, ¿no lo sabía? Además, yo no soy un caballero.

Se volvió hacia la cuarterona, que estaba a unos pasos, junto a la pared del hotel, observando a los hombres.

—Ven —le dijo, al tiempo que bajaba de la acera. La muchacha siguió tras él.

—Ya me las pagará, monsieur —gritó Montreuil a sus espaldas.

Sour Billy no le prestó más atención y dobló la esquina. Caminó a buen paso, con una firmeza en el andar que no había mostrado en el interior de la Lonja Francesa. En las calles era donde Sour Billy se sentía como en su casa, donde había crecido, donde había aprendido a sobrevivir. La esclava Emily se apresuraba tras él como podía, tropezando con sus pies desnudos en los adoquines de la acera. En las calles del Vieux Carré se alineaban casas de ladrillo y estuco, cada una con su bello balcón de hierro forjado más anchos que las estrechas aceras. En cambio, las calzadas estaban sin pavimentar y las recientes lluvias las habían convertido en barrizales. A lo largo de las aceras habían abierto canales, los profundos fosos de los cipreses estaban llenos de agua estancada, olía a suciedad y a aguas de albañal.

Pasaron junto a limpias y pequeñas tiendas y junto a cárceles para esclavos de ventanas con gruesas rejas, dejaron atrás hoteles elegantes y antros llenos de humo y de negros emancipados de mirada hosca, atravesaron callejones estrechos y húmedos, y amplios jardines con sus pozos o sus fuentes, se cruzaron con altaneras damas criollas con sus acompañantes y carabinas, y pasaron frente a un grupo de esclavos huidos y vueltos a capturar que limpiaban las acequias encadenados y con collares de hierro bajo la vigilante atención de un blanco armado de un látigo. Al poco rato, dejaron atrás por fin el Barrio Francés y se adentraron en la parte americana de Nueva Orleans, más nueva y más vulgar. Sour Billy había dejado el caballo frente a una taberna. Montó en él y le dijo a la muchacha que caminara a su lado. Salieron de la ciudad en dirección sur y pronto abandonaron las rutas principales. Sólo se detuvieron una vez, durante poco tiempo, para dejar descansar el caballo de Sour Billy y comer un poco de pan y queso que llevaba en la alforja. El hombre dejó que la muchacha bebiera agua de un arroyo.

—¿Es usted mi nuevo massa, señor?—le preguntó ella, con un inglés sorprendentemente bueno.

—Tu capataz —respondió Sour Billy—. Esta noche conocerás a Julian. Cuando llegue la oscuridad —sonrió—. Le gustarás.

Tras esto, Sour Billy le ordenó que permaneciera callada, y continuaron el camino. Como la muchacha iba a pie, avanzaba con lentitud y ya casi era de noche cuando alcanzaron la plantación de Julian. El camino bordeaba el embarcadero y zigzagueaba entre un espeso bosque en el que los árboles estaban cubiertos de musgo español. Rodearon un enorme y estéril roble y salieron a los campos teñidos de rojo por las últimas luces del sol, que se extendían descuidados y llenos de maleza desde la orilla del agua hasta la casa. Había un muelle viejo y un almacén de leña para los vapores que recorrían el río y, detrás de la mansión, se divisaba una hilera de cabañas para los esclavos. Pero no había esclavos, y los campos no habían sido labrados desde hacía años. La casa no era grande como solían serlo las pertenecientes a las plantaciones ni particularmente bella; era una vulgar estructura cuadrada de madera, cuya capa de pintura exterior empezaba a cuartearse. Lo único que destacaba en ella era una alta torre rodeada por un balcón.

—Ya estamos en casa —dijo Sour Billy.

La muchacha preguntó si la plantación tenía algún nombre.

—Lo tenía hace años —dijo Sour Billy—, cuando el propietario era Garoux. Pero enfermó y murió, junto con todos sus agradables hijos, y ya no tiene nombre. Ahora, cierra la boca y date prisa.

La condujo a la parte trasera, a su propia entrada, y abrió el candado con una llave que llevaba pendiente del cuello con una cadena. Sour Billy tenía tres habitaciones para él, en la parte de la casa destinada a los sirvientes. Empujó a Emily hacia el dormitorio.

—Quítate esas ropas —le ordenó. La muchacha le obedeció enseguida, pero se quedó mirándolo con ojos atemorizados.

—No me mires así —dijo él—. Tú eres de Julian y yo no voy a hacerte nada. Voy a calentar un poco de agua. En la cocina hay una bañera; lávate esa suciedad y vístete —abrió un armario de madera profusamente tallada y sacó un vestido largo de brocado, de color negro—. Toma, esto te servira.

La muchacha dio un respingo.

—No, no puedo ponerme una cosa así. Es un vestido de señora blanca.

—Cierra la boca y haz lo que te he dicho —replicó Sour Billy—. Julian te quiere hermosa, muchacha.

Tras esto, dejó a solas a la muchacha y se encaminó a la parte principal de la casa.

Encontró a Julian en la biblioteca, tranquilamente sentado en un gran sillón de cuero, con una copa de coñac en la mano, a oscuras. A su alrededor, cubiertos de polvo, se adivinaban los libros que habían pertenecido al viejo René Garoux y a sus hijos. Llevaban años sin que nadie los tocara. Julian Damon no era aficionado a la lectura.

Sour Billy entró y permaneció en pie a una respetuosa distancia, en silencio hasta que Julian habló.

—¿Y bien?—preguntó al fin la voz desde la oscuridad.

—Cuatro mil —dijo Sour Billy—, pero le gustará. Amable, joven y hermosa, verdaderamente hermosa.

—Los demás llegarán pronto. Alain y Jean ya están aquí, los muy estúpidos. Tienen sed. Tráela a la sala de baile cuando esté lista.

—Así lo haré —respondió Sour Billy rápidamente—. Ha habido algunos problemas en la subasta, señor.

—¿Problemas?

—Un tahur criollo llamado Montreuil. La quería también y no le gustó que se la quitara. Creo que es posible que él sienta curiosidad. Es un jugador, se le ve mucho en los salones de juego. ¿Quiere que me cuide de él una noche de éstas?

—Háblame de él —ordenó Julian. Su voz era líquida, blanda, profunda y sensual, rica como una copa de buen coñac.

—Es joven, de tez morena, ojos negros y cabello oscuro. Alto. Tiene fama de duelista. Duro, fuerte y atlético, pero de rostro agradable, como todos ellos.

—Lo veré —dijo Damon Julian.

—Sí, señor —asintió Sour Billy Tipton. Se volvió y se dirigió a la parte posterior d la casa, a sus habitaciones.

Emily estaba transformada dentro del traje de brocado. La esclava y la niña se habían desvanecido a la vez; bañada y vestida adecuadamente, se había convertido en una mujer de belleza oscura, casi etérea. Sour Billy la examinó meticulosamente.

—Resultarás —comentó—. Vamos, te espera un baile.

La sala de baile era la cámara más grande y lujosa de la casa. Tres enormes arañas de cristal tallado con cientos de pequeñas velas la iluminaban. Escenas de río en óleos magníficos colgaban de las paredes y los suelos eran de madera bellamente pulida. A un extremo de la sala, una amplia puerta doble se abría a un vestíbulo; al otro extremo, se iniciaba una gran escalinata que se dividía en dos. Las barandillas relucían.

Los invitados aguardaban ya cuando Sour Billy llegó con la muchacha.

Eran nueve personas, incluido Julian; seis hombres y tres mujeres, ellos con trajes oscuros de corte europeo y ellas con vestidos de pálidas sedas. Excepto Julian, los demás aguardaban en la escalinata, quietos y en silencio, respetuosamente. Sour Billy los conocía a todos: la pálida mujer a quien llamaban Adrienne y Synthia, y Valerie, el apuesto y moreno Raymond, con su cara de niño, Kurt, cuyos ojos ardían como brasas encendidas, y todos los otros. Uno de ellos, Jean, temblaba levemente mientras aguardaba, con los dientes blancos y largos asomándole entre los labios y ligeros espasmos en las manos. Sentía una sed furiosa, pero no se movió. Esperaba a Damon Julian. Todos esperaban a Damon Julian.

Julian cruzó la sala de baile hasta llegar a su nueva esclava, Emily. Se acercó con la gracia majestuosa de un gato, de un caballero, de un rey. Se movía como una sombra fluctuante, líquida e inevitable. Era un hombre oscuro, a pesar de que su piel era muy pálida; su cabello era negro y rizado, sus ropas sombrías, sus ojos tenían un brillo de pedernal.

Se detuvo ante la muchacha y sonrió. Su sonrisa era elegante y sofisticada.

—Exquisita —dijo simplemente.

Emily se sonrojó y empezó a tartamudear.

—Cállate —la interrumpió Sour Billy—. No hables a menos que el señor te lo diga.

Julian pasó un dedo por la mejilla oscura y suave de la muchacha y ésta tembló e intentó permanecer quieta. El le acarició lánguidamente el cabello, la tomó por la cabeza y le hizo fijar los ojos en los suyos. Emily los apartó y dio un grito, alarmada, pero Julian le asió el rostro entre ambas manos y le impidió que apartara la mirada.

—Adorable —dijo—. Eres muy hermosa, muchacha. Y nosotros apreciamos la belleza. Todos nosotros.

Le soltó el rostro, tomó una mano de la muchacha entre las suyas, la alzó, le dio la vuelta y se inclinó para depositar un suave beso en la parte interior de su muñeca.

La esclava todavía temblaba, pero no se resistió. Julian la hizo volverse un poco y le tendió su brazo a Sour Billy Tripton.

—¿Quieres hacer los honores, Billy?

Sour Billy se colocó tras él y desenvainó un machete que llevaba oculto a la espalda. Emily abrió desmesuradamente los ojos, temerosa, e intentó retroceder, pero Billy ya la había asido con fuerza y actuaba con rapidez y precisión. La afilada hoja apenas se había hecho visible y ya estaba roja: un sencillo y diestro corte en la muñeca, allí donde Julian había posado sus labios. De la herida empezó a escapar sangre que cayó gota a gota en el suelo, resonando estruendosamente en el silencio de la gran sala.

Por un instante, la muchacha dejó escapar un quejido, pero, antes de que comprendiera bien lo que estaba sucediendo, Sour Billy había enfundado de nuevo el machete y Julian le había tomado la mano otra vez. El hombre alzó por segunda vez el brazo de la muchacha, inclinó los labios sobre la muñeca ensangrentada y comenzó a chupar.

Sour Billy se retiró hacia la puerta. Los demás abandonaron la escalinata y se aproximaron, entre los suaves susurros de las sedas femeninas. Formaron un círculo hambriento en torno a Julian y a su presa, con los ojos oscuros y ardientes. Cuando Emily perdió el conocimiento, Sour Billy se precipitó hacia adelante y la sostuvo entre sus brazos. La muchacha parecía no pesar en absoluto.

—Que belleza —murmuró Julian cuando por fin se separó de ella, con los labios húmedos de sangre y los ojos pesados y satisfechos. Sonreía.

—Por favor, Damon —suplicó el llamado Jean, temblando como si tuviera un acceso de fiebre.

La sangre corría lenta y oscura por el brazo de Emily mientras Julian le dedicaba a Jean una mirada fría y cargada de maldad.

—Valeria —dijo Julian—, tú eres la siguiente.

Una joven pálida de ojos violetas y vestido amarillo se aproximó, se arrodilló delicadamente y empezó a lamer el terrible líquido; no aplicó la boca a la herida abierta hasta que hubo limpiado por completo el brazo de la desmayada Emily.

Después, a instancias de Julian, se acercaron Raymond, Adrienne y Jorge. Por último, cuando los demás hubieron terminado, Julian se volvió a Jean con una sonrisa y un gesto. Jean cayó sobre la esclava con un suspiro sofocado, arrancándola de los brazos de Sour Billy, y empezó a succionar la garganta.

Damon Julian hizo un gesto de desagrado.

—Cuando haya terminado, límpialo todo —le dijo a Sour Billy.

CAPITULO TRES

New Atbany, Indiana, junio de 1857

La niebla caía espesa sobre el río y el aire era húmedo y helado. Era casi medianoche cuando Joshua York, recién llegado de San Luis, se reunió con Abner Marsh en los astilleros desiertos de New Albany. Marsh llevaba media hora de espera cuando apareció York, surgiendo de entre la niebla como una pálida aparición. Tras él, silenciosos como sombras, venían otros cuatro acompañantes. Marsh sonrió mostrando los dientes.

—¡Joshua!—saludó a York . Hizo un leve gesto de cabeza a los demás. Se había reunido con ellos brevemente el mes de abril anterior, en San Luis, antes de tomar pasaje para New Albany a fin de supervisar la construcción de su sueño. Eran amigos y compañeros de viaje de York, pero formaban el grupo más extraño que Marsh había visto nunca. Dos de ellos eran hombres de edad indeterminada con nombres extranjeros que no podía recordar ni pronunciar, por lo que les llamaba Smith y Brown, para diversión de York. Siempre estaban parloteando entre sí en su extraña jerga ininteligible. El tercer hombre, un oriental de mejillas hundidas que vestía como un empleado de pompas fúnebres, se llamaba Simon y nunca pronunciaba palabra. La mujer, Katherine, pasaba por inglesa. Era alta y cargada de espaldas, con un aspecto enfermizo y triste. A Marsh le recordaba un gran buitre blanco. Sin embargo, era amiga de York, todos ellos lo eran, y York le había advertido que tenía unos amigos muy peculiares, por lo que Abner Marsh se mordió la lengua.

—Buenas noches, Abner —dijo York. Se detuvo y echó una mirada a los astilleros, donde los vapores a medio construir semejaban esqueletos yacientes entre la niebla grisácea—. Una noche fría para estar en junio, ¿verdad?

—Así es. ¿Viene usted de lejos?

—Tengo alquilada una suite en el Galt House de Lousville. Hemos tomado una barca para cruzar el río.—Sus ojos grises y fríos estudiaron el vapor más próximo con interés—. ¿Es ése el nuestro?

Marsh dio un respingo.

—¿Esa cosa? No, diablos, eso es un vapor barato de palas en popa que están construyendo para el comercio en el Cincinnati. ¿No pensará usted que iría a poner una rueda de palas en la popa de nuestro barco, verdad?

—Perdone mi ignorancia —sonrió York—. ¿Dónde está, pues?

—Venga por aquí —dijo Marsh, con un gesto vago del bastón. Les condujo astillero adelante—. Ahí —señaló.

La niebla se abrió ante ellos y allí estaba, alto y orgulloso, convirtiendo en enanos a los demás barcos del astillero. Sus cabinas y barandillas brillaban recién pintadas, blancas como la nieve, destacando entre la niebla gris. Sobre la cubierta superior, a mitad de camino de las estrellas, la cabina del piloto parecía relucir, como un templo de cristal, con su cúpula decorada de molduras de fantasía, extraordinariamente complicadas. Las chimeneas, dos pilares gemelos situados justo delante de la cubierta superior, se alzaban a treinta metros de altura, negras, erguidas y arrogantes. Sus alados remates parecían dos oscuras flores metálicas. Su casco era esbelto y daba la impresión de que se prolongaban indefinidamente, con la popa oculta por la niebla. Como todos los barcos de primera clase, llevaba las ruedas de palas a los lados. Situadas en la mitad del barco, los enormes tambores de las ruedas tenían un aspecto gigantesco, dando a entender el enorme poder de las palas que se ocultaban debajo. A falta del nombre que pronto figuraría en ellos, los tambores aún parecían más grandes.

En plena noche y entre la niebla, rodeado de barcos más pequeños y modestos, el de York era como una aparición, un fantasma blanco surgido del sueño de algún hombre del río. Dejaba sin aliento, pensó Marsh mientras permanecían allí.

Smith y Brown cuchichearon a sus espaldas, pero Joshua York se limitó a mirar. Contempló el barco largo rato, y luego asintió.

—Hemos creado algo hermoso, Abner —dijo al fin. Marsh sonrió. No pensaba encontrarlo tan acabado.

—Bueno, esto es New Albany —contestó Marsh—. Por eso vine aquí, en lugar de quedarme en los astilleros de San Luis. Aquí se han construido vapores desde que yo era niño, y sólo el año pasado se hicieron veintidós, probablemente los mismos que este año. Yo sabía que aquí podían hacer lo que queríamos. Debería haber venido conmigo. Me presenté con uno de esos saquitos de oro y lo vacié sobre el escritorio del superintendente y le dije: “Quiero que me haga un vapor, y que me lo haga rápidamente, y quiero que sea el más veloz y el más bonito y el mejor que haya construido nunca, ¿entiende? Así que coja algunos ingenieros, los mejores, no importa que tenga que sacarlos de los burdeles de Louisville, y los trae aquí esta misma noche, para empezar de inmediato. Y contrate a los mejores carpinteros y pintores y caldereros y lo que haga falta, porque sólo quiero lo mejor de lo mejor; de lo contrario, va a lamentarlo toda su vida” —dijo Marsh con una carcajada—. Debería haberle visto, York. No sabía si mirar el oro o escucharme, pues ambas cosas parecían producirle un miedo tremendo. Pero se ha portado bien, ¡vaya si lo ha hecho! Naturalmente —continuó, señalando al barco con un gesto de cabeza—, todavía no está terminado. Hay que pintar los asientos, que irán sobre todo en azul y plateado para hacer juego con toda esa plata que quiere en el salón. Y todavía esperamos los muebles de lujo y los espejos que encargó usted a Filadelfia, y varias cosas más. Pero en su mayor parte está terminado, Joshua, ya está a punto. Venga se lo mostraré.

Los operarios habían abandonado una linterna sobre una pila de leña, cerca de la popa. Marsh encendió una cerilla en la pernera de su pantalón y prendió la linterna, dándosela a Brown con gesto imperioso.

—Usted, tome esto —le dijo con brusquedad. Cruzó pesadamente una larga rampa de madera hasta la cubierta principal, y los demás le siguieron—. Cuidado con lo que tocan —advirtió—, la pintura todavía está fresca.

La cubierta inferior, o principal, estaba llena de maquinaria. La linterna ardía con una luz limpia y estable, pero Brown seguía moviéndola de un lado a otro de modo que las sombras de las enormes máquinas parecían moverse y saltar amenazadoras, como si tuvieran vida propia.

—Aquí, mantenga quieta la luz un momento —ordenó Marsh. Se volvió hacia York y empezó a señalar con el bastón, como si fuera un largo dedo de madera de nogal, hacia las calderas, unos grandes cilindros de metal dispuestos a ambos lados de la parte delantera de la cubierta—. Dieciocho calderas —dijo Marsh con orgullo—, tres más que el Eclipse. Treinta y ocho pulgadas de diámetro y nueve metros de longitud cada una —agitó el bastón—. Los hornos están hechos de ladrillo refractario y planchas de hierro, sobre soportes a distancia de la cubierta, para poder separarlos del barco en caso de incendio.

Señaló la trayectoria de los conductos del vapor sobre sus cabezas, desde las calderas hasta los motores, y el grupo se dirigió entonces hacia la popa.

—Lleva cilindros de treinta y seis pulgadas, a alta presión, lo que nos da tres metros y medio por palada, igual que el Eclipse. Este barco va a ser algo terrible en este río, sí señor.

Brown y Smith cuchichearon, y Joshua York sonrió.

—Vamos —prosiguió Marsh—. Sus amigos no parecen muy interesados en los motores, pero seguro que les gustará lo que tenemos arriba.

La escalera era amplia y ornada, de roble bruñido con gráciles barandillas estriadas. Arrancaba cerca de la proa, donde su amplitud ocultaba la visión de las calderas y los motores a quienes subían a bordo; después se escindía en dos y se curvaba airosa a ambos lados, para abrirse a la segunda cubierta, la de las calderas. Recorrieron el lado de estribor, abriendo la marcha March con su bastón y Brown con la linterna. Las botas resonaban sobre el piso de madera del corredor mientras se maravillaban de los finos detalles góticos de pilares y barandillas, de la madera concienzudamente labrada con flores, hojas y bellotas. Las puertas y ventanas de los camarotes iban de proa a popa en una hilera interminable; las puertas eran de madera de nogal oscuro, y las ventanas tenían vidrieras de colores.

—Los camarotes todavía no están amueblados —dijo Marsh al tiempo que abría una puerta y les invitaba a entrar en uno—, pero todos contarán con lo mejor, colchones y almohadas de plumas, espejo y una lámpara de aceite cada uno. Nuestros camarotes también son más grandes de lo habitual; no podremos admitir tanto pasaje como otros barcos del tamaño de éste, pero cada persona tendrá más espacio. También les cobraremos más… —añadió con una sonrisa.

Cada camarote tenía dos puertas, una que llevaba a la cubierta y otra que se abría al interior, al gran salón, que era la pieza principal del barco.

—El salón principal no está muy adelantado —comentó Marsh—, pero pasen a verlo, de todos modos.

Entraron y se detuvieron, mientras Brown alzaba la linterna para iluminar la inmensa sala, donde resonaba el eco. El gran salón se extendía en toda la longitud de la cubierta de las calderas, totalmente despejado a excepción de una escalera en el centro.

—En la parte de proa están los servicios para caballeros, y en la de popa los de señoras —explicó Marsh—. Echen un vistazo. Todavía no están a punto, pero va a ser algo magnífico. Esa barra de mármol mide catorce metros, y detrás vamos a poner un espejo igual de grande. Ya está encargado. También habrán espejos en la puerta de cada camarote, con marcos de plata y otro gran espejo de cuatro metros de alto ahí, en el rincón de popa —señaló con el bastón—. Ahora no se ve nada debido a la oscuridad, pero las claraboyas están provistas de vidrieras de colores y recorren toda la longitud del salón. Vamos a cubrir el suelo con esas alfombras de Bruselas, igual que los camarotes. Además, hay un refrigerador de agua hecho de plata, con tazas de plata, que pondremos sobre una mesa de madera tallada. También hay un gran piano y sillas de terciopelo por estrenar, y manteles de lino auténtico, aunque todavía no están aquí.

Incluso así, sin alfombras, ni espejos, ni muebles, el gran salón era impresionante. Lo recorrieron lentamente, en silencio, y a la luz trémula de la linterna tomaron forma de entre las sombras asomos de su belleza, que inmediatamente se desvanecían tras ellos. El techo alto y arqueado con sus vigas curvas, talladas y pintadas con detalles casi mágicos; las largas filas de esbeltas columnas flanqueando las puertas de los camarotes, adornadas con delicadas estrías; la barra de mármol negro con sus finas vetas de colores; el brillo oleoso de las maderas oscuras; la doble hilera de arañas de luces, cada una con sus cuatro grandes globos de cristal colgando de una telaraña de hierro forjado, a la espera sólo del aceite y la llama y de todos aquellos espejos para despertar al enorme salón a la luz gloriosa y resplandeciente.

—Creo que los camarotes son demasiado pequeños —dijo Katherine de repente—, pero este salón va a ser realmente importante.

—Los camarotes son grandes, señora —respondió Marsh frunciendo el ceño—. Casi nueve metros cuadrados, cuando lo normal son cinco. Estamos en un barco, ¿comprende?—Dio la espalda a la mujer y prosiguió, apuntando con el bastón—: El despacho de recepción estará ahí delante, la cocina y los servicios quedarán junto a los tambores de las palas. También sé qué cocinero quiero. Es uno que trabajaba conmigo en el Lady Elizabeth.

Encima de la cubierta de las calderas se encontraba la cubierta superior. Subieron una escalera estrecha y salieron frente a las grandes chimeneas de hierro negro, y por fin ascendieron otra escalera más corta hasta la cubierta superior, que iba desde las chimeneas hasta la cámara del timonel. Marsh explicó que allí estaban los camarotes de la tripulación, sin molestarse en mostrárselos. Sobre ella también estaba la cabina del piloto. Les condujo hasta allí y les hizo entrar.

Desde aquella posición se dominaba todo el astillero. Los otros barcos, más pequeños, se difuminaban en la niebla; más allá, surgían las aguas negras del río Ohio e incluso, en la lejanía, las luces mortecinas de Louisville, como algo fantasmal. El interior de la cabina del piloto era grande y elegante. Las ventanas eran del cristal mejor y más transparente, orladas de vidrio de color. Por todas partes refulgía la madera oscura, y la plata bruñida daba un aire blanco y frío a la luz de la linterna.

Y el timón. Sólo la mitad superior era visible, tal era su tamaño, y ésta era aún más alta que Marsh, mientras que la mitad inferior desaparecía en una ranura practicada en las tablas del suelo. Estaba hecho de suave teca negra, fría y lisa al tacto, y los radios llevaban bandas ornamentales de plata, como una chica de sala de baile lleva ligas. Parecía exigir a gritos las manos de un piloto.

Joshua York se acercó al timón y lo tocó, recorriendo la madera negra y plateada con su pálida mano. Luego lo asió, como si fuera el piloto, y por un largo instante se quedó en aquella posición, con el timón entre las manos y sus ojos grises llenos de melancolía mientras contemplaba la noche y la niebla impropia del mes de junio. Todos los demás guardaron silencio y, por un momento, Abner Marsh casi pudo sentir que el barco se movía, por algún río oscuro de la mente, en un viaje extraño e interminable.

Joshua York se volvió entonces y rompió el encanto:

—Abner —dijo—, me gustaría aprender a pilotar este barco. ¿Puede usted enseñarme?

—Quiere ser piloto, ¿eh? —contestó Marsh, sorprendido. No le costaba ningún esfuerzo imaginarse a York como propietario o capitán, pero pilotar era algo muy distinto, aunque el mero hecho de que se lo pidiera le predispuso a bien con su socio, como si al fin comprendiera algo de sus pensamientos. Abner Marsh sabía bien lo que era desear ser piloto—. Bien, Joshua —respondió—, yo he pilotado durante bastante tiempo y es la sensación mejor del mundo, pero no es algo que se consiga en un momento, no sé si me entiende…

—El timón parece bastante fácil de dominar… —replicó York.

—Sí, diablos, pero no es a manejar el timón lo que hay que aprender —respondió Marsh con una carcajada—. Es el río, York, el río. El viejo Mississippi. Fui piloto ocho años antes de conseguir un barco propio, con licencia para el alto Mississippi y el Illinois. Pero nunca llegué a tenerla para el Ohio, ni para el bajo Mississippi y, por lo que sé sobre vapores, no hubiera podido pilotar por ellos y salvar la vida, pues no los conozco. Me ha costado años conocer los ríos que he llegado a conocer, y nunca he dejado de aprender cosas nuevas. Siempre ha de estar uno aprendiendo. El río cambia, Joshua, vaya si cambia. No es nunca el mismo en dos viajes consecutivos, y uno debe estar familiarizado con él centímetro a centímetro —Marsh se acercó a grandes pasos hasta el timón y puso en él una mano con pasión—. Pues bien, proyecto pilotar este barco, aunque sólo sea una vez. He soñado con él demasiadas veces para no tomarlo entre mis manos. Cuando corramos contra el Eclipse, quiero estar aquí, en la cabina del piloto, sí señor. Pero el barco es tan grande que sólo podrá utilizarse para el transporte de Nueva Orleans, y eso significa la parte baja del río, por lo que tendré que empezar a aprendérmelo, como siempre, centímetro a centímetro. Eso lleva tiempo y esfuerzo.—Alzó la mirada y observó a York—. ¿Todavía sigue queriendo ser piloto, ahora que sabe lo que representa?

—Podemos aprender juntos, Abner —contestó York.

Los compañeros de York empezaban a dar muestras de inquietud. Iban de una ventana a otra, Brown se cambiaba la linterna de una mano a otra y Simon estaba más serio que un cadáver. Smith le dijo algo a York en aquel idioma extranjero. York asintió.

—Tenemos que volver —dijo.

Marsh dio una última mirada, reacio a irse incluso entonces, y por fin les acompañó escaleras abajo.

Cuando ya habían recorrido un buen trozo de astilleros York se volvió y contempló el buque asentado sobre los pilones y claro entre la oscuridad. Los demás también se detuvieron y aguardaron en silencio.

—¿Conoce usted a Byron?—le preguntó York a Marsh. Este caviló unos instantes.

—Conozco a un tipo apodado “Blackjack” Pete que solía pilotar el Gran Turco. Creo que se apellidaba Brian.

—No Brian. Byron —sonrió York—. Lord Byron, el poeta inglés.

—¡Ah, ése! —respondió Marsh—. No soy muy dado a los poemas, pero creo que he oído hablar de él. Era cojo, ¿verdad? Y todo un genio con las mujeres.

—Exactamente, Abner. Un hombre asombroso. Tuve la fortuna de conocerle una vez. Nuestro barco me ha recordado un poema que escribió.

Empezó a recitar:

Avanza en Belleza, como la noche
de climas sin nubes y cielos estrellados;
todo lo mejor de la oscuridad y el fulgor
se reúne en su apariencia y en sus ojos:
Y así armoniza bajo esa tenue luz
lo que el Cielo le niega bajo el resplandor del día.

—Byron se refería a una mujer, naturalmente, pero sus palabras parecen aplicables también a nuestro barco, ¿verdad? ¡Mírelo, Abner! ¿Qué opina usted?

Abner Marsh no sabía muy bien qué pensar; los marineros no solían ir por ahí recitando poemas, y no sabía qué decirle a alguien que lo hiciera.

—Muy interesante —fue todo lo que se le ocurrió.

—¿Qué nombre le pondremos?—preguntó York, con los ojos aún fijos en el barco y una sonrisa en los labios—. ¿Le sugiere alguno el poema?

—No vamos a ponerle el nombre de un inglés cojo, si es eso lo que está pensando —respondió Marsh con un gruñido, mientras fruncía el entrecejo.

—No, no pensaba en eso. Tenía en mente algo así como Lady Oscuridad, o…

—Yo también tenía un nombre en mente —dijo Marsh—. Después de todo, seguimos siendo la “Compañía de paquebotes del río Fevre”, y este barco es todo lo que soñaba hecho realidad —alzó el bastón de nogal y apuntó a la cabina del timonel—. Lo pondremos ahí, en grandes letras azules y doradas: Sueño del Fevre —sonrió—. El Sueño del Fevre contra el Eclipse; se hablará de esa carrera mucho después de que todos hayamos muerto.

Por un instante, algo extraño y escalofriante cruzó por los ojos de Joshua York. Luego, se fue tan rápidamente como había surgido.

Sueño del Fevre —musitó—. Fevre, fiebre… ¿No le suena un poco… siniestro? Me sugiere enfermedad, fiebres, muerte y visiones fantasmagóricas. Sueños que… Sueños que no deberían soñarse, Abner.

Marsh frunció el ceño.

—No sé de qué me habla. A mí me gusta.

—¿Querrá la gente viajar en un barco con ese nombre? Se sabe que algunos vapores han transportado el tifus y la fiebre amarilla. ¿Quiere que recuerden esas cosas?

—No. Ya han subido a mi Dulce Fevre —repuso Marsh—. Y también en el Águila de la Guerra y el Fantasma, e incluso en barcos con nombres de pieles rojas. También subirán al nuestro.

El pálido y fantasmal Simón dijo algo entonces, con una voz áspera como una sierra oxidada y en un idioma extraño a Marsh, aunque distinto del que utilizaban Smith y Brown. York le escuchó y su rostro adquirió un aspecto pensativo, como si el nombre continuara siendo un problema.

Sueño del Fevre —repitió—. Esperaba… un nombre más sano, pero Simon me ha hecho cambiar de opinión. Sea entonces como usted desea, Abner. Ahí tiene su Sueño del Fevre.

—Bien —contestó Marsh. York asintió, con gesto ausente.

—Nos veremos mañana para cenar en el Galt House, a las ocho. Haremos planes para nuestro viaje a San Luis y charlaremos sobre la tripulación y el aprovisionamiento, si le parece.

—Perfectamente —asintió Marsh con un gruñido, y York y sus acompañantes partieron hasta su bote, desvaneciéndose entre la niebla. Mucho después de que hubieran desaparecido, Marsh todavía rondaba los astilleros con la vista puesta en el vapor inmóvil y silencioso. “Sueño del Fevre”, dijo en voz alta, sólo para probar a qué sabían aquellas palabras en su boca.

Sin embargo, extrañamente y por vez primera, el nombre sonó mal en sus oídos, preñado de connotaciones que le producían desasosiego. Se estremeció, atravesado por un instante de frío inexplicable. Después, con un bufido, se fue a dormir.

CAPITULO CUATRO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Ohio, julio de 1857

El Sueño del Fevre partió de New Albany cuando ya había oscurecido, en una noche sofocante de principios de julio. En todos sus años en el río, Abner Marsh no se había sentido tan vivo como aquel día. Se pasó la manana atendiendo a los últimos detalles en Louisville y New Albany; contrató un barbero y almorzó con los hombres del astillero, y echó al correo un montón de cartas. Con el calor de primeras horas de la tarde, se instaló en su camarote, hizo una última comprobación por todo el barco para asegurarse de que todo estuviera a punto y dio la bienvenida a los pasajeros según iban llegando. La cena le ocupó apenas unos minutos; de inmediato, acudió a la cubierta principal para ver si el ingeniero y los maquinistas tenían a punto las calderas y para supervisar al primer oficial, que se ocupaba de revisar la colocación de la última carga. El sol se abatía inmisericorde y el aire se hacía denso e inmóvil, y los estibadores brillaban de sudor mientras subían cajas, balas y toneles por estrechas rampas, bajo las constantes maldiciones del primer oficial.

Al otro lado del río, en Louisville, otros vapores realizaban la misma operación de carga o estaban a punto de zarpar; eran el gran Jacob Strader de baja presión, de la Cincinnati, Mail Line, el veloz Sureño de la Cincinnatti Louisville Packet Company, y otra media docena de barcos de menor tamaño. Escudriñó para ver si alguno de ellos bajaba ya el río, sintiéndose fenomenalmente bien pese al calor y a las nubes de mosquitos que ascendían del río cuando el sol se ponía.

La cubierta principal estaba llena de carga de proa a popa, ocupando todo el espacio que dejaban las calderas y motores. Llevaba ciento cincuenta toneladas de hojas de tabaco en balas, treinta toneladas de raíles de hierro, incontables toneles de azúcar, harina y coñac, cajas que contenían muebles de lujo para un ricachón de San Luis, un par de rocas de sal, algunas balas de seda y algodón, treinta barriles de clavos, dieciocho cajas de fusiles, algunos libros y periódicos y otros géneros diversos. Y grasa de cerdo, una docena de grandes toneles de grasa de cerdo de la mejor calidad. Sin embargo, esta grasa no podía considerarse propiamente como parte de la carga; Marsh la había comprado y ordenado que la subieran a bordo.

La cubierta también estaba llena de pasajeros, hombres, mujeres y niños, apretujados como los mosquitos del río y bullendo entre la carga. Habían embarcado cerca de trescientos, al precio de un dólar por el pasaje hasta San Luis. El pasaje sólo cubría el viaje; la comida que consumieran la tenían que llevar ellos mismos, y los más afortunados encontrarían un lugar para dormir en la cubierta. La mayoría eran extranjeros, irlandeses, daneses y enormes alemanes que se gritaban unos a otros en idiomas que Marsh desconocía, bebiendo y maldiciendo y dándoles cachetes a sus hijos. También habían algunos tramperos y agricultores, demasiado pobres para pagar otra cosa que los pasajes de cubierta, los más baratos que Marsh ofrecía.

Los pasajeros de camarote habían desembolsado diez dólares, al menos aquellos que se dirigían hasta San Luis. Casi todos los camarotes iban ocupados, pese al precio; el encargado de recepción le dijo a Marsh que iban a bordo ciento setenta y siete pasajeros de camarote, y a Marsh le pareció un buen número, tan lleno de sietes. La lista incluía a una docena de plantadores, al presidente de una gran compañía peletera de San Luis, a dos banqueros, a un rico británico y sus tres hijas, y a cuatro monjas que iban camino de Iowa. También llevaban a bordo a un predicador, pero eso carecía de importancia ya que no transportaban ninguna yegua gris; era bien sabido entre los marinos que un predicador y una yegua gris en el mismo barco eran una invitación al desastre.

En cuanto a la tripulación, Marsh se sentía satisfecho. Los dos pilotos no eran nada especial, pero sólo los había contratado temporalmente para que llevaran el buque a San Luis, pues ambos eran expertos en el río Ohio y el Sueño del Fevre iba a ocuparse en el tráfico de Nueva Orleans. Ya había escrito a San Luis y a Nueva Orleans, y un par de magníficos pilotos de la parte inferior del Mississippi le aguardaban en el “Albergue de los Plantadores”. En cambio, el resto de la tripulación era la mejor que podía formar con los hombres del río, según pensaba Marsh. El maquinista era Whitey Blake, un hombrecillo enojadizo cuyos fieros mostachos canos siempre mostraban manchas de grasa de los motores. Whitey ya había estado con Abner Marsh en el Eli Reynolds, y después en el Elizabeth A. y en el Dulce Fevre, y no había nadie que supiera de motores a vapor más que él. Jonathon Jeffers, el sobrecargo, llevaba unas gafas de montura dorada, polainas de lujo abotonadas, y el cabello castaño peinado hacia atrás con gomina, pero era el terror con las cifras y los regateos, nunca se olvidaba de nada, conseguía verdaderas gangas y era un mediano jugador de ajedrez. Jeffers había estado en las oficinas centrales de la compañía hasta que Marsh le escribió para que se hiciera cargo del Sueño del Fevre. No había dudado en acudir pues, pese a su apariencia de dandy, en el fondo de su oscura alma de contable había un hombre del río. También llevaba bastón de estoque con empuñadura de oro. El cocinero era un negro emancipado llamado Toby Lanyard, que había estado con Marsh durante catorce años, desde que éste probara sus platos en Natchez, lo comprara y le concediera la libertad. Y el primer oficial —cuyo nombre era Michael Theodore Dunne, aunque todo el mundo le llamaba simplemente Hairy Mike salvo los esclavos, que le llamaban Mister Dunne Señor. Era uno de los hombres más enormes, tacaños y tercos de todo el río; casi medía los dos metros y tenía ojos verdes, bigote negro y un pelo negro rizado y espeso que le cubría los brazos, el pecho y las piernas. Tenía muy mala lengua y peor genio, y nunca iba a ningún sitio sin su barra de hierro negro de un metro de longitud. Abner Marsh no le había visto nunca pegar a nadie con la barra, salvo un par de veces, pero siempre la llevaba asida, en la mano, y entre los esclavos que cargaban los barcos corría el rumor de que en una ocasión le había abierto la cabeza a un hombre que había dejado caer un tonel de coñac al agua. Era un primer oficial duro y exigente, y nadie dejaba caer nada mientras él supervisaba. Todo el mundo en el río respetaba al diablo de Hairy Mike Dunne.

Sí, era una magnífica tripulación, la del Sueño del Fevre. Desde el primer día, todo el mundo se aplicó a su trabajo y así, cuando las estrellas ya cubrían el cielo sobre New Albany, la carga y los pasajeros estaban a bordo y en su sitio, el vapor tomaba fuerza y los hornos rugían con una terrible luz rojiza y calor suficiente para que casi no se pudiera pisar la cubierta principal; mientras, en la cocina se preparaba una magnífica comida. Abner Marsh lo comprobó todo una vez más y, cuando estuvo satisfecho, subió a la cabina del piloto, que lucía resplandeciente y magnífica sobre el caos y el griterío de las cubiertas inferiores. “Marcha atrás”, ordenó al piloto. Este pidió vapor y puso en marcha las dos grandes ruedas. Abner March lo contempló con respeto y el Sueño del Fevre se deslizó suavemente en las aguas negras e iluminadas por las estrellas del río Ohio.

Una vez en el río, el piloto dio marcha contraria a las palas y encaró el barco a favor de la corriente. El gran vapor vibró un poco y se dirigió al canal principal con docilidad, con un chunkachunka chunkachunka de las palas al batir las aguas, con una velocidad cada vez en aumento, sumando a la suya propia la de la corriente, y refulgiendo rápido como el sueño de cualquier marinero del río, rápido como el pecado, rápido como el propio Eclipse. Sobre sus cabezas, las chimeneas mostraban dos grandes columnas de humo negro, y nubes de pequeñas chispas se alzaban al aire y se desvanecían tras el barco, cayendo al río y muriendo como infinitas polillas rojas y anaranjadas. A los ojos de Marsh, el humo, el vapor y las chispas que dejaban atrás eran una visión mejor y más grandiosa que todos los fuegos artificiales que había visto en Lousville el Cuatro de Julio. El piloto alzó el brazo e hizo sonar la sirena a vapor. El largo y estridente aullido de ésta los dejó sordos por un momento; era una sirena maravillosa, con un tono extremadamente agudo que podía escucharse a kilómetros de distancia.

Hasta que las luces de Louisville y New Albany no desaparecieron tras ellos y el Sueño del Fevre avanzó entre las orillas tan negras y vacías como lo habían estado un siglo antes, no advirtió Marsh que Joshua York había acudido a la cabina del piloto y se encontraba a su lado.

Iba elegantemente vestido, con pantalones y frac de un blanco impoluto, chaleco azul marino, camisa blanca llena de puntillas y adornos, y corbata de seda azul. La cadena del reloj que le colgaba del chaleco era de plata y, en una de sus pálidas manos, York llevaba un gran anillo de plata con una reluciente piedra azul. Blanco, azul y plata, tales eran los colores del barco, y York parecía parte del mismo. La cabina del piloto lucía unas vistosas cortinas azul y plata, y el sofá de la parte trasera era azul, igual que el hule encerado de las paredes.

—Vaya, me gusta su vestimenta, Joshua —le dijo Marsh. York le devolvió una sonrisa.

—Gracias —respondió—. Me pareció adecuada. Usted también tiene un aspecto magnífico.

Marsh se había comprado una nueva chaqueta de marino con relucientes botones de cobre y una gorra con el nombre del vapor bordado con hilo de plata.

—Sí —asintió Marsh. Nunca se sentía cómodo con los cumplidos, le resultaba mucho más sencillo maldecir—. ¿Estaba usted levantado cuando zarpamos?—le preguntó. York había estado durmiendo en la cabina del capitán en la cubierta superior durante la mayor parte del día, mientras Marsh sudaba y gritaba y llevaba a cabo la mayoría de las tareas encomendadas al capitán. Marsh había ido acostumbrándose lentamente a que York y sus amigos vivieran de noche y durmieran durante el día. Ya había conocido a otros que hacían lo mismo y en cierta ocasión había tratado del tema con Joshua. Este se había limitado a sonreír y a mencionarle otra vez el poema aquel del “resplandor del día”.

—Sí, estaba en la cubierta superior, delante de las chimeneas, observándolo todo. Hacía frío ahí arriba, cuando el vapor estaba en movimiento.

—Los vapores rápidos se hacen su propio viento —contestó Marsh—. No importa lo cálido que sea el tiempo o lo cargadas que vayan las calderas, aquí arriba siempre hace frío y viento. A veces lo siento un poco por esos que van abajo, en la cubierta principal pero, qué diablos, sólo han pagado un dólar.

—Naturalmente —asintió Joshua.

En aquel preciso instante, el barco hizo un pesado thunk, y se agitó un poco.

—¿Qué ha sido eso?—preguntó York.

—Probablemente, hemos pasado sobre un tronco —contestó Marsh—. ¿No es así?—le preguntó al piloto.

—En efecto —contestó el hombre—. No tema, capitán. No ha habido danos.

Abner Marsh asintió y se volvió hacia York.

—Bien, ¿le parece bien que bajemos a la cabina principal? Los pasajeros estarán merodeando arriba y abajo, viendo cómo es la primera noche a bordo, así que podremos encontrarnos con algunos, hablar con ellos y comprobar que todo está bien y a punto.

—Me encantará —contestó York—. Pero antes, Abner, ¿quiere venir a tomar una copa en mi camarote? Tenemos que celebrar la partida, ¿no le parece?

—¿Una copa? —contestó Abner, encogiéndose de hombros—. Bien, no veo por qué no —saludó al piloto tocándose la gorra—. Buenas noches, señor Daly. Haré que le envíen un poco de café, si le apetece.

Abandonaron la cabina del piloto y se encaminaron a la del capitán, deteniéndose un instante mientras York abría la puerta. Joshua había insistido en que ese camarote en particular, y todos los del barco en general, tuvieran buenas cerraduras. Era algo un tanto peculiar, pero Marsh no puso muchos reparos. York no estaba acostumbrado a la vida en un vapor, después de todo, y la mayoría de sus exigencias habían sido bastante acertadas, como toda aquella plata y aquellos espejos que convertían el salón principal en algo tan espléndido.

El camarote de York era tres veces más largo que los de los pasajeros, y el doble de ancho. Así pues, para lo normal en un vapor resultaba inmenso. Sin embargo, aquélla era la primera vez que Abner Marsh entraba en él desde que York tomara posesión, y por ello echó una mirada curiosa alrededor. Un par de lámparas de aceite a ambos lados del camarote daban al interior una luz cálida y acogedora. Las ventanas, muy amplias, con sus cristaleras de colores, estaban ahora oscuras, cerradas y cubiertas con unas cortinas de terciopelo muy pesadas que parecían suaves y ricas a la luz de las lámparas. En una esquina había una cómoda con una Jofaina encima y un espejo enmarcado en plata sobre la pared. Había también una cama de plumón estrecha pero de aspecto cómodo, dos grandes sillas de cuero, y un enorme escritorio de palo de rosa con muchos cajones, rincones y muescas. Estaba pegado a uno de los tabiques. Sobre él había colocado un mapa antiguo, auténtico, del sistema de ríos del Mississippi. La superficie del escritorio estaba cubierta de libros encuadernados en piel y pilas y pilas de periódicos. Esta era otra de las peculiaridades de Joshua York; leía un número inaudito de periódicos, de casi todas partes: ingleses, periódicos en lenguas extranjeras, el Tribune del señor Greeley y, por supuesto, el Herald de Nueva York, así como casi todos los de San Luis y Nueva Orleans, y toda suerte de pequeños semanarios de los pueblos de las riberas. Cada día recibía paquetes de periódicos. Libros también. Había una gran librería en el camarote, repleta, y algunos libros más se apilaban sobre una mesilla junto a la cama, con un candelabro con velas medio derretidas.

Sin embargo, Abner Marsh no perdió el tiempo con los libros. Junto a la estantería había un tonelete de vino, a cuyo lado se veían veinte o treinta botellas. Se acercó directamente allí y sacó una botella. No llevaba etiqueta, y el líquido del interior tenía un tono rojo sombrío, casi negro. El tapón iba sellado con una capa reluciente de cera negra.

—¿Tiene un cuchillo?—le preguntó a York, volviéndose con la botella en las manos.

—No creo que le gustara mucho esa cosecha, Abner —respondió York. Sostenía una bandeja con dos copas de plata y un decantador de cristal—. Tengo por aquí un jerez excelente. ¿Por qué no lo probamos?

Marsh dudó. El jerez de Joshua solía ser simplemente bueno, y a él le fastidiaba beberlo; en cambio, conociendo a Joshua, pensó que cualquier vino que guardara en un lugar reservado tendría que ser superlativo. Además, sentía curiosidad. Se pasó la botella de una mano a otra. El líquido del interior se agitó un poco, ondulando como uno de aquellos licores dulces.

—¿Qué es esto, entonces?—preguntó Marsh, frunciendo el ceño.

—Una receta casera —replicó York —. Parte vino, parte coñac y parte licor, sin el sabor de ninguno de ellos. Una bebida rara, Abner. A mis compañeros y a mí nos gusta con delirio, pero a la mayoría de la gente no le agrada su sabor. Estoy seguro de que preferirá usted el jerez.

—Bien —dijo Marsh, dejando la botella—, cualquier cosa que beba usted será buena para mí. Pero usted sirve un buen jerez, es bastante cierto —añadió con una sonrisa—. Pero no tenemos prisa, y sí bastante sed, al menos yo. ¿Por qué no probamos los dos?

Joshua York se rió, con una carcajada de puro y espontáneo deleite, profundo y musical.

—Abner —dijo—, es usted un hombre singular y formidable. Le tengo simpatía. Sin embargo, no le gustará ese brebaje; pero si insiste, lo tomaremos.

Se instalaron en las dos sillas de cuero, York dejó la bandeja en la mesita que había entre ellas. Marsh le pasó la botella de vino, o lo que fuera. De algún lugar de entre los prístinos pliegues de su blanco traje, York extrajo un estilizado cuchillo con mango de marfil y una larga hoja de plata. Quitó la cera y con un único y hábil giro clavó la punta del cuchillo en el corcho y lo sacó con un pop. El líquido brotó lentamente, como miel rojinegra en las copas de plata. Era opaco y parecía lleno de diminutas motas negras. Debía ser fuerte, pensó Marsh. Alzó la copa y lo olió, y el alcohol que contenía le inundó de lágrimas los ojos.

—Tenemos que hacer un brindis —dijo York, alzando su copa.

—Por todo el dinero que vamos a ganar —se rió Marsh.

—No —dijo York en tono serio. Sus diabólicos ojos grises tenían un tono de grave melancolía. Marsh no deseaba que York se pusiera a recitar poemas otra vez—. Abner —continuó York—, sé lo que significa el Sueño del Fevre para usted. Quiero que sepa que también significa mucho para mí. Este día es el comienzo de una gran nueva vida. Usted y yo, juntos, lo hemos construido, y seguiremos adelante hasta convertirlo en una leyenda. Siempre me ha gustado la belleza, Abner, pero ésta es la primera vez en mi vida que la he creado, o que he colaborado en su creación. Fue una buena idea traer algo nuevo y bueno al mundo. Especialmente para mí. Y tengo que darle las gracias por ello —alzó su copa—. Bebamos por el Sueño del Fevre y todo lo que representa, amigo mío. Belleza, libertad y esperanza. ¡Por nuestro barco y un mundo mejor!

—¡Por el vapor más veloz del río! —contestó Marsh, y bebieron. Casi se atragantó. La bebida privada de York bajaba como un fuego, abrasándole la parte de atrás de la garganta y extendiendo su calor por las entrañas, pero tenía también una especie de dulzor empalagoso y un asomo de aroma desagradable que toda su fuerza y su dulzor no acababan de ocultar. Marsh pensó que sabía como si algo se hubiera podrido en la botella.

Joshua York se tomó su copa con un único y largo movimiento, echando atrás la cabeza. Luego la dejó a un lado, contempló a Marsh y se rió otra vez.

—Esa mirada suya, Abner, resultaba maravillosamente grotesca. No se sienta obligado a cumplidos. Ya se lo advertí. ¿Por qué no toma ahora un poco de jerez?

—Creo que sí —replicó Marsh—. Decididamente, lo tomaré.

Más tarde, cuando dos copas de jerez hubieron borrado el sabor de la extraña bebida de la garganta de Marsh, charlaron un poco.

—¿Cuál es nuestra siguiente etapa, después de San Luis, Abner?—le preguntó York.

—Nueva Orleans. No hay otra ruta mejor para un barco de este tamaño.

York le obsequió con un nervioso movimiento de cabeza.

—Lo sé, Abner. Tenía curiosidad por enterarme de cómo pensaba usted convertir en realidad su sueño de batir al Eclipse. ¿Lo buscará y lo desafiará? Lo deseo, siempre que eso no nos retrase demasiado o nos aparte de nuestra ruta.

—Me gustaría que fuera así de sencillo, pero no lo es. Diablos, Joshua, hay miles de vapores en el río, y a todos les encantaría batir al Eclipse. Pero éste también tiene que hacer viajes, igual que nosotros, y trasladar pasajeros y carga. No puede estar compitiendo en carreras continuamente. De todos modos, su capitán sería un estúpido si aceptara nuestro desafío. ¿Quiénes somos nosotros, dígame? Un nuevo vapor recién salido de New Albany del que nadie ha oído hablar. El Eclipse tendría todo que perder y nada a ganar si corriera contra nosotros —vació otra copa de jerez y pidió a York que la volviera a llenar—. No, primero tenemos que dedicarnos a lo nuestro y crearnos una buena reputación. Que en todo el río se conozca al Sueño como un barco rápido. Muy pronto, la gente empezará a hablar de eso, y a preguntarse qué sucedería si el Sueño del Fevre y el Eclipse se enfrentaran. Quizá nos lo encontremos un par de veces en el río y lo adelantemos. Se empezará a hablar, y comenzarán las apuestas. Quizás hagamos alguno de los recorridos que hace el Eclipse y superemos sus tiempos. El vapor más rápido se lleva la mejor carga, ¿sabe? Los plantadores, exportadores y demás quieren sus mercancías en el mercado lo antes posible, y por eso escogen el barco más rápido. Y así, con el tiempo, la gente empezará a pensar que nosotros somos los más veloces del tramo bajo del río y empezará a llovernos la carga, y le daremos al Eclipse donde más le duele, en el bolsillo. Entonces, verá lo fácil que resulta conseguir una carrera contra él para ver de una vez por todas quién supera a quién.

—Comprendo —dijo York —. ¿Entonces, este viaje a San Luis va a ser el punto de partida de nuestra reputación?

—Bueno, de momento no intento batir ninguna marca. Nuestro barco es muy nuevo y no quiero forzarlo. Ni siquiera tenemos a bordo todavía a nuestros pilotos titulares, ni nadie sabe aún cómo se comporta. Además, tenemos que darle a Whitey un poco de tiempo para solucionar pequeños problemas en los motores y preparar adecuadamente a la tripulación —dejó en la mesilla la copa vacía—. Eso no quiere decir que no podamos iniciar alguna otra cosa —dijo con una sonrisa—. Ya encontraremos algo que nos convenga, ya verá.

—Bien —respondió York—. ¿Más Jerez ?

—No —contestó Marsh—. Creo que deberíamos continuar en el bar. Le invito a una copa allí. Le garantizo que tendrá mejor sabor que esa maldita botella suya.

—Encantado —sonrió York.

Aquella noche no fue como las demás para Abner Marsh. Fue una noche mágica, como un sueño. Pareció tener cuarenta o cincuenta horas, y cada una de ellas impagable. El y York estuvieron levantados hasta el alba, bebiendo y charlando y dando vueltas por la maravilla de barco que acababan de construir. Al día siguiente, Marsh se despertó de tal forma que apenas pudo recordar la mitad de lo que habían hecho la noche anterior. Pero algunos momentos quedaron fijos en su memoria.

Recordaba cuando entraron en el gran salón, superior al del mejor hotel del mundo. Los candelabros brillaban, las lámparas lucían y las lágrimas de cristal refulgían. Los espejos hacían que la sala pareciera el doble de ancha. Una multitud se agolpaba junto a la barra charlando de política y cosas así. Marsh se unió a ella durante un rato y escuchó a la gente quejarse de los abolicionistas y discutir sobre si Stephen A. Douglas debía ser el próximo presidente, mientras York saludaba a Smith y Brown, que estaba en una de las mesas jugando a las cartas con algunos plantadores y un notorio jugador. Alguien tocaba el gran piano, las puertas de los camarotes se abrían y cerraban continuamente y toda la sala brillaba de luces y risas.

Más tarde, recorrieron un mundo diferente en la cubierta principal; la carga apilada por todas partes, con los cargadores y pasajeros de cubierta dormidos sobre rollos de cuerda y sacos de azúcar, una familia reunida en torno a un pequeño fuego encendido para cocinar algo, un borracho tumbado tras las escaleras. La sala de máquinas estaba inundada del resplandor rojo de los hornos y Whitey estaba en medio, con su camiseta manchada de sudor y la barba llena de grasa, gritándoles a los marineros para hacerse oír por encima del siseo del vapor y el chunkachunka de las palas al surcar el agua. Las bielas resultaban impresionantes al girar adelante y atrás en poderosos golpes. Se quedaron un rato contemplándolas, hasta que el calor y el olor del aceite empezó a ser molesto para ellos.

Poco después, subieron a la cubierta superior, pasándose una botella, tropezando y charlando de frente al frío y al viento. Las estrellas brillaban como los diamantes de una dama sobre sus cabezas y las banderas del Sueño del Fevre se agitaban en los mástiles de popa y de proa, y el río a su alrededor era más negro que el esclavo más negro que Abner hubiera visto nunca.

Así pasaron toda la noche, con Daly en la torreta de la cabina del piloto, llevándoles a una marcha moderada —nada comparado con lo que podían alcanzar, como bien sabía Marsh— por el oscuro Ohio, con el vacío a su alrededor. Era un viaje encantado, sin tocones, troncos o bancos de arena que pudieran molestarles. Sólo en un par de ocasiones tuvieron que lanzar una sonda para comprobar la profundidad, y en ambas encontraron suficiente agua al dejar caer la plomada. En la orilla se divisaban unas cuantas casas, la mayoría a oscuras y bien cerradas para pasar la noche, menos una en la que se veía una lámpara encendida en la ventana. Marsh se preguntó quién estaría despierto allí, y que pensaría al ver pasar el vapor. Debía ser un buen espectáculo, con todas las cubiertas encendidas y la música y las risas esparciéndose sobre las aguas, y las chispas y el humo de las chimeneas, y el nombre bien grande en la rueda, Sueño del Fevre, con sus bonitas letras azules orladas de plata. Casi deseó estar en la orilla sólo para verlo.

El momento culminante se produjo poco antes de la medianoche, al hacerse visible otro vapor que batía el agua delante de ellos. Cuando Marsh lo vio, asió a York por el codo y lo condujo a la cabina del piloto. Había gente allí. Daly seguía junto al timón, con una taza de café en las manos, y los otros dos pilotos y tres pasajeros estaban sentados en el sofá detrás de él. Los pilotos no habían sido contratados por Marsh, pero cualquier piloto se podía mover por cualquier barco que deseara según la costumbre establecida en el río, y habitualmente subían a la cabina para charlar con el encargado de llevar el timón y comentar cosas del río. Marsh los ignoró.

—Señor Daly —le dijo al piloto—. Hay un vapor delante nuestro.

—Ya lo veo, capitán Marsh —replicó Daly con una sonrisa lacónica.

—Me pregunto qué barco será. ¿Tiene usted idea, Daly?

Fuera el que fuese, no era gran cosa; un pequeño vapor con palas a popa y una cabina de piloto como una caja de galletas.

—Claro que no —contestó el piloto.

Abner Marsh se volvió hacia Joshua York.

—Joshua —le dijo—, usted es el auténtico capitán, y no quiero hacerle demasiadas sugerencias, pero lo cierto es que tengo una gran curiosidad por saber cuál es ese vapor que nos antecede. ¿Por qué no le dice a Daly que nos acerque a él para satisfacer mi curiosidad?

—Desde luego —dijo York con una sonrisa—. Señor Daly ya ha oído al capitán Marsh. ¿Cree que el Sueño del Fevre podría alcanzar al barco de ahí delante?

—Puede alcanzar a cualquiera —respondió el piloto. Pidió más vapor al maquinista, volvió a pulsar el silbato, y el salvaje aullido se repitió con el eco por todo el río, como para avisar al vapor que iba delante de que el Sueño del Fevre iba a rebasarlo.

El silbido bastó para trasladar a los pasajeros del gran salón a la cubierta. Incluso consiguió que los pasajeros de cubierta se levantaran de los sacos de harina. Un par de personas ascendieron por la escalerilla e intentaron entrar en la cabina del piloto, pero Marsh los echó hacia abajo a empujones, junto a los tres que ya estaban arriba cuando llegaron. Muchos corrieron hacia la proa del barco, y luego al costado de babor cuando quedó claro que iba a ser por ese lado por donde adelantarían al otro barco.

—Malditos pasajeros —murmuró Marsh a York—. Nunca sabrán equilibrar un barco. Un día de estos correrán todos al mismo costado y harán naufragar algún pobre vapor, se lo juro.

Pese a todas sus quejas, Marsh estaba complacido. Whitey se encargaba de poner más leña abajo, los hornos rugían y las grandes palas giraban cada vez con más rapidez. Todo terminó en pocos minutos. El Sueño del Fevre pareció devorar las millas que lo separaban del otro barco y, cuando lo sobrepasó, un coro de risas se alzó de las cubiertas inferiores, sonando a música en los oídos de Marsh.

Al pasar al pequeño vapor con ruedas a popa, York leyó su nombre en la cabina del piloto.

—Me parece que era el Mary Kaye —le dijo a Marsh.

—¡Qué se vaya a freír espárragos! —exclamó éste.

—¿Es un barco conocido?

—Diablos, no —replicó Marsh—. Nunca había oído su nombre. ¿Qué le ha parecido?

Se puso a reír estruendosamente y le palmeó la espalda a York, y al poco rato todo el mundo en la cabina del piloto reía a carcajadas.

Antes de que terminara la noche, el Sueño del Fevre había cogido y sobrepasado a media docena de vapores, incluido uno de ruedas laterales, casi de su tamaño, pero en ningún caso fue tan excitante como la primera vez cuando adelantaron al Mary Kaye.

—¿Quería saber cómo íbamos a empezar? —le dijo Marsh a York cuando abandonaron la cabina del piloto—. Pues bien, Joshua, ya ha visto cómo.

—Sí —dijo York, mirando a su espalda, donde el Mary Kaye empequeñecía con la distancia—. Desde luego que sí.

CAPITULO QUINTO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE, río Ohio,

julio de 1857

Con o sin dolor de cabeza, Abner Marsh era un marino demasiado bueno para pasar todo el día durmiendo, sobre todo un día tan importante como aquél. Hacia las once se incorporó en la cama, tras unas cuantas horas de sueño, se lavó la cara con un poco de agua tibia de la jofaina que tenía junto a la mesilla de noche, y se vistió. Había mucho trabajo que hacer y York no iba a levantarse hasta que anocheciera. Marsh se puso la gorra, masculló algo frente al espejo y se crespó un poco la barba. Después, tomó el bastón y bajó tambaleándose de la cubierta superior a la de calderas. Primero visitó los servicios y luego se encaminó a la cocina.

—Me he perdido el desayuno, Toby —le dijo al cocinero, que ya estaba preparando la comida—. Haz que uno de tus pinches me prepare media docena de huevos y una loncha de jamón y envíamelo todo a la cubierta superior, ¿quieres? Y café también. Litros de café.

En el gran salón, Marsh tomó un par de tragos rápidos que le hicieron sentirse algo mejor. Murmuró algunas palabras amables a pasajeros y camareros, y regresó a la cubierta superior para esperar el desayuno. Cuando hubo comido, Abner empezó a sentirse nuevamente él mismo.

Después de desayunar, subió a la cabina del piloto. Había cambiado el turno y ahora estaba al timón el otro, a quien solo hacía compañía uno de los pilotos que viajaban en el barco.

—Buenos días, señor Kitch —le dijo Marsh al piloto—. ¿Cómo va el barco?

—No me quejo —replicó Kitch, al tiempo que miraba a Marsh—. Este barco suyo es muy retozón. Si lo va a utilizar en la zona de Nueva Orleans, será mejor que se busque unos buenos pilotos. Necesita una mano fuerte al timón, vaya que sí.

Marsh asintió. No le tomaba por sorpresa; con frecuencia, los barcos rápidos eran difíciles de manejar. No le preocupaba. Ningún piloto que no supiera lo que se traía entre manos iba a acercarse siquiera al timón del Sueño del Fevre.

—¿Qué tiempos estamos haciendo?—preguntó Marsh.

—Bastante buenos —replicó el piloto, encogiéndose de hombros—. Podemos ir más rápidos, pero el señor Daly dijo que no teníamos prisa, así que vamos tranquilos.

—Atraque en Paducah cuando lleguemos —le ordenó Marsh—. Tenemos que desembarcar un par de pasajeros y parte de la carga.

Siguieron charlando unos minutos y, por último, bajó otra vez a la cubierta de calderas.

La cabina principal estaba dispuesta para el almuerzo. El brillante sol del mediodía entraba por las claraboyas en una cascada de colores, y bajo ellas una larga hilera de mesas se extendía en toda la longitud del salón. Los camareros disponían la plata y la porcelana; los vasos de cristal brillaban a la luz. Marsh captó, procedentes de la cocina, unos aromas maravillosos que hacían la boca agua. Se detuvo y encontró un menú, lo repasó y decidió que seguía hambriento. Además, York todavía no estaba por allí, y quedaba muy bien que uno de los capitanes compartiera el almuerzo con los pasajeros de camarote y los demás oficiales.

La comida resultó excelente, según Marsh, quien había dado cuenta de un gran plato de cordero asado con salsa de perejil, un pichón, un montón de patatas irlandesas, maíz verde y remolacha, y dos trozos del famoso pastel de pacana de Toby. Cuando terminó el almuerzo, Marsh se sentía de lo más amable. Incluso le dio permiso al predicador para que pronunciara unas palabras sobre la evangelización de los indios, aunque habitualmente no permitía sermones en sus barcos. Consideró que debía mantener entretenidos a los pasajeros y que incluso el escenario más maravilloso se hacía aburrido con el tiempo.

A primera hora de la tarde, el Sueño del Fevre atracó en Paducah, situada en el lado del río en que se encuentra Kentucky, donde el Tennessee desembocaba en el Ohio. Era la tercera parada del viaje, pero la primera de cierta duración. Durante la noche habían parado un momento en Rossborough para desembarcar tres pasajeros, y subieron leña y un poco de carga en Evansville mientras Marsh dormía. Sin embargo, en Paducah tenían que desembarcar doce toneladas de barras de hierro, así como algunos sacos de harina, azúcar y libros, y les aguardaban cuarenta o cincuenta toneladas de leña para cargar. Paducah era una buena ciudad maderera y a ella bajaban almadías de troncos procedentes del Tennessee, que llegaban a invadir el río y a obstaculizar el paso de los vapores. Como a la mayoría de los marineros del río, a Marsh le desagradaban mucho las almadías. La mayoría de las veces no llevaban luces nocturnas y en muchas ocasiones eran abordadas por algún infortunado vapor, y aún tenían las narices de maldecir y arrojar cosas.

Por fortuna, no habían almadías de troncos en las cercanías cuando arribaron a Paducah y tendieron amarras. Marsh echó una mirada a la carga que aguardaba en la ribera, entre la que se veía varias pilas enormes de cajas y varias balas de tabaco, y decidió que no costaría gran cosa acomodar un poco más de carga en la cubierta principal. Sería una vergüenza, pensó, zarpar de Paducah y dejarle todos aquellos bultos a otro barco.

Pronto el Sueño del Fevre estuvo amarrado y un enjambre de mozos de cuerda bajaron las planchas y empezaron a descargar. Hairy Mike se movía entre ellos gritando:

—Vamos, rápido, que no sois pasajeros de camarote incapaces de trabajar. Tú, chico, si se te cae eso, a mí se me va a caer encima de tu cabeza esta barra de hierro…

La pasarela tocó el suelo del muelle y unos cuantos pasajeros empezaron a desembarcar.

Marsh se decidió. Se dirigió a la oficina del sobrecargo, donde encontró a Jonathon Jeffers comprobando unos conocimientos de embarque.

—¿Tiene que hacer eso ahora, señor Jeffers? —le dijo.

—En absoluto, capitán Marsh —repuso Jeffers, al tiempo que se quitaba las gafas y las limpiaba con un pañuelo—. Son para Cairo.

—Bien —dijo Marsh—. Venga conmigo. Vamos a bajar a tierra y encontrar al amo de esa carga que está ahí al sol. Así sabremos para dónde va. Me imagino que irá camino de San Luis, o algún punto intermedio, y quizá podamos sacar algún dinero llevándola.

—Excelente —respondió Jeffers. Se levantó de su taburete, se enderezó su cuidada chaqueta negra, comprobó que su gran barra de acero estaba bien guardaba y cogió un bastón de estoque.

—Conozco una buena taberna en Paducah —añadió mientras salían.

La decisión de Marsh mereció la pena. Encontraron con bastante facilidad al propietario del tabaco, le llevaron a la taberna y allí Marsh le convenció de que consignara sus bienes al Sueño del Fevre, al tiempo que Jeffers conseguía arrancarle un buen precio. Llevó tres horas convencerlo, pero Marsh se sintió muy complacido de aquel pequeño esfuerzo cuando regresó paseando junto al río con Jeffers. Hairy Mike estaba descansando junto al muelle, frente al Sueño del Fevre, fumando un cigarro negro y charlando con el sobrecargo de otro barco.

—Esa carga es nuestra ahora —le dijo Marsh apuntando al tabaco con el bastón—. Haz que los muchachos la suban pronto y partamos en seguida.

Marsh se inclinó sobre la barandilla de la cubierta de calderas, cansado pero contento, y los observó mientras reunían y subían a bordo las balas de tabaco y Whitey preparaba el vapor para zarpar. También observó otra cosa: una fila de faetones tirados a caballo procedentes de algún hotel aguardaban en el camino, justo al lado del embarcadero de los vapores. Marsh se quedó mirándolos un instante con curiosidad, mesándose el mostacho, y luego entró en la cabina del piloto, quien estaba dando cuenta de un trozo de pastel y una taza de café.

—Señor Kitch —le dijo Marsh—, no suelte amarras hasta que yo le diga.

—¿Cómo es eso, capitán? La carga ya casi está arriba, y tenemos vapor suficiente.

—Mire ahí —respondió Marsh, alzando el bastón—. Esos faetones traen pasajeros al puerto, o aguardan a que lleguen. Pero no nuestros pasajeros, y me parecen demasiados carricoches para esperar un barco pequeño de palas en popa. Tengo un presentimiento.

Momentos después, su presentimiento se hizo realidad. Humeando y soltando chispas Ohio abajo, rápido como el diablo, apareció un vapor de gran tamaño, de ruedas en los costados y aspecto señorial. Marsh lo reconoció al instante, antes de poder leer su nombre: era el Sureño, de la “Cincinnati Louisville Packet Company”.

—¡Lo sabía! —gritó—. Debe haber salido de Louisville medio día después de nosotros, y ha hecho mejor tiempo hasta aquí.

Corrió a una ventana lateral, apartó las lujosas cortinas que impedían la entrada de los abrasadores rayos solares de la tarde y observó al otro vapor entrar en el embarcadero, amarrar y empezar a desembarcar pasajeros.

—No estarán ahí mucho rato —le dijo Marsh a su piloto—. No lleva carga, sino sólo pasajeros. Déjele que parta primero, ¿comprende? Déjele que se adentre un poco en el río, y luego vaya a por él.

El piloto terminó el último resto de pastel y se limpió de merengue la comisura de los labios con un pañuelo.

—¿Dice usted que dejemos que se adelante el Sureño y luego intentemos darle alcance? Capitán, vamos a estar respirando sus gases desde aquí hasta Cairo. Después, le perderemos de vista.

Abner Marsh se ensombreció como una tormenta antes de desatarse.

—¿Pero qué está usted diciendo, señor Kitch? No quiero oír nada semejante. Si no es usted lo bastante piloto para hacerlo, dígalo y sacaré al señor Daly de la cama a empujones y le haré que lleve el timón.

—Pero ese es el Sureño…—insistió el piloto.

—Y éste es el Sueño del Fevre, no lo olvide —aulló Marsh. Se volvió y salió de la cabina hecho una furia, gruñendo. Todos aquellos malditos pilotos se creían los reyes del río. Naturalmente que lo eran, cuando el barco estaba navegando, pero eso no les daba derecho a tantas lamentaciones por una pequeña carrera, ni a dudar de la capacidad de su propio barco.

Su furia se aplacó cuando vio que el Sureño ya estaba embarcando pasajeros. Llevaba esperando algo parecido desde que descubriera al Sureño en la otra ribera del río, allá en Louisville, pero no había osado mantener su esperanza. Si el Sueño del Fevre conseguía alcanzar al Sureño, su fama ya estaría conseguida a medias cuando llegara a los oídos de los tipos del río. Aquel barco y su gemelo, el Norteño, eran el orgullo de su compañía. Eran barcos especialmente construidos, en el año 53, para la velocidad pura. Más pequeños que el Sueño del Fevre, eran los únicos vapores que Marsh conocía que no transportaban carga, sino sólo pasajeros. No tenía la menor idea de cómo podían tener beneficios, pero eso no le importaba. Lo importante era su fama de veloces. El Norteño había marcado un nuevo record para el trayecto de Louisville a San Luis el año 54. El Sureño lo batió a su vez al año siguiente, y todavía ostentaba el mejor tiempo, un día y diecinueve horas. Arriba, en la cabina del piloto, lucía las cuernas brillantes que lo significaban como el barco más rápido del Ohio.

Cuanto más pensaba en la posibilidad de superarlo, más excitado se sentía Marsh. De repente, se le ocurrió que era algo que Joshua York no querría perderse, por mucho sueño que tuviera. Marsh se encaminó al camarote de York, dispuesto a despertarle. Golpeó la puerta perentoriamente con la empuñadura de su bastón.

No hubo respuesta. Marsh volvió a llamar, más fuerte y con más insistencia.

—¡Venga, hombre!—gritó—. Levántese de la cama, Joshua, ¡vamos a hacer una carrera!

No hubo respuesta alguna en el camarote. Marsh asió el picaporte y vio que la puerta estaba cerrada con llave. La golpeó nuevamente, llamó a la ventana, gritó; fue inútil.

—¡Maldita sea, York! —gruñó—. Levántese o se lo perderá.

Se le ocurrió una idea. Regresó a la cabina del piloto.

—Señor Kitch —gritó. Abner Marsh tenía un vozarrón imponente cuando vaciaba los pulmones. Kitch sacó la cabeza de la cabina y le miró—. Haga sonar la sirena —le dijo Marsh— y manténgala sonando hasta que yo le diga, ¿entendido ?

Regresó a la puerta del camarote de York y empezó a golpear otra vez, y de repente empezó a aullar la sirena a vapor. Una vez, dos veces, tres… Unos aullidos largos y lastimeros. Marsh mandó parar con un gesto del bastón.

La puerta del camarote de York se abrió.

Marsh echó una mirada a los ojos de York y su boca se abrió, a punto de gritar. La sirena volvió a sonar y se apresuró a gesticular al piloto para que se detuviera. Se hizo el silencio.

—¡Entre aquí! —dijo Joshua York con un frío susurro Marsh entró y York cerró la puerta tras él de un golpe. Marsh le oyó echar la llave. Una vez cerrada la puerta, el camarote permaneció totalmente a oscuras. Por las ventanas, cubiertas de gruesas cortinas, no penetraba ni una pizca de luz. Marsh se sentía como si se hubiera quedado ciego. Sin embargo, en su mente quedó la imagen de lo último que viera antes de que se cerrara sobre él la oscuridad; Joshua York, de pie junto a la puerta, desnudo como el día que llegó al mundo, con su piel de un blanco como el alabastro, pálido como un muerto, con los labios fruncidos en ademán furioso y los ojos como dos rendijas grises, humeantes como la entrada del infierno.

—Joshua —dijo Marsh—, ¿puede encender una lámpara o correr las cortinas? No veo nada.

—Yo veo lo suficiente —replicó la voz de York desde algún punto de la oscuridad. Marsh no le había oído moverse. Se volvió y tropezó con algo—. ¡Quédese quieto!—le ordernó York, con tal dureza e ira en la voz que Marsh no tuvo más remedio que obedecer—. Quieto. Voy a encender una luz antes de que me destroce el camarote.

Una cerilla brilló en un rincón y York encendió con ella la lámpara de cabecera, sentándose a continuación en el borde de su revuelta cama. Se había puesto unos pantalones pero su rostro seguía teniendo el mismo aspecto frío y terrible.

—Siéntese —dijo York —. Y ahora, ¿por qué ha venido? Le advertí que no lo hiciera, y más vale que tenga una buena razón.

Marsh empezó a enfurecerse. Nadie podía hablarle en aquel tono, absolutamente nadie.

—Tenemos el Sureño al lado, York —le contestó—.Es el barco más rápido del río, consigue superar a todos. Me dispongo a que nuestro barco le persiga y pensé que querría usted verlo. Si no cree que esto es razón suficiente para hacerle levantarse de la cama, no es usted un hombre de río y nunca lo será. Y cuide sus modales conmigo, ¿me oye?

Algo refulgió en los ojos de York, quien hizo ademán de incorporarse, pero al instante se detuvo y volvió a dejarse caer en su asiento.

—Abner —dijo. Hizo una pausa y frunció el ceño—. Lo siento. No pretendía faltarle al respeto ni atemorizarle. Su intención era buena.

Marsh se sorprendió al ver que el puño de York se cerraba con violencia; después se relajó. York cruzó el camarote en tres pasos rápidos y resueltos. Sobre el escritorio descansaba la botella de aquella bebida suya, la que Marsh le había hecho abrir la noche anterior. Se sirvió una copa entera, echó atrás la cabeza y la apuró de un solo trago.

—¡Ah! —dijo en un suspiro. Se volvió y se quedó de nuevo frente a Marsh—. Abner, le he dado su barco soñado, pero no es un regalo. Hicimos un trato. Tiene usted que cumplir mis condiciones, respetar mis excentricidades y no hacer preguntas. ¿Pretende usted saltarse su parte de nuestro trato?

—¡Soy un hombre de palabra! —respondió Marsh al instante.

—Bien —dijo York—. Ahora, atienda: su intención era buena, pero se equivocó al despertarme como lo ha hecho. No vuelva a repetirlo. Nunca, por ninguna razón.

—¿Y si salta la caldera y el barco se incendia? ¿Prefiere usted que le deje asarse ahí?

Los ojos de York brillaron a la media luz de la lámpara.

—No —admitió—. Pero casi sería más seguro para usted si lo, hiciera. Cuando me despiertan de repente pierdo el control, y no soy el mismo. En ocasiones así, he llegado a hacer cosas de las que después me he arrepentido. Por esto me he portado tan rudamente con usted. Le ruego que me disculpe, pero podría suceder otra vez, o algo aún peor. ¿Me comprende, Abner? Nunca entre aquí si tengo la llave echada.

Marsh frunció el ceño, pero no supo qué decir. Después de todo, había roto el pacto; si York se ponía de aquella manera simplemente porque lo había despertado, era problema suyo.

—Le comprendo —contestó—. Acepto sus disculpas, y le presento las mías, si sirve de algo. Y ahora, ¿quiere usted subir conmigo y ver cómo pasamos al Sureño? Ya está usted despierto y…

—No —contestó York con rostro irritado—. No se trata de que no me interese, Abner, al contrario. Sin embargo, quiero que lo comprenda, el descanso durante el día es vital para mí. No soporto la luz del sol. Me quema, me resulta insoportable. ¿Se ha quemado usted alguna vez? Ya ha visto lo blanco que soy, el sol y yo somos incompatibles. Se trata de un asunto médico, Abner. Y no quiero hablar más del tema.

—Muy bien —contestó Marsh. Bajo sus pies, la cubierta empezó a vibrar ligeramente.-La sirena del vapor emitió de nuevo su agudo pitido.

—Salimos del embarcadero —dijo Marsh—. Tengo que irme, Joshua. Lamento haberle molestado, de veras.

York asintió, se volvió y empezó a servirse otra copa de su horrible bebida.

—De acuerdo —murmuró, dando esta vez un pequeño sorbo—. Váyase, nos veremos esta noche, en la cena.

Marsh avanzó hacia la puerta, pero la voz de York le hizo detenerse antes de abrirla.

—Abner.

—¿Sí?

Joshua York le dirigió una leve y pálida sonrisa.

—¡Vénzale, Abner, vénzale!

Marsh sonrió y abandonó el camarote.

Cuando llegó a la cabina del piloto, el Sueño del Fevre había retrocedido hasta salir del embarcadero y estaba invirtiendo la marcha de las palas. El Sureño ya se había distanciado bastante, río abajo. En la cabina del piloto había media docena de pilotos sin trabajo, charlando y mascando tabaco, y cruzando apuestas sobre si alcanzarían o no al otro vapor. Incluso el señor Daly había interrumpido su descanso para subir a observar. Todos los pasajeros se dieron cuenta de que se preparaba algo; la cubierta inferior estaba repleta de gente sentada sobre la barandilla y toda la parte de proa llena a rebosar. Todos querían verlo bien.

Kitch hizo girar el gran timón negro y plateado y el barco se encaminó hacia el canal principal, deslizándose en la brava corriente en pos de su rival. El piloto pidió más vapor. Whitey puso más leña en los hornos y obsequió a la gente de la orilla con unas grandes nubes de humo negro y denso, al tiempo que aceleraban. Abner Marsh se situó tras el piloto, apoyado en su bastón, y oteó el horizonte. El sol de la tarde brillaba sobre las claras aguas azules, emitiendo reflejos cegadores que bailaban y temblaban hasta lastimar los ojos, excepto en la estela que dejaba el paso del Sureño, cuyas palas rompían la superficie del agua en mil fragmentos.

Por un instante, pareció cosa fácil. El Sueño del Fevre se lanzó hacia adelante, lanzando vapor y humo, con las banderas americanas ondeando como diablos a popa y a proa y los motores rugiendo bajo la cubierta. La distancia entre los dos barcos empezó a disminuir visiblemente. Sin embargo, el Sureño no era el Mary Kaye; no era un vapor de ruedas en popa del tres al cuarto, al que se pudiera adelantar a voluntad. No transcurrió mucho tiempo antes de que su capitán y su piloto advirtieran de qué iba la cosa, y su respuesta fue un burlón cambio de velocidad. Su humo se hizo más denso y llegó casi hasta el rostro de Marsh. La estela que dejaba en el agua se hizo también más violenta, y Kitch tuvo que apartar un poco el barco de su línea para evitarla, perdiendo así buena parte del impulso que le daba la corriente. La distancia entre ambos volvió a agrandarse, y luego se mantuvo estable.

—Siga tras él —le dijo Marsh al piloto cuando quedó claro que ambos barcos mantenían sus posiciones. Salió de la cabina y fue en busca de Hairy Mike Dunne, a quien localizó por fin en el castillo de proa de la cubierta principal con las botas sobre una gran caja y un cigarro en la boca.

—Reúna a los mozos de cuerda y a los marineros de cubierta —le dijo al primer oficial—. Quiero que estén atentos para equilibrar el barco.

Hairy Mike asintió, se levantó, apagó el cigarro y empezó a gritar órdenes.

En unos instantes, la mayor parte de la tripulación se reunió a babor y popa, para compensar en parte el peso de los pasajeros, la mayoría de los cuales se apretujaba a proa y estribor para observar la carrera.

—Malditos pasajeros —murmuró Marsh. El Sueño de Fevre, ya un poco mejor equilibrado, empezó a acercarse a Sureño una vez más. Marsh regresó a la cabina del piloto.

Ambos barcos estaban ahora a pleno rendimiento, y avanzaban muy igualados. Abner Marsh pensaba que el Sueño de Fevre tenía más potencia, pero no la suficiente. Iba muy cargado y surcaba el agua muy hundido, tras la estela del Sureño, de modo que el oleaje pasaba ligeramente por encima del casco, frenándolo. El Sureño, en cambio, avanzaba ligero de peso, sin nada a bordo, salvo pasajeros, ni nada delante, salvo el río despejado y tranquilo. Ahora, si no surgían accidentes o imprevistos, el asunto estaba en manos de los pilotos. Kitch estaba atento al timón, manejándolo con facilidad y haciendo todo lo posible para ganar unos minutos en cada ocasión propicia. Tras él, Daly y los pilotos vagabundos parloteaban, dando consejos sobre el río, su peligros y cómo recorrerlo mejor.

Durante más de una hora, el Sueño del Fevre persiguió al Sureño, perdiéndolo de vista en un par de ocasiones tras los recodos del río, pero acercándose de nuevo cada vez que Kitch conseguía un buen tramo en línea recta. En una ocasión, se situaron tan cerca que Marsh logró distinguir los rostros de los pasajeros que se agolpaban en las barandilla de popa del otro vapor, pero el Sureño volvió a acelerar y restableció la distancia entre ambos.

—Apuesto a que acaban de cambiar de piloto —dijo Kitch, escupiendo una hebra de tabaco en una escupidera próxima—. ¿Ve cómo se anima?

—Lo he visto —gruñó Marsh—. Ahora quiero ver cómo nosotros nos animamos también un poco.

Entonces les llegó el gran momento. El Sureño se mantenía a una distancia estable frente a ellos, expandiendo a su alrededor un denso humo de leña. Entonces de un modo súbito, empezó a sonar su sirena y disminuyó la velocidad con un temblor, mientras sus palas empezaban a invertir la marcha.

—Cuidado —le gritó Daly a Kitch. Kitch escupió otra vez y movió el timón con precaución. El Sueño del Fevre metió la proa en la estela turbulenta del Sureño para cruzarla y colocarse a estribor del mismo. Cuando estaban a media maniobra, vieron la causa del problema; otro gran vapor, con la cubierta casi invisible bajo un montón de balas de tabaco, había embarrancado en un banco de arena. El primer oficial y la tripulación estaban aplicados con las perchas y bastones, tratando de hacerlo pasar sobre el obstáculo. El Sureño casi se le había echado encima.

Durante largos minutos, el río fue un caos. Los hombres del barco encallado gritaban y hacían señales, el Sureño retrocedía como el demonio, y el Sueño del Fevre navegaba hacia las aguas tranquilas. Luego, el Sureño volvió a marchar hacia delante, giró la proa y dio la impresión de que intentaba cruzar justo frente al Sueño del Fevre.

—Maldito idiota —rugió Kitch, girando el timón un poco más al tiempo que ordenaba a Whitey que diera más potencia a la rueda de babor. Sin embargo, en ningún instante dio marcha atrás o intentó detener el avance del barco. Los dos grandes vapores se aproximaron más y más el uno al otro. Marsh escuchó a los pasajeros que gritaban alarmados en las cubiertas inferiores, y por un segundo hasta él pensó que iban a colisionar.

Sin embargo, el Sureño recuperó la línea recta y su piloto lo enderezó de nuevo corriente abajo; el Sueño del Fevre lo adelantó casi rozándolo; apenas había entre ellos unos palmos de separación. Abajo, alguien empezó a dar vítores.

—Mantenga la marcha —murmuró Marsh, en voz tan baja que nadie llegó a oírle. El Sureño levantaba espuma con las palas y corría a toda velocidad, pero se había quedado atrás. No por mucho, apenas la eslora de un barco, pero detrás del Sueño del Fevre.

Naturalmente, todos los malditos pasajeros del barco corrieron a popa y toda la tripulación hubo de correr a proa, de modo que el vapor se puso a temblar bajo las rápidas pisadas.

El Sureño volvía a la carga. Corría a babor, paralelo a ellos y justo detrás. Su proa llegaba ahora hasta la popa del Sueño del Fevre y le remontaba centímetro a centímetro. Los costados de ambos barcos estaban tan próximos que los pasajeros hubieran podido saltar de uno a otro si se les hubiera ocurrido, aunque el casco del Sueño del Fevre era más alto.

—Maldita sea —dijo Marsh, cuando el otro vapor estuvo casi a su altura—. Ya tengo suficiente. Kitch, llame a Whitey y dígale que utilice mi sebo de cerdo.

El piloto le dirigió una mirada, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Sebo, capitán? ¡Vaya un tipo astuto que es usted! —gritó una orden por el conducto de comunicación con la sala de máquinas.

Los dos vapores corrían emparejados. El puño de Marsh, apretado en el bastón, era todo sudor. Abajo, probablemente, los marineros estarían discutiendo con algunos malditos pasajeros que se habrían subido a los toneles de grasa y que tenían que bajarse para que los marineros pudieran trasladarlos a la sala de máquinas. Marsh ardía de impaciencia, con el mismo calor que iba a producir aquella grasa. El buen sebo resultaba caro, pero era de gran utilidad en un vapor. Podía usarlo el cocinero, y producía un calor endemoniado, que era precisamente lo que ahora necesitaban: una buena cantidad de calor que les diera un vapor a alta presión, algo que la leña por sí sola no podía conseguir.

Cuando el sebo comenzó a hacer efecto, no hubo ya ninguna duda en la cabina del piloto. Largas columnas de humo blanco surgieron silbando de las válvulas de escape, se alzaron imponentes desde las altas chimeneas. El Sueño del Fevre vomitó fuego, se estremeció ligeramente, y empezó a echar chispas, chunkchunkchunka, rápido como una locomotora, con un impulso que hizo temblar la cubierta. Se despegó del Sureño y, cuando ya estuvo a una distancia considerable de éste, Kitch dio un golpe de timón a la derecha, colocándose frente a la proa del otro vapor y obligándole a surcar su estela. Todos aquellos pilotos sin valor y sin trabajo se reían, se pasaban cigarros y gritaban que vaya barco era el Sueño del Fevre, mientras el Sureño se perdía a sus espaldas y Abner Marsh se reía como un loco.

Le llevaban ya más de diez minutos de distancia al Sureño cuando divisaron Cairo, donde las anchas y claras aguas del Ohio se fundían con las del fangoso Mississippi. Por entonces, Abner Marsh ya casi se había olvidado de su pequeño incidente con Joshua York.

CAPITULO SEIS

Plantación Julian, Louisiana, julio de 1857

Sour Billy Tipton estaba frente a la casa, lanzando su cuchillo contra el gran árbol muerto situado junto al camino de grava, cuando vio a los jinetes que se aproximaban. Transcurría la mañana, pero ya el calor era infernal, y Sour Billy estaba sudando mucho y pensando en tomar un baño cuando terminara sus lanzamientos de cuchillo. Vio a los jinetes surgir de entre los árboles donde el viejo camino hacía un recodo. Se inclinó sobre el tronco muerto, tiró del cuchillo, lo devolvió a su funda y lo guardó. Todos los proyectos de nadar fueron olvidados.

Los jinetes se aproximaban con toda parsimonia, con tanta audacia como descaro, erguidos sobre los caballos a plena luz del día como si les perteneciera la plantación. Sour Billy pensó que no debían ser de por allí; todos sus vecinos sabían que a Damon Julian no le gustaba que nadie entrara en sus terrenos sin su permiso. Cuando los desconocidos todavía se encontraban a una distancia demasiado grande como para identificarlos, Sour Billy se preguntó si serían acaso algunos amigos del criollo Montreuil que se dirigían allí con el propósito de crear problemas. Si era así, iban a arrepentirse.

Entonces descubrió a qué se debía su lenta marcha, y se tranquilizó. Dos negros encadenados avanzaban dando tumbos tras los dos jinetes. Cruzó los brazos y se recostó contra el árbol, aguardando a que llegaran junto a él.

Aun tardaron un rato. Por fin, uno de los jinetes observó la casa, con su pintura desconchada y sus escaleras delanteras medio podridas, escupió un poco de jugo de tabaco de mascar y se volvió hacia Sour Billy.

—¿Es ésta la plantación Julian?—preguntó. Era un hombretón de rostro enrojecido y una verruga en la nariz, vestido con pieles apestosas y un sombrero gacho de fieltro.

—Así es —contestó Sour Billy. Sin embargo, no miraba al jinete ni a su acompañante, un joven delgado de mejillas sonrosadas que probablemente era hijo del que había hablado. Se levantó y, acercándose a los dos negros encadenados de aspecto macilento, pobre y miserable, Sour Billy sonrió.

—Vaya —dijo al fin—, si son Lily y Sam. Nunca pensé volver a veros por aquí. Debe hacer ya dos años que os escapasteis. El señor Julian se pondrá muy contento de veros otra vez.

Sam, un negrazo corpulento, alzó la cabeza y miró a Sour Billy, pero en sus ojos no hubo el más ligero asomo de desafío; sólo temor.

—Venimos con ellos desde Arkansas, mi hijo y yo —dijo el hombre del rostro enrojecido—. Primero dijeron que eran negros emancipados, pero no me engañaron ni un segundo, no señor.

Sour Billy miró a los cazadores de esclavos y asintió.

—Continúa.

—Nos dieron un trabajo terrible, esos dos. Perdimos mucho tiempo en conseguir que nos dijeran de donde procedían. Los azotamos convenientemente y utilizamos algunos trucos más que nosotros sabemos. Habitualmente, basta asustar un poco a los negros y en seguida aflojan, pero con estos no fue así —añadió, escupiendo—. Bueno, pues al fin se lo sacamos. Enséñaselo, Jim.

El muchacho desmontó, se acercó a la mujer y levantó su mano derecha. Le faltaban tres dedos. Uno de los muñones todavía estaba envuelto en una venda.

—Empezamos con la mano derecha porque advertimos que era zurda —añadió el hombre—. No queríamos lisiarla demasiado, ¿comprende?, pero no encontramos nada sobre ellos en los periódicos, ni había carteles de busca y captura, así que…—se encogió de hombros—. Al llegar al tercer dedo, como ve usted, el hombre nos lo dijo al fin. Y la mujer le soltó una maldición terrible por ello —añadió gruñendo—. Sea como sea, aquí los tiene. Dos esclavos como estos bien merecen que nos den alguna recompensa por cazarlos. ¿Está en casa el señor Julian?

—No —respondió Sour Billy, observando el sol. Faltaban aún dos horas para el mediodía.

—Bien —dijo el jinete—, usted debe ser el capataz, ¿verdad? ¿Ese al que llaman Sour Billy?

—En efecto —respondió el aludido—. ¿Sam y Lily os han hablado de mí?

El cazador de esclavos se rió otra vez.

—Vaya si hablaron de todos ustedes cuando por fin nos dijeron de dónde procedían. No han parado de hablar en todo el viaje. Un par de veces les hemos hecho callar, yo y mi hijo, pero de inmediato se ponían a decir una estupidez tras otra. Cosas raras, ¿sabe?

Sour Billy contempló a los fugados con ojos fríos, cargados de malicia, pero ninguno de los esclavos se atrevió levantar su mirada hacia él.

—Quizá pueda usted hacerse cargo de los dos negros y darnos la recompensa; así podríamos irnos ahora —dijo el hombre.

—No —dijo Sour Billy Tipton—. Tendréis que esperar. El señor Julian querrá daros las gracias personalmente. No tardará. Regresará cuando oscurezca.

—Cuando oscurezca, ¿eh? —dijo el hombre, al tiempo que intercambiaba una mirada con su hijo—. Es curioso, señor Sour Billy, pero esos negros dijeron que nos diría precisamente eso. Cuentan historias de lo que sucede aquí cuando oscurece. Mi hijo y yo tomaremos el dinero y nos iremos ya, si no le importa.

—Le importará al señor Julian —respondió Sour Billy—. Y tampoco puedo daros el dinero. ¿Vais a creer en los estúpidos cuentos de un par de negros?

El hombre frunció el ceño, sin dejar de mascar tabaco un instante.

—Es cierto que los negros cuentan muchas mentiras —dijo al fin—, pero conozco algunos que dicen la verdad de vez en cuando. Bueno, señor Sour Billy, lo que haremos será esperar, como usted dice, a que regrese ese señor Julian. Pero no crea que nos dejaremos engañar —llevaba una pistola al cinto y la mostró—. Mantendré aquí a mi amiga mientras espero; mi hijo lleva otra igual, y los dos somos expertos con el cuchillo, ¿comprende? Esos negros nos han hablado de ese cuchillito suyo que esconde en la espalda, así que no eche atrás el brazo, para rascarse o algo así, o a nosotros nos picarán también los dedos. Aguardemos, y portémonos como amigos.

Sour Billy volvió los ojos al cazador de esclavos y le dedicó una mirada fría, pero el hombretón era demasiado estúpido para captarla.

—Esperaremos dentro —dijo Sour Billy, manteniendo las manos bien lejos de la espalda.

—Muy bien —contestó el cazador de esclavos, y desmontó—. Por cierto, me llamo Tom Johnston, y ése es mi chico, Jim.

—El señor Julian se sentirá complacido de conoceros —dijo Sour Billy—. Atad los caballos y traed dentro a los negros. Cuidado con los escalones, están podridos en algunos sitios.

La mujer empezó a lloriquear camino de la casa, pero Jim Johnston le dio un preciso bofetón en la boca y la mujer guardó de nuevo silencio.

Sour Billy les condujo a la biblioteca, y descorrió las pesadas cortinas para dejar entrar un poco de luz en la sala sombría y polvorienta. Los esclavos se sentaron en el suelo, mientras que los dos cazadores se estiraron en unos grandes sillones de cuero.

—Vaya —dijo Tom Johnston—, qué sitio tan estupendo.

—Todo está roto y sucio, papá —dijo el más joven—. Tal como dijeron esos negros que estaría.

—Bien, bien —intervino Sour Billy, mirando a los dos negros—. Bien, bien. Al señor Julian no le va a gustar que andéis por ahí contando cosas de la casa. Os habéis ganado una buena azotaina.

Sam, el enorme negro, reunió el valor necesario para alzar la cabeza y responder:

—No tengo miedo de los azotes.

Sour Billy sonrió ligeramente.

—Bueno, en ese caso, hay cosas peores, Sam. Claro que las hay.

Aquello fue excesivo para la mujer, Lily. Se volvió hacia el joven.

—Está diciendo la verdad, massa Jim, es cierto. Escúcheme. Llévenos fuera antes de que oscurezca. Usted y su padre pueden ser nuestros amos, trabajaremos, trabajaremos muy duramente, de verdad. No nos escaparemos, seremos buenos negros, massa. Nunca nos escaparemos, pero vámonos antes, antes… No esperen al anochecer; entonces será demasiado tarde.

El muchacho volvió a pegarle, con fuerza, con la culata de la pistola, dejándole una marca en el rostro y haciéndola caer de espaldas sobre la alfombra, donde se quedó entre temblores y sollozos.

—Calla esa mentirosa boca negra —dijo el joven.

—¿Queréis beber algo?—preguntó Sour Billy.

Pasaron las horas. Se acabaron casi dos botellas del mejor coñac de Julian, tragándolo como si fuera whisky barato. Comieron. Charlaron. Sour Billy no participó mucho; se limitó a sonsacar a Tom Johnston, que estaba borracho y ufano y enamorado de su propia voz. Los cazadores de esclavos tenían una casa cerca de Napoleon, Arkansas, pero al parecer no iban mucho por allí, ya que siempre estaban viajando. Había una señora Johnston que se quedaba en la casa, con su hija. Los hombres no explicaban gran cosa de sus negocios a las mujeres.

—No hay ninguna razón por la que las mujeres deban saber qué les pasa y qué hacen sus maridos. Alguna vez se les cuenta algo, sólo para que no se preocupen si llegas tarde, y después tienes que acabar pegándoles. Es mejor que no sepan nada y así se alegran cuando te ven por casa.

Johnston le causó a Sour Billy la impresión de que prefería cazar muchachas negras, así que poco le debía importar su mujer.

Fuera, el sol se hundía por el oeste.

Cuando las sombras se adueñaron de la sala, Sour Billy se levantó, corrió las cortinas y encendió unas velas.

—Voy a buscar al señor Julian —dijo.

El joven Johnston estaba terriblemente pálido cuando se volvió hacia su padre.

—Papá, no he oído llegar a nadie —dijo.

—Esperad —dijo Sour Billy Tipton. Los dejó, cruzó el salón de baile oscuro y desierto, y subió la gran escalinata. Arriba, entró en un dormitorio grande y recargado, con las amplias ventanas francesas enmarcadas en madera, y la barroca cama amortajada con un dosel de terciopelo negro.

—Señor Julian —dijo en voz baja, desde la puerta. La sala estaba negra y cargada.

Bajo el dosel, algo se estiró. Las cortinas de terciopelo se retiraron y apareció Damon Julian, pálido, tranquilo, frío. Sus ojos negros parecían surgir de la oscuridad e impresionaron a Sour Billy.

—¿Sí, Billy? —dijo una voz suave.

Sour Billy le explicó todo lo sucedido. Damon Julian sonrió.

—Llévalos al comedor. Estaré allí dentro de un momento.

El comedor tenía un gran candelabro antiguo, pero no se había encendido nunca desde que Sour Billy podía recordar. Tras hacer entrar a los cazadores de esclavos, encontró unas cerillas y encendió una lamparilla de aceite que colocó en mitad de la gran mesa, de modo que formaba un pequeño círculo de luz sobre el mantel de lino blanco, pero dejaba el resto de la habitación, estrecha y de techos altos, en la penumbra. Los Johnston tomaron asiento y el joven miró a su alrededor con intranquilidad y la mano siempre puesta en la pistola. Los negros se abrazaron muertos de miedo al otro extremo de la mesa.

—¿Dónde está ese Julian?—gruñó Tom Johnston.

—Pronto llegará, Tom —dijo Sour Billy—. Espera.

Durante casi diez minutos, nadie pronunció ni una palabra. Luego, Jim Johnston suspiró.

—Mira, papá —dijo—. Hay-alguien junto a esa puerta.

La puerta conducía a la cocina. Allí la oscuridad era total. La noche se había cerrado y la única iluminación de aquella parte de la casa era la lámpara de aceite sobre la mesa. Tras la puerta de la cocina no podía verse nada más que sombras amenazadoras… y algo parecido al perfil de una forma humana, de pie y muy quieta.

Lily empezó a gimotear y el negro Sam la abrazó aún con más fuerza. Tom Johnston se puso en pie, su silla chirrió sobre el suelo de madera, su rostro parecía tenso. Sacó la pistola y la amartilló.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¡Salga!

—No hay que alarmarse —dijo Damon Julian.

Todos se volvieron, y Johnston dio un salto. Julian estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, destacando de la oscuridad, con una sonrisa encantadora, vestido con un traje oscuro y una corbata de seda roja luciendo en su cuello. Sus ojos eran oscuros y burlones, la llama de la lámpara reflejada en ellos.

—Sólo es Valerie —dijo Julian.

Con un susurro de las faldas, Valerie apareció y se quedó junto a la puerta de la cocina, pálida y quieta y, pese a todo, sorprendentemente hermosa. Johnston la miró y se echó a reír.

—¡Ah! —dijo—, sólo es una mujer. Lo siento, señor Julian. Esos cuentos de negros me ponen nervioso.

—Le comprendo perfectamente —contestó Damon Julian.

—Hay otros detrás de él —susurró Jim Johnston. Todos los veían ahora; unas figuras difusas, imprecisas, perdidas en la oscuridad a espaldas de Julian.

—Son sólo mis amigos —respondió Julian, con una sonrisa. A su derecha apareció una mujer con un traje largo azul pálido—. Cynthia —dijo Julian. Otra mujer, vestida de verde, se colocó a su izquierda—. Adrienne —añadió él. Alzó el brazo con un gesto lánguido y triste.

—Y esos son Raymond, y Jean, y Kurt.—Fueron apareciendo todos, moviéndose en silencio como gatos, desde otras puertas que iban a dar al gran salón—. Y detrás están Alain y Jorge y Vincent.

Johnston se volvió, y allí estaban, surgiendo de las sombras. Otros más salieron a la vista detrás del propio Julian. A excepción del susurro de los vestidos, nada de ellos hacía el menor ruido al desplazarse. Todos les miraban y sonreían.

Sour Billy no sonreía, aunque estaba divirtiéndose por el modo en que Tom Johnston había asido su arma y movía los ojos como un animal atemorizado.

—Señor Julian —dijo Sour Billy—, tengo que advertirle que aquí el señor Johnston no quiere que le estafen. Tiene una pistola, señor Julian, y su hijo otra igual, y ambos son expertos en el uso del cuchillo.

—¡Ah! —contestó Damon Julian.

Los negros empezaron a rezar. El joven Jim Johnston observó a Damon Julian y sacó también su arma.

—Les hemos traído sus negros —dijo—. Pero no vamos a molestarle pidiéndole una recompensa, no señor. Será mejor que nos vayamos en seguida.

—¿Irse? —dijo Julian—. ¿Pretenden que les deje marchar sin una recompensa? ¿Desde cuándo se viaja ahora desde Arkansas sólo para devolver un par de negros? Nunca lo había oído.

Cruzó la sala. Jim Johnston, al ver sus oscuros ojos, mantuvo la pistola en alto y no se movió. Julian se la quitó de la mano y la dejó sobre la mesa. Luego le dio un golpecito al muchacho en la mejilla.

—Bajo la suciedad, eres un muchacho muy guapo —le dijo.

—¿Qué está haciendo con mi chico?—inquirió Tom Johnston—. ¡Apártese de él!—insistió, alzando la pistola. Damon Julian sonrió.

—Su hijo tiene una cierta belleza salvaje. Usted, en cambio, tiene una verruga.

—Todo él es una verruga —apuntó Sour Billy Tipton.

Tom Johnston abrió los ojos y Damon Julian sonrió.

—Es cierto —dijo—. Muy divertido, Billy.

Julian hizo un gesto a Valerie y Adrienne. Ellas se inclinaron ante él y cada una tomó al joven Johnston por un brazo.

—¿Necesitan ayuda?—se ofreció Sour Billy.

—No —contestó Julian—, gracias.

Con un elegante y natural gesto de la mano, la alzó y la llevó suavemente al cuello del joven. Jim Johnston emitió un sonido sordo. Una fina línea roja apareció repentinamente en su cuello, un pequeño lazo escarlata cuyas tiras se iban haciendo más y más largas mientras los demás observaban, deseosos todos ellos de hacerle otras hendiduras semejantes. Jim Johnston empezó a agitarse, pero el férreo abrazo de las dos pálidas mujeres le mantenía inmóvil. Damon Julian se inclinó hacia adelante y llevó la boca al reguero de sangre, roja, cálida y brillante.

Tom Johnston hizo un ruido incoherente y animalesco desde lo más hondo y tardó demasiado en reaccionar. Por último, asió de nuevo la pistola y apuntó con ella. Alain se puso en su camino y, de repente, Vincent y Jean estaban tras él, y Raymond y Cynthia se colocaban a su lado y le asían con sus manos pálidas y frías. Johnston lanzó una maldición y disparó. Hubo un relámpago y el salón se llenó de un humo acre, y el delgado Alain se tambaleó hacia atrás y cayó, debido a la fuerza de la bala. De su camisa brotó un reguero de sangre oscura. Medio tendido, medio sentado, Alain se tocó el pecho y apartó la mano ensangrentada.

Raymond y Cynthia tenían asido firmemente a Johnston, y Jean le quitó de las manos la pistola con un movimiento rápido y preciso. El hombretón no se resistió. Observaba a Alain. El flujo de sangre se había detenido. Alain sonreía, mostrando sus blancos dientes, terribles y afilados. Se levantó y se acercó al cazador.

—¡No! —gritó Johnston—, ¡no! ¡Le he disparado, debería estar muerto! ¡Le he disparado!

—Los negros, a veces, dicen la verdad, señor Johnston —dijo Sour Billy Tipton—. Toda la verdad. Debería haberles hecho caso.

Raymond le quitó el sombrero al hombre y le asió fuertemente del cabello, tirando de la cabeza hacia atrás y dejando descubierto su cuello grueso y enrojecido. Alain se rió y abrió la garganta a Johnston con sus afilados dientes. Después, los demás se acercaron.

Sour Billy Tipton sacó su navaja y se acercó con ella a los dos negros.

—Vamos —les dijo—, el señor Julian no os necesita esta noche, pero vosotros no volveréis a escaparos. Al sótano. Vamos, un poco de rapidez u os dejo aquí con ellos.

Esa frase tuvo el efecto deseado, como bien sabía Sour Billy.

El sótano era pequeño y húmedo. Se llegaba a él a través de una trampilla que había bajo una alfombra. La tierra del sótano estaba demasiado mojada para que éste pudiera ser considerado como sótano. Cinco centímetros de agua estancada cubrían el suelo, el techo era tan bajo que un hombre no podía ponerse derecho, y las paredes estaban verdes a consecuencia de la humedad y los hongos. Sour Billy encadenó a los negros lo bastante cerca uno del otro como para que pudieran tocarse. Pensó que era toda una amabilidad por su parte. También les llevó una cena caliente.

Después, hizo su propia cena y la engulló con lo que había quedado de la segunda botella de coñac que habían abierto los Johnston. Estaba terminando cuando Alain entró en la cocina. Se le había secado la sangre en la camisa y se le apreciaba un agujero negro, chamuscado, donde le había atravesado la bala, pero por lo demás no tenía un aspecto peor que el de costumbre.

—Se acabó —le dijo Alain—. Julian quiere verte en la biblioteca.

Sour Billy apartó el plato y acudió a la cita. El comedor necesitaba una buena limpieza, apreció al pasar por él. Adrienne y Kurt y Armand estaban saboreando un buen vino en silencio, con los cuerpos —o lo que de ellos quedaba—, justamente a sus pies. Algunos de los otros se encontraban fuera, en la sala de juegos, charlando.

La biblioteca estaba muy oscura. Sour Billy había esperado encontrar a Damon Julian solo, pero cuando entró pudo ver tres figuras imprecisas entre las sombras, dos sentadas y una de pie. No logró reconocer de quiénes se trataba. Aguardó junto a la puerta hasta que Julian le habló al fin.

—En adelante, no traigas a esa clase de gente a mi biblioteca —dijo—. Eran repugnantes, y han dejado mal olor.

Sour Billy sintió un ligero aguijonazo de miedo.

—Sí, señor —dijo, dirigiéndose a la silla desde la que había hablado Julian—. Lo siento, señor Julian.

Tras un instante de silencio, Julian prosiguió:

—Cierra la puerta, Billy. Ven, puedes utilizar la lámpara.

La lámpara estaba hecha de suntuosos cristales coloreados rojos y su llama daba a la sucia habitación el tono rojo-marrón de la sangre seca. Damos Julian estaba sentado en una silla de respaldo alto, apoyaba la barbilla en sus dedos largos y finos y su rostro mostraba una leve sonrisa. Valerie estaba sentada a su derecha. La manga de su túnica se había roto en el forcejeo, pero no parecía haberlo advertido. Sour Billy pensó que su palidez era aún mayor de lo habitual. A unos pasos, Jean permaneció en pie tras otra de las sillas, con un aspecto nervioso y alertado, dando vueltas a un enorme anillo de oro que tenía en un dedo.

—¿Tiene que estar él?—preguntó Valerie a Julian. Dedicó una breve mirada a Sour Billy, con la irritación en sus grandes ojos púrpura.

—Claro, Valerie —replicó Julian. Extendió la mano y tomó la de ella. La muchacha tembló y apretó los labios con fuerza—. He traído a Sour Billy para que tengas más confianza —continuó Julian.

Jean reunió todo su valor y se quedó mirando fijamente a Sour Billy, con el ceño fruncido.

—Dijiste que ese Johnston tenía esposa.

Así que se trataba de eso, pensó Billy.

—¿Tienes miedo?—le preguntó a Jean, con aire de burla. Jean no era uno de los favoritos de Julian, así que no había peligro en mofarse de él—. En efecto, tenía esposa, pero eso no debe preocuparos. Nunca le contaba gran cosa de lo que hacía, ni adónde iba, ni cuándo regresaría. No va a perseguiros, está claro.

—No me gusta, Damon —gruñó Jean.

—¿Y qué hay de los esclavos?—preguntó Valerie—. Se escaparon hace dos años, y les contaron a los Johnston muchas cosas, algunas peligrosas. Lo mismo pueden haberles dicho a otros.

—¿Billy? —dijo Julian. Sour Billy se encogió de hombros.

—Supongo que les habrán dicho cosas a todos los malditos negros entre aquí y Arkansas, pero eso no me preocupen absoluto. Son sólo cuentos de negros, que nadie va a creer.

—Ojalá —musitó Valerie, volviéndose hacia Damon Julian en actitud suplicante—. Damon, por favor. Jean tiene razón. Hemos estado aquí demasiado tiempo. Esto ya no es seguro.

Recuerda lo que le hicieron a aquella señora Lalaurie de Nueva Orleans, aquella que torturaba a sus esclavos por placer. Al final, las murmuraciones la delataron. Y lo que ella hacía no era nada comparado con…—dudó, tragó saliva y añadió, en voz muy baja—… con lo que hacemos nosotros. Con lo que nos vemos obligados a hacer.

Al decir esto, apartó su rostro del de Julian.

Lenta y suavemente, Julian alzó una blanca mano, acarició la mejilla de la muchacha, le pasó un dedo por el perfil del rostro con ternura, y luego la tomó por debajo de la barbilla y la obligó a mirarle.

—¿Tan asustadiza te has vuelto, Valerie? ¿Tengo que recordarte quién eres? ¿Ya has estado haciéndole caso a Jean otra vez? ¿Es él el maestro ahora? ¿Es él el maestro de sangre?

—No —contestó ella, con sus profundos ojos violetas más abiertos que nunca y un deje de temor en la voz—. No.

—¿Quién es el maestro de sangre, querida Valerie?—inquirió Julian. Tenía en la mirada una expresión de paciencia, cansancio y aburrimiento.

—Tú, Damon —susurró ella—. Tú.

—Mírame, Valerie. ¿Crees de veras que he de preocuparme por los cuentos que expliquen un par de esclavos? ¿Qué me importa lo que digan de mí?

Valerie abrió la boca, pero no emitió palabra alguna.

Satisfecho, Damon Julian la soltó. La muchacha tenía profundas marcas rojas en la piel, donde los dedos de Julian la habían estado apretando. Julian le sonrió a Sour Billy mientras Valerie se retiraba.

—¿Qué opinas tú, Billy?

Sour Billy Tipton miró al suelo y se movió, inquieto. Sabía lo que debía decir, pero últimamente había dado algunas vueltas al tema en su cabeza, y había ciertas cosas que debía decirle a Julian y que éste no iba a tomar bien. Había estado postponiendo sus palabras, pero ahora se daba cuenta de que era su última oportunidad.

—No lo sé, señor Julian —dijo débilmente.

—¿No lo sabes, Billy? ¿Qué es lo que no sabes?—su tono era frío y vagamente amenazador. Sin embargo, Sour Billy siguió adelante.

—No sé cuánto tiempo más podremos continuar, señor Julian. He estado pensando en ello, y hay cosas que no me gustan. Esta plantación producía mucho dinero cuando la llevaba Garoux, pero ahora casi no vale nada. Ya sabe que puedo hacer trabajar a cualquier esclavo, vaya si puedo, pero no puedo hacer rendir lo que está muerto o huido. Cuando usted y sus amigos empezaron a llevarse a los pequeños de sus chozas, o a ordenar a las muchachas que acudieran a la casa grande, de donde jamás volvían a salir, empezaron nuestros problemas. Ahora, ya hace más de un año que no hay esclavos aquí, a excepción de esas muchachas bonitas, que permanecen muy poco tiempo —se rió, nervioso—. Ya no recogemos cosechas, y hemos vendido media plantación, las mejores parcelas. Además, esas muchachas cuestan mucho dinero, señor Julian. Nos hemos metido en problemas de dinero. Y no es eso todo. Abusar de los negros es una cosa, pero utilizar a los blancos para saciar la sed, es muy peligroso. En Nueva Orleans quizá sea más seguro, pero usted y yo sabemos que fue Cara quien mató al hijo menor de Henri Cassand. Se trata de un vecino, señor Julian. Ya todos saben que aquí sucede algo raro y, si empiezan a morir sus esclavos y sus hijos, nos vamos a ver en un buen lío.

—¿Lío? —replicó Damon Julian—. Contigo, somos casi veinte. ¿Qué pueden hacernos esos animales?

—Mister Julian —siguió Sour Billy—. ¿Y si llegan de día?

Julian movió una mano con gesto despreocupado.

—No sucederá tal cosa. Y si es así, los trataremos como se merecen.

Sour Billy hizo una mueca. Julian podía hacerse el despreocupado, pero era Sour Billy quien corría los mayores riesgos.

—Creo que ella tiene razón, señor Julian —dijo al fin, en tono lastimero—. Creo que debemos irnos a otro sitio. Ya hemos agotado este lugar. Es peligroso continuar aquí.

—Pues yo me siento cómodo aquí, Billy —dijo Julian—. Yo me alimento de ese ganado, y no voy a alejarme de él.

—Hablemos entonces de dinero. ¿De dónde vamos a sacar dinero?

—Nuestros invitados han dejado los caballos. Llévalos mañana a Nueva Orleans y véndelos. Procura que no les sigan el rastro. También puedes vender una parcela más. Neville, de Bayou Cross, querrá comprártela también. Hazle una visita, Billy —sonrió Julian—. Incluso puedes invitarle a cenar aquí, para discutir mi propuesta. Pídele que venga con su adorable esposa y ese encantador hijo que tienen. Sam y Lily pueden servir la cena. Será como solía ser antes de que los esclavos se fugaran.

Billy pensó que hablaba en broma. Sin embargo, nunca se podía tratar con ligereza ninguna palabra de Julian.

—La casa… —dijo—. Vendrán a cenar y verán en qué estado se encuentra todo esto. Seguro. Contarán extrañas historias cuando vuelvan a su casa.

—Si vuelven, Billy.

—Damon —intervino Jean, tembloroso—, no querrás decir que…

La sala, oscura e inundada de rojo, estaba caliente. Sour Billy había empezado a sudar.

—Neville es… Por favor, señor Julian, no puede usted coger a Neville. No se puede ir cogiendo gente por ahí y comprando chicas de lujo.

—Esa criatura tuya tiene razón por una vez —dijo Valerie con un hilillo de voz—. Hazle caso.

Jean también asentía, envalentonado por tener a los demás de su parte.

—Podríamos vender la finca entera —dijo Billy—. De todas maneras, está podrida por todas partes. Trasladémonos todos a Nueva Orleans. Estaremos mucho mejor allí, con los criollos y los negros emancipados y la basura del río. Unos cuantos más o menos no se echarán en falta, ¿sabe?

—No —respondió Julian, con un tono de voz helado, que les indicó que no toleraría más discusiones al respecto. Sour Billy enmudeció de golpe. Jean empezó a jugar de nuevo con su anillo, con expresión de resentimiento y temor. En cambio, sorprendentemente, Valerie no calló.

—Vámonos nosotros, entonces.

—¿Nosotros? —inquirió Julian, volviendo lánguidamente la cabeza.

—Jean y yo —dijo ella—. Mándanos lejos. Será… Será mejor así, también para ti. Este lugar será más seguro cuantos menos de nosotros lo habitemos. Tus chicas durarían así un poco más.

—¿Enviaros lejos, querida Valerie? ¿Y perderos? No, no, me sentiría demasiado preocupado por vosotros. ¿Dónde podríais ir, me pregunto?

—A cualquier sitio.

—¿Todavía esperas encontrar tu ciudad de las sombras en una cueva?—le espetó Julian en son de burla—. Tu fe resulta conmovedora, muchacha. ¿Has tomado a ese pobre y débil Jean por tu pálido rey?

—No —contestó Valerie—. No. Sólo queremos descansar. Por favor, Damon. Si nos quedamos todos, nos encontrarán, nos cazarán y nos matarán. Vámonos.

—Eres tan hermosa, Valerie, tan exquisita.

—Por favor —dijo ella, temblorosa—. Vámonos y descansemos.

—Pobre pequeña —prosiguió Julian—. No puede haber descanso. Dondequiera que vayas, tu sed viajará contigo. No, debes quedarte.

—Por favor —repitió ella, obnubilada—. Maestro de sangre mío.

Los ojos oscuros de Damon Julian se achicaron ligeramente y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Si tantas ganas tienes de irte, quizá deba darte lo que tanto pides.

Valerie y Jean le miraron a la vez, esperanzados.

—Quizá os envíe lejos —musitó Julian—. A los dos. Pero no juntos, no. Eres tan hermosa, Valerie. Mereces algo mejor que Jean. ¿Qué opinas, Billy?

Sour Billy sonrió.

—Envíelos lejos a todos, señor Julian. No necesita a ninguno de ellos, ya que me tiene a mí. Echelos y ya verá lo felices que se sienten.

—Interesante —dijo Damon Julian—. Lo pensaré. Ahora dejadme, todos vosotros. Billy, ve a vender los caballos, y entrevístate con Neville sobre la tierra que quiero vender.

—¿Nada de cenas?—preguntó aliviado Sour Billy.

—Nada —respondió Julian.

Sour Billy fue el último en llegar a la puerta. Tras él, Julian apagó la luz y la oscuridad fue total en la sala. Sin embargo, Sour Billy dudó un instante en el umbral y se volvió.

—Señor Julian —dijo—, usted me prometió… Hace ya muchos años de eso. ¿Cuándo será?

—Cuando ya no te necesite, Billy. Tú eres mis ojos durante el día. Tú haces las cosas que yo no puedo hacer. ¿Cómo podría pasarme sin ti ahora? Pero no temas, no falta mucho. Y el tiempo no te parecerá nada cuando entres a formar parte de nosotros. Los años y los días son lo mismo para aquel que posee una vida eterna.

La promesa reanimó mucho a Sour Billy, quien partió para realizar los encargos de Julian.

Aquella noche, soñó. En sus sueños era tan oscuro y grácil como el propio Julian, elegante y predador. En sus sueños siempre era de noche y merodeaba por las calles de Nueva Orleans bajo una pálida luna llena. Desde las ventanas y los balconcillos de hierro forjado le observaban pasar y podía sentir sus miradas fijas sobre él, los hombres llenos de temor y las mujeres atraídas por sus tenebrosos poderes. El avanzaba en la oscuridad, deslizándose silencioso sobre las aceras de ladrillo, escuchando los pasos frenéticos y los jadeos de la gente. Bajo la luz desvaída de una lámpara de aceite colgada de la pared, capturaba a un joven elegante y bien parecido y le desgarraba la garganta entre carcajadas. Una belleza criolla despampanante le observaba de lejos, y él la perseguía, dándole caza por callejuelas y jardines, mientras ella huía. Por fin, en un rincón iluminado por una farola de hierro forjado, la muchacha se volvía para hacerle frente. Se parecía un poco a Valerie. Sus ojos eran violáceos y llenos de ardor. El se le acercaba, la acorralaba y la tomaba. La sangre criolla no era tan ardiente y sabrosa como la comida criolla. La noche era suya, y todas las noches para siempre jamás, y la sed roja estaba en su interior.

Al despertar de su sueño, estaba caliente y enfebrecido, y tenía las sábanas húmedas.

CAPITULO SIETE

San Luis, julio de 1857

El Sueño del Fevre estuvo amarrado en San Luis doce días. Fue un período de tiempo muy agitado para toda la tripulación, menos para Joshua York y sus extraños acompañantes. Abner Marsh se levantaba muy temprano cada mañana. A las diez ya estaba en la calle para visitar a exportadores y propietarios de hoteles y hablarles de su barco e intentar establecer contactos comerciales. Tenía un puñado de carteles impresos de la “Compañía de paquebotes del río Fevre”, ahora que volvía a tener más de un barco, y contrató a unos muchachos para que los pegaran por toda la ciudad. Bebiendo y comiendo en los mejores lugares, Marsh contaba una y otra vez cómo el Sueño del Fevre había ganado al Sureño, para asegurarse de que el hecho se conociera. Incluso puso anuncios en tres de los periódicos locales.

Los pilotos que Abner Marsh había contratado para la parte inferior del río subieron a bordo en cuanto el Sueño del Fevre tocó San Luis, y recogieron la paga correspondiente a todo el tiempo que habían pasado sin hacer nada, esperando el barco. Los pilotos no eran baratos, especialmente aquellos, pero Marsh no puso muchos reparos al precio ya que buscaba lo mejor para su barco. Una vez pagados, los nuevos tripulantes reanudaron su inactividad; los pilotos cobraban su sueldo, pero no hacían el más mínimo trabajo hasta que el vapor se hallaba en el río. Todo lo que no fuera pilotar era una ofensa a su dignidad.

Los dos pilotos que Marsh había buscado tenían, sin embargo, sus propios estilos individuales de holgazanear. Dan Albright, delgado, taciturno y elegante, subió a bordo del Sueño del Fevre el día que atracó, revisó el barco, los motores y la cabina del piloto, asintió satisfecho e inmediatamente tomó posesión de su camarote. Se pasaba los días leyendo en la bien provista biblioteca del vapor y jugó unas partidas de ajedrez con Jonathon Jeffers en el salón principal, aunque Jeffers le ganaba invariablemente. Karl Framm, por su parte, era fácilmente localizable en los salones de billares junto al río, sonriendo con gesto taimado bajo su sombrero de fieltro de ala ancha, ufanándose de que él y su nuevo barco iban a ganar a cualquier otro barco del río. Framm tenía una reputación impresionante, y solía contar, en broma, que tenía una esposa en San Luis, otra en Nueva Orleans y una tercera en Natchez.

Abner Marsh no tenía mucho tiempo para preocuparse de lo que hacían los pilotos; estaba demasiado ocupado con una tarea u otra. Tampoco veía mucho a York ni a sus amigos, aunque sabía que Joshua York se dedicaba a pasear con frecuencia de noche por las calles de la ciudad, acompañado a menudo de Simon, el silencioso. Simon estaba aprendiendo también a preparar combinados, pues Joshua le había dicho a Marsh que tenía previsto utilizarle como camarero de barra durante la noche en el trayecto a Nueva Orleans.

Marsh solia ver a su socio durante la cena, que Joshua tenía por costumbre compartir con los oficiales en la cabina principal. Una vez acabada la cena York se retiraba a su propio camarote o a la biblioteca para leer los periódicos, que recibía a montones todos los días de los vapores recién llegados. En una ocasión, anunció que iba a la ciudad para ver actuar un grupo de actores de teatro. Invitó a Abner Marsh y a los demás oficiales a que le acompañaran, pero Marsh no estaba dispuesto, y York consiguió que Jonathon Jeffers, le acompañara.

—Poemas y comedias —murmuró Marsh a Hairy Mik Dunne mientras se levantaban de la mesa—. Esto hace que me pregunte adónde irá a parar este maldito río.

Después, Jeffers empezó a enseñarle a jugar al ajedrez a York.

—Tiene una mente prodigiosa, Abner —le dijo Jeffers al cabo de unos días, la mañana del octavo de su estancia en San Luis.

—¿Quién?

—Joshua, naturalmente. Hace un par de días le enseñé a mover las piezas. Pues bien, anoche lo encontré en el Salón intentando resolver una de las partidas de Morphy, aparecida en uno de esos periódicos de Nueva York que él tiene. Es un hombre extraño. ¿Qué sabes de él?

Marsh frunció el ceño. No quería que sus hombres se mostraran curiosos en exceso respecto a Joshua York; era su parte del trato.

—A Joshua no le agrada mucho que se hable de él. Yo no le hago preguntas. Supongo que no es asunto mío su pasado. Usted debería tomar esa misma actitud, señor Jeffers. Más aún: procure hacerlo.

El empleado enarcó sus cejas negras y delgadas.

—Si usted lo dice, capitán —replicó. Sin embargo, mostró en el rostro una sonrisa fría que inquietó a Abner Marsh.

Jeffers no era el único en hacer preguntas. Hairy Mik acudió también a Marsh y le dijo que los mozos de cuerda y los marineros de cubierta estaban divulgando algunos rumores acerca de York y sus cuatro amigos.

—¿Qué tipo de rumores?

Hairy Mike se encogió de hombros, elocuentemente.

—Sobre que sólo aparece de noche, igual que esos extraños amigos suyos. ¿Conoce a Tom, el marinero que se ocupa de la parte central de babor? Ha estado explicando cosas… Dice que la noche que dejamos Louisville… Bueno, ya sabe usted lo enormes que son allí los mosquitos, ¿no? Pues bien, dice que vio a Simon en la cubierta principal, dando una vuelta, cuando un mosquito se le posó al tipo en la mano, y Simón alzó la otra y lo aplastó. Ya sabe cómo son a veces esos mosquitos, que están llenos de sangre y, cuando los aplastas, te dejan una mancha. Tom dice que así sucedió con el mosquito que Simon aplastó sobre su mano. Entonces, según Tom, ese Simon se quedó inmóvil, mirándose la mano durante un largo momento, y luego la levantó, se la llevó a la boca, y lamió la sangre hasta no dejar rastro.

Abner Marsh se enfureció.

—Dile a Tom que deje de contar chismes, o va a tener que cuidarse de la mitad del lado de babor en otro barco.

Hairy Mike asintió, y se volvió para irse. Pero Marsh le detuvo.

—No —dijo—. Aguarda. Dile que no vaya extendiendo rumores pero que, si ve algo más que le sorprenda, te lo comunique a ti, o a mí. Dile que le daré medio dólar.

—Por medio dólar, le contará cualquier mentira.

—Bueno, olvida entonces lo del medio dólar, pero dile todo lo demás.

Cuanto más pensaba Abner en el relato de Tom, más preocupado se sentía. Estaba tan satisfecho como Joshua York con la idea de tener en la barra del bar a Simon, donde estaría en público y podría vigilarlo. A Marsh no le habían gustado nunca los empleados de pompas fúnebres, y Simon todavía le traía el recuerdo de uno especialmente tenebroso, cuando no un verdadero cliente de una funeraria. Sólo deseaba que Simon no empezara a lamer mosquitos mientras servía una copa en el salón a los pasajeros de los camarotes. Era precisamente el tipo de cosas que podían arruinar la reputación de un barco con toda rapidez.

Pronto Marsh apartó de su mente este asunto y se sumergió de nuevo en sus negocios. La noche anterior a la fecha señalada para partir, sin embargo, algo le preocupó. Joshua York le había citado en su camarote para revisar unos detalles del viaje. York estaba sentado en su escritorio, con el pequeño cuchillo de mango de marfil en la mano, recortando un articulo de un periódico. York y Marsh charlaron brevemente de los asuntos que había que resolver, y Marsh se disponía ya a salir cuando vio un ejemplar del Democrat sobre el escritorio.

—Se supone que aquí tiene que salir hoy uno de nuestros anuncios —dijo Marsh, cogiendo el periódico—. ¿Ha terminado usted con él, York?

Joshua le indicó que si con un gesto de la mano.

—Lléveselo si quiere —dijo.

Abner se llevó el periódico bajo el brazo a la cabina principal y lo hojeó mientras Simon le preparaba una copa. Estaba sorprendido, pues no conseguía encontrar el anuncio. Naturalmente, podía no ser una omisión; York había recortado un artículo de la página a cuyo dorso venían las noticias navieras, por lo que había un agujero precisamente en dicha página. Marsh se quitó las gafas, plegó el periódico y se dirigió a la oficina del sobrecargo.

—¿Tiene el último ejemplar del Democrat?—le preguntó a Jeffers—. Creo que ese condenado Blair ha dejado fuera mi anuncio.

—Aquí lo tiene —contestó Jeffers—, y el anuncio está. Mire en la página de actividades portuarias.

Efectivamente, el anuncio estaba allí, en un recuadro en medio de una columna de recuadros similares:

COMPAÑIA DE PAQUEBOTES DEL RIO FEVRE

El espléndido vapor de carga y pasaje Sueño del Fevre parte el jueves para Nueva Orleans, Louisiana y todos los puntos intermedios, con los mejores promedios de velocidad, manejado por la tripulación más experimentada. Para carga y pasaje, preguntar a bordo o en las oficinas de la compañía, al pie de Pine Street.

Abner Marsh, presidente

Marsh revisó el anuncio, asintió y volvió la página para ver qué había recortado Joshua York. El artículo parecía ser un resumen recogido de algún otro periódico de aquel sector, sobre un hombre desconocido, leñador, que había sido encontrado muerto en su choza, junto al río, al norte de Nueva Madrid. El primer oficial de un vapor que había bajado a tierra para comprarle leña lo había encontrado. Algunos pensaban que habían sido los indios y otros hablaban de los lobos, pues el cuerpo estaba totalmente desgarrado y medio devorado. Aquello era todo.

—¿Algo va mal, capitán Marsh? —preguntó Jeffers—. Tiene usted una mirada muy extraña.

Marsh plegó el Democrat de Jeffers y se lo colocó bajo el brazo, junto con el de York.

—No, nada; ese maldito anuncio, que ha salido con un par de faltas de ortografía.

—¿Está seguro?—inquirió Jeffers con una sonrisa—. Yo sé que la ortografía no es precisamente su fuerte, capitán.

—No me gaste ese tipo de bromas otra vez, o le aseguro que lo tiro por la borda, señor Jeffers —contestó Marsh—. Me llevaré el periódico, si no le importa.

—Está bien —dijo Jeffers—. Ya lo he leído.

De nuevo en el bar, Marsh releyó el relato del leñador. ¿Por qué había recortado Joshua York una noticia sobre un pobre diablo muerto por los lobos? Marsh no podía imaginarse una respuesta, pero se sintió inquieto. Alzó la mirada y advirtió los ojos de Simon fijos en él a través del espejo del bar. Marsh dobló rápidamente el Democrat y se lo metió en el bolsillo.

—Sírveme una whisky corto —dijo.

Marsh bebió el whisky de un solo trago e hizo un largo “aaaaah” cuando el ardor se extendió por su pecho. Esto aclaró un poco su cabeza. Tenía medios para profundizar más en aquel asunto, pero estaba fuera de sus atribuciones el interesarse por el tipo de relatos periodísticos que Joshua York gustaba de leer. Además, había dado su palabra de no meterse en los asuntos de York, y Abner Marsh se consideraba a sí mismo un hombre de honor. Resuelto, dejó la copa y salió del bar. Bajó la gran escalinata curva hasta la cubierta principal y lanzó ambos periódicos a uno de los oscuros hornos. Los estibadores le miraron con extrañeza, pero Marsh se sintió inmediatamente mucho mejor. No debía ir por ahí alimentando sospechas acerca de su socio, especialmente de uno tan generoso y con buenos modales como Joshua York.

—¿Qué miráis?—les gritó a los estibadores—. ¿No tenéis nada que hacer? Voy a buscar a Hairy Mike para que encuentre algo para vosotros.

Al momento, los hombres volvieron a sus tareas. Abner Marsh regresó a la cabina principal y se tomó otra copa.

A la mañana siguiente, Marsh fue a Pine Street, a la oficina central de su compañía, y trabajó durante varias horas. Almorzó en el Albergue de los Plantadores, rodeado de viejos amigos y rivales, sintiéndose importante. Marsh fanfarroneó a fondo de las maravillas de su barco y tuvo que soportar que Farrell y O’Brien batieran las mandíbulas respecto a los suyos, pero era natural. Se limitó a sonreír y dijo:

—Bien, muchachos, quizá nos encontremos en el río. ¿No sería estupendo?

Nadie se atrevió a mencionar su pasado infortunio, y tres hombres se acercaron uno a uno a su mesa para preguntarle si necesitaba un piloto para el bajo Mississippi. Pasó un par de magníficas horas.

De vuelta al río, Marsh pasó casualmente ante una sastrería. Dudó un instante, mesándose la barba pensativo mientras maduraba la idea que acababa de ocurrírsele. Después, entró con una sonrisa y pidió un nuevo tabardo de capitán. Uno blanco, con doble hilera de botones de plata, igual que el de Joshua. Dejó dos dólares a cuenta y quedó en que recogería el tabardo cuando regresara a San Luis. Al salir de la tienda, se sentía muy satisfecho de sí mismo. La ribera era un caos. Una carga de frutos secos había llegado tarde y los estibadores sudaban de lo lindo para cargarla a tiempo. Whitey había dado ya el vapor; unos hilillos de humo blanco se elevaban de las floridas chimeneas. El vapor situado a la izquierda del Sueño del Fevre daba marcha atrás con un gran despliegue de humo y sirenas y gritos. El gran vapor de ruedas laterales situado a la derecha descargaba las mercaderías en una barcaza portuaria, un viejo y decrépito casco de vapor atado permanentemente al embarcadero. Arriba y abajo del río habían vapores hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones, más de los que Marsh podía contar. Nueve barcos más arriba estaba el lujoso John Simonds, de tres cubiertas, embarcando pasajeros. Antes que éste se hallaba el Luz del Norte, con una pintura que representaba la aurora en colores chillones sobre el tambor de palas; se trataba de un vapor novísimo del tramo superior del Mississippi, del cual la compañía propietaria decía que era el más rápido de todos los barcos que habían surcado aquella zona. En la parte de abajo del río estaba el Aguila gris, con el que tendría que competir el Luz del Norte para demostrar si eran ciertas sus afirmaciones. También estaban el Norteño, el rudo y poderoso St. Joe, de palas en popa, y el Die Vernon II y el Natchez.

Marsh los miró a todos, uno por uno, y observó los intrincados aparatos suspendidos entre sus chimeneas, y sus lujosas maderas labradas y sus brillantes pinturas, y su humo ondulante, y sus poderosas palas. Y después miró a su barco, el Sueño del Fevre, todo blanco, azul y plata, y le pareció que su humo se elevaba más que el de cualquier otro, que su sirena tenía un tono más dulce y claro, que su pintura estaba más limpia y que sus palas eran más potentes, que era más alto que ninguno, salvo tres o cuatro, y que medía de eslora tanto como el que más.

—Les ganaremos a todos —se dijo a sí mismo, y subió a su sueño.

CAPITULO OCHO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

julio de 1857

Abner Marsh cortó un trozo del queso que había sobre la mesa, la colocó con cuidado sobre lo que quedaba de su pastel de manzana y atravesó ambas cosas con el tenedor con un gesto rápido de su roja manaza. Eructó, se limpió la boca con una servilleta, se sacudió unas cuantas migas de la barba y se recostó en el asiento con una sonrisa en el rostro.

—¿Era bueno el pastel?—le preguntó York, sonriéndole por encima de una copa de coñac.

—Como todos los que hace Toby —contestó Marsh—. Debería probar un poco —dijo, al tiempo que se retiraba de la mesa y se ponía en pie—. Bien, Joshua, termine esa copa. Ya es hora.

—¿Hora?

 —dijo que quería conocer el rio, ¿verdad? Pues no lo conocerá nunca sentado a una mesa, de eso puede estar seguro.

York terminó el coñac y ambos subieron a la cabina del piloto. Estaba de servicio Karl Framm quien, tumbado en el sofá, contemplaba el humo que surgía de su pipa mientras su aprendiz, un muchacho alto de lacios cabellos rubios que le colgaban hasta los hombros, se ocupaba del timón.

—Capitán Marsh —dijo Framm, inclinando un poco la cabeza—. Y usted debe ser el misterioso capitán York. Encantado de conocerle. Nunca hasta ahora había estado en un vapor con dos capitanes —añadió con una sonrisa, una mueca ladeada en la que brilló un diente de oro—. Este barco tiene casi tantos capitanes como yo esposas. Naturalmente, es muy razonable. Si en este barco hay más calderas, más espejos y más plata que en cualquier otro barco que haya visto, supongo que también es lógico que tenga más capitanes.

El largirucho piloto se inclinó hacia adelante y dio unos golpecitos con la pipa en el gran recipiente de hierro de la estufa para sacudir las cenizas. La noche era fría y oscura allí arriba, aunque abajo la atmósfera era cálida y densa.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Framm.

—Enseñarnos el río —contestó Marsh. Framm alzó las cejas.

—¿Enseñarles el río? Ya tengo un aprendiz, ¿no es cierto, Jody?

—Desde luego, señor Framm.

Este sonrió y se encogió de hombros.

—Bien, me ocupo de enseñar a Jody, y ya tengo un trato con él. Con los primeros salarios que gane me pagará seiscientos dólares, una vez obtenido el permiso e ingresado en la asociación. Y lo hago por un precio tan bajo porque conozco a su familia. En cambio, no puedo decir que conozca a las suyas, caballeros; no puedo decirlo de ninguna manera.

Joshua York se desabrochó los botones de su abrigo gris oscuro. Llevaba un cinturón monedero. Sacó una pieza de oro de veinte dólares y la colocó sobre la estufa; el oro relució suavemente contra el hierro negro.

—Veinte —dijo York. Puso otra moneda de oro sobre la anterior—. Cuarenta —dijo. Y una tercera—. Sesenta.

Cuando la cuenta llegó a trescientos, York volvió a abrocharse el abrigo.

—Me temo que eso es todo lo que llevaba encima, señor Framm, pero le aseguro que no estoy escaso de recursos. Fijemos la cantidad en setecientos dólares para usted, y otra cantidad igual para el señor Albright, si ambos acceden a instruirme en los rudimentos del pilotáje, y si le refrescan al capitán Marsh sus conocimientos para que también pueda pilotar su propio barco. El dinero lo pagaría de inmediato, no a partir de futuros salarios. ¿Qué me dice?

Marsh pensó que Framm había reaccionado con extrema frialdad a la proposición. Aspiró la pipa un instante, pensativo, como si estuviera considerando la propuesta, y por último tendió la mano y tomó las monedas de oro.

—No puedo hablar por el señor Albright pero, por lo que a mí respecta siempre me ha atraído el color del oro. Está bien, le enseñaré. ¿Qué le parece si viene mañana, durante el día, al principio de mi turno?

—Esa será una buena hora para el capitán Marsh —dijo York—, pero yo prefiero empezar inmediatamente.

—Diablos —dijo Framm, mirando a su alrededor— ¿Es que no lo ve? Es de noche… Jody lleva ya un año aprendiendo conmigo, y sólo hace un mes que le dejo llevar el timón de noche. Pilotar de noche nunca es fácil. No —insistió en tono firme—. Primero le enseñaré de día, cuando uno puede ver por dónde pasa.

—Aprenderé de noche. Yo llevo un horario bastante extraño, señor Framm, pero no tiene de qué preocuparse. Tengo una excelente visión nocturna, mucho mejor que la suya, sospecho.

El piloto desplegó sus largas piernas, se puso en pie, avanzó unos pasos y tomó la rueda del timón.

—Ve abajo, Jody —le dijo a su aprendiz. Cuando el joven se hubo marchado, prosiguió—: No hay nadie que vea lo suficiente para atravesar un tramo difícil del río en la oscuridad.

Se quedó de espaldas a ellos, concentrado en las negras aguas rieladas de estrellas que tenía delante. Río arriba, a lo lejos, se veían las luces de otro vapor.

—Hoy hace una buena noche, muy clara y sin nubes, con una media luna decente y mucha calma en el río. Mire esas aguas de ahí delante. Son como un cristal negro. Mire las orillas. Resulta fácil saber dónde están, ¿verdad?

—Sí —contestó York. Marsh, sonriente, no dijo nada.

—Bien —continuó Framm—, no siempre es así. A veces no hay luna y las nubes lo cubren todo. Entonces, la oscuridad se hace terrible. Cuando sucede esto nadie puede ver nada. Las orillas se difuminan hasta el punto de que es imposible saber dónde están, y si uno no domina lo que está haciendo es muy fácil encallar contra ellas. Otras veces, las sombras forman unas siluetas que parecen tierra firme, y uno debe saber cuándo son una cosa u otra, pues de lo contrario puede perderse media noche evitando algo que no existe en realidad. ¿Cómo supone usted que un piloto llega a conocer estas cosas, capitán York?—Framm no le dio tiempo a contestar. Se llevó el dedo a la sien y continuó—: De memoria, naturalmente. Uno observa el maldito río durante el día y lo aprende de memoria, todo él, cada curva y cada casa de la ribera, cada puesto de leña, los puntos donde el curso es profundo y donde no lo es, y por donde debe pasar. Uno pilota un vapor con lo que sabe, capitán York, y no con lo que ve. Pero para conocerlo es necesario verlo primero, y uno no puede ver bien en plena noche.

—Eso es cierto, Joshua —asintió Abner Marsh, colocando una mano sobre el hombro de York. Este habló entonces en tono tranquilo.

—Ese barco de ahí delante es un vapor de palas laterales, con lo que parece ser una gran K adornada entre las chimeneas y una cabina de pilotaje de techo curvo. Ahora mismo pasa ante un puesto de leña. Ahí hay un viejo muelle medio podrido en cuyo extremo está sentado un negro, contemplando el río.

Marsh había quitado la mano del hombro de York y avanzó hacia la ventana, oteando el exterior. El otro barco quedaba todavía a mucha distancia. Llegaba a apreciar que se trataba de un vapor con palas laterales, efectivamente, pero aquel adorno entre las chimeneas… Estas eran negras contra un cielo negro; apenas podía distinguirlas, a no ser por las chispas que surgían de ellas.

—Maldita sea —dijo.

Framm se quedó mirando a York con la sorpresa en los ojos.

—Yo no podría distinguir ni la mitad de lo que dice —murmuró—, pero creo que tiene razón.

Poco después, el Sueño del Fevre pasaba ante el puesto de leña y allí estaba el negro, tal como York había dicho.

—Está fumando en pipa —dijo Framm con una sonrisa—. Se le olvidó mencionarlo.

—Lo siento —contestó Joshua York.

—Bien, bien —dijo Framm, pensativo. Mordisqueó la pipa, con los ojos puestos en el río, y continuó—: Desde luego que tiene usted una vista aguda para la noche, lo admito. Pero sigo sin estar seguro. No es difícil ver un puesto de leña en una noche clara. Descubrir a un negro sentado en un muelle es un poco más difícil pero, aún así, una cosa es ver eso y otra muy distinta es recorrer el río. Hay muchísimos detalles que el piloto debe ver y que pasarían totalmente desapercibidos a los pasajeros de los camarotes. El aspecto del agua cuando debajo se esconde un tocón hundido o un tronco, los árboles muertos que le indican a uno el estado del río cien millas más adelante, el método para distinguir la ola producida por el viento de la producida por una roca sumergida. Uno debe ser capaz de leer en el río como si fuera un libro, y las palabras son simples remolinos y ondas, a veces tan leves que no se pueden distinguir con precisión, y entonces debe uno fiarse de lo que recuerde de la última ocasión en que leyó esa página. Y no se pondría usted a leer un libro en la oscuridad, ¿no es cierto?…

York no contestó a su pregunta.

—Puedo ver los remolinos en el agua con la misma claridad con que reconozco los puestos de leña, si sé lo que busco. Señor Framm, si usted no puede enseñarme el río, encontraré otro piloto que pueda. Le recuerdo que soy el amo y señor del Sueño del Fevre.

Framm echó una mirada en derredor, esta vez con el ceño Fruncido.

—Más trabajo nocturno —murmuró—. Si quiere aprender de noche, le costará ochocientos.

La expresión de York se mudó en una leve sonrisa.

—Hecho —contestó—. Y ahora, vamos a empezar.

Karl Framm se echó para atrás su sombrero gacho hasta que lo tuvo en la mismísima nuca y exhaló un profundo suspiro, como si estuviera tremendamente agobiado.

—Muy bien —dijo al fin—, se trata de su dinero, y también de su barco. Después no me venga con cuentos si le rompe el casco. Y ahora, escuche. El río baja muy recto desde San Luis hasta Cairo, antes de que desemboque el Ohio. Pero tiene que saber algo de entrada: esa extensión de ahí se denomina “el cementerio”, por la cantidad de barcos que se han hundido en ella. De algunos, todavía pueden verse las chimeneas sobresaliendo del agua o, cuando el río tiene poca agua, incluso todo el maldito casco recostado en el fango; sin embargo, de los que quedan permanentemente bajo la superficie, más vale que sepa usted la situación exacta, o el próximo barco que baje detrás habrá de aprenderse también dónde ha quedado el nuestro. Además debe conocer sus marcas, y cómo manejar el barco. Venga, pase aquí y tome la rueda. Tome contacto con ella. Aquí no hay peligro, no podría tocar el fondo ni con un campanario de iglesia puesto del revés —York y Framm cambiaron sus posiciones—. Bien, el primer punto debajo de San Luis…—empezó Framm.

Abner Marsh se sentó en el sofá, atento al piloto mientras éste seguía charlando de mil cosas, desde las marcas o los trucos con el timón a largos relatos sobre los vapores que yacían hundidos en el cementerio por el que estaban pasando. Era un narrador colorista, pero después de cada anécdota recuperaba el hilo de las explicaciones y volvía a repasar las marcas. York absorbía todas sus palabras apaciblemente. Parecía aprender con rapidez el manejo del timón y, cada vez que Framm se detenía y le pedía que repitiera alguna de sus informaciones, Joshua se las contestaba palabra por palabra.

Al cabo de un rato, una vez hubieron alcanzado y superado el vapor que tenían delante, Marsh se descubrió en pleno bostezo. Sin embargo, era una noche perfecta y no tenía deseos de irse a la cama. Se animó a levantarse y bajó a la cubierta inmediatamente inferior, regresando con un pote de café caliente y una bandeja de pastas. Al entrar de nuevo en la cabina, Karl Framm estaba en pleno relato sobre el naufragio del Drennan Whyte, perdido aguas arriba de Natchez el año cincuenta con un tesoro a bordo. El Evermonde había intentado levantarlo del fondo, pero un incendio a bordo motivó que también él se hundiera. El Ellen Adams un vapor de rescate, intentó encontrar el tesoro en el año 51, pero fue a dar contra un obstáculo y quedó semihundido.

—Ese tesoro está maldito, ¿sabe usted? —decía Framm—; o eso, o este diablo de río no quiere entregarlo a nadie.

Marsh sonrió y sirvió el café.

—Joshua —dijo entonces—, esa anécdota es bastante cierta, pero no vaya a creerse todo lo que le cuente. Este hombre es el mentiroso más notable de todo el río.

—¡Vamos, capitán! —replicó Framm con una sonrisa. Luego volvió a concentrarse en el río—. ¿Ve esa cabaña de ahí, con el porche medio derruido? —dijo—. Bien, porque debe usted recordarla…—y volvió a obsequiarle con una retahíla de consejos. Pasaron más de veinte minutos antes de que iniciara la historia del E. Jenkins, el vapor que medía más de treinta millas de largo, y que tenía unas bisagras en medio para poder seguir las curvas del río. Esta vez, hasta el propio Joshua York le dedicó a Framm una mirada de incredulidad. Sin embargo, la mirada iba acompañada de una sonrisa.

Marsh se retiró una hora después, cuando hubieron terminado la última de las pastas. Framm resultaba bastante entretenido, pero Marsh prefería tomar las lecciones durante el día, cuando pudiera apreciar bien las malditas marcas de que estaba hablando el piloto.

Al despertar, ya era de día y el Sueño del Fevre estaba en Cape Girardeau, cargando suministros. Framm había elegido aquel punto para fondear durante la noche, según se enteró Marsh, debido a una niebla que se cerró sobre ellos. Cape Girardeau era una ciudad colgada de unos riscos, a unas 150 millas de San Luis. Marsh hizo sus cálculos y se sintió complacido con el tiempo efectuado. No era una plusmarca, pero estaba bastante bien.

Al cabo de una hora, el Sueño del Fevre volvía a estar en el río, navegando corriente abajo. El sol de julio caía a plomo sobre sus cabezas y el aire era denso, lleno de calor, humedad e insectos. Sin embargo, en la cubierta superior el aire era frío y sereno. Las paradas se hicieron frecuentes. El barco, con dieciocho calderas que mantener calientes, tragaba leña a marchas forzadas; sin embargo, el combustible no fue problema en ningún momento, pues las orillas estaban salpicadas de puntos de leña en ambas orillas. Cuando bajaban las existencias, el primer oficial hacía una señal al piloto y se detenían cerca de alguna cabaña de leñador, rodeada de grandes montones de leña partida de roble o castaño; Marsh y Jonathon Jeffers bajaban entonces a tierra y llegaban a un trato con el leñador. Después, a una señal suya, los estibadores bajaban también a tierra, se acercaban a los montones de leña y, en un abrir y cerrar de ojos apilaban ésta sobre la cubierta principal. Los pasajeros dé camarote contemplaban siempre las operaciones de carga desde las barandillas de la cubierta de calderas. Los pasajeros de cubierta, en cambio, intentaban en todo momento ponerse en medio y estorbar.

Se detuvieron también en poblaciones de todo tipo, provocando un sin fin de revuelos. Pararon en un lugar no marcado para dejar a un pasajero, y también en un embarcadero privado para recoger a otro. Hacia el mediodía, se detuvieron a esperar a una mujer y su hijo que les habían hecho señas desde la orilla, y cerca de las cuatro tuvieron que aminorar la marcha para que tres hombres en una barca de remos pudieran llegar hasta ellos y subir a bordo. Aquel día el Sueño del Fevre no recorrió gran distancia, ni avanzó con mucha rapidez. Para cuando el sol se puso, tiñendo las amplias aguas de un rojo profundo, se encontraban ya a la vista de Cairo, donde Dan Albright decidió amarrar para pasar la noche.

Al sur de Cairo, el Ohio confluía en el Misissippi, y ambos ríos formaban una extraña combinación. Al principio, sus aguas no se mezclaban en absoluto, sino que cada curso seguía por su cuenta: las aguas azul claro del Ohio formaban una cinta brillante por la ribera oriental, mientras que las aguas sucias y enlodadas del Mississippi ocupaban el resto del lecho. En aquel punto era, también, donde la parte baja del río tomaba su carácter peculiar; desde Cairo hasta Nueva Orleans y el Golfo, en un recorrido de más de 1.600 kilómetros el Mississippi se enroscaba en meandros y vueltas como una serpiente, cambiando de curso al menor obstáculo, erosionando el blando lecho de manera imprevista, dejando a veces los muelles a decenas de metros del agua, o engullendo en otras poblaciones enteras. Los pilotos afirmaban que el río nunca era el mismo. El tramo superior del Mississippi, donde Abner Marsh había nacido y había aprendido a navegar, era un lugar completamente distinto, confinado entre altos acantilados y corriendo siempre con parecida fuerza. Marsh es quedó en la cubierta superior durante un largo rato, contemplando el paisaje e intentando notar la diferencia entre ambas partes del río, y lo que tal diferencia significaría en su futuro. Pensó que había cruzado del curso alto al curso bajo, y que con ello había iniciado una nueva página de su vida.

Poco después, Marsh se hallaba en plena conversación con Jeffers en el despacho de éste cuando escuchó tañer la campana por tres veces, señal de que iban a amarrar. Marsh frunció el ceño y observó con atención por la ventana. No se veía nada, salvo las riberas rebosantes de vegetación.

—Me pregunto por qué fondeamos aquí —dijo Marsh—. La próxima parada es Nueva Madrid. Quizás no conozca mucho esta parte del río, pero puedo asegurar que esto no es Nueva Madrid.

—Quizás alguien nos ha hecho señales desde la orilla —contestó Jeffers, encogiéndose de hombros.

Marsh se disculpó y salió a toda prisa hacia la cabina del piloto. Dan Albright estaba al timón.

—¿Nos ha llamado alguien? —preguntó de inmediato Marsh.

—No, señor —fue la respuesta del piloto. Era un tipo lacónico, que apenas respondía a lo que le preguntaban.

—¿Dónde nos detenemos?

—En un puesto de leña, capitán.

Marsh observó que, realmente, había frente a ellos uno de tales puestos en la ribera occidental.

—Señor Albright, pensaba que habíamos cargado leña hace menos de una hora. No podemos haberla agotado ya. ¿Le ha pedido Hairy Mike que se detenga?

El sobrecargo era el encargado de vigilar cuándo necesitaba más leña el barco.

—No, señor. Ha sido orden del capitán York. Me ha llegado la orden de fondear en este puesto precisamente, tanto si necesitábamos leña como si no.

El piloto volvió la vista hacia Marsh. Albright era un tipejo aseado, con un bigotito fino, corbata roja de seda y magníficas botas de cuero.

—¿Me está pidiendo que incumpla la orden?

—No —respondió precipitadamente Abner. Pensó que York debería haberle advertido, pero el pacto que mantenían le daba a Joshua el derecho de impartir las órdenes más excéntricas—. ¿Sabe cuánto tiempo tenemos que permanecer aquí?

—He oído que York tiene asuntos que atender en tierra y, si no se levanta hasta que oscurece, tendremos que quedarnos todo el día.

—Demonios. Nuestro plan de horario… Los pasajeros no pararán de hacernos preguntas molestas —murmuró Marsh frunciendo el ceño—. Bueno, supongo que no hay nada que hacer. Aprovechemos para cargar un poco más de leña, ya que estamos aquí. Me encargaré de ello.

Marsh llegó a un trato con el muchacho que se ocupaba del puesto de leña, un esbelto negro vestido con una delgada camiseta de algodón. El muchacho no tenía idea de regatear; Marsh le sacó madera de haya al precio de otra muy inferior, y además le obligó a añadir algunos troncos de pino. Mientras llegaban los estibadores para transportarla a bordo, Marsh se quedó mirando al negro con el rabillo del ojo, sonrió y le dijo:

—Tú eres nuevo en esto, ¿verdad?

—Sí, capitán —asintió el muchacho. Marsh asintió a su vez, e iniciaba ya el regreso al vapor cuando el muchacho añadió—: Sólo llevo una semana aquí, capitán. El anciano blanco que estaba al cuidado de esto murió devorado por los lobos.

Marsh miró de frente al muchacho.

—Estamos sólo a unos tres kilómetros al norte de Nueva Madrid, ¿no es eso, muchacho?

—Sí, capitán.

De vuelta en el Sueño del Fevre, Abner Marsh se sintió muy agitado. Aquel maldito Joshua York, se dijo. ¿Qué se proponía y por qué tenían que perder toda una jornada en aquel estúpido puesto de leña? Marsh tenía la suficiente memoria como para no volver a irrumpir en el camarote de York y empezar a discutir con él. Le pasó la idea por la cabeza un instante y luego la desechó. No era asunto suyo, se obligó a aceptar Marsh. Se dispuso, pues, a continuar esperando.

Las horas transcurrieron con lentitud mientras el Sueño del Fevre se mecía suavemente en las aguas, frente al pequeño embarcadero. Una docena de vapores pasó sin esfuerzo río abajo, para desesperación de Abner Marsh. Otra cantidad semejante pasó con esfuerzo río arriba. Una breve pelea a navajazos entre dos pasajeros de cubierta, en la que nadie resultó herido, proporcionó los momentos de máximo entretenimiento de la jornada. La mayor parte del pasaje y la tripulación del barco holgazaneaba en las cubiertas, con las sillas colocadas hacia el sol, fumando y mascando o discutiendo de política. Jeffers y Albright jugaron una partida de ajedrez en la cabina del piloto, Framm relató sus historias en el gran salón. Algunas mujeres empezaron a hablar de organizar un baile. Y Abner Marsh se fue impacientando cada vez más.

Al anochecer. Marsh estaba sentado en el porche de la cubierta superior, bebiendo café y ahuyentando mosquitos, cuando se le ocurrió mirar hacia la orilla a tiempo de ver a Joshua York abandonando el barco. Con él iba Simon. Ambos se detuvieron en la cabaña y cambiaron cuatro palabras con el muchacho encargado de la leña, esfumándose luego por un camino enfangado y lleno de raíces que se internaba en el bosque.

—¡Pero bueno! —exclamó Marsh, levantándose—. Se van sin decir adiós, ni cuándo volverán —frunció el ceño—. Así que tampoco cenaremos…

Sin embargo, estas palabras le recordaron que estaba hambriento y se encaminó a la cabina principal para comer algo.

Llegó la noche y el pasaje y la tripulación se pusieron aún más nerviosos. En el bar se bebía mucho. Un plantador empezó a organizar un juego de naipes, y otros empezaron a cantar. Un joven muy estirado recibió un golpe por haberse mostrado a favor de la abolición de la esclavitud.

Cerca de medianoche, Simon regresó solo. Abner Marsh estaba en el salón cuando Hairy Mike le dio unos golpecitos en el hombro; Marsh había dado orden de que le avisaran en cuanto regresara York.

—Haga que suban los marineros y dígale a Whitey que prepare el vapor —le dijo al sobrecargo—. Tenemos que recuperar muchas horas.

Tras esto, se encaminó a ver a York. Sin embargo, York no había regresado.

—Joshua desea que siga usted adelante —le informó Simon—. El viajará por tierra y se reunirá con usted en Nueva Madrid. Aguárdele allí.

Las irritadas preguntas de Abner no consiguieron sacarle nada más; Simón se limitó a fijar en Marsh sus ojos pequeños y fríos y repitió el mensaje de que el Sueño del Fevre esperara a York en Nueva Madrid.

En cuanto hubo suficiente vapor, el viaje se reanudó con tranquilidad durante el breve trayecto. Nueva Madrid estaba a escasa distancia río abajo de donde habían permanecido fondeadas el día entero. Marsh se despidió contento del desolado lugar mientras avanzaban en la oscuridad de la noche.

—Maldito Joshua… —murmuró.

En Nueva Madrid, perdieron casi dos días enteros.

—Está muerto —fue la opinión de Jonathon Jeffers cuando ya llevaban día y medio fondeados. Nueva Madrid tenía hoteles, salones de billar, iglesias y lugares de recreo, inexistentes en los puestos de leña, por lo que el tiempo que pasaron allí no resultó tan aburrido. Sin embargo, todo el mundo estaba ansioso por reanudar la marcha. Media docena de pasajeros, impacientes con el retraso ante el magnífico tiempo que hacía, lo bien que parecía funcionar el barco y el elevado precio que habían tenido que pagar, acudieron a Marsh y le exigieron que les devolvieran el importe del pasaje. Marsh se negó, indignado, pero aun así estaba furioso y no cesaba de preguntarse en voz alta dónde diablos se habría metido aquel Joshua York.

—No está muerto —repetía—. Y con eso no quiero decir que no vaya a desear estarlo cuando lo tenga en mis manos; pero de momento no está muerto.

Detrás de sus gafas de montura de oro, Jeffers enarcó las cejas.

—¿No? ¿Cómo puede estar seguro, capitán? Estaba solo y atravesaba a pie y de noche esos bosques. Por ahí merodean muchos canallas, y también muchos animales. Me parece haber oído que durante los últimos años se han producido varias muertes en los alrededores de Nueva Madrid.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Marsh, encarándose con él—. ¿Qué sabe usted de eso?

—Bueno, leo los periódicos… —contestó Jeffers. Marsh se quedó pensativo.

—Eso no quiere decir nada. York no está muerto, lo sé. Podría jurarlo.

—¿Se ha perdido, entonces?—apuntó Jeffers con una fría sonrisa—. ¿Quiere que organicemos una partida y salgamos en su busca, capitán?

—Lo pensaré —contestó Marsh.

Sin embargo, no fue necesario. Aquella noche, una hora después de ponerse el sol, Joshua York apareció caminando por el embarcadero. No tenía el aspecto de un hombre que hubiera pasado dos días fuera, perdido en los bosques. Llevaba las botas y las perneras de los pantalones llenas de polvo pero el resto de sus ropas parecían tan elegantes y limpias como la noche en que había desaparecido. Su paso era apresurado, pero elegante. Subió al barco y sonrió al ver a Jack Ely, el segundo maquinista.

—Busque a Whitey y dígale que prepare el vapor —le dijo—. Nos vamos.

Después, antes de que nadie pudiera preguntarle nada, se encaminó a toda prisa a la escalinata principal.

Marsh, pese a su furia e inquietud, se sintió notablemente aliviado ante el regreso de Joshua.

—Vamos, haga sonar esa maldita campana para que todos los que han bajado a tierra sepan que vamos a zarpar —le dijo a Hairy Mike—. Quiero que estemos en el río lo antes posible.

York estaba ya en su camarote, lavándose las manos en la jofaina de agua situada sobre la cómoda.

—Abner —dijo en tono educado cuando Marsh irrumpió tras unos breves y furiosos golpes en la puerta—. ¿Cree que causaré muchas molestias a Toby si le pido que me prepare algo de cenar a estas horas?

—Antes, le molestaré yo a usted preguntándole a qué se ha debido esta pérdida de tiempo —rugió Marsh—. Maldita sea, Joshua, ya sé que dijo que haría cosas extrañas, pero dos días sin aparecer es demasiado. Así no hay manera de llevar bien un vapor de línea, ¿comprende?

York terminó de secarse meticulosamente sus manos largas y blancas y se volvió.

—Era muy importante. Y le advierto que puedo volver a hacerlo. Tendrá que acostumbrarse a mi manera de actuar, Abner, y procurar no hacerme muchas preguntas.

—Tenemos carga que entregar, y pasajeros que han pagado un billete para llegar a su lugar de destino, y no para pasarse días vagando por la ciudad. ¿Qué he de decirles, Joshua?

—Dígales lo que usted quiera. Tiene usted ingenio, Abner. Escuche, yo puse el dinero en nuestra sociedad ahora, espero que usted ponga las excusas —hablaba en un tono de voz cordial, pero firme—. Si le sirve de consuelo, le diré que este primer viaje es el peor. En el futuro, creo que podré prever algunas de estas misteriosas excursiones. Ya verá cómo consigue esa carrera definitiva sin problemas por mi parte —añadió con una sonrisa—. Espero que se sienta satisfecho con esto. Refrene su impaciencia, amigo mío. Acabaremos por llegar a Nueva Orleans, y todo será más sencillo ¿Puede usted aceptar lo que le digo, Abner? ¿Abner? Sucede algo?

Abner Marsh había estado con la vista muy aguzada, aunque casi sin atender a las palabras de York. Pensó que la expresión de su rostro debía ser bastante extraña.

—No —respondió con presteza—, sólo que hemos perdido dos días, nada más. Pero no importa, no importa en absoluto. Lo que usted diga, Joshua.

York asintió, con gesto satisfecho.

—Voy a cambiarme de ropa y molestaré a Toby para que me haga algo de comer; después subiré a la cabina del piloto para aprender más sobre su río. ¿Quién tiene la guardia nocturna?

—El señor Framm —dijo Marsh.

—Bien —murmuró York—. Karl es un individuo muy divertido.

—Sí que lo es —contestó Marsh—. Perdóneme, Joshua, tengo que bajar a revisarlo todo si queremos partir esta misma noche.

Se dio la vuelta bruscamente y abandonó el camarote. Sin embargo, una vez fuera, al calor de la noche, Abner Marsh se apoyó pesadamente en su bastón y contempló la oscuridad punteada de estrellas, intentando evocar con detalle lo que le había parecido ver en el interior del camarote.

Si su vista hubiera sido más aguda. Si York hubiera encendido las dos lámparas de aceite, en lugar de una sola. Si se hubiera atrevido a acercarse un poco más. Desde la distancia a que se hallaba de la cómoda, le era imposible precisar. Con todo, Marsh no podía quitarse de la cabeza que la toalla en que se había secado las manos su socio estaba llena de manchas. Manchas oscuras, rojizas. Manchas que, maldita sea, tenían todo el aspecto de ser sangre.

CAPITULO NUEVE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

agosto de 1857

Los días se sucedieron, tediosos, mientras el Sueño del Fevre se deslizaba Mississippi abajo.

Un vapor rápido podía hacer el recorrido de San Luis a Nueva Orleans y regreso en unos veintiocho días, contando las paradas intermedias, en las que se perdía una semana o más en los muelles para cargar y descargar mercaderías, y sumando incluso algunos posibles días de mal tiempo. Sin embargo, al paso que llevaba el Sueño del Fevre, iba a tardar más de un mes sólo el trayecto de ida. A Abner Marsh le parecía como si el río, el tiempo y Joshua York se hubieran confabulado para retrasarlo. La niebla cayó sobre las aguas durante dos días, espesa y gris como algodón sucio. Dan Albright avanzó entre ella durante unas seis horas, manejando con cautela el vapor entre sólidos y móviles muros de niebla que se apartaban y dejaban un camino abierto tras el vapor, convirtiendo a Marsh en un manojo de nervios. Si por él hubiera sido, hubieran atracado en el mismo momento en que la niebla se cerró sobre el río antes que arriesgar el Sueño del Fevre, pero en el río era él piloto quien decidía estas cosas y no el capitán, y Albright había insistido en seguir. Sin embargo, al final, la niebla se hizo demasiado densa incluso para él, y perdieron un día y medio en un varadero cerca de Menphis, contemplando el paso del agua enlodada y escuchando chapoteos lejanos. En una ocasión, se acercó una balsa con un incendio en la cubierta, y oyeron a sus tripulantes llamarles con unos gritos vagos y difusos que resonaron por el río antes de que el gris engullera a la balsa y los sonidos al mismo tiempo.

Cuando la niebla se levantó lo suficiente para que Karl Framm juzgara seguro volver a navegar, consiguieron avanzar menos de una hora a buen ritmo antes de topar con un banco de arena, debido a que Framm había intentado colarse por un atajo poco conocido para recuperar algún tiempo. Los marineros de cubierta, los fogoneros y los estibadores se repartieron por la orilla, bajo la supervisión de Hairy Mike, y tiraron del vapor para arrancarlo de la arena, pero el proceso llevó más de tres horas, y después tuvieron que avanzar con precauciones, con Albright delante, en la yola, sondeando el fondo. Por fin salieron de la zona peligrosa y volvieron a las aguas tranquilas, pero no acabaron ahí sus dificultades. Tres días después hubo una tormenta y en más de una ocasión el barco hubo de seguir el camino más largo en los recodos del río debido a obstáculos o aguas poco profundas en los atajos, o tuvo que avanzar a marcha lenta, con las palas casi inmóviles, mientras el piloto libre de servicio, junto con un oficial y varios marineros, se adelantaba con la yola para realizar las mediciones y gritar los resultados: “Una cuarta y dos”, “una cuarta menos tres”, “marca tres”. Las noches eran negras y encapotadas cuando no estaban llenas de niebla. Cuando el barco se movía, lo hacía con precaución, a un cuarto de velocidad o menos, sin que se permitiera ni fumar en la cabina del piloto y con todas las ventanas cuidadosamente cerradas y cubiertas con las cortinas para que las luces del barco no estorbaran la visión del río al timonel. Las orillas parecían bajas y desoladas durante aquellas noches, y les rodeaban como cadáveres inquietos, cambiando aquí y allá de modo que no se podía discernir con exactitud dónde había aguas profundas, o siquiera dónde terminaban las aguas y empezaba tierra firme. El río estaba oscuro como un pecado, sin luna ni estrellas sobre él. Algunas noches, incluso resultaba difícil apreciar el “halcón nocturno”, como denominaban al aparato situado a media altura en el mástil de la bandera que servía al piloto para situar con precisión las marcas de la ribera que utilizaban para guiarse. Sin embargo, Framm y Albright, aunque muy diferentes entre sí, eran ambos excelentes pilotos y mantuvieron al Sueño del Fevre en movimiento siempre que fue posible. Las ocasiones en que permanecían fondeados eran momentos en los que nada en absoluto se movía en el río, salvo troncos y almadías y un puñado de barcos de fondo plano y vapores de pequeño tamaño que apenas transportaban nada.

Joshua York les ayudó bastante; todas las noches subía a la cabina del piloto y pasaba allí las horas como un buen aprendiz.

—Acabo de decirle que en una noche como ésta no puedo enseñarle nada —le comentó en cierta ocasión Framm a Marsh durante la cena—. Yo no puedo enseñarle las marcas cuando casi no las veo, ¿no cree? Pues bien, ese hombre tiene los ojos más agudos que he visto nunca para escrutar la oscuridad. Hay veces que juraría que puede ver a través del agua, y que no le importa en absoluto lo negra que esté. Lo he tenido junto a mí y he ido diciéndole cuáles son las marcas que me guían desde la orilla, y nueve veces de cada diez las ha visto él antes que yo. Anoche creo que hubiera metido el barco en otro banco de arena de no haber sido por Joshua.

Sin embargo, York también hizo que el barco se retrasara. Por órdenes suyas, se realizaron seis paradas más, una en Greenville, otra en un embarcadero privado de Tennessee, dos en pequeñas poblaciones y dos más en unos puestos de leña. En un par de ocasiones, desapareció durante toda la noche En Memphis, York no tuvo que resolver nada en tierra, pero en todos los demás lugares hizo uso de sus prerrogativas de forma casi intolerable. Cuando atracaron en Helena, pasó toda la noche fuera, y en Napoleon les hizo perder tres días, con Simon, dedicándose a Dios sabía qué. En Vicksburg todavía fue peor; pasaron allí cuatro noches antes de que Joshua York regresara al fin al Sueño del Fevre.

El día que zarparon de Memphis, la puesta de sol fue especialmente hermosa. Los dispersos retazos de niebla adquirieron un tono anaranjado y las nubes del oeste tomaron un color rojo vívido y fiero, hasta que todo el firmamento pareció incendiarse. Sin embargo, Abner Marsh, de pie en la cubierta superior, sólo tenía ojos para el río. No había más vapores a la vista. El agua delante de ellos estaba en calma; aquí, el viento levantaba un pequeño oleaje, y allá, la corriente se deslizaba alrededor de los restos terriblemente oscuros de un árbol caído arrastrado desde la orilla, pero en general el viejo diablo estaba tranquilo. Al ponerse el sol, las aguas enfangadas adquirieron un tono rojizo, un tono que se hizo más y más intenso y oscuro hasta que el Sueño del Fevre pareció avanzar sobre un río de sangre. Luego el sol se ocultó tras los árboles y las nubes y, poco a poco, la sangre fue oscureciéndose, hasta tomar el color marrón de la sangre seca, y al fin llegó al negro, negro de muerto, negro de sepultura. Marsh contempló cómo se desvanecía el último remolino carmesí. Aquella noche no salieron las estrellas, y Marsh bajó a cenar con sangre en su mente.

Ya habían transcurrido días desde que dejaron Nueva Madrid, y Abner Marsh no había hecho nada, ni dicho nada. Pero había estado acumulando una gran cantidad de reflexiones sobre lo que había visto, o sobre lo que no había visto, en el camarote de Joshua. Naturalmente, no podía estar seguro de haber llegado a percibir una imagen concreta. Además, aunque así fuera… Quizás Joshua se había cortado en los bosques. Pero Marsh se había fijado muy bien en las manos de York la noche siguiente y no había apreciado rastros de cortes o arañazos. Quizás había matado algún animal, o había tenido que defenderse de unos ladrones. Había una docena de buenas razones, pero todas ellas resultaban inconsistentes ante el silencio de Joshua. Si éste no tenía nada que ocultar, ¿por qué se mostraba tan reservado? Cuanto más pensaba Abner Marsh en todo aquello, menos le gustaba.

Marsh había visto bastante sangre en su vida. Más bien demasiada: peleas, latigazos, duelos y enfrentamientos con armas. El río atravesaba territorio de esclavos, y allí la sangre de quienes tenían la piel negra corría con facilidad. Los estados sin esclavos no eran mucho mejores. Marsh había estado en la sangrienta Kansas durante una temporada y había visto quemar y fusilar a muchos hombres. De joven, había servido en la milicia de Illinois, y estado en la guerra con Halcón Negro. Todavía soñaba a veces con la batalla de Bad Axe, donde habían acabado con la gente de Halcón Negro, mujeres y niños incluidos, mientras trataban de cruzar el Mississippi para buscar la seguridad de la ribera occidental. Aquél había sido un día sangriento, pero necesario, pues Halcón Negro había arrasado y asolado todo Illinois.

En cambio, la sangre que pudiera o no haber habido en las manos de Joshua era algo distinto que tenía a Marsh inquieto, nervioso.

Sin embargo, se dijo Marsh, habían llegado a un acuerdo. Y un trato siempre era un trato, y todo hombre debía cumplirlos, para bien o para mal, los hiciera con un presidiario, con un tahúr o con el mismísimo diablo. Joshua York había mencionado que tenía enemigos, recordaba Marsh, y los arreglos de un hombre con sus enemigos eran asunto suyos. York había sido bastante sincero con Marsh.

Marsh llegó a esta conclusión y, seguidamente, intentó quitarse de la cabeza todo el asunto.

Sin embargo, el Mississippi se volvía sangre, y también sus sueños eran sangrientos. A bordo del Sueño del Fevre el ambiente se hacía cada vez más tenso y sombrío. Un fogonero se descuidó y el vapor le produjo quemaduras, por lo que tuvieron que bajarle a tierra en Napoleon. Un estibador se marchó en Vicksburg, lo cual era una tontería, pues aquél era territorio de esclavos, y él un emancipado. Entre los pasajeros de cubierta empezaron las reyertas. Jeffers lo achacaba al aburrimiento y al calor húmedo, sofocante y denso del mes de agosto. La escoria se vuelve loca cuando llega el calor, le apoyó Hairy Mike. Abner Marsh no estaba muy seguro. Casi parecía que eran objeto de un castigo.

Pasaron Missouri y Tennessee y Marsh se corroía. Las ciudades, pueblos y puestos de leña se sucedían unos a otros, los días se transformaron en semanas angustiosamente lentas y las ausencias de York les hicieron perder pasajeros y carga. Marsh bajó a tierra, a los bares y hoteles frecuentados por los marineros del río, y escuchó, y no le gustó nada lo que oyó respecto a su barco. Según alguien, pese a todas sus calderas, el Sueño del Fevre era demasiado grande y pesado, y bastante lento. Otro rumor afirmaba que tenían problemas con los motores, y que fácilmente podía producirse la explosión de alguna caldera. Ese rumor era muy perjudicial, pues las explosiones de calderas eran uno de los accidentes más temidos. El primer oficial de un barco de Nueva Orleans le dijo a Marsh, en Vicksburg, que el Sueño del Fevre parecía bastante bueno, pero que su capitán era un tipo de la parte norte del río que no tenía el valor suficiente para aprovechar sus posibilidades. Marsh de poco le rompe la cabeza al individuo. También se hablaba de York, de él y de sus extraños amigos, y de sus costumbres. El Sueño del Fevre estaba empezando a hacerse una cierta reputación, desde luego, pero no del tipo que Abner Marsh había previsto.

Cuando se acercaban a Natchez, Marsh ya había llegado al límite.

El cielo empezaba a oscurecerse cuando avistaron a Natchez en la distancia, unas cuantas luces brillando en la tarde ya rojiza y unas sombras cada vez más alargadas por el oeste. Había sido un buen día, a pesar del calor. Habían hecho el mejor tiempo desde que salieran de Cairo. El río tenía una pátina dorada y el sol brillaba sobre su superficie dándole aspecto de cobre bruñido, meciéndose y bailando cuando el viento soplaba sobre el agua. Marsh se había acostado por la tarde, un tanto afectado por el clima, pero salió en seguida del camarote al escuchar el sonido de la sirena en respuesta a la llamada de otro vapor que venía hacia ellos, alto y grácil. Era una conversación entre dos barcos, uno río arriba y otro río abajo, para decidir cuál pasaría por la derecha y cuál por la izquierda cuando se cruzaran. Era algo normal, que se repetía una docena de veces cada día, pero había algo en la sirena del otro barco que llamó la atención de Marsh, que le arrancó de sus sudadas sábanas y le hizo salir a la cubierta principal justo a tiempo de verlo pasar: Era el Eclipse, rápido y altivo, con su anagrama brillante entre las chimeneas reluciendo al sol, sus pasajeros agolpados en las cubiertas y su humareda espesa y poderosa. Marsh contempló el barco que se alejaba río arriba hasta que sólo se divisó de él su humareda, con una extraña sequedad en la garganta.

Cuando el Eclipse se hubo desvanecido como se desvanecen los sueños por la mañana, Marsh se volvió y miró hacia Natchez, muy próxima ya. Escuchó las campanas que indicaban la señal del próximo amarre y la sirena que volvía a sonar.

En el embarcadero se amontonaba un sin fin de vapores y, tras ellos, dos ciudades aguardaban al Sueño del Fevre. Sobre los acantilados verticales y altaneros estaba Natchez-sobre-la-Colina, la ciudad propiamente dicha, con sus calles amplias, sus árboles y flores, y sus grandes mansiones, cada una con un nombre: Monmouth, Linden, Auburn, Ravenna, Concord, Belfast, Windy Hill The Burn… Marsh había estado en Natchez media docena de veces cuando era joven, antes de tener vapores y empresas, y siempre había ido a pasear por allí arriba y contemplado aquellas magníficas casas. Eran auténticos palacios y Marsh no se sentía del todo cómodo en aquel ambiente. Las familias que residían en ellas se comportaban también como reyes; arrogantes y reservados, tomando sus bebidas de hierbabuena y sus copas de jerez, poniendo a enfriar su condenado vino, divirtiéndose con las carreras de s ls caballos purasangre o con la caza de osos, y enfrentándose en duelos a pistola o a sable por la afrenta más nimia. Ricachos, había oído Marsh que los llamaban. Eran un grupo selecto, y cada uno de ellos parecía un coronel. A veces asomaban por el embarcadero y, entonces, uno tenía que invitarles a subir a bordo y obsequiarles con cigarros y bebidas, aunque no se les tuviera simpatía.

Y, sin embargo, todos ellos parecían ajenos a lo que les rodeaba. Desde sus grandes mansiones en los acantilados, los ricachos tenían una espléndida vista sobre la majestuosa brillantez del río, pero no alcanzaban a ver lo que quedaba bajo sus pies.

Pero debajo de las mansiones, entre el río y los acantilados, había otra ciudad: Natchez-bajo-la-Colina. No habían allí columnas de mármol, ni tampoco preciosas flores exóticas. Las calles eran de fango y polvo. Alrededor del embarcadero de los vapores se agolpaban los burdeles, que ocupaban también las aceras de Silver Street, o lo que quedaba de ellas. Gran parte de la calle se había hundido en el río veinte años antes, y las aceras que aún existían estaban medio sumergidas y llenas de mujeres llamativas y jóvenes peligrosos, de ojos fríos y provocadores. La calle principal estaba llena de bares, salones de billar y salas de juego y cada noche la ciudad que estaba bajo la ciudad se agitaba y bullía. Bravatas y peleas, sangre, partidas de póker amañadas y venganzas violentas, prostitutas dispuestas a todo y hombres que le sonreían a uno mientras le robaban la cartera y le rebanaban la garganta sin dudarlo un momento. Así era Natchez-bajo-la-Colina. Whisky y carne y cartas, luces rojas y canciones estridentes y ginebra aguada, esa era la vida de la ciudad junto al río. Los marineros amaban y odiaban a la vez Natchez-bajo-la-Colina y su población de mujeres baratas, jugadores, rebanadores de cuellos, negros y mulatos emancipados, aunque los más ancianos juraban que la ciudad bajo los acantilados ya no era nada comparada con lo salvaje que había sido cuarenta años atrás, o incluso antes de que Dios enviara el huracán para limpiarla, en 1840. Marsh no sabía nada al respecto; era lo bastante salvaje para él, y allí había pasado noches memorables, hacía tiempo. Sin embargo, ahora, tenía un mal presentimiento que crecía conforme se acercaba.

Por un instante, Marsh dio vueltas a la idea de pasar de largo, de subir a la cabina del piloto y decirle a Albright que siguiera sin detenerse. Sin embargo, tenían que desembarcar pasajeros y descargar mercancías. Además, la tripulación debía estar esperando con ansiedad una noche en la fabulosa Natchez, por tanto Marsh reprimió sus recelos. Sueño del Fevre entró en el embarcadero y quedó fondeado para pasar la noche. Amortiguaron el vapor y dejaron morir el fuego en las calderas. Entonces, la tripulación se escapó del barco lo mismo que la sangre de una herida abierta. Algunos se detuvieron en el embarcadero para comprar helados o frutas a los buhoneros negros con sus carretillas, pero la mayoría se encaminaron directamente hacia Silver Street y sus cálidas luces rojas.

Abner Marsh se quedó apoyado en la barandilla de la cubierta superior hasta que empezaron a aparecer las estrellas. Una canción llegó sobre las aguas desde las ventanas de burdeles, pero no le levantó el ánimo. Por fin, Joshua abrió la puerta de su camarote y salió a la noche.

—¿Va usted a tierra, Joshua?—le preguntó Marsh.

—Sí, Abner —sonrió fríamente York.

—¿Cuánto tiempo estará fuera esta vez?

Joshua le dedicó un elegante encogimiento de hombros.

—No lo sé decir. Regresaré tan pronto como pueda, espéreme.

—Preferiría ir con usted, Joshua —dijo Marsh—. Ahí a Natchez, Natchez-bajo-la-Colina. Es un lugar difícil, y podríamos estar un mes esperándole mientras usted se pudría en cualquier rincón con la garganta cortada. Déjeme acompañarle y mostrarle la ciudad. Yo soy un hombre del río, y usted no.

—No —contestó York —. Tengo asuntos que resolver en tierra, Abner.

—Somos socios, ¿no? Sus asuntos son los míos, en lo que respecta al Sueño del Fevre.

—Tengo otros intereses además del barco, amigo mío. Cosas en las que no puede ayudarme, que tengo que hacer yo solo.

—Simon va con usted, ¿no?

—A veces. Eso es distinto, Abner. Simon y yo… compartimos intereses que le excluyen a usted.

—Una vez habló usted de enemigos, Joshua. Si se trata de eso, de cuidarse de quienes le quieren mal, entonces dígamelo. Puedo ayudarle.

—No, Abner —insistió York—. Mis enemigos no lo son de usted.

—Déjeme decidir eso, Joshua. Hasta ahora ha sido sincero conmigo. Confíe en que yo lo sea con usted.

—No puedo —contestó York en tono pesaroso—. Abner, tenemos un trato. No me haga más preguntas, por favor. Y ahora, si me permite, tengo que bajar.

Abner Marsh asintió y se apartó. Joshua pasó ante él y empezó a bajar las escaleras.

—Joshua —gritó Marsh cualldo York ya estaba casi abajo. Se volvió a mirarle—. Tenga cuidado, Joshua. Natchez puede resultar… sangrienta.

York se quedó mirándolo un largo rato con unos ojos más grises e ilegibles que el humo.

—Sí —dijo al fin—. Tendré cuidado.

Se volvió y desapareció. Abner Marsh le vio desembarcar y desaparecer en Natchez-bajo-la-Colina. Su alta y esbelta figura dejaba largas sombras bajo las lámparas humeantes. Cuando Joshua York se perdió de vista, Marsh se dio la vuelta y se encaminó al camarote del capitán. La puerta estaba cerrada con llave, tal como esperaba. Metió la mano en su gran bolsillo y sacó la llave.

Antes de colocarla en la cerradura, dudó un instante. Tener un duplicado de cada llave guardado en la caja fuerte del vapor no podía considerarse una traición, sino simple sentido común. Al fin y al cabo, algunas personas morían en camarotes cerrados con llave y siempre era mejor tener una que verse obligado a derribar la puerta. No obstante, utilizar la llave era otra cosa. Había un pacto de por medio, después de todo. Sin embargo, los socios deben confiar el uno en el otro y, si Joshua York no le otorgaba confianza, ¿cómo podía esperar que confiara en él? Resuelto, Marsh abrió la puerta y entró en el camarote de York.

Ya dentro, encendió una lámpara de aceite y cerró con llave otra vez. Se quedó quieto un momento, indeciso, y echó una mirada en derredor preguntándose qué iba a encontrar. El camarote de York era grande y lujoso y tenía el mismo aspecto que en las anteriores ocasiones en que Marsh lo había visitado. Sin embargo, allí debía haber algo que le aclarara el comportamiento de York, alguna clave para comprender la naturaleza de las particularidades de su socio.

Marsh se dirigió al escritorio, que parecía el lugar más indicado para empezar, se sentó con precaución en la butaca de York y empezó a examinar los periódicos. Los manejó con cuidado, fijándose en la posición de cada uno antes de tomarlo, para poderlo dejar todo exactamente como lo había encontrado al entrar. Los periódicos… eran sólo periódicos. Debía haber unos cincuenta en el escritorio, antiguos y recientes, el Herald y el Tribune de Nueva York, varios de Chicago, todos los de San Luis y Nueva Orleans, otros de Napoleon y Baton Rouge, de Memphis, Greenville, Vicksburg y Bayou Sara, y semanarios de una docena de pequeñas poblaciones de la ribera. La mayoría estaba intacta. Pero de unos cuantos se habían recortado noticias.

Bajo el montón de periódicos, Marsh encontró dos grandes libros encuadernados en piel. Los sacó con cuidado, intentando ignorar el espasmo nervioso de su estómago. Marsh pensó que podían contener anotaciones personales, algo que le dijera de dónde venía York y adónde se proponía ir. Abrió el primer libro y frunció el ceño, disgustado. No era un diario. Sólo eran recortes de periódico, cuidadosamente pegados. Bajo cada uno de ellos, Joshua había anotado la fecha y el lugar de procedencia.

Marsh leyó el primer recorte, procedente de un periódico de Vicksburg, acerca de un cuerpo que habían encontrado en la orilla del río. La fecha era de seis meses atrás. En la página opuesta había otros dos, ambos también de Vicksburg: una familia encontrada muerta en una cabaña a treinta kilómetros de la ciudad, y una muchacha negra —probablemente fugitiva —encontrada cadáver en el bosque, debido a causas desconocidas.

Marsh pasó unas páginas, leyó algo y siguió pasando páginas. Al cabo de un rato cerró el libro y abrió el otro. Lo mismo. Páginas y páginas de cadáveres, muertes misteriosas, cuerpos descubiertos aquí y allá, todos ordenados por ciudades. Marsh cerró los libros y los devolvió a su lugar. Intentó encontrar sentido a lo que acababa de ver. Los periódicos traían muchas otras noticias de muertes y asesinatos que York no se había molestado en recortar. ¿Por qué? Repasó unos cuantos periódicos más hasta estar seguro. Entonces, frunció el entrecejo. Parecía que a Joshua no le interesaban en absoluto las muertes por disparos o cuchilladas, ni los ahogados, ni los muertos en explosiones de calderas o quemados, ni tampoco los jugadores y ladrones colgados por la ley. Las noticias que recopilaba eran diferentes. Muertes que nadie podía explicar, tipos con las gargantas abiertas, cuerpos mutilados y desgarrados, o en avanzado estado de descomposición para que nadie pudiera decir de qué habían muerto, cuerpos sin huellas, encontrados muertos sin razón aparente alguna, o hallados con heridas tan pequeñas que habían pasado inadvertidas en el primer examen, cadáveres intactos, pero desangrados. Entre los dos libros, debían haber unos cincuenta o sesenta relatos, recopilación de nueve meses de muertes producidas a todo lo largo del bajo Mississippi.

Por un momento, Abner tuvo miedo ante el pensamiento de que quizás Joshua recopilaba los relatos de sus propias fechorías. Sin embargo, al pensarlo mejor, comprobó que no podía ser. Algunos casos, quizás, pero en otros las fechas no correspondían; Joshua había estado con él en San Luis o en New Albany o a bordo del Sueño del Fevre cuando aquellas personas habían encontrado sus horribles finales. No podía ser el responsable.

En cambio, observó Marsh, había una clara relación con las paradas que había ordenado York, con sus viajes secretos a tierra firme. Estaba visitando los lugares donde se habían producido dichas muertes, uno por uno. ¿Qué andaba buscando? ¿Qué… o a quién? ¿Un enemigo? ¿Un enemigo que había sido el causante de todas esas muertes, subiendo y bajando por el río? Si era así, Joshua debía estar del lado del bien, pero entonces ¿por qué el silencio, si sus fines eran justos?

Al llegar a este punto, Marsh dedujo que tenía que haber más de un enemigo. Ninguna persona podía, ella sola, ser responsable de todas las muertes recogidas en los libros y, además, Joshua había dicho “enemigos”. Por otro lado había regresado de Nueva Madrid con las manos manchadas de sangre, pero ello no había interrumpido su búsqueda.

No conseguía encontrarle sentido.

Marsh empezó a revisar los cajones y rincones del escritorio de York. Papeles, sobres y cartas de lujo con una imagen del Sueño del Fevre impresa y el nombre de la compañía, otros sobres, tinta, media docena de plumas, un secante, un mapa de la cuenca del río con varios puntos señalados, crema de limpiar botas, lacre… En pocas palabras, nada que le diera una pista. En un cajón encontró unas cartas y las leyó esperanzado, pero no decían nada. Dos de ellas eran cartas de crédito y el resto simple correspondencia comercial con sus agentes en Londres, Nueva York, San Luis y otras ciudades. Marsh encontró una de un banquero de San Luis en la que se refería a la Compañía de Paquebotes del río Fevre. “En mi opinión, es la que mejor se adapta a los propósitos de que me habló. Su propietario es un experimentado hombre del río con reputación de honesto, de aspecto no muy agradable, pero honrado, y que recientemente ha padecido algunos reveses de fortuna que pueden hacerle receptivo a lo que usted se propone ofrecerle.” La carta proseguía, pero no le dijo a Marsh nada que no supiera ya.

Tras devolver las cartas donde las había encontrado, Abner Marsh se levantó y recorrió el camarote a la busca de algo más, de algo importante. No encontró nada; ropa en los cajones, la horrible bebida de York en su sitio, trajes colgados en el armario, y libros por todas partes. Miró los títulos de los volúmenes que había junto a la cama: uno era de poemas de Shelley y el otro una especie de libro de medicina del que apenas entendió una palabra. En las estanterías encontró más de lo mismo: mucha ficción y poesía, gran cantidad de historia, libros de medicina, filosofía y ciencias naturales, un viejo y polvoriento tomo sobre alquimia y un estante completo de volúmenes en lenguas extranjeras. Había algunos libros sin título, encuadernados a mano en cuero bellamente repujado y páginas en los bordes en oro, y Marsh sacó uno con la esperanza de que fueran éstos el diario que andaba buscando y que le daría la respuesta a sus preguntas. Pero, aunque lo fuera, no le sería posible leerlo; las palabras pertenecían a un código ilegible y grotesco, y la mano que las había escrito no era precisamente la de Joshua puesto la escritura no mostraba los rasgos airosos de la de éste, sino otros apretados y minúsculos.

Marsh recorrió el camarote una última vez para asegurarse de que no había pasado nada por alto y, finalmente, se decidió a salir casi tan ignorante como había entrado. Introdujo la llave en la cerradura, le dio la vuelta con cuidado, apagó la lámpara, salió y volvió a cerrar la puerta tras sí. Fuera hacía un poco de frío, y Marsh advirtió que estaba empapado de sudor. Deslizó la llave en el bolsillo del tabardo y se volvió para irse.

Se detuvo al instante.

A pocos pasos, la vieja y cadavérica Katherine le miraba fijamente con ojos fríos y malévolos. Marsh decidió seguir adelante, como si nada hubiera pasado. Se llevó la mano a la gorra.

—Buenas noches, señora —la saludó.

Katherine le sonrió levemente, con un rictus horripilante que transformó su rostro lobuno en una máscara de tenebrosa alegría.

—Buenas noches, capitán —le contestó.

Sus dientes, advirtió Marsh, eran amarillentos y muy largos.

CAPITULO DIEZ

Nueva Orleans, agosto de 1857

Después de que Adrienne y Alain hubieran partido en el vapor Reina del Algodón, con destino a Baton Rouge y Bayou Sara, Damon Julian decidió dar un paseo por el embarcadero hasta un café francés que conocía. Sour Billy caminaba inquieto a su lado, dedicando miradas sospechosas a todo el que pasaba. A continuación seguía el resto del grupo de Julian; Kurt y Cynthia caminaban juntos, y Armand cerraba la marcha, furtivo e intranquilo, acosado ya por la sed. Michelle se había quedado en la casa.

El resto se había ido, estaba disperso, enviado río arriba o río abajo en un vapor u otro por orden de Julian, a la busca de dinero, seguridad y un nuevo lugar donde reunirse. Damon Julian había decidido al fin trasladarse.

La luz de la luna caía suave y brillante como una capa de mantequilla sobre el río. Lucían las estrellas. En el embarcadero, docenas de vapores se amontonaban junto a los barcos de mar, con sus mástiles altos y orgullosos y las velas plegadas sobre ellos. Los negros llevaban algodón, azúcar y harina de un barco a otro. El aire era húmedo y fragante, y las calles estaban repletas de gente.

Encontraron una mesa con una buena vista del bullicio y pidieron café au lait y las pastas fritas azucaradas por lasque tenía fama el establecimiento. Sour Billy probó una y el azúcar en polvo le cayó sobre la chaqueta y las mangas. Soltó una maldición en voz alta.

Damon Julian se echó a reír con unas carcajadas dulces como la luz de la luna.

—¡Ah, Billy!, qué divertido eres.

Sour Billy odiaba que se rieran de él más que cualquier otra cosa en el mundo, pero alzó la mirada hacia los ojos oscuros de Julian y se esforzó por sonreír.

—Sí, señor —dijo con un triste movimiento de cabeza.

Julian se comió su pasta con delicadeza, de modo que ni una pizca de azúcar manchó de blanco el magnífico gris oscuro de su traje, ni el brillo de su corbata escarlata. Cuando hubo terminado, bebió el café au lait mientras su mirada recorría el embarcadero y la multitud de paseantes que llenaba las calles.

—Ahí —dijo de repente—, esa mujer que está bajo el ciprés —los demás miraron en la dirección indicada—. ¿No es sorprendente?

Era una dama criolla, escoltada por dos caballeros de aspecto inquietante. Damon Julian se quedó mirándola como un colegial enamorado, con su pálido rostro sereno y sin arrugas, su cabello de delicados rizos oscuros y los ojos tristes y cargados de melancolía. Sin embargo, incluso al otro extremo de la mesa, Sour Billy podía sentir el calor de aquellos ojos, y tuvo miedo.

—Es exquisita —dijo Cynthia.

—Tiene el cabello de Valerie —añadió Armand.

—¿Vas a tomarla, Damon? —dijo Kurt con una sonrisa.

La mujer y sus compañeros se alejaron de ellos, paseando frente a una complicada verja de hierro forjado. Damon Julian los observó con aire pensativo.

—No —dijo al fin, volviendo los ojos a la mesa y apurando la taza—. La noche es demasiado joven, las calles están demasiado concurridas y yo me siento cansado. Quedémonos un rato más.

Armand tenía un aspecto abatido y nervioso. Julian le sonrió un instante, se inclinó hacia adelante y posó una mano en la manga de su compañero.

—Beberemos antes de que llegue el alba, Armand —le dijo—. Tienes mi palabra.

—Sé de un lugar —intervino Sour Billy con aire de conspirador—, una casa de auténtico lujo con bar, sillas de terciopelo rojo y buenas bebidas. Allí hay muchachas, todas hermosas. Se puede tener a una toda la noche por una pieza de oro de veinte dólares. Y por la mañana… Bueno —sonrió—, cuando encuentren lo que encuentren ya nos habremos ido. Eso será más barato que comprar negras de lujo, vaya que sí.

Los ojos oscuros de Damon Julian le observaron, divertidos.

—Billy hace que me sienta miserable —comentó a los demás— pero, ¿qué haríamos sin él? —Miró nuevamente a su alrededor, hastiado—. Debería venir a la ciudad más a menudo. Cuando uno está saciado, pierde de vista todos los demás placeres. Billy, ¿puedes notarlo? El aire está lleno de ello, ¿lo notas?

—¿El qué? —dijo Sour Billy.

—La vida, Billy —contestó Julian con una sonrisa de ironía. Billy se obligó a devolverle la sonrisa—. La vida, el amor y el deseo, la buena mesa y los buenos vinos, los grandes sueños y esperanzas. Todo eso flota a nuestro alrededor. Posibilidades —continuó con un fulgor en los ojos—. ¿Por qué debería perseguir a esa belleza que acaba de pasar, cuando hay tantas otras, tantas y tantas posibilidades? ¿Puedes responderme?

—Yo, señor Julian, yo no…

—No, Sour Billy. Tú no, ¿verdad?—se rió Julian—. Mis caprichos significan la vida o la muerte para todo ese ganado, Billy. Si quieres llegar a ser uno de los nuestros, debes comprender estas cosas. Yo soy placer, Billy. Soy poder. Y la esencia de lo que soy, del poder y del placer, se basa en las posibilidades. Mis posibilidades son vastas, no tienen límite, igual que no lo tienen nuestras vidas. En cambio, yo soy el límite para toda esta gente, este ganado, pues yo soy el final de sus esperanzas y de sus posibilidades. ¿Empiezas a comprender? Apagar la sed roja no es nada, para eso sirve cualquier viejo negro a punto de morir. En cambio, cuánto mayor placer hay en los jóvenes, los ricos, los bellos, esos que tienen la vida ante sí, cuyos días y noches refulgen y brillan llenos de promesas. La sangre es sólo sangre, cualquier animal sirve para proporcionarla, cualquiera.

Hizo un gesto lánguido para abarcar a los marineros del embarcadero, a los negros cargados de bultos y a los tipos ricamente vestidos del Vieux Carré.

—No es la sangre lo que ennoblece, lo que le convierte a uno en maestro. Es la vida, Billy. Bebe sus vidas y la tuya se hará más larga. Come su carne y te pondrás más fuerte. Devora su belleza y serás más hermoso.

Sour Billy Tipton le escuchó con atención. Rara vez la había visto tan extrovertido. Sentado en la oscuridad de la biblioteca, Julian solía ser brusco y temible. Fuera de allí, de nuevo en el mundo exterior, brillaba, recordándole a Sour Billy lo que había sido cuando llegó por primera vez, con Charles Garoux, a la plantación donde Billy era capataz. Se lo comentó a Julian, y éste asintió.

—Sí —dijo—, la plantación es un lugar seguro, pero en la seguridad y la saciedad está el peligro.

Al sonreír, mostró sus blancos dientes. Luego musitó:

—Charles Garoux… ¡Ah, cuántas posibilidades tenía ese joven! Era hermoso a su modo, fuerte y sano. Un purasangre, adorado por todas las damas, admirado por los demás hombres. Hasta los negros querían al amo Charles. ¡Hubiera tenido una vida tan espléndida! También su carácter era abierto, y era fácil hacerse amigo suyo, ganarse su inamovible confianza con sólo apartar de él al pobre Kurt —se interrumpió con una carcajada—. Y luego, una vez me introdujo en su casa, fue más fácil todavía llegar hasta él cada noche y sangrarlo poco a poco, de modo que pareciera haber enfermado, hasta morir. Una vez, se despertó mientras yo estaba en la habitación y creyó que había acudido a consolarle. Yo me incliné sobre su lecho y él alzó los brazos y me abrazó, y yo bebí y bebí. ¡Ah, qué dulzura la de Charles, tan bello y tan fuerte!

—Su padre estaba desesperado cuando se dio cuenta de que se iba a morir —añadió Sour Billy.

Personalmente él se había alegrado. Charles Garoux siempre le estaba diciendo a su padre que Billy era demasiado duro con los negros, e intentaba que lo despidieran. Como si siendo blando se pudiera conseguir que un negro trabaje.

—Sí, el viejo Garoux quedó destrozado —asintió Julian—. ¡Qué afortunado fue de que yo estuviera allí para ayudarle a soportar su dolor! El mejor amigo de su hijo… Cuántas veces me dijo después, mientras guardábamos luto por Charles, que me había convertido en un cuarto hijo.

Sour Billy lo recordaba bien. Julian había llevado el asunto a la perfección. Los hijos más jóvenes habían desamparado a su padre; Jean Pierre era un borracho empedernido y Philip un debilucho que lloró como una mujer en el funeral de su hermano. En cambio, Damon Julian había sido una torre de fortaleza varonil. Habían enterrado a Charles en la parte trasera de la plantación, en el cementerio familiar. En aquel lugar, la tierra era tan húmeda que le habían tenido que enterrar en un gran mausoleo de mármol con una victoria alada encima. Allí estaría cómodo y frío incluso en el calor de pleno agosto. Sour Billy había acudido a la tumba muchas veces durante aquellos años para beber, y orinarse sobre el ataúd de Charles. Una vez, había llevado hasta allí a una muchacha negra y la había azotado antes de poseerla tres o cuatro veces, sólo para que el fantasma de Charles pudiera ver cómo había que tratar a los negros.

Sour Billy recordó que Charles sólo había sido el principio. Seis meses después, Jean Pierre salió para la ciudad a jugar y acostarse con alguna prostituta, y jamás regresó. No mucho después, el pobre Philip resultó devorado por algún animal salvaje en los bosques. El viejo Garoux quedó muy afectado entonces, pero allí estaba Damon Julian, a su lado, para ayudarle en el mal trago. Por último, Garoux le adoptó y escribió un nuevo testamento dejándoselo todo.

No mucho después, llegó la noche que Sour Billy nunca olvidaría, ya noche en que Damon Julian demostró hasta qué punto el viejo René Garoux estaba en su poder. Fue en el piso de arriba, en el dormitorio del viejo. Allí estaba Valerie, y Adrienne y también Alain. Todos se habían instalado ya en el caserón, pues cualquier amigo de Julian era bien recibido en el hogar de los Garoux. Todos ellos, y Sour Billy, estuvieron presentes cuando Damon Julian avanzó hasta el lado de la gran cama doselada y atravesó al anciano con sus ojos negros y su fácil sonrisa y le contó la verdad, toda la verdad de lo que les había sucedido a Charles, a Jean Pierre y a Philip. Julian llevaba el anillo con el sello de Charles, y Valerie lucía una joya gemela colgada del cuello en una cadena. El de ella había pertenecido en otros tiempos a Jean Pierre. Ella no había deseado ponérselo. La embargaba la sed y quería terminar cuanto antes con el viejo Garoux, sin charlas ni retrasos. Sin embargo, Damon Julian había acallado sus protestas con palabras suaves y mirada fría, ante lo cual ella se había colgado el anillo y, sumisa, había atendido a la revelación.

Cuando Julian hubo terminado su relato, Garoux estaba temblando, con sus ojos legañosos llenos de lágrimas, de dolor y de odio. Y entonces, sorprendentemente, Damon Julian le había ordenado a Sour Billy que le tendiera al anciano su cuchillo. “Aún no está muerto”, había protestado Billy. “Le cortará el cuello, señor Julian.”

Pero Julian se limitó a mirarle y sonreír, así que Sour Billy se había sacado el cuchillo para depositarlo en la mano arrugada y temblorosa de Garoux. Al anciano le temblaban tanto las manos que Billy temió que se le cayera el instrumento, pero de algún modo Garoux consiguió sostenerlo. Damon Julian se sentó entonces en un lado del lecho.

—René —dijo—, mis amigos están sedientos.

Tenía la voz tan suave, tan líquida. Fueron sus únicas palabras. Alain acercó un vaso de fino cristal con el escudo de la familia grabado, y el viejo René Garoux se abrió con toda parsimonia la vena de la muñeca y llenó el vaso con su sangre, sin dejar de llorar y temblar. Valerie, Alain y Adrienne se pasaron el vaso de mano en mano, pero dejaron que fuera Damon Julian quien lo apurara, mientras Garoux se desangraba en el lecho.

—Garoux nos proporcionó unos buenos años —decía Kurt. Sus palabras hicieron que Sour Billy volviera de sus recuerdos—. Ricos y seguros, sin compañía, y con la ciudad aquí para cuando quisiéramos visitarla. Comida, bebida y negras esperándonos. Una muchacha de lujo cada mes.

—Y, sin embargo, eso ha terminado —dijo Julian, un tanto pesaroso—. Todo tiene que acabar, Kurt. ¿Te apena?

—Las cosas ya no eran como antes —admitió Kurt—. Había polvo por todas partes, la casa se caía a pedazos, habían ratas. No tengo muchas ganas de trasladarme otra vez, Damon. En el mundo exterior, no estamos nunca seguros. Tras una cacería, siempre viene el miedo, el esconderse, el huir. No querría volver a eso.

Julian le sonrió con ademán sardónico.

—Tiene sus inconvenientes, lo admito, pero también tiene ventajas. Eres joven, Kurt. Recuerda siempre que, por mucho que ladren, tú eres el amo. Tú les verás morir, a ellos y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. La casa de los Garoux está en ruinas. No sucede nada. Todas las cosas que hace el ganado acaban por convertirse en ruinas. Yo he visto Roma convertirse a sí misma en polvo. Solamente nosotros continuamos —se encogió de hombros—. Y todavía podemos encontrar otro René Garoux.

—Mientras estemos contigo —intervino Cynthia con voz nerviosa. Era una mujer delgada y hermosa, de ojos castaños, que se había convertido en la favorita de Julian desde que éste despidiera a Valerie, pero hasta Sour Billy podía advertir que se sentía insegura de su posición—. Es peor cuando estamos solos.

—¿Así que no quieres dejarme?—le preguntó Damon Julian con una sonrisa.

—No —contestó ella—. Por favor…

Kurt y Armand también tenían los ojos puestos en él. Julian había empezado a despedir a sus compañeros un mes antes, bruscamente. Valerie fue la primera en exiliarse, tal como había pedido, aunque Julian la había enviado río arriba no con el problemático Jean, sino con el moreno y hermoso Raymond, que era fuerte y cruel y, según algunos, hijo del propio Julian. Raymond se cuidaría de mantenerla a salvo, había dicho Damon Julian con sorna aquella noche, cuando Valerie tenía que partir. La noche siguiente, fue Jean el despedido, solo, y Sour Billy pensó que allí terminarían las expulsiones. Se equivocaba. Damon Julian tenía algún nuevo plan en la cabeza, y así Jorge fue despedido a la semana siguiente, y luego Clara y Vincent, y luego los demás, solos o por parejas. Ahora, los que quedaban sabían que ninguno de ellos estaba a salvo.

—¡Ah! —suspiró Julian mientras miraba a Cynthia, complacido—. Bien, ahora ya somos sólo cinco. Si tenemos cuidado, podemos hacer que cada muchacha nos dure hasta un mes o dos, si bebemos poco a poco. Sí, creo que así podemos aguantar hasta el invierno. Para entonces, uno de los otros nos hará llegar alguna noticia, quizá. Ya veremos. Hasta entonces, puedes quedarte conmigo, querida. Y Michelle también. Y tú, Kurt.

Armand pareció desmoronarse.

—¿Y yo? —barboteó—. Damon, por favor…

—¿Qué sucede, Armand? ¿Es la sed? ¿Se debe a ella ese temblor? Contrólate. ¿Te pondrás a desgarrar y morder cuando consigamos a esas amiguitas de Billy? Ya sabes cuánto me disgustaría… —continuó con los ojos semicerrados—. También tengo mis planes para ti, Armand.

Armand bajó la mirada y la fijó en su taza vacía.

—Yo me quedo —anunció Sour Billy.

—¡Ah!—exclamó Julian—. Naturalmente, Billy. ¿Qué íbamos a hacer sin ti?

A Sour Billy Tipton no le agradó mucho la sonrisa que mostró Julian, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Poco tiempo después, partieron hacia el lugar que Billy había prometido enseñarles. La casa estaba a la salida del Vieux Carré, en la parte americana de Nueva Orleans, pero no a gran distancia. Damon Julian iba delante, caminando por las estrechas callejas iluminadas por farolas de gas codo con codo con Cynthia, luciendo una fantasmal sonrisa mientras contemplaba los balcones de hierro forjado, las verjas que se abrían a los jardines, con sus fuentes y adornos, y las lámparas de gas colgando de los soportes de hierro. Sour Billy les indicaba la dirección. Pronto llegaron a la parte más oscura y mísera de la ciudad, donde los edificios eran de madera o de ladrillos de poca calidad que casi se deshacían al tacto, hechos de arena y caparazones de ostras y moluscos. Ni siquiera las instalaciones de gas habían llegado hasta aquel rincón, pese a que la ciudad ya gozaba de la luz de gas desde hacía más de veinte años. En las esquinas, las lamparas de aceite colgaban de pesadas cadenas de hierro dispuestas en diagonal sobre las calles, aguantadas por grandes ganchos clavados en los muros de los edificios. Las lámparas ardían con una luz humeante y sensual. Julian y Cynthia pasaron de zonas de luz a otras en sombras nuevamente a la luz y otra vez a las sombras. Sour Biliy y los demas los seguían.

Un grupo de tres hombres surgió de un callejón y se cruzo con ellos. Julian los ignoró, pero uno de los hombres reconoció a Sour Billy al pasar bajo una luz.

—¡Tú! —dijo el hombre.

Sour Billy volvió la vista hacia el grupo, sin decir nada. Eran unos jóvenes criollos, medio borrachos y, por tanto peligrosos.

—Yo le conozco a usted, monsieur —dijo el hombre, se acercó a Sour Billy, con su rostro moreno enrojecido por el alcohol y la ira—. ¿Se ha olvidado de mí? Yo estaba con Georges Montreuil el día que le dejó en ridículo en la Lonja Francesa.

Sour Billy le reconoció entonces.

—Bien, bien —masculló.

—Monsieur Montreuil desapareció una noche de junio, tras una velada de juego en el “San Luis” —dijo el hombre fríamente.

—No sabe cuánto lo siento —respondió Sour Billy—. Supongo que debió ganar demasiado y le asaltaron para su desgracia.

—No, monsieur. Perdió. Llevaba semanas seguidas perdiendo. No tenía nada que mereciera la pena robarle. No, no creo que fuera un robo. Más bien creo que fue usted, señor Tipton. Había estado preguntando por usted. Quería tratarle como la escoria que es. Usted no es un caballero. Si lo fuera, yo le desafiaría. Sin embargo, si se atreve a asomar otra vez la nariz por el Vieux Carré, tiene usted mi palabra de que le azotaré por las calles como si fuera un negro, ¿me oye?

—Le oigo —contestó Sour Billy, al tiempo que escupía sobre la bota del hombre.

El criollo maldijo y su rostro empalideció de rabia. Se adelantó un paso e intentó atacar a Sour Billy, pero Damon Julian se interpuso entre ambos y detuvo al agresor poniéndole una mano contra el pecho.

—Monsieur —musitó Julian con una voz dulce como vino y miel. El hombre se detuvo, confuso—. Puedo asegurarle que el señor Tipton no le causó ningún daño a su amigo, señor.

—¿Quién es usted?—preguntó el otro.

Incluso medio borracho, el criollo reconocía perfectamente que Julian era un tipo de persona muy distinto a Sour Billy, sus ropas elegantes, sus rasgos fríos, su voz cultivada le catalogaban inmediatamente como un caballero. Los ojos de Julian brillaron peligrosamente a la luz de la lámpara.

—Soy el patrono del señor Tipton —dijo Julian—. ¿Quiere que tratemos este asunto en otro sitio que no sea la calle? Sé de un lugar cerca de aquí donde podremos sentarnos bajo la luz de la luna y tomar una copa mientras charlamos. ¿Me permite invitarle a usted y a sus amigos a un refrigerio?

Uno de los criollos se adelantó hasta donde estaba el primero.

—Vamos a ver qué nos cuentan, Richard.

De mala gana, el hombre aceptó.

—Billy —dijo entonces Julian—, enséñanos el camino.

Sour Billy disimuló una sonrisa, asintió y emprendió la marcha. En el cruce siguiente, torció por un callejón y continuó hasta un patio que estaba a oscuras. Sour Billy se sentó en el borde de una fuente cubierta de verdín. El agua mojó sus pantalones, pero no se preocupó por ello.

—¿Qué es esto?—preguntó el amigo de Montreuil—. ¡Aquí no hay ninguna taberna!

—Bueno —dijo Sour Billy Tipton—, bueno. Debo haberme confundido.

Los demás criollos habían entrado en el patio, seguidos del grupo de Julian. Kurt y Cynthia se quedaron a la entrada del callejón y Armand se acercó a la fuente.

—Esto no me gusta —dijo uno de los hombres.

—¿Qué significa esto?

—¿Significar?—repitió Julian—. ¡Ah! Un patio oscuro, la luz de la luna, un pozo… Su amigo Montreuil murió en un lugar como éste, monsieur. No en este precisamente, sino en uno muy parecido. No, no mire a Billy. No tuvo nada que ver. Si quiere pelearse con alguien, tendrá que hacerlo conmigo.

—¿Con usted? —dijo el amigo de Montreuil—. Como quiera. Permítame retirarme un momento. Mis compañeros serán mis padrinos.

—Desde luego —contestó Julian. El hombre se retiró unos pasos y conferenció brevemente con sus dos amigos. Uno de ellos se adelantó. Sour Billy se levantó del brocal del pozo y se situó junto a él.

—Yo seré el padrino del señor Julian —dijo—. ¿Quiere que acordemos las reglas?

—Usted no es un padrino adecuado —empezó a decir el hombre. Tenía un rostro atractivo y el cabello castaño oscuro.

—Las reglas…—repitió Sour Billy, al tiempo que se llevaba la mano a la espalda—. A mí me encantan los cuchillos.

El hombre emitió un pequeño gruñido y dio un paso atrás, tambaleándose. Bajó la mirada, aterrorizado. El cuchillo de Sour Billy se había clavado profundamente en su garganta y una lenta mancha de sangre se esparcía por su traje.

—Dios… —murmuró el hombre.

—Yo soy así —continuó Sour Billy—. No soy un caballero, ni un monsieur, ni un padrino adecuado. Tampoco los cuchillos son armas adecuadas.

El hombre cayó de rodillas y sus amigos advirtieron entonces lo que acababa de suceder, y empezaron a alarmarse.

—Ahora le toca al señor Julian —prosiguió Sour Billy—. El tiene gustos distintos. Su arma favorita —sonrió— son los dientes.

Julian se ocupó del amigo de Montreuil, el llamado Richard. El otro dio la vuelta y empezó a correr. Cynthia se abrazó a él en el callejón y le dio un beso largo y húmedo. El hombre luchó por desasirse, pero no pudo liberarse del abrazo. Las blancas manos de la mujer se cerraron sobre la nuca del criollo y sus unas largas y afiladas como navajas de afeitar le abrieron las venas. En boca de la mujer sofocó su grito.

Sour Billy sacó el cuchillo del cuello del hombre mientras Armand se inclinaba para atender a su víctima, aún agonizante. A la luz de la luna, la sangre que corría por la hoja parecía casi negra. Billy empezó a limpiarla en la fuente, pero luego dudó, se la llevó a los labios y lamió su superficie, con cuidado. Hizo un gesto extraño. Tenía un sabor terrible, en nada parecido a lo que había soñado. Sin embargo, aquello cambiaría cuando Julian le convirtiera en uno de los suyos, estaba seguro.

Sour Billy limpió el cuchillo y lo guardó. Damon Julian le había cedido a Kurt el cuerpo de Richard y estaba de pie, solitario, contemplando la luna. Sour Billy se aproximó a él.

—Nos han ahorrado un buen dinero —dijo.

Julian sonrió.

CAPITULO ONCE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

Natchez, agosto de 1857

La noche se hizo interminable para Abner Marsh. Tomó una cena ligera para tranquilizar a su estómago y calmar sus temores, y poco después se retiró a su camarote, pero no le fue fácil conciliar el sueño. Durante horas, permaneció con la mirada puesta en las sombras y la mente absorbida por confusos pensamientos de sospecha, ira y culpabilidad. Marsh sudaba como un condenado bajo las sábanas, finas y limpias.

Cuando logró conciliar el sueño, no cesó de moverse y agitarse y se despertó varias veces. Tuvo sueños furtivos e incoherentes, sueños de sangre, de barcos ardiendo y dientes amarillentos, y siempre Joshua York, pálido y frío bajo una luz escarlata, con los ojos llenos de fiebre y de muerte.

El día siguiente fue el más largo que Abner había conocido. Todos sus pensamientos le llevaban una y otra vez al mismo punto. A mediodía, ya sabía qué hacer. Le habían descubierto, y eso ya no se podía evitar. Tendría que reconocerlo ante Joshua en la primera oportunidad. Si significaba el fin de la sociedad, que así fuera, aunque el pensamiento de perder el Sueño del Fevre hacía que se sintiera enfermo y desgraciado. La mera posibilidad le hundía en la misma desesperación que había sentido cuando vio los destrozos que el hielo había causado en sus barcos. Pensó en que aquél sería su final, y que quizá era lo que se merecía por traicionar la confianza de Joshua. Sin embargo, las cosas no podían seguir como hasta entonces. Además, pensó, Joshua tenía que oír el relato de sus propios labios, lo que significaba que tenía que hablar con él antes de que lo hiciera aquella mujer, Katherine. Por tanto, dio órdenes concretas.

—Quiero que se me avise en el mismo instante en que regrese el capitán York. Sea la hora que sea, y esté dónde esté, avísenme de inmediato.

Después, aguardó, mientras disfrutaba hasta dónde le era posible de una fastuosa cena compuesta por cerdo asado, con judías verdes y cebollas, seguido de medio pastel de frambuesa.

Faltaban dos horas para la medianoche cuando se le acercó un miembro de la tripulación.

—El capitán York ha regresado, capitán. Trae consigo a algunas personas. El señor Jaffers las está instalando en camarotes.

—¿Ha subido Joshua a su camarote?—preguntó Marsh. El hombre asintió y Abner se encaminó hacia las escaleras, con el puño fuertemente asido al bastón.

Al llegar ante la puerta del camarote, dudó un instante, echó hacia atrás sus anchos hombros y dio unos golpes secos en ella con la empuñadura del bastón. York abrió al tercer golpe.

—Entre, Abner —le dijo con una sonrisa. Marsh entró, cerró la puerta tras sí y se apoyó contra la madera mientras York cruzaba la estancia y reanudaba lo que estaba haciendo. Acababa de sacar una bandeja de plata y tres vasos. Sacó un cuarto.

—Me alegro de que haya venido. He traído a bordo a unas personas que quiero que conozca. Vendrán a tomar una copa en cuanto se hayan instalado en sus camarotes.

York cogió una botella de su bebida privada del rincón donde las guardaba, buscó su cuchillo e hizo saltar el sello de cera.

—No se preocupe por eso —le dijo Marsh con brusquedad—. Joshua, tenemos que hablar.

York dejó la botella sobre la bandeja y volvió la cara hacia Marsh.

—¡Ah! ¿Sobre qué? Parece usted trastornado, Abner.

—Mire, Joshua: Yo tengo una copia de cada llave del barco. El señor Jeffers me las guarda en la caja fuerte. Cuando usted fue a Natchez, cogí la de este camarote y entré para husmear.

Joshua York apenas se movió, pero al escuchar las palabras de Marsh sus labios se crisparon ligeramente. Abner Marsh le miraba de frente, como debe hacer un hombre en tales ocasiones, y notó la frialdad y la furia de quien se siente traicionado en la mirada de su socio. Casi hubiera preferido que Joshua empezara a gritarle, o incluso que desenvainara un arma, antes que soportar aquella mirada.

—¿Y encontró algo que le interesara?—preguntó York al fin, con voz inexpresiva.

Abner Marsh apartó su mirada de los ojos grises de Joshua y señaló el escritorio con el bastón.

—Esos libros —dijo—. Están llenos de muertos.

York no respondió. Dirigió una breve mirada al escritorio, frunció el ceño y se sentó en uno de los sillones mientras se servía una copa de aquella bebida suya tan espesa y repugnante. Tomó un poco, y sólo entonces le hizo un gesto a Abner para que se sentara.

—Siéntese —le ordenó. Una vez Marsh hubo tomado asiento frente a él, York añadió una pregunta terminante—: ¿Por qué?

—¿Por qué?—repitió Marsh, un poco enfadado—. Quizá porque estaba harto de tener un socio que no me cuenta nada, que no confía en mí.

—Tenemos un pacto.

—Ya lo sé, Joshua. Y lo siento mucho, si eso sirve para algo. Lamento haberlo hecho, y lamento aún más que me descubrieran —continuó con una sonrisa triste—. Esa Katherine me vio salir, y posiblemente se lo dirá a usted. Mire, comprendo que debería haberme dirigido directamente a usted para hablarle de lo que me estaba corroyendo. Voy a hacerlo ahora. Quizá sea demasiado tarde, pero aquí estoy, Joshua. Amo a este barco nuestro como nunca he amado nada, y el día que le quitemos los cuernos al Eclipse va a ser el más grandioso de mi vida. Pero he estado pensando y he llegado a la conclusión de que prefiero renunciar a ese día y a este barco, antes de dejar que las cosas continúen como están. El río está lleno de canallas, estafadores, predicadores extravagantes, abolicionistas, republicanos y todo tipo de gentes extrañas, pero de todas ellas, la más extraña es usted. Lo juro. Lo del horario nocturno no me importa, ni me quita el sueño. Esos libros llenos de muertos ya son otra cosa, pero no le incumbe a nadie lo que otro hombre lea o deje de leer. Una vez conocí a un piloto del Gran Turco que tenía unos libros capaces de hacer enrojecer de vergüenza al mismísimo Karl Framm. En cambio, lo que no puedo soportar son esas paradas suyas, esos viajes a tierra por su cuenta, usted solo. Está retrasando el barco, maldita sea, y está arruinando nuestra reputación antes incluso de que la tengamos. Bueno, Joshua, eso no es todo. Le observé la noche que regresó de Nueva Madrid. Tenía sangre en las manos. Niéguelo si quiere, o insúlteme si lo prefiere, pero estoy completamente seguro. Tenía usted sangre en las manos, vaya si la tenía.

Joshua York tomó un largo trago y frunció el ceño mientras volvía a llenar la copa. Al levantar de nuevo la mirada, el hielo que antes había en ella se había fundido. Parecía pensativo.

—¿Está usted proponiéndome que disolvamos nuestra sociedad? —preguntó.

Marsh sintió como si una mula le hubiera pegado una coz en el estómago.

—Si así lo quiere, está en su derecho. No tengo dinero para cubrir mi parte, por supuesto, pero puede usted quedarse el Sueño del Fevre y yo me quedaré mi Eli Reynolds y quizá pueda sacarle algún provecho, que le remitiré por poco que sea.

—¿Es eso lo que prefiere?

Marsh se quedó mirándolo.

—Maldita sea, Joshua, bien sabe que no…

—Abner —dijo York—, le necesito. No puedo gobernar el Sueño del Fevre yo sólo. Estoy aprendiendo a pilotar un poco, pero ambos sabemos que no soy un marinero del río, pese a que me he familiarizado bastante con él y sus rutas. Si me deja, la mitad de la tripulación le seguirá. Seguro que el señor Jeffers, y el señor Blake y Hairy Mike se van con usted, y sin duda otros más. Le son leales.

—Puedo ordenarles que se queden aquí —se ofreció Marsh.

—Yo preferiría que se quedara usted. Si accedo a olvidar su invasión de mi intimidad, ¿podemos seguir como antes?

Abner Marsh tenía un nudo tan fuerte en la garganta que pensó que iba a ahogarse. Tragó saliva y pronunció la palabra más difícil de todas cuantas había dicho en su vida, desde su nacimiento.

—No.

—Vaya… —musitó Joshua.

—Yo tengo que confiar en mi socio —dijo Marsh—. Y él tiene que confiar en mí. Cuéntemelo, Joshua, explíqueme que está ocurriendo, y seguirá teniendo un socio.

Joshua York hizo un gesto y tomó un largo sorbo de su bebida, meditando.

—No me creerá —dijo al fin—. Es una historia mucho más extraordinaria que las que explica el señor Framm.

—Inténtelo. No hay ningún mal en ello.

—Sí, vaya si lo hay… Se lo aseguro, Abner —replicó York en tono serio. Dejó la copa y se acercó a la librería—. ¿Buscó usted entre los libros durante la inspección?

—Sí —asintió Marsh.

York sacó uno de los volúmenes sin título encuadernado en cuero, volvió al sillón y lo abrió por una página llena de extraños caracteres.

—Si hubiera sido capaz de leer esto —le dijo a Marsh—, este libro y los demás volúmenes gemelos le habrían dado la clave.

—Los miré, pero no les encontré sentido.

—Naturalmente que no —asintió York—. Abner, lo que voy a explicarle puede ser difícil de aceptar. Pero, tanto si lo cree como si no, no debe hablar de ello fuera de esta habitación, ¿comprendido?

—Sí.

York mantuvo los ojos fijos en él.

—Esta vez no quiero confusiones, Abner. ¿Lo ha comprendido bien?

—Sí —repitió Marsh, con un gruñido.

—Muy bien —dijo Joshua, al tiempo que colocaba un dedo sobre la página por donde tenía abierto el volumen—. Este código es relativamente sencillo, Abner, pero para descifrarlo debe comprender primero la lengua en que está escrito, un dialecto antiguo del ruso que se ha dejado de hablar hace varios siglos. Los documentos originales transcritos en este libro son muy, muy antiguos. Hablan de unas personas que vivieron y murieron en una zona al norte del mar Caspio, hace muchos siglos.—Hizo una pausa—. Perdón, no debería decir “personas”. El ruso no es una de las lenguas que mejor domino, pero creo que la palabra adecuada es edoroten.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—Sólo es uno de los términos utilizados, naturalmente. En otras lenguas les otorgan otros nombres. Kruvnik, védomec, wieszczy. También se les llama vitkakis y vrkoták, aunque estos dos últimos tienen un significado ligeramente distinto de los anteriores.

—Todas esas palabras no significan nada para mí —dijo Marsh, aunque algunas de las que había pronunciado York le parecieron familiares, sonaban como las que Smith y Brow intercambiaban entre sí.

—Entonces, no le recitaré los nombres que se les da en África, ni tampoco los asiáticos. ¿Significa algo nosferatu para usted?

Marsh lo miró con expresión de desconcierto. Joshua York suspiró.

—¿Y vampiro?—continuó.

Esta sí la conocía Marsh.

—¿Qué clase de historia pretende usted contarme? —dijo con un gruñido.

—Una historia de vampiros —le contestó York con una leve sonrisa—. Seguramente, habrá oído hablar de ellos. Los muertos vivientes, los inmortales, rondadores de la noche, criaturas sin alma, condenados a vagar eternamente. Duermen en ataúdes llenos de tierra del lugar donde nacieron, evitan la luz de sol y la forma de la cruz, y todas las noches se levantan a beber la sangre de los vivos. También cambian de forma y pueden adoptar la de un murciélago o la de un lobo. Algunos, que utilizan con frecuencia la forma de un lobo, son conocidos por hombres-lobo, y son considerados una especie totalmente distinta. Pero eso es un error. Son sólo dos caras de una misma moneda, Abner. Los vampiros también pueden transformarse en niebla, y sus víctimas pueden convertirse también en vampiros. Es inexplicable que, multiplicándose así, los vampiros no hayan acabado ya por completo con los hombres vivos. Por fortuna, además de su vasto poder tienen también algunos puntos débiles. Aunque su fuerza es temible, no pueden entrar en una casa donde no hayan sido invitados, ni en forma humana ni como animales o niebla. Sin embargo, poseen un gran magnetismo animal, esa fuerza sobre la que ha escrito Mesmer, y pueden obligar a sus víctimas a invitarles. En cambio, la forma de la cruz les hace huir, el ajo les impide el paso, y no pueden cruzar corrientes de agua. Aunque su aspecto en muy parecido al suyo o el mío, no tienen alma y, por tanto, no se reflejan en los espejos. El agua bendita les quema, la plata es un anatema para ellos y la luz diurna puede destruirlos si los coge fuera de sus ataúdes. Y si se les cercena y separa la cabeza del cuerpo y se clava una estaca de madera en el corazón, se puede librar al mundo de su presencia para siempre.

Joshua se reclinó hacia atrás y alzó su copa para beber, sonriendo.

—Le hablo de estos vampiros, Abner —prosiguió, dando unos golpecitos sobre el libro con los dedos—. Aquí está la historia de algunos de ellos. Son seres reales. Viejos, eternos y reales. Un odoroten del siglo XVI escribió este libro acerca de los que le habían precedido. Un vampiro de verdad.

Abner Marsh no dijo nada.

—No me cree —comentó Joshua York.

—No es fácil —reconoció Marsh, al tiempo que se mesaba los recios pelos de su barba.

Hubo otras muchas cosas que se calló. Lo que Joshua le acababa de explicar sobre los vampiros no le preocupaba ni la mitad de lo que le preocupaba la naturaleza del propio York.

—Dejemos ahora la cuestión de si le creo o no —dijo Marsh—. Si puedo tragarme los cuentos del señor Framm, al menos puedo escuchar los suyos. Adelante.

—Es usted un hombre inteligente, Abner —sonrió Joshua—. Debería ser capaz de deducir algo por sí solo.

—No me creo tan inteligente —repuso Marsh—. Cuénteme.

York tomó otro sorbo y se encogió de hombros.

—Esos vampiros son mis enemigos. Existen en realidad, Abner, y están aquí, a lo largo del río. A través de estos libros, de lo que leo en los periódicos, y mucho trabajo concienzudo, los he seguido desde las montañas de Europa oriental, desde los bosques alemanes y polacos, desde las estepas rusas. Hasta aquí. Hasta su valle del Mississippi, hasta el nuevo mundo. Yo les conozco, y vengo a ponerles fin, a ellos y a todo lo que siempre han sido.—Sonrió—. ¿Comprende ahora mis libros, Abner? ¿Y la sangre en mis manos?

Abner Marsh pensó un poco en aquello antes de responder. Por último, dijo:

—Recuerdo cuánto insistió en que quería espejos por todas partes, cubriendo las paredes del salón, en lugar de cuadros o cosas así. ¿Era para… protegerse?

—Exacto. Igual que la plata. ¿Recuerda usted algún otro vapor que lleve tanta plata a bordo?

—No.

—Y, naturalmente, está el río. Ese viejo diablo de río, el Mississippi. Una corriente de agua como el mundo no ha visto dos. El Sueño del Fevre es un santuario. Yo puedo darles caza, ¿comprende?, pero ellos no pueden acercarse a nosotros.

—Me sorprende que no le haya dicho a Toby que lo aderece todo con abundante ajo —dijo Marsh.

—Lo pensé —reconoció York—, pero no me gusta el sabor.

Marsh reflexionó sobre todo lo que había escuchado.

—Supongamos que le creo. No digo que sea así, pero supongámoslo para lo que voy a preguntarle. Siguen habiendo cosas que me molestan. ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Si se lo hubiera contado en el “Albergue de los Plantadores”, cuando le conocí, no me habría permitido nunca formar parte de su compañía, y yo necesitaba la posibilidad de ir donde tengo que ir.

—¿Y por qué solamente sale de noche?

—Bien, ellos merodean de noche, y son más fáciles de descubrir cuando están en movimiento que cuando se refugian en la seguridad de sus santuarios, bien ocultos. Yo conozco las costumbres de esos seres, y sigo sus horarios y costumbres.

—¿Y esos amigos suyos, Simon y los demás?

—Simon es socio mío desde hace mucho tiempo. Los demás se han unido a mí más recientemente. Ellos saben la verdad y me ayudan en mi misión. Igual que espero usted haga, de ahora en adelante. No se preocupe, Abner, todos nosotros somos tan mortales como usted.

Marsh se mesó la barba.

—Póngame una copa —dijo. Cuando York se inclinó hacia adelante, añadió rápidamente—: No, de esa botella no, Joshua. Cualquier otra cosa. ¿Tiene whisky?

York se levantó y le sirvió una copa, que Marsh apuró de un trago.

—No puedo decir que me agrade nada de esto —continuó Abner—. Muertos, gente que bebe sangre, etcétera. Yo nunca he creído en esas historias.

—Abner, el juego al que me dedico es peligroso. Nunca he tenido intención de mezclar en él ni a usted ni a su tripulación. Nunca le hubiera contado lo que acabo de contarle, pero usted insistió. Si prefiere quedarse al margen, no pondré ninguna objeción. Haga lo que le digo, maneje el Sueño del Fevre por mí: eso es todo lo que le pido. Yo me las entenderé con ellos. ¿Duda usted de mi capacidad para hacerlo?

Marsh observó la relajada postura de Joshua, recordó la fuerza que se ocultaba en aquellos ojos grises, y lo poderoso de su apretón de manos.

—No —respondió.

—Fui sincero en muchas de las cosas que le dije —prosiguió Joshua—. Mi propósito no es mi única obsesión. Yo amo a este barco tanto como lo ama usted, Abner, y comparto también todos sus sueños. Quiero llegar a pilotarlo, a conocer el río. Quiero estar presente el día que venzamos al Eclipse. Créame cuando digo…

Llamaron a la puerta.

Marsh se quedó perplejo. York sonrió y se encogió de hombros.

—Son mis amigos de Natchez que vienen a tomar esa copa —aclaró—. Un momento —dijo en voz alta. Se volvió hacia Marsh y le susurró en voz baja y perentoria—. Piense en lo que acabo de contarle, Abner. Volveremos a hablar de ello, si quiere. Pero ahora créame, y no comente con nadie lo que hemos hablado. No tengo ningún deseo de involucrar a nadie más.

—Tiene usted mi palabra —contestó Marsh—. Al fin y al cabo, ¿quién me creería?

Joshua sonrió.

—Entonces, si es tan amable de hacer entrar a mis invitados mientras sirvo unas copas… —dijo.

Marsh se levantó y abrió la puerta. Fuera, un hombre y una mujer aguardaban, hablando entre sí en susurros quedos. Detrás, Marsh vio la luna entre las chimeneas del barco, como un refulgente motivo de decoración. Escuchó un retazo de una canción obscena que venía de Natchez-bajo-la-Colina, difuso en la distancia.

—Adelante —dijo.

Los desconocidos eran una pareja de aspecto elegante. Marsh los observó al entrar. El hombre era joven, casi un muchacho, delgado y muy guapo, con el cabello negro, el rostro muy pálido y unos labios gruesos y sensuales. Sus ojos negros mostraron una mirada fiera y fría al cruzarse con los de Marsh. Y la mujer… Abner Marsh la miró, y le fue difícil retirar la mirada. Era una auténtica belleza. Llevaba el cabello largo, negro como la noche, y tenía una piel fina como la seda, de un blanco lechoso. Su cintura era tan estrecha que Marsh estuvo tentado de alargar los brazos para ver si sus manazas podían rodearla. En lugar de eso, observó su rostro, de acusados pómulos, y descubrió que ella también estaba mirándole. Tenía unos ojos increíbles. Marsh no había visto nunca a nadie con un color de ojos semejante, un púrpura profundo, aterciopelado, lleno de promesas. Sintió que podía ahogarse en aquellos ojos. Le recordaban un color que había visto una vez en el río, entre dos luces, un extraño estallido violáceo que había refulgido sólo un instante, antes de que la oscuridad lo inundara todo. Marsh se quedó contemplando aquellos ojos unos instantes que le parecieron siglos, hasta que la mujer le dedicó al fin una enigmática sonrisa y se volvió súbitamente.

Joshua había llenado cuatro copas: la de Marsh con una buena cantidad de whisky, la suya y las de los otros con su bebida privada.

—Me alegro de tenerlos aquí —dijo mientras servía las bebidas—. Confío en que los camarotes serán de su satisfacción.

—Desde luego —contestó el hombre levantando la copa y observándola dubitativamente. Al recordar el desagradable sabor del producto, Marsh no lo culpó ni un ápice.

—Tiene usted un barco magnífico, capitán York —dijo la mujer con voz cálida—. Me parece que disfrutaré mucho del trayecto.

—Espero que todos nosotros viajemos juntos durante una temporada —contestó con cortesía Joshua—. En cuanto al Sueño del Fevre, me siento muy orgulloso de él, pero sus cumplidos deben ir dirigidos a mi socio —añadió, señalando con un pequeño gesto de la mano a Abner—. Si me permiten hacer las presentaciones, este formidable caballero es el capitán Abner Marsh, socio mío en la Compañía de Paqubotes del río Fevre y auténtico amo y señor del Sueño del Fevre, a decir verdad.

La mujer volvió a sonreír a Abner, mientras el hombre le saludaba con gesto adusto.

—Abner —continuó York—, le presento al señor Raymond Ortega, de Nueva Orleans, y a su prometida, la señorita Valerie Mersault.

—Encantado de tenerlos con nosotros —contestó Marsh con cierta torpeza.

Joshua alzó su copa. —Un brindis, por los nuevos comienzos —dijo.

Todos repitieron sus palabras, y bebieron.

CAPITULO DOCE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

agosto de 1857

La mente de Abner Marsh era semejante a su cuerpo. Grande en todos los sentidos, grande de tamaño y de capacidad, y estaba atiborrada de muy distintas cosas. También era fuerte; cuando Abner asía algo entre sus manos, no era fácil que se le escapara, y cuando se le metía algo en la cabeza, no era fácil que lo olvidara. Era un hombre poderoso con un cerebro poderoso, pero cuerpo y cerebro compartían también otro rasgo característico: eran muy pausados, podría decirse que incluso lentos. Marsh no corría, ni bailaba, ni resbalaba o vacilaba a un lado o a otro; caminaba con paso digno y recto, y nada le apartaba de su objetivo. Igual se comportaba su mente. Abner Marsh no era rápido de palabra ni de pensamiento, pero estaba lejos de ser estúpido. Analizaba las cosas en toda su profundidad, pero siempre a su propio ritmo.

Cuando el Sueño del Fevre zarpó de Natchez, Marsh sólo estaba empezando a rumiar la historia que le había contado Joshua York. Cuanto más meditaba, más inquieto se sentía. Si admitía como cierto el extraño relato de Joshua sobre la caza de vampiros, eso explicaba en gran parte las extrañas idas y venidas que tanto habían perturbado la marcha del barco. Sin embargo, quedaban algunos detalles por explicar. La lenta pero tenaz memoria de Abner Marsh mantenía vivas preguntas y explicaciones que flotaban en su cabeza como los troncos muertos flotaban en el río.

Simon, por ejemplo, que lamía la sangre de los mosquitos.

O Joshua, y su extraordinaria visión nocturna. Y, sobre todo, su furiosa reacción ante la irrupción de Marsh en su camarote en pleno día. Joshua no había abandonado su camarote durante el día ni siquiera para ver la carrera con el Sureño. Aquello tenía considerablemente preocupado a Marsh. Estaba bien que Joshua siguiera un horario nocturno como el de esos vampiros que perseguía, pero aquello no explicaba lo que sucedió aquel día. Casi todas las personas que Marsh conocía desarrollaban sus vidas dentro del horario normal, pero eso no significaba que se negaran a saltar de la cama a las tres de la madrugada si había algo interesante que presenciar.

Marsh sentía la imperiosa necesidad de hablar con alguien. Jonathon Jeffers era un diablo leyendo libros, y Karl Framm conocía probablemente todas las estúpidas historias que se contaban en las riberas del maldito río; cualquiera de los dos sabría todo lo que podía saberse sobre los vampiros. Pero no le pareció indicado hablar con ellos. Se lo había prometido a Joshua y le había dado su palabra. No iba a traicionarle por segunda vez. O al menos no iba a hacerlo sin un motivo concreto, y hasta entonces lo único que tenía eran sospechas sin confirmar.

Sin embargo, aquellas sospechas iban tomando más y más forma con el paso de los días, mientras el Sueño del Fevre se deslizaba Mississippi abajo. Ahora navegaban habitualmente sólo durante el día, y atracaban al anochecer, para continuar a la mañana siguiente. También hacían mejores promedios que antes de llegar a Natchez, lo cual animaba a Marsh. Sin embargo, se habían producido otros cambios que le gustaban mucho menos.

A Marsh no le gustaban nada los nuevos amigos de Joshua; en pocas palabras, le parecían exactamente igual de extraños que los antiguos, y le preocupaba que también hicieran la misma vida nocturna que aquellos. Raymond Ortega causaba a Marsh una impresión incómoda, una profunda desconfianza. El tipo no se limitaba a pasear por las zonas reservadas a los pasajeros, sino que hacía incursiones continuas a lugares donde no le correspondía estar. Era bastante educado, con un toque indolente y altanero, pero a Marsh, sólo el verlo, le producía escalofríos.

Valerie era más amable, pero casi igual de inquietante, con sus suaves palabras, sus sonrisas provocadoras y aquellos ojos… No actuaba en absoluto como la prometida de Raymond Ortega. Desde el primer momento, sus relaciones con Joshua fueron realmente amigables. Demasiado, según el parecer de Marsh. Aquella clase de amistad podía causar problemas. Una dama de verdad se hubiera quedado en el salón de señoras, pero Valerie pasaba las noches con Joshua en el gran salón y, en ocasiones, daba largos paseos por cubierta con él. Marsh había oído incluso a un hombre decir que habían estado juntos en el camarote de York. Intentó advertir a Joshua sobre el tipo de conversaciones escandalosas a que estaba dando lugar, pero su socio se limitó a encogerse de hombros.

—Déjeles que tengan su escándalo, si eso les complace —le dijo—. Valerie está interesada en nuestro barco, y yo tengo el placer de mostrárselo. Entre nosotros no hay más que amistad, tiene usted mi palabra —pareció casi triste al decirlo—. Desearía que no fuera así, pero es la verdad.

—Será mejor que tenga muchísimo cuidado con lo que desea —respondió Marsh de forma terminante—. Ese Ortega puede considerar el asunto desde otro punto de vista. Es de Nueva Orleans, probablemente un criollo de eso que montan un duelo por cualquier cosa, Joshua.

—No tengo miedo de Raymond —sonrió Joshua—, pero gracias por el aviso, Abner. Y ahora, por favor, déjenos a Valerie y a mí encargarnos de nuestros propios asuntos.

Marsh así lo hizo, pero no muy tranquilo. Estaba seguro de que Ortega causaría problemas en un momento u otro, sobre todo cuando Valerie Mersault pasó a convertirse la compañía constante de Joshua durante las noches siguientes. Aquella mujer estaba cegando a York ante todos los peligros que le acechaban, pero Marsh nada podía hacer al respecto.

Y aquello sólo fue el principio. En cada parada, subían más extraños, y Joshua York siempre les ofrecía camarotes. En Bayou Sara, él y Valerie dejaron una noche el Sueño del Fevre y regresaron con un hombre pálido y pesado llamado Jean Ardant. Pocos minutos de navegación más allá, el barco se detuvo junto a un puesto de leña y Ardant fue a recoger a un dandy de rostro cetrino llamado Vincent. En Baton Rouge, embarcaron cuatro extraños seres más, y otros tres en Donaldsonville.

Y luego estaban las comidas. Cuando el extraño grupo comenzó a crecer, Joshua York ordenó montar una mesa en el salón de la cubierta principal, y allí cenaba a medianoche con sus compañeros, los antiguos y los nuevos. Primero acompañaban al resto de pasajeros en la cena, pero después montaban sus festines privados. La costumbre se inició en Bayou Sara. Marsh le hizo saber en una ocasión a Joshua la ilusión que le producía una buena cena a medianoche, pero no consiguió con ello ser invitado. Joshua se limitó a sonreír y las cenas continuaron, con un número creciente de comensales noche tras noche. Por fin, la curiosidad venció a Marsh y se las ingenió para pasear un par de noches por aquella cubierta y observar por la ventana. No había mucho que ver. Sólo unos tipos comiendo y bebiendo. Las lámparas de aceite encendidas eran escasas y estaban amortiguadas; las cortinas medio corridas. Joshua presidía la mesa, Simon estaba a su derecha y Valerie a su izquierda. Todos bebían el extraño licor de Joshua, varias de cuyas botellas habían sido abiertas.

La primera vez que Marsh merodeó por alli, Joshua hablaba animadamente mientras el resto le escuchaba. Valerie le contemplaba casi con veneración. La segunda vez, Joshua atendía las palabras de Jean Ardant, con una mano posada distraídamente en el mantel. Sin advertir la presencia de Marsh, Valerie colocó su mano sobre la de Joshua. Este la miró y sonrió. Valerie le devolvió la sonrisa. Abner Marsh miró rápidamente a Raymond Ortega, murmuró un “maldita mujer” en voz baja y se alejó rápidamente, con gesto huraño.

Marsh intentó encontrarle sentido a todo aquello; a los extraños desconocidos, a las misteriosas idas y venidas, a lo que Joshua York le había contado de los vampiros. No era fácil, y cuanto más pensaba más confuso se sentía. La biblioteca del Sueño del Fevre no tenía libros sobre vampiros, ni nada parecido, y no iba a entrar a escondidas en el camarote de York otra vez. En Baton Rouge, bajó a tierra y tomó unas copas en varios lugares que le parecieron adecuados, con la esperanza de lograr alguna información. Cuando le pareció oportuno, introdujo en la charla el tema de los vampiros, habitualmente por el sistema de volverse hacia los que estaban bebiendo en su compañía diciendo “oye, ¿has oído hablar alguna vez de vampiros en este río?” Suponía que era más seguro mencionar el tema allí que en el vapor, donde la mera mención podía dar lugar a cualquier chismorreo.

Algunos se rieron de él o le dedicaron miradas de extrañeza. Un negro emancipado, un tipo fornido del color del hollín con la nariz rota al que se acercó Marsh en una taberna especialmente cargada de humos, desapareció en cuanto le hizo la pregunta. Otros parecían saber bastante sobre vampiros, aunque ninguna de sus historias tenía nada que ver con el Mississippi. Oyó repetido todo lo que Joshua le había contado sobre cruces, ajo y ataúdes llenos de tierra, y mucho más.

Marsh volvió a observar a York y sus compañeros durante la cena, y después en el gran salón. Le habían dicho que los vampiros no comían ni bebían, pero Joshua y los demás tomaban cantidades abundantes de vino, whisky y coñac cuando no bebían la cosecha privada de York, y todos ellos mostraban un gran entusiasmo cuando había que hacer justicia a un buen pollo o a unas costillas de cerdo.

Joshua llevaba siempre su anillo de plata, con un zafiro grande como un huevo de paloma, y nadie parecía preocuparse demasiado por la plata que adornaba el salón. En la mesa, además, utilizaban con gran soltura los cubiertos de plata, mucho mejor que la mayoría de los tripulantes del Sueño del Fevre.

Y cuando de noche se encendían las grandes lámparas, los espejos del gran salón refulgían y daban vida, en cada uno de sus lados, a multitudes de reflejos refinadamente vestidos, que bailaban, bebían y jugaban a cartas como gente normal en un salón normal. Joshua siempre estaba donde tenía que estar, sonriendo, reflejándose de espejo en espejo, codo a codo con Valerie, charlando de política con un pasajero, atendiendo a las leyendas del río de Framm, hablando en voz baja con Simon o Jean Ardent. Cada noche, mil Joshuas York recorrían el Sueño del Fevre y sus salones alfombrados, todos tan vivos y magníficos como el original. También sus compañeros se reflejaban en los espejos.

Aquello debiera haberlo tranquilizado, pero la mente lenta y suspicaz de Marsh seguía intranquila. Hasta que llegaron a Donaldsonville no urdió ningún plan para intentar acabar con su inquietud. Bajó a tierra con un tonelete y lo llenó de agua bendita en una iglesia católica próxima al río, luego llamó al muchacho que servia la mesa de York y le dio cincuenta centavos.

—Llénale el vaso de agua al capitán York con esto en la cena, ¿entendido? —le dijo—. Quiero gastarle una broma.

Durante la cena, el muchacho no dejó de observar a York, expectante, aguardando a que la broma surtiera efecto. No tuvo suerte. Joshua se tragó el agua bendita sin ninguna reacción.

—Bueno, maldita sea —se dijo más tarde Marsh—. Esto lo deja todo aclarado.

Pero no fue así, y aquella noche Abner Marsh se ausentó del gran salón para meditar un poco. Llevaba un par de horas sentado en la cubierta superior, solo, con la silla inclinada hacia atrás y los pies sobre la barandilla, cuando escuchó un rumor de faldas en la escalera.

Apareció Valerie y se le acercó, sonriendo.

—Buenas noches, capitán Marsh —dijo la muchacha.

La silla de Abner resonó con estrépito al caer sobre la cubierta cuando Marsh bajó de pronto las botas botas de la barandilla, azorado.

—Los pasajeros no deben subir a esta cubierta —dijo, tratando de ocultar su enojo.

—Abajo hacía mucho calor y pensé que aquí se estaría mejor.

—Bien, es cierto —contestó Marsh con un titubeo.

No se le ocurrió nada qué decir a continuación. La verdad era que las mujeres siempre le hacían sentirse incómodo. No había lugar para ellas en el mundo de un marinero del río, y Marsh no había aprendido nunca del todo la forma de tratarlas. Las mujeres bellas aún le intranquilizaban más, y Valerie era tan desconcertante como una dama elegante de Nueva Orleans.

Ella permaneció con una fina mano ligeramente asida a un poste labrado, con la mirada puesta más allá del agua, en Donaldsonville.

—Mañana llegaremos a Nueva Orleans, ¿no es eso?

Marsh se levantó, considerando que probablemente no era muy correcto permanecer sentado si ella estaba de pie.

—Sí, señora —contestó—. No estamos más que a unas horas y, con lo bien que vamos ahora, tardaremos muy poco.

—Comprendo.

De repente se volvió y su pálido y bello rostro expresó una gran seriedad al fijar en él sus enormes ojos color púrpura.

—Joshua dice que es usted el verdadero dueño del Sueño del Fevre. Curiosamente, tiene un gran respeto por usted, y sé que le escuchará.

—Somos socios —respondió Marsh.

—Si su socio estuviera en peligro, ¿saldría en su ayuda?

Abner Marsh frunció el ceño pensando en los relatos de vampiros que Joshua le había contado, consciente de lo pálida y hermosa que estaba Valerie a la luz de las estrellas y de lo profundos que eran sus ojos.

—Joshua sabe que puede acudir a mí si está en peligro —dijo Marsh—. El hombre que no ayuda a su socio no es un hombre en absoluto.

—Palabras —replicó Valerie, desdeñosa, al tiempo que echaba hacia atrás su abundante melena que, impulsada por el viento, le cubría el rostro mientras hablaba—. Joshua York es un gran hombre, un hombre fuerte, un rey. Merece un socio mejor que usted, capitán Marsh.

Abner notó que la sangre se le subía a la cabeza.

—¿De qué diablos está hablando? —preguntó.

—Usted entró en su camarote sin permiso —dijo Valerie con una leve sonrisa. Marsh se sintió furioso de repente.

—¿Se lo ha dicho él? —dijo—. Pues maldito sea él también. Ya discutimos ese asunto y, además, no es de su incumbencia.

—Sí lo es —le cortó ella—. Joshua corre un gran peligro. Es un hombre valiente, e imprudente. Le falta ayuda, y yo quiero que se la preste usted, capitán. Pero usted sólo le da palabras.

—No tengo la menor idea de lo que me está diciendo, señora —protestó Marsh—. ¿Qué clase de ayuda necesita Joshua? Yo me ofrecí a ayudarle contra esos malditos vam… en unos problemas que tiene, pero no quiso ni escucharme.

El rostro de Valerie se dulcificó de repente.

—¿De verdad le ayudaría usted?—preguntó.

—Sí; es mi maldito socio…

—Entonces dé la vuelta al barco, capitán Marsh. Aléjenos de aquí, llévenos a Natchez, a San Luis, no importa dónde, pero lejos de Nueva Orleans. No debemos llegar mañana a Nueva Orleans.

Abner Marsh soltó una maldición.

—¿Por qué diablos no?—preguntó y, al ver que Valerie volvía la mirada en lugar de contestar, insistió—. Esto es un vapor de línea, y no un maldito caballo que yo pueda dirigir a cualquier lugar. Tenemos que seguir una ruta, hay personas que nos han pagado un pasaje, y mercancías que descargar. Tenemos que ir a Nueva Orleans.—Frunció el ceño otra vez y preguntó—: ¿Qué pasa con Joshua?

—El estará dormido en su camarote cuando amanezca —dijo Valerie—. Cuando se despierte, ya estaremos a salvo, río arriba.

—Joshua es mi socio —insistió Marsh—. Y un hombre debe confiar en su socio. Quizás yo lo espiara una vez, pero no voy a volver a hacer nada parecido, ni por usted ni por nadie. Ni a dar media vuelta al Sueño del Fevre sin decírselo antes. Ahora bien, si viene Joshua y me dice que no quiere ir a Nueva Orleans, entonces, diablos, podemos hablar otra vez del tema. De otro modo, no. ¿Quiere que vaya a consultar a Joshua al respecto?

—¡No! —dijo rápidamente Valerie, alarmada.

—De todos modos, tengo la suficiente buena memoria para poder decírselo más tarde —continuó Marsh—. Debe saber lo que usted trama a sus espaldas.

Valerie extendió el brazo y le asió por el codo.

—No, por favor —imploró. La presión de su mano era considerable—. Míreme, capitán Marsh.

Abner estaba a punto de marcharse, pero algo en la voz de la muchacha le obligó a hacer lo que le decía. Miró aquellos ojos color púrpura, y mantuvo la vista fija en ellos.

—No es un sacrificio tan grande —dijo ella con una sonrisa—. Me he dado cuenta de cómo me ha mirado otras veces, capitán. No puede usted apartar los ojos de mí, ¿verdad?

—Yo… —murmuró Marsh, con la garganta seca. Valerie volvió a echarse el cabello hacia atrás con un gesto salvaje, provocativo.

—Los vapores no pueden ser su único sueño, capitán Marsh. Este barco es una dama muy fría, una amante muy pobre. La carne cálida es mejor que la madera o el hierro —Marsh no había escuchado nunca a una mujer hablar de aquella manera. Se quedó estupefacto—. Acérquese más —le dijo Valerie, atrayéndolo por el brazo hasta que estuvo a apenas unos centímetros de su rostro, alzado hacia él—. Míreme —continuó. Abner notó el trémulo calor de su cuerpo, tan próximo, y los inmensos lagos púrpura de sus ojos, fríos, sedosos y tentadores—. Usted me desea, capitán —susurró.

—No —respondió Marsh.

—¡Oh, sí que me desea! Puedo ver el deseo en sus ojos…

—No —protestó Marsh—. Usted es… de Joshua…

Valerie se echó a reír; su risa era leve, etérea, sensual, musical.

—No se preocupe por Joshua. Tome lo que desee. Tiene usted miedo, por eso se resiste. No tema.

Abner Marsh se estremeció violentamente y, en lo más hondo de su mente, se dio cuenta con asombro de que estaba temblando de deseo. Nunca había deseado tanto a una mujer. Sin embargo, de algún modo, se resistía a ello, luchaba contra ello, aunque los ojos de Valerie le atraían cada vez más y el mundo se llenaba de su aroma.

—Lléveme a su camarote ahora —le susurró ella—. Esta noche soy suya.

—¿Lo es? —dijo Marsh, débilmente. Notaba el sudor resbalándole por el rostro, nublando sus ojos—. No —murmuró—. No, esto no puede…

—Sí puede ser —contestó ella—. Lo único que tiene que hacer es una promesa.

—¿Una promesa? —preguntó Marsh desconcertado.

Los ojos violáceos le atraían, le quemaban.

—Prometer que nos llevará lejos de Nueva Orleans. Prométamelo y me poseerá. Lo desea tanto… Puedo notarlo. mueca en los labios.

—Podría…—empezó a decir con voz airada.

—¡No! —dijo Joshua York, con firmeza y tranquilidad, surgiendo de detrás de ella.

Joshua había aparecido de entre las sombras tan de repente como si la oscuridad misma hubiera tomado forma humana. Valerie se quedó mirándolo, emitió un gemido desde lo más hondo de la garganta y huyó escalera abajo. Marsh se sentía tan exhausto que apenas se sostenía en pie.

—Maldita sea —murmuró. Extrajo un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente Cuando terminó, Joshua lo miraba con gesto de paciencia.

—No sé qué habrá visto usted, Joshua, pero le juro que no es lo que piensa.

—Sé exactamente lo que estaba sucediendo, Abner —contestó Joshua. No parecía especialmente irritado—. He estado por aquí cerca todo el tiempo. Cuando advertí que Valerie había dejado el salón, salí a buscarla. Oí las voces y subí hasta aquí.

—Yo no le oí llegar —dijo Marsh.

—Puedo ser muy silencioso cuando me conviene —sonrió Joshua.

—Esa mujer… —musitó Marsh—. Ella… se ofreció a… Diablos, es una verdadera… —no le salían las palabras—. No es una dama —dijo al fin, débilmente—. Despídalos, Joshua, a ella y a Ortega.

Abner Marsh alzó las manos y la cogió por los hombros. Movió la cabeza. Tenía los labios secos. Deseó estrujarla entre los brazos como lo haría un oso y llevarla a su lecho. En cambio, sin saber apenas cómo, reunió toda la fuerza que le quedaba y la apartó con violencia. Ella gritó, tropezó y cayó sobre una rodilla. Marsh, liberado de su mirada, rugió:

—¡Fuera de aquí! Fuera inmediatamente de mi cubierta. ¿Qué clase de mujer es usted? Largo de aquí. No es más que una… ¡Fuera!

El rostro de Valerie se volvió hacia él, con una extraña mueca.

—No.

—¿Por qué diablos no?—rugió Marsh—. ¡Ya la ha oído!

—Eso no significa nada —replicó con calma York—. Si acaso, me hace quererla un poco más. Lo hacía por mí, Abner. Se preocupa de mí más de lo que yo esperaba, más de lo que osaba pretender.

Abner maldijo furiosamente.

—No tiene usted ni un poco de sentido común.

—Quizá no —sonrió levemente Joshua—. Pero no es de su incumbencia, Abner. Deje que yo me ocupe de Valerie. No le causará más problemas. Sólo estaba asustada.

—Asustada de Nueva Orleans —dijo Marsh—. De los vampiros. Ella lo sabe…

—¿Está seguro de que puede manejar el lío en el que está? Si no quiere que atraquemos en Nueva Orleans, dígalo, maldita sea! Según Valerie…

—¿Y qué opina usted, Abner? —preguntó York.

Marsh le miró largo rato.

—Creo que vamos a Nueva Orleans —contestó.

Ambos se echaron a reír.

Y así fue como al amanecer del día siguiente el Sueño del Fevre entró en Nueva Orleans, con el pulcro Dan Albright al timón y Abner Marsh orgulloso en el puente, con su tabardo de capitán y su gorra nueva. El sol brillaba en un cielo azul intenso y todos los tocones y bajíos quedaban señalados por los rizos dorados de las aguas, por lo que el piloto pudo maniobrar con facilidad y el vapor realizó un buen tiempo. El embarcadero de Nueva Orleans estaba repleto de vapores de todos los estilos, y de todo tipo de embarcaciones a vela. El río estaba vivo bajo la música de sus sirenas y campanas. Marsh se apoyó en su bastón y contempló la ciudad que relucía ante él, enorme, mientras escuchaba al Sueño d el Fevre saludar a los demás barcos con su campana y su larga y potente sirena. Había estado muchas veces en Nueva Orleans durante su vida junto al río, pero nunca como esta vez, en el puente de su propio vapor, el barco más grande, más lujoso y más marinero de cuantos abarcaba la vista. Se sintió el dueño de la creación.

Sin embargo, una vez amarrados al embarcadero, había mucho trabajo que hacer, mercancías que descargar, consignaciones que obtener para el viaje de regreso a San Luis, anuncios para los periódicos locales. Marsh decidió que la compañía debería abrir una oficina estable allí, por lo que se dedicó a buscar el lugar adecuado para ésta y a realizar las gestiones necesarias para abrir una cuenta bancaria y conseguir un agente. Aquella noche cenó en el hotel St. Charles con Jonathon Jeffers y Karl Framm, pero su mente estuvo bailando de la comida a los peligros que tanto parecía temer Valerie. Se preguntó una vez más en qué estaría metido Joshua York. Cuando regresó al vapor, Joshua charlaba con sus amigos en el salón de la cubierta principal, y nada parecía estar fuera de lugar aunque Valerie —sentada a su lado— tenía un aspecto hosco y abatido. Marsh se fue a dormir y apartó de su mente todas aquellas preocupaciones, a las que apenas dedicó atención durante los días que siguieron. El Sueño del Fevre lo mantuvo demasiado ocupado durante el día, y por la noche cenaba opíparamente en la ciudad, se ufanaba de su barco ante una copa en las tabernas próximas al embarcadero, paseaba por el Vieux Carré admirando a las encantadoras criollas y saboreando la belleza de patios, fuentes y balcones. Al principio, Marsh pensó que Nueva Orleans seguía tan hermosa como la recordaba. Sin embargo, después, poco a poco empezó a invadirlo la inquietud, la vaga sensación de que algo iba mal le hizo contemplar con nuevos ojos el familiar panorama. El tiempo era infernal; de día, hacía un calor opresivo, el aire se tornaba húmedo y denso en cuanto se alejaba uno de la ribera y su refrescante brisa. Día y noche, las cloacas abiertas despedían vapores apestosos, hedores a descomposición que ascendían de las aguas estancadas como perfumes infames. No era extraño que Nueva Orleans se viera asaltada con tanta frecuencia por la fiebre amarilla, pensó Marsh. La ciudad estaba llena de negros emancipados y adorables cuarteronas, ochavonas y griffes vestidas con tanta elegancia como las mujeres de piel blanca. Sin embargo, también estaba llena de esclavos. Se los veía por todas partes, llevando encargos para sus amos, sentados o apiñados con aspecto desesperado en las cárceles para esclavos de las calles Moreau y Common, yendo o viniendo de los grandes mercados de carne humana en largas filas, encadenados, limpiando las cunetas. Incluso en el embarcadero, era imposible escapar a las señales de la esclavitud; los grandes vapores de palas a los costados que servían el comercio de Nueva Orleans siempre iban llenos de negros, y Abner Marsh los vio ir y venir cada vez que se acercaba al Sueño del Fevre. Los esclavos solían estar encadenados casi siempre, tumbados miserablemente entre la carga, sudando bajo el calor de los hornos y las calderas.

—No me gusta nada —se quejó Marsh a Jonathon Jeffers—. No es nada limpio. Y le diré más: no quiero llevar cargamentos de esclavos en mi barco. Nadie va a ensuciar el Sueño del Fevre con una carga de ese tipo ¿entendido?

Jeffers le dedicó una irónica mirada de duda.

—Vaya, capitán, si no traficamos con los esclavos, perderemos un buen montón de dinero. Habla usted como un abolicionista.

—Yo no soy uno de esos condenados abolicionistas —replicó vehementemente Marsh—, pero tengo las ideas claras. Si un caballero quiere llevar consigo uno o dos esclavos como criados, de acuerdo. Les daremos pasajes de camarote o de cubierta, no me importa. Utilizar algunos como estibadores tampoco está mal. Pero no voy a llevarlos como carga, todos encadenados por algún maldito traficante.

A la séptima noche en la ciudad, Abner Marsh se sentía extrañamente inquieto, ansioso por irse. Esa noche Joshua York apareció en la cena con algunos mapas del río en las manos. Marsh había visto muy poco a su socio desde que llegaron.

—¿Qué tal le sienta Nueva Orleans?—preguntó Marsh a York cuando éste se hubo sentado.

—La ciudad es encantadora —contestó York con una voz extrañamente turbada que hizo que Marsh levantara la vista del bollo que estaba untando de mantequilla—. Vieux Carré ha despertado mi admiración. Es sorprendentemente distinta a las demás ciudades del río que hemos visitado, casi europea, y algunas casas de la parte americana son casi tan grandes como las de allí. Sin embargo, no me gusta.

—¿Cómo es eso? —inquirió Marsh, ceñudo.

—Tengo un mal presentimiento, Abner. Esta ciudad… El calor, los colores brillantes, los olores, los esclavos. Está llena de vida Nueva Orleans, pero en sus profundidades está corroída por la enfermedad. Todo aquí es rico y hermoso: la cocina, los modales, la arquitectura; pero debajo de eso… —hizo un gesto con la cabeza—. Uno contempla los maravillosos patios, cada uno con su exquisita fuente, y luego observa todas esas carretas que venden agua del río en toneles, y se da cuenta de que el agua de las fuentes no sirve para beber. Uno saborea las ricas salsas y las especias de los manjares, y luego advierte que éstas tienen la misión de disimular el hecho de que la carne no está en buenas condiciones. Uno pasea por el barrio de St. Louis y pasea la mirada por sus mármoles y esas deliciosas cúpulas a través de las cuales se filtra la luz sobre las rotondas, y advierte entonces que se trata de un famoso emporio de esclavos donde se venden seres humanos como si fueran ganado. Incluso los cementerios son aquí lugares bellos. No hay simples tumbas y cruces de madera, sino grandes mausoleos de mármol, cada uno más altivo que el anterior, con grandes estatuas encima y refinados pensamientos poéticos grabados en piedra. Y, en cambio, dentro de cada uno hay cadáveres en descomposición, llenos de gorgojos y gusanos. Y esos cuerpos han de estar aprisionados entre piedras porque la tierra no es buena siquiera para enterrar, pues las tumbas se llenan de agua. Y, además, ese aroma pestilente flota sobre la hermosa ciudad como un velo mortuorio. No, Abner —continuó York con una mirada extraña, distante, en sus ojos grises—, me gusta la belleza, pero a veces lo que es bello a la vista esconde en su interior lo más asqueroso y malvado. Cuanto antes abandonemos la ciudad, mejor me sentiré.

—El diablo me lleve —contestó Abner —si sé decir por qué, pero yo también siento lo mismo. No se apure, podemos largarnos de aquí a toda prisa.

—Bien —asintió York con una sonrisa—. Pero antes, tengo que hacer una última tarea.

Apartó su plato y abrió el mapa que había llevado consigo a la mesa.

—Mañana al anochecer, quiero que lleve el Sueño del Fevre río abajo.

—¿Río abajo?—repitió Marsh asombrado—. Diablos, después de la ciudad no hay nada para nosotros río abajo. Algunas plantaciones, muchos pantanos y meandros, y luego el delta.

—Mire —dijo York. Su dedo trazó un itinerario Mississippi abajo—. Seguiremos el río por aquí hasta este punto, nos desviaremos por esa ensenada y descenderemos unos diez kilómetros más hasta este punto. No tardaremos mucho y podemos volver la noche siguiente a Nueva Orleans para embarcar a los pasajeros para San Luis. Quiero hacer una pequeña bajada a tierra aquí —y señaló un lugar del mapa.

Abner Marsh tenía ante sí un suculento filete pero lo ignoró, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para observar el lugar que señalaba York.

—Cypress Landing —leyó en el mapa—. Bueno, no sé…

Echó una mirada alrededor, por el comedor principal, vacío ahora en sus tres cuartas partes al no haber pasajeros a bordo. Karl Framm, Whitey Clake y Jack Ely comían en el extremo opuesto de la gran mesa.

—Señor Framm —dijo Marsh—, ¿puede venir un minuto?

Cuando el aludido llegó hasta ellos, Marsh le señaló la ruta que York acababa de trazar.

—¿Puede usted pilotar río abajo y llegar hasta esa ensenada de ahí, o no se puede con nuestro calado?

—Algunos de estos recodos son muy anchos y profundos, pero en otros habría problemas incluso para pasar con una yola, así que no le digo nada de un vapor —contestó el piloto, encogiéndose de hombros—. Sin embargo, pese a todo, podré conseguirlo. Ahí hay embarcaderos y plantaciones, y otros vapores llegan hasta ellos, aunque la mayoría no son tan grandes como el nuestro. Será un viaje lento, eso seguro. Tendremos que echar la sonda continuamente, y deberemos tener mucho cuidado con los bancos de arena y los tocones flotantes; además, deberemos talar las ramas de los árboles con cierta frecuencia si no queremos que nos destrocen a golpes las chimeneas —se inclinó para observar de cerca el mapa—. ¿Dónde vamos? Yo sólo he hecho ese recorrido una vez o dos.

—Vamos a un lugar llamado Cypress Landing —dijo Marsh. Framm apretó los labios con gesto pensativo.

—No debe ser nada extraordinario. Allí está la plantación del viejo Garoux. Los vapores solían atracar en el embarcadero con regularidad, para cargar batatas y caña de azúcar con destino a Nueva Orleans. Garoux murió hace cierto tiempo, él y toda su familia, y no he oído gran cosa de Cypress Landing desde entonces. Aunque, ahora que recuerdo, corren algunas historias divertidas sobre esa parte. ¿Por qué nos dirigimos allí?

—Cuestión personal —intervino York—. Limítese a intentar llegar, señor Framm. Zarparemos mañana al anochecer.

—Usted es el capitán… —murmuró Framm, antes de regresar a su comida.

—¿Dónde diablos está esa leche?—se quejó Abner. Miró alrededor. El camarero, un joven negro alto y esbelto, remoloneaba junto a la puerta de la cocina—. Tráigame la cena —le gritó Marsh. El muchacho se sobresaltó visiblemente. Marsh se volvió a York—. Ese viaje… ¿es parte de lo que me contó el otro día?

—Sí —dijo simplemente Joshua.

—¿Es peligroso?—preguntó Marsh.

Joshua se encogió de hombros.

—No me gusta nada ese asunto de los vampiros —prosiguió Marsh, bajando el tono de voz hasta hacerlo casi un susurro cuando pronunció la palabra vampiro.

—Pronto terminará todo, Abner. Haré una visita a esa plantación, atenderé unos asuntos pendientes, regresaré con algunos amigos, y todo habrá acabado.

—Déjeme ir con usted en esta ocasión —dijo Marsh—. No digo que no le crea, pero me sería más fácil convencerme si pudiera ver a uno de esos… ya sabe, con mis propios ojos.

Joshua le observó. Marsh le sostuvo la mirada unos segundos, pero había en los ojos de York algo que parecía salir de ellos y tocarle. De repente, sin proponérselo, tuvo que apartar la mirada. Joshua plegó el mapa del río.

—No creo que sea aconsejable —dijo—, pero pensaré en ello. Perdóneme, tengo asuntos que solucionar —añadió, al tiempo que se levantaba y abandonaba la mesa.

Marsh miró cómo se alejaba, sin saber muy bien qué acababa de suceder entre York y él. Por último, murmuró un “a la mierda, pues”, y volcó de nuevo su atención en el filete.

Horas después, Abner Marsh tuvo una visita.

Estaba ya en su camarote, intentando dormir. El suave golpeteo en la puerta lo despertó como si se hubiera tratado de un trueno, y Marsh descubrió que el corazón le latía apresuradamente. Por alguna razón, sentía miedo. El camarote estaba totalmente a oscuras.

—¡Maldita sea! ¿Quién es?—exclamó.

—Sólo Toby, capitán —respondió el visitante con apenas un susurro.

Los temores de Abner Marsh se fundieron rápidamente, y le parecieron casi estúpidos. Toby Landyard era el espíritu más pacífico que nunca había pisado un barco, y también uno de los más sumisos.

—Entra —dijo Marsh, al tiempo que encendía la lámpara de la mesilla de noche antes de que la puerta se abriera.

Fuera habían dos hombres. Toby tenía unos sesenta años y era calvo, salvo una franja de cabello gris plateado alrededor del cráneo negro, y el rostro gastado y arrugado y negro como un par de viejas y cómodas botas. Junto a él estaba otro negro más joven, un hombre bajo y robusto vestido con un traje bastante caro. A la luz mortecina de la lámpara, pasó un momento antes de que Marsh le reconociera como Jebediah Freeman, el barbero que habían contratado en Louisville.

—Capitán —dijo Toby—, queremos hablar con usted en privado, si no le importa.

Marsh les hizo un gesto para que pasaran.

—¿Qué significa todo esto, Toby? —preguntó, mientras cerraba la puerta.

—Somos una especie de representantes o portavoces —dijo el cocinero—. Usted hace mucho tiempo que me conoce capitán, y sabe que no le mentiría.

—Claro que lo sé —contestó Marsh.

—Y tampoco le abandonaría. Usted me concedió la libertad y todo lo que tengo, sólo por haber cocinado para usted. Pero algunos de los otros negros, los mozos y marineros, no quieren hacernos caso a Jebediah y a mí cuando les contamos lo buen hombre que es usted. Tienen miedo, y están a punto de huir del barco. El camarero que les sirvió la cena los escuchó a usted y al capitán York hablando de que pensaban dirigirse a ese sitio, Cypress Landing, y ahora todos los negros lo comentan.

—¿Cómo? —exclamó Marsh—. Ninguno de vosotros dos ha estado nunca allí. ¿Qué significa para vosotros Cypress Landing?

—Nada en absoluto —dijo Jeb—, pero algunos de esos otros negros han oído hablar del lugar. Hay historias sobre la plantación, capitán. Historias tétricas. Todos los negros evitan pasar por allí, por las cosas que suceden, cosas terribles, capitán. Terribles.

—Y por eso venimos a pedirle que no bajemos hasta allí, capitán —dijo Toby—. Y usted ya sabe que nunca hasta ahora le había pedido nada.

—Ni un cocinero ni un barbero van a decirme dónde llevar o no mi barco —respondió con gesto serio Abner Marsh. Sin embargo, observó el rostro de Toby y dulcificó su semblante—. No va a suceder nada —les prometió—, pero si vosotros dos queréis aguardar aquí en Nueva Orleans, quedaros. Para un viaje tan corto como este no necesitamos cocinero ni barbero.

Toby parecía aliviado, pero aún insistió:

—Sin embargo, los fogoneros…

—A esos sí que los necesito.

—Pues no van a quedarse en el barco, capitán. Se lo aseguro.

—Supongo que Hairy Mike tendrá un par de cosas que decir al respecto.

Jeb movió la cabeza en señal de negativa.

—Esos negros le tienen miedo a Hairy Mike, desde luego, pero aún le tienen más a ese lugar al que pretende conducirnos. Se escaparán, puede estar seguro de ello.

Marsh soltó un juramento.

—Malditos estúpidos —añadió—. Bien, sin fogoneros no podemos conseguir el vapor necesario, pero es Joshua quien quería hacer este viaje, no yo. Dadme unos momentos para vestirme, muchachos, y todos juntos buscaremos al capitán York para charlar con él de este asunto.

Los dos negros se intercambiaron una mirada dubitativa, pero no dijeron nada.

Joshua York no estaba solo. Cuando el capitán Marsh llegó frente a la puerta del camarote de su socio, escuchó la voz de éste, alta y rítmica, procedente del interior. Marsh dudó un instante y luego emitió un gruñido al advertir que Joshua estaba leyendo poemas. Y además en voz alta. Llamó a la puerta con el bastón y York interrumpió la lectura para invitarlos a pasar.

Joshua estaba tranquilamente sentado con un libro en el regazo, un largo y pálido dedo señalando el punto donde se había detenido y un vaso de vino sobre la mesa que tenía al lado. En el otro sillón estaba Valerie, quien alzó la mirada hacia Marsh y la retiró rápidamente; le había estado evitando desde aquella noche en la cubierta, y a Marsh le resultó sencillo hacer que no la veía.

—Háblale, Toby —dijo Abner.

Toby parecía tener muchas más dificultades para encontrar las palabras de las que había tenido con Marsh, pero finalmente pudo exponerlo todo. Cuando hubo terminado, se quedó quieto, con los ojos fijos en el suelo y dando vueltas entre las manos a su vieja gorra desgastada. Joshua York mostraba una extraña sonrisa.

—¿Y de qué tienen miedo los hombres?—preguntó con un tono frío y cortés.

—De ir allí, señor.

—Dales mi palabra de que yo los protegeré.

Toby le hizo un gesto de negativa con la cabeza.

—Capitán York, no lo tome como una falta de respeto, pero esos negros también tienen miedo de usted, especialmente ahora que quiere llevarnos a todos allí.

—Creen que usted también es uno de esos —añadió Jeb—. Usted y sus amigos, que intentan atraernos allá abajo donde están los demás, como ha venido pasando estos años. Los relatos sobre esos… tipos dicen que nunca salen de día, y usted hace exactamente eso, capitán, exactamente, eso. Naturalmente, Toby y yo sabemos que no es cierto, pero los demás no nos hacen caso.

—Decidles que les doblaré el sueldo durante el tiempo que estemos en la ensenada —intervino Marsh.

Toby no levantó la mirada, pero negó con la cabeza.

—No les preocupa el dinero. No quieren ir, y antes abandonarán el barco.

Abner Marsh soltó otro juramento.

—Joshua, si ni el dinero ni Hairy Mike consiguen convencerles, no va a haber manera. Tendremos que despedirlos y conseguir unos cuantos estibadores y fogoneros más, pero eso nos llevará algún tiempo.

Valerie se inclinó hacia adelante y posó la mano en el brazo de York.

—Por favorf Joshua —le dijo suavemente—. Escúchalos. Es una señal. No deberíamos ir. Regresemos a San Luis. Prometiste que me enseñarías San Luis.

—Y así lo haré —dijo Joshua—, pero no antes de que resuelva mis asuntos —añadió observando a Toby y Jeb con el ceño fruncido—. Podría llegar fácilmente a Cypress Landing por tierra. Sin duda, sería el modo más rápido y sencillo de conseguir mi objetivo, pero no me satisface, caballeros. Este barco, ¿es mío o no? Y yo, ¿soy el capitán o no? No puedo consentir que mi tripulación desconfíe de mí. No quiero que mis hombres me tengan miedo.

Dejó caer el libro de poemas sobre la mesa con un sonoro estampido, expresando claramente su frustración.

—¿He hecho algo que os haya perjudicado, Toby? —le preguntó al cocinero—. ¿He tratado mal a alguno de los vuestros? ¿He hecho algo para ganarme tanta desconfianza?

—No, señor —dijo en voz baja Toby.

—No, acabas de decir. ¿Y aun así, vais a desertar todos del barco?

—Sí, capitán. Eso me temo —asintió Toby.

Joshua York adoptó una mirada dura, llena de determinación.

—¿Y qué sucedería si demostrara que no soy lo que creéis?—preguntó, pasando la mirada de Toby a Jeb y de éste al primero otra vez—. ¿Qué pasaría si todos me vieran en pleno día?, ¿confiarían entonces en mí?

—¡No! —gritó Valerie, horrorizada—. ¡Joshua, no puedes…!

—Sí que puedo —replicó York—. Y quiero. Y bien, Toby ¿qué me dices?

El cocinero levantó la vista, observó los ojos de York y asintió lentamente.

—Bueno… Quizás si ellos vieran que no es usted…

Joshua estudió a los dos negros durante un largo rato.

—Muy bien —dijo al fin—. Entonces comeré con ustedes mañana al medio día. Ténganme un lugar reservado.

CAPITULO TRECE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

Nueva Orleans,

agosto de 1857

Para la comida, Joshua se había puesto su traje blanco, y Toby se había superado a sí mismo. Naturalmente, había corrido la voz y prácticamente toda la tripulación del Sueño del Fevre rondaba por el comedor. Los camareros, pulcros como una patena con sus elegantes chaquetillas blancas, iban de lado a lado sirviendo las exquisiteces de Toby, que sacaban de la cocina en grandes fuentes humeantes o en boles de finas porcelanas. Había sopa de tortuga y ensalada de langosta, cangrejos rellenos y lechones mechados, pastel de ostras y costillas de cordero lechal, tortuga de agua dulce, pollo frito, nabos y pimientos rellenos, asado y chuletas de ternera empanadas, patatas irlandesas, maíz verde, zanahorias, alcachofas y habas, profusión de panes y panecillos vinos y licores del bar y leche fresca procedente de la ciudad, bandejas de mantequilla recién batida y de postre budín de pasas, pastel de limón y tarta con salsa de chocolate.

Abner Marsh no había tomado en su vida una comida tan opípara.

—Maldita sea —le dijo a York—, me encantaría que saliera usted a comer con más frecuencia, pues así comeríamos lo mejor de lo mejor todos los días.

Sin embargo, Joshua apenas probó la comida. A la luz del día, parecía una persona distinta; un poco marchito y nada impresionante. Su piel tenía una palidez enfermiza bajo la luz diurna, y Marsh percibió su tono grisáceo, como de tiza. Los movimientos de York eran letárgicos y, en ocasiones, bruscos, sin un asomo de aquella elegancia y aquel dominio que normalmente mostraba. Sin embargo, la mayor diferencia radicaba en sus ojos. A la sombra del sombrero blanco de ala ancha que llevaba, sus ojos aparecían cansados, infinitamente cansados. Tenía las pupilas reducidas a una fina cabeza de alfiler de color negro, y el gris del iris aparecía pálido y desvaído, sin la intensidad que Marsh había visto en ellos con tanta frecuencia.

Pero allí estaba, y su mera presencia contenía, al parecer, toda la diferencia del mundo. Había salido de su camarote a plena luz del sol, había paseado por las cubiertas despejadas y bajado escaleras, y se había sentado a comer ante Dios, la tripulación y todos los demás. Las historias y temores a que pudo haber dado lugar su extraña vida nocturna parecían una estupidez ahora que la luz bañaba a Joshua York y a su traje blanco.

York permaneció callado durante casi toda la comida, aunque se ocupó de dar tímidas respuestas a todas las preguntas que le formularon, y de vez en cuando se atrevió a hacer algún comentario de su propia cosecha en medio de la charla general. Cuando se hubieron servido los postres, apartó el plato y dejó caer el cuchillo pesadamente.

—Haced que venga Toby —dijo.

El cocinero salió de la cocina, salpicado de harina y aceite.

—¿No le ha gustado la comida, capitán York?—preguntó—. Casi no la ha probado.

—Estaba muy bien, Toby, pero me temo que no tengo mucho apetito a esta hora del día. Sin embargo, aquí estoy. Confío en que esto signifique algo.

—Sí, señor —dijo Toby—. Ahora no habrán problemas.

—Excelente —respondió York. Cuando el cocinero hubo regresado a sus fogones, Joshua se volvió hacia Marsh—. He decidido aguardar un día más. En lugar de esta noche, saldremos mañana al ponerse el sol.

—Muy bien, Joshua. Páseme otro trozo de pastel, ¿quiere?

York sonrió y se lo tendió.

—Capitán, esta noche es mejor que mañana —dijo Dan Albright, quien se estaba limpiando los dientes con un palillo de hueso—. Huelo que se acerca una tormenta.

—Mañana —insistió York. Albright se encogió de hombros.

—Toby y Jeb pueden quedarse en tierra. De hecho —prosiguió York—, sólo quiero llevar los elementos imprescindibles para mantener el barco. Los pasajeros que ya han embarcado serán devueltos a tierra hasta nuestro regreso. Tampoco tomaremos carga, así que los estibadores tienen unos días libres. Sólo llevaremos una guardia, ¿puede hacerse?

—Desde luego —dijo Marsh, al tiempo que echaba una mirada a la larga mesa. Los oficiales observaban a Joshua con curiosidad.

—Mañana al ponerse el sol, pues —dijo York—. Perdóneme. Debo descansar.

Se levantó y por un breve instante pareció tambalearse. Marsh se levantó de la mesa a toda prisa, pero York le hizo un gesto.

—Estoy bien. Me retiraré ahora a mi camarote. Haga que no me molesten hasta que vayamos a zarpar.

—¿No se levantará para la cena?—preguntó Marsh.

—No —sus ojos recorrieron el comedor—. Creo que prefiero la noche. Lord Byron tenía razón. El día es demasiado estridente.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—¿No recuerda? El poema que le recité en los astilleros de New Albany. Le va tanto al Sueño del Fevre. “Ella camina en la belleza…”

—… “como la noche” —continuó Jeffers, colocándose bien las gafas. Abner Marsh le miró, pasmado. Jeffers era un demonio con el ajedrez y con los números, e incluso había hecho teatro, pero Marsh nunca le había oído recitar poemas hasta entonces.

—¡Conoce a Byron! —exclamó York, complacido. Por un instante, casi se pareció a sí mismo.

—Así es —asintió Jeffers. Enarcó una ceja mientras observaba a York—. Capitán, ¿usted cree que aquí en el Sueño del Fevre los días transcurren en calma? Bueno —sonrió—, aquí Hairy Mike y el señor Framm todavía no se han enterado.

Hairy Mike soltó una risotada y Framm protestó.

—Que tenga tres mujeres no quiere decir que no sea tranquilo. Cualquiera de las tres podría atestiguarlo.

—¿De qué diablos están hablando? —interrumpió Abner Marsh. La mayoría de la tripulación y los oficiales parecían tan perplejos como él. Joshua sonrió levemente, de forma esquiva.

—El señor Jeffers me recordaba la estrofa final del poema de Byron —respondió. Y se puso a recitar:

Y en esa mejilla, y en ese gesto,
tan suave, tan calmo, pero elocuente,
las sonrisas que vencen, los colores que brillan,
pero hablan de días pasados en calma
una mente en paz con todo a sus pies
un corazón cuyo amor es inocente.

—¿Somos inocentes, capitán?—preguntó Jeffers.

—Nadie es del todo inocente —replicó York—, pero el poema tiene significado para mí a pesar de eso, señor Jeffers. La noche es hermosa, y podemos esperar que también en su oscuro resplandor encontremos la paz y la nobleza. Demasiados hombres temen a la oscuridad sin razón.

—Quizás —dijo Jeffers—. Sin embargo, a veces debe temerse.

—No —contestó York, y con esto se fue, cortando en seco la escaramuza verbal con Jeffers.

En cuanto se hubo ido, los demás empezaron a levantarse también para acudir a sus tareas, pero Jonathon Jeffers permaneció en su sitio, sumido en sus pensamientos, con la vista puesta en el otro extremo del comedor. Marsh se sentó a terminar su pastel.

—Señor Jeffers, no sé qué sucede en este río. ¡Malditos poemas! ¿Qué bien ha hecho nunca esa palabrería? Si ese Byron tenía algo que decir, ¿por qué no lo expuso llano y claro, en palabras sencillas?

Jeffers le miró de repente, parpadeando.

—Lo siento, capitán —dijo—. Estaba tratando de recordar una cosa. ¿Qué decía?

Marsh se tragó un buen trozo de pastel, lo regó con un poco de café y repitió la pregunta.

—Bien, capitán —dijo Jeffers con una sonrisa de ironía—, lo principal es que la poesía es bella. El modo de encajar las palabras, los ritmos, los cuadros que pintan. Los poemas son bellos cuando se dicen en voz alta. Las rimas, la música interior, la manera de sonar —tomó un sorbo de café—. Es difícil de explicar si no se siente, pero se parece un poco a los vapores, capitán.

—Nunca he visto una poesía más hermosa que un vapor —se rió Marsh.

Jeffers sonrió.

—Capitán, ¿por qué lleva el Luz del Norte ese gran cuadro de la Aurora en la cabina del piloto? No lo necesita. Las palas rodarían igual sin él. ¿ Por qué nuestra cabina, como tantas otras, están adornadas de estrías, tallas y esculturas? ¿Por qué todo vapor que se precie está lleno de buenas maderas y alfombras y cuadros al óleo y marquetería? ¿Por qué llevan la parte superior tan florida nuestras chimeneas? El humo saldría igual si fueran lisas. —Marsh eructó y frunció el ceño—. Se podrían hacer vapores simples y sin adornos —resumió Jeffers—, pero el aspecto que tienen ahora los hace más atractivos a la vista, más agradables para navegar. Lo mismo ocurre con la poesía, capitán. Un poeta puede decir algo directamente, por supuesto, pero cuando le pone ritmo y métrica lo hace más grande.

—Bien, puede ser —dijo Marsh en tono dubitativo.

—Apuesto a que puedo encontrar un poema que incluso a usted le guste —dijo Jeffers—. Uno de Byron, precisamente. Se llama “La destrucción de Senaquerib”.

—¿Dónde está eso?

—Mejor diga ese, no eso —le corrigió Jeffers—. Un poema sobre una guerra, capitán. Tiene un ritmo maravilloso. Galopa como un caballo —se levantó y se estiró el tabardo—. Venga conmigo, se lo mostraré.

Marsh apuró los posos de su café, se retiró de la mesa y siguió a Jonathon Jeffers a popa, a la biblioteca del Sueño del Fevre. Se dejó caer agradecido sobre un gran sillón cargado de cojines mientras el sobrecargo rebuscaba las estanterías llenas de libros que rodeaban la habitación, alzándose hasta el techo.

—Aquí está —dijo Jeffers al fin, asiendo uno de los volúmenes—. Sabía que debíamos tener un libro de Byron por alguna parte.

Pasó las páginas, algunas de las cuales no habían sido cortadas todavía, y procedió a hacerlo con una uña. Al fin, encontró lo que buscaba, adoptó una pose especial y leyó “La destrucción de Senaquerib”.

Marsh hubo de admitir que el poema tenía ritmo, en especial cuando Jeffers lo recitaba, aunque la comparación con el caballo era exagerada. Con todo, le había gustado.

—No está mal —admitió cuando Jeffers hubo terminado—. Aunque no me ha gustado el final. Esos malditos predicadores siempre sacan a Dios por todas partes.

—Lord Byron no era un predicador —se rió Jeffers—. En realidad, era un inmoral, o así se decía.

Adoptó un aire pensativo y empezó a pasar páginas otra vez.

—¿Qué busca?—le preguntó Marsh.

—El poema que intentaba recordar en la mesa —contestó Jeffers—. Byron escribió otro poema sobre la noche, muy distinto a… ¡Ah, aquí está! —sonrió y repasó la página, satisfecho—. Escuche esto, capitán. Se titula “Oscuridad”. Empezó a recitar:

Tuve un sueño, que no era del todo sueño,
el brillante sol se había extinguido y las estrellas
vagaban oscuras por el espacio eterno
sin rayos y sin camino, y la tierra helada
daba tumbos, ciega y oscura en un aire sin luna;
la mañana se fue y vino y se volvió a ir, y no trajo el día,
y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza
de ésta su desolación; y todos los corazones
se helaron en una plegaria egoísta por la luz…

Mientras leía, la voz del sobrecargo había adquirido un tono profundo, siniestro; el poema seguía y seguía, más largo que cualquiera de los anteriores. Marsh perdió pronto el hilo de las palabras, pero aún así éstas le conmovieron y le provocaron un escalofrío que llenó de temor la habitación. Frases y retazos de líneas persistían en su cabeza; el poema estaba lleno de terror, de vanas plegarias y de desesperación, de locura y grandes piras funerarias, de guerra, hambre y hombres como bestias.

… llegó una comida
ensangrentada, y cada uno la sació aparte, huraño,
amparado en la oscuridad; no quedaba Amor;
no había en la tierra más que un pensamiento, y ése era la Muerte
inmediata y sin gloria; y el dolor
del hambre alimentaba todas las entrañas. Los hombres
morían y sus huesos quedaban tan desenterrados como su carne
los pobres por los pobres eran devorados.

Y Jeffers prosiguió la lectura, presentando una imagen malévola tras otra, hasta que al fin concluyó:

Dormían en el abismo sin inquietud.
Las olas habían muerto, las mareas estaban en la tumba.
La luna, su dueña, había expirado antes;
los vientos habían amainado en el aire corrompido
y las nubes habían perecido; la Oscuridad no tenía necesidad
de ayuda: Ella era el Universo.

Jeffers cerró el libro.

—Delira —dijo Marsh—. Se expresa como un hombre abrasado por las fiebres.

Jonathon Jeffers le sonrió levemente.

—Ya ve como Dios ni siquiera ha aparecido. Byron tenía ideas contradictorias acerca de la oscuridad, me parece. En ese poema hay una preciosa pizca de inocencia. Me pregunto si el capitán York lo conoce.

—Naturalmente —dijo Marsh, levantándose del sillón—. Deme eso —añadió, tendiendo la mano. Jeffers le cedió el libro.

—¿Interesándose por la poesía, capitán?

—Eso no debe preocuparle —replicó Marsh, guardando el libro en uno de los bolsillos—. ¿No tiene asuntos que atender en su oficina?

—Desde luego —asintió Jeffers, antes de despedirse.

Abner Marsh se quedó en la biblioteca tres o cuatro minutos más, sintiéndose bastante raro. El poema le había producido un efecto muy inquietante. Quizás, después de todo, había algo en aquello de la poesía. Decidió echarle un vistazo al libro cuando tuviera un poco de tiempo, y descubrirlo por sí mismo.

Sin embargo, de momento, tenía bastantes asuntos que despachar, y en ello pasó la mayor parte de la tarde y las primeras horas de la noche. Después, se olvidó por completo del libro que tenía en el bolsillo. Karl Framm iba a la ciudad, a cenar en el St. Charles, y Marsh decidió acompañarle. Era casi medianoche cuando regresaron al Sueño del Fevre. Mientras se desnudaba en su camarote, Marsh le echó otro vistazo al libro. Lo dejó cuidadosamente junto a la cama, se puso el camisón y se dispuso a leer un poco a la luz de la lámpara.

El poema “Oscuridad” parecía aún más siniestro de noche, en la soledad mal iluminada del camarote, aunque las palabras escritas no parecían contener la misma fría amenaza que Jeffers les había dado. Con todo, se sentía inquieto ante el poema. Volvió algunas páginas y leyó el “Senaquerib” y el “Ella camina en la belleza” y algunos otros poemas, pero sus pensamientos siguieron dando vueltas en torno al “Oscuridad”. Pese al calor de la noche, a Abner Marsh se le puso piel de gallina.

En la portada del libro había un grabado de Byron. Marsh lo estudió. Parecía bastante guapo, oscuro y sensual como los criollos. Resultaba sencillo comprender por qué las mujeres habían corrido tras él. Aunque cojeara al andar. Y, por supuesto, también era un noble. Lo decía perfectamente la leyenda impresa bajo el grabado:

GEORGE GORDON, LORD BYRON

1788–1824

Abner Marsh estudió unos instantes el rostro de Byron y descubrió súbitamente que envidiaba las facciones del poeta. Abner no había experimentado nunca la belleza desde dentro; si tanto soñaba con vapores grandiosos y lujosos, era quizás porque en todo momento le había faltado el contacto con la belleza de verdad. Su gran tamaño, sus verrugas, su nariz plana y aplastada habían hecho que Marsh no tuviera tampoco demasiados problemas con las mujeres. Cuando era más joven, y bajaba el río en balsas o barcas planas, e incluso después de haber empezado con los vapores, Marsh había frecuentado algunos lugares de Natchez-bajo-la-Colina y de Nueva Orleans, donde un marinero podía encontrar diversión para una noche a un precio razonable. Y después, mientras la Compañía de Paquebotes del río Fevre había ido bien, varias mujeres de Galena y Dubuque y St. Paul se habrían casado con él si se lo hubiera pedido; viudas buenas, fuertes y rudas que conocían el valor de un hombre fuerte y con principios, y con una buena fortuna en barcos. Sin embargo, tales mujeres habían perdido el interés por él con bastante rapidez tras su desgracia y, aunque no hubiera sido así, tampoco eran lo que Marsh quería. Cuando Abner se permitía pensar en aquellas cosas, lo cual no sucedía a menudo, soñaba en mujeres como las criollas de ojos oscuros o las morenas cuarteronas emancipadas de Nueva Orleans, ágiles, orgullosas y llenas de gracias, como los vapores.

Marsh dio un bufido y apagó la vela. Intentó dormir, pero sus sueños fueron inquietos y llenos de pesadillas. Las palabras del poema se repetían lóbregas y temibles en los callejones oscuros de su mente.

… La mañana se fue, vino y se volvió a ir y no trajo el día.

… Amparado en la oscuridad; no guedaba Amor.

… Y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza de ésta su desolación.

… Ilegó una comida ensangrentada.

… Un hombre asombroso.

Abner Marsh se irguió en la cama rígido y despierto, escuchando el latir de su corazón. “Maldita sea”, murmuró. Encontró una cerilla, encendió la lámpara que tenía junto a la cama y abrió el libro de poemas por la página del retrato de Byron. “Maldita sea”, repitió.

Se vistió a toda prisa. Deseó tener la compañía de alguien fiero, los músculos de Hairy Mike y su barra de negro hierro, o el bastón de estoque de Jonathon Jeffers. Sin embargo, aquél era un asunto privado entre él y Joshua York, y había dado la palabra de no hablar con nadie al respecto.

Se lavó la cara con un poco de agua, asió el bastón y salió a cubierta, deseando haber tenido a bordo a algún predicador, o al menos un crucifijo. Llevaba el libro de poemas en el bolsillo. A cierta distancia del embarcadero, otro vapor se afanaba en cargar las mercancías y dar presión a las calderas; Marsh escuchó a los estibadores que entonaban un cántico lento y melancólico mientras trasladaban los bultos de tierra firme a la cubierta del barco.

Al llegar a la puerta del camarote de Joshua, Abner Marsh alzó el bastón para llamar, pero se detuvo, repentinamente lleno de dudas. Joshua le había dado órdenes de que no se le molestara, y seguramente iba a enfadarse mucho cuando oyera lo que Marsh tenía que decirle. Todo el asunto parecía una estupidez: era aquel poema que le había provocado malos sueños, o quizás debía achacarlo a alguna cosa que había comido. Sin embargo, sin embargo…

Allí estaba de pie, ceñudo y pensativo, con el bastón alzado, cuando la puerta del camarote se abrió silenciosamente.

El interior estaba más oscuro que el vientre de una vaca. La luna y las estrellas iluminaban suavemente el dintel de la puerta, pero más allá se percibía una cálida oscuridad aterciopelada. A varios pasos de la puerta, en el interior, había una figura entre sombras. La luna le iluminaba los pies desnudos y se intuía, difusa, la vaga figura de un hombre.

—Entre, Abner —dijo la voz desde la oscuridad. Joshua hablaba con una voz ronca, apenas audible.

Abner Marsh cruzó el dintel y se adentró en las sombras.

La figura humana se movió y, al instante, la puerta se cerró. Marsh escuchó cómo se echaba la llave. La oscuridad era total, no podía ver nada. Una mano poderosa le asió fuertemente del brazo y le hizo avanzar. Después, fue empujado hacia atrás y por un instante tuvo miedo, hasta que notó la presencia de un sillón junto a él.

En la oscuridad hubo un ruido de movimientos. Marsh miró alrededor, ciego, intentando escrutar el negro.

—Si no he llamado…—se oyó decir a sí mismo.

—No —fue la respuesta de York—. Le oí cuando se acercaba. Además, le estaba esperando, Abner.

—Sí, Joshua dijo que vendría usted —dijo otra voz desde un lugar distinto de la habitación. Era una voz de mujer, suave y amarga. Valerie.

—Usted —dijo Marsh asombrado. No se esperaba aquello. Se sentía confuso, disgustado, inquieto, y la presencia de Valerie lo hacía todo aún más difícil—. ¿Qué está haciendo usted aquí?—preguntó Marsh.

—Yo podría preguntarle eso mismo —respondió la voz suave de la mujer—. Estoy aquí porque Joshua me necesita, capitán Marsh. Para ayudarle, lo cual es mucho más de lo que ha hecho usted, pese a tantas palabras. Usted y los que son como usted, con todas sus sospechas y sus piadosas…

—Ya basta, Valerie —la cortó Joshua—. Abner, no conozco la razón que le ha traído aquí esta noche, pero ya sabía que tarde o temprano iba a venir. Hubiera obrado mejor buscándome un socio más estúpido, un hombre que aceptara órdenes sin hacer preguntas. En cambio, usted es quizás demasiado perspicaz para su propio bien, y para el mío. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, que llegaría a descubrir la falsedad de lo que le conté en Natchez. Me he fijado en cómo nos observaba, y las pequeñas pruebas que ha proyectado y realizado —emitió una risa forzada—. ¡Hasta agua bendita!

—¡Cómo!… Entonces, ¿usted lo sabía? —dijo Marsh.

—Sí.

—Maldito camarero.

—No sea demasiado severo con él. Tuvo poco que ver con eso, Abner, aunque me di cuenta de que me estuvo mirando durante todo el tiempo que duró la cena —la risa de York fue forzada, terrible—. No, la propia agua se delató. Pocos días después de la charla que mantuvimos, aparece ante mí un vaso de agua clara: ¿qué iba a pensar? Desde que estamos en el río hemos bebido un agua bastante turbia, con sedimentos. Podría haber plantado un jardín con el fango del río que he ido dejando en el fondo de los vasos —comentó, volviendo a reír seca y nerviosamente—. O incluso llenar mi ataúd.

Abner Marsh hizo como si no hubiera oído la última frase.

—Revuélvalo y bébalo con el agua. Así se hará un auténtico hombre del río —hizo una pausa y prosiguió—: O simplemente un hombre.

—¡Ah! —replicó York—. Así que llegamos a la cuestión.

Durante unos largos instantes no dijo nada más y el camarote pareció sofocante, angustioso por la oscuridad y el silencio. Cuando Joshua habló por fin, lo hizo en un tono seco y glacial.

—¿Ha traído consigo un crucifijo, Abner, o una estaca?

—He traído esto —dijo Marsh. Sacó el libro de poemas del bolsillo y lo lanzó al aire, hacia donde le parecía que estaba sentado York.

Escuchó un ruido en el instante en que el libro fue alcanzado por su socio en el aire. Las páginas crujieron al hojearlas.

—Byron —dijo Joshua, complacido.

Abner Marsh no alcanzaba a ver ni siquiera sus manos bailoteando a un centímetro de la nariz, tal era la oscuridad de la sala a causa de las contraventanas y cortinajes. En cambio, Joshua no sólo podía ver lo bastante bien para coger el libro en el aire, sino también para leerlo. Marsh sintió escalofríos, pese al calor.

—¿Por qué Byron? —preguntó Joshua—. Me confunde usted. No me hubiera sorprendido verle con un crucifijo, con otra prueba, con más preguntas… ¡Pero con Byron!

—Joshua —dijo Abner—. ¿Qué edad tiene usted?

Silencio.

—Creo que sé calcular bastante bien la edad de una persona —continuó Marsh—. Pero usted es indefinible, con sus cabellos blancos y todo lo demás. Sin embargo, por su aspecto, su rostro, sus manos, yo diría que tiene usted treinta años, treinta y cinco como mucho. En cambio, en ese libro dice que Byron murió hace treinta y tres años, y usted afirma haberle conocido.

—Sí —suspiró York—. Un error estúpido. Estaba tan absorbido por este barco que me olvidé de mí mismo. Después pensé que no tenía importancia. Usted no sabía nada de Byron. Yo estaba seguro de que lo olvidaría.

—Yo no siempre soy rápido, pero no olvido —contestó Marsh, al tiempo que asía con fuerza el bastón y se inclinaba hacia adelante—. Joshua, quiero hablar con usted. Haga que esa mujer salga de aquí.

Valerie emitió una risa helada desde un rincón. Ahora parecía estar más cerca, aunque Marsh no la había oído moverse.

—Es un loco osado —dijo ella.

—Valerie se quedará, Abner —dijo York en tono cortante—. Puede estar presente y escuchar cualquier cosa que quiera decirme. Valerie es como soy yo.

Marsh sintió frío y desamparo.

—Como es usted… —dijo lentamente—. Bueno, ¿qué son ustedes?

—Juzgue por sí mismo —replicó Joshua. De repente, se encendió una cerilla en la negrura del camarote, deslumbrándole.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marsh.

La breve llama del fósforo iluminó con luz trémula los rasgos de York. Tenía los labios hinchados y partidos. La piel, quemada y ennegrecida, aparecía desgarrada en el rostro y los pómulos. Multitud de ampollas, hinchadas de agua y pus, le recorrían la barbilla y le cubrían una mano enrojecida en la que ya había saltado parte de la piel. Sus ojos grises tenían una mirada blancuzca y legañosa en el fondo de sus cuencas hundidas. Joshua York sonrió forzadamente y Marsh escuchó como la carne requemada crujía y se rasgaba. Un líquido blanquecino le resbalaba lentamente por la mejilla desde una grieta recién abierta en la piel.

La cerilla se apagó, y la oscuridad pasó a convertirse en una bendición.

—Usted dijo que era su socio —intervino Valerie, en tono acusatorio—. Usted dijo que le ayudaría. Esta es la ayuda que le ha dado, usted y su tripulación con sus sospechas y sus amenazas. Podía haber muerto por su culpa. El es el pálido rey, y usted no es nada, pero él se sometió a esto sólo por ganar su despreciable lealtad. ¿Está satisfecho ahora, capitán Marsh? Parece que no, puesto que está usted aquí.

—¿Qué diablos le ha sucedido? —preguntó Marsh, ignorando a Valerie.

—Estuve expuesto a la luz brillante del día durante casi dos horas —replicó Joshua. Marsh comprendía ahora la razón de aquel doloroso susurro—. Conocía el riesgo, pues ya lo había hecho antes, cuando había sido imprescindible. Cuatro horas podían haberme matado, y seis horas hubieran sido un final irreversible. En cambio, dos horas o algo menos, la mayor parte de ellas fuera de la acción directa de los rayos del sol… Conozco mis límites. Las quemaduras tienen peor aspecto de lo que son en realidad. El dolor es soportable, y todo pasará rápidamente. Mañana a esta hora, nadie notará siquiera que algo me ha afectado. Mi carne ya empieza a sanar, las ampollas revientan y la piel quemada empieza a desprenderse, ya lo ha comprobado usted.

Abner Marsh cerró los ojos y volvió a abrirlos. Daba igual. La oscuridad era la misma de una forma u otra, y todavía podía ver la imagen azul pálida de la cerilla ardiendo frente a él, junto al terrible rostro espectral de Joshua.

—Así que todo eso del agua bendita y de los espejos no tiene importancia. Usted no puede salir de día, realmente no. Los vampiros existen, pero usted me mintió. ¡Me mintió, Joshua! Usted no es un cazador de vampiros, sino uno de ellos. Usted y ella y todos los demás. ¡Todos son unos malditos vampiros!

Marsh alzó frente a él su bastón, una inútil espada de madera para protegerse de lo que no alcanzaba a ver. Notó la garganta seca y áspera. Escuchó a Valerie que se reía ligeramente y se acercaba más a él.

—Baje la voz, Abner —dijo Joshua con calma —y ahórreme su indignación. Sí, le he mentido. En nuestra primera reunión, ya le advertí que si me presionaba con preguntas yo le respondería mentiras. Fue usted quien me obligó a pronunciarlas. Lo único que lamento es no haber pensado otras mejores.

—Mi socio… —prosiguió Abner, furioso—. Diablos, no puedo creerlo ni siquiera ahora. Un asesino, o algo peor que un asesino. ¿A qué se ha dedicado todas esas noches? ¿A salir en busca de alguien y beberse su sangre? Y luego, seguir adelante. Sí, señor, ahora lo veo: Una ciudad distinta cada noche, así está a salvo. Cuando los tipos de la orilla descubren lo que ha hecho, ya está usted en otro lugar. Y no huyendo a toda prisa, sino vagando con gran elegancia río arriba y río abajo, a lo grande, en un vapor de lujo en camarote propio y todo. No me extraña que quisiera tener un vapor, capitán York. Maldito sea usted.

—Cállese —le espetó York, con una furia tal en la voz que Marsh cerró al instante la boca—. Y baje ese bastón antes de que rompa algo con tanto aspaviento. Bájelo, le digo —Marsh apoyó de nuevo el bastón en la alfombra—. Así me gusta —dijo York.

—Es como todos los demás, Joshua —intervino Valerie—. No entiende nada. No tiene más que miedo y odio. No podemos dejarle salir de aquí con vida.

—Quizás —dijo Joshua, con tono reticente—. Yo creo que en él hay algo más que eso, pero es posible que me equivoque. ¿Qué opina usted, Abner? Y cuidado con lo que dice. Hable como si su vida dependiera de cada palabra. Sin embargo, Abner Marsh estaba demasiado irritado para pensar. El miedo que le atenazaba había dado paso a una ira incontenible; le habían mentido, le habían metido en el asunto y habían jugado con él como si fuera un imbécil. Nadie trataba así a Abner Marsh, aunque el otro no fuera humano en absoluto. York había convertido su Sueño del Fevre, su barco, en una especie de pesadilla flotante.

—Llevo mucho tiempo en este río —dijo Marsh—. No intente asustarme, York. Cuando estaba en mi primer vapor, vi cómo le sacaban los intestinos a un amigo mío en un salón de St. Joe. Yo agarré al granuja que lo hizo, le quité el cuchillo y le partí el espinazo. También he estado en Bad Axe, y en la sangrienta Kansas, así que ningún maldito chupasangre va a asustarme ahora con amenazas. Si quiere venir a por mí, aquí le espero. Peso el doble que usted, y además está quemado hasta las orejas. Le voy a arrancar la cabeza. Quizás deba hacerlo de todas maneras, por todo lo que usted ha hecho ya.

Silencio. Entonces, asombrosamente, Joshua York se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.

—¡Ah, Abner! —dijo cuando consiguió tranquilizarse otra vez—. ¡Es usted un auténtico hombre del río! Medio soñador, medio pendenciero y completamente loco. Ahí está usted, ciego, cuando sabe que yo puedo ver perfectamente con la poca luz que entra por los resquicios de las cortinas y las ventanas, y por debajo de la puerta. Ahí está sentado, gordo y lento de movimientos, conociendo mi fuerza y mi rapidez. Debería saber lo silencioso que puedo ser al caminar —hubo una pausa, un ruido, y de repente se alzó la voz de York desde el otro extremo del camarote—. Así —otro silencio—. Y así —desde detrás de Abner—. Y así —volvía a estar donde había empezado. Marsh, que había vuelto la cabeza en cada momento para seguir su voz, se sintió mareado—. Podría desangrarle hasta la última gota con cien toques suaves y usted no se enteraría. Podría asaltarle en la oscuridad y cortarle la garganta antes de que se diera cuenta de que había dejado de hablar. Y aun así, a pesar de todo, ahí está usted, sentado en el sillón, mirando en una dirección equivocada, con la barba despeinada, soltando bravatas y amenazas. Tiene usted ánimo, Abner. Poco juicio, pero mucho ánimo.

—Si está pensando en matarme, venga y acabemos de una vez —dijo Marsh—. Estoy dispuesto. Quizá no llegue nunca a superar al Eclipse, pero he hecho casi todo lo que me he propuesto. Prefiero pudrirme en una de esas tumbas de lujo de Nueva Orleans que dirigir un vapor para un grupo de vampiros.

—Una vez le pregunté si era usted supersticioso o religioso —dijo Joshua—. Usted me respondió negativamente, pero ahora le escucho hablar sobre los vampiros como cualquier lerdo inmigrante.

—¿Qué está usted diciendo? Fue usted quien me contó…

—Sí, sí. Ataúdes llenos de arena, criaturas sin alma que no se reflejan en los espejos, cosas que no pueden cruzar las corrientes de agua, que pueden volverse lobos, murciélagos o nieblas pero que se atemorizan ante una ristra de ajos. Le consideraba demasiado inteligente para creerse esas tonterías, Abner. Aparte sus temores y sus iras un momento, y piense.

Aquella frase dejó cortado a Abner. El ligero tono de mofa que había advertido en Joshua hacía, realmente, que todo pareciera absolutamente estúpido. Quizá York padecía todas aquellas quemaduras sólo por haberse expuesto un poco a la luz del día, pero aquello no cambiaba el hecho de que hubiera bebido agua bendita, de que llevara plata o de que se reflejara en los espejos.

—¿Quiere usted decir que no existen los vampiros, o qué? —preguntó Abner, confuso.

—No, no existen seres como los vampiros —contestó Joshua con tono paciente—. Son como esas historias del río que Karl Framm cuenta tan bien. El tesoro del Drennan White, el vapor fantasma de Raccourci, el piloto tan responsable que se levantó para hacer su guardia incluso después de muerto. Cuantos, Abner. Relatos para pasar el rato, y no para ser tomados en serio por un hombre adulto.

—Algunas de esas historias tienen parte de verdad —protestó débilmente Marsh—. Quiero decir que muchos pilotos afirman haber visto las luces del fantasma al pasar por el tramo donde el Raccourci se hundió, e incluso han oído a sus tripulantes maldiciendo y trabajando. Y el Drennan White… Bueno, yo no creo en maldiciones, pero el barco se fue a pique exactamente como lo dijo el señor Framm, y los demás barcos que acudieron en su rescate también se fueron. Y en cuanto al piloto muerto, ¡diablos, yo mismo le conocí! Era sonámbulo, y conducía el barco mientras estaba totalmente dormido, sólo que la historia se exageró un poco en las riberas del río.

—Bien, entonces le tomo las palabras, Abner. Si insiste usted en utilizar esa palabra, entonces sí, los vampiros existen. Pero los relatos acerca de nosotros también se han exagerado un poco. Ese sonámbulo amigo suyo pasó a ser un cadáver con apenas unos años de chismorreos. Piense qué se dirá de él dentro de un siglo o dos.

—¿Qué son ustedes entonces, si no son vampiros?

—No tengo una palabra que nos defina fácilmente —dijo Joshua—. En español, puede llamarme vampiro, hombre lobo, brujo, demonio, fantasma. Otros idiomas tienen otras palabras: nosferatu, odoroten, loup garou, warlock, upir. Todos estos nombres no llaman sus congéneres a los pobres seres que somos nosotros. No me gustan esos nombres. No quiero que me apliquen ninguno de ellos, pero no tengo otros que pueda servir de alternativa. No existe un nombre específico para nosotros.

—Su idioma… —dijo Marsh.

—No tenemos idioma. Utilizamos los idiomas humanos, los nombres humanos. Nuestro comportamiento ha sido siempre este. No somos humanos, pero tampoco somos vampiros. Somos… otra raza. Cuando nos referimos a nosotros mismos con alguna palabra, utilizamos una de las vuestras, en alguno de vuestros idiomas, a la que hemos otorgado un significado secreto. Nosotros somos la gente de la noche, la gente de la sangre. O, simplemente, el pueblo.

—¿Y nosotros? —preguntó Marsh—. Si ustedes son la gente, ¿qué somos nosotros?

Joshua York dudó un instante, e intervino Valerie.

—La gente del día —dijo rápidamente.

—No —dijo Joshua—. Ese es el término que yo utilizo, pero mi pueblo no lo usa con frecuencia. Valerie, ya ha pasado el tiempo de mentir. Dile a Abner la verdad.

—No le gustará —protestó ella—. Joshua, el riesgo es…

—Vamos —insistió Joshua—. Valerie, díselo.

Se produjo un momento de pesado silencio y luego, en voz baja, Valerie dijo al fin:

—El ganado. Así es cómo les llamamos, capitán. El ganado.

Abner Marsh frunció el ceño y apretó un puño grande y poderoso.

—Abner —dijo Joshua—, quería usted saber la verdad. Últimamente he estado pensando mucho en ello. Desde Natchez, he sentido el temor de tener que disponer un accidente para usted. No podemos atrevernos a correr riesgos y usted es una amenaza para nosotros. Simon y Katherine me pidieron que le matara, y estos recientes amigos que he tomado bajo mi protección, como Valerie y Jean Ardant, parecen estar de acuerdo con ellos. Sin embargo, aunque mi gente y yo estaríamos más seguros, ciertamente, con usted muerto, me he abstenido de ello. Estoy harto de muertes y de miedos, de padecer continuamente la desconfianza existente entre nuestras razas. Yo me preguntaba si podríamos, quizá, trabajar juntos en algo, pero nunca había llegado a estar seguro de poderme fiar de usted hasta aquella noche en Donaldsontown, aquella noche en que Valerie intentó convencerle para que cambiara de rumbo. Demostró usted tener una fuerza superior a la que yo calculaba al resistirse a ella, y también una gran lealtad. Allí y entonces, decidí que viviría usted, y que si volvía a preguntarme, le diría la verdad, toda la verdad, lo bueno y lo malo. ¿ Será usted capaz de escucharme?

—¿Tengo alguna otra posibilidad? —preguntó Marsh.

—No —admitió Joshua York.

—Joshua —suspiró Valerie—. Te ruego que lo reconsideres. Marsh es uno de ellos, por mucho que simpatices con él. No comprenderá nada, y dentro de poco se nos echarán todos encima con estacas puntiagudas. Sabes que lo harán.

—Espero que no —contestó York. Después se volvió hacia Marsh para continuar—: Valerie tiene miedo, Abner. Lo que me propongo hacer es algo nuevo, y las novedades siempre son asuntos peligrosos. Haga el favor de escucharme, no me juzgue, y quizá todavía podamos mantener una sociedad provechosa y verdadera entre nosotros. Hasta ahora unca había contado la verdad a uno de…

—A uno del ganado —gruñó Marsh—. Bueno, yo tampoco he escuchado hasta ahora a un vampiro, así que estamos empatados. Adelante, aquí tiene un toro que le escucha.

CAPITULO CATORCE

De los días oscuros y distantes

—Atienda pues, Abner, pero antes escuche mis condiciones. No quiero que me interrumpa. No quiero exclamaciones airadas, ni preguntas, ni juicios. No, hasta que haya terminado. Gran parte de lo que tengo que decirle le resultará repugnante y terrible, se lo advierto, pero si me deja hablar de principio a fin quizá llegue a comprender. Me ha llamado usted asesino, vampiro, y en cierto sentido lo soy. Pero también usted ha matado, son palabras suyas. Usted considera sus actos justificados por las circunstancias. Yo también. Si no justificados, al menos mitigados. Escuche todo lo que tengo que decir antes de condenarme a mí y a mi gente.

“Permítame empezar por mí mismo, por mi propia vida, y contarle el resto según lo fui aprendiendo.

Me preguntaba mi edad, Abner. Bien, soy joven, estoy en el primer estadio de la vida adulta, para mi raza. Nací en la campiña francesa el año 1785. No llegué a conocer a mi madre, por razones que más adelante expondré. Mi padre era un noble poco importante; esto, se había adjudicado un título para moverse entre la sociedad francesa. Llevaba en Francia varias generaciones por lo que disfrutaba de una cierta posición, aunque afirmaba tener su cuna en la Europa oriental. Era rico y poseía algunas tierras. Había ocultado su longevidad mediante un truco hacia 1760, cuando se hizo pasar por su propio hijo y, con el tiempo, se sucedió a sí mismo.

“Así pues, he cumplido 72 años y, realmente, tuve la fortuna de conocer a Lord Byron. Sin embargo, eso fue un poco después.

“Mi padre era lo que yo. Y también dos de nuestros criados, que verdaderamente no eran tales, sino compañeros. Los tres adultos de mi raza me enseñaron lenguas, modales, muchas cosas del mundo… y cautela. Dormía de día y salía sólo de noche; aprendí a temer la aurora como los niños de su raza aprenden a temer el fuego cuando se queman. Me explicaron que era distinto a los demás, superior y aparte, un amo. Sin embargo, no debía dar a conocer estas diferencias, o el ganado tendría miedo de mí y me mataría. Debía dar a entender que mi horario era simple cuestión de preferencia. Debía aprender y observar las formas del Catolicismo, e incluso asistir a misas especiales a medianoche, en nuestra capilla privada. Debía… bien, no seguiré. Debe comprender usted, Abner, que yo sólo era un niño. Con el tiempo podría haber aprendido más, podría haber empezado a comprender el dónde y el porqué de quienes me rodeaban y la vida que llevábamos, si las cosas hubieran seguido igual. Hubiera sido otra persona.

“Sin embargo, en 1789, los fuegos de la Revolución cambiaron mi vida irrevocablemente. Cuando llegó el Terror fuimos detenidos. Pese a sus cautelas, sus capillas y sus espejos, mi padre había despertado sospechas por sus hábitos nocturno, su soledad y su misteriosa riqueza. Nuestros criados —los criados humanos— le denunciaron como brujo, satánico y discípulo del marqués de Sade. Además, él mismo se autoproclamó aristócrata, el peor de todos los pecados Sus dos compañeros, al ser considerados simples sirvientes, pudieron escapar mientras mi padre y yo quedábamos prisioneros.

“Pese a ser entonces muy pequeño, tengo vívidos recuerdos de la celda en que nos hallábamos. Era fría y húmeda, de piedra, con una puerta de hierro tan gruesa y trabada que ni siquiera la gran fuerza de mi padre podía contra ella. La celda estaba llena de orina y dormíamos sin sábanas, sobre paja nauseabunda esparcida sobre el suelo. Había una ventana, pero estaba demasiado alta. La ventana se abría paso a través de los tres metros de grueso de la pared de la celda. Era muy estrecha, el final estaba obstruido por barrotes. En realidad, creo que estábamos en algún lugar bajo el suelo, en una especie de sótano. La luz que llegaba hasta nosotros era muy escasa, pero eso era, naturalmente, una bendición para mi padre y para mí. Cuando estábamos solos, mi padre me decía lo que tenía que hacer. El no podía ni acercarse a la ventana, de pequeño que era el agujero, pero yo sí podía. Y también tenía fuerza suficiente para arrancar los barrotes. Me ordenó que le dejara, y también me dio otros consejos. Llevar harapos y no atraer la atención sobre mí. Ocultarme de día y buscar alimento por la noche. No decirle a nadie que era diferente. Encontrar una cruz y ponérmela. No comprendí la mitad de lo que me dijo, y pronto olvidé muchas cosas, pero prometí obedecerle. Me pidió que abandonara Francia y que buscara a los criados que habían huido. No debía tratar de vengarle. Ya me vengaría suficientemente con el tiempo, pues todas aquellas personas morirían, y yo seguiría vivo. Luego dijo algo que nunca olvidaré: “No pueden hacer nada. La sed roja está en nuestro pueblo, y sólo la sangre la saciará. Esta es nuestra perdición.” Yo le pregunté qué era la sed roja. “Dentro de poco lo sabrás, es inconfundible”, me contestó. Después me instó a que me marchara. Me deslicé por la estrecha abertura hasta la ventana. Los barrotes eran viejos y estaban bastante oxidados. Como era imposible alcanzarlos, a nadie se le había ocurrido sustituirlos por otros. Se partieron entre mis manos.

“No volví a ver a mi padre, pero más tarde, tras la Restauración que siguió a Napoleón, indagué sobre él. Mi desaparición había sellado su destino. Era evidentemente un brujo, además de un aristócrata. Fue juzgado y condenado y perdió la cabeza en una guillotina de provincias. Después, quemaron su cuerpo bajo la acusación de brujería.

“Sin embargo, entonces yo no sabía nada al respecto. Había escapado de la cárcel y de la región y me encaminé a París, donde sobrevivir era fácil en aquellos días tan caóticos. De día me refugiaba en sótanos, cuanto más oscuros mejor. De noche salía a robar comida. Carne, sobre todo. No tenía mucho interés por las frutas o verduras. Me hice un hábil ladrón. Era rápido, silencioso y terriblemente fuerte. Mis uñas se hacían más afiladas y fuertes cada día. Cuando me lo proponía, podía subir por la madera clavándolas en ella Nadie reparó en mí ni me preguntó nada. Hablaba un francés culto, bastante inglés y algo de alemán. En París adquirí también el argot de los bajos fondos. Busqué a los desaparecidos sirvientes, los únicos de mi raza a quienes conocía, pero no lo conseguí y mis esfuerzos fueron inútiles.

“Así crecí entre vuestra gente, el ganado. La gente del día. Yo era listo y observador. Por mucho que me pareciera a quienes me rodeaban, pronto comprendí lo radicalmente distinto que era de ellos. Y superior, según me habían enseñado. Más fuerte, más rápido y, yo creía, con más posibilidades de longevidad. Mi único problema era la luz diurna. Guardé bien el secreto.

“Sin embargo, la vida que llevaba en París era mezquina degradada y aburrida. Quería más. Empecé a robar dinero además de comida. Encontré a alguien que me enseñó a leer y, a partir de entonces, robé libros siempre que pude. Un par de veces casi me cogieron, pero siempre logré escapar. Podía fundirme en las sombras, escalar muros en un abrir y cerrar de ojos, moverme con el silencio de un gato. Quizá quienes me perseguían creyeron que me había transformado en niebla. A veces debe haberlo parecido.

“Cuando empezaron las campañas napoleónicas, tuve cuidado de zafarme del ejército, pues sabía que de lo contrario tendría que exponerme a la luz diurna. En cambio, seguí detrás de las tropas en sus avances. Viajé de este modo por toda Europa, y vi muchos desmanes y atrocidades. Allí donde llegó el emperador, hubo un buen botín para mí.

“En 1805, en Austria, vi mi gran oportunidad. Una noche, en el camino, topé por casualidad con un rico mercader vienés que huía de las tropas francesas. Llevaba con él todo su dinero convertido en oro y plata, una suma fabulosa. Le seguí hasta la posada donde iba a pasar la noche y cuando estuve seguro de que dormía entré para hacer mi fortuna. Sin embargo, no dormía. La guerra le había hecho precavido y me esperaba, armado. Sacó de debajo de las mantas una pistola y me disparó.

“El dolor y la conmoción me vencieron. El impacto me hizo caer al suelo. Me había dado en el estómago, de pleno, y sangraba profusamente. Sin embargo, de repente, la hemorragia comenzó a disminuir y el dolor a suavizarse. Me levanté. Debía tener un aspecto terrible, con el rostro tan pálido y cubierto de sangre. Y una extraña sensación me asaltó, algo que nunca había sentido hasta entonces. La luna brillaba en la ventana y el comerciante gritaba, y antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me abalancé sobre él. Quería hacerle callar, taparle la boca con la mano pero… algo se apoderó de mí. Lancé las manos hacia él, con mis uñas tan fuertes y tan afiladas. Le desgarré la garganta, y se ahogó en su propia sangre.

“Me quedé inmóvil, temblando, observando la sangre negruzca que brotaba de él y su cuerpo agitándose a la pálida luz de la luna. Estaba agonizando. Yo ya había visto gente muriéndose, en París y en la guerra. Pero no era lo mismo. A éste lo había matado yo. Aquello excitó a un animal que llevaba en lo más hondo, dentro de mí. La sangre bañaba mis manos. Era espesa y caliente. Al brotar de su garganta humeaba. Me incliné y la probé. El sabor me volvió loco. De repente, enterré mi rostro en el cuello del hombre, sorbí la sangre, tragué… Dejó de moverse. Yo seguí. Entonces, se abrió la puerta y aparecieron varios hombres con cuchillos y fusiles. Alcé la mirada, perplejo. Debí aterrorizarles. Antes de que pudieran reaccionar, me lancé por la ventana y me perdí en la noche. Conservé la suficiente presencia de ánimo para asir la bolsa del dinero al salir. Sólo tenía una pequeña parte de la fortuna del hombre, pero me bastaba.

“Aquella noche corrí mucho, me alejé mucho, y pasé el día siguiente en la bodega de una granja que había sido quemada y abandonada.

“Tenía entonces veinte años. Entre la gente de la noche, todavía era un niño, pero ya iniciaba la edad adulta. Al despertarme en la bodega, cubierto de sangre seca y asido a la bolsa de dinero, recordé las palabras de mi padre. Por fin sabía lo que era la sed roja. Y sólo la sangre podía saciarla, había dicho. Yo estaba saciado. Me sentía más fuerte y más sano que nunca en mi vida, pero también horrorizado. Yo había crecido entre su pueblo, ¿comprende?, y pensaba del mismo modo que ustedes. No era ningún animal, ni ningún monstruo. Allí y entonces, decidí cambiar de modo de vida para que nunca más volviera a pasarme algo parecido. Me lavé, robé algunas ropas, las más finas que pude encontrar, y me alejé hacia el oeste, evitando el campo de batalla. Después tomé al norte. De día me albergaba en las posadas, y cada noche alquilaba un coche de caballos para viajar de ciudad en ciudad. Por fin, con las dificultades debidas a la guerra, conseguí llegar a Inglaterra. Tomé un nuevo nombre dispuesto a convertirme en un caballero. Tenía dinero, el resto podía aprenderlo.

“Mis viajes habían durado casi un mes. La tercera noche en Londres me sentí extraño, enfermo. Nunca anteriormente me había sentido mal. La noche siguiente fue peor. La tercera noche, por fin, supe a qué se debía aquel estado. Me asediaba la sed roja. Grité y rugí. Pedí en la comida un buen filete poco asado y jugoso que, pensé, calmaría mi inquietud. Lo devoré y me obligué a calmarme. No hubo modo.

Al cabo de una hora estaba merodeando por las calles. Encontré un callejón y aguardé. La primera en pasar fue una muchacha. Parte de mí admiró su belleza, que ardía en mí como un incendio. La otra parte de mi ser tenía sencillamente sed. Por suerte murió pronto. Después, lloré.

“Durante meses estuve desesperado. En los libros aprendí cuál era mi naturaleza. Durante veinte años me había considerado superior. Ahora descubría que era algo antinatural, una bestia, un monstruo sin alma. No pude definir si era un vampiro o un hombre lobo. Ni yo ni mi padre teníamos el poder de transformarnos en otra cosa, pero la sed roja me asaltaba cada mes, en lo que parecía un ciclo lunar, aunque no siempre coincidente con la luna llena. Aquella era una característica de hombre lobo, según leí. Estudié mucho aquellos temas por esa época, intentando comprenderme. Igual que el hombre lobo de las leyendas, yo desgarraba gargantas y comía un poco de carne, especialmente cuando la sed hacía presa en mí con intensidad. Y cuando no me acosaba la sed, parecía una persona bastante honrada, lo cual cumple también las leyendas sobre hombres lobos. Por el contrario, la plata no me afectaba, ni cambiaba de forma ni me crecía el pelo. Igual que los vampiros, sólo podía salir de noche y, según mi parecer, era la sangre lo que realmente me volvía loco, y no la carne. En cambio, dormía en camas, y no en ataúdes, y había cruzado corrientes de agua cientos de veces, sin problemas. Desde luego, no estaba muerto, y los objetos religiosos no me afectaban en absoluto. En una ocasión, para asegurarme, velé el cuerpo de una víctima, preguntándome si se levantaría como lobo o como vampiro. Siguió tan muerto como estaba. Al cabo de un tiempo empezó a oler mal, y lo enterré.

“Puede imaginarse mi terror. Yo no era humano, pero tampoco era una de aquellas criaturas legendarias. Decidí que los libros no me servían para resolver mi problema. Tendría que hacerlo yo solo.

“Mes tras mes, me entraba la sed roja. Aquellas noches se llenaban de una terrible y exultante alegría, Abner. Al tomar la vida de otro, yo vivía intensamente. Pero siempre había un después, y entonces me llenaba de angustia y remordimientos por haberme convertido en lo que era. Mataba, sobre todo, al joven, al sano, al hermoso. Ellos parecían tener una luz interior que provocaba la sed mucho más que los viejos o enfermos. Y muchas veces yo admiraba la misma cualidad que me disponía a destruir.

“Desesperado, intenté cambiar. Mi voluntad, habitualmente tan poderosa, se reducía a nada cuando me entraba la sed roja. Me volví esperanzado a la religión. Al notar que los primeros tentáculos de la fiebre me asaltaban, acudí a una iglesia y se lo confesé todo al sacerdote que acudió a mi llamada. No me creyó, pero accedió a quedarse a mi lado y rezar conmigo. Yo llevaba una cruz, me arrodillé ante el altar recé con fervor, rodeado de velas e imágenes, seguro en la casa de Dios, con uno de sus ministros a mi lado. Al cabo de tres horas, me volví hacia el sacerdote y le maté allí mismo, en la iglesia. Esto causó una pequeña conmoción al día siguiente, cuando encontraron el cadáver.

“A continuación, probé con la razón. Si la religión no me había dado una solución, lo que me impulsaba no podía ser sobrenatural. Maté animales en lugar de personas, robé sangre humana de la consulta de un médico. Asalté la sala de un forense cuando sabía que había cadáveres recientes. Todo aquello ayudaba, apagaba algo la sed, pero no le ponía fin. La mejor de todas estas medidas a medias era sacrificar a un animal. Era la vida, ¿comprende?, la vida, tanto como la sangre.

“Mientras hacía todo esto, me protegía a mí mismo. Viajé por Inglaterra en varias ocasiones, para que las muertes y desapariciones de mis víctimas no se concentraran en un solo lugar. Enterré cuantos cuerpos pude. Y finalmente empecé a aplicar mi intelecto a la caza. Necesitaba dinero, así que busqué una presa rica. Me hice rico, y luego más aún. El dinero llama al dinero y, cuando tuve alguno, me llegó bastante más por conductos honrados, limpios. Para entonces ya hablaba inglés con toda corrección. Cambié de nombre otra vez, me comporté como un caballero, adquirí una mansión aislada en los páramos de Escocia, donde mi conducta atraería poco la atención, y contraté a una servidumbre discreta. Cada mes, salía en viaje de negocios, sólo por un par de noches. Ninguna de mis presas vivía cerca de allí, y los criados no sospechaban nada.

“Por último, tropecé con la que podía ser la respuesta. Una de mis sirvientas, una chica joven y bella, se había ido familiarizando cada vez más conmigo. Yo parecía gustarle, y no sólo como amo. Yo correspondí a su afecto. Era una chica honesta y alegre, y bastante inteligente, aunque poco educada. Empecé a pensar en ella como en una amiga y vi en ella una posible solución. A menudo había considerado la posibilidad de encadenarme, o de confinarme de alguna manera hasta que me hubiera pasado la sed roja, pero no había llegado a encontrar el sistema para llevarlo a cabo. Si dejaba la llave a mi alcance, la utilizaría cuando la sed me poseyera. Si la arrojaba lejos, ¿cómo iba a liberarme después? Necesitaba la ayuda de otra persona, pero siempre había obedecido el consejo de no confiar a ninguno de ustedes mi secreto.

“Entonces, decidí correr el riesgo. Despedí a los demás criados y les hice abandonar la casa, sin contratar a otros que les sustituyeran. Hice que me construyeran en la casa, una habitación pequeña y sin ventanas, de gruesas paredes le piedra y una puerta de hierro tan gruesa como yo recordaba que era la de la celda que compartí con mi padre. La puerta podía asegurarse desde fuera con tres grandes cerrojos de metal. Me sería imposible salir de allí. Cuando estuvo completada, llamé a la doncella y le di instrucciones. No confiaba en ella lo bastante para decirle toda la verdad. Tenía miedo, Abner, de que me denunciara si se enteraba de quién era yo en realidad, o de que huyera inmediatamente, despojándome de aquella solución que tan viable parecía, junto con la casa, y la propiedad, y toda la vida que había construido. Por tanto, sólo le conté que una vez al mes me daba un acceso de locura, un ataque como los que produce la epilepsia. Durante estos ataques, yo entraría en mi habitación especial y ella debería correr los cerrojos y mantenerme allí durante tres días completos. Yo entraría conmigo agua y comida, incluidos algunos pollos vivos para calmar los accesos más furiosos de sed.

“Ella se quedó asombrada, pensativa y un tanto confusa, pero al fin accedió a cumplir con el encargo. A su modo, me quería, creo, y deseaba hacer cualquier cosa por mí. Así pues, entré en la habitación y ella cerró la puerta.

“Y llegó la sed. Fue terrible. Pese a la falta de ventanas, podía darme cuenta del momento en que llegaba la noche. Durante las horas diurnas dormía, como siempre, pero las noches eran un estallido de horrores. Maté todos los pollos la primera vez que oscureció, y me atraqué con ellos. Exigí ser liberado, pero mi leal sirvienta se negó. Grité y la insulté, me lancé contra las paredes, golpeé la puerta hasta que me salió sangre de los puños, y entonces me eché en un rincón a sorber ávidamente mi propia sangre. Intenté excavar la pared por las piedras más blandas. Con todo, no pude salir.

“El tercer día, pensé con más claridad. Fue como si la fiebre hubiera desaparecido. Estaba ya en la bajada de la colina, volviendo a ser yo mismo otra vez. Podía notar cómo la sed se iba desvaneciendo. Llamé a mi criada a la puerta y le dije que ya había pasado, que podía dejarme salir. Ella se negó, alegando que yo le había ordenado tenerme confinado durante tres noches enteras, lo cual era cierto. Me reí y admití que así era, pero añadí que el ataque ya había pasado y que sabía que no se repetiría hasta el mes siguiente. Pese a todo, la muchacha no abrió la puerta. No me irrité con ella. Le dije que lo comprendía y que apreciaba mucho su interés por cumplir mis instrucciones. Le pedí que se quedara cerca, charlando conmigo, ya que me sentía muy solo en mi prisión. Ella accedió y pasamos casi una hora hablando. Yo estaba tranquilo y animado, amable incluso, y había aceptado la idea de pasar otra noche allí dentro. Hablamos tan razonablemente que pronto admitió que yo ya estaba completamente normal. Yo le dije que era una buena chica por cumplir tan bien su cometido, y me alargué en describir sus virtudes y mi afecto por ella. Por último, le pedí que se casara conmigo en cuanto yo volviera a estar libre otra vez.

“Abrió la puerta. Parecía tan feliz, Abner. Tan feliz y llena de vida… Sí, estaba llena de vida. Se acercó a besarme y yo pasé mis brazos por su talle y la atraje hacia mí. Nos besamos varias veces, y luego mis labios le recorrieron el cuello, y encontré la arteria y la abrí. Yo… me alimenté… durante largo rato. Tenía tanta sed, y la vida de la muchacha era tan dulce. Sin embargo, cuando la solté, estaba todavía viva y se apartó de mí, tambaleándose, desangrada y blanca y agonizante, pero aún consciente. La mirada de aquellos ojos, Abner… La mirada de aquellos ojos…

“De todas las cosas que he hecho, aquella fue la más terrible. Ella estará siempre conmigo, y la mirada en sus ojos.

“Después, mi desesperación no tuvo límites. Traté de suicidarme. Me compré un puñal de plata con el mango en forma de cruz; las supersticiones, como verá, todavía me tenían atenazado. Me abrí las venas y me metí en un baño de agua caliente para morir poco a poco. Me curé. Me lancé sobre la espada al modo de los antiguos romanos. Me curé. Cada día descubría alguna nueva facultad que había en mí. Me repuse en seguida, tras un breve período de dolores. La sangre se coagulaba prácticamente al instante, por grande que fuera la herida que me infligía. Fuera cual fuese mi naturaleza estaba claro que era una maravilla.

“Por último, encontré el medio. Fuera de la casa, dispuse dos grandes cadenas de hierro adosadas a la pared. De noche me coloqué las esposas y tiré la llave lo más lejos posible. Aguardé el alba. El sol era peor de lo que recordaba. Ardía y me cegaba. Todo se borró de mi vista. La piel ardía. Creo que empecé a gritar. Sé que cerré los ojos. Allí estuve varias horas, cada vez más próximo a la muerte. No había nada en mí salvo la sensación culpable de haber matado a la muchacha.

“Entonces, no sé cómo, entre la fiebre de la muerte, decidí vivir. ¿Cómo? ¿Por qué? No sabría decírselo. Pero sentí que siempre había amado la vida, tanto en mí como en los demás. Que esa era la razón de que me atrajera tanto la salud, la belleza y la juventud. Me odiaba a mí mismo por ofrecer al mundo sólo muerte y allí estaba, matando una vez más, aunque la víctima fuera yo mismo. Pensé que no podía lavar mis pecados con más sangre, con más muerte. Para expiarlos, debía vivir, devolver la vida, la belleza y la esperanza al mundo para que recuperara todo lo que yo le había robado. Recordé entonces a los criados desaparecidos de mi padre. Había otros de mi raza en el mundo. Vampiros, hombres lobo, o lo que fueran, allí debían estar, en mitad de la noche. Me pregunté cómo actuaban cuando llegaba la sed roja. Si podía encontrarlos, conviviría con los de mi propia clase, ya que no podía hacerlo con los humanos. Podríamos ayudarnos unos a otros a convencer al demonio que nos dominaba. Podría aprender de ellos.

“Decidí que no debía morir.

“Las cadenas eran muy fuertes. Me había preocupado de ello, tomando en cuenta la posibilidad de que me revelara contra el dolor y la muerte. Sin embargo, ahora encontraba en mi decisión una fuerza mucho mayor de la que nunca había tenido, ni aún cuando me dominaba la sed. Me propuse romper las cadenas, arrancarlas de la pared de piedra donde las había adherido. Tiré, giré y volví a tirar. No cedían, Eran muy fuertes y estaban bien sujetas. Yo llevaba al sol horas y horas. No sabría decir qué era lo que me mantenía consciente. Tenía la piel negra y chamuscada y el dolor se hacía tan intenso que ya casi había dejado de sentirlo. Pese a todo, seguí tratando de liberarme de las cadenas. “Por último, pude zafarme de una de ellas. La izquierda.

El aro incrustado en el muro cayó con esquirlas de piedra. Estaba medio libre, pero agotado, a punto de morir, y presa de extrañas visiones. Me di cuenta de que pronto me desmayaría y que, en cuanto cayera al suelo, no volvería a levantarme más. Y la cadena derecha parecía tan fuerte y firme como cuando había empezado a luchar con ella, durante un tiempo interminable.

“La cadena no cedió, Abner. Pero yo quedé libre y pude encontrar la seguridad de mis sótanos fríos y negros, donde reposé durante más de una semana, entre pesadillas, ardores y dolores insoportables, pero sin que se interrumpiera mi proceso de curación ni un solo instante. Volví a ser yo mismo, ¿comprende? Para liberarme, hube de cortarme la mano derecha con las uñas de la otra y dejar la mano allí, colgada de la cadena, mientras deslizaba el muñón fuera de la argolla.

“Cuando recobré el conocimiento, una semana después, volvía a tener mano. Era suave y pequeña, a medio formar, y me dolía. Me dolía terriblemente. Pero con el tiempo la piel se endureció. Luego la mano creció y la piel se resquebrajó y saltó, dejando rezumar un fluido blancuzco. Cuando se hubo secado y pelado, la carne que apareció debajo parecía más saludable. El proceso se repitió por tres veces, y duró más de tres semanas, pero cuando, estuvo concluido nadie hubiera podido percatarse de lo que le había sucedido a mi mano. Yo me quedé asombrado.

“Aquello sucedió en el año 1812, y marcó un punto decisivo en mi vida.

“Cuando recuperé las fuerzas, descubrí que había salido del trance con una gran resolución: cambiar mi vida y la de mi gente, liberarme y liberarlos de lo que mi padre había denominado la maldición de la sed roja; obligarme y obligarlos a reconstituir la vida y la belleza que bebíamos del mundo. Para ello, primero tenía que buscar a otros de mi raza, y los únicos que conocía eran los desaparecidos criados de mi padre. Sin embargo, en aquellos momentos no me era posible iniciar la búsqueda. Inglaterra estaba en guerra con el imperio francés y no existían relaciones entre ambos estados. El retraso forzoso no me preocupó. Sabia que contaba con todos los años que pudiera precisar.

“Mientras esperaba, me apliqué al estudio de la medicina. Naturalmente, en nada de lo que estudié se mencionaba a mi gente. Nuestra existencia era una leyenda. Sin embargo, tuve ocasión de aprender mucho acerca de su raza, tan parecida y diferente a un tiempo de la mía. Me hice amigo de varios médicos, un eminente cirujano de la época y varios miembros facultativos de una renombrada escuela. Leí textos de medicina, tanto antiguos como nuevos. Me interesé por la química, la biología, la anatomía e incluso la alquimia, siempre buscando nuevos conocimientos. Me construí unos laboratorios de experimentación en la misma habitación que una vez usara como prisión. En esa época, cuando tomaba una vida —como hacía cada mes, con regularidad—, llevaba el cuerpo de la victima a mi laboratorio siempre que podía, para estudiarlo y diseccionarlo. ¡Cuánto deseé disponer del cuerpo de uno de mi raza, Abner, para así poder observar las diferencias!

“Durante mi segundo año de estudios, me corté un dedo de la mano izquierda, pues sabía que se regeneraría. Quería carne de mi carne para diseccionarla y estudiarla.

“Un dedo no era suficiente para responder a los cientos de preguntas que invadían mi mente, pero el dolor quedó justificado, a la vista de lo que descubrí. La carne, los huesos y la sangre mostraban significativas diferencias de los humanos. La sangre tenía un color menos intenso, al igual que la carne, y carecía de varios elementos presentes en la sangre humana. Los huesos, por otro lado, contenían más cantidad de esos elementos. Eran a la vez más fuertes y más flexibles que los humanos. El oxígeno, ese gas milagroso de Prietsley y Lavoisier, estaba presente en mi sangre y en los tejidos de mis músculos en proporción mucho mayor que en las muestras comparables extraídas de su raza.

“No sabia qué hacer con todos aquellos descubrimientos, pero las teorías se sucedían en mi mente, como una fiebre. Me pareció que quizá las carencias observadas en mi sangre tenían alguna relación con el impulso que me llevaba a beber la sangre de otros. Aquel mes, cuando la sed hubo pasado mediante la conservación de una víctima, me provoqué una hemorragia y procedí a analizar mi sangre. Su composición había cambiado. De alguna manera, había convertido la sangre de mi víctima en parte de la mía propia, espesándola y enriqueciéndola, al menos durante un tiempo. Desde entonces, procedí a extraerme sangre diariamente. Los análisis demostraron que la sangre se debilitaba día a día. Llegué a la conclusión de que quizá cuando el desequilibrio alcanzaba un punto crítico, me asaltaba la sed roja.

“Aquella suposición dejaba muchas preguntas sin responder. ¿Por qué era insuficiente la sangre animal para calmar la sed? ¿O incluso la de un ser humano ya fallecido? ¿Perdía la sangre alguna propiedad con la muerte? ¿Por qué no me había asaltado la sed hasta cumplidos los veinte años? ¿Cómo había sobrevivido durante los años anteriores? No conocía ninguna de las respuestas, ni sabía cómo llegar a conocerlas, pero tenía al menos una esperanza, un punto de partida. Empecé a establecer proporciones.

“¿Qué podría decirle acerca de eso, Abner? Me llevó años de experimentos sin fin y estudio continuado. Utilicé sangre humana y animal, metales y productos químicos de todo tipo. Herví sangre, la sequé, la bebí sola, mezclada con ajenjo, con coñac, con conservantes médicos de olores espantosos, con hierbas, sales y hierro. Bebí mil pócimas sin resultado. Dos veces enfermé de gravedad, y tuve el estómago revuelto y trastornado hasta que logré vomitar todo el preparado que acababa de ingerir. En ninguna ocasión obtuve resultados. Consumía a cientos las pócimas y las jarras de sangre mezclada con medicamentos, pero la sed roja seguía dominándome y obligándome a la caza nocturna. Y mataba sin sentimientos de culpabilidad, pues sabía que estaba luchando por encontrar una respuesta y que pronto conseguiría dominar mi naturaleza bestial. No desesperaba, Abner.

“Y por fin, en el año 1815, encontré la respuesta.

“Algunas de las mezclas había funcionado mejor que otras y me apliqué a seguir trabajando con ellas, mejorándolas, aplicándoles pequeños añadidos o modificaciones, pacientemente, probándolas una tras otra al tiempo que investigaba también por otros caminos. El compuesto que logré finalmente tenía como base la sangre de cordero, mezclada con una porción importante de alcohol, que, según creo, actuaba como conservante. Sin embargo, esta descripción resulta excesivamente simplificada. También contiene una gran cantidad de láudano, para tener tranquilidad y visiones agradables, y sales de potasio, hierro y ajenjo, y varias hierbas y preparaciones de alquimia caídas en desuso hace mucho tiempo. Durante tres años, había estado buscando la combinación de elementos y, una noche en el verano de 1815, la bebí, como había hecho antes con innumerables pócimas. Aquella noche, la sed roja no me asaltó.

“La noche siguiente empecé a sentir la ardiente inquietud que marca la llegada de la sed, por lo que me serví otro vaso y lo bebí, con cierto temor a que mi triunfo hubiera sido un sueño, una ilusión. Sin embargo, la inquietud remitió. Aquella noche no tuve sed, ni salí a buscar y matar.

“Inmediatamente me apliqué al trabajo produciendo grandes cantidades de la bebida. No siempre es fácil hacerlo con toda precisión y, si la mezcla no es exacta, no hace efecto. Con todo, mi labor era concienzuda y meticulosa. Ya ha visto el resultado, Abner, es mi bebida favorita. Nunca la tengo lejos de mí. He logrado, señor capitán, lo que ninguno de mi raza había conseguido anteriormente, aunque en aquel entonces llegué a exagerar la magnitud de su alcance, ebrio de triunfo. Acababa de iniciar una nueva época para mi pueblo, y también para el suyo. La oscuridad sin temor, el fin de las cacerías y las presas, de la huida y la desesperación. No más noches de sangre y degradación, Abner. ¡Había dominado a la sed roja!

“Ahora sé que fui extraordinariamente afortunado. Mi comprensión era superficial y limitada. Creí que la diferencia entre nuestros dos pueblos estaba sólo en la sangre. Después, comprendí lo equivocado que estaba. Creí que el exceso de oxígeno era, de algún modo, el responsable de la manera en que la fiebre de la sed roja corría por mis venas. Actualmente, opino que es más probable que el oxígeno le dé a mi raza su fuerza y le proporcione esos poderes curativos tan extraordinarios. Gran parte de lo que daba por cierto en aquel 1815 sé ahora que no tenía pies ni cabeza, pero eso no importa, pues la solución que había alcanzado tenía algún sentido.

“Desde entonces, Abner, he vuelto a matar, no lo niego. Sin embargo, lo he hecho al estilo humano, por razones humanas. Desde esa noche escocesa de 1815, no he vuelto a probar la sangre, ni he vuelto a sentir el impulso de la sed roja.

“No he dejado de estudiar, ni entonces ni ahora. El conocimiento es como la belleza para mi, y a mi me complace del todo la belleza; además, aún me quedaba mucho que aprender acerca de mí y de mi gente. Pero mi gran descubrimiento cambió la dirección de las investigaciones y empecé a buscar a otros miembros de mi raza. Al principio, empleaba agentes y escribía cartas. Más tarde, cuando llegó la paz, viajé al continente. Allí descubrí cómo había terminado mi padre. Y, lo que aún me interesó más, en viejos registros del lugar donde habíamos vivido supe de dónde provenía, o al menos de dónde afirmaba haber venido. Seguí el rastro por la Renania, por Prusia y por Polonia. Para los polacos era un solitario apenas recordado, pero aún muy temido, sobre el cual murmuraban en voz baja los abuelos. Algunos decían que había sido un caballero teutón, otros apuntaban más al este, a los Urales. Daba lo mismo; los caballeros teutones habían desaparecido hacia siglos, y los Urales eran una gran cordillera, demasiado extensa para iniciar una búsqueda a ciegas.

“Ante aquel callejón sin salida, decidí arriesgarme. Con un gran anillo de plata y una cruz al cuello, que esperaba fueran suficientes para vencer cualquier habladuría o superstición, empecé a preguntar abiertamente acerca de los vampiros, hombres lobos y demás leyendas. Algunos se reían de mí, otros se santiguaban y salían corriendo, pero la mayoría de mis entrevistados se complacían en ofrecerle al bobalicón inglés los cuentos que deseaba escuchar, a cambio de una comida o de unas copas. A partir de esos relatos, investigaba un dato tras otro. No era fácil, y pasé años en ello. Aprendí polaco, búlgaro y algo de ruso. Leía periódicos en una docena de lenguas, a la busca de relatos de muertes que se parecieran a las que originaba la sed roja. En dos ocasiones, me vi obligado a regresar a Inglaterra para preparar más pócima y dedicar alguna atención a mis asuntos.

“Y, por fin, ellos me encontraron.

“Fue en los Cárpatos, en una rústica posada campestre. Había estado haciendo preguntas, y la noticia de mis constantes idas y venidas había pasado de boca en boca. Cansado y deprimido, y notando los primeros indicios de la sed, había regresado temprano a mi habitación aquella noche, mucho antes de la aurora. Estaba sentado ante un fuego chisporroteante, tomando un sorbo de mi bebida, cuando escuché un ruido que al principio achaqué al batir de las contraventanas impulsadas por un viento de tormenta. Me volví para mirar —la habitación estaba a oscuras, salvo el fuego que ardía en el hogar— y la ventana estaba abierta hacía fuera. Allí, recortado contra la oscuridad, la nieve y las estrellas, había un hombre, de pie ante el quicio de la ventana. El hombre penetró en la habitación con la agilidad de un gato, sin hacer ruido alguno al tocar al suelo, acompañado de un viento frío procedente del invierno que aullaba fuera. Era un hombre de tez oscura, pero sus ojos ardían. Abner, verdaderamente ardían. “Tienes curiosidad por los vampiros, inglés”, me susurró en un inglés pasable al tiempo que cerraba suavemente la ventana tras de si.

“Fue un momento terrible, Abner. Quizá fue el viento procedente del exterior que llenó la habitación lo que me hizo temblar, pero no lo creo. Vi a aquel extraño como tantos de tu raza me han visto a mí, antes de abalanzarme sobre ellos para arrebatarles la sangre de su cuerpo; oscuro, con los ojos ardientes y el aspecto terrible, una sombra con dientes que se movía con una elegancia segura y que hablaba con un siniestro susurro. Cuando empecé a levantarme de la silla, él avanzó hacia la luz. Le vi las uñas. Eran garras, de más de diez centímetros de longitud, con las puntas negras y afiladas. Luego alcé la mirada y contemplé su rostro. Y era un rostro que recordaba de mi infancia, y cuando le volví a mirar me vino a la memoria también su nombre. “Simón”, le dije.

“El se detuvo y nuestras miradas se encontraron.

“Usted ya ha visto mis ojos, Abner. Ha visto el poder que, creo, tengo en ellos y quizá también otras cosas, cosas más oscuras. Así son los ojos de nuestra raza. Mesmer escribió sobre magnetismo animal, sobre una fuerza extraña que reside en todos los seres vivos, en algunos más que en otros. Yo he visto esa fuerza en los humanos. En la guerra, dos oficiales pueden ordenar a sus hombres la misma acción desesperada. Uno será muerto por sus propias tropas. El otro, utilizando las mismas palabras en la misma situación, impulsará a sus hombres a seguirle voluntariamente a una muerte segura. Bonaparte tenía ese poder muy desarrollado. Pero nuestra raza lo posee en grado sumo. Reside en nuestras voces y especialmente en nuestros ojos. Somos cazadores, y con nuestros ojos podemos cautivar y tranquilizar a nuestras presas naturales, dominarlas a nuestra voluntad y, en ocasiones, obligarlas incluso a colaborar en su propia muerte.

“Por entonces, yo no sabía nada de todo esto. Lo único que sabía era la presencia de los ojos de Simon, su calor abrasador, la furia y la sospecha que se leía en ellos. Sentía la sed que le atenazaba, y esa sola vibración despertó ligeramente en mí aquel gusto por la sangre tanto tiempo olvidado, y que surgía de mi interior hasta asustarme con su fuerza. No pude apartar la mirada. El tampoco. Nos quedamos frente a frente en silencio, moviéndonos sólo ligeramente en un círculo receloso, con los ojos fijos el uno en el otro. El vaso me resbaló de la mano y se hizo añicos en el suelo.

“No sabría decir cuánto tiempo transcurrió. Por último Simon bajó la vista y todo terminó. Entonces, hizo algo extraño y sorprendente. Se arrodilló ante mí, se abrió de un mordisco una vena de la muñeca hasta que brotó la sangre, y me tendió la herida en ademán de sumisión.

“—Maestro de sangre —me dijo en francés.

“La sangre tan próxima a mí, despertó en mi garganta una sensación de sequedad. Extendí el brazo y así el suyo, temblando, y empecé a inclinarme sobre él. Y entonces recordé. Lo aparté de un empujón y me dirigí a la mesa más próxima a la chimenea, sobre la cual había dejado la botella. Serví dos vasos, bebí el contenido de uno y le entregué el otro a Simon con la mirada aun puesta en él, que me observaba, totalmente confuso.

“—Bebe —le ordené, y él hizo lo que le decía. Yo era el maestro de sangre, y mi palabra era ley.

“Aquel fue el principio, allí en los Carpatos, en 1826.

“Simon había sido uno de los dos servidores de mi padre como ya sabía. Mi padre había sido maestro de sangre. A su muerte, Simon había tomado el mando, al ser más fuerte que los demás. A la noche siguiente, me llevó al lugar donde vivía, una cómoda cámara enterrada entre las ruinas de una vieja fortaleza en las montañas. Allí encontré a los otros, una mujer a quien reconocí como la otra criada de mi infancia, y otros dos, esos a quienes usted llama Smith y Brown. Simon había sido su amo, y ahora lo era yo. Más aún, yo llevaba conmigo la liberación de la sed roja.

“Y así bebimos y pasamos muchas noches, mientras empezaba a conocer de sus labios la historia y las costumbres del pueblo de la noche.

“Somos un pueblo muy antiguo, Abner. Mucho antes de que vuestra raza levantara sus ciudades en el cálido sur, mis antecesores poblaron ya los inviernos oscuros de la Europa septentrional, dedicados a la caza. Nuestros relatos afirman que provenimos de los Urales, o quizá de las estepas, y que durante siglos nos extendimos hacia el oeste y hacia el sur. Vivimos en Polonia mucho antes que los polacos, poblamos los bosques alemanes antes de que llegaran los bárbaros germanos, nos extendimos por Rusia antes que los tártaros, antes que Novgorod el Grande. Cuando digo antiguo, no hablo de cientos de años, sino de miles. Milenios pasados en la oscuridad y el frío. Éramos salvajes, cuenta la historia, animales desnudos y astutos, unidos a la noche, rápidos, mortíferos y libres. Más longevos que ningún animal, imposibles de matar, amos y señores de la creación. Así lo cuentan nuestras historias. Todo lo que corría a dos o a cuatro patas, huía de nosotros lleno de miedo. Todos los seres vivientes no eran para nosotros sino alimento. Durante el día dormíamos en cavernas agrupados, en familias. Por la noche, éramos los amos del mundo.

“Entonces, llegó a nuestro mundo procedente del sur vuestra raza. El pueblo del día, tan parecido a nosotros y tan diferente. El pueblo del día era débil. Nosotros matábamos a su gente con facilidad y disfrutábamos con ello pues nos parecíais hermosos y mi pueblo siempre se ha sentido atraído por la belleza. Quizá era su semejanza con nosotros lo que nos atraía tanto. Durante siglos, los humanos fueron simplemente nuestras presas favoritas.

“Pero con el tiempo se produjeron cambios. Mi raza es muy longeva, pero escasa en número. El impulso reproductor está curiosamente ausente de nosotros, mientras que en los humanos actúa con la misma furia irracional que la sed roja lo hace en nosotros. Cuando le pregunté por mi madre, Simon me contó que los varones de mi raza sólo sienten deseo cuando la mujer está totalmente excitada, y eso sucede muy pocas veces, casi únicamente cuando el varón y la mujer han compartido una muerte. Incluso entonces, la mujer rara vez es fértil, circunstancia que les alegra pues la concepción suele representar la muerte de nuestras hembras. Según me contó Simon, yo maté a mi madre al nacer, pues desgarré sus órganos internos en mi lucha por venir al mundo produciéndole tales heridas que ni siquiera sus poderes de recuperación pudieron salvarla. Y así es como entra en el mundo la mayor parte de los miembros de nuestra raza. Empezamos nuestras vidas entre la sangre y la muerte, e igual las vivimos.

“Hay en ello un cierto equilibrio. Dios, si cree en su existencia, o la Naturaleza, si no se cree, da y toma a la vez. Nosotros podemos vivir más de mil años. Si fuéramos tan fértiles como los humanos, pronto llenaríamos el mundo. Su raza, Abner, se reproduce una y otra vez, aumentando de número como las moscas, pero también muere como las moscas, a causa de pequeñas heridas y enfermedades que no constituyen para mi raza más que una pequeña molestia.

“No es de extrañar, pues, que al principio nos preocupáramos poco de ustedes. Pero ustedes crecieron, y construyeron ciudades y aprendieron. Tenían cerebros como los nuestros, pero nosotros nunca habíamos tenido necesidad de usarlos, tal era nuestra fuerza. Su raza, Abner, trajo al mundo el fuego, los ejércitos, los arcos y lanzas y el vestir, el arte, la escritura y el lenguaje. La civilización, en suma. Y, una vez civilizados, los hombres dejaron de ser presa fácil. Nos perseguían, nos mataban a base de llamas y estacas, merodeaban por nuestras cavernas cada día. Nuestro número, que nunca había sido elevado, se reducía lenta y continuamente. Luchábamos contra ustedes y morimos, o huimos, pero dondequiera que fuimos su gente siempre nos siguió. Al final, hicimos lo que nos forzaron a hacer: Aprendimos de ustedes.

“Vestidos y fuego, armas y lenguaje, todo. Nunca tuvimos nada propiamente nuestro, ya ve. Nos apropiamos de lo suyo. También nos organizamos, empezamos a pensar y a planear, y por último nos integramos perfectamente con su pueblo, viviendo a la sombra del mundo construido por ustedes, haciéndonos pasar por humanos, matando de noche para calmar nuestra sed con sangre humana y escondiéndonos durante el día por temor a ustedes y su posible venganza. Tal es la historia de mi raza, el pueblo de la noche, a lo largo de los siglos.

“Este relato lo escuché de labios de Simon, tal y como a él se lo habían contado otros, que ya están muertos y olvidados. Simon era el más anciano del grupo que había encontrado, y afirmaba tener casi seiscientos años.

“También escuché otras cosas. Relatos que se remontaban a tiempos anteriores a nuestra tradición oral hasta nuestros primero orígenes, en el mismo amanecer del tiempo. Incluso alli yo vi la mano de su pueblo, pues nuestros mitos estaban extraídos de la Biblia cristiana. Brown, que en cierta época se había hecho pasar por sacerdote, me leyó pasajes del Génesis, sobre Adán y Eva y sus descendientes, Caín y Abel, que eran los primeros y únicos hombres. Sin embargo, cuando Caín mató a Abel, fue enviado al exilio y allí tomó una mujer de la tierra de Nod. ¿De dónde venía esa mujer, si Adán y sus hijos eran los únicos humanos del mundo? El Génesis no lo explica, pero Brown tenía una teoría; Nod era la tierra de la noche y la oscuridad, según él, y aquella mujer era la madre de nuestra raza. Por tanto somos nosotros los descendientes de Caín y no los negros, como creen algunos blancos. Caín mató a su hermano y se ocultó, y así nosotros tenemos que matar a nuestros primos lejanos y escondernos cuando se alza el sol, pues el sol es el rostro de Dios. Conservamos nuestra longevidad, característica de los humanos de los primeros tiempos, según se recoge en la Biblia; sin embargo, nuestras vidas están malditas y deben transcurrir en el temor y la oscuridad. Muchos de mi raza han seguido creyendo en Dios, según me han dicho. Otros se han adherido a diversos mitos, e incluso los hay que han aceptado los cuentos sobre vampiros tal como les han llegado, asumiendo la creencia de que eran representantes indestructibles del mal.

“He escuchado las historias de antecesores nuestros desaparecidos hace mucho, los relatos de luchas y persecuciones, y de nuestras migraciones. Smith me contó una gran batalla sostenida en las desoladas orillas del Báltico hace más de mil años, cuando unos centenares de miembros de mi raza descendieron una noche sobre una horda de miles de hombres, de modo que cuando amaneció el campo era un erial de cadáveres y sangre. La descripción me hizo recordar el “Senaquerib” de Byron. Simon me habló de la antigua y espléndida Bizancio, donde muchos de nuestra raza habían vivido prósperamente durante siglos, invisibles en la gran metrópolis, hasta que irrumpieron los cruzados, arrasando y destruyendo y llevando a muchos de los nuestros a la hoguera. Aquellos invasores aborrecían la cruz bizantina, y sospecho que quizá esa era la verdad que se oculta tras la leyenda de que mi raza teme y aborrece el símbolo cristiano. También escuché de los labios de mis compañeros la leyenda de una ciudad que habíamos construido nosotros, la gran ciudad de la noche, hecha de hierro y mármol negro en unas oscuras cavernas en el corazón de Asia, junto a las orillas de un río subterráneo y de un mar que nunca ha alcanzado el sol. Mucho antes que Roma o incluso que Ur, nuestra ciudad había sido magnífica, según decían, en flagrante contradicción con la historia que me habían contado anteriormente según la cual corríamos desnudos por los bosques invernales, a la luz de la luna. Según la leyenda, habríamos sido expulsados de nuestra ciudad por algún delito cometido, y desde entonces habríamos vagado perdidos y olvidados durante miles de años. Sin embargo, nuestra ciudad existía todavía y algún día nacería de nuestra gente un rey, un maestro de sangre mayor que los que habían existido, un rey que reuniría a nuestro pueblo desperdigado y lo guiaría de nuevo a la ciudad de la noche, junto a su mar sin sol.

“Abner, de todo cuanto escuché y aprendí, esa leyenda fue lo que más me afectó. Dudo de que exista una ciudad subterránea como la mencionada, dudo de que haya existido nunca, pero la misma existencia de la leyenda me demostraba que mi pueblo no eran los vampiros vacíos y diabólicos de las leyendas humanas. No teníamos arte, ni literatura, ni siquiera una lengua propia, pero el relato sobre la ciudad demostraba que teníamos capacidad de soñar, de imaginar.

“Nunca habíamos construido, nunca habíamos creado, sólo habíamos robado las ropas humanas, vivíamos en las ciudades y nos alimentábamos de la vida, la vitalidad y la misma sangre de los hombres; sin embargo, si se nos concedía la oportunidad, podíamos crear. Poseíamos el impulso interior de susurrarnos historias sobre nuestras propias ciudades. La sed roja había sido una maldición, había convertido en enemigos a su raza y la mía, Abner, había sustraído a mi pueblo toda noble aspiración. Era, realmente, la marca de Caín.

“Hemos tenido nuestros grandes líderes, Abner, maestros de sangre reales e imaginarios en las épocas pasadas. Hemos tenido nuestros Césares, nuestros Salomones… Sin embargo, estamos aguardando a nuestro redentor.

“Escondidos en las ruinas de aquel espantoso castillo, atentos al aullido del viento en el exterior, Simon y los demás bebieron mi pócima, me contaron relatos y me estudiaron con ojos poderosos y febriles, y me di cuenta de lo que estaban pensando. Cada uno de ellos tenía varios siglos más de edad que yo, pero yo era el más fuerte, el maestro de sangre. Les había dado un licor que borraba la sed roja y mi mi aspecto era casi humano. Ellos, Abner, me consideraban el redentor legendario, el rey de los vampiros. Y yo no podía negarlo. Era mi destino alzar a mi pueblo de las tinieblas. Entonces lo supe.

“Quiero hacer tantas cosas, Abner, tantísimas. Su pueblo está lleno de temores, supersticiones y odio, y por ello mi raza debe permanecer oculta por el momento. He visto cómo se combaten los hombres unos a otros, he leído acerca de Vlad Tepes —que, por cierto, no era uno de nosotros— y sobre Cayo Calígula y otros reyes. He visto a su raza quemar a unas viejas por ser sospechosas de pertenecer a nuestro pueblo. Aquí mismo, en Nueva Orleans, he presenciado cómo el hombre esclaviza a miembros de su propia raza, cómo les azota y les vende como animales por el mero hecho de que su piel sea más oscura. Y eso que los negros están mucho más cerca de los hombres blancos de lo que podamos estar nunca nosotros, pues incluso pueden tener hijos de sus mujeres, mientras que tal mezcla de razas es imposible entre el día y la noche. No, de momento debemos seguir ocultos, por nuestra propia seguridad. Sin embargo, una vez liberados de la sed roja, espero que con el tiempo podamos empezar a mostrarnos ante los más preparados de ustedes, sus hombres de ciencia y sus lideres. Podemos ayudarnos mucho mutuamente, Abner. Podemos enseñarnos nuestras respectivas historias, y el hombre puede aprender de nosotros el secreto de las curaciones y de la longevidad. Por nuestra parte, acabamos de empezar. Acabo de derrotar a la sed roja y, con el tiempo, sueño en que lleguemos a conquistar hasta la luz del sol, para así poder salir al exterior durante las horas del día. Los cirujanos y médicos humanos podrían ayudar a nuestras mujeres durante el parto, para que la procreación dejara de significar también la muerte.

“No hay límite a lo que mi pueblo pueda crear o conseguir. Mientras estaba en los Cárpatos, escuchando a Simon, me di cuenta de que podíamos formar uno de los grandes pueblos de la tierra. Pero antes tenía que encontrar a mi gente, para poder iniciar el plan.

“La tarea no resultó fácil. Simon me dijo que en su juventud habíamos sido casi un millar, repartidos por Europa desde los Urales hasta Inglaterra. La leyenda decía que algunos habían emigrado hacia el sur, a África, y al este, a Mongolia y Cathay, pero nadie tenía pruebas, ni rastros de aquellos. De los miles que habían habitado en Europa, la mayoría había muerto en las guerras o en los juicios por brujería, o habían caído victimas de las persecuciones al descuidarse. Simon pensaba que quizá siguieran con vida un centenar, o menos incluso. Los nacimientos habían sido escasos y, quienes sobrevivieron estaban esparcidos y ocultos.

“Así empezó una búsqueda que llevó una década. No le aburriré con todos los detalles. En una iglesia rusa descubrí esos libros que pudo ver usted en su visita furtiva a este camarote, y que constituyen la única muestra literaria escrita por uno de los nuestros. Con el tiempo, logré descifrarlos y leí la melancólica historia de una comunidad de cincuenta miembros del pueblo de la sangre, sus aflicciones, migraciones, batallas y muertes. Todos habían fallecido, crucificados y quemados en los tres últimos siglos antes de que yo naciera. En Transilvania, descubrimos los restos quemados de una fortaleza entre las montañas, y en sus bodegas los esqueletos de dos de los nuestros, con unas estacas de madera podridas sobresaliendo de su caja torácica y las cabezas clavadas en lo alto de sendas lanzas. Del estudio de aquellos huesos aprendí muchas cosas, pero seguíamos sin encontrar supervivientes. En Trieste supimos de una familia que nunca salía de día, y de la que se decía que sus miembros poseían una extraña palidez. Y, efectivamente, así era: se trataba de un grupo de albinos. En Budapest, conocimos a una mujer rica, un ser abyecto y enfermo, que azotaba a sus criadas, las hería con navajas y cuchillos y utilizaba su sangre para frotarse la piel con ella, creyendo conservar su belleza. Sin embargo, también ella era humana, y no una de los nuestros. Confieso que la maté con mis propias manos, tanta fue la repulsión que me causó. A ella no la asaltaba el impulso irrefrenable de la sed; sólo su malvada naturaleza la hacía actuar de aquella manera, y aquello me enfureció. Por último, sin haber descubierto nada, regresé con Simon y los suyos a mi hogar en Escocia.

“Pasaron los años. La mujer de nuestro grupo, compañera de Simon y criada de mi padre durante mi infancia, murió en 1840 por causas que nunca conseguí determinar. Tenía menos de quinientos anos de edad. Procedí a diseccionar su cuerpo y aprendí lo diferentes que somos de los humanos. Tenía por lo menos tres órganos que nunca había visto en los cadáveres humanos, y de los que sólo pude hacerme una vaga idea de su función. Su corazón era una vez y media mayor que un corazón humano, pero sus intestinos eran apenas una fracción de su longitud habitual. Además tenía un estómago secundario, creo que sólo para la digestión de la sangre. Había varias diferencias más, pero no vienen al caso en este momento.

“Leí mucho, aprendí otros idiomas, escribí algo de poesía y me interesé por la política. Acudíamos a las mejores reuniones de sociedad, al menos Simon y yo. Smith y Brown, como usted les llama, no mostraron nunca un gran interés por el inglés y siguieron usando su propia lengua. En un par de ocasiones, Simon y yo acudimos al continente juntos para proseguir las investigaciones y, en una ocasión, lo mandé a la India durante tres años, él solo.

“Por último, hace apenas un par de años, encontramos a Katherine, quien vivía en Londres, justo delante de nuestras narices. Ella era de nuestra raza, naturalmente, pero más importante que su persona fue la historia que nos contó.

“En efecto, nos explicó que hacia 1750, un grupo considerable de nuestro pueblo se había repartido por Francia, Bavaria, Austria e incluso Italia. Mencionó algunos nombres, que Simon reconoció. Llevábamos años buscando a aquel grupo infructuosamente. Katherine nos dijo que uno de sus componentes había sido acosado y muerto por la policía en Munich en 1753 aproximadamente, y que entre los demás había crecido el pánico. Su maestro de sangre decidió al fin que Europa estaba demasiado poblada y demasiado organizada para permanecer en ella con cierta seguridad. Vivíamos en las ruinas y las sombras, y ambas eran cada día más escasas, al parecer. Así pues, aquel maestro de sangre fletó un barco y todo el grupo habían partido de Lisboa con destino al Nuevo Mundo, donde los bosques salvajes e interminables y las rudas condiciones coloniales prometían a un tiempo la seguridad de un refugio y la certeza de presas fáciles. Katherine no conocía la razón por la que el grupo de mi padre no había sido incluido. Ella también iba a viajar con los demás, pero las lluvias y las tormentas y el accidente de un carricoche que la transportaba habían retrasado su llegada a Lisboa y, cuando por fin llegó, ya se habían marchado.

“Naturalmente, fui enseguida a Lisboa y rebusqué entre los antiguos registros de navegación que allí se conservaban. Con el tiempo, lo encontré. El barco no había regresado nunca del viaje, como ya había sospechado. Con tanto tiempo en el mar, no les debió quedar otra alternativa que alimentarse de la tripulación. Lo importante era saber si el barco había llegado en buenas condiciones a su destino, al Nuevo Mundo. No pude encontrar ninguna noticia al respecto, pero sí el punto de destino proyectado, el puerto de Nueva Orleans. Desde allí, vía Mississippi, todo el continente se abría ante ellos.

“El resto es ya fácil de deducir. Vinimos nosotros. Tenía la certeza de que los encontraría. Calculé que con un vapor podría disfrutar del lujo al que estaba acostumbrado, y de la movilidad y libertad de acción que precisaba para mi búsqueda. El río estaba lleno de excéntricos, y algunos más pasarían desapercibidos. Y si se extendían rumores sobre nuestro fabuloso barco y el extraño capitán que sólo aparecía de noche en el recorrido por el río, tanto mejor. Aquellos rumores acabarían por llegar a los oídos adecuados, y mi gente acudiría a mi como hiciera Simon tantos años antes. Así pues hice algunas averiguaciones y, una noche, nos conocimos en San Luis.

“Ya sabe el resto, supongo, o puede adivinarlo. Sin embargo, déjeme añadir una cosa. En New Albany, cuando me mostró el vapor, no fingí en absoluto la satisfacción que sentía. El Sueño del Fevre es hermoso, Abner, y así es como yo lo quería. Por primera vez, el mundo cuenta con una cosa bella gracias a nosotros. Es un nuevo comienzo. El nombre me daba un poco de miedo, pues entre mi raza la palabra fiebre es un sinónimo de la sed roja. Sin embargo, Simon me apuntó que un nombre así atraería también la atención de cualquiera de nuestra raza que lo escuchara.

“Esa es mi historia, casi completa en los detalles. Esta es la verdad, que tanto había insistido en conocer, Abner. Usted, a su manera, ha sido honrado conmigo y le creo cuando afirma que no es supersticioso. Si mis sueños llegan a convertirse en realidad, vendrá un tiempo en que el día y la noche puedan darse la mano a través del crepúsculo de mentiras y temores que existen entre nosotros. Llegará el momento en que habrá que correr el riesgo. Por ahora, dejémoslo así. Mis sueños y los de usted, nuestro vapor, el futuro de mi pueblo y del suyo, los vampiros y el ganado… Lo dejo todo a su buen criterio, Abner. ¿Qué sucederá? ¿Vencerá la confianza o el temor? ¿La sangre o el buen vino? ¿Seremos amigos o enemigos?

CAPITULO QUINCE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

Nueva Orleans, agosto de 1857

En el pesado silencio que siguió al relato de Joshua, Abner Marsh pudo escuchar su propia respiración y el latido de su corazón afanándose en su pecho. Parecía que Joshua había estado hablando durante horas, pero en el negro silencio de la cabina no había modo de estar seguro. Fuera, quizá la noche estaba volviéndose ya claridad. Toby estaria preparando el desayuno, los pasajeros de camarote dando el paseo matutino por la cubierta de calderas y el embarcadero rebosante de actividad. Sin embargo, dentro del camarote de Joshua York, la noche se prolongaba indefinidamente, eternamente. Las palabras del maldito poema volvieron a su mente, y Abner Marsh se oyó a si mismo diciendo:

—“La mañana llegó y se fue y regresó otra vez, pero no trajo el día…”

—“Oscuridad” —respondió Joshua, en voz baja.

—Y usted ha vivido toda su vida en ella —dijo Marsh—. Ninguna mañana, nunca. Dios mío, Joshua, ¿cómo ha podido resistirlo?

York no respondió.

—Parece razonable —prosiguió Marsh—. Es la historia más desquiciada que he escuchado nunca, pero maldita sea si no le creo.

—Esperaba que así fuera. ¿Y ahora qué, Abner?

Aquello era lo más complicado, pensó Abner Marsh.

—No sé —dijo con franqueza—. Con toda esa gente que ha matado y, pese a ello, siento por usted una especie de lástima… No sé si debería sentirla. Quizá debería intentar matarle. Quizá sea la única cosa cristiana que deba hacer. O quizá deba intentar ayudarle —resopló, indeciso ante el dilema—. Creo que lo mejor será que le siga escuchando un poco más, y aguarde a que se me aclaren las ideas. Porque se ha dejado algo en el tintero, Joshua… Algo que hizo usted…

—¿Si?—le incitó York.

—Eso de Nueva Madrid —dijo Marsh con firmeza.

—Mis manos manchadas de sangre —comentó Joshua—. ¿Qué puedo decir, Abner? En efecto, tomé una vida en Nueva Madrid, pero no es lo que sospecha.

—Entonces, dígame cómo fue. Adelante.

—Simon me contó muchas cosas acerca de la historia de nuestro pueblo: nuestros secretos, nuestras costumbres, nuestros modos. Algo de lo que me contó me resultó muy perturbador, Abner. El mundo que los humanos han construido es un mundo diurno, nada fácil para nosotros. A veces, para facilitar las cosas, uno de nosotros recurre a un humano. Podemos utilizar el poder de nuestra mirada y nuestra voz. Podemos usar nuestra fuerza, nuestra vitalidad, la promesa de vida sin fin. Podemos usar las leyendas que su pueblo ha erigido en nuestro entorno, para conseguir nuestros propósitos. Con mentiras, promesas y amenazas, llegamos a poseer esclavos humanos. Tales criaturas nos pueden resultar muy útiles. Nos protegen durante el día, acuden donde nosotros no podemos ir y se mueven entre los hombres sin levantar sospechas.

“En Nueva Madrid se había producido un asesinato, en el mismo puesto de leña donde nos detuvimos. Por lo que había leído en los periódicos, tenía grandes esperanzas de encontrar a uno de mi raza. En cambio, encontré un… llámele como quiera, esclavo, animal de compañía, socio… En definitiva, un siervo. Era un anciano mulato, calvo, lleno de arrugas y horrible, con un ojo blanco lechoso y el rostro terriblemente marcado por las llamas. Por fuera, no era nada agradable de ver y por dentro… Por dentro era un tipo horroroso, corrupto. Cuando llegué hasta él, se puso a la defensiva blandiendo un hacha y me miró a los ojos. Y me reconoció, Abner. Supo al instante lo que era yo. Y cayó de rodillas, llorando y balbuceando, adorándome, haciéndome fiestas como los perros y rogándome que cumpliera la promesa. “La promesa”, repetía continuamente, “la promesa, la promesa”.

Al final le ordené que se callara, y obedeció. Al instante.

Encogido de miedo. Había aprendido a atender las palabras de un maestro de sangre, ¿comprende? Le pedí que me explicara la historia de su vida, con la esperanza de que me condujera a los míos.

“Era una historia tan triste como la mia. Nació como negro emancipado en un lugar llamado El Pantano, que me parece es un barrio conocido de Nueva Orleans. Fue alcahuete, ratero y corta gargantas, y se dedicó a asaltar a los marineros de paso por la ciudad. Antes de cumplir diez años ya había matado a dos hombres. Después estuvo al servicio de Vincent Gambi, el más sanguinario de los piratas de Barataria, convirtiéndose en capataz de los esclavos que Gambi robaba a los traficantes españoles para venderlos en Nueva Orleans. Además, era también un hombre de vudú. Y nos había servido.

“Me habló de su maestro de sangre, el hombre que lo tomó como siervo, que se rió de su vudú y le prometió enseñarle una magia más grande y más poderosa. Sírveme, le había prometido el maestro de sangre, y te haré uno de los nuestros. Tus cicatrices desaparecerán, tu ojo volverá a ver, beberás sangre y vivirás para siempre, sin envejecer nunca.

Y el mulato había acudido. Durante treinta años, hizo todo lo que se le ordenó, y vivió con la esperanza depositada en la promesa. Mató por la promesa y aprendió a comer carne caliente y a beber sangre.

“Hasta que al fin su maestro de sangre encontró a alguien mejor. El mulato, ahora viejo y enfermo, se convertía en un estorbo. Su utilidada había pasado, y por tanto fue apartado. Matarle hubiera sido un acto de piedad, pero en lugar de eso fue enviado lejos, rio arriba, para que sobreviviera por su cuenta. El esclavo no se lanza contra su maestro de sangre, ni aunque sepa que las promesas sólo han sido mentiras, y así el mulato había vagado a pie, viviendo de robos y asesinatos, desplazándose lentamente río arriba. A veces, ganaba dinero honrado trabajando como cazador de esclavos o como jornalero, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba refugiado en los bosques, como un recluso, saliendo sólo de noche. Cuando se atrevía, devoraba la carne y bebía la sangre de sus víctimas, convencido todavía de que le ayudarían a recuperar la salud y la juventud. Según me dijo, llevaba un año viviendo en los alrededores de Nueva Madrid y solía cortar leña para el encargado del puesto, que era demasiado anciano y débil para hacerlo por sí mismo. El mulato sabía que rara vez alguien visitaba el puesto de leña, así que… Bien, ya sabe usted el resto.

“Mire, Abner, su gente puede aprender mucho de la mía pero no el tipo de cosas que el mulato había aprendido, esó no. Me dio mucha lástima, pues era anciano y horrible y desesperado. Sin embargo, también me puso furioso, casi tanto como lo había estado en Budapest a causa de aquella mujer que se bañaba en sangre. En las leyendas de la raza humana mi pueblo ha sido la encarnación misma del mal. El vampiro, se dice, no tiene alma, ni nobleza, ni esperanza de redención. Yo no acepto que eso sea cierto, Abner. Yo he matado incontables veces, he hecho muchas cosas terribles, pero no soy malvado. No he podido escoger mi naturaleza y, sin posibilidad de elegir, no hay bien ni mal. Mi pueblo no ha tenido nunca esa posibilidad de elección. La sed roja nos ha dominado, condenado, robado todo lo que podiamos haber sido. En cambio, la raza humana, Abner, no tienen esa imperiosa necesidad. Ese ser que encontré en los bosques de Nueva Madrid no había sentido nunca la sed roja, y podía haber sido o hecho lo que le viniera en gana. Y había decidido ser lo que era. Naturalmente, uno de mi raza comparte su culpabilidad: el individuo que le mintió, que le prometió algo que nunca podría cumplir. Sin embargo, alcanzo a comprender las razones de que se comportara así, por mucho que me repugnen. Un aliado entre los humanos puede significar una diferencia fundamental para nosotros, pues todos tenemos miedo, Abner, tanto su raza como la mía.

“Lo que no alcanzo a comprender es por qué un humano puede tener tal ansia por pasar la vida en la oscuridad, por qué puede desear la sed roja. Y el mulato la deseaba, y con gran pasión. Me rogaba que no le abandonara como había hecho el otro maestro de sangre. Yo no podía darle lo que quería e, incluso si hubiera podido, no lo habria hecho. Lo que le di fue otra cosa.

—Si —contestó Abner Marsh desde la oscuridad—. Le arrancó la maldita garganta de un bocado, ¿no es eso?

—Ya te lo había dicho —intervino Valerie. Marsh casi se había olvidado de su presencia por lo silenciosa que había perrnanecido—. No entiende nada, óyele.

—En verdad que lo maté —reconoció Joshua—, con mis manos desnudas. Sí, la sangre me corrió por los dedos y cayó goteando al suelo, pero no la tocaron mis labios, Abner. Y después lo enterré intacto.

Otro prolongado silencio llenó el camarote mientras Abner Marsh se mesaba la barba y cavilaba.

—Oportunidad, dijo usted —murmuró por último—. Esta es la diferencia entre el bien y el mal, según ha dicho. Pues ahora me parece que soy yo quien debe tomar una decisión.

—Todos las tomamos, Abner. Cada día.

—Quizá sea cierto —contestó éste—. Sin embargo, eso no me preocupa demasiado. Dijo usted que queria mi ayuda Joshua. Supongamos que se la concedo. ¿Qué diferencia habria entonces entre yo y ese maldito mulato que usted mató, digame?

—Yo nunca le haria a usted algo… algo así —contestó York—. No lo he intentado en ningún momento. Mire, Abner yo viviré muchos siglos después de que usted haya muerto. ¿He probado a tentarle alguna vez con este argumento?

—No, pero me ha tentado con un maldito vapor —replicó Marsh—. Y seguro que me ha contado una buena sarta de mentiras.

—Incluso mis mentiras tenian algo de verdad, Abner. Le dije que buscaba vampiros para poner fin a sus maldades. ¿No se da cuenta de que era cierto? Necesito su ayuda, Abner, pero como socio, y no como el maestro de sangre necesita a su esclavo humano.

Abner Marsh dio vueltas a la idea unos instantes.

—Bien —dijo por último—. Quizá le crea. Quizá deba confiar en usted, pero si me quiere usted como socio, también tendrá que confiar en mí.

—Ya le he dado mi confianza, Abner. ¿No basta con eso?

—No, diablos —replicó Marsh—. Es cierto, me ha contado usted la verdad y ahora está a la espera de una contestación. Pero si ésta no es la que desea, no lograré salir con vida del camarote, ¿no es cierto? Ya se encargará su amiga de que así sea, aunque usted no intervenga.

—Muy perspicaz, capitán Marsh —intervino Valerie desde la oscuridad—. No le deseo ningún mal, capitán, pero Joshua no debe recibir el menor daño.

—¿Entiende ahora lo que decia?—soltó Marsh—. Eso no es confianza. Ya no somos socios en este barco. Las cosas están demasiado desequilibradas. Usted puede matarme en cuanto se le ocurra. Yo tengo que portarme bien o soy hombre muerto. Según lo veo, no soy un socio sino un esclavo. Además, estoy solo. Usted tiene a bordo a todos esos amigos suyos chupasangres para que le ayuden si hay problemas. Dios sabe qué planes tendrá en la cabeza, pero seguro que no me hace participe de ellos. Yo no puedo hablar con nadie, ¿se da cuenta? Diablos, Joshua, quizá deberia matarme ahora mismo. No creo que este sea modo de continuar una sociedad.

Joshua York permaneció en silencio un largo rato. Después dijo:

—Muy bien, le comprendo. ¿Qué quiere que haga para demostrarle mi confianza?

—Por ejemplo —contestó Marsh—, suponiendo que quisiera matarle, ¿cómo deberia hacerlo?

—¡No! —gritó Valerie alarmada. Marsh escuchó sus pasos dirigirse hacia Joshua—. No puedes decírselo. No sabes que está pensando, Joshua. ¿Por qué iba a preguntarlo si no tuviera la intención de…?

—Para equilibrarnos —replicó Joshua en voz baja—. Lo comprendo, Valerie, y es un riesgo que debemos correr.—La muchacha empezó a suplicar de nuevo, pero Joshua la hizo callar y continuó—: Con el fuego. Ahogándonos. Con una pistola dirigida a la cabeza. Nuestros cerebros son vulnerables. Un tiro en la cabeza me mataria, mientras que un disparo en el corazón sólo me dejaría fuera de combate hasta que sanara. En este punto, las leyendas son veraces. Si me corta la cabeza y me clava una estaca en el corazón, moriré —añadió con un ligero tono de burla—. Con uno de los suyos sucederia lo mismo, supongo. El sol también puede ser mortifero, como ya ha visto. El resto, la plata y el ajo, son tonterias.

Abner Marsh soltó el aire estruendosamente, casi sin haberse dado cuenta de que lo había contenido.

—No hace falta que me diga más contestó.

—¿Satisfecho? —preguntó York.

—Casi. Otra cosa.

Una cerilla rascó contra el cuero y, de repente, una trémula llamita se encendió en la mano semicerrada de York. La aplicó a una lámpara de aceite, la llama alcanzó la mecha y una luz amarillenta y mortecina llenó el camarote.

—¿Mejor así, Abner? ¿Más equilibrado? Una sociedad precisa un poco de luz, ¿no cree? Así podemos mirarnos a los ojos. —dijo Joshua, apagando la cerilla, con un movimiento de la mano.

Abner Marsh intentó contener unas lágrimas; después de tanto tiempo a oscuras, aquel minimo de luz parecia terriblemente brillante. En cambio, la sala parecia ahora más grande, una vez desaparecidos el terror y la sofocante proximidad de las tinieblas. Joshua York observaba a Marsh con calma. Tenía la cara cubierta de pedazos de piel seca y muerta. Al sonreir, uno de ellos se desprendió y cayó al suelo. Tenía los labios aún hinchados y parecia tener los ojos negros, pero las quemaduras y ampollas habían desaparecido ya. El cambio era asombroso.

—¿Cuál es pues esa segunda cosa, Abner?

Marsh le tomó la palabra a York y le miró fijamente a los ojos.

—No voy a cargar yo solo con esto —dijo—. Se lo voy a contar a…

—¡No! —intervino Valerie, desde su posición al lado de Joshua—. Uno ya es suficiente. No podemos dejar que lo vaya contando. Nos matarán.

—Diablos, señora, no pensaba poner un anuncio en el True Delta

Joshua tamborileó los dedos y observó a Marsh, pensativo.

—¿Qué pensaba usted, entonces?

—Pensaba en una o dos personas —dijo Marsh—. No soy el único que sospecha, ¿sabe? Y también podria ser que necesitara usted más ayuda de la que yo pueda prestarle. Sólo hablaré con gente en la que puedo confiar. Hairy Mike es uno. Y el señor Jeffers, es un tipo muy listo y ya se ha hecho preguntas sobre usted. El resto no necesitaba saberlo. El señor Albright es demasiado remilgado y creyente para entrar en el secreto y si se le cuenta al señor Framm, dentro de una semana lo sabrá todo el rio. En cuanto a Whitey Blake, puede estallar en pedazos toda la cubierta superior sin que lo advierta, siempre que no les pase nada a sus motores. Pero Jeffers y Hairy Mike deben saberlo; son buena gente y quizá los necesite.

—¿Necesitarles? ¿Cómo es eso, Abner?

—¿Qué sucederá si a alguno de los suyos no le gusta esta bebida?

La sonrisa de Joshua York se desvaneció de repente. Se levantó, cruzó el camarote y se sirvió una copa: whisky, solo. Al regresar, todavia estaba ceñudo.

—No sé —dijo—. Tengo que pensarlo. Si de verdad se puede confiar en ellos… Tengo algunos presentimientos respecto al viaje de mañana.

Por una vez, Valerie no musitó la esperada protesta. Marsh la observó y vio que sus labios estaban firmemente apretados y que en sus ojos había lo que podía considerarse como un asomo de miedo.

—¿Qué sucede? —dijo Marsh—. Los dos parecen un poco… extraños.

Valerie volvió la cabeza.

—El —dijo—. Le pedi que volviera rio arriba, capitán Marsh. Se lo volveria a pedir si supiera que alguno de los dos iba a hacerme caso. El está ahi abajo, en Cypress Landing.

—¿Quién? —preguntó Marsh, confundido.

—Un maestro de sangre —contestó Joshua—. Comprenda, Abner, que no todos los de mi raza piensan como yo. Incluso entre mis seguidores, Simon es leal, Smith y Brown son pasivos, pero Katherine… Desde el primer momento he notado en ella resentimiento. Creo que en su interior hay una sombra, algo que prefiere las viejas costumbres, que añora algo que ha perdido y que se impacienta bajo mi dominio. Obedece sólo porque debe hacerlo. Yo soy el maestro de sangre, pero a ella no le gusta. Y los demás, todos esos que hemos tomado a bordo… No estoy seguro de ellos. Excepto Valerie y Jean Ardant, los demás no me inspiran confianza. ¿Recuerda sus advertencias respecto a Raymond Ortega? Comparto con usted sus presentimientos. Valerie no le importa nada, así que se equivocaba usted al pensar que el motivo eran los celos, pero por lo demás tenía razón. Para traer a bordo a Raymond en Natchez, tuve que conquistarle, como conquisté a Simon hace tanto tiempo en los Cárpatos. Con Cara de Gruy y Vincent Thibaut, la lucha fue la misma. Ahora me siguen porque tienen que hacerlo. Así es mi gente. Sin embargo, me pregunto si algunos de ellos, por lo menos, no están a la espera, aguardando a ver qué sucede cuando el Sueño del Fevre llegue a la ensenada y me enfrente cara a cara con el que es amo de todos ellos.

“Valerie me ha hablado mucho de él. El es viejo, Abner. Más viejo que Simon o Katherine, más que cualquiera de nosotros. Su propia edad me trastorna. Ahora se hace llamar Damon Julian, pero antes su nombre era Giles Lamont, el mismo Giles Lamont a quien había servido durante treinta futiles años aquel desgraciado mulato. Según me han dicho, ahora tiene otro siervo humano.

—Sour Billy Tipton —dijo Valerie con odio en la voz.

—Valerie tiene miedo de ese Julian —dijo Joshua York—. Los otros también hablan de él con temor, pero a veces también con cierta lealtad. Como maestro de sangre, se cuida de ellos. Les ofrece refugio, riqueza y festines. Se alimenta de esclavos. No me extraña que decidiera establecerse aquí…

—Déjale, Joshua —intervino Valerie otra vez—. Por favor. Hazlo por mi, si no tienes otra razón. Damon no te dará la bienvenida, ni apreciará la libertad que le llevas.

Joshua se volvió hacia ella con gesto de disgusto y voz airada.

—Todavía tiene con él a otros de nuestro pueblo. ¿Quieres que les abandone? No. Y tú puedes equivocarte respecto a Damon Julian. Ha estado preso de la sed roja durante incontables siglos, y yo puedo calmarle esa sed.

Valerie cruzó los brazos. Había un resplandor de furia en sus ojos.

—¿Y si no quiere ser calmado? Tú no lo conoces, Joshua.

—Es educado, inteligente, culto y amante de la belleza —dijo York, sin ceder un ápice—. Ya sé bastante.

—También es fuerte.

—Igual que Simon, y Raymond, y Cara. Y ahora me siguen.

—Damon es distinto —insistió Valerie—. No se les parece en nada.

Joshua hizo un gesto de impaciencia.

—No importa. Lo controlaré.

Abner Marsh les había observado discutir en meditabundo silencio, pero ahora intervino.

—Joshua tiene razón —le dijo a Valerie—. Diablos, yo le he mirado a los ojos un par de veces y casi me rompe los huesos la primera vez que le di la mano. Además, ¿qué era eso que le llamaban? ¿El rey?

—Si —asintió Valerie—. El rey pálido.

—Bien, si él es el rey pálido, está claro que ha de vencer, ¿no?

Valerie pasó la mirada de Marsh a York, y nuevamente a Marsh. Se estremeció.

—Ninguno de los dos le ha visto —dudó un instante, se echó hacia atrás el cabello con una mano pálida y delgada y se puso frente a Marsh—. Quizá me equivocaba con usted, capitán Marsh. Yo no tengo la fuerza de Joshua, ni su confianza. Yo he sido dominada por la sed roja durante medio siglo, y los humanos eran mis presas. Una no se puede fiar de sus presas, ni hacerse amiga suya. Imposible. Por eso le instaba a Joshua a que le matara. No se pueden borrar de un plumazo las precauciones de toda una vida, ¿comprende?

Abner Marsh asintió, con cautela.

—Aún no estoy segura —continuó Valerie—, pero Joshua nos ha enseñado muchas cosas nuevas y quisiera poder admitir que es usted digno de confianza. Quizá si. Pero tanto si tengo razón respecto a usted como si no —añadió, cambiando de tono y con furia—, no me equivoco acerca de Damon Julian.

Abner frunció el ceño sin saber qué decir. Joshua adelantó el brazo y tomó entre las suyas la mano de Valerie.

—Creo que te equivocas al tener tanto miedo. Sin embargo, en tu honor, me moveré con toda precaución. Abner, haga lo que le parezca. Hable si quiere con el señor Jeffers y el señor Dunne. Su ayuda será valiosa si Valerie tiene razón. Escoja los hombres para una guardia especial y deje a los demás en tierra. Cuando el Sueño del Fevre entre en el embarcadero, quiero que sólo lo tripulen los mejores y de más confianza, y los minimos necesarios para gobernarlo. No quiero fanáticos religiosos, ni nadie que se atemorice fácilmente, ni propensos a las imprudencias.

—Hairy Mike y yo haremos la selección —dijo Marsh.

—Quiero reunirme con Julian en mi barco, en el momento más adecuado para mi, con usted y sus mejores hombres respaldándome. Tenga cuidado con lo que les cuenta a Jeffers y a Dunne. Tiene que hacerse correctamente —volvió la vista a Valerie—. ¿Satisfecha?

—No —replicó ella. Joshua sonrió.

—No puedo hacer más —dijo, y volvió la mirada hacia Marsh—. Abner, me alegro de que no sea usted enemigo mío. Ahora estoy cerca, tengo mis sueños al alcance de la mano. Al vencer la sed roja obtuve mi primer gran triunfo. Quisiera pensar que aquí, esta noche, usted y yo hemos conseguido el segundo, el inicio de la amistad y la confianza entre nuestras dos razas. El Sueño del Fevre navegará por el filo de la navaja entre la noche y el dia, borrando el espectro del viejo temor donde quiera que vaya. Conseguiremos grandes cosas juntos, amigo mío.

Marsh no hizo mucho caso de las floridas palabras, pero el apasionamiento de Joshua le conmovió y por ello le dedicó una leve sonrisa.

—Queda mucho trabajo que hacer antes de que consigamos cualquier maldita cosa —dijo, asiendo el bastón y levantándose—. Me voy, pues.

—Bien —contestó Joshua, sonriente—. Yo descansaré y volveremos a vernos al anochecer. Asegúrese de que el barco está listo para zarpar. Liquidaremos este asunto lo antes posible.

—Lo tendré preparado —asintió Marsh, despidiéndose.

Fuera, se había hecho de día.

Debían ser poco más de las nueve pensó Abner mientras parpadeaba, cegado por la luz ante la puerta del camarote que Joshua ya había cerrado tras él. La mañana era sombría, cálida y mugrienta, con una pesada capa de niebla grisácea que ocultaba el sol. El humo y el hollín de los vapores del río quedaba suspendido en el aire. Marsh pensó que iba a haber tormenta, y la perspectiva le resultó descorazonadora. De repente, se dio cuenta de lo poco que había dormido y se sintió tremendamente cansado, pero había tanto que hacer que no se atrevió siquiera a pensar en una siesta.

Bajó al salón principal con la esperanza de que el desayuno le repondría las energías. Se tomó un litro de café solo mientras Toby le preparaba unos pastelillos de carne y buñuelos, acompañado de unos barquillos. Mientras comía entró en el salón Jonathon Jeffers. Al ver al capitán, Jeffers se acercó a su mesa.

—Siéntese y tome algo —dijo Marsh—. Quisiera hablar largo y tendido con usted, señor Jeffers. Pero no aquí. Mejor aguarde a que haya terminado y después iremos a mi camarote.

—Bien —dijo distraidamente Jeffers—. ¿Dónde se había metido, capitán? Llevó horas buscándole. No estaba en su camarote. . .

—Joshua y yo hemos tenido una larga charla —contestó Marsh—. ¿Qué…?

—Hay un hombre que quiere verle —le interrumpió Jeffers—. Vino a bordo en mitad de la noche, e insistió mucho.

—No me gusta que me dejen esperando, como si fuera un don nadie —dijo el desconocido.

Marsh no había visto siquiera entrar al individuo. Sin pedirle permiso a nadie, tomó una silla y se sentó a la mesa. Era un tipo repugnante y ojeroso, con el rostro marcado por las huellas de la viruela. Un pelo ralo y débil, castaño oscuro, le caía por la frente a mechones. Tenía un rostro enfermizo y los mechones de cabello y la piel cubiertos de copos blancos, escamosos, como si hubiera estado sometido a una nevada especial. En cambio, llevaba un traje negro muy caro y una pechera blanca con puntillas, y un camafeo.

Abner Marsh hizo caso omiso de su aspecto, de su tono de voz, de sus labios apretados y de sus fríos ojos.

—¿Quién diablos es usted?—preguntó con un gruñido—. Más vale que me dé una buena razón para haber interrumpido mi desayuno, o haré que lo echen por la maldita borda.

Simplemente con decirlo, Marsh ya se sintió mejor. Siempre había creído que no merecía la pena ser capitán de un vapor si de vez en cuando no podía enviar al infierno a alguien.

La agria expresión del extraño cambió apreciablemente, pero sus ojos se fijaron en Marsh con una especie de torcida intención.

—Voy a tomar un pasaje en esta balsa de lujo.

—Váyase al infierno —replicó Marsh.

—¿Quiere que llame a Hairy Mike para que se ocupe de este rufián?—se ofreció Jeffers en tono helado.

El individuo observó al sobrecargo con una leve irritación. Volvió la mirada a Marsh.

—Capitán Marsh, anoche vine a traerle una invitación, para usted y su socio. Pensé que uno de los dos, al menos, estaría despierto por la noche. Bueno, ya es de día, así que tendrá que ser para la próxima noche. Una cena en el St. Louis, aproximadamente una hora después de la puesta de sol, usted y el capitán York.

—No sé quién es usted ni qué pretende —contestó Marsh—. Puede estar seguro de que no cenaré con usted. Además, el Sueño del Fevre zarpa esta noche.

—Lo sé, y también a dónde se dirige.

—¿Qué dice? —preguntó Marsh, frunciendo el ceño.

—Usted no conoce a los negros, claro está. Cuando un negro se entera de algo, al poco rato lo saben todos los negros de la ciudad. Y yo también tengo buen oído. Seguro que no le hace gracia llevar este vapor suyo a ese embarcadero a donde tiene que ir. Sin duda, rozará el fondo o romperá el casco. Encallará. Pues bien, yo puedo ahorrarle todos esos problemas. Sepa que el hombre que andan buscando está ahí en la ciudad, aguardándoles. Así pues, cuando caigan las sombras, irá a decírselo a su amo, ¿me oye? Dígale que Damon Julian le espera en el hotel St. Louis. El señor Julian accede a conocerle.

CAPITULO DIECISEIS

Nueva Orteans, agosto de 1857

Sour Billy Tipton regresó aquella tarde al hotel St. Louis con bastante temor. A Julian no le gustaría el mensaje que le llevaba del Sueño del Fevre, y su amo era impredecible y peligroso cuando se sentía disgustado.

En el vestíbulo en sombras de la lujosa suite, sólo había encendida una pequeña vela, cuya llama se reflejaba en los ojos negros de Julian, que estaba sentado en un cómodo sillón de terciopelo junto a la ventana saboreando un sazerrac. La sala estaba en silencio. Sour Billy notó el peso de las miradas puestas en él. La cerradura hizo un débil snick como un disparo tras él.

—¿Y bien, Billy? —dijo Julian con voz tranquila.

—No vendrán, señor Julian —dijo Sour Billy, con excesivo apresuramiento y un ligero jadeo. La poca luz le ocultó la reacción de Julian—. Dice que usted deberá ir a él.

—Dice… —repitió Julian—. ¿Quién, Billy?

—El —insistió Sour Billy—. El otro… maestro de sangre. Se hace llamar Joshua York. Es el tipo sobre quien nos escribió Raymond. El otro capitán, Marsh, el gordo de las verrugas y las patillas, tampoco vendrá. Es un tipo duro. Sin embargo, me quedé en el barco hasta el anochecer, y aguardé a que se levantara el otro maestro de sangre. Finalmente, me llevaron ante él.

Sour Billy aún sentía frío al recordar cómo le habían penetrado los ojos grises, muy grises de Joshua York, y cómo no había podido resistir la mirada. Había en los ojos de York un disgusto tan acusado que Billy había tenido que desviar la vista al instante.

—Cuéntanos, Billy —dijo Damon Julian—. ¿Cómo es ese otro? Ese Joshua York, el maestro de sangre…

—Pues… —empezó Billy, buscando las palabras adecuadas—. Es blanco; quiero decir que su piel y todo él son verdaderamente pálidos y que su cabello no tiene color. Incluso viste un traje blanco y plata, lleva mucha plata. Y su manera de moverse, señor Julian, recuerda a la de esos malditos criollos, estirada y señorial. Es… es como usted, señor Julian. Sus ojos…

—Pálido y fuerte —murmuró Cynthia desde el extremo opuesto de la sala—. Y tiene un vino que vence la sed roja. ¿Es él, Damon? Tiene que serlo. Ha de ser cierto. Valerie siempre creía en esas historias y yo me reía de ella, pero debía tener razón. Volverá a reunirnos, nos guiará a la ciudad perdida, a nuestra ciudad oscura, a nuestro reino. Es cierto, ¿no?

Volvió la vista hacia Damon Julian en espera de una respuesta. Julian tomó un sorbo a su copa y le dedicó una sonrisa irónica y felina.

—Un rey —murmuró—. ¿Y qué te dijo ese rey, Billy? Cuéntanos.

 —dijo que fueran al vapor, todos ustedes. Mañana, después de anochecer. A cenar. El y Marsh no vendrán aquí, al menos solos como usted quería. Marsh dijo que si venían, lo harían con más gente.

—Ese rey resulta bastante asustadizo —comentó Julian.

—¡Mátele!—exclamó de pronto Sour Billy—. Vaya a ese maldito barco y mátele, mátelos a todos. No me gusta ese tipo, señor Julian. Esos ojos, parecen los de un criollo, y la forma en que me mira… Como si yo fuera un insecto, un cero a la izquierda. Y eso que iba de su parte, señor. El se cree mejor que usted y los demás, ese capitán y el resto de la tripulación, tienen todos aire de señoritos. Déjeme acabar con el viejo de las verrugas, déjeme desangrarle las venas sobre esos vestidos tan hermosos que lleva. ¡Máteles, señor! ¡Tiene que hacerlo!

La sala quedó en silencio tras el estallido de Sour Billy. Julian siguió observando la noche por la ventana. Los cristales estaban abiertos y las cortinas se movían perezosas al aire de la noche, arrastrando consigo los ruidos de la calle. Julian tenía los ojos semicerrados, sombríos, fijos en las luces distantes.

Cuando volvió al fin la cabeza, sus pupilas reflejaron de nuevo el resplandor de la única vela encendida y la conservaron en lo más hondo roja y parpadeante. Su rostro adoptó una expresión adusta y feroz.

—Lo de la bebida, Billy —instó a éste.

—Se la hace tomar a todos —contestó Sour Billy. Se apoyó de espaldas a la puerta y sacó el cuchillo. Se sentía mejor con él en la mano. Empezó a limpiarse las uñas mientras iba hablando.

—No es sólo sangre, me dijo Cara. Tiene algo más. Apaga la sed, afirmaron todos. Recorrí el barco, hablé con Raymond, Jean y Jorge y un par más. Todos me hablaron de ella. A Jean parece que le encanta, me contó el alivio que representa. Eso fue lo que dijo.

—Jean —dijo Julian con desdén.

—Entonces, es cierto —dijo Cynthia—. El es más grande que la sed.

—Hay más —añadió Sour Billy—. Raymond dice que Valerie está con él.

La aparente tranquilidad de la sala estaba cargada de tensión. Kurt tenía un aspecto huraño. Michelle apartaba los ojos. Cynthia bebía de su copa. Todos sabían que Valerie, la hermosa Valerie, había sido la preferida de Julian, y todos se quedaron mirando atentamente a éste. Julian parecía pensativo.

—¿Valerie? —dijo—. Comprendo.

Sus dedos largos y pálidos juguetearon sobre el brazo del sillón.

Sour Billy se llevó la punta de la navaja a los dientes, complacido. Había previsto que la información sobre Valerie surtiría efecto. Damon Julian tenía sus planes para Valerie, y no le gustaba que nadie trastornara sus proyectos. Se los había contado a Billy, con aire maliciosamente divertido, cuando éste le preguntó en cierta ocasión por qué enviaba lejos a la muchacha.

—Raymond es joven y fuerte y la puede dominar —le había dicho Julian—. Estarán solos, ellos dos sin nadie más, salvo la sed. Qué visión tan romántica, ¿no crees? Dentro de un año, de dos o de cinco, Valerie quedará embarazada. Casi apostaría por ello, Billy.

Tras esto, se había echado a reír con aquella carcajada suya profunda y musical. Sin embargo, ahora no se reía.

—¿Qué haremos, Damon?—preguntó Kurt—. ¿Vamos a ir?

—Naturalmente —contestó Julian—. No podemos rechazar una invitación tan amable, y menos procedente de un rey. ¿Queréis probar ese vino suyo?—los miró a todos, uno por uno, y nadie se atrevió a hablar—. ¡Ah!, ¿dónde está vuestro entusiasmo? Jean nos recomienda esa cosecha, y Valerie también, sin duda. Un vino más dulce que la sangre, y lleno de la esencia de la vida. Pensad en la paz que os proporcionará —sonrió. Nadie dijo nada. Aguardó. Cuando el silencio se hubo prolongado un largo rato, Julian se encogió de hombros y dijo—: Bien, en tal caso, espero que el rey no nos menosprecie si preferimos otras bebidas.

—Ese tipo obliga a beber a todos los demás —dijo Sour Billy—. Tanto si quieren como si no.

—Damon —dijo Cynthia—, tú… ¿te negarás? No puedes. Tenemos que ir a él. Tenemos que hacer lo que nos ordena. Tenemos que hacerlo.

Julian volvió lentamente la cabeza para mirarla.

—¿De verdad lo crees?—le preguntó con una leve sonrisa.

—Sí —susurró Cynthia—. Debemos. Es el maestro de sangre —añadió bajando la mirada.

—Cynthia —dijo Damon Julian—. Mírame.

Lentamente, con infinito recelo, ella alzó de nuevo los ojos hasta que se encontraron con los de Julian.

—No —lloriqueó la mujer—. Por favor, por favor…

Damon Julian no dijo nada. Cynthia mantuvo la mirada. Resbaló de su asiento y cayó arrodillada sobre la alfombra, temblando. Una pulsera de oro y amatistas brilló en su muñeca. Se la quitó y sus labios se abrieron un poco como si quisiera hablar. Después, se llevó la mano al rostro y colocó la muñeca a la altura de los dientes. La sangre empezó a brotar.

Julian aguardó hasta que ella se arrastró sobre la alfombra con el brazo tendido en señal de ofrecimiento. Con gesto grave y elegante, Julian tomó la mano de la mujer entre las suyas y bebió larga y profundamente. Cuando hubo terminado, Cynthia se puso en pie tambaleándose, hizo una genuflexión y volvió a levantarse temblando.

—Maestro de sangre —dijo con la cabeza inclinada en actitud reverente—. Maestro de sangre…

Damon Julian tenía los labios rojos y húmedos, y un pequeño reguero en la comisura de los labios. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó con cuidado la leve línea roja de la barbilla y la sorbió.

—¿Es un barco grande, Billy?—preguntó.

Sour Billy enfundó el cuchillo y se lo llevó a la espalda con gesto natural, sonriendo. La herida de la muñeca de Cynthia y la sangre corriéndole a Julian por la barbilla le ponían nervioso, excitado. Ya les enseñaría Julian a aquellos malditos del barco, pensó.

—Como el mayor que haya visto en mi vida —contestó—, y además muy lujoso. Plata, espejos y mármol y gran cantidad de alfombras y cristaleras de colores. Le gustará, señor Julian.

—Un barco —murmuró Damon Julian—. ¿Cómo es que nunca se me había ocurrido pensar en el río? Las ventajas son evidentes.

—Entonces, ¿vamos a ir?—preguntó Kurt.

—Si —contestó Julian—. Claro que si. El maestro de sangre nos ha convocado. El rey —dijo con una carcajada, echando hacia atrás la cabeza, casi rugiendo—. ¡El rey!—volvió a gritar entre accesos de risa—. ¡El rey!

Uno a uno, los demás empezaron a reír con él.

Julian se levantó de repente, como una navaja con resorte. Su rostro recuperó el aire serio y solemne y las risas se apagaron con la misma rapidez con que habían surgido. Julian contempló la oscuridad al otro lado de la ventana.

—Debemos llevar un regalo —dijo—. No se puede acudir ante la realeza sin un presente.—Se volvió a Sour Billy y continuó—: Mañana bajarás a la calle Moreau, Billy. Deseo que me traigas una cosa. Un regalito para nuestro rey pálido.

CAPITULO DIECISIETE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

Nueva Orleans, agosto de 1857

Parecía que la mitad de los vapores de Nueva Orleans hubieran decidido zarpar aquella tarde, pensaba Abner Marsh mientras los veía partir desde la cubierta superior del Sueño del Fevre.

La costumbre establecía que los barcos en dirección al norte hicieran su salida del embarcadero hacia las cinco en punto. A las tres, los maquinistas encendían los hornos y empezaban a comprimir vapor. Se introducía en las hambrientas fauces de las calderas resina y pino de tea en pedazos, junto con leña y carbón, y de un barco tras otro empezaba a ascender un humo negro, saliendo de las elevadas y floridas chimeneas en grandes y cálidas columnas, como oscuros penachos de despedida. Seis kilómetros de vapores uno junto a otro a lo largo del ribero podían generar muchísimo humo. Las columnas cargadas de hollín se fundían en una enorme nube negra a unos setenta metros de altura sobre el río, una nube espesa llena de cenizas, de pequeñas brasas aún encendidas que el viento dispersaba. La nube se hinchaba, cada vez más, mientras otros barcos encendían sus motores y aumentaban el humo desprendido, hasta que la nube oscurecía el sol y empezaba a arrastrarse por entre las calles de la ciudad.

Desde el punto aventajado de observación de Abner Marsh en la cubierta superior, parecía que la ciudad entera de Nueva Orleans estuviera en llamas y que todos los barcos se dispusieran a huir. Abner se sentía incómodo como si los demás capitanes supieran algo que él ignoraba, como si también el Sueño del Fevre debiera dar presión al vapor y prepararse para regresar rio arriba. Marsh estaba ansioso por zarpar. Pese a la riqueza y esplendor del comercio de Nueva Orleans, añoraba los ríos que conocía: el alto Mississippi con sus peñascos y sus espesos bosques, el salvaje y fangoso Missouri que se zampaba los vapores sin esfuerzo, el estrecho Illinois y el rápido y peligroso Fevre. El viaje inaugural del Sueño del Fevre, Ohio abajo, le parecía ahora casi un idílico recuerdo de días mejores y menos complicados. No habían transcurrido aún dos meses y parecía una eternidad. Desde el momento que zarparon de San Luis río abajo, las cosas se habían ido complicando y cuanto más al sur llegaban, peores se ponían.

—Joshua tiene razón —murmuró Marsh para si mientras contemplaba Nueva Orleans—. Aquí hay algo podrido.

Hacía demasiado calor y demasiada humedad, había demasiados insectos capaces de hacer pensar a un hombre que el lugar era victima de una maldición. Y quizá así fuera a causa de la esclavitud, aunque Marsh no estaba muy seguro. Lo único que sabia con certeza era que deseaba decirle a Whitey que pusiera en marcha las calderas, y arrastrar a Framm o a Albright a la cabina del piloto para apartar el Sueño del Fevre del muelle y empezar a remontar la corriente. Y quería hacerlo de inmediato, antes del anochecer, antes de que llegaran ellos.

Abner Marsh deseó tanto gritar aquellas órdenes que casi se materializaron aunque permanecieron mudas en su lengua, produciendo un gusto amargo. Sentía una especie de presentimiento supersticioso acerca de la noche que se aproximaba, aunque se repetía una y otra vez que no era un hombre supersticioso. Sin embargo, tampoco estaba ciego: El cielo era cálido y sofocante y al oeste se estaba formando una tormenta, una de las grandes, quizá la misma que Dan Albright había olfateado un par de días atrás. Los barcos zarpaban, uno tras otro, por docenas. Marsh los observó alejarse río arriba y desvanecerse en las oleadas de aire cálido y se sintió cada vez más solo, como si cada barco que desaparecía en la distancia se llevara consigo una parte de su ser, un retazo de valor, un trozo de certidumbre, un sueño o una pequeña y confortadora esperanza. Cada día zarpaban muchos barcos de Nueva Orleans, se dijo, y aquel día no era distinto, sólo un día más en el río en el mes de agosto: cálido, lleno de humos y lentitud, con todo el mundo moviéndose despacio, a la espera quizá de un soplo de aire frío, o de una lluvia fresca y limpia que quitara del cielo, la humareda.

Sin embargo, otra parte de su ser, una parte más antigua y profunda, sabía que lo que estaban aguardando no era frío ni limpio, y no incluiría alivio alguno contra el calor, la humedad, los insectos y el miedo.

Abajo, Hairy Mike rugía a sus estibadores y hacia gestos amenazantes con su barra negra de hierro, pero los ruidos del muelle y las campanas y sirenas de los demás vapores ahogaban sus palabras. En el embarcadero aguardaba una montaña de carga, casi mil toneladas, que era la capacidad máxima del Sueño del Fevre. Apenas se había amontonado en la cubierta principal una cuarta parte de aquel volumen de mercancías. Llevaría horas subir el resto a bordo. Aun en el caso de estar dispuesto a hacerlo, Marsh no hubiera podido marcharse, con toda aquella carga aguardando en los muelles, Hairy Mike, Jeffers y los demás creerían que se había vuelto loco.

Deseó haber podido hablar con ellos, tal como había intentado, para concertar algún plan. Sin embargo, le había faltado tiempo. Todas las cosas empezaron a precipitarse y, aquella noche, al ponerse el sol, el tal Damon Julian subiría a bordo para cenar. No hubo tiempo para hablar con Hairy Mike o con Jonathon Jeffers, ya no había tiempo para explicar, convencer o resolver las dudas y preguntas que indudablemente surgirían. Así pues, aquella noche Abner Marsh estaría solo, o casi solo, él y Joshua en una sala llena de ellos, del pueblo de la noche. Marsh no contaba a Joshua con los demás. Era diferente, de algún modo. Y Joshua había dicho que todo saldría bien. Tenía su bebida y estaba lleno de maravillosas palabras y sueños. Sin embargo, pese a todo, Abner Marsh tenía malos presentimientos.

El Sueño del Fevre estaba tranquilo, casi desierto. Joshua había enviado a tierra a casi todos; la cena sería lo más privada posible. No era lo que Marsh hubiera querido, pero no había manera de disuadir a Joshua cuando se le metía algo en la cabeza. En el comedor, la mesa ya estaba dispuesta. Todavía no se habían encendido las lámparas, y el humo, el vapor y la tormenta que se acercaba conspiraban para hacer que la luz que se filtraba por las claraboyas pareciera mortecina, sombría y cansada. Marsh sintió que el anochecer había llegado ya al salón y al barco entero. Las alfombras parecían casi negras y los espejos estaban llenos de sombras. Tras el gran mostrador del bar, de mármol negro, un camarero limpiaba vasos, pero incluso éste parecía difuso, como una aparición. Pese a todo, Marsh le hizo un gesto de cabeza y continuó hacia la cocina, a popa de las palas. Tras las puertas de la cocina bullía la actividad; un par de pinches de Toby removían el contenido de grandes ollas de cobre o freían pollos, mientras los camareros aguardaban gastándose bromas unos a otros. Marsh olfateó los pasteles que se cocían en los enormes hornos. Se le hizo la boca agua, pero siguió adelante impertérrito. Encontró a Toby en la galería de estribor, rodeado por todas partes de pilas de jaulas llenas de pollos y palomos y, aquí y allá, algunos patos y petirrojos y aves semejantes. Los pájaros armaban un escándalo terrible. Toby alzó la vista cuando entró Marsh. El cocinero había estado matando pollos. Junto a donde se encontraba, estaban amontonados tres animales sin cabeza, y un cuarto luchaba infructuosamente por liberarse en el tajo. Toby tenia en la mano una cuchilla de carnicero.

—Hola, capitán Marsh —dijo con una sonrisa—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Sólo quería decirte que esta noche, cuando esté hecha la cena, quiero que bajes del barco. Nos sirves como hay que hacerlo, y luego te bajas, y te llevas a los pinches y a los camareros. ¿Comprendes, verdad? ¿Oyes lo que te digo?

—Claro que si, capitán —respondió Toby con una sonrisa—. Claro que sí. Van a hacer una pequeña fiesta, ¿no?

—No te preocupes de eso —dijo Marsh—. Limítate a bajar a tierra en cuanto termines el trabajo, ¿de acuerdo?

Se volvió para irse, con el rostro rígido y severo. Sin embargo, algo le hizo volverse:

—Toby.

—¿Si, señor?

—Ya sabes que nunca he sentido mucho aprecio por la esclavitud, aunque tampoco haya hecho gran cosa por combatirla. Lo haría, pero esos malditos abolicionistas son como predicadores. Sólo quería decirte que he estado pensando y me parece que, después de todo, los abolicionistas tienen razón. No se puede andar utilizando a otro tipo de personas como si no fueran tales personas. ¿Sabes a qué me refiero? Esto debe terminar, tarde o temprano. Será mejor si termina pacíficamente, pero si no es así, tendrá que ser a sangre y fuego, ¿sabes? Quizá sea eso lo que vienen diciendo los abolicionistas desde hace tiempo. Hay que ser razonable, desde luego, pero si así no funciona, hay que volverse resolutivo. Hay cosas que están muy mal, y hay que terminar con ellas.

Toby le miraba perplejo, limpiándose la mano en el delantal sin advertirlo, una y otra vez.

—Capitán —dijo en voz baja—, está usted hablando de la abolición, y éste es un país de esclavos. Se expone usted a que le maten por decir esas cosas.

—Quizá si, Toby, pero lo que es así es así, y no hay vuelta de hoja.

—Usted se ha portado bien con el viejo Toby, capitán, dándole la libertad y todo eso, y yo estoy contento de hacerle la comida.

Abner asintió.

—Toby —dijo—, por qué no me traes un cuchillo de la cocina, pero sin decírselo a nadie, ¿entiendes? Limítate a conseguirme un buen cuchillo afilado. Creo que me cabrá en la bota. Vamos, ¿puedes conseguirme ese cuchillo?

—Claro, capitán Marsh —dijo Toby, al tiempo que los ojos se le achicaban en su rostro negro y lleno de arrugas—. Claro que si.

Corrió a obedecer, y regresó enseguida.

Durante las siguientes dos horas, Abner Marsh caminó un poco cojo, con el largo cuchillo de cocina metido a presión en su alta bota de cuero. Sin embargo, cuando cayó la oscuridad nocturna, la hoja había empezado a hacerse bastante cómoda y casi se olvidó de que la llevaba.

La tormenta estalló justamente antes del crepúsculo. La mayoría de los vapores que habían partido río arriba ya estaban lejos, pero otros habían llegado para ocupar sus puestos a lo largo de los embarcaderos de Nueva Orleans. La tormenta estalló con un terrible rugido como el de las calderas de los barcos a plena presión, y un relámpago cruzó el cielo, dando paso al agua que descendió con estrépito, torrencial como un diluvio de primavera. Marsh se quedó bajo la techumbre del paseo de la cubierta de calderas, escuchando cómo caía sobre el casco del barco y mirando a la gente que estaba en tierra correr para refugiarse bajo techado. Llevaba allí un buen rato, apoyado en la barandilla y dándole vueltas a la cabeza, cuando de repente apareció Joshua York a su lado.

—Está lloviendo, Joshua —dijo Marsh apuntando con el bastón hacia fuera—. Quizá ese Julian no venga esta noche. Quizá no quiera mojarse.

Joshua York tenía un aspecto de extraña solemnidad.

—Vendrá —dijo.

Sólo esa palabra “vendrá”.

Y así fue.

Para entonces la tormenta ya había remitido. La lluvia caía todavía, pero más moderada, más suave, apenas una llovizna. Abner Marsh estaba todavía en la cubierta de calderas y los vio llegar, caminando por el desierto y resbaladizo embarcadero. A pesar de la distancia, supo que eran ellos. Había algo en su modo de andar, algo grácil y rapaz, lleno de una terrible belleza. Uno de ellos caminaba de forma diferente, jactanciosa y deslizante como si quisiera imitarlos, sin conseguirlo. Cuando estuvieron más cerca, Marsh vio que se trataba de Sour Billy Tipton. Transportaba un bulto, con dificultad.

Abner Marsh entró en el gran salón. Los demás estaban ya en la mesa: Simon y Katherine, Smith y Brown, Raymond y Jean y Valerie y todos los demás que Joshua había recogido a lo largo del río. Hablaban en voz baja, pero enmudecieron cuando Marsh hizo su entrada.

—Ahí vienen —anunció Marsh. Joshua York se levantó de su lugar a la cabecera de la mesa y salió a su encuentro. Abner Marsh se acercó al bar y se sirvió un whisky. Lo acabó de un trago, se sirvió otro rápidamente y se acercó a la mesa. Joshua había insistido en que Marsh se sentara a su izquierda, junto a la cabecera. La silla de la derecha estaba reservada para Damon Julian. Marsh se dejó caer en la silla pesadamente y contempló ceñudo la silla vacía que tenía ante sí.

Entonces entraron.

Marsh vio que sólo habían entrado en el salón los cuatro individuos de la noche. Sour Billy se había quedado fuera, en algún lugar, de lo cual se alegraba. Eran dos mujeres y un enorme tipo de rostro blancuzco y gesto inquietante que, en aquel momento, se sacudía el agua del abrigo. El otro era él. Marsh lo reconoció al instante. Tenía un rostro sin arrugas, de edad indefinible, enmarcado por unos rizos negros. Parecía un lord con su traje oscuro color borgoña y la camisa de seda sin corbata y con volantes en la pechera. En un dedo lucía un anillo de oro con un zafiro del tamaño de un terrón de azúcar. Engarzada en su chaleco negro llevaba una piedra reluciente, un diamante negro pulido con un fino engarce de oro amarillo. Avanzó por el salón y, tras dar la vuelta a la mesa, se detuvo junto a la silla de Joshua, en la cabecera de la mesa. A continuación, colocó sus manos lisas y blancas en el respaldo y miró a los presentes, uno por uno, recorriéndolos a todos.

Y todos se levantaron.

Los tres que habían llegado con él fueron los primeros, y luego Raymond Ortega, Cara, y el resto, de uno en uno, o por parejas. Valerie fue la última. Todo el mundo en la sala estaba de pie. Todos, menos Abner Marsh. Damon Julian mostró una sonrisa cálida y encantadora.

—Me alegro de estar con vosotros otra vez —dijo, mirando especialmente a Katherine—. ¡Querida mía!, ¡cuántos años han pasado! ¡Cuantísimos años…!

La sonrisa que apareció en la cara de buitre de Katherine era terriblemente desagradable, y así lo consideró Marsh. Decidió tomar la dirección de todo el asunto.

—Siéntese —le gritó a Damon Julian, al tiempo que le asía por la manga—. Tengo hambre, y ya llevamos demasiado tiempo esperando la cena.

—En efecto —dijo Joshua. Su intervención rompió el embrujo y todo el mundo volvió a sentarse. Sin embargo, Julian lo hizo en el asiento de Joshua, en la cabecera de la mesa.

Joshua se acercó y se quedó frente a Julian.

—Está usted en mi silla —le dijo. Su voz parecía tensa y forzada—. La suya es ésa. Si tiene la amabilidad…—le indicó—. Tenía los ojos fijos en Damon Julian, y Marsh observó el rostro de Joshua y vio en él poder, determinación fría y calculada intensidad. Damon Julian sonrió:

—¡Ah! —dijo en voz baja, al tiempo que se encogía de hombros—. Perdone.

Después, sin mirar ni un segundo a Joshua, se levantó y se trasladó a la otra silla.

Joshua se sentó muy erguido e hizo un gesto impaciente con los dedos. Un camarero apareció corriendo de entre las sombras y depositó una botella sobre la mesa, frente a York.

—Haga el favor de salir de la sala —le dijo Joshua al muchacho.

La botella ya estaba descorchada. Bajo las arañas de luz, rodeado de cristal y plata relucientes, la botella parecía oscura y amenazadora.

—Ya debe saber lo que es esto —le dijo Joshua York a Damon Julian con voz opaca.

—Sí.

York alargó el brazo, tomó la copa de vino de Julian y la llenó hasta el borde, dejándola a continuación precisamente en frente de su antagonista.

—Beba —le ordenó.

York tenía sus ojos en Julian y éste observaba la copa con una leve sonrisa en la comisura de los labios, como si estuviera abstraído en alguna diversión secreta. El gran salón estaba extrañamente silencioso. Marsh escuchó el lejano gemido de un vapor pugnando con la lluvia. El momento pareció durar una eternidad.

Damon Julian extendió el brazo, tomó la copa y bebió. La vació de un solo trago y fue como si se hubiera bebido toda la tensión acumulada allí. York sirvió tres copas más y se las pasó a los tres amigos de Julian. Los tres bebieron. Se mantuvieron varias conversaciones entre susurros.

Damon Julian sonrió a Abner Marsh.

Su barco es impresionante, capitán Marsh —dijo en tono cordial—. Espero que la comida esté al mismo nivel.

—La comida —dijo Marsh—, es mejor.

Emitió un rugido, sintiéndose casi como si volviera a ser el Marsh de siempre, y los camareros empezaron a servir el festín que Toby había preparado. Durante más de una hora, comieron. Los seres de la noche tenían buenos modales, pero sus apetitos no tenian nada que envidiar al de cualquier hombre del rio. Se lanzaron sobre la comida como un grupo de buitres, aunque guardando las formas. Todos, menos Damon Julian, quien comía lentamente, casi con delicadeza, deteniéndose a menudo para tomar un sorbo de vino y sonriendo con frecuencia sin razón aparente. Marsh había terminado el tercer plato y el primero de Julian aun estaba medio lleno. La conversación era relajada e intrascendente. Los del otro extremo hablaban en voz baja pero acaloradamente, y Marsh no pudo enterarse de qué decían. Más cerca de él, Joshua York y Damon Julian intercambiaron muchas palabras sobre la tormenta, el calor, el río y el Sueño del Fevre. Excepto cuando hablaban de su barco, Marsh no prestó gran atención, prefiriendo concentrarse en su plato.

Por último, los camareros sirvieron el café y el coñac, y desaparecieron. El salón principal del vapor quedó vacío a excepción de Abner Marsh y los seres de la noche. Marsh tomó un sorbo de su copa y oyó el ruido que hizo al beber antes de darse cuenta de que todas las conversaciones habian cesado.

—Por fin estamos juntos —dijo Joshua con voz traquila—, y esto es un nuevo inicio para nosotros, el pueblo de la noche. Quienes viven de dia dirian que es un nuevo amanecer —sonrió—. Para nosotros, un nuevo crepúsculo seria una metáfora más acertada. Escuchad todos, permitidme que os hable de mis planes.

Y con estas palabras, se levantó y empezó a exponerlos con toda franqueza.

Abner Marsh no estaba seguro de cuánto tiempo duró el discurso de York. El ya había escuchado todo aquello anteriormente: la liberación de la sed roja, el fin del temor, la confianza entre el día y la noche, las grandes cosas que se conseguirían con la asociación, la gran nueva época. Joshua prosiguió, elocuente, apasionado, salpicando su charla de fragmentos de poemas y de palabras grandilocuentes. Marsh prestó más atención a los demás, a las hileras de rostros blanquecinos que rodeaban la mesa. Todos ellos tenían la mirada puesta en Joshua, y todos escuchaban en silencio. Sin embargo, no todos tenían la misma actitud. Simon parecía un poco excitado y su mirada iba de York a Julian y nuevamente a York. Jean Ardant parecía en trance, en actitud de adoración; en cambio, otros rostros estaban fríos e inexpresivos. Raymond Ortega sonreía maliciosamente, y el tipo enorme llamado Kurt mostraba un gesto ceñudo. Valerie parecía nerviosa, y Katherine reflejaba en su rostro tan gran aversión que Marsh no se atrevió a seguir mirándola.

Entonces, Marsh dirigió su vista al frente, al lugar que ocupaba Damon Julian, y se encontró la mirada de Julian fija en él. Tenía los ojos negros, duros y brillantes como trozos de carbón de la mejor calidad. Marsh vio en ellos dos pozos, dos agujeros sin fondo, dos abismos aguardando para absorberlos a todos. Rápidamente desvió la mirada, sin ningún deseo de aguantar la de Julian, como había tratado estúpidamente de hacer con York tiempo antes, en su primer contacto en el Albergue de los Plantadores. Julian sonrió, y miró otra vez hacia Joshua, tomó un sorbo de café frío y escuchó. A Abner Marsh no le gustó aquella sonrisa, y la profundidad de aquellos ojos. De repente, volvió a sentir miedo.

Por fin, Joshua terminó su discurso y se sentó.

—Lo del vapor es una buena idea —dijo Julian en tono paciente. Su voz suave recorrió toda la longitud del salón. Y su bebida puede tener incluso utilidad. De vez en cuando. El resto, querido Joshua, puede usted olvidarlo.

El tono era amable y su sonrisa relajada y brillante. Ardant respiró profundamente, pero ninguno se atrevió a hablar. Abner Marsh se irguió en su asiento y por el rostro de Joshua pasó una sombra de preocupación.

—Perdóneme —dijo. Julian hizo un gesto lánguido pidiendo silencio.

—Sus historias me entristecen, querido Joshua —dijo Julian. Criado entre el ganado, piensa usted ahora como ellos. No es culpa suya, por supuesto. Con el tiempo, aprenderá, se alegrará de su verdadera naturaleza. Esos pequeños animales le han corrompido debido al tiempo que ha vivido entre ellos. Le han llenado la cabeza con su pequeña moral, su débil religión y sus tediosos sueños.

¿Qué está usted diciendo?—le interrumpió Joshua con tono irritado.

Julian no le respondió directamente. En lugar de ello, se volvió hacia Marsh.

—Capitán Marsh —le preguntó—, ese asado a que tanto honor ha hecho fue alguna vez parte de un ser vivo. ¿Supone usted que, si ese animal hubiera podido hablar, habría estado de acuerdo en que se lo comieran?

Sus ojos, aquellos ojos negros tan fieros, estaban fijos en Marsh, exigiéndole una contestación.

—Yo… Diablos, no, pero…

—Pero usted se lo come, ¿no es cierto? —prosiguió Julian con una alegre sonrisa—. Es natural, capitán, no se avergüence de ello.

—No me avergüenzo —dijo Marsh con firmeza—. Sólo era una vaca.

—Naturalmente —exclamó Julian—. Y el ganado es solo ganado.

Julian volvió a fijar la mirada en Joshua y prosiguió:

—Por supuesto, el ganado puede tener otro punto de vista. Pero eso no debe preocupar al capitán. El pertenece a un orden superior a la vaca. Es propio de su naturaleza matar y comer, y es propio de la naturaleza de la vaca ser muerta y ser comida. Ya ve, Joshua, la vida es en realidad bien simple.

“Sus errores provienen de haberse educado entre las vacas, que la han enseñado a no consumirlas. El mal, decía usted hace un momento. ¿Dónde ha aprendido este concepto? Lo ha sacado de ellas, naturalmente. Del ganado. Bien y mal son palabras típicas del ganado, palabras vacías, que sólo pretenden conservar sus vidas sin valor. El ganado vive y muere sintiendo un miedo terrible de nosotros, de sus superiores naturales. Nosotros turbamos sus sueños cuando ellos pretenden descansar, y se inventan dioses a los que atribuyen poderes sobre nosotros, queriendo creer que unas cruces y un poco de agua bendita pueden dominarnos.

“Debe comprender, querido Joshua, que no existen el bien y el mal, sino la fuerza y la debilidad, los amos y los esclavos. Le ha atacado a usted la fiebre de la moralidad, del sentimiento de culpa y de vergüenza. ¡Qué sarta de tonterías! Todas esas palabras son de ellos, no nuestras. Predica un nuevo principio pero, ¿qué pretende? ¿Que seamos como el ganado? ¿Quemarnos bajo su sol, trabajar en lugar de tomar, reverenciar a los dioses del ganado? No. Ellos son animales, son inferiores por naturaleza, son nuestro grande y hermoso ganado. Así son realmente las cosas.

—No —replicó Joshua York. Echó atrás la silla y se levantó quedando frente a la mesa como un Goliath pálido y delgado—. El pueblo de día piensa, sueña y ha construido un mundo, Julian. Se equivoca usted. Nosotros y ellos somos primos, somos dos caras de la misma moneda. No son ganado. ¿Ha visto todo lo que han creado? Ellos traen belleza al mundo. En cambio nosotros, ¿qué hemos creado? Nada. La sed roja ha sido nuestra maldición.

—Ah, pobre Joshua —suspiró Damon Julian, al tiempo que servía más coñac—. Que ellos creen la vida, la belleza, lo que quieran. Nosotros tomaremos posesión de sus creaciones, usaremos y las destruiremos cuando nos venga en gana. Así son las cosas. Nosotros somos los amos, y los amos no trabajan. Que ellos hagan las cosas, y nosotros nos las pondremos. Que ellos construyan los barcos, nosotros los llevaremos. Que sueñen con la vida eterna. Nosotros la disfrutamos, bebemos sus vidas y saboreamos la sangre. Somos amos de esta tierra, y tal es nuestra herencia. Nuestro destino, si lo prefiere, Joshua. Alégrese de su naturaleza, y no pretenda cambiarla. Aquellos del ganado que nos conocen de verdad nos envidian. Y cualquiera de ellos querría ser como nosotros si tuvieran la posibilidad —sonrió Julian maliciosamente—. El ganado arde de ansia por ser como nosotros, igual que los negros sueñan con ser blancos. Ya ve a qué extremo llegan: Juegan a ser amos, y esclavizan incluso a los de su propia raza.

—Igual que usted —contestó Joshua con voz cargada de amenazas—. ¿De qué otro modo llamaría usted al dominio que ejerce sobre su propio pueblo? Usted, Julian, hace esclavos de su torcida voluntad hasta a aquellos a quienes hace un momento llamaba amos.

—Incluso entre nosotros los hay fuertes y los hay débiles, querido Joshua —dijo Damon Julian—. Y está bien que los fuertes dominen.

Julian dejó su copa sobre la mesa y miró hacia el otro extremo.

—Kurt —dijo entonces—. Llama a Billy.

—Sí, Damon —dijo el hombretón al tiempo que se levantaba.

—¿Dónde va? —preguntó Joshua mientras Kurt cruzaba el salón, reflejando su caminar resuelto en una docena de espejos.

—Ya ha jugado usted lo suficiente a ser ganado, Joshua —dijo Julian—. Voy a enseñarle lo que significa ser un amo. Abner Marsh se sintió helado y temeroso. Todos los ojos del salón estaban brillantes, transfigurados, pendientes del drama que se representaba en la cabecera de la mesa. Joshua York, de pie, parecía elevarse sobre el sentado Julian, pero por alguna razón no daba impresión de dominio. Los ojos grises de Joshua miraban con toda la fuerza y pasión que puede demostrar un hombre pero, pensó Marsh, Damon Julian no era en absoluto humano.

Kurt regresó en un instante. Sour Billy debía estar junto a la puerta, como un esclavo a la espera de una palabra de su amo. Kurt se sentó de nuevo en su lugar. Sour Billy Tipton se encaminó directamente a la cabecera de la mesa llevando algo entre las manos y con una extraña mirada de excitación.

Damon Julian apartó los platos con un brazo y dejó un espacio libre sobre la mesa. Sour Billy depositó allí su carga y, al abrirla, apareció sobre el mantel, delante mismo de Joshua, un negrito recién nacido.

—¿Qué diablos…?—rugió Marsh. Se echó hacia atrás, echando fuego por los ojos y empezó a levantarse.

—Sentadito y muy quieto, muchacho —dijo Sour Billy con voz hueca y tranquila. Marsh empezó a volverse hacia él pero notó algo frío y muy afilado que le apretaba el cuello por uno de los lados—. Si abres la boca voy a tener que hacerte sangre —prosiguió Sour Billy—. ¿Y te imaginas qué harán todos ellos cuando vean manar toda esa hermosa sangre caliente?

Temblando, presa de la rabia y el terror, Abner Marsh volvió a sentarse, muy quieto. La punta del cuchillo de Billy le apretó un poco más y Marsh notó algo caliente y húmedo que le corría cuello abajo.

—Bien —susurró Billy—. Muy bien.

Joshua York observó un instante a Abner Marsh y volvió su atención a Julian otra vez.

—Esto me parece una obscenidad —dijo en tono frío—. Julian, no sé por qué ha hecho traer a ese niño, pero no me gusta. Este juego se terminará ahora mismo. Dígale a su hombre que aparte la navaja del cuello del capitán.

—¡Ah! —contestó Julian—. ¿Y si me negara a hacerlo?

—No se negará —dijo Joshua—. Yo soy el maestro de sangre.

—¿De verdad?—preguntó burlonamente Julian.

—Sí. No me gusta utilizar sus métodos para obligar a la gente, Julian, pero si tengo que hacerlo, lo haré.

—Vaya, vaya —replicó Julian con una sonrisa. Se levantó, se estiró indolente, como un enorme gato negro despertándose de una siesta, y extendió la mano al otro lado de la mesa, en dirección a Sour Billy.

—Billy, dame tu cuchillo —le dijo.

—Pero… ¿Y él? —contestó Sour Billy.

—El capitán Marsh sabrá comportarse —dijo Julian—. El cuchillo.

Billy se lo tendió, presentándole el mango.

—Bien —dijo Joshua.

No pudo continuar. En aquel mismo instante, Damon Julian hizo la cosa más horrible que Abner Marsh había visto en toda su vida. Con gran rapidez y maestría, se inclinó sobre la mesa, bajó la navaja de Billy y, con un único y diestro movimiento de la afilada hoja, le cortó al pequeño la mano derecha separándosela del brazo.

El niño se puso a gritar. La sangre salpicó la mesa, manchando los pies de las copas, la cubertería de plata y el mantel de fino lino blanco. Entonces, Julian se situó frente a Joshua York.

—Bebe —le ordenó, ausente de su voz todo tono de alegría.

York apartó el cuchillo de un golpe, y el arma saltó de la mano de Julian, yendo a caer sobre la alfombra, a unos metros de ambos. Joshua parecía un difunto. Extendió el brazo, puso dos fuertes dedos a cada lado de la herida del pequeño y apretó. La hemorragia se detuvo.

—Dadme una cuerda —ordenó.

Nadie se movió. El niño seguía gritando.

—Hay otro modo más sencillo de hacerle callar —dijo Julian. Alzó la palma de la mano y tapó con ella la boca delbebé. Su manaza cubría por completo la negra cabecita y amortiguaba sus lloros. Julian empezó a apretar.

—¡Suéltale! —gritó York.

—¡Mírame! —contestó Julian—. ¡Mírame, maestro de sangre!

Y sus miradas se encontraron, ambos de pie junto a la mesa, cada uno con una mano sobre el pequeño retazo de humanidad que tenían delante.

Abner Marsh se quedó sentado allí, aturdido, asqueado y furioso, dispuesto a hacer algo, pero incapaz de moverse. Como todos los demás, observaba a Julian y Joshua, aquella extraña y silenciosa lucha de voluntades.

Joshua York estaba temblando. Tenía la boca apretada en gesto de furia, los músculos del cuello tensos y ]os ojos grises fríos y llenos de odio. Parecía un hombre poseído, un dios pálido y colérico vestido de blanco, azul y plata. Era imposible que algo pudiera resistirse a aquella manifestación de fuerza de voluntad, pensó Marsh. Imposible.

Después miró a Damon Julian.

Sus ojos le dominaban el rostro, fríos, negros, malévolos e implacables. Abner Marsh dejó la mirada un instante en aquellos ojos y de repente se sintió mareado. Escuchó los gritos de unos hombres a lo lejos, distantes, y su boca se llenó de saber a sangre. Vio todas aquellas máscaras llamadas Damon Julian y Giles Lamont y Gilbert d’Aquin y Philip Caine y Sergei Alexov y otros mil más y vio como cada una de ellas caía y daba paso a otra, más antigua y terrible que la anterior, máscara tras máscara, cada una más animalesca y bestial que la precedente. En el fondo de todos aquellos rostros el ser no tenía encanto, ni sonrisa, ni bellas palabras, ni ricas ropas y joyas. Aquel ser no tenía nada que ver son la humanidad, no era humano, y sólo mostraba la sed, la fiebre, la sed roja, roja, antigua e insaciable. Era primitivo y muy fuerte. Vivía y respiraba y bebía del miedo, y era viejo, muy viejo, más que el hombre y todas sus obras, más que los bosques y los ríos, más que los sueños.

Abner Marsh parpadeó y allí al otro lado de la mesa frente a él, vio a un animal, un animal alto y hermoso vestido con ropas de color borgoña, sin el menor rasgo de humanidad. Las facciones de su rostro eran las facciones del terror y sus ojos… Sus ojos eran rojos. No negros, sino rojos, con una luz que parecía surgir de dentro, y rojos, de un rojo ardiente, sediento.

Joshua soltó el brazo del bebé. Un chorro de sangre salpicó débilmente la mesa. Instantes después, un sonido parecido a un crunch húmedo y terrible llenó el salón.

Abner Marsh, aún medio mareado, sacó de la bota el largo cuchillo de cocina y saltó de su silla con un grito, furioso y enloquecido. Sour Billy intentó detenerle por detrás, pero Marsh era demasiado fuerte y estaba demasiado furioso. Apartó a Billy de un golpe y se lanzó por encima de la mesa del comedor hacia Damon Julian. Este apartó la mirada de los ojos de Joshua justo a tiempo y se echó ligeramente hacia atrás. El cuchillo falló su objetivo de cegarle por una fracción de centímetro y abrió una gran herida en el pómulo de su rostro. De la herida manó sangre y Julian emitió un gruñido desde lo más hondo de la garganta.

Entonces, alguien asió a Marsh por detrás, lo arrastró lejos de la mesa y lo envió volando al otro extremo del salón. El desconocido le alzó en el aire y le lanzó a distancia, pese a sus ciento treinta kilos, como si fuera un niño pequeño. El aterrizaje le produjo un buen golpe, pero Marsh se las arregló para rodar sobre sí mismo y ponerse de nuevo en pie.

Vio que había sido Joshua quien le había lanzado, y que era Joshua quien estaba ahora más próximo a él. Vio que a su socio le temblaban las manos y tenía los ojos grises llenos de temor.

—Corra, Abner —le dijo—. Salga del barco, corra.

Detrás de él, los demás se habían levantado de la mesa. Vio sus rostros blancos intensos y fijos en él, sus manos pálidas, fuertes y poderosas. Katherine sonreía, le sonreía con la misma expresión que Abner había visto en ella el día en que le sorprendió saliendo del camarote de Joshua. El viejo Simon estaba temblando. Incluso Smith y Brown se acercaban amenazadores hacia él, lentamente, acorralándole. Vio que sus miradas no eran amistosas y que sus labios estaban húmedos. Todos ellos avanzaban ahora hacia él y Damon Julian también salió de detrás de la mesa, casi sin hacer ruido, con la sangre secándosele en el pómulo y la herida cerrándose casi a la vista de Abner. Abner Marsh se miró las manos y vio que había perdido el cuchillo. Retrocedió de espaldas, paso a paso, hasta tropezar con la puerta cubierta de espejos de uno de los camarotes.

—Corra, Abner —repitió Joshua.

Marsh abrió la puerta del camarote y retrocedió a su interior. Entonces vio que Joshua le volvía la espalda y permanecía entre él y los demás, Julian y Katherine y todos los demás, el pueblo de la noche, los vampiros. Y aquello fue lo último que vio antes de dar media vuelta y echar a correr.

CAPITULO DIECIOCHO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

agosto de 1857

Cuando, a la mañana siguiente, el sol se alzó sobre Nueva Orleans como un abultado ojo amarillo que volvía carmesí la niebla del río y que prometía un día abrasador, Abner Marsh aguardaba ya junto al embarcadero.

La noche anterior había corrido sin parar, por entre las calles iluminadas con farolas a gas del Vieux Carré, como un loco, tropezando con los transeúntes, tambaleándose y resbalando, corriendo como no lo había hecho en su vida, hasta que al fin advirtió que nadie le perseguía. Entonces, Marsh entró en la primera taberna que vio y se tragó tres whiskys seguidos para detener el temblor de sus manos. Por último, ya próximo el amanecer, empezó a bajar otra vez hacia el Sueño del Fevre. Nunca en toda su vida había sentido tanta furia ni tanta vergüenza. Le habían hecho salir corriendo de su propio barco, le habían puesto una navaja en el cuello y habían asesinado a un niño justo frente a sus narices y en su propia mesa. Nadie podía tratarle así impunemente, pensó. Ni hombres blancos, ni negros, ni pieles rojas, ni tampoco ningún maldito vampiro. Se juró a sí mismo que aquel Damon Julian iba a lamentarlo mucho. Había llegado el día, y los cazadores se convertían en presas.

El muelle latía ya de actividad cuando Marsh llegó hasta él. Otro gran vapor de palas laterales había atracado junto al Sueño del Fevre y estaba descargando. Los vendedores ambulantes ofrecían frutas y helados desde sus carros, y habían hecho su aparición un par de omnibuses de hoteles de lujo. El Sueño del Fevre despedía vapor por las chimeneas, observó Abner entre la sorpresa y la alarma. Un humo oscuro se enroscaba sobre el barco mientras abajo un grupo de estibadores cargaban las últimas mercancías. Apresuró el paso y se acercó a ellos, al tiempo que les gritaba:

—¡Eh, vosotros, un momento!

El mozo más próximo era un negro de fuerte constitución, de cabeza calva y brillante, a quien faltaba una oreja. Al oír el grito de Marsh se volvió, con un Lonei sobre el hombro derecho.

—¿Sí, capitán?

—¿Qué sucede aquí? —inquirió Abner—. ¿A qué viene todo este vapor? Yo no he dado ninguna orden.

—Yo sólo me ocupo de cargar —contestó el otro—. No sé nada más, señor.

Marsh masculló un juramento y siguió adelante. Hairy Mike Dunne apareció balanceándose sobre la cubierta inferior, con la barra de hierro en la mano.

—Mike —le llamó Abner Marsh. Hairy Mike frunció el ceño dándole a su rostro moreno un fiero aspecto de concentración.

—Buenos días, capitán. ¿De verdad ha vendido usted el barco?

—¿Cómo?

—El capitán York nos dijo que le había vendido usted su mitad y que no vendría con nosotros. Anoche volví un par de horas después de la medianoche, con algunos muchachos más, y York nos contó que usted y él se habían discutido, que dos capitanes eran demasiados, y que usted le había vendido su parte. También le dijo a Whitey que diera presión al vapor. Así se hizo, y aquí estamos. ¿Es cierto todo eso, capitán?

Marsh estaba confuso. Los estibadores empezaban a reunirse a su alrededor, curiosos, y por ello cogió del brazo a Hairy Mike y le alejó de la rampa por donde subían las mercancías.

—Mike, no tengo tiempo para historias largas —le dijo tan pronto como los dos estuvieron razonablemente apartados de los demás—, así que no me acose a preguntas, ¿entendido? Limítese a hacer lo que le diga.

Hairy Mike asintió.

—¿Problemas, capitán? —dijo, dando unos golpecitos con la barra de hierro en la palma de su mano grande y carnosa.

—¿Cuánta gente ha regresado a bordo?

—La mayor parte de la tripulación y algunos pasajeros. Sólo quedan unos cuantos por subir.

—No vamos a esperar a nadie más —dijo Marsh—. Cuantos menos seamos a bordo, mejor. Vaya a buscar a Framm o a Albright, me da igual cualquiera de los dos. Llévelo a la cabina del piloto y que nos saque de aquí. Ahora mismo, ¿entendido? Voy a buscar al señor Jeffers. Cuando tenga al piloto, reúnase con nosotros en el despacho del sobrecargo. No le diga nada de esto a nadie.

Entre sus espesas patillas se dibujó una leve sonrisa.

—¿Qué vamos a hacer? ¿A vender este vapor por cuatro perras, quizá?

—No —contestó Abner—. Vamos a matar a un hombre. Y no es a Joshua. ¡Vamos, muévase! Después, venga a la oficina.

Sin embargo, Jonathon Jeffers no estaba en la oficina y Marsh hubo de encaminarse al camarote del sobrecargo y golpear la puerta insistentemente hasta que un Jeffers de aspecto soñoliento abrió la puerta, aún en camisón.

—Capitán Marsh —dijo, conteniendo un bostezo—. El capitán York nos dijo que había vendido su parte. Yo no le encontré mucho sentido a lo que nos contó, pero no estaba usted presente y, por tanto, no supe qué pensar. Pase.

—Dígame qué sucedió aquí anoche —dijo Marsh en cuanto estuvo a cubierto en el camarote del sobrecargo. Jeffers volvió a bostezar.

—Perdone, capitán, pero casi no he dormido.—se acercó a la jofaina situada sobre la cómoda y se mojó la cara. Después, buscó las gafas y volvió adonde se encontraba Marsh, ya con un aspecto más parecido al habitual—. Bien, déjeme hacer memoria un minuto. Estábamos en el St. Charles, donde habíamos quedado. Íbamos a pasar allí toda la noche para que el capitán York y usted pudieran disfrutar de su fiesta privada —enarcó las cejas con aire sardónico—. Estaban conmigo Jack Ely y Karl Framm, y Whitey con algunos de los fogoneros, y… Bueno, estábamos allí un buen grupo. También estaba el aprendiz del señor Framm. El señor Albright cenó con nosotros, pero después subió a acostarse mientras los demás nos quedábamos a beber y charlar. Teníamos habitaciones reservadas pero, no bien nos habíamos metido en la cama, a las dos o las tres de la madrugada, cuando Raymond Ortega y Simon y ese tipo, Sour Billy Tipton, vinieron para llevarnos a toda prisa a bordo del barco. Nos dijeron que York quería vernos a todos inmediatamente. Así lo hicimos y el capitán York nos reunió en el gran salón y nos contó que le había comprado a usted su parte, y que zarparíamos durante la mañana. Envió a algunos de los marineros a recoger a los que todavía quedaban en Nueva Orleans y a informar de las novedades a los pasajeros. Creo que ahora casi toda la tripulación debe estar a bordo. Toda la carga está dispuesta, y por eso había decidido echar un sueñecito. Bueno, capitán, dígame usted ahora, ¿qué es lo que está sucediendo?

—No tengo tiempo de contárselo —masculló Marsh—. Y aunque lo hiciera, no creería usted ni una palabra. ¿Vio algo extraño en el salón anoche?

—No —dijo Jeffers, con una ceja enarcada—. ¿Debería haberlo visto?

—Quizá.

—Todos los restos de la cena habían desaparecido totalmente—. Es algo extraño, si se piensa, pues todos los camareros estaban en tierra.

—Supongo que Sour Billy se ocupó de todo —dijo Marsh— pero no importa. ¿Estaba aquí Julian?

—Sí, él y unos cuantos más que no había visto nunca. El capitán York me hizo asignarles camarotes. Ese Damon Julian es un tipo extraño. Parecía muy amigo del capitán York. Es bastante educado, y tiene buen aspecto, excepto por esa cicatriz.

—¿Les dio usted camarotes, decía?

—Así es —continuó Jeffers—. El capitán York dijo que Julian se quedara en su camarote, señor, pero yo no accedí, sabiendo que dentro estaban sus cosas. Insistí en que tomara uno de los camarotes de los pasajeros, junto al salón, hasta que tuviera la oportunidad de hablar con usted y Julian dijo que le parecía correcto, así que en realidad no hubo muchos problemas.

—Bien —contestó Abner Marsh con una sonrisa—. ¿Y Sour Billy? ¿Dónde está?

—Tiene el camarote más próximo al de Julian —dijo Jeffers—, pero dudo de que esté allí ahora. La última vez que lo vi merodeaba por la cubierta principal, actuando como si el barco fuera suyo y jugando continuamente con ese cuchillo que tiene. Le vi rascando con él en una de las columnas, como si no fueran más que troncos viejos y muertos. Le dije que se detuviera o haría que Hairy Mike le echara por la borda y me obedeció, pero se quedó mirándome con aire belicoso. Ese tipo es un verdadero problema.

—¿Cree usted que estará aún en el comedor principal?

—Bueno, he estado durmiendo, pero allí estaba la última vez que le vi, dormitando en un sillón.

—Vístase —le ordenó Marsh—. Y rápido. Nos reuniremos en su oficina, inmediatamente.

—Desde luego, capitán —asintió Jeffers, confundido.

—Y traiga su bastón de estoque —añadió Marsh al tiempo que salía.

Menos de diez minutos después, Marsh, Jeffers y Hairy Mike Dunne se reunían en la oficina del sobrecargo.

—Siéntense y permanezcan callados y atentos —dijo Marsh—. Sé que esto va a parecerles una locura, pero los dos me conocen desde hace muchos años y saben perfectamente que no soy un charlatán, ni voy por ahí contando fantasías como el señor Framm. Lo que he de decirles es la pura verdad, o que me estalle debajo una maldita caldera si miento.

Abner Marsh inspiró profundamente y empezó el relato. Les contó todo lo sucedido, deteniéndose sólo una vez, cuando el estridente grito de la sirena del vapor le interrumpió,al tiempo que la cubierta empezaba a vibrar.

—Zarpamos —dijo Hairy Mike—. Río arriba, como usted dijo.

—Bien —convino Marsh, y reanudó el relato mientras el Sueño del Fevre se separaba del embarcadero de Nueva Orleans, daba marcha atrás a sus grandes palas y empezaba a remontar el Mississippi bajo un sol cálido y sin nubes.

Cuando Marsh hubo terminado, Jonathon Jeffers le miró despectivo.

—Bueno —dijo al fin—. Es fascinante. Quizá deberíamos llamar a la policía.

Hairy Mike Dunne dio un respingo.

—Nada de eso. En el río, cada uno resuelve sus propios problemas —añadió, alzando la vara de hierro.

Abner Marsh asintió.

—Este es mi barco, y no voy a llamar a nadie de fuera, señor Jeffers.

Así eran las cosas en el río. Daba menos molestias pegarle un buen golpe al causante de los problemas, lanzarlo por la borda y dejar que las palas terminaran con él. El viejo diablo del río guardaba el secreto.

—Y, sobre todo, no vamos a llamar a la policía de Nueva Orleans. No van a preocuparse en absoluto por un bebe esclavo, y ni siquiera tenemos el cuerpo. De todos modos, son un hatajo de sinvergüenzas y no iban siquiera a prestarnos atención. Y en caso contrario, ¿qué? Vendrían con sus pistolas y sus porras, que son totalmente inútiles contra Julian y su grupo.

—Así pues, tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta —murmuró Jeffers—. ¿Cómo?

—Sugiero que vayamos a por esos tipos, uno por uno, y acabemos con ellos —dijo Hairy Mike en tono amistoso.

—No —intervino Abner—. Supongo que Joshua puede controlar a los demás, pues ya lo ha hecho antes. El intentó portarse bien e impedir lo que sucedió anoche, pero Julian resultó demasiado para él. Sólo tenemos que librarnos de Julian antes de que anochezca.

—No será difícil —insinuó Hairy Mike. Abner Marsh frunció el ceño.

—No estoy tan seguro. Esto no es como en las leyendas. No son tan indefensos de día. Sólo están dormidos y, si se les despierta, son terriblemente fuertes y asombrosamente rápidos, y no resulta fácil alcanzarles. Todo tiene que hacerse bien. Creo que podemos hacerlo entre los tres, así que no hace falta involucrar a nadie más. Si algo sale mal, haremos bajar a todo el mundo del vapor antes de que anochezca y nos situaremos en algún lugar río arriba donde nadie puede interferir, donde ninguno de esos tipos de la noche pueda llegar, en el caso de que tengamos que matar a alguien, aparte de Julian. Pero creo que esto no ocurrirá.—Se volvió hacia Jeffers y le preguntó—: ¿Tiene el duplicado de la llave del camarote donde instaló a Julian?

—Sí, en la caja fuerte —respondió el aludido, apuntando hacia la caja de hierro negro con el bastón de estoque.

—Bien —asintió Marsh—. Mike ¿con cuánta fuerza puede pegar con esa barra de hierro suya?

Hairy Mike sonrió y dio unos golpecitos con la barra aludida en la palma de su mano. Se produjo un sonido sordo.

—¿Con cuánta fuerza quiere que pegue, capitán?

—Quiero que le aplaste su maldita cabeza —dijo Marsh—. Y tiene que hacerlo a la primera, de un solo golpe. No va a tener tiempo para un segundo intento. Si sólo consigue romperle la nariz, al segundo siguiente ya le tendrá encima desgarrándole la garganta.

—Un golpe —repitió Hairy Mike—. Uno solo.

Abner Marsh asintió, confiando en que el enorme primer oficial sería fiel a su palabra.

—Entonces, sólo queda un asunto más. Sour Billy. Es el perro guardián de Julian. Quizá esté adormilado en algún sillón del salón, pero sospecho que se despabilará enseguida si ve que nos dirigimos a la puerta de Julian. Así pues, no debe vernos. Los camarotes de la cubierta de calderas tienen dos puertas. Si Billy está en el salón, entraremos por el paseo exterior. Si está fuera, entraremos por el salón. Antes de hacer nada más, debemos comprobar dónde está Billy. Es asunto suyo, señor Jeffers. Tiene que encontrar a Sour Billy Tipton y decirnos dónde está. También tiene que asegurarse de que no ande merodeando por las proximidades. Si oye ruidos o jaleo en el camarote de Julian, o si se encamina hacia allí, quiero que utilice usted el estoque de ese bastón que lleva y que se lo hunda en su precioso estómago, ¿entendido?

—Entendido —asintió el sobrecargo, con rostro serio. Se colocó bien las gafas.

Abner Marsh se detuvo un momento y miró intensamente a sus dos aliados: el sobrecargo, delgado y elegante, con sus gafas de montura de oro y sus polainas abotonadas, la boca tensa, el cabello peinado hacia atrás con gomina, como siempre y, junto a él, el enorme primer oficial con su burda vestimenta y su rostro duro, sus modales toscos, sus ojos verdes intensos, vibrando ya con la perspectiva de una pelea. Abner Marsh pensó que formaban una pareja extraña, pero formidable. Resopló, complacido.

—Bien, ¿a qué esperamos? Señor Jeffers, vaya a enterarse dónde está Sour Billy.

El sobrecargo se levantó. Regresó al cabo de cinco minutos.

—Está en el comedor principal, desayunando. La sirena debe haberle despertado. Está tomando unos huevos y pastelillos de carne, con una gran cafetera al lado. Está sentado en un lugar desde donde puede observar la puerta del camarote de Julian.

—Bien —dijo Marsh—. Señor Jeffers, ¿por qué no va también usted a desayunar?

—Sí, creo que me ha entrado apetito —sonrió Jeffers.

—Primero, denos las llaves.

Jeffers asintió y se inclinó hacia la caja fuerte. Ya con las llaves en la mano, Marsh concedió unos buenos diez minutos al sobrecargo para regresar al gran salón. Después, se puso en pie y dio un gran suspiro. El corazón le galopaba en el pecho.

—Vamos —le dijo a Hairy Mike Dunne, al tiempo que abría la puerta al mundo exterior.

El día era cálido y brillante, lo cual le pareció a Marsh un buen presagio. El Sueño del Fevre avanzaba río arriba con toda placidez, dejando una doble estela de espuma ribeteada de blanco. Debían avanzar a unos dieciocho nudos, pensó Marsh, y con la suavidad y elegancia de los modales de un criollo. Se sorprendió preguntándose qué tiempo haría hasta Natchez, y de repente deseó más que cualquier otra cosa estar arriba en la cabina del piloto, contemplando el río que tanto amaba. Abner Marsh tragó saliva y parpadeó para evitar que le cayeran unas lágrimas, sintiéndose enfermo y cobarde.

—¿Capitán? —dijo Hairy Mike, dubitativo. Abner Marsh masculló una maldición.

—No es nada —añadió—. Sólo que… ¡Maldita sea, vamos de una vez!

Llegó hasta la puerta con la llave del camarote de Julian bien apretada en su mano roja y enorme. Los nudillos se le estaban poniendo blancos.

Al llegar frente al camarote, Marsh se detuvo a echar una ojeada alrededor. El paseo estaba casi desierto. Una señora contemplaba el paisaje apoyada en la barandilla, a una buena distancia a proa de donde se encontraban, y aproximadamente a una docena de puertas más adelante había un tipo de camisa blanca y sombrero gacho, sentado con la silla apoyada hacia atrás en la puerta de uno de los camarotes, pero ninguno de los dos parecían muy interesados en Marsh y Hairy Mike. Abner introdujo cuidadosamente la llave en la cerradura.

—Recuerde lo que le he dicho —le susurró al primer oficial—. Rápido y en silencio. Un solo golpe.

Hairy Mike asintió y Marsh hizo girar la llave. La puerta se abrió en silencio y Marsh empujó.

Dentro todo estaba cerrado y oscuro, cubierto de cortinas y contraventanas cerradas, como solía hacer en sus habitaciones la gente de la noche; con todo, distinguieron una forma pálida bajo las sábanas a la luz que penetraba por la puerta. Avanzaron con todo el silencio que puede pedirse a dos hombres grandes y ruidosos, e inmediatamente Marsh cerró la puerta tras él y Hairy Mike Dunne se adelantó, alzando su vara de hierro de un metro de longitud por encima de la cabeza. Abner Marsh distinguió a duras penas al ser que estaba en la cama, que se agitó al tiempo que se volvía hacia el ruido y hacia la luz. Hairy Mike estuvo a su altura en dos rápidas zancadas, y el hierro cayó en un arco terrible al final de su enorme brazo, cayó y cayó hacia el pálido rostro del durmiente en un instante que le pareció una eternidad.

Entonces la puerta del camarote se cerró por completo, desapareció el último retazo de luz y en la total oscuridad Abner Marsh escuchó un ruido como de un pedazo de carne al caer sobre el mármol del carnicero y, debajo de este sonido, otro como el de un huevo al romperse, y contuvo la respiración.

El camarote quedó en total silencio y Marsh no pudo distinguir absolutamente nada. De la oscuridad, le llegó un sonido grave y gutural. Un sudor frío le empapó todo el cuerpo.

—Mike —susurró, al tiempo que buscaba una cerilla.

—Sí, capitán —le contestó la voz del primer oficial—. Un golpe, ya está —añadió, con un nuevo sonido gutural.

Abner Marsh rascó la cerilla en la pared y parpadeó.

Mike estaba todavía inclinado sobre el lecho con la barra de hierro en la mano.

—¿Está muerto?—preguntó Marsh; tenía la poderosa y repentina impresión de que aquella cabeza destrozada iba a empezar a juntarse y sanar en cualquier momento, y que el pálido cadáver se levantaría y se reiría de ellos.

—No he visto nunca a nadie más muerto —dijo Hairy Mike.

—Asegúrese —ordenó Marsh—. Asegúrese bien.

Hairy Mike Dunne encogió sus enormes y poderosos hombros y alzó la barra ensangrentada, que cayó de nuevo sobre la cabeza y la almohada. Una segunda vez. Una tercera. Una cuarta. Hairy Mike Dunne era un tipo terriblemente fuerte.

La cerilla le quemó los dedos a Marsh. La apagó.

—Vámonos —dijo ásperamente.

—¿Qué hacemos con él?—preguntó Hairy Mike.

Marsh abrió la puerta del camarote. Tenía ante sí el sol y el río, una bendición.

—Dejémosle aquí, a oscuras —contestó—. Cuando caiga la noche le tiraremos al río.

Hairy Mike siguió a Marsh fuera del camarote y cerró la puerta tras de sí. Marsh se sentía mal. Inclinó su gran humanidad contra la barandilla de la cubierta de calderas y tuvo que esforzarse para no caer del otro lado. Chupasangre o no, lo que le habían hecho a Damon Julian era difícil de soportar.

—¿Necesita ayuda, capitán?

—No —respondió éste. Se enderezó con esfuerzo. La mañana ya era calurosa y el sol amarillo batía el río hasta hacerse agobiante. Marsh estaba bañado en sudor.

—No he dormido mucho —dijo, esforzándose por sonreír—. De hecho, no he dormido en absoluto. Y eso que acabamos de hacer también me ha costado un buen esfuerzo.

Hairy Mike se encogió de hombros. Por lo visto, a él no le costaba tanto.

—Váyase a dormir —le dijo a Abner.

—No —replicó Marsh—. No puedo. Tengo que ver a Joshua y explicarle lo que acabamos de hacer. Tiene que saberlo para que así esté preparado para dominar a los demás.

De repente, Abner Marsh se descubrió preguntándose cómo reaccionaría Joshua York ante el brutal asesinato de uno de los suyos. Después de lo sucedido la noche anterior, no creía que Joshua se sintiera muy molesto, pero no estaba seguro. En realidad, Abner no conocía a los seres de la noche ni sabía cómo pensaban y, si bien Julian era un chupasangre y un infanticida, los demás también habían hecho cosas casi igual de terribles, incluido Joshua. Y Damon Julian también había sido el maestro de sangre de Joshua y los demás, el rey de los vampiros. Y cuando alguien mata al rey de uno, aunque sea un rey al que odia, ¿no está obligado el súbdito a hacer algo al respecto? Abner Marsh recordó la fría fuerza de la cólera de Joshua y, ante aquel recuerdo, se encontró sin muchas ganas de subir al camarote del capitán en la cubierta superior, especialmente ahora que Joshua estaría en su peor momento, recién acostado.

—Quizá sea mejor que espere —se descubrió diciéndose a sí mismo—. Dormiré un poco.

Hairy Mike asintió.

—Sin embargo, tengo que ser el primero en hablar con Joshua —dijo Marsh. Se sentía realmente enfermo: tenía náuseas, fiebre y malestar. Era preferible acostarse un par de horas—. No puedo dejar que se entere por su cuenta. Se lamió los labios, que tenía más secos que el papel de lija. Usted vaya a hablar con Jeffers, explíquele como ha salido el asunto, y luego, antes del crepúsculo, vengan a verme uno de los dos. Y bastante antes del crepúsculo, ¿comprendido? Necesito al menos una hora para ir a hablar con Joshua. Le despertaré y se lo contaré y así, cuando llegue la noche, sabrá cómo manejar al resto de su gente. También sería conveniente que alguno de los marineros vigilara los movimientos de Sour Billy. Llegará el momento en que también tendremos que tratar con él.

—Deje que el río trate con él —insinuó Hairy Mike.

—Quizá lo hagamos —contestó Marsh—. Quizá. Ahora, me voy a descansar, pero acuérdese de despertarme un buen rato antes de que anochezca, ¿entendido?

—Perfectamente.

Y así Abner Marsh ascendió a duras penas la escalera hasta la cubierta superior, sintiéndose enfermo y más cansado a cada escalón. Frente a la puerta de su camarote, le invadió un súbito acceso de miedo. ¿Qué sucedería si, pese a lo que Jeffers había dicho, se había instalado uno de ellos en su camarote? Sin embargo, cuando abrió de par en par la puerta y dejó que la luz entrara en la habitación comprobó que estaba vacía. Marsh entró tambaleándose, descorrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara toda la luz y todo el aire posible. Después, cerró la puerta con llave y se sentó pesadamente en la cama para quitarse sus ropas húmedas de sudor. El camarote resultaba sofocante pero Marsh estaba demasiado agotado para advertirlo. Se quedó dormido casi al instante.

CAPITULO DIECINUEVE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

agosto de 1857

El sonoro e insistente golpeteo en la puerta de su camarote despertó por fin a Abner Marsh de su profundo sueño. Se estiró, todavía adormilado, y se sentó en la cama.

—¡Un minuto! —gritó. Se dirigió pesadamente hacia el lavabo, como un enorme oso desnudo recién salido de la hibernación y nada satisfecho de ello. Hasta después de haberse mojado la cara con el agua del lavabo, no recordó lo sucedido.

—¡Maldita sea por todos los diablos!—masculló irritado, contemplando las sombras grises que ocultaban ya todos los rincones del pequeño camarote. Detrás de la ventana, el cielo estaba oscuro y de color púrpura—. ¡Maldita sea!—repitió, tomando unos pantalones limpios. Dio cuatro pasos y se asomó a la puerta—. ¿Qué diablos significa eso de dejarme dormir hasta tan tarde?—le gritó a Jonathon Jeffers—. Le dije a Hairy Mike que me despertara una hora antes del anochecer.

—Falta una hora para la puesta de sol —replicó Jeffers—. El cielo está nublado, por eso parece tan oscuro. El señor Albright dice que vamos a tener otra tormenta —el sobrecargo se introdujo en el camarote de Marsh y cerró la puerta tras él—. Le he traído esto —dijo, tendiéndole el bastón—. Lo encontré en el comedor principal, capitán.

Marsh asió el bastón, ya más apaciguado.

—Lo perdí anoche —dijo—. Tenía otras cosas en la cabeza.

Alzó el bastón y lo apoyó en la pared mientras contemplaba otra vez el panorama por la ventana, ceñudo. Más allá t del río, todo el horizonte occidental era una masa de nubes amenazadoras que seguían su camino como un inmenso muro de oscuridad que fuera a caer sobre ellos. No se podía ver el sol, y eso no le gustó.

—Será mejor que vaya a ver a Joshua enseguida —dijo, sacando una camisa del armario, y empezando el ritual de vestirse.

—¿Quiere que le acompañe?—le preguntó Jeffers.

—Tengo que hablar con Joshua a solas —dijo Marsh mientras se hacía el nudo de la corbata con los ojos en el espejo—. De todas maneras no las tengo todas conmigo. ¿Por qué no viene conmigo y aguarda fuera? Quizá Joshua quiera hablar también con usted y discutir nuestra estrategia.

Marsh se guardó para sí la segunda razón por la que quería que el sobrecargo estuviera cerca. Quizá fuera el propio Abner quien tuviera que llamar a Jeffers si Joshua se disgustaba a causa de la noticia de la muerte de Damon Julian.

—Muy bien —asintió Jeffers.

Marsh se enfundó su tabardo de capitán y asió fuertemente el bastón.

—Entonces, vámonos, señor Jeffers. Está oscureciendo demasiado.

El Sueño del Fevre navegaba veloz, con las banderas desplegadas batiendo al fuerte viento de la tarde y el humo alzándose de las chimeneas. A la escasa luz del cielo extrañamente púrpura, las aguas del Mississippi parecían casi negras. Marsh hizo una mueca y se encaminó resueltamente al camarote de Joshua York, siempre con Jeffers al lado. Esta vez no dudó ante la puerta; alzó el bastón y llamó. A la tercera llamada, gritó:

—Joshua, déjeme entrar. Tenemos que hablar.

A la quinta llamada, la puerta se abrió lentamente hacia adentro mostrando una oscuridad total, sofocante y silenciosa.

—Aguarde —le dijo Marsh a Jeffers. Entró en el camarote y cerró la puerta—. No se ponga furioso, Joshua —le dijo en la oscuridad, con un nudo en la garganta—. No quisiera molestarle, pero es muy importante y, de todos modos, ya está a punto de hacerse de noche.

No hubo respuesta, aunque Marsh captó el sonido de una respiración.

—Maldita sea —continuó—. ¿ Por qué siempre tenemos que hablar en la oscuridad, Joshua? Me hace sentir terriblemente incómodo. Encienda una vela, ¿quiere?

—No.

La voz era cortante, baja, líquida. Y no era la de Joshua York. Abner Marsh dio un paso atrás.

—¡Oh, Jesús, no! —musitó. En el mismo instante en que su mano temblorosa encontraba la puerta a su espalda y la intentaba abrir, escuchó un crujir de ropas junto a él. Abrió por fin la puerta. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y el simple reflejo púrpura del cielo tormentoso fue suficiente para darle forma por un instante a las sombras que cubrían el camarote del capitán. Abner vio a Damon Julian que avanzaba hacia él, rápido como la muerte y con una sonrisa glacial.

—Pero… Nosotros le matamos —rugió Abner, incrédulo, al tiempo que salía dando tumbos del camarote, tropezaba y caía prácticamente a los pies de Jonathon Jeffers.

Julian se detuvo en la puerta. Una línea fina y oscura, no más que el arañazo de un gato, surcaba la mejilla de Damon Julian allí donde Marsh le había abierto una terrible herida la noche anterior. Por lo demás, no se le apreciaba ninguna otra señal. Se había quitado la chaqueta y el chaleco y su camisa de seda con volantes no mostraba la más mínima mancha.

—Entre, capitán —decía Julian con voz tranquila—. No huya, entre y charlaremos.

—Usted está muerto. Mike le aplastó la cabeza hasta dejarla hecha una masa —dijo Marsh, atragantándose con sus propias palabras. No miró ni un instante a los ojos de Julian. Todavía era de día, pensó, y fuera estaba seguro, lejos del alcance de Julian hasta que se pusiera el sol. Sí, estaba seguro, siempre que no mirara a Julian a los ojos, siempre que no volviera a entrar en el camarote.

—¿Muerto?—sonrió Julian—. ¡Ah!, el otro camarote. Pobre Jean, deseaba tanto creer a Joshua, y mire lo que le ha pasado… ¿La cabeza aplastada, ha dicho usted?

Abner Marsh se puso en pie.

—Se cambiaron de camarote —rugió—. Maldito diablo, le hizo usted dormir en su cama.

—Joshua y yo teníamos muchas cosas que discutir —replicó Julian, al tiempo que le hacía nuevamente señas para que se acercara—. Vamos, capitán, acérquese de una vez, que estoy cansado de esperar. Venga y tomaremos juntos una copa.

—¡Al infierno! —respondió Marsh—. Quizá esta mañana nos equivocáramos, pero no volverá a ocurrir. Señor Jeffers, corra abajo y traiga a Hairy Mike y sus muchachos. Una docena podrán conseguirlo, supongo.

—No —dijo Damon Julian—. Nadie va a hacer tal cosa.

Marsh volvió su bastón en señal de amenaza.

—Claro que sí. ¿Va a detenerme usted?

Julian alzó la vista al cielo, ahora de un violeta oscuro mezclado de negro, formando un crepúsculo desgarrado y cubierto.

—Sí —dijo entonces, saliendo al exterior.

Abner Marsh sintió cerrarse sobre su corazón la garra fría y húmeda del terror. Alzó el bastón y gritó a Julian que se mantuviera a distancia con voz repentinamente chillona. Dio un paso atrás. Damon Julian sonrió y avanzó. No había suficiente luz, pensó Marsh con desesperación.

Y en aquel instante se oyó un susurro de metal sobre madera y Jonathon Jeffers se plantó limpiamente ante Julian, con el estoque de su bastón desenvainado y la afilada hoja formando círculos, intimidatoria.

—Vaya a buscar ayuda, capitán —dijo tranquilamente Jeffers, al tiempo que se colocaba bien las gafas con la mano libre—. Yo mantendré ocupado al señor Julian.

Agilmente, con la velocidad de un esgrimista experimentado, Jeffers avanzó hacia Julian, moviendo su arma. La hoja estaba afilada por ambos extremos y tenía una punta mortífera. Damon Julian logró echarse atrás a duras penas, y se le borró de los labios la sonrisa al ver pasar la cuchillada del sobrecargo a pocos milímetros de su rostro.

—Apártate —dijo Julian amenazadoramente.

Jonathon Jeffers no contestó. Había adoptado una posición de esgrimista, avanzando lentamente sobre las puntas de los pies, obligando a Julian a retroceder hacia el camarote del capitán. Lanzó una estocada inesperada, pero Julian era demasiado rápido y se zafó de la espada. Jeffers chasqueó la lengua, impaciente. Damon Julian puso un pie en el interior del camarote y respondió con una carcajada que era casi un gruñido. Alzó sus pálidas manos y las abrió. Jeffers lanzó un nuevo ataque.

Y Julian arremetió también, con las manos extendidas.

Abner Marsh lo presenció todo. La estocada de Jeffers dio en el blanco y Julian no hizo ningún esfuerzo por evitarla. El arma le penetró justo por encima del escroto. Las pálidas facciones de Julian se encogieron y lanzó un grito de dolor, pero siguió avanzando. Jeffers le abrió el vientre casi ayudado por el propio Julian pero, antes de que el sorprendido sobrecargo tuviera tiempo de echarse atrás, Julian lanzó las manos adelante y asió a Jeffers por el cuello. Jeffers emitió un sonido horripilante y los ojos casi se le salieron de las órbitas; mientras trataba desesperadamente de desasirse, le saltaron las gafas de montura de oro y cayeron sobre la cubierta.

Marsh se lanzó hacia adelante y golpeó a Julian con el bastón, atizándole una lluvia de golpes en la cabeza y los hombros. Traspasado por el arma, Julian apenas parecía notar la herida. Torció con furia salvaje la cabeza de su víctima y se oyó un ruido como el de la madera al quebrarse. Jeffers dejó de moverse.

Abner Marsh lanzó el bastón con todas sus fuerzas, en un último golpe que le dio a Damon Julian justo en mitad de la frente, haciéndole tambalearse un instante. Cuando Julian abrió las manos, Jeffers cayó como un muñeco destrozado, con la cabeza torcida en un ademán grotesco.

Abner se retiró a toda prisa.

Julian se tocó la frente, como si midiera los efectos del golpe de Marsh. No había sangre, vio éste con desmayo. Aunque era un tipo fuerte, no tenía comparación con Hairy Mike Dunne, y un bastón de madera no era igual que una barra de hierro. Damon Julian le dio una patada al cuerpo de Jeffers para que soltara el apretón mortal de su mano sobre la empuñadura de la espada. Después, inclinándose, procedió a quitarse de su propio cuerpo la hoja llena desangre. Su camisa y sus pantalones estaban mojados y rojos, y se le pegaban al moverse. Lanzó la espada hacia un lado, sin esfuerzo, y esta dio vueltas y vueltas como una peonza mientras volaba sobre el río, antes de desvanecerse en las oscuras y movidas aguas.

Julian avanzó de nuevo, tambaleándose, dejando tras sí huellas sangrientas sobre la cubierta. Pero avanzaba.

Marsh retrocedió ante él. No había manera de matarlo, pensó presa del pánico; no había nada que hacer. Joshua y sus sueños, Hairy Mike y su barra de acero, el señor Jeffers y su espada. Ninguno de ellos podía tomarle la medida a aquel Damon Julian. Marsh subió gateando la corta escalera que conducía a la cubierta superior y echó a correr. Jadeando, se apresuró hacia proa, hacia la escalera de cámara que llevaba de la cubierta superior a la de paseo, donde encontraría gente y seguridad. Advirtió que la oscuridad estaba cerca. Dio tres grandes zancadas escaleras abajo y de inmediato se asió con fuerza al pasamanos y retrocedió, tras un brusco frenazo.

Sour Billy Tipton y cuatro de ellos subían hacia donde el estaba.

Abner Marsh se volvió y subió. Tenía que precipitarse atocar la campana, pensó desesperadamente. Tocar la campana para pedir ayuda… pero Julian ya había conseguido bajar de la cubierta superior y le cerraba el paso. Por un instante, Marsh se quedó quieto, muerto de desesperación. No tenía escapatoria; estaba atrapado entre Julian y los otros, y desarmado, si se prescindía del maldito e inútil bastón. De todos modos aquellos no importaba: nada podía herirles, luchar con ellos era inútil. Pensó en entregarse. Julian lucía una sonrisa fina y llena de crueldad mientras avanzaba. Marsh vio mentalmente cómo aquel rostro blanquecino descendía sobre el suyo con los dientes al descubierto, los ojos brillantes enfebrecidos y la sed, aquella sed roja, antigua e invencible. Si le hubieran quedado lágrimas, se hubiera echado a llorar. Descubrió que no podía mover los pies de donde estaban clavados, incluso el bastón se le hizo insoportablemente pesado.

En aquel instante, lejos, procedente de la parte alta del río, tras un recodo, apareció otro gran vapor de palas laterales. Abner Marsh no lo habría advertido siquiera, pero el piloto sí lo vio y la sirena del Sueño del Fevre emitió su chillido para indicarle que, cuando se cruzaran, tomaría el costado de babor. El agudo chillido de la gran sirena sacó a Marsh de su inercia y le hizo alzar la mirada. Vio las luces lejanas del barco que se acercaba y los fuegos que surgían de lo alto de sus chimeneas imponentes, y el cielo casi negro abierto encima de ellas, y el leve resplandor en la distancia de unos relámpagos que iluminaban las nubes desde su interior, y el río negro e interminable, el río que era su hogar, su trabajo, su amigo y su peor enemigo, y el consorte voluble, brutal y amoroso de las naves que surcaban sus aguas. El río fluía como siempre lo había hecho, y no sabía nada ni le importaba nada Damon Julian y toda su raza. Nada significaba para él el pueblo de la noche, pues cuando todos estuvieron muertos y olvidados, el viejo diablo del río seguiría fluyendo, formando nuevos canales, inundando ciudades cosechas, dando origen a otras y aplastando entre sus dientes un barco tras otro para escupirlos después hechos astillas.

Abner Marsh se movió entonces a una posición desde la cual se divisaba la parte superior de los grandes tambores de las palas. Julian iba tras él.

—Capitán —le gritó con voz forzada pero aún seductora. Marsh no le hizo caso. Se subió de un salto al tambor de babor con una fuerza nacida de la necesidad, una fuerza que ni él mismo sabía que tenía. Bajo sus pies giraba la gran rueda. La notaba haciendo vibrar la madera, la oía con su constante chunkachunka. Avanzó hacia adelante con cuidado, evitando caer en un mal lugar donde las palas le pudieran arrastrar bajo la rueda y destrozarle. Miró hacia abajo. Ya casi no había luz y el agua parecía negra, pero por donde el Sueño del Fevre acababa de pasar se veía el agua agitada y burbujeante. El resplandor de los hornos del barco la iluminaba de un rojo intenso, de modo que parecía sangre hirviendo. Abner Marsh se quedó mirándola y le entró un escalofrío. Más sangre, pensó, más maldita sangre. No podía librarse de ella, de ningún modo. El martilleo de las palas del vapor sonaba a sus oídos como un trueno. Sour Billy Tipton apareció también en lo alto del tambor y se acercó a Abner con aire amenazador.

—El señor Julian te ordena que vayas, gordo —decía Billy—. Vamos, ya has llegado lo más lejos que se puede.

Con estas palabras, sacó su cuchillo y sonrió. Sour Billy Tipton tenía una sonrisa realmente aterrorizadora.

—No es la sangre —dijo Marsh en voz alta—. Sólo es el maldito río.

Y asiendo todavía su bastón, inspiró profundamente y se lanzó desde la altura. Llegaron a sus oídos las maldiciones de Sour Billy cuando se hundió entre las aguas.

CAPITULO VEINTE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,

río Mississippi,

agosto de 1857

Raymond y Armand sostenían entre ellos a Damon Julian cuando Sour Billy saltó del tambor de las palas. Julian tenía el aspecto de haber estado degollando un cerdo, pues sus ropas estaban empapadas de sangre.

—Le has dejado escapar, Billy —dijo Julian en un tono frío que puso nervioso a Sour Billy.

—Está liquidado —insistió Billy—. Las palas le arrastrarán y le destrozarán, o se ahogará. Debería haber visto el golpe que se dio contra el agua, con su gran panza por delante. Ya no tendrá que ver sus verrugas nunca más.

Mientras hablaba, Sour Billy miró a su alrededor y no le gustó ni un ápice el panorama. Julian estaba todo ensangrentado, un reguero rojo bajaba los escalones de la cubierta superior y aquel elegante sobrecargo en el porche de la cubierta, se veía medio colgado de la barandilla y aún sangrando por la boca.

—Si me fallas, Billy, nunca serás como nosotros —le dijo Julian—. Espero, por tu bien, que esté muerto. ¿Comprendes?

—Sí —asintió Billy—. ¿Qué ha sucedido, señor Julian?

—Me atacaron, Billy. Nos atacaron, más bien. Según el bueno del capitán, han matado a Jean. Le redujeron a pulpa su maldita cabeza, creo que fue esa la frase que utilizaron —dijo con una sonrisa—. Marsh, el infeliz de su sobrecargo y alguien llamado Mike son los responsables.

—Hairy Mike Dunne —dijo Raymond Ortega—. Es el primer oficial del Sueño del Fevre, Damon. Un tipo grande, estúpido y grosero. Se ocupa de gritarles a los negros y golpearles.

—Ah —murmuró Julian. Después, se volvió a Raymond y Armand—. Dejadme. Ya me encuentro mejor y puedo sostenerme solo.

La luz del crepúsculo se había convertido en plena oscuridad.

—Damon —le advirtió Vincent—, la guardia cambiará a la hora de la cena y los tripulantes vendrán a sus camarotes. Debemos hacer algo. Debemos abandonar el barco, o nos descubrirán.

Mientras hablaba, Vincent tenía la mirada puesta en la sangre y en el cuerpo de Jeffers.

—No —dijo Julian—. Billy lo limpiará todo, ¿verdad, Billy?

—Sí —respondió éste—. Y al sobrecargo lo enviaré a reunirse con su capitán.

—Hazlo pues, Billy, en lugar de decirme que lo harás —replicó Julian con una sonrisa helada—. Y luego ve al camarote de York. Me retiraré allí ahora. Necesito cambiarme de ropa.

Sour Billy Tipton tardó veinte minutos en eliminar todo rastro de la lucha en la cubierta superior. Trabajaba con precipitación, consciente de la posibilidad de que alguien saliera de su camarote o subiera las escaleras. Sin embargo, la oscuridad se había intensificado, lo cual era una ayuda. Dejó el cuerpo de Jeffers sobre la cubierta, después lo puso sobre el tambor de las palas con ciertas dificultades —el sobrecargo era más pesado de lo que Billy hubiera imaginado nunca— y lo lanzó. La noche y el río lo engulleron y el ruido que hizo al chocar contra el agua no tuvo la menor similitud con el que había hecho el capitán; se fundió simplemente con el poderoso rugido de las palas. Sour Billy acababa de quitarse la camisa y empezaba a limpiarse la sangre cuando la suerte llegó en su ayuda: la tormenta que se venía preparando desde la tarde estalló al fin. Los truenos retumbaron en sus oídos, los relámpagos surcaron el aire, como navajas, hasta el río y la lluvia empezó a caer con fuerza. Una lluvia limpia, fría, martilleante, que se estrellaba contra la cubierta empapando a Billy hasta los huesos y limpiando todos los restos de sangre.

Sour Billy chorreaba todavía cuando al fin entró en el camarote de Joshua York sosteniendo en una mano su camisa, antes tan lujosa y ahora convertida en una pelota de trapo.

—Solucionado —dijo .

Damon Julian estaba sentado en el cómodo sillón de cuero. Se había cambiado de ropa y llevaba ahora unas más ligeras. Tenía una copa en la mano y parecía tan fuerte y saludable como siempre. Raymond estaba de pie a su lado, Vincent tenía una pierna sobre el escritorio, Armand ocupaba el otro sillón, Kurt estaba sentado en la silla del escritorio y Joshua York sobre la cama, con la vista fija en sus pies, la cabeza agachada y la piel blanca como polvo de yeso. Sour Billy pensó que parecía un perro apaleado.

—¡Ah, Billy! —dijo Julian—. ¿Qué haríamos sin ti?

—Mientras permanecía ahí fuera he estado pensando, señor Julian —dijo Sour Billy—. Según lo veo, tenemos dos posibilidades. Este barco cuenta con una yola, una barca pequeña para lanzar sondas y cosas así. Podemos meternos en ella y desaparecer. O bien, ahora que la tormenta ha estallado, podríamos esperar simplemente a que el piloto decida amarrar y entonces bajamos a tierra. No estamos lejos de Bayou Sara, y quizá nos detengamos allí.

—No tengo ningún interés en Bayou Sara, Billy. No tengo ningún interés en deshacerme de este excelente vapor. El Sueño del Fevre es nuestro ahora. ¿No es cierto, Joshua?

El aludido levantó la cabeza.

—Sí —dijo, con una voz tan débil que apenas resultó audible.

—Es muy peligroso —insistió Sour Billy—. Han desaparecido el capitán y el sobrecargo. ¿Qué van a pensar los demás? Cuando los echen en falta, habrá que responder a más de una pregunta. Y para que eso suceda ya casi no falta nada.

—Billy tiene razón, Damon —le apoyó Raymond—. Yo he estado a bordo de este barco desde Natchez. Los pasajeros vienen y van, pero la tripulación… Aquí estamos en peligro. Nosotros somos los extraños, los desconocidos, y todos sospechan de nosotros. Cuando se echen de menos a Marsh y Jeffers, seremos los primeros a quienes investigarán.

—Y además está ese primer oficial —añadió Billy—. El ayudó a Marsh, él lo sabe todo, señor Julian.

—Mátale, Billy.

Billy tragó saliva, inquieto.

—Supongamos que lo mato, señor Julian. No creo que eso sirva de mucho. Se darán cuenta de que falta él también, y hay más gente a sus órdenes, todo un ejército de negros y de estúpidos alemanes y de grandes suecos. Nosotros, en cambio, sólo somos veinte, y durante el día sólo estoy yo. Tenemos que salir del barco, y cuanto antes mejor. No podemos enfrentarnos a la tripulación y, si lo hiciéramos, seguro que yo solo no podría. Tenemos que irnos.

—Nos quedamos. Son ellos quienes deben tenernos miedo, Billy. ¿Cómo quieres llegar a ser uno de los amos si todavía piensas como un esclavo? Nos quedamos.

—¿Qué haremos cuando se descubra que Marsh y Jeffers no están?—preguntó Vincent.

—¿Y qué hay del primer oficial? Es una amenaza —añadió Kurt.

Damon Julian se quedó mirando a Sour Billy y sonrió.

—¡Ah! —exclamó. Tomó un trago y continuó—. Bueno, dejaremos que Sour Billy se encargue de esos pequeños problemas por nosotros. Billy nos mostrará lo listo que es, ¿verdad, Billy?

—¿Yo?—Sour Billy Tipton se quedó boquiabierto—. Yo no sé…

—¿Verdad, Billy? —insistió Julian.

—Sí —respondió enseguida Billy—. Sí.

—Yo puedo resolver esto sin más derramamiento de sangre —intervino Joshua York con un asomo de su anterior firmeza en la voz—. Todavía soy capitán a bordo de este barco. Déjeme despedir al señor Dunne y a todos los demás tripulantes que puedan constituir un peligro. Es posible lograr que abandonen el Sueño del Fevre sin violencias. Ya ha habido bastantes muertes.

—¿De veras?—preguntó Julian.

—No servirá de nada despedirles —dijo Sour Billy a York—. Preguntarán por qué motivo y exigirán hablar con el capitán Marsh.

—Sí —asintió Raymond—. No obedecerán a York. No confían en él. Hace unos días, tuvo que salir a plena luz antes de que accedieran a acompañarle en su viaje hacia el delta. Ahora que no están ni Marsh ni Jeffers, no tiene modo de controlar a esos hombres.

Sour Billy Tipton miró a Joshua York con sorpresa y un nuevo respeto.

—¿Hizo usted eso?—preguntó—. ¿Salió de día?

Los demás se atrevían a veces a salir durante el anochecer, o se quedaban unos minutos después del amanecer, pero nunca había visto a ninguno de ellos salir al exterior con el sol en lo alto. Ni siquiera Julian lo hacía.

Joshua York le dedicó una mirada helada y no contestó.

—Al querido Joshua le encanta jugar a ser ganado —dijo Julian divertido—. Quizá esperaba que la piel se le volviera morena y curtida.

Los demás rieron moderadamente. Mientras reían, Sour Billy tuvo una idea. Se rascó la cabeza y esbozó una sonrisa.

—No los despediremos —le dijo de repente a Julian—. Les haremos salir a escape. Sé exactamente cómo lograrlo.

—Bien, Billy. ¿Qué podríamos hacer sin ti?

—Señor Julian, ¿puede usted lograr que él haga lo que yo le diga?—preguntó Billy, señalando a Joshua con el pulgar.

—Yo haré lo que sea para proteger a mi gente —respondió Joshua—, y también para proteger a mi tripulación. No hay necesidad de coacciones.

—Bien, bien, maravilloso —dijo Sour Billy. Iba a ser más sencillo de lo que había imaginado. Julian quedaría realmente impresionado—. Voy a ponerme una camisa limpia. Usted vístase, señor capitán York. Tenemos que buscarnos un poco de protección.

—Sí —añadió Julian en voz baja—. Kurt irá también, por si acaso —dijo, levantando su copa hacia York.

Media hora después, Sour Billy condujo a Joshua York y a Kurt a la cubierta de calderas. La lluvia había amainado un poco y el Sueño del Fevre había atracado en Bayou Sara y estaba amarrado junto a una docena de vapores de menor tamaño. En el salón principal ya se había servido la cena. Julian y los suyos estaban mezclados con los demás, comiendo sin recato. Sin embargo, la silla del capitán estaba vacía y alguien iba a empezar a hacer comentarios en cualquier momento. Por fortuna, Hairy Mike Dunne estaba abajo, en la cubierta principal, gritándoles a los estibadores que cargaban algunas mercancías y una docena de grandes cajas de madera. Sour Billy le había estado observando con atención desde arriba antes de decidir su plan. Dunne era el más peligroso.

—Primero el cuerpo —dijo Billy, llevándoles directamente a la puerta exterior del camarote donde Jean Ardant había encontrado su final. Kurt rompió la cerradura con un solo golpe de la mano. Dentro, Billy encendió la lámpara y echaron un vistazo a lo que había en la cama. Sour Billy lanzó un silbido.

—Vaya, vaya. Esos amigos suyos hicieron un buen trabajo con el pobre Jean —le dijo a York—. Tiene la mitad del cerebro en la almohada y la otra mitad en la pared.

Los ojos de Joshua estaban cargados de disgusto.

—Vamos allá —dijo—. Supongo que quiere usted que le echemos por la borda.

—No, diablos —contestó Sour Billy—. Mire, vamos a quemar ese cuerpo. Aquí mismo, en uno de los hornos del barco, capitán. Y no vamos a hacerlo a hurtadillas. Vamos a presentarnos en pleno salón con el cuerpo, y lo bajaremos por la escalinata principal.

—¿Y eso, Billy? —dijo fríamente York.

—¡Hágalo y basta! —replicó Sour Billy—. Ah, capitán: para usted, soy el señor Tipton.

Envolvieron el cuerpo de Jean con una sábana, de modo que no pudiera verse nada en absoluto. York fue a ayudar a levantarlo a Kurt, pero Sour Billy le apartó y tomó él mismo el otro extremo.

—¿Le parece indicado que un hombre que posee la mitad de un barco y que es su capitán vaya por ahí transportando un cadáver? Limítese a caminar junto a nosotros con expresión preocupada.

A York no le resultó difícil poner cara de preocupación. Abrieron la puerta del camarote que daba al gran salón y salieron cargando el cuerpo de Jean envuelto en la sábana entre Billy y Kurt. Aún quedaban pasajeros cenando. Alguien dio un grito sofocado y las conversaciones cesaron.

—¿Puedo ayudarle, capitán York? —preguntó un hombrecillo de blancos bigotes y manchas de aceite en el chaleco—. ¿De qué se trata? ¿Ha muerto alguien?

—¡Apártese! —le gritó Sour Billy cuando el hombre dio un paso hacia ellos.

—Haga lo que dicen, Whitey —añadió York. El hombre se detuvo.

—Claro, capitán, pero…

—Sólo es un difunto —dijo Sour Billy—. Ha muerto en su camarote. El señor Jeffers le encontró. Subió a bordo en Nueva Orleans, y ya debía estar enfermo. Cuando Jeffers le oyó quejarse tenía una fiebre altísima.

Todos los comensales parecieron preocupados. Un hombre se puso muy blanco y salió corriendo hacia su camarote. Sour Billy hizo esfuerzos por no reír.

—¿Dónde está el señor Jeffers? —preguntó Albright, el piloto.

—Descansa en su camarote —respondió rápidamente Billy—. No se sentía muy bien. Marsh le hace compañía. El señor Jeffers estaba un poco amarillo. Supongo que ver morir a un hombre no va mucho con su carácter.

Sus palabras produjeron el efecto que se había figurado, especialmente cuando Armand se inclinó sobre la mesa para susurrarle a Vincent, en voz lo suficientemente alta para que se oyera —tal como le había indicado Sour Billy—: “Bronce John”. Inmediatamente, ambos se levantaron de la mesa y se fueron apresuradamente, dejando los platos a medio terminar.

—No es “Bronce John” —dijo Billy en voz alta.

Tuvo que decirlo en voz alta porque de repente todos los que estaban allí se pusieron a hablar, y la mitad se levantaban, con expresión asustada.

—Vamos, tenemos que quemar este cuerpo —añadió Billy, y él y Kurt empezaron a descender la gran escalinata. Joshua York se quedó ligeramente rezagado, con las manos levantadas, intentando apaciguar el temor de cien preguntas. Tanto los pasajeros como la tripulación evitaron acercarse a Kurt y a Billy y a su carga.

Abajo, en la cubierta principal, sólo había un par de extranjeros de aspecto pobre y algunos estibadores que iban y venían con cajas y leña. Los hornos estaban apagados, pero todavía conservaban el calor y Sour Billy se quemó los dedos cuando él y Kurt introdujeron el cuerpo envuelto en una sábana en el más próximo a ellos. Billy todavía agitaba la mano entre juramentos cuando llegó Joshua York.

—Se van —dijo York, con sus pálidos rasgos en gesto de confusión—. Casi todos los pasajeros están preparando ya las maletas, y más de la mitad de los tripulantes ya han venido a pedirme sus salarios. Fogoneros, camareros, doncellas, incluso Jack Ely, el segundo maquinista. No lo comprendo.

—“Bronce John” está haciendo un viaje río arriba en su barco, capitán —le interrumpió Sour Billy—. Al menos, eso es lo que creen.

—¿”Bronce John”?—inquirió Joshua York frunciendo el ceño. Sour Billy sonrió.

—La fiebre amarilla, capitán. Se ve que no ha estado usted nunca en Nueva Orleans cuando la ha visitado “Bronce John”. Nadie va a quedarse en este barco más tiempo del imprescindible, ni va a echarle una mirada a ese cadáver, ni querrá hablar con Jeffers o Marsh. Les quiero hacer creer que el capitán y el sobrecargo tienen la fiebre, ¿comprende? Esa fiebre es muy contagiosa. Y rápida. Uno se pone amarillo, escupe una cosa negra y le coge una fiebre del demonio, y luego muere. Ahora sólo nos queda quemar aquí al viejo Jean, y así creerán que todo va en serio.

Tardaron diez minutos en avivar otra vez el horno, y al final tuvieron que llamar a un enorme fogonero sueco para que les ayudara, pero no lo hizo. Sour Billy vio al sueco observar atentamente el cuerpo mezclado con la leña y sonrió al ver lo rápido que se alejaba después. Al poco rato Jean ardía perfectamente. Sour Billy lo vio humear y después se volvió, aburrido. Advirtió los toneles de grasa próximos a los hornos.

—¿Se utiliza para las carreras, verdad?—le preguntó a Joshua.

York asintió. Sour Billy se echó a reír.

—Por aquí, cuando un capitán se mete en una carrera y necesita un poco más de vapor, introduce en el horno a algún negro bien gordo y ya está. La grasa es demasiado cara. Ya ve, yo también sé algo sobre vapores. Qué lástima que no podamos guardar a Jean para una carrera.

Kurt sonrió ante el chiste, pero Joshua sólo se quedó mirándole, preocupado. A Sour Billy no le gustó ni un ápice aquella mirada, pero antes de que pudiera decir nada escuchó la voz que estaba esperando.

—¡Tú!

Hairy Mike Dunne apareció fanfarrón por el castillo de proa, con todo su impresionante físico. La lluvia resbalaba por el amplia ala de su sombrero de fieltro negro y algunas gotas lo hacían de sus negros mostachos. Tenía las ropas pegadas al cuerpo, completamente empapadas. Sus ojos eran pequeñas canicas verdes, muy duras, y llevaba en la mano su barra de hierro, que hacía restallar amenazadoramente sobre la palma abierta de la otra mano. Detrás de él había una docena de marineros, fogoneros y estibadores. Estaba el enorme sueco y un negro aún más impresionante, con una sola oreja, y un mulato de músculos de acero y un par de tipos con navajas. El primer oficial se acercó y los demás le siguieron.

—¿A quién estáis quemando ahí? —rugió Hairy Mike—. ¿Qué demonios es eso de la fiebre amarilla? No hay tal fiebre en este barco.

—Haga lo que le dije —murmuró Sour Billy en voz muy baja a Joshua, con cierto tono de urgencia. Retrocedió apartándose del horno conforme Hairy Mike avanzaba. Joshua se situó entre ambos y alzó las manos.

—Alto —dijo—. Señor Dunne, aquí y ahora, queda despedido. Deja de ser primer oficial del Sueño del Fevre.

Dunne le observó con suspicacia.

—¿Ah, sí? —dijo, haciendo una extraña mueca—. ¡Diablos!, ¿está despidiéndome en serio?

—Sí. Yo soy aquí el amo y el capitán.

—¿De verdad? Mire, yo recibo órdenes del capitán Marsh. Si él me dice que me vaya, me iré, pero hasta entonces, me quedo. Y no me cuente mentiras respecto a que le ha comprado su parte, porque esta mañana me he enterado perfectamente de que eso no era cierto —dio un paso más hacia adelante—. Y ahora, apártese de mi camino, capitán. Voy a pedirle unas cuantas explicaciones a ese señor Sour Billy.

—Señor Dunne, a bordo de este barco hay una enfermedad. Le despido y le ordeno que baje a tierra, por su propia seguridad —Joshua York mentía con una apariencia de sinceridad verdaderamente notable, pensó Sour Billy—. El señor Tipton será el nuevo primer oficial, pues ya está expuesto a la enfermedad.

—¿El? —contestó Hairy Mike, golpeando de nuevo con la barra de hierro en la palma abierta de la mano—. Si no es siquiera marinero.

—He sido capataz —dijo Billy—. Sé manejar a esos negros.

Billy dio un paso hacia adelante y Hairy Mike Dunne se echó a reír.

Sour Billy sintió un frío intenso. Si había algo que no podía soportar, era que se rieran de él. En aquel preciso instante decidió no asustar más a Dunne, después de todo. Sería mucho más agradable matarle.

—Muy valiente, con todos esos negros y esa basura blanca a tu espalda —le dijo Sour Billy al primer oficial—. Me parece que tienes miedo a pelear conmigo tú solo.

Los ojos verdes de Dunne se estrecharon peligrosamente y dio un nuevo golpe de barra, más fuerte que los anteriores. Dio dos rápidos pasos hacia adelante, hasta entrar de lleno en el resplandor del horno y se quedó allí, bañado por el infernal resplandor, contemplando el cadáver que se consumía. Por último se volvió hacia Sour Billy.

—Solamente hay un cadáver aquí —dijo—. Eso es bueno para ti. Si hubiera estado el capitán Marsh o Jeffers, te iba a romper todos los huesos del cuerpo antes de acabar contigo, pero ahora creo que voy simplemente a matarte.

—No —dijo Joshua York. Se plantó de nuevo ante Dune—. Salga de mi barco. Le repito que está despedido.

Hairy Mike Dunne le empujó para que se apartara.

—Quédese al margen, capitán. Una pelea limpla, sólo él y yo. Si me gana, el puesto es suyo, pero voy a aplastarle la cabeza y luego usted y yo iremos a ver al capitán Marsh y veremos quién se marcha de este barco.

Sour Billy se llevó la mano a la espalda y sacó la navaja. Joshua York miró a uno y a otro con desesperación. Los demás se habían retirado un poco y daban voces de ánimo a Hairy Mike. Kurt se adelantó sin altererarse y apartó a York para evitar que se interpusiera.

Bañado por la luz del horno, Hairy Mike Dunne parecía salido directamente del infierno, con el humo formando volutas a su alrededor, la piel enrojecida y húmeda, el agua secándosele en el cabello y la barra de hierro asida con fuerza mientras avanzaba. Tenía una sonrisa en los labios.

—Ya he peleado con navajeros otras veces —dijo, remarcando sus palabras con golpes de la barra sobre la palma de la mano libre—. Muchos tipejos como tú. —Golpe. Pero las cabezas aplastadas, eso es otra cosa.—Golpe. Golpe. Golpe.

Billy había retrocedido lentamente, hasta que su espalda chocó con una pila de cajas. El cuchillo permanecía en su mano. Hairy Mike le vio acorralado y sonrió, alzando su barra de acero por encima de la cabeza. Se lanzó hacia adelante con un rugido.

Y Sour Billy Tipton asió con firmeza el cuchillo, y con un ágil movimiento, lo lanzó cortando el aire. Le fue a dar a Hairy Mike justo sobre la barbilla, atravesándole la boca hasta el mismo cerebro. Hairy Mike cayó de rodillas, empezó a sangrar por la boca y cayó tendido a la cubierta.

—Bueno, bueno —dijo Sour Billy, saltando tranquilamente sobre el cuerpo. Le dio un golpe con la bota en la cabeza y sonrió a los negros, a los extranjeros y a Kurt, pero sobre todo a Joshua York.

—Bueno, bueno —repitió—. Creo que esto me convierte en primer oficial.

CAPITULO VEINTIUNO

San Luis, septiembre de 1857

Abner Marsh cerró la puerta tras sí de un fuerte golpe al entrar apresuradamente en la oficina de la “Compañía de Paquebotes del río Fevre”, en Pine Street.

—¿Dónde está?—preguntó con tono imperioso, al tiempo que cruzaba la sala y se inclinaba sobre el escritorio mirando al desconcertado agente. Una mosca revoloteó a su alrededor y Marsh la espantó con impaciencia—. ¡He preguntando que dónde está!

El agente era un joven moreno y flaco, vestido con una camisa a rayas y una visera verde. Estaba muy aturdido.

—Vaya, capitán Marsh, qué alegría verle. Ya no pensaba… Es decir, no le esperábamos, capitán, no señor. Ni por asomo. ¿Viene ya el Sueño del Fevre, capitán?

Abner Marsh soltó un bufido, se enderezó y golpeó el suelo desnudo de madera con el bastón, impaciente.

—Señor Green —dijo—, deje ya de balbucear colmo un estúpido y preste atención. Le acabo de preguntar dónde está. Y bien, ¿a qué cree usted que me refiero?

—Me temo que no lo sé, capitán —contestó Green, tragando saliva.

—¡Al Sueño del Fevre, naturalmente! —aulló Marsh, con el rostro congestionado—. Quiero saber dónde narices está. No está en el muelle, eso ya lo sé. Para algo tengo ojos. Y tampoco lo he visto en ninguna parte del condenado río. ¿Llegó acaso hasta aquí y volvió a zarpar? ¿Subió quizá hasta St. Paul, o tomó por el Missouri? ¿Por el Ohio? No ponga esa cara de atontado. Sólo dígame dónde está mi maldito barco.

—No lo sé, capitán —contestó Green—. Quiero decir que, si no viene con usted, no tengo ni idea. No ha pasado por San Luis, desde que se lo llevó usted río abajo en julio pasado. Sin embargo, oímos decir que…

—¿Sí? ¿Qué?

—La fiebre, señor. Oímos que había habido un brote de fiebre amarilla a bordo del Sueño del Fevre en Bavou Sara. Llegó la noticia de que la gente moría como moscas; sí, como moscas. Oímos que también usted y el señor Jeffers habían muerto. Es por eso que no esperábamos… Al enterarnos de eso, creímos que lo habrían quemado, capitán. Al barco, claro.—Green se quitó la visera y se rascó la cabeza—. Supongo que ha superado usted la enfermedad, capitán. Me alegro de saberlo. Pero… si el Sueño del Fevre no viene con usted, ¿dónde se encuentra? ¿Está seguro de que no ha venido con él y quizá le ha olvidado? He oído decir que la fiebre le debilita a uno la memoria terriblemente…

Abner Marsh frunció el ceño.

—Yo no he tenido la fiebre, y claro que puedo distinguir un vapor de otro, señor Green. He venido en el Princesa. Estuve enfermo una semana más o menos, es cierto, pero no fue de la fiebre. Pillé un buen resfriado a consecuencia de haber caído al maldito río, donde casi me ahogo. Así fue como perdí el Sueño del Fevre, y ahora pretendo encontrarlo otra vez, ¿me oye?—dio otro bufido—. ¿Qué diablos es todo eso de la fiebre amarilla? ¿De dónde lo ha sacado?

—La tripulación, capitán. Los que bajaron en Bayou Sara. Algunos se pasaron por aquí cuando llegaron a San Luis, hará una semana. Algunos pidieron trabajo en el Eli Reynolds, capitán, pero la tripulación estaba completa, naturalmente, y tuve que decirles que fueran a otra parte. Espero haber hecho bien. Usted no estaba aquí, y tampoco el señor Jeffers, y pensé que los dos estaban muertos, así que no supe de dónde esperar instrucciones.

—No se preocupe por eso —dijo Marsh. Las noticias le animaron un poco. Aunque Julian y su grupo se hubieran apoderado del vapor de Marsh, al menos una parte de la tripulación se había salvado—. ¿Quiénes vinieron?

—Bueno, vi a Jack Eli, el segundo maquinista, y algunos camareros, y un par de fogoneros, Sam Klide y Sam Thompson. Y algunos más.

—¿Queda alguno de ellos por aquí todavía?

Green se encogió de hombros.

—Como no pude darles trabajo, fueron a buscarlo en otros barcos, capitán. No sé…

—¡Maldita sea! —masculló Abner.

—¡Aguarde! —dijo el agente, levantando un dedo—. ¡Ya sé! Fue el señor Albright, el piloto, uno de los que me habló de la fiebre. Estuvo aquí hace cuatro días, y no quería trabajo. Ya sabe, señor, él es piloto de la parte baja del río, así que el Eli Reynolds no le interesaba. Dijo que tenía una habitación en el “Albergue de los Plantadores” hasta que encontrara un puesto en uno de los barcos mayores, en un buen vapor de ruedas a los costados.

—¿Albright, eh? —murmuró Marsh—. ¿Qué hay de Karl Framm? ¿Le ha visto? Si Framm y Algribht han dejado el Sueño del Fevre, el barco no será difícil de encontrar. Sin pilotos cualificados, no puede moverse.

—No —dijo Green moviendo la cabeza—. No he visto al señor Framm.

Las esperanzas de Marsh se esfumaron. Si Karl Framm seguía a bordo, el Sueño del Fevre podía estar en cualquier lugar del río. Podía haberse ocultado en algún afluente, o quizá había regresado a Nueva Orleans mientras él se reponía en aquel puesto de leña al sur de Bayou Sara.

—Voy a hacerle una visita a Dan Albright —le dijo al agente—. Mientras tanto, quiero que escriba unas cartas. A agentes, pilotos, a todo el mundo que usted conozca desde aquí a Nueva Orleans. Pregúnteles por el Sueño del Fevre. Alguien tiene que haberlo visto. Un vapor como ese no desaparece sin más. Escriba esas cartas esta misma tarde, baje al muelle y métalas en el barco más rápido que vaya a zarpar. Quiero encontrar mi vapor.

—Sí, señor —contestó el agente. Sacó un montón de cuartillas y una pluma, la mojó en el tintero y empezó a escribir.

El empleado de la recepción del “Albergue de los Plantadores”, inclinó la cabeza en señal de bienvenida.

—Vaya, si es el capitán Marsh. Nos enteramos de su desgracia. ¡Qué cosa tan terrible! El “Bronce John” es algo perverso, vaya si lo es. Me alegro mucho de verle, capitán. De verdad.

—Bueno, bueno —contestó Abner, anonadado—. ¿En qué habitación se aloja Dan Albright?

Albright estaba limpiando sus botas. Recibió a Marsh con un frío y cortés gesto de bienvenida, volvió a sentarse, colocó un brazo dentro de una de las botas y reanudó el abrillantado como si nadie hubiera entrado en la habitación. Abner Marsh se sentó pesadamente y no malgastó el tiempo en cumplidos.

—¿Por qué abandonó el Sueño del Fevre?—le preguntó directamente.

—Por la fiebre, capitán —respondió Albright. Estudió brevemente a Marsh y reanudó su labor sin una palabra más.

—Cuénteme algo de la fiebre, señor Albright. Yo no estaba allí.

—¿No estaba?—repitió el piloto frunciendo el ceño—. Tenía entendido que usted y el señor Jeffers habían encontrado al primer enfermo…

—Pues no fue así. Siga contando.

Albright terminó de abrillantar las botas mientras relataba lo que sabía: la tormenta, la cena, el cuerpo que Joshua York, Sour Billy Tipton y el otro hombre había paseado por el salón; la huida de los pasajeros y la tripulación. Lo narró todo con las menos palabras posibles. Cuando hubo terminado, sus botas relucían. Se las calzó.

—¿Se fueron todos? —dijo Marsh.

—No —contestó Albright—. Algunos se quedaron. Había quien no conocía la fiebre amarilla tan bien como yo.

—¿Quiénes?

Albright se encogió de hombros antes de contestar.

—El capitán York, sus amigos, Hairy Mike, los fogoneros los estibadores. Supongo que tenían demasiado miedo a Hairy Mike para escapar, sobre todo en tierra de esclavos. Whitey Blake también debió quedarse, y yo pensaba que también usted y el señor Jeffers.

—El señor Jeffers está muerto —le comunicó Marsh. Alhright no respondió.

—¿Y Karl Framm? —preguntó Marsh.

—No sé decirle.

—Ustedes eran compañeros.

—Eramos muy distintos. No le vi, capitán. No sabría decirle.

Marsh frunció el ceño.

—¿Qué sucedió después de que usted cobrara su sueldo?

—Pasé un día en Bayou Sara y luego viajé con el capitán Leathers en el Natchez. Subí hasta Natchez, pasé casi una semana allí y después continué hasta San Luis en el Robert Fatk.

—¿Qué pasó con el Sueño del Fevre?

—Zarpó.

—¿Zarpó?

—Eso supongo. Cuando me desperté, a la mañana siguiente de haberse declarado la fiebre, el barco ya no estaba en Bayou Sara.

—¿Sin tripulantes?

—Debían quedar suficientes para gobernarlo, supongo.

—¿A dónde se dirigía?

—No sabría decirle —contestó Albright encogiéndose de hombros—. Desde el Natchez no alcancé a verlo, aunque pude haberlo tenido cerca sin percatarme de ello, pues no prestaba atención. Quizá volvió hacia abajo.

—Es usted una ayuda magnífica, Albright —dijo Marsh.

—No puedo decirle lo que no sé —respondió el piloto—. Quizá lo han quemado. La fiebre… No deberían haberle puesto ese nombre, supongo. Ha traído mala suerte.

Abner Marsh estaba perdiendo la paciencia.

—No lo han quemado —dijo—. Está en algún rincón del río, y voy a encontrarlo. Además, no trae mala suerte.

—Vamos, capitán, yo era el piloto. Tormentas, nieblas, retrasos, y luego la fiebre. Ese barco estaba maldito. Si fuera usted, me olvidaría de él. No le conviene, es un barco impío —se levantó—. Eso me recuerda que tengo algo que le pertenece.

Tomó dos libros de una estantería y se los tendió a Marsh.

—Son de la biblioteca del Sueño del Fevre —explicó—. Jugué una partida de ajedrez con el capitán York allá en Nueva Orleans y mencioné que me gustaba la poesía, y él me dejó estos libros al día siguiente. Cuando me fui, me los llevé por error.

Abner abrió los libros y los hojeó. Poesía. Un volumen de poemas de Byron y otro de Shelley. Justo lo que necesitaba, pensó. Había perdido el barco, que se había esfumado en el río, y lo único que le quedaba de él era un par de malditos libros de poesía.

—Quédeselos —le dijo a Albright. Este movió la cabeza en señal de negativa.

—No los quiero. No es el tipo de poesía que me gusta, capitán. Son libros inmorales, los dos. No me extraña que a su barco le pasen tantas cosas, con libros así a bordo.

Abner Marsh se metió los libros en el bolsillo y se levantó, enfadado.

—Ya le he escuchado lo suficiente, señor Albright. No quiero oír ese tipo de chismes sobre mi barco. Es tan bueno como el mejor del río y no está maldito. Las maldiciones no existen. El Sueño del Fevre es un auténtico demonio del…

—Eso sí lo es —le interrumpió Albright, que también se puso en pie. Mientras acompañaba a Marsh a la puerta, añadió—: Tengo que salir para hablar sobre un empleo.

Marsh se dejó acompañar. Antes de que hubiera traspasado la puerta, el pulcro y pequeño piloto le dijo una vez más:

—Capitán Marsh, déjelo.

—¿El qué?

—Ese barco. No le conviene. ¿Recuerda usted cómo puedo olfatear las tormentas?

—Sí —reconoció Abner. Albright olfateaba las tormentas mejor que cualquier otra persona que Marsh hubiera conocido.

—A veces, huelo también otras cosas —continuó el piloto—. No se afane en buscar el barco, capitán. Olvídelo. Estaba convencido de que usted había muerto, pero no era así. Debe estar contento. Encontrar el Sueño del Fevre no le va a reportar muchas alegrías, capitán.

—Usted puede decir eso —le respondió Abner, mirándole fijamente—. Usted que llevó su timón y lo condujo río abajo. ¿Puede usted decir eso?

Albright permaneció callado.

—Bien, no quiero escucharle —continuó Marsh—. Ese barco es mío, señor Albright, y algún día voy a pilotarlo personalmente y voy a hacer una carrera con el Eclipse y… y…

Furioso y sofocado, Marsh se descubrió tartamudeando. No pudo continuar.

—El orgullo puede ser un pecado, capitán —dijo Dan Albright—. Hágame caso y déjelo estar.

Tras esto, cerró la puerta de la habitación dejando a Marsh en el pasillo.

Abner Marsh almorzó en el comedor del “Albergue de los Plantadores”, a solas en un rincón. Albright le había dejado perplejo, y se descubrió pensando aquello que le había pasado por la cabeza durante el viaje río arriba a bordo del Princesa. Comió pierna de cordero en salsa de menta, un montón de nabos y judías verdes y tres raciones de tapioca, pero ni siquiera eso le calmó. Mientras apuraba el café, Marsh se preguntó si acaso tendría razón Albright. Allí volvía a estar, en San Luis, igual que estaba antes de conocer a Joshua York en aquel mismo salón. Todavía poseía la compañía de paquebotes, el Eli Reynolds y algo de dinero en el banco. El era un hombre de río arriba; había sido un error terrible bajar a Nueva Orleans. Allá abajo, en tierra de esclavos, en el cálido sur de las fiebres, su sueño se había transformado en pesadilla. Pero ahora todo había terminado, su barco se había desvanecido y, si lo deseaba, podía llegar a pensar que simplemente no había existido nunca un barco llamado Sueño del Fevre, ni unos individuos llamados Joshua York, Damon Julian o Sour Billy Tipton. Joshua había salido de la nada y había vuelto a ella. El Sueño del Fevre no existía todavía en abril, y tampoco parecía existir ahora, por lo que podía ver Marsh. Ningún hombre en su sano juicio se creería además toda aquella historia de chupasangres, asechanzas nocturnas y botellas de extraños licores. Todo había sido un sueño producto de la fiebre, pensó Marsh, pero ahora que la fiebre había desaparecido, quizá pudiera proseguir su vida allí en San Luis.

Marsh pidió un poco más de café. Mientras lo saboreaba, pensó que Julian y los suyos seguirían matando, que proseguirían asesinando gente y chupándole la sangre, sin que nadie les detuviera. “No hay modo de detenerlos”, murmuró para sí. El había hecho todo lo posible, junto con Joshua y Hairy Mike y el desgraciado señor Jeffers, que nunca volvería a enarcar una ceja o mover una pieza de ajedrez. No había conseguido dar con ellos, y de nada serviría acudir a las autoridades con la historia de que un grupo de vampiros le había robado el barco. Al contrario, se tragarían aquel cuento de la fiebre amarilla y pensarían que le había afectado la cabeza. Quizá acabarían incluso por encerrarle en algún manicomio.

Abner Marsh pagó la cuenta y regresó a la oficina de la Compaña de Paquebotes. El muelle estaba repleto y en constante actividad. El cielo era azul y abajo el río aparecía brillante y limpio bajo el resplandor del sol. El aire tenía el sabor de la escena y un aroma a humo y vapor. Escuchó las sirenas de los buques al cruzarse en el río, y la gran campana de un vapor de palas laterales que entraba en el embarcadero. Los primeros oficiales gritaban a los estibadores y éstos cantaban mientras cargaban las mercancías. Abner Marsh se detuvo, miró y escuchó. Aquello era su vida, y lo otro había sido realmente un sueño. Los vampiros llevaban miles de años matando, le había dicho Joshua, así que ¿cómo podía pensar Marsh en cambiar aquello? De todos modos, quizá Julian tenía razón y matar estaba en su propia naturaleza. Y en la naturaleza de Abner Marsh estaba el ser un marinero del río simplemente, y no un luchador. York y Jeffers habían intentado luchar, y habían pagado por ello.

Al entrar en la oficina, Marsh acababa de decidir que Dan Albright tenía toda la razón. Lo mejor que podía hacer era olvidarse del Sueño del Fevre y de todo lo sucedido. Seguiría dirigiendo la compañía y quizá consiguiera hacer un poco de dinero; así, en un par de años, quizá tuviera el suficiente para construir otro barco, uno más grande.

Green estaba trabajando apresuradamente en la oficina.

—Ya he enviado veinte cartas, capitán. Ya están en el barco, como usted ordenó.

—Bien —dijo Marsh, hundiéndose en un sillón. Por poco no se sentó encima de los libros de poemas que llevaba en el bolsillo, y que le habían significado un estorbo durante toda la jornada. Los sacó, los hojeó por encima, leyendo apenas algunos títulos, y los dejó a un lado. Eran poemas muy buenos. Marsh suspiró.

—Guárdeme esos libros, señor Green. Quiero echarles un vistazo.

—Muy bien, capitán —asintió el empleado.

Se acercó a Marsh y se llevó los libros. Entonces vio algo más y lo cogió.

—¡Ah! —dijo Green—, casi se me olvida —le tendió a Marsh un gran paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda—. Un hombrecillo lo trajo hace unas tres semanas y dijo que usted había quedado en pasar a recogerlo, pero que no lo había hecho. Le dije que todavía estaba usted fuera con el Sueño del Fevre y le pagué. Espero no haber cometido un error.

Abner Marsh frunció el ceño al ver el paquete, cortó la cuerda con un movimiento de la mano, y desgarró el papel para abrir la caja. Dentro había un tabardo de capitán, blanco como la nieve que cubría el tramo superior del río en invierno, limpio y puro, con una doble fila de relucientes botones plateados y el nombre Sueño del Fevre escrito en relieve sobre cada uno de ellos. Lo sacó de la caja y ésta cayó al suelo. Por último, de pronto, las lágrimas llegaron hasta sus ojos.

—¡Fuera! —rugió Marsh. El agente le miró de reojo y salió a escape. Abner Marsh se levantó y se puso el tabardo blanco, abrochándose hasta el último botón. Era una prenda magnífica. Y elegante, mucho más elegante que el pesado tabardo azul que había llevado hasta entonces. En la oficina no había espejo y Marsh no pudo ver qué aspecto tenía, pero se lo imaginó. Pasó por su cabeza que se parecía a Joshua York, que tenía un aspecto fino, regio, sofisticado. Pensó que la prenda tenía un blanco deslumbrador.

—Parezco el capitán del Sueño del Fevre —dijo en voz alta. Golpeó con fuerza el suelo con el bastón y sintió que le volvía el color a la cara. Se detuvo un instante a recordar. Recordó el aspecto del barco entre las nieblas de New Albany, recordó toda la plata que transportaba, el sonido salvaje de la sirena a vapor y el empuje de sus motores, estridente como una tormenta. Recordó el día en que había dejado atrás al Sureño y cómo se había tragado al Mary Kaye. Recordó también a la tripulación: Framm y sus increíbles relatos, Whitey Blake siempre salpicado de grasa, Toby degollando pollos, Hairy Mike dirigiendo y maldiciendo a los estibadores y auxiliares de cubierta, Jeffers y sus partidas de ajedrez, ganando a Dan Albright por centésima vez. Si Albright era tan listo, pensó Marsh, ¿por qué nunca había podido ganarle a Jeffers?

Y, sobre todo, Abner Marsh recordó a Joshua. Joshua vestido de blanco. Joshua tomando un sorbo de su licor, Joshua sentado en la oscuridad dándole vueltas a sus sueños. Ojos grises, manos fuertes y poesía. “Todos tomamos decisiones”, le susurró la memoria. La mañana vino y se fue, Y volvió a venir, pero no trajo el día.

—¡Green! —rugió Abner con toda la capacidad de sus pulmones.

Se abrió la puerta y el agente asomó la cabeza con ademán nervioso.

—Quiero mi barco —gritó Marsh—. ¿Dónde diablos está?

—Capitán —carraspeó Green—, ya le he dicho que el Sueño del Fevre

—¡Ese no! —siguió gritando Marsh, al tiempo que golpeaba el suelo con el bastón—. Mi otro barco. ¿Dónde diablos está mi otro barco, ahora que lo necesito?

CAPITULO VEINTIDOS

A bordo del vapor ELI REYNOLDS,

rio Mississippi,

octubre de 1857

Una fría tarde de principios de otoño, Abner Marsh y el Eli Reynolds zarparon al fin de San Luis y se encaminaron río abajo en busca del Sueño del Fevre. Marsh hubiera preferido salir varias semanas antes, pero había tenido demasiado trabajo. Primero, esperar a que el Eli Reynolds regresara de su último viaje al Illinois y comprobar que estaba en condiciones para el tramo inferior del río, así como contratar un par de pilotos del Mississippi. Marsh también tuvo que atender varias reclamaciones de los plantadores, exportadores que habían confiado sus mercancías con destino a San Luis al Sueño del Fevre en el puerto de Nueva Orleans, y que estaban iracundos por la desaparición del vapor. Marsh pudo haber insistido en que compartieran sus pérdidas, pero siempre se había enorgullecido de ser un hombre justo, así que les pagó cincuenta centavos por cada dólar. También le tocó la desagradable tarea de comunicar la mala nueva a los conocidos y parientes del señor Jeffers (Marsh consideró que mal podía contarles lo que en realidad había sucedido, así que finalmente se decidió por la fiebre amarilla). Además, otras personas tenían hermanos, hijos o esposos que todavía no habían dado señales de vida, y acosaban a Marsh con preguntas cuya respuesta desconocía. Tuvo que tratar también con un inspector del gobierno y un tipo de la asociación de pilotos, y había cuentas que cuadrar y libros que revisar y preparativos que realizar, todo lo cual significó un mes de retraso, frustración y aburrimiento.

Sin embargo, en todo momento, Marsh prosiguió su búsqueda. Al ver que las cartas enviadas por Green en su nombre no tenían contestación, envió otras nuevas. Siempre que tenía ocasión acudía a recibir a los vapores que llegaban y les preguntaba por el Sueño del Fevre, por Joshua York, por Karl Framm, Whitey Blake, Hairy Mike Dunne o Toby Lanyard. Contrató a una pareja de detectives y los envió río abajo con instrucciones de descubrir todo lo que pudieran. Incluso copió un truco de Joshua y empezó a comprar periódicos de toda la red de ríos navegables de la cuenca. Pasó muchas noches en vela repasando las columnas de información náutica, los anuncios, las listas de entradas y salidas de buques de ciudades tan lejanas como Cincinnati, Nueva Orleans o St. Paul. Frecuentó el “Albergue de los Plantadores” y otros lugares frecuentados por navegantes, más aún que de costumbre, y en aquellos lugares formuló miles de preguntas .

No sacó nada en limpio. El Sueño del Fevre parecía haberse esfumado, volatilizado. Nadie lo había visto y nadie había hablado con Whitey Blake, el señor Framm o Hairy Mike, ni había sabido nada de ellos. En los periódicos no se hacía la menor referencia a los movimientos del barco.

—No tiene explicación —se lamentaba abiertamente Marsh ante los oficiales del Eli Reynolds, una semana antes de la partida—. Mide ciento veinte metros de eslora, es absolutamente nuevo, y lo bastante rápido para hacer parpadear a cualquier marinero del río. Un barco así no puede pasar inadvertido.

—A menos que se haya hundido —apuntó Cat Grove, el primer oficial del Eli Reynolds, un tipo bajo y musculoso—. Hay lugares en el río lo bastante profundos para engullir a toda una ciudad. Puede que el barco se hundiera con todos los que iban a bordo.

—No —insistió Abner, tozudo. El sabía que no lo había contado todo, y que no tenía modo de hacerlo. Ninguno de los presentes había estado a bordo del Sueño del Fevre, y nunca le creerían si contaba lo que sucedió allí—. No, no se ha hundido. Está en el río, en algún lugar, ocultándose de mí, pero voy a encontrarlo.

—¿Cómo?—preguntó Yoerger, el capitán del Eli Reynolds.

—El río es grande —reconoció Marsh—, y tiene muchos afluentes y tributarios, y ensenadas, rápidos y meandros. Hay miles de sitios donde se puede ocultar un barco para que nadie lo vea con facilidad. Sin embargo, no es lo bastante grande como para hacerme renunciar a la búsqueda. Podemos empezar por un extremo y terminar en el otro, e ir preguntando a lo largo de la ruta y, si llegamos a Nueva Orleans y todavía no lo hemos encontrado, podemos recomenzar la búsqueda en el Ohio, el Missouri, el Illinois, el Yazoo y el río Rojo, y en algún lugar acabaremos por encontrar el maldito barco.

—Puede llevarnos una larga temporada —apuntó Yoerger.

Yoerger se encogió de hombros y los oficiales del Eli Reynolds intercambiaron miradas de vacilación. Abner Marsh frunció el ceño.

—No se preocupen por lo que vayamos a tardar —masculló—. Limítense a poner a punto el barco, ¿entendido?

—Sí, capitán —respondió Yoerger. Era un hombre alto, cargado de espaldas y muy flaco, que llevaba trabajando en los vapores desde que éstos habían aparecido en el río, de modo que nada le sorprendía mucho ya, como reflejaba perfectamente su tono de voz siempre sosegado.

Cuando se hizo de día, Abner Marsh se puso su tabardo blanco de capitán con la doble hilera de botones de plata. Le caía admirablemente. Cenó muy bien en el “Albergue de los Plantadores”, pues las provisiones del Eli Reynolds no eran demasiado buenas y el cocinero apenas serviría para limpiarle las sartenes a Toby, y se encaminó después hacia el muelle.

El barco estaba ya aumentando la presión del vapor, según vio Abner satisfecho. Sin embargo, el Eli Reynolds seguía sin parecer gran cosa. Era un barco para la parte superior del río, de estructura pequeña y estrecha y casco bajo para poder superar las corrientes poco profundas y rápidas donde desarrollaba su trabajo. Medía menos de la cuarta parte que el desaparecido Sueño del Fevre, y era la mitad de ancho. A plena carga, podía transportar quizá unas 150 toneladas, frente a las casi mil del otro. El Reynolds tenía sólo dos cubiertas, le faltaba la tercera y la tripulación ocupaba los camarotes de la parte delantera de la cubierta de calderas. De todos modos, rara vez llevaba pasajeros. Una sola gran caldera a alta presión movía su rueda de palas, situada a popa, y no tenía ningún tipo de adornos. Ahora iba casi vacío de carga, de modo que Marsh podía ver la caldera, situada en una posición muy adelantada. Hileras de columnas de madera lisas y blanqueadas soportaban la cubierta superior como si fueran raquíticos pilares, y las columnas que sostenían el techo raído de la zona de paseo eran cuadradas y simples, lisas como los maderos que forman las vallas. La cámara del timonel de popa era una gran caja cuadrada de madera. La timonera de popa era, ante todo, una visión penosa, con su pintura roja descolorida y llena de rascaduras debido a sus muchos años. Por todas partes, la pintura se desprendía en escamas. La cabina del piloto era un maldito cobertizo de madera y cristal colocado en lo alto del barco, y las achaparradas chimeneas eran de hierro negro sin adornos. El Eli Reynolds demostraba su edad. Allí, mecido por las aguas, parecía terriblemente pesado y un poco inclinado, como si estuviera a punto de zozobrar y hundirse.

No tenía ni punto de comparación con el enorme y poderoso Sueño del Fevre. Sin embargo, ahora era lo único que poseía, reflexionó Marsh, y tendría que servirle. Se encaminó hacia el barco y subió a bordo por una pasarela muy desgastada por el paso de incontables botas. Cat Grove se reunió con él en castillo de proa.

—Todo a punto, capitán.

—Dígale al piloto que zarpamos —respondió Marsh. Grove gritó la orden y el Eli Reynolds hizo sonar la sirena. Marsh pensó que el toque era débil y lastimero, y desesperadamente valiente. Subió la empinada y estrecha escalerilla hasta el salón principal, que era sombrío y estrecho, con una longitud de apenas trece metros. La moqueta aparecía pelada en varios puntos y los paisajes pintados en las puertas de los camarotes hacía mucho que se habían descolorido. Todo el interior del vapor tenía un olor a comida rancia y a vino agrio y a aceite, humo y sudor. También hacía un desagradable calor y la única claraboya, sin adorno alguno, estaba demasiado sucia para dejar pasar mucha luz. Yoerger y el piloto libre de servicio estaban tomando una taza de café solo alrededor de una mesa redonda cuando entró Marsh.

—¿Está a bordo la grasa? —preguntó Marsh. Yoerger asintió.

—Veo que no hay mucha más gente a bordo —comentó Marsh. Yoerger puso cara de malhumor.

—Consideré que lo preferiría así, capitán. Con más peso, iríamos más lentos y tendríamos que hacer más paradas.

Abner Marsh consideró las palabras de Yoerger y asintió con gesto de aprobación.

—Bien —dijo—. Me parece razonable. ¿Han subido mi otro bulto?

—Está en su camarote —respondió Yoerger.

Marsh se despidió y se retiró al camarote. El camastro crujió debajo suyo cuando se sentó en una esquina. Abrió el paquete y sacó el fusil y la munición. Examinó con cuidado el arma, sopesándola en la mano y mirando el cañón. Le gustó el tacto. Quizá un disparo de una pistola o un rifle normales no podía nada contra la gente de la noche, pero aquello era otra cosa, un encargo hecho especialmente para él por el mejor maestro armero de San Luis. Era un fusil para búfalos, con un cañón corto, ancho y octogonal, diseñado para ser disparado desde el caballo y detener en seco a un búfalo en plena carga. Los cincuenta proyectiles que lo acompañaban eran los mayores que el armero había confeccionado nunca. “Diablos”, se había quejado el hombre, “esas balas harán pedazos su pieza de caza. No le quedará nada que comer”. Abner Marsh se había limitado a asentir. El fusil no servía gran cosa para hacer puntería, sobre todo en manos de Marsh, pero no lo necesitaba para eso. De cerca, un disparo podía borrar la sonrisa del rostro de Damon Julian, y arrancarle con ella toda la cabeza de los hombros. Marsh lo cargó con precaución y lo colocó sobre un estante, encima de la cama, donde pudiera sentarse y asirlo con facilidad. Sólo entonces se dejó caer de espaldas en el lecho.

Y así empezó. Día tras día, despejados o cubiertos, el Eli Reynolds navegó río abajo cruzando lluvias y nieblas, deteniéndose en cada población, en cada muelle para vapores y en cada puesto de leña para hacer un par de preguntas. Abner Marsh se sentaba en la cubierta superior, en una silla de madera junto a la cascada campana del barco, y observaba el río hora tras hora. A veces, incluso comía allí arriba. Cuando se retiraba a descansar, tomaban su lugar el capitán Yoerger o Cat Grove o el sobrecargo, y la vigilancia era continua. Si se acercaba alguna balsa, alguna barcaza u otro vapor, Marsh les gritaba:

—¡Ah, del barco! ¿Han visto un vapor llamado Sueño del Fevre?

Sin embargo, cuando le contestaban, la respuesta era siempre la misma:

—No, capitán. De veras que no.

La gente de los muelles y los puestos de leña tampoco les aclaraban nada, y el río estaba lleno de vapores, de día y de noche, grandes y pequeños, río arriba o río abajo, o semihundidos, embarrancados junto a las orillas. Sin embargo, ninguno de ellos era el Sueño del Fevre.

El Eli Reynolds era un barco pequeño y lento en un río enorme, y avanzaba a una velocidad que haría avergonzarse a cualquier marinero. Además, sus paradas y sus interrogatorios lo retrasaban todavía más. Sin embargo, pese a todo, las ciudades se sucedían, los puestos de leña quedaban atrás, los bosques, las casas y los demás barcos pasaban junto a ellos en una sucesión de días y noches. Las islas y bancos de arena eran superados, los pilotos sorteaban con habilidad los tocones y los árboles flotantes, y proseguían hacia el sur, siempre hacia el sur. Alcanzaron y dejaron atrás Sainte Genevieve, Cape Girardeau y Crosno. Se detuvieron brevemente en Hickman, y un poco más en Nueva Madrid. Caruthersville estaba perdida en la niebla, pero la encontraron. Osceola estaba tranquila, y Memphis animada. Helena. Rosedale. Arkansas City. Napoleon. Greenville. Lake Providence.

Cuando el Eli Reynolds entró humeante en Vicksburg una tempestuosa mañana de octubre, dos hombres esperaban su llegada en el muelle.

Abner envió a tierra a la mayor parte de la tripulación. El, el capitán Yoerger y Cat Grove se reunieron con los visitantes en el salón principal del vapor. Uno de los hombres era un tipo grande y de aspecto rudo, con enormes bigotes pelirrojos y la cabeza más pelada que un huevo de paloma. El otro era un negro esbelto y bien vestido, de ojos oscuros y penetrantes. Marsh les ofreció asiento y les sirvió café.

—¿Y bien?—preguntó—. ¿Dónde está?

El calvo sopló un poco en el café.

—No lo sabemos —dijo al fin.

—Les pago para que encuentren mi barco —dijo Marsh.

—No ha habido manera, capitán Marsh —intervino el negro—. Hank y yo hemos investigado bien, puedo asegurárselo.

—Pero eso no quiere decir que no hayamos descubierto nada —continuó el calvo—. Sólo que todavía no hemos localizado el barco.

—Muy bien —dijo Marsh—. Cuénteme qué han descubierto.

El negro extrajo una hoja de papel de un bolsillo de la chaqueta y la desdobló.

—La mayor parte de la tripulación y casi todos los pasajeros de su barco se apearon en Bayou Sara, después de esa alarma de fiebre amarilla. A la mañana siguiente, su Sueño del Fevre había zarpado. Se dirigía río arriba, según dijeron todos. Encontramos algunos negros, cuidadores de puestos de leña, que aseguraron que había cargado leña en ellos. Quizá nos mintieron, pero no veo por qué iban a hacerlo. Así pues, sabemos en qué dirección desapareció su barco. Hemos encontrado bastantes tipos que juran haberlo visto pasar, o al menos que creen haberlo visto.

—…Pero el barco no llegó nunca a Natchez —prosiguió su colega—. Eso es… unas ocho o diez horas río arriba.

—Menos —replicó Abner Marsh—. El Sueño del Fevre era un barco rapidísimo.

—Rápido o no, se perdió en algún lugar entre Bayou Sara y Natchez.

—El río Rojo desemboca en el Mississippi en esa zona —musitó Abner.

El negro asintió.

—Sin embargo, su barco no ha estado en Shreveport ni en Alexandria, y en ninguno de los puestos de leña que visitamos recordaban a ningún Sueño del Fevre.

—¡Maldita sea! —masculló Marsh.

—Quizá se hundió, después de todo —apuntó Cat Grove.

—Tenemos algo más —prosiguió el detective calvo, al tiempo que tomaba un sorbo de café—. Su barco no fue visto nunca en Natchez, como ya he dicho, pero algunos de los tipos que anda usted buscando sí estuvieron allí.

—Prosiga —dijo Marsh.

—Pasamos mucho tiempo en Silver Street, haciendo preguntas. Allí conocían a un tipo llamado Raymond Ortega, uno de la lista que usted nos dio. Se presentó allí una noche, a primeros de septiembre, visitó a uno de los ricachos de lo alto de la colina, y muchas visitas más en la ciudad bajo la colina. Con él iban cuatro hombres más, uno de los cuales coincide con la descripción de ese Sour Billy Tipton. Estuvieron en Natchez casi una semana e hicieron algunas cosas interesantes. Contrataron a un montón de gente, blancos y negros indistintamente. Ya sabe usted el tipo de gente que se puede contratar en Nachez-bajo-la-colina.

Abner Marsh lo sabía muy bien. Sour Billy había ahuyentado a la tripulación de Marsh y la había sustituido por una banda de rebanacuellos como él.

—¿Marineros? —preguntó.

El calvo asintió.

—Hay algo más —añadió—. Ese Tipton visitó la Bifurcación del Camino.

—Es un gran mercado de esclavos —explicó el negro.

—… Y compró una partida de esclavos, pagando con oro —prosiguió el calvo, al tiempo que se sacaba del bolsillo una pieza de oro de veinte dólares y la depositaba sobre la mesa—. Como ésta. Después, en Natchez, compró algunas cosas más y pagó de la misma manera.

—¿Qué cosas? —preguntó Abner.

—Objetos para esclavos —dijo el negro—. Esposas, cadenas, martillos.

—Y también pintura —añadió el otro.

De repente, la verdad se abrió paso en la cabeza de Abner Marsh como una lluvia de fuegos de artificio.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Pintura! ¡Naturalmente que nadie había visto mi barco! ¡Maldita sea! Son más listos de lo que me había figurado, yo soy un estúpido por no haberlo pensado antes.

Dio un golpe sobre la mesa con su enorme puño e hizo saltar las tazas de café.

—Eso es precisamente lo que pensamos —dijo el calvo—. Lo han pintado y le deben haber cambiado el nombre.

—Un poco de pintura no basta para cambiar un vapor famoso —protestó Yoerger.

—Es cierto —dijo Marsh—, pero el Sueño del Fevre todavía no era muy famoso. Diablos, sólo hicimos un único viaje río abajo y ni siquiera volvimos a subir. ¿Cuántos tipos sabrían reconocerlo? ¿Cuántos habrán oído siquiera hablar de él? Casi cada día se bota un barco nuevo. Se le pone otro nombre, se le cambia un poco los colores aquí y allá, y ya está: Un barco nuevo.

—Pero su barco era grande —contestó Yoerger—, y rápido, dijo usted.

—Hay montones de barcos grandes en el maldito río —replicó Marsh—. Sí, posiblemente es más grande que casi todos, a excepción del Eclipse, pero ¿cuántos tipos podrían decirlo simplemente con verlo, sin otro barco al lado para comparar? Y en cuanto a velocidad, diablos, es bastante sencillo marcar unos promedios mediocres, y ahorrarse así combustible.

Marsh estaba furioso. Aquello debía ser precisamente lo que hacían, estaba seguro. Llevaban el barco lentamente, muy por debajo de sus posibilidades, y así no llamaba la atención. Aquello le parecía casi una obscenidad.

—El problema es —continuó el calvo— que no hay modo de saber qué nombre le han puesto, así que encontrarlo no va a ser nada fácil. Podemos abordar cada barco que pase por el río y buscar a esa gente de que nos habló, capitán, pero…—se encogió de hombros.

—No —dijo Abner Marsh—. Encontrarlo será más fácil que eso. No hay pintura suficiente para cambiar el Sueño del Fevre hasta el punto de que yo no lo reconozca cuando lo vea. Hemos llegado hasta aquí y vamos a seguir adelante, hasta la mismísima Nueva Orleans —se mesó la barba—. Señor Grove —continuó, dirigiéndose al primer oficial—, búsqueme a sus pilotos. Son hombres de la parte baja del río, así que deben conocer muy bien los vapores de ahí abajo. Pídales que le echen un vistazo a esos montones de periódicos que he estado guardando y comprueben si hay algún barco que no conozcan.

—Ahora mismo, capitán —dijo Grove.

Abner Marsh se volvió de nuevo hacia los detectives.

—Bien, caballeros, creo que no les necesitaré más. Sin embargo, si por casualidad se toparan con el barco, ya saben cómo localizarme. Veré que reciban ustedes un buen pago —añadió, levantándose—. Y ahora, si quieren venir conmigo a la oficina del sobrecargo, les pagaré lo que les debo.

Pasaron el resto de la jornada atracados en Vicksburg. Marsh acababa de cenar —un plato de pollo frito, lamentablemente poco hecho, y algunas patatas recalentadas— cuando Cat Grove se sentó en una silla junto a él con una hoja y de papel en la mano.

—Les ha llevado casi todo el día, capitán, pero lo han hecho. Sin embargo, hay demasiados barcos nuevos, aproximadamente unos treinta. Yo mismo he estado revolviendo periódicos, comprobando los anuncios para ver qué decían de su envergadura, de sus propietarios, toda esa clase de datos. Algunos de los nombres me sonaban, y he conseguido tachar muchos vapores de palas en popa y otros de pequeño tamaño.

—¿Cuántos quedan?

—Sólo cuatro —dijo Grove—. Cuatro grandes vapores de palas laterales de los que nadie ha oído hablar.

Le tendió la lista a Abner. Los cuatro nombres venían escritos con cuidadas letras mayúsculas, uno debajo del otro.

B. SCHROEDER

QUEEN CITY

OZYMANDIAS

S. F. HECKINGER

Marsh permaneció un buen rato estudiando los nombres con expresión reconcentrada. Alguno de aquellos nombres tenía que significar algo para él, estaba seguro, pero no conseguía discernir cuál o por qué.

—¿Tiene algún sentido, capitán?

—No es el B. Schroeder —dijo Abner de repente—. Lo estaban construyendo en Nueva Albany en la misma época en que poníamos a punto el Sueño del Fevre.

Siguió mirando el papel y se rascó la cabeza.

—El último de la lista —apuntó Grove—. Mire las iniciales, capitán. S. F., como las del Sueño del Fevre. Quizá…

—Quizá —repitió Marsh. Pronunció los nombres en voz alta—: S. F. Heckinger. Queen City. Ozy…—éste era difícil. Se alegró de no tener que deletrearlo—. Ozymandias.

Entonces, el cerebro de Abner Marsh, aquella mente lenta y minuciosa que nunca olvidaba nada, le puso delante la respuesta, como un madero a la deriva empujado por el río. Ya se había sorprendido ante aquella palabra anteriormente, por un instante y no hacía demasiado tiempo, mientras hojeaba un libro.

—Aguarde —le dijo a Grove. Se levantó y salió a grandes pasos del salón. Los libros estaban en el cajón inferior de la cómoda.

—¿Qué es eso?—le preguntó Grove cuando Marsh estuvo de vuelta.

—Malditos poemas —dijo Marsh. Pasó las hojas del libro de Byron y no encontró nada. Hizo lo mismo con el de Shelley. Y ahí lo tuvo, justo frente a los ojos. Lo leyó por encima, rápidamente. Se recostó hacia atrás, frunció el ceño y volvió a leer.

—¿Capitán Marsh? —dijo Grove.

—Escuche esto —contestó Marsh, leyendo en voz alta:

Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Mira mis obras, vosotros los poderosos, y perder toda esperanza!
Nada persiste. Alrededor de la decadencia
de esa colosal ruina, infinitas y desnudas,
las solitarias y llanas arenas se extienden a lo lejos.

—¿Qué es eso?

—Un poema —dijo Abner Marsh—. Un maldito poema.

—¿Pero qué significa?

—Significa —dijo Marsh al tiempo que cerraba el libro— que Joshua se siente angustiado y vencido, aunque no comprendería usted la razón, señor Grove. Lo importante es que significa que estamos buscando, un barco que lleva por nombre Ozymandias.

Grove le puso delante otra hoja de papel.

—Recogí algunos datos de los periódicos —explicó, bizqueando ante su propia escritura—. Veamos, Ozy… Ozy… lo que sea. Se ocupa del comercio de Natchez. El propietario se llama J. Anthony.

—Anthony —repitió Marsh—. Diablos, el segundo nombre de Joshua York era Anton. ¿Natchez, ha dicho usted?

—Sí. De Natchez a Nueva Orleans, capitán.

—Bien, nos quedaremos aquí esta noche. Mañana, cuando amanezca, partiremos para Natchez. ¿Me ha oído bien, señor Grove? No quiero perder ni un minuto de claridad. En cuanto salga el condenado sol, quiero que nuestro vapor salga también, por tanto estaremos listos para zarpar.

Quizá al pobre Joshua no le quedara más que desesperación, pero a Abner Marsh le quedaba mucho más que eso. Había toda una serie de cuentas pendientes y, cuando terminara de saldarlas, no iba a quedar de Damon Julian mucho más de lo que quedaba de la maldita ruina del poema.

CAPITULO VEINTITRES

A bordo del vapor ELI REYNOLDS,

río Mississippi,

octubre de 1857

Abner Marsh no durmió aquella noche. Pasó las largas horas de oscuridad en su silla de la cubierta superior, de espaldas a las neblinosas luces de Vicksburg, con la mirada puesta en el río. La noche era fría y apacible, y las aguas como negro cristal. De vez en cuando, aparecía ante su vista algún vapor rodeado de chispas, humo y cenizas, y la tranquilidad se rompía a su paso. Sin embargo, los barcos pasaban de largo, el sonido de sus sirenas se perdía y la oscuridad volvía a cerrarse, recuperando su calma. La luna era un dólar de plata flotando en el agua y Marsh escuchó los húmedos crujidos del cansado Eli Reynolds. De vez en cuando llegaba hasta Abner una voz o una pisada o quizá un retazo de música procedente de Vicksburg, y siempre al fondo se oía el rumor del río, el correr sin fin de las aguas río abajo, empujando al barco, intentando llevárselo con él al sur, al sur, donde esperaban los seres de la noche y el Sueño del Fevre.

Marsh se sintió extrañamente complacido por la belleza de la noche, por la oscura hermosura que tanto había conmovido al poeta favorito de Joshua. Inclinó la silla hacia atrás, contra la campana del viejo vapor, y contempló la luna, las estrellas y el río, pensando que quizá aquél fuera el último momento de paz que le quedara. Pues al día siguiente, o al otro como mucho, encontrarían el Sueño del Fevre y se reanudaría la pesadilla del verano.

Tenía la cabeza llena de presagios, de recuerdos y visiones. Seguía viendo a Jonathon Jeffers, con su bastón de estoque, tan seguro de sí y tan desvalido cuando Julian se había abalanzado sobre la hoja afilada de su arma. Escuchó otra vez el ruido del cuello de Jeffers cuando Julian se lo rompía y recordó cómo habían caído al suelo las gafas del sobrecargo, su resplandor dorado al chocar con la cubierta, el minúsculo y terrible sonido que habían hecho. Las manazas de Abner se cerraron con fuerza en torno a su bastón. Con los ojos puestos en el negro río, vio también otras cosas. La manita del niño negro rezumando sangre. Julian tomando la bebida de Joshua. Las manchas de la barra de hierro de Hairy Mike cuando hubieron terminado su terrible trabajo en el camarote. Abner Marsh tenía miedo, más del que había tenido nunca. Para desvanecer los espectros que le acechaban en la noche, convocó sus propios sueños, una visión de sí mismo con el fusil para búfalos en la mano junto a la puerta del camarote del capitán. Escuchó rugir el arma y notó su tremendo retroceso, y vio la pálida sonrisa y los oscuros rizos de Damon Julian estallar en pedazos, como un melón lanzado desde lo alto, un melón lleno de sangre.

Sin embargo, de algún modo, cuando el rostro ya hubo desaparecido y el humo del fusil se hubo disipado, todavía quedaron sus ojos, mirándole, atrayéndole, despertando en él la ira y el odio y sentimientos más profundos y oscuros. Los ojos eran negros como el mismo infierno, llenos de rojo, dos simas sin fondo, eternas como el río, que le llamaban, que despertaban en él sus malos instintos, su propia sed roja. Los ojos flotaron ante él y Abner Mrash los contempló, se abocó a su cálida negrura y vio allí la respuesta, vio el modo de terminar con ellos, mucho mejor y más seguro que con los puñales, las estacas o los fusiles para búfalos.

El fuego. Allá en el río, el Sueño del Fevre ardía. Abner Marsh lo sintió todo. El repentino y terrible rugido que le ensordecía, más que cualquier trueno. Las oleadas de llamas y humo, las astillas ardientes de la leña y el carbón esparciéndose por todas partes, el vapor abrasador estallando libre, las nubes de muerte blanca envolviendo el barco, los tabiques estallando y ardiendo, los cuerpos volando por los aires, encendidos o medio quemados, las chimeneas partiéndose y derrumbándose, los gritos, el vapor entero hundiéndose en el río, chisporroteando, resoplando y humeando, desapareciendo hasta no dejar más rastro que madera quemada y una chimenea sobresaliendo extrañamente sobre el agua. En su sueño, cuando las calderas estallaban, el nombre que lucía en el barco era todavía Sueño del Fevre.

Sería sencillo, pensó Abner Marsh. Una carga consignada para Nueva Orleans. No sospecharían nada. Barriles de explosivos, almacenados en la cubierta principal sin ningún cuidado, cerca de los hornos al rojo y de las enormes e ingobernables calderas de alta presión. Se podía hacer, pensó, y aquel sería el fin para Julian y los seres de la noche. Una mecha, un reloj… No sería difícil.

Abner Marsh cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el barco en llamas había desaparecido, el sonido de los gritos y de las explosiones se había acallado y la noche volvía a estar tranquila.

—No puedo —dijo en voz alta para sí mismo—. Joshua está todavía a bordo. Joshua…

Y otros también, esperaba Abner: Whitey Blake, Karl Framm, Hairy Mike Dunne y sus estibadores. Y el propio barco, su Sueño del Fevre. Marsh tuvo la visión de un tranquilo recodo del río en una noche como aquella, y dos grandes vapores corriendo uno al lado del otro, con penachos de humo tras ellos, aplanados por la velocidad, con las chimeneas coronadas por llamas y con las palas girando, furiosas. Según avanzaban, uno de los barcos empezaba a destacarse, un poco ahora y más y más después, hasta abrir entre ambos una brecha de la longitud de uno de los barcos. La distancia crecía aún cuando los barcos desaparecieron de la vista, y Marsh reconoció los nombres escritos en ambos, y el que iba delante era el Sueño del Fevre, con las banderas al viento mientras remontaba el río, rápido y sereno, y detrás iban el Eclipse, resplandeciente incluso en la derrota.

“Haré que eso se cumpla”, se dijo Marsh.

Al llegar la media noche, la mayor parte de los tripulantes del Eli Reynolds ya estaban de vuelta. Marsh los había visto aproximarse desde Vicksburg y oyó a Cat Grove dirigir la operación de carga de la leña a la luz de la luna, con una serie de órdenes breves y cortantes. Horas después, los primeras volutas de humo empezaron a enroscarse sobre las chimeneas del vapor, cuando el maquinista hubo encendido las calderas. Faltaba una hora para el amanecer. Entonces, Yoerger y Grove aparecieron en la cubierta donde estaba Abner Marsh, cada uno con una silla y una jarra de café. Tomaron asiento junto a Abner en silencio y le sirvieron una taza. El café era cargado y estaba caliente. Abner lo bebió, agradecido.

—Bien, capitán Marsh —dijo Yoerger al cabo de un rato. Su rostro grande parecía gris y cansado—. ¿No cree que ha llegado el momento de que nos explique qué se propone con todo esto?

—Desde que nos encontramos en San Luis —añadió Cat Grove—, no ha hecho más que hablar de recuperar su barco. Mañana, quizá, lo tenga a su alcance. Y entonces, ¿qué? Usted no nos ha contado gran cosa, excepto que no tiene la intención de tratar con la policía. ¿Por qué, si le han robado el barco?

—Por la misma razón que me ha impedido hablar de ello con usted, señor Grove. Porque no se creerían mi historia ni durante un minuto.

—La tripulación siente curiosidad —dijo Grove—. Y yo también.

—No es asunto de ellos, ni de usted —contestó Marsh—. Este barco es mío, ¿no? Usted trabaja para mí, y ellos también. Limítense, pues, a hacer lo que les ordene.

—Capitán Marsh —intervino Yoerger—, este viejo cascarón y yo llevamos varios años juntos en el río. Usted me dio el mando en cuanto tuvo su segundo vapor, el viejo Nick Perrot, creo que era, allá por el año 52. Desde entonces, yo me he cuidado del barco y usted no ha hecho nada para facilitarme las cosas, no señor. Si estoy despedido, dígamelo. Y si todavía sigo siendo capitán a sus órdenes, cuénteme en que estamos metiendo al Eli Reynolds. Creo que me merezco eso, al menos.

—Mire, Yoerger, se lo conté a Jonathon Jeffers —contestó Marsh, recordando nuevamente el pequeño centelleo del oro de sus gafas—, y murió a consecuencia de ello. Y quizá Hairy Mike también, aunque lo ignoro.

Cat Grove se inclinó hacia adelante airadamente y volvió a llenar la taza de Marsh con café templado de la jarra.

—Capitán —comenzó—, de lo poco que nos ha dicho se deduce que no está seguro de si Mike está vivo o muerto, pero eso no importa. Tampoco está seguro del destino de los otros. Whitey Blake, ese piloto suyo y todos los que quedaban a bordo del Sueño del Fevre. ¿También les dijo a todos ellos de qué se trataba?

—No —reconoció Marsh.

—Entonces, poco importa saberlo o no —dijo Grove.

—Si hay algún peligro ante nosotros, tenemos derecho a saberlo —le apoyó Yoerter.

Abner Marsh meditó un momento, y reconoció que era lo justo.

—Tienen razón, pero no van a creerme. Además, no podré dejarles marchar. Necesito el barco.

—No pensamos marcharnos —dijo Grove—. Explíquenos el asunto.

Abner Marsh suspiró y contó toda la historia una vez más. Cuando terminó, contempló sus rostros. Ambos tenían expresiones reservadas, precavidas, evasivas.

—Es difícil de creer —dijo Yoerger.

—Yo lo creo —replicó Grover—. No es más difícil que creer en fantasmas y, diablos, yo los he visto docenas de veces.

—Capitán Marsh —continuó Yoerger—, ha hablado usted mucho de encontrar el Sueño del Fevre, y apenas ha dicho cuáles son sus intenciones cuando lo encontremos. ¿Tiene algún plan?

Marsh pensó en el fuego, en las calderas rugiendo y estallando, en los gritos de sus enemigos. Apartó de su mente tal idea.

—Recuperaré mi barco —afirmó—. Ya han visto mi fusil. En cuanto le vuele la cabeza a Julian, supongo que Joshua se cuidará del resto.

—Ha dicho usted que ya lo había intentado con Jeffers y Dunne, cuando todavía controlaban el vapor y la tripulación. Ahora, si sus detectives estaban en lo cierto, el barco está lleno de esclavos y rebanacuellos. No podrá subir a bordo sin ser reconocido. ¿Cómo llegará, entonces, hasta Julian?

Abner Marsh no había planeado bien el asunto. Sin embargo, ahora que Yoerger había tocado el tema, resultaba evidente que difícilmente podría limitarse a saltar a la cubierta fusil en mano, él solo, que era más o menos lo que tenía pensado hacer. Caviló sobre ello un instante. Si conseguía subir a bordo de alguna manera, como pasajero… Sin embargo, Yoerger tenía razón en que sería imposible. Aunque se afeitara, no había nadie en el río que se pareciera ni remotamente Abner Marsh.

—Entraremos a la fuerza —dijo después de una breve duda—. Llevaré a toda la tripulación del Reynolds. Julian y Sour Billy se imaginan probablemente que estoy muerto. Los sorprenderemos. De día, naturalmente. No voy a correr más riesgos por cuestiones de luz. Ninguno de esos tipos de la noche ha visto nunca al Eli Reynolds, y supongo que sólo Joshua lo conoce de nombre. Nos pondremos justo a su altura, allí donde atraque, y esperaremos a que luzca una buena mañana de sol, y entonces yo y todos los que vengan conmigo nos lanzaremos contra ellos. La escoria es escoria y, sea cual sea la basura que Sour Billy encontró en Natchez, no van a arriesgar sus pellejos contra fusiles y cuchillos. Quizá tengamos que cuidarnos de Sour Billy, pero después el camino estará despejado. Esta vez voy a asegurarme bien de que sea Julian quien se quede sin cabeza —extendió las manos—. ¿Les parece satisfactorio?

—Suena bien —dijo Grove. Yoerger parecía menos seguro. Sin embargo, ninguno de los dos tenía otras sugerencias que merecieran la pena por lo que, tras una breve discusión, accedieron al plan. Para entonces, el amanecer había dado contorno a las rocas y colinas de Vicksburg y el Eli Reynolds tenía a punto el vapor. Abner Marsh se levantó y se estiró. Se sentía notablemente bien para haber pasado la noche entera sin pegar ojo.

—Zarparemos —le dijo en voz alta al piloto, que había pasado junto a ellos camino de su pequeña cabina—. ¡A Natchez!

Los marineros de cubierta soltaron las amarras que ataban el barco al muelle y el vapor dio marcha atrás, viró, revirtió la marcha, y entró en el canal principal mientras las sombras rojas y grises empezaban a perseguirse, unas a otras, en la ribera oriental y las nubes se tornaban rosadas por el oeste.

Durante las dos primeras horas hicieron un buen promedio y dejaron atrás Warrenton, Hard Times y Grand Gulf. Tres o cuatro grandes vapores los adelantaron, pero eso era previsible, pues el Eli Reynolds no estaba hecho para carreras. Abner Marsh se sentía bastante satisfecho con el promedio, por lo cual se permitió a sí mismo abandonar la cubierta durante media hora, lo suficiente para repasar y limpiar el arma y asegurarse de que estaba cargada, y tomar un desayuno rápido de pastas calientes, bayas azules y huevos fritos.

Entre St. Joseph y Rodney, el cielo comenzó a cubrirse, lo que disgustó mucho a Abner. Un poco más tarde, se desató sobre el río una pequeña tormenta, sin truenos, rayos o lluvia bastantes para acabar siquiera con una mosca. Sin embargo, el piloto le guardó respeto hasta el punto de mantener el barco atado en un puesto de leña durante una hora mientras Marsh paseaba arriba y abajo del barco, inquieto. Framm o Albright hubieran seguido adelante a pesar del mal tiempo, pero no podía esperarse encontrar un piloto excepcional en un barco como aquel. La lluvia caía fría y gris. Sin embargo, cuando al fin aclaró, había en el cielo un bonito arcoiris que entusiasmó a Marsh, y quedaba tiempo más que suficiente para llegar a Natchez antes del anochecer.

Quince minutos después de zarpar otra vez, el Eli Reynolds chocó fuertemente contra un banco de arena.

Fue un error estúpido y frustrante. El joven piloto, que apenas había pasado de aprendiz, intentó recuperar parte del tiempo perdido acortando por un incierto atajo, en lugar de seguir por el canal principal que daba una gran vuelta hacia el este. Un par de meses antes, aquella habría sido una maniobra de gran piloto, pero ahora el nivel del río era demasiado bajo, incluso para un vapor de tan poco calado como el Eli Reynolds.

Abner Marsh se puso a jurar, a echar pestes y a caminar a grandes zancadas con aspecto iracundo, sobre todo cuando se hizo patente que no podrían sacarlo del banco con facilidad. Cat Grove y sus hombres asieron los cabrestantes y las perchas y se aplicaron a la labor. Para hacer las cosas más complicadas, llovió un par de veces, pero cuatro mojadas y cansadas horas más tarde, el piloto volvió a poner en marcha la rueda de popa y el Eli Reynolds se lanzó hacia adelante entre una rociada de barro y arena, temblando como si fuera a romperse en pedazos. Nuevamente estaba a flote, y su sirena sonó en señal de triunfo.

Avanzaron cuidadosamente por el atajo durante otra media hora y al fin recuperaron el curso principal, donde la corriente les ayudó y el Reynolds incrementó su velocidad. Se lanzó río abajo humeando y traqueteando como el mismo demonio, pero ya no había modo de recuperar el tiempo perdido.

Abner Marsh estaba sentado en el sofá de la cabina del piloto, de un amarillento descolorido, cuando aparecieron las primeras luces de la ciudad, por encima del acantilado. Dejó la taza de café sobre la grande y panzuda estufa y se colocó tras el piloto, que estaba ocupado en un cruce con otro barco. Marsh no le prestó atención; sus ojos estaban fijos en el lejano muelle donde veinte vapores o más agolpaban sus proas frente a Natchez-bajo-la-colina.

Allí estaba su barco, donde pensaba que lo encontraría. Marsh lo reconoció en el acto. Era el más grande del muelle y sobrepasaba sus buenos quince metros del que le seguía en envergadura. También sus chimeneas eran las más altas. Cuando el Eli Reynolds estuvo más cerca, Marsh vio que no lo habían modificado gran cosa. Seguía siendo básicamente blanco, azul y plata, aunque le habían pintado la cabina del timonel de un rojo deslumbrante, como los labios de una prostituta de Natchez. Llevaba el nombre en letras amarillas formando un círculo en los tambores de las palas, con rasgos toscos: Ozymandias. Marsh lo miraba con gesto ceñudo.

—¿Ve ese grande de ahí? —le dijo al piloto, señalándolo—. Póngase lo más cerca de él que le sea posible, ¿entendido?

—Sí, capitán.

Marsh contempló la ciudad que tenía delante, con disgusto. Las sombras ya se cerraban sobre las calles y las aguas del río mostraban el toque escarlata y dorado del anochecer. Y estaba nublado, completamente nublado. Pensó que habían perdido demasiado tiempo en el puesto de leña y en el atajo, y además el crepúsculo llegaba mucho antes en octubre que en pleno verano.

El capitán Yoerger había entrado en la cabina del piloto y avanzó hasta el capitán, transformando en palabras los pensamientos de éste.

—No puede ir de noche, capitán Marsh. Ya es demasiado tarde. Anochecerá en menos de una hora. Aguarde a mañana.

—¿Por qué especie de estúpido me ha tomado? —contestó Marsh—. Naturalmente que esperaré. Ya cometí ese maldito error una vez, y no voy a repetirlo.

Golpeó con el bastón en el suelo, lleno de frustración. Yoerger empezó a decir algo más, pero Marsh no le escuchaba. Estaba estudiando el gran vapor atracado en el muelle.

—Diablos —dijo de repente.

—¿Qué sucede?

Marsh señaló algo con su bastón de nogal.

—Humo —dijo—. Maldita sea, ¡van a zarpar! Está a pun…

—No se altere —le aconsejó Yoerger—. Si se va, se va. Ya lo alcanzaremos en alguna otra parte del río.

—Deben navegar de noche —murmuró Marsh—, y de día permanecen atracados. Debería habérmelo figurado.—Se volvió al piloto y le dijo—: Señor Norman, no atraque. Siga río abajo, deténgase en el primer puesto de leña que encuentre y aguarde a que pase ese vapor de ahí. Después sígalo, tan de cerca como pueda. Ese barco es muchísimo más rápido que el Eli Reynolds, así que no se preocupe si lo pierde, pero siga río abajo lo más cerca de él que pueda.

—Lo que usted diga, capitán —contestó el piloto. Hizo girar la gran rueda del timón, ya muy estropeada, con ambas manos, y el Eli Reynolds volvió la proa abruptamente y empezó a deslizarse en ángulo hacia el canal principal.

Llevaban hora y media en el puesto de leña, y al menos veinte minutos de noche cerrada, cuando pasó humeando el Sueño del Fevre. Marsh sintió un escalofrío cuando lo vio acercarse. El enorme vapor avanzaba río abajo con una terrible y fluida gracia, una tranquila y silenciosa suavidad que le recordó en algo a Damon Julian y su modo de caminar. Iba medio a oscuras. El puente principal lucía un tono rosado desvaído procedente de los fuegos de los hornos, pero sólo estaban encendidas algunas de las ventanas de los camarotes de la cubierta principal. La cubierta superior estaba totalmente a oscuras, como la cabina del piloto. Marsh creyó ver una figura solitaria en ella, tras la rueda del timón, pero a aquella distancia no podía estar seguro. La luna y las estrellas brillaban pálidas sobre su pintura blanca y sus orlas plateadas, y la cabina del timonel con su rojo fuerte tenía un aspecto obsceno. Cuando hubo pasado, río abajo aparecieron las luces de otro vapor que subía hacia ellos, y ambos barcos se saludaron en plena noche. Marsh pensó que hubiera reconocido la sirena en cualquier circunstancia, pero aquella vez tenía un toque frío y lúgubre que no había apreciado antes, un aullido melancólico que hablaba de dolor y desesperación.

—Mantenga la distancia —le dijo al piloto—, pero sígalo.

Un marinero liberó el cable que los unía al repulsivo poste del puesto de leña y el Eli Reynolds consumió un montón de alquitrán y piñas secas y se lanzó río adelante, tras su enorme y caprichoso primo. Un minuto o dos más tarde, el vapor desconocido que subía hacia Natchez se cruzaba con el Sueño del Fevre y se aproximaba a ellos, haciendo sonar su sirena con un profundo silbido en tres tonos. El Reynolds le contestó, pero su respuesta resultó tan débil y suave comparada con el salvaje aullido del Sueño del Fevre que Abner Marsh se sintió lleno de inquietud.

Marsh había esperado que el Sueño del Fevre se distanciaría de ellos en cuestión de minutos, pero no resultó así. El Eli Reyonlds navegó río abajo a su estela durante dos horas completas. Perdió al gran vapor media docena de veces tras los recodos del río, pero siempre recuperó la visión de sus luces en cuestión de minutos. La distancia entre los dos buques se hizo mayor, pero tan gradualmente que costaba darse cuenta.

—Nosotros vamos a toda marcha, o casi —le comentó Marsh al capitán Yoerger—, pero ellos apenas se dejan mecer por las olas. A no ser que se metan en el río Rojo, supongo que se detendrán en Bayou Sara. Allí los alcanzaremos —sonrió—. Perfecto, ¿no les parece?

Con sus dieciocho calderas que alimentar y una enorme masa que mover, el Sueño del Fevre engullía mucha más leña que su pequeña sombra. Se detuvo a cargar madera varias veces, y en cada ocasión el Eli Reynolds se acercaba un poco más a él, aunque Marsh tenía la precaución de hacer reducir la marcha a un cuarto para no llegar hasta el gran vapor mientras estuviera cargando. El propio Reynolds se detuvo en una oportunidad a cargar su semivacía cubierta principal con veinte hatos de madera de haya recién cortada y, cuando regresó a las aguas profundas, las luces del Sueño del Fevre se habían reducido a un vago resplandor rojizo sobre las aguas negras, delante de ellos. Sin embargo, Marsh ordenó lanzar al horno un tonel de sebo y el aumento de calor y de vapor les hizo recuperar pronto la distancia perdida.

Próximos a la boca del río Rojo donde éste afluía al amplio Mississippi, una cómoda milla separaba ambos vapores. Marsh acababa de llevar a la cabina del piloto una nueva jarra de café y estaba sirviendo una taza al piloto cuando éste se volvió hacia él y dijo:

—Eche un vistazo ahí, capitán. Parece que la corriente lo arrastra de lado, y no veo que tenga que hacer ningún cruce.

Marsh dejó la taza y observó. De repente, el Sueño del Fevre pareció mucho más próximo y el piloto tenía razón: se podía ver una buena parte del costado de babor del barco. Si no estaba haciendo un cruce, quizá las aguas procedentes del afluente eran las causantes de su desvío, pero no comprendió cómo podía hacer aquella maniobra ningún piloto que se preciara.

—Estará rodeando algún obstáculo, o un banco de arena —dijo, aunque con un tono de incertidumbre en la voz. Mientras observaba, el vapor pareció girar todavía más, hasta quedar prácticamente en ángulo recto con la trayectoria del Reynolds. Abner distinguió el nombre en uno de los tambores a la luz de la luna. Parecía casi a la deriva, pero el humo y las chispas que salían de sus chimeneas Indicaban lo contrario. Al cabo de unos instantes, asomó ante ellos la proa.

—¡Maldita sea! —dijo Marsh en voz alta. Sentía tanto frío como si acabara de bañarse en el río—. Está dando la vuelta. ¡Por todos los diablos, está girando!

—¿Qué hacemos, capitán?—preguntó el piloto.

Abner Marsh no contestó. Tenía la mirada fija en el Sueño del Fevre con el corazón encogido de frío. Un vapor de palas en popa como el Eli Reynolds tenía dos modos de cambiar de dirección, ambos difíciles. Si el canal era lo bastante ancho, podía hacer una gran U, pero eso requería mucho espacio y mucho empuje. El otro modo consistía en detenerse e invertir la marcha de las palas, retroceder girando, detenerse de nuevo y volver a avanzar hasta completar el giro. Ambos modos llevaban su tiempo, y Marsh ni siquiera sabía si había espacio allí para hacerlo. En cambio, los vapores con palas a los costados eran muchísimo más maniobrables. Un vapor de esas características podía dar marcha atrás a una de las ruedas mientras la otra seguía hacia adelante, dando así una vuelta sobre su eje con la misma limpieza que una bailarina giraba sobre las puntas de los pies. Ahora, Abner Marsh podía distinguir el castillo de proa del Sueño del Fevre. En la proa, las plataformas de acceso al barco, levantadas, parecían dos largos dientes blancos a la luz de la luna, y en las partes delanteras de las cubiertas principal y de calderas se veían grupos de figuras de caras pálidas y ropas oscuras. El Sueño del Fevre se erguía ante el Eli Reynolds, más grande y formidable que nunca. Ya casi había completado su giro y el Eli Reynolds todavía avanzaba hacia él, whapwhapwhap, directo hacia aquellos rostros blanquecinos como gusanos, hacia aquellos ojos rojos y ardientes, hacia la oscuridad.

—¡Estúpido! —le gritó Abner al piloto—. ¡Deténgase! ¡Marcha atrás, condenado, dele la vuelta! ¿No tiene ojos? ¿No ve que vienen contra nosotros?

El piloto le dedicó una mirada incrédula y procedió a detener la rueda para empezar a girar, pero mientras lo hacía Abner Marsh comprendió que era demasiado tarde. No darían la vuelta a tiempo e, incluso de conseguirlo, el Sueño del Fevre se les echaría encima en cuestión de minutos. Su potencia sería aún más evidente si ambos barcos tenían que lanzarse contra la corriente. Alargó el brazo y asió el del piloto.

—¡No! —gritó—. ¡Siga adelante! Rodéele, ¡más deprisa! Pongan un poco más de grasa, maldita sea. Tenemos que pasarlos antes de que nos embistan ¿me oye?

El Sueño del Fevre se les acercaba por momentos, con las cubiertas repletas de aquella gente de la noche. Las chimeneas rebosaban de humo y Marsh casi llegó a contar las figuras que aguardaban expectantes. El piloto alzó la mano hacia la sirena, pero Marsh se lo impidió, gritándole:

—¡Quieto!

—¡Vamos a chocar! —dijo el piloto—. Capitán, tenemos que hacerle saber por dónde vamos a pasar.

—Deje que sigan preguntándoselo —contestó Marsh—. Maldito sea, ¡es nuestra única oportunidad! ¡Y pongan más sebo en las calderas!

A apenas unos metros, sobre las oscuras aguas iluminadas por la luna, el Sueño del Fevre aulló en son de triunfo. Sonaba como un lobo demoníaco corriendo tras su presa, pensó Abner Marsh.

CAPITULO VEINTICUATRO

A bordo del vapor OZYMANDIAS,

río Mississippi,

octubre de 1857

—Bueno, bueno —dijo Sour Billy Tipton—. Viene derecho a nosotros, ¿qué le parece tanta amabilidad por su parte?

—¿Estás seguro de que es Marsh, Billy? —le preguntó Damon Julian.

—Mire usted mismo —dijo Sour Billy, tendiéndole el catalejo—. Allí, en la cabina del piloto de ese armatoste. No hay otro tipo tan gordo y lleno de verrugas. Me alegro de haberme preguntado por qué permanecía tanto tiempo detrás de nosotros.

Julian bajó el catalejo.

—Sí —asintió, con una sonrisa—. ¿Qué podríamos hacer sin ti, Billy? —Sin embargo, la sonrisa desapareció al instante—. Pero, Billy, tú me aseguraste que el capitán había muerto cuando cayó al río. Seguro que te acuerdas, ¿no, Billy?

Sour Billy le miró con cautela.

—Esta vez nos aseguraremos bien, señor Julian.

—¡Ah! —suspiró este—. Sí. Usted, piloto, cuando pase, quiero que nos quede a dos palmos del costado, ¿entendido, piloto?

Joshua York apartó la mirada del río un instante, sin aflojar la presión de su mano sobre la gran rueda del timón, negra y plateada. Sus fríos ojos grises se cruzaron con los de Julian a través de la oscuridad de la cabina, y bajó la mirada inmediatamente.

—Pasaremos rozándolos —contestó con voz inexpresiva.

En el sofá, tras la estufa, Karl Framm se estiró débilmente, se irguió y se levantó para acercarse a Julian, contemplando el río con ojos legañosos y medio muertos. Se movió lentamente, tropezando como un borracho o un débil anciano. Al verle, era difícil creer los problemas que había creado al principio, pensó Billy. Sin embargo, Damon Julian había tratado adecuadamente a Framm. El día que regresó al vapor con su excelente buen humor, sin darse cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas, el larguirucho piloto había estado ufanándose una vez más de que tenía tres mujeres, y Julian le había escuchado. A Julian le había divertido mucho saberlo.

—Ya que a las otras no las volverá a ver —le diría más tarde Julian a Framm—, tendrá también tres mujeres a bordo del barco. Después de todo, un piloto tiene sus privilegios…

Ahora, Cynthia, Valerie y Cara se ocupaban de él por turno, con cuidado de no beber demasiado de una vez, pero sí con regularidad. Al ser el único piloto con licencia, no podían dejarle morir, aunque fuera York quien se ocupara del timón casi siempre. Framm ya no era alto y poderoso, ni tampoco problemático. Apenas hablaba, arrastraba los pies al andar y tenía marcas y llagas por todos sus escuálidos brazos, así como una mirada enfebrecida en los ojos.

Con un ligero parpadeo al ver acercarse el achaparrado vapor de palas en popa, Framm pareció animarse un poco. Incluso sonrió.

—Se acerca —murmuró—, puede apostar a que se acercará más.

Julian le miró.

—¿Qué quiere decir, señor Framm?

—Nada —contestó éste—, salvo que viene directo a embestirle —sonrió otra vez—. Apuesto a que el viejo capitán Marsh tiene ese pequeño barco lleno hasta los topes de explosivos. Es un viejo truco del río.

Julian volvió de inmediato la mirada al río. El otro vapor se dirigía directamente hacia el Sueño del Fevre, vomitando fuego y humo como si nada.

—Miente —dijo Sour Billy—, siempre miente.

—Mire a qué velocidad se aproxima —siguió Framm. Era cierto. Con la corriente a favor y las palas a toda potencia, el pequeño vapor se les echaba encima como el mismo demonio.

—El señor Framm tiene razón —intervino Joshua York, al tiempo que giraba la enorme rueda, mano sobre mano, con una suave y rápida agilidad. El Sueño del Fevre desvió la proa bruscamente hacia babor. Un instante después, el otro barco se desvió en el sentido contrario, escapando de ellos a toda velocidad. Desde el Sueño del Fevre pudo leerse su nombre, en letras cuadradas y descoloridas: Eli Reynolds.

—¡Era un maldito truco! —gritó Sour Billy—. ¡Los ha dejado pasar!

—No habían explosivos —dijo Julian con un tono helado—. Joshua, acércanos a ellos.

York empezó a girar el timón de inmediato, pero era demasiado tarde; el barco de Marsh había aprovechado la oportunidad y se lanzaba adelante a sorprendente velocidad, con el vapor resoplando por sus válvulas de seguridad en forma de altos penachos blancos. El Sueño del Fevre respondió enseguida, poniendo en línea su proa, pero el Eli Reynolds ya quedaba a treinta metros a babor y los superaba claramente, río abajo, salvado de la encerrona. Mientras se alejaba, surgió del barco de Marsh un disparo cuyo ruido pudo oírse claramente incluso por encima del atronador rugido de los motores del Sueño del Fevre y del ruido de sus palas, pero no produjo daño alguno.

Damon Julian se volvió hacia Joshua York, ignorando la sonrisa de Billy.

—Te vas a encargar de alcanzarlos, Joshua, o haré que Sour Billy eche tus botellas al río, y padecerás la sed igual que nosotros, ¿me has comprendido?

—Sí —contestó York. Mandó que detuvieran las dos ruedas, movió la de babor adelante poco a poco, mientras la de estribor lo hacía marcha atrás. El Sueño del Fevre empezó a avanzar otra vez, ayudado por la corriente. El Eli Reynolds se alejaba veloz delante de él, con un salvaje batir de la rueda de popa, mientras de su chimenea salían chispas y llamas.

—Bien —dijo Damon Julian. Se volvió hacia Sour Billy—: Billy, me voy a mi camarote.

Julian pasaba mucho tiempo en el camarote, sentado, sólo en la oscuridad sin siquiera una vela, tomando coñac y con la mirada perdida en la nada. Cada vez le estaba dejando más el mando de la nave a Billy, igual que le había dejado llevar la plantación mientras él permanecía sentado en la oscura y polvorienta biblioteca.

—Tú quédate aquí —continuó—, y cuida de que nuestro piloto haga lo que le he dicho. Cuando cojamos a ese barco, tráeme al capitán Marsh.

—¿Y qué hay de los demás?—preguntó Billy, dubitativo.

—Estoy seguro de que ya pensarás en algo —dijo Julian sonriendo.

Cuando se hubo ido, Sour Billy volvió su atención al río. El Eli Reynolds había avanzado un buen trecho mientras el Sueño del Fevre completaba su maniobra y estaba ya a unos centenares de metros, pero era evidente que esa ventaja no le iba a durar mucho. El Sueño del Fevre se lanzaba hacia adelante como no lo había hecho en meses, con ambos ruedas a toda velocidad, los hornos rugiendo y las cubiertas temblando bajo el inmenso empuje de los motores. La distancia entre los barcos parecía disminuir a ojos vista. El Sueño del Fevre estaba prácticamente comiéndose el río. Marsh estaría visitando a Julian en apenas unos minutos. Sour Billy Tipton esperaba el momento con ansiedad, con auténtico placer.

Y entonces, Joshua York disminuyó la velocidad de la rueda de estribor y empezó a dar vuelta al timón.

—¡Eh! —protestó Billy—. ¡Está dejando que se aleje! ¿Qué está haciendo?—se llevó la mano a la espalda y sacó el cuchillo, blandiéndolo contra la espalda de York—. ¿Qué está haciendo?

—Sortear un obstáculo, señor Tipton —contestó fríamente Joshua.

—Vuelva inmediatamente al rumbo. Marsh no ha sorteado nada, y se aleja otra vez.

York ignoró la orden y Billy se irritó aún más.

—Vuelva, le digo.

—Hace un momento hemos pasado una cañada con un árbol cruzado en la bocana. Esa es la señal. En esta señal, tengo que desviarme. Si sigo recto, pierdo las aguas profundas y embarrancamos. Justo delante hay un gran peñasco sumergido, demasiado profundo para que se vea su rastro sobre el agua, pero no lo suficiente como para que no pueda desgarrarnos el casco. ¿No es cierto, señor Framm?

—No hubiera podido decirlo mejor.

Sour Billy los miró con aire suspicaz.

—No les creo —dijo—. Marsh no se ha desviado, y tampoco ha chocado con nada, al menos que yo haya visto —hizo brillar el cuchillo—. No dejaré que lo pierda —añadió.

El Eli Reynolds ya había puesto otros trescientos metros entre él y el Sueño del Fevre. Ahora empezaba a desviarse un poco a estribor.

—Vaya marinero —dijo Karl Framm con tono asqueado, refiriéndose a Billy—. Mire, ese barco que perseguimos es pequeño y no tiene apenas calado. Después de una buena lluvia, podría cruzar incluso media ciudad de Nueva Orleans sin enterarse siquiera de que ha dejado el río.

—Abner no es estúpido —añadió Joshua York—, y su piloto tampoco. Sabían que el peñasco estaba a demasiada profundidad para afectarles, a pesar del estado del río. Pasaron por encima de él con al esperanza de que nos lanzáramos tras ellos y naufragáramos. Por lo menos, nos hubiéramos quedado detenidos hasta el amanecer. ¿Lo ha entendido ahora, señor Tipton?

Sour Billy frunció el ceño y se sintió de repente como un estúpido. Apartó el cuchillo y Framm se echó a reír al verle. No fue más que una risa sofocada, pero lo suficiente para que Billy la oyera.

—Cierre el pico o llamo a las señoras —masculló Billy. Ahora le tocó a él echarse a reír.

El Eli Reynolds se había alejado un poco, pero todavía se olía en el aire su humareda y se alcanzaban a ver sus luces mortecinas a través de los árboles, al doblar los recodos. Sour Billy contemplaba las luces en silencio.

—¿Por qué le preocupa tanto que Marsh escape? —le preguntó tranquilamente York—. ¿Qué le ha hecho para que quiera hacerle daño, señor Tipton?

—No me gustan las verrugas —contestó con frialdad Billy—. Y Julian quiere atraparlo. Yo hago siempre lo que Julian desea.

—¿Qué podría hacer él sin ti?—continuó Joshua. A Sour Billy no le gustó el tono en que lo dijo, pero antes de que pudiera protestar Joshua York continuaba—: Te está utilizando, Billy. Sin ti, no sería nada. Tú piensas por él, actúas por él, lo proteges durante el día. Tú lo conviertes en lo que es.

—Sí —contestó Billy, orgulloso. Sabía lo importante que era, y le gustaba. En el barco aún era mejor. Tanto los negros que había comprado como la basura blanca que había contratado le tenían un miedo terrible, le llamaban “señor Tipton” y corrían a hacer lo que les ordenaba, sin siquiera tener que levantarles la voz. Al principio, algunos de los blancos se habían mostrado un poco rebeldes, hasta que Sour Billy le había abierto a uno el vientre y lo había hecho meter en un horno. Después de aquello, los demás se habían mostrado realmente respetuosos. Los negros no eran problema en absoluto, excepto en los muelles, cuando Billy los hacía encadenar a las esposas que tenía instaladas en la cubierta principal para impedir que escaparan. Aquello era mejor que ser capataz en una plantación. Los capataces eran basura blanca y todo el mundo los trataba con desconsideración. En cambio, en el río, el primer oficial de un barco era un hombre con posición, un oficial, alguien a quien se debía tener respeto.

—La promesa que Julian le ha hecho es falsa —continuó York—. Nunca será uno de nosotros Sour Billy. Pertenecemos a razas diferentes. Nuestra anatomía, nuestra carne, incluso nuestra sangre es distinta, Julian no puede transformarle a usted, por mucho que diga.

—Debe pensar que soy estúpido —le contestó Billy—. No necesito creer a Julian. Oigo lo que se dice, y sé que los vampiros pueden hacer a otros como ellos. Usted, York, era como yo hace un tiempo, diga lo que diga. Sólo que usted es débil y yo no. ¿Tiene miedo?

Tenía que ser aquello, pensaba Billy. York deseaba verle traicionar a Julian para que así Julian no lo convirtiera en uno de ellos, pues una vez lo fuera, sería más fuerte que York, quizá más incluso que Julian.

—Le doy miedo, Joshua, ¿no es verdad? Usted cree que es una maravilla, pero espere sólo a que Julian me haga uno de ustedes, y haré que se arrastre ante mí. Me pregunto cómo debe saber esa sangre suya. Julian lo sabe, ¿no es cierto?

York no dijo nada, pero Sour Billy sabía que le había dado en un punto doloroso. Damon Julian había probado la sangre de Joshua York una docena de veces desde aquella primera noche a bordo del Sueño del Fevre. De hecho, no había bebido de nadie más, “porque eres tan hermoso, querido Joshua”, solía decir con su pálida sonrisa, mientras le tendía el vaso a York para que lo llenara. Parecía que le divertía ver a Joshua sometido a él.

—Se está riendo de ti continuamente —dijo York al cabo de un rato—. Cada día y cada noche. Se ríe de ti y te desprecia. Piensa que eres repulsivo y ridículo, por muy útil que le resultes. Para él no eres sino un animal, y no dudará en arrojarte a un lado como tantos otros trastos cuando encuentre un animal más fuerte que le sirva. Se burlará de ti, pero para entonces estarás tan corrupto y tan podrido que aún le creerás, aún te arrastrarás ante él.

—Yo no me arrastro ante nadie —dijo Billy—. ¡Cállate y tráteme de usted! ¡Julian no me miente!

—Entonces, pregúntale cuándo piensa convertirte en vampiro. Pregúntale cómo piensa realizar el milagro, cómo hará pálida tu piel y cómo enseñará a tus ojos a ver en la oscuridad. Pregúntale a Julian si de veras crees que no miente. Y escucha, señor Tipton, escucha el tono de burla que tiene en la voz cuando habla contigo.

Sour Billy Tipton estaba furioso. Se sentía a punto de sacar la navaja y hundirla en la amplia espalda de Joshua York, pero sabía que éste se limitaría a volverse, y que a Julian tampoco le gustaría mucho.

—Muy bien —dijo—. Quizá se lo pregunte. El es más viejo que usted York, y conoce cosas que usted no conoce. Quizá vaya a preguntarle ahora mismo.

Karl Framm emitió una risilla y hasta York retiró la vista de la rueda del timón para sonreír burlonamente.

—¿A qué esperas entonces? —dijo—. Pregúntale.

Sour Billy bajó a la cubierta a preguntar. Damon Julian se había instalado en el camarote del capitán que había sido el de Joshua York. Billy llamó educadamente a la puerta.

—Sí, Billy —le llegó la tranquila respuesta. Abrió la puerta y entró. La sala estaba a oscuras, pero notó a Julian sentado a pocos palmos de él, en la oscuridad—. ¿Hemos cogido ya al capitán Marsh?

—Todavía no —contestó Billy—, pero pronto caerá, señor Julian.

—Bien, entonces, ¿por qué estás aquí, Billy? Te dije que te quedaras con Joshua.

—Tenía que preguntarle una cosa, señor —dijo Sour Billy, y repitió todo lo que le había dicho York. Cuando hubo terminado, el camarote quedó muy silencioso.

—Pobre Billy —dijo por último Julian—. ¿Todavía tienes dudas después de tanto tiempo? Si dudas, nunca llegarás a completar el cambio, Billy. Esta es la razón de que Joshua esté tan atormentado. Sus dudas le han dejado a medio camino, mitad amo y mitad ganado. ¿Comprendes? Has de tener paciencia.

—Quiero empezar —insistió Sour Billy—. Ya llevo muchos años aguardando, señor Julian. Ahora tenemos este vapor, y las cosas van mejor que antes. Quiero ser uno de ustedes. Usted me lo prometió.

—En efecto —dijo Damon Julian en tono de burla—. De acuerdo entonces, Billy, vamos a empezar, ¿te parece? Me has servido muy bien y, si tanto insistentes, no puedo negarme, ¿verdad? Eres tan listo que no querría perderte.

Sour Billy apenas podía creer lo que escuchaba.

—¿Quiere decir que va a hacerlo? —dijo, mientras pensaba para sí que Joshua York se iba a arrepentir mucho del tono que había utilizado.

—Claro, Billy. Te hice una promesa…

—¿Cuándo lo hará?

—El cambio no puede hacerse en una sola noche. Llevará tiempo transformarte, Billy. Llevará años.

—¿Años? —repitió Billy con desánimo. No esperaba tener que aguardar años. Según lo que había oído, no costaba tanto.

—Me temo que sí. Igual que pasaste lentamente de muchacho a hombre, también tienes que pasar ahora poco a poco de esclavo a amo. Nosotros te alimentaremos bien, Billy, y con la sangre conseguirás poder, belleza y velocidad. Beberás la vida y ésta fluirá por tus venas hasta que hayas renacido en la noche. Es un proceso que no puede hacerse con rapidez, pero en el que es posible conseguir los objetivos, como te he prometido. Tendrás la vida eterna, el dominio y la belleza, y la sed roja te llenará. Pronto comenzaremos.

—¿Cuándo?

—Para empezar, debes beber, Billy. Y para eso necesitamos una víctima —se echó a reír—. El capitán Marsh —dijo de repente—. El bastará para ti, Billy. Cuando capturemos el barco, tráele ante mí, como te he dicho que hicieras. Sano y salvo. Yo no le tocaré. Será tuyo, Billy. Lo dejaremos tado aquí, en el gran salón, y tú beberás de él noche tras noche. Un hombre de su tamaño debe tener dentro un montón de sangre. Te durará mucho tiempo, Billy, y te hará avanzar un buen trecho en el cambio. Sí, empezarás por el capitán Marsh, en cuanto sea tuyo. Captúralos, Billy. Hazlo por mí, y por ti mismo…

CAPITULO VEINTICINCO

A bordo del vapor ELI REYNOLDS,

río Mississippi,

octubre de 1857

Abner Marsh seguía en la cabina del piloto del Eli Reynolds cuando el Sueño del Fevre realizó el brusco desvío. Golpeó furioso con el bastón en el suelo y soltó una maldición, pero en lo más hondo no estaba seguro de si se sentía disgustado o aliviado. Le hubiera roto el corazón ver estrellarse su querido barco contra el maldito escollo oculto bajo el agua. Sin embargo, ahora el Sueño del Fevre seguía aún tras ellos y, si alcanzaba al Eli Reynolds, no había ninguna duda de que Damon Julian le arrancaría el corazón. Parecía una situación irremediablemente mala. Marsh siguió inmóvil y ceñudo mientras el piloto del Eli Reynolds giraba el timón y empezaba a desviarse él también. El Sueño del Fevre, corriendo tras ellos en la oscuridad, constituía una visión pavorosa. Marsh lo había diseñado para correr más que el Eclipse, para ser el barco más rápido de todos cuantos surcaban el río a vapor, y ahora se veía obligado a superarlo con uno de los vapores más viejos y lastimosos del Mississippi.

—No hay nada a hacer —dijo en voz alta, dirigiéndose al piloto—. Esto es una carrera, procure que no nos alcance.

El hombre le miró como si estuviera loco, y probablemente lo estaba.

Abner Marsh se encaminó a la cubierta principal para ver qué se podía hacer. Cat Grove y el jefe de máquinas, Doc Turney, ya se habían puesto al frente. La cubierta estaba llena de calor. El horno rugía y crepitaba, y las llamaradas se alzaban en su interior, y a veces hasta fuera de él, cada vez que los fogoneros le introducían leña fresca. Grove tenía allí a todos los hombres disponibles, sudorosos, que se dedicaban a alimentar aquel buche rojo anaranjado con trozos de leña de haya y piñas secas, que bañaban en sebo antes de introducirlos en el horno. Grove llevaba un balde con whisky y un gran cucharón de cobre y se acercaba a los hombres, uno tras otro, para que pudieran echar un trago con sólo una brevísima pausa. El sudor le resbalaba por el pecho desnudo formando un reguero constante y, al igual que los fogoneros, su rostro estaba enrojecido por el terrible calor. Era casi incomprensible cómo podían soportarlo, pero el horno era alimentado continuamente.

Doc Turney estaba comprobando los manómetros de presión de la caldera. Marsh se le acercó y los observó también. La presión era cada vez más alta. El jefe de máquinas le miró.

—No lo he puesto a esta presión en los cuatro años que llevo en el barco —le gritó Turney. Había que gritar para hacerse oír por encima del chisporrotear y crujir del horno, del silbido del vapor y del martilleo del motor. Marsh adelantó una mano, tanteando, y la retiró rápidamente. La caldera estaba tan caliente que no se podía tocar.

—¿Qué hacemos con la válvula de seguridad, capitán? —preguntó Turney.

—Cerrarla —gritó Marsh—. Necesitamos todo el vapor.

Turney frunció el ceño e hizo lo que le ordenaba. Marsh observó el manómetro: la aguja subía constantemente. El vapor prácticamente chirriaba en los tubos, pero producía el efecto deseado. El motor temblaba y crujía como si fuera a estallar en pedazos y la rueda de palas giraba, más rápido de lo que lo había hecho en años, whapwhapwhapwhap, batiendo con las palas de tal modo que el agua que levantaba formaba una cortina tras el barco, y todo el casco vibraba, lanzado hacia adelante como no lo había sido desde que se botara.

El segundo maquinista y los fogoneros se movían alrededor de los motores, aplicando aceite y engrasando las juntas para mantener uniforme el empuje que proporcionaba el vapor. Parecían pequeños monos negros cubiertos de alquitrán, y se movían también con la agilidad de un mono. Tenía que ser así, pues no era fácil engrasar las partes móviles mientras estaban en acción, sobre todo a la velocidad que proporcionaba el viejo y destartalado motor del Reynolds.

—¡Más rápido!—rugía Grove—. ¡Más rápido con ese sebo!

Un enorme fogonero pelirrojo se apartó tambaleando de la boca del horno, mareado por el calor. Cayó de rodillas, pero otro hombre tomó su lugar de inmediato y Grove se acercó al caído y le echó por la cabeza un cucharón de whisky. El hombre alzó la vista, mojado y medio cegado, y abrió la boca. El primer oficial le introdujo un poco de whisky en ella. Un momento después, el fogonero volvía a estar en pie, impregnando de sebo las piñas.

El maquinista hizo una mueca y abrió las válvulas de seguridad, enviando un chorro de vapor increíblemente caliente hacia el aire nocturno, con un estridente silbido, y reduciendo un poco la presión de la caldera. A continuación, empezó a aumentar otra vez la presión. En algunos de los tubos la soldadura empezaba a fundirse, pero los hombres seguían preparados para taponar de inmediato cualquier hendidura que se produjera. Marsh estaba empapado en sudor, por el calor húmedo del vapor y por la seca oleada emitida con furia por el horno. A su alrededor todo eran hombres corriendo, gritando, pasándose leña y sebo, alimentando el horno, atendiendo la caldera y los motores. Los émbolos y la rueda hacían un ruido terrible, las llamas del horno los bañaban a todos de una luz roja siempre cambiante. Aquello era un infierno sofocante, lleno de ruido y actividad, temblando, tosiendo y sacudiéndose como un hombre a punto de morir. Sin embargo, el barco avanzaba a pesar de todo, y allá abajo en la sala de calderas no había nada que Abner Marsh pudiera hacer para que avanzara aún más rápido.

Regresó agradecido al castillo de proa, alejándose del terrible calor, con la chaqueta, la camisa y los pantalones mojados como si acabara de salir de las aguas del río. El viento soplaba a su alrededor y Marsh sintió durante un momento un frío que le pareció maravilloso. Delante suyo divisó una isla que dividía el río, y más allá vio una luz sobre la ribera occidental. Se acercaban a ella a buena velocidad.

—Demonios —dijo Marsh—, debemos estar haciendo veinte mudos ¡Qué diablos, a lo mejor hasta treinta.

Lo dijo en voz alta, como si el trueno de su voz pudiera hacer verdad sus palabras. El Eli Reynolds no iba más allá de los ocho nudos en sus buenos tiempos, aunque esta vez la corriente estaba a su favor.

Marsh subió a toda prisa la escalerilla, cruzó el salón principal y llegó a la cubierta superior para echar una mirada atrás. Las chimeneas, cortas y achaparradas, lanzaban chispas y lenguas de fuego en todas direcciones y, mientras las observaba, volvieron a surgir nubes de vapor de las válvulas de seguridad, que Doc Turney abría sólo lo suficiente para evitar que la maldita caldera estallara y los enviara a todos al infierno. La cubierta temblaba bajo sus pies como la piel de una criatura viviente. La rueda de popa giraba a tal velocidad que levantaba una verdadera pared de agua, como una cascada al revés.

Y detrás venía el Sueño del Fevre, a media luz, levantando casi hasta la luna el humo y las llamas que surgían de sus dos altas y oscuras chimeneas. Parecía veinte metros más próximo que cuando Marsh había bajado a la sala de calderas.

El capitán Yoerger llegó hasta su lado.

—No podemos superarlos —dijo con su tono de voz gris y preocupado.

—¡Necesitamos más vapor, más calor!

—Las palas no pueden ir más rápido, capitán Marsh. Si Doc no suelta vapor en el momento preciso, la caldera reventará y nos matará a todos. El motor ya tiene siete años y va a caerse en pedazos en cualquier momento. También nos estamos quedando sin sebo. Cuando se agote, sólo podremos meter en el horno la leña que quede. Piense que el barco ya es muy viejo, capitán. Lo está haciendo bailar como si fuera su noche de bodas, pero ya no resistirá mucho más.

—¡Maldita sea! —musitó Marsh. Dirigió la mirada hacia atrás, más allá de la rueda de popa. El Sueño del Fevre se acercaba más y más. Marsh miró hacia adelante. Iban derechos a la isla. El río y el canal principal daban la vuelta hacia el este. El canal occidental era un atajo, pero no muy importante. Incluso a aquella distancia, Marsh podía ver cómo se estrechaba y cómo los árboles se inclinaban extendiendo sus siluetas negras y retorcidas. Regresó a la cabina del piloto y entró.

—Tome el atajo —le dijo al piloto.

El hombre le miró, medio sorprendido. En el río, era el piloto quien decidía sobre aquellos temas. El capitán quizá hacia alguna observación casual, pero nunca daba órdenes.

—No, señor —respondió el piloto, con menos furia de la que hubiera demostrado un hombre más experimentado—. Mire las riberas, capitán. El río no baja crecido. Conozco ese atajo y sé que es impracticable en esta época del año. Si nos metemos por ahí, tendremos que quedarnos en el barco hasta las crecidas de la primavera.

—Quizá —dijo Marsh—, pero si nosotros pasamos, no habrá modo de que el Sueño del Fevre nos alcance. En un barco más grande y tendrá que dar la vuelta. Entonces lo perderemos. De momento, es más importante dejarlo atrás que cualquier banco de arena u obstáculo contra el que nos estrellemos, ¿me oye?

—No tiene que enseñarme cómo navegar por este río, capitán —respondió el piloto, malhumorado—. Yo tengo una reputación que mantener. Nunca he embarrancado hasta ahora, y no quiero empezar esta noche. Seguiremos en el canal principal.

Abner Marsh notó que la sangre le subía al rostro. Volvió la vista atrás. El Sueño del Fevre estaba quizá a trescientos metros, y acercándose rápidamente.

—¡Estúpido! —dijo—. Esta es la carrera más importante que se ha celebrado nunca en el río, y yo tengo por piloto a un estúpido. Ya nos habrían atrapado si el señor Framm estuviera al timón, o si tuvieran un primer oficial que supiera cómo llevarlo. Probablemente le están metiendo leña de baja calidad —alzó el bastón hacia el Sueño del Fevre y continuó—. Pero fíjese: Por despacio que vaya, nos alcanzará muy pronto a menos que nosotros sepamos maniobrar mejor. ¿Me ha oído? ¡Tome ese maldito atajo de una vez!

—Haré un informe a la asociación de pilotos —respondió el piloto fríamente.

—Y yo puedo echarle a usted por la borda —replicó Marsh, al tiempo que avanzaba hacia él en actitud amenazadora.

—Mandemos una yola, capitán —susurró el piloto—. Echaremos una sonda y veremos qué profundidad hay.

Abner Marsh resopló, irritado.

—Apártese de una maldita vez —masculló, echando a un lado al piloto de un golpe. El hombre trastabilló y cayó. Marsh asió la rueda del timón y la hizo girar a estribor, y el Eli Reynolds movió la proa, en rápida respuesta. El piloto soltó una maldición y empezó a insultarle. Marsh no le hizo caso y se concentró en la maniobra hasta que el vapor hubo pasado el extremo de la isla, elevado y fangoso, rozando casi la tortuosa ribera occidental. Dirigió una mirada hacia atrás justo el tiempo suficiente para ver el Sueño del Fevre —apenas a unos dosciento