Harlan Coben
El miedo más profundo
Myron Bolitar 7
«Cuando un padre da al hijo, ambos ríen.
Cuando un hijo da al padre, ambos lloran.»
Proverbio yiddish
Éste va por tu padre. Y por el mío.
«-¿Cuál es tu peor pesadilla? -susurra la voz-. Cierra los ojos y visualízala. ¿Puedes verla? ¿La tienes ya? ¿La peor de las agonías que puedas imaginar?
Después de una larga pausa, respondo:
– Sí.
– Bien. Ahora imagina algo peor, algo mucho, mucho peor…»
La mente del terror, de Stan Gibbs
columna del New York Herald, 16 de enero
1
Una hora antes de que su mundo estallara como un tomate maduro aplastado por un tacón de aguja, Myron probó un pastelillo recién hecho que sabía sospechosamente a pastilla de urinario.
– ¿Y bien? -le inquirió su madre.
Myron luchó con su garganta, superó la difícil batalla y tragó.
– No está mal.
Su madre meneó la cabeza, decepcionada.
– ¿Qué?…
– Soy abogada -replicó la madre-. Se supone que debería haber sido capaz de haber hecho de ti un buen mentiroso.
– Has hecho lo que has podido -dijo Myron.
Ella se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano hacia, digamos, el pastelillo.
– Es la primera vez que hago pastelitos, cariño; puedes decirme la verdad.
– Es como morder una pastilla de urinario.
– ¿Una qué?
– En los lavabos de hombres, en los urinarios. Las ponen para que absorban el olor, o algo así.
– ¿Y tú te las comes?
– No…
– ¿Por eso tu padre se pasa tanto tiempo ahí dentro…? ¿Porque se toma un poco del sabroso pastelillo? Y yo que pensaba que era por la próstata.
– Era broma, mamá.
Ella sonrió con sus ojos azules teñidos de un rojo que ni el Vispring era ya capaz de eliminar, esa tonalidad que sólo se adquiere a base de lágrimas lentas y regulares. Normalmente su madre tenía tendencia al histrionismo. Las lágrimas lentas y regulares no eran su estilo.
– Lo mío también era broma, señor listillo, ¿o te crees que eres el único de la familia con sentido del humor?
Myron no dijo nada. Volvió a mirar aquella cosa, el pastelillo, temiendo, o tal vez con la esperanza de que se marchara él solo a rastras. En los más de treinta años que su madre llevaba viviendo en aquella casa, jamás había horneado nada; ni con receta, ni sin receta, ni siquiera con uno de esos tubos Pillsbury de masa de cruasán que sólo tienes que meter en el horno. Apenas era capaz de hervir agua sin unas instrucciones detalladas, jamás cocinaba, aunque sí era capaz de meter una horrible pizza congelada en el microondas, con sus dedos ágiles danzando por el teclado numérico a la manera de Nureyev en el Lincoln Center. No, en el hogar de los Bolitar la cocina era más bien un lugar de reunión -una sala de estar light, podría decirse-, para nada relacionado ni tan siquiera con la más básica de las artes culinarias. Encima de la mesa redonda había revistas y catálogos y cajitas blancas de comida china para llevar. La cocina experimentaba menos acción que una película de James Ivory; el horno era puro atrezo, estrictamente decorativo, como la Biblia sobre la que juran los políticos.
Ese día había algo que claramente no encajaba.
Estaban sentados en el salón sobre el sofá blanco modular de piel falsa, ante una alfombra cuya textura peluda a Myron le recordaba las fundas del asiento de los retretes. Como un Greg Brady [1] adulto.
Myron desviaba de vez en cuando la mirada a través de la ventana, hacia el cartel de «Se vende» en el jardín delantero, como si fuera una nave espacial que acababa de aterrizar y anunciara la inminente aparición de algo siniestro.
– ¿Dónde está papá?
Su madre señaló la puerta con gesto cansado.
– En el sótano.
– ¿En mi habitación?
– Tu antigua habitación, sí. Te mudaste, ¿recuerdas?
Se acordaba. A la tierna edad de treinta y cuatro años, ni más ni menos. Si se enteraran de su caso, a los expertos en educación infantil se les haría la boca agua y harían gestos de desaprobación: el hijo pródigo que opta por quedarse en su nido de dos niveles mucho más allá de lo que se considera la fecha apropiada para que la mariposa levante el vuelo. Pero Myron podría afirmar todo lo contrario. Podría alegar el hecho de que, durante muchas generaciones y en la mayoría de culturas, los hijos permanecían en el hogar familiar hasta la edad madura, que adoptar esta filosofía podría representar de hecho una revolución social, ayudando a la gente a permanecer arraigada a algo tangible en esta era de desintegración del núcleo familiar. O, si esta argumentación no lograba convencer, Myron podía ofrecer otra. Tenía miles.
Pero la verdad del tema era mucho más sencilla: le gustaba pasear por los suburbios con su madre y su padre… incluso si confesar esta predilección fuera tan poco moderno como un elepé de Air Supply.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Tu padre todavía no sabe que estás aquí -respondió ella-. Cree que llegas dentro de una hora.
Myron asintió con la cabeza, confuso.
– ¿Qué hace en el sótano?
– Se ha comprado un ordenador. Está jugando con él, ahí abajo.
– ¿Papá?
– Eso digo yo. El hombre no es capaz de cambiar una bombilla sin un manual de instrucciones y, de pronto, ahora resulta que es Bill Gates. Siempre metido en la nest.
– Net -la corrigió Myron.
– ¿Cómo?
– Se llama Net, mamá.
– Creí que era nest. Como el nido de los pájaros, o algo así.
– No, no, es Net.
– ¿Estás seguro? Me suena que hay un pájaro por ahí.
– Tal vez te refieres a la Web -probó Myron-. Como la spider web, la telaraña.
Ella chascó los dedos:
– Eso. El caso es que tu padre se pasa el día ahí abajo, tejiendo la telaraña o la web o lo que sea. Chatea con gente, Myron. Eso es lo que dice. Chatea con gente a la que no conoce de nada; como hacía con la radio de onda corta, ¿te acuerdas?
Myron se acordó. Era hacia 1976. Los padres judíos de los suburbios detectando «polis» de camino a la charcutería. Una impresionante caravana de Cadillacs Seville. Mensaje recibido, cambio y corto.
– Y la cosa no acaba ahí -prosiguió-. Está escribiendo sus memorias. Él, que ni siquiera es capaz de garabatear una lista de la compra sin consultar el libro de estilo, ahora se cree que es un ex presidente.
Iban a vender la casa. Myron todavía no daba crédito. Paseó la vista por aquel entorno tan familiar y su mirada se quedó pegada a las fotos que decoraban las escaleras de forma ascendente. Observó madurar a su familia a través de la moda: las faldas y las patillas más largas o más cortas; los flecos, el cuero y los teñidos casi hippies; los trajes disco de los años setenta con los pantalones acampanados; los esmóquines con chorreras que hoy serían cutres hasta para entrar en un casino de Las Vegas… Los años desfilaban ante él, imagen a imagen, como en uno de aquellos anuncios tan deprimentes de seguros de vida. Se fijó en las posturas de sus tiempos de jugador de baloncesto -un tiro libre de la liga suburbana en sexto de primaria, una carrera hacia la canasta en octavo y un slam dunk en el instituto-, y en las fotos de portada del Sports Illustrated que culminaban la serie, dos de su época en Duke y otra con la pierna escayolada y una gran inscripción que decía «¿Está acabado?» y que adornaba su propia imagen en el yeso hasta la rodilla (con un «Sí» por respuesta en forma de pensamiento dibujado en la cabeza, con la tipografía igual de grande).
– Bueno, ¿qué problema hay? -preguntó.
– Yo no he dicho que hubiera ningún problema.
Myron movió la cabeza, decepcionado:
– Y resulta que eres abogada.
– ¿Estoy dando mal ejemplo?
– No me extraña que jamás me presentara a unas elecciones.
La mujer juntó las manos sobre el regazo:
– Tenemos que hablar.
A Myron no le gustó el tono.
– Pero aquí no -añadió-. Vamos a dar una vuelta a la manzana.
Myron asintió con la cabeza y se levantaron. Cuando todavía no habían alcanzado la puerta, le sonó el móvil. Myron lo sacó con una rapidez que habría hecho retroceder al mismísimo Wyatt Earp, se llevó el teléfono al oído y se aclaró la garganta.
– MB SportsReps -dijo, con voz suave y tono profesional-. Myron Bolitar al habla.
– Bonita voz telefónica -dijo Esperanza-. Suenas igual que Billy Dee pidiendo un par de revólveres Colt 45.
Esperanza Diaz era su ayudante desde hacía mucho tiempo y ahora su socia en MB SportsReps (M de Myron, B de Bolitar, para aquellos que lo quieren saber todo).
– Esperaba que fueras Lamar -dijo.
– ¿Todavía no ha llamado?
– No.
Casi era capaz de ver a Esperanza frunciendo el ceño:
– Estamos hasta el cuello -dijo.
– No estamos hasta el cuello. Sólo vamos con la lengua fuera, eso es todo.
– Con la lengua fuera, sí -repitió Esperanza-. Como Pavarotti corriendo la maratón de Boston.
– Muy bueno -dijo Myron.
– Gracias.
Lamar Richardson era un potente lanzador de los Golden Glove que acababa de quedar disponible (digamos que «disponible» era una etiqueta que los agentes susurran a la manera que un muftí podría susurrar «alabado sea Alá»). Lamar buscaba nuevos representantes y había reducido su selección final a tres agencias: dos conglomerados enormes con espacio de oficinas suficiente para albergar un hipermercado, y la antes mencionada MB SportsRep, una agencia con el culo lleno de granos pero que ofrecía un servicio muy personal. ¡Aúpa, culo de granos!
Myron miró a su madre, que lo esperaba junto a la puerta. Se cambió el teléfono de lado y dijo:
– ¿Algo más?
– No adivinarías nunca quién te ha llamado -dijo Esperanza.
– ¿Elle y Claudia exigiendo otro ménage à trois!
– Uuuuuy, casi.
Era incapaz de decirle las cosas sin rodeos. Con sus amigos, todo era como en los concursos de televisión.
– ¿Y si me das una pista? -dijo él.
– Una de tus ex amantes.
Él se sobresaltó:
– Jessica.
Esperanza imitó el sonido del indicador de respuesta errónea en los concursos.
– Lo siento, te equivocas de perra.
Myron estaba confuso. En su vida sólo había tenido dos relaciones largas: Jessica a períodos intermitentes durante los últimos trece años (ahora más bien ausente). Y antes de ella, bueno, habría que remontarse a…
– ¿Emily Downing?
Esperanza imitó una campanilla.
Una imagen repentina se le clavó en el corazón como una daga afilada. Vio a Emily sentada en aquel sofá de lona del sótano de la residencia de estudiantes, dedicándole su especial sonrisa, sentada sobre las piernas dobladas, con su cazadora del equipo del instituto que le iba varias tallas grande, y gesticulando con las manos que se deslizaban y desaparecían dentro de las mangas.
Se le secó la boca:
– ¿Qué quería?
– No sé. Pero dijo que tenía que hablar contigo. Hablaba muy entrecortado, ya sabes. Como si todo lo que decía tuviera un doble sentido.
Con Emily, todo lo tenía.
– ¿Es buena en el catre? -preguntó Esperanza.
Esperanza, una bisexual muy atractiva, consideraba a todo el mundo como un polvo potencial. Myron se preguntó cómo debía de ser, tener y, por tanto, sopesar, tantas opciones, y luego decidió no indagar más en el asunto. Era un sabio.
– ¿Qué dijo exactamente? -respondió Myron.
– Nada concreto. Se limitó a emitir unos cuantos gemidos tentadores entre palabras como: urgente, vida o muerte, asunto grave, etcétera.
– No quiero hablar con ella.
– Eso imaginé. Si vuelve a llamar, ¿quieres que me la quite de encima?
– Por favor.
– Hasta luego, entonces.
Colgó mientras una segunda imagen le golpeaba como una ola inesperada en una playa. El último año en Duke. Emily, muy digna, mientras le lanzaba la cazadora del instituto sobre la cama y se marchaba. No mucho después, se casaba con el hombre que arruinaría la vida de Myron.
Respira hondo, se dijo. Inhala, exhala. Así.
– ¿Todo bien? -preguntó su madre.
– Sí.
La madre volvió a menear la cabeza, decepcionada.
– No miento -dijo.
– Vale, está bien. Claro, es muy normal que respires como en una llamada obscena. Mira, si no se lo quieres contar a tu madre…
– No se lo quiero contar a mi madre.
– Que te educó y…
Myron dejó de prestarle atención, como solía hacer siempre. Volvía a divagar, suponiéndole una vida pasada, o algo así. Era algo que hacía muy a menudo. A veces actuaba como una madre absolutamente moderna, una de esas primeras feministas que se manifestaron junto a Gloria Steinem y supieron demostrar que «El lugar de la mujer es la casa… pero la Casa Blanca y el Senado», como decía su vieja camiseta; pero, ante la visión de su hijo, su actitud progresista se desvanecía y revelaba la típica cotilla con su pañuelo de campesina oculta detrás de la fachada feminista. Eso le proporcionó a Myron una infancia interesante.
Se dispusieron a salir por la puerta principal. Myron mantenía la vista clavada en el cartel de «Se vende» como si de pronto pudiera desenfundar un revólver. En su mente irrumpió la imagen de algo que en realidad no había visto nunca: el día soleado en el que mamá y papá habían llegado a casa por primera vez, cogidos de la mano, con el vientre de ella abultado por el bebé que llevaba dentro, ambos asustados y alborozados, conscientes de que esa vivienda construida en serie, de tres habitaciones y dos niveles, sería su nave para toda la vida, su sueño americano. Ahora, les gustara o no, su periplo llegaba al final. Olvidemos toda esa mierda de «cuando una puerta se cierra, otra se abre». Ese cartel de «Se vende» marcaba el final: el final de la juventud, el final de la edad adulta, el final de una familia, del universo de dos personas que habían empezado ahí, luchado, criado a sus hijos, y trabajado y llevado a los niños al cole y vivido sus vidas ahí.
Anduvieron calle arriba. A lo largo del bordillo había hojas apiladas, la imagen más evidente del otoño suburbano, mientras las máquinas de limpiar hojarasca interrumpían la quietud del aire como los helicópteros en Saigón. Myron eligió andar por el sendero de la acera para poder rozar los lados de las pilas. El crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas deportivas le resultaba placentero. No sabía muy bien por qué.
– Tu padre habló contigo -dijo la madre, medio en tono interrogativo-, sobre lo que le pasó.
Myron sintió que se le tensaba el estómago. Se adentró un poco más en las hojas, al tiempo que levantaba las piernas y las hacía crujir más fuerte.
– Sí.
– ¿Qué fue lo que te dijo, exactamente? -preguntó la madre.
– Que cuando estaba en el Caribe había tenido dolores en el pecho.
La casa de los Kaufman siempre había sido amarilla, pero la nueva familia de inquilinos la había hecho pintar de blanco. El nuevo color parecía erróneo, fuera de lugar. Había casas en las que habían elegido los revestimientos de aluminio, mientras que en otras se habían añadido anexos, modificando cocinas y dormitorios principales. La joven familia que se había mudado a la casa de los Miller se había deshecho de las características macetas rebosantes de flores tan propias de los Miller. Los nuevos propietarios de la casa Davis habían arrancado aquellos maravillosos arbustos que Bob Davis cuidaba los fines de semana. Todo aquello le hacía pensar a Myron en el típico ejército invasor que arranca las banderas de los invadidos.
– No quería contártelo -dijo la madre-. Ya conoces a tu padre. Sigue teniendo la sensación de que debe protegerte.
Myron asintió con la cabeza y siguió andando sobre las hojas.
Luego ella añadió:
– Fue algo más grave que unos dolores de pecho.
Myron se detuvo.
– Fue un infarto a todos los efectos -prosiguió, sin mirarlo a los ojos-. Estuvo tres días en cuidados intensivos. -Ahora empezó a parpadear-. Tenía la arteria casi totalmente obstruida.
Myron sintió que se le cerraba la garganta.
– Eso le ha cambiado. Sé cuánto le quieres, pero tienes que aceptarlo.
– ¿Aceptar qué?
La voz de ella era firme y delicada:
– Que tu padre se está haciendo mayor. Que yo me estoy haciendo mayor.
Myron lo pensó:
– Lo intento -dijo.
– ¿Pero?
– Pero veo este cartel de «Se vende»…
– Son maderas, clavos y ladrillos, Myron.
– ¿Qué?
Ella cruzó a través de las hojas y lo tomó del codo:
– Escúchame bien. Te lamentas como si estuviéramos de duelo, pero esa casa no es tu infancia. No forma parte de tu familia; no respira, ni piensa, ni ama. Es tan sólo un montón de madera, clavos y ladrillos.
– Habéis vivido aquí casi treinta y cinco años.
– ¿Y?
Él se volvió, siguió andando.
– Tu padre quiere ser franco contigo -prosiguió-, pero no se lo estás poniendo nada fácil.
– ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Ella movió la cabeza, miró al cielo, como deseando recibir inspiración divina, y siguió andando. Myron permaneció a su lado. Su madre lo cogió del brazo más abajo del codo y se apoyó en él.
– Siempre has sido un atleta magnífico -le dijo-, no como tu padre. Para ser sinceros, tu padre siempre ha sido un torpón.
– Eso ya lo sé -dijo Myron.
– Claro, y lo sabes porque tu padre no ha pretendido nunca ser lo que no era. Ha dejado que lo vieras como un ser humano, incluso vulnerable. Y eso te ha causado un efecto extraño: le adorabas mucho más. Le convertiste en alguien casi mítico.
Myron pensó en ello, no la contradijo. Se encogió de hombros y afirmó:
– Le quiero.
– Lo sé, cariño. Pero sólo es un hombre; un hombre bueno. Y ahora se está haciendo mayor y está asustado. Tu padre siempre ha querido que lo vieras como alguien humano, pero no quiere que lo veas asustado.
Myron seguía cabizbajo. Hay ciertas cosas que no puedes imaginarte a tus padres haciendo… El ejemplo típico es el sexo. La mayoría de la gente tampoco es capaz de imaginarse a sus padres -y probablemente no deberían ni intentarlo- cometiendo un delito flagrante. Pero ahora mismo, Myron intentaba conjurar otra imagen tabú, la de su padre solo y sentado a oscuras, con la mano en el pecho, asustado, y esa imagen, aunque posible, se le antojaba dolorosa e insoportable. Cuando volvió a hablar sentía la voz densa:
– ¿Y qué tengo que hacer?
– Aceptar los cambios. Tu padre está a punto de jubilarse. Ha trabajado toda su vida y, como la mayoría de machos tontos de su generación, su propia valía está asociada a su trabajo. Lo está pasando mal. Ya no es el mismo. Ni tú tampoco eres el mismo. Vuestra relación está cambiando y a ninguno de los dos os gusta el cambio.
Myron permaneció en silencio, esperando más.
– Acércate un poco a él -le dijo su madre-. Él se ha ocupado de ti toda tu vida. No te lo pedirá, pero ahora le toca a él que lo cuiden.
Cuando doblaron la última esquina, Myron vio el Mercedes aparcado delante del cartel de «Se vende». Por un momento se preguntó si era un agente inmobiliario que venía a enseñar la casa. Su padre estaba en el jardín de delante conversando con una mujer. Papá gesticulaba mucho y sonreía. Al mirar su rostro -la tez áspera que siempre parecía necesitar un buen afeitado, la nariz prominente que papá usaba para darle «golpes narizotas» cuando luchaban a hacerse cosquillas, los párpados caídos a lo Victor Mature y Dean Martin, el pelo ralo y gris que conservaba tozudamente sustituyendo su espesa cabellera negra-, Myron sintió una mano que lo tocaba por dentro y le pellizcaba el corazón.
Papá advirtió su presencia y lo saludó con la mano:
– ¡Mira quién ha venido! -exclamó.
Emily Downing se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa tensa. Myron le devolvió la mirada y no dijo nada. Habían pasado cincuenta minutos. Quedaban diez para que el tacón aplastara definitivamente el tomate.
2
Demasiada historia.
Sus padres se marcharon discretamente. A pesar de su casi legendaria tendencia a entrometerse, ambos poseían la rara cualidad de saber entrar a saco en la Isla de los Fisgones sin hacer explotar ninguna mina de esas que indican que has ido demasiado lejos.
Emily intentó sonreír, pero sencillamente, no pudo.
– Bueno, bueno -dijo, cuando se quedaron solos-. ¿No es éste el hombre de mi vida al que dejé escapar?
– Esta frase ya la usaste la última vez que nos vimos.
– Ah, ¿sí?
Se conocieron en la biblioteca el primer año en Duke. Entonces Emily era más grande, un poco más regordeta, pero en el sentido saludable, y con los años, claramente se había adelgazado y tonificado, también en el buen sentido. Pero el hachazo visual seguía allí. Emily no era guapa sino, para usar las palabras de Super Fly, [2] zorrona. Caliente. Ardiente, más bien. Cuando joven -era compañera suya de clase-, llevaba una melena larga y maliciosa y el despeinado de los que siempre acaban de hacer alguna fechoría, una sonrisa retorcida capaz de convertir cualquier película en no apta para menores, y un cuerpo inconscientemente voluptuoso que rezumaba la palabra sexo continuamente, como un viejo proyector de cine. No importaba que no fuera guapa. La belleza tenía poco que ver con ella, de hecho. Se trataba de algo innato. Emily no era capaz de desprenderse de ello ni poniéndose chilaba y un perro muerto encima de la cabeza.
Lo raro era que, cuando se conocieron en la universidad, ambos eran vírgenes, tal vez habiendo dejado escapar la sobrevalorada revolución sexual de los años setenta y principios de los ochenta. Myron siempre creyó que esa revolución había sido en buena parte de boquilla o, como mínimo, que no había llegado a cruzar las fachadas de ladrillo de los institutos suburbanos. Pero también es cierto que era bastante bueno racionalizando las cosas. Probablemente era culpa suya, si es que el hecho de no ser promiscuo puede considerarse una falta. Siempre se había sentido atraído por las «chicas buenas», incluso en el instituto. Los líos esporádicos no le interesaban. Evaluaba a todas las chicas que conocía como posible pareja para toda la vida, como alma gemela, como amor sin fin, como si su relación tuviera que ser una canción de los Carpenter.
Pero con Emily fue todo exploración y descubrimiento sexual. Aprendieron el uno del otro a pasos entrecortados, aunque dolorosamente placenteros. Incluso ahora, por mucho que odiara todo su ser, todavía podía recordar cómo cantaban y se le hinchaban las terminaciones nerviosas cuando compartían la cama. O el asiento trasero de un coche. O un cine, o una biblioteca, o incluso una vez, una conferencia de ciencias políticas sobre el Leviatán de Hobbes. Aunque tal vez hubiera anhelado ser el protagonista de una canción de los Carpenter, su primera relación larga acabó siendo más bien algo sacado del Bat Out of Hell de Meat Loaf: algo tórrido, duro, sudoroso, rápido, como toda la canción «Paradise by the Dashboard Life». [3] De todos modos, debió de haber algo más. Habían durado tres años, la había amado, y ella fue la primera mujer que le rompió el corazón.
– ¿Hay algún café por aquí cerca? -preguntó ella.
– Un Starbucks -dijo Myron.
– Conduciré yo.
– No quiero ir contigo, Emily.
Ella le dedicó su sonrisa especial:
– ¿He perdido mis encantos o qué?
– Dejaron de causarme efecto hace muchos años.
Una mentira a medias.
Ella movió las caderas. Myron la observó, pensando en lo que había dicho Esperanza. No era tan sólo su voz, o sus palabras…; hasta sus movimientos acababan teniendo un doble sentido.
– Es importante, Myron.
– Para mí no.
– Ni siquiera sabes…
– Me da igual, Emily. Formas parte del pasado, y tu marido también.
– Mi ex marido. Me divorcié de él, ¿recuerdas? Y nunca he sabido lo que te hizo.
– Claro -dijo Myron-. Tú sólo fuiste la causa.
Ella lo miró:
– No es tan sencillo. Ya lo sabes.
Myron asintió con la cabeza. Ella tenía razón, por supuesto.
– Yo siempre supe por qué lo había hecho -dijo Myron-. Estaba siendo un gilipollas competitivo que quería vengarme de Greg. Pero, ¿y tú?
Emily movió la cabeza. Su melena de antes hubiera volado de un lado a otro y habría acabado cubriéndole medio rostro. Su nuevo peinado era más corto y estilizado, pero mentalmente, él seguía viendo aquel movimiento perverso.
– Ahora ya no importa -dijo ella.
– Supongo que no -le dio la razón-, pero siempre he tenido curiosidad.
– Los dos habíamos bebido demasiado.
– ¿Así de sencillo?
– Sí.
Myron hizo una mueca:
– Poco convincente -dijo.
– Tal vez sólo fue sexo -añadió ella.
– ¿Un acto puramente físico?
– Quizá.
– ¿La noche antes de casarte con otro?
Ella lo miró:
– Fue una estupidez, ¿vale?
– Eso lo dices tú.
– Y quizá tenía miedo -dijo.
– ¿De casarte?
– De casarme con el hombre equivocado.
Myron sacudió la cabeza:
– Dios mío, no tienes vergüenza.
Emily estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo como si sus últimas reservas acabaran de agotarse. Él deseaba que se marchara, pero con los antiguos amores hay también una tristeza que nos atrae. Ahí, delante de ti, está el verdadero camino que no elegiste, lo que tu vida hubiera podido ser, la personificación de una vida totalmente alternativa si las cosas hubieran sido distintas. Ya no tenía absolutamente ningún interés en ella y, sin embargo, sus palabras todavía le hacían aflorar su antiguo yo, con heridas y todo.
– Ocurrió hace catorce años -dijo ella con voz suave-, ¿no crees que ya es hora de que lo superemos?
Pensó en lo que le había costado aquella noche de relación «puramente física». Tal vez todo. Su sueño de toda una vida, desde luego.
– Tienes razón -le dijo, mientras daba media vuelta-. Vete, por favor.
– Necesito tu ayuda.
Él negó con la cabeza:
– Como tú misma has dicho, ya es hora de que lo superemos.
– Sólo te pido que te tomes un café conmigo. Con una vieja amiga.
Quería decirle que no, pero el pasado ejercía una presión demasiado intensa. Asintió, temiendo hablar. Condujeron en silencio hasta el Starbucks y pidieron sus complicados cafés a un camarero con pretensiones de artista, con más carácter que el tipo que trabaja en la tienda de discos local. Se pusieron los condimentos pertinentes en la pequeña barra, liándose un poco con los brazos al buscar la leche descremada y la sacarina. Se sentaron en unas sillas metálicas de respaldo demasiado bajo. De fondo sonaba música reggae, un CD titulado Jamaican Me Crazy.
Emily cruzó las piernas y dio un sorbo.
– ¿Has oído hablar alguna vez de la anemia de Fanconi?
Curiosa táctica para iniciar una conversación.
– No.
– Es un tipo de anemia hereditaria que provoca el colapso de la médula espinal. Te debilita los cromosomas.
Myron esperó.
– ¿Has oído hablar de los trasplantes de médula ósea?
Le parecía una extraña línea de interrogatorio, pero decidió seguir el juego.
– Un poco. Tengo un amigo que tuvo leucemia y necesitó un trasplante. En el templo organizaron una campaña para encontrar donantes. Fuimos todos a hacernos un análisis.
– Cuando dices «todos»…
– Mi madre, mi padre, toda mi familia. Creo que hasta vino Win.
Ella inclinó la cabeza:
– ¿Cómo está Win?
– Sigue igual.
– Lástima -dijo ella-. Cuando estábamos en Duke, acostumbraba a escucharnos mientras hacíamos el amor, ¿no?
– Sólo cuando bajábamos la cortina para que no pudiera mirar.
Ella se rió:
– Nunca le gusté.
– Eras su favorita.
– ¿De veras?
– Pero eso no es decir mucho -añadió Myron.
– Odia a las mujeres, ¿verdad?
Myron meditó su respuesta.
– Como objetos sexuales, le parecen bien. Pero si hablamos de relaciones…
– Siempre fue un tipo raro.
Debe ser la única persona que lo sabe.
Emily tomó un sorbo.
– Me estoy desviando del tema -dijo.
– Ya me lo había parecido.
– ¿Qué le ocurrió a tu amigo con leucemia?
– Murió.
Palideció.
– Lo siento. ¿Qué edad tenía?
– Treinta y cuatro.
Emily tomó otro sorbo, sujetando la taza entre las dos manos.
– Así que, ¿estás en el registro nacional de donantes de médula?
– Creo que sí. Doné sangre y me dieron una tarjeta de donante.
Ella cerró los ojos.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– La anemia de Fanconi es letal. Se puede tratar durante un tiempo con transfusiones de sangre y hormonas, pero la única cura es un trasplante de médula ósea.
– No te entiendo, Emily. ¿Tienes esa enfermedad?
– No, no afecta a los adultos. -Dejó la taza sobre la mesa y levantó los ojos. Él no era muy hábil leyendo miradas, pero la suya era más que obvia-. La padecen los niños.
Como si lo presintiera, la banda sonora del Starbucks cambió a algo instrumental y sombrío. Myron aguardó. Ella no tardó demasiado.
– Mi hijo está enfermo.
Myron recordaba haber visitado la casa de Franklin Lakes cuando Greg desapareció. El chico estaba jugando en el jardín trasero con su hermana. Debió de ser tal vez dos o tres años atrás. Tenía unos diez años y su hermana quizás ocho. Greg y Emily estaban en medio de una batalla sangrienta por la custodia, los niños en medio del fuego cruzado, el tipo de guerras de las que nadie sale sin una herida grave.
– Lo siento mucho -dijo.
– Necesitamos encontrar un donante de médula compatible.
– Creía que los hermanos eran compatibles casi de manera automática.
Los ojos de ella se pasearon rápidamente por el local.
– En un caso de cada cuatro -dijo, deteniéndose abruptamente.
– Oh.
– El registro nacional ha encontrado sólo tres donantes potenciales. Por potenciales quiero decir que el test HLA inicial los identifica como posibilidades. El A y el B coinciden, pero luego hay que hacer un estudio completo del tejido y de la sangre para ver… -Volvió a detenerse-. Me estoy poniendo muy técnica, no era mi intención. Pero cuando tu hijo está así de enfermo es como si vivieras dentro de una burbuja de jerga médica.
– Lo comprendo.
– En cualquier caso, superar estas primeras pruebas es como ganar un premio de lotería secundario. La posibilidad de encontrar uno que coincida sigue siendo remota. El centro de hematología convoca a los donantes potenciales y lleva a cabo una batería de pruebas, pero las posibilidades de que se ajusten lo suficiente para efectuar el trasplante son más bien bajas, en especial si sólo hay tres donantes potenciales.
Myron asintió con la cabeza, todavía sin tener ni idea de por qué le estaba contando todo aquello.
– Tuvimos suerte, y uno de los tres coincidía con Jeremy.
– Estupendo.
– Hay un problema -aclaró. Otra vez aquella sonrisa retorcida-. El donante ha desaparecido.
– ¿Qué quieres decir con «desaparecido»?
– No conozco los pormenores. El registro es confidencial. Nadie quiere decirme qué está pasando. Parecíamos estar bien encaminados y entonces, de pronto, el donante sencillamente se retiró. Mi médico no nos puede decir nada…; como ya te he dicho, es una información confidencial.
– Tal vez el donante haya cambiado de opinión.
– Pues entonces será mejor que se la volvamos a cambiar -dijo ella-, o Jeremy morirá.
La afirmación era lo bastante clara.
– ¿Y qué crees que ha ocurrido? -le preguntó Myron-. ¿Crees que está desaparecido, o algo así?
– O desaparecida -aclaró Emily-. Sí.
– ¿Es él o ella?
– No sé nada del donante: ni edad, ni sexo, ni localidad, nada. Pero Jeremy no está precisamente mejorando y la verdad es que las probabilidades de encontrar a otro donante a tiempo son casi inexistentes. -Mantenía la expresión impertérrita, pero Myron pudo ver cómo su ánimo empezaba a resquebrajarse un poco-. Tenemos que encontrar a ese donante.
– ¿Has venido a verme por eso? ¿Para que lo encuentre?
– Tú y Win encontrasteis a Greg cuando nadie más podía hacerlo. Cuando desapareció, Clip fue a verte a ti el primero; ¿por qué?
– Es una larga historia.
– No tan larga, Myron. Tú y Win tenéis formación en este tipo de asuntos. Sois buenos.
– No en un caso como éste -dijo Myron-. Greg es un deportista de élite. Puede ponerse ante los micros, ofrecer recompensas. Puede pagar a detectives privados.
– Eso ya lo estamos haciendo. Greg ha convocado una rueda de prensa para mañana.
– Pues que no servirá de nada. Le dije al médico de Jeremy que pagaríamos lo que hiciera falta al donante, aunque sea ilegal. Pero hay algún problema más. Me temo que toda esta publicidad podría acabar perjudicándonos, que podría provocar que el donante se esconda todavía más, o algo así, yo qué sé.
– ¿Qué dice Greg de todo esto?
– Él y yo no hablamos mucho, Myron. Y cuando lo hacemos, normalmente no es para decirnos cosas agradables.
– ¿Sabe Greg que has venido a verme?
Ella lo miró:
– Te odia tanto como tú a él. Tal vez más y todo.
Myron dedujo que eso significaba que no. Emily lo seguía mirando, escrutando su rostro como si en él pudiera encontrar una respuesta.
– No puedo ayudarte, Emily.
Ella puso una expresión como si acabaran de abofetearla.
– Me sabe muy mal -prosiguió-, pero justo estoy empezando a superar algunos problemas importantes.
– ¿Me estás diciendo que no tienes tiempo?
– No es eso. Creo que un detective privado tendría más posibilidades…
– Greg ya ha contratado a cuatro. Ni siquiera son capaces de descubrir el nombre del donante.
– Dudo que yo pueda hacer nada más.
– Te estoy hablando de la vida de mi hijo, Myron.
– Lo entiendo, Emily.
– ¿No puedes dejar de lado tu animosidad hacia mí y hacia Greg?
No estaba seguro de poder.
– Ése no es el problema: soy representante deportivo, no detective.
– Antes no parecía importarte.
– Y mira como acabó todo. Cada vez que me entrometo provoco un desastre.
– Mi hijo tiene trece años, Myron.
– Lo siento…
– No quiero tu compasión, maldita sea. -Ahora sus ojos parecían más pequeños, negros. La mujer se inclinó hacia él hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros-. Quiero que hagas cálculos.
Él puso cara de extrañeza:
– ¿De qué?
– Eres representante; sabes mucho de números, ¿no? Pues haz un pequeño cálculo.
Myron se inclinó hacia atrás, poniendo un poco de distancia.
– ¿De qué coño estás hablando?
– El cumpleaños de Jeremy es el dieciocho de julio -aclaró-. Haz cuentas.
– ¿Qué cuentas?
– Te lo diré otra vez: tiene trece años. Nació el dieciocho de julio. Yo me casé el diez de octubre.
Nada. Durante unos segundos Myron oyó a las madres que charlaban, a un bebé que lloraba, a un camarero que le pasaba un pedido a otro, y entonces ocurrió. Una ráfaga de aire gélido le punzó el corazón. Bandas de acero le oprimieron el pecho y casi le impedían respirar. Abrió la boca pero no fue capaz de articular palabra. Era como si alguien le acabara de golpear el plexo solar con un bate de béisbol. Emily lo observó y asintió:
– Correcto -dijo-. Es tu hijo.
3
– No puedes estar tan segura -dijo Myron.
Emily rezumaba agotamiento por todos los poros.
– Lo estoy.
– También te acostabas con Greg, ¿no?
– Sí.
– Y aquella temporada tú y yo sólo lo hicimos una vez. En cambio, con Greg debiste de hacerlo un montón de veces.
– Cierto.
– Pues entonces, ¿cómo puedes saber…?
– Negación -lo interrumpió ella, con su suspiro-. Siempre es la reacción inicial.
Él la señaló con un dedo:
– No me vengas con esa mierda de psicóloga recién licenciada, Emily.
– Que evoluciona rápidamente hacia la rabia -insistió.
– No puedes saber…
– Siempre lo he sabido -le cortó.
Myron se apoyó en el respaldo de su taburete. Conservó la compostura pero, por dentro, estaba a punto de sentir cómo se le abría una brecha, cómo su base se empezaba a tambalear.
– Cuando me quedé embarazada, pensé, igual que tú: me había acostado más a menudo con Greg, de modo que probablemente era de él. Al menos, eso es lo que me dije. -Cerró los ojos. Myron estaba muy quieto mientras sentía cómo el nudo en su estómago se iba tensando-. Y cuando nació Jeremy, él estuvo a mi lado en todo momento, así que, ¿por qué iba a decir nada? Pero, y sé que eso va a sonar increíblemente estúpido, las madres lo sabemos. No sabría decirte cómo, pero lo sabía. Yo también intenté negarlo. Me dije que tal vez sólo me sentía culpable por lo que habíamos hecho, y que ésta era la manera que tenía Dios de castigarme.
– Muy del Viejo Testamento por tu parte -ironizó Myron.
– El sarcasmo -dijo ella, casi con una sonrisa-, tu defensa favorita.
– Tu intuición maternal no tiene demasiado valor como prueba, Emily.
– Antes me has preguntado por Sara.
– ¿Sara?
– La hermana de Jeremy. Te preguntabas si era válida como donante. No lo es.
– De acuerdo, pero me has dicho que entre hermanos sólo hay una posibilidad entre cuatro.
– Para hermanos del todo, sí. Pero en este caso no coincidían ni de lejos, porque ella y Jeremy son sólo medio hermanos.
– ¿Te lo dijo el médico?
– Sí.
Myron sintió cómo el suelo debajo de sus pies empezaba a tambalearse.
– Entonces… ¿lo sabe Greg?
Emily negó con la cabeza.
– Me citó aparte. A raíz del divorcio, yo tengo la custodia principal de Jeremy. Greg tiene también la custodia, pero los niños viven conmigo, y yo soy responsable de las decisiones médicas.
– De modo que Greg sigue pensando…
– Que Jeremy es su hijo, sí.
Myron sentía que se hundía en aguas profundas y sin tierra a la vista.
– Pero me has dicho que tú siempre lo has sabido.
– Sí.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Estás de broma? Estaba casada con Greg. Le quería. Empezábamos una vida juntos.
– De todos modos, me lo tendrías que haber dicho.
– ¿Cuándo, Myron? ¿Cuándo querías que te lo dijera?
– Nada más nacer el bebé.
– ¿No me estás escuchando? Te acabo de decir que no estaba segura.
– Las madres lo sabéis, has dicho.
– Vamos, Myron. Estaba enamorada de Greg, no de ti. Tú, con tu sentido de la moral tan cursi, habrías insistido en que me divorciara de Greg y me casara contigo y nos fuéramos a vivir una especie de cuento de hadas suburbano.
– Y entonces, ¿decidiste vivir una mentira?
– Era la decisión acertada teniendo en cuenta lo que sabía entonces. Si echo la vista atrás -hizo una pausa, tomó un sorbo largo-, probablemente ahora habría hecho muchas cosas de manera distinta.
Myron trató de dejar que la información se fuera asentando, pero le resultaba imposible. Un nuevo grupo de mamás de esas que llevan los niños a hacer deporte después del cole entró en el café, empujando sillitas. Se sentaron a la mesa del rincón y se pusieron a cotillear sobre los pequeños Brittany, Kyle y Morgan.
– ¿Cuánto tiempo hace que te separaste de Greg?
La voz de Myron sonó más aguda de lo que tenía intención, o tal vez no.
– Hace cuatro años.
– Y ya no estabas enamorada de él, ¿no?
– No.
– Incluso antes -prosiguió-. Quiero decir que probablemente ya llevabas una buena temporada sin estar enamorada de él, ¿no es cierto?
Ella parecía perpleja.
– Cierto.
– Pues me lo podrías haber dicho entonces; al menos, hace cuatro años. ¿Por qué no lo hiciste?
– Deja ya de interrogarme.
– Eres tú quien ha dejado caer la bomba -dijo él-. ¿Cómo esperabas que reaccionara?
– Como un hombre.
– ¿Y eso qué demonios quiere decir?
– Necesito tu ayuda; Jeremy necesita tu ayuda. Ahora deberíamos concentrarnos en eso.
– Primero quiero unas cuantas respuestas. Al menos tengo derecho a eso.
Ella vaciló, puso cara como de querer discutir y luego asintió cansinamente:
– Si te va a ayudar a superarlo…
– ¿A superarlo? ¡Hablas como si se tratara de una piedra en el riñón, o algo así!
– Estoy demasiado cansada para discutir contigo -dijo-. Adelante, pregunta lo que quieras.
– ¿Por qué no me lo dijiste antes?
La mirada de ella se desvió más allá de Myron, por encima de su hombro.
– Una vez estuve a punto de hacerlo.
– ¿Cuándo?
– ¿Te acuerdas de aquella vez que viniste a casa, la primera vez que Greg se esfumó?
Asintió con la cabeza. Justo acababa de pensar en aquel día.
– Le mirabas por la ventana. Jeremy estaba en el jardín con su hermana.
– Lo recuerdo -dijo Myron.
– Greg y yo estábamos en medio de una horrible batalla por la custodia.
– Le acusaste de maltratar a los niños.
– Era mentira, tú te diste cuenta enseguida. No era más que una treta legal.
– Menuda treta -dijo Myron-. La próxima vez, acúsalo directamente de crímenes de guerra.
– ¿Quién eres tú para juzgarme?
– De hecho -respondió Myron-, creo que soy justamente la persona indicada.
Emily le clavó la mirada:
– Las batallas por la custodia son una guerra sin los acuerdos de Ginebra -le dijo-. Greg se puso desagradable, y yo se lo devolví. Para ganar una guerra así haces lo que haga falta.
– ¿Y eso no incluye revelar que Greg no era el padre de Jeremy?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque obtuve la custodia sin necesidad de hacerlo.
– Eso no es una respuesta. Odiabas a Greg.
– Sí.
– ¿Todavía le odias? -preguntó.
– Sí -dijo, sin vacilar.
– Pues, entonces, ¿por qué no se lo dijiste?
– Porque con todo lo que le odio, pesa más mi amor por Jeremy. Podría joder a Greg, y probablemente disfrutaría haciéndolo, pero no le podía hacer eso a mi hijo…, quitarle a su padre de esa manera.
– Pensaba que estabas dispuesta a hacer cualquier cosa para ganar.
– A Greg le haría cualquier cosa -aclaró-, pero no a Jeremy.
Tenía su lógica, pensó Myron, pero sospechaba que le ocultaba algo:
– Así que lo has mantenido en secreto trece años.
– Sí.
– ¿Lo saben tus padres?
– No.
– ¿Nunca se lo has contado a nadie?
– Nunca.
– ¿Y por qué me lo cuentas ahora?
Emily movió la cabeza.
– ¿Eres tan lento aposta, Myron?
Él puso las manos sobre la mesa. No le temblaban. De alguna manera, comprendía que estas preguntas procedían de algo más que de la mera curiosidad. Formaban parte del mecanismo de defensa, eran como una valla y un foso de seguridad que se estaba construyendo cuidadosamente para evitar verse afectado por la revelación de Emily. Sabía que lo que le estaba diciendo era capaz de alterarle la vida de una manera que nada de lo que había oído hasta entonces era capaz de hacer. Las palabras «mi hijo» asomaban por su subconsciente, pero de momento eran tan sólo palabras. En algún momento lo tocarían, supuso, pero ahora mismo la valla y el foso todavía lo protegían.
– ¿Crees que quería decírtelo? Prácticamente te he suplicado que me ayudes, pero no has querido escucharme. Y estoy desesperada.
– ¿Lo bastante desesperada como para mentir?
– Sí -dijo, de nuevo sin vacilar-. Pero no miento, Myron. Tienes que creerme.
Él se encogió de hombros:
– A lo mejor el padre de Jeremy es otro.
– ¿Perdona?
– Un tercero -dijo-. Te acostaste conmigo la noche antes de casarte, y dudo que fuera el único. Podría haber otra docena de tíos.
Ella lo miró:
– ¿Ya no puedes soltar a tu presa, verdad Myron? Pues adelante, puedo soportarlo. Pero tú no eres así.
– Me conoces muy bien, ¿no?
– Incluso cuando te enfadabas, hasta cuando tenías todo el derecho del mundo a odiarme, nunca fuiste cruel. No va contigo.
– Ahora nos movemos en territorio desconocido, Emily.
– Da igual.
Sintió que le crecía como una piedra en el estómago, algo que le dificultaba respirar. Se aferró a la taza, la miró como si pudiera descubrir la respuesta en el fondo y la volvió a dejar. No era capaz de mirar a Emily.
– ¿Cómo puedes hacerme esto?
Emily se inclinó hacia él y le puso una mano en el antebrazo.
– Lo siento -le dijo.
Él se separó.
– No sé qué más decir. Antes me has preguntado por qué no te lo había dicho nunca. Mi primera preocupación ha sido siempre el bienestar de Jeremy, pero tú también eras alguien a tener en cuenta.
– Tonterías.
– Te conozco, Myron. Sé que no podrías dejar este asunto de lado. Pero, de momento, tienes que hacerlo. Tienes que encontrar al donante y salvarle la vida a Jeremy. Luego ya nos preocuparemos de todo lo demás.
– ¿Cuánto tiempo hace que -estuvo a punto de decir «mi hijo»- Jeremy está enfermo?
– Nos enteramos hace seis meses. Jugaba a baloncesto y empezaron a salirle moratones demasiado a menudo. Luego se quedaba sin aliento sin motivo. Empezó a caerse… -La voz se le quebró.
– ¿Está ingresado?
– No. Está en casa, va al colegio y tiene un aspecto normal, sólo está un poco pálido. Pero no puede hacer ningún deporte competitivo ni cosas así. Parece estar bien, pero… es cuestión de tiempo. Tiene tanta anemia y tiene las células medulares tan frágiles que cualquier cosa lo puede afectar. Puede ser que contraiga una infección que ponga en peligro su vida o, si logra superarla, que con el tiempo desarrolle algo maligno. Lo tratamos con hormonas, y eso ayuda, pero es un tratamiento temporal, no una cura.
– ¿Y el trasplante de médula ósea sería una cura?
– Sí. -El rostro se le iluminó con un fervor casi religioso-. Si el trasplante saliera bien, podría curarse del todo. Lo he visto en otros niños.
Myron asintió con la cabeza, se reclinó, cruzó las piernas, las volvió a separar.
– ¿Puedo conocerle?
Ella bajó la vista. El sonido de la batidora, probablemente elaborando un frapuccino, explotó mientras la cafetera del espresso rugía su conocida llamada de apareamiento con los distintos preparados de leche. Emily esperó a que el ruido remitiera.
– No puedo impedírtelo, pero espero que hagas lo correcto.
– ¿Es decir?
– Tener trece años y padecer una enfermedad casi terminal ya es bastante difícil. ¿Realmente tienes algún interés en arrebatarle a su padre?
Myron no dijo nada.
– Sé que ahora mismo estás en estado de shock, y sé que debes de tener miles de preguntas más, pero ahora deberías olvidarte. Tienes que sobreponerte a la confusión, a la rabia, a todo. La vida de un chico de trece años, nuestro hijo, corre peligro. Concéntrate en eso, Myron. Encuentra al donante, ¿vale?
Él volvió la vista hacia las mamás que llevan niños a hacer deporte, que seguían murmurando sobre sus críos. Al escucharlas sintió una punzada insoportable.
– ¿Dónde puedo encontrar al médico de Jeremy? -preguntó.
4
Cuando se abrieron las puertas del ascensor a la planta de recepción de MB SportsReps, Big Cyndi se acercó a Myron abriendo los enormes brazos, de aproximadamente el mismo diámetro que las columnas de mármol de la Acrópolis. Myron estuvo a punto de apartarse de un salto -por el instinto de supervivencia y todo eso-, pero permaneció inmóvil y cerró los ojos. Big Cyndi lo abrazó, lo cual provocaba la misma sensación que ser envuelto por una capa de material aislante para desvanes, y lo levantó en el aire.
– ¡Oh, señor Bolitar! -exclamó.
Él hizo una mueca y aguantó. Finalmente, la mujer lo volvió a dejar en el suelo como si fuera una muñeca de porcelana que volvía a colocar en los estantes. Big Cyndi medía más de dos metros y pesaba unos ciento cuarenta kilos, y era la antigua campeona de lucha libre por parejas con Esperanza, también conocida como Gran Mamá Jefe, madre de la Pequeña Pocahontas, es decir, Esperanza. Tenía la cabeza en forma de cubo, coronada por un pelo en forma de púas, como una Estatua de la Libertad de tripi de mal rollo. Llevaba más maquillaje que todos los miembros del reparto de Cats juntos, una ropa apretujada que le daba aspecto de salchicha, y tenía el ceño fruncido como los luchadores de sumo.
– Eeeh… ¿todo bien? -osó preguntar Myron.
– ¡Oh, señor Bolitar!
Pareció como si Big Cyndi tuviera la intención de volver a abrazarlo, pero hubo algo que la detuvo, tal vez el terror puro que reflejaban los ojos de Myron. Entonces cogió una maleta que en su manaza tipo pata parecía un comediscos de los años setenta. Ella era así de grande, la especie de gigante que hace que el mundo que lo rodea parezca un plató de película de monstruos de serie B, como si anduviera por un Tokio en miniatura, derribando postes de alta tensión y aplastando los cazabombarderos que pasan zumbando.
Esperanza asomó por la puerta de su despacho. Cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta. Incluso después de la experiencia traumática que acababa de vivir, seguía siendo bellísima, con los tirabuzones negros y brillantes que le caían lo justo por la frente, el cutis de tono oliváceo oscuro todavía radiante, toda su imagen como una fantasía gitana con blusa campesina. Pero detectó algunas líneas de expresión nuevas alrededor de los ojos y un leve encogimiento en su postura siempre perfecta. Quiso que se tomara un tiempo de descanso después de su liberación, pero supo que ella no querría. Esperanza adoraba MB SportsReps y deseaba salvar la agencia.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Myron.
– Está todo en la carta, señor Bolitar -respondió Cyndi.
– ¿Qué carta?
– ¡Oh, señor Bolitar!
– ¿Qué?
Pero no le respondió, se tapó la cara con las manos y se metió en el ascensor como si entrara en un tipi indio. Las puertas del ascensor se cerraron y Cyndi desapareció.
Myron esperó un instante y luego se volvió hacia Esperanza.
– ¿Me puedes explicar lo que ocurre?
– Ha pedido la baja -dijo Esperanza.
– ¿Por qué?
– Big Cyndi no es tonta, Myron.
– Yo no he dicho nunca que lo fuera.
– Se da cuenta de lo que ocurre.
– Es sólo temporal -dijo Myron-. Nos recuperaremos en nada.
– Y cuando lo hagamos, volverá. Mientras, tiene una buena oferta de trabajo.
– ¿En Leather-N-Lust? -Por las noches Big Cyndi trabajaba de guardia de seguridad en un local de sadomasoquismo llamado Leather-N-Lust. Lema: haz daño a los que amas. A veces, o eso había oído, participaba en algún número en el escenario. Myron no tenía ni idea de su papel, pero tampoco había reunido el coraje necesario para preguntárselo…, otro tabú abismal que su mente hacía todo lo posible por sortear.
– No -aclaró Esperanza-. Vuelve a FLOW.
Para los no iniciados en la lucha, FLOW es el acrónimo de las Fabulous Ladies of Wrestling.
– ¿Vuelve al cuadrilátero?
Esperanza asintió con la cabeza:
– En el circuito sénior.
– ¿Cómo dices?
– El FLOW quería ampliar su oferta. Estuvieron investigando un poco, se dieron cuenta de lo bien que funcionan los torneos sénior en la Asociación de Golfistas Profesionales y… -Se encogió de hombros.
– ¿Un torneo femenino de lucha sénior?
– Más que sénior, jubiladas -dijo Esperanza-. Quiero decir que Big Cyndi sólo tiene treinta y ocho años, pero están haciendo volver a muchas de las favoritas de los viejos tiempos: la Reina Qaddafi, Connie Guerra Fría, Baby Brezhnev, Celia la Penitenciaria, la Viuda Negra…
– A la Viuda Negra no la recuerdo.
– Es de antes de nuestra época. ¡Qué demonios, de antes de la época de nuestros padres! Debe de tener setenta años…
Myron trató de no hacer ninguna mueca.
– ¿Y la gente pagará por ver luchar a una mujer de setenta años?
– No hay que discriminar por motivo de edad.
– Cierto, lo siento. -Myron se frotó los ojos.
– Y ahora mismo, la lucha femenina profesional está haciendo un esfuerzo por recuperar notoriedad, como en la competición entre Jerry Springer y Ricky Lake. Tienen la necesidad de hacer algo especial.
– ¿Y la respuesta es forcejear con viejas?
– Creo que su objetivo es más bien la nostalgia.
– ¿Una oportunidad de animar a la luchadora de tu juventud?
– ¿Tú no fuiste a un concierto de Steely Dan hace un par de años?
– Eso no tiene nada que ver, ¿no crees?
Ella se encogió de hombros:
– A los dos se les ha quedado atrás la época dorada. Ambos casos se aprovechan más de los recuerdos que de lo que ves u oyes.
Tenía su lógica. Tal vez era un poco aterradora, pero lógica al fin y al cabo.
– ¿Y qué pasa contigo?
– ¿Conmigo? ¿De qué?
– ¿No querían también un regreso de la Pequeña Pocahontas?
– Pues, sí.
– ¿Has tenido la tentación?
– ¿De qué? ¿De volver al cuadrilátero?
– Sí.
– Por supuesto -afirmó Esperanza-. He estado moviendo mi espléndido culo trabajando a jornada completa mientras me sacaba la licenciatura de Derecho sólo para poder volver a enfundarme un bikini de piel y agarrar a ninfas maduritas delante de una pandilla de camioneros babosos. -Hizo una pausa-. De todos modos, eso sigue estando por encima del trabajo de representante deportivo.
– Ja, ja. -Myron se acercó a la mesa de Big Cyndi, donde había un sobre con su nombre garabateado en un color naranja fluorescente.
– ¿Lo ha puesto con ceras de colores? -preguntó Myron.
– No, con sombra de ojos.
– Ya.
– Bueno, ¿piensas decirme lo que te pasa?
– Nada -dijo Myron.
– Tonterías -exclamó ella-. Tienes la misma cara que cuando te enteraste de que los Wham se habían separado.
– No me lo recuerdes -bromeó Myron-. A veces, de noche, todavía sufro pesadillas.
Esperanza escrutó su rostro unos segundos más:
– ¿Tiene algo que ver con tu ligue de la universidad?
– Algo, sí.
– Dios mío.
– ¿Qué?
– No sé cómo decírtelo sin ser brusca, Myron. Con las mujeres eres mucho más que tonto. Las pruebas A y B son Jessica y Emily.
– A Emily ni siquiera la conoces.
– Pero me has contado lo suficiente -dijo-. Pensaba que no querías hablar con ella.
– Y no quería, pero me encontró en casa de mis padres.
– ¿Se presentó allí, por la cara?
– Sí.
– ¿Y qué quería?
Myron movió la cabeza. Todavía no se sentía preparado para hablar de ello.
– ¿Hay algún mensaje?
– No tantos como nos gustaría.
– ¿Está arriba Win?
– Creo que ya se ha ido a casa -dijo, recogiendo su abrigo-. Y creo que voy a hacer lo mismo.
– Buenas noches.
– Si sabes algo de Lamar…
– Te llamo.
Esperanza se puso el abrigo y se dobló el cuello negro brillante hacia fuera. Myron se metió en su despacho e hizo unas cuantas llamadas, casi todas con la intención de reclutar a gente. Las cosas no marchaban bien.
Hacía unos cuantos meses, la muerte de un amigo sumió a Myron en una especie de espiral depresiva que le provocó -empleando un término psiquiátrico avanzado- una ida de olla. Nada drástico, sin ataque de nervios ni necesidad de ingresarlo en una institución, pero se marchó a una isla desierta del Caribe con Terese Collins, una bella presentadora de televisión a la que prácticamente no conocía. No le dijo a nadie -ni a Win, ni a Esperanza, ni siquiera a su madre ni a su padre- adónde iba ni cuándo pensaba volver.
Como dijo Win, cuando se le iba la olla, se le iba con elegancia.
Cuando Myron se vio obligado a regresar, sus clientes se habían dispersado con nocturnidad, como si fueran trabajadores extranjeros ilegales durante una inspección de la policía de inmigración. Ahora Myron y Esperanza habían vuelto e intentaban resucitar la comatosa, tal vez moribunda, agencia MB SportsReps. No era tarea fácil. La competición en este negocio estaba formada por doce leones hambrientos, y Myron era un cristiano aquejado de una grave cojera.
La oficina de MB SportsRep estaba muy bien situada, en la esquina de Park Avenue y la calle 46, en el edificio Lock-Horne, propiedad de la familia de Win, compañero de piso de Myron durante la universidad y en la actualidad. El edificio tenía una situación estupenda en pleno centro y ofrecía unas vistas magníficas del skyline de Manhattan. Myron se deleitó con la imagen unos momentos y luego miró hacia abajo, a los trajes con corbata que se apresuraban por la calle. Aquella visión como de hormigas obreras siempre lo deprimía y le hacía venir a la cabeza el estribillo de «Is That All There Is?». [4] Ahora se volvió hacia su «Pared de los clientes», en la que colgaba las fotos en acción de todos los atletas representados por la agencia, que ahora tenía un aspecto tan pobre y escaso como un trasplante de pelo mal hecho. Quería preocuparse, pero por muy injusta que resultara su actitud de cara a Esperanza, no tenía el corazón realmente puesto en la tarea. Quería volver, amar MB y recuperar aquellas ganas de antes, pero por mucho que intentara avivar la antigua llama, no lograba recuperarla.
Al cabo de más o menos una hora llamó Emily.
– Mañana el médico de Jeremy, Singh, no tiene horario de consulta -le dijo Emily-, pero hace sus rondas por la mañana.
– ¿Dónde?
– El hospital maternoinfantil. En el Columbia Presbyterian de la calle 167. Está en la décima planta, ala sur.
– ¿A qué hora?
– Empieza la ronda a las ocho.
– De acuerdo.
Un breve silencio.
– ¿Estás bien, Myron?
– Quiero verle.
Ella tardó unos segundos en reaccionar:
– Como ya te he dicho, no puedo impedírtelo, pero piénsatelo, ¿vale?
– Sólo quiero verle -aclaró Myron-. No le diré nada. De momento, al menos.
– ¿Podemos hablarlo mañana? -le pidió Emily.
– Sí, claro.
Ella vaciló de nuevo.
– ¿Tienes Internet, Myron?
– Sí.
– Tenemos una URL privada.
– ¿Cómo?
– Una página web. Hago fotos con la cámara digital y las cuelgo en ella. Para mis padres. El año pasado se marcharon a vivir a Miami y cada semana la consultan, así ven fotos nuevas de sus nietos. Lo digo por si quieres ver qué aspecto tiene Jeremy…
– ¿Qué dirección es?
Ella se la dijo y Myron la tecleó. Se detuvo un momento antes de apretar la tecla de Intro. Las imágenes fueron apareciendo lentamente. Mientras, golpeaba rítmicamente la mesa con los dedos. Arriba de la pantalla había un banner que decía «Hola, Nana y Papito». Myron pensó en sus padres y alejó la idea de su cabeza.
Había cuatro fotos de Jeremy y Sara. Myron tragó saliva. Puso el cursor encima de la imagen de Jeremy y clicó para acercar la imagen, ampliando la cara del chico. Trató de respirar con normalidad. Miró la cara del chico un buen rato, sin experimentar, en realidad, ninguna sensación. Al final se le emborronó la visión, su cara reflejada en la pantalla encima de la del chico, mezclando las dos imágenes, creando un eco visual de algo que no sabía qué era.
5
Myron oyó gritos de éxtasis a través de la puerta.
Win -nombre real: Windsor Home Lockwood III- dejaba que Myron se alojara temporalmente en su piso en el Dakota, en la esquina de la calle 72 y Central Park West. El Dakota era un viejo edificio histórico de Nueva York cuya rica y lujosa historia había quedado totalmente eclipsada al convertirse en escenario de la muerte de John Lennon veinte y pico de años atrás. Entrar en él significaba cruzar el lugar en el que Lennon había muerto desangrado, una sensación no muy distinta a pisotear una tumba. Myron empezaba a acostumbrarse.
Desde fuera, el Dakota era bello y oscuro y parecía una casa encantada hinchada de anabolizantes. La mayoría de los pisos, incluido el de Win, tenían más metros cuadrados que un principado europeo. El año pasado, después de toda una vida viviendo en la casita de papá y mamá en los suburbios, Myron se había finalmente marchado del sótano para mudarse a un loft del SoHo con su amada, Jessica. Fue un gran paso, la primera señal de que, después de más de una década, Jessica estaba lista para -¡horror!- el compromiso. De modo que los dos amantes se cogieron de las manos y se lanzaron a vivir juntos. Y como tantos otros lanzamientos en la vida, ése acabó salpicándolos desagradablemente.
Más gritos de éxtasis.
Myron acercó el oído a la puerta. Gritos, sí, y una banda sonora. No era una escena en directo, decidió. Usó la llave y abrió la puerta. Los gritos procedían del salón del televisor. Win no utilizaba nunca aquella estancia para, eso, para filmar. Myron se armó de valor y cruzó el umbral.
Win llevaba su atuendo de WASP informal: pantalones de algodón, camisa de un color tan estridente que era mejor no mirarla directamente, y mocasines sin calcetines. Llevaba los tirabuzones rubios divididos con la misma precisión con la que dos viejas se parten la cuenta de la comida. Tenía la piel del color de la porcelana blanca, con toques rojos en las mejillas después de haber jugado al golf. Estaba sentado en la posición del loto de yoga, con las piernas dobladas hasta un punto que se supone que los hombres son incapaces de alcanzar. Con los dedos índice y pulgar formaba dos círculos y tenía las manos apoyadas sobre las rodillas. Estilo Zen Yuppie. Un europeo del viejo mundo adentrándose en el Antiguo Oriente. El olor dulce de los barrios bienestantes de Filadelfia mezclado con el fuerte incienso asiático.
Win inspiraba durante veinte segundos, expiraba durante otros veinte. Meditaba, por supuesto, pero a la manera de Win. No escuchaba, por ejemplo, los ruidos relajantes de la naturaleza o de unas campanitas; no, él prefería meditar con la banda sonora de, pongamos, las pelis guarras de los años setenta, que básicamente sonaban como un mal imitador de Jimmy Hendrix haciendo ruidos tipo ua-ua-ua con un mirlitón eléctrico. El simple hecho de escucharlo era capaz de hacerte salir corriendo a suplicar un chute de antibióticos.
Win tampoco cerraba los ojos. No visualizaba un ciervo bebiendo agua de un arroyo, ni una suave cascada sobre un fondo boscoso, ni nada de eso. Tenía la mirada fija en la pantalla del televisor. Concretamente, miraba vídeos caseros en los que salían él mismo y una selección de hembras variadas en plena actividad pasional.
Myron entró en el salón. Win transformó uno de los círculos de sus dedos en una señal de stop con la mano plana, luego levantó el dedo índice para indicar que quería todavía un momento más. Myron se arriesgó a mirar la pantalla, vio la carne trémula y desvió la vista.
Al cabo de unos segundos Win dijo:
– Hola.
– Me gustaría hacer constar mi asco -dijo Myron.
– Queda constancia.
Win se puso de pie desde la posición del loto con gran agilidad. Sacó la cinta y la guardó en una caja. En la caja ponía «Anon 11». Anon, Myron lo sabía, quería decir «anónimo». Significaba que Win había olvidado el nombre de la chica o que nunca lo había sabido.
– No puedo creer que sigas haciendo esto -comentó Myron.
– ¿Otra vez con el rollo moralista? -preguntó Win con una sonrisa-. Qué agradable.
– Déjame preguntarte una cosa.
– Oh, por favor, adelante.
– Algo que siempre he querido saber.
– Mis oídos arden de impaciencia.
– Dejando de lado por un momento mi repugnancia…
– Por mí no lo hagas -dijo Win-, me gusta tanto cuando te muestras superior.
– Tú dices que esto -Myron hizo un gesto vago hacia la cinta de vídeo y luego hacia el televisor- te relaja.
– Sí.
– Pero, además…, quiero decir, con todo lo asqueroso que resulta…, ¿no te excita?
– No, en absoluto -respondió Win.
– Eso es lo que no entiendo.
– Contemplar el acto no me excita -explicó Win-. Pensar en el acto tampoco me excita. Ni los vídeos, ni las revistas guarras, ni el Penthouse Forum, ni el ciberporno… Nada de eso me excita. Para mí no hay nada que sustituya la cosa de verdad. Tiene que haber alguien. Todo lo otro me produce el mismo efecto que hacerme cosquillas a mí mismo. Por eso nunca me masturbo.
Myron no dijo nada.
– ¿Tienes algún problema?
– Sólo me estoy preguntando qué me ha empujado a intentar averiguarlo -dijo Myron.
Win abrió un armario de la dinastía Ming que había sido convertido en una pequeña nevera y le tiró un batido Yoo-Hoo a Myron. Él se sirvió una copa de coñac. La estancia estaba llena de antigüedades lujosas y ricos tapices y alfombras orientales, y bustos de hombres con el pelo largo y rizado. Si no llega a ser por el sistema audiovisual de tecnología punta, aquel salón podría ser de los que te encuentras cuando visitas un palacio de los Medici.
Ocuparon sus butacas habituales.
Win advirtió:
– Pareces preocupado.
– Tengo un caso para nosotros.
– Ah.
– Sé que dije que no volveríamos a hacerlo, pero esto tiene algo de circunstancia especial.
– Entiendo -dijo Win.
– ¿Te acuerdas de Emily?
Win dibujó una especie de bucle con la copa, un gesto habitual en él:
– Novia de la universidad. Cuando practicaba el sexo emitía ruidos de mono. Te dejó a principios de nuestro último curso. Se casó con tu archienemigo Greg Downing. También le dejó. Probablemente siga gimiendo como un mono.
– Tiene un hijo -dijo Myron-. Enfermo.
Le explicó rápidamente la situación, dejando de lado el hecho de que probablemente él era el padre del niño. Si no había sido capaz de hablar del tema con Esperanza, de ninguna manera podía sacar el tema con Win.
Cuando acabó, Win le dijo:
– No debería ser muy complicado. ¿Hablarás con el médico mañana?
– Sí.
– Averigua todo lo que puedas sobre quién controla los archivos.
Win cogió el mando y puso la tele. Cambió de canal varias veces porque hacían anuncios y porque era un hombre. Se quedó en la CNN. Terese Collins presentaba las noticias.
– ¿Vendrá a visitarnos mañana la encantadora señorita Collins? -preguntó Win.
Myron asintió.
– Su vuelo llega a las diez.
– Te ha estado visitando bastante a menudo.
– Sí.
– ¿Os estáis… -Win hizo una mueca como si alguien le acabara de mostrar un caso especialmente grave de tiña- liando en serio?
Myron miró a Terese en la pantalla.
– Es demasiado pronto -dijo.
Por la televisión por cable daban un maratón de la serie All in the Family, de modo que Win lo puso. Pidieron comida china y miraron un par de capítulos. Myron trató de evadirse con la felicidad de sus personajes Archie y Edith, pero no lo lograba. En su cabeza, naturalmente, aparecía Jeremy una y otra vez. Se las arregló para alejar el tema de la paternidad y concentrarse, como Emily le había pedido, en la enfermedad y la misión que tenía encargada. Anemia de Fanconi, eso es lo que le dijo que el chico padecía. Se preguntó si en Internet habría algo sobre la enfermedad.
– Vuelvo en un rato -dijo Myron.
Win lo miró:
– Ahora viene el episodio del funeral de Stretch Cunningham.
– Quiero buscar una cosa en Internet.
– Es el episodio en el que Archie hace el elogio.
– Ya lo sé.
– Donde comenta que nunca creyó que Stretch fuera judío porque su apellido acaba en «ham», de jamón.
– Ya he visto el capítulo, Win.
– ¿Y te lo piensas perder para buscar algo en Internet?
– Lo tienes grabado.
– Eso da igual.
Los dos hombres se miraron, cómodos con el silencio. Al cabo de unos instantes, Win le apremió:
– Cuéntamelo.
Apenas vaciló:
– Emily me ha dicho que soy el padre del chico.
Win asintió con la cabeza y exclamó:
– Ah.
– No pareces sorprendido.
Win usó los palillos para sacar otra gamba:
– ¿Te la crees?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Por un lado, sería horroroso mentir en algo así.
– Pero Emily es buena mintiendo, Myron. Siempre te ha mentido. Te mentía en la universidad; te mintió cuando Greg desapareció; mintió en el juicio sobre la conducta de Greg con los niños. Engañó a Greg la noche antes de casarse, acostándose contigo. Y, si quieres verlo de otra manera, si ahora dice la verdad, te ha estado mintiendo durante estos trece años.
Myron lo meditó.
– Creo que ahora dice la verdad.
– Crees, Myron.
– Me haré una prueba.
Win se encogió de hombros:
– Si te apetece.
– ¿Qué quieres decir?
– Dejaré que la afirmación hable por sí sola.
Myron hizo una mueca:
– ¿No has dicho que debería comprobarlo?
– Para nada -dijo Win-. Simplemente, estaba señalando lo obvio. No he dicho que eso cambiara nada.
Myron reflexionó:
– Me estás confundiendo.
– Simple y llanamente -dijo Win-, ¿y qué, si eres el padre del niño? ¿Qué diferencia hay?
– Vamos, Win. Ni siquiera tú puedes ser tan frío.
– Todo lo contrario. Por muy raro que te parezca, ahora estoy hablando de corazón.
– ¿Me lo puedes explicar?
Win volvió a dibujar un bucle con la copa, estudió su color ámbar, tomó un sorbo. Eso le hizo subir un poco el color de las mejillas.
– De nuevo, te lo diré claramente: por mucho que un análisis de sangre indique, tú no eres el padre de Jeremy Downing. Greg sí. Puede que seas el donante de esperma. Puedes ser un accidente de la lujuria y la biología. Puedes haber aportado una sencilla estructura celular microscópica que se combinó con otra un poco más compleja, pero no eres el padre de ese chico.
– No es tan sencillo, Win.
– Es así de sencillo, amigo. El hecho de que tú, anodinamente, elijas confundir el tema, no cambia la realidad. Te lo demuestro, si quieres.
– Te escucho.
– Tú quieres a tu padre, ¿no es cierto?
– Ya sabes la respuesta.
– La sé -dijo Win-. Pero ¿qué le hace ser tu padre? ¿El hecho de que una vez gimiera encima de tu madre después de tomarse unas copas… o la manera en que te ha cuidado y te ha querido durante los últimos treinta y cinco años?
Myron bajó la vista hacia su lata de Yoo-Hoo.
– No le debes nada a ese chico -prosiguió Win- y, lo que es igual de importante, él no te debe nada a ti. Intentaremos salvarle la vida, si eso es lo que quieres, pero la cosa debería acabar ahí.
Myron lo meditó. Si había algo que le daba más miedo que el Win irracional, era el Win lleno de lógica:
– Tal vez tengas razón. -Pero sigues sin pensar que es así de sencillo. -No lo sé.
Por la televisión, Archie se acercaba al púlpito con una kipá en la cabeza.
– Es un comienzo -dijo Win.
6
Myron mezcló en un cuenco los cereales infantiles Froot Loops con los All-Bran, para adultos, y lo llenó de leche descremada. Para aquellos que no leíais las Cliffs Notes, esta acción denota que un hombre conserva todavía mucho de la infancia. Tiene un fuerte simbolismo. Impresionante.
El tren número I llevó a Myron hasta un andén de la calle 168 tan por debajo del nivel de la calle que los pasajeros que llegaban desde los suburbios tenían que meterse en un ascensor tipo urinario para llegar a la superficie. El ascensor era grande, oscuro y tembloroso, y hacía pensar en las imágenes de los documentales de la televisión pública sobre las minas de carbón.
Situado en Washington Heights, a un tiro de piedra de Harlem y directamente al otro lado de Broadway, delante de la Audubon Ballroom, donde tirotearon a Malcolm X, el prestigioso pabellón pediátrico del Centro Médico Columbia Presbyterian se llamaba Babies and Children's Hospital. Antes era conocido simplemente como Babies Hospital, pero se convocó un comité de sesudos expertos médicos y, al cabo de varias horas de intenso estudio, decidieron cambiar el nombre por el de Babies and Children's Hospital. Moraleja de la historia: los comités son muy, muy importantes.
Pero el nombre, a pesar de no ser muy comercial, tipo Madison Avenue, sí refleja adecuadamente la realidad de la situación: el hospital se dedica exclusivamente a pediatría y a partos, un vetusto edificio de doce plantas con once de ellas consagradas a los niños enfermos. Lo cual entraña algo completamente injusto y malvado, pero probablemente nada más allá de lo teológicamente obvio.
Myron se detuvo ante la puerta de entrada y miró a la pared de ladrillo de tono marrón contaminación. En la ciudad había mucha miseria y buena parte de ella acababa aquí. Entró y se dirigió al mostrador de seguridad. Le dio el nombre al guardia. El hombre le tiró un pase, sin apenas molestarse en levantar la vista de su revista TV Guide. Myron esperó mucho rato a que llegara el ascensor mientras leía la Lista de Derechos del Paciente, colgada en inglés y en español. Un cartel del Centro de Cardiología Sol Goldman estaba junto a un anuncio del Burguer King del hospital, a modo de contradicción de mensajes o como una manera de asegurarse nuevos clientes, no se sabía muy bien.
El ascensor abrió las puertas a la planta décima. Delante de él había un mural con colores del arco iris que decía «Salvemos los bosques tropicales» y que había sido pintado, según la etiqueta, por los «pacientes de pediatría» del hospital. Salvar los bosques tropicales, claro, como si esos niños no tuvieran ya bastantes problemas, ¿no?
Myron le preguntó a una enfermera dónde podía encontrar al doctor Singh. La enfermera le señaló una mujer que encabezaba un grupo de una docena de residentes por el pasillo. Myron se quedó un poco sorprendido de que el doctor Singh fuera del género femenino, principalmente porque le había parecido entender que era un hombre. Terriblemente sexista, tal vez, pero así era.
La doctora Singh era, como su nombre delataba, hindú. De entre treinta y cuarenta años, calculó, y con el pelo de un marrón más claro del que estaba acostumbrado a ver en los hindúes. Llevaba bata blanca de médico, lógicamente. Y también la llevaban todos los residentes, la mayoría de ellos con aspecto de chicos de catorce años, con las batas blancas más tipo bata de colegio, como si estuvieran a punto de ponerse a hacer pintura con los dedos o a diseccionar una rana en la clase de biología del instituto. Algunos tenían una expresión tan grave en sus caras de querubín que casi hacía reír, pero la mayoría desprendía aquel agotamiento de médico residente provocado por el exceso de noches de guardia.
Sólo dos de los residentes eran hombres, chicos, en realidad, ambos con vaqueros, corbatas de colores y zapatillas deportivas blancas, como los típicos camareros del Bennigan's. Las mujeres -llamarlas «chicas» acabaría con la cuota semanal de Myron de afirmaciones políticamente incorrectas- más bien tendían a la vestimenta verde hospitalaria. Tan jóvenes. Como bebés que cuidaban de bebés.
Myron siguió al grupo a una distancia suficientemente discreta. De vez en cuando miraba el interior de una habitación y se arrepentía de inmediato. Las paredes del pasillo eran alegres y pintadas con colores llamativos, llenas de imágenes infantiles de Disney y otros canales para niños, collages, móviles, pero Myron lo veía todo negro. Una planta llena de niños moribundos. Niños y niñas calvos y doloridos, con las venas llenas de toxinas y de veneno. La mayoría parecían serenos y desprendían una valentía poco natural. Si querías ver el verdadero terror tenías que mirar a los ojos de sus padres, como si mamá y papá absorbieran el horror, asumiéndolo para que su hijo no tuviera que hacerlo.
– ¿Señor Bolitar?
La doctora Singh lo miró a los ojos y le tendió la mano.
– Soy Karen Singh.
Myron estuvo a punto de preguntarle cómo lo hacía, cómo podía estar en aquella planta día tras día viendo morir a los niños. Pero no lo hizo. Intercambiaron los habituales comentarios. Myron esperaba encontrar a alguien con acento hindú, pero lo único que detectó fue cierto deje del Bronx.
– Podemos hablar aquí -dijo ella.
Empujó una de esas puertas tan pesadas y tan anchas típicas de los hospitales y los geriátricos y pasaron a una sala vacía con camas sin sábanas. Aquella desnudez encendió la imaginación de Myron. Casi podía imaginarse a un ser amado llegando a toda prisa al hospital, llamando el ascensor, metiéndose dentro, tocando más botones, corriendo pasillo abajo hasta entrar en esta sala silenciosa, mientras una enfermera deshacía la cama, y luego el grito repentino de angustia…
Myron movió la cabeza: tal vez veía demasiada televisión.
Karen Singh se sentó en una esquina del colchón y Myron escrutó su cara unos instantes. Tenía las facciones largas y afiladas, todo apuntaba hacia abajo: la nariz, el mentón, las cejas. Un poco severas.
– Me está observando -dijo.
– No era mi intención.
Ella se señaló la frente:
– ¿Tal vez se esperaba que llevara un punto aquí?
– Ehm, no.
– Estupendo, pues en ese caso, hablemos del asunto, ¿quiere?
– Claro.
– La señora Downing me ha pedido que le diga todo lo que usted quiera saber.
– Le agradezco que me dedique su tiempo.
– ¿Es usted investigador privado? -le preguntó.
– Más bien soy amigo de la familia.
– Jugaba usted a baloncesto con Greg Downing, ¿no?
Myron se sorprendía siempre de la memoria del público. Después de tantos años, la gente seguía acordándose de sus grandes partidos, de sus grandes canastas, a veces con mayor claridad que él mismo.
– ¿Es usted fan?
– No -le aclaró-. De hecho, no soporto los deportes.
– Pues, así, ¿cómo sabe…?
– Lo he deducido. Es usted muy alto y más o menos de la misma edad, y ha dicho que era amigo de la familia, de modo que… -Se encogió de hombros.
– Buena deducción.
– Es a lo que nos dedicamos aquí, si lo piensa bien. A deducir cosas. Hay diagnósticos que son fáciles, otros han de deducirse a partir de las pruebas. ¿Ha leído usted algún libro de Sherlock Holmes?
– Claro.
– Sherlock dijo que no hay que teorizar nunca antes de contar con los hechos, porque entonces tergiversas los hechos para que se adapten a la teoría, en vez de tergiversar la teoría para que se adapte a los hechos. Si ve un diagnóstico equivocado, nueve veces de cada diez es porque se ha ignorado el axioma de Sherlock.
– ¿Ocurrió esto con Jeremy Downing?
– Pues, de hecho así fue -confirmó.
Por algún punto del pasillo empezó a sonar el pitido de alguna máquina. Era un sonido que atacaba los nervios de la misma manera que las pistolas eléctricas de la policía.
– ¿Así que su primer médico erró el veredicto?
– No voy a entrar en ese tema, pero la anemia de Fanconi no es una enfermedad común. Y debido a su parecido con otros cuadros médicos, a menudo se diagnostica mal.
– Cuénteme sobre el caso de Jeremy.
– ¿Qué quiere que le cuente? Padece anemia de Fanconi. Para decirlo con palabras sencillas, tiene la médula ósea corrompida.
– ¿Corrompida?
– En términos vulgares, hecha una mierda. Eso lo hace susceptible de contraer un montón de infecciones, incluso cáncer. Lo normal es que derive en LAM. -Vio la expresión confusa de su rostro y le aclaró-: Leucemia aguda mielógena.
– Pero ¿puede curarse?
– Curar es un verbo muy optimista -dijo-. Pero con un trasplante de médula ósea y tratamientos a base de un nuevo compuesto de fludarabina, sí, creo que tiene una prognosis excelente.
– Fluda… ¿qué?
– No importa. Necesitamos a un donante de médula ósea compatible con Jeremy. Eso es lo que cuenta ahora.
– Y no lo tienen.
La doctora Singh cambió de postura en el colchón:
– Correcto.
Myron notó su resistencia. Decidió retroceder, atacar por otro flanco.
– ¿Podría detallarme el proceso del trasplante?
– ¿Paso a paso?
– Si no es mucho pedir.
Ella se encogió de hombros.
– Primer paso: encontrar al donante compatible.
– ¿Cómo lo hacen?
– Primero se prueban los familiares, por supuesto. Los hermanos son los que tienen mayores posibilidades de coincidir; luego los padres, y luego personas de historial parecido.
– ¿A qué se refiere con «historial parecido»?
– Negros con negros, judíos con judíos, descendientes de latinos con descendientes de latinos. Lo verá a menudo en peticiones de médula ósea. Si el paciente es, por ejemplo, judío hasídico, las peticiones se harán dentro de sus shuls. Cuando hay sangre mezclada es más difícil de encontrar un donante compatible.
– Y la sangre de Jeremy, o lo que sea que tienen que encontrar, ¿es relativamente rara?
– Sí.
Tanto Emily como Greg eran descendientes de irlandeses. La familia de Myron, en cambio, procedía de la habitual combinación de la vieja Rusia, Polonia y hasta un poco de Palestina. Sangre mezclada. Pensó en las implicaciones de la paternidad.
– Entonces, una vez agotada la vía familiar, ¿dónde buscan donantes?
– Acudimos al registro nacional.
– ¿Dónde se encuentra?
– En Washington. ¿Está usted registrado?
Myron asintió con la cabeza.
– Allá tienen una base de datos y buscamos un encaje preliminar en ese banco.
– Vale, y suponiendo que encuentra al donante compatible en sus ordenadores…
– Se trata de un encaje preliminar -lo corrigió-. Entonces el centro local llama al donante potencial y le pide que venga al hospital. Lo sometemos a una batería de pruebas, pero las probabilidades de que coincida siguen siendo relativamente escasas.
Myron percibió que Karen Singh se empezaba a relajar, cómoda con aquel tema de conversación, y eso era exactamente lo que él buscaba. Los interrogatorios son algo divertido. A veces buscas el ataque plenamente frontal y a veces decides acercarte sigilosamente, trabando amistad para colarte por detrás. Win lo expresaba de una manera más gráfica: a veces sacas más hormigas con un poco de miel, pero siempre hay que ir armado con un bote de Raid.
– Supongamos que encuentran al donante compatible -dijo Myron-. ¿Qué hacen entonces?
– El centro adquiere el permiso del donante.
– Cuando dice «el centro», ¿se refiere al registro nacional de Washington?
– No, al centro local. ¿Lleva usted encima la tarjeta de donante?
– Sí.
– Déjemela ver.
Myron sacó la cartera y se puso a buscar por entre su docena de tarjetas de descuento de supermercados, sus tres carnets de videoclub, uno de esos cupones de «diez céntimos de descuento al comprar cien cafés», cosas así. Al final encontró la tarjeta y se la mostró.
– ¿Lo ve, aquí? -dijo ella, señalándole algo en el dorso-. Su centro local es el de East Orange, Nueva Jersey.
– O sea, que si se me considerara encaje preliminar, ¿el centro de East Orange me llamaría?
– Así es.
– ¿Y si acabo siendo donante compatible?
– Le harían firmar unos papeles y donaría médula.
– ¿Es algo así como dar sangre?
Karen Singh le devolvió la tarjeta y volvió a cambiar de postura.
– La extracción de médula ósea es un procedimiento más invasivo.
Invasivo. Cada profesión tenía sus palabrejas.
– ¿En qué sentido?
– Por un lado, tienen que dormirte.
– ¿Anestesiarte?
– Sí.
– Y luego, ¿qué te hacen?
– Un médico te introduce una aguja por el hueso y extrae médula con una jeringa.
Myron exclamó:
– ¡Au!
– Como le he dicho, durante la extracción el paciente no está despierto.
– De todos modos, parece mucho más complicado que donar sangre.
– Lo es -afirmó ella-. Pero la técnica es inofensiva y relativamente indolora.
– Pero la gente debe de poner trabas. Quiero decir que la mayoría probablemente se registraron de la misma manera que yo, porque tenían un amigo enfermo y se hizo una campaña en su comunidad. Por alguien a quien conoces y le tienes cariño, estás dispuesto a sacrificarte, pero ¿por un desconocido?
Karen Singh lo miró a los ojos y se puso seria:
– Se trata de salvar una vida, señor Bolitar. Piénselo. ¿Cuántas oportunidades tenemos de salvar la vida de otro ser humano?
Había metido el dedo en la llaga:
– ¿Me está diciendo que la gente no pone trabas?
– No estoy diciendo que no pase nunca -aclaró ella-, pero la mayoría de gente hace lo que tiene que hacer.
– ¿Conoce el donante a la persona a la que está salvando?
– No. Es totalmente anónimo. En este proceso la confidencialidad es muy importante. Todo se hace bajo el secreto más riguroso.
Ahora se acercaban al tema y Myron pudo percibir que las defensas de ella empezaban a cerrarse de nuevo como una ventanilla de coche. Decidió volver a retroceder, dejarla volver a su zona de seguridad:
– ¿Cómo se trata al paciente durante todo este proceso? -preguntó.
– ¿En qué momento?
– Mientras se extrae la médula, ¿cómo se prepara al paciente? -Con toda aquella jerga, Myron se sentía como un médico de verdad. ¿Quién había dicho que mirar House era una pérdida de tiempo?
– Depende de lo que estés tratando -explicó ella-, pero, para la mayoría de enfermedades, el receptor sigue una semana de quimioterapia.
Quimioterapia, una de esas palabras capaces de dejar una sala en silencio como lo haría el ceño fruncido de una monja.
– ¿Se les da quimio antes del trasplante?
– Sí.
– Pensaba que eso más bien los debilitaba -dijo Myron.
– Hasta cierto punto, sí.
– Entonces, ¿por qué se hace?
– Es necesario. Le vas a dar una médula ósea nueva y, antes de hacerlo, tienes que matar la anterior. En pacientes de leucemia, por ejemplo, la dosis de quimio es alta porque hay que matar toda la médula viva. En el caso de anemia de Franconi se puede ser menos agresivo porque la médula ya está muy debilitada.
– ¿Así que se mata toda la médula ósea?
– Sí.
– ¿Y no es peligroso?
La doctora volvió a mirarlo fijamente:
– Evidentemente, estamos hablando de un procedimiento peligroso, señor Bolitar. En efecto, estamos sustituyendo la médula ósea de una persona.
– ¿Y luego?
– Luego se introduce la nueva médula en el paciente a través de un IV. Las primeras dos semanas se lo mantiene aislado en un entorno estéril.
– ¿En cuarentena?
– Exacto. ¿Recuerda aquella película de hace años, El niño de la burbuja?
– ¡Quién no!
La doctora Singh sonrió.
– ¿Es ahí donde tienen al paciente? -preguntó Myron.
– En una especie de cámara burbuja, sí.
– No tenía ni idea -dijo Myron-. ¿Y funciona?
– Siempre cabe la posibilidad de rechazo, claro, pero nuestra ratio de éxito es bastante alta. En el caso de Jeremy Downing, el trasplante le permitiría llevar una vida totalmente normal y activa.
– ¿Y sin el trasplante?
– Podemos seguir tratándolo con hormonas masculinas y factores de crecimiento, pero su muerte prematura resultaría inevitable.
Silencio. Excepto por aquel pitido mecánico regular que venía del fondo del pasillo.
Myron se aclaró la garganta.
– Cuando ha dicho que todo lo relativo al donante es confidencial…
– Quería decir totalmente confidencial.
Ya no cabían más rodeos.
– ¿Cómo le sienta a usted, doctora Sing?
– ¿Qué quiere decir?
– El registro nacional ha identificado a un donante que encajaba con Jeremy, ¿no es cierto?
– Eso creo, sí.
– ¿Y qué ha pasado?
La mujer se golpeó el mentón con el dedo índice:
– ¿Puedo hablar con franqueza?
– Se lo ruego.
– Creo en la necesidad de secretismo y confidencialidad. La mayoría de la gente no entiende lo fácil, indoloro e importante que es apuntar su nombre en el registro. Lo único que tienen que hacer es dar un poco de sangre. Sólo un tubito, menos de lo que te extraerían para una donación de sangre normal. Con este gesto tan sencillo puedes salvar una vida. ¿Entiende la importancia que tiene?
– Creo que sí.
– Nosotros, la comunidad médica, tenemos que hacer todo lo posible para animar a la gente a apuntarse en el registro de médula ósea. La pedagogía, por supuesto, es importante, pero también lo es la confidencialidad. Ha de respetarse. Los donantes tienen que confiar en nosotros. -Se detuvo, cruzó las piernas, se reclinó sobre las manos-. Pero, en este caso, nos encontramos ante una especie de dilema. La importancia de la confidencialidad choca de frente contra la salud de mi paciente. Para mí, el dilema resulta fácil de resolver. El juramento hipocrático está por encima de todo. No soy ni abogado ni cura, mi prioridad es salvar una vida, no proteger confidencias. Y supongo que no soy el único médico que piensa así. Tal vez por eso no tenemos ningún contacto con los donantes. El centro hematológico, en este caso el de East Orange, se encarga de todo. Extraen la médula y nos la envían.
– ¿O sea que usted no sabe quién es el donante?
– Correcto.
– ¿Ni si es hombre o mujer, ni dónde vive, ni nada?
Karen Singh asintió con la cabeza:
– Sólo puedo decirle que el registro nacional encontró un donante que cuadraba. Me llamaron para decírmelo, pero luego me volvieron a llamar para decirme que ya no estaba disponible.
– ¿Y eso qué significa?
– Es exactamente lo que les pregunté.
– ¿Le respondieron?
– No. Y mientras yo veo las cosas a nivel micro, el registro nacional tiene que permanecer en el macro. Y yo lo respeto.
– Simplemente, ha tirado la toalla.
Ante estas palabras, ella se puso rígida. Se le pusieron los ojos pequeños y oscuros:
– No, señor Bolitar, no he tirado la toalla. Me enfurecí contra la maquinaria, pero la gente del registro nacional no son ogros. Entienden que estamos ante una situación de vida o muerte. Si un donante se echa atrás, intentan hacer todo lo que pueden por volverlo a convencer: hacen todo lo que yo haría para convencer al donante de que colabore en el proceso.
– ¿Pero no ha funcionado nada?
– Eso parece.
– ¿Le dijo alguien al donante que está condenando a muerte a un chico de trece años?
Ella respondió sin vacilar:
– Sí.
Myron levantó las manos:
– Pues, entonces, ¿qué conclusión sacamos? ¿Que el donante es un monstruo egocéntrico?
La doctora lo meditó unos segundos.
– Es posible -dijo-. Pero quizás haya una respuesta más sencilla.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, que tal vez el centro no ha podido localizar al donante.
¿Cómo? Myron se incorporó un poco:
– ¿Qué quiere decir con «no ha podido localizar»?
– No sé qué ha pasado en este caso. El centro no quiere decírmelo, y quizás esto es lo que deben hacer. Yo soy la defensora del paciente. Tratar con los donantes es trabajo de ellos. Pero creo que estaban -se detuvo, buscando la palabra correcta- perplejos.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Nada en concreto. Sólo tengo la sensación de que, posiblemente, estamos ante algo más que un donante que se lo ha repensado.
– ¿Cómo podemos averiguarlo?
– No lo sé.
– ¿Cómo podemos saber el nombre del donante?
– No podemos.
– Tiene que haber una manera -dijo Myron-. Juegue a las suposiciones conmigo, ¿cómo podría hacerlo?
Ella se encogió de hombros:
– Entrando en el sistema informático. Es la única manera que se me ocurre.
– ¿Del ordenador en Washington?
– Trabajan en red con los centros locales. Pero tendría que saber los códigos y las contraseñas. Tal vez un buen hacker podría hacerlo, no tengo ni idea.
Myron sabía que los hackers funcionaban mejor en las películas que en la realidad. Hacía unos cuantos años, era posible, pero ahora los sistemas informáticos están protegidos contra este tipo de invasiones.
– ¿Cuánto tiempo nos queda, doctora?
– No podemos saberlo. Jeremy está respondiendo bien a las hormonas y a los factores de crecimiento, pero es sólo cuestión de tiempo.
– Así que tenemos que encontrar un donante.
– Sí. -Karen Singh se calló, miró a Myron, apartó la vista.
– ¿Hay algo más? -le preguntó Myron.
Ella no lo miró:
– Hay otra posibilidad remota -dijo.
– ¿Cuál?
– Recuerde lo que le he dicho antes: soy la defensora del paciente. Mi trabajo consiste en explorar todas las vías posibles para salvarlo.
Ahora su voz sonaba rara.
– La escucho -dijo Myron.
Karen Singh se frotó las perneras de los pantalones con las palmas de las manos:
– Si los padres biológicos de Jeremy tuvieran otro hijo, hay un veinticinco por ciento de probabilidades de que el bebé fuera compatible.
Miró a Myron.
– No creo que eso sea una posibilidad -dijo.
– ¿Aunque fuera la única posibilidad de salvar a Jeremy?
Myron no tenía respuesta. Un auxiliar pasó por allí, miró dentro de la sala, musitó una disculpa y salió. Myron se levantó y le dio las gracias.
– Le acompañaré hasta el ascensor -dijo la doctora.
– Gracias.
– En la primera planta del pabellón Harkness hay un laboratorio de análisis. -Le entregó una hoja. Myron la observó. Era un formulario de petición-. Tengo entendido que quiere usted hacerse unos análisis de sangre confidenciales.
Ninguno de los dos volvió a decir nada mientras caminaban hacia los ascensores. Había varios niños en silla de ruedas a los que llevaban por el pasillo. Ella les sonrió y sus facciones puntiagudas se suavizaron, dibujando una expresión casi celestial. De nuevo, los niños parecían no tener miedo. Myron se preguntó si su calma era fruto de la ignorancia o de la aceptación. Se preguntó si los niños entendían la gravedad de lo que les ocurría o si poseían una clarividencia silenciosa que sus padres no conocerían nunca. Pero Myron sabía que ese tipo de disquisiciones filosóficas valía más dejarlas en manos de los expertos. Tal vez la respuesta fuera más sencilla de lo que se imaginaba: el sufrimiento de los niños sería relativamente breve; el de sus padres, en cambio, sería eterno.
Cuando llegaron al ascensor, Myron dijo:
– ¿Cómo lo hace?
Ella comprendió lo que le preguntaba.
– Podría responder algo sofisticado como que encuentro alivio en el acto de ayudar, pero la verdad es que bloqueo y trato de compartimentar las emociones. Es la única manera.
La puerta del ascensor se abrió, pero antes de que Myron pudiera moverse, oyó una voz conocida que decía:
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Greg Downing se dirigía a él.
7
Demasiada historia de nuevo.
La última vez que los dos hombres se habían encontrado en una misma habitación, Myron estaba sentado a horcajadas sobre el pecho de Greg e intentaba matarlo, dándole puñetazos en la cara hasta que Win (¡Win, nada más y nada menos!) logró separarlos. De eso hacía tres años. Myron no lo había vuelto a ver más que en algún destacado de las noticias de la noche.
Greg Downing miró a Myron, luego a Karen Singh y luego otra vez a Myron, como si esperara que para entonces se hubiera evaporado.
– ¿Qué demonios haces aquí? -volvió a preguntarle.
Greg iba vestido con una camisa de franela sobre una especie de camiseta de canalé de esas que comprarías en Baby Gap, unos vaqueros descoloridos y unas botas inverosímilmente desgastadas. Una estampa de leñador suburbano.
Myron sintió de pronto que algo se le encendía en el pecho, le ardía, despegaba.
Desde el primer día en que se pelearon por un rebote en sexto de primaria, Greg y Myron respondían a la perfección a la definición de rivales de ciudad. En el instituto, donde llegó realmente la gota que colmó su copa competitiva, Greg y Myron se habían enfrentado ocho veces, repartiéndose el resultado equitativamente. Corría el rumor de que entre las dos superestrellas había mala sangre, pero eran sólo las típicas exageraciones deportivas. La realidad era que Myron apenas conocía a Greg fuera de la cancha. Eran rivales a muerte, eso era cierto, dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa por ganar, pero una vez sonaba el pitido de final del partido, los chicos se estrechaban la mano y la rivalidad quedaba congelada hasta el próximo enfrentamiento.
O eso había creído siempre Myron.
Cuando él aceptó la beca de estudios en Duke y Greg optó por la Universidad de Carolina del Norte, los aficionados al baloncesto se quedaron encantados. Su rivalidad aparentemente inocente estaba lista para colocarse en el prime time de la ACC. Myron y Greg no defraudaron: los partidos entre Duke y la UNC lograron audiencias espectaculares y ningún partido se decidió por una diferencia de más de tres puntos. Ambos estaban haciendo unas carreras universitarias extraordinarias, ambos fueron nombrados estrellas del primer equipo, ambos fueron portada del Sports Illustrated, incluso juntos en una ocasión. Pero la rivalidad permanecía en la cancha. Sus enfrentamientos eran sangrientos, pero la competición nunca pasó al terreno personal.
Hasta que llegó Emily.
Antes de empezar el último curso de la universidad, Myron le planteó el tema del matrimonio a Emily. Al día siguiente, ella fue a verlo, lo tomó de las manos, lo miró a los ojos y le soltó: «No estoy segura de amarte». ¡Pam!, tal cual. Todavía se preguntaba qué había ocurrido. Se había precipitado, supuso. La clásica necesidad de abrir las alas un poco, jugar un poco, cosas así. Pasó un tiempo. Tres meses, calculaba Myron. Y entonces Emily se empezó a ver con Greg. Myron le restó importancia públicamente, incluso cuando Greg y Emily se prometieron justo antes de la graduación. El draft de la NBA también tuvo lugar por aquella época. Ambos pasaron la primera selección, aunque, por sorpresa, Greg fue elegido antes que Myron.
Ahí fue cuanto se desencadenó todo.
¿Resultado final?
Casi una década y media más tarde, Greg Downing estaba en la última etapa de una carrera deportiva en la liga All-Star. El público lo aclamaba, ganaba millones y era famoso. Jugaba a lo que le gustaba. Para Myron, en cambio, el sueño había terminado antes de empezar. Durante su primer partido de pretemporada con los Celtics, Big Burt Wesson le cayó encima y la rodilla de Myron quedó atrapada entre él y otro jugador. Hubo un golpe, un crujido, un ruido seco… y luego un dolor ardiente, desgarrador, como si unas garras de metal le estuvieran cortando la rótula a tiras.
Myron no se volvió a recuperar nunca más.
Un accidente bien raro, o eso pensó todo el mundo, incluido Myron. Durante más de diez años pensó que el accidente había sido una simple casualidad, la obra arbitraria del azar. Pero ahora sabía que había algo más, ahora sabía que el hombre que tenía delante había sido la causa, sabía que su rivalidad infantil, aparentemente inocente, se había convertido en algo monstruoso, había devorado su sueño, se había encarnizado con el matrimonio de Greg y Emily y, con toda probabilidad, había provocado el nacimiento de Jeremy Downing.
Sintió las manos apretadas como puños:
– Ya me iba.
Greg le puso la mano en el pecho:
– Te he hecho una pregunta.
Myron observó la mano:
– Hay una cosa positiva -dijo.
– ¿Cuál?
– Que no tendremos que perder tiempo con el traslado -dijo Myron-, porque ya estamos en el hospital.
Greg se rió, burleta:
– La última vez me diste un puñetazo.
– ¿Quieres recordarlo?
– Perdónenme -intervino Karen Singh-, pero ¿están hablando en serio?
Greg seguía mirando a Myron.
– Déjalo -dijo Myron-, o me mearé encima.
– Eres un hijo de puta.
– Bueno, yo tampoco te mandaría una felicitación de Navidad, Greg el cagado. -Greg el cagado… Una actitud muy adulta.
Greg se le acercó todavía más.
– ¿Sabes qué tengo ganas de hacerte, Bolitar?
– ¿Besarme en la boca? ¿Regalarme flores?
– Flores para tu tumba, a lo mejor.
Myron asintió con la cabeza:
– Muy buena, Greg. Quiero decir, uy, qué miedo…
Karen Singh dijo:
– Que estemos en un pabellón infantil no significa que tengan que portarse como niños.
Greg dio un paso atrás sin dejar de mirarle ni un segundo.
– Emily -escupió de pronto-. Te ha llamado, ¿no?
– No tengo nada que decirte, Greg.
– Te ha pedido que encuentres al donante, como me encontraste a mí.
– Siempre has sido un chico listo.
– Pienso convocar una rueda de prensa hoy mismo. Haré una petición directa al donante. Le ofreceré una recompensa.
– Muy bien.
– Así que no te necesitamos para nada, Bolitar.
Myron lo observó y por un momento fue como si volvieran a estar en la pista, con las caras bañadas en sudor, el público alrededor aclamándolos, el reloj avanzando, el balón botando. Nirvana. Nunca más. Arrebatado por Greg. Y por Emily. Y tal vez, por encima de todo, cuando lo analizaba con honestidad, por la propia estupidez de Myron.
– Tengo que irme -dijo Myron.
Greg volvió a retroceder. Myron pasó por su lado y llamó el ascensor.
– Oye, Bolitar.
Se volvió hacia Greg.
– He venido a hablar de mi hijo con la doctora -dijo Greg-, no a remover nuestro pasado.
Myron no respondió. Se volvió hacia el ascensor.
– ¿Crees que puedes ayudar a salvar a mi hijo? -preguntó Greg.
A Myron se le secó la boca.
– No lo sé.
El ascensor soltó un pitido y se abrieron las puertas. No hubo ni un adiós, ni un saludo con la cabeza, ni ningún tipo de comunicación más. Se metió dentro y dejó que las puertas se cerraran. Cuando llegó a la primera planta se dirigió al laboratorio de análisis. Se subió la manga. Una mujer le extrajo sangre, le desató el torniquete y le dijo:
– Su médico se pondrá en contacto con usted para comentarle los resultados.
8
Win estaba aburrido, de modo que llevó a Myron al aeropuerto a recoger a Terese. Apretaba el pedal del gas a fondo como si le hubiera ofendido. El Jaguar volaba. Como solía hacer cuando iban en el coche de Win, Myron mantenía la mirada desviada.
– Al parecer -explicó Win-, nuestra mejor opción sería localizar una clínica satélite de médula ósea, de esas que están en alguna zona remota. Por el interior del estado, o por el oeste de Jersey. Luego nos tendríamos que colar de noche con un experto en informática.
– No funcionará -dijo Myron.
– Pourquoi?
– El centro de Washington cierra la red informática a las seis en punto. Incluso si consiguiéramos colarnos, no podríamos acceder al registro principal.
Win musitó:
– Hum.
– No temas -dijo Myron-. Tengo un plan.
– Cuando hablas así -dijo Win-, se me ponen los pezones duros.
– Pensaba que sólo te excitabas con la acción real.
– ¿Y esto no es acción real?
Dejaron el coche en el aparcamiento de estancias cortas del JFK y llegaron a la terminal de Continental Airlines diez minutos antes de que aterrizara el avión. Cuando empezaron a salir los pasajeros, Win propuso:
– Esperaré ahí en el rincón.
– ¿Por qué?
– No me gustaría hacer sombra a vuestro reencuentro -explicó-. Y desde allí tendré una visión más buena de la retaguardia de la señorita Collins.
Por Dios, Win.
Al cabo de dos minutos, Terese Collins -por usar un término aeroportuario- desembarcó. Iba ataviada de manera desenfadada, blusa blanca y pantalones verdes. Llevaba el pelo castaño recogido en una coleta. La gente se avisaba disimuladamente con pequeños codazos, gesticulando y murmurando sutilmente, y la miraban de manera furtiva, de aquella manera que transmite «sé quién eres pero no quiero parecer un adulador».
Terese se acercó a Myron y le ofreció su sonrisa «pasamos a la publicidad». Era una sonrisa breve y contenida, que trataba de ser simpática pero, al mismo tiempo, de recordar a los telespectadores que les estaba hablando de guerra y pestilencia y tragedia y que tal vez una sonrisa feliz resultaría algo obscena. Se abrazaron un poco demasiado fuerte y Myron sintió que lo embargaba una tristeza conocida. Le ocurría cada vez que se abrazaban, una sensación de que algo en su interior volvía a desmoronarse, y tenía la impresión que a ella le ocurría lo mismo.
Win se les acercó.
– Hola, Win -lo saludó ella.
– Hola, Terese.
– ¿Mirándome el culo de nuevo?
– A mí me gusta más el término derrière. Y, sí.
– ¿Sigues encontrándolo de primera?
– Categoría selecta.
– Ehem -intervino Myron-. Os ruego que esperéis a que venga el inspector cárnico.
Win y Terese se miraron y pusieron los ojos en blanco.
Myron ya se había equivocado antes. Emily no era la preferida de Win, era Terese…, aunque eso era estrictamente porque vivía lejos.
– Eres el típico tío patético y necesitado que se siente incompleto sin una novia fija -le dijo Win en una ocasión-. De modo que, ¿qué mejor que una mujer comprometida con su profesión y que vive a más de mil kilómetros?
Win se dirigió a buscar el Jaguar mientras ellos esperaban que saliera la maleta. Terese observó a Win mientras se alejaba. Myron le preguntó:
– ¿Es su culo mejor que el mío?
– No hay ningún culo mejor que el tuyo -respondió ella.
– Eso ya lo sé. Sólo te estaba poniendo a prueba.
Terese siguió mirándolo:
– Win es un tipo interesante -comentó.
– Desde luego -asintió Myron.
– Por fuera es todo frío y distante -añadió-. Pero, por dentro, es todo frío y distante.
– Percibes muy bien a la gente, Terese.
Win los dejó en el Dakota y volvió a la oficina. Cuando Myron y Terese entraron en el apartamento, ella lo besó con ganas. En ella había siempre cierto apremio, cierta desesperación en su manera de hacer el amor. Agradable, ciertamente, incluso sorprendente, pero seguía teniendo cierta aura de tristeza. Una tristeza que no se desvanecía cuando hacían el amor, sino que durante un rato se levantaba como las nubes, flotando por encima en vez de pesarles.
Se habían liado unos meses atrás en una función benéfica a la que ambos habían sido arrastrados por amistades bienintencionadas. Fue su tristeza mutua lo que los atrajo, como si fuera una especie de aura que sólo ellos fueran capaces de detectar. Se conocieron y aquella misma noche se marcharon juntos al Caribe en uno de esos retos tipo «huyamos». Al eternamente predecible Myron, aquel acto de espontaneidad le sentó sorprendentemente bien. Pasaron tres semanas de placer adormecedor, solos en una isla privada, tratando de posponer el recorrido del dolor. Cuando Myron se vio finalmente obligado a regresar a casa, ambos asumieron que lo suyo había acabado, pero se equivocaron. Al menos, eso parecía.
Myron reconoció que su propia curación estaba finalmente de camino. No había recuperado toda su fuerza, ni su estado normal ni nada de eso, y dudaba que jamás lo hiciera. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Unas manos gigantes lo habían retorcido y luego lo habían dejado caer, y aunque su mundo iba volviendo lentamente a su posición, sabía que nunca volvería a tener su forma original.
Volviendo de nuevo al lado doloroso.
Pero fuera lo que fuese lo que le había sucedido a Terese, lo que le había brindado aquella tristeza y había retorcido su universo, por así decirlo, seguía estando ahí y se negaba a alejarse de ella.
Terese tenía la cabeza apoyada sobre su pecho y descansaba abrazada a él. No podía verle la cara. Ella nunca le mostraba la cara cuando acababan.
– ¿Quieres que hablemos? -preguntó él.
Ella todavía no se lo había contado, y Myron casi nunca le preguntaba. Al hacerlo, y él lo sabía, quebrantaba una norma no escrita pero fundamental.
– No.
– No te quiero presionar -le dijo-. Sólo quiero que sepas que, si estás preparada, estoy aquí.
– Lo sé -respondió ella.
Él quería añadir algo más, pero ella estaba todavía en ese lugar en el que las palabras o son superfluas o duelen. Se quedó en silencio y le acarició el pelo.
– Esta relación -dijo Terese-. Es rara.
– Supongo.
– Alguien me ha dicho que estás saliendo con Jessica Culver, la escritora.
– Rompimos -aclaró él.
– Vaya. -Se quedó quieta, todavía abrazada a él un poco demasiado fuerte-. ¿Puedo preguntar cuándo?
– Un mes antes de que tú y yo nos conociéramos.
– ¿Y cuánto tiempo estuvisteis juntos?
– Trece años, contando los paréntesis y las reconciliaciones.
– Entiendo -dijo ella-. ¿Y yo soy tu consuelo?
– ¿Soy yo el tuyo?
– Quizá -respondió ella.
– Lo mismo digo.
Ella lo meditó un poco.
– Pero Jessica Culver no es el motivo por el que huiste conmigo.
Él recordó el cementerio que daba al patio del colegio.
– No, ella no es el motivo.
Terese finalmente se volvió hacia él:
– No tenemos ninguna posibilidad. Lo sabes, ¿no?
Myron no respondió.
– Eso no es raro que pase -prosiguió ella-. Hay muchas relaciones sin ninguna posibilidad, pero la gente las mantiene porque es divertido. Pero lo nuestro tampoco es divertido.
– Habla por ti.
– No me malinterpretes, Myron. Eres un polvo magnífico.
– ¿Lo podrías afirmar en una declaración jurada?
Ella sonrió, pero todavía sin alegría.
– Entonces, ¿qué es lo que hay entre nosotros?
– ¿La verdad?
– Lo preferiría, sí.
– Tengo tendencia a analizarlo todo demasiado -dijo Myron-. Es algo que forma parte de mi naturaleza. Cuando conozco a una mujer, de inmediato me imagino con ella en una casa de los suburbios con la verja de madera blanca y nuestros 2,5 niños. Pero, por una vez, no lo he hecho. Simplemente, estoy dejando que ocurra. Así que, respondiendo a tu pregunta, no lo sé. Y tampoco sé si me importa.
Ella bajó la cabeza:
– Pero te das cuenta de que estoy bastante jodida.
– Supongo que sí.
– Arrastro más equipaje que la mayoría.
– Todos llevamos equipaje -dijo Myron-. El tema es, ¿encaja tu equipaje con el mío?
– ¿Quién lo dijo?
– Estoy parafraseando algo de un musical de Broadway.
– ¿Cuál?
– Rent.
Ella frunció el ceño.
– No me gustan los musicales.
– Lástima -dijo Myron.
– ¿Te sabe mal?
– Oh, sí.
– Tienes treinta y pico, eres soltero, sensible y te gustan los musicales -dijo ella-. Si vistieras mejor pensaría que eres gay.
Le dio un beso breve e intenso en los labios y luego se abrazaron un poco más. De nuevo, él tuvo ganas de preguntarle lo que le había ocurrido, pero no lo hizo. Un día se lo contaría. O no. Decidió cambiar de tema.
– Necesito que me ayudes en algo -le propuso.
Ella lo miró.
– Necesito entrar en el sistema informático de un centro de donaciones de médula ósea -explicó-, y creo que puedes ayudarme.
– ¿Yo?
– Tú.
– Te equivocas de tecnófoba -bromeó ella.
– Es que no necesito a una tecnófoba, necesito a una presentadora de noticias famosa.
– Entiendo. ¿Y lo pides como favor postcoital?
– Bueno, eso era parte de mi plan -dijo Myron-. Ahora te he debilitado la voluntad. No puedes negarte.
– Suena diabólico.
– Desde luego.
– ¿Y si me niego?
Myron movió las cejas:
– Volveré a utilizar mi cuerpo musculoso y mi técnica amatoria patentada para hacerte sucumbir.
– ¿Sucumbir? -repitió, atrayéndolo hacia ella-. ¿Eso son dos palabras o una?
9
Fue asombrosamente rápido de organizar.
Myron le contó su plan a Terese y ella le escuchó sin interrumpir. Cuando acabó, ella se puso a hacer llamadas. Nunca preguntó por qué buscaba al donante ni qué conexión había entre ellos. Otra vez la norma no escrita, supuso.
En una hora tenían una unidad móvil en forma de furgón equipado con cámara de televisión en la puerta del Dakota. El director del Bergen County Blood Center -un centro de médula ósea cercano, situado en Nueva Jersey- había accedido a dejarlo todo para darle una entrevista a Terese Collins, una extraordinaria presentadora de las noticias. El poder de la caja tonta.
Cogieron Harlem River Drive hasta George Washington Bridge, cruzaron el Hudson y salieron a Jones Road en Englewood, Nueva Jersey. Aparcaron y Myron cargó la cámara, que pesaba más de lo que preveía. Terese le explicó cómo tenía que sujetarla, cómo apoyársela al hombro y cómo enfocar. El aparato parecía un bazuca.
– ¿Crees que debería ir de camuflaje? -dijo Myron.
– ¿Por qué?
– La gente todavía me reconoce de cuando jugaba a baloncesto.
Ella hizo una mueca.
– Hay círculos en los que soy bastante famoso.
– No te engañes, Myron: eres ex jugador. Si hay alguien que, milagrosamente, te reconoce, se pensará que has tenido la suerte de no acabar en la cuneta como la mayoría de ex jugadores.
Él lo meditó un segundo.
– Está bien.
– Y otra cosa -añadió ella-. Y ésta te resultará casi imposible.
– ¿Qué?
– Tendrás que mantener la bocaza cerrada -apuntó Terese.
– Oh, Dios.
– Ahora sólo eres el cámara.
– «Director de fotografía», si no te importa.
– Limítate a hacer tu trabajo. Deja la entrevista en mis manos.
– ¿Puedo, al menos, usar un seudónimo? Puedes llamarme Objetivo. O Primicia.
– ¿Y qué te parece Bobo? No, calla, que eso sería un sinónimo.
Todo el mundo es tan listillo.
Cuando entraron en el vestíbulo de la clínica, la gente que había se volvió hacia Terese, de nuevo con aquella mirada furtiva. Myron se dio cuenta de que hoy era la primera vez que estaban juntos en público. Nunca había pensado bien en lo famosa que era.
– ¿Provocas siempre estas miradas en todas partes? -le susurró.
– Bastante.
– ¿Te molesta?
Ella negó con la cabeza.
– Eso son bobadas.
– ¿El qué?
– Los famosos que se quejan porque la gente los mira. ¿Quieres fastidiar realmente a un famoso? Hazlo ir a algún sitio donde nadie lo reconozca.
Myron sonrió.
– Eres tan consciente de ti misma.
– ¿Es una nueva manera de llamarme cínica?
La recepcionista dijo:
– El señor Englehardt dice que ya pueden pasar.
Los guió por un pasillo con las paredes ligeramente encaladas y mal pintadas. Englehardt estaba sentado tras una mesa de fórmica.
Aparentaba casi treinta años, de complexión enclenque y un mentón más flojo que el café americano de máquina.
Myron se fijó rápidamente en la instalación informática. Había dos ordenadores: uno en su mesa de despacho, el otro en la mesa subsidiaria. Vaya.
Englehardt se levantó tan rápido como si le hubieran dicho que había pulgas en su silla. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en Terese. Era como si Myron no existiera y se sintió como eso, el cámara. Terese sonrió cálidamente a Englehardt y el hombre se quedó perdido.
– Soy Terese Collins -dijo, ofreciéndole la mano. Englehardt hizo todos los ademanes posibles, excepto besarle la rodilla-. Y éste es mi cámara, Malachy Throne. [5] Myron esbozó algo parecido a una sonrisa. Después de aquel comentario de los musicales se preocupó un poco. Pero ¿Malachy Throne? Genial. Absolutamente genial.
Intercambiaron algunos comentarios graciosos. Englehardt no dejaba de arreglarse el pelo con los dedos, esforzándose mucho por fingir que era un gesto sutil y que no pareciera que se estaba preparando para la cámara. No cuela, tío. Finalmente Terese indicó que estaban listos para empezar.
– ¿Dónde quiere que me siente? -preguntó Englehardt.
– Detrás de la mesa estaría bien -dijo ella-. ¿Estás de acuerdo, Malachy?
– Detrás de la mesa, sí -dijo Myron-. Justo ahí.
Iniciaron la entrevista. Terese mantenía la mirada en su interlocutor; Englehardt, atrapado en el foco, no podía mirar a ningún otro sitio. Myron acercó el ojo a la cámara. Un profesional consumado, muy Richard Avedon.
Terese le preguntó a Englehardt cómo se había iniciado en aquel negocio, cuál era su historial, tonterías de relleno para que se relajara y llevarlo a un terreno en el que se sintiera cómodo, aplicando una técnica no muy distinta de la que Myron había utilizado con la doctora Singh. Ahora estaba en modo «en el aire». Tenía la voz distinta, la mirada más fija.
– ¿De modo que el registro nacional de Washington tiene los datos de todos los donantes? -preguntó Terese.
– Correcto.
– ¿Tienen ustedes acceso a esos datos?
Englehardt tecleó en el ordenador de su mesa. La pantalla estaba colocada hacia él, el dorso del monitor hacia ellos. Vale, pensó Myron. Era el de la mesa. Eso lo haría más difícil, pero no imposible.
Terese miró a Myron.
– ¿Por qué no haces una toma por detrás, Malachy? -Y luego, volviéndose hacia Englehardt-. Si está usted de acuerdo, claro.
– No hay ningún problema -dijo Englehardt.
Myron empezó a avanzar hasta la posición. El monitor estaba apagado. Nada sorprendente.
Terese continuaba sosteniéndole la mirada a Englehardt:
– ¿Tiene todo el personal del centro acceso al ordenador del registro nacional?
Englehardt negó con un gesto categórico:
– Yo soy el único.
– ¿Cuál es el motivo?
– La información es confidencial. No se puede violar el secreto bajo ninguna circunstancia.
– Entiendo -dijo ella. Myron ahora estaba en posición-. Pero ¿qué les impide entrar cuando usted no está?
– La puerta de mi despacho queda siempre cerrada -explicó Englehardt, medio incorporado y ansioso por complacer-. Y sólo se puede acceder a la red con una contraseña.
– ¿Es usted el único que sabe la contraseña?
Englehardt intentaba no congratularse, pero no se esforzaba lo suficiente:
– Correcto.
¿Habéis visto alguna vez esas historias de cámara oculta de los programas de citas a ciegas, o de reportajes? Siempre graban desde algún ángulo extraño y en blanco y negro. Lo cierto es que es fácil para cualquier aficionado comprarse una cámara de este tipo, y es incluso fácil obtener una que grabe en color. En pleno Manhattan hay tiendas que las venden, o se pueden encontrar por Internet, buscando por «tiendas de espionaje». Hay cámaras ocultas en relojes de pared, bolígrafos, maletines y, lo más habitual, en detectores de humo, asequibles para cualquiera que tenga la pasta. Myron tenía una que parecía un rollo de película. Ahora la dejó en la repisa de la ventana con el objetivo enfocado hacia el monitor del ordenador.
Cuando estuvo colocado, Myron se tocó la nariz a lo Robert Redford en El golpe. Era su señal. Bolitar, Myron Bolitar. Un Yoo-Hoo. Agitado, no revuelto. Terese recogió el guante. La sonrisa desapareció de su cara como un fantasma.
Englehardt pareció sobresaltado:
– ¿Señora Collins? ¿Se encuentra bien?
Por unos instantes, ella no fue capaz de mirarle; luego dijo, con la misma voz que usaba para anunciar hechos como la Guerra del Golfo:
– Señor Englehardt, debo confesarle algo.
– ¿Perdone?
– Estoy aquí con una excusa falsa.
Englehardt parecía confuso. Terese era tan buena que hasta Myron parecía casi confuso.
– Creo sinceramente que ustedes están haciendo un trabajo muy importante -prosiguió ella-. Pero hay otras personas que no están tan convencidas.
Englehardt tenía los ojos abiertos de par en par.
– No la entiendo.
– Necesito su ayuda, señor Englehardt.
– Billy -la corrigió.
Myron hizo una mueca: ¿Billy?
Terese no perdía el paso:
– Hay alguien que intenta trastornar su trabajo, Billy.
– ¿Mi trabajo?
– El trabajo del registro nacional.
– Sigo sin entender lo que…
– ¿Le suena de algo el caso de Jeremy Downing?
Englehardt negó con la cabeza:
– Nunca sé los nombres de los pacientes.
– Es el hijo de Greg Downing, la estrella del baloncesto.
– Ah, espere, sí, he oído hablar de él. Su hijo padece anemia de Franconi.
Terese asintió:
– Correcto.
– ¿No va a dar una rueda de prensa hoy, Downing? ¿Para encontrar a un donante?
– Exactamente, Billy, y he aquí el problema.
– ¿Cuál?
– El señor Downing ha encontrado al donante.
Seguía con la misma expresión confusa:
– ¿Y eso es un problema?
– No, claro que no, si esa persona es el donante. Y si esa persona está diciendo la verdad.
Englehardt miró a Myron. Éste se encogió de hombros y retrocedió hasta delante de la mesa. Dejó el rollo de película en la repisa de la ventana.
– Creo que no la sigo, señora Collins.
– Terese -dijo ella-. Ha salido un hombre que dice que es el donante idóneo.
– ¿Y usted cree que miente?
– Déjeme terminar. No sólo dice que es el donante, sino que dice que el motivo por el cual se negaba a donar su médula es el horrible tratamiento que recibió por parte de este centro.
Englehardt casi se cayó de la silla:
– ¿Cómo?
– Alega que lo trataron de manera desconsiderada, que su personal fue maleducado con él y que hasta se está planteando presentar una demanda.
– Eso es ridículo.
– Probablemente.
– Miente.
– Probablemente -repitió.
– Y le desenmascararán -insistió Englehardt-. Le harán un análisis de sangre y verán que es un farsante.
– Pero ¿cuándo, Billy?
– ¿Cómo?
– ¿Cuándo lo harán? ¿Dentro de un día? ¿De una semana? ¿De un mes? Para entonces el daño ya estará hecho. Hoy aparecerá con Greg Downing en la rueda de prensa. Todos los medios estarán allí. Incluso si se acaba demostrando que es falso, nadie se acordará de la rectificación. Lo que quedará es la alegación.
Englehardt se reclinó en su butaca:
– Dios mío.
– Deje que le sea sincera, Billy. Tengo unos cuantos colegas que le creen, pero yo no. Intuyo que anda detrás de la publicidad. Tengo a algunos de mis mejores investigadores escarbando en el pasado de ese hombre. Hasta ahora no han encontrado nada y el tiempo se está acabando.
– Entonces, ¿qué puedo hacer?
– Necesito saber a ciencia cierta que eso no es verdad. No puedo pararlo basándome simplemente en una intuición. Tengo que saberlo con toda seguridad.
– ¿Cómo?
Terese se mordió el labio inferior. Pensó con concentración:
– Su base de datos.
Englehardt negó con la cabeza:
– La información que hay aquí es confidencial, ya se lo he explicado antes. No puedo decirles…
– No necesito saber el nombre del donante -se inclinó hacia delante. Myron se apartó todo lo que pudo de la conversación, tratando de no representar ninguna amenaza-. Sencillamente, necesito saber si no es el nombre.
Englehardt parecía dubitativo.
– Yo estoy aquí sentada -dijo-. No puedo ver la pantalla. Malachy está junto a la puerta. -Se volvió hacia Myron-. ¿Tienes la cámara apagada, Malachy?
– Sí, Terese -dijo Myron. La dejó en el suelo para dar mayor tranquilidad.
– Pues le propongo lo siguiente -dijo Terese-. Busque usted a Jeremy Downing en su ordenador. Saldrá un donante. Yo le doy un nombre y usted me dice si el nombre coincide; ¿Te parece?
Englehardt seguía dudando.
– Usted no estaría violando la confidencialidad de nadie -añadió-. Nosotros no vemos su pantalla. Si quiere, incluso podemos salir de su despacho mientras lo mira, si lo prefiere.
Englehardt no dijo nada; Terese tampoco. Daba tiempo a su interlocutor. Era la entrevistadora perfecta. Finalmente se volvió hacia Myron.
– Recoge tus cosas -le dijo.
– Esperen. -La mirada de Englehardt se desplazó a derecha e izquierda, arriba y abajo-. ¿Ha dicho Jeremy Downing?
– Sí.
Hizo otra serie rápida de miradas. Cuando vio que no había moros en la costa, se encorvó encima del teclado y tocó las teclas rápidamente. Al cabo de unos segundos preguntó:
– ¿Cómo se llama el supuesto donante?
– Victor Johnson.
Englehardt miró a la pantalla y sonrió:
– No es él.
– ¿Está seguro?
– Absolutamente.
Terese le devolvió la sonrisa.
– Es lo único que necesitábamos saber.
– ¿Lo detendrán?
– Ni siquiera llegará a la rueda de prensa.
Myron recogió el rollo de película y la cámara y ambos salieron apresuradamente pasillo abajo. Una vez fuera se volvió hacia ella y le dijo:
– ¿Malachy Throne?
– ¿Sabes quién es?
– Hacía de False Face en Batman.
Terese sonrió y asintió con la cabeza:
– ¡Muy bien!
– ¿Te puedo decir una cosa?
– ¿Qué?
– Me pones cachondo cuando hablas de Batman -dijo él.
– Y también cuando no lo hago.
– ¿Tratas de decirme algo?
Al cabo de cinco minutos estaban mirando la grabación en el furgón.
10
Davis Taylor
221 North End Ave
Waterbury, Conneticut
El número de la seguridad social y los teléfonos también aparecían. Myron sacó el móvil y marcó. Al cabo de dos pitidos se conectó con una máquina y una voz robótica, el saludo por defecto, le pidió que dejara un mensaje después de la señal. Dejó su nombre y número de móvil y le pidió al señor Taylor que le devolviera la llamada.
– ¿Y ahora qué piensas hacer? -preguntó Terese.
– Creo que cogeré el coche e iré a ver si puedo hablar con el señor Davis Taylor.
– ¿No ha intentado ya hacerlo la clínica?
– Probablemente.
– Pero tú eres más convincente, ¿no?
– Eso es cuestionable.
– Esta noche tengo que cubrir lo del Waldorf -dijo ella.
– Lo sé. Iré solo. O tal vez con Win.
Ella seguía sin mirarle.
– Este chico que necesita el trasplante -dijo-, no es un desconocido, ¿verdad?
Myron no estaba seguro de cómo responder a esa pregunta.
– Creo que no.
Terese asintió con un gesto de la cabeza que le decía que no le tenía que contar nada más. Y no lo hizo. Cogió el teléfono y llamó a Emily. Ella respondió antes de terminar el primer pitido.
– ¿Sí?
– ¿Cuándo va a dar Greg la rueda de prensa? -le preguntó.
– Dentro de dos horas -dijo Emily.
– Necesito hablar con él.
Oyó un suspiro esperanzado:
– ¿Has encontrado al donante de Jeremy?
– Todavía no.
– Pero tienes algo.
– Ya veremos.
– No me trates con condescendencia, Myron.
– No te trato con condescendencia.
– Estamos hablando de la vida de mi hijo.
¿Y mío?, pensó.
– Tengo una pista, Emily, eso es todo.
Ella le dio el número y añadió:
– Myron, por favor, llámame si…
– En cuanto sepa algo.
Colgó y llamó a Greg.
– Necesito que aplaces la rueda de prensa -dijo Myron.
– ¿Por qué? -preguntó Greg.
– Dame tiempo hasta mañana.
– ¿Has encontrado algo?
– Puede ser.
– Puede ser -dijo Greg- no quiere decir nada. ¿Tienes algo o no?
– Tengo un nombre y una dirección. Podría ser nuestro hombre, pero quiero comprobarlo antes de que hagas una petición pública.
– ¿Dónde vive? -preguntó Greg.
– En Connecticut.
– ¿Vas a ir a verlo?
– Sí.
– ¿Ahora?
– Prácticamente.
– Quiero ir contigo -dijo Greg.
– No es buena idea.
– Es mi hijo, maldita sea.
Myron cerró los ojos:
– Lo entiendo.
– Pues entonces también entenderás esto: no te estoy pidiendo permiso, te estoy diciendo que iré contigo, de modo que deja de hacer el capullo y dime dónde quieres que te recoja.
Greg condujo. Tenía uno de esos todoterrenos deportivos tan de moda entre los suburbanitas de Nueva Jersey, cuya idea del off-road son los baches para reducir la velocidad que ponen cerca de los centros comerciales. Muy de camionero pijo. Los dos hombres estuvieron mucho rato en silencio. La tensión en el aire era peor incluso que esas que se pueden cortar con un cuchillo. Se pegaba a las ventanillas, aplastaba a Myron, lo fatigaba y lo deprimía.
– ¿Cómo has conseguido su nombre? -le preguntó Greg.
– Eso no tiene importancia.
Greg desistió. Siguieron avanzando. Por la radio, Jewel insistía en que sus manos eran pequeñas, lo sabía, pero que eran de ella y de nadie más. Myron frunció el ceño. No exactamente. Era La respuesta está en el viento, ¿no?
– Me rompiste la nariz -dijo Greg.
Myron siguió en silencio.
– Y no he vuelto a tener la visión de antes. Me cuesta enfocar la canasta.
Myron no podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿No me estarás echando la culpa por tu temporada de mierda, verdad Greg?
– Sólo digo que…
– Te estás haciendo mayor. Has jugado catorce temporadas, y participar en la huelga no te ayudó.
Greg hizo un gesto con la mano:
– Tú no lo puedes entender.
– Tienes razón -Myron pasó de la rabia a la furia-, yo nunca llegué a jugar al baloncesto profesional.
– Pues, mira, yo nunca llegué a follarme a la esposa de mi amigo.
– No era tu esposa -replicó Myron-, y no éramos amigos.
Ambos se detuvieron ahí. Greg mantuvo la vista en la carretera. Myron se volvió a mirar por la ventanilla.
Waterbury es una de esas ciudades que cruzas para ir a otro lugar. Myron quizás había recorrido cien veces ese tramo de la 84 pensando siempre que, de lejos, Waterbury era una ciudad brutalmente fea. Pero ahora que tenía la oportunidad de verla de cerca se dio cuenta de que había subestimado lo ofensiva que resultaba la vista, que, efectivamente, la ciudad poseía una fealdad tan brutal que de lejos no era posible apreciar. Movió la cabeza, atónito. ¿Y la gente se reía de Nueva Jersey?
Myron había buscado las instrucciones sobre cómo llegar en la página web MapQuest. Se las leyó a Greg con una voz que apenas reconocía como propia y Greg las siguió en silencio. Al cabo de cinco minutos aparcaban frente a una casa vetusta de listones de madera, en medio de una calle llena de listones de madera vetustos. Las casas estaban distribuidas de manera irregular y muy apiladas, el conjunto formaba algo parecido a una dentadura muy necesitada de una ortodoncia masiva.
Salieron del coche. Myron quería decirle a Greg que se quedara, pero no habría servido de nada. Llamó a la puerta y, casi de inmediato, una voz áspera dijo:
– ¿Daniel? ¿Eres tú, Daniel?
Myron dijo:
– Busco a Davis Taylor.
– ¿Daniel?
– No -dijo Myron, gritando a través de la puerta-. Davis Taylor. Pero tal vez se hace llamar Daniel.
– ¿De qué está hablando?
Abrió la puerta un hombre mayor, con la mirada llena de desconfianza. Las gafas que llevaba eran demasiado pequeñas para su cara, de modo que las patillas de metal le quedaban embutidas entre los pliegues de piel bajo de las sienes, y un peluquín cutre y amarillo, parecido a lo que Carol Channing llevaba demasiado a menudo, le adornaba la coronilla. Calzaba una zapatilla y un zapato, y su batín tenía aspecto de haber sido pisoteado durante la guerra de los Boers.
– Pensé que eras Daniel -dijo el viejo. Intentó ponerse bien las gafas, pero se le quedaron como estaban y entornó los ojos-. Te pareces a Daniel.
– Deben de ser las nubes de sus ojos -dijo Myron, parafraseando la canción de Elton John.
– ¿Cómo?
– Nada, no importa. ¿Es usted Davis Taylor?
– ¿Qué quieres?
– Buscamos a Davis Taylor.
– No conozco a ningún Davis Taylor.
– ¿Esto es el 221 de North End Drive?
– Correcto.
– ¿Y aquí no vive ningún Davis Taylor?
– Sólo yo y mi hijo Daniel. Pero ha estado fuera. En ultramar.
– ¿En España? -preguntó, imitando la manera como Elton John dice «Spaiiiin» en la canción. Elton habría estado orgulloso de él.
– ¿Cómo?
– Nada, nada.
El viejo se volvió a mirar a Greg, volvió a intentar colocarse bien las gafas y entornó de nuevo los ojos:
– A ti te conozco. Juegas a baloncesto, ¿verdad?
Greg sonrió al hombre con delicadeza, por no decir con aires de superioridad, cual Moisés sonriendo al escéptico cuando las aguas del mar Rojo se separaron:
– Correcto.
– Tú eres Dolph Schayes.
– No.
– Te pareces a Dolph. Un tirador endemoniado. El año pasado le vi jugar en San Luis. Tiene un toque mágico.
Myron y Greg se miraron fugazmente. Dolph Schayes se había jubilado en 1964.
– Disculpe -dijo Myron-, no he entendido su nombre.
– No llevas el uniforme -dijo el viejo.
– No, señor, sólo lo llevo en la pista.
– No hablo de ese uniforme.
– Oh -exclamó Myron, aunque no tenía idea de por qué.
– De modo que no podéis estar buscando a Daniel, eso es lo que quería decir. Temí que estuvierais en el ejército y… -Aquí su voz se apagó.
Myron se dio cuenta de por dónde iba la cosa.
– ¿Su hijo está destinado en ultramar?
El viejo asintió con la cabeza:
– Vietnam.
Myron asintió a su vez, ahora incómodo por la bromita de la canción de Elton John.
– Perdone, no he entendido su nombre.
– Nathan. Nathan Mostoni.
– Señor Mostoni, buscamos a alguien llamado Davis Taylor. Es muy importante que le localicemos.
– No conozco a ningún Davis Taylor. ¿Es amigo de Daniel?
– Podría ser.
El hombre lo meditó.
– No, no lo conozco.
– ¿Quién más vive aquí?
– Sólo mi hijo y yo.
– ¿Sólo ustedes dos?
– Sí, pero mi hijo está en ultramar.
– ¿Así que, ahora mismo, está usted solo?
– ¿De cuántas maneras distintas me lo piensas preguntar, chico?
– Bueno, es que es una casa bastante grande -dijo Myron.
– ¿Y?
– ¿Alguna vez ha alquilado habitaciones?
– Claro. Tenía a una estudiante que se marchó hace poco.
– ¿Cómo se llamaba?
– Stacy no sé qué. No me acuerdo.
– ¿Cuánto tiempo ha estado?
– Unos seis meses.
– ¿Y antes?
Ésa la tuvo que meditar un poco más. Nathan Mostoni se rascó la cara como lo hacen los perros con la barriga.
– Un chico que se llamaba Ken.
– ¿No ha tenido nunca a un inquilino llamado Davis Taylor? -preguntó Myron-. ¿O algo parecido?
– No, nunca.
– ¿Y tenía novio, esa Stacy?
– No creo.
– ¿Sabe usted su apellido?
– Me falla mucho la memoria, pero está en el college.
– ¿Qué college?
– Waterbury State.
Myron se volvió hacia Greg y entonces tuvo otra idea.
– Señor Mostoni, ¿había oído alguna vez el nombre Davis Taylor antes de hoy?
El hombre volvió a entornar los ojos:
– ¿Qué quiere decir?
– ¿No le ha visitado nadie, ni le ha llamado preguntándole por Davis Taylor?
– No, señor. Jamás había oído ese nombre.
Myron volvió a mirar a Greg, y luego se dirigió al viejo.
– ¿De modo que nadie del centro de médula ósea se ha puesto en contacto con usted?
El señor Mostoni bajó la cabeza y se llevó una mano al oído:
– ¿El centro de qué?
Myron le hizo unas cuantas preguntas más, pero Nathan Mostoni se puso a viajar por el tiempo otra vez. Allí no había nada más que buscar. Myron y Greg le dieron las gracias y volvieron por el sendero resquebrajado.
Una vez dentro del coche, Greg preguntó:
– ¿Por qué no se ha puesto en contacto con él el centro de médula ósea?
– Quizá lo hayan hecho -dijo Myron-. A lo mejor se le ha olvidado.
A Greg aquello no le gustó, ni tampoco a Myron.
– Entonces, ¿qué hacemos ahora?
– Hacer una comprobación del historial de Davis Taylor, averiguar todo lo que podamos sobre él.
– ¿Cómo?
– En la actualidad es fácil. Tecleando un poco, mi colega sabrá cómo hacerlo.
– ¿Tu colega? ¿Te refieres a aquel friki violento con el que compartías piso en la universidad?
– (a) Es poco sano llamar a Win friki violento, aunque parezca no estar cerca, y (b), no, me refería a mi socia en MB SportsReps, Esperanza Diaz.
Greg volvió a mirar la casa.
– ¿Qué hago yo?
– Vete a casa -dijo Myron.
– ¿Y?
– Hazle compañía a tu hijo.
Greg negó con la cabeza.
– No puedo verlo hasta el fin de semana.
– Estoy seguro de que a Emily no le importará.
– Sí, claro. -Greg esbozó una sonrisa de suficiencia y movió la cabeza-. Ya no la conoces muy bien, ¿no, Myron?
– Supongo que no.
– Si fuera por ella, yo no volvería a ver a Jeremy nunca más.
– Eso es un poco bestia, Greg.
– No, Myron. Y eso siendo generoso.
– Emily me dijo que eres un buen padre.
– ¿Te dijo también de qué me acusó en nuestra batalla por la custodia?
Myron asintió:
– De maltratar a los niños.
– No sólo de maltratarlos, Myron. De abusar sexualmente de ellos.
– Quería ganar.
– ¿Y eso es una excusa?
– No -accedió Myron-. Es deplorable.
– Peor que eso, es perverso. No tienes ni idea de lo que Emily es capaz de hacer para salirse con la suya.
– ¿Por ejemplo?
Pero Greg negó con la cabeza y puso el motor en marcha.
– Te lo volveré a preguntar: ¿qué puedo hacer para ayudar?
– Nada, Greg.
– Eso no me vale. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras mi hijo se muere, ¿lo entiendes?
– Lo entiendo.
– ¿Tienes algo más, aparte de este nombre y esta dirección?
– Nada.
– Está bien -dijo Greg-. Te dejaré en la estación de tren y me quedaré aquí a vigilar la casa.
– ¿Crees que el viejo miente?
Greg se encogió de hombros.
– Tal vez está confundido y se le ha olvidado. O a lo mejor estoy perdiendo el tiempo, pero tengo que hacer algo.
Myron no dijo nada. Greg siguió conduciendo.
– ¿Me llamarás si descubres algo? -le pidió Greg.
– Claro.
Durante el trayecto de regreso a Manhattan, Myron estuvo pensando en las palabras de Greg. Sobre Emily. Y sobre lo que había hecho, y de lo que era capaz de hacer para salvar a su hijo.
11
Myron y Terese empezaron el día siguiente tomando una ducha juntos. Myron controlaba la temperatura y mantenía el agua caliente. Al parecer, eso previene las arrugas.
Cuando emergieron de la vaporosa cabina ayudó a Terese a secarse con la toalla.
– Sécame del todo -le pidió ella.
– Ofrecemos un servicio completo, señora -dijo él, secándola un poco más.
– Es algo que me ocurre siempre que me ducho con un hombre.
– ¿A qué te refieres?
– Que siempre acabo con los pechos inmaculados.
Win se había marchado hacía varias horas. Últimamente le gustaba llegar al despacho hacia las seis de la mañana. Algo que ver con los mercados de ultramar. Terese se hizo tostadas mientras Myron se preparaba un cuenco de cereales. Cereales Quisp. En Nueva York ya no se encontraban, pero a Win se los enviaban desde un lugar llamado Woodman's, en Wisconsin. Myron se zampó una cucharada de tamaño industrial y el subidón de azúcar le pilló tan rápido que casi se tuvo que agachar.
Terese dijo:
– Tengo que volver mañana por la mañana.
– Lo sé.
Tomó otra cucharada, sintiendo que ella lo miraba.
– Vuelve a escaparte conmigo -añadió Terese.
Myron levantó los ojos hacia ella. Le pareció más pequeña, más lejos.
– Puedo conseguir la misma casa en la isla. Podríamos coger un avión y…
– No puedo -la interrumpió.
– Vaya -dijo ella, y luego-: ¿Tienes que encontrar a ese Davis Taylor?
– Sí.
– Entiendo. ¿Y después de eso…?
Myron negó con la cabeza. Siguieron desayunando en silencio.
– Lo siento -dijo Myron.
Ella asintió.
– Huir no siempre es la respuesta, Terese.
– ¿Myron?
– ¿Qué?
– ¿Tengo cara de estar de humor para perogrulladas?
– Lo siento.
– Ya, eso ya lo has dicho.
– Sólo intento ayudar.
– A veces no puedes ayudar -dijo ella-. A veces, lo único que te queda es huir.
– No es mi caso -aclaró él.
– No -aceptó Terese-, no es tu caso.
No estaba enfadada ni molesta, simplemente decaída y resignada, y eso asustaba a Myron mucho más.
Al cabo de una hora Esperanza entró sin llamar en el despacho de Myron.
– Bueno -empezó, mientras tomaba asiento-, esto es lo que he encontrado sobre Davis Taylor.
Myron se recostó y se puso las manos detrás de la cabeza.
– Uno: no ha hecho nunca la declaración de Hacienda.
– ¿Nunca?
– Me alegro de que estés tan atento -dijo Esperanza.
– ¿Estás diciendo que nunca ha declarado ningún ingreso?
– ¿Piensas dejarme acabar?
– Perdón.
– Dos: prácticamente no tiene ningún documento; ni siquiera permiso de conducir. Una tarjeta de crédito, una Visa emitida hace poco por su banco, con muy pocos movimientos. Una sola cuenta bancaria con un saldo actual de menos de doscientos dólares.
– Qué sospechoso -dijo Myron.
– Sí.
– ¿Cuándo abrió la cuenta?
– Hace tres meses.
– ¿Y antes de eso?
– Niente. Al menos, niente que yo haya podido rastrear hasta ahora.
Myron se acarició el mentón:
– Nadie vuela tan por debajo de las antenas del radar -dijo-. Tiene que ser un alias.
– Es lo mismo que pensé yo -dijo Esperanza.
– ¿Y?
– La respuesta es sí y no. -Myron esperó a que se explicara. Esperanza se recogió unos mechones de pelo detrás de las orejas-. Parece que ha habido un cambio de nombre.
Myron frunció el ceño:
– Pero tenemos su número de seguridad social, ¿no?
– Correcto.
– Y la mayoría de datos se guardan por el número de seguridad social, no por el nombre, ¿no es así?
– Otra vez, correcto.
– Pues no lo entiendo -dijo Myron-. El número de seguridad social no te lo puedes cambiar. Un cambio de nombre te puede hacer más difícil de localizar, pero no es capaz de borrar tu pasado. Sigues teniendo declaraciones de renta y cosas así.
Esperanza agitó las dos manos:
– ¡Eso es lo que quería decir con «sí y no»!
– ¿Tampoco hay documentos por su número de seguridad social?
– Correcto.
Myron intentó asimilarlo.
– Pues, ¿cuál es el nombre real de Davis Taylor?
– Todavía no lo sé.
– Habría dicho que era fácil de averiguar.
– Lo sería -dijo ella- si tuviera algún tipo de documento, pero no lo tiene. El número de seguridad no tiene ninguna incidencia. Es como si esta persona no hubiera hecho nada en toda su vida.
Myron reflexionó un momento:
– Sólo se me ocurre una explicación -dijo.
– ¿Yes…?
– Que sea un documento falso.
Esperanza negó con la cabeza:
– El número de seguridad social existe.
– Eso no lo dudo, pero creo que alguien ha hecho el típico truco del documento falsificado de cementerio.
– ¿Cuál es?
– Vas a un cementerio y localizas la tumba de algún niño -explicó Myron-. Un niño que, de no haber muerto, ahora tendría aproximadamente tu edad. Entonces escribes solicitando su certificado de nacimiento y sus documentos y, voilà, ya tienes una documentación falsa perfecta. El truco más viejo del mundo.
Esperanza lo miró con la expresión que reservaba para sus momentos de mayor idiotez:
– No -afirmó.
– ¿No?
– ¿Pero tú te crees que la policía no mira la tele, Myron? Eso ya no funciona. Lleva muchos años sin funcionar, excepto quizás en alguna serie de polis. Pero sólo por si las moscas, también lo he comprobado.
– ¿Cómo?
– Bases de datos de muertos -dijo-. Hay una página web que tiene los números de seguridad social de todos los muertos.
– Y el número no figura.
– Ding, ding, ding -hizo Esperanza, burleta.
Myron se inclinó hacia delante.
– Esto no tiene ningún sentido -dijo-. Nuestro falso Davis Taylor se ha tomado muchas molestias para crearse una identificación falsa… o, al menos, para volar tan por debajo de la antena del radar, ¿no crees?
– Sí, lo creo.
– No quiere dejar datos, ni documentación, ni nada.
– Correcto.
– Y hasta se cambia el nombre.
– Así es, chico.
Myron levantó los brazos:
– Pues, entonces, ¿por qué iba a registrarse en un banco de donantes de médula ósea?
– ¿Myron?
– ¿Qué?
– No sé de qué me hablas -dijo Esperanza.
Tenía toda la razón. Anoche la había llamado para pedirle que sacara toda la información posible sobre Davis Taylor, pero todavía no le había explicado por qué.
– Creo que te debo una explicación -dijo.
Ella se encogió de hombros.
– Te prometí, más o menos, que no lo volvería a hacer.
– Investigar -dijo ella.
– Exacto. Y lo pensaba realmente. Quería que a partir de ahora esto fuera una agencia normal.
Ella no dijo nada. Myron dirigió la mirada a la pared que había detrás de Esperanza. Aquella despoblada pared de clientes le volvió a recordar un trasplante de pelo que no había cuajado. Tal vez debería darle un par de capas de crecepelo.
– ¿Te acuerdas de la llamada de Emily? -le preguntó.
– Eso fue ayer, Myron. Mi memoria, a veces, puede alcanzar hasta una semana entera.
Se lo contó todo. Hay hombres, hombres a los que Myron admiraba sin admitirlo, que se lo guardan todo dentro, entierran sus secretos, ocultan el dolor… El tópico entero, vaya. Myron raramente lo hacía. Él no era de esos tipos que circulan por el lado salvaje de la vida a solas; le gustaba ir protegido por Win. No era de los que cogen una botella de whisky y ahogan sus penas; las comentaba con Esperanza. No era muy macho, pero ahí estaba.
Esperanza le escuchó en silencio. Cuando llegó a la parte sobre la paternidad de Jeremy, soltó un leve gruñido y cerró los ojos, y los tuvo cerrados durante mucho rato. Cuando finalmente los volvió a abrir, preguntó:
– ¿Y qué piensas hacer?
– Pienso encontrar al donante.
– No me refería a eso.
Él lo sabía:
– No lo sé -admitió.
Ella pensó en el asunto y movió la cabeza, incrédula.
– Tienes un hijo.
– Eso parece.
– ¿Y no sabes lo que vas a hacer?
– Correcto.
– Pero estás a punto de tomar la decisión -le dijo.
– Win defendió encarnizadamente la postura de no hacer nada.
Ella soltó un bufido.
– Win lo haría.
– De hecho, alega que me lo dice de corazón.
– Eso podría ser si tuviera corazón.
– ¿No estás de acuerdo?
– No -dijo ella-. No estoy de acuerdo.
– ¿Crees que debería decírselo a Jeremy?
– Creo que, antes que nada, deberías dejar de lado tu complejo de Batman -le dijo.
– ¿Y qué demonios significa eso?
– Significa que siempre te esfuerzas un poco demasiado por ser un héroe.
– ¿Y eso es malo?
– A veces te nubla el pensamiento -afirmó-. Lo heroico no siempre es lo correcto.
– Jeremy ya tiene una familia. Tiene un padre y una madre.
– Tiene -lo interrumpió Esperanza- una mentira.
Se quedaron mirándose el uno al otro. El teléfono, que normalmente estaba muy activo, estaba ahora en silencio, y llevaba así demasiado tiempo. Myron se preguntaba cómo se lo podía explicar para que lo entendiera. Ella permanecía inmóvil, esperando.
– Tú y yo hemos tenido suerte por lo que respecta a los padres -dijo Myron.
– Los míos están muertos, Myron.
– No me refiero a eso -dijo. Tomó aire-. ¿Cuántos días pasan sin que los eches de menos?
– Ninguno -respondió ella, sin vacilar.
Él asintió con la cabeza:
– Los dos hemos sido amados incondicionalmente por nuestros padres, y ambos los hemos querido a ellos de la misma manera.
A Esperanza se le empezaban a humedecer los ojos:
– ¿Y…?
– Pues que -y eso era lo que Win había dicho-, ¿no es eso lo que convierte a alguien en madre o padre? ¿No es la persona que nos ha criado y nos ha querido, y no, sencillamente, un accidente de la biología?
Esperanza se apoyó en su butaca:
– ¿Win dijo eso?
Myron sonrió:
– Tiene sus momentos.
– Eso parece.
– Piensa en tu padre, el que te crió y te quiso siempre. ¿Qué pasa con él?
Esperanza seguía con los ojos humedecidos:
– Mi amor por él es lo bastante fuerte como para sobrevivir a la verdad. ¿El tuyo no?
Levantó la cabeza como si las palabras fueran flechas en su mandíbula:
– Pues claro -dijo-. Pero le haría daño igualmente.
– ¿A tu padre le haría daño?
– Pues claro.
– Entiendo -dijo Esperanza-. ¿De modo que ahora te preocupas por el pobre Greg Downing?
– No exactamente. ¿Quieres oír algo horrible?
– Me encantaría.
– Cuando Greg se refiere constantemente a Jeremy como «mi hijo», me entran unas ganas locas de gritarle la verdad. De escupírsela a su cara de suficiencia. Sólo para ver cómo reacciona. Sólo para ver cómo su mundo estalla en pedazos.
– Vaya, ¿y dónde está tu complejo de Batman? -exclamó Esperanza.
Myron levantó las manos:
– Yo también tengo mis momentos.
Esperanza se levantó y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Dónde vas?
– No quiero hablar más de esto contigo -le confesó.
Myron se reclinó en la butaca.
– Te estás bloqueando -añadió ella-, ¿lo sabes?
Él asintió, lentamente, con la cabeza.
– Cuando lo superes, y lo harás, volveremos a hablar del tema. Ahora estaríamos perdiendo el tiempo, ¿vale? -Vale.
– Sencillamente, no hagas el tonto. -«No hacer el tonto» -repitió él-. Entendido. La sonrisa de Esperanza al salir fue breve.
12
Myron pasó el resto del día trabajando al teléfono. Se puso los auriculares Ultra Slim y andaba por el despacho arriba y abajo mientras hablaba. Se puso en contacto con entrenadores universitarios, en busca de agentes potencialmente libres. Habló con sus clientes y escuchó los problemas que tenían, tanto los reales como los imaginarios, tipo psicólogo, lo cual era una parte importante de su trabajo. Buscó entre las empresas que tenía en su archivador Rolodex con la intención de concretar unos cuantos tratos de publicidad.
Una oportunidad seria se presentó ella solita en forma de llamada.
– ¿Señor Bolitar? Soy Ronny Angle, de Rack Enterprises. ¿Nos conoce?
– Tienen unos cuantos bares de topless, ¿no?
– Preferimos que se nos conozca como clubs exóticos de lujo.
– Y yo prefiero que se me conozca como semental bien dotado -respondió Myron-. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Angle?
– Ronny, por favor. ¿Le importa que lo tutee?
– Pues llámame Myron.
– Estupendo, Myron. Rack Enterprises está iniciando una nueva aventura empresarial.
– Ahá.
– Probablemente habrás leído algo sobre el tema. Una cadena de cafeterías llamada La, La, Latte.
– ¿Lo dice en serio?
– ¿Perdón?
– Bueno, creo que sí he leído algo sobre el tema, pero pensé que se trataba de una broma.
– No es ninguna broma, señor Bolitar.
– ¿De modo que pensáis abrir una cadena de cafeterías topless? -Preferimos ser conocidos como experiencias de café erótico.
– Entiendo. Pero vuestras, esto…, baristas, irán en topless, ¿conecto?
– Así es.
Myron reflexionó sobre el asunto.
– Eso hace que cuando les pides leche haya cierta confusión, ¿no crees?
– Eres muy gracioso, Myron.
– Gracias, Ronny.
– Pensamos abrir salpicando todo lo lejos que podamos.
– ¿Es eso otra broma de tipo láctico?
– No, Myron, pero eres un tío muy gracioso.
– Gracias, Ronny.
– Déjame ir al grano, ¿vale? Nos gusta Suzze T. -Se refería a Suzze Tamirion, una tenista del circuito profesional de tenis-. Hemos visto su foto en el número de los trajes de baño del Sports Illustrated y,bueno, nos dejó impresionados. Nos gustaría que hiciera un carneo en nuestra gran inauguración.
Myron se frotó el tabique nasal con el índice y el pulgar:
– Cuando dices carneo…
– Una breve intervención.
– ¿Cómo de breve?
– No más de cinco minutos.
– No me refiero a la duración, me refiero al vestuario.
– Precisaríamos un desnudo frontal completo.
– Vale, gracias por pensar en nosotros, Ronny, pero no creo que Suzze esté interesada.
– Ofrecemos doscientos mil dólares.
Myron se incorporó. Le habría resultado fácil colgar el teléfono, pero por esa pasta tenía la responsabilidad de perseguir el tema:
– ¿Y si lleva un pequeño top?
– No.
– ¿Y un bikini?
– No.
– Un bikini pequeñito, itsy-bitsy, teeny-weeny…
– ¿Y amarillo, como en la canción?
– Exacto -dijo Myron-, como en la canción.
– Voy a decírtelo todo lo claro de lo que soy capaz -dijo Ronny-. Queremos que los pezones sean visibles.
– ¿Pezones visibles?
– Eso es innegociable.
– Por así decirlo.
Myron prometió que le llamaría en unos días y colgaron. Negociar la visibilidad de los pezones, menudo negocio.
Esperanza entró sin llamar, con los ojos brillantes y muy abiertos.
– Tienes a Lamar Richardson por la línea uno -dijo.
– ¿Al mismísimo Lamar?
Asintió con la cabeza.
– ¿No es ni un pariente, ni un mánager personal, ni su astrólogo favorito?
– El mismísimo Lamar -repitió Esperanza.
Ambos asintieron con la cabeza: la cosa pintaba bien.
Myron cogió el teléfono:
– Hola.
– ¿Podemos reunimos? -dijo Lamar.
– Por supuesto -respondió Myron.
– ¿Cuándo?
– Cuando tú quieras.
– ¿Cuándo estás libre?
– Cuando tú quieras -insistió Myron.
– Ahora mismo estoy en Detroit.
– Cogeré el próximo avión que salga para allá.
– ¿Así de fácil? -dijo Lamar.
– Sí.
– ¿No deberías fingir que estás muy atareado?
– ¿Estás intentando ligar conmigo, Lamar?
Lamar se rió:
– No, creo que no.
– Pues entonces me ahorraré toda esa fase de hacerme el duro. Esperanza y yo queremos ficharte para la agencia MB SportsReps. Haremos un buen trabajo, serás una prioridad y no tenemos intención de jugar contigo.
Myron miró sonriente a Esperanza: ¿no era el mejor?
Lamar dijo que pensaba ir a Manhattan a finales de semana y que le gustaría reunirse con ellos entonces. Acordaron una hora. Myron colgó. Él y Esperanza se quedaron allí sentados y se miraron, sonriendo.
– Tenemos una oportunidad -dijo ella.
– Sí.
– Bueno, ¿y qué estrategia seguimos?
– He pensado que lo impresionaré con mi mente astuta -bromeó Myron.
– Ya -dijo Esperanza-, y tal vez yo debería llevar un escote bien pronunciado.
– Con eso ya contaba.
– Impresionarle con nuestro cerebro y nuestra belleza.
– Sí -dijo Myron-, pero ¿quién se encarga de qué?
Cuando Myron volvió al Dakota, Win salía con su bolsa de deporte de piel y Terese ya no estaba.
– Ha dejado una nota -explicó Win mientras se la entregaba.
He tenido que volver antes de lo previsto. Te llamaré.
Terese
Myron volvió a leer la nota, pero eso no la cambió. La dobló y la guardó.
– ¿Vas a clase con Master Kwon? -le preguntó Myron. Master Kwon era su profesor de artes marciales.
Win asintió:
– Últimamente me pregunta a menudo por ti.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que has tenido un bajón.
Gracias.
Win hizo una leve reverencia y recogió su bolsa de deporte:
– ¿Te puedo hacer una sugerencia?
– Dispara.
– Llevas mucho tiempo sin pisar el tatami.
– Ya lo sé.
– Estás sufriendo mucho estrés -añadió Win-. Necesitas una escapada. Necesitas un poco de concentración, equilibrio, un poco de estructura.
– Supongo que ahora no pensarás llamarme Pequeño Saltamontes.
– No, hoy todavía no. Pero ven conmigo.
Myron se encogió de hombros.
– Está bien, voy a recoger mis cosas.
Cuando estaban cruzando por la puerta llamó Esperanza. Le dijo que estaban a punto de marcharse.
– ¿Dónde?
– A la clase de Master Kwon.
– Os veo allí.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Tengo información sobre Davis Taylor.
– ¿Y?
– Y es más que un poco extraña. ¿Va Win contigo?
– Sí.
– Pregúntale si sabe algo de la familia de Raymond Lex.
Silencio.
– Raymond Lex está muerto, Esperanza.
– Vamos, Myron, he dicho de su familia.
– ¿Tiene eso algo que ver con Davis Taylor?
– Será más fácil que te lo explique en persona. Os veo allí dentro de una hora -concretó, antes de colgar.
Uno de los conserjes ya había ido a buscar el Jaguar de Win, que los esperaba en Central Park West. La zona rica. Myron se acomodó en la lujosa butaca de piel, Win pisó el acelerador. Era muy diestro con el pedal del gas; el freno le daba muchos más problemas.
– ¿Conoces a la familia de Raymond Lex?
– Habían sido clientes -dijo Win.
– ¿Bromeas?
– Oh, sí, ya sabes lo payaso que soy.
– ¿Estuviste implicado directamente en su disputa por la herencia?
– Llamar a aquello una disputa sería como llamar hoguera campestre a un Apocalipsis nuclear.
– Cuesta, repartir varios miles de millones, ¿eh?
– Desde luego. Pero ¿por qué hablamos del clan Lex?
– Esperanza viene a vernos al dojang. Tiene información sobre Davis Taylor. La familia Lex tiene algo que ver con el tema.
Win enarcó las cejas:
– La cosa se complica.
– Cuéntame cosas de ellos.
– Casi todo salió en la prensa. Raymond Lex escribió un controvertido best setter titulado Confesiones a medianoche. El libro se convierte en una peli ganadora de varios Oscar. De pronto, el hombre pasa de oscuro profesor de instituto a millonario. A diferencia de la mayoría de sus colegas artistas, resulta ser un tipo hábil con los negocios. Invierte y amasa holdings privados de un valor neto considerable, a la vez que confidencial.
– Los periódicos hablaban de miles de millones.
– No lo discutiré.
– Eso es mucho dinero.
– ¿No escribió ningún otro libro?
– No.
– Qué raro.
– No tan raro -dijo Win-. Ni Harper Lee ni Margaret Mitchell escribieron más libros. Y, al menos, Lex se mantuvo ocupado. Es difícil construir una de las mayores corporaciones privadas y compaginarlo con la firma de libros.
– Así que, ahora que está muerto, su familia está, por decirlo de alguna manera, en pleno Apocalipsis nuclear.
– Bastante cierto.
Master Kwon había trasladado su sede y su principal dojan a la segunda planta de un edificio de la calle 23, cerca de Broadway. Cinco habitaciones -estudios, en realidad- con suelo de parquet, espejos en las paredes, un sistema de audio sofisticado, maquinaria Nautilus lustrosa y elegante…, ah, y unos cuantos pósters de esos orientales de papel de arroz, para dar al lugar un toque del auténtico Oriente ancestral.
Myron y Win se pusieron el kimono y se ataron sendos cinturones negros. Myron llevaba estudiando taekwondo y hapkido desde que Win le había introducido en ambas disciplinas en la universidad, pero en los últimos tres años no había pisado el tatami más de cinco veces. Win, en cambio, seguía siendo letalmente devoto. No hay que tirar nunca de la capa de Superman, ni escupir al viento, ni sacarle la máscara al Llanero Solitario, ni meterse con Win.
Master Kwon tenía setenta y pico años pero aparentaba fácilmente veinte menos. Win lo había conocido en uno de sus viajes por Asia cuando tenía quince años. Por lo que Myron sabía, Master Kwon había sido un alto sacerdote, o algo así, en un pequeño monasterio budista sacado directamente de una de esas pelis violentas de Hong Kong. Cuando emigró a Estados Unidos hablaba muy poco inglés. Ahora, al cabo de veinte años, hablaba casi menos. Tan pronto como el maestro llegó al país abrió una cadena de modernísimas academias de taekwondo, con el apoyo económico de Win, por supuesto. Cuando vio las películas de Karate Kid, Master Kwon se empleó a fondo en hacer el papel del viejo sabio. Su inglés desapareció, empezó a vestirse como el Dalai Lama y ahora introducía cada frase con «Confiado dice», dejando a un lado el pequeño detalle que él era coreano y Confucio chino.
Win y Myron se dirigieron al despacho de Master Kwon. A la entrada, ambos hicieron una profunda reverencia.
– Por favor, dentro -dijo Master Kwon.
La mesa era de roble de calidad; la butaca, de buena piel y aspecto ortopédico. Master Kwon estaba de pie cerca de un rincón. Tenía un palo de golf en la mano y llevaba un traje impecable a medida. Al ver a Myron se le iluminó la cara y los dos hombres se abrazaron.
Cuando se separaron, Master Kwon le dijo:
– ¿Tú, mejor?
– Mejor -concedió Myron.
El viejo sonrió y se tocó la solapa:
– Armani -dijo.
– Eso me ha parecido -dijo Myron.
– ¿Gusta, tú?
– Muy elegante.
Satisfecho, Master Kwon dijo:
– Ir.
Win y Myron hicieron otra reverencia. Una vez en el dojang adoptaron sus papeles habituales: Win dirigía y Myron seguía. Empezaron por un poco de meditación. A Win le encantaba meditar, como ya sabemos. Se sentaba en la posición del loto, las palmas hacia arriba, las manos apoyadas en las rodillas, la espalda bien recta y la lengua apoyada en los dientes de arriba. Respiraba por la nariz, forzando el aire hacia dentro, dejando que el abdomen hiciera el esfuerzo. Myron intentaba imitarlo, pero nunca había llegado a dominar realmente aquel ejercicio. La mente, incluso en épocas menos caóticas, se le escapaba; la rodilla mala le tiraba; todo él se sentía inquieto.
Redujeron los estiramientos a sólo diez minutos. De nuevo, Win los hacía sin esfuerzo, ejecutaba los spagats, llegaba a tocarse las puntas de los pies y se agachaba con suma facilidad, con unos huesos y articulaciones tan flexibles como el historial de votaciones de un político. Myron no había sido nunca tan flexible de natural. Cuando se entrenaba en serio se podía tocar las puntas de los pies y completar un estiramiento de cadera sin demasiados problemas. Pero, ahora mismo, eso le parecía que había sido hace mucho tiempo.
– Ya empiezo a estar dolorido -dijo Myron, con un gruñido.
Win ladeó la cabeza:
– Curioso.
– ¿Qué?
– Eso es lo mismo que me dijo mi cita de anoche.
– Antes no bromeabas -dijo Myron-. En realidad sí que eres un payaso.
Hicieron un poco de sparring y Myron se dio cuenta de inmediato de lo poco en forma que estaba. El sparring es la actividad más agotadora del mundo. ¿No os lo creéis? Pues buscad un punching y haced una ronda de tres minutos golpeándolo. Es tan sólo una bolsa rellena y no puede devolverte los golpes. Intentadlo; sólo una ronda. Ya veréis.
Cuando entró Esperanza, por suerte se acabó el sparring y Myron se abrazó las rodillas, respirando penosamente. Le hizo una reverencia a Win, se echó una toalla sobre el hombro y cogió una botella de Evian. Esperanza cruzó los brazos y esperó. Frente a la puerta pasó un grupo de estudiantes, vieron a Esperanza y se volvieron un par de veces a mirarla.
Esperanza le mostró a Myron una hoja:
– Es el certificado de nacimiento de Davis Taylor, nacido Dennis Lex.
– Lex -repitió Myron-, ¿de la familia…?
– Así es.
Myron observó la fotocopia. Según el documento, Dennis Lex tendría treinta y siete años. Su padre figuraba como Raymond Lex, su madre como Maureen Lehman Lex. Nacido en East Hampton, Nueva York.
Myron se lo pasó a Win.
– ¿Tuvieron otro hijo?
– Eso parece -dijo Esperanza.
Myron observó a Win, que se encogió de hombros.
– Debió de morir joven -dijo a modo de respuesta.
– Si está muerto -dijo Esperanza-, no lo he encontrado por ninguna parte; no hay certificado de defunción.
– ¿Nadie en la familia mencionó nunca otro hijo? -le preguntó Myron a Win.
– Nadie -dijo Myron.
Ahora se volvió hacia Esperanza:
– ¿Qué más tenemos?
– No mucho más. Dennis Lex se cambió el nombre a Davis Taylor hace ocho meses. También he encontrado esto.
Le dio una fotocopia de un recorte de prensa. Un pequeño anuncio del nacimiento en la Hampton Gazette de hacía treinta y siete años:
Raymond y Maureen Lex, de Wister Drive en East Hampton, están encantados de comunicar la llegada de su hijo Dennis, que nació con tres kilos de peso el día 18 de julio. Dennis se suma a su hermana Susan y a su hermano Bronwyn.
Myron movió la cabeza, incrédulo:
– ¿Cómo puede ser que nadie lo supiera?
– No es tan sorprendente -aclaró Win.
– ¿Cómo lo explicas?
– Ninguna de las empresas de la familia Lex tiene participación pública. Son muy celosos de su intimidad. La seguridad alrededor del clan funciona las veinticuatro horas del día y es la mejor que puedes encontrar. Cualquier persona que trabaja para ellos se compromete a mantener la confidencialidad.
– ¿Incluso tú?
– Yo nunca firmo contratos de confidencialidad -dijo Win-, por mucho dinero que haya de por medio.
– ¿No te pidieron nunca que firmaras uno?
– Me lo pidieron, me negué y ahí nos despedimos.
– ¿Los dejaste escapar como clientes?
– Sí.
– ¿Por qué? Quiero decir que… ¿cuál hubiera sido el problema? De todos modos, igualmente lo llevas todo de manera confidencial.
– Exactamente. Los clientes me contratan no sólo por lo brillante que soy en el campo de las finanzas, sino porque soy el modelo mismo de la discreción.
– Sin mencionar tu asombrosa modestia -añadió Myron.
– No tengo ninguna necesidad de firmar un contrato diciendo que no revelaré nada. Eso se sobreentiende. Sería como firmar un contrato en el que me comprometo a no quemarles la casa.
Myron asintió:
– Bonita analogía.
– Sí, gracias, pero trato de ilustrar lo lejos que está dispuesta a llegar esta familia para salvaguardar su intimidad. Hasta que surgió esa disputa por la herencia, la prensa no tenía ni idea de la amplitud de las posesiones de Raymond Lex.
– Pero, vamos, Win, estamos hablando del hijo de Raymond Lex. Habrías sabido que tenía ese hijo.
Win señaló la parte de arriba del recorte:
– Mira la fecha de nacimiento del niño: antes de que saliera el libro de Raymond Lex, cuando Lex era todavía un típico profesor de ciudad pequeña. No representaba ninguna noticia.
– ¿Realmente te lo crees?
– ¿Se te ocurre una explicación mejor?
– Pues, ¿dónde está el chico ahora? ¿Cómo es posible que el hijo de una de las familias más ricas de Estados Unidos no tenga documentación? Ni tarjetas de crédito, ni permiso de conducir, ningún tipo de rastro… ¿Por qué se cambió el nombre?
– La última es fácil -dijo Win.
– ¿Sí?
– Se esconde.
– ¿De quién?
– Puede que de sus hermanos -apuntó Win-. Como he dicho antes, esta batalla por la herencia es bastante descarnada.
– Eso podría tener lógica, e insisto en el «podría», si antes hubiera estado por ahí, pero ¿cómo puede no haber ningún documento de él? ¿De qué se esconde? ¿Y por qué demonios iba a inscribir su nombre en el registro de donantes de médula?
– Buenas preguntas -afirmó Win.
– Muy buenas -añadió Esperanza.
Myron releyó el artículo y miró a sus dos amigos.
– Me alegro de que coincidamos -ironizó.
13
El sonido del teléfono móvil lo sacó del sueño como un cañonazo. La mano de Myron palpó a oscuras y sus dedos saltaron por la mesilla de noche hasta que localizó el teléfono.
– ¿Sí? -gruñó.
– ¿Myron Bolitar?
La voz era un susurro.
– ¿Con quién hablo? -preguntó Myron.
– Usted me llamó.
La voz, todavía un susurro, sonaba igual que unas hojas arrastradas por el suelo.
Myron se incorporó mientras los latidos de su corazón aumentaban el ritmo.
– ¿Davis Taylor?
– Siembra las semillas. Sigue sembrando. Y abre las cortinas. Deja que entre la verdad. Deja que los secretos se marchiten finalmente a la luz del día.
Muuuuy bien.
– Necesito su ayuda, señor Taylor.
– Siembra las semillas.
– Vale, claro, sembraremos lo que haga falta. -Myron encendió la luz, las 2.17 de la madrugada. Miró la pantalla del móvil: la identificación de la llamada estaba bloqueada. Mierda-. Pero tenemos que vernos.
– Siembra las semillas. Es la única manera.
– Entiendo, señor Taylor. ¿Podemos vernos?
– Alguien tiene que sembrar las semillas. Y alguien tiene que abrir las cadenas.
– Traeré una llave. Sólo dígame dónde está.
– ¿Por qué quiere verme?
¿Qué podía decirle?
– Es cuestión de vida o muerte.
– Siempre que se siembran semillas es cuestión de vida o muerte.
– Usted donó sangre durante una campaña, y resulta que es un donante compatible. Y hay un chico muy joven que morirá si no le ayuda.
Silencio.
– ¿Señor Taylor?
– La tecnología no puede ayudarle. Pensé que era usted uno de los nuestros. -Seguía susurrando, pero ahora con tristeza.
– Lo soy. O, al menos, quiero serlo…
– Voy a colgar.
– No, espere…
– Adiós.
– Dennis Lex -dijo Myron.
Silencio, excepto por el rumor de respiración. Myron no estaba seguro de si el rumor venía de él o del tipo que llamaba.
– Por favor -insistió Myron-. Haré lo que usted me pida, pero tenemos que vernos.
– ¿Se acordará de sembrar las semillas?
Fue como si trocitos de hielo le resbalaran por la espalda.
– Sí -dijo Myron-, me acordaré.
– Bien. Pues, entonces, ya sabe lo que tiene que hacer.
Myron se aferró al teléfono:
– No -dijo-. ¿Qué tengo que hacer?
– El chico -susurró la voz-. Despídase del chico por última vez.
14
– ¿Sembrar las semillas? -dijo Esperanza.
Estaban en el despacho de Myron. El sol de la mañana proyectaba franjas de luz a través de las persianas venecianas, dos de ellas en el rostro de Esperanza, pero a ella no parecía importarle.
– Eso -dijo Myron-. Y hay algo de esta frase que me suena muchísimo.
– Era una canción de Tears for Fears -dijo Esperanza.
– Sí, «Sowing the Seeds of Love», ya me acuerdo.
– ¿No fue también el nombre de la gira que hicieron? Los vimos en el Meadowlands en… ¿qué año?, ¿el ochenta y ocho?
– Ochenta y nueve.
– ¿Qué fue de ellos?
– Se separaron -apuntó Myron.
– ¿Por qué diablos lo hacen?
– Ni idea.
– Supertramp, Steely Dan, los Doobie Brothers…
– Por no hablar de Wham.
– Se separan y luego, en solitario, no vuelven a hacer nada digno nunca más. Merodean por ahí hasta que acaban dedicándoles un capítulo de ¿Qué fue de ellos? en VH1.
– Nos estamos desviando del tema.
Esperanza le dio una hoja de papel:
– Aquí tienes el teléfono del despacho de Susan Lex, la hermana mayor de Dennis.
Myron leyó el teléfono como si fuera un código y pudiera ocultar algún significado.
– He pensado otra cosa.
– ¿De qué se trata?
– Si Dennis Lex existe, entonces tiene que haber estudiado en alguna parte, ¿no?
– Supongo.
– Pues entonces, a ver si podemos averiguar dónde estudiaron los hijos de Lex, centros privados, públicos, lo que sea.
Esperanza frunció el ceño:
– ¿Te refieres a la universidad?
– Empieza por ahí, sí. No es que los hermanos hayan tenido que ir a la misma universidad, pero tal vez sí. O quizá fueron todos a universidades de la Ivy League. Cosas así. A lo mejor puedes empezar por el bachillerato: es más probable que lo cursaran todos en el mismo sitio.
– ¿Y si no encuentro ningún historial de él de bachillerato?
– Ve todavía más atrás.
Esperanza cruzó las piernas, cruzó los brazos…
– ¿Hasta dónde?
– Todo lo que puedas.
– ¿Y qué nos aportará este ejercicio de inutilidad?
– Quiero saber en qué momento desapareció Dennis Lex de la órbita del radar. ¿Había gente que lo conocía del instituto? ¿De la universidad? ¿Tal vez de algún posgrado?
Ella no pareció impresionarse.
– Y, suponiendo que, de alguna manera, consigo saber cuál fue su escuela primaria…, ¿qué nos aportaría eso, exactamente?
– No tengo ni idea, estoy jugando a los chinos.
– No, me estás pidiendo a mí que juegue a los chinos.
– Vale, pues no lo hagas, Esperanza. Era sólo una idea.
– Va -dijo ella, haciendo un gesto con la mano-, tal vez tengas razón.
Myron puso las dos palmas sobre la mesa, arqueó la espalda, miró a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo.
– ¿Qué? -dijo ella.
– ¡Has dicho que tal vez tenga razón! Eso me hace pensar que el mundo, tal y como lo conocemos, está a punto de acabarse.
– Muy buena -dijo Esperanza mientras se ponía de pie-. En fin, veré lo que puedo desenterrar.
Salió del despacho. Myron cogió el teléfono y marcó el número de Susan Lex. La recepcionista pasó la llamada y una mujer que se identificó como secretaria de la señora Lex respondió al teléfono. Su voz tenía un tono parecido a una rueda de metal pasando por encima de gravilla.
– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.
– Es un asunto de suma importancia -dijo Myron.
– Tal vez no me ha oído la primera vez. -La típica hacha de guerra-. La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.
– Dígale que es para hablar de Dennis.
– ¿Perdone?
– Sólo dígale eso.
Hacha de guerra puso a Myron en espera. Myron escuchó una versión de hilo musical de la canción de Al Stewart «Time Passages». Myron pensaba que la versión original ya era lo bastante de hilo musical, gracias.
Hacha de guerra regresó con su mensaje habitual:
– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.
– He estado meditando sobre eso, pero realmente no tiene ninguna lógica.
– ¿Perdón?
– Quiero decir que, en algún momento, tiene que ver a alguien que no conoce…, de lo contrario no conocería nunca a nadie nuevo. Y, siguiendo con mi lógica, ¿cómo llegó usted a verla por primera vez? Estuvo dispuesta a verla antes de conocerla, ¿no?
– Voy a colgar, señor Bolitar.
– Dígale que sé lo de Dennis.
– Sólo…
– Dígale que si no accede a verme, hablaré con la prensa.
Silencio.
– Un momento.
Un clic y luego otra vez el hilo musical. El tiempo pasó. Y también lo hizo, gracias a Dios, «Time Passages», que fue sustituido por el «Time» de Alan Parsons Project. Myron estuvo a punto de entrar en coma.
Hacha de guerra volvió.
– ¿Señor Bolitar?
– ¿Sí?
– La señora Lex le dará cinco minutos de su tiempo. Puedo hacerle un hueco el día quince del mes que viene.
– Eso no me vale -dijo Myron-. Tiene que ser hoy.
– La señora Lex está muy ocupada.
– Hoy -insistió Myron.
– Eso es imposible.
– A las once. Si no me dejan pasar, acudiré a la prensa de inmediato.
– Es usted terriblemente maleducado, señor Bolitar.
– A la prensa -repitió Myron-, ¿lo ha entendido?
– Sí.
– ¿Estará usted ahí?
– ¿Qué diferencia hay en que esté o no esté?
– Toda esta tensión sexual me está poniendo tierno. Tal vez luego podríamos ir juntos a tomar un latte fresquito.
Oyó cómo colgaba y sonrió. El encanto, pensó…, ¡ha vuelto!
Esperanza entró zumbando.
– ¿A quién le apetece un partido de tenis en topless?
– ¿Qué?
– Tengo a Suzze T por la línea 1.
Myron pulsó un botón:
– Ey, Suzze.
– Ey, Myron, ¿qué hay?
– Tengo una oferta para que la rechaces.
– ¿Te refieres a que intentarás ligar conmigo?
El encanto acababa de sufrir un revés.
– ¿Dónde estarás esta tarde?
– En el mismo lugar que ahora -respondió ella-. El Morning Mosh, ¿lo conoces?
– No.
Le dio la dirección y Myron le dijo que la vería allí en unas horas. Colgó el teléfono y se reclinó en su butaca.
– Siembra las semillas -dijo en voz alta.
Miró a la pared. Tenía una hora para matar antes de dirigirse al edificio Lex de la Quinta Avenida. Podía quedarse ahí sentado y meditar sobre la vida y, tal vez, mirarse el ombligo. No, eso ya lo había hecho muchas veces. Giró la butaca hacia el ordenador, hizo un doble clic en el icono adecuado y se conectó a Internet. Primero probó con Yahoo y puso sembrar las semillas en el cuadro de búsqueda. Sólo un resultado: la página web de la Liga de Jardineros Urbanos de San Francisco, que se autoapodaban «gusanos». Supuso que se trataba de un grupo de tipos duros, tal vez una tribu urbana. Probablemente llevaran bandanas y estuvieran involucrados en manguerazos agresivos.
Luego probó con el buscador de Alta Vista, pero daba un resultado de 2.501 páginas web. Era algo así como el cuento de Ricitos de Oro y los Tres Osos: el buscador de Yahoo era demasiado pequeño, el de Alta Vista, demasiado grande. En el despacho no tenían Lexis-Nexis, pero Myron probó con un buscador menos potente. Tecleó las mismas tres palabras y tocó la tecla Enter, y ¡pam!:
hhttp://www.nyherald.com/archives/900322
Seleccionó el enlace y le apareció el artículo:
New York Herald
LA MENTE DEL TERROR: TU PEOR PESADILLA
Por Stan Gibbs
Yeah, que espere el teléfono. Myron conocía aquel nombre. Stan Gibbs había sido un columnista de periódicos muy famoso, el típico tío que siempre pontificaba -es decir, chuleaba- en las tertulias de las noticias por cable, pero era menos molesto que la mayoría, aunque eso sea como decir que la sífilis es menos molesta que la gonorrea. Pero eso fue antes de que el escándalo lo destripara como lo haría un hombre de las cavernas abalanzado sobre un bisonte. Myron leyó:
La llamada llega de la nada.
– ¿Cuál es tu peor pesadilla? -susurra la voz-. Cierra los ojos y visualízala. ¿Puedes verla? ¿La tienes ya? ¿El peor de los miedos que puedas imaginar?
Después de una larga pausa, respondo:
– Sí -Bien. Ahora imagina algo peor, algo mucho, mucho peor…
Myron respiró hondo. Recordó la serie de artículos. Stan Gibbs había sacado una historia sobre un extraño secuestrador. Había contado el cuento estremecedor de tres secuestros que, supuestamente, la policía había querido mantener en secreto, según Stan Gibbs, por vergüenza. No se mencionaba ningún nombre. Había hablado con las familias de las víctimas con la condición del anonimato. Y el toque de gracia consistía en que el secuestrador le había concedido una entrevista.
Le pregunto al secuestrador por qué lo hace. ¿Es por el rescate?
– Nunca recojo el dinero del rescate -dice-. Normalmente dejo explosivos en el sitio y lo quemo. Pero a veces el dinero me ayuda a sembrar las semillas. Eso es lo que intento hacer: sembrar las semillas.
Myron sintió que se le helaba la sangre.
– Os creéis todos que estáis a salvo -prosigue- en vuestras madrigueras tecnológicas, pero no lo estáis. La tecnología nos ha hecho esperar respuestas fáciles y finales felices. Pero, conmigo, no hay ni respuesta ni final.
Ha secuestrado al menos a cuatro personas: el padre de dos niños, de 41 años; una estudiante universitaria de 21 años; una pareja joven, recién casada, de 28 y 2/ años. Todos fueron secuestrados en la zona de Nueva York.
– La idea -dice- es conseguir que el terror siga circulando. Dejar que crezca, no mediante el gore o un baño de sangre evidente, sino a través de la imaginación. La tecnología intenta destruir tu capacidad de imaginar, pero cuando algún ser querido desaparece, tu mente es capaz de conjurar horrores más oscuros que cualquier máquina…, que cualquier cosa que ni siquiera yo sería capaz de hacer. Hay mentes que no son capaces de ir tan lejos; mi trabajo es empujarlas a cruzar esa barrera.
Le pregunto por qué lo hace.
– Sembrar las semillas -repite-. Siembras las semillas con el tiempo.
Explica que sembrar las semillas significa dar esperanza y arrebatarla durante un período de tiempo prolongado. Su primera llamada a la familia resulta, naturalmente, devastadora, pero no es más que el inicio de un largo y tortuoso calvario.
Inicia la llamada, según él, con un «hola» informal y luego le pide al familiar que espere, por favor. Después de una pausa, el familiar oye a su ser amado soltar un gemido estremecedor.
– Sólo uno -dice-, y muy breve. Imagine cómo resuena ese grito.
Pero, para la familia de la víctima, la cosa no acaba ahí. Les exige un rescate que luego no tiene intención de reclamar. Llama a medianoche y le pide a la familia que imagine su peor pesadilla. Los convence de que estavez soltará de veras a su ser querido, pero tan sólo está dando esperanza a aquellos que ya la han perdido, renovando su agonía.
– El tiempo y la esperanza -añade- siembran las semillas de la desesperación.
El padre de dos niños lleva tres años desaparecido. La joven estudiante de medicina lleva ausente veintisiete meses. Los recién casados, este fin de semana hará casi dos años. Hasta la fecha no se ha encontrado ni rastro de ninguno de ellos. Raramente pasa una semana sin que sus familias reciban una llamada de su torturador.
Cuando le pregunto si sus víctimas están vivas o muertas, se muestra evasivo.
– La muerte es cierre -explica-, y el cierre detiene la siembra.
Quiere hablar de la sociedad, de cómo los ordenadores y la tecnología piensan por nosotros, de cómo lo que él hace nos permite darnos cuenta del poder del cerebro humano.
– £5 ahí donde existe Dios -dice-. Ahí es donde se encuentra todo lo de valor. El auténtico placer sólo puede encontrarse dentro de ti. El significado de la vida no se encuentra en tu nuevo sistema tecnológico de ocio casero, ni en tu coche deportivo. La gente ha de darse cuenta de su potencial ilimitado. ¿Cómo se lo haces ver? Imagínese por lo que están pasando esas familias ahora mismo.
Con su voz suave, me invita a probarlo.
– La tecnología no sería nunca capaz de conjurar los horrores que usted se está imaginando ahora mismo. Sembrar las semillas. Sembrar las semillas nos muestra el potencial.
El corazón de Myron latía con fuerza. Se inclinó hacia atrás, movió la cabeza, prosiguió la lectura. El secuestrador enloquecido seguía despotricando con sus teorías febriles y demenciales, algo así como lo que diría el Ejército Simbiótico de Liberación por boca del Unabomber. La columna de Stan Gibbs continuaba en el periódico del día siguiente. Myron seleccionó el enlace y siguió leyendo. El segundo día Gibbs empezaba citando unas declaraciones desgarradoras de los familiares de las víctimas. Luego interrogaba un poco más al secuestrador:
Le pregunto cómo se las ha arreglado para mantener estos secuestros al margen de la prensa.
– Sembrando las semillas -vuelve a repetir.
Le pido un ejemplo.
– Le digo a la esposa que vaya al garaje y abra la caja de herramientas roja de la marca Stanley que tiene en el tercer estante. Le digo que saque las tenazas negras con el mango azul. Luego la mando al sótano. Le digo que se ponga de pie delante de la butaca Mission que se compraron el verano pasado en aquella feria del Cabo. Imagínese, le digo, a su marido desnudo y atado a esa butaca. Imagínese esas tenazas en mis manos. Y, finalmente, imagínese lo que haré si veo algo sobre él publicado en los periódicos.
Pero la cosa no acaba aquí.
– Le pregunto por los niños. Le digo sus nombres. Le digo el nombre de su colegio y de sus profesores y de sus cereales preferidos para el desayuno.
Le pregunto cómo sabe estas cosas.
Su respuesta es sencilla:
– Me las ha dicho papi.
Myron se dejó caer en su butaca:
– Dios mío -musitó.
Respira hondo, se dijo de nuevo. Inspira, expira, así. Reflexiona. Poco a poco. Con cuidado. Bueno, primero de todo: con todo lo horrible que es, ¿qué tiene que ver todo eso con Davis Taylor, nacido Dennis Lex? Probablemente nada. Sería demasiada casualidad. Y, de nuevo, pese a lo horrible que es, Myron sabía que la historia tenía más miga. Más y, en cierto sentido, menos.
Las columnas de Gibbs atrajeron la atención y las críticas de todo el país durante semanas… hasta que, Myron se acordaba, todo estalló de la manera más pública posible. ¿Qué había ocurrido exactamente? Myron tecleó, clicó e inició una búsqueda de artículos que tuvieran a Stan Gibbs como protagonista. Le aparecieron por orden de fechas:
LOS FEDERALES EXIGEN LAS FUENTES DE GIBBS
El FBI, que en las últimas semanas ha estado negando las alegaciones que aparecían en las columnas de Stan Gibbs, ha cambiado de estrategia: le ha pedido sus notas e información.
Dan Conway, portavoz del FBI, empezó diciendo: «No sabemos nada de estos crímenes», para luego añadir: «Pero si el señor Gibbs dice la verdad, significa que tiene información importante sobre un posible secuestrador y asesino en serie, a quien tal vez está dando protección o ayuda. Por tanto, tenemos derecho a esa información».
Stan Gibbs, popular columnista y periodista de televisión, se ha negado a revelar sus fuentes. «No estoy protegiendo a ningún asesino», declaró el señor Gibbs. «Tanto las familias de las víctimas como el secuestrador accedieron a hablar conmigo bajo la condición estricta de la confidencialidad. Es un hecho tan antiguo como nuestro país: no revelaré mis fuentes.»El New York Herald y la American Civil Liberties Union ya han denunciado al FBI y planean dar apoyo al señor Gibbs. El juez ha decretado el secreto de sumario.
Myron siguió leyendo. Los argumentos de ambas partes eran bastante corrientes. Como es natural, los abogados de Gibbs se escudaban en la Primera Enmienda, mientras que los federales replicaban, como también es natural, que la Primera Enmienda no es un absoluto, que uno no puede gritar «¡Fuego!» en un teatro abarrotado y que la libertad de expresión no incluye la protección de posibles criminales. En el país también se debatió sobre el tema. Salió mucho por la CNBC, la MSNBC y la CNN, y en un montón de otras cadenas de cable, animando las líneas telefónicas como si hubiera un sorteo radiofónico. Cuando el juez estaba a punto de dictar sentencia, la noticia explotó de una manera que nadie esperaba. Myron abrió el enlace:
¿ MIENTE GIBBS?
Un periodista acusado de plagio
Myron leyó el final sorprendente de la partida: alguien encontró una novela de misterio, publicada en 1978 por una pequeña editorial, con un tiraje minúsculo. La novela, Susurra hasta gritar, de un tal F. K. Armstrong, era casi igual a la historia de Gibbs. Demasiado igual. Había ciertos fragmentos de diálogo que estaban prácticamente copiados al pie de la letra. Los crímenes de la novela -secuestros sin resolver- eran demasiado parecidos a lo que Gibbs había escrito como para ser descartados como casualidad.
Espectros del plagio como Mike Barnicle y Patricia Smith y casos similares salieron de sus tumbas y se negaron a dispersarse. Rodaron cabezas. Hubo dimisiones y personajes que se frotaron las manos. Por su parte, Stan Gibbs se negó a comentar el asunto, lo cual no fue precisamente una gran ayuda. Gibbs acabó «cogiendo la baja», un eufemismo moderno de ser despedido. La ACLU emitió un comunicado ambiguo y se retiró del caso. El New York Herald retiró discretamente la historia, alegando que el asunto estaba en proceso de «revisión interna».
Al cabo de un rato, Myron cogió el teléfono y marcó un número:
– Sección de Sucesos. Bruce Taylor al habla.
– ¿Me acompañas a tomar una copa?
– Ya sé que hoy día no queda moderno, Myron, pero soy estrictamente hetero.
– Yo soy capaz de hacerte cambiar.
– No lo creo, tío.
– Hay varias mujeres con las que he salido que empezaron siendo hetero -dijo Myron-, pero… después de la primera cita conmigo, ¡pam!, cambiaron de acera.
– Me encanta cuando te denigras, Myron. ¡Suena tan real!
– Bueno, ¿qué me dices?
– Estoy de cierre.
– Tú siempre estás de cierre.
– ¿Invitas tú?
– Para citar a mis hermanos en los seders de la Pascua, ¿por qué ha de ser esta noche distinta a cualquier otra noche?
– A veces invito yo. -Ah, pero ¿tienes cartera?
– Eh, que no soy yo el que pide favores -dijo Bruce-. A las cuatro en punto en el Rusty Umbrella.
15
Las puertas de hierro forjado del Edificio Lex defendían una fachada de la Quinta Avenida de una vegetación tan densa que no dejarían pasar la luz de la explosión de una supernova al otro lado. El famoso edificio era una mansión remodelada de Manhattan con patio a la europea, un magnífico exterior art déco y un despliegue de seguridad suficiente para cubrir un enfrentamiento de boxeo de Tyson. La edificación tenía unas sublimes líneas antiguas y detallados toques venecianos, excepto por el hecho de que, para proteger la intimidad, las ventanas habían sido cubiertas con cristales ahumados. Eso hacía que la combinación resultara molesta y poco natural.
En la entrada había cuatro guardias con chaqueta azul y pantalones grises. Guardas de verdad, advirtió Myron, con mirada de policía y tics faciales dignos del KGB, no como esos de uniforme alquilado que vigilan los grandes almacenes o los aeropuertos. Los cuatro estaban en silencio y observaron a Myron como si llevara un escote bañera en pleno Vaticano.
Uno de los guardias se le acercó:
– ¿Documentación, por favor?
Myron sacó la cartera y le enseñó una tarjeta de crédito y el permiso de conducir.
– Este carnet no tiene foto -dijo el guardia.
– En Nueva Jersey no es obligatorio.
– Necesito un documento con foto.
– El carnet del gimnasio tiene foto.
Suspiro de poli paciente:
– Eso no me vale. ¿Lleva el pasaporte?
– ¿En medio de Manhattan?
– Sí, señor. Es para identificarle.
– No -dijo Myron-. Además, la foto es muy mala. No refleja fielmente el azul radiante de mis ojos. -Myron pestañeó para hacer más énfasis.
– Espere aquí, por favor.
Esperó. Los otros tres guardias fruncieron el ceño, cruzaron los brazos, lo miraron como si estuviera a punto de beber agua de un retrete. Myron oyó un ruido como un zumbido y levantó la vista. Había una cámara de seguridad que lo apuntaba, enfocándolo. Myron saludó con la mano, sonrió al objetivo e hizo unas cuantas flexiones que había aprendido mirando capítulos de He-Man por Canal +. Acabó extendiendo la musculatura con una postura bastante espectacular y luego saludó al agradecido público. Los de la chaqueta azul no parecían impresionados.
– Todo natural -explicó Myron-. No he tomado nunca esteroides.
Sin respuesta.
El primer guardia volvió a aparecer:
– Acompáñeme, por favor.
Salir al patio era como entrar en un vestuario de C. S. Lewis, otro mundo, el otro lado de los matorrales, por así decirlo. El ruido de la calle, en el mismísimo Manhattan, quedaba de pronto muy lejos, enmudecido. Era un jardín lujoso, con senderos de cerámica que formaban un dibujo como de alfombra persa. En el centro había una fuente con una estatua ecuestre con la cabeza levantada.
Un nuevo equipo de hombres con chaqueta azul lo recibió junto a la puerta principal ornamentada. Este lugar, pensó Myron, debía de costar una fortuna en tintorería. Le hicieron vaciar los bolsillos, le confiscaron el móvil, lo cachearon a mano, pasaron una varita de metal por toda su persona tan exhaustivamente que estuvo a punto de pedir un condón, le hicieron pasar un par de veces por el detector de metales y lo volvieron a cachear con una afición un poco exagerada.
– Si me vuelves a tocar la picha -dijo Myron- se lo digo a mi mamá.
Otra vez, sin respuesta. Tal vez los Lex no sólo exigían confidencialidad, sino también un sentido del humor refinado.
– Por aquí, señor -dijo la chaqueta azul parlante.
La serenidad del lugar -un edificio en pleno Manhattan, ¡por Dios!-, ahora sólo quebrantada por el eco de sus pasos sobre el suelo de frío mármol, resultaba inquietante. Era como andar por un viejo museo de noche; la experiencia entera parecía como sacada de From the Mixed-up Files of Mrs. Basil E. Frankweiler. Los guardas formaban algo parecido a una comitiva presidencial en versión pobre: un chaqueta azul parlante y un colega tres pasos por delante, dos chaquetas azules más tres pasos por detrás. Por pura diversión, de vez en cuando Myron aceleraba o frenaba el paso y observaba cómo los guardias hacían lo mismo. Como una mala coreografía, lo cual ya resulta redundante de por sí. En un momento dado estuvo a punto de imitar el paso de baile lunar de Michael Jackson, pero pensó que los chicos acabarían por considerarlo además un pedófilo potencial.
La escalinata de ébano era ancha y olía un poco a detergente al limón. De la pared colgaban enormes tapices, de esos con espadas y caballos y festines hedonistas de cochinillo a la brasa. En la segunda planta había otro par de guardias con chaqueta azul. Ahora fue su turno de inspeccionar a Myron como sí fuera la primera vez en su vida que veían a un hombre. Myron se contoneó para su beneficio, pero tampoco ellos parecieron impresionados.
– Deberían haberme visto antes haciendo flexiones -dijo Myron.
Las dobles puertas se abrieron y Myron pasó a una sala de dimensiones ligeramente mayores que las de un pabellón deportivo. Lo siguieron un par de guardias que se colocaron en los dos rincones del fondo. A la derecha había un hombre corpulento sentado en un sillón de brazos. Al menos, la silla lo hacía parecer corpulento. O tal vez el sillón era enano. El hombre debía de tener cuarenta y pico de años; la cabeza y el cuello le formaban un trapecio perfecto coronado por un corte de pelo al estilo militar. Tenía la nariz plana, las manos como jamones y los dedos tipo salchichón. Ex boxeador, o ex marine, o probablemente las dos cosas. Un tipo hecho de ángulos de noventa grados y bloques de granito.
El señor Granito miró a Myron con dureza pero con los ojos más relajados, como si Myron le hiciera la misma gracia que puede hacerte un gatito que te mordisquea los bajos del pantalón. No se levantó y optó por mirar fijamente a Myron mientras hacía crujir los nudillos uno a uno.
Myron miró al señor Granito. Éste hizo crujir otro nudillo.
– Escalofríos -dijo Myron.
Nadie le pidió que se sentara. Qué caramba, nadie le dijo nada. Myron se quedó quieto y esperó mientras los tres pares de ojos lo evaluaban.
– Vale -dijo finalmente-, me siento intimidado. ¿Podemos pasar a la siguiente etapa?
El señor Granito les hizo un gesto con la cabeza a los dos de las chaquetas, que salieron al unísono. De manera casi simultánea se abrió una puerta al otro lado de la sala y aparecieron dos mujeres. Estaban bastante lejos, pero Myron supuso que la primera era Susan Lex. Llevaba el pelo recogido en un moño imposiblemente arreglado, ultraengominado, y tenía los labios apretados como si acabara de tragarse un escarabajo vivo. La otra mujer -no parecía tener más de dieciocho o diecinueve años- tenía que ser su hija, una copia idéntica con los mismos labios apretados y veinticinco años menos de desgaste, aunque el peinado era más atractivo.
Myron se dispuso a cruzar la sala con la mano extendida, pero Susan Lex levantó una mano indicándole que se detuviera. El señor Granito se incorporó, casi interponiéndose en la trayectoria de Myron. Lo miró, moviendo la cabeza a ambos lados, un gesto harto complicado cuando prácticamente no tienes cuello. Myron permaneció donde estaba.
– No me gusta que me amenacen -dijo Susan Lex, desde el otro extremo de la sala.
– Le pido disculpas por haberlo hecho, pero tenía que verla.
– ¿Y eso justifica sus amenazas y su chantaje?
Myron no encontró una respuesta rápida a esa pregunta.
– Necesito hablar con usted de su hermano Dennis.
– Eso me dijo por teléfono.
– ¿Dónde está?
Susan Lex miró al hombre de granito. Éste frunció el ceño y volvió a hacer crujir los nudillos.
– ¿Así de directo, señor Bolitar? -dijo Susan Lex-. Llama usted a mi oficina, me amenaza, insiste en que altere mi agenda para recibirle cuando a usted le place… ¿y ahora me viene con exigencias?
– No quisiera parecer brusco -se disculpó Myron-, pero se trata de un asunto de vida o muerte.
Siempre que decía «asunto de vida o muerte» tenía la sensación de que iba a sonar una música melodramática de acompañamiento.
– Eso no es ninguna explicación -dijo ella.
– Su hermano se dio de alta en el registro nacional de donantes de médula -explicó él-. Su médula ósea es compatible con la de una criatura enferma. -Después de la terrorífica conversación de la noche anterior en la que acabó oyendo «dígale adiós al chico», Myron había decidido no volver a especificar el género-. Sin ese trasplante, la criatura morirá.
Susan Lex arqueó una ceja, un gesto que los ricos saben hacer muy bien: arquear una ceja sin alterar ningún otro rasgo facial. Myron se preguntó si lo enseñaban en algún campamento para ricos. Volvió a mirar al señor Granito. Ahora, Granito intentaba sonreír.
– Se equivoca, señor Bolitar -dijo ella.
Myron esperó a que dijera algo más, pero como no lo hizo, preguntó:
– ¿En qué?
– Si dice la verdad, está usted en un error. No le diré nada más.
– Con todos mis respetos -insistió Myron-, eso no me basta.
– Tendrá que bastarle.
– ¿Dónde está su hermano, señora Lex?
– Le ruego que se vaya, señor Bolitar.
– Todavía puedo hablar con la prensa.
Granito cruzó las piernas y empezó otra vez a hacer crujir los nudillos. Myron se volvió a mirarle:
– Sí, pero ¿a que no sabe usted hacer esto?
Se puso a darse golpecitos en la cabeza con una mano y a acariciarse la barriga con movimientos circulares con la otra.
A Granito no le gustó.
– Mire -prosiguió Myron-; no quisiera causarle ningún problema. Entiendo que son gente ocupada, pero necesito encontrar a ese donante.
– No es mi hermano -sostuvo Susan Lex.
– Entonces, ¿dónde está?
– Él no es el donante que busca. Todo lo demás no le importa.
– ¿Le dice algo el nombre Davis Taylor?
Susan Lex volvió a apretar los labios como si se le hubiera colado otro escarabajo. Se dio la vuelta y salió de la sala. Su hija hizo lo mismo. Con la misma precisión de antes, la puerta de detrás de Myron se abrió y aparecieron los dos tipos de chaqueta azul. Más miradas. Entraron en la sala. Granito se levantó finalmente, una maniobra que le llevó cierto tiempo. Desde luego, era grandote. Enorme.
Los hombres se acercaron a Myron.
– ¿Qué dicen los jueces? -dijo Myron, imitando los concursos de televisión-. ¿Puntuación?
El señor Granito se colocó delante de él con los hombros bien rectos y la mirada tranquila.
– Eso de no presentarse -le dijo Myron, tratando de imitar la manera de hablar de un conocido presentador de programas concurso, sin hacerlo muy bien-, me ha parecido que era muy macho. Y también toda esta actitud silenciosa, combinada con la mirada divertida. Lo ha hecho muy bien, de verdad. Muy profesional. Pero, y ahí es donde me ha desorientado, eso de hacer crujir los nudillos…, en fin, Gene, eso ha sido sobreactuar, ¿no cree? Puntuación global: un ocho. Comentario: intente ser más sutil.
El señor Granito dijo:
– ¿Ha terminado?
– Sí.
– Myron Bolitar, nacido en Livingston, Nueva Jersey. Madre, Ellen; padre, Al…
– Sí, les gusta que les llamen El-Al, como las líneas aéreas israelíes -puntualizó Myron.
– Jugador de la liga de baloncesto All-American en la Universidad Duke. Elegido en octava posición en el draft de la NBA por los Boston Celtics. Se reventó la rodilla en el primer partido de pretemporada, lo cual acabó con su carrera. Actualmente es propietario de MB SportsReps, una agencia de representación de deportistas. Salió con Jessica Culver desde que se graduó en la universidad, pero recientemente se separaron. ¿Quiere que continúe?
– Se ha dejado lo de que soy un bailarín muy elegante. Se lo puedo demostrar, si quiere.
Una sonrisita de suficiencia adornó el rostro de Granito.
– ¿Quiere que le dé ahora mi puntuación?
– Lo que usted quiera.
– Bromea demasiado -dijo el señor Granito-. Ya sé que lo hace para demostrar seguridad, pero se esfuerza demasiado. Y puesto que ha mencionado el tema de la sutilidad, su historia de la criatura moribunda que necesita un trasplante de médula ósea ha sido muy emocionante. Sólo le ha faltado un cuarteto de cuerda sonando de fondo.
– ¿No me cree?
– No, no le creo.
– Pues entonces, ¿por qué he venido?
Granito extendió las manos como platos de satélite:
– Eso me gustaría a mí saber.
Los tres hombres formaban un triángulo: Granito delante y los dos de la chaqueta azul detrás. Granito hizo un gesto con la cabeza. Uno de los de la chaqueta sacó un revólver y apuntó a Myron a la cabeza.
La cosa no pintaba bien.
Hay maneras de desarmar a un tipo con una pistola, pero todas tienen el mismo problema intrínseco: pueden no funcionar. Si calculas mal o si el oponente es mejor de lo que imaginabas -algo que no es improbable en un oponente que sabe manejar un revólver-, puedes acabar muerto. Eso es un gran inconveniente. Y en esta situación concreta había dos oponentes más, ambos con buen aspecto y probablemente también armados. La palabra que usaría un experto en lucha para designar un movimiento repentino en una situación así: suicidio.
– A quien sea que se encargó de investigar mi pasado, se le pasó un dato importante.
– ¿Y cuál es?
– Mi relación con Win.
Granito no movió ni una ceja:
– ¿Se refiere a Windsor Horne Lockwood Tercero? Su familia es propietaria de Lock-Horne Security and Investments de Park Avenue. Fue su compañero de habitación en Duke. Desde que usted se mudó del loft de Spring Street que compartía con Jessica Culver, vive en su piso del Dakota. Mantiene con él vínculos estrechos de negocios y personales, hasta se los podría llamar mejores amigos. ¿Habla de esa relación?
– Digamos que sería ésa, sí -ironizó Myron.
– Estoy informado de ella. Y también estoy informado de…
– hizo una pausa para buscar la palabra adecuada- los «talentos» del señor Lockwood.
– Pues entonces sabe que si ese bobo se pone nervioso -Myron señaló con un gesto de la cabeza al de la chaqueta y el revólver-, te mueres.
Granito luchó con su musculatura facial y logró dibujar una sonrisa, aunque no sin esfuerzo. A Myron le vino a la cabeza la canción «Barracuda».
– No carezco de mis propios, digamos, talentos, señor Bolitar.
– Si realmente lo cree -dijo Myron- es que no sabe lo bastante sobre los, digamos, talentos de Win.
– No voy a discutir sobre eso, pero sí quiero puntualizar que él no tiene un ejército como éste a su disposición. Y, ahora, ¿piensa decirme por qué anda preguntando sobre Dennis Lex?
– Ya se lo he explicado.
– ¿Piensa hacer durar mucho más lo de la criatura moribunda?
– Es la verdad.
– ¿Y cómo supo usted el nombre de Dennis Lex?
– Por el centro de médula ósea.
– ¿Se lo dieron allí, tal cual?
Le tocaba a Myron:
– Yo tampoco carezco de mis propios, digamos, talentos. -De alguna manera, sonaba raro cuando lo decía de sí mismo.
– Así, me está diciendo que el centro de médula ósea le dijo que Dennis Lex era el donante; ¿es eso?
– No le estoy diciendo nada -dijo Myron-. Mire, estamos en una calle de dos direcciones. Yo quiero cierta información.
– Se equivoca -dijo Granito-. La calle es de una dirección; yo soy un camión de carga, usted es un huevo en medio del asfalto.
Myron asintió con la cabeza.
– Cortante -dijo-, pero si no piensa darme ninguna información, yo tampoco le diré nada.
El tipo del revólver se le acercó un poco más.
Myron sintió un leve temblor en las piernas, pero no parpadeó. Tal vez sí que se había excedido con los chistes, pero no hay que demostrar nunca el miedo.
– Y no finjamos que piensa dispararme por esto. Ambos sabemos que no lo hará. No es usted tan tonto.
El señor Granito sonrió.
– Tal vez sólo le golpee un poco.
– Usted no quiere tener problemas, ni yo tampoco. No me importan ni esta familia, ni su fortuna, ni nada de eso. Sólo intento salvar la vida de una criatura.
Granito fingió tocar el violín unos instantes, y luego dijo:
– Dennis Lex no es su salvación.
– ¿Y se supone que, simplemente, me lo tengo que creer?
– No es el donante que busca, eso se lo puedo garantizar personalmente.
– ¿Está muerto?
El señor Granito cruzó los brazos por encima de su inmenso pecho:
– Si dice usted la verdad, en el centro de médula ósea le han mentido o bien se han equivocado.
– O bien es usted el que me miente -dijo Myron, y luego añadió-, o el que se equivoca.
– Los guardias le indicarán la salida.
– Todavía puedo hablar con la prensa.
El señor Granito se alejó:
– Los dos sabemos que no lo hará -dijo-. Usted tampoco es tan tonto.
16
Bruce Taylor llevaba la típica ropa de periodista de rotativo, como si hubiera ido a buscar ropa del cesto de las prendas recién lavadas y hubiera sacado lo del fondo de todo. Se sentó a la barra, cogió un puñado de pretzels y se los embutió en la boca como si quisiera tragarse la palma de la mano.
– Odio estas cosas -le dijo a Myron.
– Sí, ya lo veo.
– Estoy en un bar, por Dios. Tengo que comer algo, pero ya no hay nadie que sirva cacahuetes, porque engordan demasiado, o por cualquier tontería. Ahora ponen pretzels. Y ni siquiera pretzels de verdad, sino estas mierdas diminutas. -Levantó uno para enseñárselo a Myron-. De verdad, ¿qué pasa con esto?
– Y con los políticos -dijo Myron-, que se pasan la vida hablando del control de armas.
– Bueno, ¿qué quieres beber? Y aquí no pidas ese batido Yoo-Hoo, que hacemos el ridículo.
– ¿Qué tomarás tú?
– Lo que tomo siempre cuando pagas tú: whisky escocés de doce años.
– Yo sólo quiero una soda con lima.
– Eres un moñas. -Pidió las bebidas-. ¿Qué quieres saber?
– ¿Conoces a Stan Gibbs?
Bruce exclamó:
– ¡Caramba!
– ¿Qué? ¿Caramba, qué?
– Quiero decir que, vaya, normalmente te metes en unos lodazales del copón, Myron, pero… ¿Stan Gibbs? ¿Qué demonios puedes tener que ver con él?
– Probablemente nada.
– Ya.
– Sólo dime lo que sabes de él, ¿vale?
Bruce se encogió de hombros, tomó un sorbo de whisky.
– El muy hijo de puta ambicioso se pasó de la raya. ¿Qué más quieres saber?
– Toda la historia.
– ¿Desde qué momento?
– ¿Qué hizo exactamente?
– Plagió un artículo, el muy cretino. Pero eso no es infrecuente. Aunque, hacerlo con tanta estupidez…
– ¿Fue demasiado estúpido? -preguntó Myron.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que, estamos de acuerdo en que copiar de una novela publicada no sólo es poco ético, sino una idiotez.
– ¿Y?
– Pregunto si es una idiotez demasiado grande.
– ¿Crees que es inocente, Myron?
– ¿Lo crees tú?
Se metió unos cuantos pretzels más en la boca.
– Por Dios, no. Stan Gibbs es tan culpable como el demonio. Y con todo lo estúpido que fue, conozco a muchos que todavía lo son más. ¿Qué hay de Mike Barnicle? El tío roba bromas de un libro de George Carlin. ¡De George Carlin, por el amor de Dios!
– Eso sí que parece bastante estúpido -accedió Myron.
– Y no es el único. Mira, toda profesión tiene sus trapos sucios, ¿no? Cosas que se quieren ocultar debajo de la alfombra. Los polis se cubren el uno al otro cuando alguno se sobrepasa con un sospechoso; los médicos hacen lo mismo cuando uno extirpa la vesícula que no toca, o lo que sea. Los abogados…, bueno, no me hagas hablar de los trapos sucios de los abogados.
– ¿Y el plagio es vuestro trapo sucio?
– No sólo el plagio -dijo Bruce-. La invención al por mayor. Conozco a periodistas que se inventan las fuentes. Sé de tíos que se inventan conversaciones, tíos que se inventan entrevistas enteras. Cuelan noticias sobre madres adictas al crack y cabecillas de bandas de los bajos fondos que jamás han existido. ¿Lees alguna vez esas columnas? ¿No te preguntas nunca cómo es que hay tantos drogadictos, por ejemplo, que suenan tan conmovedores, cuando en realidad ni siquiera serían capaces de mirar los Teletubbies sin que alguien se los explique?
– ¿Y dices que eso ocurre muy a menudo?
– ¿La verdad?
– Preferiblemente.
– Es una epidemia -dijo Bruce-. Hay tíos que son vagos; otros que son demasiado ambiciosos. También hay los que son mentirosos patológicos, ya sabes de qué hablo. Te mienten hasta sobre lo que han desayunado; mentir les resulta algo tan natural…
Les sirvieron más bebidas. Bruce señaló el cuenco vacío de los pretzels. El camarero le llevó uno nuevo.
– Pues, si es tan epidémico -dijo Myron-, ¿por qué pillan a tan pocos?
– De entrada, porque cuesta de detectar. La gente se esconde detrás de fuentes anónimas y luego alegan que el tipo se ha mudado, o cosas así. Y luego, es lo que he dicho antes: es nuestro trapo sucio, y lo mantenemos oculto.
– Pensaba que había algún interés por limpiar la casa.
– Oh, claro, igual que los polis, o los médicos.
– No es lo mismo, Bruce.
– Déjame describirte una situación a modo de ejemplo, Myron, ¿vale? -Bruce se terminó la copa y ahora la señaló para que le pusieran otra-. Pongamos que eres editor del New York Times. Te redactan una noticia. La publicas. Ahora te enteras de que la historia era inventada o plagiada, o, quizás, del todo inexacta, lo que sea. ¿Qué haces?
– Rectificarla -dijo Myron.
– Pero eres el editor. Eres el cretino responsable de su publicación. Eres probablemente el mismo cretino que, de entrada, contrató al redactor. ¿A quién crees que van a echar las culpas los de arriba? ¿Y crees que los de arriba estarán contentos de saber que su periódico ha publicado una noticia falsa? ¿Crees que el Times tiene algún interés en perder negocio frente al Herald o el Post? Y, qué demonios, los otros periódicos ni siquiera quieren enterarse. El público ya no confía en nosotros como institución, ¿no? Si la verdad sale a la luz, ¿quién sale perjudicado? La respuesta es: todos.
– De modo que se despide discretamente al culpable -dijo Myron.
– Puede ser. Pero, de nuevo, piensa que eres el editor del New York Times. Y despides a un columnista, por ejemplo. ¿No crees que alguien de arriba querrá saber por qué?
– Pues entonces, ¿qué? ¿Lo pasas por alto?
– Hacemos lo mismo que hacía la Iglesia con los pedófilos, o sea, intentar controlar el problema sin salir perjudicados. Trasladamos al tío a otro departamento; le pasamos el problema a otro; o, a lo mejor, lo ponemos a trabajar con otro redactor: inventarse tonterías siempre es más difícil si tienes a alguien vigilándote el pescuezo.
Myron tomó un sorbo de su soda con lima. Sosa.
– Bueno, entonces déjame hacerte una pregunta obvia. ¿Cómo descubrieron a Stan Gibbs?
– Fue el más tonto de los tontos. Era una noticia demasiado vistosa como para hacer un plagio tan bestia. Y no sólo eso, sino que Stan metió la cara de los federales en el cagadero público y tiró de la cadena, por así decirlo. Y eso no se hace si no tienes los datos, en especial con los federales. Lo que supongo es que se creyó que estaba a salvo porque la novela de la que copió había sido publicada por una editorial absurda de Oregón con un tiraje ridículo. No creo que sacaran más de quinientos ejemplares, y eso fue hace más de veinte años. Y, además, el autor hacía tiempo que había muerto.
– Pero se descubrió el pastel.
– Exacto.
Myron lo meditó:
– Es raro, ¿no te parece?
– La mayor parte de veces diría que sí, pero no cuando es algo tan notorio. Y una vez se descubrió la verdad, ¡pam!, Stan estuvo acabado. Todos los medios recibieron un comunicado de prensa anónimo sobre el asunto. Los federales convocaron una rueda de prensa. Quiero decir que hubo casi una campaña contra él. Había alguien, probablemente los federales, que clamaba venganza, y la tuvo.
– Así que podría ser que los federales estuvieran tan furiosos que le tendieron una trampa.
– ¿Qué trampa? -replicó Bruce-. La novela existe; los fragmentos que Stan copió existen. Eso no hay quien lo cambie.
Myron meditó esta explicación, buscando la manera de que lo hubieran manipulado, pero no se le ocurrió nada.
– ¿Se defendió alguna vez?
– Nunca comentó nada.
– ¿Por qué no?
– Bueno, es periodista. Sabía lo que tenía que hacer. Mira, las historias como ésa se convierten en la peor forma de incendio, y la mejor manera de apagar el fuego es dejar de alimentar la llama. Por muy grave que sea, si no hay nada nuevo de lo que informar, nada nuevo para alimentar las llamas, el tema se apaga. La gente cae siempre en el error de pensar que puede extinguir el fuego con sus palabras, que es tan lista que sus explicaciones actuarán como el agua, o algo así. Hablar con la prensa es siempre un error. Cualquier cosa, incluso un desmentido magistralmente formulado, alimenta las llamas y las mantiene vivas.
– Pero ¿el silencio no te hace parecer culpable?
– Es culpable, Myron. Hablando no iba a conseguir más que problemas. Y si se quedaba y trataba de defenderse, alguien habría escarbado en su pasado. Básicamente, en sus antiguas columnas. Todas ellas. Dato a dato, cita a cita, todo. Si has plagiado una noticia, has plagiado otras. A su edad, no es algo que se hace por primera vez.
– O sea que crees que intentó minimizar el daño.
Bruce sonrió, tomó otro sorbo.
– Esos estudios en Duke -dijo-, resulta que no han sido una mala inversión. -Cogió unos cuantos pretzels más-. ¿Te importa que pida un bocadillo?
– Por favor.
– Valdrá la pena -dijo Bruce, con una ancha sonrisa repentina-, porque todavía no te he hablado del detalle último que lo convenció de que no hablara.
– ¿De qué se trata?
– Es fuerte, Myron -la sonrisa se borró de su cara-; muy fuerte.
– Vale, pues pide también unas patatas fritas.
– No quiero que esto salga a la luz, ¿lo entiendes?
– Vamos, Bruce, ¿qué es?
Bruce volvió a girarse hacia la barra, cogió una servilleta de papel y la partió por la mitad:
– Ya sabes que los federales llevaron a Stan a juicio para averiguar sus fuentes.
– Sí.
– Los documentos judiciales estaban bajo secreto de sumario, pero hubo un poco de juego sucio. Verás, querían que Stan les proporcionara algún tipo de corroboración. Algo que probara que no se había inventado la historia del todo. Pero él no ofrecía nada. Por un tiempo, alegó que sólo las familias eran capaces de confirmar su argumentación y que no quería desvelar su identidad. Pero el juez lo presionó. Finalmente confesó que había otra persona que podía confirmar su historia.
– ¿Confirmar una historia inventada?
– Eso mismo.
– ¿Quién?
– Su amante -dijo Bruce.
– ¿Estaba casado?
– Supongo que la palabra «amante» lo ha delatado -dijo Bruce-. El caso es que sí, lo estaba. Técnicamente lo sigue estando, aunque ahora están separados. Naturalmente, Stan vacilaba en dar su nombre; amaba a su mujer, tenían dos hijos, la casita con jardín, cosas así, pero, al final, le dio al juez su nombre con la condición de que lo mantuviera en secreto.
– ¿Y la amante confirmó su versión?
– Sí. Esa amante, una tal Melina Garston, dijo que estaba con él cuando se encontró con el psicópata de Sembrar las Semillas.
Myron frunció el ceño:
– ¿De qué me suena ese nombre?
– Porque Melina Garston está muerta. Apareció atada, torturada y no quieras saber cuántas cosas más.
– ¿Cuándo?
– Hace tres meses. Justo antes de que a Stan le estallara toda la mierda en la cara. Y todavía peor, la policía sospecha de Stan.
– ¿Para impedir que contara la verdad?
– ¡Cómo se nota que estudiaste en Duke!
– Pero no tiene lógica. La mataron después de que descubrieran el plagio, ¿no?
– Justo después, sí.
– Así que entonces ya era demasiado tarde. Todos lo consideraban ya culpable; ha perdido su trabajo, ha caído en desgracia. Si ahora sale su amante diciendo «es verdad, mentí», en realidad no cambia nada. ¿Qué habría ganado Stan con matarla?
Bruce se encogió de hombros:
– Tal vez que ella se retractara habría disipado cualquier duda.
– Pero de todos modos, ahí no queda mucha duda.
En aquel instante se les acercó el camarero. Bruce pidió un bocadillo; Myron, nada más.
– ¿Puedes averiguar dónde se esconde Stan Gibbs?
Bruce le hizo un gesto al camarero para que se marchara.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo?
– Éramos amigos.
– ¿Erais o sois?
– Somos, creo.
– ¿Le aprecias?
– Sí -dijo Bruce-, le aprecio.
– Pero sigues pensando que es culpable.
– Del asesinato, probablemente no. Del plagio… -Se encogió de hombros-. Soy un tío cínico, y el mero hecho de que alguien sea amigo mío no significa que no pueda hacer tonterías.
– ¿Me darás su dirección?
– ¿Me dirás por qué la quieres?
Myron sorbió un poco de soda.
– Vale, ahora viene la parte en la que me dices que quieres saber lo que sé. Y entonces yo te digo que no sé nada y que cuando lo sepa, serás el primero en enterarte. Entonces tú te pones un poco protestón y me dices que te lo debo y que eso no te basta, pero al final acabas aceptando el trato. De modo que, ¿por qué no nos saltamos este paso y me das la dirección directamente?
– ¿Y a cambio me sigues invitando al bocata?
– Claro.
– Pues entonces, vale -dijo el periodista-. Qué más da. Bruce no ha hablado con nadie desde que lo dejó, ni siquiera con sus mejores amigos. ¿Qué te hace suponer que hablará contigo?
– ¿Que soy un compañero de cena muy ingenioso y visto con mucha elegancia?
– Ya, eso mismo. -Se volvió hacia Myron y lo miró con dureza-. Bueno, pues ahora viene la parte en la que te digo que si descubres algo, cualquier cosa, que sugiera que a Stan Gibbs le han tendido una trampa, me lo digas porque soy su amigo y porque soy un periodista hambriento de noticias importantes.
– Por no hablar del bocata.
No sonrió.
– ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Hay algo más que quieras decirme ahora?
– Bruce, lo que tengo es menos que nada. Es tan sólo un hilo que necesito descartar.
– ¿Conoces la zona de Cross River, en Englewood?
– Sí, una urbanización de apartamentos de mediados de los años ochenta que parece sacada de Poltergeist.
– Pues está en el 22 de Acre Drive. Acaba de volver al barrio. Vive de alquiler.
17
The Morning Mosh no era el nombre real del establecimiento. El Mosh, situado en un almacén rehabilitado del centro, en el West Side, tenía un rótulo de neón que cambiaba a medida que avanzaba el día. La palabra Mosh estaba siempre encendida, pero por la mañana parpadeaba como Morning Mosh, al mediodía como Mid-Day Mosh (como ahora aparecía) y más tarde como Midnight Mosh. Y era Mosh, no Nosh. [6] Myron había esperado encontrarse con un local de bagels, pero la letra era una M, no una N; el sitio se llamaba Mosh. Como en Mosh Pit, como en los antiguos locales donde tocaban las bandas de heavy metal, pero sin ese sonido atronador capaz de arrancar la pintura de la pared mientras los chicos bailan -usamos el término «bailar» en su forma más generosa- debajo del escenario, echándose los unos contra los otros como si fueran mil bolas de una máquina del millón disparadas al mismo tiempo.
En la puerta de entrada había una advertencia: SÓLO SE ADMITE LA ENTRADA A PERSONAS CON UN MÍNIMO DE 4 PIERCINGS (SIN CONTAR PENDIENTES).
Myron se quedó en la acera y utilizó el móvil. Marcó el número del Mosh y una voz respondió:
– Adelante, colega.
– Con Suzze T, por favor.
– Busco.
¿Busco?
Al cabo de dos minutos sonó la voz de Suzze:
– ¿Sí?
– Soy Myron. Estoy aquí delante.
– Entra. Nadie te va a morder. Bueno, excepto ese tipo que anoche se comió las patas de una rana viva. ¡Jo, tío, fue tan guay!
– Suzze, por favor, sal aquí fuera, ¿eh?
– ¡Vale!
Myron colgó y se sintió viejo. Suzze tardó menos de un minuto. Llevaba unos vaqueros acampanados cuya cintura desafiaba la fuerza de la gravedad y que se aguantaban justo al sur de sus caderas. Llevaba también un top de color rosa demasiado pequeño que dejaba a la vista no sólo un estómago muy plano, sino también la insinuación por debajo de aquello que interesaba especialmente a los refinados chicos de Rack Enterprises. Suzze sólo llevaba un tatuaje (una raqueta de tenis con la empuñadura en forma de cabeza de serpiente) y no llevaba piercings.
Myron señaló el cartel:
– No cumples los requisitos mínimos de piercing.
– Sí, Myron, sí los cumplo.
Silencio. Luego Myron dijo:
– Ah.
Empezaron a andar calle abajo. Otro vecindario extraño de Manhattan, un lugar de esos en que los jóvenes y los sin techo deambulan juntos. Había bares y clubes nocturnos alternados con guarderías; la ciudad moderna. Myron pasó por delante de un local con un cartel que rezaba: Te tatuamos mientras esperas. Volvió a leerlo y frunció el ceño. ¿Cómo, si no, iban a tatuarte?
– Hemos recibido una extraña oferta de publicidad -dijo Myron-. ¿Conoces los Rack Bars?
Suzze dijo:
– Son como topless de lujo, ¿no?
– Sí, bueno, igualmente son topless.
– ¿Qué les pasa?
– Van a abrir una cadena de cafés topless.
Suzze asintió con la cabeza:
– Qué guay -exclamó-. Quiero decir que, coger la popularidad de Starbucks y combinarla con Scores y Goldfingers, no sé, me parece genial.
– Ya, bueno. El caso es que quieren hacer como una gran inauguración e intentan hacer un poco de ruido y atraer la atención de los medios y todo eso. Así que quieren que hagas una, digamos, aparición estelar.
– ¿En topless?
– Como te he dicho por teléfono, tenía una oferta que quería que rechazaras.
– ¿Topless total?
Myron asintió:
– Insisten en que tienen que verse los pezones.
– ¿Cuánto están dispuestos a pagar?
– Doscientos mil dólares.
Ella se detuvo:
– ¿Te estás quedando conmigo?
– Para nada.
Emitió un silbido:
– ¡Eso es mucha pasta!
– Sí, pero sigo pensando que…
– ¿Y ha sido, digamos…, su oferta inicial?
– Sí.
– ¿Crees que les puedes sacar más?
– No, eso ya sería asunto tuyo.
Volvió a detenerse y lo miró. Myron se encogió de hombros, a modo de disculpa.
– Diles que sí.
– Pero, Suzze…
– ¿Doscientos de los grandes por enseñar un poco de teta? Dios mío, si anoche creo que lo hice ahí dentro totalmente gratis.
– No es lo mismo.
– ¿Viste lo que llevaba en Sports Illustrated? Prácticamente era igual que ir desnuda.
– Eso tampoco es lo mismo.
– Hablamos de Rack, Myron, no de un lugar cutre como Buddy's. Es topless de lujo.
– Mira, decir «topless de lujo» es lo mismo que decir «un buen tupé» -dijo Myron.
– ¿Qué quieres decir?
– Puede que sea bueno, pero sigue siendo un tupé.
Ella inclinó la cabeza:
– Myron, tengo veinticuatro años.
– Eso ya lo sé.
– Para un tenista, eso equivale a 107 años. Soy la 31 del ranking mundial. En los últimos dos años no he ganado nunca doscientos de los grandes con los torneos. Es un gran golpe. Y, tío, no sabes cómo cambiará mi imagen.
– Eso es exactamente lo que quería decir.
– No, escúchame bien, el tenis busca llamar la atención. Eso generará controversia; conseguiré llamar mucho la atención. De pronto, me convertiré en un nombre importante. Admítelo, mi caché se multiplicará por cuatro.
El caché es el dinero que se les paga a los famosos para hacer acto de presencia, para bien o para mal. La mayoría de deportistas famosos ganan mucho más asistiendo a celebraciones que participando en campeonatos. Es donde se encuentra la mayor cantidad de dinero potencial, en especial para un tenista que está el 31 en el ranking.
– Es probable -dijo Myron.
Suzze se detuvo y se cogió de su brazo:
– Me encanta jugar a tenis.
– Eso ya lo sé -dijo él, con voz suave.
– Hacer esto ampliará mi carrera, y eso significa mucho para mí, ¿lo entiendes?
Dios, parecía tan joven.
– Puede que todo lo que digas sea cierto -dijo Myron-, pero, al final del día, lo que queda es que estás apareciendo vinculada a un bar de topless. Y una vez lo has hecho no hay marcha atrás. Siempre serás recordada como la tenista que enseñó las tetas.
– Hay cosas peores.
– Sí, pero yo no me hice agente para meterme en el negocio del striptease. Haré lo que tú quieras; eres mi cliente y quiero lo mejor para ti.
– Pero no crees que eso sea lo mejor para mí.
– Me cuesta aconsejarle a una mujer joven que aparezca en topless.
– ¿Aunque tenga su lógica?
– Aunque tenga su lógica.
Ella le sonrió:
– ¿Sabes, Myron? Cuando te muestras puritano estás monísimo.
– Sí, adorable.
– Diles que sí.
– Piénsatelo unos días, ¿vale?
– No hay nada que pensar, Myron. Haz lo que sabes hacer mejor.
– ¿Y qué es?
– Marcar el número. Y decir que sí.
18
Cross River era uno de esos complejos urbanísticos que parecen un decorado de película, como si los edificios enteros pudieran caer al suelo al apoyarte en cualquiera de sus paredes. La urbanización era una extensión apretujada de edificaciones exactamente iguales. Caminar entre ellas era una experiencia sacada de Alicia en el país de las maravillas, con un sinfín de avenidas simétricas hasta el mareo. Con unas copas de más, seguro que metías la llave en el cerrojo equivocado.
Myron aparcó cerca de la piscina del complejo. Era un lugar agradable, pero demasiado cerca de la Route 80, la arteria principal que va de…, bueno, desde el mismo Nueva Jersey hasta California. El zumbido del tráfico se oía por encima de la verja. Myron localizó la puerta del 24 de Acre Drive y luego intentó deducir qué ventanas pertenecían al apartamento. Si estaba en lo cierto, las luces estaban encendidas. Y también el televisor. Llamó a la puerta. Vio una cara que se asomaba por la ventana que había junto a la puerta, pero la cara no dijo nada.
– ¿Señor Gibbs?
A través del cristal, la cara preguntó:
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Myron Bolitar.
Pausa breve.
– ¿El jugador de baloncesto?
– Lo había sido, sí.
La cara volvió a mirar por la ventana unos cuantos segundos más y luego abrió la puerta. El tufo de demasiados cigarrillos se coló por la obertura y acabó alojándose felizmente en las narices de Myron. Lógicamente, Stan Gibbs llevaba un cigarrillo en la boca. Tenía una barba gris de varios días, demasiado descuidada hasta para Corrupción en Miami. Llevaba una sudadera amarilla con un Bart Simpson estampado, pantalones de chándal verde oscuro, calcetines, zapatillas de deporte y una gorra de béisbol de los Colorado Rockies: el atuendo típico tanto de los aficionados al atletismo como de los que siguen los deportes por la tele echados en el sofá. Myron sospechó que más bien se trataba de lo segundo.
– ¿Cómo me ha encontrado? -le preguntó Stan Gibbs.
– No ha sido difícil.
– Eso no es una respuesta.
Myron se encogió de hombros.
– No importa -dijo Stan-. No tengo nada que comentar.
– No soy periodista.
– Pues, ¿qué es?
– Representante deportivo.
Stan dio una calada al cigarrillo, sin sacárselo de la boca.
– Siento decepcionarle, pero desde el instituto no he vuelto a jugar nunca más al fútbol de competición.
– ¿Puedo pasar?
– No lo creo. ¿Qué quiere?
– Necesito encontrar al secuestrador sobre el que usted escribió en su artículo -le explicó Myron.
Stan sonrió con unos dientes sorprendentemente blancos, teniendo en cuenta cómo fumaba. Tenía la tez manchada y pálida por el invierno, el pelo lacio y escaso, pero sus ojos eran brillantes, muy brillantes, de esos que parecen un par de faros que brillan desde dentro.
– ¿No lee usted la prensa? Me lo inventé todo.
– ¿Se lo inventó o lo copió de un libro?
– Corrección admitida.
– O tal vez contaba la verdad. De hecho, puede ser que anoche me llamara por teléfono el protagonista de sus artículos.
Stan movió la cabeza, mientras la ceniza creciente de su cigarrillo se aferraba a él como un niño a una atracción de feria.
– No es algo que me apetezca rememorar.
– ¿Plagió usted la historia?
– Ya le he dicho que no tengo nada que comentar…
– Esto no es para consumo público. Si lo hizo, si la historia fue una farsa, dígamelo ahora y me marcharé. No tengo tiempo para perder en pistas falsas.
– No es nada personal -dijo Stan-, pero lo que dice no tiene demasiada lógica.
– ¿Le dice algo el nombre de Davis Taylor?
– Sin comentarios.
– ¿Y Dennis Lex?
Eso lo dejó fuera de juego. El cigarrillo colgante empezó a caérsele de los labios, pero él lo atrapó con la mano derecha. Lo dejó caer en el descansillo y lo observó quemar unos instantes.
– Quizá será mejor que entre.
El apartamento era un dúplex centrado en ese detalle de la construcción americana moderna, el techo de catedral. Por los grandes ventanales entraba mucha luz, que se derramaba por un decorado salido directamente de un suplemento de interiorismo de revista dominical. Una de las paredes estaba ocupada por un mueble de madera clara con el sistema de sonido y televisión, con una mesita a juego no muy lejos. Había también un sofá a rayas azules y blancas -Myron apostaba su dinero del almuerzo a que se trataba del modelo Serta Sleeper- con su butaca a juego. La moqueta era del mismo tono neutro que la del exterior, una especie de crudo inofensivo, y el lugar estaba limpio, aunque con cierto desorden, tipo piso de divorciado, con pilas de revistas y periódicos aquí y allá, nada realmente colocado en un lugar específico.
Le pidió a Myron que se sentara en el sofá.
– ¿Le apetece beber algo?
– Claro, cualquier cosa -dijo él. En la mesita había una foto enmarcada, de un hombre que tenía los brazos alrededor de dos niños. Los tres tenían una sonrisa exagerada, como si hubieran quedado en segundo lugar y no quisieran parecer decepcionados. Estaban en algún tipo de jardín. Detrás de ellos había una estatua de mármol de una mujer con un arco y unas flechas. Myron cogió el marco y estudió la foto:
– ¿Es usted?
Gibbs levantó la cabeza mientras metía un puñado de cubitos de hielo en un vaso.
– El de la derecha -dijo-. Con mi padre y mi hermano.
– ¿De quién es la estatua?
– Diana, la cazadora. ¿La conoce?
– ¿No fue la que luego se convirtió en Wonder Woman?
Stan se rió.
– ¿Le va bien un Sprite?
Myron dejó la foto sobre la mesa.
– Perfecto.
Stan Gibbs sirvió el refresco y se lo acercó a Myron.
– ¿Qué sabe de Dennis Lex?
– Sólo que existe -dijo Myron.
– ¿Y por qué me lo ha mencionado?
Myron se encogió de hombros:
– ¿Y por qué ha reaccionado tanto al oírlo?
Gibbs cogió otro cigarrillo y lo encendió:
– Es usted quien ha venido a verme.
– Es cierto.
– ¿Por qué?
No tenía secretos.
– Busco a un hombre llamado Davis Taylor. Es donante de médula ósea y ha resultado ser compatible con una criatura enferma, pero luego ha desaparecido. Le seguí el rastro hasta una dirección de Connecticut, pero no está allí. De modo que investigué un poco más y descubrí que Davis Taylor es alguien que se cambió el nombre: su nombre real es Dennis Lex.
– Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto conmigo.
– Puede que le parezca un poco surrealista -dijo Myron-, pero dejé un mensaje de voz en el contestador de Davis Taylor, antes Dennis Lex. Cuando me devolvió la llamada, lo que dijo casi no tenía ningún sentido, pero todo el rato me decía «siembra las semillas».
Stan Gibbs sufrió una breve agitación, pero se le pasó rápido.
– ¿Qué más le dijo?
– Básicamente eso. Que debía sembrar las semillas. Que debía despedirme del chico, cosas así.
– Probablemente no sea nada importante -dijo Gibbs-. Es probable que, sencillamente, hubiera leído mi artículo y decidiera divertirse un rato a costa de usted.
– Es probable -repitió Myron-. Excepto que eso no explica la manera en que usted ha reaccionado al oír el nombre de Dennis Lex.
Stan se encogió de hombros, pero sin revelar demasiado.
– Es de una familia famosa.
– Pero ¿si hubiera dicho Ivana Trump, habría usted reaccionado de la misma manera?
Gibbs se levantó:
– Necesito un poco de tiempo para pensar en todo esto.
– Piense en voz alta -le pidió Myron.
Stan se limitó a mover la cabeza.
– ¿Se inventó usted la historia, Stan?
– En otro momento.
– No me sirve -dijo Myron-. Me debe algo; ¿plagió usted la historia?
– ¿Cómo espera que le responda?
– ¿Stan?
– ¿Qué?
– No me importa su situación. No he venido a juzgarle ni a delatarle. Me importa una mierda si se inventó usted la historia o no. Lo único que me preocupa es encontrar a ese donante de médula ósea, punto. Se acabó. Nada más.
A Stan se le empezaron a humedecer los ojos. Dio otra calada al cigarrillo.
– No -dijo-. No plagié nada. No había visto ese libro jamás.
Era como si el espacio hubiera estado conteniendo la respiración y, ahora, por fin, soltara el aire.
– ¿Cómo explica entonces las semejanzas entre su artículo y esa novela?
Abrió la boca, se detuvo, movió la cabeza.
– El silencio le hace parecer culpable.
– A usted no tengo por qué explicarle nada.
– Sí tiene que hacerlo. Estoy intentando salvar la vida de un menor. No es usted tan egocéntrico, Stan, ¿no?
Stan volvió a meterse en la cocina. Myron se levantó y lo siguió.
– Hable conmigo -insistió Myron-. Tal vez yo pueda ayudarle.
– No -dijo-, no puede.
– ¿Cómo explica las semejanzas, Stan? Sólo le pregunto esto, ¿vale? Lo debe de haber pensado.
– No necesito pensarlo.
– ¿Qué quiere decir?
Abrió la nevera y cogió otra lata de Sprite.
– ¿Cree que todos los psicópatas son originales?
– No le sigo.
– Usted recibió la llamada de un tío que le dijo que sembrara las semillas.
– Cierto.
– Hay dos posibilidades que explicarían por qué lo hizo -dijo Stan-. Una, que fuera el mismo asesino sobre el que escribí. ¿Y dos? -Stan miró a Myron.
– Que estuviera repitiendo lo que leyó en el artículo -dijo Myron.
Stan chascó los dedos y señaló a Myron.
– O sea, que lo que usted dice es que el secuestrador al que entrevistó había leído esa novela y que eso, ¿qué? ¿Le influyó de alguna manera? ¿Lo copió?
Stan tomó un sorbo directamente de la lata.
– Es una teoría -dijo.
Y rematadamente buena, pensó Myron.
– Entonces, ¿por qué no se lo dijo a la prensa? ¿Por qué no se defendió?
– ¡Y a usted qué le importa!
– Hay gente que dice que es porque le da miedo que entonces analicen con detalle todos sus trabajos, que puedan encontrar otras invenciones.
– Y hay gente que es idiota -concluyó.
– Entonces, ¿por qué no luchó?
– Me he pasado toda la vida trabajando de periodista -dijo Stan-. ¿Sabe lo que significa para un periodista que lo tachen de haber plagiado? Es como llamar pederasta a alguien que trabaja en una guardería. Estoy acabado. No hay palabras que puedan cambiar lo que ha ocurrido. Con este escándalo he perdido todo lo que tenía: la mujer, los hijos, el trabajo, el prestigio…
– ¿Y la amante?
De pronto cerró los ojos con fuerza, como un niño que trata de alejar al coco.
– La policía cree que mató a Melina -dijo Myron.
– Lo sé perfectamente.
– Dígame qué está pasando, Stan.
Abrió los ojos y movió la cabeza:
– Tengo que hacer unas cuantas llamadas, comprobar algunas pistas.
– No puede dejarme colgado.
– Tengo que hacerlo -dijo.
– Déjeme ayudarle.
– No necesito su ayuda.
– Pero yo sí la suya.
– No es un buen momento -dijo Stan-. Tiene que creerme.
– La confianza no se me da muy bien -dijo Myron.
Stan sonrió:
– A mí tampoco -dijo-. A mí tampoco.
19
Myron sacó el coche de donde lo tenía aparcado. Y lo mismo hicieron, advirtió, un par de hombres con un Oldsmobile Ciera de color negro. Hum.
Sonó el móvil.
– ¿Sabes algo? -Era Emily.
– De hecho, no.
– ¿Dónde estás?
– En Englewood.
– ¿Tienes algún plan para la cena? -preguntó Emily.
Myron vaciló:
– No.
– ¿Sabes que soy buena cocinera? Tú y yo fuimos pareja en la universidad, así que no tuve demasiado tiempo para demostrarte mis habilidades culinarias.
– Recuerdo una vez que cocinaste para mí -dijo Myron.
– ¿Sí?
– Con mi wok.
Emily se rió:
– Es cierto, en tu habitación tenías un wok eléctrico, ¿verdad?
– Eso.
– Casi se me había olvidado -dijo Emily-. ¿Por qué lo tenías?
– Para impresionar a las chatis.
– ¿De veras?
– Claro. Pensé que invitaría a una tía a mi habitación, cortaría unas cuantas verduras, les echaría un poco de salsa de soja…
– ¿A las verduras? -preguntó ella.
– Para empezar.
– ¿Y cómo es que nunca utilizaste ese truco conmigo?
– No me hizo falta.
– ¿Me estás llamando facilona, Myron?
– No sé cómo responder a eso -bromeó Myron- y mantener los testículos en su lugar.
– Ven a cenar -dijo Emily-. Cocinaré algo. Sin salsa de soja.
Volvió a vacilar.
– Venga, no me hagas volver a pedírtelo -insistió Emily.
Él tenía muchas ganas de decir que no.
– Está bien.
– Tienes que coger la carretera 4 y…
– Ya sé el camino, Emily.
Colgó el teléfono y miró por el retrovisor. El Oldsmobile negro todavía lo seguía. Era mejor protegerse que lamentarse. Myron marcó un número preprogramado de su móvil. Después de un tono, Win descolgó:
– Articula -dijo Win.
– Creo que me siguen.
– ¿Matrícula?
Myron se la leyó.
– ¿Dónde nos coordinamos?
– Centro comercial Garden State Plaza -dijo Myron.
– Ahí voy, damisela.
Myron permaneció en la carretera 4 hasta que vio la salida del Garden State Plaza. Se metió por un bucle en forma de trébol un poco complicado y se desvió hacia el aparcamiento del centro comercial. El Oldsmobile negro lo siguió a una distancia prudente. Maniobra de distracción. Myron dio unas cuantas vueltas antes de encontrar un sitio disponible. El Oldsmobile guardó la distancia. Apagó el motor y se dirigió hasta la «Entrada Noreste».
El Garden State Plaza contaba con todos los elementos artificiales endémicos de los centros comerciales -los oídos que se tapan al entrar, el aire seco, la acústica hueca como si todo el sonido circulara por un distorsionador de alto volumen-, el equivalente auditivo a la puerta de una ducha, con las voces que, de alguna manera, se vuelven a la vez más altas e incomprensibles. Demasiado, con los techos tan altos y el mármol falso, con nada suave para amortiguar el sonido.
Paseó por la sección de nuevos ricos del recinto, pasó por delante de varias zapaterías inhóspitas, de esas que tienen tres pares de zapatos colocados en las puntas de lo que parecen unos cuernos de ciervo. Llegó a una tienda llamada Aveda, en la que vendían cosméticos y lociones a precios exorbitantes. La vendedora de Aveda, una joven con cara de hambrienta embutida en un vestido negro ajustadísimo, le informó que tenían una oferta en hidratantes para el rostro. Myron se reprimió de gritar ¡Yupiiii! y siguió su camino. La siguiente tienda era Victoria's Secret, y Myron hizo esa mirada disimulada tan masculina al escaparate en el que se exponía la lencería. La mayoría de los machos heterosexuales más sofisticados de nuestros tiempos están bien entrenados en dicho arte y conceden a las supermodelos en ropa subida de tono una mirada desenfadada, fingiendo desinterés por las imágenes recauchutadas de Stéphanie y de Fréderique enfundadas en sujetadores modelo Miracle. Myron, por supuesto, hizo lo mismo, y luego pensó, ¿por qué fingir? Se detuvo, puso la espalda bien recta, las observó con pasión. Sinceramente. ¿No debería una mujer respetar también esta actitud en un hombre?
Miró el reloj. Todavía no. Más maniobras de distracción. El plan, tal como estaba trazado, era bastante sencillo. Win se acerca en coche hasta el Carden State Plaza. Cuando llega, llama a Myron por el móvil. Él vuelve a su coche. Win busca el Oldsmobile negro y sigue al perseguidor. Superastuto, ¿no?
Myron llegó al Sharper Image, uno de los pocos establecimientos del mundo en el que puedes decir las palabras shiatsu e iónico y nadie se ríe. Probó una butaca de masaje (configuración: amasar) y consideró la compra de una estatua de un soldado de La Guerra de las Galaxias de tamaño natural de 5.500 dólares, rebajada a sólo 3.499. ¡Hablando de redefinir el término nuevo rico! He aquí un consejo: si te has comprado una estatua de tamaño natural de un soldado de La Guerra de las Galaxias, coge la tarjeta de crédito más platino que tengas, métela en el cajero más cercano y cómprate una vida nueva.
Le sonó el móvil. Myron contestó:
– Son federales -dijo Win.
– Puaj.
– Sí.
– Entonces no vale la pena seguirlos.
– No.
Myron advirtió a dos hombres con traje y gafas de sol que se acercaban por detrás de él. Estudiaban los champús de fragancia frutal del escaparate de Garden Botánica un poco demasiado de cerca. Dos hombres con traje y gafas de sol; oh, como si eso fuera normal.
– Creo que también me siguen por aquí dentro.
– Si te detienen y llevas lencería encima -bromeó Win-, diles que es para tu esposa.
– ¿Eso es lo que haces tú?
– No cuelgues el teléfono -dijo Win.
Myron obedeció. Era uno de sus viejos trucos: Myron mantenía la línea abierta y así Win podía escuchar lo que ocurría. Bien, de acuerdo, y ahora, ¿qué? Siguió paseando. Más adelante había otros dos tipos trajeados mirando escaparates. Al acercarse Myron, se volvieron y lo miraron fijamente. Menuda manera de disimular. Miró hacia atrás. Los dos federales del principio estaban justo allí.
Los dos de delante le cortaron el paso. Los otros dos se colocaron justo detrás de él, acorralándolo.
Myron se detuvo, miró a los cuatro federales:
– ¿Habéis visto la oferta de hidratantes faciales de Aveda?
– ¿Señor Bolitar?
– Sí.
Uno de ellos, un tipo bajo con un corte de pelo estricto, le mostró una placa:
– Soy el Agente Especial Fleisher, del FBI. Nos gustaría hablar con usted.
– ¿Sobre qué?
– ¿Le importaría acompañarnos?
Tenían las expresiones pétreas de los asuntos rutinarios: Myron no les sacaría nada. Probablemente ni siquiera ellos sabían nada. Probablemente sólo fueran mensajeros. Se encogió de hombros y los siguió. Dos de ellos se metieron en un Oldsmobile Ciera blanco, los otros dos se quedaron con Myron. Uno de ellos abrió la puerta de detrás del Ciera negro y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. Obedeció. El interior estaba muy limpio. Butacas agradables, suaves. Myron pasó la mano por la superficie:
– ¿Piel de Corinto? -preguntó.
El agente especial Fleisher se volvió:
– No, señor, eso es en el Ford Granada.
Touché.
Nadie hablaba. La radio no sonaba. Myron se puso cómodo. Se planteó llamar a Emily y aplazar su cena sin salsa de soja, pero no quería que los federales lo oyeran. Se sentó tranquilo y mantuvo la boca cerrada. Era algo que no hacía a menudo y lo encontró un poco raro, pero, en cierta manera, agradable.
Al cabo de treinta minutos estaba en el sótano de un modesto rascacielos de Newark. Estaba sentado a una mesa con las manos encima, y estaba algo pegajosa. La habitación tenía una ventana con barrotes y las paredes eran de cemento, del color y la textura de la avena deshidratada. Los federales se excusaron y dejaron a Myron solo. Él suspiró y se echó hacia atrás. Se estaba imaginando que se trataba de la típica maniobra «hazlo esperar para que se ablande» cuando, de pronto, se abrió la puerta.
La mujer iba delante. Llevaba una chaqueta de color calabaza, vaqueros, zapatillas deportivas y unos pendientes de cadenita y bola. La palabra que le vino a la mente fue «tosca». Todo en ella era tosco, incluso el pelo, de una especie de rubio como de maíz de lata. El tipo que la seguía era flaco, tipo torpe, y con la cabeza puntiaguda y una pequeña mata de pelo negro engominado. Parecía un lápiz. Habló él primero.
– Buenas tardes, señor Bolitar -dijo el señor Lápiz.
– Buenas tardes.
– Soy el agente especial Rick Peck -dijo-, y ésta es la agente especial Kimberly Green.
La señora Green de chaqueta calabaza hizo un paso de leona enjaulada. Myron la saludó con un gesto de la cabeza. Ella le respondió pero de mala gana, como si su maestra la acabara de obligar a disculparse por algo que no había hecho.
El señor Lápiz-Peck prosiguió:
– Señor Bolitar, nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
– ¿Sobre qué?
Peck mantenía la mirada en sus notas y hablaba como si estuviera leyendo.
– Hoy ha visitado a un Stan Gibbs en el número 24 de Acre Drive, ¿es correcto?
– ¿Y cómo sabe que no he visitado a dos Stan Gibbs?
Peck y Green se miraron, luego Peck dijo:
– Por favor, señor Bolitar, agradeceríamos su colaboración. ¿Ha visitado usted al señor Gibbs?
– Ya sabe que lo he hecho -dijo Myron.
– De acuerdo, gracias. -Peck escribió algo lentamente, luego levantó la vista-. Nos gustaría mucho saber cuál ha sido la naturaleza de su visita.
– ¿Por qué?
– Es usted el primer visitante que ha recibido el señor Gibbs desde que se mudó a su actual domicilio.
– No, quiero decir, ¿por qué lo quieren saber?
Green cruzó los brazos. Ella y Peck se volvieron a mirar. Peck le explicó:
– El señor Gibbs forma parte de una investigación aún en curso.
Myron esperó. Nadie dijo nada.
– Bueno, eso lo explica bastante.
– Es lo único que puedo decirle, de momento.
– Yo también.
– ¿Disculpe?
– Si usted no puede decir nada más, yo tampoco.
Kimberly Green puso las manos sobre la mesa, hizo una mueca enseñando los dientes -¿dentadura tosca?- y se inclinó como si estuviera dispuesta a clavarle un mordisco. El pelo de color maíz de lata le olía a champú Pert Plus. Lo miró abriendo mucho los ojos (tal vez había recibido un memorándum sobre miradas intimidatorias) y luego habló por primera vez:
– Así es como lo haremos, gilipollas. Nosotros te hacemos preguntas, tú las escuchas y luego respondes, ¿ha quedado claro?
Myron asintió con la cabeza.
– Quiero asegurarme de que lo he entendido bien -le dijo a la mujer-. Usted hace de poli malo, ¿no?
Peck recogió la pelota:
– Señor Bolitar, aquí no hay nadie interesado en crear problemas, pero agradeceríamos mucho su colaboración en este asunto.
– ¿Estoy detenido? -preguntó Myron.
– No.
– Pues entonces, adiós.
Hizo ademán de levantarse, pero Kimberly Green le dio un empujón a media altura y Myron volvió a caer sobre la silla.
– Siéntate, gilipollas. -Miró a Peck-. Tal vez forme parte de la trama.
– ¿Eso crees?
– ¿Por qué, si no, es tan reticente a responder a las preguntas?
Peck asintió.
– Tiene lógica. Un cómplice.
– Probablemente lo podríamos arrestar ahora mismo -dijo Green-. Encerrarlo por una noche, tal vez filtrarlo a la prensa.
Myron la miró:
– Glups -dijo-. Ahora. Sí. Tengo. Mucho. Miedo. Glups.
La mujer entornó los ojos:
– ¿Qué has dicho?
– No me lo digas -añadió Myron-. A lo mejor soy culpable de complicidad e incitación. Es una de mis acusaciones favoritas. ¿Hay alguien que realmente haya sido acusado de eso?
– ¿Te crees que esto es un juego?
– Así es. Y, por cierto, ¿por qué sois todos agentes «especiales»? ¿No suena como si alguien se lo hubiera inventado? Como un juego de niños de esos que sirven para subir el ego. «Lo vamos a promocionar, de agente a agente especial, Barney.» Y luego, ¿qué? ¿Agente superespecial?
Green le advirtió, mientras lo agarraba de las solapas e inclinaba el respaldo de la silla:
– No haces ninguna gracia.
Myron miró las manos de ella, agarrándolo:
– ¿Eres real?
– ¿Quieres ponerme a prueba? -respondió.
Peck dijo:
– Kim.
Ella lo ignoró y siguió con su mirada fijada en Myron:
– Este asunto es muy serio -dijo.
Su tono quiso ser de furia pero salió más bien como una súplica asustada. Otros dos agentes entraron en la sala. Sumados a los cuatro mensajeros, ya eran ocho. El tema era importante; ¿de qué se trataba? Myron no tenía ni idea. Tal vez del asesinato de Melina Garston, pero lo dudaba. Normalmente los asesinatos los lleva la policía local, no la federal.
Los nuevos se acercaron a Myron de maneras distintas, pero había sólo ciertas formas de acercamiento y Myron las conocía todas. Amenazas, amabilidad, peloteo, insultos, tensión creciente, dureza, suavidad, cualquier modalidad. No le permitieron ir al baño, lo retuvieron con excusas, y durante todo ese tiempo ellos trataron de sacarle información y él trató de sacársela a ellos, pero nadie soltó nada. Empezaron a sudar, especialmente ellos, con las manchas y el hedor llenando el aire, haciéndose metástasis en forma de algo que Myron podía jurar que era miedo genuino.
Kimberly Green entraba y salía y no dejaba de mover la cabeza hacia él. Myron quería cooperar, pero he aquí el tópico permanente: una vez que el genio ha salido de la lámpara ya no lo puedes volver a meter. No sabía lo que estaban investigando. No sabía si hablar beneficiaba o perjudicaba a Jeremy. Pero, una vez hubiera hablado, una vez sus palabras fueran de dominio público, ya no podría recuperarlas. Cualquier equilibrio que luego pudiera aplicar habría desaparecido. De modo que, de momento, por mucho que quisiera ayudar, no lo haría. No hasta que supiera más cosas. Tenía los contactos. Podría averiguarlas relativamente rápido y tomar una decisión informada.
A veces, negociar implica cerrarse en banda.
Cuando las cosas se calmaron, Myron se levantó para marcharse. Kimberly Green le cortó el paso:
– Te voy a amargar la vida -le dijo.
– ¿Ésta es tu manera de pedirme que salga contigo?
Ella se reclinó hacia atrás como si le hubiera dado una bofetada. Cuando se recuperó, movió la cabeza lentamente:
– No te enteras de nada, ¿no?
Cerrarse en banda, se recordó él. Myron pasó por delante de ella y salió de allí.
20
Llamó a Emily desde el coche.
– Pensaba que me habías dado plantón -le dijo ella.
Myron miró por el retrovisor y advirtió lo que podía ser otro coche de los federales siguiéndolo. Daba igual.
– Disculpa -dijo-, me ha surgido algo.
– ¿Relacionado con el donante?
– No lo creo.
– ¿Sigues en Jersey?
– Sí.
– Pues ven a casa. Calentaré la cena.
Él quiso decir que no.
– Está bien.
Franklin Lakes respondía a la perfección a la definición de espacioso. Todo era muy amplio. Las casas eran principalmente de construcción nueva, grandes mansiones de ladrillo en eternas calles sin salida, puertecitas a la entrada de los senderos de acceso que se abrían con mandos a distancia o con un portero automático, como si eso fuera a proteger realmente a los propietarios de lo que había más allá de los frondosos jardines y los setos perfectamente recortados. Los interiores también eran extensos, comedores inmensos en los que hasta podía aterrizar un helicóptero, persianas que se activaban con mando a distancia, cocinas equipadas con la última tecnología y con centros de elaboración de mármol que daban a estancias familiares grandes como una sala de cine, siempre con complicados módulos de ocio familiar.
Myron llamó al timbre, se abrió la puerta y, por primera vez en su vida, se encontró cara a cara con su hijo.
Jeremy le sonrió:
– Hola.
Varias olas de emoción totalmente incontroladas salpicaron de manera caprichosa a Myron, que sintió cómo su sistema nervioso central se derretía y al mismo tiempo se aceleraba. Se le contrajo el diafragma y se le detuvieron los pulmones. Y también, estaba seguro, se le paró el corazón. Abría y cerraba la boca débilmente, como un pez moribundo en la cubierta de una barca. Sintió que le subían las lágrimas y le presionaban los ojos.
– Usted es Myron Bolitar, ¿no? -dijo Jeremy.
Los oídos de Myron se llenaron del rumor de una caracola de mar. Consiguió asentir con la cabeza.
– Jugaba a baloncesto contra mi padre -dijo el chico, todavía con aquella sonrisa que le partía el corazón por los costados-. En la universidad, ¿verdad?
Myron encontró su voz:
– Sí.
El chico asintió con la cabeza:
– Qué guay.
– Sí.
Sonó un claxon. Jeremy se inclinó un poco a la derecha y miró detrás de Myron:
– Me vienen a buscar. Hasta luego.
Jeremy salió, dejando atrás a Myron, mientras éste se volvía, entumecido, a mirar cómo el chico correteaba por el sendero hasta la calle. Tal vez fuera su imaginación, pero aquel balanceo le parecía…, Dios mío…, tan familiar. De las viejas filmaciones de los partidos de Myron. Más olas de emoción. Oh, Dios…
Myron sintió una mano en el hombro, pero la ignoró y siguió contemplando al chico. La puerta del coche se abrió y absorbió a Jeremy hacia la oscuridad. La ventanilla del conductor bajó lentamente y una mujer guapa gritó:
– ¡Siento llegar tarde, Em!
Desde detrás de él, Emily respondió:
– ¡No pasa nada!
– Los llevaré al cole mañana.
– Perfecto.
Un saludo con la mano y la ventanilla de la mujer guapa volvió a cerrarse. El coche se puso en marcha. Myron lo observó desaparecer calle abajo. Sintió la mirada de Emily y se volvió lentamente hacia ella.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Pensaba que ya se habría ido cuando llegaras -dijo Emily.
– ¿Parezco realmente tan tonto?
Ella dio media vuelta hacia el interior de la casa:
– Quiero enseñarte una cosa.
Mientras trataba de recuperar el control de las piernas, con la cabeza todavía temblorosa y el árbitro interno haciendo la cuenta de protección, Myron la siguió en silencio escaleras arriba. Lo llevó por un pasillo a oscuras en el que había litografías modernas colgadas. Se detuvo, abrió una puerta y encendió las luces. La habitación estaba desordenada al estilo adolescente, como si alguien hubiera amontonado todas las pertenencias en el centro de la estancia y hubiera hecho explotar una granada de mano. Los pósters de las paredes -de jugadores de baloncesto como Michael Jordan, Keith Van Horn, Greg Downing; de Austin Powers con las palabras Yeah Baby por en medio escritas en letras rosas- estaban colocados torcidos, tenían las puntas arrugadas y les faltaban chinchetas. En la puerta del armario había colgada una canasta de baloncesto; en el escritorio, un ordenador y una gorra de béisbol colgada de la luz. En el corcho tenía una mezcla de fotos de familia y de lápices de colores firmados por la hermana de Jeremy, todos colgados con unas chinchetas enormes.
Había balones de fútbol y pelotas de béisbol firmadas y trofeos cutres y un par de cintas azules y tres pelotas de baloncesto, una de ellas deshinchada. Sobre la cama sin hacer había pilas de CD con juegos de ordenador y una Game Boy, además de una sorprendente cantidad de libros, varios de ellos abiertos y boca abajo. Había prendas de ropa tiradas por el suelo como heridos de guerra; cajones medio abiertos con camisetas y ropa interior asomando como si quisiera escapar. La habitación desprendía un leve olor, extrañamente reconfortante, a calcetines de chico.
– Es un marrano -dijo Emily, dejándose el evidente «como tú».
Myron se quedó quieto.
– Tiene Clearasil escondido en el cajón de su escritorio -le explicó Emily-. Se cree que yo no lo sé. Está en esa edad en que se pasa noches sin dormir pensando en sus enamoradas, pero todavía no ha besado nunca a una chica. -Se acercó al corcho y cogió una foto de Jeremy-. Es guapo, ¿no crees?
– Esto no sirve de nada, Emily.
– Quiero que lo entiendas.
– ¿Entender qué?
– Nunca le han besado. Se va a morir y ni siquiera habrá besado jamás a una chica.
Myron levantó las manos:
– No sé qué quieres que diga.
– Intenta entenderlo, ¿vale?
– No necesito melodramas. Ya lo entiendo.
– No, Myron, no lo entiendes. Recuerdas aquella noche y la ves como una especie de equivocación gótica. Hicimos algo pecaminoso y todos hemos pagado un precio muy alto. Si pudiéramos volver atrás y borrar aquel error trágico, bueno… Es todo tan Hamlet y Macbeth, ¿no? Tu carrera de baloncesto arruinada, el futuro de Greg, nuestro matrimonio… todo echado a perder en un momento de lujuria.
– No fue lujuria.
– No volvamos a discutirlo ahora; qué más da lo que fue. Lujuria, estupidez, miedo, el destino, llámalo como demonios quieras llamarlo… Pero yo nunca querría volver atrás. Ese «error» es lo mejor que me ha pasado en la vida, porque Jeremy, nuestro hijo, surgió de ese caos. ¿Me oyes? Por él estaría dispuesta a destruir un millón de carreras y un millón de matrimonios.
Se quedó mirándolo, desafiante. Él no dijo nada.
– No soy religiosa y no creo en el destino ni en nada de eso -prosiguió-, pero es posible, sólo posible, que tuviera que haber un equilibrio. Tal vez la única manera de crear algo tan hermoso fuera rodear el acontecimiento de tanta destrucción.
Myron empezó a salir de la habitación.
– Esto no sirve de nada -volvió a decir.
– Sí, sí sirve.
– Quieres que encuentre el donante, y lo estoy intentando, pero este tipo de distracción no me ayuda. Necesito conservar la distancia.
– No, Myron, necesitas vínculos. Necesitas sentir. Tienes que entender lo que hay en juego: tu hijo, ese hermoso muchacho que te ha abierto la puerta, va a morirse antes de ni siquiera haber podido besar a una chica. -Se acercó un poco más a él y lo miró a los ojos, y Myron pensó que sus ojos no le habían parecido nunca tan claros.
»En Duke te vi jugar todos los partidos -dijo Emily-. En aquella pista me enamoré de ti, y no porque fueras la estrella del equipo, ni porque fueras elegante o atlético. Eras tan abierto, tan honesto y emotivo. Y cuanta más emoción ponías, cuanta más presión había, mejor jugabas. Si el partido era un trámite, dejaba de interesarte. Necesitabas que fuera importante, necesitabas sentirte presionado y con sólo unos segundos tenías bastante para resolver el partido. Necesitabas perder un poco el control.
– Esto no es ningún partido, Emily.
– Ya -dijo ella-. Aquí nos jugamos mucho más. La emoción debe ser mayor. Quiero verte desesperado, Myron. Es cuando das lo mejor de ti.
Miró la foto de Jeremy y supo que sentía algo que jamás había sentido. Parpadeó, vio el reflejo de su propia expresión en el espejo de la puerta del armario y, por un momento, vio a su propio padre devolviéndole la mirada.
Emily le abrazó. Ocultó el rostro en su hombro y se echó a llorar. Myron la abrazó fuerte. Permanecieron así varios minutos antes de volver a bajar. Durante la cena, ella le habló de Jeremy y él absorbió todo lo que le contaba. Se trasladaron al sofá y sacaron los álbums de fotos. Con las piernas recogidas, el codo sobre el sofá y la cabeza apoyada en la palma de la mano, Emily le contaba más cosas. Cuando lo acompañó a la puerta eran casi las dos de la madrugada. Iban cogidos de la mano.
– Sé que fuiste a hablar con la doctora Singh -le dijo ella, con la puerta abierta.
– Sí.
Emily soltó un suspiro profundo y añadió:
– Sólo voy a decirte esto una vez, ¿vale?
– Vale.
– He estado controlándolo. Me he comprado uno de esos tests caseros. El día ideal, bueno…, para concebir es el jueves.
Él abrió la boca para decir algo pero ella lo detuvo con la mano.
– Ya sé todos los argumentos en contra, pero podría ser la única posibilidad para salvar a Jeremy. No digas nada. Sólo te pido que lo pienses.
Cerró la puerta. Myron la miró unos momentos, intentando revivir el momento en que Jeremy la había abierto, la sonrisa retorcida en la cara del chico, pero la imagen ya le resultaba borrosa y se le empezaba a diluir rápidamente.
21
A primera hora de la mañana, Myron llamó a Terese. Seguía sin responder. Miró el teléfono con el ceño fruncido:
– ¿Me está despidiendo para siempre? -le preguntó a Win.
– Lo dudo -dijo Win. Estaba leyendo el periódico vestido con un pijama de seda, con batín y zapatillas a juego. De tener una pipa, habría sido como un personaje creado por Noel Coward en un día de descanso.
– ¿Qué te hace decir eso?
– Nuestra señorita Collins tiene pinta de ser alguien más bien directo -dijo Win-. Si te estuviera tirando al saco de mierda, reconocerías el tufo.
– Y luego está el hecho de que las mujeres me encuentran irresistible -dijo Myron.
Win giró la página.
– Entonces, ¿qué es lo que trama?
Win se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice:
– ¿Qué es eso que la gente con relaciones de pareja decís? Ah, sí. Espacio. A lo mejor necesita espacio.
– «Necesitar espacio» suele ser una frase codificada de que te están despidiendo.
– Sí, bueno, lo que tú quieras. -Win cruzó las piernas-. ¿Quieres que haga averiguaciones?
– Averiguaciones, ¿de qué?
– De lo que trama la señorita Collins.
– No.
– Bueno -dijo Win-. Pasemos a otro tema, ¿de acuerdo? Cuéntame cómo fue tu reunión con el FBI.
Le contó el interrogatorio.
– De modo que no sabemos lo que querían -dijo Win.
– Correcto.
– ¿Ni idea?
– Ni media pista. Excepto que tenían miedo.
– Qué curioso.
Myron asintió con la cabeza.
Win tomó un sorbo de té, con el meñique levantado. Oh, los horrores que había visto aquel meñique, o incluso, en los que había participado… Estaban en el comedor de Win y desayunaban con un juego de té de plata. La mesa victoriana de caoba con las patas de león, el juego de té de plata, la jarrita de la leche de plata, una caja de cereales Cap'n Crunch y otra de unos nuevos llamados Oreo, que son exactamente lo que os imagináis.
– A estas alturas, teorizar es una pérdida de tiempo. Haré unas cuantas llamadas, a ver qué puedo averiguar.
– Gracias.
– Todavía no tengo clara la relación entre Stan Gibbs y nuestro donante de médula.
– Es una suposición un poco peregrina -admitió Myron.
– Peor que eso. Un columnista de la prensa se inventa una historia sobre un secuestrador en serie, y ahora, ¿qué? ¿Nos creemos que el personaje de ficción es el donante?
– Stan Gibbs dice que la historia es real.
– ¿Ahora dice eso?
– Sí.
Win se frotó la barbilla.
– Explícame, por favor, ¿por qué no se defiende?
– No tengo ni idea.
– Presumiblemente, porque es culpable -dijo Win-. El hombre es, por encima de todo, un ser egoísta. Lucha por su supervivencia. Es algo instintivo. No se martiriza. Hay una cosa que le importa por encima de todas las demás: salvar la piel.
– Suponiendo que comparta tu visión alegre de la naturaleza humana, ¿no estás de acuerdo en que un hombre mentiría para salvarse?
– Por supuesto -dijo Win.
– Armado así con esta defensa bastante digna, es decir, la idea de que el secuestrador en serie imitó a la novela, ¿por qué no iba Stan a utilizarla para defenderse, aunque fuera culpable de plagio?
Win asintió:
– Me gusta tu manera de pensar.
– Cínica, sí.
Se oyó el zumbido del portero automático. Win pulsó el botón y el portero anunció a Esperanza. Al cabo de un minuto la vieron entrar en el despacho, coger una silla y servirse un cuenco de cereales Oreo.
– ¿Por qué dicen siempre que es «parte de este desayuno completo»? -preguntó Esperanza-. Siempre lo dicen, de todos los cereales. ¿De qué va?
Nadie contestó.
Esperanza se tomó una cucharada, miró a Win, hizo un gesto con la cabeza hacia Myron:
– Odio cuando tiene razón -le dijo a Win.
– Es un mal augurio -admitió Win.
Esperanza volvió la vista hacia Myron:
– He hecho las comprobaciones que me pediste sobre la escolarización de Dennis Lex. He repasado todos y cada uno de los centros escolares a los que habían asistido sus hermanos y sus padres. Nada. Universidad, instituto, secundaria, incluso primaria. Ni rastro de Dennis Lex.
– ¿Pero? -dijo Myron -El parvulario.
– Me tomas el pelo.
– No.
– ¿Encontraste el lugar donde hizo el parvulario?
– Soy algo más que un culo fabuloso -dijo Esperanza.
Win dijo:
– No para mí, querida.
– Eres un encanto, Win.
Win inclinó la cabeza levemente.
– La señorita Peggy Joyce -dijo Esperanza-. Sigue enseñando y dirige la Escuela Montessori Shaddy Wells de East Hampton.
– ¿Y se acuerda de Dennis Lex? -preguntó Myron-. ¿De hace treinta años?
– Eso parece. -Esperanza tomó otra cucharada de cereales y le dio a Myron una hoja de papel-. Ésta es su dirección. Te espera esta mañana. Conduce con cuidado, ¿vale?
22
Sonó el teléfono del coche.
– El viejo es un mentiroso de mierda. -Era Greg Downing.
– ¿Cómo?
– Que el viejete miente.
– ¿Hablas de Nathan Mostoni?
– Por Dios, ¿a qué otro viejo hemos estado vigilando tú y yo?
Myron se cambió el teléfono de lado:
– ¿Qué te hace pensar que miente, Greg?
– Muchas cosas.
– ¿Como qué?
– Como que dijo que no había oído hablar nunca del centro de médula ósea. ¿Te suena lógico?
Pensó en Karen Singh y en su dedicación y en las posibilidades:
– No -dijo Myron-, pero es lo que dijimos antes…, puede que esté confundido.
– No lo creo.
– ¿Por qué no?
– Por un lado, Nathan Mostoni sale solo muy a menudo. A veces se hace el loco pero, otras veces, parece estar perfectamente. Hace su propia compra, habla con la gente, se viste como una persona normal.
– Eso no significa nada -dijo Myron.
– ¿No? Hace una hora salió de casa, ¿vale? Así que me acerqué a la vivienda, me puse junto a la ventana de la parte trasera y marqué ese número, el que tú tenías del donante.
– ¿Y?
– Y oí que sonaba el teléfono del interior de la casa.
Eso hizo que Myron se quedara en silencio.
– Y entonces, ¿cómo crees que debemos actuar? -le preguntó Greg.
– No lo sé. ¿Has visto a alguien más en la casa?
– A nadie. Mostoni sale, pero aquí no ha venido nadie. Y te diré otra cosa: ahora parece más joven. No sé cómo explicarlo, es extraño. ¿Has descubierto algo?
– No estoy seguro.
– Menuda respuesta, Myron.
– Es la única que tengo.
– ¿Qué crees que tenemos que hacer con Mostoni?
– Le pediré a Esperanza que haga indagaciones sobre su historial. Mientras tanto, sigue controlándolo.
– El tiempo se nos acaba, Myron.
– Soy consciente. Me mantendré en contacto.
Desconectó la llamada y puso la radio. Chaka Khan cantaba «Aint Nobody Love You Better». Si podéis escucharla sin mover los pies es que tenéis un serio problema de ritmo. Se metió por la autovía de Long Island en dirección este, hoy sorprendentemente despejada: normalmente era como un aparcamiento enorme que avanzaba al unísono cada par de minutos.
La gente siempre dice que los Hamptons, una zona pija de Long Island a la que van los manhattanitas a perderse para rodearse de otros manhattanitas, son mucho mejores fuera de temporada. Siempre te dicen eso de los lugares de vacaciones. La gente, casi toda formada por veraneantes, se pasa los meses de temporada alta quejándose, a la espera de alcanzar ese hito en forma de nirvana aparentemente despojado de aglomeraciones. Pero, y ésa era la parte que Myron no llegó a entender nunca, en temporada baja no hay nadie que vaya a los Hamptons. Nadie. El centro está tan muerto que desearía que de vez en cuando pasara alguna bola de polvo; los propietarios de comercios suspiran y no ponen nada de oferta; los restaurantes están menos llenos, claro, pero es que, además, están cerrados. Y, ya puestos a ser sinceros, sucede que el buen tiempo, las playas y la profusión de gente son las grandes atracciones del lugar. ¿Quién va a las playas de Long Island en invierno?
La escuela estaba en un barrio residencial con casas más viejas y modestas, un lugar en el que residen los habitantes de verdad de Long Island, ninguno de los cuales comparte mesa con Alec Baldwin y Kim Bassinger en Nick and Toni's. Myron dejó el coche en el recinto de una iglesia y siguió las indicaciones hasta el sótano de la rectoría. Una mujer joven, una especie de monitora de patio, recibió a Myron en el descansillo. Él le dio el nombre y le dijo que venía a ver a la señorita Joyce. La mujer asintió con la cabeza y le pidió que la siguiera.
El pasillo estaba en silencio, algo raro si se tiene en cuenta que se trataba de un centro de preescolar. Preescolar, otro término nuevo. En los tiempos de Myron, todo eran parvularios. Myron se preguntó cuándo había empezado a usarse el nuevo término y quién había decidido considerar que el término «parvulario» estaba anticuado. ¿Las enfermeras profesionales? ¿Las madres que dan el pecho? ¿Tal vez los bebés alimentados a base de biberón?
El silencio continuaba. Tal vez estaban de vacaciones, o era la hora de la siesta. Myron estaba a punto de preguntárselo a la monitora cuando la joven abrió una puerta. Miró dentro. Se había equivocado: la sala estaba a rebosar de niños, probablemente había unos veinte, y todos ellos trabajaban a solas y en silencio absoluto. La maestra mayor le miró y sonrió. Le susurró algo al niño con el que estaba trabajando -estaban haciendo algo con cubos y letras- y se levantó.
– Hola -le dijo en voz baja.
– Hola -le susurró también Myron.
La maestra se inclinó hacia la monitora joven:
– Señorita Simmons, ¿quiere ayudar a la señora McLaughlin?
– Claro.
Peggy Joyce llevaba un jersey amarillo desabrochado encima de una blusa con botones hasta arriba, con volantes en el cuello. Sobre el pecho le colgaban unas gafas de media luna con una cadenita.
– Podemos hablar en mi despacho.
– De acuerdo. -La siguió. El lugar era tan silencioso como, bueno, como un lugar sin niños. Myron le preguntó:
– ¿Les da usted Valium a los niños?
La mujer sonrió:
– Sólo un poco de Montessori.
– ¿Un poco de qué?
– No tiene usted hijos, ¿no?
La pregunta le provocó una punzada, pero respondió negativamente.
– Es una filosofía educativa creada por la doctora Maria Montessori, la primera mujer médico de Italia.
– Parece funcionar.
– Supongo.
– ¿Se portan igual en casa que en el colegio?
– ¡No, por Dios! Si quiere que le diga la verdad, el sistema no se traduce al mundo real. Pero hay pocas cosas que lo hagan.
Entraron en el despacho, que consistía en una mesa de madera, tres sillas y un archivador.
– ¿Cuánto tiempo hace que enseña aquí? -le preguntó Myron.
– Este año hará cuarenta y tres.
– ¡Caramba!
– Sí.
– Supongo que ha visto muchísimos cambios.
– ¿En los niños? Casi ninguno. Los niños no cambian, señor Bolitar. Un niño de cinco años sigue siendo un niño de cinco años.
– Todavía inocente.
Ella bajó la cabeza:
– «Inocente» no es la palabra que yo usaría; los niños son puro «ello», los instintos primitivos freudianos. Son quizá las criaturas más naturalmente despiadadas de este mundo que Dios ha creado.
– Curiosa apreciación para una maestra de preescolar.
– Simplemente sincera.
– Entonces, ¿qué palabra utilizaría?
Ella lo pensó.
– Si me presionaran, tal vez diría «no formados» o, tal vez, «no desarrollados». Como una foto que ya has hecho pero todavía no has revelado.
Myron asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Peggy Joyce tenía algo que daba un poco de miedo.
– ¿Se acuerda de aquel libro, All I Really Need to Know I Learned in Kindergarten? -le preguntó.
– Sí.
– Pues es cierto, pero no el sentido que usted piensa. La escuela saca a los niños de su acogedor nido familiar. La escuela les enseña a que si no son ellos los matones, otros lo serán. Les enseña a ser crueles los unos con los otros. Les enseña que mamá y papá les mintieron cuando les dijeron que eran seres tan especiales y únicos.
Myron se quedó en silencio.
– ¿No está de acuerdo?
– No enseño en preescolar.
– Eso es salirse por la tangente, señor Bolitar.
Myron se encogió de hombros:
– Aprenden a actuar en sociedad, y eso es una lección dura. Y como todas las lecciones duras, antes de acertar tienes que equivocarte.
– ¿Aprenden a identificar los límites, dicho de otro modo?
– Sí.
– Interesante. Y tal vez cierto. Pero ¿recuerda cuando le he puesto el ejemplo de la foto por revelar?
– Sí.
– La escuela sólo revela la foto, no la toma.
– De acuerdo -dijo Myron, sin ganas de seguir su hilo argumental.
– Lo que quiero decir es que, cuando esos niños llegan y se marchan de preescolar, todo está ya bastante decidido. Puedo saber quién tendrá éxito y quién fracasará, quién será feliz y quién terminará en la cárcel, y acierto en un noventa por ciento de las veces. Tal vez Hollywood y los videojuegos influyan en algo, lo ignoro. Pero, normalmente, puedo decirle qué niño acabará viendo demasiadas películas violentas o jugando a demasiados juegos violentos.
– ¿Lo puede saber cuando sólo tienen cinco años?
– Con bastante precisión, sí.
– ¿Y cree que eso es todo? ¿Que no tienen la capacidad de cambiar?
– ¿Capacidad? Oh, probablemente la tengan; pero ya están situados en un camino, y aunque tal vez estén todavía a tiempo de cambiarlo, la mayoría no lo hacen. Es más fácil permanecer en el camino.
– Déjeme hacerle la pregunta de siempre: ¿el hombre nace o se hace?
– Me lo preguntan continuamente.
– ¿Y?
– Yo respondo que se hace. ¿Sabe por qué?
Myron asintió con la cabeza.
– Creer que se hace es como creer en Dios. Puede que estés equivocado, pero al menos puedes proteger tus bases. -Juntó las manos y se inclinó hacia delante-. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor Bolitar?
– ¿Recuerda a un alumno llamado Dennis Lex?
– Recuerdo a todos mis estudiantes, ¿le sorprende?
Myron temió que la mujer saliera disparada por otra tangente.
– ¿Fue maestra de los otros hermanos Lex?
– Fui maestra de todos. Su padre hizo muchos cambios después de que su libro se convirtiera en un éxito, pero los siguió trayendo a este centro.
– Entonces, ¿qué puede decirme de Dennis Lex?
Ella se inclinó hacia atrás y lo miró como si lo viera por primera vez.
– No quiero ser maleducada, pero me pregunto cuándo piensa decirme a qué ha venido. Estoy hablando con usted, señor Bolitar, y desvelando confidencias, me temo, porque creo que ha venido usted por un motivo muy concreto.
– ¿Cuál es ese motivo, señorita Joyce?
Los ojos de ella tenían ahora un brillo acerado:
– No juegue conmigo, señor Bolitar.
Tenía razón.
– Estoy buscando a Dennis Lex.
Peggy Joyce siguió inmóvil.
– Sé que suena raro -prosiguió Myron-, pero, por lo que he podido averiguar, desapareció de la faz de la tierra después de preescolar.
Ella miró hacia el frente, aunque Myron no tenía ni idea de qué miraba. En las paredes no había ni fotos, ni diplomas, ni dibujos hechos por los pequeños. Sólo la fría pared.
– Después, no -dijo ella, finalmente-. Durante.
Llamaron a la puerta y Peggy Joyce dijo «adelante». La joven monitora del patio, la señorita Simmons, entró acompañada de un niño. Iba cabizbajo y había estado llorando.
– James necesita un poco de tiempo -dijo la señorita Simmons.
Peggy Joyce asintió:
– Déjalo que se tumbe en la colchoneta.
James miró a Myron y se marchó con la señorita Simmons.
Myron se volvió hacia Peggy Joyce.
– ¿Qué le pasó a Dennis Lex?
– Llevo treinta años esperando que alguien me haga esa pregunta -dijo ella.
– ¿Cuál es la respuesta?
– Antes dígame por qué lo busca.
– Busco a un donante de médula ósea y creo que puede ser Dennis Lex. -Le dio los menos detalles posibles. Cuando acabó, la mujer se llevó una de sus manos huesudas a la cara.
– No creo que pueda ayudarle -dijo-. Hace tanto tiempo.
– Por favor, señora Joyce. Si no le encuentro, un menor morirá. Usted es la única pista que tengo.
– ¿Ha hablado con su familia?
– Sólo con su hermana Susan.
– ¿Qué le ha dicho?
– Nada.
– No estoy segura de qué puedo añadir yo.
– Podría empezar diciéndome cómo era Dennis.
La mujer suspiró y se colocó las manos pulcramente sobre el regazo.
– Era como los demás niños Lex, muy brillante, educado, reflexivo, tal vez un poco demasiado para ser tan pequeño. A la mayoría de alumnos intento ayudarles a crecer un poco. Con los Lex, eso no me hacía ninguna falta.
Myron asintió con la cabeza, tratando de animarla.
– Dennis era el pequeño, probablemente ya lo sabe. Estuvo aquí al mismo tiempo que su hermano Bronwyn. Susan era mayor. -Se detuvo, con la expresión perdida.
– ¿Qué le ocurrió?
– Un día, Bronwyn y él no vinieron al colegio. Su padre me llamó y dijo que se los llevaba en unas vacaciones imprevistas.
– ¿Dónde?
– No me lo dijo. No fue muy concreto.
– De acuerdo, continúe.
– Eso es básicamente lo que sé, señor Bolitar. Al cabo de dos semanas Bronwyn volvió al colegio, pero a Dennis no lo volví a ver nunca más.
– ¿No llamó usted a su padre?
– Claro que lo hice.
– ¿Qué le dijo?
– Que Dennis no volvería.
– ¿Le preguntó por qué?
– Por supuesto. Pero… ¿ha visto usted alguna vez a Raymond Lex?
– No.
– Es una de esas personas a las que no puedes interrogar. Mencionó algo sobre educar a Dennis en casa. Cuando insistí, me dejó muy claro que no era de mi incumbencia. Con los años he intentado seguir el rastro de la familia, incluso cuando se marcharon de esta zona. Pero, como usted, nunca supe nada más de Dennis.
– ¿Qué cree usted que pasó?
Ella lo miró:
– Supuse que había muerto.
Sus palabras, aunque no eran del todo sorprendentes, actuaron como un aspirador, dejando la habitación seca y sin aire.
– ¿Por qué?
– Imaginé que se había puesto enfermo y que por eso lo habían sacado del colegio.
– ¿Por qué querría el señor Lex esconder algo así?
– No lo sé. Cuando su novela se convirtió en un éxito de ventas, se volvió celoso de su intimidad hasta el punto de la paranoia. ¿Está seguro de que ese donante al que busca es Dennis Lex?
– No estoy seguro, no.
Peggy Joy chascó los dedos:
– Ah, espere, tengo una cosa que puede interesarle. -Se levantó y abrió un cajón del archivador. Buscó por dentro, sacó un dossier, lo estudió un momento. Cerró el cajón de un codazo-. Esta foto fue tomada dos meses antes de que Dennis nos dejara.
Le dio una vieja foto de clase, no tanto descolorida sino más bien verdosa por el paso del tiempo. Había quince niños flanqueados por dos maestras, una de ellas Peggy Joyce mucho más joven. Los años no habían sido muy duros con ella, pero, de todos modos, habían pasado. Había unas letras blancas con fondo negro que decían Shady Wells Montessori School y el año de la foto.
– ¿Cuál de ellos es Dennis?
Señaló uno de los chicos sentados en primera fila. Llevaba un corte de pelo estilo Príncipe Valiente y una sonrisa que le dividía la cara en dos partes y que no le alcanzaba los ojos.
– ¿Me la puedo quedar?
– Si cree que puede ayudarle.
– Podría.
Ella asintió.
– Será mejor que vuelva con mis alumnos.
– Gracias.
– ¿Se acuerda usted de su centro de preescolar, señor Bolitar?
Myron asintió:
– Parkview Nursery School, de Livingston, Nueva Jersey.
– ¿Y de sus maestras? ¿Se acuerda?
Myron lo pensó:
– No.
Ella asintió con la cabeza, como si la respuesta hubiera sido la correcta.
– Que tenga mucha suerte -le dijo.
23
AgeComp. O programa informático para determinar la evolución con la edad, si se prefiere.
Myron había aprendido a utilizarlo mínimamente cuando buscaba a una mujer desaparecida llamada Lucy Mayor. La clave está en la imagen digital. Lo único que tenía que hacer Myron -o, en el caso de su despacho, lo único que tenía que hacer Esperanza- era coger la foto y escanearla. Luego, con algún programa corriente como el Photoshop o el Picture Publisher, sacas la cara del joven Dennis Lex. AgeComp, un programa de software que se está perfeccionando constantemente por parte de las organizaciones que buscan a niños desaparecidos, se encarga del resto. Mediante la aplicación de algoritmos matemáticos avanzados, AgeComp amplía, fusiona y mezcla fotos digitales de niños desaparecidos y produce una imagen en color de cómo podrían ser actualmente.
Naturalmente, muchos detalles están sujetos al azar. Cicatrices, fracturas faciales, vello facial, cirugía plástica, peinado o, en el caso de los más mayores, posible calvicie masculina. De todos modos, la foto de la clase podía ser una pista importante.
Ya de vuelta a Manhattan le sonó el móvil.
– He hablado con los federales -le dijo Win.
– ¿Y?
– Tu impresión era correcta.
– ¿Qué impresión?
– Están realmente asustados.
– ¿Has hablado con PT?
– Sí. Me puso con la persona adecuada. Me han pedido un cara a cara.
– ¿Cuándo?
– Very pronto. De hecho, te estamos esperando en tu despacho.
– ¿Ahora mismo tengo a los federales en mi despacho?
– Afirmativo.
– Llego en cinco minutos.
Más bien diez. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Esperanza estaba sentada en el sitio de Big Cyndi.
– ¿Cuántos? -preguntó.
– Tres -dijo Esperanza-. Una mujer rubia, un gilipollas extrafuerte, otro con traje elegante.
– ¿Win está con ellos?
– Sí.
Le dio la foto y le señaló la cara de Dennis Lex:
– ¿Cuánto podríamos tardar en tener una progresión de edad de éste?
– Dios, ¿de cuándo es esto?
– De hace treinta años.
Esperanza frunció el ceño:
– ¿Sabes algo de progresiones de edad?
– Algo.
– Se utiliza básicamente para encontrar a niños desaparecidos -dijo-, y normalmente se utiliza para períodos de cinco, de hasta diez años.
– Pero algo podremos obtener, ¿no?
– Algo muy aproximado, sí, es posible. -Encendió el escáner y colocó encima la foto boca abajo-. Si están en el laboratorio, probablemente nos lo puedan dar a última hora de hoy. Lo copio y se lo envío por e-mail.
– Hazlo más tarde -le dijo, señalándole a la puerta-. No debemos hacer esperar a los federales. Los pagamos con nuestros impuestos, y todo ese rollo…
– ¿Quieres que entre?
– Tú formas parte de todo lo que sucede aquí, Esperanza. Claro que quiero que entres.
– Entiendo -respondió-. ¿Ahora es cuando me esfuerzo por no echarme a llorar porque me estás haciendo sentir, oh…, ¡tan especial!?
Listilla.
Myron abrió la puerta de su despacho. Esperanza entró detrás de él. Win estaba sentado tras su mesa, probablemente para evitar que lo hiciera alguno de los federales. Win tenía tendencia a marcar territorio; era una de las cosas que lo hacían parecido a un dóberman. Kimberly Green y Rick Peck se levantaron, ambos con sonrisas forzadas y con bolsas en los ojos por falta de sueño. El tercer federal permaneció en su silla, sin moverse, sin volverse siquiera a mirar quién entraba. Myron vio su cara y se sobresaltó.
Caramba.
Win lo miró con una sonrisa divertida que le curvaba las comisuras de los labios. Eric Ford, director delegado del FBI, era el hombre del traje. Su presencia quería decir una cosa: el asunto era rematadamente grave.
Kimberly Green señaló a Esperanza:
– ¿Qué hace ésa aquí?
– Es mi socia -dijo Myron-. Y señalar es de mala educación.
– ¿Tu socia? ¿Crees que estamos haciendo negocios?
– Se queda -dijo Myron.
– No -replicó Kimberly Green. Seguía llevando los pendientes de cadenita y bola, los vaqueros y el jersey negro de cuello de cisne, aunque la chaqueta era ahora verde hierbabuena-. No es que sea precisamente un placer hablar contigo y el chico de los pómulos aquí presente -dijo, señalando a Win-. Pero al menos vosotros tenéis permiso. A ella no la conocemos. Que se vaya.
La sonrisa de Win se ensanchó y sus cejas dibujaron un leve saltito. El chico de los pómulos: estaba encantado.
– Que se vaya -insistió Green.
Esperanza se encogió de hombros:
– No importa -dijo.
Myron estuvo a punto de decir algo, pero Win negó con la cabeza. Tenía razón, había que reservar fuerzas para las batallas importantes.
Esperanza salió. Win se levantó y cedió a Myron su butaca. Se quedó de pie a su derecha, con los brazos cruzados, totalmente confiado. Green y Peck se movían nerviosamente. Myron se volvió hacia Eric Ford.
– Creo que no hemos sido presentados.
– Pero usted ya sabe quién soy -dijo Ford. Tenía una de esas voces suaves de DJ de rock melódico.
– Sí.
– Y yo sé quién es usted -dijo-, de modo que, ¿de qué sirve que nos presenten?
De acuerdo. Myron miró otra vez a Win, que encogió los hombros.
Ford le hizo un gesto con la cabeza a Kimberly Green; ella se aclaró la garganta:
– Para que conste -dijo-, creemos que no deberíamos estar haciendo esto.
– ¿Haciendo qué?
– Contándote cosas de nuestra investigación. Informándote. Como buen ciudadano, deberías estar dispuesto a colaborar con nuestra investigación porque es lo correcto.
Myron observó a Win y exclamó:
– Ay, Dios.
– Hay aspectos de una investigación que han de mantenerse en secreto -prosiguió-. Tú y el señor Lockwood deberíais entenderlo mejor que la mayoría. Deberíais estar ansiosos por colaborar con cualquier investigación federal. Deberíais respetar lo que intentamos hacer.
– Bien, de acuerdo, lo respetamos. ¿Podemos avanzar un poco, por favor? Ya nos han investigado; sabéis que tendremos la boca cerrada. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría aquí.
La mujer juntó las manos y las apoyó sobre el regazo. Peck mantenía la cabeza gacha y garabateaba notas, Dios sabe sobre qué. Tal vez sobre la decoración de Myron.
– Lo que se diga aquí no puede salir de este despacho. Es información absolutamente confidencial…
– Avancemos -insistió Myron, haciendo un gesto de impaciencia con la mano-. Avancemos.
Green desplazó la mirada hacia Ford. Él volvió a asentir con la cabeza. La mujer respiró profundamente y dijo:
– Tenemos vigilado a Stan Gibbs.
Hizo una pausa, se acomodó en la silla. Myron aguardó unos segundos y comentó:
– Etiquétame como sorprendido.
– Esta información es secreta -puntualizó ella.
– Entonces no la anotaré en mi diario.
– Se supone que él no debe saberlo.
– Bueno, digamos que eso suele ir implícito con palabras como «secreta» y «vigilancia».
– Pero Gibbs lo sabe. Nos da esquinazo cuando realmente le interesa. Porque cuando está en público no nos podemos acercar demasiado a él.
– ¿Y por qué?
– Porque nos vería.
– ¿Pero él ya sabe que lo siguen?
– Sí.
Myron miró a Win:
– ¿No había un gag de Abbot y Costello que era algo parecido?
– De los Hermanos Marx -lo corrigió Win.
– Si lo siguiéramos abiertamente -dijo Green-, podría llegar a ser de dominio público que es un objetivo.
– ¿Y tratáis de mantenerlo en secreto?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo vigiláis?
– Bueno, no es tan fácil. Ha estado fuera de alcance a menudo…
– ¿Cuánto tiempo?
Green volvió a mirar a Ford. Volvió a asentir. Ella apretó los puños.
– Desde que apareció el primer artículo sobre los secuestros.
Myron se apoyó en su butaca presa de algo parecido a un subidón. No debería sentirse sorprendido, pero, por Dios que lo estaba. El artículo le vino a la cabeza como una avalancha: las desapariciones repentinas, las terribles llamadas, la angustia constante y eterna, las vidas protegidas que de pronto estallan a causa de un inexplicable mal.
– Dios mío -exclamó Myron-. Stan Gibbs decía la verdad.
– Eso no lo hemos dicho nunca -dijo Kimberly Green.
– Entiendo. O sea que lo seguís porque no os gusta su sintaxis, ¿se trata de eso?
Silencio.
– Los artículos contaban la verdad -dijo Myron-. Y lo habéis sabido siempre.
– Lo que sabemos o no, no es tu problema.
Myron movió la cabeza:
– Increíble -dijo-. Entonces, déjenme ver si lo he entendido. Tienen a un psicópata por ahí suelto que se lleva a gente de la nada y se dedica a atormentar a sus familias. Quieren mantenerlo en secreto porque, si se supiera, se enfrentarían a una situación de pánico. Entonces el psicópata va directamente a Stan Gibbs y de pronto la historia sale a la luz… -La voz de Myron se apagó gradualmente, consciente de que su discurrir lógico había tropezado con un agujero importante. Frunció el ceño y siguió adelante-. No sé cómo esa vieja novela o las acusaciones de plagio cuadraban, pero, sea como fuere, decidieron apuntarse a ellas. Dejaron que Gibbs fuera despedido y cayera en desgracia, en parte probablemente porque estaban furiosos porque les había estropeado la investigación. Pero, principalmente -detectó lo que creyó ser una brecha-, lo hicieron para poder vigilarlo. Pensaron que si el psicópata se había puesto en contacto con él una vez, seguramente lo volvería a hacer. En especial si los artículos habían sido desacreditados.
Kimberly Green afirmó:
– Te equivocas.
– Pero me acerco.
– No.
– Los secuestros sobre los que Gibbs escribió tuvieron lugar, ¿verdad?
Ella vaciló, miró a Ford:
– No podemos verificar todos sus datos.
– Dios mío, no os estoy tomando declaración -exclamó Myron-. ¿Era verdad su columna, sí o no?
– Ya te hemos dicho suficiente -dijo ella-. Ahora te toca a ti.
– No me habéis dicho una mierda.
– Y tú nos has dicho todavía menos.
Negociar. La vida es ser agente de deportes: negociar constantemente. Había aprendido la importancia de compensar, de repartir, de ser justo. La gente se olvida de esto último y al final siempre acabas pagando un precio. El mejor negociador no es el que se lleva todo el pastel a cambio de cuatro migajas; el mejor negociador es el que se lleva lo que quiere y deja feliz a la otra parte. De modo que, normalmente, aquí Myron debería repartir un poco. El clásico quid pro quo. Pero no esta vez. Conocía los entresijos. Una vez les revelara el motivo de su visita a Stan Gibbs, su compensación sería cero.
El mejor negociador, como la más fuerte de las especies, también sabe cómo adaptarse.
– Primero responde a mi pregunta -dijo Myron-. Sí o no. ¿Era verídica la historia que Stan Gibbs escribió?
– La respuesta a esa pregunta no es un sí o un no -dijo ella-. Había partes ciertas, otras que no lo eran.
– ¿Por ejemplo?
– La pareja joven era de Iowa, no de Minnesota. El padre desaparecido tenía tres hijos, no dos. -Se detuvo, juntó las manos.
– ¿Pero tuvieron lugar los secuestros?
– Supimos de estos dos -dijo ella-. De la estudiante universitaria desaparecida no teníamos ninguna información.
– Probablemente porque el psicópata llegó hasta sus padres. Probablemente ellos no lo denunciaron nunca.
– Ésa es nuestra teoría -dijo Kimberly Green-. Pero no lo sabemos seguro. Siguen habiendo grandes discrepancias. Las familias juran que nunca hablaron con él, por ejemplo. Muchas de las llamadas y hechos no coinciden con lo que sabemos que es cierto.
Myron detectó otra brecha.
– ¿Y le preguntasteis a Gibbs sobre él? ¿Sobre sus fuentes?
– Sí.
– Y él se negó a deciros nada.
– Correcto.
– De modo que le destruisteis.
– No.
– La parte que no entiendo es la del plagio -dijo Myron-. Quiero decir, ¿fue un montaje? No llego a entender cómo. A menos que os inventarais un libro y… No, sería demasiado enrevesado. ¿Qué pasó en realidad?
Kimberly Green se inclinó hacia delante:
– Dinos por qué fuiste a su apartamento.
– No lo haré hasta que…
– Hemos tardado varios meses en localizar a Stan Gibbs -le interrumpió ella-. Creemos que tal vez ha estado fuera del país. Pero desde que se mudó a ese piso siempre ha estado solo. Como te he dicho antes, a veces nos da esquinazo. Pero no acepta nunca visitas. Hay gente que lo ha localizado, incluso viejos amigos. Llaman a su puerta o lo llaman por teléfono. ¿Y sabes lo que ocurre siempre, Myron?
A Myron no le gustaba su tono de voz.
– Que les dice que se larguen. Todas y cada una de las veces. Stan Gibbs no ve a nadie. Excepto a ti.
Myron levantó la vista hacia Win. Éste asintió con un gesto muy lento. Myron miró a Eric Ford antes de volver la vista hacia Kimberly Green.
– ¿Crees que soy el secuestrador?
Ella se reclinó, encogiendo un poco los hombros, con aire saciado. Cambiando las tornas y todo eso que se dice:
– Dínoslo tú.
Win se dirigió hacia la puerta. Myron se levantó y le siguió.
– ¿Adónde demonios os creéis que vais? -preguntó Green.
Win cogió el pomo. Myron rodeó la mesa del despacho y dijo:
– Soy sospechoso, o sea que no pienso hablar si no es en presencia de mi abogado. Si me disculpan.
– ¡Ey, que sólo estamos hablando! -dijo Kimberly Green-. No he dicho nunca que pensara que eras el secuestrador.
– A mí me ha dado esa sensación -dijo Myron-. ¿Win?
– Roba corazones -le dijo Win a la mujer-, no personas.
– ¿Tiene algo que ocultar? -preguntó Green.
– Sólo su afición a la ciberpornografía -dijo Win, y luego exclamó-: ¡Uy!
Kimberly Green se levantó y le cortó el paso a Myron.
– Creemos que sabemos lo de la universitaria desaparecida -le dijo, mirándolo a los ojos fijamente-. ¿Quieres saber cómo lo descubrimos?
Myron se quedó inmóvil.
– A través de su padre. Recibió una llamada del secuestrador. No sé lo que se dijeron. Desde entonces no ha vuelto a articular palabra.
Se quedó catatónico. Fuera lo que fuera lo que ese psicópata le dijo al padre de la chica, lo dejó sumido en un túnel de oscuridad.
Myron sintió como si el despacho se encogiera, como si las paredes se acercaran.
– Todavía no hemos encontrado ningún cuerpo, pero estamos bastante seguros de que mata a sus rehenes -prosiguió-. Los secuestra, les hace Dios sabe qué, y hace interminable el sufrimiento de las familias. Y tú sabes que no va a detenerse.
Myron aguantó la mirada de la mujer.
– ¿Qué pretendes?
– Eso no tiene ninguna gracia.
– No -dijo-, no la tiene, de modo que deja de jugar a estupideces.
Ella no respondió.
– Quiero oírlo de tu boca -dijo Myron-. ¿Crees que estoy implicado en esto o no?
Eric Ford asumió esta respuesta:
– No.
Kimberly Green se volvió a sentar en su silla, sin dejar nunca de mirar a Myron. Eric Ford hizo un gesto amplio con la mano:
– Siéntese, por favor.
Myron y Win volvieron a sus posiciones iniciales.
Eric Ford se explicó:
– La novela existe. También existen los fragmentos que Stan Gibbs plagió. Alguien mandó el libro de forma anónima a nuestra oficina; más concretamente, se lo mandó a la agente especial Green, aquí presente. Admitimos que, al principio, el asunto nos pareció confuso. Por un lado, Gibbs sabe lo de los secuestros; por otro, no lo sabe todo y está claro que copió algunos fragmentos de una novela de misterio vieja y descatalogada.
– Hay una explicación -dijo Myron-. Es posible que el secuestrador hubiera leído el libro. Pudo haberse sentido identificado con el personaje, haberse convertido en una especie de emulador.
– Es una posibilidad que ya hemos tenido en cuenta -dijo Eric Ford-, pero no creemos que sea el caso.
– ¿Por qué no?
– Es complicado.
– ¿Tanto como la trigonometría?
– ¿Sigue usted pensando que estamos de broma?
– ¿Sigue usted creyendo que es astuto andarse con rodeos?
Ford cerró los ojos. Green tenía aspecto irritado. Peck seguía garabateando notas. Cuando Ford volvió a abrir los ojos, dijo:
– No creemos que Stan Gibbs se inventara los crímenes. Creemos que los perpetró.
Myron sintió como si le golpearan. Miró a Win. Nada.
– Tiene usted ciertos conocimientos sobre la mente criminal, ¿no es cierto? -preguntó Ford.
Tal vez Myron asintió con la cabeza.
– Bueno, estamos ante un viejo patrón con un giro nuevo. A los pirómanos les encanta presenciar cómo los bomberos apagan el incendio. Muchas veces, incluso son ellos los que avisan de que hay fuego. Adoptan el papel de buen samaritano. A los asesinos, a su vez, les encanta asistir a los funerales de sus víctimas. Nosotros grabamos en vídeo los funerales, estoy seguro de que lo sabe.
Myron volvió a asentir.
– A veces, los homicidas se convierten en parte de la trama. -Ahora Eric Ford gesticulaba mucho, subiendo y bajando las manos huesudas como si estuviera dando una rueda de prensa en una sala demasiado grande-. Se erigen en testigos. Se convierten en el testigo inocente que pasaba por allí y descubrió casualmente el cuerpo entre los matorrales. Conoce usted ese fenómeno de la polilla que merodea por las llamas, ¿no?
– Sí.
– De modo que, ¿qué podría resultar más tentador que ser el único columnista capaz de informar de la noticia? ¿Se imagina la excitación? ¿Lo alucinantemente cerca de la investigación que se llega a estar? La genialidad de esta mentira, para un psicópata, resulta casi excesivamente deliciosa. Y si estás cometiendo esos crímenes para llamar la atención, entonces, en este caso, obtienes una dosis doble: una, como secuestrador en serie; dos, como el brillante periodista que ha obtenido la filtración y la posibilidad de un premio Pulitzer. Y hasta te llevas el mérito adicional de ser un valiente defensor de la Primera Enmienda.
Myron estaba aguantando la respiración.
– Es una teoría realmente fuerte -dijo.
– ¿Quiere más?
– Sí.
– ¿Por qué se niega Gibbs a responder a todas nuestras preguntas?
– Lo ha dicho usted mismo: la Primera Enmienda.
– No es ni abogado ni psiquiatra.
– Pero es periodista -puntualizó Myron.
– ¿Qué tipo de monstruo seguiría protegiendo a su fuente, en una situación así?
– Conozco a unos cuantos.
– Hablamos con las familias de las víctimas y nos juraron que jamás habían hablado con él.
– Podrían estar mintiendo. Tal vez el secuestrador se lo exigió.
– De acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué no ha hecho nada más Gibbs por defenderse de las acusaciones de plagio? Podía haber luchado contra ellas. Incluso podía haber dado algunos detalles que demostraran que decía la verdad. Pero no, en vez de eso, se quedó callado. ¿Por qué?
– ¿Cree que es porque él es el secuestrador? ¿Que la polilla ha merodeado demasiado cerca de las llamas y se está lamiendo las heridas a oscuras?
– ¿Tiene usted una explicación mejor?
Myron no dijo nada.
– Finalmente tenemos el asesinato de su amante, Melina Garston.
– ¿Qué hay de eso?
– Piénselo, Myron. Lo pusimos contra la pared. Tal vez se lo esperaba, o tal vez no. Sea como fuere, los tribunales no lo ven todo igual que él. Usted no sabe nada de las investigaciones judiciales, ¿no?
– De hecho, no.
– Es porque se instruyó el secreto de sumario. En parte, el juez exigió que Gibbs aportara alguna prueba de que había estado en contacto con el asesino. Finalmente, dijo que Melina Garson le haría de coartada.
– Y lo hizo, ¿no?
– Sí. Declaró haber conocido al sujeto de su historia.
– Sigo sin entenderlo. Si ella lo apoyó, ¿por qué iba a matarla?
– El día antes de morir, Melina Garston llamó a su padre y le confesó que había mentido.
Myron se apoyó en su butaca, tratando de asimilarlo todo.
Eric Ford dijo:
– Ha vuelto, Myron. Stan Gibbs ha vuelto finalmente a asomar la cabeza. Mientras estuvo desaparecido, el secuestrador de Sembrar las Semillas también estaba en fuga. Pero este tipo de psicópata no se detiene nunca por voluntad propia: volverá a actuar, y pronto. De modo que, antes de que eso ocurra, será mejor que nos cuente por qué fue a verlo a su piso.
Myron reflexionó unos instantes, pero no le llevó demasiado:
– Buscaba a alguien.
– ¿A quién?
– A un donante de médula ósea que ha desaparecido. Podría salvar la vida de un niño.
Ford lo miró directamente:
– Supongo que el niño en cuestión es Jeremy Downing.
¡Tanto esfuerzo por mostrarse impreciso!, pero eso no sorprendió a Myron. Probablemente lo supieran por el listado de llamadas, o tal vez lo hubieran seguido cuando fue a casa de Emily.
– Sí. Y antes de continuar, quiero que me den la palabra de queme mantendrán informado.
Kimberly Green puntualizó:
– Tú no formas parte de esta investigación.
– No tengo interés en tu secuestrador, sino en mi donante. Si me ayudáis a encontrarlo, os diré todo lo que sé.
– Estamos de acuerdo -dijo Ford, mientras le hacía un gesto a Kimberly con la mano para que guardara silencio-. Bueno, ¿y qué relación tiene Stan Gibbs con su donante?
Myron repasó el caso para ellos. Empezó por Davis Taylor y luego les habló de Dennis Lex y de la llamada misteriosa. Ellos lo escuchaban con expresión inmutable, Green y Peck garabateando en sus cuadernos, pero hubo un claro sobresalto cuando mencionó a la familia Lex.
Le hicieron unas cuantas preguntas sobre la marcha, como por qué se había involucrado de entrada en el caso. Les dijo que Emily era una vieja amiga; no tenía ningunas ganas de mencionar el tema de su paternidad. Myron percibía el nerviosismo creciente de Green. Él había cumplido su misión, y ahora ella estaba ansiosa por salir y ponerse a seguir rastros.
Al cabo de unos minutos, los federales cerraron sus carpetas y se levantaron.
– Estamos en ello -dijo Ford. Miró a Myron a los ojos-. Y encontraremos a su donante. Usted manténgase al margen.
Myron asintió con la cabeza y se preguntó si sería capaz de hacer lo que le pedían. Cuando se hubieron marchado, Win tomó asiento delante de la mesa de Myron.
– ¿Por qué tengo la sensación de que anoche ligué en un bar y ahora es la mañana siguiente y el tío me acaba de decir aquello de «ya te llamaré»? -preguntó Myron.
– Porque eso es precisamente lo que eres -dijo Win-. Putilla.
– ¿Crees que nos esconden algo?
– Sin duda alguna.
– ¿Algo fuerte?
– Enorme -dijo Win.
– Ya no hay mucho que podamos hacer.
– No -dijo Win-. Nada de nada.
24
La madre de Myron lo recibió en la puerta de entrada.
– Voy a recoger la comida preparada -le dijo.
– ¿Tú?
Ella puso los brazos en jarras y le lanzó su mejor mirada fulminante:
– ¿Tienes algún problema al respecto?
– No, sólo que… -Decidió dejarlo estar-. Nada.
La madre le besó la mejilla y buscó las llaves del coche en el bolso:
– Estaré de vuelta en media hora. Tu padre está atrás. -Lo miró con su expresión implorante-. Solo.
– De acuerdo -dijo él.
– No hay nadie más.
– Ya.
– No sé si me entiendes.
– Entendido.
– Estaréis a solas.
– Lo he pillado, mamá.
– Sería una buena oportunidad…
– ¡Mamá!
Ella levantó las manos:
– Está bien, está bien, ya me marcho.
Myron pasó por el lado de la casa, más allá de los cubos de basura y de reciclaje, y se encontró a su padre en la terraza de tarima de madera roja, con bancos de obra y mobiliario de resina, y una barbacoa Weber 500, todo ello incorporado en la gran ampliación de la cocina de 1994. Su padre estaba inclinado sobre una barandilla con un destornillador en la mano. Por un momento, Myron se sintió transportado a uno de aquellos «proyectos de fin de semana» con papá, algunos de los cuales duraban casi una hora entera. Salían con la caja de herramientas a cuestas y su padre se inclinaba como estaba ahora, mascullando obscenidades entre dientes. La única misión de Myron consistía en pasarle las herramientas, como la enfermera instrumentista de una sala de operaciones, un ejercicio totalmente aburrido que le obligaba a ir cambiando la posición de los pies, suspirar con fuerza y buscar ángulos nuevos en los que colocarse.
– Ey -exclamó Myron.
Su padre levantó la vista, sonrió, dejó la herramienta.
– Un tornillo flojo -dijo-. Pero no hablemos ahora de tu madre.
Myron se rió. Encontraron las sillas de resina junto a la mesa atravesada por una sombrilla azul. Delante de ellos estaba el Bolitar Stadium, una pequeña zona de césped verde amarillento que había sido sede de innumerables, a menudo solitarios, partidos de fútbol, béisbol, wiffleball [7] (tal vez el deporte más popular en el Bolitar Stadium), melés de rugby, bádminton, kickball, y ese pasatiempo de todo futuro sádico, el bombardeo. Myron se fijó en el antiguo huerto de su madre, aunque «huerto» parecía un poco excesivo para un terreno que tan sólo había sido capaz de producir tres tomates blanduzcos y un par de calabacines fláccidos al año, y que ahora tenía más hierbajos que un arrozal camboyano. A la derecha tenían los restos oxidados de su viejo palo de tetherball. El tetherball, ése sí que era un juego bien absurdo.
Myron se aclaró la garganta y puso las manos sobre la mesa.
– ¿Cómo te encuentras?
Papá asintió con la cabeza, con gesto convencido:
– Bien. ¿Y tú?
– Bien.
Entre ellos flotó un silencio hinchado y relajado. Los silencios con un padre pueden ser así. Vuelves atrás y eres joven y estás a salvo, a salvo de esa manera protegida que sólo un niño puede estar con su padre. Sigues viéndolo rondar por tu puerta a oscuras, el eterno centinela de tu adolescencia, mientras tú duermes el sueño de los ingenuos, los inocentes, los inmaduros. Cuando creces te das cuenta de que esa seguridad era tan sólo una ilusión, otra percepción infantil, como el tamaño de tu jardín.
O tal vez, si tienes suerte, no te das cuenta.
Hoy su padre le parecía más viejo, con la tez más arrugada, los bíceps antes tersos y ahora esponjosos bajo la camiseta empezando a deteriorarse. Myron se preguntó cómo empezar. Su padre cerró los ojos y contó hasta tres, los abrió y dijo:
– No lo hagas.
– ¿El qué?
– Tu madre es igual de sutil que un comunicado de prensa de la Casa Blanca -dijo su padre-. Quiero decir, ¿cuál fue la última vez que fue a recoger la cena en mi lugar?
– Ah, ¿lo había hecho alguna vez?
– Una -dijo el padre-. Un día que yo estaba a cuarenta de fiebre. Y hasta salió de casa quejándose.
– ¿Dónde ha ido?
– Me hace seguir una dieta especial, ya sabes, por lo de los dolores en el pecho. -«Dolores en el pecho» era un eufemismo de «infarto».
– Ya, eso ya me lo había imaginado.
– Incluso ha intentado cocinar un poco, ¿te lo ha dicho?
Myron asintió:
– Ayer me hizo una cosa al horno.
El padre se puso rígido:
– ¡Dios mío! -dijo-, ¿a su propio hijo?
– Me dio un poco de miedo.
– Es una mujer con muchos, muchos talentos, pero si lanzaran lo que ella cocina en un país africano con hambruna, nadie se lo comería.
– ¿Y dónde ha ido?
– Se ha aficionado a un lugar de comida sana de Oriente Medio. Lo abrieron hace poco en West Orange. Y no te lo pierdas: se llama Ayatolá Granola.
Myron lo miró con mucha seriedad.
– Lo juro por Dios, se llama así. Y la comida que venden está casi tan seca como ese pavo de Acción de Gracias que preparó tu madre cuando tenías ocho años, ¿te acuerdas?
– De noche todavía me provoca pesadillas -ironizó Myron.
Su padre desvió la vista un momento.
– Nos ha dejado solos para que pudiéramos hablar, ¿no?
– Sí.
Hizo una mueca.
– Odio cuando hace estas cosas. Tiene buena intención, tu madre, los dos lo sabemos. Pero, no lo hagamos, ¿vale?
Myron se encogió de hombros:
– Si tú lo dices.
– Ella cree que no me gusta hacerme mayor. ¡Gran noticia! A nadie le gusta. Mi amigo Herschel Diamond… ¿Te acuerdas de Hershy?
– Claro.
– Un gran tipo, ¿eh? Cuando éramos jóvenes jugaba a fútbol semiprofesional. Bueno, pues Hershy me llama y me dice si, ahora que estoy jubilado, puedo ir a tai chi con él. Y yo pienso, ¿tai chi? ¿Qué demonios es eso? Si me quiero mover lentamente, ¿tengo que ir en coche hasta un gimnasio para hacerlo con un puñado de viejos? Quiero decir que, ¿de qué va todo eso? Le dije que no. Y entonces Hershy, ese gran deportista, Myron, que podía lanzar una bola a un kilómetro, ese fantástico portento, me dice que podemos pasear juntos. Hasta el centro comercial. Caminar a ritmo de marcha. Hasta el centro comercial, ¡por Dios! Si Hershy siempre lo ha odiado, y ahora quiere que salgamos a trotar como un par de burros enfundados en un chándal y con unas zapatillas de caminar caras. Y que hagamos pesas con esas pequeñas mancuernas. Zapatillas de caminar, dice… ¿Qué demonios quiere decir? Yo no he tenido nunca unas zapatillas con las que no pudiera caminar, ¿no tengo razón?
Esperó la respuesta. Myron dijo:
– Más razón que un santo.
El padre se levantó. Cogió un destornillador y fingió ponerse a trabajar.
– Total, que ahora, porque no quiero moverme como un viejo hecho polvo ni caminar por un maldito centro comercial con unas zapatillas caras, tu madre cree que tengo problemas de adaptación. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí.
El padre seguía agachado, manipulando un poco más la verja. A lo lejos, Myron oía unos niños que jugaban. Un timbre de bicicleta. Alguien que se reía. Un cortador de césped rugiendo. La voz de su padre, cuando finalmente volvió a hablar, sonó sorprendentemente suave:
– ¿Sabes lo que tu madre quiere realmente que hagamos? -dijo.
– ¿Qué?
– Quiere que tú y yo intercambiemos los papeles. -Su padre lo miró finalmente con sus ojos de pesados párpados-. Y yo no quiero que cambiemos los papeles, Myron. Yo soy el padre; me gusta ser el padre. Dejadme que lo siga siendo, ¿vale?
A Myron le costó un poco responder.
– Claro, papá.
Su padre volvió a agachar la cabeza, con los mechones grises tiesos por la humedad, la respiración pesada propia del trabajo con herramientas, y Myron sintió como si algo le abriera el pecho y le agarrara el corazón. Miraba a ese hombre al que había querido durante tanto tiempo, que había ido treinta años, sin protestar nunca, a aquel maldito y bochornoso almacén de Newark, y Myron se dio cuenta de que no lo conocía. No sabía cuáles habían sido los sueños de su padre, lo que quería ser de mayor cuando era niño, lo que pensaba de su propia vida.
El padre seguía trabajando con el destornillador; Myron lo observaba.
Prométeme que no te morirás, ¿vale? Sólo quiero que me prometas eso.
Estuvo a punto de decirlo en voz alta. El padre se levantó y observó su manualidad. Satisfecho, volvió a sentarse. Se pusieron a hablar de los Knicks, de la última película de Kevin Costner y del nuevo libro de Nelson DeMille. Guardaron la caja de herramientas. Tomaron un poco de té con hielo. Descansaron el uno junto al otro en dos hamacas iguales de resina. Myron repasaba con el dedo la humedad condensada de su vaso. Oía la respiración de su padre, vagamente ronca. Había empezado a anochecer y el cielo se había teñido de color violeta, los árboles de naranja vivo.
Myron cerró los ojos y dijo:
– Te voy a plantear una hipótesis.
– Vale.
– ¿Qué harías si te enteraras de que no eres mi auténtico padre?
Su padre miró al cielo.
– ¿Estás intentando decirme algo?
– Es sólo una hipótesis. Supón que ahora mismo te enteraras de que yo no soy tu hijo biológico. ¿Cómo reaccionarías?
– Depende.
– ¿De qué?
– De cómo reaccionaras tú.
– A mí me daría igual -dijo Myron.
Su padre sonrió.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
– Para nosotros es fácil decir que nos daría igual, pero una noticia así cae como una bomba. Es imposible predecir qué hará cada persona cuando explota una bomba. Cuando estaba en Corea… -El padre se detuvo; Myron se incorporó-. Bueno, nunca sabías cómo las personas iban a reaccionar. -Su voz se apagó. Tosió un poco, tapándose con el puño, y prosiguió-. Había tipos a los que considerabas héroes que perdían los papeles totalmente, y viceversa. Por eso no puedes hacer ese tipo de preguntas hipotéticas.
Miró a su padre, que seguía mirando al césped, tomando otro trago largo de té.
– No hablas nunca de Corea -le dijo Myron.
– Sí lo hago -dijo su padre.
– Conmigo no.
– No, contigo no.
– ¿Por qué no?
– Porque por eso luché, para que no tuviéramos que hablar de eso.
No tenía lógica pero Myron lo entendió.
– ¿Hay algún motivo por el que me has planteado esa hipótesis?
– No.
El padre asintió con la cabeza. Sabía que era mentira, pero no iba a presionarlo. Se acomodaron y contemplaron el conocido entorno.
– El tai chi no está mal -dijo Myron-. Es un arte marcial, es como el taekwondo. Yo mismo he pensado en apuntarme a clases.
Su padre tomó otro sorbo; Myron lo miró de reojo. Había algo en el rostro de su padre que estaba empezando a temblar. ¿Se estaba haciendo el padre realmente más pequeño, más frágil, o era, como el jardín y la sensación de seguridad, de nuevo esa percepción cambiante del niño que se ha hecho adulto?
– ¿Papá?
– Entremos dentro -dijo el padre, mientras se ponía de pie-. Si nos quedamos mucho más rato, uno de los dos se pondrá lloroso y acabará diciéndole al otro «¿nos pasamos la pelota?».
Myron reprimió la sonrisa y lo siguió adentro. Su madre no tardó en llegar, acarreando dos bolsas de comida como si fueran dos losas.
– ¿Tenéis hambre? -exclamó.
– Estoy hambriento -dijo el padre-. Tengo tanta hambre que me podría comer a un vegetariano.
– Muy gracioso, Al.
– O incluso algo cocinado por ti…
– Ja, ja -dijo la madre.
– … aunque creo que preferiría al vegetariano.
– Basta ya, Al, que creo que me dará una hernia si sigues haciéndome reír así. -La madre dejó las bolsas sobre la encimera de la cocina-. ¿Lo ves, Myron? Está bien que tu madre sea tan superficial.
– ¿Superficial? -preguntó Myron.
– Sí, porque si juzgara a los hombres por su cerebro o por su sentido del humor -explicó su madre-, tú nunca habrías nacido.
– Exacto -dijo el padre, con una sonrisa franca-. Pero te basta con ver a tu hombre en bañador y, ¡zas!, caes como una mosca.
– Venga, por favor… -dijo la madre.
– Sí -insistió Myron-, por favor.
Los dos lo miraron. La madre se aclaró la garganta:
– Bueno, ¿habéis tenido una conversación agradable?
– Sí, hemos hablado -dijo el padre-. Ha sido algo muy reconfortante. Ahora veo muy claros los errores de mi vida.
– Lo digo en serio.
– Y yo también. Ahora veo las cosas muy distintas.
Ella lo abrazó por la cintura y le hizo unos arrumacos:
– ¿Así que llamarás a Hershy?
– Le llamaré -dijo él.
– Prométemelo.
– Sí, Ellen, te lo prometo.
– ¿Irás al gimnasio y harás jai alai con él?
– Tai chi -la corrigió.
– ¿Qué?
– Se llama tai chi, no jai alai.
– Ah, creí que era jai alai.
– Tai chi. Jai alai es el juego ese de las raquetas curvas que juegan en Florida.
– No, eso es el shuffleboard. La otra cosa con los palos. Y las apuestas.
– ¿Tai chi? -repitió la madre, como probando el sonido-. ¿Estás seguro?
– Creo que sí.
– ¿Pero no estás del todo seguro?
– No, no del todo -dijo el padre-. A lo mejor tienes razón, a lo mejor se llama jai alai.
El debate prosiguió un rato más. Myron no se molestó en corregirles. No te metas nunca en esa extraña danza llamada discusión matrimonial. Se tomaron la cena a base de comida sana. Era ciertamente horrible. Se rieron mucho. Sus padres debieron de decirse el uno al otro «no sabes de lo que hablas» unas cincuenta veces; tal vez fuera un eufemismo de «te quiero».
Al final Myron les dio las buenas noches. Su madre se despidió de él con un beso en la mejilla y desapareció; su padre lo acompañó hasta el coche. Era una noche silenciosa, excepto por una pelota de baloncesto solitaria que se oía por Darby Road o tal vez por Coddington Terrace. Un sonido agradable. Cuando abrazó a su padre al despedirse, Myron lo sintió más pequeño, menos sólido. Myron prolongó el abrazo un poco más de lo habitual. Por primera vez se sintió como el mayor, el más fuerte de los dos, y de pronto recordó lo que su padre le había dicho sobre cambiar los papeles. Así que lo siguió abrazando a oscuras. Pasó el tiempo. Papá le dio unos golpecitos en la espalda. Myron mantenía los ojos cerrados y lo abrazaba con fuerza. Papá le acarició el pelo y lo acalló cariñosamente. Sólo unos segundos. Sólo hasta que los papeles volvieron a cambiar, volviendo cada uno a su lugar.
25
El señor Granito esperaba a la puerta del Dakota.
Myron lo vio desde el coche. Cogió el móvil y llamó a Win:
– Tengo visita.
– Un caballero más bien corpulento, sí -dijo Win-. Al otro lado de la calle hay dos cohortes apostadas en un vehículo corporativo propiedad de la familia Lex.
– Dejaré el teléfono abierto.
– La última vez te lo confiscaron -le recordó Win.
– Sí.
– Es probable que hagan lo mismo.
– Improvisaremos.
– Sí, tu funeral -dijo Win, antes de colgar.
Myron aparcó en la plaza y se acercó al señor Granito.
– La señora Lex quisiera verle -le dijo Granito.
– ¿Sabe lo que quiere? -le preguntó Myron.
Granito ignoró la pregunta.
– A lo mejor me vio haciendo flexiones en la cinta que grabaron los de seguridad -dijo Myron-. Me querrá conocer mejor.
Granito no se rió:
– ¿No ha pensado nunca en dedicarse profesionalmente a eso del humor?
– He recibido alguna oferta.
– Estoy seguro. Entre en el coche.
– Está bien, pero tengo una hora límite. Y nunca beso en la boca en la primera cita. Lo digo por dejar las cosas claras.
Granito movió la cabeza:
– Tío, cómo me gustaría darte una paliza.
Se metieron en el coche. Delante había dos tipos con chaqueta azul. Hicieron todo el trayecto en silencio excepto por Granito y sus Crujidos Mágicos de Nudillos. El edificio Lex apareció a regañadientes en medio de la oscuridad. Myron volvió a pasar por las penalidades de seguridad. Como Win había predicho, le confiscaron el teléfono. Esta vez, Granito y los dos de la chaqueta azul giraron a la izquierda en vez de a la derecha. Lo escoltaron hasta un ascensor. Cuando se abrió otra vez, apareció lo que parecía ser una planta residencial.
El despacho de Susan Lex estaba decorado con una especie de estilo Renacimiento palaciego, pero el apartamento de ahí arriba -al menos, parecía un apartamento- daba un giro de ciento ochenta grados: moderno y minimalista eran los dos adjetivos que le pegaban. Paredes de color blanco escueto y totalmente desnudas y el suelo de madera gris paloma. Había estanterías blancas y negras de fibra de vidrio, casi todas vacías, algunas con figurillas poco definidas. También había un sofá rojo con forma de labios, y un mueble bar bien provisto y hecho de lucha por el que se veía a través, flanqueado por dos taburetes metálicos rotatorios de pie de color rojo, igual de tentadores que un termómetro rectal. En una chimenea danzaba perezosamente un fuego, compuesto por troncos falsos que proyectaban un brillo poco natural sobre la encimera negra. Todo aquel espacio despedía una sensación y un aura tan cálidos como una calentura.
Myron paseó, fingiendo interés. Se detuvo ante una estatua de cristal con el pie de mármol. Algo moderno, o cubista, o como quieras llamarlo. Movimiento Intestinal Simétrico, quizá. Myron puso la mano encima. Sólido. Miró por el cristal de una sola dirección. Era demasiado para poder ver nada, más allá de los setos que protegían la puerta principal. Hum.
Los de la chaqueta azul hacían de guardias del Palacio de Buckingham a ambos lados de la puerta. Granito siguió a Myron con las manos pegadas detrás de la espalda. Al otro lado del salón se abrió una puerta. Myron no se sorprendió al ver entrar a Susan Lex, que de nuevo mantenía la distancia de seguridad. Esta vez la acompañaba un hombre. Myron no se molestó en acercarse a ellos.
– ¿Y usted es…?
Susan Lex respondió a la pregunta:
– Es mi hermano, Bronwyn.
– No es el hermano que a mí me interesa -dijo Myron.
– Sí, ya lo sé. Siéntese, por favor.
El señor Granito le señaló el sofá-labios. Myron se sentó en el labio inferior, a la espera de ser devorado. Granito se sentó justo al lado. Qué coqueto.
– A Bronwyn y a mí nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas, señor Bolitar -dijo Susan Lex.
– ¿Podrían acercarse un poco más?
Ella sonrió:
– No lo creo.
– Me he duchado.
Ella ignoró el comentario.
– Entiendo que hace usted ocasionalmente trabajos de investigación -dijo.
Myron no respondió.
– ¿Es eso correcto?
– Depende de lo que quiera decir por «trabajos de investigación».
– Lo interpretaré como un sí -dijo Susan Lex.
Myron se encogió de hombros, como diciendo «es tu problema».
– ¿Por eso busca a mi hermano? -preguntó ella.
– Ya le expliqué por qué lo busco.
– ¿Ese cuento de que era donante de médula ósea?
– No es ningún cuento.
– Por favor, señor Bolitar -dijo Susan Lex, con ese aire de persona rica-, ambos sabemos que es mentira.
Myron hizo ademán de levantarse, pero Granito le puso una mano sobre la rodilla. Le dio la sensación de que, más que la mano, le ponía un bloque de cemento. Granito movió la cabeza y Myron permaneció donde estaba.
– No es mentira -dijo.
– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Susan Lex. Luego miró al señor Granito-. Enséñale las fotos, Grover.
Myron se volvió a mirarlo:
– Grover es el nombre de mi personaje favorito de Barrio Sésamo. Quería que lo supiera.
– Le hemos estado siguiendo, Myron. -Granito le dio un puñado de fotos. Myron las miró. Eran fotos de 20X25 en las que él aparecía en casa de Stan Gibbs. En la primera salía llamando a la puerta. En la segunda, Stan asomaba la cabeza. La tercera los mostraba a los dos entrando en la vivienda.
– ¿Y bien?
Myron frunció el ceño.
– Qué más podría añadir.
– Sabemos que trabaja para Stan Gibbs -dijo Susan Lex.
– ¿Haciendo qué, exactamente? -preguntó Myron.
– Investigando. Como le he dicho antes. Así que, ahora que entendemos su motivo real, dígame cuánto nos costará que se vaya.
– No sé de lo que me está hablando.
– Para decirlo claramente, ¿cuánto costará que abandone y desista? -preguntó Susan Lex-. ¿O nos piensa obligar a destruirle también?
¿También?
Eso le provocó un clic en el cerebro.
Myron dirigió su atención al hermano silencioso:
– Déjeme hacerle una pregunta, Bronwyn -dijo-. Usted y Dennis iban juntos a preescolar. Ambos desaparecieron, pero al cabo de dos semanas, usted volvió solo al colegio. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a su hermano?
Bronwyn abrió y cerró la boca, como un títere. Luego miró a su hermana en busca de ayuda.
– Es como si después de eso hubiera desaparecido de la faz de la tierra -prosiguió Myron-. Durante treinta años ha estado totalmente fuera de las antenas del radar. Pero ahora, bueno, es como si, por algún motivo, hubiera vuelto. Se ha cambiado el nombre, ha abierto una pequeña cuenta corriente, ha donado sangre en un centro de médula ósea. Así que, ¿qué me dice, Bron? ¿Tiene alguna pista?
Bronwyn dijo:
– ¡Sencillamente, eso no puede ser cierto!
Su hermana lo hizo callar con la mirada. Pero Myron sintió algo en el ambiente. Reflexionó la sensación y le vino a la cabeza otra idea: tal vez los propios hermanos Lex no conocían la respuesta. Tal vez ellos también buscaban a Dennis.
Fue precisamente mientras estaba perdido en ese pensamiento que recibió un fuerte puñetazo en el estómago del señor Granito. El puño le impactó tan adentro que pareció como si los nudillos hubieran llegado a la tela del sofá. Myron se dobló por la cintura. Cayó al suelo, se esforzó por recuperar la respiración, ahogándose por dentro. Agachó la cabeza hasta las rodillas, consumido por una idea: aire. Necesitaba aire.
La voz de Susan Lex le retumbó en los oídos:
– Stan Gibbs sabe la verdad. Su padre es un mentiroso repugnante. Sus acusaciones no tienen absolutamente ninguna credibilidad. Pero defenderé a mi familia, señor Bolitar. Dígale al señor Gibbs que todavía no ha empezado a sufrir. Lo que le ha ocurrido hasta ahora no es nada comparado con lo que le pienso hacer, y a usted también, si no se detiene. ¿Ha quedado claro?
Aire. Tragos de aire. Myron se las arregló para no vomitar. Se tomó su tiempo, levantó la vista, la miró a los ojos.
– No entiendo nada de nada -dijo.
Susan Lex se dirigió a Grover:
– Pues, entonces, házselo entender tú.
Con estas palabras abandonó la sala. Su hermano le dedicó un último vistazo y luego la siguió.
Poco a poco, Myron recobró el aliento.
– Buen gancho, Grover -dijo.
Grover se encogió de hombros:
– Contigo he sido delicado.
– La próxima vez, vigila cuando miro, tipo duro.
– El resultado será el mismo.
– Eso ya lo veremos. -Myron se incorporó-. Bueno, ¿de qué cojones me hablaba?
– Pensaba que la señora Lex se había explicado con claridad suficiente -dijo-. Pero como pareces tener muy poca cosa entre las dos orejas, reformularé su postura: no le gusta que nadie meta las narices en sus asuntos. Stan Gibbs, por ejemplo, las metió, y ya has visto lo que le ha pasado. Tú las has metido, y ahora vas a ver lo que te pasa.
Myron se puso de pie con dificultad. Los dos de la chaqueta azul permanecieron junto a la puerta. Granito volvía a hacer crujir los nudillos.
– Ahora presta atención, por favor -dijo-. Voy a romperte una pierna. Luego sacarás a rastras tu puto culo de aquí y le dirás a Gibbs que si vuelve a meter las narices, os exterminaré a los dos. ¿Alguna pregunta?
– Sólo una -dijo Myron-. ¿No crees que eso de romper una pierna está un poco visto?
Grover sonrió:
– Tal y como lo hago yo, no.
Myron miró a su alrededor.
– No tienes escapatoria, amigo.
– ¿Quién quiere escaparse? -contraatacó Myron.
Sin aviso previo, agarró la pesada estatua dedicada al movimiento intestinal. Los de azul empuñaron sus revólveres. Granito se agachó. Pero Myron no apuntaba contra ellos. Tiró de la estatua, estiró los brazos, giró sobre sí mismo como un lanzador de disco y apuntó, con la base de mármol por delante, a la luna de cristal de la ventana. La ventana estalló en mil pedazos.
Ahí empezó el tiroteo.
– ¡Al suelo! -gritó Myron.
Los de azul obedecieron. Myron se agachó. Las balas siguieron. Fuego de francotirador. Una bala impactó contra la luz cenital. Otra contra la lámpara.
Te hubiera encantado, Win.
– Si queréis seguir con vida -gritó Myron-, ¡no os mováis!
El fuego cesó. Uno de los de azul hizo ademán de levantarse. Saltó otra bala que estuvo a punto de arreglarle el peinado. Volvió a tumbarse inmediatamente, tan plano que parecía una alfombra de piel de oso.
– Ahora voy a levantarme -dijo Myron-. Y me marcharé. Os aconsejo que os quedéis bien agachaditos. Y, ¿Grover?
– ¿Qué?
– Avisa por radio a los de abajo que no intenten detenerme. No estoy del todo seguro, pero es bastante probable que, si me retraso más de la cuenta, mi amigo lance una granada desde fuera.
Granito hizo la llamada. Nadie movió un dedo. Myron se levantó y luego abandonó la sala casi silbando.
26
Era ya medianoche cuando Myron llamó a la puerta del apartamento de Stan Gibbs.
– Salgamos a dar un paseo -le propuso Myron.
Stan tiró el cigarrillo y lo aplastó con la punta del pie.
– Tal vez será mejor que vayamos en coche -respondió-. Los federales usan radios de largo alcance.
Subieron al Ford Taurus de Myron, también conocido como Ligón de Chatis. Stan Gibbs puso la radio y se puso a juguetear con las emisoras. Un anuncio de Heineken. ¿Acaso le importa a alguien que sea importada por Van Munchin and Company?
– ¿Llevas algún micro, Myron?
– No.
– Pero los federales hablaron contigo -dijo Stan-. Al salir de aquí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me tienen vigilado -respondió, mientras se encogía de hombros-. Lo más lógico es suponer que te interrogaron.
– Háblame de su conexión con Dennis Lex -le pidió Myron.
– Ya te lo dije, no tengo ninguna.
– Esta noche me ha venido a buscar un tipo grandote llamado Grover. Él y Susan Lex me han advertido severamente que no siguiera jugando contigo. También estaba Bronwyn.
Stan Gibbs cerró los ojos y se los frotó.
– Sabían que me habías venido a ver.
– Digamos que tenían instantáneas de 20x25 de la velada.
– Y han deducido que trabajas para mí.
– Bingo.
Stan movió la cabeza.
– Aléjate de todo esto, Myron. No es gente con la que te gustaría verte involucrado.
– ¿Desearías que alguien te hubiera dado este consejo hace tiempo?
Su sonrisa no escondía nada. Rezumaba agotamiento de la misma manera que el asfalto desprende calor en un día de verano.
– Ni te lo imaginas -dijo.
– Cuéntamelo tú.
– No.
– Puedo ayudarte -dijo Myron.
– ¿Contra los Lex? Tienen demasiado poder.
– Y como tienen poder, quisiste escribir una historia sobre ellos, ¿no?
Silencio por respuesta.
– Y eso no les gustó. De hecho, se opusieron frontalmente.
Más silencio.
– Empezaste a escarbar por donde ellos no querían. Descubriste que había otro hermano llamado Dennis.
– Sí.
– Y eso los sacó de quicio.
Stan empezó a mordisquearse un pellejo del dedo.
– Vamos, Stan. No me hagas sacártelo a tirones.
– Ya lo tienes bastante claro.
– Pues, entonces, cuéntamelo.
– Quería escribir un artículo sobre ellos. Sacar su historia a la luz, vaya. Hasta tenía a un editor listo para firmar el contrato para hacer un libro. Pero entonces los Lex se enteraron. Me advirtieron que me apartara del tema. Un hombretón vino a verme a casa. No me enteré de su nombre, pero se parecía mucho al Sargento Rock.
– Debía de ser Grover.
– Me dijo que si no lo dejaba, me podían destruir.
– Y eso no hizo más que exacerbar tu curiosidad.
– Supongo.
– Y descubriste lo de Dennis Lex.
– Sólo que existió. Y que desapareció sin dejar rastro cuando era niño. -Stan se volvió hacia él. Myron redujo la velocidad y sintió como si algo se le encaramara hasta la coronilla.
– Como las víctimas de Sembrar las Semillas -concluyó Myron.
– No.
– ¿Por qué no?
– Eso es distinto.
– ¿En qué? -preguntó Myron.
– Te parecerá una tontería -dijo Stan-, pero esa familia no tiene el mismo sentido del terror que tienen las demás familias.
– Los ricos son buenos fingiendo.
– Es algo más que eso -insistió Stan-. Aún no he conseguido saber qué es exactamente, pero estoy seguro de que Susan y Bronwyn Lex saben lo que le ocurrió a su hermano.
– Pero quieren mantenerlo en secreto.
– Sí.
– ¿Tienes alguna idea del porqué?
– No -dijo Stan.
Myron miró hacia atrás. Los federales los seguían a una distancia bastante prudente.
– ¿Crees que Susan Lex es responsable de que apareciera esa novela?
– La idea se me ha pasado por la cabeza.
– ¿Pero no la has investigado nunca?
– Empecé a hacerlo, después de que estallara el escándalo, pero recibí una llamada del grandullón. Me dijo que eso era sólo el principio. Que sólo estaba moviendo un dedo, pero que a la próxima me aplastaría con las dos manos.
– Ese tipo puede llegar a ser muy poético -dijo Myron.
– Sí.
– Pero hay algo que sigo sin entender.
– ¿Qué?
– No eres de los que se asustan fácilmente. La primera vez que te advirtieron que te mantuvieras al margen, los ignoraste. Después de lo que te han hecho, pensaba que ibas a contraatacar todavía con más fuerza.
– Te olvidas de algo -dijo Stan.
– ¿De qué?
– Melina Garston.
Silencio.
– Piénsalo -dijo Stan-. Mi amante, la única persona que podía confirmar que me había reunido con el secuestrador de Sembrar las Semillas, acaba muerta.
– Su padre alega que se retractó de su declaración.
– Sí, claro. En una extraña confesión antes de morir.
– ¿Crees que los Lex están también detrás de eso?
– ¿Por qué no? Mira lo que ocurrió aquí. ¿Quién es el principal sospechoso del asesinato de Melina? Soy yo, ¿no? Eso es lo que los federales te habrán contado; ellos creen que fui yo. Sabemos que los Lex tienen el estómago suficiente para desenterrar esta novela que se supone que plagié. ¿Quién sabe qué más son capaces de hacer?
– ¿Crees que te pueden incriminar en el asesinato?
– Como mínimo.
– ¿Estás diciendo que ellos mataron a Melina Garston?
– Es muy posible. También pudo haber sido el secuestrador de Sembrar las Semillas, no lo sé.
– Pero crees que lo de Melina fue una advertencia.
– Desde luego que fue una advertencia -dijo Stan Gibbs-. Lo único que no sé es de quién.
Por la radio, mientras, Stevie Nicks cantaba sobre un desprendimiento de tierra. Oh, yeah.
– Te olvidas de algo, Stan.
Stan mantenía la mirada al frente.
– ¿De qué?
– En este asunto hay una conexión personal -dijo Myron.
– ¿A qué te refieres?
– Susan Lex mencionó a tu padre. Dijo que era un mentiroso.
Stan se encogió de hombros.
– Tal vez tenga razón.
– ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
– Llévame a casa.
– Ahora no me escondas cosas.
– ¿Qué quieres realmente, Myron?
– ¿Disculpa?
– ¿Cuál es tu interés real en este asunto?
– Ya te lo dije.
– ¿Ese menor que necesita un trasplante de médula ósea?
– Tiene trece años, Stan. Sin él se morirá.
– ¿Y si no me lo creo? Yo también he investigado un poco. Has trabajado para el gobierno.
– De eso hace muchos años.
– Y a lo mejor ahora estás ayudando al FBI. O incluso a la familia Lex.
– No.
– No puedo correr ese riesgo.
– ¿Por qué no? Me estás diciendo la verdad, ¿no? La verdad no puede hacerte daño.
Stan resopló:
– ¿De veras lo crees?
– ¿Por qué mencionó a tu padre Susan Lex?
Silencio.
– ¿Dónde está tu padre? -insistió Myron.
– Basta ya.
– ¿Qué?
Stan lo miró:
– Desapareció. Hace ocho años.
Desapareció. Otra vez esa palabra.
– Sé lo que estás pensando y te equivocas. Mi padre no estaba bien. Estuvo entrando y saliendo de instituciones mentales durante toda su vida. Siempre hemos supuesto que había huido.
– Pero no has sabido nada más de él.
– Así es.
– Dennis Lex desaparece. Tu padre desaparece…
– Con más de veinte años de diferencia -se interpuso Stan-. No hay ninguna conexión entre ellos.
– Sigo sin entenderlo -dijo Myron-. ¿Qué tiene que ver tu padre, o su desaparición, con los Lex?
– Ellos creen que mi padre es el motivo por el que yo quise escribir el artículo. Pero se equivocan.
– ¿Y por qué iban a creerlo?
– Mi padre fue alumno de Raymond Lex, antes de que saliera Confesiones a medianoche.
– ¿Y?
– Pues que mi padre alegaba que la novela la había escrito él. Dijo que Raymond Lex se la robó.
– Dios mío.
– Nadie le creyó -añadió Stan rápidamente-. Como te he dicho, no estaba muy bien de la cabeza.
– Y, sin embargo, de pronto tú decides investigar a la familia.
– Sí.
– ¿Y me dices que es todo pura coincidencia? ¿Que tu propia investigación no tenía nada que ver con las acusaciones de tu padre?
Stan apoyó la cabeza en la ventanilla del coche, como un niño ansioso por llegar a casa.
– Nadie creyó a mi padre -dijo-. Tal vez se lo debía para, al menos, darle el beneficio de la duda.
– ¿Crees que Raymond Lex plagió a tu padre?
– No.
– ¿Crees que tu padre está todavía vivo?
– No lo sé.
– Ahí tiene que haber una conexión -dijo Myron-. Tu artículo, la familia Lex, las acusaciones de tu padre…
Stan cerró los ojos:
– Basta ya.
Myron cambió de tema:
– ¿Cómo se puso en contacto contigo el secuestrador de Sembrar las Semillas?
– No revelo nunca las fuentes.
– Vamos, Stan.
– No -dijo con firmeza-. Es posible que haya perdido muchas cosas, pero no esta parte de mí. Sabes que no puedo decir nada sobre mis fuentes.
– Sabes quién es, ¿no?
– Llévame a casa, Myron.
– Es Dennis Lex… ¿o tal vez secuestró a Dennis Lex?
Stan se cruzó de brazos.
– A casa -insistió.
Myron se percató de que su rostro se había vuelto totalmente hermético. Esa noche no le daría nada más. Giró a la derecha y emprendió el trayecto de vuelta. Ninguno de los dos hombres volvió a hablar hasta que Myron detuvo el coche frente a su casa.
– ¿Me dices la verdad, Myron? ¿Sobre lo del donante de médula?
– Sí.
– El menor, ¿es alguien cercano a ti?
Myron mantuvo las dos manos en el volante.
– Sí.
– ¿O sea que no hay manera de hacer que te alejes de esto?
– Ninguna.
Stan asintió con la cabeza, en buena parte para sí mismo.
– Haré lo que pueda, pero debes confiar en mí. -¿Qué quieres decir? -Dame unos días. -¿Para hacer qué?
– Durante un tiempo no sabrás nada de mí. No dejes que eso haga tambalear tu fe.
– ¿De qué me estás hablando?
– Haz lo que tengas que hacer -dijo-. Yo haré lo mismo.
Stan Gibbs salió del coche y desapareció en medio de la noche.
27
A la mañana siguiente, una llamada de Greg Downing despertó a Myron temprano.
– Nathan Mostoni se ha marchado de la ciudad -le dijo-. Así que he vuelto a Nueva York. Esta tarde me toca recoger a mi hijo.
Mira qué bien te portas, pensó Myron, pero optó por callar la boca.
– Voy al YMCA de la calle 92 a lanzar unas canastas -añadió Greg-. ¿Quieres venir?
– No -dijo Myron.
– Da igual, ven de todos modos. Quedamos a las diez.
– Llegaré tarde. -Myron colgó y salió de la cama. Miró su e-mail y encontró un documento en formato JPEG del contacto de Esperanza en AgeComp. Abrió el archivo y una imagen se abrió lentamente en la pantalla: la posible cara de Dennis Lex como un hombre en sus cabales de treinta y muchos años. Extraño. Myron observó la imagen. No le resultaba familiar en absoluto. Era un trabajo notable, ese tipo de imágenes con edad añadida, muy real. Excepto por los ojos: los ojos siempre parecían ojos de muerto.
Clicó en el icono de imprimir y oyó la Hewlett-Packard ponerse en marcha. Miró la hora que aparecía en el extremo inferior derecho de la pantalla. Todavía era temprano, pero no quería esperar más.
Llamó al padre de Melina Garston.
George Garston accedió a encontrarse con Myron en su ático de la Quinta Avenida con la calle 78, con vistas a Central Park. Una mujer de pelo oscuro le abrió la puerta. Se presentó como Sandra y lo guió en silencio pasillo abajo. Myron miró por una ventana, desde donde pudo ver la silueta gótica del Dakota al otro lado del parque. Recordó haber leído en alguna parte que Woody y Mia se saludaban haciendo ondear toallas desde sus respectivos apartamentos a ambos lados de Central Park. Eran tiempos mejores, sin duda.
– No entiendo lo que tiene usted que ver con mi hija -le dijo George Garston. Llevaba una camisa azul que contrastaba bellamente con una mata de pelo blanco que le salía del pecho hasta el cuello, asomando como la peluca de un muñeco trol. Su cabeza calva era una esfera casi perfecta embutida entre dos rocas con forma de hombros. Tenía la complexión orgullosa y fornida del inmigrante que ha triunfado, pero se le notaba que había sufrido un revés. Ahora presentaba un decaimiento, el encorvamiento de los que sufren eternamente. Myron lo había visto antes. El dolor como el de ese hombre te quiebra la espalda. Sigues viviendo, pero siempre encorvado. Sonríes, pero la alegría nunca te alcanza los ojos.
– Probablemente nada -dijo Myron-. Estoy buscando a alguien, y podría tener algo que ver con el asesinato de su hija. No lo sé.
El estudio era de madera de cerezo, demasiado oscuro, con las cortinas cerradas y una lámpara que despedía una luz amarillenta apagada. George Garston se volvió a un lado, de cara al denso papel con estampado de cachemira de la pared, mostrándole el perfil a Myron.
– Una vez trabajamos juntos -dijo-. Nosotros personalmente no, nuestras empresas. ¿Lo sabía?
– Sí -dijo Myron.
George Garston se había hecho rico con una cadena de restaurantes griegos, de esos que funcionan mejor como chiringuitos de comida en las zonas de restauración de los grandes centros comerciales. La cadena se llamaba Achilles Meals. De veras. Myron tenía a un jugador de hockey griego que había promocionado la cadena en la zona, en la parte norte del Midwest.
– De modo que un agente de deportes se interesa por el asesinato de mi hija -dijo Garston.
– Es una larga historia.
– La policía no dice nada, pero creen que fue su novio, ese periodista. ¿Está usted de acuerdo?
– No lo sé. ¿Qué piensa usted?
Hizo un ruido burleta. Myron ya casi no le veía la cara.
– ¿Qué pienso yo? -repitió-. Suena usted como uno de esos terapeutas postraumáticos.
– No era mi intención.
– Te echan toda esta mierda sensiblera y lo único que quieren es distraerte de la realidad. Dicen que quieres que te enfrentes a ella pero, en verdad, es todo lo contrario. Quieren que escarbes mucho en tu interior para que al final no seas capaz de ver lo horrible que es ahora tu vida. -Gruñió y corrigió la postura sobre la butaca-. No tengo una opinión sobre Stan Gibbs. No le he visto nunca.
– ¿Sabía que él y su hija salían juntos?
A oscuras, Myron vio la gran cabeza moviéndose hacia delante y hacia atrás.
– Me dijo que tenía un novio -dijo-. Pero no me dijo su nombre, ni que estuviera casado.
– ¿Lo habría aprobado?
– Por supuesto que no -dijo, tratando de sonar cortante, pero su actitud estaba más allá de la indignación banal-. ¿Lo aprobaría usted, si fuera su hija?
– Supongo que no. ¿De modo que no sabía nada de su relación con Stan Gibbs?
– No.
– Entiendo que habló usted con ella poco antes de su muerte.
– Cuatro días antes.
– ¿Puede contarme de qué hablaron?
– Melina había estado bebiendo -dijo, con ese sonido monótono puro que alcanzas cuando las palabras llevan demasiado tiempo retumbando por tu cabeza-. Bebiendo mucho. Mi hija bebía demasiado. Lo heredó de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Es el legado de la familia Garston. -Soltó un sonido que sonó mucho más próximo a un sollozo que a nada parecido a una carcajada.
– ¿Le habló Melina de su testimonio?
– Sí.
– ¿Podría decirme lo que dijo exactamente?
– «He cometido un error, papá.» Eso es lo que me dijo. Me dijo que había mentido.
– ¿Qué le dijo usted?
– Ni siquiera sabía de lo que me estaba hablando. Es lo que le he dicho antes: yo no sabía nada de ese novio.
– ¿Le pidió que se lo explicara?
– Sí.
– ¿Y?
– No lo hizo. Me dijo que me olvidara del asunto. Dijo que ya lo arreglaría. Luego me dijo que me quería y colgó.
Silencio.
– Yo tenía dos hijos, señor Bolitar, ¿lo sabía?
Myron negó con la cabeza.
– Hace tres años, un accidente de avión se llevó a mi hijo Michael. Ahora, un animal ha torturado y matado a mi niña. Mi esposa, que también se llamaba Melina, murió hace quince años. No tengo a nadie más. Hace cuarenta y ocho años pensé que llegaba a este país sin nada. Y he ganado mucho dinero. Pero ahora, en realidad, no tengo nada. ¿Lo entiende?
– Sí -dijo Myron.
– ¿Eso es todo, entonces?
– Su hija tenía un piso en Broadway.
– Sí.
– ¿Siguen ahí, sus pertenencias?
– Sandra, mi nuera, ha estado recogiendo sus cosas. Pero todavía está todo allí. ¿Por qué?
– Me gustaría echarles un vistazo, si está de acuerdo, claro.
– La policía ya lo ha hecho.
– Lo sé.
– ¿Cree que puede encontrar algo que se les puede haber escapado?
– Estoy casi seguro de que no.
– ¿Y entonces?
– Estoy enfocando el caso desde un punto de vista distinto. Eso me da una perspectiva más fresca.
George Garston encendió la lámpara de sobremesa. El amarillo de la bombilla le tiñó la cara de una ictericia oscura. Myron pudo ver sus ojos demasiado secos, quebradizos como una fruta secada al sol.
– Si descubre quién mató a mi Melina, me lo dirá a mí primero.
– No -dijo Myron.
– ¿Sabe lo que le hizo?
– Sí. Y sé lo que usted quiere hacer. Pero eso no le hará sentirse mejor.
– Lo dice como si estuviera seguro.
Myron guardó silencio.
George Garston apagó la luz y se volvió de espaldas.
– Sandra le puede acompañar al piso.
– Se pasa el día sentado en ese estudio -le dijo Sandra Garston mientras llamaban el ascensor-. Ya no quiere salir nunca.
– Todavía es reciente -dijo Myron.
Ella negó con la cabeza. El pelo negro azulado le caía formando ondas amplias y sueltas, como el papel térmico del fax cuando sale de la máquina. Pero, a pesar del color del pelo, el aspecto global de la chica era casi islandés, con el rostro y la complexión de una campeona de patinaje sobre hielo. Tenía las facciones afiladas y acabadas casi abruptamente, la tez rojiza como de frío intenso.
– Cree que no tiene a nadie -dijo.
– Le tiene a usted.
– Yo sólo soy su nuera. Me ve y soy como una atadura con Michael. No tengo valor para decirle que finalmente he vuelto a salir con alguien.
Cuando llegaron a la calle, Myron le preguntó:
– ¿Tenían una relación estrecha, Melina y usted?
– Eso creo, sí.
– ¿Sabía lo de su relación con Stan Gibbs?
– Sí.
– Pero a su padre no se lo contó nunca.
– No lo pensaba hacer. Papá no encontraba adecuado a casi ningún hombre. Uno casado lo habría hecho enfurecer.
Cruzaron la calle y se adentraron en aquella maravilla urbana conocida como Central Park. El día era espectacular y el parque estaba abarrotado. Los caricaturistas asiáticos hacían negocio; había hombres corriendo con esos shorts que recuerdan sospechosamente a unos pañales; gente que tomaba el sol perezosamente sobre el césped, apilados los unos junto a los otros y, sin embargo, totalmente solos. Nueva York es así. E. B. White dijo una vez que Nueva York otorga el don de la soledad y el don de la privacidad. Era como si todo el mundo estuviera enchufado a su walkman interno, cada uno con una música distinta, moviéndose con indiferencia a su propio ritmo.
Un tipo enrollado con un pañuelo en el pelo lanzó un frisbee y gritó «¡atrápalo!», pero no llevaba ningún perro. Había mujeres fornidas que patinaban enfundadas en tops negros. Había muchos hombres de distintas complexiones que se habían quitado la camiseta. Ejemplos: un tipo grasiento que parecía el muñeco de los neumáticos Michelin pasó por su lado sacudiéndose. Detrás de él, un tipo bien formado se detuvo y flexionó un bíceps con arrogancia. Lo flexionó de verdad. En público. Myron frunció el ceño. No sabía qué era peor, si los tipos que no deberían quitarse la camiseta y lo hacen, o los que han de hacerlo y lo hacen.
Cuando llegaron a Central Park West, Myron preguntó:
– ¿Para usted era un problema que saliera con un hombre casado?
Sandra se encogió de hombros:
– Me preocupaba, por supuesto. Pero le dijo a Melina que pensaba dejar a su esposa.
– ¿No es lo que dicen todos?
– Melina le creía. Parecía feliz.
– ¿Conoció a Stan Gibbs?
– No. Se suponía que su relación era secreta.
– ¿Le comentó alguna vez que había mentido en el juicio?
– No -dijo-, nunca.
Sandra usó la llave y abrió la puerta. Myron entró. Colores. Muchos colores. Colores felices. El apartamento parecía un cruce entre el Magical Mystery Tour y los Teletubbies, tonos brillantes por todas partes, en especial verdes, con salpicaduras psicodélicas difusas. Las paredes estaban cubiertas de acuarelas vividas de tierras lejanas y viajes por el océano. También algunos motivos surrealistas. El efecto era como de un vídeo de Enya.
– He empezado a meter las cosas en cajas -dijo Sandra-, pero empaquetar toda una vida es difícil.
Myron asintió con la cabeza. Se puso a andar por la pequeña vivienda con la esperanza de experimentar una revelación psíquica o algo así. No le vino ninguna. Paseó la mirada por las obras de arte.
– Tenía que hacer su primera exposición en el Village dentro de un mes -dijo Sandra.
Myron estudió una pintura con cúpulas blancas y agua azul cristalina. Reconoció el paisaje de Mykonos. Estaba espléndidamente pintado. Myron casi podía oler la sal del Mediterráneo, saborear el pescado a la brasa junto a la playa, sentir la arena nocturna pegada a la piel de los amantes. Ninguna pista salía de allí, pero miró la escena un par de minutos más antes de volverse.
Se puso a inspeccionar las cajas. Encontró un álbum de recuerdos escolar del curso 1986 y lo hojeó hasta encontrar la foto de Melina. Le gustaría pintar, decía. Volvió a mirar las paredes. Era tan luminosa y optimista, su obra. La muerte, como Myron sabía, tiene siempre algo de irónico, pero la muerte de una persona joven es la más irónica de todas.
Volvió a centrar su atención en su foto. Melina miraba a un lado con la típica sonrisa insegura y dubitativa del bachiller. Myron la conocía bien, ¿no hemos pasado todos por ahí? Cerró el álbum y se dirigió a los armarios. La ropa estaba perfectamente ordenada, con muchos jerseys doblados en el estante de arriba y los zapatos alineados como pequeños soldados. Volvió a las cajas y encontró sus fotos en una de zapatos. Una caja de zapatos, entre todas las cosas. Myron movió la cabeza y empezó a mirarlas. Sandra se sentó en el suelo junto a él.
– Ésta es su madre -dijo.
Myron observó la foto de dos mujeres, claramente madre e hija, abrazadas. Esta vez no había rastro de inseguridad en la sonrisa. Esa sonrisa, la sonrisa en brazos de la madre, se elevaba como el canto de un ángel. Myron contempló la sonrisa angelical e imaginó la boca celestial gritando en una agonía desesperada. Pensó en George Garston, solo, en aquel estudio con luz de ictericia. Y le comprendió.
Miró la hora. Era el momento de acelerar el ritmo. Repasó las fotos de su padre, su hermano, Sandra, salidas en familia, lo normal. Ninguna foto de Stan Gibbs. Nada útil.
En otra caja encontró perfume y cosméticos. En otra, un diario, pero Melina no había escrito nada en él en los últimos dos años. Lo hojeó, pero sintió que era una violación demasiado innecesaria. Encontró una carta de amor de un antiguo novio. Y unos cuantos recibos.
Encontró copias de las columnas de Stan.
Hum.
En su libreta de direcciones. Todas las columnas. En ellas no había nada escrito, tan sólo los recortes, recogidos con un clip. ¿Pero qué significaba aquello? Los volvió a mirar. Tan sólo recortes. Los dejó a un lado y hojeó un poco más. Cerca del final cayó algo. Myron recogió un trozo de papel de color crema, o envejecido, roto por el lado izquierdo, más bien una tarjeta doblada por la mitad. En el exterior no había absolutamente nada. La abrió. En la mitad superior habían escrito a mano «Con amor, papá». Myron volvió a pensar en George Garston sentado a solas en aquella estancia y sintió un intenso calor que le quemaba la piel.
Ahora se sentó en el sofá e intentó evocar algo. Puede que suene extraño -sentarse en esa habitación demasiado vacía, todavía con el olor dulce de una mujer muerta impregnado, sintiéndose no muy distinto de aquella viejecita de las películas de Poltergeist-, pero nunca se sabe. No era que las víctimas hablaran con él ni nada parecido, pero, a veces, podía imaginarse lo que habían estado pensando y sintiendo y le saltaba una chispa que iniciaba el fuego. De modo que lo volvió a intentar.
Nada.
Paseó los ojos por las telas y volvió a sentir que la piel le quemaba. Observó los colores brillantes, se dejó asaltar por ellos. El brillo debió de protegerla. Bobadas, pero hay algo de eso. Ella había tenido una vida. Melina trabajaba y pintaba y le gustaban los colores luminosos y tenía demasiados jerseys y guardaba sus recuerdos favoritos en una caja de zapatos y alguien había destrozado aquella vida porque nada de aquello significaba nada para él. Nada de aquello era importante. Myron se enfureció.
Cerró los ojos y trató de apaciguar un poco su rabia. La rabia no era buena; nublaba la lógica. Ya había soltado alguna vez esa parte de él -su complejo de Batman, como Esperanza lo llamaba-, pero hacer de héroe en busca de justicia o venganza (si es que no son lo mismo) no era ni inteligente ni saludable. Al final acabas viendo cosas que no querías ver. Te enteras de verdades que nunca debías haber sabido. Te duele y luego se atenúa. Es mejor mantenerse al margen.
Pero la quemazón en la piel no lo abandonaba, así que dejó de luchar contra ella, permitiendo que lo apaciguara, le relajara la musculatura, se posara delicadamente sobre él. Tal vez el calor no fuera tan malo. Tal vez los horrores que había visto y las verdades que había aprendido no le habían cambiado, no le habían aliviado, al fin y al cabo.
Myron cerró las cajas, echó un último y prolongado vistazo a la soleada isla de Mykonos e hizo una reverencia silenciosa.
28
Greg y Myron se encontraron en la pista. Myron se abrochó la prótesis de la rodilla. Greg evitó mirarlo. Los dos hombres lanzaron la pelota durante media hora, sin apenas mediar palabra, perdidos en el acto de lanzar. La gente asomaba la cabeza y señalaba a Greg. Varios niños se le acercaron para pedirle un autógrafo. Greg accedía, mirando a Myron mientras cogía el bolígrafo, claramente incómodo por recibir toda aquella atención delante del hombre al que había destrozado la carrera.
Myron también lo miraba, sin ofrecer consuelo.
Al cabo de un rato, Myron dijo:
– ¿Me has citado aquí por algún motivo, Greg?
Greg siguió lanzando.
– Porque tengo que volver al despacho -añadió Myron.
Greg cogió la pelota, dribló un par de veces, dio un giro en el aire:
– Aquella noche os vi, a ti y a Emily, ¿lo sabes?
– Lo sé -dijo Myron.
Greg agarró el rebote, lanzó un gancho perezosamente, dejó que el balón cayera al suelo y rebotara lentamente hacia Myron.
– Nos casábamos al día siguiente, ¿lo sabes?
– Eso también lo sé.
– Y ahí estabas -dijo Greg-, su ex novio, tirándotela sin ningún escrúpulo.
Myron cogió la pelota.
– Intento explicarlo -dijo Greg.
– Me acosté con Emily -dijo Myron-. Nos viste. Quisiste vengarte. Le pediste a Big Burt Wesson que me lesionara durante un partido de pretemporada. Lo hizo. Fin de la historia.
– Quería que te lesionara, sí, pero no quería que acabara con tu carrera.
– Bueno, tú lo ves blanco, yo lo veo gris.
– No fue intencionado.
– No te lo tomes a mal -dijo Myron, con una voz que sonaba terriblemente serena a sus propios oídos-, pero tus intenciones me la traen floja. Me disparaste con un arma. Tal vez sólo querías hacerme una herida superficial, pero no fue eso lo que pasó. ¿Crees que eso te libra de la culpa?
– Te follaste a mi novia.
– Y ella se me folló a mí. Yo no te debía nada. Ella sí.
– ¿Me estás diciendo que no lo entiendes?
– Lo entiendo. Sencillamente, no te absuelvo.
– No busco la absolución.
– Pues, entonces, ¿qué es lo que buscas, Greg? ¿Quieres que nos demos las manos y cantemos el «Kumbayá»? ¿Sabes lo que me hiciste? ¿Sabes lo que me costó ese momento?
– Creo que quizá lo sé -dijo Greg. Tragó saliva, extendió una mano suplicante como si quisiera dar más explicaciones y luego dejó caer la mano a un lado-. Me sabe muy mal.
Myron fue a lanzar pero sintió cómo se le hinchaba la garganta.
– No sabes cuánto lo lamento.
Myron continuó en silencio. Greg intentó que se diera por vencido. No funcionó.
– ¿Qué más quieres que diga, Myron?
Myron lanzó la pelota.
– ¿Cómo quieres que te diga que lo siento?
– Ya lo has hecho -dijo Myron.
– Pero tú no aceptas mis disculpas.
– No, Greg, no las aceptaré. Yo he vivido sin jugar al baloncesto profesional, a ti te toca vivir sin que yo acepte tus disculpas. En mi opinión, te ha tocado la mejor parte.
Sonó el móvil de Myron. Corrió, lo cogió, respondió.
Un susurro le preguntó:
– ¿Hiciste lo que te mandé?
Se le heló la sangre. Tragó algo espeso y dijo:
– ¿Lo que me mandaste?
– El chico -susurró la voz.
El aire seco se le pegó al cuerpo, le bajó hasta los pulmones.
– ¿Qué hay de él?
– ¿Te despediste por última vez?
Algo dentro de Myron se marchitó y explotó. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo se le doblaron las rodillas. Y la voz volvió a susurrar:
– ¿Te despediste del chico por última vez?
29
Myron volvió de golpe la cabeza hacia Greg.
– ¿Dónde está Jeremy?
– ¿Qué?
– ¿Dónde está?
Greg se dio cuenta de lo que había en la expresión de Myron y dejó caer el balón.
– Está con Emily, supongo. No lo tengo hasta las doce.
– ¿Llevas móvil?
– Sí.
– Llámala.
Greg corría ya hacia su bolsa de deporte, como el atleta de fantásticos reflejos que era.
– ¿Qué ocurre?
– Probablemente nada.
Myron le explicó la llamada. Greg no se entretuvo a escucharle. Marcó el número. Myron se echó a correr hacia el coche, Greg le siguió con el móvil en la oreja.
– No contesta -dijo. Dejó un mensaje en el contestador.
– ¿Tiene móvil?
– Si lo tiene, yo no tengo el número.
Myron marcó un número grabado mientras avanzaban. Esperanza respondió.
– Necesito el número de móvil de Emily.
– Dame cinco minutos -dijo Esperanza.
Myron marcó otro número grabado. Respondió Win y dijo:
– Articula.
– Posible problema.
– Voy.
Llegaron al coche. Greg estaba tranquilo y eso sorprendió a Myron. En la pista, cuando aumentaba la presión, el modus operandi de Greg era ponerse histérico, gritar, ponerse frenético; pero, claro, esto no era un partido. Como su padre le había dicho hacía poco, cuando caen las bombas de verdad no sabes nunca cómo la gente va a reaccionar.
Sonó el teléfono de Myron. Esperanza le dio el móvil de Emily. Myron lo marcó y, después de seis tonos, se conectó el buzón de voz. Maldita sea. Dejó un mensaje. Se volvió a mirar a Greg.
– ¿No tienes ninguna idea de dónde puede estar Jeremy? -preguntó.
– No -dijo Greg.
– ¿No hay ningún vecino al que podamos llamar? ¿Un amigo?
– Cuando Emily y yo estábamos casados vivíamos en Ridgewood. En Franklin Lakes no conozco a ningún vecino.
Myron se agarró al volante y pisó el acelerador.
– Probablemente Jeremy esté a salvo -dijo Myron, tratando de creérselo-. Ni siquiera sé cómo sabe su nombre ese tipo. Probablemente sea un farol.
Greg se puso a temblar.
– Estará bien.
– Dios mío, Myron, leí esos artículos. Si ese tipo tiene a mi hijo…
– Tenemos que llamar al FBI -dijo Myron-. Por si acaso.
– ¿Crees realmente que tenemos que hacerlo? -preguntó Greg.
Myron lo miró:
– ¿Por qué? ¿Tú no?
– Yo sólo quiero pagar el rescate y recuperar a mi chico. No quiero que nadie la cague.
– Creo que debemos llamar -dijo Myron-, pero la decisión es tuya.
– Hay algo más que debemos tener en cuenta -dijo Greg.
– ¿Qué?
– Es muy posible que ese friki sea nuestro donante, ¿no?
– Sí.
– Si el FBI lo mata, para Jeremy es el fin.
– Lo primero es lo primero -dijo Myron-. Tenemos que encontrar a Jeremy. Y tenemos que encontrar a ese secuestrador.
Greg seguía temblando.
– ¿Qué quieres hacer, Greg?
– ¿Crees que deberíamos llamar?
– Sí.
Greg asintió lentamente con la cabeza:
– Llama -dijo.
Myron marcó el número de Kimberly Green. Sentía cómo le latía la cabeza, cómo la sangre le subía a los oídos. Intentó no pensar en la cara de Jeremy, en el aspecto de su sonrisa cuando le abrió aquella puerta.
¿Te despediste del chico por última vez?
Una voz respondió:
– FBI.
– Soy Myron Bolitar; quiero hablar con Kimberly Green.
– La agente especial Green no está disponible.
– El secuestrador de Sembrar las Semillas puede haberse llevado a alguien más. ¡Póngame con ella!
La espera fue más larga de lo que Myron preveía.
Kimberly Green apareció con un ladrido:
– ¿De qué demonios estás despotricando?
– Me acaba de llamar -la informó Myron.
– Vamos para allá -dijo ella.
Encontraron un tramo de tráfico muy lento donde la carretera 4 se incorpora a la 17, pero Myron se subió al césped y derribó varios contenedores naranja de obras. Se metió por la 208 y salió cerca de la sinagoga. Al cabo de tres kilómetros entraban finalmente por la calle de Emily. Myron podía ver los dos coches del FBI girando al mismo tiempo que ellos.
Greg, que se había sumido en una especie de trance, se despertó y señaló:
– Ahí está.
Emily estaba poniendo la llave en el cerrojo. Myron se puso a tocar el claxon como un loco; ella se volvió, confundida. Él giró el coche y derrapó. El coche del FBI lo imitó. Myron y Greg salían por la puerta casi antes de detener totalmente el coche.
– ¿Dónde está Jeremy? -preguntaron ambos al unísono.
Emily tenía la cabeza inclinada a un lado:
– ¿Qué? -respondió, también gritando-. ¿Qué ocurre?
Greg se puso al mando:
– ¿Dónde está, Emily?
– Está con un amigo…
Desde el interior de la casa empezó a sonar el teléfono. Todos se quedaron helados. Emily reaccionó la primera. Corrió dentro y cogió el teléfono. Se lo llevó a la oreja, se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Diga?
A través del auricular todos pudieron oír el grito de Jeremy.
30
En total había seis agentes federales. Kimberly Green estaba al frente de la tropa. Se organizaron con silenciosa eficiencia. Myron se sentó en un sofá, Greg en el otro. Emily andaba arriba y abajo entre los dos. Probablemente la escena tuviera algo de simbólico, pero Myron no estaba seguro de qué. Intentó superar la parálisis y ser capaz de aportar algo positivo.
La llamada había sido breve. Después del grito, la voz susurrante había dicho «volveremos a llamar». Y eso fue todo. Ninguna advertencia de que no llamaran a la policía, ninguna referencia a un rescate, ninguna previsión para la siguiente llamada, nada.
Estaban todos allí, con el grito del chico todavía presente en el ambiente, hiriente, desgarrador, evocador de imágenes de lo que podía haber hecho gritar así a un chico de trece años. Myron cerró los ojos y apretó con fuerza. Eso era lo que el bastardo se proponía, y seguirle el juego no era lo más razonable.
Greg se había puesto en contacto con su banco. No era un inversor de los que arriesgan, de modo que disponía de bastante liquidez. Si se precisaba una cantidad de dinero para el rescate, la tendría. Los distintos agentes federales, todos hombres excepto Kimberly, pusieron micros en todos los teléfonos posibles, incluido el de Myron. Ella y sus hombres se hablaban mucho en voz baja. Myron todavía no los había presionado, pero no iba a tardar.
Kimberly lo miró y le hizo un gesto para que se le acercara. Él se levantó y se disculpó. Greg y Emily ni se dieron cuenta, todavía sumidos en la vorágine de aquel grito.
– Tenemos que hablar -dijo la agente.
– De acuerdo -dijo Myron-. Empieza por decirme qué pasó cuando investigasteis a Dennis Lex.
– Tú no eres de la familia -dijo-. Podría echarte ahora mismo.
– Esto no es tu casa -respondió él-. ¿Qué pasó con Dennis Lex?
Ella puso las manos en jarras:
– Es un callejón sin salida.
– ¿En qué sentido?
– Le seguimos la pista. No está involucrado en nada de esto.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Vamos, tío, que no somos idiotas.
– Entonces, ¿dónde está Dennis Lex?
– Eso no es relevante -respondió ella.
– Y una mierda. Aunque no fuera el secuestrador, sigue siendo nuestro donante de médula ósea.
– No -cortó ella-. Vuestro donante es Davis Taylor.
– Que es el nombre que adoptó Dennis Lex.
– Eso no lo sabemos.
Myron hizo una mueca.
– ¿De qué me estás hablando?
– Davis Taylor era un empleado del grupo Lex.
– ¿Cómo?
– Ya me has oído.
– Y, entonces, ¿por qué donó sangre en una campaña de médula ósea?
– Fue un tema laboral -dijo-. El jefe de planta tenía un sobrino enfermo. Todos los empleados de la planta donaron.
Myron asintió con la cabeza. Por fin había algo que tenía sentido.
– De modo que, si él no hubiera donado sangre, habría resultado sospechoso.
– Exacto.
– ¿Tienes una descripción suya?
– Trabajaba solo, era un hombre reservado. Lo único que todos recuerdan es que era un tipo con barba, gafas y el pelo largo y rubio.
– Un disfraz -dijo Myron-. Y sabemos que el nombre original de Davis Taylor era Dennis Lex. ¿Qué más?
Kimberly Green levantó la mano.
– Basta. -Hizo un gesto como levantándose, con la intención de alterar el impulso-. Stan Gibbs sigue siendo nuestro sospechoso principal. ¿De qué hablasteis anoche?
– Dennis Lex -dijo Myron-. ¿No lo entiendes?
– ¿Entender qué?
– Dennis Lex está relacionado con todo esto. O bien es el secuestrador, o bien fue su primera víctima.
– Ninguna de las dos opciones.
– Entonces, ¿dónde está?
Ella lo esquivó:
– ¿De qué más hablasteis?
– Del padre de Stan.
– ¿De Edwin Gibbs? -Eso le llamó la atención-. ¿Qué hay de él?
– Desapareció hace ocho años. Pero eso ya lo sabéis, ¿no?
– Lo sabemos -respondió, asintiendo con un gesto de cabeza tal vez demasiado contundente.
– Entonces, ¿qué creéis que le ocurrió? -preguntó Myron.
Ella vaciló.
– Crees que Dennis Lex podría ser la primera víctima del secuestrador de Sembrar las Semillas, ¿no es así?
– Creo que es algo que convendría investigar, sí.
– Nuestra teoría -prosiguió- es que la primera víctima podría haber sido Edwin Gibbs.
Myron hizo una mueca.
– ¿Crees que Stan secuestró a su propio padre?
– Creo que lo mató. Y a los otros. No creemos que ninguno de ellos siga vivo.
Myron intentó que eso no le afectara.
– ¿Tenéis alguna prueba o motivo?
– A veces la manzana no cae lejos del árbol.
– Oh, eso sí que impresionaría a un jurado. ¡Señoras y señores, la manzana no cae lejos del árbol! Y nunca hay que poner el carro delante de los caballos. Además, a todo cerdo le llega su San Martín. -Movió la cabeza, incrédulo-. ¿Te estás oyendo?
– Por sí solo, admito que no tiene sentido. Pero júntalo todo. Hace ocho años, Stan empezaba por sí solo. Tenía veinticuatro años, su padre cuarenta y seis. Según todas las versiones, los dos hombres no se llevaban bien. De pronto, Edwin Gibbs desaparece. Stan nunca denuncia su desaparición.
– Qué tontería.
– Es posible. Pero luego añádele todo lo demás que ya sabemos. El único periodista que consiguió esa filtración, el plagio, Melina Garston, todo lo que Eric Ford te comentó ayer.
– Sigue sin cuadrar.
– Pues, entonces, dime dónde está Stan Gibbs.
Myron la miró:
– ¿No está en su casa?
– Anoche, después de que hablaras con él, Stan Gibbs se escapó de la vigilancia. Ya lo había hecho antes. Normalmente recuperamos su pista al cabo de unas horas, pero esta vez no ha sido así. De pronto lo hemos perdido de vista… y, casualmente, el secuestrador de Sembrar las Semillas acaba de llevarse a Jeremy Downing. ¿Me lo quieres explicar?
Myron sintió la boca seca.
– ¿Lo estáis buscando?
– Lanzamos una orden de búsqueda, pero sabemos que es bueno ocultándose. ¿Tienes alguna pista de adónde ha podido ir?
– Mencionó que tal vez se marchara unos días, pero me dijo que confiara en él.
– Mal consejo -afirmó ella-. ¿Algo más?
Myron negó con la cabeza.
– ¿Dónde está Dennis Lex? -insistió de nuevo-. ¿Lo habéis visto?
– No he tenido que hacerlo -dijo ella, aunque ahora con una voz curiosamente monótona-. Porque no está implicado en esto.
– Sigues afirmándolo -dijo Myron-, pero ¿cómo lo sabes?
Ella bajó el tono:
– La familia.
– ¿Te refieres a Susan y Bronwyn Lex?
– Sí.
– ¿Qué hay de ellos?
– Nos dieron ciertas garantías.
Myron casi dio un paso atrás:
– ¿Y disteis por buenas sus palabras?
– No he dicho eso. -Miró a su alrededor, soltó un suspiro-. Y no es mi línea de investigación.
– ¿Cómo?
Ella lo miró directamente a los ojos:
– Eric Ford lo llevó personalmente.
Myron no podía creer lo que estaba oyendo.
– Me dijo que me mantuviera al margen -dijo-, que lo tenía cubierto.
– Cubierto, o tapado -ironizó Myron.
– Yo no puedo hacer nada. -Lo miró. Había subrayado la palabra «yo». Entonces se alejó sin una palabra más. Myron marcó un número en su móvil.
– Articula -dijo Win.
– Necesitaremos ayuda -dijo Myron-. ¿Zorra sigue trabajando de freelance?
– La llamaré.
– Tal vez también a Big Cyndi.
– ¿Tienes un plan?
– No tengo tiempo para ningún plan -dijo Myron.
– Uuuuh -exclamó Win-. Así que vamos a ser malos.
– Sí.
– Y yo que pensaba que no volverías a infringir las normas.
– Sólo esta vez -dijo Myron.
– Ah -respondió Win-, eso es lo que dicen todas.
31
Win, Esperanza, Big Cyndi y Zorra estaban en su despacho.
Zorra llevaba un jersey amarillo con una letra estampada, la Z, un collar de grandes perlas blancas a lo Wilma Picapiedra, falda plisada y calcetines cortos blancos. Su peluca le daba un aire de Bette Midler de la primera época, o tal vez de Annie, la huerfanita del musical, chutada de metadona. Los zapatos rojos, de charol y tacón de aguja, parecían robados de una Dorothy del Mago de Oz tirando a putilla, pero adornaban los pies de un hombre que calzaba un cuarenta y siete.
Zorra sonrió a Myron:
– Zorra se alegra de verte.
– Sí -respondió él-. Y Myron está también contento de verte.
– Esta vez estamos en el mismo bando, ¿vale?
– Sí.
– Zorra contenta.
El nombre real de Zorra era Shlomo Avrahaim y era un antiguo agente del Mossad israelí. Los dos habían tenido un duro enfrentamiento no hacía mucho tiempo. Myron todavía tenía la marca cerca de la caja torácica, una cicatriz en forma de Z que Zorra le hizo con una cuchilla que escondía en el tacón.
Win dijo:
– El edificio Lex está demasiado bien protegido.
– Entonces optamos por el plan B -dijo Myron.
– Ya está en marcha -afirmó Win.
Myron miró a Zorra:
– ¿Vas armada?
Zorra se sacó un subfusil israelí de debajo de la falda.
– La Uzi -dijo Zorra-. A Zorra le gusta la Uzi.
Myron asintió:
– Muy patriótica.
– Una pregunta -interrumpió Esperanza.
– ¿Qué?
Esperanza lo miró a los ojos:
– ¿Y si el tío no colabora?
– No tenemos tiempo para preocuparnos de eso -dijo Myron.
– ¿Qué quieres decir?
– Ese psicópata tiene a Jeremy -dijo Myron-. ¿Lo entiendes? Jeremy es nuestra prioridad.
Esperanza negó con la cabeza.
– Pues entonces, quédate atrás.
– Me necesitáis -dijo.
– Claro. Y Jeremy me necesita a mí. -Se levantó-. De acuerdo, vámonos.
Esperanza volvió a negar con la cabeza, pero lo siguió. El grupo -una especie de Los doce del patíbulo en versión cutre y reducida a un tercio- se separó al llegar a la calle. Esperanza y Zorra irían a pie. Win, Myron y Big Cyndi se dirigieron al aparcamiento, a tres manzanas. Win tenía un coche allí, un Chevy Nova. Totalmente anodino. Win tenía unos cuantos así; los llamaba vehículos de usar y tirar. Como los vasos de plástico, o algo perecido. Así son los ricos. Mejor no imaginarse lo que hacía con ellos.
Win se puso al volante, Myron ocupó el asiento del copiloto y Big Cyndi se embutió detrás, lo cual fue un poco como ver una filmación de un parto pero rebobinando. Luego se pusieron en marcha.
El bufete de abogados Stokes, Layton and Grace era uno de los más prestigiosos de Nueva York. Big Cyndi se quedó en recepción. La recepcionista, una mujer flaca con traje de chaqueta gris, intentaba no mirarla, de modo que Big Cyndi la miraba a ella fijamente, retándola a no levantar la vista. De vez en cuando, Big Cyndi gruñía. Como un león. Sin ningún motivo. Simplemente, le gustaba hacerlo.
Myron y Win fueron escoltados hasta una sala de reuniones que se parecía al otro millón de salas de reuniones de bufetes de abogados de Manhattan. Myron garabateó en un bloc de papel amarillo igual al otro millón de blocs de papel amarillo que tienen en el resto de bufetes legales de Manhattan; contempló por la ventana a los petulantes y sonrosados recién graduados de Harvard que deambulaban por allí, también exactamente iguales al otro millón de recién graduados de grandes bufetes de abogados de Manhattan. Tal vez fuera discriminación a la inversa, pero aquellos abogados varones, jóvenes y blancos le parecían todos iguales.
Pero, de hecho, Myron era también un graduado blanco de la Facultad de Derecho de Harvard. Hum.
Chase Layton entró en la sala con su complexión rolliza, su rostro bien alimentado y sus manos regordetas y el pelo gris repeinado, con aspecto de…, bueno, de socio titular de un gran bufete de abogados de Manhattan. En una mano llevaba un anillo de oro de casado, en la otra, un anillo de Harvard. Saludó a Win cálidamente -la mayoría de la gente rica lo saludaba así- y luego le dio a Myron un apretón de manos firme, del tipo «soy el hombre que necesitas».
– Tenemos una emergencia -anunció Win.
Chase Layton dejó fuera de la sala la sonrisa amplia y se puso su mejor máscara de «listo para la batalla». Todos se sentaron. Chase Layton juntó las manos delante de él, se inclinó hacia delante y eso ejerció cierta presión de su estómago sobre los botones del chaleco.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Windsor?
Los ricos siempre lo llamaban Windsor.
– Llevas tiempo persiguiendo mi negocio -dijo Win.
– Bueno, yo no diría…
– He venido a dártelo. A cambio de un favor.
Chase Layton era demasiado listo como para morder el anzuelo a la primera. Miró a Myron. Un esbirro. Tal vez en él encontraría la pista para saber cómo poner cara de plebeyo. Myron conservó su expresión neutra. Cada vez le salía mejor. Debía de ser de frecuentar tanto a Win.
– Necesitamos ver a Susan Lex -dijo Win-. Eres su abogado. Nos gustaría que la hicieras venir aquí de inmediato.
– ¿Aquí?
– Sí -dijo Win-. A tu despacho. Ahora mismo.
Chase abrió la boca, la cerró, volvió a mirar al esbirro. Seguía sin encontrar la pista.
– ¿Hablas en serio, Windsor?
– Si lo haces, te llevas el negocio de Lock-Horne. ¿Sabes los beneficios que eso significa?
– Un gran negocio -dijo Chase Layton- que, sin embargo, no llega a un tercio de lo que nos reporta la familia Lex.
Win sonrió.
– Eso es como querer estar en misa y repicando.
– No entiendo de qué va todo esto -dijo Chase.
– Está bastante claro, Chase.
– ¿Por qué quieres ver a la señora Lex?
– Eso no lo podemos revelar.
– Entiendo. -Chase Layton se rascó la mejilla sonrosada como el jamón de York con un dedo de manicura impecable-. La señora Lex es una persona muy celosa de su intimidad.
– Sí, lo sabemos.
– Ella y yo somos amigos.
– Estoy seguro -dijo Win.
– Tal vez podría arreglar que fuerais presentados.
– No me vale. Tiene que ser ahora.
– Bueno, ella y yo acostumbramos a hablar de negocios en su despacho…
– Tampoco me vale. Tiene que ser aquí.
Chase hizo un ligero movimiento rotatorio con el cuello, buscando tiempo, tratando de hallar una solución, de encontrar un buen ángulo desde donde seguir jugando.
– Es una mujer muy ocupada. Ni siquiera sabría qué decirle para hacerla venir.
– Eres un buen abogado, Chase -dijo Win, mientras hacía repicar los dedos-, estoy seguro de que se te ocurrirá algo.
Chase asintió con la cabeza, bajó la vista, revisó su manicura.
– No -dijo. Volvió a levantar la vista lentamente-. No vendo a mis clientes, Windsor.
– ¿Ni siquiera si significara hacerte con un cliente tan importante como Lock-Horne?
– Ni siquiera en ese caso.
– ¿Y no estás haciendo esto simplemente para impresionarme con tu discreción?
Chase sonrió, aliviado, como si finalmente pillara la broma.
– No -dijo-. ¿Pero eso no sería también como estar en misa y repicando? -Intentó reírse, pero Win no le siguió.
– Esto no es ninguna prueba, Chase. Necesito que la hagas venir. Te garantizo que no se enterará de que me has ayudado.
– ¿Crees que es lo único que me importa, lo que parecería?
Win no respondió.
– Si ése es el caso, me has malinterpretado. Me temo que la respuesta sigue siendo no.
– Piénsatelo bien -insistió Win.
– No hay nada que pensar -dijo Chase. Se inclinó hacia atrás, cruzó las piernas y cuidó de que la raya del pantalón le quedara bien recta-. No pensarías realmente que accedería a tu petición, supongo, ¿no, Windsor?
– Lo esperaba.
Chase volvió a mirar a Myron, luego otra vez a Win.
– Me temo que no puedo ayudarles, caballeros.
– Tranquilo, que sí nos ayudarás -dijo Win.
– ¿Perdona?
– El problema es sólo qué es lo que tenemos que hacer para conseguir tu colaboración.
Chase frunció el ceño.
– ¿Estás intentando sobornarme?
– No -dijo Win-. Eso ya lo he hecho, ofreciéndote mi negocio.
– Entonces, no lo entiendo…
Myron intervino por primera vez:
– Yo haré que lo entienda -le dijo.
Chase Layton miró a Myron y sonrió. Luego dijo, otra vez:
– ¿Perdone?
Myron se levantó. Mantenía su expresión neutra, recordando lo que le había enseñado Win sobre intimidación.
– No quiero hacerle daño -dijo Myron-. Pero llamará usted a Susan Lex y hará que venga a su despacho. Y lo hará ahora.
Chase cruzó los brazos y los apoyó sobre su estómago:
– Si desean seguir hablando de esto…
– Yo no -lo cortó Myron.
Myron anduvo alrededor de la mesa. Chase no retrocedió.
– No pienso llamarla -dijo, con firmeza-. Windsor, ¿quieres decirle a tu amigo que se siente?
Win se encogió de hombros, fingiendo indefensión.
Myron se colocó directamente delante de Chase. Volvió la mirada hacia Win. Win dijo:
– Déjame a mí.
Myron movió la cabeza. Se inclinó sobre Chase y posó su mirada sobre él:
– Última oportunidad.
Chase Layton tenía una expresión tranquila, casi divertida. Probablemente interpretaba aquello como una extraña escenificación…, o tal vez estaba convencido de que Myron se tranquilizaría. Así era como veían las cosas los hombres como Chase Layton. La violencia física no formaba parte de su vocabulario. Oh, claro, esos animales incultos de la calle a veces se enfrascan en peleas. Tal vez te dan un porrazo en la cabeza para robarte la cartera. Existe ese tipo de gente -gentuza, en realidad- que resuelve sus problemas con violencia física. Pero eso es en otro planeta, un mundo habitado por una subespecie más primitiva. En el mundo de Chase Layton, de rango y posición social y maneras refinadas, uno es intocable. Los hombres amenazan. Los hombres pleitean. Los hombres juran. Los hombres traman por detrás de la espalda de los demás. Pero los hombres no recurren nunca a la violencia.
Por eso Myron sabía que aquí no le funcionaría ningún farol. Los hombres como Chase Layton creían que cualquier cosa remotamente física era un farol. Probablemente Myron podía apuntarle con un revólver y él ni siquiera se inmutaría. Y, en ese supuesto, Chase Layton haría bien.
Pero no en el de ahora.
Myron tapó los oídos de Chase Layton con fuerza, con las palmas de las manos. Chase abrió mucho los ojos, como probablemente no los había abierto nunca. Myron le tapó la boca para amortiguar el grito del abogado. Lo cogió por la coronilla y tiró de él hacia atrás, lo cual lo hizo caer de la silla y quedar tendido en el suelo.
Chase yacía ahora boca arriba. Myron lo miró directamente a los ojos y vio una lágrima que le resbalaba por la mejilla. Myron se sintió mareado. Pensó en Jeremy y eso lo ayudó a mantener una expresión neutra. Entonces dijo:
– Llámela.
Poco a poco relajó la mano.
Chase respiraba con dificultad. Myron miró a Win, que movió la cabeza a ambos lados.
– Tú -dijo Chase, escupiendo la palabra- irás a la cárcel.
Myron cerró los ojos, cerró el puño y le propinó un puñetazo al abogado debajo de las costillas, hacia el hígado. La cara del abogado se hundió. Myron volvió a taparle la boca, pero esta vez no hubo grito que ahogar.
Win se relajó en su silla:
– Para que conste, yo soy el único testigo de este acto. Declararé bajo juramento que fue en defensa propia.
Chase parecía perdido.
– Llámela -dijo Myron, tratando de mantener el tono de súplica fuera de su voz. Miró a Chase Layton. Tenía la camisa por fuera de los pantalones, la corbata torcida, el repeinado desordenado, y Myron se dio cuenta de que, para este hombre, las cosas ya nunca más volverían a ser como antes. Chase Layton había sido agredido físicamente. Ahora siempre andaría un poco más precavido. Dormiría un poco menos profundamente. Ya siempre sería un poco distinto por dentro.
Tal vez a Myron pronto le ocurriría lo mismo.
Lo volvió a golpear. Chase soltó un ruido tipo «uuuf».
Win permanecía de pie junto a la puerta. Mantén la expresión tranquila, se decía Myron. Un hombre que cumplía con su misión. Un hombre que no pensaba detenerse pasara lo que pasara. Volvió a apretar el puño.
Al cabo de cinco minutos, Chase Layton llamó a Susan Lex.
32
– Habría sido mejor -dijo Win- que me hubieras dejado pegarle a mí.
Myron siguió andando.
– Habría sido lo mismo -dijo.
Win se encogió de hombros. Tenían una hora para organizarse. Big Cyndi se encontraba ahora en la sala de reuniones con Chase Layton, supuestamente revisando su nuevo contrato de luchadora profesional. Cuando entró en la sala, con sus dos metros de humanidad y sus ciento cuarenta kilos bajo el disfraz de Big Chief Mama, Chase Layton apenas levantó la vista. El dolor de los puñetazos, Myron estaba convencido, empezaba a remitir. No lo había golpeado en ningún lugar que pudiera causarle lesiones duraderas, excepto quizás en un lugar obvio.
Esperanza estaba preparada en el vestíbulo. Myron y Win se encontraron con Zorra dos pisos más abajo, en la séptima planta. Zorra había estado vigilando las plantas inferiores y decidió que ésta era la más tranquila y más fácil de controlar. Había percibido que los despachos del ala norte estaban vacíos. Cualquiera que entrara o saliera debía hacerlo desde el lado oeste. Zorra estaba apostada allí con un teléfono móvil. Esperanza tenía otro en el piso de abajo. Win tenía el tercero. Estaban constantemente conectados a tres bandas. Myron y Win ocupaban ya sus puestos. En los últimos veinte minutos, el ascensor sólo se había detenido dos veces en su planta. Bien. Las dos veces que se abrieron las puertas, Myron y Win fingieron estar conversando, como dos tipos cualesquiera esperando el ascensor en direcciones opuestas. Auténticos comandos de incógnito.
Myron tenía todas las esperanzas puestas en que no apareciera nadie cuando todo ocurriera. Zorra los avisaría, por supuesto, pero una vez la operación se pusiera en marcha, ya no podría detenerse. Deberían inventar alguna excusa, tal vez decir que era un ejercicio de simulacro, pero Myron no estaba seguro de poder soportar el hecho de tener que herir a más inocentes. Cerró los ojos. Ahora no puedes echarte atrás. Has ido demasiado lejos.
Win le sonrió.
– ¿Preguntándote otra vez si el fin justifica los medios?
– No me lo pregunto.
– ¿No?
– Sé que no los justifica.
– ¿Y sin embargo?
– Ahora no estoy de humor para introspecciones.
– Pero si eres un maestro de la introspección -le dijo Win.
– Gracias.
– Y conociéndote tan bien como te conozco, te las reservarás para más tarde, para cuando dispongas de más tiempo. Harás rechinar los dientes mientras piensas en lo que has hecho. Sentirás vergüenza, remordimientos, culpa…, aunque también estarás extrañamente orgulloso de no haberme hecho hacer a mí el trabajo sucio. Al final acabarás con una declaración jurada de que no volverá a ocurrir nunca más. Y tal vez no vuelva a suceder, al menos no hasta que las cosas se pongan igual de feas.
– O sea que soy un hipócrita -dijo Myron-. ¿Satisfecho?
– Pero si eso es precisamente lo que defiendo -dijo Win.
– ¿Qué?
– Que no eres un hipócrita. Apuntas a ideales muy elevados. El hecho de que tu flecha no siempre sea capaz de alcanzarlos no te convierte en un hipócrita.
– O sea, la conclusión -declaró Myron- es que los fines no justifican los medios. Excepto a veces.
Win abrió las manos:
– ¿Lo ves? Te acabo de ahorrar unas cuantas horas de ahondar en tu alma. Tal vez debería plantearme escribir uno de esos libros de autoayuda tipo «Cómo gestionar tu tiempo».
Esperanza los interrumpió por teléfono.
– Están aquí -dijo.
Win se llevó el teléfono a la oreja.
– ¿Cuántos?
– Han entrado tres. Susan Lex, el tipo de granito del que Myron no para de hablar y otro guardaespaldas. Hay dos más que se han quedado fuera, en el coche aparcado.
– Zorra -dijo Win al teléfono-, por favor vigila a los dos caballeros de fuera.
Zorra preguntó:
– ¿Y si se mueven?
– Detenlos.
– Será un placer -rió Zorra. Win sonrió. Bienvenidos a la línea caliente de los psicópatas. Sólo 3,99 dólares por minuto. La primera llamada totalmente gratuita.
Ahora Myron y Win aguardaban. Pasaron dos minutos. Esperanza dijo:
– El ascensor del medio. Van los tres juntos.
– ¿Va alguien más con ellos?
– No… Espera. Mierda, han entrado un par de ejecutivos.
Myron cerró los ojos y soltó un taco.
Win lo miró:
– Tu turno.
A Myron lo invadió el pánico. Gente inocente en el ascensor. Iba a haber violencia seguro. Ahora con testigos.
– ¿Y bien?
– No cuelgues. -Era Esperanza-. El granito les ha cortado el paso. Parece que les ha dicho que cojan otro ascensor.
– Seguridad de altos vuelos -dijo Win-. Siempre reconforta saber que no tratamos con aficionados.
– Vale -dijo Esperanza-. Ahora suben los tres solos.
El alivio en el rostro de Myron resultaba evidente.
Esperanza dijo:
– Ascensor cerrando puertas… ahora.
Myron pulsó el botón de subida. Win sacó su cuarenta y cuatro. Myron sacó una Glock. Esperaron.
Myron sujetaba el arma junto a su muslo. La sentía pesada de una manera a la vez terrible y reconfortante. Mantenía la mirada pasillo abajo. Nadie. Esperaba que su suerte no se apagara. Sintió que el pulso se le aceleraba, que la boca se le secaba. De pronto notó como si hiciera más calor.
Al cabo de un minuto sonó la campanita del ascensor del medio.
Myron tensó la musculatura, se inclinó un poco. El ascensor detuvo su ronroneo. Se hizo una pausa y luego las puertas empezaron a deslizarse lateralmente. Win no esperó: antes de que la obertura hubiera alcanzado dos palmos identificó a Grover y clavó el arma en la oreja del hombretón. Myron hizo lo mismo con el otro guarda.
– ¿Problema de cerumen en los oídos, Grover? -dijo Win con su mejor voz de actor de doblaje-. ¡Smith and Wesson tiene la solución!
Susan Lex empezó a abrir la boca, pero Win la cortó llevándose un dedo a la boca y con un suave «chisssst».
Win cacheó y desarmó a Grover, Myron hizo lo propio con el segundo agente. Grover miraba enfurecido a Win, pero éste lo quiso tranquilizar:
– Por favor, porfa, plis, nada de movimientos bruscos.
Grover se quedó quieto.
Win retrocedió. Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, pero Myron las paró con un pie. Apuntó a Susan Lex con el arma:
– Usted viene conmigo -dijo Myron.
– ¿No quieres la revancha antes? -le propuso Grover.
Myron lo miró.
– Adelante -Grover extendió las manos-, golpéame en las tripas. Vamos, con todas tus fuerzas.
– Excusez moi -intervino Win-, pero ¿esta oferta se extiende también a mí?
Grover miró a ese hombre más pequeño como si se tratara de un sabroso plato de sobras.
– Me han dicho que tú tampoco eres malo -dijo.
Win se volvió a mirar a Myron.
– ¡Que tampoco soy malo! -repitió-. Atención, monsieur Grover ha oído que yo tampoco soy malo.
– Win -dijo Myron.
Win clavó con fuerza la rodilla en la entrepierna de Grover. La hundió bien, hundiéndole los testículos hasta el estómago. Grover se quedó mudo; simplemente, se dobló como una mala mano de póker.
– Ay, lo siento, habías dicho las tripas, ¿no? -Win bajó la vista hacia él, frunció el ceño-. Tengo que trabajar mejor mis objetivos. A lo mejor tenías razón, a lo mejor, simplemente, «tampoco soy malo».
Grover estaba de rodillas con las manos en la entrepierna. Win le dio una patada en la cabeza con el empeine y Grover cayó al suelo como un bolo. Win miró al otro guarda, que estaba con las manos arriba y retrocedía rápidamente hacia un rincón.
– ¿Les dirás a tus amigos que tampoco soy malo? -le preguntó Win.
El guarda negó con la cabeza.
– Basta -dijo Myron.
Win cogió el móvil:
– Zorra, informa.
– No se han movido, guapo.
– Pues entonces sube. Me puedes ayudar a limpiar.
– ¿Limpiar? Uuuh, Zorra sube deprisa.
Win se rió.
– Ya basta -dijo Myron. Win no respondió, pero en realidad Myron tampoco esperaba que lo hiciera. Cogió a Susan Lex de un brazo:
– Vamos.
Tiró de ella en dirección a las escaleras. Apareció Zorra con sus tacones de aguja, nada menos. Dejar a dos hombres desarmados en manos de Win y Zorra, eso sí que daba miedo. Pero no le quedaba alternativa. Myron se volvió hacia Susan Lex, mientras la sostenía fuerte por el brazo.
– Necesito su ayuda -le dijo.
Susan Lex lo miró, con la cabeza bien alta, sin retroceder.
– Prometo no decir nada -prosiguió él-. No tengo ningún interés en hacerles daño, ni a usted ni a su familia. Pero me tiene que llevar hasta Dennis.
– ¿Y si me niego?
Myron se limitó a mirarla.
– ¿Me piensa hacer daño? -lo retó ella.
– Acabo de golpear a un hombre inocente -dijo Myron.
– ¿Y le haría lo mismo a una mujer?
– No me gustaría que me acusaran de sexismo.
La expresión de ella seguía siendo de desafío, pero, a diferencia de Chase Layton, ella parecía entender cómo funciona el mundo real.
– Ya sabe el poder que tengo.
– Lo sé.
– ¿Entonces es consciente de lo que le haré cuando todo esto acabe?
– No me importa demasiado. Un niño de trece años acaba de ser secuestrado.
Ella estuvo a punto de sonreír:
– Ah, pensaba que había dicho que necesitaba un trasplante de médula ósea.
– No tengo tiempo para explicaciones.
– Mi hermano no está implicado en esto.
– Eso ya lo he oído antes. -Porque es la verdad. -Pues, entonces, demuéstremelo.
En aquel momento algo cambió en el rostro de ella, en sus rasgos, relajándolos hasta algo que se asemejaba a la tranquilidad. -Venga conmigo -le dijo-. Vamos.
33
Susan Lex le dio indicaciones para que se dirigiera por la FDR hasta el Harlem River Drive, y luego otra vez en dirección norte hasta la 684. Una vez en Connecticut, las carreteras se hacían más silenciosas, los bosques más densos, las edificaciones más escasas, el tráfico prácticamente inexistente.
– Ya casi hemos llegado -dijo Susan Lex-. Ahora me gustaría escuchar la verdad.
– Le he dicho la verdad.
– Bien -dijo ella-. ¿Y cómo piensa salirse de ésta?
– ¿De qué?
– ¿Piensa matarme cuando todo esto haya terminado?
– No.
– Pues entonces iré a por usted. Como mínimo, pienso denunciarle.
– Ya se lo dije antes, no me importa demasiado. Pero he pensado en algo.
– ¿Ah, sí?
– Dennis me salvará.
– ¿Cómo?
– Si es el secuestrador de Sembrar las Semillas…
– No lo es.
– … o tiene algo que ver con él, entonces, lo que he estado haciendo hasta ahora serán tonterías en comparación.
– ¿Y si no lo es?
Myron se encogió de hombros:
– Sea como fuere, me enteraré de lo que ocultan. Hagamos un trato: yo no contaré nunca lo que he visto y a cambio, ustedes me dejan en paz.
– O sencillamente puedo matarle.
– No creo que lo haga.
– ¿No?
– No es una asesina. Y aunque lo fuera, resultaría demasiado complicado. Habría dejado pruebas. Tengo a Win cubriéndome las espaldas. Sería demasiado arriesgado.
– Eso ya lo veremos -dijo ella, aunque esta vez sin distancia. Señaló hacia delante-. Gire aquí.
Señaló un camino de tierra que parecía surgir de la nada. Cincuenta metros más allá, a la izquierda, había una caseta de vigilancia. Myron se detuvo. Susan Lex se inclinó y sonrió. El guarda les hizo un gesto para que pasaran. No había ninguna señal, ninguna indicación, nada. Todo el tinglado parecía una especie de complejo militar.
Una vez superada la caseta de entrada, acababa el sendero de tierra y empezaba un tramo asfaltado hacía poco, a juzgar por el color, un oscuro gris ahumado como en los días de abundante lluvia. Los árboles se alineaban a ambos lados como si fueran el público de un desfile. Más adelante, el camino se estrechaba. Las dos hileras de árboles también estaban más juntas. Myron giró a la izquierda y pasó a través de una entrada de hierro forjado protegida por dos halcones de piedra.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Myron.
Susan Lex no respondió.
Una mansión parecía surgir de entre el verdor. El exterior era de estilo georgiano clásico de tono crudo, pero a una escala enorme. Ventanas de estilo Palladio, pilastras, bellos frontones, balcones curvilíneos, esquinas de ladrillo y lo que parecía mampostería auténtica de piedra, todos ellos elementos adornados con abundante hiedra verde. Un juego de puertas dobles marcaba el centro exacto, toda la edificación de una simetría perfecta.
– Aparque el coche allí -le indicó Susan Lex.
Myron siguió el dedo de la mujer. Había, en efecto, una zona de aparcamiento pavimentada. Myron calculó que había unos veinte coches, de varias marcas. Un BMW, un par de Hondas Accord, tres modelos distintos de Mercedes, Fords, todoterrenos, un coche familiar. El parque automovilístico básico estadounidense. Myron volvió la vista hacia la enorme mansión. Ahora advirtió que había rampas, muchas rampas. Se fijó en los coches: había varios que llevaban matrículas de vehículos sanitarios.
– Una clínica -dijo.
Susan Lex sonrió:
– Venga conmigo.
Subieron por el sendero de ladrillo. Había jardineros con guantes que cuidaban arrodillados las flores de los parterres. Una mujer que andaba en dirección contraria se cruzó con ellos. Les sonrió cortésmente pero no dijo nada. Entraron por una puerta en forma de arco y se encontraron en un vestíbulo de dos plantas.
La mujer que estaba sentada detrás del mostrador se levantó, ligeramente sobresaltada.
– No la esperábamos, señora -dijo.
– No pasa nada.
– No tengo el dispositivo de seguridad preparado.
– No importa.
– De acuerdo, señora.
Susan Lex apenas aflojó el paso. Se dirigió a la amplia escalinata de la izquierda y subió por el centro, sin tocar las barandillas. Myron la siguió.
– ¿A qué dispositivo de seguridad se refiere? -preguntó Myron.
– Cuando vengo de visita, se aseguran de que los pasillos estén despejados y de que no haya nadie más.
– ¿Para mantenerla en secreto?
– Sí -respondió sin detenerse-. Habrá advertido que me ha llamado «señora». Forma parte de la discreción de este centro. No mencionan nunca los nombres.
Cuando llegaron al piso de arriba, Susan giró a la izquierda. El pasillo tenía un papel pintado de diseño floral clásico y nada más. Ni mesitas, ni sillas, ni cuadros enmarcados, ni rodapiés orientales. Pasaron por delante de unas doce habitaciones, sólo un par de ellas con la puerta abierta. Myron se fijó en que las puertas eran más anchas de lo habitual y se acordó de su visita al hospital maternoinfantil. Allí las puertas también eran más anchas de lo normal, para las sillas de ruedas, las camillas y cosas así.
Al llegar al fondo del pasillo, Susan Lex se detuvo, respiró hondo y se volvió a mirar a Myron.
– ¿Está preparado?
Él asintió con la cabeza.
Abrió la puerta y entró en la habitación; él la siguió. Una cama antigua con baldaquino, algo más propio de Monticello, la mansión de Jefferson en Virginia, presidía la estancia. Las paredes eran de un verde cálido, con rodapiés de madera. Había un pequeño candelabro de cristal, un sofá Victoriano de color burdeos, una alfombra persa de escarlatas intensos. Por el equipo de música sonaba un concierto de violín de Mozart quizás un poco demasiado alto. En un rincón había una mujer sentada, leyendo un libro. Ella también se incorporó sobresaltada al darse cuenta de quién había entrado.
– Está todo bien -dijo Susan Lex-. ¿Le importa dejarnos unos momentos?
– Por supuesto, señora -dijo la mujer-. Si necesita cualquier cosa…
– La llamaré, gracias.
La mujer hizo una media reverencia cortés y salió a toda prisa. Myron miró al hombre que yacía en la cama. El parecido con el simulacro informático era impresionante, casi perfecto. Incluso, por extraño que pareciera, los ojos mortecinos. Myron se acercó un poco más. Dennis Lex le siguió con sus ojos de muerto, desenfocados, vacíos, como una ventana que da a un espacio vacío.
– ¿Señor Lex?
Dennis Lex se limitó a mirarlo fijamente.
– No puede hablar -dijo ella.
Myron se volvió:
– No lo entiendo -dijo.
– Antes estaba en lo cierto, estamos en una clínica. Algo así. En otra época, supongo que lo habrían llamado sanatorio privado.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí su hermano?
– Treinta años -dijo. Se acercó a la cama y, por primera vez, bajó la mirada hacia su hermano-. Verá, señor Bolitar, aquí es donde los ricos almacenamos lo desagradable. -Se acercó más y acarició la mejilla de su hermano. Dennis Lex no reaccionó-. Tenemos demasiada educación como para no dar lo mejor a nuestros seres amados. Todo es muy humano y práctico, ¿sabe?
Myron esperaba a que le dijera más cosas. Ella seguía acariciando la mejilla de su hermano. Trató de verle la cara, pero ella la mantenía agachada y dándole la espalda.
– ¿Por qué está aquí? -le preguntó Myron.
– Yo le disparé -dijo.
Myron abrió la boca, la volvió a cerrar, hizo los cálculos.
– Pero usted no era más que una niña cuando desapareció.
– Tenía catorce años -dijo-. Bronwyn tenía seis. -Dejó de acariciar la mejilla de su hermano-. Es una vieja historia, señor Bolitar. Probablemente habrá oído historias parecidas miles de veces. Jugábamos con una pistola cargada. Bronwyn quería sujetarla, yo le dije que no, él quiso cogerla, se disparó. -Lo dijo todo en un suspiro, mirando a su hermano, mientras seguía acariciándole la mejilla-. Éste es el resultado.
Él miró los ojos mortecinos en aquella cama.
– ¿Y lleva así desde entonces?
Ella asintió con la cabeza.
– Durante un tiempo estuve esperando a que muriera. Para poder considerarme oficialmente una asesina.
– Era una niña -dijo Myron-. Fue un accidente.
Ella lo miró y sonrió:
– Vaya, eso significa mucho, viniendo de usted.
Myron no dijo nada.
– No importa -añadió-. Papá se ocupó de todo. Lo organizó para que mi hermano recibiera la mejor atención. Mi padre era alguien muy celoso de su intimidad. Se trataba de su pistola. La había dejado en un sitio en el que sus hijos podían jugar con ella. En aquel momento, tanto sus negocios como su fama estaban en pleno apogeo, y él tenía aspiraciones políticas. Sencillamente, quiso que todo quedara ocultado.
– Y así fue.
Ella movió la cabeza adelante y atrás:
– Sí.
– ¿Y su madre?
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Cómo reaccionó?
– Mi madre odiaba las cosas desagradables, señor Bolitar. Después del accidente no volvió a ver a su hijo nunca más.
Denis Lex emitió un sonido, un graznido gutural, nada que pareciera ni siquiera remotamente humano. Susan lo tranquilizó delicadamente.
– ¿Tuvieron algún tipo de ayuda, usted y Bronwyn?
Ella levantó una ceja:
– ¿Ayuda?
– Terapia. Para ayudarles a superarlo.
Ahora hizo una mueca:
– Oh, por favor -exclamó.
Myron se quedó quieto, con la mente dando vueltas alrededor de la nada.
– Bueno, ahora ya sabe la verdad, señor Bolitar.
– Supongo.
– ¿Qué quiere decir?
– Me pregunto por qué me ha contado usted todo esto. Se podría haber limitado a enseñarme a Dennis.
– Porque usted no lo contará.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
Ella sonrió:
– Una vez le has disparado a tu propio hermano, disparar a un desconocido te parece tan fácil…
– En realidad no cree lo que está diciendo.
– No, supongo que no. -Susan Lex se volvió a mirarlo-. El hecho es que, en realidad, tampoco tiene tanto que contar. Como ha dicho antes, ambos tenemos motivos para tener la boca bien cerrada. A usted lo arrestarían por secuestro y Dios sabe cuántas cosas más. De mi crimen, si es que puede considerarse así, no hay pruebas. Saldría peor parado que yo.
Myron asintió, pero su mente seguía dando vueltas. La historia de ella podía ser cierta, o simplemente algo que se inventaba para ganarse su simpatía, para dar contención al mal. Sin embargo, sus palabras sonaban a verdad. Tal vez sus motivos para hablar eran más sencillos. Quizá, después de todos esos años, sencillamente necesitaba que alguien escuchara su confesión. No importaba. Nada de aquello importaba. Aquí no había nada. Dennis Lex era ciertamente una calle sin salida.
Miró por la ventana. Empezaba a caer la tarde. Miró el reloj. Ahora Jeremy llevaba cinco horas ausente, cinco horas a solas con un loco, y la mejor pista de Myron, su única pista, de hecho, yacía en una habitación de hospital con una lesión cerebral.
El sol brillaba todavía con fuerza y bañaba el extenso jardín de una luz blanquecina. Myron advirtió lo que parecía un laberinto hecho de arbustos. Vio a unos cuantos pacientes en sillas de ruedas, con mantas sobre el regazo, sentados junto a una fuente. Serenos. Los rayos se reflejaban en un estanque y una estatua en medio de…
Se detuvo. La estatua.
Myron sintió que la sangre en las venas se le cristalizaba. Se hizo sombra con una mano y entornó los ojos. -¡Dios mío! -exclamó. Luego salió corriendo hacia las escaleras.
34
El helicóptero de Susan Lex iniciaba su descenso hacia la pista de aterrizaje del complejo hospitalario cuando Kimberly Green lo llamó al móvil.
– Tenemos a Stan Gibbs -le dijo-. Pero el chico no estaba con él.
– Eso es porque el secuestrador no es él.
– ¿Sabes algo que yo no sé?
Myron ignoró la pregunta.
– ¿Ha dicho algo Stan?
– Nada. Ya se ha escudado en un abogado. Dice que no piensa decir nada sin tu presencia. La tuya, Myron. ¿No te parece especialmente sorprendente?
Aunque hubiese respondido, el propulsor del helicóptero habría sofocado el sonido. Retrocedió unos pasos. El helicóptero tocó tierra. El piloto asomó la cabeza y lo saludó con la mano.
– Voy para allá -gritó Myron al teléfono. Lo apagó y se dirigió a Susan Lex-. ¡Gracias!
Ella asintió con un gesto de la cabeza.
Se agachó y corrió hacia el helicóptero. Mientras se elevaban, Myron volvió la vista a tierra. Susan Lex tenía el mentón levantado y lo seguía mirando. La saludó con la mano. Ella respondió a su saludo.
Stan no estaba en una celda de detención porque no tenían ningún motivo para detenerle. Estaba sentado en una sala de espera con la mirada clavada en la mesa, mientras dejaba que su abogada, Clara Steinberg, hablara. Myron conocía a Clara -él la llamaba tía Clara, aunque no estuvieran emparentados- desde antes de tener uso de razón. La tía Clara y el tío Sidney eran los mejores amigos de sus padres. Su padre había ido al colegio con Clara. Su madre había compartido habitación con ella en la residencia de estudiantes, cuando estaba en la facultad de Derecho. De hecho, fue Clara la que organizó la primera cita entre sus padres, y a ella le gustaba recordarle a Myron con un guiño que «tú no estarías aquí de no ser por tu tía Clara». Y luego volvía a guiñarle el ojo. Muy sutil. En vacaciones solía pellizcar las mejillas de Myron como gesto de admiración de su carita.
– Déjame fijar las normas básicas, cariño -le dijo a Myron. Clara tenía el pelo gris y unas gafas demasiado grandes que le ampliaban los ojos y le daban un aspecto de Hormiga Atómica. Levantó la vista hacia él y los enormes ojos parecieron absorberlo todo de golpe. Llevaba una blusa blanca con chaleco gris y falda a conjunto, un pañuelo en el cuello y pendientes de perlas en forma de lágrima. Como una Barbara Bush en versión judía.
– Uno -afirmó-, soy la abogada designada para defender al señor Gibbs. He solicitado que esta conversación no sea escuchada. He cambiado de sala cuatro veces para asegurarme de que las autoridades no nos escuchan, pero no me fío de ellos. Se creen que tu tía Clara es una vieja chocha. Se creen que vamos a hablar aquí mismo.
– ¿Y no lo haremos? -preguntó Myron.