Harlan Coben
Motivo de ruptura
Myron Bolitar 1
Esto, al igual que todo lo demás, es para Anne.
Capítulo 1
Otto Burke, «el Genio de los Chismes», siguió insistiendo en su oferta.
– Vamos, Myron -le rogó con fervor casi religioso-, estoy seguro de que podemos llegar a entendernos. Tú cedes un poquito y nosotros cederemos otro poquito. Los Titans son un equipo y, en cierto sentido, a mí me gustaría que también nosotros fuésemos como un equipo, tú incluido. Formemos un equipo, Myron. ¿Qué te parece?
Myron Bolitar juntó las yemas de los dedos. Había leído en alguna parte que poner las manos en esa postura indicaba que uno era una persona seria, aunque en aquel momento se sintió ridículo.
– No hay nada en el mundo que me interese más, Otto -respondió devolviéndole aquella pelota sin sentido por enésima vez-. De verdad que sí, pero es que ya hemos cedido todo lo que podíamos. Ahora os toca a vosotros.
Otto asintió enérgicamente como si acabara de escuchar alguna clase de diatriba filosófica capaz de poner en evidencia al mismísimo Sócrates. Luego ladeó la cabeza y dirigió su falsa sonrisa hacia el director general de su equipo.
– Larry, ¿tú qué opinas?
Larry Hanson captó el mensaje y dio un puñetazo contra la mesa de reuniones con un puño tan peludo que parecía una ardilla del desierto.
– ¡A la mierda con Bolitar! -gritó representando a la perfección el papel de enfadado-. ¿Me has oído, Bolitar? ¿Me entiendes lo que te digo? ¡A la mierda contigo!
– A la mierda conmigo -repitió Myron a la vez que asentía con la cabeza-. Entendido.
– ¿Te estás haciendo el listillo conmigo, eh? ¡Contesta, cojones! ¿Te estás haciendo el listillo?
Myron se quedó mirándolo un momento y luego dijo:
– Tienes una semilla de amapola entre los dientes.
– Maldito listillo -gruñó Larry.
– Y te pones muy guapo cuando te enfadas. Se te ilumina la cara -añadió Myron.
Larry Hanson enarcó las cejas. Le echó una mirada a su jefe y luego volvió a centrarse en Myron.
– Esto es demasiado para ti, Bolitar. Y tú lo sabes muy bien.
Myron no respondió. La verdad era que, en parte, Larry Hanson tenía razón. Aquello era demasiado para Myron. Sólo llevaba dos años trabajando como representante de deportistas. La mayoría de sus clientes eran casos límite, gente que podía considerarse afortunada si llegaba a jugar algún partido y que ganaba lo mínimo establecido por la liga. Además, el fútbol americano no era ni mucho menos su especialidad. Sólo tenía tres jugadores de la NFL, de los cuales solamente uno de ellos era un principiante. Y ahí estaba Myron, sentado delante de Otto Burke, el niño prodigio que, a sus treinta y un años, era el propietario del equipo más joven de toda la NFL; y de Larry Hanson, toda una ex leyenda del fútbol americano convertido en ejecutivo, negociando un contrato con ellos que, pese a la poca experiencia que tenía en aquel campo, iba a ser el fichaje más importante de un novato de toda la historia de la NFL.
Sí, él, Myron Bolitar, había conseguido a Christian Steele, «la figura más cotizada del momento», un quarterback dos veces ganador del trofeo Heisman. Tres veces seguidas primer puesto en el ranking oficial de las agencias AP y UPI. Cuatro años seguidos en el All-American. Y, por si fuera poco, aquel chico era el sueño de toda empresa patrocinadora: buen estudiante, atractivo, elocuente, educado… ¡y blanco! (eh, que eso contaba).
Pero, no obstante, lo mejor de todo es que era de Myron.
– La oferta está sobre la mesa, caballeros -prosiguió Myron-. Y creemos que es bastante justa.
Otto Burke negó con la cabeza.
– ¡Es una puta mierda! -gritó Larry Hanson-. Eres un puto imbécil, Bolitar. Y vas a echar a perder la carrera de ese chico.
Myron estiró los brazos y dijo:
– ¿Y si nos damos un abrazo los tres?
Larry estuvo a punto de soltar otro improperio, pero Otto lo detuvo haciéndole un gesto con la mano. Cuando Larry aún jugaba, Dick Butkus y Ray Nitzchke eran incapaces de pararlo a empujones. Y ahora aquel licenciado de Harvard de apenas setenta kilos de peso lo hacía callar con un mero gesto de la mano.
Otto Burke se inclinó hacia delante. Todavía seguía sonriendo, gesticulando y manteniendo el contacto visual con su interlocutor, como si hubiera salido directamente de un publirreportaje de los libros de autoayuda «Poder sin límites» de Anthony Robbins. Resultaba absolutamente desconcertante. Otto era un tipo menudo y de apariencia frágil con los dedos más pequeños que Myron había visto nunca. Tenía el pelo negro y largo hasta los hombros, como un cantante de heavy-metal, una cara aniñada y una perilla tan ridícula que parecía dibujada con lápiz. Fumaba un cigarrillo muy largo, o tal vez sólo lo parecía debido al contraste con sus diminutos dedos.
– Mira, Myron -dijo Otto-, vamos a hablar en serio, ¿de acuerdo?
– En serio, venga.
– Perfecto, Myron, eso nos irá muy bien. La verdad es que Christian Steele es una incógnita. Ni siquiera se ha puesto un uniforme profesional. Podría ser el fraude del siglo.
– Y seguro que eso te suena de algo, Bolitar, la de jugadores que al final no hacen nada, que fracasan por completo -añadió Larry en tono burlón.
Myron se limitó a ignorarlo. Había escuchado aquel insulto muchas veces y ya no le molestaba. A palabras necias, oídos sordos.
– Estamos hablando del que tal vez sea el mejor quarterback en potencia de la historia -contestó en tono firme-. Habéis hecho tres traspasos y habéis cedido seis jugadores para conseguir sus derechos. No os habríais tomado tantas molestias si no pensarais que es bueno.
– Pero es que esta propuesta… -empezó a decir Otto, pero entonces se detuvo y se quedó un instante mirando el techo como buscando las palabras apropiadas- no es del todo buena.
– Es más bien una mierda -añadió Larry.
– Pues es mi última palabra -dijo Myron.
Otto hizo un gesto negativo con la cabeza pero sin dejar de sonreír.
– Hablemos del tema, ¿de acuerdo? Mirémoslo desde todas las perspectivas posibles. Tú eres nuevo en esto, Myron. No eres más que un ex deportista que está haciendo todo lo posible para introducirse en el mundillo de los directivos, y yo te respeto por eso. Eres un tipo joven tratando de hacerse un lugar. Mira, hasta te admiro. En serio.
Myron se mordió la lengua. Podría haberle contestado que Otto y él eran de la misma edad, pero le encantaba que lo trataran con condescendencia. ¿Y a quién no?
– Si te equivocas en eso -prosiguió Otto-, podría ser la clase de asunto que hundiera tu carrera. ¿Entiendes lo que quiero decir? Hay mucha gente que cree que esto no va contigo, que no sabes cómo encargarte de un cliente con un perfil tan bueno. Yo no, claro. Yo creo que eres un tipo muy listo. Muy astuto. Pero la forma en que te comportas…
Al decir eso, Otto negó con la cabeza como un profesor desilusionado ante un alumno prometedor.
Larry se levantó y, fulminando a Myron con la mirada, le dijo:
– ¿Por qué no le das un buen consejo a ese pobre chico y le dices que se busque un agente de verdad?
Myron se había esperado todo aquel número del poli bueno y el poli malo. De hecho, se había esperado algo peor, puesto que Larry Hanson aún no había criticado las preferencias sexuales de la madre de nadie. Aun así, Myron prefería el poli malo al poli bueno. Larry Hanson era un ataque frontal, fácil de ver y de manejar, pero Otto Burke era como un prado de hierba alta plagado de serpientes y de minas ocultas.
– Entonces supongo que no hay nada más que hablar, -dijo Myron.
– Creo que no te conviene una negativa, Myron -sugirió Otto-. Podría ensuciar la imagen tan inmaculada de Christian. Podría hacerle daño a la empresa patrocinadora. Podría costarte un montón de dinero. Y tú no quieres perder dinero, Myron.
Myron lo miró fijamente y dijo:
– ¿Ah, no?
– No, no quieres.
– ¿Me dejáis que me lo apunte? -Cogió un bolígrafo y empezó a escribir con rapidez-: No… quiero… perder… dinero. -Después les dedicó una leve sonrisa-. ¿Es que hoy tengo que dedicarme a tomar apuntes o qué?
– Puto listillo -dijo Larry entre dientes.
La sonrisa de Otto seguía clavada en su rostro, en modo piloto automático.
– Si me permites el atrevimiento -continuó-, creo que a Christian le gustaría empezar a ganar mucho dinero cuanto antes.
– ¿Ah, sí? -dijo Myron.
– Hay quien tiene serias reservas sobre el futuro de Christian Steele. Y hay quien cree… -Otto interrumpió la frase para echarle una buena calada al cigarrillo- que la desaparición de esa chica puede tener que ver con ello.
– Ah -dijo Myron-, eso ya me gusta más.
– Que te gusta más, ¿qué?
– Que estés empezando a decir pestes de él. Por un momento he llegado a pensar que no estaba pidiendo bastante.
Larry Hanson le lanzó una mirada asesina.
– ¿Pero tú te crees a este pedazo de imbécil con el que estamos hablando? Le planteas un tema tan serio como el de la ex florero de Christian, algo que atenta directamente contra su valor como materia prima de imagen publicitaria, y…
– Rumores decididamente patéticos -le interrumpió Myron-. Nadie se los tomó en serio. En realidad, lo único que hicieron fue que la gente simpatizara aún más con la tragedia de Christian. Y no llames florero a Kathy Culver.
Larry enarcó una ceja y dijo:
– Uy, uy, uy, pero qué susceptible, y sólo por una mierdecilla de dudosa reputación.
Myron no cambió de expresión. Había conocido a Kathy Culver cinco años atrás cuando ella estaba en segundo de bachillerato y por aquel entonces ya era una belleza en ciernes. Como su hermana Jessica. Dieciocho meses antes, Kathy había desaparecido misteriosamente del campus de la Universidad de Reston y todavía hoy nadie sabía dónde estaba o qué le había ocurrido. La historia tuvo todos los ingredientes favoritos de los medios de comunicación: una estudiante guapísima, novia de la estrella de fútbol americano Christian Steele, hermana de la novelista Jessica Culver y, para postre, pistas que apuntaban a una posible agresión sexual. Los de la prensa no pudieron evitarlo. Se lanzaron a por ella como aves rapaces en torno a un buffet libre.
Sin embargo, hacía poco que una segunda tragedia había recaído sobre la familia Culver. Adam Culver, el padre de Kathy, había sido asesinado tres noches atrás en lo que la policía describió como un «atraco chapuzas». Myron ansiaba ponerse en contacto con la familia para darles el pésame y tal vez por otras razones, pero había optado por mantenerse al margen al no saber si era bienvenido y porque, de hecho, estaba bastante seguro de que no era así.
– Bueno, y ahora si…
Pero no pudo acabar la frase porque le interrumpió un toc-toc en la puerta. Ésta se entreabrió y Esperanza sacó la cabeza por el hueco.
– Una llamada para ti, Myron -dijo.
– Atiéndela tú y coge el mensaje.
– Creo que será mejor que te pongas.
Esperanza se quedó mirándolo desde la puerta y, a pesar de que sus ojos negros no daban a entender nada, Myron comprendió que debía ser importante.
– Ahora mismo voy -dijo.
Su secretaria desapareció tras la puerta.
Larry Hanson soltó un silbido de admiración y exclamó:
– Menuda ricura, Bolitar.
– Uy, gracias, Larry, eso es mucho viniendo de alguien como tú.
Myron se levantó de la silla y les dijo:
– Ahora mismo vuelvo.
– Oye, que no tenemos todo el puto día, ¿eh? -le espetó Larry.
– Me hago cargo -le contestó Myron.
Y tras decir aquello salió de la sala de reuniones y se dirigió a la mesa de Esperanza.
– El Premio Gordo -le dijo-. Ha dicho que era urgente.
Era Christian Steele.
La mayoría de la gente nunca llegaría a imaginarse que, a pesar de su menudo tamaño, Esperanza había sido una profesional de la lucha libre. Durante tres años se le había conocido en el ring como la Pequeña Pocahontas. El hecho de que Esperanza Díaz fuera latina y no tuviera ni un ápice de sangre amerindia no parecía haberles importado mucho a la organización de la REGLA (Radiantes Estrellas Guerreras de la Lucha Atlética). Un mero detalle sin importancia, habrían pensado: latina, india, ¿qué más daba?
En el momento culminante de su carrera en la lucha profesional, todas las semanas se repetía la misma historia en los estadios de los Estados Unidos de América. Esperanza («Pocahontas») entraba en el cuadrilátero con mocasines indios, un traje de ante con flecos y una cinta que le recogía la larga melena negra y dejaba ver la tez morena de su cara. En los instantes previos al inicio del combate se quitaba el vestido de ante dejando a la vista un atuendo amerindio más ligero de ropa y mucho menos tradicional.
La lucha profesional tiene un argumento bastante sencillo que, desgraciadamente, no admite muchas variaciones. Algunos luchadores son malvados y otros son buenos. Pocahontas era de las buenas y una de las favoritas del público. Era muy mona, muy menuda y muy rápida, y tenía un cuerpo pequeño y delgado. Era muy popular. Siempre que su adversaria hacía algo ilegal que todo el mundo podía ver menos el árbitro, como tirarle arena a los ojos o usar un objeto no permitido como arma, siempre acababa ganando el combate gracias a su ingenio. Entonces, la luchadora del bando de los malos llamaba a un par de compinches y se lanzaban tres contra uno a por la pobre Pocahontas, cebándose sin piedad en aquella belleza tan valerosa para horror y disgusto de los comentaristas, que habían visto cómo pasaba lo mismo la semana pasada y la anterior.
Y justo cuando parecía que ya estaba todo perdido, la Gran Mamá Jefa, una criatura mastodóntica, salía a toda velocidad de los vestidores y apartaba a aquellas bestias de Pocahontas. Y entonces, la Gran Mamá Jefa y la Pequeña Pocahontas derrotaban a las fuerzas del mal.
Una diversión sin límites, vamos.
– Lo cojo en mi despacho -le dijo Myron.
Al entrar, vio la placa con su nombre que tenía sobre la mesa y que le habían regalado sus padres:
MIRÓN BOLITAR
REPRESENTANTE DEPORTIVO
Hizo un gesto negativo con la cabeza. Myron Bolitar. Todavía no podía creer que alguien pudiera ponerle «Myron» a un hijo. Cuando su familia se trasladó a Nueva Jersey, le dijo a todo el instituto que se llamaba Mike, pero no hubo forma. Luego intentó apodarse Mickey, pero… no lo consiguió. La gente volvió a llamarle Myron y aquel nombre se convirtió para él en una especie de monstruo de película de terror que se resistía a morir.
Y respondiendo a la pregunta de rigor: no, nunca se lo perdonó a sus padres.
Cogió el teléfono y dijo:
– ¿Christian?
– ¿Señor Bolitar? ¿Es usted?
– Sí pero, por favor, llámame… Myron -contestó mientras se decía a sí mismo que aceptar lo inevitable era de sabios.
– Siento mucho molestarle. Sé que está muy ocupado.
– Estoy ocupado negociando tu fichaje. Tengo a Otto Burke y a Larry Hanson en la sala de al lado.
– Se lo agradezco, pero esto es muy importante -dijo-. He de hablar con usted en persona cuanto antes.
Myron cambió el auricular de mano.
– ¿Tienes algún problema, Christian? -preguntó haciendo gala de sus grandes dotes de percepción.
– Pre… preferiría no hablar de ello por teléfono. ¿Podríamos vernos en mi habitación del campus?
– Claro, ningún problema. ¿A qué hora?
– Ahora, por favor. No… no sé qué pensar de todo esto. Quiero que lo vea usted mismo.
Myron respiró hondo y dijo:
– No hay problema. Les diré a Otto y a Larry que aplazamos la reunión. Me irá bien para las negociaciones. Estaré ahí dentro de una hora.
Sin embargo, le llevó algo más de una hora.
Myron entró en el garaje Kinney de la Calle 46, no muy lejos de su despacho en Park Avenue. Saludó a Mario, el encargado del garaje, pasó por delante del tablón de precios con una pequeña nota al final donde se leía: «97 % de impuestos no incluido», y fue hasta su coche en el primer sótano. Un Ford Taurus, el típico imán para las tías.
Estaba a punto de meter la llave en la cerradura cuando oyó un sonido sibilante. Como el de una serpiente. O, mejor, como el del aire al salir de un neumático. El sonido procedía de la rueda trasera derecha. Tras fijarse un momento, Myron se dio cuenta de que se la habían pinchado.
– Hola, Myron.
Dio media vuelta y se encontró con dos hombres con una sonrisa burlona en los labios. Uno de ellos era tan grande como un país del Tercer Mundo. Myron era bastante corpulento, ya que medía metro noventa y dos y pesaba unos noventa y cinco kilos, pero se imaginó que aquel tipo debía de pasar de los dos metros y rondar los trescientos kilos. Tenía toda la pinta de ser un levantador de pesas profesional y su cuerpo estaba hinchado como si llevara puestos varios chalecos salvavidas por debajo de la ropa. El otro tipo, en cambio, era de constitución normal y llevaba puesto un sombrero de ala curva.
El hombretón se acercó pesadamente al coche de Myron con los brazos muy rígidos y ladeando la cabeza de un lado a otro, haciendo crujir aquella parte de su anatomía que en un hombre normal podría haberse denominado cuello.
– ¿Tienes algún problema con el coche? -le preguntó con una sonrisa entre dientes.
– Un pinchazo -contestó Myron-, hay una rueda de recambio en el maletero. Cámbiamela.
– No, Bolitar. Esto no ha sido más que una ligera advertencia.
– ¿Ah, sí?
El armario empotrado agarró a Myron por las solapas de la chaqueta y le espetó:
– Mantente alejado de Chaz Landreaux. Ya ha firmado.
– Vale, pero primero cámbiame la rueda.
El tipo acentuó la media sonrisa. Era una media sonrisa estúpida y cruel.
– La próxima vez no seré tan amable -dijo.
Luego lo agarró un poco más fuerte arrugándole el traje y la corbata y añadió:
– ¿Lo entiendes?
– Supongo que ya sabrás que los esteroides hacen que se te encojan las pelotas.
La cara del hombre enrojeció.
– ¿Ah, sí? Pues a lo mejor te parto la cara, ¿de acuerdo? A lo mejor te la dejo hecha un poema.
– ¿Un poema?
– Sí.
– Bonita imagen, la verdad.
– Que te den por culo.
Myron soltó un suspiro y, acto seguido, pareció como si todo su cuerpo se pusiera en movimiento a la vez. Empezó con un cabezazo que fue a parar directamente contra la nariz de aquel hombretón. Se oyó una especie de crujido, como si alguien acabara de pisar un escarabajo, y la nariz del hombre comenzó a sangrar.
– Hijo de…
Myron cogió al tipo por el cogote y le endiñó un codazo en la nuez que estuvo a punto de aplastarle la tráquea. El hombre hizo un ruido gorgoteante de asfixia y dolor y luego calló. Myron lo acompañó con un golpe con la parte estrecha de la mano contra el cogote, justo por debajo del cráneo, que hizo que el hombretón se desplomara al suelo como un saco de arena.
– ¡De acuerdo, ya basta!
El tipo del sombrero de ala curva dio un paso hacia delante apuntando una pistola contra el pecho de Myron.
– Apártate de él. ¡Vamos!
Myron le echó una mirada rápida y dijo:
– ¿Ese sombrero es de verdad?
– ¡He dicho que te apartes!
– Muy bien, muy bien, me aparto.
– No hacía falta que hicieras eso -le amonestó el hombre más bajo casi con pena-, sólo estaba haciendo su trabajo.
– Un joven incomprendido -añadió Myron-. Ahora me siento fatal.
– Limítate a no acercarte a Chaz Landreaux, ¿de acuerdo?
– No, no estoy de acuerdo. Dile a Roy O'Connor que no estoy de acuerdo.
– Oye, que a mí no me pagan para dar una respuesta. Yo sólo doy el mensaje.
Y sin decir nada más, el hombre del sombrero de ala curva ayudó a su compañero a ponerse en pie. El hombretón fue andando a trompicones hasta su coche con una mano en la nariz y la otra en la garganta. Tenía la nariz destrozada, pero la tráquea iba a dolerle muchísimo más, sobre todo al tragar.
Se metieron en el coche y se fueron de inmediato. Ni siquiera le cambiaron la rueda a Myron.
Capítulo 2
Myron marcó el número de Chaz Landreaux desde el teléfono del coche.
Como no era un experto en automoción, Myron tardó media hora en cambiar el neumático y durante los primeros kilómetros condujo despacio por miedo a que su gran pericia en el cambio de ruedas hiciera que el neumático se saliera de la llanta y se fuera rodando. En cuanto se sintió más seguro, aceleró para acudir a tiempo a su cita con Christian.
Chaz contestó a su llamada y Myron le explicó brevemente lo que le había ocurrido.
– Ya han estado aquí -le dijo Chaz.
Había mucho ruido de fondo. El llanto de un bebé, algo que se rompía al caer al suelo, risas de niños. Chaz pegó un grito para que se callaran.
– ¿Cuándo? -le preguntó Myron.
– Hace una hora. Eran tres hombres.
– ¿Te han hecho daño?
– No, sólo me han inmovilizado y amenazado. Me han dicho que me iban a romper las piernas si no cumplía con mi contrato.
«Romperle las piernas -se dijo Myron-, qué originales.»
Chaz Landreaux era un jugador de baloncesto, alumno de último año en la Universidad Georgia State que probablemente iba a ser elegido en la primera ronda de selección oficial de jugadores o draft de la NBA. Su historia era la del típico chico pobre que había empezado jugando en las calles. Tenía seis hermanos, dos hermanas y ningún padre. Los nueve vivían con su madre en una zona que, de mejorar radicalmente, tal vez algún día podría haberse llamado «gueto pobre».
En el primer curso de la universidad, el subordinado de un representante muy influyente llamado Roy O'Connor había hablado con Chaz, cuatro años antes de que ningún agente tuviera permiso para hablar con Chaz, y le había ofrecido una iguala de cinco mil dólares por anticipado más una mensualidad de doscientos cincuenta dólares si firmaba un contrato por el que O'Connor se convertiría en su agente cuando entrara en la liga profesional.
Chaz había dudado. Sabía que las normas establecidas por la NCAA le prohibían firmar un contrato mientras pudiera ser elegido por el draft, por lo que el contrato se consideraría inválido. Sin embargo, el enviado de Roy le aseguró que aquello no iba a presentar ningún problema. Se limitarían a posponer el contrato para hacer ver que Chaz lo había firmado tras su último año de elegibilidad y lo guardarían en una caja fuerte hasta que llegara el momento oportuno. Y así nadie se daría cuenta.
Chaz no había sabido muy bien qué hacer. Por un lado sabía que era ilegal, pero por otro también era consciente de lo que podía llegar a suponer todo ese dinero para su madre y sus ocho hermanos, que vivían en un antro de dos habitaciones. Llegados a ese punto, Roy O'Connor entró en escena y le ofreció el aliciente definitivo: si en cualquier momento Chaz decidía cambiar de opinión, podría devolver el dinero y cancelar el contrato.
Cuatro años más tarde, Chaz cambió de opinión y prometió devolver hasta el último centavo, pero Roy O'Connor le dijo que ni hablar, que tenía un contrato con ellos y que seguiría adelante con él.
Tampoco es que fuera una argucia innovadora. Había muchísimos agentes que hacían lo mismo. Norby Walters y Lloyd Bloom, dos de los representantes más importantes del país, habían sido arrestados por ello. Las amenazas tampoco eran infrecuentes, pero la cosa no solía pasar de ahí y todo se quedaba en palabras y nada más. Ningún agente quería arriesgarse a que el asunto llegara a salir a la luz. Si el chico se mantenía en sus trece, el representante se echaba atrás para evitarse problemas.
Sin embargo, Roy O'Connor no actuaba así. Roy O'Connor empleaba la fuerza. Myron estaba alucinado.
– Quiero que te marches de la ciudad durante una temporada -prosiguió Myron-. ¿Tienes algún sitio donde esconderte?
– Sí, me iré a casa de un amigo en Washington. ¿Pero qué vamos a hacer?
– Yo me ocuparé de eso. Tú preocúpate de que no sepan dónde estás.
– De acuerdo, lo que tú digas -y añadió-: Ah, Myron, otra cosa.
– ¿Qué?
– Uno de los tipejos que me han amenazado me ha dicho que te conocía. Era un pedazo de monstruo, colega. O sea, un tío enorme. Un hijoputa muy trajeado.
– ¿Te ha dicho cómo se llamaba?
– Aaron. Me dijo que te saludara de su parte.
Myron se sobresaltó. Aaron. Un nombre que pertenecía al pasado. Y tampoco era un nombre muy bonito. Roy O'Connor no sólo tenía secuaces, sino que, además, éstos eran de los buenos.
Tres horas después de salir de su despacho, Myron ahuyentó de su cabeza el incidente en el garaje y llamó a la puerta de Christian. A pesar de haberse graduado hacía dos meses, Christian seguía viviendo en la misma residencia del campus en la que había estado viviendo durante el último curso trabajando como orientador en el campamento de verano de fútbol de la Universidad de Reston. No obstante, el minicamp de los Titans comenzaba dentro de dos días y Christian iba a estar presente en esas sesiones de pretemporada porque Myron no tenía intención de que Christian se quedara aquel año fuera de la liga.
Christian abrió la puerta de inmediato y, antes de que Myron hubiera empezado a disculparse por haber llegado tarde, Christian le agradeció:
– Gracias por venir tan rápido.
– Ah, sí, no ha sido nada -le respondió Myron.
El rostro de Christian carecía de su habitual buen color. Ya no tenía las mejillas rosadas allí donde se le hacían unos hoyuelos al sonreír. Ni aquella cándida sonrisa de oreja a oreja que hacía derretir a las alumnas de la universidad. Incluso la célebre firmeza de sus manos se había convertido en un ligero temblor.
– Pase -le dijo.
– Gracias.
La habitación de Christian se parecía más al decorado de una teleserie de los cincuenta que a una habitación de residencia universitaria de hoy en día. Para empezar, estaba ordenada. La cama estaba hecha y con los zapatos colocados juntos a los pies de la misma. No había calcetines por el suelo ni ropa interior, ni tampoco suspensorios. En las paredes había banderines colgados. Pero banderines de verdad. Myron no daba crédito a sus ojos. No había pósteres ni calendarios de Claudia Schiffer ni de Cindy Crawford ni de las gemelas Barbi. Sólo banderines anticuados.
Al principio, Christian no dijo nada. Los dos se quedaron de pie, incómodos, como dos desconocidos sentados uno al lado del otro en una fiesta sin bebidas en las manos. Christian mantenía la mirada clavada al suelo como un niño al que le acabaran de regañar. No había hecho ningún comentario acerca de las manchas de sangre del traje de Myron. Probablemente ni siquiera se había fijado.
Myron decidió probar suerte con una de sus frases tan elocuentes y especialmente pensadas para romper el hielo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
Christian comenzó a caminar por el cuarto, lo cual no era nada fácil en aquella habitación tan pequeña como una caja. Myron se percató de que Christian tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando, tal y como delataba el rastro de las lágrimas en sus mejillas.
– ¿Se ha enfadado mucho el señor Burke por haber cancelado la reunión? -le preguntó Christian.
Myron se encogió de hombros.
– Le ha dado un ataque, pero creo que sobrevivirá. No pasa nada, no te preocupes por eso.
– ¿El minicamp de la pretemporada empieza el jueves?
Myron asintió y le preguntó:
– ¿Estás nervioso?
– Un poco, creo.
– ¿Es por eso por lo que querías verme?
Christian negó con la cabeza, luego vaciló un instante y afirmó:
– Es… es que no lo entiendo, señor Bolitar.
Cada vez que lo llamaba «señor», Myron pensaba que le estaba hablando a su padre.
– ¿Que no entiendes qué, Christian? ¿Qué es lo que quieres decir?
El chico volvió a titubear y continuó:
– Es… -se detuvo, inspiró profundamente y prosiguió-, es sobre Kathy.
Myron pensó que no lo había escuchado bien.
– ¿Kathy Culver?
– Usted la conoció -dijo Christian, aunque a Myron no le quedó muy claro si era una afirmación o una pregunta.
– Hace mucho tiempo -replicó Myron.
– Cuando usted salía con Jessica.
– Sí.
– Entonces a lo mejor pueda llegar a entenderlo. Echo de menos a Kathy. Más de lo que nadie se imagina. Era muy especial.
Myron asintió tratando de darle ánimos, muy al estilo de Phil Donahue o de cualquier otro entrevistador de aquellos que se preocupaban sinceramente por sus entrevistados.
Christian dio un paso atrás y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una estantería.
– La gente hizo un circo con lo que le ocurrió, salió en la prensa amarilla, en los programas televisivos del corazón…
Para la gente fue como un juego. Como un espectáculo de la tele. Nos llamaban «idílicos», la «pareja idílica» -dijo haciendo unas comillas con las manos-, como si «idílico» quisiera decir irreal. Fue muy cruel. Todo el mundo me decía que era joven, que lo superaría pronto, que Kathy sólo era una rubia más y que había millones como ella para alguien como yo. La gente esperaba que siguiera adelante con mi vida, que se había ido, que se había terminado para siempre.
Myron vio que el aspecto juvenil de Christian, algo que pensaba que podría convertirlo en el rey de los contratos publicitarios, acababa de adquirir una nueva dimensión. En lugar de aquel chico de Kansas tan buen deportista, tímido y modesto, Myron vio la realidad que se ocultaba bajo esa apariencia: un niño asustado acurrucado en un rincón, un niño cuyos padres habían muerto, un niño sin familia y probablemente sin un amigo de verdad, con tan sólo aduladores y gente que quería algo de él. «Como quizá yo mismo», pensó Myron.
Myron hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni hablar. Otros agentes seguro, pero él no. Myron no era así. Pero, a pesar de todo, una sensación parecida a la culpa se le quedó ahí grabada, pinchándole en las costillas como un cuchillo afilado.
– En realidad nunca llegué a creer que Kathy hubiera muerto -prosiguió Christian-. Eso fue parte del problema, supongo. No estar del todo seguro acaba por afectarte al cabo de un tiempo. Una parte de mí… una parte de mí casi esperaba que encontraran su cadáver, cualquier cosa con tal de poner fin a aquello. ¿Es cruel decir una cosa así, señor Bolitar?
– No lo creo, no.
Christian lo miró con aire solemne y le dijo:
– No dejo de darle vueltas a lo de las bragas, ¿sabe?
Myron asintió. La única pista de todo el misterio habían sido las bragas deshilachadas de Kathy que se encontraron encima de un cubo de basura de la universidad. Al parecer, las habían encontrado manchadas de semen y sangre. Para el público en general, las bragas habían confirmado lo que durante tiempo se había sospechado: que Kathy Culver había muerto. Era una historia triste pero no excepcional. Algún psicópata la había violado y asesinado. Probablemente nunca llegarían a encontrar su cuerpo, o tal vez unos cazadores se toparían algún día con sus restos mortales en el bosque, y le darían a los medios de comunicación un buen comienzo para el telediario del mediodía que haría volver a centrar la atención sobre el caso con la eterna esperanza de poder sacar por antena a algún familiar desgarrado por la pena.
– Hicieron que pareciese una guarrería -continuó Christian-. «Rosas», decían. «De seda.» Nunca las llamaron ropa interior ni ropa íntima ni bragas a secas. Bragas rosas de seda. Como si eso fuera importante. En un canal de televisión llegaron incluso a entrevistar a una modelo de Victoria's Secret para que comentara qué le parecían. Bragas rosas de seda. Como si Kathy se lo hubiera buscado. Se cebaron con ella como si tal cosa…
Llegados a aquel punto, a Christian se le apagó la voz. Myron no dijo nada. Christian estaba incubando algo y Myron rezó para que no fuera una crisis nerviosa.
– Bueno, supongo que debería ir al grano -dijo Christian finalmente.
– Tranquilo, no hay prisa. No tengo que ir a ningún sitio.
– Hoy he visto una cosa. He… -Christian se detuvo y miró a Myron. Myron le devolvió la mirada con expresión suplicante-. Puede que Kathy aún esté viva.
Aquellas palabras le causaron la misma impresión a Myron que una bofetada. Myron estaba preparado para escuchar lo que fuera, podría haberse imaginado que Christian le diría cualquier cosa, pero que Kathy Culver seguía con vida no era una de ellas.
– ¿Qué?
Christian pasó por delante de él y abrió el cajón del escritorio. También aquel escritorio parecía salido de una antigua teleserie. Estaba despejado de trastos y papeles. Sólo dos latas, una con bolígrafos Bic y la otra con lápices afilados del número dos. Una lámpara de pie. Un bloc de notas con calendario. Un diccionario, otro de sinónimos y el libro de redacción The Elements of Style entre dos soportes con forma de globo terráqueo.
– Esto me ha llegado hoy con el correo.
Christian le dio una revista a Myron. En la portada, una mujer desnuda. Decir que iba muy tapada sería como decir que la segunda guerra mundial fue una escaramuza. La mayoría de los hombres están obsesionados con las glándulas mamarias y Myron no era ajeno a esos gustos, pero aquello era monstruoso. La mujer no era guapa, más bien de rasgos duros. Tenía una expresión supuestamente insinuante, pero parecía que estuviera estreñida. Se relamía los labios, tenía las piernas abiertas y con la mano hacía un gesto al lector a acercarse a ella.
«Qué sutil», pensó Myron.
La revista se llamaba Pezones y el artículo principal, por lo que se leía en las letras impresas sobre el pecho derecho, era: «Cómo convencerla para que se lo afeite».
Myron dirigió la mirada bruscamente hacia Christian y le dijo:
– ¿De qué va todo esto?
– Mire el clip.
– ¿Qué?
Christian parecía demasiado cansado para responderle, así que se limitó a señalar con el dedo. En la parte superior de la revista, Myron detectó un brillo plateado. Había un clip a modo de marcador de página.
– Me ha llegado con eso -explicó Christian.
Myron fue pasando las páginas, viendo breves flashes de carne, hasta llegar a la página marcada con el clip y se vio obligado a entrecerrar los ojos, confuso. Era una página de anuncio, aunque tenía tantas fotos eróticas como cualquier otra. En la parte superior de la página se leía:
Teléfono erótico Fantasías: ¡elige una chica!
Había tres filas con cuatro chicas en cada una que ocupaban toda la página. Myron comenzó a analizar detenidamente la página, no daba crédito a sus ojos. «¡Las chicas orientales te están esperando!», «¡Lesbianas húmedas y sabrosas!», «¡Azótame, por favor!», «¡Zorras calientes!», «¡Tetas pequeñas!» (sin duda para aquellos a los que no les había gustado la portada, claro), «¡Quiero que me montes!», «¡Tócame la cereza!», «¡Haz que te suplique que sigas!», «Se busca: Robopolla», «¡Tu ama Savannah te ordena que la llames ya!», «¡Ama de casa cachonda!», «Buscamos hombres con sobrepeso». Todas con sus respectivas imágenes de poses provocativas con teléfonos de por medio.
Había otras incluso más subidas de tono, como travestís, mujeres vestidas de hombre y hasta algunas que Myron ni siquiera entendía, como si fueran experimentos científicos incomprensibles. Los números de teléfono eran los típicos: 1-8oo-888-GUARRA, 1-900-46-GOLFA, 1-800-PERFÓRAME, 1-900-TRAVIESA… etcétera.
Myron puso mala cara. Le estaban entrando ganas de lavarse las manos.
Y entonces lo vio.
Estaba en la última fila, la segunda comenzando por la derecha. Decía: «¡Haré todo lo que me pidas!» y el número de teléfono era 1-900-344-LUJURIA. 3,99 $ por minuto. Cobros discretos con tarjeta telefónica o de crédito. Se acepta Visa/MC.
La chica de la foto era Kathy Culver.
A Myron le empezaba a dar vueltas la cabeza. Intentó detener el mareo y mantener el equilibrio, pero la imagen de Kathy no dejaba de tambalearse ante él. El sobre era de papel manila y sin adornos. No había remitente; habría sido demasiado fácil. No tenía sellos ni matasellos, lo único que ponía era:
Christian Steele
Buzón 488.
Ni nombre de la ciudad, ni del estado. Eso significaba que lo habían enviado desde la universidad. La dirección estaba escrita a mano.
– Normalmente te llegan muchas cartas de admiradores, ¿verdad? -le preguntó Myron.
Christian asintió.
– Pero van a parar a otro sitio. Éste es mi buzón privado, el número no sale en la guía.
Myron miró el sobre intentando no eliminar una posible huella digital.
– Podría tratarse de una imagen un tanto retocada -dijo Myron-. Alguien podría haber superpuesto la imagen de su rostro en…
Christian lo interrumpió haciendo un gesto negativo con la cabeza. Volvía a tener la mirada fija en el suelo.
– No es sólo su cara, señor Bolitar -explicó azorado.
– Ah -dijo Myron, entendiendo a lo que se refería con su rapidez habitual-, ya veo.
– ¿Cree que deberíamos dárselo a la policía? -inquirió Christian.
– Tal vez.
– Quiero hacer lo correcto -dijo Christian apretando los puños-. Pero no voy a permitir que vuelvan a ensuciar el nombre de Kathy. Si ya la lastimaron bastante cuando era la víctima, ¿qué harían ahora si vieran esto?
– Se pondrían como locos -concluyó Myron.
Christian asintió en silencio.
– Aunque probablemente sólo se trate de una broma de mal gusto -añadió Myron-. Lo comprobaré antes de hacer cualquier otra cosa.
– ¿Cómo?
– Déjamelo a mí.
– Hay otra cosa -dijo Christian-. La letra del sobre.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Myron.
– No estoy del todo seguro, pero se parece mucho a la de Kathy.
Capítulo 3
Myron se quedó de piedra al verla.
Había entrado en el bar preso de una especie de ensueño y con la mente como si fuera una cámara desenfocada. Intentaba analizar lo que acababa de ver y descubrir acerca de Christian, tratando de calibrar los hechos y formarse una imagen mental clara y nítida.
Pero no consiguió sacar nada en claro.
Llevaba la revista embutida en el bolsillo de la gabardina. Una revista porno y una gabardina, pensó Myron. Madre mía. No cesaba de repetirse mentalmente las mismas preguntas hasta la saciedad: ¿era posible que Kathy Culver siguiera viva? Y si fuera así, ¿qué le había ocurrido? ¿Qué podría haber llevado a Kathy de la inocencia de la habitación de su residencia a las últimas páginas de la revista Pezones?
Y entonces fue cuando vio a la mujer más hermosa del mundo.
Estaba sentada en un taburete con sus largas piernas cruzadas, sorbiendo tranquilamente una bebida. Llevaba una blusa blanca con el cuello desabrochado, una falda corta y gris, y medias negras. Todo perfectamente ceñido. Por un instante, Myron pensó que debía ser un producto de su ensoñación, una visión deslumbrante que le tentaba los sentidos. Pero el nudo que se le hizo en el estómago lo obligó a rechazar aquella posibilidad. Se le secó la garganta. De repente, una serie de profundas sensaciones durante largo tiempo aletargadas le invadieron el cuerpo como una ola inesperada a la orilla del mar.
Tragó saliva con esfuerzo y obligó a sus piernas a avanzar. Aquella mujer era sencillamente impresionante. El bar y su contenido, excepto aquella mujer, se fundieron con el entorno como si sólo fueran elementos de atrezzo dispuestos alrededor de ella.
Myron se le acercó y le preguntó:
– ¿Viene por aquí muy a menudo?
Ella lo miró como si fuera un viejo haciendo jogging con velocímetro.
– Qué frase más original -le dijo-; es usted muy creativo.
– Tal vez no lo sea -le contestó él- pero qué manera de decirla -dijo sonriendo de una manera que creía encantadora.
– Me alegro de que lo vea así -dijo. Y volvió a concentrarse en su bebida-. Márchese, por favor.
– ¿Se hace la estrecha?
– Piérdase.
Myron esbozó una media sonrisa y añadió:
– Deje de hacer eso. Se está poniendo en evidencia.
– ¿Cómo dice?
– Que cualquier persona de este bar puede verlo claramente.
– ¿Ah, sí? -dijo ella-. Pues ilumíneme.
– Usted me quiere. Apasionadamente.
La mujer estuvo a punto de sonreír y contestó:
– ¿Tanto se me nota?
– No es culpa suya. Es que soy irresistible.
– Uy, sí, recójame si me derrito.
– Aquí me tienes, preciosidad.
La mujer exhaló un largo suspiro. Estaba tan guapa como siempre, tan guapa como el día en que lo había abandonado. Hacía cuatro años que no la veía, pero todavía le dolía pensar en ella. Y aún le dolía más verla. Recordó aquel fin de semana que pasaron en casa de Win, en la isla de Martha's Vineyard. Todavía recordaba cómo la brisa del océano le acariciaba el pelo, cómo ladeaba la cabeza al hablar, lo bien que le sentaba su viejo suéter. Simple y pura felicidad. El nudo en el estómago le apretó un poco más las entrañas.
– Hola, Myron -le dijo.
– Hola, Jessica. Tienes buen aspecto.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
– Mi despacho está en el piso de arriba. Prácticamente podría decirse que vivo aquí.
Ella esbozó una sonrisa.
– Ah, claro. Ahora te dedicas a representar deportistas, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y es mejor que trabajar como agente secreto?
Myron no se molestó en contestarle. Ella le miró a los ojos un instante; no le aguantó la mirada.
– Estoy esperando a alguien -añadió Jessica de repente.
– ¿Un hombre?
– Myron…
– Lo siento, ha sido un acto reflejo -dijo. Le miró la mano izquierda y le dio un vuelco el corazón al ver que no llevaba anillo-. ¿Al final no te casaste con aquel como-se-llame? -inquirió.
– Quieres decir con Doug.
– Eso. Doug. ¿No era Dougie?
– ¿Te estás riendo del nombre de alguien?
Myron se encogió de hombros. Tenía razón.
– ¿Y qué fue de él?
Ella se quedó mirando la marca de un vaso en la barra y dijo:
– No fue por él. Ya lo sabes.
Myron abrió la boca para decir algo pero se contuvo al ver que no le convenía revolver los amargos recuerdos del pasado.
– ¿Y qué te trae de nuevo por la Gran Manzana?
– Voy a dar clases un semestre en la Universidad de Nueva York.
A Myron se le puso el corazón a cien.
– ¿Te has vuelto a trasladar a Manhattan?
– El mes pasado.
– Siento mucho que tu padre…
– Recibimos las flores que enviaste -le interrumpió ella.
– Me hubiese gustado poder hacer algo más.
– Mejor no -dijo ella apurando el vaso-. Tengo que irme. Me ha gustado volver a verte.
– Pensaba que habías quedado con alguien.
– Pues me he equivocado.
– Todavía te quiero, ¿sabes?
Ella se puso en pie y asintió.
– Volvamos a intentarlo -añadió Myron.
– No -le contestó ella, y se dispuso a marcharse.
– ¿Jess?
– ¿Qué?
Myron pensó en contarle lo de la foto de su hermana en la revista pero, tras meditarlo un momento, le preguntó:
– ¿Podríamos quedar algún día para comer? Sólo comer, ¿de acuerdo?
– No -le contestó Jessica.
Tras la negativa, dio media vuelta y se alejó de él. Otra vez.
Windsor Horne Lockwood III escuchaba la historia de Myron con las yemas de los dedos de una mano apoyadas en las de la otra. Esa postura de las manos le sentaba muy bien a Win, mucho mejor que a Myron. Cuando Myron acabó de contárselo todo, Win no dijo nada durante unos segundos y se limitó a quedarse concentrado manteniendo las manos en aquella postura hasta que, finalmente, las apoyó sobre la mesa.
– Bueno, bueno, bueno, menudo día que hemos tenido, ¿eh?
El propietario de la oficina de alquiler de Myron era su antiguo compañero de habitación de universidad, Windsor Horne Lockwood III. La gente solía decir que Myron no tenía el aspecto que su nombre daba a entender, comentario que Myron se tomaba como un gran cumplido; pero Windsor Horne Lockwood III, por el contrario, tenía justo el aspecto que su nombre daba a entender. Cabello rubio, ni muy largo ni muy corto y con la raya a la derecha. Sus rasgos faciales eran los del patricio clásico, demasiado guapo, como si su rostro fuera de porcelana.
Siempre llevaba la típica ropa de clase alta: camisas rosa, polos, pantalones color caqui, de golf (es decir, horribles) y zapatos blucher de pala vega y picado inglés (blancos de junio a septiembre y marrones de septiembre a mayo). Win tenía incluso ese acento repulsivo que no viene determinado por la región donde se vive sino por determinadas escuelas privadas de alta alcurnia como Andover y Exeter (y Win había ido a Exeter). Sabía jugar condenadamente bien al golf. Tenía un hándicap de tres y era miembro de quinta generación del estirado Merion Golf Club de Filadelfia y de tercera generación en el igualmente estirado Pine Valley al sur de Nueva Jersey. Tenía el permanente tono de piel de golfista, que sólo se tiene en los brazos (por los polos de manga corta) y en forma de «V» en el cuello (por el polo de cuello abierto del cocodrilo), aunque la piel nívea de Win nunca se bronceaba, se quemaba.
Win era un miembro hecho y derecho de la típica clase blanca dirigente. Hasta el punto de que, a su lado, el famoso quarterback Christian Steele parecía un barriobajero.
Myron había odiado a Win al verlo, igual que solía hacer la mayoría de la gente. Sin embargo, Win estaba acostumbrado. A la gente le gusta hacerse una primera impresión de una persona y no cambiarla nunca. Y en el caso de Win, esa impresión era la de niño rico, elitista, arrogante… en una palabra: un auténtico capullo. Win no podía evitarlo, así que se dedicaba a ignorar a la gente que se basaba únicamente en las primeras impresiones.
Win señaló la revista que había sobre la mesa y dijo:
– ¿Y preferiste no decirle nada de esto a Jessica?
Myron se levantó, dio unas cuantas vueltas por la habitación y volvió a sentarse.
– ¿Qué le iba a decir? ¿«Hola, te quiero, vuelve conmigo; por cierto, aquí tienes una foto de tu hermana supuestamente muerta anunciando una línea de teléfono erótico en una revista porno»?
Win se quedó un momento pensativo y luego añadió:
– Bueno, yo no se lo hubiese dicho exactamente con esas palabras.
Win fue pasando las hojas de la revista porno con la ceja arqueada como si reflexionara seriamente sobre su contenido y Myron lo miró sin decir palabra. Había decidido no contarle nada sobre Chaz Landreaux ni sobre el incidente en el garaje. Al menos de momento. Win tenía una forma muy curiosa de reaccionar cuando se enteraba de que alguien pretendía hacerle daño a Myron. Y no siempre era agradable de ver. Mejor se lo guardaba para más adelante, cuando Myron supiera exactamente cómo iba a encargarse de Roy O'Connor. Y de Aaron.
Win dejó caer la revista sobre la mesa y preguntó:
– ¿ Empezamos?
– ¿Empezamos a qué?
– A investigar. Eso es lo que ibas a proponerme, ¿me equivoco?
– ¿Quieres ayudar?
Win sonrió.
– Pues claro -respondió. Le dio la vuelta al teléfono para encararlo a Myron-. Marca.
– ¿El número que sale en la revista?
– No, hombre, Myron, el de la Casa Blanca -dijo Win con sequedad-. Vamos a ver si conseguimos que Hillary nos diga guarradas.
Myron descolgó el auricular y preguntó:
– ¿Has llamado alguna vez a una línea de éstas?
– ¿Yo? -Win se hizo el ofendido-. ¿A la «Niña Primeriza»? ¿A la «Asociación de Sementales»? Estás de broma.
– Yo tampoco.
– Pues entonces tal vez prefieras estar solo -le dijo Win-. Desabróchate el cinturón, bájate los pantalones… lo típico.
– Muy gracioso.
Myron marcó el número que había impreso bajo la foto de Kathy. Había hecho cientos de llamadas durante sus investigaciones, tanto para el FBI como cuando trabajaba por cuenta propia para presidentes de equipos y comisionados. Pero aquélla era la primera vez que le daba vergüenza.
Un pitido horroroso le destrozó la oreja y acto seguido oyó la voz de un operador: «Lo sentimos pero su llamada ha sido bloqueada».
Myron levantó la vista para dirigirse a Win y dijo:
– No puedo hacer la llamada.
Win asintió con la cabeza y le contestó:
– Me había olvidado de que tenemos bloqueadas todas las llamadas que empiecen por novecientos, porque los empleados llamaban un día sí y otro también y las facturas empezaron a ser exorbitantes. Y no sólo llamaban a líneas eróticas, también a astrólogos, líneas de deportes, psicólogos, recetas y hasta de plegarias. -Estiró el brazo por detrás de Myron y sacó otro aparato de teléfono-. Usa éste. Es mi línea privada y no está bloqueada.
Myron volvió a marcar el número. Oyó dos señales y luego una voz ronca y femenina grabada en una cinta le dijo: «Hola, acaba de llamar a la línea telefónica Fantasía. Si es menor de dieciocho años o no desea pagar por esta llamada, por favor, cuelgue ahora». Al cabo de un segundo, prosiguió: «Bienvenido a la línea telefónica Fantasía, donde podrá hablar con las mujeres más sexys, más serviciales, más hermosas y más deseables de todo el mundo».
Myron se percató de que la grabación le hablaba mucho más despacio, como si estuviera leyendo un cuento ante una clase de párvulos. Cada palabra parecía una frase entera.
«Bienvenido. A. La. Línea. Telefónica. Fantasía…»
«En unos instantes podrá hablar directamente con una de nuestras chicas maravillosas, guapísimas, voluptuosas y calientes que están aquí para hacerle gozar y llegar a cotas de éxtasis nunca antes alcanzadas. Conversaciones privadas de tú a tú. Le pasamos el importe de la llamada a su factura de teléfono con la mayor discreción posible. Hablará en directo con su fantasía personal.» La voz siguió hablándole de aquella forma tan melódica hasta que llegó a las instrucciones: «Si tiene un teléfono con teclado, pulse uno si quiere hablar sobre las confesiones secretas de una profesora de escuela muy traviesa. Pulse dos si…».
Myron observó a Win y le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo llevo con la llamada?
– Seis minutos -le respondió Win.
– Veinticuatro dólares -dijo Myron-. ¿Te suena la palabra «estafa total»?
Win asintió y añadió:
– Y todo eso sólo por una paja.
Myron pulsó un botón para dejar de oír aquella grabación. El teléfono emitió diez tonos («¡hay que ver cómo saben estirar el tiempo!») y finalmente oyó otra voz femenina que le dijo:
– Hola, ¿cómo estás?
La voz era exactamente tal y como Myron se la había imaginado, suave y susurrante.
– Eh… hola -empezó Myron sin saber muy bien qué decir-. Mira, me gustaría…
– ¿Cómo te llamas, encanto? -le preguntó.
– Myron -Acto seguido se dio una palmada en la frente y soltó una barbaridad.
¿De verdad acababa de ser tan tonto como para darle su nombre?
– Mmmmm, Myron -dijo como si estuviera probando una comida-, me gusta ese nombre, es tan sexy…
– Sí, bueno, gracias…
– Yo me llamo Tawny.
«Que te crees tú eso», pensó Myron.
– ¿Cómo has conseguido mi teléfono, Myron? -continuó ella.
– Lo he visto en una revista.
– ¿Qué revista, Myron?
El hecho de que no parara de decir su nombre le estaba empezando a poner nervioso.
– Pezones -le contestó.
– Oooooh. Me gusta esa revista. Me pone tan, ya sabes…
Estaba claro que aquella chica tenía el don de la elocuencia.
– Oye, esto… Tawny, me gustaría preguntarte una cosa sobre tu anuncio.
– ¿Myron?
– Sí.
– Me encanta tu voz. Suena tan bien… ¿Quieres saber cómo soy físicamente?
– No, de hecho…
– Tengo los ojos marrones. El pelo largo y castaño, ligeramente ondulado. Tengo veinticinco años. Y mis medidas son noventa-sesenta-noventa. Copa C de sujetador y a veces D.
– Debes estar muy orgullosa, pero…
– ¿Qué te apetece hacer, Myron?
– ¿Hacer?
– Para divertirnos.
– Mira, Tawny, pareces muy amable, de verdad, ¿pero puedo hablar con la chica de la foto?
– Yo soy la chica de la foto -dijo Tawny.
– No, quiero decir, la chica que aparece en la foto de la revista justo encima de este número de teléfono.
– Soy yo, Myron. Yo soy esa chica.
– La chica de la foto es rubia y de ojos azules -dijo Myron-, y tú me acabas de decir que tienes el pelo castaño y los ojos marrones.
Win le hizo un gesto con los pulgares levantados, dándole un punto por la aguda visión de Myron Bolitar, un hacha de la investigación.
– ¿En serio he dicho eso? -le preguntó Tawny-. Pues quería decir rubia con los ojos azules.
– Quiero hablar con la chica del anuncio. Es muy importante.
La chica bajó el tono de voz una octava más y dijo:
– Yo soy mejor. Soy la mejor de todas.
– Seguro que sí, Tawny. Suenas muy profesional, pero ahora mismo necesito hablar con la chica del anuncio.
– No está aquí, Myron.
– ¿Cuándo volverá?
– No estoy segura, Myron. Pero tú ponte cómodo y relájate. Vamos a pasarlo muy bien…
– Oye, no quiero parecer grosero, pero es que no me interesa. ¿Puedo hablar con tu superior?
– ¿Mi superior?
– Sí.
– ¿No lo dirás en serio, no? -preguntó la chica con un tono de voz diferente, más natural.
– Sí, lo digo en serio. Por favor, dile a tu jefe que se ponga.
– Muy bien, como quieras -accedió-, espera un segundo.
Pasó un minuto. Luego dos. Win dijo:
– No va a volver. Sólo quiere ver cuánto tiempo se va a quedar esperando el tontorrón que ha llamado para meterse unos dólares en el bolsillo.
– No creo -repuso Myron-. Me ha dicho que le gustaba mi voz, que sonaba muy bien.
– Ah, perdona. Probablemente sea la primera vez que le ha dicho eso a alguien.
– Precisamente lo que estaba pensando. -Varios minutos más tarde Myron colgó el teléfono-. ¿Cuánto tiempo he estado?
Win consultó su reloj y dijo:
– Veintitrés minutos. -Luego cogió una calculadora y añadió-: Veintitrés por tres con noventa y nueve el minuto… -pulsó las teclas y dijo-: Te ha salido por noventa y un dólares con setenta y siete centavos.
– Menuda ganga -ironizó Myron-. ¿Y sabes qué? No me ha dicho ninguna guarrería.
– ¿Qué?
– La chica del teléfono. No me ha dicho ninguna guarrería.
– Y estás decepcionado.
– ¿No te parece un poco extraño?
Win se encogió de hombros y siguió pasando páginas de la revista, hasta que de pronto dijo:
– ¿Pero tú te has mirado bien esta revista?
– No.
– La mitad de las páginas son anuncios de líneas eróticas. Esto debe ser un gran negocio.
– Sexo seguro -repuso Myron-. El más seguro de todos.
Se oyó a alguien llamar a la puerta.
– Adelante -dijo Win en voz alta.
Esperanza abrió la puerta y le anunció a Myron:
– Una llamada para ti. Es Otto Burke.
– Dile que voy ahora mismo.
La secretaria asintió en silencio y desapareció.
– Dispongo de tiempo libre -dijo Win-. Intentaré descubrir quién puso el anuncio. También nos va a hacer falta una muestra de la letra de Kathy Culver para poder compararla.
– Veré lo que puedo hacer.
Win volvió a juntar las yemas de los dedos, dándose leves golpecitos, y dijo:
– Supongo que, como habrás intuido, puede que esta fotografía no quiera decir nada. Lo más seguro es que todo esto tenga una explicación muy simple.
– Quizás -asintió Myron levantándose de la silla.
No había cesado de repetirse lo mismo durante las dos últimas horas, pero ya no se lo creía.
– ¿Myron?
– ¿Qué?
– ¿No pensarás que ha sido una coincidencia, no? Me refiero al hecho de que Jessica estuviera abajo, en el bar.
– No, supongo que no -contestó.
Win asintió.
– Ve con cuidado -dijo-. Quien avisa no es traidor.
Capítulo 4
Maldito sea.
Jessica Culver estaba sentada en la cocina de la casa de su familia, en el mismo lugar donde se había sentado miles de veces durante su infancia.
Debería habérselo imaginado. Debería haberlo meditado a fondo, haber venido preparada para cualquier eventualidad. Y ¿qué había hecho en lugar de eso? Se había puesto nerviosa. Había dudado. Había ido a tomar una copa en el bar que estaba justo debajo de su despacho.
Tonta, tonta, tonta.
Y no sólo eso, sino que, además, él la había sorprendido y ella se había puesto histérica.
¿Pero por qué?
Debería haberle contado la verdad. Debería haberle dicho en tono neutro e indiferente la verdadera razón por la que estaba allí. Pero no lo había hecho. Estaba distraída y, de repente, había aparecido él, tan guapo y a la vez tan herido y…
«Jessie, por Dios, eres una imbécil…»
Hizo un gesto afirmativo para sus adentros. Pues sí. Imbécil de verdad. Y autodestructiva. Y un montón de adjetivos igualmente peyorativos que ahora mismo no se le ocurrían. Su editor y su agente no lo veían así, claro. A ellos les encantaban sus «flaquezas» (aunque así era como las llamaban ellos, ella las consideraba «imbecilidades»), e incluso la animaban a seguir con ellas. Eran lo que hacía que Jessica Culver fuera una escritora tan excepcional. Eran lo que le daba al estilo de Jessica Culver aquel «tono» tan particular (lo que, de nuevo, era la forma que tenían ellos de llamarlo).
Y tal vez fuera así. Jessie no estaba segura. Aunque una cosa estaba clara: aquellas imbecilidades flaqueantes le habían arruinado la vida.
«¡Oh, compadeceos del artista atormentado, pues el sufrimiento le hace sangrar el corazón!»
Descartó aquel tono socarrón haciendo un gesto negativo con la cabeza. Aquel día estaba especialmente introspectiva, aunque era comprensible. Había visto a Myron y eso la había llevado a plantearse muchos «¿qué habría pasado si…?», toda una avalancha de «¿qué habría pasado si…?»; de hecho, totalmente inservibles y vistos desde todos los ángulos y perspectivas posibles.
«Y si…», volvió a cavilar otra vez.
En consonancia con su típica forma de actuar, sólo había considerado «¿qué habría pasado si…?» en referencia a ella misma, excluyendo a Myron. Y ahora se preguntaba cómo habría sido para él, cómo habría sido realmente su vida desde que el mundo se desmoronó bajo sus pies, y no todo a la vez, sino a pequeños fragmentos que iban descomponiéndose. Cuatro años. No lo había visto desde hacía cuatro años. Había metido a Myron en algún armario de lo más recóndito de su mente y había echado el cerrojo. Había pensado (¿quizás esperado?) que así se acabaría todo, que la puerta del armario podría aguantar cierta presión sin abrirse. Pero al verlo hoy, al contemplar aquel rostro amable y bien parecido, aquella espalda tan ancha, al ver aquella mirada inocente en sus ojos, la puerta había saltado por los aires como en una explosión de gas.
Jessica se había visto superada por sus sentimientos. Le habían entrado tantas ganas de volver a estar con él que había tenido que salir corriendo de allí.
«Lo cual tiene mucho sentido -pensó- cuando se es una imbécil sin remedio.»
Jessica miró un momento por la ventana. Estaba esperando a que llegara Paul. Paul Duncan, teniente de policía del condado de Bergen -o tío Paul para ella, desde niña-, a quien le quedaban dos años para retirarse del servicio. Había sido el mejor amigo de su padre y el albacea del testamento de Adam Culver. Los dos habían trabajado para las fuerzas de la ley durante más de veinticinco años, Paul como policía y Adam como médico forense del condado.
Paul debía de ultimar los detalles del funeral de su padre. Adam Culver no quería que lo enterraran. No quería ni oír hablar de ello. Sin embargo, Jessica quería hablar con Paul de otro asunto. A solas. No le gustaba nada todo lo que estaba pasando.
– Hola, cariño.
Jessica se volvió hacia la voz y dijo:
– Hola, mamá.
Su madre apareció por el sótano, llevaba el delantal puesto y jugueteaba con la gran cruz de madera que lucía siempre al cuello.
– He guardado su silla -le explicó en un tono forzadamente natural-. Aquí no hace más que estorbar.
En aquel momento, Jessica se dio cuenta de que la silla de su padre, a la que se refería la madre, ya no estaba junto a la mesa de la cocina. Aquella silla tan sencilla de cuatro patas y sin cojín en la que se había sentado su padre desde que Jessica era capaz de recordar, la que estaba más cerca de la nevera, tan cerca que su padre podía darse la vuelta, abrirla y coger la leche del estante de arriba sin tener que levantarse, ya no estaba. La habían guardado en algún rincón lleno de telarañas del sótano.
Pero no así la de Kathy.
La mirada de Jessica se posó en la silla de su derecha. La de Kathy. Seguía allí. Su madre no la había tocado. Su padre, bueno, estaba muerto. Pero Kathy… ¿quién lo sabía? En teoría, Kathy podía entrar en aquel instante por la puerta de atrás, abrirla de un golpe como hacía siempre, esbozar una cálida sonrisa y cenar con ellas. Los difuntos, en cambio, estaban muertos. Cuando se vive con un médico forense se llega a comprender lo inservibles que son los muertos. Muertos y enterrados. Y el alma, bueno, eso ya era otro asunto. La madre de Jessie era una católica convencida, iba a misa todas las mañanas y, en las crisis, su tenacidad religiosa le compensaba el esfuerzo, como si alguien que acudiera a menudo al gimnasio descubriera una utilidad para sus nuevos músculos. Era capaz de creer a pie juntillas en otra vida divina y llena de dicha. Qué gran consuelo. A Jessica le gustaría poder hacer lo mismo, pero con el paso de los años su fervor religioso se había quedado fofo por falta de ejercicio.
A excepción, lógicamente, de que Kathy siguiera con vida. Y de ahí la silla. Era como el faro que su madre mantenía encendido para guiar a los suyos de vuelta a casa.
Jessica se despertaba muchas mañanas irguiéndose de repente en la cama y pensando o, mejor dicho, inventando nuevas teorías sobre su hermana pequeña. ¿Estaría Kathy en el fondo de un pozo? ¿O enterrada bajo los matorrales de algún bosque? ¿Sería un esqueleto roído por los animales y repleto de gusanos? ¿Estaría el cadáver de Kathy sumergido en los cimientos de hormigón de algún edificio? ¿O en el cauce de algún río como el hombrecito de la escafandra del acuario del salón? ¿Habría muerto sin dolor? ¿La habrían torturado? ¿La habrían descuartizado, la habrían quemado, sumergido en ácido…?
¿O acaso seguía viva?
La misma esperanza de siempre.
¿Pudiera ser que Kathy hubiera sido secuestrada? ¿Habría sido víctima de la trata de blancas y sería una esclava en poder de algún jeque de Oriente Próximo? ¿O estaría encadenada al radiador de una granja en Wisconsin como en aquellos casos tan macabros que aparecían en los programas de televisión más sensacionalistas? ¿Se habría dado un golpe en la cabeza, se habría olvidado de quién era y estaría viviendo en la calle como una pordiosera? ¿O simplemente había huido en pos de una vida mejor?
Las posibilidades eran infinitas. Incluso las menos originales pueden llegar a convertirse en miles de horrores cuando una persona querida desaparece de repente. O en miles de esperanzas, lo que resulta aún más doloroso.
Los fuertes resoplidos del motor de un coche apartaron de su mente todas aquellas ideas. Un Chevy Caprice de aspecto familiar y recubierto de diminutas abolladuras se detuvo delante de la casa. Parecía el coche del recogepelotas de un campo de golf. Jessica se levantó y se dirigió a toda prisa hacia la puerta delantera.
Paul Duncan era un hombre bajo, fornido y de pelo entrecano, aunque las canas ya empezaban a predominar. Tenía un modo de andar firme, como el de todo policía. Paul la saludo en la escalerilla de la entrada con una amplia sonrisa y un beso en la mejilla.
– ¡Hola, guapísima! ¿Cómo estás?
Jessica le dio un abrazo y le respondió:
– Estoy bien, tío Paul.
– Tienes muy buena cara.
– Gracias.
Paul hizo visera con la mano para protegerse de los rayos del sol y dijo:
– Vamos, pasemos adentro, que aquí afuera hace un calor de mil demonios.
– Un momento -dijo Jessica poniéndole la mano en el antebrazo-. Primero quiero hablar contigo.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el caso de mi padre.
– Yo no me encargo de eso, preciosa. Ya no estoy en Homicidios, ya lo sabes. Además, sería un conflicto de intereses por ser amigo de Adam y todo eso.
– Pero seguro que tú sabes lo que está pasando.
– Sí -dijo Paul Duncan asintiendo con la cabeza.
– Mamá me dijo que la policía creía que lo habían asesinado en un atraco.
– Es cierto.
– ¿Pero tú no lo crees, verdad?
– Tu padre sufrió un atraco -dijo-. Le robaron la cartera. Y el reloj. Hasta los anillos. El tipo no se dejó nada.
– Para hacer que pareciese un atraco.
Paul sonrió al oír eso, de la misma forma que ella recordaba haberlo visto sonreír en la fiesta de su confirmación, en la de su decimosexto cumpleaños y en la de su graduación.
– ¿Adonde quieres llegar, Jess?
– ¿No crees que todo esto es un poco raro? -inquirió-. ¿No crees que esto y lo de Kathy pueda tener alguna relación?
El hombre dio un paso atrás, como sobresaltado por aquellos interrogantes, y repuso:
– ¿Pero qué relación? Tu hermana desapareció en el campus de la universidad. Tu padre fue asesinado por un atracador un año y medio después. ¿Dónde ves tú una relación?
– ¿En serio crees que no tiene nada que ver una cosa con la otra? -preguntó-. ¿De verdad crees que una familia puede sufrir dos desgracias tan grandes en tan poco tiempo?
Paul se metió las manos en los bolsillos y le contestó:
– Si te refieres a si creo que tu familia ha sido víctima de dos tragedias terribles independientes, la respuesta es sí. Pasa muy a menudo, Jess. La vida casi nunca es justa. Dios no va por ahí repartiendo las cosas malas a partes iguales. A algunas familias apenas les pasa nada en toda la vida y a otras les pasan demasiadas cosas. Como a la tuya.
– Así que es cosa del destino -repuso ella-. Ésa es tu explicación, el destino.
Paul alzó las manos a modo de excusa y dijo:
– El destino, la mala suerte, como quieras decirlo. Tú eres la escritora, no yo. Yo sólo lo considero una tragedia. Una coincidencia trágica, tal vez extraña. Pero las he visto aún más extrañas todavía. Igual que tu padre.
La puerta delantera se abrió y apareció la madre de Jessica.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Nada, Carol. Sólo estábamos hablando.
Carol miró a su hija e inquirió:
– ¿Jessica?
Jessica se quedó mirando a Paul tratando de sonsacarle información y finalmente dijo:
– Sólo estábamos hablando, mamá.
Jessica dio media vuelta y entró en la casa. Paul Duncan la observó y dejó escapar un suspiro silencioso. Ya se había imaginado que habría problemas. Jessica nunca aceptaba las soluciones fáciles, aunque la respuesta lo fuese. Sí, había deseado que no ocurriera, pero había subestimado claramente aquella posibilidad.
Lo único que le preocupaba es que no estaba seguro de qué debía hacer al respecto.
Medianoche.
Christian Steele se había ido a la cama a las diez de la noche, había leído durante diez minutos y luego había apagado la luz. Desde entonces estaba tendido en la cama a oscuras, mirando el techo, inmóvil, sin engañarse a sí mismo pensando o deseando que no iba a tardar en dormirse.
– Kathy -dijo en voz alta.
Sus pensamientos iban sin rumbo fijo de un lado para otro, deteniéndose como una mariposa durante unos breves instantes para acto seguido volver a alzar el vuelo. La oscuridad lo rodeaba, no así el silencio. En un campamento de fútbol no se conocía el silencio. Christian oía a gente lanzando barriles de cerveza, la música estridente, risas, a alguien cantando, diciendo palabrotas. Podía distinguir claramente a Charles y Eddie, sus tackles ofensivos, en la habitación de al lado. Siempre hablaban en voz alta, como una radio a máximo volumen. Y no es que a Christian no le gustara la juerga y divertirse hasta abrazar el dios de porcelana y vomitarle su ofrenda, pero aquella noche no.
Por Dios, aquella noche no.
– Kathy -repitió.
¿Era posible? Después de tanto tiempo…
Estaban pasando muchas cosas simultáneamente. Había terminado sus estudios. El minicamp de los Titans comenzaba pasado mañana. El escrutinio de la prensa se había intensificado más que nunca. Le gustaba recibir atenciones, salir en la portada de Sports Illustrated, la admiración que veía en el rostro de la gente cuando hablaban con él. Un chico muy amable, decían siempre. Realmente amable. Como si esperaran que fuera maleducado sólo porque podía lanzar un balón con precisión. Como si de algún modo debiera sentirse de una raza superior, muy por encima de ellos, porque daba la casualidad de que era un buen atleta.
Christian estaba emocionado. Tenía miedo. Sabía que tenía que pensar en el futuro. Myron le había contado los peligros y lo poco que podía durar la fama. Myron era, al fin y al cabo, buen ejemplo de ello. Le había explicado lo importante que era ganar dinero ahora porque su carrera iba a durar como máximo diez años. Así que había mucho en juego. Muchísimo. Ahora era famoso, pero había una enorme diferencia entre ser un universitario famoso y adquirir la fama como profesional. Pronto iba a tenerlo todo: competiciones, fama, dinero de verdad (y no sólo las dádivas secretas a los estudiantes)…
¿Pero, qué más daba todo eso?
Kathy…
De pronto sonó el teléfono.
Christian se levantó de un salto con el corazón latiéndole a cien por hora como el de un conejo. Tener buenos reflejos no siempre era algo positivo. Sólo era el sonido del teléfono. Probablemente fuera Charles o Eddie para decirle: «¡Eh, únete a la fiesta!». Los dos habían participado en el draft con él. A Charles lo habían elegido los Dallas en la segunda ronda. A Eddie lo habían elegido los Rams en la quinta.
Descolgó el teléfono y dijo:
– ¿Sí, diga?
No hubo respuesta.
– ¿Diga? -repitió.
Nada. Quien había llamado aún no había colgado. Había alguien al otro lado de la línea, sosteniendo el auricular sin decir nada.
– ¿Quién es? -insistió.
Nada.
Christian colgó. Estaba a punto de tenderse de nuevo en la cama cuando, de repente, volvió a sonar el teléfono. Descolgó el auricular y preguntó:
– ¿Diga?
De nuevo silencio. Christian trató de prestar atención, sin éxito. Un momento, ¿era eso una respiración? El pánico se apoderó de él sin saber por qué. Sólo era un bromista que había marcado su número de teléfono, aunque éste no aparecía en el listín. Podría tratarse incluso de Charles o Eddie para gastarle una broma. Nada de lo que preocuparse.
Si no fuera porque ya estaba preocupado.
Se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Qué es lo que quiere?
Siguió sin recibir respuesta.
– Si vuelve a llamar, informaré a la policía -sentenció, y acto seguido colgó de golpe.
Le temblaba la mano. Estaba a punto de volverse a echar en la cama cuando recordó una cosa.
Asterisco, seis, nueve.
Esa misma mañana había recibido un folleto de la compañía telefónica por correo. Lo habían anunciado por televisión. En el anuncio se veía a una mujer embarazada caminando con dificultad para tratar de responder al teléfono, pero cuando se disponía a descolgarlo, ya habían colgado. «¿Y ahora qué?», decía la voz en off del anuncio. La mujer descolgaba el teléfono y la voz en off decía: «Acaba de perder la llamada. ¿Sería algo importante? ¿Alguien con quien quisiera hablar? Sólo hay una forma de saberlo. Presione asterisco y luego seis y nueve». Y entonces se veía un primer plano de cómo marcar aquella combinación en las teclas del teléfono por si acaso alguien no sabía muy bien cómo usar un teléfono. Luego la voz en off proseguía: «Le pondremos en contacto con la persona que le haya llamado aunque esté comunicando. Seguiremos marcando el mismo número y le dejaremos la línea telefónica desocupada para que pueda realizar o recibir otras llamadas».
La mujer embarazada oía sonar el teléfono y por fin conseguía hablar con su marido, que, tranquilizado, continuaba trabajando en un plano en su puesto de trabajo.
Christian descolgó el auricular y después presionó asterisco, seis y nueve.
Oyó el tono de la llamada.
Se rascó la barbilla y al cabo de un instante se escuchó la voz robótica del operador: «La persona que le ha llamado comunica en estos momentos. Volveremos a llamarle cuando la línea quede libre de nuevo. Gracias».
Christian volvió a colgar el teléfono. Luego se sentó y esperó. La fiesta al otro lado de la pared seguía a toda marcha. Podía oír tres o cuatro zonas distintas de juerga. Alguien gritó «¡Yujuuuu!». Se oyó el ruido de una ventana al romperse. Gente riendo. El resto de miembros del equipo, más corpulentos que él, estaban jugando a lanzar barriles, una especie de lanzamiento de disco pero con barriletes de cerveza.
Sonó el teléfono.
Christian se arrojó sobre él como si fuera un balón perdido sobre el terreno de juego. El teléfono estaba marcando otra vez el número, como en el caso de la mujer embarazada del anuncio. Tras el cuarto tono de llamada, alguien descolgó el teléfono al otro lado de la línea.
Era un contestador.
La voz dijo: «Hola. Ahora mismo no estamos en casa. Por favor, deja un mensaje al oír la señal y te llamaremos. Gracias».
A Christian se le cayó el auricular al suelo. Sintió un toque helado en el cogote. De sus labios escapó un sonido, semejante a la asfixia. Christian trató de articular palabras pero no pudo.
El contestador. La voz.
Era Kathy.
Capítulo 5
Myron entró en su despacho a trompicones, muerto de sueño. La noche anterior ni siquiera se había preocupado de irse a la cama. Había intentado leer, pero las palabras formaban oleadas incomprensibles ante sus ojos. Puso el televisor. Nick at Nite, un programa con el mismo contenido cultural que el queso en spray. Luego, tres horas de episodios de Bonanza. El papel de Adam Cartwright que hacía Pernell Roberts era, por resumirlo en una frase, puro talento interpretativo.
No obstante, ni siquiera un entretenimiento tan intelectual pudo impedir que su mente le repitiera una y otra vez el mismo mensaje: Jess había vuelto. Y tal y como había dicho Win, no era ninguna coincidencia.
A medianoche, su madre había ido a verle, llevaba la bata puesta.
– Hijo, ¿te encuentras bien?
– Sí, estoy bien, mamá.
– Esta noche parecías algo distraído.
– No es nada, es que tengo muchísimo trabajo.
Ella se quedó mirándolo con una expresión incrédula que parecía significar «las madres lo saben todo» y al final dijo:
– Lo que tú digas.
Con treinta y un años, Myron seguía viviendo en casa de sus padres. Sí, tenía su propio espacio, su dormitorio y baño en el sótano, pero no valía la pena engañarse. Myron todavía vivía con papá y mamá.
Cinco minutos después de que su madre se hubiera ido a la cama, Christian llamó a Myron por su línea privada, la que sonaba en un tono muy bajo en el sótano para no despertar a sus padres, que tenían el sueño muy ligero. Myron estaba seguro de que en una vida anterior habían sido alguna especie de vigías de guetos. Christian le contó lo de las extrañas llamadas de teléfono.
Myron conocía muy bien el asterisco-seis-nueve, más conocido como Return Call. La compañía telefónica cobraba una cantidad cada vez que se utilizaba ese servicio, unos setenta y cinco centavos por llamada. El problema era que Return Call no rastreaba el número, sólo volvía a marcar el número de la última llamada recibida sin decir qué número era. Por el contrario, asterisco-cinco-siete, Call Trace, sí lo habría hecho, aunque el número sólo hubiera ido a parar a la compañía telefónica local para proporcionarlo a las autoridades pertinentes.
A pesar de todo, Myron tenía pensado llamar a alguno de los viejos contactos que tenía en la compañía de teléfonos para ver si podía descubrir algo. Sabía que el asterisco-seis-nueve solamente funcionaba en determinadas localidades, lo que significaba que la llamada no era de larga distancia, lo que ya era un comienzo. Menos daba una piedra. También iba a ponerle al teléfono de Christian un identificador de llamadas. Éstos ya no eran como los que salían por la tele, con los que el héroe tenía que conseguir que el malo siguiera hablando el tiempo suficiente para poder completar el rastreo. Eran automáticos.
Estos trastos te enseñaban el número de la persona que te llamaba antes de coger el teléfono.
Pero, claro, ninguna de estas tretas iba a responder a las siguientes preguntas: ¿Era realmente la voz de Kathy la que había oído Christian? Y, de ser así, ¿qué significaba aquello?
Un montón de preguntas y muy pocas respuestas.
Se acercó a la mesa de Esperanza y le preguntó:
– ¿Cómo va todo?
Su secretaria lo fulminó con la mirada, hizo un gesto de asco con la cabeza y centró de nuevo su atención en lo que tenía en la mesa.
– ¿Te has vuelto a pasar al descafeinado?
Esperanza volvió a lanzarle otra mirada asesina y Myron se encogió de hombros.
– ¿Algún mensaje?
Un gesto negativo con la cabeza. Esperanza murmuró algo. A Myron le pareció captar un insulto en español.
– ¿Me vas a decir de una vez por qué estás tan enfadada?
– Vamos -dijo ella en tono mordaz-, como si no lo supieras.
– Pues no lo sé.
Esperanza volvió a lanzarle aquella mirada. En general, las mujeres tienen un talento natural para las miradas, pero lo de Esperanza era un don divino.
– Olvídalo -le dijo él-. Ponme con Otto Burke y ya está.
– ¿Ahora? -dijo Esperanza con un tono repleto de sarcasmo-. ¿No tienes muchas cosas que hacer?
– Hazlo y punto, por favor, ¿de acuerdo? Me estás empezando a cabrear.
– Uuuuh, mira cómo tiemblo.
Myron negó con la cabeza. En aquel preciso momento no tenía tiempo para luchar contra su mal genio. Cruzó la habitación, abrió la puerta del despacho y se quedó de piedra.
– Hola.
Myron se aclaró la garganta y cerró la puerta tras de sí.
– Hola, Jessica.
Según Jessica, para la mayoría de deportistas el foco de la atención pública va apagándose poco a poco. Pero para algunos desafortunados, el foco se apaga de repente como si se hubiera producido un apagón, dejando al deportista confuso en medio de la oscuridad.
Como en el caso de Myron.
Para la mayoría de deportistas, el juego de las esperanzas ayuda a ir reduciendo la luz del foco poco a poco. Una estrella en el instituto se convierte en carne de banquillo en la universidad y la luz del foco se apaga un poco. La superestrella universitaria descubre que nunca va a llegar a ser un profesional y el foco se apaga un poco más. Y luego están aquellos pocos, aquellos únicos entre un millón, los que tienen «lo que hay que tener», que logran convertirse en deportistas profesionales.
Para estos últimos, la luz del foco es cegadora y daña la vista de los que la miran directamente. Y eso es lo que hacía que el efecto de apagado gradual fuese tan importante. Un deportista podía acostumbrarse a perder la atención pública paulatinamente. Su carrera llegaba al cénit y luego comenzaba a decaer. Pasaba de ser un novato sin experiencia a ser el jugador en su mejor temporada y después empezaba a declinar al llegar a la fase de curtido veterano.
Pero a Myron no le habían ido así las cosas.
Él había sido uno de aquellos pocos elegidos que había disfrutado de la luz más potente que se pueda imaginar como si el foco de la atención pública lo hubiera iluminado tanto desde fuera como desde dentro. Su talento para el baloncesto había salido a relucir por primera vez durante el sexto curso. Había llegado a superar todos los récords de puntuación y de rebotes del condado de Essex, Nueva Jersey, el eterno bastión del baloncesto. Myron era bajo para ser alero, ya que sólo medía un metro noventa y nueve centímetros según la ficha oficial (uno con noventa y dos en realidad), pero físicamente era una bestia, estaba hecho un toro y era muy buen saltador para ser blanco. Pudo elegir entre las mejores universidades, se quedó con la de Duke y en cuatro años ganó dos títulos de la NCAA.
Los Boston Celtics se lo quedaron en la primera ronda del draft y fue el octavo elegido en general. El foco de atención de Myron cobró una brillantez increíble.
Y entonces fue cuando saltaron los plomos.
«Una lesión insólita», lo llamaron. Un partido de pretemporada contra los Washington Bullets. Dos jugadores que entre los dos pesaban doscientos setenta kilos atraparon al rookie Myron Bolitar entre sus cuerpos. Los médicos le llenaron la cabeza de terminología a aquel pobre chico que nunca antes había sufrido una lesión, ni siquiera un tobillo torcido. Fractura múltiple, le dijeron. La rótula hecha añicos. Yeso. Silla de ruedas. Muletas. Bastón.
Años.
Dieciséis meses después, Myron pudo caminar de nuevo, aunque estuvo cojeando otros dos años. Nunca volvió al baloncesto. Su carrera había terminado. La única vida que había conocido se le acababa de desmoronar. La prensa le hizo uno o dos reportajes, pero no tardó en olvidarse de Myron.
Un apagón total.
Jessica frunció el ceño. «El foco de atención», qué metáfora más mala. Demasiado típica a la vez que imprecisa. Negó con la cabeza y dirigió la mirada a Myron.
– Ahora lo entiendo -dijo Myron.
– ¿Qué entiendes?
– El mal genio de Esperanza.
– Ah -dijo sonriéndole-. Le he dicho que teníamos una cita. No parecía muy contenta de verme.
– No me digas.
– Todavía me mataría por un centavo, ¿no?
– O por medio -repuso Myron-. ¿Quieres una taza de café?
– Y tanto.
Myron descolgó el teléfono y dijo:
– ¿Podrías traerme un café solo? Gracias -y acto seguido colgó y volvió a centrarse en Jessica.
– ¿Qué tal está Win? -preguntó ella.
– Bien.
– ¿Su familia aún es la propietaria del edificio?
– Sí.
– Supongo que se ha convertido en un gran genio de las finanzas, muy a pesar suyo.
Myron asintió, esperando.
– Así que todavía estás con Win -prosiguió ella-. Y aún tienes a Esperanza. No han cambiado tanto las cosas.
– Han cambiado muchísimo -repuso él.
Esperanza apareció en aquel momento por la puerta, todavía enfadada, y dijo:
– Otto Burke estaba reunido.
– Pues prueba con Larry Hanson.
Esperanza le pasó el café a Jessica, esbozó una sonrisa extraña y se marchó. Jessica se quedó mirando la taza y preguntó:
– ¿Crees que habrá escupido dentro?
– Probablemente -contestó Myron.
Jessica dejó la taza sobre la mesa y luego dijo:
– Bueno, de todas maneras estoy intentando no beber tanto café.
Myron dio la vuelta a su escritorio y se sentó. La pared que tenía detrás estaba repleta de pósters de espectáculos teatrales, todos ellos musicales. Tamborileó los dedos sobre la mesa.
– Siento mucho lo de ayer -dijo Jessica-. Quería darte una sorpresa, pillarte desprevenido. Y no al revés.
– Sigues intentando llevar siempre ventaja.
– Sí, supongo. La mala costumbre de siempre.
Él se encogió de hombros, pero sin decir nada.
– Necesito que me ayudes -dijo Jessica.
Myron esperó.
Finalmente, ella inspiró hondo y se lanzó:
– La policía dice que mataron a mi padre en un atraco. Pero yo no me lo creo.
– ¿Qué es lo que crees? -inquirió él.
– Creo que su asesinato está relacionado con la desaparición de Kathy.
Myron no se sorprendió. Inclinó el torso hacia delante sin posar su mirada en la de ella durante demasiado tiempo, y dijo:
– ¿Qué te hace pensar eso?
– La policía cree que es una mera coincidencia -se limitó a decir-. Y yo no creo demasiado en las coincidencias.
– ¿Y qué opina aquel amigo policía de tu padre, como-se-llame?
– Paul Duncan.
– Sí, eso. ¿Has hablado con él?
– Sí.
– ¿Y?
Jessica empezó a dar golpecitos con el pie contra el suelo, una vieja manía inconsciente y muy molesta, así que se obligó a sí misma a dejar de hacerlo.
– Paul también dice que fue un atraco. Me ha contado todos los detalles de la escena del crimen: la cartera y las joyas desaparecidas y todo eso. Es totalmente lógico y objetivo, lo que no es muy típico de él.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que Paul Duncan es una persona a la que le apasiona su trabajo. Un exaltado. Y ahora que han asesinado a su mejor amigo casi parece que le dé igual. No es propio de él. -Jessica hizo una pausa y cambió de postura en la silla-. Hay algo que no encaja, y no se me ocurre una manera mejor de definirlo.
Myron se acarició la barbilla y se mantuvo en silencio.
– Mira, ya sabes que nunca tuve una relación muy estrecha con mi padre -prosiguió Jessica-, no era un hombre al que fuera fácil tener cariño. Se entendía mejor con sus cadáveres que con los seres vivos. Le gustaba el ideal de la familia, el concepto, pero en la práctica se le hacía muy pesado. A pesar de todo tengo que descubrir la verdad. Por Kathy.
– ¿Cómo se llevaba tu padre con Kathy? -preguntó Myron.
Jessica se quedó pensando un momento antes de responder.
– Últimamente mejor. Cuando éramos niñas, no se tenían mucho cariño. Kathy era el ojito derecho de mamá y siempre estaba con ella, quería ser como ella y todo eso. Pero antes de su desaparición, me atrevería a decir que se llevaba mejor con mi padre que con mi madre. Se quedó destrozado cuando desapareció. Se obsesionó. Bueno, «obsesionado» no sería la palabra exacta. Todos estábamos obsesionados, como es lógico, pero no tanto como mi padre. La desaparición de Kathy lo consumió por completo. Cambió de personalidad. Siempre había sido el típico médico forense del condado, muy tranquilo, una persona serena, pero después de aquello comenzó a utilizar su posición para presionar a la policía las veinticuatro horas del día. Se volvió paranoico y estaba convencido de que la policía no hacía lo posible para encontrarla. Incluso empezó a investigar por su cuenta.
– ¿Y descubrió algo?
– No. No que yo sepa.
Myron miró en otra dirección. Hacia la pared del fondo. Tenía colgada una fotografía de la película de los Hermanos Marx Una noche en la ópera, desde la que Groucho lo observaba sin ofrecerle ninguna respuesta.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella.
– Nada, tú sigue.
– Pues no hay mucho más que contar. Lo único que te puedo decir es que mi padre se comportó de un modo muy extraño durante sus últimas semanas de vida. Empezó a llamarme a cada momento cuando antes solíamos hablar tres veces al año, y su voz sonaba un poco triste. Era como si estuviera interpretando el papel del padre perfecto con un vigor renovado. No sabría decir si fue un cambio de verdad o algo temporal.
Myron asintió y volvió a dejar la mirada perdida sin decir nada. Jessica casi llegó a pensar que se había ido a la Luna, cuando, de repente, con una voz tan suave que apenas se podía oír, preguntó:
– ¿Qué crees que le pasó a Kathy?
– No lo sé.
– ¿Crees que está muerta?
– Yo… -Jessica se detuvo un instante-, la echo de menos. Es… No quiero pensar que está muerta.
Myron volvió a asentir y dijo:
– Bueno, y entonces, ¿qué quieres que haga?
– Investigar. Descubrir lo que está pasando.
– Suponiendo que esté pasando algo.
– Correcto.
– ¿Y por qué yo?
Jessica se quedó pensativa un instante y finalmente contestó:
– No estoy segura -respondió-. Pensé que me creerías. Que querrías ayudarme.
– Te ayudaré -dijo él-, pero quiero que entiendas una cosa: tengo un interés comercial en resolver este asunto.
– ¿Christian?
– Soy su representante -continuó-. Soy el responsable de que todo le vaya bien.
– Todavía echa de menos a mi hermana -dijo ella.
– Sí.
– ¿Está bien?
– Sí, está bien -contestó Myron sin cambiar de expresión.
– Es un buen chico. Me cae bien -dijo Jessica.
Myron se limitó a asentir con la cabeza.
Jessica se levantó y se dirigió hacia la ventana. Myron apartó la vista de ella. No le gustaba mirarla demasiado rato y ella comprendía por qué, aunque también le dolía. Jessica contempló Park Avenue, doce plantas abajo. Un taxista con turbante agitaba el puño hacia una anciana que andaba con bastón. La viejecita le golpeó con el bastón y salió corriendo. El taxista cayó al suelo pero el turbante ni se le movió.
– Ocultar tus sentimientos nunca ha sido tu punto fuerte -dijo ella mientras seguía mirando por la ventana-. ¿Qué es lo que no te atreves a decirme?
Myron no contestó.
– Myron… -rogó ella.
En ese momento, Esperanza lo salvó al aparecer por la puerta sin llamar y afirmar:
– Larry Hanson no está en la oficina.
Win apareció detrás de ella y dijo:
– He descubierto algo en la revista… -empezó a anunciar, pero se detuvo de inmediato al ver a Jessica.
– Hola, Win -saludó ella.
– Hola, Jessica Culver -y tras decir eso los dos se dieron un abrazo-. Madre mía, estás fantástica. El otro día leí un artículo sobre ti en el que te llamaban la sex symbol literaria.
– No deberías leer esas porquerías.
– Pues estaba en la sala de espera del dentista, de verdad.
En ese momento se produjo una pausa incómoda, que Esperanza deshizo al señalar a Jessica y hacer un gesto de vómito colocándose el dedo en la boca para luego salir del despacho.
– Tan dulce como siempre -dijo Jessica entre dientes.
– ¿Dónde te hospedas? -preguntó Myron levantándose de la silla.
– En casa de mi madre -respondió Jessica.
– ¿Todavía tenéis el mismo número de teléfono?
– Sí.
– Te llamaré más tarde, entonces. Ahora tengo que irme con Win.
Jessica se quedó mirando a Win fijamente y éste le respondió con una sonrisa y una expresión neutra, como siempre.
– Esta tarde tengo una reunión con mi editor -dijo ella-, pero estaré en casa toda la noche.
– Perfecto. Te llamaré entonces.
Se produjo un punto muerto en el que nadie sabía muy bien cómo despedirse. ¿Con un ademán? ¿Con un apretón de manos? ¿Con un beso?
– Tenemos que irnos -dijo Myron finalmente, y acto seguido pasó junto a ella sin acercarse demasiado.
Win se encogió de hombros como queriendo decir «¡qué le vamos a hacer!» y se fue detrás de Myron. Jessica se quedó mirando cómo desaparecían por la puerta, como si fueran Batman y Robin yendo a la baticueva.
Luego también ella se marchó. Ya había visto a Myron dos veces y aún no se habían tocado, ni siquiera se habían rozado.
Era un detalle curioso en el que pensar.
Capítulo 6
– ¿Qué has descubierto? -preguntó Myron.
Win giró rápidamente hacia la derecha y su Jaguar XJR respondió sin apenas un chirrido. Llevaban diez minutos en el coche sin decir nada. Sólo el reproductor de CD de Win rompía el silencio. A Win le gustaban las canciones de musicales y en ese momento sonaba la parte de El hombre de La Mancha en la que don Quijote le canta a Dulcinea.
– La revista Pezones la pública HDP -respondió Win.
– ¿HDP?
– Hot Desire Press -contestó Win, y tomó otra batcurva con el Jaguar a ciento treinta.
– ¿Has oído hablar alguna vez de los límites de velocidad? -se quejó Myron.
– Las oficinas de la editorial están en Fort Lee, Nueva Jersey -dijo Win haciendo caso omiso de la queja de su amigo.
– ¿Las oficinas de la editorial?
– Sí, tenemos una cita con el señor Fred Nickler, el editor jefe.
– Su madre debe sentirse muy orgullosa de él.
«Ya está moralizando -pensó Win-, qué bien.»
– ¿Y qué le has dicho al señor Nickler? -inquirió Myron.
– Nada. Llamé y pregunté si podíamos hablar con él. Y dijo que sí. Parecía un tipo muy amable.
– Estoy seguro de que es un encanto -dijo Myron mirando por la ventanilla. Los edificios pasaban por su lado como una mancha informe. Se hizo el silencio de nuevo, y luego Myron añadió-: Probablemente te estés preguntando qué hacía Jessica en mi despacho.
Win le contestó encogiendo los hombros con cierta desgana. No le gustaba ser cotilla.
– Es por el asesinato de su padre. La policía dice que fue un robo, pero ella no lo cree.
– ¿Y qué cree que ocurrió?
– Cree que el asesinato y la desaparición de Kathy están relacionados.
– Esto se pone cada vez más interesante. ¿Vamos a ayudarla?
– Sí.
– Bieeen. ¿Y nosotros creemos que hay una relación entre ambos hechos?
– Sí.
– Sí -asintió Win.
Aparcaron en la entrada de un edificio que tanto podía haber sido un bonito almacén como un espacio de oficinas de alquiler barato. No había ascensor, pero daba igual porque sólo tenía tres plantas y HDP, Inc. estaba en la segunda. Cuando entraron en la recepción, Myron se quedó un poco sorprendido. No tenía muy claro lo que esperaba encontrarse, pero nunca se hubiera imaginado que la casa de un comerciante sórdido pudiera ser tan… anodina. Las paredes eran blancas y de ellas colgaban pósters de arte baratos pero bien enmarcados: McKnight, Fanch, Behrens. La mayoría de ellos paisajes de playas y puestas de sol. Nada de pechos al aire. Ésa fue la primera sorpresa. La segunda fue encontrarse con aquella recepcionista tan normal. Era una chica común y corriente y no una vieja estrella del porno teñida y fofa, de risa tonta entrecortada y guiños seductores.
Myron casi estaba decepcionado.
– ¿Puedo ayudarles en algo? -preguntó la recepcionista.
– Hemos venido a ver al señor Nickler -respondió Myron.
– ¿Sus nombres, por favor?
– Windsor Lockwood y Myron Bolitar.
La chica habló un segundo por teléfono y, al cabo de un momento, les dijo:
– Por esa puerta de ahí.
Nickler los recibió con un fuerte apretón de manos. Iba vestido con un traje azul, corbata roja, camisa blanca… tan conservador como un candidato republicano al Senado. Ésa fue la sorpresa número tres. Myron esperaba encontrarse con cadenas de oro o un pendiente, o por lo menos un anillo en el dedo meñique, pero Fred Nickler no llevaba joyas a excepción de un anillo de boda muy sencillo. Tenía el pelo gris y la piel pálida.
– Se parece a tu tío Sid -le susurró Win a Myron.
Tenía razón. El editor de la revista Pezones se parecía a Sidney Griffin, el conocido ortodoncista de las afueras de la ciudad.
– Siéntense, por favor -dijo Nickler mientras se situaba tras su mesa-. Yo estuve en las Final Fours cuando ustedes ganaron a Kansas. Veintisiete puntos y ganador del partido. Menuda actuación. Increíble -añadió sonriendo.
– Gracias -dijo Myron.
– Nunca he vuelto a ver algo como aquello. La forma en que el balón tocó el tablero en aquel último tiro…
– Gracias.
– Fue sencillamente increíble. -Nickler volvió a esbozar una sonrisa y zarandeó ligeramente la cabeza, como sobrecogido por aquel recuerdo. Luego se sentó-. En fin, ¿qué puedo hacer por ustedes?
– Tenemos un par de preguntas que hacerle sobre uno de los anuncios que aparece en una de sus… ehm… publicaciones.
– ¿Cuál de ellas?
– Pezones -dijo Myron intentando no cambiar de expresión.
Pronunciar aquella palabra le hacía sentirse un guarro.
– Qué curioso -repuso Nickler.
– ¿Por qué?
– Pezones es una publicación relativamente nueva y no está teniendo mucho éxito. Es la peor publicación mensual de HDP. Vamos a darle un mes o dos más y luego la cerraremos.
– ¿Cuántas revistas publican?
– Seis.
– ¿Y todas son como Pezones?
– Sí, todas son revistas pornográficas. Y legales -dijo Nickler soltando una breve carcajada.
– ¿Cuándo publicaron esto? -le preguntó Myron entregándole la revista que les había dado Christian.
– Hace cuatro días -respondió Nickler sin apenas echarle un vistazo.
– ¿Sólo cuatro días?
– Es el último número que hemos publicado y acaba de llegar a los quioscos. Me sorprende que hayan podido encontrar un ejemplar.
– Nos gustaría saber quién pagó para poner este anuncio -dijo Myron abriendo la revista por la página marcada.
– ¿Cuál? -preguntó Nickler mientras se ponía unas gafas de media luna.
– El de la fila de abajo del todo. La Línea Lujuria.
– Ah -dijo-, un teléfono erótico.
– ¿Hay algún problema?
– No, pero este anuncio no lo han pagado.
– ¿A qué se refiere?
– Es como funciona este negocio -les explicó Nickler-. Me llama alguien para poner un anuncio de una línea de teléfono pornográfica. Yo le digo que cuesta tanto y él me dice: «Uf, es que estoy empezando, no me lo puedo permitir». Y si me parece una buena idea, nos repartimos los costes al cincuenta por ciento. Dicho de otra manera, yo me ocupo del marketing, por así decirlo, y mi socio se ocupa de la infraestructura: los teléfonos, las conexiones, las chicas, todo lo demás. Y entonces nos lo partimos a medias. De esta forma limitamos los riesgos tanto del uno como del otro.
– ¿Y lo hace muy a menudo?
– Sí -asintió Nickler-, el noventa por ciento de los anuncios son de líneas eróticas. Y diría que participo en tres cuartas partes de todas ellas.
– ¿Podría facilitarnos el nombre de su socio en esta línea en concreto?
– No serán de la policía, ¿no? -dijo Nickler mirando la fotografía de la revista.
– No.
– ¿Ni investigadores privados?
– No.
– Miren -dijo quitándose las gafas-, mi empresa no es de mucha envergadura. Tengo mi propio reducto y así es como me gusta. Nadie me molesta y yo no molesto a nadie. No tengo ningún interés en la publicidad.
Myron echó una mirada rápida a Win. Nickler tenía familia, tal vez una casa bonita en Tenafly y le habría dicho a sus vecinos que trabajaba en una editorial. Se le podía presionar.
– Le seré franco -dijo Myron-. Si no nos ayuda con esto, puede que acabe convirtiéndose en todo un espectáculo: periódicos, televisión y toda la historia.
– ¿Me está amenazando?
– De ninguna manera -contestó Myron, quien acto seguido cogió su cartera y sacó un billete de cincuenta dólares que puso sobre la mesa-. Lo único que queremos es saber quién puso ese anuncio.
Nickler retiró el billete de vuelta hacia Myron con expresión irritada.
– ¿Dónde se creen que están? ¿En una película? No necesito que me sobornen. Si ese tipo ha hecho algo malo no quiero saber nada de él. Este negocio ya me da bastantes problemas. Mi negocio está limpio. No hay menores de edad ni nada ilegal.
– Ya te dije que sería todo un encanto -dijo Myron mirando a Win.
– Piense lo que usted quiera -dijo Nickler con un tono de voz que indicaba que ya había pasado por esto muchas veces-. Ésta es una empresa como cualquier otra. Soy un tipo honesto tratando de ganarme la vida honestamente.
– Muy americano por su parte.
– Mire -dijo encogiéndose de hombros-, no es que defienda a ultranza todo lo referente a este negocio, pero hay otros mucho peores. Piense en IBM, Exxon, Union Carbide… Ésos son los verdaderos monstruos, los que de verdad explotan a la gente. No robo a nadie. No miento. Sólo me ocupo de satisfacer una necesidad social.
Myron iba a decirle algo, pero Win lo detuvo haciéndole un gesto negativo con la cabeza. Tenía razón. ¿Qué sentido tenía ponerse a discutir con aquel hombre?
– ¿Podría darnos el nombre y la dirección, por favor? -preguntó Myron.
Nickler abrió un cajón y sacó una hoja de archivo.
– ¿Está metido en algún lío?
– Sólo queremos hablar con él.
– ¿Podrían decirme por qué?
– Es mejor que no lo sepa -dijo Win dirigiéndose a Nickler por primera vez.
Fred Nickler vaciló, vio la mirada firme de Win y asintió.
– La compañía se llama ABC. Tienen un apartado de correos en Hoboken, número 785. El tipo se llama Jerry. No sé nada más sobre él.
– Gracias -dijo Myron poniéndose en pie-. Una última pregunta, si no le importa: ¿Le suena de algo la chica que aparece en el anuncio?
– No.
– ¿Está seguro?
– Del todo.
– En caso de no ser así o que se le ocurra algo más, ¿podría llamarme? -dijo Myron dándole una tarjeta.
Nickler hizo ademán de preguntar algo más sin dejar de mirar la foto de Kathy, pero al final se limitó a decir:
– Descuide.
Al salir, Win le preguntó a Myron:
– ¿Qué opinas?
– Que nos ha mentido.
– ¿Puedo usar tu teléfono? -dijo Myron mientras volvían en coche.
Win asintió sin aflojar el acelerador. El velocímetro rondaba los ciento veinte. Myron lo miró fijamente como si fuera un taxímetro en una carrera larga para no tener que ver lo rápido que pasaban las calles al otro lado de la ventanilla.
Myron telefoneó a su despacho; Esperanza contestó al cabo de un tono de llamada.
– MB Representante Deportivo.
MB Representante Deportivo. «M» de Myron y «B» de Bolitar. A Myron se le había ocurrido sin ayuda de nadie, aunque casi nunca presumía de ello.
– ¿Ha llamado Otto Burke o Larry Hanson?
– No, pero tienes un montón de mensajes.
– ¿Y ninguno de Burke o Hanson?
– ¿Estás sordo o qué?
– Iré para allá dentro de un rato.
Myron colgó el teléfono. Otto y Larry ya deberían haberlo llamado. Estaban evitándolo; la cuestión era: ¿por qué?
– ¿Algún problema? -le preguntó Win.
– Quizás.
– Creo que necesitamos revitalizarnos un poco.
Myron levantó la mirada y reconoció la calle de inmediato.
– Ahora no, Win.
– Ahora sí.
– Tengo que volver al despacho.
– Puede esperar. Necesitas energía interior. Necesitas ver las cosas con claridad. Necesitas equilibrio.
– Te odio cuando te pones así.
– Vamos, vamos, no me gustaría tener que darte una paliza en el coche -dijo Win sonriendo mientras aparcaba.
El cartel rezaba: ESCUELA DE TAEKWONDO DEL MAESTRO KWAN. Kwan ya tendría cerca de setenta años y daba muy pocas clases; contrataba a profesores cualificados para esa labor. El maestro Kwan pasaba la mayor parte del tiempo en su despacho de última tecnología, rodeado de cuatro pantallas de televisión desde las que supervisaba las clases. De vez en cuando se inclinaba y gritaba algo por el micrófono para llamar la atención de algún pobre aprendiz. Como en la película El mago de Oz.
El inglés del maestro Kwan podía considerarse, como mucho, rudimentario. Win se lo había traído de Corea hacía catorce años, cuando Win tenía diecisiete, y a Myron le daba la impresión de que, por aquel entonces, Kwan hablaba mejor el inglés.
Win y Myron se pusieron los uniformes blancos, los dobok, y ambos se los ajustaron con cinturones negros. Win era cinturón negro de sexto dan, prácticamente el nivel más alto en Estados Unidos y llevaba practicando taekwondo desde los siete años. Myron había empezado en la universidad y, tras doce años de clases, había llegado a alcanzar el cinturón negro de tercer dan.
Se acercaron a la sala del maestro Kwan, esperaron en la puerta hasta que el maestro los reconoció y lo saludaron con una profunda reverencia.
– Buenas tardes, maestro Kwan -dijeron los dos al unísono.
– Vosotros venir pronto -dijo Kwan con su sonrisa desdentada.
– Sí, maestro -contestó Win.
– ¿Necesitar ayuda?
– No, maestro.
Kwan se despidió de ellos y se concentró de nuevo en las pantallas de televisión. Myron y Win volvieron a hacer una reverencia y entraron en el dojang privado para los cinturón negro de alto nivel. Empezaron con un poco de meditación, algo a lo que Myron nunca había acabado de cogerle el tranquillo, pero a Win, en cambio, le encantaba. Lo hacía todos los días por lo menos durante una hora. Win se colocó en la postura del loto y Myron se conformó con sentarse con las piernas cruzadas. Cerraron los ojos, colocaron los pulgares justo debajo del dedo meñique, giraron las palmas de las manos hacia el techo y las dejaron descansar sobre las rodillas. Las instrucciones retumbaron en la mente de Myron como un mantra. La espalda recta. La cara inferior de la lengua contra la parte trasera de los dientes superiores. Realizó una inspiración de seis segundos concentrándose en presionar la barriga con el aire sin mover el pecho, intentando hinchar únicamente el abdomen. Luego contuvo el aire, contando mentalmente para no distraerse. Al cabo de siete segundos empezó a dejar salir el aire poco a poco por la boca contando hasta diez, asegurándose de vaciar su estómago por completo, y después esperó cuatro segundos antes de volver a inspirar.
A Win no le suponía ningún esfuerzo. No contaba mentalmente, sino que ponía la mente en blanco. Myron siempre contaba para que su mente no se distrajera pensando en los problemas cotidianos, sobre todo en un día como aquél. Pero, a pesar de todo, comenzó a relajarse, a sentir cómo la tensión iba abandonando su cuerpo con cada espiración larga. Casi sentía un hormigueo por la piel.
Meditaron durante diez minutos hasta que Win abrió los ojos y dijo «barro», palabra que significa «parar» en coreano.
Durante los siguientes veinte minutos realizaron estiramientos. Win tenía la flexibilidad de un bailarín de ballet y se abría de piernas casi sin pensar. Por su parte, Myron había ganado muchísima flexibilidad desde que empezó a practicar taekwondo. Según él, en la universidad, le había ayudado a poder saltar quince centímetros más en vertical. Casi podía abrirse totalmente de piernas, aunque no aguantaba mucho rato.
Dicho de otra manera: Myron era flexible y Win era Plástic Man.
Luego pasaron a realizar los ejercicios de poomse, una complicada serie de movimientos que no distaba mucho de ser un paso de baile violento. Algo que la mayoría de fanáticos del ejercicio ignora es que las artes marciales son la gimnasia aeróbica definitiva. En todo momento estás en movimiento, saltando, girando, dando vueltas o impulsando brazos y piernas sin parar a intervalos de media hora. Parada baja y patada media, parada alta y puñetazo, parada media y patada circular. Paradas interiores, paradas exteriores, ataques con el borde exterior de la mano, con los puños, la base de la palma, las rodillas y los codos. Era una gimnasia a la vez agotadora y estimulante.
Win realizó la rutina de movimientos a la perfección, realzando la contradicción y el engaño que suponía su aspecto. Alguien que viera a Win caminando por la calle podía pensar que no era más que un pelele arrogante de clase privilegiada de Estados Unidos, incapaz de causarle un moratón a nadie ni pegándole un puñetazo con todas sus fuerzas. En cambio, cuando lo veías en el dojang te inspiraba miedo y respeto. El taekwondo es un arte marcial, y no se le llama arte sin razón, pues Win era un artista, el mejor que Myron había visto nunca.
Myron recordó la primera vez que había visto a Win hacer una demostración de su talento. Era su primer año en la universidad y un grupo de jugadores de fútbol americano muy corpulentos decidieron afeitarle a Win los rizos rubios porgue no les gustaba su aspecto. Cinco de ellos se colaron en la habitación de Win a altas horas de la noche, cuatro para sujetarle los brazos y piernas y uno para llevar la cuchilla y la crema de afeitar.
Para resumirlo en pocas palabras: el equipo de fútbol americano tuvo una mala temporada aquel año debido al gran número de lesionados.
Myron y Win terminaron la sesión con un combate amistoso y luego se tendieron en el suelo para hacer cien flexiones apoyándose en los puños mientras Win las contaba en coreano. Finalmente volvieron a sentarse para meditar un poco más, pero esta vez durante quince minutos.
– Barro -dijo Win, y los dos abrieron los ojos-. ¿Ya te sientes más centrado? ¿Sientes cómo fluye la energía? ¿El equilibrio?
– Sí, pequeño saltamontes. ¿Y ahora quieres que te quite la piedra de la mano?
Win pasó de la postura del loto a ponerse en pie de un solo y elegante movimiento y dijo:
– Bueno, ¿has tomado una decisión?
– Sí -contestó Myron mientras se esforzaba por ponerse en pie de un solo movimiento y yendo de un lado al otro en el proceso-. Voy a contárselo todo a Jessica.
Capítulo 7
El teléfono de Myron estaba sepultado bajo una montaña de notas adhesivas de color amarillo como langostas sobre un cadáver. Myron las despegó todas y las repasó con rapidez. Nada de Otto Burke ni de Larry Hanson ni de nadie de las oficinas de los Titans.
Aquello no podía ser bueno.
Se puso los auriculares con micrófono. Se había resistido durante mucho tiempo a utilizarlos por considerar que estaban más pensados para controladores de tráfico aéreo que para agentes, pero no tardó en descubrir que un agente no es más que un feto, su despacho un vientre materno y su teléfono el cordón umbilical. Con los auriculares todo era más fácil. Podía dar vueltas por el despacho, tener las manos libres y deshacerse de las tortícolis, causadas por sostener el teléfono con el hombro.
La primera persona a la que llamó fue al director de marketing de BurgerCity, una cadena de comida rápida de reciente aparición. Querían contratar la imagen de Christian y ofrecían mucho dinero a cambio, pero Myron no estaba seguro de si era buena idea. BurgerCity era una compañía de alcance regional y una nacional podía llegar a ofrecerle un trato mejor. A veces, la parte más complicada de su trabajo consistía en decir no. Hablaría con Christian sobre las ventajas y las desventajas de la oferta y le dejaría decidir a él. Al fin y al cabo se trataba de su nombre. Y también de su dinero.
Myron ya había conseguido varios contratos publicitarios muy lucrativos. Wheaties iba a imprimir un retrato de Christian en sus cajas de cereales para el desayuno a partir de octubre, Diet Pepsi se había presentado con algún tipo de promoción en la que saliera Christian lanzando una botella de dos litros con una espiral perfecta hacia un grupo de mujeres en edad núbil. Nike estaba empezando a fabricar una línea de sudaderas y calzado deportivo que se iba a llamar Steele Trap.
Christian iba a ganar millones de dólares con los contratos publicitarios, mucho más de lo que pudiera lograr jamás jugando con los Titans, por muy razonable que se volviera Otto Burke. Era algo bastante extraño. Los seguidores se ponen nerviosos cuando ven que un jugador intenta sacar el máximo partido del fichaje con su equipo. Cuando le exige más dinero al acaudalado propietario de un equipo lo tildan de zafio, egoísta y ególatra, pero, en cambio, no tienen ningún problema en que obtenga cantidades ingentes de dinero gracias a Pepsi, Nike o Wheaties por promocionar productos que él no usa o que ni siquiera le gustan. No tenía mucho sentido. Christian iba a sacar más dinero por pasarse tres días grabando un hipócrita anuncio televisivo que pasándose la temporada siendo empujado brutalmente por tipos babeantes de glándulas pituitarias hiperactivas, pero así era como los hinchas querían que fuese el asunto.
Sin embargo, a ningún representante le importa lo más mínimo todo ese montaje. La mayoría de representantes se llevan entre el tres y el cinco por ciento del salario total negociado de sus jugadores (Myron se llevaba el cuatro por ciento), comparado con el veinte o veinticinco por ciento de todo el dinero de los contratos publicitarios (Myron se llevaba el quince por ciento, por ser nuevo en el mundillo). Dicho de otra manera, si el agente logra firmar un ficha je de un millón de dólares con un equipo, se lleva unos cuarenta mil, pero si firma un anuncio televisivo de un millón de dólares, puede llegar a ganar hasta un cuarto de millón.
La segunda llamada telefónica que hizo Myron fue a Ricky Lane, un corredor de los New York Jets y ex colega del equipo universitario de Christian. Ricky era uno de sus clientes más importantes y Myron estaba bastante seguro de que había sido Ricky quien había convencido a Christian para que lo contratara como representante.
– Te he encontrado una aparición en un campamento de niños -dijo Myron-, pagan cinco mil.
– No está mal -contestó Ricky-. ¿Cuánto tiempo tendría que estar por allí?
– Un par de horas. Hablar un poco, firmar unos cuantos autógrafos y esas cosas.
– ¿Cuándo es?
– El sábado de la semana que viene.
– ¿Y qué se sabe de lo de asistir a un centro comercial?
– Eso será el domingo -dijo Myron-. En el Livingston Malí. Material Deportivo Morley's.
Ricky iba a ganar otros cinco mil dólares por pasarse dos horas sentado a una mesa firmando autógrafos.
– Mola.
– ¿Quieres que te mande una limusina a recogerte?
– No, iré en mi coche. ¿Se sabe algo ya de lo del contrato del año que viene?
– Estoy en ello, Ricky. Una semana más como máximo. Oye, quiero que vengas un día a ver a Win, ¿de acuerdo?
– Sí, claro.
– ¿Estás en forma?
– Nunca me he sentido más en forma -respondió Ricky-. Quiero ese salario inicial.
– Pues tú sigue así. Y no te olvides de concertar una cita con Win.
– Lo haré. Hasta luego, Myron.
– Hasta luego.
Myron siguió haciendo llamadas, pasando de una a otra sin parar. Contestó a las llamadas de la prensa. Todos los periódicos y revistas querían saber cómo iba la negociación del fichaje de Christian para los Titans, pero Myron se negó muy educadamente a hacer comentarios. De vez en cuando iba bien utilizar los medios de comunicación como arma para las negociaciones, pero no en el caso de Otto Burke. «Estamos en trámites», les dijo. Podían llegar a un acuerdo en cualquier momento.
Después llamó a Joe Norris, un veterano de los Yankees que aparecía casi cada fin de semana en un espectáculo de cromos de béisbol. Actualmente, Joe ganaba más al mes que en toda una temporada en sus tiempos como jugador.
Acto seguido le tocó el turno a Linda Regal, una jugadora profesional de tenis que acababa de instaurarse en el top ten. Linda estaba preocupada por el hecho de hacerse mayor y se sentía muy ofendida porque un locutor se había referido a ella como una «vieja veterana» cuando Linda no tenía ni veinte años.
Por otro lado, Eric Kramer, un estudiante de último año de la Universidad de California que probablemente terminara siendo elegido en la segunda ronda del draft de la NFL, acababa de llegar a la ciudad y Myron consiguió arreglar una cena con él. Eso quería decir que Myron era uno de los finalistas, uno entre un trillón de otros agentes. La competencia era increíble. Por ejemplo: hay mil doscientos agentes oficiales de la NFL tratando de conseguir a los doscientos jugadores de la liga universitaria que acudirán al draft de abril, así que hay algo que debe fallar, y casi siempre acaba siendo la ética profesional.
Myron llamó al director general de los New York Jets, Sam Logan, para hablar sobre el contrato de Ricky Lane.
– Este chico está en el mejor momento de su carrera -dijo Myron vendiendo el producto lo mejor que sabía. Se puso de pie y empezó a dar vueltas por el despacho. Myron tenía un despacho muy grande y bonito en Park Avenue, entre las Calles 46 y 47. Dejaba a la gente impresionada y la apariencia era muy importante en un mundo dominado por canallas-. No he visto nunca nada como él. Te lo digo en serio, Sam, este chico es como Gayle Sayers. Es increíble, de verdad.
– Es demasiado bajo -le dijo Logan.
– ¿Pero de qué estás hablando? ¿Tú crees que Barry Sanders es demasiado bajo? ¿Y Emmitt Smith es demasiado bajo, también? Pues Ricky es más alto que los dos. Y lleva tiempo haciendo pesas. En serio, este chico va a ser algo grande.
– Ya. Oye, mira, Myron, es un buen chico. Trabaja muy duro. Pero no puedo ofrecerte más de…
La cifra seguía siendo demasiado baja, pero había mejorado.
Continuó haciendo llamadas sin parar. En algún momento del día Esperanza le trajo un sándwich y lo devoró casi sin masticar.
Finalmente, a las ocho de la tarde Myron hizo la última llamada del día.
– ¿Diga? -dijo Jessica.
– Estaré en tu casa dentro de una hora -dijo Myron-. Tenemos que hablar.
Myron observó el rostro de Jessica en busca de algún tipo de reacción, pero ella se quedó mirando la revista como si fuera un ejemplar más de Newsweek, con una expresión terroríficamente pasiva. De vez en cuando asentía con la cabeza, contemplaba el resto de la página y le echaba un vistazo a la portada y a la contraportada de la revista para acabar volviendo a la foto de Kathy. Parecía tan indiferente que Myron pensó que iba a ponerse a silbar como si cualquier cosa.
Lo único que la delataba eran los nudillos. Se le habían puesto blancos por falta de sangre y las páginas se arrugaban bajo su presión.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Myron.
– Estoy bien -dijo ella con voz tranquila, casi relajada-. ¿Y dices que esto le llegó a Christian por correo?
– Sí.
– ¿Y tú y Win habéis hablado con la persona que se encarga de publicar esta… -dudó un momento e hizo un gesto de asco- esta cosa?
– Sí.
– ¿Y te dio la dirección de quien puso este anuncio?
– Sólo un apartado de correos. Voy a comprobarlo mañana para ver quién recoge el correo.
– Voy contigo -dijo ella alzando los ojos de la revista por primera vez.
Myron estuvo a punto de protestar para convencerla de lo contrario, pero se contuvo al darse cuenta de que no iba a tener ninguna posibilidad.
– De acuerdo.
– ¿Cuándo te ha dado esto Christian?
– Ayer.
– ¿Ya lo sabías ayer? -dijo con cierta indignación en el tono de voz.
Myron asintió.
– ¿Y no me lo dijiste? -le espetó ella-. Hoy me he sincerado contigo, sintiéndome como una paranoica esquizofrénica ¿y tú ya sabías todo esto?
– No sabía muy bien cómo decírtelo.
– ¿Hay algo más que todavía no me hayas dicho?
– Christian recibió una llamada ayer por la noche y él cree que se trataba de Kathy.
– ¿Qué?
Myron se lo explicó todo rápidamente y cuando llegó a la parte en que Christian había oído la voz de Kathy, palideció.
– ¿Y tu amigo de la compañía telefónica ha descubierto algo? -inquirió Jessica.
– No, pero sabemos que Return Call sólo funciona en determinados municipios dentro del prefijo de zona 201.
– ¿A cuántos municipios equivale eso?
– A unos tres cuartos del total.
– ¿O sea a unas tres cuartas partes del total de municipios de la zona norte de Nueva Jersey, el estado de mayor densidad de población de Estados Unidos? Eso lo reduce a ¿cuánto? ¿Dos, tres millones de personas?
– Ya sé que no es mucho -concedió él-, pero es algo por dónde empezar.
– Siento haberme puesto tan violenta -dijo volviendo a posar la mirada en la revista-, pero es que…
– No pasa nada.
– Eres la mejor persona que he conocido nunca -dijo Jessica-. En serio.
– Y tú eres la persona más insoportable que conozco.
– Pues no te voy a decir que no -dijo ella con una ligera sonrisa.
– ¿Quieres que le cuente a la policía todo esto? -preguntó Myron-. ¿O a Paul Duncan?
– No estoy segura -contestó tras pensarlo un momento.
– Los medios de comunicación se lanzarán sobre esto como lobos -dijo Myron-, mancharán su nombre sin ningún tipo de piedad.
– No me importa una mierda lo que hagan los medios.
– Yo sólo te aviso -repuso Myron.
– Pueden llamarla puta o como les salga de las narices. Me da igual.
– ¿Y qué hay de tu madre?
– Tampoco me importa una mierda lo que ella piense. Sólo quiero que encuentren a Kathy.
– O sea que quieres contárselo a los medios de comunicación y a la policía -dijo Myron.
– No.
Myron se quedó mirándola un momento con cara de no haber entendido nada y le preguntó:
– ¿Te importaría explicarte?
Kathy comenzó a hablar poco a poco, de forma comedida y diciendo las cosas según las ideas iban viniéndole a la cabeza.
– Kathy lleva más de un año desaparecida -empezó a decir-. En todo este tiempo la policía y la prensa han hecho cero descubrimientos. Nada de nada. Como si se hubiera desvanecido sin dejar rastro.
– ¿Y?
– Y ahora nos llega esta revista. Alguien ha debido enviársela a Christian, lo que significa que alguien, ya sea Kathy u otra persona, está tratando de ponerse en contacto con él. Piénsalo. Por primera vez en más de un año hay algún tipo de comunicación. Y no quiero que me quiten eso. No quiero que la atención de los medios de comunicación espante a quien quiera que esté ahí intentando dar información. Kathy podría volver a desaparecer. Esto es asqueroso -dijo sosteniendo la revista-, pero también nos da esperanzas. Es algo. No me malinterpretes, esto me ha dejado horrorizada, pero es una pista sólida, quiero decir que es una pista confusa, pero por lo menos es una pista que nos da esperanzas. Si la policía y los medios de comunicación se entrometen, quien fuera que lo hizo podría asustarse y volver a desaparecer. Y esta vez para siempre. No puedo arriesgarme a que ocurra eso. Tenemos que guardarlo en secreto.
– Es verdad -asintió Myron.
– Bueno, ¿y entonces ahora qué hacemos? -inquirió ella.
– Ir al apartado de correos de Hoboken. Pasaré a recogerte temprano. Pongamos a las seis.
Capítulo 8
Jessica olía de fábula.
Estaban de pie en Uptown Station, en Hoboken, ella muy cerca de él. Su pelo tenía aquel olor a recién lavado que Myron había tratado de olvidar durante cuatro años y respirarlo le causaba un efecto embriagador.
– ¿Así que esto es hacer de detective?
– Emocionante, ¿eh?
Intentaban pasar desapercibidos, lo cual no era cosa fácil en el caso de un hombre de metro noventa y dos y una mujer a la que en casi una hora no han dejado de temblarle las rodillas por haber llegado a la oficina de correos a las seis y media de la mañana. De momento, nadie había tocado el apartado de correos 785.
El aburrimiento no tardó en llegar. Jessica se dedicó a mirar los precios de varios contenedores de correo distintos, lo que no le resultó demasiado interesante. Leyó los carteles de «se busca», uno detrás del otro, y eso ya le pareció un poco más entretenido. Carteles de «se busca» en una oficina de correos. Como si pretendieran que le escribieras una carta a la persona buscada.
– Tú sí que sabes cómo hacerle pasar un buen rato a una chica -dijo Jessica.
– Por eso me llaman el Capitán Diversión.
Jessica se rió y el sonido melódico de su risa se le clavó a Myron dolorosamente en el estómago.
– ¿Te gusta trabajar como representante, Capitán Diversión?
– Mucho.
– A mí los representantes siempre me han parecido una panda de desgraciados.
– Gracias.
– Tú ya me entiendes. Sanguijuelas, víboras, parásitos chupasangres ávidos de dinero que se dedican a estafar a deportistas ingenuos, a comer en restaurantes caros como Le Cirque, a arruinar todo lo bueno que tiene el deporte…
– Y también tenemos la culpa de los problemas de Oriente Próximo -le interrumpió él-, y del déficit presupuestario.
– De acuerdo. Pero yo no he dicho que tú seas nada de todo eso.
– O sea que no soy una sanguijuela, ni una víbora ni un parásito. Menudo halago.
– Ya sabes a lo que me refiero.
– Hay muchos representantes que son unos desgraciados -dijo él encogiéndose de hombros-, pero también hay muchos médicos y abogados que… -Myron se detuvo al oírse decir aquellas palabras. ¿No había utilizado Fred Nickler aquellas mismas palabras para justificar sus revistas?-. Los representantes son un mal necesario -prosiguió-. Sin ellos, la gente se aprovecharía de los deportistas.
– ¿Quiénes?
– Pues los propietarios de los equipos, los directores… Los representantes han hecho cosas buenas para los deportistas.
Han ayudado a que les suban el sueldo, han logrado la agencia libre, les consiguen dinero mediante contratos publicitarios…
– ¿Y entonces cuál es el problema?
Myron se quedó pensando un instante antes de responder.
– Dos cosas -dijo-. En primer lugar, hay representantes que son unos sinvergüenzas, pura y llanamente. Ven a un chico joven con dinero y se aprovechan de él. Pero a medida que los deportistas vayan teniendo más experiencia, a medida que se vayan conociendo más historias como lo que le ocurrió a Kareem Abdul-Jabar, la mayoría de los sinvergüenzas acabarán por desaparecer como cualquier otra plaga.
– ¿Y en segundo lugar?
– Los representantes tenemos que tocar demasiados instrumentos de la orquesta -dijo-. Somos negociadores, contables, consultores financieros, prestadores de servicios sociales, agentes de viajes, consejeros familiares y matrimoniales, chicos de los recados, lacayos, lo que sea con tal de seguir adelante con nuestro trabajo.
– ¿Y cómo te las apañas para hacerlo todo?
– Pues le doy los dos instrumentos más importantes a Win: el de contable y el de consultor financiero. Yo soy el abogado y él es quien tiene el MBA. Y además tenemos a Esperanza, que puede hacer casi todo. Nos va muy bien. Nos controlamos unos a otros y nos compenetramos muy bien.
– Como los tres poderes del Estado.
– Sí -asintió Myron-, Jefferson y Madison se sentirían orgullosos.
De pronto apareció alguien para abrir el apartado de correos 785.
– Empieza el espectáculo -dijo Myron.
Jessica le lanzó una mirada rápida para poderlo ver. Era un hombre delgado. Todo en él era demasiado largo, extrañamente alargado, como si lo hubieran estirado en un potro de tortura de la Edad Media. Incluso su rostro parecía estirado como una cara de plastilina apretada contra el suelo.
– ¿Lo reconoces? -le preguntó Myron.
– Tiene un no-sé-qué… -dijo Jessica-, pero diría que no.
– Venga, vámonos de aquí.
Bajaron las escaleras a toda prisa y se metieron en el coche. Myron había aparcado mal delante del edificio y había puesto una señal de emergencia de la policía en el parabrisas. La señal de emergencia siempre le resultaba muy útil, sobre todo los días de rebajas en los centros comerciales.
El hombre delgado pasó por delante de ellos dos minutos más tarde y entró en un Oldsmobile amarillo con matrícula de Nueva Jersey. Myron puso el coche en marcha y lo siguió. El hombre delgado tomó la interestatal 3 en dirección norte hacia el Garden State Parkway.
– Ya llevamos veinte minutos siguiéndolo -dijo Jessica-. ¿Por qué tendría que ir a un apartado de correos tan lejos de su casa?
– Porque puede que no vaya a su casa. A lo mejor va al trabajo.
– ¿A la oficina del teléfono erótico?
– Puede ser -contestó Myron-. O puede que vaya lejos para que nadie lo vea.
El tipo al que seguían tomó la salida 160, pasó a la interestatal 208 en dirección norte y entró en Lincoln Avenue, en Ridgewood.
– Ésta es mi salida -dijo Jessica enderezándose en el asiento.
– Ya lo sé.
– ¿Qué narices está pasando aquí?
El Oldsmobile amarillo giró a la izquierda al final de la vía de salida. Estaban a menos de cinco kilómetros de la casa de Jessica. Y si seguía recto por Lincoln Avenue hasta llegar a Godwin Road, estarían en…
Pero no.
Mr. Delgado giró por Kenmore Road, a casi un kilómetro de distancia del final de Ridgewood. Seguían estando en el centro del barrio periférico, en concreto en el de Glen Rock, Nueva Jersey. Glen Rock se llamaba así debido a una roca gigante que había en Rock Road. La palabra clave en esa zona era rock.
El coche amarillo aparcó en la entrada de una casa. En el 78 de Kenmore Drive.
– Disimula -dijo Myron-, no lo mires fijamente.
– ¿Qué?
Pero Myron no contestó. Pasó con el coche por delante de la casa sin detenerse, giró en la calle siguiente y aparcó el vehículo detrás de unos arbustos. Telefoneó a su despacho. Le respondieron cuando todavía no había acabado de sonar el primer tono.
– MB Representante Deportivo -dijo Esperanza.
– Consígueme toda la información que puedas sobre el 78 de Kenmore Street, Glen Rock, Nueva Jersey. El nombre del propietario, tarjeta de crédito, todo.
– Recibido -le contestó Esperanza antes de colgar.
Myron hizo otra llamada.
– Es esa amiga mía de la compañía telefónica -le dijo a Jessica. Y luego se puso a hablar por teléfono-: ¿Lisa? Soy Myron. Mira, necesitaría que me hicieras un favor. El setenta y ocho de Kenmore Road, Glen Rock, Nueva Jersey. No sé cuántas líneas de teléfono tiene este tipo pero necesito que las compruebes todas. Quiero saber todos los números a los que llame en las próximas dos horas. ¿De acuerdo? Oye, ¿qué descubriste sobre aquel número de teléfono erótico que te pasé? ¿Qué? Ah, entendido. Gracias -y colgó.
– ¿Qué te ha dicho?
– La compañía telefónica no controla el número del teléfono erótico. Alguna organización de Carolina del Sur se ocupa de ello y no ha encontrado nada sobre él.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Jessica-. ¿Nos quedamos ante su casa?
– No. Yo voy a entrar. Tú te esperas aquí.
– ¿Perdona? -dijo ella enarcando una ceja.
– ¿No eras tú la que no quería ahuyentar a nadie? -preguntó Myron-. Si este tipo tiene algo que ver con tu hermana, ¿cómo crees que reaccionará cuando te vea?
Jessica cruzó los brazos y soltó un bufido. Sabía que Myron tenía razón, pero eso no quería decir que tuviera que resignarse.
– Ve -le dijo al fin.
Myron salió del coche. Era uno de esos vecindarios anodinos en los que cada casa estaba cortada por el mismo patrón: dos plantas en trescientos metros cuadrados de terreno. En algunas, la vivienda estaba invertida y la cocina quedaba a la derecha en vez de a la izquierda. La mayoría tenían puertas correderas de aluminio. Toda la calle apestaba a clase media.
Myron llamó a la puerta y le recibió aquel hombre delgado.
– ¿Jerry?
La cara del tipo denotó confusión. De cerca tenía mejor aspecto y su cara era más inquietante que monstruosa. Con un cigarrillo en la mano y un suéter negro de cuello alto podría catar leyendo poesía en un café de intelectuales.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
– Jerry, estoy…
– Debe haberse equivocado de número, yo no me llamo Jerry.
– Pues te pareces mucho a Jerry.
– Lo siento -dijo el hombre con expresión siniestra mientras cerraba la puerta-; perdone, pero no tengo tiempo.
– ¿Estás seguro, Jerry? -le espetó Myron.
– Ya le he dicho que…
– ¿Conoce a Kathy Culver? -le interrumpió Myron.
Aquello le pilló por sorpresa y logró desestabilizarle.
– ¿De qué…? ¿De qué va todo esto? -dijo bruscamente.
– Creo que usted ya lo sabe.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Myron Bolitar.
– ¿Lo conozco de algo?
– Bueno, si fuera un gran aficionado al baloncesto… No, en realidad no, pero me gustaría hacerle varias preguntas.
– No tengo nada que decirle.
Myron pensó que había llegado el momento de jugar el as que llevaba en la manga, así que le enseñó la revista y le dijo:
– ¿Estás seguro, Jerry?
El hombre delgado puso unos ojos como platos y Myron casi pudo llegar a ver el nombre de la marca de porcelana del blanco de los ojos de aquella cara tan alargada.
– Me ha confundido con otra persona. Adiós -dijo el hombre, y acto seguido le cerró la puerta en las narices.
Myron se encogió de hombros y volvió al coche.
– ¿Cómo ha ido? -le preguntó Jessica.
– Le hemos zarandeado -dijo Myron-, ahora veremos lo que cae de él.
El quiosco del barrio.
A Win le vino a la memoria el tiempo en el que la simple mención de esa frase le traía a uno a la mente imágenes nostálgicas e idílicas como las ilustraciones de Norman Rockwell de la cultura estadounidense. Pero ya no. En cada calle, en cada esquina y en cada pueblucho pasaba lo mismo. Golosinas, periódicos, tarjetas de felicitación… y revistas porno. Un chaval podía pedir una chocolatina Snickers y verlas todas a la vez. El porno se había convertido en una constante de la vida americana. El porno duro. La clase de porno que hacía que Penthouse pareciera una revista para niños.
Win se acercó al hombre que había tras el dispensador de números de lotería y le dijo:
– Perdone.
– ¿Sí?
– ¿Sería tan amable de decirme si tiene los últimos números de Climaxx, Lefa, Orgasm Today, Lamida, Chocho y Pezones?
La viejecita que había a su lado soltó un grito ahogado de asombro y le lanzó una mirada airada.
– Déjeme que lo adivine -le dijo Win sonriendo-. ¿No fue usted la playmate del mes de junio de mil novecientos veintiséis?
La anciana hizo un gesto de desprecio y se fue indignada.
– Mire por ahí -le dijo el quiosquero-, entre los tebeos y los vídeos Disney.
– Gracias.
Win encontró tres: Climaxx, Orgasm Today y Chocho. Buscó en tres quioscos más y consiguió encontrar Lamida, pero ningún ejemplar de Lefa o de Pezones. Al final logró encontrarlas en una tienda de material de sexo duro de la Calle 42 que se llamaba El Palacio Obsceno del Rey David. Tenía un cartel enorme en la entrada donde se leía abierto 24 horas. Qué práctico. Win se consideraba una persona de mucho mundo, pero los objetos y las fotografías del «palacio» le convencieron de que tanto sus experiencias vitales como su imaginación eran bastante limitadas.
Ya casi era mediodía cuando salió del palacio. Había sido una mañana muy productiva y casi educativa.
Con un total de ocho revistas bajo el brazo, Win cogió un taxi para ir al centro y durante el trayecto fue hojeando algunas de ellas.
– De momento todo va bien -dijo en voz alta.
El taxista le echó una mirada por el espejo del retrovisor, se encogió de hombros y volvió a centrarse en el volante.
Cuando Win llegó a su despacho, extendió las revistas en la mesa de trabajo y las observó atentamente, comparándolas. Era increíble. Acababa de confirmar sus sospechas. Era tal y como se lo había imaginado.
Cinco minutos después, Win guardó las revistas en el cajón del escritorio y llamó a Esperanza por el interfono.
– Dile a Myron que venga a mi despacho en cuanto llegue.
Capítulo 9
– Tengo que confesarte algo -dijo Jessica.
Al salir del garaje Kinney, el aire relativamente fresco de la calzada de la Calle 52 disipó el olor a humo y orina. Giraron por la Quinta Avenida. La cola de los pasaportes llegaba hasta la estatua de Atlas. Un negro de rastas muy largas no paraba de estornudar haciendo bailar su pelo como si fuera un grupo de serpientes. La mujer que tenía detrás emitió un chasquido evidentemente fastidiada. La mayoría de la gente que había allí esperando quedaba encarada a la iglesia de St. Patrick que había al otro lado de la calle como si estuvieran pidiendo una intervención divina con rostros angustiados.
– Te escucho -dijo Myron.
Siguieron caminando. Jessica no miraba a Myron, sino que mantenía la mirada fija hacia delante.
– Últimamente no nos llevábamos muy bien. De hecho, Kathy y yo apenas nos hablábamos.
– ¿Desde cuándo? -preguntó Myron muy sorprendido.
– Durante los últimos tres años más o menos.
– ¿Qué es lo que pasó?
– No lo sé muy bien -respondió Jessica negando con la cabeza pero todavía sin mirar a Myron-. Cambió. O quizá se hizo mayor y yo no supe entenderlo. Sólo sé que nos fuimos distanciando. Y cuando nos veíamos era como si no pudiera soportar estar en la misma habitación que yo.
– Me apena oír eso.
– Sí, bueno, tampoco era para tanto. Kathy me llamó la noche que desapareció. La primera vez en no sé cuánto tiempo.
– ¿Y qué quería?
– No lo sé. Yo estaba a punto de salir de casa y tenía tanta prisa que le colgué.
Los dos se quedaron callados el resto del camino hasta llegar al despacho de Myron.
En cuanto salieron del ascensor, Esperanza le entregó a Myron una hoja de papel y le dijo:
– Win quiere hablar contigo cuanto antes.
Esperanza se quedó mirando a Jessica como un linebacker a punto de lanzarse contra un quarterback cojo durante un blitz por el lado ciego.
– ¿Ha llamado Otto Burke o Larry Hanson? -le preguntó Myron.
– No -dijo Esperanza volviendo a mirar a Myron-. Win quiere verte cuanto antes.
– Ya te he oído. Dile que iré dentro de cinco minutos.
Entraron en el despacho de Myron, éste cerró la puerta y leyó por encima la hoja de papel. Jessica se sentó delante de él y cruzó las piernas de una manera como pocas mujeres sabían hacerlo, convirtiendo algo normal en un instante de intriga sexual. Myron intentó no quedarse mirando ni recordar el tacto cautivador de aquellas piernas bajo las sábanas, pero fracasó en ambos propósitos.
– ¿Qué pone? -preguntó ella.
– Nuestro amigo delgado de Kenmore Street en Glen Rock se llama Gary Grady -dijo rápidamente Myron tras volver en sí.
– Ese nombre me suena -dijo Jessica entrecerrando los ojos como tratando de recordar-, pero no sé muy bien de qué.
– Lleva casado siete años con su mujer, Allison. Sin hijos. Tiene una hipoteca de ciento diez mil dólares y cumple con las cuotas. De momento nada más. Dentro de poco sabremos más cosas -dijo, y dejó el papel sobre la mesa-. Tenemos que empezar a atacarle por varios frentes distintos.
– ¿Cómo?
– Debemos volver a centrarnos en la noche en que desapareció tu hermana. Empezar desde ahí e ir siguiendo poco a poco. Hay que investigar de nuevo todo el caso. Y lo mismo con el asesinato de tu padre. No digo que la policía no hiciera bien su trabajo, seguramente sí, pero ahora sabemos cosas que ellos no sabían entonces.
– La revista -dijo Jessica.
– Exacto.
– ¿Qué puedo hacer para ayudar? -preguntó Jessica.
– Empieza por descubrir todo lo que puedas sobre qué hacía cuando desapareció. Habla con sus amigas, compañeras de habitación, encargadas de la residencia de estudiantes femenina, animadoras de su equipo, con quien sea…
– De acuerdo.
– Y consigue también su expediente académico. A ver si hay algo ahí. Quiero saber a qué clases asistía, en qué actividades participaba, todo.
– El Premio Gordo, por la línea dos -dijo Esperanza sacando la cabeza por detrás de la puerta.
Myron miró el reloj. A aquella hora, Christian ya debía estar en el entrenamiento. Descolgó el teléfono y preguntó:
– ¿Christian?
– Señor Bolitar, no entiendo lo que está pasando.
Myron apenas podía oírlo. Sonaba como si estuviera en un túnel de viento.
– ¿Dónde estás?
– En una cabina telefónica delante del estadio de los Titans.
– ¿Qué es lo que pasa?
– Pues que no me dejan entrar.
Jessica se quedó en el despacho para hacer unas llamadas y Myron salió a toda prisa. Cogió la Calle 57 para llegar a la autopista del West Side y vio que, extrañamente, casi no había tráfico. Telefoneó a Otto Burke y a Larry Hanson desde el coche, pero los dos habían salido de su oficina. A Myron no le sorprendió.
Luego marcó un número de Washington de los que no aparecían en el listín telefónico. Muy poca gente conocía aquel número.
– ¿Sí, diga? -dijo educadamente la voz al otro extremo de la línea telefónica.
– Hola, P. T.
– Ah, joder, Myron, ¿qué leches quieres?
– Necesito que me hagas un favor.
– Perfecto. Justo acababa de decirle a alguien: «Mira, ojalá me llamara Bolitar para poderle hacer un favor. Porque la verdad es que hay pocas cosas en el mundo que me hagan más ilusión».
P. T. trabajaba para el FBI. Los jefes del FBI van y vienen, pero P. T. siempre estaba ahí. Los medios de comunicación no sabían que existía, pero todos los presidentes desde Nixon habían tenido su número apuntado en la tecla de llamada rápida del teléfono.
– El caso Kathy Culver -dijo Myron-. ¿Quién es la persona más indicada para hablar del tema?
– El poli local -contestó P. T. sin dudarlo un instante-. Es un sheriff electo o algo así. Un gran tipo, es buen amigo mío, aunque ahora mismo no me acuerdo de cómo se llama.
– ¿Podrías concertarme una cita con él? -preguntó Myron.
– ¿Por qué no? Cumplir tus deseos es lo que le da sentido a mi vida.
– Te debo una.
– Ya me debías una de antes. Una que no me podrás pagar nunca. Te llamaré cuando tenga algo.
Myron colgó el teléfono. La calle seguía despejada de tráfico, lo cual no dejaba de sorprenderle. Minutos más tarde cruzó el puente George Washington y llegó al circuito de las Meadowlands en un tiempo récord.
El complejo de las Meadowlands Sports Authority había sido construido sobre terreno pantanoso e inservible junto a la autopista de Nueva Jersey en un lugar llamado East Rutherford. Allí se alzaban, de oeste a este, el hipódromo de Meadowlands, el Titans Stadium y el Brendan Byrne Arena, llamado así por el ex gobernador, a quien la gente le tenía el mismo cariño que a una espinilla el día del baile de fin de curso. Cuando se supo el nombre se produjo un alud de protestas equivalente a la Revolución francesa, pero no sirvió de nada. Una simple revolución casi nunca puede hacer nada contra el ego de un político.
– Cristo bendito…
El coche de Christian, o el que supuso que era el coche de Christian, apenas se veía al quedar cubierto bajo una capa de periodistas. Myron ya había esperado encontrarse algo así, por lo que le había dicho a Christian que cerrara las puertas desde dentro y que no dijera ni una palabra. Huir con el coche no habría servido de nada porque los periodistas se hubieran limitado a seguirle y a Myron no le apetecía participar en una persecución automovilística.
Aparcó cerca del coche de Christian y los periodistas se volvieron hacia él como leones que hubiesen olido un cordero herido.
– ¿Qué está pasando, Myron?
– ¿Cómo es que Christian no está en el entrenamiento?
– ¿Estás tratando de retenerlo o qué?
– ¿Qué pasa con su fichaje, Myron?
Myron no hizo ningún comentario, esquivó el mar de micrófonos, cámaras y cuerpos y se abrió paso entre ellos hasta entrar en el coche sin dejar entrar a nadie de aquella chusma.
– Acelera -dijo Myron.
Christian arrancó el coche y se alejó del lugar obligando a los periodistas a apartarse de su camino a regañadientes.
– Lo siento, señor Bolitar.
– ¿Qué ha pasado?
– El guardia de la entrada no me ha dejado pasar. Ha dicho que tenía órdenes expresas de no dejarme entrar.
– Qué hijo de puta -murmuró Myron.
Otto Burke y sus malditas tácticas. Menuda rata de cloaca. Myron debía haberse esperado algo así de él. ¿Pero no dejarlo pasar? Aquello parecía un poco exagerado, incluso para alguien de la calaña de Otto Burke. A pesar de todas las tonterías, habían estado a punto de firmar. Burke había expresado un gran interés en que Christian entrara en el minicamp lo antes posible para prepararse para la temporada.
Así que ¿por qué no iba a dejar pasar a Christian?
A Myron no le gustaba nada todo aquello.
– ¿Tienes teléfono en el coche? -le preguntó.
– No, señor.
De hecho, daba igual.
– Da la vuelta -dijo Myron-. Aparca en la Puerta C.
– ¿Qué va a hacer?
– Tú ven conmigo.
El guardia intentó detenerlos, pero Myron entró con Christian de un empujón.
– ¡Oiga, que no tiene permiso para entrar! -les gritó después de que pasaran-. ¡Eh, deténganse!
– Dispárenos -dijo Myron sin detenerse.
Entraron en el campo caminando a grandes zancadas. Había jugadores golpeando duramente a los muñecos de placaje. Muy duramente. Ninguno de ellos ahorraba energías. Se trataba de las pruebas de selección y muchos de esos tipos estaban luchando por un lugar en el equipo. La mayoría habían sido superestrellas en el instituto y en la universidad y estaban acostumbrados a gozar de la auténtica grandeza en el terreno de juego. La mayoría no iban a ser aceptados, pero la mayoría no iba a dejar que su sueño terminara allí y repasarían las alineaciones de otros equipos en busca de cualquier hueco, esperando, decayendo, muriendo poco a poco en el proceso.
Aquélla era una profesión de mucho glamour.
Los entrenadores soplaban silbatos. Los running backs practicaban carreras, los kickers chutaban balones a la portería situada al otro lado del campo, los punters efectuaban chutes parabólicos intentando que el balón se mantuviera el máximo tiempo posible en el aire. Varios jugadores se dieron la vuelta y se fijaron en Christian. Se oyeron murmullos, pero Myron hizo caso omiso de ellos. Ya había detectado a su objetivo sentado en la primera fila de la línea de la yarda cincuenta.
Otto Burke estaba sentado como Julio César en el Coliseo, con esa maldita sonrisa aún pegada en el rostro y los brazos apoyados a ambos lados de su asiento. Detrás de él estaba sentado Larry Hanson y varios ejecutivos más, como si fueran el Senado del César. De vez en cuando, Otto se apoyaba en el respaldo del asiento y regalaba a su séquito con un comentario que provocaba ataques de risa que más bien parecían de aneurisma.
– ¡Myron! -lo llamó Otto en tono amable y saludándolo con una de sus diminutas manos-. Ven aquí, siéntate.
– Espérate aquí -le dijo Myron a Christian.
Luego subió los peldaños y el séquito de Otto se levantó al unísono y se marchó con Larry Hanson a la cabeza.
Myron les dirigió un saludo y dijo:
– Un, dos, tres, cuatro. Derecha… ¡ar! -pero, tal y como se esperaba, nadie le rió la gracia.
– Siéntate, Myron -le invitó Otto con una sonrisa radiante-. Vamos a charlar un rato.
– No has contestado a mis llamadas -le dijo Myron.
– Ah, ¿pero me has llamado? -negó con la cabeza-. Tendré que hablar muy seriamente con mi secretaria.
Myron dejó escapar un bufido y se sentó.
– ¿Por qué no habéis dejado entrar a Christian?
– Bueno, Myron, en realidad es bastante sencillo. Christian todavía no ha firmado el contrato. Los Titans no queremos saber nada de alguien que puede que no forme parte de nuestro futuro -asintió mirando al campo-. ¿Has visto quién ha venido para hacer una prueba? Neil Decker de Cincinnati. Es un buen quarterback.
– Uy, sí, impresionante, casi sabe lanzar el balón y todo.
– Eso ha estado gracioso, Myron -dijo tras soltar una carcajada-. Eres un tipo muy cachondo.
– Me encanta que pienses así. Por cierto, ¿te importaría decirme qué está pasando aquí?
– Está bien, Myron -dijo Otto asintiendo-, hablemos en serio, ¿de acuerdo?
– En serio, francamente, de tú a tú, como quieras.
– Perfecto. Nos gustaría renegociar el contrato de tu cliente -dijo-, pero a la baja.
– Ya veo.
– Consideramos que el valor de tu cliente ha caído en picado.
– Ya.
Burke lo miró fijamente un momento y le dijo:
– No pareces sorprendido, Myron.
– ¿De qué se trata esta vez?
– ¿Cómo que de qué se trata esta vez?
– Bueno, empecemos con Benny Keleher. Lo invitaste a tu casa, lo llenaste hasta el culo de alcohol y luego hiciste que un policía lo arrestara en el camino de vuelta por conducir bebido.
– Yo no tuve nada que ver con eso -repuso Otto con la cara de ofendido que era de esperar.
– Fue increíble cómo el chico accedió a firmar al día siguiente. Y luego tenemos a Eddie Smith. Hiciste que un investigador privado le sacara fotos comprometedoras y luego le amenazaste con mandárselas a su esposa.
– Lo que también es mentira.
– Sí, claro, mentira. Pues vayamos al grano, entonces. ¿Qué es lo que ha causado esa devaluación?
Otto se apoyó en el respaldo del asiento y sacó un cigarrillo de una pitillera de oro que tenía el emblema de los Titans en la tapa.
– Se trata de algo que he visto en una revista un poco guarrilla. Algo que me supo mal de veras -dijo con expresión bastante risueña.
– Has batido tu propia marca -repuso Myron-, deberías estar orgulloso.
– ¿Cómo dices?
– Lo amañaste tú. Lo de la revista.
– Ah, así que lo sabías -dijo Otto sonriendo.
– ¿Cómo conseguiste hacer esa foto?
– ¿Qué foto?
– La del anuncio.
– Yo no tuve nada que ver con eso.
– Seguro -dijo Myron-. Supongo que debes de ser uno de los primeros suscriptores de la revista Pezones.
– Yo no tuve nada que ver con ese anuncio, Myron. De verdad.
– ¿Y entonces cómo sabías lo de la revista?
– Me lo dijo un pajarito.
– ¿Quién?
– No puedo decírtelo.
– Qué curioso.
– Creo que no me gusta nada el tono con el que me estás hablando, Myron. Y déjame que te diga otra cosa. Eres tú quien te equivocaste al no contármelo a tiempo. Si sabías lo de la revista, tenías el deber moral y ético de contármelo.
Al oír aquello, Myron miró al cielo y dijo:
– Has dicho «moral y ético» y no te ha caído un rayo en la cabeza. Dios no existe.
La eterna sonrisa de Burke vaciló por un momento pero no desapareció.
– Por mucho que queramos, Myron, no podemos ignorar ese hecho. La revista es una realidad y hay que apechugar con ella. Por eso, déjame que te cuente lo que se me ha ocurrido.
– Soy todo oídos.
– Vas a coger tu oferta actual y la vas a reducir un tercio. En caso contrario, la foto de la señorita Culver saldrá en los periódicos. Piénsalo bien. Tienes tres días para decidirlo.
Otto se quedó mirando cómo Neil Decker efectuaba un pase. El balón voló por los aires como un pato con un ala rota y cayó al suelo a cierta distancia del receptor. Otto frunció el ceño, se acarició la perilla y finalmente dijo:
– Bueno, que sean dos.
Capítulo 10
Harrison Gordon, el decano de alumnos de la universidad, se aseguró de que la puerta de su despacho estuviera bien cerrada con llave. Con los dos cerrojos. No quería correr riesgos. Y menos aún con un asunto como aquél.
Se sentó cómodamente en su sillón y se quedó con la mirada perdida ante la ventana del despacho. Allí estaba su querida Universidad de Reston en todo su esplendor. El paisaje se componía de una mezcla de césped verde y edificios de ladrillo. Los estudiantes ya se habían marchado para disfrutar de las vacaciones de verano, pero en el campus todavía quedaba gente, como los participantes de los campamentos de fútbol y tenis, la gente del lugar que aprovechaba el campus como parque, los nuevos hippies que peregrinaban a las instituciones de artes liberales como musulmanes a La Meca… También se veían muchos pañuelos y ponchos rojos y a la típica gente alternativa. Un hombre con barba lanzó un frisbee y un niño lo cogió al vuelo.
Sin embargo, Harrison Gordon no vio nada de todo eso. No había girado su sillón con ruedas para contemplar la vista, sino para apartar la mirada de la… de lo que había sobre su mesa. Lo único que quería era destruirlo y olvidarse de que existía, pero no podía. Algo lo frenaba. Y, al mismo tiempo, había algo que no cesaba de atraerlo hacia eso, hacia aquella página cerca del final…
«Destrúyela, imbécil. Si alguien la descubre…»
¿Qué?
No sabía cómo podía continuar la frase. Volvió a girar el sillón manteniendo los ojos apartados de la revista. A la derecha del expediente se leía: CULVER, KATHERINE. Tragó saliva. Examinó las pilas de transcripciones y cartas de recomendación. Era un expediente impresionante, pero Harrison no tenía tiempo para eso.
El zumbido del interfono, un ruido horrible, lo hizo sobresaltarse.
– ¿Señor Gordon?
– Sí -dijo casi gritando.
El corazón le latía tan rápido como el de un conejo.
– Hay alguien que quiere verle. No tiene cita, pero tal vez quiera hablar con ella.
Edith hablaba en voz muy baja, casi como si estuviera en la iglesia.
– ¿De quién se trata? -preguntó él.
– Es Jessica Culver. La hermana de Kathy.
Una punzada de pánico atravesó el corazón del decano como un carámbano de hielo.
– ¿Señor Gordon? -insistió su secretaria.
El decano se puso la mano en la boca por miedo a soltar un grito.
– ¿Señor Gordon? ¿Está ahí?
No tenía otra alternativa. Tenía que hacerla pasar y descubrir qué era lo que quería. Actuar de otro modo podría resultar sospechoso.
Abrió el último cajón del mueble y guardó todo lo que tenía sobre la mesa. Luego sacó el llavero y cerró el escritorio con llave. Más valía prevenir. Por último, descorrió el pestillo de la puerta.
– Dígale a la señorita Culver que pase -dijo por el interfono.
Jessica era como mínimo tan hermosa como su hermana, es decir, bastante extraordinaria. Se preguntó cómo saludarla y al final se decidió por el modo «director de funeraria»: distante en el trato pero cordialmente profesional.
Le dio la mano con amable firmeza y le dijo:
– Señorita Culver, siento mucho que debamos vernos en unas circunstancias tan tristes. En estos tiempos difíciles, sepa que su familia está en nuestras plegarias.
– Gracias por dejarme hablar con usted sin tener una cita previa.
– De nada -dijo moviendo la mano como si se burlara-. Por favor, tome asiento. ¿Le apetece beber algo? ¿Un café, un refresco?
– No, gracias.
El decano volvió a ocupar su sillón. Se sentó en él y cruzó las manos sobre la mesa.
– ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
– Necesitaría consultar el expediente de mi hermana -contestó Jessica.
A Harrison se le contrajeron los dedos al oír eso, pero por lo demás se mantuvo imperturbable.
– ¿El expediente de su hermana?
– Sí.
– ¿Podría explicarme por qué, si no es indiscreción?
– Tiene que ver con su desaparición.
– Ya veo -dijo el decano muy despacio. Se sorprendió al ver que su voz sonaba tranquila-. Creo que la policía ya examinó detalladamente su expediente. Hicieron copias de todo lo que contenía…
– Lo comprendo -interrumpió Jessica-, pero me gustaría ver el expediente por mí misma.
– Ya veo -volvió a decir Harrison.
Pasaron varios segundos y Jessica cambió de postura en la silla.
– ¿Hay algún problema? -preguntó al final.
– No, no. Bueno, tal vez. Me temo que no va a ser posible mostrarle el expediente.
– ¿Qué?
– Lo que quiero decir es que no estoy seguro de que usted tenga ningún derecho legal a verlo. Los padres desde luego que sí, pero en el caso de los hermanos no estoy tan seguro. Tendré que consultarlo con el abogado de la universidad.
– No tengo prisa -dijo Jessica.
– Ah, perfecto. ¿Le importaría esperar en la otra sala, por favor?
Jessica se levantó, se dio la vuelta para salir del despacho y entonces se paró en seco. Miró al decano por encima del hombro y le preguntó:
– Usted conocía a mi hermana, ¿verdad, señor Gordon?
– Sí -respondió forzando una sonrisa-. Era una joven maravillosa.
– Kathy trabajaba para usted.
– Sí, archivaba, atendía las llamadas, esas cosas -dijo rápidamente-. Era una chica muy trabajadora. Aquí todos la echamos mucho de menos.
– ¿Cree usted que se encontraba bien?
– ¿Bien?
– Antes de desaparecer -prosiguió Jessica atravesándolo con la mirada- ¿se comportó de algún modo extraño?
La frente del decano se perló de gotas de sudor, pero no se atrevió a limpiársela.
– No, no que yo recuerde. Parecía estar perfectamente bien. ¿Por qué lo dice?
– Sólo quería saberlo. Esperaré ahí delante.
– Gracias.
Jessica cerró la puerta tras de sí y Harrison soltó un largo y pesado suspiro de alivio. ¿Qué iba a hacer ahora? Tendría que darle el expediente o las sospechas de la hermana de Kathy se acrecentarían. Pero claro, no podía hacerlo, no podía simplemente sacar el expediente del último cajón del escritorio y dárselo a Jessica. No, esperaría unos minutos, se dirigiría a la sala de archivos para ocuparse del caso «en persona» y volvería con el expediente.
¿Por qué querría Jessica Culver consultar el expediente?, se preguntó. ¿Se le habría escapado alguna cosa?
No, de eso estaba seguro.
Harrison se había pasado todo el año anterior deseando y rezando para que se hubiera acabado. Pero debería habérselo imaginado. Los asuntos como aquél nunca terminaban del todo. Se ocultaban, echaban raíces, crecían más fuertes y se preparaban para un nuevo ataque.
Kathy Culver no estaba muerta y enterrada. Como si de un fantasma de una novela gótica se tratara, había regresado para atormentarlo y gritarle desde el más allá.
Clamando venganza.
Myron volvió al despacho.
– Win ha llamado dos veces desde su despacho -le dijo Esperanza-. Quiere verte ya.
– Voy ahora mismo.
– ¿Myron?
– ¿Qué?
Los encantadores ojos negros de Esperanza tenían una mirada solemne.
– ¿Ha vuelto? Quiero decir, Jessica.
– No, sólo está de visita.
La secretaria puso cara de incredulidad, pero Myron no dijo nada más. Ya no sabía qué pensar.
Fue corriendo escaleras arriba subiendo los escalones de dos en dos. Win trabajaba dos pisos por encima de él, pero era como si estuviera en otra dimensión totalmente diferente. Al abrir la enorme puerta de acero, aquel eterno clamor le atacó los oídos. Toda aquella planta sin separaciones estaba siempre en constante movimiento. Dos o trescientos escritorios ocupaban el espacio como si estuviera enmoquetado. En todas las mesas había por lo menos dos ordenadores. No había separadores. Cientos de hombres se sentaban y se ponían de pie en cualquier dirección, todos con camisa blanca de botones, corbata y tirantes. Y la americana colgada en el respaldo de la silla. Había poquísimas mujeres. Todos los hombres hablaban por teléfono, la mayoría de ellos tapando el auricular para chillarle algo a la persona de al lado. Todos se parecían entre sí. Todos eran más o menos la misma persona.
Bienvenido a Inversiones y Valores Lock-Horne.
Las seis plantas del edificio eran exactamente iguales. De hecho, Myron a menudo sospechaba que Lock-Horne sólo tenía una planta y que el ascensor estaba programado para detenerse siempre en la misma planta se apretase el botón que se apretase del catorce al diecinueve para que pareciese que la compañía era más grande de lo que en realidad era.
El perímetro de aquel espacio de oficinas se componía de un despacho tras otro, los cuales pertenecían a los cabecillas, los jefazos, los number one o, en la jerga de los valores financieros: los Big Producers. Todos los BP tenían ventanas y luz del día, muy al contrario que los peones del interior, que se quedaban pálidos de tanta luz artificial.
Win tenía un despacho en una esquina desde el que se podía ver tanto la Calle 47 como Park Avenue, un paisaje que denotaba mucho money. El despacho estaba decorado al típico estilo anglosajón de la clase privilegiada: paneles de madera oscura por las paredes, moqueta de color verde oscuro, sillones de corte clásico y cuadros sobre la cacería del zorro. Como si Win hubiera visto un zorro alguna vez.
Al entrar Myron, Win levantó la mirada de su inmensa mesa de roble. Aquella mesa pesaba poco menos que una hormigonera. Win estaba estudiando una impresión informática, una de aquellas resmas interminables de franjas verdes y blancas. Toda la mesa estaba repleta. Prácticamente hacían juego con la moqueta.
– ¿Cómo ha ido tu encuentro matutino con el amigo Jerry el Telefornicador? -preguntó Win.
– ¿El Telefornicador?
– Me he pasado toda la mañana pensando el chiste -dijo Win con una sonrisa.
– Pues no valía la pena el esfuerzo -repuso Myron.
Myron le contó a Win cómo le había ido su charla con Gary «Jerry» Grady. Win se recostó contra el respaldo de su asiento y colocó las manos apoyando las yemas de los dedos entre sí.
Después, Myron le contó el encuentro con Otto Burke. Win se inclinó hacia delante y separó las manos.
– Otto Burke -dijo Win mesurando el tono de voz- es una rata de alcantarilla. Quizá debería hacerle una visita en privado -añadió mirando a Myron como esperando recibir una confirmación por su parte.
– No. Todavía no, por favor.
– ¿Estás totalmente seguro?
– Sí. Prométemelo, Win. Nada de visitas.
– De acuerdo -dijo Win a regañadientes y claramente decepcionado.
– Bueno, ¿y qué era lo que querías decirme?
– Ah -a Win volvió a iluminársele la cara-. Échale un vistazo a esto.
Cogió todas las resmas de impresiones y las echó al suelo bruscamente. Debajo había un montón de revistas y la que estaba encima de todo se llamaba Climaxx. En el subtítulo se leía: «Doble X por el doble de placer». Qué táctica de marketing más astuta. Win las dispuso en abanico como si fuera a hacer un truco de cartas.
– Seis revistas -dijo.
Myron leyó los títulos: Climaxx, Lamida, Lefa, Chocho, Orgasm Today y, por supuesto, Pezones.
– ¿Son todas de Nickler?
– Madre mía, ¡qué vista tienes! -dijo Win.
– Son los años de entrenamiento. ¿Y qué tienen de especial?
– Mira las páginas que he marcado.
Myron empezó con Climaxx. En la portada también salía una mujer monstruosamente bien dotada, pero lamiéndose un pezón. Qué práctico. Win había marcado las páginas con puntos de libro hechos de cuero. Puntos de cuero en revistas porno. Tan fuera de lugar como cigarrillos en una clase de aeróbic.
La página marcada ya empezaba a resultarle demasiado familiar. Myron sintió que se le revolvía el estómago de nuevo.
Teléfono erótico Fantasías: ¡elige una chica!
También había tres filas y cuatro fotos en cada una. Se centró en la última fila, en la segunda foto empezando por la derecha. Como la de Pezones, ésta también decía: «¡Haré todo lo que me pidas!». Y el número de teléfono también era el 1-900-344-LUJURIA. También 3,99 $ por minuto. Se hacían cobros discretos por tarjeta telefónica o de crédito y se aceptaba Visa y MasterCard. Pero la chica de la foto no era Kathy Culver.
Examinó rápidamente el resto de la página, pero no había ninguna diferencia más. La misma chica oriental seguía esperando. El mismo culo seguía esperando una tunda. Y «¡Tetas pequeñas!» seguía sin haber llegado aún a la pubertad.
– Hay la misma página en las seis revistas -le dijo Win-, pero la foto de Kathy Culver sólo sale en Pezones.
– Qué interesante -dijo Myron. Se quedó un momento pensando-. Probablemente Nickler haga precios especiales a los anunciantes: compra páginas en las seis publicaciones por el precio de tres y esas cosas.
– Exactamente, y me atrevería a decir que las seis revistas tienen exactamente los mismos anuncios.
– Pero alguien puso la foto de Kathy en Pezones.
Myron ya se estaba acostumbrando a decir el nombre de la revista. Ya no le sonaba sucio, lo que a su vez le hizo sentirse más sucio a sí mismo.
– ¿Te acuerdas de que Nickler nos dijo que la revista Pezones no iba muy bien? -dijo Win.
Myron asintió con la cabeza.
– Pues bien -continuó Win-, me ha costado muchísimo encontrarla. La mayoría de las otras revistas las he podido encontrar sin muchos problemas en quioscos, pero tuve que ir a un palacio del porno duro de la Calle 42 para encontrar Pezones.
– Y sin embargo -añadió Myron-, Otto Burke logró hacerse con un ejemplar.
– Exactamente. Estoy convencido de que ya habrás considerado la posibilidad de que sea el señor Burke quien esté detrás de todo esto.
– Me ha pasado ligeramente por la cabeza.
Se oyó a alguien llamar a la puerta y acto seguido entró Esperanza.
– Tienes al experto en grafología al teléfono -dijo-. Lo he pasado a la línea de Win.
Win descolgó el teléfono y le pasó el auricular a Myron.
– ¿Hola?
– Eh, Myron, soy Swindler. Acabo de analizar las dos muestras que me mandaste.
Myron le había dado a Swindler el sobre en el que había llegado la revista Pezones y una carta de Kathy escrita a mano.
– ¿Y bien?
– Encajan. O es ella o se trata de una falsificación muy bien hecha.
A Myron se le revolvieron las entrañas.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo.
– Gracias por llamar.
– De nada.
Myron le devolvió el auricular a Win.
– ¿Encajan? -preguntó Win.
– Pues sí.
Win se apoyó en el respaldo de la silla y esbozó una sonrisa.
– Estupendo.
Capítulo 11
Myron se topó con Ricky Lane en el pasillo. Llevaba tres meses sin verlo. Ricky parecía mucho más corpulento. Los Jets iban a estar contentos.
– ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó Myron.
– He quedado con Win -dijo Ricky esbozando una amplia sonrisa-. Tal y como me recomendó mi representante.
– Me alegro de ver que sigues sus consejos.
– Siempre lo hago. Es un tipo excelente.
– Y nunca discute con sus clientes.
Ricky soltó una carcajada.
– Oye, he oído que no dejaron entrar a Christian en el minicamp de entrenamiento.
La noticia se había extendido con rapidez.
– ¿Dónde te has enterado de eso?
– Por la FAN.
WFAN era la emisora de radio de Nueva York dedicada exclusivamente a la información deportiva.
– ¿Has hablado con él últimamente?
– ¿Con Christian? -dijo Ricky haciendo una mueca.
– Sí.
– No he hablado con él desde el último partido de fútbol en la universidad, de lo que hará, no sé, un año y medio.
– Pensaba que erais amigos.
De hecho, Myron se había imaginado que era Ricky quien le había recomendado sus servicios a Christian.
– Éramos compañeros de equipo -repuso Ricky con voz firme-, pero nunca fuimos amigos.
– ¿No te cae bien?
– No mucho -dijo Ricky encogiéndose de hombros-. A ninguno de nosotros le caía bien.
– ¿Qué quieres decir con «nosotros»?
– Los chicos del equipo.
– ¿Qué tiene de malo?
– Es una larga historia, tío, no vale la pena contarla.
– Pues a mí me gustaría oírla.
– Mira, dicho en pocas palabras -dijo Ricky-, Christian era un poco demasiado perfecto para la mayoría de nosotros, ¿me entiendes?
– ¿Un pedante?
– No exactamente -aclaró Ricky tras pensarlo un momento-. O sea, para ser sinceros, supongo que algo de eso tendría que ver con la envidia. Christian no sólo era bueno. Joder, es que ni siquiera era genial, era increíble, el mejor que he visto nunca.
– ¿Y?
– Y esperaba eso mismo de todos los demás.
– ¿Criticaba al resto cuando cometían errores?
Ricky volvió a tomarse unos segundos antes de responder, negando con la cabeza.
– No, tampoco es eso.
– Ricky, no te entiendo.
Ricky Lane levantó la mirada, volvió a bajarla, miró a la izquierda, miró a la derecha, parecía sentirse muy incómodo.
– No puedo explicarlo -dijo-. Sé que ahora pareceré un poco quejica, pero la verdad es que no estábamos muy contentos con toda la atención que recibía. O sea, es que ganamos dos campeonatos nacionales y al único que entrevistaron fue a Christian.
– Sí, escuché aquellas entrevistas, pero siempre daba el mérito a sus compañeros de equipo.
– Sí, bueno, todo un caballero -repuso Ricky con un sarcasmo mal disimulado-. Toda aquella mierda de «el equipo es lo que cuenta» hizo que los medios de comunicación lo adoraran aún más. Los chicos del equipo lo considerábamos un crack de la autopromoción, ¿me entiendes? Él sólito era la mejor compañía de relaciones públicas que podía haber. Y todos se quejaban bastante de que fuera tan extremadamente popular.
– ¿Tú también?
– No sé. Tal vez sí. La verdad es que a mí no me caía muy bien. No teníamos nada en común aparte del fútbol. Él es un chico blanco de la región central de Estados Unidos y yo un negro de ciudad. No combinamos demasiado bien.
– ¿Y eso es todo?
– Supongo -dijo Ricky medio encogiéndose de hombros-. Pero, tío, todo esto es de la prehistoria. No sé por qué te lo estoy contando. Ya no importa. Christian no encajaba muy bien con el resto pero, bueno, supongo que al fin y al cabo era buen tío. Siempre era muy educado, pero eso no siempre es bueno dentro de los vestuarios, ¿me entiendes?
Myron lo entendía. Hacer bromas racistas, machistas e infantiles, eso era lo más importante para ser popular en los vestuarios.
– Tengo que irme, tío. Win se estará preguntando dónde estoy.
– De acuerdo. Nos vemos un día de éstos.
Ricky estaba a punto de marcharse cuando a Myron se le ocurrió otra cosa.
– ¿Y qué me dices de Kathy Culver?
– ¿Qué le pasa? -dijo Ricky palideciendo.
– ¿La conociste?
– Más o menos, diría. Quiero decir, era la animadora y salía con el quarterback, pero nunca se quedaba mucho rato con nosotros ni nada -respondió Ricky con una cara muy apagada-. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Era popular? ¿O también la odiaban?
Ricky desvió la mirada de un lado para otro como si sus ojos fueran pájaros intentando encontrar una rama segura en la que posarse.
– Mira, Myron, tú siempre me has tratado con franqueza y yo lo mismo contigo, ¿verdad?
– Verdad.
– Pues no quiero decirte nada más. Está muerta. Mejor dejémosla así.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Nada. No me gusta hablar de ella, nada más. Es algo escalofriante. Nos vemos.
Ricky salió corriendo por el pasillo como si lo persiguiera Reggie White, el famoso jugador defensivo de la NFL. Myron se quedó mirándolo y pensó en seguirlo, pero al final decidió no hacerlo. Ricky no iba a decir nada más por hoy.
Capítulo 12
Esperanza sacó la cabeza por el hueco de la puerta y dijo:
– Hay alguien, o algo, que quiere verte.
Myron hizo un gesto con la mano para decirle que no hablara. Llevaba puestos los auriculares con micrófono desde que había vuelto al despacho.
– Oye, tengo que irme -dijo-. Mira a ver si puedes ponerlo en primera clase. Es un gran tipo. Gracias. -Se quitó los auriculares y preguntó-: ¿Quién es?
– Aaron -contestó Esperanza haciendo una mueca-. No me ha dicho cuál era su apellido.
Ni falta que hacía.
– Dile que pase.
Ver a Aaron fue como pasar por el túnel del tiempo. Seguía siendo tan inmenso como Myron lo recordaba, tan grande como un armario ropero. Iba vestido con un traje blanco perfectamente planchado, pero no llevaba camisa, lo que dejaba ver gran parte de sus pectorales bronceados. Tampoco llevaba calcetines. Iba bien peinado y con el pelo hacia atrás al estilo de Pat Riley, el famoso entrenador de la NBA. Andaba con aire despreocupado. Llevaba gafas de sol de diseño y colonia también de diseño que olía sospechosamente a repelente de insectos. Aaron era la viva imagen de la palabra «superelegancia». Sólo tenías que preguntárselo y él mismo te lo diría.
– Me alegro de verte, Myron -dijo con una amplia sonrisa.
Los dos se estrecharon la mano. Myron no se la apretó porque ya era un poco mayorcito para eso. Y también porque lo más probable era que Aaron pudiera apretársela más fuerte.
– Siéntate.
– Fenomenal.
Aaron convirtió aquel momento en todo un espectáculo, pues extendió los brazos de golpe como si llevara una capa y luego se quitó las gafas de sol haciendo chasquear las varillas.
– Me gusta tu despacho -dijo-. Es realmente impresionante.
– Gracias.
– Es un despacho impresionante y además tienes una vista impresionante.
La palabra clave parecía ser «impresionante».
– ¿Estás buscando un despacho de alquiler?
Aaron rió como si hubiera sido el mejor chiste que hubiera oído nunca.
– No -contestó-. No me gusta pasarme el día encerrado en un despacho. No va conmigo. A mí me gusta la libertad. Me gusta ir por libre, en la calle. No disfrutaría estando encadenado a una mesa.
– Vaya, eso es fascinante, Aaron. De veras.
El tipo volvió a reír.
– Ay, Myron, no has cambiado nada. Y me alegro de que sea así.
No se habían visto más desde el instituto. Myron había ido al Instituto Livingston de Nueva Jersey y Aaron había ido a su archienemigo, el West Orange. Ambos equipos jugaban entre ellos dos veces al año y casi nunca era un encuentro muy agradable.
Por aquel entonces, el mejor amigo de Myron era un tipo enorme que se llamaba Todd Midron. Todd era un chaval muy alto, pero de carácter sencillo y amable que tenía el defecto de cecear. Todd era como el Lenny de De ratones y hombres y Myron era George. Además, era el chaval más duro que Myron había conocido nunca.
Todd nunca perdía un combate. Nunca. Nadie se le acercaba. Era demasiado fuerte. En un partido del último curso, Aaron le hizo una entrada brutal a Myron y estuvo a punto de lesionarlo. Todd no se pudo resistir y se lanzó a por Aaron. Y Aaron lo destrozó. Myron intentó ayudar a su amigo, pero Aaron se quitó a Myron de encima como si fuera caspa. Aaron siguió machacando a Todd de modo constante y metódico, mirando a Myron de hito en hito con expresión desafiante, sin mirar a su víctima ni siquiera un instante. La paliza fue atroz. Cuando terminó, el rostro de Todd era una masa sanguinolenta e irreconocible. Todd pasó cuatro meses en el hospital y tuvieron que ponerle unos clavos en la mandíbula que le obligaron a mantenerla cerrada durante casi un año.
– Eh -dijo Aaron señalando una instantánea de una película que había en la pared-. Ésos son Woody Allen y la otra como-se-llame.
– Diane Keaton.
– Eso, Diane Keaton.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó Myron.
Aaron giró todo su cuerpo hacia Myron, que estuvo a punto de quedarse ciego debido a la brillantez de su pecho afeitado.
– Pues creo que sí, Myron. De hecho, creo que hay algo que los dos podemos hacer el uno por el otro.
– ¿Ah, sí?
– Represento a un competidor tuyo. Se ha producido una disputa entre ambos y mi cliente desea ponerle fin pacíficamente.
– ¿Ahora eres abogado, Aaron?
– No creo -dijo sonriendo.
– Ah.
– Me refiero a un joven llamado Chaz Landreaux. Hace poco que ha firmado un contrato con tu empresa, MB Representante Deportivo.
– Sí, yo mismo me inventé el nombre.
– ¿Cómo dices?
– MB Representante Deportivo. Yo mismo me inventé el nombre.
Aaron volvió a sonreír. Era una buena sonrisa, con montones de dientes.
– Hay un problema con el contrato.
– Dime.
– Verás, es que el señor Landreaux también ha firmado un contrato con Roy O'Connor de TruPro Enterprises, Incorporated. El contrato es anterior al tuyo, así que ése es el problema: tu contrato no es válido.
– ¿Por qué no dejamos que eso lo decida un tribunal?
– Mi cliente considera que es más conveniente para todos que evitemos entrar en litigios -dijo Aaron soltando el aire de golpe.
– Vaya, qué sorpresa. ¿Y entonces qué sugiere tu patrón que hagamos?
– El señor O'Connor estaría dispuesto a pagarte por las molestias.
– Muy generoso por su parte.
– Sí.
– ¿Y si me niego?
– Esperamos no tener que llegar a ese punto.
– ¿Y si llegamos?
Aaron suspiró, se levantó y apoyó los brazos sobre la mesa de Myron.
– Entonces me veré obligado a hacerte desaparecer.
– ¿Como en un truco de magia?
– Como a un muerto.
Myron se llevó las manos al pecho y exclamó:
– ¡Ay, ay! ¡Uy, que me da algo! ¡Qué miedo!
Aaron volvió a reír, pero esta vez sin humor.
– Ya me han contado tu demostración de taekwondo en el garaje, pero ese tipo era un musculitos sin cerebro. Yo no. Yo he sido boxeador profesional. Soy cinturón negro de jujitsu y un verdadero maestro de aikido. He matado a gente.
– Supongo que eso queda genial en tu currículum -dijo Myron.
– Déjame que te lo diga sin rodeos, Myron: si nos jodes, te mato.
– Uy, qué escalofríos, estoy temblando -dijo Myron.
En realidad no se sentía tan seguro como denotaba su sarcasmo, pero tampoco era tan ingenuo como para mostrar miedo. La gente como Aaron son como perros. Si huelen el miedo, se abalanzan sobre ti.
Aaron volvió a reír. Estaba muy risueño aquel día. O estaba pasándolo muy bien o había inhalado gas, una de dos. Luego dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
– Éste es el último aviso -dijo-. O Landreaux cumple el trato que hizo con el señor O'Connor o los dos os convertiréis en comida para gusanos.
Comida para gusanos. Primero un poema y ahora comida para gusanos.
– Me caes bien, Myron. Y no me gustaría nada que te pasara algo malo, pero ya sabes…
– El negocio es el negocio.
– Exactamente.
Esperanza apareció de repente por la puerta y Aaron le ofreció una sonrisa de tiburón.
– Bueno, bueno -dijo Aaron, y acto seguido le hizo el mejor guiño de seductor que pudo, pero Esperanza logró resistirse heroicamente al impulso de desnudarse allí mismo.
Fue increíble el esfuerzo que tuvo que hacer por contenerse.
– Por la línea dos -se limitó a decir.
– Escucha con atención esta llamada, Myron -le dijo Aaron con una última sonrisa-. Espero que captes la gravedad de la situación. Y recuerda: comida para gusanos.
– Comida para gusanos, lo tendré en cuenta.
Aaron volvió a guiñarle el ojo a Esperanza, le lanzó un beso soplando sobre la mano y se marchó.
– Qué tipo más encantador -dijo ella.
– ¿Quién hay al teléfono?
– Chaz Landreaux.
– ¿Hola? -dijo Myron poniéndose los auriculares.
– ¡Esos hijos de puta han estado en casa de mi madre! -gritó Chaz-. ¡Le han dicho que iban a cortarme las pelotas y que se las iban a mandar dentro de una caja! ¡A mi madre, tío! ¡Le han dicho eso a mi madre!
Myron sintió que sus dedos formaban puños y apretaban con fuerza.
– Me ocuparé de ello -dijo muy lentamente-. No te volverán a molestar.
Basta de juegos. Había llegado el momento de actuar. Había llegado el momento de hablar con Win acerca de Roy O'Connor.
Win sonrió como un niño al que le acabaran de decir que se cancelaban las clases de la escuela debido a la nieve.
– Roy O'Connor -dijo.
– No quiero que le hagas daño. Prométemelo.
Win le contestó con una caída de ojos. A Myron le pareció verlo asentir con la cabeza pero no estaba seguro del todo.
Capítulo 13
El restaurante Baumgart's de Palisades Avenue. Su viejo refugio durante su época de estudiantes.
Peter Chin los recibió en la entrada con una mirada llena de alegría y sorpresa al ver a Jessica.
– ¡Señorita Culver! Es un placer maravilloso volver a verla.
– Es un placer verte de nuevo, Peter.
– Está igual de guapa que siempre. Embellece mi restaurante con su presencia.
– Hola, Peter -saludó Myron.
– Sí, hola -dijo deshaciéndose de Myron con un gesto de la mano.
Toda su atención estaba centrada en Jessica y ni siquiera un cocodrilo mordiéndole la pierna lo hubiera distraído.
– Está demasiado delgada, señorita Culver.
– Porque la comida de Washington no es tan buena como la de aquí.
– Qué curioso -intervino Myron-, yo hubiera dicho que estaba más maciza.
– Eres hombre muerto -dijo Jessica mirándole a los ojos.
Baumgart's era toda una institución en Englewood, Nueva Jersey. Durante cincuenta años había sido un viejo deli judío y tienda de refrescos, famoso por sus excelentes helados y postres. Cuando Peter Chin lo compró hace ocho años, mantuvo la misma tradición pero le añadió la mejor cocina china de todo el estado y la combinación fue un éxito rotundo. Myron solía pedir pato Pekín, tallarines con sésamo, batido de chocolate, patatas fritas y, de postre, helado de chocolate bañado en sirope de chocolate. Durante la temporada que Myron y Jessica habían vivido juntos, siempre habían ido a comer a Baumgart's como mínimo una vez a la semana.
Myron todavía seguía yendo una vez por semana. Normalmente con Win o con Esperanza. A veces solo. Nunca llevaba citas a aquel restaurante.
Peter los acompañó hasta un reservado junto a un cuadro enorme de arte moderno. Era un retrato de Cher o de Barbara Bush, quizá las dos a la vez, algo muy esotérico.
Myron y Jessica se sentaron a la mesa uno delante del otro sin decir nada. La situación se hizo oprimente y abrumadora. El hecho de volver a estar los dos solos en aquel lugar… Habían esperado que les trajera muchos recuerdos, pero el efecto fue más parecido a un golpe en el estómago.
– He echado de menos este sitio -dijo ella.
– Sí.
Jessica estiró el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.
– Te he echado de menos.
La cara le relucía como lo había hecho antaño cuando lo miraba como si fuera la única persona en el mundo. Myron sintió que se le encogía el corazón hasta dificultarle la respiración. El resto del mundo quedó aparte y se difuminó. Sólo estaban ellos dos.
– No sé muy bien qué decir.
– ¿Cómo? -dijo ella sonriendo-. ¿Que Myron Bolitar se ha quedado sin palabras?
– Parece mentira, ¿eh?
De repente llegó Peter y, sin ningún tipo de preámbulo, dijo:
– Empezarán con el aperitivo de pato crujiente y los rollos de pichón con piñones. De primero tendrán cangrejo con salsa especial y el bogavante con gambas Baumgart's.
– ¿Podemos escoger los postres? -preguntó Myron.
– No. Myron, a ti te toca el pastel de pacanas a la mode. Y para la señorita Culver… -se detuvo a propósito para crear suspense como si fuera un programa de televisión.
– ¿No será…? -dijo Jessica sonriendo y llena de expectación.
– Pudín de plátano con helado de vainilla. Sólo quedaba uno, pero lo he reservado para usted.
– Que Dios te bendiga, Peter.
– Cada uno hace lo que puede. ¿No han traído vino?
Baumgart's era uno de esos restaurantes BYO en los que no se venden bebidas alcohólicas y donde los clientes pueden llevar sus propias botellas.
– Nos lo hemos olvidado -respondió Jessica deslumbrando a Peter con su sonrisa.
Aquello no era justo. La mirada de Jessica era como un láser de Star Trek en modo aturdidor, pero su sonrisa estaba en modo matador.
– Enviaré a alguien a buscar una botella al otro lado de la calle. ¿Un Kendall Jackson Chardonnay?
– Tienes buena memoria -dijo Jessica.
– No, sólo recuerdo lo que es importante.
Myron hizo una caída de ojos que indicaba hastío y Peter hizo una reverencia y se marchó.
Ella volvió a dirigir su sonrisa hacia Myron y éste se sintió atemorizado, indefenso y delirantemente feliz a la vez.
– Lo siento -se disculpó ella.
Myron negó con la cabeza. Tenía miedo de abrir la boca.
– No era mi intención que… -Se detuvo al no saber muy bien cómo seguir-. He cometido muchos errores en mi vida -dijo-. Soy tonta. Y soy autodestructiva.
– No -replicó Myron-, eres perfecta.
– Pues quitaos la venda de los ojos y vedme como soy en realidad -dijo Jessica con voz más seria y la mano sobre el pecho.
Myron se quedó pensativo un instante y luego dijo:
– Dulcinea a don Quijote en El hombre de La Mancha. Y dice «vedme tal como soy», no «como soy en realidad».
– Impresionante.
– Win lo llevaba puesto en el coche -repuso Myron.
Era un juego al que ellos estaban acostumbrados, consistente en adivinar de quién era la cita.
Jessica jugueteó con la copa de cristal, haciendo circulitos de agua y examinando su claridad y definición. Al final llegó a hacer los círculos acuáticos del logo de los Juegos Olímpicos.
– No estoy segura de lo que estoy intentando decirte -dijo finalmente-. No estoy segura de lo que quiero que pase entre nosotros. -Jessica levantó la mirada-. Una última confesión, ¿de acuerdo?
Myron asintió en silencio.
– Vine a verte porque pensaba que podrías ayudarme, eso es cierto. Pero no fue la única razón.
– Ya lo sé -dijo Myron-. Intento no pensar mucho en ello porque me aterroriza.
– ¿Y entonces qué hacemos ahora?
Aquélla era la oportunidad que Myron había estado esperando. Ojalá hubiera más.
– ¿Conseguiste el expediente de tu hermana?
– Sí.
– ¿Y ya te lo has leído todo?
– No. Sólo lo he ido a recoger.
– ¿Entonces por qué no lo abrimos ahora?
Jessica asintió con la cabeza. El pato crujiente y los rollos de pichón con piñones hicieron su aparición. Jessica sacó un sobre de papel manila y rompió el sello.
– ¿Por qué no lo miras tú primero? -dijo Jessica.
– De acuerdo -respondió Myron-, pero guárdame un poco de comida.
– Lo siento mucho… -bromeó Jessica.
Myron empezó a hojear los papeles. La primera página era el expediente escolar de Kathy. Después del tercer curso en el instituto había llegado a ser la número doce de trescientos alumnos. No estaba mal. Pero hacia el final de cuarto curso, su puesto en la clasificación había bajado considerablemente hasta el puesto número cincuenta y ocho.
– Sus notas bajaron mucho en el cuarto año de instituto -dijo Myron.
– Como las de todo el mundo -repuso Jess-. Seguramente gandulearía más.
– Sí, seguramente.
Sin embargo, por lo general eso hacía que los estudiantes que normalmente sacaban excelentes sacasen notables o suficientes. En cambio, en el último semestre las notas de Kathy no habían sido buenas, había sacado un excelente, tres insuficientes y un muy deficiente. Además, su inmaculado expediente se había manchado con varios castigos, todos en su último curso. Era muy extraño, aunque probablemente no significara nada especial.
– ¿Por qué no me explicas lo que ha pasado hoy? -dijo Jessica entre un bocado y otro.
Era hermosa incluso cuando se ponía morada de comida. Increíble. Myron empezó contándole el descubrimiento que había hecho Win sobre las seis revistas.
– ¿Y qué quiere decir que su foto sólo estuviera en una de las revistas? -preguntó.
– No lo sé seguro.
– ¿Pero tienes alguna idea?
La tenía, pero era demasiado pronto para aventurarse.
– Todavía no -contestó.
– ¿Te ha dicho algo aquella amiga tuya de la compañía de teléfonos?
– Gary Grady hizo dos llamadas después de que nos fuéramos -dijo Myron asintiendo-. Una al despacho de Fred Nickler en Hot Desire Press y la otra a algún lugar del centro de la ciudad, pero no contestó nadie al teléfono cuando llamamos. Nos pasó la información por la tarde noche.
– ¿Y el experto en grafología?
– Las escrituras encajan -contestó Myron pensando que era mejor explicárselo todo directamente-. O es Kathy o se trata de una falsificación muy buena.
– Dios mío -dijo Jessica deteniendo los palillos.
– Sí.
– ¿Entonces está viva?
– De momento sólo es una posibilidad. Nada más. Podría haber escrito ese sobre antes de morir. O, como ya te he dicho, podría ser una falsificación muy bien hecha.
– Pero eso ya sería exagerar un poco.
– No estoy tan seguro -dijo él-. Porque, en caso de que esté viva, ¿dónde está? ¿Por qué está haciendo todo esto?
– Tal vez la hayan raptado. A lo mejor le están obligando a hacerlo.
– ¿Obligándola a escribir la dirección en un sobre? ¿Quién está exagerando ahora?
– ¿Tienes alguna explicación mejor? -inquirió ella.
– Aún no, pero estoy en ello -dijo Myron, y volvió a examinar el expediente-. ¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Otto Burke?
– ¿El magnate de esa compañía de discos tan grande que también es el propietario de los Titans?
– Exacto. Pues también sabía lo de la revista.
Myron le hizo un breve resumen de la visita al estadio de los Titans.
– ¿O sea que crees que Otto Burke puede estar detrás de todo esto? -preguntó ella.
– Otto tiene un móvil: rebajar la suma que pide Christian. Y la verdad es que tiene todos los recursos necesarios, es decir, montones de dinero. Eso también explicaría por qué Christian recibió un ejemplar de la revista por correo.
– Para enviarle un mensaje -añadió Jessica.
– Exactamente.
– ¿Pero cómo falsificó Burke la escritura de mi hermana?
– Podría haber contratado a un experto.
– ¿Y de dónde sacó una muestra para copiarla?
– Yo qué sé, no puede ser tan complicado.
– ¿O sea que todo esto no es más que un engaño? -dijo Jessica con ojos vidriosos-. ¿Una especie de complot para rebajar la suma de un fichaje?
– Puede ser, pero no lo creo.
– ¿Por qué no?
– Hay algo que no acaba de encajar. ¿Por qué tendría Burke que tomarse tantas molestias? Podría habernos hecho chantaje sólo con la foto. No hacía ninguna falta ponerla en una revista. Con la foto bastaba.
Jessica se agarró a aquella esperanza como si fuera un salvavidas en medio del océano.
– Buena observación.
– Pero entonces -continuó Myron-, la pregunta pasa a ser otra: ¿de qué manera llegó a las manos de Otto un ejemplar de la revista?
– A lo mejor la compró alguien de su organización en un quiosco.
– No es muy probable. Pezones -la palabra volvió a sonarle sucia y se alegró de ello- tiene una tirada muy baja. La posibilidad de que alguien de los Titans comprara esa revista en concreto, la leyera de cabo a rabo y descubriera la foto de Kathy en la fila inferior de una página de anuncios hacia el final de la revista es, como mínimo, bastante remota.
– Tal vez también se la envió alguien -dijo Jessica tras hacer chasquear los dedos.
– Claro -asintió Myron-. ¿Por qué iba Christian a ser el único? Puede que enviaran la revista a mucha gente.
– ¿Y cómo vamos a descubrirlo?
– Estoy trabajando en ello.
Myron consiguió hacerse con un pedacito de pato crujiente antes de que éste fuera absorbido por el agujero negro. Estaba delicioso. Luego volvió a centrarse en el expediente de Kathy. Había seguido sacando malas notas durante el primer semestre en la Universidad de Reston. Pero en cambio, hacia el segundo semestre las notas mejoraban de nuevo. Le preguntó a Jessica sobre ello.
– Supongo que se habría acostumbrado a la vida en la universidad -dijo-. Se apuntó al grupo de teatro, se hizo animadora, empezó a salir con Christian. En el primer semestre debió de sufrir el típico choque cultural de la universidad. No es nada raro.
– No, supongo que no.
– No pareces muy convencido.
Él se encogió de hombros. Era Myron Bolitar, alias Mr. Escéptico.
Luego venían las cartas de recomendación de Kathy. Tenía tres. Su tutor del instituto decía de ella que tenía «un talento excepcional». Su profesor de historia de décimo curso decía que «su entusiasmo ante la vida era contagioso». El profesor de lengua inglesa de duodécimo curso afirmaba que «Kathy Culver es inteligente, ingeniosa y de carácter extrovertido. Será una buena aportación a toda institución educativa». Eran muy buenos comentarios. Myron siguió leyendo hasta llegar al final de la página.
– Oh-oh… -dijo Myron.
– ¿Qué ocurre?
Myron le pasó la extraordinaria carta de recomendación escrita por el profesor de lengua inglesa del duodécimo curso en el Instituto Ridgewood, un tal señor Grady.
Un señor Grady también conocido como «Jerry» Grady.
Capítulo 14
El teléfono despertó a Myron de golpe. Estaba soñando con Jessica. Intentó recordar los detalles, pero éstos se desintegraron en fragmentos muy pequeños y se difuminaron, dejando atrás meros retazos sumamente frustrantes. El reloj de la mesilla de noche marcaba las siete en punto de la mañana. Alguien estaba llamándole a las siete en punto de la mañana y Myron estaba bastante seguro de quién podía ser.
– ¿Diga?
– Buenos días, Myron. Espero no haberte despertado.
Myron reconoció la voz. Luego sonrió y preguntó:
– ¿Quién es?
– Soy Roy O'Connor.
– ¿Roy O'Connor? ¿El auténtico?
– Eh, sí, supongo. Roy O'Connor, el agente.
– El superagente -le corrigió Myron-. ¿Ya qué le debo este honor, Roy?
– ¿Sería posible que nos viéramos esta misma mañana? -preguntó con un tono de voz en el que se distinguía un ligero temblor.
– Claro que sí, Roy. ¿Te va bien en mi despacho?
– Eh… no.
– ¿En el tuyo?
– Eh… no.
Myron se sentó en una silla.
– ¿Sigo diciendo sitios y tú me dices «frío» o «caliente»?
– ¿Conoces el Reilly's Pub de la Calle 14?
– Sí.
– Estaré en el reservado, en el rincón del fondo a la derecha. A la una en punto. Para comer. Si te va bien.
– Perfectísimamente, Roy. ¿Quieres que me ponga algo en especial?
– Eh… no.
Myron colgó el teléfono y sonrió. Eso había sido la visita nocturna de Win. Suelen ocurrir mientras uno duerme tranquilamente en su cama, en su santuario sagrado. Siempre funcionaba.
Se levantó de la cama y oyó a su madre trastear en la cocina en el piso de arriba y a su padre en la salita viendo la televisión. Una mañana cualquiera en la casa de los Bolitar. Se abrió la puerta del sótano y una voz dijo:
– ¿Estás despierto, Myron? -gritó su madre.
Myron. Pero qué nombre más horrible. Lo odiaba con todas sus fuerzas.
En su opinión, había nacido con todos los dedos en las manos y los pies, no tenía un labio leporino ni las orejas deformes ni cojeras de ninguna clase, así que, para compensar la buena suerte, sus padres le habían puesto Myron de nombre.
– Sí, estoy despierto -contestó.
– Papá te ha traído unos bollos recién salidos del horno. Los tienes encima de la mesa.
– Gracias.
Se levantó de la cama y subió las escaleras. Con una mano se tocó la barba que ya era hora de afeitarse y con la otra se sacó las legañas que tenía en los ojos. Su padre estaba apoltronado en el sillón de la salita de estar como si fuera un calcetín viejo. Llevaba un suéter Adidas y se estaba comiendo un bollo con pescado blanco. Como todas las mañanas, miraba un vídeo en el que se veía gente haciendo ejercicio. Como si quisiera ponerse en forma por osmosis.
– Buenos días, Myron. Te he dejado bollos encima de la mesa.
– Ah, gracias -era como si sus padres no se oyeran entre sí.
Entró en la cocina. Su madre ya tenía casi sesenta años, pero aparentaba muchos menos. Unos cuarenta y cinco, aproximadamente. Y también se comportaba como si fuera más joven. Como si tuviera unos dieciséis años, más o menos.
– Ayer llegaste tarde -dijo.
Myron emitió un leve gruñido.
– ¿A qué hora llegaste al final?
– Muy tarde. Eran casi las diez.
Myron Bolitar, un trasnochador empedernido.
– Y… -empezó a decir su madre intentando con todas sus fuerzas no darle importancia al asunto- ¿con quién estuviste? -preguntó haciendo gala de una gran sutileza.
– Con nadie -dijo él.
– ¿Con nadie? ¿Estuviste fuera toda la noche con nadie?
Myron miró a ambos lados.
– ¿Cuándo vas a sacar la lámpara y el puro para hacer el interrogatorio?
– Muy bien, Myron, si no quieres contármelo…
– No quiero contártelo.
– Como quieras. ¿Era una chica?
– Mamá…
– De acuerdo, no he dicho nada.
Myron cogió el teléfono y marcó el número de Win. Después del octavo tono de llamada ya iba a colgar cuando escuchó a alguien toser a lo lejos.
– ¿Diga? -le dijo la voz.
– ¿Win?
– El mismo.
– ¿Estás bien?
– ¿Diga?
– ¿Win?
– El mismo.
– ¿Cómo es que has tardado tanto en coger el teléfono?
– ¿Diga?
– ¿Win?
– ¿Quién es?
– Myron.
– ¿Myron Bolitar?
– ¿A cuántos Myrons conoces?
– ¿Myron Bolitar?
– No, Myron Rockefeller.
– Aquí hay algo que no va bien -dijo Win.
– ¿Qué?
– No va pero que nada bien.
– ¿De qué me estás hablando?
– Algún gilipollas me está llamando a las siete de la mañana haciéndose pasar por mi mejor amigo.
– Lo siento, no he pensado en la hora que era.
Win no podía considerarse precisamente una persona muy madrugadora. Cuando iban a la Universidad de Duke, Win nunca salía de la cama antes del mediodía, incluso los días que tenía clase por la mañana. De hecho, era la persona con el sueño más profundo que Myron hubiera conocido nunca. Los padres de Myron, por el contrario, se despertaban sólo con que una persona del hemisferio occidental se tirara un pedo. Antes de que Myron se mudara al sótano, todas las noches se repetía la misma situación:
Alrededor de las tres de la madrugada, Myron se levantaba de la cama para ir al baño. Cuando pasaba de puntillas por delante de la habitación de sus padres, su padre siempre se despertaba poco a poco, tan poco a poco como si alguien le hubiese tirado un polo helado en la entrepierna, y gritaba:
– ¿Quién va ahí?
– Soy yo, papá.
– ¿Eres tú, Myron?
– Sí, papá.
– ¿Estás bien, hijo?
– Sí, papá.
– ¿Qué estás haciendo? ¿No te encuentras bien?
– Sólo iba al lavabo, papá. Llevo yendo solo al lavabo desde que tenía catorce años.
En su segundo curso en la Universidad de Duke, Myron y Win habían vivido en la habitación doble más pequeña de todo el campus: tenía una litera que, según Win, chirriaba un poco y que, según Myron, sonaba como un pato al ser atropellado por un tractor. Una mañana en que la cama no hacía ruido y Win y Myron estaban dormidos, una bola de béisbol atravesó la ventana rompiendo el cristal. El estrépito fue tan grande que toda la residencia de estudiantes se despertó de golpe y fue a ver si Myron y Win habían logrado sobrevivir a la ira de aquel meteorito gigantesco que seguramente había atravesado el techo de su habitación. Myron sacó la cabeza por la ventana para ponerse a gritar improperios y todos los residentes del edificio se agolparon en la habitación recubierta de prendas de ropa interior para unirse a la diatriba. La barahúnda de gritos que se produjo fue suficiente para despertar a la camarera del bar que había a dos calles de distancia que estaba echando una siestecilla.
Y, a pesar de todo, Win siguió durmiendo con una capa de fragmentos de vidrio encima de la manta.
A la noche siguiente, Myron llamó a Win a través de la oscuridad de la litera inferior.
– ¿Win?
– Sí.
– ¿Cómo consigues dormir tan profundamente?
Pero Win ya no respondió porque se había dormido.
De vuelta al presente, Win preguntó:
– ¿Qué es lo que quieres?
– ¿Fue todo bien, ayer?
– ¿Aún no te ha llamado el señor O'Connor?
– Sí -dijo Myron sin querer entrar en detalles.
– Sé que no me has llamado para poner en duda mi eficacia.
– Kathy Culver sólo sacó un excelente en su último año en el Instituto Ridgewood. Adivina quién era su profesor.
– ¿Quién?
– Gary Grady.
– Mmm. Teléfono erótico y lengua inglesa de instituto. Qué mezcla vocacional más interesante.
– He pensado que podríamos ir a ver al señor Grady esta mañana.
– ¿A la escuela?
– Claro. Podemos hacernos pasar por unos padres preocupados.
– ¿Por la misma chica?
– Pondremos a prueba nuestro lado arco iris.
– Esto va a ser divertido -dijo Win riendo.
Capítulo 15
– ¿Cómo vamos a encontrarlo? -preguntó Win.
Llegaron al Instituto Ridgewood a las nueve y media. Era un día cálido de junio, la clase de día en que uno se quedaba mirando por la ventana y pensaba en lo pronto que iba a terminar el curso. No había demasiado movimiento en los alrededores del edificio, como si toda la escuela, incluido el edificio en sí, estuviera deseando que llegaran las vacaciones de verano.
Myron recordó lo tristes que le habían parecido siempre esos días y de pronto se le ocurrió una idea.
– Pulsemos la alarma de incendios -dijo.
– Perdón, ¿cómo dices?
– Así saldrá todo el mundo afuera y nos será más fácil encontrarlo.
– Es una idea tan tonta que resulta ingeniosa -dijo Win.
– Y además, siempre he querido pulsar la alarma de incendios.
– Eres un gamberro.
Nadie los vio entrar en la escuela. No había guardias, ni cerrojos en la puerta ni porteros de ninguna clase. Aquel instituto no era de ciudad. Myron encontró una alarma de incendios no muy lejos de la entrada.
– Niños, no hagáis esto en vuestras casas -dijo Myron.
Acto seguido tiró de la manivela de la alarma, la sirena empezó a sonar e, inmediatamente, se oyeron los gritos de júbilo de todos los alumnos. Myron se sintió orgulloso de su fechoría. Pensó en pulsar alarmas más a menudo, pero al final decidió que alguien podría llegar a tildarlo de inmaduro.
Win sostuvo la puerta abierta y fingió ser un bombero.
– En fila de uno -ordenó a los estudiantes-, y recordad, sólo vosotros podéis prevenir un incendio.
– Lo tenemos -dijo Myron al detectar a Grady entre la multitud.
– ¿Dónde?
– Justo en la esquina. A la izquierda. Es Mr. Moderno.
Gary Grady llevaba puesto un blazer amarillo al estilo del siglo XXI y unos pantalones a tiras naranja sesenteros al estilo de Keith Partridge de la serie Mamá y sus increíbles hijos. A Myron le dolió la vista al verlo. Después de sobreponerse a la impresión, se acercó a él acompañado de Win.
– Hola, Jerry.
– Yo no me llamo así -dijo Grady volviendo la cabeza de repente.
– Sí, ya me lo dijiste antes. Es tu alias, ¿no? Cuando haces negocios con Fred Nickler. Tu nombre verdadero es Gary Grady.
Los alumnos que había cerca se pararon para escucharle.
– ¡Seguid andando! -les espetó Gary, y éstos reanudaron su lenta marcha.
– Qué profesores más impacientes -dijo Myron.
– Es verdaderamente triste -asintió Win.
El delgado rostro de Gary pareció estirarse un poco más y se acercó a ellos para que nadie pudiera oírlos.
– Tal vez podríamos continuar esta conversación más tarde -dijo con un susurro.
– No creo, Gary.
– Estoy en medio de una clase.
– Ajo y agua -dijo Myron.
– ¿Ajo y agua? -preguntó Win arqueando una ceja.
– Debe ser por el ambiente de instituto -repuso Myron-. Y además, he pensado que quedaba apropiado para el momento.
– De acuerdo, te la acepto -dijo Win tras pensarlo un momento.
Myron volvió a concentrarse en Gary y le informó:
– La evacuación todavía durará un poco. Y luego los chicos tardarán un poco más en volver a clase. Luego querrán hacer el vago por el pasillo. Y para entonces ya habremos acabado.
– No -dijo Gary cruzando los brazos por encima del pecho.
– Opción dos, entonces. -Myron sacó un ejemplar de Pezones-. Podemos jugar a presentarle tu trabajo al director de la escuela.
Grady se tapó la boca con la mano para toser. Se oyó un silbato antiincendios y sirenas que se acercaban.
– No sé de qué me están hablando -dijo apartándose unos pasos más de los niños.
– Te seguí.
– ¿Qué?
Myron soltó un suspiro de exasperación.
– Ayer por la mañana fuiste a Hoboken. Recogiste el correo de la dirección que utilizas para anunciar líneas de teléfono erótico en revistas porno y después volviste a tu casa en Glen Rock, me viste, te entró pánico y llamaste a Fred Nickler, el editor en jefe de esas revistas.
– Aficionado -añadió Win con un tono de asco.
– ¿Qué hacemos? ¿Le contamos todo esto al director de la escuela? Tú decides.
Gary miró su reloj de pulsera.
– Tienen dos minutos.
– Perfecto -dijo Myron mirando a la derecha-. ¿Por qué no entramos en el lavabo de los profesores? Supongo que tendrás la llave.
– Sí.
Grady abrió la puerta. Myron siempre había tenido ganas de ver el lavabo de los profesores y ver cómo vivían «los otros», aunque al entrar vio que no tenía absolutamente nada de especial.
– Muy bien, ya me tienen aquí -dijo Gary-. ¿Qué es lo que quieren?
– Cuéntanoslo todo sobre este anuncio.
Gary tragó saliva y su enorme nuez fue arriba y abajo como un boxeador esquivando ganchos.
– No sé nada de eso.
Myron y Win intercambiaron miradas de incredulidad.
– ¿Puedo meterle la cabeza en la taza? -preguntó Win.
– Si están tratando de intimidarme, ya les digo que no van a conseguirlo.
– ¿Un chapuzoncito? -dijo Win casi suplicando.
– Aún no.
Myron volvió a mirar fijamente a Gary y le dijo:
– No tengo ningún interés en darte una paliza, Gary. Eres un pervertido, pero ése es tu problema. Lo que quiero saber es qué tienes que ver con Kathy Culver.
– Fue alumna mía -contestó Gary, a quien le empezaba a sudar la parte superior del labio.
– Ya lo sé. ¿Por qué aparece su foto en Pezones? ¿En tu anuncio?
– No tengo ni idea. La vi ayer por primera vez.
– ¿Pero éste es tu anuncio, no?
El hombre titubeó y se encogió de hombros.
– Está bien -dijo finalmente-. Lo admito. Pongo anuncios en las publicaciones del señor Nickler. No es ilegal. Pero yo no puse esa foto de Kathy en el anuncio.
– ¿Y quién lo hizo?
– No lo sé.
– ¿Admites que tienes líneas de teléfono erótico?
– Sí. No hago daño a nadie. Es para sacarme un poco de dinero. Nadie sale perjudicado.
– Éste es otro príncipe encantador -dijo Myron-. ¿Cuánto dinero sacas con eso?
– En la época de esplendor de este negocio sacaba veinte mil dólares al mes.
Myron pensó que no lo había escuchado bien.
– ¿Veinte mil dólares al mes por teléfonos eróticos?
– A mediados de los ochenta sí. Pero eso fue antes de que el gobierno se metiera en el asunto y empezara a cobrar impuestos en las líneas 900. Hoy, con suerte, saco ocho mil al mes.
– Maldita burocracia -dijo Myron-. ¿Y qué tiene que ver Kathy Culver en todo esto?
– ¿A qué se refiere?
– Pues mira, Gary, hay una foto de ella desnuda en tu anuncio de este mes. Tal vez sea eso a lo que me refiero.
– Ya se lo he dicho. Yo no he tenido nada que ver con eso.
– Entonces supongo que es una coincidencia que fuera alumna suya y todo eso.
– Sí.
– No lo dejaré bajo el agua demasiado rato -dijo Win-. Por favor.
Myron negó con la cabeza.
– ¿Le escribiste una carta de recomendación estupenda para la universidad, no?
– Kathy era muy buena estudiante -repuso Gary.
– ¿Y qué más?
– Si está tratando de sugerir que en mi relación con Kathy había algo más que una relación profesor-alumno…
– Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo.
El tipo volvió a cruzar los brazos por encima del pecho y dijo:
– Pues no pienso dignarme desmentirlo. Y esta conversación ha concluido.
Gary se dirigía a ellos de aquella manera tan particular que tienen los profesores de hacerlo, olvidándose a veces de que la vida no termina en las aulas.
– Mételo en la taza -dijo Myron.
– Será un placer -repuso Win.
Gary era tal vez cinco centímetros más alto que Win, así que se puso de puntillas y le ofreció a Win la mirada más desafiante que supo ponerle.
– Usted no me da ningún miedo -dijo Gary.
– Pues comete un gran error.
Win se movió a una velocidad que una videocámara no hubiera sido capaz de captar. Cogió a Gary por la mano, se la retorció y tiró de ella hacia abajo. Una llave de hapkido. Gary se desplomó contra el suelo embaldosado. Win le apretó la juntura del codo con la rodilla, pero sin causarle mucho daño, el necesario para hacerle saber quién mandaba.
– Mierda -dijo Win.
– ¿Qué?
– Todos los lavabos están limpios. Lo odio.
– ¿Tienes algo que añadir antes del chapuzón? -le preguntó Myron.
– Prométanme que no se lo dirán a nadie -pidió Gary con el rostro lívido.
– ¿Vas a contarnos la verdad?
– Sí, pero primero tienen que prometerme que no se lo dirán a nadie -logró decir con esfuerzo.
– De acuerdo -concedió Myron.
Luego le hizo un gesto afirmativo a Win y éste dejó de apretarle. Gary se cogió la mano y se la acarició como si fuera un cachorro maltratado.
– Kathy y yo tuvimos una aventura -dijo.
– ¿Cuándo?
– En su último curso. Duró unos meses y se acabó. Desde entonces no la he vuelto a ver, lo juro.
– ¿Y eso es todo?
Gary asintió con la cabeza.
– No sé nada más. No sé quién puso esa foto en el anuncio.
– Mira que si nos mientes, Gary…
– No estoy mintiendo. Lo juro por Dios.
– Muy bien -repuso Myron-, ya puedes irte.
Gary salió corriendo del lavabo sin siquiera detenerse a arreglarse el pelo en el espejo.
– Menuda escoria -dijo Myron-. Ese tipo no es más que escoria pura y dura. Seduce a sus alumnas, tiene un negocio de teléfonos eróticos…
– Sí, pero tiene un sastre fabuloso -observó Win-. ¿Y qué hacemos ahora?
– Terminamos la investigación, luego vamos a hablar con el director del colegio y le contamos todo lo que sabemos sobre las actividades extraescolares del señor Grady.
– ¿Pero no le has prometido que no se lo ibas a decir a nadie?
– Le he mentido -dijo Myron encogiéndose de hombros.
Capítulo 16
Jessica le dio las gracias a Myron y colgó el teléfono todavía sumida en una especie de trance. Fue andando como pudo hasta la cocina y se sentó. Su madre y Edward, su hermano menor, se quedaron mirándola extrañados.
– Cariño -empezó a decirle Carol Culver-, ¿te encuentras bien?
– Muy bien -consiguió decir Jessica.
– ¿Quién era?
– Myron.
Se hizo el silencio.
– Estábamos hablando de Kathy -prosiguió.
– ¿Qué pasa con ella? -inquirió Edward.
Su hermano siempre había sido Edward, ni Ed ni Eddie ni Ted. Hacía un año que había terminado la universidad y ya era el propietario de una empresa de informática de mucho éxito llamada IMCS (Interactive Management Computer Systems) que desarrollaba software para varias corporaciones de gran prestigio. Edward siempre llevaba téjanos, incluso en el trabajo, y camisetas cutres, las típicas con estampados ordinarios con frases del tipo: «A cien por la carretera», y nunca llevaba corbata. Tenía una cara ancha y de rasgos delicados, casi femeninos, como de porcelana. Había mujeres que hubiesen matado por tener sus pestañas. Tan sólo aquel corte de pelo a la moda que llevaba y la frase que se leía en la camiseta daban una pista de lo que Edward se enorgullecía de ser: «Los genios de la informática tienen el mejor hardware».
Jessica inspiró profundamente. Ya no podía andarse con sutilezas ni preocuparse por los sentimientos ajenos. Abrió el bolso y sacó un ejemplar de la revista Pezones.
– Esta revista salió a la venta hace unos días -dijo.
La echó sobre la mesa con la portada hacia arriba. La cara de su madre expresó una mezcla de incomprensión y asco.
– ¿Pero qué leches es esto? -preguntó Edward manteniéndose impertérrito.
Jessica le enseñó una de las páginas finales.
– Mira -dijo simplemente señalando la foto de Kathy en la última fila.
Tardaron unos instantes en entender lo que estaban viendo sus ojos, como si la información se hubiera quedado bloqueada en algún punto situado entre los ojos y el cerebro. Poco después, Carol Culver dejó escapar un lamento. Se tapó la boca con la mano y ahogó un grito. Los ojos de Edward se estrecharon hasta convertirse en unas finas ranuras.
Jessica no les dio tiempo a recuperarse.
– Aún hay más -les dijo.
Su madre la miró con ojos vacíos y angustiados. Ya no denotaban vida, como si una ráfaga de viento frío acabara de apagar una llama muy débil.
– Un experto en grafología analizó la escritura de la persona que escribió la dirección del sobre en el que llegó la revista. Y encaja con la de Kathy.
Edward inspiró profundamente. Las piernas de Carol dejaron de soportarla y se doblaron por las rodillas haciéndola caer. Se derrumbó de golpe sobre la silla y se santiguó. Empezaron a brotarle lágrimas de los ojos.
– ¿Está viva? -logró decir con esfuerzo.
– No lo sé.
– ¿Pero existe la posibilidad? -preguntó Edward inmediatamente.
– Siempre ha existido la posibilidad -dijo Jessica asintiendo.
En la cocina se hizo el silencio debido al asombro.
– Pero necesito información -prosiguió Jessica-. Necesito saber qué le ocurrió. Qué la hizo cambiar.
– ¿A qué te refieres? -dijo Edward volviendo a entrecerrar los ojos.
– En el último año de instituto, Kathy tuvo una aventura con su profesor de inglés.
De nuevo se impuso el silencio, aunque esta vez Jessica no estuvo segura de si se debía al asombro.
– El profesor, un hijo de perra llamado Gary Grady, lo ha admitido.
– No -dijo su madre débilmente. Inclinó la cabeza hacia delante con el crucifijo colgándole del cuello como un péndulo y empezó a llorar-. Dios mío de mi alma, mi niña no…
– Ya basta, Jess -dijo Edward poniéndose de pie.
– No, no basta.
– Pues yo me marcho -dijo Edward cogiendo la chaqueta.
– Espera, ¿adónde vas?
– Adiós.
– Tenemos que hablar de esto.
– Y un cuerno.
– ¡Edward…!
Pero Edward ya había salido por la puerta trasera cerrándola de un portazo. Jessica pasó a centrarse en su madre. Sus sollozos eran desgarradores. Jessica se quedó con ella uno o dos minutos. Después se levantó y se fue de la cocina.
Cuando llegó Myron, Roy O'Connor ya estaba esperándolo en el reservado del fondo. Tenía el vaso vacío y chupaba un cubito de hielo. Parecía un oso hormiguero cerca del hormiguero.
– Hola, Roy.
O'Connor asintió en dirección a la silla que tenía delante y ni siquiera se molestó en levantarse. Llevaba unos anillos de oro que desaparecían bajo los pliegues de la piel de unas manos rechonchas e impolutas. Tenía las uñas muy bien recortadas. Contaría entre unos cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años, pero era imposible concretar más. Se estaba quedando calvo y el pelo que le quedaba lo llevaba peinado con ese estilo siempre tan atractivo consistente en tapar la calva todo lo posible, con la raya justo por debajo del sobaco.
– Bonito sitio, Roy -dijo Myron-. La mesa del fondo, luz tenue, música romántica… Si no te conociera mejor…
O'Connor negó con la cabeza.
– Mira, Bolitar, ya sé que te crees tan gracioso como Buddy Hackett, pero para ya, ¿de acuerdo?
– Entonces mejor no te doy el ramo de flores. -Myron hizo una pausa y luego continuó-: ¿Has dicho Buddy Hackett?
– Tenemos que hablar.
– Soy todo oídos.
En aquel momento apareció la camarera y preguntó:
– ¿Querrán beber algo, caballeros?
– Otro -dijo Roy señalando el vaso.
– ¿Y para usted?
– ¿Tienen batido de chocolate Yoo-Hoo? -preguntó Myron.
– Creo que sí.
– Genial. Tomaré uno, por favor.
La camarera se marchó y Roy volvió a negar con la cabeza.
– Un puto Yoo-Hoo -murmuró.
– ¿Decías algo?
– Tu secuaz vino a verme ayer por la noche.
– Pues los tuyos me vinieron a ver a mí primero -repuso Myron.
– Yo no tuve nada que ver con eso.
Myron le lanzó una mirada de «¡venga ya!» cargada de escepticismo. La camarera sirvió las bebidas. Roy vació el martini como si fuera un antídoto vital para su supervivencia. Myron, en cambio, tomó un sorbo de su Yoo-Hoo con suma finura. Como todo un caballero.
– Mira, Myron -continuó O'Connor-, la cosa está así. Firmé un contrato con Landreaux. Le di dinero por anticipado. Le di dinero cada mes. Cumplí mi parte del trato.
– Le hiciste firmar de modo ilegal.
– No soy el primero que lo hace -se defendió Roy.
– Ni el último. ¿Qué quieres decir con eso, Roy?
– Mira, tú me conoces. Sabes cómo trabajo.
– Sí, eres un sinvergüenza asqueroso.
– Puede que haya amenazado al chico. Perfecto. Lo he hecho otras veces, pero eso es todo. Yo nunca le haría daño de verdad a nadie.
– Ya.
– Los deportistas acabarían enterándose y terminaría en la ruina.
– Pues qué pena que me darías.
– Oye, Bolitar, no me estás poniendo las cosas fáciles.
– No lo pretendo.
O'Connor volvió a asir el vaso. Se lo terminó de un trago y le hizo un gesto a la camarera para indicarle que trajera otro.
– Me he asociado con gente con quien no debería -dijo Roy.
– ¿Qué quieres decir?
– He ido acumulando deudas de juego bastante importantes. Deudas que no podía pagar.
– Así que se quedaron con parte de tu negocio.
– Ahora me tienen controlado -dijo Roy tras asentir-. Tu… tu amigo de anoche… -Un contador Geiger habría podido registrar un temblor en su voz al mencionar a Win-. Me gustaría hacer lo que él me dijo, pero yo ya no tengo el poder de decisión.
Myron tomó otro sorbo de su Yoo-Hoo confiando en que no le quedara un bigote de chocolate.
– A mi amigo no le va a gustar nada oír eso.
– Pues entonces tienes que decirle que yo no he tenido la culpa.
– ¿Y de quién es entonces?
– No te lo puedo decir -dijo Roy apoyándose en el respaldo y negando con la cabeza-, pero lo que sí te puedo asegurar es que no se andan con tonterías. Y no tienen ni idea de cómo funciona este negocio. Se creen que pueden amedrentar a todo el mundo para que cumpla su parte del trato. Quieren dar ejemplo de lo que son capaces de hacer con alguien.
– ¿Y ese alguien es Landreaux?
– Landreaux. Y tú. Quieren hacerle daño a Landreaux, pero a ti quieren matarte. Están poniendo precio a tu cabeza.
Myron volvió a tomar un sorbo de su bebida sin hacer ningún comentario.
– No pareces muy preocupado -le dijo Roy.
– Me río de la muerte -repuso Myron-. Bueno, no me río exactamente, es más bien una risita, una risita en voz muy baja.
– Dios mío, estás chalado.
– Y no lo haría directamente delante de la muerte, o sea que más bien sería una risita en voz muy baja y a sus espaldas.
– Bolitar, esto no tiene ninguna gracia.
– No -asintió Myron-, no tiene gracia. Por eso te sugiero que les digas que no lo hagan.
– ¿Es que no has entendido nada de lo que te he dicho? Yo no tengo ningún poder de decisión.
– Si me pasa algo, mi amigo se enfadará mucho. Y la tomará contigo.
– Pero es que yo no puedo hacer nada -replicó Roy después de tragar saliva-. Tienes que creerme.
– Pues entonces dime quién está al mando.
– No puedo.
Myron se encogió de hombros y dijo:
– Tal vez puedan enterrarnos uno al lado del otro, como en las películas románticas de final trágico.
– Si digo algo me matarán.
– ¿Y qué crees que te hará mi amigo?
Roy se estremeció y volvió a chupar el cubito de hielo tratando de beber los últimos restos del whisky.
– ¿Dónde está esa maldita camarera con mi whisky?
– ¿Quién está al mando, Roy?
– Yo no te he dicho nada, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿No se lo dirás?
– Palabrita del niño Jesús.
Roy chupó el hielo otra vez y luego dijo:
– Ache.
– ¿Herman Ache? -preguntó Myron sorprendido-. ¿Herman Ache está detrás de todo esto?
Roy hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Su hermano menor. Frank. Está fuera de control. No sé qué será lo siguiente que haga ese psicópata.
Frank Ache. Tenía todo el sentido del mundo. Herman Ache era uno de los mafiosos más importantes de Nueva York y el responsable de un sinfín de desgracias, pero comparado con su hermano pequeño Frank, Herman era un clon de Alan Alda. A Aaron le encantaría trabajar para alguien como Frank.
Aquello no pintaba nada bien. Myron pensó incluso en dejar lo de la risita.
– ¿Puedes decirme algo más?
– No. No quiero que le pase nada malo a nadie.
– Eres tan buen tipo, Roy… Y tan solidario…
– No tengo nada más que decir -zanjó Roy levantándose de la mesa.
– Pensaba que íbamos a comer juntos.
– Puedes comer tú solo -dijo O'Connor-. Te invito.
– No será lo mismo sin tu compañía.
– Pero lo harás igualmente.
– Lo intentaré -dijo Myron cogiendo la carta del menú.
Capítulo 17
¿A quién más podía llamar?
Jessica no tardó en darse cuenta de que la respuesta era evidente.
A Nancy Serat, la compañera de habitación de Kathy y su mejor amiga.
Jessica estaba sentada a la mesa del despacho de su padre. Las luces estaban apagadas y las persianas bajadas, pero todavía había suficiente luz natural para poder ver en la penumbra.
Adam Culver había hecho todo lo posible para lograr que el despacho produjera una sensación totalmente distinta a la del depósito de cadáveres del condado donde trabajaba, que era de hormigón, funcional y macabro, aunque sin conseguirlo del todo. Aquel dormitorio convertido en despacho tenía las paredes de un tono amarillo muy vivo, muchas ventanas, flores de seda y un escritorio de fórmica blanca. Las paredes de la habitación estaban repletas de cuadros de ositos de peluche personificados como diversas celebridades: William Shakespeare, Humphrey Bogart y Lauren Bacall, Sherlock Holmes, Rhett Butler y Scarlett O'Hara. El ambiente era muy alegre y acogedor, aunque forzado, como un payaso que te hace reír pero que a la vez te da un poco de miedo.
Sacó la agenda telefónica del bolso. Nancy les había enviado una postal hacía unas semanas. Había obtenido una beca y trabajaba en la universidad, en el departamento de matriculaciones. Jessica encontró el número y lo marcó.
Al tercer tono le respondió un contestador. Jessica dejó un mensaje y colgó. Estaba a punto de empezar a buscar por los cajones cuando una voz la detuvo.
– Jessica.
Levantó la mirada y vio a su madre en la puerta. Tenía los ojos hundidos y su cara parecía una esquelética máscara mortuoria. Andaba balanceándose de un lado para otro como si fuera a derrumbarse en cualquier momento.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
– Estaba mirando -contestó Jessica.
Carol asintió con la cabeza, que le colgaba del hilo que tenía por cuello.
– ¿Has encontrado algo?
– Todavía no.
Carol se sentó y se quedó con la mirada perdida, sin mirar nada en concreto.
– Siempre fue una niña tan alegre -dijo lentamente. Toqueteó las cuentas del rosario que llevaba al cuello, aún con la mirada perdida-. Kathy siempre sonreía. Tenía una sonrisa maravillosa y muy alegre. Llenaba cualquier habitación en la que entrara. Edward y tú, bueno, siempre habéis sido más serios, pero Kathy tenía una sonrisa para todo y para todos. ¿Te acuerdas?
– Sí -dijo Jessica-, me acuerdo.
– Tu padre solía decir en broma que tenía la personalidad de una animadora rediviva -añadió Carol riéndose al recordarlo-. No había nada que la deprimiera. -Hizo una pausa y dejó de reírse poco a poco-. A excepción de mí, supongo.
– Kathy te quería, mamá.
Carol emitió un profundo suspiro inflando el pecho como si aquel mero suspiro le supusiera un esfuerzo.
– Fui una madre muy estricta con vosotras. Demasiado estricta, creo. Un poco anticuada.
Jessica no dijo nada.
– Lo único que no quería era que ni tú ni tu hermana… -Carol se calló antes de terminar la frase y agachó la cabeza.
– ¿Qué es lo que no querías?
Ella negó con la cabeza y empezó a repasar las cuentas del rosario a mayor velocidad. Estuvieron calladas durante un buen rato. Al final, Carol rompió el silencio al decir:
– Tenías razón antes, Jessica. Kathy cambió.
– ¿Cuándo?
– En el último curso del instituto.
– ¿Qué ocurrió?
Los ojos de Carol comenzaron a llenarse de lágrimas. Trató de articular palabras moviendo las manos en un gesto de impotencia.
– La sonrisa -repuso como encogiéndose de hombros- desapareció un día sin previo aviso.
– ¿Por qué?
Su madre se secó los ojos. Le temblaba el labio inferior. Jessica se le acercó con el corazón pero, por algún motivo, el resto del cuerpo no lo hizo, así que se sentó y se quedó viendo sufrir a su madre, extrañamente aparte, como si estuviera presenciando un drama televisivo de los que emitían por las noches.
– No quiero hacerte sufrir -dijo Jessica-. Lo único que quiero es encontrar a Kathy.
– Ya lo sé, cariño.
– Fuese lo que fuera lo que hizo cambiar a Kathy, tiene que ver con su desaparición -añadió Jessica.
– Dios misericordioso -dijo Carol dejando caer los hombros.
– Ya sé que es doloroso -admitió Jessica-, pero si logramos encontrar a Kathy podremos saber quién mató a papá.
Carol levantó la cabeza de repente y dijo:
– A tu padre lo mataron en un atraco.
– No lo creo. Creo que todo está relacionado. La desaparición de Kathy, el asesinato de papá, todo.
– Pero… ¿cómo?
– No lo sé aún. Myron me está ayudando a descubrirlo.
En aquel momento sonó el timbre.
– Seguramente es el tío Paul -dijo su madre dirigiéndose hacia la puerta.
– ¿Mamá?
Carol se detuvo sin darse la vuelta.
– ¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que no te atreves a contarme? -le preguntó Jessica.
El timbre volvió a sonar.
– Será mejor que vaya a abrir la puerta -dijo Carol, y bajó corriendo las escaleras.
– O sea -empezó a decir Win-, que Frank Ache quiere matarte.
– Eso parece -asintió Myron.
– Qué pena.
– Si pudiera conocerme. Saber cómo soy en realidad.
Estaban sentados en la primera fila del estadio de los Titans. En un acto de suprema bondad, Otto había permitido que Christian comenzara a entrenar. Aunque tal vez el hecho de que el veterano quarterback Neil Decker fuese tan malo hubiera influido en su decisión.
La sesión matutina había consistido en un montón de carreras y de prácticas lentas de jugadas. Sin embargo, la sesión de la tarde iba a ser una especie de sorpresa. Los jugadores se habían puesto todo el equipo, algo inusual en una etapa tan temprana de la pretemporada.
– Frank Ache no es un tipo muy simpático -dijo Win.
– Le gusta torturar animales.
– ¿Cómo dices?
– Un amigo mío lo conoció de pequeño -explicó Myron-. El pasatiempo favorito de Frank era perseguir gatos y perros y pegarles en la cabeza con un bate de béisbol.
– Apuesto a que así impresionaba a muchas chicas -dijo Win.
Myron se limitó a asentir con la cabeza.
– Entonces debo suponer que requerirás de mis extraordinarios servicios.
– Por lo menos durante unos días -repuso Myron.
– Madre mía, ¿debo suponer además que tienes un plan?
– Estoy trabajando en ello. Febrilmente.
Christian entró al trote en el terreno de juego. Su manera de moverse era la propia de los grandes atletas. Se metió en el huddle para contarles a sus compañeros la jugada que iban a hacer, lo rompió y se dirigió a la línea de scrimmage para ocupar su posición de inicio.
– ¡Al cien por cien! -gritó uno de los entrenadores.
Myron miró a Win y le dijo:
– Esto no me gusta.
– ¿Qué es lo que no te gusta?
– Que van al cien por cien el primer día.
Christian empezó a decir números y luego dijo varios «hut-huts» antes de que le pasaran el balón por debajo de las piernas. Acto seguido dio varios pasos atrás preparándose para efectuar el pase.
– Oh, no -dijo Myron.
Tommy Lawrence, el linebacker de los Titans de la liga profesional, se lanzó hacia delante sin encontrar resistencia. Christian lo vio demasiado tarde. Tommy clavó el casco en el esternón de Christian y lo arrojó al suelo de golpe, el típico placaje que duele muchísimo pero que no causa ningún daño permanente. El resto de jugadores de la defensa se le tiraron encima.
Christian se levantó haciendo una mueca de dolor y agarrándose el pecho con la mano. Nadie lo ayudó.
Myron se puso en pie.
Win lo detuvo haciendo un gesto negativo con la cabeza y le dijo:
– Siéntate, Myron.
En aquel momento llegó Otto Burke bajando por las escaleras con todo su séquito detrás.
Myron le lanzó una mirada asesina y Otto le respondió con una sonrisa encantadora. Hizo restallar la lengua contra la parte trasera de los dientes en señal de desaprobación:
– He cedido a un montón de veteranos muy populares para conseguirlo -dijo-. Pero parece que a algunos de los chicos no les ha hecho demasiada gracia.
– Siéntate -repitió Win.
Myron vaciló un momento y le hizo caso.
Christian volvió cojeando al huddle, cantó la siguiente jugada al corrillo de jugadores de su equipo y se acercó de nuevo a la línea de scrimmage. Inspeccionó la defensa del equipo contrario, cantó el audible y la cuenta de snap y recibió el pase por debajo de las piernas del center. Acto seguido dio unos pasos atrás. Tommy Lawrence volvió a salir disparado sobrepasando al guardia izquierdo sin que nadie lo tocara. Sin embargo, Christian se quedó quieto. Tommy se abalanzó sobre él saltando como una pantera con los brazos extendidos hacia delante para efectuar un placaje demoledor, pero entonces, en el último segundo, Christian se movió. No mucho, cambió ligeramente de ángulo, lo justo para que Tommy pasara volando a su lado y se estrellara contra el suelo. Christian se centró un segundo y lanzó una bomba.
Pase completo.
Myron se dio la vuelta, sonriendo.
– ¡Eh, Otto!
– ¿Qué?
– Cómete mis calzoncillos.
La sonrisa de Otto no flaqueó ni un instante y Myron se preguntó cómo lo conseguía. Tal vez se le hubiera paralizado la boca de esa forma, como si la amenaza que blanden todas las madres cuando sus hijos hacen muecas se hubiera hecho realidad en su caso. Otto hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó caminando. Su séquito lo siguió en fila india, como una familia de patitos reales.
Win se quedó mirando a Myron y le dijo:
– ¿Cómete mis calzoncillos?
– En honor de Bart de Los Simpson -repuso Myron encogiéndose de hombros.
– Ves demasiada televisión.
– Oye, he estado pensando.
– ¿Ah, sí?
– En Gary Grady -aclaró Myron.
– ¿Qué le pasa?
– Tiene un lío con una alumna. Ésta desaparece más o menos un año después. Pasa el tiempo y de pronto aparece su foto en uno de sus anuncios porno.
– ¿Adonde quieres llegar?
– No tiene sentido.
– Como todo lo demás en este caso.
– Piensa -dijo Myron negando con la cabeza-. Grady admite haber tenido un lío con Kathy. ¿Y qué sería la última cosa que querría?
– Que todo el mundo lo supiera.
– Y, sin embargo, su foto aparece en el anuncio.
– Ah -asintió Win-. Crees que alguien le ha tendido una trampa.
– Exactamente.
– ¿Quién?
– Yo apostaría por Fred Nickler -dijo Myron.
– Mmm. Pero nos pasó el apartado de correos de Grady sin problemas.
– Y también tiene el poder de cambiar las fotos de su propia revista.
– ¿Entonces qué sugieres que hagamos?
– Me gustaría que volvieras a investigar exhaustivamente al señor Fred Nickler. Tal vez volver a hablar con él. Hablar -recalcó Myron-, no hacerle una visita.
En el terreno de juego, Christian daba de nuevo unos pasos atrás. Tommy Lawrence se lanzó sobre él por tercera vez consecutiva sin que nadie lo parara. De hecho, el guardia izquierdo se quedó mirándolo con las manos en la cintura.
– A Christian lo está traicionando su propio línea -comentó Myron.
Christian esquivó a Tommy Lawrence, tensó los brazos y lanzó el balón a una velocidad de vértigo contra la entrepierna de su guardia izquierdo. El impacto del balón produjo un ruido sordo y, acto seguido, el guardia se desplomó contra el suelo como si fuera una silla plegable.
– ¡Ay! -exclamó Win.
Myron estuvo a punto de aplaudir. Parecía el remake de El Rompehuesos.
Lógicamente, el guardia izquierdo llevaba coquilla, pero una coquilla apenas servía de nada contra un proyectil tan veloz, así que cayó al suelo hecho un ovillo y dando vueltas en posición fetal con los ojos como platos. Todos los hombres de los alrededores emitieron al unísono un sonoro y comprensivo «¡auuuh…!».
Christian fue andando hasta el guardia izquierdo, un tipo que debía de pesar más de ciento veinticinco kilos, y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse. El guardia la aceptó y fue cojeando de vuelta al huddle.
– Christian tiene los cojones bien puestos -dijo Myron.
Win asintió y añadió:
– Cosa que ya no puede decirse del guardia izquierdo.
Capítulo 18
Tan pronto como Myron entró en el campus de la Universidad de Reston, sonó el teléfono de su coche.
– Oye, chaval, ya tengo lo que quieres -dijo P. T. – El nombre de mi amigo es Jake Courter. Es el sheriff de la zona.
– El sheriff Jake -dijo Myron-. ¿Estás de guasa, no?
– Eh, no dejes que el cargo te confunda. Jake ha trabajado en Homicidios de Filadelfia, Boston y Nueva York. Es un buen tipo. Me ha dicho que te llamará hoy a las tres.
Myron miró el reloj. Era la una del mediodía. La estación estaba a cinco minutos de distancia.
– Gracias, P. T.
– ¿Puedo hacerte una pregunta, Myron?
– Dime.
– ¿Por qué estás investigando este asunto?
– Es una larga historia, P. T.
– ¿Tiene que ver con su hermana? ¿Ese pedazo de tía a la que te solías tirar? -dijo riéndose a carcajada limpia.
– Eres la finura personificada, P. T.
– Eh, Myron, algún día quiero que me la cuentes. Toda la historia desde el principio.
– Te lo prometo.
Myron aparcó el coche y se dirigió al antiguo polideportivo. El pasillo estaba más desvencijado de lo que se había imaginado. En las paredes había tres hileras de fotografías enmarcadas de equipos deportivos antiguos, algunos de hasta cien años de antigüedad. Myron se acercó a una puerta de cristal que parecía salida de alguna película de Sam Spade. La palabra «football» estaba escrita en ella con letras negras aplicadas con plantilla.
Llamó a la puerta.
– ¿Qué? -respondió la voz al otro lado haciendo el mismo ruido que un neumático viejo sobre una carretera sin asfaltar.
– ¿Está muy ocupado, entrenador? -preguntó Myron sacando la cabeza por la rendija de la puerta.
Danny Clarke, el entrenador de fútbol americano de la Universidad de Reston, levantó la vista del ordenador.
– ¿Quién narices es usted? -dijo con voz rasposa.
– Muy bien, gracias, pero dejémonos de cortesías.
– ¿Eso pretendía ser algún tipo de gracia?
– ¿Acaso opina lo contrario? -inquirió Myron ladeando la cabeza.
– Se lo preguntaré una vez más: ¿quién narices es usted?
– Myron Bolitar.
– ¿Y se supone que debo conocerlo? -dijo el entrenador sin cambiar el tono de voz.
Era un día caluroso de verano, la universidad estaba prácticamente desierta y ahí estaba el legendario entrenador de fútbol de la universidad, vestido con traje y corbata, viendo cintas de potenciales fichajes de los institutos. Traje y corbata sin aire acondicionado. Si a Danny Clarke le molestaba el calor, no lo demostraba. Iba bien arreglado. Pelaba y comía cacahuetes, pero sin dejar restos. Los músculos de la mandíbula se le hinchaban al masticar y le hacían aparecer y desaparecer unos bultos cerca de las orejas. En la frente le sobresalía una vena.
– Soy representante deportivo.
El entrenador hizo una caída de ojos como un rey despachando a un súbdito.
– Salga de aquí, estoy ocupado.
– Tenemos que hablar.
– Sal de aquí, capullo. Andando.
– Sólo qui…
– Oye, pedazo de imbécil -dijo el entrenador apuntando a Myron con el dedo-, no me hablo con canallas de mierda. Nunca jamás. Tengo un programa limpio y jugadores limpios. No acepto sobornos de los que se hacen llamar representantes ni ninguna gilipollez de ésas. Así que si llevas un sobre lleno de pasta, ya puedes metértelo por el culo.
Myron aplaudió.
– Maravilloso. He reído, he llorado, me ha llegado al alma, en serio.
Danny Clarke levantó la mirada y lo observó fijamente. No estaba acostumbrado a que pusieran en duda sus órdenes, pero parte de él parecía divertirse con ello.
– Salga de aquí de una puta vez -gruñó, aunque con tono más amable.
Acto seguido volvió a centrarse en la pantalla del televisor. En ella se veía a un joven quarterback lanzando un pase largo y recto en espiral. Recepción. Touchdown.
Myron decidió desarmar al adversario mediante grandes dosis de tacto y dijo:
– Ese chico parece bastante bueno.
– Sí, bueno, está bien que sea usted un chupamierda en vez de un ojeador. Ese chico no sabe ni lo que es un balón. Y ahora puerta.
– Quiero hablar con usted sobre Christian Steele.
Aquello pareció captar su atención.
– ¿Qué le pasa? -preguntó.
– Soy su representante.
– Ah -dijo Danny Clarke-. Ahora caigo. Usted es aquel ex jugador de baloncesto. El que se lesionó la rodilla.
– A su servicio -dijo Myron.
– ¿Le va todo bien a Christian?
– Tengo entendido que no se llevaba muy bien con sus compañeros de equipo -respondió Myron pretendiendo no haber oído su pregunta.
– ¿Y qué? ¿Acaso es usted su asistente social?
– ¿Cuál era el problema?
– No veo por qué eso debería importarle a nadie -dijo Danny Clarke.
– Pues entonces sígame la corriente.
Al entrenador le llevó unos instantes relajar su mirada furibunda.
– Eran muchas cosas a la vez -dijo-. Pero supongo que Horty era el problema principal.
– ¿Horty? -repitió Myron utilizando una técnica de interrogatorio sumamente astuta.
Tomen nota.
– Júnior Horton -aclaró el entrenador-, un línea defensivo. Muy rápido, muy grande y con mucho talento, pero con el cerebro de un mosquito.
– ¿Y qué tiene que ver ese tal Horty con Christian?
– No se tragaban.
– ¿Y cómo es eso?
– No sé -dijo Danny Clarke tras pensarlo un momento-. Puede que tuviera algo que ver con aquella chica que desapareció.
– ¿Con Kathy Culver?
– Eso. Con ella.
– ¿Por qué?
El entrenador se volvió hacia el aparato de vídeo y cambió la cinta. Luego tecleó algo en su ordenador.
– Creo que había salido con Horty antes que con Christian, o algo así.
– ¿Y qué ocurrió?
– Horty fue un mal bicho desde el principio. En el último año de carrera descubrí que pasaba droga a mis jugadores: cocaína, hachís, y Dios sabe qué más. Así que lo eché. Más tarde me enteré de que llevaba tres años suministrando esteroides a los muchachos.
«Y una mierda, más tarde», pensó Myron, pero por suerte se guardó la opinión para sus adentros.
– ¿Y qué tuvo que ver Christian en eso?
– Empezó a correr el rumor de que había sido culpa de Christian que hubieran echado a Horty del equipo. Y Horty los alentó, ¿me entiende?, diciéndoles a los chicos que Christian iba a delatarlos a todos por usar esteroides y cosas así.
– ¿Y era verdad?
– No. Dos de mis mejores jugadores aparecieron un día tan colocados que apenas podían ver por dónde andaban, así que decidí tomar cartas en el asunto. Christian no tuvo nada que ver con eso, pero ya sabe cómo son las cosas. Todos sabían que Christian era la estrella. Si quería que le limpiaran el culo, los entrenadores pedían papel higiénico extrasuave Charmin o detergente suavizante Downy.
– ¿Les dijo usted a los chicos que Christian no había tenido nada que ver?
– ¿Y usted cree que eso hubiera servido para algo? -preguntó Danny Clarke haciendo una mueca-. Probablemente hubieran pensado que estaba protegiéndolo, que lo encubría. Lo hubiesen odiado aún más. Mientras no afectara al juego, cosa que no ocurría, no era asunto mío, así que me limité a lavarme las manos.
– Es usted un verdadero educador de carácter, entrenador.
El entrenador respondió lanzándole una mirada furibunda pensada para intimidar a los alumnos de primer año y la vena de la frente comenzó a vibrarle.
– Se está usted pasando de la raya, señor Bolitar.
– Pues no sería la primera vez.
– Yo me preocupo por mis chicos.
– Sí, seguro. Dejó que Horty se quedara siempre y cuando proporcionara drogas peligrosas pero buenas para el juego, y cuando éste fue un paso más allá y empezó a suministrar el tipo de cosas que ejercían un efecto negativo en el terreno de juego, entonces usted se transformó de repente en enemigo acérrimo de las drogas.
– No tengo por qué escuchar todas esas gilipolleces -le espetó Danny Clarke-. Sobre todo viniendo de un vampiro chupasangres que no vale para nada. Salga inmediatamente de mi despacho. Ya.
– ¿Le apetecería ver una película? ¿Algún espectáculo de Broadway?
– ¡Fuera, he dicho!
Myron se marchó. Le encantaba hacer amigos tan fácilmente. La clave estaba en ser amable.
Tenía tiempo de sobra antes de ir a ver al sheriff Jake, así que decidió dar un paseo. El campus era como una ciudad fantasma, pero sin plantas rodadoras corriendo por el suelo. Los estudiantes se habían marchado para disfrutar de las vacaciones de verano. Los edificios parecían tristes y desprovistos de vida. A lo lejos se oían canciones de Elvis Costello procedentes de un equipo de música. Aparecieron dos chicas, las típicas universitarias con pantalones cortos de chándal y tops ajustados. Iban paseando a un perrito peludo, un shih tzu. Parecía el Tío Cosa después de dar quinientas vueltas en la secadora. Myron sonrió y asintió a las chicas al pasar, pero ninguna de ellas se desmayó ni se desnudó al verlo. Sorprendente. El perro, en cambio, le dedicó un gruñido. Sería pariente de Cujo.
Estaba a punto de llegar a su coche cuando vio el cartel:
OFICINA DE CORREOS UNIVERSITARIA
Se detuvo y miró a su alrededor. No había nadie. Mmm, valía la pena intentarlo.
El interior de la oficina de correos estaba pintado con el típico color verde, del mismo tono que los lavabos de la escuela. Había un pasillo en forma de V recubierto de apartados de correos. Se oía una radio a lo lejos pero no lograba distinguir bien el tipo de música, sólo sabía que era un ritmo de bajo intenso y monótono.
Myron se acercó a la ventanilla de correos. Detrás había un chaval sentado con las piernas apoyadas en la mesa. La música procedía de sus orejas. Estaba escuchando la música con un walkman y con aquellos cascos tan pequeños que parecía tener enchufados directamente al cerebro. Tenía las Converse apoyadas sobre la mesa, la gorra de béisbol inclinada como un sombrero a la hora de la siesta. Un libro descansaba sobre el regazo, Operación Shylock, de Philip Roth.
– Buen libro -dijo Myron.
El chico no alzó la vista.
– ¡Buen libro! -repitió Myron pero esta vez gritando a pleno pulmón.
El chico se sacó los auriculares de las orejas y éstos emitieron un leve sonido oclusivo. Tenía la piel blanca y era pelirrojo. Era idéntico a Montgomery de la serie Fama.
– ¿Qué?
– He dicho que buen libro.
– ¿Lo ha leído?
– Y sin mover los labios -asintió Myron.
El chico se quedó de pie y Myron vio que era alto y desgarbado.
– ¿Juegas a baloncesto? -le preguntó Myron.
– Sí -respondió el chico-. Acabo de terminar el primer año de carrera. No he podido jugar mucho.
– Me llamo Myron Bolitar.
El chico lo quedó mirándolo sin comprender.
– Jugué en Duke -añadió.
El chico no hizo más que pestañear.
– No me pidas autógrafos, por favor.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -le preguntó el chaval.
– Me gradué hace diez años.
– Ah -repuso el chico como si eso lo explicara todo.
Myron hizo un rápido cálculo mental y dedujo que el chico tendría unos siete u ocho años cuando Myron ganó el título nacional. De repente se sintió muy viejo.
– Cuando yo jugaba usábamos cestas de melocotones.
– ¿Qué?
– Olvídalo. ¿Podría hacerte unas preguntas?
– Dígame -dijo el chaval tras encogerse de hombros.
– ¿Cuántas horas trabajas en la oficina de correos?
– En verano cinco días a la semana de nueve a cinco.
– ¿Siempre está tan tranquilo esto?
– En esta época del año sí. No hay estudiantes, así que casi no hay correo.
– ¿Clasificas tú mismo el correo?
– Pues claro.
– ¿Haces recogidas?
– ¿Recogidas?
– Del correo de la universidad.
– Sí, pero sólo hay ese buzón de la entrada.
– ¿Ése es el único buzón de toda la universidad?
– Pues sí.
– ¿Has recibido mucho correo de la universidad últimamente?
– Casi nada. Tres o cuatro cartas al día.
– ¿Conoces a Christian Steele?
– He oído hablar de él -dijo el chaval-. Como todo el mundo, ¿no?
– Hace unos días le llegó un sobre de papel manila grande. No llevaba sello postal, o sea que se lo tuvieron que enviar desde la universidad.
– Sí, ya me acuerdo. ¿Qué pasa?
– ¿Has visto quién lo envió? -inquirió Myron.
– No -contestó el chico-, pero fueron los únicos sobres que pasaron por aquí en todo el día.
– ¿Sobres? -dijo Myron ladeando la cabeza.
– ¿Qué?
– Has dicho «sobres». «Los únicos sobres que pasaron por aquí.»
– Sí, dos sobres grandes. Eran iguales menos por la dirección del destinatario.
– ¿Te acuerdas de a quién iba dirigido el otro?
– Y tanto -dijo el chaval-. A Harrison Gordon. Es el decano de alumnos de la universidad.
Capítulo 19
Nancy Serat dejó caer la maleta al suelo y rebobinó la cinta del contestador. Ésta chirrió unos instantes hasta llegar al principio. Había pasado el fin de semana en Cancún, las últimas vacaciones antes de empezar la beca de investigación en la Universidad de Reston, su antigua universidad.
El primer mensaje era de su madre.
– «No quiero molestarte mientras estás de vacaciones, cariño, pero he pensado que te interesaría saber que el padre de Kathy Culver murió ayer. Un atracador le clavó un cuchillo. Es terrible. Bueno, he pensado que querrías saberlo. Llámanos cuando vuelvas. Tu padre y yo queremos invitarte a comer a un restaurante por tu cumpleaños.»
A Nancy le temblaron las piernas. Se derrumbó sobre la silla y apenas logró oír los dos siguientes mensajes: uno del dentista, en el que le recordaba la higiene dental del viernes, y el otro de una amiga que la invitaba a una fiesta.
Adam Culver había muerto. No se lo podía creer. Su madre había dicho que había sido un atraco. Nancy dudó. ¿Habría sido casualidad? ¿O tendría algo que ver con el hecho de que él hubiera ido a verla…?
Calculó los días.
El padre de Kathy la había visitado el mismo día de su muerte.
La voz del contestador la hizo volver de golpe al presente.
– Hola, Nancy. Soy Jessica Culver, la hermana de Kathy. Cuando vuelvas llámame, por favor. Necesito hablar contigo lo antes posible. Estoy en casa de mi madre. El número es el 555-1477. Es muy importante. Gracias.
De repente Nancy sintió frío. Escuchó el resto de mensajes y luego se sentó y se quedó inmóvil durante varios minutos, pensando en lo que podía hacer. Kathy estaba muerta, o al menos eso creía todo el mundo. Y ahora su padre, horas después de haber hablado con Nancy, también había muerto.
¿Qué significaba todo aquello?
Permaneció inmóvil hasta que el único sonido que llenaba la habitación fue su propia respiración entrecortada. Después descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de Jessica.
La oficina del decano estaba cerrada, así que Myron fue a su casa. Era una antigua vivienda de estilo Victoriano con tejas de cedro situada en el extremo occidental del campus. Llamó al timbre y le abrió la puerta una mujer muy atractiva.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo sonriendo con interés.
Llevaba puesto un vestido de color crema hecho a medida. No era joven, pero conservaba una elegancia y un sex appeal que hicieron que a Myron se le secara la garganta. A Myron le entraron ganas de quitarse el sombrero ante una mujer como aquélla pero, como no llevaba, no lo hizo.
– Buenas tardes -dijo Myron-. Querría ver al decano de alumnos, el señor Gordon. Me llamo Myron Bolitar y…
– ¿El jugador de baloncesto? -le interrumpió la mujer-. Y tanto. Debería haberle reconocido al momento.
Elegancia, hermosura, sex appeal y ahora, encima, buenos conocimientos de baloncesto.
– Me acuerdo de verle jugar en la NCAA -prosiguió-. Le animé hasta el final.
– Gracias…
– Cuando se lesionó -dijo negando con la cabeza y con aquel cuello de Audrey Hepburn-, lloré. Tuve la sensación de que una parte de mí también se había lesionado.
Elegancia, hermosura, sex appeal, buenos conocimientos de baloncesto y, encima, sensibilidad. Por si fuera poco, también tenía las piernas largas y unas buenas curvas. En conjunto, todo muy bonito.
– Muy amable por su parte, gracias.
– Es un placer conocerle, Myron.
Incluso su nombre sonaba bien viniendo de aquellos labios.
– Y usted debe de ser la esposa del decano. La encantadora decana.
La mujer se rió ante aquella imitación de Woody Allen.
– Sí, me llamo Madelaine Gordon. Y no, mi marido no está en casa en este momento.
– ¿Sabe si va a llegar pronto?
Ella sonrió como si la pregunta tuviera doble significado y luego le lanzó una mirada que le hizo sonrojarse.
– No -dijo lentamente-, tardará horas en llegar -añadió remarcando expresamente la palabra «horas».
– Bueno, pues entonces no la molesto más.
– No es ninguna molestia.
– Ya vendré en otro momento -dijo Myron.
Madelaine (a Myron le gustaba ese nombre) asintió recatadamente y dijo:
– Espero que sea pronto.
– Ha sido un placer conocerla -dijo Myron.
Menudo donjuán estaba hecho…
– Lo mismo digo -repuso con voz cantarina-. Adiós, Myron.
La puerta se cerró muy despacio, de modo insinuante. Myron se quedó allí de pie durante un momento, tomó varias bocanadas de aire y luego volvió corriendo al coche. ¡Fiu!
Miró el reloj y vio que era hora de ir a ver al sheriff Jake.
Jake Courter estaba solo en la comisaría, que parecía salida de una serie de los cincuenta como Mayberry RFD, excepto porque Jake era negro y en aquella serie nunca había salido ningún negro. Ni en la de Granjero último modelo, ni en ninguna otra de ese tipo. Ni judíos, ni latinos, ni asiáticos ni gente de ninguna otra parte del mundo que no fuera Estados Unidos. Sin embargo, habría sido un buen detalle. Podría haber aparecido un restaurante griego o un tipo que se llamara Abdul y que trabajara en la verdulería de Sam Drucker.
Myron calculó que Jake tendría unos cincuenta y pico. Iba vestido de paisano, sin chaqueta y con el nudo de la corbata suelto. De la cintura le colgaba un barrigón tan inmenso que parecía pertenecer a otra persona. Encima de la mesa tenía esparcidos varios expedientes en carpetas de papel manila, los restos de lo que podría llegar a ser un sándwich y el corazón mordisqueado de una manzana. Jake se encogió de hombros cansinamente y se sonó la nariz con algo parecido a un trapo de cocina.
– Me han llamado -dijo el policía a modo de introducción-. Se supone que debo ayudarle.
– Se lo agradecería mucho -repuso Myron.
– Usted jugó contra mi hijo. Gerard. Del estado de Michigan -dijo Jalee apoyándose en el respaldo de la silla y poniendo los pies encima de la mesa.
– Y tanto -asintió Myron-. Me acuerdo de él. Era muy buen jugador, una bestia en la cancha. Un especialista en defensa.
– El mismo -dijo Jake con orgullo-. No tenía ni idea de encestar, pero siempre sabías que estaba allí.
– Sabía imponer su voluntad -añadió Myron.
– Sí. Ahora es policía. En Nueva York. Detective de segundo grado. Es un buen poli.
– Como su padre.
– Sí-repuso Jake sonriendo.
– Dele recuerdos de mi parte -dijo Myron-. No, aún mejor, dele un codazo en las costillas. Todavía le debo unos cuantos.
Jake echó la cabeza atrás y empezó a reírse.
– Ése es mi Gerard. Los modales nunca fueron su fuerte -reconoció, y volvió a sonarse la nariz con el trapo de cocina-. Pero supongo que no ha venido para hablar de baloncesto.
– No, creo que no.
– ¿Pues por qué no me cuenta de qué va todo esto, Myron?
– Se trata del caso Kathy Culver -dijo-. Estoy investigándolo. Subrepticiamente.
– Subrepticiamente -repitió Jake enarcando una ceja-, menuda palabreja, Myron.
– Sí, es que he estado escuchando cintas de ampliación de vocabulario mientras venía en coche.
– ¿En serio? -dijo Jake antes de volverse a sonar la nariz. Parecía la llamada de apareamiento de una oveja salvaje-. ¿Yqué interés tiene usted en esto, aparte del hecho de que es el representante de Christian Steele y de que salió con la hermana de Kathy?
– Es usted muy minucioso en su trabajo -dijo Myron.
Jake tomó un bocado del sándwich a medio comer que tenía en la mesa y sonrió.
– A todo el mundo le gusta que lo halaguen.
– Christian Steele es un cliente y trato de ayudarle.
Jake se quedó mirándolo, a la espera. Era un viejo truco suyo. Si permanecía callado el tiempo suficiente, el testigo empezaba a hablar de nuevo, a entrar en detalles. Sin embargo, Myron no cayó en la trampa.
Al cabo de un minuto, Jake dijo:
– O sea, vamos a ver. Christian Steele firma un contrato con usted y un día va y le dice: «Mira, Myron, como me has estado chupando el culete tan blanquito que tengo, me gustaría que hicieras como el puto Dick Tracy y encontraras a mi antigua novia que lleva un año y medio desaparecida y que ni los polis ni los federales saben dónde está». ¿Es así como ha ido la cosa?
– Christian no dice tacos -replicó Myron.
– Muy bien, de acuerdo, ¿quiere saltarse los preliminares? Pues saltémoslos, pero si quiere que le ayude, tendrá que colaborar.
– Me parece justo -contestó Myron-. Pero no puedo. Por lo menos de momento.
– ¿Por qué no?
– Porque podría hacerle daño a mucha gente -contestó Myron-. Y probablemente no se trate de nada importante.
– ¿Qué quiere decir con «hacer daño»? -dijo Jake haciendo una mueca.
– No puedo entrar en detalles.
– Y una mierda.
– En serio, Jake. No puedo decirle nada.
Jake volvió a observarlo detenidamente y luego dijo:
– Déjeme que le diga una cosa, Bolitar. No busco ponerme medallas. Soy como mi hijo en la cancha, no llamo la atención pero lo doy todo en mi trabajo. No soy de los que intentan salir en la foto para subir puestos en el escalafón. Tengo cincuenta y tres años y ya no voy a subir más. Puede que esto le parezca pasado de moda, pero creo en la justicia. Me gusta ver que la verdad prevalece. He vivido dieciocho meses con la desaparición de Kathy Culver. Lo sé todo sobre el caso. Y no tengo ni idea de lo que ocurrió aquella noche.
– ¿Qué cree que ocurrió? -le preguntó Myron.
– ¿Se refiere a cuál es mi mejor aproximación basándome en los hechos que conozco? -dijo Jake mientras cogía un lápiz y lo hacía repiquetear contra la mesa.
Myron asintió con la cabeza.
– Ha huido.
– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó Myron sorprendido.
El rostro de Jake empezó a esbozar una sonrisa.
– Eso sólo lo sé yo y usted debe descubrirlo.
– P. T. me dijo que me ayudaría.
Jake se encogió de hombros y les dio otro mordisco a las sobras del sándwich.
– ¿Y qué hay de la hermana de Kathy? Tengo entendido que ustedes dos iban bastante en serio.
– Ahora somos amigos.
– La he visto por la tele -dijo Jake soltando un silbido-. Debe de ser difícil ser amigo de una mujer tan guapa.
– Está usted muy al día de las últimas tendencias, Jake.
– Sí, bueno, me olvidé de renovar la suscripción a la revista Cosmopolitan.
Se miraron el uno al otro durante un rato. Jake volvió a acomodarse en la silla y se puso a mirarse las uñas.
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– Todo -respondió Myron-. Desde el principio.
Jake se cruzó de brazos, inspiró profundamente y empezó a soltarlo todo muy despacio.
– El servicio de seguridad de la universidad recibió una llamada de la compañera de habitación de Kathy Culver, Nancy Serat. Kathy y Nancy vivían en la residencia universitaria Psi Omega. Una buena residencia. Todas eran chicas guapas de pelo rubio y dientes muy blancos. Todas se parecían un poco y tenían más o menos la misma voz. Ya se lo puede imaginar.
Myron asintió y vio que Jake no estaba leyendo ni consultando ningún expediente. Se lo sabía todo de memoria.
– Nancy Serat le contó al agente de seguridad que Kathy Culver llevaba tres días sin aparecer por la habitación.
– ¿Por qué tardó tanto Nancy en llamar? -inquirió Myron.
– Por lo que se ve, Kathy no iba a dormir casi nunca a la residencia. La mayoría de las noches las pasaba en la habitación de su cliente. Ese al que no le gusta decir tacos. -Jake sonrió un segundo-. Sea como sea, su chico y Nancy se pusieron a hablar un día y descubrieron que los dos pensaban que Kathy había estado con el otro. Entonces se dieron cuenta de que había desaparecido y llamaron al servicio de seguridad de la universidad.
»El servicio de seguridad nos avisó, pero al principio nadie se preocupó demasiado. El hecho de que una universitaria falte unos días casi nunca suele implicar algo grave. Pero entonces, uno de los agentes de seguridad encontró sus bragas encima de un cubo de la basura y, bueno, ya sabe lo que ocurrió a partir de ahí. La historia se propagó como una mancha de grasa.
– Leí que se encontró sangre en las bragas -dijo Myron.
– Eso fue una exageración de los medios de comunicación. Había una mancha seca de sangre, probablemente de menstruación. La analizamos y coincidía con el tipo de sangre de Kathy Culver, pero también había semen y suficientes anticuerpos para hacer un análisis sanguíneo y de ADN.
– ¿Tiene algún sospechoso?
– Sólo uno -dijo Jake-. Su chico, Christian Steele.
– ¿Por qué él?
– Por los típicos motivos. Era su novio. Ella iba a su encuentro cuando se esfumó. Nada concreto ni perjudicial, pero de todas formas el análisis del ADN del semen lo descartó como culpable. -Jake abrió una nevera pequeña que tenía detrás-. ¿Quiere una Coca-Cola?
– No, gracias.
Jake cogió una lata y la abrió.
– Ahora voy a decirle lo que probablemente leyó usted en el periódico -prosiguió el sheriff-. Kathy está en una fiesta. Se toma una copa o dos, nada grave, se marcha a las diez de la noche para ir a ver a Christian y desaparece. Fin de la historia. Pero ahora permítame que le dé algunos detalles más.
Myron inclinó el cuerpo hacia delante. Jake tomó un sorbo de Coca-Cola y se limpió la boca con un antebrazo tan grande como el tronco de un roble.
– Según algunas compañeras de la residencia -dijo-, Kathy estaba trastornada. No era ella misma. También sabemos que recibió una llamada telefónica minutos antes de salir de la residencia. Le dijo a Nancy Serat que la llamada era de Christian y que iba a verle. Christian niega haber realizado esa llamada. Todo eso fueron llamadas intrauniversitarias, por lo que no podemos asegurarlo, pero la compañera de habitación dice que Kathy se mostró muy tensa al teléfono, como si no estuviera hablando con su novio, el señor Boquita Limpia.
»Kathy colgó el teléfono y bajó las escaleras con Nancy. Allí posó para hacerse aquella última fotografía por la que ahora se la conoce y luego desapareció para siempre.
Jake abrió el cajón de la mesa y le entregó la foto a Myron. Lógicamente, Myron la había visto cientos de veces. Todos los canales de televisión y periódicos del país habían mostrado la fotografía con mórbida fascinación. Una instantánea de las diez compañeras de residencia. Kathy era la segunda por la izquierda. Llevaba suéter y falda azules y un collar de perlas. Muy pija. Según las compañeras de residencia, Kathy se marchó sola justo después de hacerse la foto. Y ya no volvieron a verla más.
– Bueno -dijo Jake-, o sea que se va de la fiesta. Y sólo una persona afirma haberla visto después de eso.
– ¿Quién? -preguntó Myron.
– Un entrenador del equipo, un tipo llamado Tony Gardola. La vio, curiosamente, entrando en el vestuario del equipo alrededor de las diez y cuarto. Se supone que no debería haber habido nadie en el vestuario a aquella hora. La única razón por la que Tony estaba allí era porque se había olvidado algo. Le preguntó qué iba a hacer allí y ella le dijo que iba a ver a Christian. Tony pensó que no entendía a los chicos de hoy en día y que tal vez querían hacerlo en el vestuario. Tony decidió que era mejor no formular demasiadas preguntas.
»Ése es el último dato seguro acerca de su paradero. También tenemos un posible testigo que afirma haber visto a una mujer rubia con suéter y falda azules por el extremo occidental del campus alrededor de las once de la noche. Estaba demasiado oscuro para poder identificarla con seguridad. El testigo dijo que no la habría visto si no hubiera sido porque parecía tener prisa. No iba corriendo, pero andaba muy rápido.
– ¿En qué parte de la zona occidental del campus? -inquirió Myron.
Jake abrió un expediente y sacó un mapa mientras seguía observando atentamente la cara de Myron como si ésta escondiera alguna pista. Desplegó el mapa y señaló un punto.
– Aquí -dijo-. Delante del Miliken Hall.
– ¿Qué es el Miliken Hall? -preguntó Myron.
– La Facultad de Matemáticas. Cerrada con llave a partir de las nueve. Pero el testigo afirma que se dirigía hacia el oeste.
Myron recorrió el mapa con los ojos en dirección oeste. Había otros cuatro edificios donde se leía: residencias del profesorado. Myron recordó haber pasado por delante aquella misma tarde.
Allí era donde vivía el señor Gordon, el decano de alumnos de la universidad.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jake.
– Nada.
– Y una mierda, Bolitar. Acaba de ver alguna cosa.
– No es nada.
– Muy bien -dijo Jake frunciendo el ceño-. ¿Quiere hacerlo así? Pues entonces apártese de mi vista. Todavía no le he contado algo que sé.
Myron había esperado una reacción así. Tendría que darle algo a cambio a Jake Courter, siempre y cuando Myron pudiera servirse de la información.
– A mí me parece -dijo Myron muy despacio- que Kathy se dirigía más o menos hacia la casa del decano.
– ¿Y?
Myron no respondió.
– Ella trabajaba para él -añadió Jake.
Myron asintió.
– ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
– Bueno, estoy seguro de que tendrá una explicación razonable -dijo Myron-, pero tal vez podría preguntárselo a él directamente. Como usted es tan minucioso en su trabajo…
– ¿Me está diciendo…?
– Yo no le estoy diciendo nada -interrumpió Myron-. Sólo he hecho un comentario.
Jake lo miró de nuevo fijamente y Myron le devolvió la mirada sin inmutarse. Una mera visita por parte de Jake Courter probablemente no revelaría nada del decano, pero por lo menos lo ablandaría un poco.
– Bueno, ¿y qué hay de aquello que iba a decirme?
– Kathy Culver heredó dinero de su abuela -dijo el sheriff tras un momento de duda.
– Veinticinco mil dólares -añadió Myron-. A los tres nietos les tocó lo mismo. En una cuenta de fideicomiso.
– No exactamente -dijo Jake. Se levantó de la silla y se subió los pantalones-. ¿Quiere saber por qué le he dicho que los hechos apuntan a que Kathy huyó?
Myron asintió en silencio.
– El día en que Kathy Culver desapareció, la chica fue al banco -explicó Jake- y sacó toda la herencia. Hasta el último centavo.
Capítulo 20
Myron puso en marcha el coche para volver a Nueva York. Encendió la radio y empezó a sonar un tema clásico de los Wham, Careless Whisper. George Michael se quejaba amargamente en esa canción de que no iba a poder volver a bailar porque, «guilty feet have got no rhythm», es decir, porque los pies culpables no tienen ritmo. Qué profundo, pensó Myron, qué profundo.
Descolgó el teléfono del auto y marcó el número de Esperanza.
– ¿Qué hay? -preguntó Myron.
– ¿Vuelves al despacho?
– Estoy de camino.
– Pues yo no me entretendría demasiado -repuso su secretaria.
– ¿Por qué?
– Tienes a un cliente sorpresa esperándote.
– ¿Quién?
– Chaz Landreaux.
– Se suponía que tenía que estar escondido en Washington.
– Bueno, pues está aquí. Y tiene pinta de estar muy cabreado.
– Pues dile que se relaje. Ahora mismo voy.
– Es así de simple -le dijo Chaz-. Quiero cancelar nuestro contrato.
Comenzó a dar vueltas por el despacho como si fuera un padre esperando ver a su hijo recién nacido. Parecía estar realmente cabreado. Ya no ostentaba aquella sonrisa chulesca y su típico carácter fanfarrón se había reducido a una mirada desconfiada. No paraba de humedecerse los labios con la lengua, de lanzar miradas rápidas y de abrir y cerrar las manos.
– ¿Por qué no me lo explicas todo desde el principio? -dijo Myron intentando descubrir la razón de aquella decisión tan precipitada.
– No hay ningún principio -le espetó Chaz-. Quiero dejarlo. ¿Vamos a tener que pelearnos por eso?
– ¿Qué ha pasado?
– No ha pasado nada. He cambiado de opinión y ya está. Ahora quiero ir con Roy O'Connor de TruPro. Son mejores. Tú me caes bien, pero no tienes tantos contactos como ellos.
– Ya veo.
Se hizo el silencio y Chaz siguió dando vueltas por el despacho.
– ¿Me vas a dar el contrato o qué?
– ¿Cómo te encontraron, Chaz?
– No sé de qué cojones me estás hablando. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? No quiero estar contigo -dijo Chaz muy nervioso, a punto de estallar-. Me quedo con TruPro.
– No va a ser tan fácil -dijo Myron.
– ¿Vamos a tener que pelearnos por eso? -volvió a preguntar.
– Es que no se van a contentar con eso, Chaz. Estás hasta el cuello. Tienes que dejarme que te ayude.
– ¿Ayudarme? -dijo deteniéndose de súbito-. ¿Quieres ayudarme? Pues entonces devuélveme el contrato. Y no intentes fingir que te preocupas por mí, porque lo único que te interesa es sacar tajada.
– ¿De verdad crees eso? -preguntó Myron.
– Es que no lo entiendes, tío -dijo Chaz negando con la cabeza-. No quiero estar contigo, quiero estar con TruPro.
– Lo entiendo. Y, como ya te he dicho antes, no va a ser tan fácil. Estos tipos te tienen pillado por los huevos. Tú te crees que puedes quitártelos de encima haciendo lo que te dicen, pero no puedes. Por lo menos no para siempre. Cada vez que quieran alguna cosa volverán a bajarte los pantalones y te volverán a pillar por los huevos. No se detendrán nunca, Chaz. No pararán hasta que hayan sacado todo lo que puedan de ti.
– Mira, colega, no tienes ni puta idea de nada. Y tampoco tengo por qué explicártelo -dijo acercándose a la mesa pero mirando en otra dirección-. Quiero el puto contrato. Y lo quiero ya.
Myron cogió el teléfono y dijo:
– Esperanza, tráeme el contrato de Chaz. El original. -Luego colgó y se volvió hacia Chaz-. Será un momento.
Chaz no dijo nada.
– No sabes en lo que estás metido -prosiguió Myron.
– Que te den por culo, tío. Sé muy bien en lo que estoy metido.
– Déjame ayudarte, Chaz.
– ¿Y qué puedes hacer tú? -gruñó.
– Puedo pararles los pies.
– Uy, sí, claro. Pues de momento lo has hecho genial.
– ¿Qué ha pasado?
Chaz se limitó a negar con la cabeza como única respuesta.
Esperanza entró y le dio a Myron el contrato, quien, a su vez, se lo entregó a Chaz. Éste lo cogió y se fue directo hacia la puerta.
– Lo siento, Myron, pero así van las cosas.
– No puedes ganarles, Chaz. Tú solo no. Te lo quitarán todo hasta dejarte seco.
– No te preocupes por mí. Sé cuidar de mí mismo.
– No creo que puedas.
– Mantente al margen, ¿me oyes? Ahora ya no es asunto tuyo.
Chaz se marchó sin mirar atrás. Cuando ya se había ido, Win abrió la puerta que había entre la sala de reuniones y el despacho de Myron.
– Qué conversación más interesante -dijo Win.
Myron asintió sin decir nada, absorto en sus pensamientos.
– Hemos perdido a un cliente -añadió Win-. Pues bueno, ¿y qué?
– No es tan sencillo, Win.
– Ahí es donde te equivocas -repuso Win al momento-. Es muy sencillo. Te ha abandonado para fichar por otra agencia. Tal y como ha dicho él mismo: «Ahora ya no es asunto tuyo».
– A Chaz lo están presionando.
– Y tú te has ofrecido a ayudarle y él se ha negado.
– Es un chaval asustado.
– Es un adulto que toma sus propias decisiones, una de las cuales ha sido mandarte a la mierda.
– Ya sabes lo que le harán -dijo Myron alzando la vista para mirar a Win.
– En este mundo cada uno puede hacer lo que quiera, Myron. Landreaux decidió aceptar el dinero cuando iba a la universidad. Y ahora ha decidido volver con ellos.
– ¿Lo seguirías?
– ¿Cómo dices?
– Si seguirías a Chaz. Para ver adonde lleva ese contrato.
– Te estás complicando la vida, Myron. Olvídalo.
– No puedo. Sabes que no puedo.
– Supongo que sí -dijo lentamente Win asintiendo con la cabeza. Luego se quedó un momento pensando antes de continuar-: Lo haré por el bien de nuestra empresa -dijo-. Por los ingresos extra que pueda reportarnos. Si conseguimos que Landreaux vuelva a nuestro corral tendremos más beneficios. Puede que te lo pases bien jugando a ser un superhéroe, pero por lo que a mí respecta, esto no es ninguna cruzada moral. Yo sólo lo hago por el dinero. Ésa es la única razón, el dinero.
– No querría que fuera de otra manera -dijo Myron asintiendo.
– Perfecto. Me gusta que tengamos las cosas claras. Y ahora quiero que te quedes con esto.
Win le dio una Smith & Wesson del 38 y una pistolera de sobaco. Myron se la puso. Llevar una pistola era realmente molesto, pero el peso le hacía sentirse bien, como si tuviera una especie de burbuja protectora a su alrededor. A veces, esa sensación se te podía subir a la cabeza y llegar a hacerte sentir invencible.
Y entonces era cuando te pelaban.
– Ve con mucho cuidado -le dijo Win-. En la calle ya lo sabe todo el mundo.
– ¿Qué es lo que sabe todo el mundo?
– Han puesto precio a tu cabeza -contestó Win como quien no quiere la cosa-. Treinta mil dólares para quien te liquide.
– ¿Treinta mil? -dijo Myron con una mueca de extrañeza-. Joder, que fui federal. Debería valer sesenta o setenta mil por lo menos.
– La economía va mal. Son malos tiempos.
– ¿Y por eso estoy de rebajas?
– Eso parece, sí.
Myron abrió el revólver y comprobó las balas. Tal y como se imaginaba. Win había cargado la pistola con balas dum-dum, balas con la punta perforada hasta el plomo. No bastaba con usar balas de punta hueca Winchester Silvertip, Win había tenido que amañarlas para darles un poco más de potencia.
– Éstas son ilegales.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Win con la mano en el pecho-. Es horrible.
– E innecesario.
– Si tú lo dices…
– Lo digo.
– Son eficaces.
– No las quiero -dijo Myron.
– Muy bien -dijo dándole balas normales-, pero harás el panoli.
Capítulo 21
Jessica escuchó el mensaje que tenía en el contestador.
«Hola, Jessica: soy Nancy Serat. Siento muchísimo lo de tu padre. Era un hombre muy bueno. No me lo puedo creer. Estuvo aquí el mismo día de su muerte. Es todo muy raro. Estaba tan nostálgico aquel día. Me contó lo del suéter amarillo que le regaló a Kathy. Qué historia tan bonita. Me gustaría haber podido ser de más ayuda. Es que me resulta increíble… bueno, me estoy enrollando demasiado, lo siento. Siempre me pasa cuando me pongo nerviosa. Hoy estaré fuera hasta las diez de la noche. Puedes venir a verme a esa hora o llamarme por teléfono. Adiós.»
Jessica rebobinó el mensaje y volvió a escucharlo. Y después otra vez. Nancy Serat había visto a su padre la mañana del día de su muerte.
¿Otra coincidencia?
Jessica no lo creía.
Myron llamó a su madre.
– Estaré fuera varios días.
– ¿Qué?
– Estaré en casa de Win.
– ¿En la ciudad?
– Sí.
– ¿En la ciudad de Nueva York?
– No, mamá, en la ciudad de Kuwait.
– Oye, no te pases con tu madre, resérvatelo para tus amigos -dijo-. ¿Y por qué te vas a dormir a la ciudad?
Mmm. ¿Debía decirle la verdad? «Porque, mamá, un mañoso ha puesto precio a mi cabeza y no quiero poneros en peligro.» No, mejor que no. A lo mejor se preocupaba.
– Es que voy a tener que trabajar hasta tarde varias noches.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Ve con cuidado, Myron. No andes solo por la calle de noche.
En ese momento, Esperanza abrió la puerta y dijo en voz alta para que su madre pudiera oírlo:
– Llamada urgente por la línea tres.
– Mamá, tengo que colgar. Tengo una llamada urgente.
– Llámanos.
– Lo haré -aseguró. Luego colgó y le dijo a Esperanza-: Gracias.
– No hay de qué.
– ¿Ha llamado alguien de verdad?
– Es Timmy Simpson otra vez -dijo Esperanza asintiendo con la cabeza-. He intentado ocuparme de él, pero dice que su problema requiere tu atención.
Timmy Simpson era un shortstop que acababa de fichar para los Red Sox y un auténtico capullo de la liga de béisbol.
– Hola, Timmy.
– Hombre, Myron, llevo dos putas horas esperando tu llamada.
– Estaba fuera. ¿Cuál es el problema?
– Estoy aquí, en Toronto, bueno, en el Hilton. Y este hotel no tiene agua caliente.
Myron aguardó unos segundos y luego dijo:
– ¿Lo he oído bien, Timmy? ¿Me acabas de decir que…?
– Es increíble, ¿verdad? -gritó Timmy-. Me meto en la ducha, ¿vale?, me espero cinco minutos, luego diez, y el agua sigue de un frío que te cagas, Myron. Congelada. Bueno, al final llamo a recepción, ¿vale?, y un pringao de director me dice que tienen algún problema con las tuberías. Algún problema con las tuberías, Myron, como si estuviera en un puto camping de caravanas o algo así. Y entonces le digo: «¿Cuándo lo van a arreglar?». Y va el tío y me mete un rollo tremendo para acabar diciéndome que no lo sabe. ¿Te puedes creer una putada así?
«No», pensó Myron.
– Timmy, una cosa: exactamente, ¿para qué me llamas?
– Dios mío, Myron, soy un profesional, ¿no? Y estoy metido en este cuchitril sin agua caliente. O sea, ¿es que no hay nada en mi contrato que me pueda solucionar esto?
– ¿Como una cláusula de agua caliente? -dijo Myron.
– O algo. O sea, venga ya. ¿Pero qué se piensa esta gente? Tengo que ducharme antes de jugar un partido. Una ducha con agua caliente. ¿Es eso pedir demasiado? O sea, es que ¿qué se supone que debo hacer ahora?
«Meter la cabeza en la taza del váter y tirar de la cadena», pensó Myron mientras se masajeaba las sienes con las yemas de los dedos.
– Veré lo que puedo hacer, Timmy.
– Habla con el director del hotel, Myron. Hazle ver la importancia del asunto.
– Por lo que a mí respecta -dijo Myron-, los huérfanos de la Europa del Este son un mero problemilla sin importancia comparado con esto, pero si el agua caliente no vuelve pronto, vete a otro hotel. Ya le pasaremos la cuenta a los Red Sox.
– Buena idea. Gracias, Myron.
¡Clic!
Myron se quedó mirando el teléfono. Increíble. Se apoyó en el respaldo de la silla y pensó en cómo solucionar aquellos tres grandes problemas: el abandono de Chaz Landreaux, la posible reaparición de Kathy Culver y las tuberías del Hilton de Toronto. Decidió renunciar al tercero. No se puede estar en todo.
Problema número uno: Chaz Landreaux se iba con Frank Ache. Sólo había una manera de solucionar aquello: con la ayuda de Herman, su hermano mayor.
Myron descolgó el teléfono y marcó un número. Todavía se lo sabía de memoria. Lo cogieron tras el primer tono de llamada.
– La Taberna de Clancy.
– Soy Myron Bolitar. Querría hablar con Herman.
– Un momento -dijo la voz. Y, al cabo de cinco minutos, prosiguió-: Mañana. A las dos en punto.
¡Clic! No hacía falta dar una respuesta. Fuese la hora que fuese a la que Herman Ache accediera a hablar contigo, a ti te iba bien.
Problema número dos: Kathy Culver. La revista Pezones había sido enviada desde un buzón de la universidad. Y no sólo se la habían enviado a Christian Steele, sino también al decano Harrison Gordon. ¿Por qué? Myron sabía que Kathy había trabajado en la oficina del decano. ¿Acaso tuvo que hacer algo más aparte de ordenar expedientes? ¿Un lío, tal vez? ¿Y qué pasaba con la encantadora esposa del decano? ¿Llevaría sujetador?
Myron estaba desviándose del tema.
El denominador común de todo el asunto era el anuncio de la revista Pezones. Gary Grady afirmaba que no tenía nada que ver con él. Quizá dijera la verdad, quizá no, pero fuera como fuera, la foto tuvo que pasar por manos de Fred Nickler. El bueno de Freddy estaba en el meollo de todo aquello.
Myron consultó el número y lo marcó.
– HDP. ¿Dígame?
– Querría hablar con Fred Nickler.
– ¿De parte de quién?
– De Myron Bolitar.
– Un momento, por favor.
Pasó un minuto y entonces escuchó la voz de Fred Nickler.
– ¿Sí, diga?
– Señor Nickler, soy Myron Bolitar.
– Hola, señor Bolitar. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Me gustaría pasar a verle para hacerle unas cuantas preguntas más sobre el anuncio.
– Me temo que ahora mismo estoy ocupado, Myron. ¿Por qué no llama mañana? Tal vez podamos quedar para vernos en algún momento.
Silencio.
– ¿Myron? ¿Está ahí?
– ¿Sabe quién hizo esa fotografía, señor Nickler?
– Por supuesto que no.
– Su amigo Jerry dice que no sabe nada de ella.
– Myron, por favor. Usted es un hombre de mundo. ¿Qué esperaba que le dijera?
– Dice que no tuvo nada que ver con que esa foto saliera en el anuncio.
– Bueno, pues eso es imposible. Él es el anunciante y fue él quien me envió la foto.
– ¿Entonces usted tiene una copia de la foto?
– Tiene que estar en algún archivo -dijo Nickler tras una breve pausa.
– ¿No podría buscarla y me paso a recogerla?
– Oiga, señor Bolitar, no me gustaría parecer maleducado, pero es que ahora mismo estoy muy ocupado. Será la misma fotografía que usted vio en el anuncio.
– La foto de Kathy sólo aparecía en Pezones -dijo Myron.
– ¿Cómo dice?
– La fotografía. No estaba en ninguna de sus revistas. Sólo en Pezones.
– ¿Y qué? -dijo tras unos instantes de silencio, pero con un tono de voz vacilante.
– Pues que el mismo anuncio aparecía en las seis revistas. La misma página exactamente, a excepción de un ligero cambio en Pezones. Alguien cambió una sola fotografía de la fila inferior. Alguien cambió una foto por otra sólo en esa revista y en ninguna más. ¿Por qué?
Fred Nickler tosió.
– De verdad que no lo sé, señor Bolitar. ¿Sabe qué? Lo comprobaré y le contaré lo que descubra. Tengo un trillón de llamadas esperando. Tengo que colgar, adiós.
Otro «¡clic!» más.
Myron se apoyó en el respaldo de su silla. Fred Nickler estaba empezando a ponerse frenético.
Con una mano temblorosa, Fred Nickler marcó el número. Tras tres tonos de llamada, alguien cogió el teléfono.
– Policía del condado.
Fred carraspeó y dijo:
– Con Paul Duncan, por favor.
Capítulo 22
Las nueve de la noche.
Myron llamó a Jessica y le contó lo que había descubierto acerca del decano.
– ¿De verdad crees que Kathy tenía un lío con el decano? -le preguntó Jessica.
– No lo sé, pero después de ver a su mujer, lo dudo.
– ¿Es guapa?
– Mucho -dijo Myron-. Y además sabe de baloncesto. Dice que hasta lloró cuando me lesioné.
– La mujer perfecta -replicó Jessica con desdén.
– ¿Acaso detecto ciertos celos en tu tono de voz?
– Sigue soñando -dijo Jessica-. El hecho de que un hombre esté casado con una mujer muy guapa no significa que no pueda tener líos con universitarias.
– No te lo discuto. Pero entonces la pregunta es: ¿por qué al señor Gordon le enviaron la revista?
– No tengo ni idea -repuso ella-, pero también yo he descubierto hoy algo interesante. Mi padre fue a ver a Nancy Serat, la compañera de habitación de Kathy, la mañana del día en que murió.
– ¿Por qué?
– Todavía no lo sé. Nancy me ha dejado un mensaje en el contestador y voy a ir a verla dentro de una hora.
– Muy bien. Llámame si descubres alguna cosa más.
– ¿Dónde vas a estar? -preguntó Jessica.
– Trabajo hasta tarde en Chippendale's -dijo Myron-. Nombre en clave: Zorro.
– Debería ser Colita.
– Cómo te pasas.
Se produjo un silencio incómodo entre ambos y, al final, Jessica dijo con un tono de voz lo más neutro que pudo:
– ¿Por qué no te vienes a casa esta noche?
– Acabaré muy tarde -respondió Myron con el corazón a cien por hora.
– No pasa nada. Últimamente no duermo mucho. Sólo tienes que llamar a mi ventana, Zorro.
Y colgó el teléfono. Durante los siguientes cinco minutos, Myron se quedó sentado inmóvil, pensando en Jessica. Habían empezado a salir juntos un mes antes de que él terminara la carrera. Ella se quedó con él. Lo amó. Él la apartó de sí con alguna excusa machista sobre protegerla, pero ella no se fue. Por lo menos no entonces.
Esperanza abrió la puerta sin llamar. Le miró a la cara y le espetó:
– Para ya.
– ¿Qué?
– Que ya vuelves a poner esa cara.
– ¿Qué cara?
– Esa cara tan patética de cachorrito enamorado -dijo imitándolo.
– No estaba poniendo ninguna cara.
– Ya. Me das asco, Myron.
– Gracias.
– ¿Sabes lo que pienso? Creo que estás más interesado en volver con Jessica que en encontrar a su hermana.
– Madre mía, ¿pero qué narices te ocurre?
– Yo estuve ahí, ¿te acuerdas? Cuando ella se marchó.
– Oye, que ya soy mayorcito. Ya sé cuidar de mí mismo.
– Otra vez el mismo déjà-vu -dijo Esperanza haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Qué?
– Que ya sabes cuidar de ti mismo. Y una mierda. Pareces Chaz Landreaux. Los dos tenéis la misma cabezota.
La tez morena de Esperanza le hizo pensar en noches hispanas, en arena dorada, en lunas llenas sobre cielos sin estrellas. Entre ambos se habían producido momentos de tentación, pero se habían percatado a tiempo de lo que podía acabar implicando y se habían echado atrás. Aparte de Win, Esperanza era su mejor amiga y Myron sabía que su preocupación era auténtica.
Decidió cambiar de tema y preguntó:
– ¿Has entrado sin llamar por alguna razón en concreto?
– He encontrado una cosa.
– ¿Qué?
Esperanza empezó a leer un bloc de notas. Myron no sabía por qué tenía un bloc de notas, ya que Esperanza no tenía ni idea de escribir cartas dictadas ni de mecanografiar.
– He conseguido rastrear el otro número al que llamó Gary Grady después de que lo fueras a ver a su casa. Pertenece a un estudio fotográfico que se llama, atención, Global Globes Photos. Está en la Décima Avenida, cerca del túnel.
– Es una zona sórdida.
– La que más -dijo Esperanza-. Creo que el estudio está especializado en pornografía.
– Siempre va bien tener una especialización. -Myron miró la hora-. ¿Se sabe algo de Win?
– Aún no.
– Déjale la dirección del fotógrafo en el contestador. A lo mejor acaba a tiempo de venir conmigo.
– ¿Vas a ir esta noche? -preguntó Esperanza.
– Sí.
Esperanza cerró el bloc de golpe y dijo:
– ¿Te importa si te acompaño?
– ¿Al estudio fotográfico?
– Sí.
– ¿No tienes clase esta noche?
Esperanza estudiaba por las noches la carrera de Derecho en la Universidad de Nueva York.
– No. Y ya he hecho todos los deberes, papá. De verdad.
– Venga, cállate y vámonos.
Capítulo 23
Aquello era Putilandia.
Las había de todas las clases. Blancas, negras, asiáticas, latinas… era como las Naciones Unidas de la prostitución. La mayoría eran jóvenes, muy jóvenes, y andaban como podían con tacones demasiado altos, como niñas jugando a vestirse de mayores, lo que, en cierto sentido, así era. La mayoría eran delgadas y estaban secas, con marcas de pinchazos por todo el brazo como si fueran picaduras de insecto y con la piel estirada en torno a los pómulos, lo que les daba un aspecto cadavérico estremecedor. Tenían los ojos vacíos y hundidos, y el pelo desprovisto de vida y del color de la paja.
– ¿No ven que con una muerta lo quieren hacer? -murmuró Myron.
Esperanza se quedó callada, pensando, y al final dijo:
– Ésa no me la sé.
– Es de Fontine, de Los Miserables. El musical.
– Yo no puedo permitirme ir a ver musicales de Broadway porque mi jefe es un tacaño.
– Sí, pero es muy guapo.
Myron se quedó mirando cómo una chica rubia con unos leotardos de los años sesenta negociaba con un tipejo que iba en una ranchera Ford. Conocía su historia. Había visto a chicas (a veces chicos) como ella bajarse del autocar en la estación de Port Authority de Nueva York. Un autocar Greyhound que había partido de Virginia Occidental o de la zona oeste de Pensilvania o de aquella gran expansión de terreno árido a la que los habitantes de Nueva York denominaban Medio Oeste o región central de Estados Unidos. Se había escapado de casa, tal vez para huir de los abusos, o porque estaba aburrida y sentía que «estaba hecha» para la gran ciudad. Se había bajado del autocar con una amplia sonrisa en el rostro, boquiabierta y sin un centavo. Los chulos la habrían visto venir y habrían esperado con la paciencia de un buitre. Y, llegado el momento oportuno, descenderían para quedarse con su carroña. Le enseñarían la Gran Manzana, le buscarían un lugar donde dormir, un poco de comida, una ducha caliente, tal vez una habitación con jacuzzi, luces resplandecientes, un reproductor de CD último modelo y televisión por cable con mando a distancia. Le habrían prometido arreglarle una cita con un fotógrafo y contratarla para unos cuantos pases de modelos. Luego le habrían enseñado cómo pasarlo bien en una fiesta. Cómo pasarlo realmente bien, no las tonterías que había hecho en su pueblucho con un poco de cerveza y un chico de último curso repleto de espinillas manoseándola en el asiento trasero de una camioneta. Le habrían enseñado cómo pasarlo en grande con material de primera calidad, el polvo blanco número uno.
Pero luego las cosas cambiaban. Alguien tenía que pagar por toda aquella fiesta. Se le acabaría el trabajo de modelo y no podría ir de gorrona para siempre. Además, ir de fiesta pasaría a ser una necesidad antes que un lujo. Como comer o como respirar. Ya no podría seguir viviendo sin una raya o un chute de su aguja favorita.
Y antes de que pudiera darse cuenta caía al vacío y tocaba fondo. Y una vez allí ya no tenía la fuerza necesaria, ni las ganas, de levantarse de nuevo.
Acababa sus días allí.
Myron aparcó el coche.
Esperanza y él salieron del vehículo poco a poco. A Myron se le revolvió el estómago. Era de noche, claro. Aquellos lugares sólo existían por la noche y desaparecían con la llegada del día.
Myron nunca había estado con una prostituta, pero sabía que Win había contratado sus servicios en numerosas ocasiones. A Win le gustaba por lo práctico que resultaba. Normalmente iba a un burdel asiático de la Calle 8 llamado Noble House. A mediados de los ochenta, Win y unos cuantos amigos suyos solían enfrascarse en lo que llamaban «una noche china» en el apartamento de Win. Pedían comida china de algún restaurante como Hunan Garden y mujeres de Noble House. En realidad, Win no sentía nada por las mujeres. No confiaba en ellas. Lo que él quería era prostitutas. No sólo por la falta de compromiso, porque Win no dejaba nunca que las mujeres llegaran a tenerle cariño, sino porque las prostitutas eran de usar y tirar, desechables.
Myron no creía que Win siguiera organizando aquellas fiestas, y aún menos con todas las enfermedades que corrían ahora, pero tampoco estaba seguro. Nunca hablaban de ese tema.
– Qué lugar más bonito -dijo Myron-. Tiene unas vistas pintorescas.
Esperanza asintió en silencio.
Pasaron por delante de un club nocturno. La música estaba lo bastante alta como para abrir grietas en la acera. Un quinceañero o quinceañera, Myron no supo distinguirlo, con el pelo verde y pinchos, chocó con él. Parecía la Estatua de la Libertad. A su alrededor había un montón de motocicletas, piercings en la nariz y en los pezones, tatuajes y cadenillas. Un coro constante de prostitutas diciéndole «hola, ricura» lo acribillaba desde todas direcciones y sus rostros se difuminaban formando una masa de desechos humanos. Aquel lugar era como una feria ambulante de monstruos.
En el cartel que había sobre la puerta rezaba: CLUB Q.T.D.N. El logotipo era una mano con el dedo corazón levantado. Qué sutil. En una pizarra se leía lo siguiente:
¡NOCHE HEAVY «MEDICAL»!
¡CONCIERTOS EN DIRECTO!
Con la participación de las bandas locales:
PAPANICOLAU y TERMÓMETRO RECTAL
Myron logró entrever el interior a través de la puerta abierta. La gente no bailaba, sino que saltaba arriba y abajo con las cabezas colgando como si tuvieran gomas de pollo en lugar de cuello y con los brazos pegados a los lados del cuerpo. Myron se fijó en un chaval, que debería de tener unos quince años, perdido entre la multitud y con la melena pegada a la piel por el sudor. Se preguntó si el grupo que estaba tocando sería Papanicolau o Termómetro Rectal. Daba igual. Sonaba como si alguien hubiera metido un cochinillo en una picadora.
La escena parecía sacada de una mezcla de las novelas de Dickens y Blade Runner.
– El estudio está en la puerta de al lado -dijo Esperanza.
El edificio era una casa o almacén pequeño de piedra rojiza hecha un desastre. Por las ventanas se asomaban prostitutas como si fueran restos de adornos navideños.
– ¿Es aquí? -preguntó Myron.
– En el tercer piso -contestó Esperanza, a quien aquel ambiente no parecía afectarle lo más mínimo.
Claro que ella se había criado en calles no mucho mejores que aquélla. Mantenía una expresión de calma total. Esperanza nunca mostraba su debilidad. A menudo se ponía hecha una furia, pero en todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Myron nunca la había visto llorar, aunque ella a él sí.
Myron se acercó a la entrada del edificio. Una prostituta con graves problemas de sobrepeso, encorsetada en un body que la hacía parecer un salchichón, se lamió los labios mientras lo miraba y se le puso delante.
– Eh, tú, ¿quieres una mamada? Cincuenta pavos.
Myron trató de no cerrar los ojos ante aquella visión.
– No -dijo en voz baja y bajando la mirada. Hubiera querido ofrecerle palabras sabias, palabras que pudieran transformarla, cambiar su situación, pero en lugar de eso se limitó a decir-: Lo siento -y pasó junto a ella a toda prisa.
La chica obesa se encogió de hombros y siguió su camino.
No había ascensor, pero no le sorprendió mucho. Las escaleras estaban llenas de gente tirada por el suelo, la mayoría inconsciente o tal vez muerta. Myron y Esperanza subieron por ellas con cuidado de no pisar a nadie. Una algarabía de música, desde Neil Diamond hasta lo que podía haber sido Papanicolau, salía del pasillo a todo volumen. También se oían más cosas. Botellas rotas, gritos, palabrotas, ruidos estrepitosos, el llanto de un niño… Parecía el hilo musical del infierno.
Al llegar a la tercera planta vieron una oficina rodeada de paredes de cristal. No había nadie dentro, pero las fotografías colgadas en la pared, por no hablar del látigo y las esposas, dejaban claro qué era lo que estaban buscando. Myron probó a abrir la puerta haciendo girar el pomo y éste cedió.
– Tú quédate aquí afuera -dijo Myron.
– De acuerdo -contestó Esperanza.
– ¿Hola? -dijo Myron entrando en la oficina.
No obtuvo respuesta, pero oyó música en la habitación de al lado. Sonaba como música calipso. Volvió a llamar y entró en el estudio.
Myron se quedó asombrado al ver lo bien montado que estaba todo. Allí reinaba la limpieza, estaba muy bien iluminado y había uno de esos paraguas blancos que siempre hay en los estudios fotográficos. También había media docena de cámaras colocadas en trípodes, y más allá varios focos de colores.
Lógicamente, el entorno del estudio no fue lo primero que le llamó la atención, sino la mujer desnuda que había sentada en una moto. Para ser exactos, no estaba del todo desnuda, porque llevaba un par de botas negras. Nada más. No era el semblante que pudiera lograr cualquier mujer, pero a ella parecía sentarle bien. La mujer todavía no le había visto porque estaba concentrada en la lectura de la revista que tenía en la mano, The National Sun. El titular rezaba: «Chico de dieciséis años se convierte en abuela». Mmm. Se acercó unos pasos más. Tenía los pechos grandes, muy a lo Russ Meyer, aunque Myron logró distinguir unas cicatrices bajo aquellas enormes prominencias. La silicona, el principal accesorio de belleza de los ochenta.
La mujer levantó la mirada y se sobresaltó.
– Hola -dijo Myron con una cálida sonrisa.
La mujer chilló con un tono muy agudo y penetrante.
– ¡Salga de aquí ahora mismo! -gritó cubriéndose los pechos.
Modestia. Algo tan raro de ver que le hizo gracia encontrarla en aquella mujer.
– Me llamo… -empezó a decir Myron.
Ella volvió a soltar un grito ensordecedor. Myron oyó un ruido detrás de él y se dio la vuelta de inmediato. Un chaval flacucho que iba desnudo de cintura para arriba se puso en pie sonriendo. Sacó una navaja automática y esbozó una sonrisa psicópata. Su constitución a lo Bruce Lee titilaba bajo la luz de los focos. Se medio agachó y le hizo señas a Myron para que se acercara. Al estilo de West Side Story. Sólo faltaba que el chaval chasqueara los dedos.
Se abrió otra puerta a través de la que salía una luz roja y por ella apareció una mujer. Tenía el pelo rizado y de color rojo, pero Myron no estaba seguro de si era su color verdadero o si le parecía rojo por la luz del cuarto oscuro.
– Has entrado en propiedad privada sin permiso -le dijo a Myron-. Hector tiene derecho a matarte aquí mismo.
– No sé dónde se sacó usted la carrera de derecho -le dijo Myron-, pero si Hector no va con cuidado, voy a tener que quitarle su juguetito y metérselo por donde le quepa.
Hector comenzó a reírse tontamente y a pasarse la navaja de una mano a otra.
– Guau -dijo Myron al ver aquella acrobacia.
La modelo desnuda se marchó corriendo al vestidor, señalado muy ingeniosamente con un cartel que indicaba: desvestidor. La mujer del cuarto oscuro entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Efectivamente, el pelo era rojo, aunque más bien castaño rojizo oscuro. Tenía lo que podría llamarse un cutis de seda. De unos treinta y algo y, por extraño que pueda parecer, tenía un aspecto desenfadado. Era como la Katie Couric del mundo del porno.
– ¿Es usted la propietaria? -preguntó Myron.
– Hector es muy hábil con la navaja -repuso fríamente-. Es capaz de arrancarle el corazón a una persona y mostrárselo mientras muere.
– Eso debe animar cualquier fiesta.
Hector se le acercó un poco más. Myron no se movió ni un centímetro.
– Yo podría demostrarle mi habilidad en artes marciales -empezó a decir Myron. Acto seguido desenfundó la pistola y la apuntó al pecho de Hector-, pero me acabo de duchar.
Hector puso unos ojos como platos.
– A ver si aprendes la lección, navajero -prosiguió Myron-. La mitad de la gente que vive en este edificio probablemente lleve pistola y en cambio tú vas por ahí con ese juguete. Un día de éstos alguien menos bondadoso que yo te va a liquidar.
A la pelirroja el arma no pareció impresionarle.
– Salga de aquí -le dijo a Myron-. Ahora mismo.
– ¿Es usted la propietaria? -volvió a preguntar Myron.
– ¿Tiene una orden de registro?
– No soy policía.
– Entonces salga de aquí cagando leches.
Aquella mujer se ondulaba mucho al hablar, moviendo sin descanso las caderas y las piernas. Le hizo una señal a Hector, quien cerró la navaja automática.
– Puedes irte, Hector.
– No tan rápido, Hector -dijo Myron-. Métete en el cuarto oscuro. No quiero que ni se te pase por la cabeza la idea de volver con una pistola.
Hector miró a la pelirroja. Ésta le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y Hector obedeció.
– Cierra la puerta -ordenó Myron.
La cerró. Myron echó el cerrojo.
– ¿Satisfecho?
– Eufórico, diría yo.
– Pues ahora márchese.
– Oiga -dijo Myron haciendo gala de su cálida sonrisa derrite mujeres-, no quiero causar problemas. He venido para comprar unas fotografías. Me llamo Bernie Worley. Trabajo para una nueva revista porno.
– ¿Es que tengo cara de tonta o qué? -preguntó la mujer haciendo una mueca-. Bernie Worley ha venido para comprar fotos. ¡Venga ya, hombre!
De repente se oyó mucho ruido. Ruido de gente, de mucha gente. Demasiado jaleo, incluso para aquel lugar. Procedía del pasillo. Donde había dejado a Esperanza. Sola.
Myron dio media vuelta y salió corriendo con el corazón en la boca. Si le había pasado algo…
Abrió la puerta de golpe. Esperanza estaba rodeada de un montón de gente, la mayoría de rodillas en el suelo. Y ella estaba ahí en medio, sonriendo y -casi no se lo podía creer- firmando autógrafos.
– ¡Es Pocahontas! -chilló alguien.
– Pon «con cariño para Manuel» en el mío.
– ¡Sigues siendo mi preferida!
– Me acuerdo de cuando ganaste a la Reina Carimba. ¡Menudo combate!
– Hannah la Bandolera, qué luchadora más guarra. La hubiera matado cuando te tiró sal a los ojos.
Esperanza vio a Myron, se encogió de hombros y siguió firmando cajas de cerillas y trozos de papel. La pelirroja apareció por la puerta y cuando vio a Esperanza se le iluminó la cara.
– ¿Poca?
– ¿Lucy? -dijo Esperanza al verla mirando por encima del hombro.
Las dos se dieron un abrazo y entraron en el estudio con Myron detrás.
– ¿Dónde has estado, chica? -dijo Lucy.
– Pues por ahí, trabajando.
Las dos se dieron un beso, en los labios. Un pelín demasiado largo. Esperanza se volvió y dijo:
– ¿Myron?
– ¿Eh?
– Se te van a salir los ojos de las cuencas.
– ¿Ah, sí?
– No te lo he contado todo sobre mí.
– Por lo que se ve, no -dijo-. Pero por lo menos ahora entiendo por qué mi increíble belleza no ha impresionado a tu amiga.
Ambas mujeres se rieron al oír aquel comentario.
– Lucy, te presento a Myron Bolitar.
Lucy lo miró de arriba abajo y dijo:
– ¿Es tu novio?
– No. Un buen amigo. Y también mi jefe.
– Se parece mucho a un tipo que conocí que trabajaba en un espectáculo algo pervertidillo en un club al final de esta calle. Tenía una escena en la que se meaba encima de varias mujeres a la vez.
– No era yo -se apresuró a decir Myron-. Ya tengo bastante con intentar mear en un urinario público.
Lucy volvió a centrarse en Esperanza.
– Tienes buen aspecto, Poca.
– Gracias.
– Has dejado lo de la lucha libre, ¿no?
– Sí, del todo.
– ¿Aún te entrenas?
– Siempre que puedo.
– ¿En Nautilus?
– Sí.
– Ya se nota -repuso Lucy con una sonrisa picarona-. Estas buenísima.
Myron se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Eh, visteis el último partido de los Knicks?
Las dos mujeres lo ignoraron.
– ¿Todavía sacas fotos de las luchadoras? -preguntó Esperanza.
– No, casi nunca. Ahora trabajo básicamente en esta porquería.
Esperanza volvió a mirar a Myron y le explicó:
– Lucy no es su verdadero nombre, pero la llamamos así por el pelo. Era quien hacía las fotos a las luchadoras.
– Sí, eso he entendido -dijo Myron-. ¿Crees que podrá ayudarnos?
– ¿Qué queréis saber? -preguntó Lucy.
Myron le dio el ejemplar de Pezones y le señaló la fotografía de Kathy.
– Quiero saber todo lo que tenga que ver con esto -dijo.
Lucy observó la foto detenidamente un instante.
– ¿Es policía? -le preguntó a Esperanza.
– Es representante deportivo.
– Ah -dijo como si eso lo explicara todo-. Lo digo porque esto podría causarnos problemas.
– ¿Por qué? -inquirió Myron.
– Por la fotografía. La chica está en topless.
– ¿Y?
– Pues que es ilegal. No se pueden poner chicas en topless en los anuncios de líneas eróticas. El gobierno nos va a meter un puro si se entera.
– ¿Has dicho «nos»? -preguntó Myron haciendo gala de nuevo de su habilidad para los interrogatorios.
– Soy propietaria de una de estas compañías de líneas eróticas. Muchas de estas líneas operan desde este edificio.
– Creo que no te entiendo -dijo Myron-. ¿Qué quieres decir con que las chicas en topless son ilegales? Pero si casi todas las chicas que salen en esta revista están desnudas.
– Pero no en los anuncios de líneas eróticas -le corrigió Lucy-. Hará unos dos años aprobaron una ley y unas novecientas líneas tuvieron que pasar por el tubo. Mira aquí -pasó la página y señaló otro anuncio-, la chica puede parecer todo lo sugerente que quieras, pero no puede estar desnuda. Y mira el nombre de las líneas. Todas tienen nombres como «confesiones secretas» o «habla con chicas». Y ahora mira los nombres de las líneas 800. «Sexo duro», «Espuma entre las tetas», cosas así.
Myron recordó su conversación con Tawny de la línea 900. En aquel momento le sorprendió el hecho de que no dijera ninguna guarrada.
– ¿O sea que sólo se puede practicar sexo por teléfono por las otras líneas?
– Exacto. Para ésas se necesita un permiso legal. Así es como lo ve el gobierno. Cualquier gilipollas puede llamar a una línea 900. El cobro es automático. Empieza inmediatamente después de recibir la llamada. En cambio, en las líneas 800 y para el resto de números la cosa no funciona así. Hay que usar una tarjeta de crédito o un sistema de devolución automática de llamadas. Así es como se cobra la factura.
– O sea que todo eso de que las líneas 900 son guarradas…
– Es una gilipollez -sentenció Lucy-. Son un timo. No podemos decir ni una sola guarrada por esas líneas. Básicamente las utilizamos para atraer clientes, porque son muy fáciles de usar. Sólo hay que marcar un número. No hace falta tener tarjeta de crédito ni devolución del coste de la llamada. La mayoría de las veces hablamos de nadar desnudas o de masajes, cosas sugerentes pero sin contenido sexual. Se trata de que el cliente se excite, ¿me entiendes?
– Sí, creo que sí.
– De todas maneras, la gente que llama va cachonda. Quiero decir que la mayoría van tan calentorros que la meterían en el agujero de un árbol con tal de aliviarse. Lo que nosotras tratamos de conseguir es que sean ellos los que digan la primera guarrería, cosa que no suele ser muy difícil. Y entonces, le decimos: «Uy, nene, no puedo decir guarradas por esta línea, pero si llamas al número tal con una tarjeta de crédito te diré todo lo que tú quieras». El tipo llama y se le vuelve a cobrar desde el principio.
– ¿Y no les da miedo que eso aparezca en la factura de la tarjeta de crédito? -preguntó Myron.
Lucy negó con la cabeza. Seguía ondulando el cuerpo al hablar, lo cual resultaba irritante y erótico a la vez.
– Los nombres de las empresas suelen ser bastante discretos -explicó-. Pasamos factura con nombres como Norwood Incorpórate o Telemark, nada de Lesbianas Calientes o Chupanabos. ¿Te gustaría verlo?
– ¿Qué?
– Cómo funciona todo en el piso de arriba. Es donde respondemos a parte de las llamadas. Hay mucha gente que trabaja desde casa, pero tengo seis o siete miembros del personal trabajando ahora mismo.
– Sí, claro -dijo Myron encogiéndose de hombros.
Lucy los acompañó a la planta superior. En las escaleras flotaba un hedor nauseabundo. Al llegar al rellano, Lucy abrió una puerta, entraron y la cerró inmediatamente.
– Esto es Líneas Fantasías Eternas -dijo Lucy-. Bueno, y también Chupapollas, Línea Melones, Telediversión y muchas otras.
Myron no podía creer lo que veían sus ojos. Estaba boquiabierto. Había esperado encontrarse con mujeres feas o viejas, pero no aquello.
Eran hombres. Todo el personal excepto uno de sus miembros eran hombres.
– ¿Son líneas para gays? -preguntó Myron.
– No -dijo Lucy mientras negaba con la cabeza y sonreía a la vez-, nos llegan muy pocas llamadas de gays. Más o menos una de cada cien.
– Pero…, son hombres.
Myron Bolitar, la quintaesencia de la observación.
Escuchó a un hombre decir con voz áspera de camionero: «Sí, hombretón, métemela toda. Así, ¡oh, sí!, ¡qué gustazo!».
Lucy le dedicó una sonrisa, y él le respondió poniendo los ojos en blanco en gesto de aburrimiento y prosiguió: «¡No pares, pedazo de semental, móntame!».
Myron se alegró de ver que Esperanza tenía la misma cara que él de no entender nada.
– ¿Pero esto qué es? -preguntó Esperanza.
– Son los tiempos que corren -dijo Lucy-. En este negocio, los hombres son una fuente de mano de obra más barata que las mujeres. La mayoría de las chicas están en las calles y éstos son sus hermanos, sus primos, niños de la calle.
– Pero sus voces…
– Utilizan un distorsionador de voz. Los venden en Sharper Image, pero yo los consigo más baratos en el Village. Puedes hacer que una niña suene como Barry White, y viceversa. Estos tíos pueden convertirse en mujeres de voz ronca, en vírgenes adolescentes, en niñas… lo que exija la línea telefónica.
– ¿Y los clientes lo saben? -dijo Myron estupefacto.
– Pues claro que no -contestó Lucy. Luego se volvió a Esperanza-: Es tontito, pero bastante mono.
Myron Bolitar, la fantasía de toda lesbiana.
La sala era idéntica a cualquier oficina de televenta. Los teléfonos eran de última generación. Había montones de líneas en activo, cada una señalada según las expectativas del cliente: Ama de casa cachonda, Dominatrix, Travestidos, Nenas pechugonas y hasta Fetichista de la comida. Todos los empleados tenían otro teléfono para la verificación de las tarjetas Visa y MasterCard.
– Las líneas marcadas con una «L» tienen que ser limpias -explicó Lucy-. Tenemos a unas cien personas más trabajando desde casa. La mayoría mujeres.
– ¿Amas de casa cachondas?
– Algunas sí. La mayoría son amas de casa convencionales. De todas formas, por eso te he dicho que el anuncio era raro. En una línea 900 no debería salir ninguna chica en topless.
Abandonaron la sala y volvieron a bajar al estudio fotográfico. Myron estuvo a punto de tropezar con un borrachín que decidió levantarse justo en el momento en el que Myron le pasaba por encima.
– ¿ABC es una de las compañías que hay en los pisos de arriba?
– Sí.
– Sabemos que Gary Grady os llamó ayer. ¿Podrías decirnos por qué?
– ¿Quién has dicho?
– Gary Grady.
– No lo conozco -dijo Lucy haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Y a Jerry?
– Ah, sí, Jerry -asintió soltando una breve carcajada-. Ya me suponía que no era su nombre verdadero. Siempre ha sido muy reservado.
– ¿Y qué quería?
– Ahora lo entiendo -dijo Lucy como si se le acabara de ocurrir algo.
– ¿Qué es lo que entiendes?
– Me preguntó por una fotografía que hice hará unos dos años.
– ¿Ésta? -inquirió Myron enseñándole de nuevo la foto de Kathy.
– Sí, una de sus chicas.
Myron y Esperanza intercambiaron miradas.
– ¿Quieres decir que había otras?
– Algunas. Unas seis, tal vez más.
– ¿Menores de edad? -preguntó Myron, de quien la ira volvía a apoderarse.
– ¿Y cómo cojones voy a saberlo?
– ¿No se lo preguntaste? -inquirió Myron.
– ¿Tengo cara de policía? Mira, tío, si has venido aquí a jorobarme…
– No ha venido a eso -interrumpió Esperanza-, puedes confiar en él.
– Y una mierda, Poca. Ha entrado aquí armado con una puta pistola y ha acojonado viva a la modelo.
– Necesitamos que nos ayudes -explicó Esperanza-. Necesito que me ayudes.
– No tengo ninguna intención de molestarte, Lucy -dijo Myron-. Sólo me interesa la chica de la foto.
– Muy bien -asintió Lucy tras dudar un momento-, pero mantente alejado de mí.
Myron asintió rápidamente con la cabeza y preguntó:
– ¿Jerry te trajo a esa chica?
– Sí, cuando tenía el estudio a un par de manzanas de aquí. Como ya te he dicho, estuvo varios años trayéndome chicas. Quería fotos para toda clase de cosas: revistas porno, instantáneas de películas guarras… La mayoría de ellas parecían ser de mejor cuna que los típicos putones que suelen pasarse por aquí, pero normalmente se guardan las fotografías hasta que son más mayores. Hasta que son mayores de edad, supongo.
Myron volvió a sentir cómo la cólera le corría por las venas y apretó los puños con fuerza.
– ¿Así que ayer Jerry te preguntó sobre esta foto?
– Pues sí.
– ¿Y qué quería saber?
– Si había vendido alguna copia hacía poco.
– ¿Y lo has hecho?
– Sí -respondió Lucy tras una breve pausa-. Hará un par de meses.
– ¿Quién te las compró?
– ¿Te crees que me lo apunto?
– ¿Un hombre o una mujer?
– Un hombre.
– ¿Te acuerdas de su aspecto?
Lucy sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una buena calada.
– No se me da muy bien recordar caras.
– Dinos cualquier cosa -dijo Esperanza-. Era joven, viejo, lo que recuerdes.
Lucy inhaló otra calada y añadió:
– Viejo. No era un viejales, pero tampoco era joven. Tendría la edad mi padre. Y sabía lo que se hacía. -Lucy dirigió la mirada hacia Myron-. No como tú. Bernie Worley, madre mía…
– ¿Qué quieres decir con que sabía lo que se hacía? -insistió Myron.
– Pues que me pagó muy bien con una condición: que le entregara todas las copias y todos los negativos delante de él y al momento. Fue muy listo. Lo hizo para asegurarse de que yo no tuviera tiempo de hacer más copias ni otra serie de negativos.
– ¿Cuánto te dio?
– Seis mil quinientos en total. Y a tocateja. Cinco mil por las fotos y los negativos, más otros mil por el teléfono de Jerry. Me dijo que quería ponerse en contacto personalmente con esa chica. Después me dio otros quinientos si no le contaba nada a Jerry.
De fondo se oyó otro grito estremecedor, pero los tres lo ignoraron.
– ¿Reconocerías a ese hombre si lo volvieras a ver? -preguntó Myron.
– No lo sé -contestó Lucy-. Ahora mismo no recuerdo cómo era, pero si lo tuviera delante… ¿quién sabe?
En aquel momento se oyeron unos golpes procedentes del cuarto oscuro.
– ¿Os importa si dejo salir a Hector?
– Ya nos íbamos -dijo Myron dándole una tarjeta-. Y si recuerdas algo más…
– Sí, te llamaré -contestó. Luego se volvió hacia Esperanza-: Llámame de vez en cuando, Poca.
Esperanza asintió en silencio. Myron y ella bajaron hasta la primera planta sin decirse nada y al salir del edificio y toparse con el aire caliente de la noche, ella se disculpó:
– No era mi intención escandalizarte.
– No es asunto mío -dijo él-. Me he quedado un poco sorprendido, nada más.
– Lucy es lesbiana. Y yo me limité a experimentar un poco. De eso hace mucho tiempo.
– No tienes por qué darme explicaciones -contestó Myron, aunque se alegró de que ío hubiera hecho.
Myron siempre se lo había contado todo a Esperanza y no le gustaba que ella tuviera secretos para él.
Antes de subir al coche, Myron sintió que alguien le apretaba las costillas con la boca de una pistola.
– No te muevas ni un pelo, Myron -dijo una voz detrás de él.
Era el hombre del sombrero de ala curva que había conocido en el garaje. El tipo metió la mano en la chaqueta de Myron y le sacó el revólver del 38. Otro individuo, que llevaba un mostacho del calibre de Gene Shalit, el famoso crítico de la NBC, agarró a Esperanza y le puso la pistola en la sien.
– Si Myron se mueve -le dijo el tipo del sombrero al otro-, vuélale los sesos a esa zorra.
El hombre del mostacho asintió con una media sonrisa.
– Venga -prosiguió el tipo del sombrero empujando a Myron con el arma-, vamos a charlar un rato.
Capítulo 24
Jessica aparcó delante de la casa que Nancy Serat tenía alquilada aquel semestre. En realidad era más bien una casita situada al final de una calle un poco oscura a casi dos kilómetros de distancia del campus de la Universidad de Reston. A pesar de ser de noche, Jessica pudo ver el color rosa salmón de la vivienda, que parecía darse de tortas con el resto de colores del planeta. En la parte delantera parecía que los árboles hubieran vomitado y recordaba mucho al jardín de la casa de la Familia Munster. Sobre una placa desgastada por la lluvia se leía con letras de plantilla descoloridas: 118 ACRE STREET. En la entrada de la casa había aparcado un Honda Accord azul con la pegatina de la Universidad de Reston en el parachoques.
Jessica siguió los restos descompuestos de lo que antaño debió de ser un camino de cemento hasta llegar a la puerta. Llamó al timbre y acto seguido escuchó un ruido, alguien andando deprisa. Pasaron varios segundos y nadie se acercó a la puerta. Llamó de nuevo, pero esta vez no escuchó ningún sonido al otro lado de la puerta. Nada.
– ¿Nancy? -preguntó Jessica en voz alta-. Soy Jessica Culver.
Volvió a llamar al timbre unas cuantas veces más, aunque en una casa tan pequeña como aquélla no era probable que Nancy no lo hubiera oído. A no ser que Nancy estuviera en la ducha. Era una posibilidad. A través de las persianas de las ventanas, Jessica pudo ver que las luces estaban encendidas. Y el coche estaba aparcado en la entrada. Además, Jessica había oído ruidos en el interior de la vivienda.
Nancy tenía que estar en casa.
Jessica estiró el brazo para asir el pomo de la puerta. En condiciones normales, probablemente algún tipo de filtro en su mente le hubiese impedido tratar de abrir la puerta de una casa ajena sin más (ajena porque sólo había visto a Nancy una vez), pero las condiciones en aquel momento no podían considerarse normales. Asió el pomo y lo giró.
Estaba cerrada.
¿Y ahora qué?
Se quedó delante de la puerta llamando al timbre durante cinco minutos más, pero no pasó nada. Jessica dio la vuelta a la casa guiándose por la luz de una farola lejana y de la propia vivienda. Tropezó con un triciclo que parecía sacado de una excavación arqueológica y luego se enredó los pies con las malas hierbas, cuyos extremos espinosos le hacían cosquillas en las pantorrillas. Al dar la vuelta, Jessica miró por los agujeros de las persianas y distinguió habitaciones y algún que otro mueble o cuadro, pero ningún ser vivo.
Al llegar al patio trasero vio que las persianas de la cocina no estaban echadas, pero las luces estaban apagadas. Estaba oscuro como la boca del lobo, dado que la luz de la farola no llegaba hasta allí y no se reflejaba en la pared rosada. Miró por la ventana de la cocina ahuecando las manos en torno al rostro para evitar el reflejo del cristal. Un haz de luz procedente de la habitación delantera se colaba por la puerta y se derramaba por el suelo. En la mesa vio un bolso y un manojo de llaves.
Había alguien en casa.
Se sobresaltó al oír un ruido detrás de ella. Jessica dio media vuelta pero estaba demasiado oscuro para poder distinguir el origen del ruido. El corazón le iba a mil por hora. Los grillos chirriaban sin cesar. Se puso a golpear la puerta con los puños.
– ¡Nancy! ¡Nancy!
Al detectar el pánico de su voz se reprendió a sí misma. «Serénate. Te estás asustando tú sola.»
Se detuvo, tomó varias bocanadas de aire y empezó a relajarse. Volvió a mirar por la ventana pegando la cara contra el cristal y al fijarse en el haz de luz lo vio.
Alguien cruzó el pasillo.
Jessica dio un respingo. No había visto quién era, no había visto nada, tan sólo había visto desaparecer el haz de luz por una milésima de segundo. Miró otra vez. Nada. Sin embargo, alguien acababa de pasar por allí y había bloqueado la luz. Puso la mano sobre el pomo de la puerta de la cocina.
Esta vez la puerta no estaba cerrada. El pomo cedió fácilmente.
«¡No entres, idiota! ¡Llama a la policía!»
«¿Y qué les digo? ¿He llamado al timbre y no ha respondido nadie? ¿Y que luego he empezado a mirar por las ventanas y he visto a alguien moviéndose en el interior?»
«No parece tan mala idea.»
«Pues a mí sí. Además, tendría que buscar un teléfono. Y cuando lo encontrara ya podría haber acabado lo que sea que esté pasando. Y puede que haya perdido la oportunidad…»
«¿La oportunidad de qué?»
Jessica no hizo caso a su voz interior y abrió la puerta. Esperaba que chirriara estrepitosamente, pero se abrió casi sin hacer ruido. Entró en la cocina y dejó la puerta abierta. Así tendría una vía de escape.
– ¿Nancy?
«¿Kathy?»
Jessica se tapó la boca con la mano. No quería decir eso. Kathy no estaba allí. Nada en el mundo le hubiese gustado más, pero eso habría sido demasiado sencillo. Kathy no estaba allí. En caso contrario, no habría tenido miedo de abrirle la puerta a su hermana. Su hermanita pequeña. La hermanita de la sonrisa radiante. La hermanita que tanto quería.
«La hermanita que dejaste que se fuera. La hermanita que, debido a tu poca paciencia, te quitaste de encima por teléfono la noche de su desaparición.»
Jessica se quedó inmóvil en la cocina durante unos minutos. No se oía ni un alma, excepto el desesperante chirriar de los grillos. No se oía el agua. Ninguna ducha. Ningún movimiento. No se oían pasos. Abrió el bolso que había en la cocina y sacó el monedero. Encontró un carnet de conducir y varias tarjetas de crédito, todo a nombre de Nancy Serat. Buscó en la billetera y se detuvo en el acto al ver una foto tamaño monedero.
Era aquella foto. La de las compañeras de residencia. La última fotografía de Kathy.
Dejó caer el monedero como si fuera algo escamoso que tuviera vida propia. «Basta ya», se dijo Jessica a sí misma. Avanzó hacia la luz. Arrastró un pie y luego otro. En cuestión de segundos, Jessica llegó a la puerta. Estaba entreabierta y por la abertura se colaba un haz de luz sin obstáculo alguno. Se agachó y empujó la puerta como si fuera una policía armada con una pistola, preparada para lo peor.
Y eso fue precisamente con lo que se encontró. Jessica dio un paso atrás, sobresaltada.
– Madre de Dios…
Nancy yacía tendida de espaldas en el suelo con las manos a los lados. Tenía los ojos abiertos de par en par como dos pelotas de golf, mirando a Jessica fijamente. El rostro había adquirido un tono lila oscuro azulado, como si estuviera recubierto por un moratón inmenso. Tenía la boca abierta y retorcida en un gesto agónico, con la lengua fuera, colgando como un pescado muerto. El semblante de Nancy Serat estaba congelado en una expresión que suplicaba y pedía oxígeno a gritos con todas las células de su cuerpo. Un hilillo de saliva todavía fresca seguía pegado a su barbilla.
Enrollada en torno al cuello de Nancy había una especie de cuerda, no, un alambre, apenas visible. La mayor parte había atravesado la piel y se le había clavado en la carne. Una fina línea circular de sangre señalaba el punto por donde había penetrado el alambre.
Jessica se quedó atontada, perdida. El mundo se desvaneció durante unos momentos dejando el horror tras de sí. Se olvidó del ruido que había escuchado al llamar al timbre por primera vez. Se olvidó de la sombra que había ocultado el haz de luz durante unos instantes.
Jessica no oyó los pasos que se acercaban tras ella. Seguía contemplando el rostro de Nancy, incapaz de apartar la mirada de él, cuando sintió un intenso dolor en la cabeza. Vio unos destellos blancos. Su cuerpo se doblegó por la cintura y se precipitó hacia delante. Acto seguido sintió cómo caía en la inconsciencia.
Y después, nada.
Capítulo 25
El tipo del sombrero de ala curva sabía lo que se hacía.
– Quédate unos pasos por detrás de mí -le espetó a su nuevo compañero.
En el garaje, el tipo del sombrero y Musculitos (que, al parecer, estaba fuera de servicio) habían subestimado a Myron. Sin embargo, esta vez el tipo del sombrero no había cometido el mismo error. No sólo no había apartado la vista del arma de Myron en ningún momento, sino que, además, se aseguraba de que tanto su nuevo compañero (El Mostacho) como Esperanza se mantuvieran alejados a una distancia prudencial.
Qué listo.
Myron había tenido la tentación de hacer un movimiento, pero hasta el mejor de sus movimientos no le hubiera servido de nada en aquella situación. Aunque consiguiera apartar la pistola del tipo del sombrero, no iba a tener ninguna posibilidad de apuntar a El Mostacho con ella antes de que éste pudiera dispararle a él o a Esperanza.
Tendría que esperar y permanecer alerta. Sabía lo que el tipo del sombrero y El Mostacho pretendían. No los habían contratado para comprarle un cucurucho ni para enseñarle a bailar country, ni siquiera para darles una paliza. Al menos no esta vez.
– Déjala ir -dijo Myron-. Ella no tiene nada que ver con todo esto.
– Sigue andando -repuso el tipo del sombrero.
– No la necesitas.
– Andando.
El Mostacho abrió la boca por primera vez y dijo burlón:
– Puede que luego me apetezca tener un poco de compañía.
Se detuvo y apretó la boca de la pistola contra la mejilla derecha de Esperanza mientras le lamía la mejilla izquierda con una lengua húmeda y de aspecto vacuno. Esperanza se puso rígida. El tipo del mostacho miró a Myron y le preguntó:
– ¿Tienes algún problema, colega?
Myron sabía que sería inútil o perjudicial decir algo en aquel momento, así que mantuvo la boca cerrada.
Dieron la vuelta a una esquina. El hedor a basura que se amontonaba hasta casi dos metros a ambos lados del callejón era insoportable. El tipo del sombrero inspeccionó rápidamente la zona; estaba desierta.
– Tira -dijo empujando a Myron de nuevo con la punta de la pistola-. Hasta el final del callejón.
Myron se sintió como si estuviera andando por la plancha de un barco pirata en un mar repleto de tiburones, por lo que intentó recorrerla lo más despacio posible.
– ¿Qué vamos a hacer con esta pedazo de idiota? -preguntó El Mostacho.
– Nos ha visto -respondió el del sombrero sin apartar la mirada de Myron-. Es una testigo.
– Pero no nos han contratado para liquidarla a ella -se quejó El Mostacho.
– ¿Y?
– Pues que no deberíamos desperdiciar un elemento como éste -dijo sonriendo-, sobre todo cuando nos la podemos follar primero.
El Mostacho se puso a reír de su propia sugerencia, pero no así el del sombrero, que dio un paso atrás manteniendo la pistola apuntada hacia la espalda de Myron. Éste se volvió y quedó de cara a él. Estaban a unos dos metros de distancia y Myron tenía la espalda contra la pared del fondo del callejón. La ventana más cercana estaba a tres metros del suelo y no había espacio para moverse.
El tipo del sombrero de ala curva elevó la pistola y apuntó a Myron a la cara. Myron miró fijamente a los ojos del tipo del sombrero sin pestañear.
De repente, desaparecieron. Los ojos del tipo del sombrero dejaron de estar allí, lo mismo que la mitad superior de su cabeza.
La bala acababa de partirle el cráneo por la mitad y abrirle la cabeza como un coco. Se derrumbó contra el suelo y el sombrero lo siguió cayendo lentamente por el aire.
Era una bala dum-dum.
El Mostacho soltó un grito y dejó caer la pistola. Levantó las manos y exclamó:
– ¡Me rindo!
– ¡No lo hagas! -dijo Myron a la vez que empezaba a correr hacia él-. ¡Ha dicho que se rin…!
Sin embargo, la pistola volvió a disparar con gran estruendo y la cara de El Mostacho desapareció bajo una andanada de color rojo. Myron se detuvo y cerró los ojos. El Mostacho fue a reunirse con el tipo del sombrero en el cemento lleno de polvo. Esperanza corrió hacia él y lo abrazó con fuerza. Acto seguido, los dos se volvieron hacia la entrada del callejón.
Allí estaba Win, contemplando su obra como si fuera una estatua que no le acabara de gustar. Iba vestido con un traje gris y una corbata roja con un nudo Windsor impecable. Llevaba el pelo bien peinado, con un estilo conservador y con la raya siempre a la izquierda. Sostenía el revólver del calibre 44 en la mano derecha. Tenía las mejillas sonrosadas y un leve gesto, un amago de sonrisa, en el rostro.
– Buenas noches -dijo Win.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -le preguntó Myron.
No había visto a Win al salir del estudio fotográfico pero sí había detectado su presencia. Win siempre estaba por ahí cerca. Era una de esas constantes de la vida.
– He llegado mientras estabais en ese edificio de mala reputación -contestó Win sonriendo abiertamente-, pero quería que mi aparición fuera lo más espectacular posible.
Myron se deshizo del abrazo de Esperanza.
– Será mejor que nos vayamos antes de que lleguen las autoridades -dijo Win.
Se alejaron de los cadáveres en silencio. Esperanza estaba temblando y Myron tampoco se encontraba demasiado bien. Win era el único al que parecía no haberle afectado en absoluto lo ocurrido. Al llegar hasta el coche, la misma prostituta gorda embutida en un body tan ajustado que parecía una salchicha se acercó a Win y le dijo:
– Eh, tú, ¿quieres una mamada? Cincuenta pavos.
Win se quedó mirándola y le respondió:
– Preferiría que me chuparan el semen con un catéter.
– Bueno -dijo la chica-, cuarenta pavos.
Win se rió y se alejó de allí.
Capítulo 26
– A todas las unidades. Uno dieciocho en Acre Street. A todas las unidades. Uno dieciocho en Acre Street.
Paul Duncan oyó la llamada desde su escáner de la policía. Sólo estaba a varias manzanas del lugar, pero se hallaba fuera de los límites de su distrito, muy lejos, de hecho. La verdad es que no podía responder al aviso de ningún modo. Si lo hacía, llamaría la atención y tendría que responder a muchas preguntas. Preguntas como qué estaba haciendo allí.
Las piezas del rompecabezas estaban empezando a encajar poco a poco. Fred Nickler, el editor de aquellas revistas guarras, lo había telefoneado por la mañana y lo que le había contado explicaba muchas cosas, aunque no todo, ni muchísimo menos, pero como mínimo ahora entendía por qué Jessica se había comportado de aquel modo la noche anterior. Se había enterado de lo de la foto de Kathy. Myron Bolitar se lo debía haber explicado.
¿Pero por qué Myron tenía una copia?
Daba igual. Eso no era lo importante. Lo que sí era importante era que Myron Bolitar estaba involucrado. No podía subestimarlo. Jessica era un fastidio por sí sola. Y ahora encima tenía a Myron de su lado y probablemente a Win Lockwood, el secuaz psicópata de Myron. Paul conocía algunas cosas de su anterior trabajo para los federales. Myron y Win habían trabajado exclusivamente para los más altos cargos del gobierno. Su trabajo casi siempre había sido clasificado. Sin embargo, Paul conocía su reputación y con eso le bastaba.
Un coche patrulla pasó zumbando por delante de Paul con la sirena encendida. Probablemente fuera de camino al 118 de Acre Street. Paul puso en marcha el escáner. Quería escuchar todo lo que se dijera.
Estuvo pensando en llamar a Carol, pero ¿qué iba a decirle? No le había contado demasiado por teléfono, sólo que Nancy le había dejado un mensaje a Jessica en el contestador. ¿Qué sabía Jessica? ¿Y cómo lo había descubierto?
¿Y qué podría llegar a decirle Carol sobre todo eso?
Dos ambulancias pasaron volando por delante de su coche. Las dos llevaban la sirena encendida y al máximo volumen. Paul tragó saliva. Quería aparcar el vehículo, pero le apetecía seguir conduciendo y alejarse lo máximo posible.
Paul Duncan volvió a pensar en su amigo Adam Culver. Estaba muerto. Asesinado. Y con todo lo que había ocurrido, Paul no había tenido tiempo ni de llorar su pérdida.
Sí, de llorar su pérdida.
Podía sonar algo raro, que Paul Duncan llorara la pérdida de Adam Culver. Sobre todo para alguien que supiera cómo había pasado Adam Culver las últimas horas de su vida.
Win y Myron dejaron a Esperanza en el apartamento que compartía con su hermana y su prima en la zona este de Greenwich Village. Myron la acompañó hasta la puerta.
– ¿Te encuentras bien?
Ella asintió. Estaba pálida como un muerto. No había dicho palabra desde el tiroteo.
– Win… -empezó a decir, pero se detuvo e hizo un gesto negativo con la cabeza. Le llevó un minuto entero tranquilizarse-. Nos ha salvado. Supongo que eso es lo que importa.
– Sí.
– Nos vemos mañana.
Myron volvió al coche y telefoneó a Jessica. Todavía no había vuelto a casa, aunque Myron consiguió despertar a su madre. Después, Myron y Win fueron a una cafetería veinticuatro horas en la Sexta Avenida, una de esas cafeterías griegas con un menú largo como una novela de Tolstoi. Win era vegetariano, así que pidió una ensalada y patatas fritas. Myron pidió una Coca-Cola light. Era incapaz de comer nada.
Después de acomodarse en la mesa, Myron preguntó:
– ¿Qué ha pasado con Chaz?
Win cogió un trozo de pan duro de una cesta. Puso cara de desagrado, pero al final se conformó con una bolsita de crackers.
– El señor Landreaux fue directamente de nuestras queridas oficinas hasta un edificio situado en el número 466 de la Quinta Avenida -explicó-. Cogió el ascensor hasta el octavo piso, que tiene en alquiler Roy O'Connor y TruPro Enterprises. Cuando Landreaux entró en el ascensor, llevaba tu contrato bien cogido en la mano, pero no así al salir. Y no tenía bolsillos donde pudiera caber un documento de aquel tamaño. Conclusión: el señor Landreaux le dio el contrato a alguien de TruPro Enterprises.
– Tu capacidad deductiva es, por decirlo en una sola palabra, asombrosa -dijo Myron.
– Supongo que ya te sientes mejor -dijo Win con una sonrisa.
Myron se encogió de hombros.
– Tú y yo no somos iguales -continuó Win-. Tú llamarías ejecución a lo que les he hecho a aquellas alimañas. Yo, en cambio, lo llamo exterminio.
– No tenías por qué haberlo matado.
– Pero es que yo quería matarlo -dijo Win en tono neutro-. Y dudo que ninguno de nosotros vaya a lamentar su muerte mucho tiempo.
Pese a ser cierto, aquel argumento no consiguió tranquilizar a Myron. De hecho, no quería hablar más de aquel tema.
– ¿Dónde fue Chaz después de pasar por TruPro?
Win le dio un mordisco a una galleta salada y dijo:
– Antes de explicarte eso, creo necesario destacar que un matón enorme, que encajaba con la descripción de tu amigo Aaron, acompañó al señor Landreaux hasta la puerta. Era un tipo muy alto. Seguro de sí mismo. Atlético. Llevaba traje sin camisa y gafas de sol, aunque hacía rato que se había puesto el sol.
– Tenía que ser Aaron.
– Al salir a la calle, cada uno se fue por su lado. Aaron se metió en una limusina enorme y Chaz Landreaux se fue al Omni Hotel.
– ¿Cuál de ellos? -preguntó Myron.
En Manhattan había varios.
– El que está cerca de Carnegie Hall. Landreaux se encontró con su madre en la recepción. Su encuentro fue bastante conmovedor. Madre e hijo se abrazaron y ambos lloraron.
– Mmm -dijo Myron.
La camarera les trajo la comida y la bebida. Lo dejó todo sobre la mesa, se rascó el trasero con un lápiz y volvió a la cocina.
– ¿Y adonde fue después?
– Arriba. Llamaron al servicio de habitaciones.
– ¿Y qué está haciendo la madre de Chaz aquí si tendría que estar en Filadelfia? -preguntó Myron tras pensarlo un segundo.
– Por su grado de ansiedad -dijo Win sacando una servilleta del servilletero y poniéndosela sobre el regazo-, yo diría que Frank Ache encontró a Chaz Landreaux a través de algún miembro de su familia.
– ¿Un secuestro?
– Puede ser -contestó Win encogiéndose de hombros-. Frank acaba de enviar a dos hombres para matarte, así que dudo que tuviera ningún reparo en secuestrar a alguien del gueto.
Silencio.
– Nos estamos metiendo en un buen follón -dijo Myron.
– Y tanto. Demasiado bueno y todo.
La familia de Chaz era muy numerosa. Si Frank hubiese preferido zaherirle a través de sus seres queridos se habría llevado a alguno de sus hermanos.
– Mañana nos ocuparemos de eso -dijo Myron-. Tengo una cita con Herman Ache. A las dos en punto, en el lugar de siempre.
– ¿Tengo que ir?
– Por supuesto que sí.
Win empezó a comerse la ensalada y luego dijo:
– Ya sabes que esto no va a ser fácil, ¿no?
Myron asintió con la cabeza.
– A Herman Ache no le gusta entrometerse en los negocios de su hermano.
– Ya lo sé.
– ¿Me permites que te haga una sugerencia? -preguntó Win tras dejar el tenedor sobre la mesa.
– Te escucho.
– Frank Ache ha mandado a dos profesionales a por ti, pero su muerte no impedirá que lo vuelva a intentar.
– Ya. ¿Y entonces qué me sugieres?
– Que cortes por lo sano. Proponle un intercambio. Tú les cedes a Landreaux y ellos cancelan la recompensa por tu cabeza.
– No puedo hacerlo.
– Sí que puedes. Lo que pasa es que no quieres.
– Es una manera de verlo.
– No tienes por qué ayudarle.
– Pero es que yo quiero ayudarle -contestó Myron.
Win soltó un suspiro y dijo:
– En fin, hay que tratar de iluminar incluso a aquellos que prefieren permanecer en la oscuridad. ¿Ya tienes pensado un plan?
– Todavía estoy trabajando en ello.
– ¿Febrilmente?
Myron asintió.
– Y bien -dijo Win-, ¿qué descubriste en el estudio fotográfico?
Myron le contó todo acerca de su entrevista con Lucy.
– ¿Quién compró las fotos de los desnudos? -preguntó Win.
– Pues me viene a la cabeza cierta persona.
– ¿Quién?
– Adam Culver.
– ¿El padre de Kathy?
Myron asintió.
– Piénsalo. La persona que las compró tenía unos cincuenta y tantos. Quiso todas las copias y todos los negativos al momento. No quería correr riesgos.
– ¿El padre protegiendo a la hija?
– Tiene sentido, ¿no? -dijo Myron.
– Pero Kathy lleva más de un año desaparecida. ¿Cómo llegó Adam Culver a descubrir lo de las fotos?
– Quizá lo supiera desde el principio.
– ¿Y entonces por qué tardó tanto en comprarlas?
– Puede que lo sepamos mañana -dijo Myron encogiéndose de hombros-. Voy a decirle a Esperanza que vaya al estudio con una fotografía de Adam, a ver si Lucy lo reconoce.
Win picoteó un poco de ensalada y después dijo:
– Todo esto es un poco extraño.
– Sí.
– Pero… -Win se esperó a acabar de masticar-, hay otra cosa en la que quizá no hayas pensado. Si Adam Culver compró todas las fotos y los negativos para proteger a su hija, ¿por qué la fotografía salió en la revista?
Myron sí había pensado en eso, pero no tenía ninguna explicación.
La camarera les trajo la cuenta y Myron pagó. El total ascendía a ocho dólares con cincuenta. Un gran acto de generosidad por su parte. Luego fueron en coche hacia el norte de la ciudad. Win vivía en el edificio San Remo que dominaba la zona oeste de Central Parle. Cuando iban por la Calle 72 sonó el teléfono.
Myron miró el Swatch multicolor que llevaba en la muñeca, un regalo de Esperanza: era más de medianoche.
– Un poco tarde para que te llamen al coche -comentó Win.
Myron descolgó el auricular.
– ¿Diga?
– Señor Bolitar -contestó una voz entrecortada-. Soy Jake Courter. Vaya cagando leches al Hospital St. Barnabas, en Livingston.
– ¿Qué ha pasado?
– Limítese a ir hasta allí. Y rápido.
Capítulo 27
– Recibimos la llamada hacia las once treinta -dijo Jake mientras hacía pasar a Myron a la recepción del St. Barnabas.
Jake tenía aspecto cansado y los ojos rojos e hinchados. Pasaron a toda prisa por delante del mostrador circular de la recepción de visitas y esperaron el ascensor.
– ¿Cómo está Jessica? -inquirió Myron.
– Se pondrá bien -respondió Jake-. Ojalá pudiera decir lo mismo de Nancy Serat.
– ¿Qué ha pasado?
– La han estrangulado con un alambre. -Las puertas del ascensor se abrieron y Jake pulsó el botón de la quinta planta-. Llamó al timbre y, al no abrirle nadie, Jessica entró por la puerta trasera. El asesino debía seguir allí. Le dio un golpe en la cabeza y salió corriendo. Cuando Jessica volvió en sí, nos telefoneó. Diría que ha tenido mucha suerte de que el agresor no se la cargara.
El ascensor se abrió tras emitir un ¡ding!
– ¿En qué habitación está? -preguntó Myron.
– En la quinientos cincuenta.
Myron fue corriendo por el pasillo y dio la vuelta a la esquina. Jessica yacía en la cama con el rostro lívido. Junto a ella, un médico preparaba una inyección. Jake apareció detrás de Myron pero se quedó en la puerta.
– ¿Myron? -dijo Jessica con voz débil.
– Estoy aquí -contestó Myron cogiéndole la mano. Jessica tenía un aspecto menudo, frágil y solitario-. No voy a irme a ninguna parte.
El médico le puso la inyección y dijo:
– Necesita descansar.
– Estoy bien -insistió Jessica débilmente-. Quiero irme de aquí.
– Creemos que es mejor que se quede esta noche para tenerla en observación.
– Pero…
– Hazle caso, Jess -la interrumpió Myron-. Esta noche ya no podemos hacer nada.
La inyección empezó a hacerle efecto y Jessica puso los ojos en blanco.
– Nancy…
– No pasa nada -dijo Myron para tranquilizarla.
– Tenía la cara azul…
– Shhh.
Jessica se durmió. Acto seguido, Myron se dirigió al médico y le preguntó:
– ¿Se va a recuperar?
– Sí, no se preocupe. Creo que el choque producido por lo que ha visto ha sido peor que el golpe en la cabeza.
– Vamos, le invito a un café -dijo Jake poniéndole la mano en el hombro.
– Prefiero quedarme aquí -repuso Myron.
– Ya volverá más tarde. Tenemos que hablar.
Myron miró a Jessica. Parecía profundamente dormida.
– Estará inconsciente un buen rato -le aseguró el médico.
Jake y Myron salieron en silencio al pasillo y volvieron a la recepción en el ascensor. Aquel lugar tenía el típico olor a hospital, aquella extraordinaria combinación de antiséptico y comida hospitalaria. Win había ido a aparcar el coche y ahora se encontraba sentado en la zona de espera. Al verlos venir se levantó y fue hacia ellos.
– ¿Es éste su amigo Win? -preguntó Jake haciendo un gesto con la barbilla-. ¿El tipo del que me habló P. T.?
– Sí.
– Dígale que se espere aquí. Quiero hablar a solas con usted.
Myron le hizo una señal a Win. Éste asintió, se volvió a sentar, cogió un periódico y cruzó las piernas. Jake lo quedó mirándolo durante un minuto.
– ¿Está tan loco como dice P. T.?
– Bastante.
– Vamos.
Fueron a buscar un café y se sentaron a una mesa que había en un rincón.
– La unidad de criminología está examinando la casa de Nancy. Me enviarán un mensaje si descubren alguna cosa.
– ¿Qué ha averiguado hasta ahora? -inquirió Myron.
– No mucho. Nancy pasó los últimos días en Cancún; era un regalo de graduación de sus padres.
– ¿Ya lo saben?
– Iré a verles en cuanto terminemos de hablar -dijo Jake tras negar con la cabeza. Luego se produjo un largo silencio que Jake interrumpió finalmente al preguntar-: ¿Cómo acabó Jessica involucrada en este asunto?
– Me pidió que investigara la muerte de su padre. No cree que fuera asesinado en un atraco.
– Pensaba que el asesinato de su padre estaba relacionado con la desaparición de su hermana -dijo Jake.
– Sí.
– Yo también lo he pensado. Tengo el expediente en el coche.
– ¿El expediente del homicidio de Adam Culver? -preguntó Myron enderezándose en el asiento.
– Mire, yo no soy ningún idiota, señor Bolitar. Usted ha empezado a investigar después de dieciocho meses de su desaparición. ¿Por qué? Por el asesinato del padre. Usted vio algún tipo de conexión entre ambos sucesos. Aunque para serle sincero, yo no la veo. En ese expediente no hay nada que así lo certifique. Tal vez algunas inconsistencias, pero ninguna conexión.
– ¿Qué clase de inconsistencias? -preguntó Myron.
– Se supone que Adam Culver debía estar en Denver cuando fue asesinado. En una conferencia de médicos forenses en el Hyatt Regency, pero no asistió. No cogió el vuelo de esa mañana.
– ¿Y en el expediente se dice el porqué?
– Adam no se encontraba bien. Es un motivo razonable.
– ¿Quién les dijo eso?
– Su mujer.
– ¿Y qué más? -preguntó Myron tras una pausa.
– Nada más. La escena del crimen, una calle tranquila, no tenía nada de especial. Le clavaron un cuchillo en el corazón.
– ¿Y qué hacía allí?
– Su mujer nos dijo que había salido a comprar algunas cosas a la verdulería.
Myron se quedó pensando en ello un momento.
– Resulta un poco extraño para alguien que no se encontraba bien -dijo Myron.
– Sí, para nosotros es muy fácil decirlo ahora, pero la policía andaba tras un atracador. A nadie le importó una mierda el vuelo que no había cogido ni lo que eso pudiera significar.
– ¿Hubo testigos del asesinato?
– Ninguno. El expediente es bastante parco en detalles. -Jake se inclinó hacia delante y miró fijamente a Myron intentando que apartara la vista, pero le aguantó la mirada-. Bueno -dijo Jake muy despacio-, y ahora le toca hablar a usted. Y no me venga con que no quiere hacerle daño a nadie. Ya es demasiado tarde para eso. ¿Por qué se ha metido usted en todo este asunto?
– Ya se lo he dicho. Por Jessica.
Jake se echó todavía más adelante hasta ponerle la cara a tan sólo unos centímetros de distancia de la suya.
– Deje de tomarme el pelo -le espetó-. No soy ciego. Ya sé que Jessica Culver tiene un buen polvo, pero no me venga con que decidió dejarlo todo y ayudarla porque sí. Usted no anda tan escaso como para eso.
– También tenía que pensar en Christian -dijo Myron.
– ¿Qué le pasa?
– Es mi cliente número uno. Seguía preocupado por la desaparición de su novia.
– Sí, hombre, ¿y qué más? -repuso Jake en tono burlón.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Pues quiero decir que no me creo que Christian sea inocente.
– Pero usted aseguró que el análisis del ADN del semen…
– No estoy diciendo que la violara.
– ¿Y entonces qué está diciendo?
– Que podría estar involucrado -repuso Jake-. Su cliente no tenía ninguna coartada sólida en el momento de la desaparición. Según su versión, se fue a dormir a las once, pero nadie ha podido confirmar su coartada.
– Tiene una habitación individual -dijo Myron-. ¿Cómo quiere que alguien le confirme que estaba durmiendo si vive solo?
– Es sospechoso -contestó Jake.
– ¿Pero por qué? Se vio a Kathy Culver entrar en los vestuarios del equipo después de las diez, ¿no es cierto?
Jake asintió con la cabeza.
– Y usted sabe que Christian estuvo hablando con el coordinador del equipo contrario hasta las diez y media -continuó Myron-. Eso está confirmado.
– Pero ahí se acaba la coartada.
– Después de eso se fue a la cama. Kathy fue vista vagando por el otro lado del campus a las once. No veo ninguna relación.
– Tal vez no haya ninguna -se limitó a decir Jake-, pero se trata de su novio, y el novio siempre es el principal sospechoso. Además, hay otra cosa.
– ¿Qué?
– Sus compañeros de equipo.
– ¿Qué pasa con ellos?
Jake se terminó el café y le dio unos golpecitos a la taza para obtener las últimas gotas.
– Colaboraron en todo lo que pudieron, supongo, pero las declaraciones de algunos de ellos fueron imprecisas. No sabría decirle exactamente por qué, pero algunos parecían más nerviosos de lo habitual. Como si estuviesen ocultando algo. Como si quizás, y sólo quizás, estuvieran protegiendo a su quarterback estrella antes del partido decisivo.
Excepto que, por lo que Myron sabía, a nadie del equipo le caía bien Christian. Sus compañeros no hubieran hecho nada fuera de lo común para protegerle. Todo lo contrario.
Pero entonces, ¿por qué estaban nerviosos?
Jalee se apoyó en el respaldo de la silla y esbozó una sonrisa, lo que evidenció un cambio de táctica por su parte.
– Oiga, señor Bolitar, he sido muy amable, ¿no? Yo le he contado todo lo que sé y usted sigue ocultándome algo. Eso no es justo. Dígame algo más, algo que todavía no me haya dicho. He ido a visitar a su amigo el decano, el señor Gordon, hace unas horas, tal y como me sugirió usted. El hombre me ha recibido cordialmente y ha sido muy amable, sin pedanterías de mierda. Y eso no es típico de él. De hecho, diría que estaba cagado de miedo. ¿Por qué?
– ¿Le ha dicho algo?
– Uy, me ha dado mucha información. Que Kathy era una chica maravillosa, que era muy buena estudiante, muy trabajadora y bla, bla, bla. ¡Ah, sí!, y también me ha dicho que su amiga, la que está arriba, fue a verlo. Al parecer, Jessica quería el expediente de su hermana. Qué cosas, ¿verdad?
– Tratábamos de reunir toda la información posible.
– ¿Información sobre qué?
Myron miró su café. Parecía las aguas residuales de una cloaca.
– La mañana del día en que Adam Culver fue asesinado, éste hizo una visita a Nancy Serat.
– ¿Cómo sabe usted eso? -inquirió Jake abriendo los ojos de par en par.
– Nancy dejó un mensaje en el contestador de Jessica para quedar esta misma noche a las diez. También le dijo que había visto a Adam Culver la mañana del día en que lo asesinaron.
– ¡Dios bendito! -exclamó Jake a la vez que se cruzaba de brazos y los apoyaba sobre la barriga-. Entonces, Adam Culver va a ver a Nancy Serat por la mañana. Descubre algo. Algo importante. Tan importante que cancela el vuelo.
– Tan importante que acaban matándolo -añadió Myron.
Jake asintió, pensativo.
– Y luego el asesino se ve obligado a deshacerse de la fuente de información.
– Nancy Serat.
– Exacto -dijo Jake-. Aun así, estuve interrogando a esa chica durante horas. Le pregunté acerca de todo… -añadió Jake bajando el volumen de voz hasta hacerse apenas audible.
De repente, pareció recordar alguna cosa. Myron sabía qué estaba preguntándose. Cualquier policía se haría la misma pregunta. ¿La cagué? ¿Me olvidé de preguntarle algo? ¿Habrá muerto esa chica por mi culpa?
– Si Nancy hubiera sabido algo tan importante -dijo Myron-, el asesino no habría esperado dieciocho meses para silenciarla. Creo que todo este asunto es más complicado de lo que pensamos. Yo diría que Adam Culver ya lo había descubierto casi todo. Nancy tenía la última pieza del rompecabezas, una pieza que por sí sola no significaba nada, excepto para Adam Culver.
– ¿Intenta hacerme sentir mejor?
– No. Es exactamente lo que pienso. Si creyera que la ha cagado ya se lo habría dicho.
– Usted no ha visto el cuerpo -dijo Jake en voz baja-. Una estrangulación no es una visión agradable. El maldito alambre casi le corta la cabeza. No es una buena forma de morir, señor Bolitar. -Jake hizo una pausa y negó con la cabeza-. Después de haberla visto ya sé lo que Jessica debe estar preguntándose porque yo no dejo de preguntármelo a mí mismo.
– ¿Qué?
– ¿Acabaría Kathy igual que ella?
Se hizo el silencio. Bebieron un sorbo de café. El de Myron ya estaba frío, pero no le importó. El café frío y asqueroso parecía encajar con la situación.
– P. T. me lo contó todo sobre usted -dijo Jalee tras tomar un buen trago de café-. Me dijo que era inteligente, que podía confiar en usted. No suele decir eso de mucha gente. Me dijo que Win y usted eran lo mejor que ha habido nunca. Puede que poco convencional, pero ahora mismo a mí eso ya me va bien. Soy policía. Tengo que seguir unas reglas. Pero usted no. Tiene más libertad. Sin embargo, éste es mi territorio y no voy a quedarme de brazos cruzados como si fuera el puto extra de una película. -Puso las manos sobre la mesa. Eran grandes y encallecidas, y no llevaba anillos-. Así que ahora quiero que me lo cuente todo, señor Bolitar. Ya. Solos usted y yo. No saldrá de aquí, tiene usted mi palabra. Y no se calle nada, ¿de acuerdo?
Myron hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Pues venga, chaval, empieza a cantar. Soy todo oídos.
Myron sacó la revista y se la mostró a Jake.
– Todo comenzó con esto.
Capítulo 28
Los periódicos de la mañana no decían nada sobre el asesinato de Nancy Serat, pero por la radio comenzó a escucharse la noticia acerca del homicidio de una mujer. Sólo era cuestión de tiempo. Myron tomó la interestatal 280 en dirección este hacia el tramo norte de la autopista de Nueva Jersey. Una carretera pintoresca. Como conducir por la zona oeste de Beirut en un buen día. El problema era que la gente juzgaba mal a Nueva Jersey por culpa de aquella carretera. Como valorar la belleza de una mujer por el tamaño de sus pies.
Billy Joel cantaba en la radio I love you just the way you are. «Normal -pensó Myron-, cuando uno está casado con Christie Brinkley.»
La salida 16W lo condujo directamente al aparcamiento del complejo Meadowlands. Los asesinatos y las intrigas estaban muy bien, pero el trabajo de representante era lo que le daba de comer. Tenía una cita con Otto Burke. Otto quería una respuesta sobre las exigencias del contrato de Christian y Myron le había preparado una.
Había pasado la noche en la habitación de Jessica en el hospital, tratando de acomodarse en una silla que podría haber servido perfectamente como instrumento de tortura medieval. No obstante, no le había importado no poder dormir. Le gustaba verla dormir. Le traía recuerdos. Siempre había deseado poder volver a dormir juntos algún día, aunque la experiencia de aquella noche no era precisamente lo que había esperado.
Jess se había despertado dos horas antes con actitud beligerante, de mal genio y exigente. Dicho de otra manera: como siempre. Antes de que su hermano Edward se la llevara a casa, Myron le había contado todo lo que sabía. En particular, lo referente al estudio fotográfico de Lucy. Jessica le había dejado una foto de su padre para enseñársela a Lucy. A Myron le sorprendió que Jessica llevara una en el monedero, aunque aún le había sorprendido más ver por un instante una foto de cuatro veranos antes, una instantánea que Jessica había intentado pasar sin que él la viera. Pero la había visto y recordaba el preciso instante en que la había tomado. Su último fin de semana en Martha's Vineyard. Los dos solos. Morenos, felices, relajados… Una barbacoa en la casa de veraneo de Win. El momento de máximo esplendor antes de la inevitable caída en picado.
Myron no había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Parecía que hubiese pasado la noche en el fondo del cesto de la ropa sucia.
Otto le esperaba en la última fila del palco del propietario del estadio de los Titans. Larry Hanson estaba sentado junto a él. Otto recibió a Myron con un apretón de su mano huesuda y una amplia sonrisa. Todo amabilidad. Larry le saludó con brevedad con la mano sin mirar a Myron a los ojos. No era de extrañar. Larry Hanson era un tipo duro, una bestia salvaje, incluso, pero siempre trataba de jugar limpio. No le gustaba hacer trampas y no le gustaba lo que hacía Otto. De hecho, parecía como si quisiera que se lo tragara la tierra.
– Por favor, Myron -dijo Otto extendiendo los brazos como si fuera un presentador de concursos televisivos-, siéntate donde quieras.
– Qué buen anfitrión eres, Otto.
– Intento serlo, Myron, gracias por darte cuenta.
– Se llama sarcasmo, Otto, sarcasmo.
Otto mantuvo impertérrito su sonrisa. Llevaba exactamente la misma perilla de siempre, ni un pelo más ni un pelo menos. Myron pensó que seguramente se la recortaba a diario. Se sentaron de cara al campo, en la yarda cincuenta. Cualquier hincha mataría por aquellos asientos. Abajo, en el césped, había jugadores dispersos por todo el campo. Myron vio a Christian caminando hacia el lateral. Llevaba el casco en la mano y la cabeza bien alta. Todavía no sabía lo del asesinato de Nancy Serat -todavía no habían hecho público su nombre-, pero los medios de comunicación no iban a tardar en lanzarse sobre él. Myron no podría protegerlo de todo, pero albergaba la esperanza de que la firma del contrato de Christian pudiera desviar la atención del asesinato.
– Bueno -dijo Otto dando una palmada-, ¿estás listo para firmar?
En el campo, a Christian le estaban presentando una panda de tipos de pelo largo. Myron los reconoció de un vídeo de la MTV. Eran el último descubrimiento de Otto Records, un grupo llamado StillLife. Su música sonaba bien, pero no tenían el talento en bruto de, por ejemplo, Papanicolau.
– Y tanto -dijo Myron-, me muero de ganas.
– Perfecto. Tengo un bolígrafo.
– Pues qué casualidad, yo tengo un contrato.
Myron le dio el contrato a Otto y éste se lo leyó rápidamente. Su boca seguía sonriendo, pero sus cejas adoptaron una expresión de preocupación. Otto le pasó el contrato a Larry Hanson.
– No lo entiendo, Myron. Parece que sea tu última oferta.
– Eres muy perceptivo, Otto.
– Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo -dijo Otto.
– Claro, y ahí está.
– Creo que te olvidas de… -hizo una pausa para buscar la palabra adecuada- la repentina devaluación de Christian.
– Dicho así parece que estés hablando de una moneda extranjera.
Otto soltó una carcajada. Le echó una mirada a Larry como diciéndole: «Ríete tú también», pero Larry apenas consiguió esbozar una sonrisa.
– De acuerdo, Myron, lo admito. Hasta cierto punto, todos somos mercancías. Sin embargo, tu cliente tiene un cambio más bajo respecto al dólar estadounidense.
– Gracias por seguir con la metáfora, Otto, pero yo no lo veo así. -Myron observó a Larry-. ¿Cómo ha estado jugando, Larry?
– Bueno, todavía es muy pronto -dijo Larry carraspeando-. No se puede decir nada seguro en tan poco tiempo.
– ¿Pero si tuvieras que ponerle una nota a su rendimiento hasta la fecha?
– Digamos -repuso Larry tras carraspear de nuevo- que Christian no nos ha defraudado.
– Ahí lo tienes -dijo Myron igualando la sonrisa de Otto-. Su valor, en todo caso, ha aumentado tras demostrar lo que sabe hacer en el campo. Ahora ya tienes una buena prueba de su potencial. Por eso no veo la razón para rebajar la cantidad inicial.
Otto se puso en pie asintiendo, se llevó las manos a la espalda y se dirigió al bar.
– ¿Quieres algo de beber, Myron?
– ¿Tenéis Yoo-Hoo?
– No, no tenemos.
– Entonces nada.
Otto se sirvió un 7-Up sin siquiera preguntarle a Larry Hanson si quería algo.
– Tengo que admitir -dijo Otto- que la calidad que ha demostrado Christian hasta el momento ha sido impresionante, pero debo advertirte, Myron, y a ti también, Larry, que hay una gran diferencia entre practicar y jugar un partido de verdad, entre cómo juega un jugador en un scrimtnage y cómo reacciona ante una situación de presión.
Myron y Larry intercambiaron miradas y, sin decir nada, ambos entendieron lo mismo: Otto Burke era un gilipollas pedante.
– Pero déjame decirte también -prosiguió Otto- que nuestro producto depende de algo más que el mero rendimiento en el terreno de juego. Si, por ejemplo, nuestro equipo ganara la Super Bowl pero a la vez se viera involucrado en un escándalo relacionado con el mundo de las drogas o del sexo, el valor intrínseco del producto podría decrecer.
– ¿Podrías hacerme una gráfica? -preguntó Myron-. Es que creo que no lo entiendo.
– Lo que quiero decir es que la fotografía de esa revista guarra hace que Christian valga menos desde nuestro punto de vista -dijo Otto.
– Pero no es una foto suya.
– Es una foto de su novia.
– Ex novia.
– De una novia que desapareció en circunstancias muy extrañas.
– Christian y yo estamos dispuestos a correr el riesgo -dijo Myron-. Es una publicación de poca tirada. Hasta ahora no la ha visto nadie. Y estamos seguros de que nadie la verá.
Otto tomó un sorbo de 7-Up. Parecía estar disfrutándolo, ya que hasta exhaló un «¡aaah!» al final como si estuviera grabando un anuncio.
– Pero los medios de comunicación podrían llegar a enterarse.
– No lo creo -dijo Myron-. He hablado de eso con Christian y los dos pensamos lo mismo.
– Entonces es que los dos sois tontos.
La fachada de Otto se derrumbó y se agrietó un poco.
– Hombre, Otto, eso no ha sido muy amable por tu parte.
La fachada volvió a alzarse como la ventanilla eléctrica de un coche.
– Permíteme que te recuerde nuestra última charla sobre este mismo tema, Myron. A ver si lo entiendes. Se suponía que ibas a aceptar nuestro acuerdo y reducirlo en un tercio. Si no, la foto de la señorita Culver en paños menores llegará a los medios de comunicación y arruinará la carrera promocional de tu cliente.
– Pero él no ha hecho nada, Otto. Sólo es una foto de Kathy Culver.
– Da igual. A las compañías que ofrecen contratos publicitarios no les gusta ni el mínimo atisbo de controversia. Recuérdalo, Myron: en los negocios, la apariencia es mucho más importante que la realidad.
– Apariencia más importante que realidad; tengo que apuntarme eso.
– Fírmalo -dijo Otto sacando su propio contrato-. Ya.
Myron se limitó a sonreírle.
– Fírmalo, Myron, o te arruinaré -insistió Otto.
– No creo, Otto -dijo Myron, y empezó a desabrocharse la camisa.
– ¿Qué narices estás haciendo?
– No te emociones, Otto. No voy a pasar del tercer botón. Lo justo para enseñarte esto -dijo señalando un pequeño micrófono que tenía en el pecho.
– ¿Pero qué co…?
– Es un cable, Otto -le interrumpió Myron-. Va conectado a una grabadora que tengo sujeta en el cinturón. Si quieres enviar la foto a los medios de comunicación, allá tú. Puede que desacredite a Christian o puede que no. Yo, por mi parte, les enviaré esta cinta. Y también te meteré una denuncia de tres pares de cojones por todos los perjuicios que Christian pueda sufrir por tu culpa, además de conseguir que te arresten por extorsión y chantaje -dijo Myron sonriendo-. Siempre he soñado con montar una discográfica. A las tías les encanta, ¿verdad, Otto?
Otto se quedó mirándolo sin inmutarse y dijo:
– ¿Larry?
– Sí, señor Burke.
– Quítale la cinta. Por la fuerza, si hace falta.
Myron miró a Hanson y le dijo:
– Eres un gran tipo, Larry. Y sé que fuiste uno de los fullbacks más duros que nunca hayan practicado este deporte, pero si te atreves a levantarte de la silla tendrán que escayolarte todo el cuerpo de arriba abajo.
Larry Hanson se limitó a asentir. No parecía intimidado, pero tampoco se movía.
– Nosotros somos dos -dijo Otto-. Y además puedo llamar a seguridad para que me ayude.
– No lo creo, señor Burke -dijo Larry casi sonriendo-. Y no creo que unos cuantos guardias de seguridad vayan a darle mucho miedo, ¿verdad que no, Myron?
– No, no creo.
– Creo que deberíamos firmar su contrato, señor Burke. Creo que es lo mejor para todos.
– Incluso he escrito una nota de prensa -añadió Myron- en la que se afirma lo contento que está Christian por poder fichar por una organización tan extraordinaria y de tan buena reputación como los Titans.
– Si firmo -dijo Otto tras pensar unos momentos-, ¿me darás la cinta?
– Creo que no.
– ¿Por qué no?
– Tú tienes la revista y yo la cinta. Considéralo como nuestro propio equilibrio de terror. Como si fuera el regreso de la guerra fría.
– Pero yo te prometo que…
– No, Otto, por favor, que me duele mucho la barriga cuando me parto de risa.
Otto se quedó pensativo. Estaba sorprendido pero relajado. Un tipo de su edad no llegaba a ocupar un cargo como el suyo sin saber encajar unos cuantos golpes.
– ¿Myron?
– Sí.
– No tengo palabras para describir lo contentos que estamos los Titans por tener con nosotros a Christian Steele, el quarterback del futuro.
– Sólo tienes que firmar aquí, Otto.
– Será un placer, Myron.
– No, Otto; el placer será mío.
Otto firmó y cerraron el trato con un apretón de manos. Las negociaciones habían terminado.
– ¿Vamos a aparecer ante la prensa juntos, Myron?
– Me parece una idea realmente maravillosa, Otto.
– Abajo hay una ducha. Les diré que te traigan todo lo necesario para afeitarte, si quieres.
– Muy amable.
Otto volvió a esbozar una sonrisa. Estaba claro que a aquel hombre no le duraban las depresiones. Después cogió el teléfono y declaró:
– Acabamos de fichar a Christian Steele por el contrato más caro que nunca haya tenido un novato -dijo guiñándole un ojo a Myron.
Myron le devolvió el guiño y le hizo un gesto de aprobación con el pulgar. Como si fuesen colegas de toda la vida. Después, Myron consultó el reloj. Tenía el tiempo justo para ducharse y asistir a la rueda de prensa antes de volver a la ciudad para acudir puntual a su cita con Herman Ache.
No tenía ni idea de lo que iba a decirles a los malvados hermanos Ache, pero estaba trabajando en ello. Febrilmente.
Capítulo 29
Jessica llegó a su casa de Ridgewood a las diez de la mañana. El médico hubiera preferido hacerle unas cuantas pruebas más, pero Jessica se había negado. Finalmente habían llegado a un acuerdo, por el que Jessica había prometido ir a verlo a su consulta esa misma semana. Edward la había acompañado en coche desde el hospital sin decir nada durante todo el trayecto.
Al llegar, Jessica vio que el automóvil de su madre no se hallaba en la entrada. Mejor. No estaba de humor para tener que aguantar a una madre histérica, aunque de todas maneras le había dicho a todo el mundo que no le contaran nada de lo ocurrido. Su madre ya tenía suficientes preocupaciones para añadirle unas cuantas más innecesariamente.
Jessica se dirigió al despacho de su padre. Estaba segura de que éste había estado metido en algún asunto. Habían ocurrido demasiadas cosas extrañas para pensar lo contrario. Había ido a ver a Nancy Serat la mañana de su asesinato. Había faltado a una convención de medicina forense en Denver por no encontrarse bien, algo que él no hubiera hecho nunca. Incluso cabía la posibilidad de que hubiese comprado las fotografías del desnudo de Kathy.
No hacía falta ser Sherlock Holmes para saber que pasaba algo raro.
Encendió la luz y la habitación se iluminó tal vez demasiado para su gusto, así que rebajó la intensidad con el potenciómetro. Oyó a Edward abrir la nevera en el piso de abajo.
Jessica empezó a revolver los cajones de su padre. No tenía ni idea de lo que buscaba. Tal vez una cajita con la etiqueta: pista clave. Eso estaría bien. Intentó no pensar en Nancy Serat ni en su rostro azul de expresión aterrorizada, pero tenía esa imagen grabada en el cerebro con fuego. Trató de pensar en cosas más agradables como cuando se había despertado y había visto a Myron encorvado en aquella silla del hospital como si fuera un contorsionista de Le Cirque du Soleil. Ese recuerdo le hizo sonreír.
En el cajón archivador encontró una carpeta marcada como CGA, la cuenta de gestión de activos del grupo inversor Merrill Lynch. El extracto de la cuenta de gestión de activos es un informe financiero de inmaculada belleza. Todo en un solo extracto: acciones, bonos, valores, cheques y transacciones de la tarjeta Visa. Jessica también tenía una.
Sacó la carpeta y examinó las deducciones y los talones pagados del último extracto. No había nada extraño, aunque el problema era que el extracto estaba fechado hacía tres semanas. Necesitaba algo más reciente.
Pasó a la última página y vio que, al final, en letras muy pequeñas, había una nota: «Tiene un carácter alfabético en el número de su cuenta Merrill Lynch. Acceda a su Infocuenta mediante el número clave nueve-ocho-dos-tres-tres-cuatro».
La Infocuenta era una línea gratuita de información bancada. Jessica la había utilizado en varias ocasiones para consultar discrepancias de su cuenta. Marcó el número y, al instante, la voz de un contestador le dijo: «Bienvenido al Centro de Servicios Financieros Merrill Lynch. Marque el número de su cuenta Merrill Lynch o el número clave de acceso a su cuenta».
Jessica marcó el número.
«Si desea consultar su saldo actual o su cuota máxima de préstamo, pulse uno. Si desea información sobre el cobro de talones, pulse dos. Si desea consultar los últimos fondos adquiridos, pulse tres. Si desea consultar las transacciones de su tarjeta Visa, pulse seis.»
Jessica decidió empezar con los cargos y luego mirar los talones, así que pulsó el seis.
«Cargo a la tarjeta Visa por valor de 28,50 $ a día veintiocho de mayo. Cargo a la tarjeta Visa por valor de 14,75 $ a día veintiocho de mayo», comenzó a decir la voz.
Aquella máquina no iba a decirle el origen de los cargos y lo mismo iba a pasar con los talones. Saber las cantidades no iba a servirle de nada.
«Cargo a la tarjeta Visa por valor de 3.478,44 $ a veintisiete de mayo.»
Jessica se quedó de piedra. ¿Tres mil dólares? ¿Para qué? Colgó el teléfono, pulsó la tecla de rellamada, volvió a marcar el número clave de acceso a su cuenta y entonces pulsó el cero para hablar con un encargado de servicio al cliente.
– Buenos días -dijo una mujer con voz agradable y melódica-, ¿en qué puedo ayudarle?
– Sí, mire, es que tengo un cargo en mi cuenta de la tarjeta Visa por valor de más de tres mil dólares y me gustaría saber el origen de este cargo.
– ¿Su número de cuenta, por favor?
– Nueve, ocho, dos, tres, tres, cuatro.
– ¿Su nombre, por favor? -dijo la mujer tras un leve repiqueteo de teclas.
Jessica miró el extracto y vio que, afortunadamente, se trataba de una cuenta conjunta.
– Carol Culver -contestó Jessica.
– Espere un momento, señora Culver. -Jessica oyó otro repiqueteo de teclas-. Sí, aquí lo tengo. Tres mil cuatrocientos setenta y ocho coma cuarenta y cuatro dólares. De la tienda Eye-Spy de Manhattan.
¿Eye-Spy? ¿La tienda de material de espionaje? ¿Qué significaba todo aquello?
– Gracias -dijo Jessica.
– ¿Desea algo más, señora Culver?
– Sí. Mi marido y yo tenemos toda nuestra contabilidad en un ordenador y me temo que se nos ha estropeado. ¿Podría decirme los talones más recientes que se han extendido a partir de nuestra cuenta, por favor?
– Por supuesto. Talón uno diecinueve por valor de doscientos noventa y cinco dólares a Volvo Finance, emitido el veinticinco de mayo -empezó a decir tras otro repiqueteo de teclas.
La cuota del coche.
– Talón uno dieciocho por valor de seiscientos cuarenta y nueve dólares a Inmuebles Getaway, también emitido el veinticinco de mayo -prosiguió la mujer.
– Un momento, ¿ha dicho Inmuebles Getaway?
– Sí, eso es.
– ¿Podría darme la dirección?
– Lo siento pero no disponemos de esa información.
Siguieron revisando el resto de los talones emitidos aquel mes, pero sin descubrir nada más. Jessica le dio las gracias a la mujer y colgó el teléfono.
¿Seiscientos y pico a Inmuebles Getaway? ¿Más de tres mil dólares a Eye-Spy? Cada vez había más cosas que no estaban claras.
De repente, Edward llamó a la puerta y saludó.
– Hola.
– Hola -contestó Jessica.
Edward entró en el despacho de su padre con la cabeza gacha.
– Siento lo del otro día -dijo Edward pestañeando varias veces-. Lo de que me fuera corriendo y eso.
– No pasa nada.
– Es que me pusiste negro con tanta pregunta -dijo Edward.
– Son preguntas que debemos hacernos -repuso Jessica-. Creo que todo está relacionado. Lo que le pasó a Kathy, lo que le pasó a papá y lo que hizo cambiar a Kathy.
Edward se estremeció al oír la palabra «cambiar» y luego negó con la cabeza. En la camiseta del día aparecían Beavis y Butthead.
– Te equivocas -dijo-. Eso no tiene nada que ver con lo que le pasó.
– Tal vez no -repuso Jessica-, pero sólo lo sabré si tú me lo cuentas.
– Es que no me gusta hablar de eso. Me resulta doloroso.
– Soy tu hermana. Puedes confiar en mí.
– Tú y yo nunca hemos hablado mucho -recordó Edward sin rodeos-. No como Kathy y tú.
– O como Kathy y tú -dijo Jessica-, pero yo te quiero igual, a pesar de todo.
– La verdad es que no sé por dónde empezar -confesó Edward al cabo de un rato-. Todo comenzó cuando iba al último curso del instituto. Tú acababas de trasladarte a Washington y yo estaba en Columbia. Vivía fuera de la universidad con mi amigo Matt. ¿Te acuerdas de él?
– Claro. Kathy salió con él durante dos años.
– Casi tres -concretó Edward-. Matt y Kathy parecían de otra época. Estuvieron juntos tres años y él nunca llegó a, bueno, nunca tuvieron relaciones íntimas. O sea, nunca. Y no porque no lo intentara, quiero decir, que Matt era tan mojigato como el que más, pero eso no quiere decir que no intentara irse a la cama con Kathy de vez en cuando, pero Kathy siempre se resistía.
Jessica asintió con la cabeza. Por aquel entonces, Kathy todavía le contaba sus cosas.
– A mamá le gustaba mucho Matt -continuó Edward-. Pensaba que era el mejor. Solía invitarlo a tomar el té como si fuera la madre obsesiva de El zoo de cristal. Era el caballero que se sentaba en el porche de su casa con su hija pequeña. A papá también le gustaba. Todo parecía ir bien. Tenían pensado prometerse pronto y casarse después de que ella se graduara, como en la típica historia de amor. Pero entonces, un día Kathy llamó por teléfono a Matt y lo dejó sin darle más explicaciones.
»Matt se quedó pasmado. Intentó hablar con ella, pero Kathy no quiso verlo. Yo también intenté hablar con ella, pero me mandó a tomar viento. Y luego empecé a oír rumores.
– ¿Qué clase de rumores? -preguntó Jessica cambiando de postura en la silla.
– Pues la clase de rumores que a un hermano no le gusta oír de su hermana -dijo Edward muy despacio.
– Uy…
– Peor que eso. La gente la criticaba constantemente. Decían que alguien había encontrado por fin la llave del cinturón de castidad de la señorita Mojigata y que ahora ya no había forma de cerrarlo otra vez. Una vez hasta me pegué con unos y me dieron una paliza por tratar de defender el honor de Kathy -dijo Edward pronunciando la palabra «honor» como si le repugnara su sonido.
»En casa también cambió. Ya no iba nunca a misa. Llegué a pensar que a mamá le daría un ataque, porque ya sabes cómo se pone ella con esas cosas.
Jessica asintió. Lo sabía muy bien.
– Pero nunca le dijo nada. Kathy comenzó a llegar tarde a casa, a ir a fiestas de la universidad y algunas noches ni siquiera venía a dormir.
– ¿Y mamá no le paró los pies? -preguntó Jessica.
– Es que no podía, Jess. Era increíble. Kathy se había pasado toda la vida sin levantarle la voz y a partir de entonces fue como si Kathy hubiera encontrado kriptonita. Mamá no podía ni tocarla.
– ¿Y qué hay de papá?
– Papá nunca fue tan estricto como mamá, ya lo sabes. Quería ser el colega de todo el mundo y no el malo de la película, pero curiosamente, durante todo aquel tiempo, Kathy se fue uniendo más a papá. Papá estaba emocionado por recibir tantas atenciones y creo que tenía miedo de mostrarse estricto y que ella dejara de hacerle caso.
Típico de su padre.
– ¿Y tú qué hiciste? -preguntó Jessica.
– Pues le planteé la cuestión cara a cara.
– ¿Y qué te dijo?
– Pues nada. Ni lo negó ni lo admitió. Se quedó imperturbable y me sonrió de manera extraña. Me dijo que yo no podía entenderlo porque era un ingenuo. ¡Ingenuo! ¿Tú te crees que Kathy podía llamarle «ingenuo» a alguien?
– Pero nada de eso explica cómo empezó todo, por qué cambió -dijo Jessica tras quedarse pensativa un momento.
Edward fue a decir algo, pero se contuvo. Luego extendió los brazos y los volvió a dejar caer como si le pesaran demasiado.
– Tuvo que ver algo que pasó con mamá -dijo con apenas un hilo de voz.
– ¿Qué?
– No lo sé. Puede que ella lo sepa. Kathy se apartó de ti y de mí, pero seguía queriéndonos. Sin embargo, mamá fue quien se llevó la peor parte.
Jessica se recostó en la silla de su padre, pensando en el comentario de su hermano.
– Ya sabía que Kathy había cambiado mucho estos dos últimos años, pero no tenía ni idea de que… -dijo Jessica en voz cada vez más baja.
– Pero el caso es que se acabó, Jess. Eso es lo que tienes que tener en cuenta.
– ¿Qué se acabó? -preguntó ella.
– Esta fase por la que pasó Kathy. Por eso no creo que tenga nada que ver con su desaparición. Porque cuando desapareció, todo eso ya era agua pasada.
– ¿Qué quieres decir con que ya era agua pasada?
– Pues que volvió a ser como antes. Bueno, no quiero decir que volviera a ir a misa todos los domingos ni que se hiciera la mejor amiga de mamá, pero lo que fuera que la hubiese trastornado había dejado de hacerlo. Volvía a ser la de siempre. Creo que Christian tuvo mucho que ver en eso. La ayudó a retomar el buen camino. La verdad es que dejó de comportarse como una putilla. Y lo mismo pasó con las drogas, la bebida y las fiestas. Y más cosas. Incluso recuperó su sonrisa.
Jessica recordó el expediente escolar de Kathy, las malas notas del último año de instituto y del principio de la universidad. Y después el repentino regreso de las buenas notas en el segundo semestre de su primer año en la universidad, cuando conoció a Christian. Todo encajaba con lo que le acababa de contar Edward.
Entonces, ¿el pasado no tenía nada que ver? ¿Todo aquel periodo de su vida ya era agua pasada, tal y como defendía Edward? Podía ser, pero Jessica lo dudaba mucho. Si de verdad todo eso ya estaba muerto y enterrado, ¿cómo es que había aparecido su foto en una revista pornográfica? Y eso la llevaba a la pregunta clave de todo aquel asunto: ¿Qué es lo que hizo cambiar a Kathy en un principio?
Jessica aún no lo sabía, pero ahora tenía cierta idea de quién podía saberlo.
Capítulo 30
Myron hubiese preferido hacer muchas cosas antes que ir a ver a Herman Ache, como por ejemplo dejarse arrancar un ojo con una cucharilla.
– He escuchado la rueda de prensa por la radio -dijo Win. El Jaguar XJR de color verde de Win tenía la capota bajada. A Myron no le gustaba ir con la capota bajada porque sabía que tarde o temprano se le iba a pegar un bicho en los dientes-. Estoy seguro de que a Christian le ha gustado el contrato.
– Muchísimo.
– La prensa todavía no ha dicho nada de Nancy Serat.
– Jake aún no ha revelado su nombre, pero en cuanto lo haga…
– Empezará la fiesta.
– Exactamente.
– ¿Lo sabe Christian? -preguntó Win.
– Aún no. Estaba tan contento que al final he decidido dejarle disfrutar un poco más.
– Tendrías que avisarle.
– Lo haré. Jake me prometió que me avisaría en el preciso instante en que se lo dijera a la prensa.
– Parece que te cae bien ese tal Jake -comentó Win.
– Es un buen tipo. Podemos confiar en él.
Win repiqueteó el volante con los dedos, volvió a asirlo bien y aceleró.
– Yo no me fío de los agentes de la ley -dijo Win-. Para mí es mejor así.
El coche iba muy rápido. La autopista West Side no estaba hecha para aquellas velocidades. Era una autopista de cuatro carriles con semáforos cada veinte metros. Y el permanente estado en obras tampoco ayudaba mucho. Ya llevaban haciendo aquellas obras más tiempo del que nadie podía recordar. En los libros de historia se dice que ya Peter Minuit, el holandés que compró Manhattan a los indios en 1626, solía quejarse de los atascos que se formaban en torno a la Calle 57.
Sin embargo, nada de eso lograba disuadir al fornido pie que Win mantenía sobre el acelerador. El Javits Center pasó por su lado como un borrón de colores, y lo mismo ocurrió con el río Hudson.
– ¿Podrías reducir un pelín la velocidad? -preguntó Myron.
– No te preocupes, este coche tiene airbag para el asiento del acompañante.
– Fabuloso.
Estaban a punto de llegar al despacho de Ache. A Myron se le hizo un nudo en el estómago y el humo y la niebla que le azotaban en la cara por llevar la capota bajada no hacían más que empeorar la situación. Estaba más tenso que un invitado al bautizo de un gremlin. Win, en cambio, parecía relajado. Claro que Frank Ache no había puesto precio a su cabeza.
Sonó el teléfono del coche y Win lo cogió.
– ¿Diga? -respondió. Y luego le pasó el auricular a Myron-. Es P. T.
– ¿Qué hay? -preguntó Myron.
– Eh, Myron, ¿cómo estás hoy?
– No puedo quejarme.
– Me alegro de oírlo. Oye, ¿sabes lo que pasó ayer por la noche?
– ¿Qué?
– Se encontraron a dos de los mejores asesinos de Nueva York muertos en un callejón. Qué pena, ¿no?
– Una auténtica tragedia -asintió Myron.
– Pues trabajaban para Frank Ache.
– ¿En serio?
– Usaron una Magnum del cuarenta y cuatro con balas dum-dum. Les volaron la cabeza.
– Menuda pérdida.
– Sí, yo tampoco puedo dormir tranquilo. En la calle se dice que esto aún no ha terminado. Un par de cadáveres no van a detener a un tipo como Frank Ache. El gilipollas que haya jodido a Frank sigue teniendo puesto un precio a su cabeza.
– ¿Has dicho «gilipollas»? -inquirió Myron.
– Bueno, ha sido un placer hablar contigo, Myron. Cuídate.
– Tú también, P. T. -dijo Myron, y colgó.
– ¿Todavía sigue en pie la oferta? -preguntó Win.
– Pues sí.
– Tú tranquilo, que no te van a disparar en el despacho de Herman -dijo Win-. Nunca lo permitiría.
Myron sabía que era cierto. Existía una especie de código, incluso entre hombres que han ordenado la muerte de cientos de personas, y había idiotas que creían que aquellos códigos se basaban en alguna clase de moral, pero nada más lejos de la realidad. Los códigos de conducta significaban dos cosas para los mafiosos: una forma de parecer casi humanos y una manera de protegerse a sí mismos y a su posición. Para los mafiosos, la moral era tan importante como para los políticos lo era la honestidad.
Un tramo en obras los obligó a ir más lentos cerca de la Calle 12, pero aun así lograron llegar con tiempo de sobra. El aire olía a pizza, posiblemente porque habían aparcado delante de una pizzería llamada: «La Original y Genuina Ray's Pizza de Nueva York, de verdad, no es broma, en serio, nosotros fuimos los primeros». Una mujer alta vestida con un traje de calle azul y unas gafas muy elegantes pasó andando por delante de Myron con gran determinación. Éste le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Hubiese preferido que se desmayara o que sufriera un ligero desvanecimiento, pero no se puede tener todo en esta vida.
A las dos de la tarde, la taberna de Clancy estaba repleta de gente. Myron se detuvo delante de la puerta, se arregló el pelo, se puso de cara a un lado, luego al otro, sonrió, miró hacia arriba y volvió a sonreír.
Win lo observaba sin entender nada.
– Los federales sacan fotos de todo el que entra en este bar -dijo Myron-. Sólo quería salir guapo.
– Venga, confiesa, tengo un aspecto horrible.
Todos los clientes de Clancy eran hombres. No era precisamente lo que podría llamarse un lugar de ligoteo. En la máquina de discos sonaba Bob Seger. La decoración del local giraba en torno a las cervezas americanas. Había un montón de esos típicos carteles de neón con el nombre de cada cerveza: Budweiser, Bud Light, Miller, Miller Lite, Schlitz… Había un reloj cortesía de Michelob, un espejo de Coors, posa vasos de Pabst y las jarras tenían estampado el logotipo de Rolling Rock.
Myron sabía muy bien que allí debían haber millones de micrófonos ocultos del FBI, pero a Herman Ache le daba igual. Todo el que dijese algo comprometido en la taberna era tonto de remate y se merecía que lo trincaran. Las reuniones de verdad se hacían en la trastienda y Ache se aseguraba de limpiar la zona de micrófonos ocultos todos los días.
Win atrajo más de una mirada al entrar, porque el «look pijo» no era precisamente el que más se llevaba entre la clientela de la taberna de Clancy, aunque nadie se lo miró demasiado rato. En aquel bar nadie miraba a nadie demasiado rato.
– ¿Es ése tu amigo Aaron? -preguntó Win.
Aaron estaba al fondo del bar con su típico traje blanco. Llevaba camiseta, pero una de ésas sin mangas que dejan ver los pectorales. Era como si el armario ropero de Aaron hubiera entrado en alguna clase de transformador molecular junto con varios números de la revista GQ y la película Pumping Iron. Aaron les hizo un gesto para indicarles que se acercaran con una mano más grande que una tapa de alcantarilla.
– Hola, Myron -saludó Aaron-. Es un auténtico placer volver a verte.
«Qué popular que soy», pensó Myron, y luego dijo:
– Aaron, me gustaría presentarte a Win Lockwood.
– Es un placer, Win -contestó Aaron dirigiendo su sonrisa a Win.
Ambos se dieron un apretón de manos con miradas asesinas y evaluándose mutuamente. Ninguno se quejó por el dolor.
– Os esperan en la parte de atrás -dijo Aaron-. Vamos.
Aaron los condujo hasta una puerta cerrada con llave que tenía un espejo espía. La puerta se abrió de inmediato y pasaron adentro. Detrás de la puerta había dos matones de rostro inexpresivo y ante ellos un pasillo muy largo en el que, curiosamente, había un detector de metales como el de los aeropuertos.
Al verlo, Aaron se encogió de hombros como diciendo: «Los tiempos cambian».
– Entregadme vuestras armas, si sois tan amables, y luego pasad.
Myron sacó la pistola del treinta y ocho y Win, una del cuarenta y cuatro nueva. Sin duda se habría deshecho ya de la del cuarenta y cuatro de la noche anterior. Pasaron por el detector y éste no emitió ningún ruido, pero aun así, los dos matones los cachearon con uno de esos aparatos parecidos a un vibrador y después volvieron a cachearlos con las manos.
– Qué minuciosos -dijo Win.
– Es casi divertido -añadió Myron-. Ya pensaba que me iban a pedir que abriera la boca y dijera: «¡Aaah!».
– Oye, graciosillo -gruñó uno de los matones-, por aquí.
Los dos matones los acompañaron hasta el final del pasillo y Aaron se quedó atrás mirándolos. A Myron no le gustó aquello. Las paredes, decoradas con litografías de la Riviera francesa, eran blancas y la moqueta, de color naranja oficina. La parte delantera de la taberna de Clancy parecía un antro, y la parte trasera la consulta de un dentista.
Otros dos hombres aparecieron por el final del pasillo. Ambos iban armados.
– Oh-oh -le dijo Myron a Win en voz baja.
Win asintió con la cabeza.
Los dos tipos apuntaron a Myron y a Win con sus pistolas, y uno de ellos les gritó:
– Eh, tú, ricitos de oro, ven aquí.
– ¿Ricitos de oro? -dijo Win mirando a Myron.
– Creo que se refiere a ti.
– Ah. Por el pelo rubio, ahora lo cojo.
– Sí, ricitos, pon tu culito aquí.
– Más tarde -dijo Win, y siguió andando por el pasillo.
Los dos matones del detector de metales sacaron las armas. Cuatro hombres, cuatro armas y un montón de disparos. No era cuestión de correr riesgos después de lo que había ocurrido la noche anterior.
– Las manos sobre la cabeza. Venga.
Win y Myron, que estaban a una distancia de unos tres metros de ellos, hicieron lo que les decían. Uno de los matones del detector de metales se acercó a Myron y, sin previo aviso, le golpeó en el riñón con la culata de la pistola.
Myron cayó al suelo de rodillas mientras le invadían las náuseas. Acto seguido, el matón le pegó una patada en las costillas y luego otra. Myron se desplomó contra el suelo. El otro matón empezó a pisotearle con fuerza las piernas como si fueran hierbajos ardiendo y uno de los pisotones fue a parar contra el riñón que ya tenía dolorido. Myron pensó que iba a vomitar.
En medio del aturdimiento, Myron vio a Win. No se había movido ni un centímetro y mantenía una expresión casi de indiferencia. Win había evaluado la situación y había llegado rápidamente a una conclusión: no podía hacer nada para ayudarlo, así que no tenía sentido alguno preocuparse o inquietarse. En aquel momento, lo que Win estaba haciendo era estudiar con tranquilidad a aquellos hombres. No le gustaba olvidar una cara.
Las patadas llovieron sobre Myron como un torrente imparable. Myron se colocó en posición fetal tratando de aguantar la paliza. Las patadas le dolían muchísimo, pero los matones estaban demasiado emocionados para hacerle daño de verdad. Una le dio cerca del ojo. Sin duda le saldría un morado.
– ¡Pero qué coño…! -gritó de repente una voz-. ¡Deteneos ahora mismo!
En el acto, Myron dejó de recibir puntapiés.
– ¡Apartaos de él! -dijo la misma voz.
– Lo sentimos, señor Ache -dijeron los hombres apartándose.
Myron giró el cuerpo para quedar tendido de espaldas al suelo y, con cierto esfuerzo, logró sentarse.
– ¿Estás bien, Myron? -preguntó Herman Ache desde una puerta.
– De maravilla, Herman -contestó Myron haciendo un gesto de dolor.
– Lo siento muchísimo -dijo Herman Ache-, pero hay quien va a sentirlo mucho más -añadió dirigiendo una mirada feroz a sus secuaces.
Los hombres agacharon la cabeza ante su jefe y Myron estuvo a punto de poner los ojos en blanco en señal de tedio. Todo aquello no era más que una pantomima. Los hombres de Herman no podían darle a nadie una paliza en el pasillo de Herman sin su permiso. Aquello lo habían preparado especialmente para ellos. Así, ahora Myron estaba en deuda con Herman antes de empezar a negociar. Además, el dolor va muy bien para inducir el miedo, por lo que había sido el vermut perfecto antes de iniciar las negociaciones.
Aaron fue hasta donde estaba Myron y, mientras lo ayudaba a levantarse, se medio encogió de hombros como diciendo: «Una jugada cutre, pero ¿qué le vamos a hacer?».
– Venga -les instó Herman-, hablaremos en mi despacho.
Myron entró en la estancia con cautela. Hacía años que no entraba allí, pero no había cambiado mucho. La decoración seguía girando en torno al golf. Un cuadro de LeRoy Neiman colgado en la pared en el que se veía un campo de golf. Montones de ilustraciones humorísticas de golfistas pasados de moda. Fotos aéreas de campos de golf. En un rincón del despacho había una pantalla en la que se veía la trayectoria de un golpe desde una de las calles de un campo de golf y delante de la pantalla había un soporte para pelotas de golf. El jugador golpea la bola contra la pantalla, luego el ordenador calcula dónde habría caído y cambia la imagen de la pantalla para mostrar precisamente eso. Luego el jugador vuelve a golpear la bola y así hasta completar el circuito. Era un videojuego muy ingenioso.
– Bonito despacho -dijo Win.
– Gracias, hijo -dijo Herman Ache sonriendo y mostrando unos dientes llenos de empastes.
Herman tenía unos sesenta y pocos, un moreno de bronceado, se le veía en forma, llevaba unos pantalones blancos y una camisa de golf amarilla con un Nicklaus Golden Bear donde normalmente debería haber un cocodrilo, como si fuera a ir a un torneo en Miami Beach. Herman Ache tenía el pelo entrecano, pero no era suyo. Llevaba un peluquín de uno de esos sistemas Hair Club. Era bueno, de aquellos que la mayoría de la gente no suele detectar. Tenía manchas de vejez en las manos. Carecía de arrugas en el rostro, probablemente por haberse implantado colágeno o haberse hecho un lifting. Sin embargo, el cuello lo delataba. Allí se le hacían unas bolsas en la piel, un poco a lo Reagan, que hacían que esa parte del cuerpo pareciese un inmenso escroto.
– Por favor, caballeros, tomen asiento.
Myron y Win se sentaron y la puerta se cerró tras ellos. Estaban solos con Aaron, dos matones nuevos y Herman Ache. El nudo y las náuseas que Myron sentía en el estómago empezaron a aflojar.
Herman cogió un palo de golf y se sentó al borde de su escritorio.
– Tengo entendido -dijo- que Frank y tú tenéis ciertas diferencias, Myron.
– De eso precisamente quería hablar contigo.
– ¿Frank? -preguntó Herman tras asentir con la cabeza.
La puerta se abrió y entró Frank. Se notaba que eran hermanos porque los dos tenían casi los mismos rasgos faciales, pero por nada más. Frank pesaba por lo menos diez kilos más que su hermano mayor. Era muy ancho de caderas, tenía unos hombros como los de Paul Schaefer y un barrigón capaz de dar envidia al mismísimo muñeco de Michelin. Frank era totalmente calvo a excepción del peluquín que llevaba. Tenía los dientes negros y separados, y su rostro evidenciaba una expresión de enfado permanente.
Los dos hermanos se habían criado en la calle. Ambos habían empezado como matones de poca monta y habían ido progresando. Habían visto cómo sus hijos eran tiroteados y los dos habían tiroteado a los hijos de mucha gente. A Herman le gustaba fingir que vivía en un plano de existencia superior al de su rudo hermano menor, un plano repleto de libros, arte, golf… pero no era tan fácil huir de la realidad. Eran las dos caras de la misma moneda. Frank le recordaba a Herman su verdadero origen y tal vez su verdadera naturaleza, pero Frank se sentía cómodo y aceptado en aquel mundo y Herman no.
Frank iba vestido con una sudadera azul pastel con un ribete amarillo chillón. Llevaba la chaqueta abierta y, bajo el consejo estilístico de Yves St. Aaron, no llevaba camisa debajo. Tenía los pelos del pecho manchados de aceite o sudor. Aquello debía excitar mucho a cualquier chica. Llevaba unos pantalones ajustados de varias tallas menos, lo que dejaba ver un bulto en la entrepierna. Myron volvió a sentir náuseas.
Frank no abrió la boca. Se sentó a la mesa de su hermano y esperó.
– Bueno, Myron -prosiguió Herman-. Tengo entendido que todo viene por un chico negro que juega al baloncesto.
– Chaz Landreaux -dijo Myron-. Y no creo que le guste mucho que le llamen «chico».
– Te pido que me disculpes. Soy un viejo que no conoce todos los términos políticamente correctos. No era mi intención ofender.
Win se sentó tranquilamente y se puso a observar la habitación.
– Déjame que te cuente lo que pienso de este asunto -continuó Herman-. Y considera que trato de ser objetivo. Ese señor Landreaux tuyo hizo un trato. Se quedó con el dinero y con él ayudó a su familia durante cuatro años. Pero cuando llegó el día de pagar por ello, faltó a su promesa.
– ¿Y eso es ser objetivo? Chaz Landreaux no es más que un niño…
– Ahórrate el sermón -lo interrumpió Herman educadamente-. Nosotros no somos trabajadores sociales, ya lo sabes. Somos hombres de negocios. Hicimos una inversión con ese tipo. Nos jugamos varios miles de dólares con él. Y la inversión iba a empezar a producir dividendos cuando tú te metiste en medio.
– Yo no me metí en medio. Fue él quien vino a mí. Sólo es un chaval que tiene miedo. O'Connor lo atrapó con sus garras cuando tenía dieciocho años. Si hay reglas que impiden hacer negocios con chavales tan jóvenes es por una buena razón. Y ahora intenta alejarse de él antes de hundirse.
– Anda, venga, Myron -dijo Herman con expresión incrédula-, los chicos de hoy en día crecen muy rápido. Sabía perfectamente lo que se hacía. ¿Que iba contra las normas? Pues muy bien, ¿y qué? El chico conocía las normas, pero aun así quiso el dinero, ¿no?
– Lo devolverá todo.
– Y una mierda -intervino Frank Ache por primera vez en la conversación.
– Hola, Frank -dijo Myron saludándole con la mano-. Qué ropa más chula.
– Que te den por el culo, pulga de mierda. Un trato es un trato.
– ¿Pulga de mierda? -le dijo Myron a Win.
Win se limitó a encogerse de hombros.
– El trato era que Chaz podía echarse atrás en cualquier momento y devolver el dinero -prosiguió Myron-. Roy O'Connor así se lo dijo.
– Me importa una puta mierda lo que le dijera O'Connor.
– Por favor, Frank -intervino Herman-, no hay que ponerse agresivos.
– Venga ya, que le den por el culo, Herman. Este cabrón quiere reírse de mí en mi cara. Quiere robarme lo que me he ganado con mi trabajo. Y no sólo a ese negraco de Landreaux, eso es el principio. Tenemos montones de jugadores muy prometedores con contratos parecidos y si perdemos a uno, los perdemos a todos. Propongo que hagamos saber al resto de representantes que no hay que meterse con nosotros y por eso propongo que nos carguemos a Bolitar ahora mismo.
– A mí no me parece una buena idea -dijo Myron.
– ¿Quién cojones te ha pedido tu opinión?
– Sólo es un dato que dejo sobre la mesa.
– Por favor, Frank, no estás ayudando. Me prometiste que me dejarías a mí llevar esto -dijo Herman.
– ¿Llevar qué? Cárgate a ese hijo de perra y se acabó.
– Espérate en la habitación de al lado. Yo me ocuparé de todo, te lo prometo.
Frank le lanzó una mirada furibunda a Myron, pero éste no se molestó en devolvérsela. Sabía perfectamente que todo aquello también formaba parte de la pantomima. Trataban de intimidarle de forma similar a como lo habían hecho Otto Burke y Larry Hanson, pero por alguna extraña razón la proximidad de la muerte le daba un sentido nuevo a aquel numerito del poli bueno y el poli malo.
Win, sin embargo, seguía pensativo.
– Vamos, Aaron -gruñó Frank-. Larguémonos ya de aquí. -Luego se levantó y añadió-: Pero el contrato continúa vigente.
– Muy bien -dijo Herman-. Si quieres liquidarlo no me meteré.
– Es hombre muerto.
Aaron pasó por la puerta y Frank la cerró detrás de sí de un portazo. Había sobreactuado un poco, pero, en general, había sido una buena aparición.
– Es un tipo divertido -dijo Myron.
Herman fue hasta un rincón de la habitación y practicó un swing con el palo de golf.
– Yo no me metería con él, Myron. Frank está muy enfadado. Por lo que a mí respecta siempre me has caído bien desde el principio, pero no sé si podré sacarte de ésta.
«El principio» al que se refería Herman ocurrió durante el segundo año de Myron en la Universidad de Duke. No era un recuerdo agradable. Su padre había perdido mucho dinero en las apuestas. El día antes de un partido contra Georgia State, Myron volvió a su residencia de estudiantes y se encontró a su padre con dos de los matones de Herman Ache. Los matones le dijeron que, si Georgia State no perdía por menos de doce puntos, su padre iba a perder un dedo. Su padre estaba llorando, la primera vez que Myron había visto llorar a su padre. Myron perdió tres balones en los últimos cuarenta segundos para asegurarse de que Duke sólo ganaba por un margen de diez puntos.
Padre e hijo nunca hablaron de aquel tema.
– ¿Por qué este chico, este tal Chaz Landreaux, es tan importante para ti, Myron?
– Creo que vale la pena salvarlo.
– ¿Salvarlo de qué?
– No es más que un chaval, Herman. Frank le está haciendo la vida imposible y quiero que pare.
Herman sonrió, cambió de palo y realizó unos cuantos swings más. Luego cogió el putter.
– Sigues siendo un defensor de los desvalidos, ¿verdad, Myron?
– No, sólo trato de ayudar a ese chaval.
– Y a ti mismo.
– Muy bien, y a mí mismo.
Myron se dio cuenta de que Herman llevaba zapatillas de golf. Madre de Dios. Para la mayoría de la gente, el golf no es más que una excusa barata para poder decir que practican algún deporte, pero para otros es una obsesión arrolladora, sin puntos intermedios.
– No creo que pueda pararle los pies a Frank -dijo Herman observando la moqueta-. Parece decidido.
– Pero tú eres el que manda -repuso Myron-. Eso lo sabe todo el mundo.
– Sí, pero Frank es mi hermano y yo no me meto con lo que hace, a menos que sea absolutamente necesario. Y me parece que éste no es el caso.
– ¿Qué le hizo Frank?
– ¿Cómo dices?
– ¿Cómo atemorizó a ese chaval?
– Ah -dijo Herman. Cambió de palo, pero esta vez cambió el putter por una madera-, secuestró a su hermana. A su hermana gemela, creo.
Myron sintió que se le volvía a hacer un nudo en el estómago. Era justo lo que él había imaginado, aunque acertar en eso no le produjo demasiada satisfacción.
– ¿Está bien?
– Uy, yo no me preocuparía -dijo Herman como si acabara de oír una pregunta realmente estúpida-. No le van a hacer ningún daño. Siempre y cuando Landreaux siga cooperando.
– ¿Cuándo la van a soltar?
– Dentro de dos días. Es para asegurarse de que el contrato es oficial y que Landreaux no se lo vuelve a pensar.
– ¿Qué es lo que quieres, Herman? ¿Qué me va a costar quitarme a Frank de encima?
Herman se puso un guante de golf y efectuó un swing muy meditado, prestando atención a la posición de las manos.
– Soy viejo, Myron. Soy viejo y rico. ¿Qué podrías ofrecerme?
Win se irguió en la silla e intervino por primera vez en la conversación desde que habían entrado en el despacho.
– Tiene el palo demasiado abierto para hacer el swing, señor Ache. Pruebe a girar un poco más las muñecas. Sitúelas más hacia la derecha.
Aquel repentino cambio de tema cogió a todo el mundo por sorpresa. Herman miró a Win y dijo:
– Perdone, no me he quedado con su nombre.
– Windsor Horne Lockwood III.
– Ah, así que tú eres Win el Inmortal. No te imaginaba así.
Herman probó la nueva posición de las manos sobre el palo y dijo:
– Me siento raro.
– Dele unas cuantas semanas -dijo Win-. ¿Practica usted a menudo?
– Siempre que puedo. Para mí es más que un juego. Es…
– Algo sagrado -terminó Win la frase.
– Exacto -dijo Herman con los ojos muy abiertos-. ¿Juega usted, señor Lockwood?
– Sí.
– No hay nada que se le pueda comparar, ¿verdad?
– Nada -asintió Win-. ¿Dónde juega usted?
– Para la gente como yo, no es fácil encontrar buenos campos de golf. Me he apuntado a un club en Westchester. St. Anthony's. ¿Lo conoce?
– No.
– No es demasiado bueno. Pero tiene dieciocho hoyos, por supuesto. Es muy accidentado. Hay que ser medio cabra montesa.
Batallitas de golf. A Myron le encantaban. ¿Y a quién no?
– Hay una cosa que no entiendo -dijo Myron siguiendo el juego-. Con toda la, digamos, influencia que tienes, ¿cómo es que no puedes jugar donde te apetezca?
Herman y Win le miraron como si fuera un infiel rezando desnudo en medio del Vaticano.
– No le haga caso -dijo Win-, es que Myron no entiende de golf. Cree que un hierro nueve es un suplemento vitamínico.
Herman soltó una carcajada y los matones se le unieron en el acto. Myron, en cambio, no cogió el chiste.
– Sí que entiendo de golf -dijo Myron-. El golf consiste en una panda de tipos vestidos ridículamente que se dedican a jugar sobre enormes propiedades de terreno con un palo y una pelota.
Myron terminó la frase con una carcajada, pero nadie más se rió. Los golfistas no son famosos por su sentido del humor.
– Nadie puede entrar en un campo de golf por la fuerza, por dinero o mediante amenazas -explicó Herman mientras guardaba el palo en la bolsa-. Siento demasiado respeto por este juego y por las tradiciones para caer tan bajo. Sería como ponerle una pistola en la sien a un cura para poderte sentar en el banco de la primera fila.
– Sacrilegio -dijo Win.
– Exacto. Ningún golfista que se precie de serlo haría algo así.
– Tiene que recibir una invitación -añadió Win.
– Exactamente. Y uno no sólo juega en un campo de golf, sino que le rinde honores. Me encantaría que me invitasen a uno de los mejores campos de golf. Sería un sueño hecho realidad, pero es algo que no puede ser.
– ¿Y qué le parecería si le invitaran a dos de ellos? -preguntó Win.
– Dos… -Herman se detuvo a media frase. Ensanchó los ojos durante un milisegundo y luego volvió a estrecharlos como temiendo que le pudieran estar tomando el pelo-. ¿A qué se refiere?
– El Merion Golf Club -dijo Win señalando un cuadro de la pared de la izquierda- y el Pine Valley.
– ¿Qué les pasa?
– Supongo que habrá oído hablar de ellos, ¿no?
– ¿Que si he oído hablar de ellos? -repitió Herman-. Son los dos mejores campos de la costa Este, dos de los mejores de todo el mundo. Dígame un hoyo. Venga, el que quiera, de cualquiera de los dos campos.
– El sexto hoyo del Merion.
El rostro de Herman se iluminó como si fuera un niño la mañana del día de Navidad.
– Es uno de los hoyos más subestimados de todo el mundo. Se comienza con un golpe semiciego desde el tee hacia una calle en la que se impone un ligero fade. Hay que empezar el golpe de salida apuntando al bunker en medio de la calle y luego acortar por el centro salvando el fuera de límites que entra por la derecha. Con un hierro medio se llega entonces al green de elevación moderada yendo con cuidado con los bunkeres situados a izquierda y derecha.
– Realmente impresionante -dijo Win con una sonrisa.
«Realmente aburrido», pensó Myron.
– No me diga, señor Lockwood, que ha jugado usted en el Merion y en el Pine Valley -dijo Herman con un tono de voz que denotaba reverencia por su interlocutor.
– Soy miembro de ambos.
Herman inspiró aire profundamente y, por un momento, Myron pensó que iba a santiguarse.
– Es miembro… -comenzó a decir sin acabárselo de creer- ¿… de ambos?
– En el Merion tengo un hándicap de tres -añadió Win-. Y en el Pine Valley de cinco. Y me gustaría invitarle a ambos un fin de semana. Intentaremos hacer setenta y dos hoyos por día, treinta y seis en cada campo. Empezaremos a las cinco de la mañana. A menos que sea demasiado temprano para usted.
Herman hizo un gesto negativo con la cabeza. Myron hubiera jurado que tenía lágrimas en los ojos.
– No es demasiado temprano -logró decir Herman con cierto esfuerzo.
– ¿Le va bien la semana que viene? -preguntó Win.
Herman cogió el teléfono y dijo:
– Dejad ir a la chica. Y el contrato ya no vale. Todo el que le ponga un dedo encima a Myron Bolitar es hombre muerto.
Capítulo 31
Win y Myron volvieron a la oficina. Myron se sentía dolorido por la paliza, pero no tenía nada roto. Podría soportarlo. Él era así. Tremendamente valeroso.
– Tienes una cara que da pena -dijo Esperanza.
– Es que tú sólo te fijas en el exterior. Mira a ver si tu amiga Lucy lo reconoce -dijo Myron dándole una fotografía de Adam Culver.
– Jawohl, Kommandant! -le espetó ella haciendo un saludo militar.
De todas las series antiguas, a Esperanza la que más le gustaba era Los héroes de Hogan. A Myron no le apasionaba, pero siempre había pensado que le hubiera gustado estar allí en el momento en el que a algún iluminado de la tele se le ocurrió decir: «¡Eh, tengo una idea para una serie cómica! La ambientamos en un campo de concentración de la Alemania nazi. Risas garantizadas».
– ¿Cuántas llamadas? -inquirió Myron.
– Un millón, más o menos. La mayoría de la prensa para que les hablaras un poco sobre el fichaje de Christian. Has hecho un gran trabajo -dijo sonriendo.
– Gracias.
– Oye, ese Otto Burke… -dijo con el lápiz cerca de la boca-, ¿está soltero?
– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó Myron mirándola horrorizado.
– Es bastante mono.
– ¿Me estás presionando para que te dé un aumento de sueldo, no? -dijo Myron volviendo a sentir náuseas-. Por favor, dime que se trata de eso.
Esperanza se limitó a sonreír con coqueta timidez sin decir nada y Myron se dirigió a la entrada de su despacho.
– Espera -dijo ella-. Acaba de llegar un mensaje muy extraño para ti hace sólo unos minutos.
– ¿De?
– Una mujer que se llama Madelaine. No me ha dicho su apellido. Tenía una voz muy sensual.
Era la decana. Mmmmm…
– ¿Ha dejado algún número de teléfono?
Esperanza asintió y le pasó una nota con el número.
– Recuerda que el preservativo es tu amigo -dijo Esperanza.
– Gracias, mamá -repuso Myron.
– Pues ahora que lo dices, tu madre ha llamado dos veces y tu padre una. Creo que están preocupados por ti.
Myron entró en su despacho. Era como un pequeño santuario personal. Le gustaba mucho estar allí. Myron llevaba a cabo la mayoría de las negociaciones importantes en la sala de reuniones que había decorado al estilo clásico para así poder tener el despacho como él quisiera. A su izquierda tenía una amplia vista de los edificios de Manhattan y en la pared de detrás de su mesa tenía pósters enmarcados de musicales de Broadway: El violinista en el tejado, The Pajama Game, Howto Succeed in Business Without Really Trying, El hombre de La Mancha, Los miserables, La jaula de las locas, A Chorus Line, West Side Story, El fantasma de la ópera…
En otra pared tenía instantáneas de películas: Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca, Woody Allen y Diane Keaton en Annie Hall, Katharine Hepburn y Spencer Tracy en La costilla de Adán, Groucho, Chico y Harpo en Una noche en la ópera, Adam West y Burt Ward en Batman, la serie de televisión, la del Batman de verdad, en la que salía Burgess Meredith haciendo de Pingüino y César Romero haciendo de Joker. La edad dorada de la televisión.
En la última pared había fotografías de los clientes de Myron. Dentro de poco, Christian Steele iba a unirse al grupo vestido con el traje azul de los Titans.
Myron marcó el número de Madelaine Gordon y le salió el contestador. Volver a escuchar aquella voz tan sedosa hizo que se le secara la garganta y colgó sin dejar ningún mensaje. Miró la hora en el reloj que había en la pared opuesta. Tenía forma de reloj de pulsera gigante con el emblema de los Boston Celtics en el centro.
Eran las tres y media.
Todavía tenía tiempo de llegar a la universidad. Madelaine le daba igual, pero Myron tenía muchas ganas de hablar con el decano. Y quería presentarse allí de improviso.
Fue hacia la mesa de Esperanza y le dijo:
– Me marcho un rato. Si recibo alguna llamada me la pasas al coche.
– ¿Vas cojo? -le preguntó su secretaria.
– Un poco. Los hombres de Ache me han dado una paliza.
– Ah. Bueno, pues hasta luego.
– Me duele muchísimo, pero puedo resistirlo.
– Ya.
– No me montes un numerito.
– En lo más profundo de mi ser me muero de tristeza y compasión -dijo Esperanza.
– Mira a ver si puedes hablar con Chaz Landreaux, por favor, y le dices que tenemos que hablar.
– De acuerdo.
Myron se marchó de la oficina y fue al garaje a buscar el coche. Win sabía bastante de coches y le encantaba su Jaguar color verde. En cambio, Myron tenía un Ford Taurus1 azul. No era lo que podría llamarse un amante de los coches. Para él, el coche era una herramienta capaz de llevarlo del punto A al punto B y ya está. No era un símbolo de posición social, ni un segundo hogar ni tampoco «su chica».
Llegó en muy poco tiempo. Myron fue por el túnel Lincoln y pasó por delante del célebre York Motel. En la pared había una gran pancarta en la que se leía:
11,99 $ POR HORA
95 $ POR SEMANA
HABITACIONES CON ESPEJOS
¡Y AHORA CON SÁBANAS!
Al pasar por el peaje, la mujer de la caseta fue muy amable con él y al darle el cambio estuvo a punto de mirarle.
Llamó a su madre desde el teléfono del coche para decirle que estaba bien. Ella le dijo que llamara a su padre, que era él el que estaba preocupado, así que Myron llamó a su padre y le dijo que estaba bien, y éste le dijo que llamara a su madre, que era ella la que estaba preocupada. Una gran comunicación, la clave para un matrimonio feliz.
Entonces se puso a pensar en Kathy Culver. Después en Adam Culver y luego en Nancy Serat. Intentó trazar líneas para conectarlos entre sí, pero todas las líneas eran, como mucho, tenues. Estaba seguro de que Fred Nickler, Mr. Revista Guarra, era una de las conexiones. Aquella foto no se había colado sola en Pezones. Fred parecía tener un negocio limpio, pero seguro que sabía más de lo que le había contado. Win había empezado a hurgar en su pasado para ver qué podía descubrir.
Media hora más tarde, Myron llegó a la universidad. Ese día estaba completamente desierta. No había nadie en todo el campus y había muy pocos coches. Aparcó el suyo cerca de la casa del decano y llamó a la puerta. Madelaine (cuyo nombre le seguía gustando mucho a Myron) lo recibió. Esbozó una sonrisa de clara satisfacción al verle y ladeó la cabeza.
– Vaya, hola, Myron.
– Hola -dijo Myron haciendo gala de su gran don de gentes.
Madelaine Gordon iba vestida para jugar a tenis y llevaba una falda corta y blanca. Menudas piernas. También llevaba una camiseta blanca semitransparente. Qué gran vista la suya, señal indefectible de todo gran investigador. Madelaine se percató de que él se había dado cuenta de aquel hecho, pero no pareció ofenderle demasiado.
– Siento molestarle -se disculpó Myron.
– No es ninguna molestia -dijo ella-. Estaba a punto de ducharme.
Mmmm.
– ¿No estará su marido, verdad?
– No, aún tardará varias horas -dijo Madelaine cruzando los brazos por debajo de los pechos-. ¿Ha recibido mi mensaje?
Myron asintió con la cabeza.
– ¿Le importaría pasar adentro?
– Señora Robinson, usted está tratando de seducirme, ¿no?
– Perdón, ¿cómo dice?
– Era de El graduado.
– Ah -dijo Madelaine lamiéndose los labios. Tenía una boca muy sexy. La gente no suele fijarse en la boca. Se fijan en la nariz, en la barbilla, en los ojos, en las mejillas, pero Myron se fijaba siempre en la boca-. Entonces supongo que debería ofenderme -prosiguió Madelaine-, porque la verdad es que no soy mucho mayor que usted, señor Bolitar.
– Tiene razón. Retiro lo dicho.
– Entonces se lo preguntaré de nuevo -dijo ella-. ¿Quiere pasar adentro?
– Claro -contestó Myron dejándola pasmada con su gran ingenio.
Aquella mujer no tenía ninguna posibilidad frente a los comentarios chispeantes de Myron.
Madelaine se fue hacia el interior de la casa dejando un vacío tras de sí que obligó a Myron a seguirla, en contra de su voluntad, claro. El interior de la casa era sumamente agradable, parecía el tipo de casa que recibía muchas visitas. Tenía una gran sala abierta a la izquierda, con lámparas Tiffany, alfombras persas, bustos de gente francesa de pelo largo y rizado, reloj de pie y cuadros de retratos de hombres de rostro muy serio.
– Siéntese, si quiere -dijo Madelaine.
– Gracias.
Sensual. Ésa era la palabra que Esperanza había utilizado. Y encajaba muy bien. No sólo por la voz de Madelaine, sino también por sus gestos, por la manera de andar, los ojos y por su imagen en general.
– ¿Le apetece beber algo? -le preguntó ella.
Myron se dio cuenta de que Madelaine ya se había servido una copa.
– Sí, y tanto, lo mismo que esté tomando usted.
– Una tónica con vodka.
– Suena bastante bien -dijo Myron, a pesar de que odiaba el vodka.
Madelaine le sirvió la bebida y Myron dio un sorbo intentando no hacer una mueca de asco, aunque no estuvo seguro de haberlo conseguido. Ella se sentó a su lado y le dijo:
– Nunca había sido tan directa.
– ¿En serio?
– Es que me siento profundamente atraída por usted. Es una de las razones por las que me gustaba verle jugar. Es usted muy guapo. Estoy segura de que está harto de que se lo digan.
– Bueno, no sé si harto sería la palabra.
Madelaine se cruzó de piernas. No era como el cruce de piernas de Jessica, pero aun así estaba muy bien.
– Cuando llamó ayer a la puerta no quise dejar escapar la oportunidad, así que decidí echar la precaución por la borda y lanzarme.
– Ya veo -dijo Myron sin poder dejar de sonreír.
– ¿Qué le parece una ducha? -le propuso Madelaine tras ponerse de pie y tenderle la mano.
– Esto…, ¿podemos hablar un poco primero?
– ¿Tiene algún problema? -preguntó Madelaine con cara de extrañeza.
– ¿No está usted casada? -dijo Myron fingiendo bochorno.
– ¿Y eso le preocupa?
– Sí, supongo que sí -respondió Myron mientras pensaba: «No mucho».
– Es admirable -dijo ella.
– Gracias.
– Y tonto.
– Gracias.
– En realidad es encantador -dijo Madelaine tras soltar una carcajada-. Pero el señor Gordon y yo mantenemos lo que denominamos un matrimonio medio libre.
– ¿Podría explicarme eso un poco mejor?
– ¿ Explicárselo?
– Sólo para hacerme sentir más cómodo sobre este asunto.
La mujer del decano volvió a sentarse haciendo totalmente innecesaria la presencia de la falda blanca. Tenía unas piernas que podían describirse como: «Para chuparse los dedos».
– Nunca me he visto obligada a explicárselo a nadie.
– Sí, ya me lo imagino, pero es que yo lo encuentro muy interesante.
– ¿Por? -dijo Madelaine.
– ¿Podría empezar por su definición de «medio libre»?
– Mi marido y yo llevamos siendo muy buenos amigos desde la infancia -explicó Madelaine tras exhalar un suspiro-. Nuestros padres veraneaban juntos en Hyannis Port. Los dos éramos de buena familia -dijo haciendo las comillas con los dedos al decir «buena familia»-. Pensamos que con eso bastaría, pero no fue así.
– ¿Y por qué no se divorciaron?
– No sé por qué le estoy contando todo esto -dijo extrañada.
– Por mis ojos azules -dijo él-, son hipnóticos.
– Tal vez lo sean.
Myron puso cara de fingida ingenuidad, haciéndose el adaptable.
– Mi marido tiene contactos en el mundo de la política. Fue embajador. Y es el primer candidato a ocupar el puesto de rector de la universidad, así que si nos divorciamos…
– Se acabó -le interrumpió Myron.
– Sí. Aún hoy, el menor indicio de escándalo puede acabar con la carrera y el estilo de vida de una persona. Pero aparte de eso, Harrison y yo seguimos siendo muy buenos amigos. Los mejores amigos que puede haber, de hecho. Lo que pasa es que necesitamos una cierta medida de estimulación externa.
– ¿Una cierta medida?
– Una vez cada dos meses -dijo Madelaine.
Alucinante.
– ¿Y cómo han llegado a determinar esa frecuencia? -preguntó Myron-. ¿Mediante alguna clase de algoritmo, tal vez?
– Discutiendo mucho -contestó ella con una sonrisa-. O negociando, más bien. Una vez al mes nos pareció demasiado y una vez por semestre muy poco.
Myron se limitó a asentir con la cabeza. «Totó, ya no estamos en Kansas…»
– Y siempre usamos preservativo -prosiguió Madelaine-. Eso forma parte del compromiso.
– Ya veo.
– ¿Lleva alguno? -preguntó Madelaine-. Algún preservativo, me refiero.
– ¿Puesto?
– Tengo varios arriba -dijo Madelaine tras esbozar una sonrisa.
– ¿Puedo preguntarle una cosa más?
– Si no hay más remedio…
– ¿Cómo saben usted y su marido que el otro se ha mantenido dentro del… del límite?
– Es muy fácil -respondió ella-, nos lo contamos todo. Va bien para animar las cosas un poco.
Madelaine era realmente rara, lo que, a ojos de Myron, la hacía ser aún más atractiva.
– Y su marido… ¿tiene líos con universitarias?
Madelaine se inclinó hacia delante y le puso la mano sobre el muslo. Sobre la parte superior del muslo. Concretamente, sobre la parte superior de la parte superior del muslo.
– ¿Le excitan ese tipo de cosas?
– Sí -dijo Myron tratando de sonar libertino.
Sin embargo, el libertinaje no le sentaba bien y pudo ver por la mirada de ella que no se lo había tragado.
– ¿Qué es lo que se propone, Myron? -preguntó Madelaine retirando la mano.
– ¿Que qué me propongo?
– Me siento como si me estuviera utilizando -dijo Madelaine-, pero no de la manera que a mí me gustaría.
¡Ufff!
– Sólo estaba calentando motores.
– No lo creo, Myron -dijo, y lo observó de arriba abajo-. Dígame la verdad. ¿Vamos a acostarnos juntos?
– No -respondió Myron-. No vamos a hacerlo.
– Nunca me habían rechazado.
– Y yo nunca había rechazado una proposición de esta magnitud -dijo Myron-. En realidad, ahora que lo pienso, nunca me habían hecho una proposición así en mi vida.
– ¿Es porque estoy casada?
– No.
– ¿Tiene usted una relación con otra persona?
– Peor aún. Estoy al borde de algo que significa mucho para mí y no sé qué voy a hacer al respecto. Me siento confuso.
– Es usted encantador.
Myron volvió a poner cara de fingida ingenuidad.
– ¿Y si no sale bien…? -preguntó Madelaine.
– Volveré.
Entonces Madelaine le dio un beso en la boca muy intenso. Fue un beso condenadamente bueno que logró hacerlo estremecer.
– Un mero primer acto -dijo ella.
Myron calculó que si toda la obra iba a ser así, hacia el tercer acto ya estaría fiambre.
– La verdad es que necesito hablar urgentemente con su marido. ¿Sabe cuándo volverá?
– Aún tardará bastante en venir, pero está en su despacho al otro lado del campus, él solo. Tendrá que llamar con insistencia a la puerta si quiere que le oiga.
– Gracias -dijo él levantándose.
– ¿Myron?
– ¿Sí?
– Nunca damos nombres cuando hablamos de nuestras aventuras. No sé si Harrison tiene líos con universitarias, pero lo dudo mucho.
– ¿Y qué me dice de Kathy Culver?
Myron vio claramente que la mención del nombre la había sobresaltado.
– Creo que es mejor que se marche ya -dijo Madelaine en tono tenso.
– Míreme a los ojos azules -le pidió Myron-, a los ojos azules.
– Esta vez no. Además, cuando iba a verle a jugar no era en sus ojos en lo que me fijaba.
– ¿Ah, no?
– No, era en su culo -admitió Madelaine-. Estaba estupendo con aquellos pantalones cortos.
Myron se sintió denigrado. ¿O eufórico? Sí, probablemente eufórico.
– ¿Tenían un lío? -preguntó Myron.
No hubo respuesta.
– Moveré el culete si hace falta -añadió socarrón.
– No estaban liados -respondió Madelaine en tono grave-. Eso se lo puedo asegurar.
– ¿Y entonces por qué se ha puesto tan tensa?
– Me acaba de preguntar si mi marido tuvo un lío con una universitaria que posiblemente fuera asesinada. Me ha dejado desconcertada.
– ¿Conocía usted a Kathy Culver?
– No.
– ¿Le habló su marido alguna vez de ella?
– No mucho. Sólo sé que trabajaba en su despacho.
Madelaine miró el reloj de pie, se levantó y acompañó a Myron hasta la puerta.
– Hable con mi marido, Myron. Es un buen hombre. Él le dirá todo lo que usted quiere saber.
– ¿Como por ejemplo?
– Gracias por la visita -dijo ella haciendo un gesto negativo con la cabeza.
Madelaine estaba cerrándole todas sus puertas, probablemente ofendida por su técnica de interrogación consistente en aprovechar el efecto de su cuerpo musculoso para obtener lo que quería. Myron no había hecho nunca algo así, pero, al fin y al cabo, era mejor que amenazar a un sospechoso con una pistola.
Myron dio media vuelta y se marchó. Como era posible que Madelaine estuviera mirándole el culo desde su portal, empezó a menearlo al andar y se apresuró a atravesar el campus.
Capítulo 32
Jessica encontró Inmuebles Getaway en las Páginas Amarillas del condado de Bergen. Tenían la oficina en una casita reformada junto a un McDonald's al lado de la interestatal 17 por el lado de Nueva Jersey, en la frontera entre Nueva York y Nueva Jersey. Sólo tardó veinte minutos en llegar en coche, pero le pareció como si acabara de viajar al pasado rural de Estados Unidos. Incluso vio una tienda de comida para ganado.
En la oficina solamente había una persona.
– Muy buenas -dijo el hombre con una sonrisa demasiado amplia.
Tendría unos cincuenta años y era calvo, tenía una barba canosa, larga y andrajosa como de profesor universitario. Llevaba una camisa de franela, corbata negra, pantalones téjanos y unas zapatillas de deporte Converse rojas.
– Soy Tom Corbett, presidente de Inmuebles Getaway -dijo ofreciéndole una tarjeta-. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Soy la hija del doctor Adam Culver -respondió Jessica-. El veinticinco de mayo, mi padre firmó un talón a nombre de su oficina por valor de seiscientos cuarenta y nueve dólares.
– Sí, ¿y qué?
– Ha fallecido hace poco y me gustaría saber para qué era ese dinero.
– Lo siento muchísimo -dijo Corbett asombrado-. Su padre era un hombre muy amable.
– Gracias. ¿Podría decirme por qué vino a verle?
– No veo por qué no -contestó el señor Corbett tras quedarse un momento pensativo y encogerse de hombros-. Alquiló una cabaña.
– ¿Cerca de aquí?
– A unos ocho o nueve kilómetros. En el bosque.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Un mes, desde el veinticinco de mayo. Todavía le quedan unas semanas más de alquiler, si le apetece usarla.
– ¿Qué tipo de cabaña es? -inquirió Jessica.
– ¿Qué tipo? Bueno, es bastante pequeña. Un dormitorio, un baño con plato de ducha, sala de estar y una minicocina.
Aquello no tenía ningún sentido.
– ¿Podría indicarme cómo llegar hasta allí y darme una llave, por favor?
– Está un poco apartada -dijo tras pensarlo también durante un instante mientras se mordía el interior de la boca-. Es un poco difícil de encontrar, jovencita.
Aparte de «nena» y «tesorito», había pocas cosas que a Jessica le gustara menos que la llamaran que «jovencita». Sin embargo, aquél no era momento para expresar su opinión al respecto, así que se mordió la lengua y no dijo nada.
– Esa casita está lejos de cualquier sitio -prosiguió Tom-. Muy, muy lejos, no sé si me entiende. Un poco de caza, un poco de pesca, pero básicamente paz y tranquilidad. -Cogió una cadena de llaves tan pesada como una barra de halterofilia-. Ya la llevo en coche.
– Gracias.
Fueron en un Toyota Land Cruiser y Tom no dejó de hablar durante todo el trayecto como si Jessica fuera una dienta.
– Ésta es la verdulería de la zona -dijo señalando a un inmenso hipermercado de la marca A &P.
Jessica se sorprendió al ver que entraba por un camino sin asfaltar. Se dirigían hacia el bosque.
– ¿Bonito, no? Es realmente hermoso.
– Sí.
Al instante quedaron rodeados de follaje. Jessica no era muy amiga de las excursiones. Para ella, las excursiones al campo significaban bichos, humedad, suciedad y falta de agua corriente y baño. El hombre había evolucionado durante millones de años para escapar de los bosques, así que, ¿para qué volver? Lo más curioso es que su padre siempre había pensado igual que ella. No le gustaba el bosque.
Pero entonces, ¿para qué iba a alquilar una cabaña en aquel lugar?
– Hace dos años un cazador mató a alguien por accidente ahí delante -dijo Tom señalando un barranco-. El cazador pensó que se trataba de un ciervo y le disparó en la cabeza.
– Ya veo.
– En este bosque se han encontrado varios cadáveres. Creo que tres en los últimos dos años. Hace dos meses encontraron a una niña. Se escapó de casa, al menos eso fue lo que supuso todo el mundo. No se podía saber bien por la putrefacción y todo eso.
– Está usted hecho todo un vendedor, señor Corbett.
– Sí -rió él-; bueno, es que sé distinguir cuándo una persona no está interesada en comprar nada.
Lógicamente, Jessica conocía la historia de los cadáveres que se habían encontrado en aquella zona. La policía no había atrapado al asesino, pero según la opinión generalizada, el psicópata había raptado a una joven más que todavía seguía desaparecida:
Kathy Culver.
¿Podía ser que Kathy hubiera tenido un final así de sencillo y de horrible? ¿Habría sido una víctima más de un psicópata cualquiera como pensaba todo el mundo?
«No», pensó Jessica. Había demasiadas cosas que no encajaban.
– Cuando era niño y vivía por aquí -dijo Tom-, se contaban muchas leyendas sobre estos bosques. Los viejos decían que aquí vivía un tipo con un garfio que solía raptar a los niños malos y los abría en canal.
– Qué bonito.
– A veces me pregunto si luego pasaría a ocuparse de jóvenes señoritas.
Jessica no dijo nada.
– Solían llamarlo el Doctor Garfio -continuó Tom.
– ¿Qué?
– Doctor Garfio. Así era como le llamaban.
– ¿Pero ése no era un cantante?
– ¿Un qué?
– Déjelo, da igual.
Siguieron apartándose de la civilización casi dos kilómetros más y, al final, Tom dijo:
– Es esa casa. La que está ahí detrás de esos árboles.
Era una cabaña pequeña de madera con un gran porche delantero.
– ¿Qué rústica, eh? -dijo Tom.
Pero el adjetivo que se le ajustaba mejor era «desvencijada». Jessica inspeccionó el porche pero no encontró a ningún cantante de música country tocando el banjo.
– ¿Le dijo mi padre por qué quería alquilar esta cabaña?
– Lo único que me dijo es que necesitaba un lugar en medio del bosque donde estar apartado de todo.
Aquello seguía sin tener ningún sentido. Al fin y al cabo, su padre acudía a una conferencia de forenses médicos una semana al mes. Y Adam Culver no era el tipo de persona a la que le gustara estar apartado de todo. Trabajaba con muertos. Por vacaciones le gustaba ir a Las Vegas o a Atlantic City o a cualquier lugar donde hubiera mucha gente y muchas cosas que hacer. Y ahora resultaba que había alquilado la cabaña de los Walton.
Tom metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.
– Usted primero -dijo.
Jessica entró en el comedor y se detuvo en seco.
Tom entró tras ella.
– ¿Qué cojones es esto? -preguntó con un hilo de voz.
Capítulo 33
La oficina del decano de alumnos estaba en el Compton Hall. El edificio sólo tenía tres plantas, pero era muy amplio. Las columnas griegas de la entrada dejaban claro que aquélla era una casa del saber. Tenía el exterior de ladrillo y puertas dobles de color blanco. Justo al entrar había un tablón de anuncios repleto de avisos antiguos, la mayoría convocatorias de reuniones de los típicos grupos universitarios: el Comité de Intercambio Afroamericano, la Alianza Gay-Lesbiana, los Libertadores de Palestina, la Coalición en Contra de la Discriminación de las Mujeres, los Luchadores por la Libertad de Sudáfrica… y todos de vacaciones. ¡Quién pudiera volver a la universidad…!
Dentro del enorme vestíbulo no había nadie. Todo estaba hecho de mármol. El suelo era de mármol, las balaustradas eran de mármol y las columnas eran de mármol. Grandes retratos de gente vestida con el traje de graduación decoraban las paredes, la mayoría de los cuales alucinarían si pudiesen leer el tablón de anuncios. Todas las luces estaban encendidas. Los pasos de Myron resonaban y retumbaban por la silenciosa sala. Le entraron ganas de chillar «¡eco!», pero pensó que ya era un poco mayorcito para eso.
La oficina del decano de alumnos estaba al final del pasillo de la izquierda. La puerta estaba cerrada con llave. Myron llamó golpeando con fuerza.
– ¿Señor Gordon?
Se oyó un ruido tras las puertas de paneles oscuros y varios segundos después se abrió la puerta. El decano llevaba gafas de carey, tenía el pelo ralo, iba peinado con un estilo conservador y tenía una cara apuesta de ojos marrón claro. Sus rasgos eran delicados, como si se le hubieran redondeado los huesos faciales para suavizar su apariencia. Parecía un hombre amable y de confianza. Myron detestaba ese tipo de gente.
– Lo siento -dijo el decano-. La oficina está cerrada hasta mañana por la mañana.
– Tenemos que hablar.
– ¿Le conozco de algo? -preguntó confundido.
– No creo.
– Usted no estudia aquí.
– Pues no.
– Entonces ¿podría decirme quién es usted?
– Usted ya sabe quién soy -dijo Myron mirándolo fijamente a los ojos-. Y ya sabe de qué quiero hablar.
– No tengo ni la más remota idea de a lo que se refiere, pero la verdad es que estoy bastante ocupado…
– ¿Ha leído alguna buena revista, últimamente?
– ¿Cómo dice? -preguntó el decano estremeciéndose de nerviosismo.
– Quizá debería volver cuando la oficina esté llena de gente. Podría traer un poco de material de lectura para los miembros de la administración, aunque tengo entendido que sólo leen artículos de opinión.
El decano no reaccionó ni dijo nada.
Myron esbozó una sonrisa cómplice. O por lo menos así esperaba que fuera. Myron no tenía ni idea de qué tenía que ver el decano en todo aquel asunto, así que debía ir con pies de plomo.
El decano se tapó la boca con el puño para toser. No era tos auténtica ni una manera de aclararse la garganta, sino un modo de ganar tiempo para poder pensar un poco.
– Pase, por favor -dijo finalmente, y desapareció tras la puerta.
Esta vez, Myron no sintió ningún vacío que lo impulsara a seguirlo, pero aun así lo hizo. Pasaron por delante de las sillas de la sala de espera y de la mesa de la secretaria. La máquina de escribir yacía oculta bajo una funda de color caqui, como si fuera camuflaje de guerra.
El despacho del decano era el típico despacho de administración universitaria. Mucha madera, muchos diplomas, viejos bocetos de la capilla de la Universidad de Reston, recortes de prensa y premios sobre la mesa. Había estanterías repletas de libros de ensayo que no se habían abierto ni una sola vez. No eran más que atrezzo para dar una impresión de tradición, profesionalidad y competencia. La fotografía sine qua non de la familia. Madelaine y una niña de unos doce o trece años. Myron cogió la fotografía.
– Bonita familia. Y bonita esposa -dijo.
– Gracias -repuso el decano-. Siéntese, por favor.
– Dígame, ¿dónde trabajaba Kathy? -preguntó Myron al sentarse.
– ¿Cómo dice? -dijo el señor Gordon deteniéndose a medio sentar.
– ¿Dónde tenía la mesa?
– ¿Quién?
– Kathy Culver.
El señor Gordon acabó de sentarse despacio, como si estuviera entrando en una bañera de agua caliente.
– Compartía una mesa con otra estudiante en la habitación de al lado.
– Qué práctico -observó Myron.
– Perdone -dijo el decano frunciendo el ceño-, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
– Deluise. Dom Deluise.
El decano se permitió esbozar una leve sonrisa de incredulidad. Estaba tan tenso que podía descorcharse una botella de vino con su culo. No cabía duda de que recibir la revista por correo le había apretado las tuercas. Y no cabía duda de que la visita de Jake del día anterior se las había apretado un poco más.
– ¿Y qué puedo hacer por usted, señor Deluise?
– Creo que ya lo sabe -dijo Myron esbozando de nuevo su sonrisa cómplice y su mejor mirada de ojos azules.
Si el señor Gordon hubiera sido mujer, a aquellas alturas seguro que ya se habría desnudado.
– Me temo que no tengo ni la más mínima idea -contestó el decano.
Myron no dejó de esbozar una sonrisa cómplice. Se sintió como un idiota o como un hombre del tiempo de la programación matutina, si es que había alguna diferencia. Estaba poniendo en práctica un viejo truco. Hacer ver que uno sabe más de lo que sabe. Obligar al otro a hablar. Improvisar sobre la marcha.
El decano entrecruzó los dedos y puso las manos sobre la mesa tratando de aparentar que tenía la situación bajo control.
– Esta conversación me resulta un poco extraña. Tal vez podría explicarme de una vez el motivo de su visita.
– He pensado que podríamos charlar un rato.
– ¿Sobre qué?
– Sobre su departamento de lengua inglesa, para empezar. ¿Todavía obliga a sus alumnos a leer Beowulf?
– Por favor, sea quien sea, no tengo tiempo para juegos.
– Ni yo.
Myron sacó el ejemplar de Pezones y lo dejó sobre la mesa. La revista ya empezaba a estar arrugada y gastada de tanto llevarla de aquí para allá, como si fuera de algún adolescente con las hormonas alteradas.
– ¿Qué es esto? -preguntó el decano sin apenas mirarla.
– ¿Ahora quién está jugando de los dos?
– ¿Quién es usted? -inquirió el señor Gordon recostándose contra el respaldo de su silla y tocándose la barbilla con los dedos-. Dígamelo, por favor.
– Eso no importa. No soy más que un mensajero.
– ¿Y quién le envía?
– Y quién lo envía, querrá decir -le corrigió Myron-. Objeto directo, y eso que usted es decano de la universidad…
– Oiga, joven, no se pase de listo conmigo…
– Pues sea realista -dijo Myron mirándole fijamente.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó el decano tras absorber aire como si estuviera a punto de tirarse al agua.
– ¿Acaso no le parece suficiente el placer de su compañía?
– Esto no es asunto de broma.
– No, no lo es.
– Pues, por favor, le pido que se deje de juegos. ¿Qué es lo que quiere de mí?
Myron volvió a lanzarle una mirada cómplice. El señor Gordon pareció confundido un instante, pero luego volvió a esbozar una sonrisa, también cómplice.
– ¿O tal vez debería decir cuánto quiere de mí? -añadió el decano.
Ahora ya parecía tener un mayor control de la situación. Había sufrido el golpe y estaba siguiendo el juego. Se le acababa de plantear un problema, pero había solución. Siempre la hay en el mundo en que vivimos.
El dinero.
Sacó un talonario del primer cajón de su mesa y dijo:
– ¿Y bien?
– No es tan sencillo -repuso Myron.
– ¿A qué se refiere?
– ¿No cree que alguien debería pagar por ello?
– Hablemos de cifras -respondió el decano encogiéndose de hombros.
– ¿No cree que esto vale algo más que dinero?
– No le entiendo -dijo el decano tan perplejo como si Myron hubiese negado la existencia de la gravedad.
– ¿Qué pasa con la justicia? -preguntó Myron-. Kathy se la merece. Y mucho.
– Estoy de acuerdo. Y por eso quiero pagar. ¿Pero de qué le va a servir la venganza ahora? Usted es el mensajero, ¿verdad?
– Verdad.
– Pues entonces dígale a Kathy que coja el dinero.
Myron se derrumbó interiormente. Aquel hombre, un hombre que estaba claramente involucrado en lo que había pasado aquella noche, creía que Myron era un mensajero de una Kathy Culver que estaba viva y coleando. «Ve con cuidado, Myron, con mucho cuidado.»
¿Pero cómo podía continuar la conversación?
– Kathy no está contenta con usted… -dijo Myron probando suerte.
– Yo no quise hacerle ningún daño.
Myron se llevó la mano al pecho y alzó la cabeza en tono dramático.
– «Sean tus propósitos malvados o benignos, tu aspecto tanto mueve a preguntar que voy a hablarte.»
– ¿Qué me quiere decir con eso?
– Me gusta citar a Shakespeare cuando hablo -dijo Myron tras encogerse de hombros-. Me hace parecer inteligente, ¿no cree?
– ¿Podríamos volver al asunto que tenemos entre manos?
– Por supuesto.
– Dice usted que Kathy no quiere dinero.
– Eso mismo.
– ¿Y entonces qué es lo que quiere?
«Buena pregunta», pensó Myron.
– Quiere que se diga la verdad -dijo.
Era una frase lo bastante vaga e indefinida.
– ¿Qué verdad?
– Deje de hacerse el tonto -le espetó Myron representando el papel del ofendido-. Hace un momento no iba a extenderle un talón a su organización benéfica favorita, ¿verdad?
– Pero si yo no hice nada -dijo con tono algo quejumbroso-. Kathy se largó aquella noche. Desde entonces no la he vuelto a ver. ¿Qué se supone que debía pensar o hacer?
Myron le lanzó una mirada escéptica. Lo hizo porque no tenía ni idea de qué otra cosa hacer. Estaba utilizando la táctica de Jake, la táctica consistente en quedarse callado y esperar a que el otro se delatara a sí mismo. Funcionaba muy bien con la gente del mundo de la política. Deben nacer con un cromosoma defectuoso que les impide estar callados durante mucho tiempo.
– Ella debería entender que yo hice todo lo que pude -prosiguió el decano-. Pero desapareció. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Era eso lo que ella quería? No lo sé. Yo lo hice por su bien. Kathy podría haber cambiado de opinión, no sé. Traté de tener en cuenta sus intereses.
Myron se sintió más cómodo con su mirada escéptica después de oír aquella última frase, aunque hubiera dado cualquier cosa por saber de qué narices estaba hablando el decano. Luego se quedaron ahí mirándose fijamente el uno al otro. De repente, algo le pasó a la cara del señor Gordon. Myron no sabía muy bien qué era, pero todo su porte pareció venirse abajo de súbito. Cerró los ojos con fuerza, lleno de dolor, y negó con la cabeza.
– Se acabó -dijo en voz baja.
– ¿Qué es lo que se acabó?
– No voy a pagar -dijo cerrando el talonario-. Dígale a Kathy que haré lo que ella diga. La apoyaré cueste lo que cueste. Todo esto ya ha durado demasiado. Ya no puedo seguir viviendo así. No soy una mala persona. Está muy afectada, necesita ayuda. Y yo quiero ayudarla.
Myron no se había esperado una reacción así.
– ¿Lo dice en serio?
– Sí. Totalmente en serio.
– ¿Quiere ayudar a su ex amante?
– ¿Qué ha dicho? -dijo el decano alzando la mirada de repente.
Myron había estado patinando sobre una capa de hielo muy fina y, al parecer, su último comentario había tenido el mismo efecto que un soplete.
– ¿Ha dicho usted «amante»? -preguntó el decano.
Oh-oh…
– Usted no viene de parte de Kathy -prosiguió-. Usted no tiene nada que ver con ella, ¿no es así?
Myron no respondió.
– ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama de verdad?
– Myron Bolitar.
– ¿Cómo?
– Myron Bolitar.
– ¿Es agente de policía?
– No.
– ¿Y entonces qué es usted exactamente?
– Representante deportivo.
– ¿Qué?
– Represento deportistas.
– Usted… ¿Y qué tiene usted que ver en todo esto?
– Soy un amigo -dijo Myron-. Estoy tratando de encontrar a Kathy.
– ¿Está viva?
– No lo sé. Pero por lo que se ve, usted cree que sí.
El señor Gordon abrió el último cajón de su mesa, sacó un cigarrillo y lo encendió.
– Eso es malo para su salud.
– Dejé de fumar hace cinco años. Por lo menos, eso piensa todo el mundo.
– ¿Algún otro secretito?
– Así que fue usted quien me envió la revista -dijo el decano tras esbozar una sonrisa sin ningún tipo de humor.
– Pues no -contestó Myron haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Y entonces quién fue?
– No lo sé. Estoy tratando de descubrirlo, pero lo que sí sé es que alguien se la envió a usted. Y también sé que me está ocultando algo sobre la desaparición de Kathy.
– Podría negarlo -dijo el decano-. Podría negar todo lo que hemos estado diciendo desde que ha entrado.
– Podría -repuso Myron-, pero yo tengo la revista y no tengo ninguna razón para mentir. Y, además, el sheriff Jake Courter es amigo mío. Pero tiene razón. Al final sería mi palabra contra la suya.
– No -dijo el decano lentamente después de quitarse las gafas y restregarse los ojos-. No llegaremos a eso. Lo que he dicho antes, lo decía en serio. Quiero ayudarla. Necesito ayudarla.
Myron no sabía muy bien qué pensar. El hombre parecía estar dolido de verdad, pero Myron había visto actuaciones que harían llorar de envidia a Lawrence Olivier. ¿Sería auténtico aquel sentimiento de culpa? ¿Se debía aquella repentina catarsis a los remordimientos o a un modo de protegerse? Myron no lo sabía. Y tampoco le importaba demasiado siempre y cuando llegara a conocer la verdad.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Kathy? -preguntó Myron.
– La noche en que desapareció -respondió el decano.
– ¿Fue a verlo a su casa?
– Era tarde -dijo asintiendo-. Serían alrededor de las once, once y media. Yo estaba en mi estudio. Mi esposa estaba en el piso de arriba durmiendo. Sonó el timbre, pero no una vez, sino muchas, con urgencia y mezclado con fuertes golpes en la puerta. Era Kathy.
El decano estaba hablando como en modo piloto automático, como si estuviera leyéndole un cuento a un niño.
– Estaba llorando. O, mejor dicho, estaba sollozando de forma incontrolable. Tanto era así que no podía ni hablar. La acompañé a mi estudio. Le serví un poco de brandy y le di una manta para que se cubriera. Parecía… -el decano pensó un momento- muy pequeña. Desamparada. Me senté delante de ella y le cogí la mano, pero ella la rechazó. Entonces paró de llorar. Y no poco a poco, sino de repente, como por arte de magia. Se quedó muy quieta. Tenía la cara totalmente inexpresiva, no mostraba ningún tipo de emoción. Y entonces empezó a hablar.
El decano abrió de nuevo el cajón para sacar otro cigarrillo. Se lo puso en la boca y encendió la cerilla al cuarto intento.
– Empezó por el principio -prosiguió el decano-. Y habló con voz sosegada, sin entrecortarse y sin rastro alguno de temblor, lo cual era muy extraño teniendo en cuenta que hacía apenas unos instantes había estado histérica, aunque lo que me empezó a contar contrastaba mucho con su tono sereno. Me contó historias… -el decano se detuvo de nuevo y negó con la cabeza- sorprendentes, por no decir otra cosa. Hacía casi un año que conocía a Kathy. Pensaba que era una joven atenta, amable y correcta. No estoy haciendo ningún juicio de valores, pero siempre me había parecido como de otra época. Y de repente me empezó a contar unas historias que harían sonrojar a un marinero.
«Comenzó contándome que tiempo atrás había sido como yo me imaginaba que era. La típica chica buena. La favorita de todo el mundo. Pero que luego había cambiado. Que se había convertido, según dijo ella misma, en un «putón verbenero». Empezó con algunos chicos de su clase en el instituto, pero no tardó en pasar a cosas más serias. Adultos, profesores, amigos de sus padres, bisexuales, homosexuales, tríos y hasta orgías.
Y que había sacado fotos de sus encuentros. Para la posteridad, me dijo con sorna.
– ¿Le mencionó algún nombre? -preguntó Myron-. ¿De algún profesor, de algún adulto o de alguien?
– No, no me dio ningún nombre.
Los dos permanecieron en silencio. El señor Gordon parecía agotado.
– ¿Y qué pasó luego? -inquirió Myron.
El decano alzó la cabeza muy despacio, como si le pesara.
– Su relato empezó a cambiar de dirección -contestó el decano-. A mejor. Dijo que se había dado cuenta de que estaba obrando mal y de forma estúpida y que empezó a intentar solucionar su problema. Entonces conoció a Christian y se enamoró. Quería dejarlo todo atrás, pero no era fácil. Su pasado no la dejaba en paz. Lo intentó una y otra vez con todas sus fuerzas y entonces… -El decano se quedó callado.
– ¿Y entonces? -preguntó Myron.
– Entonces Kathy me miró fijamente, de una forma que nunca podré olvidar, y me dijo: «Me han violado esta noche». Así, sin más. Sin venir a cuento. Yo me quedé mudo de asombro, como se puede imaginar. «Fueron seis», me dijo. O siete, no lo sabía seguro. La habían violado en grupo en los vestuarios. Le pregunté cuándo había ocurrido eso y ella me contestó que apenas hacía una hora. Había ido a los vestuarios a encontrarse con alguien. Con un chantajista, me dijo. Un ex… em… pretendiente que la había amenazado con revelar su pasado. Y ella había acudido a la cita para pagar por su silencio.
«Eso explica la enorme suma de dinero que retiró de su cuenta de fideicomiso», pensó Myron.
– Pero cuando llegó a los vestuarios, el chantajista no estaba solo. Había varios compañeros de equipo con él, incluido otro ex pretendiente. No le pegaron, me dijo. No le dieron ninguna paliza. Y ella no opuso resistencia. Eran demasiados y demasiado fuertes. -El decano cerró los ojos y su voz se redujo a un susurro-. Se la fueron pasando de uno en uno.
Silencio.
– Como ya le he dicho, Kathy me contó todo esto con el tono de voz más neutro que nunca le había oído utilizar. Tenía la mirada clara, firme. Me dijo que sólo había una manera de enterrar su pasado. Para siempre. Enfrentarse a él de cara. Exponerlo al sol donde se marchitaría y moriría como un vampiro del medievo. Me dijo que sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
Más silencio.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
– Denunciar a los chicos que la habían violado. Enfrentarse a su pasado y superarlo. De lo contrario, éste la perseguiría durante el resto de su vida.
– ¿Y usted qué le dijo?
El decano hizo un gesto de dolor al oír la pregunta. Apagó el cigarrillo. Echó un vistazo al último cajón pero no sacó más.
– Le dije que se calmara. -Rió al recordarlo-. Que se calmara. A aquellas alturas la chica estaba tan carente de emoción, tan distante que podría haber estado leyendo el listín telefónico. Y yo voy y le digo que se calme. Por Dios…
– ¿Y qué más?
– Le dije que creía que aún estaba bajo los efectos del shock. Lo pensaba de veras. Le dije que tenía que pensar bien en todo, que tenía que tener en cuenta todas las posibles soluciones y no tomar una decisión que sin duda iba a afectar al resto de su vida sin haberlo meditado antes muy bien. Le dije que pensara lo que supondría revelar todo su pasado a su familia, a sus amigos, a su novio, a ella misma.
– En otras palabras -resumió Myron-, intentó convencerla de que no presentara cargos.
– Tal vez, pero en realidad no le dije lo que estaba pensando. Es decir, un putón verbenero que había estado metida en pornografía y sexo salvaje iba a denunciar que un grupo de estudiantes universitarios la había violado, dos de los cuales, según ella, habían tenido relaciones con ella en el pasado. Quería hacerla pensar en todo eso antes de tomar una decisión precipitada.
– No me vaya de santo, ahora -dijo Myron-. A usted le importaba una mierda. Ella acudió a usted en busca de ayuda y usted pensó en todo menos en ella. No hizo más que pensar en su queridísima institución. Pensó en el escándalo. En el equipo de fútbol que estaba a punto de ganar un torneo nacional. En su carrera, en cómo todo el mundo iba a saber que ella trabajaba para usted, que no le daba reparo irle a ver a su casa por la noche. Se vería involucrado. La gente lo investigaría a fondo y tal vez llegara a descubrir su insólito acuerdo matrimonial.
– ¿Qué le ocurre a mi acuerdo matrimonial? -preguntó el decano poniéndose tenso de repente.
– ¿Le dice algo la frase «una vez cada dos meses»?
– ¿Cómo…? -dijo el decano boquiabierto-. Es usted un joven muy bien informado -añadió ya más sereno, casi sonriendo.
– Omnisciente -le corrigió Myron-, casi divino.
– No pienso hablar de mi matrimonio, pero le mentiría si le dijera que no me pasaron por la cabeza todas esas consideraciones tan egoístas. Sin embargo, también estaba preocupado por Kathy. Un error como aquél…
– Una violación, señor decano. No un error. Kathy fue violada. No cometió ningún «error». No fue víctima de una indiscreción. Una pandilla de jugadores de fútbol se la tiraron en los vestuarios y se la fueron pasando de uno en uno en contra de su voluntad.
– Está usted simplificando las cosas.
– No, fue usted quien simplificó las cosas. Se limitó a poner a Kathy en último lugar.
– Eso no es cierto.
Myron negó con la cabeza. No era momento de hablar de eso.
– ¿Y qué pasó después de darle aquel consejo estelar a Kathy?
– Se quedó mirándome con cara de incredulidad -dijo el decano medio encogiéndose de hombros pero sin conseguirlo-. Como si la hubiera traicionado, cuando lo único que yo pretendía era ayudarla. O tal vez es que entendió mis palabras como acaba de hacerlo usted, no lo sé. Se levantó y me dijo que iba a volver por la mañana para presentar las denuncias. Y luego se marchó. Nunca volví a saber nada más de ella hasta que me llegó esa revista por correo. Y la llamada de teléfono de hace un par de noches.
– ¿Qué llamada de teléfono?
– Hace unos días, por la noche, alguien me llamó. Una voz femenina, tal vez Kathy, tal vez no, me dijo: «Que disfrutes con la revista. Ven a por mí. He sobrevivido».
– ¿«Ven a por mí. He sobrevivido»?
– Algo así, sí.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– No tengo ni la más remota idea.
– ¿Qué pensó usted cuando se enteró de la desaparición de Kathy?
– Que había huido. Que al final había decidido que era demasiado. Pensé que volvería cuando estuviera preparada. La policía también lo vio así, hasta que encontraron su ropa interior. Entonces sospecharon de algún acto violento, aunque yo sabía que la ropa interior probablemente se debiera a la violación, así que seguí pensando que había huido.
– ¿No le pasó por la cabeza la posibilidad de que los violadores quisieran impedir que los denunciaran?
– Sí que me pasó por la cabeza, pero esos chicos no serían capaces de…
– Violadores -le corrigió Myron-. Unos «chicos» que violaron en grupo a una chica que no les había hecho ningún daño. ¿No se le ocurrió pensar que podían cometer un asesinato?
– Si la hubiesen querido matar no la habrían dejado marcharse -repuso el decano en tono firme-. Eso fue lo que pensé.