En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.

George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.

El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

Julian Barnes

Arthur George

Traducción de Jaime Zulaika

Título de la edición original: Arthur & George

© Julian Barnes, 2005

I Comienzos

Arthur

Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.

Sabía andar y llegaba hasta el picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.

Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: «Una cosa blanca, cerosa».

Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron de ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Katherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar en el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Que el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.

Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había dejado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad una «cosa» -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en «cosa»- habría de ser de capital importancia para Arthur.

George

George no tiene un primer recuerdo, y cuando alguien sugiere que quizá fuera normal tener uno, es demasiado tarde. No tiene reminiscencias obviamente anteriores a todas las demás; no recuerda que lo hayan levantado en brazos, abrazado, que se hayan reído de él o lo hayan castigado. Tiene conciencia de haber sido hijo único en un momento dado, y el conocimiento de que ahora también está Horace, pero no un sentido primario de que lo hayan perturbado presentándole a un hermano, de que lo hayan expulsado del paraíso. Ni una primera visión ni un primer olor: ya sea de una madre perfumada o de una criada que huele a ácido fénico.

Es un chico tímido y serio, con una percepción aguda de las expectativas ajenas. A veces piensa que está defraudando a sus padres: un niño considerado debería recordar que le han atendido desde el principio. Pero sus padres nunca le regañan por esta deficiencia. Y aunque otros niños compensarían esta falta -grabarían por la fuerza en la memoria la cara amante de una madre o el brazo protector de un padre-, George no lo hace. Para empezar, le falta imaginación. Si alguna vez la ha tenido, o si frenó su desarrollo algún acto de sus padres, es una cuestión que incumbe a una rama de la ciencia psicológica que todavía no se ha ideado. George es plenamente capaz de seguir las invenciones de otros -la historia del arca de Noé, la de David y Goliat, el viaje de los Reyes Magos-, pero posee poca capacidad personal para inventar.

No se siente culpable por ello, ya que sus padres no lo consideran un defecto. Cuando dicen que un chico del pueblo «tiene demasiada imaginación», está claro que es una censura. Más arriba en la escala están los que cuentan «cuentos chinos» y «los cuentistas»; con mucho, el peor es el niño que «es un embustero redomado» y al cual hay que evitar a toda costa. A George, por su parte, nunca le apremian a decir la verdad: sería como decir que necesita que le estimulen. Es algo más sencillo: se espera que diga la verdad porque en la vicaría no existe otra alternativa.

«Soy el camino, la verdad y la vida»: va a escuchar esta frase muchas veces en labios de su padre. El camino, la verdad y la vida. Recorres tu camino en la vida diciendo la verdad. George sabe que no es exactamente lo que quiere decir la Biblia, pero a medida que crece es así como le suenan las palabras.

Arthur

Para Arthur existía una distancia normal entre el hogar y la iglesia; pero los dos sitios estaban llenos de presencias, historias e instrucciones. En la iglesia de piedra fría donde se arrodillaba a rezar una vez a la semana, estaban Dios, Jesucristo, los doce apóstoles, los diez mandamientos y los siete pecados capitales. Todo estaba muy ordenado, siempre detallado y numerado, como los himnos, las oraciones y los versículos de la Biblia.

Comprendía que lo que aprendía allí era la verdad, pero su imaginación prefería la versión paralela y distinta que le enseñaban en casa. Las historias de su madre también hablaban de tiempos remotos y también pretendían enseñarle a distinguir entre el bien y el mal. Ella se las contaba removiendo las gachas en la cocina económica, con el pelo recogido por detrás de las orejas; él aguardaba el momento en que ella golpeaba con el palo la cazuela, hacía una pausa y volvía hacia él la cara redonda y risueña. Después ella le envolvía con sus ojos grises y su voz trazaba una curva móvil en el aire, que subía y bajaba y casi llegaba a detenerse cuando llegaba a la parte del relato que Arthur soportaba a duras penas, la del tormento o el gozo exquisitos que esperaban no sólo al héroe y a la heroína, sino asimismo al oyente.

«Y entonces suspendieron al caballero sobre el pozo de serpientes retorcidas, que silbaban y escupían al atrapar con sus largos cuerpos enroscados los huesos ya blanquecinos de sus anteriores víctimas…»

«Y entonces el malvado de corazón negro, con un juramento horrible, sacó de la bota una daga oculta y avanzó hacia la indefensa…»

«Y entonces la doncella se soltó un alfiler del pelo y las trenzas doradas cayeron desde la ventana tan abajo que, acariciando los muros del castillo, llegaron casi a la hierba verdeante que él estaba pisando…»

Arthur era un chico enérgico y testarudo al que no resultaba fácil mantener quieto en su asiento, pero en cuanto la madre alzaba el palo de las gachas él entraba en un estado de encantamiento silencioso, como si uno de los malhechores de los relatos le hubiese deslizado una hierba secreta en la comida. Los caballeros y sus damas deambulaban entonces por la diminuta cocina; se lanzaban desafíos, se realizaban búsquedas milagrosas; resonaban armaduras, crujían cotas de malla y el honor siempre se salvaba.

Aquellas historias estaban relacionadas, de un modo que él al principio no entendía, con un antiguo arcón de madera que había junto a la cama de sus padres y que contenía los documentos del linaje familiar. Allí había distintos géneros de historias, que se parecían a los deberes escolares, sobre la casa ducal de Bretaña y la rama irlandesa de los Percy de Northumberland, y sobre alguien que había encabezado la brigada de Pack en Waterloo y que era el tío de la cosa blanca y cerosa que él nunca olvidó. Guardaban relación con todo esto las lecciones particulares que le impartía su madre. Del aparador de la cocina, ella sacaba grandes cartulinas pintadas y coloreadas por un tío de Arthur que vivía en Londres. Le explicaba los escudos de armas y le ordenaba a su vez: «¡Recítame este escudo!», y él tenía que responder como en el caso de las tablas de multiplicar: galones, estrellas, salmonetes, quinquefolios, medias lunas de plata y sus brillantes homólogos.

En casa descubrió mandamientos complementarios de los diez que había aprendido en la iglesia. Uno era: «Intrépido con los fuertes; humilde con los débiles», y otro: «Ser caballeroso con las mujeres, sean de alcurnia o de casta baja». Los consideraba más importantes, porque procedían directamente de su madre; además, exigían aplicación práctica. Arthur no miraba más allá de las circunstancias inmediatas. El piso era pequeño, el dinero escaso, su madre estaba sobrecargada de trabajo, su padre era imprevisible. Había hecho una precoz promesa infantil y sabía que las promesas siempre había que cumplirlas: «Mamá, cuando seas vieja tendrás un vestido de terciopelo y gafas doradas y te sentarás cómodamente junto al fuego». Arthur veía el principio de la historia -donde él se encontraba- y el final feliz; de momento, sólo le faltaba el medio.

Buscó pistas en su autor favorito, el capitán Mayne Reid, Las buscó en Los fusileros o aventuras de un oficial en el sur de México. Leyó Los jóvenes viajeros y La estela de la guerra y El jinete decapitado. Búfalos y pieles rojas se mezclaban en su cabeza con caballeros en cota de malla y los soldados de infantería de la brigada de Pack. De todos los relatos de Mayne Reid, su preferido era Los cazadores de cabelleras o aventuras románticas en el sur de México. Aún ignoraba cómo se obtenían las gafas doradas y el vestido de terciopelo, pero sospechaba que quizá implicasen un viaje peligroso a México.

George

Su madre le lleva una vez por semana a visitar al tío abuelo Compson. No vive lejos, detrás de un bordillo bajo de granito que a George no le permiten cruzar. Todas las semanas cambian el jarrón de flores. Great Wyrley fue la vicaría del tío Compson durante veintiséis años; ahora su alma está en el cielo y sus restos mortales en el camposanto. Su madre se lo explica mientras saca los tallos marchitos, tira el agua maloliente y pone flores frescas y tersas. A veces le permite a George ayudarla a verter el agua limpia. Ella le dice que un luto excesivo es poco cristiano, pero George no lo entiende.

Después de que el tío abuelo partiese para el cielo, papá lo reemplazó. Un año se casó con mamá, al siguiente consiguió la vicaría y al siguiente nació George. Es la historia que le han contado, y es clara, verídica y feliz, como debería ser todo. Está mamá, con su presencia constante en la vida de George, que le enseña las letras y le desea buenas noches con un beso, y está papá, que a menudo se ausenta porque está visitando a los viejos y enfermos, o escribiendo sus sermones o predicándolos. Está la vicaría, la iglesia, el edificio donde mamá se ocupa de la escuela dominical, el jardín, el gato, las gallinas, la parcela de hierba que atraviesan entre la vicaría y la iglesia, y el cementerio. Es el mundo de George, y lo conoce bien.

Dentro de la vicaría reina el silencio. Hay oraciones, libros, labores de costura. Allí uno no grita, no corre, no se mancha. La lumbre hace ruido algunas veces, así como los cuchillos y los tenedores si uno no los sujeta como es debido; así también es su hermano Horace cuando llega. Pero son excepciones en un mundo que es pacífico y fiable. El que se extiende más allá de la vicaría le parece a George lleno de ruidos y sucesos inesperados. A los cuatro años, le llevan de paseo por los caminos y le muestran una vaca. No es el tamaño del animal lo que le alarma, ni tampoco las ubres infladas que se bambolean a la altura de los ojos de George, sino el bramido ronco y repentino que la fiera emite sin motivo aparente. Sólo puede estar de muy mal humor. George rompe a llorar mientras su padre golpea a la vaca con un palo para castigarla. Entonces el animal se pone de costado, levanta el rabo y se ensucia. George contempla esta emanación petrificado por el extraño ruido de salpicadura que hace al aterrizar en el suelo y por el hecho de que las cosas se hayan descontrolado de pronto. Pero las manos de su madre lo alejan antes de que tenga tiempo de volver a pensar en ello.

No es sólo la vaca -o los muchos amigos de la vaca, como el caballo, las ovejas y el cerdo- lo que despierta en George el recelo ante el mundo que existe al otro lado de la tapia de la vicaría. Casi todo lo que oye de él le inquieta. Está lleno de gente vieja, enferma, pobre, cosas malas todas ellas, a juzgar por la actitud de su padre y el tono bajo de su voz cuando vuelve; y personas llamadas viudas de la mina, lo cual George no comprende. Al otro lado de la tapia hay chicos cuentistas y, peor aún, embusteros redomados. Hay también en las proximidades algo llamado una mina de carbón, que es de donde viene el que hay en la rejilla de la chimenea. No sabe seguro si le gusta el carbón. Huele mal y es polvoriento y ruidoso cuando lo atizan, y le han dicho que no se acerque a sus llamas; además, lo traen a la casa unos hombres feroces, con capuchas de cuero que les caen hasta la espalda. George suele dar un brinco cuando el mundo exterior toca la aldaba. Bien pensado, preferiría quedarse ahí dentro, con mamá, con su hermano Horace y su nueva hermana Maud, hasta que llegue el momento de subir al cielo y reunirse con el tío Compson. Pero sospecha que no se lo consentirán.

Arthur

Siempre se estaban mudando: media docena de veces en los primeros diez años de Arthur. Las viviendas parecían empequeñecerse a medida que la familia se hacía más grande. Además de Arthur, estaba su hermana mayor, Annette, sus hermanas pequeñas Lottie y Connie, su hermanito Innes y después, más adelante, sus hermanas Ida y Julia, a quien llamaban Dodo. Su padre era bueno engendrando niños -hubo otros dos que no sobrevivieron-, pero no tan bueno para sustentarlos. La percatación temprana de que el padre nunca facilitaría a la madre las comodidades propias de la vejez acrecentó la determinación de Arthur de proporcionárselas él mismo.

Su padre -dejando aparte a los duques de Bretaña- procedía de una familia de artistas. Poseía talento y excelentes instintos religiosos, pero era nervioso y de constitución débil. A los diecinueve años se había trasladado a Edimburgo desde Londres; agrimensor auxiliar en la Junta de Obras de Escocia, se vio precipitado a una edad muy temprana a una sociedad que, aunque amable, era a menudo ruda y muy bebedora. No prosperó en la Junta ni tampoco en George Waterman e Hijos, los impresores tipográficos. Era un fracasado de buena familia, con una cara tersa debajo de una barba poblada y suave; tenía un concepto vago del deber y había perdido el rumbo en la vida.

No era violento ni agresivo; era un borracho de los sentimentales, desprendido y propenso a la autocompasión. Le llevaban babeante a casa cocheros cuya insistencia en que les pagaran despertaba a los niños; a la mañana siguiente lamentaba con una sensiblería prolongada su incapacidad de sustentar a quienes amaba tan tiernamente. Un año enviaron a Arthur a una pensión para que no presenciase una nueva etapa del declive paterno; pero vio lo bastante para refrendar su creciente entendimiento de lo que podía o debía ser un hombre. En los cuentos de caballerías y románticos que le contaba su madre había pocos pasajes para ilustradores beodos.

El padre de Arthur pintaba acuarelas y trataba de completar sus ingresos vendiendo sus obras. Pero su carácter generoso se inmiscuía continuamente; regalaba sus pinturas a cualquiera o como mucho las daba por unos cuantos peniques. Sus temas podían ser delirantes y tremendos, y con frecuencia evidenciaban su talante natural. Pero lo que más le gustaba pintar, y por lo que más se recuerdan sus pinturas, eran hadas.

George

A George lo mandan a la escuela del pueblo. Lleva un cuello alto almidonado, con una pajarita floja para ocultar el pasador, un chaleco abotonado hasta justo debajo de la pajarita y una chaqueta con solapas altas, casi horizontales. Otros chicos no van tan pulcros: algunos llevan jerséis toscos, de confección casera, o chaquetas holgadas que han heredado de hermanos mayores. Unos pocos usan cuello almidonado, pero sólo Harry Charlesworth lleva una corbata como George.

Su madre le ha enseñado las letras, su padre, sumas sencillas. La primera semana le sientan en los pupitres al fondo de la clase. El viernes le harán un examen y le asignarán un sitio según su inteligencia: los chicos despiertos se sientan en las filas delanteras, los estúpidos en las de atrás; la recompensa por los progresos es que te coloquen más cerca del maestro, de la sede de la instrucción, el conocimiento, la verdad. El maestro, que es el señor Bostock, luce una chaqueta de tweed, un chaleco de lana y una camisa con las puntas del cuello prendidas por detrás de la corbata con un alfiler de oro. Bostock lleva un sempiterno sombrero de fieltro marrón y lo deposita encima de la mesa durante las clases, como si no se fiara de él fuera de su vista.

Cuando hay un descanso entre lecciones, los chicos salen a lo que llaman el patio, que no es más que una zona de hierba pisoteada que mira a través de campos abiertos hacia la mina lejana. Los chicos que ya se conocen empiezan a pelearse al instante. George nunca ha visto peleas entre chicos. Mientras observa, Sid Henshaw, uno de los más brutos, se acerca y se le pone delante. Henshaw hace muecas cómicas, se estira con los meñiques las comisuras de la boca y con los pulgares mueve las orejas hacia delante.

– Encantado, yo me llamo George.

Es lo que le han enseñado a decir. Pero Henshaw sigue gorjeando y moviendo las orejas.

Algunos chicos proceden de granjas, y George piensa que huelen a vaca. Otros son hijos de mineros y parece que hablan distinto. George se aprende los nombres de sus condiscípulos: Sid Henshaw, Arthur Aram, Harry Boam, Horace Knighton, Harry Charlesworth, Wallie Sharp, John Harriman, Albert Yates…

Su padre dice que va a hacer amistades, pero no sabe muy bien cómo se hace eso. Una mañana, Wallie Sharp se le acerca por detrás en el patio y le susurra:

– Tú no eres de los nuestros.

George se da media vuelta.

– Encantado, yo me llamo George -repite.

Al final de la primera semana el señor Bostock les pone un examen de lectura, ortografía y sumas. Comunica los resultados la mañana del lunes y después cambian de pupitres. George es bueno leyendo del libro que tiene delante, pero falla en ortografía y aritmética. Le dicen que se quede al fondo del aula. No lo hace mejor el viernes siguiente, ni al otro. Está ya rodeado de hijos de granjeros y de mineros que no se preocupan de dónde les sientan, y que más bien consideran una ventaja estar más lejos del maestro, porque pueden portarse mal. George siente que poco a poco le están alejando del camino, la verdad y la vida.

Bostock golpea la pizarra con un pedazo de tiza.

– Esto, George, más esto -(toc)-, ¿es igual a qué? -(toc, toc).

Todo está borroso dentro de la cabeza de George, que aventura una cifra:

– Doce -dice, o-: Siete y medio.

Los chicos de las primeras filas se ríen, y los hijos de granjeros se les unen cuando se dan cuenta de que la respuesta es incorrecta.

Bostock suspira, mueve la cabeza y pregunta a Harry Charlesworth, que siempre está en la primera fila y tiene la mano continuamente levantada.

– Ocho -dice Harry, o-: Trece y un cuarto.

Bostock mueve la cabeza en dirección a George para indicarle lo burro que ha sido.

Una tarde, en el camino a la vicaría, George se hace sus cosas encima. Su madre le desnuda, le mete en el baño, le restriega, vuelve a vestirle y le lleva a ver al padre. Pero George no puede explicarle por qué, a sus casi siete años, se ha comportado como un bebé de pañales.

Ocurre de nuevo, y otra vez más. Sus padres no le castigan, pero la decepción evidente que les causa su primogénito -lerdo en la escuela, un bebé en el trayecto a casa- surte el mismo efecto que cualquier castigo. Hablan de él por encima de su cabeza.

– El niño ha heredado tus nervios, Charlotte.

– En todo caso, no puede ser la dentición.

– Podemos descartar un resfriado, porque estamos en septiembre.

– Y un alimento indigesto, ya que a Horace no le ha afectado.

– ¿Qué queda?

– La última causa que menciona el libro es el miedo.

– George, ¿tienes miedo de algo?

George mira a su padre, el alzacuello reluciente, la cara ancha y seria de encima, la boca que habla la verdad a menudo incomprensible desde el púlpito de St. Mark y los ojos negros que le ordenan que diga la verdad. ¿Qué va a decir? Tiene miedo de Wallie Sharp, de Sid Henshaw y de algunos más, pero decirlo sería denunciarlos. De todos modos, no es lo que más le asusta. Al final dice:

– Tengo miedo de ser un estúpido.

– George -contesta su padre-, sabemos que no eres un estúpido. Tu madre y yo te hemos enseñado las letras y las sumas. Eres un chico despierto. Sabes sumar en casa pero no en la escuela. ¿Puedes decirnos por qué?

– No.

– ¿El señor Bostock os enseña de un modo distinto?

– No, padre.

– ¿Has dejado de intentarlo?

– No, padre. Las sé hacer en el libro pero no en la pizarra.

– Charlotte, creo que deberíamos llevarle a Birmingham.

Arthur

Arthur tenía tíos que observaban la decadencia de su hermano y compadecían a su familia. La solución que adoptaron fue enviar a Arthur a Inglaterra para que lo instruyeran los jesuitas. A los nueve años le pusieron en el tren en Edimburgo y lloró todo el trayecto hasta Preston. Pasaría los siete años siguientes en Stonyhurst, excepto seis semanas en verano, en que volvía con su madre y el padre de turno.

Aquellos jesuitas provenían de Holanda y se habían traído su programa de estudios y sus métodos de disciplina. La educación comprendía siete categorías de conocimiento -elementos, figuras, rudimentos, gramática, sintaxis, poesía y retórica-, y a cada una se le dedicaba un curso anual. Había la pauta habitual de internado, que constaba de Euclides, álgebra y los clásicos, cuya ciencia refrendaban varapalos enfáticos. El instrumento para propinarlos, un pedazo de caucho indio, del tamaño y el espesor de la suela de una bota, también lo habían importado de Holanda, y lo llamaban la «férula». Un palmetazo en la mano, asestado con firme resolución jesuítica, bastaba para que la palma se hinchara y cambiase de color. El castigo normal para chicos más mayores consistía en nueve golpes en cada mano. Después, el pecador apenas podía girar el pomo de la puerta del estudio donde le habían atizado.

A Arthur le explicaron que la férula recibía su nombre de un juego de palabras en latín. Fero, soporto. Fero, ferré, tuli, latum. Tuli, he sufrido; la férula es lo que hemos sufrido, ¿no?

El humor era tan burdo como los castigos. Cuando le preguntaron cómo veía el futuro, Arthur reconoció que había pensado en ser ingeniero civil.

– Bueno, quizá llegues a ingeniero -respondió el cura-, pero no creo que nunca llegues a ser civilizado.

Arthur se convirtió en un joven robusto y bullicioso, que hallaba consuelo en la biblioteca del colegio y la felicidad en el campo de criquet. Una vez a la semana a los chicos les mandaban escribir a casa, obligación que muchos tenían por otro castigo, pero que Arthur consideraba un premio: durante aquella hora se lo contaba todo a su madre. Quizá existiesen Dios, Jesucristo, la Biblia, los jesuitas y la férula, pero la autoridad en quien más creía y a la que se sometía era su menuda e imperiosa madre. Era una experta en todas las materias, desde la ropa interior hasta el fuego del infierno. «Usa camisetas de franela -le aconsejó-, y no creas en el castigo eterno.»

También, de un modo más involuntario, le había inculcado un medio de hacerse popular. Pronto empezó a contar a sus compañeros las historias de caballerías y románticas que había escuchado contemplando en lo alto el palo de remover las gachas. Las tardes de lluvia que tenían libres, de pie en una mesa dominaba a su auditorio, sentado en cuclillas a su alrededor. Recordaba las habilidades de su madre y sabía cómo bajar la voz, alargar un relato e interrumpirlo en el momento peligroso y crucial con la promesa de continuarlo al día siguiente. Como era corpulento y estaba hambriento, aceptaba un pastel como precio básico de un cuento. Pero a veces se paraba en seco en la emoción de una crisis y sólo accedía a seguir si le pagaban una manzana. Así descubrió el nexo esencial entre narrativa y premio.

George

El oculista no recomienda gafas a los niños. Es mejor que los ojos del chico se adapten naturalmente con el paso de los años. Entretanto, habría que trasladarle a las filas delanteras de la clase. George deja atrás a los hijos de granjeros y ocupa el lugar contiguo al de Harry Charlesworth, que es siempre el primero en todos los exámenes. La escuela tiene ya sentido para George; ve los puntos donde señala la tiza del maestro y no vuelve a ensuciarse en el trayecto a casa.

Sid Henshaw sigue poniendo caras de payaso, pero George apenas lo advierte. Sid no es más que un estúpido hijo de granjero que huele a vaca y es probable que ni siquiera sepa escribir esa palabra.

Un día, Henshaw se abalanza sobre George en el patio, le embiste con el hombro y mientras el agredido se recupera, el agresor le arranca la pajarita y se marcha corriendo. George oye risas. De regreso en el aula, Bostock le pregunta dónde está su pajarita.

Esto plantea a George un problema. Sabe que está mal poner en aprietos a un condiscípulo, pero sabe que es peor decir mentiras. Su padre es muy claro a este respecto. En cuanto empiezas a mentir entras en senderos de pecado y nada te detendrá hasta que el verdugo te pase la soga alrededor del cuello. Nadie ha dicho tal cosa, pero es lo que George ha entendido. Así que no puede mentir al señor Bostock. Busca una salida -que es quizá muy mala, el comienzo de una mentira- y después se limita a responder a la pregunta.

– Sid Henshaw me ha tirado al suelo y la ha cogido.

Bostock agarra a Sid por el pelo, lo saca fuera, le zurra hasta arrancarle alaridos, vuelve con la corbata de George e imparte a los chicos una lección sobre el robo. Terminada la clase, Wallie Sharp se interpone en el camino de George y cuando éste le sortea dice: «Tú no eres de los nuestros».

George descarta a Wallie como posible amigo.

Muy pocas veces siente la falta de lo que no posee. La familia no participa en la sociedad local, pero George no se imagina lo que esto podría representar, y mucho menos cuál pudiera ser la razón de la reluctancia o incapacidad familiar. Como no va a casa de otros chicos, no puede juzgar cómo son las cosas en otros sitios. Su propia vida le basta. No tiene dinero, pero tampoco lo necesita, y aún menos cuando aprende que el amor al dinero es la raíz de todos los males. No tiene juguetes, pero no los echa de menos. Carece de habilidad y de vista para los juegos; ni siquiera ha brincado sobre la cuadrícula de una rayuela, y le atemoriza una pelota lanzada. Se contenta con jugar fraternalmente con Horace, más delicadamente con Maud y con más delicadeza aún con las gallinas.

Sabe que casi todos los chicos tienen amigos -en la Biblia aparecen David y Jonathan, y ha observado a Harry Boam y a Arthur Aram acurrucarse en el lindero del patio y enseñarse el uno al otro cosas que sacan de los bolsillos-, pero a él no le sucede. ¿Tiene que hacer algo o son los demás los que deben hacer algo? En todo caso, aunque quiere complacer al señor Bostock, no tiene un interés especial en agradar a los chicos que se sientan detrás.

Cuando la tía abuela Stoneham va a tomar el té con ellos, el primer domingo de cada mes, raspa ruidosamente la taza con el platillo y con la boca arrugada le pregunta por sus amigos.

– Harry Charlesworth -responde siempre él-. Se sienta a mi lado.

La tercera vez que contesta lo mismo, ella posa la taza ruidosamente en el platillo, frunce el ceño y pregunta:

– ¿Nadie más?

– Los demás son sólo chicos de granja malolientes -responde él. Por la forma en que la tía abuela mira a su padre, George sabe que ha dicho algo malo. Antes de cenar es convocado en el estudio. Su padre, de pie junto al escritorio, tiene agrupada en las estanterías a su espalda toda la autoridad de la fe.

– ¿Cuántos años tienes, George?

Así empiezan muchas de las conversaciones con su padre. Aunque los dos conocen ya la respuesta, George tiene que darla.

– Siete, padre.

– A esa edad es razonable esperar cierto grado de inteligencia y juicio. Así que permíteme que te pregunte lo siguiente, George. ¿Crees que a los ojos de Dios eres más importante que los chicos que viven en granjas?

George sabe que la respuesta correcta es no, pero es reacio a decirlo de inmediato. ¿No es indudable que un chico que vive en la vicaría, cuyo padre es el vicario y cuyo tío abuelo también lo fue, es más importante para Dios que un chico que nunca va a la iglesia y es tan estúpido y además tan cruel como Harry Boam?

– No -dice.

– ¿Y por qué llamas malolientes a esos chicos?

No está tan claro cuál es la respuesta correcta. George cavila al respecto. Le han enseñado que la respuesta correcta es la verdad.

– Porque huelen mal, padre.

El padre suspira.

– Y si huelen mal, George, ¿a qué se debe?

– ¿A qué se debe qué, padre?

– Que huelan mal.

– A que no se lavan.

– No, George, si huelen mal es porque son pobres. Nosotros tenemos la suerte de poder costearnos jabón y ropa limpia, y de tener un cuarto de baño y no vivir cerca de animales. Ellos son los humildes de la tierra. Y dime, George, ¿a quién ama más Dios, a los humildes de la tierra o a los que rebosan de orgullo injustificado?

Esta pregunta es más fácil, aunque George no está muy de acuerdo con la respuesta.

– A los humildes de la tierra, padre.

– Bienaventurados los mansos, George. Ya conoces el versículo.

– Sí, padre.

Pero en su fuero interno se resiste a esta conclusión. No cree que Harry Boam y Arthur Aram sean mansos. Tampoco puede creer que forme parte del plan eterno de creación divina que Harry Boam y Arthur Aram acaben heredando la tierra. Difícilmente esto satisfaría el sentido de la justicia de George. Al fin y al cabo, no son más que chicos de granja malolientes.

Arthur

Stonyhurst se ofreció a condonar las cuotas escolares de Arthur si estaba dispuesto a formarse para el sacerdocio; pero la madre declinó la propuesta. Arthur era ambicioso y tenía madera de dirigente, y ya parecía destinado a ser el futuro capitán de criquet. Pero ella no preveía que un hijo suyo fuese un guía espiritual. Arthur, por su parte, sabía que no sería posible proporcionarle las prometidas gafas doradas y el vestido de terciopelo y el asiento junto al fuego si se comprometía a llevar una vida de pobreza y obediencia.

A su juicio, los jesuitas no eran mala gente. Consideraban que la naturaleza humana era en esencia débil, y esta desconfianza le parecía justificada a Arthur: no había más que mirar el caso de su padre. También entendían que la edad pecaminosa comenzaba pronto. A los chicos no se les permitía estar juntos a solas; en los paseos siempre les acompañaba algún maestro, y todas las noches una figura en penumbra deambulaba por los dormitorios. La vigilancia constante quizá socavase el amor propio y la autoayuda, pero minimizaba todo lo posible la inmoralidad y la brutalidad imperantes en otros colegios.

Arthur creía, en líneas generales, que Dios existía, que a los chicos les tentaba el pecado y que los padres tenían razón en pegarles con la férula. En lo referente a los artículos de fe particulares, discutía en privado con su amigo Partridge. Éste le había impresionado cuando, en la segunda entrada, había atrapado una bola cegadora en uno de los más veloces lanzamientos de Arthur; se la guardó en el bolsillo, en un abrir y cerrar de ojos, y miró a otro lado, fingiendo que la veía desaparecer por la banda. A Partridge le gustaba embaucar a la gente, y no sólo en el campo de criquet.

– ¿Sabías que la doctrina de la Inmaculada Concepción es artículo de fe sólo desde 1854?

– Me parece un poco tarde, Partridge.

– Imagínate. La Iglesia ha debatido esta cuestión durante siglos, y en todo ese tiempo no era una herejía negar el nacimiento virginal de María. De pronto sí lo es.

– Hum.

– Pero ¿por qué Roma decidió de repente rebajar la naturaleza exacta de la participación de José en el asunto?

– Eh, tranquilo, chico.

Pero Partridge ya estaba abordando la doctrina de la infalibilidad papal, proclamada sólo cinco años antes. ¿Por qué declaraban implícitamente falibles a todos los papas de los siglos pasados e infalibles a todos los presentes y futuros? ¿Por qué, en efecto?, repitió Arthur. Porque, replicó Partridge, era más un asunto político de la Iglesia que de progreso teológico. Tenía muchísimo que ver con la presencia de jesuitas influyentes en las altas esferas del Vaticano.

– Te han enviado a tentarme -contestaba a veces Arthur.

– Al contrario. Estoy aquí para fortalecer tu fe. Pensar por nosotros mismos dentro de la Iglesia es el camino de la auténtica obediencia. Siempre que la Iglesia se siente amenazada, reacciona imponiendo una disciplina más estricta. Funciona a corto, pero no a largo plazo. Es como la férula. Te dan palmetazos hoy para que no cometas una falta mañana o al día siguiente. Pero es una estupidez pensar que no vas a cometer más faltas durante el resto de tu vida gracias al recuerdo de la férula, ¿no?

– No, si surte efecto.

– Pero dentro de un año o dos nos marcharemos de aquí. La férula ya no existirá. Necesitamos disponer de medios de resistir al pecado y al delito con argumentos racionales, no por el miedo al dolor físico.

– Dudo que el raciocinio dé resultado con algunos chicos.

– Entonces no hay más remedio que los palmetazos. Y lo mismo ocurre en el mundo exterior. Por supuesto, tienen que existir la cárcel, los trabajos forzados y el verdugo.

– Pero ¿qué amenaza a la Iglesia? A mí me parece fuerte.

– La ciencia. La difusión de la educación escéptica. La pérdida de los estados pontificios. La pérdida de influencia política. La perspectiva del siglo veinte.

– El siglo veinte. -Arthur reflexionó sobre esto un momento-. No llego tan lejos. Tendré cuarenta años cuando empiece el siglo.

– Y serás el capitán del equipo inglés.

– Lo dudo, Partridge. Pero no seré cura, en ningún caso.

Arthur no era del todo consciente de que su fe se había debilitado. Pero pensar por uno mismo dentro de la Iglesia conducía fácilmente a pensar por uno mismo fuera. Descubrió que su razón y su conciencia no siempre aceptaban lo que les ponían delante. En el último curso, fue a predicar al colegio el padre Murphy. Desde la altura del púlpito, feroz y colorado, el cura amenazó con la condenación segura y cierta a todos los que se hallaban fuera de la Iglesia. Ya se debiese su exclusión a maldad, tozudez o ignorancia, las consecuencias eran las mismas: la condenación segura y cierta para toda la eternidad. Siguió una descripción panorámica de los tormentos y desolaciones del infierno, especialmente ideada para que los chicos se retorciesen de miedo; pero Arthur ya no le escuchaba. Su madre le había explicado la verdad del caso y miraba al padre Murphy como a un narrador al que ya no concedía crédito.

George

La madre da la clase dominical en el edificio contiguo a la vicaría. Los ladrillos tienen un dibujo de rombos que ella dice que le recuerda a un cobertor de las Shetland. George no lo entiende, aunque se pregunta si esto tiene algo que ver con el de los mendigos. Toda la semana aguarda con impaciencia la escuela dominical. Los chicos zafios no acuden a ella: están corriendo como locos por los campos, atrapan conejos, dicen mentiras y, en general, recorren el sendero de prímulas que lleva a la condenación eterna. Su madre le ha avisado que en clase le tratará exactamente igual que a todos los demás. George comprende por qué: porque ella les está enseñando -a todos por igual- el camino al cielo.

Les cuenta historias emocionantes que George sigue con facilidad, como la de Daniel en el foso de los leones y la del horno de fuego ardiendo. Pero otros relatos resultan más difíciles. Cristo enseñaba por medio de parábolas, y George descubre que no le gustan. Por ejemplo, la del trigo y la cizaña. Entiende el pasaje en que el enemigo siembra cizaña entre el trigo, y por qué no hay que recoger la cizaña para no arrancar al mismo tiempo el trigo; no obstante, no está muy convencido, porque ve muchas veces a su madre desbrozando el jardín de la vicaría y ¿qué es desbrozar, sino recoger la cizaña antes de que ella y el trigo hayan crecido por completo? Pero aun obviando este problema no logra comprender. Sabe que la historia trata de otra cosa -por eso es una parábola-, pero su mente no acierta a descubrir qué es.

Le habla a Horace del trigo y la cizaña, pero Horace ni siquiera sabe lo que es la cizaña. Horace es tres años más joven que George, y Maud es tres años más joven que Horace. Como es una chica, y además la benjamina, Maud no es tan fuerte como los dos chicos, cuyo deber, les han dicho, es protegerla. No les especifican qué representa este deber; al parecer, consiste sobre todo en no hacer cosas: no atizarle con palos, no tirarle del pelo y no hacer ruidos delante de su cara, como le gusta hacer a Horace.

Pero George y Horace demuestran ser incapaces de proteger a Maud. Empiezan las visitas del médico y sus inspecciones periódicas sumen a la familia en un estado de inquietud. George se siente culpable cada vez que llega el médico y se quita de en medio, por si le identifican como la causa principal de la enfermedad de su hermana. Horace no siente esa culpa y alegremente pregunta si puede subir el maletín del médico.

Cuando Maud tiene cuatro años, deciden que es demasiado frágil para dejarla sola toda la noche, y no pueden confiarla al cuidado de George ni de Horace, ni tampoco a los dos juntos. En adelante, la niña dormirá en la habitación de su madre. Al mismo tiempo deciden que George dormirá con su padre y Horace ocupará él solo el cuarto de los niños. George tiene diez años y Horace siete; quizá piensen que se acerca la edad de los pecados y que no hay que dejar juntos a los dos chicos. No dan explicaciones ni nadie las pide. George no pregunta si dormir en el cuarto de su padre es un castigo o una recompensa. Las cosas son así y punto en boca.

George y su padre rezan juntos, arrodillados uno al lado del otro sobre los tablones fregados. Luego George se sube a la cama mientras el padre cierra la puerta con llave y apaga la luz. Mientras se queda dormido, George piensa a veces en el suelo y en que a él tienen que restregarle el alma igual que refriegan los suelos.

Al padre le cuesta conciliar el sueño y tiene tendencia a gemir y resollar. A veces, muy temprano, cuando el alba empieza a asomar por los bordes de las cortinas, el padre le catequiza.

– George, ¿dónde vives?

– En la vicaría de Great Wyrley.

– ¿Ydónde está eso?

– En Staffordshire, señor.

– ¿Y dónde está eso?

– En el centro de Inglaterra.

– ¿Y qué es Inglaterra, George?

– Inglaterra es el corazón palpitante del Imperio, señor.

– Bien. ¿Y qué es la sangre que fluye por las arterias y las venas del Imperio hasta llegar incluso al confín más lejano?

– La Iglesia anglicana.

– Bien, George.

Y al cabo de un rato el padre vuelve a gemir y resollar. George ve que se afianza el contorno de la cortina. Tumbado en la cama, piensa en arterias y venas que trazan líneas rojas en el mapa del mundo y unen a Gran Bretaña con todos los lugares coloreados de rosa: Australia, India, Canadá y, por doquier, islas representadas por puntos. Piensa en tuberías que se tienden a lo largo del lecho del océano como cables telegráficos. Piensa en la sangre que borbotea en todas estas tuberías y que emerge en Sydney, Bombay, Ciudad del Cabo. Líneas de sangre, es una palabra que ha oído en algún sitio. Empieza a adormecerse con el latido de la sangre en los oídos.

Arthur

Arthur aprobó el bachillerato con matrícula de honor, pero como sólo tenía dieciséis años le mandaron un año más a los jesuitas de Austria. En Feldkirch descubrió un régimen más benévolo, que le permitía beber cerveza y dormitorios caldeados. Daban largos paseos en los que chicos de habla alemana flanqueaban adrede a los alumnos ingleses, para así obligarles a hablar la lengua extranjera. Arthur se nombró a sí mismo redactor jefe y único colaborador de la Feldkirchian Gazette, una revista literaria y científica escrita a mano. También jugaba al fútbol sobre zancos y le enseñaron a tocar la tuba, un instrumento que daba dos vueltas alrededor del pecho y producía un sonido como el del día del Juicio Final.

Al volver a Edimburgo, descubrió que su padre estaba internado en una casa de reposo, oficialmente aquejado de epilepsia. No habría más ingresos, ni siquiera unas monedas de vez en cuando, procedentes de acuarelas de hadas. Así que Annette, la hermana mayor, estaba ya en Portugal, trabajando de institutriz; Lottie pronto se reuniría con ella y las dos enviarían dinero a casa. El otro recurso al alcance de la madre era admitir inquilinos. A Arthur le avergonzó y ofendió esta iniciativa. Su madre era la última persona del mundo que debiera verse rebajada a la condición de casera.

– Pero Arthur, si la gente no tomara inquilinos, tu padre nunca habría venido a vivir con la abuela Pack y yo no le habría conocido.

Arthur juzgó que este argumento era incluso más fuerte que los suyos en contra de los huéspedes. Guardó silencio porque sabía que no se le consentía criticar a su padre en modo alguno. Pero era una insensatez pretender que su madre no habría podido encontrar un mejor partido.

– Y si eso no hubiera ocurrido -prosiguió ella, sonriéndole con aquellos ojos grises a los que él nunca podría desobedecer-, no sólo no existiría Arthur, sino que tampoco existirían Annette ni Lottie ni Connie, ni Innes ni Ida.

Lo cual era indiscutible y también una de aquellas insolubles adivinanzas metafísicas. Ojalá Partridge estuviera allí para ayudarle a debatir la cuestión: ¿seguirías siendo el mismo, o al menos en gran parte, si tuvieras otro padre? Si no, se deducía que sus hermanas tampoco habrían seguido siendo ellas mismas, en especial Lottie, a la que más quería, aunque decían que Connie era la más bonita. Alcanzaba a imaginarse a sí mismo distinto, pero el cerebro no conseguía cambiar un ápice de Lottie.

Arthur quizá habría tolerado la respuesta de su madre a su degradada situación social si no hubiera conocido ya al primer inquilino. Bryan Charles Waller: sólo seis años mayor que Arthur, pero ya médico titulado. Asimismo era un poeta publicado, a cuyo tío le habían dedicado La feria de las vanidades. Arthur no ponía reparos al hecho de que fuese un individuo culto, incluso un erudito; tampoco al de que fuese un ateo impenitente; le molestaba la desenvoltura y el encanto con que se movía por la casa. El modo de decir: «Así que éste es Arthur», y de tenderle la mano con una sonrisa. La forma con que daba a entender que estaba ya un paso más allá que tú. El modo en que lucía sus dos trajes de Londres y hablaba empleando generalidades y epigramas. El modo de comportarse con Lottie y Connie. La manera de tratar a la madre.

También era desenvuelto y encantador con Arthur, lo que sentaba como un tiro al corpulento, patoso y tozudo ex colegial recién vuelto de Austria. Waller se conducía como si entendiera a Arthur incluso cuando Arthur no parecía entenderse a sí mismo, y cuando sentado frente a la lumbre se sentía tan absurdo como si tuviera una bombarda de dos vueltas enroscada alrededor del cuello. Quería lanzar un toque de protesta, tanto más cuanto Waller fingía leer en el fondo de su alma y -lo más irritante- tomarse en serio lo que allí encontraba y a la vez en broma, sonriendo como si toda la confusión que había detectado no fuera sorprendente y careciese de importancia.

Demasiado desenvuelto y encantador con la vida misma, maldito.

George

Hasta donde George recuerda, siempre ha habido una criada para todo en la vicaría, alguien en segundo plano que se ocupa de fregar, desempolvar, abrillantar, encender fuegos, ennegrecer rejillas y poner a hervir el caldero. Más o menos cada año hay un cambio de criada porque una se casa, otra se va a Cannock o a Walsall o incluso a Birmingham. George nunca les presta atención, y ahora que está en Rugeley School y toma el tren de ida y vuelta todos los días se fija aún menos en la existencia de la fámula.

Se alegra de haber huido de la escuela de pueblo, con sus estúpidos hijos de granjeros y mineros que hablan raro y cuyos mismos nombres olvida pronto. En Rugeley se relaciona en general con chicos de mejor casta y los maestros consideran útil ser inteligente. Se lleva bastante bien con sus compañeros, aunque no hace ningún amigo íntimo. Harry Charlesworth va a la escuela de Walsall, y hoy en día sólo se saludan con un gesto si se encuentran. Lo que cuenta es el trabajo de George, su familia, su fe y todos los deberes que emanan de estas adhesiones. Ya habrá tiempo más adelante para otras cosas.

Una tarde de sábado, su padre le convoca en el estudio. Hay una gran concordancia bíblica abierta sobre la mesa y algunas notas para el sermón de la mañana siguiente. El padre tiene el mismo aspecto que en el púlpito Al menos George puede adivinar cuál será la primera pregunta.

– George, ¿cuántos años tienes?

– Doce, padre.

– Una edad de la que cabe esperar cierto grado de sensatez y discreción.

George guarda silencio porque no sabe si esto representa una pregunta o no.

– George, Elizabeth Foster se queja de que la miras de un modo extraño.

Se queda perplejo. Elizabeth Foster es la nueva criada; lleva unos pocos meses en la casa. Lleva uniforme, como todas las anteriores.

– ¿Qué quiere decir, padre?

– ¿Qué crees que quiere decir?

George reflexiona un rato.

– ¿Se refiere a algún pecado?

– Y si lo fuese, ¿qué podría ser?

– Mi único pecado, padre, es que apenas me fijo en ella, aunque sé que forma parte de la creación de Dios. Sólo he hablado con ella dos veces, a causa de objetos que ha extraviado. No tengo razones para mirarla.

– ¿Ninguna, George?

– Ninguna, padre.

– Entonces le diré que es una chica tonta y mala y maliciosa que será despedida si da más motivos de queja.

George está ansioso por volver a sus verbos latinos y no le importa lo que le suceda a Elizabeth Foster. Tampoco se pregunta si será pecado que no le importe.

Arthur

Se decidió que Arthur estudiase medicina en la Universidad de Edimburgo. Era responsable y muy trabajador; con el tiempo sin duda adquiriría la impasibilidad que a los pacientes les inspiraba confianza. A Arthur le agradaba la idea, aunque recelaba sobre su origen. Su madre había propuesto medicina por primera vez en una carta a Feldkirch enviada un mes después de la llegada del doctor Waller a la casa. ¿Mera coincidencia? Eso esperaba Arthur; no quería imaginarse que su futuro se debatiera entre su madre y aquel intruso, por mucho que fuese, como la gente no cesaba de recordarle, un médico titulado y un poeta publicado. Aunque La feria de las vanidades estuviese dedicada a su tío.

También parecía una condenada coincidencia que Waller se ofreciese a prepararle para una beca. Arthur aceptó con una inquina adolescente que suscitó unas palabras en privado de la madre. Él ya le rebasaba en estatura, y el pelo de la madre había perdido el tono rubio y empezaba a blanquear en la parte que quedaba visible cuando se lo recogía por detrás de las orejas; pero sus ojos grises y su voz tranquila, y la autoridad moral implícita en ellos se mantenían tan poderosos como siempre.

Waller resultó un tutor excelente. Juntos memorizaron los clásicos con ánimo de obtener la beca Grierson: 40 libras al año durante dos años sería una gran ayuda para la familia. Cuando llegó la carta y todos sus miembros la aclamaron al unísono, Arthur sintió que era su primer logro auténtico, el primer acto de compensación a su madre por sus sacrificios a lo largo de los años. Hubo apretones de manos y besos; Lottie y Connie se pusieron absurdamente sentimentales y lloraron como chicas que eran; y Arthur, con un espíritu magnánimo, resolvió deponer sus suspicacias hacia Waller.

Unos días después, se presentó en la universidad para reclamar su premio. Le recibió un funcionario menudo y avergonzado cuyo rango preciso nunca quedó claro. Era algo sumamente lamentable. Todavía no se sabía muy bien cómo había ocurrido. Algún error administrativo. La bolsa de estudios Grierson sólo se concedía a estudiantes de artes. La solicitud de Arthur no debería haber sido aceptada. Tomarían medidas en lo sucesivo, etcétera.

Pero había otras becas y bolsas, señaló Arthur: una lista entera. Era de suponer que le concediesen una de ellas. Pues sí, así podría ser, en teoría; en efecto, en la siguiente beca de la lista admitían a estudiantes de medicina. Por desgracia, ya la habían asignado. Así como, de hecho, todas las demás.

– Pero esto es un auténtico robo -gritó Arthur-. ¡Un auténtico robo!

Era, en verdad, una desventura. Quizá se pudiese hacer algo. Y se hizo algo la semana siguiente. Le otorgaron una suma de consolación de siete libras que se habían acumulado en algún fondo olvidado y que las autoridades tuvieron la gentileza de pensar que podría aplicarse para tal fin.

Fue su primera experiencia de una flagrante injusticia. Pocas de las veces en que había recibido palmetazos había sido sin una causa razonable. Cuando internaron a su padre quedó acongojado el corazón de su hijo, pero no pudo alegar que el padre fuese intachable; había sido una tragedia, pero no una injusticia. Pero aquello, ¡aquello! Todo el mundo coincidió en que tenía que presentar una querella contra la universidad. La denunciaría para reclamar su beca. Waller tuvo que convencerle de que no era aconsejable pleitear contra la institución a cuya docencia aspirabas. Lo único que se podía hacer era tragarse el orgullo y sobrellevar la decepción como un hombre. Arthur aceptó esta exhortación a una virilidad que aún tenía que completar. Pero las frases tranquilizadoras que fingió que le parecían convincentes eran puro aire en sus oídos. Todo en su fuero interno se enconaba, ardía y apestaba, como un rincón diminuto en el infierno en que ya no creía.

George

Es raro que su padre le hable después de haber rezado las oraciones y apagado la luz. Se supone que los dos reflexionan sobre el significado de las palabras mientras se entregan al sueño de Dios. En verdad, George es más proclive a seguir pensando en las lecciones del día siguiente. No cree que Dios lo considere un pecado.

– George -dice su padre de pronto-: ¿has visto a alguien merodeando por las inmediaciones de la vicaría?

– ¿Hoy, padre?

– No, no hoy. En general. Hace poco.

– No, padre. ¿Por qué habría de merodear alguien?

– Tu madre y yo hemos recibido cartas anónimas.

– ¿De merodeadores?

– Sí. No. Quiero que me informes de cualquier cosa sospechosa, George. De alguien que introduzca algo por la puerta. De gente que ande por aquí.

– ¿De quién son esas cartas, padre?

– Son anónimas, George. -Hasta en la oscuridad percibe la impaciencia del padre-. Anónimo. Viene del griego y luego del latín. Sin nombre.

– ¿Qué dicen, padre?

– Dicen maldades. Sobre… todo el mundo.

George sabe que debería mostrarse preocupado, pero todo el asunto le parece muy emocionante. Le han dado permiso para jugar al detective y lo hace siempre que puede sin que interfiera en sus tareas escolares. Espía desde detrás de troncos de árbol; se esconde en el cuchitril debajo de la escalera para vigilar la puerta principal; estudia el comportamiento de los que van a la casa; se pregunta cómo conseguir una lupa y quizá un telescopio. No descubre nada.

Tampoco sabe quién está escribiendo con tiza palabras impías sobre sus padres en el establo de Harriman o en los edificios anexos de Aram. En cuanto las borran las palabras reaparecen misteriosamente. A George no le revelan lo que dicen. Una tarde en que emprende un itinerario tortuoso, como los mejores detectives, trepa al establo de Harriman pero lo único que atisba es una pared donde se secan unos paneles mojados.

– Padre -susurra George cuando la luz ya está apagada. Supone que a esa hora está permitido hablar de estos temas-. Tengo una idea. El señor Bostock.

– ¿Qué pasa con Bostock?

– Tiene un montón de tizas. Siempre tenía un montón de tizas.

– Es cierto, George. Pero creo que podemos eliminarle sin más.

Unos días después, la madre de George se tuerce la muñeca y la envuelve en muselina. Pide a Elizabeth Foster que le escriba la lista para el carnicero, pero en vez de mandar a la chica a la carnicería de Greensill lleva la lista al padre de George. Tras un cotejo con el contenido de un cajón cerrado con llave, Elizabeth Foster es despedida.

Más tarde, el padre tiene que dar explicaciones a los instructores de Cannock. George espera en secreto que también le llamen para declarar. El padre informa de que la desdichada Foster aseguró que todo era una broma estúpida y que ha quedado bajo custodia judicial.

A Elizabeth Foster no se la volverá a ver por el distrito y pronto llega una nueva criada. George piensa que habría podido tener más éxito como detective. También desearía saber lo que estaba escrito con tiza en el establo de Harriman y los anexos de Aram.

Arthur

Irlandés de ascendencia, escocés de nacimiento, educado en la fe de Roma por jesuitas holandeses, Arthur se convirtió en inglés. La historia inglesa le inspiraba; las libertades inglesas le enorgullecían; el criquet inglés le volvía patriótico. Y la época más grande de la historia inglesa -habiendo tantas donde elegir- fue el siglo XIV, un tiempo en que el arquero inglés dominaba los campos y los reyes francés y escocés estaban encarcelados en Londres.

Pero tampoco olvida nunca los cuentos que escuchaba mientras estaba alzado el palo de remover las gachas. Para Arthur, en efecto, la raíz de lo inglés residía en el mundo, tiempo ha fenecido, recordado e inventado de las caballerías. No había caballero más fiel que sir Kaye, ninguno más valiente y amoroso que sir Lancelot, ninguno tan virtuoso como sir Galahad. No había amantes más auténticos que Tristán e Isolda, ninguna esposa más bella e infiel que Ginebra. Y, por supuesto, no había rey más valeroso ni más noble que Arturo.

Las virtudes cristianas podía practicarlas cualquiera, desde el humilde hasta el de alta cuna. Pero la caballería era una prerrogativa de los poderosos. El caballero protegía a su dama; el fuerte ayudaba al débil; el honor era algo vivo por lo que tenías que estar dispuesto a dar la vida. Tristemente, el número de griales y búsquedas disponibles para un médico recién diplomado era bastante reducido. En aquel mundo moderno de factorías y bombines de Birmingham, el concepto de caballería parecía a menudo haber degenerado en uno de simple deportividad. Pero Arthur practicaba el código siempre que era posible. Era un hombre de palabra; socorría a los pobres; no bajaba la guardia contra las más bajas pasiones; trataba a las mujeres con respeto; tenía planes a largo plazo para el salvamento y cuidado de su madre. Era lo que estaba en su mano hacer, dado que el siglo XIV, por desgracia, había terminado y él no era William Douglas, señor de Liddesdale, la flor de la caballería misma.

Eran sus reglas, y no las de los textos de fisiología, las que gobernaron sus primeros acercamientos al sexo más bello. Era lo bastante guapo para atraer a las mujeres y muy pródigo en devaneos; una vez informó con orgullo a su madre de que estaba honorablemente enamorado de cinco mujeres al mismo tiempo. Aunque distinto de las amistades íntimas con condiscípulos, algunas de las reglas valían también en el amor. Así, si te gustaba una chica, le ponías un apodo. Telmore Weldon, por ejemplo: una criatura bonita y robusta con la que coqueteó furiosamente durante semanas. La llamaba Telmo, por el fuego de San Telmo, la luz milagrosa que se ve en los mástiles y penóles de los barcos durante una tormenta. Le gustaba imaginarse como un marino en peligro en los mares de la vida, mientras ella le iluminaba los cielos oscuros. De hecho, a punto estuvo de comprometerse con Telmo, pero finalmente no lo hizo.

Por entonces también estaba muy preocupado por las emisiones nocturnas, de las que se decía poco en La muerte de Arturo. Las húmedas sábanas matutinas le desviaban bastante de los sueños caballerosos; también del concepto de lo que era o podía ser un hombre, si aplicaba su mente y su fuerza a serlo. Se propuso imponer disciplina a su yo dormido aumentando el ejercicio físico. Ya boxeaba y jugaba al criquet y al fútbol. También empezó a practicar el golf. Mientras hombres inferiores consultaban indecencias, él leía el Wisden [1].

Empezó a enviar relatos a revistas. Volvió a ser el chico de pie encima de un pupitre que desplegaba sus mañas orales; el foco de atención de ojos alzados, el faro de crédulos oyentes boquiabiertos. Escribía el tipo de historias que le gustaba leer; le parecía la forma más sensata de enfocar el juego de la escritura. Situaba sus aventuras en tierras lejanas donde a menudo podían hallarse tesoros enterrados y entre cuya población local abundaban malhechores infames y doncellas rescatables. Sólo un determinado género de héroe estaba capacitado para tomar parte en las misiones peligrosas que ideaba. Para empezar, estaba claro que no servían los hombres de constitución feble y los propensos al alcohol y a la autocompasión. El padre de Arthur había fracasado en su deber caballeroso para con la madre; ahora la tarea recaía en su hijo. Como no podía salvarla con métodos del siglo XIV, tendría que recurrir a los disponibles en una era inferior. Escribiría historias: la rescataría describiendo rescates de ficción ajenos. Estas descripciones le reportarían dinero y el dinero haría lo demás.

George

Son dos semanas antes de Navidad. George tiene ya dieciséis años y no siente como en otro tiempo la emoción de la fecha. Sabe que el nacimiento de nuestro Salvador es una verdad solemne, que se celebra anualmente, pero ya ha dejado atrás la exaltación nerviosa que todavía embarga a Horace y a Maud. Tampoco comparte las esperanzas triviales que sus antiguos condiscípulos de Rugeley solían expresar francamente: de una clase de regalos frívolos que no existen en la vicaría. También les ilusionaba todos los años la promesa de la nieve, y hasta degradaban su fe rezando para que cayera.

A George no le interesa patinar, deslizarse en trineo o construir muñecos de nieve. Ya se ha embarcado en su futura carrera. Ha abandonado Rugeley y estudia Derecho en el Mason College de Birmingham. Si se esfuerza y aprueba el primer examen, se convertirá en un pasante. Tras cinco años de prácticas habrá exámenes finales y llegará a ser abogado. Se ve en posesión de un bufete, una colección de libros de leyes encuadernados y un traje con una leontina colgada entre los bolsillos del chaleco como una cuerda de oro. Se imagina a sí mismo como un hombre respetado. Se imagina tocado con un sombrero.

Casi ha oscurecido cuando llega a casa a última hora de la tarde del 12 de diciembre. Cuando alcanza la puerta de la vicaría advierte un objeto que descansa en el escalón. Se agacha y luego se acuclilla para examinarlo más de cerca. Es una llave grande, fría al tacto y pesada en la mano. No sabe qué hacer con ella. Las llaves de la vicaría son mucho más pequeñas; ésta, por tanto, es como la de la escuela. La de la iglesia también es distinta, y no parece ser la llave de una granja. Pero su peso sugiere una utilidad seria.

Se la lleva a su padre, que asimismo la mira perplejo.

– ¿En el escalón, dices?

Otra pregunta de la que su padre conoce la respuesta.

– Sí, padre.

– ¿Y no has visto a nadie ponerla allí?

– No.

– ¿Y no has visto a nadie saliendo de la vicaría cuando venías desde la estación?

– No, padre.

La llave es enviada con una nota a la comisaría de Hednesford y, tres días después, cuando George vuelve de la facultad, el sargento Upton está sentado en la cocina. El padre está todavía haciendo sus rondas parroquiales; la madre deambula por allí, inquieta. A George se le ocurre pensar que hay una recompensa por encontrar la llave. Si fuese una de esas historias que encantaban a los chicos de Rugeley, la llave abriría una caja fuerte o el arcón de un tesoro y el héroe necesitaría a continuación un mapa arrugado con una X marcada en algún punto. El no es aficionado a tales aventuras, que siempre le parecen demasiado inverosímiles.

El sargento Upton es un hombre de cara colorada y la complexión de un herrero. Le oprime su uniforme oscuro de sarga, y quizá por eso resuella de ese modo. Mira a George de arriba abajo, asintiendo para sí entretanto.

– ¿Así que tú eres el joven que encontró la llave?

George se acuerda de sus intentos de jugar a detective cuando Elizabeth Foster escribía en las paredes. Ahora hay otro misterio, pero esta vez involucra a un policía y un futuro abogado. Parece tan conveniente como emocionante.

– Sí. Estaba en el umbral.

El sargento no responde, pero sigue asintiendo para sus adentros. Al parecer, necesita ponerse a sus anchas y George procura ayudarle.

– ¿Hay una recompensa?

El sargento le mira sorprendido.

– Dime, ¿por qué preguntas si hay una recompensa? ¿Tú, precisamente?

George lo interpreta como que no la hay. Quizá el agente sólo haya ido a felicitarle por haber devuelto un objeto perdido.

– ¿Han descubierto de dónde procede?

Upton tampoco contesta a eso. En su lugar, saca una libreta y un lápiz.

– ¿Nombre?

– Ya sabe mi nombre.

– Nombre, he dicho.

George piensa que el sargento podría ser más educado.

– George.

– Sí. Qué más.

– Ernest.

– Sigue.

– Thompson.

– Sigue.

– Ya sabe mi apellido. Es el mismo que el de mi padre. Y el de mi madre.

– Sigue, te digo, chaval insolente.

– Edalji.

– Ah, sí -dice el sargento-. Ahora creo que será mejor que me digas cómo se escribe.

Arthur

El matrimonio de Arthur, como su vida rememorada, comenzó con la muerte.

Obtuvo el título de médico; trabajó de suplente en Sheffield, Shropshire y Birmingham; después ocupó un puesto de médico en el vapor ballenero Hope. Zarparon de Peterhead rumbo a los hielos del Ártico en busca de focas y cualquier otra cosa que pudiesen perseguir y matar. Las tareas de Arthur resultaron ligeras, y como era un joven normal, alegremente dado a la bebida y, de ser necesario, a pelear, enseguida se granjeó la confianza de la tripulación; también cayó al mar tantas veces que le pusieron de sobrenombre «el buceador del Gran Norte». Y al igual que cualquier británico saludable, disfrutaba de una buena caza: su bolsa de capturas en el viaje contenía cincuenta y cinco focas.

Sentía poco más que una vigorosa rivalidad viril cuando salían al hielo interminable para matarlas a golpes. Pero un día cazaron una ballena de Groenlandia y le pareció una experiencia de una categoría distinta a todas las anteriores. Pescar salmones puede ser un deporte señorial, pero cuando tu presa ártica pesa más que una mansión suburbana empequeñece toda comparación. A un brazo de distancia, Arthur observó cómo el ojo de la ballena -para su sorpresa, no mayor que el de un buey- se apagaba poco a poco hasta la muerte.

El misterio de la víctima: algo había cambiado en su forma de pensar. Siguió disparando a patos en el cielo nevoso y se preciaba de su puntería, pero más allá de esto afloraba un sentimiento que captaba pero no retenía. Cada pájaro que derribabas transportaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.

Más tarde navegó hacia el sur en el Mayumba, que zarpó de Liverpool con rumbo a las Canarias y la costa occidental de África. A bordo siguió bebiendo, pero sólo se luchaba en la mesa del bridge y las timbas de naipes. Aunque lamentó trocar las botas de marinero y la ropa informal de un ballenero por los botones dorados y el traje de sarga de un pasajero de un barco, al menos tuvo la compensación de la compañía femenina. Una noche las damas le gastaron la broma de hacerle la petaca en la cama; la noche siguiente, él se tomó la amable venganza de esconder un pez en el camisón de una de ellas.

Volvió a tierra firme, al sentido común y a su carrera. Puso su placa de latón en Southsea. Se hizo francmasón, ingresó en el tercer grado de la logia Fénix número 257. Capitaneó el club de criquet de Portsmouth y fue considerado uno de los zagueros más seguros de Hampshire. El doctor Pike, miembro como él del Bowling Club de Southsea, le mandaba pacientes; la empresa Gresham de seguros de vida le contrató para realizar exámenes médicos.

Un día el doctor Pike solicitó el dictamen de Arthur sobre un joven paciente que poco antes se había mudado a Southsea con su hermana y la madre viuda de ambos. Este segundo diagnóstico era pura cortesía: era evidente que Jack Hawkins padecía meningitis cerebral, contra la cual toda la ciencia médica, y no digamos la de Arthur, era impotente. Ningún hotel ni pensión quiso aceptar al pobre enfermo; Arthur entonces se ofreció a hospedarle en su casa como paciente interno. Hawkins era sólo un mes mayor que su anfitrión. A pesar de mil tazas paliativas de arrurruz, empeoró rápidamente, entró en un delirio y destrozó todo lo que había en su cuarto. Murió días después.

Arthur examinó con más atención aquel cadáver que a la criatura blanca y cerosa de su infancia. Durante su formación profesional había empezado a advertir que muchas veces había una gran promesa en las caras de los muertos, como si la tensión y el estrés de la vida hubiesen dado paso a una paz mayor. La relajación muscular que seguía a la muerte era la respuesta científica; pero en parte se preguntaba si esta explicación era completa. El cadáver humano también portaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.

En el carruaje único de la procesión funeraria desde la casa de Arthur al cementerio de Highland Road, despertaron sus sentimientos caballerescos la madre y la hija enlutadas y ahora solas en una ciudad ignota y sin un apoyo masculino. Louisa, en cuanto se alzó el velo, resultó ser una muchacha tímida, de cara redonda y ojos azules que adquirían un tono verde mar. Tras un intervalo decente, Arthur fue autorizado a visitar su domicilio.

El joven médico empezó explicando que la isla -pues Southsea era una isla, a pesar de las apariencias- podía representarse como una serie de anillos chinos: espacios abiertos en el centro, después el anillo medio de la ciudad y por fin el externo, formado por el mar. Le habló a Louisa del suelo pedregoso y del rápido drenaje que propiciaba; de la eficacia de las disposiciones sanitarias de sir Frederick Bramwell; de la reputación saludable de la ciudad. Este último dato causó a la joven una desazón súbita, que encubrió preguntando cosas sobre Bramwell. Arthur le habló largo y tendido del destacado ingeniero.

Una vez asentados los cimientos, era cuestión de inspeccionar el lugar a conciencia. Visitaron los dos espigones, donde bandas militares parecían tocar todo el día. Vieron el desfile de banderas en el jardín del gobernador y simulacros de combates en el parque público; pasaron revista con unos prismáticos a la armada del país anclada a media distancia en Spithead. Mientras subían la Clarence Esplanade, Arthur le explicó uno por uno los trofeos y monumentos de guerra expuestos. Aquí un cañón ruso, allí uno japonés y un mortero, por todas partes placas y obeliscos a marineros e infantes que habían muerto en todos los confines del Imperio y de todas las formas posibles: fiebre amarilla, naufragio, la pérfida acción de indios amotinados. Ella se preguntó si el doctor tendría una veta morbosa, pero prefirió decidir, por el momento, que su curiosidad interesada iba de la mano con su incansable resistencia física. Hasta la llevó en un tranvía tirado por caballos al centro de vituallas de la Royal Clarence para que viera el proceso de fabricación de las galletas que se consumían en los barcos: una bolsa de harina que se transformaba en masa y luego, mediante el calor, se convertía en un recuerdo que los visitantes, al partir, se llevaban entre los dientes.

La señorita Louisa Hawkins no había previsto que el cortejo -si era tal- pudiese ser tan extenuante o asemejarse tanto al turismo. A continuación dirigieron la mirada hacia el sur, a la isla de Wright. Desde la Esplanade, Arthur le mostró lo que denominó las colinas azur de la isla Vectian, un giro expresivo que a ella se le antojó muy poético. Vislumbraron desde lejos la Osborne House y él explicó que un aumento en el tráfico marítimo indicaba que la reina estaba en la mansión. Cruzaron en vapor el canal de Solent y rodearon la isla; ella paseó la vista por los Needles, Alum Bay, el castillo de Carisbrooke, el Landslip, el Undercliff, hasta que se vio obligada a pedir una silla de cubierta y una manta.

Una noche en que contemplaban el mar desde el South Parade Pier, él le contó sus proezas en África y en el Ártico, pero las lágrimas que asomaron a los ojos de Louisa cuando él mencionó sus correrías sobre los campos de hielo le aconsejaron no alardear de sus capturas. Descubrió que ella tenía una delicadeza innata que él consideró que era característica de todas las mujeres en cuanto llegabas a conocerlas. Siempre estaba dispuesta a sonreír, pero no soportaba un humor que rayase en la crueldad o que entrañase la superioridad del humorista. Tenía un carácter abierto y generoso, una cabeza con bucles encantadores y una pequeña renta propia.

En sus relaciones anteriores con mujeres, Arthur había interpretado el papel de seductor honorable. Ahora, cuando paseaban por aquel balneario concéntrico, a medida que ella aprendía a tomarle del brazo, que su nombre cambiaba de Louisa a Touie en la boca de Arthur y que subrepticiamente le miraba las caderas cuando ella se volvía, supo que quería algo más que un coqueteo. También pensó que ella le mejoraría como hombre; lo cual era, al fin y al cabo, uno de los principios del matrimonio.

Antes, sin embargo, a la joven candidata tenía que aprobarla la madre, que viajó a Hampshire para la inspección. Louisa le pareció tímida, tratable y de una familia decente, aunque no distinguida. No había en ella vulgaridad o una debilidad moral obvia que pudiese avergonzar a su querido hijo. Ni tampoco parecía haber una vanidad escondida que en un tiempo futuro la empujase a embridar la autoridad de Arthur. La madre, la señora Hawkins, parecía agradable y respetuosa. Al dar su aprobación, la madre de Arthur se permitió incluso reflexionar que quizá hubiese algo en Louisa que le recordaba a ella misma de joven. Y, en definitiva, ¿qué más podía desear una madre?

George

Desde que empezó a estudiar en el Mason College, George ha contraído la costumbre de recorrer los caminos casi todas las noches al volver de Birmingham. No para hacer ejercicio -tuvo todo el tiempo del mundo en Rugeley-, sino para despejar la cabeza antes de reanudar el estudio de sus libros. La mayoría de las veces este recurso falla y se enfrasca en las minucias de las leyes contractuales. Aquel frío atardecer de enero, en que hay una media luna en el cielo y en los arcenes todavía resplandece la escarcha de la noche anterior, George está repasando en murmullos su argumentación para el debate del día siguiente -es un caso sobre harina contaminada en un granero- cuando una figura sale de improviso de detrás de un árbol.

– Vas camino de Walsall, ¿eh?

Es el sargento Upton, con la cara colorada y resoplando.

– ¿Cómo dice?

– Ya has oído lo que he dicho.

Upton está plantado muy cerca y le mira con una fijeza que a George le resulta alarmante. Se pregunta si el sargento estará chiflado, en cuyo caso más vale seguirle la corriente.

– Me ha preguntado si voy camino de Walsall.

– Así que a fin de cuentas tienes un par de puñeteras orejas.

Está resoplando como… como un caballo, un cerdo o algo así.

– Sólo me ha extrañado que lo preguntase, porque este camino no es el de Walsall. Como los dos sabemos.

– Como los dos sabemos. Como los dos sabemos. -Upton da un paso adelante y agarra a George del hombro-. Lo que sabemos los dos es que tú conoces el camino a Walsall y que yo también lo conozco, y que has estado haciendo diabluras en Walsall, ¿verdad?

Ya está clarísimo que el sargento es un chiflado; además, le hace daño. ¿Serviría de algo señalar que no ha estado en Walsall desde hace dos años, cuando fue a comprar regalos de Navidad para Horace y Maud?

– Estuviste en Walsall, cogiste la llave de la escuela, te la llevaste a casa y la pusiste en el escalón de entrada, ¿verdad?

– Me está haciendo daño -dice George.

– Oh, no, qué va. No te hago daño. Esto no te hace daño. Si quieres que el sargento Upton te haga daño, no tienes más que pedirlo.

George se siente como en la época en que miraba fijamente a la pizarra lejana sin tener idea de cuál era la respuesta correcta. Se siente como cuando estaba a punto de ensuciarse encima. Sin saber muy bien por qué, dice:

– Voy a ser abogado.

El sargento afloja la presión, retrocede y se ríe a la cara de George. Después escupe hacia la bota del chico.

– ¿Es lo que piensas? ¿A-bo-ga-do? Qué gran palabra para un pequeño mestizo como tú. ¿Y si el sargento Upton te dice que nunca serás a-bo-ga-do?

George se contiene para no decir que incumbe al Mason College, a los examinadores y al Colegio de Abogados decidir si va a serlo o no. Piensa que debe irse a casa lo antes posible y contárselo a su padre.

– Permíteme una pregunta. -Upton parece haber suavizado el tono y George decide seguirle la corriente un momento más-. ¿Qué son esas cosas que tienes en las manos?

George levanta los antebrazos y extiende los dedos automáticamente dentro de los guantes.

– ¿Esto? -pregunta.

El hombre debe de ser un retardado mental.

– Sí.

– Guantes.

– Pues bien, si eres un payaso espabilado y te propones ser abogado, sabrás que a llevar un par de guantes se le llama ir preparado, ¿no?

Vuelve a escupir y se aleja camino abajo. George rompe a llorar.

Está avergonzado de sí mismo cuando llega a casa. Tiene dieciséis años, no se le permite llorar. Horace no ha llorado desde que tiene ocho. Maud llora mucho, pero es una inválida y además es chica.

El padre de George escucha su relato y anuncia que escribirá al jefe de la policía de Staffordshire. Es deshonroso que un policía ordinario maltrate a su hijo en una vía pública y le acuse de robo. Tienen que expulsar al agente del cuerpo.

– Creo que no está en sus cabales, padre. Me ha escupido dos veces.

– ¿Te ha escupido?

George vuelve a pensarlo. Sigue asustado, pero sabe que no es un motivo para decirle otra cosa que la verdad.

– No puedo asegurarlo, padre. Estaba como a un metro de distancia y ha escupido dos veces muy cerca de mi pie. Es posible que escupiera como hace la gente zafia. Pero al hacerlo parecía muy enfadado conmigo.

– ¿Crees que es una prueba de intención suficiente?

A George le gusta esto. Le están tratando como a un futuro abogado.

– Quizá no, padre.

– Estoy de acuerdo contigo. Bien. No mencionaré los escupitajos.

Tres días después, el reverendo Shapurji Edalji recibe una contestación del honorable capitán George A. Anson, jefe de la policía de Staffordshire. Está fechada el 23 de enero de 1893 y no contiene la esperada disculpa y promesa de una acción. Anson escribe, por el contrario:

¿Será tan amable de preguntarle a su hijo George de quién obtuvo la llave que fue depositada en el umbral de su casa el 12 de diciembre? La llave era robada, pero si se demostrara que todo el asunto fue obra de un tarado ocioso o una broma pesada, yo no consentiría que se emprendiera una investigación policial al respecto. Si, no obstante, las personas implicadas en la sustracción de la llave se niegan a dar explicaciones, me veo obligado a considerar muy seriamente que se trata de un robo. Puedo decir al instante que no fingiré creer las protestas de ignorancia que pueda formular su hijo sobre esta llave. Mi información sobre el caso no procede de la policía.

El vicario sabe que su hijo es un chico decente y honorable. Tiene que vencer los nervios que parece haber heredado de su madre, pero muestra ya dotes muy prometedoras. Ha llegado la hora de empezar a tratarle como a un adulto. Enseña a George la carta y le pide su opinión.

George la lee dos veces y tarda un momento en ordenar sus pensamientos.

– En el camino -empieza a decir despacio-, el sargento Upton me acusó de haber ido a la escuela de Walsall a robar la llave. El jefe de la policía, por otra parte, me acusa de estar en connivencia con alguna otra persona o personas. Una de ellas robó la llave, yo acepté el objeto robado y lo puse en la entrada de casa. Quizá se den cuenta de que no he estado en Walsall desde hace dos años. En todo caso, han cambiado su historia.

– Sí. Bien. ¿Y qué más piensas?

– Creo que los dos deben de estar majaretas.

– George, esa palabra es infantil. Y en todo caso es nuestro deber cristiano compadecer y apreciar al débil mental.

– Lo siento, padre. Entonces lo único que pienso es que… deben de sospechar de mí por alguna razón que no comprendo.

– ¿Y a qué crees que se refiere cuando escribe «Mi información sobre el caso no procede de la policía»?

– A que alguien le ha mandado una carta denunciándome. A no ser… a no ser que no diga la verdad. Quizá esté fingiendo saber cosas que ignora. Quizá sólo sea un farol.

Shapurji sonríe a su hijo.

– George, con esa vista nunca habrías sido un buen detective. Pero con tu cerebro serás un excelente abogado.

Arthur

Arthur y Louisa no se casaron en Southsea. Tampoco se casaron en Minsterworth, Gloucestershire, la parroquia original de la novia. Ni se casaron en la ciudad natal de Arthur.

Cuando Arthur abandonó Edimburgo como un médico recién diplomado, abandonó también a su madre, a su hermano Innes y a sus tres hermanas menores: Connie, Ida y la pequeña Julia. También dejó al otro ocupante del piso, el doctor Bryan Waller, presunto poeta, inquilino incontrovertible y un tipo condenadamente a gusto con el mundo. A pesar de toda la gratitud de Arthur por la ayuda de Waller como tutor, algo le reconcomía aún. Nunca pudo disipar del todo la sospecha de que la ayuda del inquilino no había sido desinteresada, aunque Arthur no lograba detectar la naturaleza exacta de aquel interés.

Cuando se fue, se había imaginado que Waller no tardaría en abrir su propia consulta, buscarse una esposa, labrarse una pequeña reputación local y después apagarse poco a poco en su condición de recuerdo ocasional. Tales expectativas no habrían de cumplirse. Arthur salió al mundo por el bien de su familia desamparada y acabó descubriendo que Waller había asumido esa tarea de protección que no era de su maldita incumbencia. Se había convertido, en una expresión que Arthur evitaba emplear adrede en las cartas a su madre, en un cuco en el nido. Cada vez que Arthur volvía a casa, se figuraba, crédulo, que la historia familiar, suspendida desde su última visita, se reanudaba donde él la había dejado. Pero cada vez se daba cuenta de que esa historia -su predilecta- había continuado sin él. Cayó en la cuenta de que captaba palabras, miradas y alusiones inesperadas, anécdotas en las que él ya no estaba incluido. La vida seguía allí sin su presencia, una vida que al parecer animaba el inquilino.

Bryan Waller no se estableció como médico; tampoco sus pinitos poéticos cristalizaron en una costumbre profesional. Heredó una finca en Ingleton, en el West Riding de Yorkshire, y emprendió una vida ociosa de hacendado inglés. El cuco tenía ya unas diez hectáreas de bosque alrededor de un nido de piedra gris llamado Masongill House. Pues bien, tanto mejor. Sólo que Arthur apenas había asimilado esta buena noticia cuando llegó una carta de su madre informándole de que ella, Ida y Dodo también se marchaban de Edimburgo; y también se iban a Masongill, donde les estaban preparando una casa de campo dentro de la finca. La madre no intentó justificarse; se limitaba a declarar lo que estaba ocurriendo. De hecho, ya había ocurrido. Oh, sí, había una justificación: el alquiler era muy bajo.

Arthur lo consideró un secuestro y una traición al mismo tiempo. No logró en absoluto convencerse de que aquello era una acción caballerosa por parte de Waller. Un auténtico caballero cortesano habría concertado que la madre y las hijas recibieran una misteriosa herencia mientras él partía a un país lejano, en un viaje largo y de preferencia con una misión peligrosa. Un auténtico caballero tampoco habría dejado plantadas a Lottie o a Connie, a la que fuese de las dos. Arthur no tenía pruebas y quizá sólo había sido un devaneo que generó falsas expectativas, pero algo había habido, si determinadas insinuaciones y silencios femeninos significaban lo que él presentía.

Las sospechas de Arthur, ay, no terminaban aquí. Era un joven al que le gustaban las cosas claras y ciertas, pero que estaba en un sitio donde poco estaba claro y algunas certezas eran inaceptables. Que Waller era algo más que un simple huésped era tan evidente como la existencia de la nariz en la cara. A menudo hablaban de él como de un amigo de la familia y hasta como de un miembro de la misma. Pero no Arthur: no quería que le endilgaran de repente un hermano mayor, y mucho menos uno al que su madre sonreía de un modo distinto. Waller era seis años mayor que Arthur y quince años más joven que la madre. Arthur habría puesto la mano en el fuego en defensa de la honra de su madre; de ella había aprendido sus principios, su sentido de la familia y el deber para con ella. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo parecerían las cosas en un juicio. ¿Qué pruebas podrían aportarse y qué presunciones haría un jurado? Consideremos, por ejemplo, lo siguiente: su padre era un dipsómano debilitado al que de vez en cuando recluían en casas de salud; su madre había alumbrado a su última hija cuando Bryan Waller formaba parte ya de la familia, y le había puesto cuatro nombres de pila. Los tres últimos eran Mary, Julia y Josephine; el sobrenombre de la niña era Dodo. Pero su primer nombre era Bryan. Arthur no aceptaba que Bryan fuese un nombre de chica.

Mientras Arthur cortejaba a Louisa, su padre se las ingenió para conseguir alcohol en su encierro, rompió una ventana en su intento de huida y fue trasladado al real manicomio de Montrose. El 6 de agosto de 1885, Arthur y Touie se casaron en la iglesia de St. Oswald, en Thornton-in-Lonsdale, en el condado de Yorkshire. El novio tenía veintiséis años y la novia veintiocho. El padrino de Arthur no fue otro socio del Bowling Club de Southsea, un miembro de la Sociedad Literaria y Científica de Portsmouth o de la logia Fénix número 257. La madre lo había organizado todo y el padrino de Arthur fue Bryan Waller, que al parecer le había suplantado como proveedor de vestidos de terciopelo, gafas doradas y asientos cómodos delante del fuego.

George

Cuando George descorre las cortinas, hay una lechera vacía en medio del césped. Se la enseña a su padre. Se visten e investigan. A la lechera le falta la tapa, y cuando George mira dentro ve un mirlo muerto en el fondo. Entierran al pájaro enseguida detrás del montículo de abono. George accede a que le digan a la madre lo de la lechera, que colocan en el camino, pero no lo que contiene.

Al día siguiente George recibe una postal donde se ve una tumba en Brewood Church y a un hombre con dos esposas. El mensaje dice: «¿Por qué no sigues tu antiguo juego de escribir en las paredes?».

Su padre recibe una carta con la misma letra informe: «Cada día, cada hora, crece mi odio contra George Edalji. Y tu maldita mujer. Y tu horrible niña. ¿Crees, fariseo, que porque eres vicario Dios te absolverá de tus iniquidades?». No le enseña la carta a George.

Padre e hijo reciben una comunicación conjunta:

¡Ja, ja, hurra por Upton! ¡El bueno de Upton!

Bendito Upton. ¡El bueno de Upton! ¡Bendito sea!

¡El querido Upton!

Alzaos, alzaos por Upton,

soldados de la Cruz, levantad alto la enseña real

y resplandezca su luz.

El vicario y su esposa deciden que ellos abrirán en lo sucesivo todo el correo dirigido a la vicaría. Es preciso a toda costa no perturbar los estudios de George. Por consiguiente, no debe ver la carta que empieza: «Juro por Dios que haré daño a una persona. Lo único que me preocupa es la venganza, venganza, la dulce venganza que ansío, y luego seré feliz en el infierno». Tampoco ve la que dice: «Antes de que acabe el año su hijo estará en el cementerio o deshonrado para toda la vida». Sin embargo, le muestran la que comienza diciendo: «Tú, fariseo y falso profeta, acusaste a Elizabeth Foster y la despediste, tú y tu maldita esposa».

Las cartas se vuelven más frecuentes. Están escritas en papel rayado barato y arrancado de un cuaderno; las han echado al correo en Cannock, Walsall, Rugeley, Wolverhampton y hasta la propia Great Wyrley. El vicario no sabe qué hacer con ellas. En vista de la conducta primero de Upton y después del jefe de la policía, no tiene mucho sentido denunciar el hecho a la policía. A medida que las cartas se acumulan, intenta hacer un listado de sus características principales. Son las siguientes: una defensa de Elizabeth Foster; una frenética alabanza del sargento Upton y la policía en general; un odio demente a la familia Edalji, y una manía religiosa, que puede presuponerse o no. El estilo de la letra varía, como se imagina que uno haría para camuflarla.

Shapurji reza para que Dios le ilumine. También reza para pedir paciencia, por su familia y -con un sentido del deber ligeramente reacio- por quien redacta las cartas.

George sale hacia la universidad antes de la primera entrega del correo, pero al volver suele detectar si ha llegado una carta anónima ese día. Su madre muestra una alegría falsa y pasa de un tema de conversación a otro, como si el silencio, igual que la gravedad, pudiese aplastarlos a todos contra el barro y la mugre del suelo. Su padre, menos dotado para el disimulo social, adopta una actitud retraída y ocupa la cabecera de la mesa como convertido en una estatua de granito. La distinta reacción del padre y de la madre crispa los nervios del uno y de la otra; George trata de encontrar un término medio hablando más que su padre pero menos que su madre. Entretanto, los únicos, aunque transitorios, beneficiarios de la campaña de cartas son Horace y Maud, que parlotean descontrolados.

Después de la llave y la lechera, otros objetos aparecen en la vicaría. Un cucharón de peltre en un alféizar; un conejo muerto clavado en la hierba por un bieldo; tres huevos rotos en el escalón de la entrada. Todas las mañanas, George y su padre exploran el terreno antes de permitir que la madre y los dos hijos pequeños salgan fuera. Un día encuentran veinte monedas de penique y de medio penique depositadas a intervalos en el césped; el vicario decide considerarlas un donativo a la Iglesia. También hay pájaros muertos, la mayoría estrangulados; y un día, en un lugar muy visible hay excrementos. Alguna que otra vez, a la luz del alba, George percibe algo que es menos que una presencia, un posible observador; es más una ausencia próxima, la sensación de que alguien acaba de marcharse. Pero nunca capturan a nadie y ni siquiera lo detectan.

Y entonces empiezan las bromas. Un domingo, a la salida de la iglesia, el señor Beckworth, de la granja Hangover, estrecha la mano del vicario y luego le guiña un ojo y murmura: «Veo que emprende un nuevo negocio». Como Shapurji le mira perplejo, el otro le entrega un recorte del Cannock Chase Courier. Es un anuncio dentro de un recuadro festoneado:

Jóvenes solteras

de buenos modales y bien educadas

disponibles para el matrimonio

con caballeros de medios y carácter

Presentaciones: dirigirse al reverendo

S. Edalji, vicaría de Great Wyrley.

Se cobran honorarios.

El vicario visita las oficinas del periódico y le dicen que hay otros tres anuncios de esta guisa encargados. Pero nadie ha visto al anunciante: el encargo llegó por carta, con un giro postal adjunto. El director comercial es comprensivo y naturalmente se ofrece a suspender los anuncios que faltan. Si el culpable intenta protestar o reclamar su dinero, avisarán a la policía, por supuesto. Pero no, no cree que a la redacción le interese la historia. No pretenden ofender al clero, pero un periódico tiene que velar por su reputación, y contar al público que le han engañado podría socavar el crédito de otras crónicas.

Cuando Shapurji vuelve a la vicaría, le está esperando un joven coadjutor pelirrojo de Norfolk que a duras penas contiene su furia cristiana. Arde en deseos de conocer por qué su colega al servicio de Cristo le ha pedido que recorra todo el trayecto hasta Staffordshire por una cuestión de urgencia espiritual que acaso requiera practicar un exorcismo y de la cual la mujer del vicario parece no saber nada. Aquí tiene su carta, aquí está su firma. Shapurji se explica y se disculpa. El coadjutor pide que se le paguen los gastos.

A continuación, la criada para todo es convocada en Wolver-hampton para que identifique el cuerpo de su hermana inexistente, que se supone que yace en una taberna. La vicaría recibe muchas mercancías que tienen que devolver: cincuenta servilletas de lino, doce perales jóvenes, un solomillo de buey, seis cajas de champán, quince galones de pintura negra. Aparecen anuncios en la prensa que ofrecen la vicaría en alquiler a un precio tan bajo que abundan los interesados. Se ofrecen servicios de estabulación; asimismo, estiércol de caballo. Se envían cartas que en nombre de la vicaría contratan a detectives privados.

Al cabo de meses de persecución, Shapurji decide pasar a la ofensiva. Prepara su propio anuncio, en el que esboza los sucesos recientes y describe las cartas anónimas, su letra y su contenido; especifica las fechas y los lugares en que han sido franqueadas. Pide a los periódicos que rechacen los encargos a su nombre, a los lectores que le informen de las sospechas que alberguen y a los culpables que hagan un examen de conciencia.

Dos tardes después aparece en el peldaño de la cocina una sopera rota que contiene un mirlo muerto. Al día siguiente llega un alguacil a embargar bienes para saldar una deuda imaginaria.

Más tarde se presenta un sastre de Stafford a tomar las medidas de Maud para un vestido de boda. Cuando Maud comparece en silencio ante él, el hombre pregunta educadamente si la pequeña va a ser la novia niña de alguna ceremonia hindú. En mitad de esta escena, llegan cinco impermeables de hule para George.

Y una semana después, tres periódicos publican una respuesta al llamamiento del vicario. Viene rodeada de una orla negra y se titula DISCULPA. Dice así:

Los abajo firmantes, residentes en la parroquia de Great Wyrley, por la presente declaramos ser los autores y redactores únicos de determinadas cartas anónimas y vejatorias recibidas por diversas personas durante los últimos doce meses. Lamentamos lo dicho y también las palabras proferidas contra el señor Upton, sargento de policía de Cannock, y contra Elizabeth Foster.

Como se nos pidió, hemos hecho examen de conciencia y pedimos perdón a todos los afectados y asimismo a las autoridades tanto espirituales como judiciales. Firmado, G. E. T. Edalji y Fredk. Brookes.

Arthur

Arthur creía en el examen: del ojo glauco de una ballena moribunda, del contenido de la molleja de un pájaro abatido a balazos, de la relajación facial de un cadáver que nunca llegaría a ser su cuñado. Dicho examen debía realizarse sin prejuicios: era una necesidad práctica para un médico y un imperativo moral para un ser humano.

Le gustaba contar cómo le habían inculcado la importancia de un examen meticuloso en el hospital de Edimburgo. Un cirujano de allí, Joseph Bell, se había prendado de aquel joven corpulento y entusiasta y le había hecho su ayudante con pacientes externos. El cometido de Arthur consistía en reunir a los pacientes, tomar notas preliminares y conducirlos a la consulta de Bell, donde el médico estaba sentado entre sus ayudantes. Bell recibía a cada paciente y por medio de un silencioso pero intenso escrutinio procuraba adivinar todo lo posible acerca de su vida y sus tendencias. Declaraba que este hombre era barnizador de oficio y aquel otro un zapatero zurdo, para asombro de los presentes, y no digamos del propio paciente. Arthur recordaba el diálogo siguiente:

– Bueno, amigo mío, usted sirvió en el ejército.

– Sí, señor.

– ¿Licenciado hace poco?

– Sí, señor.

– ¿Un regimiento de las Highlands?

– Sí, señor.

– ¿Destinado en Barbados?

– Sí, señor.

Era una artimaña, pero auténtica; misteriosa al principio, sencilla una vez explicada.

– Verán, señores, el hombre era respetuoso pero no se ha quitado el sombrero. No lo hacen en el ejército, pero habría aprendido las costumbres de un civil si se hubiera licenciado hace mucho. Tiene un aire de autoridad y es obviamente escocés. En cuanto a Barbados, padece elefantiasis, que es una enfermedad de las Antillas, no británica.

Arthur había sido educado, en los años en que era más dúctil, en la escuela del materialismo médico. Habían eliminado cualquier residuo de religión formal, pero en el terreno metafísico conservaba su respeto. Admitía la posibilidad de una causa inteligente principal, aunque era incapaz de identificarla o de entender por qué sus designios habían de cumplirse por medios tan indirectos y a menudo terribles. Por lo que respectaba a la mente y al alma, Arthur aceptaba la explicación científica de su tiempo. La mente era una emanación del cerebro, al igual que la bilis era una secreción del hígado: algo de una índole puramente física. El alma, por el contrario, en la medida en que cabía admitir tal término, era el producto total de todos los mecanismos hereditarios y personales de la mente. Pero también reconocía que el conocimiento nunca se detenía, y que las certezas de hoy podían convertirse en las supersticiones de mañana. Por lo tanto, nunca cesaba el deber intelectual de seguir examinando.

En la Sociedad Literaria y Científica de Portsmouth, que se reunía cada dos martes, Arthur encontró a las mentes más especulativas de la ciudad. Como se hablaba mucho de telepatía, una tarde se sentó en una habitación con cortinas y sin espejos con un arquitecto local, Stanley Ball. Se colocaron uno de espaldas al otro y a una distancia de varios metros; Arthur, con un bloc de dibujo en la rodilla, bosquejó una figura e intentó transmitir la imagen a Ball por medio de una intensa concentración mental. El arquitecto dibujó después todas las formas que su mente parecía proponer. Acto seguido invirtieron el procedimiento, con el arquitecto como remitente de figuras y el médico como destinatario. Los resultados, para su sorpresa, revelaron una coincidencia notablemente mayor que la aleatoria. Repitieron el experimento suficientes veces como para llegar a una conclusión científica: a saber, que si se daba una sintonía natural entre el emisor y el receptor, la transmisión del pensamiento podía en efecto realizarse.

¿Qué significaba aquello? Si el pensamiento podía transmitirse a través de la distancia sin medio alguno evidente de transporte, el puro materialismo de los profesores de Arthur era, como mínimo, demasiado rígido. La coincidencia de figuras dibujadas que había conseguido con Stanley Ball no permitía el retorno de ángeles con espadas relucientes. Pero suscitaba un interrogante, y bien terco, por cierto.

Muchos otros estaban empujando los muros blindados de un universo materialista. El mesmerista profesor De Meyer, que era famoso -según los periódicos de Portsmouth- en todo el continente europeo, llegó a la ciudad y convenció a varios jóvenes saludables de que hicieran todo lo que él les mandaba. Algunos se quedaron boquiabiertos y no podían cerrar la boca a pesar de las risas de los espectadores; otros cayeron de rodillas y no lograron levantarse sin el permiso del profesor. Arthur se puso en la fila de candidatos en el escenario, pero la técnica de Meyer no pudo hipnotizarlo ni le impresionó. Aquello tenía más de vodevil que de demostración científica.

Él y Touie empezaron a asistir a sesiones de espiritismo. Stanley Ball las frecuentaba; también el general Drayson, el astrónomo de Southsea. Hallaron las instrucciones para dirigir una sesión en Light, el semanario de parapsicología. Las sesiones empezaban con una lectura del primer capítulo de Ezequiel: «Iban dondequiera que hubiera de ir el espíritu, allí donde el espíritu iba». La visión del profeta -el torbellino y la nube grande y el resplandor y el fuego y los cuatro querubines, cada uno con sus cuatro caras y sus cuatro alas- preparaba a los presentes para ser receptivos. A esto le seguía la vela titilante, las penumbras opacas como fieltro, la concentración mental, el vaciado del yo y la espera colectiva. Una vez, un espíritu que respondía al nombre del tío abuelo de Arthur apareció detrás de él; en otra ocasión, un hombre negro con una espada. Al cabo de unos meses, luces de espíritus se hicieron a veces visibles, incluso para Arthur.

No sabía con certeza qué peso probatorio había que otorgar a aquellos círculos de actuación conjunta. Más convincente consideró a un viejo médium al que conoció en casa del general Drayson. Al cabo de diversos preparativos de una índole un tanto dramática, el anciano entró en un trance de respiración dificultosa y empezó a impartir consejos y comunicaciones de espíritus a su pequeño y callado auditorio. Arthur había ido armado de un absoluto escepticismo, hasta que los ojos velados le enfocaron y una voz feble y lejana pronunció estas palabras:

– No leas el libro de Leigh Hunt.

Fue algo más que asombroso. Arthur llevaba unos días preguntándose si leer o no Dramaturgos cómicos de la Restauración, de Hunt. No había hablado del asunto con nadie; y no era de esos dilemas que pudiera consultar con Touie. Pero que le dieran una respuesta tan precisa a una pregunta no formulada… No podía ser un truco de magia; sólo podía haber ocurrido gracias a la capacidad de la mente de un hombre de acceder a la de otro de una manera aún inexplicable.

Arthur quedó tan persuadido por la experiencia que la describió en Light. El episodio era una prueba más de que la telepatía funcionaba; nada más, de momento. Era todo lo que había visto hasta entonces: ¿qué era lo mínimo, no lo máximo, que cabía deducir? Aunque si se seguían acumulando los datos fidedignos, quizá hubiese que considerar más que lo mínimo. ¿Y si todas las certezas anteriores se volvían menos ciertas? ¿Y, en realidad, qué resultaría ser lo máximo?

Touie veía el interés de su marido por la telepatía y el mundo del espiritismo con la misma atención comprensiva y vigilante con que observaba el entusiasmo de Arthur por el deporte. Las leyes de los fenómenos paranormales le parecían tan arcanas como las del criquet, pero presentía que en ambos casos era deseable un resultado seguro, y afablemente suponía que él le informaría cuando lo hubiesen obtenido. Además, estaba muy absorta en su hija, Mary Louise, cuya existencia se había producido gracias a la aplicación de las leyes menos arcanas y menos telepáticas que conocía la humanidad.

George

La «disculpa» de George en el periódico brinda al vicario una nueva vía de investigación. Visita a William Brookes, el ferretero del pueblo, padre de Frederick Brookes, el supuesto cofirmante de George. El ferretero, un hombre bajo y rechoncho, que lleva un delantal verde, conduce a Shapurji a un almacén donde cuelgan fregonas, cubos y bañeras de cinc. Se quita el delantal, abre un cajón y le entrega la media docena de cartas de denuncia que su familia ha recibido. Están escritas en el consabido papel rayado, arrancado de un cuaderno, aunque la letra varía aún más.

La carta de encima es un garabato infantil e inseguro: «Como no te apartes del negro te asesinaré a ti y a la señora Brookes conozco vuestros nombres y diré que vosotros lo escribisteis». Otros exhiben una escritura que, incluso desfigurada, parece más enérgica. «Tu hijo y el de Wynn han escupido a la cara de una vieja en la estación de Walsall.» El redactor pide que como recompensa se le envíe dinero a la estafeta de Walsall. Una carta posterior, prendida con un alfiler a esta otra, amenaza con denunciarlos si no cumplen la exigencia.

– Supongo que no mandaría el dinero.

– Por supuesto que no.

– Pero ¿enseñó las cartas a la policía?

– ¿A la policía? No vale mi tiempo ni el suyo. Sólo son niños, ¿no? Y como dice la Biblia, palos y piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me harán daño.

El vicario no corrige la fuente de Brookes. Además, intuye en su actitud cierta pereza.

– Pero ¿no ha hecho más que guardar las cartas en un cajón?

– He preguntado por ahí. Le pregunté a Fred qué sabía.

– ¿Quién es ese Wynn?

Al parecer, Wynn es un pañero que vive varios pueblos más allá, en Bloxwich. Tiene un hijo que va a la escuela de Walsall con el chico de Brookes. Se encuentran en el tren todas las mañanas y suelen regresar juntos. Hace algún tiempo -el ferretero no especifica cuánto-, acusaron al hijo de Wynn y al joven Fred de romper la ventanilla de un vagón. Ambos juraron que había sido un chico llamado Speck, y al final los responsables del ferrocarril decidieron no presentar cargos. Quizá este hecho tuviese algo que ver. Quizá no.

El vicario no entiende la desidia de Brookes en este asunto. No, Wynn padre no ha recibido ninguna carta. No, Wynn hijo y el hijo de Brookes no son amigos de George. Esto último no es ninguna sorpresa.

Shapurji refiere este diálogo a George antes de la cena y se declara animado.

– ¿Por qué está animado, padre?

– Cuanta más gente haya afectada, más probable es que descubran al granuja. Cuanta más gente persiga, más probable es que cometa un error. ¿Conoces a ese chico, el tal Speck?

– ¿Speck? No -dice George, moviendo la cabeza.

– Y también me alienta en un sentido que persigan a la familia Brookes. Eso demuestra que no se trata de un mero prejuicio racial.

– ¿Eso es bueno, padre? ¿Que te odien por más de un motivo?

Shapurji sonríe para sus adentros. Siempre le deleitan estos fogonazos de inteligencia en un chico que con frecuencia está muy ensimismado.

– Te repito que serás un excelente abogado, George.

Pero en el momento en que pronuncia estas palabras se acuerda de una frase de una de las cartas que no ha enseñado a su hijo. «Antes de que acabe el año su hijo estará en el cementerio o deshonrado para toda la vida.»

– George -dice-. Hay una fecha que quiero recordarte. El 6 de julio de 1892. Hace dos años justos. Fue el día en que Dadabhoy Naoroji fue elegido diputado por el distrito Finsbury Central de Londres.

– Sí, padre.

– Naoroji fue durante muchos años profesor de gujarati en la Universidad de Londres. Me carteé con él durante una breve temporada y me enorgullece decir que tuvo palabras de elogio para mi Gramática de la lengua gujarati.

– Sí, padre.

George ha visto más de una vez sacar a colación la carta del profesor.

– Su elección fue el honroso desenlace de una época sumamente deshonrosa. El primer ministro, lord Salisbury, dijo que los negros no debían ser elegidos para el Parlamento, y que no lo serían. Hasta la reina le reprendió por decir esto. Y sólo cuatro años después, los votantes de Finsbury Central decidieron que estaban de acuerdo con la reina y no con lord Salisbury.

– Pero yo no soy un parsi, padre.

A la cabeza de George retornan las palabras: el centro de Inglaterra, el corazón palpitante del Imperio Británico, la fluida línea de sangre de la Iglesia anglicana. El es inglés, es estudiante de Derecho en Inglaterra y un día, Dios mediante, se casará de acuerdo con los ritos y ceremonias de la Iglesia de Inglaterra. Es lo que sus padres le han enseñado desde el principio.

– Eso es bien cierto, George. Eres inglés. Pero puede que otros no estén totalmente de acuerdo. Y donde vivimos…

– El centro de Inglaterra -responde George, como en el catecismo de dormitorio.

– El centro de Inglaterra, sí, donde nos encontramos y donde he ejercido durante casi veinte años, el centro de Inglaterra…, a pesar de que todas las criaturas son iguales ante Dios, es todavía un poco primitivo, George. Y además tropezarás con gente primitiva donde menos lo esperes. Existe en capas de la sociedad de las que cabría esperar algo mejor. Pero si Naoroji ha llegado a ser profesor universitario y diputado, entonces tú, George, puedes llegar y llegarás a ser abogado y miembro respetable de la sociedad. Y si ocurren injusticias, incluso si ocurren maldades, tendrás que acordarte de la fecha del 6 de julio de 1892.

George reflexiona un rato y repite, en voz baja pero firme:

– Pero yo no soy un parsi, padre. Es lo que usted y madre me enseñaron.

– Recuerda la fecha, George, recuerda la fecha. Arthur

Arthur

Arthur empezó a escribir de un modo más profesional. A medida que adquiría nervio literario, sus relatos se transformaban en novelas, las mejores situadas, casi de una forma natural, en el heroico siglo XIV. Después de cenar leía en voz alta a Touie cada página acabada, y el texto completo se lo enviaba a su madre para que lo comentara. Arthur contrató también a un secretario y amanuense: Alfred Wood, un maestro de la escuela de Portsmouth, un individuo discreto y eficiente con el aspecto honrado de un farmacéutico, y además un deportista completo, con un brazo muy decente para el criquet.

Pero la medicina seguía siendo el oficio con que Arthur se ganaba el sustento. Y para prosperar en su profesión sabía que había llegado la hora de especializarse. En todos los aspectos de la vida, siempre se había preciado de mirar con detenimiento, así que no le hizo falta la voz de un espíritu ni una mesa brincando en el aire para deletrear la especialidad que elegía: oftalmólogo. Y como no le gustaba andarse con evasivas y rodeos, supo al instante el mejor lugar para formarse.

– ¿Viena? -repitió Touie, extrañada, porque nunca había salido de Inglaterra. Era noviembre, se acercaba el invierno; la pequeña Mary empezaba a andar, siempre que la sujetasen de la faja-. ¿Cuándo nos vamos?

– Inmediatamente -dijo Arthur.

Y Touie -la bendita- se limitó a recoger sus labores de costura y murmuró:

– Entonces tengo que apurarme.

Lo vendieron todo, dejaron a Mary con su abuela Hawkins y viajaron a Viena para una estancia de seis meses. Arthur se matriculó en un curso de oftalmología en el Krankenhaus, pero enseguida comprendió que el alemán aprendido paseando en compañía de dos colegiales austríacos cuya fraseología no era muchas veces muy selecta no preparaba plenamente a un alumno para una instrucción rápida sembrada de vocablos técnicos. Aun así, el invierno austriaco ofrecía el patinaje sobre hielo y la ciudad, pasteles excelentes; Arthur incluso completó una novela breve, Las actividades de Raffles Haw, que sufragó todos los gastos del matrimonio en Viena. Sin embargo, al cabo de un par de meses admitió que habría sido mejor cursar la especialidad en Londres. Touie reaccionó al cambio de planes con su habitual ecuanimidad y rapidez. Volvieron vía París, donde Arthur se las arregló para inscribirse en un curso de varios días con Landolt.

Pudiendo así afirmar que había estudiado en dos países, alquiló un alojamiento en Devonshire Place, fue elegido miembro de la Sociedad Oftalmológica y abrió una consulta. También confiaba en que le pasaran trabajo sus colegas de renombre, que con frecuencia estaban demasiado ocupados para calcular las refracciones. Algunos las consideraban un trabajo pesado, pero Arthur se sentía competente en este campo y contaba con que le llegaran gran número de encargos.

Devonshire Place constaba de una sala de espera y otra de consulta. Pero al cabo de unas semanas Arthur empezó a bromear diciendo que las dos eran salas de espera y que él era el único que aguardaba en ellas. Como aborrecía la ociosidad, se sentaba a escribir en el escritorio. Ya estaba muy ejercitado en el juego literario y concentró la mente en uno de los aspectos más espinosos: la narrativa en revistas. A Arthur le encantaban los problemas, y el problema consistía en que las revistas publicaban dos tipos de historias: o extensas entregas que atrapaban al lector semana tras semana y mes tras mes, o narraciones únicas e independientes. Lo malo de estas últimas era que a menudo te quedabas con hambre. Lo malo de las entregas era que si te perdías una perdías la trama. Arthur aplicó su cerebro práctico al problema y planeó combinar las virtudes de las dos modalidades: una serie de relatos, cada una completa, pero llena de personajes permanentes que reactivaran la simpatía o la desaprobación del lector.

Necesitaba, en consecuencia, un protagonista de quien se pudiese esperar que tuviese aventuras asiduas y variadas. Estaba claro que la mayoría de las profesiones no servían. Al darle vueltas al asunto en Devonshire Place, empezó a preguntarse si no habría ya inventado al candidato idóneo. En un par de sus novelas de menos éxito aparecía un detective asesor estrechamente basado en Joseph Bell, el médico del hospital de Edimburgo: una observación intensa, seguida de una deducción rigurosa, era la clave de un diagnóstico tanto criminal como médico. El nombre original de aquel detective era Sheridan Hope. Pero no le satisfacía, y primero lo había cambiado por Sherringford Holmes y luego -lo cual, visto después, parecía inevitable- por Sherlock Holmes.

George

Las cartas y patrañas continúan; la súplica de Shapurji al malhechor de que examine su conciencia parece haber obrado como una provocación más. Los periódicos anuncian que la vicaría es ahora una pensión que ofrece precios irrisorios; que es un matadero; que envía muestras gratuitas de corsetería a quienes las soliciten. Parece ser que George se ha establecido como oculista; también ofrece asesoramiento jurídico gratuito y está cualificado para despachar billetes y hospedaje a viajeros con rumbo a la India y al Lejano Oriente. Les envían carbón suficiente para abastecer a un acorazado; llegan enciclopedias, junto con gansos vivos.

Es imposible seguir en este estado de nervios, y al cabo de un tiempo la familia casi convierte este acoso en una rutina. Con las primeras luces exploran los terrenos de la vicaría; las mercancías se rechazan en la cancela o se devuelven; se dan explicaciones sobre servicios esotéricos a clientes decepcionados. Hasta Charlotte se vuelve hábil en aplacar a clérigos convocados desde condados lejanos por urgentes peticiones de ayuda.

George ha abandonado el Mason College y trabaja de pasante en un bufete de Birmingham. Todas las mañanas, cuando sube al tren, se siente culpable por abandonar a su familia, pero las noches no deparan un alivio, sino que son sólo otra forma de inquietud. Además, su padre ha optado por reaccionar a la crisis de un modo que a George le parece singular: le da breves disertaciones sobre que los británicos siempre han favorecido mucho a los parsis. George aprende así que el primerísimo viajero indio a Gran Bretaña fue un parsi, al igual que el primer indio que estudió en Oxford y, más tarde, la primera estudiante; parsi fue el primer indio recibido en la corte, así como, más adelante, la primera mujer india. El primer indio funcionario de la administración india fue un parsi. Shapurji le habla a George de médicos y abogados formados en el país; de la caridad parsi durante la hambruna irlandesa y más adelante para con el sufrimiento de los obreros de Lancashire. Hasta le habla del primer equipo indio de criquet que realizó una gira por Inglaterra: todos ellos eran parsis. Pero a George no le interesa nada el criquet y juzga la estratagema de su padre más desesperada que eficaz. Cuando instan a la familia a brindar por la elección de un segundo diputado parsi en el Parlamento, Muncherji Bhownagree, por el distrito electoral del noreste de Bethnal Green, George siente crecer en su interior un vergonzoso sarcasmo. ¿Por qué no escribir al nuevo diputado para proponerle que contribuya a impedir la llegada de carbón, enciclopedias y gansos vivos?

A Shapurji le preocupan más las cartas que las mercancías. Cada vez parece más obvio que son obra de un maniático religioso. Las firman Dios, Belcebú, el diablo; el redactor asegura que sufre condena eterna en el infierno o que desea sinceramente ese destino. Cuando esta manía empieza a mostrar una intención violenta, el vicario teme por su familia. «Juro por Dios que asesinaré pronto a George Edalji.» «Que el Señor me envíe una muerte fulminante si no se producen caos y derramamiento de sangre.» «Bajaré al infierno escupiendo maldiciones contra todos vosotros y os recibiré allí en el tiempo de Dios.» «Se está terminando vuestro tiempo en esta tierra y soy el instrumento elegido por Dios para la tarea.»

Al cabo de más de dos años de persecución, Shapurji decide recurrir de nuevo al jefe de la policía. Le escribe una relación de los hechos, adjunta muestras de la correspondencia, señala con respeto que se está expresando ya un claro propósito de asesinato y solicita que la policía proteja a una familia inocente así amenazada. La respuesta del capitán Anson hace caso omiso de esta petición. Escribe, por el contrario:

No digo que conozca el nombre del culpable, aunque tengo mis particulares sospechas. Prefiero reservármelas hasta que pueda demostrarlas, y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente; aunque la persona que escribe las cartas ha extremado el cuidado, según parece, para evitar, en la medida de lo posible, cualquier cosa que constituya un delito grave, se ha propasado en dos o tres ocasiones hasta el punto de hacerse acreedor al más serio castigo. No tengo la menor duda de que el culpable será descubierto.

Shapurji entrega la carta a su hijo y le pide su opinión.

– Por un lado -dice George-, el jefe de la policía sostiene que el bromista está utilizando con destreza su conocimiento de la ley para evitar cometer un delito real. Por otro lado, parece pensar que ya se han cometido claras infracciones dignas de penas de cárcel. En cuyo caso, el culpable no es, al fin y al cabo, un individuo inteligente. -Hace una pausa y mira a su padre-. Se refiere a mí, por supuesto. Cree que cogí la llave y ahora cree que yo escribí las cartas. Sabe que estoy estudiando Derecho; la referencia es clara. Para ser sincero, creo, padre, que el jefe de la policía podría ser una amenaza más seria para mí que el bromista.

Shapurji no está tan seguro. Uno amenaza con una pena de cárcel y el otro amenaza con la muerte. Le resulta difícil expulsar de sus pensamientos la amargura contra el jefe de la policía. Sigue sin enseñar a George las cartas más mezquinas. ¿En verdad creerá Anson que las escribió George? De ser así, le gustaría que le dijeran en qué radica el delito si uno escribe una carta anónima a sí mismo amenazando con asesinarse. Se preocupa noche y día por su primogénito. Duerme mal y muchas veces se levanta de la cama para comprobar de modo urgente e innecesario que la puerta está cerrada con llave.

En diciembre de 1895, un periódico de Blackpool publica un anuncio que ofrece todo el contenido de la vicaría para su venta en subasta pública. No habrá un precio de salida para ningún artículo porque el vicario y su esposa están ansiosos de deshacerse de todo antes de su partida inminente a Bombay.

Blackpool está, como mínimo, a ciento cincuenta kilómetros en línea recta. Shapurji tiene una visión de que el hostigamiento se amplía a todo el país. Blackpool podría ser sólo el comienzo: a continuación vendrán Edimburgo, Newcastle, Londres. Seguidos por París, Moscú, Tombuctú, ¿por qué no?

Y entonces, tan de repente como empezó, el acoso cesa. No hay más cartas ni mercancías indeseadas ni anuncios mendaces ni hermanos en Cristo enfurecidos en el umbral. Durante un día, luego una semana, después un mes, después dos. Cesa. Ha cesado.

II Comienzo con un final

George

El mes en que cesan las persecuciones se cumple el vigésimo aniversario del nombramiento de Shapurji Edalji como vicario de Great Wyrley; le sigue la vigésima -no, la vigésima primera- Navidad celebrada en la vicaría. A Maud le regalan un marcador de libros de tela de tapicería, a Horace su propio ejemplar de la obra de su padre Lecciones sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas, a George un grabado sepia de La luz del mundo, de Holman Hunt, con la sugerencia de que podría colgarla en la pared de su despacho. George da las gracias a sus padres, pero se imagina bien lo que pensarían los socios titulares del bufete: que un pasante con sólo dos años de antigüedad, a quien le encomiendan poco más que pasar textos a limpio, apenas tiene derecho a tomar decisiones sobre el mobiliario; además, que los clientes acuden a un abogado en busca de un tipo de consejo específico, y que quizá les distraiga el otro género de anuncio que hace Hunt.

A medida que transcurren los primeros meses del nuevo año, descorren las cortinas todas las mañanas con la creciente certeza de que sobre el césped sólo habrá el rocío reluciente de Dios; y la llegada del cartero ya no causa alarma. El vicario empieza a repetir que los han sometido a una prueba de fuego y que la fe que tienen en Dios los ha ayudado a sobrellevarla. A Maud, frágil y piadosa, la han mantenido en la mayor ignorancia posible; Horace, a sus dieciséis años, un chico robusto y franco, sabe algo más y le confesará en privado a George que, a su entender, el antiguo método del ojo por ojo es un sistema de justicia inmejorable, y que si alguna vez pilla a alguien lanzando mirlos muertos por encima de la tapia, él mismo le retorcerá el pescuezo.

George no tiene despacho propio en Sangster, Vickery y Speight, como creen sus padres. Tiene un taburete y una mesa alta en un rincón sin alfombrar donde el ingreso de los rayos de sol depende de la buena voluntad de un tragaluz alejado. Todavía no posee una leontina, y mucho menos una colección de libros de leyes. Pero tiene un sombrero correcto, un bombín de tres chelines y seis peniques comprado en Fenton, en Grange Street. Y aunque su cama sigue estando a sólo tres metros de la de su padre, siente que le bullen dentro los albores de una vida independiente. Incluso ha conocido a otros dos pasantes de bufetes vecinos. Greenway y Stentson, que son un poco mayores, le llevaron a la hora del almuerzo a una taberna donde simuló brevemente que le gustaba la horrible cerveza amarga que le dieron.

Durante el curso en el Mason College, prestó poca atención a la gran ciudad donde se encontraba. La sentía sólo como una barricada de ruido y bullicio que se interponía entre la estación de tren y sus libros; en verdad, le asustaba. Pero ya empieza a sentirse más a gusto allí, Birmingham le inspira más curiosidad. Si su vigor y energía no le aplastan, quizá algún día llegue a formar parte de la ciudad.

Comienza a leer cosas sobre ella. Al principio le parecen bastante pesados los textos sobre cuchilleros, herreros y manufactura del metal; acto seguido vienen la guerra civil y la peste, la máquina de vapor y la sociedad lunar, los disturbios de la Iglesia y el rey, los levantamientos de los partidarios de la Carta. Pero más adelante, hará poco más de un decenio, Birmingham empieza a cobrar una moderna vida municipal y de repente George piensa que está leyendo sobre cosas reales e importantes. Le atormenta percatarse de que podría haber presenciado uno de los momentos magnos de la ciudad: el día de 1887 en que Su Majestad puso la piedra fundacional de los tribunales de justicia Victoria. Y después consolidó la urbe una gran oleada de edificios e instituciones nuevos: el hospital general, la Cámara de Arbitraje, el mercado de la carne. En la actualidad están recaudando dinero para crear una universidad; existe el proyecto de construir un nuevo salón comunal de debate y se habla en serio de que Birmingham podría ser la sede de un obispado independiente del de Worcester.

El día de la visita de la reina Victoria, medio millón de personas acudió a recibirla, y a pesar de esta vasta muchedumbre no hubo disturbios ni heridos. George está impresionado, pero a la vez no se sorprende. La opinión general es que las ciudades son violentas, lugares multitudinarios, y el campo, en cambio, tranquilo y apacible. Su propia experiencia le dice lo contrario: el campo es turbulento y primitivo y la ciudad es donde la vida se torna ordenada y moderna. Por descontado, en Birmingham hay delitos, vicios y discordias -si no, los abogados se ganarían peor el sustento-, pero George considera que la conducta humana es allí más racional y más obediente de la ley: más civilizada.

A George le parece que hay algo serio y consolador en su traslado diario a la ciudad. Hay un trayecto, hay un destino: es como le han enseñado a entender la vida. En casa, el destino es el reino de los cielos; en el bufete, el destino es la justicia, es decir, un desenlace favorable para tu cliente, pero en ambos viajes abundan las bifurcaciones y las celadas tendidas por los adversarios. El ferrocarril sugiere cómo tiene que ser, cómo podría ser: un recorrido sin percances hasta una terminal sobre raíles espaciados a distancias regulares y con arreglo a un horario convenido, y pasajeros divididos entre vagones de primera, segunda y tercera clase.

Por eso quizá George se enfurece en silencio cuando alguien pretende perjudicar al ferrocarril. Hay jóvenes -hombres, tal vez- que cortan con cuchillos y navajas las correas de cuero de las ventanillas, que insensatamente destrozan los cuadros encima de los asientos, que zascandilean en puentes peatonales y tratan de lanzar ladrillos dentro de la chimenea de la locomotora. A George le resulta incomprensible todo esto. Puede parecer un juego inofensivo colocar un penique encima del raíl para que las ruedas de un expreso lo aplasten y le dupliquen el diámetro, pero para él es una pendiente resbaladiza que conduce a un descarrilamiento.

El código penal contempla naturalmente estas acciones. George está cada vez más preocupado por la relación civil entre los pasajeros y la compañía ferroviaria. Un viajero compra un billete y a partir de ese momento existe un contrato. Pero pregúntale a ese pasajero qué tipo de contrato ha suscrito, qué obligaciones tienen ambas partes, qué derecho a reclamaciones podría alegar contra la compañía ferroviaria en caso de retraso, avería o accidente, y no recibirás respuesta. Puede que no sea culpa del pasajero: el billete hace referencia a un contrato, pero sus cláusulas detalladas sólo están expuestas en determinadas estaciones de líneas principales y en las oficinas de la compañía ferroviaria, ¿y qué viajero atareado tiene tiempo de desviarse para examinarlas? Aun así, a George le maravilla que los británicos, que dieron los ferrocarriles al mundo, los traten más como meros medios de cómodo transporte eficaz que como una intrincada red de múltiples derechos y responsabilidades.

Decide nombrar a Horace y a Maud los típicos viajeros del ómnibus Clapham; o, más bien, en el caso presente, los típicos pasajeros del tren de Walsall, Cannock y Rugeley. Le dejan utilizar la escuela como sala de juicio. Sienta a su hermano y a su hermana ante unos pupitres y les expone un caso que se ha producido hace poco en las actas de procesos extranjeros.

– Érase una vez -empieza, deambulando de un lado para otro, como si fuera necesario para el cuento-, un francés muy gordo que se llamaba Payelle y que pesaba ciento cincuenta y ocho kilos.

Horace se echa a reír. George frunce el ceño y se agarra las solapas como un abogado.

– Nada de risas en un juicio -insiste y continúa-. Monsieur Payelle compró un billete de tercera clase en un tren francés.

– ¿Adonde iba? -pregunta Maud.

– Eso no importa.

– ¿Por qué era tan gordo? -pregunta Horace.

Este jurado ad hoc parece creer que puede hacer preguntas cuando le apetece.

– No lo sé. Debía de ser incluso más glotón que tú. De hecho era tan glotón que cuando llegó el tren descubrió que no pasaba por la puerta de un vagón de tercera. -A Horace esta idea le produce una risita subrepticia-. Entonces intentó pasar por la puerta de uno de segunda, pero también estaba demasiado gordo. A continuación probó con un vagón de primera…

– ¡Y también estaba demasiado gordo! -grita Horace, como si fuese la conclusión de un chiste.

– No, miembros del jurado, descubrió que aquella puerta era lo bastante ancha. Así que se sentó y el tren arrancó… hacia donde fuera. Un rato después llegó el revisor, examinó el billete y reclamó la diferencia entre el precio de un vagón de tercera y el de uno de primera. Monsieur Payelle se negó a pagar. La compañía ferroviaria le demandó. ¿Veis el problema?

– El problema es que estaba gordísimo -dice Horace, y suelta otra risita.

– Al pobre no le llegaba el dinero para pagar -dice Maud.

– No, ése no era el problema. Tenía dinero para pagar, pero se negaba. Os explico. El abogado de Payelle arguyó que había cumplido los requisitos jurídicos comprando un billete, y que era culpa de la compañía si las puertas del tren, excepto las de los vagones de primera, eran demasiado estrechas para que él pasara. La compañía ferroviaria alegó que si estaba tan gordo que no entraba en una clase de compartimento, tenía que comprar un billete para la clase en la que sí entraba. ¿Qué os parece?

Horace es muy firme.

– Si entra en un vagón de primera tiene que pagar lo que cuesta. Es razonable. No debería haber comido tantos pasteles. No es culpa de la compañía que esté demasiado gordo.

Maud tiende a tomar partido por el desamparado y decide que un francés obeso pertenece a esta categoría.

– No es culpa suya estar gordo -comienza-. Puede que sea una enfermedad. O que haya perdido a su madre y esté tan triste que coma demasiado. O… cualquier cosa. No es lo mismo que si hiciera levantarse a otro pasajero y le obligara a marcharse a un vagón de tercera.

– Al tribunal no le dijeron los motivos de su gordura.

– Entonces la ley es un asno -dice Horace, que ha aprendido la expresión hace poco.

– ¿Lo ha hecho alguna otra vez? -pregunta Maud.

– Una excelente pregunta -dice George, asintiendo como un juez-. Alude a la intención. O bien sabía por experiencia previa que era demasiado gordo para entrar en un vagón de tercera y compró un billete a pesar de saberlo, o lo compró creyendo sinceramente que podría pasar por la puerta.

– ¿Cuál de las dos? -pregunta Horace, impaciente.

– No lo sé. El acta no lo dice.

– Entonces, ¿cuál es la respuesta?

– Pues la respuesta aquí es un jurado dividido; uno en cada bando. Tendréis que dirimirlo entre vosotros.

– Yo no voy a dirimir con Maud -dice Horace-. Es una chica. ¿Cuál es la respuesta correcta?

– Oh, el tribunal correccional de Lille falló a favor de la compañía ferroviaria. Payelle tuvo que abonar la diferencia de precio.

– ¡He ganado! -grita Horace-. Maud estaba equivocada.

– Nadie se ha equivocado -contesta George-. Cualquiera de las partes podría haber ganado el caso. Para empezar, por eso los pleitos van a los tribunales.

– Pero yo he ganado -dice Horace.

George está complacido. Ha despertado el interés de su jurado juvenil, y en tardes de sábado sucesivas les expone nuevos casos y problemas. ¿Tienen derecho los pasajeros de un vagón a mantener cerrada la puerta para impedir que entren los que aguardan en el andén? ¿Hay alguna diferencia jurídica entre encontrar un monedero en el asiento y encontrar una moneda suelta debajo del almohadón? ¿Qué debería ocurrir si el último tren que coges para volver a casa no se detiene en la estación y no te queda más remedio que caminar bajo la lluvia los ocho kilómetros de regreso?

Cuando nota que la atención de los jurados disminuye, George les divierte con hechos interesantes y casos extraños. Les habla, por ejemplo, de los perros en Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero. Cita el caso de un cazador que llevaba en un tren a su perro de caza y presentó una demanda cuando expulsaron al animal del asiento contiguo para que lo ocupara un ser humano. La justicia -para júbilo de Horace y decepción de Maud- falló a favor del demandante, sentencia que significaba que en lo sucesivo, si cinco hombres y sus cinco perros ocupaban en Bélgica un compartimento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno.

A Horace y a Maud les sorprende George. En el aula está investido de una autoridad nueva, pero también de una especie de ligereza, como si estuviese a punto de contar un chiste, algo que hasta ahora, que ellos sepan, nunca ha hecho. A George, a su vez, le sirven como jurado. Horace llega enseguida a posiciones rotundas -por lo general en favor de la compañía ferroviaria- de las que no se mueve un ápice. Maud tarda más en formarse una opinión, hace las preguntas más pertinentes y simpatiza con cualquier contratiempo que pueda acontecerle a un pasajero. Aunque sus hermanos apenas son una muestra representativa del público viajero, George piensa que son típicos en su ignorancia casi absoluta de sus derechos.

Arthur

Había actualizado el mundo detectivesco. Se había desembarazado de los representantes de la vieja escuela, aquellos mortales ordinarios que cosechaban aplausos por descifrar pruebas palpables colocadas justo delante de su camino. Arthur los había suplantado por una figura fría y calculadora que veía una pista de un asesinato en una madeja de estambre y una determinada prueba en un platillo de leche.

Holmes proporcionó a Arthur una súbita fama y dinero: esto último no se lo hubiese dado la capitanía del equipo de Inglaterra. Compró en South Norwood una casa de tamaño aceptable cuyo amplio jardín tapiado tenía espacio para una pista de tenis. Puso el busto de su abuelo en el recibidor y alojó sus trofeos del Ártico encima de una librería. Encontró un despacho para Wood, que parecía haber cobrado apego a su condición de empleado fijo. Lottie había regresado de trabajar de institutriz en Portugal y Connie, a pesar de ser la hermana decorativa, demostró que era inestimable como mecanógrafa. Arthur había adquirido una máquina en Southsea pero nunca había conseguido manipularla con provecho. Era más hábil con el tándem en el que pedaleaba con Touie. Cuando ella volvió a quedarse embarazada, Arthur lo cambió por un triciclo conducido sólo por tracción masculina. Las tardes de buen tiempo proyectaba excursiones de cincuenta kilómetros por las colinas de Surrey.

Se acostumbró al éxito, a que le reconocieran y le inspeccionasen; también a los diversos placeres y molestias de las entrevistas de prensa.

– Dice que eres un hombre feliz, cordial y hogareño. -Touie sonrió y volvió a mirar la revista-. Alto, de hombros anchos y con un apretón de manos efusivo que, en la sinceridad de su bienvenida, hace daño.

– ¿Quién dice eso?

– El Strand Magazine.

– Ah. Un tal How, recuerdo. Sospeché al conocerlo que no era un deportista. Una mano de caniche. ¿Qué dice de ti, querida?

– Dice… Oh, no puedo leerlo.

– Insisto. Ya sabes que me encanta que te ruborices.

– Dice… que soy «un verdadero encanto». -Y en ese momento se sonrojó y se apresuró a cambiar de tema-. How dice que «el doctor Doyle siempre concibe primero el desenlace de la historia y que la escribe pensando en ese final». No me lo habías dicho, Arthur.

– ¿No? Quizá porque es más simple que respirar. ¿Cómo va a tener sentido el principio si no conoces el final? Si lo piensas, es totalmente lógico. ¿Qué más dice nuestro amigo?

– Que las ideas te vienen en cualquier momento; cuando das un paseo, vas en triciclo, juegas al criquet o al tenis. ¿Es así, Arthur? ¿Eso explica tus lapsos de distracción en la pista?

– Puede que me diese un poco de pisto.

– Y mira…, aquí está la pequeña Mary, de pie en esta misma silla.

Arthur se inclinó.

– Un grabado de una fotografía mía…, mira. Me aseguré de que pusieran mi nombre debajo.

Arthur ya era una cara conocida en los círculos literarios. Entre sus amigos figuraban Jerome y Barrie; le habían presentado a Meredith y a Wells. Había cenado con Oscar Wilde, que le pareció muy civilizado y agradable, y no sólo porque el hombre había leído y admirado Micah Clarke. Arthur confesó que continuaría la serie de Holmes durante no más de dos años, tres a lo sumo, antes de matarlo. Después se concentraría en sus novelas históricas, que siempre había sabido que eran las mejores.

Estaba orgulloso de sus logros hasta entonces. Se preguntaba si lo estaría aún más de haberse cumplido la profecía de Partridge de que acabaría capitaneando el equipo inglés de criquet. Estaba muy claro que tal cosa jamás ocurriría. Era un bateador diestro decente, y lanzaba golpes lentos con un efecto que desconcertaba a algunos. Podría ser un jugador muy bueno y completo del Marylebone Cricket Club [2], pero su ambición última era ya más modesta: que inscribieran su nombre en las páginas del Wisden.

Touie le dio un hijo, Alleyne Kingsley. Arthur siempre había soñado con que su familia llenase una casa entera. Pero la pobre Annette había muerto en Portugal; su madre, por su parte, seguía tan testaruda como siempre y prefería apegarse a su casa campestre dentro de la finca de aquel individuo. No obstante, a Arthur le quedaban hermanas, hijos, esposa, y su hermano Innes no estaba lejos, en Woolwich, preparándose para la vida castrense. Arthur era el que ganaba el sustento y un cabeza de familia al que le gustaba ejercer liberalidad y extender cheques en blanco. Una vez al año lo hacía formalmente, disfrazado de Papá Noel.

Sabía que el orden correcto debería haber sido: esposa, hijos, hermanas. ¿Cuánto tiempo llevaban casados: siete, ocho años? Touie encarnaba todo lo que se podía desear en una esposa. Era, en efecto, un encanto de mujer, como había señalado el Strand Magazine. Era tranquila y había aprendido a desenvolverse; le había dado un hijo y una hija. Ella creía en sus escritos hasta el último adjetivo y apoyaba todas sus iniciativas. A él le atraía Noruega; visitaron el país. Le gustaban las cenas; ella se las organizaba a su gusto. Se había casado con ella en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza. Hasta entonces no había habido males ni pobreza.

Aun así, algo había cambiado, si era sincero consigo mismo. Cuando se conocieron él era joven, patoso y desconocido; ella lo amaba y nunca se quejaba. Ahora él seguía siendo joven, pero triunfador y famoso; podía entretener durante horas a una mesa de ingeniosos en el Savile Club. Era dueño de su vida y -en parte gracias a su matrimonio- de su cerebro. Su éxito era el fruto merecido de un arduo trabajo, pero los no familiarizados con el triunfo se imaginaban que ahí terminaba la historia. Arthur no estaba todavía preparado para el final de la suya. Si la vida era una empresa de caballerías, él había rescatado a la bella Touie, conquistado la ciudad y recibido oro como recompensa. Pero faltaban años para que estuviese dispuesto a aceptar el papel de anciano sabio de la tribu. ¿Qué hacía un caballero andante cuando volvía al lado de su mujer y sus dos hijos en South Norwood?

Bueno, quizá la pregunta no fuese tan difícil. Los protegía, observaba una conducta honorable y enseñaba a sus hijos el estilo de vida correcto. Podría partir en busca de otras aventuras, aunque desde luego no las que entrañasen el rescate de nuevas doncellas. Habría cantidad de desafíos en sus textos, en la sociedad, los viajes, la política. ¿Quién sabe hacia qué rumbos le llevarían sus energías repentinas? Siempre daría a Touie toda la atención y las comodidades que necesitara; nunca le causaría un momento de desdicha.

Aun así…

George

Greenway y Stentson suelen andar juntos, lo cual a George no le molesta. A la hora del almuerzo no tiene ganas de ir a la taberna y prefiere sentarse debajo de un árbol en St. Philip's Place y comer los bocadillos que le ha preparado su madre. Le gusta que le consulten sobre los trámites para el traspaso de bienes inmuebles, pero a menudo le desorienta la forma en que ellos lanzan andanadas cómplices sobre caballos y casas de apuestas, chicas y salones de baile. Actualmente también les obsesiona Bechuanaland [3], cuyos jefes están de visita oficial en Birmingham.

Además, cuando está con ellos, les gusta interrogar a un tipo y tomarle el pelo.

– ¿De dónde eres, George?

– De Great Wyrley.

– No, ¿de dónde eres de verdad?

George reflexiona.

– De la vicaría -contesta, y los tíos se ríen.

– ¿Tienes una chica, George?

– ¿Cómo dices?

– ¿Hay en la pregunta alguna definición jurídica que no entiendas?

– Bueno, sólo creo que uno no debe meterse en lo que no le llaman.

– Qué engreído, George.

Es un tema que suscita un interés tenaz e hilarante en Greenway y Stentson.

– ¿Es despampanante, George?

– ¿Se parece a Marie Lloyd [4]?

Como George no contesta, ellos juntan las cabezas, ladean el ala del sombrero y le cantan: «El chico a quien amo está sentado en el gallinero».

– Vamos, George, dinos cómo se llama.

– Vamos, George, dinos cómo se llama.

Al cabo de unas semanas, George no aguanta más. Si es lo que quieren, es lo que tendrán.

– Se llama Dora Charlesworth -dice de pronto.

– Dora Charlesworth -repiten ellos-. Dora Charlesworth. ¿Dora Charlesworth?

Hacen que el nombre suene cada vez más inverosímil.

– Es la hermana de Harry Charlesworth. Es amigo mío.

Cree que esto les tapará la boca, pero sólo parece animarlos.

– ¿De qué color tiene el pelo?

– ¿La has besado, George?

– ¿De dónde es?

– No, ¿de dónde es de verdad?

– ¿Le vas a mandar una tarjeta de San Valentín?

Parece que nunca se cansan del tema.

– Oye, George, tenemos una pregunta que hacerte sobre Dora. ¿Es morenita?

– Es inglesa, igual que yo.

– ¿Igual que tú, George? ¿Exactamente igual que tú?

– ¿Cuándo Vas a presentárnosla?

– Seguro que es de Bechuana.

– ¿Mandaremos a investigar a un detective privado? ¿Qué tal aquel tipo que contratan algunos bufetes de divorcios? ¿Que entra en una habitación de hotel y sorprende al marido con la criada? No te gustaría que te pillaran así, ¿eh, George?

Decide que lo que ha hecho, o lo que ha permitido que suceda, no es en realidad mentir; es sólo dejar que crean lo que ellos quieren creer, que es distinto. Por suerte, como viven en el otro extremo de Birmingham, cada vez que el tren parte de New Street, George deja atrás esa historia particular.

La mañana del 13 de febrero, Greenway y Stentson están de un humor voluble, aunque George nunca descubrirá por qué. Acaban de echar al correo una postal de San Valentín dirigida a la señorita Charlesworth, de Great Wyrley, Staffordshire. La iniciativa causa una perplejidad notable en el cartero y otra mayor en Harry Charlesworth, que siempre ha anhelado tener una hermana.

George viaja sentado en el tren, con el periódico desplegado sobre las rodillas. Su maletín descansa en la más alta y ancha de las dos rejillas de cuerda encima de su cabeza; su bombín en la más baja y estrecha, reservada para sombreros, paraguas, bastones y paquetes pequeños. Piensa en el viaje que todo el mundo tiene que hacer en la vida. El de su padre empezó en el lejano Bombay, en el extremo más remoto de uno de los linajes burbujeantes del Imperio. Allí fue educado y se convirtió al cristianismo. Allí escribió una gramática de la lengua gujarati que le financió el traslado a Inglaterra. Estudió en el St. Augustine's College de Canterbury, fue ordenado sacerdote por el obispo Macarness y luego fue coadjutor en Liverpool antes de encontrar la parroquia de Wyrley. Todo el mundo admitiría que ha sido un gran viaje, y George piensa que el suyo propio sin duda no será tan largo. Quizá se asemeje más al de su madre: de Escocia, donde nació, a Shropshire, donde su padre fue vicario de Ketley durante treinta y nueve años, y después al cercano Staffordshire, donde su marido, que Dios se lo conserve, quizá logre servir igual número de años. ¿Birmingham será el destino final de George, o sólo una escala? Todavía no lo sabe.

Está empezando a pensar menos como un pueblerino, con un abono de temporada para el ferrocarril, y más como un ciudadano en ciernes de Birmingham. Como un signo de su nueva condición, resuelve dejarse bigote. Tarda más en crecer de lo que pensaba, lo cual permite a Greenway y Stentson preguntar varias veces si le gustaría que juntasen dinero para comprarle entre los dos una botella de un tónico capilar. Cuando el bigote le cubre por fin toda la anchura del labio superior, empiezan a llamarle Manchú.

Al cansarse de este juego inventan otro.

– Oye, Stentson, ¿sabes a quién me recuerda George?

– Dame una pista.

– Bueno, ¿a qué escuela fue?

– George, ¿a qué escuela fuiste?

– Lo sabes muy bien, Stentson. -Dímelo, de todos modos, George.

George alza la cabeza de la ley de traspaso de tierras de 1897 y sus consecuencias para los legados de bienes raíces.

– A la de Rugeley.

– Piénsalo, Stentson.

– Rugeley. Empiezo a ver algo. Espera un poco…, podría ser William Palmer…

– ¡El envenenador de Rugeley! Exacto.

– ¿A qué escuela fue él, George?

– Lo sabéis muy bien, amigos.

– ¿Daban allí lecciones de envenenamiento a todo el mundo? ¿O sólo a los chicos listos?

Palmer había matado a su mujer y a su hermano después de hacerles un seguro de vida por una suma cuantiosa; más tarde, a un corredor de apuestas con quien tenía una deuda. Es posible que hubiera otras víctimas, pero la policía se conformó con exhumar sólo a los parientes más cercanos. Las pruebas bastaron para garantizar al envenenador una ejecución pública ante una multitud de cincuenta mil personas.

– ¿Tenía un bigote como el de George?

– Igual que el de George.

– No sabes nada de él, Greenway.

– Sé que fue a tu misma escuela. ¿Estaba en el cuadro de alumnos distinguidos? ¿De los que sacaban mejores notas?

George finge que se tapa los oídos con los pulgares.

– En realidad, Stentson, lo curioso del envenenador es que era inteligentísimo. La acusación fue totalmente incapaz de establecer qué clase de veneno había utilizado.

– Inteligentísimo. ¿Crees que el tal Palmer era un caballero oriental?

– Podría haber sido de Bechuanaland. Sólo por el apellido no siempre se sabe, ¿verdad, George?

– ¿Y oíste decir que Rugeley envió después a una delegación a lord Palmerston, en Downing Street? Querían cambiar el nombre de la ciudad por la deshonra que les había reportado el asesino. El primer ministro reflexionó un momento sobre la petición y respondió: «¿Y qué nombre proponen: Palmerstown?».

Hay un silencio.

– No te sigo.

– No, no Palmerston. Pal-mers-town [5].

– ¡Ah! Muy divertido, Greenway.

– Hasta nuestro amigo Manchú se está riendo. Por debajo del bigote.

Por una vez, George se ha hartado.

– Arremángate la camisa, Greenway.

Este esboza una sonrisita.

– ¿Para qué? ¿Me vas a hacer una quemadura?

– Arremángate la camisa.

A continuación George también se remanga y pone el antebrazo junto al de Greenway, que acaba de volver de quince días tomando el sol en Aberystwyth. La piel de los dos es del mismo color. Greenway no se inmuta y aguarda a que George haga un comentario, pero éste piensa que ya ha dicho bastante y empieza a abrocharse de nuevo el gemelo.

– ¿A qué venía esto? -pregunta Stentson.

– Creo que George intenta demostrar que yo también soy un envenenador.

Arthur

Habían llevado a Connie de viaje por Europa. Era una chica fornida, la única mujer en la travesía de Noruega que resistió al mareo. Tal inmunidad irritó a otras viajeras mareadas. Quizá también les crispase su belleza maciza: Jerome dijo que Connie podría haber posado para Brunilda. Durante aquella gira Arthur descubrió que su hermana, con su ligero paso de baile y su pelo castaño, que le caía por la espalda como la soga de un buque de guerra, atraía a los hombres más inconvenientes: calaveras, tahúres, divorciados untuosos. Arthur se había visto obligado a dar un serio aviso a algunos de ellos.

Al volver a casa pareció que por fin Connie miraba con buenos ojos a un hombre presentable: Ernest William Hornung, de veintiséis años, alto, atildado, asmático, un defensa de criquet decente y lanzador ocasional de bolas con efecto; tenía buenos modales, aunque era propenso a hablar por los codos si le animaban una pizca. Arthur reconoció que le costaría aprobar a alguien que se encariñase de Lottie o Connie, pero en todo caso era su deber como cabeza de familia interrogar a fondo a su hermana.

– Hornung. ¿Qué es, el tal Hornung? Suena mitad mongol, mitad eslavo. ¿No podrías encontrar a alguien cien por cien inglés?

– Nació en Middlesbrough, Arthur. Su padre es abogado. Estudió en Uppingham.

– Tiene algo raro. Lo olfateo.

– Vivió en Australia tres años. Debido a su asma. Quizá lo que hueles sean los gomeros.

Arthur reprimió la risa. Connie era la hermana que más se le enfrentaba; quería más a Lottie, pero a Connie le gustaba desafiarle y sorprenderle. Gracias a Dios que ella no se había casado con Waller. Y lo mismo cabía decir, con mayor motivo, de Lottie.

– ¿Y qué hace en la vida, ese oriundo de Middlesbrough?

– Es escritor. Como tú, Arthur.

– No he oído hablar de él.

– Ha escrito una docena de novelas.

– ¡Una docena! Pero si es sólo un crío.

Un crío diligente, con todo.

– Puedo prestarte una, si quieres juzgarle por eso. Tengo Bajo dos cielos y El jefe de Taroomba. Muchas transcurren en Australia, y me parecen muy logradas.

– ¿De veras, Connie?

– Pero como comprende que es difícil ganarse la vida escribiendo novelas, trabaja también de periodista.

– Bueno, tiene un nombre pegadizo -gruñó Arthur.

Dio permiso a Connie para llevar a su amigo a la casa. De momento, Arthur le concedería el beneficio de la duda no leyendo ninguno de sus libros.

La primavera llegó temprano aquel año y la pista de tenis estuvo señalizada para finales de abril. Desde su estudio Arthur oía el golpe de la raqueta contra la pelota, y el conocido e irritante grito femenino al fallar un golpe fácil. Después salía al exterior y veía a Connie luciendo una falda con vuelo y a Willie Hornung con un sombrero de paja y un pantalón con pinzas de franela blanca. Se fijó en que Hornung no regalaba a Connie ningún punto fácil, pero al mismo tiempo se abstenía de emplear en el juego toda su fuerza. Lo aprobó: así tenía un hombre que jugar al tenis con una chica.

Sentada en un lado, en una tumbona, a Touie la calentaba más el calor de la pareja enamorada que el sol débil de principios de verano. La risueña charla de los jóvenes a ambos lados de la red y su posterior timidez mutua pareció encantarla, y en consecuencia Arthur decidió ceder. En verdad, no le disgustaba el papel de pater familias cascarrabias. Y Hornung se mostraba ocurrente a veces. Quizá demasiado, aunque era un exceso imputable a la juventud. ¿Cuál fue su primera agudeza? Sí, Arthur estaba leyendo las páginas de deportes y comentó una crónica sobre un atleta de quien aseguraban que había corrido cien metros en sólo diez segundos.

– ¿Qué te parece, Hornung?

Y Hornung había respondido, rápido como un rayo:

– Debe de ser una errata de imsprinta.

Aquel agosto invitaron a Arthur a dar una conferencia en Suiza; Touie estaba todavía un poco débil tras el parto de Kingsley, pero le acompañó, por supuesto. Visitaron las cataratas de Reichenbach, espléndidas pero aterradoras, y una tumba digna de Holmes. El personaje se estaba convirtiendo a toda velocidad en un fardo colgado del cuello. Ahora, con la ayuda de un maleante tremebundo se lo sacudiría de encima.

A fines de septiembre, Arthur recorrió con Connie el pasillo de la iglesia, y ella le tiraba del brazo para que él frenase un paso demasiado militar. Al entregarla simbólicamente en el altar, supo que debía estar orgulloso y feliz por su hermana. Pero en medio de las flores de azahar, las palmadas en la espalda y los chistes sobre cosas que impresionan a doncellas, sintió que se venía abajo el sueño de una familia cada vez más numerosa a su alrededor.

Diez días después supo que su padre había muerto en el manicomio de Dumfries. Dijeron que la epilepsia fue la causa de la muerte. Arthur no le había visitado en años y no asistió al funeral; nadie de la familia lo hizo. Charles Doyle había dejado en la estacada a su mujer y condenado a sus hijos a una digna pobreza. Había sido débil y poco viril, incapaz de vencer en su lucha contra el alcohol. ¿Lucha? Apenas había levantado los guantes contra el demonio. En ocasiones se le buscaban excusas, pero Arthur no juzgaba convincente la del temperamento artístico. No era más que autoindulgencia y exculpación. La condición de artista era perfectamente compatible con ser fuerte y responsable.

Touie contrajo una tos otoñal persistente y se quejaba de dolores en el costado. Arthur juzgó intrascendentes los síntomas, pero al final llamó a Dalton, el médico local. Le extrañó pasar de médico a sólo el marido de la paciente; y que le hicieran aguardar en el piso de abajo mientras arriba se decidía su destino. La puerta del dormitorio estuvo cerrada durante un largo rato, y Dalton salió con una cara tan consternada como conocida: Arthur la había puesto demasiadas veces.

– Sus pulmones están gravemente afectados. Tiene todos los indicios de una tuberculosis rápida. En vista de su estado y del historial familiar… -El doctor Dalton no necesitó continuar, excepto para decir-: Querrá un segundo dictamen.

No sólo un segundo, sino el mejor. Douglas Powell, especialista en tisis y enfermedades del pecho en el hospital Brompton, viajó a South Norwood el sábado siguiente. Powell, un hombre pálido y ascético, bien afeitado y correcto, confirmó, a su pesar, el diagnóstico.

– Tengo entendido que es usted médico, ¿verdad, señor Doyle?

– Me reprocho mi negligencia.

– ¿El sistema pulmonar no era su especialidad?

– Los ojos.

– Entonces no tiene nada que reprocharse.

– No, más todavía. Tenía ojos pero no vi. No detecté el maldito microbio. No presté a mi esposa suficiente atención. Estaba demasiado atareado con mi… éxito.

– Pero usted era oftalmólogo.

– Hace tres años fui a Berlín a informar sobre los presuntos descubrimientos de Koch sobre esta misma enfermedad. Escribí un artículo al respecto para Stead, en la Review of Reviews.

– Ya.

– Y, sin embargo, no reconocí un caso de tisis galopante en mi propia esposa. Peor aún, la dejé participar en actividades que la empeoraron. Andábamos en triciclo con cualquier clima, viajábamos a países fríos, practicaba conmigo deportes al aire libre…

– Por otra parte -dijo Powell, y sus palabras levantaron fugazmente el ánimo de Arthur-, en mi opinión hay signos prometedores de un aumento fibrilar alrededor de la sede de la dolencia. Y el otro pulmón se ha ensanchado un poco para compensar. Pero es lo mejor que puedo decir.

– ¡No lo acepto!

Arthur susurró estas palabras porque no podía aullarlas a voz en cuello.

Powell no se ofendió. Estaba acostumbrado a pronunciar las más delicadas y corteses condenas de muerte, y habituado a la reacción de los afectados.

– Por supuesto. Si quisiera el nombre de…

– No. Acepto lo que me ha dicho. Pero no lo que no me ha dicho. Usted daría a mi esposa meses.

– Sabe tan bien como yo, señor Doyle, lo imposible que es predecir…

– Sé tan bien como usted, doctor Powell, las palabras que empleamos para dar esperanzas a los pacientes y a sus familiares. También conozco las que oímos en nuestro fuero interno cuando procuramos levantar el ánimo. Unos tres meses.

– Sí, a mi juicio.

– Le repito, doctor, que no lo acepto. Cuando veo al diablo, lo combato. No se la llevará, no importa adonde tengamos que ir ni lo que tenga que gastar.

– Le deseo toda la suerte del mundo -contestó Powell-. Y estoy a su disposición. Hay, sin embargo, dos cosas que debo decirle. Quizá sea innecesario, pero el deber me obliga. Confío en que no se ofenda.

Arthur enderezó la espalda, como un soldado listo para cumplir órdenes.

– Tengo entendido que tiene hijos.

– Dos, un chico y una chica. De un año y de cuatro.

– No hay posibilidad, debe entenderlo…

– Entiendo.

– No estoy hablando de la capacidad de su esposa de concebir…

– Señor Powell, no soy un idiota. Y tampoco soy un animal.

– Tiene usted que entender que estas cosas hay que dejarlas claras como el cristal. La segunda cuestión es quizá menos obvia. Es el efecto, el efecto probable, sobre la paciente. Sobre la señora Doyle.

– ¿Sí?

– Según nuestra experiencia, la tisis es distinta de otras enfermedades consuntivas. En conjunto, el enfermo sufre muy poco dolor. A menudo la dolencia sigue su curso con menos molestias que un dolor de muelas o una indigestión. Pero lo que la distingue es el efecto que causa sobre los procesos mentales. El paciente es con frecuencia muy optimista.

– ¿Quiere decir que está aturdido? ¿Que delira?

– No, quiero decir optimista. Tranquilo y alegre, diría.

– ¿Gracias a los fármacos que prescribe?

– En absoluto. Está en la naturaleza de la enfermedad. Es independiente de la conciencia que tenga el enfermo de la gravedad de su caso.

– Bueno, es un gran alivio para mí.

– Sí, puede serlo al principio, señor Doyle.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que cuando un paciente no sufre y no se queja y afronta con un semblante alegre su grave enfermedad, el sufrimiento y las quejas tienen que recaer en otra persona.

– Usted no me conoce, señor.

– Es cierto. Pero aun así le deseo el valor necesario.

En lo bueno y en lo malo; en la riqueza y en la pobreza. Había olvidado: en la salud y en la enfermedad.

El manicomio le envió el cuaderno de bocetos de su padre. Los últimos años de Charles Doyle habían sido desdichados, pues nadie le visitaba en su triste y postrer domicilio; pero no murió loco. Algo estaba claro: había seguido dibujando y pintando acuarelas; también llevaba un diario. A Arthur le sorprendió que su padre hubiera sido un artista notable, subestimado por sus iguales y digno, en efecto, de una exposición póstuma en Edimburgo y quizá incluso en Londres. Arthur no pudo por menos de advertir el contraste entre sus respectivos destinos: mientras el hijo disfrutaba del abrazo de la fama y la sociedad, el padre abandonado sólo conocía el abrazo en ocasiones de la camisa de fuerza. Arthur no se sentía culpable; sólo sentía una incipiente compasión filial. Y había una frase en el diario del padre que apenaría el corazón de cualquier hijo: «Creo que me tachan de loco -había escrito- únicamente debido a la idea falsa que los escoceses tienen de las bromas».

En diciembre de aquel año, Holmes encontró la muerte en brazos de Moriarty; la mano impaciente del autor empujó a los dos al abismo. Los periódicos de Londres no habían publicado necrológicas de Charles Doyle, pero abundaron en protestas y consternación por la muerte de un inexistente detective asesor cuya popularidad había empezado a incomodar y hasta asquear a su creador. Arthur pensó que el mundo estaba enloqueciendo: su padre estaba recién sepultado y su mujer desahuciada, pero los jóvenes de la City, al parecer, ataban cintas negras a sus sombreros en señal de luto por Sherlock Holmes.

Otro suceso tuvo lugar durante el final de aquel año funesto. Un mes después de la muerte de su padre, Arthur solicitó el ingreso en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.

George

En los exámenes finales de licenciatura, George obtiene honores de segunda clase y el Colegio de Abogados de Birmingham le concede una medalla de bronce. Abre un bufete en el 54 de Newhall Street con la promesa inicial de que Sangster, Vickery y Speight le cederá los clientes a los que no pueda atender. Tiene veintitrés años y su mundo está cambiando.

A pesar de ser hijo de un vicario, a pesar de una vida de atención filial al púlpito de San Marcos, George ha pensado a menudo que no comprende la Biblia. No toda la Biblia ni todo el tiempo; de hecho, no una comprensión y un tiempo suficientes. Ha sido incapaz de dar ese salto, que siempre es necesario, desde los hechos a la fe, desde el conocimiento a la comprensión. En consecuencia, se siente un farsante. Los principios de la Iglesia anglicana se han ido haciendo preceptos cada vez más lejanos. No los percibe como verdades próximas ni ve sus efectos día tras día, un momento tras otro. Naturalmente, no se lo dice a sus padres.

En la escuela le expusieron más historias y explicaciones de la vida. La ciencia dice esto, la historia esto otro; la literatura dice… George se habituó a responder a preguntas sobre estas cuestiones, aun cuando careciesen de una vivacidad real en su mente. Pero ha descubierto el Derecho y el mundo por fin comienza a tener sentido. Conexiones invisibles hasta entonces -entre personas, entre cosas, entre ideas y principios- se revelan poco a poco.

Por ejemplo, mira un seto por la ventanilla del tren que circula entre Bloxwich y Birchills. No ve lo que verían los demás pasajeros -arbustos entretejidos bajo el soplo del viento, hogar donde anidan pájaros-, sino una frontera formal entre fincas de hacendados, un límite establecido por contrato o largo uso, algo activo, algo capaz de promover concordia o disputa. En la vicaría, mira a la criada que restriega la mesa de la cocina y no ve a una chica tosca y torpe que es probable que le coloque los libros donde no debe, sino que ve un contrato de empleo y un deber de asistencia, un vínculo complejo y delicado, refrendado por siglos de jurisprudencia desconocida por las partes interesadas.

Se siente a gusto y feliz con las leyes. Hay muchas exégesis textuales, explicaciones respecto a que las palabras pueden significar y significan cosas diferentes, y hay casi tantos libros de comentarios sobre Derecho como sobre la Biblia. Pero al final no hay que dar ese último salto. Al final existe un acuerdo, una decisión que debe acatarse, un entendimiento de lo que significa algo. Es un viaje desde la confusión a la claridad. Un marinero borracho escribe sus últimas voluntades y su testamento en un huevo de avestruz; el marinero se ahoga, el huevo sobrevive y por consiguiente la ley aporta coherencia y justicia a las palabras devueltas por las olas.

Otros jóvenes dividen su vida entre el trabajo y el placer; en realidad, cumplen el primero soñando con el segundo. George descubre que el Derecho le proporciona los dos. No siente necesidad ni deseo de practicar deportes, dar un paseo en barca, asistir al teatro; no le interesan el alcohol ni la gula, ni tampoco las carreras de caballos; tiene pocas ganas de viajar. Posee la abogacía y además, como placer, la legislación ferroviaria. Es increíble que las decenas de miles de viajeros que se desplazan en tren a diario no dispongan de una útil guía de bolsillo que les ayude a determinar sus derechos frente a la compañía ferroviaria. Ha escrito a los editores Effingham Wilson, que publican la colección de Libros Jurídicos Prácticos, y previa lectura de un capítulo de muestra han aceptado su propuesta.

A George le han educado para creer en el trabajo duro, la honradez, el ahorro, la caridad y el amor a la familia; también, para creer que la virtud es su propia recompensa. Además, como primogénito, se espera de él que sirva de ejemplo a Horace y Maud. George ve cada vez más claro que, aunque sus padres aman a los tres hijos por igual, sobre él recae el grueso de sus expectativas. Es probable que Maud sea siempre motivo de inquietud. Horace, que en todos los sentidos es un chico estupendo, no está hecho para los estudios. Se ha marchado de casa y, con la ayuda de un primo de su madre, ha conseguido una plaza de funcionario en el peldaño más bajo del escalafón.

Con todo, hay momentos en que George descubre que envidia a su hermano, que ahora vive en una residencia de estudiantes de Manchester y de vez en cuando envía una postal alegre desde un balneario costero. Hay momentos en que desea que Dora Charlesworth existiera de verdad. Pero no conoce chicas. Ninguna visita la casa; Maud no tiene amigas con las que podría entablar relación. A Greenway y Stentson les gusta vanagloriarse de sus experiencias en la materia, pero George duda muchas veces de lo que cuentan y se alegra de haberlos perdido de vista. Cuando come sus bocadillos, sentado en el banco de St. Philip's Place, admira a las muchachas que pasan; a veces recuerda una cara y la ansia de noche, mientras su padre gruñe y resopla a unos pasos de distancia. George conoce bien los pecados de la carne, tal como los enumera el capítulo 5 de la Epístola a los Gálatas: comienzan con el adulterio, la fornicación, la impureza y la lascivia. Pero no cree que sus callados anhelos entren dentro de las dos últimas rúbricas.

Un día se casará. Adquirirá no sólo un reloj con leontina sino también un socio y quizá un pasante, y después una esposa, hijos y una casa en cuya compra utilizará toda su ciencia sobre propiedad inmobiliaria. Ya se ve hablando, durante el almuerzo, de la ley de venta de bienes de 1893 con los socios principales de otros bufetes de Birmingham. Escuchan con respeto el resumen que hace sobre el modo en que se está interpretando esta ley y exclaman «¡El buenazo de George!» cuando extiende la mano hacia la cuenta. No sabe con exactitud cómo se llega de un punto a otro: si adquieres una esposa y después una casa o una casa y después una esposa. Pero se imagina que estas cosas ocurren, en virtud de un proceso que aún no le ha sido revelado. Ambas adquisiciones, por supuesto, exigen su partida de Wyrley. No interroga a su padre al respecto. Tampoco le pregunta por qué sigue cerrando con llave la puerta del dormitorio por la noche.

Cuando Horace se marchó de casa, George confió en trasladarse a la habitación vacía. La mesita instalada para él en el estudio de su padre cuando estudiaba en el Mason College ya no le servía. Pensaba en el cuarto de Horace con su cama y su escritorio; se imaginaba la intimidad. Pero cuando se lo pidió a su madre, ella le explicó con dulzura que consideraban a Maud lo bastante fuerte para dormir sola y que él no querría privarla de esta oportunidad, ¿verdad? Comprendió que era demasiado tarde para poner en evidencia los ronquidos del padre, que habían empeorado y a veces le desvelaban. Así que sigue trabajando y durmiendo a unos palmos del vicario. Sin embargo, le otorgan una mesita contigua a su escritorio donde puede colocar los libros adicionales.

Conserva la costumbre, que se ha convertido en una necesidad, de recorrer los caminos durante una hora o más al volver del despacho. Es un detalle de su vida en el que es soberano. Guarda un par de botas viejas en la puerta de atrás y, llueva o brille el sol, granice o nieve, George da su paseo. No presta la menor atención al paisaje, que no le interesa, ni a los animales voluminosos y retumbantes que alberga. En cuanto a los seres humanos, alguna que otra vez cree reconocer a alguien de la escuela del pueblo en la época del señor Bostock, el maestro, pero nunca está seguro del todo. Sin duda los hijos de granjeros son ahora peones de granja y los de mineros bajan ya a la mina. Hay días en que hace una especie de saludo a medias, un desplazamiento de la cabeza hacia un lado, a toda la gente con la que topa; otros días no saluda a nadie, aunque se acuerde de haberla reconocido el día anterior.

Una noche, retrasa su paseo un paquetito que ve encima de la mesa de la cocina. Por su tamaño y su peso y el matasellos de Londres, sabe de inmediato lo que contiene. Quiere posponer el momento todo lo posible. Desata el nudo de la cuerda y la enrolla con cuidado alrededor de los dedos. Retira el papel marrón encerado y lo alisa para volver a utilizarlo. Maud está ya aguadísima y hasta la madre da muestras de ligera impaciencia. Abre el libro por la página del título:

LEGISLACIÓN

FERROVIARIA

PARA

«EL VIAJERO DE TREN»

CONCEBIDA SOBRE TODO COMO UNA GUÍA

PARA EL PÚBLICO VIAJERO EN TODAS LAS DUDAS

QUE SUELEN SURGIR SOBRE LOS FERROCARRILES

DE

GEORGE E. T. EDALJI

ABOGADO

Licenciado con honores de segunda clase en los exámenes finales de noviembre

de 1898;

medalla de bronce del Colegio de Abogados de Birmingham, 1898

LONDRES

EFFINGHAM WILSON

ROYAL EXHANGE

1901

(Inscrito en la Casa de Editores)

Abre la página del índice: Reglamentos y su validez. Abonos de temporada. Impuntualidad de los trenes, etc. Equipajes. Transporte de bicicletas. Accidentes. Algunos puntos misceláneos. Muestra a Maud los casos que ponderaron en el aula con Horace. Aquí está el del gordo monsieur Payelle, y aquí el de los belgas y sus perros.

Se percata de que es el día más glorioso de su vida; y en la cena es evidente que sus padres acceden a que un determinado grado de orgullo sea justificable y cristiano. George ha estudiado y aprobado los exámenes. Ha abierto bufete propio y ahora ha demostrado que es una autoridad sobre un aspecto de la legislación que constituye una ayuda práctica para mucha gente. Ya se ha puesto en marcha: el viaje de la vida empieza de veras.

Va a Horniman y Compañía para que le impriman unos folletos. Discute en pie de igualdad, como un profesional con otro, la composición, el tipo de letra y la tirada con el propio Horniman. Una semana más tarde es el propietario de cuatrocientos anuncios de su libro. Deja trescientos en su despacho, porque no quiere parecer jactancioso, y se lleva cien a casa. El impreso de pedidos invita a los compradores interesados a enviar un giro postal de dos chelines y tres peniques -los tres peniques para gastos de correo- al 54 de Newhall Street de Birmingham. Da puñados de folletos a sus padres, con instrucciones de que los distribuyan entre personas con aspecto de «viajeros de tren». A la mañana siguiente entrega tres al jefe de estación de Great Wyrley y reparte los demás entre pasajeros respetables.

Arthur

Guardan los muebles en un almacén y dejan a los niños con la señora Hawkins. De la niebla y la humedad de Londres al frío seco y limpio de Davos, donde Touie fue instalada bajo una pila de mantas en el Kurhaus Hotel. Como el doctor Powell había previsto, la enfermedad deparó un extraño optimismo que, combinado con el carácter plácido de Touie, no sólo la volvió estoica sino activamente alegre. Estaba muy claro que en el lapso de unas pocas semanas había pasado de esposa y compañera a ser una inválida y una persona dependiente, pero su estado no la inquietaba ni mucho menos la enfurecía, como le habría ocurrido a Arthur. El se enfurecía por los dos, en silencio, para sus adentros. También ocultó sus sentimientos más aciagos. Cada tos sin queja producía un dolor no en ella, sino en él; si ella expulsaba un poco de sangre, él derramaba gotas de culpa.

Fuera o no culpa suya, fuera la que fuese su negligencia, ya no tenía remedio y sólo quedaba una línea de acción: un virulento ataque contra el maldito microbio que se proponía consumir los órganos vitales de la enferma. Y cuando no era necesaria su presencia, Arthur se entregaba a la única distracción: el ejercicio violento. Se había llevado a Davos sus esquís noruegos y dos hermanos apellidados Branger le enseñaron el modo de usarlos. Cuando la habilidad del alumno empezó a igualar su determinación brutal, le llevaron a la ascensión del Jacobshorn; en la cumbre, Arthur se volvió y vio a sus pies, a lo lejos, que arriaban las banderas de la ciudad aclamándole. Más tarde, aquel invierno, los Branger le llevaron al paso de Furka, situado a 2.700 metros. Partieron a las cuatro de la mañana y llegaron a Arosa hacia el mediodía, con lo que Arthur fue el primer inglés que cruzó con esquís un paso alpino. En el hotel de Arosa, Tobías Branger escribió el nombre de los tres. Junto al de Arthur, en la casilla para profesión, escribió: Sportesman [6].

Gracias al aire alpino, los mejores médicos y el dinero, a la ayuda de Lottie como enfermera y a la tenacidad de Arthur en su empeño de derrotar al demonio, el estado de Touie se estabilizó y luego empezó a mejorar. A finales de la primavera juzgaron que estaba en condiciones de volver a Inglaterra y Arthur pudo emprender una gira de promoción literaria por Estados Unidos. El invierno siguiente volvieron a Davos. Touie había rebasado la sentencia inicial de tres meses; todos los médicos coincidían en que la salud de la paciente era un poco más estable. El invierno siguiente lo pasaron en el desierto, en el hotel Mena House, a las afueras de El Cairo, un edificio blanco y bajo a cuya espalda se erguían las pirámides. El aire destemplado irritaba a Arthur; se relajaba jugando al billar, al tenis y al golf. Preveía una vida de exilio invernal todos los años, cada vez un poco más largo que el anterior, hasta que… No, no debía permitirse pensar más allá de la primavera, más allá del verano. Al menos conseguía escribir durante la ajetreada existencia en hoteles, vapores y trenes. Y cuando no podía escribir se iba al desierto y golpeaba con toda su alma una pelota de golf. El campo de golf era, en realidad, un vasto hoyo de arena; cayera donde cayese, la pelota entraba. En esto, al parecer, se había convertido la vida de Arthur.

De nuevo en Inglaterra, se topó con Grant Alien: novelista como Arthur y tísico como Touie. Alien le aseguró que la enfermedad podía combatirse sin recurrir al exilio, y se ofreció como prueba viviente. El remedio estaba en su dirección postal: Hindhead, en Surrey. Era un pueblo a la orilla de la carretera de Portsmouth, casi a mitad de camino, por casualidad, entre Southsea y Londres. Más concretamente, el pueblo disfrutaba de un clima particular. Situado en una altura, a resguardo de los vientos, era un paraje seco, lleno de abetos y con un suelo arenoso. Lo llamaban la pequeña Suiza de Surrey.

Convenció a Arthur de inmediato. Le revivía la acción, tener un plan urgente que llevar a cabo; aborrecía aguardar y temía la pasividad del exilio. Hindhead era la solución. Había que buscar una parcela y proyectar una casa. Encontró una hectárea y media, boscosa y aislada, cuyo terreno en pendiente desembocaba en un pequeño valle. Gibbet Hill y el Devil's Punchbowl estaban muy cerca, y el campo de golf de Hankley a ocho kilómetros. Le asaltó un tropel de ideas. Debía tener una sala de billar, una pista de tenis y establos; un alojamiento para Lottie y quizá para su suegra, la señora Hawkins, y por supuesto para Woodie, que había firmado un contrato por tiempo indefinido. La casa debía ser imponente pero al mismo tiempo acogedora: la vivienda de un escritor famoso, pero asimismo la de una familia y la de una inválida. Tenía que estar inundada de luz, y la habitación de Touie tendría la mejor vista. En cada puerta debería haber un pomo de push-pull, pues Arthur había intentado calcular una vez el tiempo que perdía la especie humana con el sistema convencional. Sería totalmente factible que la casa tuviera su propio generador eléctrico, y ya que él había alcanzado una determinada eminencia, tampoco estaría de más exhibir las armas de la familia en una vidriera.

Arthur bosquejó un plano de planta y encargó la obra a un arquitecto. No a cualquier arquitecto, sino a Stanley Ball, su viejo amigo telepático de Southsea. Aquellos experimentos tempranos le parecieron ahora un adiestramiento oportuno. Llevaría otra vez a Touie a Davos y se comunicaría con Ball por carta y, si era necesario, por telegrama. Pero ¿quién sabía qué formas arquitectónicas no entablarían una comunicación fluida entre ambos cerebros cuando centenares de kilómetros separaban sus cuerpos?

La vidriera alcanzaría la altura de un recibidor de dos plantas. Arriba del todo, la rosa de Inglaterra y el cardo de Escocia flanquearían las iniciales entrelazadas ACD. Debajo habría tres filas de escudos heráldicos. Primera fila: Purcell de Foulkes Rath, Pack de Kilkenny, Mahon de Cheverney. Segunda fila: Percy de Northumberland, Butler de Ormonde, Colclough de Tintern. Y a la altura del ojo: Conan de Bretaña (sobre banda de plata y gules un león rampante traspuesto), Hawkins de Devonshire (por Touie) y a continuación las armas de Doyle: tres cabezas de ciervo y la mano roja de Ulster. La auténtica divisa de Doyle era Fortitudine vincit, pero aquí, debajo del escudo, puso una variante: Patientia vincit. Es lo que la casa proclamaría al mundo entero y al maldito microbio: con paciencia venzo.

Stanley Ball y los constructores no vieron más que impaciencia. Tras haber instalado su cuartel general en un hotel cercano, Arthur iba continuamente a incordiarles. Pero al final la casa cobró una forma reconocible: una estructura larga, parecida a un granero, de ladrillo rojo, tejado de tejas y sólidos gabletes, que se extendía a lo largo del cuello del valle. Arthur se subió a la terraza recién edificada y pasó revista al césped recién sembrado y sobre el que acababa de pasar el rodillo. Más allá, el terreno descendía formando una V cada vez más estrecha hasta el lindero del bosque. El panorama poseía algo de agreste y mágico: desde el primer momento, a Arthur le pareció que evocaba algún cuento popular alemán. Pensaba plantar rododendros.

El día en que colocaron la vidriera del recibidor, llevó a Touie para que presenciara el acto de descubrirla. Ella recorrió con la mirada los colores y los nombres y después la posó en la divisa de la casa.

– A madre la complacerá -dijo él. Sólo la pequeña pausa antes de que ella sonriera le hizo comprender que había algo que quizá no encajaba-. Tienes razón -dijo él, de inmediato, aunque ella aún no había pronunciado una palabra. ¿Cómo podía haber sido tan botarate? ¿Rendir homenaje a tu propia estirpe ilustre y olvidar nada menos que a la familia de tu madre? Por un momento pensó en ordenar a los operarios que descolgasen toda la vidriera. Más tarde, tras una reflexión contrita, encargó una segunda vidriera más modesta para la curva de la escalera. Su lienzo central ostentaría las armas y el nombre pasados por alto: Foley de Worcestershire.

Decidió llamar a la casa «Undershaw», por la arboleda al pie de la cual se extendía [7]. El nombre infundiría a la construcción moderna una hermosa resonancia anglosajona. Allí la vida podría continuar, aunque cautelosa y dentro de unos límites.

La vida. Con qué facilidad todos, incluido él mismo, decía estas palabras. Todo el mundo aceptaba automáticamente que la vida debía proseguir. Y, sin embargo, cuan pocos se preguntaban qué era y por qué existía, y si era la única vida o el mero anfiteatro de algo muy distinto. A Arthur le maravillaba con frecuencia lo ufana que la gente seguía viviendo…, la despreocupación con que vivía su vida, como si tanto la palabra como la cosa tuvieran un perfecto sentido.

Su antiguo amigo el general Drayson había abrazado los presupuestos espiritistas después de que su hermano difunto le hubiera hablado en una sesión. A partir de entonces, el astrónomo sostuvo que la continuidad de la vida después de la muerte no era sólo una suposición sino un hecho demostrable. Arthur había puesto educadas objeciones en aquella época; no obstante, su lista de libros pendientes de leer aquel año incluía setenta y cuatro sobre el tema del espiritismo. Se los había despachado todos, anotando frases y máximas que le impresionaron. Por ejemplo, la siguiente de Hellenbach: «Hay un escepticismo que supera en estupidez a la estulticia de un patán».

Hasta que se declaró la enfermedad de Touie, había poseído todo lo que el mundo consideraba necesario para que un hombre estuviera satisfecho. Pero no lograba sacudirse la sensación de que todo lo que había conseguido no era más que un comienzo fútil y engañoso; que estaba hecho para otra cosa. Pero ¿qué podría ser? Reanudó el estudio de las religiones del mundo, pero le era tan imposible penetrar en ellas como le hubiera sido entrar en la ropa de un niño. Se afilió a la Asociación Racionalista y juzgó su obra necesaria, pero esencialmente destructiva y, por ende, estéril. La demolición de creencias anticuadas había sido fundamental para el progreso humano, pero ahora que habían sido arrasados aquellos viejos edificios, ¿dónde iba el hombre a encontrar refugio en aquel paisaje devastado? ¿Cómo podía un charlatán decidir que había llegado a su fin lo que la especie, a lo largo de milenios, había convenido en llamar alma? Los seres humanos seguirían desarrollándose y por consiguiente debía desarrollarse también lo que llevaran dentro. Hasta un patán escéptico entendería esto.

A las afueras de El Cairo, donde Touie respiraba profundamente el aire del desierto, Arthur había leído historias de la civilización egipcia y visitado las tumbas de los faraones. Llegó a la conclusión de que si bien los antiguos egipcios sin duda habían elevado las artes y las ciencias a un nivel más alto, su facultad de razonamiento era en muchos sentidos despreciable. En especial en su actitud ante la muerte. La idea de que hubiera que conservar a toda costa el cuerpo muerto, un sobretodo viejo y ajado, que en un tiempo envolvió fugazmente el alma, era no sólo irrisoria, sino la última palabra en materialismo. En cuanto a aquellas cestas de provisiones colocadas en la tumba para alimentar al alma durante su viaje, ¿cómo un pueblo tan refinado podía tener la mente tan mutilada? La fe respaldada por el materialismo: una maldición doble. Y era la misma que asoló a todas las naciones y civilizaciones posteriores que cayeron bajo el gobierno de un sacerdocio.

Pero los argumentos del general Drayson en Southsea no le habían parecido suficientes. Ahora, sin embargo, daban fe de los fenómenos paranormales científicos tan prominentes y de probidad tan manifiesta como William Crookes, Oliver Lodge y Alfred Russel Wallace. Estos nombres significaban que los sabios que mejor comprendían el mundo natural -los grandes físicos y biólogos- también se habían convertido en nuestros guías del mundo sobrenatural.

Wallace, por ejemplo: el codescubridor de la moderna teoría de la evolución, el hombre que estaba al lado de Darwin cuando anunciaron conjuntamente la idea de la selección natural ante la Linnaean Society. Los temerosos y los poco imaginativos habían llegado a la conclusión de que Wallace y Darwin nos habían abandonado a un universo impío y mecanicista, nos habían dejado solos en una llanura crepuscular. Pero consideremos lo que creía Wallace. Este hombre, el más grande de los modernos, mantenía que la selección natural sólo explicaba el desarrollo del cuerpo humano y que el proceso evolutivo tenía que haber sido complementado en algún momento por una intervención sobrenatural en que la llama del espíritu fue insertada en el rudimentario animal en desarrollo. ¿Quién se atrevía a afirmar ahora que la ciencia era enemiga del alma?

George y Arthur

Era una noche fría y despejada de febrero, con media luna y el cielo cuajado de estrellas. A lo lejos, el copete de la mina Wyrley se recortaba débilmente contra el cielo. Cerca estaba la propiedad de Joseph Holmes: casa, granero, dependencias anexas, sin que se viese una luz en ninguna de estas construcciones. Los seres humanos estaban durmiendo y los pájaros aún no habían despertado.

Pero el caballo estaba despierto cuando el hombre atravesó un boquete en el seto, en el extremo alejado del campo. Llevaba un morral en el brazo. En cuanto se percató de que el caballo había advertido su presencia, se detuvo y empezó a hablar en voz muy baja. Las palabras eran un galimatías; lo importante era el tono, relajador e íntimo. Al cabo de unos minutos, el hombre comenzó a avanzar despacio. Cuando había dado unos pocos pasos, el caballo sacudió la cabeza y las crines formaron una breve mancha. Al ver esto, el hombre volvió a pararse.

Continuó, sin embargo, farfullando disparates y mirando directamente hacia el caballo. Bajo sus pies, el suelo era sólido tras varias noches de escarcha y las botas no dejaban huellas en la tierra. Avanzó despacio, pocos metros a la vez, y se detenía a la menor señal de agitación en el caballo. En todo momento hizo su presencia evidente, caminando lo más erguido posible. El morral sobre el brazo era un detalle carente de importancia. Lo importante era la serena persistencia de la voz, la certidumbre del acercamiento, la mirada directa, la suavidad del dominio.

Tardó veinte minutos en cruzar el campo de este modo. Se encontraba ya a unos pocos metros de distancia, enfrente del caballo. No hizo todavía ningún movimiento súbito, siguió como antes, murmurando, mirando, erguido, aguardando. Al final ocurrió lo que había estado esperando: el caballo, al principio a regañadientes, pero después inequívocamente, bajó la cabeza.

Ni siquiera entonces el hombre se acercó de repente. Dejó transcurrir uno o dos minutos y luego recorrió los últimos metros y colgó el morral suavemente del cuello del animal. El caballo mantuvo la cabeza gacha mientras el hombre empezaba a acariciarla, murmurando sin cesar. Le acarició las crines, el lomo, la grupa; a veces sólo descansaba la mano sobre la piel caliente, asegurándose de que no se interrumpiera en ningún momento el contacto entre ambos.

Sin dejar de acariciar y murmurar, el hombre deslizó el morral fuera del cuello del caballo y se lo colgó del hombro. Sin dejar de acariciar y murmurar, rebuscó en el interior de la chaqueta. Sin dejar de acariciar y murmurar, con un brazo sobre la grupa del caballo, le pasó la mano por debajo de la panza.

El caballo apenas se sobresaltó; el hombre por fin detuvo su galimatías y en el nuevo silencio se encaminó a paso lento hacia el boquete en el seto.

George

Todas las mañanas, George toma el primer tren del día a Birmingham. Conoce los horarios de memoria, y los ama. Wyrley y Churchbridge 7.39. Bloxwich 7.48. Birchills 7.53. Birmingham New Street 8.35. Ya no siente la necesidad de esconderse detrás de un periódico; de hecho, de vez en cuando sospecha que algunos de los pasajeros saben que es el autor de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren» (237 ejemplares vendidos). Saluda a los revisores y a los jefes de estación y ellos le devuelven el saludo. Tiene un bigote respetable, un maletín, una leontina modesta, y ha complementado su bombín con un sombrero de paja para el verano. También tiene un paraguas. Está bastante orgulloso de esta última pertenencia y muchas veces la lleva, desafiando al barómetro.

En el tren lee el periódico y trata de desarrollar criterios sobre lo que acontece en el mundo. El mes anterior, Chamberlain pronunció en el nuevo ayuntamiento de Birmingham un importante discurso sobre las colonias y los aranceles preferenciales. La postura de George -aunque nadie le haya pedido todavía su opinión al respecto- es de respaldo cauto. El mes siguiente van a entregar las llaves de la ciudad a Roberts de Kandahar, un honor que a ningún hombre razonable se le ocurriría cuestionar.

El periódico le informa de otras noticias más locales, más triviales: han mutilado a otro animal en la zona de Wyrley. George se pregunta brevemente qué sección del código penal sanciona esta clase de actividad: ¿sería la destrucción de propiedades, contemplada por la ley del robo, o quizá alguna ley pertinente que abarque a una u otra especie particular del animal afectado? Se alegra de trabajar en Birmingham, y es sólo cuestión de tiempo que también resida en la ciudad. Sabe que tiene que tomar la decisión; debe hacer frente al ceño del padre, las lágrimas de la madre y la callada, aunque más insidiosa, consternación de Maud. Cada mañana, cuando los campos punteados de ganado dan paso a suburbios bien ordenados, George siente una perceptible elevación del ánimo. Su padre le dijo hace años que los hijos de granjeros y los mozos de labranza eran los humildes a los que Dios amaba y que heredarían la tierra. Bueno, él piensa que sólo algunos de ellos y no según las normas de autenticación con las que está familiarizado.

A menudo hay colegiales en el tren, al menos hasta Walsall, donde se bajan para ir a la escuela secundaria. Su presencia y sus uniformes recuerdan algunas veces a George la época horrible en que le acusaron de robar la llave de la escuela. Pero aquello fue hace años, y casi todos los chicos son muy respetuosos. Hay días en que un grupo viaja en su vagón, y a fuerza de entreoírlos se aprende los nombres: Page, Harrison, Greatorex, Stanley, Ferriday, Quibell. Hasta saluda con un gesto a algunos, al cabo de tres o cuatro años.

Casi todos los días en el 54 de Newhall Street los dedica a los trámites de traspasos de bienes inmuebles, tarea que un experto jurídico superior ha descrito como «desprovista de imaginación y del libre curso del pensamiento». Este menosprecio no molesta a George lo más mínimo; para él es un trabajo preciso, responsable y necesario. También ha redactado unos cuantos testamentos y en los últimos tiempos ha obtenido clientes gracias a su Legislación ferroviaria. Casos relacionados con extravío de equipajes o trenes con un retraso desmedido, y uno en que una señora resbaló y se torció una muñeca en la estación de Snow Hill, después de que un empleado negligente del ferrocarril vertiese aceite cerca de una locomotora. También ha llevado varios casos de atropellos. Por lo visto, las posibilidades de que un ciudadano de Birmingham sea arrollado por una bicicleta, un caballo, un automóvil, un tranvía o incluso un tren son notablemente mayores de lo que habría creído. Quizá George Edalji, licenciado en Derecho, cobrará renombre como el profesional al que acudir cuando un imprudente medio de transporte sorprende al cuerpo humano.

El tren que lleva a George a casa sale de New Street a las 17.25. En el viaje de vuelta rara vez hay escolares. En cambio, a veces hay elementos más grandes y groseros que a George le inspiran aversión. De vez en cuando oye comentarios plenamente innecesarios formulados en su dirección: sobre lejía, sobre que su madre se ha olvidado el ácido fénico, y preguntas sobre si ese día él habrá bajado a la mina. George suele hacer caso omiso de estas palabras, aunque si un joven zafio opta por mostrarse especialmente ofensivo, quizá se vea obligado a recordarle con quién está hablando. Carece de valentía física, pero en ocasiones así siente una calma sorprendente. Conoce las leyes de Inglaterra y sabe que puede contar con su apoyo.

Birmingham New Street 17.25. Walsall 17.55. Este tren no para en Birchills, por motivos que George nunca ha podido averiguar. Sigue Bloxwich a las 18.02, Wyrley y Churchbridge a las 18.09. A las 18.10 saluda a Merriman, el jefe de estación -un momento que a menudo le recuerda la sentencia que su señoría, el juez Bacon, dictó en 1899, en el tribunal del condado de Bloomsbury, sobre la retención ilegal de abonos de temporada caducados-, y se cuelga el paraguas de la muñeca izquierda para el trayecto de vuelta a la vicaría.

Campbell

Desde su nombramiento en la policía de Staffordshire dos años atrás, el inspector Campbell había visto un par de veces al capitán Anson, pero no antes de haber sido llamado a Green Hall. La casa de Anson, jefe de la policía, se hallaba en las afueras de la ciudad, entre las vegas que había en la ribera más distante del río Sow, y tenía fama de ser la residencia más espaciosa existente entre Stafford y Shugborough. Cuando subía el camino de grava que arrancaba de Lichfield Road y el tamaño del Hall se le iba revelando, Campbell se preguntó cómo de grande sería Shugborough. Estaba al mando del hermano mayor del capitán Anson. El jefe de la policía, que sólo era un segundón, no tuvo más remedio que conformarse con aquella casa modesta y pintada de blanco: de tres plantas de alto y siete u ocho ventanas de ancho, y un desalentador pórtico de entrada sostenido por cuatro columnas. A la derecha había una terraza y un rosal hundido, y más allá un cenador y una pista de tenis.

Campbell observó todo esto sin detenerse. Cuando la doncella le abrió la puerta, intentó suspender sus naturales hábitos profesionales: ponderar la honradez y los ingresos probables de los ocupantes y memorizar los objetos que valiese la pena robar: en algunos casos, objetos quizá ya robados. Indiferente aposta, se fijó, sin embargo, en los muebles de caoba barnizada, los paneles blancos de la pared, un perchero estrafalario y, a la derecha, una escalera con curiosas barandillas retorcidas.

Le condujeron a una habitación justo a la izquierda de la puerta de entrada. El estudio de Anson, por su aspecto: dos butacas altas de cuero a ambos lados de la chimenea y, encima, la cabeza colgada de un alce europeo o americano. Algo con cuernos, en definitiva; Campbell no era cazador ni aspiraba a serlo. Era un hombre de Birmingham que de mala gana había solicitado el traslado cuando su mujer se hartó de la ciudad y echó de menos el ritmo pausado y el espacio de su infancia. A unos veinticinco kilómetros de la ciudad, pero para Campbell era como el exilio en otro país. Las fuerzas vivas le ninguneaban; los granjeros eran retraídos; los mineros y herreros, gente burda incluso comparada con la de los barrios bajos. Se extinguió rápidamente toda vaga noción de que el campo era romántico. Y los lugareños parecían sentir por la policía una aversión aún mayor que los ciudadanos. Había perdido la cuenta de las veces en que le habían hecho sentirse superfluo. Quizá se hubiese cometido un delito y quizá hasta lo hubieran denunciado, pero sus víctimas se las arreglaban para darte a entender que preferían su propia idea de la justicia a la que ofrecía un inspector cuyo temo y bombín olían todavía a Brummagem.

Anson irrumpió en el cuarto, le estrechó la mano y le pidió que se sentara. Era un hombre menudo y compacto de unos cuarenta y cinco años, con un traje cruzado y el bigote más pulcro que Campbell había visto nunca: sus guías parecían meras ampliaciones de la nariz y el conjunto cuadraba con el triángulo del labio superior, como comprado por catálogo y después de tomar unas medidas exactas. Llevaba la corbata sujeta con un alfiler de oro en forma del nudo de Stafford. Esto proclamaba lo que todos ya sabían: el honorable capitán George Augustus Anson, jefe de la policía desde 1888, lugarteniente del condado desde 1900, era un hombre de Staffordshire de los pies a la cabeza. Campbell, que pertenecía a la hornada más reciente de policías profesionales, no comprendía por qué el jefe de las fuerzas policiales debía ser el único aficionado entre sus huestes; pero muchas cosas en el funcionamiento de la sociedad le parecían arbitrarias, basadas más en prejuicios antiguos que en la sensatez moderna. Con todo, Anson era respetado por sus subordinados; tenía fama de respaldar a sus oficiales.

– Campbell, habrá adivinado por qué le he pedido que venga.

– Supongo que por las mutilaciones, señor.

– En efecto. ¿Cuántas son ya?

Campbell había ensayado esta parte, pero aun así consultó su libreta.

– El 2 de febrero, un caballo valioso, propiedad de Joseph Holmes. El 2 de abril, una jaca del señor Thomas, con un desgarrón idéntico. El 4 de mayo, una vaca de la señora Bungay recibió el mismo trato. Dos semanas después, el 18 de mayo, un caballo de Badger fue terriblemente mutilado, así como cinco ovejas esa misma noche. Y la semana pasada, el 6 de junio, dos vacas propiedad de Lockyer.

– ¿Todos por la noche?

– Todos.

– ¿Alguna pauta reconocible en los sucesos?

– Todos los ataques se produjeron en un radio de cinco kilómetros de Wyrley. Y… no sé si es una pauta, pero todos ocurrieron en la primera semana del mes. Excepto el del 18 de mayo. -Campbell sabía que Anson no le quitaba el ojo de encima, y se apresuró-. El método empleado en todos los ataques, sin embargo, es en gran medida coherente.

– Una coherencia repulsiva, sin duda.

Campbell miró al jefe, inseguro de si quería o no conocer los detalles. Entendió que el silencio entrañaba una afirmación pesarosa.

– Los desgarraron por debajo de la panza. Mediante un corte transversal y, casi siempre, único. Las vacas…, a las vacas también les mutilaron las ubres. Y les infligieron daños en… los genitales, señor.

– Cuesta dar crédito, ¿no le parece, Campbell?, a una crueldad tan sin sentido con animales indefensos.

Campbell hizo como que no estaban sentados debajo del ojo vidrioso y la cabeza cortada de un alce europeo o americano.

– Sí, señor.

– Así que estamos buscando a un maníaco con un cuchillo.

– No es probable que sea un cuchillo, señor. Hablé con el veterinario que se ocupó de las mutilaciones últimas, porque el caballo de Holmes fue tratado por entonces como un incidente aislado, y estaba perplejo en cuanto al instrumento utilizado. Debía de ser muy afilado, pero por otro lado sólo penetraba en la piel y la primera capa de músculo.

– ¿Y por qué no un cuchillo?

– Porque un cuchillo, uno de carnicero, pongamos, habría penetrado más adentro. En algún punto, al menos. Un cuchillo habría abierto las tripas. Ninguno de los animales murió en el ataque. No en el momento. O bien se desangraron o los encontraron en tal estado que hubo que sacrificarlos.

– ¿Y si no fue un cuchillo?

– Algo que corte con facilidad pero no muy profundo. Como una navaja. Pero con más fuerza que una navaja. Podría ser una herramienta de un curtidor de cuero. O algún utensilio de granja. Mi conjetura es que el hombre estaba acostumbrado a tratar con animales.

– El hombre o los hombres. Un malhechor o una banda de malhechores. ¿Ha conocido algún caso parecido?

– No en Birmingham, señor.

– No, en efecto.

Anson esbozó una sonrisa tenue y guardó un breve silencio.

Campbell se permitió pensar en los caballos de la policía en las cuadras de Stafford: lo despiertos y receptivos que eran, el calor y el olor que despedían, el pelaje que casi les volvía peludos; el modo en que movían las orejas y agachaban la cabeza; y los resoplidos que a él le recordaban una tetera cuando rompe a hervir. ¿Qué tipo de ser humano querría hacer daño a un animal así?

– El superintendente Barrett recuerda un caso, hace unos años, de un desdichado que contrajo una deuda y mató a su caballo para cobrar el seguro. Pero una racha asesina como ésta… es tan extraña. En Irlanda, por supuesto, cortar a medianoche el corvejón al ganado del terrateniente casi forma parte del calendario social. Pero pocas cosas me sorprenderán en un feniano.

– Sí, señor.

– Hay que poner fin a esto enseguida. Estas atrocidades están mancillando la reputación de todo el condado.

– Sí, los periódicos…

– Los periódicos me importan un bledo, Campbell. Me preocupa el honor de Staffordshire. No quiero que parezca una guarida de salvajes.

– No, señor.

Pero el inspector pensó que Aston tenía que estar al corriente de determinados editoriales recientes, ninguno encomiástico y algunos personales.

– Le sugeriría que consultase la historia criminal de Great Wyrley y sus alrededores en los últimos años. Ha habido algunos… sucesos singulares. Y le sugiero que trabaje con quienes mejor conozcan la zona. Hay un sargento muy sensato, no recuerdo su nombre. Grande, de cara colorada…

– ¿Upton, señor?

– Eso es, Upton. Es un hombre que tiene los oídos pegados al suelo.

– Muy bien, señor.

– Y también estoy reclutando veinte agentes especiales [8]. Que se presenten al sargento Parsons.

– ¡Veinte!

– Veinte, y al diablo los gastos. Los pagaré de mi bolsillo si hace falta. Quiero un agente debajo de cada seto y detrás de cada arbusto hasta que atrapen a ese hombre.

A Campbell no le inquietaban los gastos. Se preguntaba cómo encubrir la presencia de veinte agentes especiales en una comarca donde el más mínimo rumor viajaba más deprisa que un telegrama. Veinte agentes especiales en un territorio desconocido para la mayoría, contra un lugareño que bien podía optar por quedarse en casa y reírse de ellos. Y, en todo caso, ¿a cuántos animales podían proteger veinte agentes? ¿A cuarenta, sesenta, ochenta? ¿Y cuántos había en la región? Cientos, quizá miles.

– ¿Alguna pregunta más?

– No, señor. Sólo… ¿puedo hacer una no profesional?

– Adelante.

– El pórtico de fuera. Con las columnas. ¿Tienen un nombre? El estilo, me refiero.

Anson le miró como si fuese la pregunta más extraordinaria que le hubiese hecho nunca un policía en activo.

– ¿Columnas? No tengo ni la más remota idea. Mi mujer es la que sabe esas cosas.

Los días siguientes, Campbell repasó los anales criminales de Great Wyrley y sus inmediaciones. Descubrió que respondía a sus expectativas. Un determinado número de robos, sobre todo de ganado; diversos casos de agresión; algunos de vagabundeo y ebriedad pública; un intento de suicidio; una chica condenada por escribir injurias en las paredes de las granjas; cinco casos de incendios provocados; cartas con amenazas y mercancías no solicitadas en la vicaría de Great Wyrley; una agresión sexual y dos comportamientos indecentes. Hasta donde pudo descubrir, no había habido ataques perpetrados contra animales en los últimos diez años.

Tampoco recordaba ninguno el sargento Upton, que había servido en la comarca el doble de tiempo. Pero la pregunta le recordó a un granjero, que ya había pasado a mejor vida -a menos, señor, que resultase peor- y de quien sospechaban que amaba demasiado a su oca, si usted me entiende. Campbell cortó en seco aquellos chismes pueblerinos; enseguida había considerado a Upton uno de los veteranos de la época en que la policía se conformaba con alistar casi a cualquiera que no fuese a todas luces lisiado, cojo y lerdo. Podías consultar a Upton sobre rumores y rencillas locales, pero difícilmente confiarías en su mano sobre una Biblia.

– Entonces, ¿ya lo ha resuelto, señor? -le resolló el sargento.

– ¿Tiene algo concreto que decirme, Upton?

– Yo no diría tanto. Pero un sabueso conoce a otro. Hay que poner uno para pillar a otro. Estoy seguro de que al final lo atrapará, inspector. Siendo como es un inspector de Birmingham. Oh, sí, al final lo atrapará.

Presintió que Upton se congraciaba con astucia y a la vez ponía vagos impedimentos. Algunos de los mozos de labranza eran exactamente iguales. Campbell se sentía más a gusto con los ladrones de Birmingham, que al menos te mentían sin rodeos.

La mañana del 27 de junio, pidieron al inspector que fuese a la mina Quinton, donde dos de los valiosos caballos de la empresa habían sido mutilados durante la noche. Uno se había desangrado y a la otra, una yegua que había sufrido amputaciones adicionales, la estaban sacrificando. El veterinario confirmó que se había utilizado el mismo instrumento de siempre o, por lo menos, con los mismos efectos.

Dos días después, el sargento Parsons llevó a Campbell una carta dirigida al «Sargento, comisaría de Hednesford, Staffordshire». Había sido echada al correo en Walsall y la firmaba un tal William Greatorex.

Tengo cara de intrépido y corro como un gamo, y cuando formaron la banda de Wyrley me obligaron a alistarme. Yo lo sabía todo sobre caballos y animales y la mejor forma de atraparlos. Dijeron que me zurrarían si me entraba el canguelo, así que lo hice y les pillé a los dos tumbados a las tres menos diez, y se despertaron; y luego los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó. Ahora bien, le diré quiénes están en la banda, pero no podrá probar nada sin mí. Hay uno que se llama Shipton y es de Wyrley, y un mozo de estación al que llaman Lee y que ha tenido que quedarse al margen, y está el abogado Edalji. No le he dicho quién es el que les manda a todos y no se lo diré si no me promete que a mí no me hará nada. No es verdad que siempre lo hacemos cuando la luna es joven, y el que mató Edalji el 11 de abril era luna llena. No he estado nunca entre rejas y creo que los demás tampoco, salvo el Capitán, por lo que creo que saldrán bien parados.

Campbell releyó la carta. «Los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó.» Esta información era correcta, pero mucha gente habría podido examinar a los animales muertos. Después de los dos últimos casos, la policía tuvo que montar guardia y expulsar a los visitantes hasta que el veterinario hubo terminado su trabajo. Con todo, «a las tres menos diez…» era una precisión extraña.

– ¿Conocemos a este Greatorex?

– Supongo que es el hijo de Greatorex, de la granja Littleworth.

– ¿Alguna relación? ¿Alguna razón para que escribiera al sargento Hobinson, de Hednesford?

– Ninguna.

– ¿Y qué opina del detalle de la luna?

El sargento Parsons era un hombre fornido y de pelo negro que tenía tendencia a mover los labios mientras pensaba.

– Es lo que algunos han estado diciendo. La luna nueva, ritos paganos y demás. No lo sé. Pero sí sé que no mataron a un animal el 11 de abril. Tampoco una semana después de esa fecha, si no me equivoco.

– No se equivoca.

Parsons era mucho más del gusto de Campbell que alguien como Upton. Pertenecía a la generación siguiente y estaba mejor adiestrado; no era rápido, pero sí reflexivo.

William Greatorex resultó ser un colegial de catorce años cuya letra no se parecía en nada a la de la carta. No había oído hablar de Lee ni de Shipton, pero confesó que conocía a Edalji, que algunas mañanas viajaba en el mismo tren. Nunca había estado en la comisaría de Hednesford y no conocía el nombre del sargento al mando.

Parsons y cinco agentes especiales registraron la granja Littleworth y sus dependencias anejas, pero no encontraron nada prodigiosamente afilado, manchado de sangre o recién limpiado. Cuando se marchaban, Campbell preguntó al sargento qué sabía de George Edalji.

– Pues, señor, es indio, ¿no? Es decir, medio indio. Un hombrecillo. Tiene un aire un poco raro. Abogado, vive en casa, va a Birmingham todos los días. No es que participe mucho en la vida del pueblo, si usted me entiende.

– ¿O sea que no se le conoce como miembro de una banda?

– Lejos de eso.

– ¿Amigos?

– No se le conocen. Son una familia reservada. Creo que la hermana tiene algún problema. Es inválida, retrasada o algo. Y dicen que él sale a pasear todas las tardes. Pero no tiene perro ni nada. Hubo una campaña contra la familia hace años.

– Lo he visto en el diario. ¿Por algún motivo?

– ¿Quién sabe? Hubo cierto… resentimiento cuando le asignaron el puesto al vicario. La gente decía que no querían que un negro les dijera desde el púlpito lo pecadores que eran; ese tipo de cosas. Pero eso fue hace siglos. Yo soy protestante. Somos más acogedores, a mi juicio.

– Ese joven, el hijo, ¿le parece un destripador de caballos?

Parsons se mordió los labios antes de responder.

– Déjeme expresarlo así, inspector. En cuanto haya servido aquí tanto tiempo como yo, descubrirá que nadie parece nada. O, en realidad, que parece cualquier cosa. ¿Me sigue?

George

El cartero muestra a George la leyenda oficial en el sobre: FRANQUEO INSUFICIENTE. La carta procede de Walsall; como su nombre y las señas de su despacho están escritos con una letra clara y decente, George decide pagar el sello. Cuesta dos peniques, el doble del franqueo omitido. Reconoce con agrado el contenido: un pedido de la Legislación ferroviaria. Pero no lo acompañan un cheque o un giro postal. El remitente pide 300 ejemplares y firma como Belcebú.

Tres días después, las cartas empiezan a llegar de nuevo. El mismo género de cartas: difamatorias, blasfemas, lunáticas. Las recibe en su despacho y George las considera una intrusión insolente: allí es donde se siente a salvo y respetable, donde la vida está en orden. Instintivamente tira la primera; guarda las demás en un cajón inferior, como pruebas. Ya no es el adolescente inquieto de las primeras persecuciones; es una persona de provecho ahora, un abogado con cuatro años de ejercicio. Es muy capaz de pasar por alto estas cosas si quiere, o de afrontarlas como es debido. Y la policía de Birminghan es sin duda más eficiente y moderna que la de Staffordshire.

Una tarde, justo después de las 18.10, George acaba de guardarse en el bolsillo el abono de tren y está colgando el paraguas de su antebrazo cuando se percata de que una figura se ha puesto a caminar a su lado.

– ¿Todo va bien, señorito?

Es Upton, más gordo y con la cara más colorada que años atrás, y es probable que también más estúpido. George no se detiene.

– Buenas tardes -dice, bruscamente.

– Disfrutando de la vida, ¿eh? ¿Duerme bien?

En otro tiempo, George quizá se hubiese alarmado o se hubiera detenido para saber qué quería Upton. Pero ya no es aquel chico.

– No soy sonámbulo, de todos modos, espero.

Aviva el paso, deliberadamente, y el sargento se ve obligado a resoplar y jadear para seguirle.

– Sólo que, verá, hemos inundado la comarca de agentes especiales. Inundado. Así que el sonambulismo sería una mala idea, ah, sí, incluso para un a-bo-ga-do.

Sin reducir la marcha, George lanza una mirada despectiva hacia este idiota vacuo y bravucón.

– Oh, sí, un a-bo-ga-do. Espero que le sea útil, señorito. Hombre prevenido vale por dos, dicen, si no es al revés.

George no habla a sus padres de este encuentro. Hay una preocupación más inmediata: en el correo de la tarde ha llegado una carta de Cannock con una letra conocida. Su destinatario es George y el remitente firma «Un amante de la justicia»:

No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan. Pero pienso que todo el mundo merece un trato justo y por eso le escribo, porque no creo que tenga nada que ver con los horribles delitos de los que habla todo el mundo. Todos dicen que tiene que ser usted, porque piensan que no es de los nuestros y que le gustaría darles una tunda. Así que la policía empezó a vigilarle, pero no vieron nada y ahora vigilan a otra persona… Si matan a otro caballo dirán que ha sido usted, así que váyase de vacaciones para estar lejos cuando se produzca el próximo crimen. La policía dice que será a final de mes, como el anterior. Váyase antes.

George no pierde la calma.

– Difamación -dice-. A primera vista, yo diría que es difamación criminal.

– Vuelve a empezar -dice su madre, y él advierte que ella está al borde de las lágrimas-. Todo vuelve a empezar. No pararán hasta que nos hayan echado.

– Charlotte -dice Shapurji, con firmeza-. Ni hablar de eso. No nos iremos de la vicaría hasta que vayamos a descansar con el tío Compson. Es voluntad del Señor que suframos durante el viaje terrenal y no nos corresponde cuestionarla.

Hoy día hay momentos en que a George no le falta mucho para cuestionar al Señor. Por ejemplo: ¿por qué su madre, que es la virtud encarnada y socorre a los pobres y enfermos de la parroquia, tiene que sufrir de esta manera? Y si, como sostiene su padre, el Señor es el responsable de todo, entonces lo es también de la policía de Staffordshire y de su notoria incompetencia. Pero George no lo dice; cada vez hay más cosas que ni siquiera insinúa.

También empieza a comprender el mundo un poco mejor que sus padres. Sólo tiene veintisiete años, pero la vida laboral de un abogado de Birmingham ofrece atisbos de la naturaleza humana quizá inaccesibles para un vicario rural. De modo que cuando su padre propone que se quejen una vez más al jefe de la policía, George discrepa. Anson se puso en su contra la vez anterior; a quien hay que dirigirse es al inspector encargado de la investigación.

– Le escribiré -dice Shapurji.

– No, padre, creo que eso me corresponde a mí. E iré a verle yo solo. Si vamos los dos, podría pensar que es una delegación.

Al vicario le sorprende, pero está complacido. Le gustan estas afirmaciones viriles de su hijo y le deja salirse con la suya.

George escribe solicitando una entrevista, de preferencia no en la vicaría, sino en la comisaría que elija el inspector. A Campbell esto le parece un poco extraño. Opta por Hednesford y pide al sargento Parsons que le acompañe.

– Gracias por recibirme, inspector. Le agradezco que me dedique su tiempo. Tengo tres puntos en mi orden del día. Pero antes me gustaría que aceptara esto.

Campbell tiene unos cuarenta años y es un hombre pelirrojo, con cabeza de camello y larga espalda, que parece aún más alto sentado que de pie. Extiende la mano por encima de la mesa y examina el obsequio: un ejemplar de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren». Hojea despacio unas páginas.

– El ejemplar doscientos treinta y ocho -dice George.

Le sale un tono más vanidoso de lo que pretendía.

– Muy amable por su parte, señor, pero me temo que el reglamento de la policía prohíbe aceptar regalos del público general.

Campbell desliza el libro de nuevo por encima de la mesa.

– Oh, apenas es un soborno, inspector -dice George, con ligereza-. ¿No lo puede considerar… una nueva adquisición para la biblioteca?

– La biblioteca. ¿Tenemos una biblioteca, sargento?

– Bueno, siempre podríamos empezar una, señor.

– En ese caso, señor Edalji, cuente con mi agradecimiento.

George se pregunta a medias si no se estarán burlando de él.

– Se pronuncia Aydlji. No E-dal-ji.

– Aydlji. -El inspector hace un tosco intento y hace una mueca-. Si no le importa, me contentaré con llamarle señor.

George carraspea.

– El primer punto del orden del día es éste.

– Saca la carta del «Amante de la justicia»-. He recibido otras cinco en mi bufete.

Campbell la lee, se la pasa al sargento, la recoge, la relee. No sabe muy bien si es una carta de denuncia o de apoyo. O lo primero disfrazado de lo segundo. Si es una denuncia, ¿por qué la llevaría alguien a la policía? Si es de apoyo, ¿por qué presentarla, a menos que ya haya sido acusado? Campbell encuentra el motivo de George casi tan interesante como la propia carta.

– ¿Alguna idea de quién puede ser?

– No está firmada.

– Me he dado cuenta, señor. ¿Puedo preguntarle si tiene intención de seguir el consejo del remitente? «¿Váyase de vacaciones»?

– La verdad, inspector, eso parece tomar el rábano por las hojas. ¿No considera esta carta una difamación criminal?

– No lo sé, señor, para ser sincero. Son los abogados como usted los que deciden lo que es legal y lo que no lo es. Desde el punto de vista policial, yo diría que alguien se está divirtiendo a su costa.

– ¿Divirtiendo? ¿No le parece que si esta carta se difundiera, con las acusaciones que finge desmentir, yo correría peligro frente a los mozos de labranza y los mineros?

– No lo sé, señor. Lo único que puedo decir es que no recuerdo que una carta anónima haya dado pábulo a una agresión en esta comarca desde que estoy aquí. ¿Y usted, Parsons?

El sargento niega con la cabeza.

– ¿Y qué opina de la frase, hacia la mitad…, «piensan que no es de los nuestros»?

– ¿Qué opina usted?

– Pues verá, es algo que no me han dicho nunca.

– Muy bien, inspector, lo que yo «opino» es que casi con toda certeza constituye una referencia al hecho de que mi padre es de origen parsi.

– Sí, supongo que podría referirse a eso.

Campbell inclina de nuevo la cabeza pelirroja sobre la carta, como si la examinara en busca de un sentido más completo. Procura dilucidar las dudas sobre este hombre y su querella, si se trata de una queja sin ambages o de algo más complicado.

– ¿Podría, podría? ¿Qué otra cosa puede significar?

– Pues podría significar que usted no encaja.

– ¿Se refiere a que no juego en el equipo de criquet de Great Wyrley?

– ¿No juega, señor?

George se siente cada vez más exasperado.

– Y a que tampoco frecuento las tabernas.

– ¿No, señor?

– Ni tampoco fumo tabaco.

– ¿No, señor? Pues tendremos que esperar a preguntarle el sentido al redactor de la carta. Si le atrapamos, y cuando lo hagamos. ¿No ha dicho que había otra cosa?

El segundo punto en la lista de George es presentar una queja contra el sargento Upton, tanto por su actitud como por sus insinuaciones. Sólo que, al repetirlas el inspector, de algún modo dejan de serlo: Campbell las convierte en los comentarios torpones de un miembro no muy brillante de la policía a un denunciante algo pedante e hipersensible.

George está ya bastante confuso. Se esperaba gratitud por el libro, conmoción por la carta, interés por su aprieto. El inspector ha sido correcto pero lento; a George se le antoja que su cortesía estudiada es una especie de grosería. No obstante, tiene que exponer el tercer punto.

– Tengo una sugerencia. Para su investigación. -George hace una pausa, como proyectaba hacer, a fin de reclamar plena atención-. Sabuesos.

– ¿Cómo dice?

– Sabuesos. Como seguro que sabe, poseen un excelente olfato. Si adquiriese un par de sabuesos adiestrados, sin duda le conducirían directamente desde la escena de la próxima mutilación hasta el culpable. Siguen un rastro con una precisión asombrosa, y en esta comarca no hay grandes arroyos o ríos que el criminal pueda vadear para despistarlos.

La policía de Staffordshire no parece acostumbrada a recibir sugerencias prácticas de particulares.

– Sabuesos -repite Campbell-. En efecto, un par de ellos. Parece algo salido de un novelón barato. «¡Señor Holmes, eran las huellas de un perro gigantesco!»

Parsons suelta una risa y Campbell no le ordena que guarde silencio.

Todo ha salido horriblemente mal, sobre todo esta última parte que George ha concebido por su cuenta y de la que ni siquiera ha hablado con su padre. Está abatido. Al salir de la comisaría, los dos policías observan su marcha desde la entrada. Oye al sargento comentar, con una voz audible: «Quizá podamos guardar a los sabuesos en la biblioteca».

Estas palabras parecen acompañarle durante todo el trayecto de regreso a la vicaría, donde les hace a sus padres una crónica abreviada de la entrevista. Decide que si la policía rechaza sus propuestas, les ayudará a pesar de todo. Publica un anuncio en el Lichfield Mercury y otros periódicos en el que describe la campaña reanudada de cartas y ofrece una recompensa de 25 libras pagaderas en el caso de que se condene al culpable. Recuerda que el anuncio de su padre, hace muchos años, tuvo un mero efecto inflamatorio, pero confía en que esta vez la oferta de dinero dé su fruto. Declara que es abogado.

Campbell

Cinco días después, el inspector fue convocado de nuevo en Green Hall. Esta vez se mostró menos tímido a la hora de fisgar. Se fijó en un reloj de pie que exhibía las fases de la luna, un grabado a media tinta de una escena bíblica, una alfombra turca descolorida y una chimenea atestada de leños en previsión del otoño. En el estudio le alarmó menos el alce de ojo vidrioso y vio los volúmenes encuadernados del Field y Punch. El aparador albergaba un pez grande disecado en una pecera, y una vitrina con tres licoreras.

El capitán Anson indicó con un gesto a Campbell que se sentara y se quedó de pie: una artimaña de hombres bajos en presencia de otros más altos, como el inspector sabía bien. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre las estratagemas de la autoridad. El talante de la misma, en esta ocasión, no era cordial.

– Nuestro hombre ha empezado a provocarnos. Esas cartas de Greatorex… ¿Cuántas hemos recibido ya?

– Cinco, señor.

– Y anoche le llegó esta otra a Rowley, en Bridgetown. Anson se puso las gafas y empezó a leer:

Señor, un individuo cuyas iniciales adivinará llevará un gancho nuevo en el tren de Walsall la noche del miércoles, y lo llevará guardado en un bolsillo especial debajo del abrigo, y usted o sus colegas lo verán si logran abrírselo un poco, pues es casi cuatro centímetros más largo que el que tiró lejos de la vista cuando oyó que alguien le seguía los pasos esta mañana. Llegará después de las cinco o las seis, o si no vuelve a casa mañana lo hará el jueves y cometerá usted un error si no tiene a mano a todos sus agentes de paisano. Los ha despachado demasiado pronto. Vaya, piense nada más en que actuó cerca de donde ellos estuvieron escondidos hace sólo unos días. Pero señor, él tiene ojo de águila y los oídos tan afilados como una cuchilla, y es tan rápido de pies como un zorro e igual de silencioso, y repta a gatas hasta donde están los pobres animales, los acaricia un rato y después los destripa con el gancho y las tripas se les salen antes de darse cuenta de que están heridos. Necesita cien detectives para pillarle con las manos en la masa, porque es más listo que el hambre y se conoce cada recoveco. Usted sabe quién es, y puedo demostrarlo; pero hasta que ofrezcan una recompensa de cien libras no diré ni pío.

Anson miró a Campbell, invitándolo a hacer comentarios.

– Ninguno de mis hombres vio tirar algo, señor. Y no han encontrado nada que se parezca a un gancho. Quizá mutile o no a los animales de ese modo, pero las entrañas no se les salen, como sabemos. ¿Quiere que vigile los trenes de Walsall?

– Cuesta pensar que después de esta carta vaya a aparecer un tipo con un abrigo largo en medio del verano, invitando a que le registren.

– No, señor. ¿Cree que las cien libras que pide es una respuesta intencionada a la recompensa que ofrece el abogado?

– Es posible. Aquello fue una burda impertinencia.

Anson hizo una pausa y cogió otra hoja de papel de su escritorio.

– Pero es peor la otra carta, la dirigida al sargento Robinson, de Hednesford. Juzgue usted mismo.

Anson se la entregó.

Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre, cuando empiecen con niñas, porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo. No piense que va a pillarlos destripando a las bestias; son demasiado silenciosos y no se mueven durante horas, hasta que sus hombres se han ido… Edalji, al que dicen que encerraron, va a ir a Brum el domingo por la noche a ver al Capitán, cerca de Northfield, para hablar de cómo van a hacerlo con tantos detectives por ahí sueltos, y creo que van a despacharse algunas vacas a la luz del día en vez de por la noche… Creo que pronto matarán animales más cerca de aquí, y sé que las granjas Cross Keys y West Cannock son las dos primeras de la lista… A ti, canalla abotagado, te volaré esa cabezota de un tiro con la pistola de tu padre si te cruzas en mi camino o andas espiando a alguno de mis amigos.

– Esto es malo, señor. Muy malo. Más vale que no se sepa. Cundiría el pánico en todos los pueblos. Veinte mozas… La gente ya está bastante preocupada con su ganado.

– ¿Tiene hijos, Campbell?

– Un chico. Y una niña.

– Sí. Lo único bueno de esta carta es la amenaza de muerte al sargento Robinson.

– ¿Eso es bueno, señor?

– Oh, quizá no para el propio Robinson. Pero significa que nuestro hombre se ha propasado. Amenazar de muerte a un oficial de policía. Si incluimos eso en la acusación le caerá cadena perpetua.

«Si atrapamos al remitente de la carta», pensó Campbell.

– Northfield, Hednesford, Walsall… Intenta dispersarnos en todas direcciones.

– Sin duda. Inspector, permítame resumir, si no tiene objeciones, y dígame si discrepa de mi análisis.

– Sí, señor.

– Pues bien, usted es un oficial competente…, no, no discrepe todavía. -Anson esbozó la más leve de las sonrisas de su repertorio-. Un oficial muy competente. Pero esta investigación empezó hace tres meses y medio, y hubo tres semanas en las que tuvo a su mando a veinte agentes especiales. No hemos acusado a nadie ni detenido a nadie; ni siquiera hemos convocado a nadie para interrogarlo. Y las mutilaciones han continuado. ¿Estamos?

– Estamos.

– La cooperación local, que sé que usted compara desfavorablemente con su experiencia en la gran ciudad de Birmingham, ha sido mejor que de costumbre. Por una vez, existe un interés más grande del normal en ayudar a la policía. Pero las mejores sospechas que hemos obtenido hasta ahora proceden de denuncias anónimas. Ese misterioso «Capitán», por ejemplo, que ofrece el inconveniente de vivir en el otro lado de Birmingham. ¿Debe tentarnos? Yo creo que no. ¿Qué motivos podría tener un capitán que reside a kilómetros de distancia para mutilar animales a cuyos dueños no conoce? Aunque sería una pobre labor policial no hacer una visita a Northfield.

– De acuerdo.

– Así que estamos buscando a lugareños, como siempre hemos supuesto. O a un lugareño. Yo me inclino por la idea de más de uno. Tres o cuatro, quizá. Sería más lógico. Me imaginaría uno que escribe las cartas, un chico recadero que viaja a distintas localidades, una persona diestra en manejar animales y el que planea y los dirige a todos. Una banda, en otras palabras. A cuyos miembros no les gusta la policía. Que se recrean, de hecho, en intentar despistarnos. Que son jactanciosos.

»Dicen nombres para confundirnos. Por supuesto. Pero aun así, hay uno mencionado una y otra vez. Edalji. Edalji, que va a reunirse con el Capitán. Edalji, al que dicen que encerraron. Edalji, el abogado de la banda. Siempre he tenido mis sospechas, pero hasta ahora he creído oportuno reservármelas. Le dije que consultara los expedientes, Campbell. Hubo una campaña de cartas anónimas, sobre todo contra el padre. Bromas, patrañas, pequeños robos. Por poco le atrapamos entonces. Al final di al vicario un aviso bastante serio de que sabíamos quién andaba detrás de todo aquello, y no mucho después cesó. QED [9], diría usted, pero por desgracia no era suficiente para condenarle. Con todo, aunque no confesó, puse fin al asunto. Durante ¿cuánto? Siete, ocho años.

»Ahora ha empezado de nuevo y en el mismo lugar. Y el nombre de Edalji surge en todas partes. La primera carta de Greatorex menciona tres nombres, pero el único de los tres al que conoce el chico es Edalji. Por consiguiente, Edalji conoce a Greatorex. E hizo lo mismo la vez anterior: se incluyó en las denuncias. Sólo que ahora ha crecido y no se contenta con cazar mirlos y retorcerles el cuello. Esta vez busca cosas más grandes, literalmente. Vacas, caballos. Y como él no es un arquetipo físico, recluta a otros para que le ayuden en sus fechorías. Y ahora ha subido la puja y nos amenaza con veinte mozas. Veinte zagalas, Campbell.

– En efecto, señor. ¿Me permite una o dos preguntas?

– Sí.

– Para empezar, ¿por qué denunciarse él mismo?

– Para borrar el rastro. Incluye adrede su nombre en listas de personas que sabemos que no tienen nada que ver con este asunto.

– ¿Y también ofrece una recompensa por su propia captura?

– De ese modo sabe que no la reclamará nadie más que él. -Anson lanzó una risita seca, pero Campbell no pareció apreciar el chiste-. Y, por descontado, es otra provocación a la policía.

Mira cómo mete la pata, y entretanto un pobre ciudadano honrado tiene que aportar dinero para esclarecer el delito. Puestos a pensarlo, ese anuncio podría estar redactado como una difamación contra nosotros…

– Pero… disculpe, señor: ¿por qué un abogado de Birmingham reuniría a una banda de vándalos locales con objeto de mutilar a animales?

– Usted lo conoce, Campbell. ¿Qué impresión le causó?

El inspector repasó sus impresiones.

– Inteligente. Nervioso. Bastante afanoso de agradar, al principio. Un poco rápido en ofenderse. Se brindó a aconsejarnos y no mostramos mucho interés. Sugirió que probáramos a utilizar sabuesos.

– ¿Sabuesos? ¿Seguro que no dijo rastreadores nativos?

– No, señor, sabuesos. Lo raro fue que, al escuchar su voz…, una voz educada, la voz de un abogado, en un momento dado me sorprendí pensando que, si cerrabas los ojos, le tomarías por un inglés.

– ¿Mientras que, si los dejabas abiertos, no le confundirías precisamente con un miembro de la Guardia Real?

– Podríamos decirlo así, señor.

– Sí. Es como si la impresión que le causó, cerrados o abiertos los ojos, fuera la de alguien que se siente superior. ¿Cómo diría? Alguien que cree que pertenece a una casta superior, ¿no?

– Es posible. Pero ¿por qué una persona así destriparía caballos, en vez de demostrar, por ejemplo, que es inteligente y superior desfalcando grandes sumas de dinero?

– ¿Quién sabe si no lo planea también? Francamente, Campbell, el porqué me interesa mucho menos que el cómo, el cuándo y el qué.

– Sí, señor. Pero si me está pidiendo que detenga a ese hombre, ayudaría tener una pista sobre sus móviles.

A Anson le disgustaba esta clase de preguntas, que a su juicio se hacían cada vez con más frecuencia en la labor policial. Había una pasión por ahondar en la mente del criminal. Lo que había que hacer era pillar a un individuo, detenerle, acusarle y ponerlo a buen recaudo durante unos años, cuantos más mejor. Carecía de interés sondear el funcionamiento mental de un malhechor cuando disparaba su pistola o te rompía la ventana. El jefe de la policía estaba a punto de decir todo esto cuando Campbell le señaló:

– Al fin y al cabo, podemos descartar el móvil del lucro. No está destruyendo su patrimonio con idea de que alguien reclame el seguro.

– Un hombre que pega fuego al almiar del vecino no lo hace con ánimo de lucro. Lo hace por maldad. Por el placer de ver llamas en el cielo y el miedo en la cara de la gente. En el caso de Edalji quizá haya un odio profundo a los animales. Usted sin duda hará averiguaciones a este respecto. O si hay alguna pauta fija en el horario de los ataques, si la mayoría ocurren a comienzos de mes, podría haber algún principio expiatorio. Quizá el instrumento misterioso que andamos buscando sea un cuchillo ritual de origen indio. Un kukri o algo así. Tengo entendido que el padre de Edalji es parsi. ¿No adoran el fuego?

Campbell reconoció que los métodos profesionales no habían sido fructíferos hasta entonces, pero era reacio a que los suplantaran elucubraciones caprichosas. Y si los parsis adoraban el fuego, ¿no sería de esperar que el hombre fuese un pirómano?

– A propósito, no le estoy pidiendo que detenga al abogado.

– ¿No, señor?

– No. Lo que le pido, le ordeno, es que concentre sus recursos en él. Vigile la vicaría discretamente durante el día, haga que le sigan hasta la estación, asígnele un hombre en Birmingham, por si almuerza con el misterioso Capitán, y tenga la casa totalmente vigilada de noche. Hágalo de tal manera que no pueda salir a escupir por la puerta trasera sin topar con un agente especial. Hará algo, sé que hará algo.

George

George procura continuar su vida normal; en definitiva, es su derecho de inglés nacido libre. Pero resulta difícil cuando notas que te espían; cuando oscuras siluetas allanan los terrenos de la vicaría por la noche; cuando hay que ocultar cosas a Maud e incluso, en ocasiones, a la madre. El padre reza oraciones con la misma energía que siempre y las mujeres las repiten con la misma inquietud que antes. George confía cada vez menos en la protección del Señor. El único momento del día en que se siente a salvo es cuando su padre cierra con llave la puerta del dormitorio.

A veces tiene ganas de descorrer las cortinas, abrir la ventana y lanzar palabras sarcásticas a los vigilantes que sabe que merodean ahí fuera. «Qué absurdo despilfarro de dinero público», piensa. Para su sorpresa, descubre que está empezando a poseer carácter. Más aún le sorprende que le haga sentirse casi un adulto. Una noche en que, como de costumbre, recorre los caminos, ve a un agente especial que le sigue a cierta distancia. Se da media vuelta de golpe y aborda a su perseguidor, un hombre con cara zorruna y un traje de tweed, que da la impresión de que estaría más a gusto en una tasca mugrienta.

– ¿Puedo orientarle? -pregunta George, con un tono que raya en la descortesía.

– Sé cuidarme, gracias.

– ¿No es usted de por aquí?

– Soy de Walsall, ya que pregunta.

– Por aquí no se va a Walsall. ¿Por qué recorre los caminos de Great Wyrley a esta hora?

– También yo podría hacerle esa pregunta. «El tipo es insolente», piensa George.

– Me está siguiendo por orden del inspector Campbell. Está más claro que el agua. ¿Me toma por un idiota? El único punto interesante es si Campbell le ordenó que se dejara ver en todo momento, en cuyo caso su conducta puede considerarse una obstrucción de la vía pública, o bien le encargó que se mantuviera oculto, en cuyo caso es usted un agente especial totalmente incompetente.

El hombre se limita a sonreír entre dientes.

– Eso es cosa de él y mía, ¿no le parece?

– Me parece, amigo mío -dice George, y su ira es ya intensa-, que usted y sus colegas son un notable desperdicio del presupuesto público. Llevan semanas rondando por el pueblo y no han hecho nada, absolutamente nada de provecho.

El policía se limita a sonreír de nuevo.

– Tranquilo, tranquilo -dice.

Durante la cena, el vicario sugiere que George lleve a Maud a pasar el día en Aberystwyth. Lo dice con tono de mando, pero George se niega en redondo: tiene mucho trabajo y no quiere tomarse un día libre. No da su brazo a torcer hasta que Maud se suma a la súplica, y accede de mala gana. El martes están ausentes desde el amanecer hasta tarde por la noche. El sol brilla; el trayecto en tren -los casi doscientos kilómetros en el ferrocarril de Great Wyrley- es agradable y sin contratiempos; hermana y hermano experimentan una extraña sensación de libertad. Dan un paseo por el muelle, inspeccionan la fachada del University College y llegan hasta la punta del espigón (entrada, dos chelines). Es un hermoso día de agosto en que sopla un viento suave, y están plenamente de acuerdo en que no quieren navegar por la bahía en un barco de recreo; tampoco imitar a los acuclillados que recogen guijarros en la playa. Prefieren tomar el tranvía desde el extremo norte del paseo hasta los Cliff Gardens de Constitution Hill. A medida que el tranvía sube, y después, cuando baja, tienen una bella panorámica de la ciudad y de la bahía de Cardigan. Todas las personas con las que hablan en este lugar turístico son corteses, incluido el policía uniformado que les recomienda que almuercen en el hotel Belle Vue, o en el Waterloo si son abstemios estrictos. Comen pollo asado y tarta de manzana mientras hablan de temas seguros, como Horace y la tía abuela Stoneham, y la gente que ocupa otras mesas. Después de comer suben al castillo, que George describe jocosamente como un atentado contra la ley de venta de bienes, ya que sólo se compone de unas cuantas torres y fragmentos en ruinas. Un transeúnte señala allí, justo a la izquierda de Constitution Hill, la cumbre de Snowdon. Maud está encantada, pero George no logra divisarla. Ella promete que un día le comprará un par de prismáticos. En el tren de vuelta pregunta a su hermano si el tranvía de Aberystwyth se regirá por las mismas leyes que el ferrocarril; luego le ruega que le ponga una adivinanza como solía hacer en el aula. Él hace lo que puede, porque quiere a su hermana, que por una vez parece casi feliz; pero lo hace sin ganas.

Al día siguiente llega una postal a Newhall Street. Es una inmunda efusión que le acusa de mantener relaciones culpables con una mujer de Cannock: «Señor. ¿Le parece correcto que un hombre de su posición tenga relaciones todas las noches con la hermana de ____________________ ____________________, sabiendo que ella va a contraer matrimonio con Frank Smith, el socialista?». Huelga decir que no ha oído hablar de ninguno de los dos. Mira el matasellos: Wolverhampton, 12.30 del 4 de agosto de 1903. Estaban urdiendo esta calumnia asquerosa en el preciso momento en que él y Maud almorzaban en el hotel Belle Vue.

La postal le despierta sentimientos de envidia de Horace, que es ya un chupatintas despreocupado en el Ministerio de Hacienda en Manchester. Parece deslizarse indemne por la vida; pasan los días y toda su ambición se cifra en un lento ascenso de la escala, y su felicidad deriva de la compañía femenina, sobre la cual deja caer insinuaciones primarias. Ante todo, Horace ha huido de Great Wyrley. Más que nunca George considera una maldición haber sido el primogénito, así como estar dotado de una mayor inteligencia y de menos seguridad en sí mismo que su hermano. Horace tiene todos los motivos para dudar de sí mismo; a George, a pesar de su éxito académico y sus cualificaciones profesionales, le paraliza la timidez. Cuando explica las leyes detrás efe un escritorio sabe ser claro y hasta autoritario. Pero carece de la facultad de hablar con ligereza o frivolidad; no sabe cómo hacer que la gente se sienta a gusto; es consciente de que algunos le consideran raro.

El lunes, 17 de agosto de 1903, toma el tren de las 7.39 a New Street, como de costumbre; vuelve a las 17.25, como de costumbre, y llega a la vicaría poco antes de las seis y media. Trabaja un rato y luego se pone un abrigo y se va caminando a ver al botero, John Hands. Regresa a la vicaría un poco antes de las 21.30, cena y se retira a la habitación donde duerme con su padre. Las puertas de la vicaría están cerradas con llave y cerrojo, así como la puerta del dormitorio, y George duerme sin interrupciones, como ha hecho en las últimas semanas. A la mañana siguiente se despierta a las 6, la llave de la puerta del dormitorio se abre a las 6.40 y coge el tren de las 7.39 a New Street.

No se percata de que son las últimas veinticuatro horas normales de su vida.

Campbell

Llovió pertinazmente la noche del 17 y sopló un viento de borrasca. Al alba había escampado, y cuando los mineros se pusieron en marcha para el turno temprano en la mina de Great Wyrley había en el aire el frescor que sucede a una lluvia de verano. Un muchacho minero llamado Henry Garrett cruzaba un campo en su trayecto al trabajo cuando advirtió que un pony del pozo se hallaba maltrecho. Al acercarse vio que a duras penas se tenía en pie y que sangraba mucho.

Los gritos del chico atrajeron a un grupo de mineros que atravesaron chapoteando el campo para examinar el largo corte practicado en el abdomen del pony, y el charco rojo sobre el barro removido de debajo. En menos de una hora, Campbell había llegado con media docena de agentes especiales y habían mandado a buscar a Lewis, el veterinario. Campbell preguntó quién era el encargado de patrullar por aquel sector. El agente Cooper contestó que había pasado por aquel campo hacia las once y que el animal parecía en buen estado. Pero la noche era oscura y no se había acercado al pony.

Era el octavo caso en seis meses, y el decimosexto animal mutilado. Campbell pensó un poco en el pony y en el afecto que hasta los mineros más rudos mostraban por aquellas criaturas; pensó un poco en el capitán Aston y en su preocupación por el honor de Staffordshire; pero lo que más ocupó su pensamiento al mirar el tajo rezumante y observar cómo se tambaleaba el pony fue la carta que le había enseñado el jefe de la policía. «Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre -recordó. Y después-: porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo.» Y otra palabra: «niñas».

Campbell era un oficial competente, como había dicho Anson; era diligente y equilibrado. No tenía ideas preconcebidas sobre los criminales; tampoco era dado a teorías demasiado precipitadas o a intuiciones autocomplacientes. Aun así, el campo donde había tenido lugar la salvajada se extendía directamente entre la mina y Great Wyrley. Si trazabas una línea recta desde el campo hasta el pueblo, la primera casa que encontrabas era la vicaría. La lógica ordinaria, así como el jefe de la policía, instaban a una visita.

– ¿Alguien estuvo vigilando la vicaría anoche?

El agente Judd se identificó y habló un poco más de la cuenta sobre el tiempo de perros que hacía y la lluvia que se le metía en los ojos, lo que quizá delatase que se había pasado la mitad de la noche guarecido debajo de un árbol. A Campbell no se le ocurría pensar que los policías estuviesen exentos de flaquezas humanas. En todo caso, Judd no había visto llegar ni marcharse a nadie; las luces se habían apagado a las diez y media, la hora de siempre. Pero había sido una noche de lo más destemplada, inspector…

Campbell consultó el reloj: las 7.15. Envió a Markew, que conocía al abogado, a que le detuviera en la estación. Dijo a Cooper y a Judd que aguardaran al veterinario y que espantasen a los mirones, y emprendió con Parsons y los restantes agentes el itinerario más directo hacia la vicaría. Había un par de setos por los que colarse y había que cruzar la vía de tren por el paso subterráneo, pero lo hicieron sin dificultades en menos de quince minutos. Bastante antes de las ocho, Campbell había apostado a un policía en cada esquina de la casa mientras él y Parsons hacían retumbar la aldaba. No eran sólo las veinte mozas; había también la amenaza de un balazo en la cabeza de Robinson con la pistola de alguien.

La criada acompañó a los dos policías a la cocina, donde la mujer y la hija del vicario estaban terminando el desayuno. Parsons juzgó que la mujer parecía asustada y su hija mestiza enfermiza.

– Me gustaría hablar con su hijo George.

La mujer del vicario era delgada y de complexión menuda; tenía casi todo el pelo blanco. Habló en voz baja, con un acusado acento escocés.

– Ya se ha marchado para su oficina. Toma el tren de las siete y treinta y nueve. Es abogado en Birmingham.

– Sé todo eso, señora. Tengo que pedirle que me enseñe la ropa de su hijo. Toda la ropa, sin excepción.

– Maud, ve a buscar a tu padre.

Parsons preguntó con un mero giro de la cabeza si debía seguir a la chica, pero Campbell le indicó que no. Alrededor de un minuto después apareció el vicario: un hombre bajo, fornido, de piel clara, sin ninguna de las rarezas de su hijo. Tenía el pelo blanco, pero Campbell pensó que era apuesto, dentro de su estilo hindú.

El inspector repitió su petición.

– Debo preguntarle cuál es el motivo de su investigación y si trae una orden de registro.

– Han encontrado a un pony de la mina… -Campbell titubeó un instante, a causa de la presencia de mujeres- en un campo cercano… Alguien lo ha herido.

– Y usted sospecha que ha sido mi hijo George.

La madre rodeó con un brazo a su hija.

– Digamos que sería muy útil para excluirle de la investigación, si es posible.

«La vieja mentira», pensó Campbell, casi avergonzado de volver a utilizarla.

– Pero ¿tiene usted una orden de registro?

– No la llevo conmigo en este momento, señor.

– Muy bien. Charlotte, enséñale la ropa de George.

– Gracias. Y supongo que no pondrá reparos a que mis agentes registren la casa y las inmediaciones.

– No, si eso ayuda a excluir a mi hijo de su investigación.

«Hasta ahora todo bien», pensó Campbell. En las barriadas de Birmingham, el padre le habría atacado con un atizador, la madre habría vociferado y la hija habría intentado arrancarle los ojos. No obstante, en algunos sentidos era más fácil, pues equivalía casi a una confesión de culpa.

Dijo a sus hombres que buscaran todo tipo de cuchillos o cuchillas, utensilios agrícolas u hortícolas que habrían podido utilizarse en la agresión, y fue con Parsons al piso de arriba. La ropa del abogado estaba extendida en la cama, incluidas camisas y ropa interior, como había pedido. Parecía limpia y seca al tacto.

– ¿Esto es toda su ropa?

La madre hizo una pausa antes de contestar.

– Sí -dijo. Y, al cabo de unos segundos-: Aparte de la que lleva puesta.

«Por supuesto -pensó Parsons-, ya imagino que no se habrá ido al trabajo desnudo. Qué declaración más rara.»

– Necesito ver su cuchillo -dijo, como de pasada.

– ¿Su cuchillo? -Ella le miró, interrogante-. ¿Se refiere al que usa para comer?

– No, al suyo. Todos los jóvenes tienen uno.

– Mi hijo es abogado -dijo el vicario, con cierta brusquedad-. Trabaja en una oficina. No se pasa el día afilando palos.

– No sé cuántas veces me han dicho que su hijo es abogado. Lo sé muy bien. Y sé también que todos los jóvenes tienen un cuchillo.

Tras unos susurros, la hija salió y volvió con un objeto corto y grueso que entregó con un ademán desafiante.

– Es su navaja botánica -dijo.

Campbell vio enseguida que aquel objeto no habría podido infligir el daño del que había sido testigo un rato antes. Fingió, sin embargo, un notable interés, llevando la navaja a la ventana y girándola a la luz.

– Hemos encontrado esto, señor.

Un policía sostenía un estuche que contenía cuatro navajas. Una de ellas parecía mojada. Otra tenía manchas rojas en el reverso.

– Son mis navajas de afeitar -dijo enseguida el vicario.

– Una está mojada.

– Sin duda porque me he afeitado con ella hace apenas una hora.

– Y su hijo… ¿con qué se afeita? Hubo una pausa.

– Con una de ellas.

– Ah. Así que no son, estrictamente hablando, sus navajas, señor, ¿no?

– Al contrario. Siempre han sido mías. Las tengo desde hace veinte años o más, y cuando llegó el momento de que mi hijo se afeitase le permití utilizar una.

– ¿Y lo sigue haciendo?

– Sí.

– ¿No se fía de él si utiliza navajas propias?

– No las necesita.

– Pero ¿por qué no puede tener navajas suyas?

Campbell lo pronunció como si fuera una pregunta a medias, a la espera de que alguien optara por responderla. No, pensó que no. Había algo ligeramente extraño en la familia, aunque no supiera concretar qué era. No se estaban negando a cooperar, pero al mismo tiempo no los sentía nada francos.

– Su hijo salió anoche.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– No lo sé exactamente. Una hora, quizá más. ¿Charlotte?

De nuevo, la mujer pareció emplear un tiempo desmesurado en ponderar una pregunta sencilla.

– Una hora y media, hora y tres cuartos -susurró al final. Tiempo de sobra para ir al campo y volver, como Campbell acababa de demostrar.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Entre las ocho y las nueve y media -respondió el vicario, aunque Parsons había dirigido la pregunta a la mujer- Fue al botero.

– No, me refiero a después de eso.

– Después de eso no salió.

– Pero le he preguntado si salió por la noche y me ha dicho que sí.

– No, inspector, usted me ha preguntado si salió anoche, no por la noche.

Campbell asintió. No era lerdo, aquel clérigo.

– Bueno, me gustaría ver sus botas.

– ¿Sus botas?

– Sí, las botas con que salió. Y enséñeme el pantalón que llevaba.

Estaba seco, pero cuando Campbell volvió a examinarlo vio barro negro alrededor de los dobladillos. Cuando le mostraron las botas vio que también tenían costras de barro y que estaban aún húmedas.

– También he encontrado esto, señor -dijo el sargento que había llevado las botas-. A mí me parece húmedo.

Entregó un abrigo de sarga azul.

– ¿Dónde estaba esto? -El inspector pasó la mano por el abrigo-. Sí, está húmedo.

– Colgado al lado de la puerta de atrás, justo encima de las botas.

– Déjeme palparlo -dijo el vicario. Pasó una mano por la manga y dijo-: Está seca.

– Está húmedo -repitió Campbell, y pensó: «Y lo que es más, yo soy policía»-. ¿A quién pertenece?

– A George.

– ¿A George? Les he dicho que me enseñaran toda su ropa. Sin excepción.

– Se la hemos enseñado. -Esta vez era la madre-. Lo que yo considero su ropa es todo esto. Eso no es más que un abrigo viejo que nunca se pone.

– ¿Nunca?

– Nunca.

– ¿Se lo pone otra persona?

– No.

– Es de lo más misterioso. Un abrigo que nadie se pone pero que está colgado oportunamente junto a la puerta de atrás. Empecemos otra vez. Este abrigo es de su hijo. ¿Cuándo se lo puso por última vez?

Los padres se miraron. Al final, la madre dijo:

– No lo sé. Está demasiado astroso para que salga a la calle con él, y no hay motivo para que lo use en casa. Quizá se lo pone para la jardinería.

– Déjeme ver -dijo Campbell, levantando la prenda hacia la luz de la ventana-. Sí, aquí hay un pelo. Y… otro. Y… sí, otro más. ¿Parsons?

El sargento echó un vistazo y asintió.

– Déjeme ver, inspector. -El vicario fue autorizado a examinar el abrigo-. Esto no es un pelo. No veo ningún pelo.

La madre y la hija se sumaron al examen, tirando de la sarga azul, como en un bazar. El inspector las alejó con un gesto y depositó el abrigo en la mesa.

– Aquí -dijo, señalando el pelo más obvio.

– Es una liña -dijo la hija-. No es un pelo, es una liña.

– ¿Qué es una liña?

– Una hebra, una hebra suelta. Todo el mundo lo ve, cualquiera que haya cosido alguna vez.

Campbell no había cosido en su vida, pero detectaba el pánico en la voz de una muchacha.

– Y mire estas manchas, sargento.

En la manga derecha había dos regueros separados, uno blanquecino, el otro tirando a oscuro. Ni el inspector ni Parsons hablaron, pero los dos estaban pensando lo mismo. Blanquecina, la saliva del pony; oscura, su sangre.

– Ya le he dicho que no es más que un abrigo viejo. Nunca saldría con él. No, desde luego, para ir a ver al botero.

– ¿Entonces por qué está húmedo?

– No está húmedo.

La hija adujo otra explicación provechosa para su hermano.

– Quizá a usted le parece húmedo sólo porque estaba colgado junto a la puerta trasera.

Nada impresionado, Campbell recogió el abrigo, las botas, el pantalón y otras prendas que consideraron habían sido usadas la noche anterior; también se llevó las navajas. Ordenó a la familia que no estableciera contacto con George hasta que la policía les autorizase. Apostó un hombre fuera de la vicaría y a los demás les ordenó que se repartieran el terreno. Después volvió con Parsons al campo, donde Lewis había concluido su examen y solicitaba permiso para sacrificar al pony. Campbell tendría el informe del veterinario al día siguiente. El inspector le pidió que le cortara una tira de piel al animal muerto. El agente Cooper habría de llevarla, junto con la ropa, al doctor Butter en Cannock.

En la estación de Wyrley, Markew informó de que el abogado, cortante, había desobedecido su petición de que esperase. Por consiguiente, Campbell y Parsons tomaron el primer tren disponible a Birmingham: el de las 9.53.

– Extraña familia -dijo el inspector, cuando cruzaban el canal entre Bloxwich y Walsall.

– Muy extraña. -El sargento se mordió el labio un rato-. Si me permite decírselo, señor, parecen bastante sinceros.

– Sé lo que quiere decir. Es algo que los criminales harían bien en estudiar.

– ¿Qué, señor?

– No mentir más de lo que necesitan.

– Eso será cuando las ranas críen pelo -se rió Parsons-. Con todo, hay que compadecerles, en un sentido. Que le ocurra a esa clase de familia. Una oveja negra, si me permite la expresión.

– Claro que se la permito.

Poco después de las once de la mañana, los dos policías se presentaron en el 54 de Newhall Street. Era una oficina pequeña, de dos habitaciones, con una secretaria que custodiaba la puerta del abogado. George Edalji estaba sentado pasivamente ante su escritorio, y tenía mala cara.

Campbell, alerta ante cualquier movimiento súbito del hombre, dijo:

– No queremos registrarle aquí, pero tendrá que entregarme su pistola.

Edalji le miró sin expresión.

– No tengo pistola.

– ¿Qué es eso, entonces?

El inspector señaló con un gesto un objeto largo y reluciente que George tenía delante, sobre la mesa. El abogado habló con una voz cansadísima.

– Eso, inspector, es la llave de la puerta de un vagón de tren.

– Era una broma -contestó Campbell. Pero estaba pensando: «llaves». La llave de la escuela de Walsall de tantos años atrás, y ahora había otra. Intuía en aquel hombre algo muy raro.

– La uso como pisapapeles -explicó el abogado-. Como quizá recuerde, soy una autoridad en materia de legislación ferroviaria.

Campbell asintió. Después informó de sus derechos al abogado y le detuvo. En el trayecto en coche hacia el calabozo de Newton Street, Edalji dijo a los oficiales:

– Esto no me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo.

Campbell miró de soslayo a Parsons, que tomó nota en el acto de aquellas palabras.

George

En Newton Street le quitaron el dinero, el reloj y una navaja pequeña. También intentaron quitarle el pañuelo, por si trataba de estrangularse. George objetó que era de lo más inadecuado para semejante propósito y le permitieron conservarlo.

Le tuvieron una hora en una celda clara y limpia y luego fueron a buscarlo para llevarlo en el tren de las 12.40 de New Street a Cannock. George pensó: «13.08: salida de Walsall. Birchills: 13.12. Bloxwich: 13.16. Wyrley y Churchbridge: 13.24. Cannock: T3.29». Los dos policías dijeron que no le esposarían durante el trayecto, y George se lo agradeció. Aun así, cuando el tren llegó a Wyrley, bajó la cabeza y levantó una mano hasta la mejilla por si Merriman o el maletero se fijaban en el uniforme del sargento y divulgaban la noticia.

En Cannock le trasladaron a la comisaría en un carruaje. Allí midieron su estatura y tomaron nota de sus datos personales. Le examinaron en busca de manchas de sangre. Un oficial le pidió que se quitara los gemelos y luego le inspeccionó los puños. Dijo:

– ¿Llevaba esta camisa en el campo anoche? Tiene que habérsela cambiado. Aquí no hay sangre.

George no contestó. No le vio sentido. Si respondía que no, daría pie al oficial para que dijera: «Así que admite que estuvo en el campo anoche. ¿Qué camisa llevaba?». George pensó que hasta aquel momento había cooperado en todo; en adelante contestaría únicamente a preguntas que fueran necesarias y no capciosas.

Le encerraron en una celda con poca luz y menos aire, y que olía como un urinario público. Hasta carecía de agua para lavarse. Le habían quitado el reloj pero calculó que serían alrededor de las dos y media. «Quince días antes -pensó-, sólo quince días, Maud y yo habíamos terminado nuestro pollo asado y la tarta de manzana en el Belle Vue y caminábamos por Marine Terrace hacia los jardines del castillo, donde hice una pequeña observación sobre la ley de venta de bienes y un transeúnte intentó señalar el Snowdon.» Ahora estaba sentado en el catre de un calabozo, respirando lo más brevemente que podía y a la espera de lo que se avecinara. Al cabo de un par de horas le llevaron a la sala de interrogatorios, donde le aguardaban Campbell y Parsons.

– Bien, señor Edalji, ya sabe por qué estamos aquí.

– Sé por qué está usted aquí. Y se pronuncia Aydlji, no E-dal-ji.

Campbell hizo caso omiso. Pensó: «Te llamaré como quiera a partir de ahora, señor abogado».

– ¿Yconoce sus derechos legales?

– Creo que sí, inspector. Conozco las normas del procedimiento policial. Conozco las leyes de pruebas y el derecho de los acusados a guardar silencio. Conozco las reparaciones previstas en casos de detención ilegal y prisión errónea. Conozco, en efecto, las leyes de la difamación. Y también conozco el plazo de que dispone para acusarme y el plazo con que cuenta después para presentarme ante los instructores.

Campbell había esperado cierto grado de desafío, aunque no del tipo normal, que muchas veces había que reducir con ayuda de un sargento y de varios agentes.

– Bueno, eso también nos facilita las cosas a nosotros. Sin duda nos informará de si rebasamos la raya. Entonces ya sabe por qué está aquí.

– Estoy aquí porque usted me ha detenido.

– Señor Edalji, no sirve de nada hacerse el listo conmigo. He lidiado con casos mucho más duros que usted. Ahora dígame por qué está aquí.

– Inspector, no tengo intención de responder a los comentarios de orden general que con toda seguridad usted emplea para embaucar a delincuentes comunes. Tampoco responderé si usted emprende lo que la judicatura desestimaría como un tanteo del terreno. Contestaré, con la mayor veracidad posible, a cualquier pregunta específica y pertinente que quiera formular.

– Muy amable por su parte. Hábleme del Capitán.

– ¿Qué capitán?

– Dígamelo usted.

– No conozco a nadie llamado el Capitán. A no ser que se refiera al capitán Aston.

– No me venga con impertinencias, George. Sabemos que visita al Capitán en Northfield.

– No he estado en Northfield en mi vida, que yo sepa. ¿En qué fechas se supone que visité Northfield?

– Hábleme de la banda de Great Wyrley.

– ¿La banda de Great Wyrley? Ahora es usted el que habla como en un novelón barato, inspector. Nunca he oído hablar de esa banda.

– ¿Cuándo conoció a Shipton?

– No conozco a nadie que se llame Shipton.

– ¿Cuándo conoció al mozo de estación Lee?

– ¿Mozo de estación? Maletero, querrá decir.

– Pues maletero, si es eso lo que hace.

– No conozco a ninguno que se llame Lee. Aunque, que yo sepa, puede que haya saludado a maleteros sin saber su nombre, y uno de ellos podría llamarse Lee. El maletero que hay en Wyrley y Churchbridge se llama Janes.

– ¿Cuándo conoció a William Greatorex?

– No conozco a ningún… ¿Greatorex? ¿Aquel chico del tren? ¿El que va a la escuela de Walsall? ¿Qué tiene que ver con esto?

– Dígamelo usted.

Silencio.

– ¿Así que Shipton y Lee son miembros de la banda de Great Wyrley?

– Inspector, mi respuesta a esto está plenamente implícita en mis respuestas anteriores. Por favor, no insulte a mi inteligencia.

– Su inteligencia es importante para usted, ¿verdad, señor Edalji?

Silencio.

– Es importante para usted ser más inteligente que otras personas, ¿verdad? Silencio.

– ¿Es usted el Capitán?

Silencio.

– Dígame exactamente sus movimientos de ayer.

– Ayer. Fui a trabajar como siempre. Estuve en mi bufete de Newhall Street todo el día, salvo cuando fui a comer mis bocadillos en St. Philip's Place. Volví como siempre, a eso de las seis y media. Resolví unos asuntos…

– ¿Qué asuntos?

– Asuntos jurídicos que me había llevado del bufete. La tramitación del traspaso de una pequeña propiedad.

– ¿Y después?

– Después salí de casa y fui andando a ver a Hands, el botero.

– ¿Por qué?

– Porque me está haciendo un par de botas.

– ¿Hands también está metido en esto?

Silencio.

– ¿Y?

– Y hablé con él mientras me hacía una prueba. Después estuve paseando un rato. Volví a cenar poco antes de las nueve y media.

– ¿Por dónde dio el paseo?

– Por allí. Por los caminos. Paseo todos los días. No suelo fijarme mucho.

– ¿De modo que caminó hacia la mina?

– No, creo que no.

– Vamos, George, usted sabe hacerlo mejor. Ha dicho que paseó en todas direcciones pero que no se acuerda de cuál siguió. Una de las direcciones desde Wyrley lleva a la mina. ¿Por qué no habría de caminar hacia allí?

– Si me permite un momento. -George se apretó la frente con los dedos-. Ahora me acuerdo. Fui por la carretera a Churchbridge. Luego giré a la derecha, hacia Watling Street Road, después a Walk Mill y luego recorrí el camino hasta por lo menos la granja de Green.

A Campbell le maravilló que fuera tan concreto alguien que no se acordaba de hacia dónde caminaba.

– ¿Ya quién vio en la granja de Green?

– A nadie. No entré. No conozco a los dueños.

– ¿Ya quién vio en su paseo?

– A Hands.

– No. A Hands lo vio antes del paseo.

– No estoy seguro. ¿No me ha estado siguiendo uno de sus agentes especiales? Sólo necesita consultarle para tener un informe completo de mis movimientos.

– Oh, lo tendré, sí, lo tendré. Y no sólo el de él. De modo que después cenó. Y luego volvió a salir.

– No. Después de cenar me fui a la cama.

– ¿Y luego se levantó y salió?

– No, ya le he dicho cuándo salí.

– ¿Qué ropa llevaba?

– ¿Qué llevaba? Botas, pantalón, chaqueta y abrigo.

– ¿Qué tipo de abrigo?

– Uno de sarga azul.

– ¿El que está colgado junto a la puerta de la cocina, donde deja las botas?

George frunció el ceño.

– No, ése es uno viejo que uso en casa. Llevaba otro que dejo en el perchero.

– ¿Entonces por qué estaba húmedo el abrigo colgado junto a la puerta trasera?

– No lo sé. No lo he tocado desde hace semanas, si no meses.

– Se lo puso anoche. Podemos demostrarlo.

– Entonces tendrá que hacerlo ante el tribunal.

– La ropa que se puso anoche tenía adheridos pelos de animal.

– No es posible.

– ¿Está llamando mentirosa a su madre?

Silencio.

– Pedimos a su madre que nos enseñara la ropa que se puso anoche. Ella nos la enseñó. Algunas prendas tenían pelos de animal. ¿Cómo lo explica?

– Bueno, vivo en el campo, inspector. Por mis pecados.

– ¿Por sus pecados? Pero no ordeña vacas ni hierra caballos, ¿no?

– Eso es evidente. Quizá me apoyé en la cancilla de un prado donde había vacas.

– Anoche llovió y sus botas estaban mojadas esta mañana.

Silencio.

– Es una pregunta, señor Edalji.

– No, inspector, es una declaración tendenciosa. Ha examinado mis botas. No me sorprende que estuviesen mojadas. Los caminos lo están en esta época del año.

– Pero los campos están más mojados, y anoche llovió.

Silencio.

– ¿Así que no niega que salió de la vicaría entre las nueve y media de la noche y el alba?

– Después del alba. Salí de casa a las siete y veinte.

– Pero no tiene manera de probarlo.

– Al contrario. Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.

El inspector paró en seco. Miró a Parsons, que aún estaba escribiendo las últimas palabras. Había oído algunas coartadas chapuceras en su vida, pero la verdad…

– Perdone, pero ¿puede repetir lo que acaba de decir?

– Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.

– ¿Desde cuándo tienen ese… hábito?

– Desde que yo tenía diez años.

– ¿Y ahora tiene?

– Veintisiete.

– Ya veo. -Campbell no lo veía en absoluto-. Y su padre…, cuando cierra con llave…, ¿sabe dónde la guarda?

– No la guarda en ningún sitio. La deja en la cerradura.

– O sea que para usted es facilísimo salir de la habitación.

– No necesito salir.

– ¿Una necesidad natural?

– Hay un orinal debajo de la cama. Pero nunca lo uso.

– ¿Nunca?

– Nunca.

– Muy bien. La llave está siempre en la cerradura. Entonces no le hace falta buscarla.

– Mi padre tiene un sueño muy ligero y actualmente sufre de lumbago. Se despierta con facilidad. La llave produce un chirrido muy fuerte cuando gira.

Campbell hizo lo que pudo para no reírse en la cara de George. ¿Por quién les tomaba?

– Todo eso parece muy práctico, si me permite decirlo, señor. ¿Nunca ha pensado en aceitar la cerradura?

Silencio.

– ¿Cuántas navajas tiene?

– ¿Cuántas navajas? No tengo ninguna.

– Pero usted se afeita, supongo, ¿no?

– Me afeito con una de mi padre.

– ¿Por qué no le dejan utilizar una propia?

Silencio.

– ¿Qué edad tiene usted, señor Edalji?

– Hoy ya he contestado a esa pregunta tres veces. Le sugiero que consulte sus notas.

– Un hombre de veintisiete años al que no le permiten utilizar una navaja propia y al que su padre, que tiene el sueño muy ligero, encierra en su dormitorio todas las noches. ¿Se da cuenta de que es usted un individuo extraordinariamente raro?

Silencio.

– Extraordinariamente raro, yo diría. Y… hábleme de los animales.

– Eso no es una pregunta, sino un palo de ciego.

George advirtió la incongruencia de su respuesta y no pudo evitar sonreír.

– Discúlpeme. -El inspector estaba cada vez más irritado. Hasta entonces había tratado con suavidad al chico. Bueno, no sería muy difícil convertir a un abogado engreído en un escolar llorica-. Pues aquí va una pregunta. ¿Qué piensa de los animales? ¿Le gustan?

– ¿Qué pienso de los animales? ¿Si me gustan? No, en general no me gustan.

– Era de esperar.

– No, inspector, déjeme explicarme. -George había intuido que Campbell endurecía su actitud y le pareció una buena táctica relajar sus normas de combate-. Cuando tenía cuatro años me llevaron a ver una vaca. Se ensució encima. Es casi mi primer recuerdo.

– ¿El de una vaca que se ensucia?

– Sí. Creo que desde aquel día desconfío de los animales.

– ¿Desconfía?

– Sí. De lo que pueden hacer. No son fiables.

– Ya veo. ¿Y dice que es su primer recuerdo?

– Sí.

– Y desde entonces desconfía de los animales. De todos.

– Bueno, no del gato que tenemos en casa. Ni del perro de la tía Stoneham. Les tengo mucho cariño.

– Ya veo. Pero no a los animales grandes. Como las vacas.

– Exacto.

– ¿Los caballos?

– Sí, los caballos no son de fiar.

– ¿Las ovejas?

– Las ovejas sólo son estúpidas.

– ¿Los mirlos? -pregunta el sargento Parsons.

Son las primeras palabras que ha dicho.

– Los mirlos no son animales.

– ¿Los monos?

– No hay monos en Staffordshire.

– De eso estamos segurísimos, ¿eh?

George siente que su ira crece. Aguarda adrede antes de contestar.

– Inspector, permítame decirle que las tácticas de su sargento son desatinadas.

– Oh, no creo que sean tácticas, señor Edalji. El sargento Parsons es un buen amigo del sargento Robinson, de Hednesford. Alguien ha amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza.

Silencio.

– Alguien ha amenazado también con cortar en rodajas a veinte mozas del pueblo donde usted vive.

Silencio.

– Bueno, no parece que le inmuten estas informaciones, sargento. Por lo visto no son una gran sorpresa.

Silencio. George pensó: «Es un error darle algo. Todo lo que no sea una respuesta directa a una pregunta directa es darle algo. No lo hagas».

El inspector consultó una libreta que tenía delante.

– Cuando le hemos detenido ha dicho: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Qué quería decir?

– Quería decir lo que he dicho.

– Bueno, déjeme que le diga cómo he interpretado yo lo que ha dicho, y cómo lo ha interpretado el sargento Parsons, y cómo lo interpretaría el hombre de la calle. Que al fin le han atrapado y que es un alivio que lo hayan hecho.

Silencio.

– Entonces, ¿por qué cree que está aquí?

Silencio.

– Quizá piense que es porque su padre es indio.

– Mi padre, en realidad, es parsi.

– Sus botas están manchadas de barro.

Silencio.

– Su navaja tiene rastros de sangre.

Silencio.

– Su abrigo tiene pelos de caballo.

Silencio.

– No le ha sorprendido que le detuvieran.

Silencio.

– No creo que nada de esto tenga que ver con el hecho de que su padre sea indio, parsi u hotentote.

Silencio.

– Bueno, parece que se ha quedado sin palabras, sargento. Debe de guardarlas para los instructores de Cannock.

George fue conducido de nuevo a su celda, donde le esperaba un plato de comida fría. La desdeñó. Cada veinte minutos oía el chirrido de la mirilla; cada hora -o eso calculó- abrían la puerta y un policía le inspeccionaba.

En su segunda visita, el carcelero, que a todas luces se ajustaba a un guión, dijo:

– Bueno, señor Edalji, lamento que esté aquí, pero ¿cómo se las arregló para burlar a todos nuestros colegas? ¿A qué hora destripó al caballo?

Como George nunca le había visto, la expresión conmiserativa le hizo poca mella y no le arrancó una respuesta. Una hora después, el policía dijo:

– Francamente, mi consejo, señor, es que descubra el pastel. Porque si no usted, alguien se verá obligado a hacerlo.

En la cuarta visita, George preguntó si aquellas comprobaciones constantes continuarían durante toda la noche.

– Las órdenes son órdenes.

– ¿Y tiene orden de mantenerme despierto?

– Oh, no, señor. Tengo orden de mantenerle vivo. Me juego el cuello si usted se causa algún daño.

George comprendió que con protestas no conseguiría que cesaran las interrupciones cada hora. El agente prosiguió:

– Desde luego, si se internara sería más fácil para todos, incluido usted mismo.

– ¿Internarme? ¿Dónde?

El carcelero se removió ligeramente.

– En un lugar seguro.

– Ah, ya -dijo George, recobrando de repente la cólera-. Quiere que diga que soy un chiflado.

Empleó la palabra aposta, recordando claramente la censura de su padre.

– Suele ser más fácil para toda la familia. Piénselo, señor. Piense en cuánto afectará a sus padres. Tengo entendido que son algo mayores.

La puerta de la celda se cerró. Tumbado en el catre, George estaba tan exhausto y furioso que no podía dormir. Volvió con el pensamiento a la vicaría, al aldabonazo y la casa llena de policías. Pensó en su padre, su madre, Maud. En su bufete de Newhall Street, ahora vacío y cerrado con llave; en la secretaria, enviada a su casa hasta nuevo aviso. En su hermano Horace abriendo un periódico a la mañana siguiente. En sus colegas de Birmingham comunicándose por teléfono la noticia.

Pero por debajo de la extenuación, la ira y el miedo, descubrió otro sentimiento: alivio. Por fin le había sobrevenido: tanto mejor. Había podido hacer bien poco contra los bromistas, los acosadores y los remitentes de basura anónima, y no mucho más cuando la policía empezó a desbarrar: sólo pudo ofrecerles un consejo sensato que ellos habían menospreciado. Pero sus torturadores y las pifias policiales le habían conducido a un lugar seguro. A su segundo hogar, las leyes de Inglaterra. Ahora sabía dónde estaba. Aunque su trabajo rara vez le llevaba a un tribunal, los conocía como una parte de su territorio natural. Había atendido suficientes casos para haber visto a particulares con la boca reseca de pánico, apenas capaces de testificar en presencia del solemne esplendor de la ley. Había visto a policías, al principio todo botones de latón y aplomo, reducidos a botarates mentirosos por un defensor medianamente decente. Y había observado -no, más que observado, presentido, casi tocado- aquellos hilos invisibles, irrompibles, que unían a todos los que tenían por oficio impartir justicia. Jueces, instructores, abogados, actuarios, ujieres: aquello era su feudo, donde hablaban entre sí una lingua franca que a menudo otros apenas entendían.

Claro que el asunto no llegaría hasta los jueces y los abogados de rango superior. La policía no tenía pruebas en su contra y él disponía de la coartada más sólida que se podía tener. Un clérigo de la Iglesia anglicana juraría sobre la Santa Biblia que su hijo dormía como un leño en un dormitorio cerrado con llave a la hora en que se estaba cometiendo el delito. En vista de lo cual, los instructores [10] se mirarían unos a otros y ni siquiera se molestarían en retirarse a deliberar. El inspector Campbell recibiría un severo rapapolvo y ahí quedaría todo. Por descontado, él tendría que contratar al abogado idóneo, y para aquel asunto pensó en Litchfield Meek. Caso sobreseído, costas concedidas, liberado sin una mancha en su reputación, la policía acerbamente criticada.

No, se estaba exaltando. Además, iba muy por delante de los acontecimientos, como cualquier espectador ingenuo. En todo momento debía pensar como un abogado. Tenía que prever lo que la policía alegaría, lo que su defensor necesitaba saber, lo que el tribunal admitiría. Tenía que recordar con absoluta certeza dónde estaba, qué hizo y qué dijo, y qué le dijo quién, a lo largo del período completo de la supuesta actividad delictiva.

Repasó sistemáticamente los dos últimos días y se aprestó a demostrar, más allá de toda duda razonable, el suceso más simple y menos controvertido. Enumeró los testigos que quizá necesitase: su secretaria, el botero Hands, el jefe de estación Merriman. Cualquiera que le hubiese visto hacer algo. Como Markew. Ya sabía a quién apelar si Merriman no corroboraba el hecho de que había tomado el tren de las 7.39 a Birmingham. George estaba de pie en el andén cuando Joseph Markew le abordó y le sugirió que tomase otro tren posterior, porque el inspector Campbell deseaba hablarle. Markew era un ex policía que en la actualidad poseía una posada; era muy posible que le hubieran contratado como agente especial, pero él no lo dijo. George había preguntado qué quería Campbell, pero Markew dijo que no lo sabía. George, al cavilar sobre la decisión que tomaría, se preguntó también qué estarían pensando de aquella conversación los demás pasajeros, y entonces Markew había adoptado una actitud intimidatoria y había dicho algo como… no, no era eso, porque de golpe recordó las palabras textuales. Markew había dicho: «Oh, vamos, señor Edalji, ¿no puede tomarse un día libre?». Y George había pensado, la verdad, amigo mío, es que ya me lo tomé hace dos semanas exactas, y fui a Aberystwyth con mi hermana, pero en materia de vacaciones seguiré mi propio consejo, o el de mi padre, y no el de la policía de Staffordshire, cuya conducta en las últimas semanas no puede decirse que se haya distinguido por su extrema urbanidad. Así que le había explicado que un asunto urgente le aguardaba en Newhall Street, y cuando llegó el tren de las 7.39 dejó plantado a Markew en el andén.

George rememoró otras conversaciones, hasta las más triviales, con la misma minuciosidad. Al final se durmió; o más bien fue menos consciente del chirrido de la mirilla y las intrusiones del carcelero. Por la mañana le llevaron un cubo de agua, un pedazo de jabón moteado y un trapo a modo de toalla. Le permitieron ver a su padre, que le llevaba el desayuno de la vicaría. También le consintieron escribir dos breves cartas explicando a los clientes por qué habría algún retraso en sus casos inmediatos.

Como una hora más tarde llegaron dos agentes para conducirle a la sala de la audiencia. Mientras esperaban para ponerse en marcha, los guardianes no le prestaron atención y hablaron a grito pelado de un caso que claramente les interesaba mucho más que el de George. Se trataba de la misteriosa desaparición de una médico en Londres.

– Uno setenta y cinco, nada menos.

– Difícil no verla, entonces.

– Eso parece, ¿no?

Le escoltaron a lo largo de los ciento cincuenta metros de distancia desde la comisaría, y a través de un gentío en cuya actitud prevalecía, al parecer, la curiosidad. En un momento dado, una anciana gritó insultos incoherentes, pero se la llevaron. En la sala le aguardaba el señor Litchfield Meek: un letrado de la vieja escuela, flaco y de pelo blanco, tan conocido por su cortesía como por su obstinación. A diferencia de George, no esperaba un sobreseimiento inmediato del caso.

Aparecieron los instructores: J. Williamson, J. T. Hatton y el coronel R. S. Williamson. George Ernest Thompson Edalji fue acusado del acto ilegal y deliberado de herir el 17 de agosto a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley. El acusado se declaró inocente y el inspector Campbell fue convocado para presentar las pruebas de la policía. Testificó que hacia las siete de la mañana le habían llamado a un campo cercano a la mina, y que había encontrado a un pony malherido al que en última instancia hubo que sacrificar. Se dirigió desde el campo a la casa del preso, donde encontró un abrigo con manchas de sangre en los puños, manchas blanquecinas de saliva en las mangas y pelos en las mangas y el pecho. Había un chaleco con un reguero de saliva. El bolsillo del abrigo contenía un pañuelo con las iniciales SE y una mancha pardusca en una esquina que podría haber sido sangre. Después, acompañado por el sargento Parsons, fue al lugar de trabajo del preso en Birmingham, donde le detuvo y le condujo a Cannock para interrogarlo. El acusado negó que la ropa que le habían descrito fuera la que llevaba la noche anterior; pero al decirle que su madre había confirmado este punto, confesó el hecho. Luego le interrogaron sobre los pelos en la ropa. Al principio negó que los hubiese, pero después sugirió que quizá se le hubiesen adherido al recostarse en una cancilla.

George miró a su defensor: aquello no era en absoluto el contenido de su conversación con el inspector la tarde de la víspera. Pero a Meek no le interesaba intercambiar miradas con su cliente. En lugar de eso, se levantó y le hizo a Campbell unas preguntas que a George le parecieron inocuas, cuando no directamente amistosas.

Después Meek llamó al reverendo Shapurji Edalji, al que describió como un «clérigo que ha recibido las órdenes sagradas». George observó cómo su padre esbozaba, de una forma precisa pero con pausas bastante largas, las disposiciones a la hora de acostarse en la vicaría; que siempre cerraba con llave la puerta del dormitorio; que costaba trabajo girar la llave, y que chirriaba; que tenía el sueño muy ligero y que en los últimos meses le mortificaban los dolores de lumbago, y que sin duda se habría despertado si alguien hubiese girado la llave; y que en ningún caso había dormido hasta más tarde de las cinco de la mañana.

El comisario Barrett, un hombre rechoncho, con una corta barba blanca, la gorra sujeta contra la prominencia de su panza, dijo al tribunal que el jefe de la policía le había encomendado que se opusiera a la fianza. Tras una breve consulta, los instructores dictaminaron que el preso comparecería de nuevo ante ellos el lunes siguiente, fecha en que oirían los argumentos para la fianza. Entretanto sería trasladado a la cárcel de Stafford. Y eso fue todo. Meek prometió visitar a George al día siguiente, probablemente por la tarde. George le pidió que le llevara un periódico de Birmingham. Necesitaba saber lo que les estaban contando a sus colegas. Prefería la Gazette, pero el Post sería suficiente.

En la cárcel de Stafford le preguntaron a qué religión pertenecía y también si sabía leer y escribir. A continuación le dijeron que se desvistiera y le ordenaron que se colocase en una postura humillante. Fue conducido a presencia del director, el capitán Synge, que le dijo que se alojaría en el ala del hospital hasta que hubiera una celda disponible. Después le explicaron sus privilegios como preso preventivo: estaba autorizado a vestir su propia ropa, a hacer ejercicio, escribir cartas, recibir periódicos y revistas. Le permitirían mantener con su abogado conversaciones privadas que observaría un celador desde el otro lado de una puerta de cristal. Todas las demás entrevistas serían vigiladas.

A George le habían detenido con su ligero traje de verano y sólo un sombrero de paja para la cabeza. Pidió permiso para mandar que le enviaran una muda. Le dijeron que lo prohibía el reglamento. Era un privilegio de un recluso preventivo vestir su propia ropa, pero no había que entender que esto implicaba el derecho de reunir un vestuario privado en su celda.

LA SENSACIÓN DE GREAT WYRLEY, leyó George la tarde siguiente. PROCESADO EL HIJO DEL VICARIO. «La sensación que causó la noticia en todo el distrito de Cannock Chase fue puesta de manifiesto por la multitud que ayer pobló las carreteras que llevan a la vicaría de Great Wyrley, donde residía el acusado, y al juzgado de la policía y la comisaría de Cannock.»

A George le consternó la idea de que asediaran la vicaría. «La policía fue autorizada a registrar sin una orden. Que se sepa con certeza hasta ahora, el resultado del registro han sido cierto número de prendas manchadas de sangre, una serie de navajas y un par de botas encontradas en un campo cercano al escenario de la última mutilación.»

– Encontradas en un campo -le repitió a Meek-. ¿Encontradas en un campo? ¿Alguien puso mis botas en un campo? ¿Cierto número de prendas manchadas de sangre? ¿Un número?

Meek mostró una calma asombrosa ante todo esto. No, no tenía intención de interrogar a la policía sobre el presunto hallazgo de un par de botas en un campo. No, no se proponía pedir a la Daily Gazette de Birmingham que publicara una retractación relativa al número de prendas manchadas de sangre.

– Si me permite una sugerencia, señor Edalji.

– Por supuesto.

– Como podrá imaginar, he tenido muchos clientes en situaciones similares a la suya, e insisten sobre todo en leer las crónicas de prensa sobre su caso. A veces se sulfuran un poco al leerlas. Cuando eso ocurre, siempre les aconsejo que lean la columna siguiente. A menudo les ayuda.

– ¿La columna siguiente?

George desplazó la mirada cinco centímetros a la izquierda. El titular era MÉDICO DESAPARECIDA. Y debajo: SIN PISTAS SOBRE LA SEÑORITA HICKMAN.

– Léalo en voz alta -dijo Meek.

– «Aún no hay pistas sobre la desaparición de la señorita Sophie Frances Hickman, médico del Royal Free Hospital…»

Meek pidió a George que le leyera la columna entera. Escuchó con atención, suspirando y moviendo la cabeza, y hasta succionó aire de vez en cuando.

– Pero señor Meek -dijo George al final-, ¿cómo voy a saber si algo de todo esto es cierto, después de ver lo que dicen sobre mí?

– Ése es mi argumento.

– Aun así… -Los ojos de George se desviaban como atraídos por imanes hacia el artículo sobre él-. Aun así. «El acusado, como da a entender su nombre, es de origen oriental.» Es como si dijeran que soy chino.

– Le prometo, señor Edalji, que si alguna vez dicen que es usted chino, tendré unas palabras a solas con el redactor jefe.

El lunes siguiente, George fue trasladado otra vez de Stafford a Cannock. En esta ocasión el gentío en el trayecto a la audiencia pareció más turbulento. Unos hombres corrieron junto al coche, dando saltos para mirar dentro; otros daban golpes en las portezuelas y agitaban palos en el aire. George se alarmó, pero los agentes de escolta actuaron como si aquello fuera normal.

En esta ocasión estuvo presente el capitán Anson; George reparó en la figura autoritaria que le miraba con ferocidad. Los instructores anunciaron que exigirían tres fiadores distintos, dada la gravedad del cargo. El padre de George dudó de que pudiera encontrar tantos. En consecuencia, los instructores pospusieron la vista al mismo día de la semana siguiente, en Penkridge.

Allí especificaron más los términos de la fianza. Las sumas exigidas eran las siguientes: 200 libras George, 100 su padre, otras 100 su madre y roo más de un tercero. Pero eso suponía cuatro fiadores, no los tres que habían decretado en Cannock. A George le pareció una mascarada. Sin esperar a Meek, se levantó.

– No deseo una fianza -dijo a los instructores-. He recibido varias ofertas, pero prefiero no tener fianza.

Así pues, la vista se fijó para el jueves siguiente, 3 de septiembre, en Cannock. El martes, Meek fue a verle con malas noticias.

– Van a añadir una segunda acusación, la de amenazar de muerte mediante un disparo al sargento Robinson de Hednesford.

– ¿Han encontrado una pistola al lado de mis botas en el campo? -preguntó George, incrédulo-. ¿Disparo? ¿Matar de un disparo al sargento Robinson? Señor Meek, ¿no están en sus cabales? ¿Qué demontres quiere decir esto?

– Quiere decir -contestó Meek, como si el arrebato de su cliente hubiera sido una pregunta sencilla y mesurada-, quiere decir que los instructores están decididos a que le procesen. Por débiles que sean las pruebas, es muy improbable que ahora pudieran exculparle.

Más tarde, George estaba sentado en su cama del ala del hospital. La incredulidad aún le quemaba como una dolencia. ¿Cómo podían hacerle aquello? ¿Cómo podían pensar tales cosas? ¿Cómo eran capaces de empezar a creerlo? Enfurecerse era para él algo tan nuevo que no sabía contra quién dirigir su furia:

¿Campbell, Birmingham, Anson, el abogado de la policía, los instructores? Bueno, por el momento se cebaría en estos últimos. Meek había dicho que iban a decretar su enjuiciamiento: como si no tuvieran capacidad mental, como si fueran marionetas o autómatas. Pero en suma, ¿qué eran aquellos instructores? Apenas miembros cualificados de la profesión jurídica. La mayoría no eran más que aficionados fatuos, investidos de una breve y pequeña autoridad.

Le estremecieron sus palabras despectivas y de inmediato le avergonzó su agitación. Por eso la cólera era un pecado: conducía a la falsedad. Sin duda, los instructores de Cannock no eran mejores ni peores que los de otros sitios; tampoco recordaba que hubieran proferido una palabra de la que él disintiera por completo. Y cuanto más pensaba en ellos, tanto más empezaba a imponerse su condición de abogado. La incredulidad se atenuó hasta convertirse en una mera decepción intensa, y luego en un pragmatismo resignado. Era a todas luces mucho mejor que su caso lo viera un tribunal superior. Eran necesarios letrados acreditados y un entorno más grave para administrar la justicia y la reprensión debidas. La audiencia de Cannock era el marco más inapropiado. Para empezar, apenas era más grande que el aula de la vicaría. Ni siquiera había un banquillo propiamente dicho: los presos se veían obligados a sentarse en una silla en medio de la sala.

Allí lo colocaron la mañana del 3 de septiembre; se sintió observado desde todos los ángulos, sin saber si aquella posición le daba un mayor aspecto de ser el listo o el burro de la clase. El inspector Campbell testificó por extenso, pero se apartó poco de lo que había declarado anteriormente. La primera declaración nueva de la policía fue del agente Cooper, que refirió que en las horas que siguieron al descubrimiento del animal herido había tomado posesión de una de las botas del prisionero, que tenían un tacón singularmente gastado. Lo había comparado con las huellas en el campo donde habían encontrado al pony, y asimismo con las marcas cercanas a una pasarela de madera próxima a la vicaría. Había apretado el tacón de la bota del señor Edalji contra la tierra mojada y descubrió, al retirar la bota, que las huellas coincidían.

El sargento Parsons admitió a continuación que estaba al mando del grupo de veinte agentes especiales desplegados para perseguir a la banda de mutiladores. Declaró que durante el registro del dormitorio de Edalji había hallado un estuche de cuatro navajas. Una de ellas estaba mojada, tenía manchas pardas y uno o dos pelos adheridos a la hoja. El sargento se la había enseñado al padre de Edalji, que comenzó a limpiarla con los pulgares.

– ¡Eso no es cierto! -gritó el vicario, poniéndose de pie.

– No debe interrumpir -dijo el inspector Campbell, antes de que los instructores pudieran reaccionar.

El sargento Parsons continuó su declaración y describió el momento en que el preso fue introducido en el calabozo de Newton Street, en Birmingham. Edalji se había vuelto hacia él y le había dicho: «Esto es un poco obra de Loxton, supongo. Me las pagará antes de que acaben conmigo».

La mañana siguiente, la Daily Gazette de Birmingham escribió de George:

Tiene veintiocho años pero parece más joven. Vestía un traje de cuadros blancos y negros que le quedaba pequeño, y su cara atezada, de ojos llenos y oscuros y boca prominente, tenía poco del típico abogado. Su aspecto impasible es esencialmente oriental, y aparte de una leve sonrisa no se le escapó el menor signo de emoción mientras se iba revelando la historia extraordinaria de la acusación. Su anciano padre indio y su madre inglesa y de pelo blanco estaban en la sala y siguieron la sesión con un interés patético.

– Tengo veintiocho años pero parezco más joven -le comentó a Meek-. Quizá sea porque tengo veintisiete. Mi madre no es inglesa, es escocesa. Mi padre no es indio.

– Le advertí que no leyera los periódicos.

– Pero no es indio.

– Para la Gazette se aproxima bastante.

– Pero señor Meek, ¿y si yo le dijera a usted que es galés?

– No le diría que se equivoca, porque mi madre tenía sangre galesa.

– ¿O irlandés?

Meek le sonrió, nada ofendido, quizá hasta con un aire un poco irlandés.

– ¿O francés?

– Ahí, señor, va demasiado lejos. Ahí sí me provoca.

– Y yo soy impasible -continuó George, leyendo de nuevo el periódico-. ¿No es eso algo bueno? ¿No es así como debería ser el típico abogado? Y sin embargo no soy el típico abogado. Soy el típico oriental, sea lo que sea esto. En cualquier caso soy típico, ¿no? Si fuera excitable, seguiría siendo el típico oriental, ¿verdad?

– Ser impasible es bueno, señor Edalji. Y al menos no le han llamado inescrutable. O artero.

– ¿Qué significa eso?

– Oh, lleno de una astucia ruin y endemoniada. Nos gusta evitar lo endemoniado. También lo diabólico. La defensa se contentará con impasible.

George le sonrió.

– Discúlpeme, señor Meek. Y gracias por su sentido común. Me temo que tal vez necesite un poco más del que tengo.

El segundo día de la vista testificó William Greatorex, de catorce años, alumno de la escuela secundaria de Walsall. Se leyeron en la sala numerosas cartas firmadas con su nombre. Él negó tanto la autoría como el conocimiento de las mismas, y hasta pudo demostrar que había estado en la isla de Man cuando dos de ellas habían sido echadas al correo. Dijo cine tenía por costumbre tomar el tren todas las mañanas desde Hednesford a Walsall, donde estudiaba. Otros chicos que solían viajar con él eran Westwood Stanley, hijo del famoso representante de los mineros; Quibell, hijo del vicario de Hednesford; Page, Harrison y Ferriday. Los nombres de todos estos chicos se mencionaban en las cartas que acababan de leer en voz alta.

Greatorex declaró que conocía de vista al señor Edalji desde hacía tres o cuatro años. «Ha viajado con frecuencia a Walsall en el mismo vagón que nosotros. Un montón de veces, me parece.» Le preguntaron cuándo fue la última que el preso había viajado con él. «La mañana después de que mataran a dos caballos del señor Blewitt. Era el 30 de junio, creo. Vimos desde el tren a los caballos tendidos en el campo.» Preguntaron al testigo si el señor Edalji le había dicho algo aquella mañana. «Sí, me preguntó si los caballos muertos eran de Blewitt. Luego miró por la ventanilla.» Preguntaron al testigo si había tenido alguna conversación anterior con el prisionero sobre las mutilaciones. «No, nunca», respondió.

Thomas Henry Gurrin declaró que era un experto en grafología con muchos años de experiencia. Emitió su informe sobre las cartas que se habían leído en la sala. En la letra falsificada descubrió una serie de singularidades muy pronunciadas. Eran exactamente las mismas que las encontradas en las cartas del señor Edalji, que le entregaron para que las comparase.

El doctor Butter, el médico de la policía, que había examinado las manchas en la ropa de Edalji, declaró que las pruebas que había realizado revelaron rastros de sangre de mamíferos. En el abrigo y el chaleco descubrió veintinueve pelos cortos y pardos. Los comparó con los de la piel del pony de la mina mutilado la noche anterior a la detención del acusado. Vistos al microscopio descubrió que eran similares.

El señor Gripton, que se hallaba en compañía de una joven cerca de Coppice Lane, en Great Wyrley, la noche de autos, testificó que había visto a Edalji y que se cruzó con él alrededor de las nueve de la noche. No se acordaba con exactitud de dónde.

– Bueno -preguntó el abogado de la policía-, díganos el nombre del local público más próximo al lugar donde le vio.

– La antigua comisaría -contestó Gripton, alegremente.

El policía detuvo con expresión severa la risa que acogió a esta frase.

La señorita Biddle, que deseaba dejar claro que era la prometida de Gripton, también había visto a Edalji; lo mismo aseguraron otros testigos distintos.

Facilitaron detalles de la mutilación: dijeron que la herida infligida al pony de la empresa minera tenía treinta y ocho centímetros de largo.

También testificó el padre del preso, el vicario indio de Great Wyrley.

El acusado declaró: «Soy totalmente inocente y me reservo mi defensa».

El viernes, 4 de septiembre, se dictó auto de procesamiento contra George Edalji por dos cargos que se verían en el tribunal de los Quarter Sessions [11] de Stafford. A la mañana siguiente, George leyó en la Daily Gazette de Birmingham:

Sentado en su silla, en el centro de la sala, con el semblante fresco y alegre, Edalji mantenía una animada conversación con su abogado, dando muestras de una aguda comprensión de los testimonios, fruto de su sólida formación jurídica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, permaneció sentado con las piernas y los brazos cruzados, mirando a los testigos con un interés impasible, y su bota levantada exhibía ante el espectador el claro y curioso desgaste de un tacón, uno de los eslabones más fuertes en la cadena de pruebas circunstanciales contra él.

George aún se alegraba de que le considerasen imperturbable y se preguntó si le permitirían cambiar de calzado antes de las sesiones del proceso.

También tomó nota de la descripción que otro diario había hecho de William Greatorex como «un saludable chico inglés, con una cara franca y bronceada y un porte agradable».

Litchfield Meek confiaba en una absolución final.

La señorita Sophie Frances Hickman, la médico, seguía en paradero desconocido.

George

George pasó las seis semanas que transcurrieron entre la instrucción del sumario y el juicio en el ala hospitalaria de la cárcel de Stafford. No estaba descontento; consideraba que rechazar la fianza había sido la decisión correcta. A duras penas habría podido ejercer la abogacía con unos cargos como los que pesaban sobre él; y si bien añoraba a su familia, juzgaba que lo mejor para todos era que permaneciera confinado en un lugar seguro. La información sobre el gentío que asediaba la vicaría le había alarmado, y se acordaba de los puños que aporrearon las puertas del carruaje que le conducía a la audiencia de Cannock. No podría considerarse a salvo si aquellos exaltados le buscaban por los caminos de Great Wyrley.

Pero había otro motivo por el que prefería estar encarcelado. Todo el mundo sabía que lo estaba; no había un momento en el día en que no le espiaran y certificasen su presencia. Por lo tanto, si se producía una nueva mutilación, la secuencia completa de sucesos probaría que no tenían nada que ver con él. Y si se juzgaba insostenible la primera acusación, también tendrían que retirar la segunda: la absurda pretensión de que había amenazado con asesinar a un hombre al que no conocía. Resultaba extraño que él, un abogado, deseara en efecto que mutilasen a otro animal, pero la comisión de un nuevo delito le parecía la vía más rápida para recuperar la libertad.

Con todo, aun si el caso iba a ser juzgado, no cabía duda sobre el veredicto. Había recobrado tanto la compostura como el optimismo; no tenía que fingir con el señor Meek ni con sus padres. Se imaginaba ya los titulares. ABSUELTO EL ACUSADO DE GREAT WYRLEY. VERGONZOSA PERSECUCIÓN DE UN ABOGADO LOCAL. LOS TESTIGOS DE LA POLICÍA DECLARADOS INCOMPETENTES. Quizá incluso DIMITE EL JEFE DE POLICÍA.

Meek le había más o menos convencido de que importaba poco el modo en que le retratasen los periódicos. Pareció importar aún menos el 21 de septiembre, cuando encontraron rajado y eviscerado a un caballo en la granja del señor Green. George recibió la noticia con una especie de exultación cautelosa. Oía ya las llaves girando en la cerradura, olía el aire de la mañana temprano y los polvos de maquillaje de su madre cuando la abrazase.

– Esto prueba que soy inocente, señor Meek.

– No exactamente, señor Edalji. No creo que podamos ir tan lejos.

– Pero si estoy en la cárcel…

– Lo que sólo demuestra, en opinión del tribunal, que es y tiene que ser totalmente inocente de la mutilación del caballo de Creen.

– No, demuestra que hubo una secuencia de hechos, antes y después del pony de la mina, que ahora se ha visto que no tienen absolutamente nada que ver conmigo.

– Eso lo sé, señor Edalji.

El abogado descansó la barbilla en el puño.

– ¿Pero?

– Pero siempre descubro que es útil en estos momentos imaginar lo que la acusación podría alegar en las circunstancias.

– ¿Y qué podría decir?

– Bueno, la noche del 17 de agosto, según recuerdo, cuando el acusado se alejaba andando de la casa del botero, llegó hasta la granja del señor Green.

– Sí, así fue.

– Green es vecino del acusado.

– Es cierto.

– Entonces, ¿qué podría beneficiar más al acusado en sus circunstancias actuales que el que un caballo sea mutilado incluso más cerca de la vicaría que en todos los incidentes anteriores?

Litchfield Meek observó cómo cavilaba George.

– ¿Quiere decir que después de conseguir que me detuvieran por escribir cartas anónimas acusándome de delitos que no he cometido, incito a alguien a que cometa otro para exculparme?

– Algo así, en resumidas cuentas, señor Edalji.

– Es totalmente ridículo. Y ni siquiera conozco a Green.

– Sólo le estoy diciendo cómo podría verlo el ministerio fiscal. Si se lo propusiera.

– Se lo propondrá, sin duda. Pero la policía tiene, como mínimo, que perseguir al culpable, ¿no? Los periódicos insinúan abiertamente que este suceso arroja dudas sobre la acusación. Si encontraran al hombre y confesara el rosario de delitos, ¿yo sería puesto en libertad?

– Si tal cosa ocurriera, señor Edalji, pues sí, en efecto.

– Entiendo.

– Una cosa más. ¿Le dice algo el nombre de Darby? ¿Capitán Darby?

– Darby. Darby. Creo que no. El inspector Campbell me preguntó por alguien llamado el Capitán. Quizá sea él. ¿Por qué?

– Han enviado más cartas. A todo el mundo, por lo visto. Incluso una al ministro del Interior. Todas firmadas «Darby, capitán de la banda de Great Wyrley». Diciendo que las mutilaciones continuarán. -Meek vio la expresión de la mirada de George-. Pero no, señor Edalji, esto sólo significa que el fiscal tiene que aceptar que casi con toda certeza usted no las ha escrito.

– Señor Meek, parece usted decidido a desalentarme esta mañana.

– No es mi intención. Pero debe aceptar que iremos a juicio. Y en vista de ello hemos contratado los servicios del señor Vachell.

– Oh, una excelente noticia.

– Creo que no nos defraudará. Y le secundará el señor Gaudy.

– ¿Y quién es el fiscal?

– El señor Disturnal, me temo. Y Harrison.

– ¿Disturnal es malo para nosotros?

– Para serle sincero, yo habría preferido a otro.

– Señor Meek, ahora me toca a mí darle ánimos. Por competente que sea, un letrado no puede hacer ladrillos sin paja.

Litchfield Meek le dirigió una sonrisa desencantada.

– En mis años de práctica, señor Edalji, he visto hacer ladrillos con toda clase de materiales. De algunos ni siquiera conocía la existencia. La falta de paja no supondrá un escollo para Disturnal.

A pesar de esta amenaza inminente, George pasó las semanas que faltaban en un estado de ánimo sereno en la cárcel de Stafford. Le trataban con respeto y el orden regía sus jornadas. Recibía periódicos y correo, preparaba el juicio con Meek; aguardaba novedades en el caso Green; y disponía de libros. Su padre le había llevado una Biblia, su madre un volumen de Shakespeare y otro de Tennyson. Leyó estos dos últimos; después, por ociosidad, algunos novelones que le pasó un carcelero. El hombre también le prestó una edición barata y hecha jirones de El perro de los Baskerville. A George le pareció excelente.

Abría el periódico todas las mañanas con menos aprensión, puesto que su nombre había desaparecido temporalmente de sus páginas. En cambio, leyó con interés que había nuevos nombramientos para el gobierno en Londres: que el último oratorio de Elgar se había estrenado en el festival de música de Birmingham; que Buffalo Bill hacía una gira por Europa.

Una semana antes del juicio, George conoció a Vachell, un abogado jovial y corpulento con veinte años de ejercicio en la jurisdicción de Midland.

– ¿Cómo ve mi caso, señor Vachell?

– Lo veo bien, señor Edalji, muy bien. Es decir, considero que la acusación es escandalosa y en gran parte desprovista de fundamento. Claro que no diré esto. Me concentraré en los que me parecen los puntos más sólidos de su caso.

– ¿Y cuáles son, a su entender?

– Lo expresaré del siguiente modo, señor Edalji. -El abogado le dirigió una sonrisa que casi se limitó a mostrar los dientes-. No hay pruebas de que usted cometiese este delito. No hay móvil para que usted lo cometiese. Y no hay oportunidad de que lo cometiese. Lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado. Pero eso será en esencia mi defensa.

– Tal vez sea una lástima -medió Meek- que estemos en el tribunal B.

El tono con que lo dijo desinfló el momentáneo júbilo de George.

– ¿Por qué una lástima?

– El tribunal A lo preside lord Hatherton. Que al menos posee formación jurídica.

– ¿Quiere decir que voy a ser juzgado por alguien que no conoce las leyes?

Vachell intervino.

– No le alarme, señor Meek. En mi época actué ante los dos tribunales. ¿A quién tenemos en el B?

– A sir Reginald Hardy.

La expresión de Vachell no se alteró.

– Excelente. En algunos sentidos considero una ventaja que no estemos a merced de un rigorista que aspira al Tribunal Supremo. Puedes sacar más provecho. No te paran a cada paso con rimbombantes exposiciones de ciencia procesal. En conjunto, me parece una ventaja para la defensa.

George intuyó que Meek discrepaba, pero le impresionó Vachell, con independencia de que fuera o no plenamente sincero.

– Caballeros, tengo una petición que hacerles. -Meek y Vachell cruzaron una breve mirada-. Es respecto a mi apellido. Es Aydlji. Aydlji. El señor Meek lo pronuncia más o menos correctamente, pero debería haberle mencionado antes esta cuestión, señor Vachell. A mi entender, la policía ha hecho lo imposible por desdeñar toda corrección que yo les haya propuesto. ¿Podría sugerirles que el señor Vachell hiciera un anuncio al principio del juicio sobre el modo correcto de pronunciar mi nombre? Decirle al tribunal que no es E-dal-ji, sino Aydlji.

Vachell impartió con un gesto instrucciones a Meek, que dijo:

– George, ¿cómo lo diría? Por supuesto que es su apellido, y por supuesto que el señor Vachell y yo nos esforzaremos en pronunciarlo correctamente. Cuando estemos aquí con usted. Pero en el tribunal…, en el tribunal… Creo que el argumento sería: allá donde fueres… Hacer ese anuncio sería empezar con mal pie con sir Reginald Hardy. No es probable que logremos dar lecciones de pronunciación a la policía. En cuanto a Disturnal, sospecho que disfrutaría mucho de la confusión.

George miró a los dos hombres.

– No sé si les sigo.

– Estoy diciendo, George, que deberíamos reconocer el derecho del tribunal a decidir el nombre de un acusado. No está escrito en ninguna parte, pero es más o menos un hecho establecido. Lo que para usted es una pronunciación incorrecta, para mí sería… anglicanizar más su apellido.

George tomó aliento.

– ¿Y que sea menos oriental?

– Menos oriental, sí, George.

– Entonces les pediría que tuvieran la bondad de pronunciar mal mi apellido en todo momento, para que me vaya acostumbrando.

Estaba previsto que el juicio diera comienzo el 20 de octubre. El 19, cuatro chicos que jugaban cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park, descubrieron un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Resultó ser el de la señorita Sophie Frances Hickman, la médico del Royal Free Hospital. Al igual que George, frisaba los treinta años. «Y -pensó él-, ella sólo estaba una columna más allá.»

La mañana del 20 de octubre de 1903, George fue trasladado de la cárcel de Stafford a Shire Hall. Fue conducido al sótano y le introdujeron en la celda provisional donde solían custodiar a los presos. Como un privilegio, le permitirían ocupar una sala amplia y de techo bajo, con una mesa de madera y una chimenea; allí podría conferenciar con Meek bajo la vigilancia del agente Dubbs. Estuvo sentado a la mesa durante veinte minutos mientras Dubbs, un hombre musculoso, con aire fúnebre y una barba con la forma de la correa de una gorra que pasa por debajo del mentón, evitaba con firmeza su mirada. Después, a una señal, George fue conducido a través de pasillos sinuosos y en penumbra, mal iluminados por lámparas de gas, hasta una puerta que daba al pie de una escalera estrecha. Dubbs le dio un empujón suave y él subió hacia la luz y el ruido. Al surgir ante la vista del tribunal B, el ruido se tornó silencio. George, tímidamente de pie en el banquillo, parecía un actor arrastrado por la fuerza al escenario a través de una trampilla.

A continuación, en presencia del presidente auxiliar sir Reginald Hardy, de dos magistrados que le flanqueaban, del capitán Anson, de los miembros de un jurado inglés que ya habían prestado el juramento prescrito, de representantes de la prensa y del público y de tres familiares de George, se leyeron los cargos. George Ernest Thompson Edalji fue acusado de herir a un caballo, propiedad de la empresa minera de Great Wyrley, el 17 o 18 de agosto; además, de enviar una carta, el 11 de julio o alrededor de esta fecha, al sargento Robinson de Cannock en la que le amenazaba de muerte.

Disturnal era un personaje alto y atildado, de ademanes rápidos. Tras una breve alocución inaugural, llamó al inspector Campbell y volvió a empezar toda la historia: el hallazgo del pony mutilado, el registro de la vicaría, la ropa manchada de sangre, los pelos en el abrigo, las cartas anónimas, la detención del preso y las declaraciones ulteriores. George sabía que era pura fábula, algo urdido con retazos, coincidencias e hipótesis; sabía también que era inocente; pero algo en la repetición de la historia por una autoridad con peluca y toga le confería una verosimilitud adicional.

George pensó que la declaración de Campbell había terminado, cuando Disturnal dio su primera sorpresa.

– Inspector Campbell, antes de concluir, hay un asunto que causa una gran inquietud pública y que creo que usted puede esclarecernos. Tengo entendido que el 21 de septiembre encontraron un caballo mutilado en la granja de un tal señor Green.

– Así es, señor.

– ¿La granja de Green está muy cerca de la vicaría de Great Wyrley?

– Sí.

– ¿Y la policía ha realizado una investigación sobre esta barbarie?

– En efecto. Como una cuestión urgente y prioritaria.

– ¿Y esa investigación ha tenido éxito?

– Lo ha tenido, señor.

Disturnal apenas necesitaba la pausa rebuscada que introdujo; toda la sala aguardaba como un niño boquiabierto.

– ¿Y dirá al tribunal el resultado de su investigación?

– John Harry Green, que es el hijo del granjero en cuya granja tuvo lugar el ataque, y que a sus diecinueve años es soldado de caballería del regimiento del condado, ha confesado que cometió la acción contra su propio caballo. Ha firmado una confesión a estos efectos.

– ¿Admitió una responsabilidad plena y única?

– Sí, señor.

– ¿Y usted le interrogó sobre cualquier posible conexión entre este acto y otros similares en la comarca?

– Sí, señor, lo sometimos a un interrogatorio exhaustivo.

– ¿Y qué declaró él?

– Que había sido un acto aislado.

– ¿Y sus investigaciones confirmaron que el acto perpetrado en la granja de Green no tenía absolutamente nada que ver con ningún otro acto similar en las cercanías?

– Lo confirmaron.

– ¿Ninguna conexión?

– Ninguna en absoluto, señor.

– ¿Y está hoy en esta sala John Harry Green?

– Sí, señor.

George, como todo el mundo en la sala atestada, empezó a mirar alrededor en busca de un soldado de caballería de diecinueve años que reconocía haber mutilado a su propio caballo sin que al parecer hubiera declarado a la policía ninguna buena razón para hacer semejante cosa. Pero en aquel momento sir Reginald Hardy decidió que era su hora de almorzar.

Los primeros deberes de Meek fueron para con Vachell; sólo después fue a la sala donde George estaba retenido durante el aplazamiento. Su porte era lúgubre.

– Señor Meek, nos avisó respecto a Disturnal. Sabíamos que tramaría algo. Y por lo menos podremos sonsacarle algo a Green esta tarde.

El abogado movió la cabeza tristemente.

– Nada de eso.

– ¿Por qué?

– Porque es un testigo de ellos. Si no le proponen ellos, no podemos interrogarlo. Y no podemos correr el riesgo de convocarlo a ciegas, ya que no sabemos lo que diría. Podría ser devastador. Pero lo presentan en el tribunal para dar la impresión de que están siendo abiertos con todo el mundo. Es inteligente. Típico de Disturnal. Debería habérmelo esperado, pero no sabía nada de esa confesión. Es adversa.

George pensó que era su deber animar al abogado.

– Sé que es frustrante, señor Meek, pero ¿de verdad nos perjudica? Green y la policía han dicho que no tenía nada que ver con ningún otro acto.

– Ahí está lo malo. No es lo que dicen; es la impresión que causa. ¿Por qué un hombre habría de destripar a un caballo, a su propio caballo, sin motivo alguno? Respuesta: para ayudar a un amigo y vecino acusado de un delito similar.

– Pero él no es amigo mío. Dudo de que siquiera le reconociera.

– Sí, lo sé. Y se lo dirá usted a Vachell cuando asumamos el riesgo calculado de sacarle al estrado. Pero seguro que da la impresión de que está usted negando una imputación que en realidad nadie ha hecho. Es inteligente. Vachell acosará al inspector esta tarde, pero no creo que debamos concebir muchas esperanzas.

– Señor Meek, me he dado cuenta de que Campbell, en su declaración, ha dicho que la ropa mía que encontró, el abrigo que yo no había usado desde hacía semanas, estaba mojado. Lo ha dicho dos veces. En Cannock se limitó a decir que estaba húmedo.

Meek esbozó una sonrisa blanda.

– Es un placer trabajar con usted, señor Edalji. Es una de esas cosas que nosotros advertimos pero que no solemos mencionar al cliente para no desalentarle. Seguro que la policía hará más cambios de este tipo.

Aquella tarde, Vachell sacó poco provecho del inspector, que se desenvolvía bien en el estrado de testigos. En su primer encuentro, en la comisaría de Hednesford, George había juzgado a Campbell algo lento de mente y un tanto impertinente. En Newhall Street y en Cannock se había mostrado más alerta y abiertamente hostil, aunque su pensamiento no siempre fuera coherente. Ahora su actitud era comedida y sombría; por otra parte, su estatura y su uniforme parecían desprender lógica y a la vez autoridad. George reflexionó que si su historia iba cambiando sutilmente a su alrededor, también lo hacían algunos de los personajes.

Vachell tuvo más éxito con el agente Cooper, que describió, al igual que había hecho en la vista de Cannock, su cotejo del tacón de la bota de George con las huellas en el barro.

– Agente Cooper -empezó Vachell-, ¿puedo preguntarle quién le ordenó proceder como lo hizo?

– No estoy del todo seguro, señor. Creo que fue el inspector, pero podría haber sido el sargento Parsons.

– ¿Y dónde, en particular, le dijeron que mirase?

– En cualquier punto del camino que el culpable podría haber seguido entre el campo y la vicaría.

– ¿Suponiendo que el culpable viniese de la vicaría? ¿Y que volviese a ella?

– Sí, señor.

– ¿En cualquier punto?

– Sí, señor.

George pensó que Cooper no aparentaba más de unos veinte años: un muchacho patoso y de orejas coloradas que procuraba imitar el aplomo de sus superiores.

– ¿Y supuso que el culpable, como usted lo llama, tomó el camino más directo?

– Sí, supongo que sí, señor. Es lo que suelen hacer cuando abandonan el escenario del crimen.

– Ya veo, agente. ¿Así que usted no buscó en más sitios que en la vía más directa?

– No, señor.

– ¿Y cuánto duró su búsqueda?

– Una hora o más, calculo.

– ¿Y qué hora era?

– Supongo que empecé a buscar a las nueve y media, más o menos.

– ¿Y el pony fue descubierto a las seis y media, aproximadamente?

– Sí, señor.

– Tres horas antes. En ese lapso de tiempo cualquiera podría haber recorrido ese camino. Mineros que iban a la mina, curiosos atraídos por la noticia del hecho. Policías.

– Es posible, señor.

– ¿Y quién le acompañó, agente?

– Estaba solo.

– Ya veo. Y encontró unas huellas de tacón que a su entender coincidían con la bota que llevaba en la mano.

– Sí, señor.

– ¿Y entonces volvió a informar de su descubrimiento?

– Sí, señor.

– ¿Y qué ocurrió después?

– ¿Qué quiere decir, señor?

A George le complació detectar un ligero cambio en el tono de Cooper, como si supiera que le estaban llevando a algún sitio, pero aún no divisara adonde.

– Me refiero, agente, a qué ocurrió después de que informase de lo que había descubierto.

– Me ordenaron registrar los terrenos de la vicaría, señor.

– Ya veo. Pero en algún momento, agente, volvió y enseñó a alguien de rango superior las huellas que había encontrado.

– Sí, señor.

– ¿Y cuándo fue eso?

– A media tarde.

– A media tarde. ¿Con lo cual se refiere a las tres, las cuatro de la tarde?

– Más o menos, señor.

– Ya.

Vachell frunció el ceño y se entregó a una meditación algo teatral, en opinión de George.

– Seis horas más tarde, en otras palabras.

– Sí, señor.

– ¿Tiempo durante el cual la zona estuvo vigilada y acordonada para impedir que otras personas la pisaran?

– No exactamente.

– No exactamente. ¿Eso significa sí o no, agente?

– No, señor.

– Ahora bien, tengo entendido que lo más normal en estos casos habría sido obtener un molde de yeso de las huellas. ¿Puede decirme si hicieron ese molde?

– No, señor, no lo hicieron.

– Tengo entendido que otra técnica sería fotografiar esas huellas. ¿Hicieron fotografías?

– No, señor.

– Tengo entendido que otra técnica consiste en extraer del suelo el tepe correspondiente y someterlo a un análisis forense. ¿Se hizo esto?

– No, señor. La tierra estaba demasiado blanda.

– ¿Desde cuándo es agente de policía, señor Cooper?

– Desde hace quince meses.

– Quince meses. Muchísimas gracias.

George tuvo ganas de aplaudir. Miró a Vachell, como había hecho antes, pero no se topó con su mirada. Quizá fuese el protocolo del tribunal; o quizá Vachell sólo pensaba en el próximo testigo.

El resto de la tarde pareció discurrir bien. Leyeron en voz alta una serie de cartas y a George le pareció evidente que nadie en su sano juicio podría imaginar siquiera que él las había escrito. Por ejemplo, la del «Amante de la justicia» que le había dado a Campbell: «George Edalji: No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan». ¿Cómo demonios podría él haber escrito esto? Le seguía una atribución de autoría aún más grotesca. Leyeron una carta describiendo la conducta de la denominada «banda de Wyrley» que habría podido salir del folletín más vulgar: «Todos hacen un temeroso juramento de secreto y lo repiten después del Capitán, y cada uno dice: "Que me muera si alguna vez me chivo".». George pensó que podía contar con que el jurado entendiese que aquélla no era la forma de expresarse de un abogado.

Hodson, el dueño del almacén, testificó que había visto a George cuando éste se dirigía a ver al botero Hands de Bridgetown, y que llevaba su abrigo viejo de casa. Pero después el propio Hands, que había estado con George alrededor de una hora, aseguró que su cliente no llevaba puesta dicha prenda. Otros dos testigos declararon que habían visto a George, pero no recordaban cómo iba vestido.

– Presiento que van a cambiar de estrategia -dijo Meek, después de que levantaran la sesión de aquel día-. Presiento que traman algo.

– ¿Qué puede ser? -preguntó George.

– En Cannock se basaron en que usted fue al campo durante su paseo antes de la cena. Por eso llamaron a tantos testigos que le habían visto en un sitio u otro. Aquella pareja besuqueándose, ¿se acuerda? No la han llamado esta vez, y no son los únicos no convocados. La otra cosa es que la única fecha mencionada en la vista fue el 17 de agosto. Pero el sumario habla del 17 o el 18. Así que se están cubriendo las espaldas. Intuyo que van a elegir la opción de la hora de la noche. Quizá tengan algo que ignoramos.

– Señor Meek, no importa lo que tramen ni por qué lo hacen. Si quieren optar por la noche, no tienen un solo testigo que me viera rondando cerca del campo. Y además tienen que enfrentarse al testimonio de mi padre.

Meek no prestó atención a su cliente y siguió pensando en voz alta.

– Claro que no tienen por qué optar por un camino u otro. Pueden limitarse a sugerir posibilidades al jurado. Pero esta vez han hecho más hincapié en las huellas de las botas. Y esas huellas sólo son valiosas si eligen la segunda opción, debido a que llovió esa noche. Y que su abrigo haya pasado de estar húmedo a mojado también confirma mi conjetura.

– Tanto mejor -dijo George-. El policía Cooper ha perdido todo crédito desde el interrogatorio del señor Vachell esta tarde. Y si Disturnal quiere seguir esa línea, tendrá que afirmar que un clérigo de la Iglesia de Inglaterra no dice la verdad.

– Señor Edalji, si me permite… No vea las cosas tan claras y netas.

– Pero lo son.

– ¿Diría usted que su padre es fuerte? Desde un punto de vista mental, me refiero.

– Es el hombre más fuerte que he conocido. ¿Por qué lo pregunta?

– Sospecho que necesitará serlo.

– Le sorprendería lo fuertes que pueden ser los indios.

– ¿Y su madre? ¿Y su hermana?

La mañana del segundo día comenzó con la declaración de Joseph Markew, posadero y antiguo policía. Refirió que el inspector Campbell le había enviado a la estación de tren de Great Wyrley y Churchbridge y que el preso había rechazado su petición de que aguardase a un tren posterior.

– ¿Le dijo cuál era el asunto tan importante que le obligaba a desatender el requerimiento urgente de un inspector de policía? -preguntó Disturnal.

– No, señor.

– ¿Repitió usted su petición?

– Sí, señor. Le sugerí que por una vez podía tomarse un día libre. Pero se negó a cambiar de idea.

– Entiendo. Y, señor Markew, ¿sucedió algo en aquel momento?

– Sí, señor. Un hombre que estaba en el andén se acercó y dijo que había oído que esa noche habían destripado a otro caballo.

– Y cuando el hombre dijo eso, ¿adonde miraba usted?

– Miraba directamente a la cara del preso.

– ¿Y quiere describirnos cómo reaccionó él?

– Sí, señor. Sonrió.

– Sonrió. Sonrió al enterarse de que habían destripado a otro caballo. ¿Está seguro de lo que dice, señor Markew?

– Oh, sí. Segurísimo. Sonrió.

George pensó: «Pero si no es verdad. Sé que no lo es. Vachell tiene que demostrar que no es cierto».

Vachell descartó cuestionar la declaración directamente. Se concentró, en cambio, en la identidad del hombre que en teoría se había acercado a Markew y George. ¿De dónde era y qué clase de hombre, y adonde fue? (Y, lo cual quedaba implícito, ¿por qué no estaba en la sala?) Vachell logró expresar, mediante insinuaciones y pausas y, por último, una declaración directa, un asombro considerable por el hecho de que un posadero y ex policía, con un vasto conocimiento de la comarca, fuera incapaz de identificar al útil pero misterioso desconocido que podría ratificar su afirmación descabellada y tendenciosa. Pero la defensa no pudo sacar más partido de Markew.

A continuación, Disturnal hizo que el sargento Parsons repitiera los comentarios del acusado sobre que esperaba que le detuvieran, y su presunta declaración en el calabozo de Birmingham de que ajustaría las cuentas a Loxton antes de verse perdido. Nadie intentó explicar quién podría ser el tal Loxton. ¿Otro miembro de la banda de Wyrley? ¿Un policía al que también George había amenazado con dispararle en la cabeza? El nombre quedó en el aire para que el jurado hiciera con él lo que pudiese. Un policía llamado Meredith, cuya cara y nombre George no recordaba, citó algo inofensivo que George había dicho sobre la fianza, pero se las ingenió para que sonara como una incriminación. Después William Greatorex, el saludable chico inglés de porte agradable, repitió su relato de que George había mirado por la ventanilla del vagón y mostrado un interés inexplicable por los caballos muertos del señor Blewitt.

Lewis, el veterinario, describió el estado del pony de la mina, la forma en que sangraba, la longitud y la naturaleza de la herida y la deplorable necesidad de sacrificar al animal. Disturnal le preguntó qué conclusiones habría podido sacar sobre la hora en que la mutilación tuvo lugar. Lewis declaró que en su opinión profesional la incisión había sido practicada dentro de las seis horas precedentes al examen que él realizó del pony. En otras palabras, no antes de las dos y media de la mañana del día 18.

Para George, esto fue la primera buena noticia de la jornada. La disputa sobre la ropa que llevaba cuando visitó al botero era ahora intrascendente. La fiscalía se había cerrado una de sus vías. Se habían obstruido el paso.

La conducta de Disturnal, sin embargo, no dio indicios de tal cosa. Su actitud daba a entender que el diligente trabajo de la policía y la acusación habían despejado ya alguna ambigüedad inicial del caso. Ya no alegamos que en algún momento de un plazo de doce horas…, ahora podemos alegar que eran muy cerca de las dos y media de la mañana cuando… Y Disturnal se las apañó para que esta precisión creciente transmitiera una confianza cada vez mayor en que el acusado estaba en el banquillo por los motivos que figuraban en el sumario.

En la última parte de la sesión testificó Thomas Henry Gurrin, que corroboró su condición de experto en grafología con diecinueve años de experiencia en la identificación de escrituras falsificadas y anónimas. Confirmó que el Ministerio del Interior contrataba sus servicios con frecuencia, y que su actuación pericial más reciente había sido en calidad de testigo en el juicio por el asesinato de Meat Farm. George no sabía qué aspecto cabía esperar de un experto en grafología; quizá seco y doctoral, con una voz como una pluma que chirría. Gurrin, con su tez rubicunda y sus patillas de boca de hacha, podría haber sido hermano de Greensill, el carnicero de Wyrley.

Haciendo abstracción de su fisonomía, Gurrin tomó posesión de la sala. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de la escritura de George. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de las cartas anónimas. Unos documentos originales fueron descritos y entregados a los miembros del jurado, que se tomaron lo que a George le pareció una eternidad en examinarlos, y que se interrumpían una y otra vez para mirar un largo rato al acusado. Gurrin señaló con un puntero de madera determinadas espirales, garfios y cruces; y de algún modo la descripción desembocó en inferencia, de ahí se convirtió en probabilidad teórica y por fin se transformó en absoluta certeza. En suma, el dictamen experto y ponderado del grafólogo Gurrin fue que el acusado era el autor tanto de las cartas anónimas como de las que patentemente había escrito con su propia mano sobre su propia firma.

– ¿De todas esas cartas? -preguntó Disturnal, agitando la mano alrededor de la sala, que parecía haberse transformado en un scriptórium.

– No, señor, no todas.

– ¿Hay algunas que en su opinión no fueron escritas por el acusado?

– Sí, señor.

– ¿Cuántas?

– Una, señor.

Gurrin indicó la única carta cuya autoría no imputaba a George. Éste comprendió que la excepción tuvo por efecto refrendar lo que el experto había asegurado sobre todas las demás. Era una astucia disfrazada de cautela.

Acto seguido, Vachell dedicó un tiempo a disertar sobre la diferencia entre una opinión personal y una prueba científica, entre pensar algo y saberlo; pero Gurrin probó que era un testigo inquebrantable. Se había visto en aquella situación muchas veces. Vachell no era el primer abogado que insinuaba que sus procedimientos no eran más rigurosos que los de un adivino con su bola de cristal, un lector del pensamiento o un médium de espiritismo.

Después, Meek aseguró a George que el segundo día era a menudo el peor para la defensa, pero que el tercero, cuando presentasen sus propios testimonios, sería el mejor. George así lo esperaba; estaba luchando contra la sensación de que, poco a poco pero de un modo irrevocable, le estaban despojando de su versión de los hechos. Temía que fuese demasiado tarde cuando llegara el turno de la defensa. La gente -y, en particular, el jurado-reaccionaría pensando: «Pero no, ya nos han contado lo que ocurrió. ¿Por qué vamos a cambiar de criterio ahora?».

A la mañana siguiente, obedeció a Meek y puso en práctica el método que había inventado de ver su caso desde otra perspectiva. ASESINATO A MEDIANOCHE. TRAGEDIA EN UN CANAL DE BIRMINGHAM. DETENIDOS DOS GABARREROS. Por una vez, este ardid no surtió el habitual efecto. Recorrió la página hasta TRAGEDIA AMOROSA EN TIPTON, sobre un pobre diablo que por el amor de una mala mujer había acabado arrojándose al canal. Pero estas crónicas no despertaron su interés y su mirada volvía una y otra vez a los titulares. Descubrió que le amargaba el hecho de que un sórdido asesinato en un canal, así como un desdichado suicidio, fuesen una TRAGEDIA, mientras que su caso había sido desde el principio una ATROCIDAD.

Y entonces, casi con alivio, encontró la MUERTE DE LA MÉDICO. Le pareció casi un deber social seguir el caso de la señorita Hickman, cuyo cuerpo en descomposición aún guardaba sus secretos. Había sido su compañera de infortunio desde la instrucción del sumario. Según el Post, la víspera habían descubierto un bisturí o lanceta cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park. El periódico conjeturaba que se había caído de la ropa de la mujer mientras trasladaban su cadáver. George no lo juzgó muy verosímil. Encontrabas el cuerpo de una médico desaparecida y, en el momento de trasladarlo, ¿se le caían cosas de los bolsillos y ni siquiera te dabas cuenta? No estaba seguro de que él se lo creyera si estuviese en el jurado del juez de instrucción.

El Post sugería además que el bisturí o lanceta había sido propiedad de la difunta, y que podría haber sido utilizado para cortar una arteria que hubiera causado su muerte por desangramiento. En otras palabras, un suicidio: otra TRAGEDIA. «Pues bien -pensó George-, había una explicación posible. Aunque Great Wyrley hubiera estado en Surrey en vez de en Staffordshire, la policía habría fabricado una teoría más convincente: que el hijo del vicario se había fugado de una habitación cerrada con llave, adquirido una lanceta que nunca en su vida había visto, seguido a la pobre mujer hasta la plantación y allí, sin ningún motivo imaginable, la había matado.»

Esta pequeña dosis de amargura le había revivido. Y al imaginar su participación fantástica en el caso Hickman se acordó también de las garantías que Vachell le había dado en su primera entrevista. ¿Mi defensa, señor Edalji? Simplemente que no hay pruebas de que usted cometiese el delito, ningún motivo para cometerlo ni tampoco oportunidad alguna. Por supuesto, lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado, pero eso será en esencia mi defensa.

Sin embargo, antes hubo que afrontar el testimonio del doctor Butter. Este testigo no era como Gurrin, que a George se le antojó un charlatán que impostaba una ciencia. El médico de la policía era un caballero de pelo canoso, sereno y cauto, que venía de un mundo de tubos de ensayo y microscopios y que sólo se ocupaba de los detalles. Explicó a Disturnal los procedimientos que había seguido para examinar las navajas, la chaqueta, el chaleco, las botas, el pantalón y el abrigo de estar por casa. Describió las manchas halladas en diversas prendas e identificó cuáles cabía clasificar como sangre de un mamífero. Había contado los pelos recogidos de la manga y del bolsillo del pecho izquierdo de la chaqueta: había veintinueve en total, todos cortos y de color rojo. Los había comparado con los pelos de una tira de piel cortada del pony muerto de la mina. Eran asimismo cortos y rojos. Los había examinado al microscopio y dictaminado que eran «de longitud, color y textura similares».

La técnica de Vachell con el doctor Butter consistió en otorgar pleno respeto tanto a su competencia como a sus conocimientos, para de inmediato tratar de explotarlos en beneficio de la defensa. Llamó la atención sobre las manchas blanquecinas en la chaqueta, que la policía había asegurado que eran de saliva y espuma del animal herido. ¿Confirmó este punto el análisis científico del doctor Butter?

– No.

– En su opinión, ¿de qué eran las manchas?

– De almidón.

– Y, según su experiencia, ¿cómo habrían llegado esos residuos a una prenda de vestir?

– Yo diría que lo más probable es que fueran residuos de pan y leche del desayuno.

En este momento, George oyó un ruido de cuya existencia casi se había olvidado: risa. La idea del pan y la leche suscitó la risa en la sala. A él le pareció el sonido de la cordura. Miró al jurado mientras persistía la hilaridad del público. Uno o dos de los jurados estaban sonriendo, pero la mayoría conservaba un semblante grave. George lo consideró un signo alentador.

Vachell pasó a las manchas de sangre en la manga del abrigo de su defendido.

– ¿Dice que estas manchas son de sangre de un mamífero?

– Sí.

– ¿No cabe ninguna duda al respecto, doctor Butter?

– Ninguna.

– Ya. Dígame, doctor Butter, ¿un caballo es un mamífero?

– En efecto.

– ¿Y también un cerdo, una oveja, un perro, una vaca?

– Desde luego.

– En realidad, en el reino animal, ¿puede clasificarse de mamífero todo lo que no sean pájaros, peces o reptiles?

– Sí.

– ¿Usted y yo somos mamíferos, así como los miembros del jurado?

– Desde luego.

– Entonces, doctor Butter, cuando dice que la sangre pertenece a un mamífero, ¿simplemente está diciendo que podría pertenecer a cualquiera de las especies que acabo de mencionar?

– Así es.

– ¿No afirma en ningún momento que está demostrando, o que sería capaz de demostrar, que los puntitos de sangre en el abrigo del acusado procedían de un caballo o un pony?

– No, no sería posible afirmar tal cosa.

– ¿Y es posible averiguar mediante examen de cuándo datan las manchas de sangre? ¿Podría asegurar, por ejemplo, que esta mancha data de hoy, esta otra de ayer, aquélla de hace una semana y ésta de hace varios meses?

– Bueno, si todavía está húmeda…

– Cuando las examinó, ¿estaba húmeda alguna de las manchas de sangre que había en el abrigo de George Edalji?

– No.

– ¿Estaban secas?

– Sí.

– Entonces, según su propio testimonio, ¿podrían llevar en el abrigo días, semanas, incluso meses?

– Así es.

– ¿Y es posible decir si una mancha de sangre ha sido causada por sangre de un animal vivo o un animal muerto?

– No.

– ¿Ni tampoco por un pedazo de carne?

– Tampoco.

– Es decir, doctor Butter, ¿no puede usted, al examinar manchas de sangre, distinguir entre las causadas por un hombre que mutila a un caballo y las que habrían podido caerle en la ropa varios meses antes cuando, pongamos, estaba trinchando el asado del domingo… o, de hecho, comiéndolo?

– Debo reconocer que no.

– ¿Y puede recordar al tribunal cuántas manchas de sangre encontró en los puños del abrigo del señor Edalji?

– Dos.

– ¿Y tío dijo usted que cada una era del tamaño de una moneda de tres peniques?

– Eso dije.

– Doctor Butter, si usted fuera a destripar a un caballo con tanta violencia que el animal muriera desangrado y tuviese que ser sacrificado, ¿piensa que podría hacerlo sin dejar apenas más sangre en su ropa que la que pudiera encontrarse si estuviera comiendo con descuido?

– No quisiera especular…

– Y yo no le instaré a que lo haga. No le instaré en absoluto.

Ufano por este diálogo, Vachell inició la defensa con una declaración breve y después llamó a George Ernest Thompson Edalji.

«Rodeó el banquillo con paso brioso y se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta.» Esto fue lo que leyó George al día siguiente en el Daily Post de Birmingham, y fue una frase que siempre le haría sentirse orgulloso. Por muchas mentiras que se hubiesen dicho, y a pesar de la campaña de susurros, de las calumnias sobre su ascendencia, de las tergiversaciones intencionadas de la policía y de otros testigos, iba a afrontar y había afrontado a sus acusadores con una perfecta compostura.

Vachell empezó pidiendo a su cliente que repasara sus movimientos precisos durante la noche del 17. Los dos sabían que era un repaso estrictamente superfluo, en vista del efecto causado por el testimonio de Lewis sobre el horario conocido de los sucesos. Pero Vachell quería acostumbrar al jurado al sonido de la voz de George y a la fiabilidad de su declaración. Apenas hacía seis años que se autorizaba a testificar a los acusados, y sacar al estrado a un reo se consideraba aún una novedad peligrosa.

Así pues, fue referida de nuevo la visita a Hands, el botero, y trazado para el jurado el itinerario nocturno, aunque atendiendo a una señal previa de Vachell George no mencionó que había llegado hasta la granja de Green. Después habló de la cena en familia, las disposiciones para la hora de acostarse, la puerta del dormitorio cerrada con llave, el despertar, el desayuno y la partida hacia la estación.

– Una vez en la estación, dígame, ¿recuerda haber hablado con el señor Joseph Markew?

– Sí, en efecto. Me abordó cuando yo estaba esperando en el andén a mi tren de costumbre, el de las siete y treinta y nueve.

– ¿Recuerda lo que él le dijo?

– Sí, dijo que tenía un mensaje del inspector Campbell. Tenía que perder el tren y esperar en la estación hasta que pudiera venir a hablar conmigo. Pero recuerdo mejor el tono de voz de Markew.

– ¿Cómo lo describiría?

– Pues un tono muy grosero. Como si me estuviera dando o transmitiendo una orden con la mínima educación posible. Le pregunté por qué quería verme el inspector Campbell y dijo que no lo sabía y que si lo supiera no me lo diría.

– ¿Se identificó como un agente especial?

– No.

– ¿Entonces usted no vio razón para no ir al trabajo?

– La verdad es que tenía un asunto urgente en mi bufete, y se lo dije a Markew. Entonces cambió de actitud. Se mostró conciliador y me sugirió que por una vez en mi vida me tomase un día libre.

– ¿Y cómo reaccionó usted?

– Pensé que no tenía la menor idea de en qué consistía el trabajo de un abogado y de las responsabilidades de su profesión. No es como un tabernero que se toma un día libre y busca a alguien que se encargue de servir la cerveza.

– No, en efecto. ¿Y en aquel momento se le acercó un hombre con la noticia de que habían destripado a otro caballo en la comarca?

– ¿Qué hombre?

– Me refiero a la declaración del señor Markew, en la que dijo que se les acercó un hombre y les informó de que habían destripado a un caballo.

– Eso no es en absoluto cierto. No se nos acercó nadie.

– ¿Y luego tomó el tren?

– No vi motivo alguno para no hacerlo.

– Entonces, ¿no es verdad que usted sonrió al enterarse de que habían mutilado a un animal?

– No es cierto. No se nos acercó ningún hombre. Y yo no sonreiría por semejante cosa. La única vez en que quizá sonriese fue cuando Markew me sugirió que me tomase un día libre. En el pueblo sabemos que es un haragán y por eso la sugerencia encajaba muy bien en sus labios.

– Ya. Ahora avancemos un poco hasta más entrada la mañana, cuando el inspector Campbell y el sargento Parsons fueron a su bufete para detenerle. En el trayecto al calabozo, afirman que usted dijo: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Dijo estas palabras?

– Sí.

– ¿Nos explicará qué quería decir?

– Desde luego. Desde hacía algún tiempo, había habido una campaña de rumores contra mí. Había recibido cartas anónimas que enseñé a la policía. Era de lo más evidente que estaban siguiendo mis movimientos y vigilando la vicaría. Unos comentarios que hizo un policía me indicaron que sentían animadversión por mí. Y una semana o dos antes incluso había circulado el rumor de que me habían detenido. La policía parecía decidida a probar algo en mi contra. De modo que no, no me sorprendió.

Vachell le citó a continuación el supuesto comentario sobre el misterioso Loxton; George negó tanto que lo hubiese hecho como que alguna vez hubiese conocido a alguien llamado Loxton.

– Pasemos a otra observación que se supone que usted hizo. En la vista celebrada en Cannock, se le ofreció una fianza que usted rechazó. ¿Dirá a esta sala por qué?

– Desde luego. Los términos eran sumamente onerosos, no sólo para mí sino para mi familia. Además, yo estaba entonces en el hospital de la cárcel y mi situación era confortable. Me contentaba con seguir allí hasta mi juicio.

– Entiendo. El policía Meredith ha declarado que mientras le custodiaba usted le dijo: «No quiero fianza, así, cuando destripen al próximo caballo, no podrán decir que fui yo». ¿Dijo estas palabras?

– Sí.

– ¿Y qué quería decir?

– Nada más que lo que dije. Antes de mi detención, hacía semanas y meses que se cometían agresiones a animales, y como yo no tenía nada que ver con ellas, supuse que continuarían. Y si continuaban quedaría establecida mi inocencia.

– Verá, señor Edalji, se ha insinuado, y sin duda se volverá a insinuar, que hubo una razón siniestra de por qué rechazó la fianza. La suposición es que la banda de Great Wyrley, sobre cuya existencia hay alusiones constantes, pero que todavía nadie ha probado, iba a acudir en su rescate mutilando a propósito a otro animal para probar su inocencia.

– Lo único que puedo decir en respuesta es que si hubiera sido tan inteligente como para idear un plan tan astuto, también habría tenido la suficiente inteligencia para no confesarlo de antemano a un agente de la policía.

– Claro, señor Edalji, claro.

Tal como George esperaba, Disturnal fue sarcástico y poco respetuoso en su interrogatorio. Le pidió que explicara muchas cosas que George ya había explicado, con el fin exclusivo de exhibir una incredulidad teatral. Su estrategia iba encaminada a mostrar que el acusado era sumamente astuto y artero, pero que se incriminaba sin cesar. George sabía que debía dejar que Vachell señalara este punto. No debía permitir que le provocaran; tenía que tomarse su tiempo para responder; debía ser impasible.

Disturnal, por supuesto, no omitió sacar a colación el hecho de que George hubiese llegado andando hasta la granja de Green la noche del 17, y no dejó de preguntarse por qué a George, en su declaración, se le había olvidado mencionarlo. El fiscal se mostró asimismo implacable al abordar, como era inevitable, la cuestión de los pelos en la ropa de George.

– Señor Edalji, en su testimonio bajo juramento ha dicho que los pelos se le adhirieron a la ropa al apoyarse contra la cancilla de un prado donde había vacas pastando.

– Dije que podía ser un modo de que llegaran a mi ropa.

– Pero el doctor Butter recogió veintinueve pelos de su ropa que luego examinó al microscopio y descubrió que su longitud, color y textura eran idénticos a los pelos de la tira de piel cortada al pony muerto.

– No ha dicho idénticos. Ha dicho similares.

– ¿Sí? -Disturnal se desconcertó un instante y fingió que consultaba sus papeles-. En efecto. «De longitud, color y textura similares.» ¿Cómo explica esta similitud, señor Edalji?

– No puedo hacerlo. No soy un experto en pelos de animales. Sólo puedo sugerir cómo podrían haber aparecido los pelos en mi ropa.

– Longitud, color y textura, señor Edalji. ¿Está pidiendo seriamente a la sala que crea que los pelos de su abrigo procedían de una vaca en un cercado, cuando tenían la longitud, el color y la textura de los de un pony destripado a poco más de un kilómetro de su casa la noche del 17?

George no respondió nada a esto.

Vachell llamó a Lewis al estrado de testigos. El veterinario de la policía reiteró su declaración de que el pony, a su entender, no podía haber sido herido antes de las dos y media. A continuación le preguntaron qué tipo de instrumento habría podido infligir aquel daño. Un arma curva y con los lados cóncavos. ¿Pensaba el señor Lewis que la herida habría podido causarla una navaja doméstica? No, Lewis no creía que una navaja hubiera podido causar la herida.

Vachell llamó después a Shapurji Edalji, clérigo ordenado, que repitió su testimonio sobre sus hábitos a la hora de acostarse, la puerta, la llave, su lumbago y la hora en que despertaba. George pensó que su padre, por primera vez, empezaba a parecer un anciano. Su voz era menos imperiosa, sus certezas menos obviamente irrefutables.

George se puso nervioso cuando Disturnal se levantó para su turno de preguntas al vicario de Great Wyrley. El fiscal exudaba cortesía y aseguró al testigo que no le retendría mucho tiempo. Esto, sin embargo, resultó ser una promesa burdamente falsa. Disturnal tomó cada detalle minúsculo de la coartada de George y lo exhibió delante del jurado, como si aquilatara por primera vez su peso y valor exactos.

– ¿Cierra usted con llave por la noche la puerta de su dormitorio?

El padre de George pareció sorprendido de que le volvieran a preguntar algo a lo que ya había respondido. Hizo una pausa más larga de lo normal. Después dijo:

– Sí.

– ¿Y la abre con la llave por la mañana?

De nuevo, una pausa anormal.

– Sí.

– ¿Y dónde guarda la llave?

– La llave se queda en la cerradura.

– ¿No la esconde?

El vicario miró a Disturnal como miraría a un colegial impertinente.

– ¿Por qué demonios debería esconderla?

– ¿Nunca la esconde? ¿Nunca la ha escondido?

El padre de George pareció totalmente perplejo.

– No comprendo por qué me hace esta pregunta.

– Sólo trato de establecer si la llave está siempre en la cerradura.

– Pero si ya se lo he dicho.

– ¿Siempre a la vista? ¿Nunca escondida?

– Pero si ya se lo he dicho.

Cuando el padre de George testificó en Cannock, las preguntas habían sido directas y el estrado de los testigos bien podría haber sido un púlpito desde donde el vicario atestiguaba la misma existencia de Dios. Ahora, sometido al interrogatorio de Disturnal, él -y el mundo con él- empezaba a parecer más falible.

– Ha declarado que la llave chirría cuando gira en la cerradura.

– Sí.

– ¿Es algo reciente?

– ¿Qué es lo que es reciente?

– Que la llave chirríe en la cerradura. -El fiscal adoptaba la actitud de quien ayuda a un anciano a subir unos peldaños-. ¿Siempre ha chirriado?

– Siempre, que yo recuerde.

Disturnal sonrió al vicario. A George no le gustó aquella sonrisa.

– Y, en todo este tiempo, desde que recuerda, ¿nadie ha pensado en aceitar la cerradura?

– No.

– ¿Puedo preguntarle, señor, y puede que le parezca una pregunta nimia, pero de todos modos me gustaría conocer su respuesta, por qué nadie ha aceitado nunca la cerradura?

– Supongo que nunca nos ha parecido importante.

– ¿No ha sido por falta de aceite?

El vicario cometió la imprudencia de mostrar su irritación.

– Mejor haría preguntando a mi esposa sobre nuestras provisiones de aceite.

– Puede que lo haga, señor. Y ese chirrido, ¿cómo lo describiría?

– ¿Qué quiere decir? Es un chirrido.

– ¿Es un chirrido fuerte o suave? ¿Podría compararlo, por ejemplo, con el de un ratón o con el crujido de la puerta de un establo?

Shapurji Edalji puso una cara como si hubiera dado un traspié y caído dentro de un antro de trivialidad.

– Supongo que lo describiría como un chirrido fuerte.

– Es tanto más sorprendente, quizá, que la cerradura no esté aceitada. Pero dejémoslo así. La llave produce un chirrido fuerte por la noche y otro por la mañana. ¿Y en otras ocasiones?

– No le entiendo.

– Me refiero, señor, a cuando usted o su hijo salen del dormitorio por la noche.

– Pero ninguno de los dos sale nunca.

– Ninguno de los dos sale. Lo comprendo…, sus hábitos de dormitorio datan de dieciséis o diecisiete años. ¿Está diciendo que en todo este tiempo ni usted ni su hijo han abandonado nunca el dormitorio durante la noche?

– No.

– ¿Está totalmente seguro?

De nuevo, una larga pausa, como si el vicario estuviera repasando los años en su cabeza, noche tras noche.

– Todo lo seguro que puedo estar.

– ¿Tiene un recuerdo de cada noche?

– No veo el sentido de esta pregunta.

– Señor, no le pido que le vea un sentido. Me limito a pedirle que la conteste. ¿Tiene un recuerdo de cada noche?

El vicario paseó la mirada por la sala, como esperando que alguien le rescatase de aquella catequesis estúpida.

– No más que otra persona.

– Exacto. Ha declarado que tiene un sueño ligero.

– Sí, muy ligero. Me despierto fácilmente.

– Y, señor, ¿ha testificado que si la llave girase en la cerradura usted se despertaría?

– Sí.

– ¿No ve la contradicción en lo que ha dicho?

– No, no la veo.

George vio que su padre se estaba azorando. No estaba habituado a que le contrariasen, por muy educadamente que lo hicieran. Parecía viejo, e irritable, y poco dueño de la situación.

– Entonces permítame que se lo explique. Nadie ha salido del dormitorio en diecisiete años. Es decir, según usted nadie ha girado nunca la llave mientras usted dormía. Entonces, ¿cómo puede afirmar que si la girasen usted se despertaría?

– Eso es buscarle tres pies al gato. Lo que quiero decir, obviamente, es que me despierta el ruido más nimio.

Pero lo dijo con un tono más irascible que autoritario.

– ¿Nunca le ha despertado el sonido de la llave en la cerradura?

– No.

– ¿No puede, por tanto, jurar que ese sonido le despertaría?

– Sólo puedo repetir lo que acabo de decir. El ruido más nimio me despierta.

– Pero si nunca le ha despertado el sonido de la llave girando en la cerradura, ¿no es perfectamente posible que la llave haya girado y usted no se haya despertado?

– Como he dicho, eso no ha ocurrido nunca.

George observaba a su padre como un hijo inquieto y solícito, pero también como un abogado en activo y un acusado aprensivo. Su padre no lo estaba haciendo bien. Disturnal lo aflojaba primero por un lado y luego por el otro.

– Señor Edalji, ¿ha declarado en su testimonio que se despertó a las cinco y no volvió a dormirse hasta que usted y su hijo se levantaron a las seis y media?

– ¿Duda usted de mi palabra?

Disturnal no manifestó placer al oír esta respuesta, pero George sabía que lo estaba sintiendo.

– No, sólo le pido que confirme lo que dijo.

– Pues lo confirmo.

– ¿No volvió, quizá, a quedarse dormido entre las cinco y las seis y media y despertó más tarde?

– Ya he dicho que no.

– ¿Sueña alguna vez que se despierta?

– No le entiendo.

– ¿Sueña usted cuando duerme?

– Sí. A veces.

– ¿Y sueña a veces que se despierta?

– No lo sé. No recuerdo.

– Pero ¿acepta que otras personas sueñan a veces que se despiertan?

– Nunca lo he pensado. No me parece importante lo que sueñen otros.

– Pero ¿aceptará mi palabra de que otras personas sí tienen esos sueños?

El vicario parecía ahora un eremita inducido en el desierto a tentaciones cuya índole parecía totalmente incapaz de captar.

– Si usted lo dice…

También George estaba desorientado por el proceder de Disturnal, pero la intención del fiscal enseguida se tornó más clara.

– ¿De modo que tiene la certeza, en la medida de lo razonable, de que estuvo despierto entre las cinco y las seis y media?

– Sí.

– ¿Y está asimismo seguro de que estuvo durmiendo entre las once y las cinco?

– Sí.

– ¿No recuerda haberse despertado en ese lapso de tiempo?

La cara del vicario adoptó una expresión como si volvieran a dudar de su palabra.

– No.

Disturnal asintió.

– Así que dormía a la una y media, por ejemplo. A las… -hizo un gesto como si arrancara tiempo del aire-, a las dos y media, por ejemplo. A las tres y media, por ejemplo. Sí, gracias. Ahora pasemos a otra cuestión…

Y el interrogatorio prosiguió de este modo, sin parar, convirtiendo al padre de George, a los ojos de todos los presentes, en un viejo chocho, tan inseguro como sin duda era honorable; en un hombre cuyas singulares tentativas de garantizar la seguridad doméstica podrían haber sido fácilmente burladas por su hijo inteligente, que, poco antes, había mostrado tanta desenvoltura en el estrado de los testigos. O quizá en algo todavía peor, en un padre que, sospechando que su hijo quizá hubiera participado de algún modo en las atrocidades, trataba con inquietud pero sin eficacia de modificar su testimonio a medida que lo prestaba.

Después compareció la madre de George, tanto más nerviosa porque acababa de presenciar el hecho sin precedentes de la falibilidad de su marido. Tras ser interrogada por Vachell, Disturnal, con una especie de urbanidad ociosa, le hizo repetirlo todo. No denotaba un interés excesivo por las respuestas cié la testigo; no era ya el fiscal despiadado, sino más bien el vecino nuevo que se deja caer por la casa para un té de cortesía.

– ¿Siempre ha estado orgullosa de su hijo, señora Edalji?

– Oh, sí, muy orgullosa.

– ¿Y él siempre ha sido un chico inteligente, y un joven inteligente?

– Oh, sí, muy inteligente.

Disturnal realizó un empalagoso simulacro de honda preocupación por la angustia que la señora Edalji debía de sentir al verse a sí misma y a su hijo en las circunstancias actuales.

No era una pregunta, pero la madre de George la tomó automáticamente como tal y empezó a alabar a su hijo.

– Siempre fue un chico estudioso. Ganó muchos premios en el colegio. Estudió en el Mason College de Birmingham, y obtuvo una medalla del Colegio de Abogados. Su libro sobre legislación ferroviaria fue muy bien acogido por muchos periódicos y revistas jurídicas. Ahora van a publicarlo en la colección de Libros Jurídicos Prácticos de Wilson.

Disturnal estimuló aquella efusión de orgullo materno. Le preguntó si quería decir algo más.

– Sí. -La señora Edalji miró a su hijo en el banquillo-. Siempre ha sido amable y servicial con nosotros, y desde niño siempre fue cariñoso con los animales. Incluso si no hubiéramos sabido que él no estaba fuera de casa, habría sido imposible que hubiese mutilado o herido a ninguno.

Por el modo en que Disturnal le dio las gracias, casi se habría podido pensar que él también era hijo de ella; es decir, un hijo profundamente indulgente con la bondad ciega y la ingenuidad de su anciana madre de pelo blanco.

Después llamaron a Maud para que declarase sobre el estado de la ropa de George. Su voz fue serena y su testimonio lúcido; aun así, George se quedó petrificado cuando Disturnal se levantó, asintiendo para sí.

– Su testimonio, señorita Edalji, es exactamente, hasta en el más mínimo detalle, el mismo que el de sus padres.

Maud le devolvió una mirada ecuánime y aguardó para ver si aquello era una pregunta o el heraldo de alguna ofensiva mortífera. Tras lo cual, Disturnal volvió a sentarse, con un suspiro.

Más tarde, en la mesa de madera del sótano de Shire Hall, George estaba exhausto y descorazonado.

– Señor Meek, creo que mis padres no han sido buenos testigos.

– Yo no diría tal cosa, señor Edalji. Lo que ocurre es que las mejores personas no son necesariamente los mejores testigos. Cuanto más escrupulosas son, cuanto más honradas, tanto más se detienen en cada palabra de la pregunta y dudan de sí mismas por pura modestia, y tanto más puede jugar con ellas un fiscal como Disturnal. Le aseguro que no es la primera vez que sucede. ¿Cómo lo diría? Es una cuestión de fe. Lo que creemos, por qué lo creemos. Desde un punto de vista puramente jurídico, los mejores testigos son aquellos a los que más cree el jurado.

– De hecho, han sido malos testigos.

A lo largo de todo el juicio, George había albergado la esperanza de que el testimonio de su padre le granjearía una exoneración instantánea. El ataque del fiscal se estrellaría contra la roca de la integridad paterna, y Disturnal se retiraría como un feligrés descreído y regañado por una calumnia vana. Pero el ataque no se había producido o no, al menos, en la forma que George había previsto; y su padre le había fallado, no había sabido manifestarse como una divinidad olímpica cuya declaración jurada era irrebatible. En cambio, se había mostrado pedante, quisquilloso y en ocasiones confundido. George habría querido explicar a la sala que si de niño hubiese cometido la menor fechoría, su padre le habría llevado a la comisaría y exigido un castigo ejemplar: cuanto mayor el deber, mayor el pecado. Pero había prevalecido la impresión opuesta: la de que sus padres eran unos tontos indulgentes y fáciles de embaucar.

– Han sido malos testigos -repitió, consternado.

– Han dicho la verdad -contestó Meek-. Y no deberíamos haber esperado otra cosa de ellos, o que actuaran de una manera que no es la suya. Confiemos en que el jurado lo vea. Vachell tiene confianza en la sesión de mañana; y nosotros también debemos tenerla.

Y a la mañana siguiente, cuando George fue trasladado por última vez de la cárcel de Stafford a Shire Hall, mientras se disponía a escuchar el relato de su historia en su versión definitiva y cada vez más divergente, recobró el buen ánimo. Era el viernes 23 de octubre. Al día siguiente estaría de vuelta en la vicaría. El domingo asistiría al oficio religioso bajo la quilla volcada de San Marcos. Y el lunes, el tren de las 7.39 le llevaría a Newhall Street, a su escritorio, a su trabajo, a sus libros. Festejaría su libertad suscribiéndose a Leyes de Inglaterra, de Halsbury.

Cuando salió al banquillo por la estrecha escalera, la sala parecía aún más concurrida que los días anteriores. La emoción era palpable y, para George, alarmante; se parecía más a una vulgar expectación teatral que a la grave expectativa de la justicia. Vachell le miró y le sonrió: era la primera vez que hacía abiertamente un gesto semejante. George no supo si devolverle el saludo de la misma forma, pero optó por una ligera inclinación de cabeza. Miró al jurado, doce hombres justos de Staffordshire, cuyo semblante le había parecido desde el principio decente y serio. Advirtió la presencia del capitán Anson y del inspector Campbell, sus acusadores gemelos. Aunque no los auténticos: éstos estarían quizá en Cannock Chase, regodeándose de lo que habían hecho, e incluso ahora afilando lo que a juicio de Lewis era un arma curva y con los lados cóncavos.

A invitación de sir Reginald Hardy, Vachell inició su alegato final. Pidió a los miembros del jurado que pasaran por alto los aspectos sensacionales del caso -los titulares de prensa, la histeria pública, los rumores y acusaciones- y se concentraran en los hechos escuetos. No había la más mínima prueba de que George Edalji hubiera salido de la vicaría -un edificio estrechamente vigilado desde varios días antes por la policía de Staffordshire- la noche del 17 al 18 de agosto. No había la más mínima prueba que le vinculase con el delito de que le acusaban: las minúsculas manchas de sangre encontradas podían proceder de cualquier otra fuente y eran totalmente incompatibles con la agresión violenta infligida al pony de la mina; en cuanto a los pelos supuestamente hallados en la ropa del acusado, existía una discrepancia completa de testimonios y, aunque tales pelos hubieran existido, había otras explicaciones posibles de su presencia. Luego estaban las cartas anónimas que denunciaban a George Edalji y que la acusación sostenía que habían sido escritas por el propio acusado, una sugerencia absurda que estaba en completa discordancia tanto con la lógica como con la mente delictiva; en cuanto al testimonio del señor Gurrin, no era más que una opinión de la que el jurado tenía derecho a desvincularse, como en realidad era de esperar que lo hiciese.

A renglón seguido abordó las diversas insinuaciones formuladas en contra de su cliente. Su negativa a aceptar una fianza había nacido de sentimientos razonables, por no decir admirables: el deseo filial de aliviar el fardo de sus padres febles y ancianos. Había que analizar también el turbio asunto de John Harry Green. La fiscalía había intentado salpicar por asociación a George Edalji; sin embargo, no se había establecido ni el más mínimo vínculo entre su defendido y el señor Green, cuya ausencia en el estrado de testigos era harto elocuente enesto, así como en otros aspectos, el sumario no era más que una madeja de jirones y remiendos, de vislumbres, indirectas e insinuaciones inconexas entre sí. «¿Qué nos queda? -preguntó en su perorata el defensor-. ¿Qué nos queda al cabo de cuatro días en esta sala, excepto las teorías de la policía, que se derrumban, se desinflan y se despedazan?»

George estaba complacido cuando Vachell regresó a su asiento. Había sido un alegato claro, bien razonado y sin los falsos llamamientos emocionales a que recurrían otros letrados; y había sido más profesional: es decir, George había anotado los pasajes donde Vachell se tomó más libertades de expresión y deducciones de las que quizá le hubiese permitido el tribunal A, presidido por lord Hatherton.

Disturnal no se apresuró; aguardó un rato de pie, como dejando que se disipara el efecto de las palabras finales de Vachell. Luego empezó a recoger los jirones y remiendos a los que había aludido su adversario y pacientemente volvió a coserlos hasta tejer una capa que colgara alrededor de los hombros de George. Pidió al jurado que primero considerase la conducta del preso y reflexionara sobre si era o no la conducta de un hombre inocente. La negativa a esperar al inspector Campbell y la sonrisa en el andén de la estación; el hecho de que su detención no le sorprendiese; la pregunta acerca de los caballos muertos de Blewitt; la amenaza al misterioso Loxton; el rechazo de la fianza y el confiado pronóstico de que la banda de Great Wyrley actuaría de nuevo para forzar su liberación. ¿Era éste el comportamiento de un hombre inocente?, preguntó Disturnal, al mismo tiempo que reunía cada uno de estos eslabones para apreciación del jurado.

Las manchas de sangre; la letra de George, y, por último, la ropa. La ropa del acusado estaba mojada, en especial las botas y el abrigo de casa. La policía así lo declaró y lo había jurado. Todos los agentes que habían examinado el abrigo viejo habían testificado que estaba mojado. De ser esto cierto, y si la policía no se equivocaba -¿y cómo podía o debería equivocarse?-, sólo había una explicación posible. George Edalji, tal como el fiscal sostenía, había salido a hurtadillas de la vicaría en la noche tormentosa del 17 al 18 de agosto.

Pero aun así, a pesar de la evidencia abrumadora de la destacada intervención del acusado en el delito, ya fuese solo o en complicidad con otros, había una pregunta que, como Disturnal admitía, precisaba una respuesta. ¿Cuál había sido el móvil? Era una pregunta que el jurado tenía pleno derecho a formular. Y el fiscal estaba allí para ayudarlo con la respuesta.

– Si se preguntan ustedes, como otras personas en esta sala han hecho en los últimos días: ¿cuál era el móvil del acusado? ¿Por qué un joven de apariencia externa respetable cometería un acto tan abyecto? Diversas explicaciones surgen en la mente del observador razonable. ¿Habrían empujado al acusado un rencor y una maldad concretos? Es posible, aunque improbable, puesto que muchas otras víctimas han sufrido las atrocidades de Great Wyrley y la campaña de libelos anónimos que las acompañaron. ¿Podría la demencia haber sido la causa? Cabría pensarlo, al considerar la barbarie indecible de sus acciones. Y, no obstante, esto tampoco consigue explicarlo, pues el delito fue tan bien planeado y tan sabiamente ejecutado que no pudo llevarlo a cabo alguien que estuviese loco. No: yo propondría que busquemos la motivación en un cerebro que no está enfermo, sino que más bien tiene una hechura diferente al de los hombres y mujeres ordinarios. El motivo no fue el lucro ni la venganza contra un individuo, sino que más bien tiene un afán de notoriedad, un ansia de suficiencia anónima, un anhelo de engañar a la policía a cada paso, un deseo de reírse en la cara de la sociedad y de demostrarse a sí mismo que es superior. Al igual que ustedes, miembros del jurado, yo también, en distintos momentos de este juicio, convencido como estoy y como estarán ustedes de la culpabilidad del acusado, me he preguntado por qué, por qué. Y he aquí lo que respondería a esta pregunta. La verdad es que todo parece apuntar a una persona que perpetró estas salvajadas por causa de una astucia diabólica en lo más recóndito de su cerebro.

George, que había estado escuchando con la cabeza ligeramente gacha, con el fin de concentrarse en las palabras de Disturnal, comprendió que el alegato había concluido. Alzó la vista y vio que el fiscal le enfocaba con una mirada dramática, como si sólo entonces mirase por fin al preso a la plena luz de la verdad. El jurado, autorizado de este modo por Disturnal, también le estaba escudriñando sin ambages; lo mismo hacía sir Reginald Hardy y todos los presentes en la sala, con la excepción de la familia de George. Tal vez el agente Dubbs y su compañero apostado detrás del acusado en el banquillo le estaban explorando la chaqueta del traje en busca de manchas de sangre.

El presidente comenzó su recapitulación a la una menos cuarto, y aludió a los despanzurramientos como «una mancha en el nombre del condado». George escuchaba, pero era consciente en todo momento de que doce hombres justos trataban de detectar en su persona manifestaciones de astucia diabólica. Lo único que él podía hacer al respecto era parecer lo más impasible posible. Así tenía que mostrarse en los últimos minutos antes de que su destino quedase sellado. No te inmutes, se dijo, no te inmutes.

A las dos de la tarde, sir Reginald mandó a deliberar al jurado y George fue conducido al sótano. El agente Dubbs montó guardia, como había hecho los cuatro días anteriores, con el aire ligeramente incómodo de quien sabía que George no era de los presos que se fugaban. Lo había tratado con respeto y ni una sola vez lo había maltratado. Como no existía la posibilidad de que interpretase mal sus palabras, George entabló conversación con su guardián.

– Agente, según su experiencia, ¿es buena o mala señal que el jurado tarde mucho en decidir el veredicto?

Dubbs reflexionó un momento.

– En mi experiencia, señor, yo diría que puede ser una señal buena o una señal mala. Las dos. Depende, en realidad.

– Entiendo -dijo George. No solía decir «entiendo», y reconoció que los abogados debían de haberle contagiado la costumbre-. Y en su experiencia, ¿si el jurado decide rápidamente?

– Ah, en ese caso, señor, puede ser buena o mala señal. En realidad, depende de las circunstancias.

George se permitió una sonrisa, y que Dubbs o cualquier otro la interpretasen a su antojo. A él le parecía que si el jurado regresaba enseguida, su veredicto -dada la gravedad del caso y la necesidad de que los doce se pusieran de acuerdo- tenía que serle favorable. Y si tardaban en volver tampoco sería malo, porque cuanto más tiempo estudiasen el asunto, aflorarían tantos más detalles esenciales y tanto mejor verían la vacuidad de las furiosas maniobras de distracción de Disturnal.

Al agente Dubbs le asombró tanto como a George que lo llamaran al cabo de sólo cuarenta minutos. Hicieron su último trayecto juntos, a lo largo de los pasillos en penumbra y la escalera que llevaba al banquillo. A las tres menos cuarto, el actuario formuló al presidente del jurado palabras familiares para George desde hacía mucho tiempo.

– Señores del jurado, ¿han llegado a un veredicto unánime?

– Sí, señor.

– ¿Consideran al acusado, George Ernest Thompson Edalji, culpable o no culpable del delito de mutilar a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley?

– Culpable, señor.

«No, es un error», pensó George. Miró al presidente, un hombre de pelo blanco y un aire de maestro de escuela, que hablaba con un leve acento de Staffordshire. Se ha equivocado de palabras. Desdígalas. Quería decir «no culpable». Esa es la respuesta correcta a la pregunta. Todo esto pasó raudamente por la mente de George, hasta que comprendió que el presidente seguía de pie y estaba a punto de hablar. Sí, por supuesto, se disponía a corregir su error.

– El jurado, al emitir su veredicto, expresa una recomendación de clemencia.

– ¿Por qué motivos? -preguntó sir Reginald Hardy, escrutando al presidente.

– Su posición.

– ¿Su posición personal?

– Sí.

El presidente del tribunal y los otros dos magistrados se retiraron a deliberar sobre la sentencia. George apenas pudo mirar a su familia. Su madre se apretaba un pañuelo contra la cara; su padre fijaba en el aire una mirada inexpresiva. Maud, a la que esperaba ver llorando, le sorprendió. Había girado el cuerpo entero en dirección a George y alzaba hacia él unos ojos graves y amorosos. El sintió que si conservaba aquella expresión en la memoria, las cosas peores quizá pudieran soportarse.

Pero no tuvo tiempo de seguir pensando, porque el presidente del tribunal, que sólo había tardado unos minutos en tomar su decisión, le dirigió la palabra.

– George Edalji, el veredicto del jurado es justo. Ha recomendado clemencia en consideración a la posición que ocupa. Tenemos que determinar qué castigo imponerle. Hemos tenido en cuenta su posición personal y lo que para usted representan los castigos. Por otra parte, debemos tener presente el estado del condado de Stafford y el distrito de Great Wyrley, y el deshonor infligido al vecindario por estos sucesos. La sentencia son siete años de trabajos forzados.

Una especie de murmullo soterrado recorrió la sala del juicio, un ruido ronco pero inexpresivo. George pensó: «No, siete años, no puedo sobrevivir siete años, ni siquiera la mirada de Maud puede sostenerme tanto tiempo. Vachell tiene que explicar, tiene que presentar una objeción».

Por el contrario, fue Disturnal quien se levantó. Una vez conseguida una condena, llegaba la hora de la magnanimidad. George no sería juzgado por el cargo de haber enviado una carta de amenaza al sargento Robinson.

«Llévenselo»; y la mano del agente Dubbs le agarró del brazo, y antes de que George tuviera tiempo de un último intercambio de miradas con su familia, de una última mirada alrededor de la sala donde con tanta confianza había esperado que se impartiera justicia, le empujaron para que bajase por la trampilla hacia la luz de gas titilante del sótano oscuro. Dubbs le explicó con deferencia que, en vista del veredicto, tenía que introducirle en la celda provisional, a la espera de su traslado a la cárcel. Allí George, sentado inmóvil, con el pensamiento todavía en la sala del juicio, revivió despacio los sucesos de los cuatro últimos días: los testimonios, las respuestas dadas en los interrogatorios, las tácticas jurídicas. No tenía quejas de la diligencia o la eficacia de sus abogados. En cuanto al fiscal, Disturnal había llevado el caso con inteligencia y un método antagonista, como cabía esperar; y sí, Meek estaba en lo cierto cuando habló de la destreza con que aquel hombre hacía ladrillos aunque no tuviera paja.

Y entonces se agotó la capacidad de George para el sereno análisis profesional. Sintió un cansancio inmenso, aunque a la vez estaba sobreexcitado. La secuencia de sus pensamientos perdió el ritmo regular; se tambaleaban, caían hacia delante, seguían la gravedad emocional. De repente se le pasó por la cabeza que hasta unos minutos antes sólo unas cuantas personas -sobre todo policías, y quizá algunos espectadores tontamente ignorantes, de los que aporrearían las puertas de un coche que pasaba- le suponían culpable. Pero ahora -y al darse cuenta le invadió la vergüenza- casi todo el mundo creería que lo era. Los lectores de periódicos, sus colegas abogados de Birmingham, los pasajeros del tren matutino a los que había repartido folletos de la Legislación ferroviaria. Después empezó a pensar en personas concretas que le juzgarían culpable: por ejemplo, Merriman, el jefe de estación, y Bostock, el maestro de escuela, y Greensill, el carnicero, que a partir de entonces le recordaría siempre a Gurrin, el experto grafólogo, el hombre que le creía capaz de escribir blasfemias e indecencias. Y no sólo Gurrin: Merriman y Bostock y Greensill creerían que, además de rajar el abdomen de animales, George era el autor de blasfemias e indecencias. Y también la criada de la vicaría, y el coadjutor, y Harry Charlesworth, cuya amistad se había inventado. Hasta Dora, la hermana de Harry -de haber existido-, le habría mirado con asco.

Se imaginó la mirada de todas estas personas… a las que ahora se sumaba Hands, el botero. Hands pensaría que, después de haberle tomado con mano experta las medidas para un par de botas, George se había ido tranquilamente a su casa, había cenado, fingido que se acostaba y luego se había escabullido del dormitorio, cruzado los campos y mutilado a un pony. Y al imaginarse a todos aquellos testigos y acusadores, sintió tal oleada de pena por sí mismo y por lo que le habían hecho a su vida, que habría querido que le permitieran quedarse para siempre en aquella penumbra subterránea. No obstante, antes de lograr siquiera controlarse en aquel grado de desdicha, volvió a sentirse arrastrado, ya que por supuesto toda aquella gente de Wyrley no le miraría de aquel modo acusatorio: no, como mínimo, durante muchos años. No, mirarían a sus padres: al padre en el púlpito, a la madre cuando hacía sus rondas parroquiales; mirarían a Maud cuando entrase en una tienda, a Horace cuando volviese de Manchester, si es que alguna vez volvía a pisar la casa tras el oprobio de su hermano. Todo el mundo miraría, señalaría, diría: su hijo, su hermano cometió las atrocidades de Wyrley. Y él había infligido aquella pública y continuada humillación a su familia, que lo era todo para él. Sabían que era inocente, pero sólo servía para duplicar su sentimiento de culpa hacia ellos.

¿Sabían que era inocente? Aquí se agravó su desesperación. Sabían que era inocente, pero ¿cómo dejarían de dar vueltas en la cabeza a lo que habían visto y oído en los cuatro últimos días? ¿Y si su fe en él empezaba a flaquear? Cuando decían que sabían que era inocente, ¿qué querían decir en realidad? Para saberle inocente tendrían que haber velado toda la noche y haberle observado durmiendo, o bien tendrían que haber estado vigilando en el campo de la mina cuando llegó un lunático mozo de labranza con un instrumento maléfico en el bolsillo. Sólo así tendrían la certeza absoluta. Lo que hacían era creer, creer firmemente. ¿Y si, andando el tiempo, unas palabras de Disturnal, alguna afirmación del doctor Butter o alguna duda personal sobre George, largo tiempo reprimida, empezaba a socavar la confianza en él de sus familiares?

Era una cosa más que añadir a la lista de agravios. Les obligaría a emprender un penoso viaje de introspección. Hoy: conocemos a George y sabemos que es inocente. Pero quizá dentro de tres meses: creemos conocer a George y creemos que es inocente. Y dentro de un año: sabemos que no conocemos a George, pero todavía le consideramos inocente. ¿Quién podría reprocharles este declive progresivo?

No sólo le habían condenado a él; también a su familia. Si era culpable, algunos pensarían que sus padres tenían que haber cometido perjurio. Y cuando el vicario predicase la diferencia entre el bien y el mal, su feligresía ¿le tomaría por un hipócrita o un ingenuo? Cuando su madre visitara a los oprimidos, ¿no le dirían que haría mejor guardándose la compasión para su hijo criminal en una cárcel lejana? Era otro agravio: había sentenciado a sus propios padres. ¿No tendrían fin aquellas figuraciones atormentadas, aquel implacable vórtice moral? Aguardó a que se produjera otra caída, que las aguas le arrastrasen, que se ahogara; pero pensó en Maud. Sentado en el duro taburete, detrás de los barrotes de hierro, mientras en algún lugar de aquella oscuridad el carcelero Dubbs silbaba una tonadilla desafinada, pensó en Maud. Ella era su fuente de esperanza, ella impediría que cayese. Creía en Maud; sabía que ella no flaquearía porque había visto su mirada en la sala. Era una mirada que no necesitaba descifrar, que no corromperían el tiempo o la maldad; una mirada de amor, de confianza y de certeza.

Cuando la muchedumbre congregada fuera del tribunal se hubo dispersado, George fue trasladado a la cárcel de Stafford. Allí se produjo otro reajuste en su universo. Como había estado encarcelado desde su detención, había llegado a considerarse un recluso. Pero de hecho le habían alojado en la mejor celda del hospital; recibía periódicos todas las mañanas, así como comida de su familia, y le permitían escribir cartas comerciales. Sin pararse a pensarlo, había supuesto que sus circunstancias eran temporales, concomitantes, un breve purgatorio.

Ahora era un auténtico preso, y para demostrarlo le quitaron la ropa. Lo irónico fue que llevaba semanas lamentando y quejándose del inadecuado traje de verano y el sombrero de paja superfluo. ¿Le habría dado aquel traje un aspecto menos serio en el juicio y, en consecuencia, habría perjudicado su causa? No lo sabía. De todos modos, le despojaron del traje y el sombrero y se los trocaron por el peso gravoso y la aspereza como de fieltro de la ropa carcelaria. La chaqueta le colgaba de los hombros, los pantalones formaban bolsas en las rodillas y los tobillos; no le importaba. También le dieron un chaleco, una gorra y un par de botas.

– Le dará un poco de grima -dijo el celador, haciendo un rebujo con el traje de verano-. Pero casi todos se acostumbran. Hasta personas como usted, sin ánimo de ofender.

George asintió. Advirtió, agradecido, que el funcionario le había hablado con el mismo tono exacto y con la misma urbanidad que a lo largo de las ocho semanas anteriores. El hecho le sorprendió. Por alguna razón había previsto que iban a escupirle y a injuriarle al regresar a la cárcel, a un hombre inocente que volvía con la pública etiqueta de culpable. Pero quizá el cambio aterrador sólo se hubiera producido en su mente. El carcelero mantuvo la misma actitud por una razón simple y desalentadora: desde el principio le habían considerado culpable, y el veredicto del jurado no había sino confirmado esta presunción.

A la mañana siguiente, como un favor, le llevaron un periódico para que pudiera ver, por última vez, su vida convertida en titulares, su historial ya no discrepante sino consolidado como un hecho jurídico, su personaje ya no como obra suya, sino perfilado por otros.

SIETE AÑOS DE TRABAJOS FORZADOS

CONDENADO EL ASESINO DE

GANADO DE WYRLEY

EL REO NO SE INMUTA

Con desánimo, pero de forma automática, George leyó el resto de la página. La historia de la señorita Hickman, la médico hallada muerta, también parecía haber alcanzado su epílogo y se había sumido en el silencio y el misterio. George se enteró de que Buffalo Bill, tras una temporada en Londres y una gira por provincias que duró 294 días, había terminado su programa en Burton-on-Trent y regresado a Estados Unidos. Y tan importante para la Gazette como la condena del «asesino de ganado» de Wyrley era la noticia que figuraba al lado:

CHOQUE FERROVIARIO EN YORKSHIRE

Dos trenes descarrilan en un túnel

Un muerto y 23 heridos

LA TERRIBLE EXPERIENCIA DE UN HOMBRE

DE BIRMINGHAM

Le tuvieron en Stafford otros doce días, y durante este tiempo permitieron a sus padres que le visitaran a diario. Para George esto fue más doloroso que si le hubieran arrojado dentro de un furgón y le hubieran llevado al paraje más lejano del reino. En aquella larga despedida todos se comportaron como si las tribulaciones de George fueran un error burocrático que no tardaría en remediar la apelación al funcionario preciso. El vicario había recibido muchas cartas de apoyo y hablaba ya con entusiasmo de una campaña pública. A George aquel fervor le pareció rayano en la histeria, y sus orígenes implantados en la culpa. No juzgaba su situación transitoria, y los planes de su padre no le procuraron el menor consuelo. Más que nada, le parecían una expresión de fe religiosa.

Doce días después, fue transferido a Lewes. Allí le entregaron un uniforme nuevo de lino burdo y color galleta. Tenía dos anchas franjas verticales por delante y por detrás, y unas flechas gruesas, torpemente impresas. Le dieron unos bombachos que le quedaban grandes, calcetines negros y botas. Un funcionario le explicó que era un hombre estrella y, por consiguiente, empezaría su condena permaneciendo tres meses separado: el plazo podría ser más largo o más corto. Separado quería decir incomunicado. Así empezaban todos los hombres estrella. Al principio George lo entendió mal: pensó que le llamaban hombre estrella porque su caso había alcanzado notoriedad; quizá a los autores de delitos especialmente atroces se les mantenía apartados de otros presos para impedir que diesen rienda suelta a su cólera contra un mutilador de caballos. Pero no: un hombre estrella era el simple vocablo para designar a un condenado por primera vez. Le dijeron que si reincidía le clasificarían como preso intermedio; y si volvía a prisión con mayor frecuencia, como preso ordinario o profesional. George dijo que no tenía intención de volver.

Le llevaron a presencia del director, un viejo militar que le sorprendió porque miraba el nombre que tenía delante y, educadamente, le preguntó cómo se pronunciaba;

– Aydlji, señor.

– Ay-dl-ji -repitió el director-. Aunque aquí no será mucho más que un número.

– No, señor.

– Iglesia anglicana, dice aquí.

– Sí. Mi padre es vicario.

– En efecto. Su madre…

Parecía que el director no acertaba a encontrar la forma de preguntarlo.

– Mi madre es escocesa.

– Ah.

– Mi padre es parsi de nacimiento.

– Ahora caigo. Estuve en Bombay en los años ochenta. Hermosa ciudad. ¿La conoce bien, Ay-dl-ji?

– Me temo que nunca he salido de Inglaterra, señor. Aunque he estado en Gales.

– Gales -dijo el director, pensativo-. En eso me gana. Abogado, dice.

– Sí, señor.

– En este momento tenemos sequía de abogados.

– ¿Perdón?

– Abogados. Nos faltan, de momento. Solemos tener uno o dos. Un año, recuerdo, tuvimos más de media docena. Pero hace unos meses nos libramos del último. La verdad es que tampoco pude hablar mucho con él. El reglamento de aquí le parecerá estricto, y se aplica rigurosamente, señor Ay-dl-ji.

– Sí, señor.

– Pero tenemos un par de corredores de bolsa y un banquero, también. Yo le digo a la gente que si quiere tener un muestrario representativo de la sociedad, venga a la cárcel de Lewes. -Estaba acostumbrado a contar esto e hizo una pausa para que surtiera el efecto habitual-. Aunque me apresuro a decirle que no tenemos miembros de la aristocracia. Ni tampoco -lanzó una ojeada al expediente de George- un pastor de la Iglesia anglicana. Pero sí hemos tenido alguno que otro. Por obscenidad, esas cosas.

– Sí, señor.

– Pues bien, no voy a preguntarle qué ha hecho o por qué o si fue usted quien lo hizo o si una solicitud que quisiera cursar al ministro del Interior tiene o no más posibilidades que un ratón con una mangosta, porque según mi experiencia todo eso es una pérdida de tiempo. Está en la cárcel. Cumpla su condena, obedezca las reglas y no se meterá en más líos.

– Como abogado, estoy acostumbrado a las reglas.

George lo dijo con neutralidad, pero el director alzó la vista como si se tratara de una frase insolente. Al final se contentó con decir: «Perfecto».

Había, en efecto, gran número de reglas. George comprobó que los carceleros eran buena gente, aunque estaban atados de pies y manos por la burocracia. Estaba prohibido hablar con otros presos. Estaba prohibido cruzar los brazos o las piernas en la capilla. Los reclusos se bañaban una vez cada quince días, y se les hacía un registro corporal y de sus pertenencias siempre que se considerase necesario.

El segundo día entró un celador en la celda de George y le preguntó si tenía una manta.

George juzgó la pregunta superflua. Era de todo punto evidente que tenía una manta, multicolor y de un peso razonable: imposible que el funcionario no la viera.

– Sí, tengo, muchas gracias.

– ¿Qué es eso de muchas gracias? -preguntó el carcelero, con una voz más que belicosa.

George recordó los interrogatorios de la policía. Quizá su tono había sido muy osado.

– Quiero decir que sí tengo -dijo.

– Entonces hay que destruirla.

Ahora sí que George no entendía nada. Aquella norma no se la habían explicado. Cuidó su respuesta y en especial el tono.

– Disculpe, pero no llevo aquí mucho tiempo. ¿Por qué quiere destruir mi manta, que es para mí una prenda cómoda y una necesidad, me figuro, en los meses más recios?

El carcelero le miró y poco a poco se echó a reír. Se rió tanto que un compañero se coló en la celda para ver qué pasaba.

– No una manta, número 247, sino chinches [12].

George, a su vez, sonrió a medias, ignorando si el reglamento le permitía sonreír. Tal vez sólo si pedía permiso. En todo caso, el episodio se divulgó por la cárcel y siguió a George durante los meses siguientes. Aquel indio vivía una vida tan regalada que ni siquiera sabía lo que era una chinche.

En su lugar descubrió otras molestias. No había retretes propiamente dichos ni intimidad cuando más falta hacía. El jabón era de pésima calidad. Existía además la regla estúpida de que los afeitados y los cortes de pelo se hacían al aire libre, lo que motivaba que muchos reclusos -George entre ellos- pillasen resfriados.

Enseguida se habituó al ritmo alterado de su vida. 5.45: hora de levantarse. 6.15: abrían las puertas, recogían los cubos, colgaban la ropa de cama para orearla. 6.30: repartían herramientas; a continuación, trabajo. 7.30: desayuno. 8.15: plegar la ropa de cama. 8.35: capilla. 9.05: regreso. 9.20: salida para ejercicio. 10.30: regreso. Rondas del director y otros trámites burocráticos. 12: comida. 13.30: recogida de los cubiertos de hojalata, seguido de trabajo. 17.30: cena, recogida de herramientas que se guardaban fuera para el día siguiente. 20: hora de acostarse.

La vida era más ruda, más fría y más solitaria que la que había conocido hasta entonces, pero le ayudaba la rígida estructura cotidiana. Siempre se había ceñido a un horario estricto; también, como estudiante y como abogado, había asumido una fuerte carga de trabajo. Se había concedido muy pocas vacaciones -aquella excursión a Aberystwyth con Maud fue una rara excepción- y aún menos lujos, salvo los de la mente y el espíritu.

– Lo que más echan de menos los presos estrella es la cerveza -dijo el capellán, en la primera de sus visitas semanales-. Bueno, no sólo los estrella. También los intermedios y los ordinarios.

– Por suerte, yo no bebo.

– Y lo segundo son los cigarrillos.

– También soy afortunado en eso.

– Y lo tercero, los periódicos.

George asintió.

– Reconozco que ahí sí he sentido una privación severa. Tenía la costumbre de leer tres periódicos al día.

– Si pudiera ayudarle en algo… -dijo el capellán-. Pero el reglamento…

– Quizá sea mejor prescindir por completo de una cosa que confiar en que te la den de vez en cuando.

– Ojalá otros tuvieran esa actitud. He visto a hombres ponerse como locos por un cigarrillo o una bebida. Y algunos añoran terriblemente a su novia. Algunos echan en falta la ropa, otros cosas que no sabían que apreciaban, como el olor al otro lado de la puerta del patio una noche de verano. Todo el mundo echa de menos algo.

– No digo que esté contento -contestó George-. Pero puedo pensar con pragmatismo en la falta de periódicos. En otros sentidos, seguro que soy como los demás.

– ¿Y qué es lo que más echa en falta?

– Oh -respondió George-. Mi vida.

Se diría que el capellán imaginaba que George, como hijo de clérigo, extraería su consuelo principal de practicar la religión. George no le desengañó y asistía a los oficios con mejor disposición que la mayoría; pero se arrodillaba, cantaba y rezaba con el mismo ánimo con que sacaba el cubo de la celda, plegaba la ropa de cama y trabajaba; como algo que le ayudaba a sobrellevar la jornada. Casi todos los reclusos trabajaban en los cobertizos, donde confeccionaban felpudos y canastos; un hombre estrella en sus tres meses de incomunicación tenía que trabajar en su celda. A George le dieron una tabla y madejas pesadas de hilo. Le enseñaron a trenzar el hilo utilizando la tabla como molde. Produjo, despacio y con un gran esfuerzo, piezas alargadas, de un grueso tejido trenzado y un tamaño concreto. Cuanto terminó seis, se las llevaron. Después empezó otra tanda, y otra más.

Al cabo de un par de semanas, preguntó a un funcionario cuál era el objeto de aquellas formas.

– Oh, deberías saberlo, 247, deberías saberlo.

George intentó pensar dónde podría haber tropezado antes con aquel material. Cuando tuvo claro que no lo recordaba, el carcelero cogió dos de las piezas oblongas terminadas y las prensó juntas. Luego se las colocó a George debajo de la barbilla. Al no obtener respuesta, se las puso debajo de su propia barbilla y empezó a abrir y a cerrar la boca con un ruido húmedo.

La pantomima dejó a George perplejo.

– Me temo que no lo veo.

– Oh, vamos. Lo sabes.

El celador hizo sonidos de masticación cada vez más ruidosos.

– No lo adivino.

– Morrales, 247, morrales para caballos. Debe de ser agradable, para un hombre familiarizado con caballerías.

George sintió un embotamiento repentino. Así que el carcelero lo sabía; todos lo sabían, hablaban y bromeaban al respecto.

– ¿Soy el único que los hace?

El carcelero sonrió.

– No te creas especial, 247. Los trenzas tú y otra media docena de presos. Algunos los cosen. Otros hacen las cuerdas para atarlos alrededor de la cabeza del caballo. Otros los ensamblan. Y otros los embalan para expedirlos.

No, él no era especial. Tal era su consuelo. Era sólo un preso más, que trabajaba como los demás, un preso cuyo delito no era más alarmante que el de muchos otros y que podía optar por comportarse bien o mal, pero no tenía opción respecto a su situación fundamental. Ni siquiera ser abogado era insólito allí, como el director había señalado. En vista de las circunstancias, decidió ser lo más normal posible.

Cuando le dijeron que cumpliría seis meses «separado» en lugar de tres, George no se quejó ni preguntó el motivo del cambio. Lo cierto era que pensaba que los «horrores de la incomunicación» de que hablaban los periódicos y libros eran burdamente exagerados. Prefería tener muy escasa compañía en vez de mucha y mala. Aún estaba autorizado a hablar con los celadores, el capellán y el director en sus rondas, si bien tenía que esperar a que ellos le hablasen primero. Podía servirse de su voz en la capilla para cantar los himnos y entonar las respuestas. Y normalmente a los reclusos se les permitía hablar durante el ejercicio, aunque encontrar afinidades con el que caminaba a tu lado no siempre era sencillo.

Había además una excelente biblioteca en Lewes, y el bibliotecario pasaba dos veces por semana para llevarse los libros que George había leído y abastecer su estantería. Podía pedir cada semana una obra de tema educativo y un libro «de biblioteca». Este último concepto abarcaba desde una novela popular a un volumen de los clásicos. George se propuso leer todas las grandes obras de la literatura inglesa y la historia de países importantes. Lógicamente, estaba autorizado a tener una Biblia en su celda, pero cada vez se percataba más de que después de cuatro horas de faenar cada tarde con la tabla y el hilo, no eran las cadencias de la Sagrada Escritura lo que le apetecía leer, sino el capítulo siguiente de sir Walter Scott. A veces, encerrado en su celda, a salvo del mundo, viendo con el rabillo del ojo la manta de colores vivos, experimentaba una sensación de orden que casi lindaba con la satisfacción.

Supo por las cartas de su padre que el veredicto había suscitado la indignación pública. El señor Voules había asumido su defensa en Truth, y R. D. Yelverton, antiguo presidente de la Corte Suprema de Bahamas, y ahora de los tribunales de Pump Court, en el distrito de Temple, iba a elevar una petición. Se estaban reuniendo firmas y muchos abogados de Birmingham, Dudley y Wolverhampton ya habían dado su apoyo. A George le conmovió saber que entre los firmantes se encontraban Greenway y Stentson; aquellos dos siempre habían sido buenas personas. Estaban entrevistando a testigos y recopilando sobre el carácter de George testimonios de docentes, colegas y familiares. Yelverton incluso había recibido una carta de sir George Lewis, el abogado penalista más renombrado de la época, en la que expresaba su ponderado dictamen de que el proceso de George contenía defectos fatales.

Era evidente que se habían formulado en su defensa algunas quejas oficiales, puesto que a George le permitieron recibir más comunicaciones de lo normal referentes a su caso. Leyó algunos de los testimonios. Había una copia en papel carbón morado de una carta del hermano de su madre, el tío Stoneham, del Cottage de Much Wenlock. «Siempre que he visto a mi sobrino o he tenido noticias de él (hasta que se habló de esas cosas abominables), me ha parecido simpático, lo mismo que me han dicho otros, y también inteligente.» Algo en la frase subrayada llegó derecho al corazón de George. No el elogio que contenía, que le resultaba violento, sino el subrayado. Más adelante reaparecía. «Conocí al señor Edalji cuando llevaba cinco años ordenado y tenía muy buenas referencias de otros eclesiásticos. Nuestros amigos de entonces también consideraban como nosotros que los parsis son un pueblo muy antiguo y cultivado y poseen muchas cualidades.» Y de nuevo en la posdata: «Mi padre y mi madre dieron su pleno consentimiento a la boda y sentían un profundo afecto por mi hermana».

Como hijo y como preso, George no pudo evitar que estas palabras le emocionaran hasta las lágrimas; como abogado, dudaba del efecto que causarían sobre el funcionario del Ministerio del Interior que finalmente nombraran para revisar su caso. Se sentía al mismo tiempo vivamente optimista y totalmente resignado. En parte quería quedarse en su celda, trenzando morrales y leyendo las obras de sir Walter Scott, y pescar resfriados cuando le cortaban el pelo en el patio gélido, y volver a oír el viejo chiste de las chinches. Lo quería porque era probable que fuese su destino y la mejor manera de resignarse a sufrirlo consistía en acatarlo. Pero otra parte de él quería ser libre al día siguiente, abrazar a su madre y a su hermana, obtener el reconocimiento público de la gran injusticia cometida con él: era la parte a la que no podía dar rienda suelta, porque podría acabar causándole el mayor dolor.

Procuró, por tanto, permanecer impasible cuando supo que ya se habían reunido diez mil firmas, encabezadas por la del presidente del Colegio de Abogados, la de sir George Lewis y la de sir George Birchwood, K.C.I.E. [13], la más alta autoridad médica. Habían firmado centenares de abogados, no sólo de la zona de Birmingham; también miembros del King's Counsel, parlamentarios -entre ellos los de Staffordshire- y ciudadanos de todas las ideologías. Se recabaron declaraciones juradas de testigos que habían visto a obreros y curiosos pisando el terreno donde ulteriormente el policía Cooper había descubierto las huellas de botas. Además, Yelverton había obtenido un informe favorable de Edward Sewell, un veterinario consultado por la acusación y al que luego no llamaron a testificar. La petición, las declaraciones juradas y los testimonios formaban en su conjunto «el memorándum» que sería enviado al Ministerio del Interior.

En febrero ocurrieron dos cosas. El 13 de este mes, el Cannock Advertiser [14]informó de que otro animal había sido mutilado exactamente de la misma forma que en ocasiones anteriores. Quince días después, Yelverton presentó el memorándum al ministro del Interior, Akers-Douglas. George se permitió el lujo de tener esperanzas. En marzo sucedieron otras dos cosas: la petición fue rechazada y George fue informado de que al concluir sus seis meses de incomunicación sería trasladado a Portland.

No le dijeron el motivo del traslado y él no lo preguntó. Supuso que era una manera de decir: ahora seguirás cumpliendo tu condena. Puesto que siempre había previsto hacerlo, en cierta medida -aunque no muy grande- podía afrontar la noticia con filosofía. Se dijo que había cambiado el mundo de las leyes por el de las reglas, y quizá no fuesen muy distintos. La cárcel era un entorno más simple porque las normas no dejaban un margen de interpretación; pero era probable que el cambio le resultase menos desconcertante a él que a quienes siempre habían pasado su vida fuera de la ley.

Las celdas de Portland no le impresionaron. Estaban hechas con calamina y al verlas le parecieron perreras. También era mala la ventilación, que se obtenía abriendo un agujero en la parte inferior de la puerta. No había campanas para los reclusos y si alguno quería hablar con un carcelero depositaba la gorra debajo de la puerta. Para pasar lista se utilizaba este mismo método. Al grito de «¡Gorras al suelo!», las colocaban en el agujero de ventilación. Pasaban lista cuatro veces al día, pero como el recuento de gorras demostraba ser menos fiable que el de personas, a menudo había que repetir el laborioso proceso.

Le dieron un nuevo número, el D462. La letra indicaba el año de la condena. El sistema había comenzado con el siglo: 1.900 era el año A; George, por tanto, había sido condenado en el año D, 1903. Cosían en la chaqueta del preso, y también en la gorra, una chapa con su número y los años de prisión. En Portland se usaban los nombres con mayor frecuencia que en Lewes, pero persistía la tendencia de conocer a un hombre por su chapa. Así pues, George era el D462-7.

Tuvo la consabida entrevista con el director. Aunque muy educado, desde sus primeras palabras fue menos alentador que su colega de Lewes.

– Debe saber que es inútil intentar una fuga. Nadie se ha fugado nunca de Portland Bill. Lo único que se consigue es perder la remisión de la pena y descubrir los placeres de la incomunicación.

– Creo que probablemente soy la última persona en toda la cárcel que intentaría fugarse.

– Eso ya lo tengo oído -dijo el director-. La verdad es que ya lo he oído todo. -Consultó el expediente de George-. Religión. Aquí dice anglicana.

– Sí, mi padre…

– No puede cambiarla.

George no entendió esta observación.

– No quiero cambiar de religión.

– Bien. De todos modos, no puede. No piense que va a esquivar al capellán. Es perder el tiempo. Cumpla su condena y obedezca a los carceleros.

– Siempre ha sido mi intención.

– Entonces es más sensato o más insensato que la mayoría.

Tras este comentario enigmático, el director hizo una seña de que se llevaran a George.

Su celda era más pequeña y más mísera que la de Lewes, aunque un celador que había servido en el ejército le dijo que era mejor que un cuartel. George no disponía de medios para saber si esto era cierto o si sólo pretendía ofrecer un consuelo no verificable. Le tomaron las huellas dactilares, por primera vez en su historial carcelario. Temía el momento en que el médico evaluase su aptitud para el trabajo. Todo el mundo sabía que a los enviados a Portland les entregaban una piqueta y les mandaban a picar piedras en una cantera; por añadidura, les ponían grilletes. Pero su inquietud se reveló infundada: sólo un pequeño porcentaje de reclusos trabajaba en las canteras, y nunca mandaban allí a los hombres estrella. Además, a causa de su visión defectuosa, George sólo fue juzgado apto para trabajos livianos. Como el médico consideró además que no debía subir y bajar escaleras, le destinaron al pabellón número I, en la planta baja.

Trabajaba en la celda. Arrancaba fibras de la cáscara de coco para rellenar camas, y pelos para rellenar almohadas. Primero había que alisar las fibras encima de una tabla y luego seleccionar las que eran finas como hebras; sólo así, le dijeron, servirían para hacer las camas más blandas que existían. No le facilitaron pruebas de este aserto; George nunca vio la fase siguiente del proceso, y su colchón no estaba ciertamente relleno de fibras finas.

Hacia la mitad de la primera semana en Portland, le visitó el capellán. Su talante jovial parecía dar a entender que se entrevistaban

en la sacristía de Great Wyrley, en vez de en una perrera con un agujero de ventilación recortado en la parte inferior de la puerta.

– ¿Acomodándote? -preguntó, con tono alegre.

– Parece que el director cree que sólo pienso en fugarme.

– Sí, sí, se lo dice a todo el mundo. Que quede entre nosotros: creo que le gusta que haya alguna que otra fuga. La bandera negra izada, el retumbar del cañón, el registro a fondo de los barracones. Y siempre gana la partida; eso también le gusta. Nadie se escapa de aquí. Si los soldados no atrapan a un fugado, lo hacen los ciudadanos. Dan una recompensa de cinco libras por entregar a un fugitivo, con lo que no hay incentivo para hacer la vista gorda. Después le meten en una celda de castigo y le privan de la remisión. No vale la pena.

– Y la otra cosa que me ha dicho el director es que no puedo cambiar de religión.

– En efecto.

– Pero ¿por qué querría cambiar?

– Ah, eres un preso estrella, claro. Todavía no conoces los entresijos. Verás, en Portland sólo hay protestantes y católicos. La proporción es de seis a uno. Pero no hay ningún judío. Si fueras judío te enviarían a Parkhurst.

– Pero no soy judío -dijo George, tozudo.

– No. No lo eres. Pero si fueras un veterano, un ordinario, y decidieras que Parkhurst es un alojamiento más llevadero que Portland, podrían liberarte de Portland este año como un ardiente anglicano y, para la próxima vez que la policía te enganchara, haberte hecho judío. Entonces te mandarían a Parkhurst. Pero han decretado que no se puede cambiar de religión en medio de una condena. De lo contrario los presos, sólo por hacer algo, se cambiarían cada seis meses.

– El rabino de Parkhurst debe de llevarse algunas sorpresas.

El capellán se rió.

– Es curioso cómo una vida delictiva puede convertir a un hombre en judío.

George descubrió que no sólo a los judíos los llevaban a Parkhurst; también despachaban a los inválidos y a los que pasaban por no estar del todo en sus cabales. Tal vez no se pudiese cambiar de religión en Portland, pero sí podían trasladar a alguien que se derrumbase física o mentalmente. Se decía que algunos reclusos se herían adrede los pies con las piquetas o simulaban haber perdido la chaveta -aullaban como perros y se arrancaban el pelo a puñados- en un intento de conseguir el traslado. La mayoría, sin embargo, iba a parar al calabozo y a lo sumo obtenían un par de días a pan y agua.

«Portland disfruta de una situación muy saludable -escribió George a sus padres-. El aire es muy sano y tonificante, y no hay muchas enfermedades.» Era como si les estuviese escribiendo una postal desde Aberystwyth. Pero lo que escribía era cierto, y había que consolarlos con todo lo que pudiera.

Pronto se habituó a su estrecho hospedaje y decidió que Portland era mejor que Lewes. Había menos burocracia y no existían reglas estúpidas sobre el afeitado y los cortes del pelo a la intemperie. Además, eran más relajadas las normas que regulaban la conversación entre prisioneros. También la comida era mejor. Pudo informar a sus padres de que había una cena distinta cada noche y dos clases de sopa. El pan era integral; «mejor que el del panadero», escribió, no para intentar eludir la censura ni para congraciarse, sino porque era una opinión sincera. Y les daban verduras y lechuga. El cacao era excelente, aunque el té no valía gran cosa. Con todo, si uno no quería té, podía tomar dos tipos de gachas, y a George le sorprendió que muchos se empeñaran en preferir un té de calidad inferior que algo más nutritivo.

Pudo decir a sus padres que tenía mucha ropa interior caliente, así como jerséis, leotardos y guantes. La biblioteca era incluso mejor que la de Lewes, y las condiciones de préstamo más generosas: cada semana podía sacar dos libros «de biblioteca», amén de cuatro educativos. Las principales revistas eran asequibles en forma de volumen, aunque las autoridades de la cárcel habían expurgado los libros y las publicaciones de todo material indeseable. Al pedir una historia del arte británico reciente, George descubrió que todas las ilustraciones de la obra de sir Lawrence Alma-Tadema habían sido pulcramente recortadas por las tijeras del censor. La portada del volumen ostentaba la advertencia escrita en todos los libros de la biblioteca: «No doblar las páginas». Debajo, un gracioso de la cárcel había escrito: «Tampoco arrancarlas».

La higiene en Portland no era mejor que en Lewes, aunque tampoco peor. Si alguien quería un cepillo de dientes tenía que solicitarlo al director, que al parecer respondía sí o no de acuerdo con algún baremo personal y arbitrario.

Una mañana en que necesitaba un limpiametales, George preguntó a un carcelero si había alguna posibilidad de conseguir una marca fabricada en Bath.

– ¡Un limpiametales, D462! -contestó el celador, elevando las cejas hacia la gorra-. ¡Un limpiametales! Vas a arruinar a la empresa. Luego pedirás perfumes.

Y no se volvió a hablar del asunto.

George cosechaba todos los días fibras de cáscara y pelos; hacía ejercicio, según estaba prescrito, aunque sin gran entusiasmo; pedía a la biblioteca su lote entero de libros. En Lewes se acostumbró a comer con sólo un cuchillo de hojalata y una cuchara de madera, y se habituó a que el cuchillo a menudo fuese insuficiente para la carne de vacuno o de cordero. Ya no notaba la falta de un tenedor, como tampoco la de periódicos. En realidad, consideraba una ventaja la ausencia de diarios: careciendo de aquel acicate cotidiano del mundo exterior se adaptaba con más facilidad al paso del tiempo. Los sucesos que acontecían en su vida ocurrían dentro de los muros de la cárcel. Una mañana, un recluso -el C183, que cumplía una condena de ocho años por robo- consiguió trepar al tejado y desde allí proclamó a los cuatro vientos que era el hijo de Dios. El capellán se brindó a subir por una escalera para hablar de las repercusiones teológicas del hecho, pero el director decretó que era sólo otra intentona de lograr un traslado a Parkhurst. Al final el hombre sucumbió a la inanición y lo pusieron a la sombra. C183 terminó reconociendo que era hijo de un ceramista y no de un carpintero.

Cuando George llevaba unos meses en la cárcel, hubo un intento de fuga. Dos hombres -C202. y B178- se las ingeniaron para esconder una palanca en su celda; rompieron el techo, bajaron al patio con ayuda de una cuerda y escalaron un muro. La siguiente vez que resonó la orden «¡Gorras al suelo!» hubo un alboroto: faltaban dos gorras. Se hizo otro recuento, seguido del de personas. Izaron la bandera negra, dispararon el cañón y encerraron a los presos entretanto. A George no le importó la reclusión, aunque no compartiese la agitación general ni participara en las apuestas cruzadas sobre el desenlace.

Los dos hombres contaban con un par de horas de ventaja, pero a juicio de los «ordinarios» tendrían que esconderse hasta la caída de la noche y sólo entonces aventurarse a huir. Cuando soltaron a los perros en los terrenos de la cárcel, B178 fue descubierto enseguida, guarecido en un taller y maldiciendo el tobillo que se había roto al saltar desde un tejado. Tardaron más en encontrar a C202. Apostaron centinelas en todos los cerros de Chesil Beach; patrullaron en barcas por si el fugitivo había decidido ganar a nado la playa; pusieron una barrera de soldados en Weymouth Road. Registraron las canteras y las fincas periféricas. Pero a C202 no lo encontraron soldados ni celadores; lo llevó, atado con una cuerda, el dueño de una posada que lo había localizado en su bodega y lo había reducido con la ayuda de un carretero. El hombre insistió en entregarlo al funcionario responsable de la cárcel para recibir por la captura un pagaré por la suma de cinco libras.

El barullo entre los presos degeneró en decepción, y el registro de celdas se volvió más frecuente durante una temporada. Era una faceta que a George le parecía más fastidiosa que en Lewes, y no sólo porque los registros eran en su caso absolutamente inútiles. Primero les ordenaban «desabrocharse»; después los celadores «restregaban» al preso para cerciorarse de que no ocultaba nada entre la ropa. Le palpaban todo el cuerpo, le examinaban el bolsillo y hasta desdoblaban el pañuelo. Era bochornoso para el recluso y George pensaba que sería odioso para los funcionarios, pues las ropas de muchos presos estaban sucias y grasientas a causa del trabajo. Algunos carceleros hacían cacheos muy minuciosos, mientras que otros no se enteraban de que un preso tenía un martillo y un cincel escondidos encima.

Luego estaba el «patas arriba», que parecía consistir en la sistemática destrucción de una celda, en derribar libros de las superficies que ocupaban, deshacer la cama y buscar los potenciales escondrijos que George jamás habría imaginado. Lo peor de todo, sin embargo, era el cacheo del «baño seco». Te llevaban a los baños y te ponían de pie sobre los listones de madera. Te quitabas toda la ropa, excepto la camisa. Los celadores inspeccionaban cada prenda a conciencia. Después te sometían a humillaciones: levantar las piernas, agacharte, abrir la boca, sacar la lengua. Había veces en que estos cacheos eran generales y otras en que eran aleatorios. George calculó que sufría esta vejación por lo menos tantas veces como sus compañeros. Quizá cuando expresó su reluctancia a fugarse lo habían tomado por un farol.

Y así pasaron los meses y después el primer año y después gran parte del segundo. Cada seis meses sus padres hacían el largo viaje desde Staffordshire y pasaban una hora con su hijo bajo la vigilancia de un guardián. Estas visitas eran atroces para George, no porque no amase a sus padres, sino porque detestaba ver su sufrimiento. Por entonces su padre parecía hundido y su madre ni siquiera se atrevía a examinar el sitio donde habían encarcelado a su hijo. A George le costaba encontrar el tono justo para hablar con ellos: si era alegre pensarían que estaba fingiendo; si triste, les entristecería aún más. Así pues, adoptaba una voz neutra, servicial pero inexpresiva, como la de una taquillera.

Al principio estimaron que Maud era demasiado sensible para estas visitas; pero un año reemplazó a su madre. Tuvo poca ocasión de decir algo, pero cada vez que George la miraba, topaba con aquella mirada serena e intensa que recordaba de la sala de Stafford. Era como si Maud intentase infundirle fuerzas, comunicarse con la mente de George sin la mediación de palabras o gestos. Más tarde él se preguntó si no se habría -y se habrían-equivocado creyendo en la supuesta fragilidad de Maud.

El vicario no lo advirtió. Estaba abstraído informando a George de que, a la luz del cambio de gobierno -una cuestión de la que George apenas sabía nada-, el infatigable Yelverton iba a reanudar su campaña. Voules proyectaba una nueva serie de artículos en Truth; el vicario, a su vez, se proponía publicar un folleto propio sobre el caso. George simuló que se sentía animado, pero en su fuero interno el entusiasmo de su padre le parecía una necedad. Podrían recabar más firmas, pero la esencia de su caso no cambiaría y, por ende, ¿por qué habría de cambiar la respuesta de las autoridades? Él, como abogado, lo veía.

También sabía que el Ministerio del Interior estaba inundado de peticiones de todas las cárceles del país. Recibía cuatro mil memorándum al año, y otros mil enviados desde otras fuentes en favor de presos. Pero el ministerio no disponía de medios ni de la potestad de volver a juzgar un caso; no podía entrevistar a testigos ni escuchar a abogados. Lo único que estaba en su mano era examinar el papeleo y aconsejar en consonancia a la Corona. Esto se traducía en que un indulto era una rareza estadística.

Quizá la situación fuera distinta si hubiese la posibilidad de recurrir a un tribunal que asumiera un papel más activo en reparar una injusticia. Pero tal como estaban las cosas, George juzgaba ingenuo el convencimiento del vicario de que una frecuente reiteración de su inocencia, secundada por el poder de las oraciones, conseguiría la liberación del hijo.

Le apenaba admitirlo, pero George pensaba que las visitas de su padre no servían de nada. Perturbaban el orden y la calma de su vida, cosas ambas sin las cuales no creía que pudiese sobrevivir a la condena. Otros presos contaban los días que faltaban hasta su excarcelación futura; George, para sobrellevar la reclusión, necesitaba pensar que era la única vida que tenía o podría haber tenido. Sus padres, así como la optimista confianza de su padre en Yelverton, trastornaban esta ilusión. Quizá Maud le infundiese fuerzas si la dejaban visitarle sola, pero sus padres sólo le producían inquietud y vergüenza. Sabía, de todos modos, que no permitirían que Maud fuese sin ellos.

Los registros continuaban, los restregones y los baños secos. Leía más historia de la que pensaba que existía, se había despachado todos los clásicos y ahora acometía los autores menores. También se había leído series enteras del Cornhill Magazine y del Strand. Empezaba a preocuparle la posibilidad de agotar el catálogo de la biblioteca.

Una mañana le llevaron al despacho del capellán, le fotografiaron de frente y de perfil y le ordenaron que se dejase crecer la barba. Le dijeron que al cabo de tres meses volverían a fotografiarle. George dedujo por sí mismo la finalidad del trámite: que la policía tuviese su ficha si algún día les daba motivos para buscarle.

No le gustó que le obligaran a dejarse barba. Había llevado bigote desde que lo permitió la naturaleza, pero en Lewes le mandaron afeitárselo. No le gustaba el picor diario que se le esparcía por las mejillas y por debajo del mentón: añoraba el tacto de la navaja. Tampoco le agradaba su aspecto con barba: le daba un semblante criminal. Los carceleros hicieron comentarios de que ahora tenía un nuevo escondrijo. Seguía trabajando con las fibras de coco y leyendo a Oliver Goldsmith. Le quedaban cuatro años de condena.

Y de repente las cosas se volvieron confusas. Le llevaron a hacerle fotografías de frente y de perfil. Después le mandaron afeitarse. El barbero le dijo que tenía suerte de que no estuviesen en Strangeways, donde le cobrarían dieciocho peniques por el servicio. Cuando regresó a su celda, le dijeron que recogiera sus pocas pertenencias y que se aprestase para un traslado. Le condujeron a la estación y le subieron a un tren con una escolta. A duras penas se atrevió a mirar el campo, cuya existencia parecía burlarse de él, al igual que todos los caballos y vacas. Comprendió que los hombres enloqueciesen a falta de las cosas corrientes.

Cuando el tren llegó a Londres, le subieron en un coche y le llevaron a Pentonville. Allí le dijeron que se preparase para su liberación. Pasó un día encerrado solo; en retrospectiva, el día más desdichado de los tres años completos que había pasado en la cárcel. Sabía que debería ser feliz; por el contrario, le desconcertaba tanto su puesta en libertad ahora como antaño la detención. Llegaron dos detectives y le entregaron papeles; le ordenaron que se presentara en Scotland Yard para recibir nuevas instrucciones.

A la diez y media de la mañana del 19 de octubre de 1906, George Edalji abandonó Pentonville en un coche, acompañado de un judío que también fue liberado aquel día. No preguntó si el hombre era un judío auténtico o un judío carcelario. El coche lo depositó en la sociedad de asistencia a los presos judíos y llevó a George a la sociedad benéfica del Ejército de Salvación. Los reclusos que se habían afiliado a alguna de las dos tenían derecho a una gratificación doble cuando los excarcelaban. A George le dieron dos libras, nueve chelines y diez peniques. Unos responsables de la sociedad le acompañaron después a Scotland Yard, donde le explicaron los términos de su libertad condicional. Tenía que dejar la dirección donde se hospedase; debía presentarse una vez al mes en Scotland Yard e informarles de antemano de cualquier proyecto de abandonar Londres.

Un periódico había enviado un fotógrafo a Pentonville para sacar una foto de George Edalji en el momento de salir de la cárcel. Por error, fotografió a un preso liberado media hora antes y el periódico, por tanto, publicó una foto de otro hombre.

Desde Scotland Yard le llevaron a reunirse con sus padres.

Estaba en libertad.

Arthur

Y entonces conoce a Jean.

Le faltan unos meses para cumplir treinta y ocho años. Sidney Paget le pinta ese año sentado muy recto en una butaca tapizada, semicircular como una bañera, la levita entreabierta, un reloj con leontina a la vista; en la mano izquierda tiene un cuaderno y la derecha sostiene un portaminas de plata. El pelo empieza a ralear por arriba de las sienes, pero minimiza esta pérdida el esplendor compensatorio del bigote: le coloniza la cara por encima y más allá del labio superior y las guías, como palillos encerados, rebasan la línea de los lóbulos de las orejas. Confiere a Arthur el aire imperioso de un fiscal militar, cuya autoridad refrenda el escudo de armas acuartelado que se ve en la esquina superior del retrato.

Arthur es el primero en admitir que su conocimiento de las mujeres es más el de un caballero que el de un canalla. En su juventud hubo algunos escarceos bullangueros, y hasta un episodio relacionado con un pez volador. Estaba Elmore Weldon que, si no fuese una observación impropia de un señor, pesaba setenta kilos. Estaban Touie, que, con los años, se convirtió en una hermana cordial y después, de pronto, en una hermana inválida. Estaban, por supuesto, sus hermanas auténticas. Estaban las estadísticas de la prostitución que lee en el club. Estaban las historias que se cuentan ante una copa de oporto y que en ocasiones prefiere no escuchar, relatos que hablan, por ejemplo, de habitaciones privadas en restaurantes discretos. Estaban los casos ginecológicos que ha conocido, los partos a los que ha asistido y las enfermedades que contraen los marineros de Portsmouth y otros hombres de moral licenciosa. Su comprensión del acto sexual es diferente, aunque tiene más que ver con sus desafortunadas consecuencias que con sus gozosos preliminares y procesos.

Su madre es la única mujer cuyo gobierno está dispuesto a acatar. Con otras mujeres ha desempeñado las variadas funciones de hermano mayor, sustituto del padre, marido dominante, médico curativo, generoso redactor de cheques en blanco y Papá Noel. Suscribe plenamente la separación y distinción de sexos desarrollada por la sabiduría de la sociedad a lo largo de los siglos. Se opone con firmeza a la idea del sufragio femenino: cuando un hombre vuelve del trabajo, no quiere tener a un político sentado enfrente de él junto a la chimenea. Al conocer menos a las mujeres puede idealizarlas más. Así es como piensa que debería ser.

Jean, por consiguiente, supone una conmoción. Hace mucho tiempo que no mira a las jóvenes como las miran los jóvenes. Considera que las mujeres -las jóvenes- han de ser inmaduras; son maleables, acomodaticias y esperan que las moldee la impronta del hombre con quien se casan. Se ocultan; observan y esperan, se complacen en un decoroso lucimiento social (que nunca debería llegar a la coquetería) hasta que llega el momento en que el hombre manifiesta interés y luego un interés mayor y luego un interés especial; para entonces ya pasean juntos, las familias respectivas se han conocido y por fin él pide su mano y a veces, quizá, en un último acto de ocultamiento, ella le hace esperar la respuesta. Así es como ha evolucionado todo esto, y la evolución social, al igual que la biológica, tiene sus leyes y necesidades. No sería así si no hubiese buenos motivos para que así fuera.

Cuando le presentan a Jean -en el té de la tarde en casa de un prominente escocés de Londres, una de esas reuniones que suele evitar-, advierte de inmediato que es una muchacha muy atractiva. Sabe por larga experiencia lo que cabe esperar: la beldad le preguntará cuándo va a escribir otro relato de Sherlock Holmes, y si ha muerto de verdad en las cataratas de Reichenbach, y si no sería mejor que el detective se casara, ¿y qué le parecía, en principio, esta idea? Y a veces él responde con el cansancio de un hombre que llevase cinco abrigos puestos, y a veces logra esbozar una débil sonrisa y contesta: «Su pregunta, señorita, me recuerda, para empezar, por qué tuve el buen juicio de despeñar a Sherlock».

Pero Jean no hace nada de esto. No da un agradable respingo al oír su nombre ni confiesa tímidamente que es una ferviente lectora de sus obras. Le pregunta si ha visto la exposición de fotografías del viaje del doctor Nansen al Polo Norte.

– Todavía no. Pero fui el mes pasado a la conferencia que dio en el Albert Hall ante la Royal Geographical Society, y en la que el príncipe de Gales le impuso una medalla.

– Yo también estuve -dice ella.

Lo cual constituye una sorpresa.

Él le cuenta que, después de haber leído, unos años antes, el relato de Nansen sobre la travesía de Noruega con esquís, se compró un par; que desde Davos recorrió esquiando las altas pendientes con los hermanos Branger y que Tobías Branger escribió en el registro del hotel «Sportesmann». Después empieza la historia, que a menudo refiere como continuación de la anterior, de que perdió los esquís en una cumbre nevada y se vio obligado a descender sin ellos y que, con la tensión en los fondillos de sus bombachos de tweed…, y es, en verdad, una de sus mejores anécdotas, aunque quizá en estas circunstancias retocará el epílogo, consistente en que durante el resto del día se sintió más resguardado apoyando la culera de los pantalones en una pared…, pero parece que ella ya no le presta atención. Hace una pausa, asombrado.

– Me gustaría aprender a esquiar -dice ella.

Esto también es inesperado.

– Tengo un equilibrio excelente. Monto a caballo desde los tres años.

Arthur se siente un tanto despechado por el hecho de que ella no le deje terminar la historia de cuando se le rajaron los pantalones, que incluye la imitación de las garantías que le dio su sastre sobre la duración del tweed Harris. Así que le dice con voz firme que es de lo más improbable que alguna vez las mujeres -y se refiere a las mujeres de la buena sociedad, no a las campesinas suizas- aprendan a esquiar, dada la fuerza física necesaria y los peligros inherentes a esta actividad.

– Oh, yo soy muy fuerte -responde ella-. Y supongo que tengo un equilibrio mejor que el suyo, en vista de su tamaño. Debe de ser una ventaja tener un centro de gravedad más bajo. Y como peso mucho menos, no me haré tanto daño si me caigo.

Si ella hubiera dicho «peso menos» a él quizá le habría picado la insolencia. Pero como ha dicho «mucho menos» rompe a reír y promete que algún día le enseñará a esquiar.

– Se lo recordaré -responde ella.

Él se dice a sí mismo los días siguientes que ha sido un encuentro bastante extraordinario. El hecho de que ella se negase a reconocer su fama de escritor, fijara el tema de conversación, interrumpiese una de sus anécdotas más populares, exhibiera una ambición que cabría considerar poco femenina, y se riera -bueno, como si lo hubiera hecho- de la corpulencia de Arthur y, sin embargo, que hubiera hecho todo esto con ligereza, seriedad y encanto. Arthur se felicita por no haberse ofendido, aunque no hubiese habido intención de ofenderle. Siente algo que no ha sentido en años: la satisfacción de un devaneo exitoso. Y después olvida a Jean.

Seis semanas después asiste una tarde a un recital y ella está cantando una de las canciones escocesas de Beethoven, acompañada al piano por un hombrecillo serio con una corbata blanca. Su voz le parece espléndida, el pianista amanerado y vanidoso. Arthur retrocede para que ella no lo vea observando. Después del recital se encuentran en presencia de terceros y ella se comporta con esa cortesía que impide saber si le recuerda o no.

Se separan; unos minutos más tarde, cuando un violonchelista pésimo rasca su instrumento al fondo de la sala, vuelven a encontrarse, esta vez a solas. Ella dice en el acto:

– Veo que tendré que esperar por lo menos nueve meses.

– ¿A qué?

– A mis clases de esquí. No hay posibilidad de nieve ahora.

A Arthur no le parece descarado o coqueto lo que ha dicho, aunque sabe que debería parecérselo.

– ¿Piensa esquiar en Hyde Park? -pregunta-. ¿O en St. Jame's? ¿O quizá en las laderas de Hampstead Heath?

– ¿Por qué no? Donde usted quiera. En Escocia. O en Noruega. O en Suiza.

Al parecer, han cruzado, sin que él se haya dado cuenta, alguna puertaventana que da a una terraza, y están debajo de ese mismo sol que hace mucho que ha abolido toda esperanza de nieve. Él nunca ha sentido tanto rencor contra un día de buen tiempo.

Mira los ojos verde avellana de Jean.

– ¿Está flirteando conmigo, señorita?

Ella le sostiene la mirada.

– Le estoy hablando de esquiar.

Pero suena como si sus palabras fueran sólo nominales.

– Porque de ser así tenga cuidado de que no me enamore de usted.

No es del todo consciente de lo que acaba de decir. Lo dice a medias en serio y a medias ignorando qué mosca le ha picado.

– Oh, ya lo está. Enamorado de mí. Y yo de usted. No cabe duda. Ni la menor duda.

Ya está dicho. Y no hacen falta más palabras, ni pronuncian ninguna durante un rato. Lo único que importa es cómo, dónde y cuándo va a volver a verla, y hay que concertarlo antes de que alguien les interrumpa. Pero nunca ha sido un calavera ni un seductor, y nunca ha sabido cómo decir esas cosas necesarias para llegar al estadio siguiente; tampoco sabe en realidad cuál sería, pues la etapa adonde ha llegado parece definitiva en sí misma. Lo único que se le ocurre son dificultades, prohibiciones, razones por las que no volverán a verse, excepto quizá decenios más tarde, cuando sean viejos y canosos y puedan bromear sobre el momento inolvidable que pasaron juntos una tarde en un césped soleado. Es imposible verse en un lugar público, debido a la reputación de ella y la fama de él; imposible que se vean en un lugar privado, debido a la reputación de… y todas las cosas que constituyen la vida de Arthur. He aquí que un hombre que ronda los cuarenta, con una posición sólida en la vida y célebre en el mundo, vuelve a ser un colegial. Se siente como si se hubiese aprendido el más hermoso discurso de amor en Shakespeare y ahora que debe recitarlo tiene la boca seca y la memoria vacía. Se siente también como si se hubiese desgarrado la culera de los bombachos de tweed y tuviera que encontrar de inmediato una pared en la que recostar la espalda.

No obstante, casi sin ser consciente de lo que ella pregunta y él responde, el dilema se resuelve solo. Y no es una cita ni el comienzo de una intriga; es simplemente la vez siguiente en que se verán, y en los cinco días de forzosa espera apenas puede trabajar, apenas logra pensar, y a pesar de que juega dos rondas de golf en un día descubre, en los segundos que transcurren entre decidir la dirección del tiro y bajar el palo hacia la pelota, que la cara de Jean se le ha metido en la cabeza y su juego de ese día es todo books, slices y un peligro para la fauna y la flora. Cuando impulsa la pelota desde un banco de arena directamente a otro, de pronto se acuerda de un partido de golf en el Hotel Mena House y de que entonces pensó que se hallaba en un bunker perpetuo. Ahora no sabría decir si esto sigue siendo cierto, de hecho más cierto que nunca, con una arena cada vez más profunda y la pelota enterrada e invisible, o si de algún modo está en el green para siempre.

No es una cita, aunque se apee del coche en la esquina de la calle. No es una cita, aun cuando una mujer de edad y clase social indeterminadas le abre la puerta y desaparece. No es una cita, aunque por fin están sentados a solas en un sofá cubierto con un brocatel de raso. No es una cita porque Arthur se dice a sí mismo que no lo es.

Toma su mano y mira a Jean. La mirada de Jean no es tímida ni osada; es franca y constante. No sonríe. Él sabe que uno de los dos tiene que hablar, pero parece haber perdido su familiaridad cotidiana con las palabras. Pero da igual. Y entonces ella esboza una media sonrisa y dice:

– No podía esperar a la nieve.

– Te regalaré una edelweiss cada aniversario del día en que nos conocimos.

– El 15 de marzo -dice ella.

– Lo sé. Lo sé porque lo llevo grabado en mi corazón. Si me lo abrieran leerían la fecha.

Hay un nuevo silencio. Sentado en el borde del sofá, se esfuerza en concentrarse en las palabras de Jean, en la fecha y la idea de las edelweiss, pero todo lo borra la conciencia de que tiene la erección más tremebunda de toda su vida. No es la decorosa turgencia de un chevalier de corazón puro, es una presencia descomunal e ineludible, algo pendenciero, algo que procede de la calle y que expresa bien esa palabra, «empalmarse», que nunca ha proferido pero que le bulle, apremiante, en la cabeza. La otra cosa que piensa es que por suerte lleva un pantalón holgado. Se desplaza un poco para aliviar la opresión y al hacerlo se sitúa, sin percatarse, unos centímetros más cerca de Jean. Ella es un ángel, piensa, tiene un aire tan puro, una tez tan blanca, pero ha entendido que el movimiento de Arthur indica que se dispone a besarla y, confiada, le ofrece la cara, y él como caballero no puede desairarla y como hombre no puede abstenerse de besarla. Como no es un calavera ni un seductor, sino un hombre corpulento y honorable, ya en el umbral de la madurez, se inclina con torpeza sobre el sofá y procura no pensar en nada más que en el amor y la galantería cuando los labios femeninos se dirigen hacia el bigote y buscan con impericia la boca que hay debajo; sin soltar aún la mano que ha tomado desde su llegada, pero ya comenzando a aplastarla, Arthur nota que una vasta y violenta erupción tiene lugar dentro de sus pantalones. Y es casi seguro que la señorita Jean Leckie interpreta mal el gemido que él emite, así como la brusquedad con que se separa de ella, como si le hubieran clavado una azagaya entre los omoplatos.

Una imagen surge en la memoria de Arthur, una imagen que data de hace décadas. Es de noche en Stonyhurst y un jesuita sigiloso hace la ronda de los dormitorios para impedir cochinadas entre los chicos. Y lo que ahora necesita, y durante todo el tiempo que prevé, es su propio jesuita de ronda. Lo que ocurrió en esa habitación no debe repetirse. Como médico, podría parecerle explicable un momento de debilidad parecido; como caballero inglés, lo juzga turbador y vergonzoso. No sabe a quién ha traicionado más: si a Jean, a Touie o a sí mismo. A los tres hasta cierto punto, desde luego. Y no debe repetirse.

Ha sido tan repentino que no ha podido evitarlo; ha sido también la sima que separa el sueño y la realidad. En la caballería romántica, el caballero ama a un objeto imposible -la esposa de su señor, por ejemplo- y realiza acciones valientes en nombre de su amada; la pureza del guerrero es igual a su valor. Pero Jean es menos que un objeto imposible y Arthur no es un oscuro galán ni un caballero sin dama. Más bien es un hombre casado que por orden del médico observa castidad desde hace tres años. Pesa noventa y cinco -no, más de cien kilos- y es sano y enérgico; y ayer eyaculó dentro de su ropa interior.

Pero en cuanto el dilema se ha planteado en toda su claridad y crudeza, Arthur puede encararlo. Su cerebro empieza a trabajar sobre los aspectos prácticos del amor, del mismo modo que estudió en otro tiempo los aspectos prácticos de la enfermedad. Define el problema -¡el problema! ¡El doloroso, convulsivo gozo y suplicio!- de la siguiente manera: es imposible para él no amar a Jean, y que Jean no le ame. Es imposible para él divorciarse de Touie, la madre de sus hijos, por la que sigue sintiendo afecto y respeto; además, sólo un canalla abandonaría a una inválida. Por último, es imposible convertir este idilio en una aventura haciendo de Jean su amante. Cada uno de los tres interesados tiene su honor, aunque Touie ignora que el suyo es considerado in absentia. Hay, en efecto, una condición esencial: Touie no debe saberlo.

En el encuentro siguiente con Jean, él asume el mando. Debe hacerlo. Es el hombre, es más viejo; ella es una muchacha, posiblemente impetuosa, cuya reputación no puede mancillarse. Al principio Jean se muestra inquieta, como si él fuera a desecharla; sin embargo, cuando queda claro que Arthur sólo está estipulando las cláusulas que rijan su relación, ella se relaja y casi parece que no le escucha. Se inquieta de nuevo cuando él recalca la extrema cautela que deben adoptar.

– Pero ¿podemos besarnos? -pregunta ella, como comprobando las cláusulas de un contrato que ella ha firmado felizmente con los ojos vendados.

El tono derrite el corazón de Arthur y le nubla el pensamiento. Se besan, para ratificar el contrato. A ella le gusta picotearle con los ojos abiertos, atacarle a la manera de un pájaro; él prefiere la larga fusión de los labios con los ojos cerrados. Le cuesta creer que de nuevo besa a alguien, y no digamos besar a Jean. Procura no pensar en qué se diferencia de besar a Touie. Sin embargo, al cabo de un rato, la turbación se reanuda y él se retrae.

Van a verse, estarán juntos durante lapsos limitados; pueden besarse; no deben apasionarse. Su situación es peligrosísima. Pero de nuevo parece que ella le escucha sólo a medias.

– Es hora de que me vaya de casa -dice ella-. Puedo compartir un apartamento con otras mujeres. Así podrás venir a verme cuando quieras.

Es tan distinta de Touie: directa, franca, sin prejuicios. Desde el principio ha tratado como un igual a Arthur. Y ella es su igual, por supuesto, en el amor que les une. Pero él es el responsable de los dos y de ella. Ha de velar para que la franqueza de Jean no llegue a deshonrarla.

En las semanas siguientes, hay veces en que se pregunta incluso si ella no estará esperando que la haga su amante. La avidez de sus besos; la desilusión cuando él la rehúye; la forma en que se aprieta contra él, la sensación que Arthur tiene a veces de que ella sabe con toda exactitud cómo se siente. Con todo, rechaza esta idea. Ella no es esa clase de mujer; que carezca de falsa modestia es un indicio de que confía en él por completo, y que confiaría aunque no fuera el hombre de principios que es.

Pero no basta con resolver los escollos prácticos de su relación; él también necesita aprobación moral. Arthur sube en St. Paneras al tren a Leeds en un estado de desazón. Su madre sigue siendo el arbitro definitivo. Lee cada palabra que él escribe antes de que se publique; y ella ha hecho en su vida afectiva lo mismo que Arthur. Sólo su madre puede corroborar que es correcta la línea de acción que él se propone.

En Leeds toma el tren a Carnforth y hace transbordo en Clapham para ir a Ingleton. Ella le espera en la estación, con su carro de mimbre tirado por un pony; lleva una chaqueta roja y el gorro de algodón blanco del que se ha encariñado en los últimos años. A Arthur le parece interminable la ambladura de cuatro kilómetros en el carro de dos ruedas. La madre cede continuamente ante el pony, que se llama Mooi y tiene sus excentricidades, como negarse a pasar por delante de una máquina de vapor. Esto implica que hay que evitar las obras viadas y aplaudir cada capricho de distracción equina. Por fin llegan a Masongill Cottage. Arthur desembucha de inmediato. Se lo cuenta todo a su madre; es decir, todo lo que importa. Todo lo necesario para que ella le aconseje sobre ese elevado amor que siente el hijo, un regalo de los dioses. Todo sobre el súbito prodigio y la súbita imposibilidad de su vida. Todo sobre sus sentimientos, su sentido del honor y su sensación de culpa. Todo sobre Jean, su carácter dulcemente directo, su inteligencia incisiva, su virtud. Todo. Casi todo.

Da marcha atrás, vuelve a empezar; entra en detalles diversos. Realza la ascendencia de Jean, su estirpe escocesa, un linaje a propósito para cautivar a cualquier genealogista aficionado. Desciende de Malise de Leggy en el siglo XIII, y por otra línea del propio Rob Roy. Su situación actual: vive con sus padres acaudalados en Blackheath. La familia Leckie, respetable y religiosa, que hizo su fortuna comerciando con té. La edad de Jean: veintiuno. Su hermosa voz de mezzosoprano, educada en Dresde y que pronto perfeccionará en Florencia. Su destreza suprema de amazona, que él aún no ha presenciado. Su rápida comprensión, su sinceridad, su entereza. Y después su apariencia personal, que en Arthur provoca un trance. Su cuerpo delgado, sus manos y pies pequeños, su pelo rubio oscuro, sus ojos verde avellana, la cara suavemente alargada, su delicada tez blanca.

– Me pintas una foto, Arthur.

– Ojalá tuviera una. Se la pedí, pero dice que no es fotogénica. Es reacia a sonreír a la cámara porque tiene vergüenza de sus dientes. Me lo dijo sin tapujos. Cree que los tiene muy grandes. No es cierto, por supuesto. Es un verdadero ángel.

Al escuchar el relato de su hijo, la madre no deja de observar el extraño paralelismo que la vida ha trazado. Estuvo casada durante años con un hombre al que la sociedad tuvo la compasión de calificar de inválido, ya le llevaran a casa cocheros que le chuleaban o lo encerraran so pretexto de que era epiléptico. En la ausencia e invalidez del marido, había hallado consuelo en la presencia de Bryan Waller. Por entonces, Arthur, el hijo hosco y agresivo se había atrevido a criticarla; a veces en silencio, hasta el punto casi de poner en entredicho la honra materna. Y de pronto su favorito, su hijo más adorado, ha descubierto a su vez que las complicaciones de la vida no acaban en el altar; algunos dirían que es ahí donde empiezan.

La madre escucha; comprende y aprueba. La conducta de Arthur ha sido correcta y no menoscaba su honor. Y le gustaría conocer a la señorita Leckie.

Se conocen y la madre la aprueba, como aprobó a Touie en la época de Southsea. No es el refrendo irreflexivo de los actos de un hijo mimado. En opinión de la madre, Touie, complaciente y agradable, era la esposa adecuada para un joven médico ambicioso, pero aún aturdido, que necesitaba ser aceptado por el estamento de la sociedad que le daría pacientes. Pero si Arthur tuviera que casarse ahora, necesitaría a alguien como Jean, una mujer con aptitudes propias y con un carácter claro y directo que en ocasiones le recuerda a ella misma. No dice nada, pero toma nota de que es la primera amiga íntima a la que su hijo no le ha puesto un apodo.

Hay un teléfono Gower-Bell, con altavoz y forma de candelero, en la mesa del recibidor de Undershaw. Tiene su número propio -Hindhead 237- y, gracias a la fama y el renombre de Arthur, no comparte una línea, como mucha otra gente, con una casa vecina. Aun así, Arthur nunca lo utiliza para llamar a Jean. No se ve a sí mismo acechando el momento de que en Undershaw no haya criados, los niños estén en la escuela, Touie descansando y Wood dando su paseo cotidiano, para hablar en el vestíbulo en voz baja y de espaldas a la escalera, debajo de la vidriera con los nombres y escudos de sus antepasados. No se imagina haciendo semejante cosa; sería la prueba de que vive una aventura, más para sí mismo que para quien pudiese verle en esta tesitura. El teléfono es el instrumento preferido del adúltero.

Por tanto, se comunica por medio de cartas, notas, telegramas; se comunica por medio de palabras y obsequios. Al cabo de unos meses, Jean se ve forzada a explicar que el apartamento donde vive sólo dispone de un determinado espacio, y si bien lo comparte con amigas de confianza, el timbre del recadero se ha vuelto embarazoso. De las mujeres que reciben gran número de presentes masculinos -o, aún más comprometedor, de un caballero en particular- se presume que son sus queridas; como mínimo, queridas potenciales. Cuando ella se lo señala, Arthur se reprende por ser tan idiota.

– Además -dice Jean-, no necesito prendas. Estoy segura de tu amor.

El primer aniversario de su encuentro, él le regala una sola edelweiss. Ella le dice que le produce más placer que cualquier número de joyas, vestidos, plantas, bombones caros o lo que obsequien los hombres a las mujeres. Con su asignación mensual, ella satisface sin agobios sus pocas necesidades materiales. De hecho, no recibir regalos es una forma de resaltar que su relación es diferente de los manejos monótonos de otros.

Pero subsiste la cuestión del anillo. Arthur quiere que ella luzca algo, por discreto que sea, en un dedo -da lo mismo en cuál-, para enviarle un mensaje secreto cada vez que están juntos. Jean no es partidaria de esta idea. Los hombres regalan anillos a tres categorías de mujeres: a la esposa, a la amante y a la prometida. Ella no es ninguna de las tres cosas y no llevará tal anillo. Nunca será una amante; Arthur ya tiene una mujer; tampoco es una prometida, ni puede serlo. Serlo es decir: estoy esperando a que muera su mujer. Jean sabía que había entendimientos así entre parejas, pero no será el que exista entre ellos. Su amor es diferente. No tiene pasado ni un futuro del que puedan hablar; sólo tiene presente. Arthur dice que en su mente ella es su esposa mística. Jean está de acuerdo, pero dice que las esposas místicas no llevan anillos físicos.

Naturalmente, es la madre de Arthur la que resuelve la cuestión. Invita a Jean a Ingleton y sugiere que Arthur vaya al día siguiente. La noche de la llegada de Jean, la madre tiene una idea repentina. Se quita un pequeño anillo del meñique de la mano izquierda y lo desliza en el mismo dedo de la mano de Jean. Es un zafiro cabochon pálido que perteneció a una tía abuela de la madre de Arthur.

Jean lo mira, gira la mano y se lo quita enseguida.

– No puedo aceptar una joya que pertenece a su familia.

– Mi tía abuela me lo regaló porque pensaba que me iba bien el color. Entonces sí, pero ya no. Le sienta mejor al suyo. Y la considero una más de la familia. La he visto de ese modo desde que la conocí.

Jean no puede contrariar a la madre; pocas personas lo hacen. Cuando llega Arthur, muestra una lentitud teatral en advertir el anillo; por fin, se lo señalan. Incluso en ese momento disimula el placer que le produce, comenta que no es muy grande y da a las dos mujeres la ocasión de reírse de él. Ahora Jean no luce un anillo de Arthur, sino de los Doyle, y viene a ser lo mismo; hasta quizá mejor. Arthur se imagina que lo ve sobre el mantel de una mesa de comedor atiborrada de objetos, sobre las teclas de un piano, sobre el brazo de una butaca de un teatro o las riendas de un caballo. Lo ve como un símbolo de lo que la une a él. Su esposa mística.

A un caballero se le consienten dos mentiras piadosas: para proteger a una mujer y para luchar cuando se trata de un combate justo. Las mentiras piadosas que Arthur le dice a Touie son mucho más numerosas de lo que él se hubiera imaginado. Al principio supuso que de algún modo, en el trasiego de sus días y semanas, de sus empresas y sus entusiasmos, sus deportes y sus viajes, no surgiría la necesidad de mentirle. Jean desaparecía en los intersticios de su calendario. Pero como no desaparece de su corazón, tampoco puede desaparecer de su pensamiento y su conciencia. En suma, descubre que cada encuentro, cada proyecto, cada mensaje y cada carta enviada, cada vez que piensa en ella, están rodeados de alguna clase de mentira. La mayoría son mentiras de omisión, aunque en ocasiones es inevitable que sean de comisión; al fin y al cabo todas son mentiras. Y Touie es tan confiada…; acepta, siempre ha aceptado, los súbitos cambios de planes de Arthur, sus impulsos, su decisión de quedarse o irse. El sabe que ella no sospecha, y ello le crispa aún más los nervios.

No entiende cómo los adúlteros pueden vivir con su conciencia; deben de ser moralmente primitivos para sostener las mentiras necesarias.

Pero más allá de las dificultades prácticas, del insoluble dilema ético y de la frustración sexual, hay algo más oscuro, más duro de afrontar. Los momentos clave en la vida de Arthur se han visto ensombrecidos por la muerte, y éste es otro de ellos. El amor súbito, maravilloso, que ha conocido sólo puede consumarse y declararse al mundo si Touie muere. Morirá; él lo sabe, y también Jean; la tisis siempre reclama a sus víctimas. Pero la determinación de Arthur de combatir al demonio ha desembocado en un alto el fuego. El estado de Touie es estable; ya ni siquiera necesita el aire purificador de Davos. Está contenta de vivir en Hindhead, agradecida por lo que posee y rezuma el suave optimismo de los tísicos. Arthur no desea que ella muera; asimismo, tampoco desea que la situación imposible de Jean se prolongue sine díe. Si él creyera en una de las religiones establecidas, sin duda lo pondría todo en las manos de Dios, pero no puede hacerlo. Touie tiene que seguir recibiendo la mejor atención médica y el más firme sostén doméstico para que el sufrimiento de Jean pueda continuar el mayor tiempo posible. Si él hace algo es un bruto. Si se lo dice a Touie también lo es. Si rompe con Jean es una bestia. Convertirla en su amante es una brutalidad. Si no hace nada, es un simple animal pasivo e hipócrita que se aferra en vano a todo el honor que puede.

Poco a poco, y discretamente, la relación es reconocida. A Jean le presentan a Lottie. Presentan a Arthur a los padres de Jean, que le regalan en Navidad unos gemelos de nácar y diamante. Hasta presentan a Jean a la madre de Touie, la señora Hawkins, que acepta la relación. También son informados Connie y Hornung, aunque por esta época están muy ocupados con su matrimonio, su hijo Oscar Arthur y la vida en Kensington West. Arthur garantiza a todo el mundo que Touie será protegida a toda costa del conocimiento, el dolor y la deshonra.

Están las declaraciones altruistas y está la realidad cotidiana. A pesar de la aprobación familiar, Arthur y Jean son propensos a accesos de desánimo; Jean también contrae una proclividad a las migrañas. Los dos se sienten culpables por haber arrastrado al otro a una situación imposible. Puede que el honor, como la virtud, sea él mismo su propia recompensa, pero en ocasiones no parece suficiente. Al menos, la desesperación que produce puede ser tan aguda como la de la exaltación. Arthur se receta a sí mismo las obras completas de Renán. La lectura intensa, junto con mucho golf y criquet, serenan a un hombre, le mantienen sanos el cuerpo y la mente.

Pero estos recursos sólo valen hasta cierto punto. Haces correr por todas partes a los lanzadores del equipo contrario y luego lanzas una bola en corto a las costillas de sus bateadores; envías lejísimos una pelota de golf con un palo [15]. Pero no puedes mantener a raya para siempre a los pensamientos; siempre los mismos y siempre las mismas paradojas repulsivas. Un hombre activo condenado a la inactividad; amantes a los que se prohíbe amar; la muerte que temes y a la que te avergüenza llamar para que venga.

La temporada de criquet de Arthur ha sido buena; notifica a su madre, con orgullo filial, los tantos que ha marcado y los wickets derribados. Ella, a su vez, sigue impartiéndole sus provechosas opiniones: sobre el caso Dreyfus, sobre los matones sacerdotales y los intolerantes del Vaticano, sobre la odiosa actitud hacia Francia que adopta ese periodicucho, el Daily Mail. Un día, Arthur juega en Lord's con el Marylebone Cricket Club. Invita a Jean al partido y, cuando sale a batear, sabe en qué parte de las gradas está sentada. Es uno de esos días en que los lanzadores no tienen secretos para Arthur; su bate es inexpugnable y apenas acusa el impacto cuando golpea y lanza la bola rodando por el campo. Una o dos veces la levanta en el aire hacia el público e incluso tiene tiempo de asegurarse por adelantado de que no hay peligro de que caiga como un proyectil cerca de Jean. Está justando en nombre de su dama; debería haberle pedido una prenda para lucirla en la gorra.

Entre una y otra tanda aprovecha para verla. No le hacen falta sus palabras de elogio; ve el orgullo en los ojos de Jean. Ella necesita pasear un poco después de tanto tiempo sentada en un banco de listones. Dan una vuelta por el campo, por detrás de las gradas; vaharadas de cerveza en el aire caluroso. Entre un gentío ocioso y anónimo se sienten más solos juntos que bajo la mirada de la más permisiva de las carabinas en la mesa de un comedor. Hablan como si acabaran de conocerse. Arthur le dice lo mucho que le habría gustado llevar una prenda suya en la gorra. Ella le enlaza del brazo y caminan en silencio, absortos en su dicha.

– Vaya, ahí vienen Willie y Connie.

Así es; se dirigen hacia ellos, también enlazados del brazo. Deben de haber dejado al pequeño Oscar con la niñera en Kensington. Arthur se siente incluso más orgulloso de su actuación con el bate. Entonces se percata de algo. Willie y Connie no reducen el paso y Connie ha empezado a mirar a otro lado, como si la parte de atrás del pabellón hubiera adquirido un interés irresistible. Willie, por lo menos, no parece fingir que no existen, pero cuando las dos parejas se cruzan, le arquea una ceja a su cuñado, a Jean y a los brazos unidos.

Arthur lanza con más rapidez y más fuerza después del cambio de entrada. Sólo hace un wicket, gracias a la devolución demasiado glotona de uno de sus long-bops. Cuando le toca interceptar y devolver, busca con la mirada a Jean, pero debe de haberse cambiado de sitio. Tampoco localiza a Willie y a Connie. Sus tiros alarman más de lo normal al catcher y le obligan a correr en todas direcciones.

Después, es evidente que Jean se ha marchado. Él está hecho una furia. Quiere ir derecho en un coche a su apartamento, sacarla a la acera, cogerla del brazo y caminar con ella por delante del Buckingham Palace, la abadía de Westminster y el Parlamento. Y sin haberse quitado la ropa del criquet. Y gritando: «Soy Arthur Conan Doyle y me enorgullezco de amar a esta mujer, Jean Leckie». Visualiza la escena. Cuando deja de hacerlo, piensa que se está volviendo loco.

La furia y la demencia amainan y dan paso a un enfado constante e inflexible. Se da una ducha y se cambia, enhebrando una sarta de juramentos contra Willie Hornung. Cómo se atreve ese asmático y miope jugador ocasional de criquet a arquearle su puñetera ceja. A él. Hornung, el periodista, el escritor de crónicas deplorables sobre la Australia profunda. Un perfecto desconocido hasta que le birló -con permiso- la idea de Holmes y Watson; los puso patas arriba y los transformó en un par de criminales. Arthur se lo consintió. Hasta le facilitó el nombre del supuesto héroe, Raffles, como en Las andanzas de Raffles Haw. Le autorizó a que le dedicase el maldito libro. «A A. C. D., esta forma de lisonja.»

Le había dado más que su mejor idea; le había dado su esposa. Literalmente: la había acompañado hasta el altar y se la había entregado. Les concedió una asignación para que empezaran. De acuerdo, la suma era para Connie, pero Willie Hornung no dijo que fuese una mancha para su honor varonil aceptar aquella ayuda, no dijo que se pondría a trabajar de firme para mantener a su joven cónyuge, oh, no, nada de eso. Y cree que eso le da derecho a lanzarme una mirada mojigata.

Arthur toma un coche desde Lord's a Kensington West. Al 9 de Pitt Street. Su enojo empieza a remitir cuando cruzan Harrow Road. En su cabeza oye decir a Jean que todo ha sido culpa suya, que ella le tomó del brazo. Conoce exactamente su tono de autorreproche, y es probable que le produzca una penosa migraña. Lo único importante, se dice Arthur, es minimizar su sufrimiento. Todos sus instintos, su propia virilidad exigen que eche abajo la puerta de Hornung, que le baje a rastras a la acera y le sacuda los sesos con un bate de criquet. Sin embargo, cuando el coche se detiene sabe que deberá comportarse.

Está ya muy tranquilo cuando le recibe Willie Hornung. «Vengo a ver a Constance», dice. Hornung tiene al menos la sensatez de no buscar gresca ni insistir en estar presente. Arthur sube al cuarto de estar de Connie. Con toda franqueza, le explica cosas que nunca le ha explicado, que nunca ha necesitado explicarle. Le explica lo que representa la enfermedad de Touie. Le explica su amor súbito, absoluto, por Jean. Que ese amor será platónico. Que, no obstante, una gran parte de su vida, hasta entonces desocupada, ahora está colmada. Le explica la tensión y la depresión intermitentes que los dos sufren. Que Connie los ha visto juntos, visiblemente enamorados, porque han bajado la guardia; que es una tortura no poder mostrar su amor delante de otros. Que tienen que medir y racionar cada sonrisa, cada risa, sondear cada compañía. Que Arthur no cree que pueda sobrevivir si su familia, lo que más quiere en el mundo, no entiende su situación y no le apoya.

Al día siguiente jugará otra vez en Lord's y pide a Connie, no, le suplica que vaya a verle y que esta vez conozca a Jean como es debido. Es la única manera. Lo que ha pasado hoy hay que olvidarlo, dejarlo atrás enseguida, para que no se encone. Connie irá mañana y comerá con Jean para conocerla mejor. ¿Irá?

Connie accede. Willie, cuando le despide en la puerta, dice: «Arthur, estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas». En el coche, Arthur siente que ha conjurado algo terrible. Está muy cansado y un poco aturdido. Sabe que puede contar con Connie, así como con toda su familia. Y le avergüenza un poco lo que ha pensado de Willie Hornung. Ese condenado genio suyo no ha mejorado gran cosa. Lo atribuye a que es medio irlandés. Su mitad escocesa se las ve y se las desea para prevalecer sobre la otra.

No, Willie es un buen chico que le respaldará sin reservas. Willie tiene un buen cerebro, un cerebro agudo, y es un catcher decente. Quizá no le guste el golf, pero al menos aduce la mejor razón que Arthur ha oído sobre este prejuicio: «Me parece muy poco deportivo golpear a una pelota tumbada». Fue una buena ocurrencia. Y lo de la errata de imsprinta. Y la que Arthur más ampliamente ha difundido, que es la valoración que Willie hace del detective creado por su cuñado: «Podría ser más humilde, pero no hay policía como Holmes». ¡No hay policía como Holmes! Arthur se desploma en el asiento al recordar esta frase.

A la mañana siguiente, cuando se dispone a salir para Lord's, llega un telegrama. Constance Hornung se disculpa por no acudir al almuerzo de hoy porque un dolor de muelas la obliga a ir al dentista.

Arthur envía una nota a Jean, sus disculpas a Lord's -«asunto familiar urgente» no es, por una vez, un eufemismo- y coge un coche para Pitt Street. Le estarán esperando. Saben que no es un hombre de aventuras o silencio diplomático. Miras a un individuo a los ojos, le dices la verdad y asumes las consecuencias: he aquí la doctrina de Doyle. A las mujeres se les aplican reglas diferentes, por supuesto: o, mejor dicho, las mujeres parecen haber desarrollado normas distintas, a pesar de todo; pero aun así, un tratamiento dental urgente no le parece una gran excusa. Su misma transparencia exaspera a Arthur. Quizá Connie lo sabe; quizá constituya el reproche más directo, como mirar a otro lado la víspera. Una de las cualidades de Connie es que finge tan mal como Arthur.

Él sabe que tiene que controlarse. Lo prioritario es Jean y, después, la unidad de la familia. Se pregunta si Connie habrá hecho cambiar de opinión a Willie, o si habrá sido al revés. «Estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas.» Nada equívoco en esto. Pero tampoco lo hubo en la forma en que Connie pareció comprender la situación. Arthur, de antemano, busca motivos. Quizá Connie se haya vuelto una respetable mujer casada más rápido de lo que él habría creído posible; tal vez siempre haya estado celosa de que Lottie sea la hermana predilecta de Arthur. En cuanto a Hornung, sin duda tiene celos de la fama de su cuñado; o acaso el éxito de Raffles se le haya subido a la cabeza. Algo ha desatado este alarde de independencia y rebelión. Bueno, Arthur no tardará en descubrirlo.

– Connie está arriba, descansando -dice Hornung cuando abre la puerta.

Está clarísimo. Así que será de hombre a hombre, que es como Arthur prefiere.

El pequeño Willie Hornung es de la misma estatura que Arthur, un hecho que en ocasiones éste olvida. Y Hornung en su propia casa es distinto del Hornung recreado por la furia de Arthur; también es diferente del Willie adulador, ávido de agradar, que corría por la pista de tenis de West Norwood y desgranaba bons mots en la mesa para congraciarse. En la sala delantera le indica una butaca de cuero, aguarda a que Arthur se siente y él se queda de pie. Mientras habla, empieza a deambular por la habitación. Nervios, sin duda, pero producen el efecto de un fiscal que se pavonea ante un jurado inexistente.

– Arthur, esto no va a ser fácil. Connie me dijo lo que le dijiste anoche, y hemos hablado.

– Y habéis cambiado de opinión. O tú le has hecho cambiar a ella. O ella a ti. Ayer dijiste que me apoyarías sin reservas.

– Sé lo que dije. Y no se trata de que yo haya hecho cambiar de opinión a Connie, o ella a mí. Hemos hablado y estamos de acuerdo.

– Te felicito.

– Arthur, permíteme que lo exprese así. Anoche te hablamos con el corazón. Sabes cuánto te quiere Connie, lo mucho que siempre te ha querido. Sabes mi enorme admiración por ti, lo orgulloso que estoy de decir que Arthur Conan Doyle es mi cuñado. Por eso fuimos al Lord's a verte con orgullo, a apoyarte.

– Lo cual habéis decidido no hacer más.

– Pero hoy estamos pensando y hablando con la cabeza.

– ¿Y qué os dice la cabeza?

Arthur reduce su ira a un mero sarcasmo. Es todo lo que puede hacer. Sentado muy recto en su butaca, observa cómo Willie baila y arrastra los pies mientras argumenta.

– La cabeza… nos dice lo que ven nuestros ojos y nos dicta la conciencia. Tu conducta es… comprometedora.

– ¿Para quién?

– Para tu familia. Para tu mujer. Para tu… amiga. Para ti mismo.

– ¿No quieres incluir también al Marylebone Club? ¿Ya los lectores de mis libros? ¿Y al personal de los almacenes Gamages?

– Arthur, si tú no lo ves, alguien tiene que decírtelo.

– Y parece que disfrutas al decírmelo. Creí que sólo había adquirido un cuñado. No me di cuenta de que la familia había adquirido una conciencia. No sabía que necesitábamos una. Deberías agenciarte una sotana de cura.

– No me hace falta una sotana para decirte que si te paseas con una sonrisa en la cara y una mujer que no es la tuya del brazo, comprometes a tu esposa y tu comportamiento se refleja en tu familia.

– Touie siempre estará resguardada del dolor y la deshonra. Es mi primer principio. Y seguirá siéndolo.

– ¿Quién más os vio ayer, aparte de nosotros? ¿Y qué conclusión habrán sacado?

– ¿Y cuál sacasteis vosotros, tú y Constance?

– La de que eras sumamente imprudente. Que no hacías ningún bien a la mujer que llevabas del brazo. Que comprometías a la tuya. Y a tu familia.

– Para ser un recién llegado, te has vuelto de pronto un experto en mi familia.

– Quizá porque veo más claro.

– Quizá porque tienes menos lealtad. Hornung, no pretendo decir que la situación no sea difícil, dificilísima. No lo niego. A veces es intolerable. No necesito repetir lo que le dije ayer a Connie. Hago todo lo que puedo, los dos lo hacemos, Jean y yo. Nuestra… alianza ha sido aceptada, la han aprobado mi madre, los padres de Jean, la madre de Touie, mi hermano y hermanas.

Tú también, hasta ayer. ¿Cuándo he sido desleal a un miembro de mi familia? ¿Y cuándo, antes de ahora, he apelado a ellos?

– ¿Y si tu mujer se enterara de tu conducta de ayer?

– No se enterará. No puede.

– Arthur. Siempre hay chismorreos. Siempre hay chismes de criadas y doncellas. Gente que escribe cartas anónimas. Periodistas que insinúan cosas en la prensa.

– En ese caso los denunciaré. O, más probablemente, tumbaré al tío de un puñetazo.

– Y eso sería una imprudencia aún mayor. Además, no puedes noquear a una carta anónima.

– Hornung, esta conversación es infructuosa. Es evidente que te concedes un sentido del honor más elevado del que me otorgas a mí. Si hay una vacante como cabeza de familia, tomaré en cuenta tu solicitud.

– ¿Quis custodiet, Arthur? ¿Quién le dice al cabeza de familia que está obrando mal?

– Hornung, por última vez. Te lo diré con toda claridad. Soy un hombre de honor. Mi nombre y el de mi familia lo significan todo para mí. Jean Leckie es una mujer de honor y virtud extremos. La relación es platónica. Siempre lo ha sido. Seguiré siendo el marido de Touie y la trataré con honor hasta que la tapa del ataúd se cierre sobre uno de nosotros dos.

Arthur está acostumbrado a hacer declaraciones definitivas que ponen fin a una conversación. Cree haber hecho una de ellas, pero Hornung sigue arrastrando los pies como un bateador en la línea.

– Me parece que das demasiada importancia a que esas relaciones sean platónicas o no -contesta-. No veo que eso cambie mucho las cosas. ¿Qué diferencia hay?

Arthur se levanta.

– ¿Qué diferencia? -grita. Le da igual si su hermana está descansando, si el pequeño Oscar está echando una siesta, si la criada tiene el oído pegado a la puerta-. ¡Toda la del mundo! La diferencia entre la inocencia y la culpa, nada menos.

– Disiento, Arthur. Una cosa es lo que tú piensas y otra lo que piensa el mundo. Lo que piensas tú y lo que piensan otros. Lo que tú sabes y lo que el mundo sabe. El honor no es sólo una cuestión de buena conciencia interna, sino también de conducta exterior.

– No acepto lecciones sobre el tema del honor -brama Arthur-. No las acepto. No. Y aún menos de un escritor que hace de un ladrón un héroe.

Coge su sombrero de la percha y se lo cala hasta las orejas. Bueno, se acabó, decide, se acabó. El mundo está contigo o contra ti. Y aclara las cosas, al menos, ver cómo un fiscal melindroso se entromete en sus asuntos.

A pesar de esta censura -o quizá para probar que es injusta-, Arthur empieza a introducir a Jean, con mucha cautela, en la vida social de Undershaw. Ha conocido en Londres a una familia encantadora, los Leckie, que tienen una casa de campo en Crowborough; Malcolm Leckie, el hijo, es un chico magnífico que tiene una hermana…, ¿cómo se llama? Y así el nombre de Jean aparece en el libro de visitas de Undershaw, siempre al lado del nombre de su hermano o de uno de sus padres. Arthur no podría afirmar que se sienta muy a gusto cuando dice frases como: «Malcolm Leckie dijo que a lo mejor se acercaba en coche con su hermana», pero hay frases que no tiene más remedio que decir si no quiere volverse loco. Y en esas ocasiones -un almuerzo numeroso, una tarde de tenis-, nunca tiene la seguridad absoluta de que su comportamiento sea natural. ¿Ha exagerado sus atenciones a Touie y ella lo habrá notado? ¿Se ha extralimitado en la rígida corrección de su trato con Jean, y se habrá ofendido ella? Pero es él quien sobrelleva el problema. Touie nunca da indicios de que se huela algo raro. Y Jean -la pobre- se conduce con una desenvoltura y un decoro que son una garantía de que nada saldrá mal. No busca a Arthur en privado, no le desliza una nota en la mano. Es cierto que a veces piensa que ella alardea de coquetear con él. Pero cuando lo piensa más tarde, Arthur decide que ella se comporta adrede como lo haría si se conocieran más de lo que denotan conocerse. Quizá la mejor manera de demostrar a una esposa que una mujer no tiene designios sobre su marido es coquetear con él en presencia de la cónyuge. Si es lo que Jean pretende, la estratagema es muy inteligente.

Y dos veces al año pueden escaparse juntos a Masongill. Llegan y se marchan en trenes distintos, como invitados de fin de semana que coinciden por casualidad. Arthur se hospeda en la casa de su madre y Jean se aloja en casa de los Denny, en Parr Bank Farm. El sábado cenan en Masongill House. La madre de Arthur preside la mesa de Waller, como siempre ha hecho y como es de esperar que haga siempre.

Sin embargo, las cosas no son ya tan simples como eran cuando la madre llegó, aunque tampoco entonces fueron sencillas. Waller, en efecto, por alguna razón se las apañó para casarse. La señorita Ada Anderson, hija de un clérigo de St. Andrews, llegó como institutriz a la vicaría de Thornton y, como aseguran las habladurías del pueblo, al instante puso los ojos en el dueño de Masongill House. Logró que él picara el anzuelo, pero descubrió -y aquí la comidilla se volvía moralizante- que no podía cambiarle. El recién casado no tenía intención de permitir que el mero matrimonio modificase el estilo de vida que había establecido. En concreto: visita a la madre de Arthur con igual frecuencia que antes; come con ella en tete-á-téte y ha instalado en la trasera de la casa de su amiga una campanilla especial que sólo él puede tocar. El matrimonio Waller no engendra hijos.

La señora Waller nunca pone el pie en Masongill Cottage y se ausenta cuando la madre de Arthur va a cenar a la House. Si Waller desea que presida su amiga, pues bien, que lo haga, pero su autoridad en la mesa no será reconocida por la señora de la casa. Ada se ocupa cada vez más de sus gatos siameses y de una rosaleda trazada con el rigor de una plaza de armas o una huerta. Durante un breve encuentro con Arthur se mostró a la vez tímida y distante: su actitud insinuaba que el hecho que él fuese de Edimburgo y ella de St. Andrews no era motivo para que intimasen.

Y así los cuatro -Waller, Arthur, su madre y Jean- se sientan alrededor de la mesa de la cena. Sirven la comida y la retiran, brillan las copas a la luz de las velas, hablan de libros y todo el mundo se comporta como si Waller fuese todavía soltero. A ratos, la mirada de Arthur capta la silueta de un gato que se desliza a lo largo de la pared y evita con cuidado la bota de Waller. Es una forma sinuosa, que se abre camino a través de las sombras, como el recuerdo de una esposa discreta que se ausenta. ¿Todos los matrimonios tienen un maldito secreto? ¿No hay nunca en el fondo de todos ellos algo sin dobleces?

Con todo, hace mucho que Arthur decidió que habría que soportar a Waller. Y como no puede estar con Jean todo el tiempo, se conforma con jugar al golf con Waller. Para ser un hombre bajo y profesoral, el amo de Masongill House no juega nada mal. Le falta distancia, desde luego, pero hay que reconocer que es bastante más metódico que Arthur, que no ha perdido su tendencia a lanzar la pelota en direcciones insospechadas. Aparte del golf, hay un coto decente en los bosques de Waller, donde se pueden cazar perdices, urogallos y grajos. Los dos hombres también huronean juntos. Por cinco chelines, el hijo del carnicero llega con tres hurones y los hace trabajar toda la mañana para satisfacción de Waller, pues se agencian el contenido de numerosas empanadas de conejo.

Pero luego vienen las horas ganadas mediante tan diligente esfuerzo: las que pasa a solas con Jean. Se suben al carro tirado por un pony y van a pueblos cercanos; exploran las extensiones de campos y páramos altos y ondulados, y los valles súbitos al norte de Ingleton. Aunque las visitas de Arthur no carecen nunca de complicaciones -persiste la mácula de secuestro y perfidia-, asume el papel de agente turístico de una forma natural y animosa. Enseña a Jean el valle Twiss y las cascadas Pecca, la garganta del Doe y las cascadas Beezley. Observa la sangre fría de Jean en un puente a dieciocho metros de altura sobre el desfiladero de Yew Tree. Escalan juntos Ingleborough y no puede por menos de sentir lo bueno que es para un hombre tener a su lado a una joven saludable. No hace comparaciones, no cuestiona a nadie, se limita a agradecer el hecho de que no tengan que hacer continuas y frustrantes paradas y descansos. En la cumbre, juega a ser arqueólogo y señala los vestigios de la fortaleza brigantina; después asume el papel de topógrafo cuando miran al oeste, hacia Morccambe, el canal de St. George y la isla de Man, mientras al noroeste asoman los discretos contornos de las montañas del Lago y los montes cumbrianos.

Es inevitable que haya restricciones y torpezas. Por más lejos de casa que se encuentren, no hay que arrumbar el recato; incluso aquí, Arthur es un personaje famoso y su madre ocupa una posición en la sociedad local. De modo que a veces es preciso frenar la propensión a la franqueza y la expresividad de Jean. Y aunque Arthur es más libre para expresar su devoción, no siempre se siente como se sentiría un amante: como un hombre recién inventado. Un día en que recorren juntos Thornton, el brazo de

Jean descansando en el suyo, el sol alto en el cielo y la promesa de una tarde juntos, ella dice:

– Qué iglesia más bonita. Para; entremos.

El se hace el sordo por un momento y después contesta, con frialdad:

– No es tan bonita. Sólo la torre es original. Casi todo lo demás sólo tiene treinta años. Es una restauración engañosa.

Jean depone su interés y cede al desabrido dictamen de Arthur como guía turístico. Él golpea con las riendas al estrafalario Mooi y siguen adelante. No parece el momento de decirle a Jean que la iglesia no llevaba más de quince años restaurada cuando él recorrió su nave, recién casado, con el brazo de Touie posado exactamente donde Jean descansa ahora el suyo.

Esta vez, el regreso a Undershaw no está exento de culpa.

La conducta paterna de Arthur consiste en confiar los niños al cuidado de su madre y de vez en cuando, de pronto, prodigarles proyectos y regalos. Considera que ser padre es como ser un hermano un poco más responsable. Hay que proteger a los hijos, subvenir a sus necesidades, servirles de ejemplo; aparte de esto, hay que hacerles comprender lo que son, es decir, niños, esto es, adultos imperfectos y hasta defectuosos. Pero es un hombre generoso y no cree necesario ni moralmente instructivo privarlos de las cosas que él no tuvo en su infancia. En Hinhead, como en Norwood, hay una pista de tenis; también un campo de tiro detrás de la casa donde a Kingsley y a Mary se les estimula a mejorar su puntería. Arthur instala en el jardín un monorraíl que sube y baja las pendientes y cuestas de las dos hectáreas aproximadas de la finca. Propulsado por electricidad y estabilizado por un giroscopio, el monorraíl es el transporte del futuro. Su amigo Wells está convencido y Arthur le respalda.

Se compra una motocicleta Roe que resulta muy indisciplinada y a la que Touie no deja acercarse a los niños; después, un Wolseley con marchas y doce caballos de fuerza, que es muy aplaudido y causa daños frecuentes a los postes. Esta nueva máquina automovilística ha vuelto superfluos el carruaje y los caballos, pero la madre de Arthur se indigna cuando le menciona esta evidencia. Ella aduce que no se puede poner la divisa de la familia en una mera máquina, y mucho menos en una que sufre la asidua indignidad de averiarse.

Kingsley y Mary gozan de libertades inasequibles a la mayoría de sus amigos. En verano andan descalzos y pueden vagar por cualquier sitio dentro de un radio de ocho kilómetros de Undershaw, con tal de que estén en casa, limpios y arreglados, a la hora de las comidas. Arthur no pone reparos a que adopten como mascota a un erizo. Muchos domingos les anuncia que el aire fresco es más benéfico para el alma que la liturgia y recluta a uno de los dos como caddie; un viaje en el carro alto hasta el campo de golf Hankley, un recorrido imprevisible con una bolsa pesada y al final la recompensa de una tostada caliente con mantequilla en el edificio del club. Su padre les explica cosas de buena gana, aunque no siempre las que ellos necesitan o quieren saber; y él lo hace desde una gran altura, incluso cuando está arrodillado a su lado. Estimula la autosuficiencia, los deportes, la equitación; a Kingsley le da libros sobre grandes batallas de la historia mundial y le advierte de los peligros que entraña la desprevención militar.

El punto fuerte de Arthur es resolver problemas, pero no puede resolver los de sus hijos. Ninguno de sus amigos o condiscípulos tiene un monorraíl; Kingsley, no obstante, con una cortesía exasperante, da a entender que no va todo lo rápido que debiera, y que quizá sus vagones deberían ser más grandes. Mary, entretanto, se sube a los árboles con una pericia incompatible con el pudor femenino. No son niños malos en ningún aspecto; son buenos, en la medida en que él puede juzgarlo. Pero si bien tienen buenos modales y se comportan bien, Arthur no ha contado con su carácter incansable. Es como si siempre estuvieran expectantes; él no sabe de qué y duda de que ellos mismos lo sepan. Esperan algo que él no puede darles.

Arthur piensa que Touie debería haberles inculcado un poco más de disciplina, aunque es un reproche que no puede hacerle, salvo con la mayor suavidad. Y así los niños crecen entre el autoritarismo fluctuante de su padre y la aprobación benévola de su madre. Cuando Arthur está en Undershaw, quiere trabajar; cuando deja de trabajar quiere jugar al golf o al criquet, o una partida tranquila de billar con Woodie. Ha proporcionado a su familia confort, seguridad y dinero; a cambio, espera paz.

No la obtiene, y aún menos la interior. Cuando no hay ocasión de ver a Jean un rato, procura acercarla haciendo lo que a ella le gustaría hacer. Como es una amazona consumada, amplía de uno a seis caballos el establo de Undershaw y empieza a cazar con jauría. Como Jean ama la música, Arthur decide aprender a tocar el banjo, una decisión que Touie acoge con su indulgencia habitual. Arthur toca ya el banjo y la bombarda, aunque ninguno de los dos instrumentos es conocido por su capacidad de acompañar a una voz clásicamente educada de mezzosoprano. A veces él y Jean conciertan leer el mismo libro mientras están separados: Stevenson, los poemas de Scott, Meredith; a ambos les gusta imaginar al otro en la misma página, frase, expresión, palabra, sílaba.

La lectura preferida de Touie es La imitación de Cristo. Ella posee su fe, sus hijos, sus comodidades, sus ocupaciones apacibles. La culpa de Arthur garantiza que dispensará a su mujer el trato más considerado y tierno. Sabe que ni siquiera puede descargar sobre ella la cólera queje invade cuando el angelical optimismo de la enferma parece rayar en una complacencia monstruosa. Para su vergüenza, la descarga contra sus hijos, los criados, los caddies, los empleados del ferrocarril y los periodistas idiotas. Sigue mostrando una abnegación plena con Touie, un amor absoluto por Jean; sin embargo, en otros sectores de su vida se vuelve más duro e irritable. Patientia vincit, reza la admonición de la vidriera. Pero nota que está desarrollando una coraza de piedra. Su expresión natural se está transformando en la mirada fija de un inquisidor. Mira a través de los otros con un semblante acusador, porque está muy acostumbrado a mirarse del mismo modo.

Empieza a tener una imagen geométrica de sí mismo, empieza a verse en el centro de un triángulo. Sus vértices son las tres mujeres de su vida, los lados los barrotes de hierro del deber. Como es natural, ha colocado a Jean en el vértice de arriba, y a Touie y la madre en la base. A veces el triángulo parece que gira a su alrededor y entonces le da vueltas la cabeza.

Jean nunca se queja ni le hace el más mínimo reproche. Le dice que no puede amar ni amará nunca a otra persona; que esperarle no es una prueba sino un placer, que es plenamente feliz; que las horas juntos son la verdad primordial de su vida.

– Querida mía -dice él-, ¿tú crees que desde el principio del mundo ha existido un amor como el nuestro?

Jean siente que se le llenan los ojos de lágrimas. Al mismo tiempo, está un poco escandalizada.

– Arthur, cariño, esto no es una competición deportiva.

El acepta la regañina.

– Aun así, ¿cuánta gente ha visto su amor sometido a las mismas pruebas que nosotros? Yo diría que tal vez es un caso único.

– ¿No creen todas las parejas que su caso es único?

– Es una ilusión común. Mientras que nosotros…

– ¡Arthur!

Jean piensa que la vanagloria es impropia del amor; tiende a juzgarla vulgar.

– Aun así -insiste él-, aun así siento algunas veces, no muchas…, que nos observa un espíritu guardián.

– Yo también -conviene ella.

Arthur no considera disparatada, ni tampoco una banalidad, la idea de un espíritu guardián. La encuentra verosímil y real.

Sin embargo, necesita un testigo terrenal de su amor mutuo. Necesita ofrecer pruebas. Se aficiona a enviar a su madre las cartas de amor de Jean. No le pide permiso ni le parece que esté traicionando una confianza. Necesita que se sepa que sus sentimientos recíprocos siguen siendo tan intensos como siempre, y que sus penalidades no son vanas. Le dice a su madre que destruya las cartas, y le sugiere métodos. Puede quemarlas o -de preferencia- romperlas en pedazos diminutos y esparcirlas entre las flores de Masongill Cottage.

Flores. Todos los años, sin falta, el 15 de marzo, Jean recibe una edelweiss única con una nota de su amado Arthur. Una flor blanca cada año para Jean y mentiras piadosas [16] todo el año para Touie.

Y la fama de Arthur sigue creciendo. Es socio de clubs, come y cena fuera, es un personaje público. Se convierte en una autoridad en ámbitos ajenos a la literatura y la medicina. Se presenta candidato al Parlamento por la Unión Liberal del centro de Edimburgo, y atempera su derrota la percatación de que la política es, en gran medida, un lodazal. Solicitan sus opiniones, le piden su apoyo. Es popular. Lo es más aún cuando a regañadientes acata la voluntad conjunta de su madre y el público lector británico: resucita a Sherlock Holmes y lo pone a seguir las huellas de un perro gigantesco. Cuando estalla la guerra de Sudáfrica, Arthur se presenta voluntario como oficial médico. Su madre hace lo que puede por disuadirle: cree que su corpulencia es un blanco fácil para una bala bóer; además, considera que esta guerra no es sino una rebatiña vergonzosa en busca de oro. Arthur discrepa. Es su deber alistarse; se le reconoce que ejerce sobre los jóvenes -en especial sobre los deportivos- una influencia más fuerte que nadie en Inglaterra, con la excepción de Kipling. También piensa que la guerra bien vale una o dos mentiras piadosas: el país participa en una causa justa.

Zarpa de Tilbury en el Oriental. Lo cuidará en sus aventuras Cleeve, el mayordomo de Undershaw. Jean le ha llenado el camarote de flores, pero no irá a despedirle; no soportaría un adiós en medio de la alegría multitudinaria y bulliciosa de un medio de transporte. Cuando suena el silbato para que los visitantes bajen a tierra, la madre se despide de Arthur en silencio.

– Ojalá hubiera venido Jean -dice él, un niño pequeño con un traje grandote.

– Está entre la gente -contesta la madre-. En algún sitio. Escondida. Ha dicho que no se fiaba de sus emociones.

Y dicho esto, se marcha. Arthur se precipita a la barandilla, furioso e impotente; observa el gorro blanco de su madre como si le condujera hasta Jean. Retiran la plancha, recogen las sogas; el Oriental zarpa, aúlla la sirena y Arthur no ve nada ni a nadie a través de las lágrimas. Se tumba en su camarote floral y fragante. El triángulo, el triángulo con barrotes de hierro, gira dentro de su cabeza hasta que se posa con Touie en el vértice. Touie, que al instante y con fervor aprobó el proyecto, como todos los demás que él haya emprendido; Touie, que le ha pedido que escriba, pero sólo si tiene tiempo, y que no ha hecho aspavientos. La querida Touie.

Durante la travesía, se le levanta el ánimo a medida que comprende mejor las razones de que se haya alistado. Por deber y para dar ejemplo, por supuesto; pero también por motivos egoístas. Se ha convertido en un hombre mimado y premiado que necesita purificar el espíritu. Lleva un tiempo excesivo a salvo, ha perdido músculo y requiere peligro. Lleva un tiempo excesivo entre mujeres, lo cual es muy confuso, y ansia el mundo de los hombres. Cuando el Oriental atraca para cargar carbón en Cabo Verde, el regimiento de caballería de Middlesex organiza al instante un partido de criquet en la primera extensión de tierra aplastada que encuentran. Arthur presencia el partido -contra el personal de la estación de telégrafos- con corazón jubiloso. Hay reglas para el placer y reglas para el trabajo. Reglas, órdenes impartidas y recibidas, y un objetivo claro. Por todo esto está allí.

En Bloemfontein, las tiendas del hospital están en el campo de criquet; el pabellón principal es la caseta del vestuario. Arthur ve muchas muertes, aunque matan más las fiebres tifoideas que las balas bóers. Pide cinco días de permiso para seguir el avance del ejército hacia el norte, vadeando el río Vet rumbo a Pretoria. De regreso, al sur de Brandfort, detiene a su grupo un basuto a lomos de una montura peluda que les habla de un soldado británico que yace herido a unas dos horas de distancia. Por un florín, contratan al informante como guía. Es un largo trayecto, primero a través de maizales y después a lo largo del veldt [17]. El inglés herido resulta ser un australiano muerto: bajo, musculoso, con una cara amarilla, cerosa. N.° 410, infantería montada, ahora desmontada, de Nueva Gales del Sur. Su caballo y su fusil han desaparecido. Ha muerto desangrado de una herida en el estómago. Yace con su reloj de bolsillo colocado ante él; ha debido de ver cómo la vida se le agotaba minuto a minuto. El reloj se ha parado a la una de la mañana. Junto al cadáver está la cantimplora vacía y encima, en equilibrio, una pieza de ajedrez en marfil rojo. Las otras piezas -es más probable que sean el botín de una granja bóer que el pasatiempo de un soldado- están en su mochila. Recogen sus pertenencias: una bandolera, una estilográfica, un pañuelo de seda, una navaja, el reloj Waterbury y dos libras, seis chelines y seis peniques en una bolsa raída. Cargan sobre el caballo de Arthur el cuerpo pegajoso, y un enjambre de moscas les escolta en el viaje de tres kilómetros hasta el poste de telégrafos más cercano. Allí depositan para su entierro al soldado n.° 410, de la infantería montada de Nueva Gales del Sur.

Arthur ha visto todo género de muertes en Sudáfrica, pero la que recordará siempre es la de aquel australiano. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no concibe una muerte mejor.

A su retorno, sus crónicas patrióticas de la guerra merecen la aprobación de las más altas esferas de la sociedad. Es el interregno entre la muerte de la antigua reina y la coronación del nuevo rey. Le invitan a comer con el futuro Eduardo VII y le sientan a su lado. Le indican a las claras que si el doctor Conan Doyle tuviera a bien aceptarlo, hay un título de caballero en la lista de nombramientos con motivo de la coronación.

Pero Arthur declina el ofrecimiento. Ese título es la placa de un alcalde de provincias. Los grandes hombres no aceptan esas baratijas. Imagínense a Rhodes, Kipling o Chamberlain aceptando semejante cosa. No es que Arthur se considere su igual, pero ¿por qué sus haremos habrían de ser inferiores a los de ellos? Un título de caballero es lo que sueñan individuos como Alfred Austin y Hall Caine… si tienen la suerte de que se les dé la oportunidad.

La madre de Arthur siente a la vez incredulidad y rabia. ¿Para qué todo aquello, sino para esto? Arthur es el niño que fabricaba ostentosos escudos de cartón en la cocina de Edimburgo, el chico al que enseñaron cada tramo de su ascendencia hasta los Plantagenet. Es el hombre cuyo coche de caballos luce la divisa familiar, cuyo vestíbulo celebra a sus antepasados en una vidriera. Es el niño al que inculcaron las reglas de la caballería y el hombre que las cumple, que ha ido a Sudáfrica a instancia de su sangre belicosa: la de Percy y Pack, la de Doyle y Conan. ¿Cómo se atreve a rechazar el título de caballero del reino cuando toda su vida ha aspirado a una culminación semejante?

La madre le bombardea con cartas; para cada argumento Arthur dispone de una réplica. Insiste en que no sigan hablando del asunto. Las cartas cesan; él se declara tan aliviado como Mafeking [18]. Y ella entonces llega a Undershaw. Toda la casa sabe porqué ha venido esa matriarca menuda y de gorro blanco, que es tanto más dominante porque nunca alza la voz.

Hace esperar a Arthur. No se lo lleva aparte ni le propone dar un paseo. No llama a la puerta de su estudio. Le deja solo durante dos días, a sabiendas del efecto que obrará la espera sobre sus nervios. Por fin, la mañana de su partida, se apuesta en el vestíbulo donde la luz se filtra por entre los blasones de cristal que es una vergüenza que omitan a los Foley de Worcestershire, y hace una pregunta.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que rechazar el nombramiento sería un insulto al rey?

– Te digo que no puedo aceptarlo. Es una cuestión de principios.

– Bueno -dice ella, mirándole con esos ojos grises que despojan a su hijo de años y de fama-. Está claro que no puedes mostrar tus principios por medio de un insulto al rey.

Y así, cuando todavía se oye el eco de las campanas de la semana de actos de la coronación, Arthur es introducido en un redil del palacio de Buckingham cercado por una cuerda de terciopelo. Después de la ceremonia se encuentra al lado del profesor -ahora sir- Oliver Lodge. Podrían haber hablado de la radiación electromagnética, del movimiento relativo de la materia y el éter o hasta de la admiración que ambos profesan por el nuevo monarca. Sin embargo, los dos nuevos caballeros de Eduardo hablan de telepatía, telequinesis y la fiabilidad de los médiums. Sir Oliver está convencido de que lo físico y lo psíquico son cosas tan próximas como sugieren las letras que comparten ambas palabras. De hecho, recientemente jubilado como presidente de la Sociedad Física, sir Oliver es ahora presidente de la Sociedad de Investigaciones Parapsicologías.

Discuten sobre los méritos relativos de la señora Piper y Eusapia Paladino, y sobre si Florence Cook es algo más que una farsante habilidosa. Lodge le refiere que ha asistido a las sesiones de Cambridge en que pusieron a prueba las dotes de Paladino, sometida a las condiciones más estrictas, en una secuencia de diecinueve sesiones. La ha visto producir formas ectoplásmicas; también, guitarras que tocan solas mientras flotan en el aire. Ha presenciado cómo un tarro lleno de junquillos era transportado desde una mesa al fondo de la habitación y sostenido sin ningún soporte, por turnos, debajo de las narices de cada asistente.

– Si yo hiciera de abogado del diablo, sir Oliver, y le dijera que unos magos se han ofrecido a reproducir las hazañas de esa mujer, y que en algunos casos lo han conseguido, ¿qué diría usted?

– Diría que, en efecto, es posible que Paladino recurra a trucos en ocasiones. Por ejemplo, hay veces en que la expectación de los asistentes es grande y los espíritus se muestran poco comunicativos. La tentación es obvia. Pero esto no quiere decir que los espíritus que se desplazan a través de ella no sean verdaderos y auténticos. -Hace una pausa-. ¿Sabe lo que dicen los que se burlan, Doyle? Dicen: desde el estudio del protoplasma al estudio del ectoplasma. Y yo respondo: entonces acuérdense de quienes en aquella época no creían en el protoplasma.

Arthur se ríe.

– ¿Y puedo preguntarle cuál es su posición actual?

– ¿Mi posición actual? Hace veinte años que investigo y experimento. Todavía queda mucho por hacer. Pero diría que, basándome en mis descubrimientos hasta ahora, es más que posible, de hecho es probable, que la mente sobreviva a la disolución física del cuerpo.

– Me anima usted mucho.

– Pronto podremos probar -continúa Lodge, con un destello de connivencia- que no sólo Sherlock Holmes es capaz de eludir una muerte obvia y manifiesta.

Arthur sonríe, educadamente. El amigo va a perseguirle hasta las puertas de San Pedro o hasta lo que resulte ser su equivalente en el ámbito nuevo que poco a poco se está volviendo palpable.

Hay poco far niente en la vida de Arthur. No es un hombre que se pase una tarde de verano mano sobre mano en una tumbona, escuchando el zumbido de las abejas en torno a los altramuces. Sería un inválido tan intratable como llevadera es Touie. La objeción de Arthur a la inactividad no es tanto moral -a su entender, la ociosidad es la madre de todos los vicios- como temperamental. En su vida hay grandes rachas de actividad mental seguidas de otras de actividad física; entre ambas intercala su vida social y familiar, que degusta a toda prisa. Hasta duerme como si formara parte de las obligaciones de la vida, en vez de ser una tregua de la misma.

En consecuencia, posee pocos recursos cuando fuerza al máximo la maquinaria. Es incapaz de recuperarse con dos semanas de asueto en los lagos italianos o unos días dedicados a la jardinería. Al contrario, se sume en estados de depresión y lasitud que pretende ocultar a Touie y a Jean. Sólo se los confiesa a su madre.

Ella sospecha que está más atribulado que de costumbre cuando le anuncia que irá a verla solo en lugar de aprovechar la visita como excusa para reunirse con Jean. Arthur toma en St. Paneras el tren de las 10.40 a Leeds. En el vagón restaurante se sorprende pensando en su padre, algo que le ocurre cada vez con más frecuencia. Ahora reconoce la dureza de su juicio juvenil; quizá la edad o la fama le hayan vuelto más indulgente. ¿O es tal vez porque en ocasiones él mismo se siente al borde de un colapso nervioso, cuando parece que estarlo forma parte de la condición humana, y es la mala fortuna, o alguna singularidad de nacimiento, lo que impide que la gente se desplome? Quizá si no llevara en las venas la sangre de su madre seguiría -o podría haber seguido- los pasos de Charles Doyle. Y por primera vez empieza a comprender algo: que la madre nunca ha criticado a su marido, ni antes ni después de su muerte. Algunos dirían que no necesita hacerlo. Pero aun así: a ella, que siempre dice lo que piensa, nunca se la ha oído hablar mal del hombre que le causó tantos disgustos y sufrimientos.

Todavía es de día cuando llega a Ingleton. Al atardecer suben por los bosques de Bryan Waller y salen al páramo, dispersando con suavidad a unos ponys salvajes. El hijo voluminoso, erguido, con su traje de tweed, habla al abrigo rojo y el gorro blanco de su madre, que conoce el terreno que pisa. A intervalos ella recoge del suelo palos para el fuego. A él le molesta este hábito: como si ella no pudiera pagarse una carga de la mejor leña cuando la necesita.

– Mira, ahí hay un camino -dice Arthur- y allá está Ingleborough, y sabemos que si subimos a Ingleborough veremos Morecambe al otro lado. Y hay ríos cuyo curso se puede seguir y que siempre fluyen en la misma dirección.

La madre no sabe a qué obedecen estas perogrulladas topográficas. Son muy impropias de Arthur.

– Y si nos desviamos de este camino y nos perdemos en los Wolds podemos utilizar una brújula y un mapa, que son fáciles de obtener. Y de noche hay estrellas.

– Todo eso es verdad, Arthur.

– No, es banal. No vale la pena decirlo.

– Entonces dime lo que quieres decirme.

– Tú me criaste -dice él-. Nunca ha habido un hijo que adore más a su madre. No lo digo para alabarme: es un hecho. Tú me educaste, me diste la conciencia de mí mismo, me diste mi orgullo y las cualidades morales que poseo. Y sigue sin haber un hijo que adore más a su madre.

»Crecí rodeado de hermanas. Annette, la pobre y querida Annette, que Dios la tenga en su seno. Lottie, Connie, Ida, Dodo. A todas las quiero de distinta manera. Las conozco al dedillo. De joven estuve acostumbrado a la compañía femenina. No me corrompí como otros, pero tampoco fui un ignorante ni un gazmoño.

»Y sin embargo…, y sin embargo he llegado a pensar que las mujeres, las otras mujeres, son como países lejanos. Sólo que cuando he estado en países lejanos, en el veldt de África, siempre he podido orientarme. Quizá esté desbarrando.

Se detiene. Necesita una respuesta.

– No somos tan lejanas, Arthur. Somos más como un condado vecino que de algún modo hemos olvidado explorar. Y cuando lo exploras no sabes seguro si es un lugar mucho más avanzado o mucho más primitivo. Oh, sí, ya sé cómo piensan algunos hombres. Y quizá sean las dos cosas y quizá no sea ninguna. Así que dime lo que quieres decirme.

– Jean sufre rachas de desánimo. Tal vez no deba llamarlo así. Es algo físico, porque tiene migrañas, pero es más una especie de depresión moral. Se comporta y habla como si hubiera hecho algo horrible. En esos momentos es cuando más la quiero. -Intenta aspirar una profunda bocanada de aire de Yorkshire, pero más bien parece emitir un gran suspiro-. Y entonces yo también caigo en el desaliento, pero me aborrezco y desprecio por ello.

– Y en esos momentos, sin duda, ella te quiere tanto como tú.

– No se lo digo. Quizá lo adivina. No es mi modo de ser.

– No me sorprende.

– A veces creo que voy a volverme loco. -Lo dice con calma pero sin rodeos, como un hombre que da el parte meteorológico. Tras unos cuantos pasos, la madre le alcanza y le coge del brazo. No es un gesto de ella, y a él le pilla desprevenido-. O si no volverme loco, que moriré de un ataque. Que explotaré como la caldera de un barco de vapor y me hundiré en las olas con todos los marineros.

La madre no contesta. No hace falta que rechace el símil ni que le pregunte si ha consultado con un médico acerca de los dolores de pecho.

– Cuando me sobreviene, dudo de todo. Incluso dudo de que quiera a Touie. Dudo de que ame a mis hijos. Dudo de mis dotes literarias. Dudo de que Jean me ame.

Esto exige una respuesta.

– ¿No dudas de que la amas?

– Nunca. Eso nunca. Lo cual empeora las cosas. Si dudara de eso podría dudar de todo y sumirme feliz en la desdicha. No, eso siempre está ahí, me tiene atrapado como las garras de un monstruo.

– Jean te ama, Arthur. Estoy completamente segura. La conozco. Y he leído las cartas que enviaste.

– Pienso que sí. Creo que me ama. ¿Cómo saberlo? Es la pregunta que me desgarra cuando estoy abatido. Lo pienso, lo creo, pero ¿cómo saberlo? Ojalá pudiera probarlo, ojalá cualquiera de los dos pudiera.

Se detienen delante de una cancela, y contemplan al pie de una pendiente cubierta de maleza los tejados y chimeneas de Masongill.

– Pero ¿estás seguro de tu amor por ella del mismo modo que ella lo está del suyo por ti?

– Sí, pero es unilateral, eso no es saber, no prueba nada.

– Las mujeres a menudo demuestran su amor del modo que ya sabemos.

Arthur lanza una mirada a su madre, pero ella mira resueltamente hacia delante. Lo único que él ve es una curva del gorro y la punta de la nariz.

– Pero eso tampoco es una prueba. Eso es sólo querer con toda tu alma una evidencia. Que Jean fuera mi amante no demostraría que nos amamos.

– Cierto.

– Quizá demostrara lo contrario, que nuestro amor se debilita. A veces me parece que el honor y el deshonor están más juntos de lo que nunca hubiera imaginado.

– No te enseñé que el honor fuese un camino llano. Si lo fuera, ¿qué valdría? Y quizá, al fin y al cabo, sea imposible una prueba. Quizá lo único que podemos hacer es pensarlo y creerlo. Es posible que sólo lo sepamos más adelante.

– La prueba suele depender de una acción. Lo singular y deplorable de nuestra situación es que la prueba depende de la inacción. Nuestro amor es algo distinto, separado del mundo, desconocido para él. Es invisible, intangible para el mundo, pero absolutamente visible y tangible para mí, para nosotros. No puede existir en el vacío, pero sí existe en un lugar donde la atmósfera es distinta: más ligera o pesada, nunca sé cuál de las dos. Y en algún punto fuera del tiempo. Siempre ha sido así, desde el principio. Es algo que comprendimos de inmediato. Que el nuestro es un amor insólito, que me sostiene, nos sostiene por entero.

– ¿Y aun así?

– Y aun así. Apenas me atrevo a decirlo en voz alta. Se me ocurre pensarlo cuando estoy decaído. Se me ocurre preguntarme…, preguntarme: ¿y si nuestro amor no es como pienso, si no es algo que existe fuera del tiempo? ¿Y si es un error todo lo que he creído? ¿Y si no es nada especial o, por lo menos, sólo lo es por el hecho de que no ha sido proclamado y… no ha sido consumado? ¿Y si… si Touie muere, y Jean y yo somos libres, y por fin podemos proclamar y santificar nuestro amor, y mostrarlo ante el mundo, y en ese momento descubro que el tiempo ha hecho en silencio su obra sin que yo me dé cuenta, y lo ha roído, corroído y socavado? ¿Y si entonces descubro, y si entonces descubrimos, que no la amo como pensaba o que ella no me ama como yo pensaba? ¿Qué habría que hacer entonces? ¿Qué?

Sensata, la madre no responde.

Arthur se lo cuenta todo a su madre; sus temores más hondos, sus júbilos más grandes y todas las tribulaciones y alegrías intermedias del mundo material. Lo que nunca le menciona es su interés creciente por el espiritualismo, o el espiritismo, como prefiere llamarlo. Después de abandonar la católica Edimburgo, la madre se ha hecho miembro, por un mero proceso de asistencia, de la Iglesia de Inglaterra. Tres de sus hijos se han casado ya en St. Oswald: el propio Arthur, Ida y Dodo. Se opone por instinto al mundo parapsicológico, que para ella representa anarquía y paparruchas. Sostiene que la gente sólo puede alcanzar un entendimiento de la vida si la sociedad le aclara sus verdades; además, que las verdades religiosas deben expresarse a través de una institución establecida, sea la católica o la anglicana. Y es preciso tener en cuenta a la familia. Arthur es caballero del reino; ha comido y cenado con el rey; es una figura pública: ella le repite la jactancia de que él es, después de Kipling, el segundo hombre más influyente sobre los jóvenes saludables y deportistas del país. ¿Y si se supiera que participa en sesiones esotéricas? Se irían a pique todas sus posibilidades de llegar a ser lord.

En vano Arthur intenta referirle su conversación con sir Oliver Lodge en el palacio de Buckingham. La madre admite, desde luego, que Lodge es un hombre equilibrado y un científico de renombre, como lo prueba que acaban de nombrarle primer rector de la Universidad de Birmingham. Pero ella no capitula; en este campo es inquebrantable su negativa a ceder ante su hijo.

Arthur teme que si expone el tema a Touie quizá perturbe la calma sobrenatural de su existencia. Sabe que ella posee una confianza sencilla en las cuestiones de la fe. Supone que después de su muerte irá al cielo, cuya naturaleza exacta desconoce, y allí morará en un estado que no se imagina, hasta que Arthur se reúna con ella y a continuación sus hijos, llegado el momento, y vivan todos juntos en una versión superior de Southsea. A Arthur le parece injusto trastornar estas suposiciones.

Más le cuesta asumir que no pueda hablar con Jean, con quien desea compartirlo todo, desde el último alfiler de corbata hasta el último punto y coma. Lo ha intentado, pero Jean recela -o tiene miedo- de todo lo referente al espiritismo. Además, expresa su aversión de unas maneras que Arthur juzga atípicas de su carácter afectuoso.

Un día trata de narrarle, tras algunos tanteos y con una consciente represión del entusiasmo, su experiencia en una sesión. Casi al instante advierte la censura más acerba en aquellas facciones deliciosas.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Pero Arthur -dice ella-, son una gente muy vulgar.

– ¿Quiénes?

– Esas personas. Son como gitanas que se sientan en una garita de feria y te leen la buenaventura con cartas y hojas de té. Son de lo más… vulgares.

Arthur considera inaceptable este esnobismo, sobre todo en la mujer a quien quiere. Tiene ganas de decirle que siempre ha sido la espléndida clase media baja la que ha constituido la nobleza espiritual del país: basta con mirar a los puritanos, muchos de ellos, por supuesto, subestimados. Tiene ganas de decirle que alrededor del mar de Galilea muchos, sin duda, tacharon de un poco vulgar a Nuestro Señor Jesucristo. Los apóstoles, como la mayoría de los médiums, poseían una escasa educación formal. Por descontado, no dice nada de esto. Se avergüenza de su repentina irritación y cambia de tema.

Así pues, tiene que salirse del triángulo con los lados de hierro. No aborda a Lottie: no quiere arriesgar en modo alguno el amor que ella le tiene, y tanto más porque ayuda a cuidar a Touie. En su lugar, se dirige a Connie. A Connie, que anteayer, como quien dice, llevaba el pelo suelto sobre la espalda como la soga de un buque de guerra y rompía corazones en Europa; Connie, que ha asumido con excesiva firmeza el papel de madre de Kensington; que, además, se atrevió a oponérsele aquel día en Lord's. Arthur no ha resuelto la cuestión de si Connie hizo cambiar de opinión a Hornung o si fue al revés, pero en cualquiera de los dos casos, ha llegado a admirarla por eso.

La visita una tarde en que Hornung no está; les sirven el té en la salita del piso de arriba, donde una vez él le habló de Jean. Se le hace extraño pensar que su hermana está más cerca de los cuarenta que de los treinta años. Pero le sienta bien esta edad. No es una mujer tan decorativa como antaño: es grande, saludable y jovial. Jerome no iba desencaminado cuando estando los dos en Noruega la llamaba Brunilda. Es como si, con los años, se hubiera vuelto más robusta para contrarrestar la mala salud de Willie.

– Connie -empieza, con dulzura-. ¿Alguna vez te preguntas qué habrá después de la muerte?

Ella le dirige una mirada penetrante. ¿Hay malas noticias sobre Touie? ¿Mamá está enferma?

– Es una pregunta general -añade él, intuyendo su alarma.

– No -responde ella-. Poco, en todo caso. Me preocupa la muerte de los demás. No la mía. En otro tiempo sí, pero cambias cuando eres madre. Creo en las enseñanzas de la Iglesia. De la mía. De nuestra Iglesia. La que tú y mamá abandonasteis. No tengo tiempo de creer en nada más.

– ¿Tienes miedo de la muerte?

Connie reflexiona. Teme la muerte de Willie -cuando se casó con él conocía la gravedad de su asma, sabía que siempre tendría una salud delicada-, o mejor dicho su ausencia y la pérdida de su compañía.

– Me gusta poco la idea -contesta-. Pero cruzaré el puente cuando me llegue el turno. ¿A qué viene todo esto?

Arthur hace un breve movimiento de cabeza.

– ¿Entonces tu posición podría resumirse como la de esperar para ver?

– Supongo. ¿Por qué?

– Querida Connie…, qué inglesa es tu actitud ante la eternidad.

– Un pensamiento muy extraño.

Connie sonríe, y no parece que quiera escabullirse. Aun así, Arthur no sabe muy bien por dónde empezar.

– Cuando de niño estuve en Stonyhurst, tenía un amigo, un tal Partridge. Era un poco más joven que yo. Un buen catcher de criquet. Le gustaba enredarme en argumentos teológicos. Escogía ejemplos de las doctrinas más ilógicas de la Iglesia y me pedía que las justificara.

– ¿Era ateo, entonces?

– En absoluto. Era un católico más acérrimo de lo que yo nunca he sido. Pero intentaba convencerme de las verdades de la Iglesia razonando en contra de ellas. La táctica resultó desacertada.

– Qué habrá sido de Partridge.

Arthur sonríe.

– Da la casualidad de que es el segundo caricaturista del Punch.

Hace una pausa. No, tiene que ir al grano. Es su modo de ser, en definitiva.

– A mucha gente, a la mayoría, le aterra la muerte, Connie. No son como tú en este sentido. Pero sí lo son en sus actitudes inglesas. Esperar a ver qué pasa, cruzar el puente cuando te llegue el turno. Pero ¿por qué esto tendría que reducir el miedo? ¿Acaso la incertidumbre no debería aumentarlo? ¿Y qué sentido tiene la vida si no sabes lo que sucede después? ¿Cómo puedes comprender el comienzo si no sabes cuál es el final?

Connie se pregunta adonde quiere ir a parar Arthur. Adora a su hermano grandullón, generoso, bullanguero. Lo ve como un pragmático escocés con una veta de fuego imprevisto.

– Ya te he dicho que creo lo que mi Iglesia enseña -responde-. No veo otra alternativa. Aparte del ateísmo, que es pura vacuidad y tan deprimente que no se puede expresar, y conduce al socialismo.

– ¿Qué piensas del espiritismo?

Ella sabe que Arthur ha tenido escarceos desde hace años con esas prácticas. Hablan de ello o lo insinúan a sus espaldas.

– Supongo que desconfío, Arthur.

– ¿Por qué?

Espera que Connie no revele también que es una esnob.

– Porque pienso que es fraudulento.

– Tienes razón -contesta él, para sorpresa de Connie-. Lo es, en gran parte. Los falsos profetas siempre superan en número a los auténticos; como en el caso del propio Jesucristo. Hay fraude, artimañas y hasta una activa conducta delictiva. Hay sujetos muy turbios enlodando el agua. Lamento decir que también mujeres.

– Pues eso es lo que pienso.

– Y está muy mal explicado. A veces pienso que el mundo se divide entre quienes tienen experiencias psíquicas pero no saben escribir y los que saben escribir pero no tienen experiencias psíquicas.

Connie no contesta; no le agrada la consecuencia lógica de esta frase, que está sentada enfrente de ella, dejando que se enfríe el té.

– Pero he dicho «en gran parte», Connie. Sólo «una gran parte» es fraudulenta. Si visitas una mina de oro, ¿hay oro en cada pared? No. Gran parte, la mayoría, es ganga incrustada en la roca. El oro hay que buscarlo.

– Desconfío de las metáforas, Arthur.

– Yo también. Yo también. Por eso desconfío de la fe, que es la mayor metáfora de todas. He roto con la fe. Sólo puedo trabajar con la clara luz blanca del conocimiento.

Connie parece perpleja al oír esto.

– La finalidad de la investigación psíquica -explica él- es revelar y eliminar el fraude y el engaño. Dejar sólo lo que está científicamente comprobado. Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. El espiritismo no te pide que des un salto en la oscuridad ni que cruces el puente cuando aún no ha llegado tu turno.

– Entonces, ¿es como la teosofía?

Connie está llegando ya al límite de sus conocimientos.

– No lo es. A la postre, la teosofía no es más que otra fe. Como te he dicho, he roto con la fe.

– ¿Y con el cielo y el infierno?

– Acuérdate de lo que nos decía mamá: «Usa camisetas de franela y no creas en el castigo eterno».

– ¿O sea que todo el mundo va al cielo? ¿Los justos y los pecadores? ¿Qué incentivo…?

Arthur la interrumpe en seco. Es como si de nuevo estuviera razonando sobre la férula del colegio.

– Nuestros espíritus no están necesariamente en paz después de que hayamos fallecido.

– ¿Y Dios y Jesús? ¿No crees en ellos?

– Desde luego. Pero no en el Dios y el Jesús de que habla una Iglesia que desde hace siglos ha estado tan corrompida espiritual como intelectualmente. Y que exige a sus seguidores que prescindan de sus facultades racionales.

Connie siente que se está extraviando y a la vez se pregunta si debería ofenderse.

– ¿En qué clase de Jesús crees entonces?

– Si te fijas en lo que la Biblia dice realmente, si no haces caso de cómo ha sido alterada y tergiversada para adaptarse a la voluntad de las Iglesias establecidas, es evidente que Jesús fue un vidente o médium sumamente diestro. Es innegable que el círculo íntimo de los apóstoles, en especial Pedro, Juan y Santiago, fue escogido gracias a sus dotes para el espiritismo. Los «milagros» de la Biblia son meros…, bueno, no meros ejemplos, sino totales, de los poderes psíquicos de Jesús.

– ¿La resurrección de Lázaro? ¿La multiplicación de los panes?

– Hay médiums médicos que afirman que ven a través de las paredes del cuerpo. Hay otros que aseguran que transportan objetos a través del tiempo y el espacio. Y Pentecostés, cuando el ángel del Señor descendió y todos hablaron lenguas, ¿qué otra cosa es sino una sesión? ¡Es la descripción más exacta de una sesión que he leído!

– ¿Así que te has convertido en un cristiano primitivo, Arthur?

– Por no mencionar a Juana de Arco. Sin lugar a dudas, fue una gran médium.

– ¿También ella?

Arthur sospecha que Connie se está burlando de él; sería muy propio de ella, pero para él así es más fácil, no más difícil, explicarle las cosas.

– Piénsalo de este modo, Connie. Imagínate que hay cien médiums en activo. Imagina que noventa y nueve son unos farsantes. Lo cual significa que uno no lo es, ¿verdad? Y si uno es auténtico, y lo son los fenómenos paranormales a los que sirve de cauce, hemos demostrado nuestra teoría. Sólo tenemos que demostrarlo una vez para que quede probado para todo el mundo y para siempre.

– ¿Demostrar qué?

A Connie le ha desconcertado que Arthur emplee de repente el pronombre «nosotros».

– La supervivencia del espíritu después de la muerte. Un solo caso y lo demostramos para toda la humanidad. Voy a contarte algo que sucedió hace veinte años en Melbourne. Por entonces estuvo muy documentado. Dos hermanos jóvenes salieron a la bahía en una barca gobernada por un timonel muy curtido. Las condiciones de navegación eran buenas, pero, ay, nunca volvieron. El padre era espiritista y al cabo de dos días sin noticias llamó a un famoso vidente, para que intentara dar con su paradero. Le entregaron las pertenencias de los hermanos y consiguió, por medio de la psicometría, trazar una crónica de sus movimientos. Lo último que alcanzó a ver fue que su barca estaba en un grave aprieto y que reinaba la confusión. Su muerte parecía inevitable.

»Veo tu mirada, Connie, y sé lo que estás pensando: que tú no habrías necesitado un médium para saber eso. Pero espera. Dos días después, se celebró otra sesión con el mismo vidente y los dos muchachos, que habían sido instruidos en la ciencia espiritista, aparecieron en el acto. Pidieron perdón a su madre, que no había querido que zarpasen, y contaron que la embarcación había volcado y ellos se habían ahogado. Informaron de que ya gozaban del esplendor y la felicidad que les habían prometido las prédicas de su padre. Y hasta llevaron al marinero que había muerto con ellos para que dijera unas palabras.

»Hacia el final del contacto, uno de los chicos refirió que un pez había arrancado de cuajo el brazo de su hermano. El médium le preguntó si había sido un tiburón y el chico contestó que aquel tiburón no era como ninguno de los que había visto. Pues bien, de todo esto hay constancia escrita y parte se publicó en los periódicos. Escucha lo que viene ahora. Unas semanas más tarde, a unas treinta millas mar adentro, pescaron un tiburón grande, de una especie abisal rara, desconocida para el pescador que lo capturó y que nunca se había visto en las aguas de Melbourne. Dentro del animal encontraron el hueso de un brazo humano, además de un reloj, monedas y otras cosas que pertenecían al ahogado. -Hizo una pausa-. ¿Qué me dices ahora, Connie?

Ella reflexiona un rato. Piensa que su hermano está confundiendo la religión con su afición a arreglar cosas. Arthur ve un problema -la muerte- y busca una forma de resolverlo: es su modo de ser. También piensa que el espiritismo está relacionado, aunque ella no sabe muy bien cómo, con el amor de Arthur a la caballería y las historias románticas, y con su creencia en una edad dorada. Pero encierra sus objeciones en un espacio más estrecho.

– Lo que te digo, mi querido hermano, es que es una historia maravillosa y que eres un narrador magnífico, como todos sabemos. Pero también que yo no estuve en Melbourne hace veinte años, y tú tampoco.

A Arthur no le importa que le rebatan.

– Connie, eres una gran racionalista, que es el primer paso hacia el espiritismo.

– Dudo que me conviertas, Arthur.

Connie tiene la sensación de que él acaba de contarle una versión retocada de Jonás y la ballena -en la que, no obstante, las víctimas son menos afortunadas-, pero que fundar cualquier creencia en una historia así sería un acto de fe como el de quienes oyeron por primera vez la de Jonás. Al menos, la Biblia propone una metáfora. Como Arthur siente aversión por las metáforas, cuando oye una parábola la entiende literalmente. Como si la del trigo y la cizaña fuera un mero consejo de horticultura.

– Connie, supón que se te muriera un ser querido. Y que después estableciera contacto contigo, te hablase y te dijera algo que sólo tú conocieras, un detalle íntimo que ningún tramposo pudiera haber descubierto.

– Arthur, creo que eso es otro puente que cruzaré si alguna vez llego a él.

– Connie, la inglesa Connie. Esperar para ver, esperar a ver lo que surge. Yo no. Yo estoy por actuar ya.

– Siempre has sido así, Arthur.

– Se reirán de nosotros. Es una gran causa, pero no será una guerra limpia. Da por sentado que se reirán de tu hermano. Pero no lo olvides: sólo necesitamos un caso. Un caso y todo queda demostrado. Más allá de toda duda razonable. Más allá de toda refutación científica. Piénsalo, Connie.

– Arthur, se te ha enfriado el té.

Y así, uno tras otro, los años se acumulan. Hace diez que Touie cayó enferma, seis que Arthur conoció a Jean. Hace once que Touie cayó enferma, siete que Arthur conoció a Jean. Hace doce que Touie cayó enferma, ocho que Arthur conoció a Jean. Touie sigue mostrándose alegre, no sufre dolores y Arthur está seguro de que ignora la benévola conspiración que la rodea. Jean vive aún en su apartamento, ejercita su voz, caza con perros, hace visitas con carabina a Undershaw y visita sola Masongill; no ceja en su empeño de que posee lo que necesita porque es todo lo que su corazón desea, y va dejando pasar uno tras otro los años fértiles para la maternidad. La madre de Arthur es la roca, la confidente, el soporte de su hijo. Quizá nada volverá a moverse hasta que un día la tensión le cause un ataque cardíaco y él explote y se muera. No hay salida, eso es lo espantoso de su situación; o, en todo caso, en cada puerta de salida hay un letrero que dice «Desdicha». En el Lasker's Chess Magazine lee que en el ajedrez existe una posición llamada Zungzwang, en la que el jugador no puede mover ninguna pieza en ninguna dirección y a ninguna casilla sin empeorar su estado, que es ya peligroso. La situación vital de Arthur es similar.

Por otra parte, la vida de sir Arthur, la que casi todo el mundo ve, es suntuosa. Caballero del reino, amigo del rey, campeón del Imperio y lugarteniente de Surrey. Un hombre continuamente reclamado. Un año le piden que actúe de juez en un concurso de forzudos organizado en el Albert Hall por el culturista Sandow. Arthur y el escultor Lawes son los dos jueces y Sandow es el árbitro. Ochenta concursantes, en tandas de diez, exhiben sus músculos ante una sala abarrotada. Ochenta pieles de leopardo a punto de reventar son reducidas a veinticuatro, a doce, a seis y, por último, a tres finalistas. Los tres son especímenes prodigiosos, pero uno es un poco bajo y otro un poco patoso, y otorgan el título, junto con una valiosa estatuilla de oro, a un hombre de Lancashire llamado Murray. Los jueces y alguna compañía selecta son después recompensados con una tardía cena con champán. Al salir a las calles a medianoche, sir Arthur ve que Murray camina delante de él con la estatuilla sujeta al desgaire debajo de un brazo poderoso. Sir Arthur le da alcance, le felicita de nuevo, se percata de que es un aldeano rústico y le pregunta dónde tiene intención de pasar la noche. Murray le confiesa que no tiene dinero, que sólo tiene el billete de vuelta a Blackburn y que piensa errar por las calles desiertas hasta que parta el tren de la mañana. Entonces Arthur lo lleva al hotel Morley y encomienda a los empleados que se ocupen de Murray. A la mañana siguiente se lo encuentra con el trofeo reluciente a su lado sobre la almohada y en la alegre compañía de criadas y camareros que le rinden una admiración sobrecogida. Parece el vivo retrato de un desenlace feliz, pero no es la imagen que se graba en la memoria de sir Arthur. Es la imagen de un hombre que camina solo; que ha ganado un gran premio y ha sido aclamado, un hombre con una estatuilla de oro debajo del brazo y ni un penique en el bolsillo, un hombre que se propone recorrer en soledad hasta el alba las calles alumbradas por farolas de gas.

Luego está la vida de Conan Doyle, que también se encuentra en plena forma. Es tan profesional y enérgico que no sufre durante más de uno o dos días los bloqueos que afligen a un escritor. Concibe una trama, se documenta, la planea y la escribe de un tirón. Tiene muy claras las responsabilidades de un autor: primero, ser inteligible; segundo, ser interesante, y tercero, ser inteligente. Conoce sus aptitudes y asimismo conoce que a la larga el lector es el rey. Por eso ha resucitado a Sherlock Holmes, le ha permitido huir de las cataratas Reichenbach gracias a su dominio de esotéricas llaves de lucha japonesa y a su habilidad para escalar paredes de pura roca. Si los norteamericanos insisten en ofrecerle cinco mil dólares por media docena de nuevos relatos -a cambio, tan sólo, de los derechos para Estados Unidos-, ¿qué otra cosa puede hacer el doctor Conan Doyle aparte de levantar las manos en señal de rendición y dejarse esposar con el detective a lo largo del futuro inmediato? Y el personaje le ha granjeado otras distinciones: la Universidad de Edimburgo ha nombrado a Conan Doyle doctor honoris causa en letras. Acaso nunca sea un gran hombre como Kipling, pero cuando desfiló a pie por su ciudad natal, se sintió a sus anchas con aquellas togas académicas; más a gusto, debe reconocer, que con la pintoresca indumentaria de lugarteniente de Surrey.

Y por fin hay una cuarta vida en la que no es Arthur ni sir Arthur ni el doctor Conan Doyle; la vida en que el nombre es intrascendente, como lo son también la riqueza, el rango, la ostentación exterior y la cubierta corporal: el mundo del espíritu. Crece en él la sensación de que ha nacido para otra cosa. No es fácil; nunca lo será. No es como afiliarse a una de las religiones instituidas. Es algo nuevo, peligroso y de suma importancia. Si abrazaras el hinduismo, la sociedad lo juzgaría más una excentricidad que un trastorno. Pero si estuvieras dispuesto a abrirte al mundo del espiritismo, también tendrías que prepararte para soportar las jocosidades y las paradojas superficiales con que la prensa engaña al público. Pero ¿qué son los burlones y los cínicos y los gacetilleros comparados con un Crookes, un Myers, un Lodge y un Alfred Russel Wallace?

La ciencia encabeza la marcha y acallará las burlas, como siempre ha hecho, pues ¿quién habría creído en las ondas de radio? ¿Quién en los rayos X? ¿Quién habría creído en el argón, el helio, el neón y el xenón, gases todos ellos descubiertos en los últimos años? Lo invisible y lo intangible, que están justo debajo de la superficie de lo real, justo debajo de la piel de las cosas, cada vez se vuelven más visibles y palpables. El planeta y sus cegatos habitantes por fin están aprendiendo a ver.

Por ejemplo, Crookes. ¿Qué dice Crookes? «Es increíble pero cierto.» El hombre cuyo trabajo en física y química es admirado por doquier a causa de su precisión y verdad. El hombre que descubrió el talio, que dedicó años a investigar las propiedades de los gases enrarecidos y las tierras raras. ¿Quién mejor para pronunciarse sobre este mundo igualmente enrarecido, este nuevo territorio inaccesible a las mentes más opacas y los espíritus limitados? Es increíble pero cierto.

Y un día Touie muere. Hace trece años que cayó enferma, nueve que Arthur conoció a Jean. En la primavera de 1906, Touie empieza a sumirse en un leve delirio. Sir Douglas Powell acude de inmediato al lecho de la enferma; más pálido, más calvo, pero sigue siendo el más distinguido mensajero de la muerte. Esta vez no hay posibilidad de aplazamiento y Arthur debe prepararse para lo vaticinado hace largo tiempo. La vigilia comienza. El estrepitoso monorraíl de Undershaw es silenciado, está prohibido el uso del campo de tiro, retiran la red de la pista de tenis hasta la temporada próxima. Touie sigue sin sufrir dolores y tiene la mente despejada a medida que cambian en su cuarto las flores de la primavera por las de verano. Gradualmente se desliza hacia períodos de delirio más largos. El tubérculo ha alcanzado el cerebro; una parálisis parcial afecta al costado izquierdo y la mitad de la cara de Touie. La imitación de Cristo descansa cerrado; la presencia de Arthur es constante.

Hacia el final, ella le reconoce. Dice: «Bendito mío», y «Gracias, querido», y cuando él la incorpora en la cama, ella murmura: «Lo necesitaba». Cuando junio cede el paso a julio, es evidente que Touie agoniza. El día del desenlace, Arthur está a su lado; Mary y Kingsley observan con un temor engorroso, medio avergonzados por la cara paralizada de su madre. Tiene cuarenta y nueve años y Arthur cuarenta y siete. Pasa un largo rato en la habitación de Touie después de su muerte; de pie junto al cuerpo, se dice que ha hecho todo lo que estaba en su mano. También sabe que esta cáscara abandonada, tendida en la cama, no es todo lo que perdura de Touie. Este cuerpo blanco y ceroso no es más que la envoltura carnal que ella ha dejado.

En los días que siguen, Arthur siente, por debajo de la febril exaltación del duelo, una sensación sólida de deber cumplido. Touie es enterrada como lady Doyle bajo una cruz en Grayshott.

Llegan cartas de pésame de los grandes y de los humildes; del rey y de la criada, de colegas escritores y de lectores remotos; de clubs de Londres y de avanzadas imperiales. Al principio, las condolencias conmueven y honran al viudo y después, cuando prosiguen, le causan un fastidio creciente. ¿Qué ha hecho él exactamente para merecer sentimientos tan sinceros, y no digamos las presunciones que encierran?

Estas expresiones de dolor auténtico le hacen sentirse un hipócrita. Touie ha sido la compañera más dulce que podría tener un hombre. Se acuerda de cuando le enseñó los trofeos militares en la Clarence Esplanade; la ve con una galleta entre los labios en la fábrica de vituallas; baila un vals con ella alrededor de la mesa de la cocina cuando ella está en avanzado estado de gestación de Mary; se la lleva en volandas a Viena; la cubre con una manta en Davos y saluda con la mano a una figura reclinada en la veranda de un hotel egipcio antes de lanzar una pelota de golf a través de la arena hacia la pirámide más cercana. Recuerda su sonrisa y su bondad, pero también recuerda que han transcurrido años desde que se puso la mano en el corazón y juró que la amaba. No sólo desde que apareció Jean, sino también antes. Ha amado a Touie cuanto ha podido, considerando que no la amaba.

Sabe que debe pasar los días y las semanas siguientes en compañía de sus hijos, porque es lo que hace un padre de luto. Kingsley tiene trece años y Mary diecisiete: edades que le sorprenden. Una parte de sí mismo congeló el tiempo en el día y el año en que conoció a Jean: el día en que su corazón revivió por completo y que también le dejó en un estado de vitalidad en suspenso. Tiene que hacerse a la idea de que sus hijos pronto serán adultos.

Por si necesitara una confirmación al respecto, Mary no tarda en brindársela. Una tarde, a la hora del té, pocos días después del entierro, le dice, con una voz alarmante de adulta:

– Padre, cuando mamá se estaba muriendo dijo que volverías a casarte.

Arthur está a punto de atragantarse con el bizcocho. Siente que se le suben los colores y que le oprime el pecho; quizá se trate del ataque que en parte se esperaba.

– ¿Dijo eso, por Dios?

Touie, desde luego, nunca le habló de este asunto.

– No, no exactamente. Lo que dijo fue…

Y Mary hace una pausa mientras su padre siente una algarabía en su cabeza y un alboroto en las tripas.

– … lo que dijo fue que no me asustara si volvías a casarte, porque era lo que ella quería que hicieras.

Arthur no sabe qué pensar. ¿Le han tendido una trampa o no hay trampa ninguna? ¿Sospechaba Touie, a fin de cuentas? ¿Confiaba en su hija? ¿Fue un comentario general o uno concreto? Ha vivido con tanta maldita incertidumbre los últimos nueve años que duda que pueda aguantar más dudas.

– ¿Y tenía…? -Arthur intenta parecer jocoso, aunque se da cuenta de que no es el tono adecuado; pero tampoco hay un tono que lo sea-. ¿Y había pensado en alguna candidata?

– ¡Padre!

Es evidente que a Mary le escandaliza la sola idea, así como el tono de Arthur.

La conversación entra en un terreno más firme. Pero subsiste en Arthur a lo largo de los días siguientes, cuando lleva flores a la tumba de Touie, cuando está distraído en el dormitorio vacío de la difunta, cuando evita el escritorio y descubre que no soporta las cartas de pésame, las cartas de sentimiento sincero que siguen llegando. Ha consagrado nueve años a proteger a Touie para que no conociera la existencia de Jean; nueve años procurando que Touie no padeciera un solo momento de infelicidad. Pero quizá ambos deseos son, y siempre fueron, incompatibles. Reconoce de inmediato que no es un experto en materia de mujeres. ¿Una mujer sabe si estás enamorado de ella? Piensa que sí, lo cree, lo sabe, porque Jean lo supo, en aquel jardín soleado, incluso antes de que lo supiera él mismo. Y siendo así, ¿sabe una mujer que ya no estás enamorado de ella? ¿Y sabe también si estás enamorado de otra? Nueve años atrás, para proteger a Touie, urdió una trama compleja que implicaba a todos los que la rodeaban; pero quizá al final fue sólo un plan para protegerse a sí mismo y a Jean. Quizá fue totalmente egoísta y Touie captó la farsa; quizá lo supo en todo momento. Mary no puede sospechar todo el peso del mensaje de su madre, pero Arthur sí lo capta. Quizá Touie lo supo desde el principio, observó desde su lecho de enferma todos los sórdidos encubrimientos de la realidad, comprendía y recibía con una sonrisa cada pequeña mentira ruin que le decía su marido y se lo imaginaba abajo, ocupado en hablar por el teléfono adúltero. Se habría sentido impotente para protestar porque ya no era una esposa para él, en el pleno sentido de la palabra. ¿Y si, ahora que las sospechas de Arthur se volvían aún más oscuras, y si Touie conoció la importancia de Jean desde el primer momento y siguió adivinando? ¿Y si se vio obligada a recibir a Jean en Undershaw aun figurándose que era la amante de Arthur?

El cerebro de Arthur, que es poderoso e intransigente, lleva la cuestión más lejos. Su conversación con Mary tiene más ramificaciones de las que vio al principio. Ahora comprende que la muerte de Touie no pondrá fin a sus engaños, pues Mary no debe saber nunca que él ha estado enamorado de Jean estos nueve largos años. Ni tampoco debe saberlo Kingsley. Dicen que los chicos se toman aún peor que las chicas la traición a su madre.

Se imagina buscando el momento oportuno, ensaya las palabras, carraspea y procura que suene… ¿cómo?; como si él mismo apenas fuera capaz de creer lo que está a punto de decir.

«Mary, querida, ¿recuerdas lo que dijo tu madre antes de morir? Eso de que era posible que yo volviera a casarme algún día. Pues debo informarte de que, para mi notable sorpresa, resulta que ella tenía razón.»

¿Llegará a decir estas palabras? Y si las dijera, ¿cuándo? ¿Antes de que acabe el año? No, por supuesto que no. ¿El año siguiente, dentro de dos años? ¿Al cabo de cuánto se le permite a un viudo desconsolado enamorarse otra vez? Sabe lo que piensa la sociedad al respecto, pero ¿qué piensan los hijos, en particular los suyos?

Y entonces se imagina las preguntas de Mary. «¿Quién es ella, padre? Oh, la señorita Leckie. La conocí cuando yo era muy pequeña, ¿no? Y después nos la encontrábamos mucho. Y luego empezó a venir a Undershaw. Siempre creí que ya se habría casado. Suerte para ti que siga estando libre. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y uno? ¿Así que se quedó para vestir santos, papá? Me sorprende que nadie se la haya llevado. ¿Y cuándo te diste cuenta de que la querías, padre?»

Mary ya no es una niña. Quizá no se espere que su padre le mienta, pero notará la menor incongruencia en su relato. ¿Y si mete la pata? Arthur desprecia a esos tipos que mienten bien, que organizan su vida afectiva -y hasta su matrimonio- sobre la base de salir bien librados, que dicen una media verdad aquí y una mentira completa allá. Arthur siempre ha inculcado en sus hijos la importancia de decir la verdad; ahora tiene que actuar como un hipócrita redomado. Tiene que sonreír, fingir un agrado tímido, parecer sorprendido e inventar una embustera novela de amor sobre cómo llegó a enamorarse de Jean Leckie, y decir la mentira a sus propios hijos y mantenerla durante el resto de su vida. Y tiene que pedir a otros el favor de que digan lo mismo.

Jean. Tuvo el buen juicio de no asistir al entierro; envió una carta de pésame y alrededor de una semana después Malcolm la llevó en coche desde Crowborough. No fue el más distendido de los encuentros. Cuando llegaron, Arthur descubrió que no podía abrazarla delante de su hermano y, por instinto, le besó la mano. Fue un desatino -resultó casi un gesto gracioso- y eso creó un ambiente embarazoso que no se disipó. Ella observó una conducta intachable, como Arthur sabía que haría; pero él no supo comportarse. Malcolm tuvo el tacto de salir a inspeccionar el jardín. Arthur empezó a dar vueltas como un desesperado, buscando una orientación. Pero ¿de quién? ¿De Touie, instalada detrás de su servicio de té? No sabiendo qué decir, utilizó su aflicción para esconder su torpeza, para justificar que no le alegrase ver la cara de Jean. Le alegró que Malcolm volviese de su ficticia expedición hortícola. Poco después se marcharon y Arthur se quedó deshecho.

El triángulo dentro del cual ha vivido -quejumbroso pero a salvo- durante tanto tiempo se ha roto, y la nueva geometría le asusta. Su exaltación apenada amaina, y le invade la letargia. Deambula por los jardines de Undershaw como si los hubiera planeado, tiempo atrás, un desconocido. Visita los caballos, pero no quiere que los ensillen. Va todos los días a la tumba de Touie y vuelve exhausto. Se imagina que ella le consuela, le tranquiliza diciéndole que, esté donde esté la verdad, ella siempre le ha amado y ahora le perdona; pero parece engreído y egoísta pedir eso a una difunta. Se queda largas horas sentado en su estudio, fumando y mirando los trofeos brillantes y huecos conquistados por un deportista y un escritor de éxito. Todas sus chucherías carecen de sentido comparadas con la muerte de Touie.

Confía toda su correspondencia a Wood. Hace mucho que su secretario ha aprendido a reproducir la firma de su patrono, sus inscripciones, sus giros verbales, hasta sus opiniones. Que Wood sea sir Arthur Conan Doyle un rato: el dueño del nombre no desea ser él mismo. Wood está autorizado a abrirlo todo, a desechar o contestar a su antojo.

Arthur no tiene fuerzas; come poco. Tener hambre en un trance así sería una obscenidad. Se acuesta; no duerme. No tiene síntomas, aparte de una debilidad general e intensa. Consulta a su viejo amigo y consejero médico Charles Gibbs, que le ha atendido desde los tiempos de Sudáfrica. Gibbs le dice que es todo y nada: en otras palabras, son nervios.

Pronto son algo más. Sus tripas ceden. Gibbs, por lo menos, identifica esto, aunque poco es lo que puede hacer al respecto. Algún microbio debe de habérsele infiltrado en el organismo, en Bloemfontein o en el veldt, y sigue ahí, a la espera de aparecer en el momento de máxima debilidad de Arthur. Gibbs le receta una pócima para dormir. Pero nada puede hacer contra el otro microbio alojado en el organismo del paciente, y al que tampoco es posible aniquilar: el microbio de la culpa.

Siempre pensó que la larga enfermedad de Touie le prepararía de algún modo para sobrellevar su muerte. Siempre pensó que la pena y la culpa, si sobrevenían, tendrían contornos más claros, más definidos y finitos. Por el contrario, parecen agua, nubes que constantemente adoptan formas nuevas, a merced de vientos sin nombre, indefinibles.

Sabe que debe levantarse, pero no tiene fuerzas; en definitiva, si se levanta será para volver a mentir. Primero, para perpetuar, para tornar histórica la antigua mentira sobre su ferviente matrimonio de amor con Touie; después, para organizar y propagar la nueva mentira, la de que Jean proporciona un consuelo inesperado al corazón de un viudo entristecido. Le asquea la idea de esta nueva mentira. En el letargo, al menos, hay una verdad: no engaña a nadie cuando, exhausto, con el estómago infestado, se arrastra de una habitación a otra. Pero sí engaña: todo el mundo achaca su estado a la mera tristeza.

Es un hipócrita; es un farsante. En algunos sentidos, siempre ha sentido que lo era, y cuanto más famoso se ha hecho, tanto más impostor se ha sentido. Le ensalzan como a un gran hombre de la época, pero a pesar de su activa participación social, su corazón no late al unísono con el mundo. Cualquier hombre normal de su tiempo no habría tenido escrúpulos en tomar como amante a Jean. Es lo que los hombres hacen hoy en día, y hasta en las más altas esferas de la sociedad, como ha observado. Pero su vida moral pertenece más bien al siglo XIV. ¿Y su vida espiritual? Connie le considera un cristiano primitivo. El prefiere ubicarse en el futuro. ¿En el siglo XXI, en el XXII? Todo depende de la rapidez con que la humanidad adormecida se despierte y aprenda a usar los ojos.

Y entonces sus pensamientos, que ya discurren cuesta abajo, dan un vuelco más. Después de nueve años de desear -de intentar no admitir que desea- lo imposible, es libre. Podría casarse con Jean al día siguiente y afrontar sólo los altercados de los moralistas de pueblo. Pero querer lo imposible canoniza ese deseo. Ahora que lo imposible se ha vuelto posible, ¿hasta qué punto lo desea? Ni siquiera es capaz de decirlo. Es como si los músculos del corazón, puestos a prueba durante tanto tiempo, se hubieran convertido en una goma desgastada.

Una vez oyó contar una historia, ante una copa de oporto, de un hombre casado que tenía una amante desde hacía mucho. Esta mujer era de una buena posición social, desde luego apta para contraer matrimonio con él, que era lo que desde siempre estaba previsto y prometido. Al final la esposa murió y al cabo de unas semanas el viudo volvió a casarse. Pero no con su amante, sino con una joven de una clase social más baja, a la que había conocido pocos días después del funeral. Por aquel entonces, Arthur pensó que el hombre era doblemente canalla: con la esposa y con la querida.

Ahora comprende la facilidad con que ocurren estas cosas. En los meses de abandono desde la muerte de Touie, apenas ha hecho vida social, y las personas a quienes le han presentado sólo le han hecho una levísima impresión. Pero aun así -y teniendo en cuenta que no comprende al otro sexo-, algunas mujeres han coqueteado con él. No, decir esto es vulgar e injusto; pero sin duda miraban distinto al autor famoso, caballero del reino, que acaba de enviudar. Se imagina bien que la goma desgastada pudiera romperse de pronto, que la simplicidad de una jovencita, o hasta la sonrisa perfumada de una coqueta, pudiese traspasar de improviso un corazón transitoriamente impermeable a una relación larga y secreta. Comprende la conducta del canalla doble.

Aún más que comprenderla: ve sus ventajas. Si accedes a sucumbir a un coup de foudre semejante, se acaban, por lo menos, las mentiras: no tienes que presentar a tu largo amor secreto y hacerlo pasar por una compañera recién conocida. No tienes que mentir a tus hijos con respecto a tu nueva esposa: sí, dices, ya sé cuánto os sorprende, y ella nunca sustituirá a la irreemplazable, pero me ha traído un poco de alegría y consuelo. El perdón pretendido quizá no llegara de inmediato, pero la situación sería menos complicada.

Vuelve a ver a Jean, a veces acompañados y a veces solos, y en los dos casos persiste cierta incomodidad entre ellos. Aguarda a que el corazón le lata de nuevo -no, le ordena que lo haga-, pero se niega. Hasta tal punto se ha acostumbrado a forzar sus pensamientos, a presionarlos y dirigirlos hacia donde quiere que vayan, que le sobresalta percatarse de que no puede hacer lo mismo con las emociones tiernas. Jean parece tan adorable como siempre, pero ese encanto no genera la reacción normal. Es como si a él le hubiera sobrevenido una impotencia sentimental.

En el pasado, Arthur ha aliviado los tormentos del pensamiento con el ejercicio físico; pero no tiene ganas de montar a caballo, de boxear, ni de golpear a una pelota de tenis, de golf o de criquet. Quizá si se viera transportado en un instante a un alto valle alpino, cubierto de nieve, una brisa glacial disipara el aire mefítico que se cierne sobre su alma. Pero parece imposible. La persona que fue en otro tiempo, el Sportesmann que llevó sus esquís noruegos a Davos y cruzó el paso de Furka con los hermanos Branger, parece que ha partido hace mucho tiempo, que se ha perdido de vista al otro lado de la montaña.

Cuando, por fin, su mente detiene la caída, cuando siente menos febriles la cabeza y el intestino, trata de abrir un claro en su pensamiento, de establecer una pequeña zona de ideas sencillas. Si un hombre no sabe lo que quiere hacer, tiene que descubrir lo que debe hacer. Si el deseo se ha vuelto complicado, aferrare al deber. Fue lo que hizo en el caso de Touie y es lo que tiene que hacer con respecto a Jean. Lleva nueve años amándola esperanzado y sin esperanzas; un sentimiento así no puede desaparecer; por tanto, hay que aguardar que retorne. Hasta entonces tiene que atravesar el gran Grimpen Mire, la ciénaga donde pozos manchados de una mugre verde y barrizales hediondos a ambos lados amenazan con derribarte y tragarte para siempre. Para trazar su itinerario, tiene que recurrir a todo lo que ha aprendido hasta ahora. En el Mire hay señales escondidas -racimos de juncos y palos estratégicamente situados- que guían al iniciado hacia un suelo más firme; y lo mismo ocurre cuando un hombre está moralmente extraviado. El camino está donde el honor señala. El honor le ha indicado la forma de actuar en los años pasados; ahora tiene que decirle hacia dónde encaminarse. El honor le vincula con Jean del mismo modo que le unió con Touie. Desde esta distancia no sabe si algún día volverá a ser feliz; pero sabe que para él no hay felicidad donde no hay honor.

Los niños están en clase; la casa, silenciosa; los vientos desnudan a los árboles; noviembre fenece y diciembre asoma. Se siente algo más sereno, como le habían anunciado. Una mañana entra en el despacho de Wood para echar un vistazo a su correspondencia. Por término medio, recibe sesenta cartas al día. En los últimos meses, Wood no ha tenido más remedio que organizar un método: él mismo contesta a cualquier cosa que deba solventarse de inmediato; coloca en una gran bandeja de madera los asuntos que requieren la opinión o la decisión de sir Arthur. Si al final de la semana el patrono no se ha visto con fuerzas o no le ha apetecido dar instrucciones, Wood se las apaña como puede.

Hoy hay un paquete pequeño en lo más alto de la bandeja. Arthur, de mala gana, extrae su contenido. Hay una carta adjunta prendida con un alfiler a una carpeta de recortes de un periódico llamado The Umpir [19]'. Nunca ha oído hablar de él. Quizá se ocupe de criquet. No, de su papel rosa deduce que es una publicación de chismes. Echa un vistazo a la firma de la carta. El nombre que lee no le dice absolutamente nada: George Edalji.

III Final con un comienzo

Arthur y George

Ya desde que Sherlock Holmes resolvió su primer caso, han ido llegando peticiones e instancias de todas partes del mundo. Se diría que la humanidad recurre por instinto a Holmes o a su creador cuando personas o bienes desaparecen en misteriosas circunstancias, la policía está más desconcertada que de costumbre o se ha cometido una injusticia. La oficina de correos devuelve ya automáticamente, con un sello que dice DESTINATARIO DESCONOCIDO, las cartas dirigidas al 221B de Baker Street; un trato similar es dispensado a las enviadas a sir Arthur con la indicación: «Para Holmes». En el curso de los años, a Alfred Wood le ha sorprendido a menudo que su patrono esté orgulloso de haber creado un personaje en cuya auténtica existencia creen sin esfuerzo los lectores, y que al mismo tiempo se irrite cuando llevan esa creencia a sus conclusiones lógicas.

Hay también llamamientos dirigidos a sir Arthur Conan Doyle in propria persona, basados en la suposición de que alguien con la inteligencia y la astucia para idear tan complicados crímenes de ficción tiene que poseer, en consecuencia, las dotes para resolver crímenes reales. Sir Arthur contesta a veces, si le impresionan o conmueven esas cartas, pero su respuesta es invariablemente negativa. Explica que no es, por desgracia, un detective asesor, como tampoco es un arquero inglés del siglo XIV ni un gallardo oficial de caballería a las órdenes de Napoleón Bonaparte.

Así que Wood ha dejado el expediente de Edalji con pocas expectativas. Pero en esta ocasión sir Arthur vuelve al cabo de una hora al despacho de su secretario, e irrumpe por la puerta en la mitad de una parrafada de protesta.

– Está más claro que el agua -está diciendo-. Este hombre es tan culpable como esa máquina de escribir de usted. ¡Se lo digo yo, Woodie! Es una farsa. El caso al revés de la habitación cerrada: no cómo él entra, sino cómo sale. Es lo más ruin del mundo.

Hace meses que Wood no ha visto a su patrono tan indignado.

– ¿Quiere que conteste?

– ¿Contestar? Voy a hacer algo más que eso. Voy a remover las cosas. Voy a entrechocar varias cabezas. Se van a arrepentir del día en que le hicieron esto a un hombre inocente.

Wood ignora todavía quiénes son «ellos» o, de hecho, a qué suceso se refiere. En la petición del firmante vio pocas cosas, aparte del extraño apellido, que la distinguiera de docenas de otras iniquidades supuestas que sir Arthur está dispuesto a reparar él solo. Pero a Wood no le importa en este momento la justicia o la injusticia del caso Edalji. Se siente aliviado de que su patrono, en cuestión de una hora, parezca haberse sacudido el letargo y el abatimiento de los últimos meses.

En la carta adjunta, George ha explicado la situación anómala en que se encuentra. La decisión de concederle una liberación condicional fue tomada por el anterior ministro del Interior, Aker-Douglas, y aplicada por el actual, Herbert Gladstone, pero ninguno de los dos le ha ofrecido una explicación oficial de sus motivos. La condena de George no ha sido anulada ni se le han pedido disculpas por el encarcelamiento. Un periódico, sin duda informado por algún burócrata reticente en el curso de un almuerzo cómplice, tuvo el descaro de divulgar que el Ministerio del Interior estaba convencido de la culpabilidad del reo, pero que lo había liberado porque se consideraba que tres años era la sentencia adecuada para el delito en cuestión. Sir Reginald Hardy, al imponerle una pena de siete, se había excedido una pizca en su celo en defensa del honor de Staffordshire; y el ministro del Interior se limitaba a corregir aquel arranque de entusiasmo.

Todo lo cual sume a George en la desesperación moral y le obliga, en la práctica, a un compás de espera. ¿Le creen culpable o no culpable? ¿Van a disculparse por su condena o van a ratificarla? A no ser que le rehabiliten, y hasta que lo hagan, es imposible que le readmitan en el ejercicio de su profesión. El ministerio quizá espere que George muestre su alivio por medio del silencio y su gratitud cambiando a hurtadillas de oficio, de preferencia en las colonias. Pero George sólo ha sobrevivido a la cárcel gracias a la idea, la esperanza, de volver de algún modo, en algún sitio, a su trabajo de abogado; y quienes le apoyan, tras haber ido tan lejos, tampoco tienen intención de desistir. Un amigo de Yelverton le ha proporcionado un empleo temporal de oficinista; pero esto no es una solución. La solución sólo puede llegar del ministerio.

Arthur llega tarde a su cita con George Edalji en el Grand Hotel de Charing Cross; le han retrasado unos trámites en su banco. Entra en el vestíbulo corriendo y mira alrededor. No es difícil localizar al hombre que le aguarda: la única cara morena está, de perfil, a unos tres metros de Arthur. Se dispone a acercarse para disculparse cuando algo le retiene. Quizá no sea muy caballeroso observar sin permiso; pero no en vano fue en otro tiempo ayudante externo del doctor Joseph Bell.

En suma: una inspección preliminar revela que el hombre con el que está a punto de entrevistarse es bajo y menudo, de origen oriental, con el pelo muy corto y la raya a la izquierda, lleva el traje discreto y de buen corte de un abogado de provincias. Todo esto es de una exactitud indiscutible, pero difícilmente se iguala a la identificación, a partir de cero, de un barnizador o un zapatero zurdo. No obstante, Arthur sigue observando y al hacerlo se remonta, no al Edimburgo del doctor Bell, sino a los años en que él mismo ejerció la medicina. Edalji, como muchos otros hombres que hay en el vestíbulo, se ha parapetado entre un periódico y un sillón de orejas. Pero no está sentado en la misma postura que los demás: sostiene el diario a una distancia increíblemente corta y también un poco de costado, con la cabeza casi paralela a la página. El doctor Doyle, formado en Southsea y Devonshire Place, confía en su diagnóstico. Miopía, posiblemente de graduación muy alta. Y quién sabe, quizá también un poco de astigmatismo.

– Señor Edalji.

El aludido no suelta el periódico con agitación, sino que lo dobla con cuidado. El joven no se pone en pie de un brinco ni se lanza al cuello de su salvador en ciernes. Al contrario, se levanta con parsimonia, mira a sir Arthur a los ojos y le tiende la mano. No hay peligro de que este hombre se ponga a perorar sobre Holmes. Lejos de eso, se mantiene a la espera, cortés y reservado.

Se retiran a un salón de escribir desocupado donde sir Arthur puede examinar más de cerca al recién conocido. Cara ancha, labios bastante llenos, un hoyuelo acusado en mitad de la barbilla; bien afeitado. Para ser un hombre que ha cumplido tres años de condena en Lewes y Portland, y que antes de la cárcel debía de estar habituado a una vida más mullida que la mayoría, muestra pocos indicios de su calvario. Tiene el pelo negro veteado de canas, pero éstas le confieren el aspecto de una persona reflexiva y culta. Podría muy bien ser un abogado en activo; sólo que no lo es.

– ¿Conoce la graduación exacta de su miopía? ¿Seis, siete dioptrías? No es más que una conjetura, por supuesto.

A George le sobresalta esta primera pregunta. Saca un par de gafas del bolsillo superior de la chaqueta y se las entrega. Arthur las examina y luego centra su atención en los ojos cuyos defectos corrigen. Son un poco saltones y dan al abogado un aire ligeramente ausente y adusto. Sir Arthur evalúa al hombre con el dictamen de un antiguo oftalmólogo, pero también está familiarizado con las falsas deducciones morales que la gente en general tiende a extraer de una rareza ocular.

– Me temo que lo ignoro -dice George-. Hace poco que he comprado unas gafas y no pregunté sus características. Tampoco me acuerdo siempre de ponérmelas.

– ¿No usaba gafas de niño?

– No, la verdad. Siempre he tenido mala vista, pero un oculista de Birmingham al que me llevaron dijo queno era aconsejable recetarlas a un niño. Y después…, bueno, estaba muy ocupado. Pero desde mi liberación, por desgracia, ya no lo estoy tanto.

– Como explicaba en su carta. Ahora, señor Edalji…

– Es Aydlji, en realidad, si me lo permite.

George dice esto instintivamente.

– Perdone.

– Estoy acostumbrado. Pero como es mi apellido… Verá, todos los nombres parsis se acentúan en la primera sílaba.

Sir Arthur asiente.

– Bueno, señor Aydlji, me gustaría que le examinase profesionalmente el señor Kenneth Scott, de Manchester Square.

– Si usted lo dice. Pero…

– Pagaré yo, por supuesto.

– Sir Arthur, yo no podría…

– Sí puede, y lo hará.

Lo dice en voz baja y George percibe por primera vez la erre escocesa.

– No me está contratando como detective, señor Edalji. Yo le ofrezco… le ofrezco… mis servicios. Y cuando hayamos obtenido no sólo su indulto sino también una cuantiosa suma de indemnización por una condena injusta, tal vez le envíe la factura de Scott. O tal vez no.

– Sir Arthur, cuando le escribí no me imaginé ni por un momento…

– No, y yo tampoco cuando recibí su carta. Pero aquí estamos.

– El dinero no es importante. Quiero limpiar mi nombre. Quiero que me readmitan en la abogacía. Es lo único que quiero. Que me dejen ejercer de nuevo. Vivir una vida tranquila y útil. Una vida normal.

– Por supuesto. Pero discrepo. El dinero sí es importante. No sólo como compensación por tres años de su vida. También es simbólico. Los británicos respetan el dinero. Si le conceden el indulto, el público sabrá que es inocente. Pero si además le pagan dinero, el público sabrá que es totalmente inocente. Hay una diferencia inmensa. De entrada, el dinero demostrará asimismo que sólo ha sido la inercia corrupta del Ministerio del Interior la que le ha mantenido en prisión.

George asiente despacio para sus adentros según asimila el argumento. A sir Arthur le impresiona el joven. Parece poseer una mente serena y pausada. ¿La habrá heredado de su madre escocesa o de su padre vicario? ¿O es una benéfica mezcla de las dos?

– Sir Arthur, ¿puedo preguntarle si es usted cristiano?

Ahora le toca sobresaltarse a Arthur. No queriendo ofender a este hijo de esclesiástico, responde con otra pregunta.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Como usted sabe, me educaron en la vicaría. Amo y respeto a mis padres y, naturalmente, cuando era joven compartía sus creencias. ¿Cómo no compartirlas? Yo nunca habría querido ser clérigo, pero aceptaba las enseñanzas de la Biblia como la mejor guía para una vida auténtica y honorable. -Mira a sir Arthur para observar su reacción; una mirada benévola y una inclinación de la cabeza le animan a seguir-. Sigo creyendo que son la mejor guía. Al igual que pienso que las leyes de Inglaterra indican el modo de que la sociedad en general viva una vida auténtica y honorable. Pero entonces… empezó mi suplicio. Al principio lo veía todo como un infortunado ejemplo de mala administración de la ley. La policía cometió un error, pero lo corregirían los jueces. Los jueces cometieron un error, pero lo corregirían los magistrados y un jurado. Los Quarter Sessions cometieron un error, pero lo corregiría el Ministerio del Interior. Todavía espero que lo corrija el ministerio. Lo que ha ocurrido ha sido fuente de un gran dolor y, por no decir más, de muchas molestias, pero el proceso de la ley, al final, impartirá justicia. Es lo que creía y lo que sigo creyendo.

»Sin embargo, ha sido más complicado de lo que pensé al principio. He vivido mi vida dentro de la ley, es decir, tomándola de guía, mientras que el cristianismo ha sido el sostén moral que había detrás. Mi padre, en cambio -George hace aquí una pausa; Arthur sospecha que no porque no sepa lo que se dispone a decir, sino por su peso emocional-, mi padre vive totalmente inmerso en la religión cristiana. Como cabe esperar. Para él, por tanto, mi calvario debe de ser comprensible en esos términos. Para él hay, tiene que haber, una justificación religiosa de mis sufrimientos. Cree que es el designio de Dios fortalecer mi fe y que sirva de ejemplo a otros. Me avergüenza decir la palabra, pero se imagina que yo soy un mártir.

»Mi padre ya es un anciano y está cada día más débil. No quisiera contradecirle. En Lewes y Portland, como es lógico, yo iba a la capilla. Sigo yendo a la iglesia todos los domingos. Pero no puedo afirmar que la cárcel haya fortalecido mi fe ni -esboza una sonrisa cauta e irónica- mi padre podría afirmar que hayan aumentado en los tres últimos años los feligreses de St. Mark y de las iglesias de las inmediaciones.

Sir Arthur contempla la extraña formalidad de estos comentarios preliminares; es como si los hubiera ensayado, incluso ensayado hasta la saciedad. No, es demasiado severo. ¿Qué haría un hombre durante tres años en la cárcel, aparte de convertir su vida -su vida desastrosa, incipiente, entendida sólo a medias- en algo parecido a la declaración de un testigo?

– Me figuro que su padre diría que los mártires no eligen su destino y que quizá ni siquiera comprenden su sacrificio.

– Quizá. Pero lo que acabo de decir no es toda la verdad. La cárcel no fortaleció mi fe. Todo lo contrario. Creo que la ha destruido. Mi sufrimiento no ha tenido el menor sentido, ni para mí ni como un ejemplo para otros. Pero cuando le dije a mi padre que usted había accedido a verme, su reacción fue que todo formaba parte de los designios evidentes de Dios en el mundo. Y por eso, sir Arthur, le he preguntado si es cristiano.

– Que lo sea o no, no modificará el argumento de su padre. Dios sin duda escoge cualquier instrumento a mano, sea cristiano o pagano.

– Cierto. Pero no tiene que ser blando conmigo.

– No. Y descubrirá que no tengo dobleces, señor Edalji. Por mi parte, no veo cómo sus años en Lewes y Portland, y la pérdida de su profesión y su lugar en la sociedad, han podido servir a los designios de Dios.

– Debe entender que mi padre cree que este nuevo siglo traerá una mezcla de razas más armoniosa que en el pasado; tal es la intención divina, y yo estoy destinado a servir de mensajero, por así decirlo. O de víctima. O de ambas cosas.

– Sin ánimo de criticar a su padre en absoluto -dice Arthur, con cautela-, yo diría que si tal hubiera sido la intención de Dios, la habría cumplido mejor asegurándose de que usted tuviese una carrera gloriosa de abogado y servir así de ejemplo de la mezcla de razas.

– Piensa usted como yo -responde George. A Arthur le agrada esta respuesta. Otros habrían dicho: «Estoy de acuerdo con usted». Pero George lo ha dicho sin vanidad. Es sólo que las palabras de Arthur confirman algo que él ya había pensado.

– Sin embargo, estoy de acuerdo con su padre en que este nuevo siglo va a traer evoluciones extraordinarias en la naturaleza espiritual del hombre. En efecto, creo que cuando comience el tercer milenio, las Iglesias establecidas ya se habrán atrofiado y habrán desaparecido todas las guerras y discordias que su existencia separada ha ocasionado en el mundo.

George se dispone a quejarse de que eso no es para nada lo que su padre piensa; pero sir Arthur sigue elucubrando.

– El hombre está al borde de elaborar las verdades de las leyes psíquicas de la misma manera que a lo largo de los siglos ha elaborado las físicas. Cuando estas leyes lleguen a aceptarse, habrá que repensar desde los primeros principios toda nuestra forma de vida (y de muerte). Creeremos más, no menos. Entenderemos más profundamente los procesos de la vida. Comprenderemos que la muerte no es una puerta que nos cierran en la cara, sino una puerta entornada. Y cuando comience ese nuevo milenio, creo que tendremos una capacidad de dicha y de compañerismo más grande que nunca en la existencia frecuentemente desventurada de la humanidad. -Sir Arthur se contiene de pronto, como un orador callejero en su tarima-. Perdone. Es una obsesión mía. No, es mucho más que eso. Pero usted me ha preguntado.

– No hay nada que perdonar.

– Sí. Me he desviado del asunto que tratamos. Al grano otra vez. ¿Puedo preguntarle si sospecha quién puede haber cometido delito?

– ¿Cuál de ellos?

– Todos. Las persecuciones. Las cartas falsificadas. Los destripamientos, no sólo del pony de la mina, sino de todos los demás.

– Para serle totalmente franco, sir Arthur, en estos tres últimos años yo y los que me han apoyado nos hemos ocupado más de demostrar mi inocencia que de la culpabilidad de otra persona.

– Es comprensible. Pero una conexión es inevitable. ¿Hay alguien de quien pueda sospechar?

– No. Nadie. Todo se hizo en el anonimato. Y no se me ocurre quién disfrutaría mutilando animales.

– ¿Tenía enemigos en Great Wyrley?

– Claro. Pero invisibles. Tenía pocos conocidos allí, amigos o enemigos. No nos integramos en la sociedad local.

– ¿Por qué no?

– Hasta hace poco nunca me había preguntado por qué. Por entonces, de niño, me parecía normal. El caso es que mis padres tenían muy poco dinero y lo que tenían lo gastaban en la educación de sus hijos. No me pesa no haber ido a casa de otros niños. Fui un niño feliz, creo.

– Sí.

– No parece que esto sea toda la verdad-. Pero supongo que, en vista del origen de su padre…

– Sir Arthur, me gustaría dejar una cosa bien clara. No creo que los prejuicios raciales tuvieran nada que ver con mi caso.

– Debo decirle que me sorprende usted.

– Mi padre cree que no habría sufrido como sufrí si hubiera sido, por ejemplo, hijo del capitán Anson. No hay duda de que esto es cierto. Pero a mi entender es una pista falsa. Si no me cree, vaya a Great Wyrley y pregunte a los lugareños. En todo caso, si existen prejuicios, los tiene un sector muy pequeño de la población. Ha habido algún desaire ocasional, pero ¿quién no ha sufrido alguno, de una forma u otra?

– Entiendo su deseo de no interpretar el mártir…

– No, no es eso, sir Arthur.

George se calla y por un momento parece avergonzado.

– A propósito, ¿es así como debo llamarle?

– Puede llamarme así. O Doyle, si prefiere.

– Creo que prefiero sir Arthur. Como puede imaginar, he pensado mucho sobre este asunto. Me educaron como inglés. Fui a la escuela, estudié Derecho, hice mis prácticas, me licencié de abogado. ¿Alguien trató de detener mis progresos? Al contrario. Mis maestros me animaban, los socios de Sangster, Vickery y Speight me contrataron, los feligreses de mi padre tuvieron palabras de elogio cuando me licencié. Ningún cliente rechazó mi consejo en Newhall Street debido a mi origen.

– No, pero…

– Permítame continuar. Como he dicho, hubo algún que otro desaire. Hubo burlas y bromas. No soy tan ingenuo como para no saber que algunas personas me miraban distinto. Pero soy abogado, sir Arthur. ¿Qué pruebas tengo de que alguien haya actuado en mi contra por causa de un prejuicio racial? El sargento Upton solía tratar de asustarme, pero seguro que también asustaba a otros chicos. Estaba claro que el capitán Anson me cogió ojeriza sin haberme visto nunca. Lo que más me preocupaba de la policía era su incompetencia. Por ejemplo, a pesar de haber apostado agentes especiales por todo el distrito, no descubrieron a un solo animal mutilado. Siempre eran granjeros u hombres que iban al trabajo los que les informaban de estos sucesos. No fui la única persona que llegó a la conclusión de que la policía tenía miedo de la supuesta banda, aunque fueron incapaces de demostrar su existencia.

»Así que si me está sugiriendo que los prejuicios raciales tuvieron la culpa de mi calvario, tengo que pedirle pruebas. No recuerdo que Disturnal aludiera ni una sola vez a ello. Ni sir Reginald Hardy. ¿El jurado me declaró culpable por el color de mi piel? Es una respuesta demasiado fácil. Y podría añadir que los celadores y los demás reclusos me trataron bien en mis años de cárcel.

– Si me permite una sugerencia -dijo sir Arthur-. Quizá de vez en cuando debería procurar no pensar como un abogado. El hecho de que no puedan aducirse pruebas de un fenómeno no significa que no exista.

– De acuerdo.

– Así que cuando empezaron las persecuciones contra su familia, ¿creyó usted…, creyó que… eran víctimas aleatorias?

– Probablemente no. Pero hubo otras víctimas.

– Sólo de las cartas. Nadie sufrió lo que usted.

– Sí. Pero no sería muy razonable deducir de esto el propósito y los móviles de los implicados. Quizá mi padre, quien en persona puede ser severo, regañó a algún chico de una granja por robar manzanas o por blasfemar.

– ¿Cree que todo empezó así?

– No lo sé. Pero también se trata de saber lo que es útil. No lo es, para mí, como un principio general de vida, suponer que las personas con quienes me relaciono me tengan una aversión secreta. Y en la coyuntura actual, no me sirve de nada imaginar que si al Ministerio del Interior le convencieran de que un prejuicio racial es el causante de todo, yo obtendría el indulto y la indemnización de la que usted habla. O quizá, sir Arthur, ¿cree que el señor Gladstone alberga ese prejuicio?

– No tengo la más mínima… prueba de ello. De hecho, lo dudo muchísimo.

– Entonces más vale que dejemos el tema.

– Muy bien.

Arthur está impresionado por la firmeza…, en realidad, la obstinación de George.

– Me gustaría conocer a sus padres. Y también a su hermana. Discretamente, claro. Mi instinto es ir derecho a las cosas, pero algunas veces hay que emplear tácticas y hasta marcarse faroles. Como suele decir Lionel Amery, si peleas con un rinoceronte no te atas un cuerno a la nariz. -A George le deja perplejo esta analogía, pero Arthur no lo advierte-. Dudo que favoreciese a nuestra causa el hecho de que me vieran vagando por la comarca con usted o un miembro de su familia. Necesito un contacto, un conocido del pueblo. Quizá pueda proponerme alguno.

– Harry Charlesworth -responde George automáticamente, como si estuviera delante de la tía abuela Stoneham, o de Greenway y Stentson-. Bueno, en la escuela ocupábamos pupitres contiguos. Me hice pasar por amigo suyo. Éramos los primeros de la clase. Mi padre me reprendía por no ser más amigable con los hijos de los granjeros, pero la verdad es que no era posible tener mucho contacto. Harry Charlesworth dirige ahora la lechería de su padre. Tiene fama de honrado.

– ¿Dice que tenía poco trato social con el pueblo?

– Y el pueblo conmigo. Lo cierto, sir Arthur, es que después de licenciarme siempre intenté vivir en Birmingham. Entre nosotros, Wyrley me parecía un lugar aburrido y atrasado. Al principio seguí viviendo en casa, tenía miedo de dar la noticia a mis padres, y sólo me servía del pueblo para cosas necesarias. Reparar unas botas, por ejemplo. Y luego, poco a poco, me vi… no exactamente atrapado, pero sí tan metido en la vida familiar que cada vez se me hacía más cuesta arriba la sola idea de marcharme. Y estoy muy unido a mi hermana Maud. En esta situación estaba hasta que… me hicieron lo que usted sabe. Después de salir de la cárcel me resultó imposible volver a Staffordshire. Así que ahora vivo en Londres. Me hospedo en Mecklenburgh, en casa de la señorita Goode. Mi madre pasó conmigo las primeras semanas después de mi liberación. Pero mi padre la necesita en casa. Viene cuando puede para ver cómo estoy. Mi vida -George hace una pausa-, mi vida, como usted ve, está en suspenso.

Arthur vuelve a reparar en la precisión y la cautela con que George se expresa, ya describa grandes o pequeñas cuestiones, emociones o hechos. Es un testigo excelente. No es culpa suya no ver lo que otros ven.

– Señor Edalji…

– George, por favor.

Sir Arthur ha reincidido en la pronunciación de E-dal-ji, y a su nuevo valedor hay que ahorrarle la molestia.

– Usted y yo, George, usted y yo somos… ingleses no oficiales.

A George le sorprende esta observación. Considera que sir Arthur, en realidad, personifica al inglés oficial: su nombre, su porte, su fama, su aire de sentirse perfectamente a gusto en este gran hotel de Londres, e incluso el tiempo que ha hecho esperar a George. Si no le hubiese parecido que sir Arthur formaba parte de la Inglaterra oficial, tal vez no le habría escrito. Pero parece descortés cuestionar la categoría en que alguien se incluye a sí mismo.

Reflexiona sobre su propio estatus. ¿En qué es inferior a un inglés pleno? Él lo es por nacimiento, por ciudadanía, por educación, por religión y por profesión. ¿Quiere decir sir Arthur que cuando le privaron de la libertad y le inhabilitaron para ejercer, le borraron asimismo del registro de ciudadanos ingleses? En tal caso, no tiene otro país. No puede retroceder dos generaciones. Difícilmente podría volver a la India, un país que nunca ha visitado y que no tiene un gran interés en visitar.

– Sir Arthur, cuando… empezaron mis problemas, mi padre me llevaba a veces a su estudio y me hablaba de los logros de parsis famosos. De que uno de ellos llegó a ser un empresario próspero y de que otro llegó a parlamentario. Un día, aunque no me interesan nada los deportes, me habló de un equipo parsi de criquet que vino de Bombay de gira por Inglaterra. Parece ser que fue el primer equipo indio que visitó estas costas.

– En 1886, creo. Jugó alrededor de treinta partidos y sólo ganó uno, me temo. Disculpe…, en mis horas libres me dedico a leer el Wisden. Volvieron un par de años más tarde, con mejores resultados, me parece recordar.

– Ya ve, sir Arthur, está usted más informado que yo. Y no puedo fingir que soy lo que no soy. Mi padre me educó como un inglés y cuando las cosas se ponen difíciles, no puede tratar de consolarme con cosas en las que nunca hizo hincapié antes.

– ¿Su padre era de…?

– Bombay. Lo convirtieron unos misioneros. Escoceses, por cierto. Como mi madre.

– Comprendo a su padre -dice; sir Arthur. George se da cuenta de que es la primera vez en su vida que oye esta frase-. Las verdades de una raza y las de la religión no siempre se encuentran en el mismo valle. A veces es necesario cruzar en invierno un risco alto y nevado para descubrir una verdad más grande.

George rumia este comentario como si fuera una declaración jurada.

– Pero en ese caso, ¿no tienes el corazón dividido ni estás aislado de tu gente?

– No; entonces tu deber es hablarle del valle que hay al otro lado del risco. Miras al pueblo de donde has partido y observas que te saludan con la bandera porque se figuran que alcanzar esa cresta es ya un triunfo. Pero no lo es. Así que levantas el bastón de esquiar y se lo señalas. Allá abajo, les indicas, allí abajo está la verdad, allí, en el valle siguiente. Seguidme, traspasad el risco.

George acudió a la cita en el Grand Hotel convencido de que examinarían detenidamente las pruebas de su caso. La conversación ha adoptado sesgos inesperados. Se siente un poco desorientado. Sir Arthur percibe cierta desazón en su nuevo amigo. Se siente responsable; se ha propuesto alentarlo. Basta ya de reflexiones; es tiempo de acción. Y también de rabia.

– George, los que le han apoyado hasta ahora, el señor Yelverton y los demás, han hecho una labor inestimable. Han sido totalmente diligentes y correctos. Si el Estado inglés fuera una institución racional, usted ya estaría de nuevo en su bufete de Newhall Street. Pero no lo es. Mi plan, por tanto, no consiste en repetir la tarea del señor Yelverton, expresar las mismas dudas razonables y hacer las mismas peticiones razonables. Yo voy a hacer algo diferente. Voy a hacer mucho ruido. A los ingleses, los ingleses oficiales, no les gusta el ruido. Lo consideran vulgar; les molesta. Pero si la razón apacible no ha surtido efecto, les daré una razón ruidosa. No usaré la puerta de atrás, sino la entrada principal. Tocaré un gran tambor. Tengo intención de sacudir bastantes árboles, George, y veremos qué fruta podrida cae.

Sir Arthur se levanta para despedirse. Domina con su estatura al pequeño abogado. Pero no lo ha hecho durante la conversación. A George le asombra que un hombre tan célebre sepa escuchar y a la vez despotricar, ser suave y también enérgico. A pesar de las últimas palabras de sir Arthur, siente la necesidad de una comprobación básica.

– Sir Arthur, puedo preguntarle…, por decirlo sin rodeos…, ¿cree que soy inocente?

Sir Arthur le dirige una mirada clara y serena.

– George, he leído los artículos de prensa y ahora le he conocido en persona. Así que mi respuesta es: no, no pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. que es inocente.

A continuación le tiende una mano grande, atlética, endurecida por numerosos deportes absolutamente desconocidos para George.

Arthur

En cuanto Wood se hubo familiarizado con el expediente, lo envió en calidad de explorador. Tenía que inspeccionar la zona, calibrar el talante de los lugareños, beber con moderación en tabernas y establecer contacto con Harry Charlesworth. Sin embargo, no debía jugar a los detectives y tenía que mantenerse lejos de la vicaría. Arthur no había decidido aún su plan de campaña, pero sabía que la mejor manera de cegar las fuentes de información sería subirse a una tarima y pregonar que Woodie había ido a demostrar la inocencia de George Edalji. E, implícitamente, la culpabilidad de algún otro convecino. No quería alarmar a los intereses de la falsedad.

Se documentó, enfrascado en la biblioteca de Undershaw. Averiguó que la parroquia de Great Wyrley comprendía una serie de residencias y granjas bien edificadas; que su suelo era de cieno y arena, con un subsuelo de arcilla y grava, que sus cosechas principales eran trigo, cebada, nabos y remolacha. La estación, a quinientos metros hacia el noroeste, estaba en el ramal de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril noroccidental de Londres. La vicaría, con un valor anual de 265 libras, incluida la residencia, la ocupaba desde 1876 el reverendo Shapurji Edalji, del St. Augustine's College, de Canterbury. El Instituto del Obrero, con sede en Landywood, disponía de 250 butacas para conferencias o conciertos y estaba bien provisto de periódicos y semanarios. Samuel John Mason era el director de la escuela de enseñanza primaria, construida en 1882. El director de la estafeta de correos era William Henry Brookes, que era también tendero, mercero y ferretero; el jefe de estación era Albert Ernest Merriman, que obviamente había heredado la gorra ferroviaria de su padre, Samuel Merriman. Había tres minoristas de cerveza en el pueblo: Henry Badger, la señora Ann Corbett y Thomas Yates. El carnicero era Bernard Greensill. El gerente de la empresa minera de Great Wyrley era William Browell, y su secretario se llamaba John Boult. William Wynn era el fontanero, decorador, operario de gas y dueño de almacén. Todo parecía tan normal; tan ordenado, tan inglés.

Decidió, de mala gana, no viajar en coche: un Wolseley de doce caballos de fuerza, con su cambio de marchas y una tonelada de peso no pasaría precisamente inadvertido en las carreteras de Staffordshire. Era una lástima, pues sólo dos años antes había tenido que ir a Birmingham a recoger la máquina. Había sido un viaje con una finalidad más frívola. Recordó que llevaba su gorra marinera de visera, que en los últimos tiempos se había convertido en el emblema de la moda para un automovilista. El hecho quizá no fuese ampliamente conocido entre la población local, porque mientras aguardaba al vendedor del Wolseley, paseando por el andén de New Street, una joven perentoria le había abordado para exigirle que le informara de los trenes que circulaban a Walsall.

Dejó el automóvil en los establos y tomó el tren a Waterloo desde Haslemere. Haría una escala en Londres para ver a Jean por cuarta vez desde que había enviudado y era un hombre libre. Le había escrito diciendo que la visitaría por la tarde; la nota concluía con la más tierna de las despedidas; sin embargo, cuando el tren salió de Haslemere descubrió que lo que más deseaba era estar en su Wolseley, con la gorra marinera calada hasta las orejas, las gafas apretadas contra los ojos, rugiendo hacia Staffordshire a través del corazón de Inglaterra. No entendió esta reacción, que le hizo sentirse culpable e irritado. Sabía que amaba a Jean, que se casaría con ella y la convertiría en la segunda lady Doyle, pero no estaba impaciente por verla, tal como hubiera querido. Ojalá los seres humanos fueran tan sencillos como la maquinaria.

Arthur notó que algo parecido a un gemido pugnaba por escapar de su interior; lo reprimió por consideración a los demás pasajeros de primera. Y aquello era una parte del conjunto: del modo en que se veía obligado a vivir. Sofocabas un gemido, mentías sobre tu amor, engañabas a tu esposa legítima, y todo eso en nombre del honor. En eso radicaba la maldita paradoja: para portarse bien había que portarse mal. ¿Por qué no embarcaba a Jean en el Wolseley, la llevaba a Staffordshire, se inscribían en un hotel como marido y mujer y fulminaba con su mirada de brigada a cualquiera que osara enarcar una ceja? Porque no podía, porque no funcionaría, porque parecía simple pero no lo era, porque, porque… Cuando el tren pasaba por el extrarradio de Woking, rememoró con callada envidia a aquel soldado australiano muerto en el veldt. N.° 410, infantería montada de Nueva Gales, yaciendo inerte con un peón de ajedrez rojo en equilibrio sobre su cantimplora. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no había muerte mejor. La vida debería parecerse más a aquello.

Va al apartamento de Jean; ella va vestida de seda azul; se abrazan sin reservas. No hay obligación de retraerse, pero tampoco, nota Arthur, necesidad; el reencuentro no le inflama. Se sientan; toman el té; se interesa por la familia de Jean; ella pregunta por qué va a Birmingham.

Una hora después, cuando todavía no ha pasado del sumario de Cannock, ella le coge de la mano y dice:

– Es maravilloso, querido Arthur, verte otra vez tan animado.

– Y a ti también -contesta él, y prosigue su relato.

Como ella esperaba, la historia está llena de colorido y suspense; además, la conmueve y alivia que el hombre al que ama se esté librando ya de las pesadumbres de los últimos meses. Aun así, una vez terminada la narración, explicado su propósito, consultado el reloj y reexaminado el horario de trenes, la decepción de Jean aflora a la superficie.

– Ojalá me llevaras contigo, Arthur.

– Qué extraordinario -dice él, y por primera vez descansa en Jean los ojos como es debido-. Escucha, cuando venía en el tren me he imaginado que te llevaba a Staffordshire en el automóvil, como marido y mujer.

Mueve la cabeza, sorprendido por la coincidencia, que es acaso explicable por la capacidad que de transmitirse el pensamiento tienen dos corazones tan cercanos. Luego se pone de pie, recoge el abrigo y el sombrero y se marcha.

A Jean no le ofende la conducta de Arthur -su amor por él es demasiado indeleble para que ocurra tal cosa-, pero cuando posa las manos en la tetera templada comprende que su situación, y su situación futura, exigirá una reflexión práctica. Estos años pasados han sido difíciles, muy difíciles; ha habido muchos arreglos, concesiones, ocultaciones. ¿Por qué supuso que la muerte de Touie lo cambiaría todo y que habría abrazos instantáneos, a pleno sol y ante el aplauso de amigos, mientras una orquesta lejana tocaba canciones inglesas? No puede haber una transición tan brusca; y la pequeña cuota de libertad adicional que han obtenido puede resultar más bien peligrosa.

Cae en la cuenta de que piensa distinto acerca de Touie. Ya no la ve como la «otra» intocable cuyo honor hay que proteger, la anfitriona que se eclipsa, la simple, dulce, amante esposa y madre que tardó tanto en morir. Una vez Arthur le dijo que la gran cualidad de Touie era que siempre decía que sí a todo lo que él proponía. Ella decía que sí si había que hacer el equipaje a toda prisa y salir hacia Austria; decía que sí a la compra de una nueva casa; que sí a un viaje a Londres para pasar unos días, o a Sudáfrica para pasar unos meses. Era su forma de ser, confiaba en Arthur totalmente, confiaba en que tomase las decisiones correctas tanto para ella como para él.

Jean también confía en Arthur; sabe que es un hombre de honor. Sabe además -y es otra de las razones de que le ame y le admire- que está en constante movimiento, ya sea escribiendo un libro, defendiendo una causa, corriendo mundo o entregándose a su entusiasmo más reciente. Nunca será el tipo de hombre cuya ambición consiste en poseer una mansión en los suburbios, un par de pantuflas y una pala de jardín; que está ansioso de plantarse a esperar en la verja de entrada a que el chico del reparto le lleve el periódico con noticias de países lejanos.

Y así empieza a formarse en la mente de Jean algo demasiado prematuro para llamarlo una decisión: es más una especie de conciencia previsora. Ha sido la chica que esperaba a Arthur desde el 15 de marzo de 1897; dentro de unos meses se cumplirá el décimo aniversario de su encuentro. Diez años, diez edelweiss preciadas. Preferiría esperar a Arthur que casarse satisfecha con cualquier otro hombre del planeta. Pero después de haber sido la chica que le esperaba no quiere ser la esposa que le espere. Se imagina que están ya casados y que Arthur anuncia su partida inminente -a Stoke Poges o a Tombuctú- con el fin de enderezar un entuerto; y se imagina que contesta que le dirá a Woodie que reserve billetes. Billetes para los dos, dirá con calma. Estará al lado de Arthur. Viajará con él; se sentará en la primera fila cuando él dé una conferencia; le allanará el camino y velará por que les presten un buen servicio en hoteles, trenes y barcos. Cabalgará a su vera, ijada junto a ijada, cuando no -dado el control superior que ella ejerce de un caballo- un poco por delante. Hasta es posible que aprenda a jugar al golf si él sigue jugando. No será una de esas arpías que persiguen al marido hasta los peldaños del club; pero estará a su lado y dejará sentado, mediante palabras y actos continuos, que ocupará ese lugar hasta que la muerte los separe. Es el tipo de esposa que se propone ser.

Entretanto, sentado en el tren de Birmingham, Arthur rememora su única experiencia anterior de detective. La Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas le había pedido que les ayudase a investigar acerca de una casa embrujada en Charmouth, Dorsetshire. Había viajado al lugar con el doctor Scott y un tal Podmore, un profesional experto en aquellas pesquisas. Tomaron todas las precauciones habituales para burlar las estafas: atrancaron puertas y ventanas, colocaron hebras de estambre de un lado a otro de la escalera. Velaron con su anfitrión dos noches consecutivas. En la primera, él rellenó la pipa muchas veces y combatió la narcolepsia; pero en mitad de la segunda noche, cuando ya estaban a punto de renunciar a la esperanza, les sobresaltó -y, en aquel momento, les aterrorizó- el sonido, muy cerca de ellos, de un mueble violentamente aporreado. Parecía que el ruido provenía de la cocina, pero cuando se precipitaron hacia allí vieron que estaba vacía y en orden. Registraron la casa desde el desván hasta la bodega en busca de escondrijos; no encontraron nada. Y las puertas seguían atrancadas, las ventanas con listones y las hebras intactas.

Podmore se había mostrado extrañamente negativo sobre aquella casa; sospechaba que algún socio del anfitrión estaba escondido detrás de los paneles. A la sazón, Arthur aceptó este dictamen. Sin embargo, unos años después, un incendio la arrasó hasta los cimientos; y -lo que es aún más significativo- fue exhumado en el jardín el esqueleto de un niño no mayor de diez años. Para Arthur, aquello lo cambiaba todo. En los casos en que una joven vida es arrebatada de una forma violenta, a menudo brota una reserva de vitalidad no utilizada. En momentos así, lo desconocido y lo maravilloso nos presionan por todos los lados; se yerguen formas fluctuantes y nos avisan de las limitaciones de lo que llamamos materia. Aquello fue para Arthur una explicación irrefutable; Podmore, por su parte, se había negado a una rectificación retrospectiva de su informe. De hecho, se había conducido en todo momento más como un maldito escéptico materialista que como un experto encargado de autentificar fenómenos paranormales. Con todo, ¿por qué preocuparse de los Podmore de este mundo cuando tienes a Crookes y a Myers, a Lodge y a Alfred Russel Wallace? Arthur se repitió la fórmula: es increíble pero cierto. La primera vez que oyó estas palabras, le parecieron una paradoja flexible; ahora se estaban consolidando como una certeza férrea.

Se entrevistó con Wood en el hotel Imperial Family de Temple Street. Era menos probable que le reconocieran aquí que en el Grand, donde normalmente se hubiera alojado. Tenían que minimizar las posibilidades de que apareciera un titular jocoso en los ecos de sociedad de la Gazette o el Post: ¿QUÉ SE TRAE ENTRE MANOS SHERLOCK HOLMES EN BIRMINGHAM?

Tenían previsto una incursión en Great Wyrley para última hora de la tarde siguiente. Al socaire del anochecer decembrino, irían a la vicaría con el mayor anonimato posible y volverían a Birmingham en cuanto hubieran terminado su tarea. Arthur se empeñó en visitar una tienda de vestuario de teatro para dotarse de una barba postiza durante la expedición, pero Wood le disuadió. Le dijo que así llamarían más la atención; de hecho, su presencia en aquella tienda daría pie a párrafos inoportunos en la prensa local. Una bufanda y un cuello vuelto, junto con el parapeto de un periódico en el tren, bastarían para llegar indemnes a Wyrley; después recorrerían el camino a la vicaría por la carretera mal iluminada como si…

– ¿Como si fuéramos qué? -preguntó Arthur.

– ¿Necesitamos camuflarnos?

Wood no comprendía por qué su patrono insistía tanto en que se disfrazaran; primero un disfraz material, luego uno psicológico. A su entender, era un derecho inalienable de un inglés decir a otros, en especial al típico entrometido, que no se metiera donde no le llamaban.

– Desde luego. Lo necesitamos. Tenemos que considerarnos…, hum… Ya sé: emisarios de la inspección eclesial, que venimos a verificar el informe del vicario sobre la estructura de St. Mark.

– Es una iglesia relativamente nueva y de construcción sólida -contestó Wood. Luego captó la mirada de su patrono-. Bueno, si insiste, sir Arthur.

A última hora de la tarde siguiente, en New Street, eligieron un vagón que los dejase lo más lejos posible del edificio de la estación de Wyrley y Churchbridge. Mediante esta estratagema proyectaban eludir la mirada curiosa de otros pasajeros que se apeasen allí. Pero resultó que nadie más bajó del tren y, en consecuencia, los impostores clericales fueron escrutados más a fondo por el jefe de estación. Arthur casi se sintió como si estuviese de juerga cuando, para defenderse, se tapó el bigote con la bufanda. «Tú no me conoces -pensó-, pero yo sí te conozco a ti: Abert Ernest Merriman, el hijo de Samuel. ¡Vaya aventura!»

Siguió a Wood a lo largo de un camino oscurecido; en algún punto orillaron una taberna, pero el único indicio de actividad era un hombre repantigado en la entrada y concentrado en mordisquearse la gorra. Al cabo de ocho o nueve minutos, en que sólo les molestó alguna que otra farola de gas, llegaron a la fea mole de St. Mark, con su alto tejado a dos aguas. Wood guió a su patrono a lo largo del muro meridional, tan pegado a la pared que Arthur no advirtió que la piedra grisácea tenía vetas de un rojo violeta. Cuando rebasaron el pórtico, a unos treinta metros más allá del extremo oeste de la iglesia surgieron dos edificios: a la derecha, un aula de ladrillo oscuro con un débil diseño de rombos incrustado en un ladrillo más claro; a la izquierda, la vicaría, más voluminosa. Unos instantes después, Arthur estaba mirando el amplio umbral donde, quince años antes, habían depositado la llave de la escuela de Walsall. Al levantar la aldaba y calcular la suavidad con que debería dejarla caer, se imaginó la llegada más tempestuosa del inspector Campbell con su grupo de agentes especiales y el alboroto que había causado en aquel hogar tranquilo.

El vicario, su mujer y su hija les estaban esperando. Sir Arthur reconoció de inmediato el origen de los buenos y sencillos modales de George, y también de su reserva. La familia se alegró de su llegada, pero no le recibió con efusión; conscientes de su fama, pero no intimidados por ella. A Arthur le alivió por una vez verse delante de tres personas de las que hubiese apostado que no habían leído ni uno solo de sus libros.

El vicario tenía la tez más clara que su hijo, la parte superior de la cabeza plana y entradas en la frente, y un aspecto fuerte, como de bulldog. La boca era idéntica a la de George, pero a Arthur le pareció que era más agraciado y occidental que su hijo.

Trajeron dos gruesas carpetas. Arthur sacó un papel al azar: una carta doblada en una sola hoja y compuesta de cuatro páginas de letra apretada.

«Mi querido Shapurji -leyó-, ¡¡¡tengo el gran placer de informarte de que nos proponemos reanudar el acoso del vicario!!! (vergüenza de Great Wyrley).» Era una letra más pasable que pulcra, pensó. «… un determinado manicomio a menos de ciento cincuenta kilómetros de tu casa tres veces maldecida… y de la que serás expulsado por la fuerza si profieres cualquier opinión firme.» Hasta aquí tampoco había faltas de ortografía. «Enviaré en tu nombre y en el de Charlotte el doble de postales infernales a la menor oportunidad que se presente.» Se suponía que Charlotte era la mujer del vicario. «Venganza contra ti y Brookes…» Este nombre le resultaba familiar a Arthur, gracias a sus pesquisas. «… he enviado al mensajero una carta en su nombre diciendo que no será responsable de las deudas de su mujer… Repito que no hará falta que la locura se encargue de ti porque esas personas están seguras de que te habrán detenido.» Y a continuación, en cuatro líneas descendentes, una despedida burlona:

Te desea feliz Navidad y Año Nuevo,

siempre tuyo,

tu Satán,

Satán Dios

– Venenoso -dijo sir Arthur.

– ¿De quién es esa carta?

– Es una de Satán.

– Sí -dijo el vicario-. Un corresponsal prolífico.

Arthur inspeccionó algunos documentos más. Una cosa era oír hablar de cartas anónimas, y hasta leer extractos de ellas en la prensa. Así parecían bromas infantiles. Y otra cosa muy distinta, comprendió, tenerlas en la mano y estar sentado con sus destinatarios. Aquella primera carta era un texto inmundo, con su canallesca referencia a la mujer del vicario por su nombre de pila. Obra de un lunático, quizá, aunque dotado de una letra clara y bien formada, capaz de expresar con lucidez su odio retorcido y sus planes vesánicos. A Arthur no le sorprendió que los Edalji cerraran con llave las puertas por la noche.

– «Feliz Navidad» -leyó en voz alta Arthur, todavía medio incrédulo-. ¿Y no tiene sospechas de quién podría haber escrito estas groserías?

– ¿Sospechas? Ninguna.

– ¿Y aquella criada a la que tuvo que despedir?

– Se marchó del distrito. Se fue hace mucho.

– ¿Y su familia?

– Su familia es gente decente. Sir Arthur, como puede imaginar, hemos pensado mucho en esto desde el principio. Pero no tengo sospechas. No escucho los chismes y rumores, y si lo hiciera, ¿de qué me serviría? Los chismes y rumores son los responsables de que encarcelaran a mi hijo. No desearía que le hicieran a otro lo que le hicieron a él.

– A no ser que fuera el culpable.

– Sí.

– Y ese Brookes, ¿es el tendero y el ferretero?

– Sí. También recibió cartas anónimas durante una época. Pero se lo tomó con más calma. O con más pereza. En todo caso, no quiso recurrir a la policía. Había habido en el ferrocarril algún incidente relacionado con su hijo y otro chico…; ya no recuerdo los detalles. Brookes nunca habría hecho causa común con nosotros. Tengo que decirle que en esta zona no sienten mucho respeto por la policía. Es una ironía que de todos los habitantes del pueblo fuéramos los más dispuestos a confiar en la policía.

– Excepto en el jefe.

– Su actitud no fue… servicial.

– Señor Aydlji -Arthur hizo un esfuerzo específico para pronunciarlo bien-, tengo el propósito de descubrir por qué. Voy a remontarme al comienzo del caso. Dígame, aparte de las persecuciones directas, ¿ha sufrido alguna otra acción hostil desde que vino aquí?

El vicario dirigió a su mujer una mirada inquisitiva.

– Las elecciones -contestó ella.

– Sí, es cierto. Más de una vez he prestado el aula para reuniones políticas. Los liberales tenían problemas para encontrar salas. Yo también soy liberal… Hubo quejas de algunos de los parroquianos más conservadores.

– ¿Más que quejas?

– Es verdad que uno o dos dejaron de venir a St. Mark.

– ¿Y usted siguió prestando el aula?

– Desde luego. Pero no quiero exagerar. Estoy hablando de protestas, expresadas con firmeza pero con educación. No hablo de amenazas.

Sir Arthur admiró la precisión del vicario; también, que no se compadeciera de sí mismo. Había advertido las mismas cualidades en George.

– ¿Participó el capitán Anson?

– ¿Anson? No, fue algo mucho más local. Sólo intervino más tarde. He incluido sus cartas para que las vea.

Arthur pidió a la familia que repasara los sucesos ocurridos desde agosto hasta octubre de 1903, atento a cualquier incoherencia, detalle pasado por alto o evidencias discordantes.

– En retrospectiva, es una lástima que no despacharan al inspector Campbell y a sus hombres hasta que tuviesen una orden de registro, y que no aguardasen su regreso en presencia de un abogado.

– Pero eso habría sido la conducta de personas culpables. No teníamos nada que ocultar. Sabíamos que George era inocente. Cuanto más pronto registrase la policía la casa, antes podrían dar a su investigación un rumbo más fructífero. De todos modos, el inspector Campbell y sus hombres se comportaron con toda corrección.

«No todo el tiempo», pensó Arthur. Había algo en el caso que no entendía, algo relacionado con la visita de la policía.

– Sir Arthur -era la voz baja de la señora Edalji, delgada, de pelo blanco-. ¿Puedo decirle dos cosas? Una, qué agradable es volver a oír una voz escocesa en estas regiones. ¿Detecto acaso un acento de Edimburgo?

– En efecto, señora.

– Y la segunda se refiere a mi hijo. Usted ha conocido a George.

– Me impresionó mucho. Conozco a muchas personas que no se habrían mantenido tan fuertes de cuerpo y mente después de tres años en Lewes y Portland. Debe de estar orgullosa.

La señora Edalji sonrió fugazmente ante el cumplido.

– Lo que más desea George es que le permitan volver a su trabajo de abogado. Es lo que siempre ha querido. Quizá sea peor para él ahora que cuando estuvo en la cárcel. Entonces las cosas estaban más claras. Ahora vive en un compás de espera. El Colegio de Abogados no puede readmitirle hasta que hayan lavado la mancha de su nombre.

No había nada que galvanizase más a Arthur que el ruego de una suave y anciana voz femenina escocesa.

– Tenga la seguridad, señora, de que pienso hacer un ruido tremendo. Voy a remover las cosas. Unas cuantas personas no dormirán ya en su cama tan a pierna suelta cuando les haya dado su merecido.

Pero esto no parecía ser la promesa que quería la señora Edalji.

– Eso espero, sir Arthur, y se lo agradecemos. Lo que estoy diciendo es algo distinto. George es, como habrá observado, un chico…, un joven, mejor dicho, muy resistente. Para serle sincera, su resistencia nos sorprendió a los dos. Le creíamos más frágil. Está resuelto a reparar esta injusticia. Pero sólo quiere eso. No quiere notoriedad. No quiere convertirse en abogado de ninguna causa concreta. No representa a ninguna. Quiere volver a trabajar. Quiere una vida ordinaria.

– Quiere casarse -intervino la hija, que hasta el momento no había abierto la boca.

– ¡Maud! -en el tono del vicario hubo más sorpresa que reproche-. ¿Cómo es posible? ¿Desde cuándo? Charlotte… ¿Sabías algo de esto?

– Padre, no te alarmes. Me refiero a que quiere casarse en general.

– Casarse en general -repitió el vicario. Miró a su distinguido visitante-. ¿Cree que eso es posible, sir Arthur?

– Yo, por mi parte -contestó Arthur, riéndose-, sólo he estado casado en particular. Es el método que entiendo, y el que recomendaría.

– En ese caso -y el vicario sonrió por primera vez-, tenemos que prohibir a George que se case en general.

De nuevo en el hotel Imperial Family, Arthur y su secretario tomaron una cena tardía y se retiraron a un salón fumador desocupado. Arthur encendió la pipa y observó cómo Wood prendía un cigarrillo de alguna marca barata.

– Una excelente familia -dijo sir Arthur-. Modesta, admirable.

– En efecto.

Arthur tuvo una aprensión súbita, generada por las palabras de la señora Edalji. ¿Y si su llegada al escenario de los hechos ocasionaba nuevas persecuciones? Al fin y al cabo, Satán -es decir, el Satán Dios- estaba allí fuera afilando su lápiz y su instrumento curvo con los lados cóncavos. Satán Dios: qué singularmente repulsivas eran las perversiones de una religión institucional en cuanto empezaba su declive irreversible. Cuanto antes demolieran todo aquel edificio, mejor.

– Woodie, déjeme utilizarle como caja de resonancia. -No esperó una respuesta; tampoco el secretario pensó que la esperase-. Hay tres aspectos del caso que de momento no comprendo. Hay algunas lagunas. Y la primera es por qué Anson cogió ojeriza a George Edalji. Ya ha visto las cartas que le escribió al vicario. Amenazando a un colegial con trabajos forzados.

– Sí.

– Anson es un hombre notable. Me he documentado. El segundo hijo del segundo conde de Lichfield. Ex artillero real. Jefe de la policía desde 1888. ¿Por qué un hombre así escribiría semejante carta?

Wood se limitó a carraspear.

– ¿Y bien?

– No soy un investigador, sir Arthur. Le he oído decir que en el oficio de detective hay que eliminar lo imposible, y lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad.

– Ay, esa formulación no es mía. Pero la respaldo.

– Por eso no valgo para investigador. Si alguien me pregunta algo, sólo busco la respuesta obvia.

– ¿Y cuál sería la respuesta obvia en el caso del capitán Anson y George Edalji?

– Que siente aversión por las personas de color.

– Eso, en efecto, es muy obvio, Alfred. Tanto, que no puede ser así. Por muchos defectos que tenga, Anson es un caballero inglés y un jefe de la policía.

– Ya le he dicho que no soy un investigador.

– No nos rindamos tan pronto. Veremos lo que se le ocurre respecto a mi segunda laguna. Que es la siguiente. Dejando aparte aquel episodio temprano con la criada, el hostigamiento de los Edalji tiene lugar en dos capítulos separados. El primero va de 1892 al principio mismo de 1896. Es intenso y creciente. De repente cesa. Durante siete años no ocurre nada. Después vuelve a empezar y destripan al primer caballo. Febrero de 1903. ¿Por qué ese intervalo? Es lo que no entiendo, ¿por qué ese intervalo? Investigador Wood, ¿qué opina usted?

El secretario no disfrutaba mucho de este juego; le parecía ideado de tal modo que únicamente podía perder.

– Quizá porque el culpable, fuera quien fuese, no estaba allí.

– ¿Dónde?

– En Wyrley.

– ¿Dónde estaba?

– Se había ido.

– ¿Adonde?

– No lo sé, sir Arthur. Quizá estuviera en la cárcel. Quizá se marchara a Birmingham. Quizá se embarcara.

– Lo dudo mucho. De nuevo, es demasiado obvio. La gente de la comarca lo habría notado. Habría habido habladurías.

– Los Edalji dicen que no oyeron ninguna.

– Hum. Veamos si las oyó Harry Charlesworth. Ahora bien, el tercer punto que no entiendo es la cuestión de los pelos en la ropa. Si en este punto pudiésemos eliminar lo obvio…

– Gracias, sir Arthur.

– Oh, por el amor de Dios, Woodie, no se ofenda. Es demasiado valioso para ofenderse.

Wood reflexionó que siempre había tenido alguna simpatía por el personaje del doctor Watson.

– ¿Cuál es el problema, señor?

– El problema es el siguiente. La policía examinó la ropa de George en la vicaría y dijo que había pelos en ella. El vicario, su mujer y su hija examinaron la ropa y dijeron que no los había. El médico de la policía, el doctor Butter, y estos médicos son, según mi experiencia, los más escrupulosos, declaró que había encontrado veintinueve pelos «de longitud, color y textura similares» a los del pony mutilado. Aquí hay, por tanto, un conflicto claro. ¿Cometieron perjurio los Edalji para proteger a George? Cabría pensar que es lo que creyó el jurado. La explicación de George fue que quizá se hubiera apoyado en un cercado donde había vacas pastando. No me sorprende que el jurado no le creyera. Suena como la declaración de alguien vencido por el pánico, no una descripción de algo que ocurrió. Además, sigue dejando a los familiares como perjuros. Si había pelos en la ropa, los habrían visto, ¿no?

Aquí Wood se tomó su tiempo. Desde que empezó a trabajar para sir Arthur, había ido adquiriendo funciones nuevas. Secretario, amanuense, falsificador de firma, copiloto, compañero de golf, adversario de billar; ahora, caja de resonancia y enunciador de obviedades. Además de alguien dispuesto a hacer el ridículo. Pues que así fuera.

– Si los pelos no hubieran estado en la ropa cuando los Edalji la examinaron…

– Sí…

– Y si no estaban allí antes porque George no se había recostado en ningún cercado…

– Sí…

– Entonces tuvieron que llegar allí después.

– ¿Después de qué?

– Después de que la ropa saliera de la vicaría.

– ¿Quiere decir que los puso el doctor Butter?

– No. No lo sé. Pero si quiere la respuesta obvia, es que llegaron a la ropa después. De una forma u otra. Y, en tal caso, la policía miente. O alguien de la policía.

– Lo cual no es imposible. ¿Sabe, Alfred? No está necesariamente equivocado, se lo aseguro.

Un cumplido, reflexionó Wood, que el doctor Watson habría recibido con orgullo.

Al día siguiente volvieron a Wyrley sin hacer tanto hincapié en que no les vieran, y visitaron a Harry Charlesworth en su lechería. Conteniendo la respiración, pasaron por entre los desechos de una manada de vacas y entraron en un pequeño despacho, en un anexo de la parte trasera de la casa. Había tres sillas desvencijadas, un pequeño escritorio, una estera de rafia embarrada y un calendario del mes anterior en un rincón de la pared. Harry era un joven rubio y de cara franca que parecía alegrarse de aquella interrupción en el trabajo.

– ¿Así que vienen por lo de George?

Arthur miró enfadado a Wood, que movió la cabeza desmintiéndolo.

– Fueron a la vicaría anoche.

– ¿Nosotros?

– Bueno, en todo caso vieron a dos desconocidos que iban a la vicaría después de anochecer, y uno de ellos era un caballero alto que se tapaba el bigote con la bufanda, y el otro uno más bajo y con un sombrero hongo.

– Vaya -dijo Arthur.

Quizá, al fin y al cabo, debería haberse comprado un disfraz.

– Y ahora esos mismos caballeros, aunque bastante menos disfrazados, vienen a verme para hablar de un asunto que me dijeron que era confidencial pero que enseguida van a revelarme.

Harry Charlesworth se estaba divirtiendo mucho. También le hacía feliz rememorar.

– Sí, de niños fuimos compañeros de clase. George siempre fue muy callado. Nunca se metía en líos, no era como los demás. Y era inteligente. Más que yo, y yo era listo en aquel entonces. Ahora ya no se me nota. Ya ven, pasarse el día mirando el trasero de una vaca desgasta la inteligencia.

Arthur pasó por alto este desvío hacia una vulgar autobiografía.

– Pero ¿George tenía enemigos? ¿Le tenían inquina… por el color de su piel, por ejemplo?

Harry reflexionó un momento.

– No, que yo recuerde. Pero ya sabe lo quepasa con los chicos: tienen gustos y aversiones distintas de los adultos. Y cambian de un mes a otro. Si a George le tenían inquina, era más por ser inteligente. O porque su padre era el vicario y desaprobaba las diabluras que suelen tramar los chicos. O porque era miope. El maestro le colocó delante para que viese el encerado. Quizá pensaron que era un favoritismo. Un motivo más normal para tenerle manía que el color de su piel.

El análisis de Harry de las atrocidades de Wyrley no fue complejo. La acusación contra George era una tontería. La policía era tonta. Y la estupidez más grande de todas era la idea de que una banda misteriosa merodease de noche al mando de un misterioso capitán.

– ¿Cómo lo sabe?

– Harry, tendremos que entrevistarnos con el soldado Green, porque es la única persona de la región que se ha confesado culpable de destripar a un caballo.

– ¿Les apetece hacer un largo viaje?

– ¿Adonde?

– A Sudáfrica. Ah, no lo sabían.

Harry Green sacó un pasaje para Sudáfrica un par de semanas después de que terminara el juicio. Era un billete de ida.

– Interesante. ¿Tiene idea de quién se lo pagó?

– Bueno, Harry Green no fue, eso seguro. Alguien interesado en quitarle de en medio.

– ¿La policía?

– Es posible. Por la época en que se marchó no es que estuvieran muy contentos con él. Se retractó de su confesión. Dijo que él no había mutilado a un caballo y que la policía le forzó a confesar.

– Demonios, ¿sí? ¿Qué le parece, Woodie?

Wood, como era de esperar, declaró lo más obvio.

– Bueno, yo diría que mintió la primera o la segunda vez. O -añadió con un deje malicioso- quizá las dos veces.

– Harry, ¿puede averiguar si el señor Green tiene una dirección de su hijo en Sudáfrica?

– Puedo intentarlo.

– Y otra cosa. ¿Se habló en Wyrley de quién pudo haberlo hecho, ya que George no lo hizo?

– Siempre hay habladurías. Hablar no cuesta dinero. Lo único que yo diría es que tiene que ser alguien que sepa tratar a los animales. No puedes acercarte a un caballo, a una oveja o a una vaca y decirle, no te muevas, preciosa, mientras te saco las tripas. Me gustaría ver a George Edalji entrar en la lechería y tratar de ordeñar a una de mis vacas… -Harry se regodeó un instante con esta idea-. Lo mataría a coces o caería en la mierda antes de haber podido ponerle el taburete debajo.

Arthur se inclinó hacia delante.

– Harry, ¿estaría dispuesto a ayudarnos a rehabilitar el nombre de su amigo y antiguo condiscípulo?

Harry Charlesworth advirtió el tono bajo y zalamero, pero receló.

– No era exactamente amigo mío. -Se le iluminó la cara-. Por supuesto, tendría que robarle tiempo a la lechería…

Arthur, al principio, había atribuido un carácter más caballeroso a Harry Charlesworth, pero prefirió no desengañarse. Una vez convenidos la iguala y el baremo de los honorarios, Harry, en su nueva calidad de detective ayudante, les mostró el itinerario que George, en teoría, debió de seguir aquella lluviosa noche de agosto, tres años y medio atrás. Emprendieron la marcha a campo traviesa detrás de la vicaría, saltaron una cerca, se abrieron camino a través de un seto, cruzaron las vías del ferrocarril por un paso subterráneo, saltaron otra cerca, cruzaron otro campo, superaron un seto espinoso que se les pegaba como una lapa, cruzaron otro potrero y llegaron al lindero del campo de la mina. Poco más de un kilómetro, calculando por encima.

Wood sacó su reloj de bolsillo.

– Dieciocho minutos y medio.

– Y estamos en buena forma -comentó Arthur, quitándose todavía espinas del abrigo y barro de los zapatos-. Y es de día, y no llueve, y tenemos una vista excelente.

De nuevo en la lechería, en cuanto el dinero hubo cambiado de manos, Arthur preguntó qué clase de delitos, en general, se cometían en el vecindario. Parecían los corrientes: robo de ganado, ebriedad pública, incendio de almiares. ¿Había habido incidentes violentos aparte de los ataques contra el ganado? Harry recordaba vagamente algo de la época aproximada en que condenaron a George. Una agresión contra una madre y su hija. Dos tipos con un cuchillo. Se produjo un revuelo pero no hubo juicio. Sí, con mucho gusto investigaría el caso.

Se estrecharon la mano y Harry les acompañó a la ferretería, que al mismo tiempo servía de tienda de comestibles, mercería y estafeta de correos.

William Brookes era un hombre menudo y rechoncho, con patillas blancas y tupidas que contrapesaban su cráneo calvo; llevaba un delantal verde con manchas que databan de años. No fue abiertamente cordial ni abiertamente suspicaz. Se disponía a llevarles a una trastienda cuando sir Arthur, dando un codazo a su secretario, anunció que necesitaba con urgencia una rasqueta de botas. Mostró un enorme interés por el muestrario disponible, y una vez completada y envuelta la compra, se comportó como si el resto de la visita hubiera sido una feliz idea posterior.

En el almacén, Brookes pasó tanto tiempo hurgando en cajones y murmurando para sus adentros que sir Arthur se preguntó si no tendría que comprar una bañera de cinc y un par de fregonas para acelerar las cosas. Pero el ferretero localizó finalmente un paquetito de cartas muy arrugadas y atadas con un bramante. Arthur reconoció de inmediato el papel en que estaban escritas; habían utilizado el mismo cuaderno barato para las cartas enviadas a la vicaría.

Brookes rememoró lo mejor que pudo la tentativa fallida de soborno de tantos años atrás. A su hijo Frederick y a un amigo les acusaron de haber escupido a una anciana en la estación de Walsall, y a él le dieron instrucciones de enviar dinero a la oficina de correos local si no quería que denunciasen a su hijo.

– ¿No hizo usted nada?

– Claro que no. Mire usted mismo las cartas. Mire la letra. Era sólo una travesura.

– ¿Nunca pensó en pagar?

– No.

– ¿Pensó en ir a la policía?

Brookes infló las mejillas, con un gesto de desprecio.

– Ni por un segundo. Ni por una fracción de segundo. No hice caso y pasó. Pero el vicario armó un buen jaleo. Anduvo por ahí quejándose, escribió al jefe de policía y demás, ¿y qué adelantó? Sólo consiguió empeorar las cosas, ¿no? Para él y su chico. No es que yo le reproche lo que ocurrió, entiéndame. Lo que pasa es que nunca ha comprendido a un pueblo como éste. Es como si… tuviera un librillo para cada cosa, no sé si me sigue.

Arthur no dijo nada.

– ¿Y por qué cree que el chantajista eligió a su hijo y al otro chico?

Brookes volvió a inflar las mejillas.

– De esto hace años, señor, ya le digo. ¿Diez? Quizá más. Tendría que preguntarle a mi hijo; bueno, ya es un hombre.

– ¿Recuerda quién era el otro chico?

– Nunca me ha hecho falta recordarlo.

– ¿Todavía vive por aquí su hijo?

– ¿Fred? No, Fred se marchó hace mucho. Ahora vive en Birmingham. Trabaja en el canal. No quiere llevar la tienda. -El ferretero hizo una pausa y después añadió, con una vehemencia súbita-: El muy cabrón.

– ¿Y tendría usted su dirección?

– Quizá. ¿No quiere usted nada más, aparte de la rasqueta?

Arthur estaba de un humor excelente en el tren de vuelta a Birmingham. De vez en cuando echaba un vistazo a los tres paquetes posados al lado de Wood, los tres envueltos en papel de estraza encerada y atados con una cuerda, y sonrió al pensar cómo era el mundo.

– ¿Qué le ha parecido el trabajo del día, Alfred?

¿Qué le parecía? ¿Cuál era la respuesta obvia? Bueno, ¿cuál era la respuesta correcta?

– Para serle totalmente franco, creo que no hemos avanzado mucho.

– No, algo mejor que eso. No hemos avanzado mucho en varias direcciones distintas. Y necesitábamos una rasqueta.

– ¿Sí? Creí que teníamos una en Undershaw.

– No sea aguafiestas, Woodie. Nunca sobran las rasquetas en una casa. Dentro de unos años la recordaremos como la rasqueta Edalji, y cada vez que nos limpiemos las botas evocaremos esta aventura.

– Si usted lo dice.

Arthur dejó que Wood se abandonase a su estado de ánimo y contempló los campos y setos que pasaban. Intentó imaginar a George Edalji en aquel tren, en el trayecto al Mason College, después a Sangster, Vickery y Speight, y después a su bufete en Newhall Street. Trató de imaginar a George Edalji en el pueblo de Great Wyrley, paseando por los caminos, yendo a ver al botero y comprando cosas a Brookes. El joven abogado -por bien que hablara y por bien vestido que fuera- sería un bicho raro incluso en Hindhead, y sin duda aún más en los parajes desérticos de Staffordshire. Era a todas luces un hombre admirable, con un cerebro lúcido y una gran entereza. Pero si solamente lo mirabas -mirarlo, además, con los ojos de un mozo de labranza sin estudios, un obtuso policía de pueblo, un jurado inglés lleno de prejuicios o un presidente suspicaz de un tribunal-, quizá no vieras nada más que una piel morena y una particularidad óptica. Resultaría raro. Y si empezaban a ocurrir cosas extrañas, la palabrería que en un pueblo ignorante pasaba por ser lógica imputaría los sucesos a aquella persona.

Y en cuanto uno prescinde de la razón -la verdadera-, cuanto más lejos quede, mejor para él. Las virtudes de un hombre se convierten en defectos. El control de uno mismo parece secretismo, la inteligencia se considera astucia. Y de este modo, un abogado respetable, cegato y alfeñique, se transforma en un degenerado que recorre los campos en lo más profundo de la noche y elude la vigilancia de veinte agentes especiales para chapotear en la sangre de animales mutilados. Es tan absolutamente descabellado que parece lógico. Y a juicio de Arthur, todo se reducía a aquel singular defecto óptico que había observado de inmediato en el vestíbulo del Grand Hotel de Charing Cross. Ahí radicaba la certeza moral de que George Edalji era inocente, y el motivo de que se hubiera convertido en un chivo expiatorio.

En Birmingham, siguieron el rastro de Frederick Brookes hasta su domicilio cerca del canal. Escrutó a los dos caballeros, que para él olían a Londres, reconoció el envoltorio de los tres paquetes que el caballero más bajo llevaba debajo del brazo, y anunció que el precio de su información era media corona. Sir Arthur, adaptándose a las usanzas de los lugareños, ofreció una escala móvil, que iba de un chelín y tres peniques a dos chelines y seis peniques, según la utilidad de las respuestas. Brookes accedió.

Dijo que el nombre de su compañero era Fred Wynn. Sí, era pariente del fontanero y operario de gas de Wyrley. Sobrino, quizá, o primo segundo. Wynn vivía dos pueblos más allá e iban juntos a la escuela de Walsall. No, había perdido todo contacto con él. En cuanto al incidente de tantos años atrás, lo de la carta y los escupitajos, él y Wynn habían estado en su día bastante seguros de que eran obra del chico que había roto la ventanilla del vagón y luego trató de echarles la culpa. Ellos le culparon a él, y los responsables de la compañía ferroviaria los entrevistaron a los tres, así como a los padres de Wynn y de Brookes. Pero no pudieron dilucidar quién decía la verdad, y al final reconvinieron a todos los implicados. Y ahí acabó todo. El otro chico se llamaba Speck. Vivía en algún sitio cerca de Wyrley. Pero no, hacía años que Brookes no lo veía.

Arthur anotó todo esto con su portaminas de plata. Juzgó que la información valía dos chelines y tres peniques. Frederick Brookes no puso objeciones.

Al regresar al hotel Imperial Family, entregaron a Arthur una nota de Jean.

Mi queridísimo Arthur:

Te escribo para saber cómo van tus grandes investigaciones. Ojalá estuviera a tu lado reuniendo pruebas e interrogando a sospechosos. Todo lo que haces es tan importante para mí como mi propia vida. Te echo de menos, pero me alegra pensar en lo que intentas hacer por tu joven amigo. No tardes en informar de todo lo que hayas averiguado a tu Jean, que te quiere y te adora.

Arthur se quedó desconcertado. Para ser una carta de amor, le parecía atípicamente directa. Quizá no fuera de amor. Sí, claro que lo era. Pero algo distinta. Bueno, Jean era diferente, diferente de todo lo que había conocido. Ella le sorprendía, incluso al cabo de diez años. Estaba orgulloso de ella y también de que le sorprendiera.

Más tarde, mientras él releía la nota por última vez aquella noche, Alfred Wood velaba en un dormitorio más pequeño de un piso más alto. En la oscuridad sólo distinguía, sobre el tocador, los tres paquetes envueltos que les había vendido aquel taimado ferretero. Brookes también había pedido que sir Arthur le pagara un «depósito» por el préstamo de las cartas anónimas que tenía en su poder. Wood se había abstenido adrede de todo comentario antes o después de aquello, lo cual podía ser el motivo probable de que su patrono le hubiera acusado de estar de malhumor en el tren.

Aquel día había desempeñado la función de investigador adjunto: socio, casi amigo de sir Arthur. Después de cenar, en la mesa de billar del hotel, la rivalidad había igualado a los dos hombres. Al día siguiente volvería a asumir su cometido habitual de secretario y amanuense, y a escribir al dictado como una taquígrafa. No le molestaba esta diversidad de funciones y registros mentales. Era leal a su patrono y le servía con diligencia y eficacia en cualquier desempeño que fuera necesario. Si sir Arthur le pedía que declarase obviedades, él lo haría. Si le pedía que las omitiese, enmudecería.

También esperaba de Wood que no advirtiese lo obvio. Cuando un empleado corrió hacia ellos en el vestíbulo con una carta, Wood no se fijó en que la mano de sir Arthur temblaba al recibirla, ni tampoco en que se la había guardado en el bolsillo como un colegial. Tampoco se percató del ansia con que sir Arthur se encerró en su cuarto antes de la cena, ni en la posterior alegría que mostró durante toda la cena. Era una importante aptitud profesional -observar sin fijarse-, cuya utilidad había aumentado en el curso de los años.

Pensó que quizá le costara un poco adaptarse a la señorita Leckie; dudaba, sin embargo, de que siguiera usando su nombre de soltera al cabo de los siguientes doce meses. Él serviría a la segunda lady Conan Doyle con la misma eficiencia con que había servido a la primera, aunque con un entusiasmo menos inmediato. No sabía muy bien cuánto apreciaba a la señorita Leckie. Aunque esto carecía de importancia. Al maestro de escuela no tenía por qué gustarle la mujer del director. Y nunca le preguntarían su opinión. Así que no importaba. Pero a lo largo de los ocho o nueve años en que ella había estado visitando Undershaw, él se había preguntado muchas veces si no había algo un poco falso en aquella joven. En un determinado momento ella se había dado cuenta de la importancia que tenía Wood en la vida cotidiana de Arthur; a partir de entonces se empeñó en resultarle agradable. Más que agradable. Había puesto su mano sobre el brazo de él y hasta, imitando a sir Arthur, le había llamado Woodie. Él lo consideraba una confianza que ella no se había ganado. Ni siquiera la señora Doyle -como siempre la llamaba en su fuero interno- le había llamado así. La señorita Leckie hacía un notable esfuerzo por parecer natural, como si a duras penas pudiera contener una gran cordialidad instintiva; pero para Wood era una especie de coquetería. Apostaría a cualquiera cien puntos de ventaja a que sir Arthur no lo veía así. Su patrono se complacía en sostener que el juego del golf era una coqueta; a Wood, en cambio, le parecía que los deportes jugaban más limpio que la mayoría de las mujeres.

Pero daba igual. Si sir Arthur tenía lo que quería, y Jean Leckie también, y eran felices juntos, ¿qué había de malo en ello? Pero a Alfred Wood le hacía sentirse un poco más aliviado el hecho de que él mismo nunca hubiera tenido el proyecto de casarse. No veía las ventajas de este arreglo, excepto desde un punto de vista higiénico. Te casabas con una mujer auténtica y acababas aburriéndote de ella; te casabas con una falsa y no te dabas cuenta de que te daba sopas con hondas. Al parecer, eran las dos únicas opciones de que disponía un hombre.

Sir Arthur le acusaba en ocasiones de tener mal genio. Para Wood, sin embargo, eran más bien silencios… y pensamientos obvios. Por ejemplo, sobre la señora Doyle: sobre los tiempos felices de Southsea, los atareados de Londres y los largos meses tristes del final. También tenía pensamientos acerca de la futura lady Conan Doyle y la influencia que podría ejercer sobre sir Arthur y familia. Pensamientos sobre Kingsley y Mary y sobre cómo recibirían a su madrastra o, más bien, a aquella madrastra concreta. Kingsley, sin duda, sobreviviría: poseía ya la alegre virilidad de su padre. Pero Wood temía un poco por Mary, que era una chica muy delicada y ansiosa.

Bueno, bastaba por aquella noche. Una cosa más: pensó que a la mañana siguiente quizá se dejase olvidados, por casualidad, la rasqueta y los demás paquetes.

En Undershaw, Arthur se retiró a su estudio, llenó su pipa y empezó a meditar una estrategia. Estaba claro que tendría que ser un ataque por dos flancos. La primera acometida demostraría de una vez para siempre que George Edalji era inocente; no sólo había sido condenado injustamente por medio de pruebas falsas, sino que era inocente por completo, cien por cien inocente. La segunda ofensiva descubriría al verdadero culpable, obligaría al Ministerio del Interior a admitir sus errores y daría lugar a un juicio nuevo.

Cuando se puso a trabajar, Arthur sintió que de nuevo sabía qué terreno pisaba. Era como empezar un libro: tenías la historia pero no completa, casi todos los personajes pero no todos, algunos pero no todos los nexos causales. Tenías el principio y el final. Tendrías que guardar en la cabeza al mismo tiempo un gran número de temas. Habría algunos en movimiento, otros estáticos; algunos volarían, otros opondrían resistencia a toda la energía mental que descargabas sobre ellos. Bueno, estaba acostumbrado. Y así, como en una novela, tabuló las cuestiones clave y tomó notas breves al respecto.

1. JUICIO

Yelverton.Utilizar expediente (con perm.), construir, afilar. Cauto-abogado. ¿Vachell? No; evitar repet. la defensa. Lástima no haya transcripción oficial (¿campaña para esto?). ¿Fiables los artículos de prensa? (aparte de Umpire).

Pelos/Butter.¡W. probablemente en lo cierto! (si no, los Edalji perjuros).*. después. ¿Intencionado, involuntario? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Butter? Entrevista. También: pelos encontrados, ¿cualquier latitud/ambigüedad? ¿O tiene que ser pony?

Cartas.Examinar: papel/material, ortografía, estilo, contenido, psicología. Gurrin, fraudulencia de. Caso Beck. Proponer mejor experto (¿Buena/mala táctica?) ¿Quién? ¿El amigo Dreyfus? También: ¿un escritor, más? También, ¿escritor = destripador? ¿Escritor X destripador? ¿Conexión/solapamiento?

Vista. Informe de Scott. ¿Suficiente? ¿Otros? Testimonio de la madre. ¿Efecto de oscuridad/noche en la vista de G E?

Green.¿Quién le amedrentó? ¿Quién pagó? Averiguar/entrevista.

Anson. Entrevista. ¿Prejuicio? ¿Pruebas retenidas? Influencia en policías. Ver Campbell. ¿Pedirle fichas policiales?

Una de las ventajas de la celebridad, reconocía Arthur, era que su nombre abría puertas. Necesitara un experto en lepidópteros o en la historia del arco con flechas, necesitara un médico o un jefe de la policía, su petición de una entrevista solía ser acogida con una sonrisa. Era en parte gracias a Sherlock Holmes, aunque a Arthur no le resultaba nada fácil agradecérselo. Poco se imaginaba él, cuando inventó al personaje, que su detective se convertiría en una llave maestra.

Volvió a encender la pipa y acometió la segunda parte de su tabla temática.

2. CULPABLE Cartas. Ver preced.

Animales. ¿Homicidas? ¿Carniceros? ¿Granjeros? Cf. casos en otros lugares. ¿Método típico/atípico? Experto: ¿quién? Chismes/sospecha (Harry C).

Instrumento.No navaja (juicio).*. ¿Qué? ¿Butter? ¿Lewis? «Curvado con los lados cónc.» ¿Cuchillo? ¿Herram. agrícola? ¿Inst. adaptado?

Interrupción.7 años silencio 1896-1903. ¿Por qué? ¿Intencionado/no intencionado/forzado? ¿Quién ausente? ¿Quién lo sabía?

Walsall.Llave. Escuela. Greatorex. Otros chicos. Ventanilla/escupitajo. Brookes. Wynn. Speck. ¿Relacionados? ¿No? ¿Normal? Alguna relación/asunto de G E en esto (preguntar). ¿Maestro?

Antes/después. Otras mutilaciones. Farrington.

Y esto era todo por el momento. Arthur dio una chupada a la pipa y dejó que la vista vagara por las listas, preguntándose qué puntos eran fuertes y cuáles débiles. Farrington, por ejemplo. Farrington era un minero rudo que trabajaba para la mina de Great Wyrley y había sido condenado en la primavera de 1904 -justo por la época en que a George le trasladaron de Lewes a Portland- por mutilar a un caballo, dos ovejas y un cordero. Naturalmente, la policía sostuvo que el sujeto, a pesar de ser un zafio y un analfabeto que se pasaba el día en tabernas, era un cómplice del famoso criminal Edalji. «Almas gemelas obvias», pensó Arthur con sarcasmo. ¿Farrington conduciría a algún sitio o no llevaría a ninguna parte? ¿Había delinquido por una mera emulación?

Quizá obtuviera algunas pistas del mercenario Brookes y el misterioso Speck. Un nombre raro, Speck, aunque el único lugar adonde llevaba a su cerebro era a Sudáfrica. Cuando estuvo en el país había comido cantidades de speck, como llamaban a la forma colonial de beicon. A diferencia de la versión inglesa, se obtenía de toda una serie de animales; de hecho, recordaba que en una ocasión había comido speck de hipopótamo. ¿Dónde había sido? ¿En Bloemfontein o en el viaje al norte?

Ahora su mente vagaba errática. Y Arthur sabía por experiencia que la única manera de concentrarse era despejarse. Holmes habría tocado el violín o quizá hubiera sucumbido a aquella licencia que a su creador le avergonzaba hoy día haberle atribuido. No había jeringa de cocaína para Arthur: depositaba su confianza en una bolsa de palos de golf con mango de nogal.

Siempre había considerado que, en teoría, era un juego ideal para él. Exigía una combinación de ojo, cerebro y cuerpo: idóneo para un oftalmólogo convertido en escritor que todavía conservaba el vigor físico. Así era, al menos en teoría. En la práctica, el golf te seducía y luego te esquivaba. ¡Cómo le había hecho bailar por el mundo!

Mientras se dirigía al Club Hankley al volante de su automóvil, recordó el campo de golf rudimentario que había delante del hotel Mena House. Si dabas efecto a tu chive, corrías el riesgo de que la pelota aterrizara en la tumba de algún Ramsés o Tutmosis de la antigüedad. Una tarde, un transeúnte, al ponderar el juego vigoroso pero imprevisible de Arthur, hizo el comentario cortante de que en Egipto se pagaba un impuesto especial por excavar. Pero incluso aquel recorrido fue superado en rareza por el golf que había jugado en la casa de Kipling en Vermont. Era por noviembre y había ya nieve espesa en el suelo, y apenas golpeabas una pelota se volvía invisible. Por suerte, uno de ellos -y todavía discutían sobre cuál de los dos- tuvo la idea de pintar de rojo las pelotas. Lo singular, sin embargo, no se limitó a esto, porque la costra helada de nieve daba una velocidad fantástica al más mínimo golpe decente. Hubo un momento en que él y Rudyard lanzaron un drive cuesta abajo; nada frenaba a las pelotas vistosas, que patinaron más de tres kilómetros hasta hundirse en el río Connecticut. Más de tres kilómetros: es lo que él y Rudyard siempre sostuvieron, y al diablo el escepticismo de algunos clubs de golf.

La coqueta le favoreció aquel día y al llegar a la calle dieciocho aún quedaba la oportunidad de bajar de 80. Si le salía un niblick hasta cerca del hoyo… Mientras contemplaba el tiro, de pronto cayó en la cuenta de que no jugaría muchas más veces en aquel campo. Por la sencilla razón de que tendría que abandonar Undershaw. ¿Abandonar Undershaw? Imposible, contestó maquinalmente. Sí, pero inevitable. Había construido la casa para Touie, que había sido su primera y única señora. ¿Cómo podía llevar allí a Jean recién casada? No sólo no era honorable, sino claramente indecente. Una cosa era que Touie, con toda su santidad, insinuara que quizá él volviera a casarse, y otra muy distinta llevar a la casa a su segunda esposa para gozar con ella de todos los placeres vedados a él y a Touie durante todas las noches de su vida juntos bajo aquel techo.

Estaba descartado, por supuesto. Pero qué tacto, qué inteligencia la de Jean por no habérselo señalado, por permitir que llegara él solo a esta conclusión. Era realmente una mujer extraordinaria. Y le conmovía aún más que se interesase por el caso Edalji. No era caballeroso hacer comparaciones, pero Touie, aunque aprobase su misión, habría estado igualmente contenta si él hubiera fracasado o triunfado. Lo mismo, sin duda, haría

Jean, pero su interés lo cambiaba todo. Le animaba a tener éxito en su empresa, por George, por la justicia y -para elevarlo más-por el honor de su país, pero también por su querida chica. Sería un trofeo que depositar a sus pies.

Enardecido por estas emociones, Arthur lanzó su primer putt cuatro metros y medio más allá del hoyo; el siguiente se le quedó corto de dos metros y a continuación volvió a fallar el golpe. Un 82 en vez de 79: sí, en efecto, había que mantener a las mujeres fuera del campo de golf. No sólo fuera de las calles y los greens, sino también fuera de la cabeza de los jugadores, porque de lo contrario se producía el caos, como acababa de suceder. Jean había expresado una vez el deseo de jugar al golf, y por entonces él había respondido con moderado entusiasmo. Pero era a todas luces una mala idea. Por el bien de la armonía cívica, no sólo había que excluir del sufragio al sexo débil.

Al volver a Undershaw vio en el correo de la tarde una comunicación del señor Kenneth Scott, de Manchester Square.

– ¡Ya lo tenemos! -gritó mientras abría de una patada la puerta de Wood-. ¡Ya lo tenemos!

Su secretario miró el papel que sir Arthur le puso delante. Leyó:

Ojo derecho:

8,75 diopt. esfér.

1,75 diopt. cilín. eje 90'

Ojo izquierdo:

8,25 diopt. esfér.

– Verá, le pedí a Scott que paralizase el ajuste con atropina, para que los resultados fueran totalmente independientes del paciente. Por si alguien trataba de alegar que George fingía ceguera. Es el resultado exacto que yo esperaba. ¡Roca sólida! ¡Incontrovertible!

– ¿Puedo preguntar qué significa exactamente eso? -dijo Wood, que encontraba más fácil ese día el papel de Watson.

– Significa, significa…; en todos los años en que ejercí de oftalmólogo, no recuerdo una sola vez en que corrigiera una graduación tan alta de miopía astigmática. Mire, escuche lo que escribe Scott. -Recuperó la carta-. «Como todos los miopes, al señor Edalji le tiene que resultar difícil en todo momento ver con claridad objetos situados a más de unos centímetros, y en la oscuridad le sería prácticamente imposible orientarse en cualquier lugar que no conociese a la perfección.»

»En otras palabras, Alfred, en otras palabras, señores del jurado, está tan ciego como un topo. Salvo, por supuesto, en que el topo, a diferencia de nuestro amigo, sabría orientarse en un campo una noche oscura. Ya sé lo que haré. Lanzaré un desafío. Me brindaré a encargar unas gafas con esta receta, y aseguraré que si algún defensor de la policía se las pusiera de noche, no sabría encontrar el camino desde la vicaría hasta el campo y vuelta en menos de una hora. Apostaré mi reputación. ¿A qué viene esa expresión de duda, señor del jurado?

– Sólo le estaba escuchando, sir Arthur.

– No, expresaba duda. Reconozco esa expresión cuando la veo. Vamos, hágame la pregunta obvia.

Wood suspiró.

– Sólo me estaba preguntando si la vista de George no podría haberse deteriorado durante tres años de trabajos forzados.

– ¡Aja! He adivinado que pensaría eso. No es en absoluto el caso. La ceguera de George es un estado estructural permanente. Es oficial. Era tan grave en 1903 como ahora. Y ni siquiera tenía gafas entonces. ¿Alguna otra pregunta?

– No, sir Arthur.

No obstante, le rondaba una observación que no le pareció conveniente formular. Su patrono, en efecto, bien podía no haberse encontrado con una miopía astigmática tan grande en toda su época de oculista. Por otra parte, Wood le había oído muchas veces obsequiar a los comensales de una cena con la baladronada de que había tenido la sala de espera más vacía de la ciudad en Devonshire Place, y de que aquella falta absoluta de pacientes le había concedido el tiempo para escribir sus libros.

– Creo que pediré tres mil.

– ¿Tres mil qué?

– Libras, hombre, libras. Baso mis cálculos en el caso Beck.

La expresión de Wood equivalía a una pregunta.

– El caso Beck, ¿no recuerda el caso Beck? ¿En serio?

Sir Arthur movió la cabeza, fingiendo reprobación.

– Adolf Beck. De origen noruego, que yo recuerde. Condenado por estafas a mujeres. Le confundieron con un ex convicto llamado…, ¿puede creerlo?, John Smith, que ya había estado en la cárcel por delitos parecidos. A Beck lo sentenciaron a siete años de trabajos forzados. Le dieron la libertad condicional hará unos cinco años. Tres años después volvieron a detenerlo. Lo condenaron de nuevo. El juez tuvo dudas, pospuso la sentencia, y ¿quién diría usted que apareció en el ínterin? El estafador original, John Smith. Recuerdo este detalle del caso. ¿Cómo supieron que Beck y Smith no eran la misma persona? Uno estaba circunciso y el otro no. De detalles así depende a veces la justicia.

»Ah. Parece usted más perplejo que al principio. Es muy comprensible. El punto… Hay dos puntos. Primero, Beck fue condenado porque numerosas testigos se equivocaron al identificarle. Diez u once mujeres, de hecho. Sin comentarios. Pero también le condenaron por el claro testimonio de cierto experto en escritura falsificada y anónima. Nuestro viejo amigo Thomas Gurrin. Se vio obligado a comparecer ante el comité de investigación Beck y admitir que su testimonio había condenado por dos veces a un hombre inocente. Y apenas un año antes de esta confesión de incompetencia había estado jurando por todos los santos en contra de George Edalji. A mi entender, habría que erradicarle del banco de los testigos y revisar todos los casos en los que haya participado.

»En fin, segundo punto. En cuanto el comité hizo su informe, indultaron a Beck y el tesoro público le pagó cinco mil libras. Cinco mil libras por cinco años de cárcel. Calcule usted la tarifa. Yo pediré tres mil.

La campaña avanzaba. Escribiría al doctor Butter solicitando una entrevista, al director de la escuela de Walsall para recabar información sobre el joven Speck, al capitán Anson para pedirle el expediente policial sobre el caso, y a George para preguntarle si alguna vez había tenido algún contencioso en Walsall. Consultaría el informe Beck para confirmar la magnitud de la humillación de Gurrin y exigir formalmente al ministro del Interior una investigación nueva y completa de todo el asunto.

Proyectaba consagrar los dos días siguientes a las cartas anónimas, para intentar que no lo fueran tanto y progresar desde la grafología a la psicología y a la posible identidad. Después entregaría el expediente al doctor Lindsay Johnson para un cotejo profesional con muestras de la letra de George. Johnson era la máxima autoridad europea y había sido convocado por el maitre Labori en el caso Dreyfus. «Sí -pensó-: cuando yo haya acabado, haré que el caso Edalji cause una conmoción tan grande como el revuelo que produjo en Francia el caso Dreyfus.»

Se sentó a su escritorio con los fajos de cartas, una lupa, un cuaderno y el portaminas. Respiró hondo y a continuación, despacio, con cautela, como vigilando para que no se escapara un espíritu maligno, soltó las cintas de los paquetes del vicario y el bramante del paquete de Brookes. Las cartas del vicario estaban fechadas a lápiz y numeradas por orden de recepción; las del ferretero no seguían un orden evidente.

Al leerlas captó todo su odio ponzoñoso y su obscena familiaridad, su fanfarronería y su cuasidemencia, sus afirmaciones grandiosas y su trivialidad. «Soy Dios soy Dios todopoderoso soy un idiota un mentiroso una víbora oh voy a hacerle la vida difícil al cartero.» Era irrisorio, pero a fuerza de risible adquiría una crueldad diabólica que hasta podría haber quebrantado la mente de las víctimas. A medida que iba leyendo, la ira y el asco empezaron a amainar y procuró empaparse de las expresiones. «Tú sucia serpiente mereces doce años de trabajos forzados… Soy todo lo agudo que se puede ser… Tú grandullón granuja estás aviado conmigo sucio canalla puñetero mono… Conozco a todos los señorones y si tengo cara de atrevido no es peor que la tuya… Quién birló los huevos la noche del miércoles vaya tú fuiste o tu padre pero no creo que me colgasen…»

Leyó y releyó, clasificó carta tras carta, analizó, comparó, anotó. Poco a poco, los atisbos se tornaron sospechas y después hipótesis. De entrada, hubiese o no una banda de destripadores, parecía haber, por lo menos, una banda de escritores. Tres, conjeturó. Dos adultos jóvenes y un niño. A veces parecía que los adultos se mezclaban pero, a su modo de ver, había que hacer una distinción. Uno sólo era malévolo; el otro, en cambio, tenía arranques de manía religiosa que oscilaba desde la piedad histérica a la blasfemia atroz. Era el que firmaba Satán, Dios y su fusión teológica: Satán Dios. En cuanto al chico, tenía un lenguaje realmente soez, y Arthur le calculó una edad entre los doce y los dieciséis años. Los adultos también se jactaban de sus dotes de falsificación. «¿Crees que no podríamos imitar la letra de tu chico?», le había escrito uno de ellos al vicario, en 1892. Y, para demostrarlo, había una página entera cubierta con las firmas verosímiles y enrevesadas de toda la familia Edalji, de la familia Brookes y de otros vecinos.

Un gran porcentaje de las cartas estaban escritas en el mismo papel y habían llegado en sobres similares. A veces empezaba un redactor y luego seguía otro: las parrafadas de Satán Dios iban seguidas, en la misma página, de los garabatos toscos y los dibujos groseros -en todo sentido- del chico. Esto propiciaba la presunción de que los tres vivían bajo el mismo techo. ¿Qué techo podría ser? Puesto que una serie de cartas había sido entregada en propia mano a sus víctimas en Wyrley, era razonable suponer una proximidad no mucho mayor que dos o tres kilómetros.

A continuación, ¿qué clase de techo guarecería a los tres escribas? ¿Algún centro de hospedaje para jóvenes varones de edades diferentes? ¿Una academia, quizá? Arthur consultó directorios educativos, pero no encontró nada situado a una distancia aceptable. ¿Serían los malhechores tres oficinistas o tres dependientes de comercio? Cuanto más reflexionaba tanto más se sentía empujado a concluir que eran miembros de una misma familia, dos hermanos mayores y uno más pequeño. Algunas cartas eran larguísimas, lo que apuntaba a una familia de personas ociosas que disponían de tiempo.

Necesitaba datos más concretos. Por ejemplo, la escuela de Walsall parecía ser un factor constante en el caso, pero ¿qué importancia tenía ese factor? ¿Y aquella carta? El maníaco religioso aludía claramente a Milton. El paraíso perdido, libro primero: la caída de Satán y el lago hirviendo del infierno, que el redactor anunciaba que era su destino final. Lo sería desde luego, si Arthur se salía con la suya. Así pues, había otra pregunta para el director de la escuela: si El paraíso perdido había estado en el programa de estudios y, de ser así, cuántos chicos lo habían estudiado, y si había habido alguno que se lo tomase especialmente a pecho. ¿Se estaba agarrando a un clavo ardiendo, o explorando cada posibilidad? Era difícil decirlo.

Leyó las cartas de la primera a la última y de la última a la primera; las leyó en un orden aleatorio; las barajó como una baraja de naipes. Y entonces su mirada captó algo, y cinco minutos después aporreó de tal manera la puerta de su secretario que parecía que iba a arrancarla de sus goznes.

– Alfred, le felicito. Ha dado en el mismísimo clavo.

– ¿Si?

Arthur arrojó la carta al escritorio de Wood.

– Mire aquí. Y aquí y aquí.

El secretario siguió el dedo que apuntaba, sin enterarse de nada.

– ¿Qué clavo era?

– Mire, hombre, aquí: «Hay que hacer embarcar al chico». Y aquí: «Las olas te pasan por encima». Es la primera carta de Greatorex, ¿no lo ve? Y aquí también: «No creo que me colgasen, sino que me embarcarían».

La expresión de Wood pone de manifiesto que lo obvio se le escapa.

– La interrupción, Woodie, la interrupción. Los siete años. «¿Por qué el intervalo, me preguntaba, por qué el intervalo?» Y usted respondió: «Porque él estaba fuera». Y yo dije: «¿Adonde se ha ido?». Y usted contestó: «Quizá se embarcara». Y ésta es la primera carta anónima al cabo de un intervalo de siete años. Lo comprobaré, pero le apuesto el sueldo a que no hay una sola referencia en todas las cartas al acoso anterior.

– Bueno -dijo Wood, concediéndose una pizca de satisfacción-, parecía una explicación posible.

– Y el remache, por si aún le caben dudas -aunque el secretario, tras haber sido felicitado por su brillantez, no se sentía inclinado a dudar-, es de donde llegó la última broma.

– Me temo que tendrá que recordármelo, sir Arthur.

– Diciembre de 1895, ¿se acuerda? Un anuncio en un periódico de Blackpool ofreciendo a la venta en una subasta el contenido completo de la vicaría.

– ¿Si?

– Venga, hombre, venga. Blackpool, ¿qué es Blackpool? El centro de recreo de Liverpool. Allí tomó el barco, en Liverpool. Está más claro que el agua.

Alfred Wood tuvo trabajo esa tarde. Había una carta al director de la escuela de Walsall preguntando acerca del estudio de Milton; otra a Harry Charlesworth encargándole que averiguara cuántos lugareños se habían embarcado entre los años 1896 y 1903, y también que siguiera el rastro de un hombre llamado Speck; y otra al doctor Lindsay Johnson solicitando una comparación urgente entre las cartas adjuntas al expediente y las ya facilitadas con la letra de George Edalji. Entretanto Arthur escribió a su madre y a Jean para informarlas de sus progresos en el caso.

En el correo de la mañana siguiente llegó una carta en un sobre familiar. El matasellos era de Cannock:

Honorable señor:

Unas líneas para decirle que somos soplones de los detectives y sabemos que Edalji mató al caballo y escribió aquellas cartas. De nada sirve culpar a otros. Es Edalji y lo demostraremos porque no es de los nuestros ni…

Arthur dio la vuelta a la página, siguió leyendo y emitió un rugido:

… en Walsall no enseñaban nada cuando aquel puñetero cerdo de Aldis era el jefe del instituto. Le pusieron de patitas en la puñetera calle cuando mandaron cartas sobre él a los directores. Ja, ja.

Cursaron una petición adicional al director de la escuela de Walsall, preguntando acerca de las circunstancias en que su antecesor dejó el puesto; después, esta última prueba fue enviada al doctor Lindsay Johnson.

Undershaw estaba tranquilo. Los niños estaban fuera: Kingsley interno en Eton y Mary en Prior's Field, en Godalming. El clima era lúgubre; Arthur tomaba sus comidas solo junto a una chimenea encendida; por la noche jugaba al billar con Woodie. Veía su quincuagésimo cumpleaños en el horizonte, si dos meros años de distancia podían considerarse un horizonte. Todavía jugaba al criquet, y de cuando en cuando los capitanes rivales tenían la amabilidad de comentar sus preciosos drives que desbordaban la línea. Pero más a menudo se quedaba en la línea, veía llegar a un lanzador irrespetuoso que movía los brazos como aspas, sentía un impacto sordo en las rodilleras, miraba al arbitro al fondo del campo y oía, desde una distancia de veintidós metros, el pesaroso veredicto: «Lo siento mucho, sir Arthur». Una decisión contra la que no se podía recurrir.

Era hora de admitir que su época gloriosa había pasado. Siete a 6T contra Cambridgeshire una temporada, y el wicket de W. G. Grace en la siguiente. Cierto que el gran hombre ya había marcado una centena cuando Arthur salió en el quinto cambio de lanzador y lo despachó con una off-theory [20], una artimaña que usaban las maletas. Pero aun así: W. G. Grace catcher, W. Storer bowler, A. I. Conan Doyle no. Para celebrarlo había escrito un falso poema épico en diecinueve estrofas; pero ni sus versos ni la gesta que cantaban bastó para salir en el Wisden. ¿Capitán del equipo de Inglaterra, como Partridge había vaticinado un día? Más indicado para él fue capitanear, el verano anterior en el Lord's, al equipo de autores contra el de actores. Aquel día de junio, había empezado a batear con Wodehouse, que fue eliminado cómicamente sin marcar un tanto. Arthur, por su parte, se anotó dos, y Hornung ni siquiera entró en la primera tanda. Horace Bleakley había marcado cincuenta y cuatro puntos. Quizá cuanto mejor era como escritor, peor como jugador de criquet.

Y lo mismo ocurría con el golf, donde la sima entre sueño y realidad se ensanchaba cada año. Pero el billar…, el billar era un juego donde el declive no era sistemáticamente el orden del día. Los jugadores seguían jugando sin dar muestras visibles de decadencia hasta los cincuenta, los sesenta e incluso los setenta. La fuerza no era primordial; contaban más la experiencia y la táctica. Carambola directa, carambolas a dos, a tres bandas, massé, piqué: qué juego. ¿Había algún motivo para que, con un poco más de práctica y quizá el consejo de un profesional, no pudiese jugar el campeonato inglés de aficionados? Por supuesto, tendría que mejorar algunas tacadas. Se las recordaba a sí mismo una y otra vez.

Frisando los cincuenta: la segunda mitad de su vida a punto de empezar, aunque con retraso. Había perdido a Touie y encontrado a Jean. Había abandonado el materialismo científico y había abierto una rendija de la gran puerta que daba al más allá. A los ingeniosos les gustaba repetir que los ingleses, como carecían de todo instinto espiritual, habían inventado el criquet para otorgarse un sentido de la eternidad. Los observadores cegatos se imaginaban que el billar era la misma carambola ejecutada una y otra vez. Majaderías, las dos ideas. Los ingleses no eran efusivos, cierto -no eran italianos-, pero tenían tanto carácter espiritual como la tribu de al lado. Y no había dos carambolas iguales, así como tampoco había dos almas iguales.

Visitó la tumba de Touie en Grayshott. Depositó flores, lloró y cuando se dio media vuelta para irse, se preguntó, sorprendido, cuándo volvería la próxima vez. ¿La semana siguiente o dentro de dos semanas? ¿Y después de eso? ¿Y después? En algún momento ya no habría más flores y sus visitas se irían espaciando. Emprendería una nueva vida con Jean, quizá en Crowborough, cerca de sus padres. Sería… inconveniente visitar a Touie. Se diría a sí mismo que bastaría con pensar en ella. Jean, Dios mediante, podría darle hijos. ¿Quién visitaría a Touie entonces? Movió la cabeza para ahuyentar este pensamiento. No tenía sentido prever la culpa futura. Tenías que actuar de acuerdo con tus principios, y afrontar lo que viniese con todas sus consecuencias.

No obstante, una vez en Undershaw -de nuevo en la casa vacía de Touie- se sintió atraído hacia el dormitorio de la difunta. No había dado instrucciones de que lo reorganizaran o lo volviesen a decorar: ¿cómo iba a hacerlo? Allí estaba, pues, la cama en que ella había muerto a las tres de la mañana, con el olor de violetas en el aire y la mano frágil descansando en la manaza torpe del marido. Mary y Kingsley, en sus asientos, guardaban una compostura exhausta y asustada. Touie se incorporó, casi en su aliento postrero, y le dijo a Mary que cuidase de Kingsley… Suspirando, Arthur cruzó el dormitorio hasta la ventana. Diez años atrás había elegido aquella habitación para ella porque tenía la mejor vista del jardín y del estrecho valle privado donde los bosques convergían. Su dormitorio, su cuarto de enferma, su lecho de muerte: él siempre procuró que fuese lo más agradable e indoloro posible.

Era lo que se había dicho, a sí mismo y a otros, con tanta frecuencia que había terminado por creerlo. ¿Siempre se había engañado a sí mismo? Porque la alcoba era la misma donde, unas semanas antes de su muerte, Touie le había dicho a su hija que su padre volvería a casarse. Cuando Mary refirió esta conversación, él había intentado tomarla a la ligera…, una decisión estúpida, comprendía ahora. Debería haber aprovechado la oportunidad de ensalzar a Touie y también de preparar el terreno; en cambio, el pánico lo había empujado a la jocosidad y preguntó algo como: «¿Y ya había pensado en alguna candidata?». A lo cual Mary había exclamado: «¡Padre!». Y había pronunciado la palabra con un tono de censura inconfundible.

Siguió mirando por la ventana del dormitorio, más allá de la pista de tenis descuidada, al valle que una vez, en un momento de fantasía, le había parecido reminiscente de un cuento popular alemán. Ahora sólo parecía el paisaje de Surrey que era en realidad. Apenas podía reanudar la conversación con Mary. Pero una cosa era cierta: si Touie lo sabía, entonces él estaba destruido. Si Touie y Mary sabían, entonces estaba doblemente acabado. Si Touie sabía, Hornung tenía razón. Si Touie sabía, la madre de Arthur se equivocaba. Si Touie sabía, él había sido el hipócrita más burdo del mundo con Connie y había manipulado de una forma vergonzosa a la anciana señora Hawkins. Si Touie sabía, era una farsa todo el concepto que tenía Arthur de una conducta honorable. En el páramo encima de Masongill, le había dicho a su madre que el honor y el deshonor estaban tan cerca el uno del otro que era difícil separarlos, y ella había respondido que por eso era el honor tan importante. ¿Y si había estado chapoteando en el deshonor todo aquel tiempo, engañándose a sí mismo pero a nadie más? ¿Y si el mundo le tomaba por un adúltero normal y, aunque no lo fuese, era como si lo hubiese sido? ¿Y si Hornung estaba en lo cierto y no había diferencia entre la culpabilidad y la inocencia?

Asentó en la cama todo el peso del cuerpo y pensó en aquellos viajes ilícitos a Yorkshire: no podían alegar inocencia, puesto que él y Jean llegaban y partían en trenes distintos. Ingleton estaba a cuatrocientos kilómetros de Hindhead; allí estaban a salvo. Pero él había confundido la seguridad con el honor. En el curso de los años había llegado a ser una evidencia para todo el mundo. ¿No eran los pueblos ingleses un torbellino de chismorreos? Por mucha carabina que acompañase a Jean, por muy claro que estuviese que Jean y él nunca se alojaban bajo el mismo techo, allí estaba el famoso Arthur Conan Doyle, casado en la iglesia de la parroquia, paseando por los páramos con otra mujer al lado.

Y además estaba Waller. En todo aquel tiempo, en su risueña suficiencia, Arthur nunca se había preguntado qué pensaría Waller. Bastaba con que la madre hubiera aprobado su línea de conducta. No importaba lo que pensase Waller. Y como Waller era un hombre tranquilo y tratable, nunca había sido grosero. Se había comportado como si creyese de pe a pa cualquier historia que le contaran. Que los Leckie eran viejos amigos de los Doyle; que la madre de Arthur tenía mucho cariño a la hija de los Leckie. Waller nunca había dicho ni más ni menos de lo que dictaban la cortesía y la prudencia ordinarias. Cuando jugaban al golf, no intentaba entorpecer el swing de Arthur con algún comentario de que Jean Leckie era una joven hermosa. Pero Waller habría visto el subterfugio de inmediato. Quizá -Dios no lo quisiera- lo había hablado con la madre a espaldas de Arthur. No, no soportaba esta idea. Pero en todo caso Waller habría visto, habría sabido. Y -Arthur comprendía ahora que esto era lo peor- Waller habría podido mirarle con una inmensa satisfacción. Mientras cazaban perdices juntos y salían a cazar con hurones, se habría acordado de aquel colegial que al volver de Austria le miraba como a un usurpador, y que a pesar de su ignorancia desangelada albergaba una conjetura y una vergüenza virulentas. Y luego los años habían pasado y Arthur empezó a visitar Masongill en busca de unas horas a solas con Jean. Y ahora Waller, en silencio, sin el más leve murmullo -lo cual, por supuesto, empeoraba las cosas, y era una actitud tanto más superior-, podía tomarse su revancha moral. ¿Te atreviste a criticarme? ¿Te atreviste a pensar que tú entendías la vida? ¿A poner en entredicho el honor de tu madre? ¿Y ahora vienes aquí y me utilizas a mí y a tu madre y a todo el pueblo para encubrir tus citas? Tomas el carro tirado por el pony y pasas por delante de St. Oswald's con tu enamorada al lado. ¿Crees que el pueblo no se entera? ¿Te imaginas que tu padrino es amnésico? ¿Te dices a ti mismo, y dices a los demás, que tu comportamiento es honorable?

No, debía parar. Ya conocía muy bien aquella espiral, conocía la pendiente de sus tentaciones y sabía con exactitud dónde llevaba: al letargo, la desesperación y el autodesprecio. No; debía aferrarse a los hechos conocidos. La madre había aprobado sus actos. Todo el mundo los había aprobado, menos Hornung. Waller no había dicho nada. Touie se había limitado a prevenir a Mary de que no se escandalizara si su padre volvía a casarse: las palabras de una madre y esposa amante y considerada. Touie no había dicho nada más y, por consiguiente, no sabía nada más.

Mary no sabía nada. Que él se torturase no beneficiaba ni a los vivos ni a los muertos. Y la vida debía proseguir. Touie sabía aquello y no le había dolido. La vida tenía que seguir.

El doctor Butter accedió a verle en Londres; pero otros corresponsales no alentaron esperanzas. George nunca había tenido asuntos de ningún género en Walsall. Mitchell, el director de la escuela de Walsall, le informó de que no había ningún Speck entre los alumnos de los últimos veinte años: además, que su antecesor, el señor Aldis, había prestado servicios meritorios durante dieciséis años y que era una patraña toda insinuación de que le hubieran denunciado o despedido. El ministro del Interior, Herbert Gladstone, presentaba sus respetos a sir Arthur y, al cabo de varios párrafos de estupideces y pamplinas, lamentaba tener que oponerse a cualquier revisión del ya muy revisado caso Edalji. La última carta de la serie estaba escrita con el papel de escribir de la policía del condado de Staffordshire.

«Querido señor -empezaba-: tomaré nota con mucho interés de lo que Sherlock Holmes tenga que decir sobre un caso de la vida real…» Pero la jocosidad no era un heraldo de colaboración: el capitán Anson declinaba prestar la menor ayuda a sir Arthur. No existía precedente de la entrega de expedientes policiales a un particular, por distinguido que fuese; tampoco de permitir que ese particular entrevistara a oficiales de la fuerza al mando del capitán. En realidad, puesto que la intención evidente de sir Arthur era desacreditar a la policía de Staffordshire, su jefe juzgaba que la colaboración con el enemigo no era táctica ni estratégicamente aconsejable.

Arthur prefirió la franqueza beligerante del ex oficial artillero a los miramientos untuosos del político. Quizá fuera posible ganarse al capitán Anson; no obstante, el hecho de que emplease una metáfora militar indujo a Arthur a preguntarse si en vez de responder educadamente a sus adversarios tiro por tiro -su experto contra los de la policía- no debería lanzar una descarga de artillería y hacer saltar su posición por los aires. Sí, ¿por qué no? Si ellos tenían un grafólogo, él presentaría varios: no sólo el doctor Lindsay Johnson, sino quizá también Gobert y Douglas Blackburn. Y por si alguien dudaba de Kenneth Scott, de Manchester Square, enviaría a George a la consulta de otros especialistas. Yelverton había optado por una guerra de desgaste que había cosechado resultados satisfactorios hasta el punto muerto al que habían llegado; Arthur recurriría a la máxima fuerza y a un avance en todos los frentes.

Se entrevistó con el doctor Butter en el Grand Hotel de Charing Cross. Esta vez no iba con retraso, cuando dobló en Northumberland Avenue; tampoco se entretuvo subrepticiamente en observar al médico de la policía. De todos modos, de su testimonio en el estrado habría podido deducir de antemano el carácter del hombre. Era comedido, cauteloso y nada dado a especulaciones alocadas o frívolas. En el juicio no había afirmado más de lo que le autorizaban sus observaciones: había favorecido a la defensa en la cuestión de las manchas de sangre, y la había perjudicado con su dictamen sobre los pelos. Había sido la declaración de Butter, aún más que la del charlatán Gurrin, la que había condenado a George a Lewes y Portland.

– Es muy amable por su parte dedicarme este tiempo, señor Butter.

Estaban en la misma habitación de escribir donde sólo un par de semanas antes Arthur había obtenido sus primeras impresiones de George Edalji.

El médico sonrió. Era un hombre apuesto, de pelo canoso, unos diez años mayor que Arthur.

– Es un placer hacerlo. Me alegro de tener la oportunidad de dar las gracias al hombre que escribió -y aquí pareció que hacía una pausa microscópica, a no ser que sólo transcurriese en el cerebro de Arthur- La compañía blanca.

Arthur sonrió a su vez. Siempre había considerado no sólo agradable sino instructiva la compañía de médicos de la policía.

– Doctor Butter, quisiera saber si accedería a hablar con franqueza. Es decir, tengo un gran respeto por su testimonio, pero también diversas preguntas y, en realidad, algunas conjeturas que exponerle. Todo lo que usted me diga será estrictamente confidencial, y no repetiré una sola palabra sin que usted me dé ocasión de refrendarlo, corregirlo o retirarlo todo. ¿Le parece aceptable?

El doctor Butter lo aceptó y Arthur repasó, para empezar, las partes de su testimonio que eran menos controvertidas, o al menos irrefutables por parte de la defensa. Las navajas, las botas, las manchas de diversos tipos.

– ¿Le sorprendió, doctor Butter, que hubiese tan poca sangre en la ropa, habida cuenta del delito de que acusaban a George Edalji?

– No. O, mejor dicho, me está haciendo una pregunta muy extensa. Si Edalji hubiera dicho: sí, mutilé al pony, lo hice con este instrumento, llevaba esta ropa puesta y actué por mi cuenta, yo habría podido ofrecerle una opinión. Y en estas circunstancias tendría que decirle que sí, que estaría muy sorprendido, hasta atónito.

– ¿Pero?

– Pero mi testimonio se basó, como siempre se basa, en lo que encontré: el rastro de sangre de mamífero en aquella prenda, y todo lo demás. Eso declaré. Si no puedo decir cómo o cuándo llegó allí, no puedo comentar nada más.

– Como testigo no, por supuesto. Pero entre nosotros…

– Entre nosotros yo diría que si un hombre desgarra a un caballo habrá cantidad de sangre y no podrá controlar dónde cae, sobre todo si el acto se perpetra en una noche oscura.

– ¿Entonces coincide conmigo en que él no pudo hacerlo?

– No, sir Arthur. No coincido con usted. Muy al contrario. Hay una gran distancia entre las dos posiciones. Por ejemplo, cualquiera que se proponga rajar a un caballo se pondría alguna clase de delantal, como hacen los carniceros. Sería una precaución elemental. Pero unas cuantas gotas podrían caer en cualquier sitio, sin ser advertidas.

– En el juicio no hubo testimonios sobre un delantal.

– No voy a eso. Me limito a darle una explicación distinta de la suya. Otra podría ser que había otras personas presentes. Si hubiera habido una banda, como se sugirió, el joven no habría podido destripar al animal él solo, pero podría haber estado observando y podrían haberle caído en la ropa unas gotas de sangre.

– Tampoco hubo testimonios en este sentido. -Pero se insistió mucho en la hipótesis de una banda, ¿no? -Hubo una mención deliberada de una banda. Pero ni la más mínima prueba.

– ¿Y el otro hombre que destripó a su caballo?

– Green. Pero ni siquiera él afirmó que hubiese una banda.

– Sir Arthur, entiendo perfectamente su argumento y su deseo de pruebas que lo apoyen. Sólo digo que hay otras posibilidades, se expusieran o no durante el juicio.

– Tiene toda la razón. -Arthur decidió no insistir más sobre este punto-. Cambiando de tema, ¿podemos hablar de los pelos? En su declaración dijo que recogió veintinueve pelos de la ropa y que cuando los examinó al microscopio vio que eran, si recuerdo bien sus palabras, «de longitud, color y textura similares» a los de la tira de piel cortada del pony de la mina.

– Es correcto.

– «Similares.» No dijo «exactamente iguales».

– No.

– ¿Porque no eran exactamente iguales?

– No, porque es una conclusión más que una observación. Pero decir que eran similares en longitud, color y textura es, para el lego en la materia, decir que eran exactamente iguales.

– ¿No le cabe la menor duda?

– Sir Arthur, en el banquillo de los testigos prefiero pecar de precavido. Entre nosotros, y bajo las condiciones que ha propuesto para esta entrevista, le aseguraría que los pelos que había en la ropa eran del mismo animal cuya piel examiné al microscopio.

– ¿Y también exactamente de la misma parte?

– No le sigo.

– ¿Del mismo animal, pero también de la misma parte del animal, es decir, de la panza?

– Sí, eso es.

– Ahora bien, los pelos de partes diferentes de un caballo o de un pony varían en longitud y quizá en espesor y quizá en textura. ¿Son diferentes, por ejemplo, los pelos del rabo y los de las crines?

– Así es.

– Sin embargo, de los veintinueve pelos que usted examinó, ¿todos eran exactamente iguales y exactamente de la misma parte del pony?

– En efecto.

– ¿Podemos imaginar algo juntos, doctor Butter? Una vez más, de manera totalmente confidencial, dentro de estas paredes anónimas. Imaginemos, por desagradable que resulte, que usted y yo salimos a eviscerar a un caballo.

– Si me permite corregirle, el pony no fue eviscerado.

– ¿No?

– Lo que testificaron fue que había sido rajado y que estaba sangrando, y que hubo que sacrificarlo de un disparo. Pero los intestinos no colgaban del corte, como habría ocurrido si la agresión hubiera sido distinta.

– Gracias. Entonces imaginemos que vamos a rajar a un pony. Tendríamos que acercarnos, calmarlo. Acariciarle el hocico, quizá, hablarle, acariciarle la ijada. Después imaginemos cómo lo sujetamos mientras lo acuchillamos. Si vamos a abrirle el vientre, quizá nos coloquemos contra el ijar y le pasemos un brazo por el lomo, para sujetarlo mientras extendemos la mano hacia debajo con el instrumento que estemos usando.

– No lo sé. Nunca he asistido a una escena tan truculenta.

– Pero ¿no discute que podría ser así? Yo tengo caballos, y aun cuando están tranquilos son criaturas nerviosas.

– No estamos en el campo. Y no era un caballo de sus cuadras, sir Arthur. Era un pony de una mina. ¿Y no son conocidos por su docilidad? ¿No están acostumbrados al trato de los mineros? ¿Acaso recelan de quienes se les acercan?

– Tiene razón, no estamos en el campo. Pero supongámoslo un momento. Imagine que el acto se cometió como he descrito.

– Muy bien. Aunque, por supuesto, podría haber sido de otro modo. Si hubo más de una persona, por ejemplo.

– Se lo concedo, doctor Butter. Y debe usted concederme a cambio que si el acto fue perpetrado más o menos como yo lo he descrito, entonces es inconcebible que los únicos pelos que fueron a parar a la ropa provinieran todos del mismo lugar, es decir, de la panza del animal, que en cualquier caso no es la zona que uno le tocaría para tranquilizarlo. Y, además, los mismos pelos se encuentran en diferentes partes de la ropa: en la manga y en la parte superior izquierda del abrigo. ¿No esperaría encontrar, como mínimo, algunos pelos de alguna otra parte del pony?

– Quizá. Si su descripción de los hechos es correcta. Pero igual que antes, usted sólo ofrece dos explicaciones posibles: la de la acusación y la suya. Hay una gran distancia entre las dos. Por ejemplo, quizá hubiera pelos más largos en la ropa, pero el culpable los eliminó al verlos. No sería de extrañar, ¿no? O puede que se los llevara el viento. O, una vez más, puede que hubiera una banda…

Arthur avanzó entonces, con mucha cautela, hacia la solución «obvia» propuesta por Wood.

– Tengo entendido que usted trabaja en Cannock.

– Sí.

– ¿La tira de piel no la cortó usted?

– No. La cortó el señor Lewis, que atendió al animal.

– ¿Y se la entregaron a usted en Cannock?

– Sí.

– ¿Y también le entregaron la ropa?

– Sí.

– ¿Antes o después?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Llegó la ropa antes que la piel o la piel antes que la ropa?

– Oh, ya veo. No, llegaron juntas.

– ¿Se las llevó el mismo oficial de policía?

– Sí.

– ¿En el mismo paquete?

– Sí.

– ¿Quién era el oficial?

– No lo sé. Veo a muchos. Además, hoy día todos me parecen jóvenes, con lo que todos me parecen iguales.

– ¿Recuerda lo que le dijo?

– Sir Arthur, fue hace tres años. No hay la más mínima razón para que recordara una sola palabra de lo que dijo. Me diría, supongo, que el paquete venía de parte del inspector Campbell. Quizá me dijese lo que había dentro. Quizá me dijese que contenía material para ser examinado, pero eso era bastante obvio, ¿no cree?

– Y durante el tiempo que tuvo en su poder la piel y la ropa, ¿las guardó escrupulosamente separadas? No pretendo actuar de abogado defensor.

– Pues lo parece, si me permite decirlo. Y, desde luego, veo adonde quiere ir a parar. Puedo asegurarle que no hay posibilidad de contaminación en mi laboratorio.

– Ni por un momento lo estaba insinuando, doctor Butter. Apunto hacia otra dirección. ¿Puede describirme el paquete que recibió?

– Sir Arthur, veo exactamente adonde quiere ir a parar. No he sido interrogado por abogados defensores a lo largo de los últimos veinte años para no reconocer ahora el enfoque de usted o para tener que responder de los procedimientos de la policía. Usted confiaba en que yo dijera que la piel y la ropa estaban enrolladas juntas dentro de un viejo saco de arpillera donde las había metido la incompetente policía. En cuyo caso usted estaría poniendo en entredicho tanto mi integridad como la de ellos.

Un deje acerado revestía ahora la urbanidad del doctor. Sería un testigo que preferirías tener de tu parte.

– No haría tal cosa -dijo Arthur, conciliador.

– Acaba de hacerlo, sir Arthur. Ha insinuado que yo podría haber pasado por alto la posibilidad de contaminación. Los dos materiales estaban envueltos y precintados por separado, y por mucho que los hubieran zarandeado, los pelos no habrían podido pasar de un paquete al otro.

– Le agradezco, doctor Butter, que haya eliminado esa posibilidad.

Y, de este modo, daba a elegir entre dos alternativas: la incompetencia de la policía antes de empaquetar por separado los dos materiales, o la malevolencia policial cuando lo estaban haciendo. Bueno, ya había presionado suficiente al doctor Butter. Excepto…

– ¿Puedo hacerle otra pregunta? Es totalmente objetiva.

– Por supuesto. Perdone mi irritación.

– Es comprensible. Tal como ha dicho, me he excedido en imitar a un defensor.

– No se trata tanto de eso. Es más bien lo siguiente. He trabajado con la policía de Staffordshire durante más de veinte años. Veinte años en los que he asistido a juicios y he tenido que responder a preguntas taimadas, basadas en suposiciones que yo sé que eran falsas. Veinte años viendo cómo se explota la ignorancia del jurado. Veinte años en que he testificado con la mayor claridad y la menor ambigüedad que he podido, basándome en rigurosos análisis científicos, para que luego me traten, no como a un farsante, sino como a alguien que se limita a dar una opinión, una opinión no más valiosa que la de cualquiera. Salvo que ese cualquiera no tiene un microscopio, y si lo tuviera no sabría enfocarlo. Declaro lo que he observado, lo que sé, y me encuentro con que me dicen desdeñosamente que eso no es más que una opinión mía.

– Le comprendo perfectamente -dijo sir Arthur.

– Lo dudo. En todo caso, haga esa pregunta.

– ¿A qué hora del día recibió el paquete de la policía?

– ¿A qué hora? Hacia las nueve.

A Arthur le asombraba aquel envío. El pony había sido descubierto alrededor de las 6.20, Campbell estaba todavía en el campo cuando George salía de casa para alcanzar el tren de las 7.39, y el inspector llegó a la vicaría, con Parsons y su grupo de agentes especiales, un poco antes de las ocho. Después tuvieron que registrar la casa, discutir con los Edalji…

– Lo siento, doctor Butter, sin ánimo de arrogarme de nuevo el papel de defensor, ¿no sería más tarde?

– ¿Más tarde? En absoluto. Sé a qué hora llegó el paquete. Recuerdo que me quejé. Insistieron en entregármelo ese día. Les dije que no podría quedarme hasta después de las nueve. Saqué mi reloj cuando llegó el paquete. Las nueve en punto.

– Me he confundido yo. Creí que usted se refería a las nueve de la mañana.

Ahora le tocó expresar sorpresa al doctor Butter.

– Sir Arthur, la policía es, según mi experiencia, competente e industriosa. También honrada. Pero no hace milagros.

Sir Arthur asintió y los dos hombres se separaron como amigos. Pero después se paró a pensar que era exactamente lo contrario: la policía hace milagros. Puede hacer que veintinueve pelos de caballo pasen de un paquete precintado a otro en virtud del poder del pensamiento. Quizá debería inscribirla en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.

Sí, podía compararla con los médiums que en teoría eran capaces de desmaterializar objetos para después volver a materializarlos, de hacer que cayera sobre el velador una lluvia de monedas antiguas, por no hablar de tablillas asirias y piedras semipreciosas. Era una rama del espiritismo respecto de la cual Arthur seguía siendo profundamente escéptico; de hecho, el detective más aficionado solía seguir el rastro de las monedas antiguas hasta el numismático más próximo. Arthur pensaba que eran números más propios del circo o de la caseta de un mago. O de la comisaría de Staffordshire.

Se estaba mareando. Pero sólo era euforia. Doce horas: ahí radicaba la respuesta. La policía tuvo la prueba en su poder durante doce horas antes de entregársela al doctor Butter. ¿Dónde había estado, a cargo de quién, qué habían hecho con ella? ¿Hubo una contaminación casual o se llevó a cabo un acto concreto con la intención específica de incriminar a George Edalji? Lo más probable es que nunca lo supieran, a no ser que alguien confesara en su lecho de muerte… y Arthur siempre había dudado de estas confesiones.

Su euforia aumentó cuando llegó a Undershaw el informe del doctor Lindsay Johnson. Lo acompañaban dos cuadernos llenos de detallados análisis grafológicos de Johnson. La máxima autoridad europea juzgaba que ninguna de las cartas que le habían entregado, ya fueran de puño y letra del intrigante malvado, del maníaco religioso o del chico depravado, tenía ninguna similitud significativa con documentos auténticos escritos por George Edalji. En algunos ejemplos había una especie de parecido engañoso; pero no era más del que cabría esperar de un falsificador que reconociera haber intentado copiar la letra de otra persona. Cabría esperar que ocasionalmente consiguiera realizar un facsímil creíble; siempre había, sin embargo, signos delatadores que probaban que la mano de George -literalmente- no había intervenido en absoluto.

Arthur ya había despachado la mitad de la primera parte de su lista: Yelverton-Pelos-Cartas-Vista. Luego venía Green -quedaba pendiente- y Anson. Desafiaría directamente al jefe de la policía. «Tomaré nota con mucho interés de lo que Sherlock Holmes tenga que decir sobre un caso de la vida real…», había sido la respuesta sarcástica de Anson. Pues entonces Arthur le tomaría la palabra; escribiría sus hallazgos hasta la fecha, se los enviaría a Anson y le invitaría a que los comentase.

Al sentarse a su escritorio para empezar el borrador, presintió, por primera vez desde la muerte de Touie, la tendencia a lo correcto que poseían las cosas. Después de la depresión, la culpa y el letargo, después del reto y la llamada a la acción, estaba donde debía: un hombre ante una mesa con una pluma en la mano, ansioso de contar una historia y de cambiar la visión de la gente; mientras tanto, allí fuera, en Londres, le esperaba -aunque no durante mucho más tiempo- la mujer que, en adelante, sería su primera lectora y el primer testigo de su vida. Se sintió lleno de energía, el material hervía en su cabeza y su propósito era claro. Empezó con una frase en la que había trabajado en trenes, hoteles y taxis, algo a la vez dramático y declaratorio:

La primera imagen que tuve de George Edalji bastó por sí sola para convencerme de que era sumamente improbable que fuese culpable del delito por el que fue condenado, y para sugerirme al menos algunas de las razones que habían inducido a considerarle sospechoso.

Y a partir de aquí el relato fluyó velozmente de su pluma, como una gran cadena, de eslabones fuertemente enlazados, que se desenrollase. En dos días escribió quince mil palabras. Quizá quedaran cosas que añadir cuando llegasen los informes complementarios de oculistas y peritos grafólogos. Tampoco se explayó mucho sobre el papel desempeñado por Anson en el caso: no tenía sentido esperar una respuesta útil de un hombre al que uno atacaba incluso antes de conocerlo. Wood mecanografió el texto y enviaron una copia por correo certificado al jefe de la policía.

Dos días después llegó una respuesta de Green Hall, Stafford, invitando a sir Arthur a comer con el capitán Anson y su esposa cualquier día de la semana siguiente. Por descontado, tendrían mucho gusto en hospedarle si decidía quedarse a dormir. No había el menor comentario sobre la crónica de Arthur; tan sólo una posdata fantasiosa: «Puede traer, si quiere, a Sherlock Holmes. A la señora Anson le encantaría conocerle. Notifíqueme si él también necesita hospedaje».

Sir Arthur entregó la carta a su secretario.

– No malgasta balas, por lo visto.

Wood asintió y supo que no debía comentar la posdata.

– Supongo, Woodie, que no le apetecerá sustituir a Holmes.

– Le acompañaré si lo desea, sir Arthur, pero ya sabe lo que pienso sobre los disfraces.

Pensaba también que, tras haber encarnado ya la figura del doctor Watson, interpretar a Holmes rebasaría su versatilidad dramática.

– Le seré más útil practicando al billar.

– Estupendo, Alfred. Usted se queda de centinela. Y ejercite el taco. Veré lo que Anson ha sacado en claro.

Mientras Arthur proyecta su viaje a Staffordshire, Jean piensa más allá. Ha llegado el momento de realizar la transición de chica que espera a esposa que no espera. Discurre el mes de enero. Touie murió en julio pasado; es evidente que Arthur no puede casarse antes de que transcurran doce meses. Todavía no han hablado de una fecha, pero una boda en otoño no es una idea imposible. Quince meses: a poca gente le chocaría este intervalo. Los sentimentales prefieren una boda en primavera, pero Jean opina que el otoño armoniza con unas segundas nupcias. Y después una luna de miel en la Europa continental. Italia, por supuesto, y bueno, siempre ha tenido unas ganas locas de conocer Constantinopla.

Una boda significa damas de honor, pero esto ya ha sido resuelto hace mucho: Leslie Rose y Lily Loder-Sydmons son designadas para el cometido. Pero una boda también implica una iglesia y una iglesia implica religión. La madre de Arthur le educó como católico, pero desde entonces los dos han abandonado esa fe: la madre se ha convertido en anglicana y Arthur ha reemplazado la fe por el golf dominical. Incluso esconde su segundo nombre de pila, Ignatius. Hay pocas posibilidades, por tanto, de que ella, católica de nacimiento, se case como católica. Es posible que esto consterne a sus padres, en especial a su madre, pero si tal es el precio, Jean lo pagará.

¿Habrá acaso otra factura? Si tiene que estar al lado de Arthur en todo, tendrá entonces que hacer frente a aquello que hasta ahora ha rehuido. Las contadas ocasiones en que Arthur ha mencionado su interés por las cuestiones paranormales, ella ha esquivado el tema. En su fuero interno, le estremecen la vulgaridad y la estupidez de ese mundo: ancianos idiotas que fingen entrar en trance, viejas brujas con pelucas espantosas que escudriñan una bola de cristal, gente que une las manos en la oscuridad y que se hacen brincar unos a otros. Y no tiene nada que ver con la religión, que significa una moralidad. Y la idea de que esta… superchería atraiga a su querido Arthur es fastidiosa y casi increíble. ¿Cómo es posible que una persona como Arthur, cuyo poder de raciocinio no aventaja nadie, se rebaje a relacionarse con semejante gente…?

Es verdad que su gran amiga Lily Loder-Sydmons es una entusiasta de la mesa parlante, pero a Jean le parece una niñería. La disuade de que hable de sesiones, aun cuando Lily le asegura que están llenas de personas respetables. Quizá primero debería hablar a fondo con ella del asunto, como un intento de vencer su aversión. No, eso sería pusilánime. Va a casarse con Arthur, en definitiva, no con Lily.

Así que cuando Arthur llega, en su viaje al norte, Jean hace que se siente, escucha pacientemente las noticias de la investigación y luego dice, para evidente sorpresa de Arthur:

– Me gustaría muchísimo conocer a ese joven protegido tuyo.

– ¿De veras, querida? Es un chico muy decente, víctima de una injusticia horrible. Estoy seguro de que le encantaría conocerte, se sentiría muy honrado.

– Creo que dijiste que es parsi, ¿no?

– Bueno, no exactamente. Su padre…

– ¿En qué creen los parsis, Arthur? ¿Son hindúes?

– No, son mazdeístas, seguidores de Zoroastro.

Arthur disfruta de preguntas así. Piensa que puede abarcar y mantener a raya el misterio fundamental de las mujeres siempre que le permitan explicarles cosas. Con una confiada firmeza, refiere los orígenes históricos de los parsis, su aspecto característico, su tocado, su actitud liberal con las mujeres, su tradición de nacer en la planta baja de la casa. Omite la ceremonia de purificación, pues entraña una ablución con orina de vaca, pero diserta sobre la posición central que ocupa la astrología en la vida de los parsis, y se encamina hacia las torres de silencio y el póstumo festín de los buitres cuando Jean levanta la mano para detenerle. Ella cae en la cuenta de que no es la manera de hacer las cosas. La historia del mazdeísmo no contribuye a allanar la transición que esperaba. Además, parece deshonesto, vulnera el concepto que tiene de sí misma.

– Arthur, querido -le interrumpe-. Hay algo de lo que quiero hablarte.

El parece sorprendido y levemente alarmado. Aunque siempre haya apreciado su franqueza, subsiste dentro de él un poso de suspicacia de que cada vez que una mujer dice que tiene que hablar de algo a un hombre, raro será que se trate de algo beneficioso o agradable para él.

– Quiero que me expliques tu relación con… ¿lo llamas espiritismo o espiritualismo?

– Prefiero el término espiritismo, pero parece ser que está perdiendo vigencia. Sin embargo, creí que te disgustaba ese tema.

Lo que en realidad quiere decir es que ella teme y desprecia ese tema; y, con mayor motivo, a sus adeptos.

– Arthur, no podría disgustarme nada que a ti te interese.

Lo que en realidad quiere decir es que confía en que no le disguste nada de lo que a él le interesa.

Y entonces empieza a explicarle su adhesión, desde los experimentos sobre transmisión de pensamiento con el futuro arquitecto de Undershaw hasta las conversaciones en el palacio de Buckingham con sir Oliver Lodge. En todos los puntos recalca los orígenes científicos y los procedimientos de la investigación psíquica. Tiene mucho cuidado de que parezca una actividad respetable y nada amenazadora. Tanto su tono como sus palabras tranquilizan un poco a Jean.

– Es cierto, Arthur, que Lily me ha hablado un poco de las mesas parlantes, pero supongo que siempre lo he considerado contrario a la doctrina de la Iglesia. ¿No es una herejía?

– Es verdad que se opone a las instituciones de la Iglesia. Para empezar, elimina al intermediario.

– ¡Arthur! Eso no es un modo correcto de hablar del clero.

– Pero es lo que han sido históricamente. Intermediarios, mediadores. Transmisores de la verdad al principio, pero cada vez la controlaban más y se volvieron ofuscadores, políticos. Los cátaros estaban en el buen camino, el del acceso directo a Dios, sin pasar por las capas de la jerarquía. Los erradicaron de Roma, por supuesto.

– ¿Entonces tus…, ¿debo llamarlas creencias?, te hacen hostil a mi Iglesia?

Y, por ende, quiere decir Jean, a todos sus miembros. A un miembro específico.

– No, queridísima. Y nunca pretenderé disuadirte de que vayas a tu Iglesia. Pero nos movemos más allá de todas las religiones. Pronto, muy pronto, en términos históricos, serán cosas del pasado. Míralo de esta forma. ¿Es la religión el único ámbito del pensamiento que no es progresista? ¿No sería extraño? ¿Vamos a seguir eternamente una norma establecida hace dos mil años? ¿No ve la gente que el cerebro humano evoluciona, que tiene que adoptar una perspectiva más amplia? Un cerebro a medio formar crea un Dios formado a medias, ¿y quién dirá que nuestro cerebro está siquiera desarrollado?

Jean guarda silencio. Cree que las normas establecidas hace dos mil años son verdaderas y que hay que obedecerlas; y que aunque el cerebro quizá evolucione y produzca todo género de avances científicos, el alma, que es la chispa de la divinidad, es algo totalmente aparte e inmutable, no sujeta a evolución.

– ¿Te acuerdas de cuando hice de juez en un concurso de forzudos en el Albert Hall? El ganador se llamaba Murray. Le seguí por la calle aquella noche. Llevaba una estatuilla de oro debajo del brazo, era el hombre más fuerte de Gran Bretaña. Pero se perdió en la niebla…

No, una metáfora no era lo adecuado. Las metáforas eran para las religiones institucionales. Las metáforas eran cháchara.

– Lo que hacemos es muy simple, Jean. Tomamos la esencia de las grandes religiones, que es la vida del espíritu, y la hacemos más visible y por tanto más comprensible.

A ella le parecen palabras de un tentador, y el tono de su respuesta es seco.

– ¿Con sesiones y mesas parlantes?

– Admito que a los profanos les resulta raro. Al igual que las ceremonias de tu Iglesia parecerían extrañas a un mazdeísta que la visitase. El cuerpo y la sangre de Cristo en una bandeja y una copa… Podría parecerle un puro truco de magia. Las religiones, todas las religiones, han embarrancado en el ritual y el despotismo. Nosotros no decimos: ven a rezar a nuestra iglesia y sigue nuestras instrucciones y quizá algún día seas recompensada en la otra vida. Eso es como el regateo de un vendedor de alfombras. En cambio, te mostramos, ahora que estás viva, la realidad de determinados fenómenos paranormales que te probarán la abolición física de la muerte.

– ¿Crees, entonces, en la resurrección del cuerpo?

– ¿Que nos entierran y nos descomponemos y después, en algún tiempo futuro, nos reconstruyen enteros? No. El cuerpo es una mera cáscara, una envoltura de la que nos desprendemos. Es cierto que algunas almas vagan en la oscuridad durante un tiempo después de la muerte, pero es sólo porque no están preparadas para la transición al otro lado. Un auténtico espiritista que comprende el proceso pasará fácilmente y sin angustia. Y podrá comunicarse más rápido con el mundo que ha abandonado.

– ¿Has presenciado eso?

– Oh, sí. Y espero hacerlo con más frecuencia a medida que comprenda mejor.

Un escalofrío repentino recorre a Jean.

– Espero que no te estés haciendo médium, querido Arthur.

Se está imaginando a su marido como un embaucador anciano que entra en trance y habla con voces raras. Y que la nueva lady Doyle es conocida como la esposa de un charlatán.

– Oh, no, no poseo esos poderes. Los auténticos médiums son escasos, muy escasos. A menudo son personas sencillas, humildes. Como Jesucristo, por ejemplo.

Jean no hace caso de la comparación.

– ¿Y qué pasa con la moralidad, Arthur?

– No cambia. Es decir, la verdadera…, que proviene de la conciencia individual y el amor a Dios.

– No me refiero a ti, Arthur. Ya sabes de qué hablo. Si la gente, la gente ordinaria, no tuviera a la Iglesia para decirle cómo debe comportarse, recaería en el egoísmo y una sordidez brutal.

– Yo no lo veo como la otra alternativa. Los espiritistas, los auténticos, son hombres y mujeres de una alta calidad moral. Podría enumerarte algunos. Y su moralidad es más elevada porque están más cerca de comprender la verdad espiritual. Si la persona ordinaria que mencionas tuviera de primera mano una prueba del mundo espiritual, si se percatara de lo cerca que está de nosotros en todo momento, el egoísmo y la brutalidad perderían su atractivo. Pon la verdad de manifiesto y la moralidad llegará sola.

– Arthur, vas demasiado deprisa para mí.

Puntualizando, Jean siente que se avecina una cefalea; en realidad, se teme, una migraña.

– Por supuesto. Tenemos toda la vida por delante, y después toda la eternidad juntos.

Jean sonríe. Se pregunta qué hará Touie durante toda la eternidad que Arthur y Jean pasarán juntos. Claro que se planteará el mismo problema tanto si resulta que su Iglesia es la que enseña la verdad como si es la que dicen esos médiums de humilde cuna que tanto impresionan a su futuro marido.

Arthur, por su parte, dista mucho de tener un dolor de cabeza. La vida se ha puesto de nuevo en movimiento: primero el caso Edalji y ahora este súbito interés de Jean por las cosas que hay bajo esta cuestión auténtica. Pronto recobrará el pleno entusiasmo. En el umbral abraza a la chica que le espera y, por primera vez desde la muerte de Touie, descubre que reacciona como un novio en ciernes.

Anson

Arthur dijo al taxista que le dejara en el viejo comercio contiguo al hotel White Lion. La posada estaba directamente enfrente de Green Hall. Llegar a pie era una táctica instintiva. Con su maletín de fin de semana en la mano, siguió la cuesta suave que arrancaba de Lichfield Road y procuró que las suelas de los zapatos hicieran un ruido discreto sobre la grava. Cuando vio la casa, iluminada de soslayo por el sol débil de finales de la tarde, se detuvo a la sombra de un árbol. ¿Por qué los métodos del doctor Joseph Bell no persuadían a la arquitectura de que revelara secretos, como hacía la fisiología? Veamos: de la década de 1820, conjeturó; de estuco blanco; fachada pseudogriega, un sólido pórtico con dos pares de columnas jónicas no estriadas; tres ventanas en cada lado. Tres plantas, pero para su ojo inquisitivo había algo sospechoso en la tercera. Sí, apostaría a Wood cuarenta puntos de ventaja a que no había ni un solo desván detrás de aquella hilera de siete ventanas: un mero truco arquitectónico para hacer la casa más alta e imponente. Sin embargo, no se podía culpar de aquel trampantojo al actual ocupante. Detrás de la casa, hacia la derecha, Doyle divisó una rosaleda hundida, una pista de tenis, una glorieta flanqueada por un par de jóvenes carpes injertados.

¿Qué historia contaba aquella casa? Una de dinero, buena cuna, gusto, historia, poder. El nombre de la familia lo había labrado en el siglo XVIII el circunnavegante Anson, que también labró la primera fortuna familiar: dinero obtenido con la captura de un galeón español. Su sobrino había sido ennoblecido por el título de vizconde en 1806; el ascenso a conde se produjo en 1831. Si aquélla era la residencia del hijo segundón, y el primogénito ocupaba Shugborough, los Anson sabían acrecentar su herencia.

A pocos metros de distancia de una ventana del segundo piso, el capitán Anson llamó en voz baja a su mujer.

– Blanche, tenemos casi encima al gran detective. Está buscando en el camino de entrada las huellas de un sabueso gigantesco.

La señora Anson pocas veces le había visto tan azorado.

– Cuando llegue -prosiguió él-, no parlotees sobre sus libros.

– ¿Parlotear, yo?

Fingió estar más ofendida de lo que estaba.

– Ya le han atosigado con ese tema a lo largo y ancho del país. Sus seguidores casi lo matan con esas monsergas. Tenemos que ser hospitalarios pero no halagadores.

La señora Anson llevaba casada el tiempo suficiente para saber que aquello era más una señal de nervios que de aprensión por la conducta de su cónyuge.

– He encargado sopa, pescadilla al horno y chuletas de cordero.

– ¿Con qué guarnición?

– Coles de Bruselas y croquetas de patata, por supuesto. No necesitabas preguntarlo. Después, suflé de sémola y huevos de anchoa.

– Perfecto.

– De desayuno, ¿prefieres beicon frito y cabeza de jabalí, o arenque a la parrilla y rollos de buey?

– Con este tiempo… creo que lo segundo irá bien. Y, recuerda, Blanche, nada de hablar del caso en la cena.

– Para mí no será una penitencia, George.

De todos modos, Doyle demostró que era un huésped puntilloso, impaciente de que le acompañaran a su habitación e igualmente ansioso de bajar de ella a tiempo para dar una vuelta por la finca antes de que anocheciera. Como un propietario a otro, manifestó su preocupación por la frecuencia con que el río Sow inundaba las vegas, y después preguntó por el curioso montículo de tierra que estaba medio escondido por la glorieta. Anson le explicó que era un antiguo depósito de hielo, ahora en desuso por la llegada de la refrigeración; no sabía si transformarlo en una bodega. A continuación departieron sobre cómo el césped de la pista de tenis estaba sobreviviendo al invierno y lamentaron conjuntamente la brevedad de la temporada que imponía el clima inglés. Anson aceptó las alabanzas y la apreciación de Doyle, dando por sentado que el capitán era el propietario de Green Hall. En verdad, sólo lo alquilaba, pero ¿por qué decírselo al gran detective?

– Veo que han injertado esos carpes jóvenes.

– No se le escapa nada, Doyle -contestó el jefe de la policía con una sonrisa.

Era la más ligera de las referencias a lo que se avecinaba.

– Yo también he tenido mis años de plantador.

En la cena, los Anson ocuparon las dos cabeceras de la mesa y cedieron a Doyle la vista de la ventana central, que daba a la rosaleda en letargo. Se mostró tan atento a las preguntas de la señora de la casa que a ella le pareció que en ocasiones se excedía.

– ¿Conoce bien Staffordshire, sir Arthur?

– No tanto como debería. Pero hay un nexo con la familia de mi padre. El Doyle original era una rama joven de los Doyle de Staffordshire, de donde, como usted sabe, procede sir Francis Hastings Doyle y otros hombres prominentes. Aquel joven participó en la invasión de Irlanda y recibió propiedades en County Wexford.

Blanche sonrió, alentadora, aunque no pareciese necesario.

– ¿Y por parte de madre?

– Ah, eso tiene un interés considerable. Mi madre es una gran arqueóloga, y con la ayuda de sir Arthur Vicars, el Rey de Armas del Ulster y pariente de ella, ha conseguido componer su genealogía durante un período de cinco siglos. Ella se precia, nos preciamos, de tener un árbol familiar donde se han posado muchos de los grandes de la tierra. El tío de mi abuela era sir Denis Pack, que comandó la brigada escocesa en Waterloo.

– No me diga.

La señora Anson era una firme creyente en la clase social, así como en sus deberes y obligaciones. Pero era la personalidad y el porte, más que los documentos, lo que hacía a un caballero.

– Sin embargo, la verdadera novela romántica de la familia data del matrimonio, a mediados del siglo diecisiete, del reverendo Richard Pack con Mary Percy, heredera de la rama irlandesa de los Percy de Northumberland. A partir de este momento estamos emparentados con los Plantagenet a través de tres matrimonios distintos. Por consiguiente, servidor tiene extrañas vetas en su sangre que son nobles de origen y, cabe esperar, también de tendencia.

– Cabe esperar -repitió la señora.

Ella, por su parte, era hija de G. Miller de Brenty, de Gloucester, y tenía poca curiosidad por sus antepasados lejanos. Le parecía que si pagabas a un investigador para que confeccionase tu árbol genealógico, siempre acabarías emparentada con algún gran linaje. Los sabuesos genealógicos, en general, no te enviaban facturas adjuntas a la confirmación de que descendías de un porquero, por un lado, y de un mercachifle, por el otro.

– Aunque -continuó sir Arthur-, cuando Katherine Pack, la sobrina de sir Denis, enviudó en Edimburgo, la fortuna de la familia se hallaba en una situación calamitosa. En realidad, se vio forzada a buscar a un inquilino de pago. Y así fue como mi padre, ese inquilino, conoció a mi madre.

– Encantador -dijo la señora Anson-. Absolutamente encantador. Y ahora se dedica a restaurar la fortuna familiar.

– Cuando yo era pequeño me entristecía mucho la pobreza a la que mi madre se vio reducida. Intuía que era una injusticia contra su naturaleza. Aquel recuerdo, en parte, es lo que siempre me ha servido de acicate.

– Encantador -repitió la anfitriona, aunque menos enfática esta vez.

Sangre noble, tiempos aciagos, fortuna restaurada. Le encantaba creer en aquellos temas en una novela de la biblioteca, pero ante una versión viva se sentía inclinada a considerarlos inverosímiles y sensibleros. Se preguntó cuánto duraría esta vez el ascendiente de la familia. ¿Qué decían del dinero rápido? Una generación para ganarlo, otra para disfrutarlo y otra para perderlo.

Pero sir Arthur, si bien algo más que jactancioso sobre su linaje, era un comensal diligente. Mostró un copioso apetito, aunque comía sin hacer el menor comentario sobre el plato que tenía delante. La anfitriona no sabía a qué carta quedarse: si él juzgaba vulgar elogiar la comida o si simplemente carecía de papilas gustativas. Tampoco se mencionaron en la mesa el caso Edalji, el estado de la justicia penal, la administración de sir Henry Campbel-Bannerman y las hazañas de Sherlock Holmes. Pero consiguieron avanzar en línea recta, como tres remeros sin timonel, sir Arthur tirando con vigor hacia un lado y los Anson hundiendo los remos en el otro lo suficiente para mantener la barca derecha.

Despachados los huevos de anchoa, Blanche Anson percibió el desasosiego masculino al fondo de la mesa. Estaban ávidos de un estudio con cortinas, el fuego atizado, el puro encendido, la copa de brandy y la oportunidad, de la manera más civilizada posible, de liarse a mamporros mutuamente. Olfateaba, por encima de los olores de la mesa, algo primitivo y brutal en el aire. Se levantó y deseó buenas noches a los combatientes.

Los caballeros pasaron al estudio del capitán Anson, donde la lumbre ardía a plena llama. Doyle captó el brillo de carbones nuevos en el cubo de latón, el lomo lustroso de publicaciones encuadernadas, una vitrina resplandeciente que contenía tres botellas, el abdomen lacado de un pez hinchado en un estuche de cristal. Todo relucía: hasta aquel par de cuernos de una especie no nativa -alguna especie de alce escandinavo, supuso- había merecido la atención de la criada.

Extrajo un puro de la caja que le ofreció Anson y lo hizo girar entre los dedos. El anfitrión le pasó una navaja y una caja de cerillas.

– Repruebo el uso del cortapuros -anunció-. Siempre preferiré la buena conducta de la navaja.

Doyle asintió y se aplicó a su tarea; después arrojó al fuego el pedazo cortado.

– Tengo entendido que el progreso de la ciencia ahora nos ha deparado la invención del encendedor de puros eléctrico, ¿no?

– De ser así, no ha llegado a Hindhead -contestó Doyle. Declinó presentarse como la metrópoli que viene a apadrinar a las provincias. Pero detectó en el capitán una necesidad de afirmar el dominio de su estudio. Bueno, si tal era el caso, le ayudaría-. El alce -aventuró-; ¿del sur de Canadá, quizá?

– De Suecia -respondió el jefe de la policía, con una rapidez casi excesiva-. Su detective no habría cometido este error.

Ah, o sea que primero saldaremos esa cuenta, ¿eh? Doyle observó cómo Anson encendía su puro. Al resplandor de la cerilla brilló fugazmente el nudo Stafford de su alfiler de corbata.

– Blanche lee sus libros -dijo el jefe de la policía, asintiendo un poco, como si aquello zanjara el asunto-. También le gusta mucho la señora Braddon.

Doyle sintió un dolor repentino, el equivalente literario de la gota. Y sufrió otra punzada cuando Anson continuó:

– Yo soy más aficionado a Stanley Weyman [21].

– Estupendo -contestó Doyle-. Estupendo.

Lo cual quería decir: si es por mí, es estupendo que lo prefieras.

– Verá, Doyle…, seguro que no le importará que le hable con franqueza… Puede que yo no sea lo que usted llamaría un hombre de letras, pero como jefe de la policía es inevitable que adopte una visión más profesional que la que supongo que adopta la mayoría de sus lectores. Que los policías que usted presenta en sus relatos no sean idóneos para el desempeño de sus funciones es algo necesario, lo entiendo perfectamente, para la lógica de sus invenciones. Si no estuviera rodeado de tontos, ¿cómo brillaría su detective científico?

No valía la pena discutirlo. «Tontos» era una descripción muy benévola de Lestrade, Gregson, Hopkins y…, oh, no valía la…

– No, comprendo a la perfección sus razones, Doyle. Pero en el mundo real…

En este punto, Doyle más o menos dejó de escuchar. En todo caso, su mente se había atascado en la expresión «mundo real». Con qué facilidad cada cual entendía lo que era real y lo que no lo era. El mundo en que un abogado joven e ignorante era condenado a trabajos forzados en Portland…, el mundo en que Holmes desentrañaba otro misterio inextricable para el entendimiento de Lestrade y sus colegas…, o el mundo de más allá, el del otro lado de la puerta cerrada, hacia el que Touie se había deslizado sin el menor esfuerzo. Algunas personas creían sólo en uno de estos mundos, otras en dos, unas pocas en los tres. ¿Por qué la gente pensaba que el progreso consistía en creer menos, en vez de creer más y abrirse a un universo más extenso?

– … y por eso, amigo mío, sin órdenes del Ministerio del Interior, no suministraré jeringas de cocaína a mis inspectores ni violines a mis sargentos y agentes.

Doyle inclinó la cabeza, como reconociendo que había encajado el golpe. Pero ya bastaba de teatro y de actuar como un huésped.

– Vayamos al grano. Ha leído mi análisis.

– He leído su… relato -contestó Anson-. Un asunto deplorable, hay que decirlo. Una serie de errores. Podría haberse cortado de raíz mucho antes.

La franqueza de Anson sorprendió a Doyle.

– Me alegro de oírle decir eso. ¿En qué errores está pensando?

– El de la familia. Allí es donde todo empezó a torcerse. La familia de la mujer. ¿Qué se les metió en la cabeza? ¿Qué se les pudo pasar por la cabeza? Doyle, la verdad: una sobrina de uno insiste en casarse con un parsi…, no hay manera de convencerla de que no…, ¿y qué hace uno? Le da al hombre un empleo… aquí. En Great Wyrley. Es como si nombraras a un feniano jefe de la policía de Staffordshire.

– Me inclino a darle la razón -respondió Doyle-. El valedor de aquel parsi sin duda pretendía demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. El vicario, en mi opinión, es un hombre amable y dedicado, que ha servido a su parroquia lo mejor que ha sabido. Pero la presencia de un clérigo de color en una parroquia tan burda y poco refinada tenía que causar una situación lamentable. Es, desde luego, un experimento que no debería repetirse.

Anson miró a su huésped con un nuevo respeto, a pesar de la pulla implícita en «burda y poco refinada». Había allí más cosas en común de lo que había esperado. Debería haber sabido lo improbable que era que sir Arthur fuese un radical acérrimo.

– Y luego introducir tres niños mestizos en el vecindario.

– George, Horace y Maud.

– Tres niños mestizos -repitió Anson.

– George, Horace y Maud -repitió Doyle.

– George, Horace y Maud E-dal-ji.

– ¿Ha leído mi análisis?

– He leído su… análisis -Anson optó esta vez por admitir el vocablo-, y admiro, sir Arthur, tanto su tenacidad como su pasión. Le prometo reservarme para mí sus especulaciones de aficionado. Divulgarlas no beneficiaría a su reputación.

– Creo que debe permitirme que sea yo quien juzgue eso.

– Como quiera, como quiera. Blanche me la leyó el otro día. La entrevista que usted concedió al Strand, hace unos años, sobre sus métodos. ¿No le tergiversarían burdamente?

– No recuerdo que lo hicieran. Pero no tengo por costumbre releer con ánimo de verificar.

– Decía usted que al escribir sus relatos, su primera preocupación era siempre el epílogo.

– Comienzo con un final. No sabes qué camino recorrer si no sabes adonde vas.

– Exacto. ¿Y no describía en su… análisis que cuando conoció al joven Edalji… en el vestíbulo del hotel, creo, le observó un momento, y que incluso antes de conocerle creyó en su inocencia?

– En efecto. Por los motivos claramente expuestos.

– Por los motivos claramente percibidos, yo diría más bien. Todo lo que ha escrito procede de esa percepción. En cuanto se convenció de la inocencia del desdichado, todo encajó.

– Mientras que para usted todo encajó cuando se convenció de la culpabilidad del joven.

– Mi conclusión no se basó en una intuición en el vestíbulo de un hotel, sino en las consecuencias de las observaciones e informes de la policía a lo largo de una serie de años.

– Convirtió al chico en blanco desde el principio. Le escribió amenazándole con trabajos forzados.

– Intenté advertir tanto al chico como al padre de las consecuencias de persistir en el camino delictivo que de un modo tan patente había emprendido. No creo equivocarme si adopto el criterio de que la tarea de la policía no es sólo punitiva sino profiláctica.

Doyle asintió a una frase que, sospechó, habría sido preparada expresamente para él.

– Olvida que antes de conocer a George yo había leído sus excelentes artículos en The Umpire.

– Todavía no he conocido a nadie detenido a discreción del Ministerio del Interior que no tenga una explicación convincente de por qué no era culpable.

– ¿Opina usted que George Edalji envió cartas denunciándose a sí mismo?

– Entre otras muchas cartas. Sí.

– ¿Opina que era el cabecilla de una banda que descuartizaba animales?

– ¿Quién sabe? Banda es una palabra de la prensa. No me cabe duda de que había otros implicados. Tampoco dudo de que el abogado era el más inteligente de todos.

– ¿Opina que su padre, un pastor de la Iglesia anglicana, cometió perjurio para proporcionar una coartada a su hijo?

– Doyle, una pregunta personal, si me permite. ¿Tiene usted un hijo?

– Sí. De catorce años.

– Y si se metiera en líos, le ayudaría.

– Sí. Pero si él cometiera un delito, yo no cometería perjurio.

– Pero aparte de eso, le ayudaría y protegería.

– Sí.

– Quizá, entonces, con su imaginación pueda representarse a alguien que va más allá.

– No puedo imaginarme a un pastor de la Iglesia anglicana poniendo su mano encima de la Biblia y cometiendo perjurio a sabiendas.

– Entonces intente imaginarse lo siguiente. Imagine a un padre parsi que antepone la lealtad a su familia a la lealtad a un país que no es el suyo, aunque le haya dado refugio y aliento. Quiere salvar la piel de su hijo, Doyle. La piel.

– ¿Y opina usted que la madre y la hermana también cometieron perjurio?

– Doyle, repite usted continuamente opina. Mi «opinión», como usted la llama, no es sólo la mía, sino la de la policía de Staffordshire, el fiscal del proceso, un jurado inglés que prestó juramento y los Quarter Sessions. Asistí a todas las sesiones del juicio y puedo asegurarle una cosa, que le será dolorosa pero que es inevitable. El jurado no creyó el testimonio de la familia Edalji; no, desde luego, el del padre y la hija. El de la madre tuvo quizá menos importancia. No fue algo hecho a la ligera. Un jurado inglés sentado alrededor de la mesa, deliberando sobre el veredicto, es un asunto solemne. Sopesa las pruebas. Examina el carácter. No está esperando una señal desde arriba como… quienes participan en una sesión de espiritismo.

Doyle le lanzó una mirada penetrante. ¿Era una frase fortuita o un intento consciente de zaherirle? Bueno, necesitaría algo más que aquello.

– No estamos hablando, Anson, del hijo de un carnicero, sino de un profesional inglés, de un abogado que ronda la treintena y que es ya conocido como el autor de un libro sobre legislación ferroviaria.

– Por tanto, peor es su fechoría. Si cree que por los tribunales sólo pasan los delincuentes habituales, es más ingenuo de lo que yo pensaba. Como debe saber, hasta los escritores se sientan en el banquillo. Y la sentencia sin duda reflejó la gravedad de un caso en el que alguien que juró defender e interpretar las leyes las infringió seriamente.

– Siete años de trabajos forzados. Al propio Wilde sólo le impusieron dos.

– Eso se debe a que la sentencia la impone el tribunal, no usted ni yo. Yo quizá no habría puesto a Edalji menos, aunque desde luego a Wilde le hubiera condenado a más. Era culpable de principio a fin… y también de perjurio.

– Yo cené una vez con él -dijo Doyle. El antagonismo se elevaba ahora como una niebla del río Sow, y todos sus instintos le decían que se frenase un poco-. Creo que debió de ser el año 1889. Fue para mí una velada magnífica. Esperaba ver a un egocéntrico que soltaba monólogos y me encontré a un caballero de modales impecables. Éramos cuatro, y aunque destacaba sobre los otros tres, no lo dejó traslucir. Un hombre que monologa, por inteligente que sea, no puede ser un caballero en el fondo. Con Wilde hubo un toma y daca, y poseía el arte de parecer interesado por todo lo que decíamos. Hasta había leído mí Micah Clarke.

»Recuerdo que hablábamos de que la buena suerte de los amigos a veces nos producía un extraño descontento. Wilde nos contó la historia del diablo en el desierto de Libia. ¿La conoce? ¿No? Bueno, pues el diablo andaba ocupándose de sus asuntos y hacía la ronda de su imperio cuando se topó con un grupo de diablillos que estaban atormentando a un santo ermitaño. Utilizaban tentaciones y provocaciones rutinarias que el santo varón resistía sin mucho esfuerzo. "No se hace así -les dijo su maestro-. Yo os enseñaré. Mirad atentamente." Dicho lo cual, el demonio se acercó por detrás al eremita y con un tono meloso le susurró al oído: "A tu hermano acaban de nombrarle obispo de Alejandría". Y de inmediato unos celos feroces ensombrecieron la cara del ermitaño. "Esta es la mejor manera", dijo el diablo.

Anson se sumó a la risa de Doyle, aunque la suya no fue tan espontánea. No eran de su gusto los cinismos frívolos de un sodomita londinense.

– Sea como sea -dijo-, Wilde fue desde luego una presa fácil para el diablo.

– Debo añadir -prosiguió Doyle- que en ningún momento de la conversación de Wilde observé el menor rastro de ordinariez mental ni tampoco pude asociarle con semejante idea.

– En suma, un caballero profesional.

Doyle hizo caso omiso de este puyazo.

– Volví a verle, ¿sabe?, unos años más tarde, en una calle de Londres, y me pareció que se había vuelto completamente loco. Me preguntó si había ido a ver una obra de teatro suya. Le dije que, lamentablemente, no. «Oh, tiene que verla -me dijo, con el semblante muy serio-. ¡Es maravillosa! ¡Es genial!» Nada podría haber estado más lejos de sus maneras caballerosas de antaño. Pensé entonces, y sigo pensando ahora, que el proceso monstruoso que causó su perdición fue patológico, y que el lugar para atenderlo era el hospital, en vez de los tribunales.

– Su liberalismo vaciaría las cárceles -fue el seco comentario de Anson.

– Se equivoca conmigo, señor. Dos veces he participado en la vil actividad de hacer campaña política, pero no soy un hombre de partido. Me precio de ser un inglés no oficial.

La expresión -que Anson juzgó autosuficiente- flotó entre ellos como una voluta de humo de puro. Decidió que era el momento de apretarle las clavijas.

– Aquel joven cuyo caso, sir Arthur, le honra haber hecho suyo… no es del todo, debería prevenirle, como usted piensa. Hay diversas cuestiones que no salieron a colación en el juicio…

– Sin duda por el excelente motivo de que las prohibían las normas testimoniales. O bien eran alegaciones tan endebles que la defensa las hubiera destruido.

– Entre nosotros, Doyle. Hubo rumores…

– Siempre los hay.

– Rumores de deudas de juego, rumores de desfalco de dinero de clientes. Podría usted preguntar a su joven amigo si en los meses que antecedieron al caso se vio en un serio aprieto.

– No tengo intención de hacer semejante cosa.

Anson se levantó lentamente, caminó hasta su escritorio, sacó una llave de un cajón, abrió otro y sacó una carpeta.

– Le enseño esto de manera estrictamente confidencial. Está dirigida a sir Benjamín Stone. Sin duda es sólo una de muchas.

La carta estaba fechada el 29 de diciembre de 1902. En la parte superior izquierda estaban impresas la dirección del bufete y el de recepción de telegramas de George Edalji; y en la esquina superior derecha, «Great Wyrley, Walsall». A Doyle no le hizo falta el peritaje del granuja de Gurrin para convencerse de que la letra era de George.

Querido señor:

Tras haber gozado de una posición desahogada, me veo reducido a la más absoluta pobreza, en primer lugar por haber tenido que pagar una gran suma de dinero (cerca de doscientas veinte libras) por un amigo de quien yo era fiador. Pedí dinero prestado a tres prestamistas con la esperanza de rehacerme, pero sus exorbitantes intereses sólo empeoraron las cosas, y dos de ellos han presentado ahora una solicitud de quiebra contra mí, pero están dispuestos a retirarla si consigo reunir ciento quince libras en el acto. No tengo amigos a los que recurrir, y como la bancarrota me arruinaría y me impediría ejercer durante un largo tiempo en el que perdería a todos mis clientes, como último recurso estoy apelando a desconocidos.

Mis amigos sólo pueden darme treinta libras; yo tengo unas veintiuna y agradecería cualquier ayuda, por pequeña que sea, pues todo me vale para afrontar mi onerosa responsabilidad.

Le pido disculpas por molestarle y confío en que pueda ayudarme en todo lo posible.

Atentamente,

G. E. Edalji

Anson observó a Doyle mientras leía la carta. Holgaba decir que había sido escrita cinco semanas antes de la primera mutilación. La pelota estaba ahora en su campo. Doyle terminó de leer y releyó algunos pasajes. Al final dijo:

– ¿Lo investigaron, sin duda?

– En absoluto. Esto no es asunto de la policía. La mendicidad en la vía pública es una falta, pero mendigar entre profesionales no es de nuestra incumbencia.

– Aquí no veo referencia a deudas de juego ni a desfalco de clientes.

– A duras penas esas referencias habrían conmovido el corazón de sir Benjamín Stone. Trate de leer entre líneas.

– Me niego. Esto parece la súplica desesperada de un honorable joven en apuros por su generosidad con un amigo. Los parsis son conocidos por su caridad.

– Ah, ¿así que de repente es un parsi?

– ¿Qué quiere decir?

– No puede presentar primero a un profesional inglés y a un parsi después, según le convenga. ¿Es prudente que un joven honorable avale una suma tan cuantiosa y que se ponga en las manos de tres prestamistas distintos? ¿Cuántos abogados ha conocido que hagan esto? Lea entre líneas, Doyle. Interrogue a su amigo sobre esto.

– No tengo intención de hacerlo. Y está claro que no quebró.

– En efecto. Sospecho que su madre le sacó del aprieto.

– O quizá hubo otras personas en Birmingham que le mostraron la misma confianza que él al amigo de quien fue fiador.

Anson juzgó a Doyle tan testarudo como ingenuo.

– Aplaudo su… veta romántica, sir Arthur. Le honra. Pero perdóneme que no me parezca realista. Como tampoco su campaña. Su amigo ha sido excarcelado. Es un hombre libre. ¿De qué sirve agitar a la opinión pública? ¿Quiere que el Ministerio del Interior revise el caso? Lo ha examinado innumerables veces. ¿Quiere un comité? ¿Cómo está tan seguro de que obtendrá lo que quiere?

– Formaremos un comité. Lograremos el indulto. Obtendremos una indemnización. Y además estableceremos la identidad del auténtico culpable en cuyo lugar ha sufrido George Edalji.

– Oh, ¿eso también?

Anson se estaba irritando en serio. Habría sido tan fácil pasar una velada agradable: dos hombres de mundo, frisando los cincuenta, uno hijo de un conde y el otro un caballero del reino y ambos, casualmente, lugartenientes de sus condados respectivos. Era más lo que tenían en común que lo que les separaba… y sin embargo se estaban enconando.

– Doyle, déjeme señalarle un par de puntos. Es obvio que imagina que hubo una línea de persecución continua, que se remontaba a años atrás: las cartas, las bromas, las mutilaciones, las amenazas adicionales. Además piensa que la policía acusa de todo esto a su amigo. Usted, por el contrario, culpa de todo a delincuentes, conocidos o no, pero que son los mismos. ¿Cuál es la lógica de estos dos planteamientos? Sólo acusamos a Edalji de dos delitos, y por el segundo no fue juzgado. Supongo que es inocente de numerosos cargos. Una farra criminal de este calibre rara vez tiene un solo autor. Pudo ser el cabecilla, pudo ser un mero secuaz. Puede que viera el efecto de una carta anónima y probara a mandarla él. Pudo haber visto el efecto de una broma y decidirse a gastarla. Haber oído hablar de una banda que acuchillaba animales y optar por enrolarse en ella.

»Mi segundo punto es el siguiente. En mi época he visto declarar inocentes a personas que seguramente eran culpables, y declarar culpables a personas probablemente inocentes. No se sorprenda tanto. He conocido ejemplos de acusaciones y sentencias injustas. Pero en tales casos la víctima muy pocas veces es tan íntegra como quisieran sus defensores. Por ejemplo, permítame una sugerencia. Conoció a George Edalji en el vestíbulo de un hotel. Tengo entendido que usted llegó tarde. Lo vio en una postura particular de la que dedujo su inocencia. Déjeme decirle esto. George Edalji llegó antes que usted. Le estaba esperando. Sabía que usted le observaría. En consecuencia, compuso su aspecto.

Doyle no contestó; se limitó a estirar la barbilla hacia fuera y dio una calada al puro. A Anson le estaba pareciendo un maldito tozudo, aquel escocés, irlandés o lo que afirmase que era.

– Quiere que sea completamente inocente, ¿verdad? ¿No inocente a secas, sino completamente? Según mi experiencia, Doyle, nadie es cien por cien inocente. Quizá le declaren no culpable, pero es distinto de ser inocente. Casi nadie es completamente inocente.

– ¿Tampoco Jesucristo?

«Oh, Dios santo -pensó Anson-. Yo tampoco soy Poncio Pilatos.»

– Bueno, desde un punto de vista estrictamente jurídico -dijo, con un tono afable, de sobremesa-, se podría argumentar que Nuestro Señor contribuyó a que le juzgasen.

Ahora fue Arthur Doyle el que pensó que se estaban desviando del tema.

– Entonces permítame que le pregunte una cosa. En su opinión, ¿qué sucedió realmente?

Anson se rió, demasiado abiertamente.

– Me temo que es la pregunta típica de una novela de detectives. Es lo que piden los lectores y lo que usted les da de buena gana. «Díganos lo que sucedió realmente.»

»La mayoría de los delitos, Doyle, casi todos, de hecho, acontecen sin testigos. El ladrón aguarda a que la casa esté vacía. El asesino espera a que la víctima esté sola. El hombre que acuchilla a un caballo espera a la oscuridad de la noche. Si hay un testigo es muchas veces un cómplice, otro culpable. Lo atrapas y miente. Siempre. Separas a los dos cómplices y dicen mentiras distintas. Consigues que alguien declare y dice otro tipo de mentiras. Aunque asignaran a un solo caso todos los recursos de la policía de Staffordshire, nunca acabaría de saber "qué sucedió realmente", como dice usted. No estoy exponiendo un argumento filosófico sino siendo práctico. Lo que sabemos, lo que terminamos sabiendo es suficiente para garantizar una condena. Perdone que le aleccione sobre el mundo real.

Doyle se preguntó si alguna vez dejarían de castigarle por haber inventado a Sherlock Holmes. Corregido, aconsejado, sermoneado, tratado con condescendencia…, ¿hasta cuándo duraría aquello? No obstante, tenía que seguir. No debía perder los estribos, fuera cual fuese la provocación.

– Pero dejando aparte todo eso, Anson. Y admitiendo, como temo que tendremos que admitir, que al final de esta velada es posible que no hayamos modificado un ápice nuestras posiciones respectivas. Le pregunto lo siguiente. Usted cree que un joven y respetable abogado, que no ha dado muestras previas de un carácter violento, una buena noche sale de casa y agrede a un pony con especial maldad y violencia. Sólo le pregunto: ¿por qué?

Anson gruñó en su fuero interno. El móvil. La mente criminal. Ya empezamos otra vez. Se levantó y escanció otras dos copas.

– Usted es el que gana dinero con su imaginación, Doyle.

– Pero yo le creo inocente. E incapaz de dar ese salto que usted ha dado. No está usted en el banco de los testigos. Somos dos caballeros ingleses tomando un buen brandy y, si me permite decirlo, unos puros aún mejores, en una hermosa casa situada en el centro de este condado espléndido. Nada de lo que diga saldrá de estas cuatro paredes, le doy mi palabra. Sólo le pregunto: ¿por qué?

– Muy bien. Empecemos por los hechos conocidos. El caso de Elizabeth Foster, la sirvienta. Donde usted alega que todo comenzó. Estudiamos el caso, como es natural, pero no había pruebas suficientes para formular cargos.

Doyle miró inexpresivo al capitán Anson.

– No comprendo. Hubo una acusación. Ella se declaró culpable.

– Hubo una acusación privada…, la del vicario. Y a la chica la amedrentaron los abogados para que se declarase culpable. No fue una de esas acciones por las que te aprecian tus feligreses.

– ¿Así que la policía tampoco entonces apoyó a la familia?

– Doyle, acusamos cuando hay pruebas. Como hicimos cuando el propio abogado fue víctima de una agresión. Ah, veo que no se lo dijo.

– George no busca compasión.

– Es algo marginal. -Anson cogió un papel de la carpeta-. Noviembre de 1900. Agredido por dos chicos de Wyrley. Le empujaron contra un seto en Landywood, y uno de ellos también le rompió el paraguas. Los dos se declararon culpables. Multados con las costas. Por los jueces de Cannock. ¿No sabía que estuvo allí antes?

– ¿Puedo ver eso?

– Me temo que no. Registros policiales.

– Entonces dígame por lo menos los nombres de los agresores. -Como Anson vacilaba, añadió-: Puedo poner a mis sabuesos tras esa pista.

Anson sorprendió a Doyle con una especie de ladrido cómico.

– ¿O sea que usted también es un sabueso? Oh, de acuerdo, se llamaban Walker y Gladwin. -Vio que a Doyle los nombres no le decían nada-. De todas formas, cabría presumir que no fue un suceso aislado. Es probable que le agredieran antes o después, quizá con menos saña. Sin duda le insultarían también. Los jóvenes de Staffordshire distan mucho de ser unos santos.

– Quizá le sorprenda que George Edalji rechaza específicamente el prejuicio racial como la causa de su desgracia.

– Tanto mejor. De modo que podemos descartarlo.

– Aunque, por supuesto, yo no estoy de acuerdo con su análisis -añadió Doyle.

– Está en su derecho -dijo Anson, con suficiencia.

– ¿Y por qué aquella agresión es importante?

– Porque, Doyle, no se puede entender el final sin conocer el principio.

Anson empezaba a divertirse. Sus golpes, uno tras otro, daban en el blanco.

– George Edalji tenía buenos motivos para odiar el distrito de Wyrley. O creía tenerlos.

– ¿Y por eso se vengó matando ganado? ¿Dónde está la conexión?

– Veo que es usted de ciudad, Doyle. Una vaca, un caballo, una oveja, un cerdo es más que ganado. Es un sustento. Llámelo… un objetivo económico.

– ¿Puede demostrar que existe un vínculo entre alguno de los agresores de George en Landywood y algunas de las posteriores mutilaciones de ganado?

– No, no puedo. Pero no debería esperar que los criminales se atengan a una lógica.

– ¿Ni siquiera los inteligentes?

– Aún menos, según mi experiencia. De todos modos, tenemos a un joven que es el ojito derecho de sus padres y que sigue empantanado en casa mientras su hermano ha huido del redil. Un chico que guarda rencor al pueblo y que se siente superior a él. Contrae una deuda catastrófica. Los prestamistas le amenazan con llevarlo a los tribunales, la ruina profesional está a la vuelta de la esquina. Está a punto de venirse abajo todo aquello por lo que ha luchado en la vida…

– ¿Y?

– Y… quizá enloqueció como su amigo Wilde.

– A Wilde, a mi entender, lo corrompió el éxito. Difícilmente se puede comparar el efecto de los aplausos nocturnos en el West End con la acogida crítica de un tratado sobre leyes ferroviarias.

– Ha dicho que el caso de Wilde fue un proceso patológico. ¿Por qué no el de Edalji? Creo que llevaba varios meses desquiciado. La tensión debió de ser considerable, incluso inaguantable. Usted mismo ha calificado su carta de «desesperada». Pudo haberse producido algún proceso patológico, haber aflorado en la sangre una tendencia al mal inevitable.

– La mitad de su sangre es escocesa.

– Lo sé.

– Y la otra mitad es parsi. La más culta y próspera de las sectas indias.

– No lo dudo. No por nada los llaman los judíos de Bombay. Y tampoco dudo de que es la mezcla de sangres la responsable en parte de todo esto.

– Mi sangre es mitad escocesa y mitad irlandesa -dijo Doyle-. ¿Me empuja a acuchillar ganado?

– Usted mismo me facilita el argumento. ¿Qué inglés, qué escocés; qué medio escocés cogería un cuchillo para rajar a un caballo, una vaca, una oveja?

– Se olvida del minero Farrington, que hizo eso cuando George estaba en la cárcel. Pero le pregunto, a mi vez: ¿qué indio haría eso? ¿No veneran al ganado como si fuera sagrado?

– En efecto. Pero el problema surge cuando las sangres se mezclan. Se crea una división irreconciliable. ¿Por qué las sociedades de todas partes aborrecen a los mestizos? Porque tienen el alma escindida entre el impulso de la civilización y la atracción de la barbarie.

– ¿Y considera responsable de barbarie a la sangre escocesa o parsi?

– Qué gracioso es usted, Doyle. Cree en la sangre. Cree en la raza. Me ha dicho en la cena que su madre se preciaba de haber seguido durante un período de cinco siglos la línea de sus antepasados. Disculpe si me equivoco al citarle, pero recuerdo que muchos de los grandes de la tierra se han posado en su árbol genealógico.

– La cita es correcta. ¿Está diciendo que George Edalji abría la panza a caballos porque era lo que sus ancestros habían hecho hace cinco siglos en Persia o dondequiera que estuvieran entonces?

– Ignoro si realizaban prácticas bárbaras o rituales. Quizá sí. Puede que el propio Edalji no supiera lo que le impelía a actuar así. Un impulso de siglos atrás, sacado a la superficie por aquel mestizaje repentino y deplorable.

– ¿Cree de verdad que es eso lo que ocurrió?

– Algo así, sí.

– ¿Y Horace, entonces?

– ¿Horace?

– Horace Edalji. Nacido de la misma mezcla de sangre. Actualmente un respetable empleado del gobierno de Su Majestad. En la inspección de impuestos. ¿No estará sugiriendo que Horace formaba parte de la banda?

– No.

– ¿Por qué no? Tiene buenas credenciales.

– Qué gracioso es usted, insisto. Para empezar, Horace Edalji vive en Manchester. Además, lo único que estoy sugiriendo es que la mezcla de razas produce una tendencia, una propensión, bajo determinadas circunstancias extremas, a volver a la barbarie. Naturalmente, muchos mestizos viven una vida del todo respetable.

– A no ser que algo les desate…

– Como la luna llena puede desencadenar locura en algunos gitanos e irlandeses.

– Nunca ha ejercido ese efecto en mí.

– En irlandeses de extracción baja, Doyle. No hablaba de usted.

– ¿Cuál es entonces la diferencia entre George y Horace? ¿Por qué, en su opinión, uno ha retornado a la barbarie y el otro no… o todavía no?

– ¿Tiene usted un hermano, Doyle?

– Sí. Más pequeño. Innes. Es funcionario.

– ¿Por qué no ha escrito novelas de detectives?

– No soy yo el teórico esta noche.

– Porque las circunstancias varían, incluso entre hermanos.

– Repito, ¿por qué no Horace?

– Tiene la evidencia delante de las narices, Doyle. La propia familia la proporcionó en el juicio. Me extraña que usted la pasara por alto.

«Era una lástima -pensó Doyle-, que no hubiera reservado una habitación en el hotel White Lion de la acera de enfrente. Quizá tuviera la necesidad de emprenderla a patadas contra algunos muebles antes de que finalizara la velada.»

– Casos como éste, que al profano le parecen desconcertantes y repulsivos, a menudo giran, según mi experiencia, sobre cuestiones de las que no se habla durante el juicio, por razones obvias. Cuestiones que por lo general quedan reservadas para el salón fumador. Pero usted es un hombre de mundo, como ha indicado con sus anécdotas sobre Oscar Wilde. También, que yo recuerde, posee un título de medicina. Y creo que ha viajado con nuestro ejército a la guerra de Sudáfrica.

– Todo eso es cierto.

¿Adonde quería ir a parar el capitán?

– Su amigo Edalji tiene treinta años. Es soltero.

– Como muchos hombres de su edad.

– Y es probable que se quede soltero.

– Sobre todo por su condena de cárcel.

– No, Doyle, no es ése el problema. Siempre hay mujeres de baja estofa a las que atrae el tufillo de Portland. El obstáculo es otro. El obstáculo es que su amigo es un mestizo de ojos saltones. No hay muchas candidatas para eso, no en Staffordshire.

– ¿Y bien?

Pero Anson no parecía tener mucho afán en aclararlo.

– El acusado, como constó en acta, no tenía amigos.

– Creí que era miembro de la famosa banda de Wyrley.

Anson no prestó atención a esta réplica.

– Ni compañeros ni, en realidad, amigas del otro sexo. Nunca se le ha visto con una chica del brazo. Ni siquiera con una doncella.

– No sabía que le hubiera seguido tan de cerca.

– Tampoco practica actividades deportivas. ¿Se había fijado? Los grandes juegos ingleses para hombres, el criquet, el fútbol, el golf, el tenis, el boxeo, le son totalmente ajenos. El tiro al arco… -añadió el jefe de policía; y luego, como si lo hubiera olvidado-: La gimnasia.

– ¿Espera que un hombre con ocho dioptrías se suba a un ring de boxeo y, si no lo hace, le manda usted a la cárcel?

– Ah, su vista defectuosa, la respuesta a todo. -Anson notaba cómo crecía la crispación de Doyle, y se propuso espolearla aún más-. Sí, un pobre chico solitario, un ratón de biblioteca con los ojos saltones.

– ¿Y bien?

– Creo que fue usted oftalmólogo, ¿no?

– Tuve una consulta durante una temporada en Devonshire Place.

– ¿Y examinó muchos casos de exoftalmia?

– No muchos. A decir verdad, no tuve muchos pacientes. Tan pocos, en realidad, que pude consagrar mi tiempo a la composición literaria. Así que esa carencia, contra todo pronóstico, habría de resultar beneficiosa.

Anson advirtió el despliegue ritual de fatuidad, pero siguió adelante.

– ¿Y con qué estado asocia usted la exoftalmia?

– A veces se produce como consecuencia de la tos ferina.

Y, por supuesto, como un efecto secundario de la estrangulación.

– La exoftalmia suele asociarse normalmente con un grado enfermizo de deseo sexual.

– ¡Patrañas!

– Sin duda, sir Arthur, sus pacientes de Devonshire Place eran en conjunto gente fina.

– Es absurdo.

¿Habían descendido al nivel de las tradiciones populares o los cuentos de viejas? ¿Era posible que dijera aquello un jefe de policía?

– No es, claro está, una observación que surgiría durante una declaración. Pero suele aparecer en los informes de quienes tratan con un tipo determinado de criminales.

– Sigue siendo una patraña.

– Como quiera. Además, tenemos que considerar los curiosos hábitos de la vicaría a la hora de acostarse.

– Que son la prueba irrefutable de la inocencia del joven.

– Hemos convenido en que esta noche no cambiaremos un ápice nuestros criterios respectivos. El chico tiene, ¿qué edad, diez años?, cuando su hermana cae enferma. A partir de ese momento, la madre y la hija duermen en el mismo cuarto y el padre y el hijo mayor comparten un dormitorio. Horace tuvo la suerte de disponer de uno propio.

– ¿Sugiere usted que en aquella habitación se cometieron actos mezquinos?

¿Dónde demontres iba a parar Anson? ¿Estaba fuera de sus cabales?

– No, Doyle. Todo lo contrario. Tengo el convencimiento absoluto de que en aquella habitación no ocurrió nada. De que no hubo nada más que rezos y sueño. No ocurrió nada. Nada. El perro no ladró, discúlpeme.

– ¿Y bien…?

– Como he dicho, tiene la evidencia delante de las narices. A partir de los diez años, un chico duerme con su padre en una habitación cerrada con llave. Desde la pubertad hasta la juventud, noche tras noche. Su hermano se va de casa y ¿qué sucede? ¿Hereda el dormitorio de Horace? No, el arreglo estrafalario continúa. Es un chico solitario y después un joven solitario que tiene una apariencia grotesca. No se le ve nunca con alguien del sexo opuesto. Pero es de suponer que habrá tenido apremios y apetitos. Y si, a pesar de su escepticismo, creemos en la evidencia de su exoftalmia, era propenso a impulsos y apetitos más fuertes de lo normal. Somos hombres, Doyle, entendemos esas cosas. Conocemos los peligros de la adolescencia y los primeros años de la edad adulta. Sabemos que a menudo hay que elegir entre la autosatisfacción carnal, que genera un debilitamiento físico y moral, y hasta da origen a una conducta delictiva, y un saludable desvío de los bajos instintos hacia varoniles actividades deportivas. A Edalji las circunstancias le impidieron, por suerte, seguir el primer camino, y no optó por encauzar sus energías hacia la otra vía. Y aunque reconozco que no estaba, en verdad, muy dotado para el boxeo, tenía a su alcance, por ejemplo, la gimnasia, la educación física y esa nueva ciencia americana del culturismo.

– ¿Sugiere usted que la noche del pony hubo… algún propósito o manifestación sexuales?

– No, no directamente. Pero me ha preguntado lo que creo que ocurrió y por qué. Admitamos, de momento, gran parte de lo que usted afirma sobre Edalji. Era un buen estudiante, un hijo que veneraba a sus padres, que rezaba en la iglesia de su padre, que no fumaba ni bebía, que trabajaba con ahínco en su bufete. Y usted, a cambio, tiene que aceptar la probabilidad de que tuviese un lado oscuro. ¿Cómo podría no tenerlo, en vista de su singular educación, su aislamiento y reclusión intensos, sus impulsos excesivos? De día es un industrioso miembro de la sociedad. Pero alguna que otra noche sucumbe a un instinto bárbaro, a algo sepultado dentro de su alma oscura, algo que es probable que ni siquiera él entienda.

– Pura especulación -dijo Doyle, aunque hubo algo en su voz, algo más baja y menos confiada, que llamó la atención de Anson.

– Me ha pedido que especule. Tendrá que reconocer que he visto más ejemplos que usted de comportamiento y propósitos delictivos. Mis conjeturas se basan en ellos. Ha insistido en que Edalji es un profesional. Ha preguntado implícitamente con cuánta frecuencia delinquen las clases profesionales. Más a menudo de lo que creería, le he respondido. Sin embargo, le devolveré la pregunta formulada de otro modo, sir Arthur. ¿Cuántos hombres felizmente casados, cuya felicidad implica una asidua satisfacción sexual, cometen crímenes violentos y pervertidos? ¿Creemos que Jack el Destripador fue un hombre felizmente casado?

»No. No lo creemos. Yo iría más lejos. Insinuaría que si un hombre de salud normal se ve privado continuamente de satisfacción sexual, por la razón que sea y en cualesquiera circunstancias, puede (sólo digo que puede, no soy más categórico), puede verse afectada su estructura mental. Creo que es lo que le sucedió a Edalji. Se vio encerrado en una jaula terrible, con barrotes de hierro. ¿Cuándo escaparía? ¿Cuándo llegaría a conocer alguna consumación sexual? En mi opinión, un período continuado de frustración sexual, año tras año tras año, puede empezar a enloquecer a un hombre, Doyle. Puede inducirle a adorar a extraños dioses y ejecutar extraños ritos.

No hubo respuesta de su famoso invitado. De hecho, Doyle parecía tener la cara bastante morada. Quizá fuese el efecto del brandy. Quizá a pesar de sus aires mundanos era un mojigato. O quizá -y esto parecía lo más probable- vio la fuerza abrumadora del argumento expuesto en su contra. En todo caso, tenía la mirada concentrada en el cenicero mientras aplastaba el cabo perfectamente fumable de un habano muy decente. Anson aguardó, pero su huésped había desviado la mirada hacia el fuego, incapaz de contestar o sin ganas de hacerlo. Bueno, aquello parecía el fin de la velada. Habría que ocuparse de asuntos más prácticos.

– Espero que duerma como un lirón esta noche, Doyle. Pero le prevengo de que algunos creen que Green Hall está embrujado.

– No me diga -fue la respuesta.

Pero Anson comprendió que la mente de Doyle estaba lejos.

– Se supone que hay un jinete sin cabeza. Además, se oye el crujido de ruedas de un carruaje sobre la grava del camino, pero no hay carruaje. Y también el tañido de campanas misteriosas, pero nunca las han encontrado. Paparruchas, claro, paparruchas. -Anson se percató de que se sentía muy contento-. Pero dudo de que sea vulnerable a fantasmas, zombis y poltergeists.

– Los espíritus de los muertos no me asustan -dijo Doyle con una voz cansada y monótona-. En realidad, les doy la bienvenida.

– El desayuno es a las ocho, si le parece bien.

Cuando Doyle se retiró, con un semblante de derrota, en opinión de Anson, el capitán arrojó al fuego las colillas y las vio arder brevemente. Cuando se acostó, Blanche seguía despierta, releyendo a Braddon. En el vestidor contiguo, su marido lanzó la chaqueta sobre el colgador y le gritó:

– ¡Sherlock Holmes boquiabierto! ¡Scotland Yard resuelve el misterio!

– George, no vociferes así.

El capitán Anson se acercó de puntillas, con su bata trenzada y una amplia sonrisa en la cara.

– No me importa que el gran detective esté agachado y con la oreja pegada a la cerradura. Esta noche le he enseñado un par de cosas sobre el mundo real.

Pocas veces Blanche Anson había visto a su marido tan exaltado, y decidió confiscar durante el resto de la semana la llave de la vitrina con los licores.

Arthur

La furia de Arthur había ido en aumento desde que se cerró tras él la puerta de Green Hall. El primer tramo del viaje de vuelta a Hindhead hizo poco por aliviarla. La línea de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril de Londres al norte y al oeste supuso una serie de provocaciones constantes: desde Stafford, donde George fue condenado, pasando por Rugeley, donde fue a la escuela; Hednesford, donde se suponía que había amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza; Cannock, donde aquellos estúpidos jueces decidieron enjuiciarle; Wyrley y Churchbridge, donde todo empezó, y después, por los campos donde pastaba el que podría ser el ganado de Blewitt, hasta Birmingham, donde George había sido detenido. Cada estación del recorrido tenía su mensaje, el mismo mensaje escrito por Anson: yo y los míos somos los dueños de la tierra en esta comarca, y de la gente y de la justicia.

Jean nunca había visto a Arthur de tan mal genio. Es media tarde y golpea el servicio del té mientras refiere su historia.

– ¿Y sabes qué más dijo? Se atrevió a afirmar que no sería muy beneficioso para mi reputación que mis… conjeturas de aficionado se divulgasen. No me han tratado con tanto paternalismo desde que era un médico pobretón en Southsea y traté de convencer a un paciente rico de que estaba perfectamente sano cuando él insistía en que se encontraba a las puertas de la muerte.

– ¿Y qué hiciste? En Southsea, me refiero.

– ¿Qué hice? Le repetí que estaba rebosante de salud y me contestó que no pagaba a un médico para que le dijera eso, y entonces le dije que buscara a otro especialista que le diagnosticase la dolencia que a él le pareciera conveniente.

Jean se ríe de la escena, pero tiñe su hilaridad la pena ligera de no haber estado presente, de que nunca hubiera podido presenciarla. Es cierto que el futuro se extiende ante ellos, pero de pronto lamenta no haber poseído asimismo un poco del pasado.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Sé exactamente lo que voy a hacer. Anson piensa que he redactado este informe con la intención de mandarlo al Ministerio del Interior, donde criará polvo y del que hablarán de pasada en alguna revisión interna que quizá vea por fin la luz del día cuando todos hayamos muerto. No pienso jugar esa partida. Publicaré mis descubrimientos con la mayor difusión posible. Lo he pensado en el tren. Ofreceré el informe al Daily Telegraph, que creo que lo publicará bien contento. Pero haré algo más. Les pediré que lo encabecen con la leyenda «Sin derechos de autor», para que otros periódicos, y en especial los del Midland, puedan reproducirlo in extenso y gratis.

– Maravilloso. Y muy generoso.

– Eso no hace al caso. Se trata de buscar lo más eficaz. Y, además, ahora expondré la posición, clara como el día, del capitán Anson sobre el caso, su participación partidista desde el principio. Si quiere mis «especulaciones de aficionado» sobre sus actividades, las tendrá. Que me denuncie por difamación, si quiere. Y puede que se encuentre con que su futuro profesional no sea el que se imagina cuando yo haya acabado con él.

– Arthur, si me permites…

– ¿Sí, querida?

– Quizá no sea aconsejable convertir esto en una venganza personal contra el capitán Anson.

– No veo por qué no. Él fue la fuente de gran parte del mal.

– Lo que quiero decir, querido Arthur, es que no debes permitir que el capitán Anson te distraiga de tu objetivo primordial. Porque en ese caso él sería el primero en alegrarse.

Arthur la mira con orgullo y con placer. No es sólo una sugerencia valiosa, sino, por añadidura, inteligente.

– Tienes toda la razón. No fustigaré a Anson más de lo que sea necesario para los intereses de George. Pero tampoco quedará impune. Y la segunda parte de mi investigación pondrá en ridículo a él y a toda su policía. La identidad del culpable se está volviendo más clara, y si consigo demostrar que Anson lo tuvo delante de las narices desde el principio del caso, y que no hizo nada, ¿qué alternativa le quedará sino dimitir? Cuando haya terminado con este asunto haré que reorganicen de arriba abajo la policía de Staffordshire. ¡Avante a toda máquina!

Ve sonreír a Jean y su sonrisa le parece a la vez admirativa y benévola, una combinación poderosa.

– Y a propósito, querida. Creo que deberíamos fijar una fecha para la boda. De lo contrario la gente podría tomarte por una desaprensiva.

– ¿A mí, Arthur? ¿A mí?

Él se ríe y alarga la mano para coger la de ella. A toda máquina, piensa, porque si no podría explotar toda la sala de calderas.

De regreso a Undershaw, Arthur tomó la pluma y puso a Anson en su sitio. Aquella carta al vicario. -«Y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente»-: ¿alguna vez se había visto un prejuicio tan flagrante por parte de un oficial responsable? Arthur sintió que le crecía la indignación conforme iba copiando las palabras; sintió también la frialdad del consejo de Jean. Debía hacer lo que fuese más eficaz para George; debía evitar la calumnia; debía dictar un veredicto definitivo sobre Anson. Hacía mucho tiempo que no le habían tratado con tanta condescendencia. Bueno, Anson iba a descubrir qué se sentía.

Ahora [empezó] no me cabe duda de que el capitán Anson fue muy sincero en su ojeriza por George Edalji, y de que no era consciente de su propio prejuicio. Sería necio pensar otra cosa. Pero los hombres en su posición no tienen derecho a semejantes sentimientos. Ellos son muy poderosos, otros son muy débiles y las consecuencias son terroríficas. A medida que narro el curso de los hechos, esta inquina del jefe de la policía se fue infiltrando hasta impregnar a todos los hombres a su mando, y cuando detuvieron a George Edalji no le concedieron la justicia más elemental.

Antes del caso y durante el mismo, pero tampoco después: Anson había hecho gala de una arrogancia tan ilimitada como sus prejuicios.

No sé qué informes posteriores del capitán Anson impidieron que se hiciera justicia en el Ministerio del Interior, pero si sé que, en vez de dejar tranquilo al hombre caído, después de su condena no se escatimaron esfuerzos para mancillar su figura, así como la de su padre, con el fin de ahuyentar a cualquiera que pudiera interesarse en investigar el caso. Cuando el señor Yelverton lo asumió, recibió una carta, firmada por el capitán Anson y fechada el 8 de noviembre de 1903, que decía: «Justo es decirle que descubrirá que es una pérdida de tiempo intentar probar que, debido a su situación y supuesto buen carácter, George Edalji no pudo haber sido el autor de cartas vejatorias y abominables. Su padre conoce tan bien como yo su propensión a redactar textos anónimos, y algunas otras personas tienen un conocimiento personal a este respecto».

Ahora bien, tanto Edalji como su padre declaran bajo juramento que el primero no ha escrito una carta anónima en toda su vida, y al solicitar el señor Yelverton el nombre de esas «otras personas», no recibió respuesta. Piénsese que esta carta fue escrita inmediatamente después de la sentencia, y que tenía por finalidad cortar de raíz toda campaña en pro de la clemencia. Es, desde luego, algo parecido al acto de patear a un hombre caído en el suelo.

«Si esto no hunde a Anson -pensó Arthur-, nada lo hará.» Imaginó editoriales de prensa, preguntas en el Parlamento, una declaración muy comedida del Ministerio del Interior y quizá una prolongada gira por el extranjero hasta que al jefe de la policía le encontraran un trabajo cómodo pero lejano. El destino adecuado sería las Antillas. Sería triste para la señora Anson, que a Arthur le había parecido una comensal enjundiosa. Pero sin duda sobreviviría a la justa humillación de su marido mejor de lo que la madre de George había podido sobrellevar la humillación inicua de su hijo.

El Daily Telegraph publicó la crónica de Arthur en dos artículos, el 11 y el 12 de enero. El periódico compuso muy bien las páginas y los cajistas hicieron un buen trabajo. Arthur releyó todo el texto hasta el retumbante epílogo:

Nos han cerrado la puerta en las narices. Ahora apelamos al último tribunal de todos, uno que no yerra cuando se le exponen los hechos limpios y escuetos, y preguntamos al público de Gran Bretaña si esto puede quedar así.

La reacción a los artículos fue formidable. El joven repartidor de telegramas pronto se habría aprendido el trayecto a Undershaw con los ojos vendados. Barrie, Meredith y otros escritores respaldaron a Arthur. En el correo de los lectores del Telegraph ardía el debate sobre la miopía de George y la negligencia de la defensa por no haberla alegado. La madre de George añadió su testimonio:

Siempre le hablé al abogado defensor contratado de la pésima vista que tenía mi hijo desde pequeño. Al momento pensé que sería una prueba suficiente, de no haber habido otras, de que no habría podido ir de noche al campo, por una «carretera» supuesta que ni siquiera habría podido utilizar gente con buena vista. Le di tantas vueltas a esto que me quedé consternada de que no me dieran la ocasión de hablar en mi testimonio de su miopía. Me dieron muy poco tiempo y me figuro que la gente ya estaba cansada del caso… La visión de mi hijo era tan defectuosa que se acercaba muchísimo al papel cuando escribía, y sostenía un libro o una hoja muy cerca de los ojos, y cuando salía a pasear le costaba reconocer a la gente. Cuando me citaba con él en algún sitio, era yo la que tenía que buscarle, no él a mí.

Otras cartas exigían una búsqueda de Elizabeth Foster, diseccionaban la figura del capitán Anson y se extendían sobre la abundancia de bandas en Staffordshire. Un corresponsal explicó la facilidad con que los pelos de caballo se desprendían del forro de un abrigo. Había cartas de uno de los pasajeros que viajaban con George en el tren de Wyrley, de «un espectador del noroeste de Hampstead» y de «un amigo de los parsis». Aroon Chunder, doctor en medicina (Cantabrigian), deseaba puntualizar que la mutilación de ganado era un acto ajeno por completo a la idiosincrasia oriental. Chowry Muthu, también médico, de New Cavendish Street, recordaba a los lectores que toda la India estaba observando el caso y que el nombre y el honor de Inglaterra estaban en juego.

Tres días después de la publicación del segundo artículo en el Telegraph, Arthur y Yelverton fueron recibidos en el Ministerio del Interior por los señores Gladstone, sir Mackenzie Chambers y Blackwell. Se acordó que la entrevista tendría carácter privado. La conversación duró una hora. Después, sir Arthur Conan Doyle declaró que a él y el señor Yelverton les habían dispensado una «acogida cortés y comprensiva», y que «confiaba» en que el ministerio hiciera todo lo posible por esclarecer el asunto.

La renuncia a los derechos de autor contribuyó a difundir la crónica no sólo en los Midlands, sino en todo el mundo. La agencia de recortes de prensa de Arthur estaba sobrecargada, y se acostumbró a ver repetido un titular, que le enseñó el mismo verbo en muchas lenguas distintas: SHERLOCK HOLMES INVESTIGA. Cada correo traía expresiones de apoyo, así como alguna que otra disensión. Hubo propuestas fantásticas para la resolución del caso. Por ejemplo, que la persecución de los Edalji la habían llevado a cabo otros parsis como castigo por la apostasía de Shapurji. Y, por supuesto, hubo otra carta escrita con una letra que para entonces se había vuelto muy conocida:

Sé por un detective de Scotland Yard que si le escribes a Gladstone y le dices que crees que Edalji es culpable después de todo te nombrarán lord el año que viene. ¿No es mejor ser lord que arriesgarse a perder los riñones y el hígado? Piensa en todos los asesinatos macavros que se cometen ¿por qué entonces no te escapas?

Arthur advirtió la falta de ortografía, juzgó que tenía dominado a su hombre y pasó la página:

La prueba de lo que te digo es lo que escribió en los periódicos cuando le soltaron de la cárcel en vez de quedarse en casita con su papi y todos los negros y los judíos de cara amarilla. Nadie sabría copiar así su letra, estúpido ciego.

Una provocación tan grosera sólo servía para confirmar la necesidad de avanzar en todos los frentes. No cejaría en su esfuerzo. Mitchell escribió confirmando que Milton sí figuraba en el programa de estudios de la escuela Walsall durante el período que interesaba a sir Arthur; le rogaba, no obstante, que añadiera que el gran poeta se estudiaba en las escuelas de Staffordshire hasta donde alcanzaba a recordar el maestro más viejo, y que de hecho se seguía estudiando. Harry Charlesworth informaba de que había localizado a Fred Wynn, uno de los condiscípulos del hijo de Brookes, que actualmente era pintor de brocha gorda en Cheslyn Hay, y que le preguntaría por Speck. Tres días después llegó un telegrama redactado según una fórmula convenida: INVITADO COMER HEDNESFORD MARTES CHARLESWORTH STOP.

Harry Charlesworth se reunió con sir Arthur y Wood en la estación de Hednesford y les llevó a la taberna Rising Sun. En el salón les presentó a un joven larguirucho, con un cuello de celuloide y los puños deshilachados. Había algunas manchas blanquecinas en una manga de su chaqueta, pero Arthur consideró improbable que fuesen de saliva de caballo o incluso de pan y leche.

– Cuéntales lo que me contaste -dijo Harry.

Wynn miró despacio a los desconocidos y golpeó con los dedos su vaso. Arthur mandó a Wood en busca del estímulo necesario para la laringe del informador.

– Estuve en la escuela con Speck -empezó-. Siempre era el último de la clase. Se metía en líos. Un verano prendió fuego a un almiar. Le gustaba mascar tabaco. Una noche yo estaba en el tren con Brookes cuando Speck entró corriendo en el mismo vagón, fue derecho hasta el fondo, embistió la ventanilla con la cabeza e hizo añicos el cristal. Se echó a reír de lo que había hecho. Todos nos cambiamos de vagón.

»Unos días después llegó un policía del ferrocarril y dijo que estábamos acusados de romper un cristal. Los dos dijimos que había sido Speck, y entonces tuvo que pagarlo, y también le pillaron cortando las correas de la ventanilla y le hicieron pagarlas. Después el padre de Brookes empezó a recibir cartas diciendo que Brookes y yo habíamos escupido a una señora mayor en la estación de Walsall. Siempre estaba tramando alguna, Speck. Al final lo echaron de la escuela. No recuerdo muy bien si le expulsaron, pero en la práctica vino a ser lo mismo.

– ¿Y qué fue de él? -preguntó Arthur.

– Uno o dos años después oí que le habían embarcado.

– ¿Embarcado? ¿Está seguro? ¿Absolutamente seguro?

– Bueno, es lo que me dijeron. En todo caso, desapareció.

– ¿Cuándo fue eso?

– Como he dicho, uno o dos años después. Yo diría que debió de prender fuego al almiar hacia el año 1892.

– Entonces, ¿se habría embarcado a finales de 1895 o principios de 1896?

– Eso no sabría decirlo.

– ¿Más o menos?

– No podría precisarlo más.

– ¿Recuerda de qué puerto zarpó?

Wynn negó con la cabeza.

– ¿O de cuándo volvió, si es que lo hizo?

Wynn volvió a negar con la cabeza.

– Charlesworth dijo que a usted le interesaría.

Golpeó otra vez el vaso con los dedos. Esta vez Arthur no tomó en cuenta el gesto.

– Me interesa, señor Wynn, pero me perdonará que le diga que hay un problema en su historia.

– ¿Ah, sí?

– ¿Fue a la escuela de Walsall?

– Sí.

– ¿Y también Brookes?

– Sí.

– ¿Y Speck?

– Sí.

– Entonces, ¿cómo explica el hecho de que el señor Mitchell, el director actual, me asegure que no ha habido en la escuela un alumno con ese nombre en los últimos veinte años?

– Oh, ya veo -dijo Wynn-. Speck era sólo un apodo. Era pequeñajo, como una mota [22]. Debe de ser por eso. No, su verdadero apellido era Sharp.

– ¿Sharp?

– Royden Sharp.

Arthur levantó el vaso de Wynn y se lo entregó a su secretario.

– ¿Le apetece tomar algo con esto, señor Wynn? ¿Rebajarlo con whisky, quizá?

– Eso sería muy noble por su parte, sir Arthur. Y me preguntaba si a cambio podría pedirle un favor.

Cogió una pequeña mochila y Arthur abandonó el Rising Sun con una docena de perfiles narrativos de la vida local. -«He pensado en titularlos Viñetas»-, sobre cuyo mérito literario había prometido pronunciarse.

– Royden Sharp. Aquí tenemos un nombre nuevo en el caso. ¿Cómo podríamos localizarlo? ¿Tiene alguna idea, Harry?

– Oh, sí -dijo Harry-. No he querido mencionarlo delante de Wynn para que no se bebiera todas las existencias. Puedo darle una pista sobre él. Era el pupilo del señor Greatorex.

– ¡Greatorex!

– Había dos hermanos Sharp, Wallie y Royden. Uno estaba en la escuela con George y conmigo, aunque hace tanto tiempo que no lo recuerdo. Pero Greatorex les hablará de ellos.

Tomaron el tren hasta dos paradas antes de Wyrley y Churchbridge y después fueron andando a la granja Littleworth. Los Greatorex eran una pareja de mediana edad, acomodada y cordial, hospitalaria y directa. Arthur pensó que por una vez se libraría de comprar cerveza o una rasqueta para las botas, de calcular si el precio correcto de la información eran dos chelines y tres peniques o dos chelines y cuatro peniques.

– Wallie y Royden Sharp eran los hijos de mi arrendatario Peter Sharp -empezó Greatorex-. Eran chicos bastante salvajes. No, quizá sea injusto decir esto. Royden era un salvaje. Recuerdo que una vez su padre tuvo que pagar porque incendió un almiar. Wallie era más extraño que turbulento.

»A Royden le expulsaron de la escuela; la de Walsall. Los dos estudiaban allí. Royden era vago y destructivo, supongo, aunque nunca supe la historia completa. Peter le mandó después a la escuela de Wisbech, pero allí no mejoró nada. Entonces le puso de aprendiz de un carnicero de Cannock, un tal Meldon, me parece. Luego, hacia finales de 1893, entré yo en escena. El padre del chico se estaba muriendo y me preguntó si aceptaría ser tutor de Royden. Era lo mínimo que podía hacer por Peter, y naturalmente se lo prometí. Hice lo que pude, pero Royden era incontrolable. Una fechoría tras otra. Robos, rotura de cosas, mentiras continuas…; no duraba en ningún empleo. Al final le dije que tenía dos opciones. O dejaba de pagarle su asignación y le denunciaba a la policía o se embarcaba.

– Sabemos la alternativa que escogió.

– Le saqué un pasaje de grumete en el General Roberts, propiedad de Lewis Davies y Compañía.

– ¿Cuándo fue eso?

– A finales de 1895. Muy a finales de año. Creo que zarpó el 30 de diciembre.

– ¿Y de qué puerto, señor Greatorex?

Arthur ya conocía la respuesta, pero aun así se inclinó para escucharla.

– De Liverpool.

– ¿Y cuánto tiempo estuvo embarcado en el General Roberts?

– Bueno, por una vez duró en un trabajo. Terminó su aprendizaje unos cuatro años después y obtuvo un título de tercer oficial. Después volvió a casa.

– ¿Eso nos remonta a 1903?

– No, no. Antes. A 1901, estoy seguro. Pero sólo estuvo en tierra poco tiempo. Encontró trabajo en un barco de transporte de ganado entre Liverpool y América. Trabajó allí diez meses. Y después no volvió a embarcar. Debió de ser en 1903.

– Así que un barco de ganado. ¿Y dónde vive ahora?

– En la misma casa donde vivía su padre. Pero ha cambiado mucho. Para empezar, está casado.

– ¿Alguna vez sospechó que él o sus hermanos escribieran cartas en nombre de su hijo?

– No.

– ¿Por qué no?

– No había motivos. Y yo le habría creído demasiado perezoso, y quizá no muy imaginativo.

– Y…, déjeme adivinar…, tenían un hermano más pequeño…, un chico quizá un poco deslenguado, ¿no?

– No, no. Eran sólo ellos dos.

– ¿O un compañero que estaba mucho con ellos?

– No. En absoluto.

– Ya. ¿Y a Royden Sharp le fastidiaba su tutoría?

– Sí, con frecuencia. No entendía por qué yo me negaba a darle todo el dinero que le dejó su padre. Tampoco es que fuese mucho. Un hecho que me indujo a la decisión tanto más firme de no consentir que lo dilapidara.

– El otro chico, Wallie, ¿era el mayor?

– Sí, ahora tendrá unos treinta.

– ¿Es el que estaba en la escuela con usted, Harry? -Charlesworth asintió-. Ha dicho que era extraño. ¿En qué sentido?

– Extraño. Como si no fuera de este mundo. No puedo precisarlo.

– ¿Algunos indicios de manía religiosa?

– No, que yo sepa. Wallie era inteligente. Sesudo.

– ¿Estudió a Milton en la escuela de Walsall?

– No, que yo sepa.

– ¿Y después de la escuela?

– Fue durante un tiempo aprendiz de un ingeniero eléctrico.

– ¿Lo cual le permitía desplazarse a las ciudades cercanas?

Greatorex pareció desconcertado.

– Sin duda. Como a muchos otros.

– Y… ¿los hermanos siguen viviendo juntos?

– No, Wallie se marchó del país hace un año o dos.

– ¿Adonde fue?

– A Sudáfrica.

Arthur se volvió hacia su secretario.

– ¿Por qué todo el mundo se va de repente a Sudáfrica? ¿Tendría usted una dirección de él allí, señor Greatorex?

– Podría haberla tenido. Pero oímos que había muerto. Hace poco. El pasado noviembre.

– Ah. Una lástima. Y la casa donde vivían juntos, donde Royden vive todavía…

– Puedo llevarle allí.

– No. Aún no. Mi pregunta es… ¿está aislada?

– Bastante. Como otras muchas.

– ¿Se puede entrar y salir sin que te vean los vecinos?

– Oh, sí.

– ¿Y tiene un fácil acceso al campo?

– En efecto. Da a campo abierto. Pero también otras muchas casas.

– Sir Arthur.

Era la primera vez que hablaba la señora Greatorex. Al volverse hacia ella, advirtió que se había sonrojado y que parecía más agitada que cuando llegaron.

– Sospecha usted de él, ¿verdad? ¿O de los dos?

– Por decirlo suavemente, las pruebas se van acumulando, señora.

Arthur se dispuso a afrontar las protestas leales de la señora Greatorex, su negativa a aceptar las sospechas y calumnias de Arthur.

– Entonces más vale que le diga lo que sé. Hará unos tres años y medio…, era julio, recuerdo, el mes de julio antes de que detuvieran a George Edalji…, yo pasaba por delante de la casa de los Sharp y entré a visitarles. Wallie no estaba, pero Royden sí. Empezamos a hablar de las mutilaciones…, por entonces no se hablaba de otra cosa. Al cabo de un rato Royden fue a un aparador de la cocina y me enseñó… un instrumento. Me lo puso delante. Me entró un mareo sólo con mirarlo. Dijo: «Con esto matan al ganado». Yo le dije: «No querrás que crean que eres tú el que lo mata, ¿no?». Y él volvió a guardarlo en el aparador.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó su marido.

– Pensé que ya había suficientes rumores circulando para añadir otro. Lo único que quería era olvidar todo el incidente.

Arthur contuvo su reacción y preguntó, con tono imparcial:

– ¿No pensó en decírselo a la policía?

– No. Después de reponerme del susto fui a dar un paseo y a pensar en ello. Y decidí que Royden sólo estaba alardeando. Fingiendo que sabía algo. No iba a enseñarme el instrumento con que lo había hecho, ¿no? Y conocía al muchacho de toda la vida. Había sido algo arisco, como ha explicado mi marido, pero desde que volvió del mar se había asentado. Tenía novia y pensaba casarse. Bueno, ahora está casado. Pero la policía le conocía y pensé que si iba a contárselo le inculparían, con o sin pruebas.

«Sí -pensó Arthur-; y debido a su silencio, en vez de a Royden inculparon a George Edalji.»

– Sigo sin entender por qué no me lo dijiste -dijo Greatorex.

– Porque… porque siempre fuiste más duro que yo con el chico. Y sabía que sacarías conclusiones.

– Conclusiones que es probable que hubieran sido correctas -contestó él, con alguna acritud.

Arthur prosiguió. Podrían reanudar su desavenencia más tarde.

– Señora Greatorex, ¿qué clase de… instrumento era?

– La hoja sería como así de larga. -Lo indicó con un gesto: unos treinta centímetros-. Y estaba guardada en una funda, como una navaja gigante. No era un utensilio de granja. Pero lo que asustaba era la hoja. Tenía una curva.

– ¿Como una cimitarra, digamos? ¿O como una hoz?

– No, la hoja en sí era recta, y el borde no estaba nada afilado. Pero cerca de la punta había una parte que se curvaba hacia fuera y que parecía afiladísima.

– ¿Podría dibujarlo?

– Desde luego.

La señora Greatorex abrió un cajón de la cocina y en un pedazo de papel rayado trazó a mano alzada, con pulso seguro, este esbozo:

– Aquí es romo, todo esto, y aquí también, donde es recto. Y aquí, donde se curva, tiene un filo horrible.

Arthur miró a los demás. Greatorex y Harry movieron la cabeza. Alfred Wood dio la vuelta a la hoja, para ver el dibujo de frente y dijo:

– Dos a uno a que es una lanceta de caballos. De las más grandes que hay. Supongo que la robó del barco de ganado.

– Ya ve -dijo la señora Greatorex-. Su amigo ya está sacando conclusiones. La policía habría hecho lo mismo.

Esta vez Arthur no pudo contenerse.

– Al contrario, las sacaron sobre George Edalji.

Ante esta observación, a la señora Greatorex le volvieron a salir los colores.

– Y perdone la pregunta, señora, pero ¿no pensó en decírselo a la policía más tarde…, cuando inculparon a George?

– Lo pensé, sí.

– Pero no hizo nada.

– Sir Arthur -contestó ella-, no recuerdo que usted estuviera en esta región en la época de las mutilaciones. Hubo una histeria generalizada. Rumores sobre tal o cual persona. Rumores sobre una banda de Great Wyrley. Rumores de que después de matar animales iban a matar a chicas jóvenes. Se hablaba de sacrificios paganos. Algunos decían que todo estaba relacionado con la luna nueva. De hecho, ahora recuerdo que la mujer de Royden me dijo una vez que a él la luna nueva le producía una reacción extraña.

– Es verdad -dijo el marido, meditabundo-. Yo también lo noté. Se reía como un loco cuando había luna nueva. Al principio pensé que lo simulaba, pero un día le pillé riéndose cuando no había nadie alrededor.

– Pero ¿no ve…? -empezó a decir Arthur.

La señora Greatorex le interrumpió.

– Reírse no es un delito. Ni siquiera reírse como un loco.

– Pero ¿no pensó…?

– Sir Arthur, no tengo un gran respeto por la inteligencia o la eficacia de la policía de Staffordshire. Creo que es una cosa en la que podríamos estar de acuerdo. Y si a usted le preocupó el encarcelamiento injusto de su amigo, a mí me preocupó que lo mismo pudiera sucederle a Royden Sharp. Lo que podría haber ocurrido no era que su amigo se librara de la cárcel, sino más bien que los dos acabaran entre rejas por pertenecer a la misma banda, existiera o no.

Arthur decidió aceptar la reprimenda.

– ¿Y qué pasó con el arma? ¿Le dijo usted que la destruyera?

– Claro que no. No la hemos mencionado desde aquel día hasta hoy.

– Entonces, ¿puedo pedirle, señora Greatorex, que guarde ese mismo silencio durante unos cuantos días más? Y una última pregunta. ¿Les dicen algo los nombres Walker o Gladwin… en relación con los Sharp?

La pareja negó con la cabeza.

– ¿Harry?

– Creo que recuerdo a Gladwin. Trabajaba para un carretero. Pero hace años que no lo he visto.

A Harry le dijeron que aguardara instrucciones mientras Arthur y su secretario volvían a Birmingham para pasar la noche. Les habían ofrecido un alojamiento más apropiado en Cannock; pero a Arthur le gustaba contar con una copa decente de Borgoña al final de una dura jornada de trabajo. Mientras cenaban en el hotel Imperial Family, recordó de improviso una frase de una de las cartas. Depositó el cuchillo y el tenedor con estrépito.

– Cuando el destripador se jactaba de que nadie podría atraparle. Escribió: «Soy todo lo agudo que se puede ser».

– «Todo lo agudo que se puede ser» -repitió Wood [23].

– Exacto.

– Pero ¿quién era el chico malhablado?

– No lo sé. -A Arthur le abatió un poco que esta intuición especial no se viera confirmada-. Quizá el hijo de un vecino. O quizá se lo inventó uno de los Sharp.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Continuamos.

– Pero creí que lo habíamos…, que usted lo había resuelto. Royden Sharp es el destripador. Royden Sharp y su hermano Wallie escribieron juntos las cartas.

– De acuerdo, Woodie. Ahora dígame por qué fue Royden Sharp.

Wood respondió, contando con los dedos al hacerlo.

– Porque enseñó la lanceta de caballos a la señora Greatorex. Porque las heridas que sufrieron los animales, al cortarles la piel y el músculo, pero no penetrar en las entrañas, sólo podrían haberlas infligido un instrumento tan insólito. Porque ha trabajado de carnicero y también en un barco de ganado y, por consiguiente, sabía tratar con animales y el modo de hacerles cortes. Porque podría haber robado la lanceta del barco. Porque las fechas de las cartas y las mutilaciones coinciden con sus presencias y sus ausencias de Wyrley. Porque en sus cartas hay insinuaciones claras sobre sus movimientos y actividades. Porque tiene un historial de diabluras. Porque le afecta la luna nueva.

– Excelente, Woodie, excelente. Un caso completo, bien expuesto, y que depende de deducciones y pruebas circunstanciales.

– Oh -dijo el secretario, decepcionado-. ¿Me he olvidado de algo?

– No, de nada. Royden Sharp es nuestro hombre, en mi mente no hay la más mínima duda al respecto. Pero necesitamos pruebas más concretas. En particular, necesitamos la lanceta. Tenemos que conseguirla. Sharp sabe que andamos en la comarca y si tiene un poco de juicio ya la habrá arrojado al lago más profundo que conozca.

– ¿Y si no la ha tirado?

– Si no la ha tirado, usted y Harry Charlesworth van a dar con ella y confiscarla.

– ¿Dar con ella?

– Exacto.

– ¿Y confiscarla?

– En efecto.

– ¿Tiene alguna sugerencia sobre nuestro modus operandi?

– Francamente, creo que sería mejor que yo no supiera demasiado. Pero me figuro que sigue siendo la usanza en estos parajes campestres que la gente no cierre con llave la puerta de su casa. Y si resulta que hay que negociar, le sugeriría que la suma abonada constase en la contabilidad de Undershaw, en la columna en que usted estime oportuno apuntarla.

A Wood le irritó un tanto aquella altanería.

– Es bastante improbable que Sharp nos la entregue si llamamos a su puerta y le decimos: «Disculpe, ¿podríamos comprarle la lanceta con la que destripó a los animales, para enseñársela a la policía?».

– No, de acuerdo -dijo Arthur, riéndose-. Eso no resultaría. Tendrán que ser más imaginativos. Tener un poco más de sutileza. O, puestos a ello, ir un poco más al grano. Uno de los dos podría distraerle, quizá en una taberna, mientras el otro… La mujer mencionó un aparador en la cocina, ¿no? Pero en realidad se lo dejo a ustedes.

– ¿Pagará mi fianza, llegado el caso?

– Hasta le buscaré un testigo que le ponga por las nubes.

Wood negó con la cabeza despacio.

– Todavía no acierto a creerlo. Anoche a esta hora no sabíamos casi nada. O, mejor dicho, teníamos sospechas. Ahora lo sabemos todo. En un solo día. Wynn, los Greatorex… y ya está. Quizá no podamos probarlo, pero lo sabemos. Y en un solo día.

– Se supone que no sucede así -dijo Arthur-. Yo debería saberlo. Lo he escrito bastantes veces. Se supone que hay que dar unos cuantos pasos simples. Tiene que ser totalmente insoluble hasta el mismo final. Y luego desenredas la madeja con una magnífica cadena de deducciones, algo que sea enteramente lógico pero asombroso, y entonces experimentas una gran sensación de triunfo.

– ¿Que usted no siente?

– ¿Ahora? No, me siento casi desilusionado. La verdad es que lo estoy.

– Bueno -dijo Wood-, permita que un alma más sencilla tenga una sensación de triunfo.

– Con mucho gusto.

Más tarde, cuando Arthur se hubo acostado, después de fumar su última pipa, reflexionó sobre esto en la cama. Se había impuesto un desafío y hoy lo había cumplido; sin embargo, no sentía euforia. Orgullo, tal vez, y ese bienestar que uno experimenta cuando se toma un descanso en el trabajo, pero no felicidad, y mucho menos triunfo.

Recordó el día en que se casó con Touie. La había amado, por supuesto, y en aquella etapa temprana la adoraba y no veía el momento de consumar el matrimonio. Pero cuando se casaron en Thornton-in-Lonsdale, con el amigo Waller al lado de Arthur, había tenido una sensación de…, ¿cómo expresarlo sin faltar al respeto debido a su recuerdo? Era feliz en la medida en que ella lo era. Esa era la verdad. Por supuesto, más adelante, sólo un día o dos después, empezó a sentir la dicha que había esperado. Pero en el momento mismo fue mucho menos feliz de lo que había previsto.

Quizá por eso, en cada etapa de su vida, siempre había buscado un reto nuevo. Una nueva causa, una nueva campaña, porque el éxito de la anterior sólo le causaba un breve júbilo. En instantes así envidiaba la simplicidad de Woodie. Envidiaba a quienes eran capaces de descansar en sus laureles. Pero él nunca había sido así.

Y bien, ¿qué quedaba por hacer? Había que apoderarse de la lanceta. Había que obtener una muestra de la escritura de Royden Sharp: quizá a través de los Greatorex. Había que comprobar si Walker y Gladwin tenían más importancia de la que parecía. Quedaba la cuestión de la mujer y la niña que habían sido agredidas. Había que investigar el expediente académico de Royden en la escuela de Walsall. Había que procurar emparejar de un modo más concreto los movimientos de Wallie Sharp con lugares desde donde se habían enviado cartas. Había que enseñar la lanceta, una vez conseguida, a los veterinarios que hubiesen atendido a los animales mutilados y solicitarles su dictamen profesional. Había que preguntar a George qué recordaba de los Sharp, si recordaba algo.

Tenía que escribir a su madre. Tenía que escribir a Jean.

Ahora que tenía la cabeza llena de tareas pendientes, se sumió en un sueño tranquilo.

Ya en Undershaw, Arthur se sintió como se sentía cuando se acercaba al final de un libro: casi todo estaba en su sitio, la emoción principal de la creación había pasado, ahora sólo era cuestión de trabajo, de eliminar todas las fisuras posibles. Los días siguientes empezaron a llegar los resultados de sus instrucciones, pesquisas y presiones. El primero llegó en forma de un paquete de papel de estraza encerado y atado con una cuerda, como un objeto comprado en la ferretería de Brookes. Pero antes de abrirlo sabía lo que era; lo supo por la cara de Wood.

Desenvolvió el paquete y poco a poco extrajo, cuan larga era, la lanceta. Era un instrumento atroz, y lo hacía aún más horrible el contraste entre la sección recta, que era roma, y el borde afilado de la curva letal…, que era, en efecto, tan afilado como podía ser [24].

– Bestial -dijo Arthur-. ¿Puedo preguntarle…?

Pero el secretario le interrumpió con un movimiento de la cabeza. Sir Arthur no podía tenerlo todo, primero no queriendo y después queriendo saber.

George Edalji escribió diciendo que no se acordaba de los hermanos Sharp, ni en la escuela ni posteriormente; tampoco se le ocurría ningún motivo de inquina que pudieran tener contra él o su padre.

Más satisfactoria era una carta del señor Mitchell detallando el expediente académico de Royden Sharp.

Navidad, 1890

Primaria. Puesto, el 23 de 23. Muy atrasado y débil. No cursa francés ni latín.

Pascua, 1891

Primaria. Puesto, el 20 de 20. Lerdo, no hace los deberes, empieza a progresar en dibujo.

Mediados de verano, 1891

Primaria. Puesto, el 18 de 18. Empieza a progresar, expulsado por portarse mal en clase, mascar tabaco, decir mentiras y poner motes.

Navidad, 1891

Primaria. Puesto, el 16 de 16. Insatisfactorio, a menudo mentiroso. Siempre se queja de que se quejan de él. Le pillan haciendo trampas y muchas veces se ausenta sin permiso. Mejora en dibujo.

Pascua, 1892

1.° de secundaria. Puesto, el 8 de 8. Haragán y malicioso, le echan a diario, escribió a su padre, falsificó notas de sus compañeros y mintió adrede al respecto. Expulsado 20 veces este trimestre.

Mediados de verano, 1892

Hace novillos, falsificó cartas e iniciales, su padre lo saca de la escuela.

«Aquí lo tenemos -pensó Arthur-: falsificación, trampas, mentiras, invención de motes, diabluras en general. Y, además, obsérvese la fecha de la expulsión o traslado, lo que se prefiera: a mediados de verano de 1892. Es cuando empezó la campaña contra los Edalji, contra los Brookes y contra la escuela Walsall.» Arthur sintió que su irritación iba en aumento: que él descubriera estas cosas por medio de un proceso de investigación lógico, mientras que aquellos mentecatos… Le gustaría poner a toda la policía de Staffordshire contra una pared, desde el jefe y el superintendente Barrett, pasando por el inspector Campbell y los sargentos Parsons y Upton, hasta el más humilde novato del cuerpo, y hacerles una pregunta sencilla. En diciembre de 1892, robaron en la escuela de Walsall una gran llave del propio centro escolar que fue llevada a Great Wyrley. ¿Quién sería el sospechoso más probable: un chico que unos meses antes había sido ignominiosamente expulsado de la escuela, tras un historial de estupidez y maldades; o el hijo del vicario, estudioso y con un prometedor futuro académico, que nunca había asistido a la escuela de Walsall ni había visitado sus aulas y no tenía más rencor al establecimiento que el que podía albergar el duendecillo que vive en la luna? Contéstenme, jefe, superintendente, inspector, sargento y policía Cooper. Respóndanme a esto, doce hombres justos del tribunal.

Harry Charlesworth envió una crónica de un incidente que había acontecido en Great Wyrley a finales de octubre o principios del invierno de 1903. La señora Jarius volvía una noche de la estación de Wyrley, adonde había ido a comprar periódicos para venderlos. Le acompañaba su hija. En la carretera las abordaron dos hombres. Uno de ellos agarró a la niña por la garganta, empuñando en la mano un objeto brillante. Tanto la madre como la hija gritaron, ante lo cual el hombre huyó y gritó a su camarada, que había seguido andando: «Muy bien, Jack, ya voy». La niña declaró que a su madre ya la había abordado en otra ocasión aquel mismo individuo. Lo describió diciendo que tenía la cara redonda y sin bigote, medía alrededor de un metro setenta y llevaba un traje oscuro y una gorra de visera reluciente. La descripción coincidía con la de Royden Sharp, que por entonces llevaba ropa de marinero que más adelante abandonó. Se conjeturó además que «Jack» era Jack Hart, un carnicero disoluto y un conocido acompañante de Sharp. La policía había sido informada, pero no realizó detenciones.

Harry añadía en una posdata que Fred Wynn se había vuelto a poner en contacto con él y que a cambio de una pinta de cerveza recordó algo que antes se le había olvidado. Cuando él y Brookes y Speck asistían a la escuela de Walsall, una cosa que casi todos sabían de Royden Sharp era que no podía estar en un vagón de tren sin darle la vuelta al almohadón del asiento y rajar el envés con una navaja, para sacarle de dentro las crines de caballo. Después se reía como un loco y reponía el almohadón en su sitio.

El viernes, 1 de marzo, al cabo de un plazo de seis semanas, concebido quizá para mostrar que el Ministerio del Interior no actuaba presionado por ninguna fuente conocida, se anunció la creación de un comité de investigación. Su objetivo era examinar diversos aspectos del caso Edalji que habían ocasionado inquietud pública. El ministerio, sin embargo, quería recalcar que las deliberaciones del comité en modo alguno constituían una revisión del caso. No convocarían a testigos ni sería necesaria la presencia del señor Edalji. El comité examinaría los materiales en poder del ministerio y arbitraría sobre determinadas cuestiones de procedimiento. El King's Counsel sir Arthur Wilson, su excelencia John Lloyd Wharton, presidente del tribunal del condado de Durham, y sir Albert de Rutzen, magistrado jefe de Londres, informarían a Gladstone con la mayor brevedad posible.

Arthur decidió que no se podía dejar que aquellos caballeros cotorreasen ampulosamente sobre «cuestiones de procedimiento». A sus refundidos artículos del Telegraph -que por sí solos demostraban la inocencia de George- adjuntaría un memorándum privado inculpando a Royden Sharp. Describiría su investigación, resumiría sus pruebas y presentaría una lista de las personas de las que podían obtenerse testimonios: en particular, el carnicero Jack Hart de Bridgetown, y Harry Green, en la actualidad residente en Sudáfrica. Asimismo, la esposa de Royden Sharp, que confirmaría el efecto que la luna nueva ejercía sobre su marido.

Enviaría a George una copia del memorándum y le pediría sus observaciones. También mantendría ocupado a Anson. Cuando rememoraba, cada cierto tiempo, el largo altercado de la velada amenizada con brandy y puros, le subía por la garganta un gruñido incontenible. Su discusión había sido ruidosa pero en gran medida inútil, como la lucha de dos alces escandinavos que entrechocan sus astas en el bosque. Con todo, le habían escandalizado la suficiencia y los prejuicios de un hombre que no debería tenerlos. Y, para colmo, que al final Anson pretendiese asustarle con historias de fantasmas. Qué mal le conocía el jefe de la policía. En su estudio, Arthur sacó la lanceta de caballos, la abrió y sobre un papel de calco trazó el contorno del arma alrededor de la hoja. Enviaría el dibujo -con la indicación «tamaño natural»- al capitán Anson, pidiéndole su opinión.

– Bueno, ya tiene su comité -dijo Wood, cuando descolgaron los tacos aquella noche.

– Preferiría decir que ellos tienen su comité.

– ¿Con lo cual quiere decir que no está nada satisfecho?

– Tenía cierta esperanza de que al menos esos caballeros reconocieran lo que les ponen delante de los ojos.

– ¿Pero?

– Pero… ¿sabe quién es Albert de Rutzen?

– Mi periódico me informa de que es el magistrado jefe de Londres.

– Lo es, lo es. Y también es primo del capitán Anson.

George y Arthur

George había leído varias veces los artículos del Telegraph antes de escribir a sir Arthur para darle las gracias; y los releyó antes de su segundo encuentro en el Grand Hotel de Charing Cross. Era muy desconcertante verte descrito no por algún gacetillero de provincias sino por el más famoso escritor de la época. Le hacía sentirse como si fuera a la vez varias personas superpuestas: una víctima que reclamaba justicia, un abogado frente al más alto tribunal del país y un personaje de novela.

He aquí cómo sir Arthur explicaba por qué él, George, no podía haber sido miembro de la supuesta banda de granujas de Wyrley: «En primer lugar, es un abstemio absoluto, lo que ya de por sí no le hace muy recomendable para una banda semejante. No fuma. Es muy tímido y nervioso. Es un estudiante muy aventajado». Todo lo cual era cierto y a la vez no lo era; halagador, pero no tanto; verosímil, pero increíble. El Colegio de Abogados de Birmingham le había otorgado honores de segunda, no de primera clase; la medalla de bronce, no la de plata o la de oro. Era sin duda un abogado competente, más de lo que cabía esperar que llegasen a ser Greenway y Stentson, pero nunca sería eminente. Además, tampoco era, a su entender, muy tímido. Y si para juzgarle nervioso sir Arthur se había basado en el primer encuentro en el hotel, había circunstancias atenuantes. Estaba en el vestíbulo leyendo el periódico, y empezaba a inquietarle la posibilidad de que se hubiese equivocado de hora o hasta de día, cuando cayó en la cuenta de que una figura corpulenta, con abrigo, plantada a unos metros de distancia, le escudriñaba con mucha atención. ¿Cómo reaccionaría cualquier otra persona ante la mirada de un gran novelista? George pensaba que esta impresión de que era tímido y nervioso había sido confirmada, cuando no propagada, por sus padres. No sabía lo que pasaba en otras familias, pero en la vicaría la visión que los padres tenían de sus hijos no evolucionaba con la misma rapidez que los propios hijos. George no sólo estaba pensando en él; sus padres no parecían tener en cuenta el desarrollo de Maud, el hecho de que se estaba haciendo más fuerte y capaz. Y ahora que se paraba a pensar en ello, no creía haber estado tan nervioso con sir Arthur. En una ocasión mucho más proclive a despertar nerviosismo, «se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta»: ¿no era lo que había escrito el Daily Post de Birmingham?

No fumaba. Era cierto. Era una costumbre sin sentido, desagradable y onerosa. Pero tampoco esto guardaba relación con un comportamiento delictivo. Era notorio que Sherlock Holmes fumaba en pipa -como tenía entendido que hacía también sir Arthur-, pero esto no convertía a ninguno de los dos en candidatos a miembros de la banda. Era asimismo verdad que nunca consumía alcohol: consecuencia de su educación, no de un acto de renuncia en nombre de algún principio. Pero admitía que cualquier jurado, cualquier comité, podría interpretar el hecho en más de un sentido. Que fuese abstemio podía tomarse como prueba de moderación o de exceso. Podría ser indicio de que alguien sabía controlar sus impulsos; también, de que no sucumbía al vicio con el fin de concentrar la mente en otras cosas más esenciales: de que era alguien un poco inhumano, incluso un fanático.

En absoluto minimizaba la valía y la calidad de la obra de sir Arthur. Los artículos describían con una rara habilidad «una cadena de circunstancias tan extraordinarias que rebasan la inventiva de un escritor de ficción». George leyó y releyó con orgullo y gratitud declaraciones como «Hasta que se aclare cada una de estas cuestiones persistirá una mancha oscura en los anales administrativos de este país». Sir Arthur había prometido hacer ruido, y el que había hecho había llegado mucho más allá de Staffordshire, de Londres y hasta de Inglaterra. Si sir Arthur no hubiese sacudido los árboles, como expresó él mismo, el Ministerio del Interior no habría nombrado un comité; sin embargo, que el comité reaccionase ante el ruido y el zarandeo de los árboles era harina de otro costal. A George le parecía que sir Arthur había arremetido muy fuerte contra el modo en que el ministerio había acogido el memorial de Yelverton, al escribir que «es inconcebible algo más absurdo e injusto en un despotismo oriental». Denunciar a alguien como un déspota quizá no fuese la mejor manera de convencerle de que en lo sucesivo no fuera tan despótico. Y después estaba la inculpación de Royden Sharp…

– ¡George! Lo siento mucho. Nos han entretenido.

Aquí llega sir Arthur, pero no viene solo. A su lado está una joven hermosa; tiene un aire de elegancia y seguridad en sí misma con ese vestido verde cuyo tono George no sabría definir. Son las mujeres las que conocen esos matices de color. Ella sonríe un poco y le tiende la mano.

– Le presento a la señorita Jean Leckie. Estábamos… de compras.

Sir Arthur parece incómodo.

– No, Arthur, estabas hablando.

El tono de Jean es afable pero firme.

– Bueno, estaba hablando con un comerciante. Sirvió en Sudáfrica y era una cuestión de cortesía preguntarle…

– Eso sigue siendo hablar, no comprar.

George asiste perplejo a este diálogo.

– Como usted ve, George, nos estamos preparando para el matrimonio.

– Encantada de conocerle -dice la señorita Jean Leckie, con una sonrisa más amplia, que a George le permite ver que tiene las paletas bastante grandes-. Y ahora tengo que irme.

Le hace a Arthur un gesto burlón con la cabeza y se marcha.

– El matrimonio -dice Arthur cuando se hunde en una butaca del salón de escribir. La palabra apenas alcanza la categoría de pregunta. Aun así, George responde, y con una extraña precisión.

– Es un estado al que aspiro.

– Bueno, puede ser un estado desconcertante, le aviso. Una delicia. Pero una maldita delicia desconcertante, la mayoría de las veces.

George asiente. No está de acuerdo, pero admite que no dispone de mucha experiencia al respecto. Desde luego, no describiría el matrimonio de sus padres como una maldita delicia desconcertante. Ninguna de las tres palabras podría aplicarse de una forma razonable a la vida en la vicaría.

– Al grano, en todo caso.

Comentan los artículos del Telegraph, la reacción que han suscitado, el comité Gladstone, su mandato y los miembros que lo componen. Arthur no sabe si revelar el parentesco de sir Albert de Rutzen con el capitán Anson, o dejar caer una insinuación al redactor jefe en su club o bien no decir nada sobre el particular. Mira a George, a la espera de una opinión instantánea. Pero George no la tiene. Quizá porque es «muy tímido y nervioso»; o porque es abogado; o porque le cuesta pasar de ser la causa de sir Arthur a su asesor táctico.

– Creo que el señor Yelverton es quizá la persona a quien consultarlo.

– Pero yo le consulto a usted -responde Arthur, como si George titubease.

La opinión de George, en la medida en que puede considerarla tal, cuando parece no ser más que un instinto, es que la primera opción sería muy provocativa y la tercera demasiado pasiva, por lo que, en conjunto, se inclinaría por recomendar la vía intermedia. A no ser, claro…, y cuando empieza a reconsiderarlo, nota la impaciencia de sir Arthur. Cierto es que le pone un poco nervioso.

– Le haré una predicción, George. No serán muy claros en el informe del comité.

George no sabe si sir Arthur quiere aún su opinión sobre el tema anterior. Imagina que no.

– Pero tienen que publicarlo.

– Oh, sí, tienen que publicarlo, y lo harán. Pero sé cómo actúan los gobiernos, sobre todo cuando les han colocado en una situación embarazosa o desairada. Escurrirán el bulto. Enterrarán el asunto, si pueden.

– ¿Cómo lo harían?

– Bueno, de entrada podrían publicarlo una tarde de viernes, cuando la gente se ha ido a pasar el fin de semana fuera. O durante las vacaciones judiciales. Hay toda clase de artimañas.

– Pero si es un buen informe, dirá mucho en su favor.

– No puede ser un buen informe -dice Arthur, con firmeza-. No desde su punto de vista. Si confirman su inocencia, como deberían, significa que el ministerio ha obstruido a sabiendas la justicia durante los tres últimos años, a pesar de toda la información que le han presentado. Y en el caso sumamente improbable, por no decir imposible, de que volviesen a declararle culpable, que es la única otra opción que existe, el escándalo será tan tremendo que habrá poltronas en peligro.

– Sí, ya veo.

Llevan hablando una media hora y a Arthur le asombra que George no haya hecho la menor referencia a su pliego de cargos contra Royden Sharp. No, es algo más que asombro: irritación, casi como si le insultaran. Se le pasa por la cabeza preguntar a George por la carta mendicante que Anson le enseñó en Green

Hall. Pero no, eso sería hacerle el juego al capitán. Quizá lo único que ocurre es que George piensa que corresponde al anfitrión fijar el orden del día. Debe de ser eso.

– Bueno -dice-. Royden Sharp.

– Sí -contesta George-. No le conozco, como le dije en mi carta. Debí de estar con su hermano en la escuela cuando yo era pequeño. Aunque tampoco me acuerdo de él.

Arthur asiente. Piensa: «Vamos, hombre. No sólo te he. exculpado, sino que te he traído al criminal atado de pies y manos para que lo detengan y lo juzguen. ¿No es para ti, como mínimo, una noticia?». Contrariando a su temperamento, aguarda.

– Me sorprende -dice George al final-. ¿Por qué querría perjudicarme?

Arthur no responde. Ya le ha ofrecido sus respuestas. Cree que ya es hora de que George haga algo por su propio bien.

– Soy consciente de que usted considera que el prejuicio racial constituye un factor en el caso, sir Arthur. Pero como ya le he dicho, estoy en desacuerdo. Sharp y yo no nos conocemos. Para sentir aversión por alguien hay que conocerlo. Y después encontrar el motivo de esa antipatía. Y después, quizá, si no lo encuentras, justificarla con algún rasgo particular del otro, como el color de la piel. Pero como le digo, Sharp no me conoce. He intentado pensar en alguna acción mía que él habría podido tomar como un desaire o un agravio. Quizá tenga que ver con alguien a quien asesoré profesionalmente…

Arthur no dice nada; piensa que sólo se puede señalar lo obvio numerosas veces.

– Y no entiendo por qué necesitaba mutilar de aquel modo a caballos y ganado. El u otros. ¿Lo entiende usted, sir Arthur?

– Como digo en mi texto inculpatorio -responde Arthur, que cada vez se siente más descontento-, sospecho que la luna nueva producía un efecto extraño en él.

– Es posible -dice George-. Aunque no todos los casos ocurrieron en el mismo punto del ciclo lunar.

– Correcto. Pero sí la mayoría.

– Sí.

– Entonces, ¿le parecería razonable la conclusión de que aquellas mutilaciones extrínsecas se realizaron con el fin deliberado de burlar a los investigadores?

– Sí.

– Señor Edalji, no parece que le haya convencido.

– Perdóneme, sir Arthur, no es que no le esté, o no quiera parecer, inmensamente agradecido por su ayuda. Es, quizá, que soy abogado.

– Cierto.

Tal vez le esté tratando con excesiva dureza. Pero es extraño: es como si le hubiera llevado una bolsa de oro desde los confines más remotos de la tierra y él le respondiera: «Pues la verdad, habría preferido plata».

– El instrumento -dice George-. La lanceta.

– ¿Sí?

– ¿Puedo preguntarle por qué sabe cómo es?

– Claro. Por dos razones. Primera, le pedí a la señora Greatorex que me la dibujase. El señor Wood, al ver el dibujo, la identificó como una lanceta. Y segunda… -Arthur hace una pausa efectista-, la tengo en mi poder.

– ¿La tiene?

Arthur asiente.

– Y se la podría enseñar, si quiere. -George parece alarmarse-. No aquí. No se preocupe, no la he traído. Está en Undershaw.

– ¿Puedo preguntarle cómo la ha conseguido?

Arthur se frota con un dedo la pared exterior de la nariz. Después transige.

– La encontraron Wood y Harry Charlesworth.

– ¿La encontraron?

– Estaba claro que había que conseguirla antes de que Sharp se deshiciera de ella. Sabía que yo estaba en la zona y le seguía la pista. Incluso empezó a mandarme cartas como las que le mandaba a usted. Amenazando con extraerme los órganos vitales. Si Sharp tuviera dos hemisferios cerebrales, habría sepultado el instrumento donde nadie pudiera encontrarlo en cien años. Así que encomendé a Wood y a Harry que lo encontraran.

– Ya veo.

George se siente como cuando un cliente empieza a hacerle confidencias que los clientes no suelen hacerle a un abogado, ni siquiera al suyo…, sobre todo no al suyo.

– ¿Y se ha entrevistado con Sharp?

– No. Creo que ya lo digo en el texto.

– Sí, por supuesto. Perdone.

– En suma, si no tiene objeciones, incluiré la inculpación de Sharp en los otros documentos que presento al ministerio.

– Sir Arthur, no me es posible expresarle la gratitud que siento…

– No quiero que lo haga. No lo he hecho por su dichosa gratitud, que ya ha expresado suficientemente. Lo hago porque es usted inocente y porque me abochorna cómo funciona la maquinaria judicial y burocrática de este país.

– Sin embargo, nadie podría haber hecho lo que usted. Y además en un tiempo relativamente corto.

«Es como decirme que vaya una chapuza -piensa Arthur-. No, no seas absurdo: es sólo que le interesa mucho más su propia rehabilitación, estar plenamente seguro de ella, que procesar a Sharp. Lo cual es de lo más comprensible. Terminar el punto uno antes de pasar al punto dos: ¿qué otra cosa cabe esperar de un abogado cauto? Mientras que yo ataco en todos los frentes al mismo tiempo, a él sólo le preocupa que yo pierda de vista la pelota.»

Pero más tarde, cuando se hubieron separado y Arthur iba en un coche hacia el apartamento de Jean, empezó a dudar. ¿Cómo era aquella máxima? ¿Que la gente te perdonará cualquier cosa menos la ayuda que le has prestado? Algo parecido. Y quizá una reacción así fuese exagerada en aquel caso. Al leer sobre el de Dreyfus le había sorprendido que a muchos de los que acudieron en ayuda del militar francés, que se batieron por él, movidos por una pasión profunda, que vieron su caso no sólo como una gran batalla entre la verdad y la mentira, entre la justicia y la injusticia, sino como una cuestión que explicaba e incluso definía el país donde vivían…, que a muchos de ellos no les hubiera impresionado en absoluto el coronel Alfred Dreyfus. Les había parecido un palo seco, frío y correcto, y no precisamente rezumante de gratitud y compasión humanas. Alguien había escrito que la víctima no solía estar a la altura de la mística de su propio caso. Era una de esas frases que dicen los franceses, pero no necesariamente desencaminada.

O quizá fuese igualmente injusta. Cuando conoció a George Edalji, le impresionó que aquel joven delicado y más bien frágil hubiera soportado tres años de trabajos forzados. En su sorpresa, sin duda no había apreciado cuánto debió de costarle a George. Quizá la única forma de sobrevivir era concentrarse a fondo, desde el alba al crepúsculo, en las minucias de tu caso, no tener nada más en la cabeza, tener ordenados todos los hechos y argumentos para el momento en que pudieran hacer falta. Sólo así podías sobrevivir a una monstruosa injusticia y a un sórdido y total cambio de tu estilo de vida. Quizá fuese, en suma, esperar demasiado de George Edalji el que reaccionara como un hombre libre. Hasta que le indultasen y le indemnizaran no podría volver a ser el hombre que había sido.

«Guarda tu irritación para otros -pensó Arthur-. George es un buen chico, y es inocente, pero no sirve de nada desear que sea un santo. Querer más gratitud de la que puede ofrecer es como querer que cada crítico declare que cada nuevo libro tuyo es la obra de un genio. Sí, guarda tu irritación para otros. Para el capitán Anson, en principio, cuya carta de esta mañana contenía una nueva insolencia: la negativa en redondo a admitir que las mutilaciones podrían haber sido realizadas con una lanceta para caballos. Y, como remate, esta frase despectiva: "Lo que ha dibujado es una sangradera ordinaria". ¡Encima!» Arthur no había importunado a George con esta última provocación.

Y, aparte de con Anson, descubría que se estaba irritando también con Willie Hornung. Su cuñado tenía un chiste nuevo, que Connie le había contado en el almuerzo. «¿Qué tienen en común Arthur Conan Doyle y George Edalji?» ¿No? ¿Te rindes? «Las sentencias.» Arthur gruñó para sus adentros. Sentencias: ¿eso le parecía ingenioso? Visto con objetividad, quizá lo fuera para algunas personas. Pero la verdad… A no ser que estuviera perdiendo el sentido del humor. Decían que le pasaba a la gente de edad madura. No…, sandeces. Y ahora empezaba a irritarse consigo mismo. Otro rasgo de la madurez, sin duda.

George, entretanto, seguía en el salón de escribir del Grand Hotel. Estaba decaído. Su ingratitud y descortesía con sir Arthur habían sido una vergüenza. Y después de los meses y meses de trabajo que había dedicado al caso. George se avergonzaba de sí mismo. Tendría que escribir una nota de disculpa. Y sin embargo… habría sido deshonesto decir más de lo que había dicho. O, mejor dicho, si hubiera dicho más, tendría que haber sido honesto.

Había leído la inculpación que Arthur iba a enviar al ministerio. La había leído varias veces, por supuesto. Y cada vez su impresión se había consolidado. La conclusión -la inevitable, la profesional- era que le prestaría un flaco servicio. Además, su opinión -que nunca se habría atrevido a emitir en la entrevista- era que la acusación de sir Arthur contra Sharp se parecía extrañamente a la incriminación de la policía de Staffordshire contra él, George.

Para empezar, se basaba, y de una manera idéntica, en las cartas. Sir Reginald Hardy había dicho, en su recapitulación en Stafford, que la persona que escribió las cartas tenía que ser la misma que mutiló a los animales. Este vínculo era explícito, y había sido criticado con razón por Yelverton y los que habían abrazado la causa de George. Pero sir Arthur establecía exactamente el mismo vínculo. Las cartas habían sido su punto de partida, y a través de ellas había rastreado la mano de Royden Sharp, y sus idas y venidas en cada momento. Las cartas incriminaban a Sharp del mismo modo que antes habían incriminado a George. Y si ahora se llegaba a la conclusión de que Sharp y su hermano habían escrito las cartas aposta para implicar a George en el asunto, ¿por qué no habría podido escribirlas otra persona para involucrar de igual manera a Sharp? Si la primera vez habían sido falsas, ¿por qué tenían que ser verdaderas la segunda?

Asimismo, toda la evidencia de Arthur era circunstancial, y gran parte de ella obtenida de oídas. Una mujer y su hija fueron agredidas por alguien que podría haber sido Royden Sharp, pero su nombre no se había mencionado y la policía no había actuado. Tres o más años antes, a la señora Greatorex le habían hecho una declaración que ella no había considerado conveniente transmitir a nadie en aquel entonces, pero que ahora había salido a colación cuando mencionaron el nombre de Royden. Ella también recordaba haber oído alguna cosa -o un cotilleo de tendedero- a la mujer de Sharp. Royden Sharp tenía un expediente escolar pésimo: pero si eso fuera una prueba suficiente de intención criminal, las cárceles estarían llenas. Se suponía que Royden sufría una influencia extraña de la luna; salvo en las ocasiones en que no le influía. Además, vivía en una casa de la que era fácil salir por la noche sin que te vieran: igual que la vicaría y un montón de casas de Great Wyrley.

Y por si todo esto fuera poco para encoger el corazón de un abogado, había algo peor, mucho peor. La única prueba sólida que tenía sir Arthur era la lanceta de la que se había apoderado. ¿Y qué valor jurídico concreto tenía un objeto así obtenido? Un tercero, a saber, sir Arthur, había incitado a un cuarto, a saber, el señor Wood, a que entrase ilegalmente en la propiedad de una quinta persona, Royden Sharp, para robarle un objeto que había sido transportado a través de medio reino. Era comprensible que no lo hubiese entregado a la policía de Staffordshire, pero habría podido depositarlo en manos de un agente judicial idóneo. Un abogado, por ejemplo. Por el contrario, las acciones de sir Arthur habían contaminado la prueba. Hasta la policía sabía que tenía que obtener una orden de registro, o el permiso expreso e inequívoco del propietario, para entrar en un domicilio. George admitía que el código penal no era su especialidad, pero le parecía que sir Arthur había incitado a un socio a cometer un robo y con ello había privado de todo valor a una prueba vital. Y hasta tendría suerte si se libraba del cargo de conspiración para cometer robo.

A esto había llevado a sir Arthur el exceso de entusiasmo.

Y George decidió que toda la culpa era de Sherlock Holmes. Sir Arthur había estado demasiado influenciado por su creación. Holmes realizaba brillantes actos de deducción y después entregaba a las autoridades a maleantes que llevaban la culpa pintada en la cara. Pero Holmes nunca se había visto obligado a sentarse en el banco de los testigos y a ver cómo en cuestión de unas horas sus conjeturas, intuiciones y teorías inmaculadas las convertía en un polvillo fino un fiscal como Disturnal. Lo que sir Arthur había hecho era como entrar en un campo donde había huellas del criminal y pisotearlas con varios pares de botas diferentes. En su afán, había destruido las acusaciones contra Royden Sharp en el momento mismo en que las estaba elaborando.

Y toda la culpa era de Sherlock Holmes.

Arthur y George

Mientras sostiene en la mano una copia del informe del comité Gladstone, Arthur siente alivio de que por dos veces no haya sido elegido para el Parlamento. No necesita avergonzarse. Es así como hacen las cosas, como entierran las malas noticias. Han publicado el informe, sin el más mínimo aviso, el viernes antes de Pentecostés, un día festivo. ¿Quién querrá leer un documento sobre una injusticia cuando toma el tren para la costa? ¿Quién podrá ofrecer un comentario de entendido? ¿A quién le importará, cuando hayan pasado el domingo y el lunes de Pentecostés y se reanude el trabajo? El caso Edalji… ¿no se resolvió hace unos meses?

George también sostiene una copia en la mano. Mira el titular:

DOCUMENTOS

relativos al

CASO DE GEORGE EDALJI

presentados al Parlamento

por orden de Su Majestad

y después, en la parte inferior:

Londres: impreso en la papelería de

Su Majestad por Eyre y Spottiswoode,

Impresores de Su Excelentísima Majestad el Rey

[Papel real n.º 3503.] Precio 1,5 peniques 1907

Parece importante, pero el precio lo delata. Un penique y medio por saber la verdad sobre su caso, su vida… Abre el folleto con cautela. Un informe de cuatro páginas, seguidas de dos breves apéndices. Un penique y medio. Se le corta la respiración. Han vuelto a resumirle su vida. Y esta vez no para los lectores del Cannock Chase Courier, la Daily Gazette o el Daily Post de Birmingham, el Daily Telegraph o The Times, sino para el Parlamento y Su Excelentísima Majestad…

Arthur se ha llevado el informe, sin leerlo, al apartamento de Jean. Es lo correcto. Al igual que el informe se entrega al Parlamento, las consecuencias de la operación que ha emprendido deben depositarse ante Jean. Ella se ha tomado un interés por el asunto que ha desbordado con creces las expectativas de Arthur. En verdad, no tenía ninguna. Pero Jean ha estado siempre a su lado, si no literal, metafóricamente. Por tanto, tiene que presenciar el desenlace.

George toma un vaso de agua y se sienta en una butaca. Su madre ha regresado a Wyrley y él está solo en casa de Miss Goode, cuya dirección tiene registrada Scotland Yard. Coloca un cuaderno sobre el brazo de la butaca, porque no quiere hacer anotaciones en el propio informe. Quizá no esté curado aún del reglamento relativo al uso de los libros de la biblioteca de Lewes y Portland. Arthur está de espaldas a la chimenea mientras Jean cose, con la cabeza medio ladeada para escuchar los fragmentos que Arthur va a leerle. Ella se pregunta si hoy no deberían haber hecho algo más por George Edalji, invitarle quizá a una copa de champán, aunque no bebe; aunque hasta esta mañana no han sabido que iban a publicar el informe…

«George Edalji fue juzgado por la acusación de herir criminalmente…»

– ¡Aja! -dice Arthur, apenas a mitad de párrafo-. Escucha esto. «El presidente adjunto de los Quarter Sessions, que presidió el juicio, consultado sobre la sentencia, informó de que él y sus colegas eran de la firme opinión de que fue justa.» Aficionados. Aficionados hediondos. Ni un solo abogado entre ellos. A veces tengo la impresión, querida Jean, de que el país entero lo gobiernan aficionados. Escúchalos. «Esta circunstancia nos suscita serias dudas a la hora de discrepar de una sentencia que fue dictada y aprobada de este modo.»

A George le preocupa menos este exordio; sabe suficientes leyes para conocer que hay un «sin embargo» a la vuelta de la esquina. Aquí viene… no uno, sino tres. Sin embargo, causó una conmoción considerable en el vecindario de Wyrley en la época; sin embargo, la policía, hasta entonces tan desorientada, «estaba sumamente ansiosa» de detener a alguien; sin embargo, la policía había iniciado y realizado una investigación «con el fin de encontrar pruebas contra Edalji». Aquí se decía de una forma abierta y ahora plenamente oficial. La policía tuvo prejuicios contra él desde el principio.

Tanto Arthur como George leyeron: «El caso es asimismo de una gran dificultad inherente, ya que no es posible adoptar criterio alguno que no implique enormes improbabilidades.» «Sandeces -piensa Arthur-. ¿Qué demonios es la enorme improbabilidad de que George sea inocente?» George piensa: «Esto es sólo una expresión artificiosa; están diciendo que no hay término medio, lo cual es verdad, pues o soy completamente inocente o completamente culpable, y puesto que hay «enormes improbabilidades» en los cargos, el caso debe ser y será sobreseído.

Los «defectos» del juicio…, la acusación cambió en dos aspectos trascendentes a lo largo del proceso. En efecto. Primero en la cuestión de cuándo se suponía que se había cometido el delito. El testimonio de la policía era «incoherente y en realidad contradictorio». Discrepancias similares respecto a la navaja… Las huellas. «Creemos que el valor de las huellas como prueba es prácticamente nulo.» La navaja como arma. «No es muy fácil de conciliar con el testimonio del veterinario.» La sangre que no estaba fresca. Los pelos. «El doctor Butter, que es un testigo por encima de toda sospecha.»

«El doctor Butter era siempre el escollo», piensa George. Pero hasta aquí el informe es bastante imparcial. A continuación, las cartas. Las cartas de Greatorex son la clave, y el jurado las examinó a fondo. «Reflexionaron sobre el veredicto un tiempo considerable y creemos que debe suponerse que estimaron que Edalji era el autor de aquellas cartas. Las hemos examinado con detenimiento y comparado con la letra reconocida de Edalji y no estamos dispuestos a disentir de la conclusión a la que llegó el jurado.»

George siente que va a desmayarse. Lo único que le alivia es que sus padres no estén con él. Relee las palabras. «No estamos dispuestos a disentir.» ¡Creen que él escribió las cartas! ¡El comité le está diciendo al mundo que él escribió las cartas de Greatorex! Da un sorbo de agua. Deja el informe en la rodilla hasta reponerse.

Arthur, entretanto, sigue leyendo, cada vez más furioso. Sin embargo, el hecho de que Edalji escribiera las cartas no significa que también cometiera las atrocidades. «Oh, qué probidad la suya», exclama. No son las cartas de un culpable que intenta culpar a otros. «¿Cómo demonios iban a serlo -Arthur gruñe para su coleto-, en nombre de todos los poderes terrenales y sobrenaturales, si al hombre a quien más culpaban era el propio George?» «Creemos muy probable que sean las cartas de un hombre inocente, pero obcecado y malévolo, que se permite la picardía de simular que sabe lo que en realidad ignora para confundir a la policía y aumentar los obstáculos de una investigación muy dificultosa.»

– ¡Patrañas! -grita Arthur-. Pa-tra-ñas.

– Arthur.

– Patrañas, patrañas -repite él-. No he conocido en toda mi vida a una persona más sobria y sin recovecos que George Edalji. «Picardía…», ¿no leyeron esos insensatos todos los testimonios sobre el carácter de George reunidos por Yelverton? «Obcecado y malévolo.» ¿Está este… esta… novela corta -la golpea contra la repisa de la chimenea- protegida por inmunidad parlamentaria? Si no, voy a querellarme por difamación. Voy a ajustarles las cuentas. Lo pagaré de mi bolsillo.

George cree que está alucinando. Que el mundo se ha vuelto loco. Está de nuevo en Portland, sometido a un baño seco. Le han ordenado que se desvista hasta la camisa, le han hecho levantar las piernas y abrir la boca. Le han levantado la lengua y… ¿qué es esto, D462? ¿Qué tienes escondido debajo de la lengua? Creo que es una palanca. ¿No cree, oficial, que es una palanca lo que tiene escondido debajo de la lengua? Más vale que informemos al director. Te has metido en un buen lío, D462, más vale que te avise. Y con todo lo que hablabas de que eras el último preso que intentaría fugarse de la cárcel. Tú, con tus aires de santurrón y tus libros de la biblioteca. Tenemos tu número, George Edalji, y es el D462.

Vuelve a detenerse. Arthur continúa. El segundo defecto de la acusación radicaba en el supuesto de que Edalji había o no había actuado solo; cambiaban de opinión según les convenía. Bueno, a los majaderos del comité al menos no se les había escapado esto. La cuestión clave de la visión ocular. «Mucho hincapié» se había hecho sobre este punto «en algunas de las comunicaciones presentadas al Ministerio del Interior». Sí, en efecto: el hincapié que habían hecho destacados oculistas de Harley Street y Manchester Square. «Hemos estudiado con atención el informe de los expertos eminentes que examinaron a Edalji en prisión y el dictamen que nos han presentado algunos oftalmólogos; y los materiales reunidos hasta ahora nos parecen absolutamente insuficientes para establecer la imposibilidad alegada.»

– ¡Imbéciles! «Absolutamente insuficientes.» ¡Majaderos e imbéciles!

Jean mantiene la cabeza gacha. Se acuerda de que la campaña de Arthur había arrancado de este punto de partida: era la razón de que no sólo pensara que George Edalji era inocente, sino que lo sabía. ¡Qué falta de respeto esa ligereza con que tratan la labor y el criterio de Arthur!

Pero sigue leyendo, sigue adelante como si quisiera olvidar este punto. «En nuestra opinión, la sentencia fue insatisfactoria y… no podemos concordar con el veredicto del jurado.» ¡Ja!

– Eso significa que has ganado, Arthur. Han rehabilitado su nombre.

– ¡Ja! -Arthur ni siquiera se da cuenta de la interjección-. Ahora escucha esto. «Nuestro informe sobre el caso significa que no habría estado justificado que el Ministerio del Interior interviniera previamente.» Hipócritas. Mentirosos. Mayoristas de cal.

– ¿Qué quiere decir eso, Arthur?

– Quiere decir, mi queridísima, que nadie se ha equivocado. Que se ha aplicado la gran solución británica a todo. Ha sucedido algo terrible, pero nadie ha cometido un error. Tendrían que incluirlo retroactivamente en la declaración de derechos. Nadie tendrá la culpa de nada, y en especial no la tendremos nosotros.

– Pero admiten que el veredicto fue un error.

– Dicen que George era inocente, pero nadie tiene la culpa de que haya disfrutado de tres años de trabajos forzados. Una y otra vez se le señalaron los defectos al ministerio y una y otra vez el ministerio se negó a revisar el caso. Nadie se equivocó. ¡Hurra, hurra!

– Arthur, cálmate un poco, por favor. Tómate un brandy con soda o alguna otra cosa. Hasta puedes fumar la pipa si quieres.

– Nunca, delante de una dama.

– Bueno, de buena gana haría una excepción. Pero cálmate un poco. Y luego veremos cómo justifican una declaración semejante.

Pero George llega antes a ella. «Sugerencias… derecho de gracia… concesión de un indulto… Por un lado, creemos que no debería haberse dictado esta sentencia por los motivos que hemos expuesto… pérdida total de su posición y perspectivas profesionales… supervisiones de la policía… difícil, si no imposible, recuperar la posición que ha perdido.» George hace un alto y bebe un vaso de agua. Sabe que a «por un lado» sigue siempre «por otro» y no está seguro de poder afrontar lo que represente ese otro.

– «Por otro lado» -ruge Arthur-. Dios mío, el ministerio encontrará tantos lados como brazos tiene esa divinidad india, ¿cómo se llama…?

– Shiva, querido.

– Shiva; cuando quieren encontrar razones de por qué no tienen la culpa de nada. «Por otro lado, como no podemos discrepar de lo que entendemos que es el veredicto del jurado, que Edalji escribió las cartas de 1903, no podemos sino ver que, dando por sentado que es inocente, hasta cierto punto se ha hecho acreedor a sus infortunios.» No, no, no, NO.

– Arthur, por favor. La gente va a pensar que nos estamos peleando.

– Perdona. Es sólo que… aaah, «Apéndice uno», sí, peticiones, motivos por los que el Ministerio del Interior nunca hace nada. «Apéndice dos», veamos cómo el Salomón del ministerio da las gracias al comité. «Meticuloso y exhaustivo informe.» ¡Exhaustivo! ¡Cuatro páginas, sin una sola mención de Anson o Royden Sharp! Bobadas… «se ha hecho acreedor a sus infortunios»… bobadas, bobadas… «aceptar las conclusiones… sin embargo… caso excepcional»… Y que lo digan… «descalificaciones permanentes»… Oh, ya veo, lo que más miedo les da son los juristas, que saben que es la mayor injusticia cometida desde, desde…, sí, así que si le autorizan a ejercer otra vez…, bobadas, bobadas… «las consideraciones más profundas e intranquilas… indulto.»

– Indulto -repite Jean, levantando la vista.

O sea que han ganado.

«Indulto», lee George, consciente de que queda una frase más en el informe.

– «Indulto» -repite Arthur. El y George leen la última frase juntos. «Pero también he llegado a la conclusión de que no es un caso en que se pueda conceder indemnización alguna.»

George deposita el informe y sepulta la cabeza entre las manos. Arthur, con un sardónico tono fúnebre, lee las palabras finales: «Atentamente le saluda, H. J. Gladstone».

– Querido Arthur, lo has leído a toda velocidad.

Nunca le ha visto de tan mal humor; le parece alarmante. No le gustaría que alguna vez lo dirigiera contra ella.

– Deberían poner letreros nuevos en el ministerio. En vez de «Entrada» y «Salida», deberían poner «Por un lado» y «Por otro lado».

– Arthur, ¿podrías ser un poco menos oscuro y decirme qué significa el informe exactamente?

– Significa, significa, mi querida Jean, que este ministerio, este gobierno, este país, esta Inglaterra nuestra han descubierto un concepto jurídico nuevo. En los viejos tiempos, eras inocente o culpable. Si no eras inocente eras culpable, y si no eras culpable eras inocente. Un sistema muy simple, puesto a prueba durante muchos siglos y asimilado por jueces, jurados y el populacho en general. A partir de hoy tenemos un concepto nuevo en la ley inglesa: culpable e inocente. George Edalji es un pionero en este sentido: el único hombre indultado de un delito que no ha cometido y al que, sin embargo, le han dicho al mismo tiempo que se merecía los tres años de trabajos forzados.

– ¿Es una transacción, entonces?

– ¿Transacción? No, es una hipocresía. Es lo que el país sabe hacer mejor. Los burócratas y los policías lo han perfeccionado durante siglos. Se llama un informe del gobierno. Se llama tontería, se llama…

– Arthur, enciende tu pipa.

– Nunca. Una vez sorprendí a un individuo fumando delante de una dama. Le saqué la pipa de la boca, la partí en dos y arrojé los pedazos a sus pies.

– Pero Edalji podrá volver a ejercer de abogado.

– Sí. Y cada cliente potencial suyo que sepa leer un periódico pensará que está consultando a un loco capaz de escribir cartas anónimas denunciándose a sí mismo por un crimen abyecto que hasta el ministro del Interior y el primo del dichoso Anson admiten que no cometió en absoluto.

– Pero quizá todo el mundo lo olvide. Tú dijiste que al publicarlo en Pentecostés estaban enterrando una mala noticia. Así que quizá la gente sólo recuerde que a Edalji le concedieron el indulto.

– No, si depende de mí.

– ¿Quieres decir que continúas?

– Todavía no me han perdido de vista. No voy a consentir que se salgan con la suya. Di mi palabra a George. Te di mi palabra a ti.

– No, Arthur. Dijiste lo que ibas a hacer y lo hiciste, y has conseguido el indulto y George puede volver a trabajar, que según su madre era lo único que quería. Ha sido una gran victoria, Arthur.

– Jean, por favor, basta de ser razonable conmigo.

– ¿Quieres que sea irrazonable?

– Sudaría sangre por evitarlo.

– ¿Por otro lado? -pregunta Jean, burlona.

– Contigo no hay otro lado -dice Arthur-. Sólo hay uno. Es simple. Es la única cosa en mi vida que siempre parece simple. Por fin. Ya era hora.

George no tiene nadie que le consuele, nadie que se burle en broma, nadie que impida que las palabras rueden arriba y abajo en su cráneo. «Un hombre obcecado y malévolo, que se permite la picardía de simular que sabe lo que en realidad ignora para confundir a la policía y aumentar los obstáculos de una investigación muy dificultosa.» Un dictamen presentado al Parlamento y a Su Excelentísima Majestad.

Aquella noche, un representante de la prensa preguntó a George cómo había reaccionado ante el informe. Se declaró «profundamente descontento del resultado». Lo llamó «un mero paso en la buena dirección», pero la aseveración de que él había escrito las cartas de Greatorex era «una calumnia; un insulto… una insinuación infundada, y no descansaré hasta que la retiren y me pidan disculpas». Además, «no le habían ofrecido indemnización alguna». Reconocían que había sido condenado injustamente, por lo que «es justo que me compensen por los tres años de trabajos forzados que he sufrido. No dejaré las cosas como están. Quiero una compensación por mis agravios».

Arthur escribió al Daily Telegraph diciendo que la posición del comité era «absolutamente ilógica e insostenible». Se preguntaba si había algo «más mezquino o más poco inglés» que un indulto sin indemnización. Se brindaba a demostrar «en media hora» que George Edalji no había podido escribir las cartas anónimas. Proponía que, en vista de que sería injusto que los contribuyentes pagaran la compensación de George Edalji, «podría recaudarse a partes iguales entre la policía de Staffordshire, el tribunal de los Quarter Sessions y el Ministerio del Interior, ya que estos tres grupos de hombres son los culpables de este fiasco».

El vicario de Great Wyrley escribió también al Daily Telegraph señalando que el jurado no se había pronunciado sobre la autoría de las cartas, y que sir Reginald Hardy tenía la culpa de todas las deducciones falsas, al haber sido tan «precipitado e ilógico» al decirle al jurado que «quien escribió las cartas era el mismo que cometió el delito». Un distinguido abogado que había asistido al juicio calificó de «deplorable espectáculo» la recapitulación del presidente. El vicario decía que la policía y el ministerio habían dispensado a su hijo un trato «indignante y desalmado». En cuanto al comportamiento del ministro del Interior y su comité: «Esto quizá sea diplomacia o arte de gobernar, pero no es lo que habrían hecho si hubiera sido el hijo de un hacendado o un noble inglés».

Otro descontento con el informe era el capitán Anson. Entrevistado por el Sentinel de Staffordshire, contestó a las críticas dirigidas contra «el honor de la policía». El comité, al detectar las llamadas «contradicciones» en las pruebas, simplemente no había comprendido los cargos de la policía. No era tampoco «verdad» que hubiera estado desde el principio convencida de la culpabilidad de Edalji y que luego hubiese buscado pruebas para apoyar esta convicción. Al contrario, no sospecharon de Edalji «hasta meses después» de que comenzaran las agresiones. «Fueron señaladas diversas personas como posibles implicadas en los hechos», pero poco a poco las fueron descartando. La sospecha «sólo al final se centró en Edalji como consecuencia de su costumbre muy comentada de vagar solo por las calles a altas horas de la noche.»

George escribió para el Daily Telegraph una refutación de esta entrevista. Ahora quedaba claro el «endeble fundamento» de los cargos formulados contra él. «De hecho», ni «una sola vez vagó por las calles» y, a no ser que volviese tarde de Birmingham o de algún espectáculo vespertino en el distrito, estaba «invariablemente en casa hacia las 21.30. No había nadie en la comarca» que saliera menos de noche, y al parecer «la policía se tomó en serio» algo que fue dicho «en broma». Además, si hubiera salido con frecuencia a horas tardías, el hecho habría sido conocido por las «nutridas fuerzas de la policía» que patrullaban el distrito.

Pentecostés había sido frío y extemporáneo. El hijo de un millonario se había matado en un trágico accidente de tráfico cuando conducía su coche de doscientos caballos. Príncipes extranjeros habían llegado a Madrid para un bautizo real. Unos viticultores habían causado disturbios en Béziers, cuyo ayuntamiento había sido saqueado e incendiado por campesinos. Pero no había nada -no había habido desde hacía años- sobre la señorita Hickman, médico.

Sir Arthur se brindó a financiar cualquier querella por difamación que George quisiera incoar contra el capitán Anson, el ministro del Interior o miembros del comité Gladstone, bien individual o colectivamente. George, aunque reiterando sus expresiones de gratitud, declinó cortésmente el ofrecimiento. La reparación obtenida se había logrado gracias al compromiso, la labor ardua, la lógica de sir Arthur y su amor a armar ruido. Pero George pensaba que el ruido no era la mejor solución para todo. El calor no siempre produce luz y el ruido no siempre produce locomoción. El Daily Telegraph reclamaba una investigación pública sobre todos los aspectos del caso; para George, era lo que correspondía hacer. El periódico también había organizado una colecta en su ayuda.

Arthur, mientras tanto, continuaba su campaña. Nadie había aceptado su propuesta de demostrar «en media hora» que George Edalji no podía haber escrito las cartas: ni siquiera Gladstone, que públicamente había afirmado lo contrario. Arthur, por tanto, se lo demostraría a Gladstone, al comité, a Anson, a Gurrin y a todos los lectores del Daily Telegraph. Dedicó al asunto tres extensos artículos, con abundante ilustración holográfica. Demostró que era obvio que las cartas las había escrito alguien «totalmente diferente» de Edalji, «un patán deslenguado, un chantajista», alguien que no conocía «ni la gramática ni la decencia». Además se proclamaba desairado personalmente por el comité Gladstone, ya que en el informe «no hay una sola palabra que me induzca a pensar que han tenido en cuenta mi evidencia». Respecto a la vista de Edalji, el comité citaba la opinión de «un médico carcelario sin nombre» y despreciaba el dictamen, presentado por Arthur, de quince expertos, «entre ellos algunos de los mejores del país». Lo único que habían hecho los miembros del comité era sumarse a «la larga cola de policías, funcionarios y políticos» que debían una «disculpa muy abyecta» a «este hombre maltratado». Pero hasta que se expresara esta disculpa, hasta que se reparase la injusticia, «las pinceladas de cumplidos mutuos no conseguirán limpiarlos».

A lo largo de mayo y junio, hubo constantes preguntas en el Parlamento. Sir Gilbert Parker preguntó si existían precedentes de que no se hubiese pagado una indemnización a alguien injustamente condenado y posteriormente indultado. Gladstone: «No conozco ningún caso análogo». Ashley preguntó si el ministro del Interior consideraba que George Edalji era inocente. Gladstone: «No me parece una pregunta muy adecuada. Es cuestión de opinión». Pike Pease preguntó qué reputación había tenido Edalji en la cárcel. Gladstone: «Tenía buena reputación». Mitchell-Thompson pidió al ministro del Interior que ordenara una nueva investigación para estudiar el asunto de la letra. Gladstone denegó la petición. El capitán Graig solicitó que se entregaran al Parlamento todas las notas tomadas durante el juicio para uso del tribunal. Gladstone denegó la petición. F. E. Smith preguntó si Edalji habría sido indemnizado si no hubieran existido dudas respecto a la autoría de las cartas. Gladstone: «Me temo que no puedo responder a esta pregunta». Ashley preguntó por qué habían excarcelado a aquel hombre si su inocencia no había sido completamente establecida. Gladstone: «Es una pregunta que en realidad no me incumbe. La liberación fue consecuencia de una decisión de mi antecesor que, sin embargo, apruebo». Harmood-Banner solicitó detalles de agresiones similares contra ganado perpetradas mientras George Edalji estaba en la cárcel. Gladstone respondió que había habido tres en el vecindario de Great Wyrley: en septiembre y noviembre de 1903 y en marzo de 1904. F. E. Smith preguntó en cuántos casos, durante los últimos veinte años, se habían pagado indemnizaciones, tras demostrarse que una condena había sido insatisfactoria, y qué importes se habían pagado. Gladstone contestó que en los últimos veinte años había habido doce casos y que en dos de ellos se habían abonado sumas cuantiosas: «En un caso se pagaron cinco mil libras y en el otro se dividieron mil seiscientas entre dos personas. En los diez casos restantes, las cifras oscilaron de 1 a 40 libras». Pike Pease preguntó si en todos aquellos casos se había concedido el indulto. Gladstone: «No lo sé seguro». El capitán Faber solicitó que se publicaran todos los informes y comunicaciones de la policía enviados al Ministerio del Interior sobre el caso Edalji. Gladstone denegó la petición. Y, por último, el 27 de junio, Vincent Kennedy preguntó: «¿El trato que se está dispensando a Edalji obedece a que no es inglés?». En el acta de la sesión constaba: «[No hubo respuesta]».

Arthur siguió recibiendo cartas anónimas y tarjetas insultantes, las primeras en toscos sobres amarillos, pegados con papel adhesivo. El matasellos era del noroeste de Londres, pero las arrugas de los documentos le indicaban que quizá los hubiesen transportado escondidos, o posiblemente en el bolsillo de alguien -un jefe de tren, por ejemplo-, desde los Midlands a Londres para franquearlos en la capital. Ofreció una recompensa de veinte libras a quien le ayudase a descubrir al autor.

Arthur solicitó nuevas entrevistas con el ministro del Interior y con el subsecretario, Blackwell. En el Daily Telegraph contaba que le habían recibido con «cortesía», pero también con una «antipatía helada». Además, tomaron «claro partido por los funcionarios cuestionados» y le hicieron sentirse rodeado de una «atmósfera hostil». No hubo un aumento de temperatura ni un cambio de atmósfera; los funcionarios lamentaron que en lo sucesivo estarían demasiado ocupados con las tareas de gobierno para conceder más tiempo a sir Arthur Conan Doyle.

El Colegio de Abogados votó a favor de readmitir como miembro a George Edalji.

El Daily Telegraph abonó la suma recaudada en su colecta, que ascendía a unas trescientas libras.

Después, como no hubo sucesos nuevos, disputas, demandas por difamación, acciones del gobierno, preguntas parlamentarias, investigación pública, disculpas ni indemnización, la prensa tuvo poco de que informar.

Jean le dice a Arthur:

– Hay algo más que puedes hacer por tu amigo.

– ¿Qué, querida?

– Invitarle a nuestra boda.

A él le confunde un poco esta sugerencia.

– Pero ¿no habíamos decidido invitar sólo a la familia y a los amigos íntimos?

– A la ceremonia de la boda, Arthur. Después habrá la recepción.

El inglés no oficial mira a su prometida no oficial.

– ¿Te han dicho alguna vez que, aparte de ser la mujer más adorable del mundo, eres especialmente juiciosa y mucho más capaz de ver lo que es justo y necesario que el pobre bruto a quien vas a tomar por marido?

– Estaré a tu lado, Arthur, siempre a tu lado. Y por lo tanto mirando en la misma dirección. Sea la que sea.

George y Arthur

A medida que transcurría el verano, la conversación se centró en el criquet o la crisis india; Scotland Yard dejó de exigir una confirmación mensual, por correo certificado, de las señas de George y el Ministerio del Interior guardaba silencio; ni siquiera el infatigable señor Yelverton ideó estratagemas nuevas y George fue informado de que tenía un despacho esperando en el número 2de Mecklenburgh Street hasta que pudiese encontrar uno propio; los mensajes de sir Arthur se reducían a breves notas de aliento o de rabia; el padre de George reanudó con renovado ahínco sus tareas parroquiales y la madre consideró seguro dejar a su hijo mayor y a su hija única al cuidado de terceros; el honorable capitán Anson no anunció una nueva investigación sobre las mutilaciones cometidas en Great Wyrley a pesar de que ahora no existía un culpable oficial; George aprendía a leer un periódico sin tener un ojo continuamente pendiente de la mención de su nombre y otro animal fue mutilado en el distrito de Wyrley; el interés, no obstante, iba decayendo y hasta el redactor de cartas anónimas se cansó de sus improperios, y George comprendió que el veredicto definitivo y oficial sobre su caso ya había sido dictado y era improbable que lo cambiasen nunca.

Inocente, pero culpable: eso había dicho el comité Gladstone y también el gobierno británico a través de su ministro del Interior. Inocente, pero culpable. Inocente, pero obcecado y malévolo. Inocente, pero se había permitido una picardía. Inocente, pero empeñado en interferir adrede en las investigaciones pertinentes de la policía. Inocente, pero se había hecho acreedor a sus infortunios. Inocente, pero no merecía indemnización. Inocente, pero no merecía que le pidieran disculpas. Inocente, pero tenía plenamente merecidos los tres años de prisión.

No era, sin embargo, el único veredicto. Gran parte de la prensa se había puesto de su parte: el Daily Telegraph había tildado de «débil, ilógica y no concluyente» la posición del comité y el ministro. La actitud del público, en la medida en que George podía calibrarla, era que «nunca habían jugado limpio». Un gran número de sus colegas juristas le había apoyado. Y, por último, uno de los más grandes escritores de su tiempo, en alta voz y sin tregua, había proclamado su inocencia. ¿Algún día estos veredictos pesarían más que el oficial?

George también quería tener una visión más amplia de su caso y de las enseñanzas que ofrecía. Si no cabía esperar que la policía fuera más eficiente o los testigos más honestos, al menos habría que mejorar los tribunales donde se ponían a prueba los testimonios. Un caso como el suyo nunca debería haberlo dirigido un presidente sin formación jurídica; habría que mejorar las calificaciones de la judicatura. Y aunque se pudiese mejorar el funcionamiento de los Quarter Sessions y los tribunales superiores de los condados, siempre tendría que existir el recurso a mentes jurídicas más sutiles y sabias: en otras palabras, a un tribunal de apelación. Era un absurdo que el único medio de anular una sentencia injusta como la suya fuese cursar una petición al ministro del Interior, centenares de las cuales -miles, más bien- le llegaban todos los años, casi todas enviadas por inquilinos palmariamente culpables de las cárceles de Su Majestad, que no tenían nada mejor con que ocupar su tiempo que confeccionar memoriales para el ministerio. Era evidente que habría que descartar las apelaciones fútiles y frívolas a cualquier tribunal nuevo; pero un tribunal superior tenía que reconsiderar los casos en que hubiera habido una grave controversia de hecho o de Derecho, o en que el tribunal inferior hubiera observado una conducta perjudicial o incompetente.

El padre de George le había insinuado en diversas ocasiones que sus sufrimientos tenían una finalidad más elevada. George nunca había querido ser un mártir y aún no veía una explicación cristiana a sus tribulaciones. Pero el caso Beck y el caso Edalji juntos habían causado un gran revuelo entre los juristas, y era muy posible que George se convirtiera, a pesar de todo, en una especie de mártir, aunque de un tipo más simple y práctico: un mártir de la ley cuyos sufrimientos habían propiciado progresos en la administración de la justicia. Nada, para George, podría compensarle de los años perdidos en Lewes y Portland y del año de inactividad que siguió a su liberación; y, sin embargo, ¿no le serviría quizá de consuelo que aquella terrible fisura deparase algún bien definitivo para su profesión?

Con cautela, como consciente del pecado de orgullo, George empezó a imaginar un libro de texto jurídico escrito cien años más tarde. «El Tribunal de Casación se estableció originalmente a raíz de numerosas injusticias que suscitaron descontento público. No fue la menor el caso Edalji, cuyos detalles no nos interesa exponer aquí, pero cuya víctima -debe señalarse de pasada- fue el autor de Legislación ferroviaria para "el viajero de tren", uno de los primeros libros que clarifican este tema a menudo confuso, y al que aún se hace referencia…» George concluyó que había peores destinos que el de ser una nota a pie de página en una historia del Derecho.

Una mañana recibió una tarjeta alta y oblonga. Estaba impresa en letra inglesa:

El señor y la señora Leckie

Tienen el placer de

invitar al

Señor George Edalji

A los salones Whitehall del

Hotel Metropole

A las 14:45 de la tarde

Con motivo de la boda de su hija

Jean

con Sir Arthur Conan Doyle

Glebe House,

Blackheart

Se ruega confirmación

La invitación conmovió lo indecible a George. Colocó la tarjeta en la repisa de la chimenea y contestó de inmediato. El Colegio de Abogados le había readmitido entre sus miembros y ahora sir Arthur le reincorporaba a la sociedad. No es que albergara ambiciones sociales; no, en todo caso, la de acceder a tan altas esferas, pero entendía que la invitación era un gesto noble y simbólico para con alguien que tan sólo un año antes había preservado la cordura en la cárcel de Portland leyendo las novelas de Tobías Smollett. Meditó un largo tiempo sobre el regalo de boda apropiado, y al final se decidió por sendos volúmenes bien encuadernados de las obras completas de Shakespeare y Tennyson.

Arthur está resuelto a burlar a todos los malditos reporteros. No hay anuncio de dónde va a casarse con Jean; la cena en The Gaiety, la víspera de la boda, es un acto discreto; y en St. Margaret's Westminster colocan el toldo de rayas en el último minuto. Sólo unos pocos transeúntes se congregan en este rincón adormilado y polvoriento de sol junto a la abadía para ver quién se casa un miércoles discreto en lugar de un ostentoso sábado.

Arthur viste una levita y un chaleco blanco y luce una gran gardenia blanca en el ojal. Su hermano Innes, de permiso especial en plenas maniobras de otoño, es un padrino nervioso. Oficiará Cyril Angelí, el marido de Dodo, la hermana más pequeña de Arthur. La madre, que ha celebrado hace poco su setenta cumpleaños, luce brocado gris; asisten Connie y Willie, Lottie e Ida, Kingsley y Mary. El sueño de Arthur de reunir a toda su familia bajo un mismo techo nunca se ha cumplido; pero aquí, durante un breve rato, están todos sus familiares. Y, por una vez, Waller no asiste al acto.

El coro y el presbiterio están decorados con altas palmas; a sus pies hay racimos de flores blancas. Toda la ceremonia será coral, y Arthur, en vista de su preferencia dominical por el golf en lugar de la iglesia, ha permitido que Jean elija los himnos: Praise the Lord, ye Heavens adore Him y O Perfect Love, all human thought trascending. De pie en el banco delantero, recuerda lo último que ella le dijo: «No te haré esperar, Arthur. Se lo he dicho bien claro a mi padre». Arthur sabe que ella cumplirá su palabra. Algunos dirían que ya que se han esperado diez años, no les hará daño esperar diez o veinte minutos más, que hasta quizá realcen el dramatismo del acontecimiento. Pero Jean, para deleite de Arthur, carece por completo de esa coquetería nupcial presuntamente atractiva. Van a casarse a las dos menos cuarto; ella, por lo tanto, estará en la iglesia a las dos menos cuarto. Él considera esto una base sólida para el matrimonio. Mientras mira al altar, reflexiona que no siempre entiende a las mujeres, pero reconoce que las hay que juegan con un bate recto y las hay que no.

Jean llega del brazo de su padre a la una cuarenta y cinco en punto. La reciben en el pórtico sus damas de honor, Lily Loder-Symonds, de veleidades espiritistas, y Leslie Rose. El paje de Jean es el señorito Bransford Angelí, hijo de Cyril y Dodo, que viste un traje de librea en seda azul y crema. El vestido de Jean, de estilo semiimperio y frontal cerrado, es de encaje español de seda marfil y líneas resaltadas con finos bordados de perlas. Debajo lleva tela de plata; la cola, ribeteada de crepé de China blanco, cae desde un nudo de chifón sujeto con una herradura de brezo blanco; el velo se asienta sobre una corona de azahar.

Arthur capta muy pocos de estos pormenores cuando Jean llega a su lado. No es un entendido en ropajes de gala, y en consecuencia le parece perfecta la superstición de que el novio no debe ver el vestido de novia hasta que ella se lo ha puesto. Cree que Jean está guapísima y tiene una impresión general de color crema, perlas y una larga cola. La verdad es que estaría igual de feliz si la viera vestida de amazona. Él responde a las preguntas con voz vigorosa; la de Jean apenas se oye.

En el hotel Metropole hay una escalinata que conduce a los salones Whitehall. La cola resulta un incordio tremendo; las damas y el paje no cesan de manipularla cuando Arthur se impacienta. Levanta a la novia en brazos y la sube sin esfuerzo por la escalera. Arthur huele el azahar, nota las marcas de las perlas en la mejilla y oye la risa baja de su novia por primera vez en el día. El grupo de familiares les vitorea desde abajo y los invitados a la recepción, congregados arriba, responden con una ovación aún más fuerte.

George tiene una aguda conciencia de que allí no conoce a nadie más que a sir Arthur, al que sólo ha visto dos veces, y a su novia, que brevemente le estrechó la mano en el Grand Hotel de Charing Cross. Duda mucho de que hayan invitado al señor Yelverton, y no digamos a Harry Charlesworth. Ha hecho entrega del regalo y rechaza las bebidas alcohólicas que todo el mundo tiene en la mano. Mira alrededor en los salones: los chefs trajinan ante una mesa larga de bufé, la orquesta del Metropole afina los instrumentos y por todas partes hay palmeras altas y, a sus pies, helechos, plantas y macizos de flores blancas. Más flores blancas aún decoran las mesitas que bordean el salón.

Para su sorpresa y considerable alivio, se le acerca gente para hablar con él, parecen saber quién es y le saludan como si fueran conocidos. Alfred Wood se presenta y le habla de que ha visitado la vicaría de Wyrley y tenido el gran placer de conocer a la familia de George. Jerome, el escritor cómico, le felicita por su victorioso combate en pro de la justicia, le presenta a su mujer y le señala a otras celebridades: allí, J. M. Barrie, Bram Stocker y Max Pemberton. Sir Gilbert Parker, que en varias ocasiones ha puesto en apuros al ministro del Interior en la Cámara de los Comunes, se acerca para estrechar la mano de George. Éste comprende que todos le tratan como a un hombre profundamente agraviado, nadie le mira como si fuese el autor de una serie de cartas demenciales y obscenas. No le dicen nada directamente; sólo la presunción implícita de que él es de esos hombres que entienden las cosas en general del mismo modo que, en general, las entienden ellos.

Mientras la orquesta toca en sordina, llevan al salón tres cestas llenas de telegramas y cables que el hermano de sir Arthur abre y lee en voz alta. Luego hay canapés y más champán del que George ha visto escanciar en su vida, y brindis y discursos, y cuando el novio hace el suyo contiene palabras que podrían ser champán, porque burbujean en el cerebro de George y le emocionan hasta marearle.

y me complace dar la bienvenida esta tarde entre nosotros a mi joven amigo George Edalji. Su presencia aquí es la que más me enorgullece…

Las caras se vuelven hacia George, y hay sonrisas y copas que se levantan a medias, y no sabe adonde mirar, pero comprende que no tiene importancia.

Los novios ejecutan un giro ceremonial en la pista de baile, jaleados por una algarabía feliz, y luego empiezan a circular entre sus invitados, al principio juntos y después por separado. George descubre a su lado a Wood, medio apoyado en una palmera, y rodeado de helechos hasta las rodillas.

– Sir Arthur siempre recomienda esconderse -dice, con un guiño.

Los dos contemplan juntos a la gente.

– Un día feliz -comenta George.

– Y el final de un largo camino -contesta Wood.

George no sabe qué responder a esto y se conforma con asentir.

– ¿Ha trabajado muchos años para sir Arthur?

– Southsea, Norwood, Hindhead. Si el lugar siguiente fuera Tombuctú no me extrañaría.

– ¿De verdad? -dice George-. ¿Viajarán allí en luna de miel?

Wood frunce el ceño al oír esto, como si no entendiera la pregunta. Da otro sorbo de su copa de champán.

– Tengo entendido que es usted un gran defensor del matrimonio. Sir Arthur cree que debería casarse en par-ti-cu-lar.

Pronuncia la última palabra con un efecto de staccato que le divierte por algún motivo.

– ¿O es una obviedad decirlo?

A George le alarma este sesgo de la conversación y se siente también un poco avergonzado. Wood desliza el dedo índice de arriba abajo por la pared de la nariz.

– Se ha chivado su hermana -añade-. No pudo resistirse a un par de detectives a tiempo parcial.

– ¿Maud?

– La misma. Una chica simpática. Callada; no es nada malo. No es que tenga intención de casarme con ella, ni en general ni en par-ti-cu-lar.

Sonríe para sí. George decide que Wood quiere ser agradable sin ser malévolo. Sin embargo, sospecha que el hombre quizá esté algo ebrio.

– Es un poco de lío, si quiere que le diga. Y luego están los gastos.

Wood hace un gesto con la copa hacia la orquesta, las flores, los camareros. Uno de ellos toma su gesto por una orden y le llena la copa.

George empieza a preguntarse adonde irá a parar esta charla cuando, por encima del hombro de Wood, ve que lady Conan Doyle se dirige hacia ellos.

– Woodie -dice, y a George le parece que su interlocutor pone una cara extraña.

Pero antes de poder asegurarlo, el secretario se ha esfumado.

– Señor Edalji -lady Conan Doyle pronuncia el nombre con el acento exacto, y pone una mano enguantada en su antebrazo-, me alegra muchísimo que haya venido.

George se queda pasmado: para acudir, no se ha visto obligado a cancelar muchos otros compromisos.

– Les deseo que sean muy felices -responde.

Mira el vestido de novia. Nunca ha visto nada igual. Ninguna de las lugareñas a las que su padre ha casado llevaba un vestido remotamente parecido. Piensa que debería alabarlo, pero no sabe cómo. Pero no importa, porque ella vuelve a hablarle.

– Señor Edalji, me gustaría agradecérselo.

Él se queda otra vez asombrado. ¿Ya han abierto los regalos de boda? No, sin duda. Pero ¿a qué otra cosa podría referirse ella?

– Bueno, no sabía muy bien lo que necesitaban…

– No -dice ella-. No me refiero a eso…

Le sonríe. Él piensa que sus ojos son de un verde grisáceo, y el pelo rubio. ¿Tiene los ojos clavados en ella?

– Me refiero a que este día ha llegado cuando ha llegado y como ha llegado gracias en parte a usted.

Ahora George se queda boquiabierto. Además, la mira fijamente, sabe que la está mirando así.

– Supongo que nos interrumpirán en cualquier momento, y de todos modos mi intención no era explicarlo. Quizá usted nunca sepa por qué se lo digo. Pero no se imagina lo agradecida que le estoy. Y por eso es tan normal que esté usted aquí.

George sigue meditando estas palabras cuando un remolino de ruido se lleva a la nueva lady Doyle. «No se imagina lo agradecida que le estoy.» Unos instantes después, sir Arthur le estrecha la mano, le dice que ha dicho en serio cada palabra de su discurso, le da una palmada en la espalda y se dirige hacia el siguiente invitado. La novia desaparece y reaparece vestida de un modo distinto. Se hace un último brindis, se apuran las copas, suenan ovaciones y la pareja parte. A George no le queda nada más que despedirse de sus ocasionales amigos.

A la mañana siguiente compró The Times y el Daily Telegraph. Uno de estos periódicos mencionaba su nombre entre los de Frank Bullen y Willie Hornung; el otro, le colocaba entre Bullen y Hunter. Descubrió que las flores blancas que no había sabido identificar se llamaban lilium Harrisii. También, que sir Arthur y lady Conan Doyle emprendieron después viaje a París, de paso hacia Dresde y Venecia. «La novia -leyó- viajaba con un vestido blanco marfil, ribeteado de galones de trencilla blancos, corpiño y mangas de encaje y sobremangas de tela. Por detrás, la chaqueta entallada lucía botones bordados de oro. Por delante, pliegues de tela le caían suavemente a ambos lados de una camisola de encaje. Los vestidos procedían de Maison Dupree, Lee.»

No entendió casi una sola palabra. Eran tan misteriosas para él como las que había pronunciado la víspera la portadora del vestido.

Se preguntó si llegaría a casarse. En el pasado, cuando ociosamente se imaginaba la posibilidad, la escena siempre tenía lugar en St. Mark, oficiaba su padre y su madre le miraba con orgullo. Nunca conseguía imaginar la cara de la novia, cosa que nunca le había molestado. Sin embargo, después de su calvario, el lugar de la boda ya no le parecía verosímil y era como si redujese la probabilidad de celebrarse. Se preguntó si Maud se casaría alguna vez. ¿Y Horace? Sabía poco de la vida actual de su hermano. Horace se había negado a asistir al juicio y nunca le había visitado en la cárcel. De vez en cuando mandaba una postal inoportuna. Hacía varios años que Horace se había marchado de casa. Quizá ya estuviera casado.

George se preguntó si volvería a ver a sir Arthur y a la nueva lady Conan Doyle. Él pasaría los meses y los años siguientes intentando recuperar en Londres el estilo de vida que había llevado antaño en Birmingham; ellos, por el contrario, llevarían la vida que disfrutaban los autores mundialmente famosos y sus jóvenes esposas. No sabía muy bien qué relaciones tendría con la pareja ahora que no les unía una causa común. Quizá fuese ultrasensible por su parte, o excesivamente tímido. Pero trató de imaginar que los visitaba en Sussex o almorzaba con sir Arthur en su club de Londres, o que les recibía en el modesto alojamiento que quizá pudiera costearse. No, también esto era una escena inverosímil de una vida que no sería la suya. Con toda probabilidad no volverían a verse. Con todo, durante las tres cuartas partes de un año sus caminos se habían cruzado, y quizá a George no le importase tanto que el día anterior hubiese marcado el final del cruce. En realidad, en parte lo prefería así.

IV Finales

George

El martes, Maud deslizó en silencio el Daily Herald a través de la mesa del desayuno. Sir Arthur había muerto a las 9.15 de la mañana del día anterior en Windlesham, su residencia en Sussex. MUERE ALABANDO A SU MUJER anunciaba el titular; y a continuación: «¡ERES MARAVILLOSA!», DICE EL CREADOR DE SHERLOCK HOLMES, seguido de NO HABRÁ LUTO. George lee que no había «tristeza» en la casa de Crowborough; las persianas no habían sido bajadas; y sólo Mary, la hija del primer matrimonio de sir Arthur, «mostraba congoja».

Denis Conan Doyle habló libremente con el corresponsal especial del Herald, «no en voz baja, sino normal, alegre y orgulloso de hablar de su padre». «Era el marido y padre más maravilloso que ha existido -decía-, y uno de los más grandes hombres. Era más grande de lo que la gente creía, porque era muy modesto.» Seguían dos párrafos de panegírico filial. Pero el párrafo siguiente avergonzó a George; casi estuvo a punto de ocultar el periódico a Maud. ¿Estaba bien que un hijo hablara así de sus padres, sobre todo a un periódico? «El y mi madre fueron amantes hasta el final. Cuando ella le oía llegar, se levantaba de un salto como una niña pequeña, se arreglaba el pelo con la mano y corría a su encuentro. No ha habido amantes más grandes que ellos.» Aparte de la incorrección, George desaprobaba la jactancia, tanto más porque seguía de muy cerca a la afirmación de la modestia de sir Arthur. Sir Arthur, desde luego, no hubiera dicho estas cosas de sí mismo. El hijo continuaba: «Si no fuera porque sabemos que no le hemos perdido, estoy seguro de que mi madre habría muerto una hora después».

Adrián, el hermano menor de Denis, corroboraba la presencia constante del padre en sus vidas. «Sé perfectamente que voy a tener conversaciones con él. Mi padre creía a pies juntillas que cuando muriese seguiría en contacto con nosotros. Toda mi familia lo cree también. Es indudable que mi padre hablará con nosotros a menudo, igual que hacía antes de su tránsito.» Aunque no todo sería sencillo: «Siempre sabremos cuándo está hablando él, pero hay que tener cuidado, porque en el otro lado también hay graciosos que gastan bromas pesadas. Es muy posible que alguien intente suplantarlo. Pero hay pruebas que mi madre conoce; por ejemplo, maneras de hablar que no se pueden imitar».

George estaba confuso. La tristeza instantánea que le produjo la noticia -como si, en cierto modo, hubiera perdido a un tercer padre- no se consideraba permisible: NO HABRÁ LUTO. Sir Arthur había muerto feliz; su familia -con una excepción- contenía la pena. Las persianas no estaban bajadas; no había aflicción. ¿Quién era él, entonces, para proclamarse huérfano? Dudó de si expresar este dilema a Maud, que tendría la mente más clara sobre estas cuestiones; pero pensó que podría parecerle egoísta. Quizá la modestia del difunto imponía un recato parecido en el luto de quienes le habían conocido.

Sir Arthur tenía setenta y un años. Las notas necrológicas fueron enjundiosas y afectivas. George siguió las noticias toda la semana, y descubrió con un ligero fastidio que el Herald de Maud daba bastante más información que su Telegraph. Habría un ENTIERRO AL AIRE LIBRE que no era más que UNA DESPEDIDA FAMILIAR. Se preguntó si le invitarían; confió en que a los invitados a la boda de sir Arthur también les convocasen para testificar su…, iba a decir muerte, pero la palabra no se empleaba en Crowborough. Su tránsito; su promoción, como la llamaban algunos. No, era una expectativa impropia; no era un miembro de la familia en ningún sentido. Zanjada esta cuestión, George se sintió un tanto despechado al enterarse por el periódico del día siguiente que una multitud de trescientas personas asistiría al entierro.

El cuñado de sir Arthur, el reverendo Cyril Angell, que había enterrado a la primera lady Conan Doyle y casado a la segunda, ofició la ceremonia en la rosaleda de Windlesham. Le asistió el reverendo C. Drayton Thomas. Hubo poco luto en la reunión; Jean llevaba un vestido estampado de verano. Sir Arthur fue depositado cerca del cobertizo que durante tanto tiempo le había servido de estudio. Llegaron telegramas de todas partes del mundo, y hubo que fletar un tren para transportar todas las flores. Una vez extendidas sobre el espacio funerario, fue, según un testigo, como si un estrafalario jardín holandés hubiese crecido hasta la altura de un hombre. Jean había encargado una cabecera de roble británico en la que habían inscrito la leyenda HOJA RECTA, ACERO AUTÉNTICO. Deportista y caballero hasta el final.

George estimó que todo se había hecho como es debido, aunque de una forma poco convencional; habían honrado a su bienhechor como éste habría querido. Pero el Daily Herald del viernes anunciaba que la historia no había terminado. LA SILLA VACÍA DE CONAN DOYLE, rezaba el titular a cuatro columnas, y debajo había una explicación que saltaba de un tipo de imprenta a otro. PARTICIPARÁ VIDENTE EN GRAN REUNIÓN. 6.000 ESPIRITISTAS EN LA REUNIÓN CONMEMORATIVA. DESEO DE LA ESPOSA. LA MÉDIUM SERÁ TOTALMENTE FRANCA.

Esta despedida pública se celebraría en el Albert Hall a las siete de la tarde del domingo 13 de julio de 1930. La sesión sería organizada por Frank Hawken, secretario de la Asociación Espiritista de Marylebone. La señora Conan Doyle, que acudiría con otros familiares, dijo que lo consideraba la última manifestación pública a la que asistiría con su marido. En el escenario se colocaría una silla vacía para simbolizar la presencia de sir Arthur, y ella se sentaría a la izquierda: la posición que, incansable, había ocupado durante los dos últimos decenios.

Esto no era todo. La señora Conan Doyle había pedido que durante el acto hubiese una demostración de clarividencia. La efectuaría la señora Estelle Roberts, que siempre había sido la médium predilecta de sir Arthur. Hawken había concedido una entrevista al Herald: «Hay incertidumbre sobre si sir Arthur Conan Doyle podrá o no manifestarse de forma suficiente para que una médium le describa -declaró-. Me figuro que será ya perfectamente capaz de hacerlo. Estaba muy bien preparado para el tránsito». Además: «Si se manifestara, es dudoso que los escépticos aceptasen la evidencia, pero quien conoce como médium a la señora Roberts no tendrá la menor duda. Sabemos que si no le ve lo dirá con toda franqueza». George advirtió que no se mencionaban amenazas de bromas pesadas.

Maud observó que su hermano había terminado el artículo.

– Tendrás que ir -dijo.

– ¿Tú crees?

– Desde luego. Dijo que eras su amigo. Tienes que despedirte, aunque las circunstancias sean insólitas. Más vale que vayas a comprar una entrada a la Asociación de Marylebone. Esta tarde o mañana…, si no, estarás inquieto.

Era extraño, pero agradable, lo resolutoria que podía ser Maud. Estuviese o no ante su escritorio, George acostumbraba desgranar un argumento tras otro hasta tomar una decisión. Maud se negaba a perder tanto tiempo; veía más claro -o al menos más rápido- y él le cedía las decisiones domésticas del mismo modo que le entregaba el dinero que le sobraba de la ropa y gastos de oficina. Ella se ocupaba de la subsistencia, ingresaba una determinada cantidad todos los meses en una cuenta de ahorro y daba el resto a obras de caridad.

– ¿No crees que padre desaprobaría… estas cosas?

– Padre murió hace doce años -contestó Maud-. Y me agrada pensar que quienes están en presencia de Dios se sienten algo cambiados de como eran en la tierra.

Todavía le sorprendía que Maud fuese tan directa; su respuesta rayaba en la crítica. George optó por no discutirla, sino meditarla más tarde en privado. Reanudó la lectura del periódico. Su conocimiento del espiritismo se basaba sobre todo en unas docenas de páginas escritas por sir Arthur, y no les había dedicado su máxima atención. La idea de que había seis mil personas a la espera de que su líder perdido les hablase a través de una médium le parecía alarmante.

Sentía aversión por los grandes gentíos concentrados en un lugar. Pensaba en las muchedumbres de Cannock y Stafford, en los rudos camorristas que asediaron la vicaría después de su detención. Recordaba a los hombres que blandían palos y aporreaban con violencia la puerta del coche; recordaba la aglomeración en Lewes y Portland y que ello agudizaba el placer de estar incomunicado en una celda. En determinadas circunstancias podía asistir a una conferencia o a una reunión multitudinaria de abogados, pero por regla general consideraba que la tendencia de los seres humanos a agolparse en un lugar era el principio de la sinrazón. Cierto era que vivía en Londres, una ciudad muy populosa, pero donde podía controlar en gran medida el contacto con sus conciudadanos. Prefería que acudiesen a su bufete de uno en uno; se sentía protegido por el escritorio y por su conocimiento de las leyes. Estaba a salvo allí, en el 79 de Borough High Street: el despacho abajo y arriba las habitaciones que compartía con Maud.

Lo de vivir juntos había sido una excelente idea, aunque ya no recordaba quién de los dos lo había propuesto. Cuando sir Arthur le estaba ayudando a rehabilitarse, la madre de George pasaba parte del tiempo con él en la pensión de la señorita Goode en Mecklenburgh Square. Pero se hizo evidente que ella debía regresar a Wyrley, y había parecido lógica la idea de intercambiar las mujeres de la familia. Maud, para sorpresa de sus padres, pero mucho menos de George, demostró su inmensa capacidad. Le organizaba la casa, cocinaba, hacía de secretaria cuando no estaba la de él y escuchaba sus anécdotas de la jornada de trabajo con tanto entusiasmo como si estuviera en el aula de su vieja escuela. Se había vuelto más extrovertida y dogmática desde el traslado a Londres; también había aprendido cómo chinchar a George, cosa que a él le causaba un extraño placer.

– Pero ¿qué me pondré?

La rapidez con que ella contestó significaba que debía de haber previsto la pregunta.

– Tu traje azul de calle. No es un entierro, y de todos modos no creen en el luto. Pero es importante mostrar respeto.

– Es un gran auditorio, por lo visto. Dudo que consiga una entrada cerca del escenario.

Formaba parte ya de su convivencia el que George pusiera objeciones a proyectos que ya estaban decididos. Y, a cambio, Maud le consentía aquellas evasivas. Ahora ella desapareció y él oyó el ruido de objetos desplazados en el desván, encima de su cabeza. Unos minutos más tarde, ella le puso delante algo que a George le produjo de pronto un escalofrío: los prismáticos, en su estuche polvoriento. Maud cogió un trapo y lo desempolvó: el cuero, largo tiempo sin lustrar, despidió un brillo mate de humedad.

Al instante, los dos hermanos vuelven a estar en los Gardens del castillo de Aberystwyth, el último día plenamente feliz de la vida de George. Un transeúnte señala el monte Snowdon; pero lo único que ve George es el placer en la cara de su hermana. Ella se vuelve y le promete comprarle unos prismáticos. Dos semanas después comenzó la pesadilla y, más adelante, cuando ya era un hombre libre y se mudaron a Borough High Street, la primera Navidad que pasaron juntos Maud le compró aquel regalo que a él le hizo llorar a hurtadillas.

Se lo había agradecido, aunque le desconcertó un poco, puesto que ya estaban muy lejos de Snowdon y dudaba que alguna vez regresaran a Aberystwyth. Maud había previsto su reacción y le aconsejó que empezara a observar aves. Como todas las sugerencias de Maud, George la juzgó de inmediato una actividad muy sensata, y varias tardes de domingo se fue a los pantanos y bosques que circundaban Londres. Ella pensó que él necesitaba una afición; él pensó que ella necesitaba tenerle fuera de casa de vez en cuando. Se entregó de lleno unos cuantos meses a la observación de pájaros, pero en verdad le costaba seguirlos en vuelo, y cuando estaban posados parecían complacerse en camuflarse. Por añadidura, muchos de los observatorios considerados mejores le parecieron fríos y húmedos. Si habías pasado tres años en la cárcel, no querías volver jamás a esos sitios, hasta que te metiesen en el ataúd y te bajaran al lugar más frío y húmedo de todos. Tal era la meditada opinión de George sobre aquel pasatiempo.

– Me diste tanta pena aquel día…

George alzó la mirada, y la imagen de una mujer de mediana edad y pelo canoso detrás de una tetera suplantó en su cabeza a la de una chica de veintiún años junto a las ruinas decepcionantes de un castillo galés. Ella detectó un poco más de polvo en el estuche de los prismáticos y frotó con el trapo. George miró a su hermana. A veces no sabía muy bien quién era el que cuidaba del otro.

– Fue un día feliz -dijo él, con firmeza, aferrado al recuerdo que a fuerza de repetirlo había transformado en una certeza-. El hotel Belle Vue. El tranvía. El pollo asado. No haber ido a recoger guijarros. El viaje en tren. Fue un día feliz.

– Yo estuve fingiendo casi todo el tiempo.

George no estaba seguro de que quisiera ver turbados sus recuerdos.

– Yo nunca supe cuánto sabías tú -dijo.

– George, yo no era una niña.

Quizá lo fuera cuando todo empezó, pero no para entonces. ¿Tenía algo más que hacer que averiguarlo? No se puede ocultar cosas a una chica de veintiún años que apenas sale de casa. Lo único que haces es guardarte cosas, engañarte a ti mismo y confiar en que ella se lo crea.

George pensó en la imagen antigua de la Maud que conocía ahora y comprendió que debió de haber habido en aquella chica mucho más de la mujer actual de lo que entonces se percataba él. Pero no quería analizar estas complejidades. Hacía mucho que tenía rumiado lo que había pasado; conocía su propia historia. Quizá estuviese dispuesto a aceptar una corrección general similar a la que acababan de hacerle; pero lo último que quería era conocer detalles nuevos.

Maud lo intuyó. Y si, en aquel entonces, él le había ocultado cosas a ella, ella también se las había ocultado a él. Nunca le hablaría de la mañana en que padre la había llamado a su estudio y le había anunciado que temía mucho por la estabilidad mental de su hermano. Dijo que George había estado sometido a una gran tensión y que se negaba a tomar siquiera unos días de vacaciones; el padre, por tanto, propondría en la comida que George y Maud hicieran un viaje a Aberystwyth y, de grado o por fuerza, ella tenía que colaborar e insistir en que hicieran aquel viaje a toda costa. Y fue lo que ocurrió. George se había opuesto, educada pero tozudamente, a la propuesta de su padre y acabó cediendo a las súplicas de su hermana.

Había sido una pequeña intriga totalmente impropia de la vicaría. Pero lo que más había sobresaltado a Maud era la valoración que hacía el padre del estado de George. Para ella siempre había sido el hermano fiable y aplicado, mientras que Horace era el frívolo, el que vivía la vida a su antojo y carecía de entereza. Y como luego se vio, ella tenía razón y el padre se equivocaba. En efecto, ¿cómo habría sobrevivido George a sus infortunios si no hubiera poseído una fortaleza mental mayor de la que le atribuía el padre? Pero Maud se guardaba para ella estos pensamientos.

– Había una cosa en la que sir Arthur estaba profundamente equivocado -declaró George, de improviso-. Se oponía al voto de las mujeres.

Como siempre había sido partidario del sufragio femenino durante la época en que había sido tema de debate, esta opinión no sorprendió a Maud. Lo que resultaba inexplicable era el tono desabrido de George. Avergonzado, había apartado la vista de su hermana. La estela del recuerdo, y todo su cortejo, había desatado la más tierna de las emociones hacia Maud, y comprendió que aquellos sentimientos habían sido, y seguirían siendo, los más intensos de su vida. Pero no le resultaba fácil expresarlos ni era muy diestro en hacerlo, y hasta la confesión más indirecta le turbaba. Así que se levantó, dobló el Herald, aunque no era necesario, se lo devolvió a Maud y bajó a su despacho.

Tenía trabajo pendiente, pero al sentarse ante el escritorio empezó a pensar en sir Arthur. Desde su último encuentro habían transcurrido veintitrés años; aun así, el vínculo entre ellos, en cierto modo, nunca se había roto. Había seguido los escritos y actos de sir Arthur, sus viajes y campañas, sus intervenciones en la vida pública del país. George muchas veces coincidía con sus declaraciones, por ejemplo, sobre la reforma del divorcio, la amenaza de Alemania, la necesidad de un túnel en la Mancha, la necesidad moral de devolver Gibraltar a España. Se permitía, no obstante, albergar francas dudas sobre una de las aportaciones menos conocidas de sir Arthur a la reforma de las cárceles: la propuesta de que todos los reincidentes empedernidos de las prisiones de Su Majestad fuesen trasladados a la isla escocesa de Tiree. George había recortado artículos de prensa, seguido las hazañas continuadas de Sherlock Holmes en el Strand Magazine y sacado prestados de la biblioteca los últimos libros de sir Arthur. En dos ocasiones había llevado a Maud al cine para ver la notable encarnación del detective que hacía Eille Norwood.

Recordaba que, el año antes de instalarse en Borough High Street, compró el Daily Mail para leer la crónica especial de sir Arthur sobre el maratón de los Juegos Olímpicos celebrados en Londres. Aunque a George no le interesaban nada las proezas atléticas, fue recompensado con una visión adicional -como si le hiciera falta alguna más- del carácter de su bienhechor. El relato de sir Arthur era tan vivido que George lo leyó y releyó una y otra vez hasta que pudo verlo mentalmente como si fuera un noticiario cinematográfico. El vasto estadio; la multitud expectante; una pequeña figura entra en cabeza; es un italiano al borde del colapso; cae, se levanta, vuelve a caer, vuelve a levantarse, se tambalea; entonces entra un norteamericano en el estadio y empieza a darle alcance; el corajudo italiano está a veinte metros de la meta; el público está hipnotizado; vuelve a caer; le ayudan a levantarse; brazos solícitos le impulsan hasta cruzar la cinta antes de que su rival le alcance. Pero el italiano, por supuesto, ha infringido las reglas al aceptar ayuda y declaran ganador al americano.

Cualquier otro escritor lo habría dejado ahí, complacido por tan hermosa evocación del drama del momento. Pero sir Arthur no era un escritor cualquiera, y la valentía del italiano le había conmovido tanto que organizó una colecta para él. Se recaudaron 300 libras que le permitieron abrir una panadería en su pueblo natal, cosa que no le habría sufragado una medalla de oro. Era algo típico de sir Arthur: generoso y práctico a partes iguales.

Después de su triunfo en el caso Edalji, sir Arthur se había embarcado en otras protestas judiciales. A George le abochornaba un poco admitir que en sus sentimientos hacia víctimas posteriores había una envidia que en ocasiones rayaba con la censura. Estaba Oscar Slater, por ejemplo, cuyo caso ocupó muchos años de la vida de sir Arthur. Era verdad que el hombre había sido acusado de asesinato injustamente y que estuvo a punto de ser ejecutado, y que la intervención de sir Arthur le había librado del patíbulo y a la larga había conseguido liberarle de la cárcel, pero Slater era un sujeto de mala calaña, un delincuente profesional que nunca había mostrado un ápice de gratitud hacia quienes le habían ayudado.

Sir Arthur también había seguido jugando a los detectives. Sólo tres o cuatro años antes había surgido el curioso caso de la escritora desaparecida. Christie, se llamaba. Era, al parecer, una estrella en alza de las novelas policíacas, si bien George no sentía el menor interés por tales estrellas, siempre que Holmes continuara recopilando sus casos. La señora Christie había desaparecido de su casa de Berkshire y su coche fue encontrado a unos ocho kilómetros de Guildford. Como los agentes no habían encontrado el rastro de la novelista, el jefe de la policía de Surrey había llamado a sir Arthur, que a la sazón era lugarteniente del condado. Lo que ocurrió a continuación asombró a mucha gente. ¿Entrevistó sir Arthur a testigos, exploró el suelo en busca de huellas o interrogó a los policías, como había hecho en el famoso caso Edalji? Nada de eso. Se había puesto en contacto con el marido de Christie, le había pedido prestado un guante de la desaparecida y lo llevó a una vidente que se lo apretó contra la frente en un intento de dar con el paradero de Christie. Bueno, una cosa era -como George había propuesto a la policía de Staffordshire- utilizar sabuesos de verdad para que olfatearan un rastro, y otra muy distinta emplear a una médium que se limitaba a quedarse en casa y olisquear guantes. George, al leer sobre estas novedosas técnicas de investigación de sir Arthur, sintió un gran alivio de que en su propio caso hubiera recurrido a métodos más ortodoxos.

Sin embargo, haría falta algo más que unas cuantas excentricidades para mermar el respeto absoluto que George profesaba a sir Arthur. Lo profesó cuando era un joven de treinta años, recién excarcelado; y lo conservaba cuando era un abogado de cincuenta y cuatro, con el bigote y el pelo ya bien canosos. La única razón de que pudiera estar allí sentado delante de su escritorio una mañana de viernes eran los elevados principios de sir Arthur y su disposición a llevarlos a la práctica. A George le habían devuelto la vida. Tenía una colección completa de libros de leyes, un bufete satisfactorio, un surtido de sombreros y una magnífica leontina -algunos incluso la tildarían de chillona- colgada de una parte a otra del chaleco que cada año le estaba más prieto. Era propietario de un piso y un hombre con opiniones sobre los temas de actualidad. Cierto era que no tenía esposa; tampoco mantenía largas sobremesas con colegas que exclamaban «¡El buenazo de George!» cuando le veían alargar la mano hacia la cuenta. Tenía, en cambio, una especie de fama o una fama a medias o, según pasaban los años, una cuarta parte de fama. Había aspirado a ser un abogado conocido y había acabado siendo conocido como un error judicial. Su caso había provocado el establecimiento del Tribunal de Apelación, cuyas decisiones en las dos últimas décadas habían elaborado el derecho penal consuetudinario hasta un punto que muchos consideraban revolucionario. George se preciaba de su participación -por involuntaria que hubiera sido- en este progreso. Pero ¿quién lo sabía? Unas pocas personas le estrechaban la mano cordialmente al enterarse de su nombre y le trataban como a alguien que muchos años antes había sido víctima de una injusticia; otros le miraban con los ojos de un chico de granja o de un agente especial en caminos rurales; pero la mayoría nunca había oído hablar de Edalji.

Esto a veces le amargaba y se avergonzaba de esta amargura. Sabía que en todos aquellos años de sufrimiento, nada había ansiado más que el anonimato. El capellán de Lewes le había preguntado qué echaba de menos y él le había respondido que añoraba la vida. Ya se la habían restituido; tenía trabajo, dinero suficiente, gente que saludar en la calle. Pero a ratos le asaltaba la idea de que se merecía algo más; que su calvario debería haberle reportado una mayor recompensa. De maleante a mártir y a don nadie: ¿no era injusto? Quienes le ayudaron le habían asegurado que su caso era tan importante como el de Dreyfus, que revelaba tanto de Inglaterra como el del francés sobre Francia, y al igual que había habido partidarios y detractores de Dreyfus, también había gente a favor y en contra de Edalji. Insistían, además, en que sir Arthur Conan Doyle había sido tan gran defensor y mejor escritor que Émile Zola, cuyos libros decían que eran vulgares y que había huido a Inglaterra cuando a su vez le amenazaron con encarcelarlo. Imagínate a sir Arthur escabulléndose a París para huir del capricho de algún político o fiscal. Se habría quedado y combatido, habría armado una escandalera y sacudido los barrotes de su celda hasta que la cárcel se derrumbara.

Y, no obstante, a pesar de todo esto, la fama de Dreyfus había crecido sin parar y era conocido en todo el planeta, mientras que a Edalji apenas le reconocían en Wolverhampton. Lo cual era en parte obra suya; o se debía a no haber hecho nada. Tras su liberación, con frecuencia le habían pedido que diera conferencias, escribiese artículos de prensa y concediera entrevistas. Siempre se negaba. No quería ser portavoz ni representante de una causa; no tenía temperamento para la tribuna pública, y después de haber narrado sus penalidades para The Umpire, juzgaba inmodesto volver a contarlo siempre que le invitaban a hacerlo. Había pensado preparar una edición revisada de su libro sobre legislación ferroviaria, pero consideró que quizá fuera también una manera de explotar su notoriedad.

Pero más que nada sospechaba que la oscuridad de su nombre tenía que ver con la propia Inglaterra. Francia, tal como él la entendía, era un país de extremos, de opiniones y principios violentos y largos recuerdos. Inglaterra era más tranquila e igual de rigurosa en sus principios, pero menos inclinada a armar un gran jaleo sobre ellos; un país donde se confiaba más en el derecho consuetudinario que en los decretos del gobierno; donde la gente se ocupaba de sus asuntos y no pretendía inmiscuirse en los ajenos; donde acontecían de tiempo en tiempo grandes erupciones públicas, estallidos pasionales que podían incluso desembocar en la violencia y la iniquidad, pero que pronto se borraban de la memoria y rara vez se incorporaban a la historia nacional. Ha ocurrido esto, ahora vamos a olvidarlo y a seguir adelante: tal era el estilo inglés. Algo funcionaba mal, se había averiado, pero ya está reparado, hagamos como si no hubiera sido nada grave. ¿El caso Edalji no habría sido posible si hubiera existido un Tribunal de Apelación? Pues muy bien: que indulten a Edalji, que se establezca ese tribunal antes de fin de año y… ¿hay algo más que decir sobre este particular? Así era Inglaterra, y George podía entender su punto de vista porque él también era inglés.

Había escrito dos cartas a sir Arthur desde la boda. El padre de George murió en el último año de la guerra; una mañana glacial de mayo lo enterraron cerca del tío Compson, a una docena de metros de la iglesia donde había oficiado durante más de cuarenta años. George pensó que sir Arthur -que había conocido al padre- desearía saberlo; le contestó con una breve nota de pésame. Pero unos meses más tarde leyó en el periódico que al hijo de sir Arthur, Kingsley, herido en el Somme y debilitado, se lo había llevado la gripe, como a tantos otros. Quince días antes de que se firmara el armisticio. Volvió a escribirle, un hijo que había perdido a su padre a un padre que había perdido a un hijo. Esta vez recibió una carta más larga. Kingsley había sido el último nombre de una aciaga lista. La mujer de sir Arthur había perdido a su hermano Malcolm en la primera semana de la guerra. Al sobrino de sir Arthur, Oscar Hornung, lo mataron en Ypres, junto con otro sobrino del escritor. El marido de su hermana Lottie había muerto el primer día que pasó en las trincheras. Y así sucesivamente. Sir Arthur enumeraba los conocidos de su mujer y suyos. Pero al despedirse expresaba su convicción de que no los habían perdido, sino que estaban aguardando al otro lado.

George ya no se consideraba religioso. Si seguía siendo cristiano en algo, no era por los vestigios de la devoción filial, sino que era a causa del amor fraterno. Iba a la iglesia porque a Maud le complacía que fuese. En cuanto a la vida de ultratumba, se limitaba a esperar para ver. Recelaba del fervor. En el Grand Hotel se había alarmado un poco cuando sir Arthur le habló con tanta vehemencia de sus creencias religiosas, que guardaban escasa relación con el asunto que se traían entre manos. Pero al menos así estuvo preparado para la noticia ulterior de que su bienhechor se había convertido en un espiritista consumado y proyectaba dedicar al movimiento los años y las energías que le quedaban. El anuncio produjo un tremendo escándalo entre muchas personas de derechas. No les habría importado que sir Arthur, el ideal mismo del caballero inglés, se hubiese limitado a unas cuantas sesiones ligeras de mesas parlantes las tardes de domingo con algunos amigos. Pero no era el modo de ser de sir Arthur. Si creía en algo, quería que todo el mundo lo creyera. En esto residía su fuerza y en ocasiones su debilidad. En consecuencia, había habido burlas desde todos los rincones y titulares de prensa impertinentes que se preguntaban: «¿SE HA VUELTO LOCO SHERLOCK HOLMES?». Cada vez que sir Arthur daba una conferencia, sus adversarios de toda laya organizaban otra: jesuitas, Hermanos de Plymouth, materialistas airados. La semana anterior, Barnes, el obispo de Birmingham, había atacado «las creencias fantásticas» que proliferaban. La ciencia cristiana y el espiritismo eran credos falsos que «movían a los simples a resucitar ideas moribundas», había leído George. Pero ni sus chanzas ni el rechazo eclesiástico disuadirían jamás a sir Arthur.

Aunque George era por instinto escéptico al respecto, se negaba a sumarse a los ataques contra el espiritismo. Si bien no se creía competente para juzgar en estas materias, sabía elegir entre el obispo Barnes de Birmingham y sir Arthur Conan Doyle. Recordaba -y era uno de sus grandes recuerdos, uno de los que imaginaba que compartía con una esposa- el final de aquel primer encuentro en el Grand Hotel. Se levantaron para despedirse y sir Arthur, aquel hombre corpulento, enérgico y afable, que le dominaba en estatura, le miró a los ojos y le dijo: «No pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. que es inocente». Estas palabras eran más que un poema, más que una plegaria; eran la expresión de una verdad contra la que se estrellarían las mentiras. Cuando sir Arthur decía que sabía algo, la carga de la prueba, para la mente jurídica de George, pasaba a la otra persona.

Tomó Memorias y aventuras, la autobiografía de sir Arthur, un volumen macizo, de color azul marino, publicado seis años antes. Se abría siempre por el mismo sitio, la página 215: «En 1906 -releyó-, mi esposa falleció tras una larga enfermedad… Durante algún tiempo después de aquellos días de oscuridad no pude ponerme a trabajar, hasta que de pronto el caso Edalji desvió mis energías hacia un cauce totalmente inesperado». A George siempre le incomodaba un poco este principio. Parecía insinuar que su caso se había presentado en un momento oportuno, pues su índole particular era lo que hacía falta para sacar a sir Arthur de un cenagal de abatimiento; como si quizá hubiera reaccionado de otra manera -de hecho, no era posible- de no haber muerto recientemente la primera lady Conan Doyle. ¿Estaba siendo injusto? ¿Estaba dedicando una excesiva atención a escudriñar una simple frase? Pero era lo que hacía todos los días en su vida profesional: leer con detenimiento. Y se suponía que sir Arthur escribía para lectores atentos.

George había subrayado con lápiz y anotado en el margen muchas otras frases. Para empezar, la siguiente sobre su padre: «No sé cómo un vicario llegó a ser parsi ni cómo un parsi llegó a ser vicario». Bueno, sir Arthur tuvo en otro tiempo una idea al respecto, y además muy precisa y correcta, pues George le había explicado en el Grand Hotel de Charing Cross la trayectoria de su padre. Y después esta frase: «Quizá algún patrocinador católico quería demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. Espero que el experimento no se repita, porque si bien el vicario era un hombre afable y ferviente, la aparición de un clérigo de color con un hijo mestizo en una parroquia rudimentaria y burda no podía por menos de causar alguna situación lamentable». George lo consideraba injusto; prácticamente, la frase culpaba de lo ocurrido a la familia de su madre, en cuyas manos había estado la parroquia. Tampoco le gustaba que le describieran como un «hijo mestizo». No cabía duda de que en un sentido técnico era cierto, pero él no se veía en absoluto retratado en la expresión, del mismo modo que no pensaba en Maud ni en Horace como sus hermanos mestizos. ¿No había otra manera de decirlo? Quizá su padre, que creía que el futuro del mundo dependía de la mezcla armoniosa de razas, habría encontrado una expresión mejor.

«Lo que despertó mi indignación y me infundió la fuerza para llevar esto a cabo fue la indefensión absoluta de aquel pequeño grupo de personas abandonadas, el clérigo de color en su extraña situación, la madre valiente, de ojos azules y pelo canoso, la joven hija, acosada por patanes brutales.» ¿Indefensión absoluta? Si se juzgaba por esto, no se diría que el padre había publicado su propio análisis del caso antes incluso de que sir Arthur hubiese aparecido en escena; y que la madre y Maud no paraban de escribir cartas para recabar apoyos y obtener testimonios. A George le parecía que sir Arthur, aun cuando mereciese mucha gratitud y aplauso, estaba demasiado decidido a monopolizarlos. Desde luego minimizó la larga campaña de Voules en Truth, por no hablar de Yelverton, de los memoriales y de la petición de firmas. Hasta era a todas luces inexacta la crónica que escribió sir Arthur sobre cómo llegó a conocer el caso. «A fines de 1906 topé por casualidad con un oscuro periódico llamado The Umpire, y mi mirada se posó en un artículo escrito por él mismo y en el que exponía su caso.» Pero sir Arthur había «topado por casualidad» con aquel «oscuro periódico» porque George le había enviado todos sus artículos con una larga carta adjunta, como sir Arthur debía de saber muy bien.

No, pensó George, estaba siendo descortés. Sin duda sir Arthur escribía de memoria, se basaba en la versión de los hechos que había contado una y otra vez a lo largo de los años. George sabía, a fuerza de tomar declaración a testigos, que el relato constante de sucesos pulía los bordes de las historias, volvía al narrador más engreído y confería a todo una mayor certeza de la que había existido en su momento. Su mirada recorrió ahora deprisa la crónica de sir Arthur, sin el deseo de encontrar nuevos errores. Hacia el final, después de las palabras «una farsa de justicia», escribía: «El Daily Telegraph organizó para él una colecta que recaudó unas trescientas libras». George se consintió una ligera sonrisa tensa: era la misma suma que habían reunido el año siguiente en respuesta a un llamamiento de sir Arthur en favor del corredor de maratón italiano. Los dos hechos habían conmovido el corazón de los británicos hasta el mismo grado mensurable: tres años de prisión injusta con trabajos forzados, y caerse al final de una carrera atlética. Bueno, en todo caso era saludable ver situado su caso en su correcta perspectiva.

Pero dos líneas más adelante estaba la frase que George había leído más veces que ninguna otra del libro, y que compensaba todas las inexactitudes y los hincapiés erróneos, y ofrecía un bálsamo a alguien cuyos sufrimientos habían sido cuantificados de forma tan humillante. Decía así: «Vino a la fiesta de mi boda y fue el invitado de cuya presencia más orgulloso estuve». Sí. George decidió llevarse al Albert Hall Memorias y aventuras, por si alguien ponía objeciones a su asistencia. No sabía qué aspecto tendrían los espiritistas -y no digamos seis mil juntos-, pero dudaba que se le pareciesen. El libro sería su pasaporte si surgían problemas. Mire, aquí tiene, en la página 215, aquí salgo yo, he venido a despedirme, me enorgullece volver a ser su invitado.

La tarde del domingo, poco después de las cuatro, salió del 79 de Borough High Street y se encaminó hacia el puente de Londres: un hombrecillo atezado, con un traje azul de trabajo, un libro azul oscuro debajo del brazo izquierdo y un par de prismáticos colgados del hombro derecho. Un observador fortuito podría haber pensado que iba a las carreras; sólo que los domingos no se celebraba ninguna. ¿O no sería aquel libro bajo el brazo una guía sobre la observación de pájaros? Pero ¿quién iría a verlos con un traje formal? Habría ofrecido una extraña estampa en Staffordshire, y hasta en Birmingham podrían haberle tomado por un estrafalario, pero nadie lo haría en Londres, que ya contenía más que suficientes.

El traslado allí le había producido aprensión. Por su vida futura, por supuesto; por cómo se arreglarían él y Maud; por la magnitud de la ciudad, sus muchedumbres y su ruido; y más allá de todo esto, por cómo le trataría la gente: si habría rufianes al acecho como los que en Landywood le habían hecho traspasar un seto a empujones y estropeado el paraguas, o policías lunáticos como Upton que le amenazaban con hacerle daño; si toparía con el prejuicio racial que sir Arthur estaba convencido de que constituía la clave de su caso. Pero al cruzar el puente de Londres, cosa que llevaba ya veinte años haciendo, se sintió muy a gusto. Por lo general, la gente te dejaba tranquilo, ya fuera por cortesía o por indiferencia, y George agradecía ambos motivos.

Era verdad que solían hacer presunciones incorrectas: que él y su hermana habían llegado hacía poco del campo; que él era indio; que era un comerciante de especias. Y por supuesto todavía le preguntaban de dónde era, si bien cuando contestaba -para no entrar en conversaciones sobre los puntos más delicados de la geografía- que era de Birmingham, casi todos sus interlocutores asentían sin asombro, como si siempre hubieran esperado que los habitantes de Birmingham fueran como George Edalji. Naturalmente, había esas alusiones cómicas que les gustaban a Greenway y Stentson -aunque pocas a Bechuanaland-, pero las consideraba normales e inevitables, como la lluvia o la niebla.

Y había quienes, al saber que procedía de Birmingham, expresaban desencanto, porque confiaban en recibir noticias de países lejanos que él no podía ofrecer.

Tomó el metro desde Bank a High Street Kensington y desde allí caminó hacia el este hasta que apareció la silueta del Albert Hall. Lo precavido que era con el tiempo -y de lo que Maud se burlaba- le hizo llegar casi dos horas antes de que comenzase el acto. Decidió dar un paseo por el parque.

Eran poco después de las cinco de una hermosa tarde de domingo de julio, y una banda de música tocaba a todo volumen. El parque estaba lleno de familias, excursionistas, soldados, pero George no se inquietó porque en ningún punto formaban un gentío denso. Tampoco miró a las parejas jóvenes que coqueteaban ni a los padres serios que organizaban a sus hijos con la misma envidia que quizá hubiera sentido en otro tiempo. Cuando llegó a Londres, aún no había renunciado a la esperanza de casarse; de hecho, pensaba preocupado en si su futura esposa y Maud se llevarían bien. En efecto, estaba claro que no podría abandonar a Maud, ni deseaba hacerlo. Pero luego pasaron unos años y comprendió que la buena opinión de su hermana sobre su futura esposa le importaba más que a la inversa. Y luego pasaron otros cuantos años y las desventajas, en general, de una esposa se volvieron más patentes. Una esposa podría parecer agradable y resultar que era una gruñona; podría no entender las economías; sin duda querría tener hijos y a George le parecía probable que no soportase el ruido o las molestias que causaran a su trabajo.

Y además, por supuesto, estaban las cuestiones sexuales, que muchas veces no conducían a la armonía. George no llevaba casos de divorcio, pero como abogado tenía pruebas de sobra de la desdicha que podía infligir el matrimonio. Sir Arthur había hecho una larga campaña contra la opresión de las leyes de divorcio y había sido presidente durante muchos años de la unión por la reforma, hasta que le sustituyó lord Birkenhead. De un nombre en la lista de honor a otro: había sido lord Birkenhead, con su nombre civil de F. E. Smith, el que le había hecho a Gladstone preguntas inquisitivas en la Cámara sobre el caso Edalji.

Pero esto era marginal. Tenía cincuenta y cuatro años, vivía con un confort aceptable y tenía una visión en gran medida filosófica sobre su estado de soltero. La familia Edalji ya había perdido a su hermano Horace: estaba casado, se había trasladado a Irlanda y cambiado de nombre. George no sabía seguro en qué orden había hecho estas tres cosas, pero había un claro vínculo entre ellas, y el carácter indeseable de cada una contaminaba a las otras. Bueno, había estilos de vida diferentes; y la verdad era que ni él ni Maud habían tenido nunca muchas posibilidades de casarse. Se parecían en su timidez y en su aparente capacidad de ahuyentar a quienes se les acercaban. Pero ya había en el mundo suficientes matrimonios, y no había, desde luego, peligro de escasez de población. La convivencia de hermano y hermana era tan armoniosa como la de marido y mujer; en algunos aspectos, aún más.

En los primeros tiempos juntos, él y Maud volvían a Wyrley dos o tres veces al año, pero rara vez eran visitas felices. A George le despertaban demasiados recuerdos concretos. La aldaba de la puerta le sobresaltaba todavía, y por la noche, cuando se asomaba al jardín anochecido, a menudo vislumbraba debajo de los árboles figuras huidizas que aun sabiendo que no eran nada le asustaban. En Maud los efectos eran distintos. A pesar de lo mucho que quería a sus padres, cuando ponía el pie dentro de la vicaría se tornaba reservada e insegura; expresaba pocas opiniones y nunca se reía. George casi hubiera jurado que Maud estaba enfermando. Pero conocía la cura: se llamaba la estación de New Street y el tren a Londres.

Al principio, cuando él y Maud salían juntos, a veces la gente les tomaba por marido y mujer; y George, que no quería que nadie pensara que era incapaz de casarse, precisaba, minucioso: «No, es mi querida hermana Maud». Pero a medida que pasaba el tiempo, en ocasiones no se molestaba en corregir la confusión, y después Maud le tomaba del brazo y lanzaba una risita. Él suponía que pronto, cuando ella tuviera el pelo tan canoso como él, les tomarían por una vieja pareja casada y quizá ni siquiera se preocupara de rectificar el error.

Al cabo de un rato paseando sin rumbo, descubrió que se acercaba al Albert Memorial. El príncipe estaba sentado en su entorno dorado y reluciente, rodeado de todos los famosos del mundo. George sacó los prismáticos del estuche y empezó a ejercitarse. Recorrió despacio el monumento, por encima de las gradas donde prevalecían el arte, la ciencia y la industria, y por encima de la figura sedente del pensativo consorte, hacia un reino más alto. La rosca era difícil de controlar y a veces una masa de follaje borroso llenaba las lentes, pero al final emergió la imagen ordinaria de una maciza cruz cristiana. Desde allí siguió poco a poco el chapitel, que parecía tan densamente poblado como los espacios inferiores del monumento. Había hileras de ángeles y -justo debajo- un conjunto de más figuras humanas, vestidas con ropajes clásicos. Rodeó el Memorial, perdiendo el foco a menudo, y procuró identificarlas: una mujer con un libro en una mano y una serpiente en la otra, un hombre con una piel de oso y un garrote grande, una mujer con un ancla, una figura con una capucha y una vela larga en la mano… ¿Eran santos, quizá, o figuras simbólicas? Ah, allí por fin reconocía a una, de pie en un pedestal de una esquina: blandía una espada en una mano y una balanza en la otra. George observó complacido que el escultor no le había vendado los ojos. El detalle muchas veces había merecido su censura: no porque no entendiese su significado, sino porque otros no lo entendían. Los ojos vendados permitían a los ignorantes lanzar pullas contra los juristas; y eso George no lo toleraba.

Guardó los prismáticos en el estuche y desplazó la atención de las figuras monocromas y pétreas a las coloreadas y móviles de su alrededor, del friso esculpido al lienzo vivo. Y en aquel momento le asaltó la comprensión de que todo el mundo iba a morir. En ocasiones se paraba a meditar sobre su propia muerte; había llorado la de sus padres -de la del padre hacía doce años, de la de la madre seis-; había leído en la prensa notas necrológicas y asistido al funeral de colegas, y ahora estaba allí para la gran despedida a sir Arthur. Pero hasta entonces no había comprendido -aunque era más una conciencia visceral que una comprensión mental- que todo el mundo tenía que morir. De niño le habían informado de este hecho, aunque sólo en el contexto de que todos -como el tío Compson- seguían viviendo después, bien en el seno de Cristo o, si habían sido malos, en otro sitio. Miró alrededor. El príncipe Alberto ya había muerto, por supuesto, así como la viuda de Windsor que le había llorado; pero aquella mujer con la sombrilla moriría, y su madre, a su lado, moriría antes, y aquellos niños morirían más tarde, aunque si había otra guerra quizá muriesen antes, y aquellos dos perros que estaban con ellos morirían también, y los músicos a lo lejos y el bebé en su cochecito, hasta aquel bebé, incluso si llegaba a ser tan viejo como el más viejo habitante de la tierra, ciento cinco, ciento diez años, los que fueran, moriría igualmente.

Y si bien George se aproximaba ya al límite de su imaginación, fue un poco más lejos. Si conocías a algunos que habían muerto, podías pensar en ellos de una manera u otra: como difuntos, totalmente extinguidos, cuyo cadáver constituía la prueba fehaciente de que su ego, su esencia y su individualidad ya no existían; o bien podías creer que en algún lugar, de algún modo, según qué religión profesaras, y el fervor o la tibieza con que la profesaras, seguían vivos, o de una forma prevista por textos sagrados o de alguna otra forma aún incomprendida. Era una de las dos; no había una postura transaccional entre ambas, y George, en privado, tendía a pensar que la extinción absoluta era la más probable. Pero cuando uno estaba en Hyde Park una tarde calurosa de verano, entre miles de seres humanos, pocos de los cuales estarían pensando en la muerte, era menos fácil pensar que aquella cosa intensa y compleja llamada vida sólo fuese un azar acontecido en un oscuro planeta, un momento fugaz de luz entre dos eternidades de tinieblas. En aquel entorno era posible sentir que toda aquella vitalidad tenía que perdurar de algún modo, en algún sitio. George sabía que no estaba a punto de sucumbir a un arrebato de sentimiento religioso; no iba a pedir a la Asociación Espiritista de Marylebone algunos de los libros y folletos que le habían ofrecido cuando les compró la entrada. También sabía que seguiría sin duda viviendo como hasta entonces, practicando como el resto del país -y sobre todo a causa de Maud- los ritos generales de la Iglesia de Inglaterra, y los practicaría con una especie de desgana y de imprecisa esperanza hasta la hora de la muerte, en que descubriría la verdad del misterio o -lo más probable- no descubriría nada. Pero aquel día, mientras un caballo y su jinete pasaban por delante, tan condenados a fenecer como el príncipe Alberto, pensó que veía un poco de lo que sir Arthur había llegado a ver.

Todo esto le dejó sin resuello y empavorecido; se sentó en un banco para serenarse. Miró a los viandantes, pero sólo veía a muertos caminando; presos en libertad condicional a los que podían llevarse en cualquier momento. Abrió Memorias y aventuras y empezó a pasar páginas para distraerse. Y al instante dos palabras saltaron ante sus ojos. Eran de un tipo de imprenta normal, pero le llamaron la atención como unas mayúsculas: «Albert Hall». Una mente más supersticiosa o crédula podría haber encontrado un significado a la coincidencia. George se negó a verlo como algo más que una casualidad. Con todo, leyó y se distrajo. Leyó que, casi treinta años atrás, a sir Arthur le habían invitado a actuar de juez en un concurso de forzudos celebrado en el Albert Hall; y que, después de una cena con champán, al salir a la noche desierta había descubierto que unos metros más adelante caminaba el ganador, un tipo sencillo que se disponía a recorrer las calles de Londres hasta la hora de subir al tren de vuelta a Lancashire. George se siente de pronto en un vivido país de ensueño. Hay niebla y el aliento de la gente es blanco, y un forzudo con una estatuilla de oro no tiene dinero para pagarse una cama. Lo ve por detrás, como lo vio sir Arthur; ve el sombrero ladeado, la tela de una chaqueta tensada por hombros poderosos, una estatuilla portada al desgaire debajo de un brazo, los pies de ésta mirando hacia atrás. Perdido en la niebla, pero a la espalda tiene a su salvador corpulento, afable, con acento escocés y al que no le arredra actuar. ¿Qué será de todos ellos -el abogado injustamente acusado, el corredor de maratón extenuado, el forzudo sin dinero- ahora que sir Arthur les ha dejado?

Aún faltaba una hora, pero la gente ya empezaba a dirigirse al Hall y George la siguió para evitar estrujones posteriores. Su entrada era para un palco de la segunda fila. Le encaminaron hacia una escalera trasera y llegó a un pasillo en curva. Abrieron una puerta y se encontró en el túnel estrecho de un palco. Había cinco asientos, todos ellos vacíos, de momento: uno atrás, dos delante, juntos, y otros dos delante de la barandilla de metal. George vaciló un instante, tomó una bocanada de aire y avanzó.

Las luces llamean todo alrededor de este coliseo de felpa dorada y roja. No es tanto un edificio como un cañón oval; mira enfrente, mira abajo, arriba. ¿Qué aforo tendrá: ocho mil, diez mil personas? Casi mareado, se sienta en una silla de la segunda fila. Se alegra de que Maud le haya sugerido que lleve los prismáticos: explora el patio y la rampa de butacas, las tres gradas de palcos, el gran órgano detrás del escenario y luego la ladera más alta del círculo, la arcada sostenida por columnas de mármol marrón, y sobre ellas el arranque de la altísima cúpula oculta por un toldo flotante de lona, como un paisaje de nubes encima de sus cabezas. Observa a la gente que va entrando en el anfiteatro: algunos con traje de noche, pero la mayoría obedientes al deseo de sir Arthur de que no lleven luto. Con un barrido de lentes, George enfoca el estrado: hay macizos de lo que él toma por hortensias y alguna especie de grandes helechos colgantes. Han instalado para la familia una fila de sillas de respaldo cuadrado. En la del medio han puesto un rectángulo de cartón de lado a lado. George enfoca las lentes en esta silla. El letrero dice: SIR ARTHUR CONAN DOYLE.

Mientras la sala se llena, guarda los prismáticos en el estuche. Llegan espectadores al palco de su izquierda; de ellos sólo le separa el brazo mullido de la silla. Le saludan de un modo amistoso, como si la ocasión, aun siendo seria, fuese también informal. Se pregunta si será el único asistente que no es espiritista. Una familia de cuatro miembros ocupa las demás plazas del palco; George se ofrece a desplazar su asiento a la fila de atrás, pero ellos insisten en no aceptar el gesto. Le parecen londinenses normales: una pareja con dos hijos casi adultos. La mujer, desinhibida, se sienta al lado de George: él calcula que se acerca a los cuarenta, lleva un vestido azul, tiene una cara ancha y limpia y una melena de color caoba.

– Aquí arriba ya estamos a mitad de camino del cielo, ¿no? -dice ella, agradable. George asiente, cortés-. ¿De dónde es usted?

Por una vez, él decide responder con exactitud.

– De Great Wyrley -dice-. Está cerca de Cannock, en Staffordshire.

Él casi espera que ella le diga, como Greenway y Stentson: «No, ¿de dónde es realmente?». Pero ella se limita a aguardar, quizá a que él mencione la asociación espiritista a la que pertenece. George está tentado de decir: «Sir Arthur era amigo mío», y añadir: «De hecho, me invitó a su boda», y después, si ella lo pone en duda, a demostrárselo con su ejemplar de Memorias y aventuras. Pero piensa que podría parecer presuntuoso. Además, ella podría preguntarle por qué, si era amigo de sir Arthur, está sentado tan lejos del escenario, entre gente ordinaria que no ha tenido tanta suerte.

Cuando la sala está llena, las luces se atenúan y el grupo oficial sale al escenario. George no sabe si tienen que levantarse y quizá hasta aplaudir; está tan acostumbrado a los rituales de la iglesia, a saber cuándo levantarse, arrodillarse, sentarse, que está desorientado. Si el lugar fuera un teatro y tocaran el himno nacional, el problema estaría resuelto. Piensa que todos deberían levantarse, en homenaje a sir Arthur y por deferencia hacia su viuda; pero no hay instrucciones y todos se quedan sentados. Lady Conan Doyle viste de gris en vez del negro luctuoso; sus dos hijos, Denis y Adrián, altos, llevan traje de etiqueta y sombrero de copa; les sigue su hermana Jean y su hermanastra Mary, la hija superviviente del primer matrimonio de sir Arthur. Lady Conan Doyle toma asiento a la izquierda de la silla vacía. Uno de los hijos se sienta a su lado y el otro en el otro extremo del letrero; los dos jóvenes, algo cohibidos, depositan los sombreros de copa en el suelo. George no les ve con claridad la cara y quiere utilizar los prismáticos, pero duda que sus vecinos lo consideren pertinente. Consulta, en cambio, el reloj. Son las siete en punto. La puntualidad le impresiona; en cierto modo esperaba que los espiritistas fueran menos estrictos en los horarios.

George Craze, de la Asociación Espiritista de Marylebone, se presenta como el presidente de la reunión. Empieza leyendo una declaración en nombre de lady Conan Doyle:

En todas las reuniones en todas partes del mundo, me he sentado al lado de mi amado marido, y en esta gran cita a la que la gente ha venido a honrarle, con respeto y amor en su corazón, su asiento está a mi lado y sé que en presencia espiritual estará cerca de mí. Aunque nuestros ojos terrenales no vean más allá de las vibraciones terrenales, quienes poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verán a la querida figura entre nosotros.

En nombre de mis hijos, del mío propio y del de mi marido, quiero agradecerles con todo mi corazón el amor a él que esta noche les ha congregado aquí.

Un murmullo recorre la sala; George no sabe si indica compasión por la viuda o desilusión porque sir Arthur no haya comparecido por milagro en el escenario. Craze confirma que, al contrario de las especulaciones más disparatadas de la prensa, no hay que esperar una representación física de sir Arthur manifestándose por arte de magia. A los que no están familiarizados con las verdades del espiritismo, y en especial a los periodistas, les explica que cuando alguien ha realizado el tránsito, suele haber un período de confusión del espíritu, que quizá no pueda manifestarse de inmediato. Sin embargo, sir Arthur estaba totalmente preparado para el tránsito, que afrontó con una tranquilidad risueña, y dejó a su familia como quien emprende un largo viaje, pero confiado en que todos volverían a reunirse pronto. En tales condiciones cabe esperar que el espíritu encuentre su lugar y sus facultades más rápido de lo normal.

George recuerda algo que Adrián, el hijo de sir Arthur, dijo al Daily Herald. Dijo que la familia añoraría las pisadas y la presencia física del patriarca, pero que eso era todo: «Por lo demás, es como si se hubiera ido a Australia». George sabe que su paladín visitó una vez el lejano continente, porque hace unos años sacó prestado de la biblioteca Las andanzas de un espiritista. Lo cierto fue que sus informaciones sobre el viaje le parecieron más interesantes que las disquisiciones teológicas. Pero se acuerda de que cuando sir Arthur y su familia -acompañados por el incansable señor Wood- estaban haciendo una campaña de divulgación en Australia, los bautizaron «los peregrinos». Ahora sir Arthur ha regresado allí, al menos en el equivalente espiritista, sea el que sea.

Leen en voz alta un telegrama de sir Oliver Lodge. «Con su gran corazón, nuestro paladín estará siguiendo su campaña en el otro lado, con mayor sabiduría y conocimiento. Sursum corda.» Después, la señora St. Clair Stobart lee un pasaje de las Cartas a los Corintios y declara que las palabras de san Pablo son apropiadas para la ocasión, pues a sir Arthur muchas veces le llamaron en vida el san Pablo del espiritismo. La señorita Gladys

Ripley canta el solo de Liddle Abide With Me. El reverendo G. Vale Owen habla de la obra literaria de sir Arthur y concuerda con el criterio del propio autor de que La compañía blanca y su continuación, Sir Nigel, eran sus mejores textos; de hecho, considera que la descripción en la obra posterior de un caballero cristiano y hombre de gran devoción sirve de vivo retrato de sir Arthur. El reverendo C. Drayton Thomas, que ofició la mitad del funeral en Crowborough, ensalza la infatigable actividad de sir Arthur como portavoz del espiritismo.

Acto seguido todos se levantan para cantar el himno favorito del movimiento: Lead, Kindly Light. George percibe en el canto algo distinto que al principio no identifica. «Keep you my feet; I do not ask to see / The distant scene; one step is enough for me [25]Por un momento le distrae esta letra, que no parece especialmente idónea para el espiritismo: tal como George lo entiende, los prosélitos tienen los ojos siempre puestos en la lejana escena, y justamente han dado los pasos que hacen falta para llegar hasta ella. Después su atención se desvía del fondo a la forma. El canto es distinto. En la iglesia, la gente canta himnos como si volviera a conectar con un texto familiar desde hace meses y años; frases que hablan de verdades tan establecidas que no necesitan demostrarlas ni pensar en ellas. Aquí hay voces directas y lozanas; también, una especie de alegría lindante con la pasión que la mayoría de los vicarios juzgaría inquietante. Enuncian cada palabra como si contuviera una verdad flamante que hay que celebrar y transmitir con urgencia a terceros. Todo lo cual a George le parece poco inglés. Cauteloso, lo encuentra más bien admirable. «Till / The night is gone, / And with the morn those ángel faces smile, / Which I have loved long since, and lost awhile [26]

Cuando el himno termina y todos vuelven a sentarse, George hace un pequeño, indeterminado gesto de saludo a su vecina: aunque modesto, es algo que nunca haría en la iglesia. Ella le responde con una sonrisa que le ilumina toda la superficie de la cara. No hay nada atrevido en la sonrisa ni una intención misionera. Tampoco una suficiencia evidente. La sonrisa sólo dice: «Sí, esto es verdad, es bueno, es alegre».

A George le impresiona, pero también le escandaliza un poco: recela de la alegría. En su vida ha conocido poca. En su infancia había algo llamado placer, que solía ir acompañado de las palabras culpable, furtivo o ilícito. Los únicos placeres tolerados eran los modificados por la palabra «simples». En cuanto a la alegría, era algo asociado con ángeles que tocan trompetas, y su auténtica sede era el cielo, no la tierra. Que se expanda la alegría; era lo que la gente decía, ¿no? Pero según la experiencia de George, la alegría siempre había estado fuertemente restringida. En cuanto al placer, ha conocido el de cumplir su deber: con la familia, los clientes y algunas veces con Dios. Pero nunca ha hecho la mayoría de las cosas que sus compatriotas consideran placenteras: beber cerveza, bailar, jugar al fútbol o al criquet, por no hablar de cosas que podrían haber acontecido si se hubiera casado. Nunca conocerá a una mujer que se levante de un salto como una niña, se arregle el pelo con la mano y corra a su encuentro.

E. W. Oaten, que en su día presidió orgulloso la primera gran audiencia a la que sir Arthur habló sobre espiritismo, dice que ningún hombre reunía mejor en su persona todas las virtudes que asociamos con el carácter británico: valentía, optimismo, lealtad, compasión, magnanimidad, amor a la verdad y devoción a Dios. A renglón seguido, Hannen Swaffer evoca que hace menos de dos semanas sir Arthur, mortalmente enfermo, subió con esfuerzo la escalera del Ministerio del Interior para solicitar la abolición de la ley de brujería, que los malintencionados querían invocar contra los médiums. Fue su último deber, y en el cumplimiento del deber no flaqueó nunca. Era algo que se manifestaba en todos los aspectos de su vida. Mucha gente conocía al Doyle escritor, al Doyle dramaturgo, al Doyle viajero, al Doyle boxeador y al Doyle jugador de criquet que derrotó al gran W. G. Grace. Pero más grande que todos ellos era el Doyle que reclamaba justicia cuando sufría un inocente. Gracias a su influencia se aprobó la ley del recurso penal. Fue este Doyle el que asumió con éxito las causas de Edalji y Slater.

George mira hacia abajo instintivamente al oír mencionar su nombre; luego, orgulloso, hacia arriba y por fin, subrepticiamente, de soslayo. Es una lástima que le hayan emparejado con ese vil e ingrato criminal; pero piensa que es honorable regocijarse de que mencionen su nombre en esta gran asamblea. A Maud también le complacerá. Dirige a sus vecinos una mirada más abierta, pero ya ha pasado su momento. Sólo tienen ojos para Swaffer, que ha comenzado a enaltecer a otro Doyle, aún más grande que el Doyle que repara injusticias. Ese gran hombre era y es el que en las horas desesperadas de la guerra ofreció a las mujeres de su país la prueba consoladora de que sus seres queridos no estaban muertos.

Piden ahora al público que, puesto en pie, guarde un silencio de dos minutos en recuerdo del gran paladín. Al levantarse, lady Conan Doyle mira brevemente a la silla vacía que tiene a su lado y luego, ya de pie, flanqueada por sus hijos altos, mira a la sala. Seis mil -¿ocho, diez mil?- personas le devuelven la mirada desde la galería, el paraíso, los palcos, la gran curva de butacas y el anfiteatro. En la iglesia, la gente agacharía la cabeza y cerraría los ojos para rememorar a los difuntos. Aquí no se observa esa discreción o introspección: una mirada directa transmite una compasión sincera. George tiene también la impresión de que el silencio es de una naturaleza distinta de todos los que ha conocido. Los silencios oficiales son respetuosos, graves, a menudo intencionadamente tristes; este silencio es activo, lleno de expectativas y hasta de pasión. Si existe alguno que sea como un ruido reprimido, es este silencio. Cuando se rompe, George comprende que ha ejercido tal poder sobre él que casi se ha olvidado de sir Arthur.

Craze ha vuelto a tomar el micrófono. «Esta noche -anuncia cuando los muchos miles de personas vuelven a sentarse- vamos a realizar un experimento muy audaz con el arrojo que nos inculcó nuestro difunto mentor. Tenemos con nosotros a un espíritu sensible que va a procurar transmitirnos impresiones desde este estrado. Uno de los motivos de que vacilemos en hacerlo ante una audiencia tan colosal es que ejerce una presión tremenda sobre la médium. Diez mil personas concentran en ella una fuerza formidable. Esta noche, la señora Roberts procurará describirnos a algunos amigos, pero será la primera vez que esto se intente entre una multitud tan inmensa. Ayúdenla con sus vibraciones mientras cantan el himno siguiente Open My Eyes That I May See Glimpses of Truth [27].

George nunca ha presenciado una sesión. En realidad, nunca le ha dado una moneda de plata a una gitana ni pagado dos peniques por sentarse ante una bola de cristal en una feria. Cree que todo eso son supercherías. Sólo un necio o un miembro de una tribu primitiva creería que las líneas de una mano o las hojas de té en una taza revelan algo. Desea respetar la convicción de sir Arthur de que el espíritu sobrevive a la muerte; quizá, incluso, de que en determinadas circunstancias un espíritu podría comunicarse con los vivos. Asimismo está dispuesto a admitir que podría haber algo de cierto en los experimentos telepáticos que sir Arthur refirió en su autobiografía. Pero hay un punto que George se niega a traspasar. El punto en que, por ejemplo, la gente empieza a mover los muebles, en que suenan campanillas misteriosas y surgen de la oscuridad caras de muertos fluorescentes, y manos de espíritus dejan su presunta huella en cera blanda. George piensa que todo eso es un obvio truco de magia. ¿Cómo no desconfiar del hecho de que las mejores condiciones para la comunicación de los espíritus -cortinas corridas, luces apagadas, personas que unen las manos de tal forma que no pueden levantarse y verificar lo que está ocurriendo- sean precisamente las mismas que propician la engañifa? A su pesar, considera crédulo a sir Arthur. Ha leído que el ilusionista norteamericano Harry Houdini, a quien sir Arthur conoció en Estados Unidos, se brindó a reproducir todos y cada uno de los efectos conocidos por los médiums profesionales. En numerosas ocasiones hombres honrados le ataron de pies y manos, pero en cuanto apagaban las luces se las ingeniaba para desatarse y ser capaz de tocar campanillas, producir ruidos, cambiar muebles de sitio e incluso generar ectoplasma. Sir Arthur declinó el desafío de Houdini. No negaba que el ilusionista fuese capaz de producir tales efectos, pero prefería interpretar de este modo su habilidad: Houdini poseía, de hecho, poderes espirituales cuya existencia se empeñaba aviesamente en negar.

Cuando termina el cántico de Open My Eyes, una mujer delgada, de pelo moreno corto, con un vestido largo y suelto de raso negro, se acerca al micrófono. Es Estelle Roberts, la médium predilecta de sir Arthur. Reina en la sala una atmósfera aún más intensa que durante los dos minutos de silencio. Estelle se balancea ligeramente en el escenario, con las manos unidas, la cabeza gacha. Todas las miradas convergen en ella. Despacio, muy despacio, empieza a alzar la cabeza; desune las manos y comienza a extender los brazos, sin abandonar el lento cimbreo. Al final, habla.

– Hay un gran número de espíritus aquí, con nosotros -dice-. Me están empujando muy fuerte por detrás.

Y, en efecto, parece que es así: como si se mantuviera erguida a pesar de la gran presión que ejercen sobre ella desde varias direcciones.

Transcurre un rato sin que ocurra nada, salvo más balanceos y embates invisibles. La mujer a la derecha de George susurra:

– Está esperando a que aparezca Nube Roja.

George asiente.

– Es su guía espiritual -añade la vecina.

George no sabe qué contestar. No pertenece a este ambiente.

– Muchos guías son indios.

La mujer hace una pausa, después sonríe y añade, sin el más mínimo rebozo:

– Pieles rojas, me refiero.

La espera es tan activa como ha sido el silencio; como si los espectadores presionaran tanto como los espíritus invisibles a la figura menuda de la señora Roberts. La espera se prolonga y la mujer que se balancea separa más los pies que pisan el suelo, como para equilibrarse.

– Me empujan, me están empujando, muchos no están contentos, la sala, las luces, el mundo que prefieren…, un joven, de pelo moreno peinado hacia atrás, de uniforme y correaje, tiene un mensaje…, una mujer, madre, tres hijos, uno de ellos fallecido y que está con ella…, un caballero anciano y calvo que fue médico no lejos de aquí con un traje gris oscuro pasó al otro lado de repente a causa de un terrible accidente…, un bebé, sí, una niña víctima de la gripe añora a sus dos hermanos, Bob se llama uno y sus padres… ¡Parad! ¡Parad!

Estelle grita de pronto, y con los brazos extendidos parece que empuja a los espíritus que se agolpan a su espalda.

– Son demasiados, sus voces se confunden, un hombre maduro con un abrigo oscuro que pasó gran parte de su vida en África… tiene un mensaje… hay una abuela de pelo blanco que comparte tu inquietud y quiere que sepas…

George escucha a la legión de espíritus que son objeto de una descripción fugaz. La impresión es que todos gritan para que les escuchen, pugnan por transmitir sus mensajes. A George se le ocurre una pregunta cómica pero lógica; ignora de dónde viene, como no sea una reacción a toda esta intensidad insólita. Si esos espíritus son, en efecto, el de ingleses e inglesas que han realizado el tránsito al otro mundo, ¿no deberían formar una cola como es debido? Si han sido promovidos a un estado superior, ¿por qué esa conducta de chusma turbulenta? Decide que no conviene comunicar esta idea a sus vecinos inmediatos, que ahora se inclinan y se agarran a la barandilla de latón.

– … un hombre con un traje cruzado, entre veinticinco y treinta años, tiene un mensaje…, una chica, no, unas hermanas que murieron de repente…, un caballero de edad, más de setenta, que vivía en Hertfordshire…

La lista continúa, y en ocasiones una breve descripción suscita un jadeo en algún recoveco remoto de la sala. La expectación alrededor de George es febril y exaltada; hay en ella también algo de miedo. Se pregunta qué se sentirá si un miembro difunto de tu familia te reconoce en presencia de miles de espectadores. Se pregunta si la mayor parte no preferiría que eso ocurriera en la intimidad de una sala de sesión oscura y con las cortinas corridas. O, posiblemente, que no sucediera en absoluto.

La médium vuelve a callarse. Es como si los espíritus rivales que farfullan a su espalda y a su alrededor guardaran también un momento de silencio. Entonces, de pronto, la médium despliega el brazo derecho y señala hacia George, al fondo de las butacas, en la otra punta de la sala.

– ¡Sí, allí! ¡Le veo! Veo la forma espiritual de un joven soldado. Busca a alguien. Busca a un caballero casi calvo.

Al igual que todos los que tienen un panorama de la sala, George escruta atentamente, a medias esperando que la forma se vuelva visible y a medias intentando identificar al hombre de pelo escaso. Estelle levanta la mano y se la pone encima de los ojos, como si las lámparas de arco le entorpecieran la percepción del espíritu.

– Aparenta unos veinticuatro años. Lleva uniforme caqui. Erguido, robusto, un bigotito. La boca un poco caída en las comisuras. Transitó de repente.

La médium hace una pausa y ladea la cabeza hacia abajo, como haría un abogado para tomar una nota del pasante que tiene a su lado.

– Dice que 1916 fue el año del tránsito. Te llama con claridad «tío». Sí, «tío Fred».

Un hombre calvo, al fondo del anfiteatro, se pone de pie, asiente y con la misma celeridad vuelve a sentarse, como inseguro del protocolo.

– Habla de un hermano que se llama Charles -continúa Estelle-. ¿Es correcto? Quiere saber si la tía Lillian está contigo. ¿Comprendes?

Esta vez el hombre se queda sentado y asiente vigorosamente.

– Me dice que hay un aniversario, el cumpleaños de un hermano. Cierta preocupación en casa. No hay motivo. El mensaje continúa…

De golpe, la señora Roberts da un brinco hacia delante, como impulsada desde detrás con violencia. Se da media vuelta y exclama:

– ¡Ya vale!-Parece como que empuja hacia atrás-. ¡Ya vale, he dicho!

Pero cuando se vuelve hacia el público es evidente que se ha interrumpido el contacto con el soldado. La médium se tapa la cara con la mano, se aprieta la frente con los dedos y pone los pulgares debajo de las orejas, como si intentara recobrar el necesario equilibrio. Por último, aparta las manos de la cara y extiende los brazos.

Ahora el espíritu es el de una mujer de entre veinticinco y treinta años cuyo nombre empieza por J. Fue promovida cuando daba a luz a una niña que realizó el tránsito al mismo tiempo que ella. Estelle recorre con la mirada las filas delanteras, en pos de la madre que avanza con el espíritu de un bebé en los brazos y que trata de localizar a su marido abandonado.

– Sí, dice que se llama June… y está buscando a… R, sí, R… ¿se llama Richard?

Al oír esto un hombre se levanta como un resorte de su asiento y grita:

– ¿Dónde está? ¿Dónde estás, June? June, háblame. ¡Enséñame a nuestra hija!

Está trastornado y pasea en derredor una mirada fija, hasta que una pareja de ancianos, con aire de apuro, le obliga a sentarse.

La médium Estelle, como si la interrupción no se hubiera producido, de tan concentrada que está en la voz del espíritu, dice:

– El mensaje es que ella y la niña te observan y te cuidan en tu aflicción presente. Te están aguardando en el otro lado. Son felices y quieren que seas feliz hasta que los tres volváis a estar juntos.

Al parecer, los espíritus se están volviendo más ordenados. La médium identifica y transmite mensajes. Un hombre busca a su hija. A ella le interesa la música. Él sostiene una partitura abierta. Se establecen iniciales, después nombres. Estelle comunica el mensaje: el espíritu de un gran músico está ayudando a la hija; si ella sigue trabajando con ahínco, el espíritu del músico seguirá influyéndola.

George comienza a distinguir una pauta. Los mensajes transmitidos, ya sean de consuelo, de aliento o de ambas cosas, son de una índole muy general. Lo mismo ocurre, al menos en principio, con las identificaciones. Pero luego, como remache, viene un detalle que la médium muchas veces tarda un rato en buscar. George cree muy improbable que esos espíritus, si existen, sean tan increíblemente incapaces de expresar su identidad sin que la médium se vea obligada a un juego de adivinanzas. El supuesto problema de transmisión entre los dos mundos, ¿no será sólo un ardid para realzar el dramatismo -de hecho, el melodrama- hasta el instante culminante en que alguien del público asiente, o levanta un brazo, o se pone de pie como si le llamaran, o se lleva las manos a la cara, estremecido de estupor y júbilo?

Podría ser sólo un inteligente juego de acertijos: sin duda hay una probabilidad estadística de que haya alguien con la inicial correcta, y después con el nombre exacto, en un auditorio tan numeroso, y una médium podría organizar sus palabras de una forma inteligente para llegar a dicho candidato. O todo podría ser una pura patraña, con cómplices repartidos entre el público para impresionar y quizá convertir a los crédulos. Y hay una tercera posibilidad: que los espectadores que asienten y levantan un brazo y se ponen de pie y gritan, sean sinceros en su sorpresa y crean de verdad que se ha establecido un contacto; pero esto se debe a que alguien de su círculo de allegados -quizá un ferviente espiritista dispuesto a extender la fe por cínico que sea el método- ha informado a los organizadores sobre pormenores personales. George llega a la conclusión de que es probable que lo hagan así. Como en el perjurio, da mejor resultado cuando hay una mezcla inteligente de falsedades y verdades.

– Y ahora hay un mensaje de un caballero muy pulcro y distinguido, que cruzó hace diez, doce años. Sí, aquí lo tengo, fue en 1918, me dice. -«El año en que murió padre», piensa George-. Tenía unos setenta y cinco años. -«Extraño, padre tenía esa edad.» Una pausa algo larga y-: Era un hombre muy espiritual.

En este momento, George nota que la piel empieza a picarle a lo largo de los brazos y hasta la altura del cuello. No, no, seguro que no. Siente el cuerpo paralizado en el asiento; los hombros, rígidos como un cerrojo; clava la mirada en el escenario, a la espera del siguiente movimiento de la médium.

Ella alza la cabeza y se pone a mirar hacia las zonas más elevadas de la sala, entre los palcos superiores y el gallinero.

– Dice que pasó sus primeros años en India.

George es presa de un absoluto terror. Nadie más que Maud sabía que asistiría a este acto. Quizá sea una conjetura alocada -o, mejor dicho, una muy certera- de alguien que ha calculado que diversas personas relacionadas con sir Arthur vendrían al Albert Hall. Pero no, porque muchos de los más famosos y respetables, como sir Oliver Lodge, se han limitado a enviar telegramas. ¿Le habrá reconocido alguien a su llegada? No es imposible, pero ¿cómo habrían adivinado el año exacto de la muerte de su padre?

Estelle tiene el brazo extendido y señala a la fila superior de palcos, en el otro extremo de la sala. A George le vibra el cuerpo entero, como si le hubieran arrojado desnudo a una mata de ortigas. Piensa: «No voy a poder aguantarlo; viene hacia mí y no hay escapatoria». La mirada y el brazo dan vueltas despacio alrededor del gran anfiteatro y se mantienen a la misma altura, como si observaran a un espíritu que busca de un palco a otro. Todos los razonamientos que George ha hecho hace un momento son inútiles. Su padre está a punto de hablarle. Su padre, que fue toda la vida un pastor de la Iglesia anglicana, está a punto de hablarle a través de esa mujer… inverosímil. ¿Qué querrá padre? ¿Qué mensaje puede ser tan urgente? ¿Será algo relacionado con Maud? ¿Una reprimenda paternal por la fe endeble del hijo? ¿Se avecina un veredicto aterrador? Cercano al pánico, George piensa que ojalá su madre estuviera a su lado. Pero ella murió hace seis años.

Mientras la cabeza de la médium sigue girando despacio, mientras ella señala con el brazo a la misma altura, George se asusta más que el día en que, sentado en su despacho, sabía que en un momento dado llamarían a la puerta y un policía le detendría por un delito que no había cometido. Ahora vuelve a ser un sospechoso a punto de ser identificado delante de diez mil testigos. Cree que lo que debe hacer es levantarse y poner fin al suspense gritando: «¡Es mi padre!». Quizá se desmaye y caiga por encima de la barandilla a las butacas de abajo. Quizá sufra un ataque.

– Se llama…, me está diciendo cómo se llama… Empieza por S…

Y la cabeza gira y gira, buscando esa cara en los palcos más altos, buscando el instante glorioso del reconocimiento. George está convencido de que todo el mundo le mira; y de que pronto sabrán todos quién es. Quiere esconderse en la mazmorra más profunda, en la celda carcelaria más infecta. Piensa que no puede ser verdad, es imposible que sea verdad, mi padre nunca se comportaría así, a lo peor voy a ensuciarme encima como cuando era niño y volvía a casa de la escuela, quizá por eso viene padre a recordarme que soy un niño, a mostrarme que su autoridad persiste incluso después de la muerte, sí, no me extrañaría en él.

– Tengo el nombre… -George cree que va a gritar. Va a desmayarse. Se va a caer y a golpear la cabeza contra…-. Es Stuart.

Y un hombre de la edad aproximada de George, unos cuantos metros a su izquierda, se levanta y apunta hacia el escenario, reconociendo al padre de setenta y cinco años que se crió en India y transitó en 1918: casi parece reclamarlo como un premio. George siente que el ángel de la muerte le ha sobrevolado; está helado, sudoroso, exhausto, amenazado; siente un alivio absoluto y una profunda vergüenza. Y, al mismo tiempo, en parte está impresionado, tiene curiosidad, se pregunta, temeroso…

– Y ahora me habla una mujer que tenía unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Transitó en 1913. Menciona a Morpeth. No se casó nunca, pero tiene un mensaje para un caballero. -Estelle empieza a mirar hacia abajo, al anfiteatro-. Dice algo de un caballo.

Hay una pausa. La médium vuelve a bajar la cabeza, la gira a un costado, se informa.

– Ya tengo su nombre. Es Emily. Sí, dice que se llama Emily Wilding Davison. Tiene un mensaje, se las ha arreglado para venir aquí con un mensaje para un caballero. Creo que te dijo por medio de la tablilla o de la ouija que vendría a este acto.

Un hombre con una camisa de cuello abierto, sentado cerca del estrado, se pone de pie y, como consciente de que se dirige a toda la sala, dice con una voz persuasiva:

– Así es. Me dijo que comunicaría esta noche. Emily es la sufragista que se arrojó delante del caballo del rey y murió de las heridas. Es un espíritu que conozco muy bien.

Parece que la sala respira una vasta bocanada colectiva. Estelle comienza a transmitir el mensaje, pero George no se molesta en escuchar. Siente que ha recobrado la cordura de repente; por su cerebro sopla el viento claro y cortante de la razón. Supercherías, como siempre sospechó. Conque Emily Davison. Emily Davison, que rompía ventanas, tiraba piedras, incendiaba buzones; que se negó a obedecer el reglamento de la cárcel y a la que, en consecuencia, hubo que alimentar por la fuerza en numerosas ocasiones. En opinión de George, una mujer tonta e histérica, que buscaba la muerte aposta para promover su causa; algunos, no obstante, decían que sólo intentaba colocar una bandera en el caballo y que calculó mal la velocidad del animal. En cuyo caso, incompetente, además de histérica. No se puede infringir la ley para promoverla, eso es un disparate. La promueves mediante peticiones, argumentos, manifestaciones, si fuese necesario, pero siempre por medio de la razón. Los que quebrantaban la ley como un argumento para conquistar el derecho a voto demostraban con ello que no lo merecían.

Con todo, lo crucial no es si Emily Davison era o no una mujer tonta e histérica o si su acción desembocó en que Maud obtuviera el derecho a voto que George aprueba plenamente. No, el quid reside en que sir Arthur era un adversario tan notorio del sufragio femenino que resulta absurda la idea de que un espíritu como el de Emily comparezca en esta reunión conmemorativa. A menos que los espíritus de los fallecidos sean tan ilógicos como revoltosos. Quizá Emily pensaba perturbar este acto del mismo modo que en su día trastornó la celebración del Derby. Pero en tal caso su mensaje debería ir dirigido a sir Arthur o a su viuda, y no a algún amigo comprensivo.

«Basta -se dice George-. Basta de pensar racionalmente sobre estos temas. O, más bien, basta de conceder a estas personas el beneficio de la duda. Una astuta falsa alarma te ha producido un desagradable sobresalto, pero no es motivo para que pierdas tanto el raciocinio como los nervios. Piensa también: Pero si yo me he asustado tanto, si yo he sucumbido al pánico, si yo he creído que podría morirme, imagínate el efecto potencial en mentes más débiles e inteligencias inferiores a las mías.» Se pregunta si, al fin y cabo, la ley de brujería -que debe confesar que no conoce bien- no debería seguir figurando en el código legislativo.

La médium, Estelle Roberts, lleva una media hora transmitiendo mensajes. George divisa a espectadores que se levantan en el anfiteatro. Pero ahora no compiten por un pariente perdido ni se levantan en masa para recibir al espíritu de seres queridos. Abandonan el recinto. Quizá la comparecencia de Emily Wilding Davison ha sido también para ellos la gota que desborda el vaso. Quizá sean admiradores de la vida y la obra de sir Arthur, pero se niegan a vincularse aún más con este truco de magia público. Son treinta, cuarenta, cincuenta las personas que se dirigen con determinación hacia las salidas.

– No puedo continuar, con toda esa gente que se marcha -anuncia Estelle.

Parece ofendida, pero también algo nerviosa. Retrocede unos pasos. Alguien, en algún lado, hace una señal y de pronto el gran órgano que hay detrás del escenario emite una nota estridente. ¿Pretende ahogar el ruido de los escépticos que parten o indicar que la reunión toca a su fin? Para orientarse, George mira a la mujer a su derecha. Ella frunce el ceño, afrentada por la grosería con que han interrumpido a la médium. En cuanto a ésta, tiene la cabeza gacha y se envuelve el cuerpo con los brazos para impedir toda interferencia de la frágil línea de comunicación que ha establecido con el mundo de los espíritus.

Y entonces sobreviene la última cosa que George se esperaba.

El órgano enmudece de golpe en mitad de un himno y Estelle abre los brazos, alza la cabeza, camina con paso firme hacia el micrófono y con una voz apasionada y resonante exclama:

– ¡Está aquí! -Y repite-: ¡Está aquí!

Los que salen se detienen; algunos vuelven a sus asientos. En todo caso, se han olvidado de ellos. Todas las miradas enfocan el escenario, la médium y la silla vacía con el letrero colgado. El restallido del órgano quizá haya sido una llamada de atención, un preludio de este momento culminante. La sala entera guarda silencio, observa, aguarda.

– Le he visto primero durante el silencio de dos minutos -dice la médium.

»Estaba aquí, de pie detrás de mí, pero separado de los demás espíritus.

«Después le he visto cruzar el estrado hasta el asiento vacío.

»Le he visto claramente. Llevaba traje de etiqueta.

»Tenía el mismo aspecto que los últimos años.

»No cabe duda. Estaba muy preparado para el tránsito.

En las pausas que hace entre las breves, dramáticas afirmaciones, George observa a la familia en el estrado. Todos sus miembros, excepto uno, miran a Estelle, petrificados por su anuncio. Lady Conan Doyle es la única que no se ha vuelto. George no distingue su expresión desde tan lejos, pero ella tiene las manos cruzadas sobre el regazo, los hombros rectos, el porte erguido; la cabeza alta, orgullosa, mira por encima del público hacia la lejanía.

– Es nuestro gran paladín, aquí o en el otro lado.

»Ya es perfectamente capaz de manifestarse. Su tránsito fue apacible y estaba muy preparado. No hubo dolor ni confusión para su espíritu. En el otro lado, ya está listo para empezar a trabajar por nosotros.

»La primera vez le he visto en un fogonazo, durante el silencio de dos minutos.

»Le he visto con claridad y nitidez cuando estaba transmitiendo mis mensajes.

»Ha venido, se ha puesto a mi espalda y me ha animado mientras yo hacía mi trabajo.

»He reconocido una vez más su voz clara, inconfundible. Se ha comportado como el caballero que siempre fue.

»Está con nosotros en todo momento, y la barrera entre los dos mundos es sólo transitoria.

»No hay nada que temer del tránsito, y nuestro gran campeón lo ha demostrado compareciendo aquí esta noche.

La mujer a la izquierda de George se apoya en el reposabrazos de terciopelo y susurra. «Está aquí.»

Varias personas se han levantado, como para ver mejor el escenario. Todo el mundo tiene clavada la mirada en la silla vacía, en Estelle, en la familia Doyle. George se siente atrapado de nuevo por un sentimiento colectivo que trasciende, que aplasta el silencio. Ya no le atenaza el miedo de cuando ha pensado que su padre le buscaba, ni el escepticismo de cuando ha aparecido Emily Davison. Siente, a su pesar, una especie de reverencial cautela. En definitiva, están hablando de sir Arthur, el hombre que de buen grado puso sus aptitudes de detective al servicio de George, que arriesgó su propia reputación para salvar la de George, que contribuyó a devolverle la vida que le habían arrebatado. Sir Arthur, un hombre de máxima integridad e inteligencia, creía en estos sucesos que George acaba de presenciar: sería impertinente que el salvado abjurase ahora de su salvador.

No cree que esté perdiendo la cabeza ni el sentido común. Se pregunta: «¿Y si en la reunión hubiese la mezcla de verdades y mentiras que ha detectado antes? ¿Y si algunas partes de lo presenciado fueran patrañas y otras partes auténticas? ¿Y si la teatral médium Estelle, a despecho de ella misma, trajera en verdad noticias de países lejanos? ¿Y si sir Arthur, en la forma o el lugar donde se encuentre, no tiene más remedio, a fin de establecer contacto con el mundo material, que utilizar como cauce a quienes también, parte del tiempo, son fraudulentos? ¿No sería acaso una explicación?».

– Está aquí -repite la mujer a su izquierda, con un tono normal de conversación.

Recoge sus palabras un hombre sentado doce asientos más allá. «Está aquí.» Dos palabras pronunciadas con un tono cotidiano, que se proponen llegar a unos pocos metros de distancia. Pero el aire está tan cargado en el recinto que parecen amplificarse como por arte de magia.

– Está aquí -repite alguien en el gallinero.

– Está aquí -responde una mujer en el anfiteatro.

Entonces un hombre al fondo de las butacas lanza un alarido, con el tono de un predicador evangelista:

– ¡ESTÁ AQUÍ!

Por instinto, George se agacha a recoger los prismáticos y los saca del estuche. Los aprieta contra sus gafas y trata de enfocar el estrado. El índice y el pulgar, nerviosos, giran la rosca y pasan de largo el foco en ambas direcciones; al final aterrizan en el punto medio. Examina a la médium extática, la silla vacía, la familia Doyle. Lady Conan Doyle, desde el primer anuncio de la presencia de sir Arthur, no ha cambiado de postura: la espalda recta, los hombros cuadrados, la cabeza en alto, la mirada fija y -como George advierte ahora- algo parecido a una sonrisa en la cara. La joven rubia y coqueta que conoció brevemente tiene el pelo más oscuro y un aspecto de matrona; él la ha visto siempre al lado de sir Arthur, que es donde ella afirma aún que está. Mueve los prismáticos de un lado para otro, hacia la silla, la médium, la viuda. George nota que respira rápido y bronco.

Le tocan el hombro derecho. Baja los prismáticos. La mujer mueve la cabeza y dice con voz suave:

– Así no puede verle.

No le está reprendiendo; sólo le explica cómo son las cosas.

– Sólo le verá con los ojos de la fe.

Los ojos de la fe. Los ojos de sir Arthur cuando se conocieron en el Gran Hotel de Charing Cross. Había creído en George; ¿ahora George debería creer en sir Arthur? Las palabras de su defensor: no pienso, no creo, sé. Sir Arthur emanaba una envidiable, reconfortante sensación de certeza. Sabía cosas. ¿Qué sabe él, George? ¿Sabe algo, en suma? ¿Qué cantidad de conocimiento ha adquirido en sus cincuenta y cuatro años? Sobre todo, se ha pasado la vida aprendiendo y esperando órdenes. La autoridad de los demás es importante para él; ¿tiene alguna autoridad propia? A los cincuenta y cuatro años piensa muchas cosas, cree unas cuantas, pero ¿de verdad puede afirmar que sabe?

Los gritos de los testigos de la presencia de sir Arthur han cesado ya, quizá porque no ha habido una respuesta acorde desde el escenario. ¿Cuál ha sido el mensaje de lady Conan Doyle al principio del acto? Que nuestros ojos terrenales no ven más allá de las vibraciones terrenas; que sólo los que poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verían a la querida figura entre nosotros. En efecto, habría sido un milagro que sir Arthur hubiera conseguido dotar de poderes clarividentes a las diversas personas que aún siguen de pie en diferentes partes de la sala.

Y ahora Estelle vuelve a hablar:

– Tengo un mensaje de Arthur para ti, querida.

Tampoco esta vez lady Conan Doyle vuelve la cabeza.

La médium, con un lento revuelo de raso negro, se desplaza hacia la izquierda, hacia la familia Doyle y la silla vacía. Al llegar junto a lady Conan Doyle, se coloca a su vera y un poco más atrás, mirando hacia el palco donde se encuentra George. A pesar de la distancia, sus palabras se oyen bien.

– Sir Arthur me ha dicho que uno de vosotros ha ido al cobertizo esta mañana.

Aguarda, y como la viuda no contesta, la incita:

– ¿Es cierto?

– Pues sí -responde lady Conan Doyle-. He sido yo.

La médium asiente y continúa:

– El mensaje es: dile a Mary…

En ese momento, otra nota estentórea brota del órgano. La médium se inclina para acercarse más y sigue hablando al socaire del ruido. Lady Conan Doyle asiente a intervalos. Después vuelve la mirada hacia la figura corpulenta, vestida de etiqueta, del hijo que está a su izquierda, como si le interrogara. Él, a su vez, mira a Estelle, que ahora dirige la palabra a los dos. El otro hijo se levanta entonces y se une al grupo. El órgano resuena sin cesar.

George no sabe si ahogan el mensaje por deferencia a la intimidad de la familia o si forma parte del guión escénico. No sabe si ha visto verdades o mentiras, o una mezcla de ambas. No sabe si el fervor claro, sorprendente, muy poco inglés, de quienes le rodean esta noche es una prueba de superchería o de creencia. Y si de creencia, si es verdadera o falsa.

La médium ha terminado de comunicar su mensaje y se vuelve hacia Craze. El órgano sigue atronando, aunque ya no haya nada que ensordecer. Los Doyle se miran unos a otros. ¿Cómo concluirá ahora el acto? Ya se han cantado todos los himnos, rendido los homenajes. Ya ha sido realizado el audaz experimento, sir Arthur ha comparecido entre ellos, han notificado su mensaje.

El órgano sigue sonando. Ahora parece fluctuar hacia los ritmos que despiden a los feligreses después de una boda o un entierro: insistentes e incansables, reincorporan a la gente al mundo cotidiano, sucio, sublunar, sin magia. La familia Doyle abandona el estrado, seguida por los responsables de la Asociación Espiritista de Marylebone, los oradores y la médium Estelle Roberts. El público se levanta, las mujeres buscan los bolsos debajo de los asientos, hombres de gala se acuerdan de las chisteras, hay un arrastrar de pies, murmullos, saludos a amigos y conocidos, y una cola pausada y tranquila en cada pasillo. Los vecinos de George recogen sus pertenencias, se levantan, hacen un gesto con la cabeza y le otorgan una sonrisa plena y confiada. La que George les devuelve no es igual a la de ellos, y no se levanta. Cuando casi todo su sector se ha vaciado, baja de nuevo la mano hasta el suelo y sujeta los prismáticos frente a las gafas. Enfoca otra vez el escenario, las hortensias, la fila de sillas vacías y la especial con el letrero de cartón, el espacio donde es posible que haya estado sir Arthur. Mira a través de las lentes sucesivas. Mira al aire y más allá.

¿Qué ve?

¿Qué vio?

¿Qué verá?

Nota del autor

Arthur siguió apareciendo durante unos años en sesiones celebradas en todo el mundo: sin embargo, su familia sólo autentificó la manifestación en una de las reuniones privadas de la señora Osborne Leonard en 1937, donde él avisó de los «cambios extraordinarios» que estaban a punto de producirse en Inglaterra. Jean, que se convirtió en una espiritista ferviente después de la muerte de su hermano en la batalla de Mons, conservó la fe hasta su fallecimiento, en 1940. La madre de Arthur abandonó Masongill en 1917; los parroquianos de Thornton-in-Lonsdale le regalaron «un reloj grande, con una esfera luminosa en un estuche de piel». Aunque acabó trasladándose al sur, nunca se unió a la familia de su hijo y murió en su casa de campo de West Grinstead en 1920, cuando Arthur estaba predicando el espiritismo en Australia. Bryan Waller sobrevivió dos años a Arthur.

Willie Hornung murió en San Juan de Luz en marzo de 192,1; cuatro meses después apareció en una sesión familiar de los Doyle, se disculpó por sus dudas anteriores sobre el espiritismo y proclamó que «ya no sufría las molestias de mi horrible asma». Connie murió de cáncer en 1924. El honorable señor George Augustus Anson fue jefe de la policía de Staffordshire durante cuarenta y un años y finalmente se jubiló en 1929; incluido en la lista de títulos honoríficos de la coronación, el rey le nombró caballero en 1937, y murió en Bath en 1947. Su mujer, Blanche, murió de resultas de una acción enemiga en 1941. Charlotte Edalji regresó a Shropshire después de la muerte de Shapurji; murió en Atcham, cerca de Shrewsbury, en 1924, a la edad de ochenta y un años, y quiso que la enterraran allí y no al lado de su marido.

George Edalji los sobrevivió a todos. Siguió viviendo y ejerciendo en el 79 de Borough High Street hasta 1941; después tuvo un bufete en Argyle Square desde 1942 hasta 1953. Murió en el 9 de Brocket Close, de Welwyn Garden City, el 17 de junio de 1953; dijeron que la causa de su muerte fue una trombosis coronaria. Maud continuaba viviendo con él y notificó su defunción. Volvió a Great Wyrley en 1962, para una última visita en la que donó a la iglesia fotografías de su padre y hermano. Hoy cuelgan en la sacristía de St. Mark.

Cuatro años después de la muerte de sir Arthur Conan Doyle, Enoch Knowles, un peón de labranza de cincuenta y siete años, se declaró culpable ante un tribunal de la Corona en Staffordshire de haber escrito cartas amenazantes y obscenas a lo largo de un período de treinta años. Knowles confesó que había empezado su carrera en 1903, cuando se sumó a la campaña de acoso enviando cartas firmadas «G. H. Darby, capitán de la banda de Wyrley». Condenado Knowles, George Edalji escribió un artículo para el Daily Express. En esta última declaración pública sobre el caso, con fecha de 7 de noviembre de 1934, George no hace referencia a los hermanos Sharp ni alude al prejuicio racial como móvil. Termina diciendo:

El gran misterio, sin embargo, siguió sin resolverse. Aventuraron todo género de teorías. Una es que las atrocidades las cometió un lunático que a intervalos experimentaba sed de sangre. Otra era que las inspiró la idea de desacreditar a la parroquia y a la policía, O que fueron obra de algún policía despedido. A mí me sugirieron una teoría curiosa. Un vecino de Staffordshire me dijo que las agresiones no las perpetró un ser humano, sino uno o más jabalíes. Explicó que enviaban de noche a aquellos animales después de haberles administrado una droga que los volvía feroces. Dijo que había visto a uno de los jabalíes. Esta hipótesis me pareció entonces -y sigue pareciéndome ahora- demasiado fantástica para tomarla en serio.

Mary Conan Doyle, la primera hija de Arthur, murió en 1976. Nunca reveló un secreto a su padre. Touie, en su lecho de muerte, no sólo había prevenido a su hija de que Arthur volvería a casarse; también le dijo que su futura esposa se llamaba Jean Leckie.

J. B., enero de 2001

Aparte de la carta de Jean a Arthur, todas las cartas citadas, tanto firmadas como anónimas, son auténticas, así como lo son las citas de periódicos, los informes del gobierno, las actas del Parlamento y los escritos de sir Arthur Conan Doyle. Me gustaría dar las gracias: al sargento Alan Walker, de la policía de Staffordshire; a los Archivos de la Ciudad de la biblioteca central de Birmingham; al catastro del condado de Staffordshire; al reverendo Paul Oakley; a Daniel Stashower; a Douglas Johnson; a Geoffrey Robertson y a Sumaya Partner.

Julian Barnes

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