Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.

Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.

La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

Julian Barnes

Metrolandia

Título original: Metroland

Traducción de Enrique Juncosa

Para Laurien

Primera parte

Metrolandia (1963)

A noir, E blanc. I rouge, U vert, O bleu

Rimbaud

No existe ley alguna contra el uso de prismáticos en la National Gallery.

Aquel miércoles por la tarde, durante el verano de 1963, Toni llevaba el cuaderno y yo los gemelos. Hasta ese momento había sido una visita productiva. Primero, una monja joven con gafas de hombre que, tras sonreír sentimentalmente un rato ante La boda Arnolfini, frunció el ceño y emitió un cloqueo de desaprobación. Luego, una trotamundos con anorak tan transida de emoción ante el retablo de Crivelli que nos limitamos a ponernos uno a cada lado de ella, para poder advertir el más sutil movimiento de labios, la menor tensión de piel que le atravesara las mejillas o la frente. (¿Notas algo en la sien? Nada. Así que Toni escribió: «Temblor en la sien. Sólo L. Izq.») Y, por fin, el hombre del traje a rayas, tan gruesas que parecían marcadas con tiza» y la raya del pelo sólo un centímetro por encima de la oreja derecha, que se contraía espasmódica y nerviosamente ante un pequeño paisaje de Monet. El hombre hinchó los carrillos, se inclinó lentamente hacia atrás sobre los talones, y expulsó el aire con la discreción de un globo.

Entonces llegamos a una de nuestras salas favoritas y a «no de nuestros más útiles cuadros: el retrato ecuestre de Carlos I de Van Dyck. Una señora de mediana edad que llevaba un impermeable rojo estaba sentada ante él. Toni y yo nos deslizamos hasta el banco almohadillado del otro lado de la sala y simulamos interesarnos por un Franz Hals de una jovialidad bastante vulgar. Después, ocultándome detrás de Toni, me adelanté un poco y la enfoqué con los prismáticos. Estábamos lo bastante lejos como para que yo pudiera susurrarle comentarios a Toni sin correr peligro. Y si ella llegaba a oír algo, lo tomaría por el habitual murmullo de admiración y alabanza.

El museo estaba completamente vacío esa tarde, y la mujer se encontraba a sus anchas ante el retrato. Tuve tiempo de especular sobre unos cuantos detalles biográficos.

«Reside en Dorking o Bagshot. De cuarenta y cinco o cincuenta años. Ha ido de compras. Casada, dos hijos, ya no deja que su marido se la tire. Felicidad aparente, insatisfacción profunda.»

Con eso parecía estar todo dicho. Estaba contemplando el cuadro como si fuese una adoradora de iconos. Sus ojos lo devoraron con avidez de arriba abajo. Luego se detuvieron y, de nuevo, empezaron a recorrer su superficie lentamente. A veces ladeaba la cabeza y lanzaba el cuello hacía adelante. Las ventanas de su nariz parecían agrandarse como si percibiera nuevos significados en el cuadro. Las manos, que temblequeaban de vez en cuando, descansaban sobre los muslos. Gradualmente, los movimientos fueron cesando.

– Una especie de de paz religiosa -le susurré a Toni-. Bueno, casi religiosa, en todo caso. Pon eso.

Volví a enfocarle las manos. Ahora las tenía juntas y apretadas como las de un monaguillo. Entonces, le dirigí otra vez los prismáticos al rostro. Había cerrado los ojos. Mencioné el detalle.

– Parece estar recreando la belleza de lo que tiene delante, o deleitarse con la imagen lograda. No lo sabría decir.

La observé con los gemelos durante dos minutos largos. Mientras tanto, Toni, con el boli a punto, esperaba mi siguiente comentarlo.

Había dos formas de interpretarlo: o estaba más allá del placer de observación o se había dormido.

1. Naranja más rojo

La alheña de los setos recién cortada huele todavía a manzanas ácidas, como cuando yo tenía dieciséis años, pero esto es una excepción rara y perdurable. A esa edad, todo parecía más abierto a la analogía o a la metáfora de lo que parece ahora. Había más significados, más interpretaciones, una mayor variedad de verdades asequibles. Había más simbolismos. Las cosas tenían más contenido.

Pongamos como ejemplo el abrigo de mi madre. Se lo había hecho ella misma, utilizando el maniquí de un sastre que vivía bajo la escalera, y que lo decía todo y nada acerca del cuerpo de las mujeres (¿se entiende lo que quiero decir?). El abrigo era reversible, rojo brillante por un lado y a grandes cuadros blancos y negros por el otro. Las solapas, hechas del mismo material que en el interior, proporcionaban lo que el patrón llamaba «una nota de color y contraste en el cuello», y hacían conjunto con los grandes bolsillos cuadrados, cosidos como parches. Ahora me doy cuenta de que era un verdadero alarde de alta costura; eso me confirmaba que mi madre era una chaquetera.

La evidencia de su duplicidad se corroboró el año en que toda la familia nos fuimos de vacaciones a las Islas del Canal, El tamaño de los bolsillos del abrigo, trascendió entonces, era exactamente el mismo que el de un cartón de tabaco. Mi madre atravesó la aduana llevando ochocientos cigarrillos Senior Service de contrabando. Yo me sentí, por asociación, culpable y nervioso, pero también sentí en el fondo, el íntimo convencimiento de tener razón.

Además, se podían deducir otras cosas de aquel simple abrigo. Tanto el color como la hechura tenían sus secretos. Una tarde, yendo con mi madre a casa desde la estación, miré el abrigo, que ella llevaba puesto por el lado rojo, y me di cuenta de que se había vuelto marrón. Miré los labios de mí madre y también eran marrones. Si se hubiese quitado los guantes blancos (ahora algo oscuros), sus uñas, estaba seguro, serían también marrones. Un acontecimiento trivial hoy, pero durante los primeros meses de funcionamiento del sistema de iluminación a base de sodio naranja, era maravillosamente turbador. Naranja sobre rojo da marrón oscuro. Sólo en las afueras de Londres, pensé, podía suceder esto.

Al día siguiente, en el colegio, se lo conté a Toni antes de entrar en clase. Era el confidente con quien compartía todos mis odios y la mayoría de mis entusiasmos.

– Incluso están jodiendo el espectro -le dije, harto ya de tantos atropellos.

– ¿Qué coño quieres decir?

No había ambigüedad alguna en el uso de la tercera persona del plural. Cuando yo la utilizaba, me refería a los no identificables legisladores, moralistas, lumbreras sociales y padres que vivían en los barrios residenciales. Cuando Toni la utilizaba, se refería a su contrapartida en el centro de Londres. Ese tipo de gente era, no nos cabía la menor duda, exactamente el mismo.

– Los colores. Las farolas. Te joden los colores en cuanto oscurece. Todo se vuelve marrón o naranja. Hacen que parezcamos marcianos.

Entonces éramos muy sensibles a los colores. Todo había empezado durante unas vacaciones de verano, cuando me llevé a Baudelaire para leerlo en la playa. Si se mira el cielo a través de una pajita, decía él» parece de un azul mucho más rico que si se mira directamente. En una postal le comuniqué a Toni mi descubrimiento. Después de eso, empezamos a preocuparnos por los colores. Estos eran -no podía negarse- verdades esenciales y fundamentales de valor extraordinario para los impíos. No queríamos que los burócratas comenzasen a jodérnoslos. Ya se habían encargado de:

«…el lenguaje…»

«…la ética…»

«…el sentido de las prioridades…»

Pero, en última instancia, todo esto se podía ignorar. Uno podía seguir llevando su vida de fanfarrón. ¿Pero qué pasaría si acababan controlando los colores? Ni siquiera podríamos contar con ser nosotros mismos. Los rasgos morenos y centroeuropeos de Toni, como por ejemplo sus labios gruesos» aparecerían completamente negros bajo la luz del sodio. Mí rostro chato e inequívocamente inglés (todavía esperando con ansiedad su gran salto hacia la madurez) no corría peligro inmediato, pero «ellos», sin duda, acabarían por idear alguna estratagema satírica contra él.

Como puede verse, en aquella época nos preocupaban los grandes temas. ¿Y por qué no? ¿Cuándo, si no, puede uno preocuparse por ellos? No nos habrían sorprendido atribulados por nuestras futuras carreras» porque sabíamos que cuando fuéramos mayores el Estado pagaría a la gente como nosotros por el mero hecho de existir, de pasearnos por el mundo como hombres anuncio proclamando la buena vida. Pero asuntos como el de la pureza del lenguaje, la perfección del ser, la función del arte, más un puñado de intangibles con mayúscula como el Amor, la Verdad, la Autenticidad… bueno, eso ya era otra cosa.

Nuestro rutilante idealismo se expresaba, de forma natural, mediante una constante exhibición pública del más provocativo cinismo. Sólo nuestro afán de purificación podía explicar porqué Toni y yo nos mofábamos de los demás tan intempestiva e implacablemente. Los lemas que juzgábamos apropiados para nuestra causa eran écraser l'infâme y épater la bourgeoisie. Admirábamos el gilet rouge de Gautier y la langosta de Nerval. Nuestra guerra civil española era La bataille d´Hernani. Cantábamos a dúo;

Le Belge est très civilisé;

Il est voleur, il est rusé;

Il est parfois syphilisé;

Il est donc très civilisé.

La rima final nos encantaba, y solíamos colar la equívoca homofonía en toda ocasión durante nuestras circunspectas clases de conversación en francés. Primero chapurreábamos cualquier comentario desdeñoso e irritante en lenguaje normal. El chapurreo se iba deslizando a trompicones:

– Je ne suis pas, hum… d'accord avec ce qui… ce que? -(aquí le dirigíamos una mirada ceñuda al profesor)-, Barbarowski a, hum… juste dit…

Y entonces, uno de nuestros cómplices en la intriga irrumpía en la conversación, antes de que el profesor pudiera recuperarse del disgusto provocado por nuestro torpe chapurreo:

– Carrément, M'sieur, je crois pas que Phillips soit assez syphilisé pour bien comprendre ce que Barbarowski vient de proposer…

Y siempre colaba.

Como puede adivinarse, estudiábamos más que nada francés. Nos gustaba el idioma porque sus sonidos eran rotundos y precisos, y nos gustaba la literatura francesa, sobre todo por su combatividad. Los escritores franceses estaban luchando siempre uno contra otro, defendiendo y purificando el lenguaje, desdeñando el argot, escribiendo diccionarios preceptivos, haciéndose arrestar, siendo perseguidos por obscenidad, mostrándose agresivamente parnasianos, luchando por un asiento en la Academia, intrigando para ganar premios literarios, exiliándose. La idea de la dureza sofisticada nos atraía enormemente. Montherlant y Camus nos parecían dos guardametas. Una foto, publicada en el Paris-Match, de Henri de dirigiéndose a un baile de gala, que yo había pegado con celo en el interior de mi pupitre, era tan venerada en la clase como el retrato con autógrafo de June Ritchie, en A Kind of Loving, que tenía Geoff Glass.

No había ninguna dureza sofisticada en el programa de nuestro curso de literatura inglesa. Y desde luego, ningún guardameta. Johnson era fustigante pero no tanto como nosotros exigíamos. Después de todo, no había cruzado siquiera el Canal de la Mancha hasta poco antes de morir. Y tipos como Yeats, por otro lado, eran todo lo contrario, fustigantes, pero siempre dando el coñazo con hadas y cosas así. ¿Cómo reaccionarían los escritores ingleses si lo rojo se volviera marrón? Apenas se notaría lo ocurrido; a los franceses, en cambio, el trauma los enceguecería.

2. Dos niños pequeños

Toni y yo deambulábamos a menudo por Oxford Street tratando de parecer flâneurs. No era tan fácil como parece. Para empezar suele necesitarse un quaio, por lo menos, un boulevard, y, además, por mucho que lográsemos imitar la carencia de propósito de la flâneriemisma al final de cada vagabundeo, nos quedaba siempre la sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias. En París, habríamos dejado atrás un sofá destartalado en una chambre particulière. Aquí, lo que dejábamos atrás era la parada de metro de Tottenham Court Road, para dirigirnos a la de Bond Street.

– ¿Qué tal si «ecrasamos» a alguien? -sugerí yo, dándole vueltas al paraguas.

– La verdad, no me apetece mucho. Ayer «ecrasé» a Dewhurst.

Dewhurst, que estaba a punto de ordenarse sacerdote, era uno de nuestros tutores. Toni, ambos estábamos de acuerdo, lo había demolido completamente en el curso de una discusión metafísica mantenida con mala fe.

– Pero no me desagradaría un épat.

– ¿Seis peniques?

– De acuerdo.

Seguimos andando mientras Toni consideraba posibles víctimas. ¿Un vendedor de helados? Una presa pequeña y no lo suficientemente burguesa. ¿Aquel policía? Demasiado peligroso. Los policías formaban categoría aparte con las mujeres embarazadas y las monjas. De pronto, Toni me hizo un gesto con la cabeza y comenzó a quitarse la corbata del colegio. Hice lo mismo, la enrollé y me la metí en el bolsillo. Ahora, tan sólo éramos dos niños no identificables que llevaban camisa blanca, pantalón gris y americana negra ligeramente cubierta de caspa. Crucé la calle tras él hacia una boutique nueva (cómo desaprobábamos esas importaciones lingüísticas). Grandes letras amarillas anunciaban HOMBRES. Era, sospechábamos, uno de esos nuevos lugares peligrosos en los que te seguían hasta los probadores, introduciéndose en ellos con la intención de violarte, antes de que pudieses quitarte los pantalones. Toni miró a los dependientes uno a uno y se decidió por el de aspecto más respetable: un hombre mayor, con el pelo blanco, traje impecable, e incluso alfiler de corbata y gemelos. Sin duda un vestigio heredado de los anteriores propietarios.

– ¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Toni miraba por encima de él los estantes de madera repletos de calcetines Banlon.

Sí, quisiera un hombre y dos niños pequeños, por favor.

¿Perdón? -dijo el vestigio antediluviano.

– Un hombre y dos niños pequeños, por favor -repitió Toni con voz de cliente obstinado. Las reglas del épatprohibían tanto ceder terreno como dejar escapar la risa-. No importa la talla.

– Perdone, señor, pero no le entiendo.

La forma en que dijo «señor», pensé yo, era de lo más fría dadas las circunstancias. Quiero decir que el tipo ya tenía que estar a punto de estallar, ¿no?

– Por el amor de Dios -dijo Toni con un tono bastante grosero-, y tienen la poca vergüenza de poner un letrero que dice HOMBRES. Ya veo que tendré que ir a otro sitio.

– Le sugiero que lo haga, señor. ¿Y puede decirme de qué escuela son?

Pusimos pies en polvorosa.

– Menudo pájaro -me lamenté mientras flaneábamos a toda velocidad.

– Sí. ¿Crees que lo he epatado?

– No está mal, no está mal. -Lo que más me había impresionado es que Toni hubiera estado tan acertado en la elección del dependiente en vez de dirigirse al que estaba más cerca de la puerta.

– De todos modos, te daré los seis peniques.

– No es «eso» lo que me preocupa. Sólo quiero saber si lo he epatado.

– Por supuesto, por supuesto. Si no, no habría preguntado por el colegio. Y oye, ¿te has dado cuenta de cómo te ha llamado señor?

Toni me miró de soslayo y sonrió, torciendo los labios como si éstos se moviesen obedeciendo a los ojos.

– Sí.

Era ese momento de la vida en que ser «señoreado» es de inestimable importancia, un símbolo codiciado muy por encima de su valor real. Mejor que conseguir autorización para utilizar la escalera principal del colegio; mejor que no tener que llevar la gorra puesta; mejor que estar sentado con los mayores durante el recreo; mejor, incluso, que llevar paraguas. Que ya es decir. Un verano estuve llevando y trayendo el paraguas de casa al colegio durante un trimestre completo, todos los días, sin que lloviera una sola vez. La categoría, y no la función, era lo que contaba. Dentro del colegio, uno podía lucirlo practicando esgrima con sus iguales o clavando su afilada punta en los pies de los niños más pequeños; pero fuera, hacía de uno un hombre. Aunque apenas se midiera metro y medio y la cara fuera un campo de batalla contra el acné ensombrecido por un poco de pelusa adolescente; aunque se caminara dando bandazos, cargado con una pesada bolsa de deporte en estado deplorable, repleta de camisetas de rugby casi podridas y unas botas apestosas; mientras se llevara paraguas, siempre cabía la remota posibilidad de lograr que alguien te llamase «señor», algo que significaba una verdadera borrachera de placer.

Todos los lunes por la mañana, Toni y yo nos preguntábamos lo mismo.

– ¿Algún ecras?

– Me temo que no.

– ¿Epat?

– No exactamente…

– ¿Elevado a la categoría de señor?

Una sonrisa burlona de asentimiento significaba que el fin de semana había valido la pena.

Contábamos el número de veces que nos llamaban señor. Recordábamos las mejores anécdotas y nos las contábamos, el uno al otro, con el tono que dos viejos rouésemplearían para rememorar sus conquistas amorosas. Por supuesto, nunca habíamos olvidado la primera vez.

Mi primera vez, con la cual todavía me regodeo de felicidad, fue el día en que me tomaron medidas para mis primeros pantalones largos. Fue en Harrow, en una tiendecita alargada, como un pasillo, cuyas paredes estaban ocultas por montones enormes de cajas de ropa. Hileras de cazadoras de camuflaje y pantalones de pana, tan rígidos como el cartón, la convertían en una pista para carreras de obstáculos. Fuese cual fuese el color de la ropa que uno llevara antes de entrar en la tienda, siempre salía de gris o de verde botella. También vendían prendas marrones, pero nadie, me aseguró mi madre, usaba el marrón antes de jubilarse. En aquella ocasión, yo iba a salir de gris.

Mi madre, aunque tímida en la vida social y familiar, era siempre muy autoritaria y precisa en las tiendas. Algún instinto profundamente arraigado le decía que allí existía una jerarquía inamovible.

– Por favor, Mr. Forster, un par de pantalones -ordenó con inusitada resolución -. Grises y largos.

– En seguida, señora -dijo con amabilidad excesiva Mr. Forster. Y luego, mirándome a mí -: Largos. En seguida, señor.

Podía haberme desmayado; podía, por lo menos, haber sonreído. En cambio me quedé quieto, indefenso de pura felicidad, mientras Mr. Forster, para mayor honor, se arrodillaba a mis pies.

– Será un momento, señor. Mire hacia adelante. Póngase derecho. Por favor, separe las piernas, señor. Eso es.

Tiró de una cinta métrica que llevaba colgada al cuello, ciento ochenta centímetros que terminaban en una plaquita de latón. La sujetó por el ciento cincuenta, más o menos (presumiblemente para no quedarse corto) y me aguijoneó con ella tres veces en la entrepierna.

– No se mueva, señor -dijo con una zalamería dedicada sobre todo a mi madre, no fuera ella a preguntarse por qué tardaba tanto. Pero era imposible que me moviera. El miedo que se puede sentir por los genitales, el miedo, incluso, a ser arrastrado al interior del probador para ser brutalmente violado, no es nada comparado con el hecho de ser reconocido como un hombre. Era tal ese placer desconcertante, que ni siquiera se me ocurrió susurrar, a modo de alarmante alivio, el grito del colegio: ¡Perdición!

3. Conejos, seres humanos

– Perdiciiiiición…

Era el grito de guerra del colegio. Lo lanzábamos modulándolo tal y como imaginábamos los aullidos de las hienas. Gilchrist producía la versión más chirriante y aterradora; Leigh, una especie de sollozo desgarrador durante la parte vocálica del alarido; pero todos éramos capaces de hacerlo, al menos, aceptablemente. El grito voceaba, aunque fuera en broma, el obsesivo miedo de la persona virgen a la castración. Lo soltábamos en toda ocasión adecuada: cuando se caía una silla, cuando se le pisaba un pie a alguien, cuando se perdía un estuche de lápices. Llegó a formar parte, incluso, de un paródico inicio de nuestras peleas: los combatientes avanzaban apretándose la ingle para protegerla con la mano izquierda y alargaban el brazo derecho, con la palma de la mano hacia arriba, moviendo los dedos como si fuesen garras. Los espectadores, mientras, dejaban escapar vicarios chillidos en pequeña escala de «perdiciiiiión».

Pero la parodia no excluía el escalofrío. Todos habíamos leído algo sobre las castraciones que los nazis realizaron con rayos X, y nos mofábamos unos de otros con la posibilidad de que eso sucediera. Porque de ocurrir, todo habría terminado: la literatura demostraba que uno engordaba y acababa con un papel de figurante en la vida, cuya única opción era hacer que los demás lo pasaran bien. A no ser que las circunstancias económicas lo forzaran a uno a convertirse en un cantante de ópera en Italia. No estábamos del todo seguros de cómo comenzaba este terrible proceso, pero tenía algo que ver con vestuarios, lavabos públicos y viajes en metro a altas horas de la noche.

Si por casualidad -una casualidad más bien imposible- uno sobrevivía intacto, estaba claro que algo agradable sucedía, si no la información no sería tan difícil de conseguir. Pero ¿qué era exactamente? ¿Y cómo averiguarlo?

Como era obvio, no se podía contar con los padres: eran agentes dobles que ya habíamos desenmascarado cuando, deliberadamente, habían intentado desinformarnos. A los míos les había lanzado una pregunta bastante fácil -cuya contestación, naturalmente, yo ya sabía- y sólo me habían dado una respuesta chapucera. Una noche estaba leyendo la Biblia para hacer los deberes e hice que mi madre levantara la cabeza de la página de pasatiempos de la revista Shepreguntándole:

– Mamá, ¿qué es un «éunuco»?

– Oh, no estoy segura, querido -respondió en voz baja (hasta aquí era posible que ella no lo supiese)-. Preguntémosle a tu padre. Jack, Christopher quiere saber qué es un eunuco…

(Buena jugada esta, corrigiendo la pronunciación pero ocultando el saber.) Mi padre miró por encima de su revista de contabilidad (¿es que no tenía suficiente material en el trabajo?), vaciló, se pasó la mano sobre la calva, vaciló, se quitó las gafas y vaciló. Durante todo ese tiempo estuvo mirando a mi madre (¿habría llegado el Gran Momento?); mientras, yo hacía como que estaba absorto en la Biblia, como si un examen minucioso del contexto fuera a responder a mi pregunta. Mi padre empezaba a abrir la boca cuando mi madre exclamó, con la voz que ponía cuando iba de compras:

– …es un tipo de criado abisinio, creo, ¿no, querido?

Me di cuenta de la tensión que había en sus miradas.

Una vez confirmada la sospecha, me escabullí lo más deprisa posible:

– Ah, sí, eso cuadra con el contexto…, gracias.

Otro callejón sin salida. El colegio, donde en teoría uno aprende cosas, no servía de mucho. El coronel Lowson, asustadizo profesor de biología a quien despreciábamos por haberse disculpado después de pegarle a un niño, tenía en cualquier caso la cara roja; pero estábamos seguros de que se le habrían subido los colores, si es que era posible, cuando dos veces a la semana durante un trimestre entero respondíamos a su automático «¿Alguna pregunta?» al terminar la clase con:

– ¿Cuándo daremos la reproducción humana, profesor? Está en el programa.

Sabíamos que por ahí lo teníamos cogido. Gilchrist, uno de los más gamberros de la clase, se había hecho con el programa de las materias que entraban en el examen y descubierto la innegable verdad. El final del curso de ciencias naturales (biología) era: reproducción: plantas, conejos, seres humanos. Seguimos, paso a paso, el progreso pedestre de Lowson durante el curso, como exploradores indios contemplando el predecible suicidio de una tropa del Séptimo de caballería. Al final, de todo el programa, sólo quedaban dos puntos sin tratar -conejos, seres humanos- y dos días de clase. Lowson se había adentrado en un desfiladero sin salida.

– La semana que viene -comenzó Lowson la primera de las dos clases finales -, empezaremos el repaso…

– Perdición -dejó escapar Gilchrist con suavidad, y un murmullo de desaprobación se extendió por toda la clase.

– …pero hoy voy a explicar la reproducción de los mamíferos.

Silencio total. Ante esa perspectiva a uno o dos de nosotros se nos puso tiesa. Lowson sabía que no tendría ningún problema ese día; y, al tiempo que tomábamos más apuntes que nunca, nos explicó la reproducción de los conejos, casi todo en latín. La cosa, para ser sincero, no parecía un Gran Asunto. Era obvio que no podía ser lo mismo exactamente. Seguro que cuando… Pero entonces nos dimos cuenta de que Lowson se estaba yendo por las tangentes. La clase estaba casi a punto de concluir. Nuestro creciente descontento era evidente. Al final, cuando quedaba sólo un minuto:

– Bueno, ¿alguna pregunta?

– Profesor, ¿cuándomosadar reprodción humana profesor? Stanprograma.

– Ah -contestó (¿y no detectamos ahí una sonrisa de satisfacción?) -. Es muy simple. Es el mismo principio para todos los mamíferos.

Y luego salió del aula.

En otras partes del colegio, la información era igualmente difícil de obtener, al menos a través de los canales oficiales. El artículo sobre planificación familiar del volumen «Hogar» de la enciclopedia había sido arrancado del ejemplar de la biblioteca del colegio. La otra única fuente de conocimiento posible era demasiado arriesgada: las clases de confirmación que daba el director. Estas incluían un breve curso sobre el matrimonio, «cosa que no vais a necesitar por ahora, pero que no os hará daño saber». Desde luego no nos iba a hacer ningún daño: la frase más excitante que utilizaba el severo y receloso regente de nuestras vidas era «consuelo y compañerismo mutuos». Al final del curso señaló un montón de impresos que había en un rincón de su mesa.

– El que desee saber más que tome prestado uno de estos cuando salga.

También podría haber dicho: «Manos arriba todos los que abusen de su cuerpo más de seis veces al día.» Nunca vi que nadie cogiera un impreso. Nunca supe de nadie que lo hubiese cogido. Nunca supe de nadie que supiese de alguien que lo hubiese cogido. Con toda probabilidad, el mero hecho de aminorar el paso cuando uno se acercaba a la mesa del director era una ofensa punible con azotes.

Nos abandonaban, como decía Toni frecuentemente, a nuestros resabios; y lo que descubríamos era bastante incoherente. Tampoco se podía contar con preguntar a los demás chicos -por ejemplo, a John Pepper, quien presumía de haberse tirado a una mujer casada, ni a Fuzz Woolley, cuya agenda estaba llena de cruces rojas que supuestamente representaban las fechas de los periodos de sus novias -. No se podía preguntar porque todos los chistes y conversaciones sobre el tema implicaban un conocimiento mutuo e idéntico: admitir ignorancia al respecto hubiera traído imprecisas pero terribles consecuencias -parecidas a las de la interrupción de una de esas cartas que circulan en cadena.

Teníamos una ligera idea del acontecimiento principal -incluso el insuficiente resumen de Lowson nos había dejado en la cabeza el concepto de penetración-; pero la logística concreta del asunto seguía siendo confusa. Cómo era, en realidad, el cuerpo de la mujer era nuestra preocupación más básica e inmediata. Nos fiábamos mucho del National Geographic, lectura imprescindible para todos los intelectuales del colegio: aunque a veces era difícil inferir algo de una pigmea con taparrabos, recubierta de tatuajes y pinturas rituales. Los anuncios de sostenes y corsés, los posters de las películas X y la Historia del Arte de Sir William Orpen eran bastante insatisfactorios. Cuando Brian Stiles nos mostró su ejemplar de Span-una revista nudista de bolsillo (de la misma calaña que Spick)- las cosas se aclararon un poco más. O sea que así es, pensamos, contemplando el bajo vientre de una volatinera expuesto al viento.

Aunque incansablemente carnales, también éramos profundamente idealistas. Parecía una buena mezcla. No podíamos soportar a Racine porque, aunque la intensidad de los sentimientos que experimentaban sus personajes era, calculábamos nosotros, probablemente los mismos que alguna vez sentiríamos, el encadenamiento de emociones con que se desarrollaban sus argumentos nos hastiaba. Nuestro hombre era Corneille. O mejor dicho, sus mujeres eran nuestras mujeres. Apasionadas pero obedientes, fieles y virginales. Toni y yo discutíamos muchísimo sobre mujeres; aunque siempre dentro de una eventual perspectiva familiar.

– Así que tenemos que casarnos con vírgenes. -(No importaba quién iniciara el tema).

– Bueno, no es obligatorio, pero si te casas con una que no es virgen, a lo mejor resulta ninfómana.

– Pero si te casas con una virgen puede salirte frígida.

– Bueno, si es frígida, siempre te puedes divorciar y empezar de nuevo.

– Pero si…

– Pero si es ninfómana, no puedes ir al juez y decirle que no te deja en paz. Tienes que cargar con ella. Estás…

– …Perdiciiiiión. Sin duda.

Pensábamos en Shakespeare, Moliere y otras autoridades. Todos ellos estaban de acuerdo en que no había que reírse de un marido burlado.

– Entonces, tendrá que ser virgen.

– Exacto.

Y nos dábamos la mano en señal de acuerdo.

Sin embargo, nuestro acercamiento práctico a las chicas era más lento que nuestras declaraciones de principios. ¿Cómo podía descubrirse si una era ninfómana? ¿Cómo saber cuál era virgen? ¿Cómo hacer -y esto era lo más difícil- para escoger esposa? ¿Buscar una con pinta de ninfómana pero que fuese virgen?

Muchas tardes, de regreso a casa, Toni y yo nos encontrábamos con un par de chiquillas del colegio femenino que esperaban el mismo tren que nosotros en la parada de Temple. Vestían uniformes de color magenta, las dos eran morenas y llevaban medias de verdad. Su colegio estaba justo enfrente del nuestro, pero no estaba bien visto que se relacionaran con nosotros. Incluso salían quince minutos antes, para librarlas de… ¿qué? ¿Y de qué pensaban las chicas que se libraban? Ergo, todas las chicas que viajaban en el mismo tren que nosotros se habían quedado, obviamente, esperando a fin de poder viajar en el mismo tren. Ergo, querían que les dijésemos algo. Ergo, eran ninfómanas en potencia. Ergo, Toni y yo nos negábamos a devolverles sus tímidas sonrisas.

4. El callejeo provechoso

Los miércoles por la tarde no teníamos clase. A las 12:30 unos cuantos niños salían, metiendo sus gorras en la cartera, por la entrada lateral de un edificio Victoriano del Embankment. Minutos después aparecía un grupo más tranquilo de alumnos sin gorra del último curso, que bajaban lentamente las escaleras de la entrada principal balanceando sus paraguas despreocupadamente. Los miércoles, la Sociedad de Historia del colegio organizaba excursiones de estudio a Hatfield House; los fanáticos del ejército engrasaban sus bayonetas para una suerte de prácticas militares; otros chicos salían disparados llevando bajo el brazo, según fuese su deporte favorito, la toalla, enrollada como si fuera un brazo de gitano, los floretes, las bolsas de criquet, los enormes y pestilentes guantes. Los más tímidos se dirigían a sus casas, con la razonable convicción de que violadores y castradores todavía no se habían lanzado al metro.

Toni y yo nos abandonábamos al Callejeo Provechoso. Habíamos leído en algún sitio que Londres ofrecía todo lo que uno podía desear. También, por supuesto, lo ofrecía Viajar, y teníamos la intención de dedicarnos a eso más adelante (aunque ambos habíamos estado ya en el campo, y lo encontrábamos decepcionantemente vacío), porque todos aquellos que ejercían influencia sobre nosotros estaban de acuerdo en que era bueno para la mente. Pero se empezaba en Londres; y era a Londres adonde uno regresaba, finalmente, repleto ya de sabiduría. La forma de desvelar los secretos de Londres estaba en el Haraganeo. Il vaut mieux gâcher sa jeunesse que de n'en rien faire.

Fue Toni quien desarrolló primero el concepto de Callejeo Provechoso. Según él, perdíamos el tiempo saturándonos obligatoriamente de conocimiento o bien divirtiéndonos obligatoriamente. Su teoría consistía en que paseando por ahí, sin hacer nada, adoptando de forma correcta las maneras del insouciantpero manteniendo todo el rato los ojos abiertos, uno podía adueñarse de los secretos de la vida. Se podía recolectar todo el aperçusdel flâneur. Asimismo nos gustaba haraganear al tiempo que observábamos cómo la gente se cansaba trabajando. íbamos a las callejuelas que dan a Fleet Street para ver descargar los enormes paquetes de periódicos. Rondábamos mercados y tribunales, merodeábamos por la entrada de las tabernas y las lencerías. Visitábamos San Pablo armados con los prismáticos, aparentemente para examinar los frescos mosaicos de la cúpula, pero en realidad para mirar a los que rezaban. Buscábamos prostitutas -la única otra clase de Callejeo Provechoso que existía, pensábamos con sarcasmo-, que, en aquellos días, eran todavía fácilmente identificables por una delicada cadena de oro que llevaban alrededor de uno de los tobillos. Nos preguntábamos el uno al otro:

– ¿Crees que ahora está ejerciendo el oficio?

No hacíamos sino observar, aunque una tarde húmeda y neblinosa Toni fue asaltado por una puta miope (o desesperada).

A la fórmula profesional con que ella lo abordó, "¿Te vienes conmigo, guapo?", él respondió con mucho desparpajo, pero voz un poco aflautada:

– Depende de lo que me pagues…

Y pretendió haberla epatado.

– No vale.

– ¿Por qué?

– No se puede épater la Bohème. Es ridículo.

– ¿Por qué no? Las putas son parte integral de la vida burguesa. Recuerda a tu querido Maupassant. Son como los perros, siguen a sus amos: las putas adoptan las mezquindades y represiones de sus clientes.

– Eso es una falsa analogía. Los clientes son los perros, las putas los amos…

– No importa mientras admitas el principio de mutua influencia…

Entonces nos dimos cuenta de que no habíamos observado la reacción de esa golfa, que había desaparecido hacía ya rato. Si el chiste le había gustado, no era un épat.

Este tipo de contactos, sin embargo, no nos compensaba demasiado. Preferíamos no hablar con la gente para no entorpecer la observación. Si nos hubiesen preguntado qué buscábamos exactamente, habríamos respondido con toda probabilidad, la musique savante de la ville de la que hablaba Rimbaud. Queríamos descubrir ambientes, cosas, gentes, como si estuviésemos rellenando un cuaderno de pasatiempos. Pero nuestro libro aún no había sido escrito, porque sólo cuando veíamos lo que veíamos, sabíamos que lo buscábamos. Algunas cosas eran ideales e inalcanzables -como caminar bajo una luz de gas espectral cruzando húmedas calles empedradas y escuchando el llanto distante de un organillo-, pero perseguíamos ansiosamente lo original, lo pintoresco, lo auténtico.

Buscábamos emociones. Las terminales ferroviarias nos proporcionaban despedidas bañadas en llanto y torpes reencuentros. Eso era fácil. Las iglesias nos ofrecían las vividas decepciones de la fe, aunque teníamos que proceder con sumo cuidado a la hora de la observación. En los aledaños de Harley Street, una calle atestada de dispensarios médicos, creíamos descubrir la cobardía del hombre ante la muerte. Y la National Gallery, nuestro coto más frecuentado, nos daba ejemplos de puro placer estético (aunque, para ser sincero, no tan frecuentes, tan puros o tan sensibles como esperábamos al principio). Con escandalosa frecuencia, pensábamos, la escena habría sido más apropiada para las estaciones de Waterloo o Victoria: la gente saludaba a Monet, Seurat y Goya como si estos acabasen de descender del tren: «¡Hombre, qué sorpresa tan agradable! Sabía que estarías aquí, claro, pero es una bonita sorpresa de todas formas. Y se te ve estupendamente. No has envejecido nada. Nada en absoluto…».

La razón para visitar el museo tan a menudo era bien clara. Pensábamos -realmente, ninguno de nuestros amigos se habría atrevido, en su sano juicio, a discutirlo- que el Arte era lo más importante del mundo, la constante a la cual uno podía entregarse incansablemente sin temor a no hallar recompensa; y, desde luego, lo único capaz de mejorar a aquellos a quienes les era revelado. No sólo hacía a la gente más apta para la amistad o más civilizada (eso lo constatábamos), sino mejor, más amable, sabia, simpática, serena, activa, sensible. Si no fuera así ¿que mérito tendría? ¿Por qué no dedicarse a chupetear helados de cucurucho? Ex hypothesi (como deberíamos de haber dicho), o ex vero, (como dijimos en realidad), cuando alguien comprende una obra de arte está, de algún modo, superándose a sí mismo. Nos parecía razonable que este proceso se pudiera observar.

Para ser francos, después de unos cuantos miércoles en el museo nos sentíamos un poco como aquellos médicos dieciochescos que rastreaban minuciosamente los campos de batalla, para diseccionar cadáveres frescos en busca del habitáculo del alma. Algunos, incluso, creían lograr resultados positivos. Y se había dado el caso de aquel doctor sueco que pesaba a sus pacientes terminales, con la cama del hospital y todo, justo antes y después de la muerte. Veintiún gramos, aparentemente, conformaban la diferencia vital. No es que esperásemos cambios de peso en el museo, pero creíamos merecer algo. Tiene que ser posible notar algo. Y, a veces, se notaba. Pero en la mayoría de los casos nos descubríamos advirtiendo reacciones extrínsecas. Poseíamos ya un aburridísimo archivo de acopiadores de firmas, escarnecedores de escuelas, entusiastas de marcos, quejicas del color, inservibles de la restauración, y acotadores apiñados al azar. Había que saberse la pose burlona de la mano en la barbilla; la actitud defensiva y masculina de las manos en las caderas; la posición ojos-leyendo-folleto-informativo; la vista cansada que se hacía evidente en la sala número XII, más o menos, y que presagiaba un trote ligero en la XIV. A veces nos preguntábamos si nosotros mismos nos enterábamos de algo.

Eventualmente, y de mala gana, nos veíamos obligados a examinarnos el uno al otro. Lo hacíamos en casa de Toni con una serie de condiciones que juzgábamos de laboratorio. Eso quería decir que, si se trataba de pintura, nos tapábamos los oídos; si de música, nos vendábamos los ojos con un calcetín de rugby. Al sujeto del experimento se lo exponía durante cinco minutos, por ejemplo, a la Catedral de Rouen de Monet o al scherzo del Concierto para piano n.° 2, de Brahms. Después, se consideraba su reacción. Fruncía los labios como un catador de vinos y hacía una pausa para reflexionar. Había que prescindir, sobre todo, de cualquier método de análisis que, por su forma y contenido, tuviera algo que ver con las pamplinas aprendidas en el colegio. Buscábamos algo más sencillo, auténtico, profundo y elemental. Algo así como ¿qué has notado? y ¿qué cambios se producirían de continuar con la misma disposición de ánimo?

Toni siempre respondía con los ojos cerrados, incluso después de ver un cuadro. Fruncía la frente hasta juntar las cejas, dejaba fluir por la boca con extrema lentitud un «Mmmmmmmmmm» durante un rato, y luego soltaba:

– Tensión en la piel, principalmente en brazos y piernas. Cosquilleo en los muslos. Optimismo general. Sí, creo que era esto. Ganas de llenar el tórax. Confianza en mí mismo. Pero sin presunción. Más bien una sólida bienaventuranza. Por lo menos, como dispuesto a un epat amistoso.

Yo anotaba todo esto en nuestro libro capital, en la página de la derecha. En la izquierda ya estaba escrita la fuente de inspiración: «Glinka, Ov. Reiner / Ruskan & Ludmilla / Orq. Sinf. Chicago / RCA Victrola; 9-12-63.»

Todo formaba parte de nuestro deseo de ayudar al mundo a entenderse a sí mismo.

5. J'habite Metrolandia

– Desarraigado.

– Sans racines.

– ¿Sans Racine?

¿El camino abierto? ¿El vagabundo espiritual?

¿El manojo de ideas envuelto en un pañuelo de lunares rojos?

– L'adieu suprême d'un mouchoir?

Toni y yo nos enorgullecíamos de no tener raíces. Aspirábamos también a una condición futura de desarraigo, y no veíamos contradicción alguna entre los dos estados mentales; ni en el hecho de que ambos viviéramos con nuestros padres, que eran, precisamente, dueños absolutos de nuestros hogares respectivos.

Toni me llevaba ventaja en el asunto este del desarraigo. Sus padres eran judíos polacos y, aunque no lo sabíamos con seguridad, dábamos por sentado que habían escapado del guetto de Varsovia en el último momento. Esto le había dado a Toni el deslumbrante apellido extranjero de Barbarowski, dos idiomas, tres culturas y (me había asegurado) un sentido atávico de la angustia: mucha clase, en resumen. Físicamente, además, parecía un exiliado: moreno, nariz bulbosa, labios gruesos, encantadoramente bajo, enérgico y peludo; hasta tenía que afeitarse todos los días.

A pesar de la desventaja de ser inglés y no judío, yo intentaba explotar al máximo mi origen provinciano. Nuestra familia era escasa, pero lo bastante desapegada como para una justificada diáspora. Los Lloyds (bueno, los Lloyds de los que descendía mi padre al menos) provenían de Basingstoke y la familia de mi madre de Lincoln. Algunos de nuestros parientes permanecían incomunicados en distintas provincias, ocultándose durante las navidades y apareciendo, con mohína regularidad, en los funerales y, si se los presionaba, en las bodas. Aparte del tío Arthur, que vivía a una distancia que podía cubrirse perfectamente los domingos por la tarde, todos los demás eran inaccesibles. Cosa que me venía de perilla, pues podía dejar suponer que todos ellos eran rústicos pintorescos, artesanos gruñones o excéntricos homicidas. Todo su cometido se resumía en aparecer durante las navidades y desembolsar algo de dinero o, al menos, algo que fuese convertible en él.

Yo era moreno como Toni, pero algunos centímetros más alto. No faltaría quien dijera que estaba demasiado delgado, pero prefería pensar que tenía la fuerza restallante de un joven brote. Yo esperaba que mi nariz aún creciera un poco más. No tenía manchas en las mejillas, aunque, de vez en cuando, una indiferente avanzadilla de acné me invadía la frente. Lo mejor que tenía, creía yo, eran mis ojos: profundos, lóbregos, llenos de secretos aprendidos y por aprender (al menos, así era como yo los veía).

Era un rostro inglés muy poco llamativo, que encajaba bien con ese ligero aire de expatriación común a todos los que vivían en Eastwick. Todos los de esa barriada de unos dos mil habitantes parecían venir de otra parte; atraídos, quizá, por la solidez de sus casas, la seguridad del servicio ferroviario y la buena calidad del terreno para la jardinería. Me parecía tranquilizador el acogedor y confortable desarraigo del lugar; aunque solía quejarme a Toni diciendo que prefería algo…

– …más radical. Me gustaría, cómo decirlo, algo más rústico, más despojado.

– Querrás decir algo más rústico y viciado.

Bueno, sí, eso también, supongo. Al menos es lo que creo.

– Où habites-tu? -nos preguntaban año tras año en las prácticas de francés oral. Y yo siempre respondía satisfecho:

– J'habite Metrolandia.

Sonaba mejor que Eastwick, más extraño que Middle-sex; era, sobre todo, un concepto mental más que un lugar donde se pudiera ir de compras. En efecto, cuando el ferrocarril metropolitano se extendió hacia el oeste en la década de 1880, quedó abierta una estrecha franja de tierra sin ninguna unidad geográfica ni ideológica: se vivía allí porque era un área de la que era fácil salir. El nombre de Metrolandia -adoptado durante la Primera Guerra Mundial tanto por los agentes de la propiedad como por la misma empresa del ferrocarril- dio a ese cordón de barrios suburbanos una falsa integridad.

A principios de los años sesenta, ya en este siglo, la línea Metropolitana (término, naturalmente, adjudicado por los puristas, a las ramificaciones de Watford, Chesham y Amersham) todavía mantenía parte de sus características originales. El material rodante, pintado de un típico color marrón, había continuado siendo el mismo durante sesenta años. Algunas de estas antiguallas, según mi libro sobre locomotoras de Ian Allen, llevaban funcionando desde 1890. Los vagones eran altos y cuadrados, con anchos paneles corredizos de madera. Los compartimientos eran lujosos y amplios comparados con los actuales, y la separación entre los asientos le hacía maravillarse a uno del desarrollo del fémur durante el reinado de Eduardo. Los respaldos de los asientos estaban inclinados en un determinado ángulo, lo cual significaba que, antiguamente, los trenes pasaban más tiempo en las estaciones.

Sobre los asientos había fotografías color sepia de los lugares más bonitos recorridos por la línea: el campo de golf de Sandy Lodge, Pinner Hill, Moor Park, Chorleywood. La mayor parte de los accesorios originales seguían allí: amplias rejillas para poner el equipaje dispuestas irregularmente; para los abrigos, colgadores tan gastados que ya estaban torcidos; anchas correas de cuero para abrir y cerrar las ventanas e impedir portazos; un número dorado y grandote en las puertas, el 1 o el 3; y en cada una de ellas, un tirador de cobre sobre un disco del mismo metal; grabada en el disco, en tono de orden o seductora invitación, la leyenda «Viva en Metrolandia».

Con los años fui conociendo los trenes. Desde el andén podía distinguir, de un solo vistazo, un compartimiento ancho de uno extraancho. Me sabía todos los anuncios de memoria, y las distintas decoraciones de sus techos abovedados como un barril. También conocía hasta dónde llegaba la imaginación de la gente que retocaba los NO FUMAR de los adhesivos de las ventanas con nuevas consignas: NO RONCAR era la variante más popular de todas, NO FOLLAR una incógnita durante años, NO ENGATUSAR la idea más caprichosa. Una tarde oscura me colé en un vagón de primera clase, y me senté, bien erguido, sobre uno de los mullidos asientos, demasiado asustado para mirar a mi alrededor. Otra vez, llegué a introducirme por error en el compartimiento especial y único que iba a la cabeza de cada tren y que estaba protegido por un letrero verde: SOLO DAMAS. Había cogido el tren por los pelos, después de cruzar corriendo los pasillos y sentía cómo mi respiración se hacía omnipresente por encima de la silenciosa desaprobación de tres señoras vestidas de tweed, aunque mi miedo se aplacó no tanto por su silencio como por mi desilusión al comprobar que el compartimiento no tenía ningún accesorio especial indicativo, aunque sólo fuera indirecto, de lo que hacía diferentes a las mujeres.

Cierta tarde en que ya había terminado los deberes y tenía la mente en blanco, volvía a casa desde Baker Street en el tren de las 4:13, mirando las líneas color rojo subido del mapa del metro, que ocupaba la parte central bajo la rejilla de los equipajes. Iba leyendo los nombres de las estaciones como si fuesen las cuentas de un rosario, cuando una voz a mi derecha anunció:

– Verney Junction.

Será un viejo maricón, pensé: un burgués degenerado. Los arabescos que los reflejos del sol bordaban en sus escarpines eran lo más próximo al vigor y a la vida que él podría conocer, pensé. Seguro que estaba syphilisé. Qué pena que no fuese belga. Aunque quizá lo fuera, después de todo. ¿Qué me había dicho?

– Verney Junction -repitió-, Quainton Road. Winslow Road. Grandborough Road. Waddesdon. Nunca has oído hablar de ellas -dijo, seguro de sí mismo.

Puto maricón. La verdad es que era demasiado viejo para odiarlo. Llevaba el uniforme de los que viajan con abono: paraguas con una anilla de oro al final de la empuñadura, maletín, zapatos brillantes como espejos. El maletín contenía probablemente un equipo portátil nazi de rayos X.

– No.

– Antes era una línea magnífica. Tenía… ambición. ¿Has oído hablar alguna vez de la Línea Brill?

¿Qué era lo que buscaba? ¿Violarme, secuestrarme? Lo mejor era seguirle la corriente, no fuera que dentro de seis meses me viese en Turquía gordo y sin cojones.

– No.

– La Línea Brill que venía de Quainton Road. Todas las dobleuves. Waddesdon Road. Wescott. Wotton. Wood Siding. Brill. La hizo construir el duque de Buckingham. Imagínate. La había construido para su propia finca. Desde hace ya treinta años todo esto ha pasado a formar parte de la Línea Metropolitana. Sabes, yo fui en el último tren. En mil novecientos treinta y cinco o treinta y seis, algo así. El último tren de Brill a Verney Junction. Suena como el título de una película, ¿verdad?

Ninguna que yo hubiese visto. Y menos si él me lo preguntaba. Tenía que ser un violador. Cualquiera que hablase con niños en los trenes obviamente lo era, ex hypothesi. Pero este era un viejo raquítico hijo de puta, y yo estaba más cerca de la puerta. Además, tenía el paraguas. Mejor que se lo hiciese notar mientras le hablaba. A veces, esta gente se pone violenta si no les diriges la palabra.

– ¿Y qué tal la primera clase? -¿Debería decirle «señor»?

– Era una línea magnífica. La llamaban «Línea de la Prolongación» -(¿estaba empezando ya a decir guarradas?)-. Iba de Baker Street a Verney Junction. Estuvo funcionando con un vagón Pullman -(¿acaso intentaba evadir mi pregunta?)- hasta el comienzo de la guerra contra Hitler. En realidad, dos vagones Pullman. Imagínate. Imagínate un vagón Pullman en la Línea Bakerloo.

Se rió desdeñosamente, yo con adulación.

– Pues había dos. A uno lo llamaban el Mayflower. ¿Te imaginas? No puedo acordarme de cómo se llamaba el otro.

Se dio una palmada en el muslo; pero no le sirvió de mucho. ¿Iba a comenzar otra vez con las guarradas?

– No, pero uno de ellos seguro que se llamaba Mayflower. Los primeros vagones Pullman de Europa arrastrados por electricidad.

– ¿En serio? ¿Los primeros de Europa? -Estaba casi tan interesado como aparentaba.

– Sí, señor. Esta línea tiene mucha historia. ¿Conoces a John Stuart Mill?

– Sí -(por supuesto que no).

– ¿Sabes acerca de qué trató su último discurso en el Parlamento?

Creo que debo de haber dejado traslucir que no lo sabía.

– Su último discurso en la Cámara de los Comunes fue sobre el metro. ¿Te imaginas? La Ley de Regulación Ferroviaria de 1868. Se aprobó una enmienda a la ley que hacía obligatorio un vagón de fumadores en todos los trenes. Mill fue quien lo logró. Pronunció un gran discurso. Se metió a la audiencia en el bolsillo.

Estupendo. Era estupendo.

– Pero adivina qué pasó: una línea, sólo una línea, quedaba exenta. Precisamente la Metropolitana.

Se diría que había estado votando allí, personalmente, en mil ochocientos no sé cuántos.

– ¿Por qué?

– Oh. Debido al humo en los túneles. Siempre ha sido un poco especial.

Quizá no fuese tan mala persona. En todo caso, sólo quedaban cuatro paradas más. Quizá fuera una persona interesante.

– ¿Y las demás estaciones? Quinton no sé qué…

– Quainton Road. Todas estaban mucho más allá de Aylesbury. Waddesdon, Quainton Road, y luego, Grandborough, Winslow Road, Verney Junction. -(Si continúa me pongo a gritar.)- Noventa kilómetros desde Verney Junction a Baker Street; vaya línea. ¿Te lo imaginas? Incluso tenían previsto enlazarla con Northampton y Birmingham. Nuevos enlaces ferroviarios con Yorkshire y Lancashire, pasando por Quainton Road, atravesando Londres, enlazando con la vieja línea del Sudeste y, luego, unirla a Europa haciendo un túnel bajo el Canal. ¡Menuda línea!

Aquí se detuvo. Pasamos junto al patio vacío de un colegio; un tiovivo adornado con la colada puesta a secar; el reflejo de un parabrisas.

– Pero no llegaron ni a construir los enlaces para las afueras.

No cabía duda, era un cabrón elegiaco. Me habló de los salarios de los obreros y de las instalaciones eléctricas; de Lord's Station, estación que se cerró al comenzar la guerra, de alguien llamado Sir Edward Watkin y un complicado plan suyo; algún mierda ambicioso que, sin duda, no hubiera sabido distinguir un Tissot de un Tiziano.

– No era sólo ambición. También fe. Fe «en» la ambición… Hoy en día…

Advirtió el gesto involuntario de desprecio que me cruzaba el rostro cada vez que pronunciaba las últimas palabras.

– No te mofes de los Victorianos, chico -dijo severamente. De pronto, me pareció que se estaba poniendo otra vez desagradable. Quizá fuese un violador. Quizá notara que era más listo que él-. Mira lo que se ha hecho después.

¿Cómo? ¿Mofarme yo de los Victorianos? ¡No tenía otra cosa que hacer! Cuando ya me había mofado de los imbéciles, los directores de colegio, los profesores, los padres, mi hermana y mi hermano, la tercera división regional de fútbol, Moliere, Dios, la burguesía y la gente corriente, no me quedaban fuerzas más que para esbozar una triste mueca dedicada a la historia. Miré al desgraciado maricón intentando poner cara de profunda indignación moral; pero no era esa mi expresión más lograda.

– Verás, no se trata tan sólo de la gente que hizo construir y dirigió el ferrocarril. Eran también todos los demás. Quizá no te interese -(Dios, era capaz de seguir enrollándose)-, pero cuando se inauguró el primer tren de Baker Street a Farringdon Street, los pasajeros devoraron, en diez minutos exactos, todo lo que había en el buffet del restaurante de Farringdon Street. -(Quizá tuvieran hambre porque estaban asustados.)- Diez minutos exactos. Como una plaga de langostas.

Ahora parecía hablar consigo mismo, pero pensé que era más seguro colarle otra pregunta, sólo para seguir a salvo.

– ¿Fue entonces cuando se le dio el nombre de Metrolandia? -pregunté, sin estar seguro de a cuándo me refería, pero esforzándome por ocultar mi desprecio.

– ¿Metrolandia? Qué disparate. -Me dedicó su atención otra vez-. Eso fue el principio del fin. No, eso fue mucho más tarde, durante la Primera Gran Guerra. Todo fue para contentar a las inmobiliarias. Para que sonara más acogedora. Casas acogedoras para héroes acogedores. A veinticinco minutos de Baker Street y una pensión al final de la línea -dijo inesperadamente-. Hizo que se convirtiese en lo que es ahora, una ciudad dormitorio para burgueses.

Fue como si alguien arrojase una bolsa repleta de cubertería dentro de mi cabeza. Eh. Dios mío. Tú no puedes decir esto. No está permitido. Mírate a ti mismo. Yo puedo llamarte burgués a ti; bueno, eso creo, al menos. Tú no puedes. No es… ¡vaya!… Quiero decir que va contra todas las reglas conocidas. Es como un profesor que admite conocer su propio mote. Era… bueno, supongo que sólo podía contestarle con una respuesta no convencional.

– Entonces, ¿usted no es un burgués?

Repasé mentalmente sus ropas, su manera de hablar, su maletín.

– Ja. Claro que lo soy -dijo con ligereza, casi amablemente.

Su tono me devolvió la seguridad; pero sus palabras continuaban siendo un rompecabezas.

6. Tierra arrasada

Toni y yo nos empeñábamos con todo ahínco en evitar cualquier posible influencia en nuestra educación. Después de una estudiada sesión de Bruckner («Disminución del pulso; vago estirón dentro del pecho; movimientos ocasionales de los hombros, temblequeo de los pies. ¿Salir y pegarle a un marica? Bruckner, 4.a Sinf. / Orq. Philh / Columbia / Klemperer»), o cuando estábamos demasiado cansados para un ligero épat, volvíamos a menudo al mismo tema.

– Una cosa es segura sobre los padres. Te joden.

¿Crees que lo hacen a propósito?

Puede que no. Pero lo hacen.

Sí, pero no tienen la culpa.

– Quieres decir como en Zola… porque sus padres los jodieron a su vez.

– Buena observación. Pero hay que echarles algo de culpa. Al menos, por no darse cuenta de que a ellos los jodieron y por continuar jodiéndonos a nosotros.

– Ah, claro, no estoy sugiriendo que no debamos castigarlos.

– Ya me estabas preocupando.

Todas las mañanas, a la hora del desayuno, miraba incrédulamente a mi familia. Para empezar, todos estaban allí todavía; esa era la primera sorpresa. ¿Por qué no se habían escapado durante la noche, incapaces ya de soportar las heridas que les infligía la vacuidad que yo adivinaba en sus vidas? ¿Por qué seguían sentados en el mismo sitio que el día anterior, dando la impresión de estar perfectamente satisfechos con la idea de volver a estar allí dentro de otras veinticuatro horas?

Delante de mí se sentaba mi hermano mayor, Nigel, mirando por encima de sus tostadas una revista de ciencia-ficción. (Quizá era así como controlaba su angustia existencial: escapándose a Nuevas Galaxias, Nuevos Mundos y Realidades Asombrosas. No es que yo le hubiera preguntado alguna vez si sufría angustia existencial; la verdad, prefería que no la hubiera sentido… estas cosas pueden ponerse de moda.) A su lado, mi hermana Mary también miraba por encima de su desayuno, para leer las etiquetas de la pimienta y la sal. No es que no estuviese totalmente despierta aún: a la hora de la cena leía las inscripciones de cuchillos y tenedores. Algún día obtendría un título de experta en las partes posteriores de los paquetes de cereales. Tenía trece años y no hablaba mucho. Yo pensaba que se parecía más a Nigel que a mí: ambos tenían rostros suaves, de rasgos poco marcados, que no mostraban resentimiento alguno.

A mi derecha, mi padre tenía el Times abierto en la página de las cotizaciones de bolsa, e iba murmurando algo mientras las leía. Tampoco se parecía a mí. Para empezar era calvo. Supongo que era cierto que la forma de su mandíbula tenía un aire a la mía, pero, sin duda alguna, él no poseía mis ojos profundos e interrogadores. De vez en cuando le dirigía a mi madre una deferente pregunta sobre el jardín. Ella se sentaba a mi izquierda, traía el desayuno, respondía a todas las preguntas y no nos dejaba en paz con su dulzura durante el larga y silenciosa comida. Tampoco me parecía a ella. Algunas personas decían que yo tenía sus mismos ojos; aunque así fuera, no teníamos nada más en común.

¿Cómo podía estar emparentado con ellos? ¿Y cómo podía yo no señalar esas diferencias obvias?

– Mamá, ¿soy un hijo ilegítimo? -(Tono de conversación normal.)

Oí un ligero crujido de papeles a mi izquierda. Mis dos hermanos continuaron leyendo.

– No, querido. ¿Tienes ya el bocadillo?

– Sí. ¿Estás segura de que no hay ninguna posibilidad de que sea ilegítimo?

Levanté la mano señalando a Nigel y a Mary a modo de explicación. Mi padre se aclaró la garganta silenciosamente.

– Al colegio, Christopher.

Bueno, podían estar mintiéndome.

La paternidad, para Toni y para mí, era un delito de rigurosa responsabilidad. No existía la necesidad de mens rea, sólo el actus reus del nacimiento. La sentencia que pronunciábamos, después de considerar una a una todas las circunstancias en relación con el caso y la extracción social de los ofensores, era la de libertad condicional perpetua. En cuanto a nosotros, las víctimas, los malaimés, nos dábamos cuenta de que una existencia independiente sólo podía lograrse evitando estrictamente toda influencia educativa. Camus se desmadró con su Aujourd'hui Maman est morte. Ou peutêtre hier. «Desmadrarse», como decíamos nosotros, saboreando el juego de palabras, era el deber de todo adolescente que se respetase a sí mismo.

Pero resultaba más difícil de lo que imaginábamos. Había, según averiguamos, dos estadios diferenciados. Primero venía Tierra Arrasada; rechazo sistemático, deliberada contradicción, un definitivo y anárquico barrido total. Después de todo, formábamos parte de la generación de los Jóvenes Airados.

¿Te das cuenta -le dije a Toni una vez a la hora de comer, mientras callejeábamos sin ton ni son por la zona de recreo de los mayores- de que formamos parte de la generación de los Jóvenes Airados?

Sí, y me da cien patadas en la boca del estómago. -Se le cruzaron los ojos como siempre que algo le disgustaba.

¿Y que cuando seamos viejos y tengamos… sobrinas o sobrinos, nos preguntarán qué hicimos durante la Gran Ira?

– Bueno, estamos metidos en ella, ¿no?

– ¿Pero no te parece contradictorio estar leyendo a Osborne en el colegio con el carcamal de Runcaster? O sea, ¿no crees que se está poniendo en marcha una especie de institucionalización?

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, que decapitan la revuelta de la intelligentsia intentando institucionalizarla.

– ¿Y…?

– Pues acaba de ocurrírseme que tal vez lo mejor sea la autosatisfacción.

– La escolástica. -Toni sonrió aliviado-. Eres un ángel.

El problema era que a Toni le resultaba mucho más cómodo ser un Joven Airado. Sus padres (en parte, imaginábamos, debido a sus experiencias en el ghetto) eran: a) religiosos, b) rigurosos, c) posesivamente cariñosos y d) pobres. El no tenía más que ser ocioso, agnóstico y manirroto, y ya estaba: Airado. El año anterior, por ejemplo, se había cargado el picaporte de la puerta de su casa, y su padre dejó de darle la paga semanal durante tres semanas. Gestos como ese eran provechosos. Mientras que, cuando yo me mostraba dañino, petulante u obstinado, mis padres, vergonzosamente tolerantes, se limitaban a identificar mi condición («Ay, querido Christopher, qué difícil es siempre crecer»). Esa identificación era lo más próximo a la reprimenda que lograba conseguir de ellos. Podía coger un cuchillo y blandido de un lado a otro hasta cortarme una vez, y ¿qué es lo que haría mi madre? Ir por el yodo y vendarme hasta los nudillos.

Por supuesto, Tierra Arrasada nunca llegaba hasta el límite. Con una perspicacia impropia de nuestra edad, nos dábamos cuenta de que el mero rechazo o alteración de los puntos de vista y la moralidad de nuestros padres, no era más que un amargo acto reflejo. Igual que blasfemia implica religión, decíamos, un borrón general y cuenta nueva de las imposiciones de la infancia representa la asunción de algunas de ellas. Y eso no podíamos aceptarlo. Así que, sin llegar a poner en peligro nuestros principios, acordamos seguir viviendo en casa.

Tierra Arrasada era la primera parte; la segunda era Reconstrucción. Eso estaba en el programa; aunque muy buenas razones -y buenas metáforas- apoyaban nuestra renuencia a examinar muy de cerca ese tipo de asuntos.

– ¿Qué hay de Reconstrucción?

– ¿Por qué?

– ¿No crees que deberíamos empezar a planear alguna cosa al respecto?

– Ya lo estamos haciendo. En eso está T. A.

– Hum…

– Pienso que, a estas alturas, no deberíamos comprometernos demasiado con ninguna línea de acción en particular. Sólo tenemos dieciséis años.

Eso no tenía vuelta de hoja. La vida no comenzaba de verdad hasta que se abandonaba el colegio. Éramos lo bastante maduros como para darnos cuenta de ello. Cuando uno salía al mundo empezaba:

«…a tomar Decisiones Morales…»

«…a tener Relaciones Sentimentales…»

«…a hacerse Famoso…»

«…a escoger Su Ropa Personalmente…»

De momento, todo lo que se podía hacer en ese terreno era juzgar a los padres, asociarse con los confidentes de tus odios, intentar ser muy popular entre los chicos menores sin hablar nunca con ellos, y decidir si nos abotonábamos o no el último botón del cuello de la camisa. No era gran cosa.

7. Las curvas de la mendacidad

El domingo había sido creado para Metrolandia. Los domingos por la mañana, todavía en la cama pensando en cómo matar el día, dos ruidos invadían el silencioso y satisfecho barrio: el de las campanas de la iglesia y el del tren. Las campanas nos despertaban con su persistencia, sonando con un vigor, por demás irritante, para detenerse con un medio repique desganado. Los trenes hacían un estruendo mayor que el usual al entrar en la estación de Eastwick, como si celebraran la carencia de pasajeros. Hasta el mediodía -debido a una especie de acuerdo tácito pero indiscutible- no comenzaba un tercer ruido: el monótono bramido de los motores de las cortadoras de césped, acelerando, frenando, girando, acelerando, frenando, girando. Acalladas las máquinas, se oía el modesto cerrar de las tijeras podadoras y, finalmente -un sonido perceptible de modo subliminal-, el gentil frotar de las gamuzas sobre portaequipajes y capós.

Era el día de las mangueras en los jardines (todos pagábamos un impuesto de más por tener grifos al aire libre); de niños cretinos gritando como dementes a varios jardines de distancia; de pelotas hinchables apareciendo por encima del cercado; de conductores principiantes causando pánico en la curva de la carretera que rodeaba la casa; de jóvenes conduciendo los coches de sus padres hasta The Stile para tomar una copa antes de comer, y dejar caer los sobrecitos azules de la sal por entre las tablillas de madera de las mesas de la terraza. Parecía que los domingos eran siempre pacíficos y siempre soleados.

Yo los odiaba, con toda la rabia de quien continuamente se siente defraudado al descubrir que no es autosuficiente. Odiaba los periódicos del domingo, que procuraban llenarte la mente amodorrada de ideas que rechazabas; odiaba la radio dominical, desbordante de áridas críticas; odiaba los programas de televisión del domingo, donde un montón de intelectuales discutían temas de actualidad, y esas obras serias sobre personas maduras, crisis emocionales, guerras nucleares y demás fruslerías. Odiaba quedarme dentro de la casa mientras el sol se deslizaba furtivamente por la habitación, hasta golpearme certera y repentinamente en los ojos; y odiaba salir a sentarme donde el mismo sol te derretía el cerebro haciéndolo chapotear en el interior del cráneo. Odiaba las tareas dominicales: limpiar el coche, una y otra vez, hasta que el agua jabonosa chorreaba hacia arriba (¿cómo era posible?) empapándote hasta los sobacos, restregar las uñas contra el fondo de la carretilla de metal intentando deshacerme de los montones de césped cortado. Odiaba trabajar y no trabajar. Odiaba pasar por el campo de golf y encontrarme con otra gente paseándose por el campo de golf. Y odiaba hacer lo que más se hace el domingo: esperar la llegada del lunes.

La única fisura en la rutina dominical se producía cuando mi madre anunciaba:

– Esta tarde vamos a ir a ver al tío Arthur.

– ¿Por qué?

La ritual objeción siempre merecía ser contestada. Nunca servía de nada ni a mí me importaba que no sirviera. Sólo pensaba que Nigel y Mary podían beneficiarse con el ejemplo de un pensamiento independiente.

– Porque es tu tío.

– Seguirá siendo mi tío el fin de semana que viene, y el siguiente.

– Eso no tiene nada que ver. No hemos ido a verlo una sola vez en las últimas ocho semanas.

– ¿Cómo sabes que tiene ganas de vernos?

– Por supuesto que tiene ganas de vernos. No hemos ido a verlo durante dos meses.

– ¿Ha telefoneado para decir que fuéramos?

– Claro que no. Ya sabes que nunca lo hace. -(Era demasiado tacaño.)

– Entonces, ¿cómo sabes que quiere vernos?

– Porque siempre quiere vernos después de cierto tiempo. No seas pesado, Christopher.

– Pero puede que esté leyendo un libro o haciendo algo interesante.

– Bueno, yo abandonaría el libro para estar con alguien de la familia a quien no he visto durante dos meses.

– Yo no.

– Bueno, no se trata de eso, Christopher.

– ¿De qué se trata? -(Para entonces Nigel bostezaba ya ostentosamente).

– La cuestión es que vamos a ir a verlo esta tarde. Y ahora ve a lavarte las manos para comer.

¿Puedo llevar un libro?

Si quieres puedes llevar uno para leer durante el trayecto, pero tendrás que dejarlo en el coche cuando lleguemos. Es una grosería ir de visita llevando un libro.

– ¿Y no es una grosería ir de visita cuando no tienes ganas de ir?

Christopher, a lavarte las manos.

¿Puedo llevarme el libro al lavabo?

Y así una y otra vez. Era capaz de prolongar estas conversaciones indefinidamente sin acabar con la paciencia de mi madre. La única muestra de disgusto era el llamarme por mi nombre completo. Ella sabía que entonces me iría. Yo también.

Una vez lavados los platos, nos metíamos en nuestro resistente Morris Oxford, negro y con tapicería color ciruela. Mary miraba bobamente por la ventana, dejando que el viento le echara todo el pelo a la cara sin recogérselo. Nigel se enfrascaba en la lectura de cualquier revista. Yo solía canturrear o silbar algo, empezando siempre con una canción de Guy Béart que había escuchado por onda larga, y cuya primera estrofa era Cerceuil à roulettes, tombeau à moteur. Lo hacía, en parte, para ponerme de mal humor y, además, para protestar contra la negativa de Los De Delante a poner la radio. Te la daban con el coche y era, en mi opinión, la principal atracción a la hora de comprarlo, puesto que no era extranjero, aerodinámico, rojo ni deportivo. Incluso un adhesivo en el cristal trasero, que había resistido ya varios baños de agua y jabón, anunciaba la radio; decía: HE ESTADO EXPUESTO A LA RADIO ACTIVIDAD. No nos la dejaban usar por carretera porque, según decían Los De Delante, podía distraer al conductor (y no la podíamos utilizar en el garaje porque consumía batería).

Veinte minutos de prudente conducción, nos llevaban al chalet del tío Arthur, cerca de Chesham. Era un carcamal de lo más divertido: astuto, tacaño y un mentiroso inveterado. Mentía de un modo que siempre me pareció simpático. No lo hacía por conveniencia, ni siquiera para llamar la atención, sino simplemente porque le apasionaba. Toni y yo hicimos una vez un estudio piloto sobre la mentira y, después de un minucioso examen de todas las personas que conocíamos, ideamos una Curva de la Mendacidad sobre una hoja de papel cuadriculado. Parecía el corte horizontal de un par de tetas, con los pezones señalando las edades dieciséis y sesenta. Probablemente Arthur y yo estábamos llegando al mismo tiempo a los puntos máximos.

– Hola a todos -gritaba mientras aparcábamos.

Tenía el pelo blanco, iba más encorvado de lo que era para despertar una inmerecida compasión y se vestía deliberadamente con provocativo desaliño para que los demás se condolieran de su vida de soltero. Mi teoría era que no se había casado porque no existía mujer lo suficientemente rica como para retenerlo, que fuese a la vez tan estúpida como para no ver sus intenciones.

– ¿Habéis tenido buen viaje?

– Lo normal, Arthur -contestaba mi padre, subiendo el cristal de la ventanilla-. En Four Roads había retenciones, pero supongo que era de esperar.

– Sí, ese incordio de choferes domingueros. ¡Oh!, perdona mi francés -Arthur pretendía acabar de verme salir del coche-. ¿Y qué tal estás tú? Ya veo que has traído algo para leer.- Era una pequeña edición de bolsillo del Dictionnaire des Idées Reçues de Flaubert.

– Sí, tío, ya sabía que no te importaría -(contestaba yo con una mirada de reojo a mi madre).

– Claro que no, claro que no. Aunque necesito que me eches una mano.

Ajá.

Melodramáticamente, Arthur se toco la espalda con sus gruesos dedos y se enderezó. Entonces empezó a sobar el tejido de punto de su rebeca como si fueran las fibras de sus músculos entumecidos.

– Esta espalda tan desastrosa que tengo no ha dejado de dolerme. Ven y verás. Los demás podéis ir entrando -(Nigel siempre se salvaba de faenas como esta gracias a una difusa dolencia pectoral; Mary porque era una niña; mis padres porque eran padres).

A pesar de todo, yo admiraba al muy cabrón. Si la espalda le daba guerra sería porque el cojín de alguna butaca le estaría resultando incómodo. Sabía hacer cosas mejores que ponerse a cavar el domingo justo después de comer. Leer durante media hora la página de espectáculos del Sunday Express era el mayor esfuerzo que había hecho. Pero todo formaba parte de una complicada venganza contra mí en la que Arthur persistía año tras año. Un domingo, cuando yo todavía era un inocente, nos vino con el cuento de que se había caído extenuado en el jardín. Mientras aburría a mi padre hablándole de hortalizas, yo me metí de prisa en el salón para comprobar con la mano la temperatura de su asiento. Tal como me imaginaba, estaba tan caliente como la mierda reciente de una gallina. Cuando los demás entraron en la habitación, solté con toda naturalidad:

– Tío, no puedes haber estado cavando como dices; tu butaca todavía está caliente.

El me miró de arriba a abajo con una mirada de esas que no perdonan y, entonces, con una energía inusitada para alguien que hubiese estado cogiendo coles, se precipitó afuera.

– Ferdinand -le oímos gritar-, Ferdinand. ¡¡FERDINAND!!

En el recibidor se oyeron las pisadas amortiguadas de unas patas solícitas, el gorgoteo de una boca babeante y el ruido seco de una zapatilla golpeando a un perro labrador.

– Y que no te pesque otra vez en mi butaca.

Desde entonces, Arthur siempre me tenía reservado un pequeño pero desagradable trabajo, como darle vueltas a un inaccesible tornillo para dejar salir el aceite gastado de su coche («Ve con cuidado de no mancharte»), arrancar matojos de ortigas («Siento no tener unos guantes mejores, la verdad es que estos tienen bastantes agujeros») o tener que ir corriendo a echar una carta antes de la hora de recogida («Tienes que ir de prisa si quieres llegar a tiempo. ¿Sabes qué? Te voy a cronometrar.» Eso fue un error: me salí con la mía andando tranquilamente, para llegar tarde, y volví corriendo). Esta vez se trataba de un jodido tronco enorme. Arthur había empezado a cavar una zanja muy poco profunda a su alrededor, luego cortó unas cuantas raíces sin importancia y, deliberadamente, cubrió con un poco de tierra una raíz enorme, gruesa como una pierna.

– No creo que tengas problemas. A menos que te encuentres con una raíz central muy gorda, claro.

– Bueno, está la que tú has tapado un poco, ¿no? -dije yo. Cuando estábamos juntos y a solas hablábamos bastante claro. A mí me gustaba él.

– ¿Tapado? ¿Qué quieres decir? ¿Eso? ¿Hay una raíz allí debajo? Vaya, vaya. Quién se iba a imaginar que un tronquito como este tuviera tantas raíces, ¿no? De todas formas, estoy seguro de que un jovencito intelectual como tú será capaz de arreglárselas para arrancarlo todo. A propósito, el pico se sale del mango cada dos por tres. Nos veremos a la hora del té. Empieza a hacer demasiado frío para mí.

Y se largó.

Se me ocurrieron varias formas de demostrar mi incompetencia. Podría llenar-todo-el-lugar-de-tierra (por ejemplo, encima de las lechugas), en-un-arranque-de-entusiasmo. Podría romper-las-herramientas, aunque esto supondría problemas con mi padre. La mejor idea que se me ocurrió -aunque la tuve que abandonar, dado que no pude encontrar una sierra- fue cortar el tronco a nivel de tierra y taparlo otra vez («Oh, lo siento tío, no me dijiste que querías que cavase toda la zona. Pensaba que sólo querías evitar tropezar con él en la oscuridad»).

Finalmente, transigiendo un poco, me decidí por tácticas para ganar tiempo. Cavé un amplio círculo de un radio aproximado de un par de metros alrededor del tronco, al tiempo que cortaba, aquí y allá, algunas ramitas sin importancia, pero sin llegar a amenazar ni remotamente la solidez de la cosa. Trabajé, o hice ver que trabajaba, con el empeño de un maníaco, ignorando que ya eran las cuatro, hasta que finalmente mi tío salió al jardín otra vez.

– No cojas frío -le grité mientras se aproximaba-; si no estás trabajando aquí afuera hace un frío que pela.

– Sólo vengo a ver si ya has terminado. ¡Cristo Todopoderoso, qué coño estás haciendo, animal! -Por entonces había cavado ya una zanja muy ancha y profunda alrededor del tronco.

– Acabando con él, tío -expliqué con tono profesional-. Después de lo que dijiste de la raíz principal, pensé que sería mejor empezar cavando a su alrededor en un radio muy grande y bien hondo. Ya he arrancado todo esto -dije con orgullo, señalando un minúsculo montón de raicillas.

– Vaya Ruskin de mierda estás tú hecho -me gritó mi tío-, condenado intelectual de tres al cuarto. No sabrías ni hacer la o con un canuto ¿eh?

– ¿Está listo el té? -pregunté educadamente.

Después de tomar el té, tiempo que yo pasaba esperando que las galletas de jengibre con nueces que Arthur empapaba en exceso se derramasen sobre su rebeca, iba siempre al garaje para hojear, tranquilamente, lo que yo llamaba material de erección. En aquella época, no sólo soñabas con el sexo durante todo el día; también se te ponía tiesa a la más ligera provocación. A menudo, yendo al colegio, tenía que ponerme la maleta delante de las piernas y conjugar, frenéticamente y para mí, algún verbo latino, intentando aplacar el tumor mientras cruzaba Baker Street. Pequeños anuncios de corsetería para señora, historias apócrifas de circos romanos e, incluso, por el amor de Dios, las Demoiselles d'Avignon: todo funcionaba. Todo me obligaba a tener la mano en el bolsillo del pantalón para hacer reajustes.

La atracción principal del garaje de Arthur eran los montones, perfectamente ordenados y atados, de números atrasados del Daily Express. Arthur Lo Ahorraba Todo. Supongo que empezó durante la guerra, justificándolo con su habitual lógica indirecta. Probablemente pensaba que conservando los periódicos en paquetes ayudaba, de forma un poco más reposada, a colaborar en la victoria. Yo no me quejaba. Mientras los mayores se sentaban a discutir sobre hipotecas y jardinería y averías de coche, mientras a Nigel y a Mary se les «permitía» lavar las tazas, yo me repantigaba como un pachá en la tumbona del garaje de Arthur con tres docenas de ejemplares del Express. «Así es América» era, en mi opinión de connaisseur, la columna más jugosa, con su habitual historia de sexo. Luego venían las críticas de cine, la página de cotilleos sociales (los adulterios de lujo me calentaban bastante), alguna entrega ocasional de Ian Fleming, y los casos de violación, incesto, exhibicionismo o conducta inmoral. Yo absorbía estas versiones de la vida futura con las páginas abiertas encima de las rodillas. Uno no podía dejarse sorprender en situaciones como esta. En cualquier caso, la escena era más confortable que orgásmica. Eso también me proporcionaba un montón de material para cambiar con Gould, cuyo padre siempre le dejaba leer News of the World con la esperanza de evitar tener que explicarle a su hijo las cosas de la vida.

– ¿Qué, va todo bien? ¿Estás cómodo?

El muy cabrón había entrado en el garaje tratando de no hacer ruido. Pero no hay nada como una sorpresa para que pierdas la erección, y, la verdad, no tuve problemas al respecto.

– Perdona que te interrumpa, chico, pero he pensado que no te molestaría echarme una mano para bajar algunas cosas del altillo. Es bastante difícil localizar los clavos que están por el suelo y tú ves mejor que yo.

8. Sexo, austeridad, guerra, austeridad

Una de las cosas que cambiaría cuando Viviéramos Por Nuestra Cuenta sería el tipo de diario que pudiéramos llevar. Uno no escribiría sobre las cosas que no le gusta hacer, sobre lo que quería hacer y no hacía ni sobre los planes para el futuro. En su lugar, escribiría sobre lo que hacía de verdad. Y como sólo se haría lo que uno quisiese hacer, el Libro de los Hechos se parecería al que por el momento era el Libro de las Fantasías, sólo que con un emocionantísimo cambio de tiempo verbal.

– Sabes -recuerdo que le dije a Toni una tarde, tras un poco de Vivaldi («disminución del pulso, aumento de la tolerancia y la benevolencia, sentido cívico, sensación de limpieza cerebral»)-, en realidad no está tan mal ser… comment le dire… joven.

– ¿Nnnooo?

– Bueno, no hay guerra. No hay servicio militar. Hay más mujeres que hombres. No hay policía secreta. Se pueden conseguir libros como El amante de Lady Chatterly. No está tan mal.

– Así que nunca te ha ido mejor, Christorpe. (A Toni le gustaba inventar erratas.)

– La verdad es que no. Creo que la vida por nuestra cuenta será estupenda.

– Puede que tengas razón. ¿Sabes que ya están llamando a esta década los Sexy Sesenta?

– Los descarados Sexy Sesenta. -Casi se te ponía tiesa de sólo oírlo.

– Supongo que todo sucede cíclicamente.

– ¿Qué?

– El sexo, para empezar. También hubo bastante sexo en los años veinte. Probablemente, todo sigue un ciclo. Algo así como: los años Veinte, Treinta, Cuarenta, Cincuenta igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad; los Sesenta, Setenta, Ochenta, Noventa igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad.

Toni arqueó una ceja. Dicho así, no parecía tan grave.

– Lo que nos da -interpreté-, ocho años de descaro y treinta de espera, con la posibilidad de que nos maten en el intervalo. Escalofriante.

– Aun así -dijo Toni, decidido a no darse por vencido-, ¿qué se puede hacer en ocho años?

– ¿A «quién» se le puede hacer en ocho años?

– Limítate a pensar que podría ser peor. Si hubieses

nacido en mil novecientos quince, cuando hubieras estado a punto habría llegado la Austeridad. Después, puede que te matasen. Para cuando consiguieras a alguien tendrías cuarenta y cinco.

– Habría que casarse ¿no?

– Había burdeles para el ejército.

– ¿Y si hubieras estado en la marina?

Nos pareció que la generación de nuestros padres había tenido muy mala suerte.

– Bueno, las cosas son como son.

– ¿Crees que deberíamos tratarlos mejor?

Pero la verdad, las cosas no tomaban el cariz que deseábamos. Cada año, como demostraba mi Libro de Reclamaciones, estaba repleto de los mismos deseos frustrados, los mismos resentimientos corrosivos, las mismas formas de inactividad. Se dice que la adolescencia es un período dinámico, durante el cual la mente y el cuerpo se lanzan, constantemente, a nuevos descubrimientos. Yo no la recuerdo así. Todo me parecía notoriamente estático. Cada año nos proporcionaba un nuevo plan de estudios que se parecía, enormemente, al plan anterior. Cada año más gente nos trataba de usted. Cada año nos permitían quedarnos levantados hasta más tarde los sábados por la noche. Pero ninguna estructura cambiaba. El poder y la irresponsabilidad seguían siendo los mismos. El amor, el temor y el resentimiento permanecían donde siempre habían estado.

– Ocho años, entonces.

Por alguna razón, no parecía mucho tiempo.

9. La gran M

Existían unos cuantos temas privados que yo no le comentaba a Toni. Bueno, realmente, sólo uno: el de la muerte. Siempre nos reíamos de ella, excepto en las raras ocasiones en que conocíamos a la persona involucrada. A Lucas, por ejemplo, el que se ponía siempre detrás de la melé en el equipo de rugby de tercero, lo encontró su madre una mañana muerto por asfixia en la cocina. Pero aun así, nos interesaban más los rumores que el hecho mismo de la muerte. ¿Una novia? ¿Embarazada? ¿Incapaz de enfrentarse a sus padres?

Hubo, supongo, una conexión causal entre el origen de mi miedo a la Gran M y la partida de Dios. Pero si fue así, se produjo como un vago intercambio sin que interviniera un proceso formal de razonamiento. Dios, que se mezcló en mi vida sin pruebas ni discusiones una década antes, fue despedido por una larga serie de razones, ninguna de las cuales, sospecho, parecerá del todo suficiente: el aburrimiento de los domingos, los pelotas que se lo tomaban todo en serio en el colegio, Baudelaire y Rimbaud, el placer de blasfemar (arriesgada razón, esta), tener que cantar himnos religiosos, la música de órgano y el lenguaje de los rezos, la imposibilidad de creer por más tiempo que hacerse pajas es pecado y, como remache, un rechazo absoluto a la idea de que los parientes muertos observaban lo que yo hacía.

Así pues, había que deshacerse de todo eso, aunque su pérdida no disminuyera en absoluto el aburrimiento dominical ni la culpabilidad derivada de hacerse pajas. Al cabo de unas semanas, sin embargo, como si fuera un castigo, el poco frecuente pero paralizante horror a la Gran M invadió mi vida. No pretendo que la originalidad caracterice el momento ni el lugar en que se materializaban mis ataques de miedo (cuando estaba en la cama, sin poder dormir), pero sí cierta peculiaridad. Siempre sentía el miedo a la muerte tumbado sobre mi costado derecho, mirando por la ventana a la lejana vía ferroviaria. Nunca ocurría cuando estaba tumbado sobre el costado izquierdo, de cara a la librería y al resto de la habitación. Una vez que empezaba, el miedo no disminuía con el mero hecho de darme vuelta: había que soportarlo hasta el final. Todavía hoy conservo la preferencia de dormir sobre el lado izquierdo.

¿Cómo era ese miedo? ¿Les sucede lo mismo a los demás? No lo sé. Un repentino terror in crescendo que te pilla desprevenido; una imperiosa necesidad de gritar, prohibido en las reglas de la casa (siempre lo hacen), que te hace quedar tumbado ahí, con la boca abierta, temblando de pánico; una debilidad total, que tarda una hora por lo menos en desaparecer; y todo esto como telón de fondo y como síntoma de una imagen central -parte visual, parte intelectual- de la no-existencia. La imagen de unas estrellas en constante retirada, tomada, espero -con la torpe trivialidad del inconsciente-, de los títulos de crédito de una película de la Universal. Una sensación de soledad total dentro del temblequeante cuerpo envuelto en el pijama. Un darse cuenta de cómo el Tiempo (siempre en mayúscula) se perpetúa sin ti por los siglos de los siglos. Y una sensación paranoica de estar atrapado en la situación presente por mediación de una persona o personas desconocidas.

El miedo a morir no significaba, por supuesto, el miedo a morir sino el miedo a estar muerto. Pocas falacias me deprimen tanto como esta: «No me molesta estar muerto. Es exactamente igual que estar dormido. Es el acto de la muerte lo que no puedo enfrentar.» Nada me parecía tan claro, en mis temores nocturnos, como que la muerte no se parecía en absoluto al sueño. A mí no me molestaría en absoluto Morirme, pensaba, siempre y cuando no siguiera Muerto después.

Así como Toni y yo no hablábamos nunca sobre miedos básicos, el concepto de inmortalidad aparecían siempre, con naturalidad, en nuestras discusiones. Como cobayas con sentido de la dignidad, buscábamos salidas. Existía un tipo de supervivencia parcial digna de consideración -una penosa parte de esencia que, como una nube tormentosa, nos rodeaba con viscosidad huxleyana- pero que no nos atraía en exceso. Existía la inmortalidad a través de los hijos, pero observando cómo representábamos nosotros a nuestros padres no podíamos ser demasiado optimistas sobre nuestras posibilidades de supervivencia por sustitución cuando nos llegara el turno. En nuestros furtivos y quejumbrosos sueños sobre la inmortalidad, nos concentrábamos principalmente en el arte.

Tout passe. L'art robuste

Seul a l'éternité.

En ese último verso de Emaux et Carnées todo estaba perfectamente claro para nosotros. Gautier era un héroe, en cierta forma, reconfortante. No se andaba por las ramas. Además, nos parecía un tipo duro, como un jugador de rugby bregado. Tuvo también muchísimas mujeres. Y decía las cosas de forma que las entendíamos sin recurrir a las notas a pie de página.

Les dieux eux-mêmes meurent.

Mais les vers souverains

Demeurent

Plus forts que les airains.

La fe en el arte fue inicialmente una medicina efectiva contra el arraigado dolor de la Gran M. Pero, entonces, alguien me informó del concepto de muerte planetaria. Te podías acostumbrar a la idea de la extinción personal si pensabas que el mundo continuaría para siempre, con generaciones de niños pasmados con la espalda apoyada en los respaldos de sus sillas, murmurando un ahogado bravo mientras tu obra ocupaba la pantalla de una computadora. Pero, entonces, alguien de sexto curso de ciencias me explicó a la hora de comer, que la tierra flotaba inexorablemente dirigiéndose a su estallido final. Esto me hizo cambiar de opinión sobre la solidez del arte. Elepés derritiéndose, las obras completas de Dickens quemándose a 451 grados Fahrenheit, Donatellos reblandeciéndose como los relojes de Dalí. A ver cómo se huye de esa guerra.

O de esta otra. Suponiendo, sólo suponiendo, que alguien descubra una cura contra la muerte. No tendría por qué ser, necesariamente, más improbable que la desintegración del átomo o el descubrimiento de las ondas de la radio. Pero sería un proceso muy largo, como el de la cura contra el cáncer. Y, por el momento, no es eso precisamente lo que los apremia. De modo que se puede estar absolutamente seguro de que si se averigua la forma de retrasar la muerte, será demasiado tarde para nosotros…

O de esta otra. Supongamos que tras nuestra muerte descubren la forma de reconstituirnos. ¿Qué pasaría si una vez desenterrados nos encontraran en un ya excesivo estado de putrefacción…? ¿O si nos hubiesen quemado en un horno crematorio y no encontrasen todas las cenizas…? ¿O si el Comité Estatal de Revivificación decide que no somos suficientemente importantes para ello…? ¿O si durante el proceso de resurrección sucede que una enfermera idiota, vencida por la trascendencia de su tarea, deja caer el frasco de contenido vital y las esperanzas se desvanecen para siempre…? ¿Qué pasaría si…?

Una vez, imbécil de mí, le pregunté a mi hermano si le asustaba la muerte.

– Es un poco pronto, me parece.

El era práctico, lógico, miope. Además tenía dieciocho años y estaba a punto de ir a la Universidad de Leeds para estudiar económicas.

– Pero ¿acaso no te ha preocupado nunca intentar averiguar lo que pasará después?

– Es bastante obvio lo que pasará. Kaput, finito, telón, «the end». -Se pasó la mano rápida y horizontalmente por delante de la garganta-. En todo caso, en estos momentos me interesa más el estudio de la petite mort.

Hizo una mueca, a sabiendas de que no le entendería, aunque se suponía que yo era el lingüista de la familia. No le entendí.

Debí de sobresaltarme, sin embargo, ante su gesto, porque luego me sonsacó, demostrando compasión, todos mis miedos cósmicos personales. Extrañamente no tenían ningún sentido para él, pese a que sólo leía ciencia-ficción y, por tanto, absorbía diariamente historias sobre vidas de larga duración, reencarnaciones, transustanciaciones y cosas por el estilo. Mi propia imaginación, atribulada y exquisita, no podía competir con semejantes fruslerías. Ni con la prosa ni con las ideas. O Nigel tenía una imaginación menos sensible, o entendía el final de su existencia de forma más firme y menos angustiada. Parecía que la vida fuese para él una transacción o un negocio. Era, aseguraba, un viaje en taxi muy divertido pero que, eventualmente, había que pagar. Un juego que no tendría sentido sin un silbato que indicara el final; una fruta que una vez madura ha cumplido su función y debe, necesariamente, caer del árbol. Metáforas muy fáciles y engañosas, me parecía a mí, si las comparaba con una visión de oscuridad total retrocediendo infinitamente.

El descubrimiento de mis miedos le proporcionó a Nigel un enorme placer. De vez en cuando levantaba la vista del número de la revista de ciencia-ficción que estuviera leyendo y, con una expresión de absoluta seriedad, me daba ánimos.

– Aguanta, chico. Si sobrevives hasta el año dos mil cincuenta y siete podrás experimentar la Renovación Corporal.

O algo como Transfusión de Tiempo, Estabilización Molecular, Almacén de Cerebros, entre una docena de cosas que, sospechaba yo, inventaba para meterse conmigo. Nunca se me ocurrió comprobar lo que me decía leyendo las revistas. Después de todo, podría haber un pequeño porcentaje de verdad en todo aquello; o si no, algo distinto que alimentara mi imaginación y mis temores.

A menudo pensaba en Nigel y me preguntaba por qué él parecía tenerlo todo mucho más claro. ¿Se debía a una mayor o menor inteligencia; mayor o menor imaginación; o simplemente a una personalidad más estable? ¿Era, quizá, meramente una cuestión de tiempo y energía: que cuanto más industrioso se es (y él siempre estaba haciendo algo, aunque sólo fuera leer revistillas) se vuelve uno menos melancólico?

Cuando me acosaban las dudas, al menos podía contar con Mary para sentirme mejor. Ella era siempre como un reconfortante tazón de caldo. El recuerdo favorito de mi hermana es el de verla arrodillada en el suelo llorando a moco tendido con una de sus trenzas perfectamente peinada y la otra deshecha: se le había roto la goma y no había ninguna otra en la casa. Se había visto forzada a escoger entre la horrorosa posibilidad de ponerse un lazo, cosa que odiaba porque le parecía cursi, o utilizar la goma que le quedaba para peinarse con una sola trenza por detrás.

Sus arrebatos de llanto eran una de las constantes de mi infancia. El perro tenía una astilla en la pata, ella no entendía el subjuntivo, una amiga suya del colegio conocía a alguien cuya tía había resultado ligeramente herida en un accidente de circulación, el índice de precios subía… cualquier cosa la hacía estallar. A pesar de todo levantaba el ánimo verla desgañitarse llorando, era una manera ruidosa de sentirse mejor. Una vez, cometí el error de preguntarle qué creía que sucedía después de la muerte. Me miró con esa mirada de ayúdame, suplicante y lloriqueante, que ponía a veces. No le di tiempo a abandonar la habitación. Yo mismo salí corriendo.

10. Túneles, puentes

La vida a los dieciséis estaba estupendamente delimitada y equilibrada. Por un lado, la obligación del colegio, aborrecida y disfrutada. Por otro, la obligación del hogar, también aborrecida y disfrutada. Aparte de esto, había algo vago y maravilloso como el Paraíso celestial: la Vida con mayúscula. A veces sucedían cosas -como las vacaciones- que parecían anticipar la vida aunque, al final, siempre resultaban ser parte de lo que contaba como hogar.

Pero existía un punto de equilibrio en la oscilación entre casa y colegio. El viaje. Una hora y cuarto para ir y una hora y cuarto para volver. Una metamorfosis dos veces al día. En un sitio solías dar la impresión de ser limpio, aseado, trabajador, conservador, responsablemente inquisitivo, partidario de una justa división de la vida entre juegos y trabajo, y de no preocuparte por el sexo ni estar enfermizamente interesado por el arte: el orgullo -aunque, en general, no tanto como la alegría- de tus padres. En otro, salías del vagón como un golfo, arrastrando los zapatos, con la corbata de lado, mordiéndote neuróticamente las uñas, las manos diestras en la masturbación, la cartera por delante para ocultar una erección en receso, gritando merdey maricón y cojones y coñazo, perezoso pero con una sonrisa afectada y confidente, zalamero y solapado, desdeñoso con la autoridad, loco por el arte, emocionalmente homosexual por falta de elección y obsesionado con la idea de los campos nudistas.

Es innecesario decir que uno mismo nunca notaba esa transformación. Ni tampoco la notaba un extraño: en lugar del cambio sólo se veía a un escolar corrientemente aseado, con la cartera sobre las rodillas, repasando una lista de palabras en francés y media página del libro tapada para no ver la solución y que, de vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar por la ventana.

Aquellos trayectos diarios eran, ahora me doy cuenta, los únicos momentos en que estaba a mis anchas. Quizá por eso nunca los encontraba largos ni aburridos, a pesar de ir sentado durante años junto a los mismos hombres con trajes a rayas como dibujadas con tiza, mirando por las mismas ventanas las mismas cosas y las mismas paredes de los túneles, repletas de cables negros y polvorientos. Y, por supuesto, todos los días podía uno entretenerse con juegos que nunca fallaban.

El primero era conseguir un asiento: nada más lejos de ser una tarea fastidiosa. Francamente, nunca me preocupó mucho dónde sentarme en el tren, pero me encantaba sentarme donde querían sentarse los demás. Esta era la primera acción subversiva del día. Algunos de los viejos carcamales que se bajaban en Eastwick tenían, de verdad, sus sitios favoritos: vagones favoritos, lados favoritos y un lugar favorito en la rejilla de cuerdas para sus sombreros de hongo. Frustrar sus mezquinas esperanzas era un buen juego no demasiado difícil, ya que no era forzoso jugarlo con las reglas de los adultos. Llevasen trajes a rayitas o a rayotas, siempre se obligaban a sí mismos a conseguir el asiento favorito aparentando no importarles dónde se sentaban, aunque, de tanto en tanto, como por accidente, utilizaban sus anchas caderas y las esquinas metálicas de sus maletines como armas para lograr el sitio deseado. Un niño era, obviamente, una bestia sin normas a quien el autocontrol y las leyes de urbanidad no habían forzado aún a no arrebatar lo que quería (o, realmente en este caso, a no arrebatar lo que le daba lo mismo conseguir o no). Así que mientras esperabas el tren, estabas al acecho mostrando incertidumbre, caminando de un lado a otro del andén para desconcertar a los vejestorios. Entonces, cuando llegaba el tren te precipitabas hacia una puerta o, incluso, saltándote las normas, la abrías violentamente antes de que el tren se detuviera.

Lo mejor que se podía hacer -aunque para eso se necesitaba mucha desfachatez- era birlarle el asiento favorito a uno de esos carcamales para luego, mientras observabas con qué resentimiento se aseguraba otro, levantarte con cara de inocente y dejarte caer en cualquiera de los rincones menos buscados del vagón. Entonces lo mirabas dándote por enterado. Como los mayores rara vez confiesan sus deseos abiertamente, pero saben con absoluta certeza que tú los conoces, matabas dos pájaros de un tiro.

Todos los ardides del viaje se aprendían en seguida. Cómo doblar un periódico verticalmente para poder girar una página entera con comodidad. Cómo aparentar que no veías a la mujer a quien supuestamente debías ceder el asiento. Dónde quedarte de pie en un tren repleto para lograr un sitio apenas comenzara a vaciarse. A qué vagón subirte para bajar en tu parada lo más cerca posible de la salida. Cómo utilizar los túneles supuestamente sin salida como atajos. Cómo viajar con abonos ya vencidos.

Todas estas maquinaciones te mantenían en forma. Pero también se podían vivir experiencias más enriquecedoras.

– ¿No te aburres nunca? -me preguntó Toni una vez que calculábamos cuántos meses y años de nuestra vida habíamos pasado en el metro. El sólo viajaba diez paradas de la Circle Line: un trayecto sin incidentes notables, todo subterráneo, sin riesgo de violación o rapto.

– Que va. Pasan demasiadas cosas.

– ¿Túneles, puentes, postes telegráficos?

– No, otras cosas. Cosas como Kilburn. Es Doré, en serio.

La siguiente tarde que tuvimos libre, Toni vino a comprobarlo. Entre Finchley Road y Wembley Park, a la altura de Kilburn, el tren para sobre una extensa red de viaductos. Por debajo de ella, hasta donde llega la vista, se ven hileras entrecruzadas de decadentes casas victorianas. Sobre cada tejado, media docena de antenas de televisión entrelazadas sugerían una colmena de paredes revocadas. Por entonces pasaban pocos coches por esas zonas y no se venía ningún espacio verde. Un enorme edificio Victoriano de ladrillo rojo y lados regulares se alzaba en el centro del paisaje: si era una escuela gigantesca, un manicomio o un hospital nunca lo supe ni me interesé por saberlo con exactitud. El valor de Kilburn dependía de no conocer pormenores, porque cambiaba según la visión o la mentalidad de cada uno, del estado de ánimo o del día. En una tarde de invierno, al anochecer, cuando la luz blanca de las farolas empezaba apenas a advertirse, se convertía en una visión melancólica y atemorizante, el coto de caza de los asesinos que sumergían a las víctimas en bañeras llenas de ácido. En una mañana clara y soleada de verano, casi sin niebla y con mucha gente a la vista, era como un pequeño y valiente arrabal en plena guerra, casi se esperaba ver a Jorge VI removiendo con su paraguas los pocos restos que quedaban en los solares bombardeados. Kilburn podía sugerir masas pululantes de trabajadores que, como termitas, en cualquier momento pueden subir el viaducto y acabar con los de los trajes a rayas. De igual modo, podía ser la reconfortante demostración de que mucha gente podía vivir en paz aunque estuviera apiñada.

Toni y yo nos bajamos en Wembley Park, cambiamos de andén pasando por el mismo sitio. Luego, volvimos sobre nuestros pasos.

– Dios, hay gente a montones -fue el comentario definitivo de Toni-, allá abajo hay miles de personas, todas a unos cien metros de distancia; sin embargo, con toda seguridad, nunca conocerás a ninguna de ellas.

– Es un argumento contra Dios, ¿no?

– Sí, y en favor de una dictadura ilustrada.

– Y en favor del arte por el arte.

Espantado, se quedó callado un rato.

– Está bien, retiro lo dicho.

– Podrías haberlo pensado antes. Hay otras gentes, pero la mejor es esta.

Toni se subió silenciosamente al próximo tren en dirección a Baker Street para pasar por última vez sobre el puente.

A partir de entonces, no sólo me interesó el viaje sino que estaba orgulloso de él. El hormiguero de Kilburn; las mugrientas y perdidas estaciones entre Baker Street y Finchley Road; los campos de juegos igual que estepas de Northwick Park; la estación de Neasden, repleta de vagones viejos e inútiles; los rostros impasibles de los pasajeros, que se adivinaban tras las ventanillas de los rápidos trenes de Marylebone. De una manera u otra todo valía la pena, gratificaba y aguzaba la sensibilidad. Y ¿qué era la vida sino eso?

11. A.C.T.

Para ti las cosas nunca cambiaban. Esa era una de las reglas principales. Hablabas de cómo serían las cosas cuan do cambiasen: te imaginabas el matrimonio y hacer el amor ocho veces cada noche, y educar a tus hijos de una forma que combinase flexibilidad, tolerancia, creatividad y grandes sumas de dinero. Pensabas tener una cuenta bancada, frecuentar cabarets de striptease, llevar camisas con botones en el cuello y gemelos en las mangas, y lucir pañuelos con tus iniciales bordadas. Pero cualquier amenaza real de cambio provocaba la aprensión y el descontento.

Mientras tanto, las cosas cambiaban sólo para los demás. Despidieron al profesor de natación del colegio por corromper a los chicos en el vestuario («Problemas de salud», nos dijeron a nosotros). A Holdsworth, un simpático bestia de 5.° B, lo expulsaron por verter azúcar en el depósito de gasolina del Humber Super Snipe de un profesor. Los hijos de los vecinos hacían cosas asombrosas, increíbles, como empezar a trabajar para la Shell en el extranjero, poner en marcha viejos cacharros o ir a fiestas en Nochevieja. El equivalente casero de semejantes trastornos fue la primera novia de mi hermano.

Los golpes psíquicos tienen, normalmente, otro origen ¿no es así? ¿Un hijo que crece hasta ser más alto que su padre; las tetas de una hija que desbordan los inciertos límites de las de su madre o dos hermanos que se desean mutuamente? O bien la envidia de pertenencias personales, falta de granos, buenas notas. En nuestra familia había muy poco de todo esto: nuestro padre era más alto y fuerte que ninguno de sus hijos; Mary incitaba más a la compasión que a la lujuria; y los tres hijos teníamos una equitativa cantidad de bienes y la misma mala suerte facial.

La verdad es que, cuando mi hermano consiguió novia, no fue envidia, exactamente, lo que sentí. Fue puro miedo, avivado por un poco de odio. Nigel la trajo a casa, por primera vez, sin que Los Que Se Sientan Enfrente me advirtieran. De pronto, media hora antes de la cena, estaba esa niña allí en medio…, con un vestido más bien llamativo, bolso, pelos, ojos, pintalabios. La verdad es que era igual que una mujer. ¡Y con mi hermano! ¿Tetas?, me pregunté con un pánico repentino. No se podían ver con aquel vestido. Pero aun así, ¡era una chica! Los ojos se me saltaban de las órbitas. También sabía que la timidez de mi reacción no iba a pasarle inadvertida a Nigel.

– Ginny: mi padre. -(Mi madre estaba como una esclava en la cocina para preparar «tan sólo una cena normalita») -. Esta es mi hermana menor, Mary. Este es el perro, esta la tele y esto la chimenea. Oh, y esta -(volviéndose hacia la silla donde yo estaba sentado)- es la silla en que te vas a sentar.

Me levanté, obediente y furioso, intentando esbozar una sonrisa.

– Oh, perdona chaval, no te había visto. Este es Chris. Chris Baudelaire. Es adoptado. No se levanta cuando entra en la habitación una chica que no conoce, pero probablemente no es más que un ataque de esplín.

Adelanté la mano e intenté recuperar el terreno perdido.

– ¿Cómo has dicho que se llama este primor que te has traído? -pregunté, pero en vez de una frase irónica o ingeniosa, me salió torpe y grosera.

– Para ti, Jeanne Duval -contestó él, a pesar de las miradas de advertencia de nuestro padre-. Y la próxima vez, Chris, no tiendas la mano hasta que te la ofrezcan, ¿de acuerdo?

Me volví a sentar en la silla, para dejar constancia de mi agresividad. Nigel «la» sentó a su lado en el sofá. Entonces, les ofrecieron a ambos un jerez. Yo miraba las piernas de la chica, pero no les encontré ningún fallo. No saber qué era lo que buscaba no me ayudó en absoluto. Sus medias también le quedaban perfectas, sin agujeros, con la costura en su sitio y, a pesar de que el sofá era muy bajo, como ella estaba inclinada hacia atrás, no había manera de ver nada (de aquello que yo anhelaba y anhelaba rechazar).

Me pasé toda la velada odiando a Ginny (para empezar qué nombre tan estúpido). La odiaba por lo que le estaba haciendo a mi hermano (algo así como ayudarle a crecer); la odiaba por los cambios que provocaría en mi relación con él (como acabar con los pocos juegos de chicos a los que todavía jugábamos); y la odiaba, más que nada, por ser ella misma. Una chica, un ser de una categoría distinta.

La velada estuvo llena de recuerdos humillantes de mi condición de niño. No me pusieron vino para cenar (tampoco me gustaba, pero eso no tiene nada que ver) y mi vaso de naranjada se burlaba de mí de una manera difícil de soportar. Al principio traté de ignorarlo, pero noté que su color se tornaba más chillón y despectivo a medida que transcurría la cena, hasta que, cuando trajeron un flan del mismo color naranja, parecía un anuncio luminoso diciendo I-N-F-A-N-T-I-L, así que me la bebí toda de un solo trago. Todos mis intentos de establecer lazos de adolescente con mi hermano quedaron sin respuesta. Hablé de las vacaciones, de bromas compartidas y, ¡Dios!, incluso de ciencia-ficción, pero todo fue olímpicamente ignorado. El momento culminante llegó cuando me volví hacia Nigel y empecé:

– ¿Recuerdas cuando nosotros… -Pero no llegué a decir más, pues me interrumpió con forzada ternura:

– Me temo que no, chaval.

Tras lo cual la chica, la Ginny esa, se rió bobamente. ¡Dios, qué detestable era! Apenas la miré en toda la noche y puedo asegurar que no escuché nada de lo que dijo. Hasta ese punto la aborrecí. No hacía más que reírse como una tonta con ojos bovinos, dedicar monerías y hacer la pelota a Los De Enfrente, y proferir artificiosos chillidos de placer en relación a la comida. Ya verás cuando se lo cuente a Toni. La íbamos a hacer picadillo.

– Anoche, mi hermano trajo a casa a su nueva adquisición -le solté a Toni como por casualidad, mientras nos bebíamos un vaso de leche en el recreo con nuestra habitual y afectada desaprobación de gourmets (nunca se sabía con seguridad si alguien estaba mirando). Frunció las cejas y parpadeó. Aquí empezaba el examen A.C.T.

– ¿Alma?

– No, carencia absoluta, creo. No más que la mayoría, vamos. Me pareció de lo más frívola.

– ¿Cuitas?

– Bueno, conseguí sonsacarle que su padre había muerto, pero cuando le pregunté si había sido un suicidio todos pretendieron sentirse exageradamente epatados y me hicieron callar. Le estuvo haciendo zalemas a mi madre como una perra en celo que, por supuesto, puede significar que la suya la zurraba mucho de niña.

– Sí, o tan sólo que quería darle jabón.

– De todas formas, ya sabrá lo que es la C.

– ¿Cómo?

– Saliendo con mi hermano.

– ¿Crees que ya se la ha tirado?

– Ella se sentó a su lado en el sofá.

– ¿Marcas de carmín en el cuello? ¿Cabellos en la americana? ¿Intercambio de miradas?

– Todo negativo. No teníamos la tele puesta, por desgracia. Intenté convencerlos de ver Wells Fargo, pero a nadie le apetecía.

Toni y yo habíamos ideado una infalible prueba televisiva. Nadie puede contemplar un beso -al menos un beso prolongado, untuoso y penetrante- sin demostrar, de alguna forma, lo que siente. No era una observación que pudiera hacerse directamente, pero sentándose cerca de la tele para ver los reflejos en la pantalla, por lo general, podías descubrir reacciones bastante torpes: mi hermano cruzaba las piernas, mi madre se ponía a contar puntos de ganchillo afanosamente. Si se quería mejorar el enfoque, había que confiar en ardides más peligrosos, como levantarse repentinamente a buscar un zumo de naranja, o acercarse a la mesa para coger el Telesemana. Luego, volviéndose súbitamente, era posible descubrir la palpitante nostalgia (de mi padre), el turbador hastío (de mi madre), el interés técnico (de Nigel), o la quejumbrosa perplejidad (de Mary). Los invitados, si los había, eran igualmente transparentes, a pesar de la obligada formalidad de las circunstancias.

– ¿Tetas?

La última parte de la tríada. Aquella a la que dedicábamos toda nuestra mundana capacidad de percepción.

– Ni rastro. Si acaso -y estoy siendo generoso- un par de verruguitas.

– Ah.

Toni desarrugó el ceño, satisfecho y aliviado. Después de todo, no se había perdido nada.

12. ¡Duro y abajo!

Toni y yo pasábamos mucho tiempo aburriéndonos juntos. No aburriéndonos el uno al otro, por supuesto (estábamos en esa edad irrecuperable en que los amigos pueden ser odiosos, pesados, desleales, estúpidos o tacaños, pero nunca aburridos). Los adultos eran aburridos, con su racionalidad, su deferencia, su negarse a castigarte tan severamente como sabías que te merecías. Los adultos eran útiles porque eran aburridos: constituían verdadera materia prima, sus reacciones eran predecibles. Podían ser sentimentales y bonachones, o avinagrados y malignos, pero siempre predecibles. Te hacían confiar de antemano en la entereza de carácter.

– ¿Qué te gustaría ser hoy? -nos preguntábamos a menudo Toni y yo.

Esto era una negación directa del estatus de adulto. Los adultos siempre eran ellos mismos. Nosotros, a fuerza de oírlo decir, todavía no habíamos crecido, aún no estábamos formados. Nadie sabía qué «llegaríamos a ser». Podíamos, al menos, intentar unas cuantas demostraciones por nuestra cuenta.

– ¿En qué vas a cuajar?

– ¿En jalea?

– ¿En luz?

– ¿En cadete de Sandhurst?

Todavía no nos habíamos convertido en nada. Ser proteínas era nuestra única forma de consistencia. Todo tenía justificación. Todo era posible.

– ¿En qué podemos convertirnos hoy?

– ¿Por qué no somos hinchas del equipo de rugby?

Era una idea seductora. Siempre estábamos buscando en nuestro interior distintas facetas de la personalidad, y por eso era divertido probar algo que nos resultara del todo ajeno. El director procuraba, continuamente, convencer a los niños para que perdieran su valiosa tarde del sábado yendo a apoyar al equipo de rugby. Especialmente en partidos que se disputaban en campo contrario, cuando la presión de siete u ocho padres del equipo local aullando por el triunfo de los suyos, más la desorientación que suponía el viaje en tren a un terreno desconocido, era más que suficiente para hundir la moral de nuestro inseguro equipo. En esta ocasión, Toni y yo nos dirigimos a presenciar el partido entre nuestro colegio y Merchant Taylors, cuyo campo estaba apenas a diez minutos en bici de Eastwick.

– ¿Cómo vamos a portarnos? -pregunté-. ¿Limpiamente o haciéndonos los listos?

– Vale más no pasarnos de listos por si Telford nos acusa.

– Cierto.

– Limpiamente, pero sin exagerar.

– No te preocupes.

Telford era el animal que dirigía el equipo; un tirano con gabardina de gángster, que conducía la furgoneta Singer Vogue cuando se jugaba lejos, y cuyos incansables alaridos: «¡Los pies, los pieeeees!» cruzarían el campo de juego, endurecido por la escarcha, de un extremo a otro. -Habrá que ponerse lejos de ese acusica.

– Sí. Creo que será mejor que nos portemos con toda lealtad al principio, exagerando el entusiasmo, corriendo de un lado a otro del campo, agitando pañuelos y gritando los resultados por si se les olvidan. Luego, cuando comiencen a perder, continuamos exactamente igual. De este modo, poco a poco, se convertirá en pitorreo, pero el acusica no podrá implicarnos.

Parecía un plan infalible. Nos colocamos en la línea de fondo donde había menos gente y empezamos a aullar y dar vivas, mientras nuestro equipo, incapaz de hacer un placaje, jugaba torpemente, perdía balones, se ponía fuera de juego, pasaba la pelota hacia adelante a unos centímetros de la línea de avance y, al mismo tiempo, empujaba la melé en dirección contraria.

– Mala suerte, muchachos.

¡No los dejéis pasar!

¡Duro y abajo, tíos, duro y abajo!

– ¡Al ataque, al ataque! ¡Adelante, adelante! ¡Pies, pies! ¡Oooooh, mala suerte! ¡Venga, ahora es la vuestra!

– Sólo os ganan por treinta puntos. ¡Ya os desquitaréis en el segundo tiempo!

– ¡A por todas! ¡A muerte!

Este último era el más ruin de todos los gritos. Cada vez que la pelota salía disparada por los aires y una débil tentativa desde el medio campo pretendía querer recogerla al rebote cuando, en realidad, lo que hacía era vigilar con recelo al pelotón de delanteros enemigos que venía avanzando, nos desgañitábamos más. Si el jugador no se lanzaba sobre la pelota era manifiestamente un cobarde. Si la recogía y chutaba al instante, antes de que el enemigo cargara sobre él, seguía siendo manifiestamente un cobarde. Si se lanzaba sobre ella tenía todos los números para que, con las técnicas primitivas de las melés que se aprendían en el colegio, lo dejaran cumplidamente lisiado. Lo mejor de todo era conseguir que se tirara al suelo demasiado pronto, contemplar cómo lo pisoteaban bien y ver cómo el árbitro señalaba falta porque no había soltado la pelota al tirarse.

A medida que transcurría el partido, mientras el viento a favor hacía que todos los pases del equipo del colegio resultaran excesivamente largos, el enemigo duplicó con facilidad su ventaja. Toni y yo pensamos que era una pena no tener a nadie del calibre de Camus o Henri en nuestras filas. Poco a poco nos dimos cuenta de que nuestro equipo empezaba a jugar en el otro lado del campo. Sus puntapiés se dirigían invariablemente donde no debían y lo mismo sucedía con los pases. En un momento dado, durante una de las escasas acciones a ciegas que sucedieron cerca de donde nosotros estábamos, el que sacaba de banda (N.J. Fischer, persona poco cultivada) decidió ignorar una clara oportunidad para chutar, y pateó la pelota desde muy cerca, contra nosotros. El balón pasó entre los dos, a una altura que podría haber sido nuestra perdición, para caer treinta metros más allá. Ni Toni ni yo nos ofrecimos para recoger el balón. Lo que hicimos fue quedarnos allí, a cinco metros de la alineación jadeante, ofreciéndoles contundentes y sesudos consejos.

– ¡A por ellos, muchachos!

– ¡A esta altura para qué vais a chutar!

¡Es el momento de apretar!

– A completar los ochenta minutos. ¡Es la última oportunidad!

– ¡A saco!

– Mala suerte, eh. Pero ahora duro con ellos, ¡duro!

¡Ahora es la vuestra!

¡Duro y abajo, duro y abajo!

¡No les deis respiro! ¡A rematarlos!

Cuando sólo quedaban cinco minutos pensamos sabiamente que ya habíamos visto lo mejor del partido. Tras un «¡Animo!» final nos largamos. Pasarían dos días antes de que viéramos a nadie del equipo.

Mientras volvíamos a casa en bicicleta, la tarde se iba cerrando. Jirones de neblina colgaban, prometedores, de los setos de laurel. A lo largo de Rickmansworth Road, una de cada tres farolas vacilaba y brillaba con renovado ardor. Al pasar bajo cada parche de luz anaranjada, evitábamos mirarnos el uno al otro; ya era bastante desagradable contemplar nuestros dedos marrones sobre el manillar.

– ¿Crees -reflexionó Toni-, crees que habría que llamar a lo de hoy un épat?

– Bueno, eran todos unos cochinos burgueses, de eso podemos estar seguros.

– ¿Pero crees que se dieron cuenta de que nos estábamos pitorreando?

– Me da la impresión de que sí.

– A mí también.

Yo siempre estaba dispuesto a proclamar tantos épats como fuera posible. Toni, por su lado, tendía a ser más escrupuloso.

– Aunque creo que es demasiado presumir pensar que se van a poner a reflexionar sobre lo que intentábamos enseñarles acerca de la ética del deporte.

– ¿Se puede hablar de «épat» cuando la víctima no se entera?

– No lo sé. -Yo tampoco.

Seguimos pedaleando. Ahora, dos de cada tres farolas arrojaban su luz irreal.

– ¿En qué crees que acabarán todos ellos?

– En unos pobres infelices. Serán todos directores de banco, supongo.

– Todos no serán directores de banco.

– No sé, qué quieres que te diga. No hay nada que asegure lo contrario.

– No, tienes razón. -Toni se entusiasmó-. ¡Eh! ¿Qué te parece? ¿Qué te parecería si todos los del colegio, menos nosotros, se hiciesen directores de banco de mayores? ¿No sería estupendo?

Sería magnífico. Sería perfecto.

– ¿Y cómo acabaremos nosotros?

Solía dejar que Toni opinase sobre los temas del futuro.

– Nos veo -contestó- como artistas becados en una colonia nudista.

Eso también sería magnífico. Perfecto.

Continuamos pedaleando hasta Eastwick. Nos quedaban muchos temas pendientes; la venda en los ojos y («Aguas cristalinas. ¿El laberinto de Hampton Court? Ganas de mover los hombros. Un cosquilleo, como si acabases de recibir una transfusión de sangre. Orq. de Cámara de Stuttgart/Münchinger») vamos con Bach.

13. Relaciones entre objetos

Las cosas.

¿De qué forma se rememora más vividamente la adolescencia? ¿Qué es lo primero que se recuerda? Cómo eran los padres; una chica; el primer estremecimiento sexual; el éxito o el fracaso escolar; alguna humillación todavía inconfesada; felicidad; infelicidad; o, quizá, una acción trivial que, por primera vez, revela en qué se convertirá uno más adelante. Yo recuerdo cosas.

Cuando miro hacia atrás siempre me veo sentado sobre la cama al final del día, demasiado somnoliento para ponerme a leer, pero demasiado despierto para apagar la luz y enfrentarme a los tentaculares temores de la noche.

Las paredes de mi cuarto son de color gris ceniza, un color apropiado al Weltanschauunglocal. A la izquierda, la estantería con mis libros de bolsillo, todos ellos (Rimbaud y Baudelaire al alcance de la mano) forrados amorosamente con plástico transparente. Mi nombre está escrito en el extremo superior de la parte interior de todas las portadas, para que el forro, doblado varios centímetros, cubra las decisivas mayúsculas de CHRISTOPHER LLOYD.

Esta estratagema evita que se borre el nombre y, en teoría, el robo.

A continuación, mi mesa. Una alfombrilla de lana tejida; dos cepillos tan repletos de pelos que los tuve que abandonar en favor de un peine; calcetines limpios y una camisa blanca para el día siguiente; un caballero medieval de plástico azul, construido con un juego de piezas que me regaló Nigel unas navidades, dejado a medio pintar; y por último, una cajita de música que hago sonar continuamente, aunque no me guste su espantosa melodía suiza; sólo la pongo en marcha por la forma, fatigosa y difícil, con que suena cuando se termina la cuerda y las barritas percutoras se tensan para golpear el metal.

Una pared gris, con un póster de la versión más gris de la Catedral de Rouen de Monet que siempre se enrolla. Mi tocadiscos Dansette, con unos cuantos discos para los experimentos, a su lado.

A la derecha un armario, que se puede cerrar pero que nunca cierro. En el fondo, se amontonan a propósito papeles, sombreros para las vacaciones, pelotas de playa desinfladas, vaqueros antiguos que ya no me pongo y ficheros de segunda mano, todo amontonado para ocultar un par de cosas de gran valor (un ejemplar de Reveille-un semanario con fotos de mujeres semidesnudas- y una o dos cartas de Toni) que espero no sean descubiertas. También en el armario, las dos americanas del colegio, mis pantalones grises favoritos, mis segundos pantalones grises favoritos, mis terceros pantalones grises favoritos y mis pantalones de jugar al cricket. Cuando cierro la puerta, media docena de perchas metálicas campanillean, recordándome las distintas prendas que no tengo.

A continuación, una silla cubierta por un montón formado con la ropa que me he puesto ese día. Apoyada en la silla, una maleta sobre la cual, de vez en cuando, pego adhesivos mentalmente. Las pegatinas indican distintas generaciones de viajes, las hay mugrientas y hechas jirones. Todas implican l'adieu suprême des mouchoirs. Puedo irme. Me iré. Mientras la maleta no tenga etiquetas todo está por llegar. Un día, yo mismo pegaré las etiquetas de verdad. Todo llegará.

Por último, mi mesita de noche, sobre la cual está el único objeto que procede del extranjero: la lamparilla. Un grueso frasco de vino forrado de mimbre de plástico que un primo andariego nos trajo desde algún lugar de la costa portuguesa, y que me ha tocado a mí pues a mi hermana no le gustaba. Mi reloj de pulsera, que no me gusta porque no tiene segundero. Un libro forrado de plástico.

Objetos con el aroma de todo lo que sentía y esperaba. Y aun así, objetos que sólo a medias había deseado o planeado poseer a medias. Algunos los escogí yo, otros los escogieron por mí, otros recibieron mi aprobación. ¿Es eso tan extraño? ¿Qué otra cosa se es, a esa edad, sino una criatura que en parte desea, en parte consiente y para la que en parte se elige?

Segunda Parte

París (1968)

Moi qui ai connu Rimbaud, je sais qu'il se foutait pas mal si A était rouge ou vert. Il le voyait comme ça, mais c'est tout.

Verlaine a Pierre Louys

– ¿Así que viviste en París durante un tiempo?

– Sí.

– ¿Cuándo fue eso?

En realidad no miento nunca, aunque durante un tiempo intenté hacerlo para evitar las preguntas subsiguientes. Para empezar, nunca mencionaba el mes de mayo. Lo máximo que llegaba a decir era «a principios de verano».

– En mil novecientos… -fruncía el ceño para evidenciar mi mala memoria y abría la boca como un pez explorando la superficie del agua-… debió de ser hacia el sesenta y ocho.

Lo del año cada vez impresiona menos y ya no creo estarle tomando el pelo a la gente cuando confundo las fechas.

– Oh, al final de los sesenta. Sesenta y siete, sesenta y ocho, por ahí.

Durante unos años, sin embargo, tenía que salir al paso de diversas réplicas.

– Ah, sí, cuando aquellas terribles… -empezaban los amigos de mis padres, imaginándome en una barricada y llenándome los bolsillos de piedras.

– ¿Viste algo de… -solían reaccionar, con esas medias tintas como si estuviéramos hablando de alguna película o de amigos comunes.

Y estaban, en tercer lugar, los que daban un giro indiferente a la conversación; esos eran los que más incómodo me hacían sentir.

– Ah -(un movimiento en la silla, un golpecito en la pipa o cualquier otro gesto social conciliador)-, «les événements».

No habría sido tan grave si hubiera sido una pregunta. Pero siempre era un planteo. Se producía entonces la correspondiente pausa reflexiva sólo turbada, por decirlo de alguna manera, por el crujido de una chaqueta de cuero recién comprada. Y si caía en el error de no romper el silencio, me concedían otra oportunidad (dignándose a asumir que padecía neurosis de guerra).

– Conocí a un individuo que estuvo allí en esa época…

O bien:

– Lo que nunca he tenido muy claro es…

O bien:

– Pero, vaya, que…

La cuestión es… pues, que yo estuve allí todo el mes de mayo, entre el incendio de la Bolsa, la ocupación del Odeón, el encierro de Billancourt, el rumor de los tanques que de noche volvían rugiendo desde Alemania. Pero lo cierto es que no vi nada. Honestamente, ni siquiera puedo recordar una columnita de humo en el cielo. ¿Dónde pusieron todas sus pintadas? Desde luego, no donde yo vivía. Tampoco puedo recordar los titulares de los periódicos de la época. Supongo que los diarios continuaron publicándose como siempre; de lo contrario, me acordaría. Luis XVI (si me perdonáis la comparación) salió de caza el día de la toma de la Bastilla, volvió y esa tarde escribió en su diario la palabra «Rien». Yo volví a casa y durante semanas enteras escribí: «Annick». No sólo eso, por supuesto: después de su nombre escribía largos párrafos de goce desaforado, irónica autocomplacencia y fingido abatimiento. ¿Cabían en este diario palpitante y alborozado «nítidas viñetas describiendo la lucha» o pesadas reflexiones políticas? No he conservado el diario, pero no creo que cupiesen.

Recientemente, Toni me enseñó una carta que le escribí desde París y que contenía un raro comentario sobre la crisis. Por lo visto explicaba los desórdenes diciendo que los estudiantes eran demasiado estúpidos para entender lo que les explicaban en clase, se frustraban mentalmente y, a falta de posibilidades para hacer deporte, se dedicaban a luchar contra la policía antidisturbios. «Tendrías que ver una fotografía extraordinaria», le escribía, «de un grupo de policías cargando contra un estudiante y lanzándolo al río. El estudiante se está volviendo hacia la cámara. La foto tiene un aire a lo Lartigue. Al menos, hizo un poco de ejercicio. Mens sana in corpore sano».

Cuando cree que me vuelvo autocomplaciente, cosa que sucede a menudo, Toni me recuerda todavía frases de esa carta. Se ve que el estudiante en cuestión se ahogó -o al menos eso dijeron algunos-, pero, aunque fuese verdad, yo entonces no estaba como para enterarme de esas cosas ¿no es así? Toni, con bastante razón, es ligeramente mordaz en lo que se refiere a la totalidad de mis experiencias parisinas.

– Joder, es decididamente típico. La única vez en tu vida que has estado a tiempo en el lugar preciso y ¿qué haces? Te encierras en un ático para meterle mano a una chavala. Casi me convence de que existe un orden cósmico, tan coherente es. Supongo que durante aquella escaramuza que hubo entre mil novecientos catorce y mil novecientos dieciocho habrías estado reparando la bicicleta. O examinándote de la reválida durante lo de Suez. (Lo digo casi en serio). ¿Y qué hacías durante las guerras troyanas?

– Estaba en el lavabo.

1. Karezza

A los veintiuno, solía decir que creía en la postergación del placer. En general, no me entendían. La palabra era postergación y no rechazo, represión, abandono ni ninguno de los otros términos en que aquello se traducía automáticamente. Ahora ya no estoy tan seguro, aunque sí creo en la equilibrada y delicada entrada del individuo en la experiencia. No es preceptivo, pero sí de sentido común. ¿Cuántos chicos de veintiún años, se consumen hoy conscientemente o, lo que es peor, les parece «chic» el hecho de creérselo? ¿Acaso toda la estructura de la experiencia no está construida a base de contrastes?

Lo que quiero decir es que cuando llegué a París, con casi dos décadas de educación a mis espaldas, más una embelesada lectura de los clásicos de la pasión – Racine, Marivaux, Lacios eran guías absolutamente fiables para mí-, yo era todavía virgen. Por favor, no hay que deducir inmediatamente todas esas conclusiones (puritanismo que acecha tras una apariencia de sabiduría mundana; miedo al sexo disfrazado de austeridad; celos camuflados de los chicos de hoy) porque ya las conozco. El hecho de que los actuales adolescentes vayan por ahí follando antes de que les hayan descendido por completo los testículos, no me preocupa en absoluto. De verdad que no. Por lo menos, no demasiado.

– Quizá no te gusta el sexo -me diría Toni, después de que lo que llamábamos el Objetivo Común lo llevara a unirse a la Gran Tradición-. Ya es hora de que lo reconsideres, muchacho.

– Sé que me gusta. Por eso puedo privarme de él.

Me gustaba este argumento.

– No puedes decir que sabes que te gusta. Quieres decir que crees que te gustaría.

– De acuerdo -si él quería decirlo así-. En todo caso, De Rougemont dice que la pasión florece con los obstáculos.

– Eso no quiere decir que tengas que ponértelos tú mismo. Un artista del Hazlo Tú Mismo. ¿Por qué no quieres meterte y echar raíces? La polla en la olla. No sé, yo quiero echar raíces con todas.

Toni soltó unos cuantos gruñidos nasales y retumbantes como los de un cerdo.

– No puedo pensar en una mujer con quien no quiera follar. Piensa en todos esos conejitos por ahí sueltos, Chris. Todos esos recovecos húmedos. Tú no eres precisamente un mariquita. Aunque también es verdad que no pareces tener la tremenda urgencia que a mí me domina. -(Tengo que admitir que Toni parecía mayor que yo y estaba más ávido)-. Pero creo que la mayoría de las mujeres, si les das la oportunidad, se lanzarían sobre ti como un enjambre. Bueno, descuenta a las que tienen más de setenta, no, de cincuenta, y a las de menos de quince; a las monjas; a las que tienen prejuicios religiosos; a la mayoría de las recién casadas, aunque no todas; a unos cuantos millones que padecen mala nutrición, a quienes probablemente no querrías ni rozar; a tu madre, tu hermana, no, pensándolo mejor, la dejamos en un nunca se sabe; a tu abuela, más a June Ritchie y cualquiera que esté saliendo conmigo en ese momento… ¿y qué es lo que te queda? Cientos de millones de mujeres, de las cuales no todas van a negarse a descapullarte de una vez por todas. ¿Francesas, italianas, suecas -(ladeó la ceja)-, americanas, persas…? -(torció la cabeza) -. ¿Japonesas: el inescrutable yoni? ¿Malayas? ¿Criollas? ¿Esquimales? ¿Birmanas? -impaciente encogimiento de hombros-. ¿Pielrrojas? ¿Letonas? ¿Irlandesas? -luego, ya de mal humor-, ¿zulúes?

Se detuvo, como un tendero que ha desplegado ante ti sus mejores mercancías y sabe que con un poco de dedicación, encontrarás lo que buscas.

– No me imaginaba que te hicieras pajas sobre un mapamundi.

– Licenciado por el National Geographic.

– Bueno, ¿quién no?

– Pero tú también podrías serlo ya. -(Toni, como un eficiente controlador aéreo, estaba siempre al tanto de lo que llamaba mis «casi perdidas») [1] -. ¿Te acuerdas de la enfermera que te dijo que si eras bueno la próxima vez te daría bombones?

– Sí.

– ¿Y de aquella chica que no era ni judía ni católica y había visto películas X?

– Sí.

– ¿Y qué pasó con aquella mujer? Cuando trabajaste en correos unas navidades

– Podría haber perdido la prima.

– De eso se trata, tío, de no hacer el primo. Y Oxidada, joder con Oxidada…

Oxidada se llamaba en realidad Janet, pero Toni le puso un apodo más intencionado debido, creo, a su tendencia a americanizar el sexo; aunque oficialmente decía que si yo no me decidía a abalanzarme sobre ella (como él, y no yo, hubiera hecho), acabaría oxidándose

Al terminar el colegio, pasé un par de meses tonteando con Oxidada. Era la hija de un vecino abogado y cumplía todos nuestros requisitos A.C.T. (Aunque en su caso era más bien T.C.A. Tenía unas tetas enormes y era infeliz. Toni deducía, con lógica irrefutable, que era desdichada porque, tan pronto como sus tetas fueron más grandes que las de su madre, sus padres se lo habían hecho pasar muy mal. Así pues, había tenido sus Cuitas y, si se han tenido Cuitas, es imposible no tener Alma.) Janet y yo solíamos tirarnos por ahí al sol. Casi diría que para mí era un placer (aunque en el fondo sospechara que era un placer que siempre me resultaría ajeno. Mi alma, aterida, necesita interiores; lo mismo que un tallo de rubiarbo crece mejor en la caperuza invertida de una chimenea). Salíamos de paseo y nos reíamos de los jugadores de golf; intentábamos aprender a fumar; pensábamos en el Futuro con mayúscula. Le expliqué que yo pertenecía a la Generación de los Jóvenes Airados, y ella me preguntó si eso significaba que yo no pensaba buscar empleo. Le contesté que no lo sabía con certeza; no se podía predecir por dónde iba a estallar la Ira. Ella dijo que lo entendía.

Janet/Oxidada fue la primera chica con la que intercambié besos de una duración respetable. Es decir, la primera, con la que me di cuenta de que se podía respirar sólo por la nariz. Inicialmente, era como estar en el dentista: te pasabas el rato esperando que tu único y operativo conducto de aire no se atascase antes de levantarte de la butaca. Con todo, gradualmente, fui cogiendo confianza en mí mismo. Después se pareció más a bucear con tubo y gafas submarinas.

Yo buceaba muchísimo con Janet. Fue casi el amor de parte de mi vida.

– Fue casi el amor de parte de mi vida.

– Eso dijiste.

– ¿Suena bien todavía?

– Sí, está bien. Irónico, aunque algo frío; pero supongo que estaba más o menos bien. Entonces, ¿por qué no le metiste un buen gol a la pobre Oxidada?

– ¿Por qué todas tus metáforas son deportivas? Meter un gol, hacer diana, canasta, dejar K.O. ¿Por qué haces que suene tan competitivo?

– Porque lo es, lo es. Y si no vas con cuidado te vas a quedar atrás. Oxidada, lo digo en serio, Oxidada…

Puso una cara como de morirse de ganas de hacerlo y movió las manos en círculos como un cantante negro de los años veinte.

– ¿Te gustaba?

– ¿Gustarme? Si no hubiese sido por ti… le habría metido cinco golazos, tres jaques mate, dos estocadas, ocho fuera de juegos y batido el récord de maratón mientras tú seguías dándole vueltas al asunto.

– Salto de pértiga.

– Lanzamiento de jabalina.

– Tiro al hoyo.

Simuló hacer malabarismos con dos tetas gigantescas en sus palmas extendidas.

– Triple salto.

– ¿Y por qué no, Chris?

– Porque puedas no quiere decir que tengas que hacerlo.

– Si puedes, y quieres, entonces debes.

– Si lo haces tan sólo porque debes, entonces, realmente, no quieres.

– Si puedes y quieres y no lo haces, eres maricón.

– Era el hombre que había en Oxidada lo que yo amaba.

Oxidada/Janet y yo pasamos bastante tiempo sin desvestirnos el uno al otro. En parte por falta de oportunidades, aunque -como yo me decía a mí mismo constantemente- los ingeniosos y los desesperados siempre encuentran alguna mata con césped, algún asiento reclinable o algún portal poco seguro iluminado por los coches al pasar. Pero entonces, supongo, no estábamos desesperados, y nuestra mayor ingeniosidad consistía en hacer creer a nuestros padres que en realidad no nos importaba si nos dejaban solos o no. De esa forma, nos dejaban solos más a menudo.

A veces, sin embargo, nos abandonábamos a una traviesa, parcial, a medias gozosa búsqueda mutua. Poníamos al desnudo una pequeña parte del cuerpo del otro: la curva de un pecho, una franja de estómago, un hombro, un muslo. Después de las pocas veces en que nos desvestimos totalmente, nos quedaba siempre cierta sensación de decepción. Pero tal como comprendí más adelante, no se trataba del sentimiento de frustración por no haber hecho el amor. Era un sentimiento más vago: el de la insatisfacción del logro más que la del fracaso. Me preguntaba si el placer de luchar por algo no excedía el placer del logro, de la victoria, del orgasmo. Quizá el colmo de la satisfacción sexual era, entonces, la técnica hindú del karezza. Es, solía decirle a Toni desde el santuario de mi virginidad, sólo nuestra competitiva y desafiante sociedad la que nos dirige escandalosamente a alcanzar la meta.

2. Demandez nuts

Todavía no sé la importancia de todo lo que sigue.

París. 1968. Annick. Un precioso nombre bretón, ¿verdad? A propósito, se pronuncia con acento en la i, así que rima con pique[2], lo cual no es muy apropiado, al menos para empezar.

Fui a París en busca de documentación para la tesis que había comenzado, a fin de poder conseguir una beca e irme a París. Un orden de prioridades completamente normal entre los recién licenciados. Entonces, el afán de vagabundeo -con provecho o sin él- llevaba a mis amigos a la mayoría de las capitales europeas, tras haber manifestado un interés desorbitado por materias que sólo podían ser investigadas a fondo donde daba la casualidad que estaban los documentos pertinentes. En mi caso, se trataba de «La importancia e influencia de los estilos de representación británicos en el teatro de París desde 1789 a 1850». Siempre había que colar, al menos, una fecha importante (1789, 1848, 1914) en el título, porque así el tema parece más importante, y satisface la creencia general de que todo cambia con el estallido de una guerra. La verdad, como descubrí en seguida, es que las cosas cambian: por eso, inmediatamente después de 1789, los estilos teatrales británicos tuvieron muy poca importancia e influencia en los teatros parisinos, por la simple razón de que ningún profesional británico en su sano juicio hubiese arriesgado la piel para trabajar allí durante la Revolución. Supongo que hubiera debido imaginármelo. Pero a decir verdad, lo único que sabía sobre actores británicos en Francia cuando me inventé el tema de la tesis, se reducía a que Berlioz se enamoró de Harriet Smithson en 1827. Encima, según averigüé más tarde, ella era irlandesa. Pero yo sólo pedía dinero para vivir seis meses en París y los que manejaban el dinero no eran tan remilgados.

– Can-can, frou-frou, vin blanc, lencería francesa -fue el comentario de Toni cuando le dije que me iba a París.

El se iba a Marruecos para «desanglificarse», y ya se estaba tragando sin parar metros y metros de cintas de torturantes silbidos y gruñidos aberrantes.

– Kif. Hachís. Lawrence de Arabia. Dátiles -le dije yo, no sin advertir que no había conseguido dar el matiz correcto.

En realidad la cosa no era así. Ya había estado muchas veces en París antes de 1968, y no iba con ninguna de las ingenuas expectativas que Toni tanto se complacía en adjudicarme. Había agotado ya su faceta Paree [3] antes de los veinte años: los libros de bolsillo de tapas verdes de la Olympia Press, las pérdidas de tiempo en las terrazas de los cafés de los bulevares, los empujones entre tangas de cuero y bolsas en una parodia de antro de Montparnasse. Cuando era estudiante había agotado la ciudad-como-parte-de-la-historia, husmeando celebridades en Père Lachaise para volver a casa exultante después de hacer un descubrimiento inesperado: las catacumbas de Denfer-Rocherau, donde la historia post-revolucionaria y la melancolía personal pueden combinarse armoniosamente mientras se divaga entre bóvedas y zarandeados esqueletos, clasificados por huesos y no por cuerpos: pulcras hileras de fémures y sólidos cubos de cráneos aparecían repentinamente bajo la luz temblequeante de la vela. Por aquella época ya había incluso dejado de despreciar a mis exhaustos compatriotas, apiñados en los cafés de los aledaños de la Gare du Nord, levantando los dedos para indicar el número de Pernods que querían.

Escogí París porque era un lugar familiar donde podía, si quería, vivir solo. Conocía la ciudad; hablaba el idioma. No me preocupaban ni la comida ni el clima. París era demasiado grande como para verme amenazado por la hospitalidad de una colonia de emigrados ingleses. Tendría pocos estorbos para concentrarme en mí mismo.

Por mediación del amigo de un amigo, me prestaron un piso en Buttes-Chaumont (la ruidosa línea de metro 7-bis: Bolívar, Buttes-Chaumont, Botzaris). Era un estudio espacioso pero un poco decrépito, con un suelo de madera que crujía a cada paso y, en un rincón una máquina tragaperras, que funcionaba con una provisión de francos antiguos amontonados encima de un estante. En la cocina había un anaquel lleno de botellas de calvados casero que podía beberme, siempre y cuando repusiera cada botella con una de whisky (perdí dinero con el trato pero gané en color local).

Me instalé con mis pocas posesiones, le hice un poco la pelota a la portera, Mme. Huet, metida en su cuchitril lleno de plantas, gatos diarreicos y números atrasados de France Dimanche (me mantenía informado sobre cada nouvelle intervention chirurgicale à Windsor), me hice socio de la Bibliothèque Nationale (que no estaba demasiado cerca) y comencé a considerarme, por fin, un ser autónomo. El colegio, la familia, la universidad, los amigos… Cada uno, a su manera, brindaban un consenso de valores, ambiciones, formas aceptadas de fracaso. Se aceptaban pequeñeces, se reaccionaba contra pequeñeces, se reaccionaba contra la reacción ante las pequeñeces, y ese movimiento constante y pendular del proceso daba la ilusión de avanzar. Por fin tendría la oportunidad de aclarar las cosas. Me tomaría un respiro y las aclararía de verdad.

Quizá no de golpe. Llegar, sentarse y empezar, metódicamente, a replantearse la vida: ¿no sería eso lo mismo que sucumbir a una forma de pensar programada y burocrática que con tanto atrevimiento había desdeñado heroicamente? Así pues, durante las primeras semanas vagabundeé, sin preocupaciones ni remordimientos. Me tragué todo el ciclo de Howard Hawks, que siempre se ofrece en algún cine de París. Me senté, adrede, en algunos de los jardines y plazas menos célebres. Redescubrí esa sonrisa que se escapa al viajar en el metro en primera clase con un billete de segunda. Miré distraídamente un puñado de reportajes sobre las representaciones del Cato de Addison, durante la época de la Revolución (la obra era una de las favoritas de Marat). Hojeé algunos folletos de cómo llevar una Vida Artística en París. Pasé largos ratos en la librería Shakespeare & Company. Leí las memorias póstumas de Hemingway en París, que se rumoreaba habían sido escritas por su mujer («No hay duda, están tan mal escritas que deben de ser auténticas», me aseguró Toni).

Hice unos cuantos dibujos, bastante buenos, de acuerdo a lo que llamaba Principio Fortuito. La teoría era que todo es intrínsecamente interesante, que el arte no debería concentrarse únicamente en los temas más elevados (sé que antes algunas personas ya habían tomado ese camino). Así que se lleva encima la libreta de bocetos a todos lados, deteniéndose no por el interés oficial y heredado de lo que se ve, sino según un factor aleatorio que se decide ese mismo día, como recibir un empujón en la calle, ver dos bicicletas circulando a la misma altura u oler a café. Entonces, se queda uno clavado, mirando en dirección a donde se dirigía, y examina la primera cosa que aparece ante los ojos. Tenía ciertos resabios de la vieja teoría que Toni y yo llamamos el Callejeo Provechoso.

También pergeñé algún escrito. Afición por la que sentía un entusiasmo moderado. Ejercicios de memoria. Por ejemplo, describir al carnicero que vendía carne de caballo y de quien yo era cliente semanal (siempre -reconozco que a propósito- los viernes), pero a quien no miré nunca, de verdad, hasta que intenté describirlo y me di cuenta de cuántas cosas era incapaz de recordar. Otro ejercicio consistía en sentarme junto a la ventana y escribir simplemente lo que veía. Al día siguiente, comprobaba la selectividad de mi visión. Luego, unos cuantos ejercicios estilísticos, inspirados en Queneau, para aflojar la mano. Y montones de cartas, algunas (a mis padres) contando lo que no hacía, y las más largas, con frases más tajantes a Toni, contando lo que hacía.

Era una existencia muy agradable. Naturalmente, Toni (que sólo había aguantado tres semanas en África y ahora empezaba a trabajar dando clases a mayores de veinticinco años) me escribía para reprenderme por la irrealidad económica de esta existencia. Yo argumentaba en mis respuestas que la felicidad dependía necesariamente de la irrealidad de un aspecto de tu vida: que en un campo concreto (emocional, financiero, profesional) uno debía vivir más allá de sus posibilidades. ¿Acaso Toni y yo no lo habíamos dejado asentado así cuando íbamos al colegio?

El caballo apropiado

tu banca habrá reformado,

si no hay dinero contado

acabarás divorciado

Y entonces, cuando ya llevaba un mes en París, conocí a Annick. ¿No habría tenido esto que añadir mayor irrealidad, una vida más allá de todas las posibilidades, más felicidad? ¿Pero fue así? ¿Cómo era esa vieja regla matemática que aprendimos en el colegio? ¿Más y más da menos?

La conocí, siempre sonrío al recordarlo, como resultado de una de mis escasas visitas a la Bibliothèque Nationale. Llevaba casi una hora allí, hojeando unas cartas tempranas de Víctor Hugo para averiguar si tenía algo que decir sobre actores ingleses que estuvieran actuando cuando él trabajaba en el Cromwell (si alguien le interesa saberlo, decía y no decía… apenas un par de frases casuales). Agotado por el espectáculo de la masa de eruditos en acción, me largué pronto en pos de un vin blanc cassis que servían en un bar de la Rue de Richelieu y que, de ordinario, se disputaba mi asiduidad con la biblioteca. No era inapropiado: la atmósfera me recordaba muchísimo a la de la Bib. Nat. La misma atención, soporífera y sistemática para lo que se tenía delante; el apacible crujido de las hojas de periódico en vez del de las páginas del libro: los filosóficos asentimientos de cabeza; los dormilones profesionales. Sólo la cafetera mecánica, rugiendo como una máquina de vapor, insistía en recordarte dónde estabas.

Recorrí con la mirada los reconfortantes estereotipos visuales del lugar: en un marco, la ley contra la embriaguez pública; la barra de acero inoxidable; la carta que ofrecía la austera elección entre sandwichy croque; la pared de los espejos deformantes; el árbol asesinado convertido en sombrerero oculto detrás de la puerta; las polvorientas flores de plástico encima de una repisa alta. Esta vez, empero, mi vista tropezó de pronto con:

– ¡Mountolive!

Allí estaba, sobre la silla de mimbre de plástico de la mesa de al lado. La edición de Livre de Poche, con el punto lo bastante adelantado como para indicar, por lo menos, tenacidad y, probablemente, entusiasmo.

Ella se volvió al oírme. Yo pensé inmediatamente: «Dios, esto no lo hago con frecuencia», y mis ojos se desenfocaron, como si se disociaran por sí solos de mi voz. Tenía que decir algo.

– ¿Estás leyendo Mountolive? -logré exclamar en el patois local, y, el esfuerzo de esta modesta actividad mental, persuadió a mi vista para que volviera a su estado normal. Ella era…

– Como puedes ver.

(Rápido, rápido, piensa algo.)

– ¿Has leído los otros?

Era más bien morena y…

– He leído los dos primeros. Naturalmente aún no he leído Clea.

Claro que no, qué pregunta más estúpida. Su piel era algo amarillenta, pero sin tacha; por supuesto esto es normal, sólo las pieles muy pálidas…

– Oh, naturalmente. ¿Te gusta?

¿Por qué seguía preguntando estupideces tan obvias? Claro que le gustaba. Si no, no se hubiera leído dos libros y medio. Por qué no le explicaba que yo lo había leído, que adoraba El Cuarteto de Alejandría, que leía todo lo de Durrell que caía en mis manos, que incluso conocía a alguien que escribía poemas al estilo de Pursewarden.

– Sí, mucho, aunque no entiendo por qué el estilo de este es mucho más simple y convencional que el de los otros dos.

Iba vestida de gris y negro, aunque eso no la desfavorecía en absoluto, no, era elegante, los colores no se destacaban tanto como el conjunto…

– Estoy de acuerdo. Quiero decir que yo tampoco lo sé. Si quieres otro café, me llamo Christopher Lloyd.

¿Qué dirá? ¿Lleva anillo de compromiso? ¿Importa si dice que no? ¿Merci quiere decir sí gracias o no gracias? Mierda, no me acuerdo.

– Sí.

Ah. Un respiro, por fin. Un minuto o dos en la barra. No, no corras, Gaspard, o como te llames, sirve antes a todos los demás. Eh, seguro que hay un montón de gente en la terraza que necesita ser atendida antes que yo. No, la verdad, pensándolo bien, es mejor que me sirvas ahora, ella podría creer que soy de esas personas tan educadas que nunca consiguen una copa en los intermedios del teatro. Pero qué tomar, mejor que no pida lo mismo, son sólo las cinco y media. No puedo pasarme a licores más fuertes o va a pensar que soy un clocharden potencia, qué tal una cerveza, la verdad no me apetece, oh, bien, espero no parecer demasiado servil:

– Deux express, s'il vous plaît.

Mientras volvía con los cafés, me concentré en tratar de no derramarlos. A la vez, me concentré en no parecer concentrado. De acuerdo, ella estaba de espaldas a la barra, pero podía haber un espejo disimulado a su alcance; y, en cualquier caso, hay que tener estilo desde el principio: distante sin ser burgués, despreocupado pero sin pasarse. Uno de los cafés se derramó. Rápido, qué hago: ¿se lo doy a ella en nombre de la igualdad de sexos y veo cómo se lo toma, o me lo quedo yo en nombre de la caballerosidad y me arriesgo a que todo se venga abajo? Inmerso en estos malabarismos mentales me las arreglé para derramar el otro café.

– Perdón, estaban demasiado llenos.

– Es igual.

– ¿Azúcar?

– No, gracias. ¿No tomas lo mismo que antes?

– Hum, no. No quería que pensaras que soy un clo-clo.

Ella sonrió. Hasta yo sonreí. No hay nada como el argot para limar asperezas iniciales. Demuestra: (a) sentido del humor, (b) vivo interés por la adecuada jerga extranjera, (c) conocimiento de que una intimidad verbal amistosa puede lograrse con un inglés y que no va a ser necesario hablar con palabras altisonantes el resto del tiempo, sobre las Características Nacionales y le chapeau melon.

Charlamos, sonreímos, nos bebimos el café, lo pasamos medianamente bien juntos e hicimos algunos tanteos. Sugerí lo interesante que sería echarle una mirada a la traducción del Cuarteto para demostrar mi sutileza. Me preguntó cuánto tiempo me llevaría mi investigación en París y yo pensé «todavía no estamos casados, querida». Preguntas que no significan nada o significan mucho más de lo que parece. Estaba demasiado nervioso para saber si me gustaba de verdad o no; el aplomo y el nerviosismo se sucedían alternativamente, sin seguir un esquema racional. Por ejemplo, fue una chapucería preguntarle cómo se llamaba: la pregunta salió disparada, como si escupiese un trozo de comida, en un momento de la conversación que exigía una pregunta sobre la reputación de Graham Greene en Francia. En cambio el cuándo-podemos-volver-a-vernos me salió bastante bien, para decirlo con honestidad, evité tanto ser hauteurcomo, lo más probable y peligroso, rebajarme a mí mismo.

Conocí a Annick un martes, y quedamos en vernos en el mismo bar el viernes siguiente. Si ella no estaba allí (había algún problema que tenía que ver con un primo o una prima suyos; ¿por qué siempre tienen primos los franceses? Los ingleses no tienen tantos), yo le telefonearía al número que me había dado. Consideré no presentarme a la cita pero decidí finalmente que hablara el corazón, y me presenté como si tal cosa. Después de todo me había pasado tres días preguntándome cómo sería eso de estar casado con ella.

Lo cierto es que había pensado tanto en Annick que no podía recordar su rostro. Fue como ir poniendo capa tras capa de papier maché sobre un objeto y ver, gradualmente, cómo desaparece la forma original. Sólo faltaba que no fuera capaz de reconocer a la mujer con quien llevaba tres días casado. Un estudiante amigo mío, que compartía fantasías y nervios similares, ideó una vez un buen truco para superar esta dificultad: tenía unas gafas expresamente rotas para jugar con ellas, con mucha ostentación, mientras esperaba a la chica. Siempre funcionaba, decía él; y además, cuando más tarde confesaba la estratagema, lograba indefectiblemente una afectuosa reacción por parte de la chica. No hay que admitirlo demasiado pronto, por supuesto. Uno no debe comportarse, me dijo, con debilidad e incompetencia, siempre hay momentos mucho más seguros después, cuando necesitas mostrar dicha debilidad como una característica muy humana.

Sin embargo, como tenía la vista perfecta, no me era demasiado fácil utilizar este truco. Tenía que llegar allí temprano y recurrir a la pretensión de estar-absolutamente-absorto-en-el-libro. El día de nuestra cita, por la tarde, temblaba, dos de mis mejores uñas estaban hechas polvo y mi vejiga se había estado llenando todo el día con la misma velocidad que la cisterna de un wáter. Mi pelo estaba bien; tras muchas deliberaciones, decidí lo que me iba a poner; me cambié los calzoncillos (otra vez) después de una reinspección de última hora, y escogí el libro con el cual quería que me descubriera: los Contes Cruels de Villiers de l'Isle-Adam. Ya lo había leído, de modo que estaría bien preparado en caso de que resultara que ella también.

Todo esto puede sonar cínico y calculador, pero no me haría justicia. Se debía, como me gustaba pensar (quizá todavía lo pienso), al normal deseo de agradar. Era más una cuestión de cómo imaginaba que a ella le gustaría que yo apareciese, que de cómo me gustaría a mí aparecer ante ella.

– ¡Salut!

Di un respingo y aparté a Villiers. La sacudida y la emoción hicieron que mis ojos perdieran el enfoque. Eso solucionó el problema de reconocerla o no.

– ¡Oh, hum, salut!

Comencé a levantarme cuando ella empezaba a sentarse. Ambos nos quedamos inmovilizados, nos reímos y acabamos por sentarnos. De manera que ella era así. Sí, un poco más delgada de lo que recordaba y (cuando se quitó el impermeable) hum, sí, em, muy bien, no eran enormes pero eran… bueno, ¿reales? Sólo quedaban Alma y Cuitas. Tenía el pelo castaño oscuro, con raya al centro y le llegaba liso hasta los hombros, donde se curvaba hacia arriba. Los ojos eran bonitos, marrones y, supongo, de tamaño y forma normales, pero muy vivos. La nariz funcional. Gesticulaba muchísimo mientras hablábamos. Creo que lo que más me gustaba de ella eran las partes que se movían, sus manos, sus ojos. Cuando hablaba la mirabas tanto como la escuchabas.

Charlamos de las cosas más obvias: mi tesis, su trabajo en un archivo fotográfico, Durrell, cine, París. Es lo que se hace normalmente, a pesar de esas fantasías sobre lazos instantáneos de las mentes, el descubrimiento gozoso de asunciones compartidas. Estábamos de acuerdo en la ma¬yoría de las cosas; teníamos que estarlo, dada mi ansia co¬barde de quedar bien. No quiero decir que asintiera a todo lo que Annick decía; por ejemplo, no dejé de demostrar cierto desacuerdo con el sentido de humor de Bergman (sosteniendo gallardamente que carecía de él). Pero había decoro natural en nuestras investigaciones; lo único im¬portante que asumíamos ambos es que no íbamos a dis¬gustarnos el uno al otro.Después de un par de copas, se nos ocurrió ir al cine. En última instancia no se puede estar hablando eternamente y lo mejor es ofrecer, lo antes posible, una pequeña experiencia compartida. Nos decidimos pronto por la última de Bresson, Au Hasard, Balthazar. Con Bresson sabe uno dónde está (o al menos dónde se supone que está). Asperas, con una mentalidad independiente y rodadas en un blanco y negro intelectual; eso era lo que se decía de sus películas.

El cine estaba cerca, era de los que hacían descuento a los estudiantes incluso en la sesión de noche y había bastante gente con aspecto enrollado mirando los fotogramas que había afuera. Pasaron la habitual tanda de nefastos y grotescos comerciales, representando animales de especies imposibles de identificar. Durante mi anuncio favorito, el de la matrona que exige con voz estridente Demandez Nuts, me vi obligado a ahogar mi acostumbrada, despectiva, afectada y anglosajona risita. Ponderé la posibilidad de comparar los anuncios franceses con los ingleses, pero no di con una frase redonda, de modo que no me molesté en esperarla. Esa era otra de las ventajas que suponía ir al cine.

Al salir, dejé pasar el minuto de costumbre para superar la primera reacción de demasiado-impresionados-para-hablar, y luego:

– ¿Qué te ha parecido? -(Es lo primero que se dice).

– Muy triste. Y muy auténtica. La mar de…

– ¿Integra?

– Sí, eso es, íntegra. Honesta. Pero también con una gran dosis de humor. Un humor triste.

La integridad no puede fallar. Es una cosa digna de admiración. Bresson era tan íntegro que en una ocasión, cuando intentaba filmar el silencio de cierto bosque lúgubre, mandó por delante hombres armados con escopetas para matar a los pájaros, cuyo regocijo desentonaba en ese escenario. Le conté la anécdota a Annick y estuvimos de acuerdo en no saber cómo juzgarla. ¿Lo hizo porque pensó que era imposible simular un bosque sin pájaros con una cinta virgen por banda sonora? ¿O por un profundo y puritano sentido de la honestidad?

– Quizá no le gustan los pájaros -dije en plan de chiste, después de repetirme la frase mentalmente para poder soltarla como si tal cosa.

En este punto de una relación, cada risa vale el doble, cada sonrisa es una razón para felicitarse uno mismo.

Flaneamos (en el más amplio sentido del término) hasta un bar, nos tomamos un par de copas rápidas y la acompañé a la parada del autobús. Charlamos bastante rato y, durante los permitidos instantes de silencio, estuve dándole vueltas a cuestiones de etiqueta. Conseguimos traspasar la barrera del vous/tu casi sin notarlo, aunque era más una asunción de las convenciones entre estudiantes que otra cosa. Pero -me preguntaba- ¿y el primer beso? Y en todo caso, ¿podía llegar tan pronto? No tenía ni idea de las costumbres francesas, aunque sabía que no debía hacer preguntas: baiser, después de todo, también significa follar. Estaba totalmente despistado respecto a lo permitido o esperado. Toni y yo solíamos recitar:

Un beso a la vez primera,

puede ser tu perdición.

Un beso a la segunda,

no hay miedo de que no te cunda.

¡Pero un beso a la tercera…

sólo un subnormal espera!

Pero esto lo escribimos con la suficiencia que da la inexperiencia y, de todos modos, no debía tener validez más allá de nuestro país. Más tarde, me atuve, como es natural, a las costumbres locales. Aprovechar la asiduidad del apretón de manos. Dale tu manaza, aprieta la de ella más tiempo del necesario y entonces, con lentitud pero con una fuerza sensual irresistible, atráela gradualmente hacia ti, mirándola a los ojos como si te acabasen de regalar la primera edición secuestrada de Madame Bovary. Buena idea.

Llegó su autobús y adelanté una mano indecisa. Ella la asió con rapidez, me rozó la mejilla con los labios antes de que pudiese reaccionar, se liberó de mi flojo apretón, sacó el pase del autobús, gritó A bientôt y desapareció.

¡La había besado! ¡Eh, había besado a una francesa! ¡Yo le gustaba! Y, por si fuera poco, ni siquiera había tenido que pasarme semanas rondándola antes de saber algo de ella.

Me quedé mirando el autobús hasta que se marchó. Si hubiese sido uno de los antiguos, Annick se habría quedado de pie sobre la plataforma abierta, con una mano agarrada a la barandilla y la otra levantada, pálidamente iluminada por una farola solitaria haciendo un leve ademán de despedida. Podría haber sido una emigrante desbordada por las lágrimas en la popa de un barco a punto de zarpar. En realidad, las puertas neumáticas se cerraron tras ella con el ruido sordo de las gomas, y dejé de verla mientras el autobús rezongaba y se sacudía alejándose.

Anduve hasta el Palais Royal impresionado conmigo mismo. Me senté en un banco del patio y aspiré el aire cálido de la noche. Sentía que, de repente, todas las cosas encajaban. El pasado había quedado atrás. Yo era el presente, el arte estaba aquí, y la historia, y ahora la promesa de algo muy parecido al amor o al sexo. Cerca de aquí, en esa esquina, trabajó Moliere, al otro lado Cocteau, más allá Colette. Allí Blücher perdió seis millones jugando a la ruleta y se pasó el resto de su vida montando en cólera cada vez que oía la palabra París. Allí se abrió el primer café mécanique y allí, un poco más lejos, en una pequeña ferretería de la Galerie de Valois, Charlotte Corday compró el cuchillo con el que asesinó a Marat. Y aunándolo todo, digiriéndolo, haciéndolo mío, estaba yo, fundiendo todo el arte y la historia con lo que pronto, con suerte, llamaría la vida. La frase de Gautier que Toni y yo citábamos en el colegio me rondaba por la cabeza: Tout passe me susurraba. Quizá, me contestaba, pero no hasta dentro de una buena temporada. No, si yo puedo evitarlo.

Tenía que escribir a Toni.

Lo hice, pero este ocultó toda demostración de regocijo fraternal que pudiese haber sentido.

Querido Chris:

C 'est magnifique, mais ce n 'est pas la chair. Hasta que no llegues al otro par de labios no creo que despiertes mi interés. ¿Qué has leído? ¿Qué has visto? ¿Y sobre qué, no sobre quién, has estado trabajando? Te darás cuenta, espero, de que la primavera todavía no ha terminado oficialmente, de que estás en París y de que si me entero de que no eres capaz de cumplimentar el cliché podrás contar con mi desprecio infinito. ¿Qué pasa con las huelgas?

Toni

Supongo que tenía razón. En cualquier caso, la enfermiza efusividad de mi propia carta puede ser rápidamente inferida por el tono de su respuesta. Pero cuando llegó ya no tenía sentido.

Perdí la virginidad el veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta y ocho. (¿Es raro recordar la fecha? La mayoría de las mujeres la recuerdan.) Querrán oír detalles, maldita sea, a mí tampoco me molestaría oír la historia otra vez. No salgo tan mal parado.

Era apenas la tercera noche que salíamos juntos.

Creo que eso merece un párrafo aparte. A la sazón, se trataba de una cuestión de típico orgullo, como si en realidad yo lo hubiera planeado todo. Cosa que, por supuesto, no hice.

Los tanteos previos fueron casi del todo mudos. Aunque, probablemente, por distintas razones para uno y otro. Habíamos ido otra vez al cine: a ver un clásico, Les Liasons Dangereuses, la versión actualizada de Vadim con Jeanne Moreau y, (para nuestro común deleite), Boris Vian acechando sarcásticamente en las sombras.

Cuando salimos mencioné, como por casualidad, la provisión de calvados que tenía en mi estudio. Su proximidad ya era conocida.

El piso estaba tal y como lo había dejado, es decir ordenado a medias. Razonable pero no obsesivamente arreglado. Unos cuantos libros abiertos como si se estuvieran leyendo (en algún caso era cierto… las mejores mentiras tienen una pizca de verdad). Iluminación escasa y distribuida por los rincones (por razones obvias, pero también para evitar que alguna bombilla traicionera se encendiera intempestivamente en medio de la película). Los vasos estaban limpios pero los volví a lavar, sin secarlos, para que el calvados no tuviese que deslizarse entre la pelusa que dejan los paños de cocina.

Al entrar, dejé caer mi chaqueta sobre la butaca, a fin de que al invitar a Annick a sentarse eligiera el sofá (no era fácil que escogiera la cama, a pesar de su disfraz diurno, oculta bajo una colcha india y un montón de cojines). Si al llegar a cierto punto, yo iniciaba una arremetida amorosa, no quería golpearme en el estómago con el brazo de una silla. Estos pensamientos no eran tan brutales como puede parecer. Iban ganando espacio en mi cabeza de forma provisional y vacilante, y su tenacidad me hacía sentir ligeramente culpable. Pensaba en futuro condicional y no en futuro simple. Es el tiempo verbal lo que minimiza la responsabilidad.

Así que allí estábamos, yo en la butaca, ella en el sofá. Sentados dando sorbitos y mirando. No había tocadiscos en el piso y «¿quieres jugar a la máquina tragaperras?» parecía poco apropiado. Así que mirábamos. Seguía sin saber qué decir. Me pregunté, durante un minuto o dos, si l'amour libre era la traducción correcta de amor libre. Me alegra no haber encontrado nunca la respuesta.

¿Se piensa siempre, en situaciones como esta, que la otra persona está mucho más tranquila que uno? En este caso, mientras estuve concentrado pensando en Annick, asumí que si quería decir algo, como era ella quien mejor dominaba el idioma local, hablaría. Ella no lo hizo ni yo tampoco. Y lo que se fue plasmando era algo cualitativamente distinto a una mera pausa larga en la conversación. Era un silencio cómplice, a la vez que una total concentración en la otra persona. El resultado era más erótico de lo que yo creía posible. La fuerza de este silencio se debía a su espontaneidad. Más tarde, cada vez que he intentado recrear el efecto, me ha fallado siempre.

Estábamos a unos dos metros uno del otro y completamente vestidos, pero la sutileza y la fuerza de aquel intercambio erótico eran mucho mayores que las del mundo violento y apremiante del cuerpo a cuerpo que llegué a conocer más tarde. No era una de esas miradas sugestivas que suele colar como el juego previo que aparece en las películas. Comenzamos, es verdad, mirándonos a los ojos y a la cara, para apartar la vista pronto, para luego volver a empezar. Cada correría visual por una nueva parte del cuerpo, producía un nuevo estremecimiento de excitación. Cada contracción muscular, cada temblor de las comisuras de los labios, cada movimiento de los dedos sobre la cara tenía una significación particular, tierna y, parecía entonces, sin ambigüedades.

Nos quedamos así por lo menos una hora y, después, nos fuimos a la cama. Fue una sorpresa. No diría una desilusión, porque era demasiado interesante para eso, pero fue una sorpresa. Los momentos que había esperado con tanta ansiedad fueron casi una decepción. Las cosas que yo no sabía fueron divertidas. Respecto al placer relacionado con el pene no hubo grandes novedades, y los rasgos dominantes de nuestra breve pugna fueron la curiosidad y la torpeza. Pero las otras cosas… las que nunca te cuentan… la mezcla de poder, ternura y absoluto engreimiento rebosante del júbilo que te inunda ante el ofrecimiento total del cuerpo de una mujer… ¿Cómo es posible que antes no hubiera leído nada sobre eso? ¿Y por qué no se decía nada sobre ese hincha de fútbol que se te clava en la nuca, el hombre de la carraca y la bufanda que no para de gritar «¡Muy buena!», dando patadas contra el suelo? Y luego, además, esa curiosa sensación de haberse librado de una carga social, como si por fin se entrara a formar parte de la comunidad de la raza humana, como si, después de todo, no se fuera a morir totalmente ignorante.

Después (esta era una palabra que significaba tanto cuando niño, una palabra que llamando de repente la atención en medio de una página podía producirte una rápida erección, una palabra sobre la cual, por encima de todas las demás, habría querido escribir yo mismo); después, cuando el fanático clavado en la nuca abandonó la carraca, enrolló la bufanda y se sentó callado sobre las gradas; después, me venció el sueño mientras murmuraba para mis adentros: «Después… después…»

La carta que le escribí a Toni a la mañana siguiente se perdió (según él). Quizá sea su forma misericordiosa de no recordarme el profuso júbilo de mi prosa. En todo caso, todavía conservo su respuesta.

Querido Chris:

He planchado e izado banderas y estandartes, lanzado cohetes sobre el Támesis, bebido excesivamente a tu salud. Así que por fin te has estrenado. Para tomar prestada, o mejor dicho robar (ya que estoy seguro de que no la quiere), la frase de una carta de una novia mía, que yo iba a echar por ella en el buzón y descubrí que estaba abierta, te has «desembarazado del peso de tu virginidad». Qué carcajada. Ahora ya puedes leer Les Fleurs du Mal en la versión para adultos y te puedo escribir un juego de palabras que se me ocurrió el otro día: Elle m'a dit des maux d'amour. ¿Es correcta la frase gramaticalmente? Ya no me acuerdo.

Dicho esto, o mejor cela dit, debo señalar en nombre de nuestra amistad (por no decir, para ser fiel a la verdad) que si bien el contenido de tu carta me proporcionó gran alivio, cosa que te agradezco, el tono dejaba mucho que desear. Me gustaron los pasajes descriptivos pero, bueno, para decirlo claro, no hace falta que te enamores. La verdad: una cosa no lleva necesariamente a la otra. Que te hayas desbordado por un lado no quiere decir que tengas que desbordarte por otro. Cuento con que no quieras oír nada de esto y estoy seguro de estar perdiendo el tiempo diciéndotelo: o no necesitas que te lo diga o no me vas a hacer caso. Pero aunque no me hagas caso, recuerda el viejo proverbio franchute (que traduzco para tu cerebro enamorado): «En el amor hay siempre uno que besa y otro que ofrece la mejilla.» A propósito, ¿quieres que te envíe algunos condones?

Pórtate mal y mete uno a mi salud.

Un abrazo,

Toni

Era el tipo de carta que sólo lees a medias, te hace sonreír y la dejas por ahí. Tiene sentido, en parte, aconsejar a los que carecen totalmente de experiencia, pero dar consejos a aquellos para quienes la vida se ha vuelto muy amarga o desmesuradamente dulce, es malgastar sellos. Además, Toni y yo comenzábamos a distanciarnos. Los enemigos que nos proporcionaron una causa común ya no existían. Nuestros entusiasmos adultos iban a ser menos afines que nuestros odios adolescentes.

Así pues, el único consejo que aceptaba entonces era:

– No, así no.

– Perdón, ¿así?

– Casi…

– Será un milagro acertar…

– Así está mejor.

– Ah, ya veo…

– Mmmm.

Y al cabo de un rato, era yo quien soltaba los mmmms y aaahhhhs. La práctica, como empecé a descubrir, era realmente distinta de la teoría. En el colegio, por supuesto, habíamos leído todo lo necesario. Estudiábamos El amante de Lady Chatterley durante horas y soñábamos con dos tetas colgando sobre nuestras cabezas mientras oíamos campanas celestiales bajo un arco iris. Devoramos los grandes clásicos de la literatura hindú (y, como resultado, nos tomamos más en serio durante unos meses la Educación Física, con una jadeante sensación de expectativa). Nos hacíamos preguntas, medio asustados, sobre ungüentos.

No puedo decir que los textos que estudiamos nos hicieran daño alguno. Todo lo que les reprocho son sus implicaciones equívocas sobre el funcionamiento y distribución de músculos y tendones. La primera vez que intenté con Annick algo remotamente exploratorio (no es que lo deseara con particular anhelo, pero pensé que si no lo hacía, ella iba a creer que yo carecía de un ritmo natural propio), me llevé un gran susto. Habíamos empezado de la forma que yo habría llamado, desdeñosamente, la postura del misionero (hoy considero que los misioneros se la sabían larga) y decidí colocarme, como si nada y espontáneamente, a horcajadas sobre ella y de rodillas. Levanté la pierna derecha sobre la pierna izquierda de Annick, y la doblé al tiempo que le sonreía. Luego intenté mover la pierna izquierda. Ya la tenía encima de su pierna derecha, cuando el movimiento me propulsó hacia adelante y mi cabeza aterrizó de lleno sobre su oreja derecha. Annick se retorció para escapar a mi involuntario cabezazo. Sentí como si la ingle se me desgarrara en el lado izquierdo y la polla me quedó atrapada y como a punto de partirse en dos. La pierna derecha se me quedó inmovilizada en una posición insostenible, mis ojos, nariz y boca, fuera de juego hundidos en la almohada, y mis brazos sólo eran capaces de empujar en direcciones inútiles.

– Perdona, ¿te he hecho daño? -musité al girar la cabeza (ay, otra vez) y conseguir un poco de aire.

– Casi me rompes la nariz.

– Perdón.

– ¿Qué querías hacer?

– Intentaba esto… aaaahhhh.

Me encallé de nuevo, aunque esta vez mi desalentada polla se escurrió hacia afuera, y yo me desplomé hacia un lado con lentitud.

– Ah, ya veo.

Me colocó en posición, se dobló y levantó el cuerpo ligeramente, mientras yo movía las piernas, primero una y luego la otra, y, de repente, lo hicimos. ¡Lo hicimos! ¡Una postura! A horcajadas, ¡funcionaba! El hincha de la carraca estaba encantado. Alirón, alirón.

– ¿Por qué querías hacerlo? -preguntó Annick con una sonrisa cuando me senté sobre ella sonriendo burlonamente. (Oh Dios, quizá no se debía hacer así, ni siquiera con católicas que ya hubieran dado el mal paso.)

Pero no, su sonrisa era de una confusa tolerancia.

– Pensé que podría ser agradable -respondí. Luego añadí con más sinceridad -: Lo había visto en un libro.

Sonrió.

– ¿Y lo fue? -preguntó quitándose el pelo de la cara.

(Bueno, no dolía, pero por otro lado supongo que no había sido para tanto. Las piernas estaban demasiado tensas. Uno se sentía como un culturista en pose, cada centímetro cúbico en tensión a la espera del gesto aprobatorio de los jueces. Y, encima, de pronto caí en la cuenta, era imposible moverse ni un milímetro. Todo el trabajo lo tenía que hacer tu pareja).

– No estoy seguro.

– ¿Decía el libro que era agradable?

– No me acuerdo. Sólo decía que era una de las cosas que se podían hacer. No lo diría si no fuese agradable.

Consideré casi para mí mismo si sería esa una de las posturas que mejoraban con el uso de lubricantes. Entonces, la solemnidad de mi voz fue ya demasiado para Annick. Se echó a reír, yo me eché a reír, mi polla se salió atacada por esos espasmos musculares desconocidos y acabamos fundiéndonos en un abrazo.

Cuando más tarde medité sobre aquel diálogo, comprendí que fue esa cómica sinceridad la que me condujo a reflexiones más graves, esas reflexiones que se muerden la cola. Las noches en que dormía solo me interrogaba a mí mismo, hurgaba en busca de señales o indicios. Me quedaba despierto cavilando sobre el amor y, de mi propia vigilia, deducía el amor.

Con ella era diferente, fácil. Su sinceridad era también contagiosa, aunque sospecho que en mi caso era tanto una función del ánimo como del intelecto. Annick fue la primera persona con quién me relajé de verdad. Previamente -incluso con Toni-, no había sido sincero más que con el propósito de una candorosa rivalidad. Ahora, aunque para el observador externo la impresión fuera la misma en el fondo era distinta.

Descubrí que era sorprendentemente fácil acostumbrarse a esa nueva modalidad, aunque se necesitaba un empujoncito. La tercera noche que pasamos juntos, mientras nos desnudábamos, Annick preguntó:

– ¿Qué hiciste a la mañana siguiente de acostarte conmigo?

Oculté de momento mi confusión por el hecho de estar quitándome los pantalones. Pero como vacilé, ella continuó:

– ¿Y qué sentiste?

Todavía peor si cabe. No podía admitir francamente que sentí una mezcla de gratitud y de presunción, pensé.

– Quería que te fueras para escribir ocurrido -dije cautelosamente.

– ¿Puedo leerlo?

– No, por Dios. Bueno, todavía no. Quizá más adelante.

– De acuerdo. ¿Y qué sentiste?

– Presunción y gratitud. No, alterando el orden. ¿Y tú?

– Me pareció una experiencia divertida acostarme con un inglés, cómoda porque hablabas francés, culpable pensando en lo que diría mi madre, estaba ansiosa por contarles a mis amigas lo que había pasado e… interesada.

Entonces hice algunos comentarios desatinados y torpes, alabando su sinceridad y le pregunté cómo se había entrenado para actuar de ese modo.

– ¿Qué quieres decir con «entrenado»? Eso no se aprende. Dices lo que quieres decir o no. Ya está.

Al principio me pareció que aquello sonaba a más vale algo que nada, pero con el tiempo lo comprendí. La clave de la franqueza de Annick era la inexistencia de una clave. Como la bomba atómica: el secreto es que no hay secreto.

Hasta que conocí a Annick, siempre había tenido la certeza de que el cinismo y el descreimiento en los que yo me movía, más la sumisa confianza en la palabra de cualquier escritor imaginativo, eran las únicas herramientas posibles para la dolorosa extracción de verdades, arrancadas del entorno hipócrita y falaz que nos rodea. La búsqueda de la verdad parecía hasta entonces una postura combativa. Ahora, si no de repente sí al cabo de pocas semanas, me preguntaba si no se trataba de algo más sublime -por encima del supuesto conflicto- y más simple, que se lograba no con esfuerzo sino con una sencilla mirada al fondo de uno mismo.

Annick me enseñó qué era la sinceridad (al menos el principio) y me ayudó a aprender lo que era el sexo. A cambio yo le enseñé… bueno, ciertamente nada que pueda englobarse en un nombre abstracto. Al cabo de cierto tiempo, esto fue una especie de chiste privado entre los dos, una confirmación de la personalidad nacional: los franceses se ocupan de las cosas abstractas, de lo teórico, de lo general; los ingleses de los detalles, el acabado, la conclusión, las excepciones, lo particular. No creíamos que fuera más que una verdad a medias, en escala mayor, pero en nuestro caso concreto parecía encajar.

– ¿Qué piensas de Rousseau? -le preguntaba; o del existencialismo, la función del cine en la sociedad, la teoría del humor, el proceso de descolonización, la mitificación de De Gaulle, los deberes del ciudadano en tiempos de guerra, los principios del arte neoclásico o de Hegel.

Al principio, ella me parecía descorazonadoramente bien educada a la francesa, manejando teorías con la misma facilidad con que comía espaguetis, utilizando citas para apoyar sus opiniones, moviéndose con soltura de una disciplina a otra.

Me costó semanas poder derribar sus defensas de una forma sustancial y, para entonces, mi creencia en un sistema británico de intuición personal fortuita -en gros el Callejeo Provechoso- se había venido abajo. Hablábamos de Rimbaud cuando, de repente, me di cuenta de que todas las citas que ella utilizaba para defender su idea de que Rimbaud era un romántico autodestructivo (en contra de mi punto de vista, según el cual era el segundo poeta moderno después de Baudelaire), provenían de los mismos poemas: Le Bateau Ivre, Voyelles y Ophélie. ¿Había leído Les Illuminations?

– No.

¿Había leído sus cartas?

– No.

¿Había leído el resto de sus poemas?

– No.

Mejor que mejor. Seguí presionando por donde llevaba ventaja. No había leído Ce qu'on dit au poète a propos des fleurs; no había leído Les Déserts de l'Amour; no había siquiera leído Une Saison en Enfer. No cabía duda, no entendía el significado de JE est un autre. Cuando terminé, Annick preguntó:

¿Qué, te encuentras mejor?

¡Qué alivio! Creía que lo sabías todo.

– No. Sólo que yo digo lo que sé, ni más ni menos.

– Mientras que yo…

– Tú sabes cosas que no dices.

– ¿Y hablo de cosas que no sé?

– Por supuesto, eso no hace falta decirlo.

Segunda lección. Después de la sinceridad de su reacción, la sinceridad de su forma de expresarse. ¿Pero cómo llegó la conversación hasta ahí? Pensaba que mo estaba recuperando y, de pronto, otra vez contra las cuerdas, mientras un pulgar de uña esmaltada arrancaba el gelatinoso globo ocular.

– ¿Por qué sales ganando siempre?

– Eso no es verdad. Tan sólo aprendo en silencio. Tú lo haces de forma melodramática, por instrucción y no por observación. Y te gusta que te digan que estás aprendiendo.

– ¿Por qué estás tan insoportablemente segura de ti misma?

– Porque tú crees que lo estoy.

– ¿Y por qué creo que lo estás?

– Porque nunca hago preguntas. «En la vida sólo hay dos tipos de personas, los que preguntan y los que responden.»

– ¿De quién es la frase?

– Ya empezamos. Adivínalo.

– No.

– Bueno. ¿Oscar Wilde (en traducción francesa, por supuesto), Víctor Hugo, D'Alembert?

– La verdad es que no me importa.

– Sí que te importa. A todo el mundo le importa.

– En todo caso, es una cita bastante ramplona. Seguro que te la has inventado tú.

– Claro que sí.

– Lo sabía.

Nos miramos el uno al otro, un poco excitados tras nuestra primera pelea. Annick se retiró el pelo que le cubría la mejilla derecha, abrió la boca y, parodiando la sensualidad peliculera, se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Dijo con dulzura:

– Vauvenargues.

– ¡Vauvenargues! Vaya, no he leído nada de él. Sólo lo he visto citado.

Annick se lamió también el labio inferior.

– ¡Eres una cabrona! Estoy seguro de que es la única frase de Vauvenargues que te sabes. Seguro que la has sacado de Bédier-Hazard.

– Il faut tout attendre et tout craindre du temps et des hommes.

– Et des femmes.

– Il vaut mieux…

– De acuerdo, de acuerdo, me rindo. No quiero oír más. Eres un genio. Eres la Bibliothèque Nationale.

Hubo un tiempo en que la derrota me hacía llorar. Ahora me ponía agresivo y de mal humor. La miré y pensé que me sería fácil odiarla.

El cabello le caía otra vez sobre la cara. Se lo retiró y separó levemente los labios. Podía seguir siendo una parodia, pero si lo era podía muy bien tomarse en serio. Me lo tomé en serio.

Cuando terminamos de hacer el amor, ella se apartó de mí rodando y se quedó sobre el lado izquierdo. Miré de soslayo su cuerpo pequeño y, echándome de espaldas, me pareció haber envejecido varias semanas. ¡Qué extraño que el Tiempo diese estos repentinos saltos de conejo! A este paso, pronto maduraría hasta alcanzar mi verdadera edad. Miré un grupo de pecas que subían y bajaban al compás de su respiración, y recordé las desesperadas y rebuscadas fantasías que Toni y yo elaborábamos. La posibilidad de castración por los rayos X de los nazis me parecía extraordinariamente remota, la teoría A.C.T. árida y académica. El sexo prematrimonial -un triple épat y un écras doble en el colegio- dejaba de tener que ver, de pronto, con la burguesía. Y en cuanto a la estructura de las décadas, de ser verdad, sólo me quedaba un año de Sexo antes del comienzo de mis treinta años de alternancia entre Guerra y Austeridad. Esto no parecía muy probable.

Annick estaba soñando a mi lado y se le escapó un misterioso quejido. Así son las cosas, pensé: una disputa sobre Rimbaud (que gané… bueno, más o menos), sexo «al mediodía», una chica durmiendo, y aquí estoy yo, despierto, alerta, observando. Salí de la cama deslizándome, cogí un bloc e hice un esmerado dibujo de Annick. Luego, firmé el dibujo y lo feché.

3. Redon, Oxford

Fui a París con la intención se sumergirme en la cultura, el idioma, la vida en la calle y -habría añadido, sin duda, con una vacilante despreocupación- las mujeres. Al principio, rehuí deliberadamente todo periódico, persona o libro inglés. Mis labios evitaban tanto los anglicismos como el whisky o la Coca-Cola. Comencé a gesticular: así como la lengua y los labios tienen que esforzarse para situar con más precisión las vocales francesas, se supone igualmente que las manos tienen que moverse de otra manera. Me acariciaba la mandíbula con la punta de los dedos para indicar aburrimiento. Aprendí a encoger los hombros al tiempo que curvaba la boca para abajo. Unía las manos sobre el estómago, con las palmas hacia adentro y separando ambos pulgares, mientras mis labios producían un sonido apagado. Este último gesto, que significaba algo así como «Regístrame», hubiese encantado en el colegio. Yo lo hacía muy bien.

A pesar de todo, cuanto mejor hablaba y gesticulaba, y más me sumergía en la cultura, mayor era mi resistencia interna a la totalidad del proceso. Años después, leí un artículo sobre un experimento llevado a cabo en California con mujeres japonesas casadas con americanos destinados al Extremo Oriente y que se habían ido a vivir a Norteamérica. Había muchas mujeres en esas condiciones, que todavía hablaban japonés con la misma frecuencia que inglés: japonés en las numerosas tiendas de productos orientales y entre ellas; inglés en casa. Les hacían dos entrevistas sobre su vida en general, la primera en japonés y la segunda en inglés. El resultado demostraba que en japonés eran sumisas, solidarias, conscientes del valor de una fuerte cohesión social; en inglés eran independientes, francas y mucho más expansivas.

No estoy diciendo que una dicotomía semejante se hubiera producido en mí. Pero al cabo de un tiempo advertí con toda claridad que, si bien no decía cosas en las cuales no creyera, al menos decía cosas que no creía haber considerado previamente. Me descubrí más proclive a la generalización y a la etiquetación, a los rótulos y los marbetes, a seccionar y a explicar, a la lucidez… Dios, sí, a la lucidez. Sentía una especie de agitación interior. No era ni soledad (tenía a Annick) ni que echase de menos mi país, era algo que tenía que ver con ser inglés. Parecía como si una parte de mí fuese ligeramente infiel a la otra.

Una tarde, en la época en que era quejumbrosamente consciente de esta resentida metamorfosis, fui a visitar el Museo Gustave Moreau. Es un lugar poco acogedor cerca de la Gare Saint-Lazare que tiene la picardía de cerrar un día más de lo normal a la semana (además de todo el mes de agosto), razón por la cual tiene aún menos visitantes de los que sería de esperar. Uno suele oír hablar de él la tercera vez que visita París y acaba yendo allí la cuarta. Cubierto hasta el techo con cuadros y dibujos. Moreau a su muerte lo donó al Estado, y, desde entonces, se ha conservado a duras penas. Era uno de mis lugares favoritos.

Le enseñé al gardiendel uniforme azul mi carné de estudiante, tal y como había hecho ya otras veces durante esa primavera. Nunca me reconocía, así que tenía que repetir el mismo ritual cada vez. Se sentaba con un cigarrillo en la mano derecha, que ocultaba debajo de su mesa, mientras con la izquierda sujetaba una novela de la Série Noire. Tales son las transgresiones de la jerarquía burocrática. Levantaba la cabeza, veía a un cliente, abría el cajón de arriba con los dos últimos dedos de la mano derecha, depositaba el cigarrillo medio desmenuzado, ovalado y húmedo en el cenicero, cerraba el cajón, apoyaba la Série Noire sobre su estómago, aplanando el libro, si cabe, más todavía; buscaba el rollo de las entradas, murmuraba: «No hay descuento», arrancaba una entrada, me la acercaba de mala gana, cogía mis tres francos, empujaba los cincuenta céntimos de cambio, se apoderaba de mi billete otra vez, lo partía por la mitad, arrojaba una mitad en la papelera y me devolvía la otra. Cuando yo tenía un pie sobre la escalera, el humo ya ascendía por los aires otra vez y había vuelto a poner la novela sobre la mesa.

Al final de las escaleras había una especie de granero enorme de techo altísimo, cuya escasa calefacción consistía en una estufa negra y amplia en el centro que, sin duda, era insuficiente desde los tiempos de Moreau. De las paredes colgaban cuadros ya acabados y otros a medio terminar, muchos de ellos enormes y todos muy complejos, ilustrando esa extraña mezcla de simbolismo público y personal que por entonces encontraba tan seductora. Grandes muebles de madera con cajones muy delgados, como los que albergarían una inmensa colección de mariposas, contenían una gran cantidad de dibujos preliminares. Era posible abrir los cajones y mirar, a través de tu propio reflejo en el cristal protector, una suerte de garabatos y borrones muy tenues y hechos a lápiz, adornados aquí y allá con detalles que más tarde se transformarían en platas y oros: tocados resplandecientes, fajas y petos enjoyados, espadas con empuñaduras incrustadas, y todo ello se convertía en una nueva y bruñida versión de lo antiguo o lo bíblico: adornada con toques eróticos, teñida con la violencia necesaria, coloreada con paleta de un exceso controlado.

– El arte de hacerse pajas, ¿no?

Una voz inglesa, descaradamente alta, que llegaba cruzando los maderos desnudos del suelo del otro lado del estudio. Yo continué examinando un boceto a lápiz y tinta de Los novios. Luego otro, color sepia, realzado con unos toques blancos.

– Es raro. Es realmente surrealista. Qué gusto por las mujeres. Amazonas.

Esta era una voz distinta, también masculina pero más grave, más pausada, más dispuesta a la admiración. Seguí mirando otros cajones de mariposas, pero sin dedicar exclusivamente mi atención a los dibujos. Oía cómo esos palurdos -sus bolsillos todavía repletos de lo que habían comprado en el duty-free shop- hacían crujir el suelo mientras caminaban lentamente hacia el otro lado del estudio.

– Pero es una empanada mental -(la primera voz otra vez) -. Puro juego de muñeca.

– Bueno, no sé -(segunda voz)-. La verdad, tiene muchas cosas que decir. Ese brazo está muy bien.

– No empieces a soltarnos uno de tus rollos estéticos, Dave.

– Es algo autocomplaciente -(tercera voz, de chica, tranquila pero muy aguda)-. Pero juzgamos un poco por la apariencia, ¿no? Deberíamos conocer mejor el contexto, me parece. ¿Será ésta Salomé?

– No sé -(segunda voz)-. ¿Por qué lleva la cabeza sobre una cítara? Creía que se paseaba con ella en una bandeja.

– Licencia poética -(la chica).

– Puede ser -(segunda voz, «Dave», otra vez)-, aunque el fondo no parece Egipto. ¿Y quiénes son esos pastores amariconados?

Ya está bien. Me volví hacia ellos y estallé, en francés, por supuesto. Con tanto nombre abstracto me salió bastante ampuloso y profesional. Hasta donde yo sé, paja es masturbation, y la palabra tiene una riqueza malsonante, siempre útil cuando se pretende cargarla de desprecio. Los volví a llevar ante la supuesta Salomé que, en realidad, es una mujer tracia con la cabeza de Orfeo. Saqué a relucir a Mallarmé, Chassériau -de quien Moreau fue ayudante- y Redon, cuyos insulsos y deslavazados devaneos algunos llaman simbolistas, aunque están tan lejos de Moreau como Burne-Jones de Holman Hunt.

Se produjo un silencio. Los tres, que no eran mayores que yo, se quedaron atónitos. La primera voz, una especie de enano machote con una cazadora de cuero marrón y tejanos gastados, se volvió hacia el segundo, más alto pero de aspecto más débil, vestido a la inglesa (chaqueta de tweed, jersey con cuello en pico, corbata), y le dijo:

– ¿Has entendido algo, Dave?

– Me suena a chino.

Luego, contradiciendo su aparente apacibilidad, me miró, dijo «Verdún» casi a gritos, y se pasó el dedo índice de lado a lado del cuello.

– ¿Entiendes algo, Marion?

Ella era de la misma estatura que el de la chaqueta de cuero, tenía uno de esos rostros ingleses rosados, pecosos y con algo de vello; su actitud, aunque tranquila, parecía más directa.

– Algo -dijo-. Pero me parece que todo es una comedia.

– ¿Sí?

– Creo que este es inglés.

Hice como que no entendía nada. El de la chaqueta de cuero y Dave se acercaron a mí como pigmeos a un reportero de la televisión. Noté cómo me examinaban la ropa, luego mi corte de pelo, luego el libro que llevaba en la mano. Era Collinede Jean Giono, así que me tranquilicé. Cuando vieron que yo me había fijado en que lo miraban, se lo enseñé. El de la chaqueta de cuero lo examinó.

Con un acento francés que no podía ser peor empezó la frase «Perdón, Mesié, ¿es usted actuellement un inglés?»

Le puse el libro delante de la cara por miedo a reírme. Por aquel entonces, yo era exageradamente riguroso con respecto a la ropa. Cualquier desviación de un estilo aseado y convencional, según veía yo, era en cuanto a mí concierne, lo mismo que desviarse de la razón, la lucidez, la integridad y la estabilidad emocional. Rara vez me detenía a cuestionar mis prejuicios. A pesar de todo, ahí había un hombre con tejanos viejos y descoloridos casi a punto de hacerme reír. Qué trío más extraño: el tipo ese, una chica que no llevaba maquillaje, por lo que yo pude ver, y «Dave», que parecía, bueno, que casi podría ser un amigo mío.

– Je suis prácticamente seguro que c'est un Brit. -Dave, esta vez. El de la chaqueta de cuero tocó con el dedo la solapa de mi chaqueta.

– Pouvez vous… -Y Dave se aferró a él y lo hizo girar como si bailaran un torpe vals campestre. La chica me miró de una forma verdaderamente encantadora. No, no llevaba maquillaje; pero, además, estaba muy bien sin él. Qué raro.

– ¿Qué haces aquí en París? -preguntó.

– Oh, de todo un poco. Un poco de investigación, un poco de literatura, un poco de cambio y no hacer nada para no tener que hacer nada. ¿Y tú?

– De vacaciones unas semanas.

– ¿Y ellos?

– Dave trabaja aquí en un banco. Mickey está becado en el Instituto Courtauld; por eso estamos aquí.

– ¿Ah, sí? -(Dios mío)-. ¿Y sobre qué está trabajando?

– Pues sobre Moreau -sonrió.

– Cielos. Y supongo que habla francés muy bien…

– Su madre era francesa.

Bueno, a veces se pierde, como decíamos en el colegio. Dave y Mickey retrocedieron mecánicamente tarareando «El Danubio Azul».

– Bueno, Marion, ¿y él?

– Pues es francés -contestó ella, sonriendo otra vez-, pero su inglés es excelente.

– Ip, ip, uga -gritó Dave, y continuó parodiando el acento francés-: Tott-en'am, Ot-spure, Mi-chel Ja-zy. Bob-ee Moiré. Pegmítame que lo bese.

Afortunadamente no lo hizo. El gardienacababa de subir las escaleras, todavía con su Série Noire en la mano izquierda. Nos echó.

Fuimos a un bar a tomar algo. Poco a poco descubrimos quién era inglés y quién francés, a pesar del curioso sistema de conversación de Dave, que consistía principalmente en nombres propios pronunciados con un fuerte acento francés (o fransé, como él decía) acompañado de una gesticulación semihistérica. Marion no tenía amaneramiento alguno digno de destacar. Se hablara de lo que se hablara, permanecía serena. Era franca, abierta y brillante. Mickey, en cambio, era más difícil de calar. Una mezcla de voluntad, encanto, competitividad y cierta astucia, que le hacía aparentar saber menos de lo que, en realidad, sabía hasta que tenía una idea aproximada de lo que sabían los demás. El tipo de persona que me hace reaccionar adoptando un tono académico, apocado, hasta cierto punto retorcido, aunque en el fondo ecuánime.

– Sé que estás trabajando sobre Moreau -fue mi primer intento vacilante de conciliación.

– Sería más exacto decir que él me está trabajando a mí. Una llave contra el suelo, y cuando tienes encima semejante peso te rindes.

Dave parecía estar a punto de intervenir, pero, por lo visto, no se le ocurrió qué postura de lucha invocar.

– ¿Pero por qué no te gusta?

– Creo haber dicho antes que no es más que un puñetero academicista. ¿No es así? Quiero decir que la idea de un simbolismo académico me parece una jodida ridiculez.

– Es un menguado gigante.

– Admito lo primero. No tiene chispa. Es inteligente, sabe pintar y es original, de acuerdo en todo eso. Pero es muy frío, como sus colores, que parecen brillantes y perturbadores pero que si los miras con atención, son colores desvaídos.

– No como los de…

– Redon, exacto.

– Redon -empezó Dave.

– Redon. Oxfor. Bahnbri. Burmeeng'am. Bugmingam. Changez, changez -dijo imitando los ruidos y los silbidos de un tren. Era la lista de las paradas entre Londres y Birmingham.

– Entonces ¿por qué haces un trabajo sobre él?

– Por la beca, hombre, la beca. Me ha tocado justo aquí… ¡Ay! [4]

Gimió mientras se apretaba la mano sobre el corazón, como si estuviera herido de muerte. Dave se inclinó sobre él, poniéndole la oreja sobre el pecho.

– Tiene que decirme la verdad, doctor -dejó escapar Mickey con un hilo de voz-. Tiene que decírmela, doctor. ¿Es muy grave lo que tengo?

Dave le estiró un párpado para verle el ojo, le dio un par de palmaditas en la cara y se puso a consultarle el corazón otra vez. Marion contemplaba la escena impasible. Dave se puso serio.

– Usted es un hombre inteligente. Creo que podrá enfrentarse con la verdad. Es grave, sin duda, pero probablemente no será mortal. Tiene la cartera dislocada y su cuenta corriente está en rojo. Se está deshidratando, pero creo que podré remediarlo.

– Gracias, doctor, usted sí que es un buen amigo. No lo habría aguantado si me lo hubiera dicho algún otro.

Se callaron y me miraron. No dije nada, preguntándome qué estaba pasando.

– ¿Se da usted cuenta, por supuesto -continuó Dave-, de que padece una insuficiencia alcohólica aguda?

– Oh, no, doctor, quiere decir que podría…

– Me temo que sí. Es uno de los casos más graves que he visto en muchos años. Fíjese en esto.

Levantó el vaso vacío de Mickey.

– No, no, no, no quiero verlo, no puedo -sollozó Mickey, ocultando la cabeza entre los brazos.

– Tiene que mirar -dijo Dave con firmeza-. Tiene que enfrentarse con estas cosas.

Poco a poco, le fue apartando los brazos de la cabeza. Sostuvo el vaso ante los del paciente. Mickey simuló desmayarse.

Caí de las nubes. Habría caído antes si no hubiese estado absorto en la escena. Esa ronda la pagaba yo.

4. Parejas beatíficas

Cuando no estaba con Annick o vagando por las calles para coger la vida al vuelo -la aparición repentina de una monja, un clochardcon Le Monde, la prodigiosa tristeza del sonido de un organillo-, estaba con Mickey, Dave y Marion. Al mes de estar juntos se habían vuelto inseparables. Los comparé inevitablemente con los personajes de Jules et Jim; Mickey contestó con una franqueza turbadora que a él le había tocado el papel de Jeanne Moreau. Era verdad: era el instigador y el provocador por cuya atención los otros competían. Dave competía participando, Marion simulando estar aparte. Sin saber con certeza cuál era mi posición con respecto al trío, yo los acompañaba de café en café, a visitar de nuevo el Museo Gustave Moreau (el gardiennunca nos reconocía), y en repentinas excursiones fuera de París, hasta el Beauce o a la loca fábrica policromada de chocolate de Noisiel.

Los padres de Marion creían que asistía a un curso que los organizadores -con modestia gala- llamaban Civilisation: fragmentos de Descartes, conferencias sobre Napoleón, sesiones de Rameau, visitas en autocar a Versalles y Sèvres. Marion siempre encontraba buenas razones para no asistir. Comer conmigo era una de las más habituales.

Empezamos a citarnos cada dos o tres días en un pequeño café restaurante llamado Le Petit Coq, cerca de République (Metro: Filles du Calvaire). Solíamos pedir unos bocadillos cilíndricos del tamaño de un perro salchicha. No era una conspiración amorosa; nos encontrábamos porque teníamos tiempo. Hablábamos mucho de Mickey y Dave. Yo practicaba mi recién descubierta franqueza y le hacía sesudos y graves análisis de las cambiantes reacciones que ellos me provocaban; Marion era más reticente en sus juicios, pero también más generosa. Advertí que era realista e inteligente fuera el tema el que fuera. Era fácil hablar con ella; pero también tenía el desconcertante hábito de hacerme preguntas de las cuales creía haber escapado y con las cuales no iba a tener que enfrentarme hasta mi regreso a Inglaterra.

– ¿Qué vas a hacer después? -me preguntó una vez, durante nuestra tercera o cuarta comida juntos.

(¿Hacer? ¿Que qué iba a hacer? ¿Qué quería decir? ¿Se me estaba insinuando? Seguro que no, por lo menos aquí; aunque estaba muy guapa, con su corte de pelo de muchacho y un vestido de un marrón rosáceo ceñido en los sitios más convenientes. ¿Hacer? Ella no se estaría refiriendo a…)

– ¿Quieres decir… con… mi vida? -Intenté sonreír, esperando que ella también lo hiciese.

– Por supuesto. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

– Bueno, es gracioso que seas la primera persona de mi edad que me pregunta eso. Es tan… autoritario.

– Lo siento, no pretendía parecer autoritaria, sólo curiosa. Me preguntaba si alguna vez te has hecho esa pregunta.

Nunca lo había necesitado, eso era parte del problema: siempre eran otros los que me lo preguntaban. De niño, la pregunta descendía siempre sobre mí desde lo alto, entre billetes naranja de diez chelines, el consabido aguinaldo navideño, aromas y especias extrañas y la bofetada ocasional. Al llegar a la adolescencia, llegaba desde otro ángulo (pero siempre desde lo alto). Entonces, la pregunta la soltaban curiosos profesores armados de panfletos y de la palabra «vida», que pronunciaban como si fuera parte de un uniforme militar. Finalmente, al entrar en la universidad, la pregunta llegaba horizontalmente, compartiendo una botella de vino con tus padres o riendo del mismo chiste verde con tus profesores; incluso, una vez, la hizo una chica esperando que funcionara como antiafrodisíaco. ¿Cuándo iba a cambiar la perspectiva? ¿Cuándo iba yo a mirar esa cuestión desde arriba?

– Bueno, supongo que mi problema ha sido siempre a corto plazo. Hay un montón de empleos en los cuales no me importaría acabar. No me disgustaría dirigir la BBC, por ejemplo, o tener una editorial con una galería de arte en la puerta de al lado, por supuesto siempre que me dejaran tiempo suficiente como para dirigir la Royal Philarmonic Orquestra. Tampoco me importaría, hasta cierto punto, ser general, o ministro, aunque eso me lo guardaría en la manga por si todo lo demás fallaba. Tampoco estaría mal mandar un barco de pasajeros que cruzara el Canal de la Mancha… Ah, y la arquitectura desde luego también es una posibilidad. Y crees que estoy bromeando, pero te sorprendería saber que hablo en serio.

Marion se quedó mirándome, medio sonriente, medio impaciente.

– Quiero decir que a veces bromeo pero no del todo. El problema es que a veces siento que no tengo la edad adecuada. ¿Te pasa a ti eso?

– No.

– Quiero decir que puede que pienses que soy bastante inmaduro, pero, la verdad, a menudo no me encuentro cómodo con la edad que tengo. A veces, es curioso, quisiera ser un sesentón marchoso. ¿A ti no te pasa?

– No.

– Es como si todo el mundo tuviese una edad perfecta, a la cual aspira, y sólo estuviera auténticamente cómodo consigo mismo al llegar a ella. Supongo que para la mayoría de la gente, esto sucede entre los veinticinco y los treinta y cinco, de modo que la cuestión no se plantea o se plantea disfrazada: cuando sobrepasan los treinta y cinco asumen que su malhumor es una condición de la madurez y del hecho de ver aproximarse la senilidad y la muerte. Pero también es el resultado de estar dejando atrás la edad perfecta.

– Qué raro. Imagínate, anhelar botellas de agua caliente en la cama y andar a tropezones sobre las piedras del pavimento.

– He dicho un sesentón marchoso.

– Ah, pues entonces paseos por el campo y leer a Peacock junto a la chimenea, mientras unos nietos adorables te hacen bizcochos.

– No lo sé. Mi fantasía no ha creado una imagen específica. Sólo tengo la sensación. Y no siempre.

– Quizá no puedas enfrentarte con la lucha por la vida.

– ¿Por qué crees que tiene que ser una lucha? -(Aja, no dejarla irse por la tangente con tanta facilidad. Sólo porque quiera ser funcionaría o algo así.)

– Entonces, ¿cómo vas a mantener a tu mujer y a tus hijos?

– ¿Dónde, dónde?

Lancé una mirada de consternación por encima del hombro. Lo más realista que pude entrever fue un par de niños calzados con zapatos de batalla, las carteras del colegio al hombro, contemplando el largo camino que tienen por delante. Desde luego, esposa ninguna, ni siquiera en fotografía. ¿Qué se proponía Marion? Si quería podía largarse, ¿no?

– Dame tiempo, dame tiempo.

– ¿Por qué? -(Lo curioso es que sus maneras no eran en absoluto intimidantes. Era muy amable, pero jodidamente tenaz.)

Sólo tengo veintiún años. Quiero decir que…

¿Todavía qué?

– Pues que aún tengo relaciones.

– ¿En plural?

– Bueno, simultáneamente no, claro que no.

– ¿Por qué no? -(¿Por qué no podía nunca predecir por dónde iba a salir?)

– Bueno, supón que haya descartado la ética sexual cristiana, pero sigo creyendo en la fidelidad a una persona mientras se tienen relaciones con ella.

– Esa sí que es una frase bien rara. En todo caso, ¿el matrimonio no es una relación?

– Por supuesto. ¿Y qué?

– Bueno, has dicho que tendrías relaciones y luego te casarías.

– Yo no he dicho que me fuera a casar.

– Técnicamente, supongo que no. -(La verdad es que no lo dije ni por asomo.)

– ¿Pero?

Había inclinado la cabeza hacia un lado y jugaba con las migas que le quedaban en el plato. En ese momento levantó la cabeza. ¿Por qué presiente uno cuando le van a decir algo desagradable?

– Que tú no eres tan raro como para no casarte.

– En todo caso, depende de…

– La chica adecuada en el lugar adecuado y al precio adecuado.

– Sí, supongo que sí.

– No lo creas. Me atrevería a decir que a veces es así o así lo parece al reconsiderar el pasado. Pero por lo general se trata de otras cosas, ¿no?

– ¿…?

– Oportunidad, garantía de subsistencia, deseo de tener hijos…

– Sí, supongo.

– …miedo a envejecer, sentido de posesión. No lo sé, creo que a menudo la gente se casa por negarse a reconocer que jamás en la vida ha querido a nadie tanto como para acabar casándose. En el fondo, una especie de idealismo equivocado, la determinación de mostrar que se es capaz de la experiencia definitiva.

– Sabes, eres mucho más escéptica de lo que creía ser yo.

Era extraordinario. Escuchar a una chica diciendo esas cosas expresadas con una crudeza propia de hombres, el tipo de observaciones en las cuales se cree a medias pero que se invocan en ocasiones diversas. (Annick nunca hablaba así, y yo pensaba que ella era singularmente sincera.) Pero Marion hablaba sin arrogancia alguna; se portaba como si no estuviera más que haciendo aseveraciones obvias e irrefutables. De nuevo me miraba sonriendo.

– No creo que sea cínica, si eso es lo que insinúas al llamarme escéptica.

– Pero habrás leído a La Rochefoucauld. Il y a certains gens…

– Ya lo sé. No, no le he leído; he observado. -(Me miró atentamente; me gustaba que me mirase) -. Poco antes de venirme se casó una amiga mía. Tenía mi edad, alrededor de treinta años. Una semana antes de la boda, íbamos a ir al cine los tres, pero ella se resfrió o algo así y yo fui sola con él. Acabamos hablando del matrimonio. Me comentó las ganas que tenía de casarse, y cómo esperaba que las cosas les fueran bien aunque todo el mundo tuviera sus altibajos… Vamos, lo que se dice siempre. Luego añadió, «para ser sincero, no es, desde luego, el amor más grande del mundo».

– ¿Cómo reaccionaste tú?

– Al principio me chocó, en parte porque se casaba con mi amiga, pero, sobre todo, porque me costaba creer que alguien se casara sin estar previamente convencido de que a nadie en el mundo había querido antes con la misma intensidad.

– ¿Se lo dijiste a tu amiga?

– No. Porque después de pensarlo me di cuenta de que no estaba en absoluto sorprendida, de que su comentario era más admirable que otra cosa. Y de que probablemente mi amiga tuviera similares reservas aunque no las dejara traslucir. Además, ambos eran personas razonables y no eran imbéciles ni débiles de carácter de modo que pensé que no tenía derecho a interferir.

– Hiciste bien.

– Pero lo que más tarde me produjo verdadero desasosiego, fue verlos el día de la boda, ofreciendo la misma beatífica imagen que cualquier otra pareja. Eso me hizo pensar que, lo más probable, es que todas llegaran al matrimonio con parecidas reservas.

– Tu lógica no es aplastante.

– No, pero la observación sí.

– Sí, supongo que puede serlo.

En realidad, no tenía razones para disentir; no podía siquiera ofrecer una evidencia propia.

Se produjo un silencio, como si durante la conversación se hubieran deslizado complicidades hasta entonces no admitidas. La miré, notando por primera vez el color de sus ojos: eran oscuros, de un color gris pizarra, el color de los tejados franceses después de la lluvia. No sonreía.

– No empieces a deducir cosas de esta conversación -dijo de pronto.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que si te empiezas a sentir amenazado, podrías acabar pensando que me gustas.

– ¿Cómo es ella? Sólo por curiosidad. La chica con la que tienes una relación, como tú dices.

– ¿Qué tiene de raro esa expresión? Su nombre es Annick.

– Annick.

¿Qué podía decir? Sentí que cualquier descripción que hiciese sería como una traición: pero no decir nada parecía como avergonzarse de ella; incluso vacilar podía interpretarse como deliberada ocultación de algo.

– No tienes que explicarme nada; después de todo no es asunto mío.

– No, no, quiero, o, en todo caso, no me importa hablar de ella. Es… muy sincera y… ejem, emocional, y… -(Dios, ¿qué más?)-… y no le miento nunca.

– Suena bien.

Marion se había levantado y buscaba en el bolso para pagar su parte de la cuenta.

– No te preocupes, no quiero ponerte en aprietos.

Noté que me había ruborizado. Cuando me pidió que describiera a Annick, sólo pude recordarla, no sé por qué, en la intimidad del orgasmo, cuando la poseía. Tampoco me resultaba fácil, así de pronto, traducir mis experiencias con ella a un inglés que no me era nada familiar.

– No me siento metido en aprietos, sólo…

Dejó caer unos cuantos francos sobre la mesa y se fue. Yo ataqué el trozo de pan que me quedaba (una rebanada enorme, húmeda, insípida y porosa). Luego, intenté quitarle la nata al último dedo de café que me quedaba, pero sólo logré remover el poso. ¿Por qué estaba tan trastornado? ¿Me estaba encaprichando con Marion? ¿Por qué había lamentado que se fuera? Era lo único que me faltaba, enamorarme de dos a la vez… y ellas ¿qué? ¿Habría fantaseado Marion conmigo? Tiene unas tetas preciosas, murmuré casi para mis adentros; aunque para ser sincero no sabía exactamente si eran bonitas o impúdicas. Sí que lo sabía, claro que lo sabía. Eran hermosas porque existían. Eran bonitas porque existían. Eran bonitas porque existían bajo unos sostenes con ganchitos en la espalda y elásticos y tirantes secretos que podían vislumbrarse ocasionalmente. Eran bonitas porque, si sabías ganártelo, acabarían por mostrar los pezones.

Pero no hacía más que fantasear. Lo que más me llamaba la atención de Marion era lo franca y poco complicada que era. Parecía desbordar salud física; me hacía sentir un poco deshonesto incluso cuando decía la verdad. Pero Annick también. ¿Era una coincidencia, o era así como todas las chicas te hacían sentir? ¿Y cómo averiguarlo?

Pagué la cuenta y flaneé (aunque es bastante difícil hacerlo solo) hacia la Place de la République. Dumas pèreconstruyó su théâtre historique aquí, donde representaba sus propias obras. El público hacía cola dos días enteros para conseguir una entrada la noche del estreno. Dumas cosechó éxitos espectaculares, pero, a pesar de ello, a los diez años aquel proyecto lo llevó a la quiebra. No parecía que tiempos como aquéllos pudieran volver, vivimos otra época y otras ambiciones. Dumas entraba a caballo al establo, se agarraba a una viga del techo y, apretando con fuerza las piernas, lo levantaba en vilo. También alardeaba de tener trescientos sesenta y cinco hijos ilegítimos repartidos por todo el mundo: uno por cada día del año. Pensar en tamaña energía me hacía estremecer. Pero hay que reconocer, reflexioné dirigiéndome a la boca del metro, que la escala del mundo ha cambiado desde aquellos días. Para empezar, tener hijos bastardos ya no mejora la puntuación.

5. Je t'aime bien

Que me preguntasen sobre mi relación con Annick me puso nervioso por otra razón: a ella no le había hablado de Marion. Había oído hablar de mis trois amis anglais -socorrida frase de género neutro- pero no sobre mis almuerzos tête-à-tête. ¿Había algo digno de contar? Pero si no había nada que contar, ¿por qué me sentía como un mentiroso? ¿Era amor, sentido de culpabilidad o mera gratitud sexual? ¿Y por qué no lo sabía?: «los sentimientos» se sienten, ¿por qué no podía identificarlos?

No era fácil saber cómo explicarle a Annick lo de Marion. Una simple constatación del hecho sería ridícula, y la verdad parecería una mentira. Tenía que deslizar algún comentario como por casualidad. Practiqué diciendo para mí mismo mon amie anglaise, y une amie anglaise, y cette amie anglaise. Mencionar la nacionalidad le quitaría malicia.

Una buena oportunidad pareció presentarse una mañana mientras desayunábamos (café y pan del día anterior recalentado en el horno). Hablábamos de lo que íbamos a hacer esa tarde, y Annick mencionó la última película de Melville.

– Ah, sí -dije como por casualidad-, mon amie anglaise la ha visto. Ella (astuta confirmación del género) dice que es bastante buena.

(Marion no había visto la película. Mierda. Una mentira para decir la verdad; ¿ibas a quedar malparado?)

– ¡Muy bien! Entonces ¿vamos?

Pensé que era mejor poner las cosas en claro.

– Sí. Mon amie anglaise dice que es buena de verdad.

– ¡Magnífico! ¡Arreglado!

Para mí no se había arreglado nada. No parecíamos haber llegado a ninguna parte.

– ¿Quieres decirme algo?

– ¿…?

– ¿Este es le tact anglais?

Annick encendió su segundo cigarrillo del desayuno. Dios, se le torcían hacia abajo las comisuras de los labios. Lanzó dos rápidas bocanadas. Nunca había visto en su cara esa expresión, casi de ferocidad. Era nueva en ella.

– ¿Qué? No. ¿Qué quieres decir?

– ¿Quieres decirme algo?

– Hum… esta… esta película… se ve que es muy buena.

– ¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

– Oh. Me lo dijo uno de mis amigos.

Otra vez el género neutro; también inútilmente. En lugar de decirlo sin darle importancia y sin rodeos, me salía con tono sospechosamente furtivo y vacilante.

– Me ha parecido que hablabas de una amiga inglesa.

– Ah, hmm, sí, es verdad. ¿Y qué, no tienes tú ningún amigo francés? -(Irremediablemente hostil.)

– Sí, pero no me refiero a ninguno tres veces seguidas a menos que quiera decir algo sobre él en particular.

– Bueno, supongo que lo único que quería decir… sobre cette amie anglaise es que… es una amiga.

– Quieres decir que te acuestas con ella. -Annick aplastó la colilla y fijó la mirada en mí.

– No. Por supuesto que no. Me acuesto contigo.

– Ya lo sé. Me he dado cuenta de eso de vez en cuando. Pero no las veinticuatro horas del día.

– No soy… pérfido. -(No me salió la palabra francesa que significa «infiel»; no sé por qué, pero sólo adultere me vino a la cabeza, palabra de implicaciones más que inconvenientes.)

– La pérfida Albión. Eso lo aprendemos en el colegio.

– Y nuestros libros dicen que los franceses suelen ser celosos sin razón.

– Pero puede que tú me estés dando razón para serlo.

– Claro que no. Je…

– ¿Sí?

Iba a decir je t'aime, pero me faltaron ánimos para hacerlo. Después de todo, no había pensado lo suficiente en ello; y no iba a argüir en esas circunstancias lo que creía debía declararse con calma y sobriedad. En su lugar, lo diluí:

– Je t'aime bien, tu sais.

– ¡Por supuesto que me quieres! Por supuesto. ¡Qué racional, qué mesurado, qué inglés! Lo dices como si me conocieras desde hace veinte años y no desde hace unas semanas. ¿A qué se debe esa blandengue precisión sentimental? ¿Por qué recurrir a una frase para decirme que ya tienes bastante? ¿Por qué no decírmelo por carta? Hubiera sido mejor. Escríbeme una carta tan formal como te sea posible y hazla firmar por tu secretaria.

Se calló. Yo no sabía que decir. Se me acusaba de ser sincero: qué irónico. Era la primera vez que una chica tenía un ataque de cólera por mí. Las emociones inesperadas me dejaban confuso. Pero, al mismo tiempo, este arrebato estimulaba mi orgullo: el orgullo de la participación y el orgullo de la instigación. No importaba que la furia y el dolor de Annick hubieran sido provocados por mi falta de habilidad para utilizar la información: ahora son «míos». Son parte de «mí», de «mi» experiencia.

– Lo siento.

– No eres sincero.

– No quiero decir que lo sienta por haber cometido una falta, lo que pasa es que siento que hayas interpretado mal la situación. Eso es lo único que siento porque tú, precisamente, has intentando enseñarme a decir lo que siento y lo que quiero expresar. Soy incapaz de satisfacer tu necesidad de gestos emocionales extravagantes que no estén sustentados en sentimientos reales.

No era del todo honesto, supongo, pero lo bastante como para que no me importara la diferencia.

– Pensaba que te había enseñado a ser sincero, no cruel.

Una frase muy francesa, pensé (recordando lo dicho por ella sobre los ingleses y su flema). De repente me di cuenta de que -Dios mío, otra primera vez- ella estaba llorando.

– No llores -dije, y la dulzura con que lo dije me cogió por sorpresa.

Ella siguió llorando. No pude evitar mirarla a la cara y pensar, muy a mi pesar, que ahora me parecía mucho menos atractiva; su boca imbesable, el pelo pegado a las mejillas por las lágrimas, y las contorsiones del llanto creando, inesperadamente, bolsas bajo los ojos y patas de gallo. No se me ocurría qué hacer. Me levanté, rodeé la mesa para acercarme a ella (poniendo la mantequilla fuera del alcance de su pelo mientras me movía), y me arrodillé a medias, con bastante torpeza, a su lado. No podía quedarme de pie y ponerle el brazo por encima de los hombros -parecería condescendiente-; no podía arrodillarme del todo -parecería servil -; así que me quedé a medio camino, con el brazo a una altura suficiente como para rodearle los hombros.

– ¿Por qué lloras? -pregunté estúpidamente.

Annick no respondió. Sacudía los hombros: ¿sollozaba

violentamente o intentaba liberarse de mi brazo? ¿Cómo saberlo? Había llegado el momento de ser tierno, pensé. Lo fui, sumido en un desconcertado silencio, durante un rato. Sin embargo, la escena llegó a ser bastante fastidiosa.

– ¿Lloras porque he mencionado a esa chica?

– No hubo respuesta.

– ¿Lloras porque crees que no te amo lo suficiente?

No hubo respuesta. Estaba perplejo.

– ¿Lloras porque me amas?

Siempre cabía la posibilidad, pensé.

Annick se marchó. Se deshizo de mi brazo, se levantó, cogió su bolso de encima de la mesa, ignoró su ejemplar de L'Express, y se largó antes de que yo pudiese abandonar mi extraña postura. ¿Por qué ocultaba su rostro mientras se iba? Me quedé intrigado. ¿Por qué inclinó la cabeza para que el cabello le tapase la cara? ¿Había terminado de leer L'Express? ¿Por qué se había ido? ¿Me había dejado o se había ido solamente al trabajo? ¿Cómo averiguar todo esto? Difícilmente podía llamarla a la oficina y pedirle que me especificara cuál era el significado de su partida. Me acerqué a la máquina tragaperras e introduje uno o dos francos de los viejos. Pierdes algo, pierdes algo. Me sentí Humphrey Bogart.

De modo que, para variar, trabajé; no en la Bibliothèque Nationale, donde cabía la remota posibilidad de tropezarme con Annick, sino en el Musée du Théâtre. Después de un par de horas de revolver enormes ficheros que se referían, principalmente, a oscuras actrices de la década de 1820 a 1830, me sentí moralmente mejor y sexualmente más estable; quizá los grabados de mujeres muertas hacía tiempo era lo que en ese momento me hacía sentir más animado.

Tras un breve descanso para comerme un croque, el espectáculo de la gente real comenzó a deprimirme otra vez. Me dejé caer en el Rex-Alhambra, donde estaba programado un ciclo de Gary Cooper. Dos horas más tarde, reanimado por lo irreal, me sentí capaz de volver al piso. Después de todo, puede que ella hubiera vuelto allí, dispuesta a decirme lo mal que me había interpretado. Luego, nos acostaríamos (los libros decían que era todavía mejor después de una pelea). Por otra parte, puede que me estuviese esperando con una pistola o un cuchillo (la cuchillería francesa parecía inventada para el crime passionnel). A lo mejor había una nota. Incluso un regalo.

No había nada, por supuesto. El piso estaba tal y como yo lo había dejado. Empecé a buscar pruebas de una visita secreta de Annick durante el día; podía haber movido algo, haber puesto un poco de orden o dejado atrás alguna señal que la delatara. Pero no encontré nada. Un cigarrillo fumado a medias seguía en su plato desde el desayuno, doblado y arrugado como un nudillo. Tenía que haber algo que la hiciese volver. Pero no fue así; las cosas que necesitaba para pasar la noche nunca eran más de lo que cabría en un bolso. Con todo, se había llevado la llave, lo cual podía significar que volvería.

Esa noche fui a ver la película de Melville que estuvimos a punto de ir a ver juntos. Me paseé tontamente por la entrada del cine hasta perderme los diez primeros minutos, y luego entré lleno de impaciencia. Pero la impaciencia no logró anular el desengaño. No me gustó la película.

A la mañana siguiente encontré la llave en el buzón, pegada con celo a un trozo de cartón. Registré concienzudamente el sobre pero no había nada más.

Me quedé sentado durante un rato pensando en Annick. Cuánto la quería…, si es que la quería… De niño, mi abuela, que era la típica abuela de cuento con grandes pechos y el pelo blanco, solía extender los brazos sobre nosotros, los niños, y decir: «¿Cuánto queréis a la abuela?» Los tres, uno tras otro, alargábamos los brazos, estirando las puntas de los dedos, y respondíamos: «Así.»

Pero ¿es posible la medición en una escala más sutil que esa? ¿Acaso no sigue siendo una cuestión de gestos espectaculares, de garantías apocalípticas? Y, en cualquier caso, ¿no se necesita una escala de valores para establecer comparaciones? ¿Cómo juzgar la primera escapada? Podía haberle dicho a Annick que la quería más que a mi madre, tal y como hubiese podido decirle que de todas mis novias era la mejor en la cama; pero tales alabanzas carecían de valor.

Bueno, y volviendo otra vez a esa pregunta tan simple: ¿la quería?

Depende de lo que se entienda por amor. ¿Cuándo se supera la línea divisoria? ¿Cuándo je t'aime bien se convierte en je t'aime? La respuesta fácil es que uno sabe que está enamorado cuando no hay posibilidad de duda, tal y como sabes si tu casa está ardiendo. Y, sin embargo, esa es la cuestión: se intenta describir el fenómeno y se llega a una metáfora o a una tautología. ¿Hay alguien que todavía sienta cosas como si estuviera flotando? ¿O sienten tan sólo la sensación que creen que sentirían si estuvieran flotando? ¿O sienten meramente que deberían sentir que están flotando?

Las vacilaciones no indican falta de sentimiento, sólo incertidumbre terminológica (y, quizá, las repercusiones de mi conversación con Marion). En todo caso, ¿no afecta la terminología a la emoción? ¿No debería haber dicho je t'aime (y quién sabe si no habría dicho la verdad)? Del decir al hacer no hay más que un paso.

Sentado con la llave en la mano, estos eran mis pensamientos.

Descubrí que incluso una cuestión de semántica me ponía cachondo.

¿Sería, pues, que la amaba?

Lo cierto es que nunca la volví a ver.

Después de marcharse, Annick fui dándome excusas para no ver a mes amis anglais. Redescubrí, o al menos pretendí hacerlo, cierto interés por mi tesis. Iba todos los días a la misma hora a la Bibliothèque Nationale, y trabajaba con montones de material que transcribía disciplinadamente en fichas. Era de esos temas que comportan un trabajo fatigoso y honesto, además de requerir instinto para saber cómo y dónde buscar. El dominio del catálogo de la biblioteca es, por lo menos, la mitad de la clave. Se necesitaban muy pocas ideas originales, solamente habilidad para sintetizar las observaciones de los demás. Ese había sido, por supuesto, parte del plan inicial: dar con un trabajo que no exigiera excesivo desgaste cerebral y dejara mucho tiempo libre.

De hecho, mi vida volvió a ser lo que era cuando llegué a París. Volví a practicar mis ejercicios de memoria, que últimamente había comenzado a dejar de lado. Utilizándolos, escribí una serie de poemas en prosa que llamé Spleenters: alegorías urbanas, irónicos bocetos de personajes, poesía esquiva y descripciones detalladas que, gradualmente, se convertían en el retrato de una ciudad, de un hombre, y -¿quién sabe? -, quizá de algo más. Mi fuente de inspiración quedaba abiertamente reconocida en el título, pero no era una cuestión de imitación o parodia, me explicaba a mí mismo. Se trataba más de producir resonancias que de reproducir técnicas, en su mayoría, de este siglo.

Continué con mis dibujos de hallazgos fortuitos, que pensaba podrían utilizarse para ilustrar los spleenters, si es que llegaba algún día a publicarlos (no es que hiciera falta; con sólo escribirlos ya existían, se descubriesen o no). Fui a ver las películas más serias que pude encontrar. Con Annick habíamos acabado por coincidir en territorio común viendo películas sin pretensiones: un western, un clásico, la última de Belmondo. Solo parecía que podría llegar al fondo de las cosas: tomar notas del diálogo sin avergonzarse; salir del cine meditando todavía sobre la película sin tener que hacer comentarios brillantes de inmediato. Empecé a comprar Les Cahiers.

Leía; empecé a intentar cocinar unos cuantos platos franceses; alquilé una motocicleta Solex una semana entera y, con laboriosa lentitud, llegué hasta Sceaux y a Vincennes. Sentía que lo pasaba bomba; y cada vez que llamaban a la puerta, casi se me paraba el corazón, y me decía para mis adentros: ¿Annick?

Nunca era ella. Una vez, era una vecina preguntándome si tenía una botella de agua mineral Vittel, porque se le había olvidado al hacer la compra, y que si las escaleras y que si sus piernas… Otra vez fue Mme. Huet, enfadada por tener que subir a buscarme hasta el tercero, pero me llamaban por teléfono de Inglaterra y podía ser algo urgente (quizá hubiera muerto alguien, era lo que quería decir). Cuando llegué al teléfono, mi padre me dijo que llevaba esperando cinco minutos (Mme. Huet subió muy despacio las escaleras como venganza), y que la factura sería espantosa pero, en todo caso, feliz cumpleaños. Ah; se me había olvidado completamente.

Y luego, una noche, tardísimo, pocos días antes de la fecha en que tenía planeado marcharme de París, los golpes sonaron diferentes. Como una melodía, en verdad. Unos nudillos enormes marcando un ritmo, reforzados con golpecitos producidos con las puntas de unos dedos y un fondo de silbidos que los armonizaban y complementaban. Después de un momento de pánico, ante la perspectiva de unos ladrones filarmónicos, reconocí «Dios salve a la Reina»; abrí, y allí estaban Mickey, Marion y Dave. Marion se apoyaba contra la barandilla, guapa, silenciosa, inquisitiva. Mickey se sacó un peine que llevaba envuelto en papier de toilette y me obsequió con un estruendoso «Auld Lang Syne». [5] Dave había venido remedando a un gabacho; un jersey de rayas horizontales azules y blancas, boina y un delgado bigote negruzco; llevaba una baguette bajo el brazo y venia masticando ajo. El pan y el ajo me dieron de lleno en distintas partes de mi anatomía cuando se adelantó para besarme en ambas mejillas.

– Bobbi Charltong, Zhacky Charltong, Coupe du Monde, Monsieur Eat, God Shave de Queen [6] -dijo con acento francés, subiendo el tono conforme iba llegando al final de la copla.

Marion sonreía. Yo sonreía. No sabían qué habían hecho pero todo estaba perdonado. Nos amontonamos en el piso y saqué una botella de calvados para celebrarlo. Marion continuó mirando y sonriendo, mientras Dave y Makey especulaban.

– Quizá ha estado malade.

– A mí me parece que tiene muy buen aspecto. Quizá haya estado de mal humor.

– Mais il n'est pas bodeur. Quisá él trabajando dugo.

– Quizá su querida lo haya plantado.

Miré a Marion.

– Es verdad, quizá sí -dijo Dave.

Comenzaron a cantar una de las canciones de Chevalier en Gigi, mientras Dave empuñaba la baguette como si fuera un violín.

Sonreí con gesto de complicidad.

Marion me devolvió la sonrisa.

6. Relaciones entre objetos

Billancourt y la Bourse: ¿qué importan ya? Pregúntenme qué hacía en 1968 y lo diré: trabajé en mi tesis (descubriendo un intercambio de cartas poco conocido entre Hugo y Coleridge sobre la naturaleza del drama poético, que publiqué en el Modern Language Quarterly); me enamoré y el corazón se me hizo añicos; mejoré mi francés; escribí un libro lapidario, encuadernado en una edición escrita a mano de un solo ejemplar; hice algunos dibujos; entablé algunas amistades; conocí a mi mujer.

De haber leído esto antes de salir de Inglaterra, me habría muerto de miedo. Estaba amedrentado, impresionado y también, quizá, un poco desilusionado. Todas esas pamplinas que se dicen sobre que no es posible llegar y besar el santo son, desde luego, verdad; pero es posible que yo hubiera partido con demasiadas expectativas. ¿Que había ido yo a buscar? En primer lugar conocerme a mí mismo, de forma vivida, fulminante, enriquecedora. Pero, además, soñaba con encontrar la clave de una síntesis vital entre el arte y la vida. Por ingenuo que parezca, así era. Además, cuanto más ambicioso es el objetivo, más ingenuo suena. Era el único tema que me había interesado en serio desde mis tempranos experimentos con Toni en la National Gallery. «Hay quien dice que lo primero es vivir, pero yo prefiero leer»: eso lo hubiésemos aprobado entonces con sentimiento de culpabilidad; culpabilidad porque temíamos que nuestra pasión por el arte fuera el resultado de la vacuidad de nuestras «vidas». ¿Cómo influía un concepto en el otro? ¿Dónde hallar el equilibrio? ¿Eran tan fáciles de discernir como nosotros asumíamos? ¿Podía ser la vida una obra de arte; o una obra de arte una forma más elevada de vida? ¿Era el arte un mero pasatiempo sibarítico en el cual los no religiosos habían introducido por la puerta falsa una faceta espiritual? La vida terminaba; pero ¿acaso el arte no?

Me senté en la chirriante silla de mimbre esperando que fuese la hora de partir. Mejor media hora aquí y otra media hora en la Gare du Nord que una hora entera en cualquiera de los dos sitios dando ocasión para que la soledad y la inactividad anidasen en el cerebro. Hacer algo o no hacer nada en dos etapas.

Mis dos maletas -el peso distribuido equitativamente entre ellas- estaban primorosamente alineadas una al lado de la otra cerca de la puerta. Eché un último vistazo a mi alrededor, entristecido pero también vagamente orgulloso de estarlo. Todo había sido experiencia; ¿lo era? Todo había sido vivir; ¿lo era? ¿Lo era…?

A la izquierda estaba la cama donde, como aún me decía con ternura, perdí mi virginidad. Mentalmente, me pasé el brazo por encima del hombro durante un segundo; luego lo aparté. En la cama, Annick actuaba, reaccionaba, demandaba, acusaba, perdonaba, desaparecía. Podíamos, por supuesto, seguir siendo amigos. Hacía más de un mes que no la había visto.

Dejaba atrás toda una hilera de libros: la mayoría Livres de Poche, leídos con tanta avidez que el celofán de las cubiertas se había despegado de sus cóncavos lomos estrujados. Sobre ellos, una mancha pintada por el dueño del piso, que tenía los colores del primer cubismo sazonado con la jovialidad de Derain. No era ninguna maravilla, pensé por última vez, y sonreí ante el regalo de despedida que dejaba sobre la mesa: un dibujo fidedigno, y realizado con gran destreza, de la vista que ofrecía la ventana, incluido cada ladrillo visible, cada antena de televisión identificable, cada coche aparcado. Resultado: una curiosa mezcla monocroma de claridad y movimiento. Yo estaba, modestia aparte, muy satisfecho de él.

La máquina tragaperras, con un montón de francos antiguos en el estante de encima. Un instrumento milagroso e irónico: se ponen cosas dentro de él y luego, aparentemente al azar, pero en realidad de acuerdo con un programa, son devueltas. Se creía salir ganando pero de hecho no era verdad, aunque si se seguía jugando el tiempo suficiente era posible acabar a la par. Además, ¡lo que se ponía y se ganaba no tenía valor real! Piezas gastadas, de museo, círculos de cobre ya opacos. Si uno era proclive al desenfreno, la máquina se ofrecía como un símbolo bastante melancólico.

Mis maletas, ridículamente bien alineadas, enfundadas en previsión de cualquier brise marine.

La puerta, por la cual entró Annick. ¿Por la cual quería yo todavía que regresara? ¿Por la cual ella, de saberlo, regresaría?

Sobre el escritorio, una hilera de botellas de bebidas alcohólicas, una por cada calvados que yo había consumido. A su lado una papelera que no vacié, con deliberada negligencia. Aunque no dejé allí nada a propósito, era perfectamente consciente de lo que había dentro. Un ejemplar de Hara-Kiri (journal bête et méchant) y otro de Les Nouvelles Littéraires; el programa de una obra de teatro que tenía repetido; varios bocetos y apuntes de relatos y poemas; unos cuantos dibujos (los más despreciados): un par de cartas de mis padres; peladuras de mandarina; y una nota que dejó Annick una mañana que se levantó temprano: Pas mal, mon vieux, t'es pas mal du tout. A demain. A. Esto también era prácticamente un duplicado.

El último objeto era yo. Tan repleto como mis maletas; tuve que sentarme sobre mí mismo para que todo me cupiera dentro. Los equivalentes morales y sensuales de los programas de teatro estaban todos allí, empaquetados cronológicamente y sujetos con gomas. Mira esto, y esto, y esto. Mira cómo reaccionaste aquí, y aquí. ¿No era un poco despreciable? Y Dios, mira esto, si no te avergüenzas no te dirijo más la palabra ¿Estás avergonzado? Ese es el tíquet. De acuerdo, ahora puedes mirar esto otro… Ahí no estuviste del todo mal: sensibilidad genuina, diría, compasión, incluso (aunque es arriesgado mencionar la palabra) sabiduría. Sabiduría instintiva, quizá, más que de esa que se tarda tanto en aprender; pero no por eso hay que menospreciarla.

Lo apreté todo hasta ponerlo en su sitio, ajusté las hebillas, me levanté de la silla con un chirrido final, recogí mis maletas externas y me fui. En el bolsillo llevaba el libro que acababa de comenzar: L'Education Sentimentale.

Tercera Parte

Metrolandia II (1977)

«Las cosas y los actos son como son,

y sus consecuencias serán las que tengan que ser; ¿por qué entonces deseamos ser defraudados?

Obispo Butler

Supongo que ya soy mayor, ¿O la palabra «adulto» sería mejor, más… adulta? Si vinieran a hacerme una encuesta, irían poniendo las cruces en todas las casillas convenientes. Me sorprende lo bien camuflado que estoy. Edad: treinta / Casado: Sí / Hijos: Uno / Trabajo: Sí / Casa: Sí / Con préstamo: Sí / (Hasta aquí sólido como una roca) Coche: Discutible / ¿Miembro de un jurado alguna vez?: Una vez, en la que se declaró al acusado inocente tras una larga discusión sobre «dudas razonables» / Animales domésticos: No, porque lo ensucian todo / Vacaciones en el extranjero: Sí / Perspectivas: Mejorar el nivel económico / Felicidad: Oh, sí; ahora o nunca.

Compongo semejantes testimonios en mi cabeza durante las escasas noches en que el sueño me falla y el pánico campa por sus respetos en mi mente. Aunque, a veces las categorías pueden ser diferentes: más torvas y dinámicas, elegidas para ahuyentar los tornadizos miedos de la noche. Saludable, raza blanca, británico, acabo de hacer el amor, no soy pobre, no tengo defectos físicos, no estoy acosado por la religión, no soy paranoico por exceso de nervios o emociones. Es curioso cómo la lista iba corriendo el velo ante los rechazos; pero los rechazos proporcionan el consuelo adecuado si ya estás en la cama al lado de tu mujer, mientras abajo, con un ruido sordo y tranquilizador, la nevera cambia de marcha. Me siento aliviado de nuevo, satisfecho de estar en mi piel.

Adulto, sí, eso es un consuelo que también lo abarca todo. Al menos, concluyo que debe serlo. Hace pocos años era una preocupación que me agobiaba. ¿Por qué no había descubierto ninguna luz verde o alguna señal desde los boxes, algún saludo celestial (no demasiado público) que me informara de que ya he llegado? Este sentimiento, sin embargo, comenzó a desaparecer; en gran parte porque nadie me desafiaba. Nadie aparecía diciéndome: Tú has eludido ese problema, ergo no eres un hombre, regresa y empieza otra vez con un nuevo sistema de principios, ventajas y desventajas. Solía pensar que estaba a punto de suceder y que la sentencia se me vendría encima sin equívoco posible, pero la gente es indulgente. A veces, sospecho que el concepto de la madurez se mantiene gracias a una conspiración de indulgencias.

Y hay otras formas de calmar los miedos nocturnos. De vez en cuando, despierto en la cama mientras afuera, en la oscuridad, una nueva fecha aparece en el calendario, me vuelvo hacia Marion, que está durmiendo despatarrada y con la cabeza casi colgando de la cama. Trastornado, torpe como un pato maniobro cautelosamente hacia su camisón, que se le enreda en las piernas mientras se acurruca para acabar durmiéndose otra vez. El ardid (¿está Marion consintiendo calladamente?) tiene por finalidad poseerla, y despertarla poco a poco con algo más fuerte que un beso. Esta vez se agita con más renuencia de lo habitual.

– ¿Qué pasa?

– Adivina -digo entre risas.

– Hmm.

– MMMMMMM.

– ¿Qué día es, Chris?

– Domingo.

– Estoy muy cansada.

– Bueno, no quería decir domingo/lunes, querida. Es, hum, sábado/domingo. Las doce pasadas. Las cero treinta, exactamente.

Este pedantesco jugueteo inicial nos provoca risitas tontas y dulces.

– Hmm.

Separa suavemente los muslos, extiende su mano libre entre ellos y me atrae hacia sí. La conversación cesa. Nos dejamos ir entre gemidos.

Después, (esa palabra que todavía se caracteriza por su elasticidad) nos separamos, somnolientos, sintiendo que lo compartimos todo. Pienso que estos momentos son los más felices de mi vida. La gente dice que la felicidad es aburrida; para mí, no. También dicen que toda la gente feliz es feliz de la misma forma. Qué importa; en cualquier caso, en momentos como este no me interesan las discusiones bizantinas.

1. Chicas desnudas gigantes

¿Cuándo se acaban las teorías? ¿Y por qué? Dígase lo que se diga, para la mayoría de nosotros se terminan. ¿Las mata un único acontecimiento decisivo? Para algunos, quizá. Pero, normalmente, mueren por desgaste; lenta, circunstancialmente. Y después, te preguntas: ¿de todos modos, nos las tomábamos en serio?

Los domingos por la mañana salgo temprano de casa. Giro a la izquierda, ante unas casas prudentemente distanciadas entre sí: Ravenshoe, con su alfombra de flores de castaño de indias sobre el pavimento; Vue de Provence, con sus persianas verdes; East Coker, con su ridículo garaje. Todas tienen los nombres grabados con letras góticas sobre tableros clavados a los árboles.

Atravieso el campo de golf, contemplando una pelota mañanera que se empapa de rocío mientras rebota para detenerse, en seguida, brillando. Me gusta este sitio. Me gusta esta perspectiva húmeda, diferente. Desde lo alto del cuarto hoyo se puede seguir con la mirada las minúsculas figuras que arrastran sus carritos por el césped, deshaciéndose en múltiples rayas de color al contacto con la lluvia.

Desde aquí los gritos de advertencia casi para uno mismo de «Ahí vaaa!» parecen distantes y cómicos (sonrío al recordar el rugido con el que Toni replicaba «puuutaaa»). Más abajo, presuntuosos trenes plateados desfilan produciendo un sonido similar al de un telar. Las ventanas te deslumbran al reflejar el sol, como si unos niños jugasen con espejos. Las iglesias les recuerdan a otros que tienen que levantarse y rezar.

Es realmente irónico volver a estar en Metrolandia. De niño seguramente lo hubiese llamado: le syphilis de l'âme, o algo así. ¿Pero hacerse hombre no es ser capaz de cabalgar sobre la ironía sin que te descabalgue? Además, es un lugar práctico para vivir. Al lado de la tienda de discos hay una tienda en donde venden huevos tan frescos que aún están llenos de mierda y paja. A dos minutos de la peluquería donde va Marion, se pasean unos cerdos sobre capas de estiércol. A cinco minutos en coche ya estás en el campo, donde sólo los postes de electricidad recuerdan la vida en la ciudad. De niño, cuando pasábamos en coche ante estos postes, le daba un codazo a Nigel para que dejase su revista de ciencia ficción y le susurraba al oído: «Mira, chicas desnudas gigantes.» Hoy, cuando paso ante ellos, todavía recuerdo el poema de Auden, pero lo encuentro inexacto y demasiado emocionado.

¿Cuándo se acaban las teorías? De pronto recuerdo una vez, al principio de mi relación con Marion, una excursión que hicimos en coche una noche muy fría de diciembre. Acabamos deteniéndonos en el aparcamiento de un cine, dejamos la calefacción en marcha y nos pusimos a hablar.

Hablamos tanto tiempo dentro de su Morris Minor descapotable que todavía recuerdo de izquierda a derecha todos los controles del tablero.

– ¿Y?

Era la forma en que Marion iniciaba siempre nuestras conversaciones. Era su primera palabra tras el ruidoso deslizarse del freno de mano.

– ¿Y? Pues que aún te quiero.

– Ah… Bueno.

Un beso; otro; un demorarse por debajo de su mejilla.

– Tanto como ayer.

– Bien. ¿Y?

– Su barbilla era bien firme, me di cuenta. No era sólo que el jersey de cuello alto la resaltara.

– ¿No es bastante?

– Probablemente, para mí sí. Pero no para ti.

– ¿…?

– Y por consiguiente, al fin y al cabo para mí tampoco.

– Mierda. ¿Ya vuelves a lo de Le Petit Coq otra vez?

Ese fue el café de París donde por primera vez sentimos -y yo casi temí- nuestro mutuo interés.

– ¿…?

– ¿Qué quieres que diga?

Yo quería saberlo de verdad; o casi.

– Bueno, no quiero que digas algo sólo porque creas que lo quiero oír -(Era bastante razonable, ¿pero por qué no era todo más fácil? Creía que cuanto más se quiere a alguien más fáciles son las cosas. Había tantas trampas como siempre.)

– ¿Es esa pregunta? -La pregunta que siempre surgía desde ángulos diversos.

– Necesito sentir que lo piensas.

– Lo pensaré. ¿Quieres casarte conmigo?

– Lo pensaré.

– Me gustaría creer que ya lo habías pensado.

Hablamos y nos besamos. La gente salió del cine y vació el aparcamiento. No pudimos poner el coche en marcha: la calefacción había agotado la batería. Al final llegó un mecánico, y al ver el vapor en las ventanas, comentó reprendiéndonos:

– Tan sólo un caso de recalentamiento, señores.

Toni no vino a la boda. Recibí una carta en la que explicaba que por una cuestión de principios era incapaz de asistir. Eso era lo que decía la primera línea, en todo caso. No me tomé la molestia de continuar leyendo y la tiré. Dos días más tarde me llamó por teléfono.

– ¿Bien?

– ¿Bien, qué?

– ¿Te gustó la carta?

– No la leí.

– Joder, ¿por qué no? Quiero decir, si no te interesa ahora leer un cuidadoso argumento en contra del matrimonio, ¿cuándo te va a interesar?

– Bueno, lo curioso del caso es que ahora me interesa menos que en otras ocasiones. ¿Querías un épato qué?

– Coño, claro que no. Ya superamos eso, ¿no? Pensé que apreciarías una cierta mirada histórica sobre lo que pretendes llevar a cabo.

– Qué detalle.

– No me malinterpretes. Me gusta mucho Marion, lo sabes. Aunque no es mi tipo, por supuesto…

– Bueno, ya es un alivio… aunque supongo que algunas circunstancias históricas impedirían que me la arrebataras.

– No te entiendo.

– Pues vete a la mierda, Toni.

– La verdad no sé por qué te estás cabreando.

– Bueno, entonces uno de nosotros dos es estúpido.

– De todas formas, es interesante, ¿sabes? El otro día busqué el significado de mariageen un diccionario gabacho. ¿Sabías que todas las expresiones que se citaban tenían connotaciones negativas?: mariage de convenace, d'intérêt, blanc, de raison, à la mode…, etcétera.

– ¿Mariage d'inclination?

– Te equivocas.

– No. -Y colgué.

Y luego, recuerdo una mañana encapotada hace seis años. A las 11:30. De pie en la acera ante el juzgado de Kennington, con un pequeño y agudo dolor en la espalda y uno enorme e inconfundible en el estómago. Marion y yo estábamos uno al lado del otro intentando mantener unas sonrisas plausibles y mirando ansiosamente de soslayo para ver si alguien había traído arroz ignorando nuestra prohibición. Algunos amigos con cámaras intentaban hacernos reír para fotografiarnos en poses ridículas. Marion posó como si estuviese embarazada, poniendo los pies para dentro, tirándose hacia atrás y pretendiendo sentir náuseas. Alguien (creo que Dave) trajo una pistola de anticuario, e intentamos persuadir a los transeúntes con edad adecuada para que posaran apuntándome. El problema era que nadie que pareciese lo suficientemente respetable como para ser el padre de Marion se atrevía a cometer el sacrilegio que se le pedía. Al final, una especie de vagabundo que arrastraba sus pertenencias en un carrito de la compra pasó por allí, y conseguimos que se pusiera de espaldas al objetivo, apuntándome. Después tuvimos que pelearnos con él para que nos devolviera la pistola, pues pareció considerarla como propina.

Cuando volvimos al piso de Marion a cambiarnos para la fiesta (el pacto con nuestros padres fue una fiesta «como debe ser» a cambio de una ceremonia como la que queríamos nosotros), descubrí la razón del dolor en mi espalda: un alfiler que me pasó desapercibido al desempaquetar mi nueva camisa blanca. En cuanto al otro dolor, el errante e indómito que afectaba mi estómago, me preguntaba, mirando el rostro amable, dulce, fuerte, feliz y adorable de Marion, si era miedo.

Marion me consiguió mi primer empleo de verdad. Por entonces, era profesor suplente en Wandsworth: veinticinco libras a la semana por el privilegio de que distintos niños de diferentes cursos me pincharan las ruedas de la bicicleta cada semana, y el de que quinceañeros musculosos me preguntaran si era marica. Ni siquiera el apoyo de Toni (le encantaba que la gente tuviera trabajos que odiaba: lo llamaba «levadura social») pudo aliviar mi furioso aburrimiento. Afortunadamente, Marion venía a verme a mi aséptica habitación alquilada; y yo me tumbaba mirando a través del velo de su cabello las manchas de humedad del techo.

Un día que ella estaba husmeando entre las notas de un tablero de anuncios de trabajo leyó: «Ewart Porter necesita aprendiz de escritor publicitario: 1.650 libras al año, posibilidad de aumento de sueldo cada seis meses. Simpático, capaz de amoldarse…» y todas las típicas perogrulladas.

– No es exactamente lo que tenía pensado.

– ¿Acaso lo de ahora sí?

Para mi asombro me contrataron. Y para mayor un asombro, me gustó el trabajo. El desdén de Toni fue neutralizado por la aprobación de Marion. Además nunca me pareció un trabajo. Era como si te pagasen por hacer deporte, o crucigramas, y uno se volvía alegremente competitivo durante las grandes campañas. Recuerdo que colaboré en el lanzamiento de una nueva margarina llamada Lift,[7]que, como era de suponer, justificó ampliamente nuestra broma de oficina, cuando decíamos que las ventas no despegarían del suelo. Queríamos superar todos los eslóganes de las margarinas rivales: «Se extiende como una caricia» era el lema que adoptamos como prototipo de lo memorable. Trabajamos en cosas como: «Déle vuelo a su cocina» (un astronauta con pastelitos esponjosos), «¿Sube? Venga conmigo» (un botones ante su ascensor con pastelitos esponjosos), e incluso -para una oferta especial – «A caballo volador no le mires el diente» (potro saltando vallas con pastelitos esponjosos). Era ridículo pero divertido. Además, nunca me pareció una profesión peligrosa. Decían que había poetas y novelistas en el mundo de la publicidad; aunque nunca podía recordar sus nombres cuando me preguntaban. Sabía que Eliot trabajó en un banco.

Tres años después, a través de Dave, conseguí un trabajo en la firma Harlow Tewson. Era una empresa que acababa de fundarse, pero sus regalos, cuyo diseño ya había demostrado tener gancho, no faltaban en ninguna cocina con suelo de corcho, en ningún cuarto de baño con paneles de pino ni en ningún llamativo Renault 4. He preparado las ediciones de estos libros durante cinco años sin arrepentirme. Tampoco me ha hecho sentir despreciable: no estamos en contra de ganar dinero, pero contratamos buenos profesionales y editamos buenos libros. En estos momentos, por ejemplo, trabajo en un libro sobre la pintura renacentista italiana: se publicará coincidiendo con la emisión de una serie televisiva de documentales dramáticos basados en Vasari. Toni -que se opone a la idea de que los artistas tengan una vida además de una obra- ya ha pensado por nosotros los títulos de los capítulos: Buonarotti descarga un mazazo, Leonardo consigue Fortuna, Sandro folla, Masaccio…, etcétera. Siempre hay etcéteras con Toni.

– ¿Qué haces cuando te vas a pasear, Chris?

(En otro tiempo habría contestado, no sin honestidad, pero un poco escurriendo el bulto: «Para tu deleite, tonificar los músculos», o algo así. Pero ya he abandonado -creo- las verdades a medias, como he abandonado mi interés por la metacomunicación: maravillosa en teoría, pero no demasiado fiable en la práctica.)

Supongo que meditar un poco.

¿Sobre qué?

Ella parecía ligeramente preocupada, como si pensara que tendría que hacer lo mismo pero le faltara tiempo. -Oh, sobre todo en profundas trivialidades.

– En todo. El pasado, el futuro; en todo. Como una especie de confesión laica. Rezo, amo y recuerdo.

Otra vez, una sonrisa preocupada. Se acercó a mí y me besó. Me pareció que quería metacomunicarme el hecho de que quería besarme (y por una vez dejé que me observara).

– Te quiero -dijo, suspirando sobre mi hombro.

– También yo te quiero, así de frente.

– Magnífico.

– Y de espaldas.

Marion dejó escapar una risita. En el matrimonio, se dice, todos los chistes malos son buenos.

Otra de las reconfortantes listas que elaboro es la lista de razones por las que me casé con Marion.

Porque la quería, por supuesto.

¿Por qué la quería, entonces?

Porque era (es) sensata, inteligente, guapa.

Porque no usaba el amor para descubrir el mundo: no miraba a la otra persona (supongo que me refiero a mí) como herramienta para obtener información.

Porque tardó en acostarse conmigo, pero no se resistió con principios remanidos; y después no demostró arrepentimiento alguno.

Porque en el fondo, pienso, a veces, me inspira cierto temor.

Porque una vez le pregunté: «¿Me querrás pase lo que pase?», y ella contestó: «Tú te has vuelto loco.»

Porque era la hija única de una familia bastante rica. «El dinero no es el combustible del amor -dijo Auden-, pero proporciona excelente leña.»

Porque tolera que haga sin descanso listas como esta.

Porque me quiere.

Porque si es verdad, como observó Maugham, que la tragedia de la vida no es que mueran los hombres sino que dejen de amar, entonces Marion es una persona de quien uno podría incluso dejar de estar enamorado; tendría sus compensaciones.

Porque dije que la quería, y no hay posibilidad de volverse atrás. No pretendo ser cínico. Según la ortodoxia, si un matrimonio se funda sobre algo que no sea la verdad absoluta, ésta siempre acabará por salir a la luz. Yo no me lo creo. El matrimonio te aleja de la verdad, no te aproxima a ella. Tampoco aquí quiero ser cínico.

2. Gastos frecuentes

No veo demasiado a Toni últimamente. Todavía sentimos nostalgia de nuestra amistad, pero nos damos cuenta de que nuestras vidas siguen caminos distintos. Después de Marruecos se fue dos años a los Estados Unidos (del kif al kitsch, como decía él); regresó, dio clases de filosofía y se consagró como crítico literario académico y cruel; había publicado poemas y dos libros de ensayos, y se mezclaba cada vez más en política. Ahora vive con una chica, de cuyo nombre no nos acordamos nunca, en la parte menos elegante de Kensington que fue capaz de encontrar. La última vez que vino a comer, invitamos también a su «mujer»; pero dijo que vendría solo.

– Siento que Kelly no haya podido venir -dijo Marion mientras nos sentábamos a tomar un aperitivo.

– Kally. La verdad es que creemos más conveniente tener amistades por separado.

– ¿Quieres decir que no querías que nos conociera, o que ella no quería venir? ¿Cuál de las dos cosas?

Toni pareció un poco sorprendido. Creo que piensa que Marion no tiene carácter porque es tranquila.

– No, probablemente le gustaría conoceros. Es sólo que cada uno tiene sus amigos.

– ¿Le dijiste que la habíamos invitado?

– La verdad es que no.

– Así que nosotros tampoco tendremos posibilidad alguna de conocerla.

– No te pongas pesada, Marion. -(Pronunció su nombre con exagerada lentitud)-. La cosa está bastante clara, ¿no?

– Totalmente. Me vuelvo a la cocina.

Fue un poco violento; siempre olvido durante los intervalos de tiempo en que no nos vemos lo terco que se ha vuelto Toni. Pero la verdad, bastaba mirarnos para ver por dónde iba cada uno. Yo llevaba un suéter sin cuello, pantalones de pana y zapatos de ante. Toni vaqueros de marca, un chaleco de algodón, una camisa ingeniosamente arrugada y una especie de anorak; el pelo cuidadosamente despeinado; y la estropeada bolsa que le colgaba del hombro contenía, supongo, montones de cosas que yo no había necesitado nunca. Seguía siendo moreno, judío y activo, y se afeitaba dos veces al día; noté que últimamente había comenzado a depilarse la zona en donde antaño se le juntaban las cejas. También parecía hablar de un modo algo diferente de como yo recordaba: el acento era el mismo, pero la gramática y el vocabulario se habían vuelto más populares.

La combatividad de Toni era de esperar, ambos éramos así en el colegio. Lo que pasa es que yo no esperaba que complicase tanto una simple invitación. Después de aquella conversación algo tensa nos sentamos a comer. Amy estaba subida en su silla alta a la izquierda de Toni, con su babero amarillo atado al cuello. Toni, inmediatamente, inició una aparatosa comedia poniéndose el anorak y apartándose unos centímetros a la derecha para salir de lo que llamaba campo de lanzamiento.

– Nunca se sabe cuándo van a lanzarte algo -nos dijo con toda la autoridad de quien no tiene hijos. No se refería a vomitar, de todas formas.

– Es buenísima -dijo Marion con firmeza-. ¿Verdad, angelito? Excepto cuando tiene una flatulencia, claro.

Toni simuló amedrentarse.

– ¿En qué se parecen un bebé y una cagada frustrada? -Marion frunció el ceño; yo dije que no lo sabía-. En que los dos son una mezcla de pipí y pedo.

Marion le pasó la sopa sin comentario alguno. Toni aprovechó la ocasión para alejarse todavía unos centímetros más.

– No, nunca se sabe. Por eso siempre visto ropa anti-be-bé. -(Sacudió la manga de su anorak)-. Lo llevo cuando sé que va a haber bebés, en los barrios bajos y para cuidar el jardín. Ah, y para sacarle dinero al Arts Council.

– Aquí entramos en las dos primeras categorías, supongo -dijo Marion, irritada con razón.

– Naturalmente.

Toni se volvió hacia Amy y le dedicó una sonrisa de payaso.

– Ta, ta, ta -le soltó, parodiando toscamente a un tío muy cariñoso-. Yo sé quién tiene muy buena puntería. Venga, escúpele algo a Toni.

Levantó la manga a modo de invitación.

– Está buenísima, cariño -intervine yo, incómodo, levantando la cuchara sobre la sopa de berros.

Marion esperó a que Toni confirmara ese juicio, pero estaba demasiado ocupado llenándose la boca de pan.

– Háblanos de ti, Toni -dijo ella tras una pausa.

– Ah… Me voy a hacer la vasectomía… Tengo que acabar de una vez por todas con ciertos gastos frecuentes. Escribo guiones para una compañía de títeres. Estoy intentando que los fascistas locales del partido laborista se bajen del burro. Estoy haciendo un ensayo sobre Koestler que se titulará «Un estudio sobre la duplicidad». Y como gratis en casa de unos cuantos amigos del colegio.

– Y sus esposas -corrigió Marion.

– Y sus deliciosamente irónicas aunque algo impertinentes esposas.

Aquí, Amy produjo un sonido raro. Tosió y se puso a devolver pacíficamente: un flujo lechoso fue cayendo sobre su bandeja de plástico. Toni recibió su triunfo con grandes risas. Amy le contestó con un gorjeo. Toni se cubrió bien con el anorak y todos nos relajamos. Una vez que nos adaptamos a su aparente rudeza y solipsismo, nos llevamos bastante bien. Marion se había lamentado de que Toni fuera tan poco sensible. Le contesté que se trataba más bien de un escritor que decía todo el rato lo que pensaba.

– Tenía entendido que los escritores eran más y no menos sensibles que la otra gente -respondió ella.

Existe una diferencia entre sensibilidad y educación, creo que dije; y no puedo recordar si yo mismo me quedé convencido.

Después de comer, Toni y yo fuimos a dar un paseo por el jardín. El ignoró las «escapistas» flores, y me interrogó sobre la calidad del suelo, las variedades de las verduras, la cosecha que cabía esperar. Un año que pasó en una granja cooperativa experimental en Gales parecía haberle dado cierto conocimiento empírico, pero poca comprensión de los principios hortícolas.

– Así que esto es todo lo que hay, ¿eh? -me preguntó con una sonrisa sarcástica mientras mirábamos una hilera de nabos-. Así que esto es todo lo que hay.

Creí oportuno desviar la cuestión hasta que me pareciese más clara. Le respondí con otra pregunta.

– Estás mucho más… politizado que antes, ¿no?

– Soy más de izquierdas, si te refieres a eso. El hombre siempre es político.

– Vamos. Durante la adolescencia éramos totalmente pasivos. Totalmente cínicos y desinteresados, ¿no te acuerdas? Era el arte lo que nos importaba, ¿no? Nosotros somos el motor y la agitación, ¿no te acuerdas de ese énfasis en «nosotros»?

– Recuerdo que éramos totalmente conservadores.

– No creo que eso sea cierto en absoluto. Odiábamos a los peces gordos. Y al bon bourgeois. Le Belge est voleur… -empecé yo, pero no pude acordarme del resto.

– Sentíamos apatía y aversión, de acuerdo, pero ésos son los principios fundamentales de la plataforma conservadora. Joder, ¿no te acuerdas de Cuba? ¿Qué hicimos entonces? Estábamos tan encantados con Kennedy como si fuera Robert Ryan en The Battle of the Bulge. -(¿Acaso no era así?)-. ¿Y qué fue lo que pensamos de Profumo? Nos daba envidia: ése fue el resultado de nuestro análisis de la crisis sociopolítica.

– Pero la poesía no hace que sucedan cosas -dije con la cadencia de un hombre razonable.

– Esa es la jodida verdad. Así que si quieres que pase algo no escribas poesías. Yo no sé por qué lo hago. Supongo que para dejar de hacerme pajas un rato. El otro día ojeaba un libro de poemas en una librería y no pude pasar del prefacio. Decía: «Este libro fue escrito para cambiar el mundo.» No hay palabras para decir lo jodidamente irónico que suena.

– ¿Por qué te acaloras tanto?

– Porque la razón de que la poesía no haga que pase nada es que esos mismos peces gordos se lo impiden.

– ¿Quién se lo impide? ¿Qué peces gordos? Venga, concreta.

– Unos imprecisos peces gordos hijos de puta. Peces gordos escurridizos. Porque la poesía la presentan como un programa de televisión a altas horas de la madrugada para una minoritaria afición desconocida… como la del esquí acuático, la que folla con cabras o cosas por el estilo. ¿Quién lee poesía? ¿A quién le han dicho que sirve para algo?

– Publican mucha en la prensa.

– Ja, cuanta más, menos. Eso no son sino parches. Llaman a cualquier gilipollas domesticado y le dicen: «Oh, Jonathan, ¿podrías mandarnos un poema de tantos versos para esta semana?», o: «Me temo que nuestro crítico de ballet se ha torcido la muñeca escribiendo mayúsculas, ¿podrías escribir algo largo en versos cortos? Con rima, por favor, ya sabes que a nuestros lectores les gustan las rimas.»

– Me parece que eso no es muy justo. -(Francamente, pensé que era paranoia, el enconado despecho de un escritor sin éxito.)

– Por supuesto que no es justo. -(Toni pronunció «justo» con el sarcasmo que normalmente reservaba para «conservador»)-. Pero es así como funciona. Pregunta qué poesía tienen en una biblioteca y sólo encontrarás baladas campestres o cosas de gilipollas ya muertos. ¿Qué tiene eso que ver con el presente? Y lo mismo con las novelas: todo son contrabandistas, aventuras de animalitos o historia.

– Y todos sabemos lo que es la historia -apunté yo nostálgicamente (más valía cambiar de tema, pensé).

– Las trampas de los vencedores. Exacto. Pero ¿por qué ya nadie se toma los libros en serio? Quiero decir, aparte de los académicos, y ¿qué coño hacen? No son más que críticos que dan a luz sus ejemplares con cien años de atraso. ¿Por qué todo el mundo se burla de un escritor cuando hace un comentario político? ¿Por qué todo lo que es de izquierdas se pone de moda antes de que se lea, y para entonces es ya una fuerza del conservadurismo? ¿Y por qué coño -(por fin pareció tomar aliento)-, por qué coño no compra la gente mis libros de mierda?

– ¿Demasiado sucios? -sugerí. Se rió, comenzó a calmarse, y se puso a elogiar otra vez el jardín.

– ¿Y por qué no has hecho tú nada, pez gordo en ciernes?

No le dije nada sobre mi proyectada historia del transporte en Londres.

– Oh, yo, caramba, me has cogido, yo estoy metido en la vida.

Se rió otra vez, aunque bastante compasivamente. O eso me pareció.

(Pero ¿acaso no es verdad que estoy -no más metido en la vida, no lo diría así -, que soy más serio? En el colegio me hubiese calificado de serio a mí mismo, cuando en realidad tan sólo era un exagerado. En París me consideré serio -imaginaba, de verdad, que me encaminaba a una síntesis grandiosa entre la vida y el arte-, pero probablemente no hacía más que atribuirle una importancia desmesurada y legitimadora a un placer irreflexivo. Hoy, soy serio respecto a diferentes cosas. Y no temo que mi seriedad se desmorone bajo mis pies.)

– Quieres decir que ya no vives en una habitación alquilada -fue el comentario de Toni cuando hube parafraseado todo esto.

Ahora estábamos al fondo del jardín. Mirando a través del enramado que formaban los tronquitos de las judías, uno podía intuir la buhardilla en lo alto de la casa: un día sería el cuarto de Amy, o quizá de su hermana.

– Bueno, hasta cierto punto. Es una satisfacción saber que no se tienen goteras en el tejado.

– Cavernícola -murmuró Toni, imitando una de las voces que poníamos en el colegio.

– Y que tienes a tu familia a tu alrededor bajo tu protección.

– Machista.

– Y tener un niño. -(Normalmente no lo hubiese mencionado, porque la mujer de Toni había tenido hacía poco lo que él llamaba un trabajo de aspiradora; pero me sentía injustamente atacado.)

– Pues yo creía que había sido un desliz.

– Bueno, no es que fuéramos a buscarla. Pero eso da lo mismo.

– La verdad, creo que es una fórmula bastante extraña: si conseguimos que las fábricas de gomas de Londres den un alfilerazo en la punta de cada condón, la población será más madura: seria, consciente, hipotecada hasta los huevos. Hasta empezaría a comprar mis libros de mierda.

Seguimos andando y nos detuvimos ante los guisantes enanos.

– A propósito -dijo, moviendo el codo de arriba abajo con un gesto licencioso del pasado-, ¿has tenido ya alguna aventurilla?

Mi primera reacción fue decirle que no se metiera más que en sus cochinos asuntos. La segunda fue ignorar la pregunta. La tercera (¿por qué tardé tanto?) fue decir simplemente:

– No.

– Eso es interesante.

– ¿Por qué «No» es interesante? -(¿Con qué derecho me hablaba con tanta superioridad) -. ¿Quieres decir que te sorprende muchísimo que haya sido fiel durante seis años? ¿Que tú no habrías tardado más de una semana en ser infiel?

– No, lo que es interesante es la pausa antes del No. ¿Significa acaso: No, pero no me habría importado lo más mínimo? ¿No, pero estuve a punto la semana pasada? ¿No, porque Marion me deja totalmente exhausto?

– La verdad es que me quedé dudando: ¿Le rompo la cara? No, pensándolo mejor le diré la verdad. Me imagino que Kally y tú tenéis uno de esos acuerdos modernos.

– Modernos, viejos, no importa cómo les llames. Cualquier cosa antes que tu retorcida y anticuada aberración judeocristiana, rematada por el rechazo al sexo de los masturbadores Victorianos.

Clavó en mí una mirada desafiante.

– Pero es que yo no soy judío, no voy a misa y no me hago pajas; simplemente amo a mi mujer.

– Eso es lo que dicen todos. Incluso cuando no es verdad. Y lo podrás seguir diciendo cuando hayas tenido otra. Doy por sentado que sigues creyendo que cuando te mueres te has muerto.

– Por supuesto.

– Bueno, eso ya es un alivio. ¿Y cómo coño puedes soportar la idea de que hasta que te mueras no follarás nunca con otra mujer? ¿Cómo puedes soportarlo? Yo me volvería loco. Quiero decir que estoy seguro de que Marion es esto y aquello, y que te pone los talones en las orejas y que te deja más seco que una esponja, pero aun así…

Yo quería terminar esa conversación, pero la imagen que conjuró de Marion fue tan súbita, tan extrañamente dolorosa (¿cómo te atreves a pensar esas porquerías de mi mujer?). Además, ¿quién se creía que era para darme lecciones?

– No voy a entrar en detalles de cosas que tú sin duda ya has disfrutado, pero nuestra vida sexual -(me detuve, casi sintiéndome desleal)- es bastante…

Toni comenzó a mover el codo otra vez de arriba abajo.

– No me dirás…

Esta vez tenía que cortarlo en seco:

– Mira, sólo porque vivas en la Línea Metropolitana no quiere decir que no hayas oído hablar de…

Estaba indignado. Pero de pronto me sentí tan mortificado que no pude terminar la frase. Me asaltaban las imágenes que yo mismo había conjurado.

– Cuidado con lo que dices -dijo Toni encantado-, hablar de más puede costar una esposa.

– Y en lo que se refiere a no… acostarse con nadie más, no lo veo como lo ves tú. Cuando estoy en la cama con Marion no me paso todo el rato pensando: «Espero no morirme sin haberme enrollado con otra.» Y, en todo caso, una vez que te has acostumbrado al… caviar, no sientes una necesidad imperiosa de… merluza.

– Hay otros peces en el mar. Peces, peces, peces.

Toni no continuó, se quedó sonriendo, invitándome a hablar. Yo estaba irritado, tanto por mi insólita elección de la metáfora como por lo demás.

– En todo caso, no creo en esta nueva ortodoxia. Antes era: no andes follando por ahí porque tendrás mala suerte y cogerás una enfermedad venérea que transmitirás a tu mujer y tendréis hijos locos, como en la obra de Strindberg o Ibsen o quien fuese. Ahora es: folla por ahí todo lo que puedas o te convertirás en un pelmazo y no conocerás a nadie y acabarás siendo impotente con todas menos con tu esposa.

– ¿Cuál de las dos cosas es cierta?

– Por supuesto, ninguna. Sólo son prejuicios de moda.

– Entonces, ¿por qué te cabreas? ¿Por qué te inquietas tanto si sólo estás defendiendo lo que tú crees?

– Porque a la gente como tú les gusta machacar a la gente como yo y escribir libros sobre eso. ¿Te acuerdas de que cuando éramos niños a alguien se le ocurrió la teoría del adulterio como sostén del matrimonio? No digo que, en algunos casos, no sea una idea válida. Pero actualmente hay muchos más sistemas de andamiaje.

Toni se detuvo. Advertí que se avecinaba el contraataque.

– ¿Así que tú no eres un marido fiel por respeto, digamos, a la ley de Dios?

– Claro que no.

– Quizá debido a un imperativo categórico: ¿No folies, a menos que tu mujer lo haga?

– No, no soy posesivo de esa manera.

– Quizá no se trate en absoluto de una cuestión de principios.

Empecé a sentir recelo como si me guiaran hacia un redil y no supiera lo que iba a encontrar allí. Sin duda, conociendo a Toni, algo difícil de tragar. El prosiguió:

– ¿Lo has hablado alguna vez con Marion?

– No.

– ¿Por qué no? Pensaba que era de lo primero que hablaban las parejas.

– Para serte sincero, pensé en mencionarlo una o dos veces, pero no veo cómo puedes sacar el tema sin que la otra persona crea que estás ocultando algo.

– O más bien a alguien.

– Como prefieras.

– ¿Así que no sabes si le importaría o no?

– Estoy seguro de que le importaría. Lo mismo que me importaría a mí si fuera al revés.

– Pero ella tampoco te lo ha preguntado.

– No, te he dicho que no.

– Así que sólo es…

– …un presentimiento. Pero fuerte. Lo sé. Lo siento.

Toni suspiró con afectación. Ahora viene la parte más cruel, pensé.

– ¿Qué pasa? -(tratando de devolvérsela)-. ¿Acaso no estoy lo suficientemente interesado en el adulterio para tu gusto?

– No, sólo pensaba en cómo cambian las cosas. ¿Te acuerdas de que cuando estábamos en el colegio, cuando la vida iba con mayúsculas y era algo que nos parecía todavía inaccesible, solíamos pensar que la forma de vivir nuestras vidas era descubrir o deducir ciertos principios de los cuales poder extraer decisiones individuales? Era obvio para todos menos para los gilipollas, ¿no? ¿Te acuerdas de que leímos todos esos panfletos que escribió Tolstoi al final de su vida, tipo La forma en que deberíamos vivir? Me pregunto si te hubieses despreciado de saber que acabarías tomando decisiones basadas en presentimientos que podrías verificar fácilmente, pero que no te tomas la molestia de hacerlo. No es que lo encuentre particularmente sorprendente; sólo deprimente.

Hubo un largo silencio durante el cual no nos miramos el uno al otro. Tenía la sensación de que, esta vez, el esprit d'escalier tardaría más en llegar de lo normal. Finalmente, Toni continuó:

– Quiero decir que quizá yo también haya fallado. Supongo que tomo montones de decisiones que parten del egoísmo, que yo llamo pragmatismo. Supongo que de alguna forma he fallado tanto como tú.

Era como si después de ahogarme se hubiese quedado esperando a que mi cuerpo volviera a flote, para luego, a regañadientes, hacerme la respiración artificial.

Regresamos a la casa mientras le iba hablando de las plantas que encontrábamos por el camino.

3. Enaguas almidonadas

Lo absurdo era que mientras Toni me ponía como un trapo, yo podía haberle dicho algunas cosas. Unas pocas, al menos. Pero quizá produzca cierto placer saber que te han conceptuado equivocadamente.

¿Puede uno confesar sus virtudes? No lo sé, pero lo intentaré. Después de todo, el concepto de virtud hoy en día es bastante ambiguo. Sin embargo quizá «virtud» sea una palabra que suene demasiado fuerte; implica apreciaciones demasiado positivas. O quizá no. ¿Quién soy yo para negarle importancia a un cumplido? Si se puede cometer un crimen por no ser capaz de rescatar a un hombre que se ahoga en un estanque, entonces, ¿por qué no es virtuoso quien se resiste a la tentación?

Todo empezó con un encuentro casual en el tren de las 5:45 en Baker Street. Esperaba en el andén cuando un maletín me golpeó en las costillas. Me aparté apresuradamente para dejar paso al individuo gordo y torpe habitual en esta línea de metro, cuando oí:

– Lloyd. Te llamabas Lloyd, ¿no? -Me volví.

– Penny.

Sabía que se llamaba Tim y él sabía que yo me llamaba Chris, pero incluso durante el curso en que, con nuestros menguados huesos de chicos de doce años fuimos los extremos derecho e izquierdo del equipo de rugby de la clase, nunca nos aventuramos más allá de los apellidos. Más tarde, escogió matemáticas en sexto y se convirtió en monitor: su pertenencia a dos categorías que considerábamos despreciables fue razón suficiente para que su compañía fuera eludida. A partir de entonces, fue tan sólo una persona a quien se saludaba por los pasillos, mientras Toni y yo discutíamos, a voces, la ambigüedad dinámica de Hopkins.

Todavía tenía aspecto de monitor, fornido y con el pelo rizado. Su atuendo de ejecutivo apenas había cambiado su aspecto. Sabía que había conseguido una beca de la Shell para estudiar en Cambridge: setecientas libras al año a cambio de tres años de tu vida al terminar la carrera (la forma usual de chantaje de los poderosos, pensábamos Toni y yo). Mientras el tren atravesaba Finchley Road, me contó el resto: entre todas las circunstancias desagradables posibles, resulta que conoció a su mujer -profesora de geografía- en una fiesta a la que había que acudir en pijama. Trabajó en la Shell durante cinco años y luego en Unilever. Tres niños y dos coches. Ahora luchaba para que sus hijos pudieran acceder a la enseñanza privada; la típica historia de una prosperidad banal.

– ¿Fotografías? -le pregunté, más que aburrido.

– ¿Qué fotografías?

– De tu esposa e hijos. ¿No las llevas encima?

– Los veo todos los días y todo el fin de semana, ¿por qué voy a llevar fotos suyas a todas partes?

No me quedó más remedio que sonreír. Miré por la ventanilla hacia el nuevo hospital: era un edificio de muchos pisos construido detrás de un campo de deportes: desde arriba, las porterías de fútbol parecían del tamaño de las de hockey, las de hockey de las de waterpolo. Una neblina crepuscular flotaba aquí y allá a la altura de los tobillos. Comencé a comparar mi vida con la suya. Quizá fuera mi sentido de culpa por haberlo descalificado o quizá fuera la verdad, pero mi vida me pareció entonces muy similar a la suya, excepto en que el índice de fertilidad era más bajo.

Una vez superado mi instintivo rechazo, resultó que nos entendimos bastante bien. Le dije que pensaba escribir una historia social del metro de Londres.

– Me parece la mar de interesante -dijo, y no pude evitar sentirme halagado-. Siempre me ha gustado saber algo sobre este tipo de temas. Precisamente vi a Dicky Simmons el otro día, seguro que te acuerdas de él, y no sé por qué comenzamos a hablar de la cantidad de túneles en desuso que hay por debajo de Londres. Túneles ferroviarios, túneles de las oficinas de correos. Sabe mucho de eso. Ahora trabaja para el ayuntamiento. Podría serte útil.

La verdad es que sí. Simmons fue un chico raro en el colegio: solitario, impredecible, lleno de caspa, tímido. Tampoco su aspecto físico era normal, y el reglamentario corte de pelo no hacía más que enfatizar la falta de armonía de sus rasgos. Se pasaba la hora de comer escondido en un rincón del patio ocupado por los de sexto, con su nariz huesuda, que se tocaba continuamente, metida en algún oscuro tratado sexológico, mientras que con su mano libre intentaba patéticamente pegarse a la cabeza una oreja que sobresalía en un ángulo de noventa grados. El pobre Simmons era un caso desesperado.

– Aunque te parezca sorprendente -dijo Tim-, Dicky y yo vamos a la cena anual de antiguos alumnos el mes que viene. Ven y habla con él.

Tristemente prometí tenerlo en cuenta. Mientras tanto, nos invitó a Marion y a mí a una «cena ligera a base de vino y quesos» el sábado siguiente. Le dije que iríamos siempre y cuando no tuviéramos que ir en pijama.

Cuando llegó la fecha no encontramos quien se quedara con los niños, así que fui solo. La historia es muy tópica: marido solo en una fiesta por primera vez en años -no ha parado de beber-, chica con vestido y lápiz de labios años cincuenta (efecto nostálgico y fetichista en el marido); se habla de esto, de aquello y de lo otro también, mientras ambos intercambian esas risitas de cuando se está un poco bebido, algún coqueteo, alguna indirecta. Y de pronto, todo empieza a ir mal. Mal, es decir, de acuerdo con mi recatada fantasía.

– ¿Nos lo montamos, entonces? -dijo ella de repente.

– ¿Montar qué? -contesté.

Me miró durante unos segundos, y luego dijo con voz sobria y amenazante:

– Pues que si vamos y nos echamos un polvo. -(¿Qué edad tendría ella, por Dios? ¿Veinte, veintiuno?)

– Bueno, no sé -respondí, enrojeciendo repentinamente como a los quince años, casi estirándome la enagua almidonada.

– ¿Por qué no? ¿Te asusta meter la polla donde tienes puesta la boca? -Se inclinó hacia mí rápidamente y me besó en los labios.

Hacía años que no sentía semejante pánico. Pensé: «Seguro que su pintalabios es de ese nuevo tipo indeleble.» Miré a mi alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Parecía que nadie lo había notado. Volví a mirar a mi alrededor otra vez, intentando encontrarme con la mirada de alguien, de quien fuera. No pude. Lo que hice fue bajar la voz y decir con firmeza:

– Estoy casado.

– No tengo prejuicios.

Lo curioso era que no me parecía en absoluto estar metido en un brete por razones de conciencia (quizá sólo la había deseado a medias), tan sólo en una situación social difícil, de la cual no era fácil salir bien parado. Recuperé un poco de mi aplomo.

– Me alegro. Pero verás, «estoy casado» era taquigrafía.

– Suele serlo. ¿Qué quiere decir en esta ocasión? ¿Te follaré pero no quiero meterme en líos; o te follaré y me gustas, pero creo que deberíamos hablar claro antes; o mi esposa no me entiende y no sé si follarte, pero quizá podríamos ir a un sitio y limitarnos a charlar; o es, lisa y llanamente, no te voy a follar?

– Si esas son todas las categorías posibles, escojo la última.

– En ese caso -se inclinó hacia mí al tiempo que yo me apartaba hacia un lado-, no deberías hacerle cosquillas al primer coño que ves.

Dios. Su displicente desfachatez se tornaba agresiva. ¿Es así como hablan todas hoy en día? De pronto, diez años me parecieron muchísimo tiempo. Pensé: «Reflexiona un poco, soy yo el que se supone que está en su mejor momento, soy yo el que tiene experiencia aunque sea una experiencia predecible, soy una persona con principios pero flexible. Ese soy yo.»

– No seas ridícula.

– No me negarás que estabas… ¿cómo decirlo?… intentando engatusarme.

– Hum, no más que tú a mí. -(Cualquiera decía un piropo a una chica hoy día; te juzgaban por incumplimiento de promesa.)

– Pero yo intentaba largarme contigo, ¿no?

– Admito que estaba… coqueteando.

– Bueno, entonces eres un calientacoños. -Y repitió, en el tono breve y condescendiente que se adopta para adoctrinar a un niño-: No calientes coños.

Lo extraño era que aún la encontraba atractiva (aunque por asociación sus rasgos parecían haberse vuelto más afilados). Hasta cierto punto, todavía quería cautivarla.

– Pero ¿por qué todo tiene que ser tan legal e indivisible? ¿No te pasa a veces que sólo quieres oír una canción de todo un disco? Si tú… no sé… abres un paquete de dátiles, ¿te los zampas todos?

– Gracias por las comparaciones. No es una cuestión de grado, tan sólo de honestidad en la intención. Has sido poco honesto. Eres…

– De acuerdo, de acuerdo. -(No quería que me pusiera otra vez el pie en el cuello para volverme a restregar la palabra por las narices)-. Admito haberte decepcionado ligeramente. Pero no más que si te hubiese preguntado en qué trabajas, y después de contestarme te hubiera dicho «qué interesante», aunque diera la casualidad de que me pareciera el trabajo más aburrido del mundo. Es tan sólo una cuestión de protocolo social.

Me miró con una expresión medio escéptica medio despectiva, y luego se fue. ¿Por qué se me acusaba de engaño?, me decía yo dolido en mi lealtad hacia mí mismo. ¿Y por qué se daban tantos malentendidos sobre el sexo?

Más tarde, en el tren de vuelta a casa, recordé la Teoría del Sexo en las Afueras, que Toni elaboró cuando ambos teníamos dieciséis años y estábamos a punto de entrar en tierra sin señalizar.

El poder y la industria y el dinero y la cultura y todo lo valioso, importante y ventajoso se centraban en Londres, explicaba él. Por consiguiente, ex hypothesi, también el sexo. Para empezar mira el número de prostitutas con cadenas de oro; y mira cualquier vagón de metro, lleno de chiquillas con vestidos ajustados, apretujadas contra caricaturas de Grosz. La proximidad, el sudor, la urgencia de la ciudad, todo era estrepitoso Sexo para cualquier observador con sensibilidad. Pero esa energía sexual, me aseguraba, se disipaba gradualmente al ir saliendo de la metrópoli. Cuando se llegaba a Hitchin y Wendover y Haywards Heath, la gente tenía que consultar en los libros para averiguar en qué sitio se metía cada cosa. Así se explicaba el extendido abuso sexual de animales en el campo. Simple ignorancia. No se abusa de los animales en la ciudad.

Pero en las zonas residenciales, continuaba Toni (ayudándome, probablemente, a entender a mis padres), uno se encuentra en un área extraña e intermedia de crepúsculo sexual. Se podía creer que en las afueras -por ejemplo, en Metrolandia-, el erotismo era soporífero. No obstante, el más apremiante deseo dominaba a la gente que uno menos esperaba. Nunca sabías a qué atenerte: una chica podía dejarte plantado; la mujer de un jugador de golf podía arrancarte el uniforme del colegio sin pedirte permiso y hacerte cosas perversas y extravagantes; los empleados de las tiendas de ropa podían actuar de maneras insospechadas. El Papa había prohibido formalmente a las monjas que vivieran en las afueras de las grandes ciudades. Toni estaba bastante seguro de eso. Era en esos suburbios, mantenía, donde ocurría lo verdaderamente interesante del sexo.

Aquella noche pensé que, después de todo, algo de verdad había en esa Teoría.

4. ¿Es el sexo un viaje?

Hacía meses que Marion y yo no habíamos visto al tío Arthur cuando Nigel llamó para decirnos que había muerto. No puedo decir que la familia se sumiera en el luto. Ninguno de nosotros fue capaz de experimentar un sentimiento más próximo al dolor que la sorpresa. Los últimos quince años no me hicieron sentir más cariño por él; lo más que puede decirse es que llegué a respetar la honestidad de su sincera aversión por mí y a valorar su afectada autosuficiencia.

Conforme fue envejeciendo, Arthur se volvió más transparente e insultantemente mendaz. En la flor de su vida, sus estratagemas fueron siempre preparadas con esmero: primero hacía constar el entumecimiento de su rodilla y la fragilidad de su columna vertebral, consecuencias ambas de su vida de soldado. La sinceridad de su luminosa mirada hacía sospechar que estaba mintiendo, pero no se podía estar seguro. Al cabo de un rato hacía referencia a alguna tarea imposible de realizar con una espalda que «carecía de acero» o unas rodillas que parecían «de madera de teca». Entonces asumías tu derrota con una sonrisa.

Pero durante los últimos años Arthur actuó sin un mínimo de sutileza. No hizo ninguna concesión al estilo ni a la cortesía. «¿Os apetece un té?», empezaba. Luego, levantándose apenas unos centímetros del refugio acolchado de su sillón, dejaba escapar un perezoso «Aay», y se hundía en su asiento de nuevo.

– Es increíble este/a rodilla/pie/hígado que tengo -le aclaraba a Marion, y ya no se molestaba ni en darle las gracias exageradamente (cosa que antes le divertía), cuando ella se levantaba y se dirigía a la cocina.

Otros defectos físicos -algunos tan viejos como sueños recurrentes, otros como novedosas libélulas de una tarde- le impedían cambiar enchufes, llegar a los estantes más altos, zurcirse la ropa, lavar los platos o acompañarnos hasta la puerta. Un día, después de quejarse de artritis en un pulgar, vista borrosa y posibilidad de un pie gangrenado en menos de media hora, Marion sugirió que lo viera un médico.

– ¿Qué pasa, vais detrás de mi dinero? Son todos unos carniceros. Les interesa que sigas enfermo, cualquier imbécil puede darse cuenta de eso. Así pueden pedir más dinero al Ministerio de Sanidad.

– Pero Arthur -protestó Marion -, quizá sea algo grave.

– Nada que otro cojín -(pretendiendo intentar alcanzar uno)-… no pueda aaah, aaaajj… gracias, chica.

Luego añadió sumiso:

– Condenada rodilla.

Su tacañería, antes disfrazada de modestia, asumió gradualmente la condición de un desenfrenado placer. Su perro Ferdinand murió poco después de que Arthur decidiera que había más carne de la necesaria en las comidas para perros. Un cincuenta por ciento de carne de lata y un cincuenta por ciento de virutas de madera fue suficiente para Ferdinand. Arthur le habría aguado el agua si hubiera sabido cómo hacerlo.

Al envejecer fue perdiendo amigos. No arreglaba las vallas del jardín, nunca corría las cortinas, y le gustaba ofender a sus vecinos rascándose con virulencia ante las ventanas. Las postales de Navidad que enviaba eran siempre recicladas, con una ostentosa tachadura sobre la firma del remitente anterior. A veces, con una especie de humor retorcido, nos enviaba, a Marion y a mí, la misma felicitación que le habíamos enviado nosotros a él las Navidades anteriores.

El resto de su correspondencia iba dirigida, principalmente, a los directores de las compañías de venta por correspondencia, a quienes lograba timar con bastante éxito. Su técnica consistía en encargar productos que requerían su visto bueno antes de concretar la compra definitiva. Cuando los recibía esperaba un mes, enviaba un cheque e, inmediatamente después, ordenaba a su banco que no lo pagase. Cuando la firma en cuestión le pedía explicaciones, contestaba en seguida (pero fechando la carta dos días antes, para que pareciese que se habían cruzado), quejándose de la calidad del artículo, exigiendo que se lo reemplazasen antes de devolver el objeto defectuoso, y pidiendo un reembolso por adelantado por los gastos de embalaje y envío. Tenía otras técnicas aún más bizantinas para ganar tiempo y, con frecuencia, acababa ganando un capote de un ex oficial de la Royal Navy, o un par de podadoras de jardín con mango de plástico que se autoafilaban, por el precio de unos pocos sellos usados despegados con vapor y unos sobres aprovechados.

Algunas de las dolencias de Arthur, sin embargo, debían de ser reales -aunque me pregunto si él mismo sabía la diferencia- y se aliaron para producir el ataque de corazón que resultó fatal. Su muerte no me conmovió demasiado, ni la soledad de las circunstancias en que se produjo tampoco. El lo había querido así. Lo que me afectó, cuando Nigel y yo fuimos a vaciar la casa, fue el pathos de los objetos. Mientras Nigel charlaba incesantemente sobre los brutales aspectos de la muerte que le interesaban a él, me fui poniendo melancólico a medida que veía la serie de cosas que habían quedado a medias y que una muerte te hace observar. La pila de platos sucios era normal en casa de Arthur, quien una vez intentó que le hicieran descuento en la factura del agua basándose en que sólo lavaba los platos cada dos semanas, y luego utilizaba el líquido sobrante para regar sus rosas. Pero por todas partes me asaltaban objetos diferentes que parecían recién abandonados, entreabiertos, desechados. Un paquete medio vacío de limpiadores de pipa, con uno -el que habría usado la siguiente vez- asomando de la caja. Señaladores (o para ser exacto trozos de periódico) marcando tristemente la página más allá de la cual Arthur nunca llegaría (cosa que, hasta cierto punto me tenía sin cuidado). Ropas que otros habían desechado ya, pero que Arthur había usado sus buenos cinco años más. Relojes que ahora se detendrían sin que a nadie se le ocurriera ponerlos en marcha. Un diario dado por terminado el 23 de junio.

La incineración no fue peor que una navidad familiar, o que un encuentro en los vestuarios con un equipo de rugby con el que juegas de mala gana. Después, las doce personas, aproximadamente, que convocó la muerte de Arthur, salimos en fila para encontrarnos con un cálido atardecer. Deambulamos por allí, incómodos, leyendo las notas que acompañaban las coronas y comentando los modelos de coche que teníamos cada uno. Advertí que algunas coronas no llevaban tarjeta. Quizá fuera la contribución del personal del crematorio para que no nos deprimiera la modestia de nuestro cortejo.

Mientras Marion conducía hasta casa, yo llevaba a Amy en brazos y escuchaba el parloteo de una pareja de parientes a medias identificados que provenía del asiento trasero. Meditaba, a ratos, sobre la muerte de Arthur, sobre el hecho tan simple de que ya no existiera. Luego, dejé que mi cabeza divagara sobre mi propia y futura no existencia. No había pensado en ella durante años. Me di cuenta, repentinamente, de que podía considerarla casi sin temor. Comencé de nuevo, más seriamente esta vez, con masoquismo, a tratar de disparar el terror y el pánico antes tan familiares. Pero no pasó nada. Me sentiría tranquilo. Amy gorjeaba feliz, dialogando con las alternativas acelerones y frenazos del coche. Era como cuando se alejan los indios en una película del oeste.

Esa noche -Marion cosía y yo leía un libro-, acudió a mi memoria la conversación que mantuve con Toni en el jardín. Me preguntaba cuánto me faltaría para que me alcanzara la muerte: ¿treinta, cuarenta, cincuenta años? Y hasta ahora, ¿había sido fiel a mi mujer porque todavía disfrutaba haciendo el amor con ella (¿por qué ese todavía?)? ¿Es la fidelidad una mera función del placer sexual? ¿Si el deseo disminuía o el timor mortis aumentaba, entonces qué? ¿Y qué pasaría en el futuro si de pronto me acababa aburriendo del mismo círculo de amigos de siempre? El sexo, después de todo, es un viaje.

– ¿Te acuerdas de la fiesta de Tim Penny? -Había llegado el momento, pensé, de refutar algunas de las suposiciones de Toni respecto a nuestro matrimonio.

– Hmmm. -Marion continuó dando primorosas puntadas.

– Me sucedió algo esa noche. -(Pero ¿por qué estaba nervioso?)

– ¿Hmmm?

– Conocí… a una chica que intentó enrollarse conmigo. -Marion me miró burlonamente. Luego volvió a la aguja.

– Bueno, me alegra no ser la única persona que te encuentra atractivo.

– No, quiero decir que lo intentó a fondo.

– No tengo razón para reprochárselo.

Era extraño. Cada vez que Marion y yo empezamos a hablar de asuntos realmente serios, nunca puedo predecir qué rumbo tomará la conversación. No quiero decir que no me comprenda, quizá sea que lo hace demasiado bien. Pero siempre tengo la sensación de que me está manipulando. Y sé que no es así.

– Quiero decir que a mí no me interesó.

– …

– Era muy guapa, la verdad.

– …

– Me puso un poco incómodo, eso es todo.

Mierda, sonó poco convincente.

– Chris, compórtate como una persona adulta, por favor. Te gustó y eso es todo.

– No es verdad… pero pensaba, bueno, que si ahora los dos tenemos alrededor de los treinta… hablo realmente en términos generales… me preguntaba si alguna vez acabaríamos acostándonos con otro.

– Quieres decir que te preguntabas si tú acabarías haciéndolo.

Era como si alguien fuera continuamente cambiando las cosas de sitio mientras tú ibas poniendo la mesa.

– Y la respuesta es: claro que sí -dijo ella mirándome.

– Oh, venga… -Pero ¿por qué miré hacia otro lado? Ya me sentía culpable, como si ella me estuviese enseñando tranquilamente fotos de mi culo subiendo y bajando a toda velocidad.

– Claro que sí. Probablemente ni ahora ni aquí… eso le pido a Dios que no sea nunca en esta casa. Pero alguna vez será. Nunca lo he dudado. Alguna vez. Es demasiado interesante para no hacerlo.

– Pero no lo he intentado, ni he querido hacerlo.

Estaba enfadado y me sentía culpable; pero, si he de ser sincero, tampoco quería que todo estuviera previsto. Quizá, secretamente, quería reservar todas las emociones -incluso las desagradables- para más tarde.

– No tiene importancia, Chris. No te casaste con una virgen y yo no esperaba que fueses un marido fiel a ultranza. No te creas que no soy capaz de imaginar lo que es aburrirse sexualmente.

¡Oh mierda!: se me escapaba el asunto de las manos. Yo no quería oír nada de todo aquello.

– Honestamente, cariño, pensaba en términos muy generales… casi en términos de moralidad, ejem -(sin convencimiento)-, de filosofía. Y no pensaba en mí en particular. Pensaba en los dos,…en cualquiera.

– No es cierto, Chris; si así fuera, habrías hablado primero de mí.

– ¿…?

– Y en todo caso, aunque no lo preguntes, te hago saber que la respuesta es Sí, una vez, y Sí, sólo una vez, y No, no influyó para nada en nuestra relación pues entonces las cosas no iban muy bien entre nosotros, y No, no me arrepiento particularmente, y No, ni lo conoces ni has oído hablar de él.

Dios. Coño. Joder. Me miró de frente, con franqueza y ojos serenos. Fui yo quien apartó la vista. Todo se había venido abajo.

– Y nunca he vuelto a sentir la tentación. Y ahora, con Amy, no creo que vuelva a sentirla, y todo está en orden, Chris, de verdad, todo, todo, está en orden.

Hostias. Carajo. Coño. De cualquier manera, una mierda. En fin, supongo que mi pregunta había sido contestada.

– Supongo que eso responde a mi pregunta -dije con amargura. Marion se acercó a mí y suavemente me acarició el cuello. Eso me gustó.

¿Qué se supone que tenía que sentir? ¿Qué sentía? Que era bastante gracioso, la verdad. También que era interesante. También que estaba casi orgulloso de que Marion fuera aún capaz de sorprenderme. ¿Celos, rabia, rechazo? Todo eso estaría fuera de lugar. Podía esperar hasta más adelante.

Esa noche hice el amor con Marion con frenética dedicación. Vamos, en realidad, muy bien. Al final, mientras se volvía para dormirse, Marion me sorprendió otra vez.

– ¿Ha estado mejor?

– ¿Mejor que qué?

– Que esa chica de la fiesta de Tim Penny.

Cómo podía hacer chistes sobre eso, cuando, cuando… Pero, con todo, casi me gustaba que pudiera y lo hiciera.

– Bueno, ella no estuvo mal ¿sabes? Realmente no estuvo mal para ser tan joven. Pero lo que yo digo, ¿quién quiere vino del malo cuando se puede conseguir «château» no sé cuántos?

– Borrachín -dijo ahogando una risa.

– Gourmet -le corregí; y dejamos escapar unos susurros mutuos de sueño y felicidad. ¿Estaría de verdad todo en orden?

5. Cuadros de honor

Cuando acepté la invitación de Tim Penny para asistir a la cena de antiguos alumnos fue, sobre todo, por malsana curiosidad. ¿Qué aspecto tendrían doce o trece años después de la última vez que los vi? ¿Quién habría ido, a quién reconocería? ¿Tendría Barton, el que se sentaba delante de mí en clase cuando yo tenía catorce años, el mismo bulto cartilaginoso en la oreja izquierda, o lo tendría camuflado por completo bajo un corte de pelo moldeado con secador? ¿Aún querría Steinway irse pitando al water, en cualquier momento, para hacerse una paja rápida y volver lánguido pero satisfecho? ¿Haría Gilchrist todavía esos ruidos húmedos y obscenos con las manos? (¿Trabajaría acaso en el departamento de efectos especiales de la BBC?) ¿Cuántos serían ya calvos? ¿Habría muerto alguno?

Tenía un par de horas para matar el tiempo antes de que en el colegio comenzasen a servir… ¿qué?, ¿vino aguado?… De modo que quedé con Toni para tomar una copa. Sugerí -ya que estaba a sólo cinco minutos de Harlow Tewson- que nos encontrásemos enfrente de la National Gallery. Toni contestó que ya no visitaba cementerios. Así que me fui yo solo quince minutos antes.

– ¿Alguna lápida nueva? -preguntó Toni mirándome de soslayo, como antaño, mientras nos acomodábamos ante nuestras copas (vino blanco para mí, whisky y una cerveza negra para él).

– Hay un Seurat en préstamo temporal que está bastante bien. Bueno, y el nuevo Rousseau. Aunque no les he dedicado mucha atención. -(Toni gruñó, y la espuma de la cerveza le dejó marcado un bigote)-. He notado que siempre que entro voy hacia la izquierda: Piero, Crivelli, Bellini… es lo que ahora me gusta.

– Tienes toda la razón: no hay que ir a buscar materia viva en un cementerio. También se puede mirar la obra de todos esos cabrones muertos.

– Hay que estar muerto para que expongan tu obra allí, ¿no?

– Algunos están vergonzosamente vivos. Pero los viejos cabrones que trabajan dentro de unas perspectivas totalmente obsoletas… ésos sí que pueden concentrarse, de verdad, en la técnica y esas cosas, como Crivelli.

No tenía ganas de decir que encontraba a los santos y mártires de Crivelli -los rostros cansados y góticos y las joyas tridimensionales- bueno… bastante conmovedores.

– ¿Te acuerdas de nuestros tontos experimentos allí? -me interesaba ver cómo iba a reaccionar Toni.

– Coño, ¿qué tenían de tontos, eh? -Siempre me olvidaba de lo pronto que se cabreaba-. ¿Acaso no íbamos por buen camino? Admito que estábamos fundamentalmente equivocados en la elección de nuestros especímenes: buscar aunque fuera la más mínima respuesta entre aquellos chupatintas, entre aquella sarta de tenderos que andan rondando por esos sitios, es tan inútil como buscarle el pito a un eunuco. Pero al menos buscábamos. Al menos creíamos que el arte tenía que ver con algo que sucedía de verdad, que no era todo hacerse pajas con acuarela.

– Hmmm.

– ¿Qué quiere decir ese hmmm?

– ¿No te preguntas a veces si, en el fondo, no es más que eso?

– Chris… -Parecía sorprendido, desengañado. No era ni enfado ni desprecio, como yo había esperado-. Venga, Chris, no me digas que tú también. Ya sé que siempre te estoy cabreando. Pero de verdad no piensas así, ¿eh?

Por primera vez parecía capaz de sentirse herido, y yo, por primera vez, no quise apaciguarlo. Recordaba su frase sobre Marion y la esponja.

– No sé. Antes creía que lo sabía. Me gusta todo tanto como siempre: leo, voy al teatro, me gusta el cine…

– Cine de maricones muertos.

– Películas antiguas, de acuerdo. Me gusta todo eso. Siempre me ha gustado. Aunque no sé si existe algún vínculo entre ellos y yo; si la conexión en que nos forzamos a creer existe de verdad.

– No empieces con Wagner y los nazis, por favor.

– De acuerdo, pero ¿no es un poco como las catedrales y la falacia religiosa? Que las pretensiones del arte sean muchas, no las hace más válidas.

– Nooo -dijo Toni, como hablando con un niño.

– Y honestamente, no creo que nuestros experimentos, como les llamábamos nosotros, demostrasen absolutamente nada.

– Nooo.

– Así que el único lugar en donde se puede intentar averiguar si todo se reduce a hacerse o no pajas con acuarelas, como tú has dicho, es en ti mismo.

– Síii.

– Bueno. Pues, supongo que desde que empezamos nuestros experimentos estoy, de forma gradual, cada vez menos convencido.

Levanté la vista esperando ver a un Toni siniestro. Fruncía el ceño y parecía dolido.

– No niego que todo eso no sea… -lo miré otra vez, nervioso-, …divertido, ya me entiendes, conmovedor y todo eso, y también interesante. Pero por lo que se refiere a lo que realmente hace, ¿qué se puede decir? ¿Qué se puede decir, en realidad, a favor de la National Gallery?

– Que es una mierda, estoy de acuerdo.

– No… tienes que estar de acuerdo por razones verdaderas. Llénala con todo lo que te guste, con todas las cosas por las cuales, si no sacrificarías tu vida, estarías dispuesto a sacrificar unas cuantas de los demás; y aún así, ¿qué te quedaría? ¿Qué puedes decir a su favor excepto que hace que haya menos gente en la calle, o que el índice de robos, incestos y atracos a mano armada dentro del museo sea bajísimo?

– ¿No estas siendo demasiado literal? Hablas como un alto comisario soviético para las artes: «Toda obra de arte debe realizar un bien inmediato.»

– No, porque eso es también, obviamente, una tontería.

– Así pues, ¿qué ha cambiado? El arte no, querido. Te lo puedo asegurar. Parece que estés de liquidación.

– Eso sí que es una estupidez.

– Entonces, ¿qué te ha pasado? Incluso cuando estabas en París…

– De eso hace una década. Es decir, la totalidad de mi vida adulta.

– Ah… una nueva definición de «adulto»: el tiempo durante el cual uno ha ido haciendo liquidación.

– Te dije en el jardín la semana pasada que no veo que sirva para nada. Para nosotros está muy bien que hubiera un Renacimiento y demás; pero en realidad todo es ego y acumulación, ¿no?

Toni adoptó de nuevo su tono pedagógico.

– ¿No crees que el efecto puede ser acumulativo?

– Puede serlo. Pero eso no hace que el asunto sea menos especulativo. En todo caso, depende de un acto de fe… y de momento la he perdido.

– Otro triunfo de la maquinaria burguesa -añadió Toni tristemente, casi para sus adentros-. Seguro que viajas con tus pantoufles.

– Te equivocas.

– Esposa, bebé, buen trabajo, hipoteca, jardín de flores -(lo enfatizó despectivamente)-: no me puedes engañar.

¿Qué prueba todo eso? Tú no eres Rimbaud precisamente, ¿eh?

¿Y cuáles son los planes para esta anoche? -Toni se estaba mosqueando-. ¿De regreso al antiguo colegio? Una visita rápida a unos cabrones que murieron en el Quattrocento y luego al cole. Me parece otra concesión a los burgueses, si quieres saber mi opinión.

– Pues no es así. Estoy seguro de que ahora soy feliz. ¿Quién es el que no lo es?

– Pues la evidencia está en tu contra.

– Conociéndome como me conoces tendrías que estar mejor enterado.

– ¿Y quién está pidiendo ahora un acto de fe?

Los escalones de la entrada del colegio estaban flanqueados por una hilera ascendente de postes de luz, coronados por dos anguilas de hierro entralazadas en espiral. Automáticamente, miré hacia arriba, a las ventanas del despacho del director, desde donde espiaba con aspecto severo a los chicos que llegaban tarde. El coronel Barker, antiguo jefe de instrucción militar de los alumnos, un hombre corpulento y temido por su carácter impredecible, nos dio formalmente la bienvenida en la biblioteca a Toni y a mí. Colgada al cuello por una cinta escarlata, una enorme medalla en forma de estrella ocupaba el área entre el segundo y tercer botón de su chaleco. ¿Sería ésta, me dije, su famosa Orden del Imperio Británico, anunciada en su día en la escuela con un tono más propio de una conquista en el extranjero? Parecía demasiado grande y resplandeciente para ser inglesa. Quizá la recibió de un gobierno en el exilio durante la guerra.

– Bienvenido, Lloyd -gruñó, y el hecho de que utilizara el apellido, a pesar del tono amistoso de la voz, me trajo a la memoria antiguos miedos, miedos que tenían que ver con desfiles, grasa de rifles, la humedad del monte bajo, y que te volaran los huevos-. Bienvenido de nuevo al rebaño. Más placer proporciona el retorno del descarriado, y todo eso. Eh, Penny, ¿y tu mujer, bien? ¿Cómo están todos tus cachorritos? Bien, bien.

La biblioteca, escenario de tantas «horas de estudio» (juegos de barcos y crucigramas y ejemplares gastados de la revista Spick), era gris y blanca, los colores con que vestían los ejecutivos, los hombres de negocios. Uno o dos rostros morenos hablaban de viajes al extranjero por cuenta de la empresa, pero la mayoría eran de ese color ajado e indefinible propio del que está rodeado de edificios altos, enterrado como un espárrago. Aquel de allí tenía que ser Bradshaw. Y ése, Voss. Y aquel chico que todo el mundo creía que era extraordinariamente torpe pero que fue designado delegado de curso, ¿Gurley? ¿Gowley? ¿Gurney? Y -oh, Dios- Renton, con -oh, Dios, otra vez- cuello duro, y un aspecto tan escandalosamente entusiasta como siempre; maliciosos ojillos chispeantes, dándote a entender que deberías estar haciendo otra cosa. Por toda la sala resonaban los gritos festejando el reencuentro. Se recordaban cosas tan remotas como los juegos escolares y los campamentos militares.

Bajamos las escaleras en tropel hacia el comedor del sótano donde el tiempo y la comida derramada habían oscurecido el frágil pino de mi juventud; donde los cuadros de honor se habían encaramado a las paredes como enredaderas; donde las largas mesas me recordaron almuerzos que pasamos doblando cubiertos y empujando saleros de punta a punta para que se deslizaran como las copas sobre el mostrador de un western. De la habitación contigua llegaba el pegajoso hedor de las cocinas comunitarias y el ruido de mil cuchillos y tenedores cayendo en el interior de una cuba metálica.

Me senté entre Penny y Simmons mientras el coronel Barker, que presidía la mesa, nos daba otra vez oficialmente la bienvenida. Luego gritó, «Bon appétit», como si estuviera dirigiendo un desfile. El aspecto de Simmons, después de todos esos años, era bastante normal: incluso sus orejas parecían más pegadas a su cabeza. Resultó que sabía muchísimo sobre los secretos del ferrocarril: estaciones abandonadas; túneles que la gente había olvidado por completo, como en los libros de Conan Doyle; historias de las noches en el metro durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Penny y yo nos íbamos entendiendo bien, y manteníamos una de esas conversaciones alcohólicas sobre distintas personas y lugares. Al otro lado de la mesa estaban los rostros que, proyectados a un pasado de mejillas imberbes y llenas de granos, eran reconocibles como Lowkes, Leigh, Evans y Pook. Se iba uno enterando de las novedades, Gilchrist negociaba en vinos; Hilton era especialista en vidrio; y Lennox había vuelto al colegio como profesor. Thorne había desaparecido por completo; Waterfield cumplía una condena de seis meses en una cárcel francesa por macarra.

Al principio, mi desdén salió a relucir instantáneamente: como un bateador, me echaba hacia atrás para parar todas las pelotas, sin importarme que fueran cortas. Pero a medida que transcurría la cena, advertí que casi me estaba divirtiendo. Después de haber conseguido escapar del colegio y sus influencias -gracias a esfuerzos que uno consideraba heroicos-, es difícil reconocer en los demás la misma tenacidad, la misma firmeza de carácter para lograr, igual de esforzadamente, la autonomía. La idea de que alguno de ellos hubiera podido encontrar una vía más fácil, menos heroica que la tuya, era aun más inaceptable.

– Me han dicho que estás en una editorial, ¿no? -me gritó Leigh (conocido años atrás como «¡Uf!»), desde el otro lado de la mesa, al tiempo que yo iniciaba una exploración geológica en mi postre en busca de cuerpos sólidos. Tenía una voz quejumbrosa e imprecisa que nunca me había gustado. Lo que en principio parecía un acento regional no era sino una pronunciación descuidada,

– Algo así; tenemos un departamento de documentación. La compañía se llama Harlow Tewson.

– Ah, claro, claro. Me compré vuestro libro de jardinería. Es muy bueno, de verdad. El único problema es que es tan grande que necesitas una carretilla para bajarlo al jardín.

Contesté su dudosa pulla arrabalera con una sonrisa de ya-lo-he-oído-antes. El libro al que se refería realmente estaba encuadernado imitando madera y era bastante pesado, pero sólo a un majadero se le ocurriría consultarlo fuera de casa.

– Sí, sí -continuó con cara de espera-que-todavía-hay-más-; una tarde me lo dejé afuera, pero entonces pensé: más vale que lo entre antes de que eche raíces y ya no pueda distinguirlo, y haga estacas de él. Ja, ja. El libro de cocina también lo tenemos.

Este último era un volumen grueso y cuadrado, encuadernado en una especie de hojalata con un retrato de la reina en la portada. El diseño quería sugerir una lata de esas galletas típicas del día de la Coronación.

– Sí, más de una vez lo he sacudido para ver si quedaba alguna dentro. Ja, ja. ¿Por qué crees que ahora la gente siempre Hace cosas que parezcan lo que no son? ¿Crees que se trata de una suerte de escapismo llevado al extremo? ¿Crees que los motivos son económicos o psicológicos?

– ¿A qué te dedicas tú? -(No me apetecía continuar con ese tema tan borde, no faltaba más.)

– Oh, al mismo negocio. Dirijo una pequeña editorial, se llama Hidebound Books.

¿Cómo?… ¿Leigh? De algún modo, había asumido la… bueno, nada específico, aunque sí una amplia gama de posibilidades sin determinar. Así que no todos eran directores de banco como Toni y yo predijimos.

– Somos cuatro gatos, pero…

– Por supuesto; publicasteis el libro de Toni, Mudos desgarros.

Hidebound Books; [8] el nombre estaba pensado como una ironía doble. Publicaban unos cuidados libros de bolsillo sobre temas diversos, en parte rellenando vacíos editoriales, en parte reimpresiones acertadas; pero también una proporción importante de obras originales. La monografía de Toni salió en una colección llamada -era una frase de Orwell- Como a mí me gusta.[9]En ella Toni decía que todo libro importante, cuando se publica por primera vez, es mal interpretado aunque sea elogiado o tenga éxito. Si tiene éxito, siempre hay alguien dispuesto a criticarlo en público; y si la crítica lo ensalza, nadie se va a preocupar de los errores de los críticos. Flaubert dijo que el éxito no interesa nunca. Fueron los fragmentos absurdos de Madame Bovary los que hicieron de esta obra un éxito. Según Toni, la psicología de aquellos que elogian el éxito por razones equivocadas es incluso más interesante que la de aquellos que lo desacreditan por las mismas razones.

– Sí, es cierto, lo publicamos nosotros. No consiguió muchas críticas, pero ya era de esperar: era demasiado provocativo para la crítica establecida. A mí me gusta mucho.

Leigh me explicó sus teorías sobre el negocio, que parecían depender mucho de lo que llamaba «bancarrota creativa».

– No… realmente las cosas nos van bien. Ahora empezamos una nueva colección. Se va a llamar Libros Scavenger. Traducciones de obras punteras, ya sabes, lo que otros llaman obras fundamentales. Principalmente franceses, pienso.

– Suena interesante.

– ¿Tentador?

– ¿Qué quieres decir?

– Necesitamos a alguien que la dirija. Tú has tenido una buena educación.

Movió la mano a un lado y a otro del comedor (tan ruidoso hoy como hacía dos décadas). Sonrió con lo que parecía ser una sonrisa no comercial.

– Podemos arreglar lo de tu sueldo; además viajarías, conocerías a unos cuantos penseurs

– Harlow Tewson no va a ir a la bancarrota por el sueldo que me paga.

– Creo que nosotros tampoco. Mira, incluso tenemos tarjeta. -(Un lujoso trabajo de Kate Greenaway, con románticos tulipanes enroscándose sobre las iniciales)-. Llámame.

Asentí. La noche comenzó a declinar con un queso derretido, café y coñac (sólo digno para un carajillo). El coronel Barker se levantó, y yo recordé, entonces, que cuando nos equivocábamos en la conjugación de los verbos solía tirarnos con fuerza de las orejas en direcciones opuestas. Con todo, mientras estaba ahí de pie, esperando que sus antiguos alumnos se callaran y con la medalla despidiendo ocasionales reflejos desde la protuberancia de su estómago, parecía repentinamente incapaz de haber inspirado miedo alguna vez. Se había convertido en el tipo de persona a quien le ofrecerías el asiento en el metro.

– Caballeros -comenzó-, iba a decir «chicos», pero ahora son ustedes más grandes que yo. Caballeros, cada vez que vengo a estas cenas acabo creyendo que las cosas no están ni la mitad de mal de lo que los periodistas quieren hacernos creer. En serio. He hablado con bastantes de ustedes esta noche y, sin exagerar en absoluto, me gustaría decir que el Colegio puede estar muy orgulloso de ustedes. -(Golpes de cubiertos, pataleos… como cuando anunciaban el equipo de rugby del colegio)-. Sé que está de moda arremeter contra cualquier cosa que haya funcionado bien durante muchos años, pero no me voy a sumar a ese coro. Creo que si algo va bien durante años es porque es BUENO. -(Más pataleos)-. En fin, dejémonos de política y de rollos. No voy a hacerles perder el tiempo con lo que yo piense. Lo diré de la forma más simple que pueda. Cuando tengan mi edad -(gritos de «qué dice» y «si está hecho un pimpollo»; Barker sonrió; su voz adquirió la calidad de un cálido graznido)-, sabrán lo que yo siento. En mis manos he tenido a muchas personas: es como contemplar el fluir de un caudaloso río de niños hacia el gran mar de la madurez. Y nosotros los profesores somos sus guardianes, los encargados de la banca, los que hacemos que el tráfico sea fluido. Ocasionalmente -(puso cara seria)-, tenemos que tirarnos al agua para sacar a alguno. Y aunque las aguas, a veces, bajen turbulentas, sabemos que este caudaloso río de niños al final llegará al mar. Esta noche me he convencido de que mis modestos esfuerzos han sido recompensados. Seré capaz de retirarme a mi caseta de esclusero con orgullo. Les doy las gracias. Ahora, un hombre viejo los dejará tomar el café en paz.

Llegué a casa algo bebido (Tim y yo hicimos un par de brindis por los ferrocarriles en el bar de la estación de Baker Street, y sonreímos comentando el discurso de Barker), pero alegre. Marion ya estaba en la cama, con una voluminosa biografía del grupo Bloomsbury que la tenía aplastada como si fuese un pisapapeles. Me desaté los cordones de los zapatos, trepé hasta la cama y deposité una mano sobre la parte superior delantera de su camisón.

– He olvidado cómo eran -musité.

– Entonces, estás borracho -respondió ella, pero sin severidad.

Quité la mano tirando del camisón hacia mí, y soplé con fuerza hacia dentro. Luego, eché un vistazo.

– Si el pezón se pone verde, como en esos tests en los que te hacen soplar… sí, vamos allá. Tienes razón otra vez, mi amor, como siempre. -(Me enderecé para ponerme de rodillas y la miré como un niño pequeño)-. Esta noche Huevo Colgante me ha ofrecido trabajo.

– ¿De qué? -Retiró mi mano de encima del camisón, adonde volvía confiada una y otra vez-: ¿De qué?

– A Huevo Colgante le llamaban Huevo Colgante -continué con el tono del viejo a quien se le hace una entrevista-, porque cuando nadábamos en el colegio, desnudos, cosa que hicimos hasta llegar a sexto curso, lo que quiero decir es que en sexto ya no fuimos a nadar más, pero cuando íbamos antes, siempre era desnudos, y Leigh, recuerdo, creo que cualquiera de nuestra generación sería capaz de recordarlo, podemos telefonear a Penny si no me crees, él lo confirmaría, tenía un huevo que le colgaba unos, oh, si no me falla la memoria y esas cosas, unos cinco centímetros por debajo del otro. Era la época en que estaban de moda las botas con elástico lateral, y nosotros, mis amigos y yo claro, solíamos decir que Huevo Colgante era el único chico del mundo con un escroto con elástico lateral. Y ahora, Huevo Colgante me ofrece trabajo. No lo entiendo. ¿Acaso no tengo ya uno?

Durante este discurso logré introducir la mano bajo las sábanas y hacerla ascender bajo el camisón de Marion en dirección contraria a la que hasta entonces había tomado.

– ¿De qué?

Pero para entonces mi mano había logrado ocupar una zona de un valor equivalente -si no mayor (¿quién puede decirlo?)- al ocupado durante su primera y frustrada incursión.

– ¿De semental? -repliqué simplemente. Y me sentí perplejo.

6. Relaciones entre objetos

– ¿Así que esto es lo que hay? -dijo Toni, examinando disimuladamente el terreno en donde yo plantaba mis verduras.

No le respondí. ¿Por qué dejar que otro se entrometa en lo que uno puede reprocharse por sí solo? No se necesitan amigos para eso. Cuando estoy frotando el capó del coche con una gamuza, delante de mi casa, y algún rostro relativamente familiar pasa sonriendo y levanta el bastón señalando con gesto de aprobación la parte de mi jardín donde crece con rapidez una enredadera de hoja esfoliada, no hay que imaginar que no oigo la voz que todos llevamos en la habitación trasera de nuestros cráneos: esa que dice: bien, estupendo, de acuerdo, pero otra persona -alguien que podrías haber sido tú- está ahora cruzando en trineo un bosque de abedules en Rusia perseguido por los lobos. Los sábados por la tarde, mientras paso con cuidado la cortadora de césped por nuestra desbordada parcela (aceleración, reducción, freno, vuelta y aceleración otra vez), asegurándome de que no estoy pasando otra vez por el mismo sitio, no hay que creer que ya no soy capaz de citar a Mallarmé.

¿Pero a qué llevan todas estas quejas salvo a un exceso de sinrazón y a ser infiel a tu propia personalidad? ¿Qué es lo que prometen sino la desorientación y la pérdida del amor? ¿Qué es lo que hace que los extremos estén tan de moda? ¿Por qué ese sentido de culpabilidad sobre el falso aliciente de la acción? Rimbaud viajó a El Cairo, y qué fue lo que le escribió a su madre: La vie d'ici m'ennuie et coûte trop. Y en lo que se refiere a la historia del trineo y los lobos: no existe evidencia alguna de que un lobo haya matado nunca a un hombre. No se puede confiar siempre en metáforas llenas de fantasía.

Yo diría que soy un hombre feliz; si soy dado a sermonear, es como resultado de una modesta emoción, no del orgullo. Me pregunto por qué en nuestros días se desprecia la felicidad: se la rechaza confundiéndola con la comodidad y la complacencia; se la juzga como enemiga del progreso social e incluso tecnológico. La gente, a menudo, se niega a creer en ella incluso cuando la ve. O la desprecian como algo que tiene que ver sólo con la suerte o la genética: unas gotitas de esto, un chorrito de lo otro, un par de neuronas sueltas. Nunca como un logro.

¿A noir, E blanc, I rouge…? Paga tus facturas, eso es lo que dijo Auden.

Anoche, Amy se despertó y comenzó a gimotear quedamente. Marion se agitó en seguida, pero le di un par de palmadas en la espalda hasta que se quedó dormida.

– Ya voy yo.

Salté de la cama y me dirigí a la puerta que dejábamos totalmente abierta para poder oír a Amy. Mi medio atontado cerebro se puso a celebrar la moqueta, la calefacción, los vidrios dobles en las ventanas. Estuve a punto de avergonzarme por el alivio y el placer que me proporcionaban estas comodidades materiales; entonces pensé: ¿por qué preocuparse?

Cuando llegué a la habitación de Amy, todo estaba en silencio. Me alarmé. Temo por ella cuando llora, y temo cuando se calla. Quizá por eso le da a uno por elogiar la calefacción central.

Pero ella respiraba normalmente; estaba a salvo y dormía. Le estiré las sábanas mecánicamente y me dirigí hacia las escaleras. Estaba completamente desvelado. Crucé la sala de estar, vacié un cenicero y empujé el sofá para ponerlo en su sitio con la presión del pulgar de mi pie descalzo (repitiendo para mí mismo, con ironía, la frase del anuncio: «Ah, cómo son estas ruedecillas La Pluma»). Volví al recibidor, miré el buzón de alambre junto a la puerta («Habitación 101», siempre pienso) y entré en la cocina. El suelo de corcho es cálido para los pies, incluso más que una moqueta. Me dejé caer sobre uno de nuestros taburetes de bar -esos de mimbre que tienen un poco de respaldo- y me sentí dueño de todo lo que veía.

Afuera, en la carretera, una farola de sodio, cuya luz naranja se filtra por entre las ramas de un abeto a medio crecer que hay a la entrada del jardín, ilumina con suavidad el recibidor, la cocina y el dormitorio de Amy. A ella le gusta esta luz nocturna y cívica, y prefiere dormirse con las cortinas recogidas. Si se despierta y el resplandor naranja no inunda su habitación (la farola funciona con un interruptor horario, y se apaga a las dos de la mañana), se agita un poco.

Estoy sentado en el taburete, en pijama, asido al fregadero, y me tiro hacia atrás hasta que me apoyo sólo sobre dos patas. Entonces, controlando el peso, me muevo hasta sostenerme con una sola de esas patas protegidas por una goma. Me proporciona una especie de indolente placer ser capaz de hacerlo sin perder el equilibrio. También siento una especie de indolente placer ante la extensión de acero inoxidable, suave, limpia y seca que tengo delante. Empiezo a girar sobre la pata del taburete, sosteniéndome con fuerza con una sola mano, luego me paso la otra por detrás de la espalda para volver a agarrarme con las dos a la vez. Ahora abarco toda la habitación. La mesa ya puesta para el desayuno, la ordenada hilera de tazas en sus ganchos, las cebollas desprendiendo un brillo crepuscular desde una bolsa colgante: todo está agradablemente ordenado y, al mismo tiempo, extraordinariamente vivo. La cuchara junto a la taza del desayuno implica que el pomelo ya está partido y que espera en el frigorífico, con el azúcar endureciéndose sobre su superficie. Los objetos denuncian ausencias. Un cartel bien estirado y clavado con chinchetas del châteaude Combourg (donde se crió Chateaubriand), habla de unas vacaciones de hace cuatro años. Una falange de una docena de vasos sobre un estante implica diez amigos. Un biberón, guardado en lo alto de un aparador, predice un segundo bebé. En el suelo, al lado del aparador, hay una pequeña bolsa de viaje con un brillante adhesivo que le compramos a Amy para entretenerla: «Leones de Longleat», pone, con la foto de un león en el centro.

Doy otra vuelta, muy satisfecho, y me pongo de cara a la ventana. La luz naranja ha vuelto marrones las líneas de mi pijama. No puedo ni recordar cuál es su color original: tengo varios de diferentes colores, todos con las mismas rayas, y todos se vuelven marrones con esta luz. Reflexiono sobre el tema durante un rato sin llegar a ninguna conclusión. Mi argumentación sobre la naturaleza de la luz es bastante arbitraria: cómo el sodio con su fuerza y proximidad aniquila incluso el efecto de la más impresionante luna llena; pero de qué forma la luna permanece pese a todo; y cómo todo esto simboliza… bueno, simboliza algo, sin duda. Pero no pienso en ello seriamente: no tiene sentido intentar imponerles falsos significados a las cosas.

Miro un buen rato por la ventana de la cocina, directamente a la farola que brilla por entre las ramas del abeto. Se hacen las dos. La farola se apaga y una mancha borrosa, azul y verde, con forma de rombo, continúa ante mis ojos. Sigo mirando: la mancha disminuye, y luego, a su vez, de la manera más discreta, también se apaga.

Julian Barnes

***