Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

Jorge Edwards

El whisky de los poetas

© 1994

CRÓNICAS

Prólogo de autor

Soy un cronista perezoso que ha escrito, que ha terminado por escribir, centenares y más que centenares, miles de crónicas. Fueron mis amigos editores de diarios los que adivinaron mi veta y me convirtieron en cronista a la fuerza, o me convidaron a pasar, quizás, de la narración y la reflexión oral a la escrita: en un bar de Santiago, a mi regreso de Paris en 1967, Agustín Picó Cañas me reclutó para "La Tercera"; después, a mediados de los setenta, en una sala de redacción de "La Vanguardia" de Barcelona, Manuel Ibáñez Escofet me dijo, o más bien me insinuó con su desusada amabilidad, que el estilo de Persona non grata podía servir para las páginas de un periódico. Después fui convencido sin demasiadas dificultades por el mismo "Cucho" Picó para escribir de nuevo en "La Tercera", por Arturo Fontaine Aldunate para pasar a "El Mercurio", por Constanza Vergara para la revista "Paula", por Mario Fonseca para el primer "Mundo Diners", por Cristián Zegers para "La Segunda", por algunos otros que se me escapan, o que no se me escapan. He sido perezoso, pero cuando me han puesto la idea en la cabeza, la idea y su correspondiente morbo, he picado el anzuelo de inmediato. La multiplicación de las crónicas, de las columnas, de los comentarios y de los ensayos al margen ha sido incesante, comparable, casi, a un cambio de naturaleza.

El lector chileno, que no es capaz de elogiar sin añadir su dosis de pesadez o de ponzoña, como para quedar en paz con su conciencia inquisidora, suele decirme: "Tus crónicas me gustan más que tus obras de ficción, las que en verdad, para serte franco, no me gustan nada". Es el sistema del elogio compensado y debidamente neutralizado. ¡No se vaya a creer el que lo recibe! Pues bien, releo estas crónicas, a menudo con franca sorpresa, como si fueran de otro, porque no me acuerdo para nada de haberlas escrito, y encuentro a cada paso temas, situaciones, ambientes, frases, huellas de mis relatos. Por ejemplo, "Sardinas y manzanas", evocación del Paris de mi juventud, se reencarna, y se reinventa, en "La noche de Montparnasse", uno de los textos de Fantasmas de carne y hueso. ¿Existe una diferencia esencial entre ambos textos, o la ficción mía es simplemente un derivado, un subproducto de la no ficción, del testimonio, del memorialismo? Me limito a plantear la pregunta, y a insinuar, a lo mejor, una respuesta: ¿no será que el tiempo, el simple paso del tiempo, introdujo el elemento añadido, transformó en invención la simple memoria de las cosas? Agrego, sin embargo, una segunda pregunta: ¿existe algo que podamos llamar "simple memoria de las cosas"?

Cuando Emir Rodríguez Monegal, el gran crítico de mi generación, ya fallecido, me invitó a dar una charla en inglés en el curso suyo de la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, me propuso el título siguiente: "¿How to write non fiction as fiction"?, es decir, cómo escribir relatos no ficticios a la manera de la ficción. Yo pude haber invertido la pregunta, y me imagino que la respuesta habría sido más o menos la misma: ¿Cómo escribir ficción a la manera de la no ficción, de la literatura testimonial, de las memorias y las crónicas? Porque siempre me ha gustado y me he sentido invenciblemente inclinado a pasar de un género al otro, a invadir terrenos, a jugar en los limites. Demostración quizás, de que soy escritor limítrofe. Y limitado, agregará el lector insidioso, cosa que no me daré el trabajo de rebatir. ¡Limítrofe y limitado! ¡Sí, señor!

Comencé estas crónicas en el año mítico de 1968, después de visitar Cuba, de pasar tres días en plena primavera política de Praga, primavera precursora, al fin y al cabo, y pocas semanas antes de que me agarrara la revolución de mayo en el corazón estudiantil de París, en un estudio de la calle montparnasseana de Boissonade. Comencé en vísperas de mayo, después de un paseo por las galerías cubiertas de Julio Cortázar y del Conde de Lautréamont, y termino a fines de mayo de 1994, 26 años más tarde, y a punto de trasladarme de nuevo a París, cosa que demuestra mi fidelidad o, por lo menos, mi terquedad de espíritu. Cada jueves en la mañana escribo una crónica más y siento de inmediato la tentación de agregarla a este conjunto. ¿Señal de que tengo entre manos un libro que todavía no termina, que sólo terminará conmigo? Si los recuerdos de Álvaro de Silva, entre la Coupole y el Dôme antiguos y la rue des Carmes, me llevaron a la ficción de "La noche de Montparnasse", un episodio de familia relacionado con un pintor de comienzos de siglo, con una sobrina, con un retrato extraviado detrás de un catre de bronce y carcomido por la humedad, me hicieron concebir el proyecto de una novela breve (que podría alargarse), y una línea en un tratado de historia del arte colonial me hizo imaginar un novelón quizás histórico, pero en cualquier caso anacrónico. En otras palabras, recorro los espacios de la memoria y desemboco en la invención pura. Cruzo un puente que no había visto antes y me encuentro en la ciudad de al lado.

Pido disculpas al lector benévolo, hipócrita y benévolo, e invoco a mis mayores: al señor de Montaigne, a Stendhal, a Joaquín Maria Machado de Assis, al otro Joaquín, al que en casa de mi abuelo paterno llamaban inútil. Y cruzo los dedos. Y me digo, con una sonrisa, que el uso descarado de la palabra whisky facilitará la tarea de mis detractores, que nunca han descansado. Pero no renuncio a usarla, no renuncio a casi nada (para no exagerar), y con esta declaración, y en vísperas de cambiar una vez más de domicilio, me despido de todos ustedes, mis amables e infatigables enemigos.

Santiago, mayo de l994.

Galerías cubiertas

Ante de visitar Praga, pensaba que Kafka es un autor de literatura fantástica. Pero la realidad suele superar a la fantasía. Los laberintos de Kafka no son superiores al modelo que le ofrecía su ciudad natal. Y el castillo, oculto a medias por la niebla o perfilado contra un cielo gris en la colina cubierta de nieve, es una presencia ominosa, inquietante y cuyo centro parece inaccesible, como en la novela.

Los habitantes de Praga acortan camino utilizando las galerías cubiertas que cruzan toda la parte antigua. El extranjero, en cambio, tiene que seguir la vía más larga de las calles principales, o perderse sin remedio. Se necesitan muchos años para conocer los pasajes, las galerías, los túneles de Praga. Como no transitan automóviles, los pasos, en los días de niebla, producen un eco fantasmal. De pronto se desemboca en un patio abierto rodeado de escaleras exteriores y de balcones. El pintor de El Proceso podría habitar perfectamente detrás de una de las ventanas del último piso. Un condiscípulo y amigo de Kafka escribe que "los pasajes cubiertos obedecen a la ley de la continuidad, no terminan de encadenarse; de este modo se pueden recorrer barrios enteros sin pasar jamás por una calle a cielo descubierto, ni siquiera para atravesarla". Y otro condiscípulo de Kafka advirtió en Praga un "lado espectral que se cierra a la realidad". Es decir, Kafka inventó menos de lo que comúnmente se piensa. La imaginación de un escritor no consiste, aparentemente, en inventar a partir de la nada.

Kafka tiene algunos sucesores directos en la literatura latinoamericana. En Chile, desde luego, influyó en forma decisiva en casi todos los autores de la vapuleada generación del 50. Puede decirse que Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky partieron de la lectura de El Proceso. Allá por el año cincuenta, Jodorowsky descubría en ciertos conventillos de la calle Matucana una réplica de los escenarios kafkianos.

En algunos cuentos de Julio Cortázar se siente muy cercana la huella del novelista de El Castillo. Y Cortázar también suele moverse en un universo de galerías cubiertas. "El Otro Cielo", uno de los cuentos de su libro Todos los fuegos el fuego, transcurre simultáneamente en el Pasaje Güemes de Buenos Aires y en la Galería Vivienne de París. "Ese mundo, dice Cortázar al describir estas galerías, que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda".

"El Otro Cielo" alude en forma inequívoca a otro escritor que, como Kafka, es un precursor y una de las figuras centrales de la literatura moderna. Me refiero a Isidore Ducasse, más conocido por su pseudónimo de Conde de Lautréamont. Lautréamont describía en el siglo XIX un Paris espectral, emparentado con los laberintos de Kafka, con las galerías cubiertas de Cortázar, con la calle Matucana que después de haber leído El Proceso mirábamos con nuevos ojos.

Así describe Lautréamont la calle Vivienne al anochecer, cuando el reloj de la Bolsa de Comercio termina de dar las ocho campanadas: "Los transeúntes apuran el paso y se retiran pensativos a sus casas: Una mujer se desmaya y cae sobre el asfalto. Nadie la levanta: todos tienen prisa por alejarse de ese paraje. Las persianas se cierran con ímpetu, y los habitantes se sumergen en sus lechos. Se diría que la peste asiática ha revelado su presencia. Así, mientras la mayor parte de la ciudad se prepara para nadar en los placeres de las fiestas nocturnas, la calle Vivienne se encuentra súbitamente congelada por una especie de petrificación".

Tanto la visión de Lautréamont como la de Kafka transforman la realidad. Pero al recorrer la parte antigua de Praga o la galería y la calle Vivienne de París uno adquiere la impresión de que no inventaron demasiado. La imaginación creadora es sobre todo una capacidad de ver y conocer. Lo que los grandes escritores inventan es precisamente una visión o una imagen de las cosas. Una visión que nos transmiten de una vez para siempre; por eso es que hoy día no podemos mirar Praga sin los ojos de Kafka, o la calle y la galería de Vivienne sin los de Lautréamont, con el añadido ahora de la versión de Cortazar.

Se prohíbe prohibir

La vieja Sorbona estaba llena de letreros que contenían prohibiciones y advertencias a los alumnos. Muchas cosas estaban prohibidas. Uno de los primeros actos de los rebeldes fue colocar un cartel que reza: "Se prohíbe prohibir". Todo, ahora, está permitido. En el austero patio central, bajo las columnas de estilo jesuítico de la capilla, funciona una orquesta de jazz. En el Salón de Honor y en las salas principales los estudiantes continúan su maratón oratoria. Se aprobó por aclamación la iniciativa de vender en remate los frescos de comienzos de siglo, obra de Puvis de Chavanes, que adornan algunos muros. La moción no ha podido ser llevada a la práctica debido a la dificultad de retirar los frescos sin destruirlos.

El desafío a las prohibiciones sale de la Sorbona y se propaga por la ciudad y por el país. Cada vez que un tren llega a una estación del Metro una puerta se cierra automáticamente e impide el acceso al andén. En letras rojas, una leyenda "prohíbe terminantemente" poner obstáculos al cierre automático de la puerta. La otra noche bajamos a una estación de Metro en el momento en que el tren llegaba y la puerta empezaba a cerrarse. Indiferente a los gritos de un inspector, un joven se montó a horcajadas en la puerta y nos facilitó el paso.

El inspector terminó por encogerse de hombros y al día siguiente, con seguridad, se plegó a la huelga. Porque el espectáculo que presencié en el Metro, al día siguiente, era un fiel reflejo del paso de la etapa universitaria a la etapa obrera del movimiento. Pasé mi boleto y la inspectora, que conversaba con una amiga, se negó a perforarlo. En el andén, una multitud rodeaba a un funcionario gordo, que transpiraba. El tren tardaba demasiado en llegar. El funcionario se resolvió a llamar por teléfono a la administración y supo que pasaría un último tren dentro de algunos minutos. ¿Y para el regreso? El funcionario no sabía una palabra…

La plaza de la Contrescarpe, en la Montaña de Santa Genoveva, detrás de la Universidad y del Panteón, es la plaza de los "clochards", de los harapientos de París. Hace dos noches, los clochards formaban un circulo en la plaza y discutían los sucesos recientes. En un círculo contiguo, un grupo de "hippies" de largas melenas hacia circular de boca en boca un cigarrillo de marihuana. En la era de las prohibiciones, la policía francesa perseguía severamente el tráfico y el uso de la droga. Pero esa era, al menos por unos días, ha terminado. Ahora se prohíbe prohibir.

Esclavitudes modernas

La rebelión de los jóvenes no es una rebelión contra la pobreza sino

contra las esclavitudes que engendra una sociedad rica. Los jóvenes se

han levantado contra los mecanismos opresivos de la llamada "sociedad de

consumo". El movimiento es libertario, anarquizante, opuesto por igual a la

deshumanización del capitalismo y a la pesadez burocrática del socialismo

soviético.

Una de estas esclavitudes tuvo una expresión clara y sorprendente en los días finales de la crisis. Me refiero a la esclavitud del automóvil, una de las opresiones más implacables que conocen los miembros de la sociedad industrial. Cuando faltó la bencina, hubo incidentes que parecían anunciar un regreso a la barbarie. Cinco automovilistas atacaron a un bencinero que no pudo venderles combustible y lo dejaron en un hospital, con lesiones graves. Se trataba de cinco ciudadanos normales, reunidos por azar junto a una bomba de bencina; seres pacíficos a quienes la perspectiva de verse privados del uso de su automóvil convirtió en energúmenos.

En una calle solitaria, tres sujetos armados de rifles y pistolas detuvieron a un automovilista con el propósito de robarle el combustible. El automovilista logró escapar, pero estuvo a punto de perder la vida; una bala le rozó las sienes.

Cuando llegó la bencina, la tiranía del automóvil se manifestó en su aspecto más absurdo. Según las estadísticas, el espacio que desplazan los automóviles de París es superior a la superficie total de las calles de la ciudad. En consecuencia, si todo el mundo saca su automóvil la circulación es imposible. Llegó la bencina y todo el mundo sacó su automóvil. Paris conoció los "tacos" más monstruosos de su historia. Como en esos días aún no había trenes subterráneos y buses, quedó demostrado que sin locomoción colectiva los automóviles pasaban a ser un instrumento inútil. Al llegar a cierta etapa, la civilización industrial es como una serpiente que se muerde la cola. A más automóviles, menos velocidad.

En la crisis de mayo dejó un saldo de dos muertos. En el primer fin de semana posterior a la crisis, hubo 120 muertos en accidentes de automóvil. Esta cifra no parece haber conmovido a la opinión pública. El automóvil es uno de los flagelos más peligrosos de las sociedades avanzadas, pero nadie presta mayor atención a sus víctimas.

Se podría terminar esta crónica con una cita del viejo Baudelaire. "La verdadera civilización, decía, no está en el gas, ni en el vapor, ni en las mesas circulatorias, sino en la disminución de las huellas del pecado original".

Es preciso recordar que el pecado original nos sometió al paso del tiempo

y nos hizo avergonzarnos de nosotros mismos.

Paralelos

La mayoría de la gente piensa que el tango es una creación de los suburbios de Buenos Aires. En el tomo tercero de sus Memorias, Baroja dedica un capitulo a las canciones madrileñas de fines de siglo. Dice que la canción popular, callejera, suburbana, ha tenido varios ritmos, pero que el más destacado ha sido el del tango. "Este tango, de origen incierto -agrega Baroja-, luego ha emigrado a la Argentina, y ha venido de allá de retorno, americanizado, italianizado, decadente, dulzón y de un sentimentalismo ñoño y venenoso".

Es posible que los epítetos de Baroja tengan algo de exacto, pero esto no disminuye mi admiración por el tango argentino. Creo, además, que la dulzura y el sentimentalismo que Baroja no toleraba corresponden a una tónica común del arte latinoamericano, tanto popular como culto. El tango ha influido en casi todos nuestros escritores. Basta con citar a Borges, a Julio Cortázar y a Neruda. El hecho de que "El tango del viudo", de nuestro poeta, tenga ese título y que algunas magníficas estrofas de otros poemas suyos ("Hay ron, tú y yo, y mi alma donde lloro") parezcan inspiradas en Gardel, no les quita en nada su calidad literaria.

Al pasar hace poco por Brasil, de regreso a Chile, descubrí que los suburbios de Río de Janeiro han producido un estilo de canción muy semejante al tango. Es posible que su origen también sea europeo y que haya experimentado una transformación muy parecida a la del tango en Argentina. Este fenómeno de asimilación por America Latina del arte de Europa, que aquí pierde sus contornos más ásperos, y, para usar las palabras de Baroja, se vuelve dulzón, es característico. Por lo demás, las canciones portuguesas son de por si más dulces y sentimentales que las españolas.

En un concurso de letras de canciones realizado en Río, la que obtuvo el premio habla de una mujer que vivía en una casa desvencijada, con el techo lleno de agujeros, en un barrio popular. La mujer se pasea por una habitación salpicada de reflejos de la luz de la luna. "Tú pisas los astros distraída", escribe el autor. Más adelante se refiere a "la serpiente de seda de tus brazos".

El autor de estas letras obtuvo el premio después de que un conocido poeta del Brasil le dio su voto públicamente. Baroja habría protestado contra esta decisión. Pero a Baroja había que escucharlo cuando comentaba el cancionero español y citaba letras como éstas:

Un cocinero de Cádiz,

muy afamado,

a las mujeres compara

con el guisado.

La sequía y los pelícanos

Un amigo mío ha descubierto la relación entre la sequía y el vuelo de los pelícanos. Su afición predilecta de los fines de semana es observar, desde un promontorio en la costa, el paso de las aves migratorias. En la primavera los pelícanos, que encuentran su alimento en los mares fríos, emigran al sur. Al comienzo del otoño emprenden el regreso. Pues bien, mi amigo dice haber comprobado que durante los dos últimos otoños los pelícanos continuaron volando hacia el sur.

La desviación del rumbo de los pelícanos obedecería al hecho de que la corriente fría de Humboldt se ha apartado de la costa en la Zona Central. Esto habría obligado a los pelícanos a internarse más al sur para encontrar la anchoveta.

Parece que unos sismólogos japoneses descubrieron este alejamiento de la corriente de Humboldt. La causa se encontraría en los terremotos de los últimos años, que habrían provocado un ligero cambio de posición de la frágil cornisa terrestre que nos ha tocado habitar.

Esta leve alteración ha bastado para que la corriente fría se aleje paulatinamente de nosotros. Con ello, el clima de nuestro Norte Chico podría extenderse hasta el centro del país. La sequía, entonces, dejaría de ser un fenómeno esporádico y pasaría a convertirse en la Zona Central en un rasgo constante.

Como se ve, las especulaciones científicas de mi amigo no conducen al optimismo. Mientras me decía esto, mirábamos con anteojos de larga vista una bandada de pelícanos en vuelo. El sol acababa de esconderse y aún había luz sobre el mar. De pronto, un pelicano gordo y viejo enmendó su rumbo, separándose de la bandada. Estuvo un rato flotando, solitario, en el oleaje de la orilla; después voló con aleteos pesados y lentos hacia el norte. Mi amigo me explicó que había partido a morir.

Pensé en el momento dramático en que los pelícanos viejos sienten que no pueden seguir con el resto de la bandada, que los abandonan las fuerzas. La radio había hablado hacia poco del ganado que muere de hambre a causa de la sequía, de modo que mi estado de ánimo era más bien melancólico. Más tarde, bebiendo una copa, comentamos con mi amigo el caso de Israel, donde el esfuerzo humano ha conseguido irrigar y obtener la fertilidad de las tierras más áridas. Llegamos a la conclusión de que el pesimismo no se justifica nunca, y de que el hombre es más importante que las condiciones naturales.

Por lo demás, mi amigo no es sismólogo ni naturalista. Sólo tiene el "hobby" de observar el vuelo de los pájaros. Me confesó, por añadidura, que jamás había visto con sus propios ojos el informe de esos sismólogos japoneses. Esperemos, entonces, que la corriente de Humboldt siga enfriando nuestra costa, para desgracia de los bañistas, que los pelícanos hayan alterado su rumbo por simple espíritu de aventura, y que los nubarrones que presagian la lluvia empiecen a acumularse pronto en el cielo.

Los disidentes

En Europa se sienten mejor que aquí las semejanzas entre el momento actual y el fin del siglo XIX. Hay una resurrección del gusto estético de aquella época, visible sobre todo en el cine, en la pintura, en la decoración y hasta en la moda femenina. El arte olvidó la depuración de las líneas modernas para recuperar el barroquismo y las sombras finiseculares. Los arcos de hierro de las entradas del Metro de Paris, extrañamente anacrónicos hace algunos años, volvieron a ponerse al día. Los restaurantes se llenaron de lámparas con flecos rojos y sillas de Viena.

El auge del espíritu anarquista, que se ha manifestado en todas partes en las rebeliones estudiantiles, es otro punto de contacto con el fin de siglo. Conrad en Inglaterra y algunos autores rusos dejaron descripciones maestras de los círculos anarquistas y terroristas que florecían en Europa en ese periodo. Si se lee hoy El agente secreto, de Conrad, se descubre con sorpresa que es una novela completamente actual. Seria fácil transformarla en un gran film de ambiente contemporáneo sobre el extremismo de izquierda y el espionaje internacional. Conrad se basó, sin embargo, en un atentado ocurrido en Londres en 1894.

La disidencia de finales del siglo XIX y la de ahora tienen más de algo en común. Hace tiempo que las teorías sobre una literatura y un arte comprometidos cayeron en relativo desuso. Los argumentos que esgrimía Sartre hace más de veinte años empiezan a resultar añejos. Se respeta a Sartre como se respeta a los clásicos, pero la corriente más vigorosa de la crítica sigue otros caminos. Y estos caminos bordean, curiosamente, el culto del arte por el arte que predominó cerca del novecientos.

Wilde y su "apostolado de la belleza" están otra vez de actualidad. Últimamente se han publicado en Francia tres o cuatro monografías importantes sobre él, y, en especial, sobre su proceso. Tampoco está lejos, entre nosotros, Rubén Darío.

Mientras la literatura comprometida y el realismo socialista desembocaron en un conformismo lleno de beatitud, el culto de la belleza formal, tal como se lo plantea hoy, contiene los gérmenes de un nuevo desafío contra la máquina, contra la organización burocrática, contra todos los aspectos opresivos de la vida moderna. Sin duda que es una respuesta parcial, pero no creo que se la deba descartar por completo. Por eso la condena en bloque, por Vargas Llosa, de la novela europea de hoy, a la que acusa de formalismo y, más que nada, de frivolidad, me parece excesivamente esquemática. Por lo menos en el caso de algunos de los autores más representativos. En realidad, no es tan fácil describir los rasgos que distinguen a la novela latinoamericana actual de la europea. Pienso que Cortázar está mucho más cerca de Robbe-Grillet o de Kafka que de su coterráneo Ricardo Güiraldes.

El insolente apostolado estético de Wilde fue una forma de insurrección contra la sociedad puritana y capitalista en que le tocó vivir. "Su caída fue saludada con un aullido de regocijo puritano" escribió en 1909 James Joyce, otro irlandés disidente. El experimento literario y humano de Wilde fue un reto lanzado a la sociedad victoriana. Por eso lo condenaron, no por su anormalidad sexual, que en el Londres de entonces, bajo severas capas de hipocresía, era casi tan frecuente como en el de ahora. Fue la condena de un escritor rebelde, más que la de un pervertido. Hoy se sabe que las autoridades inglesas, antes de emitir la orden de arresto, hicieron todo lo posible para convencerlo de que abandonara el país.

Wilde pagó caro su desafío. "Bandas blancas ocultaron su nombre en la cartelera de los teatros -escribe Joyce-. Sus amigos lo abandonaron. Sus manuscritos fueron robados, mientras él hacia en la prisión un recuento doloroso de dos años de trabajos forzados. Su madre murió en la oscuridad. Su esposa murió. Fue declarado en bancarrota y sus bienes se vendieron en subasta pública. Le quitaron a sus hijos. Cuando salió de la prisión, rufianes a la orden del noble Marqués de Queensberry lo esperaban emboscados. Fue perseguido de casa en casa como los perros persiguen a un conejo…"

Tanto en los laberintos narrativos de Robbe-Grillet como en los juegos formales de Cortázar hay un reto al conformismo y a la pereza mental del lector común, del "hipócrita lector" de que hablaba Baudelaire. Un reto que se puede emparentar en sus propósitos con el de Wilde, pero que tiene consecuencias muy diferentes. Entre el fin de siglo y nuestros días la sociedad burguesa aprendió a asimilar a sus retadores y a convertir sus obras en artículos de consumo. Los objetos surrealistas que escandalizaban a los burgueses de 1920 entraron a ocupar el sitio de honor en los salones de sus nietos. La peor derrota del surrealismo consistió en su victoria social. La literatura y el arte, pasaron a ser actividades impunes. Por eso Sartre deja de escribir novelas y los jóvenes intelectuales universitarios proceden a reemplazar la violencia verbal por la violencia física.

De la SECH a la SOCH

La única sociedad a que pertenezco es la SECH, Sociedad de Escritores de Chile. Después de algunos años de experiencia, he adquirido la práctica de evitar sus reuniones del modo más sistemático posible. Los escritores asociados secretan venenos peligrosos. Ocurre aquí y en todas partes. El chisme literario es el tema central de la conversación. Y yo creo que los escritores no deben alimentarse exclusivamente de libros y, mucho menos, de la compañía de otros escritores. Edwards Bello aludía a esto, en forma muy criolla, al decir que las vacas no deben alimentarse con leche para producirla. El novelista que no se dedica a otra cosa que a las novelerías y a la lectura de novelas está perdido. Ya veo que alguno de nuestros pedantes nacionales saca a relucir la teoría del "espacio literario", última moda francesa, pero no me inquieta demasiado el asunto.

Lo anterior no supone una crítica de mi parte a Luis Sánchez Latorre, que ha emprendido la tarea titánica de presidir durante un año los destinos de la SECH. Pero después de ver una exposición en el Instituto Chileno-Británico de Cultura, he llegado a la conclusión de que prefiero pertenecer a la SOCH. La SOCH es la Sociedad Ornitológica Chilena. Su exposición de pájaros nativos y exóticos, que por desgracia sólo permaneció abierta una semana, es una de las más bellas y estimulantes que me ha tocado ver en Chile en los últimos años. Ahí aprendí algo sobre la inagotable nomenclatura de colores de los canarios: los del grupo Ágata, divididos en Ágata Limón Intenso, Limón Nevado, Dorado Intenso, Dorado Nevado, Rojo Intenso, etcétera. Los del grupo Amarillo, Naranjo Rojo, Blanco, Mosaico, Marfil, Cobre, Canela, Isabelino, Mosaico, Pastel, Ópalo y varios otros. Vi la Loica chilena y peruana; el Mirlo, especie extinguida; el Diamante Mandarín, la Estrellita de Santa Elena y muchos mas, sin contar las caturritas onduladas, cuya variedad es casi tan grande como la de los canarios. Todo con un fondo de gorjeos, de trinos y de exclamaciones infantiles que aumentaba la alegría del espectáculo.

Ahora recuerdo y comprendo, en forma retrospectiva, una anécdota que Acario Cotapos cuenta siempre. Dos juristas se encuentran en un Congreso Internacional de Ciencias Penales. Si la memoria no me falla, uno de ellos era Jiménez de Asúa. Después de los sesudos debates, el primer jurista explica que además es ornitólogo. "¡Alma hermana! -exclama el otro-; yo soy entomólogo". Ahora comprendo, como digo, esta exclamación que antes me parecía tan extravagante y cómica. La afición a los pájaros y a los insectos seguramente crea sentimientos de verdadera solidaridad. La pasión de las letras, en cambio, suele desunir. La historia de las guerras literarias hispanoamericanas seria larga y penosa. Produjo algunos versos maestros, pero muchas amarguras y varias ridiculeces.

Recomiendo a los escritores, como sistema de psicoterapia y como experiencia utilísima para la creación, el cultivo de la ornitología, de la entomología o de otra ciencia similar. Propongo a Luis Sánchez Latorre que establezca un vínculo permanente entre la SECH y la SOCH. Aunque temo que con esto se le haga un flaco servicio a la última de las instituciones nombradas.

La vinculación no es tan arbitraria como algunos podrían imaginar. Hace poco leí que Vladimir Nabokov, uno de los mejores narradores contemporáneos, es gran especialista en mariposas. Durante épocas de pobreza, la entomología profesional lo ayudó a ganarse la vida. Escritor ornitólogo es mi amigo Rubem Braga, gran poeta y cronista del Brasil. En su pequeño departamento de Ipanema, en Río de Janeiro, había siempre un pájaro negro, cuyo nombre no recuerdo, que sostenía todas las mañanas interminables conversaciones con el dueño de casa, y que comía en su mano. De todos los escritores que conozco, Rubem Braga es el más ajeno a las disputas literarias y a las batallas de café.

Creo que el vicio de la envidia, que se da con tanta fuerza en el gremio literario y que es el peor de los legados que nos dejó España, proviene de nuestra pobreza, de una sensación de que falta lugar para todos, que es propia de países pobres. Por eso sugiero como antídoto la ciencia de los pájaros o de los insectos, cuyo espacio es el aire infinito o la naturaleza sin límites.

Una pequeña acotación: en Chile tenemos el prurito provinciano de las comparaciones. Nuestros novelistas no están a la altura de los del Perú o de Colombia; nuestro boxeo no tiene rango internacional, a no ser que Stevens… La admiración histórica de todo lo que tiene consagración internacional y el menosprecio a priori de lo que se crea en Chile son dos caras de una misma medalla, de una misma incapacidad de crítica. Pues bien, que sepan los lectores que en el Octavo Campeonato Mundial de Ornitología, celebrado en Sao Paulo, Brasil, una codorniz californiana, criada y presentada por un miembro de la delegación chilena, obtuvo el título del mundo.

Con respecto a Stevens, vi su pelea con Jiménez y pienso, sin ser tampoco un especialista, que no va mal encaminado. En cuanto a los narradores, hay que esperar que pase la ola de los discursos y de los encuentros y dejarlos, por fin, que escriban.

La mediocridad en la política

Mis amigos intelectuales se quejan a menudo de la mediocridad de la política española, del hecho de que las alternativas reales sean limitadas, de que los cambios sobrevenidos después del franquismo sean, en definitiva, mucho menos profundos y espectaculares de lo que habría podido esperarse. El Parlamento es una novedad, pero todos saben que los verdaderos debates se realizan fuera de la tribuna parlamentaria y que los únicos aspirantes a oradores, hoy día, son los dirigentes de las minorías que han quedado fuera del "consenso", esa palabra mágica que parece resumir la situación general incluso en aquellos aspectos de medianía grisácea que tanto irritan a muchos de mis amigos. La oratoria de las grandes figuras del pasado, la de las replicas y las interrupciones célebres, recogidas por el anecdotario histórico, no ha vuelto a repetirse en España. Y han resurgido, por otra parte, los gestos, los emblemas, las canciones y los símbolos de una época revolucionaria, las manos empuñadas y las banderas rojas, pero nadie parece seriamente interesado, al menos por el momento, en que toda esa parafernalia alcance algo mas que una significación simbólica.

Ahora bien, sabemos que esto del consenso no sólo es una premisa fundamental de la España del postfranquismo. Todas las democracias europeas funcionan gracias a un consenso mínimo, alcanzado hace tiempo y que proporciona un marco dentro del cual transcurre la vida política. Incluso en Francia, en las elecciones parlamentarias recientes, la izquierda procuraba demostrar que su triunfo no implicaría un trastorno completo del sistema, en tanto que la derecha señalaba que la aplicación del programa común provocaría inevitablemente, a través de la lógica implacable de los hechos económicos, una situación revolucionaria. Berlinguer, con su tesis del "compromiso histórico", ha reconocido desde hace ya cinco años que en Italia es imposible gobernar sin un consenso mínimo. Para el jefe comunista italiano, ni siquiera una futura mayoría matemática seria suficiente para que los comunistas entraran al poder en Italia sin acuerdo de los democratacristianos.

En países como Inglaterra o Suecia, el consenso tácito y mínimo que permite el buen funcionamiento del sistema, con sus alternativas conservadoras y socialdemócratas, es todavía más evidente. En Inglaterra, la excesiva uniformidad social alcanzada por la vía de la socialdemocracia empieza a producir cansancio tributario y cierta nostalgia de los regímenes "tories". En Suecia, por el contrario, la inexperiencia de la actual coalición gobernante, coalición demasiado heterogénea y frágil, anuncia un probable regreso de los socialistas, que habían permanecido en el poder demasiado tiempo y que en estos años de oposición han tenido la oportunidad de renovarse y de hacer su autocrítica.

Mis amigos intelectuales suelen ser contradictorios. Aspiran a que España se integre en Europa y a la vez se sienten decepcionados por el carácter gris, por la frialdad, por el exceso de racionalidad y la ausencia de brillos románticos que supone una política de estilo europeo. A pesar de lo que ellos dicen, creo que la aparente mediocridad de la actual política española no es un mal síntoma. En mi país, en Chile, durante la experiencia de la Unidad Popular, experiencia mirada con tan universales simpatías por los intelectuales de todas las latitudes, lo que faltaba precisamente era el consenso mínimo que hubiera podido evitar la crisis del sistema. Se quiso realizar una experiencia revolucionaria desde una minoría de votos y sin haber buscado un acuerdo con una de las fuerzas políticas decisivas del país, la democracia cristiana. En esta forma, el Gobierno de Allende, que en sus orígenes había presentado un programa socialdemócrata, un proyecto de economía mixta no demasiado diferente al que acaba de esbozarse en los artículos económicos de la nueva Constitución española, terminó arrastrado por fuerzas centrifugas, de manera que los gestos y los símbolos, junto con invadir las calles y la prensa, empezaron a transformarse rápidamente en realidades conflictivas: tierras y fabricas ocupadas, minas extranjeras nacionalizadas sin pago de compensaciones, etcétera.

Ahora recuerdo a los intelectuales que desfilaban por mi oficina de la Embajada chilena en Paris, vibrantes, jubilosos, dispuestos a prestar su apoyo activo a una política que por fin había dejado de ser mediocre, a una política que se había olvidado de los fríos cálculos del racionalismo europeo, y pienso que esa ingenuidad, ese romanticismo, nos ayudaron bastante poco. Vino el contragolpe, el reflujo de la ola revolucionaria, y esos amigos cambiaron el entusiasmo por la indignación. Está muy bien. Su indignación consiguió reprimir muchos abusos, muchos atropellos. Pero a veces me pregunto si esos amigos, además de pasar del entusiasmo a la indignación, han comprendido algo. Cuando veo que se lamentan de la mediocridad del consenso, de las servidumbres inevitables de la joven democracia española, me asaltan algunas dudas.

Regreso a Isla Negra

Al regresar a Chile después de muchos años y muchos acontecimientos, sin haber abandonado en el tiempo intermedio mis hábitos de explorador de librerías antiguas y modernas, he comprobado a simple vista la existencia de lo que aquí llaman "apagón cultural". El espacio de los libros ha sido invadido por el de los artículos de escritorio y el de la literatura por las novelas comerciales anglosajonas que hoy día se fabrican en serie, de acuerdo con fórmulas bien conocidas, y que todos los editores europeos designan con el nombre de "productos". Ya sé que en años anteriores la literatura había sido desplazada por la folletería revolucionaria, pero esta comprobación histórica no es suficiente consuelo para el buscador empedernido de verdaderos libros. También he comprobado, sin embargo, y en cierto modo lo he comprobado a simple vista, que la tradición poética chilena, a pesar de todo, continúa viva. Debajo de la capa de los best sellers y de los artefactos importados asoma de pronto la mirada burlona, nostálgica, critica, de los poetas. Chile siempre ha sido, desde los tiempos de don Alonso de Ercilla, un apéndice curioso y rico de la poesía occidental, a pesar de que los académicos del siglo XIX quisieron ponernos la etiqueta de país de historiadores, como si la historia y la fantasía creadora estuvieran reñidas. En los primeros días de esta llegada vi en la casa del hijo del poeta los retratos originales que Pablo Picasso y Juan Gris hicieron de Vicente Huidobro. El profesor René de Costa, especialista en estudios huidobrianos de la Universidad de Chicago, estaba deslumbrado por la correspondencia de Hans Arp, de Max Jacob, de Cocteau, que había descubierto en los archivos familiares. Era la poesía de Montparnasse, el barrio parisino de los pintores y los poetas de la época de Vicente Huidobro, escondida en San Francisco de las Condes.

Después hice la experiencia de visitar Isla Negra al cabo de ocho años y descubrí que la ausencia de Neruda era un hecho casi inverosímil. Tenia la costumbre, en épocas pretéritas, de conversar con el poeta todos los domingos en la noche, junto al fuego de la chimenea, cuando los visitantes del fin de semana habían partido. Miré la casa desde las rocas y pensé que adentro, en medio del silencio que había caído sobre la Isla, había dinamita literaria: las cartas en que Isabel Rimbaud describe la muerte de su hermano Arturo, las ediciones originales de Baudelaire, de Edgar Poe, de Walt Whitman… Exiliado entre los bosques de pinos y eucaliptus, un poco más arriba, Nicanor Parra estudiaba la clasificación de los cornudos hecha por Fourier, el socialista utópico, y alternaba la lectura de los diálogos eruditos escatológicos de Rabelais con las memorias de emigrante de Benedicto Chuaqui. Habían comenzado a brotar las extraordinarias flores de agosto y los erizos de la hostería de la señora Elena seguían espléndidos. En resumen, no había que perder las esperanzas en Isla Negra.

Uno de los libros que cayó en mis manos en estos días es la última colección de poemas de Jorge Teillier, Para un pueblo fantasma. La reticencia o la casi general indiferencia de los críticos frente a este libro me parecen sorprendentes. Es como para pensar que el "apagón cultural" tiene mucho que ver con la pereza o con las intenciones extraliterarias de la crítica. Jorge Teillier es el continuador por excelencia de la tradición poética chilena. Es el que logra la mejor síntesis del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación formal. En la poesía de Teillier existe un Sur Mítico, la misma frontera lluviosa y boscosa de Pablo Neruda, pero en este caso desrealizada, convertida en pretexto de una creación verbal donde árboles, montes, plazas de provincia, se tiñen de innumerables referencias a la literatura contemporánea, como si el espacio literario y el de la naturaleza se entrelazaran. La casa fantasmagórica de Usher, que en el relato de Poe se derrumbará sobre su dueño, flota en los versos de Teillier en un sur pantanoso, y el poeta William Gray se cura de su delirium tremens en una clínica de los alrededores de Santiago.

Teillier es un poeta reiterativo, me ha dicho alguien, como si eso pudiera implicar una critica, y otros han dicho que es un poeta pesimista, que no pertenecería a la raza de los constructores de la patria. La verdad es que los poetas optimistas han sido escasos y que las células amarillas de la melancolía han sido abundantes en la sangre de Coleridge, de Shakespeare, de Carlos Baudelaire y de Julio Laforgue, muerto de melancolía y de aburrimiento a los 27 años de su edad. Pero la melancolía creadora de los poetas construye, paradójicamente, la trama de la cultura de los países. La verdad de los poetas es diferente de la verdad de la geografía o de la economía. En uno de los poemas de Teillier, poema-homenaje a sus antecesores poéticos, "sueña Pablo Neruda que es Neftalí Reyes". El Neftalí Ricardo Reyes del Registro Civil, hijo de un obrero ferroviario de Parral, es una invención del poeta Pablo Neruda. Así como la plaza y los bares de Lautaro, y que los lautarinos me perdonen, son una invención de Jorge Teillier. Es el procedimiento de la poesía. Y es la prueba de que la tradición poética del país sobrevive. A pesar de todo.

Pasteleros y sombreros

Cuando viajé por primera vez a Barcelona, descubrí que la ciudad estaba llena de nombres conocidos en Chile: Llodrá, Planella, Casals, Bauzá, Prats, Montt… El segundo apellido de mi abuelo paterno, Luis Edwards Garriga, era tan frecuente como el apellido Pérez o González en la meseta castellana. Un amigo me explicó que "garriga" era el nombre de un arbusto y también el nombre de los montes bajos, sin cultivar, que se veían cubiertos por esa vegetación.

Fue mi primera lección práctica sobre Cataluña y uno de los primeros

indicios de aquello que Gerald Brenan, un viejo escritor inglés que se instaló

a vivir en las montañas de Andalucía hace más de medio siglo, llamó "El laberinto español". Brenan insinuó que la guerra civil había sido una consecuencia en cierto modo inevitable de ese laberinto de ideas, movimientos, intereses y culturas regionales, que habían constituido la realidad española de la preguerra.

Ahora me han pedido que haga una charla sobre literatura catalana y de inmediato he tenido que formular una advertencia previa. Existe desde luego una literatura escrita en Cataluña, pero en idioma castellano, y es la que los chilenos han oído mencionar o leído algunas veces. A esa literatura pertenecen las obras de Luis Goytisolo, de José Agustín, de Ana María Moix, de Juan Marsé, de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma.

Pero he tenido que explicarles a mis auditores chilenos, para comenzar, que existe además una lengua catalana.

¿Una lengua que se habla en la calle?" "Si, señor. Una lengua que hablan

hasta los niños".

Y he añadido que existe toda una literatura escrita en esa lengua, materia en la que me he declarado un ignorante casi absoluto. Lo que ocurre es que cuando llegue a Barcelona, a mediados de 1973, el general Franco todavía estaba vivo y la literatura en catalán permanecía semienterrada, aplastada bajo el peso de lo que en los años cuarenta y cincuenta, pomposamente, se había llamado el idioma del Imperio.

Tuvo que morirse Franco para que los sudamericanos de Barcelona tomaran verdadera conciencia de que había una lengua y una cultura catalana. En algunos casos, esa toma de conciencia fue conflictiva; se produjeron brotes de un patrioterismo catalán que sin duda era inevitable, y a todos los que hablábamos el castellano, aun cuando fuera el castellano de la periferia de ese "Imperio", se nos atribuyó las culpas del centralismo. Un pequeño ejemplo: el señor del estanco de tabaco de la esquina de mi casa me hablaba al comienzo en castellano, después me respondía en catalán, y al final de mi estada, a mediados de 1978, pretendía no comprender mis peticiones de estampillas o de repuestos para bolígrafos presentadas en la lengua de la meseta. Poco faltaba para que me aullara: "¡Habla en el idioma de la Generalitat!" (en catalán, naturalmente).

Eran episodios menores, y explicables. Algunos de mis amigos se irritaban, pero yo tomaba esas cosas con filosofía. En esos días leí que Josep Pla,

interrogado en una oportunidad por un periodista, había dicho que si no

pudiera vivir en Cataluña, en sus tierras del Ampurdán, le gustaría vivir en

Chile. ¿Por qué? Porque había estado en Chile una vez y había descubierto

que el vino del país era muy bueno.

La razón de Pla, poderosa, me movió a mi, que algo conozco de esos vinos, a emprender la lectura de El cuaderno gris. En mi adolescencia santiaguina había leído mucho a los escritores castellanos de la generación del 98. Pues bien, encontré que Pla tenia algo en común con la prosa de Azorín, quizás porque se relacionaba, de un modo bastante semejante al de Azorín, con el espíritu de los ensayos de Montaigne; pero me pareció que Pla era un Azorín más complejo, más fuerte, que no se detenía en el mundo de las cosas, con preciosismo verbal, sino que penetraba en el tejido de las tradiciones y de las situaciones sociales. Una discusión sobre patronímicos, en una página de El cuaderno gris, es toda una lección de historia política, además de una obra maestra del humor rural y socarrón.

"Ese vino chileno", me dicen unos catalanes de aquí, "lo bebió Pla en nuestra casa. Había venido con motivo del terremoto del año 60 o del año 62. Bebió el vino con tanto regocijo que nunca visitó la región terremoteada (mis amigos catalanes han adoptado este chilenismo). A pesar de eso, desde su habitación, escribió la mejor crónica del terremoto, inventando detalles extraordinarios".

No me extraña nada. Corresponde perfectamente al tono fantasioso y a la vez abúlico que predomina en El cuaderno gris.

Después de leer a Pla, de regreso en Chile, he tratado de hincarles el diente, en mis ratos de ocio, a los poetas modernos catalanes. "Hay un poeta pastelero, Foix, y hay un sombrerero, Prat, que fue un gran amigo de Joan Miró y que tuvo mucha influencia en sus comienzos". Esta relación de los pasteles y los sombreros con la poesía y la pintura nunca deja de sorprenderme y divertir a mis interlocutores criollos. "A veces pienso", les digo en seguida a mis auditores, "que la poesía catalana de hoy tiene algunos puntos de semejanza con la poesía griega contemporánea. Con la diferencia de que aún no ha sido descubierta por el resto del mundo. Advierto en ella una presencia parecida de la naturaleza y de una realidad que sería deterioro, opresión pura, si no estuviera guiada por una mirada que en el fondo es clásica, heredera de una tradición antigua".

Escribe Foix, el poeta pastelero, en el tono de un lírico griego arcaico: "Nunca habíamos visto tantas flores de lana con olor a molusco, en una playa a… como hoy, cuando volvías, Eugenia, de un destierro de siglos, espumeante de nórdicos jabones, en la grupa nocturna de un búfalo".

Sardinas y manzanas

En los años 63 y 64, cuando lo conocí en París, Álvaro de Silva era un

hombre que tendría dos o tres años menos que el siglo, pero que en todo

caso ya había cumplido los sesenta. A pesar de eso, se había lanzado a la más

extraordinaria de las aventuras humanas: la de comenzar a vivir de nuevo,

haciendo tabla rasa del pasado.

Había sido profesor de literatura durante largo tiempo en universidades norteamericanas, después de la etapa en que fuera canciller de los consulados de Pablo Neruda en el Extremo Oriente. Eran períodos que el consideraba como parte de su prehistoria, y que no le gustaba mencionar. Decía, por ejemplo, después de verse acosado por las preguntas, que la versión de Neruda sobre su vida en Ceylán y en Birmania eran muy diferentes de la realidad. "¡Las cosas eran muy distintas!" exclamaba, de mal humor, encogiéndose de hombros, y cambiaba rápidamente de tema, o repetía la misma frase con la entonación de una canción de moda, una curiosa manera suya de esquivar el bulto.

Una vez, sin embargo, me contó su llegada con Neruda a Paris, allá por el año 27. Corrieron al café Dôme, lugar de reunión de los amigos, de Alberto Rojas Jiménez, de Luis Vargas Rozas, de muchos otros, y de pronto se decidió que Álvaro de Silva fuera al consulado por un asunto de pasaportes. El cónsul, contaba Álvaro, después de examinar los pasaportes, salió precipitadamente de su despacho, lo tomó de los hombros, lo miró intensamente a los ojos y exclamó: "¡Tiene la mirada del genio!" Álvaro, que nunca se sintió inferior a ninguno de los escritores del mundo, tuvo que explicarle que Neruda se había quedado en Montparnasse con un grupo de amigos, ante lo cual el cónsul decepcionado, volvió a encerrarse en su oficina.

Álvaro de Silva, de pronto, se había sentido absolutamente hastiado de la carrera de profesor, de la vida norteamericana y de su propia familia. Había jubilado y se había divorciado, todo de una sola vez, y con la tercera o cuarta parte de la jubilación que le había quedado disponible, unos doscientos o trescientos dólares a lo sumo, se había instalado en el barrio latino a vivir como estudiante y a iniciar una carrera de escritor francés.

"¿Por qué escritor francés?" le preguntaba.

"¿No te parece que es muy bueno ser escritor francés? Observa un poco alrededor tuyo."

Si trataba de hacerlo ver las dificultades de la empresa, se escurría con su

canturreo característico, haciendo variaciones musicales sobre el tema del

escritor francés y mirando las mansardas de la montaña de Sainte Geneviève,

las nubes que desfilaban encima de las agujas góticas.

Aunque parezca extraño, Álvaro sustentaba toda su conducta en un método riguroso y un orden absoluto. Cuando recibía su magra jubilación a comienzos del mes, pagaba de inmediato su buhardilla y compraba provisiones en conserva para treinta días. Dejaba un poco de dinero aparte para movilización, para café y para comprar pan y manzanas. El pan de cada día, la "baguette" fresca y crujiente, acompañada de sardinas y manzanas, era su sólida dieta. De ahí no lo movía nadie. Una vez nos invitó a cenar, a mi mujer y a mí, a su buhardilla en el hotel des Carmes, rue des Carmes, a los pies de la montaña y a dos cuadras de la Sorbona. El techo en pendiente era tan bajo que ninguno de los tres podía mantenerse de pie. Nos sentamos en cojines, frente a una especie de taburete, y comimos pan, sardinas, queso y manzanas. El queso había sido el lujo, la excepción de aquella noche, y la verdad es que todo combinaba perfectamente, y que el vino en botellas de litro, unido al espectáculo de la arquitectura iluminada, terminó por conferirle a la reunión un carácter espléndido.

"No tengo nada que ver con el mundo de las longanizas, de los arrollados,

de las prietas, de todas esas cosas que le interesan tanto a Pablo", decía, con

una mueca de disgusto. Su amistad con Neruda, después del viaje al Oriente,

se había vuelto conflictiva. Neruda se había encontrado con la guerra civil

española y había participado en la lucha de su generación contra el nazismo.

Álvaro se había internado, en cambio, por caminos cada vez más quintaesenciados y abstractos.

Era, según el diagnóstico de Neruda, un producto de su mitomanía, del hecho de ser, en último término, un escritor sin libros, un escritor cuyos libros, siempre geniales, sólo existían en su imaginación.

A pesar de sus gustos casi incorpóreos en cuestiones de gastronomía y de literatura, Álvaro tenía pasiones completamente carnales, dignas de un Rubens, en materia femenina. Su incipiente carrera de escritor francés lo había llevado a estudiar el idioma en la Alianza Francesa. Era el requisito mínimo que debía cumplir un émulo de Choderlos de Laclos y de George Bataille. Pues bien, de alguna manera se las ingeniaba, a base de conversaciones y de invitaciones a compartir sus latas de sardinas, para seducir a sus compañeras de curso. Llegaba con ellas a nuestra mesa del café Dôme o de la Coupole, muy orondo, y al cabo de un tiempo se lo empezó a ver con una noruega hermosa y enorme, casi descomunal.

Después se dijo que la noruega, en los seis o siete metros cuadrados de la buhardilla de la rue des Carmes, se las ingeniaba para hacer gimnasia sueca a las seis de la madrugada, con las ventanas abiertas de par en par, en un invierno glacial, y que Álvaro había caído enfermo de pulmonía. Los rumores no pudieron confirmarse, pero Álvaro, al comenzar la primavera, reapareció en Montparnasse, huesudo, algo quijotesco de aspecto, con una vivacidad casi eléctrica, producto quizás de la alimentación sana, y con esa mirada fija y a la vez huidiza que para el antiguo cónsul chileno había sido la representación fiel de la mirada del genio.

En el Montparnasse de aquellos años todavía sobrevivían algunos de los monstruos sagrados del arte contemporáneo. Giacometti, un poco encorvado, flaco, de pómulos hundidos y cutis de color ceniza, con el pelo entrecano tieso y revuelto, exactamente igual a sus dibujos y esculturas, llegaba a medianoche y se instalaba en una mesa del fondo del Dôme, acompañado de tres o cuatro personas jóvenes. Se vestía con telas ásperas, de colores terrosos, parecidos a los de su cara, y hablaba con gran intensidad, bebiendo jarros de vino tinto. En esa época ya era uno de los artistas más cotizados del mundo, pero el dinero, aparentemente, no había introducido el menor cambio en su forma de vida. Por mi parte, conocí un caso en el que Giacometti actuó con una generosidad extraordinaria, principesca, muy difícil de encontrar, desde luego, en las personas ricas de ahora. Otro montparnasseano de la vieja guardia era Man Ray, el gran pintor y fotógrafo del surrealismo: un hombre de baja estatura, de cara redonda, que tenía amigos en todas las mesas y que practicaba un humor muy semejante al de nuestro compatriota Acario Cotapos.

Álvaro de Silva, que tenía el don de la comunicación, flotaba en este ambiente como en su propia salsa. Años después me lo encontré en la calle Ahumada, en el centro de Santiago. Me invitó a tomar una copa de pisco sauer y me dijo solemnemente, con una entonación que alcanzó cierto grado de patetismo: "Cada día de mi vida que no estoy en Paris, es un día que pierdo". Me contó que tenía una colección de cuadros de Herrera Guevara en la bóveda del Banco de Chile, y que pensaba regresar a Montparnasse con el producto de su venta.

Mis últimas informaciones indican que ha vuelto al Dôme y a la Coupole

y que ha escrito, en francés, conforme con sus propósitos de la década del

sesenta, las memorias de un sobreviviente. No me cabe duda de que esas

memorias, que todavía no he logrado ver, serán uno de los libros sabrosos e

interesantes de nuestra literatura, por más que hayan sido escritas en un

idioma extranjero. Salvo que se trate de otra de esas fabulaciones, de otro de esos libros imaginarios que Pablo Neruda le achacaba a su ex compañero de viajes.

Argentina en guerra

Había leído muchas historias sobre Francia en guerra, sobre España durante la guerra civil, sobre Moscú en vísperas de la batalla de Borodino, en la época de las invasiones napoleónicas, y, desde luego, sobre Chile y el Perú en la contienda de 1879, pero nunca había estado en un país en guerra. Pues bien, viajé la semana pasada a Buenos Aires, por asuntos particulares, después de haber reflexionado e incluso escrito bastante sobre el conflicto de las Malvinas, y no tenía una conciencia demasiado clara de ir a un país en guerra, por primera vez en mi vida. No sabia que el hecho de haber vivido en países que sólo conocen las guerras desde lejos es un privilegio extraordinario, que sólo se comienza a apreciar en el momento en que se lo pierde.

Digo esto porque Argentina ahora es un país en guerra, y uno capta esta situación cínica, dramática, terrible, inimaginable, a las pocas horas de haber puesto los pies en Buenos Aires. La ciudad iluminada, noctámbula, llena de animación, está oscura. La multitud sigue caminando de noche por los sectores de Florida, Lavalle, Corrientes, pero es una multitud sombría, preocupada, angustiada, que discute sobre las operaciones bélicas y que se agolpa frente a las fachadas de los diarios y frente a los quioscos para recibir las últimas noticias. Mucha gente lleva escarapelas y hay emblemas y banderas en los edificios, en los postes de alumbrado, incluso en los automóviles.

También estuve en Buenos Aires en los peores momentos de la discusión limítrofe con Chile y la simple observación de la ciudad me lleva a la conclusión siguiente: la lucha por las Malvinas es una causa popular, que consigue movilizar a la inmensa mayoría del país, más allá de las críticas o de la franca oposición al régimen político, y la posible guerra con Chile, en cambio, era un asunto que sólo entusiasmaba a ciertas minorías nacionalistas y que seguramente habría dividido a los argentinos.

Otra observación hecha a partir de la ciudad, de la calle: si Costa Méndez y Galtieri cometieron un error de cálculo, estoy convencido de que la señora Thatcher también se equivocó. Los ingleses parecían muy seguros de que la flota real de tareas, la Invencible Armada, haría su aparición frente a las costas desoladas de las islas y de que bastaría eso para que las guarniciones argentinas se dispersaran. Las primeras declaraciones de los almirantes y de los expertos británicos eran netamente despectivas. Después cambió el tono por completo. Los ingleses tuvieron que admitir que los pilotos argentinos actuaban con agallas y con eficacia. La combativa y obstinada señora Thatcher, heredera de la Inglaterra victoriana, empezó a presentarse en el Parlamento vestida de riguroso luto. Antes había hecho chistes sobre lo que sería un hipotético encuentro suyo con el general Galtieri, pero ya dejó de hacer chistes.

Más observaciones callejeras: los argentinos sienten que la neutralidad chilena, en pleno proceso de mediación, es razonable. La abstención colombiana en la OEA les causó mucho más irritación que la de Chile. Todos los gestos chilenos de buena voluntad, a partir del envío del "Piloto Pardo", han sido bien recibidos. La caída del helicóptero inglés cerca de Punta Arenas, en cambio, provocó gran suspicacia, pero supongo que la aparición y las declaraciones de los pilotos habrán permitido superar esa reacción.

También provocan una ira extraordinaria, que desde aquí no podemos imaginarnos, los titulares de nuestra prensa dominical, desplegados los domingos en la noche en algunos quioscos de la avenida Corrientes, a media cuadra del obelisco. Los lectores de la calle, en la noche del domingo recién pasado, sentían que esos titulares dejaban traslucir un regocijo perverso por el desembarco de los primeros "marines". Esto se veía como un contraste flagrante con la solidaridad de Perú, de Venezuela, de Panamá, de Brasil, incluso de México, que antes mantenía relaciones diplomáticas frías y que ahora las había elevado al nivel de embajadores.

La situación tiene toda clase de sutilezas y complicaciones difíciles de entender a distancia. La ocupación argentina del 2 de abril fue contraria a las normas actuales del derecho, pero los ingleses, en 1833, entraron a las islas a balazos. Argentina nunca firmó tratados ni aceptó esta situación. La primera concentración en la plaza de Mayo, dos días después de una manifestación de protesta sindical realizada en el mismo sitio, fue un acto de unidad alrededor del problema de las Malvinas, no de la persona y el régimen del general Galtieri, cuya aparición en el balcón de la Casa Rosada fue recibida con una mezcla confusa de aplausos y de silbidos.

La circunstancia en que sentí mejor la emoción, el pulso del momento,

fue un concierto de Astor Piazzolla y Roberto Goyeneche, "el Polaco".

Ovaciones de pie, vítores, escarapelas, bromas entre el público y "el Polaco"

que tiene la voz un poco cascada, pero que todavía encarna la tradición del

tango argentino. Ni la señora Thatcher ni el general Haig saben una palabra

de estas cosas. Nosotros si sabemos bastante. Es una diferencia que conviene

que tomemos en cuenta.

Gritos de la calle

En el inventario de los desastres ecológicos tenemos que incluir la desaparición, o la cuasidesaparición, de los pregones callejeros. La voz humana, con su entonación, su ritmo, su rima, su picardía, su invención permanente de lenguaje, ha sido reemplazada por automóviles, buses trepidantes, helicópteros. ¿En que rincones de Santiago subsistirán los vendedores de hallullas, hallullas frescas, los afiladores de cuchillos, los compradores de diarios viejos y de botellas vacías, los de "ropita usá", los componedores de somieres, so-mieres?

Un especialista nos podría decir si el tema de los pregones ha ingresado en nuestra literatura. El ruso Mijail Bajtín, uno de los grandes críticos literarios de este siglo, tiene paginas notables sobre el genero de los "gritos de París" en su libro sobre François Rabelais. Rabelais siempre fue analizado como el renacentista por antonomasia, el hombre que introduce la alegría, junto con las luces clásicas, después de la risa un poco triste de François Villon, en el siglo XVI francés. En su libro, obra de una persona que sabe utilizar el marxismo en forma creativa, sin someterse a dogmas y recetas, Bajtín pone el acento en otra parte. Pone el acento, precisamente, en la relación de Rabelais y de su fantástico lenguaje con la cultura popular de la Edad Media. La alegría de Rabelais no es sólo la del Renacimiento, que se libera de las épocas oscuras, represivas, sino la de los carnavales, los lenguajes, los retruécanos, las jerigonzas, las canciones y los juegos de ingenio de las antiguas plazas de ferias.

La primera recopilación de "gritos de Paris", cuenta Mijail Bajtín, fue realizada por Guillaume de Villeneuve en el siglo XIII; la última conocida, hecha por Clément Jannequin, es ya del siglo XVI, y corresponde a los pregones que escuchaba el monje suelto de cuerpo y el médico humanista que era Rabelais. El lenguaje de Gargantúa y el de Pantagruel, sobre todo el de los prólogos de los cuatro primeros Libros, se alimentó de estos pregones populares, formados por cuartetos rimados que se repetían y se clamaban a voz en cuello. En contraste con el latín culto, que transmitía los textos "serios", estos lenguajes de la calle, de la plaza pública, fueron decisivos en la formación de las lenguas modernas.

Bajtín introduce un concepto curiosamente vigente: los pregones eran la publicidad comercial de la época, que se hacia en forma siempre oral y en la que siempre intervenían el humor y el charlatanismo. ¿Como ahora? Es muy probable, con la diferencia de que la calidad estética y oral de los mensajes parece haber decaído mucho.

Había una clara tendencia a la codificación de los gritos, que eran, por esto mismo, reconocibles y repetibles, a condición de que el pregonero tuviera talento para interpretarlos, introducir variaciones, darles su calidad rítmica y musical. Una recopilación de 1545 lleva el titulo siguiente: Los Gritos de Paris enteramente nuevos, y que son, en número, ciento y siete. En la obra de Rabelais, cuando el Rey Anarco ha sido derrotado y ha perdido el trono, Panurgo trata de enseñarle a trabajar y lo hace "gritador de salsa verde", uno de los 107 gritos de la recopilación de 1545. El Rey tiene escasas dotes de pregonero y no consigue aprender bien su letanía.

Los siglos XVII y XVIII, preciosistas, académicos, toman distancia frente a

la crudeza desvergonzada de Rabelais, a sus alusiones continuas a la bebida y

la comida, al bajo vientre, a todo lo escatológico. Es la herencia de la línea

libresca y erudita del Renacimiento, en desmedro del humor y del realismo de

raíces populares. La perspectiva sólo cambiará con la Revolución Francesa.

Uno de los grandes reivindicadores del monje humanista, que Mijail Bajtín

me parece que omite, es Jules Michelet. Michelet, en su Historia de Francia,

cuenta que Ronsard, poeta estetizante ultra refinado, antípoda de Rabelais,

ese "rey de los reidores", fue protegido por algunos personajes de la corte que

deseaban silenciar al monje deslenguado. Mientras Ronsard triunfaba en el

castillo de Meudon, a Rabelais lo instalaron debajo, de cura del pueblo. "Y el

alegre cura", escribe Michelet, "sin atreverse a imprimir, pero visitado por

todo Paris, se desquitaba acribillando de epigramas al poeta real de las

cumbres de Meudon".

Otro rabelaisiano del siglo XIX, junto a Michelet, es Victor Hugo. Rabelais es una clave para entender a Hugo, más allá de su fachada algo pomposa, distanciadora. "El gozo pantagruélico", escribió Hugo, "no es menos grandioso que la alegría jupiterina. Mandíbula contra mandíbula; la mandíbula monárquica y sacerdotal come; la mandíbula rabelaisiana ríe…"

Pero ese lenguaje formidable de Rabelais, perpetuamente creativo, desvergonzado, callejero, resurge sobre todo en la época contemporánea, y resurge donde menos se lo piensa, en James Joyce, en algunos pasajes de Proust, en Céline. Proust, por ejemplo, es engañoso y contradictorio: a primera vista es aristocratizante, intelectualista, y eso provocó el error inicial de André Gide, que leyó por encima el manuscrito de la Recherche, vio que se hablaba de duquesas y princesas, de fiestas mundanas, y aconsejó su rechazo a la editorial Gallimard. Pero en Proust también hay una curiosa veta popular, una sensibilidad para la Francia medieval y campesina. En uno de los últimos volúmenes de la Recherche, en La Prisionera, utiliza extensamente el viejo tema de los "gritos de Paris". El narrador ha conseguido tener virtualmente secuestrada, encerrada en su casa, a Albertina, su amante, la "prisionera", y los ruidos callejeros pasan a constituir un vínculo poético, simbólico, sutilmente relacionado con el tema de los celos, con el mundo exterior. Proust observa que el encanto de los viejos barrios aristocráticos consiste en que son, "al lado de eso, populares". Lo compara con el contraste que hubo en épocas pasadas entre las catedrales y las ferias ambulantes, que se instalaban cerca de sus portales y que llegaban a darles el nombre, como en la catedral de Rouen, donde todavía se conoce el portal "de los libreros".

Esos contrastes, donde la creación de lenguaje vivo se produce a los pies de los centros eclesiásticos, que eran los conservadores del latín, el idioma culto, es uno de los puntos más destacados por Bajtín en su análisis de Rabelais y de la cultura popular medieval. Aunque parezca extraño, la visión de Bajtín, que parte de una perspectiva tan diferente, se encuentra con la de Marcel Proust. Proust enumera con fruición una diversidad de pregones y establece, al comienzo, una relación con los recitativos del Boris Godunov y de Pelléas et Mélisande, las óperas de Mussorgsky y de Claude Debussy que en ese tiempo estaban de gran moda en Europa. Después desarrolla este asunto y compara algunos pregones con las letanías y las cesuras adentro de los versos y en el interior de las palabras que eran propias del canto gregoriano.

"A la tendresse, à la verduresse

Artichauts tendres et beaux

Ar-tichauts…"

Son gritos tan cercanos a la creación pura, como la poesía, que sólo admiten una traducción libre: "A la ternura, a la verdedura/Alcachofas tiernas y hermosas/Al-cachofas…" Proust nos explica que la vendedora, al empujar su carretilla, "utilizaba para su letanía la división gregoriana… aun cuando fuera probablemente ignorante del antifonario y de los siete tonos que simbolizan, cuatro las ciencias del cuadrivium y tres las del trivium".

La distancia frente a lo libresco, la sensibilidad para la voz de la calle, de la tierra, de la tradición campesina, representada en la Recherche por la inolvidable Françoise, cuyos modos de hablar son reproducidos y comentados con regocijo en diversas secciones, son ingredientes que se encuentran siempre en la literatura superior. Rabelais es uno de los polos, con su oído extraordinario para el habla de la calle, de la feria, del carnaval. Swift es el Rabelais inglés, o irlandés, mejor dicho, y su heredero es James Joyce, otro gran reidor e inventor verbal.

"Bebedores muy ilustres, y vosotros, muy preciosos viruelosos, porque a vosotros, y no a otros, están dedicados mis escritos…". Así comienza ese mar de invenciones, de bromas, de retruécanos, de aventuras inverosímiles, que es "La vida muy horrífica del gran Gargantúa, padre de Pantagruel, compuesta antaño por el señor Alcofribas (anagrama abreviado de François Rabelais), Abstraedor de Quinta Esencia".

La mala memoria

Me invitaron a discutir en un foro sobre la memoria de los chilenos. ¿Los chilenos tenemos mala memoria? Muchas veces pienso que si. Pésima memoria. Un estado de verdadera amnesia colectiva. Además, funcionan mecanismos destinados a mantener la hipnosis, la somnolencia general. Hay programas televisivos que podrían definirse como sesiones de hipnotismo para las masas.

Otra deformación frecuente consiste en promover memorias parciales. El

caos, el desorden, el desabastecimiento, las colas, el mercado negro, entre tal

fecha y tal otra. Está muy bien recordarlo, pero hay que recordarlo todo, antes,

durante, después.

Siempre se ha dicho que los escritores contribuyen a sostener la memoria histórica de los países. Por eso, en la mayoría de los casos, reciben palos en vida y honores póstumos. Balzac definía al novelista como el historiador privado de las naciones: el hombre que reconstruye, utilizando andamios verbales, la vida secreta, afectiva, artística, social, económica, de una sociedad en una época determinada. Sin La Comedia Humana, nunca podríamos saber exactamente lo que fue la Restauración, el ascenso de la burguesía francesa en el siglo XIX, los comienzos de la banca moderna.

La preservación de la memoria histórica es un índice cultural importantísimo, quizás el más importante y revelador de todos. Hay países que no tienen archivos, ni verdaderas estadísticas, ni historiografía. Carecen de recuerdos y repiten sus crisis a cada rato. Basta echar una mirada al mapa del Tercer Mundo para encontrar abundantes ejemplos. Chile, en cambio, en sus mejores épocas, fue considerado un país de historiadores. También éramos un país de poetas, pero una cosa no excluye a la otra. La historia y la poesía, con la novela enredada entre ambas, son géneros que se refuerzan mutuamente.

Los poetas y los novelistas tienen que saber escuchar la voz del pasado, que es la voz de la historia.

En el foro sobre la memoria de los chilenos se habló del general Ibáñez, de la crisis del año 30 en comparación con la crisis actual, de los radicales, de don Arturo Alessandri, de los políticos auténticos y los politiqueros vulgares. Los politiqueros tienden a confundir las cosas, pero ningún país puede darse el lujo de prescindir de los auténticos políticos. En mi opinión, el receso, tarde o temprano, tiene consecuencias muy caras. Parecería, a primera vista, que sin políticos es posible tomar decisiones mucho mas rápidas, pero la practica está demostrando que el asunto es al revés Ahora observamos que el gobierno socialista español, donde los señores políticos pululan hasta en la sopa, ha sido mucho mas efectivo para darle soluciones al caso Rumasa, un complejo empresarial intervenido hace menos de un año, que nosotros con nuestras famosas intervenciones. Nosotros hemos creado comisiones, para no perder una vieja costumbre, y hemos calentado asientos.

Es interesante ejercitar la memoria de vez en cuando. Uno de los participantes en el foro dijo que en 1930 hubo ollas comunes, igual que ahora. En esa época no había grandes concentraciones urbanas, de manera que la crisis azotó sobre todo a las poblaciones campesinas, que trataron de emigrar a las ciudades. Ahora, en cambio, las grandes victimas son las poblaciones periféricas, que no encuentran a dónde emigrar.

Me permití agregar un detalle insidioso, producto de antiguas lecturas y viejas películas. Luego del "gran crack" de la Bolsa de Nueva York el año 29, también hubo ollas comunes en la isla de Manhattan. Después, bajo la influencia intelectual de Lord Keynes y la conducción de Franklin Roosevelt, el capitalismo adoptó medidas correctivas para impedir que la crisis se repitiera con la misma magnitud. Me pregunto si nuestros alumnos de Chicago estudiaron con la debida atención esa parte de la historia económica.

Bradomín

Como anticipo de un viaje que haré en estos días a España, un amigo, editor en Cataluña, me trae noticias y anécdotas de la península. De paso, mi amigo se ríe a carcajadas con la mención del general Franco que deja caer Filebo, en una de sus columnas semanales. "No os puedo dejar solos", había dicho el anciano caudillo a sus compatriotas, en momentos en que se acercaba al fin de su vida y de sus 40 años de gobierno. Frases olvidadas en España, y que Filebo recuerda con humor y astucia.

Desaparece el padre autoritario y los niños arman la batahola y ponen la casa con los pies para arriba. Por algo vino doña Pilar Franco a decirnos que su hermano había tenido una paciencia de santo y probablemente subiría a los altares. Fueron, tal vez, los aires peninsulares los que llevaron a José Donoso a construir una parábola, Casa de campo, en que los mayores salen de viaje, y asumen el poder, con todas sus consecuencias, los niños. Es un texto alusivo a las cosas nuestras, pero donde la presencia hispánica es muy fuerte, desde la muerte ritual e invernal de un cerdo hasta la noción de la autoridad. Recuerdo mi sorpresa, en los días de la muerte de Franco, el leer un articulo de Juan Goytisolo, escritor de oposición por antonomasia, y descubrir que utilizaba los símiles del padre despótico y de la rebelión juvenil y parricida.

Uno jamás podría imaginarse a un autor inglés o francés describiendo la política de su país en términos tan personales, buenos para el lenguaje de la crítica literaria o de la siquiatría. Tampoco podría imaginarse uno, comenta mi amigo, a Margaret Thatcher o a Helmut Schmidt, a gatas debajo de las mesas del Parlamento, mientras un capitán de la Guardia Civil esgrime en el hemiciclo una enorme pistola, unos impresionantes bigotes y un tricornio.

Lo curioso, añade el editor catalán, es que la situación de la incipiente democracia española, después de aquel conato de golpe de Estado, tiende a estabilizarse. Ocurre que los españoles tienen el sentido de su lengua y las conversaciones telefónicas del capitán Tejero con los conspiradores que se hallaban fuera del edificio de las Cortes, minuciosamente grabadas, han escandalizado al país. El capitán Tejero, en efecto, no se distinguía por la riqueza ni por la delicadeza de su vocabulario.

¿Cuestión de estilo, entonces?

El editor, sonriente, concuerda conmigo en la importancia de los problemas de estilo. Además, las inversiones extranjeras no han disminuido, y la afluencia de turistas este verano que acaba de terminar, a pesar de la recesión en Europa, superó todas las previsiones. Los europeos del norte, encerrados en ciudades brumosas y frías, pueden privarse de todo menos del sol de España.

Mi amigo explica que se ha producido, por último, otra paradoja. Mitterrand gobierna con sumo cuidado, tratando de no pisarle los callos a nadie. Esto significa que la eta nunca había recibido menos ayuda que ahora en sus refugios franceses, al otro lado de la frontera vasca, y se ha notado una disminución muy sensible del terrorismo.

A todo esto, si se efectuaran elecciones ahora en España probablemente ganarían los socialistas, pero si el socialismo francés entra en dificultades, podría pasarse la oportunidad para los socialistas españoles. En cualquier caso, opina el editor, se trataría de una socialdemocracia moderada, respetuosa de la institución monárquica.

Estos socialistas que toleran la monarquía se encuentran con un Rey que confiere títulos de nobleza a familias de escritores republicanos. Don Ramón del Valle Inclán, según el rico anecdotario que circulaba hace años alrededor de su persona, se subía a los faroles en las noches, frente a las ventanas del palacio real, y cantaba coplas disidentes, canciones de protesta de la época de Alfonso XIII. Ahora el nieto de ese Rey ha creado el Marquesado de Bradomín para honrar la descendencia de don Ramón. Es uno de esos casos en que la realidad termina por someterse al arte. El Marques de Bradomín, producto de la imaginación valleinclanesca, personaje de las "Sonatas" y de algunas novelas, podrá caminar por la Plaza Mayor, encarnado en el primogénito del novelista y ennoblecido por un vástago de lo que don Ramón, como un viejo pescador anarquista que conocí en Cataluña, también habría llamado "la peste borbónica".

¿No sucederá nada en España, entonces? Mi amigo el editor, escéptico en materias de profecías políticas, se encoge de hombros. Dice que el posible ingreso de España en la OTAN es un asunto decisivo, que conviene observar con atención, sobre todo en estos tiempos en que se habla de nuevo de guerra fría y de carrera armamentista.

Bestiario comparativo

El loro, de acuerdo con la interpretación que hace Julian Barnes, representa la palabra en estado puro, desprovista de su racionalidad, el sonido anterior al sentido, aun cuando sea parte esencial de este último, y es un símbolo del Espíritu Santo mucho más apropiado que las palomas tontas, mudas y, para colmo, crueles, capaces de picotear los ojos. Barnes, para llegar a estas conclusiones, se inspiró en el cuento clásico de la vieja Félicité y su loro Loulou, el primero de los Trois Contes, una de las obras finales de Gustave Flaubert, pero la verdad es que Geoffrey Braithwaite, el narrador de El loro de Flaubert, a quien, en buena teoría, no debemos confundir con su circunstancial autor, Julian Barnes, si bien se interesó en el caso de Félicité y de Loulou, siguió de hecho el método de la novela inconclusa y póstuma del Maestro, Bouvard y Pécuchet. Los señores Bouvard y Pécuchet son dos escribanos retirados, convertidos por gusto en escribidores y en recopiladores, copiadores, de conocimientos inútiles. Flaubert, que para escribir una línea sobre un funeral se pasaba una semana en los archivos de una empresa de pompas fúnebres, que hizo expediciones arqueológicas ruinosas al norte de África para escribir Salammbó, sabia de que hablaba. El no era sólo Emma Bovary, como dijo una vez, sino también Loulou, la palabra, y Félicité, el instinto, el "corazón sencillo", y Bouvard y Pécuchet, los escribidores maniáticos.

El profesor Geoffrey Braithwaite, invención de Barnes, es un Bouvard y un Pécuchet contemporáneo, dedicado a elaborar la enciclopedia ociosa del universo flaubertiano. En esa enciclopedia existe, como es natural, un bestiario, y ese bestiario no sólo incluye loros reales y ficticios, autobiográficos y novelescos, sino también osos. Si el loro representa el don de la palabra y admite sublimaciones relacionadas con este don, el oso representa la actitud del artista, su aislamiento, su marginalidad, su sentido de la naturaleza y de las construcciones mitológicas suscitadas por la naturaleza.

Flaubert, corpulento y solitario, capaz de empresas literarias gigantescas, era consciente de su condición de oso. "Estoy resignado a vivir tal como he vivido, solo, con mi muchedumbre de grandes hombres como compañeros, con mi piel de oso como única compañía…". Escribía esto en carta a su madre en 1850, en plena juventud, desde Constantinopla. Braithwaite, el profesor y escribidor, sugiere que la piel de oso era figurada, metafórica, y a la vez perfectamente real, próxima y tangible. En su pabellón de trabajo en Croisset, a la salida de Rouen, frente al Sena, Flaubert tenía una piel de oso blanco estirada en el suelo. A ciertas horas del día abandonaba su mesa y se tendía sobre esa piel. Podemos imaginar que el gran oso literario cerraba los ojos y trataba de recuperar las fuerzas, entre una y otra frase de Madame Bovary, acogido por el abrazo de ese animal mítico por excelencia, el Thalarctos Maritimus.

Julian Barnes, o Geoffrey Braithwaite, mejor dicho, se complace en la enumeración de datos curiosos (como los escribanos escribidores Bouvard y Pécuchet). Dice que Alejandro Dumas, el padre, me imagino, a juzgar por la fecha, comió filete de oso en el Hotel de la Poste de Marigny en 1832. En su Gran Diccionario de Cocina (1870), Dumas da una receta de patas de oso que venía del cocinero de los Reyes de Prusia. Había que pelar las patas de oso, lavarlas y dejarlas en adobo durante tres días. Cocerlas con tocino y verdura, espolvorearlas con pimienta y engrasarlas en manteca derretida. Rebozarlas con miga de pan y ponerlas a la parrilla una hora. Se sugería servirlas con salsa picante y con dos cucharadas de jalea de grosella.

No me extraña que los Reyes prusianos comieran carne de oso. Los caballeros germánicos medievales habían instaurado una Orden del Oso, defensora de la Cristiandad contra los infieles. Por mi parte, comí filetes de oso en el Año Nuevo de 1971-1972, en la casa que había comprado Pablo Neruda en el pueblo normando de Condé-sur-Iton. El poeta había viajado desde Moscú con esa carga comestible. Según mi recuerdo, era una carne fibrosa, negra, de sabor fuerte, parecido al del jabalí. De ahí, supongo, la idea prusiana de combinarla con jalea de grosella. Neruda no sólo era un poeta social, como se dice, sino un tipo de escritor más bien sociable, comunicativo, que desconfiaba de solterones y de solitarios. La antípoda de Flaubert, el oso, pero su modo lento de caminar, su pesadez de movimientos, sus piernas aquejadas de flebitis, evocaban de algún modo a los animales plantígrados.

En cambio, me parece que el verdadero oso de la literatura contemporánea es William Faulkner. En la región del Mississippi, así como en el condado imaginario de Yoknapatawpha, rodeado en épocas más primitivas de ríos y de selva, había osos grises, que solían lanzarse a las aguas y que mataban piezas de ganado y animales domésticos. Faulkner, arisco, alejado de la vida literaria de los grandes centros urbanos, deseoso, a la manera de Flaubert, de tener una obra y de no tener biografía, vivía fascinado por ciertos animales, sobre todo caballos y osos. Para mi gusto, su novela breve El oso, que forma parte de Go down, Moses (Desciende, Moisés), es una de las obras maestras de la literatura narrativa moderna.

"Háblame del Sur", le dice un forastero a Quentin Compson, en The sound and the fury (El sonido y la furia): "¿Cómo es allá? ¿Qué hacen allá? ¿Por qué viven allá? ¿Por qué viven, en definitiva?" Y Quentin, alter ego del novelista, responde: "Tú no puedes entenderlo. Tendrías que haber nacido ahí".

Podemos leer El oso como una de las tantas respuestas que dio Faulkner a esa pregunta colocada en los comienzos de su obra de novelista, a manera de prólogo y de pórtico. El oso del relato, a través de largas temporadas anuales de cacería, adquiere un nombre humano, Old Ben, el viejo Ben, y una dimensión inmemorial, religiosa, mítica. Encarna la tierra sureña antes de haber sido mancillada por el hombre blanco y por el sistema del despojo y de la esclavitud. El oso pasa como una aparición y una exhalación grisácea, por la penumbra del fondo de los bosques, y deja la huella enorme de una pata que ha sido destruida por una trampa. Es una presencia en la naturaleza y en la memoria de la gente. Sólo es comparable, en su calidad de presencia huidiza y de mito literario, a la ballena blanca de Melville, Moby Dick. He aquí un bestiario de la mayor literatura: el loro Loulou, Moby Dick, Old Ben. Todos están humanizados con un nombre y elevados, a la vez, a una categoría mitológica. Ahora bien, el mito del loro, Loulou, es eminentemente intelectual, o espiritual, si se quiere. Corresponde al don de la palabra y al Espíritu Santo. Moby Dick y Old Ben proceden de la vastedad y la infinitud de la naturaleza. Frente a ellos, entidades imbuidas de una fuerza religiosa, el hombre resulta ridiculizado en su pequeñez, su maldad, su ingenuidad. Sólo el respeto, la humildad frente al reflejo de algo superior a él mismo, pueden salvarlo.

Si nuestro bestiario fuera comparativo, podríamos estudiar la diferencia entre la visión de un europeo, Flaubert, y la de dos americanos, Faulkner y Melville. No sé si Old Ben tuvo un modelo en la realidad, o si tuvo muchos modelos y fue el producto de una síntesis platónica. Una vez, en la región del bajo Mississippi, recorrí las orillas fluviales donde transcurre la cacería faulkneriana. Después nos dirigimos al Hotel Peabody, en la ciudad de Memphis, y nos sentamos en una mesa del bar. "Aquí", me explicaron, "en esta misma mesa, se sentaba Bill Faulkner a beber su Jack Daniels "en las rocas". Decía que el delta del Mississippi comenzaba aquí, en este punto preciso." El delta, agrego yo, y su condado imaginario, su literatura.

El pretérito imperfecto

Siempre estamos divididos ante el pasado. El pasado es una nostalgia y un lastre, una fuerza depresiva. Algunos se suicidan porque no consiguen dejarlo atrás. Otros viven paralizados. ¿En qué consistió, por ejemplo, la prehistoria democrática chilena? ¿Fue una pura fórmula, una democracia de fachada, como tratan de hacernos creer hoy algunos por motivos perfectamente interesados? Es curioso que las sociedades de hoy, en diferentes lugares y circunstancias, se planteen el problema de sus historias recientes, de sus pretéritos inevitable y melancólicamente imperfectos. La glasnost soviética, sin ir más lejos, es un intento, entre otras cosas, de introducir transparencia en un pasado fuertemente opaco, sombrío, sembrado de trampas. Existe, sin embargo, una necesidad imperiosa de abrir ventanas, de sacudir fantasmas, de sacar los cadáveres escondidos en los roperos.

Un periodista chileno encuentra en la Biblioteca Nacional de París, detrás de unas estanterías polvorientas, una momia que había sido olvidada hace más de un siglo y que pertenece a Petemenofis, joven que vivió alrededor del año 116 después de Cristo y que fue descubierto por exploradores franceses en uno de los templos de Tebas. ¿Por que la sociedad egipcia, hace miles de años, también estaba obsesionada por su pasado, por sus muertos? ¿Por qué trataba de reescribir su historia, de ocultarla y a la vez de ponerla en evidencia? Los más antiguos rastros del hombre, en America, en el Oriente Medio, en Asia, en el Norte de Europa, son monumentos funerarios, expresiones del culto a los muertos, ejercicios y ceremoniales de la memoria.

No es extraño que las memorias, como género literario, y todas las manifestaciones de la historia privada o de la historia secreta, toquen puntos ultrasensibles, increíblemente conflictivos. Gorbachov ha permitido ahora que se publiquen las de Anastas Mikoyan, que sobrevivió a las purgas de Stalin y que quiso dejar un testimonio de sobreviviente. ¿Hasta dónde llegó Mikoyan en el relato de su versión, de su relativa verdad?

Un chileno residente en Berlín Occidental, profesor de filosofía, Victor Farias, descubre otra momia detrás de otros armarios. Después de hurgar durante años en papeles, en archivos de los dos lados de Berlín y de las fuerzas de ocupación aliadas, con tenacidad notable, no se sabe si digna de mejor causa, encuentra las pruebas flagrantes de la militancia nazi de uno de los grandes filósofos de nuestra época, Martin Heidegger. Encuentra su carné del partido y los recibos que acreditan el pago puntual de sus cuotas hasta 1945, hasta el descalabro final. Exhuma fotos en las que Heidegger, el heredero directo de Kant, de Hegel, de Federico Nietzsche, está rodeado de jerarcas uniformados y de banderas, entregado a la fiebre del mesianismo germánico. Yo recuerdo un poema de Unamuno en que hablaba del "demonio germánico" y citaba a Hölderlin, a Kleist, a Lenau. Ese demonio condujo a Heidegger a embriagarse con la idea de la superioridad de su cultura, de su inteligencia. Hay que confiar en la inteligencia, en la racionalidad, pero hay que desconfiar de su soberbia y de su exceso.

La investigación de Farias, resumida en un libro de 600 y tantas paginas publicado en Francia, es más bien política y biográfica que filosófica, pero no por eso deja de plantear un problema serio para la filosofía moderna. ¿Será posible leer ahora a Heidegger, el pensador genial, sin tener en cuenta las opciones confusas y fanatizadas de Heidegger el ciudadano? Recuerdo una polémica en la que se decía que Sartre era un escritor de talento y no un filósofo. Podríamos sostener, igualmente, que Heidegger fue un brillante autor del género especulativo y un lamentable y despistado ciudadano, que llegó a creer en un momento, como lo demuestra Farias, que el propio Adolfo Hitler era demasiado politiquero y "blando". Claro está, oponerse a la corriente, para los que se quedaron en Alemania, no era cosa fácil. Pero Heidegger quiso ponerse en la cresta de la ola. Mientras otros, como los hermanos Heinrich y Thomas Mann, eligieron la resistencia y la emigración.

Tenemos que rescatar y poner en evidencia los pasados, por difícil que sea.

Tenemos que saber, por ejemplo, cuáles fueron los méritos concretos y las

debilidades de nuestra democracia pretérita. No convertirla en un mito, sino

en un punto de referencia y en una base para una alternativa de futuro que sea

razonable, posible.

Los nudos gordianos

Se ha escrito mucho en estos días en Europa y en America sobre la crisis de los misiles del mes de octubre de 1962. Ha pasado ya un cuarto de siglo y sabemos algunas cosas más, no muchas. El mundo nunca estuvo más cerca de la guerra nuclear, en una paradójica situación creada por un pequeño tercer país, Cuba, y las grandes potencias, en última instancia, demostraron que podían comunicarse y llegar a un acuerdo negociado. En el caso de los soviéticos, el asunto se actualiza doblemente debido a la relación indudable entre la apertura de Gorbachov y la que intentaba realizar a comienzos de los sesenta, también con timidez y con dificultades internas que no alcanzamos a medir desde Occidente, con tropiezos y contradicciones flagrantes, Nikita Kruschev.

Yo había comenzado a trabajar como secretario de la embajada chilena en París y recuerdo las tensiones, los rumores, la atmósfera electrizada de la capital francesa en esos años de apogeo del régimen del general De Gaulle. Los círculos latinoamericanos seguían los sucesos de Cuba con un fervor, una pasión, un entusiasmo que no han vuelto a repetirse, que son, probablemente, irrepetibles. El joven Vargas Llosa enviaba despachos al diario Le Monde desde La Habana y el todavía joven Juan Goytisolo empuñaba un fusil, vestido, me imagino, de uniforme de color verde olivo, en una trinchera isleña. "¡Nikita, Nikita", cantaba en las calles, a propósito de los misiles, el pueblo habanero, "lo que se da no se quita!"

El hecho de retirar los misiles de Cuba sin mayor consulta al régimen cubano por parte de Moscú escandalizó a la izquierda latinoamericana, a las izquierdas, para ser más preciso. En esos años, el izquierdismo en los medios intelectuales era una fe abrumadora, sin contrapesos, y como estaba acompañado, aunque parezca contradictorio, de una fuerte dosis de antisovietismo, había muchas izquierdas, muchos matices, sutilezas no tan fáciles de explicar. En el hotel "Habana Libre", por ejemplo, en un reducido espacio, podían convivir de mala gana, a regañadientes, trotskistas y stalinistas, socialdemócratas y revolucionarios, maoístas y partidarios de la línea moscovita ortodoxa. Era una Babel relativamente tranquila, y donde se daba, desde luego, la proliferación de las lenguas y de las jergas.

En esos días se comentó en medios chilenos que una delegación del P.C. criollo le había manifestado a Kruschev su sorpresa por la falta de consulta a Fidel Castro acerca de la decisión de retirar los misiles. Nikita habría hecho de inmediato el siguiente comentario: "¿Y si Fidel hubiera contestado que no?" No tenía sentido hacer la consulta con la condición o la seguridad de que el consultado estuviera de acuerdo. Y el Fidel Castro de aquellos años, casi por definición, era inseguro, imprevisible.

Años después, me tocó ser testigo de una conversación entre Alain Peyrefitte, que había sido ministro de información del general De Gaulle, y Pablo Neruda, entonces embajador en París del Chile de Salvador Allende. Peyrefitte contó que De Gaulle sentía simpatía personal por John F. Kennedy, pero consideraba que no era un verdadero hombre de Estado. El estadista, según De Gaulle, era, como creían los antiguos, la persona que sabe cortar los nudos gordianos a tiempo. Kennedy, al asumir la presidencia de los Estados Unidos, se había encontrado con el nudo gordiano de Cuba y de la invasión ya preparada a Bahía Cochinos y no había sabido cortarlo. Su vacilación, su indefinición, le había costado, quizás, a más largo plazo, la vida.

El mundo se salvó por un pelo y la Revolución Cubana empezó a cambiar y a congelarse, a ingresar al orden, para bien y para mal. Ahora, en vísperas de lo que parece otra negociación mundial global, conviene recordar, reflexionar y estrenar, a lo mejor, esperanzas razonables.

Leyendas de Mississippi

Estábamos en el pueblo de Oxford, Mississippi, en el sur de los Estados Unidos, reunidos en una conferencia internacional sobre Yoknapatawpha y William Faulkner. Yoknapatawpha es un condado que sólo existió en la imaginación de William Faulkner y que constituye el espacio ficticio de casi todos sus cuentos y novelas. Todas las regiones imaginarias de la narrativa moderna -la Santa Maria de Juan Carlos Onetti, por ejemplo, y el Macondo de García Márquez- provienen de esta idea faulkneriana, concebida un poco antes de 1930, en ese pueblo de Oxford, de inventar, además de un conjunto de personajes, toda una geografía novelesca. En la literatura, la capital del condado se transformó en Jefferson, pero Jefferson, el pueblo de Mientras yo agonizo, de Luz de Agosto, de Sartoris, se parece notablemente a Oxford. Tiene la misma corte de justicia en el centro de la plaza, el mismo banco en la esquina y un esbelto monumento al soldado de la Confederación, el bando sureño derrotado en la guerra civil de 1861. Los lugareños pronuncian "Yoknapatofa", y ocurre que éste era el nombre indígena de uno de los ríos vecinos, afluente del Mississippi. La presencia próxima del Mississippi es lo que domina el lugar. Mississippi: río grande, padre de las aguas. Por ahí se orientan las interpretaciones etimológicas de la palabra. El primer europeo que lo vio, y que se sintió deslumbrado por su caudal poderoso, fue el español Hernando de Soto. Iba en busca de oro y sólo encontró aguas ancestrales, plantaciones de maíz, tribus indígenas y ratas que amenazaban aquellas plantaciones. Su trato a los indios, según las crónicas, no fue precisamente benévolo. Dejó tras de si una leyenda de sangre y se retiró con las manos vacías. El oro lo descubrirían los plantadores norteamericanos de la década de 1830, en forma de copos de algodón. La riqueza algodonera produjo mansiones neogriegas, parques, muebles franceses, vajillas de plata y de oro macizo, a poca distancia de los barracones de los esclavos negros, y desembocó en los cuatro años cruentos, implacables, de la llamada Guerra de Secesión.

Faulkner nunca fue un escritor demasiado popular. No sé si los lectores de ahora saben o recuerdan algo de su literatura. Es una obra novelesca que oscila entre el mundo de las mansiones señoriales y las tradiciones heroicas, la dignidad contrariada en la guerra pero nunca vencida, y el mundo de las cabañas negras, de las canciones religiosas, de la intolerancia racial, del río y de los animales míticos que lo rodean: serpientes de cascabel y osos. Lo extraño del caso de Faulkner es que su estimación critica, pese a la relativa indiferencia del gran público, sube cada día. No llega a la masa, pero tiene una sólida y creciente minoría de lectores fanáticos. Los académicos, escritores y simples aficionados reunidos en Oxford, provenientes de los cuatro puntos cardinales, de Tokio, de Australia, de París, de Roma, de la Unión Soviética, de Santiago de Chile, coincidían en un punto esencial. Faulkner, a la distancia, sólo es comparable a creadores de la categoría de Franz Kafka o de Thomas Mann. Es el único de los contemporáneos que inventó un sistema novelesco completo, a la manera de La Comedia Humana de Honorato de Balzac. No se trata solamente de haber inventado un Yoknapatawpha o un Macondo. El inventó historias familiares completas, enemistades, rivalidades, crímenes, amores turbulentos, complejos de situaciones entrelazadas, que se desarrollan y se enriquecen entre un libro y otro. Es posible leer cada titulo en forma independiente, pero la lectura del conjunto proporciona descubrimientos, revelaciones, hallazgos extraordinarios de la imaginación. Por lo visto, esto funciona en las más diferentes latitudes. El especialista y traductor japonés, señor Kenzahuro Ohashi, contó que los viejos novelistas japoneses de hoy, escritores de la categoría de Yunichiro Tanizaki o de Yasunari Kawabata, empezaron a estudiar a Faulkner en 1931, en las traducciones de revistas francesas que llegaban en ferrocarril a través de Siberia.

William Faulkner estuvo en su juventud en Nueva Orleans, puerto fluvial y marítimo del Mississippi situado directamente al sur de Oxford. Ahí conoció a uno de los maestros literarios de esos años, Sherwood Anderson. Sherwood Anderson escribía toda la mañana y se dedicaba en las tardes a recorrer la región y a beber whisky de maíz, bourbón, en compañía del joven Faulkner. Una tarde Faulkner se atrevió a decirle que había escrito una novela y amenazó con leérsela. Respuesta inmediata de Sherwood Anderson: "Me comprometo a recomendar tu novela a mis editores, pero con una sola condición". "¿Cuál?" preguntó Faulkner, inquieto. "No tener que leerla nunca en mi vida", dijo Anderson.

Sherwood Anderson acertó medio a medio. La novela primeriza de Faulkner era mala, pero el joven tenia condiciones excepcionales, y el maestro, para saberlo, no había necesitado leer una sola línea. Fue la primera de las lecciones del maestro. La segunda lección sólo consistió en un consejo: apegarse a la aldea, escribir sobre Oxford y sus alrededores. Faulkner siguió el consejo toda la vida, con una salvedad importante: en lugar del condado real de Lafayette inventó Yoknapatawpha y en lugar del pueblo de Oxford puso el de Jefferson. Mantuvo, en cambio, el gran río, con toda su leyenda y su misterio. El río de los "blues", del jazz, de los "gospel songs", de las cacerías de osos y de patos salvajes, de las inundaciones temibles, de los barcos blancos a rueda y de las barcazas cargadas de algodón y manejadas por negros de espaldas sudorosas.

Dicen que Faulkner se sentaba en un lugar preciso del hotel "Peabody",

en Memphis, paladeaba un poco de bourbon Jack Daniels en la variedad

conocida como "sour mash", y decía, pensativo, con la imaginación ocupada

por sus personajes y sus paisajes novelescos: "Aquí, en este punto exacto,

comienza el Delta". Los trabajos de la conferencia de Oxford demostraron que

Faulkner había seguido el consejo de Sherwood Anderson, pero no al pie de

la letra. Describió su región, pero no permaneció clavado en ella. Salió con

frecuencia a respirar a la superficie del mundo, sobre todo a tres lugares: París,

Nueva York y Hollywood. Su pasión era Paris y su tortura era Hollywood,

donde tenía que estrujarse el cerebro para producir guiones de cine de calidad

mediocre. Pero en Oxford incluso había un profesor dedicado exclusivamente

a estudiar sus mediocres guiones de cine.

Botánica y ornitología

Esta semana, por razones estrictamente particulares, sólo hablaré de botánica y de ornitología. Acabo de pasar unos días en Río de Janeiro en casa de mi amigo Rubem Braga. Rubem, gran cronista de la lengua portuguesa, es un fanático de las plantas y de los pájaros. En la terraza de su departamento del barrio de Ipanema, en un último piso, ha instalado una verdadera floresta. Hay finos pájaros de plumas negras y amarillas, que parlotean y protestan toda la mañana, pájaros contestatarios, y hay caña de azúcar, jazmines, arbustos cuyos nombres ignoro, y un árbol del mango que amenaza con sus raíces.

Llego a Chile y encuentro el magnifico libro de Adriana Hoffmann sobre nuestra flora silvestre. Como vengo sensibilizado sobre la materia, me propongo estudiar estas páginas. Las abro y encuentro el copihue, la malvaloca, la flor del bigote, la violeta del campo y el don diego de la noche. Recuerdo las enumeraciones gongorinas de Pablo Neruda: "El sanguinario litre y el benéfico boldo…".

Neruda reunió un día a un grupo de escritores amigos y les informó sobre un proyecto de revista literaria. Asignó tareas dentro de la revista. Cuando llegó el turno de Luis Oyarzún Peña, poeta, ensayista y filósofo, Neruda le dijo, con su voz nasal y lenta: "A mi me gustaría que tú, Lucho, hagas la sección de botánica". Lucho Oyarzún, que probablemente esperaba que le pidieran poesías líricas o tratados filosóficos, dio un salto. ¡Desde cuando las revistas de literatura tenían secciones botánicas! Pero Lucho, que era hombre razonable y lleno de sentido del humor, terminó por escribir algunos admirables textos en prosa sobre flora chilena. No sé si se habrán recogido en alguna parte. Nuestra característica nacional de ahora y de siempre es el abandono del pasado. Los libros, cuando obtienen el privilegio del "nihil obstat", se agotan lentamente y después se hunden en un pozo negro. ¿Cómo rescatar la prosa de Luis Oyarzún? ¿Cómo leer lo que escribió Vicuña Mackenna sobre el

Santa Lucia?

Pasamos todos los días al lado de lugares y de monumentos que ignoramos. El libro de Adriana Hoffmann me permitió conocer los nombres de las flores de la costa. A menudo, en medio de un pasaje literario, me veo limitado por mi desconocimiento de plantas y de pájaros. Recuerdo un hermoso texto de Isaac Babel sobre este tema en sus Cuentos de Odesa. Un profesor de literatura lo había increpado por su ignorancia de la ornitología. ¿Cómo podía escribir sobre las cosas sin saber nombrarlas? El joven Babel, apesadumbrado, caminaba por un paisaje y escuchaba los maravillosos cantos de pájaros desprovistos de nombres, entre árboles genéricos que florecían con la primavera.

Isaac Babel empezó a tener dificultades con la censura de Stalin y terminó por convertirse, de acuerdo con la frase pronunciada por él mismo en un discurso célebre, en un "maestro del arte del silencio". Arte difícil, me imagino. Poco después pasó a los campos de concentración y nunca más se supo de él. Fue rehabilitado en la década del 60, por órdenes de Jrushov. Ylia Ehrenburg me contó que había sido una rehabilitación parcial. Sólo una edición de 10 mil ejemplares que se agotó en dos horas. Un cuento inocentísimo, pero que transcurría en un prostíbulo, fue eliminado del libro. Los soviéticos, como todo el mundo sabe, son puritanos.

Pero hablábamos de botánica. ¿Será posible que todas estas desgracias le sucedieran a Babel por no saber botánica?

Un retrato literario

Vi la fotografía de un lobo marino moribundo, amarrado, arrastrado a palos por las calles de un pueblo del archipiélago de Chiloé, y esas imágenes interfirieron en mi proyecto de crónica para esta semana. El texto hablaba de crueldad colectiva, pero lo que se veía en la fotografía era un hombre armado de un garrote, en plena expansión sádica, rodeado de un grupo de mirones atentos, pensativos, quizás asustados. Un niño asoma detrás de un joven como si quisiera mirar y a la vez esconderse. El joven tiene las manos en los bolsillos y está clavado como una estatua en el suelo: toda su actitud, su lenguaje corporal, manifiesta la decisión de no participar en la tortura del lobo. Sólo se sacaría las manos de los bolsillos para lavárselas. Es un Poncio Pilato de los archipiélagos.

Los bramidos del lobo agónico resuenan en mis oídos y se mezclan con otro suceso terrible: la muerte de cuatro colegas literarios, algunos de ellos viejos amigos, ocurrida en el desastre del Avianca que volaba de París a Madrid la semana pasada.

La muerte hace recordar y obliga a reconsiderar. Pienso que Ángel Rama, una de las cuatro victimas, estuvo unido en la critica, en su calidad de ensayista brillante, a los comienzos mismos, escasamente conocidos, de la renovación narrativa latinoamericana, eso que, después, en la jerga publicitaria, se conocería como el "boom". Este fue precedido por la aparición de críticos modernos, extremadamente creativos, liberados de la aridez positivista y de las vaguedades del impresionismo, y a esa especie pertenecía Ángel Rama en grado eminente. Uno podría añadir que los escritores, los novelistas nuevos, trabajaron con una conciencia crítica mucho más desarrollada que la de sus antecesores. Casi todos, en forma paralela a su trabajo de ficción, han escrito textos de reflexión sobre la obra literaria. Podría enfocarse la historia del "boom" como una historia de las relaciones entre creación y crítica. En Borges, por ejemplo, es imposible señalar los límites de una y de otra.

Conocí a Ángel Rama en casa de Ricardo Latcham, en Montevideo, en 1960. Aunque parezca extraño, yo era joven delegado de Chile ante una reunión de la ALALC y conseguí escaparme, con cierto escándalo de mis compañeros de delegación, a una tertulia organizada por el entonces embajador Latcham. Los escritores uruguayos de esos días, reunidos en la revista "Marcha", iban a ser importantes, cada uno a su manera y desde posiciones diferentes, en la explosión literaria de la década que se iniciaba. Sus nombres, que entonces formaban parte de una clave confidencial, ahora son archiconocidos: Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal. Y, desde luego, Ángel Rama.

Rama escribía sobre nuestros grandes renovadores literarios, maestros de

los futuros escritores del "boom". Hablaba de Darío, de Horacio Quiroga, de

Felisberto Hernández. Era el representante de algo que podríamos llamar

nacionalismo continental. Esa, por lo demás, era la ideología común de los

nuevos narradores de la década del sesenta. La adhesión a la Revolución

Cubana en sus comienzos se produjo alrededor de esos principios. Fue una

adhesión de caracteres nacionalistas, tercermundistas. Después, con el ingreso

de Cuba en la órbita soviética, era inevitable que sobreviniera una escisión

profunda en los medios intelectuales.

Ángel Rama me escribió una carta larga y lúcida, equilibrada y solidaria, después de leer mi testimonio cubano en 1974. Hace tres años lo encontré en la Universidad de Princeton, dedicado a la enseñanza y la investigación. Más tarde supe que la burocracia norteamericana le había revocado la visa. La burocracia es la enemiga eterna de los escritores, de los creadores, de los hombres de pensamiento. Aquí y en la quebrada del ají.

La otra vanguardia

La vanguardia literaria nuestra fue afrancesada, heredera lejana de Darío y sus jardines versallescos y, como tal, se sometió a las normas e, incluso, a las manías de sus maestros franceses: suprimió la puntuación y la rima, buscó la alquimia del verbo, se fascinó frente a la revolución surrealista y también, en muchos casos, frente a la Revolución de Octubre.

Había, sin embargo, otras manifestaciones de la modernidad, de la renovación estética. Habrían debido encontrarse, en teoría, más cerca de nosotros, pero estaban, de hecho, muy lejos, en un mundo que desconocíamos. Nos deslumbraron los "ismos" franceses e ignoramos, por ejemplo, toda la investigación y la reflexión que descubría, a comienzos de siglo, la estructura extraordinariamente avanzada, moderna, del Quijote. Ortega, Unamuno, Azorín, Américo Castro desterraban la crítica farragosa, acumuladora de datos, esterilizadora, y mostraban a Cervantes como hombre del Renacimiento y a su Quijote como metáfora de la vida española y obra de una suprema ironía.

Esos duques que encuentran al Caballero de la Triste Figura y a su escudero en un bosque, en la segunda parte de la novela, y que los reconocen porque han leído la primera, representan uno de los primeros juegos de espejos, uno de los primeros sistemas de cajas chinas en la historia de la literatura. Los duques, utilizando la lectura que han hecho de la primera parte, organizan un conjunto asombroso de representaciones teatrales y de burlas.

Burlas y veras, Don Quijote, perseguido por la bella Altisidora, lucha en la oscuridad contra un gato, mientras Sancho se ve transformado en gobernador de la ínsula Barataria. El caso sirve de pretexto para un arte de gobernar en broma que vale por muchos tratados.

Ahora se descubre otra gran renovación estética que nosotros también ignorábamos: la de Fernando Pessoa en la lengua portuguesa. Ignorancia hasta cierto punto justificada, puesto que los mismos portugueses han tardado mucho en conocer bien a su gran poeta moderno. Pessoa fue profundamente anglófilo y profundamente lusitano. Tuvo muy poco que ver, pues, con esos movimientos de Paris que deslumbraron a escritores y artistas latinoamericanos y españoles. Su impulso renovador fue menos formalista y más intelectual, más filosófico. En Barcelona se acaba de publicar la traducción al castellano del inconcluso Libro del desasosiego editado en Portugal sólo hace muy poco.

En el prólogo del Libro del desasosiego Pessoa cuenta que cenaba todos los días, a la misma hora, en un pequeño restaurante situado en un entresuelo, encima de una taberna. También cenaba ahí todos los días un hombre de unos 30 años, pálido, desprovisto, en apariencia, de cualquier interés, que comía poco "y terminaba fumando tabaco de hebra". Un día hay un incidente en la calle, los dos se asoman por la ventana y cambian algunas palabras. Mucho después, el hombre le confiesa que es lector de "Orpheu", la revista de vanguardia que editaba el poeta en Lisboa. El poeta se asombra. "Orpheu" es lectura difícil. Pues bien, ocurre que el hombre pálido de 30 años, empleado de una oficina comercial, escribe en las noches.

Suponemos que su nombre es Bernardo Soares, el nombre del autor de los apuntes que forman el Libro del desasosiego. Bernardo Soares, lector de Pessoa e invención suya, como los duques de la segunda parte del Quijote, lectores de Cervantes, nos introduce, desde 1912, por una puerta que no habíamos visto, en la modernidad. En otra revolución estética.

Supersticiones

He llegado a la conclusión, después de vivir en España y en otros países, de que el nacionalismo es la superstición más arraigada que existe. Se debilitaron todas las otras, la humanidad ingresó en la era de la razón y de la conciencia crítica, pero el nacionalismo se mantuvo incólume.

El fanatismo deportivo constituye, en estos días, una buena demostración de lo que digo. Si no intervinieran el ingrediente nacional y los factores locales, la idea de la patria grande y de la patria chica, las multitudes no llenarían los estadios.

¿Por qué sufren infartos y hasta mueren fulminados los hinchas del equipo de un país, cuando el adversario, en pleno campeonato del mundo, le mete un gol en su propio campo? Es un misterio de la superstición nacionalista, un misterio insondable, que en términos de racionalidad no tiene explicación alguna.

Maradona, el "Pelusa", baja de los cielos en un helicóptero y es depositado en la pista central del estadio de Nápoles. El pueblo napolitano, cansado de sufrir derrotas frente a los jugadores de Roma o de Milán, recibe al jugador argentino como a su mesías. Decenas de miles de niños son bautizados con el nombre de Diego Armando. Se organiza una próspera industria de camisetas, carteles, medallones, distintivos diversos. El arzobispo católico y el alcalde comunista protestan, escandalizados, pero sus voces, en medio del delirio colectivo, no son escuchadas. El descenso de Maradona de los cielos es una continuación de supersticiones medievales. Las voces del arzobispo y del alcalde corresponden a preocupaciones más modernas, que no conmueven a las masas.

Con Maradona, Nápoles también participará en la lucha por el "scudetto", el trofeo anual. "Cuidado -advierte Bertoni, el otro argentino del "Nápoles"-. No hagamos campeón al equipo antes de que suene el primer silbato de la próxima temporada". La decepción de la hinchada podría, sin duda, ser peligrosa.

Llevo semanas leyendo noticias sobre el traspaso de Maradona, el jugador

que pasó gran parte de la última temporada lesionado en el suelo, pero que

tuvo chispazos geniales, chispazos que salían a centenares de miles de dólares

cada uno. Ahora compro el periódico y encuentro en la primera plana la

fotografía de un alcalde con el ojo en tinta. Es un resultado diferente de

la fiebre nacionalista. El año pasado, cuando se izaron banderas españolas en

las fiestas de los pueblos vascos, hubo grupos que trataron de reemplazarlas a

la fuerza, a bofetadas, e incluso a tiros, por la "Ikurriña", la bandera nacional

vasca. Este año algunos alcaldes, para evitar los incidentes, ordenaron que no

se izaran banderas de ninguna clase. Parecía una solución salomónica, pero no

sirvió de nada, como lo demuestra el ojo en compota de don Francisco Berjón,

alcalde socialista de la localidad de Ermúa. *

Camino por una avenida de Barcelona y veo un letrero de tráfico embadurnado por lo que parece un tinterazo gigantesco. En el lado limpio leo, en grandes letras de alquitrán: "En catalá". ¡Lo que ocurría es que el letrero estaba escrito en castellano!

Los franquistas, en la guerra civil, se llamaban "nacionales". Murió Franco y desaparecieron los nacionales, pero asomaron su cabeza los nacionalistas. La ETA, que pone en peligro la joven democracia, es una manifestación extrema de ese nacionalismo. ¿No vendrá de aquí, me pregunto, nuestra capacidad latinoamericana de dividirnos y de amenazarnos con guerras por islotes y peñascos remotos?

Truman Capote: el talento y el látigo

Al referirse a su propia carrera literaria, Truman Capote dijo, alguna

vez, que cuando Dios entrega un don, también hace entrega de un

látigo, un látigo que sólo sirve para autoflagelarse. Desde niño, desde los ocho

o nueve años de edad, Capote fue un escritor asombrosamente consciente,

obsesionado por la idea de dominar el oficio. Confiesa que sus principales

intereses consistían en leer, ir a ver películas, bailar zapateado y dibujar. De

la lectura, sin darse demasiada cuenta, sin que intervinieran estímulos exteriores, pasó a la escritura. No supo que en ese momento había adquirido el

látigo implacable: la exigencia de la persona que sabe distinguir el trabajo

literario de muy buena calidad de la obra de arte. Truman Capote alcanzo la

calidad excelente en plena adolescencia y luchó durante el resto de su vida

para crear la gran obra de arte. Probablemente no lo consiguió, o lo consiguió

sólo a medias. El día de su muerte había vuelto a revisar las páginas finales de

su novela póstuma Answered prayers, que se podría traducir por "Oraciones

contestadas", titulo que Truman Capote reconoció haber tomado de una frase

de Santa Teresa que dice que se derraman más lagrimas por las oraciones

contestadas que por las que no obtienen respuesta.

Sólo Truman Capote podía usar esa imagen del látigo inseparablemente unido al talento. En toda la obra suya, a partir de Otras voces, otros ámbitos, la novela de sus veinte años, se percibe un airecillo frío y sádico, sadomasoquista. Los amores de los personajes adolescentes de la novela están marcados por la agresión y el histerismo. El sadismo criminal es el tema de A sangre fría, su obra mas ambiciosa. Encontramos esa misma atmósfera en Música para camaleones, sobre todo en el escalofriante y extraordinario relato detectivesco sin ficción: Ataúdes tallados a mano.

Los orígenes literarios y estéticos de Truman Capote ayudan a entender su caso. Aunque vivió en todas partes y su obra, en definitiva, tiene mucho que ver con el periodismo neoyorquino y, en particular, con el de la revista "The New Yorker", pertenece de lleno a la generación de escritores del sur algo más jóvenes que William Faulkner. En sus comienzos, Truman Capote parecía un Faulkner más estilizado, lleno de elementos francamente decadentes. La violencia de Faulkner, producto de una experiencia profunda de la vida del sur, donde subsistían las huellas de la guerra civil, se transforma en Truman Capote en una especie de perversidad difusa, inquietante. La belleza del paisaje faulkneriano, por momentos trágica, se convierte en escenografía. Creo que el otro gran antecedente de Truman Capote es Edgar Allan Poe y sus cuentos de terror. Los gatos y los cadáveres de Poe circulan a través de la obra de Capote. Ambos, por diferentes caminos, persiguen una extrema precisión poética. Ambos creen que la obra de arte es el producto de una depuración gradual y de un dominio casi matemático, de orden matemático, de la técnica. Es otra vez la idea del látigo, de la permanente y rigurosa exigencia.

El periodismo actual y el cine, sobre todo el cine de suspenso, también son

antecedentes inmediatos de la obra de Truman Capote. Él ha confesado que

deseaba escribir una novela periodística, una novela que tuviera la "credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y la libertad de la

prosa y la precisión de la poesía…". Como se ve, concebía la poesía como

alquimia, como "matemáticas severas", al modo de los grandes poetas innovadores del siglo XIX.

Su primer intento de "novela sin ficción" fue The muses are heard, relato de la gira de una compañía negra que llevó la ópera Porgy and Bess a la Unión Soviética, en 195 5. Después le atrajo la atención un crimen oscuro, cometido en una región desolada del interior de los Estados Unidos. Al cabo de años de investigación pudo publicar A sangre fría. Lo interesante del libro es que construye, a partir de materiales absolutamente reales, una obra enteramente novelesca, tan novelesca, que la realidad resulta impregnada y, en cierto modo, desbaratada por la ficción. Así como las grandes novelas parecen reales, la buena "no ficción" parece inventada. Cada personaje de A sangre fría da la impresión de haber sido inventado por Truman Capote.

La conciencia de la realidad histórica agrega, sin embargo, una fuerza adicional. A cambio de eso, la sensación de juego supremo de las grandes invenciones novelescas está ausente, irremediablemente ausente. Falta ésa ambigüedad esencial que hace que lo inventado, en la buena literatura, sea más verdadero que lo verdadero.

En la etapa de A sangre fría, el narrador de Truman Capote estaba enteramente invisible, ausente. Después, intentará introducir su personalidad, su gran personaje, excéntrico, enfermizo, homosexual ostentoso, algo alcohólico, en su literatura. El cambio ya se nota en Música para camaleones. En A sangre fría sólo conocíamos los resultados de su investigación. Aquí, en cambio, lo vemos en la búsqueda de sus datos, asediado, perseguido, utilizando recursos de una astucia increíble para salirse con la suya. O lo vemos en un largo día de conversación, de confidencias, de beber champagne, con Marilyn Monroe, su amiga Marilyn, con quien bailaba, se emborrachaba un poco y se transmitían las informaciones más intimas sobre sus respectivos amigos, amigos que a veces se llamaban, por ejemplo, Errol Flynn…

¿Qué habría sido Answered prayers? ¿Qué será, por fin, si es que consigue

terminarla? Las noticias cuentan que estaba escribiendo la última parte el día

de su muerte en Los Angeles, en una mansión hollywoodense, pero ocurre que

él había comenzado, según sus propias declaraciones, hace años, por escribir

el último capitulo. ¿En qué quedamos? ¿Funcionaba todavía el talento de

Truman Capote, con su látigo? Supongo que muy pronto los editores nos

permitirán saberlo.

Pueblos de frontera

En una reunión literaria barcelonesa, hace algunos meses, conté que pasaría el primer semestre de este año en Fort Collins, en la Universidad del Estado de Colorado, para dictar un curso sobre la influencia de Faulkner en los novelistas hispanoamericanos. Entre los asistentes se encontraba un escritor de Nueva York. "¡Qué diablos piensas hacer allá!", exclamó. "Tus alumnos no sólo no sabrán quien es Faulkner. ¡Ni siquiera sabrán quien es Shakespeare! Pasarás cuatro meses comiendo hamburguesas, sepultado bajo la nieve…"

Nos quejamos porque los norteamericanos nos conocen mal. Llego a Fort Collins y comprendo que los neoyorquinos no conocen, tampoco, a los habitantes de las montañas Rocallosas, y viceversa. Pensaba, por ejemplo, leer The New York Times todos los días, y resulta que es más difícil encontrarlo aquí que en nuestra pedestre calle Huérfanos. Descubro, en cambio, que la prensa del interior y de las antiguas ciudades de frontera tiene aspectos interesantes. Los policías de Denver interceptan una red de traficantes en animales en vías de extinción. Confiscan "chetahs" -especie de leopardo-, y tigres de Siberia embalsamados, pieles de ocelotes y cocodrilos. La región, rica en especies raras, tiene un Servicio de Protección de los Peces y la Vida Silvestre, asunto que no preocupa demasiado, me imagino, a los teóricos neoyorquinos del postestructuralismo.

La prensa está llena de columnas firmadas que narran asuntos regionales. Una señora de apellido Sánchez, autoridad municipal, viajó hasta Washington y participó, con cierto asombro provinciano y con mucho entusiasmo, en las fiestas y ceremonias de la proclamación de Ronald Reagan. Como pertenece a la cada vez más poderosa minoría hispana, se sintió encantada cuando el Vicepresidente Bush le habló "en un castellano muy bonito".

A pesar de todas las previsiones pesimistas, los estudiantes de los cursos de idiomas saben perfectamente quién es Faulkner y quien es el inspirador de tantas paginas faulknerianas, Shakespeare, y hasta se da el caso de que los hayan leído. También han escuchado hablar de García Márquez, Vargas Llosa y Neruda. Parecen muy dispuestos a ampliar estos conocimientos y a darse fenomenales palizas de lectura. Del estructuralismo y sus secuelas, en verdad, se habla poco, pero me dicen que está de moda en la ciudad cercana de Bouldren, junto con el budismo Zen, doctrina traída hasta estas latitudes por Jack Kerouak y Allen Ginsberg, los profetas del hippismo de la década del 50.

A todo esto, los pacíficos habitantes de Fort Collins ejercen sus derechos de ciudadanos de la Unión con fuerza. Hay, por un lado, movimientos callejeros en contra de la nueva ley del aborto, considerada demasiado liberal. Por el otro, se organizan vigilias de protesta por la política que sigue la administración federal en Centroamérica. La participación en estos actos es intensa, pese a la temperatura exterior de 10 grados bajo cero, y las mujeres asisten con los niños amarrados a la espalda, como en nuestra Araucanía.

Otro tema vigente, que también se discute en nuestra angosta faja: las severas penas en contra de los que conducen en estado de ebriedad. El viernes

en la tarde, en las carreteras heladas, los chóferes enfiestados patinan y suelen

provocar accidentes graves. Las revocaciones de licencias de manejar provocadas por estos motivos se publican en los diarios locales en letras mayúsculas, con nombres y apellidos, para escarmiento general y mayor vergüenza de los culpables.

Las nuevas invasiones

Entro a la biblioteca de la Universidad de Austin, en Tejas, y encuentro tesoros latinoamericanos. Me dicen que es la mejor colección del mundo en su género. Repaso las revistas de la sección chilena y parece que está todo o casi todo. Me dedico a ver viejos números de la revista Hoy, la de los años 30. Parece que todo el mundo visitaba Chile y que Chile estaba en contacto con todo el mundo. Se publican párrafos escogidos del "Regreso de la URSS", de André Gide. Ese "Regreso" fue considerado una traición y provocó la expulsión de Gide del Congreso de Intelectuales Antifascistas, que se realizó en Madrid, la capital sitiada, en 1937. ¡Extraño asunto! La República española, que necesitaba aliados en todos los ambientes, se creaba enemigos, o mejor dicho, mantenía a sus amigos naturales a raya. ¿Criticar a la URSS, la de José Stalin, la que iniciaba las grandes purgas, significaba necesariamente ser partidario de los nazis?

La revista Hoy de la década del 30, la de André Gide y la de nuestro Vigía del Aire, que vigilaba de monóculo puesto, también tiene cosas más inocentes: ejercicios bomberiles en plena Alameda, jóvenes señoras de sociedad que uno conoció, o vislumbró, bastante mayorcitas, aunque todavía dignas de merecer, allá por los dichosos años 50. Caballeros de polainas, de tongo y de chaleco.

Se realiza un simposio sobre literatura chilena y ocurre que los participantes, Enrique Lihn, Pedro Lastra, el que escribe estas líneas (como se decía antiguamente), hablamos de lo mismo, no sé por que. Hablamos de los poetas que correspondían a esos tiempos, a esas cabezas femeninas que asistían a su primer baile, a esos ejercicios bomberiles en una Alameda llena de árboles. Hablamos de los poetas de metaforones y de pecho caliente. Lihn se exalta, se le disparan los pelos ensortijados, parece indignarse con su propia sombra, y habla de los "poetas sumos sacerdotes", que se creían investidos de una misión divina, o quizás excesivamente humana. ¿Qué fue de las debutantas, de los caballeros de polainas, de los bomberos de antaño, de los poetas de metaforón y pecho caliente?

Abandonamos la sala académica y pasamos cerca de un Capitolio neoclásico. De él veo salir a un diputado vestido de azul marino y corbata, pero que camina con las piernas separadas, a lo cowboy, y lleva un enorme sombrero blanco, de alas anchas. Me cuentan que es el Estado del oro, del petróleo y de los grandes escándalos financieros. Las huellas de México, las de antes de la guerra que le arrebató estos territorios, están borradas, pero por todas partes se advierten los signos de una invasión nueva, de una especie de revancha. Comemos tacos y mole, regados con cerveza de marca "Chihuahua". La invasión del sur hispánico ha dominado Florida; controla por completo Miami, ciudad hispánica desde hace ya un tiempo, y se extiende por Nuevo México, por Tejas, por el sur de Colorado. Los nombres castellanos se leen en los listados de las instituciones, en la policía, en los municipios.

"Me gusta que mi hija", me dice el padre de una alumna "estudie castellano. Es muy posible que el porvenir de nuestros hijos, para los que vivimos en ésta región, esté más allá del Río Grande". No sé qué habrá querido decir. Los mexicanos, en calidad de braceros clandestinos, atraviesan la frontera en cantidades crecientes, incontrolables. Los turistas emprenden viajes desde aquí, en sus casas rodantes, y encuentran playas solitarias y baratas. "¡Y si Ronald Reagan decide invadir Centroamérica!" Nadie lo Cree. Todos piensan que sería una perfecta locura. "¡Disparates!", exclaman, moviendo las manos.

Arte reflexivo

Nunca me había terminado de convencer el talento de Woody Allen. Me parecía un Carlos Chaplin menor, un Hermano Marx rezagado, un intelectual neoyorquino perdido en una búsqueda demasiado prolongada y algo verbosa de su identidad. Ahora he visto la última de sus producciones cinematográficas, La Rosa Púrpura de El Cairo, y me he sentido deslumbrado y conmovido por su talento, su formidable talento y su gracia narrativa.

Estamos en los meses más duros de la crisis de 1929. Se repiten las imágenes, en el cine y en la novela de estos días, de la Gran Depresión. Parece que hemos salido de lo peor de la recesión, pero no terminamos de salir. Pues bien, hay una ciudad en crisis, unos suburbios miserables, unos hombres sin trabajo que juegan a algo parecido a nuestra rayuela, una música, un ritmo, que aluden al Chaplin de Luces de la ciudad y de Tiempos modernos. Una mujer joven discute con su marido, que forma parte del grupo de desocupados, y entra a su trabajo rutinario, opresivo, en un café de mala muerte. Nunca consigue concentrarse en la tarea. Confunde los pedidos de los clientes, rompe la vajilla, en medio de los improperios y de las miradas fulminantes del patrón.

Lo que ocurre es que ella vive en un mundo de fantasía. Es una cinéfila apasionada, un miembro de la tribu moderna de los fanáticos del cine. Conoce todas las películas, como ese joven Mallarmé que había leído todos los libros, y es capaz de repetir interminables diálogos de memoria.

En la sala de la esquina ponen un filme que se titula, como la obra que vemos, La Rosa Púrpura de El Cairo. Asistimos a un cine que reflexiona sobre el cine, una película en el interior de otra, con una protagonista que es un retrato irónico del autor. La mujer se siente extrañamente seducida por el actor principal de la cinta que mira desde una platea semidesierta, mientras hurga en un cartucho cualquiera y come con movimientos de autómata.

En su tercera o cuarta visita a la misma sala, el actor sale de la pantalla y conversa con ella en la primera fila. Después la invita a un restaurante. Tiene los bolsillos llenos de dinero, pero es un dinero fabricado para las películas. Entretanto, los demás actores, sentados en los asientos de un salón de vanguardia de la década del 20, esperan, aburridos, exasperados. Mientras el actor principal, explorador en El Cairo, buscador de una rosa púrpura que crecía en la tumba de los faraones, no regrese, el desarrollo del relato seguirá interrumpido. Después, debido al escándalo público que ha provocado esta situación insólita, el hombre de carne y hueso que desempeñaba ese papel de explorador, un profesional segundón que trata de hacer carrera a toda costa, llegara a esa ciudad y las complicaciones irán en aumento.

La obra de Woody Allen es una comedia de enredo, pero es todo menos una comedia vulgar. Es una reflexión irónica, melancólica, lúcida, brillantísima, sobre el arte y su relación con la vida. Es una película bastante breve, de una estructura impecable, que a uno lo deja pensativo. ¿Qué quiso decirnos Woody Allen? ¿Qué existe detrás de las ilusiones de la mente humana? El cine es el arte ilusorio por excelencia. Si una de esas figuritas de la pantalla cobra vida y abandona su papel preestablecido, se produce un trastorno de consecuencias incalculables. No es posible que los personajes se rebelen contra su creador. Volvemos al mito del génesis, de la caída, de la rebelión luciferina. Adivinamos que el sentido final del arte tiene algo que ver con estas delicadas cuestiones.

La lectura

No hay que hacerse demasiadas ilusiones. El mundo se llena de libros. Aumentan las pilas de libros en las estanterías, en los supermercados, pero esto no es una demostración segura de que se lea más. Los países de habla castellana tenemos índices de lectura bajos, inferiores a los franceses, los escandinavos, los alemanes. Tenemos libros, y hasta compradores de libros, pero tenemos pocos lectores.

Estuve a comienzos de este año en los Estados Unidos, de profesor en una universidad del interior, y ahora he viajado a presentar mi última novela en Madrid y en Barcelona. Cuando me entrevistaron periodistas de la hoja local de Fort Collins o del diario principal de Denver, la capital de Colorado, habían leído todo lo que habían pedido, buscando traducciones de cuentos o de artículos en viejas revistas, quemándose las pestañas, y se habían informado, habían indagado, habían tomado el teléfono para hacer consultas a personas que me conocían, incluso a larga distancia.

Ahora mis editores barceloneses me organizan entrevistas y yo cumplo con el programa en forma disciplinada. Voy a donde ellos me dicen que debo ir. El contacto con los entrevistadores catalanes o madrileños siempre es fácil, suelto, con toques de humor, con algún aspecto personal, amistoso. Eso si, he observado que todas las conversaciones comienzan con una frase ritual: "No he tenido tiempo de leer tu libro, así que tú me lo contarás…"

Nadie se ha dado el trabajo de leer nada. Nadie piensa que ese trabajo tenga algún sentido. Hay, claro está una o dos excepciones, pero corresponden a escritores que practican la forma ocasional de periodismo literario. Es decir, corresponden a excéntricos de la escritura y de la lectura. Constituyen la excepción, no la norma.

El asunto me ha hecho recordar una estada muy anterior en los Estados Unidos, a fines de la década del 50. Había obtenido una beca de estudios y me pasaba horas interminables encerrado en el subterráneo de una biblioteca, sumergido en un paraíso libresco. Uno de mis cursos estaba dedicado al siglo XVI en Europa. Recuerdo el silencio de aquel subterráneo mientras pasaba las paginas de Maquiavelo, de Huizinga. Un día el profesor pidió un voluntario para explicar al curso, a la semana siguiente, la Historia de los Papas, de Ranke, obra en 12 o en 14 tomos, ya no recuerdo, y tuve la audacia de ofrecerme. Cuando llegó el día de la explicación, había conseguido leer uno de los gruesos volúmenes y la mitad del segundo. El profesor, Mr. Harrison, especialista de categoría internacional, montó en cólera. "Un historiador", dijo, "es una persona capaz de tomar un texto de mil páginas durante una hora y sacarle las entradas".

Fue su frase textual. No la olvidaré nunca. Y fue una gran lección. Porque

si uno, como estudiante, aprende por lo menos a leer, ya ha aprendido mucho.

Y este aprendizaje indica que existen diversos niveles de lectura: desde

examinar una solapa, un índice, unas cuantas páginas dispersas, hasta apurar

la última frase y la última esencia de un texto. Pero hay que abrir los libros,

perderles el miedo, agredirlos, degustarlos… Los franceses dicen que la lectura

es el vicio sin castigo. Veo, en cambio, a los jóvenes periodistas españoles

sentándose cada día frente a un entrevistado diferente y repitiendo, con la

mejor de las sonrisas, la frase ritual. No he tenido tiempo, pero, así es que, en

fin… Una sonrisa que parece indicar que están en el limbo, en un agradable

limbo.

Tiempos modernos

Existen escritores que tienden a quedarse encerrados en su habitación, a efectuar viajes alrededor de su dormitorio o a describir su aldea, y se da, también, con cierta frecuencia, el caso del plumífero transhumante, vagabundo. Pertenezco, por lo visto, sin la menor duda, a esta segunda especie. Ahora he cambiado por algún tiempo mi domicilio de las vecindades del cerro Santa Lucía por otro en la Mommsenstrasse, a una cuadra de distancia de la Kurfürstendamm, en el corazón de Berlín y en las fronteras, digamos, de Occidente. Si camino un poco en dirección al este o al noreste, pronto atravieso el Tiergarten y me encuentro con el Muro. Entretanto, antes de iniciar mis exploraciones, me veo rodeado de nombres celebres y que carecen para mí, por ahora, de todo contenido: el mismo Tiergarten, el Spree, Charlottenburg, la Pfauen Insel o Isla de los Pavos Reales. El Unter den Linden, el de tantas novelas y películas de la década de 1920, quedó atrás, al otro lado de la Puerta de Brandenburgo, y no sé, con mi pasaporte chileno, si me dejarán visitarlo. Nosotros, para enredar un poco las cosas, de por si enredadas, tenemos nuestra guerra particular. Nos hemos convertido en especialistas en guerras particulares.

Me recibe en el aeropuerto un hombre de mediana edad, simpático, vestido de una manera informal, con aspecto de intelectual de izquierda, y que se desplaza en un Mercedes Benz de color amarillo, como cualquier ricachón chileno que viaja a su casa de Zapallar o a su fundo de Rancagua. Me imagino el diálogo con el ricachón chileno: hablaríamos de la rentabilidad de los depósitos en dólares, y del mal estado de los caminos, y de cómo los desórdenes callejeros molestan a la gente y favorecen la estabilidad del régimen.

Mi anfitrión del Mercedes Benz amarillo tiene preocupaciones y hasta obsesiones muy diferentes. Me recomienda que no compre leche fresca, ni carne, ni nada que sea de color verde. Las autoridades, en general, explica, han tratado de minimizar los efectos del accidente de Chernobyl, porque todos están interesados en el desarrollo de la industria nuclear. No se le puede creer a nadie. En Francia, incluso, debido a la importancia de los programas nucleares, se ocultaron informaciones en el primer momento, igual que en la Unión Soviética. Y ocurre que en Alemania Oriental, a sólo 40 kilómetros de distancia de Berlín, existe una planta idéntica a la de Chernobyl, instalada en la misma época, con la misma técnica.

"Sólo nos queda esperar -digo- que los ingenieros y los obreros alemanes sean más eficientes, menos descuidados, que sus colegas rusos."

Mi anfitrión se encoge de hombros y mira el cielo. Como acaba de llover, piensa que las partículas radiactivas han bajado y han recubierto la ciudad con una capa venenosa e invisible. Me deja en mi departamento de la Mommsenstrasse y parte a toda velocidad, como si huyera de las nubes polucionadas.

Salgo a dar un paseo, a hacer un reconocimiento del lugar, y encuentro en la calle una manifestación ecologista. La preceden tres carros de la policía, que se anuncian con sus luces azules intermitentes. Detrás de ellos, unos 800 o mil jóvenes cantan sus slogans rítmicos, tranquilos, en perfecto orden. Cierran el cortejo 20 ó 30 policías armados de palos, provistos de cascos, y que caminan al mismo paso, con expresiones de aburrimiento. Desde las terrazas, los berlineses beben su leche, comen su carne con lechugas, y contemplan el desfile con perfecta indiferencia. Sin embargo, la juventud de los manifestantes, sus barbas, sus melenas, no demuestran que estén necesariamente equivocados.

Vientos contrarios

Aquí se siente la presencia, la cercanía pesada, el viento frío que viene del Este. No hay vuelta que darle. La frontera del mundo contemporáneo es un muro pintado, por un lado, de todos colores, lleno de turistas japoneses con máquinas fotográficas, y por el otro, incoloro, aséptico, vigilado por parejas de soldados de uniformes grises. Aquí, cuando hay un accidente nuclear en Ucrania, la lluvia radiactiva cae sobre nuestras cabezas y se adhiere a las suelas de nuestros zapatos. No es broma. Los amigos nos aconsejan que nos saquemos los zapatos al entrar a la casa, para no repartir radiactividad por las alfombras. Unos creen que hay exageración, histerismo, y otros sostienen que ninguna precaución es suficiente. ¿Con que nos quedamos, entonces?

El Este está cerca, a la vuelta de la esquina, en la próxima estación del Metro. Vamos por una espaciosa avenida y esa avenida, descubrimos de repente, desemboca en la puerta de Brandenburgo. Para continuar nuestro inocente viaje en forma normal tendríamos que pasar de un sistema al otro, del capitalismo al socialismo. ¡Nada menos! Lo irónico del asunto es que la ancha avenida fue diseñada en el siglo XIX para que desfilaran los ejércitos prusianos. Por eso nos encontramos con las estatuas monumentales de Bismarck y de Moltke. Y vemos más allá un túmulo con inscripciones en caracteres rusos y unos soldados que hacen un cambio de guardia a paso lento, lentísimo. Son los mejores alumnos de la Academia de Guerra de Moscú, explica alguien. Montar guardia en ese monumento a los caídos del Ejército Rojo es un honor codiciado por ellos.

El Este está cerca y el Tercer Mundo, en cambio, es remoto, folclórico, de cartón piedra. Unos amigos alemanes me invitan a ir con ellos a una fiesta chilena. Es un acto evidente de buena voluntad, de acercamiento. Si soy chileno, se supone que me gustará asistir a una fiesta chilena. La orquesta es heterogénea, pero está dominada por la voz, por la personalidad, por el ritmo de un viejo cubano de Guanabacoa, el distrito negro del puerto de La Habana. Guanabacoa… coa… coa… canta, con voz algo cascada, pero con sentido de los ritmos del trópico, el viejo músico. "Música chilena", dicen mis amigos alemanes, buscando mi aprobación con la mirada. Yo sonrío. Explicar las diferencias, los matices del remoto mundo latinoamericano, esa parte del llamado Tercer Mundo, en medio del bullicio infernal, de las parejas que bailan la salsa y la cumbia, no es tarea fácil. Les cuento que en Chile se escucha más "heavy rock" que otra cosa y parecen perplejos, desconcertados. ¿No seré yo un infiltrado, un falso chileno? Porque tengo, al fin y al cabo, unos rasgos demasiado poco indios, que no cuadran con la imagen de marca del latinoamericano, el "latino". El buen "latino" es un "latin lover", y es un hombre con un poncho, una guitarra, unos pómulos salientes, una tez olivácea.

En algunos casos, el compromiso con el Tercer Mundo va más allá de una fiesta con empanadas, con cerveza berlinesa y con cumbias. Gunther Grass abandona la presidencia de la Academia de las Artes y parte a vivir una temporada en Calcuta. A mirar el Tercer Mundo con los propios ojos y hacer la experiencia con la propia piel. Es, después de todo, una decisión seria, que tenemos que respetar: la decisión de conocer por uno mismo, sin que a uno le cuenten cuentos, el hambre, los muertos en las calles de Calcuta.

El culto de los muertos

Nadie ha observado que existe una curiosa relación entre la cultura de los antiguos egipcios y la de los norteamericanos modernos. No me refiero a Hollywood y a sus versiones en tecnicolor de episodios de la vida de Cleopatra o de los Faraones. La relación, paradójica, porque se presenta en antípodas en el tiempo y en el espacio, radica, a mi juicio, en las formas que adopta el culto de los muertos. Desde luego, este culto es propio de todas las sociedades humanas. Lo encontramos entre los asirios, entre los romanos, y en las épocas precolombinas de nuestro continente. En Egipto, sin embargo, adquirió una categoría especial, pasó a ocupar un lugar central en la vida cotidiana, y sospecho que en los Estados Unidos, hasta cierto punto, ha ocurrido lo mismo.

Leo, por ejemplo, una novela de un escritor nuevo, interesante, William Kennedy, y compruebo que es un relato de sepultureros que viven en un barrio de los suburbios de Nueva York. Hay largas reflexiones sobre funerales, sobre las jerarquías de las tumbas, y los muertos, debajo de sus mausoleos de primera o de segunda clase, conversan con nostalgia y con sentido del humor, igualados por la muerte, la gran igualadora, la democratizadora final.

No me parece extraño ni accidental el éxito de un escritor que toca estos temas, en un país donde proliferan las casas funerarias, donde se practica la costumbre de maquillar a los muertos y donde la literatura, desde Edgard Allan Poe hasta William Faulkner y William Kennedy, desde relatos como El corazón revelador hasta Una rosa para Emilia, ha dado tantas escenas de necrofilia y tantas paginas macabras, nupcialmente macabras, a veces, y con fondo de color rosa pálido, como ocurre en el desenlace de la vida secreta de la señorita Emilia Grierson.

Ahora me impongo por la prensa, sin excesiva sorpresa, de que el Ministerio de Transporte acaba de aprobar en principio un proyecto privado para poner en órbita restos humanos. La empresa fúnebre Celestis, de Melbourne, en el Estado de Florida, ofrece a sus clientes la posibilidad de colocar a sus deudos en un mausoleo espacial. Se calcula que podrían permanecer en órbita alrededor de 63 millones de años, tiempo que difícilmente podría ser garantizado por ningún cementerio terrestre. Una substancia capaz de reflejar la luz cubriría el mausoleo, que así podría ser detectado y seguido desde la tierra por los familiares. Se estima que el costo de la operación no pasaría de los 3.900 dólares por persona, cantidad equivalente, hoy día, por lo menos en los Estados Unidos, a la de un funeral convencional. Una de las empresas interesadas está dirigida por un ex astronauta del planeta Mercurio, Donald Slayton, quien declara que el proyecto podría ser una realidad tanto funeral como comercial hacia comienzos de 1987.

Los futuros difuntos que consigan sobrevivir hasta esa fecha tendrán la opción de ser catapultados hasta las esferas celestiales. Esas cápsulas del espacio serán las pirámides de fines del siglo XX, construidas a la escala de una clase media enriquecida. Sus parientes, para el Día de Todos los Santos, se acercarán a un catalejo y les dirigirán señales de reconocimiento y de recuerdo, observando la órbita suavemente circular trazada por la urna brillante, silenciosa y remota.

Historia de una muñeca

Un domingo en la tarde, en uno de los años ya remotos en que era diplomático chileno, hacia fines de la década de los sesenta, me paseaba por un parque de Estocolmo en compañía de Jorge Sanhueza. Jorge Sanhueza, el insigne "Keke", nunca había salido fuera de un perímetro formado por la ciudad de Rancagua, Cartagena, Valparaiso y el barrio periférico de El Arrayán o La Reina. Algunos sostienen que hizo una breve excursión por tren hasta la región de Monteáguila, en las cercanías de Concepción, pero los testimonios sobre esta materia son contradictorios. El hecho es que el entonces Canciller Gabriel Valdés, sin decir "agua va", lo había llamado y le había pedido que volara a Estocolmo a organizar una exposición bibliográfica de Pablo Neruda. El gobierno demócratacristiano de la época, democrático y algo ingenuo, pensaba que la exposición de los libros, de las traducciones, de los papeles nerudianos, impresionaría a la Academia sueca y ayudaría a que le dieran el Premio Nobel. Jorge Sanhueza había pasado a formar parte de esa conspiración y yo, hasta cierto punto, también. Sanhueza, el "Keke", más enfermo de lo que él mismo y nosotros nos imaginábamos, moriría un tiempo después de su regreso a Chile, "de distraído", como escribió Neruda en unos versos de homenaje.

Pues bien, nos paseábamos, el "Keke" y yo, cerca de uno de los canales del archipiélago, por un parque muy hermoso, bajo un sol pálido, propio del verano boreal de los suecos, cuando llegamos a un prado bastante extenso y encontramos un espectáculo insólito: en el centro del prado había una muñeca gigantesca, tendida de espaldas, pintada con gruesas franjas ondulantes y de todos colores. Una multitud abigarrada, dominguera, entraba y salía del interior de la muñeca. La puerta de entrada había sido perforada en el lugar más íntimo de la anatomía femenina, entre las gruesas piernas, y debido a las dimensiones generales, había que subir hasta esa puerta por una escalera de acceso. Las familias suecas, acompañadas de sus niños rubios, lo hacían con la más perfecta seriedad, leyendo el folleto explicativo. Nosotros, sudamericanos maliciosos, educados en colegios de curas del barrio bajo de Santiago de Chile, subimos y entramos, sin duda, haciendo chistes malos y riéndonos en forma solapada, como si continuáramos en el patio de aquellos colegios.

La muñeca gigantesca había sido instalada en ese prado con el patrocinio del Museo de Arte Contemporáneo de Estocolmo. Su autora, que partía de las experiencias del "pop-art" y que satirizaba, "contestaba", de acuerdo con un término de esos años, los conceptos del "eterno femenino", de la "mujer objeto" o la "mujer muñeca", era Niki de Saint Phalle, que ya se había dado a conocer en Nueva York y en Paris con sus muñecas de tamaños más "normales", sus Nanas, como las había bautizado.

Pues bien, pasaron los años, murió, quizás de distraído, en efecto, Jorge Sanhueza, y una tarde, en la embajada chilena de Paris, en los días en que Neruda era embajador de la Unidad Popular, me presentaron a la escultora de las muñecas de todos colores. No supe cómo había llegado hasta ahí y me pareció bastante sorprendente encontrarla en ese sitio, a pesar de que la embajada chilena, con Neruda y con el Chile de Allende, era un lugar de reunión de intelectuales y de artistas de todas partes. Nos pusimos a conversar y de repente salió a relucir el tema de las hermanas Bombal. "¿Usted conoce a Maria Luisa, la escritora?", pregunté.

Sólo ahí pude hacer la relación entre el marido de Maria Luisa, el señor Saint Phalle, banquero en los Estados Unidos, y la escultora de las muñecas. Niki era sobrina de Saint Phalle y sobrina política, por consiguiente, de la novelista chilena. Había pasado parte de su adolescencia y de su juventud en Nueva York, muy cerca de Maria Luisa, y me confesó que ella había influido mucho en el despertar de su vocación artística. Me habló de largas conversaciones en que Maria Luisa evocaba los paisajes, los personajes, los episodios del Chile de los años veinte y treinta.

La ensoñación brumosa, poética, y dotada, a la vez, de una fuerte agresividad subterránea, de la autora de La amortajada y de La última niebla, había contribuido, en alguna medida misteriosa, a la cristalización de esa muñeca gigantesca que habíamos encontrado tendida en un prado, en medio del archipiélago de Estocolmo. Había, pues, en el cóctel de esa tarde en la embajada chilena, muchos círculos que se cerraban. Maria Luisa Bombal había asistido al encuentro en Buenos Aires de Pablo Neruda y de Federico García Lorca. Había empezado a escribir La amortajada en la mesa de la cocina del departamento bonaerense de Neruda. Según ella, Neruda había imitado su ejemplo y había descubierto que esa mesa era el mejor lugar para escribir de toda la casa. Después de algunas discusiones, habían optado por compartirla. A un lado se escribiría la segunda parte de Residencia en la tierra; al otro, La amortajada, la primera novela en nuestro idioma en que se adoptaría el punto de vista de un personaje muerto, desde la muerte, precursora de Pedro Páramo y de La Hojarasca.

Maria Luisa Bombal y Pablo Neruda se distanciaron al cabo de algunos años, por razones que eran, en el fondo, políticas. La Bombal, después de un episodio sentimental y policial trágico, bien narrado en su reciente biografía por Agatha Gligo (Editorial Andrés Bello, Santiago), emigró a Nueva York y dejó de escribir; Niki de Saint Phalle tomó el relevo, según descubrí esa tarde en Paris, en uno de esos mil y tantos días que duró la Unidad Popular, en un cóctel en que el anfitrión era Pablo Neruda. ¿Qué habrá sido de esa mesa, de esa cocina, de esa muñeca gigante, de esos papeles únicos en nuestra literatura?

El uso del Diccionario

Después de pasar un semestre universitario en los Estados Unidos, he regresado a mi angosta faja de tierra y me he vuelto a instalar en mi hongo de smog, frente a los árboles agobiados del cerro de Santa Lucia, en el casco antiguo de la ciudad de Santiago. Aquí trato de readaptarme al ritmo de la vida chilena. El asunto no es nada de fácil. Tengo la impresión de que el smog penetra en los espíritus y provoca un estado colectivo de somnolencia, un decaimiento general.

Existen, felizmente, antídotos, recursos imprevistos contra la confusión o la polución anímica. A poca distancia de mi casa, en el edificio ligeramente babilónico, ahora remozado, de la Biblioteca Nacional, se conmemoran los cien años de la Academia Chilena de la Lengua. Rubén Darío, si no recuerdo mal, le pedía al Señor que lo librara de las epidemias y las academias. Sin embargo, en tiempos difíciles (parafraseando a otro poeta), uno llega a descubrir que las academias sirven. E incluso los diccionarios, esos libracos polvorientos, de reputación más bien antipoética.

El representante de la Real Academia Española en los actos conmemorativos, don Valentín García de Yebra, basa parte de su discurso de saludo en una interpretación de la Oda al Diccionario de Pablo Neruda. Regreso a mi estudio, releo la Oda y recurro de inmediato a los "magnánimos graneros", como dice el poeta, de una Enciclopedia del Idioma. El lector chileno y sobre todo el santiaguino, el habitante de la nube de smog, que tiene el oído habituado a la sordina de las discusiones de nuestro cuadrilátero central, adivinará fácilmente las palabras que he buscado.

Se habla en estos días con insistencia del levantamiento del Estado de Sitio, decretado por el gobierno a comienzos de noviembre del año pasado, y de su reemplazo por el Estado de Emergencia. Parece que algunos escrúpulos de la Administración Reagan, que concede sus avales financieros a la economía criolla, se verían aliviados de este modo. La Constitución Política de 1980, propuesta por el régimen militar y aprobada mediante un plebiscito, determina que en el Estado de Sitio la autoridad puede "suspender" la libertad de expresión y de información y que en el Estado de Emergencia sólo puede "restringirla". Pues bien, el Tribunal Constitucional chileno examina en estos días una misteriosa "ley orgánica sobre estados de excepción", texto que no ha sido entregado al conocimiento de los simples mortales. Los enterados, sin embargo, aseguran que la ley orgánica "interpretará" la Constitución en forma de que las atribuciones de la autoridad durante el Estado de Sitio pasen a regir también durante el Estado de Emergencia en lo que se refiere a los medios de comunicación.

Se supone que así el gobierno podría mejorar su imagen internacional, levantando el Estado de Sitio, sin perder ninguno de sus poderes para controlar la prensa.

Como se ve, por extraño que parezca, el tema del Diccionario y de sus usos y abusos está de rigurosa actualidad en mi tierra. Después de releer la Oda nerudiana, no busqué las palabras "manzano, manzanar o manzanero", ni "caporal, capuchón", ni "captura, capucete, capuchina". No están los tiempos para licencias o extravagancias poéticas. Me fui directamente, como ya lo habrá supuesto el lector avisado, a las palabras "restringir" y "suspender".

Restringir, del latin "restringere": Ceñir, circunscribir, reducir a menores límites.

Suspender: Detener o diferir por algún tiempo una acción u obra.

Como las tristes circunstancias y la dilatada experiencia me han llevado a preferir, en mis años maduros, los males menores, espero que triunfe el Diccionario y que no se nos suspenda por tiempo indefinido con el pretexto de restringirnos. Ya es bastante malo que la libertad de expresión y de información esté reducida a limites menores, pero ¿que sucederá con una generación entera suspendida, olvidada de esta libertad, que estuvo unida a la fundación de nuestra República, y obligada en consecuencia, a inventar el Diccionario, con sus frutos magnánimos, tarde, y a no saber o no poder usarlo?

Empezamos, pues, a descubrir, en este primer centenario de la Academia, la de José Victorino Lastarria, el liberal intransigente, y la del conservador Zorobabel Rodríguez, autor, precisamente, de un notable Diccionario de chilenismos, que este "sistemático libro espeso", a pesar de su "chaquetón de pellejo gastado", sirve, y no sólo para escribir poesías o para encontrarle al lenguaje sonidos celestiales.

Sirven los Diccionarios, y sirven, después de todo, aunque sólo sean otorgadas o más o menos plebiscitadas, las Constituciones. Entre otras cosas, porque no se someten, porque de pronto se burlan de sus presuntos dueños, y porque tienen, según explica la Oda, la virtud de rebelarse, de mover sus hojas y sus nidos, como grandes árboles independientes.

¿Qué estará diciendo, qué estará resolviendo, a todo esto, el sesudo Tribunal Constitucional? Los enterados sostienen que hay conflictos y polémicas acaloradas. Por mi parte, he llegado a la conclusión de que uno de los secretos para soportar la vida en "estado de excepción" es un recalcitrante optimismo.

El arte de la traducción

Cada cierto tiempo practico una retirada estratégica, por razones de higiene mental, no por otra cosa, y me refugio en las viejas literaturas. Medito, por ejemplo, sobre los problemas de la traducción. Alguien, el novelista inglés Anthony Burgess, para ser mas preciso (aunque no me guste hacer eso que los norteamericanos llaman "botar nombres"), me observó un día que la traducción era un arte en vías de extinguirse. Habíamos caminado cerca de la catedral de Barcelona y nos habíamos internado por las callejuelas del Barrio Gótico, entre pescaderías, tiendas de alpargatas, vitrinas de numismática y de filatelia. Burgess estaba preocupado por el porvenir de las literaturas pequeñas, no traducidas y en muchos casos intraducibles, y hablaba con cierta añoranza de la unidad del mundo latino. Había entrado en la catedral y escuchar la misa en Catalán le había producido un arrebato de melancolía. ¿Dónde había quedado la belleza del latín litúrgico? ¿Dónde, en qué lugar, en qué países, se encontraban las nieves de antaño?

Recuerdo que hablamos de Finnegan's Wake, novela intraducible casi por definición, pese a que un ingeniero civil francés acaba de traducirla con buenos resultados, y comentamos los sonetos a menudo obscenos, blasfemos, escritos con toda la crudeza del antiguo dialecto de la ciudad de Roma, el romanesco, por Giuseppe Gioacchino Belli, poeta romano del siglo XIX. Burgess pensaba que los sonetos de Belli eran comparables con el Ulyses de Joyce, obra también escrita en un lenguaje crudo, abstruso, salpicado por las blasfemias de un ex alumno rebelde de colegio de jesuitas, y que se inspira en la mitología, la historia, la vida cotidiana, el bajo fondo, de otra ciudad, en este caso la ciudad de Dublin. Traducir el Finnegan's, el Ulyses, los sonetos de Belli, es una empresa aparentemente imposible, pero Burgess pertenece a la categoría de los escritores fascinados por la dificultad literaria. He conocido en mi vida a cinco o seis miembros auténticos de esta especie humana, no más. Podría nombrarlos sin equivocarme, uno por uno, y resultaría una antología de excéntricos del arte de la palabra. El brasileño Haroldo de Campos, con sus versiones del Goethe de la senectud, tendría un lugar destacado, y quizás Luis Oyarzún Peña, poeta ocasional, esteta, ensayista, defensor de la tierra, experto en botánica. Bajo el régimen militar de hoy no faltan escritores, pero los indispensables extravagantes de nuestra vida literaria han desaparecido.

Se ha escrito tanto en nuestro tiempo y se han olvidado tantas cosas, que probablemente lo más sensato sería dedicarse a traducir. Jorge Luis Borges, al fin y al cabo, ha sido sobre todo un comentador y un traductor original, que se ha permitido ciertas licencias, que ha incorporado a sus traducciones algunas traiciones creativas. Burgess me contó que se había entendido con Borges, durante un intento de secuestro social perpetrado por un grupo de diplomáticos argentinos, en una lengua muerta, el idioma de los primeros sajones. Antes se habían reunido para disertar sobre Shakespeare en ingles moderno. El novelista ingles agregó, de paso, que se llamaban igual: Borges, Burgess. Ya son cuatro nombres en mi antología personal de excéntricos.

Con motivo del centenario de su muerte, he descubierto a un gran excéntrico del pasado: Victor Hugo. Hasta hace un tiempo, a pesar de lecturas ocasionales, Victor Hugo era para mi, para la mayoría de la gente de mi generación, un habitante de todos los Panteones de Hombres Ilustres, una estatua, un nombre de plaza o de avenida, una cita recurrente en labios de personajes de la República parlamentaria, la de don Valentín Letelier o don Arturo Alessandri Palma. Se podía trazar una línea cultural directa: Victor Hugo, Castelar, Alessandri, que le hablaba al pueblo de Chile "con el corazón en la mano".

Ahora, a través de la lectura de sus diarios, compruebo que Hugo es un excéntrico actualísimo, aun cuando solía emborracharse con su propia retórica. Sale Victor Hugo de su nicho marmóreo, en las páginas de Choses vues (Cosas vistas), y se presenta ante las miradas modernas. Nos encontramos con un personaje enteramente desconocido. ¡Qué anciano más joven, más vigoroso, más delirante! Cuando estalla la guerra franco-prusiana, en 1870, lleva cerca de veinte años desterrado en la isla de Guernesey. No es un destierro común y corriente. Media Europa ha pasado a visitar al maestro. Desde la isla, los dardos contra el usurpador, contra el Bonaparte republicano que dio un golpe de Estado y se hizo coronar Napoleón III, son demoledores. Es una lucha entre Victor Hugo el grande, el solitario, y el gobernante que él bautizo para la posteridad como Napoleón el Pequeño. Las noticias lo hacen movilizarse con toda su familia, con sus hijos y nietos, con numerosos amigos, con la compañía cercana de Juliette Drouet, su antigua amante, al continente. Primero se instala en Bruselas. Anuncia que entrará pronto a París a combatir contra los prusianos. Como había recibido hacia tiempo el titulo de Par de Francia, los diarios belgas lo llaman "el Par conscripto". Napoleón III "entrega su espada" después de la derrota de Sedán y él viaja de inmediato a París. Declara que acompañará a sus hijos, enrolados en la milicia, cuando salgan a romper el cerco de la capital. Él tiene en ese momento 68 años. Siempre hay multitudes reunidas frente a su ventana. Algunos generales franceses, en la ausencia del Emperador, llegan a pedirle instrucciones. "¡Yo no soy nadie!", exclama él, aunque todos lo vean como encarnación última de la autoridad.

Desde su casa, desde su mesa llena de invitados, el poeta participa en los febriles debates públicos, en los intentos de formar un gobierno que pueda combatir y, a la vez, negociar la paz. Le queda tiempo para escribir poemas y redactar proclamas. El día 13 de septiembre del año 70 está solo en su habitación. Los batallones pasan frente a su ventana cantando la Marsellesa y la Canción del Adiós. "Un francés debe vivir por ella/por ella un francés debe morir". "Yo escucho", anota este anotador notable, que pertenece a la categoría de los escritores anotadores, "y lloro. ¡Adelante, valientes! Iré donde vosotros vayáis." En seguida, en la misma fecha, en párrafo aparte: "Vi a Enjolras (L. Michel). "n." Enjolras era la poetisa revolucionaria Louise Michel, y esa n, en la clave hugoliana, descifrada hoy por sus concienzudos críticos, significaba que la vio "nue", desnuda…

El maestro, excéntrico mayor, anota sus experiencias eróticas con símbolos, con cifras, con medias palabras. El 20 de enero de 1871 socorre a la viuda Matil, madre de cuatro hijos. Agrega las palabras enigmáticas: "poële (paila), suisse (suiza), osc." Henri Guillemin, hugoliano connotado, piensa que "poële" debe interpretarse de acuerdo con el sonido, por el parecido con "poil" (pelo). Ya se ha comprobado, prosigue, que "suisse" alude a los pechos femeninos (¡vaca suiza!). "Osc." significa "osculum" (beso).

Ese 20 de enero visita también a la viuda Godot. Otra vez, "osc., poële" El 21 de enero anota: "Sec. a C. Tauban. Aristote, 15 frs." Explica el inefable y eficiente Guillemin: "Aristóteles designa las incomodidades mensuales de la mujer" (porque obligaban a una momentánea sabiduría filosófica). "C. Tauban" era Constanza Montauban, una de sus amigas predilectas.

Entrar en la lectura de Victor Hugo es iniciarse en un mundo vastísimo que escapa a toda medianía y, por momentos, a toda "normalidad". El poeta se dedica de pronto al espiritismo. Siente llamados sobrenaturales. Escucha golpes en el respaldo de su cama. Las voces de sus hijos muertos le susurran palabras al oído. Tiene intuiciones proféticas. Se propone, con La leyenda de los siglos, escribir la historia de la humanidad en verso. Influye en la política de la mitad de Europa desde su comedor. Le da consejos al joven Emperador del Brasil. Las prensas trabajan 24 horas para imprimir sus libros, sus opúsculos, sus discursos, sus proclamas. Cuando se entusiasma con una persona, la invita a cenar a su casa "todos los días".

¿Por que no interrumpir la grafomanía y dedicarse, al menos por un momento, a traducir a los viejos poetas? He aquí un fragmento del diario de Victor Hugo, adecuado, me parece, para una antología de excéntricos de todos los tiempos: "Escuchadme, y si, por casualidad, no pensáis como yo, decid para vosotros: -es un anciano. ¡Su cerebro esta perturbado! Quiere la paz entre los pueblos, y la armonía entre los hombres. Quiere que los gobiernos sean inteligentes. Exige que las naciones no elijan ser guiadas por gente ciega. Es un loco. Perdonémoslo…"

Futurología

Aquí y en otros lados, la palabra "transición" lleva muchos años de moda. Se organizan seminarios sobre la transición, se estudian trasiciones ajenas, y hasta las autoridades reconocen que preparan una transición aun cuando parecen preparar, de hecho, un estado de inmovilidad definitivo más parecido a una regresión que a cualquier otra cosa.

Parece, en todo caso, que soportamos mejor nuestros presentes precarios misérrimos, cuando sentimos, y cuando proclamamos ostentosamente, que vamos en tránsito hacia otra parte. De esta manera, la palabra "transición adquiere poderes mágicos, cuasi religiosos. Vamos rumbo a un futuro mejor, a una utopía realizable, y podemos tolerar el presente con la conciencia tranquila. El espejismo de la transición equivale a la vieja promesa del paraíso para los creyentes.

Sabemos, y más lo sabemos por viejos que por diablos, que ese paraíso aparentemente perdido y esperanzadamente recobrado, se parecerá más bien, en el mejor de los casos, a un purgatorio moderado, tolerable. Será, cuando mucho, una democracia pobre, una convivencia humana un poco más civilizada, o un poco menos bárbara, una modernidad provinciana, agobiada por un horizonte de computadoras de segunda mano.

Hace algunos días, a propósito de las democracias novatas de América del Sur, trataba de sustentar mi optimismo a golpes de pura voluntad, a pesar de todas las evidencias negativas. Hablaba de los fundadores de nuestra República, que no fueron bien imitados en el resto del continente, con la excepción, añadiría ahora, del Brasil, que seguía otro proceso histórico. Nosotros, en nuestros comienzos como República, habíamos oscilado entre dos extremos, el cesarismo y la anarquía, la dictadura de Bernardo O'Higgins o los experimentos irreales, tétricos, de los ideólogos de laboratorio, pero de pronto habíamos encontrado una salida original y nos habíamos convertido en un Estado moderno para la época, un Estado que funcionaba, donde la transmisión del poder se hacia con relativa calma, en periodos regulares, dentro de márgenes de representatividad popular que eran aceptables entonces y que se ampliaron de un modo bastante rápido a lo largo del siglo XIX.

¿Podemos creer, ahora, que la historia se repite? La verdad es que las dificultades de hoy, los peligros que enfrenta cualquier intento de salida democrática, parecen abrumadores. Vuelve la democracia al Brasil, a Uruguay, a la Argentina, traída por una reacción popular profunda, por un deseo generalizado de libertad, porque la gente se cansó de vivir tanto tiempo en la limitación, en el miedo, pero junto con ella se presenta de inmediato la hiperinflación, la anarquía financiera. La herencia de las dictaduras militares en este aspecto es como una piedra de molino atada al cuello. Uno sospecha que el desorden económico provocará, como secuela inevitable, alguna forma de anarquía política. Esto significaría que pronto, a la vuelta de la esquina, tendría que asomar la cabeza de un nuevo cesarismo. ¿De izquierda, de derecha? Frente a realidades tan negras, hasta las definiciones ideológicas pierden su sentido.

Pues bien, en estos días ha ocurrido algo importante, que muestra cierta luz en el estrecho y espinoso camino de salida de los países del Cono Sur. El gobierno de Alfonsín ha implantado un conjunto de medidas económicas de choque, medidas duras, destinadas a ser impopulares, y parece que la base del país, hasta el momento, a lo menos en lo que se podría llamar la línea gruesa, reacciona bien, más allá de lo que digan algunas cúpulas sindicales o partidistas. Es un fenómeno bastante original en la historia latinoamericana reciente: un gobierno que cuenta con respaldo popular, elegido en forma democrática, adopta una política económica dura, impopular por definición, y obtiene niveles de comprensión que permiten seguir trabajando y que tienden a consolidar la democracia frágil, primeriza.

¿Será ésa, me pregunto, la solución actual para los países americanos del sur: gobiernos democráticos, que tienen verdadero apoyo popular, y que aplican por necesidad, porque no les queda más alternativa, políticas económicas de emergencia, casi de guerra? Es posible que nuestra salida general del túnel vaya por ahí. También es perfectamente posible que nosotros, los chilenos, nos demoremos mucho en encontrarla. En la primera mitad del siglo pasado, el Perú, la Argentina, no tuvieron su Diego Portales, su organizador republicano. No era, sin duda, el problema de un solo hombre. El caso podría producirse ahora, por desgracia para nosotros, a la inversa. ¿Por qué no? Se dijo en esos años que éramos la Inglaterra de America del Sur. Ahora nos parecemos cada día más al Paraguay. Según Vicuña Mackenna, Chile era una marmota con despertares de león. Ahora sólo veo marmotas por todas partes: un horizonte de marmotas.

Cincuentenarios

Los cincuentenarios suman y siguen. Hay cincuentenarios de hechos

positivos y de hechos negativos, de muertes, de publicaciones, de nacimientos. Siempre sirven, en cualquier caso, para rescatar, para redescubrir,

para investigar más a fondo y para reflexionar de nuevo. Se habla del cincuentenario de la Olimpíada de Hitler en Berlín y se buscan datos inéditos sobre la figura de Jesse Owens. Otro cincuentenario es el de la guerra española. Y ahora comenzamos con las terribles, las tristes conmemoraciones de las

primeras victimas.

Los homenajes a Federico García Lorca ocupan el primer plano. Escucho en la BBC de Londres una lectura en inglés de "La casada infiel". La poesía es intraducible por definición, pero algunas imágenes llenas de luz, de intensidad, de color, traspasan la barrera del idioma. Entretanto, los diarios españoles hablan de un intelectual y político andaluz que nosotros desconocemos, Blas Infante. El Parlamento de Andalucía acaba de nombrar a Blas Infante "Padre de la Patria Andaluza".

Blas Infante era notario en el pueblo de Coria del Río, a orillas del Guadalquivir, y dedicaba sus horas libres al trabajo intelectual. Practicó un nacionalismo andaluz que trataba de evitar el "chovinismo", la patriotería; que buscaba reivindicar los valores humanos y permanentes de los andaluces desde los tiempos de la dominación árabe. Por eso buscó en el norte de África, en Marruecos, la tumba de Abul Kassen Ben abbet Al Motamid, "rey verdadero de Sevilla y de Córdoba, de Málaga y del Algarbe". Blas Infante, de acuerdo con todos los testimonios, fue un político más bien ocasional, que desdeñaba las tácticas y las maniobras electorales, que ejercía la acción política en función de ideales éticos. Pocos días después del estallido de la guerra civil, las tropas del general Queipo de Llano rodearon su casa y golpearon a su puerta. Infante acababa de ser designado presidente de honor de la Junta Regional pro Estatuto. Había ordenado izar la bandera andaluza en el Ayuntamiento de Sevilla. En la madrugada del 11 de agosto fue conducido a la carretera de Carmona y fusilado en el kilómetro cuatro. Por esos mismos días, las tropas de Queipo de Llano detenían a García Lorca y lo fusilaban cerca de Granada. ¡Qué hoja de servicios la de este general!

Don Miguel de Unamuno murió en Salamanca el día 31 de diciembre del año 36, de muerte natural y, según han relatado familiares y testigos, de cansancio y de tristeza. Con motivo de este aniversario, los investigadores salmantinos han descubierto numerosos poemas inéditos de Unamuno, relacionados todos con la escritura de uno de sus textos maestros, El Cristo de Velázquez. Unamuno desarrollaba en esa obra, escrita entre 1913 y 1920, su idea de una España diferente de Europa, marcada por otra forma de religiosidad. Mientras la fe, en Europa, se orienta hacia el presente, hacia la ética y la conducta en el trabajo, Unamuno exaltaba la fe española como una reflexión sobre la muerte y el más allá. Era, en su visión, el espíritu del Quijote, y uno de los mejores poemas encontrados, el retrato de un pastor castellano, dice: "¡He aquí un español!, un don Quijote; /un pobre pasmarote /que da gritos al aire y que se empeña /en tomar los molinos por gigantes, /o más bien los gigantes por molinos…"

Como dice un crítico en estos mismos días, rescatar es una de las mejores maneras de vivir. Pues bien, rescatemos, y vivamos, pero tratemos de que los rescates nos sirvan para no repetir las páginas más negras.

La naturaleza y las ciudades

La profesión literaria, en los días que corren, empieza a parecerse a la de concertista en piano, cantante de ópera, actor de cine, o a la de embajador itinerante. Los editores quieren que uno esté en el lugar para la presentación de los libros. No sólo cuentan el título y el contenido de la obra. La personalidad del autor ha pasado a ser un elemento de la promoción general, un elemento decisivo. Es una síntesis de la cultura del libro y la cultura de la imagen: todavía se compran los libros, y algunos hasta los leen, pero el público necesita descubrir o reconocer en imágenes a sus autores predilectos. Parece que no sería concebible, en el mundo de ahora, un Vargas Llosa, un García Márquez, una Marguerite Yourcenar, si no pudiéramos asociar de inmediato el nombre con una fisonomía, con una actitud, con una manera de vestirse y de pararse, de sonreír, de poner cara de malas pulgas o de cavilación distraída. Emprendo, pues, para acomodarme a los imperativos del oficio, un nuevo viaje. Muchos de los que se quedan en Santiago me envidian, a pesar de que pienso con frecuencia en la idea de Pascal de que las desgracias de los hombres provienen de no saber quedarse tranquilos en sus habitaciones. Me desplazo, pues, intranquilo, y redescubro la tortura refinada de las horas interminables en los aeropuertos, de los cambios de aviones, de las maletas extraviadas. Viajar de Buenos Aires a Madrid es muy diferente que viajar de Santiago de Chile a Barcelona. Somos, los chilenos y los catalanes, para nuestra desgracia, periféricos. Hay cuatro horas de espera en Buenos Aires y cinco en Madrid. Formo una cola en el aeropuerto de Barajas y, al final del recorrido, una azafata furibunda, en estado de frenesí, me dice, me grita, más bien, que me he equivocado de puerta. ¿Por qué, si se trata del mismo vuelo, del mismo avión? Ocurre, en virtud de un enigma inescrutable, que yo tenía que abandonar el recinto internacional y volver a entrar por salidas nacionales. Además, tenia que adivinarlo con mi fino instinto cosmopolita, puesto que nadie me lo había explicado. Total, el avión parte a vista y paciencia mías con todo mi equipaje, y la buenamoza azafata, un cancerbero rubio, se queda muy contenta en su puerta prohibida, con aire triunfal.

En mi reencuentro con Barcelona, después de todas las peripecias del viaje, que sólo he contado en parte, vuelvo a una antigua reflexión: en nosotros se da bien la naturaleza, pero la historia es pobre, la técnica es atrasada, la elaboración humana es primaria, las ciudades son más bien precarias, chatas, y tienen muchos aspectos bárbaros. Por ejemplo, abrimos una botella de vino chileno y sólo se salva por los elementos naturales que arrastra: el aroma elemental, la buena cepa, el clima, la tierra. Salvo rarísimas excepciones, el aporte humano es mediocre.

Sucede, sin embargo, que en la civilización avanzada de Occidente, en las

grandes ciudades de hoy, la nostalgia y el sentimiento de la necesidad de la

naturaleza son cada vez mayores. Ya no hay lujo comparable al aire puro, a los

grandes espacios. El ecologismo, el llamado movimiento alternativo, los

"verdes", no hablan de otra cosa. Y nosotros somos incapaces de quedarnos

tranquilos junto a nuestras playas interminables, que desde aquí parecen

desiertas. No le hacemos caso a Pascal. Nos metemos en complicaciones y en

laberintos que nos trituran el sistema nervioso. Mientras nuestros ingenuos

compatriotas padecen de envidia.

El tiempo y la garúa

Esta es una primavera con nubarrones, con lluvia, con fines de semana melancólicos. Cruzo debajo de unas galerías metálicas, a la salida de una Estación de Metro, y descifro unas palabras con mi alemán rudimentario: Mercado de las Pulgas. Las Flöhe son las flees inglesas, las pulgas de la novela picaresca y de la novela de conventillo. Entro a una calle estrecha, bien conservada, arbolada, en esta ciudad donde más del ochenta por ciento fue destruido por los bombardeos, y una placa me advierte que aquí vivió Christopher Isherwood, el autor de Adiós a Berlín, obra que después sirvió de base para la película Cabaret. Es una placa oportunista; si el relato de Isherwood sobre el Berlín de la primera postguerra no hubiera sido llevado al cine, la placa no existiría.

Después de la casa del novelista, un recinto subterráneo ofrece pastas italianas. Cerrado. Geschlossen. En seguida, una vitrina con antigüedades del año 20: mariposas de acero, lámparas de vidrios de colores, un sombrero de paja, una locomotora de tren eléctrico anterior a los de mi infancia. La tienda está abierta, pero hace humedad, llovizna, y el espacio oscuro sólo parece habitado por una colonia de gatos. Dos metros más allá, el final de mi recorrido de esa mañana, una librería chilena en el corazón del barrio de Schöneberg. Andenbuch, libros de los Andes. Caras conocidas en la vitrina: Neruda, Borges, Miguel Ángel Asturias, Violeta Parra. Y me parece que escucho, a través del repiqueteo de la lluvia, la voz de Carlos Gardel. La tertulia, en la sala del fondo de Andenbuch, está formada por un ingeniero civil chileno, un tenor uruguayo en proceso de retirarse de las tablas y una alemana hispanoparlante, contestataria, bebedora de té caliente. Se podría hacer una broma fácil con lo del "té ruso", pero sospecho que la intelectualidad de este país esta bastante lejos, hoy día, de las posiciones prorrusas o prosoviéticas. Y el caso de Chernobyl ha venido, quizás, a profundizar estas distancias, puesto que existe una sensibilidad muy aguda para los problemas nucleares y ecológicos.

En la noche me explican que se ha producido la tercera muerte de un chileno en el exilio berlinés. De ahí provendría el ambiente de tristeza general, realzada por una lluvia digna de César Vallejo, de los huesos húmeros de César Vallejo. Hubo alrededor de ochenta personas en los funerales, entre chilenos, latinoamericanos y alemanes, y al final de la ceremonia cada uno avanzó hasta la fosa, de acuerdo con las tradiciones del lugar, y le echó un puñado de tierra. La separación fue con llantos y abrazos. El difunto no había cumplido todavía la cincuentena, pero en el último tiempo, según diversos testimonios, estaba alcoholizado. Sufrió un ataque cardiaco en un amanecer de farra. Con acompañamiento, quizás, de Gardel y de Vallejo. Mirando la llovizna por la ventana.

Doblo esa página y me pongo a leer la prensa española. Arcadi Calzada, parlamentario catalán que viajó a Chile, comenta que nuestros métodos oficiales no son demasiado sutiles. Es que nosotros no tenemos nada de gallegos, amigo Calzada. Sólo creemos en los palos y en los peñascazos, y a veces, en lugar de ponernos sutiles, nos ponemos retorcidos. No somos gallegos, y somos, en cambio, como sostenía el inefable doctor Nicolás Palacios, araucanos góticos. ¡qué le vamos a hacer! Piense que el doctor Palacios es uno de los escasos filósofos que hemos producido.

La libertad comienza por casa

He tenido que viajar hasta Berlin Occidental, hasta el corazón dividido del Viejo Mundo, para comprender, o, mejor dicho, para terminar de comprender algunas de las deformaciones persistentes que rodean al caso chileno y que han servido, en último término, para prolongar la vida de la dictadura. Desde luego, este viaje ha sido instructivo para observar de cerca un fenómeno evidente: una de las cosas que nunca tuvo la Unidad Popular, ni antes ni ahora, fue precisamente, unidad. Tuvo aspectos populares, si, aunque quizás no siempre, pero la unidad ha brillado en todas las etapas por su ausencia. Si uno escucha hablar, por ejemplo, de los trabajos de los comités chilenos del exilio, uno conoce historias triviales, monótonas, de luchas de facciones. Uno recuerda la frase de Talleyrand, desprendida de su contexto: estos personajes no han olvidado nada y no han aprendido nada.

Después de tantos años, continúa la división generalizada, la práctica de la exclusión, el sectarismo acusatorio, denigratorio, intolerante. Hay algunos silencios discretos, pero sólo son silencios, y la hostilidad latente no es difícil de adivinar. Si uno pensaba que la conciencia de los chilenos maduraría está obligado a desengañarse. Hay procesos personales interesantes, sin duda, pero aislados. No observo todavía, ni mucho menos, esa evolución gradual y profunda que fue el secreto de la España de la transición; esa evolución que permitió la aparición de un Rey demócrata, de ex franquistas que ahora han desfilado por las calles de Madrid en solidaridad con la causa de la libertad en Chile, de comunistas que en su momento se hicieron eurocomunistas y cambiaron hasta de lenguaje, de un socialismo europeo, moderno, posibilista, como es el de Felipe González.

La oposición chilena ha cambiado algo, pero sólo algo. Todavía sigue cargada con el lastre de pesados anacronismos. Practica con facilidad la agitación, el lirismo evocativo, la retórica, pero tiende a descuidar el análisis.

Pide la libertad para Chile, pero aún está lejos de haber creado en su seno una atmósfera de autenticas libertades. Conviene decirle, y demostrarle, que la libertad comienza por casa.

Los grupos europeos que solidarizan con la lucha democrática chilena no se plantean a fondo, o quizás prefieren pasar por alto, los problemas reales, profundos, de nuestra oposición. He asistido a manifestaciones de solidaridad en muchas partes: en Suecia, en España, en Francia, en Alemania. Daré ahora un ejemplo cualquiera, un ejemplo que tiene el único mérito de ser reciente. A raíz de un nuevo aniversario del 11 de septiembre de 1973, la fecha de la muerte de Allende y la destrucción definitiva del viejo sistema político chileno, me invitaron en Berlin Occidental a una discusión sobre la cultura en Chile: el arte como resistencia y la resistencia por el arte. El título, como se ve, no estaba mal, pese a su barroquismo un tanto peligroso. Pues bien, hubo una introducción que determinó el tono del acto, un tono que corresponde, me imagino, al de las manifestaciones prochilenas de toda esta región de Europa. Primero se transmitió, se volvió a transmitir, la grabación del conocido último discurso radial de Salvador Allende. Después se escuchó una grabación de los funerales de Pablo Neruda, una grabación cuyos pasajes más destacados eran los gritos a Allende y Neruda y el canto de la Internacional por la concurrencia. Desaparecía el Neruda de carne y hueso, el poeta lírico, y ocupaba el escenario el símbolo. En seguida se escuchó recitar a algunos poetas del interior: poetas de segunda línea, cuya retórica simple, de combate, sonora y algo hueca, recordaba la del realismo socialista de comienzos de la década del cincuenta. Es decir, el público alemán escuchaba con unción a los seguidores retardados del peor Neruda, el Neruda de los años finales del estalinismo, anterior a la Sonata crítica.

La participación alemana en el acto, sin duda, era generosa, bien intencionada. Y la concurrencia, mitad latinoamericana, estaba convencida de antemano. No sé si asistió alguien que perteneciera a la categoría de los no iniciados en el tema. Si hubiera asistido, habría pensado que en Chile sólo existen dos fuerzas políticas: el pinochetismo y el allendismo, la extrema derecha y la extrema izquierda. En esas condiciones, es muy probable que su entusiasmo por la democratización chilena se hubiera enfriado. En cualquier caso, su visión de la lucha del país por recuperar sus libertades habría sido parcial, insuficiente, en algún sentido ahistórica.

Es el pinochetismo, justamente, el que busca erosionar el centro político y el que se exhibe como única fuerza válida frente a una extrema izquierda que acepta ahora el camino de la guerrilla. Nosotros, en cambio, debemos mostrar la variedad, la complejidad, las posibilidades democráticas de la sociedad chilena. El acto de Berlin, a pesar de todo, sirvió para explicar que la lucha de los intelectuales, los escritores, los artistas, se ha desarrollado en Chile en un contexto menos simple, menos esquemático, más variado y rico, que el que se suele imaginar desde fuera. En medio de avances y retrocesos, se han conquistado espacios de libertad que casi siempre asombran a los extranjeros.

Hacia el final de la discusión se planteó un problema revelador y típico: ¿puede un intelectual, un escritor chileno, aparte de denunciar la dictadura, abordar todos los temas de la cultura contemporánea? Hace poco, Jaime Alazraki, profesor de literatura en Harvard, Massachussetts, dirigió una carta furibunda a El País de Madrid en contra de José Donoso. Lo acusaba de haber descrito en una crónica unos encuentros con Jorge Luis Borges, en lugar de ocupar ese tiempo y ese espacio en denunciar los crímenes de la dictadura.

En otras palabras, los escritores chilenos deberíamos reducir nuestro horizonte mental y dedicarnos en forma exclusiva, monotemática, a combatir nuestro régimen político. Lo demás seria debilidad, frivolidad, traición. Pues bien, ocurre que Donoso ha tomado claras posiciones públicas en contra del pinochetismo, y además escribe sobre Borges, y sobre el orientalista del siglo XIX Richard Burton, y sobre Henry James. Esto le significó perder hace poco el Premio Nacional de Literatura. Le significa tener el respeto de los lectores, pero el desdén de las autoridades de su país, que en una oportunidad, hace un par de años, lo detuvieron por algunas horas, por razones políticas, en una remota comisaría de la isla de Chiloé.

Extraño asunto: pedir la libertad para Chile y practicar la más flagrante intolerancia contra un escritor de la categoría de José Donoso por el delito de contar unos recuerdos literarios. Todo esto, claro está desde la peligrosa trinchera de una cátedra en Harvard o de un año sabático en Barcelona.

Vuelvo aquí a mi punto de partida. Cuando los grupos del exilio chileno, y los extranjeros que solidarizan con ellos, pasen de la prédica de la libertad a su práctica efectiva, el inmovilismo actual de la sociedad chilena empezará a terminarse. De lo contrario, las divisiones generalizadas, la intolerancia, el oscurantismo, serán, sumados, el equivalente algebraico de la persistencia de la dictadura.

Saber y elegir

Aunque no nos permitan manifestarnos mucho, los chilenos tenemos un talento notable para la discusión y la contradicción. Uno aspira a encontrar en alguna parte, por fin, un elemento unificador, algo que nos lleve al consenso mínimo. Parece, sin embargo, que ese factor de unidad no existe en la realidad nuestra. Ese factor escurridizo se ha transformado en nuestra piedra filosofal. Me pregunto si estaremos obligados a buscarlo a través de edades oscuras.

He reflexionado sobre este asunto a propósito del llamado a elecciones libres. Cuando me propusieron participar en la convocatoria, pensé honestamente que ninguna persona bien intencionada, interesada en la recuperación democrática del país, podría oponerse. Me olvidaba de una enseñanza fundamental que ofrece la historia. En las edades oscuras, los doctores, los escoliastas, los teólogos, se enredan en debates formales, abstractos, interminables: ¿cuál es el sexo de los ángeles, cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

El llamado a elecciones libres ha despertado entusiasmo en provincias donde se han formado comités espontáneos de apoyo. En Santiago, en cambio, en el mentidero capitalino, las reacciones son variadas y cautelosas. Las autoridades acusan recibo en términos corteses y declaran que han sometido el problema a sesudos estudios. Son estudios que podrían prolongarse durante meses, años, quinquenios. De todos modos, hemos visto respuestas peores. Cuando se mantienen las formas, creo que conviene celebrarlo.

Un viejo amigo, en el escenario crepuscular de la Plaza del Mulato Gil de Castro, me dice: "Todo esto es una pérdida de tiempo. Sin pleno acceso a la televisión, ¿qué sacamos?" La convocatoria, desde luego, habla de elecciones libres e informadas. Implica y supone la creación de condiciones para que el acto electoral sea libre. No podemos imaginar, en este momento, una televisión abierta a la crítica del régimen. Estamos tan enfermos de lo que Octavio Paz llamó la "peste autoritaria", que nos cuesta mucho imaginarla. Pero debemos hacer un esfuerzo de imaginación. Debemos pedir lo que todavía parece imposible. La vida errante me ha llevado a conocer situaciones políticas extraordinarias en España, en Portugal, en el Brasil. Durante un proceso de transición, lo que parece imposible adquiere de pronto posibilidades vertiginosas. En el Chile de hoy se repite el diagnóstico de Diego Portales: el orden existente se mantiene por el peso de la noche. Es lo único portaliano que le queda a nuestro régimen.

Un dirigente comunista, por último, hace dos objeciones. El grupo que hizo el llamado no representa a todos y es excluyente. Las elecciones libres se plantean bajo el marco de la Constitución de 1980. Creo que se puede responder en pocas líneas. El grupo está formado por un conjunto heterogéneo de personas de buena voluntad. No pretende representar a todo el mundo, pero no excluye a nadie. Todo lo contrario. El rasgo esencial de la convocatoria es, su llamado universal, sin exclusiones.

En cuanto a la Constitución, el hecho de saber cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler no interesa nada. La idea de elecciones libres contradice a fondo el mecanismo contemplado en ese texto y exige una modificación. Podría, en el futuro próximo, alcanzarse un consenso bastante amplio en favor de esa reforma constitucional. ¿Y entonces? ¿Vamos a pasar alguna vez de la condición de oponentes declarativos, ideologizantes, a la de opositores racionales, organizados, que proponen una alternativa razonable y aceptable?

Alternativas

Somos un país original, de eso no cabe ninguna duda. Creo que nos determina la distancia y la geografía, la loca geografía. Y somos un país aficionado a inventar mitos y a elaborar persistentes leyendas sobre sí mismo. He aquí una de nuestras leyendas: somos la Inglaterra de America del Sur. Ni existe esa Inglaterra, ni somos esa Inglaterra.

Otra leyenda: hemos tenido 150 años de democracia no interrumpida. Esto tampoco es verdad. Tuvimos democracia entre 1938 y 1973. O entre 1932 y 1973. A partir del año 70, el sistema se empezó a deteriorar. En el siglo pasado, entre 1833 y 1891, tuvimos una República conservadora estable, con aspectos predemocráticos. Había cierta división de los poderes del Estado y un mecanismo que impedía la perpetuación en el poder. Además, nuestros jefes de Estado eran personas, en general, discretas, razonables. Le entregaban el poder a otro y partían a su casa a hacer clases de idiomas, o se ganaban la vida como magistrados.

Las leyendas y los mitos del pasado facilitan las invenciones del presente. Ahora, por ejemplo, se pretende dar por ciertas y verdaderas algunas realidades históricas. Todo el pasado anterior al 11 de septiembre de 1973 fue negro. Nuestra llamada democracia fue un caos socialista y comunitario. Todo lo socialista es malo y todo lo no socialista, llámese economía social de mercado, llámese democracia protegida, llámese como se llame, es bueno. Carlos Marx fue un humanoide y Herbert Spencer fue humano y demasiado humano. Podemos agregar un largo etcétera. Nuestros etcéteras están llenos de contenido y nuestras oraciones están vacías. Que entienda el buen entendedor.

Ahora hemos ingresado a un periodo electoral. Los periodos electorales, en nuestra curiosa República, no se proclaman, no se prescriben, pero se respiran y se adivinan. Hemos ingresado a un periodo electoral más extravagante que nuestra geografía. Por ejemplo, el candidato no ha sido proclamado. A pesar de que no ha sido proclamado, se prohíbe presentar otros candidatos. El que vote por él, votará por el bien absoluto. El que no vote por él será un mal chileno y merecerá las penas del infierno. Si se descuida, será relegado. Si se descuida más, será torturado. Si tiene acceso a los medios de comunicación, se dirá que se ha incorporado a la campaña internacional contra Chile. Esto último permitirá que sea procesado por el delito de traición a la Patria.

Dentro de todo, el régimen es vergonzante. No dice prolongación ni

reelección. No puede decir reelección porque nunca ha sido elegido, claro

está. Dice "proyección". Es una palabra delicada. Yo supongo que el jurado del

próximo Premio Nacional de Literatura tendrá en cuenta estas invenciones

verbales.

No hay campaña electoral, no hay elecciones, no es nada de fácil inscribirse, pero hay candidato y hay jefe de la candidatura. El jefe de la candidatura nos dice: "la alternativa es proyección o socialismo". ¡Qué fácil!, pienso. Así, hasta yo saldría elegido. Porque la traducción de esa frase al castellano es la siguiente: la alternativa es el bien, yo, o el mal, la perversidad intrínseca, la destrucción, los otros. A menudo, los otros, los del bando maligno, entienden el discurso oficial al pie de la letra y se enredan en discusiones bizantinas. Pero todo es claro, todo es transparente. Sólo se trata de emplear con justeza el idioma y de traducir. El orden institucional, para que nos entendamos, debió decir que el plebiscito será resuelto por votación en el seno del jurado del Premio Nacional. Pero quiso guardar las apariencias. Está bien que se quieran guardar las apariencias. El hábito hace al monje.

Una vieja historia

El tema de la reforma agraria, que todos creíamos agotado y archivado, vuelve a salir a flote. Las reacciones públicas me hacen pensar que continuamos anclados en un estado de susceptibilidad, de irritabilidad, de intolerancia francamente delirantes. Si no aprendemos a reflexionar con calma, con sensatez, con un poco de equilibrio y un poco de perspectiva, no llegaremos nunca a conseguir formas de convivencia civilizada. Observo con pesimismo el debate, la virulencia de las declaraciones. Llego a la conclusión de que seguimos gravemente enfermos, de que no nos pondremos de acuerdo nunca. Continuaremos arrinconados, aislados, amargos, violentos, convencidos de que poseemos la razón y de que todo el resto de la humanidad está equivocado. ¡Peligrosos síntomas, inquietante paranoia!

Aunque parezcan extravagantes, extemporáneas, anotaré algunas impresiones personales. En mis tiempos de estudiante, en mi juventud, en la década del cincuenta y del sesenta, existía un consenso más o menos general acerca de la necesidad de una reforma agraria. Los sectores conservadores aceptaban medidas limitadas, una "reforma de los maceteros"; los más izquierdistas exigían un proceso acelerado y profundizado. Es probable que la moderación de los sectores conservadores sólo se contentara, en definitiva, con la nada y la cosa ninguna, y que la impaciencia de la izquierda, unida a sus ilusiones, sólo tuviera fin en la colectivización, en la fantasmagórica colectivización

Sigo, con perdón del sufrido y escéptico lector, con mis anotaciones de observador marginal. Los que teníamos parientes o amigos agricultores, los que habíamos pasado veranos de la infancia en un fundo, los que habíamos asistido de niños a una trilla con yeguas, a una vendimia, a una semana de misiones, teníamos imágenes naturalmente nostálgicas: imágenes de algún viejo caserón, de un parque con nenúfares y con estatuas, de una excursión en carreta hasta la orilla de un río, de una cabalgata entre trigales. Era una forma de cultura, un mundo paternalista, pero el reverso de ese paternalismo era el inquilinaje, la sumisión brutal, el antiguo sistema medieval de los siervos de la gleba, aunque con otro nombre. Pido disculpas a mis excitados y acalorados compatriotas. Recuerdo historias de familias, y creo que no son enteramente ajenas al asunto. Las mujeres del campo les hablaban a las niñas de la casa para que intercedieran ante el patrón. Lo que ocurría era que el amable abuelo, el caballero de las polainas y de las patillas blancas, había ordenado colocar en el cepo al Tomás y al José. ¡Por díscolos! Y el castigo ya se prolongaba demasiado…

La memoria, la sola, honesta memoria, es insolente y subversiva. La memoria está llena de imágenes placenteras, nostálgicas, y de puntos oscuros, de recovecos sórdidos. Y la memoria particular se inserta de algún modo en la memoria colectiva. Por eso la literatura y la historia son importantes. Por eso los países serios escuchan a sus poetas, sus novelistas, sus historiadores, aunque sea un poco tarde, y los países sordos y violentos decaen, se convierten en islotes remotos.

Dentro de la evolución normal de la sociedad chilena, la liquidación del latifundio, que sólo podía ser producida por una reforma agraria, era un proceso inevitable. Si se hubiera sometido a plebiscito en la década del sesenta, habría obtenido mayorías clarísimas. Ahora bien, ¿era posible que ese proceso se cumpliera sin errores, sin excesos, sin desorganizar la producción, sin crear toda clase de heridas y conflictos? Voces autorizadas, tribunicias, nos dicen hoy que la reforma agraria fue un robo a mano armada. Y la repartición de las tierras indígenas, la creación de las encomiendas, origen preciso del latifundio, ¿no fue un robo a mano exactamente armada, armada de arcabuses, mosquetes, hierros imperiales?

No vamos a solucionar nada por medio de frases impresionantes. El sector agrario siempre fue el sector más sensible de cualquier sociedad. Tenemos que tratarlo con pinzas, con calma, con buena voluntad. Tenemos que salir de nuestro estado de guerra civil larvada, paralizadora, que se manifiesta hacia el exterior en una inusitada y constante violencia verbal. Ahora resulta que nuestra democracia moderna fue socialista y no fue, por lo tanto, democracia. El Barrio Alto de Santiago, Vitacura, las mansiones de Reñaca, los edificios de Viña del Mar, eran ocupados por los jerarcas de aquel curioso socialismo. En la Bolsa de Comercio se asignaban acciones estatales a los obreros calificados. La propiedad privada se mantenía en calidad de reliquia, para que nadie dijera… Francia también era socialista, y para qué hablar de Italia y de Alemania. En la Casa Blanca se filtraban tendencias sospechosamente socializantes…

Uno podría definir los rasgos de un discurso paranoico. Pero ya es tiempo de que dejemos los fantasmas y las fantasmagorías a un lado. Hubo un latifundio anacrónico, producto de una vieja historia, y una reforma agraria inevitablemente conflictiva. Ahora se presenta, parece, la posibilidad de acceder a formas de agricultura más modernas. ¿Por qué no admitir en este nuevo esquema a obreros agrícolas mejor pagados y alimentados, con mayor acceso a la educación, a los libros, capaces de consumir en mayor escala los productos de la industria? Por el hecho de atreverme a pensar así, ¿soy un enemigo de la patria, un cómplice de los poderes negros?

La época del postín

Han aparecido, de pronto, en la pequeña escena cultural chilena, numerosos trabajos históricos que tratan el tema de la primera mitad de este siglo y del parlamentarismo. Gonzalo Vial, Mario Góngora, Leopoldo Castedo, entre muchos otros, abordan el asunto en profundidad y en detalle, con diversos matices de osadía, talento, parcialidad, nostalgia. No se trata de la democracia parlamentaria del pasado inmediato, la que terminó el 11 de septiembre. Esta se basaba en un poder ejecutivo fuerte, que recuperaba, en alguna medida, las tradiciones republicanas del siglo pasado, y desapareció en pleno conflicto de poderes, cuando el Congreso pleno ya había proclamado formalmente la ruptura de los marcos institucionales. Culpar de todo a la CIA y a Richard Nixon ha sido una simplificación europea del problema.

Esta nueva historiografía estudia en profundidad el fenómeno del parlamentarismo, régimen de pretensiones inglesas, pero marcado por las componendas y por la llamada "macuquería criolla", que se impuso en Chile después de la guerra civil de 1891. Se impuso por accidente, insinúa Mario Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, puesto que las batallas decisivas de Concón y Placilla pudo haberlas ganado el gobierno de Balmaceda en lugar de la facción revolucionaria, formada por los principales caciques del Parlamento de entonces. En Concón, cuando los soldados revolucionarios cruzaban el río, los obuses de los cañones gubernamentales no explotaban. El general Orozimbo Barbosa, en lugar de replegarse y juntarse con el resto de las tropas, de acuerdo con las órdenes del presidente, dio la orden de atacar. No fue un acto de traición sino de machismo muy hispánico. Barbosa pagó su desobediencia con la muerte, pocos días después, en los cerros de Placilla, situados detrás del puerto de Valparaiso. Al final de la batalla, se refugió en una choza y se defendió como león, a pistola y espada limpia. Un jinete del bando congresista consiguió asomarse a la cabaña y atravesarlo de un lanzazo. El presidente Balmaceda se refugió en la embajada argentina y se suicidó el día exacto en que cumplía el término de su mandato, el 19 de septiembre de 1891. Las cosas en Chile, para bien y para mal, suceden en septiembre.

Un lugar común de mi generación consistió en pensar que en Chile "nunca pasaba nada". La generación de Salvador Allende, a pesar de la experiencia histórica cercana, parecía creer lo mismo.

Conocíamos poco, en verdad, de esos años trágicos y a la vez frívolos, que fueron determinantes de la fisonomía del Chile contemporáneo. Mucho más determinantes de lo que en general se piensa. Sin el antecedente de la guerra civil, seguida por la anarquía y por los escándalos de un remedo de parlamentarismo a la inglesa, es imposible comprender a dos personajes políticos fundamentales, dos nostálgicos, a su manera, del antiguo ejecutivo fuerte: Arturo Alessandri Palma, el caudillo civil, y Carlos Ibáñez, el militar. Del alero de Alessandri surgió Pedro Aguirre Cerda, futuro presidente del Frente Popular de 1938, y de Pedro Aguirre Cerda, Salvador Allende, joven ministro de salud de su gobierno. En los años finales de Allende intervino la influencia perturbadora, enteramente ajena al estilo político chileno, del castrismo. Ese elemento externo alteró todo el cuadro. Fue tan inoportuno como la audacia de don Orozimbo. Pero había, desde luego, otros factores, muchos otros factores. La nariz de Cleopatra no cambió el rumbo de la historia. No bastó para cambiar el rumbo de la historia.

Cuando ingresé al Ministerio de Relaciones Exteriores, a mediados de la década del cincuenta, todavía existían muchos diplomáticos surgidos del antiguo parlamentarismo, de lo que algunos llamaban la época del postín. Entré por concurso, debido a una cuestión de principios, rechazando ofertas que me habrían permitido colarme por la ventana, y algunos funcionarios viejos, que habían iniciado su carrera en los tiempos de Sanfuentes o de Barros Luco, en los tiempos del "laissez faire" y de las rotativas ministeriales, se sorprendían mucho de que no hubiera entrado por empeño. En Europa, en una circunstancia típica de la profesión, después de un cambio de gobierno, me tocó hacerme cargo en forma momentánea de una misión. Hacía la entrega un embajador de los años del postín. "¿Dónde está el archivo, señor embajador?" "Ahí", dijo, señalando con notable desparpajo el canasto de los papeles. "¿Y el libro de registro de correspondencia?" Respuesta: "No uso ese libro. ¿Para qué? Cuando tengo que numerar un oficio, siempre le pongo un número muy alto, para que crean en Santiago que he trabajado mucho".

Era un caso extremo, pero había sobrevivido largas décadas bajo el paraguas ministerial (expresión suya). Cuando salía del paraguas, comía, me dijo, "el amargo caviar del exilio". Contaba que su familia había sido pobre y que él, en su adolescencia, se había puesto a cortejar a una prima, hija de un senador rico. El senador le había dado solución rápida al problema. Le había pedido al Ministro de Relaciones de turno que lo nombrara secretario en una legación latinoamericana. Ese Ministro había recibido al futuro diplomático en su despacho. Su frase de recepción había sido: "¡Con que pololeando a las primas!" Era una forma de ingresar a la carrera en los años del parlamentarismo.

El viejo funcionario, conversador eximio, me confesó un día: "Soy hijo del empeño y nieto del cohecho." Del empeño de su tío Senador; del cohecho, es decir, de la compra de votos que había permitido que éste llegara al Senado. Habría podido responderle que somos hijos de la república de los años cincuenta, del Frente Popular del 38, de la Constitución Política de Alessandri, promulgada en 1925, y nietos del parlamentarismo. En todo ese cuadro, siempre tendimos a olvidarnos de Ibáñez, el caudillo militar, dictador al estilo de Primo de Rivera, con algunos elementos populistas, entre 1927 y 1931, y elegido presidente con una mayoría abrumadora en 1952. Ahora reparamos, aunque no nos guste, esa "distracción" en nuestra visión del pasado. No era verdad que en Chile nunca pasaba nada. Nunca fue verdad.

El rey de las ranas

Me han preguntado mucho, en estos días, mi opinión sobre la fronda aristocrática. Habría que saber, primero, he contestado, de qué aristocracia se trata, puesto que no conozco ninguna en este país, donde los mayorazgos y los títulos coloniales fueron abolidos por Bernardo O'Higgins, y en seguida, de que fronda.

La expresión, consagrada en uno de los pocos ensayos chilenos clásicos de este siglo, obra de Alberto Edwards Vives, empezó a utilizarse en la Francia del cardenal Mazarino, a comienzos del XVII, durante la minoría de edad de Luis XIV. Los "frondistas" eran los cortesanos que hablaban mal de Mazarino y de su gobierno, murmuradores que pronto empezaron a adquirir la categoría más peligrosa de conspiradores. La fronda degeneró en una guerra civil declarada, abierta, y fue el preludio de la dominación del gran rey, el Rey Sol, de cuyas cualidades como hombre de Estado nadie, ni siquiera Mazarino, tenía la menor sospecha.

La conspiración de los frondistas, encabezados por el príncipe de Condé, y la guerra civil subsiguiente, están contadas en algunas obras maestras de la literatura francesa. Sobre todo pienso en las memorias del cardenal de Retz, escritor notable y conspirador perpetuo, impenitente, y en el libro monumental de Voltaire titulado El siglo de Luis XIV. Retz, el cardenal, es un prosista vivísimo, uno de los mejores de su idioma. Al leer las Memorias de la Fronda, el lector se siente arrastrado a las calles de Paris, envuelto en los acontecimientos, en un ínfimo espacio formado por el Louvre y por el Puente Nuevo. Detrás de esos muros de piedra y de los altos ventanales que daban al río, el joven Luis XIV aprendía a tomar las riendas del poder y a no soltarlas.

Voltaire escribió su libro inspirado en sus principios libertarios, que abrirían el camino a la Revolución, pero fascinado, casi dominado por la sombra del gran personaje: el constructor, el creador, el protector de las letras y de las artes, el amigo de Racine, el rey que tuvo que pelear con el obispo de París para conseguir que autorizara la sepultación de los restos de Molière.

El problema del poder central, el de la unidad, el de la impersonalidad del poder en su lucha contra las facciones, representadas en esa época por familias y por grupos muy pequeños, se planteó, inevitablemente, desde los comienzos de la independencia americana. Las respuestas autoritarias tuvieron gran auge en todo el mundo hispánico, en contraste con lo que había sucedido en los Estados Unidos de América del Norte. San Martín propuso la alternativa monárquica e hizo sondeos para ofrecerle la corona de Buenos Aires a un Borbón hijo de Carlos IV, don Francisco de Paula. Don Francisco, dando una prueba más del buen sentido político de los borbones, no aceptó el "regalo". Simón Bolivar se burló de este proyecto de San Martín en la forma siguiente: "Un rey europeo en América, dijo, será el rey de las ranas".

Bolivar creía tener una solución más práctica, más adecuada a nuestra idiosincrasia: una república en la que él mismo sería presidente vitalicio. Al saber esto, José de San Martín le habría devuelto la mano con otra frase: "No podremos nunca obedecer como a soberano a un individuo con quien habremos fumado nuestro cigarro en el campamento." Frases históricas, probablemente inventadas por la historia.

Como lo señala muy bien Mario Góngora en su prólogo a la nueva edición de La fronda Aristocrática en Chile, Alberto Edwards se hizo excesivas ilusiones sobre el carácter impersonal del régimen portaliano. Después se ilusionó con la dictadura de Ibáñez y fue ministro suyo hasta el último día, sin captar las razones que motivaron ese desenlace.

En contraste con Bolívar y con San Martín, Jorge Washington recibió de su ejército la oferta del poder vitalicio y la rechazó con indignación. Esa renuncia es uno de los orígenes de la democracia sólida del Norte. En las ex colonias españolas, en cambio, el croar de las ranas se ha escuchado siempre. Ser república y hablar en castellano, tanto en la península como en el Nuevo Mundo, es un problema casi tan difícil como el de la cuadratura del círculo.

El jabalí de Tolstoi

Los ojos de Tolstoi y los de Franz Kafka, los ojos de los grandes creadores, sirven para ver la situación de Chile. El Vicente Huidobro de Vientos contrarios y de la revista Ombligo, el que observaba la tendencia de los caballeros chilenos a "hipopotamizarse", también tiene mucho que decirnos. Kafka, en los años de la Primera Guerra Mundial, formó parte de un comité que se preocupaba del estudio y de la curación de las psicosis derivadas del conflicto. El carácter profético de la obra kafkiana, su calidad de metáfora anunciadora e iluminadora, están ligados a los conceptos contemporáneos de la neurosis y del conflicto.

La campaña oficial para el plebiscito del 5 de octubre repitió y desarrolló una noción básica, elemental, utilizada con majadera insistencia durante los 15 años de la dictadura: la de la guerra interna y la del miedo a la vuelta de la Unidad Popular y del comunismo. El jefe de la Marina llegó a decir textualmente que el plebiscito sería una lucha entre el Bien y el Mal, entre Dios y las fuerzas demoníacas. La propaganda del , en otras palabras, nunca pudo apartarse del tema del conflicto y de su inherente neurosis. Había que votar por el sí por miedo al demonio, para que las hordas comunistas no se tomaran la calle.

La campaña contraria, sin dar demasiados argumentos, utilizó dos antídotos que resultaron eficaces: el humor y la memoria. Y anunció que la alegría estaba destinada a volver. El día mismo del plebiscito, en las filas que esperaban pacientemente su turno para depositar el voto, tuve la intuición clara de que la campaña del había fracasado. En la atmósfera no se percibía ningún miedo, ninguna neurosis. Por el contrario, la gente hacia cola con tranquilidad, con buen humor, con espíritu de colaboración. Si alguien buscaba su mesa, todos le prestaban ayuda para encontrarla, sin preguntarle y sin preguntarse, siquiera, por quién votaría. Como dijo uno de los Vicarios de Santiago, con metáfora acertada, el acto electoral fue una liturgia. Y fue también, a su modo, un exorcismo: muchos de los demonios que envenenaban el espíritu nacional quedaron expulsados. Al finalizar el día, en el momento de cerrarse las mesas, se produjo una curiosa confraternización entre los apoderados electorales gobiernistas y los opositores. En un sector popular, el hombre del gobierno, empleado del Municipio, le dijo a un representante del Partido por la Democracia, después de haber contado veinte votos seguidos favorables al no: "Parece que esto va a ser por paliza". A partir de ahí se rieron y se dieron la mano. En una mesa de los barrios ricos, un joven opositor tomó del brazo a un joven "pituco", partidario del sí, y lo llevó para presentarle a sus amigos. "¡Estoy feliz!", me dijo al día siguiente, al final de una entrevista literaria, una joven estudiante de un colegio de monjas. "¡Por qué!", le pregunté: "¿Eras partidaria del no?"Yo era del sí", dijo ella, que pertenece, evidentemente, a la clase de los partidarios del sí, y que todavía, por edad, no tiene derecho a voto, "pero, de todos modos, ¡estoy feliz!"

Lo que ocurría es que una larga neurosis se había disipado como por arte de magia. Por arte de liturgia electoral. A pesar del triunfo del no, las hordas periféricas no habían invadido el Barrio Alto, ni la Bolsa de Comercio se había desplomado a la mañana siguiente. Escuché ese "estoy feliz", con diferentes matices, a diversas personas que habían votado por el gobierno. Claro está, hubo un proceso de decantación y de "bunkerización". En los sectores pinochetistas duros, la neurosis derivó a estados de depresión aguda o de psicosis peligrosa, anunciadora de futuros problemas. Hubo un rápido resurgir de bandas y de pequeños grupos de extrema derecha, y los discursos del Ministro del Interior, que intentaba convertir la derrota en victoria y que llamaba a cerrar filas en torno a Pinochet, no fueron precisamente pacificadores.

Si Kafka nos permite comprender el conflicto neurótico, Tolstoi es el gran experto en el tema de la guerra. El general Kutuzov, después de la batalla de Borodino, en La guerra y la paz, compara a Napoleón con un jabalí herido de muerte. El jabalí herido, explica, es un animal peligroso, del que conviene mantenerse a distancia. Tratará de atacar, pero después correrá a refugiarse en el interior del bosque. Después de la batalla, en efecto, Napoleón ocupó e incendió Moscú. La retirada en el invierno, sin embargo, se hallaba muy próxima.

El general Pinochet, naturalmente, no es Napoleón Bonaparte, pero la metáfora tolstoiana sirve para definir el momento. Aunque el jabalí acaba de recibir una estocada certera, conserva mucha fuerza y es capaz de atacar. La

oposición, que hace un año ofrecía un espectáculo de división lamentable,

alcanzó una notable unidad en el dinamismo de la campaña por el no. Ahora

tiene que mantenerse unida, atenta, y trabajar en aspectos concretos de la

democratización del país, aspectos que pueden y deben abordarse de inmediato, como el de los relegados y presos políticos y el de la libertad de expresión.

No es probable, por otro lado, que la oposición y el gobierno puedan

sentarse pronto en la mesa de negociaciones. Pero el oficialismo necesitará en

un futuro muy cercano el voto de sectores de la derecha democrática, y esto

pasa, como condición previa, por una reforma mínima de la Constitución,

una reforma que permita, por lo menos, que la Constitución sea reformable

más adelante. Cuando ya se planteen las cosas en esa forma, la transición real

se habrá puesto en marcha. El exorcismo, la expulsión de los demonios, el

tránsito de la enfermedad a la convalescencia, habrán sido los pasos previos

indispensables.

El país del día siguiente

Parece un caso de ficción política. Los electores chilenos trazaron una raya vertical en una cédula de color amarillento, la doblaron cuidadosamente, la colocaron adentro de una urna, bajo las miradas inexpresivas de soldados y autoridades, y le dieron así una estocada certera, probablemente mortal, a su dictadura. No es que la dictadura se haya esfumado de la noche a la mañana, pero la fiera quedó herida de gravedad. El país del día jueves ya no era el del día martes, ni era el de ese martes 11 de septiembre de 1973. En ese día jueves, el "Huáscar", es decir, el mayor de los carros lanzaaguas de la policía, bautizado con el nombre de un blindado peruano de la Guerra del Pacifico, le pedía a los manifestantes que se retiraran a sus casas "porque el Comando del no había fijado la celebración para el viernes a las cuatro de la tarde". La policía reprimía, como antes, pero a la vez, para tratar de controlar la calle, ¡transmitía un mensaje de la oposición!

Es inexplicable que una dictadura organice un plebiscito para perderlo, pero conviene, para comenzar a entender, conocer la historia concreta de la proposición. El primer proyecto de Constitución encargado por el gobierno al ex presidente Jorge Alessandri, contemplaba un período de transición de cinco años, período que debía culminar con elecciones libres y normales en 1985. Cuando se recibió este proyecto en La Moneda, los pinochetistas puros y duros cambiaron estos cinco años por 16 años, cosa que determinaría después el alejamiento de Alessandri de su cargo a la cabeza del Consejo de Estado. Intervinieron ahí los especialistas en Derecho Constitucional: como el plazo de 16 años era un exceso demasiado evidente, sugirieron dividirlo en dos períodos de ocho años separados por un plebiscito. Fue, en buenas cuentas, una sugerencia de estilo salomónico, y nadie podía imaginar, en 1980, en pleno "boom" económico y en medio de un control político férreo, que Pinochet pudiera quedar en minoría ocho años más tarde.

Ahora, en vísperas de la nominación por la Junta Militar, la situación interna había cambiado mucho, pero Pinochet es triunfalista y siempre ha creído en su buena estrella. "¿Qué condición le pusieron los militares al ofrecerle la candidatura?", le preguntó hace 15 días un amigo mío, cientista político, a un general de ejército en servicio activo. Respuesta del general: "Que fuera candidato a las duras y a las maduras. Es decir, que si ganaba, ganaba, y si perdía, perdía…"

El argumento máximo y casi único de la campaña oficialista fue el miedo: miedo a la violencia, al descalabro económico, al comunismo, a la vuelta de la Unidad Popular de Salvador Allende. Cuando observé, en las interminables colas del día de la votación, bajo un sol de pleno verano, que la gente estaba tranquila, de buen humor, colaboradora, sin gesto alguno que indicara miedo, calculé que el general hasta ahora victorioso había apostado y había perdido. Su Waterloo ya era cuestión de horas.

Los partidarios del si se dividen hoy en los que tomaron la campaña del miedo al pie de la letra y están, en este momento, deprimidos, asustados, histéricos, y en los que ya se "chaquetearon" alegremente. Uno escucha decir: "En realidad, ocho años más con este viejo mafioso era demasiado. Me habría gustado que fueran dos, para consolidar los éxitos de la economía, pero el resultado está bien…" El "chaqueteo" comenzó en la tarde misma del miércoles, frente a las cámaras de la televisión, y nada menos que con Onofre Jarpa presidente de Renovación Nacional y ex Ministro del Interior. "¿Usted, que pertenece al gobierno, qué piensa del acto electoral?" "Yo no pertenezco al gobierno. Fui Ministro hace cuatro años, pero eso ya es historia antigua." "De todos modos, pertenece a la derecha de este país", insistió el entrevistador. "¿A la derecha? ¡Jamás! Soy un nacionalista y un partidario del orden y del trabajo…"

En las primeras horas de la madrugada del jueves, el general Matthei, jefe de la Fuerza Aérea, llamado con urgencia a La Moneda en un momento en que el gobierno todavía retenía los resultados, le dijo a los periodistas que se agolpaban en la puerta principal: "Para mi, la cosa está clara. Ganó el no y yo estoy tranquilo".

Nadie duda de que la etapa que se abre ahora será difícil y peligrosa. El tono dominante en la oposición, sin embargo, es francamente optimista. La tarea principal y más ardua es la de reformar la Constitución, que ahora está en su periodo transitorio y que dentro de un año, en su período definitivo, será prácticamente irreformable. La Concertación del no está destinada a convertirse en los próximos días en una Concertación para la Reforma Constitucional. Pinochet, como era previsible, ha confirmado a todos sus ministros y ha declarado que la Constitución será seguida al pie de la letra. Sin embargo, parte de la derecha política, que fue en el pasado del país una típica "derecha civilizada", se ha manifestado dispuesta desde ya a aceptar el principio de la reforma. Y el Ministro del Interior, Sergio Fernández, después de una larga reunión con el general Pinochet, ha declarado el día viernes que, "si fuera necesario", podría invitar a conversar a los jefes políticos de la oposición.

Los puntos claves de cualquier negociación serán los siguientes: que el Congreso sea enteramente generado por el sufragio universal, sin que haya senadores designados a dedo, que se termine con el delito de opinión consagrado en el articulo octavo y que no haya tuición de los poderes públicos por el Consejo de Seguridad Nacional, esto es, por los militares. Un punto de partida interesante, que permitiría encontrar coincidencias, es el borrador de Constitución que propuso Jorge Alessandri y que Pinochet modificó abruptamente. Derrotado Pinochet y en la imposibilidad legal de ser candidato en las próximas elecciones, el texto de Alessandri, la figura de más prestigio de la derecha chilena desde la década del cincuenta, pasa a tener vigencia.

Entretanto, desde la izquierda, Ricardo Núñez, jefe del socialismo renovado, reconoce que "hay personas, sectores y grupos que habiendo sido partidarios del si en el plebiscito, estimulan cambios institucionales democráticos" y los llama a incorporarse a un "gran acuerdo de la civilidad por la reforma constitucional".

No hay dónde perderse: el país de este fin de semana no es el de la víspera del plebiscito del miércoles…

Los viejos y los vejestorios

Un amigo mío se acerca y me dice, con un dejo entre confianzudo y agresivo: "No entendí una de tus últimas crónicas. Ya no recuerdo cuál".

"¿No la entendiste, o no quisiste entenderla?"

"No la entendí, pero creo que tampoco quise entenderla. ¡Para que!"

Eso me pasa, pensé, por meterme a escribir sobre asuntos de actualidad: sobre los fusilados de Calama o sobre políticos delirantes de nuestro mundo contemporáneo, sobre el IVA a la cultura o sobre los sucesos de Europa del Este. De vez en cuando me tienta la actualidad, pero muy a menudo me agobia. La crónica no tiene por qué ser tributaria de los acontecimientos del día. La crónica es un género literario más: un género conciso y digresivo, burlón y poético, situado a mitad de camino entre el ensayo, el epigrama, el reportaje. El primer cronista de la literatura moderna fue el doctor Johnson, y publicaba sus columnas, escritas al correr de la pluma en un rincón de la mesa donde bebía cerveza en compañía de algunos amigos, en un periódico que él hacía casi entero y que se llamaba The Rover, es decir, de acuerdo con mi diccionario, el "vagabundo errante, vagamundo". La crónica es un género algo distraído, errante, cambiante, ligeramente ocioso, y, por eso mismo, por ser ocioso, necesario. He leído crónicas admirables sobre mariposas, sobre pájaros, sobre las batallas campales entre los partidarios y los enemigos de la Malibrán, una cantante española que vivía en Paris en la primera mitad del siglo XIX. Si no escribimos de pronto sobre cosas viejas e inútiles, si no leemos libros que han dejado de estar de moda, perecemos por asfixia. Hace años fui a una casa prestada en la costa chilena. Llevaba mis lecturas, mis obligatorias lecturas, como de costumbre, pero sucedió que esa casa tenia los restos de una biblioteca de Valparaíso de comienzos de siglo. Había gran abundancia de novelas de Walter Scott y de libros de Thomas Carlyle. Dejé a un lado las lecturas impuestas y leí el noble retrato de Scott por Carlyle, precisamente. Después leí las historias de los reyes de Noruega por el mismo Carlyle, que se consideraba inventor del "familiar essay", otro género que limita con la crónica y puede confundirse con ella. "Estas historias", pené, "tienen más fantasía, más invención, más gracia, que el noventa y nueve por ciento de nuestro cacareado realismo mágico". Lo pensé, tuve este pensamiento irreverente, pero me abstuve de divulgarlo.

Hace pocos días reincidí en estos hábitos, que tienen efectos mentales profundamente higiénicos. Me encontré en un caserón del norte de España, en un dormitorio que estaba cerca de la plaza principal del pueblo. Se celebraba la gran fiesta anual. El carrusel, el tiovivo colocado en un costado de la plaza, anunciaba sus funciones que se prolongaron hasta después de las cinco de la madrugada, por medio de una sirena insistente, de una estridencia increíble. La orquesta, instalada en una tarima, utilizaba todos los recursos de la electrónica para rasgar el aire de la noche, para hacer reventar los tímpanos en muchas leguas a la redonda. No conozco ningún pueblo con más capacidad de hacer ruido que el español. Cada región española es diferente, pero el ruido las une a todas, a Valencia con Cantabria, a Cataluña con Castilla la Vieja. Pues bien, salí a una de las galerías de ese caserón y me dediqué a sacar libracos polvorientos. Leí una comedia de Moratín, una página de Jovellanos y un conjunto de crónicas sobre la guerra del Pacífico enviadas por el corresponsal en Lima de la Ilustración Española. El corresponsal sabía bastante poco del Perú y absolutamente nada de Bolivia y de Chile. Hacia toda clase de predicciones erróneas sobre el curso que seguirían, a su juicio, las operaciones bélicas, y después, con notable soltura de cuerpo, se olvidaba de haberlas hecho. Parecía un periodista de vanguardia de la prensa contemporánea. Sus descripciones de batallas navales y terrestres, sin embargo, eran amenas, y me permitieron llegar hasta el repentino y misterioso silencio de la madrugada, un silencio interrumpido por algún grito lejano y una botella que se estrellaba contra el pavimento.

El diario de Luis Oyarzún, que comenté aquí la semana pasada, tiene un sabor inactual que me interesa, un eco de los años cincuenta, todavía cercanos en la cronología, pero, a la vez, enormemente lejanos, anacrónicos, casi prehistóricos. Es natural que un hombre de mi generación, llamada "del cincuenta", salga al rescate de esas páginas. Me advierten que han sido expurgadas por algún miembro pudibundo de la familia, y el caso me parece curiosamente irónico. Oyarzún no hace más que hablar contra los chilenos depredadores, destructores de árboles, de paisajes, de casas, de cosas. Ahora sabemos que el también fue víctima de la depredación, pero su Diario, a pesar de las tijeras del censor privado, se salva. Y nos habla de textos que hemos olvidado y que deberíamos, si tuviéramos un mínimo respeto por nosotros mismos, si no fuéramos esclavos de la actualidad, de la moda, recuperar. Textos, por ejemplo, de Pedro Prado. En nuestra provincia, Prado fue un poeta auténtico y un hombre de ideas, un intenso animador intelectual. Neruda, que en su juventud lo había mirado como un caballero conservador, excesivamente cosmopolita, sintió más tarde la necesidad de reivindicarlo. Hay que leer su discurso de incorporación a la Facultad de Filosofía, donde hace la defensa simultánea, en apariencia herética, de dos de los extremos más opuestos de nuestra literatura: Mariano Latorre y Pedro Prado. Oyarzún, más fragmentario que Neruda, incisivo y errático, heredero lejano del doctor Johnson, nos habla de paseos por el huerto de la casa de Prado, de malezas que él dejaba crecer en libertad, de "jardines ruinosos, casas deshabitadas, puertas vencidas…".

El rey de España en la Araucanía

Nunca había llegado un Rey de España hasta el remoto Reino de Chile, bautizado con ese pomposo título en homenaje al Príncipe Felipe, el futuro Felipe II, en la víspera de sus bodas con María de Inglaterra, y nunca había bajado, por consiguiente, hasta la Araucanía, la región de América que combatió por más tiempo y con mayor eficacia contra los ejércitos españoles. El hecho de que algunas comunidades indígenas hayan protestado por la visita real, invocando situaciones que tienen más de cuatro siglos de antigüedad, es sin duda insólito y anacrónico. Sin embargo, nos hizo reflexionar un momento, en medio de los festejos, sobre una historia extraordinaria y que tuvo un final triste: un pueblo que no fue derrotado por las armas de los españoles, sino por el aguardiente y la chicha que le pasaban los traficantes chilenos.

Los obispos del sur habían conseguido que los delegados mapuches aceptaran conversar con el Rey, pero la presencia de un funcionario del Gobierno chileno hizo que todo el plan fracasara. El asunto quedó colocado dentro de la más impecable tradición histórica. Algunos de los mejores defensores de los araucanos, en los tiempos coloniales y también durante la República, fueron los enviados de la Iglesia. En la Colonia, protegían en nombre del Rey a los indígenas. Estos estaban acostumbrados a recurrir a la Corona o a la Iglesia en sus querellas con las autoridades locales. No está nada de claro que la independencia del país los haya beneficiado en algo. Nuestros historiadores no tienen el hábito de contar estas cosas, pero la historia debe ser reexaminada, revisada, reescrita a cada momento. Hay muchos indicios de que las tribus araucanas, años después de la formación de la República, tenían simpatías y hasta nostalgias monárquicas.

En mis primeros años de diplomático en París, en la década del sesenta, investigué en los archivos del Quai d'Orsay la historia de Aurélie Antoine Primero, el aventurero francés que consiguió hacerse "coronar" Rey de la Araucanía y de la Patagonia. Según los informes que mandaban los representantes franceses en Santiago y en Concepción, Aurélie Antoine, que era gascón, que se llamaba Antoine de Tounens, y que había fracasado en su tierra en la profesión de corredor de propiedades, había sabido que los araucanos, decepcionados con el Gobierno de Manuel Montt, al que llamaban "Monte", se hacían ilusiones sobre una restauración colonial. Habían visto hacia poco y habían escuchado hablar de barcos españoles que navegaban frente a las costas del sur. Tounens, que era un hombre alto, blanco, barbudo, se presentó ante las tribus como hijo del Rey de España, recién desembarcado en algún lugar de la costa, y fue proclamado Pichirey sin mayores trámites. De inmediato formó un ministerio, emitió moneda y mandó cartas amenazantes a las autoridades chilenas. También concedió títulos de nobleza, y entiendo que sus descendientes todavía lo hacen. Uno puede viajar a un pueblo de la provincia francesa y adquirir, por una suma módica, un titulo de marques de Carampangue o de Vizconde de Curanilahue o Nahuelbuta. ¡No está mal!

Es lógico, entonces, que los mapuches hayan esperado algo de un encuentro con el Rey y se hayan retirado al ver en la sala a un funcionario del Gobierno. Claro está, el Rey no vino para resucitar historias antiguas, sino para mejorar las relaciones futuras entre España y Chile. Pero la integración de los araucanos a nuestro mundo y a nuestra cultura, de una manera moderna, es importante. Forma parte de la reconciliación con nuestro pasado y también ayuda a preparar el futuro. Además, si se trata de celebrar aniversarios, la guerra de la Araucanía es uno de los episodios más extraordinarios de la conquista de América. Los araucanos vivían en la Edad de Piedra, en un estado de civilización muy inferior al de los indígenas del Perú o de México, pero consiguieron, quizás por que razón, desarrollar técnicas militares mucho más avanzadas que las de ellos. Atacaban en formación, por grupos, a diferencia de los quechuas o los aztecas, e inventaron sistemas eficaces para neutralizar a los caballos y para defenderse de los cañones de los españoles. Al comienzo de la batalla de Tucapel, Lautaro estaba seguro de la victoria. Por eso, según los cronistas, le gritó a Pedro de Valdivia, que había sido su amo y por quien sentía estimación: "¡Huye, Valdivia, Huye!"

Esa guerra, por último, produjo la primera gran literatura hispanoamericana, desde La Araucana, poema renacentista, lleno de reminiscencias homéricas, hasta el Arauco Domado, que es quizás la primera expresión del barroco literario en el Nuevo Mundo. En sus estrofas descriptivas de la naturaleza del sur de Chile, el Arauco Domado es de mejor calidad poética que La Araucana, pero así como Ercilla, poeta cortesano de visita en estas tierras, embellecía demasiado a los héroes y las heroínas de Arauco, Pedro de Oña, nacido en Angol de los Confines, les tenía miedo y los pintaba con tintas excesivamente negras. Algunas ideas corrientes sobre su barbarie, su canibalismo, su crueldad supersticiosa, que los llevaba a convertir a los niños mejor dotados de la tribu en monstruos (imbunches), vienen del poema de Oña, que desacreditaba a los indígenas y hacia la apología de los ejércitos imperiales y de la Inquisición.

Si las protestas de los mapuches y sus peticiones al Rey sólo sirvieran para recordar algunas de estas cosas, eso ya las justificaría de alguna manera. El quinto centenario no podrá ser sólo una celebración. También, para que tenga algún sentido, tendrá que ser una revisión y una toma de conciencia.

Historia de una cadena

Al final del trimestre de invierno del hemisferio norte, mis alumnos de la Universidad de Chicago tienen que entregarme un ensayo de doce o quince páginas de extensión. Es lo que aquí se llama y empieza a llamarse en casi todas partes, por influencia norteamericana, un "paper". Yo les explico a mis alumnos en qué consiste, en mi opinión, un buen "paper", es decir, un buen ensayo breve. Deben partir con un tema bien definido, delimitado con exactitud, y con ideas claras, y deben desarrollarlas con calma, con respeto de su coherencia interna, sin excesivas digresiones. Para ilustrar el asunto, les cuento una anécdota personal: un fracaso parcial, pero notorio, en un texto mío. El profesor, en estas latitudes, no es un maestro infalible. Tampoco es un "guru". El profesor es una persona que puede equivocarse a veces e incluso muchas veces. No es, ni mucho menos, el propietario exclusivo de la verdad.

Pues bien, en un congreso de escritores celebrado en Brasilia, hace cuatro o cinco años, tuve que leer un texto, un "paper", y comencé por relatar una anécdota que me había tocado vivir, en la década de los sesenta, junto a Pablo Neruda. Neruda me propuso que viajáramos juntos, en su automóvil, a Isla Negra, y yo, ingenuo, sin saber las complicaciones que podía acarrear un viaje con Neruda, acepté feliz de la vida. Después de cruzar el sector de la Estación Mapocho, esto es, mucho antes de salir rumbo al poniente, el poeta decidió bajarse a visitar "un momento" el Mercado Persa. Al cabo de un recorrido que fue largo y que fue historiado y lento, el poeta descubrió una enorme y enmohecida cadena de barco debajo de una mesa. Desde ese preciso instante, resolvió que la vida no tenía el menor sentido sin la posesión de esa cadena. Dio un par de cheques a fecha, porque los gastos del poeta solían ser superiores a los ingresos, y entró en complicados tratos para conseguir que un camionero le transportara la enorme cadena a su casa de Isla Negra. El camionero y su camión aparecieron, en efecto, al día siguiente, y la cadena quedó colocada en el jardín, con uno de sus extremos asomado al barco de madera donde el poeta solía sentarse a la hora de los aperitivos y con el resto caído en la tierra, formando un montón de poderosos eslabones, en un azar más o menos "orientado".

Muchas veces me pregunté por las motivaciones subjetivas, íntimas, misteriosas, que habían llevado al poeta a fijarse en esa cadena y a darse tanto trabajo para instalarla en el jardín de su casa. Aun cuando había abandonado hacía muchísimos años la atmósfera marítima, sumergida, informe ("como cenizas, como mares poblándose"), de Residencia en la tierra, había una parte de su personalidad que seguía anclada en esos territorios. No uso la palabra "anclada" sin intención. Esa formidable cadena del Mercado Persa había servido para lanzar un ancla, para clavarla en los puertos y para levantarla en los comienzos de los largos viajes. El Neruda portuario de los años del Extremo Oriente, el de Rangún y el del barrio de Wallawatta, en Ceylán, el de las despedidas al estilo de "Tango del viudo" y el de las travesías oníricas como la del "Fantasma del buque de carga", con ese objeto tan pesado y tan enigmático en su inutilidad. No lo comprendí muy bien cuando el poeta discutía interminablemente con el camionero y yo estaba impaciente por seguir el viaje a Isla Negra, pero empecé a comprenderlo con el tiempo, con la garúa, con la relectura de la poesía.

En mi intervención en el Congreso de Brasilia, conté la anécdota de la cadena, la interpreté en forma rápida, con la misma impaciencia que me había dominado en esa mañana remota en que la encontramos, y pasé a ocuparme de otros asuntos en apariencia más serios. Después se me acercó un intelectual francés, filósofo y critico estructuralista y me dijo lo siguiente: "La historia de esa cadena había empezado a intrigarme y a interesarme mucho. ¡Por qué la abandonó usted de un modo tan brusco, en la mitad de su exposición!" Me quedé perplejo. "Supongo -le respondí, después de unos segundos de silencio- que porque soy sudamericano, porque no soy filósofo francés". El filósofo sonrió, pero no creo que en su fuero interno me haya disculpado.

Con justa razón, por lo demás. Si me hubiera mantenido en el tema de la cadena sin impacientarme, sin tratar de abarcar demasiado, me habría salido un texto más simple y más eficaz, redondo y sólido como la cadena misma. Una cadena, sobre todo si ha recorrido todos los mares de este mundo, los de los trópicos y los del Cabo de Hornos, no es un objeto cualquiera, y menos cuando la mirada de un poeta la detecta, la separa, la incorpora al conjunto de sus colecciones.

Trató de aplicar la historia de la cadena de Neruda al problema de los "papers" de fines del trimestre, problema que provoca grandes insomnios y angustias, y noté que mis alumnos me miraban con una perplejidad parecida a la que yo demostré frente al filósofo estructuralista. Me dije, sin embargo, que la gente de esta ciudad barrida por la nieve y por vientos glaciales, polares, es astuta, de entendederas rápidas. Pensé que mi experiencia con esa cadena famosa no caería en saco roto.

El diccionario de las ideas recibidas

No me canso de admirar y recordar el Diccionario flaubertiano de las ideas recibidas. Vivimos rodeados por una selva mental, por una maraña de obsesiones, de lugares comunes, de ideas recibidas y congeladas. Nuestras peores cárceles contemporáneas son cárceles intelectuales, que tienden a transformarse muy pronto en prisiones reales y tangibles, en gulags.

Asisto a un foro académico y me esfuerzo por transmitir una visión matizada, razonable, no exclusivamente negra, como es la costumbre actual, del momento latinoamericano, y me dicen: "Interesante, pero excesivamente optimista". ¡Ni siquiera tenemos derecho al optimismo, esa actitud tan higiénica del espíritu humano!

Yo me pregunto si el pesimismo absoluto, la noción, que parece haberse puesto de moda, de una América Latina dejada de la mano de Dios, africanizada, no es otra insidiosa idea recibida, producto de la pereza colectiva. Ya me imagino lo que anotaría un Flaubert de ahora en su Diccionario. America Latina: región extremadamente calurosa, malsana, poblada por narcotraficantes, guerrilleros maoístas y deudores que nunca pagan sus deudas.

La verdad es que España, que hizo el descubrimiento de America hace ya cinco siglos, ha descubierto en estos años a Europa, cosa que era muy necesaria para la propia España y para todo el mundo hispánico, pero hasta ahora no ha sabido aportar a sus socios europeos un conocimiento mejor, más complejo, más rico, de los asuntos latinoamericanos. Por lo menos en el terreno de los medios de comunicación y de la opinión pública. Por el contrario, los medios peninsulares parecen contaminados por los tics, por las simplificaciones y las generalizaciones rápidas de sus colegas del Norte. Hasta las dificultades y las lentitudes de la transición chilena provocan reacciones malhumoradas, como si el turismo errático del general Pinochet no fuera una buena prueba, precisamente, de su desplazamiento político, y como si la memoria de la historia reciente se hubiera borrado en la península.

Un comentario publicado en estos mismos días admite que México y Chile podrían ser relativas excepciones dentro de la negrura del cuadro general. Si son excepciones, me digo, son excepciones que no confirman sino que alteran, por su importancia, la regla. En dos años, México ha reducido su inflación en forma espectacular y avanza en un proceso de integración económica con Canadá y con los Estado Unidos, hecho que contradice prejuicios arraigados, ¡ideas recibidas!, y que produce mayor inquietud, aunque esto parezca paradójico, en los sindicatos norteamericanos que en sus colegas mexicanos. De todos modos, quizás sea mejor para México, a pesar de las teorías, en lugar de una sangría constante de trabajadores miserables, desprotegidos, que las industrias de su vecino se instalen dentro de sus fronteras. Ya sabemos, aun cuando el Diccionario de Flaubert diría lo contrario, que la naturaleza primigenia, la ecología, sufren mucho más con el subdesarrollo.

En el sur chileno, el dinamismo de la economía determina un cambio regional que todavía no se percibe desde aquí. Bolivia, el gran olvidado del continente, alcanza niveles notables de integración económica con sus vecinos de Chile, y esto, por sí solo, sin que intervengan negociaciones diplomáticas, coloca los viejos problemas de fronteras en una perspectiva nueva. El Congreso boliviano, por estrecha mayoría, acaba de aprobar la venta de gas natural a Chile, lo cual exigirá inversiones en un gasoducto superiores a los quinientos millones de dólares. Quedó establecido por escrito que las autoridades bolivianas no olvidaban el tema de la salida al mar, pero lo interesante es que un tema viejo no impidiera el encuentro de soluciones modernas.

Todo esto no significa que la situación continental no sea terriblemente difícil, en muchos casos negra. Pero revela que hay algunos aspectos positivos, algunas luces, algún vago resplandor al final del túnel. Los acuerdos de integración de los países del Atlántico encuentran obstáculos abrumadores, sobre todo a causa de las disparatadas finanzas brasileñas y argentinas, pero ocurre que las exportaciones de Argentina al Brasil, al cabo de poco tiempo, han experimentado un aumento espectacular.

Los dos casos aparentemente perdidos del continente, los dos puntos verdaderamente negros, son el Perú, destruido por la guerrilla senderista cuyos atentados han causado decenas de miles de muertos y han costado más del doble de su deuda externa, y Cuba, donde el diario Granma, después de treinta años de castrismo, enseña a la población métodos para alimentarse con cáscaras de plátano. En buenas cuentas, el discurso anacrónico, anticuado, es el de las revoluciones de los años cincuenta. Las ideas recibidas sobre America Latina, que circulan con éxito en Europa, todavía están marcadas por los populismos y los stalinismos de toda la vida. Tenemos que recurrir a un Flaubert de hoy para que lo ponga en evidencia.

Impresiones, conjeturas, especulaciones

La semana pasada, es decir, el año recién pasado, anuncié que reservaría mis impresiones de lectura sobre algunos nuevos narradores chilenos. Lo dije por razones de espacio, pero pienso que ahora podría agregar muchas otras razones. Soy un cronista sin tema fijo, un observador de cosas diversas, un espectador y protagonista ocasional, y no pretendo convertirme a estas alturas en crítico literario ni nada que se le parezca. Echo de menos los tiempos en que la crítica era múltiple y variada, en que nos llegaba desde diversos y opuestos rincones, pero no tengo ninguna posibilidad de remediar esa carencia, ese vacío. Compruebo en todo caso que la vida literaria chilena recupera su densidad lentamente y soy más bien optimista al respecto. Quizás porque mi optimismo es temperamental y vocacional.

Antes de continuar en forma desordenada, no sistemática, con el tema de la última semana de 1991, quiero sugerir una hipótesis. Una literatura no atraviesa con impunidad, sin heridos, muertos y desaparecidos, por un largo periodo de crisis política. Toda crisis política implica censura, simplificación intelectual, polarización, incluso antes de que culmine y de que llegue a la censura por decreto supremo. Este es un asunto que todavía no miramos con entera claridad. No terminamos de entender que las barreras y las prisiones ideológicas conducen inevitablemente a las otras prisiones. La crisis nuestra, que comenzó mucho antes del 11 de septiembre de 1973 y que todavía no termina del todo, produjo un adelgazamiento de nuestra cultura, un receso, una pérdida de su humus natural. Hubo creación y, aún más, hubo una creación vigorosa, más original en alguna medida que la del pasado, pero se hizo desde las catacumbas, o desde el exilio, en situaciones de producción y de comunicación, de transmisión, que por lo menos podemos calificar de malsanas. Los narradores más interesantes de hoy muestran las huellas de esa crisis. Son huellas reveladoras de salud, de vigor creativo. Indican, en las formas siempre equívocas, indirectas, metafóricas de toda literatura auténtica, que la crisis ya se mira desde una distancia, con perspectiva. Por ejemplo, en Vaca sagrada, la última novela de Diamela Eltit, un personaje, Manuel, ha resuelto partir al sur, un sur mítico siempre anotado con mayúscula, y en ese espacio por definición lejano, enigmático, al parecer (los datos que entrega el texto no son evidentes y transparentes), ha sido detenido. En otras palabras, todavía existen la dictadura y la represión, pero no aquí sino en otra parte, en una geografía diferente, que sirve como metáfora de un tiempo diferente.

La escritura de Diamela Eltit, sobre todo en esta última obra suya, es lenta, densa, reiterativa, pero esa lentitud en cierto modo queda reivindicada, salvada, por un ritmo muy seguro. El relato, a través de la repetición con variaciones, donde siempre se avanza un paso y a la vez se profundiza en una situación ya planteada, adquiere un sentido de catarsis y de exorcismo. Hay abundantes imágenes de sangre, pero son ambivalentes: la sangre de la violencia y de la muerte, la sangre de la vida. El narrador femenino posee una opacidad y una densidad pesadas, una especie de estabilidad que podríamos llamar "vacuna", pero dirige sobre las cosas, sobre el espacio circundante, una mirada intensa, en algún aspecto iluminadora. La falta de inteligibilidad completa, al menos para mí, se transforma en un aliciente para continuar la lectura, así como sucede exactamente lo contrario en otros libros recientes: la claridad narrativa, el enredo argumental constante, la locuacidad, desembocan en la perfecta monotonía.

Agregaré otras impresiones personales quizás arbitrarias. El texto de Diamela Eltit, al conseguir cierta autonomía literaria ajena a la simple anécdota, evoca aspectos de la tradición poética chilena. No sé hasta que punto la autora tuvo conciencia de esto. Las imágenes de bandadas de pájaros que revolotean en el sur ("Un atroz manto negro de sombríos presagios cubriendo el cielo de la tarde") derivan de una manera precisa, inconfundible a mi modo de ver, de Los pájaros errantes, de Pedro Prado. Es la misma impresión de misterio, de enigma natural y a la vez proyección de la mente, de masa repentina, movediza, bulliciosa, que se interpone entre la mirada del narrador o del poeta y el espectáculo del crepúsculo. La diferencia consiste en que la versión de Diamela Eltit es menos romántica, menos lírica, más onírica, más "dura". También se podría sostener que el sur de Diamela deriva de los poetas "láricos", de Jorge Teillier, del mismo Neruda, el Neruda que interrumpe su poesía épica, en Canto General, y vuelve la mirada a los espacios de su infancia: "Enfermo en Veracruz, recuerdo un día / del sur, mi tierra, un día de plata / como un rápido pez en el agua del cielo…". Habría que detenerse a analizar, desde luego, la diferencia entre esta prosa con ribetes poéticos y esos viejos poemas.

Podríamos seguir con el comentario de otros libros y tratar de ver si las películas chilenas últimas -La Frontera, La voz- se relacionan de algún modo con este arte narrativo. Yo adelantaría una conjetura más. Sospecho que la nueva creación artística chilena, no sólo la narrativa, tiende a bifurcarse entre producciones algo sentimentales, populistas, dulzonas, y otras más lúcidas, en apariencia más frías, de significados menos transparentes y "traducibles". Textos, como solía decir Enrique Lihn, que "no pueden explicarse por teléfono". Dejé de ser un fanático de la vanguardia hace muchísimos años, pero adhiero a esta segunda línea, sin la menor duda.

La Frontera

Chile es un país limítrofe. Es un Finisterre, una nueva y última extremadura. Su exotismo, su diferencia, no son tropicales. No tienen nada que ver con Macondo. Tienen que ver, en cambio, con el sur y con su selva fría y sagrada, título de un libro excelente e ignorado de Miguel Laborde. Tienen que ver con la Araucanía, con el mar y los volcanes, con los cataclismos y los signos del Apocalipsis que suelen presentarse entre nosotros y que de algún modo han sido registrados por nuestra literatura: final de la tierra y final de los tiempos. No es extraño que haya nacido y se haya formado entre nosotros Manuel de Lacunza, jesuita milenarista, cuyas teorías, después de la expulsión de la Compañía por Carlos III, se difundieron en la Europa de fines del siglo XVIII y llegaron a tener una influencia inquietante para la Iglesia. País en que la monotonía cotidiana, el color gris predominante, la opacidad, el sueño de marmota de que hablaba Vicuña Mackenna, el peso de la noche, son interrumpidos de cuando en cuando por los exabruptos de una geografía extravagante. Nos movemos, nos hemos movido siempre entre la prolongada y aletargada mediocridad y períodos breves y violentos de ruptura.

La primera película chilena que da cuenta de esta condición inestable, de esta inseguridad primordial recubierta por una apariencia inocente, es La Frontera, que se filmó en Puerto Saavedra con algo de cooperación española y que se proyecta en estos días en Santiago con relativo éxito de público. No conozco la historia de la película y no pretendo hacer crítica de cine. No me pareció que sea una obra de arte perfecta, enteramente lograda, pero me interesó desde el comienzo hasta el fin y por momentos me impresionó. Tiene episodios discutibles, demasiados ingenuos o demasiados grotescos, pero también tiene escenas extremadamente bellas, en que la belleza del paisaje refuerza las emociones de los personajes y las conduce a una especie de límite dramático. Aunque haya chistes un poco fáciles y se abuse de la caricatura, predomina en toda la película una humanidad fuerte, quizás primitiva, pero en ningún caso primaria ni tosca. Dirigida por un cineasta nuevo, Ricardo Larraín, e interpretada por algunos actores experimentados, la película sugiere un sistema de correspondencias entre los personajes principales y la naturaleza. En este aspecto pertenece a una tradición romántica bastante vigente en parte de la poesía chilena. No es gratuito el hecho de que se haya filmado en Puerto Saavedra y sus alrededores, uno de los paisajes recurrentes en Crepusculario y en los Veinte poemas de amor, del Pablo Neruda de la juventud, escenarios que después fueron destruidos por el maremoto de 1960, pero tampoco es casual que esos paisajes no tengan nombre en La Frontera, que mantiene siempre una ambigüedad geográfica, un elemento de irrealidad.

Aclaremos que el nudo de la película es una historia política y que la obra, en ese contexto, no es en absoluto ambigua. A un pequeño puerto del sur, a una atmósfera de mar agitado, de viento, de lluvia constante, de vida humana precaria, llega un relegado en los años del pinochetismo. Es profesor de matemáticas en la capital y su delito consiste en haber firmado un manifiesto en favor de un colega detenido y desaparecido. El cura del pueblo, un extranjero de barba pelirroja, hombre áspero, de cabeza dura y de espíritu generoso, muy bien interpretado por Héctor Noguera, le dará hospedaje en la parroquia, y la condena del profesor lo obligará a firmar cada ocho horas y después cada cuatro horas el libro de registros de la delegación provincial. La condena es absurda, las condiciones de vida son mínimas, pero el relegado terminará por identificarse con el lugar. Cuando llegue la orden de su liberación, optará por quedarse. Su relación amorosa con una refugiada de la guerra civil española no será una explicación suficiente. La española y su padre, republicano indómito, obsesionado por la memoria de una España que ya no existe, serán barridos por un nuevo maremoto. El profesor, en cambio se salvará con el resto de la población en el cementerio de la colina. Cuando los periodistas de Santiago bajen de su helicóptero y lleguen a entrevistarlo, él reaccionará como un extraño, como un hombre ya incorporado a esas regiones del fin del mundo. Sólo podrá repetir su protesta en favor del colega desaparecido, la que había provocado su condena.

El valor principal de la película, a mi juicio, reside en que es una gran metáfora, una fantasía sobre Chile, pero también una reflexión sobre la vida humana. El espectador se indigna frente a la arbitrariedad del delegado de la dictadura, pero pronto descubre que es un pobre diablo, víctima de la inseguridad, de la ignorancia, del miedo; un dictador en pequeña escala y que tiene que recurrir a la habilidad casuística de su secretario para poder dormir tranquilo. Lo que domina, al fin, es el mar, con su poder fascinante y terrible, y el tiempo: los años y las olas que arrasan con todo y lo barren todo. Si la española y su padre forman uno de los polos de la narración, el otro es un buzo aficionado y fanático, explorador de un mito submarino, que se convierte en el mejor amigo del protagonista. La frontera del titulo de la película alude a nuestra frontera histórica, la de la antigua guerra de la Araucanía, cuyas secuelas todavía se sienten en este año del quinto centenario, y también a otras antinomias y puntos de ruptura: el europeo y el americano, el blanco y el indio, el delegado de los poderes centrales y la gente del lugar, la tierra firme y el mar, el mundo conocido y el ignorado.

A fin de cuentas, La Frontera es una historia política que tiene el mérito de llevarnos más allá de la política. Si se hubiera mantenido en un nivel exclusivamente político, habría sido fácil contarla mejor, sin recurrir a un cataclismo final que hace las veces de Deus ex machina, el Dios que salía de una máquina en el antiguo teatro y solucionaba los enredos en última instancia, pero probablemente habría sido menos interesante. No está mal que la ambición artística nos haga ir más allá de las contingencias políticas y de cualquier especie. Es, quizás, necesario para nosotros, y no sólo para nosotros.

El examen internacional

Ningún país ha sido más sometido a examen en los últimos años que

Chile. Nos han examinado durante la dictadura y durante la transición,

y ahora nos examinan durante esto que algunos llaman, democracia, otros

democracia a medias y otros dictablanda. No sé por qué nos ocurre esto.

Quizás porque nos convertimos hace ya muchos años en una especie de

laboratorio internacional: el de la Revolución en Libertad, el del camino

pacífico al socialismo, el de la dictadura política con apertura económica.

Nuestros examinadores actuales, que viajan con frecuencia o que nos observan desde sus tribunales remotos, llegan con una papeleta severa, con exigencias rigurosas. Si el general Pinochet, sostienen, continúa en la Comandancia

del Ejército, quiere decir que aquí no ha pasado nada. Si el mapa de la extrema

pobreza sigue en pie, si en Chile hay todavía más de cinco millones de pobres,

¿de qué éxitos económicos nos hablan? Si los recientes esbirros andan sueltos

y los combatientes contra la dictadura presos, ¿qué clase de democracia es

ésta?

Preguntas difíciles, no cabe duda. A un escritor de hoy, por lo menos en Chile, no le plantean cuestiones literarias, no lo interrogan sobre sus ficciones, sus lecturas, sus teorías estéticas, sus proyectos. Pasan las comisiones examinadoras, aplicadas, metódicas, infatigables, y siempre vuelven a lo mismo: por qué esto, por que aquello, por que lo de más allá. Ahora último, y sobre todo después del primero de enero de este año, agregan una pregunta adicional, también endiabladamente difícil: por qué el Quinto Centenario, por que conmemorar una invasión, una conflagración, un genocidio.

Uno se queda pensativo, uno reflexiona y responde lo mejor que puede, y de pronto, sin quererlo, se encuentra convertido en abogado sin patrocinio, en diplomático sin credenciales. ¿No corresponde, más bien, que los escritores ejercitemos la crítica a fondo, que señalemos con el máximo de crudeza, sin la menor complacencia, las contradicciones? Creo que debemos mantener nuestra independencia, nuestra disponibilidad intelectual, pero que frente a un conjunto de ideas simplistas, reiteradas hasta el cansancio, repetidas como una nueva consigna, tenemos la obligación de ser lúcidos. En otras palabras, frente a la crítica, y sin menospreciar su justificación y su sentido, tenemos que hacer la crítica de la crítica. De lo contrario, nos contentamos con lugares comunes y no nos movemos de nuestro sitio. La crítica de la crítica nos ayuda a cambiar, a refrescar nuestro pensamiento, a conocernos mejor y a darnos a conocer. Una persona de nuestro exilio regresa después de once años, ni más ni menos, y me hace las preguntas consabidas, preguntas que esconden una afirmación y que implican una respuesta. Vive en un país del norte de Europa donde es obligatorio proceder en esa forma frente al incauto chileno de adentro. Cuando respondo, esa persona sonríe con expresión de alivio. Parece que hubiera encontrado en mis argumentos una posibilidad de pensar de otra manera, de zafarse de una prisión mental. A ella le resulta evidente, en efecto, que el país de 1980 no se parece en nada al país de ahora. El pueblo fantasma de que hablaba un poeta, la población silenciosa, excesivamente discreta, asustada, se ha transformado en una gente comunicativa, que se expresa con naturalidad, que ha recuperado su agudeza criolla. No se ha producido una explosión de alegría, desde luego. La situación no da para tanto. Pero sostener que la atmósfera de hoy es la misma de hace diez años, que el general Pinochet todavía manda en el país, que los chilenos todavía tenemos miedo, es una perfecta majadería. En este aspecto, un escritor no puede limitarse a repetir lugares comunes. En el Chile de ahora, el escritor, el filósofo, el artista tienen que orientar su conciencia crítica en una doble dirección. Tienen que mantenerse alertas, de eso no cabe duda, frente a las limitaciones y a las mediocridades de la política contingente a sabiendas de que la democracia no es ninguna panacea. Pero tienen que desconfiar frente a los lugares comunes, herencias del discurso político ya desfasado y anacrónico de la vieja izquierda. Mi interlocutor, el exiliado que regresa al cabo de once años de ausencia, no necesita que le demuestren que la figura del general Pinochet se desvanece en el horizonte, que su permanencia en la Comandancia en Jefe del Ejército no es la primera de las preocupaciones de los chilenos de hoy. Basta conocer un poco el país para comprobar que eso ocurre. Esa evolución es un producto de nuestra historia reciente y de nuestro sentido particular de las formas políticas. Hemos abandonado la dictadura de un modo bastante original, sin violencia, con un mínimo de conflicto. Los sectores políticos que no comprendieron ese proceso, minoritarios, pagan ahora las consecuencias de ese error. Enjuiciaron la realidad con anteojeras ideológicas y, como era inevitable, se equivocaron. Desde luego, hay rémoras, hay secuelas, hay límites, hay zonas oscuras. ¿Dónde no las hay? ¡Que país, en este sentido, puede lanzar la primera piedra: Alemania, España, Francia!

La pregunta por el Quinto Centenario, que ahora se pone de moda, suele obedecer a esquemas igualmente rígidos y también exige algunos ejercicios de independencia intelectual para ofrecer una respuesta interesante. Ya se podría redactar, con respecto a este asunto, un Diccionario de las ideas recibidas, y es imperativo, por consiguiente, que hagamos la crítica de la crítica. Como se acaba el espacio, el tema queda para una crónica futura.

Artefactos verbales

Los escritores sólo servimos para manejar las palabras, para poner una junto a la otra, para inventar artefactos verbales. O servimos sobre todo para eso, y somos, por consiguiente, como siempre se ha dicho, personas más bien inútiles. A veces, desde las instituciones, desde alguna clase de poder, se nos quiere utilizar, y como esto revela que nuestro trabajo "serio", nuestra escritura creativa, no es utilizable, no tiene uso práctico de ninguna especie, reaccionamos con ira. Fui sometido muchas veces a presiones por así decirlo funcionales, me encargaron discursos, cartas de amor o de agravio, necrologías, florilegios, y muy a menudo, por reacción instintiva, traté de tomar venganza. Lo hice, como es natural, con el recurso propio del escritor: introduciendo palabras no deseadas, jugando con los sentidos, colocando aristas o trampas que atentaban contra la armonía del texto. Si las palabras incluso traicionan a los que las ponen, traicionan con mucha mayor razón a los que ordenan ponerlas. La relación del hombre del poder con el hombre del lenguaje, con el artista, es conflictiva por definición. Uno dispone y el otro, al producir esos artefactos, propone, y propone a contrapelo.

Encuentro un ejemplo interesante en Argos el ciego, novela del autor siciliano Gesualdo Bufalino. El narrador es conducido por dos de sus personajes, don Nitto y el honorable Scillieri, a una mesa donde hay una resma de papel blanco, un tintero y una estilográfica de oro. En una mesa vecina, dos guardaespaldas, provistos de un cuchillo de hoja ancha, un "leccasapone" de acuerdo con la jerga de los mafiosos, abren grandes panes de campo y los untan de mermelada. Don Nitto pronuncia un largo y enrevesado discurso. Ocurre que el honorable Scillieri tendrá que firmar un pacto entre los monárquicos y el partido de los Uomini Qualunque, es decir, en traducción libre, el partido de los ciudadanos de a pie. Se trata de regenerar a Italia, ni más ni menos. El escritor, experto en hacerse el sordo o el tonto, pregunta: y yo, ¿qué tengo que ver con todo esto?

Los dos personajes le indican la hoja de papel y la pluma. Le piden que ponga dos o tres conceptos, pero sustanciosos. Sobre la patria, el trabajo, la libertad. Si, sobre todo la libertad. El escritor, profesor de letras, especialista en Homero, en Ovidio, en Leopardi, se resiste, pero la cercanía de los dos comedores de pan con mermelada, y la expresión de profunda tristeza de don Nitto, son más que convincentes. El narrador de la novela, Gesualdo Bufalino en persona, ¿o este Gesualdo Bufalino es una invención más del escritor que obedece al nombre de Gesualdo Bufalino?, se sienta y se pone a escribir. He aquí la frase que cierra el capitulo: "Introduje alguna malicia, el honorable Scillieri se jugó la carrera, yo sigo huyendo".

Yo he huido, también, pero nunca he dicho "de esta agua no beberé". Desafío al amigo lector a demostrarme lo contrario. Gesualdo Bufalino, a todo esto, fue toda su vida profesor de letras en un instituto de Sicilia. Publicó Perorata del apestado, su primera novela, a los sesenta y un años de edad, poco después de jubilarse, y el éxito fue inmediato. Yo acabo de terminar la lectura de Argos el ciego, comienzo Perorata del apestado, pienso seguir con Las mentiras de la noche. Mi curiosidad por Bufalino empezó cuando tropecé en una revista con un conjunto de comentarios, divagaciones, retratos, evocaciones, sobre un viejo libro de fotografías. Dicen que Leonardo Sciascia, coterráneo suyo, leyó esos comentarios y buscó a Bufalino, entusiasmado, para aconsejarle que se dedicara a la literatura. El gesto de Sciascia fue interesante, generoso, pero el consejo me parece absurdo. Si Bufalino era escritor, esto es, artista, manipulador, dominador de la palabra, no tenia más remedio, para su gloria y para su desgracia, que dedicarse a la literatura. Y desde ese momento, iba a tropezar con muchos don Nittos y muchos honorables en su camino. ¿Qué otra cosa le podía ocurrir? Tenía que introducir malicia en sus textos, cosa inevitable, inherente a esos demonios del escritor de que tanto se ha hablado, y tenía que huir, huir para regresar.

Lo curioso es que esos artefactos verbales, esas invenciones, brotan de una realidad densa, calurosa, hermosa, terrible, y a su vez la configuran, le introducen coherencia, la crean. La vida siciliana, al fin y al cabo, no es más que un conjunto de palabras de Lampedusa, de Bufalino, de Sciascia, de muchos otros. De esa textura verbal brotan conversaciones, amores, tragedias, bailes de pueblo, paisajes, músicas, sueños. Argos el ciego, que se subtitula no por simple capricho Los sueños de la memoria, termina con una breve oración.

Escojo un par de fragmentos: "¡Odiable, amable vida! Cruel, misericordiosa. Que caminas, caminas. Y estás ahora entre mis manos: una espada, una naranja, una rosa. Estás, no estás: una nube, un viento, un perfume… Vida, cuanto más languidece tu fuego más lo amo. Gota de miel, no te caigas. Minuto de oro, no te vayas".

Todos lo sabemos y lo sentimos, pero existe una especie particular de personas, por lo demás perfectamente inútiles, con alguna razón sospechosas, que son capaces de ponerlo en palabras.

La esclerosis de la revolución

Parece demostrado que las revoluciones, que son espontáneas, juveniles, creativas en sus comienzos, sufren un proceso de envejecimiento rápido. Existe un anquilosamiento, una esclerosis de las revoluciones. Pensemos en el joven Robespierre, en el Lenin de la Plaza Roja, en los guerrilleros de la Sierra Maestra. Con el tiempo mueren y se convierten en mártires, leyendas, mitos o sobreviven, para desgracia de sus países, y se transforman en dictadores ancianos y más bien reiterativos, obstinados, majaderos. La Revolución Francesa fue derrotada bastante pronto, por suerte para ella. José Stalin, en cambio, envejeció, y envejeció muy mal. Los testimonios que se conocen ahora son impresionantes. Se convirtió en un viejo cruel y cínico, que dedicaba la mayor parte de su tiempo a tomar champaña, a ver películas norteamericanas del Oeste, a recibir los informes de su policía secreta y a sentenciar a sus compatriotas.

El dirigente revolucionario que ha mantenido una leyenda en vida durante más largo tiempo es Fidel Castro. De eso no cabe duda. Pero esa leyenda se resquebraja ahora con una rapidez vertiginosa, y él mismo contribuye a eso con sus declaraciones. Su discurso político reciente suele ofrecer muestras antológicas de este fenómeno de esclerosis. Y los textos oficiales cubanos también llevan un lastre de lenguaje repetitivo, cansado, vagamente paranoico. Ahora tratan de convencernos, por ejemplo, de que la votación contra Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas es el resultado exclusivo de "las maniobras y chantajes" de Washington. Nosotros sabemos algo de estas cosas. En un pasado cercano, las votaciones contra nosotros no eran una respuesta frente a atropellos reales, perfectamente demostrados, sino el producto de oscuras conspiraciones del comunismo internacional. Se echa la culpa a terceros, se invoca el argumento eterno de la persecución. La Revolución, que desde hace muchos años persigue toda disidencia, toda discrepancia, toda tibieza, se declara perseguida. Es una paradoja que parece formar parte de su naturaleza más esencial. En una época se decía que mi crítica del castrismo era la consecuencia de un delirio mío de persecución, esto es, de una enfermedad mental. Yo habría padecido de visiones malignas en esa isla paradisíaca. Guillermo Cabrera Infante, el novelista de Tres tristes tigres, que conocía bien estos asuntos, me escribió en una carta de esos años: "No hay delirio de persecución allí donde la persecución es un delirio".

Ya era un delirio en 1971, aunque muchos no quisieran verlo así, y es un delirio mucho más grave ahora, 21 años más tarde. La resolución de las Naciones Unidas se refiere a "turbas" manejadas por la policía secreta y utilizadas para amedrentar a los disidentes. No sé si este párrafo es o no de redacción norteamericana; sé, en cambio, y esto es mucho más importante, que se refiere a un caso concreto y comprobado. A comienzos del año pasado un grupo de escritores, en su mayoría jóvenes, no muy conocidos, pero miembros todos de la UNEAC, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, publicó un manifiesto de tono moderado, razonable y atendible, que pedía una democratización negociada y gradual del régimen. La promotora principal de esta iniciativa, según los rumores que salían de la isla, era una escritora de poesía de apellido, si no me equivoco, Cruz Varela. Lo interesante del asunto era que el manifiesto salía de adentro y se presentaba a cara descubierta, con nombres y firmas. Muchos pensaron en ese momento que el grupo sería aplastado de inmediato, sin la menor consideración por la opinión pública internacional. Otros, con probable ingenuidad, creyeron que podría ser el origen de un movimiento de reflexión y de alternativa. Hubo algunos meses de expectación y de relativa esperanza, hasta que el régimen intervino en forma implacable. Una turba, encuadrada por miembros de la policía vestidos de civil y armados, se presentó frente a la casa de la escritora. La multitud rompió las ventanas, derribó la puerta y destruyó todo lo que encontró a su paso en el primer piso. La autora, que se encontraba en el segundo piso, fue arrastrada por los cabellos, a codazos, empujones, patadas, hasta la calle. Ahí fue obligada literalmente a comerse varias hojas del manifiesto de ella y de sus amigos. En seguida fue llevada a la cárcel.

Si los norteamericanos no hubieran presentado esa resolución, otro país habría tenido que presentarla. De eso estoy seguro. Hablar de manipulaciones, de presiones, de chantajes, no pasa de ser una tontería cínica, que no convence a nadie. No es por miedo a las "represalias yanquis", como sostiene Prensa Latina, que países como Argentina, Uruguay, Costa Rica y Chile han votado en favor de la condena. ¿Cuáles podrían ser esas truculentas represalias? Lo que ocurre, sin duda, es que en Argentina, Uruguay, Chile, esos procedimientos, esas formas de fanatismo, esa crueldad, remiten a una barbarie ya muy conocida y que nadie quiere que se reproduzca. Exactamente lo mismo ocurre en Rusia, Checoslovaquia o Hungría. Todos reconocemos de inmediato el lenguaje de la intolerancia y de la violencia detrás de los pretextos ideológicos. Frente al calvario de la escritora Cruz Varela, frente a la persecución sistemática y muy antigua de los defensores de los derechos humanos en Cuba, mucho más dura de la que se practicó en los peores momentos de la dictadura chilena, frente a fusilados sin debido proceso y por delitos que no alcanzaron a consumarse, no hay principio de no intervención que valga. Nuestra experiencia histórica nos indica, precisamente, que tenemos la obligación de intervenir. Y el hecho de que los países del Cono Sur que han salido de dictadura hayan votado junto a un país pequeño, pero dotado de una democracia sólida, como es el caso de Costa Rica, y junto a las naciones más, importantes de Europa del Este, tiene una significación extraordinaria. A pesar de todas las dificultades, permite sentirse más o menos optimista con respecto a este final de siglo.

Complejos frente a la cultura

Todos hablamos de la cultura, de su fomento, de su necesidad, pero todos, de una manera o de otra, tenemos algún tipo de complejo frente a ella. En la conciencia general, la cultura es necesaria y difícil, formativa y hermética. En último término, aburrida. Los medios de prensa, por ejemplo, creo que sin ninguna excepción, piensan que la cultura o la literatura son sinónimo de pocos lectores, de público escaso, de sintonía baja. Le dan el espacio con un sentimiento de obligación, de mala conciencia, y en la práctica se lo reducen o se lo quitan.

Voy a dar un ejemplo ocasional. Estoy convencido de la eficacia de los ejemplos, de la memoria concreta de las cosas. Aun cuando las conciencias, la somnolienta subjetividad, sean impermeables a la fuerza de los hechos. He aquí el ejemplo: una revista dominical me hace una entrevista sobre la ciudad de Berlín, que parece haberse puesto de moda después de la caída del muro. "¿Qué diablos hizo Ud. en Berlín Occidental en los años prehistóricos de 1986 y l987?" Había muchas cosas que hacer en Berlín, respondo. Releí el Fausto de Goethe y leí las novelas breves de Kleist y de E. T. A. Hoffmann. Asistí con frecuencia a la ópera y a los conciertos de la Orquesta Filarmónica. Di conferencias en diversas universidades y escribí, last but not least, una novela, El anfitrión, versión chilena y humorística de la leyenda de Fausto. "¿Qué más, preguntaba la entrevistadora, francamente angustiada: fue a los cafés, observó la moda?" Por supuesto que había ido a los cafés y había probado los vinos blancos de Renania, y me había fijado vagamente en la moda. "¿Y las mujeres?" ¡Desde luego! No soy insensible a la belleza del vasto mundo, que incluye en primerísimo plano a la de las mujeres.

Abrí la revista, al domingo siguiente, y me encontré con unos titulares que me dejaron estupefacto: "En Berlín me bebí hasta la Colonia". Averigüé que había pasado, y me informaron con la más candorosa seriedad. Los editores de turno encontraron que la entrevista era demasiado "literaria", es decir, aburrida, imposible, y decidieron alivianarla por medio de un chiste. El hecho de que yo no lo hubiera contado, por lo visto, no importaba. Como Berlín está en Alemania, y la ciudad de Colonia también, y como en Colonia se produce el agua de Colonia, que contiene un alto grado de alcohol, y como en los cafés del Berlín nocturno el autor, según su propia confesión, bebía vinos y cervezas, es decir, alcoholes… ¡Qué chiste! Es lo que llamamos en Chile un chiste alemán, sin que yo quiera ser desagradable con los alemanes. Pero el chiste, como lo ha demostrado Sigmund Freud, siempre refleja una verdad oculta, un complejo. El chiste de los editores reflejaba su miedo frente a la cultura, su imposibilidad de publicar temas de la cultura sin frivolizarlos y degradarlos. Si el entrevistado quedaba convertido, como por arte de magia, de escritor en cretino alcohólico, eso era lo de menos.

El complejo frente a la cultura, que no excluye algunos alardes, es notorio en el Chile de ahora. Nunca he visto, para dar otro pequeño ejemplo, que los políticos, parlamentarios, los gobernantes, citen un verso, una frase, un libro cualquiera. Antes no era así. El Presidente Balmaceda, y no sólo su hijo Pedro, fue amigo de Rubén Darío. Arturo Alessandri Palma tenía cultura literaria. Cuando yo trabajaba en el Ministerio de Relaciones, que en esa época admitía a los escritores, recibía encargos como este: hacer una lista de versos brasileños que puedan ser citados por el Presidente de la República durante su visita oficial al Brasil.

Termino con otra anécdota de carácter más o menos ejemplar. En los años de la Unidad Popular, el Presidente de Francia era Georges Pompidou, heredero político del general De Gaulle. El general De Gaulle, que conocía al dedillo la literatura francesa, citaba en sus discursos a Corneille, a Racine, a Montaigne. Pompidou había comenzado su carrera como profesor de letras y había publicado una excelente antología de la poesía francesa. Pues bien, Pablo Neruda, entonces embajador en Paris, recibió el encargo de entrevistarse con él para conseguir el levantamiento del embargo del cobre chileno. El embajador poeta y el Presidente que había sido profesor hablaron primero de poesía y de novelas latinoamericanas. Cuando entraron en materia, el terreno ya estaba preparado. Con una ayuda discreta de la presidencia, el embargo de nuestro cobre decretado por un tribunal de Paris se levantó pocas semanas más tarde.

La literatura no ahuyenta a nadie. No, señores. Eso lo hace la mala literatura. Y lo hará inevitablemente la política, como lo hará el periodismo, sino pierden sus complejos profundos y provincianos frente a la cultura.

Verdades poéticas, invenciones novelescas

Los franceses, expertos en el realce y la valorización de las cosas, en aquello que llaman "mise en valeur", organizan giras de escritores de un país o de una cultura determinada por Francia y las bautizan con el nombre quizás demasiado delicado de "Belles Etrangères". Ahora le ha tocado el turno a Chile. Diez poetas y novelistas chilenos hemos sido presentados en París y después nos hemos separado en grupos más pequeños para aparecer en las más diversas ciudades francesas, desde Lille y Estrasburgo hasta Lyon y Aix-en-Provence. Ha sido el capítulo chileno de estas bellas extranjeras, que ya se encuentran en su decimoséptima versión, y ha sido, a pesar de lo que uno podía imaginarse desde la distancia y con el escepticismo inherente a la profesión, un capitulo bastante bien logrado. Hubo algunas ingenuidades algún exceso de pompa académica, y una omisión que lamenté, la del poeta y ensayista Waldo Rojas, que sólo habría tenido que tomar el Metro desde el Boulevard de Belleville, donde reside hace largos años, para asistir a las sesiones. Se produjo, en cambio, un fenómeno sorprendente: el público llenó las salas, se quedó en muchos casos en ellas y los pasillos adyacentes y participó con sus preguntas, a veces apasionadas, casi siempre atinadas, en los debates.

Era un público heterogéneo, de todas las edades y las nacionalidades donde abundaban, desde luego, los chilenos del exilio, transformado ahora en exilio voluntario, pero donde no faltaban, cosa bien rara, los franceses de tomo y lomo. He conocido las modas francesas, la de Cuba a comienzos de la década de los sesenta, la de Checoslovaquia antes de agosto de 1968, la de España después de la muerte de Franco. Chile está muy lejos de haberse convertido en una moda francesa, pero se demostró que hay un interés, una curiosidad viva, por el país que ha conseguido hacer una transición original y que exhibe niveles de cultura política, económica, incluso literaria, superiores por lo menos al término medio de su región del mundo. El país es curiosamente ciego con respecto a su posición internacional, es provinciano, apático, desconfiado, pero tiene una imagen mejor de lo que se imagina.

Como observación general, con inevitables excepciones, diría que las intervenciones de los escritores chilenos fueron concisas, analíticas, humorísticas, centradas en lo literario. Pasó, por fin, la época de las declaraciones líricas de solidaridad revolucionaria, la de las afirmaciones intolerantes del "compromiso social del escritor". Algún miembro del público trató de arrancarle a la novelista Diamela Eltit proclamas feministas, pero ella se abstuvo con prudencia y con inteligencia de caer en esa trampa, de "pisar ese palito", "¿Que piensa de la literatura escrita por un cuerpo de mujer?" Respuesta: "Me interesa el cuerpo de la escritura, el cuerpo verbal que el escritor construye con sus palabras, no el de la persona, hombre o mujer, que lo escribe".

En resumen, en líneas generales, no hablábamos y no respondíamos como se espera en Francia que hable y responda un buen meteco latinoamericano. En el país donde Flaubert elaboró su celebre Diccionario, nos escapábamos hasta cierto punto del esquema, de las ideas recibidas. Y el público reaccionaba bien, hacia nuevas preguntas, intentaba prolongar el diálogo después de las sesiones.

Creo que en Aix-en-Provence, en la última etapa de todo el ciclo, se produjo el debate más intenso y más literario. Quizás fue porque ya estábamos cansados, porque habíamos bajado la guardia, porque no estábamos dispuestos a medirnos y hacer concesiones. José Donoso planteó el tema de la mentira novelesca. Nicanor Parra se declaró escandalizado por el uso de la palabra "mentira" en literatura e invocó a Cervantes en defensa de la verdad literaria. Poli Délano utilizó una cita de Juan Rulfo para responderle a Parra, admirador reciente y exaltado del autor de Pedro Páramo. Yo utilicé al propio Cervantes para oponerlo al Cervantes de Parra. ¿No se trataba todo de la traducción de un texto árabe escrito por un tal Cide Hamete Benengeli? ¿Verdad o mentira? Hasta un narrador autobiográfico es una invención, y cuando no lo es, el texto no despega, no levanta los pies del suelo.

Mi conclusión final, en dos palabras, es la siguiente. En la época del "compromiso social", de la "solidaridad revolucionaria", el debate estaba dominado por un profundo desprecio de la literatura y, en definitiva, de la cultura. La literatura tenia que servir para obtener resultados ajenos a ella. Era una concepción decimonónica, en un aspecto revolucionaria, en otro, utilitaria, burguesa. Ahora, al centrarse en lo literario (cuando lo consigue), el debate, paradójicamente, apunta a otras cosas: a la verdad y la mentira, al tiempo y a la memoria, a las estructuras esenciales del poder. La polémica deja de ser repetición, majadería pura, y adquiere sentido.

La conciencia crítica

Durante décadas, durante por lo menos un siglo, el mundo intelectual hizo la critica despiadada de la burguesía, de la industrialización, del capitalismo, y dejó en suspenso la de la utopía socialista, convertida en la práctica, en la praxis, para emplear un término que estuvo de moda, en el socialismo real que hemos conocido. Ahora descubrimos, cuando ya es bastante tarde, que la aplicación oportuna de las facultades críticas al socialismo habría sido saludable y habría podido ahorrar muchas decepciones y sorpresas molestas. "Criticar es muy fácil", decía un alto funcionario de la revolución cubana en 1971, en vísperas del caso Padilla, cuando yo todavía era representante diplomático en La Habana del régimen de Salvador Allende. A primera vista, la frase del funcionario parecía normal. Había que dedicarse a construir la sociedad del futuro, en lugar de ejercitar la lengua en una maledicencia estéril. Sin embargo, escuchada en su verdadero contexto, esa afirmación era claramente represiva y amenazante. El foco de la crítica en la isla era un grupo de intelectuales que habían empezado a convertirse en disidentes. Criticar no sólo no era muy fácil, sino que había pasado a ser una acción extremadamente difícil, además de peligrosa. El comandante en jefe podía tomar una línea de conducta, y enseguida, al cabo de un tiempo, criticarla y adoptar la línea contraria. Pero éste era un privilegio reservado para el comandante en jefe. Los demás mortales tenían que callar y seguir las instrucciones. En esos días, la revista Pensamiento Crítico, publicada en la universidad por algunos profesores de formación marxista, fue suprimida. Había que tener la fe del carbonero. Era pernicioso practicar el libre examen de los textos sagrados, por muy ortodoxos que fueran. Un agrónomo francés, René Dumont, cuyo único delito consistía en haber hecho la crítica de la política agraria de Fidel Castro, fue acusado por la televisión, de un modo escandaloso, con pruebas perfectamente infantiles, de ser agente de la CIA. Sus amigos en el Ministerio de Agricultura pasaron a ser cómplices, vale decir, subagentes, y fueron encarcelados. Heberto Padilla, el poeta, fue escogido para la cárcel por ser uno de los críticos más notorios, deslenguados y explícitos. Después, al obligarle a confesar sus culpas y a golpearse el pecho en un escenario, se procuraba obtener un efecto de disuasión y de escarmiento.

Podría enumerar una larga lista de situaciones comparables. El caso se repetía en todas partes, con diferencias de matices. Durante la revolución cultural de China, los poetas, disidentes casi por definición, eran identificados y humillados por medio de sambenitos muy parecidos a los que utilizó en siglos anteriores el Santo Oficio. Siempre me asombró el carácter litúrgico, inquisitorial, de estas ceremonias de la mala conciencia, de la autonomía intelectual castigada. "Criticar es muy fácil" era como decir, en resumidas cuentas, "se prohíbe pensar". Se prohibía pensar, y la gente de pensamiento, sin pensar, precisamente, en las consecuencias de su actitud guardaba silencio. Me pregunto, ahora, qué habría sucedido si la crítica hubiera sido tolerada y hasta escuchada. Si eso hubiera ocurrido, el socialismo real no habría podido estar peor que ahora, y probablemente estaría mejor.

Estas reflexiones surgieron en mí después de escuchar a una persona que partía a "estudiar la picaresca" de los países del ex bloque socialista. Poderosa y extravagante picaresca, sin duda, reflejada en novelas, en poemas, en obras de teatro que fueron sometidas a una implacable censura, desde los tiempos de La chinche, de Vladimir Mayakovski, y de El maestro y Margarita, de Mijail Bulgákov, hasta años muy recientes. Los intelectuales de Occidente, en su gran mayoría, prestaban oídos sordos, sobre todo cuando se trataba de dar testimonio, ya que no se podía facilitar la tarea del enemigo, pero no podían dejar de conocer la situación real a través de los libros y los viajes. Recuerdo a pintores europeos y latinoamericanos que comentaban en la Coupole, en el Paris de los años sesenta, sus preparativos para viajar a Cuba a la inauguración del Salón de Mayo. Llevaban sus maletas bien provistas de jabones, de medias, de lápices labiales, monedas de trueque de gran eficacia en los sectores no pequeños de la picaresca habanera. Había en todo esto, en el fondo, actitudes cínicas y realidades tristes. El régimen hacía la crítica de los "estímulos materiales", representados en primer lugar por el vil dinero, pero donde la moneda perdía fuerza, de inmediato adquirían poder, en un sistema de vasos comunicantes, los más deleznables objetos: una camisa de material sintético fabricada en serie o un perfume barato.

Había personas honestas, desde luego, pero en esos años, a fines de la década del sesenta y a comienzos de la siguiente, me pareció que la situación cubana, a causa de la ausencia de crítica, ya estaba dominada por la hipocresía y por el doble lenguaje. Esto es, para decir las cosas por su nombre, estaba corrompida. Francisco Coloane, gran escritor chileno y viejo militante de izquierda, dijo en esos días en una cena oficial ofrecida por mí, y lo dijo con su voz de trueno, que había encontrado en Cuba a unos pocos puros, pero que la inmensa mayoría de la gente que había visto eran "unos hipócritas redomados. Su declaración causó franco estupor entre mis comensales, aparte de alguna sonrisa socarrona, y sirvió, supongo, para reforzar la tesis de que la revolución chilena iba por mal camino. Sin embargo, de un modo paradójico, la reacción que se produjo en aquella mesa no podía ser más confirmatoria de eso que había sostenido Coloane al pasar, sin darle excesiva importancia al asunto. Así eran las cosas, y no creo que hayan cambiado demasiado. Toda la debilidad del sistema estaba relacionada con esa falta de transparencia, con esa alteración del lenguaje. No era extraño que un escritor, un hombre que manejaba las palabras, lo percibiera de inmediato, aunque después no quisiera dar testimonio público del fenómeno. Esa prudencia, esos silencios, ¿sirvieron de algo? ¿No contribuyeron, más bien, a precipitar el desastre que hemos presenciado 20 años después, los sufrimientos que todavía están muy lejos de haber terminado? El gigante con pies de barro no era el capitalismo, o no era sólo el capitalismo como sostenían los timoneles de antaño, sino también, y de modo eminente, el socialismo real. Y esa debilidad congénita estaba relacionada con el problema central, antiguo y nuevo, de la conciencia crítica, una conciencia debilitada, inclinada en muchos casos a la componenda y en muchos otros decididamente mentirosa.

El país imaginario

Los chilenos tenemos una tendencia irresistible a definir a Chile, a definir "lo chileno", a definirnos. Somos definidores y autodefinitorios, quizás porque no somos, en último término, fáciles de definir. Chile es la "loca geografía", la "fértil provincia", la "angosta faja", la "Inglaterra de América del Sur". Es, sucesivamente, el país de historiadores, el país de poetas, el país de la fruta y del hielo antártico. Queremos que nos defina un iceberg, un grano de uva, un filón de cobre, algo tangible. Quizás porque dudamos, en el fondo de nuestro inconsciente, de nuestra realidad. ¿No somos una cornisa amenazada, sacudida por cataclismos periódicos, y colocada al fin de la tierra, al sur del océano? Nuestra realidad, quizás, es la aspiración a ser, el deseo, la imaginación. Contradicción pura, realidades poderosas y precarias. No tenemos pampas ni selvas. Tenemos aire, mar, desiertos, un poco de tierra cultivable, y gente, gente que se moviliza por las islas y los mares, que cruza el desierto, que cultiva los valles, y que se comunica en una lengua idéntica, salvo raras excepciones, a lo largo de más de dos mil kilómetros de geografía, fenómeno de cultura, al fin y al cabo, bastante extraño.

Chile, que se precia de su sensatez, de su pragmatismo, también es un país de fabuladores y un producto de la capacidad fabuladora. Hay, por suerte fábulas positivas, que sirven de modelo, de orientación en la historia. La famosa tradición democrática chilena, por ejemplo. Es una leyenda útil, a la que conseguimos adaptarnos durante periodos más o menos prolongados. Una leyenda que conviene cultivar a conciencia.

Las primeras noticias del país fueron invenciones interesadas o productos del asombro. Los indios del Cuzco, a comienzos del siglo XVI, decían que más allá de los desiertos del sur había un lugar frío, Chile o Chire, donde el oro abundaba. Los exploradores de las regiones australes por su parte describieron enormes fogatas, monstruos marinos y unos habitantes gigantescos, los indios patagones. En los comienzos imaginarios, por consiguiente, Chile fue un país de oro y de cíclopes. Mitología renacentista. La expedición de Diego de Almagro, que regresó al Perú arruinada, desharrapada, hambrienta, provocó la leyenda contraria. Cuando "los de Chile" se acercaban a las oficinas o a las tabernas cuzqueñas, los demás españoles huían como de la peste. El país del oro y de los cíclopes se había transformado de pronto en el país de los harapos. A sus desgraciados descubridores no les había quedado más alternativa que vivir del sablazo.

Quizás comenzaba ahí una larga historia de imágenes deformadas, extremas. La contradicción, sin embargo, está en el interior de nosotros, forma parte de nuestra manera de ser y de entendernos. Hemos sido pacíficos, negociadores, capaces de estabilidad, hasta el día en que los consensos se han roto en forma violenta. Nuestro siglo XIX, sólido, ordenado, institucional, evolutivo, desembocó en la guerra civil más sangrienta del continente. Benjamín Vicuña Mackenna, que fue, más que historiador, el gran cronista y ensayista de nuestra primera etapa republicana, escribía que Chile tiene sueño de marmota y despertares de león. Despertares, más bien, corregiría yo, de fiera peligrosa. En el siglo XX, el país donde nunca pasaba nada, idea arraigada en todos nosotros, se convirtió de la mañana a la noche en el país donde todo podía pasar, desde lo más imprevisible y lo más terrible. La frase de Vicuña Mackenna me hace sospechar que sabíamos y que callábamos, para mantener los demonios afuera.

Los exorcismos del final del siglo XIX no sirvieron para nada. Toda la política posterior se construyó a partir de la idea de que la sangre derramada en la guerra del 91 había sido perfectamente inútil. Ahora entramos en este final de siglo en un nuevo periodo de calma, de desarrollo, de optimismo, de relativo consenso político y social. Tenemos que preguntarnos, por escasa que sea nuestra conciencia histórica, si los exorcismos recientes, la implacable salida a la superficie de nuestros peores demonios, producirá esta vez efectos duraderos. La pregunta, en otras palabras, consiste en saber si somos capaces de aprendizaje, de asimilar experiencia. Llegamos hasta aquí y descubrimos que la cuestión concierne a todo el mundo de origen hispánico. ¿Somos capaces de madurar, de superar las deformaciones tradicionales, de insertarnos con sensatez en el siglo XXI, o somos, mirados en conjunto, una causa perdida? ¿Quiere decir, por ejemplo, que España sólo podría salvarse con Europa, a espaldas de nosotros; México con el Canadá y los Estados Unidos, y Chile, quizás, más bien solo, con los japoneses y con los pingüinos, y gracias, precisamente, a su extravagancia geográfica y política? Son preguntas endiabladamente difíciles. La verdad es que en este año del Quinto Centenario, España siente a menudo la tentación de navegar hacia el norte de los Pirineos, y Chile la de desprenderse de su región y derivar, o navegar, hacia el Occidente. Creo, sin embargo, que se trata de sueños más bien ilusorios. Chile seguirá pegado al sur del continente americano, en calidad de cornisa precaria, aunque no nos guste a los chilenos, y España limitará siempre por el norte con los Pirineos. No nos queda más remedio que inventar un futuro posible y viable a partir de estas coordenadas.

¿Somos país tropical o antártico, de poetas o de prosistas, de tradición democrática real o inventada? Mi respuesta es que somos un producto de la imaginación de los hombres. La de los indios del Cuzco, la de los navegantes del Estrecho, la del poeta épico Alonso de Ercilla, en los orígenes. La de todos nosotros, ahora. Para bien y para mal. Si el invento funciona, por fin dependerá de nosotros.

Exilio y literatura

Parecía que la cosa era simple. Salir al exilio, obligatorio o más menos elegido, y al cabo de algunos años regresar. Pero ocurre que nada es tan simple: ningún movimiento humano es tan simétrico, tan cerrado en sí mismo y consumado. El que sale ya no regresa. El que regresa es otro. El que abandona su sitio por un tiempo largo ya no pertenece a ningún sitio, no es de ninguna parte, se ha convertido en un inadaptado para siempre. La literatura y el exilio están unidos por conexiones profundas. La vocación literaria, de un modo que me parece inevitable, provoca marginación, extrañeza y extrañamiento, distancia. Todos los males de los hombres provienen de que no son capaces de quedarse tranquilos en su habitación. No sé si Pascal pensaba, al hacer su célebre afirmación, en los hombres de letras, que suelen salir a los caminos y combatir contra molinos de viento y otros fantasmas.

José Donoso regresó por un par de días a su pueblo de Calaceite, en la provincia de Teruel, y acarició durante horas, con nostalgia, con melancolía, las piedras de su antigua casa. Eso fue lo que me contaron, con un poco de malicia, pero con afecto, sus ex vecinos. Contaron, incluso, que había llorado por su casa perdida, pero sospeché que este detalle podía ser producto de la imaginación pueblerina. Por lo demás, vivir en Calaceite y querer regresar a Chili, regresar a Chile y recordar las piedras de Calaceite con tristeza, con emociones abrumadoras, me parece inevitable. Después de unos años, terminamos por llevar el exilio a cuestas, como una condición, un lastre y a la vez un estímulo.

Por mi parte, regreso al pueblo de Calafell, al sur de Barcelona, en la costa de Tarragona, y me encuentro con una playa llena de espectros, espectros que conocí en persona o a través de la memoria de los otros: el del Barón D´Anthés, con su curiosa vertiente chilena y carbonífera, invocado por las palabras de Carlos Barral, y el del propio Carlos Barral; el de Jaime Gil de Biedma y el otro, más fugaz para mi, de Alfonso Costafreda; el del Moreno, un pescador que había estado en Punta Arenas, en el extremo sur de Chile y del mundo, en el año de gracia de 1925, y que todavía se acordaba de Alfonso XIII, del general Primo de Rivera, de los anarquistas catalanes; y los de compañeros suyos aún anteriores. Regreso a Calafell, donde las ausencias son abruptas y donde los vivos parecen, de pronto, estar contaminados por los de la otra orilla, y subo después a las provincias del norte. Si me encontrara con Pascal, no sabría darle la más mínima justificación de mis desplazamientos.

Oviedo, con su bello y neblinoso casco antiguo, me parece la única ciudad del mundo que tiene una ciudad literaria superpuesta y que de alguna manera la domina. Oviedo es la Vetusta de Leopoldo Alas, la Pilares de Pérez de Ayala, y está llena de tabernas y establecimientos varios que se llaman "Clarín", "Tigre Juan", "La pata de la raposa".

Sigo por tierra, por montes y collados, hasta Santander, y hablo de las relaciones entre la memoria y la ficción. Me sorprende que acudan tantos santanderinos a la sala de la Fundación Marcelino Botín para escuchar una disertación tan literaria. No falta, como en casi todas partes, el cubano (estudió en un colegio de jesuitas con Fidel Castro, que colaboró con él en la primera etapa de la Revolución y que después huyó despavorido. Cuba lo persigue y nos persigue. "No hay delirio de persecución", me escribió una vez Guillermo Cabrera Infante, "allí donde la persecución es un delirio". Me hacen preguntas y tratan de arrancarme respuestas. No caeré en la tentación de afirmar que Fidel Castro hoy día es otro fantasma, aunque menos grato en muchos aspectos. ¡Por ningún motivo!

A menudo he pensado que el sentido del título juvenil de Neruda Residencia en la tierra, es "Residencia en la lengua". El joven poeta escribía rodeado de colonos ingleses y de poblaciones nativas. Era una poesía del exilio. Como lo es Altazor y Temblor de cielo, de Vicente Huidobro, y Tala, de Gabriela Mistral. Y lo mejor de la obra de Luis Cernuda. Y la de James Joyce Y la del Dante Alighieri. Hay que terminar aquí. ¡Que Pascal, o San Pascal nos ilumine y nos dé su fortaleza!

Historia y naturaleza

Hay libros que se nos quedan atrás, y no por falta de calidad literaria, sino por limitación, distracción, descuido nuestro. Me sucedió con Gran sertón, veredas de João Guimaraes Rosa, uno de los grandes clásicos del Brasil contemporáneo. Intenté leerlo en su tiempo en el original portugués y tuve que darme por vencido. En su lenguaje, Guimaraes Rosa es algo así como un Joyce de tierras adentro, un artista cuya escritura arranca de bases coloquiales, populares, tradicionales, pero que incorpora un cúmulo enorme de referencias cultas, a veces difíciles de percibir. No pude con el texto original, y ahora he leído una nueva traducción francesa, publicada con el titulo de Diadorim y con prólogo de Vargas Llosa, como si se tratara de una novela de aventuras. Entramos en ese mundo en apariencia difícil, poco accesible, y la lengua de Guimaraes nos envuelve y nos produce un efecto muy concreto de fascinación, de magia verbal, sin que tenga nada que ver, por lo menos en opinión mía, con el llamado realismo mágico.

Cabrera Infante ha declarado en estos días que de toda la literatura latinoamericana actual, sólo sobrevivirá dentro de cien años la obra de Jorge Luis Borges. No soy aficionado a estos vaticinios, a estas sentencias tajantes, pero ahora, después de mi lectura de Diadorim en francés, siento la tentación de añadir: Borges y Guimaraes Rosa. Borges, el escritor intelectual, abstracto, urbano, irónico; Guimaraes, el gran narrador de la naturaleza. Borges sintético y agudo; Guimaraes abundante, envolvente, atravesado en su escritura por enigmas antiguos, por fuerzas míticas.

A veces tiene sus ventajas descubrir un libro con retraso. Cuando se habla de la destrucción de la naturaleza, y cuando se discute sobre estos temas precisamente en la ciudad de Río de Janeiro, la visión de Guimaraes adquiere una vigencia extraordinaria. Yo creo que ya ha llegado el momento de las revisiones y las rectificaciones. Si nos decidimos a abandonar las ideas recibidas, cuyo diccionario todavía está por hacerse entre nosotros, encontramos que mucha de nuestra literatura adquiere más sentido. En America Latina existe toda una corriente de escritores de la naturaleza, corriente que no se identifica en absoluto con el "boom" o con el concepto de lo "real maravilloso" y que ni siquiera se manifiesta siempre en el género de la novela. A ella pertenece, por ejemplo, un escritor colonial como el jesuita Alonso de Ovalle, cuya Histórica Relación del Reino de Chile, más que historia, es relación política de la naturaleza, el mar, las montañas, los pájaros y las plantas de un territorio que todavía estaba por descubrir y describir. También forma parte de esa corriente el Ricardo Güiraldes de Don Segundo Sombra o el Horacio Quiroga de Cuentos de la selva, que son anteriores al "boom", así como Juan Rulfo, José Maria Arguedas o Guimaraes Rosa.

No pretendo descartar la literatura más cosmopolita y de temas urbanos. Por eso, con toda intención, he dicho Borges y Guimaraes. Y si me limitara al Brasil, diría Guimaraes y Machado de Assis, escritor ciudadano e intelectual por excelencia, aunque no por eso menos "brasileño" que el otro. Lo que ocurre es que los espacios americanos o, si se quiere, latinoamericanos, dieron origen a una literatura particular, diferente de cualquier otra, inventada a partir de la exaltación poética provocada por el carácter fantástico, en alguna medida sagrado, de esas inmensas reservas naturales. Incluso hay notables textos extranjeros que pertenecen a esa especie literaria latinoamericana. Por ejemplo, Green Mansions y Far away and long ago, las novelas autobiográficas en que el ingles W. H. Hudson narró sus experiencias del Ecuador y de la pampa argentina.

Lo interesante es que el Gran sertón, veredas es un Fausto latinoamericano, una versión más del pacto con el diablo, tema directamente relacionado

con el de la ambición humana y, por lo tanto, con el de la dominación de la

naturaleza, que implica muy a menudo su destrucción. Vale decir, el mito

fáustico, que tiene la edad casi exacta de Occidente, se puede aplicar en todas

partes al hombre moderno, el gran depredador, y tiene por eso una relación

directa con la ecología. La novela de Guimaraes, que cuenta historias de

bandidos campesinos, "jaguncos", y de señores feudales de comienzos de siglo,

está llena de acción, de violencia, de batallas, de personajes, pero los seres

humanos parecen completamente dominados por el paisaje. Es un paisaje

cambiante, alucinante, que puede cumplir funciones de aliado o de temible

enemigo, y donde aparece el demonio en diversas metamorfosis y en el

momento menos pensado.

¿Adivinó Guimaraes Rosa, intuyeron los escritores latinoamericanos de la naturaleza, el gran peligro, la fuente del mal? Algunas mitologías indígenas miraban con notoria suspicacia toda noción de cultivo industrial de la tierra. En Hombres de maíz, Miguel Ángel Asturias, otro novelista que hemos empezado a olvidar, siguió la huella de aparentes prejuicios de origen mitológico, tradiciones derivadas de los libros religiosos mayas, en la Guatemala moderna. En el Popol Vuh, el génesis de la cultura maya, el hombre, después de varios ensayos divinos, quedaba hecho de maíz, planta sagrada que sólo se podía cultivar para el consumo de la familia. Pues bien, al leer a esos autores hace treinta o más años, uno tendía a identificar esos temas con cierto nacionalismo de izquierda que hoy día es muy añejo, y que ya empezaba a serlo entonces. En la lectura actual, sin embargo, ese aspecto se desvanece, retrocede la historia social y política, con todos sus avatares, y ocupa el primer plano la naturaleza, con su otra historia y sus otros demonios. El tema central de Don Segundo Sombra no era la peripecia de un gaucho viejo, sino la de los trabajos y los días en la pampa. El de Gran sertón, veredas, son las batallas, las marchas, los días y las noches en el sertao, en las terras-gerais, en las veredas, es decir, los oasis. Todos esos escritores anunciaban una posible degradación, percibían un germen maligno, una amenaza. Ahora me parece que el más artista, el más consciente, el más culto y a la vez de registro más vasto era Guimaraes Rosa. El problema es que la lectura de todos esos libros, en los años cincuenta, se hacía en una atmósfera de notable confusión y sobre todo de simplificación ideológica. Era una época de interpretaciones reductivas, en que la complejidad, la ambivalencia inherente a cualquier texto literario de calidad, se nos escapaban. El tema de la naturaleza, y por consiguiente el de la ecología, era una de las claves que faltaban en esos años.

Mitología europea

Llego a un café de los alrededores de Barcelona y me pongo a conversar con un personaje de barba, de aspecto y vestimenta juveniles, aunque de rasgos un poco marcados ya por los efectos del tiempo. Al cabo de un rato compruebo que me encuentro frente al más perfecto de los intelectuales de izquierda de la década de los sesenta. Cambió la historia contemporánea, pero aquella especie humana, la del intelectual "progre", sobrevive con una salud envidiable y ocupa los espacios más inesperados y codiciados. Mi interlocutor, persona locuaz, afable, amistosa, de genio vivo, se entera de que soy chileno y dice lo que sigue: "Todos hablábamos antes de Chile, pero cuando descubrimos que el general Pinochet había dejado la economía del país en un estado más o menos aceptable, dejamos de interesarnos en el tema".

La lógica del discurso de mi compañero de mesa me pareció más bien perversa, pero no me costó ningún trabajo entenderla. Se trataba de una vieja historia, tan vieja como el descubrimiento de America. Para el europeo, y desde nuestros orígenes, el Nuevo Mundo es el otro mundo, el otro lado de las cosas. Es un mito, un producto de su imaginación, y necesita inventarlo y reinventarlo a cada rato. Si el hombre americano es el buen salvaje, si la historia es una sucesión de revoluciones, contrarevoluciones, cataclismos, paraísos e infiernos, ambos, hombre e historia, se ajustan al mito y lo refuerzan. Si no son eso, si se presentan como circunstancias y personajes menos accidentados, de apariencia más común, esto es, más europea, el europeo típico, voraz consumidor de lugares comunes, y entre ellos, desde luego, el intelectual reincidente de los años sesenta, dejan de prestar atención.

En Le Monde Diplomatique, que permitiría formar un verdadero Diccionario de las ideas recibidas de Europa sobre América Latina, el discurso es más sutil, más elaborado, pero no diferente en los rasgos esenciales. La transición a la democracia en Chile todavía es muy delicada, sostiene un articulista.

Nadie se quiere acordar, en medio de una atmósfera de triunfalismo económico, de una especie de "sucess story", de los crímenes de la dictadura. El texto admite, claro está la existencia del informe de la Comisión Rettig, pero señala que la correlación de fuerzas políticas no permite que ese informe, cuyas cifras son "de toda evidencia inferiores a la realidad", se transforme en procesos y en condenas concretas. El general Pinochet lo dejó todo bien amarrado, "atado y bien atado", para emplear una célebre expresión franquista, y desde su puesto de Comandante en Jefe del Ejército maneja los hilos decisivos del país. Desde que tomó el control de la Democracia Cristiana en 1987, Aylwin, continúa Le Monde Diplomatique en su edición de junio de 1992, frenó las movilizaciones sociales, que siempre eran desbordadas por la extrema izquierda, y entró en un camino de negociaciones y concesiones en el que su gobierno todavía continúa.

El discurso del periodista francés, mejor elaborado que el de mi interlocutor de Cataluña, es, sin embargo, una buena argucia retórica para mostrar las cosas nuestras desde su lado más truculento, más accesible a la mirada que no nos mira sino que nos inventa. En lugar de explicar todo lo que ha conseguido la transición chilena, insiste en revelar lo que no ha conseguido todavía. En lugar de explicar cómo el tiempo trabaja en contra de los resabios de la dictadura y en favor de la consolidación de la democracia, intenta colocar el tiempo en un gran paréntesis. Se dirá que las ideas de evolución política, de gradualidad, de equilibrio, pertenecen a la órbita europea, mientras que nosotros estaríamos condenados, por nuestra historia y por nuestra naturaleza, a ser sólo una tierra de terremotos y de rupturas dramáticas, buena para producir textos de "realismo mágico", pero mala para conseguir resultados en la realidad cotidiana. En otras palabras, hay cierta mentalidad difundida, obstinada, omnipresente, que nos niega toda posibilidad de alcanzar soluciones políticas razonables. Sospecho que es una forma sutil de paternalismo, de desdén; quizás, aunque la palabra sea dura, de racismo.

Los latinoamericanos tenemos que comportarnos en forma de dar razón y alimento a las ideas preconcebidas de Occidente con respecto a nosotros. Ahora veo, sin ir más lejos, que en Cuba, después de la aparición del movimiento de "Criterio alternativo" de Maria Elena Cruz Varela, que paga desde hace largos meses su delito de opinión con la cárcel, ha surgido un "Proyecto de Programa Socialista Democrático". El "Proyecto" se presenta como una alternativa de izquierda y propone una salida de la crisis que sea pacífica, gradual, inspirada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en las libertades públicas occidentales y en la idea, sin duda importante y nueva, de evitar los efectos traumáticos de las transiciones en los países de Europa del Este. Es decir, enfoca el problema político cubano a la luz de la experiencia histórica más reciente, con una perspectiva que por lo menos podríamos definir como "civilizada. Para citar un ejemplo, defiende el derecho de propiedad sobre las viviendas cubanas de sus actuales ocupantes. Ya podemos imaginarnos que trastornos provocaría la reivindicación de sus mansiones habaneras por los antiguos propietarios radicados en Miami hace tres décadas. Los sectores más reaccionarios de Miami han planteado este asunto en los últimos meses y esto, bien aprovechado por la propaganda oficial, ha servido para darle un respiro inesperado al castrismo. Es un problema que también se ha presentado en estos días en la ex Alemania Oriental y que ocasiona allá trastornos serios.

Me pregunto si Europa podrá demostrar una solidaridad real, tangible, con la oposición cubana democrática en sus diversas expresiones, comparable a la que tuvo en su día con un régimen cuyo stalinismo nadie quería ver, a pesar de lo mal disfrazado que estaba. No sé que dirán las personas como mi interlocutor del café o como el periodista francés "especializado" en Chile, que son muchas y que tienen algo muy parecido al don de la ubicuidad. Vendrán pronto a España los jefes de Estado latinoamericanos y ya sabemos quienes serán mirados con una indiferencia relativamente desdeñosa y quién, con su apariencia y su uniforme perfectamente adecuados a la necesidad de mitología, provocar la fascinación más o menos general. Las ideas de la verdadera modernidad política, entre tanto, seguirán siendo consideradas como exclusividades del Norte desarrollado.

La condena de los descubiertos

Toda esta noción del descubrimiento, claro está es europea, eurocéntrica. En el momento en que Colón descubría a los indígenas de América, los americanos, para bien y para mal, descubrían a Colón y a sus compañeros. Tampoco existía de parte de Colón una voluntad de descubrir nuevos mundos. Por el contrario, trataba de llegar a mundos conocidos por otros caminos y se encontró a boca de jarro (como decimos todavía en América), con lo desconocido. Fueron encuentros fortuitos, choques, con mucho de encontronazo. La primera invención, en consecuencia, es la idea misma del descubrimiento, y es una idea que nos persigue hasta el día de hoy.

Primer equívoco: los europeos descubren América y se supone que desde ese mismo instante América comienza a existir. Lo anterior a la llegada de Cristóbal Colón seria el caos primigenio, la prehistoria. Se sabe, sin embargo, que los indígenas americanos tenían estadísticas, conocimientos almacenados, nociones claras sobre su presente y su pasado. Entramos al Museo de Arte Precolombino de Santiago de Chile y encontramos un quipu incásico desplegado en un muro. El Museo, en muchos sentidos ejemplar, nos hace una advertencia, nos entrega un signo. El quipu es un gran tejido de lana parecido a un sol con sus rayos, o a un pulpo, lleno de cuentas y de nudos de diferentes colores. Cada brazo o cada rayo representa un sector determinado de la sociedad, de la economía, de la defensa, de los transportes, de la población. Cada nudo indicaba una cantidad, un número. ¿Comenzó a existir esa civilización por el mero hecho de la llegada al Cuzco, al ombligo de la tierra inca, de un campesino extremeño, Francisco Pizarro, y de sus seguidores?

Lo curioso es que la noción de descubrimiento persigue a los americanos, ¿latinoamericanos?, ¿iberoamericanos?, desde hace quinientos años. Europa nos olvida y cada cierto tiempo nos descubre o nos redescubre. Y pretende que cada descubrimiento es un comienzo, una fundación. La visión europea de la historia americana está hecha de largos paréntesis, de periodos de prolongada y densa oscuridad, y de súbitas apariciones luminosas. Aparece Tenochtitlán ante los ojos deslumbrados de Hernán Cortes y en seguida desaparece. Aparecen las repúblicas americanas después de las guerras de la independencia, con toda la fuerza del nacionalismo romántico, y pronto se sumergen en la noche del siglo XIX. Surge de la nada, aparentemente, la gran novela latinoamericana, el "boom", y al cabo de pocos años la transitoria explosión ha dejado algunas huellas, algunos ecos, algunos nombres célebres, aparte de recuerdos más bien confusos.

Los propios latinoamericanos caemos en una trampa al acomodarnos a este punto de vista europeo de nuestras cosas. Los escritores del "boom" que actuaban en los comienzos, en la década de los sesenta, como grupo más bien cerrado, aceptaron y hasta promovieron la idea de que eran los fundadores de la narrativa latinoamericana. Partían de la nada. Eran nuestros primeros novelistas verdaderamente creativos. Presentarse así es una especie de obsesión latinoamericana, pero creo que corresponde a una exigencia europea, sobre todo francesa. En esos foros de los años sesenta, mientras era diplomático profesional y escritor bisiesto, siempre insistí en la conexión entre los novelistas que surgían y una literatura anterior: la de Ricardo Güiraldes en Argentina, la de Horacio Quiroga en Uruguay, la de los realistas chilenos, la de Machado de Assis en el Brasil.

Insistimos en años anteriores en el concepto de la generación espontánea, del milagro estético, y creo que ahora nos toca observar los fenómenos en su continuidad, en su desarrollo gradual. Borges está relacionado con Shakespeare, con Kafka, con Francisco de Quevedo y muchos otros, pero pertenece también al mundo del tango y al de la poesía gauchesca. Tenemos que entender estas contradicciones y esta síntesis, aunque sea rudimentaria, para entendernos a nosotros mismos.

En la historia y en la política sucede algo muy parecido. Europa acepta

para ella la noción de la gradualidad, de la reforma, del progreso posible, y

suele pensar que América es el continente de los comienzos espectaculares,

comienzos que tienen como inevitable reverso los finales apocalípticos. Así

ha sucedido hasta hace muy poco, por lo menos. En los años sesenta y setenta,

parecía que la Revolución Cubana iba a ser un equivalente y una segunda

etapa, más lograda, de las revoluciones de la independencia. Se hablaba de

nuestra segunda independencia. Se hablaba sin conocer bien la primera, con

esquemas simples y con ilusiones excesivas.

Las ideas europeas sobre el movimiento iniciado en 1810 también fueron simples, optimistas, ilusorias. Después de poco tiempo vino un rápido desengaño. Leamos ahora el ensayo de Carlyle sobre el Doctor Francia del Paraguay. Recordemos que la reina Victoria de Inglaterra ordenó borrar a Bolivia, la Bolivia del general Melgarejo, del mapa. Las cosas no han cambiado demasiado. En America siempre hemos luchado entre la barbarie cultural, política, económica, y la ilustración, la racionalidad, el deseo de ser modernos.

La historia de la América indígena y española todavía está por escribirse. Las revoluciones nuestras tienen mucho de agitación violenta, pero superficial, y los periodos oscuros a veces son más creativos de lo que se cree. Recibo un ejemplar del archivo del general José Miguel Carrera, uno de los héroes de la independencia de Chile, y encuentro que fue acusado por las autoridades coloniales, cuando él era un joven de 19 años de edad, por haber maltratado y herido a unos indios de la hacienda de sus padres. Carrera sostiene en su defensa que esos indios eran borrachos, ociosos, ladrones. ¡Un lenguaje que hemos conocido tanto! El fiscal de la Real Audiencia, en cambio, invoca leyes de protección a los indígenas dictadas en tiempos de Felipe II. Todo ha sido paradoja, contradicción en nuestra historia, pero esa contradicción es rica, reveladora, y casi siempre ha sido esquivada desde aquí y desde allá. Si entramos en la historia verdadera sin prejuicios, vemos que las supuestas revoluciones fundadoras fueron, más bien, transiciones, y transiciones, por lo demás, no del todo logradas.

Soy más bien escéptico frente a los sucesivos "descubrimientos" de América, frente a las nociones entusiastamente fundacionales. Tiendo a verlo todo, por el contrario, como un proceso gradual, difícil, con momentos menos malos y momentos terribles. ¿Podemos decir que la historia sea diferente en alguna otra parte del mundo? El proceso nos acerca a Occidente y nos hace colocar, a la vez, a Occidente en tela de juicio. Nos acerca al centro y nos hace dudar del centro. No comenzamos con el "boom", no comenzamos con la gesta de la independencia, ni siquiera comenzamos con la llegada de Cristóbal Colón. Cuando llegó Colón, ya estábamos aquí, o estaban ellos, los indios, nuestros antepasados carnales o por lo menos culturales. Saber que José Miguel Carrera, nuestro héroe, persiguió en su juventud a balazos al indio Estanislao Placencia y a sus hijos, acción que fue condenada por las autoridades del viejo imperio, nos coloca en el centro de la contradicción. Esto es, en la realidad siempre esquiva, ajena a las efemérides.

La Celestina: un Fausto con faldas

Cuando Cristóbal Colón hacía sus viajes a América, el joven bachiller Fernando de Rojas, estudiante de derecho en Salamanca, escribía La comedia de Calisto y Melibea, obra que pronto, debido a la fuerza arrolladora de su principal personaje, seria conocida como La Celestina. Las dos empresas, la de Colón y la de Rojas, no dejan de estar conectadas de algún modo. Son expresiones diferentes, en la acción y en la reflexión, en la geografía y en la literatura, de un momento particularísimo, de una gran encrucijada histórica. Fernando de Rojas fue el explorador de un nuevo mundo mental; fue uno de los primeros y más decididos introductores de la individualidad, del yo en sus aspectos más complejos, en su conciencia, en su astucia, en sus enigmas, en sus lados oscuros, en la lengua literaria castellana y europea. Comparados con los de la "comedia" de 1499, mejor definida en ediciones posteriores como "tragicomedia", los personajes de la literatura anterior son más simples, más unilaterales, más caricaturescos, más carentes de sombra. Celestina, la vieja de la cuchillada, la trotaconventos, tiene sombras y luces, voluntad férrea y sensualidad, codicia y a la vez una curiosa simpatía, pasión y humor.

La crítica tradicional insistió en analizarla como encarnación del mal. Yo pienso que la vieja barbuda es más irónica que maligna, menos perversa de lo que se pensó siempre y más socarrona, con una vertiente incluso amable en su personalidad. Su trabajo consiste en facilitar los encuentros de las parejas ilícitas, pero esa ilicitud no es natural y ella parece saberlo muy bien: es una ilicitud institucional, heredera del pasado, represiva, y que ya se encuentra en plena crisis. Su condición de mujer sola, anciana, marginal, la obliga a ganarse la vida en esa forma y a actuar siempre a la defensiva, sin dar tregua y sin hacerse ilusiones. Su pragmatismo implacable, hijo de la necesidad, fue probablemente aprendido por el joven Fernando de Rojas en la escuela de su familia judía.

Lo más extraordinario del personaje, sin embargo, aparte de las virtudes y los defectos ya mencionados, es su increíble energía. Es una energía descrita desde la interioridad, que se desarrolla en forma autónoma, libre, imprevisible. La vieja trota sin descanso por esas calles mal empedradas, habla sola, prepara sus movidas, saluda a gritos, se ríe, recuerda su juventud, obtiene placeres crepusculares con el espectáculo de los amores ajenos ("porque me hacéis dentera con vuestro besar y retozar. Que aun el sabor en las encías me quedó; no le perdí con las muelas…"). A pesar de su "frialdad" moderna, actitud impuesta por las circunstancias, es nostálgica del pasado, como lo será en grado extremo, enloquecedor, su lejano pariente don Quijote. "Perdidas son las mercedes, las magnificencias, los actos nobles", declara Celestina en esos curiosos diálogos que se acercan, más bien, al monólogo interior, ya que los interlocutores se encuentran en niveles de conciencia mucho más bajos y elementales. Si don Quijote, un siglo más tarde, perderá el seso, ella, para salvarse, escogerá la cuerda y fría codicia: "A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo". Y entraron en juego, aquí, una ironía de segundo grado: la codicia de Celestina, aparentemente protectora, provocará su muerte.

Celestina es bruja y tiene tratos con el demonio. El texto lo dice con la mayor claridad y con insistencia. Pero la naturaleza de ese pacto con las fuerzas oscuras no es medieval. Es, por el contrario, sorprendentemente moderna. El demonio de la tragicomedia es una de las formas del poder. La Celestina es un Fausto con faldas. Vive muy cerca de las fuerzas demoníacas. Pacta con el demonio para desatar las fuerzas encadenadas del erotismo, para dar libre curso al arte de amar, y para obtener ella, en pago de estos esfuerzos, salud, diversión, dinero. Ella, antes que Goethe, habría podido sostener que del mal que se proponía realizar en esta tierra, en su condición de representante del diablo, siempre resultaría algún bien para los seres humanos. Fernando de Rojas, renacentista, puede ser un precursor de todo el mundo, incluso de Goethe.

Una observación final: ¡qué maravilloso lenguaje el de este libro, qué dinamismo, qué expresión verbal más rica y más libre de esa energía desatada y a la vez dirigida que caracteriza al personaje! "En suma, el estilo…es el diablo", escribía Paul Valéry en Mon Faust. Valéry hacia un Fausto reflexivo, francés, sucesor directo de Descartes y del Discurso del método. Un Fausto cartesiano, sin embargo, es una contradicción, un sin sentido. No cabe duda, al menos en la literatura moderna: el diablo, el elemento maligno, demoníaco, es una fuerza esencial del estilo contemporáneo. Quizás empezó a serlo desde que el bachiller Fernando de Rojas, en el tiempo de los viajes a América de Cristóbal Colón, se puso a escribir su Tragicomedia de Calisto y Melibea. Tragicomedia de una vieja peligrosa que se pone a jugar con el destino de dos jóvenes, dos inocentes, dos habitantes del paraíso anterior al pecado original. En los tiempos de Colón, nuestro mundo tenía una diversidad y una complejidad de sentidos. Ahora también, para bien y para mal.

El whisky de los poetas

Los poetas de mis comienzos literarios no bebían whisky. Bebían vinos de lija que dejaban manchas moradas en los labios. Cuántos hígados, cuántos cerebros fueron destrozados en esas noches de conversación exaltada y de vinos temibles. Veo a Teófilo Cid en la vacilación de un amanecer en el Centro de los Hijos de Tarapacá. Afuera vendían El Mercurio, El Diario Ilustrado, La Nación. Pasaban los primeros tranvías y las floristas de la pérgola de San Francisco empezaban a ocupar sus puestos. Abnegadas, uniformadas, descoloridas mujeres del Ejército de Salvación repartían sus folletos a las puertas del café Il Bosco. A Lucho Oyarzún lo veo en los alemanes de la calle Esmeralda, subido en una silla, intensamente rojo, lleno de patacones de sal en el traje de funcionario de la Universidad. La sal absorbente iba adquiriendo, a medida que transcurrían las horas, un color morado.

Neruda contaba después que había aprendido a beber y a distinguir los diferentes whiskies en el Extremo Oriente, en las antiguas colonias inglesas, hasta donde llegaban en pequeños barriles con etiquetas de papel que indicaban el año y la procedencia. En los años cincuenta, sin embargo, años de proteccionismo, de productos nacionales, de contrabandistas, el Neruda de la casa de Los Guindos ofrecía vinos pipeños y combinados de las especies más diversas. El primer bebedor feroz de whisky que hizo su aparición en el mundo literario chileno fue Rubem Braga, diplomático del Brasil por accidente, gran cronista y a sus horas poeta, incluido por su compatriota Manuel Bandeira en una antología de "poetas bisiestos". Rubem vivía en el barrio alto, en la calle Roberto del Río, para ser más preciso, y bajaba al centro, a la casa de Neruda en el San Cristóbal, al departamento de Enrique Bello en Teatinos, a los talleres de la calle Merced esquina de Mosqueto, armado de unas botellas compactas, cúbicas, auténticamente escocesas, que a nosotros nos parecían milagrosas. Era frecuente que al final de esas noches se olvidara de dónde había dejado su automóvil y tuviera que regresar a Roberto del Río en taxi. Como era, a pesar de las apariencias, persona sensata, optó por trasladarse a vivir en un hotel del centro.

Rubem Braga pertenecía a la primera generación literaria brasileña consumidora de whisky: la de Vinicius de Moraes, Paulo Mendes Campos, Fernando Sabino y muchos otros. Después tuve la oportunidad de conocerlos en su verdadera salsa: en los cafés de Ipanema, en los bares de Copacabana, en el Sacha, "boite" que llegó a ser legendaria y que fue destruida por un incendio. Rubem escribió una crónica de tono bíblico, "¡Ay de ti, Copacabana!", y provocó emociones y gestos de arrepentimiento colectivo. En esos años, sin embargo, nadie se arrepentía de verdad. Bebíamos todo el whisky que podíamos con la mayor desvergüenza y en un estado de salud envidiable. Rubem Braga, Vinicius de Moraes, Neruda, eran aficionados a la tradición de calidad: Johny Walker etiqueta negra. A Neruda también le gustaba el Buchanan de Luxe, que es el producto envejecido de la marca Black & White. Roberto Matta, el pintor, que también se preciaba de ser conocedor en la materia, era aficionado, si no recuerdo mal, a los llamados "whiskies pálidos", pale whiskies, no menos alcohólicos que los de color más oscuro. El más popular de estos pale whiskies es el JB, que a Matta le gustaba beber en su versión de doce o de quince años de antigüedad. Añadiré, porque nunca faltan los mal pensados, que Neruda y el Matta de esos tiempos eran bebedores fuertes, pero no eran en absoluto alcohólicos. Se ponían a beber después del trabajo, cuando caía la oscuridad. Cenaban con vino, partían a dormir temprano y se levantaban de madrugada. No se podría decir lo mismo de Rubem Braga y de Vinicius de Moraes. Ellos representaban una especie de romanticismo carioca, postvanguardista. El de Garota de Ipanema, canción que recorrió el mundo y cuyo tema se le ocurrió a Vinicius en un café de la calle Prudente de Morais, en la esquina del lugar donde vivía Rubem Braga. Esas "garotas" elásticas, bronceadas, regresaban de la playa cercana en sus bikinis y pasaban caminando frente a las mesas de ese café, indiferentes y espléndidas. Los poetas y los cronistas, a esas horas de final de la mañana, solían beber una cerveza reponedora y picotear unas frituras de calamares.

Hay historias de whisky en la literatura de Faulkner, en la de Hemingway y Scott Fitzgerald, en la de los españoles de la generación de Carlos Barral, de Juan García Hortelano, de Jaime Gil de Biedma. Todos sobrevivieron, o se murieron por razones en general ajenas al consumo de whisky. Los que no sabían detener las cosas después de la hora de comida, a diferencia de Neruda y de Matta, terminaban por pasarlo peor. Tenían que elegir entre la abstinencia definitiva o la cirrosis, y a menudo desembocaban en ambas cosas, en la abstinencia tardía y la cirrosis inevitable. Lo que me parecía francamente grave, en el caso de los brasileños, era que solían comer con whisky en lugar de vino. Los mozos de Paris observaban el espectáculo con gestos de escándalo, como si se tratara de personas que aterrizaban desde países salvajes. Eran salvajes refinados, sin duda, pero la falta de cultura del vino, exhibida con el mayor desparpajo en el corazón de Francia, no dejaba de resultar sorprendente.

Le comenté esto a Xavier Domingo, novelista y cocinólogo (según su propia denominación), y me dijo que la norma de no comer con whisky admite, a pesar de todo, una excepción. Un buen bistec a la tártara se puede y se debe, a su juicio, acompañar con un whisky de calidad. La idea parece tentadora. Yo escogería un escocés de marca conocida normal (no un malteado), y le pondría hielo y un poco de agua natural. Lo haría un mediodía de sábado, con la perspectiva de un libro y de una siesta reparadora.

Receta de bistec a la tártara

XIMENA EDWARDS

Conviene servir el bistec tártaro en porciones individuales. Para cada porción, moler de 150 a 200 gramos de posta negra o comprar en carnicerías de calidad carne especialmente preparada para "crudo" o tártaro.

Condimentar con sal y pimienta.

Agregar una pizca de pimienta de Cayena y algunas gotas de salsa Worcestershire y/o Tabasco.

Armar la carne en forma redonda y disponerla en un plato. Hacer un hueco en el centro y poner ahí una yema de huevo crudo. Colocar alrededor de la carne una cucharada chica (de postre) de cebolla picada fina, una cucharadita de alcaparras bien escurridas, media cucharadita de perejil picado y un poco de chalota picada. La mezcla debe hacerla cada persona a su gusto. Para sazonar al final al gusto de cada uno, colocar en la mesa "tomato-ketchup", aceite de oliva, el Tabasco y la salsa Worcestershire.

La literatura y el poder

Todo el poder para los soviets, decía Lenin en 1917, en el comienzo de un capítulo que sólo se ha empezado a cerrar en estos últimos dos años. Todo el poder para nosotros, dice ahora Jaime Collyer, que parece hablar en nombre suyo y de sus compañeros de la nueva generación literaria. También dice, en un artículo publicado hace un par de semanas en Apsi y que fue colocado, seguramente por distracción de los editores, en la sección "Cultura": "Nada podrá ya desalojarnos de las trincheras". Como la idea del "desalojamiento" se reitera a lo largo del texto, agrega al final, después de referirse a los escritores de las generaciones anteriores: "Vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o patadas, según sea el caso".

Como ejemplo de reflexión crítica, digo yo, el ejercicio de Collyer no deja de ser original y revelador. Es una forma nueva de la vieja querella de las generaciones, pero es, por desgracia, una forma degradada. Me imagino que no todos sus compañeros se sienten identificados con este lenguaje. La generación mía, que después seria bautizada como "generación del cincuenta", libró a comienzos de esa década una batalla áspera, dura, sin contemplaciones, contra los maestros del criollismo, contra los Durand, los Mariano Latorre, los Eduardo Barrios, pero fue una batalla eminentemente intelectual. Combatimos con la cabeza, no con los pies; con argumentos, no con patadas. Lo hicimos en nombre de una concepción determinada de la literatura y en contra de otra que ya nos parecía anticuada y monótona, estéril. Algunos de nuestros predecesores se irritaron y otros nos defendieron con simpatía. Luis Meléndez declaró en un programa de radio que yo era un petulante, un afrancesado que demostraba "olímpico desdén por lo nacional", un rara avis. Ricardo Latcham, que salió en mi defensa, dijo que un escritor joven estaba en su perfecto derecho si prefería el Ulises de James Joyce a los Cuentos del Maule de Mariano Latorre. A todo esto, el propio Latorre se me acercó una mañana en el café Haití, acompañado de una mujer joven y atractiva, y me dijo, sonriente: "Sé que usted no me ha leído a mi, pero yo, en cambio, he leído sus cuentos y me han interesado mucho". Como decimos los afrancesados de antes y de ahora: "Chapeau". Me parece que el error esencial de Jaime Collyer y de sus presuntos representados consiste en plantear la polémica literaria en términos de poder, e incluso de poder militar, puesto que se nos habla de infiltración, de trincheras, de divisiones de combate, de caídos e inmolados, de ocupaciones y desalojamientos. Deberían comprender, en primer lugar, que todos, los viejos y los jóvenes, fuimos hostilizados, censurados, arrinconados por la dictadura, y que todos, o casi todos, luchamos por la restauración de la democracia en el país. No hay aquí una cuestión de trincheras o de privilegios nuestros superiores a los de ellos. En seguida, ya deberían saber, porque al fin y al cabo no son tan jóvenes (cuando yo polemizaba con los criollistas tenia veinte años recién cumplidos), que en Chile el poder literario simplemente no existe. Un éxito editorial grande significa una venta de seis mil ejemplares. Un artículo, salvo muy raras excepciones, alcanza, si es que lo pagan, para comer con la pareja en un restaurante bastante mediano. Si a uno lo invitan a dar una conferencia, el invitante supone, por regla general, que hablar no cuesta nada. El pago más frecuente es un pisco sour, o una sonrisa. ¿De qué poder hablamos, entonces? Si Collyer y sus amigos tienen tanta ambición como la que se exhibe en el artículo de Apsi, creo francamente que deberían cambiar de profesión. Todavía están a tiempo de hacerlo. Deberían dedicarse a los negocios o a la política, las únicas cosas que dan poder en Chile. La literatura no lo da, y escribir para conseguirlo es una forma práctica de perder el tiempo.

Mi generación tuvo una sola ventaja con respecto a la de los jóvenes actuales, pero ahora comprendo que fue una ventaja importante. En mi tiempo nadie se imaginaba, ni siquiera en sus sueños más audaces, que escribir pudiera dar dinero, influencia, poder político. Asumir la vocación literaria implicaba en alguna medida muchas veces muy seria, un desafío al orden social, un desplazamiento, una marginación. Casi siempre obligaba a renunciar a una posibilidad cierta de poder. Ahora, en cambio, circulan imágenes de popularidad, de éxito internacional, de dinero, que son inevitablemente perturbadoras. Yo siento verdadera nostalgia de los tiempos en que sólo apostábamos por la literatura. Uno se buscaba la forma menos incómoda posible de ganarse la vida y escribía en la madrugada, en la noche, en los interminables domingos, en forma casi clandestina. Si uno leía un cuento inédito a una audiencia compuesta, pongamos por caso, por Lucho Oyarzún, Enrique Lihn, Jorge Sanhueza y Alberto Rubio, y esa audiencia lo celebraba, uno se sentía mucho más feliz que ahora al verse en una lista de libros más vendidos. Si después comprobaba de cualquier manera, que el texto había llegado al corazón de un lector enigmático y desconocido, la felicidad era doble. Una vez, a mis veinte y tantos años, se me acercó en Chillan un mapuche que hablaba el castellano con cierta dificultad y me manifestó su admiración por uno de los relatos de El Patio, uno que transcurría en Santiago y en los salones polvorientos de una señora excéntrica. Me pareció una demostración de la vitalidad de la literatura, de su capacidad de traspasar barreras y fronteras, y de hacerlo, precisamente, con el poder de las palabras y ningún otro. El recuerdo de ese episodio todavía me convence que escoger la literatura, después de todo, no fue una equivocación.

Nosotros condenamos en los años cincuenta la estética del criollismo y eso nos llevó a cometer algunos errores de juicio literario. Una estética limitada puede producir obras interesantes. Algunos cuentos de Luis Durand y de la juventud de Manuel Rojas bastan para que el criollismo se salve. Claro está, llegar a esta conclusión supone una revisión, una reflexión adicional. Exige comprender en alguna etapa esa necesidad de un juego dialéctico entre la tradición y la invención, entre el orden literario y la aventura. Todo está dicho, pero todo hay que asimilarlo. Ya que Jaime Collyer, a quien respeto como autor de ficción y en algunas páginas, incluso, admiro (aun cuando no creo que todavía "escriba como los dioses"), nos dice que entregó hace años su carné del partido, le recomiendo que se haga revisionista. Es lo único que puede salvarnos a todos de la lógica militar tan estrecha, tan simple y tan asfixiante que utiliza en su texto.

La tradición poética

Vivimos enfrentados a un mosaico de figuras locuaces, ocasionalmente brillantes, esencialmente transitorias, y detrás de esa bulliciosa primera fila, en una relativa sombra, se encuentra uno que otro clásico mal conocido. El país es así: distraído, desatento, desdeñoso y a la vez deslumbrado. El último Premio Nacional de Literatura ha recaído en uno de estos clásicos relegados a la penumbra. Gonzalo Rojas, nacido en Lebu en 1917, escribe desde fines de la década del treinta alguna de la mejor poesía chilena. No soy especialista en poesía ni crítico literario y sólo pretendo dar una impresión de lector. Tiene el mérito, por lo menos, de ser una impresión de viejo lector. Todavía estaba en el colegio y en el primer año de universidad cuando leía con pasión, con entusiasmo reiterado, hasta descuadernar enteramente el libro de gran formato, Miseria del hombre. Ahora reviso datos biográficos y descubro que Miseria del hombre es de 1948, de mi sexto año de humanidades y de mis inicios en la escritura. Salía del San Ignacio de la calle Alonso Ovalle y compraba en los kioscos del centro la revista Pro Arte. Temo que ahora no haya nada comparable a Pro Arte, dirigida en esos tiempos, o más bien escrita en su casi totalidad, por Enrique Bello y Santiago del Campo. En esas páginas había descubierto a T.S. Eliot en traducciones de Jorge Elliot, a César Vallejo, a Humberto Díaz-Casanueva y Rosamel del Valle, a Nicanor Parra y al entonces muy joven Gonzalo Rojas. Trato de refrescar mi primera impresión, mi impresión de adolescente o de postadolescente letraherido. Era una poesía menos hermética que la de Rosamel o la del Neruda de la primera Residencia y menos evidentemente musical, con una música más soterrada, que la de Nicanor Parra. Creaba atmósferas duras, sombrías, intensas, como escenarios concentrados donde uno intuía callejones e interiores de Valparaiso, o espacios del sur, ríos, lluvias, caballos, minas. Era menos populista que alguna de la poesía de esos años y en algún sentido más reconocible, vale decir, más reveladora de cosas nuestras.

Veo en Gonzalo Rojas una síntesis muy notable e intensa de la poesía de la lengua y de la mejor poesía chilena. Ahí, en los recodos, entre líneas, resuenan en sordina Quevedo, el Arcipreste de Hita, San Juan de la Cruz, Luis Cernuda. Y hay un parentesco notorio con Vallejo, Neruda y Huidobro, con Gabriela Mistral, con "el otro Pablo", es decir, porque no puede ser otro, Pablo de Rokha. En alguna medida, la obra de Gonzalo Rojas los recupera, los saca a la luz del día, los hace bailar juntos aunque no les guste y lanzar chispas. Es una obra que utiliza la lengua castellana con propiedad, con desparpajo, Y que a la vez la violenta, la sacude, la obliga a salir de sus cauces convencionales.

Comencé a leer a Gonzalo Rojas a fines de la década del cuarenta, a fines de mi adolescencia, y he seguido leyéndolo de una manera intermitente, pero continuada. Su trabajo alude a la historia y a la imaginación de todos estos años: a los paisajes, a los viajes, a las ciudades, a los cinematógrafos, a las contradicciones angustiosas de la época, a los poetas de antes y de ahora, al amor carnal y espiritual, al amor como combate y encuentro, y a la muerte. Es una poesía contra la muerte, como uno de sus títulos, alrededor de la muerte y sobre la muerte. En este aspecto, además de quevediana, es unamuniana (aunque quizás Gonzalo Rojas no esté de acuerdo con esto último). ¿Estamos preparados, en el Chile que descubre la Malasia, China, el Japón, con una delegación de cien funcionarios y empresarios y donde no hay ningún poeta, donde brillan por su ausencia los representantes de nuestra cultura, de nuestra literatura, de nuestra ciencia, para leer estas cosas, para soportar estos mensajes en apariencia extemporáneos?

"Prefiero ser de piedra, estar oscuro, / a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreir / a diestra y a siniestra con tal de prosperar en mi negocio…" Así escribía el Gonzalo Rojas de siempre, el de los cincuenta y los sesenta, y así, o más o menos así, escribe el de ahora. Yo creo que podemos descubrir la Malasia, la de la economía de mercado, después de la de Sandokán, y no perder el oído para estos acentos, que son al fin y al cabo propios de una tradición esencial y enteramente nuestra. No se trata de hacerse modernos olvidando esas cosas sino recuperándolas, incorporándolas, haciendo que formen parte de una modernidad más compleja, más inspiradora. En este sentido, el premio a Gonzalo Rojas me parece inesperadamente oportuno. El Chile que se desarrolla, el Chile optimista, que descubre nuevos sectores del vasto mundo, que se proyecta hacia el exterior, no debe olvidar sus voces roncas y creativas, admonitoras y enérgicas, inventoras de lenguaje. En medio de nuestras fijaciones criollas y de nuestras rutinas, podemos encontrar aquí, por ejemplo, otra versión del lirismo amoroso, una versión cuya intensidad no es menos nuestra: "Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones, te turbulentamente besara, / mi vergonzosa, en esos muslos / de individua blanca, tocara esos pies / para otro vuelo más aire que ese aire…"

Oscilamos, en este final de 1992, entre la euforia y la pacatería, y la voz de Gonzalo Rojas, seria y juguetona, vanguardista y antigua, violadora del idioma y tremendamente atenta al idioma, nos devuelve a una línea central que nunca debemos perder. La poesía no es pura espuma verbal, puro artificio. La poesía, la de verdad, es desorientadora en primera instancia, y es, en una instancia segunda, orientadora, necesaria. Convendría muchísimo que el país oficial, que es, al fin y al cabo, el que otorga los premios nacionales, comience a entenderlo. Entre el país que explora las posibilidades comerciales de la cuenca del Pacifico y el que construye algo de la mejor literatura del idioma no debería existir ninguna contradicción. Por lo menos, si aspirara a conseguir un desarrollo verdaderamente equilibrado y estable.

Los castigos y las bendiciones

Esta crónica pertenece a la especie de los cuentos frustrados. Si no tuviera que escribirla en forma de crónica, tendría grandes posibilidades de convertirse en cuento. Comienza con la historia de mi tía Fanny Lira, hermana de mi abuela materna, y con la de su marido, Manuel Amunátegui, que fue cónsul chileno en París durante décadas en la primera mitad de este siglo. Manuel era un hombre corpulento, gordo, barbudo, bullicioso, militantemente ateo. Fanny, en cambio, era bonita, dulce, católica observante. El único pecado de la tía Fanny, si es que puede considerarse pecado, era su afición a la buena cocina. Fue, y lo digo sin la menor exageración, la mejor cocinera no profesional que he conocido nunca. Aprendió este arte en la vida diplomática de París, en los grandes restaurantes de antaño, y en los clásicos de la gastronomía. Sobre su familia, sin embargo, cayó una desgracia terrible. Al ventripotente, revoltoso, libidinoso tío Manuel empezó a fallarle un tornillo. Al menos de acuerdo con la versión de los sucesos que llegó hasta mis oídos infantiles. Se robó una reliquia en una iglesia y se dedicó a profanarla de las más diversas maneras, ante el horror de las mujeres de su casa. Después, en un acto de locura redoblada, vendió el inmueble de la legación chilena y fue destituido de inmediato, después de haber prestado servicios durante décadas. Hacia fines de los años treinta la pareja regresó a Chile, derrotada, en decadencia, pero con algunos restos de sus antiguos esplendores. Llegaron en un trasatlántico, seguidos por una larga serie de maletas y baúles y en compañía de un perro negro, grande, lanudo y amistoso, cuya raza ya no recuerdo. Hubo, para celebrar su llegada, un gran almuerzo al aire libre en una parcela que tenía mi abuelo cerca de Talagante. Almuerzo digno de un relato de Guy de Maupassant, con cincuenta o sesenta comensales. Mi tía Fanny se desplazaba entre la cocina y la gran mesa campestre, instalada debajo de unos árboles frondosos, y dirigía las operaciones. Los niños, sentados en un rincón, lejos de las conversaciones indiscretas y de los enigmáticos fragmentos de frases en francés, le dábamos de comer al perro. El pobre animal comió tanto que se enfermó y murió esa misma noche, después de agonizar largas horas a vista y paciencia nuestra.

La muerte del perro fue un anuncio, un signo ominoso. Manuel y la tía Fanny terminaron sus días olvidados, en la miseria, en un mínimo departamento subterráneo del barrio de Villavicencio y Namur. Recuerdo mis visitas a esa cueva más o menos maloliente, llena de fotografías desteñidas, de bastones, de polainas, de abrigos apolillados. Mi tía Fanny, sin embargo, tenía ánimo para ir todos los miércoles en la mañana a la casa de mis padres, meterse a la cocina y confeccionar guisos extraordinarios. Parece que se ponía de acuerdo desde antes con la cocinera para que esta le comprara los ingredientes. Después, a la hora de almuerzo, comía con voraz apetito y escuchaba con una sonrisa plácida los elogios a su habilidad, que brotaban desde todos los ángulos de esa mesa. Hoy día, quizás, habría podido convertir ese talento en una profesión bastante lucrativa, pero eso en los años cuarenta no se le ocurría a nadie.

Los recuerdos parisinos de mi tía Fanny eran de una ingenuidad, de un anacronismo curiosos. Recuerdos de don Alberto Blest Gana, de don Federico Santa María, del joven Pilo Yáñez, que decretaba que se había puesto "peludo" y se quedaba un mes entero en cama. "Cuando salíamos de paseo con don Federico", decía mi tía Fanny, "hacia que se parara el coche en pleno campo y se bajaba a morder las bulbas de las betarragas. Así sabía si la cosecha de azúcar seria mala o buena y decidía sus movidas en la Bolsa".

Una vez me encontró absorto en la lectura de una novela y supo que yo, a mis veinte o veintidós años, sentía una frenética admiración por Marcel Proust. "¿Marcel Proust se transformó en un buen escritor?…", murmuró: " ¡Qué curioso! En mis tiempos era un joven mundano, que de vez en cuando escribía crónicas en Le Figaro. Éramos vecinos en el boulevard Haussmann y siempre me lo encontraba en la rotisería de la esquina, pálido, huesudo, muy amable, con pedazos de algodón que le asomaban por el cuello duro de la camisa… ¿Lo dices en serio, esto de que Marcel Proust se convirtió en un gran escritor?"

Una vez tuve con la tía Fanny una discusión que se volvió inesperadamente agria. Ella dijo que los pescados y los mariscos franceses eran mejores y más variados que los chilenos. Yo, nacionalista juvenil, monté en cólera. Le enrostré su afrancesamiento desorbitado. "Es que tú no conoces los pescados franceses", argumentó, con su bonhomía, con su sonrisa encantadora, mi anciana tía, que dudaba de la calidad literaria de Proust, pero no de las soles, las coquilles Saint Jacques, los loups en lecho de ceniza, las lottes y las daurades de la dulce Francia. Hoy día, después de haber comido una corvina joven y recién sacada de las aguas de nuestra costa central, pienso que la tía Fanny era un poco desdeñosa de lo nuestro, con un desdén muy europeo y muy propio de su generación, pero también recuerdo pescados franceses y llego a la conclusión de que mi cólera fue excesiva. Una sole meunière, un lenguado a la mantequilla, comido en la Coupole de los años sesenta, en la Closerie des lilas del viejo Hemingway y del todavía joven Vargas Llosa, es una sencilla obra maestra. Recuerdo la maestría con que los mozos vestidos de negro, como autómatas de un cuento romántico, eliminaban las espinas laterales, sacaban la dorsal y presentaban en el plato caliente los filetes dorados, delgados, impecables. El tío Manuel fue castigado por sus sacrilegios, pero conoció esas bendiciones. Y Marcel Proust, el vecino pálido y huesudo, con algodones que salían por el cuello duro, analizó hasta el agotamiento el problema estético, ético, metafísico, de la eternización de esos instantes por medio de la memoria.

Receta de lenguado Meunière

por Ximena Edwards

Para cuatro personas.

Ingredientes:

4 filetes de lenguado

10 centilitros de leche

30 gramos de harina

Sal, pimienta

Aceite de oliva

1 cucharada de jugo de limón

2 cucharadas de perejil picado

4 rodajas de limón sin cáscara

60 gramos de mantequilla

Preparación:

Remojar los filetes de lenguado en leche y pasarlos después por la harina salpimentada. Poner aceite de oliva en una sartén honda, aproximadamente 1/2 centímetro, y calentarlo a fuego vivo. Poner el pescado y dorarlo por ambos lados. Pasarlo a una fuente precalentada, espolvorearlo con un poco de pimienta y de perejil picado. Rociarlo con unas gotas de jugo de limón. Colocar encima las rodajas de limón. Cocer la mantequilla en la misma sartén, ahora sin el aceite, hasta que adquiere un tono dorado oscuro. Colocarla sobre el pescado.

La poesía y el cuento

Un columnista le recomienda a los políticos que lean poesía. No les recomienda poesía fácil. Les aconseja leer el Réquiem de Díaz-Casanueva, Venus en el pudridero de Eduardo Anguita, Residencia en la tierra de Pablo Neruda. El lenguaje de la poesía es la antípoda casi exacta del lenguaje de los políticos: es una palabra que se encierra en si misma, que se transforma y hace su propia crítica, que no pretende producir efectos en la realidad exterior. Y es así, sobre todo, en el caso de los libros citados. Si los políticos, en un extraño caso de conversión colectiva, se pusieran a leer esos libros, creaciones densas y extremas de nuestro mundo chileno, tendrían que hacer una pausa en sus agitados trajines, darse un respiro, tomar una distancia. No les haría ningún daño, desde luego. Un viejo cronista y ocasional poeta brasileño, Rubem Braga, había inventado una sección en una revista de Río de Janeiro. Título de la sección: "La poesía es necesaria. La poesía es, en apariencia, la cosa más innecesaria del mundo, y es, sin embargo, porque las apariencias engañan, porque los extremos se tocan, un artículo de primera, de primerísima necesidad. Lo serio del asunto es que si una persona no comprende esta necesidad, sufre de una limitación que a su vez no comprende.

Si la poesía es necesaria, y aquí intervengo en calidad de abogado de mi propia causa, intentaré demostrar que la prosa narrativa, la novela, el cuento, también lo son. Empecé a escribir poesía en mi adolescencia, tuve un par de lectores admirativos en un patio de colegio, y después pasé a la prosa y descubrí el género del cuento. Publiqué mi primera colección de cuentos, El patio, en 1952, cuando todavía no había cumplido los 21 años de edad, y ahora, nada menos que cuarenta años después, he reincidido en el género con entusiasmo y con desvergüenza, sin reservas y sin prejuicios. Los editores, los agentes literarios, la gente del mundo de los libros, suelen ejercer alguna forma de presión sobre los autores para que escriban novelas en lugar de relatos breves. La novela es la forma moderna por excelencia de la expresión literaria. El cuento, que en esto se parece a la poesía, es una forma mucho más antigua. A diferencia de la poesía, en cambio, es un género que suele ser menospreciado, considerado subalterno, menor y para lectores menores, para niños.

Aquí intervienen elementos extremadamente sutiles. El origen del cuento parece encontrarse en la tradición oral y popular. El género exige ingenuidad, capacidad de asombro, de juego, de transformación rápida, inesperada, sorpresiva. Es una forma literaria relacionada con la infancia de los hombres y con la infancia del mundo. Precisamente ahí, en esos factores lúdicos e infantiles, reside el secreto de su necesidad. Cuando los seres humanos dejan de jugar, de conservar al niño que llevan adentro, perecen bajo toneladas de gravedad, de pomposidad, de tontería. Esto es algo que los políticos, precisamente, arropados en sus discursos, en sus ceremonias, en sus escenarios grises, no deberían olvidar nunca. Si leyeran más poesía y más cuentos, más palabras en apariencia inútiles y más historias en apariencia mentirosas, nos mentirían mucho menos. No sería tan fácil que se produjeran los hechos bochornosos y tontos que se han producido hace poco en la política criolla.

En alguna medida, la apuesta del escritor en el cuento es más arriesgada que la del novelista. La novela puede tener algunos baches, algunas digresiones más o menos inútiles, páginas más flojas que otras. En el cuento, como en la buena poesía, cada palabra y cada silencio, cada signo de puntuación, desempeñan una función completamente irremplazable. Es la marca de los orígenes, la huella de la oralidad de los primeros tiempos. Se ha dicho que el cuento, con su precisión, con su tensión, con su ritmo sostenido, es una lucha contra la muerte. Se ha dicho que esta obligado a ganar por knock out, así como la novela puede permitirse ganar sólo por puntos. Eso de la lucha contra la muerte tuvo una expresión muy concreta en el caso de Scheherazada, del sultán y de Las Mil y Una Noches. El sultán hacia degollar a la mañana siguiente a sus compañeras nocturnas de cama. Cada cuento de Scheherazada le permitía postergar el suplicio durante 24 horas. Si flaqueaba una sola mañana, si contaba una historia aburrida, perdía la cabeza. Los buenos cuentos mantuvieron a raya a la muerte y a la cimitarra del verdugo.

Reivindico, pues, el género, a pesar del predominio comercial, crítico, institucional, de la novela, y reincido en él sin complejos. Hace cuarenta años, el escenario unificador eran los patios de colegio y los patios de la infancia. El tema central, ahora, son las apariciones y desapariciones, las manifestaciones del Eterno Femenino, convertidas en fantasmas, fantasmas de carne y hueso, naturalmente. El Eterno Femenino que nos sostiene, nos ilumina, nos lleva hacia adelante, como decía el maestro Goethe. Cosas del tiempo, fantasías de la edad. Memoria tramposa que juega con el pasado y lo convierte en historia ficticia, historias, cuentos. Me permito completar el atinado consejo del columnista mencionado en las primeras líneas: que los políticos profesionales lean poesía y que también lean cuentos. Los políticos, y también los futbolistas, los empresarios, los obreros. Un país que lee siempre anda mejor, aunque algunos no lo crean. Una persona que sabe leer cosas inútiles suele enfocar con más claridad, con menos confusión, con un sentido más fino del largo plazo, las cosas útiles. Por lo demás, el juego narrativo, la fantasía, la poesía, no son menos necesarios que el pan. Son verdades que ya se saben hace mucho tiempo y que a menudo, sin embargo, se olvidan.

La pasión y la crítica

Los latinoamericanos hemos sido sucesivamente antiespañoles, antiingleses, antinorteamericanos. Nos hemos definido en la oposición, en la contradicción. La época de los Lastarria, de los hermanos Amunátegui, de Barros Arana, alimentaba la leyenda negra de España. Con alguna razón y con no pocas sinrazones. Los intelectuales del último cambio de siglo, por lo menos en el Cono Sur de América, eran antiingleses. Vicente Huidobro escribió un feroz panfleto en contra del Imperio Británico, Finis Britaniae. Como el Imperio no se dio por aludido, organizó su propio secuestro por un supuesto grupo de fanáticos anglosajones. Neruda, de regreso de sus consulados en las colonias inglesas del Extremo Oriente, habló en un verso de "esos terribles ingleses que odio todavía". Después, en proporción a la decadencia del Imperio, su odio disminuyó y sospecho que se transformó en oculta simpatía. Llegó a la debilidad casi vertiginosa de recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Oxford.

La generación del antinorteamericano furibundo fue la mía. Ahora, instalado por una breve temporada en el corazón de la ciudad de Washington, me pregunto por esa actitud generacional, que sobrepasaba en muchos casos la razón crítica para transformarse en pasión y en dogma. "El origen del drama cubano", me dice un amigo de aquí, nacido en La Habana, pero radicado en los Estados Unidos desde los años de la segunda guerra mundial, "es el odio irracional hacia este país de gente como Fidel y Raúl Castro y el Che Guevara". El de ellos y el de tantos otros, me digo yo, pensativo. ¿Hasta que punto nuestra situación vital, nuestros destinos, resultaron determinados por aquellas emociones? En la década del cincuenta uno podía ser prosoviético, Proyugoeslavo, prochino, pro muchas otras cosas, pero, para no incurrir en una especie de censura implacable del ambiente, estaba obligado a ser incondicionalmente antiyanqui. Lo grave del asunto no consistía en la crítica: consistía en la incondicionalidad, en la necesaria suspensión del juicio. Era otra censura, una prisión mental, pero nosotros no teníamos conciencia de que lo fuera.

Mi primera observación al llegar a Washington, ciudad que visité por primera vez en el mes de diciembre de 1958, me lleva a comprobar que este país tenia una capacidad de cambio muchísimo mayor de lo que nosotros nos imaginábamos. Teníamos una sensibilidad aguzada para detectar sus defectos pero no sabíamos que ellos, los norteamericanos, también la tenían. Recuerdo un episodio concreto, que interpreté de un modo determinado a fines de 1958 y que ahora, con una perspectiva que ya es histórica, tengo que interpretar de una manera algo diferente, más matizada. Viajábamos alegremente desde la Universidad de Princeton, donde estudiaba Asuntos Públicos e Internacionales, para pasar las fiestas de fin de año en la capital. Éramos un grupo heterogéneo que se hacinaba en un Ford de segunda mano que había costado sesenta dólares. De repente el Ford cascarriento no quiso seguir. Llevábamos demasiadas horas corriendo a su velocidad máxima y el motor se había fundido. Lo empujamos hasta la orilla del camino y nos dirigimos hasta un paradero de buses comarcales. Eran lugares, vehículos, pasajeros, dignos de una historia del Sur de comienzos de siglo, una historia de Erskine Caldwell o de Sherwood Anderson. Pues bien, lo que me pareció entonces insólito y chocante fue que varios pasajeros de raza negra, algunos de edad avanzada, se pusieron de pie para cedernos sus asientos. Ninguno de nosotros aceptó, desde luego, pero el hecho era revelador. Al viajar desde Princeton hacia el Sur, nos habíamos acercado a las tierras de la discriminación racial. Eran épocas anteriores a la lucha por los derechos civiles, a la presidencia de Kennedy, a todo eso. Los guerrilleros de Fidel Castro entrarían a La Habana tres o cuatro días más tarde, pero tampoco podíamos imaginar las consecuencias futuras de esos hechos. En nuestro grupo había tres chilenos, un italiano y un norteamericano. Todos, incluido el estudiante de aquí, pensamos que el detalle revelaba la profunda injusticia dominante en los Estados Unidos. Algunos meses más tarde, cuando el movimiento de Fidel Castro empezó a mostrar sus tendencias contrarias a este país, todos los miembros de aquella expedición sentimos que la reacción de Cuba se justificaba plenamente.

Lo que compruebo ahora en las calles, en la universidad, en los restaurantes, en los espectáculos, es que la lucha en favor de los derechos de las minorías raciales, aunque no haya triunfado en forma absoluta, ha hecho progresos impresionantes, espectaculares. Después de las administraciones de John Kennedy y de Lyndon Johnson, la atmósfera racial de este país cambió en profundidad. El sistema mismo demostró una capacidad de cambio que nosotros, los de entonces, ni siquiera sospechábamos que tuviera. He viajado muchas veces al Brasil y siempre he comprobado, y lo he comentado con mis amigos brasileños, que la situación racial allá evoluciona y progresa mucho menos, si es que progresa algo, que la de acá. También es paradójico y triste observar que la Revolución que comenzaba en Cuba en esos mismos días, la que iniciaron esos guerrilleros juveniles y barbudos que entraban a La Habana, ahora está anquilosada, convertida en un anacronismo, demostrando en forma flagrante su incapacidad para transformarse desde adentro.

¿Servirá toda esta experiencia de una generación para que América Latina salga por fin del esquema fácil de los "antis", de las fobias, de los chivos emisarios? ¿O seguiremos pensando, en nuestra comodidad y en nuestra pereza, que la culpa de nuestros males radica entera en los demonios exteriores? A veces sospecho que Chile ya salió de esos recursos fáciles, de esas pasiones colectivas, que tienden más bien a debilitar el empleo de la razón crítica, pero la verdad es que todavía tengo serias dudas al respecto.

Reivindicación de Juan Emar

He dedicado una de mis clases en la Universidad de Georgetown a comentar un cuento de Juan Emar y otro de Felisberto Hernández. No todos los lectores han escuchado hablar, me imagino, de Juan Emar y de Felisberto Hernández. La memoria de Felisberto, sin embargo, junto con el nombre de José Lezama Lima, fueron reivindicados hace ya más de veinte años por Julio Cortázar. Juan Emar, en cambio, que tuvo la desgracia o el inconveniente de ser escritor chileno, no ha sido reivindicado por nadie o por casi nadie. Es cierto que Neruda le dedicó una página amable, pero en esa página se adivinaba más simpatía amistosa que verdadera admiración literaria. Y Vicente Huidobro, otro de los grandes amigos de Juan Emar (el seudónimo era una chilenización de la expresión francesa j'en ai marre, vale decir, "tengo lata, estoy deprimido"), estaba siempre muy atento frente a su propia persona y era más bien distraído con respecto a las personas que lo rodeaban.

Juan Emar es el seudónimo de Álvaro Yáñez o Pilo Yáñez, uno de los hijos del famoso don Eleodoro, fundador de periódicos, parlamentario, ministro de Estado y candidato eterno a la Presidencia de la República. Sospecho que Álvaro, Pilo, siempre padeció del síndrome de los hijos de padres con estatuas o con nombres de calles. Perteneció a la generación latinoamericana de la vanguardia, del París de entre las dos guerras, de la bohemia desatada y de la extravagancia en grande. ¿Cómo serian las reuniones y las conversaciones, en un café de la Place Blanche o en el Regence de Montparnasse, entre Pilo Yáñez y contertulios como Vicente Huidobro, Camilo y Maruja Mori, Acario Cotapos y el pintor Ortiz de Zárate, Lucho Vargas Rozas y Henriette Petit, César Vallejo, Juan Gris y Alberto Rojas Jiménez, quien ahora sólo es conocido por la elegía fúnebre que le dedicó Neruda, y que éste siempre describía como hundido en el humo del Regence, trasnochado y mal vestido, "un príncipe de la Bohemia"?

Mis alumnos leyeron con atención "El pájaro verde", cuento de Juan Emar, y "El balcón", de Felisberto Hernández. El uruguayo Hernández, desconocido en vida, pianista de cafés y de salas de cine mudo, está lleno de prestigio póstumo. Pronto se le dedicará un importante homenaje en la ciudad de Washington. Juan Emar, a pesar de algunos intentos más bien tímidos de reflotar su obra, está hundido en el más negro de los túneles. No sabemos si su obra conseguirá ver la luz del final, o si se quedará en la mitad del camino en condición de esqueleto. Sin embargo, el texto que leímos en clase tiene humor ácido, tiene una poderosa fantasía, tiene un ritmo seguro, y de pronto, por alguno de sus lados, un aire antiguo, casi mítico. Ese loro, el pájaro verde, anunciado por un cantante de tango del barrio de Montmartre, viene de muy lejos. Nació el 5 de mayo de 1821, ¡día de la muerte de Napoleón Bonaparte!, y murió el 16 de agosto de 1906, día del no menos legendario, al menos para la conciencia chilena, terremoto de Valparaiso. Después se transformó en loro embalsamado, como el célebre pajarraco de Un corazón sencillo de Gustave Flaubert, y sus hazañas, grotescas, violentas, insólitas, sólo comenzaron entonces.

Le pedí a mis alumnos -norteamericanos, españoles, latinoamericanos-, que expresaran sus preferencias, y tengo que decir que el cuento de Juan Emar ganó la votación por amplia mayoría. Esto no significa nada en contra de Felisberto, desde luego. Su escritura es de ritmo más lento; es más elaborada, más difícil. Personalmente, prefería "El balcón" en las primeras lecturas, y en las relecturas anteriores a la clase me quedé perplejo. El texto de Juan Emar tiene un desarrollo creciente, absolutamente seguro, y una coherencia interna extremadamente sólida. El momento en que ese loro embalsamado despliega sus alas, transformado en ángel exterminador, me parecía brusco antes y ahora me parece, quizás precisamente a causa de su brusquedad, del vuelco sorprendente que introduce en el relato, uno de los instantes mejores de nuestra narrativa contemporánea. Es un loro vengador, un loro humanizado y a la vez demoníaco, un ave fénix que resurge de sus cenizas, de sus plumas apolilladas y embalsamadas, de sus ojos de cristal que en París contemplaban un retrato de Baudelaire y que en Chile, ¡como corresponde!, contemplan un busto de Arturo Prat, el héroe de la batalla naval de Iquique. Tenemos escritores, me digo, pero nuestro espíritu crítico es acomplejado, provinciano, sumiso. La consagración externa, hecha por los otros, es lo único que nos convence. El culto abrumador a Neruda, como el culto secundario a Gabriela Mistral, es una expresión inequívoca de estos complejos. El Neruda vivo, el que fue amigo de Pilo Yáñez y de Rojas Jiménez, y la Mistral auténtica, la escritora errante y algo amarga de "País de la ausencia…", desaparecen agobiados debajo de los discursos y las estatuas. Empiezan a parecerse al tío José Pedro del cuento y al mismísimo don Eleodoro, y es por eso que el pájaro vengador y purificador de Juan Emar que nosotros ignoramos en forma obstinada es una necesidad esencial de la vida chilena.

El limbo de los libros

"La carne está triste, y he leído todos los libros", escribía Stéphane Mallarmé. Y otro francés de los mismos años, Jules Laforgue, en el aburrimiento de los pasillos de la corte de Suecia, donde era preceptor real, exclamaba: Encore un livre, oh nostalgies! (Otro libro mas, ¡oh nostalgias!). Existe la fascinación y existe, también, la tiranía, el peso de los libros. Me Preparo para intervenir en estos días en un homenaje a Felisberto Hernández. El desconocido, ignorado, menospreciado Felisberto Hernández recibe un reconocimiento póstumo en la ciudad de Washington. El perteneció a una etapa que ahora, frente al desarrollo editorial de estos días, parece prehistórica: la del libro escaso, minoritario, pobretón. Las primeras invenciones literarias de Felisberto anduvieron muy cerca de la no existencia: entre el libro, con todos sus perfiles, y la nada. Los títulos ya lo indicaban: Fulano de tal, Libro sin tapas. Eran los tiempos en que Macedonio Fernández escribía Cosas para leer en el tranvía. Los tiempos en que Juan Emar, su contemporáneo chileno, sepultaba sus papeles en una especie de baúl sin fondo, un baúl del que todavía no han conseguido salir. ¿Quién se habrá quedado con el baúl de Juan Emar? (J´en ai marre = me aburro como una ostra). ¿Con qué podríamos encontrarnos en ese fondo sin fondo?

Los escritores de mi generación tampoco tuvimos ninguna facilidad para pasar a la etapa de la letra impresa. Quizás para mejor. En ese aspecto ya somos históricos, o prehistóricos. Hacíamos ediciones privadas, semiclandestinas, ilustradas por los amigos, adquiridas por algunas amigas, de trescientos o quinientos ejemplares. Nunca me olvidaré de una imprenta quejumbrosa, ruidosa, que tosía, que disparaba humo y aceite por todos sus costados y que de repente se negaba a seguir, instalada en el garaje de la casa de Carmelo Soria. Cuando la máquina se negó a recoger un color verde cada vez más sucio, descubrimos que la cubierta de El patio, el libro de cuentos de mis veinte años, quedaba mucho mejor en blanco y negro. Sabiduría de la maquina humanizada, que convirtió esos quinientos ejemplares en dos ediciones.

El primero de los cuentos de Fantasmas de carne y hueso recoge la historia de un libro que no llegó a existir: una novela descaradamente "faulkneriana", producto de los años en que Mientras yo agonizo se había transformado en una enfermedad contagiosa, los años en que Claudio Giaconi proclamaba en el Parque Forestal que él era "el Faulkner chileno", y que fue sacrificada en una chimenea. En aquellos tiempos se podía concebir esa gratuidad de la creación literaria. Si las tres amables señoras que escucharon la lectura de los primeros capítulos hubieran intercedido en favor del texto, o de su desconcertado autor, la novela se habría salvado. Pero ellas no sabían, y el autor vivía en lo que podríamos llamar la edad de la inocencia editorial, cosa que no deja de tener sus ventajas.

El libro imponía sus leyes restrictivas y el grueso de la escritura quedaba excluida, relegada a un limbo superpoblado: notas, proyectos, cuentos autocensurados, novelas inconclusas, esbozos de poemas. Me imagino ahora ese limbo de los libros y sueño con reconstruirlo. Sería una tarea literaria imposible, digna de Pierre Menard y sus seguidores. Los textos que han conseguido salvarse sólo forman la pequeña parte visible de un enorme iceberg. ¿Qué tuvo que ocurrir, cuanto tiempo tuvo que pasar para que conociéramos la correspondencia de Flaubert, los cuadernos privados de Victor Hugo, el diario enigmático, lleno de claves y abreviaturas, de Leandro Fernández de Moratín? Las cartas en que Flaubert cuenta día a día, o mas bien noche a noche, la escritura de Madame Bovary, no son en nada inferiores a Madame Bovary. A pesar de que Flaubert las escribía para mantener a raya a Louise Colet, su amante impertinente, que deseaba sacarlo de la escritura y someterlo a la lectura de sus interminables poemas líricos. Los investigadores han descifrado las claves de los cuadernos de Victor Hugo y así hemos podido conocer su vida secreta, más sorprendente, muchas veces, que la de Jean Valjean o la del jorobado de Notre Dame. ¡Y salvada por un pelo del limbo de los libros nonatos!

Con su carácter fabuloso, mítico, el libro impone formas, estimula, cristaliza, y también condena. Si nos quedamos fuera, dejamos de existir. He sido atacado por personas que creían haberse reconocido en mis textos y por otras que no se habían encontrado en ninguna página ("¿Por qué no me pusiste en tu novela?"). Es por algo que los libros más creativos de la literatura universal tienen como tema el propio libro: los personajes de la segunda parte del Quijote reconocen al Caballero y a su escudero en un camino de España porque han leído la primera parte. La obra de Proust termina cuando el Narrador va a retirarse de la sociedad y va a ponerse a escribir esa misma obra. El tema del libro es la preparación del Narrador para escribir ese libro. En un cuento de Felisberto Hernández, las últimas líneas nos dejan en el momento en que la protagonista femenina, enamorada de un balcón en cuyo interior vivía y que acaba de derrumbarse, de "suicidarse por ella", abre un cuaderno y se dispone a leer una obra en verso titulada: "La viuda del balcón". Es decir, va a comenzar esa historia que nosotros hemos terminado de leer. En buenas cuentas, todo es libro, o conduce a los libros. Más allá de ellos sólo existen las tinieblas exteriores. Los románticos y sus herederos directos, los simbolistas, leían el libro de la naturaleza. El universo era una estructura literaria, un sistema de rimas, de relaciones, de correspondencias. Nosotros, desengañados, postmodernos, finiseculares del siglo siguiente, continuamos, en otro tono, con otros estilos, haciendo lo mismo.

Una vida cubana

Una noche de septiembre o de octubre del año 62 llegué al departamento de Mario Vargas Llosa en la rue de Tournon, en el Barrio Latino de Paris. Había mucha gente sentada de cualquier manera, incluso en el suelo, y mucho humo y ruido. Recuerdo a Joan Petit, que era el asesor, el informante, el hombre de confianza de la editorial Seix Barral; al entonces joven Carlos Barral, que se hallaba en vísperas de convertirse en el editor de los escritores del "boom" latinoamericano, y a un muchacho delgado, acuclillado, pálido que decía cosas contradictoriamente serias y cómicas, que hablaba del barroco, de cuadros que analizaba todos los días en el Louvre, y que contaba, con acento de campesino cubano, los chistes corrosivos que ya habían empezado a circular en La Habana revolucionaria. Eran tiempos de fervores castristas, sobre todo después de la invasión de Bahía Cochinos, y ahora no recuerdo si la crisis de octubre, la de los misiles nucleares, ya se había producido o estaba a punto de producirse.

La presencia de ese muchacho que había salido de Cuba con una beca Y que parecía perfectamente decidido a quedarse en París no calzaba del todo con ese ambiente; era una contradicción y, quizás, más que eso, un síntoma. ¿Por qué esos adherentes tan fervorosos a la Revolución, esos viajeros constantes a La Habana, esos firmantes de manifiestos solidarios, admitían en su grupo a una persona que no decía una palabra en serio de política, pero que era, con toda evidencia un disidente silencioso? El asunto siempre me hizo pensar. Quizás ese fervor por la Revolución no era tan claro, tan compacto, como parecía a primera vista. Y quizás el desenfado, el tono de broma, el barroquismo que empleaba en su conversación, y que también empleaba en sus escritos, el becario recién aterrizado, era una defensa sutil, una manera de insertarse en esos ambientes y de colocar, a la vez, el tema del marxismo-leninismo entre paréntesis.

Después supe que el joven emigrado se llamaba Severo Sarduy, que era

novelista y poeta y que se había incorporado con facilidad y con entusiasmo

a los sectores de la vanguardia de aquellos años, los de Roland Barthes,

Phillipe Sollers y la revista Tel Quel. Era la aventura intelectual del estructuralismo, de un formalismo diferente, de la nueva novela, de una teoría

literaria que podía ser apasionante por si misma y que colindaba con los

terrenos de la filosofía, del psicoanálisis, de los nuevos descubrimientos de la

lingüística. Teoría apasionante y en algún aspecto peligrosa. En sus últimos

escritos, Roland Barthes haría serias advertencias contra el peligro de hacer

literatura basada exclusivamente en la teoría, con olvido de la gracia, de la

libertad, de los factores imponderables que constituyen un estilo. En buenas

cuentas, se podía elaborar una teoría, e incluso una bella teoría, a partir de

novelas y de poemas, pero no se podía escribir esos poemas y esas novelas sólo

con teorías.

Severo Sarduy fue un latinoamericano fascinado con Europa y con la más refinada especulación intelectual europea, pero, al mismo tiempo, a pesar de un exilio que consideraba definitivo, no dejó nunca, por su lenguaje, por su chispa criolla, por su nostalgia, de ser el más auténtico de los cubanos. Fue víctima de todos los dogmatismos y de todos los puritanismos, de la soberbia ideológica, del desprecio de los comisarios y de los inquisidores, y tengo la impresión de que al final, de alguna manera, a fuerza de esa mezcla de humor y de obstinación que lo caracterizaba, había conseguido imponerse. Era, en este aspecto, un hombre débil y fuerte, consciente de pertenecer a la línea literaria de José Lezama Lima y a la hermandad de Reinaldo Arenas, con algo de actor, algo de bufón, algo de "travesti" y algo de monje budista, sin excluir ingredientes que venían de los barrios populares habaneros y de la santería.

Lo encontré a lo largo de estos últimos treinta años en diversos lugares y circunstancias: en Tenerife, en un boliche de la rue des Canettes de Paris, en el Zócalo y en el edificio de Bellas Artes de México, en un congreso de novelistas que se realizaba en un improbable lugar de la ciudad de Brasilia. La vida literaria y la historia de su país lo habían obligado, no sé si a pesar suyo, a convertirse en un cosmopolita, y a mí, por lo menos en aquellos tiempos, me sucedía algo parecido. Un día me dijo que habíamos escrito el mismo libro y en el mismo año, sin darnos cuenta, y después supe que se refería a un ensayo suyo sobre el barroco y a mi novela El museo de cera, donde él encontraba una expresión literaria del "trompe l’oeil", esa forma de pintura, barroca por excelencia, que engaña al espectador simulando espacios, objetos, personajes.

Se podría sostener que Severo Sarduy fue un buen ejemplo del escritor libre frente a la teoría, fascinado por ella, pero nunca dominado. Sus textos son lentos, refinados, rítmicos, ajenos a toda tradición o toda preocupación realista. Veo que Vargas Llosa, el dueño de esa habitación llena de humo donde lo conocí, ha escrito una nota afectuosa, pero donde declara que no era un gran entusiasta de su obra. Sé que el afecto y la falta de entusiasmo literario eran recíprocos. Sarduy, de un modo un tanto injusto, decía que en la literatura de Vargas Llosa no había exploración ni invención verbal.

En sus años finales, Sarduy vivió aterrado por el Sida, lo que él llamaba "la epidemia", que se llevaba a un amigo suyo detrás del otro. Cuando supo que lo había contraído, se retiró de la circulación, pero no dejó, según me cuentan, de hacer sus feroces bromas. Bromas melancólicas, me imagino, como corresponde a un personaje que amaba intensamente la vida en todas sus expresiones, en el arte, en la arquitectura, en la literatura, en la música popular y en los "frescos racimos" de que hablaba Rubén Darío, aun cuando se tratara, en la afición suya, de racimos disfrazados, pintarrajeados, engañosos. ¡Pobre Severo! Concuerdo con el rápido retrato que hizo Vargas Llosa en la prensa de Madrid en que era un hombre bueno, generoso. Un intelectual honesto, agregaría yo, que nunca quiso comulgar con ruedas de carreta, que se conocía a sí mismo y porque sabía que carecía de toda vocación para entrar en trifulcas políticas. Fue a Cuba a visitar a su madre moribunda, gracias a la intervención de García Márquez ante el propio Fidel Castro, y regresó sin decir nada, o casi nada. Ahora, después de su muerte de hace pocas semanas, en Paris, víctima de "la epidemia", ese silencio político de casi 34 años, unido a una obra poética y narrativa que va a crecer, es más elocuente que muchos discursos y muchas polémicas.

Las cosas que pasaron

He citado a sabiendas, aunque con escaso conocimiento, un verso de Luis de Camoes, el gran poeta del siglo XVI portugués: "el gran dolor de las cosas que pasaron". Cada vez que escucho un verso de Camoes, cada vez que escucho en su idioma original y bien dicho un verso de alguno de los escasos poetas que han existido en este mundo, me quedo pensativo. Cada poema autentico está vivo y nos habla de nuestras cosas. Nos entrega una clave un tanto opaca, un espejo un poco empañado, clave y espejo que después de unos minutos de atención se ponen transparentes.

Ese gran dolor de las cosas que pasaron es el que casi siempre tratamos de disimular, de soslayar. Le tenemos un terrible miedo a la memoria. Toda la polémica abierta en el Chile de ahora sobre el tema de los derechos humanos y de los detenidos desaparecidos es una expresión de ese miedo. Y ese miedo es una debilidad, una flaqueza que se disimula por medio de manifestaciones de fuerza, fenómeno que no tiene nada de original ni de nuevo.

Hoy día, por ejemplo, sabemos que el comunismo soviético se derrumbó debido, primero que nada, a su debilidad interna. Era una situación relacionada directamente con la verdad, con la mentira, con la memoria. Era un régimen obsesionado por la censura, aterrado frente a cualquier transparencia, experto en maquillajes del presente y del pasado. Las cosas que ocurrían y que habían ocurrido eran terribles, y siempre se presentaba hacia el exterior una fachada sonriente, beata, iluminada por los rayos de un sol de pintura kitsch. En una fotografía veíamos a José Stalin junto a León Trotsky en una plaza pública o en un balcón municipal. Caía en desgracia Trotsky y pronto desaparecía la fotografía. Había laboratorios especializados en estas materias, en estas artesanías del olvido oficial. A cada rato había que modificar los almanaques, las enciclopedias, los archivos. Hasta una fecha determinada de la década del treinta, Bujarin era un héroe de la revolución. Después de esa fecha, la historia, los archivos, las enciclopedias se escribían de nuevo. Bujarin había pasado a ser un miserable, un traidor o una persona no persona. En Cuba, por mucho que les duela a mis amigos fidelistas, tenemos que reconocer que no lo hacen nada de mal. Han tomado el relevo del stalinismo con notable eficacia. ¿Qué habrán hecho con las tiradas siguientes de las enciclopedias oficiales (y todas, desde luego, son oficiales): el general Ochoa, el novelista Jesús Díaz? ¿con qué prisa las habrán cambiado? ¿Habrán dejado de existir, o se habrán convertido en delincuentes, en bestias negras?

El astuto lector sabe muy bien adonde voy. Comienza citando a Luis de Camoes con aparente inocencia, se dice el astuto lector, y después, de acuerdo con su mala costumbre, se mete en las patas de los caballos. El lector chileno, después de su experiencia de los últimos veinte años, ha aprendido a leer entre líneas y hasta debajo de las líneas. ¿Seria humillante para el Ejército admitir que algunos de sus miembros cometieron excesos, atropellos, brutalidades, o seria más bien, como ha declarado Sergio Bitar, un acto de grandeza? ¿Podemos hacer un simple borrón y cuenta nueva y amputar con toda tranquilidad nuestra memoria histórica, privar a los parientes de los desaparecidos, de los asesinados, y privarnos todos nosotros del conocimiento necesario, punto de partida de la reconciliación? "A grande dor das coisas que passaron", dice el verso de Camoes en su idioma original. ¡Qué verso!

Los países grandes, sólidos, cultos, son los que le tienen menos miedo a la memoria. Inglaterra, Francia, los Estados Unidos de este siglo, están llenos de memorias indiscretas, muchas veces dolorosas. El memorialismo es un género literario francés y anglosajón, de cuando en cuando alemán, italiano del siglo XVIII (Casanova, Goldoni), y notoriamente escaso en la tradición hispánica moderna. El miedo a la memoria es por desgracia muy nuestro, es una de nuestras carencias mas flagrantes. En mis tiempos de diplomático profesional, en la década del sesenta, salió un libro de un escritor francés sobre la Isla de Pascua. Trazaba un cuadro bastante oscuro, basado en datos y testimonios aparentemente sólidos, de lo que había sido nuestra administración de la isla en los años cuarenta y cincuenta. Nosotros decidimos que todo era mentira, que el autor del libro era un agente del colonialismo francés, y nos dedicamos a mandar desmentidos furibundos a los diarios de toda Francia. Nunca en mi vida he redactado tantos desmentidos y he convencido menos a los lectores. Recuerdo que Pablo Neruda, de paso por París, me hizo un comentario interesante. "Si esto le hubiera sucedido a Inglaterra, dijo, sería como si una mosca se hubiera posado en la piel de un elefante; pero nosotros somos chicos, provincianos, asustadizos, y estamos tratando de matar a la pobre mosca a punta de cañonazos…"

No se trata, en el caso de los derechos humanos, de reconocer una culpabilidad unilateral. Nosotros pasamos por una época de confusión, de delirio ideológico, de disparate. El asunto comenzó en la mente, en un estado generalizado de intolerancia, en una incesante y agotadora guerrilla intelectual, y terminó por reflejarse en los hechos. La violencia mental, verbal, que era la atmósfera que todos respirábamos, tenía que conducir a la violencia pura y simple. El tejido político se destruyó con notable rapidez y el Ejército, al final de todo este proceso, entró a ocupar un vacío. Pensar que hubo un bando culpable y otro inocente es una ingenuidad, una visión inmadura de las cosas. Las Fuerzas Armadas ocuparon con una fuerza arrolladora, propia de todos los fenómenos de horror al vacío, el espacio político que se había deteriorado y se había destruido, y hubo excesos que volvieron irreconocible al país. Nos aseguraban que todo era mentira, que se trataba de una conspiración internacional, como en el caso del periodista francés y la Isla de Pascua, pero no nos convencían y no conseguían convencer a nadie.

Un borrón y cuenta nueva sin conocimiento, sin memoria, sin un juicio y una condena previos a cualquier amnistía o indulto, con un olvido forzado en lugar de un perdón auténtico, seria un paso mediocre, desprovisto de grandeza, propio, como decía Neruda, de país chico, asustadizo. Ya no estamos para eso. Estamos para dar un paso importante en la transición nuestra y acceder a una etapa mucho más madura. Es algo que cuadra con el interés bien entendido del Ejército y de todos nosotros.

Capítulos bolivianos

El escritor y diplomático chileno Salvador Reyes, con su cara distraída, remota, me comentó un día, en alguno de los pasillos del antiguo Ministerio de Relaciones: "¿Te has fijado que en las novelas de ciudades de Edwards Bello casi todo transcurre en otras ciudades y en otros lugares? El chileno en Madrid comienza en Lisboa y ya no sé dónde termina. Criollos en Paris tiene largos pasajes en las salas de juego de Montecarlo. Y el personaje de Valparaíso ocupa dos o tres capítulos en un viaje a Bolivia."

Supongo que en el Ministerio de ahora se habla de cosas más serias, o quizás menos serias. Vaya uno a saber. La literatura, en cualquier caso, no es un conocimiento tan inútil como creen los funcionarios de este mundo. Ahora se habla de nuevo de las relaciones de Chile con Bolivia, nunca fáciles, pero siempre llenas de posibilidades, y yo me digo que releer esos capítulos de la novela de Joaquín Edwards Bello seria instructivo para nuestros diplomáticos. El narrador, con su estilo nervioso, sincopado, rápido, exclama en algún momento que Bolivia es uno de los países más interesantes de América del Sur. Le toca pasar en la ciudad de La Paz el día de nuestra fiesta nacional, el 18 de septiembre, y pregunta por la Legación chilena. Le indican callejuelas que suben. La indicación es un tanto extraña; los barrios acomodados de La Paz se encuentran en los sectores más bajos. De todos modos, el narrador sigue las indicaciones. Se interna por callejuelas de aspecto sórdido. Llega por fin a una casa pintada de verde, exactamente de verde, cuyas persianas y portón están cerrados a machote. Toca el timbre y se demoran mucho en abrir. Le abre, por fin, una mujer bastante maquillada, de aspecto alegre. Ese día no trabajan, explica la mujer, pero tienen fiesta con arpa y con guitarras para celebrar el 18. El narrador, que se parece mucho a Joaquín y que pensaba llegar a la recepción oficial de su legación, no se hace de rogar para incorporarse al jolgorio. Es una celebración en familia, de puertas adentro, y se convertirá en uno de los episodios más simpáticos de ese viaje.

El capitulo no tiene nada que ver, al menos en apariencia, con el problema actual de nuestras relaciones con Bolivia, pero la verdad es que tiene mucho que ver. Eso de que las chilenas hayan ejercido la prostitución en Bolivia y en todos los países de más al Norte es un hecho histórico. En esa casona de los altos de La Paz la ejercían, por lo visto, con gracia y con una especie de complicidad amable de los vecinos. No eran mal miradas, puesto que la gente de la calle le dio las señas al personaje de Joaquín con evidente buena voluntad. A su modo, no eran malas representantes nuestras.

Tengo la impresión de que los chilenos, a pesar de los conflictos históricos, nos acostumbramos muy bien en Bolivia. Sentimos una mezcla de extrañeza, de curiosidad y de comunicación. He caminado por un mercado indígena en el corazón de La Paz, hace un par de años, y he tenido la sensación de una vida enigmática, impenetrable, hasta cierto punto intemporal. Me encontré, a la vez, con una ciudad bullente, nerviosa, animada. Todo el mundo parecía dedicado a algún comercio y la atmósfera general era menos aplastada, menos deprimida, más optimista que la de muchas otras ciudades latinoamericanas. Los chilenos que vi por casualidad, y fueron varios, me dieron la impresión de que estaban a gusto. Me hablaron de sus frecuentes viajes a Arica y Santiago, de sus jóvenes empresas, de sus proyectos. Ese país que desde lejos parece un paréntesis de la geografía, una abstracción, quizás un caso perdido, resultaba muy diferente mirado de cerca. Tenía un dinamismo y una atracción indudables. A la vuelta de una esquina, en la parte baja de la ciudad, se vislumbraba el siglo XXI. Y arriba, después de recorrer unos pocos kilómetros, se encontraba el gran lago mitológico, el Titicaca con sus nieblas, con sus islotes, con sus barcazas de hace siglos. En las faldas de los cerros había grupos vestidos con mantas rojas y verdes, con gorros de todos colores, y que parecían practicar algún rito, alguna ceremonia. Algo sin duda anterior y ajeno a nuestras festividades republicanas. Algo que tenia que ver con ese aire, con los mitos nacidos en esos parajes.

Los problemas diplomáticos casi siempre son intrincados, complejos. Si se pretende andar un poco más rápido, lo más probable es que se retroceda. En esta etapa, da la impresión de que Chile y Bolivia pueden acercarse bastante sin necesidad de restablecer las relaciones diplomáticas formales. El comercio está en plena expansión y hay proyectos interesantes de inversiones chilenas en el altiplano. El tema de la salida al mar, sin embargo, es ultrasensible, irrenunciable para Bolivia y endiabladamente complicado para nosotros, puesto que también entran en juego nuestras relaciones e incluso nuestros tratados con el Perú. ¿Tenemos que seguir entrampados, sin embargo, en las secuelas de una guerra del siglo XIX, en un anacronismo?

La visión de los escritores sirve a veces para ayudar a cortar los nudos gordianos. Sospecho que el Ministerio de hoy, con todos sus "expertos, lo ignora. En la literatura chilena hay momentos frecuentes de fascinación con los enigmas de la vida boliviana. Ramón Sotomayor Valdés se quedó con la boca abierta, entre deslumbrado y espantado, frente a los delirios del dictador Melgarejo, definido por los historiadores de su país como el gran "caudillo bárbaro". La historia de su misión en Bolivia es uno de los mejores libros de nuestro siglo XIX. Uno de sus secretarios, que también describió ese periodo de convulsiones terribles, fue Carlos Walker Martínez. Otro que vivió en Bolivia en su juventud, como secretario de la legación, y que dejó un diario de su residencia todavía inédito fue Ventura Blanco Viel. Esos chilenos tenían prejuicios de todo orden, pero observaban con vivacidad, con los ojos muy abiertos, con auténtico asombro. Era un mundillo en que los señorones se enviaban platos de una casa a la otra, con acompañamiento de versos alusivos, y en que las fiestas de carnaval duraban una semana. Para uno de esos carnavales, el presidente Hilarión Daza se había encargado a Europa un traje de arlequín en seda, lo que se llamaba entonces un domino. Al comenzar la fiesta, después de la segunda o tercera copa de ponche a la romana, recibió un telegrama que le comunicaba que las tropas chilenas habían ocupado Antofagasta, el principal puerto boliviano de esos años, hoy chileno. Se lo echó al bolsillo y lo sacó a relucir en su consejo de gabinete una semana después. Depois do carnaval, como dice la samba. ¡No se podía perder el dominó llegado de Europa! Ellos, los bolivianos, tenían la euforia, el sentido de la celebración y del rito, quizás la alegría de vivir. Nosotros, la astucia, la ambición, la mirada fría. Ambos, y con nosotros toda la comunidad de países hispánicos, ganaríamos si nos entendiéramos mejor, si alcanzáramos alguna forma de síntesis, alguna influencia recíproca.

El viento negro de Valparaíso

Desde España me piden que escoja una ciudad, que escriba sobre cualquier ciudad. Pienso por un momento en Venecia, en Barcelona, en Río le Janeiro, y al final me quedo con Valparaíso. Aunque soy santiaguino por casi todos los costados, tengo recuerdos personales y familiares y conozco algo de la memoria colectiva de Valparaiso. La memoria colectiva y la invención literaria. Hay un Valparaíso de Edgar Allan Poe, que nunca anduvo por estos lados, y otro de Melville, que dejó un testimonio de Lima y que probablemente bajó hasta la costa chilena. Joseph Conrad menciona a Valparaíso en Nostromo su artefacto latinoamericano, y Pierre Loti paró en el puerto antes de seguir viaje a la Polinesia francesa. "El viento negro de Valparaíso" es un verso de Pablo Neruda. Valparaíso ha sido la ciudad del viento, la ciudad de las colinas, la ciudad de los fantasmas, el puerto de la nostalgia. Nous irons a Valparaisó… cantaba una vieja canción francesa. Hay bares con este nombre en Toulon, en barrios populares de París, en el Pireo, en San Francisco, en los sitios más inesperados y remotos. No sólo es la música del nombre. Recuerdo una fotografía de tiempos anteriores a la apertura del canal de Panamá: se divisa una verdadera selva de mástiles frente a los almacenes portuarios. Aquellos barcos se aprestaban a partir en busca del oro de California o de los tesoros escondidos en el océano Pacífico. En la repartición del botín, Chile consiguió quedarse con la isla de Pascua, "el ombligo del mar grande…"

Siento que la memoria histórica de Valparaíso es accidentada, sobresaltada: el bombardeo de la escuadra española de Méndez Núñez en 1866, el final de la guerra civil de 1891, el terremoto de 1906. Después de la derrota de las tropas de Balmaceda en la Placilla, detrás de los cerros del puerto, en esas tierras rojas, erosionadas, hubo actos de violencia y de brutalidad terribles. El general Orozimbo Barbosa fue matado a lanzazos, su cuerpo desnudo, ferozmente mutilado, fue expuesto después en el llamado "camino de cintura", sentado en una silla de paja. Goya, con sus desastres de la guerra, no andaba tan lejos. Los jefes políticos, que recibían las noticias de la batalla desde el edificio de la Intendencia, se subieron apresuradamente a los botes del muelle número uno, "la poza", y alcanzaron a refugiarse en un barco alemán. El botero que llevó a Claudio Vicuña, el candidato a la sucesión presidencial, y al ministro Julio Bañados Espinoza, no pudo acercarse después a la orilla. Las turbas antibalmacedistas lo habrían linchado. No le quedó más remedio que subir también al barco alemán y desembarcar en el Callao. Durante más de veinte años ejerció su oficio en el Perú. Don Claudio, de paso por Lima, conoció su historia y le dio un poco de dinero para que regresara a Chile. ¡Desastres de la guerra!

Alguna vez he utilizado en la novela historias de familia del gran terremoto de 1906. Uno de mis parientes cercanos nació en la plaza Victoria, cuando mi familia materna dormía a la intemperie para evitar que los muros, en cualquier remezón nuevo, se le cayeran encima. El episodio servía para explicar su carácter, sus costumbres "terremoteadas". El personaje murió en su ley en los años cincuenta o a comienzos de los sesenta, de cirrosis al hígado. En esos mismos años, o quizás poco antes, el puerto fue asolado por una implacable epidemia de tifus exantemático. Las crónicas de Joaquín Edwards Bello, el gran "inútil" de mi rama paterna, describían los ataúdes en unos amaneceres lúgubres, en las puertas de las casas de la calle Esmeralda o del barrio del Almendral. En todas sus primeras novelas, que en cada edición cambiaban de título, Joaquín acuñó una imagen de cerros escarpados y escalinatas, de viento, de aventureros y bandidos, de señoras pálidas, románticas, que de cuando en cuando tenían lo que se llamaba "la luna".

Hay otros Valparaísos, desde luego. Hay muchos Valparaísos. Existen los barrios portuarios, prostibularios, el sector de los bancos, de las empresas navieras, de las grandes casas comerciales de nombres ingleses; la caleta de pescadores; las antiguas quintas señoriales del sector de La Zorra, donde hace veinte años todavía se tomaba five o'clock tea, se jugaba al cricket y se comía cordero con salsa de menta. Subí con el dramaturgo británico J.B. Priestley y con su esposa Jacquetta Hawks, en el remoto año 1957, a una de esas quintas, la del señor Kenrick. El camino serpenteaba entre barrios miserables, entre perros vagos y caballos flacos, entre casas de latón suspendidas encima del vacío, y desembocó de pronto en un parque señorial protegido por enormes rejas. Priestley se encogió y respiró hondo. "Escucho los tam tams de la Revolución", dijo. Y la verdad es que se escuchaban, empezaban a escucharse en todo el continente.

Hemos penetrado en el túnel interminable, amenizado por guitarristas ciegos, y hemos subido en el insólito y rechinante ascensor del cerro Polanco. Hemos gastado tardes enteras, a lo largo de los años, en los paseos del cerro Alegre, del cerro Cordillera, del cerro Concepción. Recuerdo a un viejo marino blanco de canas, con los ojos azules extraviados, con el uniforme de la marina inglesa roto, un personaje de Coleridge, o quizás de Walter Scott. Hacia comienzos de la década del sesenta celebrábamos el Año Nuevo en las terrazas de La Sebastiana, la casa de Neruda en uno de aquellos cerros. A las doce en punto de la noche, los barcos iluminados, engalanados, hacían girar sus reflectores, activaban todas sus sirenas, y los fuegos de artificio partían desde los muelles y desde el centro de la bahía. Era y es todavía un espectáculo único. Ahora, cerca de los edificios victorianos deteriorados y a veces restaurados, suelen intervenir visiones inesperadamente modernas: hileras de camiones frigoríficos, grúas computarizadas, barcos japoneses o escandinavos que cargan, en un ambiente de actividad febril, las exportaciones de frutas de la zona central. No está mal observar la faena, durante la temporada, desde los comedores elevados del Bote Salvavidas. Las aguas aceitosas se ven continuamente alteradas por el paso de motores, por el vuelo de las gaviotas, por el aleteo pesado de los pelícanos.

Creíamos que la ciudad estaba condenada, destinada a morir bajo su viento negro, y de repente comprobamos que resucita. Alguien me dice que el Bar Inglés de la calle Cochrane todavía existe, con su barra de bronce y de madera, y que la gente todavía vocifera y juega a los dados en medio de la espuma de los pisco sauers. No sé si se mantiene el lema del antiguo American Bar: ¡su casa! Muchos creen que si. ¡Vámonos, entonces, como anunciaba la canción francesa, a Valparaíso!

El espacio inseguro

El espacio que ocupa la cultura en el Chile de hoy es dudoso, inseguro, híbrido. Mejor dicho, cuando consigue ocupar un espacio lo consigue gracias a elementos ajenos a ella misma: el dinero, los grandes tirajes editoriales, los premios, las celebridades históricas. Para presentar a Raúl Zurita frente a las audiencias de la televisión hay que hablar del "nuevo Neruda". Y Neruda, en la conciencia de los medios y de los públicos de ahora, no es una gran poesía: es el Premio Nobel, las ediciones extranjeras, cierta mitología colectiva y que ha alcanzado niveles internacionales. Escuchamos al nuevo Neruda, esto es, a Raúl Zurita, en nuestra condición de lectores de su notable poesía, y nos quedamos un tanto perplejos. Nos preguntamos si esa voz pastosa, esa mirada entre melancólica y extraviada, esas actitudes de "gurú", son una concesión, una manera de entrar en el juego.

En el pasado, el prestigio de la cultura sólo llegaba a una ínfima minoría. Era la minoría que rodeó a Pedro Prado, que acogió en sus comienzos a Gabriela Mistral y al joven Neruda, que leía los libros que recomendaba Alone, que seguía las empresas musicales de Domingo Santa Cruz o de Alfonso Leng. Ahora desaparecieron esos happy few, esa minoría ilustrada, pero tampoco podemos sostener que la cultura llegue a las grandes mayorías. Quizás llega, pero sin autenticidad, deformada, masificada, simplificada. Un dueño de fundo de antaño era tan ignorante, supongo, como los de ahora (con todas sus honrosas excepciones), pero tenía un respeto reverencial frente a personajes como Andrés Bello, Vicuña Mackenna, Alberto Blest Gana o Hernán Díaz Arrieta. Así me parece recordar, por lo menos, salvo que la memoria me haga caer en alguna de sus trampas tan conocidas. No sé si la minoría de hoy respeta prestigios equivalentes. Sospecho que no. Sospecho, incluso, que ese concepto de minoría ilustrada, esos happy few a los que Stendhal dedicaba sus libros, no tienen expresión en la realidad, no existen en ninguna parte, al menos entre nosotros.

Una amiga me dice que la gente de la cultura comete un grave error al no recurrir a los servicios indispensables e imponderables de las relacionadoras públicas. Puede que tenga razón. Pero temo que la cultura, en ese caso, para hacerse digerible, sea maquillada y convertida por fin en otra cosa. Entretanto, los temas artísticos y literarios son abordados entre nosotros con infantilismo, con una especie de reduccionismo chismoso. Voy a citar un caso personal. La Universidad Complutense de Madrid me invitó a dirigir un curso de verano sobre novela de España y América Latina. Conseguí que invitaran a dos representantes de nuestra nueva narrativa, Gonzalo Contreras y Arturo Fontaine, y a un poeta y crítico, Oscar Hahn. Si se hubiera tratado de algún campeonato de fútbol, habría tenido una prensa extraordinaria. Pero se trataba de literatura, y como eso es algo que provoca perplejidad en nuestros medios, una revista bastante conocida decretó que habíamos viajado a España para hablar mal del general Pinochet, cosa que complació a nuestro público, según esa inefable "información", y nos valdrá nuevas invitaciones. Pues bien, Contreras y Fontaine hablaron de la nueva novela y de su propio trabajo como novelistas. Oscar Hahn participó en un homenaje a los treinta años de Rayuela, la novela de Julio Cortázar, y habló de la concepción del lector en la obra de Cortázar y en el Quijote. Yo tuve tres actividades principales: a) una conferencia sobre el uso de la memoria en la ficción narrativa ("La invención de la memoria"), b) un homenaje a Severo Sarduy, c) una mesa redonda sobre el género del cuento. Hablé, a propósito de la memoria, de Cervantes, de Balzac, de Marcel Proust. Relacioné la prosa de Sarduy con la teoría literaria de Roland Barthes y del grupo francés de la revista Tel Quel. Comenté los cuentos de Giovanni Boccaccio, de los hermanos Grimm, de Edgard Allan Poe, de Machado de Assis y de Jorge Luis Borges. No recuerdo haber citado al general Pinochet, escritor prolífico, sin la menor duda, pero que no figura en la lista de mis autores predilectos. ¿En que contrabandos noticiosos se habrán basado los curiosos redactores de una sección que debería llamarse, más que Tiro de Gracia, Tiro por la Culata? Lo triste del caso es que la prensa española informó bien, con buen espacio y con bastante precisión, sobre la intervención chilena en ese curso, mientras que los medios nuestros lo ignoraban todo, o hacían una interpretación digna del Diccionario flaubertiano de las tonterías y las ideas recibidas. Escritor: persona que se pasea por el mundo y que consigue invitaciones a cambio de echarle la culpa de todo al general Augusto Pinochet. Si las cosas fueran así de simples, no sería difícil, como comprenderá el astuto lector, tener éxito en la vida literaria.

Esta vez tuve la impresión de que en España, a pesar de tantas cosas, a pesar, incluso, de la actual recesión, los libros, los escritores, la vida literaria han conquistado una presencia fuerte en la sociedad, un sitio respetado por la minoría y también, de una manera palpable, por la mayoría. Eso existió en pequeña escala, pero no sin profundidad, en el Chile de los años cincuenta, el de Alone y Ricardo Latcham, el de Eduardo Barrios y Joaquín Edwards Bello, el de Jaime Eyzaguirre en un extremo y Luis Oyarzún Peña en el otro, el de las tertulias de la librería Nascimento y las conversaciones nocturnas en los cafés de la Alameda. Era un fenómeno limitado, pero que se conectaba con el Buenos Aires de Borges, con el México de Alfonso Reyes, con la España de Baroja y de Ortega y Gasset. Esa atmósfera intelectual desapareció entre nosotros para siempre y no ha sido reemplazada por nada. No hay que hacerse ilusiones. Ahora, en lugar de la información y de la reflexión, recurrimos a un sistema que podríamos llamar de la simplificación delirante, un método que también fue adivinado, supongo, por Sigmund Freud, pero que merecería una buena descripción contemporánea.

Contra el apocalipsis

Está visto que las utopías revolucionarias pueden desembocar en el apocalipsis. Las imágenes de jóvenes eufóricos bebiendo latas de cerveza encima del Muro de Berlín, las del fin del comunismo en Rumania y del fusilamiento del dictador y de su esposa, las del sitio de Sarajevo, son expresiones de una atmósfera, un desorden, un aire que podemos reconocer, que de algún modo estaban anunciados. Tardamos demasiado en hacer la crítica de la Utopía (si es que la hicimos alguna vez), y ahora nos toca reflexionar sobre la manera de evitar los desenlaces apocalípticos. Después de mi estada en Cuba de fines del año setenta y comienzos del setenta y uno, el tema cubano, aunque no lo quiera, aunque trate de doblar la página a toda costa, me persigue. Recibo cartas, libros, folletos, testimonios variados, preguntas insistentes. Como no soy profeta político -ni siquiera tengo pretensiones de "politólogo"-, me abstengo de dar respuestas. No me imagino, no soy capaz de concebir la prolongación del régimen castrista, pero tampoco vislumbro con claridad su final. Veo a Fidel Castro y a su gobierno paralizados, metidos en una contradicción absoluta: dejar de ser socialistas para defender el socialismo. Por otra parte, sospecho que Washington es más o menos indiferente al asunto, o más bien preferiría que por ahora no ocurra nada. ¿Cuál es el camino más lento al capitalismo?, preguntaba un chiste húngaro o polaco de los años setenta. Respuesta: el socialismo. Ahora, al observar la situación de los países de Europa del Este, pensamos que era el camino más lento y el menos adecuado, el más tortuoso. No era cuestión de abandonar el socialismo para ingresar al club de las sociedades europeas desarrolladas. La transición no era tan fácil.

Ahora se polemiza en los Estados Unidos sobre la conveniencia de mantener o de levantar el bloqueo de la isla, y yo me pregunto si la polémica, a estas alturas, está bien planteada y tiene tanto sentido como parece a primera vista. Desde luego, el desastre actual de la economía cubana no es una consecuencia directa del bloqueo norteamericano. Si el bloqueo se levantara ahora mismo, el fenómeno quedaría en evidencia. Se vería con mayor claridad que el Rey, es decir, el Comandante en Jefe, andaba desnudo. Cuando estaba en la Isla a fines del año 70 en calidad de diplomático chileno, me contaban que los sacrificios eran necesarios para invertir en la industria pesquera, en una agricultura más diversificada, en la explotación del níquel y otros minerales. El presente era pobre, precario, sombrío, pero a uno lo trataban de convencer de que el futuro estaba asegurado. Ahora, después de la caída del comunismo en Europa y del término de la ayuda soviética, sucedió algo en Cuba que ninguna sociedad humana soporta durante mucho tiempo: lo que se bloqueó es el futuro. En otras palabras, si el presente es negro, el futuro, si las cosas no cambian de un modo radical, es todavía más negro.

Frente a una situación tan excepcional, tan anacrónica, tan aislada, la experiencia de Europa del Este es quizás la única que podría orientarnos un poco. Ellos salieron del socialismo real de una manera repentina, espontánea carente de todo programa, de toda preparación. Fue una salida traumática y mucho más costosa de lo que nos habíamos imaginado. A lo mejor en Cuba con ayuda de la comunidad internacional, y por tratarse de un país pequeño podría ensayarse una transición mejor, más razonable: casi un modelo de transición del socialismo a una economía de mercado. Podría concebirse, por ejemplo, una especie de Plan Marshall para la Cuba del postcastrismo, pero un plan en que no sólo intervinieran los Estados Unidos: un plan con intervención e incluso con iniciativa hispanoamericana y europea. Tendría que ser un programa económico y a la vez político, pero la sola existencia de ese programa, el hecho de imaginar una alternativa concreta para el desastroso momento actual, sería un factor dinámico, un estímulo para el cambio que ahora simplemente no existe. Ahora sólo se vislumbra un final sangriento, una ocupación desalmada de todos los espacios económicos, una revancha descontrolada, y esa visión (o esa no visión), en definitiva ayuda a Fidel Castro a mantenerse en el poder.

España y Colombia han tenido hasta ahora alguna iniciativa, por lo menos una intención de abrir espacios para un diálogo, y la idea de Felipe González de enviar a Carlos Solchaga a dialogar con Fidel Castro me pareció que contenía un elemento quizás inconsciente de humor, incluso una pizca de humor negro. Ya se sabe que el ex ministro Solchaga, verdadera bestia negra de los sindicatos españoles, paradigma del economista ortodoxo y neoliberal, representa todo lo que Fidel Castro ha combatido y odiado a lo largo de los últimos 35 años. Nos preguntamos ahora si ese diálogo de Fidel y Solchaga fue un simple gesto o si quedó una huella, si hay un proceso en marcha.

A pesar de las apariencias, el resumen del asunto, el tema de fondo, va más allá de la economía. El tema de fondo es el del conflicto, el de la guerra interna e internacional. ¡Nada menos! En su primera conversación conmigo, en los primeros días de diciembre de 1970, Fidel Castro me dijo estas palabras textuales: "Seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos." Es una frase que retrata de cuerpo entero a la Revolución Cubana y a su caudillo. Por lo demás, en la medula del marxismo-leninismo se encuentra la noción de la lucha de clases y de la exacerbación de los conflictos de la sociedad. Lo primero que hizo la Revolución fue dividir a Cuba en dos mitades irreconciliables, la del interior y la del exilio, y declararle una guerra virtual a Washington y a las democracias latinoamericanas, estigmatizadas como "democracias burguesas" o dictaduras precariamente disfrazadas. Lo que domina en el mundo de hoy, y sobre todo, me parece, en América Latina, es un deseo de salir de la lógica de la guerra y de construir democracias estables, que permitan un desarrollo económico moderno. La frase que me dijo Fidel Castro en mi primera noche en La Habana, que ya me sorprendió y me pareció nefasta en esos años, suena hoy día como un anacronismo absoluto. Cuba también, irremisiblemente, saldrá de la lógica de la guerra, y eso implicará el final de la división del país y la desaparición política de Fidel, que tomó el poder por medios militares y que lo ha mantenido hasta hoy por los mismos medios. Pero este paso de la guerra a la paz tiene que ser comprendido antes que nada por ambas partes, por la gente del exilio y la de la Isla. El resto del mundo sólo podrá ayudar con buena voluntad, con discreción, con inteligencia, y, desde luego, con dólares.

Vagabundos y colegiados

Ahora resulta, de acuerdo con el proyecto de Ley de Prensa que ha llegado al Congreso, que será necesario estar colegiado y tener, supongo, cartón y patente de periodista para escribir en los diarios. No me cabe la menor duda de que será un retroceso de nuestra cultura y una limitación de nuestras libertades. Será posible todavía, me imagino, publicar una columna de opinión, pero el resto del espacio estará manejado por huestes disciplinadas y registradas. La imaginación, el conocimiento, el talento, el uso del lenguaje, pasarán a ser valores secundarios. El principal será un cartón, un número, un carné con su fotografía y sus timbres institucionales. ¡Qué retroceso, qué invitación a la mediocridad redactada y en letras de molde!

He pensado en casos antiguos, en periodistas clásicos. ¿Estaban colegiados Alone, Tito Mundt, Luis Hernández Parker, Joaquín Edwards Bello? A lo mejor sí, al final de sus vidas, pero seguro que no en los comienzos. Puede que Lenka Franulic terminara por estar colegiada, pero que se habría reído de este asunto de la colegiatura, sin duda que se habría reído. Y don Vicente Pérez Rosales, cuya vida osciló siempre entre la severidad, la lucidez y la picardía o la picaresca, ¿qué habría dicho?

O el periodismo es una forma de la expresión literaria, o es un arte, además de una técnica, o no es nada. La gran literatura latinoamericana de estos años ha estado llena de escritores periodistas: Vargas Llosa, García Márquez, Guillermo Cabrera Infante y un largo etcétera. Ya conocemos en detalle, a través de las confesiones de El pez en el agua, las experiencias del Vargas Llosa de 16 años de edad como reportero del diario La Crónica de Lima. García Márquez esperó largo tiempo en Roma, como corresponsal de un diario de Colombia o de Venezuela, la muerte de un Papa. Alejo Carpentier estuvo durante años ligado a la prensa de Venezuela. Germán Arciniegas y Arturo Uslar Pietri son escritores periodistas. ¿Habría podido alguien exigirles la colegiatura antes de publicarles un articulo? Creo que la iniciativa legal es anacrónica, anticuada, desfasada. Si usted ha recibido un titulo de alguna de nuestras escuelas de periodismo y por añadidura está colegiado, existe una vaga presunción en el sentido de que puede escribir o participar con un mínimo de eficacia en eso que llaman "los medios". Una presunción frágil, que se confirmaría si usted pudiera demostrar, además, alguna dosis de talento. Pero ninguna escuela y ningún diploma podrán evitar, si usted no tiene dedos para el piano, que mate de aburrimiento a sus lectores.

La escuela puede dar técnicas, datos, manejo de archivos y de fichas, conocimientos, pero hay un elemento añadido, imponderable, que resulta de la combinación de la práctica, del esfuerzo continuado, con el don, con la sensibilidad, que no se aprende en ninguna escuela, y que en algunas escuelas se desaprende.

¿Qué habría dicho el Doctor Johnson, el fundador en la Inglaterra del siglo XVIII del periodismo moderno, de este curioso proyecto de ley, que parece sacado de una gaveta de la década del cincuenta? El Doctor Johnson escribía en una taberna de Londres, rodeado de amigos, bebiendo cerveza. Un niño de los mandados esperaba para correr con los papeles a una imprenta cercana. Así se producía en cada número The Rover (el vagabundo, el errante, el pirata), uno de los primeros diarios de la Inglaterra del Siglo de las Luces. ¿Qué humorada formidable habría inventado el célebre Doctor si le hubieran pedido que se colegiara antes de publicar esos papeles? ¿Y se imaginan ustedes a Mariano]osé de Larra, el Pobrecito Hablador, como se definía a si mismo, el gran articulista de la España del siglo XIX, de periodista colegiado?

Guardemos el sentido de las proporciones. Los estudios formales, la colegiatura, son un antecedente favorable, una parte no desdeñable de un currículum, pero no pueden impedir que una persona observadora, creativa, que sabe manejar el idioma y que sabe, sobre todo, ver, funde un diario o una revista, se exprese por escrito con libertad, hable en una radio. Pretender controlar esta expresión, canalizar la palabra, el pensamiento, por medio de disposiciones reglamentarias, es un verdadero atentado. Es contrario a la libertad y contrario, más que nada, a la creatividad. Parece que alguien, desde algún recinto enigmático, decretara: somos grises y mediocres, seamos, por lo tanto, más mediocres y más grises. Me imagino un destacamento de periodistas uniformados, computarizados, controlados, y veo en un telón de fondo la risa sarcástica de Johnson, la sonrisa amarga de Larra, la ironía de Pérez Rosales. En una de sus vertientes, la aventura literaria moderna está conectada con el periodismo. Azorín y Unamuno siempre escribieron en la prensa española y latinoamericana. José Ortega y Gasset alcanzó a contarle a mi amigo Arturo Soria que cada artículo que redactaba para El Sol de Madrid le daba unos dolores de cabeza "de miedo". Era, además de filósofo, un periodista aplicado, lento y sobresaliente. Hemingway fue corresponsal de guerra, como Rubem Braga, el mejor de los cronistas contemporáneos de la lengua portuguesa, que vivió entre nosotros y que nosotros, en nuestra prolija y habitual ignorancia, desconocemos. Después de la segunda guerra, con los dólares que había ganado en el frente de Italia junto a la FEB (Fuerza Expedicionaria Brasileña), Rubem se radicó en un hotelito del Barrio Latino de Paris y escribió un libro de crónicas que se ha convertido en un clásico del Brasil, A borboleta amarela (La mariposa amarilla). Sospecho que no estaba colegiado, pero es posible que me equivoque. Después del golpe de 1964 en su país, un general lector suyo intervino para que la policía política no lo molestara. Su habilidad para describir escenas militares en sus crónicas de guerra se había convertido en un escudo.

Tito Mundt, en Paris, aporreaba una maquina de escribir vieja en la oficina del lado de la mía en el caserón de la avenida de la Motte Picquet. Una vez lo sorprendí escribiendo la crónica de las festividades del 14 de julio el día 13 por la tarde. Hablaba de una mañana de sol radiante. "¿Y si llueve?", le pregunté. "¡Quién va a saberlo en Chile!", exclamó Tito, y continuó aporreando su máquina. Eran picardías, pero quedaban escritas con gracia. Y eran picardías más bien inocentes.

¿Alguien se atrevería a exigir que Rubem Braga, que Tito Mundt, que Ernest Hemingway, los de ayer y los de ahora, si es que esa especie humana todavía se repite, sean periodistas inscritos y reglamentados? Creo que nuestros parlamentarios deberían reflexionar un poco y votar en contra. En nombre de la cultura, de la cordura, y también, por que no, de las libertades.

Nostalgias de la guerra fría

John Le Carré, el autor de El espía que surgió del frío, se llama en la vida real David Cornwell. Por su acento, por su vestimenta, por su aspecto físico, es un inglés inconfundible, que viaja acompañado por una señora inglesa, supongo que su actual esposa, no menos inconfundible. Como dirijo un curso de narrativa en El Escorial, dentro de los programas de verano de la Universidad Complutense, y como se ha colocado una conferencia suya como parte de nuestras actividades, me toca acompañarlo en la mesa. El personaje está muy lejos de corresponder al estereotipo del escritor contemporáneo y sobre todo a los novelistas ingleses que me ha tocado conocer. Anthony Burgess es más estridente para vestirse y peinarse. Graham Greene tenía una distancia pensativa, un poco soñadora. David Cornwell, o su alter ego John Le Carré, podría ser un correcto vendedor de automóviles o un amable cobrador de impuestos. A pesar del calor sofocante, se ha vestido de traje azul, camisa celeste, cuello y corbata. Subraya su intención de respetar al público más que todos nosotros, y su presentador nos hace saber que accedió con gran facilidad, sin la menor complicación de figura famosa, y que ni siquiera ha cobrado honorarios. Claro esta, la editorial española que publica sus libros en castellano ha hecho un despliegue importante, no excesivamente secreto.

John Le Carré nos habla de su infancia y de su temprana vocación para el espionaje. Nos cuenta que a la edad de cinco años ya era espía. Debido, al parecer, a las enmarañadas historias de su vida familiar. Su padre, de orígenes burgueses, era un hombre de negocios aventurero. No muy afortunado, a juzgar por el testimonio de su exitoso hijo. Recuerda su infancia como una huida continua, y su padre, a veces, no tenia más remedio que contemplar los barrotes y los estrechos muros de algunas instituciones de su Majestad Británica. El conferenciante quiso aludir, con humor británico y con meritoria franqueza, a la cárcel pública, pero tuve la impresión de que los auditores no entendieron.

Conoció la brutalidad de las instituciones inglesas en el internado, a los cinco años, y comprendió que el sistema de castigos se transformaba en un aprendizaje para infligir castigos a los otros. Más tarde, traicionándose a si mismo -"los ejemplos de lealtad y deslealtad no sólo son propios de los espías, sino también de los escritores"-, hizo clases en Eaton, y después, en una posición burocrática menor, ingresó a los servicios secretos británicos. Hasta ahora está orgulloso de haberlo hecho. Era un anticomunista convencido, y piensa que el espionaje fue absolutamente necesario durante la guerra fría. Un buen día lo enviaron a Berlín, al parecer para informar sobre las actividades de Willy Brandt y de los socialistas alemanes, y asistió como testigo de vista a un episodio decisivo de la historia contemporánea: la construcción del Muro de Berlín en las cercanías del Check Point Charlie. Regresó con la idea de su novela, El espía que surgió del frío, y la escribió de madrugada, en cosa de tres o cuatro meses. Como era ficción pura, sus jefes le sugirieron que se inventara un seudónimo, pero no le dieron mayor importancia. Afortunadamente para la literatura de espionaje. El éxito fue inmediato, y el autor, sorprendido, partió a vivir y a escribir durante un año entero en la Isla de Creta.

Muchos de los auditores nos preguntamos si ahora, después de la caída del Muro y del fin de la guerra fría, John Le Carré siente un verdadero estímulo para seguir escribiendo. El aseguró que el espionaje está en pleno auge. Como se han dispersado los centros de poder y se han multiplicado los sectores problemáticos del mundo -ya no sólo es el Kremlin, ahora es Moldavia, Lituania, Serbia, etcétera-, todos los servicios de inteligencia de este mundo piden más presupuesto, más especialistas, más espías. Y sus novelas, aseguró, incluyen a personajes menos moldeados por los antiguos sistemas y más jóvenes.

Alguien le preguntó si había conocido a alguno de los grandes agentes dobles británicos. Dijo que había sido invitado en Moscú por Philby, pero que él era huésped en ese momento del embajador de Su Majestad y le pareció de pésimo gusto reunirse con un traidor. Insinuó que él, al fin y al cabo, había redimido su infancia con un trabajo de espionaje menor, pero útil. El caso de Philby había sido muy diferente. "El padre de Philby era un monstruo, y Philby se comportó, por desgracia, a la altura de su padre."

Macbeth

La ópera, y sobre todo la italiana, ha sido para mí un gusto adquirido. En la adolescencia fui aficionado a la música de cámara. En la juventud, al jazz y a las obras sinfónicas. Después, en los años maduros, empecé a entrar en el mundo del canto. Tengo recuerdos extraordinarios de solistas, de coros, de óperas escuchadas en París, en Berlín, en el Teatro del Liceo de Barcelona, y también, desde luego, en el Teatro Municipal de Santiago de Chile. Recuerdos de representaciones teatrales, de conciertos y de óperas en el Municipal: desde La loca de Chaillot y El tiempo y los Conways, desde una remota temporada de Jean Louis Barrault y Madeleine Renaud, desde conciertos dirigidos por Von Karajan o por Celibidace, hasta una Carmen muy reciente y el Macbeth de estos días.

No soy, claro está crítico de música. Compararé y tenderé a confundir, sin duda, el Macbeth de William Shakespeare, que conozco desde hace largos años y que algunas veces he releído, con el de Giuseppe Verdi, que sólo he conocido a comienzos de esta semana. Me pareció que la versión nuestra era impecable, incluso brillante. Me gustaron las principales voces, me pareció muy bueno el coro, admiré la escenografía y tuve la impresión de que la orquesta sonaba muy bien, con buen ritmo, con musicalidad, bien dirigida. Puede, naturalmente, que estas impresiones sean equivocadas, demasiado ingenuas. Acepto sin reservas la acusación de ingenuidad en lo musical y en muchas otras materias. Cierta dosis fundamental de ingenuidad mantiene la capacidad de entusiasmo, de juego, de reacción espontánea.

Pienso que Verdi utilizó el tema de Shakespeare con entusiasmo, con brío y con algo de simplicidad. Hizo un Macbeth más breve, más esquemático, de contrastes más agudos. La mujer, Lady Macbeth, es una fiera humana, un personaje sanguinario, devorado por la ambición, absolutamente libre de escrúpulos. El Macbeth verdiano, en cambio, es un ser cobarde, vacilante, incapaz de controlar sus miedos y sus pesadillas, paralizado y condenado por la duda. Es un Macbeth parecido a Hamlet, pero colocado en una situación mucho más difícil. En algún sentido, el Macbeth de Verdi, que tiene ingredientes bufonescos, que sufre de una angustia que ni siquiera le permite mantenerse en pie (detalle subrayado por la notable interpretación de Leo Nucci), es una caricatura de Hamlet.

Hay una larga historia de lecturas y recreaciones de Macbeth en la literatura contemporánea. Cuando visité a Jorge Luis Borges en Buenos Aires, dos o tres años antes de su muerte, me dijo que estaba dedicado a traducir Macbeth. Me pareció entender que lo hacía en colaboración con Adolfo Bioy Casares, pero quizás me engañó la costumbre. ¿Qué habrá ocurrido con esa traducción? El titulo de una novela de Faulkner, El sonido y la furia, está tomado de los versos que dice Macbeth en el acto quinto, después de recibir la noticia de la muerte de la reina y antes de saber que el bosque de Birnam ha comenzado a moverse. Las brujas le han anunciado que él sólo será derrotado si el bosque de Birnam avanza hasta la colina de Dunsinane. Lo que ocurre es que las tropas enemigas, los representantes de la legalidad usurpada han utilizado las ramas del bosque como camuflaje y han iniciado la marcha hacia la fortaleza sitiada. La vida "es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furor, y que no significa nada", dice Shakespeare por boca del rey usurpador Macbeth. Verdi cita una de esas líneas, pero su obra tiene otro enfoque. Es un himno a la libertad, una protesta contra la tiranía; no es un análisis de la complejidad y del carácter autodestructivo y en alguna forma irresistible del mal.

Es curioso este carácter libertario, republicano, nacionalista, del Macbeth de Verdi. La lucha contra la tiranía, la arbitrariedad, la represión política es el tema central. La frecuencia de representaciones en el Chile de la segunda mitad del siglo XIX, en contraste con su casi total ausencia durante los años del pinochetismo, seguramente no es casual. Además de las censuras evidentes, explicitas, sufrimos hace pocos años una censura soterrada, subliminal, reforzada por una autocensura. La protesta lírica verdiana contra la opresión ejercida por Macbeth y Lady Macbeth todavía tenía un eco subversivo en el escenario del Teatro Municipal, a pesar de que los tiempos ya cambiaron. ¿Será señal de que ese cambio, en la psicología, en las costumbres, en los reflejos de cada uno de nosotros, todavía tiene mucho camino que recorrer? En una entrevista anterior al estreno, Leo Nucci declaró que las óperas deben hacer pensar. Esta me dejó pensativo, y espero que mi caso no haya sido el único.

Lo mas dramático y lo más original del Macbeth de Shakespeare es la intervención de las brujas. Ellas anuncian el porvenir, y el porvenir, de un modo esencialmente dramático, se cumple. Macbeth está predestinado a ser rey por medio del crimen. Su reinado terminará cuando el bosque de Birnam suba hasta los contrafuertes de su castillo. Parecería que la predestinación al eliminar la voluntad, al excluir la sorpresa, se contrapone al drama, pero es, sin embargo, lo más dramático que existe. Macbeth, el personaje envuelto en el nudo del conflicto, tiene la mayor densidad y la mayor complejidad. No es un simple fantoche cobarde, como se desprendería de la ópera. Es un condenado, una víctima del destino. Cuando le dicen que el bosque ha comenzado a moverse, termina de comprender. "¡Tocad las campanas de alarma! ¡Soplad, vientos! ¡Venid, naufragios! / Al menos moriremos con los arneses a nuestra espalda…"

En la ópera, Lady Macbeth canta a voz en cuello: es el espíritu del mal que se manifiesta con intensidad, con pasión, lejos de la duda. Macbeth, en cambio, cobarde, vacilante, lúcido, parece engolfado en un largo recitativo, suspendido entre la música y el simple rumor de las palabras. En el drama, por el contrario, las palabras de Macbeth tienen una musicalidad superior. Es la expresión de una lucidez desesperada. "Todos nuestros ayeres han iluminado el camino de locos a una muerte polvorienta…". Envidio a Borges, el apacible traductor; me quedo con Shakespeare, pero paso una tarde magnifica con la reinvención musical que hizo en sus años todavía jóvenes, hacia mediados del siglo pasado, Giuseppe Verdi.

Querellas nuevas y antiguas

Me llegan los ecos de un encuentro de literatura chilena en Nueva York y compruebo que la querella generacional, con sus habituales características de parricidio, se renueva y a la vez se repite, aunque ahora, quizás, con menos elegancia y con argumentos teóricos más primitivos que los de antaño. No es que haya decadencia intelectual. Lo que hay es una presencia mayor, más urgente, del mercado librero, factor que antes prácticamente no influía y que no deformaba, por lo tanto, la visión puramente literaria, estética, de las cosas. Yo recuerdo mi primera salida a la palestra, allá por el año 1952, acompañada de una polémica que no preví, que me sorprendió a mí más que a ningún otro. En un programa de radio del PEN Club me preguntaron por mis lecturas. Kafka, respondí, William Faulkner, James Joyce, Thomas Mann. ¿Y los chilenos?, dijo el entrevistador. ¿Los chilenos? Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Maria Luisa Bombal, Manuel Rojas… Muy bien, insistió el entrevistador, Mario Espinosa, otro de los narradores jóvenes de aquellos años, pero ¿y los demás chilenos: Mariano Latorre, Luis Durand, Fernando Santiván, Eduardo Barrios? Insistió con tenacidad, con una especie de energía socarrona, perversa, y yo, con toda la ingenuidad de mis veinte años, sin sospechar que la diplomacia también se necesita en la profesión literaria, contesté que esos autores no me interesaban. "¡No le interesan!" "No me interesan nada". Estaba dispuesto, incluso, a explicar por qué no me interesaban, pero Mario, que era buen amigo y que había decidido, por sí y ante sí, tomar a los escritores nuevos bajo su protección, optó por cambiar de tema.

Mario Espinosa conocía bien a sus mandantes. Pronto comprendí que tenía sobradas razones para tratar de protegerme. A los pocos días recibí una andanada de grueso calibre. Un viejo escritor declaró en público que yo era un afrancesado, lleno de "olímpico desdén por lo nacional", un rara avis, puesto que hacia ostentación de mi desprecio por la literatura en la que aspiraba a insertarme… La verdad es que yo no me había puesto a escribir con el propósito de insertarme en nada. Escribía para escribir, leía para leer. Además, las obligaciones escolares me habían inculcado un prejuicio: sólo era capaz de interesarme de un modo auténtico, profundo, apasionado, en los autores y los libros que descubría por mi propia cuenta, desde el Neruda de Residencia y el Vicente Huidobro de Altazor hasta el Faulkner de Mientras yo agonizo. Mi defensor de aquellos años, Ricardo Latcham, lo dijo con claridad, con un sentido convincente de las libertades intelectuales, que están por encima de los programas escolares y de los nacionalismos.

La defensa de Latcham en el PEN Club de 1952 me sirvió para seguir el curso de mis lecturas y para desarrollar mi escritura sin sentirme demasiado presionado. Nunca pensé que estuviera lanzado a una carrera de obstáculos. Nunca creí que el fin del trabajo literario consistiera en desalojar de sus sitiales a otros escritores para colocarse uno. Ni siquiera busqué, como dije, la inserción en ninguna parte, en ninguna lista, en ninguna enciclopedia, y los espejismos del mercado simplemente no existían. Por lo demás, ese desarrollo tranquilo de mi tarea me permitió descubrir en diferentes etapas, a lo largo del tiempo, a muchos de los escritores a quienes había negado en aquellos comienzos. Un buen día tuve que admitir que los cuentos de Luis Durand, que había visto en las vitrinas de la librería Nascimento desde que tenía uso de razón, eran verdaderamente dignos de leerse, aun cuando su escritura tuviera más relación con Maupassant que con Faulkner o Cesare Pavese. Otro día me encontré enfrascado, sin excesivo entusiasmo, pero con interés, en las páginas de Un perdido de Eduardo Barrios. Un ejemplar de Cuentos del Maule dedicado por Mariano Latorre "a don Pedro Prado" y encontrado en una librería de la calle San Diego me condujo a una parcial reconciliación con el criollismo.

Las querellas, las generacionales y las otras, son indispensables, pero las revisiones y las consiguientes reconciliaciones también. La verdadera lectura es siempre creativa, cambiante, curiosa, renovadora y redescubridora. Sin este ingrediente imprevisible no existe vida literaria válida; sólo existe la rutina y el aburrimiento. En una mesa de café, hace pocos días, un amigo distraído olvidó un ejemplar de La chica del Crillón de Joaquín Edwards Bello. Edwards Bello, el gran "inútil" de mi familia, era otro de los novelistas que yo condené al infierno en mis inexpertos veinte años. ¿Qué sucede hoy día cuando leemos La chica del Crillón, novela del año 1935? Otro personaje distraído de nuestras antiguas tertulias, Juan Tejeda, había inventado para si mismo un epitafio terrible: "Quiso ser escritor, llegó a ser escritor chileno." ¿Tendríamos que aplicar este epitafio a Luis Durand, a Fernando Santiván, a Edwards Bello? La chica del Crillón tiene un estilo incisivo, nervioso, ácido, siempre divertido. Sirve más para conocer el Chile de la década del treinta, el de después de la crisis y el de la decadencia del salitre, que centenares de estudios y tratados históricos. Me hace pensar ahora en cierta literatura francesa de segunda fila -Paul Bourget, Claude Farrère-, pero con un ingrediente crítico, áspero, irreductible, que la hace más interesante, que la acerca, quizás, a la prosa de Pío Baroja. El defecto principal de la novela, en mi opinión, tiene que ver con la mirada narrativa, con el punto de vista. Se supone que el protagonista femenino, Teresa Iturrigorriaga, le ha entregado un diario suyo al autor. El problema es que a veces escuchamos la voz de Teresa, un buen invento novelesco, pero de cuando en cuando interfiere la del cronista y ensayista inconfundible que es Edwards Bello. La más o menos frecuente intromisión del autor, bajo el subterfugio del diario femenino, suele romper el ritmo, la atmósfera.

A pesar de todo, después de casi sesenta años, la novela es enteramente fresca, amena, atractiva. Uno llega a la conclusión además, de que la insolencia, el modo directo, la mala uva de Edwards Bello, de estirpe barojiana, son ahora, en nuestra sociedad pacata, abrumada por la dudosa virtud de la prudencia, elementos revulsivos que hacen una falta enorme. El prologuista, de cuyo ejemplar conseguí apoderarme, cuenta que cuando Joaquín, en 1941, vio la película basada en su novela y filmada por Jorge Délano, declaró de inmediato a la revista Ercilla: "Es el mamarracho más grande que se ha rodado en Chile". Ahora ya nadie dice estas cosas. Hemos perdido esa ingenuidad francota, la misma que atacó a Jorge Délano y que exasperó a los señores del PEN Club. Creo que la hemos perdido para mal.

Pelo largo

El director del Colegio Terranova, que está ubicado, me dicen, en la comuna otrora moderna y progresista de La Reina, acaba de expulsar a Franco Fernández, alumno de primer año medio, por no acatar una orden de cortarse el pelo. Según el señor Daniel Millas, el director, el joven Fernández infringió las normas de "presentación personal" que rigen en su establecimiento. El Ministerio de Educación tuvo que intervenir para que el alumno pudiera rendir sus exámenes de fin de curso, pero sólo se le permitió entrar en el momento de ser llamado por los examinadores. Vale decir, debió esperar en la calle, a la intemperie, expuesto al sol y a la curiosidad de los transeúntes y de los perros vagos, puesto que su mal ejemplo, a juicio del concienzudo director, podía contaminar al resto de los estudiantes. El joven ha sido defendido con energía y entereza por su padre, Jorge Fernández, que teme que dos hijas suyas que estudian en el mismo lugar también sean hostilizadas, y ha conseguido que otros padres de alumnos hagan causa común con él, pero el director, según mis informaciones se mantiene firme en su posición. ¡Los melenudos tendrán que pasar por encima de su cadáver antes de ingresar al Colegio Terranova!

Estas historias de melenas y de cortes de pelo son antiguas, más antiguas, quizás, de lo que el señor Millas se imagina, y me propongo dar algunos datos parciales. Podrán servir para los cursos de historia contemporánea de ése y de otros establecimientos. En vísperas de las Olimpiadas de fines de la década del treinta, en Berlín, las autoridades nazis publicaron detalladas instrucciones acerca de la conducta, la vestimenta y el corte de pelo que debían tener las delegaciones participantes. Toda transgresión de estas normas significaba la exclusión del torneo y podía acarrear, en el caso de los ciudadanos alemanes, consecuencias aún mas graves. Esas Olimpiadas se hicieron célebres porque Jesse Owens, atleta norteamericano de raza negra, ganó una de las carreras, me parece que la de cien metros, y Hitler, indignado por esta derrota deportiva de los arios puros, se negó a darle la mano y a felicitarlo.

En octubre del año 70 llegué a la ciudad de Asunción, capital de Paraguay, enviado por el entonces Ministro de Relaciones Gabriel Valdés, en mi doble condición de funcionario diplomático y de escritor, a inaugurar una exposición del libro chileno. En el avión me había encontrado con algunos compatriotas que huían del allendismo -Salvador Allende acababa de ganar las elecciones y todavía no asumía el mando- para colocarse bajo el alero protector de la dictadura del general Stroessner. En Asunción me encontré con el gran novelista Augusto Roa Bastos, que visitaba el Paraguay después (de largos años de exilio, y con un grupo de jóvenes poetas, cineastas, pintores, que nos seguían a todos lados. Eran, en su mayoría, jóvenes talentosos, ávidos de recibir noticias del mundo, y que usaban largas y desordenadas melenas. Pues bien, al segundo o tercer día entré a una sala a dar una conferencia y me encontré, sorprendido, con el siguiente espectáculo: en la primera fila el Ministro de Justicia, a quien el general Stroessner había dado instrucciones precisas de asistir a mis charlas, bien vestido y con un corte de pelo regular; en las filas posteriores, los jóvenes artistas del primer día, en pleno, pero pelados al rape, con las cabezas brillantes como bola de billar. Después me contaron que los había detenido la policía en la calle y los había llevado a una comisaría para rasurarles hasta el último pelo. En el Paraguay del general Stroessner tampoco se admitían melenudos.

Regresé de Asunción a Lima, donde ejercía el cargo de consejero de la embajada chilena, y a los dos meses tuve que hacer de nuevo mis maletas y viajar a Cuba para abrir la misión diplomática de Chile en La Habana. A los pocos días empecé a notar la presencia constante y multiplicada de jóvenes vestidos con el mismo traje gris y que usaban el mismo pelo muy corto. Pronto me contaron historias de melenudos detenidos en las calles y sometidos al corte de pelo obligatorio. Cuando la condición del melenudo coincidía con la de homosexual, las consecuencias podían ser mucho más graves. Éstos solían ser enviados a las llamadas UMAP, Unidades Militarizadas de Ayuda a la Protección. Después me dijeron, y ahora lo repito, para ser justo, que las UMAP, verdaderos campos de trabajo forzado, fueron abolidas más adelante. Hubo, en todo caso, un periodo de intensa persecución de homosexuales y otros sujetos indeseables. Se consideraba en aquellos años que las melenas eran eminentemente sospechosas. "¿El uso de melena", le preguntó un periodista a Raúl Castro, hermano de Fidel y responsable de las Fuerzas Armadas de la isla, "demuestra que la persona es homosexual?". "No lo demuestra", respondió Raúl, "pero lo que si sabemos es que todos los homosexuales usan melena". Curiosa afirmación, buena muestra de la lógica delirante de las dictaduras. Nosotros hemos conocido estos lenguajes y estamos bien preparados para detectarlos e interpretarlos.

No sé si he conseguido convencer al señor Millas. Si en los cursos de historia estudiáramos bien los fascismos y os totalitarismos contemporáneos, no repetiríamos sus errores con tanta facilidad. En cuanto al joven Franco Fernández, me gustaría darle ánimo. Ha hecho bien en resistir la orden autoritaria y en quedarse a la intemperie, expuesto a la canícula y a la maledicencia. El uso del pelo corto o largo pertenece al dominio sagrado de los derechos individuales y hay que defenderlo contra viento y marea, digan lo que digan. Es probable que descubra al cabo de los años que el pelo más bien corto, sobre todo en pleno verano, es más fresco y más cómodo, pero la decisión le pertenece en forma exclusiva, forma parte de su libertad inalienable y de la de todos nosotros.

Los clásicos del verano

Los clásicos, escribe Ítalo Calvino, son esos libros de los cuales la gente dice que los "está releyendo" y nunca que los "está leyendo". ¿Por qué? Porque la gente se avergüenza de confesar que no ha leído la Divina Comedia, el Quijote, la Odisea. Sin embargo, prosigue Calvino, que se ha convertido, él mismo, en un clásico del siglo XX, es imposible haber leído todas las obras clásicas de la literatura universal. Si no, que levante la mano el que conozca todo Heródoto, todo Tucídides. O el que haya leído, agrego yo, la totalidad de la obra de Cervantes, de Quevedo, de Benito Pérez Galdós, de Balzac y Stendhal.

Pongámonos, entonces, con desparpajo, sin el menor complejo, a leer a clásicos y modernos, según la tendencia de la hora o de la semana: un día una novela del género negro, otro, una prosa de Cicerón, o de Baltasar Gracián, o de Roland Barthes. ¿Por que no? Convertimos la lectura, la cultura, el goce estético, en un asunto de fachada, y por lo tanto de simulación, de hipocresía, y destruimos la fuente del placer, de la diversión, del autentico aprendizaje. Reconozco, por ejemplo, que sólo leí el Quijote con gusto, con atención, sin perder una sola línea, hace pocos años, en Barcelona. En mi adolescencia lo había recorrido por obligación y sin mayor provecho, incluso, tengo que admitirlo, con escasa simpatía. En Barcelona, después de la presentación de una edición de bolsillo, cené con amigos alegremente, me fui a la casa y se me ocurrió comenzar a leer la segunda parte. Descubrí, encantado, que era la más fantasiosa, la más juguetona, la más imaginativa. La terminé y entré de inmediato en la primera, en ese "En un lugar de la Mancha…" al que todos, por lo menos, nos hemos asomado. Creo que entendí por primera vez los motivos de la admiración universal, más difundida en Inglaterra, en Rusia, en Alemania, que en el propio mundo hispánico, por esa novela. Comprendí lo que se pretende afirmar cuando se afirma que el Quijote es la primera novela moderna en la historia de la literatura.

He adquirido la costumbre, desde hace algún tiempo, de reservarme algún clásico voluminoso y substancioso para lectura del verano. El año pasado cogí Los miserables de Victor Hugo. Comencé en un cálido enero de nuestra costa central y despaché el tercer tomo en un frío invierno de la ciudad de Washington. Mientras Jean Valjean huía por las alcantarillas de Paris, vadeando agujeros de fango pestilente, yo miraba por mi ventana el revoloteo y los torbellinos de la nieve que caía sobre las calles de Georgetown. No se puede olvidar una lectura de esa especie. Una experiencia literaria así queda marcada en la historia personal, como un episodio familiar importante, una crisis, un amor, una aventura financiera o política. ¡Si, señor lector! La batalla de Waterloo contada por Victor Hugo, como el desfile de la Edad Media inventado por Cervantes en la cueva de Montesinos, son cosas que enriquecen la conciencia. Uno es una persona diferente después de haber leído aquellas páginas.

Ahora escogí Ana Karenina. Había leído casi todo Tolstoi, La guerra y la paz, la trilogía autobiográfica, la Sonata a Kreutzer, La muerte de Ivan Ilitch, la de las mejores novelas cortas que se han escrito en este mundo, pero Ana Karenina, que es quizás su obra maestra, se me había quedado rezagada. Es diferente, explica Ítalo Calvino, leer un clásico en los años de formación a leerlo en la madurez. Es diferente, pero no es una experiencia menos interesante o inferior. Uno entra en Ana Karenina, avanza en algunos capítulos, y se da cuenta de que está entrando en una arquitectura monumental, una gran sinfonía, no una sonatina o un preludio cualquiera. Habría que llevar un diario de lectura, y después escribir un ensayo y quedarse tranquilo. La novela es polifónica, múltiple, cambiante, sorprendente. Tiene pasajes parecidos a un adagio profundo, dramático, y otros como un allegro con brío. Se percibe la sociedad compleja, rica, llena de jerarquías, de grupos y subgrupos, pero en el fondo, indiferente a esos devaneos, enigmática, se levanta la naturaleza, que Tolstoi parece mirar como una realidad misteriosa y sagrada. Se podría analizar el libro desde muchos puntos de vista, con muy diversas perspectivas. Ahora pienso en un solo aspecto: la relación, según León Tolstoi, del hombre de calidad con las cosas. El hombre de calidad es el que conserva y ama las cosas; el otro es el que las compra y las vende, el que las transforma en objetos de comercio. Oblonsky, ejemplo del falso aristócrata, cambia una parte de su herencia, un bosque extraordinario, por un plato de lentejas. Los comerciantes profesionales juegan con él. Constantine Levin, en cambio, el señor campesino, rechaza esa transacción indignado. Él siente que esos manejos, esos cambios bruscos, esa búsqueda de un dinero rápido y fácil, encierran un mal intrínseco. Son, quizás, la forma moderna del mal. ¿Crítica del mercado, del capitalismo naciente en la Rusia del siglo XIX? Tolstoi, al parecer, en lugar de optar por el colectivismo que ya se ponía de moda, optaba por formas de propiedad señorial y precapitalista. La razón la tenían los mujiks, los campesinos, y la raza en extinción de los señores verdaderos, amenazada por todos lados. Uno se acerca al corazón de la novela, conmovido, y sonríe, consciente de que Tolstoi entregaba y a la vez, a cada rato, como un prestidigitador, escamoteaba sus respuestas.

Literatura

Existe una noción desdeñosa, peyorativa, y muy difundida, de la literatura. "Todo el resto es literatura", exclama un escritor francés. El resto: lo que no es esencial, lo que no pesa. Cuando alguien le saca el cuerpo a un tema, cuando esquiva el bulto, cuando intenta disimular el vacío con palabras, decimos que "hace literatura". Lo que ocurre, pienso, es que dejamos de saber hace mucho tiempo, en Chile y quizás en todas partes, que es la literatura. Se perdió el concepto y se extravió el gusto. Los vanguardistas les echaron la culpa a los académicos, a la tradición, pero crearon una nueva academia, una academia llena de normas endebles, blandas, informes, que nos ha inundado por todas partes. Dentro de la confusión general, hemos terminado por buscar un anclaje seguro en la distracción, en la evasión, en el número de ejemplares vendidos. A falta de gusto y de crítica, creemos en las cifras de venta. Y también, desde luego, nos equivocamos.

La vanguardia convirtió la ruptura en tradición, el informalismo en exigencia formal, y nos ha costado mucho descubrir que también es necesario romper con la ruptura. En cierto modo, volver a los orígenes. Todo se empezó a perder, quizás, cuando nos olvidamos del latín y despreciamos la formación clásica. Reemplazamos el verdadero estilo, la ejercitación de la inteligencia y de la palabra, por la memorización y la acumulación de conocimientos inútiles. Nuestros educadores y reformadores positivistas se equivocaron medio a medio. Elevaron a los altares a la ciencia y a la técnica y se olvidaron de la reflexión, de la lógica, de la inteligencia. Resultado: estamos llenos de profesionales universitarios que no saben expresarse por escrito, que no saben hablar, que no consiguen comunicarse. Creen que el buen uso del idioma, que el sentido de lo literario, son adornos, cuestiones superfluas, y la literatura termina por vengarse de ellos.

He leído en los diarios españoles algunas declaraciones de Mario Conde, el empresario de moda hasta hace muy poco y que ha dejado en Banesto, el banco que él dirigía, un agujero de 500.000 millones de pesetas, equivalentes a alrededor de cuatro mil millones de dólares. Pues bien, Mario Conde, que hace pocos meses habría tratado de salvarse inventando un gobierno de "concentración" presidido por él, ha apelado a la literatura como ultimísimo recurso. Los periodistas de Madrid dicen que utilizó, en su primera conferencia de prensa después de la intervención de sus empresas, numerosos giros literarios y frases de carácter lírico. Dijo, por ejemplo, que el destino está gobernado por las estrellas, que no valen "blindajes" frente a la verdad (alusión a los contratos que en España se llaman "blindados").

El asunto me dejó más que pensativo. Hay momentos en que los técnicos, los banqueros, los hombres de números, los políticos, empiezan a hacer literatura, a volverse literarios o literatosos, y en esos momentos conviene ponerse en guardia. En su caída, el recurso extremo del financista español fueron unas cuantas metáforas. Pensó que la literatura era un buen paracaídas, o una buena cortina de humo. No pretendo, desde luego, juzgar su gestión. La misma prensa que antes lo había convertido en un mito popular parece haberlo condenado ahora a todos los infiernos. Pero confieso que su soltura de cuerpo frente al lenguaje, su lirismo chabacano, me resultan eminentemente sospechosos. ¿Puede un hombre de acción, avezado, preparado, inteligente, equivocarse tanto con respecto al arte de la palabra? Al fin y al cabo, el abuso de la literatura, la palabrería hueca, siempre han sido vistos como una forma de falsedad, esto es, como un engaño.

No sabemos, y como no sabemos, creemos saber. Abro unas páginas de Federico Nietzsche, "Lo que debo a los antiguos". Podemos discrepar con Nietzsche, puede incluso disgustarnos, pero es uno de los pocos pensadores y escritores del siglo XIX de los que nadie puede prescindir. En estas páginas, que pertenecen al final de su obra El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche comenta su educación clásica, su descubrimiento juvenil de los grandes prosistas latinos. "Mi sentido del estilo", escribe, "del epigrama en el estilo, se despertó en forma casi espontánea en mi contacto con Salustio". Después cuenta que fue un pésimo latinista en el colegio (hablamos de literatura, no de gramática), pero que su profesor se quedó asombrado y tuvo que ponerle la mejor nota a la fuerza cuando comprobó que se había aprendido a Salustio de una sola vez y de memoria. "Ceñido", continúa Nietzsche, "severo, con toda la substancia que es posible tener en el fondo, con una fría distancia con respecto a la palabra bella y también con respecto al 'bello sentimiento'…".

Si Mario Conde hubiera leído con atención la Conjuración de Catilina o Catilina y Jugurta, textos que al fin y al cabo son breves y que no tienen una sola palabra de sobra, creo que habría manejado mejor sus negocios. No lo digo en broma. Habría tenido una visión más lúcida, más rigurosa, más "ceñida y severa", para emplear los adjetivos de nuestro filósofo. Si la mala literatura, la que nos invade por todos lados, es tramposa, la buena es formadora y en cierto modo necesaria. Debo advertir al lector, en cualquier caso, que Salustio, que escribía en el siglo I antes de Cristo y que tenía grandes ambiciones políticas, fue acusado también de manejos económicos turbios y terminó por caer en desgracia. La buena literatura, eso si, la literatura sin palabras inútiles y con verdadera sustancia, le sirvió para resistir mejor su caída y para escribir en su retiro historias que han llegado hasta nosotros. La diferencia, después de todo, no deja de ser importante.

La crueldad y las buenas intenciones

Estoy de acuerdo, el mercado es cruel. El mercado existe desde que existen las sociedades humanas, es anterior incluso al capitalismo, y es un punto de encuentro cuyas normas han estado determinadas siempre por la escasez, por las carencias, por los límites. En Jauja o en el Paraíso no hay ninguna necesidad del mercado. Las cosas están a la mano, en cantidades superabundantes, y sólo es cuestión de tomarlas. Pero en el mundo histórico, nuestro, posterior a la expulsión de nuestros primeros padres, los bienes, los recursos de toda especie, son escasos, y es preciso ganarlos, según la maldición bíblica con el sudor de la frente. En resumidas cuentas, el mercado es una de las consecuencias, y no la menos dolorosa, del pecado original. Desde que Adán y Eva cometieron el pecado original, existe el mercado con sus leyes implacables.

Por otra parte, el mercado es inherente a cualquier forma de organización de la sociedad. Decir "el mercado" es como decir "la economía". Ahora bien, cuando se habla de la crueldad del mercado se habla del mercado libre, sujeto a muy escasos controles, que opera conforme a mecanismos más o menos espontáneos, automáticos. Es el mercado propio del llamado "capitalismo salvaje". Toda nuestra sensibilidad, nuestra cultura, parecen orientadas a darnos una visión crítica del mercado libre y del capitalismo. Recuerdo ahora una conversación de hace tres o cuatro años en un hotel mexicano con Lucio Colleti, filósofo italiano muy conocido y que después de haber sido marxista en su juventud se "renovó" y pasó a una posición más bien liberal. Colleti sostenía que el cristianismo, en su esencia, se avenía muy mal con el capitalismo, y que esta desavenencia, este desajuste esencial, se había manifestado de muy diferentes maneras a lo largo de la historia: desconfianza evangélica frente a los ricos, condena medieval de la usura, colectivismo de las misiones jesuíticas en América, teologías contemporáneas de la liberación, etcétera.

Yo diría ahora que en mi generación, en la década del cincuenta y del sesenta, la crítica del liberalismo y del capitalismo fue dominante, muy cercana al dogma, tanto desde una perspectiva cristiana como marxista, y que en los actuales años postmodernos, en cambio, se emprende la revisión de todo aquello, se hace lo que podríamos definir como una crítica de aquella crítica. Desde luego, la experiencia de las décadas recientes nos enseñó una verdad paradójica y difícil de rebatir: si la economía del capitalismo es cruel, la del socialismo, a pesar de sus buenas intenciones verbales, puede ser en sus aplicaciones prácticas de una crueldad muchísimo mayor. Yo recuerdo las colas interminables que hacían mis amigos cubanos en La Habana de 1970, recuerdo su miedo a caer en desgracia y a ser enviados a cortar caña, su angustia por conseguir un gásfiter o un electricista que les hiciera una reparación urgente, sus dificultades terribles para conseguir los objetos más sencillos. ¿Culpa del bloqueo norteamericano? Quizás era culpa, por lo menos en parte, del bloqueo, pero cada vez que uno se encontraba con una persona de Polonia, de Rumania, de la Unión Soviética, escuchaba historias parecidas. Una amiga polaca, viuda de un parlamentario y dirigente político destacado, me contaba aquí en Santiago, en un viaje suyo reciente, con lágrimas en los ojos, que el socialismo, el socialismo real, tal como se aplicaba en el bloque soviético, había sido un sistema endiablado, que la obligaba a ella a gastar casi todas las horas del día en tratar de solucionar problemas domésticos elementales.

También hay, pues, como se puede apreciar, una crueldad de las economías socialistas, crueldad de la que existen testimonios por todos lados, y esas economías, además, inevitablemente, dan origen a mercados paralelos caóticos, descontrolados, gangsteriles. El capitalismo es cruel o, más bien, amoral, pero tiene una eficacia que ayuda a corregir ese punto de partida. El llamado socialismo real, al menos en la teoría, estuvo lleno de buenas intenciones, pero su ineficacia hizo que aquellos objetivos resultaran defraudados, desmentidos. Ya sabemos que las buenas intenciones conducen a menudo al infierno. Ya hemos escuchado decir que el infierno está pavimentado por las buenas intenciones de muchos de sus ocupantes.

Hoy día, cuando ya casi todo el mundo cree en la economía de mercado, el problema central es el de cómo intervenir para que el mercado sea menos inhumano, menos cruel. Algunos rechazan toda forma de intervención y otros piensan que es conveniente alguna forma de intervención parcial, calculada y limitada. Dentro de estos terrenos, la batalla intelectual, política, ideológica, mantiene toda su virulencia. Algunos se rasgan las vestiduras frente a las declaraciones recientes del presidente Aylwin. Los comunistas, que lo han atacado con saña, en todos los tonos, inician uno de esos acercamientos tácticos, entre sonrisas, en los que fueron maestros en tiempos pretéritos. ¿Qué queda de todo esto? Queda, a mi juicio, lo esencial, lo medular. Un Estado puede intervenir para que el mercado sea menos cruel, menos injusto, y yo creo, para ser honesto, que en muchísimos casos debe intervenir, pero si interviene mal, de un modo excesivo, sin prever todos y cada uno de los efectos de su intervención, producirá mucho más daños que beneficios. Es lo que algunos teóricos del neoliberalismo llaman "ingeniería social". Estamos obligados a practicar esta ingeniería, pero tenemos que hacerlo como buenos ingenieros. De lo contrario, avanzamos un paso y retrocedemos dos (al contrario de lo que preconizaba Lenin cuando se había puesto a revisar los dogmas de los comienzos).

En resumidas cuentas, el mercado capitalista, como ha declarado hace poco el presidente Aylwin, es cruel, y la economía del socialismo, como agrego yo por mi parte, puede ser más cruel todavía. Lo que corresponde entonces, es mirar con respeto las fuerzas del mercado, que no hemos podido reemplazar por nada, e intervenir para orientarlas un poco cada vez que sea necesario, pero intervenir con inteligencia, con prudencia, y siempre, sobre todo, con un sano escepticismo, con un espíritu abierto, sin creerse dueño de la verdad, de ninguna verdad.

Los sobresaltos de la conciencia

Mis amigos mexicanos se preparan para celebrar los ochenta años de Octavio Paz. Mis amigos de México y de muchos otros lados. Abro uno de mis cuadernos de apuntes y me encuentro con notas biográficas dispersas, que en algún momento me parecieron significativas. Es una selección de datos enteramente personal, hecha por intuición y al correr de la pluma. Veo que Octavio Paz nació en Mixcoac el 31 de marzo de 1914, poco después del estallido de la Revolución Mexicana y en la víspera de la Primera Guerra Mundial. Es decir, en los umbrales históricos de este siglo tan intrincado y endiablado. Su padre era criollo y su madre tenía abuelos andaluces. El abuelo paterno, Ireneo Paz, nacido en 1836, fue liberal, masón, oficial del ejército que combatió contra la intervención militar de Napoleón III y de Maximiliano. Después fue aliado político y biógrafo de Porfirio Díaz, diputado, autor de novelas. En lo que se parecía menos a su nieto escritor era en la afición a las novelas. Su nieto, poeta y ensayista, siempre ha sido curiosamente indiferente y ajeno al arte de la novela, aun cuando lo narrativo suele esbozarse en sus textos en prosa y hasta en algunos de sus poemas.

La biblioteca del abuelo Ireneo, según mis notas tomadas de dos o tres estudios biográficos, tenía libros de autores españoles y franceses. Su dueño, en otras palabras, era un liberal, un afrancesado, un masón, pero que se interesaba en la tradición literaria hispánica. Al parecer, un compañero de estudios catalán introdujo al joven Octavio Paz en las ideas anarquistas. Asistió en 1937 al Congreso de intelectuales organizado en Valencia para defender a la República española. En 1987, en medio de la democracia española plenamente restaurada, me tocó observarlo presidir, en la misma Valencia, otro Congreso que conmemoraba el cincuentenario del primero. En un momento, mientras estábamos sentados al lado y asistíamos a las airadas discusiones, que terminaron en un caso en un confuso pugilato, me hizo un comentario incisivo, que no he olvidado nunca, acerca del resentimiento invencible de muchos intelectuales. Un venenoso resentimiento, un implacable y lúcido comentario.

En el Congreso del año 37, Octavio Paz conoció a Neruda, a Rafael Alberti, a Vicente Huidobro, a André Malraux, a otros personajes importantes de este siglo. Le tocó intervenir, además en algo que me parece decisivo: en el debate apasionado y dogmático, tristemente revelador, sobre la expulsión de André Gide, que un año antes había cometido el pecado político de publicar su celebre Regreso de la URSS. Según mis apuntes, Octavio Paz y Carlos Pellicer se abstuvieron en la votación que condenó a Gide, actitud que los dejó separados del resto del grupo latinoamericano. Alguien le dijo a mi viejo amigo Ricardo Muñoz Suay, que en aquellos años era un adolescente comunista: "Anda con cuidado con ese mexicano que tiene veleidades trotskistas". Ya sabemos que las acusaciones de aquella especie, en algunos años y algunos parajes de nuestro siglo, podían conducir hasta el pelotón de fusilamiento.

Lo que ocurría era que André Gide había iniciado un regreso, un viaje de vuelta, en el sentido más amplio de esta expresión, que sería continuado por Octavio Paz y, al cabo de largos años, por algunos de nosotros. En 1974 Octavio Paz, de quien me había distanciado involuntariamente la amistad con Neruda, pasó por Barcelona y le pidió a Carlos Barral que nos reuniera. Descubrí entonces que era un defensor decidido y bastante aislado de mi libro Persona non grata, que se había publicado hacia dos o tres meses, y embarcó en esta empresa, que en ese tiempo parecía destinada al más perfecto fracaso, a Mario Vargas Llosa. Uno de los motivos que me habían llevado a escribir y publicar ese libro había sido, precisamente, la lectura del Retour de l'URSS y de los retoques al primer texto, y después me dije muchas veces que el retrato de Romain Rolland de la vejez era aplicable a muchos de mis contemporáneos, personas que me abstengo de nombrar aquí por tratarse, al fin y al cabo, de una ocasión celebratoria.

Los lugares comunes habituales, las ideas recibidas sobre la obra de Octavio Paz, manejados con majadería por sus detractores, conducen a separar al poeta del ensayista. Para mí, sin embargo, es un poeta intelectual, un poeta que tiene el pensamiento en la punta de la lengua, como decía T.S. Eliot a propósito de los poetas metafísicos ingleses y de si mismo, y un ensayista poético. Si tuviera que hacer un balance brevísimo, diría que lo más notorio de la escritura de Paz, en prosa y en poesía, es la movilidad, el diálogo constante y cambiante, infatigable y silencioso, consigo mismo y con los otros, con los vivos y con los muertos. Es un Montaigne latinoamericano, menos tranquilo que Montaigne, menos sedentario, menos instalado en su torre, y que llega mejor, debido, precisamente, a su mayor espíritu de aventura, a la síntesis poética. A primera vista, sus orígenes intelectuales se encuentran en la filosofía de la Ilustración, en la razón crítica y en la reacción contra ella, en la revolución romántica, antípodas que abrieron el camino de la modernidad y que él ha seguido en todos sus desarrollos, hasta desembocar en el surrealismo y en toda la vanguardia estética. Sin embargo, creo que el pensamiento de Octavio Paz, pensar en movimiento, nunca detenido ni anquilosado, proviene también de otras fuentes. Su libro sobre Sor Juana Inés de la Cruz demuestra que ha examinado a fondo el tema del reformismo y de la crítica en el mundo hispánico. Paz es el campeón de la visión crítica en nuestra cultura, visión opacada por nuestras diversas inquisiciones, por el conformismo dominante, pero que resurge a cada rato de sus cenizas y tiene, como él lo demuestra y a pesar de las apariencias, una tradición sólida entre nosotros. Como escribí en un texto más o menos reciente, Octavio Paz "hace la crítica de la poesía en forma poética, y hace la defensa de la poesía por medio de la crítica".

Insisto, en resumen, en que la separación del poeta y el prosista, en el caso de Paz, es inútil y desorientadora. Su escritura, por el contrario, tiende a disolver los géneros. Me acuerdo, al decirlo, de los textos de El mono gramático, y me encuentro, de un modo puramente accidental, con la cita oportuna, cita del prefacio de Baudelaire a sus Pequeños poemas en prosa: "¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical, pero sin necesidad del ritmo y de la rima, lo suficientemente flexible y consistente para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?" En sus momentos mejores, la prosa de Paz se ha acercado a este ideal de uno de sus grandes antepasados literarios. Ha seguido con maestría, sobre todo, en su constante movilidad, los sobresaltos de la conciencia de este siglo.

Cantos materiales

Después de una pasada fugaz por Biarritz, en la costa vasca francesa, de un par de horas en San Sebastián, en el Norte de España, de tres días en Benidorm, en el Sur, con regreso vía Calafell, en Cataluña, y París, me siento, además de mareado, inclinado a entonar cantos materiales, odas elementales. Porque me tocó estar, debido a la buena estrella o a los privilegios de una edad respetable, en algunos de los grandes lugares de este mundo, en el Hotel du Palais de Biarritz, en el Arzac de San Sebastián, y sólo quedan en mi memoria unas cuantas cosas sencillas, sólidas y sencillas. Queda, desde luego, una memorable langosta cocinada en honor de Roberto Matta y de la que fui invitado a participar, pero queda sin sus agregados, sin sus salsas y hasta sin sus atributos, como una pura entelequia de langosta. Y de las dos horas en el Arzac permanecen un Viña Ardanza tinto de no sé que año y el interior blanco e increíblemente delicado de una merluza de aquellos parajes.

Se imponen, sin embargo, con perfecta nitidez, a gran altura, muy cerca de la perfección en su respectivo género, dos clásicos de la tradición popular. Mis viejos amigos de Calafell quieren llevarme, para celebrar mi reaparición en el pueblo, a un establecimiento más bien complicado, difícil y caro. "¡Por favor!", protesto: "¡Mi único deseo es comer una buena tortilla de patatas!" Vamos, entonces, al paseo de La Espineta, a un restaurante que he frecuentado mucho, pero cuyo nombre ni siquiera recuerdo, y pronto me encuentro sentado, tenedor en mano, frente a una circunferencia dorada, alta, que promete ser una fiesta prolongada y sin sobresaltos. Se escucha hablar en todas partes de tortillas a la española o de arroces, pero sólo es posible comer una verdadera tortilla en un lugar como éste, así como sólo hay arroces a banda dignos de ese nombre entre Benidorm y Oropesa o Castellón de la Plana, pero no más al Norte ni más al Sur. Pensé que no llegaría hasta el final de la tortilla, pero llegué, con ayuda de la conversación y de algún vino del Penedés, y hasta se me pasó por la cabeza la idea de pedir otra, envolverla en una servilleta y traerla hasta las playas de Chile, de recuerdo, "para memoria en lo futuro", como dijo en una ocasión don Quijote de la Mancha.

El segundo de los clásicos que redescubrí o descubrí en este viaje pertenece a lo más profundo de la tradición francesa. Debido a una huelga de Air France, dejaba mi pequeño hotel (Hotel de la Bretonnerie, rue Sainte-Croix de la Bretonnerie) al mediodía y tenía que hacer hora hasta la una de la madrugada siguiente. Caminé hacia s barrios de atrás, hacia la calle de los Archivos, la Vieille-du-Temple, la plaza de la Bastilla y la de la República. A la una y media de la tarde me decidí a entrar a un lugar que tenía buen aspecto como establecimiento de barrio. Estaba colocado, con sus telones rojos y sus letras doradas, en una punta de diamante, y su nombre, en femenino, correspondía al de la conocida escuela que se hallaba cerca: Brasserie des Arts et Métiers ("Cervecería de Artes y Oficios"). Me atendió el dueño, en el mejor de los estilos populares, y me dejó examinar con calma la lista de las entradas y los platos del día. Me llamó la atención un nombre. En ninguna parte hay más y a veces mejor literatura que en los nombres culinarios. A propósito de una disputa suya con un obispo autoritario, François Villon escribía a fines de la Edad Media: "No soy su ciervo ni su biche". ¿Qué es un sauté de biche?", pregunté, y el dueño me explicó que era una carne de cacería marinada en una salsa de vino suave. "Le va a gustar, monsieur", dijo, y la verdad es que no le costó nada convencerme. Pedí un frisée aux lardons, es decir, una especie de achicoria con pequeños "tropiezos" de tocino o de jamón de espalda, y en seguida el saute‘, todo acompañado por un Beaujolais de la casa. Al fondo de la sala había un señor mayor, de aspecto distinguido, con un perro chico y de orejas largas, que leía un diario y comía con parsimonia y notable perseverancia. A mi lado había dos estudiantas de la escuela vecina. Más allá tres señoras de mediana edad que se reían a carcajadas, devoraban sus platos y se ponían rojas como tomates. Al otro lado, una pareja romántica, que se miraba intensamente a los ojos, pero que no descuidaba sus estofados. Me acordé de una exclamación frecuente de Pablo Neruda frente a estos espectáculos: "La France éternelle!" El saute‘, en efecto, llegaba directamente de la Francia eterna, de los tiempos feudales y carnavalescos de Villon, el primero de los poetas malditos. Esa carne de cierva ligeramente ácida, que se podía cortar con el tenedor, en su salsa suave, era incomparable, inimitable. Si los turistas hubieran llegado hasta estos parajes, me dije, hasta la vieja Plaza de la República, estas maravillas habrían desaparecido. La estatua de bronce con su gorro frigio y los añosos plátanos orientales se verían humillados por la multiplicación de los MacDonalds, por la cultura de la hamburguesa, pero esto no sucede todavía, felizmente.

Quizás no habría que contarlo siquiera, para que no suceda, y mi escritura, en ese caso, seria una traición atroz al sauté de biche, al pobre François Villon, al amable dueño de la Brasserie des Arts et Métiers, a la enhiesta estatua republicana.

El compromiso viejo y los nuevos

"Nosotros estamos comprometidos con la relatividad", me dice un joven universitario, "con el depende. Cuando nos preguntan si estamos a favor de un asunto determinado, de una ley, de una política, contestamos: depende de esto, depende de esto otro. No conocemos las grandes pasiones ideológicas, las ilusiones, las utopías, de las generaciones anteriores. Sentimos que esas generaciones se equivocaron y que a nosotros nos ha tocado pagar las consecuencias".

Yo, imprudente, representante de las generaciones equivocadas, había puesto el tema encima de la mesa. Lo había puesto a propósito de la última novela de García Márquez, Del amor y otros demonios. En mi tiempo, en los años de Jean Paul Sartre, del existencialismo, del compromiso de los intelectuales, el escritor comprometido era el escritor de izquierda. No comprometerse, dedicarse al arte puro, al cultivo de la forma, eran actitudes eminentemente sospechosas. Síntomas de apoliticismo. Síntomas culpables, como habría exclamado Heberto Padilla en sus épocas de euforia. Y el apoliticismo, desde luego, era sinónimo de derechismo. El que pretendía no tomar partido, lo tomaba, en realidad, en favor del orden, de la sociedad convencional, de la decadencia.

Ideas, muletillas, obsesiones de los años cincuenta. Obsesiones que tenían un sentido, sin duda, pero también un sinsentido. Una prueba, digo ahora, de que las categorías de izquierda y derecha son insuficientes, ambiguas, podría encontrarse en la última novela garcíamarquiana. En años muy recientes, García Márquez, viajero frecuente a la isla de Cuba, amigo personal de Fidel Castro, portavoz oficioso suyo en algunas circunstancias, ha sido la cabeza visible de la supuesta izquierda literaria latinoamericano. A Octavio Paz, a Vargas Llosa, a muchos otros, a mi entre aquellos otros, se nos ha acusado de pertenecer a la derecha en forma descarada (Vargas Llosa) o vergonzante. Pues bien, si aplicamos el criterio del compromiso del escritor, todo esto, estas acusaciones tajantes y aparentemente tan claras, empieza a confundirse. En su trabajo del último tiempo, García Márquez es literario por excelencia, preciosista, purista, con el talento, desde luego, con el brillo, con la habilidad de siempre. Hace una literatura ingeniosa, imaginativa, llena de lujos verbales, y curiosamente descomprometida, distante, ajena a las preocupaciones de hoy o de un ayer muy cercano. Los escritores de la llamada derecha, en cambio, hemos tomado partido a cada rato, hemos combatido contra esto y aquello, hemos dado testimonios basados en la memoria directa de las cosas o hemos intentado construir metáforas de nuestras sociedades, de nuestros mundos.

¿A quién pertenece el compromiso, entonces, a que lado del espectro? ¿O será que las posiciones supuestamente conservadoras no están necesariamente en aquel espacio que solemos llamar derecha, ni las innovadoras en la llamada izquierda? Porque conocer desde dentro las contradicciones, las carencias, los delirios represivos de un régimen, y hablar después, con gran talento, sin duda, de historias virreinales, puede ser perfectamente válido desde el punto de vista del arte, pero es, precisamente, una actitud conservadora por definición, conformista, que rehúye la crítica, que se niega a entregarnos esa memoria de las cosas que siempre es arriesgada y conflictiva. García Márquez, pues, deriva en sus años actuales a una actitud patriarcal, de gran mandarín de las letras hispanoamericanas, de artista en su torre de marfil. Para bien y para mal. Yo me divierto con sus historias, las leo en mis insomnios, y cierro el libro con la sospecha de que son vagamente inútiles. ¿Puede ser útil, por otra parte, la literatura? ¿No será que las ideas sartreanas de mi juventud todavía me penan, nos penan?

Los jóvenes universitarios, sin embargo, parecen observar con curiosidad, un tanto intrigados, casi con envidia, los compromisos o por lo menos los rupturismos; las actitudes anarquizantes, de la generación mía, la del cincuenta, y de las que siguieron, la de Darío Osses, que participa conmigo en el encuentro, de Antonio Skarmeta, de Lucho Domínguez, de todos ellos. Parecen pedir que les digamos que existe todavía un compromiso posible, una utopía que todavía no ha sido desmentida por la fuerza de los hechos. Yo les respondo que la utopía es un excelente ejercicio literario, pero una referencia demasiado peligrosa en la vida política. No creo, en cambio, y he reflexionado mucho sobre el asunto, que la noción básica del compromiso haya desaparecido. Existen los compromisos con la relatividad, como explicaba el joven del comienzo de esta crónica, pero hay otros no tan relativos. Terminó la Guerra Fría, por ejemplo, y contra todas nuestras previsiones, las guerras locales se multiplicaron y adquirieron una especie de ferocidad insensata. Hace poco hubo cien mil personas asesinadas en Ruanda en una sola semana. Los camarógrafos europeos filmaron a hombres de una tribu determinada que mataban a palos a niños de tribus contrarios. En Bosnia-Herzegovina se produce la destrucción sistemática de ciudades y de regiones de una enorme densidad cultural, partes de esa Europa del centro, de esa "Mittel Europa", que pertenecían a nuestro patrimonio cultural hasta hace muy poco y que simplemente no creíamos perecibles.

En resumidas cuentas, los motivos para el compromiso de la juventud existen por todas partes: en nuestra naturaleza, que tenemos que defender, en el aire y la desastrosa calidad de vida de nuestra capital, en la pobreza y el subdesarrollo del país, que todavía está muy lejos de haber desaparecido, y también en Ruanda, en Burundi, en Bosnia-Herzegovina. Lo que ocurre, claro está es que siempre hay que ejercer la critica. Y hay que ejercer, para emplear la frase acuñada por Octavio Paz, la crítica de la crítica.

Ahora nos toca hacer la revisión crítica de la noción sartreana del compromiso, que fue rígida, sectaria y en definitiva, aunque parezca curioso decirlo, ingenua. Sartre, con ingenuidad y con obcecación, se encerró, en un callejón sin salida y terminó por comulgar con algunas de las ruedas de carreta del stalinismo. Lo que no me atrevo a proponer, por fin, después de haber visto pasar tanta agua debajo de los puentes, son compromisos más bien abiertos, que desconfíen de la globalidad, y que no excluyan la posibilidad de escribir y de leer de cuando en cuando novelas hermosas y perfectamente inútiles

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Vida de barrio

Volví a explorar los barrios conocidos de la Motte-Picquet, La Tour Maubourg, la avenida Bosquet, la Escuela Militar. En pocas ciudades del mundo se hace tanta vida de barrio como en París. Los provincianos, los extranjeros, los diplomáticos, los turistas, gentes menos privilegiadas, están condenados a desplazarse como almas en pena. Los parisienses de pura cepa suelen vivir, trabajar, estudiar, casarse, comer y morir dentro de un radio de muy pocas manzanas. A veces, en el mes de agosto, pleno verano, viajan a cien o a doscientos kilómetros de distancia, no mucho más. El descubrimiento a comienzos de siglo de los balnearios del sur, Niza, Cannes, Mónaco, fue una novedad extraordinaria, que todavía no ha sido bien asimilada por los habitantes del distrito séptimo, del octavo, del dieciséis. Veo caras identificadas con el asfalto de esos barrios, con las esquinas, con las plazas y los parques. Hacia el sector de la Escuela Militar, del Campo de Marte, de la avenida de Suffren, las calles y las estatuas evocan personajes de la segunda mitad del siglo XIX: César Franck, José Maria de Heredia. Camino en la primavera más bien fresca, a paso rápido, y recuerdo tuberías roncas de órgano, versos parnasianos, bastones y capas con esclavina y franja de terciopelo negro. Alcanzo a divisar al fondo de una calle, entre las hojas barridas por el viento, al fantasma de Carlos Morla Lynch, frágil, casi desvanecido.

En una de las esquinas de la Tout-Maubourg sobrevive una tienda cuyo nombre nunca he podido recordar y que es uno de los más refinados depósitos de caviar de todo Occidente. En la puerta debería existir una inscripción vagamente parecida a la del Infierno del Dante: "Usted que entra, abandone toda esperanza de mantener sus finanzas en buen estado". Después de la esquina siguiente, en dirección opuesta al Sena, encuentro que Chez les anges, donde se comían grandes filetes del Charolais acompañados de pommes dauphine y regados con poderosos, substanciosos vinos de Borgoña, está cerrado y en ruinas. Todavía veo a sus dueños rubicundos, fornidos, animosos, y me pregunto qué habrá pasado. El café de la esquina de la rue de Grenelle, calle descrita con minucia y con una mezcla de hostilidad y de fascinación por el señor de Stendhal, Henry Beyle, sigue ahí, frente a la plaza de Santiago-du-Chili, pero el de la esquina opuesta, donde servían croque-monsieur y croque-madame aceptables, ha sido reemplazado por una tienda de flores. Me imagino que el consumo de flores de la embajada chilena justifica holgadamente este cambio.

En la orilla de frente a la embajada, en la de los números impares, y un poco más lejos de la plaza, se encuentra el Champ de Mars, lugar de tradición gastronómica y que alguna vez, por algún motivo, quizás a propósito del barrio de la misión de Chile, me comentó Francisco Amunátegui, pariente mío que se hizo francés y que llegó a ser príncipe elegido de los gastrónomos franceses. Una vez comimos ahí con Matilde Urrutia, en circunstancias tristes, porque el poeta estaba muy enfermo, un confite de pato de consolación y de gran regocijo. Es un episodio que omití en Adiós, Poeta.… por la sencilla razón de que se me había olvidado. En estos días, en un domingo de bajada del avión y de cuerpo malo, se me ocurrió pedir otro confit de canard en el muy respetable Bistrot de Breteuil, pero no me pareció que pudiera compararse con el de veintidós años atrás. Jugarretas del tiempo, probablemente.

Después de la Escuela Militar, en la avenida de la Motte-Picquet y siempre en el lado de los impares, había un restaurante provinciano, de la Francia central y profunda, propiedad de una familia de políticos radicales socialistas, La Gauloise, Ahí se comían prietas memorables, piernas de cordero, patitas de chancho, jabalíes. Pasé por el frente y percibí un cambio sospechoso de nombre y de decoración. ¿O me traicionaba la memoria? Preferí entrar a la Brasserie de Suffren, un lugar de buen aspecto, visitado por una clientela animada y numerosa, que no conocía y que se encuentra en esquina encontrada con la Escuela Militar. Utilicé una entrada lateral, quizás por precaución, para poder escapar a tiempo, y me senté en la barra. Había un grupo de parroquianos ruidosos, heterogéneos, que parecían clientes de toda la vida, y que discutían y bromeaban a gritos con el dueño, con una mujer gorda y joven que desempeñaba funciones múltiples y con un mesonero tranquilo, eficiente y escéptico. En un extremo había un personaje con aspecto de músico de jazz de Nueva Orleáns o de cantante cubano que bebía un gran jarrón de cerveza, abstraído, y que de cuando en cuando, despreocupado, intervenía en las conversaciones del grupo. Después llegó un joven corpulento, con aspecto de ayudante de producción de cine, acompañado de dos mujeres atractivas, pálidas, un tanto intranquilas, que consumieron grandes cantidades de papas fritas y de Coca-Cola. Mi vecino de la izquierda, hombre de mediana edad, ojeroso, congestionado, pedía que le sirvieran un tártaro bien sazonado, ¡muy sazonado!, acompañado de un plato de papas saltadas, bien quemadas, y de abundante cerveza de barril. En una pizarra había una lista de platos del día escrita con tiza. Me gustaría poder repetir aquella lista y, más que eso, poder comerla por orden y con la debida parsimonia. Sólo recuerdo ahora unos clásicos y formidables riñones, dignos de los gigantones rabelaisianos, un tártaro de salmón, un espléndido filete de lenguado a la mantequilla, filete que ha sido desterrado de la Coupole por la industria de la comida rápida y que ha reaparecido, en toda su perfección inimitable, en esta cervecería desconocida. Habría que esconderla para que no la destruya el progreso, ¿las leyes del mercado?, pero los escritores somos vocacionalmente indiscretos. Mientras exploro con mi tenedor el lenguado tierno y converso de literatura con Guy Suarès, escritor, traductor de Neruda, casado con una nieta de Paul Claudel, personaje literario por excelencia, el dueño se nos acerca y nos dice en buen castellano que su hijo es esquiador y que suele viajar a esquiar a Chile en los veranos europeos.

Le digo a Suarès que la idea corriente de los parisienses antipáticos, irritables, gruñones, no corresponde a la realidad. El domingo anterior salía de mi hotel con una botella de whisky para Waldo Rojas y Raúl Ruiz, ¡el whisky de los poetas!, y el dueño de mi hotel de la avenida de Suffren me llamó. Es propietario de una pequeña viña en alguna parte de Francia y está muy orgulloso de sus bodegas. "¿No quiere llevarles a sus amigos una botella de rosado? Es un regalo mío…"

"Has tenido mucha suerte", comenta Guy Suarès, persona amable, pero que no comparte en absoluto mi momentáneo optimismo acerca de los habitantes de París, y me pregunta si el dueño del hotel Bailli de Suffren, que tiene aspecto de ser francés por los cuatro costados, no será extranjero. Yo también me lo pregunto, pero en seguida me pregunto si existe el parisién o el parisino, el de Balzac y el de los cronistas hispanoamericanos de fines de siglo, el de los Alejandro Sawa y los Gómez Carrillo, el de aquellos mesones, aquellas plazoletas, aquellos lugares de los limites del distrito séptimo, el de los Inválidos y el Campo de Marte, con los sectores mas densos y mas modestos del quince, el de la calle de la Convención y los comienzos de la cambiante y larga calle de Vaugirard.

Caminos abiertos

Alguien me dijo una vez en La Habana, en tiempos remotos y a propósito de otros nudos gordianos de la política, que la Historia es lenta. Empezamos a cavilar sobre la Historia (con mayúscula, sin duda) en aquellos días y todavía no terminamos de hacerlo. Cavilamos y comprobamos que la Historia, veinte y tantos años más tarde, sigue siendo lenta, intrincada, endiablada, y que nos depara sorpresas a la vuelta de cada esquina. El estadista es el que sabe reaccionar, el que va preparado y con el temple bien dispuesto, el que nos da la impresión de sorprenderse menos.

El caso del general Stange es una demostración más, entre muchas otras, de la lentitud y de la complejidad de nuestro proceso de transición a la democracia. Hemos cantado victoria muchas veces, ¡cuántas veces!, pero la democracia chilena todavía deja mucho que desear. Es un camino complicado lleno de obstáculos, con algunas rectas, pero con abundantes zonas de curvas y de pendientes, y los desarrollos futuros, perfectamente imprevisibles, parecen estar siempre abiertos. Tenemos que esperar, tenemos que confiar, y tenemos que actuar con un sentido claro del interés colectivo, sin personalismos ni pequeñeces.

Escuchamos a menudo argumentos del tenor siguiente: los dos gobiernos de la Concertación han sido demasiado blandos con el terrorismo de izquierda y demasiado duros con los que lucharon contra el comunismo. El argumento impresiona en apariencia, pero no resiste, a mi juicio, un análisis más o menos riguroso. Hubo entre nosotros y en toda America Latina una oleada revolucionaria apasionada, virulenta, excesiva, que condujo al dogmatismo más febril, al desorden público, al manejo ingenuo e irracional de la economía, y la reacción, no menos apasionada y virulenta, fue probablemente inevitable, quizás necesaria. Son fenómenos que sólo podrán ser juzgados con la perspectiva del tiempo. La Revolución arrancaba de un pasado primitivo, semifeudal, y tenía en sus orígenes, sin perjuicio de sus excesos posteriores, motivaciones sociales y éticas muy profundas. Claro está, la Contrarrevolución también las tenía. Es el pensamiento revolucionario en si mismo, con sus ingredientes utópicos, con su voluntarismo, con su sometimiento de los valores individuales a los intereses generales, abstractos, lo que ha hecho crisis en las últimas dos o tres décadas. Ese pensamiento gozaba de una hegemonía intelectual que se ha desmoronado estrepitosamente. Ahora nos llegará el turno de revisar todas las revoluciones de la historia moderna, sin excluir desde luego las nuestras, las que forman parte de nuestras propias mitologías. Nos llevaremos muchas sorpresas, sin la menor duda; muchos monumentos caerán desmoronados.

Ahora bien, una sociedad sana, moderna, democrática, tiene la obligación de distinguir entre dos fenómenos con la más absoluta claridad: el terrorismo subversivo, clandestino, movido por sectores de extrema izquierda, y el que actúa desde el Estado y amparado de alguna manera por las instituciones del Estado. Estamos obligados a combatir el terrorismo con todos los medios legales a nuestro alcance, pero hacerlo mediante el terrorismo de Estado, fuera de la legalidad, es un error terrible, y es, por desgracia, lo que sucedió en años muy recientes entre nosotros. El general Stange, por otro lado, tiene todo el derecho del mundo a defenderse, y yo pienso que es una persona razonable, respetable, que en algunos momentos de la transición desempeñó un papel positivo; pero estuvo, probablemente sin quererlo y para su desgracia, cerca de episodios institucionales demasiado oscuros, gravísimos. Frente a una circunstancia así, ningún gobierno sensato y democrático de este final de siglo podría permanecer indiferente. No hubo en este aspecto una sentencia propiamente tal del Ministro Milton Juica, pero hubo una sugerencia, y más que una sugerencia, una opinión responsable, basada en un conocimiento completo y privilegiado de los hechos. ¿Podía el gobierno lavarse las manos, mirar para otro lado, sin tratar de imponer por lo menos un relevo, un paso a una etapa nueva, lo cual no excluía, naturalmente, el derecho a la defensa y a un juicio justo de las personas afectadas? Acusamos con gran soltura de cuerpo, sin pensarlo dos veces, a los gobernantes que deciden actuar con franqueza, sin maquiavelismo, y ocurre que el maquiavelismo causa estragos entre los ciudadanos comunes y corrientes, y podría terminar, y de hecho ha terminado en muchos lugares, con los políticos y hasta con la política misma.

El que hizo el comentario en La Habana sobre la lentitud de la Historia fue el entonces joven Régis Debray, que venia de salir de su cárcel boliviana y que había pasado por el Chile de los primeros días de la Unidad Popular antes de volar a Cuba. Las décadas que siguieron confirmaron su afirmación en algunos sentidos, pero en otros la desmintieron. En Chile, en otros países de America Latina, en Berlín, en Europa del Este, en el vasto y desaparecido Imperio soviético, la Historia adquirió una aceleración inusitada, que nadie habría podido imaginarse hace veinte años. Cuba, donde él se desplazaba con aparente libertad y donde a mi se me complicaban las cosas de una manera infinita, quedó como un enclave anacrónico, afectado por una extraña parálisis, decidido a realizar una defensa de estilo numantino. A veces me digo que también existen situaciones y personajes numantinos entre nosotros, personajes tocados por las sombras del pasado y que se aferran al pasado. Alguien me cuenta que Régis Debray acaba de hacer la apología del viejo nacionalismo del general De Gaulle. El nacionalista De Gaulle sentía cierto grado de simpatía por caudillos nacionales bastante más discutibles, como eran los casos en apariencia contradictorios de Fidel Castro y de Francisco Franco. Yo pienso, sobre todo cuando miro estas cosas con un poco de distancia, que la Guerra Fría proyectaba en aquellos años una especie de neurosis universal, una atmósfera política enfermiza y que de una u otra manera nos hizo daño a todos. Eran años de polarización, de paranoia, y todos, en una u otra medida, teníamos una parte de culpa. El sectarismo de un signo o de otro era una verdadera peste colectiva. El terrorismo, las guerras civiles larvadas, comenzaban en la mente de las personas. De ahí que la necesidad de cambiar, de enterrar el pasado, de ceder el terreno a las caras y a las generaciones nuevas, sea de vez en cuando tan saludable.

Jorge Edwards

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