John Galsworthy

Esperanzas juveniles

Título original: Maid in wainting

CAPITULO PRIMERO

El obispo de Porthminster estaba en la agonía; se mandó llamar a cuatro sobrinos, dos sobrinas y al marido de una de ellas. Se temía que no llegara al amanecer.

El hombre que a mediados del pasado siglo había sido «Cuffs» [1] Cherrell (porque así es como se pronunciaba el nombre Charwell) para sus condiscípulos de Harrow y Cambridge, el reverendo Cuthbert Cherrell en las dos parroquias que regentara en Londres, el canónigo Cherrell en los tiempos de su celebridad como predicador, y Cuthbert Porthminster durante los últimos dieciocho años, no se había casado. Había vivido ochenta y dos años y durante cincuenta y cinco, pues fue ordenado más bien tarde, había representado a Dios en algunas regiones de la tierra. Este hecho, unido a la disciplina impuesta a sus instintos naturales desde los veintiséis años de edad, había conferido a su rostro una expresión de reprimida dignidad que, sí aproximarse la muerte, permanecía inalterada. El obispo aguardaba la muerte con un sentido casi humorístico, a juzgar por la curva de sus cejas y por el tono con que dijo a su enfermera, a pesar de estar extremadamente débil

– Mañana podrá usted dormir tranquila, enfermera. Seré Puntual. No tendré qué ponerme los ornamentos sacerdotales. Entre todos los obispos, él era quien llevaba los ornamentos con mayor dignidad; era el más distinguido en el rostro y en el porte; y en aquel momento, conservando hasta el final el aire de elegancia refinada que le valiera el apodo de (Cuffs), yacía inmóvil con los grises cabellos bien cepillados y el rostro como de marfil. Hacía tanto tiempo que era obispo, que ya nadie sabía lo que pensaba de la muerte o de cualquier otra cosa; – tan sólo se conocían sus opiniones sobre el ritual, a cuyos cambios eventuales se habla opuesto siempre con denuedo. El ceremonial de la vida había formado una especie de incrustación sobre la reticencia natural de quien jamás había tenido la costumbre de expresar sus propios sentimientos, al igual que el tejido de un ornamento queda oculto por los bordados y las piedras preciosas.

El obispo yacía en una habitación de ventanales góticos, una habitación de asceta en una casa del siglo XVII, arrimada a la catedral, cuyo olor de antigüedad quedaba imperfectamente suavizado por el aire de septiembre que en ella se introducía. La única nota de color la ofrecían unos cuantos jacintos colocados en un jarrón situado sobre el antepecho de la ventana. La enfermera se había dado cuenta de que los ojos del enfermo raramente los abandonaban, salvo para cerrarse de vez en cuando. A las seis, aproximadamente, le informaron que había llegado toda la familia de su hermano mayor, muerto hacía muchos años.

– ¡Ah! Procure que estén cómodos. Me gustaría ver a Adrián.

Cuando una hora más tarde volvió a abrir los ojos, éstos se posaron sobre su sobrino Adrián, que se hallaba sentado al pie del lecho. Durante algunos momentos contempló con una especie de desmayado estupor la cara llena de arrugas y la cabeza cubierta de cabellos canosos, como si encontrara a su sobrino más viejo de lo que esperaba. Luego, levantando las cejas, y con el mismo tono de velado humorismo en la voz débil, dijo

– ¡Mi querido Adrián! ¡Qué bueno has sido! ¿Quieres acercarte un poco más? No tengo muchas fuerzas, pero las pocas que me quedan quisiera usarlas en beneficio tuyo, aunque quizá tú pienses lo contrario. De hablar, debo hacerlo con toda franqueza. No eres un eclesiástico y, por consiguiente, lo que he de decir lo diré como el hombre de mundo que fui en otro tiempo y que quizá siempre he sido. He oído decir que estás enamorado de una señora que no está en condiciones de poder casarse contigo. ¿Es verdad eso?

El rostro de su sobrino, bueno y arrugado, expresaba dulcemente su pesar.

– Sí, tío Cuthbert, es verdad. Siento mucho que esto le disguste.

– ¿Es mutuo ese afecto?

Su sobrino se encogió de hombros.

– Mi querido Adrián, los juicios del mundo han cambiado desde los tiempos de mi juventud, pero todavía persiste una aureola alrededor del matrimonio. No obstante, éste es un asunto que atañe a tu conciencia. Yo quería hablarte de otra cosa. Dame un poco de agua.

Bebió del vaso que su sobrino le acercó a los labios y, más débilmente aún, continuó

– Después de la muerte de tu padre, he estado para todos vosotros in loco Parentis, y supongo que he sido el principal depositario de las muchas tradiciones inherentes a nuestro nombre. Quería decirte que la historia de nuestro nombre es muy larga y muy honorable. Cierto sentido del deber es todo cuanto ahora se deja en herencia a las familias antiguas; lo que algunas veces es excusable en un joven, no lo es en un hombre maduro y de posición importante, como es tu caso. Sentiría abandonar esta vida sabiendo que nuestro nombre puede resultar motivo de escándalo o bien objeto de mofa. Perdona esta intromisión en tus asuntos privados y, ahora, déjame que os diga adiós a todos. Si quieres llevarles a los demás mi bendición, aun cuando me temo que valga muy poco, me será menos fatigoso. ¡Adiós, mi querido Adrián, adiós!

La voz volvióse un murmullo. El enfermo cerró los ojos y Adrián, alto y un poco encorvado, permaneció un momento de pie mirando aquel rostro céreo y como esculpido. Después ganó silenciosamente la puerta, la abrió despacio y salió con el semblante entristecido.

La enfermera entró de nuevo. Los labios del obispo se movían y, de vez en cuando, su entrecejo se contraía dolorosamente. Pero habló tan sólo en una ocasión.

– Me agradaría que se cuidase usted por última vez dé ver si mi cuello está arrugado y si tengo los dientes en su sitio. Perdone estos detalles, pero no quisiera ofender a la vista…

Adrián bajó a la habitación revestida de madera donde la familia le aguardaba.

– Está agonizando. Os envía su bendición.

Sir Conway se aclaró la garganta. Hilary apretó el brazo de Adrián. Lionel se dirigió hacia la ventana. Emily Mont sacó un minúsculo pañuelo y con la otra mano cogió la de sir Lawrence. Solamente Wilmet preguntó

– ¿Qué aspecto tiene, Adrián?

– r Parece el espectro de un guerrero tendido encima de su escudo.

Sir Conway volvió a carraspear.

– ¡Gran viejo! – exclamó sir Lawrence, en voz queda.

– ¡Ah! – dijo Adrián.

Permanecían silenciosos, sentados o en pie, en el inevitable desconsuelo de una casa visitada por la muerte. Fue servido el té, pero, como por un tácito convenio, nadie lo tomó. Y, repentinamente, la campana dobló a muerto. Las siete personas que se hallaban reunidas en la habitación levantaron la vista. Sus miradas se encontraron y se cruzaron, como para fijarse en algo que estaba y a la vez no estaba presente.

Desde el umbral, una voz dijo: – Si desean ustedes verle…

Sir Conway, el más anciano, siguió al vicario del obispo. Los otros se fueron tras él.

En su estrecha cama situada en el centro de la pared, frente a los ventanales góticos, el obispo yacía blanco, rígido y mostrando la dignidad propia de la muerte. Hacía más honor a su dignidad eclesiástica de lo que quizá había hecho en vida. Ninguno de los presentes, ni siquiera su vicario, sabía si Cuthbert Porthminster había tenido realmente fe en otra cosa que en la dignidad temporal de la iglesia, tan fielmente servida. En aquel momento le consideraban con las diferentes sensaciones que la muerte produce en los diversos temperamentos y con un solo sentimiento común: el placer estético causado por la visión de una memorable dignidad.

Conway – el general sir Conway Cherrell – había sido testigo de muchas muertes. Estaba en pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, como si se hallase de nuevo en la escuela militar de Sandhurst en la posición de «descansen». Tenía las sienes estrechas y, a pesar de ser un soldado, un rostro ascético; las mejillas bronceadas y surcadas de arrugas se extendían desde los anchos pómulos hasta la punta de una fuerte barbilla; los ojos eran negros y firmes, tenía un pequeño bigote canoso y corto. Su rostro era quizás el más inmóvil de todos, en tanto que el de Adrián el más intranquilo. Sir Lawrence Mont tenía cogida por el brazo a Emily, su esposa, y la expresión de su flaco semblante contraído parecía decir «Es un magnífico espectáculo… No llores, querida mía».

Las caras de Hilary y de Lionel, la una llena de arrugas y la otra lisa, ambas largas, enjutas y decididas, expresaban Una especie de doliente escepticismo, como si esperasen ver aquellos ojos abrirse de nuevo. Wilmet se había puesto colorada, y sus labios se fruncían en una ligera mueca. Era una mujer alta y delgada. El vicario estaba con la cabeza ladeada, moviendo los labios como si, interiormente, rezara el rosario. Permanecieron así durante unos tres- minutos; luego, conteniendo la respiración, salieron uno tras otro y cada cual se dirigió hacia la habitación que le había sido destinada.

Volvieron a encontrarse durante la comida y en su transcurso hablaron una vez más de cosas comunes a todos. El tío Cuthbert, salvo como cabeza nominal de la familia, jamás había estado muy próximo a ninguno de ellos. Se discutió si debían enterrarle en Condaford, con los antepasados, o bien en la misma catedral. Probablemente su testamento lo decidiría. Todos, menos el general y Lionel, que eran los albaceas testamentarios del fallecido obispo, regresaron a Londres aquella misma noche.

Los dos hermanos, después de haber leído el testamento, bastante breve, puesto que no era mucho lo que había que heredar, permanecieron en silencio, sentados en la biblioteca, hasta que el general dijo

– Quiero consultar, algo contigo, Lionel. Se trata de mi hijo Hubert. ¿Leíste el ataque de que fue objeto en la Cámara antes de que suspendieran las sesiones?

Lionel, siempre parco en palabras, y más ahora que se hallaba en vísperas de ser nombrado juez, contestó

– Sé que se hizo una interpelación, pero no conozco la versión de Hubert sobre el asunto.

– Puedo explicártela. Es una cosa diabólica. El muchacho tiene un temperamento algo fuerte, desde luego,- pero es indiscutiblemente recto. Se puede tener fe en todo lo que dice. Y debo asegurarte que, de hallarme en su lugar, probablemente hubiese -actuado de la misma forma.

Lionel asintió.

– Continúa – dijo.

– Bien, como ya sabes, salió de Harrow para ir a la guerra y, después de haber pasado un año en la R. A. F., cuando no tenía aún la edad reglamentaria, fue herido, volvió a incorporarse y se quedó en el Ejército una vez que la guerra hubo terminado. Fue a Mesopotamia, luego a Egipto y finalmente a la India. Cogió la malaria y el pasado mes de octubre le concedieron un año de permiso, que finalizará a primeros de octubre próximo. Le recomendaron que hiciese un largo viaje. Pidió la necesaria autorización y, habiéndola obtenido, atravesó el Canal de Panamá y se llegó hasta Lima. Allí conoció a Hallorsen, el profesor americano que vino aquí hace poco para dar una serie de conferencias sobre unos extraños restos hallados en Bolivia. Entonces estaba a punto de emprender una expedición hacia aquellos lugares. Buscaba a un oficial para encargarse de los transportes cuando Hubert llegó a Lima. Habiéndose restablecido por completo durante el viaje, aceptó gozoso la oportunidad que se le ofrecía. Ya sabes que no puede permanecer inactivo. Hallorsen le contrató exactamente el pasado mes de diciembre. Poco después le dejó en el campamento base con gran número de muleros mestizos.

Hubert era el único hombre blanco y al cabo de unos días sufrió un fuerte ataque de fiebre. Algunos mestizos, según se dice, son unos verdaderos demonios; no tienen sentido alguno de la disciplina y se portan brutalmente con los animales. Hubert se puso a mal con ellos. Es un muchacho de temperamento fogoso, como ya te he dicho, y está particularmente encariñado con los animales. Los mestizos se volvían cada vez más indomables, hasta que uno de ellos, al que Hubert había hecho azotar por maltratar a los mulos y por incitar a los demás a que se amotinasen, le atacó con un cuchillo. Afortunadamente, Hubert tenía el revólver al alcance de la mano y logró matarle. A consecuencia de ello, aquel grupo de benditos, excepto tres, le abandonó, llevándose consigo las mulas. Cuando esto sucedió estaba solo desde hacía casi tres meses, sin socorros ni noticias de Hallorsen. Finalmente éste regresó y, en vez de comprender sus dificultades, la emprendió con él. Hubert no lo pudo tolerar. Le dijo sin rodeos lo que pensaba de él y le dejó. Se vino derecho a casa y ahora está con nosotros en Condaford. Por fortuna, la fiebre ha desaparecido, pero todavía se halla bastante agotado. Ahora bien, el hecho fundamental es que Hallorsen le ataca en un libro que ha escrito. Prácticamente, le atribuye toda la culpa del fracaso de la expedición. Deja entender que se portó como un tirano y que no sabía tratar con los hombres. Le llama aristócrata irascible y, en general, sus patrañas son de las que hoy en día la gente se traga de buena gana. El caso es que un miembro del Servicio de Información Militar oyó la historia y formuló una interpelación en el Parlamento. Uno ya está acostumbrado a que los socialistas se pongan desagradables, pero cuando un miembro del Servicio comienza a hacer alusiones a propósito de la conducta inconveniente de un oficial británico, la cosa cambia de aspecto. Hallorsen ha regresado a los Estados Unidos. Aquí no hay nadie que pueda emprender una acción en contra de sus afirmaciones y, además, Hubert no puede presentar ningún testigo. Tengo la sensación de que este suceso le arruinará la carrera.

El largo rostro de Lionel Cherrell se alargó afín más.

– ¿Ha sondeado al Estado Mayor?

– Sí, lo hizo el miércoles. Los encontró reservados y extraordinariamente fríos. Hoy en día se asustan cuando la gente se desgañita a propósito de la prepotencia de los nobles. Estoy seguro de que se dejarían convencer si no se hablase más del asunto, pero ¿es posible conseguirlo? Hubert ha sido criticado públicamente en ese libro y en el Parlamento prácticamente le han acusado de conducta violenta impropia de un oficial que, por ende, es caballero. Hubert no puede pasar por alto todo esto; ¿qué debe hacer?

Lionel aspiró una larga bocanada de humo de su pipa.

– Me parece – dijo – que lo mejor sería no darle demasiada importancia.

El general cerró los puños.

– ¡Qué diablos, Lionel, yo no lo creo así!

– Pero él admite lo de los azotes y la muerte. El público no tiene imaginación y, por lo tanto, jamás verá las cosas desde el punto de vista de Hubert. Todo lo que recordará es que durante una expedición de carácter civil disparó sobre un hombre y le produjo la muerte. No puedes esperar que comprenda las condiciones y las dificultades en que se hallaba.

– ¿Entonces le aconsejas en serio que acepte sumisamente la acusación?

– Como hombre, no; como hombre de mundo, sí.

– ¡Dios me valga! ¿En qué se está volviendo Inglaterra? Me pregunto qué hubiese dicho tío (Cuffs) de todo esto. Siempre estaba pensando en conservar la dignidad de nuestro nombre.

.- yo también. Pero, ¿qué puede hacer Hubert para salir del enredo?

El general permaneció silencioso durante unos momentos. Finalmente dijo

– La acusación contra Hubert es una ofensa para el ejército y, sin embargo, parece que tu hijo tenga las manos atadas. Si presentase su dimisión podría sostener sus derechos, pero su corazón está en el ejército. Es un mal asunto. Por cierto, Lawrence me estuvo hablando de Adrián. Diana Ferse era Diana Montjoy, ¿verdad?

– Si, prima segunda de Lawrence. Es una mujer muy hermosa. ¿No la has visto nunca?

– Sí, cuando era soltera. ¿En qué condiciones se halla ahora?

– Enviudó y se casó de nuevo. Tiene dos niños y un marido que está en una clínica mental.

– ¡Vaya situación! ¿Es incurable? Lionel asintió.

– Eso dicen. Pero, por supuesto, son cosas que no se saben a ciencia cierta.

– ¡Válgame Dios!

– Sí, así es. Ella es pobre y Adrián más pobre todavía. Por parte de él se.trata de un viejo amor, anterior a matrimonio de Diana. Si cometiera alguna tontería, perdería su puesto en el partido conservador.

– ¿Quieres decir qué se fugará con ella? ¡Pero si Adrián tiene ya cincuenta años!

– Sí, pero ella es una criatura muy atractiva. Las Montjoy son conocidas por su hechizo. ¿Te haría caso si le hablaras, con?

El general meneó la cabeza.

– Es más fácil que quiera escuchar a Hilary.

– ¡Pobre Adrián! Es uno de los mejores hombres que existen sobre la tierra. Hablaré con Hilary, pero, ¡está siempre tan atareado!

El general se levantó.

Voy a acostarme. En Condaford Grange no tenemos este olor a antiguallas, a pesar de que la granja es más antigua. – Aquí hay demasiada madera auténtica. Buenas noches, mi viejo Con.

Los hermanos cambiaron un apretón de manos y, cogiendo cada uno una bujía, se dirigieron a sus respectivas habitaciones.

CAPITULO II

Condaford Grange, que pertenecía a los Campfort (de quienes tomó el nombre), en el año 1217 pasó a poder de los Cherrell, cuando este nombre se escribía Kerwell o bien Keroval, según se le antojara al copista. “La historia del traspaso era muy romántica, puesto que el Kerwell que entró en posesión de la propiedad al casarse con una de las Campfort, obtuvo su mano por haberla salvado de un jabalí. Se trataba de un hombre de bienes de fortuna, cuyo padre, un francés de Guyena llegó a Inglaterra después de la Cruzada de Ricardo III. Ella era la heredera de los Campfort. El jabalí fue incluido en el escudo de la familia, pero algunas personas dudaban de que dicho animal hubiese dado origen a la historia. Sea como fuere, los peritos arquitectos habían certificado que algunas partes de la casa databan del siglo doce. Era indiscutible que estuvo rodeada por un foso, pero bajo el reinado de la reina Ana, un Cherrell restaurador, convencido quizá de la aproximación del bilenio, o más posiblemente, molestado por los insectos, hizo desaguar el foso, y en la actualidad pocos indicios quedaban de que hubiese existido.

El difunto sir Conway, hermano mayor del obispo, que fue nombrado caballero en igoi, en ocasión de ser destinado a España, perteneció al servicio_ diplomático. Por consiguiente, dejó la propiedad en grave estado de abandono. Murió en 1904, mientras aún desempeñaba su cargo. El proceso de decadencia continuó bajo su hijo mayor, el actual sir Conway quien, continuamente ausente por razones de servicio, tuvo pocas oportunidades de gozar de la estancia en Condaford hasta después de la gran guerra. Ahora que vivía allí, el pensar que sus antepasados habían tenido su residencia en esta morada desde los tiempos de la Conquista le habla estimulado a hacer cuanto le fue posible para ponerla en orden, de manera que, actualmente, aparecía bien arreglada en su exterior y confortable en su interior, a pesar de que él era casi demasiado pobre para habitarla.

La propiedad contenía excesiva extensión de bosque reservado a la caza y por eso no era productiva. Aunque no estaba hipotecada, rentaba sólo unos pocos centenares de libras al año. Con la ayuda de su pensión de general y las escasas rentas de su esposa (por nacimiento, honorable Elizabeth Frensham); sir Conway podía pagar los impuestos, mantener dos caballos y vivir con tranquilidad en el margen extremo de sus recursos. Su esposa era una de esas mujeres inglesas que aparentemente cuentan poco, pero que, por esta misma razón, cuentan mucho. Era discreta y amable y siempre estaba trabajando en sus tareas. En una palabra, constituía un fuerte soporte; su rostro pálido, reposado, sensitivo y algo tímido, hacía recordar continuamente que la cultura depende sólo en parte de las riquezas o del intelecto. Su marido y sus tres hijos tenían una confianza absoluta en su ternura. Ellos eran de carácter más vivo y en ella hallaban un alivio.

No había acompañado al general a Porthminster y aguardaba su regreso. Estaban a punto de quitar las fundas de cretona de los muebles y, mientras se preguntaba si aquella cretona serviría una temporada más, entró un «scotch terrier» seguido por su hija mayor Elizabeth, más conocida como Dinny. Ésta era esbelta y bastante alta; tenía los cabellos castaños, una nariz imperfecta, una boca boticeliana, los ojos azules como el miosotis y algo separados. En general, su aspecto era el de una flor sobre un alto tallo, que parecía poder quebrarse fácilmente, pero que jamás se rompía. La expresión de su rostro daba a entender que procedía en la vida procurando no considerarla una broma. En realidad, era como una de esas fuentes o pozos naturales de los que no es posible extraer agua sin burbujas. Su tío, sir Lawrence Mont, decía: «Dinny es como la magnesia efervescente». Por aquel entonces contaba veinticuatro años.

– Mamá, ¿tendremos que ponemos de luto por el tío Cuffs?

– No lo creo, Dinny; en todo caso se trataría de un luto muy leve.

– ¿Lo enterrarán aquí?

– Supongo que lo enterrarán en la catedral. En último extremo, eso lo sabrá tu padre.

– Vamos a tomar el té, querida. ¡Scaramouch , ven aquí enseguida! ¡No metas la nariz en la comida ¡

– Dinny, ¡no sabes lo preocupada que estoy por Hubert! – También yo, mamá. Ya no es el mismo Hubert de antes. Parece un esbozo de sí mismo hecho por Thom, el pintor. Jamás hubiera debido tomar parte en aquella horrible expedición, mamá. Hay un límite en las opiniones que tenemos en común con los americanos, y Hubert lo ha alcanzado más pronto que ninguna de las personas que yo conozco. Jamás pudo entenderse con ellos. Además, no creo que los paisanos y los militares puedan trabajar juntos.

– ¿Por qué, Dinny?

– Porque los militares tienen una mentalidad estática. Conocen la diferencia que hay entre Dios y Mamón… ¿Nunca te habías dado cuenta?

-Lady Cherrell se había dado cuenta. Sonrió tímidamente y preguntó

– ¿Dónde está Hubert? Vuestro padre estará de regreso de un momento a otro.

– Ha salido con Don a, ver si cazaba un par de perdices para la comida. Apuesto a que se olvidará de matarlas y, en todo caso, estarían demasiado frescas. Se halla en el estado de ánimo en que a Dios le ha plugido sumirle, sólo que en vez de «Dios» debes entender «el diablo». Piensa demasiado en ese asunto, mamá. Sólo una cosa le haría bien: enamorarse. ¿No podríamos encontrarle la muchacha ideal? ¿He de avisar para que nos traigan el té?

– Sí, querida. Además hay que poner flores frescas en esta habitación.

– Voy a buscarlas. ¡Vamos, Scaramouch!

Bajo el sol de septiembre, Dinny vio un picoverde sobre el césped del jardín y se acordó de las palabras de una canción infantil: Si siete pájaros, con siete Picos, Picoteasen la mitad del tiempo, creen ustedes, pensó la señora, que encontrarían es gusano? ¡Qué seco estaba todo! Pero este año las dalias eran magníficas y procedió a cortar unas cuantas. Desde el rojo más obscuro hasta el rosa pálido y el amarillo limón, recorrían toda la gama de colores. Eran flores hermosas y vistosas, pero no se hacían querer. «Lástima – pensó – que las muchachas modernas no sean como las flores y no podamos coger una para Hubert.» Era raro que manifestase sus propios sentimientos; dos de ellos eran realmente profundos y jamás los hubiese revelado a nadie: el cariño que profesaba a su hermano y su amor hacia Condaford. Ambos estaban entrelazados radicalmente. Toda la consistencia de su vida pertenecía a Condaford. Sentía por este lugar una pasión que nadie hubiese sospechado oyéndola hablar de él y tenía un profundo y celoso deseo de que su hermano sintiese la misma devoción. Al fin y al cabo, ella había nacido aquí cuando la casa estaba en mal estado, en plena decadencia y había vivido en ella durante el período de las restauraciones, mientras que para Hubert no habla sido más que un refugio provisional donde pasar sus vacaciones y permisos.

Dinny, a pesar de ser la última persona en el mundo que hablaba de las raíces de su vida o que discutía seriamente en público sobre este asunto, alimentaba una fe íntima en los Cherrell, en sus posesiones y en sus obras. Era una fe que nada podía alterar. Cada animal, cada pájaro, cada árbol de Condafiord, incluso las flores que cogía, eran parte de su propio ser, al igual que la gente humilde que vivía en los alrededores, en Casuchas con los tejados cubiertos de paja, la. iglesia del primer período de la arquitectura inglesa adonde solía ir con regularidad, los amaneceres grises de Condaford que pocas veces veía, los claros de luna, las noches en las que resonaban los gritos de los mochuelos, los dorados rayos del sol sobre los rastrojos, los perfumes, los rumores, la misma caricia del aire. Cuando se hallaba lejos de su casa no decía que la añoraba, pero sufría una gran nostalgia, y cuando estaba en ella jamás decía tampoco cuán feliz se sentía. Si los Cherrell hubiesen tenido que abandonar Condaford, ella no hubiera llorado, pero se hubiese sentido como una planta arrancada de la tierra. Su padre sentía hacia Condaford el cariño indiferente de un hombre que ha visto transcurrir en otros lugares el periodo activo de su vida; su madre, la condescendencia de quien ha cumplido siempre con su deber en un lugar que no era precisamente de su más intimo agrado; su hermana, considerándolo como cosa positiva, le concedía la tolerancia de quien hubiese preferido pasar la vida en un lugar más divertido. En cuanto a Hubert…, ¿qué pensaba? Ella no lo sabía.

Regresó a la salita con las manos llenas de dalias y la cabeza calentada por los rayos del sol, que estaba ocultándose ya. Su madre estaba en pie cerca de la mesa de té.

– El tren viene con retraso – dijo -. Quisiera que Clara no corriera demasiado.

– No veo la relación entre ambas cosas, mamá.

Pero la veía claramente. Su madre siempre estaba intranquila cuando su padre llegaba a deshora.

– Mamá, creo que Hubert debería enviar a los periódicos su versión sobre lo sucedido.

– Ya veremos qué dice tu padre. Seguramente habrá hablado con tío Lionel.

– Ya oigo el coche – dijo Dinny.

El general entró poco después con su hija menor. Clara era el miembro más animado de la familia. Tenía los cabellos cortos, sedosos y oscuros, el rostro pálido y expresivo y los labios rosados y brillantes. Los ojos castaños poseían una mirada viva y penetrante y su frente era baja y muy blanca. Su expresión la hacía aparentar más de sus veinte años, puesto que era tranquila, además de atrevida. Tenía una figura noble y andaba con mucha distinción.

– Mamá, este pobrecillo no ha almorzado – dijo.

.- Ha sido un viaje horrible, Liz, Lo único que he tomado después del desayuno ha sido un vaso de whisky con seda y una galleta.

.- Voy a prepararte una yema de huevo batida con azúcar y vino, querido – anunció Dinny, y salió de la habitación.

El general besó a su mujer.

– El viejo tenía un aspecto realmente noble, querida mía, pero, aparte Adrián, todos le vimos después de muerto. Tendré que volver pura los funerales. Supongo que será una gran ceremonia. Gran hombre, el tío Cuffs. Hablé con Lionel a propósito de Hubert; no supo decirme qué deberíamos hacer. Pero yo he pensado en ello.

– ¿De veras, Con?

– Lo esencial es saber si las autoridades darán importancia o no a la interpelación hecha en la Cámara. Podrían invitarle a presentar su dimisión. Esto sería fatal. Resultaría mucho mejor si lo hiciese por iniciativa propia. A primeros de octubre tendrá que pasar la revisión médica. ¿No podríamos manejar las cosas son que él se enterase? El muchacho tiene mucho orgullo. Yo podría hablar con Topsham y tú podrías hacer que Follauby se interesase en el asunto, ¿verdad?

Lady Cherrell hizo una mueca.

– Ya lo sé – admitió el general -. Es una cosa antipática, pero la persona que nos haría falta es Saxenden. Lo único que no sé es cómo llegar hasta él.

– Dinny podría sugerimos algo.

¿Dinny? Sí, me figuro que es la que «tienes más cerebro de todos nosotros, excepto tú, querida.

– ¿Yo? – dijo lady Cherrell -. Yo no tengo cerebro.

– ¡Qué tontería! ¡Oh! Ahí viene.

Dinny se acercó con un vaso lleno de un líquido espumoso. Dinny, estaba diciéndole a tu madre que deberíamos ponemos en contacto con lord Saxenden para hablarle de la situación de Hubert. ¿Podrías sugerimos el modo de conocerle? – Quizá mediante algún vecino suyo en el campo. ¿Sabéis de alguno?

– Sus posesiones lindan con las de Wilfred Bentworth.

– Entonces, todo está arreglado. El tío Hilary se encargará de ello, o bien el tío Lawrence.

– ¿Cómo?

– Wilfred Bentworth es el presidente del comité de tío Hilary para la conversión de los pobres. Un poco de juicioso nepotismo, querido.

– ¡Hum! Hilary y Lawrence estaban en Porthminster… ¡Si lo hubiese sabido!

– ¿Quieres que les hable yo, papá?

– ¡Por San Jorge! Sí que me gustaría que lo hicieras, Dinny. Detesto tener que insistir sobre nuestros asuntos.

– Sí, querido. Es una tarea de mujeres, ¿verdad?

El general miró a su hija con expresión de duda. Jamás sabía con seguridad cuándo estaba hablando en serio.

– Aquí está Hubert – dijo Dinny rápidamente.

CAPITULO III

Hubert Cherrell, seguido de un perro spaniel y armado de una escopeta, cruzaba las viejas piedras grises de la terraza. Un poco más alto de lo corriente, delgado y erguido, de cabeza no muy grande y de rostro curtido y fatigado dada su juventud, llevaba un bigotito obscuro cortado sobre la línea de los labios, que eran finos y sensitivos, y tenía los cabellos ya un poco grises en las sienes. Las mejillas bronceadas eran también flacas, pero de pómulos salientes; los ojos color avellana, vivos y brillantes bajo las cejas espesas. En realidad, era una copia rejuvenecida de su padre.

Un hombre activo forzado a permanecer en una condición de constante preocupación se siente infeliz hasta que no sale de ella y, desde el día en que el jefe de la expedición lanzara aquel ataque contra su conducta, Hubert había caído en un estado de irritación, puesto que sabía haber actuado con justicia o, mejor dicho, según lo que la necesidad le imponía. Y se irritaba afín más porque tanto la disciplina militar como la educación recibida le impedían hablar. Siendo militar por elección, no por accidente, temía por su carrera y veía desacreditado su nombre de oficial y de caballero, sin tener la posibilidad de vengarse de aquellos que le habían perjudicado. Le Parecía que quienquiera que fuese podía mofarse de él y ésta es una de las experiencias más atormentadoras para un espíritu orgulloso.

Habiendo dejado afuera el perro y la escopeta, cruzó la puerta vidriera, consciente de ser el objeto de la conversación.

Dado que en aquella familia el dolor de uno era el dolor de todos, no hacía más que interrumpir constantemente discusiones sobre su situación. Cogió una taza de té que su madre le ofrecía y dijo que las aves se tomaban cada vez más selváticas porque los matorrales se estaban haciendo más espesos. Luego sobrevino un silencio.

– Bueno, voy a echar una mirada a mi correspondencia – dijo el general, saliendo de la habitación seguido por su mujer.

– Es menester hacer algo, Hubert -dijo Dinny, al encontrarse a solas con su hermano.

– No te preocupes, querida. Es una cosa muy molesta, pero no hay nada que hacer.

– . ¿Por qué no extraes de tu propio diario la relación de lo sucedido y la publicas? Yo podría copiártela a máquina y Michael te encontraría un editor; ya sabes que conoce a muchas de esas personas. No podemos aceptar con indiferencia lo que digan los demás.

– Detesto la idea de exponer al público mis más íntimos sentimientos y no habría más remedio que hacerlo.

Dinny frunció el entrecejo.

– Y yo abomino que ese americano te eche toda la culpa de su fracaso. Es una deuda que tienes para con el ejército británico, Hubert.

– ¿Crees que es tan serio? Yo no tomé parte en aquella expedición como militar.

– ¿Por qué no publicas tu diario tal como está? -r Seria peor. Tú no lo has visto.

– Podríamos expurgarlo, atenuarlo y otras cosas por el estilo… Papá es de la misma opinión, ¿sabes?

– Tal vez sea mejor que lo leas. Está lleno de expresiones censurables. Cuando uno se encuentra tan solo como lo estuve yo, se abandona.

– Podrías quitar todo lo que te pareciese inconveniente.

– ¡Qué buena eres, Dinny!

Esta le acarició un brazo.

– ¿Qué tipo de hombre es ese Hallorsen?

– Si he de ser justo, _ debo reconocer que tiene muchas cualidades: duro como la piedra, lleno de valentía, sin nervios; pero, para él, Hallorsen está antes que cualquier otra cosa. No es propio de su temperamento el fracasar y cuando le sucede una cosa así alguien tiene que pagar_ el pato. Según él, fracasó por falta de medios de transporte: y yo era el encargado de los mismos. Pero de haber dejado al Arcángel Gabriel en lugar de dejarme a mí, las cosas no hubiesen andado mucho mejor. Hizo mal sus cálculos y no quiere admitirlo. Todo eso lo encontrarás escrito en mi diario.

– ¿Te has enterado de esto? – Dinny le enseñó un recorte de periódico y él leyó: Tenemos noticia de que tu capitán Cherrell D. S. O [2]. Dará los pasos necesarios para reivindicar públicamente su honor, en contra de la relación hecha por el profesor Hallorsen de su expedición en Bolivia, de cuyo fracaso culpa al capitán Cherrell, alegando que éste le dejó privado de medios de transporte en el momento crítico.» Como puedes ver, alguien está intentando provocar una riña de perros.

– ¿Dónde has encontrado esto? – En el Evening Sun.

– ¡Pasos! -dijo Hubert, amargamente-. ¿Qué pasos? No cuento más que con mi palabra; él lo sabía cuando me dejó solo con todos aquellos mestizos.

– En tal caso solamente nos queda el diario. -Voy a buscarlo

Aquella noche, Dinny, sentada ante la ventana de su habitación, leyó el diario La luna llena brillaba entre los olmos y había un silencio sepulcral roto únicamente por el tintinear de un cencerro de oveja en el redil situado en la ladera. Una sola flor de magnolia florecía cerca de la ventana. Parecía un paisaje sobrenatural, y Dinny interrumpía de vez en cuando la lectura para contemplar aquella visión irreal. Desde que sus antepasados recibieron este pedazo de tierra, habían brillado diez mil plenilunios; la inmutable seguridad de mía casa tan antigua aumentaba el solitario desconsuelo y las tribulaciones descritas en las páginas que estaba leyendo -notas crueles de cosas crueles -: un hombre blanco en medio de una horda de mestizos salvajes; un amante de los animales en medio de unos animales casi muertos de hambre y de unos hombres que desconocían la compasión. Dinny leía y sentíase triste.

«Castro; ese miserable bruto, ha vuelto a atormentar a las mulas con su infernal cuchillo. Los pobres animales están flacos y esqueléticos. No les queda ni la mitad de sus fuerzas. Le he avisado por última vez. Si volviera a hacerlo, usaré el látigo. Tengo fiebre.»

«Esta mañana Castro ha recibido su merecido; una buena docena de fuertes latigazos. No puedo continuar con estos brutos; no parecen seres humanos. ¡Oh, qué daría! por poder pasar un día en Condaford, montando a caballo y olvidándome de estos pantanos y de estas pobres mulas medio muertas!

«He tenido que azotar a otro de estos demonios. Su modo de tratar a las mulas es sencillamente diabólico. ¡Malditos sean!… Tengo fiebre de nuevo…»

«Esta mañana he creído encontrarme en el infierno. Se han amotinado, Se han rebelado contra mí. Afortunadamente, Manuel me había avisado. Es un buen muchacho. A pesar de todo, ha fali4do poco para que Castro me clavara su cuchillo en el vientre. Me ha herido malamente en el brazo derecho. Lo he matado con mi propia mano. Ahora puede que se tranquilicen. Ninguna noticia de Haltorsen. ¿Cuánto tiempo cree que podré resistir todavía en esta antesala del infierno? El brazo me produce unos dolores horribles…»

«La función ha terminado. Mientras dormía, esos demonios han puesto en}toga a las midas y se han Largado. No me quedan más que Manuel y dos muchachos. Los hemos perseguido durante mucho tiempo, pero sólo hemos encontrado los esqueletos de dos mulas; los -miserables se han dispersado y sería lo mismo que buscar una estrella en la Vía Láctea. He regresado al campamento rendido de cansancio… Dios sabe si saldrá vivo de aquí. El brazo me duele mucho, pero confío que no se trate de una infección…»

«Hoy estaba decidido a irme. Sobre un montón de piedras había dejado una carta para Hallorsen, en la que le informaba de lo sucedido, por si volvía a buscarme. Luego he cambiado de idea. Resistiré hasta que llegue o bien hasta que nos muramos, lo que es más probable…»

Y así, hasta el fin, toda una historia de luchas. Dinny dejó el cuaderno y posó un codo sobre el alféizar de la ventana. El silencio y la frialdad de la noche habían producido como un desaliento en su ánimo. Ya no se sentía con humor para luchar. Hubert tenía razón. ¿Para qué mostrar al público la propia alma al desnudo, la propia herida? ¡No! Cualquier otra cosa mejor que esto. Sí, había que manejar las cosas privadamente; y las manejaría porque él se lo merecía todo.

CAPITULO IV

Adrián Cherrell era uno de esos hombres manifiestamente rurales que viven en las ciudades. Su trabajo le obligaba a permanecer en Londres, donde se cuidaba de una colección de restos antropológicos.

Se hallaba estudiando un maxilar hallado en Nueva Guinea, al que la Prensa había dispensado una buena acogida, y estaba diciéndose a sí mismo: («Es una estafa; se trata de un tipo corriente de Homo Sapiens», cuando el bedel anunció

– Una señorita joven desea verle, señor… Creo que es la señorita Cherrell.

– Dígale que pase, James.

Pensó: «Si se trata de Dinny, he de conservar toda mi presencia de ánimo.»

– ¡Oh, Dinny! Caurobert dice que este maxilar es preTrinil. Mokley dice que es Paulo-post-Piltdown, y Edon P. Burbank, que es propier Rhodesiam. Yo digo que es Sapiens. Observa este molar.

– Lo veo, tío Adrián.

– Es demasiado humano. Este hombre tuvo dolor de muelas. Probablemente el dolor de muelas fue la causa del desarrollo artístico. El arte de Altamira y las caries de Cromagnon se hallan reunidos. Este tipo fue un Homo Sapiens.

– Es un consuelo saber que no hay dolor de muelas sin sabiduría. He venido a Londres para ver al tío Hilary y al tío Lawrence, pero he pensado que si antes almorzaba contigo me sentiría más fuerte.

– Entonces iremos a almorzar al Café Búlgaro -dijo Adrián.

– . ¿Por qué?

– Porque allí, de momento, se come bien. Están en una fase de propaganda, querida; así que, probablemente, estaremos bien servidos y gastaremos poco. ¿Quieres empolvarte la nariz? – Pues entra ahí.

En cuanto ella hubo desaparecido, Adrián comenzó a acariciarse la perilla preguntándose qué podría encargar por dieciocho chelines y medio; porque, siendo un funcionario del Gobierno sin medios propios, era raro que tuviese en el bolsillo más de una libra.

– ¿Qué sabes a propósito del profesor Hallorsen, tío Adrián? – preguntó Dinny cuando estuvieron sentados delante de una tortilla a la búlgara.

– ¿El hombre que fue a Bolivia para descubrir las fuentes de la civilización?

– Sí y que se llevó a Hubert consigo.

– i Ah! Pero le dejó atrás, por lo que he sabido. – ¿Jamás te has encontrado con él?

– Sí, en 1920, escalando una cumbre de los Alpes dolomíticos.

– ¿Te gustó? – No.

– ¿Por qué?

– Porque era agresivamente joven. Apostó conmigo a quién llegaba antes a la cúspide. El hecho es que me venció p… me hizo recordar el base bat. ¿No has visto nunca un partido: de base bat?

– No.

– Yo vi uno en Washington. Uno tiene que insultar a su contrincante hasta ponerlo nervioso. Cuando está a punto de batir la pelota se le llama cabezota, soldado de infantería, presidente Wilson, vejestorio y otras cosas por el estilo. Es de ritual. Lo importante es ganar a toda costa.

– ¿Y tú no crees que sea necesario ganar a toda costa?

– Nadie dice que la gente deba ganar, Dinny.

– Pero todos lo intentamos, cuando llega el momento. – Sé que eso ocurre, incluso con los hombres políticos. – ¿Intentarías tú ganar a toda costa, tío?

– Probablemente.

– No lo creo. Yo, en cambio, sí.

– Eres muy amable, querida; pero, ¿por qué este particular desdoro?

- Porque cuando pienso en el caso de Hubert, me siento tan sedienta de sangre como un mosquito. Estuve leyendo su Diario durante casi toda la noche pasada.

– La mujer – dijo Adrián, lentamente-, todavía no ha perdido su divina irresponsabilidad.

– ¿Crees que corremos el peligro de perderla?

– No, porque sean cuales fueren las cosas que las mujeres podáis decir, jamás lograréis aniquilar en el hombre el sentido innato de que él es vuestro guía.

– ¿Qué crees tú que es lo mejor para aniquilar a un hombre como Hallorsen, tío?

– A falta de cachiporra, el ridículo.

– Me figuro que su idea sobre la civilización boliviana era absurda, ¿verdad?

– Completamente. Todos sabemos que existen algunos monstruos de piedra curiosos e inexplicables, pero, si la he comprendido bien, su teoría no tiene fundamento. Sólo que, querida, parecerá que Hubert esté complicado en este asunto. – Por el lado científico, no. Tomó parte en la expedición solamente como encargado de loa transportes. – Y Dinny sonrió mirando a su tío a los ojos -. No estaría mal poner en ridículo una necedad como ésta, ¿verdad? Y tú, tío, ¿sabrías hacerlo tan admirablemente?

– ¡Serpiente ¡

– Pero, ¿no es un deber de los hombres de ciencia el poner en ridículo las ideas empíricas?

– Quizá sí, si Hallorsen fuese un inglés. Pero puesto que es un americano, es preciso entregarse a otras consideraciones.

– ¿Por qué? Yo creía que la ciencia no tenía fronteras.

– . En teoría; pero en la práctica, hay que cerrar los ojos. Los americanos son muy susceptibles. Sin duda recordarás reciente actitud hacia las teorías sobre la evolución. Si en esa ocasión hubiésemos soltado, la carcajada, hubiéramos podido incluso llegar a una guerra.

– ¡Pero muchos americanos también se rieron de ellas! – Sí, pero no hubiesen tolerado que unos extraños se burlasen de sus compatriotas. ¿Quieres un poco de este soufflé Solía?

Continuaron comiendo en silencio, estudiándose mutuamente el rostro con simpatía. Dinny estaba pensando: «Me agradan tus arrugas, y tu barba es pequeña y graciosa». Adrián meditaba: «Me alegro de que tu nariz sea algo respingona. Tengo unas sobrinas y unos sobrinos muy atractivos». Finalmente Dinny dijo

– Bueno, tío Adrián, ¿quieres buscar el modo de castigar a ese hombre por haber tratado a Hubert de un modo indecente?

– ¿Dónde está ahora?

– Hubert me dijo que en los Estados Unidos.

– ¿Has pensado, querida, que el nepotismo no es una cosa deseable?

– Pero tampoco la injusticia lo es, tío; y la sangre es más espesa que el agua.

– Y este vino – añadió Adrián con una mueca – es aun más denso. ¿Para qué quieres ver a Hilary?

– .Quiero lograr una presentación para lord Saxenden.

– ¿Por qué?

– Papá dice que es un hombre importante.

– ¿Es que estás tirando secretamente de los hilos, como suele decirse?

Dinny asintió.

– Ninguna persona sensible y honrada sabe tirar de los hilos con éxito, Dinny.

1Rsta frunció el entrecejo, y una amplia sonrisa descubrió sus dientes, muy blancos y regulares.

– - Pero yo no soy ni lo uno ni lo otro, querido tío.

– Veremos. Entre tanto, ¿quieres uno de estos cigarrillos? Según la propaganda, son los que más de moda están.

Dinny cogió un cigarrillo y, expulsando una larga bocanada de humo, dijo

– Viste al tío-abuelo Cuffs, ¿verdad, tío Adrián?

– Sí. Su despedida de este mundo estuvo llena de dignidad. Una vez muerto, adquirió el color del ámbar. El tío Cuffs echó a perder su talento ingresando en la Iglesia; hubiese resultado un diplomático perfecto.

– Yo le vi tan sólo un par de veces. Pero, ¿quieres decir que no hubiese podido lograr lo que quería, sin perder dignidad, tirando secretamente de los hilos?

– En su caso, querida, no se trataba de tirar de los hilos. En él se daban cita la dulzura y una fuerte personalidad.

– ¿Y los buenos modales?

– Modales augustos. Los cuales con su muerte puede que hayan desaparecido.

– Bueno, tío, he de irme. Deséame que sea deshonesta y descarada.

– Y yo – dijo Adrián -, volveré al maxilar de Nueva Guinea con el que espero poder aniquilar a mis sabios colegas… Si puedo ayudar a Hubert de un modo decente lo haré. En todo caso, pensaré lo que se pueda hacer. Dale recuerdos cariñosos de parte mía; y ahora, adiós, sobrina.

Se separaron y Adrián regresó a su museo. Volviendo a tomar su posición frente al maxilar, empezó a pensar en una quijada muy distinta. Puesto que había llegado a la edad en que la sangre de los hombres flacos, de costumbres moderadas, corre con lenta regularidad, su amor por Diana Ferse, que databa de varios años antes de su fatal matrimonio con el capitán Ferse, tenía cierto carácter altruista. Antes que su propia felicidad deseaba la suya. La consideración «¿Qué es lo que más le conviene?» era siempre la primera en sus continuos pensamientos dedicados a Diana. Hacía tanto tiempo que estaba acostumbrado a vivir sin ella, la inoportunidad (jamás propia de él) estaba fuera de cuestión. Pero su rostro ovalado, de ojos negros, de labios y nariz deliciosos, un poco triste en los momentos de reposo, borraban continuamente los contornos de los maxilares, los fémures y otros fenómenos interesantes de su trabajo.

Ella y sus dos hijos vivían en una pequeña casa en Chelsea, con las rentas de un marido que, desde hada cuatro años, estaba en -una casa de salud y que quizá ya nunca más recobraría su equilibrio mental. Ella tenía casi cuarenta años y, antes de que Ferse hubiese caído definitivamente en el abismo de, la locura, sufrió terriblemente. Hombre de la vieja escuela en cuanto al pensamiento y a los modales, educado a base de una visión coherente de la historia humana, Adrián aceptaba la vida con un fatalismo a medias humorístico. No era del tipo de los reformadores y la posición de la mujer amada no le inspiraba el deseo de lograr el trofeo del matrimonio. Deseaba que ella fuese feliz pero, tal como estaban las cosas, no veía el modo de poder contribuir a dicha felicidad. Después de todo, vivía en paz, con las rentas suficientes de quien había sido maltratado por el Destino. Además, Adrián tenía algo del supersticioso sentimiento propio de los hombres primitivos para son los afectados por esta especial forma de desgracia. Ferse había sido.un individuo decente hasta que el germen de la locura comenzó a penetrar en la coraza formada por la salud y la educación. Su proceder durante los dos años que precedieron a su total obscurecimiento, era liberalmente explicado por la enajenación mental. Era uno de los afligidos por Dios y su desdicha exigía, por parte de los demás, la máxima compasión.

Adrián dejó el maxilar y cogió una reproducción Pitecanthropus, ese ser curioso hallado en Trinil, en la isla de Java, y que durante mucho tiempo mantuvo en discrepancia las opiniones de si debía llamársele hombre-mono o bien mono-hombre. ¡Qué distancia desde él al moderno cráneo inglés que se hallaba sobre la repisa de la chimenea! Por mucho que rebuscasen las autoridades en la materia, jamás hallarían una respuesta a la pregunta: ¿Dónde estuvo la cuna del Homo Sapiens, el nido en que se desarrollara el hombre de Trinil, Pitldown o Neardental, o de alguna de aquellas criaturas colaterales que afín no habían sido descubiertas?

Si Adrián alimentaba una pasión, además…de la qué sentía por Diana Fersé era el ardiente deseo de establecer el lugar en donde había sido generada la raza humana. De momento, el mundo científico se recreaba con la idea de descender del hombre de Neardental, pero a él no le parecía posible. Habiendo alcanzado la evolución un punto tan definitivo como aparecía en aquellos restos de brutos, no se hubiese podido desviar hacia un tipo tan distinto. ¡Era como creer que el ciervo derivaba del alce! Volvióse a mirar el enorme globo terráqueo en el que, con su clara escritura, estaban registrados todos los descubrimientos importantes hechos hasta entonces sobre los orígenes del hombre moderno, con las notas relativas a los cambios geológicos, al período y al clima. Pero, ¿dónde buscar? Era un problema policíaco, solucionable sólo con el método francés, es decir, mediante la valuación instintiva de la localidad probable, ratificada por las búsquedas efectuadas en el lugar elegido. Realmente era el mayor problema policíaco del mundo. ¿El Himalaya, el Fayúm, o cualquiera otro sitio sumergido actualmente bajo el Océano? De ser así jamás podría quedar establecido con certeza. ¿Se trataba de una cuestión puramente académica? No del todo, puesto que a ella estaba unido el problema de la esencia del hombre, de la verdadera naturaleza primitiva del ser humano, sobre el que se podía y se debía fundar la filosofía social; una cuestión que últimamente había sido discutida con ahínco. ¿Era el hombre fundamentalmente bueno y pacífico, como parecían sugerir los estudios hechos sobre la vida de los animales y sobre algunos pueblos llamados salvajes, o bien fundamentalmente agresivo e intranquilo, como podía aseverar el lúgubre relato de la Historia? Una vez encontrado el lugar de origen del Homo Sapiens, quizá surgiría algún elemento positivo para decidir si era un ángel-demonio o bien un demonio-ángel.

Para un hombre del carácter de Adrián, la resurgida tesis de la substancial bondad del hombre resultaba muy atractiva, pero sus hábitos intelectuales le impedían aprobar fácil y completamente una tesis, cualquiera que ésta fuese. También los animales inofensivos y los pájaros vivían obedeciendo a la ley de la conservación de la especie. Así lo hada el hombre primitivo. Las perversidades del hombre adulterado comenzaron, naturalmente, al extender sus actividades y al aumentar sus rivalidades; es decir, comenzaron con las ramificaciones de la ley de la conservación, causadas por la llamada vida civilizada. La existencia sencilla del hombre primitivo seguramente ofrenda menores ocasiones a las siniestras manifestaciones del instinto de conservación, pero era difícil que de esto se lograse deducir algo. Era mejor aceptar al hombre moderno tal como era y procurar limitar sus ocasiones de hacer daño. Tampoco podía tenerse demasiado en cuenta la dulzura natural de los pueblos primitivos. La noche anterior leyó algo a propósito de una cacería de elefantes en el África Central, en la que los negros primitivos, hombres y mujeres, que batían la selva para ayudar a los cazadores blancos, se echaron sobre los elefantes recién muertos, los despedazaron, se comieron la carne cruda y chorreante de sangre y luego desaparecieron emparejados en el bosque para completar la orgía. Después de todo, ¡algo había que decir en favor de la civilización!

En ese momento el bedel anunció

– El profesor Hallorsen desea verle, señor. Quiere echar una ojeada a los cráneos peruanos.

– ¡Hallorsen! – exclamó Adrián sorprendido -. ¿Está usted seguro? Creí que se hallaba en los Estados Unidos, James.

– Hallorsen ha sido el nombre que ha dado, señor. Es un señor alto que habla como un americano. Aquí está su tarjeta de visita.

– ¡Hum! Hágale pasar, James – dijo, pensando: al Sombra de Dinny! ¿Qué voy a decirle?».

Entró un hombre muy alto y bien parecido, de unos treinta y ocho años aproximadamente. El rostro afeitado irradiaba salud, los ojos estaban llenos de luz y los cabellos oscuros tenían un mechón o dos prematuramente grises. Una agradable brisa pareció entrar con éL Comenzó a hablar en seguida.

– ¿El señor conservador? Adrián se inclinó.

– Pero, ¡me parece que ya nos hemos encontrado en alguna otra parte! Fue en la montaña, ¿no es así?

– Sí – contestó Adrián.

– Bien, bien. Mi nombre es Halloren. Me han dicho que sus cráneos peruanos son estupendos. He traído conmigo unos pocos cráneos bolivianos y pensaba cotejarlos con los de usted. ¡Cuántas sandeces escriben a propósito de los cráneos algunos que jamás han visto los originales!

– Exacto, profesor. Me encantará ver sus bolivianos. Por otra parte, creo que usted no conoce mi nombre. Aquí lo tiene.

Adrián le tendió una de sus tarjetas de visita. Hallorsen la cogió.

– ¡Oh! ¿Es usted pariente del capitán Charwell? ¿No sabe que desearía verme muerto?

– Soy su tío. Pero tenía la sensación de que era usted quien deseaba verle muerto a él.

– Bueno, me metió en un buen embrollo.

– Según mi sobrino, fue usted quien le metió en un buen embrollo a él.

Escuche, señor Charwell…

– Nuestro apellido se pronuncia Cherrell, si no le importa.

– Cherrell… sí, ahora lo recuerdo. Pero veamos. Si usted paga a un hombre para que realice un trabajo y resulta que ese trabajo es demasiado fatigoso para él y por el hecho de que le es demasiado fatigoso se queda usted con un palmo de narices, ¿qué haría usted? ¿Darle una medalla de oro?

– Lo mejor sería, creo yo, informarse de si el trabajo que le fue confiado era humanamente posible realizarlo y, antes de juzgar…

– Esto corre de cuenta de quien se encarga de cumplir con el trabajo. ¿En qué consistía al fin y al cabo? En dirigir a unos cuantos mestizos.

No estoy demasiado enterado, pero tengo entendido que tenía la misión de cuidarse también de los animales de transporte.

Desde luego; y dejó que todo se le escapase de entre las manos. Claro que como se trata de su sobrino, ya sé que no va usted a ponérsele en contra. Pero, ¿puedo ver los cráneos

– Naturalmente.

– Muy amable por su parte.

Durante la recíproca inspección que siguió a sus palabras, Adrián levantó varias veces la vista hacia el magnífico ejemplar de- Homo Sapiens que estaba a su lado. Raramente había visto a un hombre tan rebosante de vida y de salud. Era bastante natural que cualquier obstáculo le irritara. Su misma vitalidad le impediría ver el lado negativo de las cosas. Al igual que su nación, exigía que todo el mundo procediese a su manera, puesto que ninguna otra solución parecía posible ante su exuberancia.

«Después de todo – pensó -, no tiene la culpa de ser el verdadero prototipo creado por Dios: «Homo transatlanticus sugrerbus». Y en voz alta, dijo en tono malicioso

– De modo, profesor, que el sol está a punto de viajar de Oeste a Este, ¿no es así?

Hallorsen sonrió, y su sonrisa fue realmente dulce.

– Bueno, señor conservador, supongo que estamos de acuerdo en que la civilización comenzó con la agricultura. Si podemos probar que cultivamos maíz en el continente americano en tiempos lejanos, quizá miles de años antes que el trigo y la cebada de la antigua civilización del Nilo, ¿por qué la corriente no podría deslizarse en sentido contrario?

– Y ¿puede usted probarlo?

– Poseemos de veinte a veinticinco tipos distintos de maíz. Herwdlicha afirma que para diferenciar estos tipos han sido necesarios por lo menos veinte mil años. Esto nos sitúa a la cabeza como padres de la agricultura.

– Pero, desgraciadamente, ninguno de estos tipos de maíz existía en el antiguo continente antes del descubrimiento de América.

– No, señor, y ningún tipo de cereal del viejo mundo existía en América antes de su descubrimiento. Ahora bien, si la cultura del viejo mundo se insinuó al otro lado del Pacífico, ¿por qué no se llevó consigo los cereales?

- Pero no por eso América podrá decir que ha entregado al resto del mundo la sagrada llama de la civilización, ¿no lo cree usted así?

– Quizá no; pero en este caso hemos de convenir en que ha desarrollado sus propias civilizaciones antiguas mediante su propio descubrimiento de los cereales; y éstos fueron los primeros.

– ¿Cree usted en la teoría de la Atlántida, profesor?

– ~ Algunas veces me recreo con esta idea, señor conservador.

– ¡Bien, bien! ¿Puedo preguntarle si se siente usted satisfecho por el ataque que hizo a mi sobrino?

– Bueno, la verdad es que cuando escribí el libro estaba muy resentido. Su sobrino y yo no nos entendíamos.

– Me parece que esto podría ser suficiente para hacerle dudar a usted de haber sido completamente justo.

– Si retirara mis críticas, no diría lo que realmente pienso.

– ¿Está usted convencido de no tener responsabilidad alguna en el fracaso al no alcanzar su objetivo?

El gigante frunció el ceño con una expresión de perplejidad.

«En todo caso es un hombre honrado», pensó Adrián.

– No veo adónde quiere usted llegar – dijo Hallorsen, lentamente.

– Fue usted quien escogió a mi sobrino, según creo. – Sí, entre otros veinte.

Exactamente. Entonces ¿eligió usted mal? – Desde luego.

– ¿Error de juicio? Hallorsen rió.

– Es usted muy agudo, señor conservador. Pero yo no soy hombre que haga públicas sus propias equivocaciones.

– Lo que usted quería- dijo Adrián secamente – era un hombre con el corazón de piedra; pues bien, debo admitir que no lo encontró usted.

Hallorsen se sonrojó.

– No coincidimos en nuestras apreciaciones, señor. Voy a llevarme mi pequeña colección de cráneos y le agradezco su cortesía.

Pocos minutos después salió.

Adrián se abandonó a una meditación bastante confusa. El individuo era mejor que el recuerdo que de él le quedara. Físicamente, era_ un magnífico ejemplar; mentalmente, no era de despreciar; espiritualmente… bueno, era el típico exponente de un nuevo mundo en donde cada objetivo inmediato es la cosa más importante que existe hasta que es alcanzado, y el alcanzarlo es más importante que los métodos usados para conseguirlo.

«Lástima – pensó – que haya que disputar. No obstante, no tiene razón; uno debería ser más caritativo y no publicar un ataque como el suyo. Demasiado "yo" en el amigo Hallorsen».

Y mientras pensaba todo esto, puso el maxilar dentro de un cajoncito.

CAPÍTULO V

Dinny continuó su camino hacia la parroquia de St. Agustine-in-the-Meads. En aquel día tan hermoso, la pobreza del distrito en que había entrado adquiría a sus ojos, acostumbrados al campo, un aspecto de intensa sordidez. Lo que más la sorprendía era la alegría de los niños que jugaban por las calles. Le pidió a uno de ellos que le indicara la dirección de la Vicaría, y la escoltaron cinco. No la abandonaron ni cuando hubo -tocado el timbre, lo que la llevó a la conclusión de que los niños no estaban enteramente impulsados por el altruismo. Efectivamente, procuraron entrar con ella y sólo se marcharon cuando les hubo dado algunos peniques. Fue introducida en una simpática habitación que pareció alegrarse al ver entrar a alguien. Estaba contemplando una reproducción de la Fran cesca de Castelfranco, cuando una voz exclamó

.- ¡Dinny!

Se volvió y vio a su tía May. La esposa de Hilary Cherrell tenía su acostumbrado aspecto de haber superado la necesidad de encontrarse al mismo tiempo en tres lugares distintos. Parecía hallarse a sus anchas, sin preocupaciones y contenta…, no sin razón, pues su sobrina le era muy simpática.

– ¿De compras, querida?

– No, tía May. He venido para arrancarle a tío Hilary una presentación.

– Tu tío está en el tribunal.

Una burbuja subió a la superficie de Dinny. – ¿Por qué? ¿Qué ha hecho, tía May?

La señora Cherren sonrió.

– De momento, nada; pero no respondo de él en caso de que el magistrado se muestre insensible. Han detenido a una de nuestras jóvenes bajo la acusación de insinuarse a los transeúntes.

– ¿No se trata, pues, del tío Hilary?

– ~ Es más difícil, querida. Tu tío ha sido llamado para atestiguar su honradez.

– ¿Y podrá demostrarla, tía May?

– Bueno, ésta es la cuestión. Hilary dice que sí, pero yo no estoy tan segura.

– Los hombres son muy confiados. Nunca he estado en un tribunal. Me gustaría mucho ir y encontrar al tío Hilary.

– Yo puedo acompañarte, si quieres.

Pocos minutos más tarde salían de la casa y caminaban por las calles, cada vez más deprimentes a los ojos de Dinny, que estaba habituada a la pintoresca pobreza del campo.

– Jamás me había dado cuenta antes de ahora – dijo repentinamente – de que Londres fuese semejante a una pesadilla.

– Es una pesadilla de la que uno no vuelve a despertar. Este es un sector de Londres que hiela el corazón. Dado que tanto se habla del paro obrero, ¿por qué no organizan un proyecto nacional para el saneamiento de estos barrios miserables? En veinte años amortizarían los gastos. Los politicastros tienen energías y principios maravillosos cuando no están en el poder, pero una vez lo han logrado, se contentan con correr-sobre la máquina.

– No son mujeres, ¿comprendes, tiíta? – ¿Me estás tomando el pelo, Dinny?

– ¡Oh, no! Las mujeres no poseen el sentido de las dificultades que tienen los hombres las dificultades de las mujeres son físicas y reales: las de los hombres son intelectuales y formales ¡Es imposible!, dicen siempre. Las mujeres jamás dicen eso. Primero obran y luego se preocupan de si la cosa es factible o no.

La señora Cherrell permaneció silenciosa durante unos momentos.

– Supongo que las mujeres «son» más activas, tal vez porque tienen un ojo más vivo y un menor sentido de la responsabilidad.

– Por nada del mundo quisiera ser hombre.

– Esto está bien; pero, incluso ahora, los hombres se dan mejor vida que nosotras.

– Ellos lo creen, pero yo lo dudo. Los hombres se asemejan mucho a los avestruces. Comparados con nosotras, les cuesta menos rehusar ver lo que no les conviene, pero no creo que esto sea una ventaja.

– No opinarías de ese modo si tuvieras que vivir en St. Agustine-in-the-Meads.

– Si yo tuviera que vivir en St. Agustine-in-the-Meads, querida, me moriría.

Ida señora Cherrell contempló a su sobrina política. Desde luego, tenía un aspecto frágil y parecía que pudiera romperse, pero tenía también un aspecto de «pura sangre», como si su carne estuviera dominada por el espíritu. Hubiese podido revelar unas inesperadas fuerzas de resistencia impermeables a las cosas exteriores.

– No estoy muy segura de ello, Dinny. -Perteneces a una raza endurecida. De no ser así, tu tío se hubiese muerto hace mucho tiempo. Ahí tienes el tribunal. Siento no poder entrar, pero me falta tiempo. De todos modos, te tratarán bien. Es un lugar muy humano, a pesar de ser indelicado: Ten un poco de cuidado si te sientas al lado de alguien.

Dinny arrugó las cejas. – ¿Piojos, tía May?

– Bueno, no me atrevería a decir que no. Vuelve a tomar el té, si puedes.

Dicho esto, se fue.

La Bolsa y mercado de las indelicadezas humanas estaba atestada. El público, con su infalible olfato para los sucesos dramáticos, se había sentido atraído por el proceso en que Hilary debía actuar como testigo, puesto que se hallaba en: juego también la integridad de la Policía.

La sesión ya había comenzado cuando Dinny logró acomodarse en los últimos treinta centímetros cuadrados que aún estaban libres. Los vecinos que tenía a la derecha le recordaron un verso infantil: El carnicero, el panadero, el herrero. A su izquierda se hallaba un policía muy alto. En el fondo de la sala, entre la muchedumbre, había muchas mujeres. El aire estaba cargado y olía a ropa sucia. Dinny miró al magistrado, ascético y como conservado en salmuera, y se preguntó por qué no tenía encima de su pupitre un turíbulo humeante de incienso. Luego sus ojos se posaron sobre la figura sentada en el banco de los acusados: una muchacha más o menos como ella, de su misma edad, vestida aseadamente y de facciones bonitas, menos la boca, que era quizá un tanto sensual. Sus cabellos parecían rubios. Permanecía inmóvil, con un ligero rubor en las pálidas mejillas y en los ojos una expresión de asustada inquietud. Se llamaba Millicent Pole. Según la denuncia del policía, se había acercado a dos hombres en Euston Róad, pero ninguno dé los dos estaba presente para declarar en contra de ella. En el banco de los testigos, un joven, que parecía un estanquero, afirmó haberla visto pasar dos o tres veces - se había fijado especialmente en ella por su aspecto de «buena moza» -, pero siempre le había parecido preocupada, como si estuviese buscando algo

¿Quería decir buscando a alguien?

Puede que sí, pero, ¿cómo podía saberlo? No, no miraba al suelo; no, no se había detenido; a «él» ni le había echado una mirada. ¿Le había dirigido la palabra? ¡ Nada de eso!¿Qué estaba haciendo? Después de haber cerrado se había quedado ante la puerta de su tienda para respirar un poco de aire puro. ¿La había visto hablar con alguien? No, pero él no se había quedado mucho rato.

– El reverendo Hilary Charwell.

Dinny vio a su tío levantarse y subir al banco de los testigos. Tenía un aspecto ágil y poco sacerdotal. Dinny se quedó mirando con agrado su largo rostro sólido, tan arrugado y risueño.

– ¿Se llama usted Hilary Charwell? – Cherrell, si no le importa.

– En absoluto. ¿Es usted el vicario de St. Agustín-inthe-Meads?

Hilary inclinó la cabeza. – ¿Cuánto tiempo hace? – Trece años.

– ¿Conoce usted a la acusada? – Desde que era niña.

– Díganos, por favor, señor Cherrell', ¿qué sabe usted de ella?

Dinny vio que su tío se volvía con decisión hacia el magistrado.

– Sus padres, sir, fueron unas personas merecedoras del máximo respeto. Educaron bien a sus hijos. El padre era zapatero. Pobre, por supuesto. Todos somos pobres en mi parroquia. Casi podría decir que murieron de pobreza hace cinco o seis años y desde entonces apenas si he perdido de vista a sus dos hijas. Trabajan en la casa Petter y Poplin. Jamás he oído decir nada en contra de Millicent. Por lo que me consta, es una muchacha buena y honrada.

– Supongo, señor Cherrell, que no tendrá usted muchas oportunidades de juzgarlo por sí mismo, ¿verdad?

– Suelo visitar la casa en donde viven ella y su hermana. Si viese usted. aquella casa, sir, convendría en que, para vivir como viven, es necesario respetarse a sí mismo.

– ¿Frecuenta su iglesia?

Una sonrisa apareció en los labios de Hilary y se reflejó en los del magistrado.

– Raramente, sir. Los domingos son demasiado preciosos para los jóvenes de hoy en día. Pero Millicent, así como otras muchachas, pasa sus vacaciones en nuestro albergue cerca de Borhing. La señora Mont, esposa de un sobrino mío, que es la que administra el albergue, me ha dado buenos informes de Millicent. ¿Puedo leer- lo que me ha escrito?

»Querido tío Hilary:

Me pides noticias sobre Millicent Pole. Ha estado aquí tres veces y la directora me asegura que es una buena muchacha, nada ligera. A mí me ha causado también la misma impresión.

– Entonces, señor Cherrell, según su punto de vista, ¿aquí se ha cometido un error?

– Sí, sir, estoy convencido de ello.

La acusada se llevó el pañuelo a los ojos, y Dinny sintióse repentinamente llena de indignación contra la extrema miseria de aquella situación. ¡Tener que estar allí, delante de toda aquella gente, incluso aunque hubiese cometido el hecho de que la acusaban! ¿Y por qué razón una muchacha no podía pedirle a un hombre su compañía? No estaba obligado a otorgársela.

El policía que estaba a su lado hizo un movimiento, la miró como si olfatease la heterodoxia y luego tosió.

– Gracias, señor Cherrell.

Al bajar del banco, Hilary vio a su sobrina y le hizo una seña con la mano. Dinny se dio cuenta de que el proceso había concluido y que el magistrado estaba reflexionando sobre el veredicto. Silencioso, con las puntas de los dedos unidos entre sí, contemplaba fijamente a la muchacha que había acabado de secarse los ojos y que le estaba mirando. Dinny retenía la respiración. Toda una vida, quizá, dependía de la decisión de un minuto. El policía cambió de posición. ¿Sus simpatías estaban dirigidas hacia su compañero o bien hacia la muchacha? Todos los pequeños rumores de la sala habían cesado y solamente oíase el que producía una plumilla sobre el papel. El magistrado separó los dedos y dijo

– No estoy convencido de que haya pruebas suficientes. La acusada está libre. Puede irse.

Ida muchacha emitió un sollozo ahogado.

– ¡Oye, oye! -dijo a su derecha el herrero, con voz ronca.

– ¡Silencio! -ordenó el policía altor

Dinny vio a su tío salir con la muchacha y al pasar le dirigió una sonrisa.

– Aguárdame, Dinny. No tardaré dos minutos. Deslizándose tras la alta figura del policía, Dinny esperó en el vestíbulo. Aquel ambiente le causaba la misma sensación de estremecimiento que se siente por la noche al encender la luz en una cocina oscura. El olor de desinfectante la m9lestaba profundamente y se acercó un poco más a la puerta de entrada. Un sargento de policía le dijo

– ¿Puedo hacer algo por usted, señorita?

– Gracias, estoy aguardando a mi tío. Está a punto de llegar.

– ¿El reverendo?

Dinny hizo con la' cabeza un signo afirmativo.

– ¡Ah El vicario es una excelente persona.! ¿Han dejado en libertad a la muchacha?

– Sí.

– ¡Bien! Siempre puede cometerse algún error. Ahí viene, señorita.

Hilary se aproximó y cogió a Dinny del brazo.

– ¡Ah, sargento! – dijo-, ¿Qué tal su esposa?

– De primera, sir. De modo que la ha sacado usted, ¿eh?

– Sí – contestó Hilary -y ahora quiero fumarme una pipa. -Vamos, Dinny.

Haciéndole un signo de adiós al sargento, la condujo al aire libre.

– ¿Qué te ha traído a este lugar, Dinny?

– He venido a buscarte, tío. Tía May me ha acompañado. ¿Era realmente inocente esa muchacha?

– No podría jurarlo. Pero el medio más seguro de enviarla al infierno era condenarla. Lleva retraso en el alquiler de la casa, y su hermana está enferma. Aguarda un momento, voy a encender la pipa. – Lanzó una nube de humo y la cogió de nuevo del brazo – ¿Qué quieres de mí, pequeña?

– Una presentación para lord Saxenden.

- ¿Para Snubby Bantham? ¿Por qué? – A causa de Hubert.

– ¡Oh! ¿Quieres engatusarle? – Si me lo presentas…

– Estuve en Harrow con Snubby. Entonces era solamente baronet. Desde aquella época no he vuelto a verle.

– Pero tú tienes a Wilfred Bentwórth en el bolsillo, tío, y sus propiedades están colindando con las tuyas.

– Bueno, creo que Bentworth me dará una tarjeta de presentaci6n para ti.

– No es eso lo que quiero. Deseo conocerle en sociedad.

– ¡Hum! Sí, sería' difícil que le engatusaras de otro modo. ¿Qué es lo que te interesa, exactamente?

– El porvenir de – Hubert. Queremos coger el agua en la propia fuente, antes de qué nos pase algo peor.

– Ya comprendo. Pero escucha, Dinny. El hombre que os hace falta es Lawrence. Bentworth irá a su casa el viernes próximo para la cacería de perdices. Tú también podrías ir.

– . Ya había pensado en tío Lawrence, pero no podía perder la ocasión de verte a ti.

– Querida mía – dijo Hilary -, las ninfas atractivas jamás deben decir cosas así. Se suben a la cabeza. Bueno, ya hemos llegado. Entra a tomar una taza de té.

En la salida de la vicaría, Dinny recibió la sorpresa de volver a ver a su tío Adrián. Estaba sentado en un ángulo, con las largas piernas cruzadas. Agitó en el aire una mano y .poco después se acercó a ella.

. – ¿A que no sabes quién se ha presentado después de habernos separado? ¡El hombre malo en personal Ha venido a examinar mis cráneos peruanos!

– ¡No querrás decir Hallorsén!

Adrián le tendió una tarjeta de visita que llevaba impreso:

Profesor Edurard Hallorsen y, más abajo, escrito en lápiz Piedmont Hotel.

– Es un individuo mucho más tratable de lo que creí cuando le encontré en los Alpes. Incluso tengo la impresión de que, sabiéndole coger por su lado bueno, no es un mal muchacho. Eso es lo que quería decirte. ¿Por qué no cogerle por su lado bueno?

– Tú no has leído el Diario de Hubert, tío. – Me gustaría poderlo leer.

- Probablemente lo harás. Quizá lo editemos. Adrián emitió un ligero silbido.

– Reflexiona, querida. Una riña de perros es divertidísima para todo el mundo menos para los perros.

– Hallorsen ya ha hecho su jugada. Ahora le toca a Hubert.

– Bueno, Dinny, yo opino que lo más prudente es examinar el terreno antes de entrar en juego. Déjame organizar una cena íntima. Podemos encontrarnos en casa de Diana Ferse. ¿Qué te parece el lunes próximo?

Dinny arrugó su pequeña nariz un poco respingona, Si, como tenía intención, iba a Lippinghall la semana siguiente, el lunes era el día más indicado. Quizá resultaría provechoso ver a aquel americano antes de declararle la guerra.

– Está bien, tío. Te lo agradezco mucho. Si vas al West End, ¿podría ir contigo? Quiero ver a la tía Emily.y al tío Lawrence. Mount Street está en tu camino.

– Bien. Cuando hayas acabado de comer nos marcharemos.

– He terminado – dijo Dinny, poniéndose en pie.

CAPÍTULO VI

La fortuna continuaba favoreciéndola. Dinny encontró al tercero de sus tíos mientras contemplaba su propia casa, en Mount Street, con el aire de alguien que estuviese a punto de hacer una oferta.

– Ah, Dinny, ven, Tu tía está melancólica como un pájaro en la época de la muda. Se alegrará al verte. Encuentro a faltar al viejo Forsyte -añadió, entrando en la casa-. Estaba pensando cuánto tendría que pedir por esta casa si la alquiláramos la próxima temporada. Tú no conociste al viejo Forsyte, el padre de Fleur; aquél sí que era un gran tipo.

– ¿Qué le pasa a tía Em, tío Lawrence?

– Nada, querida. Temo que la vista del pobre tío Cuffs la haya inducido a meditar sobre el futuro. ¿Jamás piensas en el porvenir, Dinny? Cuando se llega a cierta edad aparece como un período lúgubre.

Abrió una puerta.

– Querida, aquí tienes a Dinny.

Emily, lady Mont, se hallaba en su salita revestida de madera. Tenía un loro encaramado sobre el hombro y estaba pasando un cepillo de plumas sobre un pedazo del Famille Verte. Bajando el cepillo, se adelantó con una mirada ausente y lejana, y dijo

– Cuidado, Polly.

Acto seguido besó a su sobrina. El loro se trasladó al hombro de Dinny, doblando la cabecita para mirarle mejor el rostro. – ¡Es tan gracioso! – exclamó lady Mont -. ¿No te importará si te pellizca una oreja? ¡No sabes lo contenta que estoy de que hayas venido, Dinny! No he hecho más que pensar en cosas fúnebres. ¿Quieres decirme lo que piensas del más allá? ¡Oh, Dinny, es tan deprimente!

– Existe uno para los que lo desean.

– Eres igual, que Michael. ¡Sumamente cerebral ¡-¿ Dónde has encontrado a Dinny, Lawrence?

– En la calle.

– No me parece correcto. ¿Qué tal está tu padre, Dinny? -Espero que no se haya sentido mal después de la visita a la horrible casa de Porthminster. ¡Cómo olía a ratones disecados!

– Estamos todos muy intranquilos a cansa de Hubert, tía. – Ah, sí. Hubert. ¿Sabes? Creó que cometió un error al azotar a aquellos hombres. Si los hubiese matado a tiros de revólver sería una cosa más comprensible, pero ¡el azote es un acto tan propio de un antiguo señor feudal!

– Cuando ves a un carretero que pega a un pobre caballo para obligarle a tirar cuesta arriba arrastrando una carga demasiado pesada, ¿no te viene ganas de azotarle?

– Sí, ya lo creo… ¿Era eso lo que hacían aquellos individuos?

– Algo mucho peor. Solían torcerles las colas a los mulos y los pinchaban con sus cuchillos. Los pobres animales sufrían terriblemente.

– ¿De veras? Entonces me alegro mucho de que los azotara, a pesar de que no siento ninguna simpatía por las mulas desde que subimos la cuesta del Gemmi. ¿Te acuerdas, Lawxence?

Sir Lawrence asintió. Su rostro tenía una expresión cariñosa, pero burlona, que Dinny siempre relacionaba con su tía Em.

¿Por qué, tía?

– Se me cayeron encima. Es decir, sólo la que yo montaba. Me han dicho que ha sido la única vez que una mula ha caído encima de alguien. Al parecer, tienen las patas muy firmes.

– ¡Una cosa de muy mal gusto, tía!

– – Sí, y de lo más desagradable. ¿Crees que a Hubert le gustaría ir a Lippinghall la semana que viene, a la cacería de perdices?

– De momento creo que no se muestra dispuesto a ir a ninguna parte. Está terriblemente malhumorado. Pero si tuvieseis un poco de sitio disponible, ¿podría ir yo?

– Claro que sí. Hay sitio en abundancia. Vamos a ver vendrán Charlie Muskham y su mujer, el señor Bentworth y Hen, Michael y Fleur, Diana Ferse y quizá Adrián, a pesar de que no caza, y tu tía Wilmet. ¡Oh! ¡Ah! Y lord Saxenden. – ¿Qué? – gritó Dinny.

– ¿A qué viene esa extrañeza? ¿No es un hombre respetable?

– Pero, tía… ¡eso es maravilloso! El es mi objetivo.

– ¡Qué palabra tan horrible! Es la primera vez que le oiga nombrar así. Además, existe una lady Saxenden, _que actualmente está guardando cama.

– No, no, tía. Quiero hablarle de Hubert. Papá dice que tiene mucha influencia entre bastidores.

– Dinny, tú y Michael soléis usar las expresiones más extrañas. ¿Qué bastidores?

Sir Lawrence rompió el silencio de estatua que habitualmente mantenía en presencia de su mujer.

– Dinny quiere decir,- querida, que Saxenden es, sin parecerlo, muy influyente en el ambiente militar.

– ¿Cómo es, tío Lawrence?

– ¿Snubby? Hace muchos años que le conozco y puedo asegurar que es un buen mozo.

– Esto es muy perturbador – dijo lady Mont, volviendo a coger el loro.

– Querida tiíta, estoy completamente inmunizada. -Pero, ¿lo está lord Snubby? Siempre he procurado que en Lippinghall se respetasen las conveniencias. Tal como están las cosas, Adrián me hace tener algunas dudas, pero – añadió, dejando el loro encima de la repisa de la chimenea -, es mi hermano favorito. Por un hermano favorito una puede hacer muchas cosas.

– Es cierto – asintió Dinny.

– Todo irá bien, Em – intervino sir Lawrence -. Yo vigilaré a Dinny y a Diana, y tú puedes vigilar a Adrián y a Snubby.

– Cada año que pasa, tu tío se vuelve más frívolo, Dinny. Me cuenta unas historias de lo más escandalosas.

Se acercó a sir Lawrence y éste le posó una. mano sobre un brazo.

Dinny pensó: «El Rey Rojo y la Reina Blanca».

– Bueno, adiós, Dinny – dijo su tía repentinamente -. He de retirarme. Mi masajista sueca viene tres' veces por semana. Estoy adelgazando de veras. – Escudriñó a Dinny de arriba- abajo -. Me pregunto si podría hacerte engordar un poco.

– Estoy más gorda de lo que parece.

– Yo también. Es algo desesperante. Si tu tío no fuese un palo de telégrafos, me importaría menos.

Ladeó el rostro y Dinny le dio un sonoro beso.

– ¡Qué beso tan agradable-! Hacía años que no me daban uno así. En general, los que recibo son como picotazos. ¡Vamos, Polly! – Y salió contoneándose.

– Tía Em tiene muy buen aspecto.

– Está muy bien, querida. Sólo que tiene la manía de creer que ha engordado. Lucha contra la gordura con uñas y dientes. Nuestras comidas están compuestas de los más variados. Vegetales. En Lippinghall las cosas marchan mejor, porque Augustine sigue siendo tan francesa como hace treinta y cinco años, cuando nos la trajimos con nosotros de nuestro viaje de novios. Es la misma excelente cocinera de siempre. Por suerte, a mí no hay nada que me engorde.

– Tía Em no está gruesa. – Desde luego que no.

– Además tiene un porte magnífico. Nosotros no somos así.

– El porte desapareció con Edward – repuso Lawrence -. Ahora las piernas se alargan. Os alargáis todos como si: estuvieseis a punto de dar un salto y huir con la presa. He intentado adivinar lo que sucederá en el futuro. Lógicamente tendrán que caminar dando brincos, pero es posible que se vuelva a las poses lánguidas.

– Tío Lawrence, ¿qué clase de hombre es en realidad ese lord Saxenden?

– Es uno de los que ganaron la guerra a base de no tener jamás una opinión. Solía decir cosas de este tipo: «He pasado un fin de semana en Cooquers. Estaban los Capers y Gwen Blandish. Ella estaba llena de energía y tenía muchas cosas que contar sobre el frente polaco. Yo tenía unas cuantas más. Hablé con Capers. Era del parecer que los alemanes estaban hartos. No estuve de acuerdo con él. Luego la emprendió con lord T. El domingo vino Arthur Prose. Calculaba que los rusos poseían dos millones de fusiles, pero afirmó que se hallaban sin municiones. Dijo que la guerra terminaría el mes de enero. Estaba aterrorizado por el número de nuestras bajas. ¡Si hubiese sabido lo que yo sabía! Estaba también lady Thripp con su hijo, que perdió el pie izquierdo. Una mujer encantadora. Prometí visitar su hospital y darle algunos consejos sobre su administración. Nos sirvieron una comida excelente. Jugamos a tirar confites. Más tarde llegó Alich, y dijo que durante el último ataque perdimos cuarenta mil hombres, pero que los – franceses perdieron aún más. Expresé la opinión de que esto era muy serio, pero nadie la aceptó».

Dinny rió.

– ¿Había de veras gente así?

– ¡Y mucha, querida! Hombres de valía inapreciable. ¿Qué hubiéramos hecho sin ellos? El modo con que mantenían altos la moral y el valor y la forma en que brillaban en la conversación, eran cosas que había que verlas para creerlas. Y casi- todos ganaron la guerra. Saxenden era especialmente responsable. Tuvo un papel activo desde el principio hasta el fin.

– ¿Qué papel?

– El del que sabe muchas cosas. Juzgando por lo que se dice, sabía más cosas él que todos los demás juntos. Además es de fuerte constitución y le gusta demostrarlo. Es un gran deportista, le encantan los yates y creo que jamás ha estado enfermo.

– Me estoy anticipando el placer de conocerlo.

– ~ Snubby -suspiró su tío – es uno de esos hombres de los que vale más guardarse. ¿Quieres quedarte aquí esta noche, o te vuelves a casa?

– Esta noche he de regresar. Saldré a las ocho, por la estación de Paddington.

– En tal caso te acompañaré. Atravesaremos el Park, comeremos algo en Paddington y luego te dejaré acomodada en el tren.

– No te molestes por mí, tío Lawrence.

– ¿Quieres que te permita atravesar sola el Park y que pierda la oportunidad de que me detengan bajo la acusación de estar paseando con una joven? ¡Jamás! Podríamos incluso sentarnos en un banco y probar suerte. Tú eres precisamente un tipo de muchacha de las que perturban a los ancianos. Hay algo de boticeliano en ti, Dinny. Vámonos.

Eran las siete de aquella tarde de septiembre cuando entraron en Hyde Park y, pasando bajo los plátanos, caminaron sobre la hierba marchita.

– Es demasiado temprano -dijo sir Lawrence – debido a la hora de verano. La inmoralidad empieza a las ocho. Dudo que el sentarnos nos sirviera de algo. Dinny, ¿sabrías reconocer a un policía en traje de paisano? Es una cosa muy necesaria. El bombín – por temor a recibir un porrazo en la cabeza demasiado de repente -, la tendencia a perder el aspecto profesional y un toque de eficiencia en los labios, son cosas que completan su dentición en el Cuerpo. Luego está el detalle de los ojos mirando al suelo cuando no te miran a ti y el peso del cuerpo apoyado sobre los dos pies, como si se estuviesen dejando tomar las medidas por algún sastre. Siempre llevan botines, desde luego

Dinny- se rió por lo bajo.

– ¿Sabes qué podríamos hacer, tío Lawrence? Simular que quiero trabar conversación contigo. En Paddington Gate debe de haber un policía. Yo me entretendré un ratito por allí y, cuando tú aparezcas, me acercaré a ti. ¿Qué tendría que decir? Sir Lawrence arrugó la frente.

– Por lo que puedo recordar, una frase más o menos como ésta: «¿Qué tal, querido? ¿Estás libre esta noche?» -Bueno, paso adelante. Haré mi papel justamente bajo las fauces del policía.

– Se daría cuenta del truco, Dinny. – i Ya haces marcha atrás…!

– ¡Hace tanto tiempo que nadie toma en serio una de mis proposiciones! Además, «la vida es una cosa real, la vida es una cosa seria», y su fin no es la cárcel.

– Tío, me has desilusionado.

– Estoy acostumbrado a ello, querida. Cuando seas seria y venerable, verás cómo también tú desilusionarás a la juventud.

– Pero piensa que podríamos hacernos dedicar columnas enteras en los diarios durante varios días. Caso de seducción en Paddington Gate. Presunto tío. ¿No ardes en deseos de ser un presunto tío y de que te den prioridad delante de los asuntos de Europa? ¿Tampoco quieres dar quebraderos de cabeza a la policía? Tío, eso es pusilanimidad.

– Soil – dijo sir Lawrence -. Un tío al día ante el tribunal es suficiente. Eres más peligrosa de lo que creía, Dinny. – En serio, tío, ¿por qué tienen que detener a esas muchachas? Todo eso pertenece al pasado, cuando las mujeres estaban esclavizadas.

– Soy completamente de tu parecer, Dinny; pero la conciencia no conformista todavía perdura en nosotros. Además, la policía necesita hacer algo. Es imposible reducir el número de policías sin aumentar el paro. Y un Cuerpo de Policía sin ocupación resultaría peligroso para las cocineras.

– ¡Un poco de seriedad, tío!

– ¡Eso no, querida! La vida puede reservarnos cualquier cosa, pero ésa. No! No obstante, si he de decirte la verdad preveo el día en-.qué todos tendremos libertad de acercarnos mutuamente dentro de los límites de la cortesía. En vez del lenguaje actual, existirán expresiones nuevas para hombres y para mujeres. «Señora, ¿desea usted pasear conmigo?», «Señor, ¿quiere usted mi compañía?». Quizá no será la edad de -oro, pero cuando menos será la de oropel. Ahí está Paddington Gate. ¿Tendrías ánimos de tomarle el pelo a un policía de aspecto tan noble como ése? Ven, atravesemos. Mientras entraban en la estación de Paddington, continuó

– Tu tía ya se habrá acostado y, por lo tanto, cenaré contigo en él restaurante. Tomaremos un poco de champaña y el resto, o yo no conozco nuestras estaciones, estará compuesto por sopa de cola de buey, pescado hervido, roast-beef, verduras, patatas fritas y tarta de ciruelas. Todo bueno, aunque muy inglés.

– Tío Lawrence – dijo Dinny cuando hubieron llegado al roast-bee) -, ¿qué piensas tú de los americanos?

– Ningún hombre que sea patriota dice la verdad, sólo la verdad y únicamente la verdad sobre este asunto. Sea como fuere, los americanos, al igual que los ingleses, pueden dividirse en dos clases: en americanos «y» americanos. En otras palabras, los hay buenos y malos.

– ¿Por qué no nos sentimos más de acuerdo con ellos? – Es muy sencillo. Los ingleses que hemos definido como malos no se sienten de acuerdo con ellos, porque los americanos, tienen más dinero que nosotros; los ingleses que hemos definido como buenos, no se encuentran a sus anchas con ellos, como deberían, porque los americanos son demasiado expansivos y el tono de voz del americano resulta desagradable al oído inglés. Puedes invertir los términos, si quieres. Los americanos de la clase de los malos no se encuentran bien con nosotros porque el acento inglés les es desagradable; los americanos de la clase de los buenos no nos pueden tragar porque somos reservados y refunfuñones.

– ¿No crees que quieren que las cosas sucedan demasiado a su manera?

– Nosotros también lo' deseamos, querida. Pero no se trata de esto. Lo que nos separa es la educación, la educación y el lenguaje.

– ¿De qué modo?

– Indudablemente, poseer un idioma que un día fue idéntico es una trampa. Tenemos que esperar que el habla americana se desarrolle en forma tal que se llegue a la necesidad del estudio recíproco.

Pero siempre se está hablando del lazo del idioma común.

– ¿Por qué esa curiosidad hacia los americanos?

– El lunes tendré que encontrarme con el profesor Hallorsen.

– ¿El héroe de Bolivia? Quiero darte un consejo, Dinny. Dale siempre la razón y, como un pajarito, acabará comiendo en tu mano. Hazle reconocer que el error fue suyo y no lograrás nada.

– No. Tengo intención de conservar la calma.

– Sé prudente y no precipites las cosas. Si has terminado de comer será preciso que nos vayamos, querida: faltan cinco minutos para las ocho.

La acompañó hasta el vagón, le compró una revista y, mientras el tren se ponía en marcha, le dijo

– ¡Lánzale tu mirada boticeliana, Dinny! ¡Lánzale tu mirada boticeliana!

CAPITULO VII

El lunes por la noche Adrián meditaba acerca de Chelsea, mientras se iba acercando a los edificios de aquel barrio. Recordaba que, aun en las postrimerías del período victoriano, la vida de sus habitantes era más bien troglodítica. Había personas evidentemente dispuestas a doblar la cabeza y, acá y acullá, algún personaje eminente o del todo histórico. Mujeres de faenas, artistas que esperaban poder pagar el alquiler, escritores que vivían con pocos chelines diarios, señoras dispuestas a desnudarse por un chelín la hora, parejas que estaban madurando para el Tribunal de Divorcio, gente que gustaba de beber en compañía de los adoradores de Turner, Carlyle, Rossetti y Whisteler; algunos publicanos, bastantes pecadores y un reducido número de personas que comían cordero cuatro veces por semana. La respetabilidad habíase ido acumulando gradualmente a lo largo de la ribera del río, donde ahora se estaban construyendo sólidos edificios, e inundaba la incorregible King's Road, emergiendo en las tiendas de arte y de modas.

La casa de Diana se hallaba en Oakley Street. La recordaba como una casa sin ningún carácter que la distinguiese de las demás cuando vivía en ella una familia de «comedores de cordero»; pero durante los seis años de residencia de Diana se había convertido en uno de los nidos más seductores de Londres. Las hermosas hermanas Montjoy estaban esparcidas entre la alta sociedad, y él las había conocido a todas; pero Diana era la más joven, la más graciosa, la más espiritual y la de mejor gusto. Era una de esas mujeres que, con muy poco dinero y sin poner jamás en juego su virtud, logran rodearse de elegancia, hasta el punto de despertar la envidia de los demás.

Desde los dos niños al perro collie (casi el único que quedaba en Londres), desde el clavicordio al lecho de columnitas, desde las cristalerías de Bristol al tapizado de los sillones y a las alfombras, todo parecía irradiar buen gusto y ser motivo de bienestar para su poseedor. Ella también producía una sensación de bienestar, con su figura todavía perfecta, sus ojos negros, límpidos y llenos de vida, su rostro, ovalado de cutis marfileño y su acento ligeramente cantarín. Todas las hermanas Montjoy tenían aquel acento ligeramente cantarín – heredado de la madre, de origen escocés -, y en el curso de treinta años, este acento había tenido su influencia sobre el de la sociedad inglesa.

Cuando Adrián se preguntaba por qué razón Diana, con sus rentas extremadamente reducidas, tenía tanto éxito en sociedad, solía recurrir a la imagen del camello. Las dos jorobas del animal representaban a las dos secciones de la Sociedad (con S mayúscula) reunidas por un puente que, generalmente, no se volvía a cruzar después de haberlo hecho por primera vez. Los Montjoy, antigua familia de propietarios en Dumfriesshire, unidos en el pasado con innumerables familias de la nobleza, tenían un lugar hereditario encima de la joroba anterior. Pero era un sitio algo incómodo, porque, debido a la cabeza del camello, se gozaba de una vista muy limitada.

A Diana la invitaban a menudo en aquellas grandes moradas donde las principales ocupaciones consistían en la caza con perros y escopetas, en el patrocinio de los hospitales, en las funciones de la Corte y en las fiestas de presentación de las jóvenes que debutaban en Sociedad. Pero, como él bien sabía, no solía ir a menudo. Prefería quedarse sentada sobre la joroba posterior, mirando el amplio y estimulante panorama que se extendía más allá de la cola del camello.

– ¡Qué extraña colección de personas había encima de aquella joroba posterior! Muchos, como Diana, llegaban desde la primera joroba, cruzando el puente; algunos subían por la cola y otros le caían encima, llovidos del cielo, o -como la gente a veces suele decir – de América.

Adrián sabía que para ocupar un puesto sobre aquella joroba era necesaria cierta agilidad en diversos campos, una memoria excelente para poder relatar desenfadadamente cosas leídas y oídas, o bien una capacidad mental natural. De no poseer alguna de estas cualidades, se podía comparecer una primera vez sobre aquella joroba, pero jamás la segunda. Naturalmente, era necesario tener una gran personalidad, pero no debía de ser una personalidad de esas que ocultan su brillantez. La preeminencia en alguna rama de las actividades humanas era cosa deseable, pero sin ser condición sine qua non. Se acogía bien a la sangre azul, siempre que no estuviese acompañada de altanería. El dinero resutaba una buena recomendación, pero su sola posesión no le proporcionaba sitio a uno. La belleza era un pasaporte, si a ella se unía cierta vivacidad: Adrián támbién se había dado cuenta de que el conocer las cosas de arte tenía más valor que el poderlas producir, y que se aceptaban las posiciones burocráticas si no eran demasiado silenciosas' ni excesivamente áridas. Había gente que parecía haber llegado hasta allí mediante una aptitud especial para los manejos «entre bastidores» y para tener las manos metidas en la masa. Pero lo más importante era saber conversar.

Desde aquella joroba posterior se tiraba de innumerables hilos, pero Adrián no estaba seguro de que sirvieran para guiar la marcha del camello, a pesar de lo que pudiesen creer las personas que tiraban de ellos. Sabía que entre ese grupo heterogéneo, cuya razón de vivir eran los constantes banquetes, Diana tenía un puesto seguro. Sabía también que hubiese podido alimentarse sin gastos desde una Navidad a otra y que no hubiera tenido necesidad de pasar ni un fin de semana en Oakley Street. Y le estaba tanto más agradecido por cuanto sabía que ella sacrificaba continuamente todas estas cosas para quedarse con los niños y con él.

La guerra estalló a raíz de su matrimonio con Ronald Perse, y los niños, Sheila y Ronald, nacieron después del regreso de su marido. Por aquel entonces tenían siete y seis años, respectivamente. Adrián nunca dejaba de decirle que eran «unos verdaderos pequeños Montjoy». Desde luego, habían heredado la belleza y la vivacidad de su madre. Pero sólo él sabía que la sombra que velaba su rostro en los momentos de reposo era debida más al temor de que hubiese podido no tenerlos que a cualquier otra cosa inherente a su situación. Y también sólo él sabía que el esfuerzo que representó el tener que vivir con un desequilibrado como Ferse, destruyó en ella todo impulso sexual, de manera tal que, durante aquellos cuatro años de efectiva viudez, no había experimentado ningún deseo de amor. Pensaba que sentía verdadero cariño por él, pero, no ignoraba que hasta aquel momento la pasión faltó del modo más absoluto.

Llegó media hora antes de la cena y subió en seguida al cuarto de los niños, situado en el último piso. La niñera francesa les estaba dando leche y galletas antes de que se fueran a acostar. Cuando Adrián entró, le recibieron con aclamaciones, pidiéndole á voz en grito que continuara contándoles la historia interrumpida la última vez. La niñera,.que sabía lo que sucedería, se retiró. Adrián tomó asiento frente a lo dos pequeños rostros sonrientes y comenzó en el punto en que había quedado.

– De modo que el hombre que tenía el dominio de las canoas. era un individuo enorme, de piel oscura, que había sido elegido por su fuerza, debido a que los unicornios infestaban aquella costa.

– ¡Bah! Los unicornios son animales imaginarios, tío Adrián..

– Pero no en aquella época, Sheila. – Entonces, ¿qué ha sido de ellos?

– No ha quedado más que uno y vive en un lugar donde los hombres blancos no pueden ir, debido a las moscas Bu-Bu. – ¿Qué es la mosca Bu-Bu?

– La mosca Bu-Bu, Ronald, es muy notable porque se introduce en la pantorrilla y en ella funda su familia. ¡Oh!

– Los unicornios, como os decía cuando me habéis interrumpido, infestaban aquella costa. Aquel hombre se llamaba Mattagor y con los unicornios solía hacer lo siguiente: después de haberlos atraído hasta la playa con crinibobs…

– ¿Qué son los crinibobs?

– Al verlos parecen fresas, pero tienen el sabor de las zanahorias. Pues bien, después de haberlos atraído con crinibobs, se deslizaba despacito, despacito detrás de ellos…

– Si estaba delante con los crinibobs, ¿cómo podía deslizarse detrás?

– Ensartaba los crinibobs en unas hebras de fibra y los colgaba entre dos árboles encantados. En cuanto los unicornios comenzaban a roer, salía silenciosamente del matorral en donde se había escondido y los ataba por las colas, de dos en dos.

– ¡Pero hubiesen tenido que darse cuenta de que los ataba por las colas!

– No, porque los unicornios blancos no tienen sensibilidad en la cola. Luego se metía otra vez en el matorral, chasqueaba la lengua y los unicornios escapaban despavoridos en la más terrible confusión.

- Y ¿no se desprendían nunca las colas?

– No, nunca. Y eso era algo muy importante para él, porque amaba a los animales.

– Me figuro que los unicornios no volvían a aparecer por allí.

– Te equivocas, Romy. Les gustaban demasiado los crinibobs.

– ¿Jamás cabalgó en ellos?

– Sí, de vez en cuando saltaba ligeramente sobre el dorso de dos de ellos y se paseaba por la selva, con un pie sobre la grupa de cada uno, riendo alegremente. De este modo, como os podéis imaginar, las canoas estaban seguras bajo su vigilancia. No era la estación de las lluvias, por lo que los devoradores eran menos numerosos, y la expedición estaba a punto de ponerse en camino, cuando…

– ¿Cuando qué, tío Adrián? No te detengas porque haya venido mamaíta.

– Continúa, Adrián.

Pero éste permaneció silencioso, contemplando la visión que avanzaba hacia ellos. Luego, apartando los ojos y posándolos en Sheila, prosiguió

– He de suspender el relato para deciros por qué razón la luna tenía tanta importancia. No podían emprender la expedición hasta que no viesen la media luna avanzar hacia ellos entre los árboles encantados.

– ¿Por qué no?

– Es lo que voy a explicaron. En aquella época, la gente, y especialmente aquella tribu de Phwatabhoys, prestaba gran atención a todo lo que era hermoso. Cosas como mamaíta, o como las canciones de Navidad, o bien como las patitas nuevas, les hacían mucho efecto. Y antes de emprender cualquier cosa, debían de tener un omen.

– ¿Qué es un omen?

– Ya sabéis que un amén es lo que hay al final. Ahora bien, un ornen es lo que hay al principio. Servía para traer suerte y tenía que ser muy bonito. Durante la estación seca, lo que ellos consideraban más hermoso era la media luna; por consiguiente, debían aguardar hasta que avanzase hacia ellos entre los árboles encantados, como habéis visto a mamaíta adelantarse hacia nosotros pasando por la puerta.

– Pero, ¡la luna no tiene pies!

– - Así es. La luna se mueve en el aire como una barca sobre el mar. El hecho es que una noche serena apareció flotando, sutil y maravillosa como ninguna otra cosa en el mundo, y por la expresión de sus ojos comprendieron que la expedición estaba destinada a tener éxito. Entonces se inclinaron delante de ella, diciendo: «- ¡Ornen!, si tú estás con nosotros, cruzaremos el desierto de las aguas y de la arena con tu imagen en nuestros ojos y nos sentiremos contentos por la felicidad que nos viene de ti, por los siglos de los siglos Amén!». Y después de haber dicho esto, subieron en las canoas. Phwatabhoy con Phwatabhoy y Pwataninfa con Pwataninfa, hasta que todos estuvieron dentro. Y la media luna se detuvo al borde de los árboles encantados y los bendijo con la mirada. Pero uno de los hombres se quedó atrás. Era un viejo Phwatabhoy que deseaba a la media luna con tanta fuerza que lo olvidó todo y comenzó a acercarse a ella arrastrándose por el suelo, con la esperanza de tocarle los pies.

– ¡Pero si no tenía, pies!

– Pero él creía que sí, porque la consideraba una mujer hecha de plata y marfil. Y vagabundeó arrastrándose entre los árboles encantados, pero jamás pudo alcanzarla, porque era la media luna.

Adrián calló y, por un momento, no se oyó ruido alguno. Luego dijo

– Continuaremos la próxima vez.

Y salió de la habitación. Diana se le reunió en la antesala. – Adrián, tú me corrompes a los niños. ¿No sabes que no debe permitirse que las fábulas y los cuentos de hadas lleguen a perjudicar su interés por las máquinas? En cuanto has salido, Ronald me ha preguntado: «-Mamaíta, ¿de veras cree el tío Ronald que tú eres la media luna?»

– Y tú, ¿qué le has contestado?

– Algo muy diplomático. Son listos como las ardillas.

– ¡Bien! Cántame «Waterboyu antes de que lleguen Dinny y su acompañante.

Mientras cantaba ante el piano, Adrián la miraba con adoración. Tenía una voz muy buena y cantaba bien aquella melodía extraña y atormentada. Las últimas notas acababan de desvanecerse en el aire, cuando la doncella anunció

– La señorita Cherrell y el profesor Hallorsen.

Dinny entró con la cabeza erguida y una expresión en los ojos que, en opinión de Adrián, no auguraba nada agradable. De ese modo miraban los escolares cuando estaban a punto de burlarse de un novato. Hallorsen la seguía con los ojos radiantes de salud y, en la pequeña Balita, su figura parecía inmensa. Adrián le presentó a Dinny y él se inclinó profundamente.

¿Es hija suya, señor Conservador?

– No; mi sobrina. Es hermana del capitán Hubert Cherrell.

– . ¿De veras? Honradísimo de conocerla, señorita Cherrell. Adrián se dio cuenta de que sus miradas, habiéndose encontrado, parecían hallar dificultad en separarse. Dirigiéndose a Hallorsen, preguntó

– ¿Qué tal se encuentra en el Piedmont, profesor?

– La cocina es buena. Pero hay demasiados americanos. – ¿Van siempre juntos, como las golondrinas?

– Dentro de quince días todos habremos levantado el vuelo.

Dinny había llegado desbordante de feminidad inglesa y el contraste entre la aplastante irradiación de salud de Hallorsen y el aspecto de sufrimiento de Hubert le causó inmediatamente una sensación de resentimiento. Tomó asiento al lado de aquella personificación del varón victorioso con la intención de pincharle la epidermis con toda especie de flechazos. Pero Diana la empeñó en seguida en una conversación, y antes de acabar el primer plato (consomé con ciruelas secas) cambió de proyecto a consecuencia de una rápida ojeada que le dirigió. Después de todo, era un forastero y un huésped, y ella era una muchacha de educación refinada. Era necesario despellejar al gato sin que chillara. No le lanzaría flechazos, sino que trataría de engatusarle con dulces y melosas sonrisitas. Esto resultaría mucho más considerado con respecto a Diana y su tío y, a la larga, sería un método de guerrilla bastante. más eficaz. Con una astucia digna de su causa, aguardó a que se hubiese sumergido en las profundas aguas de la política inglesa, que parecía considerar como una seria manifestación de la actividad humana; luego, volviendo hacia él su mirada boticeliana, dijo

– Deberíamos hablar de la política americana con la misma gravedad, profesor. Pero de fijo que no es una cosa tan seria, ¿verdad?

– Quizá tenga usted razón, señorita Cherrell. Para los hombres políticos de todo el mundo rige la misma regla: No Vigas en el poder lo que dijiste en la oposición. O, de decirlo, deberás llevar a cabo lo que los demás han juzgado imposible. Yo creo que la única y verdadera diferencia que existe entre loe partidos estriba en lo siguiente: que en el Autobús Nacional un partido está sentado y el otro de pie agarrándose a las correas que cuelgan del techo.

– En Rusia lo que ha quedado del otro partido yace debajo de los asientos, ¿no es así?

– El defecto de nuestro sistema político, y también del suyo, profesor – interrumpió Adrián -, consiste en que muchas reformas latentes en el sentido común del pueblo no tienen la posibilidad de ser llevadas a la práctica, porque los hombres políticos elegidos por breves períodos no dan ocasión a que surja un jefe, puesto que temen perder el poder que han conseguido.

– Mi tía May decía que por qué no ha de suprimirse el paro mediante un esfuerzo nacional para el saneamiento de los barrios pobres. De esa forma se matarían dos pájaros de un tiro – murmuró Dinny.

¡Ah, ésa sí que sería una buena idea! – exclamó Hallorsen, volviendo hacia ella su rostro radiante.

Hay demasiados poderes complicados en ello – dijo Diana -. Los propietarios de casas o las asociaciones de constructores son demasiado fuertes para lograr hacerlo.

– Además existe también la cuestión monetaria – añadió Adrián.

– ¡Pero eso es algo fácilmente solucionable! Vuestro Parlamento podría asumir los poderes necesarios para un proyecto nacional de esa envergadura. ¿Qué habría de malo en un empréstito? El dinero volvería; no sería como un empréstito de Guerra, en el que todo se consume en pólvora. ¿Cuánto cuestan los subsidios de paro?

Nadie supo contestarle.

– Supongo que el ahorro pagaría el interés de un empréstito bastante elevado.

– Se trata sencillamente – repuso Dinny con voz meliflua – de tener un poco de fe espontánea. Es en esto en lo que nos superan ustedes los americanos.

Por el rostro de Hallorsen pasó la sombra de un pensamiento, como si hubiese querido decir: ¡Es usted una gata, señorita!

– Bueno, es cierto que cuando vinimos a Francia a luchar trajimos con nosotros un buen plato de fe espontánea. Pero la perdimos toda. 1a próxima vez alimentaremos nuestros hogares.

- ¿Era tan espontánea su fe la última vez?

– Me temo que sí, señorita Cherrell. De cada veinte de nosotros no había ni uno que pensara que los alemanes pudiesen hacemos algún daño a semejante distancia.

– Acepto el reproche, profesor.

– ¡Oh! ¡No hay nada de eso! Ustedes juzgan a América desde Europa.

– Existía Bélgica, profesor – repuso Diana -. También nosotros comenzamos con fe espontánea.

– Perdone usted, señora, ¿pero fue de veras el destino de Bélgica lo que les conmovió?

Adrián, que con la punta de un tenedor dibujaba circunferencias sobre el mantel, levantó la mirada.

– Hablando por cuenta propia, sí, señor. No creo que ejerciera influencia sobre los Círculos Militares o Navales, sobre los- grandes hombres de negocios o, incluso, sobre gran parte de la sociedad, política o no. lista sabía que, de haber una guerra, estábamos comprometidos con Francia. Pero para la gente sencilla como yo, para las dos terceras partes de la población que ignora los hechos, o sea para las clases trabajadoras en general, era muy distinto. Era como ver – ¿cómo se llama? – al Hombre Montaña de Gulliver precipitarse sobre el más pequeño peso mosca del ring, mientras éste permanecía firme en su puesto y se defendía como un héroe.

– Bien – dicho, señor Conservador.

Dinny se sonrojó. ¡Había generosidad en aquel hombre! Pero, como teniendo conciencia de haber traicionado a Hubert, dijo con voz áspera

– He leído que también Roosevelt se conmovió ante aquel espectáculo

– Muchos de entre nosotros se conmovieron, señorita; Pero estábamos lejos, y para que la fantasía se excite es necesario que las cosas estén cerca.

– Sí, y después de todo, como ha dicho usted hace poco, intervinieron al final.

Hallorsen miró fijamente su rostro ingenuo, se inclinó y permaneció silencioso. Pero cuando finalizó la velada y llegó el momento de despedirse, dijo

– Mucho me temo, señorita, que tenga usted motivos de rencor hacia mí.

Dinny sonrió, sin contestar.

– No obstante, espero tener la oportunidad de volverla a ver.

– Oh, ¿por qué?

– Pienso que quizá podría hacer que usted cambiara la opinión que se ha formado de mí.

– Yo quiero mucho a mi hermano, profesor.

– Persisto en la idea de que tengo más razones que él para estar enojado.

– Espero que dentro de poco pueda usted demostrar esas razones.

– En sus palabras hay algo de amargura. Dinny irguió la cabeza.

Se retiró a su dormitorio, mordiéndose los labios, de puro irritada. No había ni encantado ni combatido al enemigo, y en vez de estar decididamente llena de animosidad, sus sentimientos hacia él eran muy confusos.

Su estatura le otorgaba un dominio desconcertante.

– Es como uno de esos personajes de película, ron pantalones de piel – pensó – que raptan a las semidesesperadas cowgirls. Tiene el aire de creer que estamos sentados sobre el cojín de su silla de montar. ¡ La Fuerza Primitiva en traje de etiqueta y chaleco blanco! Un hombre fuerte, aunque no silencioso.

Su habitación daba a la calle y desde la ventana veía los plátanos del Embankment, el río y la inmensidad de la noche estrellada.

– Quizá -dijo en voz alta – no te irás de Inglaterra tala pronto como te figuras.

Se volvió y vio a Diana en el umbral

– Bueno, Dinny, ¿qué te parece nuestro amigo-enemigo? – Una mezcla de Tom Mix y del gigante matado por Jack. – A Adrián le agrada.

– Tío Adrián vive demasiado en compañía de huesos. La vista de la sangre roja se le sube a la cabeza.

– Sí, se dice que generalmente las mujeres sucumben ante este tipo de «hombre-macho». Pero, a pesar de que al principio tus ojos lanzasen llamaradas verdes, te has portado bien.

– 'Siento deseos de lanzarlas afín más verdes, ahora que le he dejado marcharse sin un rasguño.

– ¡No te importe! Ya tendrás otras ocasiones. Adrián ha conseguido que mañana vaya invitado a Lippinghall.

– ¿Qué?

– No tienes más que meterle en un conflicto con Saxenden, y el juego de Hubert estará hecho. Adrián no te lo ha querido decir por temor a que dejaras traslucir tu alegría.

El profesor desea conocer la caza inglesa. ¡Pobre hombre! No tiene la más mínima idea de que está a punto de entrar en el antro de la leona. Tu tía Emily se mostrará deliciosa con él.

– ¡Hallorsen! – murmuró Dinny -. Debe tener sangre escandinava.

– Dice que su madre nació en la antigua Nueva Inglaterra, pero que se casó fuera de la línea directa de sucesión. Su nombre patronímico es Wyoming. ¡Bonito nombre!

– «Las grandes extensiones abiertas.» Dime, Diana, ¿qué hay en la expresión «hombre-macho», que me pone tan furiosa? – Bueno, es como estar en una habitación con un jarrón de girasoles. Pero los «hombres-machos» no están confinados en las grandes extensiones abiertas. Hallarás a uno de ellos en Saxenden.

– ¿De veras?

– Sí. Buenas noches, querida. ¡Y que ningún «hombremacho» perturbe tus sueños!

Cuando Dinny se hubo desvestido, volvió a coger el Diario y leyó otra vez un párrafo que habla señalado: «Esta noche me siento muy débil, como si hubiese perdido toda la linfa vital. Sólo logro darme ánimos casando en Condaford. ¡Quién sabe lo que diría el viejo Foxham si me viese curar a las mulas! Lo que he inventado para su cólico haría salir pelos a una bola de billar, pero lo cura estupendamente. La Provi dencia tuvo un momento feliz cuando creó el interior de una mula. Esta noche he soñado hallarme en casa, a la entrada del bosque, y los faisanes se me venían encima como un torrente. Ni siquiera para salvarme hubiese logrado disparar mi escopeta: me dominaba una especie de parálisis horrible. Pensaba continuamente en el viejo Haddon y en sus palabras: "¡Adelante, señorito Bertie! Apriete fuerte los talones y agárrese a la cabeza". ¡Buen viejo Haddon! Era un tipo. La lluvia ha pasado. Por vez primera desde hace diez días el tiempo es seco. Y brillan las estrellas.

A ship, an isle, a sickle moon,

Wit feuw but zoith how splendid starsll [3]

¡Si pudiese dormir!…»

CAPITULO VII

Esa esencial e íntima irregularidad, cuarto por cuarto, que diferencia a las viejas moradas inglesas de cualquier otra variedad de casas de campo, era patente en Lippinghan-Manor. La gente entraba en las habitaciones como si pensara quedarse allí para siempre; y, mientras tanto, respiraba una atmósfera y vivía entre muebles distintos que los de las demás habitaciones. Al abandonarla, tampoco se sentía en la obligación de dejarla tal como la había encontrado, suponiendo, desde luego, que lo recordara.

Hermosos muebles antiguos permanecían con indiferencia al lado de otros modernos, comprados para mayor comodidad los retratos de los antepasados, oscuros y amarillentos, estaban frente a paisajes franceses y flamencos, todavía más oscuros y amarillentos, y aquí y allí colgaban de las paredes deliciosos grabados antiguos y miniaturas que no carecían de gracia. En dos de las habitaciones, las magníficas chimeneas antiguas estaban profanadas por unos guardafuegos modernos sobre los que era posible sentarse. A uno le costaba trabajo darse cuenta de la disposición del cuarto -y luego la olvidaba en seguida. En la habitación era corriente hallar un armario de nogal de valor inapreciable y un lecho de columnitas de un período excelente; en el hueco de la ventana, un asiento con cojines y unos grabados franceses. Al lado había una reducida habitación con una pequeña cama y un cuarto de baño en donde podía o no faltar el espacio, pero no las sales.

Uno de los Mont había sido almirante; por eso, algunos viejos y extraños mapas marítimos, adornado.-; con dragones que azotaban los mares con las colas, se ocultaban en los desparejos ángulos de los pasillos; otro Mrmt, el séptimo baronet, abuelo de sir Lawrence, había sido un gran aficionado de las carreras de caballos; por tanto, en las paredes se podía estudiar la anatomía de los pura-sangre y de los jockeys de su época (186o-1883). El sexto baronet, que por haber sido un político vivió más tiempo que los otros, dejó los signos del primer período victoriano: su mujer e hijas, en crinolina, y él mismo con patillas. El exterior de la casa era carolino, suavizado aquí y allá por una añadidura georgiana y por unos fragmentos victorianos en los puntos en los que el sexto baronet dejara libre curso a su afán restaurador. La única parte decididamente moderna la constituían las instalaciones hidráulicas.

Cuando Dinny bajó a desayunar, la mañana del miércoles – la cacería tenía que comenzar a las diez -, solamente tres señoras – y todos los hombres, excepto Hallorsen – se hallaban sentadas o bien se acercaban a las mesas. Tomó asiento en una silla, al lado de lord Saxenden, quien apenas se levantó diciendo

– ¡…días!

– Dinny – le dijo Michael, que estaba frente al bufete -, ¿qué quieres tomar: café, chocolate o agua mineral? -Café y salmón ahumado, Michael.

– No hay salmón.

Lord Saxenden levantó la vista, y musitó: «¿No hay salmón?», y volvió a su salchicha.

– ¿Un poco de merluza? – preguntó Michael. = No, gracias.

– Tía' Wilmet, ¿qué puedo servirte? – Pescado con salsa.

– : No hay. Riñones, lomo, huevos revueltos, merluza, jamón y pastel de perdices.

Lord Saxenden se levantó. «¡Ah, jamón!», exclamó, y se dirigió hacia el bufete.

– ¿Bien, Dinny?

– Sólo un poco de mermelada, Michael.

– ¿Grosella, fresa, frambuesa o naranja?

– Grosella, por favor.

Lord Saxenden volvió a su sitio, llevando un plato de jamón. Mientras lo comía, empezó a leer una carta. Dinny no pudo hacerse una idea de la expresión de su rostro, porque no le veía los ojos y tenía la boca llena. Pero le pareció comprender por qué razón le habían puesto el apodo de «Snubby». Tenía la cara colorada, los bigotes y los cabellos claros que ya empezaban a volverse grises, y estaba sentado delante de la mesa en una actitud envarada. Repentinamente volvióse hacia ella y dijo

– Perdóneme si estoy leyendo esta carta. Es de mi mujer. Se halla enferma, guardando cama.

– ¡Oh, lo siento mucho!

– ¡Una cosa horrorosa! ¡Pobrecilla!

Se metió la carta en un bolsillo, se llenó la boca de jamón y miró a Dinny, quien entonces pudo ver que sus ojos eran azules y que las cejas, más oscuras que los cabellos, semejaban unos montoncitos de anzuelos para pescar. Sus ojos parecían decir: «Aún soy joven, aún soy joven». En ese momento Dinny se dio cuenta de que Hallorsen acababa de entrar. Permaneció dubitativo un instante, y luego, al verla, se acercó al sitio que estaba vacío a su lado.

– Señorita Cherrell – dijo, con una inclinación -, ¿puedo sentarme aquí?

– Naturalmente. Si desea usted comer, las viandas están todas allá abajo.

– ¿Quién es ése? – preguntó lord Saxenden, mientras Hallorsen iba hacia el bufete -. Es un americano, sin duda.

– El profesor Hallorsen.

– ¡Oh! ¡Ah! Escribió un libro sobre Bolivia, ¿verdad?

– Sí.

– Buen mozo.

– El «hombre-macho».

Él la miró sorprendido.

– Pruebe este jamón. Creo haber conocido a uno de sus tíos en Harrow, señorita.

– ¿A mi tío Hilary? – dijo Dinny -. Sí, ya me lo dijo.

– Un día aposté con él tres platos de fresas contra dos a ver quién bajaba más aprisa las escaleras del gimnasio.

– ¿Venció usted, lord Saxenden?

– No; y jamás le pagué la deuda a su tío.

– ¿Por qué?

– Se lastimó un tobillo y yo sufrí una luxación en una rodilla. Él llegó cojeando hasta la puerta del gimnasio, pero yo no pude moverme. Ambos tuvimos que guardar cama el resto del semestre, y luego yo me fui -Lord Saxenen emitió una risita -. De modo que aún le debo tres platos de fresas. – Yo creí que en América tomábamos buenos desayunos – dijo Hallorsen -, pero veo que no son nada comparados ron éste.

– ¿Conoce usted a lord Saxenden?

Lord Saxenden – repitió Hallorsen, con una inclinación.

– Encantado. En América no tienen ustedes perdices como las nuestras, ¿verdad?

– Creo que no. Espero ansiosamente poder cazar esos pájaros. Este café es excelente, señorita Cherrell.

– Sí – dijo Dinny -. Tía Em se siente muy orgullosa de su café.

Lord Saxenden asumió su actitud envarada

– Pruebe este jamón. No he leído su libro todavía.

– Permítame usted que le envíe un ejemplar. Me sentiría honradísimo si quisiera usted leerlo.

Lord Saxenden continuó comiendo.

– Sí, debería usted leerlo, lord Saxenden – repuso Dinny -. Yo le enviaré otro que trata del mismo asunto.

Lord Saxenden les miró maravillado.

– Muy amables los dos – dijo -. ¿Es ésa la mermelada de fresa? – y tendió la mano para cogerla.

– Señorita Cherrell – pronunció Hallorsen en voz queda ~, me encantaría que leyese usted mi libro y que señalase los párrafos que le parezcan perjudiciales para la reputación de su hermano. Cuando lo escribí, estaba fuera de quicio.

– Temo no comprender de qué serviría ahora.

– Así podría -hacerlos suprimir en la segunda edición, si usted lo desea.

– Es muy noble por su parte, profesor – repuso Dinny, glacialmente -, pero el daño ya está hecho.

Hallorsen dijo en voz aún más queda

– Me duele terriblemente haberla molestado a usted. Una sensación de ira, de triunfo, de cálculo, de humorismo, que quizá sólo podía resumirse en las palabras: «¿Ah, sí? ¿De veras?», invadió a Dinny de cabeza a pies.

– Es a mi hermano a quien usted ha herido.

– ¡Ah! Pero esto podría arreglarse si nos encontrásemos él y yo.

– ¡Quién sabe! – dijo Dinny, levantándose. También Hallorsen se puso en pie y se inclinó. «Terriblemente educado», pensó la joven.

Pasó toda la mañana leyendo el Diario en un rincón del jardín, tan escondido entre los, setos de tejos, que formaba un refugio perfecto. El sol era cálido y sedante el zumbido de las abejas entre las dalias, las malvas y las margaritas gigantes. En aquel ángulo apartado volvió a sentir nuevamente una profunda repugnancia ante.la idea de dar como pasto al mundo los más íntimos sentimientos de Hubert. El Diario, desde luego, no era plañidero, pero revelaba las heridas espirituales y físicas, con la viveza de un recuerdo únicamente destinado a la lectura de quien lo escribió. De vez en cuando llegaba hasta ella el rumor de los disparos; al cabo de cierto tiempo apoyó los codos sobre el seto de tejos y comenzó a mirar hacia los campos en donde estaban los cazadores.

– Ah, ¿estás ahí? – dijo una voz.

Su tía, con un sombrero de paja tan amplio que le cubría incluso los hombros, estaba abajo con dos jardineros.

– Voy a reunirme contigo, Dinny. Vosotros, Boswell y Johnson, os podéis marchar. Esta tarde examinaremos las verdolagas. – Miró hacia arriba, cubierta por el ladeado y enorme halo de su sombrero. – Es mallorquín -dijo-. ¡Protege estupendamente!

– ¡Boswell y Johnson, tía!

– Ya teníamos a Boswell, pero tu tío no paró hasta encontrar a Johnson. Los hace ir siempre juntos. ¿Tú crees en el doctor Johnson, Dinny?

– Creo que hizo demasiado uso de la palabra «Sir».

– Fleur se me ha llevado las tijeras que uso en el jardín. ¿Qué es eso, Dinny?

– El Diario de Hubert. – ¿Deprimente?

– Sí…

– Le he echado un vistazo al profesor Hallorsen. Necesita que le achiquen un poco.

– Comenzando por su desfachatez, tía Em.

– Espero que matarán unas cuantas liebres – dijo lady Mont -. Es muy agradable tener en casa sopa de liebre. Wilmet y Henrietta Bentworth están de acuerdo en quedarse cada una conforme con su propia opinión.

– ¿A propósito de qué?

– Bueno, no me he molestado en escucharlo, pero creo que sobre el P. M., ¿o bien era sobre las verdolagas? Discuten por cualquier cosa. Hen ha frecuentado siempre la Corte, ¿sabes?

– ¿Es una mujer fatal?

– Es una mujer muy agradable. La quiero, pero charla demasiado. ¿Qué vas a hacer con ese Diario?

– Quiero enseñárselo a Michael y pedirle consejo.

– No sigas sus consejos – repuso lady Mont -. Es un buen muchacho, pero no le hagas caso. Conoce a una cantidad de gente extraña, tales como editores y otros por el estilo.

– Precisamente por eso quiero pedírselo.

– Pídeselo a Fleur: ella tiene cabeza. ¿Tenéis estas dalias en Condaford? ¿Sabes, Dinny?, me parece que Adrián se está volviendo chiflado.

.- ¡Tía Em!

– Siempre está pensando en las musarañas y no creo que tenga un solo punto del cuerpo en donde haya carne suficiente para clavarle la punta de un alfiler. Desde luego no debería decírtelo, pero pienso que tendría que casarse con ella.

– Yo también lo creo así, tía.

– Bueno, pues no quiere hacerlo. -- Quizás es ella quien no quiere.

– Ninguno de los dos. De modo que no sé cómo se puede arreglar eso. Ella ya tiene cuarenta años.

– ¿Cuántos tiene tío Adrián?

– Es el más joven, exceptuando a Lionel. Yo tengo cincuenta y nueve – dijo lady Mont con firmeza -. Yo sé que tengo cincuenta y nueve, y tu padre tiene sesenta. Tu abuela no puso mucho tiempo por medio en aquella época. Nacimos uno tras otro. ¿Qué piensas «tú» sobre eso de tener hijos? Dinny contestó:

– Me parece una cosa buena, si se tienen con moderación. – Fleur va a tener otro en marzo. Es un mal mes…, ¡la muy descuidada! ¿Cuándo piensas casarte, Dinny? -Cuando mis esperanzas juveniles queden cumplidas; antes, no.

– Eso es muy prudente. Pero no debes casarte con un americano.

Dinny se sonrojó, sonrió ligeramente y preguntó – ¿Por qué había de casarme con un americano?

– No se sabe -respondió lady Mont, arrancando una flor marchita -. Depende de lo que nos rodee. Cuando me casé can Lawrence, siempre me estaba rondando.

– Y todavía lo está. Es maravilloso, ¿verdad? – ¡No seas maliciosa!

Lady Mont pareció sumirse en un ensueño, de modo que su sombrero aparentaba ser más grande que nunca.

– Y hablando de matrimonio, tía Em, me gustaría conocer a una muchacha para Hubert. ¡Tiene tanta necesidad de distraerse!

– Tu tío tendría que hacerle distraer con una bailarina – repuso lady Mont.

– A lo mejor el tío Hilary conoce a alguna y se la puede recomendar.

– Eres mala, Dinny. Siempre he creído que lo eras. Pero déjame pensar. Hay una muchacha; no, está casada.

– Quizá ya se habrá divorciado.

– No. Creo que se está divorciando, pero eso requiere mucho tiempo. Es una criatura encantadora.

– Estoy segura. Ponte a pensar otra vez, tía.

– Estas abejas – replicó su tía – pertenecen a Boswell. Son italianas. Lawrence dice que son fascistas.

– Parecen unas abejas muy activas.

– Sí, vuelan mucho y si las molestas te clavan el aguijón. Pero conmigo son buenas.

– Querida, tienes una en el sombrero. ¿He de quitarla?

– ¡Espera! -exclamó lady Mont, echando el sombrero hacia atrás y entreabriendo la boca -. ¡He pensado en una!

– En una, ¿qué?

– Se trata de Jean Tasburgh, la hija de nuestro Rector. Es una familia muy buena. Sin dinero, desde luego.

– ¿Ni siquiera tienen un poco?

Lady Mont meneó la cabeza y su sombrero osciló.

– Ninguna Jean ha tenido jamás dinero. Pero la muchacha es bonita. Parece un leopardo hembra.

– ¿Podría echarle una ojeada, tía? Sé bastante bien lo que no le gusta a Hubert.

– La invitaré a cenar. Comen bastante mal. Una vez nos casamos con un Tasburgh. Creo que fue durante el reinado de algún Jacobo, de modo que es prima nuestra, aunque terriblemente lejana. La familia tiene también un hijo. Sirve en la Marina. Es un verdadero marino, ¿sabes?, y sin bigote. Me parece que ahora está en la Rectoría, conciencia.

– Licencia, tía Em.

– Ya sé que he dicho mal esa palabra. Por favor, quítame la abeja del sombrero.

Con un pañuelo, Dinny quitó del gran sombrero la pequeña abeja y se la puso junto a un oído.

– Me gusta oírlas zumbar – dijo.

– Le invitaré también a él – prosiguió su tía -. Se llama Alan. Es un buen muchacho. – Miró los cabellos de Dinny. -

Color níspero, diría yo. Creo que tiene un buen porvenir, pero no sé cuál es. Durante la guerra le hicieron saltar por los aires. – Espero que bajara entero.

– Sí, y le han recompensado con algo. Dice que ahora en la Marina se respira mal. Todo son ángulos, ¿sabes?, y ruedas olores. Tienes que preguntárselo.

– Y a propósito de la muchacha, tía, ¿qué quieres decir cuando la comparas con un leopardo?

– Bueno, te mira y tú experimentas la sensación de que vas a ver salir de un rincón a sus cachorros. Su madre murió. Ella es quien dirige la casa.

– ¿Y dirigiría también a Hubert?

– No; pero haría correr a quien intentara hacerlo.

– Quizás es lo que nos conviene. ¿Quieres que vaya a la Rectoría a llevarle una tarjeta de invitación?

– Enviaré a Boswell y Johnson. – Lady Mont miró su reloj de pulsera -. No, estarán almorzando. Iremos nosotras, Dinny. No está más que a un cuarto de milla. ¿Es inconveniente mi sombrero?

– Todo lo contrario, querida

– Bien; entonces podemos salir por aquel 'lado.

Se dirigieron hacia el otro extremo del jardín adornado con tejos, bajaron unos peldaños, entraron en una larga avenida tapizada de hierba, pasaron por una cancela de madera y, poco después, llegaron a la Rectoría. Dinny se quedó en el pórtico sombreado por la yedra, detrás del sombrero de su tía. La puerta estaba abierta y una entrada revestida con paneles de madera, semioscura y con olor a pot pourri y a madera vieja, parecía invitarlas a entrar. Desde el interior una voz de mujer llamó

– ¡A-lan!

Una voz masculina contestó

– ¡Hal-lo!

– ¿Te sabe mal comer un almuerzo frío?

– No hay ninguna campanilla – observó lady Mont. -. Es mejor que palmoteemos.

Dieron una palmada, al unísono.

– ¡Qué diablos!

Un hombre joven, en traje de franela gris, apareció en el umbral de la puerta. Tenía un rostro ancho y moreno, cabellos negros y ojos grises, profundos y de mirada firme.

– ¡ Oh! – Dijo -. ¡ Lady Mont! ¡ Eh! ¡ Jean!

Luego, encontrando los ojos de Dinny tras el borde del sombrero, sonrió como lo hacen en la Marina.

– Alan, ¿pueden venir a cenar esta noche usted y Jean? Dinny, éste es Alan Tasburgh. ¿Le gusta mi sombrero?

– Es sorprendente, lady Mont.

Entretanto, se les estaba acercando una muchacha hecha toda de una pieza y aparentemente montada sobre un muelle de acero. Llevaba una falda y una blusa sin mangas, color leonado, y del mismo tono eran sus brazos y sus mejillas. Dinny comprendió lo que su tía había querido decir. El rostro, ancho en los pómulos, terminaba en una barbilla, punta; los ojos, de un gris verdoso, hundidos bajó las pestañas largas y negras, tenían una mirada firme y parecían iluminados interiormente; la nariz era fina; la frente, baja y ancha, y los cabellos, castaño-oscuro, los llevaba cortos.

«¡Quién sabe!», pensó Dinny.

Luego, cuando la muchacha sonrió, un estremecimiento le corrió por todo el cuerpo.

– Esta es Jean – dijo su tía -. Mi sobrina, Dinny Cherrell.

Una mano morena y delgada apretó con fuerza la de Dinny. – ¿Dónde está su padre? – continuó lady Mont.

– Papá ha ido a una conferencia eclesiástica. Yo deseaba que me llevase consigo, pero no ha querido.

– Entonces, sospecho que estará en Londres, frecuentando los teatros.

Dinny vio a la muchacha lanzar una mirada a su tía, decidir que era lady Mont y sonreír. Alan reía.

– ¿Así, vendrán los dos a cenar? A las ocho y cuarto. Dinny, debemos regresar para el almuerzo. ¡Golondrinas ¡- añadió, saliendo del pórtico.

– Tenemos invitados – explicó Dinny al ver que el joven levantaba las cejas con expresión de interrogación -. Quiere decir chaqueta con cola de golondrina, o sea, frac y corbata.

– ¡Oh! ¡Ah! El babero mejor y el camisolín, Jean.

Los hermanos se cogieron del brazo y se quedaron bajo el pórtico. «Muy simpático», pensó Dinny.

– ¿Bien? – dijo su tía cuando estuvieron nuevamente en la avenida alfombrada de hierba.

– Sí, he observado bien a la leopardita. Es muy bonita. Pero habría que tenerla sujeta con una correa.

– ¡Ahí está Boswell y Johnson! – exclamó lady Mont, cómo si se tratara de uno solo – ¡Dios mío! ¡Entonces deben ser ya más dulas dos!

CAPÍTULO IX

Poco después del almuerzo, al que Dinny y su tía llegaron con retraso, Adrián y las cuatro señoras más jóvenes, provistos de las sillas plegables dejadas por los cazadores, bajaban por un sendero hacia el lugar donde se concentraría la cacería principal de la tarde. Adrián caminaba junto a Diana y Cecilia Mushkam; delante de ellos iban Dinny y Fleur. Estas últimas, primas políticas, no se habían visto desde hacía casi un año y, de todos modos, se conocían poco. Dinny examinaba la cabeza que su tía la recomendara. Era redonda y firme, erguida bajo el sombrero. En su opinión, el rostro, gracioso, tenía una expresión algo dura, pero era expresivo. Llevaba un traje de corte excelente y su esbelta figura parecía la de una americana.

Dinny se dijo que de una fuente tan clara sacaría por lo menos un poco de sentido común.

– Oí leer tu testimonio en el Tribunal. Fleur.

– ¡Oh, eso! Era lo que deseaba Hilary, naturalmente. En realidad yo no sé nada sobre esas muchachas. Son impenetrables. Hay personas, desde luego, que saben provocar las confidencias de los demás; yo no, y te aseguro que no me interesa. ¿Encuentras que es más fácil conocer a las campesinas de tus tierras?

– Por aquellos alrededores todos han tenido que ver con mi familia desde hace tanto tiempo, que uno sabe lo que ha de saber casi antes que ellos mismos.

Fleur la escudriñaba atentamente.

– Sí, me atrevo a decir que tú tienes maña, Dinny. Serás una antepasada maravillosa, pero no sé quién podría hacerte el retrato. Es hora de que venga alguien que tenga el estilo de los primitivos italianos. A los prerrafaelistas les faltaba completamente; sus cuadros carecían de musicalidad y alegría. Para pintarte a ti se necesitan ambas cosas.

– Dime – preguntó Dinny algo desconcertada -: ¿Estaba Michael en la Cámara cuando se leyeron las acusaciones contra Hubert?

– Sí, y volvió a casa completamente fuera de tino. – ¡Bien!

– Tenía la intención de hacer someter el asunto a un nuevo debate, pero al día siguiente se levantaban las sesiones. Además, ¿qué importancia tiene la Cámara? Hoy en día es la última cosa a la que la gente presta atención.

– Me temo que mi padre se, la prestó de modo tremendo en lo que se refiere a aquellas acusaciones.

– Sí, tu padre pertenece a la pasada generación. Pero la única actividad del Parlamento que ahora le interesa al público es el Presupuesto del Estado. Y no hay que extrañarse, puesto que todo se basa en el dinero.

– ¿Le dices esas cosas a Michael?

– No es necesario; hoy en día el Parlamento es una máquina para la imposición de impuestos.

– Pero dicta aún algunas leyes, ¿verdad?

– Sí, querida, pero siempre después del suceso. No hace más que consolidar lo que ya ha entrado en la práctica o, cuando menos, en el sentimiento del público. Jamás toma la iniciativa. ¿Cómo podría hacerlo? Esta no es una función de la democracia. Si quieres la prueba, ¡mira el estado del país! Es la última cosa de que se ocupa el Parlamento.

– En tal caso, ¿quién toma la iniciativa?

– ¿De qué lado sopla el viento? Las corrientes comienzan los pasillos. ¡Grandes sitios, los pasillos! ¿Junto a quién quieres quedarte cuando alcancemos a los cazadores?

– Junto a lord Saxenden. Fleur la miró.

– ¿No será por sus beaux yeux, ni tampoco por su beau titre? ¿Por qué, pues?

– Porque quiero hablarle de Hubert y no dispongo de mucho tiempo.

– Ya entiendo. Bueno, quiero hacerte una advertencia, querida. No juzgues a Saxenden por la expresión de su rostro. Es un_ viejo zorro astuto, y tampoco es tan viejo, por otra parte. Y si hay algo que le complace extremadamente es su quid pro quo. ¿Tienes preparado un quid para él? Exigirá el pago al contado.

Dinny hizo una mueca.

– Haré lo que pueda. Tío Lawrence ya me dio unas cuanta- indicaciones.

– Ve con cuidado; se burla de ti – canturreó Fleur. – Bueno, yo me reuniré con Michael. Cuando estoy con él tira mejor. Es una cosa que necesita mucho, el pobrecillo. El Squire y Bart se alegrarán de prescindir de nosotros. Cicely, naturalmente, se irá con Charles. Están todavía en su luna de miel. Queda Diana, para el americano.

– Y espero – dijo Dinny – que le haga fallar los disparos.

– Me parece que no hay nada que logre hacérselos fallar. He olvidado a Adrián. Éste se quedará sentado en su silla plegable, meditando sobre los huesos y sobre Diana. Ya hemos llegado. ¿Ves? Por esta cancela. Allí está Saxenden. Le han dado el rincón caliente. Pasa por detrás de aquella empalizada y alcánzale por la espalda. Michael debe de estar metido en algún rincón, allá abajo: siempre le dan el apostadero peor.

Se separó de Dinny y continuó por el sendero. Pensando que no le había pedido a Fleur lo que tenía intención de pedirle, Dinny pasó por detrás de la empalizada y, cautelosamente, se acercó a lord Saxenden. El Par se movía de matorral en matorral, en el ángulo del campo que le había sido destinado. Cerca de un alto bastón con una hendidura, en la cual habían introducido un cartelito blanco numerado, se hallaba un joven guardabosques sosteniendo dos escopetas. A sus pies estaba tendido un perro de caza con la lengua colgando. Al lado opuesto del sendero, los campos de hierbas y rastrojos subían formando una ladera, y a Dinny – como a cualquier otra persona que tuviera experiencia – le pareció evidente que los pájaros empujados hacia aquel lado, volarían altos y veloces. «A menos que -r pensó – no haya detrás una maleza muy espesan. Se volvió para mirar. No la habla. Se hallaba en un vasto campo de hierba y los arbustos más cercanos distaban unos trescientos metros. «Me pregunto – volvió a meditar – si cuando le mira una mujer dispara mejor o peor. Diríase que no tiene nervios.» Volviéndose de nuevo, se dio cuenta de que él la había visto. – ¿Le molesto, lord Saxenden? Estaré muy quieta.

El Par dio un pequeño tirón a su gorro, que tenía unas puntas especiales delante y detrás.

– Bueno, bueno – dijo -. ¡Ejem!…

– Eso suena como si yo le molestara a usted. ¿Desea que me marche?

– ¡No, no! Quédese. Hoy no he podido tocar ni una pluma. Me traerá usted suerte.

Dinny se sentó en una silla plegable al lado del perro y comenzó a juguetear con las orejas del animal.

– El americano me ha ganado por la mano tres veces seguidas.

– ¡Qué mal gusto!

– Dispara contra los pájaros más imposibles, pero, Dios le confunda, siempre los acierta. Todos los pájaros que yo fallo, él los alcanza en el horizonte. Tiene el estilo de un cazador furtivo. Deja que pasen todos y luego los coge de derecha a izquierda, a una distancia de setenta yardas detrás suyo. Dice que cuando los tiene delante no los ve.

– Curioso – dijo Dinny, con un pequeño impulso de justicia.

– Creo que hoy no ha fallado golpe – añadió lord Saxenden, despechado -. Le he preguntado cómo podía tirar con \tan condenada precisión y me ha contestado: «Bueno, estoy acostumbrado a disparar para llenar el puchero y no puedo permitirme el lujo de errar.»

– Comienza la batida, milord -dijo la voz del joven guardabosque.

El perro empezó a jadear ligeramente. Lord Saxenden cogió una escopeta mientras el guardabosque preparaba la otra.

– Una bandada a la izquierda, milord.

Dinny oyó un crujir precipitado y vio una hilera de ocho pájaros que se dirigían hacia el sendero. ¡Bang-bang…! ¡Qué diablo…!

Dinny observó que los ocho pájaros desaparecían detrás del matorral, en el fondo del campo de hierba.

El perro, jadeando horriblemente, emitió un pequeño gruñido ahogado.

– ¡La luz debe engañar de un modo terrible! -dijo Dinny.

– No es la luz – replicó lord Saxenden -, ¡sino el hígado!

– Tres pájaros en línea recta, milord.

¡Bang!… ¡Bang-bang! Un volátil sufrió una sacudida, se contrajo, dio media vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo a cuatro metros de la joven. Dinny sintió como si algo le agarrase la garganta. Le parecía increíble que una cosa tan viva tuviese que terminar de aquella manera. Había visto muchas veces matar pájaros, pero jamás había experimentado esa sensación. Los otros dos atravesaron el seto del fondo; los vio desaparecer y dejó escapar un ligero suspiro. El perro, trayendo en la boca al volátil muerto, se acercó al guardabosque y éste se lo cogió. Sentado sobre las patas traseras, siempre con la lengua colgando, el perro continuaba mirando el ave. Dinny vio que su lengua goteaba y cerró los ojos.

Lord Saxenden musitó una palabra que ella no logró entender.

El hombre repitió la palabra en voz aun más baja y, abriendo los ojos, Dinny le vio levantar la escopeta.

– ! Un faisán hembra, milord! -dijo el guardabosque en tono de advertencia.

Un faisán hembra pasó a una altura razonable, como sabiendo que su hora todavía no había llegado.

– ¡Diablos! -exclamó lord Saxenden, apoyando la culata de la escopeta contra su rodilla doblada.

– Una bandada a la derecha. ¡-Demasiado distante, milord! Varios disparos retumbaron y, al otro lado del seto, Dinny vio volar solamente dos pájaros, uno de los cuales perdía las plumas.

– Es un pájaro muerto – dijo el guardabosque, haciéndose pantalla con la mano para observar su vuelo -. ¡Agáchate! – ordenó, y el perro volvió a tenderse, mirándole jadeante.

Otros disparos retumbaron a la izquierda.

– ¡Maldita sea! – gruñó lord Saxenden -. Por aquí no pasa nada.

– ¡Una liebre, milord! – advirtió el guardabosque rápidamente -. A lo largo del matorral.

Lord Saxenden se volvió sobre sus talones y levantó la escopeta.

– ¡Oh, no! ~ dijo Dinny -, pero una detonación ahogó su exclamación. La liebre, herida en la parte trasera, se detuvo de golpe, luego avanzó contrayéndose y emitiendo unos gritos lastimeros.

– ¡Anda a buscarla! -dijo el guardabosque

– ¡Diablos! – masculló lord Saxenden -. ¡Mal herida! A través de sus párpados cerrados, Dinny sentía su mirada glacial. Cuando abrió los ojos, la liebre yacía muerta al lado del ave. Parecía increíblemente blanda. Dinny se levantó de repente con la intención de marcharse, pero se sentó de nuevo. Hasta que no hubiese terminado la batida no podía moverse sin correr el riesgo de ponerse al alcance de las escopetas. Volvió a cerrar los ojos mientras los disparos continuaban.

– Eso es todo, milord.

Lord Saxenden estaba entregándole la escopeta al guardabosque y otros tres volátiles yacían al lado de la liebre.

Algo avergonzada por las nuevas sensaciones que había experimentado, Dinny se levantó, cerró la silla plegable y se encaminó hacia la empalizada. Sin cuidarse de las convenciones, la saltó y aguardó a lord Saxenden al otro lado.

– Siento haber herido a esa liebre – dijo él -. Pero he estado viendo manchas durante todo el día. ¿Usted jamás tiene manchas delante de los ojos?

– No. De vez en cuando veo las estrellas. El grito de una liebre es horrible, ¿verdad?

– Estoy de acuerdo con usted. Jamás me ha gustado.

– Un día que estábamos merendando en el campo, vi detrás nuestro una liebre sentada sobre sus patas, como un perro, y a través de las orejas rosadas y transparentes se percibía la luz del sol. Desde aquella vez siempre me han gustado las liebres.

– No son presa para un cazador aficionado – admitió lord Saxenden -. Personalmente las prefiero asadas que no a la cazadora.

Dinny le echó una mirada. Estaba colorado y tenía un aspecto bastante satisfecho.

«Este es el momento oportuno», pensó.

– Lord Saxenden, ¿jamás les ha dicho usted a los americanos que fueron ellos quienes ganaron la guerra?

El la miró glacialmente.

– ¿Por qué hubiese debido hacerlo? – Pero la ganaron, ¿verdad?

– ¿Es el profesor quién lo dice?

– Nunca se lo he oído decir, pero estoy segura de que lo piensa.

Dinny volvió a ver en su rostro la expresión glacial. – ¿Qué sabe usted de él?

– Mi hermano tomó parte, en su expedición.

– ¿Su hermano? ¡Ah! – Y fue como si hubiese dicho «Esta joven quiere algo de mí».

Repentinamente Dinny sintió que estaba caminando sobre una capa muy delgada de hielo.

– Si ha leído el libro del profesor Hallorsen, espero que leerá también el Diario de mi hermano.

– Jamás leo nada – contestó lord Saxenden -. No tengo tiempo. Pero ahora recuerdo. Su hermano mató a un hombre en Bolivia, ¿verdad? Y perdió los transportes.

Tuvo que disparar para salvarse y fue necesario que hiciese fustigar a dos hombres por sus continuas crueldades con las mulas. Luego, todos ellos, salvo tres, desertaron y ahuyentaron a los animales. Era el único hombre blanco en medio de un grupo de mestizos.

De repente, recordando la advertencia de sir Lawrence «i Lánzale la mirada boticeliana, Dinny!», levantó los ojos hacia los suyos, astutos y fríos.

– ¿Podría leerle unos fragmentos de su Diario? – Bueno, si hay tiempo.

– ¿Cuándo?

¿Esta noche? He de irme mañana, después de la cacería.

– Elija usted el momento – dijo ella, audazmente.

– Antes de cenar va a ser imposible. Tengo que escribir algunas cartas urgentes.

– Puedo quedarme levantada toda la noche, si es necesario – repuso, sorprendiéndose mientras le echaba una mirada escudriñadora.

– Veremos – respondió él, bruscamente.

En ese momento fueron alcanzados por los demás. Logrando evitar la última batida de la cacería, Dinny regresó sola a casa. Su sentido del humor la cosquilleaba, pero se sentía algo perpleja. Con mucha astucia, llegó a la conclusión de que el Diario no produciría el efecto deseado, de no convencerse lord Saxenden de que podría sacar de él alguna ventaja personal; y más claramente que nunca vio lo difícil que resultaba pedir algo sin desprenderse de nada.

Una bandada de palomos silvestres se levantó de unas cuantas gavillas que estaban a su derecha, y cruzó volando en dirección al bosque, a orillas del río. La luz extendíase horizontalmente y los rumores del atardecer flotaban en el aire. El sol, que se ponía, proyectaba sus últimos rayos dorados sobre los rastrojos; las hojas, recién brotadas eran una promesa de color y, a lo lejos, la -línea azul del río brillaba entre los árboles que lo bordeaban. En el aire, el olor húmedo y ligeramente acre del otoño incipiente se mezclaba con el del humo de leña que ya se levantaba de las chimeneas de las casas de campo. ¡Una hora maravillosa, un maravilloso-atardecer! ¿Qué párrafos del Diario podía leer? Su mente titubeaba. Veía el rostro de Saxenden mientras decía: «¿Su hermano? Ah!» Veía detrás de aquella risa su carácter duro, rígido, calculador e insensible. Recordaba las palabras de sir Lawrence. «¿Que si los había, querida? ¡ Hombres de valía inapreciable!»

Había leído poco tiempo antes las Memorias de uno que durante todo el período de la guerra pensó en movimientos y números y que, con una sola exclamación de espanto, había renunciado a pensar en los sufrimientos escondidos detrás de aquellos movimientos y de aquellos números; en la voluntad de ganar la guerra parecía haberse impuesto el deber de no pensar jamás en el lado humano de los problemas y, ella estaba segura, no se lo hubiera podido figurar ni de «quererlo» hacer. ¡Hombre de valía! Había oído hablar a Hubert desdeñosamente de aquellos «estrategas de salón» que se habían complacido con la guerra, excitados por él interés de combinar movimientos y números y de saber antes que nadie esto y lo de más allá y por la importancia que, debido a eso, se atribuían. Recordaba un párrafo de otro libro leído recientemente, que trataba de los hombres que dirigían lo que se llama progreso: estaban en los Bancos, en las oficinas de la City, en los despachos gubernamentales; todos ellos combinaban movimientos y números sin preocuparse de la carne y de la sangre, excepto de la suya propia; hombres que, sobre el papel, iniciaban esta o aquella empresa diciéndoles a éstos o a aquéllos

«! Haced lo que se os dice y hacedlo bien, o que el diablo os lleve!» Hombres con sombrero de copa o bien con traje de deporte, que guiaban la máquina de las empresas tropicales, de la extracción de minerales, de los grandes almacenes, de las construcciones, de los ferrocarriles, de las concesiones acá y acullá y en dondequiera que fuese.!Hombres de valía Hombres alegres, bien alimentados, indomables, de ojos glaciales, Siempre comiendo, siempre enterados de todo, despreocupados del coste de las vidas humanas y de los humanos sentimientos. «Sin embargo – pensó – deben tener verdadero valor, pues, de otro modo, ¿cómo podríamos tener goma, o carbón, o perlas, o ferrocarriles, o Cambio y Bolsa; o guerras?». Pensó en Hallorsen. Él, cuando menos, trabajaba y sufría por sus ideas, dirigía sus propias empresas y no se quedaba en su casa enterándose de todo, comiendo jamón, despellejando liebres y mandando los movimientos de los demás.

Entró en las tierras del Manor y se detuvo en el campo de «croquet». Su tía Wilmet y lady Henrietta parecían estar poniéndose de acuerdo en mantener cada una su propia opinión. Apelaron a ella.

– ¿Está bien de este modo, Dinny?

– No. Cuando las pelotas se tocan, se continúa jugando pero, tía, no debes mover la pelota de lady Henrietta cuando le das a la tuya.

– Yo he dicho lo mismo – exclamó lady Henrietta.

– Desde luego, lo has dicho, Hen. Estoy en una posición magnífica. Bueno, mantengo mi opinión y continúo jugando – y tía Wilmet dio un golpe a su pelota enviándola al otro lado del pequeño arco, moviendo al hacerlo varias pulgadas la pelota de su contrincante.

– ¿No es una mujer sin escrúpulos? – musitó lady Henrietta en tono plañidero. Dinny comprendió en seguida la gran ventaja práctica de ponerse de acuerdo para conservar cada cual su propia opinión.

– Te pareces al Duque de Hierro, tía -manifestó salvo que tú no usas la palabra «condenado» tantas veces como él.

– Sí que la usa – manifestó lady Henrietta -. Su lenguaje es espantoso.

– Sigue, Hen – dijo tía Wilmet, halagada. Dinny las dejó y se encaminó hacia la casa. Se vistió y entró en la habitación de Fieur.

La doncella personal de su tía estaba pasando una diminuta maquinilla por el cogote de Fleur, mientras Michael, situado en el umbral del vestidor, sostenía entre los dedos las Puntas de su corbata blanca.

Fleur se volvió.

– Hola, Dinny! Entra y siéntate. Está bien así, Powers. Gracias. Ahora, Michael.

La doncella se fue y Michael avanzó para hacerse anudar la corbata.

– ¡Listo! -,-dijo Fleur y, mirando a Dinny, añadió – ¿Has venido para hablar de Saxenden?

– Sí. Esta noche tengo que leerle unos párrafos del Diario de Hubert. La cuestión es la siguiente: ¿cuáles son los puntos adecuados a mi juventud e…

– ¿Inocencia, no, Dinny? Jamás serás inocente, ¿verdad, Michael?- emitió una risita en son de mofa.

– Jamás inocente, pero siempre virtuosa. De niña, Dinny, eras el más corrompido de los angelitos. Siempre tenías aspecto de preguntarte por qué te faltaban las alas. Era como un vivo deseo oculto.

– Probablemente me preguntaba por qué me las habían arrancado.

– Hubieras tenido que llevar pantaloncitos largos y cazar mariposas, como las dos niñas de Gainsborough, en la Natio nal Gallery.

– Basta con esas amenidades – dijo Fleur -. Ha tocado ya la campana de la cena. Podéis ocupar mi salita y, si das un golpe, Michael entrará con un zapato, como si hubiera ratones.

– Espléndido – exclamó Dinny -. Pero creo que se portará como un cordero.

– Nunca se sabe – repuso Michael -. Se parece más a un chivo.

– Esta es la habitación – indicó Fleur, mientras salían -. Cabinet particulier. ¡Buena suerte!…

CAPÍTULO X

Sentada entre Hallorsen y el joven Tasburgh, Dinny veía oblicuamente a su tía y a lord Saxenden, al extremo de la mesa, y a Jean Tasburgh cerca del ángulo, a su derecha. Era un magnífico leopardo. La piel leonada, las facciones irregulares, los ojos maravillosos de la joven, la fascinaban. Parecían fascinar también a lord Saxenden, cuyo rostro estaba más colorado y más genial de cuanto Dinny hubiera visto hasta entonces. Sus atenciones para con Jean, efectivamente, obligaban a lady Mont a contentarse con la conversación deshilvanada de Wilfred Bentworth. Porque el Squire, a pesar de ser un personaje mucho más distinguido, demasiado distinguido para aceptar el título de Par, estaba, de acuerdo con las leyes de la precedencia, sentado a su izquierda. A su lado, Fleur acaparaba la atención de Hallorsen, de modo que Dinny se hallaba expuesta al bombardeo del joven Tasburgh. Este hablaba con soltura y franqueza, como un hombre aún no encallecido por el trato con mujeres, y manifestaba lo que Dinny definía como «una admiración transparente». No obstante, quedó sumida por lo menos dos veces en lo que él describió como un «medio ensueño», con el rostro inmóvil y ligeramente ladeado mirando a la hermana del joven.

– ¡Ah! – dijo él -. ¿Qué piensa usted de ella? – Que es fascinadora.

– Aunque se lo diga, no cambiará en lo más mínimo. Es la muchacha más positiva de la tierra. Parece sentirse bastante atraída por su vecino. ¿Quién es?

– Lord Saxenden.

– ¡Oh! ¿Y quién es el John Bull de la esquina de nuestro lado?

– Wilfred Bentworth. Todos le llaman el «Squire». – ¿Y el que habla con la mujer de Michael?

– El profesor Hallorsen. – Buen mozo.

– Eso dicen – contestó Dinny, secamente. – ¿No lo cree usted así?

– Un hombre no debería ser tan guapo. – Me alegro de oírselo decir.

– ¿Por qué?

– Porque así, también los feos podrán tener alguna ocasión.

– ¡Oh! ¿Usted las busca a menudo?

– ¿Sabe?, estoy terriblemente contento de haberla encontrado finalmente a usted.

– ¿Finalmente? ¡Pero si jamás había oído hablar de mí hasta esta mañana!

– No. Pero eso no impide que sea usted mi ideal.

– ¡Dios me ampare! ¿Es éste el modo de proceder que tienen en la Marina?

– Sí. La primera cosa que nos enseñan es a tomar rápidamente nuestras decisiones.

– Señor Tasburgh… – Alan.

– Comienzo a comprender eso de «en cada puerto un amor».

– Yo -repuso Tasburgh con seriedad – no tengo ni uno. Usted es la primera mujer que he deseado.

– ¡Uh! o quizá será mejor decir ¡cucú!

– ¡Es un hecho! Compréndame, la Marina es muy activa. Cuando vemos lo que queremos, hemos de cogerlo en seguida. ¡Se nos presentan tan pocas oportunidades!

Dinny río.

– ¿Cuántos años tiene usted? – Veintiocho.

– ¿Entonces no estuvo en Zeebrugge?

– Estuve

– Entiendo. Por lo visto, lanzarse al asalto se ha vuelto para usted una costumbre.

– Aun a riesgo de hacerlo saltar todo por los aires. Lo miró con una expresión de afabilidad.

– Ahora tengo que hablar con mi enemigo. – ¿Enemigo? ¿Puedo ayudarla en algo?

– Si no logro lo que deseo, su muerte no sería ninguna ventaja.

– Lo siento. Me parece un hombre peligroso.

– Atienda a la señora Charles; le espera – murmuró Dinny. Y se volvió hacia Hallorsen.

– Señorita Cherrell… – dijo éste con deferencia, como si ella acabase de caer de la luna.

– He oído decir que ha disparado usted de un modo asombroso.

– ¡Bueno! No estoy acostumbrado a esperar que los pájaros le rueguen al cazador que tire, como lo hacen aquí. A lo mejor, con el tiempo, llegaré a habituarme, pero por el momento lo considero una experiencia completamente nueva.

– ¿Le ha parecido hermoso el jardín?

– Desde luego – exclamó -. Estar en la misma casa que usted es un privilegio que aprecio profundamente, señorita Cherrell.

«¡Cañones a mi derecha, cañones a mi izquierda!» – reflexionó Dinny.

– ¿Ha estado usted pensando -preguntó repentinamente,- qué podrá hacer con respecto al asunto de mi hermano

Hallorsen bajó la voz.

– Siento una gran admiración hacia usted, señorita Cherrell, y haré lo que usted me diga. Si lo desea, enviaré una carta a los periódicos retirando las observaciones hechas en mi libro.

– ¿Y qué quiere a cambio de eso, profesor Hallorsen? – Bueno… nada más que su benevolencia.

– Mi hermano me ha entregado su Diario para que lo haga publicar.

– Si eso puede servirle de consuelo… hágalo.

– Me pregunto si ustedes dos intentaron alguna vez comprenderse.

– Creo que no.

– Sin embargo, eran sólo cuatro hombres blancos, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle qué había en mi hermano que le irritaba a usted?

– De decírselo, me guardaría usted rencor. – ¡Oh, no! «Puedo» ser imparcial.

– Bien, ante todo encontré que ya había decidido demasiadas cosas y que no quería cambiar de parecer. Estábamos en un país que ninguno de nosotros conocía, entre mestizos y gente casi incivilizada, pero el capitán Cherrell pretendía que se hicieran las cosas como las habrían hecho aquí, en Inglaterra. Quería que se establecieran unos reglamentos y que éstos fueran observados. Y estoy seguro que, de habérselo permitido, se hubiese cambiado de traje para cenar.

– Creo que debe usted recordar – lo interrumpió Dinny -, que los ingleses hemos encontrado ventajas por doquier gracias a nuestra norma de observar las formalidades. Alcanzamos nuestros fines en cualquier parte, por salvaje que sea, porque siempre nos mantenemos ingleses. Leyendo el Diario, se me antoja que mi hermano fracasó por no ser lo suficientemente estúpido.

– Desde luego, no es el típico John Bull – dijo él, indicando con un signo de la cabeza el extremo de la mesa-, como lord Saxenden y el señor Bentworth. Quizá, de ser así, le hubiese comprendido mejor. No; es muy sensible y está sometido a una disciplina de hierro. Sus emociones lo roen interiormente. Se parece a un caballo de carreras enganchado a un coche de punto. Me figuro, señorita Cherrell, que la suya es una familia muy antigua.

– Aún no ha llegado a la senectud.

Vio que su mirada se posaba sobre su tío Adrián, pasando luego a su tía Wilmet y de ésta a lady Mont.

– Me gustaría discutir sobre las viejas familias con su tío, el conservador.

– ¿Qué más le parecía desagradable en, mi hermano?

– Bueno, me daba la sensación de que yo era un hombre muy tosco.

Dinny frunció el entrecejo.

– Estábamos en un país infernal, si usted me permite la expresión – continu6 Hallorsen -, un país de materia bruta. En realidad, yo mismo era materia bruta. Tenía que encontrarme con otra materia bruta y vencerla; y esto era lo que él no quería ser.

– Quizá no podía. ¿No cree usted que el verdadero mal estriba en que usted es americano y él inglés? Confiese, profesor, que los ingleses no le gustamos.

Hallorsen rió

– «Usted» me gusta terriblemente. – Gracias, pero cada regla…

El rostro de Hallorsen se endureció.

– Bien – dijo -, no me agrada que alguien se atribuya tina superioridad en la que no creo.

– Pero, ¿acaso tenemos el monopolio de eso? ¿Y los franceses?

– De ser un orangután, señorita Cherrell, me importaría un bledo que un chimpancé se creyese superior a mí.

– Creo entender que usted alude a que hay excesiva distancia. Pero, perdone, profesor, ¿y ustedes? ¿No son el pueblo predestinado? ¿No lo dicen así a menudo? ¿Y acaso se cambiarían con cualquier otro pueblo?

– Decididamente, no

– ¿Y no es eso atribuirse una superioridad en la que «nosotros» no creemos?

Hallorsen volvió a reír.

– Me ha puesto usted en una situación embarazosa; pera no hemos tocado el nudo de la cuestión. En cada hombre existe un «snob». Nosotros somos un pueblo nuevo; no poseemos sus raíces ni sus antigüedades; no tenemos la costumbre de darnos por supuestos; somos demasiado múltiples y varios en suma, aún nos hemos de formar. Pero, aun así, tenemos muchas cosas que podrían despertar la envidia de ustedes, aparte de nuestros dólares y de nuestros cuartos de baño.

– ¿Qué podríamos envidiarles? Me gustaría mucho ver claro en esta cuestión.

– Señorita Cherrell, nosotros sabemos que poseemos cualidades y energías, fe y circunstancias favorables que, en realidad, tendrían que envidiamos y, cuando no lo hacen, juzgamos inútil adoptar una actitud de superioridad y arrogancia. $s como si un hombre de sesenta años mirara de arriba abajo a un joven de treinta; no hay error más condenado que éste. Y perdone la expresión.

Dinny lo miraba, silenciosa e impresionada.

Ustedes, los ingleses, nos irritan – continuó Hallorsen – porque han perdido el afán investigador y, si lo conservan todavía, la verdad es que tienen un modo muy elegante de ocultarlo. Supongo que existen muchas cosas con las que les irritamos. Pero nosotros les irritamos la epidermis, mientras que ustedes nos irritan los centros nerviosos. Eso es todo, señorita Cherrell.

– He comprendido – dijo Dinny -. Esto es sumamente interesante y me atrevería a decir que verdadero. Mi tía se está levantando, así que tendré que alejar mi epidermis y dejar que sus centros nerviosos se calmen. – Se levantó y, volviendo la cabeza, le dirigió una sonrisa.

El joven Tasburgh estaba cerca de la puerta y ella le sonrió también a él, murmurándole

– Vaya a charlar con mi amigo-enemigo. Vale la pena.

Al llegar a la salita buscó a la «leoparda», pero en su conversación ambas se sintieron obligadas a esconder la mutua admiración que ninguna de las dos deseaba demostrar. Jean Tasburgh tenía sólo veintiún años, pero a Dinny le daba la sensación de que era mayor que ella. Su conocimiento de las cosas y de las personas parecía preciso y decidido, quizá profundo; su opinión sobre todos los temas de que hablaban estaba ya formada. «En un momento de crisis -pensó Dinny -, o encontrándose entre la espada y la pared, sería una mujer maravillosa, conservaría la fe en su propio partido, pero dictaría la ley en cualquier ambiente en que se hallara.» Pero al lado de esa dura eficiencia, Dinny percibía claramente un hechizo extraño, casi felino, con el que, de quererlo, hubiese hecho perder la cabeza a cualquier hombre. ¡Hubert sucumbiría en seguida ante ella!

Llegada a esta conclusión, dudó si debía deseárselo.

Esta era la mujer que hacía falta para proporcionarle a su hermano la rápida distracción que necesitaba. Pero ¿era él lo bastante fuerte y vivo para hacerle frente? ¿Y si se enamoraba de ella, y ella no quería saber nada de él? O, suponiendo que ella se enamorara de él, ¿lo querría todo para sí? Luego había la cuestión dinero. ¿De qué vivirían si Hubert no recibía ningún cargo o si tenía que presentar su dimisión? Sin el sueldo no tendría más que trescientas libras al año y la muchacha probablemente no poseía-nada. Era una situación terrible. Si Hubert podía seguir en la carrera militar, no necesitaría distracciones. Si continuaba suspendido, necesitaba distracciones, pero 'no podía ofrecérselas. Sin embargo, ¿no era ésta, precisamente, la muchacha que, en cierto modo, haría la carrera del hombre con quien se casara?

Entre tanto, hablaban de cuadros italianos.

– A propósito – dijo Jean repentinamente -, lord Saxeden me ha dicho que quería usted que él le hiciese un favor.- ¡Oh!

–  ¿De qué se trata? Dígamelo usted. Quizá pueda intervenir yo.

Dinny sonrió. – ¿Cómo? Jean la miró, con los párpados entornados. – Será muy fácil. ¿Qué desea usted de él?

– Quiero que mi hermano pueda volver a su regimiento o, mejor dicho, que le den algún cargo. Está en apuros a causa de la expedición que hizo a Bolivia con el profesor Hallorsen.

– ¿Se refiere al americano? ¿Ha sido por eso que le ha hecho invitar?

Dinny se daba cuenta de que pronto se sentiría como desnuda.

– Si quiere que sea franca, sí. – Es un hombre bien parecido. – Eso mismo ha dicho su hermano.

– Alan es la persona más generosa del mundo. Se ha enamorado de usted.

– Sí, ya me lo ha dicho.

– Es un muchacho ingenuo. Pero dejemos eso. ¿Quiere realmente que hable con lord Saxenden?

– ¿Por qué quiere tomarse esa molestia?

– Me gusta meterme en todo. Déme libertad de acción y yo le procuraré ese nombramiento.

– Sé de fuente segura – dijo Dinny – que lord Saxenden es duro de pelar.

Jean se-estiró.

– ¿Se parece a usted su hermano Hubert?

– En absoluto. Es moreno y tiene los ojos negros.

– Ya sabrá usted que hace mucho tiempo nuestras familias emparentaron gracias a un matrimonio. ¿Le interesan a usted las teorías de la herencia? Yo me dedico a la cría de airedales y no creo más que en la teoría de la diferenciación entre el macho y la hembra. La prepotencia puede transmitirse a través del macho o de la hembra a cualquier punto del «pedigree».

– Puede ser, pero, aparte el barniz amarillo, mi padre y mi hermano se parecen extraordinariamente al más antiguo retrato de antepasado varón que poseemos.

– Bueno, nosotros tenemos a una tal Fitzherbert, que en 1547 se casó con un Tasburgh y, excepción hecha de la lechuguilla, es mi vivo retrato. Incluso tiene mis manos.

La muchacha tendió ante Dinny dos manos largas y morenas, crispándolas ligeramente.

– Un signo característico – continuó – puede volver a aparecer después que varias generaciones han parecido perderlo. Es sumamente interesante. Me gustaría ver si su hermano es tan distinto de usted.

Dinny sonrió

– Le escribiré para que venga a buscarme con el coche. Es posible que no le encuentre usted digno de sus lisonjas. En ese momento entraron los hombres.

– Todos tienen aspecto de decir: «Deseo sentarme al lado de una. Mujer.» ¿Y por qué razón? Los hombres son cómicos después de las comidas – murmuró Dinny.

La voz de sir Lawrence rompió el silencio

– Saxenden, ¿ quiere usted unirse al Squire para hacer un bridge»?

Ante estas palabras, tía Wilmet y lady Henrietta se levantaron automáticamente del sofá en que estaban tranquilamente sentadas manteniendo cada una su propia opinión, y se acercaron al punto en donde continuarían la cuestión por todo el resto de la velada. Lord Saxenden y el Squire las siguieron de cerca.

Jean Tasburgh hizo una mueca.

– ¿No le parece ver al «bridge» pegarse a la gente como un hongo?

– ¿Otra mesa? – propuso sir Lawrence -. ¿Adrián? No. ¿Profesor?

– Creo que no, sir Lawrence.

– Fleur, ¿por qué no jugamos tú y yo contra Em y Char les? Vamos. Terminaremos pronto.

– Pero no puede verle pegarse a tío Lawrence – murmuró Dinny -. ¡Oh! ¡Profesor! ¿Conoce usted a la señorita Tasburgh?

Hallorsen se inclinó.

– Hace una noche maravillosa – observó el joven Tasburgh, dirigiéndose a Dinny -. ¿No podríamos salir fuera? – Michael – dijo Jean, levantándose -. Salgamos.

La definición de la noche era exacta. El follaje de las encinas y de los olivos se enlazaba inmóvil en el aire obscuro; las estrellas brillaban como diamantes y no había escarcha; las flores sólo tenían colores si se las miraba de cerca; oíase algún ligero rumor solitario: el grito de un mochuelo, procedente de algún lugar cercano al río, y el zumbido de un escarabajo volador. El aire era tibio y la casa iluminada asomaba vagamente entre los cipreses de copas recortadas. Dinny y el marino caminaban delante.

– Esta es una de las noches en las que se ve algo de la obra de Dios. Mi padre es un hombre bueno como el pan, pero sus funciones son tales que bastan para matar cualquier creencia. ¿Tiene usted alguna fe?

– ¿En Dios? ---preguntó Dinny -. Sí, pero sin saber por qué.

– ¿No encuentra usted que es imposible pensar en Dios, sin estar al descubierto y a solas?

– También en la iglesia he sentido emoción alguna vez. -y Yo creo que es necesario algo más que emoción. En mi opinión, se necesita comprender la infinita creación que se cumple en la paz infinita. El movimiento perpetuo y ,1g perpetua tranquilidad a un mismo tiempo. Ese americano me parece un buen muchacho.

¿Han hablado del cariño entre primos?

– He guardado esta conversación para usted. Tuvimos un mismo tatara-tatara-tatarabuelo bajo el reinado de Ana. En casa tenemos su retrato. Es un hombre terrible, cubierto con una peluca. Pero el hecho es que usted y yo somos primos. Por lo tanto, el amor sigue de cerca.

– ¿De veras? La sangre es una espada de doble filo. Pone en lid las diferencias.

– ¿Piensa usted en los americanos?

– Dinny asintió.

– De todos modos- dijo el marino -, no tengo la menor duda de que, encontrándome en una pelea, preferiría tener conmigo a un americano que no a cualquier otro extranjero. Y puedo decir que en la Armada todos pensamos lo mismo.

– ¿No será porque hablamos el mismo idioma?

– No. Es por las características y los puntos de vista que tenemos en común.

– Pero eso puede decirse tan sólo de los americanos de origen británico, ¿no es así?

– Siempre son esos americanos los que cuentan, sobre todo si con ellos se hallan comprendidos los otros de origen holandés y escandinavo, como es el caso de Hallorsen. También nosotros tenemos mucha de esta sangre.

.-. En tal caso, ¿por qué no incluir también a los americanos de origen alemán?

Podría hacerse hasta cierto punto. Pero considere la forma de la cabeza alemana. En fin de cuentas, los, alemanes son europeos centrales u orientales.

– Tendría usted que hablar con mi tío Adrián. – ¿Es ese alto, con perilla? Su cara me agrada.

– Es simpatiquísimo – dijo Dinny -. Hemos perdido a los' demás y comienzo a notar la escarcha.

– Un momento, por favor. Cuando le he hablado durante la cena lo he hecho perfectamente en serio. Usted, «es» mi ideal, y espero que me permitirá usted lograrlo.

Dinny hizo una reverencia.

– Joven sir, usted me halaga. Pero – continuó sonrojándose ligeramente -, quisiera indicarle que ejerce usted una noble profesión…

– ¿Jamás habla usted en serio?

– Rara vez, particularmente si me encuentro bajo la escarcha.

El le cogió la mano.

– Bien, algún día lo hará usted, y yo seré la causa de ello. Aflojando ligeramente la presión de la mano, Dinny retiró la suya y continuó caminando.

– Hermosa primita – dijo Tasburgh -, pensaré en usted día y noche. No hace falta que se moleste en contestar.

Y abrió la puerta vidriera.

Cicely Mushkham estaba sentada al piano y Michael se hallaba detrás de ella.

Dinny se le acercó.

– Michael, voy a ir a la salita de Fleur. ¿Podrías indicársela a lord Saxenden? Si a las doce no hubiera venido, me iré a acostar. He de escoger los párrafos que quiero leer.

– Está bien, Dinny. ¡Buena suerte!

Dinny fue a buscar el Diario, abrió la ventana de la salita y se sentó para hacer su selección. Eran las diez y media; ningún ruido venía a molestarla. Escogió seis trozos bastante largos, que parecían poner en evidencia la imposibilidad de la misión que le fue confiada a su hermano. Luego encendió un cigarrillo y apoyó la cabeza contra el alféizar de la ventana. La noche no era menos maravillosa que antes, pero sus sensaciones eran' más profundas. ¿El movimiento perpetuo en el perpetuo silencio? Si Dios se identificaba con esto, era de poca ayuda inmediata a los mortales, pero, ¿por qué había de serlo? Cuando la liebre herida por Saxenden emitió aquellos chillidos, ¿Dios la había escuchado? Y de ser así, ¿no habría sentido un escalofrío? Cuando Tasburgh le estrechó la mano en el jardín, ¿lo había visto y se había sonreído? Cuando Hubert yacía presa de la fiebre, escuchando el grito del somormujo, ¿había IR1 enviado un ángel para proporcionarle quinina? Cuando, dentro de billones de años, aquella estrella que brillaba allá arriba se apagase, ¿se lo anotaría en el puño de la camisa? Los millones de millones de hojas y de briznas de hierba que formaban la substancia de la obscuridad allá abajo, y los millones de millones de estrellas que le permitían ver en aquella obscuridad, todo era el resultado de un perpetuo movimiento en una quietud sin fin, todo era parte de Dios. Y ella misma, y el humo de su cigarrillo; el jazmín que estaba debajo de la ventana y cuyo olor era invisible, y el trabajo de su cerebro al decidir que no era amarillo; y el perro que ladraba tan lejos que el ruido era como un hilo por el que podía asirse la trama del silencio; todo, todo estaba dotado con el remoto, infinito, invasor, incomprensible designio de Dios.

Se estremeció y retiró la cabeza. Tomó asiento en un sillón y, con el Diario sobre las rodillas, echó una mirada a la habitación.

El buen gusto de Fleur la había suavizado. Los colores de la alfombra eran delicados, y la luz dulcemente difuminada por las pantallas caía sobre su traje verdemar y sobre sus manos posadas encima del Diario. El largo día la había fatigado. Se recostó y miró con somnolencia el friso de cupidos de terracota con los que una anterior lady Mont hiciera adornar la habitación. Extrañas criaturitas regordetas, atadas a distancias regulares con cadenas de rosas. A ella se le antojaban condenadas al eterno examen del dorso del compañero que tenían delante. La caza de las rosadas horas, de las rosadas…

Sus párpados se cerraron y la boca se le entreabrió: se había dormido. Y la luz discreta, al acariciar su rostro, sus cabellos y su cuello revelaba su abandono en el sueño, su impúdica delicadeza, semejante a la de las italianas, tan inglesas en apariencia, pintadas por Botticelli; jugueteaba alrededor de los labios, por los que vagaba una sonrisa; y las pestañas, algo más obscuras que los cabellos, palpitaban dulcemente sobre las mejillas, que parecían tener una especie de transparencia; bajo el efecto de los ensueños, su nariz temblaba y se fruncía, como si estuviera burlándose de su propia forma. Parecía que una ligera distorsión sería suficiente para separar del blanco tallo del cuello aquel rostro levantado hacia lo alto.

Irguió la cabeza, sobresaltada. El que había sido «Snubby Bantham» estaba en el centro de la habitación, contemplándola con una mirada azul, dura e inmóvil.

– ¡Lo siento! – dijo -. ¡Lo siento! Estaba usted sumida en un agradable sueñecito.

– Soñaba con las tartas de Navidad – contestó Dinny -. Ha sido usted realmente amable viniendo aquí a estas horas de la noche.

– Son las once. Supongo que no me entretendrá usted mucho rato. ¿Le molesta si enciendo la pipa?

Se sentó en el sofá, frente a ella, y comenzó a llenar la pipa. Mostraba el aire de alguien que tiene prisa y desea reservarse sus opiniones. En ese momento Dinny comprendía mejor que nunca el proceso de los asuntos políticos.

«Naturalmente -pensó -, da su "quo" y no: ve su "quid". ¡Este es el resultado de Jean!» No hubiera confesado si sentía hacia la «leoparda» gratitud o bien una especie de celos por haber distraído de ella el interés de lord Saxenden. A pesar de todo, su corazón latía violentamente; con voz rápida y decidida comenzó a leer. Leyó por entero tres de los trozos escogidos y solamente entonces lo miró. Excepto los labios, su rostro podía parecer de madera policromada. Sus ojos la miraban ora con expresión curiosa, ora con ligera hostilidad, como si estuviese pensando: «Esta joven intenta conmoverme. Es muy tarde.»

Sintiendo aumentar su repugnancia por la tarea que se había impuesto, Dinny continuó apresuradamente. El cuarto trozo lo consideraba el más penoso, y cuando llegó al final la voz le temblaba.

– Esto es algo exagerado – dijo lord Saxenden -. Usted ya sabe que las mulas no tienen sentimientos. Son extraordinariamente brutas.

El temperamento de Dinny se sublevó: no lo volvería a mirar. Continuó leyendo. Durante la lectura de aquel torturado relato, al escuchar el sonido de su propia voz acabó por olvidarse de sí misma. Terminó sin aliento, temblando por el esfuerzo efectuado al dominar la voz. 1ord Saxenden tenía la barbilla apoyada en una mano. Dormía.

Se levantó mirándole como poco antes él la había mirado. Por un momento estuvo a punto de apartarle de un tirón la mano que le sostenía la barbilla, pero su sentido del humor la salvó. Mirándolo de un modo parecido al que Venus mira a Marte en el cuadro de Botticelli, cogió un pedazo de papel del escritorio de Fleur y escribió: «Estoy muy apenada por haberle agotado. Buenas noches.» Con infinitas precauciones, se lo depositó sobre la rodilla. Enrollando el Diario, se dirigió de puntillas hacia la puerta, la abrió y se volvió para mirar lord Saxenden emitía ligeros ruidos que pronto se convertirían en ronquidos. «Uno apela a sus sentimientos y él se duerme -pensó -. Así es exactamente cómo debió ganar la guerra.» Al volverse se encontró cara a cara con el profesor Hallorsen.

CAPÍTULO XI

Cuando Dinny vio que la mirada de Hallorsen se fijaba sobre el Par dormido, ahogó un suspiro. ¿Qué pensaría de ella al verla zafarse a medianoche de una salita en donde dormía un hombre? Los ojos de Hallorsen, que ahora miraban los suyos, estaban extremadamente graves. Y temiendo que dijese: «¡Perdone!» y que despertase al durmiente, se llevó un dedo a los labios y murmuró: «¡No despierte al niño!», y se escabulló por el pasillo.

Cuando estuvo en su.habitación rió de buena gana; luego pasó revista a sus sensaciones. Dada la reputación que gozan los aristócratas en los países democráticos, probablemente Hallorsen pensaría lo peor. Pero ella le hacía entera justicia. Cualquiera que fuese lo que pensara de ella, se lo guardaría para sí: -Fuera lo que fuese él mismo, era un buen perrazo. Se lo imaginaba a la mañana siguiente, durante el desayuno, diciéndole ron seriedad: «Señorita Cherrell, me alegro al ver que tiene usted tan buen aspecto.» Y, entristecida por su manera de tratar los asuntos de Hubert, se metió en cama. Durmió mal, se despertó pálida y cansada, y desayunó en su cuarto.

En las reuniones que se celebran en las casas de campo, un día se parece mucho al otro. Los hombres llevan el mismo modelo de corbata multicolor, toman los mismos desayunos, consultan el mismo barómetro, fuman las mismas pipas y matan los mismos pájaros. Los perros agitan las mismas colas, se esconden en los mismos lugares, emiten los mismos gruñidos de animales agonizantes y dan caza a los mismos pichones en 1os mismos prados. Las señoras consumen el mismo desayuno, ponen las mismas sales en la misma bañera, vagan por el mismo jardín; al hablar de los mismos amigos, dicen con el mismo asomo de malignidad. «Les aprecio mucho, naturalmente»; admiran los mismos adornos de rocas con la misma pasión por las portulacas, juegan los mismos partidos de croquet o de tenis con los mismos chillidos, escriben las mismas cartas para contradecir los mismos chismorreos, parangonan las mismas antigüedades, difieren sobre los mismos puntos y concuerdan con la misma diferencia de opiniones. Las doncellas tienen el mismo modo de desaparecer, salvo que eso no lo hacen en los mismos determinados momentos. Y la casa tiene el mismo olor a tabaco, a pot-pourri, a flores, libros y cojines.

Dinny le escribió a su hermano una carta en la que no le hablaba ni de Hallorsen, ni de Saxenden, ni de los Tasburgh; pero se refería con estilo vivaz a su tía Em, a Boswell y Johnson, a tío Adrián y a lady Henrietta. Finalmente le rogaba que viniese a buscarla con el coche. Por la tarde, los Tasburgh vinieron a jugar a tenis, y ella no vio ni a lord Saxenden ni al americano hasta que la cacería terminó. Pero el que había sido «Snubby Bantham» le lanzó una mirada tan larga y tan extraña desde el ángulo en donde estaba tomando su taza de té, que ella comprendió que no la había perdonado. Fingió no darse cuenta, pero interiormente se sintió desfallecer y le pareció que hasta aquel momento no le había causado a Hubert más que perjuicios. «Le diré a Jean que no lo suelte», pensó, y salió para buscar a la «leoparda». Mientras caminaba se encontró con Hallorsen y, decidiendo rápidamente recuperar el terreno perdido, dijo

– De haber llegado usted anoche un poco más temprano, profesor Hallorsen, me hubiese oído leer a lord Saxenden unos trozos del Diario de mi hermano. Quizá le hubiera hecho más bien a usted que a él.

El rostro de Hallorsen se aclaró.

En realidad -dijo -, hasta este momento no he cesado de preguntarme qué soporífero le había suministrado usted a ese pobre lord.

– Le preparaba para el libro de usted. Le enviará un ejemplar, ¿verdad?

– Creo que no, señorita Cherrell. Su salud no me interesa tanto. Por mí puede quedarse despierto toda la noche. No sabría qué hacer con un hombre que se duerme mientras la escucha a usted. ¿Qué hace en la vida ese lord?

– ¿Qué hace? Bueno, es lo que ustedes llaman un Gran Bombo. No sé exactamente dónde toca su bombo, pero papá dice que é5 un hombre que cuenta mucho. Espero, profesor, que también hoy le haya usted ganado por la mano, horque cuanto más le gane usted por la mano, mayores posibilidades tendrá mi hermano de recobrar la posición que perdió participando en su expedición.

– ¿De veras? ¿Son los sentimientos personales los que deciden aquí estas cosas?

– ¿No sucede lo mismo en su país?

– ¡Bueno… sí! Pero yo creía que el viejo mundo seguía demasiado las tradiciones y que no hacía esas cosas.

– Naturalmente, nosotros no confesamos la influencia de los sentimientos personales.

Hallorsen sonrió.

– Pero, ¿no es maravilloso? Todo el mundo es igual. Se divertiría usted en América, señorita Cherrell. Me encantaría tener la ocasión de enseñársela algún día.

Hablaba como si América fuese un objeto antiguo, guardado en su maleta. Y ella no sabía cómo interpretar una frase que podía no tener significado alguno o bien tenerlo demasiado grande. Por la expresión de su rostro comprendió que su propósito había sido darle a la frase este segundo significado, y descubriendo los dientes en una sonrisa, contestó

Gracias, pero aún es usted mi enemigo.

Hallorsen le tendió una mano, pero ella había retrocedido. – Señorita Cherrell, haré cuanto pueda para destruir la mala impresión que se ha formado usted de mí. Soy su muy humilde servidor, y algún día espero tener la ventura de ser algo más para usted.

Aparecía terriblemente alto, hermoso y robusto, y ella experimentó una especie de resentimiento.

– No hay que tomar las cosas demasiado en serio, profesor. Eso no causa más que molestias. Ahora excúseme usted, pero he de reunirme con la señorita Tasburgh.

Y se marchó rápidamente. ¡Ridículo! ¡Conmovedor! ¡Lisonjero! ¡Odioso! Hiciera lo que hiciese, siempre se encontraría obstaculizada y metida en algún embrollo. Después de todo, lo mejor era confiar en la suerte.

Jean Tasburgh, que en ese momento acababa de jugar un partido de tenis contra Cicely Muskham, se estaba quitando la redecilla que le sujetaba los cabellos.

– Ven a tomar el té -dijo Dinny -. Lord Saxenden está languideciendo por ti.

Pero cuando estaba a la puerta de la sala de té, sir Lawrence la llamó aparte y diciéndole que aún no había disfrutado de su compañía, la invitó a mirar las miniaturas que tenía en el despacho.

– Esta es mi colección de tipos nacionales característicos, Dinny. Como puedes ver, no hay más que mujeres: francesas, alemanas, italianas, holandesas, americanas, españolas, rusas. Me gustaría infinitamente tener una miniatura tuya, Dinny. ¿.Quisieras posar para un joven pintor?

– ¿Yo? – Tú.

– Pero, ¿por qué?

– Porque – contestó sir Lawrence, escudriñándola a través de su monóculo- en ti está la explicación del enigma representado por la lady inglesa y yo hago colección de las diferencias esenciales entre las diversas culturas nacionales.

– Eso parece muy interesante.

– Mira ésta. Aquí tienes a la cultura francesa «in excelsis: inteligencia rápida, espíritu, decisión, perseverancia, estetismo intelectual, pero no emotivo; nada de humor, sentimientos únicamente convencionales, tendencia al dominio – fíjate en los ojos -, sentido de las conveniencias, ninguna originalidad, visión mental muy clara, pero muy limitada-; nada de fantasía en ella y, por último, sangre rápida, pero disciplinada. Toda de una pieza, con contornos muy nítidos. Aquí .tienes a una americana de tipo raro; variedad culta en el máximo grado. Obsérvese sobre todo el aspecto semejante al de alguien que tenga en la boca un invisible bocado de freno. En sus ojos hay una batería de la que se servirá, pero sólo correctamente. Se mantendrá bien conservada hasta el fin de sus días. Buen gusto, mucho conocimiento, pero poco estudio: ¡Mira esa alemana! Menos disciplina en las, emociones, menos sentido de las conveniencias que las otras dos, pero tiene conciencia, es trabajadora y posee mucho sentido del deber, poco gusto y alga de humor bastante pesado. Si no se cuida engordará. Mucho sentimiento y también mucho sentido común. Más abierta, bajo todos los aspectos. Quizá no es un ejemplar demasiado bueno. No logro encontrar otro: Esta es la perla de mis italianas… Es interesante. Muy estilizada, con algo vital detrás suyo. Tiene una máscara muy bien moldeada y la lleva con gracia. Conoce su propia opinión, quizá demasiado bien. Sigue por su camino cuando puede y, cuando no puede, por el de los demás. Poética solamente en las cosas sensuales. Sentimientos fuertes y caseros. Ojos abiertos al peligro. Tiene mucho valor, pero lo pierde fácilmente. Buen gusto, sujeto a malas interpretaciones. Aquí no existe el amor hacia la naturaleza. Energía intelectual, pero no activa o investigadora. Y ahora – concluyó sir Lawrence, volviéndose repentinamente hacia Dinny -, vendrá la perla inglesa. ¿Quieres saber algo de ella?

– ¡Socorro!

– Oh, te haré un retrato de lo más impersonal. Aquí tenemos un conocimiento de nosotros mismos muy desarrollado y tan dominado, que en definitiva se vuelve un desconocimiento. Para esta lady, el «Yo» es un intruso imperdonable. Podemos observar un sentido del humor, no carente de ingenio, que previene y, en cierto modo, esteriliza a todo el resto. Quedamos impresionados por lo que podría llamarse un aspecto de utilidad, no tanto doméstica cuanto pública y social, que no se da en nuestros demás tipos. Descubrimos una especie de transparencia, como si estuviera penetrada de aire y de rocío. Vemos que le falta precisión; precisión en el saber, en la acción, en el pensamiento y en el juicio. Pero, en cambio, tiene mucha decisión. La sensualidad no está muy desarrollada; las emociones estéticas son excitadas más fácilmente por los objetos naturales que por los artificiales. No tiene la habilidad de la alemana, la claridad de la francesa, el dualismo o el color de la italiana, la elegancia disciplinada de la americana, pero tiene algo especial, querida. En lo que a ti se refiere, eso es lo que me hace estar ansioso por tenerte en mi colección de mujeres cultas.

– ¡Pero yo no soy culta, tío Lawrence!

– Uso esa palabra infernal a falta de otra mejor y con ella no quiero indicar la sabiduría. Aludo al sello dejado por la sangre más la educación, aunque ambas cosas están estrechamente enlazadas. Si esa mujer francesa hubiese tenido tu educación, no por eso tendría tu tipo, Dinny; ni tú, con su educación, tendrías el suyo. Mira ahora a esta rusa de la anteguerra; más fluida y más fluente que todas las demás. La encontré en el Caledonian Market. Esta mujer habrá querido llegar al fondo de todas las cosas y jamás se habrá querido detener por mucho tiempo. Apuesto a que habrá recorrido la vida a grandes pasos y que, de estar viva, todavía corre; y le habrá costado mucho menos de lo que te costaría a ti. Su rostro da la sensación de que ha experimentado muchas más emociones y que está mucho menos agotada que las otras. Aquí está mi española, quizá la más interesante de todas. Esta es la mujer que ha sido educada lejos de los hombres, aun cuando sospecho que la especie se está volviendo rara. Aquí hay dulzura, un ápice claustral, poca energía, no mucha curiosidad, mucho orgullo, poca vanidad; sus afectos podrían ser destructores, ¿no te parece? Y resultaría difícil conversar con ella. Bueno, Dinny, ¿quieres posar para mi joven?

– Desde luego, si lo deseas realmente.

– Sí, lo deseo. Es mi mayor pasión. Ya lo arreglaré. El pintor podrá llegarse a Condaford. Ahora he de irme, por que debo despedirme de «Snubby». ¿Ya le has hecho tus proposiciones?

– Anoche le leí unos fragmentos del Diario de Hubert y le dejé dormido. Le inspira una intensa antipatía. No me atrevo a pedirle nada. ¿Es realmente «un gran bombo», tío Lawrence?

Este asintió, misteriosamente.

– «Snubby» – dijo – es el ideal del hombre de Estado. Efectivamente, carece de órganos sensoriales y sus sentimientos siempre se refieren a «Snubby». Uno no puede desprenderse de un hombre así: se engancha en una parte u otra. Como la goma arábiga. Pues bien, el Estado necesita tales hombres. Si todos tuviéramos la piel delicada, ¿quién podría sentarse en el sillón de los poderosos? Es duro, Dinny, y está lleno de clavos de hierro. ¿De modo que has perdido el tiempo?

– Creo haber puesto una segunda cuerda a mi arco.

– Excelente. También Hallorsen se tiene que marchar. Me agrada ese hombre. Muy americano, pero de madera sólida. La dejó, y no queriendo volver a encontrar ni la goma arábiga ni la madera sólida, Dinny subió a su habitación.

A la mañana siguiente, Fleur y Michael utilizaron su coche para llevarse a Londres a Diana y a Adrián. Los Mushkam se habían marchado en tren. El Squire y lady Henrietta atravesaron en automóvil la campiña, dirigiéndose hacia su residencia en Northamptonshire. Quedaron sólo tía Wilmet y Dinny, pero los Tasburgh vendrían a almorzar, trayendo consigo a su padre.

– Es amable, Dinny – dijo lady Mont -. Vieja escuela, modales distinguidos, pronunciación universitaria de Oxford. Lástima que no tengan dinero. Jean es de una belleza impresionante, ¿no crees?

– Me asusta un poco, tía Em. ¡Conoce sus propias ideas de un modo tan completo!

– Concertar matrimonios – replicó su tía – es bastante divertido. ¡Quién sabe lo que me dirán Con y tu madre! No Podré dormir por las noches.

– Antes agarra bien a Hubert, tía.

– Siempre lo he querido, tal vez porque tiene el rostro -de la familia… Tú no, Dinny. No sé de dónde has sacado ese color de tez… ¡Y es tan apuesto cuando monta! ¿Dónde le hacen los pantalones?

– No creo que se haya encargado unos nuevos desde la guerra, tiíta.

– He observado que usa el chaleco muy largó. ¡Esos chalecos cortos y rectos achatan tanto! Le haré salir con Jean a que admiren los musgos de las rocas. Para que dos personas simpaticen no hay como las portulacas. ¡Ah, ahí está Boswell y Jonson! Tengo que hablarle.

Hubert llegó poco después del mediodía y, casi en seguida, dijo

– Dinny, he cambiado de idea. No publicaré el Diario. Mostrar mis propias llagas es algo que me repugna demasiado. Dándole las gracias al cielo por no haber dado todavía ningún paso, ella contestó con dulzura

– Perfectamente, querido.

– Lo he pensado bien. Si no me dan una ocupación aquí, podría incorporarme a un regimiento del Sudán y, si no, creo que también faltan hombres para la Policía India. Me alegraré mucho de volver a marcharme del país. ¿Quién hay aquí?

– Únicamente tío Lawrence, tía Em y tía Wilmet. El rector y su familia vendrán a almorzar. Los Tasburgh son unos primos lejanos.

– ¡Oh! -exclamó Hubert, sobriamente.

Ella observó la llegada de los Tasburgh casi con malicia. Hubert y el joven Tasburgh descubrieron inmediatamente que ambos habían prestado servicio en Mesopotamia y en el Golfo de Persia. Hablaban de eso cuando Hubert se dio cuenta de la presencia de Jean. Dinny vio que le dirigía una larga mirada investigadora y desinteresada, como un hombre que estuviera mirando a una nueva especie de pájaro; le vio apartar la vista, charlar y reír y luego contemplarla de nuevo.

La voz de su tía dijo – Hubert está flaco.

El rector tendió las manos abiertas, como para llamar la atención sobre su actual corpulencia elegante.

– Mi querida lady, yo a su edad estaba aún mucho más flaco.

– Yo también era delgada como tú, Dinny – dijo lady Mont.

– ¡Nuestra propiedad ha aumentado de valor, ja, ja! Fíjese en jean. Ahora es esbelta, pero dentro de cuarenta años…, aunque quizá los jóvenes de hoy día no engordarán. Hacen todo lo posible para adelgazar, ja, ja

Durante el almuerzo el rector estuvo sentado frente a sir Lawrence, con las dos señoras mayores a ambos lados. Alan estaba frente a Hubert y Dinny frente a Jean.

– Gracias sean dadas al Señor por los alimentos que vamos a comer.

– Es muy extraña esa acción de gracias – murmuró el joven Tasburgh al oído de Dinny -. Bendición sobre el asesinato, ¿verdad?

– Tendremos liebre – contestó Dinny -. Yo vi cómo la mataban. Lloraba.

– Cuando como liebre me hace el efecto de estar comiendo perro.

Dinny lo miró con agradecimiento.

– ¿Quiere usted venir con su hermana a visitarnos en Condaford?

– ¡Déme usted una oportunidad! – ¿Cuándo volverá a embarcarse? – Tengo un mes de permiso.

– Supongo que será usted amante de su profesión, ¿no es así?

– Sí – respondió sencillamente -. La tenemos en la sangre. Siempre ha habido un marino en la familia.

– Y en la nuestra siempre ha habido un soldado.

– Su hermano es pasmosamente ardiente. Estoy muy contento de haberle conocido.

– No, Blore -1e dijo Dinny al criado- Perdiz fría, por favor. También el señor Tasburgh comerá algo frío.

– ¿Buey, cordero o perdiz, señor? -Perdiz, gracias.

Una vez vi una liebre que se lavaba las orejas – dijo

Dinny.

– Cuando la veo a usted así -repuso el joven Tasbourgh – yo, sencillamente…

– Así, ¿cómo?

– Como semejando no estar aquí, ya me comprende. – Gracias.

– Dinny – preguntó sir Lawrence -. ¿Quién dijo que el mundo es una ostra? Yo digo que es una almeja. ¿Qué opinión tienes tú?

– No he visto nunca ninguna almeja, tío Lawrence.

– Eres afortunada. Esa parodia del respetable molusco bivalvo es la única prueba tangible del idealismo americano. Lo han colocado sobre un pedestal e incluso llegan a comerlo. Cuando los americanos renuncien a las almejas eso significará que se habrán vuelto realistas y pertenecerán a la Liga de Naciones. Y nosotros ya estaremos muertos.

Pero Dinny estaba estudiando el rostro de Hubert. La mirada pensativa había desaparecido; ahora sus ojos parecían estar pegados a los profundos y fascinadores ojos de Jean. Emitió un suspiro.

– Completamente cierto – añadió sir Lawrence -. Será una pena no poder vivir para ver a los americanos abandonar a las almejas y unirse a la Liga de Naciones. Porque, después de todo – continuó, guiñando el ojo derecho – ha sido fundada por un americano y quizás es la única cosa sensata de nuestros tiempos. Queda, no obstante, el movimiento de antipatía creado por otro americano, llamado Monroe, que murió en 1831; las personas como «Snubby» jamás pueden hablar de ello sin mofarse.

A scof, f, a sneer, a kich or two,

With few, but with how splendid jeers… [4]

¿Conoces estos versos de Elroy Flecker?

– S f – contestó Dinny, sobresaltándose -. Están en el Diario de Hubert. Se los leí a lord Saxenden y fue justamente en ese momento cuando se quedó dormido.

– Desde luego. Pero no te olvides, Dinny, que «Snubby» es un hombre extraordinariamente hábil y que conoce perfectamente su mundo. Quizás es un mundo en el que no te quisieras encontrar ni muerta, pero es también el mundo en el que diez millones de jóvenes, más o menos, hallaron recientemente la muerte. No sé – concluyó sir Lawrence, pensativo – cuándo comí tan bien en mi casa como durante estos últimos días. A tu tía debe pasarle algo.

Cuando luego estaba organizando un partido de «croquet» entre ella y Alan Tasburgh contra el padre de él y tía Wilmet, Dinny observó la partida de Jean y de Hubert hacia los montículos rocosos. Se extendían desde el jardín nivelado hasta un antiguo vergel, detrás del cual se levantaban las laderas cubiertas de hierba.

«No se pararán a mirar las portulacas», pensó. Efectivamente, ya habían jugado dos partidos cuando los vio regresar por otra dirección, sumidos en la conversación. "Ésta – dijo para sí, golpeando con toda su fuerza la pelota del rector – es la cosa más rápida que he visto en mi vida.» – ¡Dios me ampare! – murmuró el pastor, vencido.

Y tía Wilmet, erguida como un granadero, gritó muy fuerte

– ¡Maldita sea, Dinny, eres imposible!…

Más tarde, sentada al lado de su hermano en el coche descapotable, permaneció silenciosa, resignándose, por decirlo así, a ocupar un segundo término. A pesar de que hubiese sucedido cuanto esperaba, se sentía deprimida. Había ocupado el primer lugar en el pensamiento de Hubert hasta ese momento. Mirando la sonrisa que vagaba por sus labios, necesitaba de toda su filosofía.

– Bien, ¿qué te han parecido nuestros primos?

– El es un buen muchacho. He tenido la impresión de que está enamorado de ti.

– ¡ Oh! ¿De veras? ¿Cuándo te gustaría que viniera a visitarnos?

– Cualquier momento. – ¿La semana próxima? – Sí.

Viendo que él no quería ser más explícito, se sumergió en la contemplación de la belleza de la luz del día que moría lentamente. La altiplanicie Wantage y la carretera de Faringdon eran un encanto bajo los rayos del sol poniente; Whittenham Clumps parecía oponerse a la subida, como una barrera. Virando hacia la derecha llegaron al puente y, cuando estuvieron en el centro, ella le tocó un brazo.

En ese trecho, abajo, fue donde vimos los lámprides. ¿Te acuerdas, Hubert?

Se detuvieron y miraron el río tranquilo, desierto y casi hecho ex profeso para los peces brillantes. La luz crepuscular que se filtraba a través de los sauces iluminaba acá y acullá la ribera meridional. Parecía el río más plácido del mundo, el más sometido al humor de los hombres; su corriente fluía límpida e igual entre los campos luminosos y entre los árboles simétricos, de ramas inclinadas hacia el suelo, poseyendo como una suave intensidad de vida, una fisonomía propia, llena de gracia y de esquivez.

– Hace tres mil años – dijo Hubert repentinamente -, este viejo río era como los que he visto en los países salvajes un curso de agua informe en medio de la selva intrincada.

Puso el coche en marcha. Ahora tenían el sol a su espalda, y era como si se zambulleran en algo que se hubiera pintado para ellos. Y así iba corriendo, mientras por el cielo se difundía el carmesí del ocaso del sol, y los campos, desnudos después de la cosecha, comenzaban a oscurecerse y la soledad parecía intensificarse bajo el vuelo vespertino de los pájaros.

A la puerta de Condaford Grange, Dinny se apeó del coche canturreando: «Ella era una pastorcita, ¡oh!, tan bonita», y miró el rostro de su hermano. Pero éste se hallaba atareado con el automóvil y no pareció darse cuenta de la relación que eso pudiera tener con él.

CAPITULO XII

El carácter de un joven inglés de la variedad «taciturno» es difícil de entender. La variedad «locuaz» es, desde luego, más fácilmente comprensible. Sus modales y sus costumbres chocan a la vista, pero poco cuentan en la vida nacional. Vociferador, criticón, ingenioso, conociendo y dando a conocer tan sólo a los de su propia variedad, forma como una iridiscencia que resplandece sobre la superficie del pantano ocultando el fango que está debajo. De un modo constante y brillante expresa muy pocas cosas, mientras los que pasan la vida en la aplicación de una energía disciplinada permanecen invisibles, pero no por esto son menos sólidos, puesto que los sentimientos continuamente exhibidos dejan de ser sentimientos, y los sentimientos jamás exhibidos se profundizan en el silencio. Hubert no tenía el aspecto sólido, ni era torpe; le faltaban, quizás, esos recursos que son normales en la línea de conducta del silencioso. Disciplinado, sensible y nada tonto, era capaz de formarse tranquilamente un juicio sobre las personas o sobre los sucesos, que hubiera sorprendido al locuaz; pero jamás lo expresaba, salvo a sí mismo. Hasta poco antes, efectivamente, le habían faltado tiempo y oportunidad; pero, viéndole en una sala de fumar, en una comida o en uno cualquiera de esos lugares donde brillan las personas de fácil conversación, se hubiera comprendido que ni el tiempo ni las ocasiones le harían volverse más ruidoso. Dado que había ido a la guerra muy joven como oficial de carrera, le faltaron las influencias de la universidad y de la vida mundana de Londres, que tanto contribuyen a la expansividad de un hombre. Ocho años en Mesopotamia, en Egipto y en la India, un año dé enfermedad y, finalmente, la expedición de Hallorsen, le habían dado un aspecto remoto, enjuto, casi amargo. Tenía el temperamento de los que, cuando están ociosos, se consumen el corazón. Con su perro, su escopeta, o bien montando, encontraba la vida soportable, pera sólo esto. Careciendo de esos recursos accidentales, languidecía. Tres días después de haber regresado a Condaford salió a la terraza. Donde estaba Dinny, con un número del Times en la mano.

– ¡Mira esto! Dinny leyó

«Sir: Espero tendrá usted a bien excusarme por esta intrusión en sus columnas. Ha llegado a mi conocimiento el hecho de que determinados párrafos de mi libro Bolivia y sus secretos, editado el pasado mes de julio, han molestado gravemente a mi colaborador, el capitán Hubert Charwell, D. S. O., que estaba encargado de los transportes de la expedición. Volviendo a leer esos párrafos, he quedado convencido de que, irritado a causa del fracaso parcial de la expedición y debido al estado de agotamiento_ en que regresé de aquella aventura, critiqué de un modo injusto la conducta del capitán Charwell; por lo tanto, mientras aguardo la publicación de la segunda edición revisada, que no tardará mucho en aparecer, deseo abroTechar la ocasión piara rectificar públicamente en su importante periódico la acusación contenida en las palabras que escribí. Es mi deber y mi agrado el presentar al capitán Charueü y al Ejército británico, del que es miembro, mis más sinceras excusas y mi sentimiento por cualquier dolor que haya podido Causarle.

Me considero su humilde servidor,

Profesor Edward Hallorsen. Piedmont Hotel. Londres.»

– ¡Muy noble! – exclamó Dinny, temblando ligeramente. – ¡Hallorsen en Londres! ¿Qué diablos pretenderá con esta salida tan repentina?

Dinny comenzó a arrancar unas hojas mustias de un agapanthus. En ese momento se le revelaba el peligro de entrometerse en los asuntos de los demás.

– Parece como si estuviera arrepentido, querido. -¡Arrepentirse ese individuo! ¡No es propio de él! Detrás de todo esto hay algo.

– Sí, estoy yo. -¡Tú!

Dinny temblaba tras su sonrisa.

– Conocí a Hallorsen en Londres, en casa de Diana. También estuvo en Lippinghall. De manera que yo… ejem… le ataqué.

El rostro cetrino de Hubert se puso colorado. -¿Tú le pediste… tú le rogaste…?

. -¡Oh, no! -Entonces, ¿qué?

– Creo que se prendó de mí. Es extraño, pero no pude impedirlo, Hubert.- ¿Ha hecho esto para caerte en gracia?

– Te expresas como hombre y como hermano. – ¡Dinny!

También ella se sonrojó. A pesar de que sonreía, estaba enojada..

– Yo no le alenté. Se prendó de mí de un modo irrazonable, no obstante las abundantes duchas de agua fría que le eché encima. Pero si te interesa mi opinión, Hubert, he de decirte que tiene muchas buenas cualidades.

– Es natural que pienses así, Dinny – repuso Hubert con frialdad.

Su rostro habíase vuelto a poner cetrino; incluso estaba ceniciento.

Dinny le cogió el brazo impulsivamente.

– ¡No seas tonto! Si por una razón u otra se ha decidido a presentar públicamente sus excusas, aunque estén tan mal expuestas, ¿no hay que considerarlo como una ventaja?

– No, cuando en ello está mezclada mi propia hermana. Me hace el efecto de ser como un… como un… – se llevó las manos a la cabeza -. Todos pueden golpearme y yo no puedo moverme.

Dinny había recobrado su sangre fría.

– No debes temer que yo te comprometa. Esta carta nos trae buenas noticias: derrumba todo el edificio de la acusación. Frente a estas excusas, ¿quién puede decir nada?

Pero Hubert, dejándole el periódico, volvió a entrar en casa.

Dinny no poseía lo que vulgarmente se llama un «pequeño orgullo». Su sentido del humor le impedía atribuir demasiado valor a sus propias acciones. Se daba cuenta de que hubiese tenido que prevenir esta contingencia, a pesar de que no veía de qué manera.

El resentimiento de Hubert era harto natural. De haber sido dictadas por el convencimiento, las excusas de Hallorsen le hubieran calmado, pero, puesto que provenían del deseo de resultar agradable a su hermana, eran únicamente más dolorosas; bien se veía que detestaba la simpatía que el profesor alimentaba hacia ella. Sin embargo, la carta existía, admitiendo clara y directamente haber hecho una crítica injustificada, lo cual cambiaba toda la situación. Inmediatamente comenzó a tomar en consideración las ventajas que podría reportar. ¿Se la enviaría a lord Saxenden? Habiendo llegado tan lejos en el asunto, decidió hacerlo, y entró en casa para redactar una nota.

«Condaford Grange, 21 de septiembre. Apreciado lord Saxenden:

Me tomo la libertad de enviarle el adjunto recorte del «Times» de hoy, porque siento que, en cierto modo, me excusa de mi desfachatez de la otra noche. No hubiera debido molestarle a usted, al final de un largo día, con aquellos fragmentos del Diario de mi hermano. Fue imperdonable y no me extraña que buscara usted un refugio. Pero dicho recorte le demostrará que mi hermano sufrió una injusticia. Espero querrá usted perdonarme.

Sinceramente suya,

Elisabeth Cherrel.»

Introdujo el recorte en el sobre, buscó el nombre de lord Saxenden en el anuario y dirigió la carta a su domicilio particular de Londres, añadiendo a las señas la palabra Partitular.

Algo más tarde, al buscar a Hubert, le dijeron que se había ido a Londres en el coche.

Hubert corría a toda velocidad. La explicación de Dinny e propósito de la carta le había perturbado profundamente. Cubrió las cincuenta millas en menos de dos horas y llegó a Piediñont Hotel a la una en punto. Desde que se separara de Hallorsen, seis meses antes, no se habían visto ni comunicado. Le envió su tarjeta de visita y aguardó en el vestíbulo, sin saber con precisión lo que quería decirle. Cuando la alta figura del americano apareció detrás del botones, una fría inmovilidad se apoderó de todos sus miembros.

– Capitán Cherrell – dijo Hallorsen, tendiéndole una mano.

El horror que Hubert sentía por las «escenas» era más fuerte que él y, por lo tanto, le cogió la mano. Pero no la apretó.

– He sabido por el Times que se hallaba usted aquí. ¿Hay un sitio adecuado donde podamos hablar unos minutos? Hallorsen se dirigió hacia una mesita apartada.

– Traiga dos combinados -1e encargó a un camarero. – Para mí no, gracias. Pero, ¿puedo fumar?

– Espero que ésta sea la pipa de la paz, capitán.

– No lo sé. Unas excusas que no están dictadas por el convencimiento, para mí son menos que nada.

– ¿Quién le ha dicho a usted que no están dictadas por el convencimiento?

– Mi hermana.

– Su hermana, capitán Cherrell, es una señorita muy poco común y encantadora. Quisiera no tener que contradecirla. – ¿No le sabe mal si hablo francamente?

– ¡Desde luego que no!

– Entonces, preferiría no haber recibido por parte suya excusa ninguna, que deberla al sentimiento que haya podido inspirarle a usted alguien de mi familia.

– Bien -dijo Hallorsen después de un silencio -, pero no puedo escribir otra carta al Times y decir que me he equivocado al presentarle esas excusas. Me figuro que no la publicarían. Estaba fuera de quicio cuando escribí el libro. Ya se lo dije a su hermana y ahora se lo digo a usted. Había perdido todo sentimiento generoso y he tenido que arrepentirme de ello.

– No quiero generosidad, sino justicia. ¿Dejé o no dejé de cumplir con mi deber?

– Bueno, no cabe duda de que al no lograr usted sujetar a un puñado de hombres me hizo perder toda posibilidad de éxito.

– Lo admite. ¿No logré hacerlo por culpa mía o bien por culpa de usted, porque me había confiado una tarea imposible?

Durante un minuto los dos hombres se miraron a los ojos, sin cambiar palabra. Luego Hallorsen volvió a tenderle la mano. – Dejémoslo correr – repuso -. Fue culpa mía.

Hubert tendió impetuosamente la mano, pero se detuvo a medio camino.

– Un momento. ¿Dice usted eso por complacer a mi hermana?

– No, sir; lo digo porque lo pienso. Hubert le apretó la mano.

– Perfectamente – dijo Hallorsen -. No íbamos de acuerdo, capitán Cherrell; pero después de haber sido huésped en una de las antiguas mansiones de su familia, creo haber comprendido el porqué. Yo esperaba de usted lo que, según parece, un inglés de su clase social jamás querrá dar, es decir, la franca expresión de sus sentimientos. Me figuro que usted es de los hombres que han de ser interpretados, y esto era precisamente lo que yo no sabía hacer; por lo tanto, ambos quedamos sumidos en la obscuridad el uno con respecto al otro. Y así es como se producen los roces.

– Yo no sé por qué razones, pero lo cierto es que los roces se produjeron.

– Pues bien, me gustaría poder volver a vivir el pasado. Hubert se estremeció.

_-¡A mí no!

– Y ahora, capitán, ¿quiere usted almorzar conmigo y decirme en qué puedo servirle? Haré todo cuanto usted desee para reparar mi error.

Por un momento Hubert no habló. 5u rostro estaba inmóvil, pero sus manos temblaban un poco.

– Está bien – dijo -. Es poca cosa. Y se encaminaron hacia el grill-room.

CAPÍTULO XIII

Si existe una cosa más cierta que otra -lo que es extremadamente dudoso – es que nada que esté relacionado con un Departamento Público seguirá el curso que el individuo particular espera.

Una mujer de más experiencia y menos ingenuamente confiada que Dinny hubiera dejado tranquilo al perro entregado al sueño. Pero ella aún no tenía la suficiente experiencia para saber que el efecto que suelen producir las cartas enviadas a personas de altos cargos es, por lo general, opuesto al que espera quien las mandó. El hecho de haber excitado su amor propio – lo que debe evitarse en el caso de un político – hizo que lord Saxenden dejara de ocuparse de la cuestión. ¿Había supuesto aquella joven, aunque fuera por un solo instante, que él no se había dado cuenta de que el americano estaba picoteando en su mano como un pajarito domesticado? De hecho, en conformidad con la ironía latente en los asuntos humanos, la renuncia a la acusación, por parte de Hallorsen, había provocado en las autoridades una actitud más suspicaz y severa. Y Hubert, dos días antes de que finalizase su año de permiso, recibió el aviso de que éste quedaba prorrogado indefinidamente y que debía permanecer a medio sueldo, puesto que estaba pendiente una indagación sobre la cuestión promovida en la Cá mara de los Comunes por el comandante Montley. Un jurisconsulto militar envió a los periódicos una carta, en contestación a la de Hallorsen, en la que preguntaba si debía suponer que la muerte del mestizo y la pena de azotes mencionadas en su libro no habían ocurrido efectivamente. En tal caso, ¿qué explicación podía presentar ese caballero americano acerca de una discrepancia tan sorprendente? Esta carta a su vez provocó, por parte de Hallorsen, la respuesta de que los sucesos eran los que en su libro expusiera, pero que él había sacado deducciones erróneas y que las acciones del capitán Cherrell estaban plenamente justificadas.

Cuando recibió la notificación de que su permiso quedaba prorrogado, Hubert se personó en el Ministerio de la Guerra. No obtuvo ninguna noticia favorable. Por el contrario, recibió una comunicación extraoficial, por parte de una persona conocida suya, de que las autoridades bolivianas estaban a punto de «meter las narices» en el asunto. Esta noticia produjo en Condaford poco menos que una absoluta consternación. De todos modos, ninguno de los cuatro jóvenes, puesto que los Tasburgh aún estaban allí y Clara se hallaba en Escocia, apreció la cosa en su justo valor, porque ninguno de ellos tenía idea de los extremos a que puede llegar la autoridad judicial cuando se pone en movimiento para cumplir con su deber. Pero para el general tuvo un significado tan siniestro, que inmediatamente partió hacia Londres y se alojó en su club.

Aquel día, mientras Jean Tasburgh enyesaba un taco en la sala de billar, preguntó calmosamente

– ¿Qué significan esas noticias de Bolivia,- Hubert?

– Pueden significar cualquier cosa. Usted sabe que maté a un boliviano.

– Pero antes él intentó matarle a usted. – Es cierto.

La joven apoyó el taco en la mesa. Sus manos morenas, delgadas y fuertes se agarraron a la banda. Luego, repentinamente, se acercó a Hubert y le posó una mano sobre un brazo.

– Bésame – dijo -. Dentro de poco te perteneceré. – ¡Jean!

– No, Hubert; nada de caballerosidad u otras tonterías semejantes. No quiero que soportes solo todos estos percances. Yo los compartiré contigo. Bésame.

El beso fue largo y les calmó a ambos. Luego él dijo – Jean, es absolutamente imposible hasta que todo se haya solucionado.

– Naturalmente. Se solucionará, pero yo quiero ayudarte a resolverlo. Casémonos pronto, Hubert. Papá puede cederme un centenar de libras al año. ¿De cuánto puedes disponer tú?

– Yo tengo trescientas libras al año, además de medio sueldo, que pueden retirarme en cualquier momento.

– Lo que significa cuatrocientas libras al año seguras. Otras personas se han casado con mucho menos y esto es solamente por el momento. Desde luego, nos podemos casar. ¿Dónde?

Hubert se quedó sin aliento.

– Cuando estalló la guerra – añadió Jean =- la gente se casaba en seguida. No esperaban, porque al hombre le podían matar. Bésame otra vez.

Hubert se quedó más aturdido que nunca, con los brazos de la joven alrededor de su cuello. Así los encontró Dinny. Sin mover los brazos, Jean anunció

– Vamos a casamos, Dinny. ¿Dónde crees que sería mejor?

Dinny se quedó boquiabierta.

– No creía que le harías la propuesta tan pronto, Jean.

– Me he visto obligada. Hubert está saturado de caballerosidad anticuada. ¿Por qué no nos hacemos conceder un permiso especial?

Apoyándole las manos en los hombros, Hubert la mantuvo alejada de sí.

– ¿Hablas en serio, Jean?

– Naturalmente. Con un permiso especial nadie necesita saber nada hasta que todo está hecho.

– Bien – dijo Dinny tranquilamente -. Creo que tienes razón. Cuando algo ha de suceder, es mejor que suceda en seguida. Me figuro que tío Hilary estará dispuesto a casaron. Hubert dejó caer los brazos.

– Estáis chifladas las dos – opinó.

– ¡Qué amable! -exclamó Jean -. Los hombres son absurdos. Quieren una cosa y cuando se la ofrecen se ponen a hacer, remilgos como unas viejecitas. ¿Quién es tío Hilary?

– El vicario de St. Agustine's-in-the-Meada. Puede decirse que carece del sentido de las conveniencias. -¡Espléndido! Irás a verle mañana, Hubert, y te alojarás en tu club. Nosotras iremos más tarde. ¿Dónde podremos alojarnos, Dinny?

– Creo que Diana nos ofrecerá su casa.

– Eso lo arregla todo. Tendremos que pasar por Lippinghall, porque he de coger alguna ropa y ver a papá. Puedo cortarle el pelo mientras hablo con él; no habrá dificultad alguna. También Alan puede venir con nosotros; necesitaremos un testigo. Dinny, habla tú con Hubert.

Se marchó y, al quedarse a solas con su hermano, Dinny dijo:

– Es una muchacha maravillosa, Hubert, y dista mucho de estar chiflada de veras. Es una mujer que quita el aliento, pero está llena de sentido común. Siempre ha sido pobre, de modo que, en este aspecto, no habrá para ella ninguna diferencia.

– No se trata de eso. Es la sensación de algo que está suspendido sobre mi cabeza y que lo estará también sobre la suya

– Lo estaría de un modo mucho más terrible si no os casarais. Yo lo haría. Papá no pondrá inconvenientes. Jean le agrada, y preferirá que te cases con una joven, bien educada e inteligente que no con cualquier saco de dinero.

– No me parece honrada… tanta precipitación – musitó Hubert.

– Es romántica; además, la gente no tendrá ocasión para discutir si debíais hacerlo o no. Cuando les presentéis el hecho consumado lo aceptarán, como hacen siempre.

– ¿Y mamá?

– Yo se lo diré, si quieres. Estoy segura de que tampoco ella pondrá inconvenientes. No actúas según la moda, casándote con una corista o algo parecido. Ella admira a Jean. Y lo mismo le pasa a tía Em y a tío Lawrence.

El rostro de Hubert se aclaró.

– Lo haré. Es demasiado maravilloso. Después de todo, no hay nada de que tenga que avergonzarme.

Se acercó a- Dinny, la besó casi con violencia y salió corriendo.

Dinny se quedó en la sala de billar haciendo unas carambolas. Bajo su continente natural ocultábase una extremada agitación. ¡El abrazo que había sorprendido era tan apasionado! ¡La muchacha era una mezcla tan extraña de sentimiento y disciplina, de lava y acero, tan imperiosa y, sin embargo, tan agradablemente joven! Podía ser un riesgo, pero Hubert, gracias a esto, era ya un hombre diferente. No obstante, se daba completa cuenta de que todo carecía de lógica, puesto que para ella no sería posible un abandono tan sensacional. El don de su corazón no sería tan precipitado. Su vieja niñera escocesa solía decir: «La señorita Dinny sabe siempre sobre cuantas patas se cae el gato.» Ella se sentía orgullosa del «cierto sentido del humor, no carente de ingenio, que previene y, en cierto modo, esteriliza a todo el resto». En realidad, le envidiaba a Jean su brillante firmeza, a Alan su confianza en si mismo y a Hallorsen su fuerte espíritu aventurero. Pero ella tenía otras cualidades que compensaban la falta de éstas. Con los labios entreabiertos en una sonrisa, fue a buscar a su madre.

Lady Cherrell estaba en su salita particular contigua al dormitorio confeccionando unas bolsitas de muselina para llenarlas con hojas de la olorosa albahaca que crecía junto a la casa.

– Mamá – dijo Dinny -, prepárate a sufrir una pequeña conmoción. ¿Recuerdas que te dije deseaba poder hallar la muchacha perfecta para Hubert? Pues bien, ya la- hemos encontrado: Jean acaba de hacerle tina proposición matrimonial. – ¡Dinny!

– Se casarán lo más pronto posible, con un permiso especial.

– Pero…

– Exactamente así, mamá. De modo que mañana nos vamos a Londres. Jean y yo nos _alojaremos en casa de Diana hasta que todo esté concluido. Hubert hablará con papá. Pero, Dinny, en realidad…

Dinny atravesó la barrera de muselina, se arrodilló y rodeó con los brazos a su madre,

– Tengo tus mismas sensaciones – dijo -, sólo que son algo diferentes por el hecho de no haber sido yo quien le diera la vida. Pero, mamaíta querida, todo marcha bien. Jean es una criatura maravillosa y Hubert está loco por ella. Enamorarse le ha hecho mucho bien; ella le dará ánimos para seguir 4delante.

– Pero, Dinny… ¿y el dinero?

– No esperan nada de papá. Poseerán lo justo para ir tirando.

– Es una sorpresa terrible. ¿Por qué tanta precipitación? – Intuición – y estrechando el talle esbelto de su madre, añadió -: Jean la tiene. La situación de Hubert «es» muy delicada, mamá.

– Sí; estoy muy alarmada y sé que también tu padre lo está, a pesar de que no lo haya dicho.

Esto era todo cuanto podían decir para manifestar su inquietud. Luego se pusieron a discutir la cuestión de la vivienda para la audaz pareja.

– Pero, ¿por qué no viven aquí hasta que todo se arregle? – preguntó lady Cherrell.

– Encontrarán la cosa más interesante si tienen que cuidarse por sí solos de sus asuntos domésticos. Lo principal es que la mente de Hubert esté ocupada en estos momentos.

Lady Cherrell suspiró. La correspondencia, la horticultura, la administración de la casa y el presidir los comités de la villa no eran cosas muy excitantes. Condaford habría sido aún menos interesante si, como la gente joven, uno no hubiese tenido ninguna de esas distracciones.

– La vida aquí es muy tranquila – admitió.

– Y démosle gracias a Dios por ello – murmuró Dinny -. Pero estoy segura de que ahora Hubert necesita una vida muy activa; en Londres la tendrá. Podrán alquilar un departamento en una casa para trabajadores. No puede ser por mucho tiempo, ya lo sabes. Por lo tanto, mamá, esta noche harás ver que no sabes nada y todos sabremos que lo sabes. Será una cosa muy tránquilizadora para todo- el mundo. – Después de haber besado el rostro de su madre, que sonreía con tristeza, se marchó.

A la mañana siguiente los conspiradores se levantaron temprano. Hubert con el aspecto de alguien «que va a cazar pinzones», como lo definió Jean; Dinny, resueltamente caprichosa. Alan tenía el aire de desenfado propio de un testigo en embrión; solamente Jean aparecía impasible. Partieron en el coche color avellana de los Tasburgh; dejaron a Hubert en la estación y luego siguieron hacia Lippinghall. Jean conducía. Los otros dos iban sentados atrás.

– Dinny – dijo el joven Tasburgh, ¿no podríamos lograr que nos concedieran también a «nosotros» un permiso especial?

– En cantidad se hacen reducciones. Sea razonable. Volverá usted a embarcar y al cabo de un mes me habrá olvidado. – ¿Le parezco de esos?

Dinny miró su faz bronceada. – Bueno, según y como. -¡Pórtese como una persona seria!

– No puedo. Veo continuamente a Jean cortando un mechón y diciendo: «Ahora, papá, dame tu bendición, o te tonsuraré», y al rector contestando: «Yo… ejem…, jamás», y Jean, dando otro tijeretazo: «Perfectamente. Aparte de eso, necesito un centenar de libras al año, o te corto las cejas». – Jean es tremenda. De todos modos, Dinny, prométame que no se casará con otro.

– Pero suponga que encuentre a alguien que me guste terriblemente. En un caso así, ¿querría usted que yo dejara marchitar mi joven vida?

No es así como contestan en las películas. – Usted haría blasfemar a un santo.

– ~ Pero no a un oficial de Marina. Lo cual me hace recordar los pasajes de la Escritura que encabezan la cuarta columna del Times. Esta mañana se me ha ocurrido que podría atraerse un espléndido código secreto del «Cantar de los Cantales» o bien de ese salino sobre el Leviatán. «Mi amado es semejante al gamo», podría significar «Ocho buques de guerra alemanes en el puerto de Dover. Acudan rápidamente». Y «He aquí al Leviatán que se divierte», podría ser «Tirpitz al mando», etc. Nadie lograría descifrarlo sin tener una copia del código.

– Voy a aumentar la velocidad – anunció Jean, mirando atrás. El indicador subió rápidamente: setenta y cinco… ochenta… noventa… cien… La mano del marino pasó debajo del brazo de Dinny.

– Esto no puede durar. El motor estallará. Pero es un trozo de carretera realmente tentador.

Dinny estaba sentada con una sonrisa firme; detestaba sentirse transportar con tanta rapidez. Cuando Jean disminuyó hasta llegar a los acostumbrados sesenta kilómetros, dijo con voz plañidera: '

– Jean, tengo un estómago que todavía pertenece al siglo diecinueve.

En Folwell se inclinó de nuevo hacia adelante

– No quiero que me vean en Lippinghall. Por favor, dirígete directamente a la rectoría y escóndeme en un lugar cualquiera mientras tú tratas con tu padre.

Refugiada en el comedor, frente al retrato del que Jean le hablara, Dinny lo estudiaba con curiosidad. Debajo se leían las palabras: 1553. Catharine Tasburgh, née Fitzherbert, State 35, esposa de sir Walter Tasburgh.

Encima de la lechuguilla que se veía alrededor del largo cuello, aquel rostro que el tiempo hiciera amarillento podía ser, en realidad, el de Jean de quince años más tarde: la misma forma alargada desde los pómulos a la barbilla, los mismos atractivos ojos de largas pestañas oscuras; incluso las manos, cruzadas sobre el pecho, eran exactamente idénticas a las de lean. ¿Cuál había sido la historia de aquel extraño prototipo? ¿La conocían? ¿Se repetiría en su descendiente?

– Se parece a Jean de modo sorprendente, ¿verdad? - preguntó el joven Tasburgh -. Se dice que era tremenda. Parece que hizo preparar su propio funeral y que abandonó el país cuando la reina Isabel desencadenó el ataque contra los católicos, en 156o. ¿Sabe usted qué destino tenían los que celebraban la misa? Ser descuartizado era un mero incidente. Aquella señora se metía en todo, creo yo. Apuesto a que, cuando podía, iba a toda velocidad.

– ¿Ninguna novedad en el frente?

– Jean ha entrado en el estudio con un número atrasado del Times, unas tijeras y una toalla. Después de lo cual, silencio.

– ¿No hay un lugar desde donde les podamos ver cuando salgan?

– Nos podríamos sentar en las escaleras. No se darán cuenta de nuestra presencia, a menos que suban.

Salieron de la habitación y se sentaron en un rincón oscuro de la escalera desde donde, a través de los barrotes de la barandilla, podían ver la puerta del estudio. Con una especie de temblor infantil, Dinny miraba la puerta aguardando a que se abriera. Repentinamente, Jean salió, llevando en una mano una hoja de diario doblada en forma de saquito y en la otra unas tijeras. Le oyeron decir

– Acuérdate, querido, de no salir sin sombrero.

La contestación inarticulada quedó sofocada por el rumor que produjo la puerta al cerrarse. Dinny se asomó por la baranda.

– ¿Bien?

– A las mil maravillas. Está algo malhumorado porque no sabe quién le cortará el pelo y le hará otras cosas por el estilo. Piensa que un permiso especial es casi una indecencia, pero me dará las cien libras al año. Le he dejado llenando la pipa. – Se detuvo y miró el diario -. Había mucho que contar. Almorzaremos dentro de un minuto, Dinny. Luego nos volveremos a marchar.

Durante el almuerzo los modales del rector estaban aún llenos de cortesía. Dinny le observaba con admiración. He aquí a un hombre viudo y avanzado en años que estaba a punto de verse privado de su única hija, que se cuidaba de todos los menesteres de la parroquia y de la casa, e incluso del corte de sus cabellos. No obstante, en apariencia, se mantenía impasible. Ni una queja se escapó de sus labios. ¿Era educación, benevolencia o bien algo de alivio justificable? Dinny no podía saberlo con certeza y su corazón tembló un poco. Pronto Hubert se encontraría en su lugar. Miró a Jean. Poca duda cabía de que también ella sería capaz de dirigir los preparativos de su propio funeral, y puede que hasta del de los demás; sin embargo, no habría nada de chocante o de desagradable en su tiranía, ni ninguna familiaridad vulgar en su modo de meterse en todo. ¡Si ella y Hubert tuviesen bastante sentido del humor!

Después de haber comido, el rector la llevó aparte. -Mi querida Dinny, ¿qué piensa usted de todo esto? ¿Y qué piensa su madre?

– Ambas pensamos que es un poco como la cancioncita «La lechuza y el gato Miz se fueron a navegar».

– «En una hermosa barquita color verde guisante». Sí, desde luego, pero no «con mucho dinero», me temo. No obstante – añadió, soñadoramente -, Jean es una buena chica; muy… ¡ejem!… hábil. Me alegro de que nuestras familias estén a punto de… ¡ ejem!… emparentar. Voy a encontrarla a faltar, pero no se debe ser… ¡ejem!… egoísta.

– Lo que perdemos en largo lo ganamos en ancho – murmuró Dinny.

Los ojos azules_ del rector hicieron un guiño.

– Sí, desde luego. La tempestad aliada con la suavidad. Jean no quiere que yo haga de testigo. Aquí está su certificado de nacimiento por si… ¡ejem!… les hacen preguntas. Es mayor de edad.

Extrajo una larga hoja amarillenta.

– ¡Pobre de mí! – se lamentó con sinceridad -. ¡Pobre de mí!

Dinny no sabía a ciencia cierta si el rector lo sentía de verdad por sí mismo. Inmediatamente después continuaron el viaje:

CAPITULO XIV

Cuando hubieron dejado a Alan Tasburgh a la puerta de su club, las dos muchachas viraron el coche en dirección a Chelsea. Dinny no había enviado telegrama alguno, confiando en su buena estrella. Al llegar ante la casa situada en Oakley Street se apeó y oprimió el timbre. Una anciana doncella, con expresión de espanto en el rostro, abrió la puerta.

– ¿Está la señora Ferse?

– No, señorita. Está el capitán Ferse. – ¿El capitán Ferse?

La doncella, mirando a derecha e izquierda, habló en voz baja y excitada.

– Sí, señorita. Estamos en un apuro terrible y no sabemos qué hacer. El capitán Ferse ha entrado de repente, a la hora del almuerzo, sin que nadie nos hubiera avisado. La señora estaba fuera. Han traído un telegrama para ella, pero lo ha cogido el capitán Ferse; alguien la ha llamado por teléfono, pero no ha querido dejar ningún recado.

Dinny buscaba palabras para descubrir en seguida lo peor. – ¿Cómo… cómo está?

– Bueno, señorita, no sabría decírselo. Se ha limitado a preguntar: a- ¿Dónde está la señora?». Tiene buen aspecto, pero, a pesar de todo, tenemos miedo. Los niños están en casa y no sabemos dónde se encuentra la señora.

– Aguarde un momento – dijo Dinny y volvió al coche. – ¿Qué sucede? – preguntó Jean, apeándose.

Las dos muchachas permanecieron en la acera consultándose, mientras la doncella las observaba desde el umbral.

– Debo ir a buscar a tío Adrián – dijo Dinny -. Hay que pensar en los niños.

– Ve tú. Yo entraré y te esperaré. Esa doncella parece estar muy amedrentada.

– Creo que solfa ser violento, Jean. Puede haberse escapado, ¿comprendes?

– Coge el auto. Yo no tengo miedo. Dinny le estrechó una mano.

– Tomaré un taxi. Así dispondrás del coche por si quieres irte.

– Bien. Dile a la doncella quién soy y luego date prisa. Son ya las cuatro.

Dinny levantó la vista hacia la casa y, repentinamente, vio una cara en la ventana del comedor. A pesar de que no había visto a Ferse más que dos veces, le reconoció al instante. Su – rostro no era de los que se olvidan. Daba la sensación de un fuego tras unos barrotes: un rostro surcado, duro, con bigote cortado en forma de cepillo, pómulos anchos, cabello espeso, oscuro y ligeramente canoso, y aquellos brillantes e inquietos ojos de acero. En ese momento la estaban mirando con una especie de agitada intensidad que resultaba penosa. Ella desvió la vista.

– ¡No mires hacia arriba! ¡ Allí está! – le dijo a Jean – Si no fuera por los ojos parecería absolutamente normal. Va bien vestido y arreglado. Vamos, jean, o quedémonos las dos.

– No, yo me quedaré. Ve tú – y entró en la casa.

Dinny se apresuró a irse. Esta repentina reaparición de un hombre a quien todos habían creído irremediablemente Toco, era trastornadora. Ignorando las circunstancias de la reclusión de Ferse, ignorándolo todo, excepto que había hecho pasar a Diana momentos terribles antes de la catástrofe final. Pensaba en Adrián como en la única persona que debía ser informada de lo acaecido. Fue una carrera larga y ansiosa. Encontró a su tío cuando estaba a punto de salir del museo. Le explicó el caso apresuradamente, mientras la miraba con los ojos desorbitados por el horror.

– ¿Sabes dónde está Diana? -concluyó Dinny.

– Esta noche tenía que cenar -con Fleur y Michael. Yo también debía ir, pero ahora no sé dónde puedo encontrarla. Volvamos a Oakley Street. -

Subieron al taxi.

– ¿No podrías telefonear a la clínica mental, tío?

– No me atrevo sin antes ver a Diana. ¿Dices que parecía normal?

– Sí, salvo los ojos; pero recuerdo qué siempre fueron así. Adrián se llevó la mano a la cabeza.

– ¡ Es demasiado horrible! ¡ Pobre muchacha!

El corazón de Dinny comenzaba a sufrir, tanto por él como por Diana.

– Y también es horrible -añadió Adrián – que nos trastornemos porque ese pobre diablo ha regresado. ¡ Oh, Dios mío.! Dinny, es un mal asunto, un mal asunto.

Dinny le apretó un brazo.

– ¿Qué dice la ley a ese propósito, tío?

– ¡ Dios lo sabe! Jamás se le denunció. Diana no quiso. Le acogieron como paciente particular.

– Pero, ¡ no puede haber salido cuando le haya venido en gana, sin que hayan advertido a la familia de antemano! – ¡ Quién sabe lo que ha pasado! Puede estar más loco que nunca y haber salido aprovechando un descuido del personal. Pero, hagamos lo que hagamos – y Dinny se sintió conmovida por la expresión de su rostro -, debemos pensar no sólo en nosotros, sino también en él. No hay que hacerle las cosas más -duras de lo que son. ¡ Pobre Ferse! La pobreza, el vicio o el delito no pueden igualar a la alienación mental por las trágicas consecuencias que caen sobre todos los que han de estar en contacto con ella.

– Tío -dijo Dinny -, ¿y las noches? Adrián gimió

– De eso debemos salvarla, sea como fuere.

A1 final de Oakley Street despidieron al taxi y anduvieron hasta la puerta.

Al entrar, lean le había dicho a la doncella

– Soy la señorita Tasburgh. La señorita Cherrell ha ido a buscar a la señora Ferse. ¿Está arriba la salita? Aguardaré allí. ¿Ha visto el señor a los niños?

– No, señorita. No hace más de media hora que está aquí. Los niños se hallan en su cuarto de estudio, con su institutriz.

– Entonces voy a verles – repuso Jean -. Acompáñeme. – ¿Tengo que esperar con usted, señorita?

– No. Atienda a ver si llega la señora Ferse y avísela en seguida.

La doncella la miró con admiración y la dejó en la salita. Entreabriendo la puerta, Jean permaneció a la escucha. No se oía ruido alguno. Comenzó a pasearse de arriba abajo, de la puerta a la ventana. Si veía acercarse a Diana, correría abajo; y si Ferse subía, saldría para entretenerle. El corazón le latía un poco más apresuradamente que de costumbre, pero no se sentía verdaderamente nerviosa. Estaba así desde hacía un cuarto de hora, cuando oyó un rumor tras de sí, se volvió y vio a Ferse, que acababa de cruzar el umbral.

– Oh – dijo -, estoy esperando a la señora Ferse. ¿ Usted es el capitán Ferse?

La figura se inclinó. – ¿ Y usted?

– Jean Tasburgh. Creo que no me conoce usted. -¿Y la persona que estaba con usted?

– Dinny Cherrell. – ¿Adónde ha ido? – Me parece que a ver a uno de sus tíos.

Ferse emitió un sonido extraño, que no era una risa, precisamente.

– ¿ Adrián? – Eso creo.

Se quedó mirando la amable habitación, con sus ojos brillantes y agitados.

– Está más graciosa que nunca – dijo -He estado ausente algún tiempo. ¿Conoce usted a mi mujer?

– La conocí en casa de lady Mont.

– ¿En Lippinghall? ¿Está bien Diana? -Sí, perfectamente.

– ¿Y muy hermosa? – Mucho.

– Gracias.

Mirándolo por entre las largas pestañas, Jean no podía ver en él nada que diese la impresión de un desorden mental. Parecía lo que era: un soldado en traje de paisano, muy ordenado y reservado en todo, excepto los ojos.

– Hace cuatro años que no veo a mi mujer – dijo -. Deseo verla a solas.

Jean se dirigió hacia la puerta. – Me voy – anunció.

– ¡No! – La palabra salió con una prontitud aterradora -. ¡Quédese aquí! – Y bloqueó la salida.

– ¿Por qué?

– Deseo ser el primero en decirle que he regresado. – Naturalmente.

– ¡Entonces quédese aquí! Jean fue a la ventana.

-Como quiera usted – asintió. Hubo un silencio.

– ¿Ha oído hablar de mí? – preguntó de repente.

– Muy poco. Sé que no estuvo usted muy bien.

El se separó de la puerta.

– ¿Ve usted en mí huellas de alguna enfermedad?

Jean le miró y mantuvo sus ojos fijos en los suyos hasta que los desvió.

– Ninguna. Parece estar en perfecta salud. – Lo estoy. ¿Quiere sentarse?

– Gracias.

Jean tomó asiento.

– Pefectamente – dijo, él -. Míreme bien.

Jean se miró los pie y de nuevo Ferse emitió aquella especie de risita.

– Usted jamás ha estado enferma de la mente, claro está. De haberlo estado, sabría que todos nos tienen los ojos encima, mientras nosotros tenemos los ojos encima de todos. Ahora he de bajar. Au revoir.

Se volvió rápidamente y al salir cerró la puerta tras de sí. Jean continuó tranquilamente sentada, esperando a que volviese de nuevo. Experimentaba la sensación de haber recibido la peor parte y sentía un extraño hormigueo por todo el cuerpo, como si hubiera estado demasiado cerca del fuego. Él no volvió y Jean se puso en pie para abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Se quedó mirándola fijamente. ¿Jamar con el timbre? ¿Golpearla para atraer la atención de la doncella? Decidió no hacer ni lo uno ni lo otro. Se acercó a la ventana y se entretuvo mirando a la calle. Dinny volvería al cabo de poco y podría llamarla. Volvió a pensar, fríamente, en la escena de poco antes. La había encerrado con llave porque consideraba que nadie debía entrometerse antes de que él hubiera visto a su mujer. Sospechaba de todos. ¡Muy natural! Una confusa sensación de lo que significa ser considerado loco penetró en su joven mente. ¡Pobre hombre! Pensó en la posibilidad de salir por la ventana sin ser observada y, dándose cuenta de que era imposible, continuó.mirando hacia el extremo de la calle, esperando que apareciera alguien que pudiera servirle de ayuda. Repentinamente, sin causa alguna, un estremecimiento la sacudió de pies a cabeza. El efecto de aquel encuentro. ¡Sus ojos! Debía de ser terrible ser su esposa. Abrió la ventana de par en par y se asomó.

CAPITULO XV

Viendo a Jean asomada a la ventana, Dinny y su tío se detuvieron delante de la casa.

– Estoy encerrada en la salita – dijo Jean en voz queda -r. Procurad sacarme de aquí.

Adrián acompañó a su sobrina hasta el coche.

– Quédate aquí, Dinny. Ya te la mandaré- No debemos demostrar que estamos preocupados.

– ¡Ve con cuidado, tío! Me hace el efecto que eres Daniel entrando en…

Con una pálida sonrisa, Adrián pulsó el timbre. El propio Ferse abrió la puerta.

– ¡Ah ¡¿ Cherrell? Entre.

Adrián le tendió una mano, pero Ferse no la cogió.

– No puedo esperar que me dé usted la bienvenida - dijo. – ¡ Mi querido amigo!

– No, no puedo esperar que nadie me dé la bienvenida; pero tengo intención de ver a Diana. No intente impedirlo, Cherrell. Ni usted ni nadie.

– ¡ No, desde luego que no! ¿Le sabe mal que se vaya Jean Tasburgh? Dinny la está aguardando fuera, en el coche. – La he encerrado con llave – repuso Ferse, sombríamente -. Aquí la tiene. Dígale que se largue.

Adrián entró en la salita. Jean estaba cerca de la puerta.

– Vete con Dinny – dijo Adrián -, y llévatela. Yo lo arreglaré todo. Espero que no te habrá sucedido nada inconveniente, ¿verdad?

– Sólo el haber quedado encerrada.

– Dile a Dinny – continuó Adrián – que Hilary está casi seguro de poderos alojar a ambas; si vais ahora sabré dónde encontraras en caso de que os necesite. Tienes mucho valor, Jean

– Oh, no es nada del otro mundo – contestó ésta -. ¡Adiós! – y corrió escaleras abajo.

Adrián oyó cerrarse la puerta de la entrada y bajó lentamente al comedor. Ferse estaba ante la ventana, mirando cómo las muchachas ponían en marcha el automóvil. Se volvió bruscamente. El movimiento era de un hombre acostumbrado a ser espiado. Había cambiado poco; menos flaco, menos huraño, los cabellos más grises… eso era todo. El traje aparecía impecable, como siempre, y su continente sereno…, ¡pero sus ojos!

– Sí -dijo con tono de misterio-, usted no puede menos que compadecerme, pero le gustaría verme muerto. ¿A quién no le gustaría? Los hombres no tendrían que perder el juicio. Pero ahora estoy cuerdo de nuevo, Cherrell. No cometa equivocaciones.

¿Cuerdo? Sí, parecía estarlo. Pero, ¿ hasta qué punto?

– Todo el mundo pensaba que me había ido para siempre. Hace tres meses, aproximadamente, empecé a mejorar. En cuanto me di cuenta… lo oculté. Los que nos cuidan – hablaba con amargura concentrada – quieren estar tan seguros de que hemos recuperado la salud mental que, si les dejaran hacer a ellos, jamás volveríamos a estar cuerdos. Es en su interés, ¿comprende? – Y las llamas ardientes de aquellos ojos que miraban á los de Adrián parecieron añadir: «Y en el de usted y en el de Diana» -. De modo que lo oculté. Durante tres meses tuve la fuerza de voluntad de conservar mi secreto. Ta sólo esta última semana les he demostrado ser responsable de mis actos. Pasará más de una semana antes de que escriban a casa. No quería que escribiesen. Deseaba venir aquí en seguida y de3arme ver tal como soy. No quería que avisaran ni a Diana ni a nadie. Me interesaba estar seguro de mí mismo. Y lo estoy. «¡Terrible!», pensó Adrián para sí.

Los ojos de Ferse parecían quemar.

– Usted, Cherrell, estaba enamorado de mi mujer y probablemente aún sigue estándolo. ¿Qué dice?

– Somos lo que éramos – contestó Adrián -: amigos. – Diría usted lo mismo, aunque fuese de otro modo.

– Quizá. Pero no hay más que decir, salvo que me veo obligado a pensar en ella ante todo, como siempre lo he hecho.

– Entonces, ¿por eso está usted aquí?

– ¡Dios me valga, hombre! ¿No se ha dado cuenta del choque que significará esto para ella? ¿Es que no recuerda la vida que le dio usted antes de entrar «allí»? ¿Cree usted que elle lo ha olvidado? ¿No sería mejor para Diana y para usted mismo si viniesen, digamos, a mi despacho del museo y se encontraran allí por primera vez?

– No. Quiero verla aquí, en mi propia casa.

– Aquí fue donde vivió en el infierno, Ferse habrá tenido razón ocultando su secreto a los médicos. Pero no tiene derecho a echarle a ella a la cara su curación; y menos de este modo.

Ferse hizo un gesto violento. – Usted quiere alejarla de mí. Adrián bajó la cabeza.

- Es posible – dijo amablemente -. Pero escuche, Ferse. Le creo a usted capaz de juzgar la situación tan bien como yo. Póngase en su lugar. Suponga que entre, tal como puede hacerlo de un momento a otro, que le vea a usted sin que la hayan advertido, sin saber nada de su curación, necesitando tiempo para creer en ello y conservando de usted el recuerdo de cómo estaba entonces. ¿Qué probabilidades se está usted dando a sí mismo?

Ferse emitió un gemido.

– ¿Qué posibilidades se me presentarán si no aprovecho ésta? ¿Cree usted que tengo confianza en alguien? ¡Pruébelo usted, pruébelo durante cuatro años y ya verá! -Sus ojos vagaron rápidamente por la habitación -. Pruebe a ser vigilado, tratado como un niño peligroso. Durante los últimos tres meses, estando ya perfectamente cuerdo, he estudiado la cara a que me hallaba sometido. Si mi mujer no puede aceptarme tal como estoy, libre y sano de mente, ¿quién querrá y podrá hacerlo?

Adrián se le acercó.

– ¡Calma! -dijo-. Aquí es donde usted se equivoca_ Tenga presente que Diana convivió con usted en su época peor. Resultará más difícil para ella que para cualquier otra persona.

Ferse se cubrió la cara.

Adrián esperó, pálido de ansiedad, pero cuando Ferse se' las manos del rostro, no tuvo fuerzas para mirarlo desvió los ojos.

– ¡Hablar de soledad! -se lamentó Ferse -. Pierda la razón, Cherrell, y sabrá lo que significa estar solo para toda la vida.

Adrián le posó una mano sobre un hombro.

– Escuche, mi querido amigo: tengo una habitación sobrante. Véngase a vivir conmigo hasta que todo se arregle. Una sospecha repentina contrajo en una mueca el rostro de Ferse; una mirada intensa y escrutadora apareció en sus ajos. Se dulcificó como si estuviera conmovido por el agradecimiento, se amargó y se dulcificó de nuevo.

– Cherrell, usted siempre ha sido un hombre intachable, pero no, gracias… no podría. Debo quedame aquí… Los zorros tienen su guarida; yo tengo ésta.

Adrián suspiró.

– Bueno, en tal caso tenemos que esperar hasta que llegue Diana. ¿Ha visto usted a los niños?

– No ¿Se acuerdan de mí? – No lo creo.

– ¿Saben que estoy vivo?

– Sí, saben que está usted enfermo, lejos de aquí. – ¿No…? – Ferse se tocó la frente.

– No. ¿Quiere que vayamos a verles?

Ferse movió la cabeza. En ese momento, mirando por la ventana, Adrián vio llegar a Diana. Se encaminó tranquilamente ' hacia la puerta, pero Ferse le empujó a un lado, cuando ya tenía la mano sobre el pomo, y salió al vestíbulo. Diana había entrado sin tocar el timbre. Adrián vio que su rostro se cubría de una palidez mortal bajo el sombrerito en forma de casco. Acto seguido retrocedió hasta la pared.

– Todo marcha bien, Diana – dijo, y mantuvo abierta la puerta del comedor Ella se alejó de la pared y entró en la habitación, pasando por delante de ellos. Ferse la siguió.

– Si me quieren consultar, aquí me quedo – dijo Adrián y cerró la puerta…

Marido y mujer estaban el uno frente al otro, jadeando como si hubiesen hecho una carrera de cien metros en vez de haber cruzado un umbral.

¡Diana! -• exclamó Ferse -. ¡Diana!

Parecía como si ella fuese incapaz de hablar. La voz de él subió de tono.

– Estoy perfectamente. ¿No me crees? Ella dobló la cabeza y continuó callada. – ¿Ni una palabra, ni la que se dirige a un perro? – Es… el choque.

– He vuelto sano; desde hace más de tres meses estoy sano.

– Me alegro; ¡oh, me alegro mucho!

– ¡Dios mío! Estás tan hermosa como siempre.

De repente la cogió, la apretó con violencia contra su pecho y comenzó a cubrirla de besos hambrientos. Cuando aflojó el abrazo, ella cayó agotada sobre una silla, mirándolo con tal expresión de horror que él se cubrió el rostro con las manos.

– Ronald…, Yo no puedo… no puedo dejar que las cosas sigan como antes… ¡No puedo…, no puedo!

Él cayó de hinojos a sus pies.

– No quería ser violento. ¡Perdóname!

Luego, por agotamiento de su fuerza de ánimo, ambos se levantaron y se separaron.

– Será mejor que hablemos con calma – propuso Ferse.

– Sí.

– ¿No puedo vivir aquí?

– Ésta es tu casa. Haz lo que más te convenga.

Él emitió aquel sonido que tanto se parecía a una carcajada.

– Sería mejor para ti, si tú y los demás me tratarais exactamente como si no hubiera sucedido nada.

Diana calló. Calló tan largo rato, que él volvió a emitir el extraño sonido.

– ¡No hagas eso! – pidió ella-. Probaré. Pero quiero tener una habitación separada.

Ferse se inclinó. Repentinamente sus ojos le lanzaron una mirada.

– ¿Estás enamorada de Cherrell?

– No.

– ¿De alguien?

– No.

– Asustada, ¿entonces?

– Sí.

– Comprendo. Es natural. Bien, no es tarea nuestra, títeres en las manos de Dios, el imponer condiciones. Uno toma lo que puede. ¿Quieres telegrafiar,allí» para que me manden mis cosas? Eso evitará todas las preguntas que quieran hacer. Me he marchado sin decir adiós. Probablemente habrá que saldar alguna pequeña deuda.

– Desde luego. Ya me ocuparé de ello.

– ¿Ahora, podemos decirle a Cherrell que se vaya? – Se lo diré.

– Déjame que se lo diga yo.

– No, Roland. Seré yo quien se lo diga. – Y le precedió con paso resuelto.

Adrián estaba apoyado contra la pared, frente a la puerta. Había adivinado el resultado de la entrevista.

– Se quedará aquí, pero tendremos habitaciones separadas.- Mi querido amigo, te doy las gracias por todo. ¿ Quieres ocuparte de lo que atañe a la clínica? Te haré saber todo cuanto ocurra. Ahora le llevaré a que vea los niños. ¡Adiós! É1 le besó la mano y se fue

CAPITULO XVI

Hubert Cherrell estaba parado delante del club de su padre, en Pall Mall, del que él aún no era miembro. Se sentía inquieto, porque su padre le inspiraba un respeto algo extraño en estos tiempos en que los padres son tratados como una especie de hermanos menores y se les llama los «viejos». Por lo tanto, entró nerviosamente en un edificio donde muchas personas habían defendido, con más fuerza quizá que en cualquier otro lugar de la tierra, el orgullo y los prejuicios de su vida. Pero los que se hallaban en la sala donde fue introducido no demostraban ni mucho orgullo ni muchos prejuicios. Un hombre bajo y vivaracho, de rostro pálido y bigotes en cepillo, mordía la punta de una pluma esforzándose para redactar una carta dirigida al Times a propósito de las condiciones del. Irak. Un capitán general de aspecto modesto, frente despejada y bigote gris, discutía con un teniente coronel, alto y también de aspecto modesto sobre la flora de la isla de Chipre; un hombre de figura cuadrada, pómulos anchos y ojos semejantes a los de un león estaba sentado ante una ventana, inmóvil como si acabase de enterrar a una de sus tías y estuviese atravesando el Canal de la Mancha. Sir Conway leía el Whitaker's Almanach.

– ¡Hola, Hubert! Esta sala es demasiado pequeña. Vamos al vestíbulo.

Hubert comprendió en seguida que no sólo deseaba comunicarle algo a su padre, sino que también su padre deseaba comunicarle algo a él. Tomaron asiento en un rincón alejado. – ¿Qué te trae por aquí?

– Deseo casarme, padre.

– ¿Casarte?

– Con Jean Tasburgh.

– ¡Ah!

– Pensamos casamos con un permiso especial, sin ningún alboroto.

El-general meneó la cabeza.

– Es una buena muchacha y me alegro de que desees casarte con ella, pero lo cierto es que tu posición es difícil, Hubert. Acabo de oír algo…

Repentinamente Hubert notó que la cara de su padre presentaba expresión de cansancio.

– Están en relación con aquel individuo que mataste. Exigen tu extradición por acusación de homicidio.

– ¿Qué?

– Es una cosa monstruosa, y no puedo creer que lleven adelante el asunto, considerando lo que tú afirmas a propósito de la agresión de que fuiste víctima. Afortunadamente, aun tienes la cicatriz en el brazo; pero parece que están armando un gran jaleo en los periódicos bolivianos, y las autoridades de dicho país se adhieren tenazmente a sus derechos.

– Probablemente no tendrán prisa.

Dicho esto, ambos permanecieron sentados en silencio en; el vasto vestíbulo, mirando fijamente delante de sí con una expresión casi idéntica. Oculto en el fondo de sus mentes había existido el temor de que las cosas tomaran ese cariz, pero ninguno de los dos permitió que tal pensamiento adquiriese forma; Por lo tanto, la infelicidad actual aun era mayor. El dolor del general era más intenso que el de Hubert. La idea de que su único hijo pudiese ser arrastrado por el mundo con una acusación de homicidio, le resultaba más horrible que una pesadilla.

– No debemos permitir que este asunto nos agobie, Hubert – dijo finalmente -. Si en nuestro país todavía subsiste un poco de sentido común, lograremos apaciguar los ánimos. Estaba intentando pensar en alguien que sepa cómo tratar con gente. En cosas de este tipo, yo me considero impotente. pero en cambio hay personas que parecen conocer a todo el mundo y saber exactamente cómo tratar a cada uno. Creo que lo mejor sería que nos dirigiésemos a Sir Lawrence Mont: conocer a Saxenden y probablemente a algún pez gordo del Foreign Office. Ha sido Topsham quien me lo ha dicho, pero él no puede hacer nada. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Nos sentará bien.

Conmovido por el esfuerzo que hacía su padre para compartir con él su dolor; Hubert le apretó un brazo y salieron del club. Al pasar por Picadilly, el general dijo con un esfuerzo evidente:

– Me gustan todos estos cambios.

– Bueno, salvo que en el Palacio Devonshire no creo haberlos notado.

– No es extraño. El espíritu de Picadilly es más fuerte que la calle misma; no se puede destruir su atmósfera. Ya no se ve ni un bombín, lo que, sin embargo, no parece crear diferencia alguna, Cuando pasé por Piccadilly después dé la guerra, tuve la misma sensación que experimenté de joven al regresar de la India. Uno se daba cuenta de que por fin había vuelto.

Sí, se siente una especie de nostalgia. La sentí en Mesopotamia y en Bolivia. Cerrando los ojos por un momento, volvía a revivirlo todo.

– El corazón de la vida inglesa… – comenzó el general, pero se interrumpió como si se hubiese encontrado pronunciando un epigrama.

– La sienten incluso los americanos – observó Hubert, mientras volvían la esquina y entraban en Half-Moon Street -. Hallorsen me decía que en su país no tienen nada parecido. «Ningún foco para su influencia nacional», fueron sus palabras.

– No obstante, ellos tienen influencia – repuso el general.

– Sin duda. Pero, ¿quién puede definirla? ¿Es la velocidad de su vida lo que se la otorga?

– ¿Y adónde les lleva su velocidad? En general, a todas partes; pero, en particular, a ninguna. No; creo que es su dinero.

– Pues bien, yo he observado algo en los americanos y es que el dinero, como dinero, poco les importa. Les gusta lograrlo rápidamente, pero prefieren perderlo apresuradamente antes que obtenerlo despacio.

– Extraña cosa el no tener corazón – dijo el general.

– El país es demasiado grande A pesar de todo tienen un sucedáneo de corazón: su orgullo nacional.

El general asintió con un movimiento de cabeza.

– Son curiosas estas callejuelas estrechas y antiguas. Recuerdo haber caminado con mi padre, en el año 82, desde Curzon Street hasta el St. Jame's Club, el día en que entré en Harrow. Desde entonces apenas ha cambiado nada.

De este modo, hablando de cosas que no tocaban sus sentimientos íntimos, llegaron hasta Mont Street.

– Ahí está tu tía Emily. Procura no decírselo.

Precediéndoles unos pasos, lady Mont navegaba, por decirlo así, hacia su casa. La alcanzaron a un centenar de metros de la puerta.

– Con – dijo -, estás flaco.

– Mi querida muchacha, jamás he estado más gordo. -No. Oye, Hubert, tenía que preguntarte algo. ¡Oh! '' ¡Ya sé! Dinny me dijo que desde que acabó la guerra no te has hecho ningunos pantalones huevos. ¿Te gusta Jean? Más, bien atractiva, ¿verdad?

– Sí, tía Em.

– ¿No la has rechazado? – ¿Por qué debía hacerlo?

– ¡Oh! Bueno, una jamás sabe. Pero dejemos eso. ¿Queréis hablar con Lawrence? De momento está con Voltaire y el Dean Swift. A mí me parecen totalmente innecesarios. Pero a él le gustan porque muerden. ¿Qué hay a propósito de aquellas mulas, Hubert?

– ¿Qué pasa con las mulas?

– Nunca recuerdo si el burro es el padre o la madre.

– El burro es el padre, querida tía Em, y la madre es una Yegua.

– Sí, y los mulos no pueden tener hijos… i qué suerte! ¿Dónde está Dinny?

– Está en la ciudad, no sé dónde. – Debería casarse.

– ¿Por qué? – preguntó el general.

– Bueno, ¡allá va! Hen dijo que resultaría una buena dama de compañía. Es poco egoísta. Pero en eso radica el peligro. – Y, sacando un llavín de su monedero, lady Mont lo introdujo en la cerradura. – No puedo convencer a Lawrence de que beba té. ¿Queréis vosotros?

– No, gracias, Em.

– Le encontraréis sudando en la biblioteca. – Besó a su hermano y a su sobrino, y subió las escaleras corno si nadara. – Incomprensible – la oyeron decir cuando entraban en la biblioteca.

Hallaron a sir Lawrence rodeado de las obras de Voltaire de Switf, dado que estaba empeñado en una conversación imaginaria entre esos dos hombres serios. Escuchó gravemente el relato del general.

– He visto – dijo cuando su cuñado hubo terminado – que Hallorsen se ha arrepentido del daño hecho… Esto tiene que ser obra de Dinny. Creo que lo mejor sería hablar con él. Pero no aquí. No tenemos cocinera. Emily está aún haciendo la cura para adelgazar… Podríamos cenar juntos en el Coffee House. – Y cogió el teléfono.

Esperaban al profesor Hallorsen a las cinco e inmediatamente le darían el recado.

– Me parece más un asunto del Foreign Office que de la Policía – continuó sir Lawrence -. Vamos a ver al viejo Shropshire. Tiene que haber conocido mucho a tu padre, Con; y en el Foreign Office no existe estrella más fija que su sobrino Bobbie Farrar. El viejo Shropshire siempre está en casa.

Cuando llegaron a Shropshire House, sir Lawrence preguntó

– ¿Podemos ver al marqués, Pommett?

– Creo que está tomando… su lección, sir Lawrence. – ¿Lección? ¿De qué?

– ¿Será Einstein, sir Lawrence?

– Entonces el viejo guía al ciego y será un bien el salvarle. En cuanto sea posible, Pommett, háganos entrar.

– Sí, sir Lawrence.

– Ochenta y cuatro años y aún tiene humor para estudiar a Einstein. ¿Quién dijo que la aristocracia está en decadencia? Me gustaría ver al individuo que le enseña: debe poseer una singular fuerza de persuasión. Con el viejo Shropshire no se gastan bromas.

En ese momento apareció un hombre de aspecto ascético, con ojos profundos y fríos y muy escasos cabellos. Cogió un sombrero y, un paraguas que estaban sobre una silla y salió.

– ¡Ecce homo! -dijo sir Lawrence – ¿Quién sabe cuánto se hace pagar? Einstein es como el electrón y las vitaminas: ininteligible. Un caso de estafa completamente único. Vamos.

El marqués de Shropshire caminaba arriba y abajo por su estudio, moviendo su cabeza ágil y sanguínea, de cabellos grises, como si estuviera hablando consigo mismo.

– ¡Ah! El joven Mont – dijo -. ¿Has visto a ese hombre que acaba de salir? Se ofrecerá a enseñarte Einstein, pero no aceptes. No es capaz de explicar el espacio limitado, y no obstante infinito, mejor que yo.

– Pero tampoco Einstein puede hacerlo, marqués. -Todavía no me siento muy viejo, pero para las ciencias exactas, sí – dijo el marqués -. Le he dicho 'que no vuelva. ¿A quién tengo el gusto de ver?

– Mi cuñado, el general Sir Conway Cherrell, y su hijo, el capitán Hubert Cherrell D. S. O. Sin duda recordará usted al padre de Conway, marqués: fue embajador en Madrid.

– ¡Sí, sí, Dios mío, sí! Conozco también a su hermano Hilary: está cargado de electricidad. ¡Tomen asiento! ¡Siéntate, joven! ¿Se trata de algo que tiene que ver con la electric1dad, joven Mont?

– Para ser exactos, no, marqués; se trata más bien de una cuestión de extradición.

– ¡Vaya! – exclamó el marqués, y poniendo un pie sobre una silla apoyó su codo en la rodilla y la barbuda barbilla en una mano. – Mientras el general le explicaba,el asunto, permaneció en esa actitud mirando fijamente a Hubert, que estaba sentado con los labios prietos y los ojos bajos. Cuando el general hubo concluido, el marqués preguntó

– Su tío ha dicho D. S. O., ¿verdad? ¿En la guerra? – Sí, señor.

– Haré cuanto me sea posible. ¿Puedo ver esa cicatriz? Hubert se arremangó la manga derecha, desabrochó el puño de la camisa y descubrió el brazo, en el cual una larga cicatriz reluciente extendíase desde la muñeca hasta el codo. El marqués emitió un ligero silbido entre los dientes, aún todos suyos.

– Se salvó usted de milagro, joven.

– Sí, señor. Levanté el brazo en el preciso instante en que me acometía.

– Y ¿luego?

– Di un salto hacia atrás y disparé cuando se me volvía a echar encima. Después me desmayé.

– ? Ha dicho usted que hizo azotar a aquel hombre porque maltrataba a las mulas?

– Las maltrataba continuamente.

– ¿Continuamente? – repitió el marqués -.Hay quien piensa que los comerciantes de carne y las Sociedades Zoológicas maltratan continuamente a los animales, pero jamás he oído decir que se les azote por ello. Los gustos son diferentes. Y ahora, déjeme pensar: ¿qué puedo hacer? Joven Mont, ¿está Bobbie en Londres?

– Sí, marqués; le vi ayer en la Coffee House.

– Le diré que venga a almorzar. Si mal no recuerdo, no permite que los niños críen conejos y tiene un perro que muerde a todo el mundo. Eso debería ser una ventaja. A un hombre que ama a los animales siempre le gustaría azotar a quien no los ama. Antes de que te marches, joven Mont, ¿quieres decirme qué piensas de esto?

Y volviendo a poner el pie en tierra, el marqués se dirigió hacia un rincón, cogió una tela que estaba apoyada contra la pared y la acercó a la luz. Representaba, con relativa exactitud, a una joven desvestida.

– De Steinvitch – dijo el marqués -. ¿ Ofendería a la moral si estuviera, colgada?

Sir Lawrence se ajustó el monóculo

– Escuela cubista. Esto sucede cuando se vive con mujeres de cierta figura, marqués. No, no ofendería la moral, pero podría estropear la digestión: carne color verde mar, cabellos color tomate, estilo confuso. ¿La ha comprado usted?

– No, en realidad, no – contestó el marqués -. Dicen que tiene gran valor. Tú, ¿te la llevarías?

– Por usted, señor, haría muchas casas, pero ésta no.

– Ya me lo temía – suspiró el marqués – Sin embargo, me han dicho que posee cierta fuerza dinámica. ¡Bueno, queda zanjado el incidente! Quise mucho a su padre, general – añadió en tono más serio -; y si no se pudiera aceptar la palabra de su nieto contra la de esos muleros mestizos, creo que en este país habríamos alcanzado un estadio de altruismo tan -elevado que seria imposible que sobreviviésemos. Le haré saber lo que diga mi sobrino. Adiós, general; adiós, querido muchacho. La suya es una herida bien fea. Adiós, joven Mont. Eres incorregible.

Bajando la escalera, sir Lawrence miró su reloj.

– Hasta ahora -dijo – la cosa nos ha llevado veinte minutos, digamos veinticinco, de puerta a puerta. En América no obran con esta velocidad. Lo peor es que por poco tengo que cargar con una joven de estilo cubista. Ahora, a la Coffee House, a entrevistarnos con Hallorsen – y se encaminaron hacia St. James Street -. Esta calle – opinó – es la Meca del hombre occidental, como la Rue de la Paix es la Meca de la mujer occidental.

Y miró con expresión ligeramente irónica a sus des compañeros. ¡Qué hermosos shecimens de un producto que era al mismo tiempo razón de envidia y de mofa para todos los demás países! Por todo el Imperio Británico, los hombres, hechos más o menos según su imagen, realizaban el trabajo y se recreaban con tos juegos del mundo británico. El sol jamás se ponía sobre este tipo; la historia habíale contemplado y había decidido que sobreviviría. La sátira- le lanzaba dardos en todas sus coyunturas, pero rebotaban contra una armadura invisible. «Camina tranquilamente por los días del Tiempo», pensó, «por los caminos y los lugares del mundo, sin exhibir ni ciencia ni fuerza, ni cualquier otra cosa; dotado del firme convencimiento de ser él».

– Sí – dijo ante la puerta del Coffee House -, este sitio se me presenta como el centro perfecto del universo. Otros podrán decir que es el Polo Norte, o bien Roma, o Montmartre, pero yo otorgo el premio a la Coffee House, el Club más antiguo del mundo y, probablemente, el peor también. ¿Tenemos que lavarnos o posponer la operación hasta que se nos presente una oportunidad más indicada? En tal caso sentémonos aquí, en espera del apóstol de la plomada. Le juzgo un trabajador infatigable. Lástima que no podamos organizar un partido entre él y el marqués. Yo apostaría en favor del viejo.

– Ahí viene – observó Hubert.

El americano pareció enorme al entrar en el bajo vestíbulo del Club más antiguo del mundo.

– ¿Sir Lawrence Mont? – dijo -. ¡Ah, capitán! ¿El general sir Conway Cherrell? Orgulloso de conocerle a usted, general. Y ahora, ¿en qué puedo servirles, señores?

Con una gravedad que iba en aumento, escuchó atentamente el relato de sir Lawrence.

– ¡Es demasiado! No puedo tolerarlo. Iré a ver en seguida al ministro de Bolivia. Capitán, tengo las señas de Manuel y telegrafiaré a nuestro consulado de La Paz para que le pidan que haga inmediatamente una declaración ratificando lo que usted ha dicho. ¿Quién oyó jamás una locura tan condenada? Perdónenme, caballeros, pero no tendré paz hasta que no haya atado cabos. – Y haciendo un movimiento circular con la cabeza, desapareció.

Los tres ingleses volvieron a sentarse.

– El viejo Shropshire tendrá que cuidarse de que no le pisen los talones – comentó sir Lawrence.

Hubert no dijo nada. Estaba conmovido.

Silenciosas y desasosegadas, las dos muchachas se dirigieron hacia St. Agustine's-in-the-Meads.

– No sé quién me apena más – dijo Dinny de repente -. Jamás había pensado en la locura antes de ahora. La gente, por lo general, la convierte en una broma o bien la oculta. Pero me parece la cosa más lamentable del mundo, tanto más si es parcial, como en este caso.

Jean le dirigió una mirada maravillada. Dinny, sin la máscara del humorismo, era un ser nuevo.

– ¿Por qué dirección ahora?

– Por aquí; tenemos que atravesar Euston Road. Personalmente, no creo que tía May pueda alojarnos. Bueno, si no puede, llamaremos por teléfono a Fleur. ¡Ojalá lo hubiese pensado antes!

Su predicción se verificó: la Vicaría estaba atestada, su tía ausente y su tío en casa.

– Ya que nos hallamos aquí, será mejor enterarnos si tío Hilary os casará – dijo Dinny en voz baja.

Hilary, que desde hacía tres días tenía ahora la primera hora libre, estaba en mangas de camisa, tallando el modelo de un barco de vikingos. La reproducción en miniatura de buques antiguos era la ocupación favorita de quien no tenía ni tiempo ni musculatura para el alpinismo. El hecho de que para realizar esa tarea fuese necesario más tiempo que para concluir cualquier otra, y de que él dispusiera de menos tiempo que nadie, no le parecía excesivamente importante. Después de haber estrechado la mano de Jean, pidió permiso para continuar su trabajo.

– Tío Hilary – comenzó Dinny bruscamente -, Jean va a casarse con Hubert y quieren hacerlo con un permiso especial, Hemos venido a preguntarte si quieres casarlos tú.

Hilary detuvo su gubia, estrechó los ojos hasta que se convirtieron en dos cortes maliciosos y preguntó

– ¿Temes que cambie de idea? – Nada de eso – contestó Jean.

Hilary la estudió atentamente. Con dos palabras y una mirada le había convencido de que era una muchacha de carácter.

– Conozco a su padre – dijo -. Siempre se toma mucho tiempo para decidir las cosas.

– En este caso, papá se muestra perfectamente dócil. – Es cierto – afirmó Dinny -, Yo lo he visto.

– ¿Y el tuyo?

– No pondrá inconvenientes.

– Si es así – repuso Hilary, poniéndose a tallar de nuevo la popa de la nave – os casaré. No veo razón alguna por la que se deba retrasar el matrimonio, si estáis realmente decididos. – Se volvió hacia Jean -. Sería usted una buena alpinista; si la temporada no estuviese terminada, le recomendaría una ascensión como viaje de novios. Pero, ¿por qué no hacen un viaje en un barco pesquero por los mares del norte?

– Tío Hilary – explicó Dinny- rechazó un decanato. Es conocido por su ascetismo.

– Fueron los cordones del sombrero los que me decidieron a hacerlo, Dinny. Déjame decir que desde entonces las uvas jamás han estado maduras. No puedo imaginar por qué he rechazado una vida de bienestar, tiempo para reproducir todos los barcos del mundo, la posibilidad de ver mi nombre en los periódicos y el placer de ver aumentar mi barriga. Tu tía jamás deja de echármelo en cara. Si pienso en lo que tío Cuffs hizo con. su dignidad y en el aspecto que presentaba el día que murió, me veo ante toda mi vida mal aprovechada y me figuro cómo seré cuando me bajen: del coche fúnebre. ¿Su padre es un hombre enérgico, señorita Tasburgh?

– ¡Oh, se limita a pasar el tiempo! – respondió Jean -. Pero es una consecuencia de la vida en el campo.

– ¡ No del todo! Pasar el tiempo y creer que uno no lo está haciendo… es la definición universal de «El hombre que fue».

– Excepción hecha -dijo Dinny – del «hombre que jamás fue». Tío, el capitán Ferse ha vuelto hoy repentinamente a casa de Diana.

El rostro de Hilary se puso serio.

– ¿Ferse? O es algo terrible o bien es una muestra de la misericordia divina. ¿Lo sabe tu tío Adrián?

– Sí. Yo le he acompañado. Diana estaba fuera. – ¿Has visto a Ferse?

– Yo he entrado y le he hablado -dijo lean -. Parecía estar perfectamente cuerdo. No obstante, me ha encerrado con llave en una salita.

Hilare continuaba inmóvil.

– Tenemos que decirte adiós, tío. Vamos a casa de Michael

– Hasta la vista y muchísimas gracias, señor Cherrell.

– Sí – dijo Hilary, ausente -, hay que esperar lo mejor. Las dos muchachas subieron al coche y partieron en dirección a Westminster.

– Es evidente que espera lo peor – observó Jean.

– No es difícil, cuando las dos alternativas son tan terribles.

– ¡Gracias!

– No, no – murmuró Dinny -. No era a ti a quien me refería. -Y pensó con cuánta firmeza podía Jean seguir por una senda cuando había comenzado a encaminarse por ella…

Ante la casa de Michael encontraron a Adrián quien, habiendo telefoneado a Hilary, se enteró de su cambio de alojamiento. Cuando hubo comprobado que Fleur podía alojar a las dos muchachas, las dejó; pero Dinny, afligida por la expresión de su rostro, corrió tras él. Se dirigía hacia el río y lo alcanzó en la esquina del Square.

– ¿Prefieres estar solo, tío?

– Me satisface tu compañía, Dinny. Vamos.

Dinny deslizó una mano debajo de su brazo y marcharon ambos hacia el oeste, a lo largo del Embankment, caminando a buen paso. Dinny no hablaba, prefiriendo que fuera él quien empezara, si lo deseaba.

– ¿Sabes? He ido a esa Clínica diversas veces – dijo Adrián al cabo de un rato – para ver cómo marchaba el estado de Ferse y para asegurarme de que le trataban bien. Me pesa no haber ido allí durante estos últimos meses. Pero me daba reparo. Acabo de hablar con ellos por teléfono. Querían presentarse, pero les he dicho que no lo hagan. ¿Qué podrían hacer? Admiten que durante las dos últimas semanas se ha mostrado perfectamente normal. En estos casos, parece que aguardan por lo menos un mes antes de avisar. Ferse mismo dice que estaba normal desde hacía tres meses.

– ¿Qué clase de sitio es?

– Una casa de campo bastante grande. Sólo hay unos diez pacientes; cada uno tiene sus propias habitaciones y su enfermero. Es uno de los mejores lugares que se puedan encontrar. Pero siempre me ha producido una sensación de horror, con sus muros armados de púas y su aspecto de lugar escondido. No sé si soy supersensible, Dinny, pero esta enfermedad me parece realmente demasiado terrible.

Dinny le apretó el brazo.

– A mí también. ¿Cómo ha logrado escaparse?

– Estaba tan normal que ya no lo vigilaban. Parece que ha dicho que iba a descansar y se ha zafado durante la hora del almuerzo. Sin duda observó que algunos proveedores llegaban a determinada hora del día, porque se ha escabullido mientras el portero llevaba adentro los paquetes. Ha hecho a pie el camino hasta la estación y ha cogido el primer tren. No son más que veinte millas. Ha debido llegar a la ciudad antes de que se dieran cuenta de su ausencia. Mañana iré allí.

– ¡Pobrecito tío! – dijo Dinny, con dulzura.

– Querida, así es la vida. Pero quedarme en suspenso entre dos horrores no es mi sueño predilecto.

– ¿Es hereditaria la locura de Ferse? Adrián asintió con un movimiento de cabeza.

– Su abuelo murió delirando. Pero de no ser por la guerra, quizá la locura no se hubiera desarrollado en Ferse. ¿Quién sabe? ¿Demencia hereditaria? ¿Es justo? No, Dinny, yo no creo que la divina misericordia…, Una fuerza creadora que lo abarca todo y una potencia de visión sin principio ni fin son cosas que se comprenden. Pero… no podemos atarlas con correa. ¡Piensa en un manicomio! Uno no se atreve a imaginarlo, Y considera lo que significa para esas pobres criaturas el hecho de que uno no se atreva. Las personas sensibles retroceden, de modo que están a merced de los insensibles. ¡Que Dios las ampare!

– Según tú, Dios no quiere.

– Dios significa la ayuda que el hombre da al hombre. -dijo alguien- Sea como fuere, es la única idea cierta que de Él nos podemos forjar.

– ¿Y el demonio?

– Es el mal que el hombre hace al hombre, sólo que en esta definición yo comprendería también a los animales.

– Puro Shelley, tío.

– Y podría ser mucho peor. Pero yo me estoy volviendo el tío malvado que corrompe la ortodoxia de los jóvenes.

– Aquí está Oakley Street. ¿Quieres que vaya a preguntarle a Diana si necesita algo?

– ¿Que si quiero? Te aguardaré en esta esquina, Dinny, y te lo agradezco infinito.

La muchacha anduvo de prisa, no mirando ni a derecha ni a izquierda, y pulsó el timbre. La misma doncella abrió la Puerta.

– No quiero entrar, pero, ¿podría preguntarle a la señora Ferse, sin que nadie se dé cuenta, si se encuentra bien y si necesita algo? Dígale que estoy en casa de la señora de Michael Mont, que puedo venir en cualquier momento y quedarme aquí, si ella lo desea.

Durante la ausencia de la doncella tendió el oído, pero no oyó ningún rumor hasta que la doncella volvió.

– La señora ha dicho, señorita, que le da las gracias de todo corazón, y que no dejará de mandarla a buscar si la necesita. – De momento se encuentra bien, señorita, pero, Dios mío, «estamos» todas en tal estado… Esperemos lo mejor. Le envía a usted cariñosos recuerdos, señorita, y dice que el señor Cherrell no esté preocupado.

– Gracias- dijo Dinny-. Salúdela afectuosamente de parte nuestra y dígale que todos estamos… dispuestos.

Luego, apresuradamente, sin mirar a su alrededor, volvió donde Adrián la aguardaba. Le repitió el recado y continuaron su camino.

– Colgados en el aire – se lamentó Adrián -. ¿Existe algo más atormentador? ¿Y hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? Pero, como dice Diana, es menester que no nos preocupemos.

Y emitió una risita forzada. Empezaba a oscurecer y bajo aquella luz desalentadora, que no pertenecía ni al día ni a la noche, los extremos desiguales de las calles y de los puentes parecían escuálidos e inconsistentes. El crepúsculo terminó. A la luz de los faroles las formas de las cosas volvieron a comparecer y los perfiles se suavizaron.

– Mi querida Dinny – dijo Adrián -, no me siento en condiciones de seguir andando. Creo que haríamos mejor en regresar.

– Entonces ven a cenar a casa de Michael, tío… ¡por favor!

Adrián meneó la cabeza.

– Los esqueléticos no deberían asistir a los banquetes. No sé cómo soportarme a mí mismo, como estoy seguro que decía tu vieja niñera.

– No, no lo decía. Era escocesa. ¿Ferse es un nombre escocés?

– Puede que lo fuera en su origen. Pero Ferse procede del West Sussex, por la parte de los- Downs. Es hijo de una antigua familia.

– ¿Tú crees que las familias antiguas son extrañas?

– No sé por qué. Cuando hay un caso de extravagancia en una familia antigua, naturalmente llama la atención en vez de pasar inadvertido. Los miembros de las familias antiguas no se casan entre sí, como sucede con los campesinos.

Intuyendo las cosas que podían distraerle, Dinny continuó – Tío, ¿crees que la antigüedad de una familia resulta en cierta manera una ventaja?

– ¿Qué es la antigüedad? Bajo determinado aspecto, todas las familias son igualmente antiguas. Pero si piensas en las cualidades resultantes de las alianzas hechas durante varias generaciones en la misma clase social, bueno…, no sé, desde luego se obtiene una buena raza, dando a esta palabra el sentido que le damos hablando de perros o de caballos. Pero se puede lograr lo mismo en todas las circunstancias físicas favorables: tanto en los montes como a orillas del mar, dondequiera que las condiciones sean buenas. Una estirpe sana produce una estirpe sana. Esto es evidente. Conozco unos villorrios en el extremo norte de Italia donde no existe una sola persona de alto rango; sin embargo, no hay nadie que no posea belleza y un aspecto distinguido. Pero cuando se trata de una generación derivada de personas geniales o que poseen las cualidades excepcionales que hacen sobresalir a los hombres, sospecho que se produce más bien una desviación que no una simetría. Las familias de origen y tradición militar o naval son las que tienen, quizá, las mejores posibilidades: buen físico y no mucho cerebro; pero las Ciencias, el Derecho y el Comercio producen efectos deletéreos. ¡No! Donde creo que las familias «antiguas» puedan tener una ventaja es en el sentido más definido de orientación que pueden dar a sus hijos durante su educación, en la tradición establecida, en el objetivo establecido y puede que también en mejores oportunidades en el mercado matrimonial; y, en la mayor parte de los casos, en una vida transcurrida en el campo, en un ferviente deseo de seguir el propio camino y en una mayor experiencia en emprenderlo. Lo que en los seres humanos suele llamarse «raza» es más un atributo de la mente que del cuerpo. Lo que uno piensa y siente es debido a la tradición, al hábito, a la educación. Pero te estoy aburriendo, querida.

– No, no, tío; todo esto me interesa mucho. ¿Entonces tú crees más en la herencia de una actitud determinada frente a la vida, que en la de la sangre?

– Sí, pero las dos cosas están muy mezcladas.

– ¿Crees que la «antigüedad» va desapareciendo, y que pronto ya no se transmitirá nada?

– ¡Quién sabe! Las tradiciones son extraordinariamente persistentes y en este país existe un gran mecanismo para conservarlas vivas. Hay gran cantidad de trabajo administrativo que ejecutar, ¿comprendes?, y la gente más apropiada para esta clase de trabajo es la que, de joven. Ha tenido más experiencia al emprender su propio camino, ha aprendido a no hablar de sí misma y a hacer las cosas porque es su deber. Es la que administra todos los Servicios Públicos, por ejemplo, y la que seguramente continuará administrándolos. Pero hoy en día uno tiene que fatigarse hasta el agotamiento para justificar sus propios privilegios.

– Muchos – dijo Dinny – parecen agotarse antes y fatigarse después. Bueno, ya volvemos a estar ante la casa de Fleur. ¡Vente, tío! Si Diana necesitara algo, estarías más fácilmente a su disposición.

– Muy bien, querida, y que Dios te bendiga. Me has hecho hablar de un tema en el que pienso bastante a menudo. ¡Serpiente!

CAPÍTULO XVIII

Usando el teléfono con tenacidad, Jean había logrado descubrir a Hubert en el Coffee House y tener noticias suyas. Se cruzó con Dinny y Adrián cuando éstos entraban.

– ¿Adónde vas?

– No tardaré mucho en regresar – contestó, y dio la vuelta a la esquina.

Dado que no conocía bien Londres, llamó al primer taxi que vio. Cuando hubo llegado a Eaton Square, ante una mansión grande y de aspecto triste, despidió el taxi y oprimió el timbre.

– ¿Está en Londres lord Saxenden? – Sí, milady, pero no se halla en casa. – ¿Cuándo volverá?

– Su Señoría estará de regreso a la hora de cenar, pero… – Entonces aguardaré.

– Perdóneme… milady…

– Nada de milady – replicó Jean, tendiendo un tarjeta ~' de visita – Pero me recibirá lo mismo.

El hombre luchó un momento consigo mismo y por fin dijo.

– ¿Quiere pasar aquí, mi… señorita?

Jean entró. La salita estaba desnuda, excepto algunas sillas que databan del período del Imperio, un candelabro y dos consolas con repisas de mármol.

– Haga el favor de entregarle mi tarjeta en cuanto llegue. El hombre pareció recobrarse.

– Su Señoría tendrá mucha prisa, señorita.

– No más que yo. No se preocupe por eso – respondió, tomando asiento en una silla dorada.

El hombre se retiró. Con los ojos fijos ora sobre la plaza que se iba oscureciendo, ora sobre el reloj de mármol dorado, permaneció sentada, esbelta, elegante, llena de vigor, entrela zando los largos dedos de sus manos finísimas, de las cuales se había quitado los guantes. El hombre volvió a entrar y corrió las cortinas.

– ¿No desea dejar algún recado, señorita, o bien escribir un billete?

– No, gracias.

El hombre se quedó allí un momento, como preguntándose si llevaba armas.

– . ¿La señorita «Tasburg»? -preguntó.

– «Tasborough» – contestó Jean -. Lord Saxenden me conoce.

– Perfectamente, señorita -dijo el hombre, y volvió a salir con cierta precipitación.

Las agujas del reloj indicaban casi las siete cuando Jean oyó un rumor de voces procedentes de la entrada. Un momento más tarde la puerta se abrió y entró lord Saxenden con su tarjeta de visita en la mano: en la expresión de su rostro, pasado, presente y futuro parecían ponerse de acuerdo.

– Encantado – dijo -, realmente encantado.

Jean levantó la mirada, y mientras le tendía la mano se le ocurrió pensar: «¡Bacalao en remojo!»

– Ha sido usted extraordinariamente amable atendiéndome.

– Nada de eso.

– Quería anunciarle mi compromiso con Hubert Cherrell. Sin duda recordará usted a su hermana, la sobrina de lady Mont. ¿Ha oído usted hablar de una absurda demanda de ex tradición? Es una cosa increíblemente estúpida. Fue un puro caso de autodefensa: tiene una herida de lo más terrible y podría enseñársela a usted en cualquier momento.

Lord Saxenden musitó algo imperceptible. Sus ojos habíanse vuelto fríos.

– De modo que, ¿comprende? Quería rogarle a usted que hiciese, retirar esa demanda. Sé que es usted una persona que goza de autoridad.

– ¿De autoridad? Ni poco ni mucho. Absolutamente nada. Jean sonrió.

– ¡Claro que es usted una persona de prestigio! Todo el mundo lo sabe. ¡Esto me toca tan de cerca!

– Pero, usted no estaba comprometida la otra noche, ¿verdad?

– No.

– ¡Qué repentino!

– ¿No son repentinos todos los noviazgos?

Quizá no se daba cuenta del golpe que con esa noticia daba a un hombre que pasa de los cincuenta y que había entrado en la habitación con la vaga esperanza de haber causado sensación sobre su juventud. Sin embargo, logró comprender que había desilusionado la buena opinión que se formara de ella, mientras él había desilusionado las esperanzas que ella fundara sobre su persona. Ahora le dirigía una mirada aguda y cortés. «Más refractario de lo que me suponía», pensó Jean, y cambiando de tono, dijo fríamente

– Después de todo, el capitán Cherrell es un D. S. O. Un inglés no deja en apuros a otro inglés, ¿no es así? Sobre todo si han ido a la misma escuela.

Esta observación de notable astucia, hecha en ese momento de desilusión, impresionó al que había sido «Snubby Bantham». – ¡Oh! – dijo -. ¿También él estuvo allí?

– Sí; y usted bien sabe qué vida hizo durante aquella expedición. Dinny le leyó a usted parte de su Diario.

Se oscureció el color del rostro de lord Saxenden y, con repentina exasperación, replicó

– Ustedes, señoritas, creen que no tengo más que hacer que meterme en los asuntos que no me atañen. La extradición es cosa legal.

Jean lo miró con los párpados entornados. El infeliz par hizo un movimiento como para protegerse la cabeza.

. ¿Qué puedo hacer? – preguntó bruscamente-. No me escucharían.

– Inténtelo – respondió Jean -. A ciertos hombres siempre se les escucha.

Los ojos de lord Saxenden brillaron.

– Dice que tiene una cicatriz. ¿Dónde?

Jean se arremangó la manga del brazo izquierdo.

– De aquí hasta aquí. Disparó cuando el hombre se le estaba echando- encima por segunda vez.

– ¡Jem!

Mirando atentamente el brazo, repitió esta profunda observación. Luego hubo un silencio hasta que Jean inquirió repentinamente

– ¿Le gustaría a «usted» verse amenazado de extradición, lord Saxenden?

Éste hizo un movimiento de impaciencia.

– Pero se trata de un asunto oficial, señorita. Jean lo miró de nuevo.

– ¿Es realmente cierto que jamás se ejerce una influencia desinteresada sobre las personas?

Él rió.

– Almuerce conmigo en la Parrilla del Piedmont… pasado mañana…, no, el viernes, y le diré si he podido hacer algo. Jean sabía siempre cuándo había llegado el momento de callar. En los comités parroquiales jamás hablaba durante mucho rato.

– Muchísimas gracias, ¿A la una y media?

Lord Saxenden, maravillado, afirmó con la cabeza. Aquella joven poseía cierta decisión que pasmaba a una persona cuya vida había transcurrido entre los negocios públicos, los cuales destacan por la falta de esa cualidad.

– ¡Hasta la vista! – dijo Jean.

– Adiós, señorita Tasburgh. Muchas felicidades.

– Gracias. De su interés dependerá el podérmelas ofrecer. Antes de que él pudiese contestar, había desaparecido. Jean volvió a pie y con el ánimo apaciguado. Pensaba con claridad y viveza, con una natural desconfianza hacia los actos de los demás. Tenía que ver a Hubert esta misma noche.

En cuanto llegó a casa, se dirigió inmediatamente al teléfono y llamó al Coffee House.

– ¿Hubert? Soy Jean. – Dime, querida.

– Ven aquí después de cenar.. Necesito verte. – ¿Hacia las nueve?

– Sí. Un beso. Adiós. – Y colgó el auricular.

Se detuvo un momento antes de subir a vestirse, como para justificar su sobrenombre de «leoparda». Parecía, efectivamente, la imagen de la juventud que acecha su propio porvenir: esbelta, atenta, inmóvil, perfectamente en su lugar en la salita de Fleur, refinada y de buen estilo, y no obstante extraña y en contraste con el ambiente, como hubiera podido estarlo un gato.

Durante la cena, cuando uno de los comensales tiene algún motivo de ansiedad y los demás lo saben, es menester evitar todo asunto que no se preste a un cambio de conversación a fuego rápido. Nadie hizo alusión al tema Ferse y, después del café, Adrián se marchó. Dinny le acompañó hasta la puerta. -Buenas noches, tío. Dormiré con mi maletín de socorro al alcance de la mano. Desde aquí se puede llamar un taxi. Prométeme que no estarás preocupado.

Adrián sonrió, pero por su rostro veíase que estaba sufriendo. Jean fue al encuentro de Dinny cuando ésta volvía y te comunicó las últimas noticias de Hubert. A su primer sentimiento de consternación, siguió una indignación abrasadora. -¡Qué profundo bandolerismo!

– Sí -asintió Jean -. Hubert vendrá dentro de unos momentos y quiero hablarle a solas.

– En tal caso, llévalo al despacho de Michael. Se lo iré a decir. El Parlamento debería saberlo. Lo malo es que están cerradas las sesiones. Parece que estén abiertas únicamente cuando no hace falta.

Jean aguardó en el vestíbulo a que llegara Hubert. Cuando se encontró con él en la sala cuyas paredes estaban cubiertas con grabados humorísticos correspondientes a las tres últimas generaciones, le hizo arrellanarse en un sillón más confortable y, acto seguido, se sentó sobre sus rodillas. Durante unos minutos permaneció con los brazos alrededor de su cuello y con los labios más o menos sobre los suyos.

– Basta – dijo levantándose y encendiendo dos cigarrillos -. Este asunto de la extradición no seguirá adelante, Hubert.

– ¿Y si siguiese?

– No seguirá. Pero si siguiese, sería una razón de más para que nos casemos inmediatamente.

– Querida mía, no puedo hacerlo de ningún modo.

– Debes. No vayas a creer que si te envían a Bolivia – lo que es un absurdo – yo no iría también. Desde luego que iría, y en el mismo barco, casada o no.

Hubert la miró.

– Eres una mujer maravillosa. – dijo – pero…

– Sí, ya sé. Tu padre, y tu valor, y tu deseo de hacerme feliz por mi propio bien, y todo lo demás. He hablado con tu tío Hilary. Está dispuesto a todo; es sacerdote y hombre de experiencia. Ahora bien, le informaremos del cariz que han tomado las cosas y, si aún está dispuesto a casamos, lo haremos. Iremos a verle juntos, mañana por la mañana.

– Pero…

– ¡Pero! Puedes fiarte de él. Me parece una persona muy sincera.

– Sí – asintió Hubert -, nadie es más sincero que él. – Perfectamente. En ese caso, no hay que discutir más. Ahora puedes volverme a besar.

Y se sentó de nuevo sobre sus rodillas. Por lo tanto, así les hubieran sorprendido, de no ser por su agudo oído. Cuando Dinny abrió la puerta, Jean estaba examinando al «Mono Blanco» colgado en la pared y Hubert sacaba un cigarrillo de su pitillera.

– Este mono es extraordinariamente bueno – dijo Jean -. Nos casaremos lo mismo, Dinny, a pesar de esas historias… Es decir, si vuestro tío Hilary todavía está dispuesto a unirnos. Podrás venir con nosotros mañana por la mañana, si quieres. Dinny miró a Hubert, que se había puesto en pie.

– Es incorregible – sonrió -. Con ella, no hay nada que hacer.

– Y nada podrás hacer sin mí. ¡Figúrate! Creía que si las cosas llegaban a lo peor y él tenía que partir para que lo procesen, yo me quedaría aquí. Los hombres son realmente como niños… ¿Que dices, Dinny?

– Me alegro.

– Todo dependerá de tío Hilary – repuso Hubert -. Esto lo comprendes, ¿verdad, Jean?

– Sí. Está en contacto con la vida real y haremos lo que diga. Ven a buscamos mañana a las diez. Dinny, vuélvete de espalda. Le daré un beso y luego tendrá que marcharse. Dinny se volvió.

– Ahora – dijo Jean.

Un poco más tarde las dos muchachas subieron a acostarse. Sus habitaciones eran contiguas y estaban amuebladas con el acostumbrado buen gusto de Fleur. Charlaron durante un ratito, luego se abrazaron y se separaron. Dinny empleó bastante tiempo para desvestirse.

El Square tranquilo, habitado principalmente por diputados del Parlamento, actualmente ausentes por vacaciones, tenía pocas luces en las ventanas de las casas; ni un soplo de viento movía las oscuras ramas de los árboles; el aire que entraba por la ventana abierta no conocía la dulzura de la noche y los sordos rumores de la ciudad mantenían vivas en ella las sensaciones palpitantes de aquella larga jornada.

«Yo no podría vivir con Jean», pensó Dinny, pero con una justicia aún mayor, añadió: «Pero Hubert sí podrá. Necesita una mujer así». Y sonrió con una mueca, burlándose de su propia sensación de haber sido abandonada. Cuando estuvo acostada, su pensamiento se dirigió hacia el temor y la congoja de Adrián, de Diana, y de su infeliz marido, separado de ella, separado de todos. En la oscuridad de la noche le parecía ver sus ojos vacilantes, ardientes, intensos; los ojos de un ser que suspiraba por hallarse en su casa, por descansar, y que no podía hacerlo. Se subió las mantas hasta los ojos y, para consolarse, repitió incansablemente unos versos infantiles.

CAPITULO XIX

Quien hubiese querido escudriñar en el alma de Hilary Cherrell, Vicario de St. Agustine's-in-the Meads, en esa intimidad que se oculta detrás de cada apariencia, de cada palabra pronunciada e incluso de cada gesto humano, habría visto que no creía que su actividad pletórica de fe llevase a parte alguna. Pero tenía el «servir» en la sangre y en los huesos, es decir, el servir como lo hacen los que guían y dirigen. Al igual que un perro «setter» sin amaestrar, que cuando lo llevan de paseo comienza en seguida a seguir el rastro de la caza; al igual que un perro dálmata que, llevado en una cabalgata, sigue inmediatamente las pisadas del caballo; así era innato en el carácter de Hilary, que descendía de aquellas familias que durante muchas generaciones ofrecieron sus hombres al servicio del país, el agotarse guiando, dirigiendo, y trabajando loor la gente que le rodeaba, sin la convicción de que su guía y su ministerio hiciesen algo más que señalar el camino de su propio deber. En una época en la que todo hallábase oscurecido por la duda y en la que la tentación de mofarse de la aristocracia y de la tradición era irresistible, él representaba un orden social educado en la misión de continuar su trabajo, no porque viese en ello un beneficio para los demás o porque intuyese su propio beneficio, sino porque volver la espalda al trabajo era algo comparable con la deserción. Hilary jamás soñaba en justificar a los de su «clase» o en explicar la esclavitud a que su padre el diplomático, su tío el obispo, sus hermanos el soldado, el conservador y el juez (dado que Lionel acababa de obtener su nombramiento) estaban condenados. De ellos, como de sí mismo, pensaba: «¡Duro, y a la cabeza!». Además, cada una de sus actividades tenía alguna ventaja evidente que podía señalar, pero que, en su corazón, pensaba que era como si estuviese grabada sobre papel en vez de estarlo sobre piedra.

Había despachado una complicada correspondencia cuando, a [es nueve y media del día siguiente a la reaparición de Ferse, Adrián entró en su despacho, que estaba en bastante mal estado. únicamente Hilary, entre los numerosos amigos de Adrián, comprendía y apreciaba los sentimientos y la posición de su hermano. Entre ellos no mediaban más que dos años de diferencia; de niños fueron amigos inseparables; ambos eran alpinistas y antes de la guerra estaban acostumbrados a ser compañeros en ascensiones difíciles y en descensos aun más peligrosos; los dos estuvieron en la guerra, Hilary como capellán en Francia y Adrián, que hablaba árabe, como intérprete en Oriente Aparte de todo, tenían un carácter completamente distinto, lo cual resulta favorable para una larga amistad. Entre ellos no hacían falta explicaciones de índole íntima; inmediatamente se constituían en Comité Ejecutivo.

– ¿Qué noticias hay esta mañana? – preguntó Hilary. – Dinny me ha comunicado que todo está tranquilo; pero, más tarde o más temprano, la calma de Ferse se derrumbará debido a la tensión de estar en la misma casa que Diana. Por ahora puede bastarle la sensación de que se halla en su hogar y de que está libre, pero yo no le concedo más de una semana. Ahora voy a la Clínica, pero no creo que sepan más de cuanto sabemos nosotros.

– Perdóname, viejo, pero lo mejor sería que hiciese vida normal con ella.

El rostro de Adrián se contrajo.

– Es superior a las fuerzas humanas, Hilary. La convivencia, absoluta resultaría demasiado cruel. No se le puede pedir eso a una mujer.

– A menos que el pobre diablo se conserve cuerdo

– La decisión no la podemos tomar nosotros, sino ella. No te olvides cuánto sufrió antes de que le encerraran en esa Clínica mental. Deberíamos conseguir que se alejase de su casa, Hilary.

– Sería más sencillo que «ella» buscase un refugio.

– ¿Quién podría ofrecérselo, excepto yo mismo? Lo que, seguramente, a él le haría volver a perder la razón.

– Si pudiese amoldarse a las condiciones de esta casa, podríamos alojarla nosotros – repuso Hilary.

– ¿Y los niños?

– Podríamos arreglarnos de un modo u otro. Pero dejarlo solo y ocioso no le ayudará a mantenerse cuerdo. ¿Está en condiciones de hacer algo?

– Creo que no. Cuatro años de esa clase de vida bastan para destruir a un hombre. Además, ¿quién le daría un empleo? ¡Si pudiese convencerle de que se viniese a vivir conmigo!

– Dinny y la otra muchacha me dijeron que tiene buen aspecto y que habla razonablemente.

– En cierto sentido, sí. A lo mejor, en la clínica nos pueden dar alguna sugerencia.

Hilary cogió el brazo de su hermano.

– Muchacho, es horrible para ti. Pero apuesto a que será menos malo de lo que esperamos. Hablaré con May. Si después de haber visto a los médicos crees conveniente que Diana se refugie aquí…, ofréceselo.

Adrián estrechó la mano de su hermano. – Voy a coger el tren.

Cuando se quedó solo, Hilary permaneció inmóvil, con la frente arrugada. Había visto tantas veces en su vida la inexorabilidad de la Providencia, que ya no la clasificaba como be névola, ni siquiera en sus sermones. Por otra parte, había visto a muchas personas vencer sus desdichas a base de pura tenacidad y a muchas otras, vencidas por sus propias desdichas, adaptarse a ellas bastante bien; por lo tanto, se había convencido de que, por lo general, exagerábase la importancia de la infelicidad, y estaba seguro de que las cosas perdidas eran habitualmente ganadas. Lo importante era seguir adelante sin preocuparse. En ese momento recibió su segunda visita, la de Millicent Pole, – quien, a pesar de haber sido absuelta, perdió su empleo en Petter and Polin's: la declaración de inocencia hecha por la Ley no había borrado el recuerdo de lo sucedido. Llevaba un gracioso traje azul marino y todo su dinero estaba invertido, por decirlo así, en sus medias. Se quedó de pie, aguardando que la catequizaran.

– Bien, Millie, ¿qué tal está tu hermana? – Regresó ayer, señor Cherrell.

– ¿Se hallaba en condiciones de regresar?

– No lo creo, pero me dijo que si no volvía perdería su empleo.

– No veo el motivo.

– Porque si seguía ausente más tiempo hubieran podido pensar que también ella estaba complicada en «aquel» asunto. – Bueno, ¿y tú? ¿Te gustaría ir al campo?

– ¡Oh, no!

Hilary la contempló. Era una muchacha bonita, con una graciosa figura, tobillos finos y una boca dócil. Tenía el absoluto convencimiento de que hubiera debido estar casada.

– ¿Tienes novio, Millie? La muchacha sonrió.

– Lo tengo, pero no en plan formal, señor.

– ¿No lo suficientemente formal para casarse contigo? – Por lo que puedo ver, no tiene ganas de hacerlo. -¿Y tú?

– Yo no tengo prisa.

– Bueno, ¿tienes algún plan?

– Me gustaría… bien, me gustaría hacer de maniquí. – Va. ¿Te ha dado Petters buenas referencias?

– Sí, y me ha dicho que sentía que tuviese que marcharme; pero como los periódicos han hablado tanto, las otras muchachas…

– Sí. Ya sabes, Millie, que fuiste tú quien te metiste en el embrollo. Yo te defendí porque te encontrabas en una posición difícil, pero no estoy ciego. Has de prometerme que no volverás a hacer una cosa semejante, porque es el primer paso hacia la ruina completa.

La muchacha le dio la contestación que él esperaba, es decir, no respondió.

– Voy a llevarte a que veas a mi esposa. Consulta con ella, y si no logras encontrar un empleo como el que tenías, podríamos enseñarte rápidamente lo que es necesario para que consigas un puesto de camarera en un restaurante. ¿No te gustaría?

– Jamás he pensado en ello.

Lo miró, entre tímida y sonriente. «Una chica como ésta debería recibir una dote del Estado; no hay otro modo para protegerla del peligro», pensó Hilary, y dijo

– Dame un apretón de mano, Millie, y recuerda lo que te he dicho: Tu madre y tu padre fueron amigos míos. Tú debes respetar su memoria…

– Sí, señor Cherrell.

«¡Ya lo creo!», pensó Hilary, acompañándola hasta el comedor, al otro extremo del pasillo, donde su mujer estaba trabajando ante la máquina de escribir. Cuando hubo vuelto a su despacho, abrió el cajón del escritorio y se dispuso a luchar con las cuentas, puesto que aún no había tenido ocasión de conocer un lugar donde el dinero tuviese más importancia que en aquel escuálido centro de un mundo cristiano, cuya religión desprecia el dinero.

«Los lirios del campo – pensó – no trabajan, ni tejen, pero desde luego piden limosna. ¿Qué diablos he de hacer para mantener en pie el Instituto hasta fin de año?»

El problema todavía no estaba solucionado, cuando- la doncella le anunció

– El capitán, la señorita Cherrell y la señorita Tasburgh. «¡Caspita! – se dijo -. Ésos no pierden el tiempo.»

No había vuelto a ver a su sobrino desde su regreso de la expedición Hallorsen. Lo afligió la expresión lúgubre y envejecida de su rostro.

– Congratulaciones, muchacho; ayer oí hablar de tus aspiraciones.

– Tío – dijo Dinny -, prepárate a hacer el papel de Salomón.

– La reputación y la sabiduría de Salomón, mi irreverente sobrina, son quizá las más frágiles de toda la historia. Piensa en el número de sus mujeres. Bueno, ¿qué sucede?

– Tío Hilary – explicó Hubert -, he recibido aviso de que probablemente se extenderá contra mí una orden de extradición a causa del mulero que maté. Jean desea que nos casemos en seguida, a pesar de eso…

– Por eso – lo interrumpió Jean.

– Yo creo que es demasiado arriesgado y que no es justo para con ella. Pero hemos convenido en exponerte la situación y sometemos a tu juicio.

– Gracias – murmuró Hilary -. Y, ¿por qué precisamente a mí?

– Porque tú sabes más que nadie, excepto los funcionarios dé policía, tomar rápidamente una decisión – terció Dinny. Hilary hizo una mueca.

– Con tu conocimiento de las Escrituras, Dinny, podías haber recordado el ejemplo de la última gota. ¡Sin embargo…! Miró a Jean, luego a Hubert, y de nuevo a Jean.

– No ganamos nada aguardando – dijo ésta -, porque, en todo caso, si le cogieran a él me iría también yo.

– ¿Lo haría? – Desde luego. – ¿Podrías impedírselo, Hubert?- No, supongo que no.

– Entonces, queridos muchachos, ¿me encuentro frente a un caso de amor fulminante?

Ninguno de los dos le contestó, pero Dinny dijo

– ¡Oh, sin duda; pude verlo en el campo de croquet, en Lippinghall!

Hilary asintió.

– Bueno, éste es un tanto en favor vuestro. A mí me sucedió lo mismo y jamás tuve que arrepentirme de ello. ¿Es realmente probable tu extradición, Hubert

– No – contestó Jean.

– ¿Tú que dices, Hubert?

– No lo sé. Papá está preocupado, pero varias personas hacen lo que pueden. Tengo esta cicatriz, ¿sabes? – y se subió la manga.

Hilary movió la cabeza – Es una suerte.

Hubert hizo una mueca. Con aquel clima infernal no había sido precisamente una suerte.

– ¿Ya has conseguido el permiso? – Afín no.

– Cuando te lo concedan, os casaré. – ¿De veras?

– Sí. Puede que me equivoque, pero no lo creo.

– No se equivoca usted – aseguró Jean, cogiéndole una mano -. ¿Le irá bien mañana por la tarde, a las dos, señor Cherrell?

– Déjeme mirar mis notas. – Echó un vistazo y asintió. – ¡Estupendo! – gritó Jean -. Ahora Hubert y yo iremos a recoger el permiso.

– Te estoy sumamente agradecido, tío – repuso Hubert -, si crees realmente que no es hacer las cosas con los pies.

– Querido muchacho – dijo Hilary -, dado que piensas unirte a una muchacha como Jean, debes esperarte cosas de este tipo. Aurevoir. ¡Que Dios os bendiga!

Cuando hubieron salido, se volvió hacia Dinny.

– Estoy muy conmovido, Dinny. Ha sido un cumplido encantador. ¿Quién ha pensado en ello?

– Jean.

– Entonces o es una buena conocedora de caracteres o no los conoce en absoluto. No sé a qué atenerme. Pero desde luego el trabajo se ha hecho rápidamente. Eran las diez y cinco cuando habéis entrado y ahora son las diez y catorce. No sé si alguna vez he dispuesto de la vida de dos personas en menos tiempo. Los Tasburgh no tienen graves defectos, ¿verdad?

– No. Simplemente parecen un poco precipitados.

– En resumidas cuentas, me agrada que sean precipitados. Por lo general eso indica un buen fondo.

– Tienen el sabor de Zeebruggee.

– ¡Ah! Jean tiene un hermano marino, ¿verdad? Dinny parpadeó.

– ¿Y…?

– Yo no soy precipitada, tío. – ¿Sostenedora y cargadora? – Sobre todo sostenedora: Hilary miró afectuosamente a su sobrina y sonrió

– Ojos azules, ojos sinceros. Acabaré casándote yo, Dinny. Ahora dispénsame. He de ver a un hombre que se ha enredado con el sistema de pago a plazos. No puede salirse del lío. Está nadando como un perro en un lago de riberas demasiado altas. Por lo demás, la muchacha que viste el otro día en el Tribunal está aquí con tu tía. ¿Quieres interesarte por ella? Me temo que es lo que se llama un problema insoluble, lo que en otras palabras significa un ejemplo de la humana naturaleza. Prueba a resolverlo.

– Me gustaría mucho, pero no estoy segura de que ella piense lo mismo.

– No lo sé. De muchacha a muchacha lograrías que te dijera una porción de cosas y no me extrañaría si muchas de ellas fuesen malas. Esto es cinismo – añadió -, pero de vez en cuando el cinismo es un alivio.

– Debe serlo, tío.

– Es en esto donde los católicos romanos tienen una ventaja sobre nosotros. Bueno, adiós, Dinny. Nos veremos mañana por la tarde durante la ceremonia.

– Cerró bajo llave sus cuentas y la siguió hasta el vestíbulo. Al abrir la puerta del comedor, dijo

– Amor mío, aquí tienes a Dinny. Estaré de vuelta a la hora del almuerzo – y se marchó, sin ponerse el sombrero.

CAPITULO XX

Las dos muchachas salieron juntas de la Vicaría, dirigiéndose hacia South Square, donde le pedirían a Fleur otra recomendación.

– Me temo – dijo Dinny, venciendo su timidez – que de estar en su lugar tendría deseos de vengarme de alguien. No comprendo por qué tuvo que dejar usted su empleo.

Veía que la joven la miraba de soslayo, como si vacilara en decir o no lo que tenía en la mente.

– Hice hablar de mí – dijo al final.

– Sí, por casualidad estuve en el Tribunal el día que la absolvieron. Pensé que era una cosa brutal que la hicieran estar sentada allí.

- Sin embargo, es cierto que hablé con un hombre – confesó la muchacha, inesperadamente -. No se lo quise decir al señor Cherrell, pero es verdad. Estaba harta de carecer siempre de dinero. ¿Piensa usted que soy mala?

– Bueno, personalmente, yo debería necesitar algo más que dinero antes de hacer eso.

– Usted jamás ha tenido necesidad de dinero; verdadera necesidad.

– Quizá tiene usted razón, a pesar de que jamás he tenido mucho.

– Es mejor hacer lo que hice que robar – replicó la muchacha, ceñuda -. Al fin y al cabo, ¿qué? Es una cosa que se olvida. Nadie piensa mal de un hombre por una cosa así y nadie le hace nada. Pero usted no contará a la señora Mont lo que le he dicho, ¿verdad?

– ¡Claro que no ¡¿ Tan mal iban las cosas?

– Sí, muy mal. Mi hermana y yo, cuando trabajamos todo el día, ganamos apenas lo suficiente. Pero ella estuvo enferma durante cinco semanas y, para colmo de desgracias, un día perdí mi portamonedas con una libra y media dentro. Al fin y al cabo no fue culpa mía.

– ¡Oh, qué mala suerte ¡

– Ya lo creo. Si hubiese sido una cualquiera, ¿cree usted que me habrían pescado? Se lo debo a mi inexperiencia. Apuesto a que las chicas de la alta sociedad no tienen fastidios de esta especie cuando andan escasas de dinero.

– Bueno -dijo Dinny.~, creo que existen muchachas que no tendrían escrúpulos en hacer cualquier cosa para aumentar sus propios recursos. De todos modos, pienso que una cosa de ese tipo debería ir únicamente acompañada por el cariño. Pero quizá soy algo anticuada.

La muchacha la miró de nuevo con una larga mirada, de admiración esta vez.

– Usted es una verdadera señora. He de confesar que yo quisiera ser como usted. Pero una nace de una manera y así se queda.

Dinny se agitó.

– ¡Vaya! ¡Qué tontería! Las señoras más distinguidas que he conocido son mujeres del campo.

– ¿Pe veras?

– Sí; y me parece que las dependientas de algunas tiendas de Londres están a la altura de cualquier señora.

– Bueno, debo admitir que hay unas cuantas muchachas muy buenas. Mi hermana es mucho mejor que yo jamás hubiera hecho nada semejante. Su tío me ha dicho una cosa que nunca olvidaré, pero no puedo estar segura de mí misma. Soy de las que aman los placeres cuando pueden agarrarlos; y, ¿por qué no?

– Me parece que la cuestión es más bien la siguiente ¿qué son los placeres? Un hombre encontrado casualmente no creo que llegue a ser un placer. Si acaso será todo lo contrario. – Es verdad. Pero cuando lo que empuja es la falta de dinero, una hace lo que jamás haría si las cosas fueran diferentes…

Ahora le correspondió a Dinny asentir.

– Mi tío es un buen hombre, ¿no cree usted?

– Es un verdadero señor, que siempre procura no atormentar a la gente. Y en todo momento está dispuesto a meter la mano en su bolsillo, cuando hay algo dentro.

– Me parece que eso sucede pocas veces – repuso Dinny -. Mi familia es bastante pobre.

– No es el dinero lo que hace el señorío.

Dinny oyó la observación sin entusiasmo alguno; le parecía haberla oído otras veces.

– Ahora es mejor que cojamos el autobús – dijo. Era un día de sol y se encaramaron hasta el imperial. – ¿Le gusta la nueva Regent Street? – preguntó Dinny. – ¡Oh, sí, es magnífica!

– ¿No le gustaba más como estaba antes?

– No. Era muy sombría y amarilla y monótona.

– Pero distinta de todas las demás calles; además, su regularidad se adaptaba a su curva.

La joven pareció pensar que era una cuestión de gustos, titubeó, y luego replicó con firmeza

– Según mi modo de ver, ahora está mucho más alegre. Las cosas se mueven más, no parece tan formal.

– ¡Ah¡

– Me encanta ir en el imperial del autobús – continuó la muchacha -, pues se ven muchas cosas. La vida va marchando, ¿verdad?

Pronunciadas con el acento cockney de la muchacha, estas palabras le hicieron a Dinny el efecto de un golpe. ¿Qué era su propia vida, sino un traje comprado ya confeccionado? ¿Qué riesgos y qué aventuras contenía? La vida era mucho más aventurada para la gente que vivía trabajando. Su trabajo, hasta entonces, había sido no tener ninguno. Pensando en Jean, dijo

– Me temo que mi vida sea demasiado monótona. Siempre estoy esperando que suceda algo.

La muchacha volvió a mirarla de reojo.

– Pues con lo hermosa que es, debe tener gran cantidad de diversiones.

– ¿Hermosa? Mi nariz es respingona.

– ¡Ah! Pero tiene usted estilo. El estilo lo es todo. Siempre he pensado que una puede ser bonita, pero lo que da calidad es el estilo.

– Yo preferiría ser bonita.

– ¡Oh, no! Un rostro gracioso puede tenerlo cualquiera. – Pero no muchas lo poseen. – Y echando una mirada al perfil de la joven, añadió: – Usted es afortunada.

La muchacha se enorgulleció.

– Le he dicho al señor Cherrell que quería ser maniquí, pero no ha parecido quedar muy convencido.

– Bueno, yo creo que de todas las ocupaciones fútiles ésa es la peor. ¡Ataviarse para una serie de mujeres pesadas!

– Alguien tiene que hacerlo – replicó la muchacha en tono de desafío -. Me gusta ponerme trajes bonitos. Pero para obtener un empleo así, hace falta una recomendación. Quizá la señora Mont querrá decir una palabra en favor mío. ¡Qué maniquí resultaría usted, señorita, con su estilo y su esbeltez! Dinny rió. El autobús se había parado en el cruce entre Westminster y Whitehall.

– Aquí nos apearemos. ¿No ha estado nunca en la Abadía de Westminster?

– No.

– A lo mejor le gustaría echarle un vistazo, la derriben para construir casas o bien un cine. – ¿Tienen intención de hacerlo?

– Creo que de momento la idea no está más que en el fondo de sus mentes. Por ahora sólo hablan de restaurarla. – Es un lugar muy grande – dijo la muchacha.

Cuando hubieron llegado bajo los muros, el silencio las envolvió, un silencio que no fue roto al entrar ellas en el interior. Dinny miraba a su compañera mientras ésta, con el rostro hacia lo alto, contemplaba la estatua del conde de Chatham y la que estaba más próxima.

– ¿Quién es ese viejo desnudo? antes de que

– Neptuno. Es un símbolo. «Britania domina las olas», ya lo sabe usted.

– ¡Oh! – y continuaron caminando hasta que vieron mejor las proporciones del viejo Museo.

– Válgame Dios! ¡ Está atestado de cosas!

– Es casi una tienda de curiosidades antiguas. Aquí han reunido toda la historia inglesa, ¿sabe?

– Está terriblemente oscuro. Las columnas parecen sucias, ¿verdad?

– ¿Vamos a ver el Ángulo de los Poetas? -¿Qué es eso?

– Es donde están enterrados los grandes escritores.

– ¿Porque escribieron versos? – preguntó la muchacha -. ¿No es cómico?

Dinny no contestó. Conocía algunos de los versos y estaba insegura. Después de haber escrutado cierto número de efigies y de nombres que para ella tenían un limitado interés y para la muchacha evidentemente ninguno, pasaron lentamente por las naves, hasta que llegaron al lugar donde, entre dos coronas, estaba la lápida negra y dorada a la memoria del Soldado Desconocido.

– Me pregunto si él lo sabe – dijo la muchacha – pero, de todos modos, pienso que no le debe importar. Nadie conoce su nombre y, por lo tanto, de nada le sirve.

– No. Es a nosotros a quien nos sirve -repuso Dinny, sintiendo oprimida la garganta por esa emoción con la que el mundo recompensa al Soldado Desconocido.

Una vez en la calle, la muchacha le preguntó de repente – ¿Es usted religiosa, señorita?

– Creo que sí, en cierto sentido – respondió Dinny, dudosa.

– Yo no he recibido ninguna enseñanza religiosa. Papá y mamá tenían simpatía al señor Cherrell, pero pensaban que la religión es un error. Mi padre era socialista, ¿sabe usted?, y solía decir que la religión forma parte del sistema capitalista Dinny la miró.

Ahora dicen que las mujeres son iguales que los hombres – continuó la joven -, pero no es cierto. No había ni una chica en mi laboratorio que no estuviese aterrorizada por el jefe. Donde hay dinero, hay poder. Los magistrados, los jueces y los sacerdotes son hombres, así como los generales. Sin embargo, nada pueden hacer sin nosotras.

Dinny callaba. Esta muchacha estaba amargada por la experiencia, no cabía duda, pero tras de lo que decía escondíase una verdad. En eso estribaba una igualdad primordial de la que jamás habíase dado cuenta. De haber sido de su clase, le hubiera contestado; pero era imposible hablar con ella sin reservas. Dado que se sentía culpable de un poco de esnobismo, recurrió a la ironía.

– Es usted algo rebelde, como dirían los americanos.

– Desde luego que soy una rebelde – admitió la muchacha -. Sobre todo después de lo que me sucedió.

– Bueno, ya estamos ante la casa de la señora Mont. Tengo que hacer un par de cosas, de modo que la dejaré a usted. Espero que nos volvamos a ver.

Le tendió la mano. La muchacha la cogió y dijo con simplicidad

– He gozado con nuestra conversación. – Yo también. ¡Buena suerte!

Dejándola en el vestíbulo, Dinny continuó hacia Oakley Street, con la sensación de quien no ha logrado alcanzar el punto deseado. Se había acercado a lo inexplorado y había retrocedido. Sus pensamientos y sus sentimientos se asemejaban al piar de los pájaros primaverales que todavía no han dado forma a su canto. La muchacha había despertado en ella un extraño deseo de enfrentarse con la vida, sin darle la menor idea del modo de hacerlo. Resultaría un alivio incluso el enamorarse.

Qué hermoso era saber lo que se quería, como habían parecido saberlo en seguida Jean y Hubert, como habían dicho saberlo Alan y Hallorsen! La vida parecía más un juego de sombras que una realidad. Muy descontenta de sí misma, apoyó los codos sobre el parapeto del río, contemplando la marejada que surta. ¿Era religiosa? En cierto sentido, sí. Pero, ¿en qué sentido? Le vino a la memoria un párrafo del Diario de Hubert: «Quien cree que irá al Cielo, tiene una ventaja sobre un hombre como yo. Siempre tiene delante su futura recompensa.» ¿Era la religión la creencia en una compensación? De ser así, parecía una cosa vulgar. Fe en la bondad, por amor a la bondad, porque la bondad es hermosa, ¡como una flor perfecta, una noche estrellada, una bella melodía! Tío Hilary cumplía bien un trabajo difícil por el afán de hacerlo bien. ¿Era religioso? Tenía que preguntárselo.

– ¡Dinny! – la llamó alguien de pronto.

Se volvió con sobresalto y vio a Alan Tasburgh con el rostro iluminado por una sonrisa.

– He ido a Oakley Street a preguntar por usted y por mi hermana. Me han dicho que estaban en casa de los Mont. Me dirigía allí y aquí la encuentro. ¡Qué suerte tan extraordinaria la mía ¡

– Me estaba preguntando – dijo Dinny – si soy o no religiosa.

– ¡Qué extraño! Yo también.

– ¿Quiere usted decir si lo soy yo o bien si lo es usted? – Si he de decir la verdad, pienso en nosotros como en una sola persona.

– ¿De veras? Pues bien, ¿somos religiosos? – En caso de necesidad.

– .Ha oído usted las noticias de Oakley Street? - No.

– Ha vuelto el capitán Ferse. – ¡Dios me valga ¡

– Eso dicen todos. ¿Ha visto usted a Diana?

– No; sólo a la doncella. Por cierto que parecía algo trastornada. ¿Aún está chiflado el pobre diablo?

– No, pero para Diana es una cosa terrible. – Debería marcharse de allí.

– Voy a quedarme con ella – dijo Dinny, de repente -. Si ella lo desea, claro.

– No me gusta la idea.

– Puede que no, pero de todos modos iré.

– ¿Por qué? Usted no la conoce mucho.

– Estoy harta de ser inútil.

El joven Tasburgh la miró, maravillado. – No la comprendo.

– Usted no sabe nada de la vida de las mujeres que se sien-, ten protegidas. Quiero empezar a ganarme el pan.

– Entonces, cásese conmigo.

– En realidad, Alan, jamás me he encontrado con una persona que tuviese tan pocas ideas.

– Mejor pocas y buenas que muchas y malas. Dinny volvió a ponerse en marcha.

– Ahora voy a Oakley Street.

Continuaron en silencio, hasta que el joven Tasburgh dijo – ¿Qué la está amargando a usted, queridísima mía?

– Mi carácter. Parece que no sea capaz de ser lo suficientemente activa.

– Yo podría serlo perfectamente por usted. – Hablo en serio, Alan.

– Muy bien. Hasta que hable en serio no se casará conmigo. Pero, ¿por qué quiere estar amargada?

– Me parece tener un ataque de Longfellow: «La vida es real, la vida es seria» – contestó Dinny, encogiéndose de hombros -. Supongo que no puede usted darse cuenta de que no es muy importante ser la hija de una familia que vive en el campo.

– No le diré lo que estaba a punto de decir. – ¡Oh, sí, dígalo!

– Es fácil curarse de eso. Vuélvase madre de familia, en la ciudad.

– Esa observación hubiera hecho sonrojarse a una muchacha de otro tiempo – dijo Dinny, con un suspiro -. No quiero convertirlo todo en un juego, pero parece que lo hago así. Tasburgh deslizó una mano debajo de su brazo.

– Si pudiera convertir en un juego el ser la esposa de un marino, lo haría inmediatamente.

Dinny sonrió.

– No quiero casarme con nadie hasta que me duela el no hacerlo. Me conozco lo suficiente para poder decir esto.

– Está bien, Dinny; no la molestaré.

Siguieron andando en silencio. En la esquina de Oakley Street ella se detuvo.

– Déjeme aquí, Alan.

– Esta noche me llegaré a casa de los Mont para saber noticias de usted. Y si necesita que se haga cualquier cosa (recuerde, cualquier cosa) a propósito del capitán Ferse, no tiene más que telefonearme a mi club. Aquí tiene el número.

Lo escribió en una tarjeta de visita. Y se la dio. – ¿Irá mañana a la boda de Jean?

– ¡Claro que sí! Soy el testigo principal. Únicamente, quisiera…

– ¡Adiós! -dijo Dinny.

CAPITULO XXI

Se había separado del joven con palabras alegres, pero, mientras aguardaba ante la puerta de la entrada, sus nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Puesto que jamás estuvo en contacto con enfermedades mentales, la idea la asustaba afín más.

La doncella la introdujo en la casa. La señora Ferse estaba con el capitán Ferse; ¿querría la señorita Cherrell esperar en la salita? Dinny aguardó un rato en la misma habitación en la que Jean fuera encerrada. Sheila entró y le dijo

– ¡Hola! ¿Estás esperando a mamá? – Y se volvió a marchar.

Cuando apareció Diana, su. rostro tenía la expresión de quien intenta darse cuenta de sus propios sentimientos.

– Perdona. Estaba examinando unos documentos. Hago lo imposible para tratarle como si nada hubiera sucedido. Pero esto no puede durar, Dinny; no puede durar. Presiento que no puede durar.

– Déjame que venga a vivir con vosotros. Puedes decir que ya lo habíamos concertado antes.

– Pero, Dinny, puede que te encontraras molesta. Él teme salir o encontrarse con gente. Sin embargo, no quiere ir a otra parte. donde no se sepa nada. Tampoco desea ver al médico ni escuchar a nadie.

– Me verá a mí y eso le acostumbrará. Supongo que esta situación sólo se dará los primeros días. ¿ Puedo ir a buscar mis cosas?

– Si quieres ser un ángel, sí.

– Se lo haré saber a tío Adrián antes de regresar aquí. Esta mañana ha ido a la clínica mental.

Diana se dirigió a la ventana y allí se quedó un rato, dándole la espalda a Dinny. Luego se volvió repentinamente.

– Me he decidido, Dinny. No quiero faltarle en ningún aspecto. Si hay algo que yo pueda hacer para serle útil, lo haré. -¡Bendita seas! – exclamó Dinny -. Yo te ayudaré.: Sin querer escuchar nada más, salió de la habitación y bajó las escaleras. Ya fuera de la casa, mientras pasaba bajo las ventanas del comedor, tuvo de nuevo la sensación de que la estaban mirando dos ojos brillantes y abrasadores. Hasta South Square se cernió sobre ella un sentimiento de trágica injusticia. Durante el almuerzo, Fleur dijo

– Es inútil que te preocupes hasta que suceda algo, Dinny: Es una suerte que Adrián sea tan angelical. Pero éste es un magnífico ejemplo de la impotencia de la ley. Aunque Diana hubiese podido separarse, no hubiera impedido que Férse volviera a ella y que ella sintiera hacia él lo que en realidad siente. La Ley no puede tocar el lado humano de…las cosas. ¿Está Diana enamorada de Adrián?

– No lo creo.

– ¿Estás segura?

– No, no lo estoy. Encuentro ya bastante difícil saber lo que sucede dentro de mí.

– Lo cual me recuerda que tu americano te ha telefoneado. Quiere venir.

– Bueno, que venga. Pero yo estaré en Oakley Street. Fleur le lanzó una mirada astuta.

– En tal caso, ¿he de apostar por el marino? – No. Apuesta por vieja solterona.

– ¡Vaya cosas dices!

– No sé lo que gana una casándose Fleur respondió con una dura sonrisa.

– No podemos quedarnos parados, ¿sabes, Dinny? Por lo menos, no nos quedamos parados: Es demasiado aburrido.

– Tú eres moderna, Fleur, en tanto que yo pertenezco a la Edad Media.

– Es cierto que tienes en el rostro algo de los primitivos italianos. Pero éstos no escapaban del matrimonio. No alimentes esperanzas lisonjeras. Más tarde o más temprano, estarás cansada de ti misma, ¡y entonces…!

Dinny la miró, sorprendida por esa llama de discernimiento en su desilusionada prima.

– ¿Qué has ganado tú, Fleur?

– Por lo menos, soy una mujer completa _ contestó Fleur, secamente.

– ¿Te refieres a los niños?

– Dicen que son posibles sin matrimonios, pero improbables. Para ti, Dinny, serían imposibles. Estás bajo la influencia del espíritu de los antepasados; las familias verdaderamente antiguas tienen una tendencia hereditaria hacia la legitimidad. Sin ella, ¿comprendes?, no pueden ser realmente antiguas. Dinny frunció el entrecejo.

– Jamás lo he pensado, pero, desde luego, me repugnaría mucho tener un hijo ilegítimo. A propósito, ¿le has dado uña recomendación a esa muchacha?

– SÍ; no veo razón alguna para que no haga de maniquí. Es bastante esbelta. No le doy más de un año de vida laboral en lo que se refiere a su figura de efebo. Después, créeme, las faldas se alargarán y volveremos a las curvas.

– Algo degradante, ¿no es cierto? – ¿El qué?

– Cambiar completamente de figura, de cabellos y de todo lo demás.

– Es beneficioso para el comercio. Nos abandonamos en manos de los hombres, para poderlos tener en las nuestras. La filosofía del vampiro.

– La vida de maniquí no le ofrecerá a esa muchacha muchas oportunidades para continuar por el buen camino, ¿verdad?

– Yo diría que mayores. Podría incluso casarse. Pero una cosa a la que siempre me niego es a ocuparme de la moralidad de los demás. Supongo que en Condaford conservaréis las apariencias, puesto que estáis allí desde los tiempos de la Conquista.

A propósito, ¿ha tomado ya tu. padre sus precauciones contra los impuestos de sucesión?

– No es viejo, Fleur.

– No, pero la gente muere, aunque no sea vieja. ¿Posee algo además de las tierras?

– únicamente su pensión. – ¿No hay mucha madera?

– Detesto la idea de talar los árboles. No puedo soportar que doscientos años de formación y de energía se pierdan en una hora. Es repugnante.

– Por lo general, querida, no hay otra solución, salvo la de venderlo todo y marcharse.

– Ya nos arreglaremos -dijo Dinny con brevedad-. Jamás perderemos Condaford.

– No te olvides de Jean.

– Tampoco ella lo dejaría. Los Tasburgh son tan antiguos como nosotros.

– Admitido. Pero esa joven es una mujer de variedad y energía infinitas. Jamás querrá vegetar.

– Vivir en Condaford no es vegetar.

– No te agites, Dinny; yo sólo pienso en vuestro bien. No quiero ver que os manden a paseo, como no deseo que Sir pierda Lippinghall. Michael, en estas cosas, no tiene principio alguno. Dice que si él constituye una de las raíces del país, tanto peor para el país. Esto es idiota, desde luego. – Con repentina seriedad, añadió -: Nunca sabré explicarle a nadie con qué oro tan puro está forjado Michael. – Luego, como dándose cuenta de la sorpresa que expresaban los ojos de Dinny, preguntó-: ¿ Así puedo borrar al americano?

– . Puedes hacerlo. ¿Tres mil millas entre Condaford y yo: ¡ No, señora!

– Entonces creo que deberías darle al pobre diablo el golpe de gracia, porqué, confidencialmente, me ha dicho que eres lo que él llama su ideal.

– ¿Otra vez esa palabra? ¡No! – exclamó Dinny.

– Sí, de veras. Y además me ha dicho que está loco por ti. – Eso no significa nada.

Dicho por un hombre que va hasta el fin del mundo para descubrir las raíces de la civilización, probablemente significa mucho. La mayor parte de la gente iría hasta el fin del mundo para no descubrirlas.

– En cuanto esté solucionado el asunto de Hubert – repuso Dinny – acabaré con esta locura.

– Creo que para hacerlo deberías ponerte el velo de novia. Estarás muy graciosa cogida del brazo del marino, entre dos filas de campesinos, en una atmósfera feudal y con acompañamiento de música alemana. ¡Ojala pueda verte!

– ¡No me casaré con nadie!

– Bueno, entre tanto, ¿tenemos que llamar a Adrián?

En su casa contestaron que estaría de regreso a las cuatro. Le dejaron recado de que se llegara a South Square y Dinny subió a su habitación para poner en orden sus cosas. Cuando bajó, a las tres y media, vio en el perchero un sombrero cuyas alas no le parecieron desconocidas. Se deslizó de: nuevo hacia la sala, y oyó una voz

– ¡Bien! i Qué suerte! Temí no encontrarla.

Dinny tendió una mano a Hallorsen y ambos entraron en la salita de Fleur donde, entre los muebles estilo Luís XV, él aparecía absurdamente masculino.

– Deseaba comunicarle, señorita Cherrell, cuanto he podido hacer en favor de su hermano. He arreglado las cosas de modo que nuestro cónsul en La Paz enviará por cable la declaración jurada de Manuel, conforme él vio cómo el capitán Cheirell era agredido con un cuchillo. Si sus compatriotas tienen una pizca de sentido común, esto debería ser suficiente para. disculpar a su hermano. Hay que hacer acabar este juego de locos, aunque yo tenga que volver personalmente a Bolivia.

– Le doy infinitas gracias, profesor.

– ¡Vaya! No hay nada que yo no esté dispuesto a hacer en favor de su hermano. He llegado a quererle como si fuera. hijo mío.

En estas portentosas palabras había tan gran sencillez y calurosidad generosa que le dieron a Dinny la sensación de haberse vuelto pequeña e insignificante.

– Tiene usted aspecto de no encontrarse muy bien – dijo él repentinamente -. Si hay algo que le cause disgusto, dígamelo y 1o arreglaré.

Linny le contó el regreso de Ferse.

– ¡Esa señora tan hermosa ¡¡ Mal asunto ¡Pero a lo mejor le quiere, de modo que al cabo de poco resultará un alivio para ella.

– Voy a vivir con ella.

– ¡ Es usted muy valiente ¡ ¿ Es peligroso él capitán Yerse?

– Todavía no lo sabemos.

Él se metió una mano en el bolsillo y sacó un pequeño -revólver automático.

– Póngase esto en la maleta. Es el tipo más pequeño que se fabrica. Lo compré para venir aquí, visto que ustedes no suelen pasearse con pistolas

Dinny sonrió.

– Gracias, profesor, pero podría dispararse en el lugar Y menos indicado. Además, aunque hubiese peligro, no debo utilizarlo.

– Es cierto. No había pensado en ello, pero es cierto. Un hombre afligido por ese mal tiene derecho a toda clase de consideraciones. Pero no me agrada la idea de que se exponga usted.

Recordando las exhortaciones de Fleur, Dinny preguntó, audazmente

– ¿Por qué?

– Porque usted es muy preciosa para mí.

– Es usted extraordinariamente amable, pero creo que debería saber que no estoy en mercado.

– Yo tengo la idea de que cada mujer está en el mercado hasta el día en que se casa.

– Hay quien cree que comienza a estarlo solamente entonces.

– ¡Oh! – exclamó Hallorsen con mucha gravedad -. El adulterio no es cosa para mí. Quiero un trato justo en las relaciones íntimas, como en todas las demás.

– Y espero que lo tendrá usted.

Él se irguió.

– Y deseo que sea usted quien me lo otorgue. Tengo el honor de rogarle que sea la señora de Hallorsen. Le suplico que no me diga en seguida que no.

– Si quiere un trato justo, profesor, he de decirle en seguida que no.

Vio velarse aquellos ojos azules, como a causa de un dolor, y le supo mal. Él se le acercó un poco. Se le antojaba enorme, y un pequeño estremecimiento la sacudió.

– ¿Es a causa de mi nacionalidad? – No sé a qué es debido.

– ¿Puedo tener esperanzas?

– No. Me siento lisonjeada y le quedo muy agradecida, créame…, pero no.

– ¡Perdóneme! ¿Hay otro hombre? Dinny movió la cabeza negativamente.

Hallorsen permaneció perfectamente inmóvil. Su rostro presentaba una expresión de incomprensión. Luego, repentinamente. su faz se aclaró.

– Me figuro – dijo – que afín no he hecho bastante por usted. Tendré que servirla un poco.

– ¡Oh, no soy digna de que me sirva usted! Es sencillamente porque no alimento hacia usted un sentimiento tan., – Tengo manos y corazón limpios.

– Estoy segura de ello. Le admiro a usted, profesor, pero jamás podría amarle.

Hallorsen retrocedió ligeramente, como desconfiando de su propio instinto. Se inclinó gravemente. Lleno de sencilla dignidad, tenía un aspecto realmente espléndido. Hubo un largo silencio, al cabo del cual dijo

– Es inútil llorar cuando la leche está derramada. Mándeme usted en cualquier cosa. Me considero su muy fiel -servidor. – Se volvió y salió.

Con una ligera sensación de sofoco en la garganta, Dinny oyó cerrarse la puerta de entrada.

Experimentaba la tristeza de haber causado un dolor, pero también sentía alivio, el alivio que uno siente cuando la amenaza de algo muy grande, sencillo y primitivo – el mar, una tempestad, un toro – ya no es inminente. Se contempló con despecho en uno de los espejos de Fleur, como si estuviese descubriendo en ese momento el super-refinamiento de sus propios – nervios. ¿Cómo era posible que aquella criatura grande, hermosa y sana pudiese amar a otra tan alta, delgada y extraña como la que aparecía reflejada en aquel espejo? Él hubiera podido quebrarla con sus manos. ¿Por esto había ella retrocedido? ¡Los grandes espacios abiertos de los que parecía formar parte, con su estatura, su fuerza, su color, y el retumbar de su voz! Absurda, estúpida quizá…, pero una verdadera huida. Ella pertenecía a lo que pertenecía… y no a personas como él, no a él. Incluso había algo cómico en esa yuxtaposición. Todavía estaba de pie, con la boca entreabierta en una forzada sonrisa, cuando la doncella introdujo a Adrián.

Impulsivamente volvióse hacia él. Cetrino, consumido y lleno de arrugas, perspicaz, dulce y atormentado, fue el contraste más apropiado para calmar sus nervios alterados. Le dio un beso y dijo

– Esperaba verte antes de ir a casa de Diana. – Entonces, Dinny, ¿te vas a casa de Diana?

– Sí. No creo que hayas almorzado, ni tomado té, ni nada parecido. – Y oprimió el timbre -. Coaker, el señor Adrián quisiera…

– Un brandy con soda, Coaker, gracias.

– ¿Y ahora qué, tío? – preguntó después de que él hubo bebido.

– Temo, Dinny, que no podamos confiar mucho en lo que me han dicho-los médicos. Según ellos, Ferse tendría que volver a la clínica. Pero por qué tiene que volver, puesto que se porta como un hombre normal, es lo que no sé. Ponen en duda la idea de que esté curado, pero no pueden alegar nada de anormal en su conducta desde hace varias semanas. He charlado con su enfermero y le he interrogado. Parece un buen hombre y cree que, de momento, Ferse está igual que él. Pero – y aquí estriba toda la dificultad – dice que ya estuvo así una vez, durante un período de tres semanas, y que luego recayó de nuevo, repentinamente. Si sucede algo que le trastorne, una oposición o qué sé yo cree que Ferse volverá a estar tan mal como antes, o quizá peor. Es realmente una situación terrible.

– ¿Es violento cuando le da un ataque?

– Sí. Es una especie de violencia melancólica, dirigida más contra sí mismo que contra los demás.

– ¿No harán nada para que vuelva?

– No pueden. Fue allí por su propia voluntad. Ya te dije que no ha sido declarado loco… ¿Qué tal está Diana?

– Tiene el aspecto cansado, pero está tan hermosa como siempre… Dice que hará cuanto pueda para darle la ocasión de curarse- completamente.

Adrián asintió con un movimiento de cabeza.

– Es propio de ella. Tiene mucho valor. Y tú también. Es un gran consuelo saber que estás aquí. Hilary está dispuesto a acoger a los niños y a Diana, si desea ir; pero tú dices que no quiere.

– Por ahora, no. Estoy segura. Adrián suspiró.

– Bueno, tenemos que esperar los acontecimientos.

– ¡Oh, tío! – exclamó Dinny -. ¡Lo siento tanto por ti ¡ -Mira, cariño, si el coche corre, lo que le sucede a la rueda de repuesto no tiene importancia. No quiero entretenerte más. Puedes encontrarme en cualquier momento en el museo o en casa. Adiós y que Dios te bendiga. Saluda cariñosamente a Diana de mi parte y dile todo cuanto te he dicho.

Dinny le dio otro beso. Algo más tarde salió, cogió un taxi y se dirigió hacia Oackley Street.

CAPÍTULO XXII

El rostro de Bobbie -Ferrar era de los que contemplan las tempestades sin inmutarse; en otras palabras, era el ideal de los funcionarios permanentes; tan permanente, que no podíase concebir que él Foreign Office continuara funcionando sin él. Los secretarios de Estado podían llegar, o podían marcharse, pero -Bobbie Ferrar se quedaba siempre, blando, inescrutable, con anos dientes magníficos. Nadie sabía si en él había algo más que un número incalculable de secretos. De edad indefinible, bajo y cuadrado, con una voz suave y profunda, tenía expresión de completa indiferencia. Vestido con un traje oscuro a. rayitas claras, con una flor en el ojal, pasaba su existencia en una vasta antesala en la que no había casi nadie, salvo las personas que iban. para hablar con el ministro de Asuntos Exteriores y que, en cambio, encontraban a Bobbie Ferrar.

Era, en realidad, el perfecto muelle amortiguador. Su debilidad era la criminología. No había un importante proceso por asesinato que Bobbie Ferrar no presenciase; aunque fuese sólo durante media hora, desde un sitio más o menos reservado para él. Y los extractos de todos esos procesos los guardaba en un libro especial, encuadernado. La mayor prueba de su carácter, cualquiera que éste fuese, estaba quizás en el hecho de que nadie le reprochaba jamás sus relaciones con personas de todas clases y partidos. La gente iba a ver a Bobbie Ferrar, pero él no iba a ver a nadie. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para ser «Bobbie» Ferrar para todo el mundo? Ni siquiera tenía el título de «honorable»; 'era, sencillamente, el hijo del hijo menor de un marqués. Afable, impenetrable, siempre atareado, indudablemente representaba la última palabra. Sin él, sin su flor, sin su ligera sonrisa, Whitehall se hubiera visto privada de algo que le daba un aspecto casi humano.

La mañana del día de los esponsales de Hubert, estaba volviendo las páginas de un catálogo de bulbos cuando le entregaron la tarjeta de visita de sir Lawrence, seguida inmediatamente de su propietario.

– Bobbie, ¿sabe usted a qué he venido? ~ preguntó casi en seguida.

– Lo sé perfectamente – contestó Bobbie, con sus ojos redondos, la cabeza echada hacia atrás y la voz profunda.

– ¿Vio usted al marqués?

– Ayer almorcé con él. ¿No es un hombre asombroso?

– El más grande de nuestros ancianos – repuso sir Lawrence -. ¿Qué va usted a hacer? El viejo sir Conway Cherrell fue el mejor embajador en España que salió de esta casa. Además, se trata de un novio.

– ¿De veras tiene una cicatriz? – inquirió Bobbie Ferrar, haciendo una mueca.

– ¡Claro que sí!

– ¿De veras le hirieron en aquella ocasión?

– ¡Usted es la imagen del escepticismo! Sí, en aquella ocasión.

– ¡Asombroso! – ¿Por qué? Bobbie Ferrar descubrió los dientes. – ¿Quién puede demostrarlo?

– Hallorsen está buscando una prueba.

– Eso no atañe a nuestro departamento, bien lo sabe usted. – ¿No? Pero desde aquí puede alcanzar el Ministerio del Interior.

– ¡Hum! -dijo Bobbie Ferrar.

– En todo caso, se puede pedir el parecer de los bolivianos al respecto.

– ¡Hum! – dijo Bobbie Ferrar, aun más profundamente. Acto seguido le tendió el catálogo -. ¿Conoce usted esta nueva variedad de tulipán? Perfecta, ¿verdad?

– Escuche, Bobbie – dijo sir Lawrence -. Se trata de mi sobrino. Es realmente un apedazo de pan». Y esto no marcha, ¿comprende?

– Vivimos en un período eminentemente democrático – fue la respuesta tenebrosa de Bobbie Ferrar -. Hubo una interpelación-en la Cámara, ¿verdad?… ¿Se trataba de fustigación?

– Si continúan haciendo tantas tonterías, podemos sacar a relucir la honra nacional. Hallorsen ha retirado sus críticas. Bien; dejo el asunto en sus manos. Usted no se comprometería aunque me quedase aquí toda la mañana. Pero hará usted lo que pueda porque, en realidad, es una acusación escandalosa. – Perfectamente – repuso Bobbie Ferrar -. ¿Le gustaría asistir al proceso por el asesinato de Croydon? Es extraordinario. Tengo dos plazas. Le ofrecí una á mi tío, pero no quiere presenciar ningún proceso hasta que introduzcan la silla eléctrica.

– ¿Es realmente culpable Bobbie Ferrar asintió.

– Las pruebas son muy inciertas – añadió. -Bueno, Bobbie, hasta la vista. Cuento con usted. Bobbie Ferrar hizo otra mueca y le tendió la mano. – Adiós – masculló.

Sir Lawrence se llegó hasta la Coffee House, donde el conserje le tendió un telegrama: «Voy a casarme Jean Tasburgh dos en punto hoy St. Agustine's-in-the-Meads felicísimo verte y a tia Em. Hubert.»

Entrando en la sala del café, sir Lawrence le dijo al maitre - Butts, he de ir a la boda de un sobrino mío. Sírvame de prisa.

Veinte minutos más tarde estaba en un taxi, en dirección a St. Agustine's. Llegó poco antes de las dos y encontró a Dinny en el momento en que subía las escaleras.

– Tienes un aspecto pálido e interesante, Dinny. – Estoy pálida e interesante, tío Lawrence. – Este acontecimiento parece algo repentino.

– Jean lo quiso así. Me siento terriblemente responsable. Yo se la presenté, ¿comprendes?

Entraron en la iglesia y se dirigieron hacia los primeros bancos. Salvo el general, lady Cherrell, la mujer de Hilary y Hubert, no había más que dos curiosos y un sacristán. Alguien pasaba los dedos por el teclado del órgano. Sir Lawrence y Dinny se sentaron en un banco solitario.

– No me sabe mal que Em no esté aquí – dijo él en voz baja -. Siempre llora. Cuando te cases, Dinny, pon en las tarjetas de invitación, «Se ruega no derramar lágrimas». ¿ Qué será que produce tanta humedad con ocasión del matrimonio? Incluso los sacristanes lloran.

– Es el velo -cuchicheó Dinny -. Hoy nadie llorará porque no lo hay. ¡Mira! ¡Fleur y Michael!

Sir Lawrence volvió su monóculo hacia ellos mientras atravesaban la nave.

– Han pasado ocho años desde que les vimos casarse. En resumidas cuentas, no hicieron mal.

– No – murmuró Dinny -. El otro día Fleur me dijo que Michael está forjado de oro puro.

– ¿Eso dijo? ¡Bien! Hubo momentos, Dinny, en que tuve mis dudas.

– No sobre Michael.

– No, no. Realmente es un hombre de primera calidad. Pero Fleur ha perturbado más de una vez la paz de su palomar. 'Sea como fuere, después de la muerte de su padre, su conducta r: ha sido ejemplar. ¡Ahí vienen!

Las notas del órgano dieron el aviso. Alan Tasburgh y Jean, cogidos del brazo, avanzaron por la nave. Dinny admiraba el aspecto firme del joven. En cuanto a Jean, parecía la imagen de la salud y de la vitalidad. Hubert, con las manos en la espalda, como si estuviera en posición de «descansen», se volvió mientras ella se acercaba y Dinny vio que su rostro, moreno, arrugado, se iluminaba como si el sol lo hubiese inundado. Una sensación de sofoco le oprimió la garganta. Luego vio que Hilary, revestido con sobrepelliz, había llegado pausadamente y esperaba.

«Me encanta tío Hilary», pensó. Este había empezado a hablar.

Contrariamente a lo que solía hacer en la iglesia, Dinny escuchó. Aguardó la palabra «obedecer»: no vino; aguardó las alusiones a las relaciones íntimas: fueron omitidas. Ahora Hilary rezaba. Habían llegado al «Padrenuestro». Ya se dirigían a la sacristía. ¡Qué extraña brevedad!

Estaba de rodillas y se puso en pie.

– Completamente asombroso – cuchicheó sir Lawrence -~ como diría Bobbie Ferrar. ¿Adónde irán después?

– Al teatro. Jean desea quedarse en Londres. Ha encontrado un departamento en una casa para trabajadores.

– La calma que precede a la tempestad. No sé qué daría para que el asunto de Hubert hubiera terminado, querida Dinny.

Ahora salían de la sacristía y el órgano comenzó a tocar la «Marcha nupcial» de Mendelssohn. Mirando a la pareja que atravesaba la nave, Dinny tuvo una sensación de exaltación y de abandono, de celos y de satisfacción. Luego, viendo que también Alan parecía tener sentimientos, salió del banco para reunirse con Fleur y Michael; pero, descubriendo a Adrián cerca de la entrada, se dirigió hacia él.

– ¿Qué noticias traes, Dinny?

– Por ahora buenas, tío. Vuelvo allí en seguida.

Con el afán popular de experimentar emociones de segunda mano, un pequeño grupo de feligreses de Hilary habíase reunido afuera. Se oyeron vítores y aclamaciones cuando Jean y Hubert partieron en el pequeño coche oscuro y se alejaron. – Sube al taxi conmigo, tío – dijo Dinny.

– ¿Crees que a Ferse le molesta tu presencia? – preguntó Adrián en el taxi.

– Es muy educado y casi no habla. Sus ojos siempre están fijos en Diana. Lo siento terriblemente por él.

Adrián asintió. – ¿Y ella?

– Maravillosa; como si no ocurriera nada anormal. El no quiere salir. Se queda en el comedor y acecha continuamente desde allí.

– El mundo debe antojársele una conspiración. Si permanece cuerdo por algún tiempo, perderá esta sensación.

– Pero, ¿volverá a perder la razón? Hay casos de restablecimiento total, ¿no es cierto?

– Por lo que he podido comprender, no será así. Tiene en contra la herencia y el temperamento.

– Normalmente, me hubiera podido ser muy simpático. Tiene un rostro lleno de audacia, pero sus ojos asustan.

– ¿Le has visto con los niños?

– Todavía no; pero hablan de él con cariño y naturalidad eso demuestra que no los ha asustado.

– En la clínica mental me han soltado una jerigonza de complejos, obsesiones, represiones, disociaciones y no sé qué más; pero he podido deducir que su caso es uno de esos en los cuales los ataques de aguda melancolía se alternan con ataques de gran excitación. últimamente, estos dos síntomas se han debilitado tanto, que se ha vuelto casi normal. Lo que es de temer es un recrudecimiento de uno u otro aspecto. Siempre ha tenido, tendencia a la rebelión. Durante la guerra estaba de punta, con los jefes y, después de la guerra, con la democracia. Ahora que ha vuelto, seguramente estará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a hallarse como antes. Si hay armas en la casa, Dinny, sería menester ocultarlas.

– Se lo diré a Diana.

El taxi entró en la King's Road.

– Será mejor que yo no siga más adelante -decidió Adrián, con voz triste.

También Dinny se apeó. Se quedo un momento mirándolo mientras, alto y un poco encorvado, se alejaba; luego enfiló Oakley Street y abrió la puerta. Ferse estaba en el umbral del comedor.

– Entre aquí – dijo -. Necesito hablar con usted. Habían terminado de comer en la habitación revestida de madera y pintada de color oro verdoso. Sobre la larga y estrecha mesa estaban depositados un periódico, un bote de tabaco y unos cuantos libros. Ferse le ofreció una silla y se colocó de espaldas al fuego. No la miraba, de modo que Dinny pudo estudiarle como aún no había podido hacerlo. El rostro, hermoso, daba una sensación de desasosiego. Los pómulos altos, la barbilla cuadrada y los cabellos canosos y crespos hacían resaltar sus ojos de acero, sedientos y ardientes. También su actitud rígida con las manos apoyadas en la cadera, hacía resaltar sus ojos. Dinny se hundió en la silla, atemorizada y sonriendo ligeramente.

– ¿Qué dice la gente de mí?

– No he oído decir nada. He ido a la boda de mi hermano. – ¿Su hermano Hubert? ¿Con quién se ha casado? – Con' una joven que se llama Jean Tasburgh. Usted la vio anteayer.

– ¡Oh! ¡Ah! ¡La cerré con llave! – Sí, ¿por qué?

– Me pareció peligrosa. Fui yo quien consentí en recluirme, ¿sabe? No me llevaron a la fuerza.

– Ya lo sabía. Sabía que había ido usted espontáneamente…

No era un mal sitio, pero…, ¡bien! ¿Qué le parezco? – Jamás tuve ocasión de verle a usted de cerca, pero me parece que está usted muy bien – contestó Dinny, dulcemente. – Me encuentro perfectamente. He mantenido mis músculos en buen estado haciendo ejercicio todos los días.

– ¿Leía usted mucho?

– últimamente, sí. ¿Qué piensan de mí?

Oyendo repetir la pregunta, Dinny le miró a la cara.

– ¿Qué pueden. pensar de usted si hasta ahora no le han visto?

– ¿Quiere decir que debería ver gente?

– Yo no lo sé, capitán Ferse. Pero no comprendo por qué razón no tendría usted que ver a alguien. A mí me ve todos los días.

– Usted me gusta. Dinny levantó una mano. – No diga que lo siente por mí – dijo Ferse, rápidamente.

– ¿Por qué tendría que decirlo? Estoy segura de que se encuentra perfectamente.

– El se cubrió los ojos con la mano. – Estoy bien, pero, ¿hasta cuándo? – ¿Por qué no para siempre? Ferse se volvió hacia el fuego.

– Si no se preocupa, no le pasará nada – aseguró Dinny tímidamente.

Él dio media vuelta.

– ¿Ha observado usted bien a mis hijos? – No mucho.

– ¿Tienen algún parecido conmigo? – Se asemejan mucho más a Diana.

– ¡Gracias a Dios que es así! ¿Qué piensa Diana de mí? Esta vez sus ojos hurgaron en los de ella. Dinny se dio cuenta duque todo dependía de su contestación.

– Diana está contenta.

Él movió la cabeza con violencia. – Es imposible.

– Muchas veces la verdad parece imposible. -¿No me odia?

– ¿Por qué tendría que odiarle?

– Su tío Adrián… ¿Qué hay entre ellos? No me diga que nada.

– Mi tío la adora – contestó Dinny dulcemente -. Pero son sencillamente dos buenos amigos.

– ¿Sólo amigos? – Sólo amigos.

– Me figuro que es todo cuanto usted sabe. – Lo sé a ciencia cierta.

Ferse suspiró.

– Es usted buena. ¿Qué haría si estuviera en mi lugar? Dinny se dio cuenta de nuevo de la cruel responsabilidad de su posición.

– Creo que haría lo que deseara Diana. – ¿Es decir?

– No lo sé. Me parece que tampoco ella lo sabe todavía.

Ferse dio unos pasos hasta la ventana, y. luego volvió atrás.

– He de hacer algo por los pobres diablos como yo. – ¡Oh! – exclamó Dinny, descorazonada.

– Yo he sido afortunado. La mayor parte de personas en mis condiciones habrían sido declaradas locas e internadas en contra de su voluntad. De haber sido pobres, no hubiéramos podido pagar los gastos. Estar allí era bastante malo, pero infinitamente mejor que en los otros sitios de ese tipo. Solía hacer hablar a mi enfermero. É1 había visto dos o tres de ellos.

Quedó en silencio. Dinny pensó en las palabras de su tío «Se encontrará en oposición con algo y, de golpe, su mente volverá a estar como antes».

De repente, Ferse continuó;

Si tuviera usted la posibilidad de hacerlo, ¿se cuidaría usted de los locos? Ni usted ni nadie que tenga nervios y sensibilidad. Lo haría un santo, pero no hay santos suficientes.

¡No! Para cuidar de nosotros es menester ahuyentar toda compasión, es preciso ser de hierro es necesario tener la piel como cuero y no tener nervios. Una persona con nervios, para nosotros sería peor que la persona de piel dura, porque tendría arranques y esto recae siempre sobre nosotros. Es un callejón sin salida. ¡Dios mío! ¿No ha pensado en ello? Y… el dinero. Quien posee dinero, jamás tendría que entrar en uno de esos lugares. ¡Jamás, jamás! Habría que encerrarlo en casa… de cualquier manera… en cualquier parte. Si no hubiese sabido que podía salir cuando me viniese en gana…, si no me hubiese apegado a esta certeza, incluso en mis momentos peores, ahora no estaría aquí. Estaría loco furioso. ¡Dios mío! ¡Estaría loco furioso! ¡El dinero! ¿Cuántos tienen dinero? Quizás un cinco por ciento. Los otros pobres diablos están encerrados allí dentro, tanto si quieren como si no quieren. No me importa cuán científicos, cuán buenos puedan ser tales lugares. El hecho es que, siendo manicomios, significan la muerte en vida. Deben serlo. La gente de fuera nos considera como muertos y, por lo tanto, ¿quién se preocupa? Tras la ficción de la cura científica, eso es' lo que existe en realidad. Todavía perdura la antigua prevención contra la locura, señorita Cherrell. Somos una desgracia. Todo el mundo pide que se nos oculte de un modo humanos ¡-Humanamente! ¡Intentadlo! ¡No podéis! Y entonces intentáis cubrirlo todo con un barniz…, con un barniz…, con un barniz… Eso es todo. ¿Qué otra cosa puede ser? Créame a inf. Créale a mi enfermero. Él lo sabe.

Dinny escuchaba sin parpadear. Repentinamente, Ferse rió. – Pero no estamos muertos… La desgracia es que no estamos muertos. ¡Si por lo menos lo estuviéramos! Aquellas pobres criaturas son capaces de sufrir a su manera, como todo el mundo. Incluso más capaces. ¿No lo sabré yo? Y, ¿cuál es el remedio? – Se llevó las manos a la cabeza.

– Encontrar un remedio – dijo Dinny quedamente – sería maravilloso.

El la miró fijamente.

– Pero todo cuanto se hace es aplicar un barniz más es«¿Por qué preocuparse entonces?»

Estas palabras subieron a los labios de Dinny, pero no las pronunció.

– Quizá se encontrará el remedio – dijo -. Pero es algo que requiere paciencia y calma.

Ferse rió.

– Debe usted aburrirse mortalmente – y se volvió de cara a la ventana.

Dinny se escabulló fuera sin hacer ruido.

CAPITULO XXIII

En la Parrilla del Piedmont, el lugar de reunión de los hombres bien informados, se inclinaban el uno hacia el otro como si en las viandas hubieran hallado el lazo que unía a sus almas. Estaban sentados por parejas, o por grupos de cuatro o cinco. Aquí y allá había un solitario con un habano entre los labios, meditabundo y observador y, entre las mesas, se movían con ligereza los camareros flacos y apresurados, con unos rostros que el esfuerzo de recordar torturaba hasta volverlos casi irreconciliables. Lord Saxenden y Jean se hallaban en un rincón cerca de la entrada. Habían consumido ya una langosta, bebido media botella de «hoch» y charlado de cosas sin importancia, cuando ella, levantando lentamente la vista de una pata vacía del crustáceo, dijo

– ¿Bien, lord Saxenden?

La fija mirada de los ojos azules tembló ligeramente bajo la mirada procedente de las espesas pestañas.

– ¿Estaba buena la langosta? – preguntó. – Estupenda.

– Siempre vengo aquí cuando quiero comer bien… Camarero, ¿nos trae la perdiz?

– Sí, milord.

– Bueno, dése prisa. Pruebe este «hoch», señorita Tasburgh. No ha bebido nada.

Jean levantó la copa verdosa.

– Desde ayer soy la señora de Cherrell. Lo verá anunciado en los periódicos.

Los carrillos de lord Saxenden se hincharon un poco, mientras pensaba: «¿Y qué tengo que ver yo con eso? ¿Era más divertida antes o lo es más ahora que está casada?».

– No pierde el tiempo – dijo explorándola con los ojos, como si buscara la confirmación de su cambio de estado -. De haberlo sabido, no me hubiera atrevido a invitarla a almorzar sin su marido.

– Gracias – contestó Jean -. Vendrá más tarde. – Y le miró a través de los párpados entornados, mientras él, pensativo, vaciaba su copa.

– ¿Trae alguna noticia para mí? – Vi a Walter.

– ¿Walter?

– El secretario de Estado. -¡Cuánta amabilidad por su parte!

– No lo puedo sufrir. Su cabeza, a no ser por los cabellos, parece un huevo.

– ¿Qué dijo?

– Mi querida señora, los que pertenecen a los departamentos ministeriales jamás dicen nada. Siempre «se lo piensan». La administración ha de ser así.

– Pero, desde luego, supongo que prestaría atención a lo que usted dijera. ¿Qué dijo usted?

Los ojos glaciales de Saxenden parecieron decir: «¡Vamos, señora, vamos!» Pero Jean le sonrió y los ojos se fueron deshelando gradualmente.

– Usted es la persona más decidida que he conocido en mi vida. Bueno, en resumidas cuentas, le dije: «Walter, acaben con eso».

– ¡Magnífico!

– Nov le agradó. Es un «animal justo». – ¿Podría verle yo?

Lord Saxenden se echó a reír. Reía como un hombre que ha oído un chiste sin gracia.

Jean aguardó a que hubiese terminado y luego dijo – Entonces, le veré.

La pausa que siguió a esta afirmación fue interrumpida por la llegada de la perdiz.

– Escuche – dijo lord Saxenden, repentinamente -. Si usted habla en serio, hay un hombre que podría facilitarle una entrevista. Me refiero a Bobbie Ferrar. Estaba con Walter cuando fue ministro de Asuntos Exteriores. Le daré una nota para Bobbie. ¿Quiere un dulce?

– No, gracias, pero me gustaría un café, por favor. ¡Ah, ahí viene Hubert!

Estaba al lado de la puerta giratoria, buscando a su mujer con la mirada.

– ¡Tráigale aquí!

Jean miró atentamente a su marido. El rostro de. Hubert se aclaró al verla y seguidamente se dirigió hacia ellos.

– Tiene una vista excelente – murmuró lord Saxenden, poniéndose en pie- ¿Qué tal? Se ha casado usted con una mujer extraordinaria. ¿Tomará una taza de café? Aquí el coñac es bastante bueno.

Sacó una tarjeta del billetero y, con una caligrafía clara y legible, escribió

«Robert Ferrar, Esq. F. O. Whitehall. – Querido Bobbie, le ruego tenga la amabilidad de atender a mi joven amiga, la señora Cherrell, y proporcionarle, si es posible, una entrevista con Walter. - Saxenden.»

Se la tendió a Jean y pidió la cuenta al camarero.

– Hubert – dijo Jean -, enséñale a lord Saxenden la cicatriz.

Hubert se desabrochó el puño de la camisa y se subió la manga. La lívida señal destacaba extraña y siniestra sobre el blanco mantel.

– ¡Hum! -exclamó lord Saxenden -. Un golpe bien calculado.

Hubert volvió a cubrir el brazo con la manga.

– Mi mujer todavía se toma algunas libertades – repuso. Lord Saxenden pagó la nota y ofreció un habano a Hubert. – Perdónenme si ahora les dejo. He de marcharme. Quédense tranquilamente a tomar el café. Adiós y buena suerte a los dos.

Después de haberles estrechado las manos, sorteó las mesas y salió. Los dos jóvenes lo siguieron con la mirada.

– Creo que una delicadeza semejante – dijo Hubert – no está comprendida entre sus debilidades conocidas. ¿Bien, Jean?

Esta levantó los ojos.

– ¿Qué significa F. O?

– Foreign Office, mi muchachita del campo.

– Bébete el coñac, y vamos a ver a nuestro hombre.

Pero cuando llegaron al patio, oyeron una voz a sus espaldas:

– ¡Capitán! ¡Señorita Tasburgh! – Mi esposa, profesor.

Hallorsen les asió las manos.

– Esto es maravilloso capitán. Tengo un cablegrama que será para usted el mejor regalo de bodas.

Por encima del hombro de Hubert, Jean leyó en voz alta «Enviada declaración jurada de Manuel. Stop. Consulado Americano La Paz.»

–  Es estupendo, profesor. ¿Quiere venir con nosotros al Foreign Office pura hablar del asunto con un personaje?

– Desde luego. No quiero aguardar a que crezca la hierba. Tomemos un taxi.

Sentado en el coche frente a ellos, irradiaba una sorprendente benevolencia.

– ¡Capitán, se ha apresurado usted a alejarse de la buena senda!

– La culpa ha sido de Jean.

– Sí – dijo Hallorsen, como si no estuviera ella presente -. Cuando la conocí en Lippinghall me pareció una mujer que sabía moverse. ¿Está contenta su hermana?

– ¡Ya lo creo!

– Una señorita encantadora. Hay algo de bueno en los edificios bajos. Vuestro Whitehall me agrada inmensamente. Cuando más se ven el sol y las estrellas desde las calles, más sentido moral hay en las gentes. ¿Se casó con sombrero de copa, capitán?

– No; tal como voy ahora.

– Lo siento. Me parecen muy graciosos. Son como si llevaran sobre la cabeza una causa perdida. Señora Cherrell, creo que también usted procede de una antigua familia. La costumbre que tienen aquí de servir al país de padres a hijos es maravillosa, capitán.

– Jamás he pensado en ello.

– Hablé con su hermano, señora, y me contó que desde hace siglos siempre han tenido un marino en la familia. Me han dicho, capitán, que en la suya siempre ha habido un militar. Yo creo en la herencia. ¿Es éste el Foreign Office? – Miró el reloj -. Me estaba preguntando si encontraremos a su amigo. Tengo la vaga idea de que resuelven la mayor parte de los asuntos mientras están comiendo. Creo que es mejor que vayamos al parque, hasta las tres, a ver los patos.

– Le dejaré la tarjeta – dijo Jean. Se reunió con ellos casi en seguida – Tiene que llegar de un momento a otro.

– Es decir, dentro de media hora – repuso Hallorsen -. Hay aquí un pato, capitán, del que me gustaría saber su opinión.

Al atravesar la ancha calle para acercarse al agua, por poco no fueron atropellados por dos coches embarazados por el exceso de espacio. Hubert agarró a Jean con un movimiento convulsivo. Púsose lívido bajo su tez bronceada. Los coches continuaron su carrera a la derecha y a la izquierda. Hallorsen, que había cogido el otro brazo de Jean, dijo, arrastrando las palabras más que de costumbre

– Poco ha faltado para que nos quitaran la pintura. Jean no hizo comentarios.

– A veces me pregunto – continuó Hallorsen cuando estuvieron cerca de los patos- si la velocidad vale el dinero que nos cuesta. ¿Qué le parece a usted, Cherrell?

Hubert se encogió de hombros.

– Las horas se pierden viajando en automóvil en vez de hacerlo en tren corresponden a otras tantas horas ganadas, todo caso.

– Es cierto – asintió Hallorsen -. Pero como realmente se gana tiempo es volando.

– Mejor será esperar la cuenta, antes de vanagloriarse de la aviación.

– Tiene usted razón. Ciertamente, estamos en ruta hacia el infierno. La próxima guerra será una cosa bien fea para los que tomen parte en ella. Suponiendo, por ejemplo, que Francia e Italia tuviesen un conflicto, al cabo de quince días ya no existirían ni Roma, ni París, ni Florencia, ni Venecia, ni Lyon, ni Milán, ni Marsella. No serían más que otros tantos desiertos envenenados. Y quizá ni los ejércitos ni las marinas habrían disparado un solo tiro.

Sí. Y todos los gobiernos lo saben. Yo soy militar, pero no comprendo por qué se continúan gastando cientos de millones para mantener soldados y marineros que probablemente jamás se utilizarán. No se pueden hacer funcionar los ejércitos y las flotas cuando están destruidos los centros nerviosos. ¿Cuánto tiempo continuarían funcionando Francia a Italia si sus principales ciudades quedasen destruidas por gases venenosos? Inglaterra y Alemania probablemente no durarían ni una semana.

– Su tío, el conservador, me decía que, de continuar a este ritmo, el hombre pronto volvería al estado de pez.

– ¿Cómo?

– ¡Claro que sí! Invirtiendo el proceso de la evolución peces, reptiles, pájaros, mamíferos. Nos volveremos de nuevo volátiles; de este estado pasaremos a arrastramos como los reptiles y acabaremos en el mar, cuando la tierra deje de ser habitable.

– ¿Por qué no podemos excluir las rutas aéreas como medios de guerra?

¿Cómo podemos excluir las rutas aéreas? – preguntó Jean -. Los países no se fían el uno del otro. Además, América y Rusia estén fuera de la Sociedad de Naciones.

– Los americanos nos pondríamos de acuerdo. Pero no estoy tan seguro en lo que se refiere a nuestro Senado.

– Vuestro Senado – musitó Hubert – parece bastante duro de roer.

– Pero se asemeja a vuestra Cámara de los Lores antes de que la amenazaran con un látigo, en 1910. Ahí está el pato -y Hallorsen indicó un ave especial. Hubert la miró atentamente.

– En la India maté un pato de esta misma especie. Es un… Bueno, creo que he olvidado el nombre. Lo veremos en uno de estos indicadores. Si lo veo, lo recordaré.

– No -dijo Jean -. Son las tres y cuarto. Ferrar ya tiene que estar en su despacho.

Y, sin catalogar el pato, volvieron al Foreign Office.

El apretón de manos de Bobbie Ferrar era famoso. Estiraba hacia arriba la mano de su adversario y luego la dejaba allí. Cuando Jean hubo bajado la suya, entró en seguida en materia

– ¿Está usted enterado del asunto de la extradición, señor Ferrar? Este asintió.

– Este señor es el profesor Hallorsen, jefe de la expedición. ¿Le gustaría ver la cicatriz qué le ha quedado a mi marido?

– Mucho – murmuró Bobbie, entre dientes. Hubert, de mala gana, descubrió otra vez el brazo.

– ¡Estupenda! – exclamó Bobbie Ferrar -. Ya he hablado de ello con Walter.

– ¿Le ha visto?

– Sir Lawrence me rogó que lo hiciera.

– Y, ¿qué ha dicho Wal… el secretario de Estado?

– Nada. Ya había visto a «Snubbyu. Éste no le agrada y, por lo tanto, ha hecho seguir la orden a Bow Street.

– ¡Oh! ¿Significa eso que se extenderá una orden de arresto?

Bobbie Ferrár, examinándose las uñas, asintió. Los dos jóvenes se miraron.

Con mucha gravedad, Hallorsen preguntó:

– ¿No hay nada que pueda detener todo este asunto? Bobbie Ferrar, con ojos que parecían muy redondos, movió la cabeza.

Hubert se puso en pie.

– Me sabe mal haber molestado a tanta gente. ¡Vámonos, Jean! – Con una ligera inclinación, se volvió y salió. Jean le siguió.

Hallorsen y Bobbie Ferrar se quedaron a solas.

– No comprendo este país – dijo el primero -. ¿Qué se puede hacer?

– Nada – contestó Bobbie Ferrar -. Cuando el caso esté ante el magistrado, lleve todos los testimonios posibles.

– Lo haremos, ciertamente. Señor Ferrar, me alegro de haberle conocido.

Bobbie Ferrar entreabrió los labios en una sonrisa. Sus ojos parecían aún más redondos.

CAPITULO XXIV

La justicia seguía su curso regular. Hubert fue llamado a Bow Street por una orden de detención extendida por uno de sus magistrados. En unión de los demás miembros de la familia, Dinny seguía el proceso en un estado de protesta pasiva El testimonio, prestado bajo juramento, de los seis muleros bolivianos, quienes afirmaban no haber existido provocación alguna, la declaración contraria de Hubert, la exhibición de su cicatriz, su pasado y la declaración de Hallorsen, formaban el material con el cual el magistrado debía dictar su fallo Pero aplazó la causa hasta la llegada del testigo de defensa del acusado. Más tarde se discutió la cuestión de las garantías, ese principio de las leyes británicas según el cual «Se presume la inocencia del acusado hasta que no se haya probado su culpabilidad». Dinny retenía el aliento. La idea de que se tuviese que presumir la inocencia de Hubert mientras él, recién casado, aguardaba en una celda de la cárcel que el testigo a su favor cruzara el Atlántico, era intolerable. Sea como fuere, la considerable suma ofrecida en garantía por sir Conway y sir Lawrence fue finalmente aceptada. Dinny lanzó un suspiro de alivio y salió con la frente levantada. Sir Lawrence se le reunió afuera.

– Es una suerte – dijo – que se note que Hubert no está acostumbrado a mentir.

– Supongo – murmuró Dinny – que esto se publicará en los periódicos.

– Puedes apostar todo lo que no tienes.

– ¿Afectará a la carrera de Hubert?

– Pienso que le resultará ventajoso. Las interpelaciones presentadas en la cámara de los Comunes le han perjudicado. Pero, «Oficial Británico versus Mestizos Bolivianos» ridiculizará el prejuicio que todos nosotros tenemos respecto a nuestra sangre.

– Me duele más por papá que por cualquier otro. Desde que ha comenzado el asunto, sus cabellos son visiblemente más grises.

– No hay nada deshonroso en ello, Dinny.

Esta irguió la cabeza.

– ¡Desde luego que no ¡

– . Tú, Dinny, me recuerdas uno de esos caballos bayos musculosos, intranquilos, que cocean en las cuadras, corren despacio a la partida y, después de todo, llegan primeros a la meta. El americano viene hacia aquí. ¿Hemos de esperarle? Ha declarado muy adecuadamente.

Dinny se encogió de hombros. Casi instantáneamente se oyó la voz de Hallorsen

– i Señorita Cherrell 1 Dinny se volvió.

– Muchísimas gracias, profesor, por todo lo que ha manifestado.

– Hubiese deseado mentir por usted, pero no he tenido ocasión. ¿Qué tal se encuentra nuestro pobre caballero?

– Por ahora, muy bien.

– Me alegro. Estaba intranquilo pensando en usted.

– Su declaración, profeso – terció sir Lawrence -, según la cual ni un muerto hubiese querido tener que vérselas con ninguno de los muleros, ha impresionado profundamente al magistrado.

– Realmente eran bastante desagradables. Tengo un autoin6vil aquí. ¿Puedo llevarles a alguna parte a usted y a la señorita Cherrell?

– Si va hacia el West, podría llevarnos hasta los confines de la civilización – contestó sir Lawrence y, cuando estuvieron sentados en el coche, preguntó -: Profesor, ¿qué piensa usted de Londres? ¿Es la ciudad más bárbara o la más civilizada de la tierra?

– Puedo decir que he llegado a quererla – respondió Hallorsen sin apartar la vista de Dinny.

– Yo no – murmuró ésta -. Odio los contrastes y el olor a gasolina.

– Bueno, un extranjero no puede decir por qué ama a Londres, a menos que no sea por la variedad y por el modo con que ustedes han obtenido el orden y la libertad al mismo tiempo; o quizá porque es muy distinta a nuestras ciudades. Nueva York es más hermosa e interesante, pero no da la sensación de hallarse uno en casa.

– Nueva York – repuso sir Lawrence – es como la estricnina: excita hasta el momento en que le mata a uno. -Yo no podría vivir en Nueva York. El Oeste es lo que me hace falta.

– Las grandes extensiones abiertas – musitó Dinny.

– Sí, señorita Cherrell. Estoy seguro de que usted las amaría.

Dinny sonrió melosamente.

– Nadie puede ser desarraigado de sus propias raíces, profesor.

– ¡Ah! -exclamó sir Lawrence -. Una vez mi hijo habló en el Parlamento sobre la cuestión de la emigración. Descubrió que las raíces humanas son tan fuertes, que tuvo que dejar el asunto como se deja caer una patata hirviendo.

– ¿De veras? – dijo Hallorsen -. Cuando yo miro a los ciudadanos ingleses, bajos, pálidos y desilusionados, no puedo por menos que preguntarme qué raíces puedan tener.

– Cuanto más ciudadano es el tipo, más sólidas son sus raíces. No le agradan las extensiones abiertas, sino las calles, los bares, los cines. ¿Quiere dejarme aquí, profesor? Dinny, ¿adónde vas ahora?

– A Oakley Street.

Hallorsen detuvo el coche y sir Lawrence se apeó.

– Señorita Cherrell, ¿puedo tener el inmenso placer de acompañarla hasta Oakley Street?

Dinny se inclinó.

Sentada a su lado en el coche cerrado, se preguntaba con cierto desasosiego qué uso haría él de la oportunidad.

Al cabo de unos minutos, le oyó decir

– En cuanto esté arreglado el problema de su hermano, embarcaré. Quiero organizar una expedición a Nuevo Méjico. Siempre considerará un privilegio haberla conocido, señorita Cherrell.

Se apretaba convulsamente entre las rodillas las manos no enguantadas. Eso la conmovió.

– Me duele mucho haberle juzgado mal al principio, profesor. Me pasó exactamente como a mi hermano.

– Era natural. Me alegrará saber que, cuando todo haya terminado, pensará bien de mí.

Dinny le tendió la mano, impulsivamente. – Muy bien.

El se la cogió con gravedad, se la llevó a los labios y la besó gentilmente. Dinny se sintió extremadamente infeliz. Dijo con timidez

– Usted, profesor, me ha hecho cambiar completamente de parecer sobre los americanos.

Hallorsen sonrió.

– De todos modos, ya es algo.

– Temo haber sido muy ingenua en mis ideas. En realidad, ¿Sabe?, jamás había conocido a ninguno.

– Ésa es la causa del malentendido que existe entre nosotros. No nos conocemos recíprocamente, nos fastidiamos los unos a los otros por cosas sin importancia y todo concluye ahí. Pero siempre me acordaré de usted, como de una sonrisa sobre el rostro de este país.

– Es un cumplido muy amable – dijo Dinny -, y quimera que fuese cierto.

– Si pudiese tener su retrato, lo guardaría como una reliquia.

– Naturalmente, se lo daré. No sé si tengo alguno decente, Pero le escogeré el mejor.

– Gracias. Si me lo permite, me apearé aquí. No me siento demasiado seguro de mí mismo. El coche la llevará hasta su destino.

Golpeó el cristal de separación y le dijo algo al chófer. – Adiós.

La miró largamente, le cogió de nuevo la mano, la apretó con fuerza y deslizó su larga persona fuera de la portezuela. – Adiós – murmuró Dinny, hundiéndose en el asiento, con una sensación de sofoco en la garganta.

Cinco minutos más tarde, el coche se detuvo delante de la casa de Diana. Dinny entró muy deprimida.

Aquella mañana afín no había visto a Diana, pero casi se tropezó con ella cuando salía de su habitación.

– Ven aquí, Dinny…

Su tono era misterioso. Dinny experimentó un ligero sobresalto. Se sentaron la una al lado de la otra en la cama de la alcoba. Diana se puso a hablar rápidamente y en voz queda.

– Esta noche ha entrado y ha insistido en quedarse. No me he atrevido a rehusar. Ha sobrevenido un cambio. Tengo la sensación de que es el principio del fin otra vez. Su fuerza de autodeterminación se está debilitando. Creo que debería enviar a los niños a otra parte. ¿Querría tenerlos Hilary?

– Estoy segura que sí. En todo caso, podemos contar con mi madre.

– Puede que fuera lo mejor.

– ¿No crees que deberías ir también tú? Diana suspiró y movió la cabeza.

– Eso no haría más que precipitar los acontecimientos. ¿Podrías llevarte tú a los niños, en mi lugar?

– Desde luego. Pero, ¿piensas realmente que él…?

– Tengo el convencimiento de que se está excitando de nuevo. ¡Conozco tan bien los síntomas! ¿No te has fijado, Dinny, que cada noche bebe más? Es el comienzo.

– ¡Si pudiese superar el horror que le produce salir a la calle!

– No creo que le ayudara en nada. De todos modos, sabemos lo que hay que saber; si sucediera lo peor, nos enteraríamos en seguida.

Dinny le apretó un brazo.

– ¿Cuándo quieres que me lleve a los niños al campo? – Lo más pronto posible. A él no puedo decirle nada. Tenéis que marcharon con la máxima circunspección. La institutriz se irá sola, suponiendo que tu madre quiera alojarla también. – Yo regresaré en seguida, naturalmente.

– Dinny, eso no es justo. Tengo a las doncellas. Es realmente desagradable que te molestes tanto por mí.

– ¡Claro que volveré! Cogeré el coche de Fleur. ¿Le importará a él que los niños se vayan?

– Lo relacionará con nuestro modo de pensar a propósito de su estado. En todo caso, puedo decirle que se trata de una antigua invitación.

– Diana – dijo Dinny, repentinamente -, ¿sientes todavía amor por él?

– ¿Amor? No.

– ¿Solamente piedad? Diana movió la cabeza.

– No puedo explicarlo. Existe el pasado y, además, tengo la impresión de que si le abandono, ayudaré al destino a ensañarse con él. Es una idea atroz.

– Te comprendo. ¡Me dais tanta pena los dos, y también tío Adrián!

Diana se pasó las manos por el rostro, como para borrar las huellas del dolor.

– No sé lo que sucederá, pero no debemos ir al encuentro del futuro. En cuanto a ti, querida, no dejes que te estropee la existencia.

– Todo marcha bien. Necesito algo que me distraiga. Las Solteras, ¿sabes?, han de ser zarandeadas antes de que las atrapen.

– ¡Ah! Cuándo dejarás que te atrapen, Dinny?

– Acabo de rechazar las grandes extensiones abiertas, y me siento algo aturdida.

– Estás en suspenso entre las grandes extensiones abiertas Y el mar profundo, ¿verdad?

– Y probablemente así me quedaré. El amor de un hombre honrado y lo que sigue parecen dejarme de hielo. -¡Aguarda! Tus cabellos no tienen el color adecuado al convento.

– Los teñiré y me haré a la vela con el color preciso. Los. «iceberg» son de color verde-mar.

– ¡Aguarda, Dinny, aguarda! – Así lo haré.

Dos días más tarde Fleur conducía el coche desde South Square hasta la puerta de la casa. Los niños y un poco de equipaje fueron depositados en el interior sin incidentes. Partieron acto seguido.

La excursión, bastante movida, puesto que los niños estaban poco acostumbrados a viajar en automóvil, resultó para Dinny un verdadero alivio. No se había dado cuenta de cuánta influencia había ejercido sobre sus nervios la trágica atmósfera de Oakley Street. Sin embargo, sólo habían pasado diez días desde su llegada a la ciudad. Los tonos del otoño habíanse oscurecido en los árboles. La jornada tenia el resplandor mórbido y sobrio del hermoso mes de octubre; el aire, a medida que la campiña se profundizaba y se hacía más vasta, volvía a tener el olor acre que ella amaba; el humo subía hacia el cielo desde las chimeneas de las casitas de campo; las cornejas levantaban el vuelo desde los campos desnudos.

Llegaron a tiempo para el almuerzo. Confiados los niños a la institutriz, que había llegado en tren, Dinny salió con los perros. Se detuvo cerca de una vieja casita construida en lo alto, encima de la carretera hundida. La puerta abríase directamente sobre una habitación común, donde una mujer anciana estaba sentada cerca de un pequeño fuego.

– ¡Oh, señorita Dinny! – dijo -. No la he visto a usted durante todo este mes.

– No, Betty. He estado fuera. ¿Qué tal?

La pequeña anciana, puesto que era mujer de dimensiones extremadamente reducidas, cruzó solemnemente las manos sobre el vientre.

– Vuelve a dolerme el estómago. No tengo nada más que me moleste. El doctor dice que soy maravillosa. Es únicamente el estómago. Dice que debería comer más. Tengo mucho apetito, señorita Dinny, pero no puedo comer casi nada, pues en seguida me siento mal.

– Querida Betty, lo siento muchísimo. El estómago es una desgracia terrible. El estómago y los dientes. No logro. comprender por qué los tenemos. Sin dientes uno no puede digerir, y teniéndolos, tampoco puede hacerlo.

La anciana emitió una risita aguda.

– El doctor dice que debería extraerme las muelas que me quedan, pero yo no quiero perderlas, señorita Dinny. Mi padre no tiene ni un diente, pero puede comer manzanas. Claro que a mi edad no pretendo vivir tanto como para que mis encías se endurezcan.

– Podría ponérselos postizos, Betty.

– Oh, no quiero dientes postizos. Es demasiada pretensión. Usted no los llevaría, ¿verdad?

– Al contrario -contestó Dinny -. Hoy en día casi todos los personajes los llevan.

– Usted bromea. No, no me gustaría. Sería como ponerme peluca. Pero tengo los cabellos todavía muy espesos. Estoy estupendamente, dados mis años. Tengo muchas por las que darle gracias a Dios. Sólo me molesta el estómago. A veces me parece que tengo algo dentro.

Dinny vio el dolor que empañaba sus ojos. -Betty, ¿qué tal está Benjamín?

Sus ojos asumieron una expresión divertida y al mismo tiempo sentenciosa, como si estuviese considerando a un niño. – Oh, papá está muy bien, señorita Dinny. Sólo padece de reuma. Ahora está fuera, cavando la tierra.

– Y ¿qué tal está Goldie? -preguntó Dinny, mirando lúgubremente a un jilguero enjaulado. Detestaba ver a los pájaros enjaulados, pero jamás se atrevió a decírselo a la anciana. Además, ¿no decían que si se dejaba en libertad a un jilguero domesticado, los demás pájaros lo mataban a picotazos? – Oh – dijo la anciana -, desde que usted le dio ésa jaula mayor, cree ser alguien. – Sus ojos brillaron -. Así que ya tenemos casado a nuestro capitán, ¿verdad, señorita Dinny? ¿Y qué piensan hacer con el proceso y todo lo demás? Jamás en toda mi vida oí cosa semejante. Uno de los Cherrell llevado ante un Tribunal! Es algo inaudito.

– Es verdad, Betty.

– Me han dicho que su esposa es una señora muy hermosa. ¿Dónde irán a vivir?

– Todavía no lo sabemos. Tenemos que esperar a que el proceso haya concluido. Puede que vengan aquí, aunque también es posible que él encuentre un empleo en el extranjero. Naturalmente, serán muy pobres.

– Es terrible. Antaño las cosas no iban así. Ahora tienen un modo deplorable de tratar a la nobleza… ¡Oh, Dios mío! Me acuerdo de su bisabuelo, señorita Dinny, que guiaba un tiro de cuatro caballos cuando yo era niña. Era un verdadero caballero. Las alusiones a su bisabuelo nunca dejaban de desasosegar a Dinny, que sabía perfectamente que la anciana era una de los ocho hijos de un campesino que vivía con un, salario de once chelines semanales, y que ella y su marido, después de haber criado a siete hijos, vivían ahora con la pensión que el Gobierno otorgaba a los ancianos.

– Bueno, querida Betty, ¿qué puede digerir, para decírselo a la cocinera?

– Le doy las gracias de todo corazón, señorita Dinny. Un buen pedazo de carne magra parece sentarme bien, de vez en cuando. – De nuevo sus ojos se hicieron oscuros e intranquilos -. Tengo unos dolores tan terribles, que a veces creo verdaderamente que seré feliz el día en que me vaya.

– Oh, no, querida Betty. Con una alimentación un poco más sana, estoy segura de que se encontrará mejor.

La vieja sonrió sólo con la boca.

– Estoy estupenda para mi edad y no tendría que quejarme. Pero, dígame, ¿cuándo tocarán las campanas para usted, señorita Dinny?

– No me lo pregunte, Betty. No tocarán por sí solas, desde luego.

– ¡Ah ¡ La gente no se casa joven y no crea familias numerosas, como cuando yo era moza. Mi tía tuvo dieciocho hijos y crió once.

– Parece que ahora no hay ni sitio ni trabajo, ¿ verdad? – ¡Ay ¡El país ha cambiado, efectivamente.

– Aquí menos que en muchos otros lugares, a Dios gracias. Los ojos de Dinny erraron por la habitación en la que los dos viejos pasaron casi cincuenta años de vida; desde el pavimento de ladrillos hasta el techo de vigas, todo estaba escrupulosamente limpio y tenía un aspecto de recogida intimidad.

– He de irme, Betty. Ahora vivo en Londres, en casa de una amiga. Tengo que regresar esta misma tarde. Le diré a la cocinera que le envíe algo que le sentará aún mejor que la carne magra. ¡No se levante!

Pero la viejecita ya se había puesto en pie, con el alma en los ojos.

– Me alegro de veras de haberla visto a usted, señorita Dinny. ¡Que Dios la bendiga! Espero que el capitán no sufra más molestias a causa de esas malas personas.

– Adiós, mi querida Betty. Salude a Benjamín.

Estrechó la mano de la vieja y salió. Los perros la esperaban en el sendero enlosado. Como siempre, después de semejantes visitas, sentíase humilde y dispuesta al llanto. ¡ Las raíces! Eran las que le faltaban en Londres, las que echaría de menos en las «grandes extensiones abiertas». Se llegó hasta un bosquecillo de hayas de forma irregular y penetró en la espesura a través de una destartalada cancela que ni era necesario abrir. Caminaba sobre las simientes húmedas de las hayas que difundían un dulce perfume de vainas; a la izquierda, sobre el cielo gris-azulado, se perfilaban las hayas y a la derecha extendíanse los terrenos en barbecho, donde una liebre agazapada se volvió y corrió hasta el matorral; un faisán levantó el vuelo con un grito estridente y se precipitó como un cohete por encima del bosque, alarmado a la vista de uno de los perros. Llegada a la cumbre, salió de entre los árboles y permaneció mirando la casa, larga y de color de piedra, contra la que destacaban las magnolias y los árboles del pequeño prado cercano. El 'humo subía, desde dos chimeneas y sobre un frontón de la casa unos pavones formaban una mancha blanca. Respiró a pleno pulmón y, durante diez minutos largos, se quedó inmóvil, como un arbolito recién regado que absorbe la sustancia que volverá a darle vitalidad. El aire 'tenía perfume de hojas, de tierra removida, de lluvia inminente. Dinny estuvo allí por última vez a fines de mayo, respirando ese perfume de estío que se convierte al instante en un recuerdo y una promesa, una pena y una fuente de alegría…

Después del té, tomado más temprano que de costumbre, partió con Fleur en el automóvil cerrado.

– Debo admitir – dijo ésta – que Condaford es el lugar más apacible en que he estado. Si tuviese que quedarme aquí me moriría, Dinny. La rusticidad de Lippinghall no es nada comparada con esto.

– ¿La consideras una vieja y enmohecida mansión?

– Desde luego. Siempre le digo a Michael que su familia es uno de los fenómenos menos conocidos y más interesantes que subsisten en Inglaterra. No sabéis expresaron y vivís constantemente en la sombra. Sois demasiado poco sensacionales para servir de argumento a los novelistas. Sin embargo sois de los que quedan y continuaréis quedando, aunque no comprendo exactamente de qué manera. Todo está en contra vuestra, desde los impuestos de sucesión a las gramolas. Pero, por lo general, persistís en hacer cosas de las que nadie está enterado y de las cuales nadie se ocupa. La mayor parte de los que pertenecen a vuestra clase ni siquiera poseen un lugar como Condaford para regresar y morir en su hogar. No obstante, aún tenéis unas raíces y un sentido del deber. Yo no tengo ni lo uno ni lo otro; supongo que se debe a mi sangre medio francesa. La familia de mi padre – los Forsyte – puede tener unas raíces, pero no tiene el sentido del deber o, por lo menos, no lo tiene del mismo modo. Aunque quizás es el sentido del sevir lo que yo quieto decir. Admiro todo esto, Dinny, pero me aburre mortalmente. Es lo que a ti te induce a malgastar tu juventud con los problemas de los Ferse El deber es una enfermedad, Dinny, una admirable enfermedad.

– ¿Qué piensas que debería hacer yo?

– Desahogar tu instinto. No puedo imaginar nada que envejezca más que lo que tú estás haciendo. En cuanto a Diana, es del mismo género – los Montjoy tienen una especie de Condaford en el Dumfriesshire -. Yo la admiro porque le es fiel a Ferse, pero encuentro que, por su parte, es realmente una locura. Puede acabar de un solo modo, y este modo resultará tanto más desagradable cuanto más intenten mantenerlo alejado.

– Sí, comprendo que ella corre hacia el peligro, pero creo que, en sus condiciones, yo haría lo mismo.

– Yo sé que no lo haría – repuso Fleur, alegremente.

– No creo que uno sepa qué haría en determinadas circunstancias hasta que no se encuentra en ellas.

– Lo cierto es que no se debe dejar que las circunstancias se presenten.

Fleur hablaba con una nota de aspereza en la voz; Dinny vio que sus labios se contraían. Siempre la encontraba atractiva, porque le parecía misteriosa.

– Tú no has visto a Ferse -dijo-, y sin verle no puedes saber lo patético que resulta.

– Eso es un sentimiento, querida mía, y yo no soy sentimental.

– Estoy segura de que has tenido un pasado, Fleur, y no hubieras podido tenerlo sin ser sentimental.

Fleur le lanzó una rápida mirada y oprimió el acelerador. – Ya es hora de que encienda los faros – pronunció brevemente.

Durante el resto del viaje hablaron de arte, de literatura y de otras cosas sin importancia. Eran casi las ocho cuando Dinny se apeó en Oakley Street.

Diana estaba en casa, vestida para cenar. – ¡Ha salido, Dinny! – dijo.

CAPÍTULO XXV

¡Tres palabras sencillas y portentosas!

– Esta mañana, después de iros, estaba muy excitado parecía pensar que todos conspirábamos para ocultarle algo. -Tenía razón -murmuró Dinny.

– La partida de la institutriz ha vuelto a enfurecerle. Poco después he oído cerrarse con estrépito la puerta de entrada… y todavía no ha regresado. No te lo dije, pero la otra noche fue espantosa. ¿Y si no volviese más? ¡Oh, Dios mío, es terrible!

Dinny la miró con muda angustia.

– Perdóname, Dinny… Debes de estar cansada y hambrienta. Cenaremos en seguida.

Presas de gran ansiedad, cenaron en el comedor de la casa, una linda habitación tapizada de verde con jaspeados de oro. La luz amortiguada por las pantallas iluminaba graciosamente sus cuellos y sus brazos desnudos, las flores, las frutas y los cubiertos de plata. Mientras la doncella estuvo presente, hablaron de cosas indiferentes.

– ¿Tiene la llave? – preguntó Dinny, en cuanto aquella se hubo marchado.

– ¿He de telefonearle a tío Adrián?

– ¿Qué puede hacer? Si Ronald regresa, habrá más peligro si está presente.

– Alan Tasburgh me dijo que vendría en cualquier momento que necesitáramos de alguien.

– No; por esta noche quedémonos solas. Mañana ya veremos.

Dinny asintió. Estaba asustada, pero lo que más temía era demostrarlo, puesto que estaba allí para infundir valor con su presencia de ánimo y con su resolución.

– Vamos arriba. Me cantarás algo – dijo finalmente.

En la salita, Diana cantó The S¢rina of Thyme, Waley, Waley, the Bens of Jura, Mowing the Barley, the Castle of Dromore. La belleza de la habitación, de la cantante y de las canciones dieron a Dinny una sensación de irrealidad. Estaba sumida en una vaga atmósfera de ensueño, cuando Diana dejó repentinamente de cantar.

– He oído cerrarse la puerta de la casa. Dinny se puso en pie y se acercó al piano.

– Continúa y no digas nada. Haz como si tal cosa. Diana se puso a tocar de nuevo y cantó la canción irlandesa Must 1 go bound and you go free. Luego la puerta del cuarto se abrió y, por un espejo del fondo, Dinny vio a Ferse que entraba y se paraba a escuchar.

– Sigue cantando – cuchicheó Dinny. Must 1 go bound and you go freet Must I love a lass that could't love melt Oh! was I taught so Poor a wit As love a lass would break my heart."

Ferse permaneció inmóvil, escuchando. Presentaba el aspecto de un hombre extremadamente fatigado o dominado por los efectos de la bebida; sus cabellos estaban en desorden y sus labios tan estirados, que se le veían los dientes. Luego, se movió. Parecía procurar no hacer ruido. Pasó por detrás de un diván, al otro extremo de la habitación, y se desplomó sobre éste. Diana dejó de cantar. Dinny, que tenía una mano posada i. ¿Debo vivir yo ligado y tú libre?

¿Debo amar a una muchacha que no puede amarme? ¡Oh!, me fue dado un espíritu tan pobre que el amor de una mujer me destroza el corazón sobre su hombro, la sentía temblar con el esfuerzo de dominar su propia voz.

– ¿Has cenado, Ronald?

Verse no contestó. Estaba contemplando la habitación con una mueca extraña y espectral.

– Sigue tocando – murmuró Dinny.

Diana tocó el Red Sarafan. Tocó varias veces esa hermosa y sencilla tonada, como si estuviese dirigiendo unos pases hipnóticos hacia aquella muda figura. Cuando finalmente se paró, sobrevino el más extraño de los silencios. Entonces Dinny perdió la calma y casi bruscamente preguntó

– ¿Llueve, capitán Ferse?

Éste se pasó las manos por los pantalones y asintió con un movimiento de la cabeza.

– En tal caso, Ronald, ¿no sería mejor que subieras a cambiarte de traje?

É1 posó los codos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en las manos.

– Debes estar fatigado, querido. ¿No quieres acostarte? ¿He de.subirte algo?

Continuaba inmóvil. La mueca se desvaneció de sus labios, sus ojos estaban cerrados y tenía el aspecto de un hombre que se ha quedado dormido repentinamente, como podría amodorrarse entre las varas una bestia de carga rendida por haber corrido demasiado.

– Cierra el piano y subamos – dijo Dinny.

Diana cerró el piano sin hacer ruido y acto seguido se levantó.

Aguardaron, cogidas del brazo, pero él no se movió. – ¿Está realmente dormido? – murmuró Dinny. Verse se enderezó de golpe.

– ¡Dormir! ¡Ya vuelve! ¡Ya vuelve otra vez! ¡Y no quiero soportarlo! ¡Por Dios! ¡No quiero soportarlo! Permaneció un momento transformado como por una especie de furor; luego, viendo retroceder a Diana, se dejó caer sobre el diván y se ocultó el rostro entre las manos. Con un movimiento impulsivo, Diana se acercó a él.

Ferse levantó la vista. Sus ojos tenia» una expresión salvaje.

– ¡No!_ -dijo roncamente-. ¡Dejadme!… ¡Marchaos!

Desde el umbral, Diana le preguntó

– Ronald, ¿quieres ver a alguien? Sólo para hacerte dormir… sólo para eso.

Verse saltó en pie de nuevo.

– ¡No quiero ver a nadie! ¡Marchaos!

Salieron del cuarto atemorizadas. Una vez en la habitación de Dinny, se abrazaron temblando.

– ¿Se han acostado las doncellas?

– Siempre se acuestan temprano, a menos que salga una de ellas.

– Creo que debería bajar a telefonear.

– No, Dinny. Lo haré yo. Pero, ¿a quién?

Éste, efectivamente, era el problema. Lo discutieron en voz baja. Diana pensó en su médico y Dinny fue del parecer que debían enviar a Adrián a casa de Michael para llamar al médico y traerlo.

– ¿Estaba así antes del último ataque?

– No. Entonces no sabía lo que le esperaba. Temo que pueda matarse, Dinny.

– ¿Tiene armas?

– Le dí a Adrián su revólver militar para que lo guardase. – ¿Navajas?

– Sólo cortaplumas; en casa no hay veneno. Dinny se encaminó hacia la puerta.

– Debo ir a telefonear.

– Dinny, no puedo tolerar que tú…

– A mí no me tocará. Tú eres la que está en peligro. En cuanto yo salga, cierra la puerta con llave.

Antes de que Diana pudiese detenerla, se deslizó afuera. Las luces todavía brillaban; se detuvo unos segundos. Su habitación estaba en el segundo piso y daba a la calle. La de Diana y Verse se hallaba en el primer piso, al lado de la salita. Tenía que pasar delante de ella para llegar hasta el vestíbulo y al pequeño estudio donde se encontraba el teléfono. Desde abajo no llegaba ruido alguno. Diana había abierto de nuevo la puerta y estaba en el umbral. Comprendiendo que de un momento a otro podría tomarle la delantera, Dinny comenzó a bajar las escaleras. Crujían y se paró para quitarse los zapatos. Llevándolos en uña mano avanzó lentamente, pasó la puerta de la salita de donde no salía ningún rumor, y se apresuró hacia el vestíbulo. Vio el sombrero y el abrigo de Ferse echados sobre una silla y, entrando en el pequeño estudio, cerró la puerta tras de sí. Se detuvo un momento para recobrar aliento, dio vuelta al interruptor de la luz y cogió el listín de teléfonos. Encontró el número de Adrián y estaba alargando la mano hacia el auricular cuando sintió que le agarraban la muñeca. Se volvió sobresaltada y vio a Ferse delante suyo. La hizo dar media vuelta sobre sí misma y, con un dedo, indicó los zapatos que aún tenía en la mano.

– Estaba usted traicionándome – dijo, y siempre agarrándole la muñeca, sacó un cortaplumas de un bolsillo. Separada de él por toda la longitud del brazo, Dinny le miró a la cara. Por una razón indefinible no estaba asustada como antes; el sentimiento que la dominaba era una especie de vergüenza por haber sido sorprendida con los zapatos en la mano.

– Esto es tonto, capitán Ferse – repuso glacialmente -. Usted sabe que ni Diana ni yo le haremos ningún daño.

Ferse apartó la mano, abrió el cortaplumas y, con un esfuerzo violento, cortó el hilo del teléfono. El auricular cayó al suelo. Entonces cerró el cortaplumas y volvió a metérselo en el bolsillo. Dinny tuvo la impresión de que, después de esta acción, su desequilibrio mental era menos agudo.

– Cálcese. Ella obedeció.

– Escúcheme bien. Nadie ha de entrometerse en mis asuntos o crear confusionismo. Haré de mi persona lo que me venga en gana.

Dinny se quedó silenciosa. Su corazón latía apresuradamente y no quería que la voz la traicionara.

– ¿Ha comprendido?

– Sí. Pero nadie quiere entrometerse -en sus asuntos o hacer algo que "a usted no le agrade. Sólo queremos su bien. – Sé perfectamente de qué bien se trata – repuso Ferse -. Ya tengo bastante. – Se acercó a la ventana, apartó con violencia un visillo, y miró fuera -. Llueve a cántaros – observó. Luego se volvió y la miró detenidamente. Su rostro-comenzó a contraerse, las manos a crisparse y la cabeza a moverse de derecha a izquierda. Repentinamente, gritó: – ¡Salga de aquí! ¡De prisa! ¡Fuera, fuera!

Con toda la rapidez posible, pero sin correr, Dinny alcanzó la puerta, la cerró tras de sí y voló escaleras arriba. Diana todavía estaba de pie en el umbral del dormitorio. Dinny la empujó adentro, cerró con llave y se sentó sin aliento.

– Me seguía – dijo jadeando – y ha cortado el hilo. Tiene un cortaplumas. Temo que la locura se está acercando. ¿Resistiría esta puerta si intentase derrumbarla? Tenemos que poner la cama contra ella.

– Si lo hiciéramos, no podríamos dormir.

– De todos modos, no creo que lo consigamos ya – dijo, y acto seguido comenzó a arrastrar el lecho. Lo empujaron hasta la puerta, de modo que formara un ángulo recto.

– ¿Las doncellas cierran sus puertas con llave? – Sí, desde que él está aquí.

Dinny respiró aliviada.

La idea de tener que volver a salir para advertirlas le daba escalofríos. Se sentó en la cama y miró a Diana, que estaba erguida cerca de la ventana.

– ¿Qué piensas, Diana?

– ~ Pensaba en lo que experimentaría si los niños todavía estuviesen aquí.

– Sí; gracias a Dios, ya no están.

Diana se acercó a la cama, apretándose las manos hasta que sintió dolor.

– ¿No se puede hacer nada, Dinny?

– Ferse dormirá y mañana estará mucho mejor. Ahora que nos hallamos en peligro, ya no me sabe tan mal por él.

Diana dijo con indiferencia

– Yo ya no siento nada. Quién sabe si se ha enterado de que no estoy en mi habitación quizá debería bajar y enfrentarme con él.

– ¡No irás! – replicó Dinny. Quitó la llave de la cerradura y se la metió en una media. La sensación de fría dureza la entonó los nervios. – Ahora – continuó – nos tumbaremos con los pies hacia la puerta. Es inútil que nos fatiguemos inútilmente.

Una especie de apatía invadió a las dos mujeres. Durante largo rato permanecieron abrazadas la una a la otra debajo del edredón, sin dormir y sin estar completamente despiertas.

Dinny había logrado finalmente conciliar el sueño cuando la despertó un rumor ahogado. Miró a Diana. Estaba dormida, profundamente dormida. Un rayo de luz se filtraba por una hendidura donde la puerta no se adhería bien a la pared. Apoyándose en un codo, tendió el oído. El pomo de la puerta fue girado y sacudido. Luego alguien golpeó ligeramente.

– Bien – dijo Dinny, en voz baja -. ¿Quién es?

– Soy yo – contestó la voz de Ferse, quedamente -. Te necesito, Diana.

Dinny se inclinó hacia el agujero de la cerradura.

– Diana no se encuentra bien -musitó -. Ahora duerme. No la moleste.

Siguió un silencio. Luego, con horror, oyó un largo suspiro quejumbroso, un sonido tan lastimoso, que estuvo a punto de sanar la llave. La vista del rostro de Diana, pálido y fatigado, la retuvo. ¡Inútil! Cualquiera que fuese el significado del sonido, era inútil. Y, acurrucándose en el lecho, se quedó a la escucha. Ningún otro ruido. Diana continuaba durmiendo, pero Dinny no logró volver a conciliar el sueño. «Si se mata -pensó-, ¿tendré yo la culpa? ¿No sería mejor para Diana y sus hijos, e incluso para él mismo?» Pero el largo suspiro continuaba resonando dentro de ella. ¡Pobre hombre!, ¡pobre hombre! Ahora no experimentaba más que una terrible, una dolorosa piedad, una especie de resentimiento contra la inexorabilidad de la Naturaleza que infligía semejantes penalidades a las criaturas humanas. ¿Aceptar los misteriosos decretos de la Providencia? ¿Quién podía hacerlo? ¡Insensata y cruel! Dinny yacía temblorosa cerca de la agotada durmiente. ¿Qué habían hecho que no hubiesen debido hacer? ¿Podían ayudarle más de cuanto intentaron? ¿Qué harían a la mañana siguiente? Diana se movió. ¿Se despertaría? Pero se volvió de costado y recayó en un sueño profundo. Lentamente, una pesada somnolencia apoderóse también de Dinny y se quedó dormida.

La despertó ni. Golpe dado contra la puerta. Era de día. Diana todavía dormía. Miró su reloj de pulsera. Eran las ocho. Habían venido a despertarlas.

– Muy bien, Mary- – contestó en voz baja -. La señor Ferse está aquí.

Diana se incorporó, fijando los ojos en Dinny medio vestida.

– ¿Qué sucede?

– Nada, Diana. Son las ocho. Sería mejor que nos levantásemos y volviéramos a poner la cama en su sitio. Has dormido muchas horas. Las doncellas ya están en pie.

Se pusieron unas batas y empujaron la cama hasta su sitio. Dinny extrajo la llave de su curioso escondrijo y abrió la puerta.

– Es inútil quedarse cavilando. Bajemos.

Se detuvieron un momento para escuchar; luego descendieron. La habitación de Diana no había sido tocada. Evidentemente la doncella había entrado y descorrido las cortinas. Se pararon cerca de la puerta del cuarto de Ferse. No se oía ruido alguno. Se acercaron a la puerta de al lado. ¡Ningún rumor!

– Será mejor que bajemos – dijo Dinny en voz queda – ¿Qué le dirás a Mar y?

– Nada. Ya lo comprenderá.

La puerta del comedor y la del despacho estaban abiertas. El auricular del teléfono aún yacía en tierra. No había otra señal del_ drama de la noche pasada.

– Diana, el sombrero y el abrigo han desaparecido. Estaban sobre aquella silla – indicó Dinny.

Diana entró en el comedor y tocó el timbre. La anciana camarera acudió desde el piso bajo, reflejando en su rostro una expresión ansiosa y asustada.

– Mary, ¿ha visto usted esta mañana el sombrero y el abrigo del señor?

– No, señora.

– ¿A qué hora ha bajado usted? – A las siete.

– ¿No ha entrado en su habitación? – Todavía no, señora.

– Esta noche pasada no me he encontrado bien. He dormido arriba, con la señorita Dinny.

Las tres subieron.

– Llame a la puerta.

La doncella llamó. Dinny y Diana permanecían muy juntas. No recibieron respuesta.

– Llame de nuevo, Mary. Esta vez más fuerte.

La doncella llamó repetidamente. Ninguna respuesta. Diana la apartó a un lado y dio vuelta al pomo. La puerta se abrió. Ferse no se hallaba allí. La habitación estaba en desorden, como si alguien hubiese caminado furiosamente y sostenido una lucha. La botella. del agua estaba vacía y la ceniza de tabaco esparcida por doquier. Alguien habíase tumbado sobre el lecho, pero no dormido. No había signo. alguno que indicase preparativos de partida o cosas sacadas de los cajones. Las tres mujeres se miraron. Luego, Diana dijo

– Prepare rápidamente el desayuno, Mary. Tenemos que salir.

– Sí, señora. He visto el teléfono.

– Escóndalo y hágalo arreglar; no comente nada con las otras. Diga sólo que el capitán estará fuera dos o tres días. Haga que las cosas den esta impresión. Vistámonos de prisa, Dinny.

La doncella volvió a bajar. Dinny preguntó

– ¿Lleva dinero consigo?

– No sé. Puedo mirar si el talonario de cheques ha desaparecido.

Corrió abajo y Dinny aguardó. Diana volvió en seguida.

– No; está en el secretaire del comedor. Pronto, Dinny, vístete.

Eso significaba… ¿qué significaba? Un extraño conflicto de esperanzas y temores se debatía en Dinny. Voló escaleras arriba.

CAPITULO XXVI

Mientras tomaban rápidamente el desayuno, se consultaron. ¿A quién debían ir a ver?

– A la policía, no – dijo Dinny. – No, desde luego.

– Yo creo que ante todo tendríamos que ir a ver a tío Adrián.

Enviaron a la doncella a buscar un taxi y se dirigieron hacia la casa de Adrián. Aún no eran las nueve. Lo encontraron tomando té y comiendo uno de esos pescados que ocupas más espacio con sus restos que cuando están enteros, lo cual explica el milagro de las siete cestas llenas.

Parecía que, en estos pocos días, Adrián hubiese encanecido más. Las escuchó mientras llenaba la pipa y luego dijo – Debéis dejarme hacer a mí. Dinny, ¿puedes llevar a Diana a Condaford?

– Naturalmente que sí.

– Antes de partir, ¿podrías mandar a Alan Tasburgh a la clínica mental, para informarse si Ferse está allí, sin darles a entender que ha desaparecido? Aquí tienes las señas. Dinny asintió.

Adrián se llevó la mano de Diana a los labios.

– Pareces estar agotada. No te preocupes y procura des cansar con los niños. Nos mantendremos en contacto contigo. – Harán publicidad, Adrián.

– No la harán, si podemos impedirlo. Consultaré con Hilary. Lo intentaremos todo. ¿Sabes cuánto dinero llevaba encima?

– El último cheque cobrado hace dos días era de dos libras, pero ayer estuvo fuera todo el día.

– ¿Cómo iba vestido?

– Abrigo azul, traje azul y bombín. – ¿Y no sabes dónde fue ayer?

– No. Hasta ayer jamás había salido. – ¿Es aún miembro de algún club? – No.

– ¿Algún antiguo amigo se ha enterado de su regreso? – No.

– ¿Y no ha cogido el talonario de cheques? ¿Cuándo podrás encontrar a Alan, Dinny?

– Ahora mismo, si me es posible telefonear. Duerme en su club.

– Entonces, inténtalo.

Dinny fue al teléfono. Volvió seguidamente diciendo que Alan iría a la clínica al instante y que le haría saber algo a Adrián. Se informaría, como si fuera un viejo amigo que ignorara que Ferse se hubiera marchado. Diría que le comunicaran si regresaba para poderle ir a ver.

– Bien -dijo Adrián -. Tienes sentido común, pequeña. Ahora ve y cuida de Diana. Dame el número de Condaford.

Después de habérselo anotado, las acompañó hasta el taxi. – Tío Adrián es el mejor hombre del mundo – comentó Dinny.

– Nadie lo sabe mejor que yo, Dinny.

Regresaron a Oakley Street y subieron a preparar las maletas. Dinny temía que, en el último momento, Diana se negara a partir. Pero se lo había prometido a Adrián y pronto estuvieron en la estación. Permanecieron en profundo silencio la hora y media del viaje, hundidas en los ángulos del departamento y completamente rendidas de fatiga. Efectivamente, sólo entonces se daba cuenta Dinny del esfuerzo que hiciera. Sin embargo, todo sumado, ¿qué había sido? Ninguna violencia, ningún ataque, ni siquiera una gran escena. ¡Cuán misteriosa e intranquilizadora era la demencia! ¡ Qué terror inspiraba! ¡Qué enervantes emociones! Ahora, que estaba segura de no volver a entrar en contacto con Ferse, le parecía solamente digno de piedad. Se lo figuró vagando como un autómata, sin un lugar donde posar la cabeza, sin una persona que le tendiese una mano, en el umbral de la locura, ¡quizás más allá! Las peores tragedias, los crímenes, la lepra,.r demencia, siempre van unidas al miedo: sus víctimas están desesperadamente solas en un mundo aterrorizado.

Después de los sucesos de la noche anterior, Dinny comprendía mucho mejor la explosión de Ferse a propósito del círculo vicioso en el que se debate un loco. Ahora sabía que no tenía los nervios lo bastante fuertes, la piel lo suficientemente dura para soportar a un alienado. Se explicaba los tratos terribles a que los locos estaban sometidos en otros tiempos; los comparaba al modo en que los perros se echan encima de otro perro histérico cuando sus nervios están crispados. La crueldad y el desprecio para con los dementes eran una especie de venganza de la sociedad herida en los nervios.

Por lo tanto era aún más triste, más atroz, pensar en ello. Mientras el tren la iba llevando hacia su pacífica morada, luchaba continuamente entre el deseo de alejar de sí el pensamiento de aquel infeliz proscrito y los sentimientos de piedad que éste le inspiraba.

Miró a Diana, hundida en el ángulo opuesto, con los ojos cerrados. ¿Qué debía sentir ella, que estaba atada a Ferse por los recuerdos, por la ley y por los hijos de los cuales era el padre? El rostro, debajo del sombrero en forma de casco, llevaba esculpidas las marcas de un largo esfuerzo doloroso: facciones hermosas, pero endurecidas. Por el ligero movimiento de los labios notábase que no estaba dormida. «¿Qué la sostiene? – pensó Dinny -. No es religiosa; no cree mucho en nada. De ser ella, yo lo abandonaría todo y me iría al lugar más remoto de la tierra. Pero, -¿lo haría realmente? ¿Hay algo en el hombre, cierto sentido de lo que se debe a sí mismo, que lo conserva firme y fuerte?»

En la estación no encontraron coche que les aguardara, por lo que dejaron allí los equipajes y se encaminaron hacia la granja por un sendero que atravesaba los campos.

– ¿Bastaría una mediocre distracción para vivir en estos tiempos? – preguntó Dinny, repentinamente -. ¿Sería feliz si viviera siempre aquí, como los viejos campesinos? Clara nunca está contenta. Siempre ha de ir de un lado para otro. En el hombre hay verdaderamente una especie de fantoche sorpresa.

– Jamás lo he visto saltar fuera de ti, Dinny.

– Quisiera haber sido mayor durante la guerra. Cuando terminó tenía catorce años.

– Tuviste suerte.

– No lo sé. Tú, Diana, debiste pasar momentos terriblemente emocionantes.

– Cuando la guerra estalló tenía la misma edad que tú tienes ahora.

– ¿Estabas casada?

– Desde hacía muy poco.

– Supongo que él la hizo toda.

– Sí.

– ¿Fue ésa la causa?

– Una agravante, quizás.

– Tío Adrián me dijo que era una cosa hereditaria.

– Sí.

Dinny indicó una casita con el tejado de paja.

– En esa casita ha vivido durante cincuenta años una vieja pareja a la que quiero mucho. ¿Podrías hacer lo mismo, Diana?

– Ahora, sí. Deseo paz, Dinny.

Llegaron a la casa, en silencio. Mientras tanto Adrián había enviado un mensaje: Ferse no había regresado a la clínica; Hilary y él esperaban estar sobre la buena pista.

Después de haber visto a los niños, Diana se fue a descansar a su cuarto y Dinny entró en la salita de su madre. – Oh, mamá, tengo necesidad de decírselo a alguien. Estoy rezando para que se muera.

– ¡Dinny!

– Por su propio bien, por el de Diana y el de -sus hijos y por el de todos. También por el mío.

– Naturalmente, si no hay esperanza…

– Que haya esperanza o no, no me importa. Es demasiado atroz. La palabra Providencia ha perdido para mí todo significado, mamá.

– ¡Querida!

– Es demasiado remota. Supongo que existe un plan inmutable, pero nosotros somos otros tantos mosquitos considerados como meros individuos.

– Necesitas un buen descanso, hijita. – Sí, pero eso no cambiará nada.

– No cultives esos sentimientos. Afectan demasiado al carácter.

– No veo la relación entre las opiniones y el carácter. Yo no me portaré peor porque deje de creer…

– Pero, seguramente…

– No; yo no me portaré peor. Si yo soy como es debido, es porque la dignidad es cosa buena y no por lograr una ventaja cualquiera.

– Pero, ¿por qué habría de ser buena la dignidad, Dinny, si no hubiera Dios?

– ¡Oh. mi sutil y querida mamá! Yo no he dicho que no haya Dios.

– Dinny, ¡eres terrible!

– No, mamá. Si soy como es debido, es porque la dignidad la aprecian las criaturas humanas en beneficio de las criaturas humanas. ¿Tengo tan mala cara, mamá? Me hace el efecto de que los ojos me han desaparecido. Creo que iré a tumbarme un rato. No sé por qué me han excitado tanto éstas cosas, mamá. Creo que es debido a que le miré a la cara.

Y, con una rapidez sospechosa, se volvió y se marchó.

CAPÍTULO XXVII

La desaparición de Ferse fue una alegría para el corazón de aquel que tanto sufriera después de su regreso. El hecho de que Adrián se hubiera comprometido a buscarle y, por lo tanto, a poner fin a esa alegría, no era suficiente para destruirla totalmente. Cogió un taxi y fue a buscar a Hilary casi gustosamente, dedicando toda su inteligencia a la solución del problema. El temor a la publicidad impedíale hacer uso de los recursos normales y directos, como son la Policía, la Radio y la Prensa. Su actuación echaría una luz demasiado cruda sobre Ferse. Mientras estudiaba qué otros medios le quedaban, le pareció estar delante de un juego de palabras cruzadas, de los que había resuelto muchos, a su debido tiempo, como todos los hombres de notable intelecto. Era imposible saber, de acuerdo con el relato de Dinny, a qué hora salió Ferse de su casa, dado que pasó mucho tiempo entre los sucesos de la noche y la hora en que las dos mujeres se levantaron. Cuanto más tardara en iniciar sus pesquisas por los alrededores de la casa, menos posibilidades tenía de encontrar al interesado. ¿Tenía que hacer parar el taxi y regresar a Chelsea? Siguiendo hacia St. Agustine's-in-the-Meads cedía más a su instinto que a su razón. Dirigirse a Hilary era para él como una segunda naturaleza y, en ésta tarea, seguramente dos cabezas serían mejor que una sola. Llegó a la Vicaría sin haber forjado ningún plan, salvo informarse vagamente a lo largo del río y en King's Road. No eran aún las nueve y media; Hilary estaba ocupado aún despachando su correspondencia. En cuanto supo la noticia, llamó a su mujer al despacho.

– Pensemos los tres durante unos minutos – propuso -. Luego cada cual dirá su idea.

Los tres permanecieron en triángulo ante el fuego, los dos hombres con la pipa entre los labios y la mujer oliendo una rosa de octubre.

– Bien – dijo Hilary, finalmente – ¿Ninguna idea May?

– Yo creo que si el pobre hombre es como Dinny lo describe, no debéis dejar de buscar en los hospitales – contestó la esposa de Hilary, arrugando la frente -. Yo podría telefonear a los tres o cuatro donde es más posible que le hayan llevado en caso de una desgracia. Pero quizá todavía es demasiado temprano.

– Muy amable por tu parte, querida mía. Estoy seguro de que podemos confiar en tu inteligencia para esta tarea. May salió.

– ¿Adrián?

– Tengo una idea, pero antes quisiera oír lo que piensas tú.

– Bien – repuso Hilary -, a mí me acuden dos cosas a la mente. Está claro que debemos preguntar a la Policía si alguien ha sido extraído del río; la otra hipótesis, y yo creo será la más probable, es la bebida.

– Pero tan temprano no podía encontrar dónde beber. – En los hoteles. Llevaba dinero.

– De acuerdo. Tenemos que intentarlo, a menos que tú no juzgues inútil mi idea…

– Bien.

– He intentado situarme en el lugar del pobre Ferse. Yo pienso, Hilary, que si una condena estuviese suspendida sobre mi cabeza, correría a Condaford, si no a la misma casa, por lo menos a sus alrededores, a los sitios que solía frecuentar siendo muchacho. Un animal herido vuelve a -su guarida.

Hilary asintió.

– ¿Dónde estaba su casa?

– En West-Sussex, bajo las colinas del norte. La estación es Petworth.

– Ah, conozco ese pueblo. Antes de la guerra; May y yo acostumbrábamos a llegamos muchas veces hasta Bignor para hacer excursiones. Podríamos ir a la estación Victoria para ver si alguien que se le parezca ha cogido el tren. Pero antes interrogaré a la policía por lo que atañe al río. Puedo decir que falta uno de mis feligreses. ¿Qué estatura tiene Ferse?

– Un metro setenta, aproximadamente. Es robusto y tiene pómulos y cabeza anchos, maxilar fuerte, cabello oscuro y ojos azul acero. Lleva traje y abrigo azules.

– Bien – dijo Hilary-, preguntaré en cuanto May termine con el teléfono.

Al quedarse solo delante del fuego, Adrián comenzó a fantasear lector de novelas policíacas, sabía seguir el método francés de la inducción consistente en un golpe psicológico, es decir, disparando a ciegas, mientras que Hilary y May seguían la táctica inglesa consistente en llegar al resultado eliminando posibilidades. Era un excelente sistema, pero, ¿había tiempo para seguirlo? En Londres uno desaparece como una aguja en un pajar y ellos estaban obstaculizados por la necesidad de evitar toda publicidad. Esperaba ansiosamente lo que le referiría Hilary. Era curiosamente irónico el hecho de que él – ¡él! – temiese oír que el pobre Ferse había sido hallado ahogado o atropellado y que Diana era libre.

Cogió un horario de ferrocarriles que estaba sobre el escritorio de Hilary. Salió un tren para Petworih a las 8.5o y otro partía a las 9.56. ¡Faltaba poco! Permaneció en espera, con la mirada fija en la puerta. Era inútil apresurar a Hilary, que era maestro en el arte de ahorrar tiempo.

– ¿Bien? – preguntó cuando la puerta se abrió. Hilary movió la cabeza.

– Nada. Ni los hospitales, ni la Policía. Nadie ha sido hospitalizado y en parte alguna han oído hablar de él.

– Entonces – dijo Adrián -, intentemos la estación Victoria. Hay un tren dentro de veinte minutos. ¿Puedes venir en seguida?

Hilary lanzó una mirada a su escritorio.

– No puedo, pero iré. Hay algo impuro en el modo en que nos apasiona esta persecución. Aguarda, viejo. Voy a avisar a May y coger mi sombrero. Entre tanto, podrías buscar un taxi. Dirígete hacia St. Paneras y espérame allí.

Adrián fue a buscar un coche. Encontró uno que salía de la Euston-Road, le hizo dar media vuelta y se quedó esperando. Poco después apareció Hilary, muy apresurado.

– No estoy entrenado – comentó. Adrián sacó la cabeza por la ventanilla. – A la estación Victoria. Lo más rápido posible. Hilary le deslizó una mano debajo del brazo.

– No he vuelto a dar un paseo contigo desde el día que escalamos el Carmarthen Van, el año después de la guerra.

¿Recuerdas?

Adrián sacó su reloj.

– Temo que perdamos el tren. El tráfico es terrible.

Se quedaron en silencio, zarandeados de un lado para otro por los espasmódicos esfuerzos del taxi.

– Jamás olvidaré – dijo Adrián, repentinamente – que una vez, en Francia, pasé delante de una maison d'aliénés, como ellos las llaman. Era un gran edificio situado detrás de una línea de ferrocarriles, con un largo enrejado de hierro en la parte delantera. Había un pobre diablo, erguido en pie con los brazos levantados y las piernas separadas, agarrado al- enrejado como un orangután. ¿Qué es la muerte comparada con eso? Un poco de buena tierra limpia y el cielo encima nuestro. Quisiera que le hubiesen hallado en el río.

– Todavía pueden encontrarlo. Esta es una caza inútil.

– Faltan tres minutos – murmuró Adrián -. No llegaremos a tiempo.

Pero, como si estuviera animado por el carácter nacional, el taxi adquirió una velocidad extraordinaria y pareció que el tráfico se le desvaneciera delante. Se detuvieron ante la estación con una sacudida.

– Tú te informarás en las ventanillas de primera, yo en las de tercera clase – dijo Hilary, mientras corrían -. Un pastor se impone más

– No – replicó Adrián -. Si se ha marchado, habrá ido en primera clase. Pregunta tú. Si existe alguna duda, recuérdales sus ojos.

Vio el rostro enjuto de Hilary introducirse en la ventanilla y retirarse rápidamente.

– Ha tomado un billete – dijo -. Para este tren. A Petworth. ¡De prisa!

Lis dos hermanos echaron a correr de nuevo, pero cuando llegaron al andén el tren comenzaba a moverse. Adrián hubiese querido continuar corriendo, pero Hilary le cogió del brazo.

– Calma, viejo. No podemos subir. Nos vería y eso lo estropearía todo.

Se encaminaron, cabizbajos, hacia la entrada.

– Has adivinado de un modo realmente maravilloso – - repuso Hilary -. ¿A qué hora llega este tren?

– A las doce veintitrés.

– En tal caso podemos ir en coche. ¿Llevas dinero? Adrián buscó en sus bolsillos.

– Sólo ocho chelines y medio – contestó, tristemente.

– Yo no tengo más que once chelines. ¡Qué contrariedad!Ya sé qué podemos hacer. Cojamos un taxi y acerquémonos a casa de Fleur. Si no tiene el coche fuera nos lo cederá y ella misma o Michael nos acompañarán. Pero es necesario que al llegar allí nos libremos del coche.

Adrián asintió, atontado por el éxito de su inducción. Llegados a South Square supieron que Michael estaba ausente, pero que Fleur se hallaba en casa. Adrián, que no la conocía tanto como Hilary, quedó sorprendido por la rapidez con que se hizo cargo de la situación y sacó el coche. Diez minutos más tarde, efectivamente, estaba en ruta, con Fleur al volante.

– Pasaré por Dorhing y Pulborough – dijo, volviéndose -. A partir de Dorhing, podremos correr a toda velocidad. Pero, tío Hilary, ¿qué haréis si le encontráis?

Ante esta pregunta sencilla, pero necesaria, los dos hermanos se miraron mutuamente. Pareció que Fleur hubiera sentido penetrar en su nuca esa indecisión, porque frenó con una fuerte sacudida frente a un perro en peligro y, volviéndose, dijo

– ¿Queréis pensarlo antes de volver a emprender la marcha?

Mirando su rostro menudo, abierto, como una personificación de la juventud serena y confiada; mirando luego el de su hermano, largo, perspicaz, rugoso, consumido por su experiencia de los hombres y, sin embargo, no endurecido, Adrián dejó que Hilary diera una respuesta.

– Sigamos – decidió éste -. Será necesario sacar partido de todo lo que suceda.

– Cuando pasemos delante de una oficina de Correos -dijo Adrián -, párate, por favor. Quiero enviarle a Dinny un telegrama.

Fleur asintió.

– En todo caso he de pararme para llenar el depósito de gasolina. Hay una oficina de Correos en King's Road.

Y el, automóvil continuó adelante, en medio del tráfico.

– ¿Qué le pondré en el telegrama?… – preguntó Adrián -. ¿He hablar de Petworth?

Hilary movió la cabeza.

– Dile tan sólo que creemos estar sobre la buena pista. Cuando el telegrama fue expedido, faltaban sólo dos horas para que el tren llegara a su destino.

– Hay cincuenta millas de aquí a Pulborough – observó Fleur -. No sé si arriesgarme con la gasolina que me queda. Lo veremos en Dorhing.

Desde ese momento dejó de existir para ellos, a pesar de que el coche era una berlina; toda su atención estaba concentrada en la tarea de conducir.

Los dos hermanos permanecían silenciosos, con los ojos fijos en el reloj y el marcador de velocidades.

– No doy a menudo paseos de recreo – dijo Hilary suavemente -. ¿En qué piensas?

– En qué diantre haremos.

– Si en mi profesión tuviese que pensar las cosas de antemano, al cabo de un mes me habría muerto. En una parroquia de los barrios pobres, se vive algo así como rodeado de gatos salvajes, igual que en la selva. De modo que a uno se le desarrolla una especie de instinto y ha de confiar en él. – ¡Ah! -exclamó Adrián -. Yo vivo entre muertos y no tengo práctica.

– Nuestra sobrina guía bien – manifestó Hilary- Fíjate en su cuello. ¿No es la personificación de la habilidad? El cuello, blanco y redondo, se mantenía graciosamente erguido y causaba una extraordinaria impresión de rápido y eficaz dominio del cuerpo, ejercido por el cerebro.

Durante muchas millas corrieron en silencio.

– Box Hill – dijo Hilary -. Un día me sucedió una cosa que jamás he olvidado y que nunca te he contado. Demuestra lo terriblemente próximos que vivimos al borde del abismo de la locura. – Bajó la voz, y continuó -: ¿Recuerdas a Durcott, aquel alegre sacerdote? Cuando yo estaba en Beaker, antes de ir a Harrow, él era maestro allí. Un domingo me llevó a hacer una excursión a Box Hill. Al regresar, estábamos solos en el tren. Habíamos bromeado un poco, cuando repentinamente pareció cogerle una especie de frenesí y sus miradas se volvieron ávidas y salvajes. Yo no tenía la más mínima idea de qué podía haberle reducido a tal estado y me espanté tremendamente. Luego, al cabo de poco, pareció volverse a dominar. ¡Un trueno en la bonanza! Sensualidad reprimida, naturalmente – una verdadera demencia momentánea -, bastante horrible, por cierto. Por lo demás, era un joven muy simpático. Existen unas fuerzas, mi querido Adrián…

– Demoníacas. Y cuando rompen para siempre la cáscara…¡Pobre Ferse!

Les llegó la voz de Fleur.

– El coche comienza a fallar un poco – dijo -. He de poner gasolina, tío Hilary. Hay una estación de servicio por aquí cerca.

– Está bien.

El coche se detuvo frente al poste de gasolina.

– Siempre es lento el camino hasta llegar a Dorhing – dijo Fleur, desperezándose -. Ahora podremos correr más. Hemos hecho sólo treinta millas y afín nos queda una hora larga. ¿Habéis pensado…?

– No – contestó Hilary, interrumpiéndola -. Nos hemos abstenido de ello como de un veneno.

Los ojos de Fleur, con el blanco tan claro, le lanzaron una de aquellas miradas directas que convencían inmediatamente a la gente de que era una mujer con inteligencia.

– ¿Le queréis devolver a casa en coche? En vuestro lugar, yo no lo haría.

Y, sacando de su bolso una polvera, comenzó a retocarse los labios y a empolvarse la recta naricita.

Adrián la observaba con una especie de temor respetuoso no había entrado apenas en contacto con la juventud moderna. No le impresionaron sus pocas palabras, pero sí lo que en ellas estaba implícito. Traducidas cruelmente, significaban lo siguiente: «Dejadle abandonado a su destino. Vosotros nada podéis hacer.» ¿Llevaba razón? ¿Se estaban dejando llevar por el instinto humano que induce a entrometerse en los asuntos de los demás y a posar una sacrílega mano sobre la Natura leza? Sin embargo, debían enterarse de lo que hacia Ferse y de lo que podía hacer, por el bien de Diana. Incluso por su propio bien tenían que cuidar de que no cayese en malas manos. En el rostro de su hermano vagaba una débil sonrisa. Él, al fin y al cabo, pensó Adrián, conocía a la juventud y estaba en condiciones de decir hasta dónde podía llegar la serena y cruel filosofía de los jóvenes.

Partieron nuevamente, pasando entre el tráfico de las largas calles de Dorhing.

– Al fin libres – dijo Fleur, volviendo la cabeza -. Si queréis cogerle de veras, le cogeréis – y se lanzó a toda velocidad.

Durante el siguiente cuarto de hora volaron, pasando por delante de unos bosquecillos de matorrales amarillentos, de campos y de trechos de terrenos públicos cubiertos de retama y punteados de patos y viejos caballos.

Luego el automóvil, que hasta entonces había corrido regularmente, comenzó a rechinar y traquetear.

– ¡Un neumático pinchado! -anunció Fleur, volviendo otra vez la cabeza. Paró el coche y todos se apearon. Uno de los neumáticos posteriores estaba completamente deshinchado.

– ¡A trabajar! – dijo Hilary, quitándose la americana -. Prepara el gato, Adrián; yo bajaré el neumático de recambio.

La cabeza de Fleur había desaparecido en la caja de los útiles, pero oyeron que decía

– Demasiados ayudantes. Es mejor que me lo dejéis a mí. Adrián, que no entendía nada de coches, y que frente a cualquier mecanismo sentíase impotente, se apartó de buena gana y les observó a los dos con admiración. Eran fríos, veloces y eficientes, pero el gato estaba defectuoso.

– Siempre sucede lo mismo cuando uno lleva prisa – se lamentó Fleur.

Pasaron veinte minutos antes de que volviesen a ponerse en marcha.

– No es posible llegar a tiempo – dijo Fleur-, pero, si realmente lo queréis, encontraréis sus huellas. La estación está un poco más allá del pueblo.

Atravesaron a toda velocidad Billingshurst, Pulborough y el puente de Stopham.

– Es mejor que vayamos directamente a Petworth – propuso Hilary -. Si tiene intención de volver a Londres, le encontraremos.

– ¿He de pararme si le vemos?

– No, continúa adelante y luego retrocede.

Pero pasaron por Pehvorth y recorrieron, sin encontrarlo; los dos kilómetros que había desde la estación.

– El tren ha llegado hace más de veinte minutos – dijo Adrián -. Vamos a informarnos.

El empleado había recogido el billete de un señor con abrigo azul y bombín. No, no llevaba equipaje y se había dirigido hacia las colinas. ¿Cuánto tiempo hacía? Quizá media hora.

Volvieron rápidamente al coche y se encaminaron hacia las colinas.

– Recuerdo – dijo Hilary -, que un poco más adelante hay una bifurcación que conduce a Sutton. Queda por saber si ha ido por ese lado o bien si ha continuado subiendo. Lo preguntaremos. Pueden haberle visto, dado que por ahí hay muchas casas.

Apenas pasada la vuelta había una pequeña oficina de correos y un cartero se acercaba en bicicleta por la carretera de Sutton

Fleur detuvo el coche, rozando la acera.

– ¿Ha visto usted dirigirse hacia Sutton a un señor con abrigo azul y bombín?

– No señorita, no he visto ni un alma.

– Gracias. ¿He de continuar hacia las colinas, tío? Hilary consultó el reloj.

– Si mal no recuerdo, hay casi dos kilómetros de aquí a la cumbre de la colina situada cerca de Duncton Beacon. Hemos recorrido diez kilómetros desde la estación, y él llevaba, digamos, veinticinco minutos de ventaja. Por lo tanto, una vez llegados a la cumbre tendríamos casi que haberle alcanzado. Desde arriba veremos la carretera frente a nosotros y podremos avistarle. Si no lo encontramos, eso significará que ha subido a la colina, pero… ¿por qué camino?

– Habrá ido hacia su casa – dijo Adrián en voz baja. – ¿Hacia el este? – preguntó Hilary -. Adelante, pues, Fleur, y no demasiado de prisa.

Fleur dirigió el coche por la carretera que conducía a las colinas.

– Hurgad en mi abrigo y encontraréis tres manzanas. Las he cogido al salir de casa.

– ¡Qué cabeza! -exclamó Hilary -. Pero las querrás para ti.

– No. Yo estoy adelgazando. Puedes dejarme una.

Los dos hermanos, comiendo una manzana cada uno, miraban atentamente los bosques que bordeaban la carretera.

– Demasiado 'espesos – repuso Hilary -. Marchará por donde esté más descubierto. Si le ves, Fleur, párate en seguida.

Pero no le vieron, y subiendo cada vez más lentamente, llegaron a la cumbre. A la derecha estaba la punta redonda de Duncton Beacon, coronada de hayas, y a la izquierda los Downs abiertos. Por la carretera que extendíase delante de ellos no había nadie.

– Nadie en frente – dijo Hilary -. Debemos decidir algo.

– Sigue mi consejo, tío Hilary. Déjame que os vuelva a llevar a casa.

– ¿Tú qué dices, Adrián? Adrián movió la cabeza.

– Yo continuaré – decidió. – Perfectamente. Voy contigo.

– ¡Mirad! – exclamó Fleur de repente, indicando con la mano.

A una distancia de cinco metros aproximadamente, en un escarpado sendero que tenía su origen en el lado izquierdo de de la carretera, yacía un objeto oscuro.,

– Me parece que es su abrigo.

Adrián saltó del coche y corrió hacia el objeto. Regresó trayendo un abrigo colgado del brazo.

– Ya no cabe duda – dijo -. O bien se ha parado aquí para descansar y lo ha perdido inadvertidamente, o bien se ha cansado de llevarlo. Sea como fuere, es una mala señal. Vamos, Hilary.

Dejó el abrigo en el coche.

– ¿Ordenes para mí, tío Hilary?

Has estado magnífica, querida mía. ¿Quieres estarlo un poco más y aguardarnos aquí una hora? Si al cabo de ese tiempo no hubiésemos regresado, baja y bordea lentamente las colinas por la carretera de Sutton Bugnor y West Burton; entonces, si no nos ves por ninguna parte a lo largo de ese camino, pasa por la carretera que atraviesa Pulborough y regresa a Londres. Si te sobra un poco de dinero, nos lo podrías prestar. Fleur sacó el portamonedas.

– Llevo tres libras. ¿Os bastarán dos?

– Las aceptamos con gratitud – contestó Hilary -. Adrián y yo jamás tenemos dinero. Creo que somos la familia más pobre de Inglaterra. Adiós, querida, y gracias. ¡Ahora, a lo nuestro, viejo!

CAPÍTULO XXVIII

Agitando la mano en señal de saludo hacia Fleur que, de pie cerca de su coche, estaba mordiendo la última de las tres manzanas, los hermanos tomaron el sendero que rodeaba la colina.

– Ve delante – dijo Hilary -. Tienes mejor vista y tu traje es menos visible. Si le vieras, nos consultaremos. Llegaron casi en seguida ante una alta alambrada que corría a lo largo de la colina.

– Acaba allá, a la izquierda – indicó Adrián -. Démosle la vuelta por el lado de los bosques. Cuanto más bajo nos mantengamos, mejor será.

Bordearon la falda de la colina avanzando cerca de la alambrada, sobre un terreno escabroso y desigual. Caminaban con el paso tardo en los escaladores, como si hiciesen de nuevo una larga y difícil ascensión. La duda de poder alcanzar a Ferse, de lo que harían en caso de alcanzarle y el saber que la persona con quien tendrían que tratar era un loco, daba a sus rostros la expresión que ofrecen los de los soldados, de los marinos, de los hombres que escalan montañas, es decir, la de mirar de hito en hito las cosas que tienen delante.

Habían atravesado una vieja y poco profunda cantera de greda y subían los pocos metros de desnivel del lado opuesto, cuando Adrián se echó para atrás, arrastrando a su hermano.

– Ahí está – cuchicheó -, a unos setenta metros delante nuestro.

– ¿Te ha visto?

– No. Tiene un aspecto terrible. Va sin sombrero y anda gesticulando. ¿Qué hacemos?

– Asoma la cabeza por esa mata.

Adrián, de rodillas, se puso a mirar. Ferse había cesado de gesticular y ahora estaba erguido, cruzado de brazos y cabizbajo. Le daba la espalda a Adrián y no hubiérase podido juzgar su estado de ánimo, a no ser por su postura inmóvil, rígida y abstraída. Repentinamente alargó los brazos, movió la cabeza de un lado para otro y comenzó a caminar.

Adrián esperó hasta que hubo desaparecido entre los matorrales de la pendiente y luego hizo signo a Hilary de seguirle. – No debemos dejar que nos adelante demasiado – murmuró Hilary – o no sabremos si entra en el bosque.

– Continuará al descubierto. El pobre diablo necesita aire. De nuevo hizo agachar a su hermano. El terreno había empezado repentinamente a formar un declive que descendía directamente hasta una cavidad tapizada de hierba. Veían perfectamente a Ferse en medio de la pendiente. Caminaba despacio, inconsciente de ser perseguido. De vez en cuando se llevaba las manos a la cabeza como para alejar algo que le molestase.

– ¡Dios mío! – exclamó Adrián -. ¡Detesto este espectáculo!

Hilary asintió.

Permanecieron tendidos, observando. Parte de la altiplanicie era visible, rica en colores en aquella luminosa jornada de octubre. La hierba, después de la densa escarcha matutina, todavía estaba perfumada; encima de las colinas gredosas el cielo tenía ese azul pálido y espiritual que tiende casi al blanco. El día era silencioso, casi sin hálito de vida. Los hermanos esperaban callados.

Ferse había llegado ya a la llanura; le vieron dirigirse, desconsolado, hacia un bosquecillo de matorrales, a través de un prado accidentado. Un faisán levantó el vuelo delante de sus pies. Se sobresaltó igual que si se hubiera despertado de un ensueño y se quedó mirando su vuelo por el cielo.

– Probablemente conoce estos alrededores metro por metro – comentó Adrián -. Era un apasionado cazador.

En ese momento, Ferse levantó los brazos como si asiera una escopeta. Había algo extrañamente tranquilizador en aquel gesto.

– Corramos – dijo Hilary, mientras Ferse desaparecía en el bosquecillo.

Bajaron la pendiente, apresurándose sobre el terreno desigual.

– ¿Y si se parase en el bosquecillo? -preguntó Adrián, jadeando.

– ¡Arriesguémonos! Vayamos despacio hasta que logremos ver la cuesta.

Unos cien metros más allá del pequeño bosque, Ferse se encaramaba lenta y fatigosamente por la colina.

– Por ahora todo marcha bien -murmuró Hilary -. Tenemos que esperar hasta que esa subida se allane y dejemos de verle. Éste es un asunto bien raro. Y, al final de todo esto, puedes decirme ¿qué hay? – Debemos saber- contestó Adrián.

– Ahora le perdemos de vista. Concedámosle cinco minutos. Los contaré.

Esos cinco minutos parecieron interminables. Una urraca emitió una nota estridente desde la falda boscosa de la colina; un conejo salió de su, madriguera y se acurrucó delante de ellos.; ligeros hálitos de viento pasaban a través de la maleza.

– ¡Vamos! -dijo Hilary. Se levantaron y subieron a pasos rápidos la cuesta herbosa -. Si vuelve sobre sus pasos… – Cuanto más pronto nos encontremos frente a frente, mejor será =repuso Adrián -. Pero si se da cuenta de que le perseguimos echará a correr y le perderemos de vista. Cautelosamente alcanzaron la cumbre. El terreno descendía suavemente hasta llegar a un terreno arcilloso que se deslizaba en la parte superior de un bosque de hayas, a su derecha. No había ninguna huella de Ferse.

– O bien ha entrado en el bosque, o bien ha atravesado la maleza y está subiendo de nuevo. Es mejor que nos apresuremos y que nos cercioremos.

Corrieron por el sendero. Estaban a punto de entrar en el bosque, cuando el sonido de una voz a unos veinte metros de distancia les hizo quedarse inmóviles. Ferse hablaba en algún lugar del bosque, murmurando entre dientes. No distinguían las palabras, pero la voz les causó una sensación de desasosiego.

– ¡Pobre muchacho! – cuchicheó Hilary -. ¿Debemos alcanzarle e intentar confortarle?

– ¡Escucha!

Se produjo un ruido como el de una rama quebrada bajo un pie, una imprecación mascullada y luego un grito de angustia, tan inesperado que les llenó de terror. Tenía un tono que helaba la sangre. Adrián dijo

– ¡Es horroroso! ¡Ha salido del bosque!

Entraron cautelosamente en el bosque y observaron que Ferse corría hacia la colina que se levantaba al otro extremo. – No nos ha visto. ¿Verdad?

. No, pues en caso contrario se volvería para mirar. Aguardemos hasta que le perdamos nuevamente de vista.

– Ésta es una tarea sumamente antipática – dijo Hilary de pronto-, pero estoy de acuerdo contigo en que ha de hacerse hasta el fin. ¿Has oído qué sonido tan horrible? Debemos saber con exactitud lo que vamos a hacer.

– He pensado – repuso Adrián -, que si podemos convencerle de que regrese a Chelsea, mantendremos alejados a Diana y a los niños, despediremos a las doncellas y contrataremos a unos camareros especiales. Yo me quedaría con él hasta que todo estuviese arreglado. Me parece que la única posibilidad de salvación es su casa.

– No creo que regrese por su propia voluntad.

– En tal caso, sólo Dios sabe lo que sucederá. Yo no quiero contribuir a que le encierren.

– ¿Y qué haremos si intenta matarse? – Eso es cosa tuya, Hilary.

Este permaneció silencioso.

– No te fíes demasiado de mi hábito – dijo, repentinamente -. Un párroco de una parroquia como la mía es bastante duro de corazón.

Adrián le cogió una mano

– ¡Ya está fuera de nuestra vista! – Adelante, entonces.

Atravesaron el llano rápidamente y emprendieron la subida. Arriba, cambiaba el carácter del terreno; esparcidas por la elevación había zarzas de espino blanco, ifos, arbustos espinosos y unas hayas jóvenes.

Formaban un buen escondrijo y ellos podían moverse libremente.

– Dentro de poco llegaremos a la encrucijada que hay encima de Bignor – murmuró Hilary -. Desde allí puede coger el sendero que baja. Podríamos perderle de vista fácilmente.

Echaron a correr, pero detrás de un tejo se pararon de golpe.

– No baja – dijo Hilary – ¡Mira!

Ferse corría hacia la parte norte del collado, por una pendiente abierta y herbácea, al otro lado del cruce de senderos donde se erguía un poste indicador.

– Recuerdo que hay un segundo sendero que conduce hasta allá.

– Es una oportunidad, pero ahora no podemos detenemos. Ferse había dejado de correr y marchaba lentamente cuesta arriba con la cabeza gacha. Quedándose detrás del tronco de un tejo le siguieron con la mirada hasta que desapareció. -¡Vamos! -dijo Hilary.

Había casi un kilómetro y ambos estaban en la cincuentena.

– No vayamos demasiado aprisa – jadeó Hilary -. No podemos exponemos a que nos estallen los pulmones. Siguiendo un paso regular, alcanzaron la cumbre tras la cual Ferse había desaparecido y encontraron un sendero lleno de híerba.

– Despacio ahora – dijo Hilary, resoplando.

También aquí la falda de la colina estaba sembrada de matorrales y árboles jóvenes y se ocultaron tras ellos hasta que llegaron a una cantera de greda poco profunda.

– Detengámonos aquí un momento a recobrar aliento… No puede haberse alejado de la colina porque lo hubiéramos visto. ¡Escucha!

Hasta ellos llegaba desde abajo el son de un canto. Adrián asomó la cabeza y miró. Algo más lejos, cerca del sendero, Ferse yacía tumbado. Las palabras de la canción que cantaba les llegaba claramente

Must I go bound, and you go freet Must I love a lass that couldrit love met Oh l was 1 taught so poor a wit

As love a lass, would break my heart.

Calló y permaneció inmóvil. Luego, con gran horror por parte de Adrián, su rostro se deformó, levantó los puños al aire y gritó

¡ No quiero… no quiero estar loco! – Y se revolcó con el rostro contra el suelo.

Adrián retrocedió.

– Es terrible. ¿Debo ir abajo y hablar con él? -Iremos juntos. Caminemos despacio, para no asustarlo. Tomaron el sendero que rodeaba la cantera. Ferse ya no estaba allí.

– Sigamos lentamente, muchacho – dijo Hilary. Avanzaron extrañamente tranquilos, como si hubiesen abandonado la partida.

En frente, al otro lado de la depresión de la loma, Ferse caminaba a lo largo de una alambrada de hierro.

Le siguieron con la mirada hasta que desapareció para volver a aparecer más tarde en la ladera de la colina, después de haber dado la vuelta a la esquina de la alambrada.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Desde allí no puede vemos. Si queremos hablarle tenemos que acercamos a él, sea como sea. Tal vez intentará huir.

Atravesaron el declive, subieron a lo largo de la alambrada y dieron la vuelta a la esquina escondidos tras las zarzas de espino blanco. Ferse había desaparecido nuevamente en la colina escarpada.

– Han puesto esta alambrada para las ovejas – dijo Hilary-. ¡Fíjate! Están esparcidas por toda la colina. Son de raza Southdowns.

Alcanzaron otra cumbre. No había rastro de Ferse. Se mantuvieron cerca de la alambrada y, llegados a la cresta de la cuesta siguiente, se pararon para mirar. A su izquierda, el collado descendía rápidamente formando otra cuenca; frente a ellos un terreno abierto y herbáceo declinaba dulcemente hacia un bosque. A la derecha, seguía la alambrada y un prado irregular. Adrián se agarró repentinamente al brazo de su hermano. Ferse yacía de cara contra la hierba a una distancia de setenta metros y las ovejas parlan a su alrededor. Los hermanos se arrastraron al abrigo de un matorral. Desde allá, podían observarle perfectamente sin ser vistos y lo hicieron en silencio. Yacía tan inmóvil que las ovejas lo ignoraban. Con el cuerpo redondo, las patas cortas, el morro romo, el color blanco grasiento y la tranquilidad peculiar de la raza Southdowns, las ovejas pastaban la hierba tranquilamente.

– ¿Crees que está durmiendo?

Adrián movió la cabeza negativamente. – Pero parece sosegado.

Había algo en su actitud que iba derecho al corazón, algo que recordaba a un niño que oculta la cabeza en el regazo de su madre. Parecía que el contacto de la hierba debajo de su cabeza, de su rostro y de sus brazos tendidos le confortase, como si buscara a tientas el camino de regreso hacia la apacible seguridad de la madre Naturaleza. Mientras yaciera así, era imposible molestarle.

El sol les daba en la espalda y Adrián volvió la cabeza para recibirlo en el rostro. El amante de la naturaleza y el campesino que abrigaba en su interior, respondieron a ese calor, al perfume de la hierba, al canto de las alondras, al balido de las ovejas y al azul del cielo. Observó que también Hilary se había puesto de cara al sol. Todo estaba tan tranquilo que, de no haber sido por el canto de las alondras y el balido de las ovejas, hubiérase podido decir que la naturaleza era muda. Ninguna voz de hombre o de animal, ningún rumor de tráfico, subía hasta la altiplanicie.

– Son las tres. Duerme un ratito – le cuchicheó a Hilary -. Yo vigilaré.

Ferse parecía dormir. $n ese lugar su cerebro en desorden hallaba seguramente un poco de reposo. Si existe un poder curativo en el aire, en los campos y en los colores, ciertamente lo había en aquella colina deshabitada desde hacía más de mil años y liberada de la inquietud de los hombres. En efecto, hombres de tiempos antiguos vivieron allí arriba; pero desde entonces nadie habíala tocado, salvo el viento y las sombras de las nubes. Ahora no había viento, ni una nube que echase una sombra ligera sobre la hierba.

Adrián sentíase invadido de profunda lástima para con aquel pobre infeliz tendido en tierra como si no tuviese que volver a moverse nunca más. No podía pensar en sí mismo, ni tampoco compadecer a Diana. Ferse le producía una sensación absolutamente impersonal, algo así como el profundo sentido de protección que los hombres sienten mutuamente frente a los golpes, que parecen desleales, de la suerte. Dormía apegándose a la tierra como en busca de un refugio, y el apegarse a la tierra como a un refugio eterno era todo cuanto le quedaba.

Durante las dos horas en que estuvo vigilando a la figura postrada en medio de las ovejas, Adrián se sintió invadido, no de amargura o de una fútil rebelión, sino de un estupor extraño. Los antiguos dramaturgos griegos comprendieron el trágico juguete en que los dioses convertían al hombre. Ante el destino de Ferse, ¿qué habría hecho cualquiera? ¿Qué, mientras todavía quedara un destello de razón? Cuando el hilo de la vida de un hombre estaba tan retorcido que ya no podía cumplir con su trabajo, que no podía ser para sus semejantes sino una pobre criatura atormentada y espantosa, había llegado inevitablemente la hora del eterno reposo. Parecía que también Hilary pensara lo mismo; sin embargo, no estaba seguro de lo que su hermano hubiera hecho de llegar la cosa a tal punto. Su profesión atañía a los vivos: para él, un hombre muerto estaba perdido. Adrián experimentaba una especie de gratitud hacia su profesión, que se ocupaba de los muertos y clasificaba los huesos de los hombres, la única parte de ellos que no sufre y se prolonga a través de los siglos para dar prueba de la existencia de un animal maravilloso.

Mientras vigilaba, cogía una brizna de hierba tras otra, restregándolas entre las palmas para deleitarse con su olor fresco y dulce.

El sol siguió girando, hacia occidente, hasta que estuvo casi al nivel de sus ojos; las ovejas habían dejado de pacer y se movían lentamente, todas juntas, como si esperasen a que las encerraran en el redil; los conejos habían salido de sus madrigueras y roían la hierba; las alondras habían descendido del cielo. Un hálito de frescura serpenteaba por el aire, los árboles del bosque habíanse oscurecido y casi solidificado y el cielo blanquecino parecía aguardar el resplandor del ocaso. También la hierba había perdido su perfume, pero aún no había comenzado a caer la escarcha.

Adrián se sintió atravesado por un escalofrío. Diez minutos más tarde el sol se ocultaría tras las colinas y haría frío. ¿Sería mejor o peor cuando Ferse se despertara? Debían arriesgarse. Tocó a Hilary, que estaba tumbado con las rodillas dobladas, sumido todavía en el sueño. Se despertó instantáneamente.

– ¡Hola!

– ¡Chist! Aún duerme. ¿Qué haremos cuando se despierte? ¿Hemos de acercarnos a él en seguida, o bien aguardar? Hilary agarró la manga de su hermano. Ferse se había puesto en pie. Desde su matorral le vieron mirar alrededor como un loco, como hubiera podido hacerlo un animal a punto de huir por haber advertido un peligro. Era evidente que no les veía, pero que habla notado la presencia de alguien. Empezó a caminar hacia la alambrada, la pasó a gatas, luego se enderezó y se volvió de cara al sol bermejo, que parecía estar en equilibrio, como una esfera incandescente, sobre las lejanas cumbres boscosas. Con el resplandor del sol en el rostro, con la cabeza desnuda, tan inmóvil que hubiérasele podido creer muerto en pie, permaneció erguido hasta que el sol desapareció – ¡Vamos! – murmuró Hilary, levantándose.

Adrián vio que Ferse volvía repentinamente a la vida, agitaba los brazos en gesto de frenético desafío y echaba a correr.

En tono asustado, Hilary observó:

– Está desesperado. Hay una cantera de piedra justamente encima de la carretera. ¡Vamos, chico, vamos! Comenzaron a correr, pero, entumecidos como estaban, no podían competir con Ferse, que a cada paso iba ganando terreno. Corría furiosamente, agitando los brazos. Le oían gritar. Hilary dijo, jadeando

– ¡Alto! No se dirige hacia la cantera. Está allí, a la derecha. Va hacia el bosque. Es mejor que le dejemos creer que hemos renunciado.

Le miraron correr ladera abajo y le perdieron de vista cuando, sin cesar de correr, entró en el bosque.

– ¡Vamos! -dijo Hilary.

Bajaron fatigosamente hasta el bosque y penetraron en la espesura, manteniéndose lo más cerca que les fue posible del punto en donde había desaparecido. Era un bosque de hayas y, salvo en el lindero no había matorrales. Se detuvieron a la escucha, pero no les llegó rumor alguno. La luz ya era débil, pero el bosque era pequeño y pronto alcanzaron el extremo opuesto. En el valle se veían algunas casitas y unas cuantas alquerías.

– Bajemos a la carretera.

Prosiguiendo rápidamente, llegaron de repente al borde de una profunda cantera de piedra. Se detuvieron espantados.

– No sabía esto – dijo Hilary -. Tú, ve por aquel lado y yo iré por éste, por el borde de la cantera.

Adrián subió hasta alcanzar la cumbre. En el fondo, a unos veinte metros bajo la pared casi a pico, vio una cosa oscura Lo que fuese, estaba inmóvil y no emitía sonido alguno. ¿Sería él? ¿Se habría precipitado en la semioscuridad? Una sensación de sofoco le oprimió la garganta. Por un momento fue incapaz de llamar o de moverse. Luego corrió rápidamente a lo largo del borde de la cantera hasta que llegó al lado de Hilary.

– ¿Bien?

Adrián señaló la cantera. Continuaron a lo largo del borde a través de los arbustos hasta que, de bruces, pudieron llegar al fondo herbáceo de la vieja cantera. Entonces se dirigieron hacia el ángulo más lejano, que estaba debajo del punto más alto. La cosa oscura era Ferse. Adrián se arrodilló y le levantó la cabeza. Tenía el cuello partido y estaba muerto.

No podían decir si buscó deliberadamente ese fin o si cayó durante su loca carrera. Ninguno de los dos dijo palabra, pero Hilary, posó una mano sobre el hombro de su hermano. Finalmente, indicó

– Hay una cochera a poca distancia de aquí, en la carretera, pero quizá no deberíamos moverle. Quédate con él, mientras yo voy al pueblo a telefonear. Creo que en este asunto debe intervenir la policía.

Adrián, siempre de hinojos al lado del cadáver, asintió. – Hay una oficina de correos muy cerca; no tardaré en regresar – dijo Hilary, y se fue apresuradamente.

Solo en la cantera silenciosa, que paulatinamente se iba volviendo más oscura, Adrián estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza del muerto sobre las rodillas. Le había cerrado los ojos y cubierto la cara con su pañuelo. En el bosque oíase el murmullo de las frondas agitadas por los pájaros que, gorjeando, se preparaban al sueño. La escarcha había comenzado a caer y la neblina otoñal insinuábase en el crepúsculo azulado. Todos los contornos de las cosas estaban suavizados, pero la alta pared de la cantera de greda aún resaltaba con su blancura. A pesar de que distaba menos de cincuenta metros de la carretera por donde transitaban los automóviles, el lugar donde Ferse había dado el salto hacia el reposo eterno se le antojaba desolado, remoto y lleno de fantasmas. Aunque supiera que debía estarle agradecido a Dios por Ferse, por Diana y por sí mismo, no podía experimentar más que una profunda piedad hacia uno de sus semejantes, quebrado en la flor de sus energías: una profunda piedad y la percepción de una especie de mezquina identificación con el misterio de la Naturaleza que envolvía al muerto y su lugar de descanso.

Una voz le sacó de su extraño ensimismamiento. Un viejo y bigotudo campesino estaba ante él, con un vaso en la mano. – Por lo que he oído, parece que ha ocurrido un accidente – dijo -. Un sacerdote me ha enviado aquí con un vaso de coñac.

Le tendió el vaso a Adrián.

– ¿Ha caído desde lo alto?

– Sí.

– Siempre he dicho que allá arriba debían poner una empalizada. El señor me ha dicho le hiciera saber que el médico y la policía van a llegar en seguida.

– Gracias – contestó Adrián, devolviéndole el vaso vacío. – Hay una pequeña cochera cerca de aquí, en la carretera. Tal vez podríamos llevarle allí.

– No debemos moverle hasta que lleguen las autoridades.

– ¡Ah! – hizo el viejo campesino -. He oído decir que existe una ley para establecer si se trata de suicidio o de asesinato. – Escudriñó en la oscuridad para ver al muerto -. Qué tranquilo está, ¿verdad? ¿Le conoce usted, señor?

– Sí: Es un tal capitán Ferse. Era originario de estos parajes.

– ¿Cómo? ¿Uno de los Ferse de Burton Rice? ¡Pero si yo trabajaba allí de niño! He nacido en aquella parroquia.

– Miró más de cerca -. ¿No será por casualidad el señorito Ronald?

Adrián asintió.

– ¡No me diga! Ahora ya no queda aquí ninguno de ellos. Su abuelo murió loco. ¡Dios me ampare! ¡El señorito Ronald ¡ Le conocí cuando era un chiquillo.

Se dobló para mirar el rostro al último rayo de luz y luego se enderezó meneando la peluda cabeza. Adrián comprendía que para él las cosas cambiaban mucho, puesto que no se trataba de un «forastero».

El repentino rumor de una moto rompió la tranquilidad. Con un farol resplandeciente bajó por la pista hasta la cantera y dos figuras se apearon: un joven y una muchacha. Se acercaron cautelosamente al pequeño grupo iluminado por el farol y se detuvieron.

– Hemos oído decir que ha habido una desgracia. – ¡Ah! – exclamó el viejo campesino.

– ¿Podemos hacer algo?

– No, gracias. El médico y la policía están a punto de llegar – contestó Adrián -. Tenemos que esperarlos.

El joven abrió la boca como para preguntar y luego, al igual que el viejo campesino, permaneció silencioso con los ojos fijos sobre aquella faz de cuello quebrado apoyada en la rodilla de Adrián.

El motor de la moto palpitaba en el silencio y la luz del farol hacía aún más espectral la vieja cantera y el pequeño grupo de vivos reunidos alrededor del muerto.

CAPITULO XXIX

El telegrama llegó a Condaford pocos minutos antes de la cena. Rezaba: «Ferse muerto cayendo cantera greda. Trasladado Chichester. Adrián y yo vamos con él. Habrd indagación. – Hilaryu.

Dinny estaba en su cuarto cuando le entregaron el telegrama. Cayó sentada sobre la cama, experimentando la sensación de contracción que uno siente cuando el alivio y el dolor luchan entre sí para expresarse. Había sucedido lo que ella invocara; ahora oía tan sólo el último sonido que le oyera emitir y veía la expresión de su rostro mientras estaba cerca de la puerta escuchando el canto de Diana.

Dirigióse a la doncella que le había traído el telegrama y le dijo

– Tráigame a Scaramouch.

Cuando llegó el terrier escocés con sus ojos relucientes y el aspecto de conocer su propio valor, lo estrechó tan fuertemente que llegó a hacerle daño. Con aquel cuerpo cálido y peludo entre los brazos, volvió a adquirir la facultad de sentir. En lo íntimo de su ser tenía conciencia de haberse aliviado de un peso muy grave, pero la piedad le hizo saltar las lágrimas. Era un estado curioso que se hallaba más allá de la comprensión del perro, el cual le lamió la nariz y se movió hasta que ella le dejó en el suelo. Dinny acabó de vestirse y fue a la habitación de su madre.

Lady Cherrell, ataviada para la cena, iba del ropero abierto – a la cómoda, cuyos cajones estaban también abiertos, estudiando lo que más le convenía regalar para la próxima subasta de beneficencia que debía conseguir fondos para sostener hasta fin de año la enfermería del pueblo. Sin decir palabra, Dinny le tendió el telegrama. Cuando lo hubo leído, lady Cherrell dijo tranquilamente

– Esto es lo que tú auguraste. – ¿Quieres decir el suicidio? – Creo que sí.

– ¿He de decírselo en seguida a Diana, o debo aguardar a que haya dormido, por lo menos, una noche?

– Creo que lo mejor es decírselo en seguida. Yo lo haré, si tú quieres.

No, mamá, me toca a mí. Seguramente querrá cenar en su cuarto. Supongo que tendremos que ir a Chichester.

– Todo esto, Dinny, es muy triste para ti. – Es un bien para mí.

Volvió a coger el telegrama y salió.

Diana estaba con los niños, los cuales alargaban todo lo que podían los preparativos para irse a acostar, puesto que aún no habían llegado a la edad en la que esta acción se vuelve una cosa deseable. Dinny le indicó que la siguiese a su habitación y silenciosamente le tendió el telegrama. A pesar de que durante estos días hubiera estado tan próxima a Diana, entre ellas había dieciséis años de diferencia y no hizo ningún geste para consolarla como lo habría hecho con alguien de su edad. En efecto, tenía la sensación de no saber jamás cómo tomaría Diana las cosas. Acogió la noticia con frialdad marmórea, como si nada hubiera sucedido. Su rostro hermoso, fino y consumido como el de una moneda, estaba sin expresión. Sus ojos, fijos en los de Dinny, permanecieron secos y límpidos. Se limitó a decir

– No bajaré.

Reprimiendo todo impulso, Dinny asintió y salió. A solas con su madre, después de la cena, dijo

– Quisiera tener el dominio que tiene Diana.

– Un dominio como el suyo es el resultado de todo cuanto ha sufrido.

– También hay algo de Vere de Vere en todo esto. -No es mala cosa, Dinny.

– ¿Por qué hacer una indagación?

– Temo que allí necesitará de todo su dominio. -Mamá, ¿yo también tendré que ir a declarar?

– Que yo sepa, tú has sido la última persona que habló con él, ¿verdad?

¿Tendré que decir que anoche vino a llamar a la puerta?

– Creo que deberías decir todo lo que sabes, en é1 caso de que te interroguen.

Una ola de rubor coloreó las mejillas de Dinny.

– Me parece que no lo diré. Tampoco se lo he dicho a Diana. Y no creo que pueda interesar a los extraños.

– No, yo tampoco lo creo; pero nosotras no hemos de juzgar a este propósito.

– Pues bien, yo juzgaré. No me prestaré a satisfacer la curiosidad de la gente y a causarle a Diana una pena.

¿Y si una de las doncellas le hubiera oído? – No pueden probar que lo haya oído yo. Lady Cherrell sonrió.

– Quería que estuviese aquí tu padre.

– No debes decirle lo que te he dicho, mamá. No puedo soportar que la conciencia masculina se mezcle en todo esto la femenina es ya bastante mala de por sí, pero, por lo menos, sabemos de qué se trata.

– Está bien.

– No tendré el más mínimo escrúpulo – añadió Dinny, fresco el recuerdo de los tribunales de Londres – - en ocultar una cosa si puedo hacerlo sin correr riesgos. Sea como fuere, ¿por qué quieren hacer una investigación? El pobre ya ha muerto. Todo lo demás es sólo morbosidad.

– No debería consentirte hablar así, Dinny.

– Sí deberías, mamá. Bien sabes que, en el fondo, estás acuerdo conmigo.

Lady Cherrell no dijo nada más. Estaba de acuerdo…

A la mañana siguiente, el general y Alan Tasburgh llegaron en el primer tren y media hora más tarde partieron todos en el coche descapotable. Alan iba al volante, el general a su lado y, en la parte posterior, lady Cherell, Diana y Dinny, apretujadas la una contra la otra.

Apoyada en el respaldo, con la nariz apenas visible sobre la manta de viaje Dinny meditaba. Poco a poco iba apoderándose de ella el convencimiento de que su testimonio sería, en cierta manera, el punto central de la investigación. Era a ella a quien Ferse abrió su corazón; ella quien se llevó a los niños; ella quien bajó durante la noche para telefonear; ella quien oyó lo que no quería decir y, por último, y esto era lo más importante, era ella quien llamó a Hilary y a Adrián.

Como todo el mundo, Dinny leía, y se deleitaba con los dolores y los escándalos relatados en los periódicos; sin embargo, como todos los demás, se rebelaba contra el hecho de que los diarios relatasen algo que pudiese ser causa de escándalo en su propia familia y entre sus amistades. Si llegaba a conocerse la realidad desnuda, es decir, que se habían dirigido a su tío por ser éste viejo e íntimo amigo de Diana, tanto él como ella se verían sometidos a toda clase de preguntas, que suscitarían toda clase de sospechas en la mente del público obsesionado por las intrigas sexuales. Su imaginación hablase despertado y vagaba libremente. Si la larga y estrecha amistad de Adrián y Diana llegara a conocerse, nada podría impedir que el público llegase incluso a sospechar que su tío había empujado a Ferse en el borde de la cantera de greda, puesto que, de momento, se desconocían los detalles. Su imaginación comenzaba a correr desenfrenadamente. La explicación sensacional de un suceso era mucho más aceptable que la sencilla y verdadera. 'Y en ella se afirmó una vez más la determinación casi maligna de defraudar al público en las emociones que sin duda buscaría.

Adrián les recibió en el vestíbulo del hotel de Chichester, y Dinny aprovechó la ocasión para preguntar

– Tío, ¿puedo hablar a solas contigo y con tío Hilary? – Hilary ha tenido que regresar a Londres, querida, pero volverá aquí en el último tren de la tarde. Entonces hablaremos. La investigación se realizará mañana.

Y tuvo que contentarse con esto.

Cuando él hubo terminado su relato ante los demás, Dinny, habiendo decidido no permitir que Adrián llevase a Diana a ver a Ferse, dijo

– Si quieres decirnos dónde debemos ir, tío, yo iré con Diana.

Adrián hizo un signo afirmativo. Había comprendido.

Cuando llegaron a la capilla ardiente, Diana entró sola y Dinny aguardó en un pasillo que olía a desinfectante y que daba a una calle secundaria. Una mosca, desilusionada por la proximidad del invierno, se arrastraba melancólicamente cristal arriba. Mirando aquel callejón descolorido, bajo un cielo privado de calor -y de luz, se sintió muy infeliz. La vida parecía excepcionalmente árida, saturada de siniestros misterios. Esta indagación, el destino amenazador de Hubert, ninguna luz o dulzura en parte alguna. Ni siquiera el pensamiento de la palpable devoción de Alan Tasburgk servía para confortarla.

Se volvió y vio que Diana estaba a su lado. Entonces, olvidándose de su propio dolor, le rodeó el talle con un brazo y le besó la fría mejilla. Regresaron al hotel sin decir nada, excepto unas pocas palabras pronunciadas por Diana

– Tenía un aspecto maravillosamente sereno.

Después de cenar volvió en seguida a su habitación y se sentó, con un libro en la mano, esperando a sus tíos. Dieron las diez antes de que Hilary llegase en un taxi. Pocos minutos más tarde, los dos hermanos entraron en el cuarto. Notó el aspecto fatigado y sombrío de ambos, pero en sus rostros había una expresión tranquilizadora. Eran de los que corren hasta que se caen. La besaron con una calurosidad inesperada y se sentaron uno a cada lado de su lecho, oblicuamente.

Dinny permaneció entre ellos, al fondo de la cama. Haciendo una pequeña pausa, se dirigió a Hilary

– Tío, quiero hablarte de tío Adrián. Lo he pensado mucho. La indagación resultará muy desagradable si no andamos con cuidado.

– Es cierto, Dinny. Precisamente he hecho el viaje con dos periodistas que no sospechan mi ingerencia en el asunto. Han tenido noticias de la clínica mental y arden en deseos de saber. Tengo un gran respeto por los periodistas; ¡cumplen tan escrupulosamente su cometido!

Dinny volvióse hacia Adrián

– ¿No te sabe mal que hable francamente? Adrián sonrió.

– No, Dinny. Eres una tunante leal. ¡Sigue adelante! – Entonces – continuó, enlazando sus dedos en el borde de la cama -, creo que deberíamos evitar hablar de la amistad entre tío Adrián y Diana. Debo ser yo sola la responsable de vuestra intervención para encontrar a Ferse. Se sabe que yo soy la última persona que habló con él cuando cortó el hilo telefónico. En el momento en que me interroguen, podría hacer creer que vosotros intervinisteis únicamente -, ¿que yo os lo pedí, como un par de tíos inteligentes y capaces de resolver rompecabezas. De otro modo, ¿cómo explicar la posición de tío Adrián? Si saben que es tan amigo, es fácil suponer qué significado le atribuirán a esta palabra, sobre todo cuando se enteren de que el capitán Ferse volvió a su casa al cabo de cuatro años de ausencia.

Sobrevino un breve silencio, al cabo del cual Hilary dijo -Es una chica lista. Una amistad de cuatro años con una mujer hermosa, en ausencia del marido, para los jueces significará una sola cosa; pero para el público, muchas. Adrián asintió.

– Lo que no veo es cómo podrá ocultarse el hecho de que los he tratado a ambos durante largo tiempo.

– Las primeras impresiones lo son todo – dijo Dinny fogosamente -. Puedo decir que Diana sugirió que llamáramos a su médico y a Michael, pero que yo le hice cambiar de opinión sabiendo que, a causa de tu profesión, eras muy hábil en resolver cuestiones difíciles, y que me dirigí a tío Hilary porque conoce muy bien la naturaleza humana. Si desde el principio encauzamos bien las cosas, no creo que tenga importancia el hecho de que tú los hayas tratado. En cambio, lo que sí tiene mucha importancia es que me interroguen lo más pronto posible.

– Todo esto te será muy penoso.

– ¡Oh, no! Si no me interrogan acotes-que a vosotros, ambos diréis que yo fui quien os llamó. Luego lo ratificaré yo. – Después del médico y de la policía, Diana será el primer testigo.

– Sí, pero puedo hablar con ella y quedar de acuerdo para que todos digamos lo mismo.

Hilary sonrió.

– Me parece que no hay razón para oponerse. Es una mentira muy inocente. Yo puedo añadir que los conozco tanta como tú, Adrián. Ambos conocimos a Diana por primera vez durante aquella recepción que dio Lawrence en Land's End, cuando ella era jovencita; a Ferse le conocimos en ocasión de su boda. Amistad de familia, ¿no es así?

– Se sabrán mis visitas a la clínica mental – observó Adrián -. El doctor ha sido citado también.

– Oh, bueno – dijo Dinny -. Puedes decir que ibas allí porque eras amigo suyo y porque te interesan las enfermedades mentales. Al fin y al cabo, se supone que eres un hombre de ciencia, ¿no?

Ambos sonrieron, y Hilary dijo

– Perfectamente, Dinny. Hablaremos con el sargento. Es un buen hombre, y procuraremos que te haga llamar pronto. Y se fue hacia la puerta.

– Buenas noches, pequeña serpiente – sonrió Adrián.

– Buenas noches, tío querido. Tienes un aspecto muy fatigado. ¿Tienes bolsa de agua caliente?

Adrián movió la cabeza.

– No tengo más que un cepillo para dientes que he comprado hoy.

Dinny sacó su bolsa de la cama y le obligó a quedarse con ella.

– Entonces, ¿le digo a Diana lo que hemos decidido? -Gracias, Dinny.

– Pasado mañana volverá a brillar el sol. – ¿Tú crees? – dijo Adrián.

Mientras la puerta se cerraba, Dinny suspiró.

¿Volvería realmente? Diana parecía muerta para todo sentimiento. Y… ¡además, aún no se había solucionado el asunto de Hubert!

CAPÍTULA XXX

El día siguiente, Adrián y su sobrina entraron juntos en la Sala del Tribunal y, puesto que estaba atestada de gente, pasaron a una pequeña habitación para aguardar allí.

– A ti te toca dar el quinto golpe – dijo Adrián -. A Hilary y a mí nos llamarán antes que a ti. Si nos quedamos fuera de la sala hasta que nos llamen, no podrán decir que hemos copiado el uno del otro.

Permanecían sentados en el pequeño cuarto. La policía, el doctor, Diana y Hilary serían interrogados antes que ellos. – Es igual que los diez negritos de la canción – murmuró Dinny. Tenía la mirada fija en un calendario colgado en la pared de enfrente. No lograba leerlo, pero le parecía necesario – Mira, querida – dijo Adrián, sacando un frasquito de un bolsillo -, bebe un sorbo o dos de esto. Es una composición de sal volátil y agua. Te animará mucho. Ve con cuidado! Dinny tragó un pequeño sorbo que le quemó la garganta, pero sin hacerle daño.

– Tú también, tío.

Adrián bebió un trago, cautelosamente.

– No hay mejor droga antes de entrar en combate u otra cosa parecida.

De nuevo se quedaron silenciosos, asimilando las exhalaciones del líquido. Al cabo de un ratito, Adrián se expresó así -Si las almas sobreviven, ¿qué estará pensando el pobre Ferse de esta farsa? Todavía somos unos bárbaros. Hay una novela de Maupassant que habla de un Club de Suicidas que proporcionaba una forma agradable de muerte a quienes sentían que se tenían que marchar de este mundo. No admito el suicidio para las personas de mente sana, salvo en algunos casos muy raros. Debemos resistir hasta el fin; pero para los alienados o para los que están amenazados de estarlo quisiera que aquel club existiera de verdad, Dinny. ¿Te ha animado el brebaje?

Dinny asintió.

– Los efectos duran más o menos una hora. Se puso en pie.

– Creo que ha llegado mi turno. Adiós, querida, ¡buena suerte! Regálale un asir» al señor comisario de vez en cuando. Al cruzar la puerta Adrián se irguió y Dinny se sintió como inspirada al mirarle. Entre todos los hombres qué conocía, Adrián era al que más admiraba. Rezó una plegaria ilógica. Desde luego, el brebaje la había reanimado, haciendo desaparecer la sensación de languidez y de palpitación que la invadiera poco antes. Extrajo de su monedero un espejito y una polvera. Sea como fuere, no iría al suplicio con la nariz brillante.

No obstante, pasó más de un cuarto de hora antes de que la llamaran. Con la vista fija en el calendario, transcurrió el tiempo pensando en Condaford y recordando los días felices que había vivido allí. Los días lejanos en los que Condaford aún no estaba restaurada, cuando ella era muy chiquitina; los días de la siega y las meriendas en los bosques; la cosecha del espliego, las cabalgadas sobre el perro y el permiso de montar el «pony» cuando Hubert estaba en el colegio; días de puro gozo en una morada nueva y estable, puesto que, a pesar de haber nacido allí, había llevado hasta los cuatro años una vida nómada entre Aldershot y Gibraltar. Recordó con especial agrado la estación dedos hilos dorados de los capullos de sus gusanos de seda, cómo la habían hecho pensar en elefantes que se arrastrasen por el suelo y cuán peculiar había sido su olor.

– ¡Elizabeth Charnvell ¡

¡Qué cosa tan pesada era tener un nombre que todos pronunciaban mal! Se levantó murmurando

Un día paseaba un negrito solo.

Llegó el comisario y no halló a nadie…

En cuanto entró alguien la condujo al extremo opuesto de la sala y le hizo tomar asiento en una especie de banco. Era una suerte que hubiese estado poco tiempo antes en lugares semejantes, porque ahora todo se le antojaba familiar e incluso ligeramente cómico. El jurado tenía el aspecto de estar fuera de uso y el juez se daba una importancia ridícula. A su izquierda, más alejados, estaban los demás extraños personajes tras ellos; apretujadas hasta la desnuda pared, docenas y docenas de caras, todas en hilera, como sardinas erguidas sobre sus colas, en una lata enorme.

Luego, dándose cuenta de que alguien se hallaba a punto de dirigirle la palabra, concentró su atención en el rostro del juez.

– Su nombre es Elizabeth Cherrell. Creo que es usted hija del teniente general sir Conway Cherrell, K. C. B., C. M. G., y de su esposa, lady Cherrell, ¿no es así?

Dinny se inclinó.

«Supongo que esto le agradará», pensó.

– ¿Y vive usted con ellos en Condaford Grange, en el Oxfordshire?

– - Sí.

– Tengo entendido, señorita Cherrell, que se alojó usted en casa de los señores Ferse la mañana en que el capitán Ferse abandonó su domicilio.

– Sí.

– ¿Es usted amiga intima de la familia?

– De la señora Ferse. Creo que sólo había visto una vez al capitán antes de su regreso.

– ¡Ah! Su regreso. ¿Estaba usted con la señora Ferse cuando volvió?

– Había ido a Londres para quedarme con ella aquel mismo día.

– ¿La tarde de su regreso de la clínica mental?

– Sí. Efectivamente, fui a vivir a su casa al día siguiente. – ¿Y permaneció allí hasta el día en que el capitán abandonó la casa?

– Sí.

– ¿Cómo se portó durante ese tiempo?

Ante esta pregunta, Dinny comprendió por vez primera la desventaja de no conocer cuanto ya se había dicho. Sin embargo juzgó poder decir cuanto realmente sentía y sabía.

– A mí me pareció absolutamente normal, salvo que no quería salir ni deseaba ver a nadie. Tenía aspecto saludable, pero mirando sus ojos uno experimentaba una sensación de desasosiego.

– ¿Qué quiere usted decir exactamente?

– Se asemejaban a un fuego detrás de unos barrotes; parecían oscilar como una llama.

Al pronunciar estas palabras le pareció que el jurado había salido por un momento de su estado de inercia.

– Y, ¿dice usted que no quería salir? ¿Y eso durante todo el tiempo que se quedó usted en la casa?

– No. Salió el día anterior al que abandonó su casa. Creo que estuvo fuera todo el día.

– ¿Cree usted? ¿No estaba allí?

– No. Aquella mañana llevé a los dos niños a casa de mi madre, en Condaford, y regresé aquella misma tarde, poco antes de la hora de cenar. El capitán Ferse no estaba.

– ¿Por qué razón llevó usted los niños al campo?

– La señora Ferse me rogó que lo hiciera. Había notado algún cambio en el capitán, y pensó que los niños estarían mejor en otra parte.

– ¿Podría decir que también usted notó un cambio?

– Sí. Lo encontré más intranquilo y quizás algo arisco. Desde luego observé que bebía más durante las comidas.

– ¿No observó algo extremadamente notable?

– No. Yo…

– ¿Qué, señorita Cherrell?

– Estaba a punto de decir algo que no sé a ciencia cierta por no haberlo visto con mis propios ojos.

– ¿Algo que le dijo la señora Ferse? – Bueno, no necesita usted decirlo. – Gracias, sir.

– Volvamos al momento de su llegada, después de haber llevado los niños a su casa. Creo que ha dicho usted que el capitán no estaba. ¿Estaba la señora Ferse?

– Sí; se hallaba ataviada para la cena. Yo me cambié de prisa y cenamos las dos solas. Pasamos mucha angustia por él.

– ¿Y luego?

– Después de cenar subimos a la salita y para que la señora se distrajese, la hice cantar. Estaba muy nerviosa y engustiada. Al cabo de un rato oímos abrirse la puerta de la entrada, el capitán Ferse penetró en la salita y se sentó.

– ¿Dijo algo? – No.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Su aspecto me pareció espantoso, como si estuviera poseído por algún horrible pensamiento.

– ¿Sí?

– La señora Ferse le preguntó si había cenado, si quería irse a acostar y si no deseaba que llamase al médico, pero él no contestó. Estaba sentado con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, hasta que finalmente yo murmuré: «¿Está realmente dormido?» Entonces él se enderezó de golpe, gritando: ¡Dormir! ¡Ya vuelve otra vez! ¡Y no quiero soportarlo! ¡Por Dios! ¡No quiero soportarlo!».

Cuando hubo repetido las palabras de Ferse, Dinny comprendió mejor que nunca lo que significaba «causar sensación en un tribunal». De cierta misteriosa manera, ella había dicho lo que, en las declaraciones de los testigos anteriores, faltaba para convencer al magistrado. Si había hecho bien, era algo que no, podía decidir. Sus ojos buscaron el rostro de Adrián y él le hizo un signo de asentimiento casi imperceptible.

- ¿Y luego, señorita Cherrell?

– La señora Ferse intentó acercársele, pero él gritó «¡Dejadme! ¡ Marchaos!» Me parece que ella dijo: «Ronald, ¿no quieres ver a alguien, sólo para que te haga dormir?». Pero él dió un brinco, y gritó: «¡No quiero ver a nadie, a nadie!».

– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué más?

– Estábamos aterrorizadas. Subimos a mi dormitorio y nos consultamos. Yo dije que era necesario telefonear.

– ¿A quién?

– Al médico de la señora Ferse. Quería ir ella, pero yo se lo impedí y corrí abajo. El teléfono se hallaba en el pequeño despacho de la planta baja. Estaba buscando el número en el listín, cuando de pronto sentí que alguien me agarraba la mano. El capitán Ferse estaba detrás de mí y cortó el hilo telefónico con un cortaplumas. Luego continuó agarrándome el brazo, y yo le dije: «Capitán Ferse, eso es tonto. Usted sabe que ni Diana ni yo le haremos ningún daño». Él me soltó, se metió el cortaplumas en un bolsillo y me dijo que me pusiera los zapatos que yo llevaba en la otra mano.

– ¿Quiere usted decir que se los había quitado?

– Sí, para no hacer ruido al bajar. Me los puse. -Luego él dijo: «No quiero que nadie se entrometa en mis asuntos. Haré de mí mismo lo que me venga en gana.» «Usted sabe que sólo queremos su bien», dije yo, y él me contestó: «Sé perfectamente de qué bien se trata. Ya tengo bastante». Se acercó a la ventana y miró afuera. «Llueve a cántaros – dijo, y volviéndose repentinamente hacia mí, gritó -: ¡Salga de aquí! ¡De prisa! ¡Fuera, fuera ¡», y yo volé escaleras arriba.

Dinny hizo una pausa y respiró profundamente. El corazón le latía con fuerza al volver a vivir aquellos momentos Cerró los ojos.

– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué pasó luego?

Abrió los ojos. El médico forense todavía estaba sentado en su sitio, así como los jurados, los cuales le pareció teñían la boca ligeramente abierta.

– Se lo conté todo a la señora Ferse. No sabíamos qué decidir ni lo que nos convenía hacer y yo tuve la idea de arrastrar el lecho contra la puerta.

– ¿Y lo hicieron?

– Sí, pero nos quedamos despiertas durante mucho tiempo. La señora Ferse estaba tan agotada, que finalmente se durmió, y creo que yo también me dormí hacia el amanecer. Sea como fuere, me desperté al llamar la doncella a. la puerta.

– ¿No oyó usted nada durante la noche, por parte del capitán?

El viejo lema de los chicos de escuela «Si decís una mentira, decidla bien», le- pasó por la mente, y por lo tanto contestó con firmeza

– No, nada.

– ¿Qué hora era cuando las llamaron?

– Eran las ocho. Desperté a la señora Ferse y bajamos en. seguida. El cuarto del capitán estaba en desorden y parecía que. él se hubiese tumbado en la cama; pero no se hallaba en casa y su abrigo y su sombrero habían desaparecido de la silla del vestíbulo.

– ¿Qué hicieron entonces?

– Nos consultamos. La señora Ferse quería llamar a su médico y a nuestro primo, el señor Michael Mont, miembro del Parlamento; pero yo pensé que si podía hallar a mis tíos, a ellos les sería más fácil encontrar al capitán. Así que la convencí para que me acompañara a casa de mi tío 'Adrián a ver si éste lograba inducir a tío Hilary a que le ayudase a buscar al capitán. Sabía que ambos son hombres inteligentes y de tacto. – Dinny vio que el médico forense hacía una ligera inclinación en la dirección de sus tíos, y continuó rápidamente -: Además, ambos son viejos amigos de la familia, de modo que consideré que nadie mejor que ellos podía encontrarle sin servirse de medios publicitarios. Por consiguiente, fuimos a ver a mi tío Adrián y él consintió en intentarlo con la ayuda de tío Hilary. Luego acompañé a la señora Ferse a Condaford, para que se reuniera con sus niños, y esto es todo cuanto sé.

El médico forense se inclinó profundamente, y dijo

– Muchísimas gracias, señorita Cherrell. Ha declarado usted de fin modo admirable.

También los jurados se inclinaron. Dinny salió del banco haciendo un esfuerzo y tomó asiento al lado de Hilar, quien posó una mano sobre las de ella. Permanecía muy quieta. Luego se dio cuenta de que una lágrima, como si fuera el último residuo de la sal volátil, le bajaba lentamente por una mejilla. Mientras escuchaba sin interés la declaración del médico de la clínica mental y el discurso del médico forense, y mientras aguardaba el veredicto de los jurados, sufría sintiendo que, en su lealtad para con los vivos, había sido desleal para con el muerto. Era una sensación muy penosa. Había atestiguado la evidencia de la locura contra quien no podía ni defenderse ni explicarse. Con un interés lleno de temor miró a los jurados cuando éstos volvieron a ocupar sus asientos y el presidente del jurado se levantó para contestar a la pregunta relativa al veredicto.

– Creemos que el difunto murió de resultas de haber caído en una cantera de greda.

– Es decir – resumió el médico forense -, murió a consecuencia de una desgracia.

– Deseamos expresarle a la viuda nuestra simpatía. Dinny hubiese querido aplaudir. Le hablan concedido el beneficio de la duda… ¡aquellos hombres que parecían distraídos! Y, con calor repentino, casi personal, levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa.

CAPÍTULO XXXI

Cuando hubo terminado de sonreír, Dinny se dio cuenta de que su tío la miraba con expresión de burla. -¿Podemos irnos, tío Hilary?

– Sí, será mejor que nos vayamos, Dinny, antes de que acabes de conquistar al presidente del jurado.

Afuera, en el húmedo aire de octubre, puesto que el día era de los clásicos del octubre inglés, ella dijo

– Vamos a respirar un poco de aire puro, tío, y a quitarnos de encima el olor de esa sala.

Se dirigieron hacia el lado del mar lejano, caminando a buen paso.

– Estoy terriblemente ansiosa por saber qué ha sucedido antes de mi entrada, tío. ¿He dicho algo contradictorio?

– No. Por la declaración de Diana, ha resultado claro que Ferse había vuelto de una clínica mental. El médico forense la ha tratado con mucha amabilidad. Ha sido una suerte que me hayan llamado antes que a Adrián, de modo que su declaración no ha sido más que una repetición de la mía. Me sabe muy mal por los periodistas. Los jurados evitan pronunciarse en favor de los suicidios y de las enfermedades mentales cuando pueden y, después de todo, no sabemos lo que le sucedió al pobre Ferse en su último instante. Pudo haber caído muy fácilmente desde el borde de la cantera: el lugar estaba oscuro y la luz iba amortiguándose de minuto, en minuto.

– ¿Verdaderamente lo crees así, tío?

– No, Dinny. Soy del parecer que decidió hacer lo que hizo y aquél era el lugar más próximo a su antigua morada

Y, a pesar de que quizá diga lo que no debería, démosle gracias a Dios de que lo haya hecho y que ahora descanse en paz. -Sí, ¡oh, sí! ¿Qué les sucederá ahora a Diana y a tío Adrián?

Hilary llenó su pipa y se detuvo para encenderla.

– Bueno, querida, le he dado a Adrián unos cuantos consejos. No sé si los aceptará, pero tú podrías apoyarme a la primera ocasión. Ha aguardado durante muchos años y le convendría esperar uno más.

– Sí, tío, estoy completamente de acuerdo contigo. – ¡Oh! -exclamó Hilary, sorprendido.

– Sí; Diana no está en condiciones de pensar en él. Habrá que dejarla a sí misma y a los niños.

– He pensado – continuó Hilary – que a lo mejor se podría organizar alguna expedición en busca de huesos, que le mantuviese alejado de Inglaterra por lo menos un año.

– ¡Hallorsen! – exclamó Dinny, estrechándose las manos- Ha de marcharse de nuevo y quiere mucho a tío Adrián.

– ¡Bueno! Pero, ¿se lo llevará consigo?

– Sí, si yo se lo pido – contestó Dinny, sencillamente. Hilary volvió a lanzarle una mirada casi burlona.

– ¡Qué señorita tan peligrosa! Probablemente el Gobierno le otorgará una licencia… Haré que Lawrence y el viejo Shropshire se interesen por el asunto. Ahora hay que regresar, Dinny. Tengo que coger el tren. Es triste porque este aire tiene un buen perfume, pero allá abajo, en los Meads, requieren mi presencia.

Dinny le deslizó una mano debajo del brazo. – ¡Cuánto te admiro, tío Hilar y!

Hilary la miró asombrado.

– Me parece que no te comprendo.

– ¡Oh, bien sabes lo que quiero decir! Has adquirido toda la vieja tradición del «yo sirvo» y de ese género de cosas y, no obstante, eres moderno, tolerante y liberal.

– ¡Vaya ¡- hizo Hilary, lanzando una nube de humo. – ¿Y no crees en el infierno?

– Sí, 1o tenemos en la tierra.

– Y toleras los juegos domingueros, ¿verdad? – Hilary asintió -. ¿Y los baños de sol sin nada encima?

– Podría tolerarlos si hubiese sol.

– ¿Y los pijamas y los cigarrillos para las mujeres?

– Los que apestan, no; desde luego, los que apestan, no.

– Eso es antidemocrático.

– No puedo pensar de modo diferente, Dinny. ¡Huele! – y le echó un poco de humo a la cara.

Dinny husmeó.

– Hay algo de… Huele bien, pero las mujeres no pueden fumar en pipa. Supongo que todos tenemos nuestras debilidades, y la tuya es no tolerar los cigarrillos malolientes. Aparte de eso, eres estupendamente moderno, tío. Cuando estaba en la sala miraba a toda aquella gente y me parecía que tu rostro – era el único que demostraba un poco de modernismo.

– Estamos en una ciudad de tradición eclesiástica, querida.

– Bueno, creo que hay mucho menos modernismo de lo que la gente se figura.

– Tú no vives en Londres. Sin embargo, hasta cierto punto, llevas razón. La franqueza de las cosas no estriba en el cambio de las cosas. La diferencia entre los días de mi juventud y los de hoy es tan sólo una diferencia de expresión. Nosotros teníamos dudas, curiosidades y deseos, pero no los expresábamos. Ahora se expresan. Yo veo a muchos jóvenes de las universidades; vienen a trabajar a St. Agustine's. Pues bien, desde la cuna están acostumbrados a decir todo lo que piensan, y cómo lo dicen. Nosotros no lo decíamos, ¿comprendes?, pero las mismas cosas nos pasaban por la mente. Toda la diferencia estriba en eso. En eso y en los automóviles.

– En tal caso yo estoy forjada a la antigua. No soy capaz de expresarme.

– Es el sentido del humor, Dinny. Acciona como un freno y te da conciencia de ti misma. Son pocos los jóvenes actuales que tengan sentido del humor; a menudo tienen gracia, pero no es lo mismo. Nuestros jóvenes pintores, escritores y músicos, ¿podrían hacer lo que hacen si fueran capaces de burlarse de sí mismos? Esta es la verdadera prueba del sentido del humor.

– Pensaré en ello.

– Sí, pero no pierdas el sentido del humor, Dinny. Es el perfume de la rosa. ¿Vuelves a Condaford ahora?

– Creo que sí. El proceso de Hubert no se reanudará hasta después de la llegada del buque con el correo y faltan aún unos diez días.

– Bien. Saluda de mi parte a Condaford… Quizá nunca más viviré unos días tan hermosos como los que pasamos allí cuando todos éramos niños.

– Eso mismo pensaba yo mientras esperaba ser el último de los negritos.

– Eres algo joven para llegar a esta conclusión. Aguarda a que te hayas enamorado.

– Lo estoy.

– Cómo, ¿enamorada?

– No, esperando.

– El estar enamorado es una condición pavorosa – dijo Hilary -. Sin embargo, jamás he tenido que lamentarme de ello.

Dinny lo miró de soslayo y descubrió los dientes. – ¿Y si te volviese a coger, tío?

– ¡Ah! -exclamó Hilary, golpeando la pipa contra un pilar-buzón -. Estoy fuera de peligro. En mi profesión no nos lo podemos permitir. Además, aún no estoy curado del primer ataque.

– No – dijo Dinny, compungida -. ¡Tía May es estupenda!

– Tú lo has dicho. Aquí está la estación. ¡Adiós y bendita seas! He enviado mi maletín esta mañana por mediación del recadero. – Saludó con la mano y desapareció.

Al llegar al hotel, Dinny buscó a Adrián. No estaba y, más bien desconsolada, salió de nuevo y entró en la catedral. Estaba a punto de sentarse para gozar de aquella belleza confortadora, cuando vio a su tío apoyado contra una columna, con los ojos fijos en una vidriera. Se le acercó y le deslizó una mano debajo del brazo. El la estrechó y no dijo palabra.

– ¿Te gustan las vidrieras, tío?

– Me gustan inmensamente las vidrieras bonitas, Dinny. ¿No has visto nunca la catedral de York?

Dinny movió la cabeza. Luego, comprendiendo que nada de cuanto podría decir la conduciría a lo que deseaba saber, preguntó francamente

– ¿Qué vas a hacer ahora, querido tío?

– ¿Has hablado con Hilary?

– Sí.

– Quiere que me vaya lejos, por un año. – Yo también lo juzga oportuno.

– Es mucho tiempo, Dinny. Estoy volviéndome viejo.

– ¿Irías con la expedición del profesor Hallorsen, si él te llevase?

– No creo que me lleve. – ¡Oh, sí!

– Iría si estuviera seguro de que Diana lo desea.

– Ella jamás te lo dirá, pero tengo la certeza de que necesita de un completo descanso durante bastante tiempo.

– Cuando uno adora al sol – repuso Adrián en voz baja – le es muy duro ir donde el sol nunca brilla.

Dinny le estrechó el brazo.

– Lo sé. Pero podrías deleitarte pensando en el momento en que tendrás el placer dé volverla a ver. Y esta vez se trata, de una expedición sumamente saludable. Sólo a Nuevo Méjico. Volverías rejuvenecido y con las piernas cubiertas de pieles, como se ve en las películas. Resultarías irresistible, tío, y mi mayor deseo es que seas irresistible. Todo lo que se necesita es que mueran las murmuraciones y los rumores.

– ¿Y mi trabajo?

¡Oh, eso puede arreglarse perfectamente! Si Diana no tiene ninguna preocupación por un año entero, será una criatura diferente y tú parecerás la tierra de promisión. Tengo el convencimiento de que sé lo que me digo.

– Eres una atractiva y joven serpiente -dijo Adrián con una apagada sonrisa.

– Diana está herida bastante gravemente.

– A veces creo que se trata de una herida mortal. – ¡No, no!

– ¿Por qué volverá a pensar en mí una vez esté yo lejos – Porque las mujeres son así.

– ¿Qué sabes tú de las mujeres, a tu edad? Hace mucho tiempo me fui, y ella pensó en Ferse. Temo no estar hecho del material adecuado.

– En ese caso, Nuevo Méjico es lo que necesitas. Volverás convertido en «hombre-macho». ¡Piensa en ello! Yo te prometo cuidar de ella, y los niños mantendrán vivo tu recuerdo, Siempre están hablando de ti, y yo me comprometo a que continúen haciéndolo.

– Es extraño, desde luego – dijo Adrián, como si no estuviese hablando de cosas que le atañían -, pero siento que está más lejos de mí que cuando Ferse vivía.

– De momento y será un largo momento. Pero sé que con el tiempo todo saldrá a pedir de boca. De veras, tío. Adrián calló durante un rato, y luego decidió

– Iré, Dinny, si Hallorsen quiere llevarme.

– Claro que te llevará. Inclínate, tío, para que pueda darte un beso.

Adrián se dobló y el beso le rozó la nariz. Un sacristán tosió…

Aquella misma tarde volvieron a Condaford, en el mismo orden de asientos, con el joven Tasburgh al volante. Durante aquellas últimas veinticuatro horas Alan habla demostrado un tacto perfecto: no hizo ninguna proposición y Dinny le estaba sumamente agradecida. Al igual que Diana, también ella necesitaba paz. Alan partió aquella tarde, Diana y los niños el día siguiente, y Clara regresó de su larga estancia en Escocia, de modo que sólo la familia quedó en Condaford. No obstante, Dinny no se sentía tranquila. Ahora que había cesado la preocupación por el pobre Ferse, estaba oprimida y distraída pensando en Hubert. Era extraño que esa cuestión, todavía en suspensó, pudiese perturbarla tanto. Hubert y Jean escribían desde la costa oriental unas cartas bastante alegres. Juzgando por cuanto decían, no estaban preocupados. Dinny, en cambio, sí lo estaba. Y sabía que también lo estaba su madre y mucho más aún su padre. Clara sé hallaba más indignada que preocupada y el efecto de la cólera sobre ella era estimular sus energías; de forma tal que pasaba las mañanas con su padre, fuera de casa, y por las tardes desaparecía con el coche para visitar a los vecinos, en cuyas casas se quedaba a menudo hasta después de cenar. Dado que era la persona más alegre de la casa, siempre estaba muy, solicitada. Dinny guardaba para sí su preocupación. Habíale escrito a Hallorsen a propósito de su tío y le envió la fotografía que le prometiera, en la que figuraba con el traje hecho para su presentación a la Corte, dos años antes, cuando, por economía, ella y Clara fueron presentadas juntas. Hallorsen contestó a vuelta de correo: «El retrato es realmente bonito. Nada me agradará más que llevar conmigo a su tío. Me pondré en comunicación con él cuanto antes.» Y firmaba: «Su siempre devoto servidor».

Ella leyó la carta con un sentimiento de gratitud, pero sin un temblor, lo que la indujo a llamarse a sí misma corazón de piedra. Tranquila ya por lo que a Adrián se refería, puesto que sabía que podía dejar a Hilary la tarea de arreglar lo del año de permiso, continuaba pensando en Hubert con un creciente presentimiento de desgracia. Intentaba persuadirse de que esto era debido a que no tenía que atender a nada en particular, a la reacción sufrida después de la aventura de Ferse y a la constante nerviosidad en que él la sumiera, pero estas excusas no la convencían. Si no creían a Hubert y concedían la extradición, ¿qué oportunidades tendría allá abajo?

Pasaba mucho tiempo mirando a escondidas el mapa de Bolivia, como si su conformación geográfica pudiera darle una idea de la psicología de sus habitantes. Jamás amó tan apasionadamente a Condaford como durante estos días de angustia. La casa estaba vinculada al primogénito y si a Hubert lo enviaban allá abajo, o hubiera muerto en la cárcel o sido asesinado por uno de los muleros, y si Jean no tenía hijos varones: pasaría al hijo mayor de Hilary, un primo al que ella apenas conocía porque estaba en un colegio. Quedaba en la familia, eso sí, pero podía considerarse perdida. Del destino de Hubert dependía el destino de su amada casa. Y, a pesar de que la extrañaba poder pensar en sí misma cuando todo tenía para Hubert un significado mucho más terrible, no podía desechar totalmente este pensamiento.

Una mañana le rogó a Clara que la llevase en coche a Lippinghall. No le gustaba guiar, y no sin razón, porque, con su modo peculiar de observar el lado humorístico de lo que veía al pasar, más de una vez había corrido el riesgo de ocasionar desgracias. Llegaron a la hora del almuerzo. Lady Mont estaba a punto de sentarse a la mesa y las acogió con las siguientes palabras

– ¡Queridas mías, qué lástima que hayáis llegado en estos momentos! Vuestro tío está fuera. Claro que todo podrá arreglarse si os sentís capaces de comer zanahorias. ¡Son tan depurativas! Blox, vea si Agustina ha guisado algún volátil. y dígale que haga esos ricos buñuelos con mermelada que yo no puedo comer.

– ¡Oh, no, tía Em! Por favor, que no hagan nada que tú no puedas comer.

– De momento no puedo comer nada. Vuestro tío está engordando, de modo que yo estoy a régimen para adelgazar. Además, Blox, que prepare unos souflés de queso, vino y café.

– ¡Pero eso es terrible, tía Em!

– Y uvas, Blox. Y los cigarrillos que están en el cuarto del señorito Michael. Vuestro tío no los fuma y yo los fumo más fuertes. Y, Blox…

– ¿Sí, milady? – Cócteles, Blox.

– Tía Em, _jamás bebemos cócteles.

– Eso no es verdad; yo os los he visto hacer, Clara, estás delgada; ¿también haces tú la cura para adelgazar?

– No. He estado en Escocia, tía Em.

– Siguiendo a los fusiles y marchando de pesca. Ahora id a dar una vuelta por la casa. Os esperaré.

Mientras daban una vuelta por la casa, Clara le preguntó a Dinny

– ¿Por qué será que tía Em habla de ese modo deshilvanado y estrafalario?

– Papá me dijo una vez que estuvo en un colegio donde intentaban introducir un nuevo modo de hablar. Era gente moderna, ¿sabes? Pero, ¿no la encuentras deliciosa?

Clara asintió mientras se retocaba los labios con su barrita de carmín.

Al volver a entrar en el comedor oyeron que lady Mont decía

– Los pantalones de James, Blox.

Sí, milady.

– Parece como si quisieran caerse. ¿No se les puede hacer algo?

Vio a sus sobrinas y exclamó

– ¡Ya estáis aquí! Vuestra tía Wilmet ha ido a pasar una temporada en casa de Hen, Dinny. Diferirán sobre el lugar. Tenéis un poco de caza fría para cada una. Dinny, ¿qué has estado haciendo con Alan? Tiene un aspecto muy interesante y mañana termina su permiso.

– No he hecho nada con él, tía Em.

– Entonces es por eso. No, déme mis zanahorias, Blox. ¿No vas a casarte con él? Sé que tiene una herencia pendiente de la Cancillería. No sé si es en Wiltshire. El hecho es que viene aquí a esconder su rostro en mi regazo, por amor tuyo. Bajo la mirada de Clara, Dinny permanecía inmóvil con el tenedor en el aire.

– Si no tienes cuidado le trasladarán a China y se casará con la hija de un comerciante de víveres. Dicen que Hong Kong está atestado de ellas. ¡Oh! Y mis portulacas se han muerto, Dinny. Boswell y Johnson cometieron la torpeza de regarlas con abono líquido. No tienen el sentido del olfato. ¿Sabes qué hicieron una vez?

– No, tía Em.

– Contagiaron la fiebre del heno a mi conejo de raza. Estornudaban encima de la jaula y el pobrecillo se murió. Les he dicho que se marchen, pero no se han ido. Tu tío los mima demasiado. ¿Has de tomar estado, Clara?

– ¿Tomar estado?

– Me parece una expresión muy hermosa. Los diarios ignorantes la usan. Así, ¿has de tomar estado, Clara?

– Desde luego que no.

– ¿Por qué? ¿No tienes tiempo? Realmente no me gustan las zanahorias… ¡son tan deprimentes! Pero vuestro tío ha llegado a un período de la vida que me obliga a andar con cuidado. Yo no sé por qué los hombres tienen estos períodos. A decir verdad, ya tendría que haberlo pasado.

– Ya lo ha pasado, tía Em. Tío Lawrence tiene sesenta años, ¿no lo sabías?

– Pero todavía no ha dado señal alguna. ¡Blox! – ¿Milady?

– ¡Váyase! – Si, milady.

– Hay algunas cosas – dijo lady Mont, cuando la puerta se hubo cerrado – que no se pueden decir en presencia de Blox. El control de la natalidad, vuestro tío y otras cosas así. ¡Pobre Pussy!

Se levantó y, dirigiéndose a la ventana, dejó caer un gato en medio de un cuadrado de flores.

– Blox tiene con ella una paciencia verdaderamente angelical – cuchicheó Dinny.

– Se desvían a los cuarenta y cinco años – prosiguió lady Mont, volviendo a sentarse -, se desvían a los sesenta y cinco, y no sé cuántas veces después de esta edad. Yo jamás me he desviado. Pero pienso hacerlo pronto, con el Rector.

– ¿Está muy solitario ahora, tía Em?

– No – contestó lady Mont -. Está perfectamente. Viene aquí muy a menudo.

– ¡Sería delicioso si pudieras provocar un escándalo! – ¡Dinny!

– ¡Lo que se divertiría tío Lawrence!

Lady Mont pareció entrar en una especie de coma.

– ¿Dónde está Blox? – preguntó -. Bien pensado, quiero comer uno de esos bollos.

– Le has mandado salir. -¡Oh!, es verdad.

– ¿Puedo apoyar los pies sobre la estufa, tía Em? – dijo Clara -. Está debajo de mi silla.

– La he puesto ahí para tu tío. Me está leyendo los Viajes de Gulliver, Dinny. Aquel hombre era muy vulgar, ¿sabes? – No tanto como Rabelais, o incluso como Voltaire.

- ¿Tú lees libros vulgares? – Bueno, éstos son clásicos.

– Dicen que había un libro… Se llamaba Aquiles o algo parecido. Tu tío lo compró en París y se lo quitaron en Dover. ¿Lo has leído?

– No – respondió Dinny. – Yo si – declaró Clara.

– Por lo que me dijo tu tío, no hubieses debido leerlo.

– Oh, ahora uno lo lee todo, tía. Eso no significa nada. Lady Mont miró primero a una de sus sobrinas y luego a la otra.

– Bien – dijo, misteriosamente -, también está la Biblia. Blox!

– ¿Milady?

– Tomaremos el café en el vestíbulo, sobre el tigre. Y ponga unos tacos en la chimenea. Mi Vichy.

Cuando hubo- bebido su vaso de Vichy se levantaron.

– ¡Es maravillosa! -murmuró Clara al oído de – Dinny.

– ¿Qué estáis haciendo a propósito de Hubert? – inquirió lady Mont, una vez frente a la chimenea del vestíbulo.

– Sudamos, tía.

– Le he dicho a Wilmet que hable de ello con Hen. Está en relación con los reales, ¿sabéis? Luego está la aviación. ¿No podría volar a alguna parte?

– Tío Lawrence salió fiador por él.

– No le importaría. Podemos prescindir de James, pues tiene adenoides. También podríamos tener a un hombre solo en lugar de Boswell y Johnson.

– Pero a Hubert sí le importaría.

– Quiero a Hubert -repuso lady Mont -, y estando casado es demasiado pronto. ¡Aquí llega el taco!

Entró Blox trayendo el café y los cigarrillos, seguido de James, que portaba un tronco de madera de cedro. Lady Mout preparó el café, en medio de un religioso silencio.

– ¿Azúcar, Dinny?

– Dos cucharaditas, por favor.

– Yo, tres. Sé que me engorda. ¿Tú, Clara? – Una, por favor.

Las muchachas lo bebieron paladeándolo, y Clara suspiró – ¡Estupendo!

– Tía Em, ¿por qué tu café es siempre mejor que cualquier otro?

– Estoy de acuerdo – asintió su tía -. A propósito de aquel pobre hombre, Dinny, me alegré mucho al saber que no os había mordido. Ahora Adrián podrá casarse con Diana. Es un consuelo.

– Aguardará algún tiempo, tía. Tío Adrián se va a América.

– Pero, ¿por qué?

– Todos hemos pensado que es lo mejor.

– – Cuando se vaya al cielo – dijo lady Mont -, alguien tendrá que acompañarle, pues de otro modo no llegará.

– Seguramente tendrá un sitio reservado.

– Eso no se sabe. El Rector hizo un sermón sobre este tema.el pasado domingo.

– ¿Predica bien?

– Bueno, agradablemente.

– Supongo que era Jean quien le redactaba los sermones.

– Sí, antes tenían más chispa. Dinny, ¿de dónde he sacado esta palabra?

– De Michael, probablemente.

– Siempre las sabe todas. El Rector dijo que debemos mortificarnos. Vino aquí a almorzar.

– Y se atiborró bien, ¿verdad? Sí.

– ¿Cuánto pesa, tía Em?

– Sin ropa… no lo sabría decir. – Pero, ¿y con ropa?

– ¡Oh, bastante! Quiere escribir un libro. – ¿Sobre qué?

– Sobre los Tasburgh. Hubo aquella que fue enterrada, y después vivió en. Francia, sólo que por nacimiento era una Fitzherbert. Luego aquella que luchó en la batalla de Spa ghetti… Bueno, creo que ésta no es la palabra. Agustina nos lo sirve algunas veces.

– Navarino. Pero, ¿es cierto eso?

– Sí, pero la gente decía que no. El reverendo aclarará este particular. Luego hubo el Tasburgh que fue decapitado y se olvidaron de escribirlo. El Rector lo ha descubierto.

– ¿Bajo qué reinado?

– No puedo aclararme con eso de los reinados, Dinny. Me parece que fue durante el de Eduardo VI… ¿o fue bajo el de Eduardo IV? Tenía la nariz colorada. Luego el que se casó con una de nosotras. Puede que se llamase Roland, pero puede que no. Pero hizo algo notable y le quitaron las tierras. Rehusó conformarse. ¿Qué significa eso?

– Significa que era católico bajo un reinado protestante. – Antes le quemaron la casa. Está en el Mercurius Rusticus, o en algún otro libro. Le quemaron la casa por dos veces y luego la saquearon… ¿O fue viceversa? Estaba rodeada de un foso. Existe la relación de lo que le robaron.

– ¡Qué interesante!

– Lo robado fueron mermeladas, cubiertos de plata, pollos, ropa blanca, y creo que su paraguas, o algo tan ridículo.

– ¿Cuándo sucedió todo eso, tía?

– Durante la guerra civil. Era realista. Ahora recuerdo que se llamaba Roland y que ella se llamaba Elizabeth como tú, Dinny. La historia se repite.

Dinny miró el tronco que ardía.

– Luego hubo el último almirante. Este vivió bajo Guillermo IV y murió borracho. El Rector dice que esto no es cierto y que tiene pruebas de ello. Dice que pescó un resfriado, bebió ron y le sentó como un tiro… ¿De dónde he sacado esta expresión?

– Algunas veces yo la uso, tía.

– Sí. De modo que hubo una porción, sin contar los que no hicieron nada de particular, remontándose a la época de Eduardo el Confesor o algún otro. Quiere probar que ellos son más antiguos que nosotros, ¡el insensato!

– ¡Oh, tía! – murmuró Dinny -. ¿Quién leería un libro así?

– No lo sé. Pero se divertirá trabajando en él y le servirá para quedarse despierto. ¡Ah!, ahí viene Alan. Clara, todavía no has visto el lugar en que estaban filas portulacas. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?

– Tía Em, no tienes el más mínimo pudor -le dijo Dinny al oído -. Y eso no está bien.

– «Si no te sale a la primera…» ¿Recuerdas, Dinny? Aguarda, Clara. He de coger mi sombrero.

Se marcharon.

– ¿De modo que ha terminado tu permiso, Alan? – preguntó Dinny, al quedarse a solas con el joven -. ¿Dónde estás destinado?

– En Portsmouth. – ¿Es bonito?

– Podría ser peor. Dinny, quiero hablarte de Hubert. ¿Qué sucederá si las cosas no marchan bien en el tribunal la próxima vez?

Dinny perdió toda su efervescencia. Se sentó sobre un cojín, al lado del fuego, y miró hacia arriba con ojos perturbados.

– r Me he informado bien – añadió Alan -. El secretario de Estado tiene dos o tres semanas de tiempo para examinar la cuestión. Luego, si él la confirma, lo enviarán lo más pronto posible. Supongo que partiría desde Southampton.

– Tú no crees que lleguen hasta ese punto, ¿verdad?

– No lo sé – contestó él, sombríamente-. Pongámonos en el caso de que un boliviano hubiese matado a alguien aquí y hubiera regresado a su país. Sentiríamos una necesidad urgente de que volviera, ¿no es así? Y, por supuesto, haríamos todo cuanto fuera posible para echarle el lazo.

– ¡Pero es fantástico!

El joven la miró con una compasión extremadamente resuelta.

– Confiemos en lo mejor; pero si las cosas marcharan mal, habrá que hacer algo. Yo no lo soportaré y Jean tampoco. – Pero, ¿qué se puede hacer?

El joven Tasburgh dio una vuelta por el vestíbulo, examinando las puertas. Luego, inclinándose hacia ella, dijo

– Hubert sabe volar y yo me he estado entrenando cada día desde el asunto de Chichester. Jean y yo estamos trabajando en la cosa… por si acaso.

Dinny le cogió una mano. – Pero, ¡eso es de locos!

– No más de locos que las miles de cosas que se hacían durante la guerra.

– ¡Pero eso arruinaría tu carrera!

– ¡A paseo mi carrera! No podría soportar veros a ti y a Jean infelices durante años, y tampoco se puede tolerar que "'- un hombre como Hubert sea destruido de ese modo.

Dinny le estrechó convulsivamente la mano y la soltó en seguida.

– No se debe llegar a esos extremos. Además, ¿cómo podrías llevarte a Hubert? Le meterían en la cárcel.

– No lo sé, pero lo sabré perfectamente cuando llegue el momento. De lo que sí estoy seguro es de que si los bolivianos logran echarle el guante, pocas probabilidades tendrá de salvarse.

– ¿Has hablado con Hubert?

– No. De momento es un proyecto muy vago. – Estoy convencida de que no lo consentiría. – Jean se encargará de ello.

Dinny movió la cabeza

– Vosotros no conocéis a Hubert. Jamás lo permitiría. Alan sonrió y Dinny diose cuenta repentinamente de que en él se albergaba una formidable fuerza de decisión.

– ¿Lo sabe el profesor Hallorsen?

– No, y no lo sabrá, a menos que no sea absolutamente indispensable. Pero he de admitir que es un pedazo de pan. Ella sonrió débilmente

– Sí, es un pedazo de pan, pero tiene un tamaño fuera de lo ordinario.

– Dinny, no te sientes atraída por él, ¿verdad? – No, querido.

– ¡Bueno, debo dar gracias a Dios porque no sea así ¡¿Comprendes? -continuó-, no es posible que traten a Hubert como a un criminal cualquiera, y eso facilitaría las cosas.

Dinny le miró, y un escalofrío la penetró hasta la médula. Esta última observación la convencía, de un modo que no hubiera podido explicar, de la realidad de su propuesta.

– Comienzo a comprender. Pero…

– Nada de peros, y ¡ánimo! El barco llegará pasado mañana y entonces se reanudará la vista. Te veré en el Tribunal, Dinny. Ahora he de irme, pues tengo que hacer mi vuelo diario. Quería que supieras que, si tuviese que suceder lo peor, no permitiría que nos hiciesen semejante afrenta. Saluda a lady Mont de mi parte. No volveré a verla. Adiós y que Dios te bendiga.

Le besó la mano y salió del vestíbulo antes de que ella pudiese decir palabra.

Dinny permaneció sentada cerca del fuego, inmóvil y extrañamente conmovida. La idea de rebelarse jamás habíale pasado por la mente, tal vez porque nunca había creído seriamente que Hubert fuese procesado ante un Tribunal por asesinato. Tampoco lo creía ahora, y esto hacía más emocionante aquella «locas idea, puesto que se ha observado a menudo que, cuanto menos inminente es un riesgo, más emocionante parece. Y a esta emoción uníase un sentimiento más cálido hacia Alan. El hecho de que ni siquiera había vuelto a hacerle otra proposición, añadía fuerza al convencimiento de su absoluta seriedad. Sentada sobre aquella piel de tigre que tan poca emoción proporcionara al octavo baronet, quien había matado a su propietario desde el dorso de un elefante mientras intentaba escabullirse, Dinny se calentaba el cuerpo al amor de la lumbre de cedro y el espíritu a la sensación de estar más cerca del fuego de la vida de cuanto jamás lo había estado. Quince, el viejo spaniel blanco y negro de su tío, que durante las ausencias de su amo se cuidaba poco de los seres humanos, atravesó lentamente el vestíbulo, se tendió, posó la cabeza sobre sus patas anteriores y la miró con ojos de bordes colorados. «Puede que sea así -parecía decir – y puede que sea todo lo contrario.» El tronco chisporroteaba ligeramente y el reloj, alto y antiguo, colocado en el otro extremo del hall, dio las tres con su peculiar lentitud

CAPÍTULO XXXII

Ante cualquier conclusión inminente, sea ésta de un partido decisivo, o un ultimátum, o la carrera de caballos de Cambridge, o el ahorcamiento de un hombre, la agitación general alcanza su diapasón en las últimas horas. En la familia Cherrell, la incertidumbre volvióse penosa cuando llegó el día de la vista de la causa Hubert. En los tiempos antiguos, un clan de los Highlands se reunía cuando uno de sus miembros veíase amenazado por un peligro; de modo que todos los parientes do Hubert se reunieron en el Tribunal. Salvo Lionel, que tenía una sesión, y los hijos de Hilary, que estaban en el colegio, todos se hallaban presentes. Hubiera podido parecer una boda o un funeral, a no ser por la expresión sombría de sus rostros y por el sentido de inmerecida persecución que se ocultaba en el fondo de la mente de cada uno. Dinny, Clara y Jean estaban sentados entre sus padres; Alan, Hallorsen y Adrián se hallaban cerca; inmediatamente detrás estaban Hilary y su mujer, Fleur, Michael y tía Wilmet; detrás, sir Lawrence y lady Mont y, por último, el Rector formaba la cola puntiaguda de una falange al revés.

Al entrar con su abogado, Hubert les dirigió una sonrisa de camarada.

Ahora que realmente estaba ante el Tribunal, Dinny se sentía casi apática. Su hermano era inocente, si se reconocía la acción de defensa personal. Si llegaran a condenarle, sería inocente lo mismo. Después de haber contestado a la sonrisa de Hubert, la atención de Dinny se concentró sobre el rostro de Jean. La expresión de la joven no había sido nunca tan de «leoparda» como en aquel momento. Sus ojos extraños iban incesantemente desde su «cachorro;› a aquel que amenazaba quitárselo.

Habiéndose leído las declaraciones de las primeras audiencias, el abogado de Hubert exhibió la declaración jurada de Manuel. Entonces la apatía de Dinny desapareció, porque esa declaración jurada fue seguida de otra que contenía el juramento de cuatro muleros, según la cual Manuel no estuvo presente en el momento del disparo.

Sobrevino un momento de verdadero horror. ¡Cuatro mestizos contra uno!

Dinny vio que por el rostro del magistrado pasaba una expresión desconcertada.

– ¿Quién ha proporcionado esta segunda indagatoria, señor Buttall?

– El abogado de La Paz, encargado de este asunto, Honorable. Se enteró de que ése Manuel sería llamado a declarar. – Entiendo. ¿Qué dice usted ahora a propósito de la herida exhibida por el acusado?

– Aparte de la afirmación del acusado, no existe otro testigo que demuestre cuándo y dónde fue producida esa herida. – Es cierto. No estará usted sugiriendo que la herida fue producida por Castro después de que el disparo le había matado, ¿verdad?

– Si Castro, después de haber levantado una navaja, hubiese caído hacia delante cuando se hizo el disparo, yo creo que el hecho no tendría nada de inconcebible.

– Pero no de verosímil, señor Buttall.

– No. Pero las declaraciones que he presentado dicen que se disparó deliberadamente, a sangre fría y a una distancia de varios metros. Nada dicen de la navaja sacada por Castro.

– En tal caso, llegamos a lo siguiente: o sus cuatro testigos mienten, o bien mienten el acusado y el «boy» Manuel. – La situación, Honorable, parece ser ésta. Usted mismo ha de juzgar si es más aceptable la declaración jurada de cuatro ciudadanos o bien sólo la de dos.

El magistrado se removió en su silla.

Estoy perfectamente informado de la situación, señor Buttall. ¿Qué dice usted, capitán Cherell, de la atestiguación según la cual el aboya Manuel estaba ausente?

Los ojos de Dinny se posaron en el rostro de su hermano. Estaba impasible y se mostraba ligeramente irónico.

– Nada, sir. No sé dónde se hallaba Manuel. Estaba demasiado ocupado en salvar mi vida. Sólo sé que se me acercó casi en seguida.

– ¿Casi? ¿Cuánto tiempo después?

– En realidad lo ignoro, sir. Tal vez tardó un minuto. Yo intentaba detener la sangre y me desmayé en el instante en que llegó.

Durante los siguientes discursos de los dos abogados, la apatía de Dinny volvió y desapareció de nuevo en el curso de los cinco minutos de silencio que les sucedieron. En todo el Tribunal, tan sólo el magistrado parecía ocupado; y era como si nunca hubiese tenido que acabar. Mirándole a través de las pestañas entornadas, le veía consultar una serie de documentos. Tenía el rostro colorado, la nariz larga, la barbilla puntiaguda, y unos ojos que le agradaban todas las veces que lograba verlos. Instintivamente sentía que no se encontraba a sus anchas. Finalmente dijo

– En este caso, yo no debo indagar si ha sido cometido un delito o -si el acusado lo ha cometido; tan sólo debo preguntarme si las declaraciones que me han sido presentadas son tales que me convenzan de que la acusación que contienen constituye un delito por el cual pueda pedirse la extradición, si el mandato extendido por el país extranjero está debidamente autentificado y, si se han aducido pruebas suficientes para justificar, por parte de dicho país, que el acusado deba sufrir proceso ante los Tribunales.

Se detuvo un momento, y luego añadió

– No cabe duda de que el delito alegado es susceptible de extradición v que el mandato extranjero está debidamente autentificado.

Se detuvo de nuevo y, en un silencio de muerte, Dinny oyó un largo suspiro, como si hubiera sido emitido por un espectro; tan aislado e incorpóreo fue su sonido. Los ojos del magistrado se volvieron para mirar a Hubert y continuó

– A pesar mío, he llegado a la conclusión de que, basándome sobre las declaraciones aducidas, es mi deber recluir en la cárcel al acusado, donde aguardará a que le entreguen al Gobierno extranjero, tras mandato del secretario de Estado, si éste juzgara oportuno extender dicho mandato. He escuchado la declaración del acusado, según la cual él tenía una antecedente justificación que quitaba al hecho de que le acusaban todo carácter de delito, sostenida por la declaración de un testigo y contradicha por la de otros cuatro. No tengo la posibilidad de escoger entre la calidad contradictoria de estas dos declaraciones, salvo en la proporción de cuatro contra dos y, por consiguiente, dejaré de ocuparme de ello. Frente a la declaración jurada de cuatro testigos, que sostienen que hubo premeditación, no creo que la afirmación contraria del acusado, no corroborada por prueba alguna, podría justificar, en caso de delito cometido en este país, la negativa de entregarle a los Tribunales. Por lo tanto, no puedo aceptarla como justificación de la negativa de entregarle, tratándose de un delito cometido en otro país. No titubeo en confesar mi poca satisfacción al llegar a esta conclusión, pero me parece que no tengo otra salida. La cuestión, repito, no estriba en el hecho de que el acusado sea más o menos inocente, pero en lo que se refiere a si se ha de celebrar o no un proceso, yo no puedo asumir la responsabilidad de decir que no habría de tener lugar. En ocasiones como ésta, la última palabra ha de decirla el secretario de Estado, quien extiende la orden de entrega. Yo, por lo tanto, lo recluyo en la cárcel, donde aguardará a que el mandato sea extendido. No será entregado usted hasta que no haya expirado el plazo de quince días, y tiene usted derecho a pedir la aplicación de la ley del Habeas Corpus, por lo que a la legalidad de su encarcelamiento se refiere. Yo no tengo poder de otorgarle ulterior libertad provisional, pero puede que la logre si la solicita a la Real Corte.

Los ojos horrorizados de Dinny vieron que Hubert, muy tieso, hada una ligera inclinación al magistrado y salía del banco lentamente y sin volverse. Tras de él salió también su abogado.

Ella permaneció sentada, como atontada, y su única impresión de los momentos que siguieron fue la visión del petrificado rostro de Jean y de las bronceadas manos de Alan, que se apretaban sobre el puño de su bastón.

Volvió en sí al darse cuenta de que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre, y que su padre se había puesto en pie. Vamos -dijo éste-, salgamos de aquí.

En ese momento lo sintió más por su padre que por cualquier otro. Desde que había sucedido el hecho, ¡había hablado tan poco y sufrido tanto! ¡Para él era espantoso! Dinny comprendía harto bien sus sencillos sentimientos. Para él, la negativa de creer en la palabra de Hubert significaba un insulto lanzado a la cara de su hijo, a la suya, padre de Hubert, y también a la cara de todo cuanto ellos representaban: a la cara de todos los soldados y de todos los caballeros.

Fuera lo que fuese que sucediera más adelante, jamás volvería a rehacerse del golpe. Entre la justicia y lo que era justo, ¡qué inexorable incompatibilidad! ¿Es que había hombres más honorables que su padre, que su hermano y que aquel mismo magistrado?

Mientras caminaba por ese desordenado callejón sin salida de vida y de tráfico que es Bow Street, se dio cuenta de que estaban todos, salvo Jean, Alan y Hallorsen. Sir Lawrence dijo.

– Es mejor que cojamos unos taxis y que nos vayamos. Lo más conveniente sería que fuéramos a Mount Street para consultar qué debemos hacer.

Cuando media hora más tarde se reunieron en la salita de tía Em, aquellos tres aún estaban ausentes.

– ¿Qué les habrá sucedido? – preguntó sir Lawrence. – Probablemente habrán ido a buscar al abogado de Hubert – contestó Dinny; pero ella sabía algo más. Se estaba organizando algún proyecto desesperado y poca fue la atención que prestó al consejo de familia.

Según la opinión de sir Lawrence, el único hombre que podía ayudarles realmente era Bobbie Ferrar. Si él no tenía influencia sobre Walter, nadie más la tendría. Y propuso ir nuevamente a verles a él y al marqués.

El general nada dije. Permanecía algo apartado, mirando uno de los cuadros de su cuñado, evidentemente sin verlo. Dinny comprendió que no se les unía porque no podía hacerlo. Quién sabe en qué estaba pensando! Quizás en cuando era joven como su hijo, o tal vez en los largos días de maniobras bajo el sol abrasador entre las arenas y las rocas de la India y de Sudáfrica. O bien en los días aún más largos transcurridos en las oficinas administrativas, en los estudios agotadores hechos sobre los mapas geográficos, con los ojos sobre el reloj y los oídos atentos al teléfono. O en sus heridas y en la larga enfermedad de su hijo o bien en la extraña compensación que, al fin, obtenían dos vidas dedicadas al servicio de su país.

Ella estaba al lado de Fleur, dándose cuenta instintivamente de que de ese cerebro límpido y vivaz podría quizá venir una sugerencia realmente eficaz.

– El Squire tiene mucha influencia en el Gobierno Yo podría ir a ver a Bentworth -oyó que decía Hilary, y el Rector añadió

– ¡Ah! Le conocí en Eaton. Iré con usted. Tía Wilmet, con su voz ronca, dijo

– Yo volveré a ver a Hen. Conoce a los soberanos. Michael observó

– Dentro de unos quince días se reanudarán las sesiones en la Cámara.

Y Fleur, impaciente, replicó

– Eso no servirá de nada, Michael. Y tampoco sirven los periódicos. Tengo una idea.

Dinny se acercó un poco más.

– No hemos examinado suficientemente el fondo del asunto. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué el Gobierno boliviano ha de preocuparse tanto por un mulero mestizo? No es el delito en sí lo que cuenta, sino la ofensa inferida a su País. ¡Ser fustigados y matados por extranjeros!… Es menester hacer algo para que el ministro boliviano se vea obligado a decirle a Walter que en realidad a ellos el asunto no les importa mucho.

– No podemos raptarle – repuso Michael -.r. En los altos círculos eso no se usa.

Una pálida sonrisa apareció en los labios de Dinny. No estaba muy segura de ello.

– Veremos – dijo Fleur, como hablando consigo misma -. Dinny, deberías venirte con nosotros. Aquí no irán más lejos – y sus ojos pasaron rápidamente revista a los ancianos-. Iré a ver a tío Lionel y a Alison. El no se atreverá a moverse, puesto que le han nombrado juez hace poco, pero ella sí. Además conoce a todas las personas de las Legaciones. ¿Quieres venir, Dinny?

– Yo tendría que quedarme con mamá y papá.

– Pasarán unos días aquí. Tía Em acaba de pedírselo. Bueno, si tú también te quedas, ven a mi casa todas las veces que quieras; podrías serme de ayuda.

Dinny asintió, contenta de seguir en Londres, porque el pensar en Condaford la oprimía ahora que se hallaban en un período de incertidumbre.

– Ahora nos vamos -dijo ' Fleur -. Yo me pondré en seguida en contacto con Alison. ¡Mimo, Dinny ¡ Ya verás que de un modo u otro lograremos sacarle del atolladero. ¡Si por lo menos no se tratase de Walter! No puede haber hombre menos indicado. Imaginar que uno siempre ha de ser «justo» es una especie de enfermedad mental.

Cuando todos, salvo los más íntimos de la familia, se hubieron marchado, Dinny se aproximó a su padre. Todavía permanecía derecho delante de un cuadro, pero no era el mismo de antes.

Deslizándole una mano debajo del brazo, le dijo

– Todo se arreglará, papaíto querido. Ya has visto que el magistrado estaba realmente pesaroso. No tenía poder piara cambiar las cosas, pero el secretario de atado sí lo tiene.

– Estaba pensando – dijo el general -, qué harían los habitantes de este país si nosotros no trabajáramos y arriesgáramos la vida por ellos.-Hablaba sin énfasis y sin amargura -. Me preguntaba por qué razón deberíamos continuar ejerciendo nuestra profesión, si no ha de darse fe a nuestra palabra. Me preguntaba dónde pararía aquel magistrado – ¡oh, creo que, según su punto de vista, tiene toda la razón! – si unos jóvenes como Hubert no se hubiesen alistado antes de hora. Me pregunto por qué hemos escogido un camino que nos ha llevado, a mí al borde de la ruina y a Hubert a este percance, cuando habríamos podido vivir tranquilos y cómodamente ejerciendo el comercio o la carrera de leyes. ¿Es que importa un bledo la carrera de un hombre cuando sucede una cosa semejante? Yo siento el insulto que se ha hecho al Ejército, Dinny.

Ésta notó el movimiento convulsivo de sus flacas manos morenas, cerradas como si estuviese en la posición de «descansen». Todo su corazón voló hacia él, a pesar de que veía perfectamente lo absurdo del privilegio que pretendía. «Es más fácil que el Cielo y la Tierra desaparezcan, que no que falle una pequeña palabra de la Ley». ¿No era ésta la frase que leyera poco tiempo antes en aquel libro que, según su misma sugerencia, habría debido ser transformado en un código naval secreto?

– Bueno – concluyó el general -, ahora he de salir con Lawrence. Cuida bien de tu madre, Dinny. Tiene dolor de cabeza.

Cuando hubo cerrado las celosías del dormitorio de su madre y le hubo suministrado los acostumbrados medicamentos, la dejó sola a fin de que intentara conciliar el sueño. Volvió a bajar las escaleras. Clara había salido y la salita, poco antes tan llena de personas, ahora parecía vacía. La atravesó en toda su longitud y abrió el piano. Una voz dijo

– No, Polly, has de ir a dormir. Me siento demasiado triste – y Dinny se dio cuenta de que en un ángulo de la habitación estaba su tía encerrando al loro en su jaula.

– ¿Podemos estar tristes juntas, tía Em? Lady Mont se volvió.

– Pon tu rostro cerca del mío, Dinny.

Obedeció. El rostro era redondo, rosado y fino, y le dio una sensación de reposo.

– Sabía desde el principio lo que diría el magistrado – dijo lady Mont -. ¡Su nariz era tan larga! Dentro de diez años le tocará la barbilla. No sé por qué se permiten cosas así. Con un hombre semejante no hay nada que hacer. Lloremos, Dinny. Siéntate ahí y yo me sentaré aquí.

– ¿Lloras despacio o fuerte, tía Em?

– Depende. Empieza tú. ¡Un hombre que no puede asumir una responsabilidad! ¡.Yo habría sabido asumir muy bien esa responsabilidad, Dinny! ¿Por qué no le dijo a Hubert: «Vete y no vuelvas a pecar»?

– ¡Pero Hubert no ha pecado!

– Tanto peor. ¿Por qué tiene que cuidarse de unos extranjeros? El otro día estaba sentada cerca de la ventana, en Lippinghall. Había tres estorninos en la terraza y yo estornudé dos veces. ¿Crees que se cuidaron de mí? ¿Dónde está Bolivia? – En América del Sur, tía Em.

– Jamás logré aprender Geografía. Mis mapas eran- los peores que jamás se hicieron en mi escuela, Dinny. Una vez me preguntaron dónde abrazó Livingstone a Stanley, y yo contesté: «En las cataratas del Niágara». Naturalmente, me equivoqué.

– Te equivocaste sólo de continente, tía.

– Sí. Nunca he visto reír tanto a una persona como no mi maestra cuando le di esa respuesta. Era una mujer gorda. He encontrado a Hubert bastante flaco.

– Siempre ha sido flaco, pero parece menos doblado sobre sí mismo desde su boda.

– Jean está más gorda, lo cual es natural. Tendrías que casarte, Dinny.

– Jamás te he visto tan entregada a la manía de casar a la gente, tía Em.

– ¿Qué sucedió el otro día sobre la piel de tigre? – No puedo decírtelo, tía.

– En tal caso, debe de ser bastante feo. – ¿No querrás decir hermoso?

– Tú me estás tomando el pelo.

¿Me has conocido impertinente alguna vez, tía?

– Sí. Recuerdo perfectamente que escribiste una poesía sobre mí.

I do not tare for Auntie Em,

She says I cannot sew or hem.

Dos she? Well! I can sew a dem

Sight better than my Awntie Em. [5]

La he conservado, porque siempre he creído que demostraba carácter.

– ¿Tan diablillo era?

– Sí… ¿No sabes algún método para acortar los perros? e indicó el perro dorado tendido sobre la alfombra -. El cuerpo de Bonzo es demasiado largo.

– Ya te lo dije, tía, cuando todavía era un cachorro.

– Sí, pero no me fijé en ello hasta que comenzó a cazar conejos. No puede entrar bien en las madrigueras y esto le hace parecer débil. ¡Bueno! Si no nos ponemos a llorar, Dinny, ¿qué debemos hacer?

– ¿Reír? – murmuró Dinny.

CAPÍTULA XXXIII

Su padre y sir Lawrence no vendrían a cenar y su madre quería quedarse en cama, por, lo que Dinny cenó sola con su tía, ya que Clara estaba con tinos amigos.

– Tía Rin -dijo en cuanto hubieron terminado -. ¿Te sabría mal si fuese a casa de Michael? Fleur ha tenido un presentimiento.

– ¿Por qué? – contestó lady Mont -. Es aún demasiado pronto… hasta marzo.

– Tú piensas en otra cosa, tía. Un presentimiento significa una idea.

– ¿Y por qué no la ha expuesto? – y repudiando con semejante sencillez las expresiones modernas, lady Mont oprimió el timbre -. Blox, un taxi para la señorita Dinny.

Y, cuando regrese sir Lawrence, hágamelo saber. Quiero tomar un baño caliente y lavarme los cabellos.

– Sí, milady.

– ¿Te lavas los cabellos cuando estás triste, Dinny? Dirigiéndose hacia South Square, en la noche neblinosa y oscura, Dinny experimentaba una melancolía que superaba todo cuanto había sentido hasta ese momento. La idea de Hubert en la cárcel, arrancado de los brazos de su mujer cuando tan sólo hacía tres semanas que se había casado, con la perspectiva de una separación que podría ser permanente y un destino en el que le resultaba insoportable pensar, y todo esto porque había gente demasiado escrupulosa para hacer una concesión y aceptar su palabra, hacía que el terror y la ira se acumulasen en su alma, como el calor se condensa antes de una tempestad.

Halló a Fleur y a lady Alison discutiendo los modos y los medios. Por lo visto el Ministro boliviano estaba ausente por convalecencia, y en su lugar había un subordinado. Esto, según lady Alison, complicaba el asunto, porque probablemente el subordinado no querría asumir responsabilidad alguna. A pesar de todo, ella daría un almuerzo al que serían invitados Fleur y Michael y también Dinny, caso de desearlo. Pero ésta movió la cabeza: había perdido confianza en su maña para tratar a los políticos.

– Si tú y Fleur no podéis arreglar las cosas, tía Alison, menos lo haré yo. Pero Jean es singularmente atractiva, cuando quiere.

– Ha telefoneado hace un rato y me ha rogado que si venías aquí te dijera que fueras a verla a su casa. De otro modo, te escribiría.

Dinny se puso en pie. -Voy al instante.

Anduvo rápidamente entre la niebla a lo largo del Embankment, dirigiéndose hacia el grupo de casas obreras donde Jean había encontrado un piso. En la esquina de una calle algunos muchachos pregonaban los sucesos sensacionales del día. Compró un periódico para ver si hablaba del caso de Hubert y lo abrió debajo de un farol. ¡Sí, aquí estaba! «Oficial británico detenido. Extradición por acusación de homicidio».

¡Cuán poca atención habría prestado a esta noticia si no le concerniera! Lo que para ella y para los suyos era una tortura, para el público no pasaba de ser un hecho interesante y agradable. Las desgracias ajenas eran una distracción; los diarios sacaban de ello su sustento. El hombre que le vendió el diario tenía un rostro demacrado y era cojo. Como para sacar una gota del líquido de su amargo cáliz, le devolvió el periódico y le regaló un chelín. Los ojos del hombre se desorbitaron, estupefactos. ¿Había apostado sobre el vencedor?

Dinny subió la escalera de ladrillo. El departamento estaba en el segundo piso. Delante de la puerta un grueso gato negro daba rápidas vueltas sobre sí mismo, intentando cogerse la cola. Dio seis vueltas sobre el mismo punto. Luego se sentó, levantó una de sus patas posteriores y comenzó a lamerla.

Jean abrió la puerta. Evidentemente estaba preparando maletas, puesto que llevaba una combinación colgada del brazo. Dinny la besó y miró a su alrededor. Jamás había estado allí. Las puertas de la salita, del dormitorio, de la cocina y del cuarto de baño estaban abiertas, las paredes pintadas color verde manzana y el suelo recubierto con un linóleum verde oscuro. Los muebles consistían en un lecho matrimonial y unas cuantas maletas en el dormitorio; dos butacas y una pequeña mesa en la salita; una mesa de cocina y un frasco de sales para baño; ninguna alfombra, ningún cuadro y ningún libro; unos visillos de cretona estampada en las ventanas y un armario que ocupaba toda una pared del dormitorio, del que Jean había sacado los trajes amontonados ahora sobre la cama. Un olor a café y a espliego diferenciaba la atmósfera del apartamento de la de la escalera.

Jean dejó la combinación sobre la cama.

– ¿Quieres una taza de café, Dinny? Acabo de hacerlo. Llenó dos tacitas, las azucaró, le tendió una a Dinny junto con un paquete de cigarrillos, luego le indicó una poltrona y se arrellanó en la otra.

– ¿Te han dado mi recado? Me alegro de que hayas venido. Eso me evita tener que preparar un paquete. Detesto hacer paquetes, ¿y tú?

Su calma y el aspecto de no tener preocupación alguna se le antojaron a Dinny milagrosas.

– ¿Has visto a Hubert?

– Sí. Está bastante confortablemente. Dice que la celda no es mala y que le han dado libros y papel para escribir… También puede hacerse llevar comida, pero no le permiten fumar. Alguien tendría que protestar contra esta disposición. Según la Ley inglesa, Hubert todavía es tan inocente como el mismísimo secretario de Estado y no creo que haya ninguna ley que prohíba fumar al secretario de Estado, ¿verdad? Yo no volveré a verle, pero tú, Dinny, irás a visitarle. Le saludarás en modo particular de mi parte y le llevarás unos cigarrillos por si le dejaran fumar

Dinny la miró, pasmada.

– Pero, ¿qué es lo que vas a hacer?

– Bien, precisamente por eso quería verte. Se trata de un secreto. Prométeme que no se lo revelarás a nadie, o no te diré nada.

Dinny contestó

– ¡Palabra de honor! Continúa.

– Mañana marcharé a Bruselas. Alan se ha ido hoy. Le han prorrogado el permiso por urgentes asuntos de familia. Nos estamos preparando para lo peor, eso es todo. He de aprender a volar en un plazo brevísimo. Si hago tres pruebas diarias, tres semanas bastarán. Nuestro abogado nos ha garantizado por lo menos tres semanas. Naturalmente, no sabe nada. Nadie ha de saber nada, salvo tú. Te necesita. – Se inclinó hacia adelante y sacó de su monedero un pequeño paquete envuelto en papel de seda -. Me hacen falta quinientas libras. Dicen que allí podremos comprar por poco dinero un buen aparato de segunda mano, pero luego necesitaremos todo lo que sobre. Ahora, fíjate bien, Dinny. Ésta es una antigua joya de familia. Tiene mucho valor. Necesito, que tú la empeñes por quinientas libras. Y si empeñándola no te dieran tanto, debes venderla. Haz la operación a tu nombre y cambia la moneda inglesa por dinero belga, que me enviarás certificado a Bruselas, a Lista de Correos. Tendrás que hacer lo posible para mandármelo dentro de tres días.

Deshizo el paquete y descubrió un broche de esmeraldas, anticuado, pero magnífico.

– ¡Oh!

– Sí, es realmente bueno. Puedes pedir un precio muy alto. Estoy segura de que alguien te dará quinientas libras. Las esmeraldas se cotizan mucho.

– Pero, ¿por qué no la empeñas tú misma antes de marcharte?

Jean movió la cabeza

– No quiero hacer nada que pueda despertar sospechas.

En cambio, no importa lo que tú puedas hacer, Dinny, porque no estás a punto de infringir la Ley. Nosotros quizá la infrinjamos, pero no nos dejaremos echar el guante.

– Creo – dijo Dinny – que deberías decirme algo más. – No es necesario y, además, no me es posible. Nosotros mismos todavía no sabemos bastante. Pero, tranquilízate; no se llevarán a Hubert. Entonces, ¿lo coges? – y envolvió de nuevo el broche.

Dinny tomó el paquete y, no llevando monedero, lo deslizó debajo de su traje. Se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad

– Prométeme que no haréis nada hasta que todo lo demás haya fallado.

Jean asintió

– Nada hasta el último instante. Resultaría desventajoso. Dinny le cogió una mano.

– No hubiera debido permitir que te hallaras en estas circunstancias, Jean. Yo fui quien te hizo encontrar con Hubert, ¿ sabes?

– Querida, jamás te perdonaría si no lo hubieras hecho. Estoy enamorada.

– ¡Pero es una cosa tan horrible para ti!

Jean miró a la lejanía y Dinny casi pudo oír al «cachorro» aproximarse desde un ángulo.

– ¡No! Me agrada pensar que soy yo quien tiene que sacarle de este berenjenal. Jamás me he sentido tan llena de vida como ahora.

– ¿Hay mucho riesgo para Alan?

– No, si hacemos las cosas con cabeza. Tenemos varios proyectos, según marchen las cosas.

Dinny suspiró.

– Espero de todo corazón que ninguno de ellos sea necesario.

– También lo espero yo; pero es imposible dejar las cosas a la casualidad, tratándose de un «animal justo» como Walter. – Bien. Adiós, Jean, y buena suerte.

Se besaron, y Dinny bajó a la calle con el broche de esmeraldas pesándole sobre el corazón como si fuera de plomo. Lloviznaba y tomó un taxi para regresar a Mount Street. Su padre y sir Lawrence acababan de entrar. Sus noticias eran de poca entidad. Parecía que Hubert no quería volver a pedir la libertad provisional. «Jean – pensó Dinny – tiene algo que ver con eso.» El secretario de Estado se hallaba en Escocia y no volvería hasta que se reanudasen las sesiones del Parlamento, o sea hasta al cabo de unos quince días. La orden de extradición no podía ser extendida hasta después. Según la opinión de los entendidos, tenían por lo menos tres semanas de tiempo para remover cielo y tierra. ¡Ah!, pero era más fácil que cielo y tierra desapareciesen que no que fallase una pequeña palabra de la Ley. Y, no obstante, ¿eran disparates lo que decía la gente al hablar de «intereses», de «influencias», de «arreglar las cosas»? ¿No existía algún medio mágico que todos ellos ignoraban?

Su padre le dio un beso y, lleno de pesar, fue a acostarse. Dinny se quedó a solas con sir Lawrence, pero incluso éste estaba deprimido.

– Nada de burbujas y de efervescencia entre nosotros – dijo -. Algunas veces pienso que supervalorizamos la Ley. En realidad, es un sistema que procede con ruda prontitud, con tanta exactitud en ajustar la condena al delito como la que puede haber en el diagnóstico de un médico que ve al paciente por vez primera. No obstante, por alguna misteriosa razón, nosotros le atribuimos las virtudes del Cáliz Sagrado y tratamos a sus mandamientos como si fueran transmitidos por Dios. Si alguna vez ha habido un caso en el cual un secretario de Estado deba dejarse conmover por un sentido de humanidad, es precisamente éste. Sin embargo, no creo que lo haga, Dinny. Y el caso es que tampoco Bobbie Ferrar lo cree. Parece que poco tiempo ha, un idiota mal inspirado definió a Walter como «el verdadero espíritu de la integridad», y esto, en vez de revolverle las tripas, se le ha subido a la cabeza y desde entonces ya no ha favorecido a nadie. Me he preguntado si no podía yo mandar una carta al Times, que rezara: «Esa actitud de inexorable incorruptibilidad en ciertos lugares es más peligrosa para la justicia que los métodos de Chicago». Chicago debería llevárselo. Creo que estuvo allí. Es espantoso que un hombre deje de ser humano.

– ¿Está casado?

– Ni siquiera eso – contestó sir Lawrence.

– Pero hay hombres que jamás comienzan a ser humanos. – Eso no es tan terrible. En casos así, uno sabe con quién ha de tratar y, si es menester, puede acudir a medidas extremas. No, los que causan molestias son los necios a quienes se les han subido los humos a la cabeza. Por cierto, le he dicho a un joven amigo que posarías para una miniatura.

– ¡Oh, tío! No podría hacerlo, con este asunto de Hubert en la mente.

– No, no, naturalmente que no. Pero algo ha de salir de todo eso. – Le lanzó una mirada astuta, y añadió: – A propósito, ¿y Jean?

Dinny le miró con ojos abiertos e ingenuos. – ¿Qué pasa con ella?

– No me parece mujer que se resigne fácilmente. – No, pero, ¿qué puede hacer la pobrecilla?

– ¡Quién sabe! – repuso sir Lawrence, levantando una ceja -. ¡Quién sabe! «Son amables criaturas inocentes, son ángeles sin alas.» Esto es el Punch de antes de tus tiempos,

Dinny. Y continuará siendo el Punch después de tus tiempos, salvo que hoy en día parece que las alas vayan saliendo con singular rapidez.

Dinny siguió mirándole con expresión de inocencia, pero dentro de sí pensaba: «¡Es bastante peligroso, tío Lawrence!» Un poco más tarde fue a acostarse.

¡Acostarse con el alma en tal estado de trastorno! Sin embargo, ¡cuántas otras personas con las almas trastornadas estarían yaciendo con el rostro contra la almohada, sin poder dormir! La habitación parecía estar llena de la irrazonable miseria del mundo. Alguien que hubiese tenido algo de genialidad habría podido levantarse y desahogar su propia melancolía componiendo un poema sobre Azzael, o sobre otra cosa ¡Ay! No era tan fácil. Ella yacía en la cama y estaba triste, triste e irritada.

Recordaba cuánto había sufrido a los trece años, cuando Hubert, que aún no tenía dieciocho, se fue a la guerra. Entonces fue algo sumamente doloroso, pero ahora era mucho peor.

Y ella se preguntaba el porqué. Entonces habría podido morir en cualquier momento; ahora estaba más seguro que cualquier otro que estuviera fuera de la cárcel. Su vida sería escrupulosamente protegida, incluso cuando le enviaran al otro lado del mundo, o le entregaran al Tribunal de un país que no era el suyo, para ser juzgado por un juez de sangre extranjera. Por algunos meses, estaba bastante seguro. ¿Por qué, pues, la condición parecía más peligrosa que todos los riesgos que había corrido siendo soldado, peor incluso que aquel largo y horrible período de la expedición de Hallorsen? ¿Por qué? A menos que no fuera porque aquellos antiguos peligros y penalidades habían sido soportados por libre voluntad, mientras que el actual sufrimiento érale impuesto por los demás. Le mantenían con la espalda en tierra, privado de los dos grandes privilegios de la existencia humana: la independencia y la vida individual. Para asegurarse estos privilegios, los seres humanos habían concentrado todos sus esfuerzos durante miles de años hasta que… ¡hasta que se habían vuelto bolcheviques! Privilegios para cada ser humano, pero sobre todo para unas personas como ellos, educadas sin temor a otro azote salvo al de su propia conciencia. Yacía en el lecho como si se encontrara en la celda de su hermano, mirando al futuro, deseando ardientemente a Jean, sufriendo por sentirse encerrado, sujeto, miserable y amargado. ¿Qué había hecho él que no hubiese hecho cualquier otro hombre sensible?

El rumor del tráfico, que llegaba desde Park Une, formaba una especie de base a su rebelde infelicidad. Sintióse tan intranquila, que no pudo permanecer en cama y, habiéndose puesto la bata, comenzó a dar vueltas por la habitación sin hacer ruido, hasta que estuvo tiritando a causa del aire de fines de octubre que entraba por la ventana abierta.

A lo mejor había algo de bueno en el matrimonio. Al fin y al cabo una mujer casada tenía un pecho contra el que podía apretarse, unos oídos en los que podía verter sus lamentos y unos labios que probablemente emitían sonidos de simpatía. Pero, peor que la soledad, era la inactividad forzada. Envidiaba a los que, como su padre y sir Lawrence, podían cuando menos coger un taxi e ir de un lado para otro. En particular envidiaba enormemente a Jean y a Alan. Cualquier cosa que estuvieran pensando, era mejor que no tener ninguna idea, como le sucedía a ella. Sacó el broche de esmeraldas y lo contempló. Esto, al fin y al cabo, representaba algo que hacer durante el día siguiente. Ya se veía con la joya en la mano, ocupada en sacar grandes sumas a alguna persona encallecida con tendencias al arte de la usura.

Colocó la joya debajo de la almohada, como si su proximidad pudiese quitarle aquella sensación de impotencia. Finalmente se durmió.

A la mañana siguiente se despertó temprano. Se le había ocurrido la idea de que quizá podría empeñar la joya, lograr el dinero y llevárselo a Jean antes de que se marchara. Decidió consultar a Blox, el mayordomo. Al fin y al cabo, lo conocía desde que tenía cinco años. Era una institución y jamás descubrió ninguna de las iniquidades que ella le confiara en su niñez.

Por lo tanto, se le acercó cuando apareció con la maquinita especial para café.

– ¡Blox!

– Dígame, señorita Dinny.

– ¿Quiere ser tan amable y decirme, in confidence, quién cree usted que es el mejor prestamista de Londres? Sorprendido, pero impasible, porque después de todo cualquiera puede tener necesidad de empeñar algo en las actuales circunstancias, el mayordomo dejó la maquinita sobre la mesa, y se detuvo a reflexionar.

– Bueno, señorita Dinny. Hay un tal Attenborough, pero recuerdo que la gente prefiere dirigirse a un tal Frewer, en South Molton Street. Puedo buscar el número en el listín de teléfonos. Dicen que es de confianza y muy recto.

– Perfectamente, Blox. Se trata de un pequeño negocio.

– Precisamente, señorita.

– ¡Oh!, Blox, ¿tendré… tendré que dar mi nombre?

– No, señorita. Si puedo permitirme ofrecerle una sugerencia, dé usted el nombre de mi esposa y estas señas. Así, en caso de presentarse la necesidad de hacer alguna comunicación, yo podría telefonear y nadie se enteraría de nada.

– Es un gran alivio. Pero, ¿no le sabrá mal a la señora Blox?

– ¡Oh, no, señorita! Estará encantada de poderle hacer un favor. Si usted lo desea, yo podría tratar el asunto en su lugar.

– Gracias, Blox, pero me temo que tenga que hacerlo yo misma.

El mayordomo se acarició la barbilla y la miró. Dinny pensó que su expresión era benévola, pero ligeramente irónica. – Bien, señorita, en ese caso debo decirle que un poco de indiferencia no sobra ni aun con el mejor de esos señores. Si Frewer no hace una buena oferta, hay varios más.

– Gracias de todo corazón, Blox. Si no me ofreciera bastante, se lo haré saber. ¿Sería demasiado temprano ir a las nueve y media?

– Por lo que he oído decir, es la mejor hora. Lo encontrará fresco y cordial.

– ¡Querido Blox!

– Me han dicho que es una persona que comprende y que sabe cuándo se trata de una verdadera señora. No la tomará a usted por lo que no es.

Dínny se llevó un dedo a los labios. – Y mudo como un pez, Blox.

– ¡Oh!, absolutamente, señorita. Después del señorito Michael, usted ha sido siempre mi preferida.

– Lo mismo digo, Blox.

Cuando su padre entró, ella cogió el Times y Blox se retiró.

– ¿Has descansado bien, papaíto? El general asintió.

– ¿Qué tal se encuentra mamá?

– Mejor. Está a punto de bajar. Hemos llegado a la conclusión de que de nada nos sirve preocupamos, Dinny. -No, querido, de nada sirve, desde luego. ¿Crees que podemos empezar a desayunar?

- Em no baja y Lawrence desayuna a las ocho. Prepara el café.

Dinny, que participaba de la pasión de su tía por el café bueno, se dispuso a prepararlo casi reverentemente.

– ¿Y Jean? -- preguntó de repente el general -. ¿Vendrá con nosotros?

Dinny no levantó los ojos.

– No lo creo, papá. Está demasiado intranquila. Supongo que se las arreglará por sí sola. Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar.

– Sí, lo comprendo. Pobre muchacha. De todos modos, es valiente. Estoy contento dé que Hubert se haya casado con una mujer con ánimo. Esos Tasburgh tienen el corazón sólido. Me acuerdo de uno de sus tíos, a quien conocí en la India, en un regimiento gurkha. juraban por él. Déjame pensar, a ver si recuerdo dónde le mataron.

Dinny se inclinó aún más sobre el café.

Aún no eran las nueve y media cuando salió con la joya en el monedero y tocada con su más lindo sombrero. A las nueve y media en punto subía a un primer piso situado encima de una tienda, en la South. Molton Street. En una amplia habitación, y ante una mesa de caoba, estaban sentados dos hombres que habría podido tomar por corredores de apuestas, si hubiese conocido a alguno. Los miró con un poco de ansia, aguardando un signo de amabilidad. Parecían estar frescos. Uno de ellos se dirigió hacia ella.

Dinny se pasó una invisible lengua por los labios.

– Me han dicho que son ustedes tan bondadosos como para prestar dinero si uno ofrece como garantía joyas de valor. – Exacto, señora.

Era canoso y casi calvo, tenía ojos claros y la miraba a través de un pince-nez que sostenía con la mano. Se lo colocó sobre la nariz, empujó una silla hacia la mesa, y, haciéndole un signo con la mano, volvió a su sitio. Dinny se sentó.

– Necesito una suma bastante considerable. Se trata de quinientas libras. Por lo demás, la joya es realmente hermosa. Los dos caballeros se inclinaron ligeramente.

– El dinero lo necesito en seguida, porque he de hacer un pago.

Sacó el broche del bolso, le quitó el papel y lo empujó hacia delante, encima de la mesa. Luego, recordando que debía demostrar indiferencia, se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas.

Los dos caballeros miraron la joya durante un minuto, sin moverse ni hablar. Luego el segundo abrió un cajón.y sacó una lente de aumento. Mientras éste examinaba la joya; Dinny se dio cuenta de que el primer caballero la estaba examinando ti a ella, y pensó que éste debía de ser el modo como se repartían el trabajo. ¿Cuál de las dos piezas decidirían ser la más genuina? Sentía un poco de ansiedad, pero mantenía las cejas altas y los párpados entornados.

– ¿Es suyo, señora? – preguntó el primer caballero. Recordando una vez más el viejo lema, Dinny pronunció un enfático

– Sí.

El segundo caballero dejó la lente y pareció sopesar el broche con la mano.

– Muy hermoso -dijo -. Anticuado, pero muy hermoso. Y ¿por cuánto tiempo necesitará usted el dinero?

Dinny, que no tenía la menor idea de ello, contestó valientemente

– Por seis meses. Pero supongo que, si viene al caso, podré recuperarlo antes, ¿verdad?

– ¡Oh, sí! ¿Ha dicho quinientas? -Si le parece bien.

– Si está usted satisfecho, señor Bondy – dijo el segundo caballero -, yo lo estoy.

Dinny levantó los ojos para mirar al señor Bondy. ¿Estaba quizá a punto de decir: «No, ella ha mentido»? Pero, no. Posó su labio inferior sobre el superior, le hizo una reverencia, y dijo

– Perfectamente.

«¿Quién sabe – pensó Dinny – si creen siempre lo que oyen, o si jamás lo creen? Supongo que, en realidad, eso les debe dar exactamente lo mismo. Ellos cogen la joya y yo, mejor dicho, Jean, debemos tener confianza en ellos.»

El segundo caballero se apoderó de la joya y, sacando un registro-caja, comenzó a escribir. El señor Bondy, entre tanto, se fue hacia una caja de caudales.

– ¿Desea billetes, señora? – Gracias.

El segundo caballero, que tenía bigote y patillas blancos y los ojos ligeramente bizcos, le pasó el libro.

– Su nombre y señas, señora.

Mientras escribía el nombre de la señora Blox y el número de la casa de la Mount Street, la palabra «¡Socorro!» le pasó por la mente, y cerró la mano izquierda para ocultar el dedo que hubiera debido ostentar una sortija. Sus guantes eran tan adherentes que no dejaban ver la deseada protuberancia circular. – Si usted reclama el objeto, nosotros pretenderemos 55o libras el día 28 del próximo mes de abril. A partir de esta fecha, a menos que no recibamos noticias suyas, el objeto será puesto en venta.

– Sí, desde luego. Pero, ¿y si lo rescatara antes?

– En tal caso, la suma dependerá del tiempo. Los intereses son del veinte por ciento; por lo tanto, dentro de un mes, digamos, nosotros pediremos solamente 5o8 libras, 6 chelines y 8 peniques.

– Comprendo.

El primer caballero le tendió un pedazo de papel.

– El recibo, señora.

– ¿Podrá ser rescatada la joya por cualquier persona que presente este recibo, en el caso de que no pudiera venir yo personalmente

– Sí, señora.

Dinny puso el recibo en su bolso y se quedó escuchando al señor Bondy, que estaba contando los billetes de Banco encima de la mesa. Contaba agradablemente y los billetes también producían un simpático crujido. Los cogió, los metió dentro del bolso y se levantó.

Muchísimas gracias.

– No hay de qué, señora; el placer ha sido nuestro. Encantados de haberla servido. ¡Hasta la vista!

Dinny se inclinó y se dirigió lentamente hacia la puerta. Por entre las pestañas semicerradas, vio que el primer caballero hacía un guiño.

Cerró el bolso y bajó la escalera como en sueños.

«Quién sabe si habrán creído que voy a tener un hijo – pensó – o si es sólo para jugar en las carreras.»

Sea como fuere, venía el dinero y eran las diez menos cuarto exactas. Probablemente la Agencia Cock le cambiaría el dinero, o por lo menos le diría dónde encontrar divisas belgas.

Empleó una hora y tuvo que visitar varios lugares antes de cambiar la mayor parte de la suma en moneda belga, de forma tal, que cuando entró en el andén de la Estación Victoria tenía calor. Anduvo lentamente al costado del tren, mirando a cada vagón. Ya había recorrido casi sus dos terceras partes, cuando una voz la llamó

– ¡Dinny!

Mirando a su alrededor, vio a Jean en la portezuela de un departamento.

– ¡Ah, hola, Jean! He corrido como una loca. ¿Tengo la nariz brillante?

– Tú jamás estás acalorada, Dinny.

– Bien, ya lo he hecho todo. Aquí está el resultado: quinientas libras, todo en moneda belga.

– ¡Magnífico!

– Y el recibo. Cualquiera puede recobrar la joya con él. El interés es del veinte por ciento, calculado día por día; pero a partir del 28 de abril, la joya será puesta en venta, a menos que no se haya rescatado antes.

– ¡No importa! Tengo que subir. Bruselas, Lista de Correos. ¡Adiós! Saluda cariñosamente a Hubert y dile de mi parte que todo marcha bien.

Echó los brazos al cuello de Dinny, la estrechó y se precipitó en el tren, que se puso en marcha casi en seguida. Dinny se quedó agitando la mano en dirección de aquel rostro luminoso vuelto hacia ella.

CAPITULO XXXIV

El comienzo activo y afortunado de la jornada la había sumido ahora en un más agudo sufrimiento, puesto que tenía la sensación de que sus manos estaban más vacías que nunca.

La ausencia del. secretario de Estado y del ministro boliviano parecía mantener en suspenso toda actividad, aun cuando ella hubiese podido ser útil en aquellas gestiones, lo que era imposible. No quedaba más que esperar, royéndose el corazón. Pasó el resto de la mañana paseando y mirando escaparates. Luego comió unos huevos pasados por agua en un restaurante A. B. C., y a continuación entró en un cine con la vaga idea de que, si podía ver un espectáculo aventurero y agradable, le parecería más normal lo que Jean y Alan estaban preparando, fuera lo que fuese. No tuvo suerte. En el film no aparecieron aeroplanos, ni extensiones abiertas, ni ningún detective, ni nadie que huyera de la justicia. Era el más sencillo documental de la vida de un señor francés, ya entrado en años, que se equivocaba continuamente de dormitorio, quedándose más de una hora en cada uno, sin que ninguna mujer perdiese su virtud. Dinny no pudo dejar de divertirse: aquel señor era muy gracioso y probablemente el más cabal embustero que ella jamás hubiese visto.

Después de ese poco de consuelo y calor, salió y se encaminó una vez más hacia Mount Street.

Allí supo que sus padres habían regresado a Condaford en el tren de la tarde, lo cual la hundió en la incertidumbre. ¿Debía regresar también ella y «ser una buena hija»? ¿Debía que darse «ante la brecha», por si se le presentaba algo que hacer?

Subió a su cuarto y comenzó a preparar su equipaje. Al abrir un cajón, le vino a las manos el Diario de Hubert, que la acompañaba por doquier. Volviendo sus páginas ociosamente, se detuvo en unos párrafos que no se le antojaban familiares, dado que no tenían nada que ver con sus privaciones.

«He aquí una frase de un libro que estoy leyendo: "Nosotros pertenecemos, desde luego, a una generación que ha visto el fondo de las cosas, que ha visto la futilidad de todo y que ha tenido el valor de aceptar esta realidad y de decirse: -No podemos hacer otra casa que divertirnos todo lo posible". Pues bien, estoy seguro de que ésta es mi generación, la que ha visto la guerra y sus consecuencias; y, desde luego, ésta es la actitud de una serie de Personas. Pesó, de todos modos, cuando uno piensa en ello, se da cuenta de que esta frase hubiera Podido atribuirse a cualquier generación. Porque, as qué se llega con esto? Admitamos haber comprendido la vanidad de la religión, del matrimonio y de los tratados, de la honradez comercial, de la libertad y de toda clase de ideales; haber visto que nada contienen de definitivo; haber comprendido que la única cosa absoluta es el placer y que uno cree gozarlo. Pues bien, después de haber admitido todo esto, deberá reconocer que se ha adelantado algo en la senda que al placer conduce ¡No! Se está mucho más alejado de ella. Si el credo de cada uno es, conscientemente y cruelmente, "divertirse a toda costa", cada cual se divertirá a expensas de los demás y el demonio se apoderará de los últimos, que es como decir de casi todos, y- especialmente de esos necios que han tenido ese credo por naturaleza, de manera que ellos, ciertamente, no Podrán disfrutar de tan deseado deleite. Todas esas cosas, Para ellos tan llenas de vanidad, no son más que los reglamentos de tráfico establecidos por los hombres a través de los siglos Para mantener a freno la humanidad, a fin de que todos puedan gozar de una buena probabilidad de vivir bien, en vez de dejar regocijarse de los bienes de la vida tan sólo a los Pocos hábiles, violentos y peligrosos. Todas nuestras instituciones: la religión, el matrimonio, los tratados, las leyes y similares, son unas formas de atención para con los demás, necesarias para asegurarnos la atención mutua. Sin ellas, no seríamos más que una sociedad de débiles bandidos que cometen sus fechorías en automóvil, y de prostitutas esclavas de unos Pocos superestafadores. Por lo tanto, no se (ruede dejar de creer en la necesidad de tener atenciones para con los demás, sin hacer el ridículo nosotros mismos y sin privarnos de nuestra posibilidad de gozar. Lo extraño es que, a pesar de las 'cosas que se dicen, todos reconocemos perfectamente esta justicia. La gente que charla, como el individuo de este libro, no obra según su credo cuando la circunstancia se presenta. En realidad, esta filosofía de "tener el valor de aceptar la inutilidad de las cosas y de apresar el Placer" es sencillamente un modo da pensar muy superficial. A pesar de todo, cuando lo leí por vez primera me pareció absolutamente plausible.»

Dinny dejó caer el Diario como si la hubiese pinchado y permaneció de pie con el rostro transfigurado. No eran las palabras leídas las que habían producido éste cambio, dado que apenas si comprendía lo que significaban. ¡No! Había tenido una inspiración y no lograba comprender por qué no se le había ocurrido antes. Corrió al teléfono y marcó el número de Fleur. – ¿Diga?

– Fleur, necesito a Michael. ¿Está en casa? – Sí. ¡Michael! Dinny quiere hablarte.

– Oye, Michael, ¿podrías venir aquí en seguida? Se me ha ocurrido una idea, pero preferiría no hablar por teléfono. ¿O bien quieres que vaya yo a tu casa? ¿Puedes venir tú?

– ¡Bien! Dile a Fleur que venga también ella, si quiere. O si no, tráete contigo a su espíritu.

Michael llegó diez minutos más tarde. Algo en el tono de la voz de Dinny parecía haber penetrado en él, porque tenía un aire de vivaz y atareada excitación. Ella le llevó a un ángulo de la salita, debajo de la jaula del loro.

– Mi querido Michael, me ha venido de repente la siguiente idea: si pudiéramos hacer imprimir el Diario de Hubert – unas 15.000 palabras, aproximadamente – y tenerlo a punto de publicación con un hermoso título, como «Traicionado», o algo semejante…

– «Abandonado» – sugirió Michael.

– Sí, «Abandonado». Bueno, yo pienso que en un caso así podríamos dárselo a conocer al secretario de Estado, como cosa que está a punto de salir con un prefacio combativo. Mi opinión es que eso quizá podría impedirle dictar la orden de extradición. Con un título así,- ese prefacio y un buen empujón por parte de la Prensa constituiría una verdadera sensación y le resultaría sumamente desagradable. Podemos hacer las cosas de manera que el prefacio insista sobre la deserción de sus compatriotas y sobre la pusilanimidad y sumisión frente a los extranjeros, con todo lo que sigue. Los periódicos se ocuparían de ello si estuviese bien encauzado en este tono.

Michael se alborotó los cabellos.

– Es una idea, Dinny, pero hay que considerar muchos puntos: el primero, cómo hacerlo sin que adquiera el aspecto de un chantaje. Si no podemos evitar esto, es mejor renunciar. Si Walter se huele un chantaje, estoy seguro de que no se mostrará indulgente.

– Pero todo estriba en hacerle comprender que, si firma la orden, tendrá que arrepentirse.

– Mi querida niña – dijo Michael, expulsando el humo sobre el loro -, ha de ser una cosa mucho más sutil que ésa. Tú no conoces a los políticos. Es necesario inducirles a que hagan espontáneamente y por altas razones lo que ha de redundar en su propio beneficio. Debemos inducir a Walter a obrar por una baja razón y hacerle creer que es por una causa elevada. Esto es indispensable.

– ¿No basta con que él diga que es una razón elevada? Es decir, ¿es necesario que lo sienta?

– Por lo menos lo ha de sentir a la luz del día. Lo que siente a las tres de la madrugada no cuenta. No es un necio, ¿sabes? Yo creo – y se alborotó de nuevo los cabellos – que el único hombre que puede llevar el asunto a buen fin es Bobbie Ferrar. Ése conoce a Walter de arriba abajo y viceversa.

– ¿Es un hombre agradable? ¿Lo haría?

Bobbie es una esfinge, pero una esfinge muy buena. Y conoce a todo el mundo. Es una especie de estación receptora que lo oye todo. De modo que nosotros no tendríamos que F' aparecer directamente en ningún caso.

– ¿No deberíamos ante todo hacer imprimir el Diario, de manera que su difusión parezca inminente?

– Sí, pero la llave de todo está en el prefacio. – ¿Cómo?

– Lo que nos hace falta es que Walter lea el Diario impreso y que llegue a la conclusión de que dictar la orden de extradición sería una cosa malditamente cruel para Hubert…, lo cual, desde luego, es cierto. En otras palabras, nosotros debemos satisfacer a su conciencia intima. Después de todo esto, lo que yo imagino que Walter se dirá a sí mismo es lo siguiente: «Sí, dura suerte para el joven Cherrell, dura suerte. Pero el magistrado le ha enviado a la cárcel, y los bolivianos están haciendo presión. Por otra parte, él pertenece a la clase superior, y uno debe tener cuidado de no dar la sensación de que se favorece a los privilegiados…»

– Me parece qué eso es demasiado injusto – le interrumpió Dinny con fogosidad -. ¿Por qué la suerte ha de ser más dura con una persona, sólo porque tiene la ventura de ser fulano, mengano o zutano? A eso yo lo llamo cobardía.

– ¡Ah, Dinny! Tengo la certeza de que en estas cosas todos somos cobardes. Pero sigamos con lo que probablemente se dirá Walter: «Las concesiones no deben hacerse a la ligera. Los pequeños países esperan ser tratados por nosotros con especial consideración».

– Pero, ¿por qué? -empezó de nuevo Dinny -. Eso parece…

Michael levantó una mano.

– Ya lo sé, Dinny, ya lo sé. Este me parece el momento psicológico en que Bobbie podría intervenir diciendo: «Creo que hay también un prefacio. Alguien me lo ha enseñado. En dicho prefacio se sostiene que Inglaterra siempre es generosa y justa a expensas de sus propios súbditos. Es una cosa bastante fuerte, sir. A la Prensa le encantará. El dicho «Nunca sabemos sostener a nuestra gente» es siempre popular. Y usted sabe que a menudo me ha parecido, sir, que un hombre fuerte como usted debería hacer algo para borrar esa impresión, según la cual no sabemos respaldar a nuestra gente. No tendría que ser así, puede que no sea así, pero esa impresión existe y es muy fuerte. El hecho es que usted, quizá mejor que cualquier otro, lograría equilibrar la balanza. Este caso particular no sería una ocasión del todo mala para hacer variar la opinión a este propósito. No dictar la orden sería de por sí un acto de justicia, según mi modo de ver. Porque la herida es auténtica y el disparo fue realmente hecho en defensa propia. En mi opinión, sería un bien para el país hacerle sentir que puede contar con las autoridades constituidas.» Si las cosas se desarrollan así, Walter tendrá la sensación, no de evitar un ataque, sino de disponerse valerosamente a hacer algo que sería un bien para el país, cosa ésta indispensable en el caso de un hombre político. – Y Michael alzó los ojos -. Walter – continuó – es muy capaz de comprender que el prefacio no aparecerá si él no extiende la orden de extradición. Creo que será sincero consigo mismo en el corazón de la noche, pero si a las seis de la tarde siente-que no dictando la orden comete un acto de valentía, lo que piensa a las tres de la madrugada no tiene importancia alguna. ¿Comprendes?

– Pero, ¿juzgará Bobbie que la cosa tiene la suficiente importancia como para hacer todo eso?

– Sí -contestó Michael -. Estoy seguro. Una vez mi padre le hizo un gran favor, y, además, -el viejo Shropshire es su tío.

– ¿Y quién podría redactar el prefacio?

– Creo que podré hacérselo redactar al viejo Blythe. En nuestro partido aún le temen, y cuando quiere hace temblar los corazones.

Dinny se oprimió las manos.

– ¿Crees que le gustará hacerlo? – Eso dependerá del Diario.

– En tal caso, creo que sí.

– ¿Puedo leerlo antes de que vaya a la imprenta?

– ¡Desde luego! El único inconveniente estriba en que Hubert no quiere que el Diario sea publicado.

– Está bien. Si produce el efecto deseado sobre Walter, y éste no extiende la orden, no será necesario publicarlo y, en caso contrario, tampoco será necesario hacerlo, porque sería «echar aceite sobre el fuego», como solía decir el viejo Forsyte.

– ¿Costará mucho la imprenta?

– No lo creo. Serán unas veinte libras, más o menos.

– Podré encontrarlas – dijo Dinny, que generalmente estaba sin blanca.

– ¡Oh, no te preocupes!

– La idea ha sido mía, Michael, y yo quisiera pagar lo que cueste. No tienes noción de lo horrible que es permanecer sentada sin hacer nada, mientras Hubert se halla en este trance. Tengo la sensación de que, una vez lo haya entregado, se habrá perdido toda esperanza.

– Es inútil profetizar cuando se trata de hombres políticos – repuso Michael -. La gente los aprecia poco. Son mucho más complicados de cuanto todos se figuran y a lo mejor resulta que tienen unos principios mejores. Desde luego, son mucho más astutos de lo que se cree. No obstante, creo que esto dará resultado, si podernos convencer a Blythe y a Bobbie Ferrar. Voy a buscar a Blythe y enviaré a Bart a ver a Bobbie. Entre i tanto, el manuscrito será impreso – y cogió el Diario Adiós, querida Dinny, y no te atormentes, si puedes evitarlo. Dinny le dio un beso y él salió. Hacia las diez la llamó por teléfono.

– Ya lo he leído, Dinny. Si esto no logra convencer a Walter, habremos de convenir que es bien duro de corazón. Estoy seguro de que no se quedará dormido al leerlo, como hizo el otro. Es un hombre de conciencia, a pesar de todo. Al fin y al cabo, éste es un caso de sobreseimiento, y está obligado a reconocer su seriedad. Una vez lo tenga en las manos, tiene que leerlo hasta el final; porque es un relato conmovedor, aparte la luz que echa sobre el incidente. De modo que, ánimo!

– ¡Que Dios te bendiga! -dijo Dinny, fervorosamente. Poco después se acostó, con el corazón mucho más ligero de cuanto lo había tenido durante aquellos dos últimos días. 331

CAPÍTULO XXXV

Durante los días que siguieron, largos e interminablemente lentos, Dinny se quedó en Mount Street para estar dispuesta a afrontar cualquier eventualidad. La mayor dificultad consistía en mantener ocultas las maquinaciones de Jean. Parecía que iba a lograrlo con todos, salvo con sir Lawrence, quien, levantando una ceja, dijo misteriosamente

– Pour une gaillarde, c'est une gaillarde! – y, encontrando la límpida mirada de Dinny, añadió: – ¡La verdadera virgen boticeliana! ¿Te gustaría ver a Bobbie Ferrar? Tenemos que almorzar juntos en los sótanos del «Dumourieux», en Drury Lane. Creo que comeremos a base de setas.

Dinny se había hecho tantas ideas sobre Bobbie Ferrar que, al verle, experimentó una gran desilusión. El clavel en el ojal, su modo de arrastrar las palabras, su rostro largo y blando, su mandíbula caída, no le inspiraban confianza.

– ¿Le gustan las setas, señorita Cherrell? – Las francesas, no.

– ¿No?

– Bobbie – dijo sir Lawrence, mirando alternativamente a los dos -, nadie le tomaría a usted por uno de los hombres más astutos de Europa. ¿Va usted a decimos que no llamará a Walter «hombre fuerte» cuando le hable del prefacio?

Bobbie dejó ver un discreto número de sus dientes uniformes.

– Yo no tengo influencia sobre Walter. – ¿Quién la tiene, pues?

– Nadie. Salvo…

– ¿Quién? – Walter. Antes de poderse dominar, Dinny dijo:

– Señor Ferrar, supongo que usted se da cuenta de lo que esto significa. Para mi hermano representa la muerte y para todos nosotros un dolor atroz.

Bobbie Ferrar miró en silencio su rostro sonrosado. En realidad, parecía que, durante la comida, no quisiese admitir ni prometer nada; pero cuando se levantaron de la mesa, mientras sir Lawrence pagaba la nota, le dijo

Señorita Cherrell, ¿le gustaría a usted acompañarme cuando vaya a hablar del asunto a Walter?

– Me gustaría muchísimo.

– En tal caso, que esto quede entre nosotros. Le haré saber el día y la hora.

Dinny juntó las manos y le sonrió.

– ¡Qué tipo tan original! – exclamó sir Lawrence, cuando se hubieron separado -. Realmente tiene un gran corazón. No puede tolerar la idea de que ahorquen a alguien. Sin embargo, presencia todos los procesos por asesinato. Odia las cárceles como si fueran veneno. Nadie lo diría.

– No – dijo Dinny, meditabunda.

– Bobbie – prosiguió sir Lawrence – podría ser el secretario particular de una Cheka, sin que se sospechase su ardiente deseo de meter a todos los jueces en aceite hirviendo. Es único. El Diario ya está en la imprenta y Blythe está redactando el prefacio. Walter regresará el viernes. ¿Has visto a Hubert? – No, pero iré a verle mañana, en compañía de papá.

– Me he abstenido de hacerte hablar, Dinny, pero esos jóvenes Tasburgh están maquinando algo, ¿no es así? Me he enterado casualmente de que Tasburgh no se halla en su buque. – ¿No?

– ¡La perfecta inocencia! – murmuró sir Lawrence -. Bueno, querida mía, no son necesarios ni signos ni miradas, pero espero de todo corazón que no obren antes de que todos los medios pacíficos hayan sido intentados.

– ¡Oh, no, desde luego que no!

– Pertenecen a esa especie de jóvenes que hacen creer en la historia. ¿Jamás se te ha ocurrido la idea de que la historia no es sino la documentación de las acciones de personas que han tomado las riendas en determinada situación, metiéndose a si mismos y a los demás en algún embrollo, y saliendo luego de él? Saben guisar en este restaurante, ¿verdad? Un día u otro, cuando tu tía haya acabado de adelgazar, la traeré aquí.

Y Dinny comprendió que el peligro de las interrogaciones ya había pasado.

Al día siguiente su padre vino a buscarla y se dirigieron a la cárcel. La tarde era ventosa y estaba cargada de la turbia melancolía de noviembre. La vista del edificio le dio la sensación de ser un perro a punto de gruñir. El Director, un oficial, les recibió con gran cortesía y con esa deferencia especial que suelen tener los subordinados para con sus superiores. No ocultó la simpatía que sentía por ellos a propósito ce la situación de Hubert y les concedió un límite de tiempo más largo del que permitían los reglamentos.

Hubert entró sonriendo. Dinny pensó que, de haber estado. sola, él quizás habría dejado entrever sus verdaderos sentimientos, pero que, frente a su padre, estaba decidido a tratar la cosa como si fuera una broma pesada. El general, que había permanecido silencioso y sombrío durante todo el camino, volvióse en seguida hablador y casi irónicamente divertido. Dinny no pudo dejar de notar, teniendo en cuenta la diferencia de edades, el parecido casi increíble que existía entre padre e hijo, tanto en el aspecto como en el continente. Había en ambos algo que jamás se desarrollaría completamente, o, mejor dicho, algo qué hablase desarrollado durante la primera juventud y que nunca más volvería á modificarse. Durante la entrevista, que duró media hora, ni el uno ni el otro hablaron de sus propios sentimientos. Fue un esfuerzo violento de sus almas y, por lo que a su intimidad se refiere, habría podido no tener lugar. Según Hubert, todo estaba perfectamente en orden, y no se sentía en absoluto preocupado; según el general, ya no era más que cuestión de días. Tenía mucho que hablar sobre la India Y sobre la intranquilidad que reinaba en la frontera. S61o cuando se estrecharon las manos, sus rostros mudaron completamente de expresión y sus ojos cambiaron una mirada grave y sencilla. Dinny-le dio un apretón de manos y un beso.

– ¿Y Jean? – preguntó Hubert, muy quedo.

– Está muy bien y te manda sus más cariñosos recuerdos. Dice que no hay que preocuparse.

El temblor de los labios de Hubert se endureció en una forzada sonrisa. Le apretó la mano y se volvió de espaldas.

A la salida, el portero y dos guardias los saludaron respetuosamente. Subieron al coche y no cambiaron una sola palabra durante todo el camino. Aquel suceso era una pesadilla, de la que quizás un día u otro despertarían. Prácticamente, el único consuelo que Dinny tuvo durante aquellos días de espera procedía de tía Em, cuya innata incoherencia apartaba continuamente al pensamiento de su dirección lógica. En realidad, el valor antiséptico de la incoherencia tornábase cada vez más aparente, mientras que la ansiedad aumentaba de día en día. Su tía estaba realmente apenada por la posición de Hubert, pero su mente era demasiado variable y no se detenía lo suficientemente sobre ello como para causarle un verdadero sufrimiento. El día 5 de noviembre llamó a Dinny a la ventana de la salita para que mirara a algunos rapaces que arrastraban un fantoche a lo largo de la Mount Street, desolada bajo el viento y la luz de los faroles.

– El rector está trabajando sobre aquello – dijo -. Hubo un Tasburgh que no fue ahorcado, o decapitado, o lo que hicieran en aquellos tiempos, y él está intentando probar que habría debido serlo. Vendió cubiertos de plata o algo semejante para comprar pólvora, y su hermana se casó con Castesby o con uno x de los otros. Tu padre, yo y Wilmet solíamos hacer un fantoche que figuraba nuestra institutriz. Se llamaba Robbins y tenía los pies muy grandes. Los chicos son muy crueles. ¿Y vosotros?

– Nosotros, ¿qué, tía Em?

– ¿Hacíais fantoches?

– No.

– También íbamos a cantar las canciones de Navidad con las caras ennegrecidas. Wilmet se la ennegrecía con corcho quemado. Era una niña muy alta, con tucas piernas largas y derechas como bastones y alejadas la una de la otra desde el Principio… como las tienen los ángeles. Estas Cosas han pasado un poco de moda. Creo que se debería hacer algo a este respecto. También había horcas. Nosotros teníamos una y ahorcamos a un gatito, Primero lo ahogamos… es decir, nosotros no, los criados.

– ¡Qué horror, tía Em!

– Sí, lo parece, pero en realidad no lo era. Tu padre nos había educado como pieles rojas. Era cómodo para él, porque nos podía atormentar y nosotras no debíamos llorar. ¿También Hubert hacía eso?

– ¡Oh, no!

– Eso se debe a vuestra madre. Es una criatura muy dulce, Dinny. Nuestra madre era una Hungerford. Tendrías que haberlo notado.

– No me acuerdo de la abuela.

– Murió antes de que tú nacieras. Fue en España. Allí los microbios son extraespeciales. También tu abuelo. Poseía unos modales muy buenos. Todos los tenían en aquellos tiempos, ¿sabes? Sólo sesenta años. Vino clarete, juego de los cientos, y un ridículo mechón de pelos debajo del labio inferior. ¿Los has visto alguna vez, Dinny?

– - ¿Las perillas?

– Sí, a la diplomática. Ahora se llevan cuando se escriben artículos de política exterior. A mí me gustan las de las cabras, a pesar de que algunas veces le dan a uno cabezazos,

– ¡Y su olor, tía Em!

– Penetrante. ¿Te ha escrito lean últimamente?

Dinny guardaba en su bolso una carta que había recibido aquella misma mañana.

– No – dijo, Pensando que estaba adquiriendo la costumbre de mentir.

– Este modo de esconderse es una debilidad. Pero todavía estaba en su luna de miel.

Evidentemente, tía Em no estaba enterada de las sospechas de sir Lawrence.

Una vez en su cuarto, Dinny leyó de muevo la carta antes de romperla en pedazos.

«Lista de Correos. Bruselas…

Mi querida Dinny:

Todo marcha a Pedir de boca aquí y yo me divierto enormemente. Dicen que estoy en mi elemento, como un Pato en el agua. Ahora ya no queda mucho que hacer. Muchísimas gracias por tus cartas. Estoy enormemente contenta por la idea del Diario. Creo que esto puede tener buena influencia sobre el oráculo. A Pesar de todo, no podemos dejar de prepararnos piara lo peor. No me dices si Fleur ha tenido suerte. Y, a propósito, ¿podrías enviarme un manual de conversación turca, de esos que llevan la pronunciación figurada? Creo que tu tío Adrián sabría decirte dónde encontrarlo. Aquí no puedo dar con uno. Alan te envía sus más cariñosos recuerdos, y lo mismo hago yo. Sigma informándonos, por telegrama., si es necesario. Afectuosamente tuya,

Jean

¡Un manual de conversación turca! Este primer indicio de la dirección hacia la que estaban trabajando sus mentes hizo trabajar también a la de Dinny. Se acordó de haber sabido por Hubert que hacia el final de la guerra había salvado la vida a un oficial turco con quien habíase mantenido en relación.¡ De modo que el refugio debía de ser Turquía! Pero el proyecto era desesperado. Seguramente no llegarían a eso. ¡No podía ser! De todos modos, a la mañana siguiente fue al museo.

Adrián, a quien no había vuelto a ver desde el día del encarcelamiento de Hubert, la acogió con su habitual y tranquila solicitud y ella tuvo una gran tentación de confiarse a él. Jean debía saber que el pedirle consejo a propósito del manual de conversación turca excitaría seguramente su curiosidad. No obstante se refrenó y se limitó a decir

– Tío, ¿no tienes un manual de conversación turca? Hubert quisiera matar el tiempo refrescando su turco.

Adrián la miró y guiñó el ojo.

– No tiene ningún turco que refrescar. Pero, aquí lo tienes – y sacando un librito de un estante, añadió – ¡Serpiente! Dinny sonrió.

– Conmigo malgastas tu astucia – añadió él -. Sé todo lo que se puede saber.

– ¡Dímelo, tío!

– Hallorsen está metido en eso. -¡Oh!

– Y puesto que mis movimientos dependen de los suyos, he tenido que sumar dos más dos. De ese modo dan cinco, Dinny, no obstante lo cual deseo sinceramente que la suma no sea necesaria. Pero Hallorsen es un buen amigo.

– Lo sé – repuso Dinny, tristemente -. Tío, dime exactamente qué están planeando.

Adrián movió la cabeza.

– Ni ellos mismos pueden decirlo con precisión, hasta que no sepan cómo habrá de ser trasladado Hubert. Todo cuanto sé es que los bolivianos de Hallorsen volverán a Bolivia, en vez de ir a los Estados Unidos, y que se está construyendo un cajón muy extraño, bien acolchado y bien ventilado, para guardarlos. – ¿Quieres decir los huesos bolivianos?

- O, posiblemente, unas copias de ellos. También están haciéndolas.

Dinny le miraba, temblorosa.

– Las copias – añadió Adrián – las hace un hombre que cree estar reproduciendo unos siberianos, y no sabe que son para Hallorsen. Han sido pesadas muy cuidadosamente y han dado un total de ciento cincuenta y dos libras, lo cual se aproxima peligrosamente al peso de un hombre. ¿Cuánto pesa Hubert? – Ciento cincuenta y cuatro libras, más o menos.

– Exactamente. – Continúa, tío.

– Habiendo llegado a este punto, no tengo inconveniente en exponerte mi teoría, cualquiera que sea su valor. Hallorsen y su. cajón lleno de copias viajarán en el mismo buque en que viajará Hubert. En un puerto cualquiera de apaña o Portugal, Hallorsen bajará del barco con el cajón dentro del cual estará Hubert. Habrá buscado el medio de quitar las copias y de tirarlas por la borda. Los huesos auténticos le estarán esperando y con ellos llenará el cajón cuando Hubert haya llegado hasta un aeroplano. Y aquí es cuando entran en escena Jean y Alan. Emprenderán el vuelo hacia… bueno, hacia Turquía, según puedo juzgar por el manual de conversación turca que me has pedido. Si he de decirte la verdad, antes de qué vinieras sentía curiosidad por saber adónde irían. El hecho es que Hallorsen llenará el cajón con los huesos auténticos, para satisfacer a las autoridades. En cuanto a la desaparición de Hubert, se atribuirá a que ha caído al mar o, en todo caso se producirá un misterio. La cosa, naturalmente, me parece bastante desesperada.

– Pero, ¿y si no se pararan en ningún puerto?

– Es casi seguro que se detendrán en alguna parte; pero, en caso contrario, tendrán preparada otra medida, de la que harán uso acercándose al barco. O, en último extremo, podrán intentar el truco del cajón a su llegada a América del Sur. En realidad, yo opino que eso sería lo más seguro, a pesar de que excluya el vuelo.

– Pero, ¿por qué se expone-e1 profesor Hallorsen a correr un riesgo tan grande?

– ¿Eres tú quien me lo pregunta, Dinny? – Es demasiado. No quiero que lo haga. – Pues bien, querida, yo sé que tiene la sensación de haber metido a Hubert en éste embrollo y que su idea es que debe sacarlo de él. Además, tienes que recordar que pertenece a una nación que está convencida de ser sumamente enérgica y que r'; cree ha de tomarse la justicia por su propia mano. Pero es el último hombre que sacaría un provecho de un favor. Y, final?: mente, es una carrera a tres piernas que está corriendo con el joven Tasburgh, que a su vez está empeñado en la misma empresa. De modo que para ti lo mismo da.

– Pero yo no quiero deberles nada a ninguno de los dos. Sencillamente, no se debe llegar a eso. Además, ¿crees tú que Hubert se prestará a ello?

Adrián contestó gravemente

– Creo que ya ha consentido, Dinny. De otro modo habría pedido un fiador. Cuando le hayan entregado a los bolivianos, probablemente no tendrá la sensación de quebrantar la Ley británica. Supongo que entre todos le han convencido de que no quieren correr un riesgo demasiado grande. Sin duda, se siente asqueado de todo y está dispuesto a cualquier cosa. No se te olvide que ha sido tratado con mucha injusticia y que está recién casado.

– Sí -admitió Dinny, con voz nuevamente serena-. Y tú. Tío ¿Qué tal están tus asuntos?

La respuesta de Adrián no fue menos serena

– Me diste un buen consejo y pienso irme en cuanto todo se haya arreglado.

CAPÍTULO XXXVI

La sensación de que esas cosas no podían suceder persistía en Dinny, incluso después de la entrevista con Adrián: las había leído en los libros demasiadas veces. No obstante, ¡había que tener en cuenta los folletines de los periódicos! El pensamiento de los diarios le dio una extraña tranquilidad y afirmó en ella la resolución de no permitir que en ellos apareciera el asunto de Hubert. El hecho es que le envió a Jean la gramática turca y se dedicó a estudiar los mapas que estaban en el despacho de sir Lawrence. Estudiaba también las fechas de partida de las líneas sudamericanas.

Dos días más tarde, sir Lawrence anunció, durante la comida, que Walter había regresado; pero que, después de las vacaciones, sin duda pasaría un poco de tiempo antes de que se ocupara de una cosa de tan poca enjundia como la de Hubert. – ¡Una cosa de poca enjundia! -exclamó Dinny -. De ella dependen su vida y nuestra felicidad!

– Querida mía, la vida y la felicidad de la gente constituyen el trabajo diario de un Secretario de Estado.

– Debe ser un cargo de lo más antipático. Yo lo detestaría.

– Bueno – repuso sir Lawrence -, creo que en eso difieres mucho de nuestros políticos. Lo que un político detesta, es no tener qué hacer con la vida y la felicidad de la gente. Está preparado nuestro bluff en el caso de que se plantee pronto la cuestión de Hubert?

– El Diario está impreso.y el prefacio ya está redactado.

Yo no lo he visto, pero Michael me ha dicho que es una verdadera obra maestra.

– ¡ Bien! Las obras maestras del señor Blythe no conceden tregua. Bobbie nos avisará cuando llegue nuestro turno. ¿Quién es Bobbie? – preguntó lady Mont.

– Una institución, querida.

– Blox, recuérdeme que tengo que escribir a propósito de aquel cachorro de perro pastor.

– Sí, milady.

– Cuando su morro es casi todo blanco, tienen una especie de locura divina. ¿Lo has notado, Dinny? Y todos se llaman Bobbie.

– ¿Hay algo menos divinamente loco que nuestro Bobbie, Dinny?

– ¿Siempre hace lo que dice, tío? – Sí. Por Bobbie puedes apostar.

– ¡ Tengo muchas ganas de ver las pruebas de los perros pastores! – dijo lady Mont -. Son animales inteligentes. Dicen que saben exactamente a qué ovejas no tienen que morder. ¡ Y son tan flacos! Todo pelo e inteligencia. Hen tiene dos… A propósito de tus cabellos, Dinny…

– ¿Qué, tía Em?

– ¿Guardaste los que te hiciste cortar? -Sí, tía.

– Entonces no los dejes salir de la familia. Dicen que volveremos de nuevo a lo antiguo. Antiguas, pero modernas, ¿sabes?

Sir Lawrence le guiñó un ojo

– ¿Es que no lo ha! sido nunca, Dinny? Ésa es la razón por la que deseo tu miniatura. Conservación del tipo.

¿ Qué tipo? – preguntó lady Mont -. No constituyas un tipo, Dinny. ¡ Son tan aburridos! Alguien dijo una vez que Michael constituía un tipo. Yo jamás me había dado cuenta de ello.

– ¿Por qué no haces posar a tía Em en mi lugar, tío? Creo que es más joven que yo, ¿no es cierto, tía?

– No me faltes al respeto. Blox, mi Vichy.

– Tío, ¿cuántos años tiene Bobbie?

– Nadie lo sabe a ciencia cierta. Probablemente sesenta. Un día u otro se descubrirá la fecha de su nacimiento; pero tendrán que hacer como con las plantas: cortar una sección transversal y contar los círculos. No pensarás casarte con él, ¿verdad, Dinny? A propósito, Walter está viudo. Tiene algo de sangre cuáquera. Es un liberal convertido. Te diría que es materia inflamable.

– No es fácil hacerle la corte a Dinny – dijo lady Mont. – ¿Puedo levantarme, tía Em? Quisiera ir a ver a Michael.

– Dile que mañana por la mañana iré a ver a Kit. Le he comprado un nuevo juguete llamado «Parlamento». Son unos animales divididos en varios partidos. Todos chillan y albo rotan de modo diferente y se quedan quietos cuando no es el momento oportuno. El Primer Ministro es una cebra y el Ministro de Hacienda un tigre estriado. Blox un taxi para la señorita Dinny.

Michael había ido a la Cámara, pero Fleur estaba en casa y le comunicó que el prefacio del señor Blythe ya se había enviado a Bobbie Ferrar. En cuanto a los bolivianos, el ministro aún no estaba de regreso, pero el agregado había prometido conocerle a Bobbie una entrevista extraoficial. Había estado tan amable que Fleur no podía decir qué intenciones tenía, incluso dudaba que tuviese alguna.

Dinny volvió a casa más agitada que nunca. Parecía qué todo dependiese de Bobbie Ferrar, y éste, con sus «sesenta años», estaba tan acostumbrado a todo que ya debía de haber perdido el ardor necesario para convencer a la gente. Pero quizás era mejor así. Una apelación al sentimiento podía resultar un paso dado en falso. Las cualidades necesarias podían ser la frialdad, el cálculo, el saber hacer alusión a unas consecuencias desagradables y el sugerir astutamente unas posibles ventajas. Efectivamente, ella tenía la impresión de desconocer en absoluto lo que ponía en movimiento la mente de las autoridades. Michael, Fleur y sir Lawrence se hablan expresado algunas veces como si lo supiesen, no obstante lo cual tenía la impresión de que, en realidad, ninguno de ellos estaba más enterado de cuanto podía estarlo ella. Toda la cuestión' parecía depender del humor y del temperamento de aquellos a quienes tenían que convencer. Se acostó, pero no pudo dormir.

Otro día parecido al que acababa de transcurrir y luego, al igual que un marino que se despierta al primer movimiento que nota debajo de sí, así se despertó Dinny al abrir un sobre sin sellos que llevaba impreso: (Yoreign Office».

«Apreciada señorita Cherrell:

Ayer tarde entregué el Diario de su hermano al Secretario de Estado. Prometió leerlo por la noche, y yo tengo que verle hoy, a las seis en punto. Si quiere usted venir al Foreign Office a las seis menos diez, podríamos entrar juntos.

Sinceramente suyo,

R. FERRAR.»

¡Aún todo un día entero! Pero ahora Walter ya había leído el Diario, quizá ya había tomado una decisión. Al recibir esa nota formal, tuvo la sensación de estar tomando parte en una conspiración y de tener la obligación de guardar el secreto. Instintivamente, nada dijo de ello, e instintivamente también quiso mantenerse alejada de todos hasta que la cuestión no se hubiese resuelto. Eso mismo tenía que experimentar alguien que estuviese esperando una intervención quirúrgica. La mañana era hermosa y salió, sin saber adónde iría. Pensó en la National Gallery, pero decidió que mirar cuadros era una cosa que requería demasiada atención. Entonces pensó en la Abadía de Westminster y en la joven Millicent Pole. Fleur le había encontrado colocación como maniquí en la casa Frivolle. ¿.Por qué no ir allí a mirar los modelos de invierno y de paso a ver de nuevo a la muchacha? Sin embargo, era bastante odioso el hacerse enseñar trajes no llevando la intención de comprar y causar tantas molestias en balde. Pero si Hubert era puesto en libertad, daría una «zambullida en las profundidades» y se compraría un regio traje, aunque le costara todo lo que tenía. Por lo tanto, dándose ánimos, se encaminó hacia Bond Street, atravesó la estrecha corriente de gente siempre en movimiento, llegó a la. casa de modas Frivolle y entró.

– Pase usted, señora.

La acompañaron al piso superior y se sentó en una silla. Permaneció allí, con la cabeza algo ladeada, sonriendo y diciéndole cosas amables a la empleada, porque recordaba que un día, en una gran tienda, una dependienta le había dicho: «No tiene usted idea, señora, de lo distinto que es para nosotras cuando una cliente sonríe y se interesa por lo que tenemos. ¡Encontramos a tantas señoras difíciles ¡Los modelos eran muy «nuevos», muy caros y sobre todo poco convenientes, a pesar de la insistencia de la empleada

– Con su figura y su color, señora, este traje le sentaría maravillosamente.

No sabiendo si al preguntar por la señorita Millicent Pole le haría un bien o un mal, escogió dos trajes para examinarlos. Una muchacha muy esbelta, altanera, de cabecita bien conformada y de hombros anchos, entró llevando puesto el primero, una «creación» en blanco y negro. Con paso lánguido, atravesó la sala, apoyando una mano donde habría debido estar la curva de la cadera y la cabeza vuelta como si buscara la otra, de forma tal que confirmó la aversión de Dinny por el traje. Luego, con el segundo, verde-mar y plata, entró Millicent. Con negligencia profesional no lanzó ni siquiera una mirada a la cliente, como si hubiese querido decir: (¡Qué se ha creído usted! ¡Si vistiese usted todo el día en combinación… y tuviese que esquivar a tantos maridos!) Después, al dar una.vuelta, captó, sorprendida, la sonrisa de Dinny, sonrió a su vez con el rostro repentinamente iluminado, y continuó paseando por la sala, más lánguida que nunca. Dinny se levantó y, acercándose a aquella figura, ahora perfectamente inmóvil, cogió entre el índice y el pulgar una orla del vestido, como para ver la calidad de tejido.

– Me alegro de volverla a ver.

La boca suave de la muchacha, semejante a una mórbida flor, sonrió dulcemente.

«Es maravillosa» – pensó Dinny.

– Conozco a la señorita Pole – le dijo a la empleada -. Este traje, vestido por ella, parece magnífico.

– Está hecho completamente para su tipo. La señorita Pole es un poco redondita. Permítame probárselo.

No muy convencida de haber recibido un cumplido, Dinny dijo

– Hoy no puedo decidir. Además, no estoy segura de que pueda permitírmelo.

– No importa, señora. Señorita Pole, entre ahí y quíteselo; se lo probaremos a la señora.

La muchacha se lo quitó. ¡Aún más maravillosa! – pensó Dinny -. ¡Cuánto me gustaría ser tan linda en combinación!», y dejó que le probaran el traje.

– La señora es extraordinariamente esbelta – observó la empleada.

– ¡Seca como un arenque!

– ¡Oh, no! La señora tiene los huesos bien cubiertos.

– A mí me parece perfecta – repuso la muchacha impetuosamente-. La señora tiene estilo.

La empleada cerró el corchete.

– Perfecto -dijo- Algo ancho quizá; pero podemos arreglarlo.

– Se me ve demasiado desnuda.

– Oh, pero con una piel como la de la señora, está muy bien.

– ¿Quiere enseñarme el otro traje llevado por la señorita Pole?

Dijo esto, sabiendo que Millie no podía ir a buscarlo porque estaba en combinación.

– Desde luego. Voy a buscarlo en seguida… Señorita Pole, atienda a la señora.

Al quedarse a solas, las dos muchachas se sonrieron. – ¿Le agrada el empleo, ahora que lo tiene?

– No es exactamente lo que yo suponía, señorita. – ¿No le da satisfacciones?

– Creo que nada es como nos lo figuramos. Naturalmente, podría ser peor.

– He entrado para volverla a ver a usted.

– ¿De veras? Pero espero se quedará con el traje, señorita. Le sienta como pintado y es adorable.

– Si no anda con cuidado la enviarán a la sección de ventas, Millie.

– ¡Oh, no iría! No se reciben más que cumplidos. – ¿Dónde está el corchete?

– Aquí. No hay más que uno solo y puede cerrarlo usted misma, con un poco de esfuerzo. He leído lo de su hermano, señorita. ¡Es horroroso!

– Sí – contestó Dinny, quedándose de hielo bajo su combinación. De repente cogió la mano de la muchacha, la apretó y exclamó -: ¡Buena suerte; Millie!

– ¡Buena suerte a usted, señorita!

Acababan de dejarse las manos cuando volvió la empleada. – Siento haberla molestado – dijo Dinny con una sonrisa -, pero me he decidido por éste, si puedo permitírmelo. El precio es aterrador.

– ¿Usted cree, señora? Es un modelo de París. Veré si puedo convencer al señor Better para que haga algo por usted. este es su traje. Señorita Pole, vaya a decirle al señor Better que venga, ¿quiere?

La joven, que ahora llevaba puesto el modelo blanco y negro, salió.

Dinny, ya ataviada con su propio traje, preguntó

– ¿Permanecen mucho tiempo con ustedes sus maniquíes?

– Bueno, no. Quitarse y ponerse trajes todo el día es una ocupación que impacienta bastante.

– ¿Y qué es de ellas?

– De un modo u otro, acaban casándose.

¡Cuánta discreción! Algo más tarde, cuando el señor Better – un hombre flaco, de cabellos grises y modales perfectos – hizo saber que apara la señora» reduciría el precio a de terminada cantidad, que aun así continuaba siendo espantosa, Dinny dijo qué decidiría el día siguiente y salió bajo el pálido sol de noviembre. Le quedaban seis horas. Se encaminó en dirección al North-West, hacia los Meads, intentando calmar su ansiedad pensando que todos los que pasaban a su lado, cualquiera que fuese su aspecto, tenían también la suya. Siete millones de personas, todas angustiadas de un modo u otro. Algunas demostraban estarlo, otras no. Se contempló el rostro, reflejado en el cristal de un escaparate y decidió que ella era de las que no lo demostraban; sin embargo, ¡qué apesadumbrada se sentía! Desde luego, el rostro humano era una máscara.

Llegó a Oxford Street y se detuvo al borde de la acera, esperando el momento de cruzar la calle. Muy cerca suyo estaba la cabeza blanca y huesuda de un caballo de tiro. Comenzó a acariciarlo en el cuello, deseando haber tenido un terrón de azúcar. El caballo no le hizo caso y tampoco se lo hizo su dueño. ¿Por qué habría debido hacérselo? Desde el primero hasta el último día del año pasaban y se paraban, se paraban y pasaban por aquel maelstrom, lentamente, pacientes, sin esperanza de liberación, hasta que los recogieran en el suelo, agotados, y se los llevaran.

Un urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas, el cochero sacudió las riendas y el caballo avanzó, seguido de una larga procesión de coches. El urbano invirtió nuevamente la dirección de sus mangas, y Dinny atravesó la calle, se dirigió hacia Totenham Court Road y allí se detuvo de nuevo, aguardando. ¡Qué intrincado hervidero de criaturas y de coches! ¿Hacia qué fin se encaminaban y qué designio secreto servían? ¿A qué se reducía todo? Una comida, un cigarrillo, un instante de la así llamada «vida» en algún cine y una cama al terminar el día. Un millón de oficios ejercidos con fidelidad e infidelidad para poder comer, soñar un poco, dormir y volver a empezar. Allí parada se sintió invadir tan fuertemente por una sensación de la inexorabilidad de la vida, que no pudo retener una exclamación. Un hombre robusto le preguntó

– Usted perdone, ¿le he pisado un pie, señorita? Mientras sonriendo decía que no, el urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas y ella cruzó la calle. Llegó a Gower Street y superó rápidamente su singular desolación. «Un río más, un río más que atravesar, y se encontró en los Meads, con su laberinto de callejuelas miserables, de arroyos, de vida infantil. En la Vicaría, su tío y su tía estaban por una vez en casa los dos y se disponían a sentarse a la mesa. También Dinny se sentó. No retrocedía ante la idea de discutir con ellos la «inminente operación». Ellos siempre vivían entre problemas. Hilary dijo

– El viejo Tasburgh y yo convencimos a Bentwarth para que hablase con el Secretario de Estado y, anoche, el «Squire» me envió este billete: «Todo cuanto Walter ha querido decir, es que tratará el asunto desde el punto de vista de la justicia, sin contemplaciones para con lo que él llama el "rango" de su sobrino… ¡qué palabra! Siempre he dicho que el individuo hubiese tenido que seguir siendo liberal.»

– ¡Desearía que tratara el asunto desde el punto de vista de la justicia! – exclamó Dinny -. Si lo hiciera así, Hubert estaría salvado. ¡Detesto esa forma de lisonjear a lo que ellos llaman la Democracia! A un cochero le concederían el beneficio de la duda.

– Es una relación contra los tiempos antiguos, Dinny, y ha ido demasiado lejos, como sucede con todas las reacciones. Cuando yo era muchacho, aún había algo de verdad en la acusación que se formulaba en contra de los privilegios. Ahora es todo lo contrario: una posición elevada es una desventaja frente a la Ley. Pero no hay nada tan difícil como gobernar entre la corriente: uno quiere ser justo y no lo logra.

– Mientras venía hacia aquí, he estado pensando en varias cosas, tío. ¿De qué ha servido que tú y Hubert, papá y tío Adrián y millones de otras personas hayáis cumplido lealmente con vuestro cometido? Aparte de lograr pan y vino, desde luego.

– Pregúntaselo a tu tía.

– Tía May, ¿de qué sirve?

– No lo sé, Dinny. Me han enseñado a creer que sirve de algo, de modo que continúo creyéndolo. Si tú te casaras y tuvieras familia, probablemente no harías tales preguntas.

– Ya sabía que tía May evitaría contestarme. Hazlo tú, tío. – Bueno, Dinny, yo tampoco lo sé. Como dice tu tía, nosotros hacemos lo que estamos habituados a hacer, y eso es todo.

– Hubert dice en su Diario que una atención hacia los demás es una atención hacia consigo mismo. ¿Es verdad?

– Es un modo más bien imperfecto de exponer la cuestión. Yo prefiero decir que dependemos tanto los unos de los otros que, para cuidarnos de nosotros mismos, es necesario no descuidar a los demás.

– Pero, ¿vale la pena?

– ¿Quieres decir si vale la pena vivir? – Sí.

– Después de cincuenta mil años (Adrián dice que por lo menos un millón) de vida humana, la población del mundo es, en modo notable, mucho más abundante de cuanto jamás haya sido. Pues bien, considerando todas las miserias y las luchas del género humano, la humanidad, tan consciente como está de sí misma, ¿habría continuado si no valiese la pena vivir?

– Creo que no – repuso Dinny, pensativa -. Pienso que en Londres uno pierde el sentido de las proporciones.

En ese momento entró la doncella.

– El señor Cameron desearía verle, sir.

– Hágale pasar, Lucy. Te ayudará a volverlo a encontrar, Dinny. Es una prueba ambulante del inextinguible amor a la vida. Ha tenido todas las enfermedades que existen debajo del sol, incluyendo una enfermedad ovejuna, y por si esto fuera poco, ha estado en tres guerras, ha sufrido los efectos de dos terremotos y ha hecho toda clase de trabajos en todas las partes del mundo. Ahora está sin empleo y sufre una enfermedad del corazón.

El señor Cameron entró. Era un hombre bajo y demacrado, sobre los cincuenta, de ojos célticos, grises y brillantes, cabellos oscuros algo canosos y nariz ligeramente ganchuda.

– Hola, Cameron – dijo Hilary, levantándose -. ¿Ha peleado de nuevo?

Una de sus manos estaba vendada, como si tuviera una luxación en el pulgar.

– Bueno, señor Vicario, el modo como muchos individuos tratan a los caballos es espantoso. Ayer tuve una pelea. Un fulano fustigaba a un caballo lleno de buena voluntad, pero sobrecargado, y yo jamás he podido tolerar una cosa semejante. -¡Espero que le diera su merecido!

El señor Cameron guiñó los ojos.

– Bueno, le hice sangrar un poco la nariz y yo sufrí una. luxación en el pulgar. Pero he venido a decirle, sir, que he encontrado una colocación en el Ayuntamiento. No es mucho, pero basta para ir tirando.

– ¡Estupendo! Oiga, Cameron, lo siento mucho, pero mi esposa y yo hemos de ir a una junta. Quédese aquí, tome una taza de café y charle un rato con mi sobrina. Háblele del Brasil.

El señor Cameron miró a Dinny. Tenía una sonrisa encantadora.

La hora siguiente pasó muy rápida y entretenida. El señor Cameron tenía una conversación fluida. Le contó, prácticamente, toda la historia de su vida, desde su infancia en Australia y su alistamiento a los dieciséis años para ir a la guerra de los boers, hasta sus experiencias después de la gran guerra. Había hospedado en su cuerpo toda especie de insectos y microbios; había tratado con caballos, chinos, cafres y brasileños; se había F roto la clavícula y una pierna, conocía los gases asfixiantes y la conmoción nerviosa producida por los bombardeos; pero – como explicó esmeradamente – ya no le quedaba mal alguno, salvo «aquella miaja de molestias en el corazón». Su rostro tenía una especie de luz interior y sus palabras demostraban que no tenía conciencia de ser un tipo fuera de lo ordinario. En esos momentos, era el mejor antídoto que Dinny hubiese podido tomar y lo retuvo todo lo posible.

Cuando se hubo marchado, salió ella también, sumándose É al tráfico callejero con ojos nuevos. Eran las tres y media. Aún tenía dos horas y media que matar. Anduvo hacia el Regent's Park. Pocas eran las hojas que habían quedado en los árboles y el aire olía fuertemente a hojarasca quemada. Pasó a través del humo tenue y azulado pensando en el señor Cameron y resistiendo a la melancolía. ¡Qué vida había hecho! ¡Y qué alegría de vivir habíale quedado! Pasó por las cercanías del Long Water, iluminado por los últimos rayos del sol, y entró en Marylebone. Se le ocurrió que antes de ir al Foreign Office tenía que buscar un lugar donde arreglarse un poco. Escogió los «Almacenes Harridge», y entró. Eran las cuatro y media. Ilis salones estaban llenos de gente. Fue vagando del uno al otro, compró una borla de polvos, tomó un té, se arregló y salió. Aún faltaba más de media hora y se puso de nuevo a caminar, a pesar de que ya se sentía cansada. A las seis menos cuarto exactas, dio su tarjeta de visita a un empleado del Foreign Office y la acompañaron a una sala de espera. La sala no tenía espejos, de forma que sacó de su bolso la polvera y se miró en el espejito, opaco por el polvo. Le pareció estar descontenta de sí misma y le supo mal, aunque, después de todo, no tuviese que ver a Walter. Tenía que quedarse a un lado y aguardar. ¡Siempre aguardar!

– ¡ Señorita Cherrell!

Bobbie Ferrar estaba en el umbral de la puerta. Presentaba su aspecto habitual. Pero, naturalmente, a él tanto le daba. ¿Y por qué hubiera tenido que importarle algo?

Bobbie dio unos golpecitos contra el bolsillo superior de su americana.

– Aquí tengo el prefacio. ¿Nos vamos?

Y comenzó a hablar del asesinato Chingford. ¿Había seguido el proceso? No, no lo había seguido. Era un caso realmente estupendo. Repentinamente, añadió

– El boliviano no quiere asumir la responsabilidad, señorita Cherrell.

– ¡Olí!

– No tiene importancia -y su rostro se ensanchó en una sonrisa.

«Sus dientes son verdaderos – pensó Dinny -. Puedo ver algunos empastes de oro.»

Llegaron al Home Office y entraron. Su guía les condujo arriba, por los amplios escalones, y luego por un largo pasillo. Finalmente los introdujo en una habitación grande y desierta, cuya chimenea, al fondo, estaba encendida. Bobbie Ferrar acercó una silla a la mesa.

– ¿El Graphic o esto? – y sacó de un bolsillo un pequeño tomo.

– Los dos, por favor – contestó Dinny, con voz débil.

El se los puso delante. «Esto» era una pequeña edición de unos «Poemas de Guerra», encuadernada en rojo.

– Es una edición original -… explicó Bobbie Ferrar -.Lo he descubierto hoy, después del almuerzo.

– Sí – dijo Dinny y se sentó.

Una puerta interior se abrió y asomó una cabeza.

– Señor Ferrar, el Secretario de Estado puede recibirle. Bobbie Ferrar le lanzó una mirada, murmuró entre dientes un: «¡ Ánimo!» y se marchó.

Jamás en toda su vida hablase sentido tan sola como en esta vasta sala de espera, tan contenta de hallarse sola y tan aterrorizada ante la idea de que la soledad tuviese que acabar. Abrió el tomito y leyó

«He eyed a neat framed notice there

Above the fire place kung to show

Disabled heroes where to go

For arms and legs, with scale of price

And words of dignified advice

Hows officers could get them free…

Elbow or shoulder, hip or knee,

Two arms, two legs, though all were lost,

They'd be restored him free of cost.

Then a girl guide looked in and said… [6]

De repente el fuego crujió y una chispa saltó sobre la alfombra. Dinny la vio apagarse con pesar. Leyó otros poemas, pero no los comprendió y, cerrado el tomito, abrió el Graphic. Después de haber vuelto las páginas desde la primera a la última, no habría podido mencionar el tema de ninguna de las ilustraciones. Todas las cosas estaban absorbidas por una sensación de lejanía. Se preguntó si era peor esperar que le operaran a uno mismo o bien a una persona querida; decidió que esto último debía ser lo peor. Parecía que hubiesen transcurrido varias horas. ¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado?

¡Sólo las seis y media! Empujó la silla hacia atrás y se puso en pie.

Colgados de las paredes había retratos de hombres de Estado de la época victoriana y Dinny pasó del uno al otro, pero todos hubieran podido ser el mismo hombre de Estado con el bigote en las diferentes fases de su desarrollo. Volvió a sentarse, acercó mucho más la silla a la mesa y apoyó sus codos sobre ella, posando luego la barbilla sobre las manos y sacando un poco de consuelo de esta incómoda posición. A Dios gracias, Hubert no sabía que se estaba decidiendo su destino y no sufría por esta espera atroz. Dinny pensó en Jean y Alan y esperó, de todo corazón, que estuviesen preparados para lo peor. A cada momento, lo peor parecía más seguro. Una especie de somnolencia comenzó a ampararse de ella. ¡Jamás volvería…, jamás, jamás! Y esperó que no volviese, si tenía que traer la condena a muerte.

Al final tendió los brazos encima de la mesa y apoyó sobre ellos la frente. Permaneció sumergida en esa somnolencia por un espacio de tiempo que no habría sabido precisar. Luego, el ruido de alguien que carraspeaba la sobresaltó, y ella dio un respingo hacia atrás.

No era Bobbie Ferrar quien estaba cerca de la chimenea, sino un hombre alto, de rostro afeitado y rojizo, cabellos, de plata cepillados en cresta de gallo sobre la frente, con las piernas alargadas y las manos debajo de los faldones del chaqué. La miraba con sus ojos gris-claro muy abiertos y los labios entreabiertos como si estuviese a punto de decir algo. Dinny estaba demasiado asustada para levantarse y se quedó sentada, mirándole.

¡Señorita Cherrell, no se moleste! – y, como para detenerla, levantó una mano que había sacado de debajo los faldones. Dinny -permaneció sentada, muy contenta de conservar esa posición, puesto que había comenzado a temblar violentamente.

– Ferrar me ha dicho que ha sido usted quien ha -hecho imprimir el Diario de su hermano.

Dinny inclinó la cabeza y suspiró hondamente. – ¿Ha sido impreso en su forma -original? – ¿Exactamente?

– Sí. No he alterado ni omitido palabra alguna.

Observando su rostro no veía más que la redonda brillantez de los ojos y la ligera prominencia del labio inferior. Era casi como mirar a un dios. Tuvo un escalofrío ante la rareza de este pensamiento y sus labios formaron una crispada y desesperada sonrisa.

– He de hacerle una pregunta, señorita Cherrell. Dinny emitió un «sí» que fue un suspiro.

– ¿Cuántas páginas de este Diario fueron escritas por su hermano después de su regreso?

Lo miró estupefacta. Luego, el oculto significado de la pregunta le produjo un choque.

– ¡Ninguna! ¡Oh, ninguna! Todo fue escrito allí – exclamó, levantándose impulsivamente.

– ¿Me permite preguntarle cómo lo sabe usted?

– Mi hermano… – empezó y solamente entonces se dio cuenta del hecho de no poseer más que la palabra de Hubert -. Eso me dijo mi hermano.

– ¿Su palabra es el Evangelio para usted?

Le quedaba bastante sentido del humor para no «sulfurarse», pero irguió la cabeza.

– Evangelio. Mi hermano es un soldado y…

Se paró de golpe y, observando aquel labio inferior tan imperativo, se odió a sí misma por haber usado esa fórmula.

– ¡Sin duda! ¡Sin duda! Pero, ¿se da usted cuenta de la trascendencia de la cuestión?

– Está el original… – balbuceó Dinny. ¡Oh!, ¿por qué no lo había traído? – Se ve claramente…-, quiero decir que está todo manchado y en desorden. Puede usted verlo cuando quiera. ¿Tengo que?…

Pero él tendió una mano para detenerla.

– No importa. ¿Quiere usted mucho a su hermano, señorita Cherrell?

Los labios de Dinny temblaron.

– Mucho. Todos le queremos.

– Está recién casado, ¿verdad?

– Sí, recién casado.

– ¿Resultó herido su hermano durante la guerra? – Sí. Una bala le atravesó la pierna izquierda. – ¿Ninguna herida en un brazo?

De nuevo la misma insinuación.

– ¡No!

La vibrante respuesta salió como un disparo de fusil. Durante medio minuto se quedaron mirándose uno al otro. Palabras de súplica, de resentimiento, palabras incoherentes subiéronle a Dinny a los labios, pero no las pronunció: se llevó una mano a la boca.

Él asintió.

– Gracias, señorita Cherrell, gracias.

Ladeó ligeramente la cabeza, se volvió y, como llevando la cabeza en una bandeja, salió. Cuando hubo traspuesto el umbral, Dinny se cubrió el rostro con las manos. ¿Qué había hecho? ¿Se lo había enemistado? Se pasó las manos por la cara y luego cerró los puños, abandonando los brazos a lo largo del costado, mirando fijamente la puerta por la que se había marchado y temblando de pies a cabeza. Pasó un minuto. La puerta se abrió de nuevo y Bobbie Ferrar entró. Ella vio sus dientes. Bobbie inclinó la cabeza en señal de asentimiento, cerró la puerta y dijo

– Todo marcha bien.

Dinny se volvió de pronto hacia la ventana. Ya había oscurecido, pero, incluso sin la oscuridad, no habría podido ver. ¡Todo marchaba bien! i Todo marchaba bien! Se restregó los ojos con los nudillos, dio media vuelta y tendió ambas manos, sin saber dónde las tendía.

No se las sintió estrechar, pero la voz de Bobbie pronunció

– Soy muy feliz.

– Creí haberlo echado todo a perder.

Entonces ella vio sus ojos, redondos como los de un cachorro.

– Ya había tomado su decisión, pues de otro modo no la hubiera querido ver a usted, señorita Cherrell. Al fin y al cabo, no es tan duro de corazón. Naturalmente, había hablado de la cuestión con el magistrado, durante el almuerzo… y eso ha servido de mucho.

«Entonces he sufrido esa agonía para nadan – pensó Dinny. – ¿Ha visto el prefacio, señor Ferrar?

– No, y ha sido mejor así. Pudiera haber surtido el efecto contrario. En realidad, todo se lo debemos al magistrado. Pero usted le ha causado buena impresión. Ha dicho que es usted transparente.

– ¡Oh!

Bobbie Ferrar cogió de encima de la mesa el pequeño libro encarnado, lo miró amorosamente y se lo metió en un bolsillo.

– ¿Podemos irnos?

En Whitehall, Dinny aspiró tan hondamente, que todo el, aire oscuro de noviembre pareció entrar en ella como una bebida larga y desesperadamente deseada.

– ¡Una oficina de correos! ~- dijo -. Supongo que no cambiará de idea, ¿verdad?

– Tengo su palabra. Su hermano, señorita Cherrell, será puesto en libertad esta misma noche.

– ¡Oh, señor Ferrar!

Las lágrimas subieron repentinamente a sus ojos. Se volvió para ocultarlas, y cuando se volvió de nuevo hacia él, ya no estaba allí.

CAPITULO XXXVII

Cuando hubo enviado sendos telegramas a su padre y a Jean y hubo telefoneado a Fleur, a Adrián y a Hilary, Dinny cogió un taxi para ir a Mount Street y, al llegar, abrió la puerta del despacho de su tío. Sir Lawrence, sentado al lado del fuego con un libro que no leía, levantó la mirada.

– ¿Qué noticias, Dinny? -¡Salvado!

– ¡Gracias a ti!

– Bobbie Ferrar dice que gracias al magistrado… Por poco lo estropeo todo.

– Toca el timbre.

Dinny lo oprimió.

– Blox, dígale a lady Mont que necesito hablar con ella.

– Buenas noticias, Blox; el señorito Hubert está libre.

– Gracias, señorita… Aposté seis contra cuatro.

– ¿Qué podemos hacer para celebrarlo, Dinny?

– Yo he de volver a Condaford, tío.

– No antes de haber comido. Te irás borracha. ¿Y Hubert? ¿Nadie irá a buscarle?

– Tío Adrián me ha dicho que es mejor que yo no vaya; que iría él. Hubert volverá a su casa, naturalmente, y aguardará a Jean.

Sir Lawrence le dirigió una extraña mirada.

– ¿Dónde emprenderá el vuelo?

– Desde Bruselas.

– ¡De modo que allí estaba el centro de operaciones! Estoy muy satisfecho de que haya concluido esta empresa por la liberación de Hubert. Hoy en día no se puede recurrir a ese tipo de iniciativas.

– Creo que lo habrían hecho – dijo Dinny. Ahora que ya no era necesaria, la idea de la fuga se le antojaba menos descabellada -. ¡Oh, tía, Em, qué bata tan hermosa!

– Estaba vistiéndome. Blox ha ganado cuatro libras. Dinny, dame un beso. Dale uno también a tu tío. Das unos besos muy agradables. Tienen cuerpo. Si bebo champaña, mañana estaré enferma.

– Pero, ¿lo necesitas, tía?

– Sí, Dinny, prométeme que besarás a aquel muchacho.

– ¿Te dan comisión por los besos, tía?

– No querrás decirme que no estaba a punto de hacer huir a Hubert de la cárcel, o algo semejante, ¿verdad? El rector me dijo que un día llegó de repente con unas largas barbas, cogió una regla de cálculo, dos libros sobre Portugal y volvió a marcharse. El rector se sentirá aliviado. Estaba adelgazando. De modo que yo creo que tendrías que besarle.

– Un beso, tía, hoy día ya no significa nada. He estado a punto de besar a Bobbie Ferrar, sólo que se ha dado cuenta a tiempo.

– Dinny no quiere que la molesten con todos esos besos - dijo sir Lawrence -. Tiene que posar para mi joven. Irá a Condaford mañana.

– Tu tío tiene una manía, Dinny: hace colección de damas. Pero ya no quedan, ¿sabes? El tipo ha desaparecido. Ahora todas somos hembras.

Dinny partió para Condaford en el último tren de la noche. Habían insistido para que bebiese vino durante la cena. Ahora estaba sentada, presa de una extraña exaltación soñolienta, sintiendo gratitud hacia cada cosa, hacia el movimiento y hacia la oscuridad iluminada que volaba ante las ventanillas. No lograba retener pequeñas sonrisas de alegría. ¡Hubert estaba libre! ¡Condaford salvada! ¡Sus padres otra vez tranquilos!

¡Jean feliz! ¡Alan desprendido de la amenaza de la deshonra! Sus compañeros de viaje, puesto que viajaba en tercera, la miraban con la sincera y furtiva extrañeza que tantas sonrisas despertaban en las mentes de personar- obligadas a pagar impuestos. ¿Estaba borracha, idiotizada o sencillamente enamorada? A lo mejor, las tres cosas. A su vez los miraba con benévola compasión; evidentemente, ellos no estaban ebrios de felicidad. La hora y media pareció breve y Dinny se apeó en la estación débilmente iluminada. Se hallaba menos soñolienta, pero afín tan exaltada como cuando había montado en el tren. En el telegrama había olvidado anunciar su regreso, de manera que tuvo que dejar allí su equipaje y encaminarse a pie.

Tomó la carretera: el camino era más largo, pero ella quería caminar a buen paso y respirar a pleno pulmón el aire natal, con toda su pureza. Como siempre durante la noche, las cosas habían perdido su aspecto familiar; le parecía pasar por delante de unas casas, unos setos y unos árboles que jamás conociera. La carretera se internaba en un bosque. Los faros de un automóvil proyectaban su luz cegadora y, en ese resplandor, vio que una mofeta atravesaba la carretera muy apresuradamente. Un extraño animalito que, como una serpiente, arqueaba su alargado dorso.

Dinny se detuvo un momento sobre el puente, encima del pequeño río tortuoso. Este puente contaba cientos de años, era casi tan viejo como las partes más antiguas de Condaford y aún estaba muy sólido. Ellos tenían la verja un poco más allá y, cuando en los años lluviosos el río subía, invadía el campo casi hasta el seto donde una vez había estado el foso. Traspuso la verja y anduvo sobre el borde herbáceo del paseo bordeado de redodendros. Llegó ante la casa larga, baja y sin luces. No la aguardaban y era casi medianoche.

Se le ocurrió la idea de dar una vuelta alrededor de la casa para verla, gris y fantástica, protegida por árboles y plantas trepadoras, bajo los rayos de la luna. Pasó delante de los tejos que proyectaban breves sombras en el jardín, llegó al pequeño prado que había al costado de la casa y se detuvo aspirando hondamente y volviendo la cabeza de un lado a otro para poder ver todas aquellas cosas entre las que había crecido. La luna iluminaba las ventanas y las hojas de las magnolias con un fantástico resplandor; y, en toda la vieja fachada de piedra, parecían ocultarse cosas misteriosas. ¡Maravilloso ¡

Solamente una ventana estaba iluminada: la del despacho de su padre. Parecía raro que ya se hubiesen acostado, con la alegría que debía embargar sus corazones. Silenciosamente avanzó por la terraza y escudriñó a través de los visillos no del todo corridos. El general hallábase sentado ante su escritorio, con unos documentos esparcidos delante suyo, las manos entre las rodillas y la cabeza inclinada. Distinguía la cavidad debajo de las sienes, los cabellos encima, la expresión de su rostro casi abatida. Su actitud era la de un hombre sumido en un paciente silencio que se preparaba a aceptar el desastre. En Mount Street ella habla leído algo sobre la Guerra de Secesión americana y pensó que, aparte las barbas que su padre no llevaba, ésa podía ser la actitud de algún viejo general del Sur la noche anterior a la rendición de Lee. Repentinamente pensó que, quizá por alguna malignidad de la suerte, no había recibido el telegrama.

Dio unos golpecitos en el cristal. Su padre levantó la cabeza. Su rostro, bañado por la claridad de la luna, estaba de un color gris ceniciento y era evidente que interpretaba su llegada como una confirmación de lo peor. Abrió la ventana. Dinny se apoyó en el alféizar y le posó las manos sobre los hombros.

– ¡Papá! ¿No has recibido mi telegrama? Todo ha salido bien. Hubert está en libertad.

Las manos del general se levantaron impetuosamente y le estrecharon las muñecas. Su rostro adquirió color, sus labios se distendieron y, de repente, pareció haber rejuvenecido diez años.

– Dinny, ¿es cierto?

Asintió. Sonreía, pero tenía los ojos empañados en lágrimas.

– ¡Dios santo! ¡Qué sorpresa! ¡Entra!! He de subir a decírselo a tu madre! – y antes de que ella hubiese entrado, él había abandonado la habitación.

En aquel cuarto que había resistido a sus tentativas de embellecimiento y a las de su madre, y que conservaba la severidad de un despacho, Dinny permaneció mirando a aquella derrota del arte con una sonrisa que habíasele tomado crónica. Su padre, con sus documentos, sus libros de guerra, sus fotografías antiguas, sus recuerdos de la India y de Sudáfrica y el retrato viejo estilo de su caballo favorito, la planta de la prosperidad, la piel de leopardo cuyas garras probara y los dos cuernos de ciervo, sería nuevamente feliz. ¡Qué bendición!

Presintiendo que a sus padres les gustaría quedarse a solas para alegrarse del suceso, subió despacio al cuarto de Clara. Este vivaz miembro de la familia estaba dormido, con un brazo cubierto por la manga del pijama fuera de la sábana y la mejilla 4poyada en el dorso de la mano. Dinny miró cariñosamente la cabeza de oscuros cabellos, y volvió a salir.

Era inútil echarle a perder el primer sueño. Se quedó de pie frente a la ventana de su dormitorio, mirando a través de los olmos desnudos los campos y el bosque lejano iluminados por la luna. Se hallaba en su casa, como un buque en el puerto después de la tempestad. ¡Esto era suficiente! Se tambaleó y se dio cuenta de que estaba casi dormida. La cama no estaba hecha. Sacó del armario una bata vieja y gruesa, se quitó los zapatos y el traje, se puso la bata y se acurrucó debajo del edredón. Dos minutos más tarde, siempre con aquella sonrisa en los labios, estaba dormida.

Un telegrama de Hubert, recibido al día siguiente durante el desayuno, les informó que él y Jean llegarían a la hora de cenar.

– ¡El joven Squire regresa ¡- murmuró Dinny -. Trae consigo a la novia. Gracias a Dios será tarde y podremos matar al cordero más gordo en privado. ¿Está listo el cordero gordo, papá?

– Tengo dos botellas de Chambertin 1865, de tu bisabuelo. Beberemos eso_ y coñac viejo.

– Mamá, Hubert prefiere las becadas y los bollos. ¿Y las ostras? Le encantan las ostras.

– Ya me cuidaré de todo, Dinny.

– Y las setas – añadió Clara.

– Me temo, mamá, que tendrás que recorrer todo el condado.

Lady Chenrell sonrió y su sonrisa la hizo parecer más joven.

– Es un hermoso día para ir a cazar – dijo el general -. ¿Qué te parece, Clara? El encuentro está fijado para las once, en Wyvell's Cross.

– ¿Desde luego?

Regresando de las caballerizas después de haber presenciado la partida de su padre y de Clara, Dinny se quedó fuera, jugueteando con los perros. El término de aquella larga espera y la sensación de no tener nada por qué preocuparse eran tan deliciosos que ella no se rebelaba contra el singular parecido del estado presente de la carrera de Hubert con el que tanta pena le causara dos meses antes. Era exactamente la misma posición, e incluso puede que peor, porque estaba casado. Sin embargo, se sentía alegre como un pájaro.

Esto demostraba que Einstein tenía razón y que todo era relativo.

Estaba cantando «El cazador furtivo de Lincolnshire», mientras se dirigía hacia el jardín, cuando el rumor de una moto en el paseo le hizo volver la cabeza. Un joven en traje de motorista agitó una mano, arrimó la moto a un matorral de rododendros y se dirigió hacia ella, quitándose el casco.

¡Alan, naturalmente! Tuvo en seguida la sensación que experimenta una jovencita que está a punto de ser pedida en matrimonio. Sentía que, aquella mañana, nada le impediría a Alan formular su pregunta, porque no había logrado llevar a cabo la acción peligrosa y heroica que habría podido hacer demasiado obvia la petición de una recompensa.

«Pero quizá – pensó – todavía lleva barbas…, lo cual podría frenarle.»

¡Ay!, la barbilla se destacaba sólo algo más pálida que el resto del rostro bronceado.

Fue a su encuentro con las manos tendidas y ella le ofreció las suyas. Así unidos permanecieron mirándose mutuamente.

– Bueno – dijo Dinny, finalmente -. Cuéntame tu historia. Nos has asustado hasta lo inversosímil, jovencito.

– Vamos a sentarnos allá arriba, Dinny.

– Perfectamente. Ten cuidado con Scaramouch. Está debajo de tu pie…, y es un pie muy grande.

– No tanto. Dinny, pareces…

– Parezco más ajada que otra cosa. Por lo demás, lo sé todo a propósito del profesor Hallorsen, del cajón especial para los huesos bolivianos y la proyectada substitución de Hubert en el barco.

– ¿Pero, cómo es posible?

– No somos imbéciles, Alan. ¿En qué consistía tu papel especial, con barbas y todo lo demás?… Aquí no podemos sentarnos sin poner algo entre nosotros y la piedra.

– ¿No podría ser yo ese algo?

– No, desde luego que no. Pon tu gabardina. ¡Bueno!

– Bueno – repuso él, mirándose las botas con desaprobación -. Si quieres realmente saberlo… No había nada seguro, por supuesto, dado que todo dependía del medio con que transportaran a Hubert. Debíamos variar los proyectos, según los casos. Si hubiese habido un puerto de escala, en España o Portugal, nos habríamos servido del truco del cajón. Hallorsen, Jean y yo hubiéramos estado en el puerto con un aparato y los huesos auténticos. Jean debía pilotar cuando hubiésemos encontrado a Hubert. Es aviadora por naturaleza. Se habrían dirigido a Turquía.

– Sí – dijo Dinny -, todo eso ya lo habíamos adivinado. – ¿De qué manera?

No importa. ¿Y los otros casos?

– De no haber habido un puerto de escala, la cosa se ponía más difícil. Habíamos pensado enviarles un falso telegrama a los que estaban encargados de custodiar a Hubert cuando el tren hubiese llegado a Southampton o a otro puerto, diciéndoles que llevasen a Hubert a la Central de Policía y que aguardasen ulteriores instrucciones. Durante el trayecto, Hallorsen habría chocado con una moto contra un costado del coche y lo mismo habría hecho yo por el otro. Hubert habría saltado sobre mi moto y yo le hubiera conducido donde estaba el aparato.

– Todo eso es muy bonito visto en el cine; pero, ¿puede ser real?

– Bueno, la verdad es que no habíamos pensado mucho en este proyecto; contábamos más con el otro.

– ¿Se os ha ido todo el dinero?

– No. Sólo unas doscientas libras, más o menos, y desde luego podemos volver a vender el aparato.

Dinny emitió un hondo suspiro y sus ojos se posaron en él.

– Bien – dijo -, si quieres saber lo que pienso, te diré que habéis salido bien librados.

Él sonrió

– Desde luego, sobre todo porque, si la cosa hubiese sucedido, no habría podido venir a molestarte. Dinny, hoy he de embarcarme. ¿No quieres…?

Dinny le interrumpió dulcemente

– La ausencia inflama el corazón, Alan. Cuando vuelvas en tu próximo permiso, me lo pensaré de veras.

– ¿Puedo darte un beso? Dinny le tendió la mejilla.

«Éste es el momento en que el hombre te besa imperativamente en la boca – pensó Dinny -. No lo ha hecho. Debe casi respetarme» – y se levantó.

– Vuelve, querido muchacho, y gracias por lo que, afortunadamente, no has tenido que hacer. Procuraré de veras volverme menos extraña.

Alan la miró con tristeza, como si estuviera arrepentido de su moderación. Luego contestó con una sonrisa a la sonrisa de Dinny. Poco después el estruendo de la moto se desvaneció en el silencio blando y melancólico de la mañana.

Aún con la sonrisa en los labios, Dinny entró en casa. ¡Era un buen muchacho! Pero le hacía falta tiempo para pensarlo. ¡Y había tantas cosas de las cuales podía arrepentirse más tarde!

Después del almuerzo, ligero y anticipado, lady Cherrell partió en busca del cordero gordo en el Ford guiado por el «groom». Dinny se disponía a salir al jardín, para coger flores otoñales, cuando le entregaron una tarjeta de visita

Neil Wintney

Ferdinand Studios

Orchard Street

Chelsea

– ¡Socorro! – Exclamó -. El joven de tío Lawrence. Anny, ¿dónde estás?

– En el vestíbulo, señorita.

– Hágale pasar a la salita. Yo iré dentro de un minuto.

Se quitó los guantes para jardín y, dejando la cestita, se miró la nariz en un espejito de mano. Luego entró en la salita por la puerta vidriera y vio al «joven» cómodamente sentado en una silla, con los enseres del oficio a su lado. Tenía abundantes cabellos blancos y un monóculo colgado de una cinta negra. Cuando se piso en pie, Dinny advirtió que debía tener por lo menos sesenta años. Dijo

– ¿La señorita Cherrell? Su tío, sir Lawrence Mont, me ha rogado le haga una miniatura.

– Sí – contestó Dinny -, sólo que creí…

No concluyó. Después de todo, o bien a sir Lawrence debía encantarle esta pequeña broma, o bien era su idea sobre la juventud.

El «joven» se había encajado el monóculo encima de una mejilla colorada y mofletuda y, a través de él, un ojo grande y azul la escrutó atentamente. Ladeó la cabeza y dijo

– Podemos bosquejar los contornos, y, si usted tiene alguna fotografía, no la ocasionaré muchas molestias. El traje que lleva – esa azul flor de lino – es espléndido para pintar. Un fondo de cielo no nos vendría mal. Mientras la luz es buena, ¿podemos?…

Y, siempre hablando, comenzó a preparar las cosas.

– La – idea de sir Lawrence es la dama inglesa – explicó -. Es decir, cultura profunda, pero no aparente. Vuélvase un poco de lado. Gracias. La nariz…

– Si – dijo Dinny -, no tiene remedio.

– ¡Oh, no, no; es graciosa! ¡Sir Lawrence, según parece, la desea para su colección de tipos. Yo ya le he hecho dos. ¿Quiere mirar al suelo? ¡'No! Míreme a los ojos! ¡Ah, los dientes! ¡Son admirables!

– Y todos míos, por ahora.

– Esa sonrisa es justamente lo que se necesita, señorita Cherrell. Nos da la sensación de misterio que nos hace falta. No demasiado misterio, sino el preciso.

– ¿Quiere que conserve una sonrisa con tres gramos de misterio exactamente?

– No, no, mi querida señorita. Lo cogeremos por sorpresa. Ahora pruebe a ponerse de tres cuartos. ¡Ah! La línea de la cabellera. El color es espléndido.

– No demasiado rojo, pero lo suficiente.

El «joven» callaba. Había comenzado con concentración singular a dibujar y a tomar breves anotaciones en el borde del papel.

Dinny, con las cejas fruncidas, no osaba moverse. É1 se detuvo y sonrió con una especie de dulzura melosa.

– Sí, sí – dijo -, he comprendido.

¿Qué habla comprendido? La nerviosidad propia de la víctima se apoderó repentinamente de ella y juntó las manos abiertas.

– Levante las manos, señorita Cherrell. No; demasiado «madona». Es menester pensar en el diablillo escondido en los cabellos. Los ojos hacia mí, de lleno.

– ¿Alegres? -preguntó Dinny.

No demasiado. Apenas. Sí, ojos ingleses, cándidos, pero reservados. Ahora la curva del cuello. ¡Ah! Una curva ligerísima. Sí. Casi de ciervo.

Empezó nuevamente a dibujar con un sentido de alejamiento, como si estuviera muy lejos de aquella habitación.

«Si tío Lawrence desea el retrato de alguien que se siente observado – pensó Dinny-, está servido.»

El «joven» se detuvo y dio un paso hacia atrás, con la cabeza muy ladeada, de modo que su atención parecía salir del monóculo.

– La expresión – murmuró.

– ,- Creo – dijo Dinny – que prefiere una expresión de persona despreocupada.

– ¡Pilluela! – sonrió el «joven» -. Más profunda. ¿Puedo tocar un momento ese piano?

Claro que si. No sé qué tal irá. Hace bastante que nadie lo toca.

– Servirá lo mismo.

Se sentó, abrió el piano, sopló sobre las teclas y comenzó a tocar. Tocaba bien, con fuerza, con dulzura. Dinny estaba de pie, apoyada en la curva del piano, escuchando arrobada. Evidentemente, era música de Bach, pero no sabía qué pieza. Un aire amoroso, sin pasión, hermoso, que se repetía continua y monótonamente y que, no obstante, resultaba conmovedor como sólo Bach sabe hacerlo.

– ¿Qué es?

– Una coral de Bach arreglada por un pianista – y el. «Joven» hizo un movimiento con la cabeza indicando las teclas.

– ¡Estupendo ¡ La cabeza en el cielo y los pies en un campo florido – murmuró Dinny.

El «joven» cerró el piano y se levantó.

– Es lo que quiero, es lo que quiero, señorita Cherrell.

– ¡ Oh! – exclamó Dinny – ¿Sólo eso?

John Galsworthy

***

[1] Puños de camisa

[2] Distinguiskd. Servio Order. Distinción mutar británica.

[3] Un barquito, una isla, una hoz de luna.

Con pocas, pero ¡cuán espléndidas estrellas!

[4] Una mofa, un escarnio, una patada o dos, con poco. pero cuán espléndido escarnio…

[5] Nada me importa de mi tía Em, ella dice que yo no puedo coser ni bordar. ¿Ella lo hace? ¡Bien! Yo puedo coser malditamente mejor que mi tía Em…

[6] Observó que aquí había un aviso enmarcado – colgado encima de la chimenea para indicar a los héroes mutilados dónde ir – a por piernas y brazos, con el índice de los precios – y con palabras de dignificado consejo – para enseñar a los oficiales cómo lograrlos gratis… – codo u hombro, cadera o rodilla, – dos brazos, dos piernas, aunque lo hubiesen perdido todo, – podía ser restaurado sin gasto ninguno.

Luego una joven guía miró adentro y dijo…