.
A Beth Anderson, Dawn Colwell, Robert Colé, y a todos los maestros en WHRHS por ayudarme a empezar; a mis familias en Nueva Inglaterra y New Berlín por ayudarme a lo largo del camino; y, sobre todo, a Debbie, por su comprensión, apoyo, y la lectura de galeradas más allá del deber.
JDL.
Capítulo 1
Los Hombres del Rey
El rey Azoun IV de Cormyr se paseaba arriba y abajo por delante de la ventana de la torre más alta del castillo. Después de dar dos o tres vueltas por la habitación circular, el monarca se detuvo y abrió los postigones de madera. Nervioso, cruzó y descruzó las manos detrás de la espalda mientras contemplaba a Suzail, la capital del rico y opulento reino. Lo que el monarca vio de la ciudad desde las alturas le produjo una gran preocupación.
Suzail se desperezaba alegremente en la brillante luz de principios de primavera. Como en la mayoría de las mañanas con buen tiempo, las multitudes se apretujaban en las callejuelas, de camino o de regreso del bullicioso mercado de la capital, ocupadas en lo que la gente hacía en casi todas las grandes ciudades occidentales de Faerun. Los sirvientes corrían desde las casas de sus amos a las tiendas, para después regresar cargados con los productos adquiridos. Los vigilantes, vestidos con los uniformes de su oficio, arreglaban las disputas y mantenían el orden. Los mercaderes adinerados discutían los precios del marfil, los paños o el trigo. Piratas y marineros recorrían las posadas y tabernas, en busca de una nueva aventura o sencillamente una buena pelea. En general, Suzail tenía esta mañana el mismo aspecto que había tenido en los veinticinco años de reinado de Azoun: pacífico y próspero. Azoun se acarició la barba canosa, y sin volverse preguntó:
—¿Por qué no los afecta, Vangy?
—¿Eh? —replicó una voz—. ¿Qué has dicho?
Azoun se volvió despacio para mirar a Vangerdahast, el hechicero real de Cormyr, decano del colegio de Hechiceros Guerreros. El hechicero barrigón estaba inclinado sobre el tablero de ajedrez, con la mirada en las hermosas piezas talladas en marfil. Iluminado por la luz intensa que entraba por la ventana, Vangerdahast tenía el aspecto de un veterano de unos cincuenta años. Azoun sabía que no era verdad. A pesar del color en las mejillas curtidas, la mirada penetrante y las manos firmes, el hechicero real tenía más de ochenta años. La magia lo había ayudado a retrasar los efectos de la vejez desde hacía mucho tiempo.
—¿Por qué la invasión de los tuiganos no preocupa a mis súbditos? —repitió el rey—. ¿Acaso piensan que la guerra no los afectará? Se comportan como si no pasara nada.
Vangerdahast se enderezó con un gruñido al tiempo que echaba una mirada rápida a su oponente en la partida de ajedrez —un hombre bajo y robusto de pelo gris y brillantes ojos azules—, y se volvió hacia Azoun. El hechicero, que no pasó por alto el tono intrigado en la voz del monarca, comprendió que Azoun estaba preocupado de verdad por el tema. Vangerdahast había escuchado ese tono muchas veces desde que el rey Rhigaerd II, el padre de Azoun, lo había contratado para instruir al joven príncipe en temas de heráldica y ética. No obstante, nunca aquel tono había predominado en la voz de Azoun como ocurría desde que la caballería tuigana había interrumpido el comercio entre Faerun y las tierras orientales de Kara-Tur, hacía poco más de un año atrás.
—En realidad —contestó Vangerdahast—, tú mismo has respondido a la pregunta, porque considerar la incursión tuigana como una «guerra» puede ser un tanto prematuro. —Al ver que el rey no hacía ningún comentario, el mago añadió—: Hasta el momento, los bárbaros no han hecho nada que afecte de verdad las vidas del ciudadano medio. Desde que invadieron Ashanath desde Rashemen durante el otoño pasado, no han avanzado hacia el oeste. ¿Debo recordarte que el tuigano más próximo se encuentra a más de mil seiscientos kilómetros de distancia por el este, al otro lado del Mar Interior? Que los bárbaros estén acampados allí no se puede considerar como una amenaza directa a Cormyr.
El oponente de Vangerdahast en la partida de ajedrez movió la reina y sonrió.
—¿Qué me dices de las ganancias perdidas? ¿Acaso los ataques a Thesk y a los países vecinos no han obstaculizado el comercio? —preguntó el hombre—. Sin duda a los gremios los preocupa el dinero.
—Los gremios, en especial los tramperos, son los primeros que se oponen a cualquier acción militar en contra de los tuiganos —comentó Azoun—. Consideran prudente esperar hasta que los bárbaros amenacen directamente a Cormyr antes de gastar el dinero en combatirlos.
—Por una vez los gremios tienen razón —reconoció Vangerdahast, irritado—. Los tuiganos no son un problema urgente. —El hechicero miró el tablero, advirtió la sonrisa del adversario, y maldijo por lo bajo—. Se supone que debes anunciar tu jugada, Dimswart. Veamos, ¿qué has…? Ah, la reina.
—Y creo que es jaque mate —afirmó Dimswart—. No has progresado mucho en el juego en todos estos años, Vangy. —El hombre de cabellos grises, también conocido como el sabio de Suzail, entrelazó los dedos detrás de la nuca y se reclinó contra la pared blanca.
—Tenemos cosas más importantes que hacer en el castillo que dedicarnos a los juegos durante todo el día —explicó Vangerdahast enfadado mientras se levantaba—. Ahora que estás retirado y todas tus hijas están casadas, supongo que no haces otra cosa que estudiar textos casi desconocidos y mirar partidas. Vaya, incluso hasta aquel supuesto «sabio» de Valle de las Sombras, Elminster, está más ocupado que tú.
Dimswart perdió la sonrisa y abrió la boca dispuesto a replicar al insulto del hechicero real. Era del conocimiento público que Vangerdahast sentía un profundo rencor contra el legendario sabio y hechicero, Elminster, aunque el origen de éste había sido olvidado hacía mucho. Por lo tanto, que Vangerdahast lo comparara con alguien al que despreciaba era toda una ofensa. No obstante, el sabio no pudo contestar porque Azoun carraspeó con fuerza, como una señal para acabar con cualquier discusión.
—Mi estimado hechicero real está en lo cierto —dijo el rey con una mano sobre el hombro de Vangerdahast. La sombra de una sonrisa apareció en el rostro del monarca, pero no se suavizó la mirada de sus oscuros ojos—. Tenemos que considerar asuntos importantes y el más urgente es la cruzada.
Vangerdahast frunció el entrecejo al escuchar la palabra «cruzada». Azoun advirtió la expresión de su amigo y se volvió otra vez hacia la ventana.
—Sé que no estáis de acuerdo con mi plan. Sin embargo, he considerado el tema con mucho cuidado, y creo que será mejor para Cormyr y el resto de Faerun si actúo según mis decisiones… a pesar de la oposición de los tramperos. Después de las conversaciones que mantuve con los líderes de los valles y de Sembia, con nuestros propios señores y con algunos más, creo que podré reclutar un gran número de aliados. Si aceptan dar su apoyo a esta aventura, yo la dirigiré. —El rey apoyó una mano en el marco de la ventana y agachó la cabeza—. Los tuiganos son como una plaga para todo el continente de Faerun —dijo, colérico—. Incluido Cormyr. Y, si esos bárbaros causan daño a mi pueblo, entonces debo enfrentarme a ellos. La cruzada es el único medio.
La expresión de Vangerdahast se volvió más ceñuda. Se acercó al monarca, rozando el suelo con su gruesa túnica marrón al caminar.
—Mira allá —indicó el hechicero, señalando a través de la ventana—. El tuigano más próximo está en Ashanath, a medio continente de aquí. No puedes pensar que nos invadirán muy pronto. ¿De verdad crees que los bárbaros han puesto un freno a nuestra economía?
El rey levantó la cabeza y miró otra vez la ciudad. En la dirección que señalaba Vangerdahast se encontraban los muelles de Suzail. En el puerto reinaba una gran actividad, algo habitual en esta época del año. Navíos con las banderas de países y ciudades libres de todo el Mar Interior salpicaban los muelles, y los bajeles cormytas que viajaban a esos lugares y a muchos otros ocupaban el resto. Centenares de marineros y estibadores trabajaban en la carga y descarga de los barcos. Paños y ganado, oro y marfil, obras de arte y muchas cosas preciosas llegaban a la ciudad continuamente.
Azoun paseó la mirada desde los muelles al pie de su torre. Cerca de los muelles, el rey vio docenas de posadas y tiendas, todas activas con el comercio generado por el puerto. Entre los techos de pizarra y madera de estos establecimientos, Azoun distinguió la calle ancha y polvorienta llamada «la Rambla». Esta calle, como los muelles, estaba a rebosar con los mercaderes de todos los puntos de Faerun y de otras partes de Cormyr. Mientras el monarca miraba, el paso de las carretas cargadas con mercaderías era incesante, esto sin contar la multitud de mercaderes y ciudadanos que circulaban por la Rambla ocupados en sus asuntos. El ruido de la gente en la calle se mezclaba con los agudos graznidos de las aves marinas que volaban sobre la bahía, formando un telón de fondo al que Azoun estaba habituado.
La mirada del rey cruzó la Rambla y se posó en un grupo de edificios unidos entre sí que constituían los ministerios reales, sede de la burocracia cormyta. Precisamente ayer el monarca había recibido un informe según el cual los recaudadores de impuestos esperaban un aumento en los ingresos de este año procedentes de las tarifas pagadas por los mercaderes.
—No, Vangy —respondió el rey con voz firme—. No puedo decir que la invasión haya arruinado nuestra economía. De hecho, los tuiganos casi no han tenido ningún efecto directo en nuestro comercio.
El hechicero barrigón asintió como si animara a un estudiante a explicar más a fondo la respuesta correcta, como si todavía fuera el tutor de Azoun. Viendo que el rey permanecía en silencio con la mirada puesta en la ciudad, Vangerdahast suspiró.
—Vamos, Vangy—intervino Dimswart—. Sabes tan bien como yo que el comercio con Ashanath, Thesk y Shou Lung es sólo una pequeña parte de la actividad naviera de Cormyr.
Vangerdahast se apartó de Azoun, y se dirigió hacia uno de los dos grandes tapices que colgaban de las frías paredes blancas de la habitación. El tapiz mostraba una escena de un torneo. Los caballeros vestían armaduras e iban armados con lanzas de ornamento. Uno de los duelistas, con su armadura de hilo plateado desteñido por los años, se inclinaba hacia adelante sobre la montura y empujaba su lanza contra el escudo roto del adversario. El otro, un guerrero bordado en oro, parecía caer del caballo, inmovilizado para siempre al borde de la derrota.
—No tenemos vínculos fuertes con el pueblo shou —comentó el mago distraído mientras se detenía entre los caballeros y su rey—. Al menos todavía no. Esta fue la razón por la que Azoun y yo asistimos a la conferencia de comercio e intercambio celebrada en Semphar el año pasado, la que supuestamente debía solucionar los problemas que los tuiganos planteaban al comercio.
—Podría haber sido una conferencia muy productiva —comentó el rey—, pues asistieron representantes de Shou Lung y de muchas naciones occidentales interesadas en comerciar con ellos. Pero todo resultó inútil; un general bárbaro… creo que se llamaba Chanar… tomó la ciudad como rehén, rodeándola con sus tropas. —Azoun rió amargado—. El general Chanar presentó un ultimátum del líder tuigano, su Khahan. Al parecer debíamos aceptar a aquel bárbaro, Yamun Khahan, como emperador de todo el mundo.
—El general era un bruto roñoso —señaló Vangerdahast con una risita, mientras recorría con un dedo la silueta del caballero dorado en el tapiz—. Casi se veían las moscas que volaban a su alrededor.
Azoun sonrió al escuchar el sarcasmo de su amigo y se acercó al hechicero.
—Estoy seguro de que el general Chanar llevaba varios días de cabalgata, Vangy. Es un guerrero, no… —El rey hizo una pausa para después señalar sus propias prendas: la túnica de seda, el jubón rojo y las botas de cuero de lagarto hechas a medida— un político.
—Ahora que mencionáis a los políticos, alteza, ¿pensáis que alguno de vuestros enemigos está agitando a los jefes de los gremios? —preguntó Dimswart. El sabio comenzó a disponer los trebejos en el tablero de ajedrez para una nueva partida.
—Quizá los zhentarim están detrás de los jefes —comentó el hechicero barrigón, que se palmeó los muslos—. Esto no significa que sus objeciones a la cruzada sean infundadas. Los tramperos sacarían muy pocos beneficios de la aventura. En realidad acabarían pagando por la cruzada con mayores impuestos sobre las pieles que traen a la ciudad. —Frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. No puedo dejar de pensar en el daño político que sufrirás si vas en busca de una guerra al otro lado del Mar Interior. —Aflojó los hombros como si su enfado se hubiera esfumado súbitamente—. He escuchado tus razones, y no niego que tienen un cierto mérito. Pero no comprendo a qué viene tanta prisa.
—¿Has olvidado mis obligaciones? —preguntó Azoun, orgulloso.
—Tu obligación es con Cormyr, no con Thesk o Rashemen. Te lo he dicho mil veces…
—¡Vangy —exclamó Dimswart, con una carcajada—, no entiendes nada!
—Hemos tenido antes la misma discusión —explicó el rey con una mirada sombría—. Cormyr es algo más que las tierras que aparecen entre las líneas de un mapa. Sólo somos un país, una potencia entre otra docena en Faerun. Si cae uno de mis vecinos, también caeremos nosotros. Mi deber con Cormyr exige que ayude a evitar las crisis que amenacen cualquier región del continente.
—Como ya te he dicho cada vez que has deseado ayudar a los valles, a Tantras o a Farallón del Cuervo, no tienes que buscarte problemas —replicó el hechicero. Se apartó del rey y, metiendo las manos en los bolsillos, sacó los componentes de un hechizo y recitó una fórmula mágica—. Mira —dijo, mientras un resplandeciente mapa de Faerun aparecía superpuesto al tapiz de torneo. Ríos, montañas, desiertos, glaciares, ciudades y países flotaban en el aire, y atrás asomaban como manchas las siluetas bordadas de los caballeros.
El reino de Cormyr estaba en el extremo noroeste del Mar Interior, también conocido como Mar de las Estrellas Fugaces. Al norte de Cormyr se encontraban las montañas, después las áridas Tierras de Piedra y la enorme extensión del gran desierto, Anauroch. El reino mercader de Sembia, del mismo tamaño que los dominios de Azoun, se hallaba directamente al este de Cormyr. Los Valles, al noreste, formaban una confederación dispersa de pequeñas comunidades agrícolas. A diferencia de Cormyr, con su monarquía hereditaria, y Sembia, con su oligarquía mercantil, Los Valles eran muy demócratas. Juntos, Cormyr, Sembia y Los Valles ocupaban gran parte de las tierras centrales de Faerun.
A la vista de sus diferentes concepciones políticas, no resultaba extraño que las tres naciones estuvieran enzarzadas en frecuentes disputas. La multitud de ciudades estados independientes —lugares como Tantras y Hillsfar— ubicadas cerca de las grandes naciones a menudo se veían involucradas en los conflictos de sus poderosos vecinos. De todos modos, Cormyr, Sembia y Los Valles eran tierras donde florecía la paz; sus disputas nunca eran tan graves como para crear fricciones permanentes.
Además, siempre estaban de acuerdo cuando se trataba de asuntos concernientes a Zhentil Keep. Aunque sólo era una ciudad fortificada al norte de Los Valles, Zhentil Keep era el foco de muchas de las maldades que ocurrían en las Tierras Centrales. Sólo por necesidad Azoun y los otros gobernantes legítimos trataban con los sacerdotes oscuros que controlaban Zhentil Keep.
Pero Vangerdahast no señaló Cormyr, Los Valles o Zhentil Keep en el mapa mágico. El dedo del hechicero apuntó al este de las Tierras Centrales, a través de Impiltur, hacia el extremo oriental del Mar Interior.
—Para que los bárbaros lleguen a nuestros bosques desde donde están ahora —dijo el hechicero, llamando la atención de los presentes a un punto a centenares de kilómetros más allá del final del Mar Interior—, tendrán que pasar por Thesk, Damara, Impiltur. —Vangerdahast contó con los dedos cada una de las naciones o ciudades estados que mencionaba mientras Azoun y Dimswart esperaban a que el hechicero real acabara su parrafada—. Y, según sea la ruta que tomen —concluyó Vangerdahast, que se volvió bruscamente para mirar al rey—, es probable que Yamun Khahan, «emperador del mundo», lleve a sus bárbaros a través de Zhentil Keep antes de llegar al sur por Los Valles. —El mapa desapareció, y el hechicero se encontró una vez más delante del tapiz.
—No está mal —comentó Dimswart después de unos instantes—. Me gustaría ver a los tuiganos asaltar las murallas negras de aquel lugar tan infame como malvado. No obstante, es posible que los zhentarim se unan a los tuiganos, o al menos los guíen a Los Valles y contra nosotros. No podemos descartar que quizás el Keep ya tenga un acuerdo con el Khahan, como hicieron los hechiceros rojos de Thay el otoño pasado.
Azoun consideró esta posibilidad por un momento, y la descartó estremecido. No podía hacer otra cosa que confiar en que los líderes de Zhentil Keep tuvieran la sensatez suficiente para no pensar que los tuiganos los dejarían en paz si no les presentaban resistencia. Los mensajes que había recibido en los últimos tiempos de lord Chess, gobernante nominal del Keep, indicaban que los zhentarim apoyarían cualquier plan sensato contra los invasores. Azoun sabía que Chess podía estar mintiendo para mantener despistados a Los Valles y a Cormyr, pero esperaba lo contrario. El solo rumor de que Zhentil Keep planeaba cooperar con los tuiganos, del mismo modo que había hecho Thay unos pocos meses antes, bastaría para reforzar la posición de los maestros de los gremios que se oponían a la cruzada.
—Nunca tendremos la ocasión de ver qué haría Zhentil Keep en dicha situación porque no podemos esperar a que los tuiganos lleguen a nuestra puerta —declaró el rey Azoun—. Si cuento con el apoyo del resto de los líderes de Faerun, detendré a Yamun Khahan mucho antes de que se acerque a nosotros.
—¿Y los gremios? —inquirió Dimswart.
—Podríamos encerrar a los líderes del gremio de tramperos en la torre hasta el final de la cruzada —propuso Vangerdahast en el acto.
—¿Y convertirlos en mártires? Ni hablar —dijo Azoun. Miró a través de la ventana—. Los gremios acatarán mis órdenes en este asunto. En realidad no pueden detenerme.
Dimswart y Vangerdahast comprendieron por el tono de Azoun que la discusión se había acabado en lo que concernía al monarca. En la habitación de la torre reinó el silencio. De pronto, una ráfaga que entró por la ventana abierta trajo el ruido de la calle a la torre y sacudió los tapices. El aire de la habitación, un tanto cargado con el olor a moho de los libros antiguos apilados cerca de la ventana y de la madera encerada del juego de ajedrez, se aligeró por un momento con la bocanada de aire marino.
Por un instante desapareció la tensión del cuarto hasta que alguien llamó a la única entrada de la torre, una pesada puerta con flejes de hierro.
—Ah, ése debe de ser Winefiddle —exclamó Dimswart, que se levantó para ir a abrir la puerta. El sabio quitó el cerrojo, apoyó un pie contra la puerta y dijo—: Decid la contraseña y entrad.
—No seas ridículo —llegó la respuesta ahogada, seguida por otro fuerte golpe en la puerta de roble. Después de una carcajada apenas reprimida, el hombre invisible añadió—. Traigo un mensaje para el rey, Dimswart, así que déjate de tonterías y permíteme entrar. Cualquiera diría que eres Vangerdahast. ¡Pedir una contraseña!
El mago enarcó una ceja mientras Dimswart abría la puerta. Winefiddle, un hombre orondo con el pelo castaño ralo y las mejillas rojas y abultadas, subió la escalera arrastrando los pies.
—Ni que pensaras que yo era… —protestó al entrar en la habitación, pero se interrumpió al verse delante del hechicero real, que, con los brazos cruzados, golpeaba el suelo con el pie.
—Tú y Dimswart habéis conseguido enfadar a Vangy esta mañana, cura Winefiddle —le comentó Azoun al clérigo que hacía frente al furioso mago. El sereno y alegre clérigo casi siempre ejercía un efecto sedante en el rey, y hoy no fue la excepción. El monarca se olvidó por un momento de los tuiganos y la cruzada. Sonrió—. Esto es como en los viejos tiempos.
—Sí —rezongó Vangerdahast—, esto se parece más a los tiempos en que «salías de aventuras» con estos vagos. Es asombroso que no os mataran a todos.
—El hecho de haber sobrevivido en algunas de aquellas aventuras se debe en parte a ti, Vangerdahast —señaló Winefiddle, con toda sinceridad. Pasó a la mano izquierda la bolsa que llevaba y se enjugó el sudor de la frente—. Si no hubieras sido tan constante en seguir a Azoun por todas partes, los hombres del rey estaríamos muertos hace años. —El clérigo tomó buena cuenta de la mirada de asombro que le dirigió el mago. Se arregló la túnica azul claro y fue a sentarse en una silla muy cómoda al otro lado de la habitación.
—Ya lo ves, Vangy, alguien te aprecia —dijo Dimswart, que ocupó otra vez su asiento delante del tablero de ajedrez—. Incluso yo admito que nos salvaste la vida un par de veces cuando nos dedicábamos a destrozar los campos como los Hombres del Rey.
El silencio reinó en la habitación mientras los cuatro recordaban las hazañas de los Hombres del Rey. Dimswart, por aquel entonces un mago poco conocido, y Winefiddle, novicio en el templo de Tymora, la diosa de la buena fortuna, habían formado el grupo, ansiosos por conseguir fama y fortuna en las partes más salvajes de Cormyr. Muy pronto se les unieron otros aventureros cormytas, incluido un espadachín muy hábil que se llamaba a sí mismo Balin. En realidad, este noble caballero era el joven príncipe Azoun.
El príncipe no tuvo problemas para mantener en secreto la verdadera identidad de Balin delante de medio mundo. Pocas personas conocían su aspecto, e incluso eran menos los que lo hubieran considerado capaz de recorrer los campos con una tropa de aventureros de secunda fila. No obstante, al cabo de dos o tres meses, el joven caballero reveló su identidad al grupo. Dimswart había descubierto el secreto del príncipe después de la primera aventura juntos, demostrando ser ya entonces un magnífico investigador. Winefiddle y los demás se quedaron de una pieza al enterarse. Pero esta información modificó muy poco las relaciones de los Hombres del Rey, mucho más interesados en rescatar doncellas de las garras de los ogros que en verse mezclados en la política de Cormyr.
Azoun disfrutaba el doble que sus compañeros. Cabalgar con Dimswart, Winefiddle y los otros tres miembros del grupo le daba al príncipe la oportunidad de escapar de las presiones de la vida en palacio. Vangerdahast le cubría las espaldas hasta donde podía, diciéndole al rey Rhigaerd que su hijo estaba en una expedición a algún santuario o biblioteca muy lejana. Muchas veces, el tutor real daba una excusa al rey y después partía en busca del muchacho. A menudo encontraba a los presuntos héroes metidos en apuros.
—¿Recordáis la vez que fuimos a parar a aquel campamento de goblins en las montañas cercanas a Cuerno Alto? —dijo Azoun, con una risita—. Nos tomaron por espías…
—Y entonces decidieron que Winefiddle era el sacerdote de algún terrible y malvado dios primitivo —añadió Dimswart, burlándose del cura barrigón—. Sólo porque una piedra cayó desde lo alto de un risco y mató a uno de ellos cuando intentaban cogerlo.
—Tuvisteis suerte de aquella confusión —replicó Winefiddle, sin ofenderse—. Las bestias no tuvieron que emplearse mucho para dominaros antes de que intentaran cogerme. Esas cosas horribles estaban dispuestas a matarnos a todos. —Se acarició la panza—. Todavía llevo la cicatriz donde uno de ellos me clavó la lanza. —El clérigo hizo una pausa y jugueteó con el disco de plata que llevaba colgado del cuello. Hablar del peligro e incluso de incomodidades lo ponía nervioso. Él no echaba en falta la vida de aventurero—. Y, si Vangerdahast no hubiese llegado cuando lo hizo —señaló—, quizá nos habrían matado a todos. Comenzaba a cansarme de actuar como un dios primitivo.
El hechicero real asintió lentamente a las palabras de Winefiddle, y ocupó su puesto en el tablero de ajedrez al otro lado del sabio canoso.
—¿Sabéis?, el cura tiene razón —afirmó—. Tuvisteis mucha suerte de que no os devorara alguno de aquellos monstruos a los que no dejabais de incordiar.
—Hicimos mucho más que incordiar criaturas —protestó Azoun, molesto por el comentario, que interpretó como una crítica—. Los Hombres del Rey hicieron unas cuantas cosas buenas en el poco tiempo que corrieron por esos mundos olvidados. —El rey hizo una pausa, como si retara a cualquiera de los presentes a disentir, aunque sabía que a ninguno de sus amigos se le ocurriría hacerlo—. ¿Os acordáis de la caravana que salvamos de los gigantes de las colinas en las montañas al oeste de aquí? ¿Y de los niños que rescatamos de los zombis que atacaron aquella granja en las afueras de Tyrluk?
—Fueron muy buenas aventuras, ¿no es así, Azoun? —dijo el hechicero con un tono que tenía muy poco de pregunta.
Azoun advirtió el cebo del hechicero y respondió a la verdadera pregunta de Vangerdahast.
—Lo fueron, Vangy… Pero no creo que la cruzada tenga nada de aventura, y desde luego no es por eso que la organizo.
—¿Estás seguro? —preguntó el hechicero en voz baja.
Esta vez Azoun no contestó, y reanudó su paseo. Vangerdahast permaneció sentado, repicando con los dedos sobre el tablero de ajedrez mientras Dimswart y Winefiddle intercambiaban una mirada de preocupación. Entonces el cura abrió los ojos bien grandes y se levantó de un salto.
—¡El mensaje! —gritó—. ¡Casi lo había olvidado!
Winefiddle comenzó a rebuscar en el interior de su bolsa con mucho ruido—. Me lo dio uno de los pajes cuando vio que venía a la torre. —Las botellas de vino tintinearon, los papeles y pergaminos crujieron y las monedas sueltas sonaron como guijarros al chocar contra todo lo demás en la bolsa de arpillera—. ¡Aquí está! —exclamó por fin.
El rollo de pergamino que Winefiddle sostenía en alto estaba un poco arrugado, pero Azoun alcanzó a ver que era un mensaje importante aun desde el otro lado de la habitación. Unas cintas rojas y negras, sujetas con un grueso sello de lacre, colgaban del rollo. Vangerdahast arrebató la carta de las manos del cura y se la entregó al rey.
El monarca miró el sello. Tenía grabado un ave fénix con un martillo entre las garras, lo que indicaba que el mensaje lo enviaba Torg mac Cei, un rey enano de las Montañas Tierra Rápida. Después de recitar con los ojos cerrados una plegaria a Torm, dios del deber, Azoun rompió el lacre y leyó la carta.
Azoun suspiró mientras su mirada corría por la página. Por un momento apareció en su rostro una sonrisa fugaz. El rey alcanzó el pergamino a Vangerdahast y se dirigió a la trampilla.
—Perdonadme, amigos míos —dijo—. Tengo que ponerme en contacto inmediatamente con algunas personas importantes. —Mientras comenzaba a bajar los peldaños, añadió—: Ya volveremos a vernos, Dimswart, Winefiddle. —Sonrió por un instante y miró al atónito hechicero real—. Tú y yo tenemos que hablar, Vangy. Necesito tu consejo sobre cómo conseguir una flota muy numerosa.
El hechicero, el sabio y el clérigo observaron estupefactos cómo el rey bajaba la escalera a toda prisa. En cuanto dejaron de escuchar las pisadas de Azoun, Vangerdahast desenrolló el pergamino.
—Es del rey Torg, de Tierra Rápida —informó a los demás, que se apresuraron a ponerse a su lado.
—Supongo que es una carta referente a la cruzada —dijo Dimswart—. Creo saber lo que dice.
—Pues yo no —protestó Winefiddle, mientras hacía girar entre sus dedos el símbolo sagrado—. Por favor, léela en voz alta, Vangerdahast.
—No —murmuró el hechicero, que le entregó la carta al clérigo—. Léela. Es muy breve.
Winefiddle echó una ojeada a las runas del lenguaje enano en la cabecera del pergamino, y, después de saltarse la larga lista de los títulos y la genealogía de Torg, llegó al texto que le interesaba. Vangerdahast no había mentido. Era breve y estaba escrito con una letra muy cuidada.
He consultado a nuestro consejo de guerra sobre los jinetes bárbaros, comenzaba la carta. Teníais toda la razón en vuestro análisis de la situación. Por lo tanto, prometo, como señor de Tierra Rápida, liderar a dos mil soldados enanos detrás de vuestro pabellón contra los tuiganos. También cuento en mi ciudad con un brillante general humano que participará en el conflicto. Esperaremos vuestra presencia para iniciar la cruzada.
Winefiddle hizo una pausa, y un temblor sacudió su corpachón cuando vio las líneas finales del mensaje:
Mis tropas y yo sacrificaremos con gusto nuestras vidas hasta el último soldado para detener la invasión. Sé que vos y vuestras tropas haréis lo mismo.
El clérigo ofreció el pergamino a Dimswart, que lo rechazó con un ademán mientras volvía a su asiento junto al tablero de ajedrez.
—Torg ofrece sus tropas en apoyo de la cruzada —manifestó el sabio—. Se adivinaba por la expresión de Azoun al leer el mensaje. —Dimswart cogió el rey blanco del tablero y lo miró atentamente—. A aquellos de nosotros que piensan que la cruzada es una buena idea sólo les queda esperar ahora a que los otros reyes y señores sigan el ejemplo de Torg.
—Azoun es un hombre muy persuasivo —señaló Vangerdahast, con un tono casi de pesar—. Los líderes de Faerun harán lo que él sugiera.
Dimswart y Winefiddle miraron al mismo tiempo al hechicero real, de pie junto a la ventana donde Azoun había estado antes, contemplando a Suzail.
—La pregunta ya no es: ¿Azoun dirigirá la cruzada contra los tuiganos? —añadió el hechicero que se dio la vuelta para mirar a los dos amigos del rey, que vieron la tristeza reflejada en sus ojos—. Suzail lo pagará muy caro. Azoun no sabe lo que una guerra de verdad representa para la gente. —El mago volvió a suspirar enfadado y miró otra vez a través de la ventana—. Y subestima la oposición de los tramperos. No —añadió después de una breve pausa—, la cruzada seguirá adelante. La pregunta que corresponde ahora es: ¿podrá Azoun pagar el precio por pelear esta guerra?
Capítulo 2
El consejo de Suzail
El rey Azoun tuvo muchos más problemas para reclutar apoyo para la cruzada, al menos inicialmente, de los que había predicho Vangerdahast aquel día en la torre. No fue que la persuasión del monarca no resultara tan eficaz como afirmaba el hechicero real. Azoun y su esposa, la reina Filfaeril, habían pasado gran parte del invierno en consultas con sus nobles y vecinos; la mayoría de los gobernantes consideraba que un ataque preventivo contra los tuiganos era vital para preservar sus países, sus culturas y, lo más importante, sus tesoros.
Sin embargo, en política el apoyo de palabra y el apoyo real muchas veces no son la misma cosa. A medida que se acercaba la hora de pasar a la acción, muy pocos se mostraron dispuestos a cumplir la promesa de poner tropas al mando de Azoun. El motivo para este cambio de postura era sencillo: tenían miedo a una revuelta popular.
Como sucedía en Cormyr, algunos gremios de las Tierras Centrales se oponían a cualquier cruzada. Los gremios representaban una parte importante del comercio e incluso de la vida diaria de Faerun. Cada oficio, ladrones, herreros, leñadores, tenía su gremio, y para convertirse en un miembro leal y acreditado de cualquier profesión había que afiliarse al gremio correspondiente. De esta manera, los gremios fijaban las normas de producción, y los precios se mantenían razonables. Los gremios también representaban a sus afiliados ante los gobiernos, proveían los fondos de pensiones, y hasta cuidaban de las viudas y huérfanos de los agremiados fallecidos.
No todos los gremios estaban en contra de la cruzada. Aquellos dedicados a la fabricación de armaduras, flechas, arcos y espadas esperaban ganar con la guerra. Incluso los transportistas y los armadores veían una ganancia inmediata con la expedición contra los tuiganos. En cambio, otros comerciantes y mercaderes tenían muy poco que ganar: los tramperos que trabajaban en la espesura de las Tierras Centrales; los curtidores que hacían el cuero con las pieles de los animales; incluso los carniceros, que sufrirían una merma en sus actividades porque el ejército mataría las reses, sabían que les tocaría pagar más impuestos.
Para contrarrestar el temor a la oposición de los gremios a la cruzada, Azoun mantuvo conferencias con aquellos señores que podía visitar personalmente, y trató a través de mensajeros y comunicaciones mágicas con aquellos que vivían mucho más lejos. Alentó a los líderes para que explicaran el tema de los tuiganos a sus pueblos, y les permitió que comentaran la propuesta de una cruzada fuera de las restricciones de la política gremial. Resultó una sorpresa ver que sólo una minoría estaba en contra de la aventura; la mayoría de la gente se manifestó a favor de un ataque preventivo contra los bárbaros.
Al apaciguar los temores de los nobles a una insurrección popular, el rey consiguió las tropas prometidas durante el invierno. Con la promesa del apoyo de los enanos, Azoun logró que otros señores abandonaran sus reticencias y decidieran enviar sus soldados. Su ascendiente le ganó más aliados. Por fin, después de lo que pareció una interminable serie de pequeñas conferencias, el rey convocó a todos los líderes que apoyaban su causa.
—Si convenzo a Los Valles y a Sembia para que me den tropas —manifestó el rey mientras se arreglaba la túnica de ceremonias—, detendré al Khahan antes de que salga de Thesk. —Hizo una pausa y añadió—: Ojalá la reina asistiera a la reunión de hoy. Pero otros asuntos de estado reclaman que al menos uno de nosotros esté presente en la corte.
—No olvides recordarles el apoyo prometido por el Señor de Hierro —comentó Vangerdahast con aire ausente, desde la mesa cubierta con pergaminos. El hechicero se frotó los ojos, y dejó a un lado la carta que leía—. Los señores de Aguas Profundas envían sus saludos.
—¿No envían un representante a la reunión? —preguntó Azoun, sorprendido. La estridencia de su voz quedó amortiguada por los tapices que cubrían las frías paredes de piedra del estudio.
—Están demasiado ocupados con la administración de la «Ciudad de los Esplendores». —Vangerdahast sacudió la cabeza—. No, eso no es justo. Dejan constancia. —Recogió el pergamino y leyó en voz alta un párrafo—: «Aunque admitimos la importancia de aplastar la incursión tuigana, consideramos como una medida prudente de nuestra parte no comprometer a ninguna de nuestras fuerzas en este momento».
—En realidad no los culpo —señaló el rey—. Perdieron una buena parte de los guardias de la ciudad durante la guerra de los dioses.
—Si Cormyr hubiese sido atacada por una tropa de criaturas procedentes del reino de los muertos —opinó el hechicero—, un grupo de invasores al otro lado del continente no sería un tema prioritario.
—Los dioses salvan a los hombres de algunos desastres sólo para lanzarlos en medio de otros. —El rey abrió un cofre de madera oscura y sacó la espada de ceremonias—.¿No es lo que dice el refrán?
El fuerte olor de la resina del pino escapó del cofre abierto. Azoun inhaló con fuerza la fragancia, que le recordaba los bosques. Cerró los ojos por un momento y dejó que la tensión fluyera de los músculos del cuello, después de los brazos y por último de la espalda. Cuando abrió los ojos, vio que Vangerdahast lo observaba curioso.
—¿Nervioso?
—Esta es una reunión muy importante, Vangy. Puedo salvar centenares, quizá miles de vidas si logro… perdón, si logramos persuadir a esa gente de nuestros planes.
—Azoun, la cruzada es una idea tuya no mía.
—Conozco tu opinión, Vangy —replicó el rey, con una cálida sonrisa—. No crees que valga la pena atacar al Khahan, pero tu ayuda ha sido preciosa en estos últimos diez días. Unos cuantos nobles de Los Valles están aquí sólo por ti. Agradezco tu ayuda.
—Te equivocas en una cosa, Azoun. Creo que la campaña para frenar a los tuiganos es necesaria. El Khahan es un salvaje sediento de sangre dispuesto a destruir todo lo que pueda en el menor tiempo posible. La aterradora anciana que representa a Rashemen en la reunión me convenció de ello.
Azoun lo miró con asombro.
—Si aceptas que la cruzada es necesaria, ¿por qué no estás de acuerdo con mis planes?
—Porque pienso que no eres la persona adecuada para dirigir los ejércitos. —El hechicero levantó una mano para acallar a Azoun antes de que éste abriera la boca—. No porque te considere incapaz de mandar a las tropas o de tomar las decisiones correctas… pero es que no acabo de ver claro si comprendes en qué te vas a meter.
Una expresión de extrañeza reemplazó a la sorpresa en el rostro del rey.
—Entonces ¿por qué me ayudas, Vangy? —preguntó el monarca.
—Por encima de todo, soy tu siervo. —El hechicero agachó la cabeza en señal de respeto.
—¿No eres mi amigo?
Vangerdahast demoró la respuesta mientras recogía los pergaminos y documentos dispersos por la mesa. Después miró al rey.
—Sí, también tu amigo. —El hechicero acomodó los papeles—. Pero en el asunto de la cruzada te seré más útil como siervo de la corona.
—¿Y por qué es así? —quiso saber Azoun. Se abrochó la vaina recamada a la cintura.
—Como tu más obediente súbdito, organizaré la cruzada. —El hechicero metió los pergaminos en una bolsa de cuero vieja. Tardó unos segundos que aprovechó para pensar en el resto de la respuesta—. Como amigo tuyo, intentaré evitar que cometas lo que considero un error muy grave.
—No entiendo cómo eres capaz de separar tus lealtades —protestó Azoun—. Sólo hago aquello que considero correcto. Y lo que es correcto siempre es correcto. La situación no tiene nada que ver.
El enfado nubló la expresión del hechicero. Dejó caer la bolsa sobre la mesa, para después acercarse al rey en un abrir y cerrar de ojos y quitarle la espada de ceremonia de la vaina.
—Azoun, has participado en combates pero nunca en una guerra. Lanzarte a la carga contra un ogro por tu cuenta y riesgo no es lo mismo que liderar a miles de hombres en un campo de batalla. —El hechicero blandió la espada y dio varios golpes al aire—. Y te has acostumbrado más a las espadas de ceremonia que a las auténticas.
El rey se sorprendió más por el tono de enfado del hechicero que por sus acciones. Recuperó el sable de las manos de su amigo y lo envainó.
—Sé mucho más del arte de la guerra que tú, Vangy. Me he enfrentado a enemigos formidables, criaturas que podían matarme de un solo golpe. Quizá…
—Eso fue hace más de veinte años —lo interrumpió Vangerdahast—. Mírate al espejo. Ya no eres un joven.
El espejo de cuerpo entero que estaba en un rincón de la habitación era una costosa rareza en Cormyr, pero el rey no estaba interesado en la pureza del cristal con fondo de plata ni en los intrincados dibujos del marco de madera. Lo que llamó la atención de Azoun fue el hombre de mediana edad reflejado en el espejo. Los ojos castaños conservaban la mirada alerta, pero el rey vio que él resto de su rostro y de su cuerpo mostraban las huellas de sus cincuenta y tres años.
Los signos más visibles del envejecimiento eran las canas que salpicaban el pelo y la barba castaña. Las primeras canas le habían aparecido hacía veinte años, por lo que no lo sorprendían. En cambio, hoy las arrugas alrededor de los ojos parecían más profundas, las bolsas un poco más oscuras y las mejillas más hundidas. Aunque se ejercitaba a diario con la espada y el escudo, tenía los hombros encorvados, quizá de las muchas horas de estar sentado en su estudio o en la habitación de la torre dedicado a la lectura de libros y decretos. Azoun apartó estos pensamientos y decidió que sólo era el efecto de las largas noches sin dormir.
—Quizás estoy un poco gastado —reconoció con un tono alegre—, y sé que no soy un joven… pero ahora tengo mucha más experiencia de la que tenía cuando cabalgaba con los Hombres del Rey. Además, estoy dispuesto a rodearme de consejeros fuertes e inteligentes.
—Los señores de Los Valles esperan abajo, y los demás no tardarán en llegar —replicó el hechicero, sin hacer caso de la lisonja de Azoun.
—Entonces tendrías que ocuparte de que la «aterradora anciana» de Rashemen esté preparada para hablar con ellos —dijo el rey. Miró otra vez hacia el espejo y se ajustó la banda púrpura sobre el pecho.
—Puedes bromear sobre la anciana porque no has estado con ella ni has escuchado sus relatos sobre la invasión tuigana en su tierra —señaló el mago, que recogió la bolsa y abrió la puerta—. Nos veremos en la sala —añadió mientras salía.
El rey contempló la puerta cerrada por unos instantes sin verla. Pensó en lo que Vangerdahast había dicho sobre su inexperiencia y frunció el entrecejo. El hechicero tenía razón: él había participado en combates, pero nunca en una guerra. Aparte de alguna que otra escaramuza fronteriza, Cormyr vivía en paz desde hacía décadas.
Azoun se volvió bruscamente para dirigirse a la librería de madera oscura que cubría una de las paredes del estudio. Caminó con paso enérgico, pero la alfombra amortiguó el ruido de los tacones. Al acercarse a las estanterías llenas de tomos antiguos que guardaba en el estudio, Azoun percibió el olor mustio de los libros viejos y muy leídos. Pasó el dedo índice por los lomos de los volúmenes encuadernados en cuero, a la búsqueda de un libro en particular: una historia de su familia escrita hacía cincuenta años.
Aunque la mayoría de los libros más viejos no llevaban el título en el lomo, no le costó mucho encontrar lo que quería. Era el volumen más grueso de la librería y estaba encuadernado en cuero rojo. El rey encontró el tomo entre su propio tratado sobre la historia de las hachas de guerra y una colección de notas sobre cetrería. Cogió el libro y regresó a la mesa.
Un tubo negro pequeño y delgado descansaba sobre el mueble de roble oscuro. Azoun se sentó, levantó el tubo y dejó al descubierto una barra de acero que proyectó una intensa luz blanca amarillenta sobre la mesa. La varilla luminosa, un vulgar trozo de metal hechizado, era un producto de la magia de Vangerdahast; el fulgor del acero reforzaba la poca luz natural que entraba en el estudio.
Azoun desabrochó con mucho cuidado la cinta metálica que sujetaba el libro y dejó que se abriera por su propio peso. Las páginas amarillentas aparecían cubiertas con una escritura apretujada y nítida, interrumpida sólo aquí y allá por un puñado de bellas ilustraciones en tinta iluminadas con polvo de oro o plata. El rey pasó las páginas hasta llegar al capítulo que detallaba el final del reinado de su abuelo. Azoun III había muerto cuando su hijo sólo tenía seis años. Salember, hermano del rey, había ejercido como regente la autoridad del estado hasta que el joven príncipe alcanzó la mayoría de edad.
El monarca se sabía esa parte de la historia familiar casi de memoria. Las marcas en las páginas daban testimonio de que este capítulo había sido consultado con mucha frecuencia.
La guerra civil, comenzaba el capítulo, fue algo inevitable desde el día en que Salember, «el príncipe rebelde», se convirtió en regente. Salember era un infame y vil traidor a la corona de Cormyr, y en el año siguiente de asumir el gobierno comenzó a preparar el complot contra el príncipe Rhigaerd. Los detalles de los crímenes del príncipe rebelde contra nuestra hermosa tierra no mancharán estas páginas. Basta con saber que la sangrienta revuelta que al final reclamó la vida de Salember fue responsabilidad exclusivamente suya.
El rey se humedeció los labios resecos y continuó con la lectura. El texto de la página siguiente ofrecía, debajo de una estilizada ilustración que mostraba a Rhigaerd II, padre de Azoun, dirigiendo las tropas contra su tío, la información que buscaba el monarca.
Cormyr ha sido maldecido —o bendecido— con pocas guerras. Sin embargo, la Guerra de la Regencia permanecerá como un recuerdo sangriento del dolor que producen las contiendas. Entre 1260 y 1261, el tiempo que duró el conflicto, la tierra fue asolada por la barbarie y la hambruna. Sólo en la batalla de Hilp, murieron tres mil hombres. En el otoño de aquel año, los cadáveres sembraban los campos en lugar de las cosechas, y la plaga arrasó la campiña.
Muy pocos estaban preparados para los sacrificios que exigía el conflicto, y, como bien señala el rey Rhigaerd, monarca de Cormyr en el tiempo en que se escribe esta historia…
—«La guerra es una empresa en la que nunca se entra a la ligera, aunque haya muchos motivos para pelear» —citó el rey mientras cerraba el libro. Oyó la voz de su padre detrás de aquellas palabras, oyó la fuerza y el compromiso con la tierra—. He encontrado uno de esos motivos, padre —dijo Azoun en voz baja. Cubrió la barra de luz—. Ahora debo convencer a los demás de que no entro en este conflicto a la ligera.
* * *
La multitud reunida aquel día en la gran sala del castillo incluía a los representantes de Sembia, Los Valles y diversas ciudades estados ubicadas en las costas del Mar Interior, y a muchos de los nobles más importantes de Cormyr. Con el consentimiento de Azoun, cada dignatario iba acompañado de un consejero o un guardaespaldas. Algunos representantes, siempre preocupados por las tentativas de asesinato, habían llevado a magos poderosos o guerreros bien entrenados. Otros no necesitaban más que un escriba.
Todos estaban allí para escuchar la última petición de ayuda de Azoun. Lo que no sabía la mayoría era que el rey le había pedido al delegado de Rashemen, un país muy lejano al este de Cormyr, un país ya invadido por los tuiganos, que hablara a la asamblea. Azoun confiaba en que la anciana sería capaz de convencer a los políticos todavía poco dispuestos a aportar un buen número de tropas o grandes sumas de dinero a la cruzada.
El rey se preguntaba si el discurso de la vieja daría resultado, cuando un paje llamó a la puerta del estudio.
—Los señores y las damas están reunidos, alteza —anunció el joven, con una profunda reverencia.
Azoun lo despachó con un gesto, los pensamientos puestos en los posibles resultados de la asamblea, y salió del estudio. Los pasillos que atravesó el rey en su camino tiricia la sala ofrecían un brusco contraste con el estudio. No había alfombras mullidas en los suelos de piedra, ni ricos tapices que cubrieran las paredes encaladas para impedir las corrientes. En los lugares donde los pasillos bordeaban los muros exteriores del palacio había ventanucos que permitían el paso de una luz muy pobre. Las fuentes de luz auténticas en los pasillos eran unos pequeños globos de metal preparados por los hechiceros para que emitieran luz constantemente. Así y todo, había muchos lugares en nombras.
Los pajes hacían reverencia, y los soldados se cuadraban al paso del rey, que respondía como un autómata a los saludos de algunos sirvientes y cortesanos, mientras que a otros sólo les contestaba con una inclinación de cabeza. En el momento en que llegó ante las puertas de la sala, custodiadas por una docena de soldados bien armados, ya había repasado tres veces el discurso.
Los comentarios que tenía preparados sobre el poderío de las tropas tuiganas y las habilidades tácticas del Khahan desaparecieron de la mente de Azoun cuando el monarca entró en la sala. Las carcajadas estentóreas que lo saludaron al abrir la puerta le hicieron olvidar todo lo ensayado, y se quedó confuso.
El heraldo se sorprendió al ver entrar al rey; dejó de reír y una leve sonrisa apareció en su juvenil rostro. Se apresuró a saludar al soberano con una reverencia.
—Su alteza, el rey Azoun de Cormyr —anunció en voz alta. De inmediato se apagaron las risas.
Los hombres y mujeres elegantemente vestidos que ocupaban tres mesas muy largas dejaron de mirar algo en el frente de la sala y se volvieron hacia la puerta. Los que estaban sentados se levantaron en el acto. Todos hicieron una reverencia en medio del silencio.
—Por favor, amigos míos —dijo el rey—, no es necesario tanta formalidad. Aquí somos todos aliados que buscan resolver un problema común. —Paseó la mirada sin prisa entre los congregados, buscando los ojos de todos—. Poneos cómodos y hablemos como amigos.
Los señores y las damas, los generales y los hechiceros, aceptaron de buen grado las palabras del rey, y el murmullo de las conversaciones sonó en la sala. Muchas de las treinta o cuarenta personas presentes volvieron a sentarse. En aquel momento el rey vio a un hombre apuesto de pelo oscuro sentado solo delante de las mesas. La impecable camisa rojo oscuro que llevaba el bardo real hacía juego con el rubor de su rostro. Azoun se acercó al joven con una sonrisa.
—Si no me equivoco, tú eras el causante de las carcajadas cuando entré en la sala —comentó el rey—. Dime, ¿qué historia les contabas, Thom?
—Intentaba levantarles el ánimo, majestad —contestó el joven con la cabeza inclinada y el arpa sujeta contra el pecho. Acarició con la punta de los dedos las ballenas talladas en el cuello del instrumento—. Vangerdahast me dijo que tocara para los presentes hasta vuestra llegada. Todos parecían un tanto sombríos… así que les relaté la historia de Sune y el pastor.
Azoun torció un poco el gesto. La historia de Sune Cabellos de Fuego, diosa de la belleza, era una de las mejores piezas de Thom Reaverson. Pero, aunque el relato no era vulgar, sí resultaba un poco atrevido para un público mixto.
—¿Crees que fue una elección prudente, Thom? —preguntó el rey, con la mirada puesta en los nobles reunidos. Pensó unas cuantas excusas corteses mientras observaba a los gobernantes de las ciudades y países más poderosos de Faerun.
—Fue a su petición, mi señor.
—¿Cómo?
Thom sonrió al tiempo que señalaba a una joven muy atractiva. La dama cormyta celebraba con grandes risas la broma de otro noble, dejando que la cabellera le acariciara los hombros desnudos.
—Ella me preguntó si conocía la historia —añadió Thom en voz baja—. Le respondí que sí, y ella me pidió que la contara. Intenté sugerir otro relato más apropiado, pero los demás señores y damas respaldaron la petición.
—Gracias, Thom —dijo el rey, más tranquilo—. Has hecho bien. La diversión habrá ayudado a aliviar la tensión. —Señaló la puerta—. Quiero que permanezcas en la sala, pero en algún lugar del fondo. Observa todo lo que puedas. Ya hablaremos más tarde.
El bardo asintió y se alejó discretamente. Algunos nobles lo aplaudieron al verlo pasar, aplausos a los que Thom respondió con una sonrisa y una reverencia. En el momento en que el joven se acercaba a la puerta, hicieron su entrada Vangerdahast y una mujer muy anciana.
—Es hora de comenzar —anunció Azoun, y todos los presentes se apresuraron a ocupar sus lugares en las largas mesas de madera pulida. Los bancos de costumbre habían sido reemplazados por sillas, y las tres mesas formaban una U. La parte abierta daba al frente de la sala, donde ahora Azoun ocupaba el lugar que antes había ocupado el bardo.
La sala que albergaba a los dignatarios era grande y tenía el techo muy alto, con pendones de brillantes colores colgados de las vigas. El rey había escogido la sala de reuniones, ubicada en el corazón del castillo, porque carecía de ventanas, tenía una sola puerta y los muros de piedra eran muy gruesos. Cualquiera que tuviese la intención de atacar a los líderes reunidos se encontraría con una misión difícil, por no decir imposible.
Pero la sala, aunque segura, era un recinto poco acogedor salvo por los pendones. Las paredes de piedra desnuda estaban encaladas como todas las demás del castillo. A intervalos regulares había globos de luz sujetos a las paredes y otro en cada mesa, pero las sombras se alargaban en los rincones y más de una cara parecía más tenebrosa de lo que era a la luz del día. El otro adorno, menos habitual pero mucho más práctico, consistía en un gran mapa de Faerun, bordado en colores, que cubría gran parte de la pared a espaldas del rey.
Azoun, enmarcado por el mapa, esperó a que todos estuvieran sentados. Después de un momento, inclinó un poco la cabeza, y todos entendieron la sutil petición de silencio. Vangerdahast y la anciana se acercaron al frente mientras el monarca decía:
—Que Torm, dios del deber, nos ayude a descubrir nuestras responsabilidades con Faerun, y que los dioses de todos los aquí presentes los ayuden en la búsqueda de la verdad.
El hechicero real llegó al frente de la sala. Un criado se apresuró a llevar una silla a la anciana, que la rechazó con un ademán. El rostro con la piel estirada y manchada por la edad permaneció impasible e inescrutable, como si no hubiese visto la sonrisa de saludo de Azoun. Al mirar a la vieja, el rey comprendió la inquietud que había provocado en Vangerdahast. Una nariz prominente y afilada sobresalía entre los ojos violáceos casi juntos, y, como el resto del enjuto rostro, estaba cubierta por una piel grisácea estirada como un parche. Azoun tuvo la impresión de que tenía ante los ojos a una especie de momia muy bien conservada.
—Adelante, Vangy —dijo el rey en voz baja mientras apartaba la mirada de la vieja.
Vangerdahast se acarició la barba, y sus ojos parecieron perderse debajo de las cejas abundantes. Inspiró con fuerza una vez, y después otra. El hechicero cerró los ojos al tiempo que comenzaba a entonar un encantamiento. Los magos presentes se inclinaron hacia sus señores, y les susurraron que el hechicero real recitaba un encantamiento para averiguar si los espiaban por medio de una bola de cristal. Si alguien intentaba emplear la magia para saber lo que se discutiría en la reunión, el encantamiento de Vangerdahast lo impediría.
La letanía de Vangerdahast sonó más fuerte, con un ritmo frenético. Trazó con las manos una serie de símbolos en el aire. Sin previo aviso apoyó las yemas de los dedos contra las sienes, abrió los ojos, y pronunció la última palabra del encantamiento. La luz cegadora de un relámpago azul y blanco alumbró la sala.
—¡Por la herida de Mystra! —gritó Vangerdahast. Se protegió los ojos y cayó de espaldas al suelo.
El ruido de las espadas desenvainadas y el susurro de las dagas que se deslizaban de las vainas ocultas en las botas se escuchó por toda la sala. Los guardaespaldas, encargados de la protección de sus señores, se pusieron en posición de combate. Un mago lanzó un hechizo, y una resplandeciente esfera de protección encerró al señor de uno de Los Valles. Los pocos guardias cormytas presentes corrieron a proteger al monarca, que no les prestó atención.
—¿Qué pasa, Vangy? —le preguntó a su antiguo tutor mientras lo ayudaba a levantarse.
El hechicero se frotó los ojos sin dejar de maldecir por lo bajo antes de contestar al rey.
—Alguien que no puede estar muy lejos tenía puesto un poderoso hechizo sobre esta sala. El relámpago lo provocó mi encantamiento para descubrir el espionaje mágico. El contacto está cortado.
Muchos de los dignatarios se mostraron conformes con la explicación, pero fueron pocos los guardaespaldas que envainaron las armas. Un hombre fornido y de edad mediana golpeó la mesa con la empuñadura de su tizona.
—Si pudiéramos rastrear el hechizo —gruñó—, encontraríamos que el espía es un agente zhentarim.
—¿Cómo lo sabéis, señor Mourngrym? —inquirió con voz temblorosa un mercader de Sembia.
Todas las miradas se volvieron al noble que había formulado la acusación: Mourngrym, señor del Valle de las Sombras. El señor frunció el entrecejo y guardó la espada en la vaina recamada de piedras preciosas; pero, cuando vio que era el centro de atención de la asamblea, se irguió en toda su estatura y arregló el sobreveste inmaculado. Con un aire casi despreocupado observó a los presentes mientras apretaba los labios hasta convertirlos en una línea dura entre la barba y el mostacho bien recortado. Los políticos asistentes que eran aliados del señor recordarían más tarde esta expresión al dirigirles la palabra, y la calificarían de benigna, incluso paternal. Aquellos que no tenían muy buena opinión del noble la tildarían de altiva.
—¿Quién sino Zhentil Keep querría espiar lo que se diga en esta reunión? —Mourngrym tocó el símbolo del Valle de las Sombras, una torre en espiral delante de una luna en cuarto creciente invertida, enganchado en la pechera del sobreveste—. La gente de Los Valles conocemos mejor que nadie la maldad del Keep.
—Los magos del Keep habrían utilizado un hechizo mucho más sutil que el que descubrí —objetó Vangerdahast, que avanzó un paso hacia el señor.
—Entonces, quizá sea obra del gremio de los tramperos —replicó el noble—. Según me han dicho, tenéis problemas con ellos por el tema de la cruzada.
—Las quejas de unos pocos tramperos no se pueden considerar un problema —señaló Azoun. Hizo una corta reverencia a los delegados del importante reino mercader de Sembia—. Desde luego sentimos un gran respeto por nuestros gremios de comerciantes.
El líder de la delegación sembiana, Elduth Yarmmaster, se puso de pie. Era un hombre de carnes fofas con un aire relajado, casi insolente, que hoy vestía una magnífica túnica carmesí.
—Nosotros también hemos escuchado rumores sobre la inquietud de los comerciantes en vuestra tierra, alteza, y nos preocupa. No obstante, ¿no es más lógico pensar que son los tuiganos quienes nos espían? —Movió una mano regordeta adornada con varias sortijas trazando un círculo en el aire—. Son ellos, más que cualquier otro, los principales interesados en conocer nuestros planes.
—Es obvio que sabéis muy poco de los tuiganos. —La voz sonó baja y cascada, pero fuerte. Todas las cabezas se volvieron para mirar otra vez al frente de la sala, donde se encontraba la vieja, que los observó fríamente, con los párpados entornados. Después de alisar los pliegues del sencillo manto blanco, añadió—: Los tuiganos no valoran la magia como nosotros y les importa muy poco lo que hagáis en Cormyr.
El comentario provocó un coro de murmullos y exclamaciones. Vangerdahast y Azoun se aproximaron a la anciana y levantaron las manos, en un intento de calmar a los presentes.
—No es necesario hacerlos callar, Azoun de Cormyr —dijo la anciana con voz seca, volviendo su afilado rostro hacia el monarca—. En cuanto comprendan la sabiduría de mis palabras mostrarán más respeto.
Los murmullos aumentaron de tono; Azoun deseó en silencio no haber sido bendecidos con la presencia de la mujer. Se había ganado el apoyo de Vangerdahast, pero la anciana estaba a punto de hacerle perder a la mayoría de los aliados.
—Por favor, damas y caballeros, Fonjara Galth es la representante de Rashemen. Escuchad lo que tiene que decir.
No bien Azoun identificó a la mujer, los presentes hicieron silencio. Aunque había muchos en Faerun que comerciaban con Rashemen, ubicado en las fronteras más al este de los Reinos «civilizados», sólo un puñado de occidentales se encontraban cómodos en presencia de la gente de aquel país. Las baladas mencionaban a Rashemen como la «tierra de los feroces», porque muchos de los habitantes eran unos guerreros salvajes e implacables, el huhrong era el gobernante nominal que regía los destinos del país desde el castillo de muros de acero, en la ciudad de Immilmar. Pero las riendas del gobierno de Rashemen estaban en manos de un poderoso y secreto grupo de brujas.
Aunque las brujas pocas veces salían del país sin adoptar unos disfraces perfectos, los señores y las damas que miraban atónitos a Fonjara se preguntaban si ella era uno de los verdaderos gobernantes de Rashemen.
La vieja permaneció inmóvil con los brazos cruzados sobre el pecho. Observó a la concurrencia por un momento, y se demoró en los magos que esperaban, boquiabiertos, escuchar sus palabras.
—No pretendo engañar a nadie. Estoy aquí en representación de huhrong Huzilthar, señor de Immilmar y comandante de nuestros ejércitos y de la hermandad que también gobierna mi país.
Una vez más se oyeron murmullos y exclamaciones ante la referencia encubierta de Fonjara a las brujas. Una sonrisa fugaz apareció en el rostro de la vieja al escuchar los cuchicheos de asombro de los nobles. Unos cuantos señores cormytas miraron a Azoun y Vangerdahast en busca de una confirmación. El rey y el consejero intentaron mostrarse inescrutables, aunque a Azoun le resultaba difícil contener el entusiasmo.
—Mi pueblo ha luchado durante muchos años con los terribles brujos rojos de Thay, nuestros infames vecinos del norte —graznó la vieja tras una breve pausa—. Hemos podido mantener a raya a esos viles hechiceros con muy poca ayuda del resto de Faerun. Ahora, nos enfrentamos a otra amenaza, los tuiganos, y la magia y los aceros ensangrentados de los más valientes guerreros no son suficientes para detener a la horda bárbara.
Por primera vez desde que había llegado al frente de la sala, la anciana movió el cuerpo. Desplegó los esqueléticos brazos y trazó un complejo símbolo delante de ella. La voz de Fonjara se mantuvo baja y amenazante, y la letanía semejó más una maldición que un canto. Ni siquiera Vangerdahast fue capaz de identificar el encantamiento que intentaba lanzar, el poder que quería invocar. No había pasado ni un minuto, cuando la bruja sacó una bolsita de la túnica y dispersó el contenido en el aire.
La imagen casi transparente de un hombre regordete y muy sucio, con gruesas polainas de cuero y una grasienta armadura de placas, apareció junto a Fonjara. Llevaba el pelo rojizo peinado en trenzas que caían debajo del sencillo casco plateado. La imagen fantasmal se volvió, sin ver, hacia los presentes. Azoun advirtió la cicatriz irregular y blanquecina que le cruzaba la nariz hasta la mandíbula. Una segunda cicatriz, más gris y por lo tanto más vieja, desfiguraba el labio superior en un leve gesto de desprecio.
—Éste es Yamun Khahan —comentó la vieja—, que se ha proclamado a sí mismo emperador de todos los pueblos, al menos una imagen de cómo es en la actualidad. Ahora acampa con cien mil guerreros en Ashanath, cerca del Lago de las Lágrimas, en la frontera oeste de Rashemen. —Tras una pausa, Fonjara Galth volvió a cruzar los brazos, movió sólo la cabeza hacia el rey Azoun y siseó—: Este es el hombre que, si tiene la oportunidad, arrasará gustoso todo Faerun. Intentará matar a cualquiera que se le interponga, incluido un rey.
La declaración no fue ninguna sorpresa para Azoun ni para los nobles asistentes, pero en los labios de la bruja sonó como algo mucho más terrible, como la promesa de algo que pasaría inevitablemente. El monarca de Cormyr se estremeció por un instante, pero se libró del temor casi en el acto. Se acercó a la imagen mágica de Yamun Khahan.
La bruja miró al rey y después a los nobles. Con voz lenta, metódica, describió una de las batallas libradas contra los bárbaros. Fonjara detalló la espantosa carnicería y los sufrimientos infligidos al ejército y a los civiles de Rashemen. Expresiones de asombro y espanto aparecieron en los rostros de la mayoría de los presentes. Sólo entonces la vieja sonrió antes de comentar:
—Y continuarán a través de todo Faerun haciendo lo mismo a menos que los detengan. Ashanath está a mil seiscientos kilómetros al este, pero los bárbaros no se quedarán allí por mucho tiempo. —La mirada firme de Fonjara se posó en Azoun—. Además de los cien mil tuiganos que acompañan al Khahan, hay, quizás, unos veinte mil o más en mi país. Hemos matado a unos cinco mil desde principios del invierno pasado, cuando invadieron nuestras fronteras.
Elduth Yarmmaster, líder de los sembianos, alisó los pliegues de las mangas de la túnica roja y se tironeó de una de las papadas al tiempo que se ponía de pie.
—Perdonadme, señora Fonjara, pero a mí me parece que veinte mil soldados bárbaros no pueden ser un problema para el legendario ejército de Rashemen.
—Si sólo tuviésemos que enfrentarnos a los tuiganos, no habría ningún problema —respondió la anciana—. Pero el zulkir Szass Tam, el jefe de los brujos rojos de Thay, hizo un pacto con Yamun Khahan: si los tuiganos pasaban por Rashemen en lugar de Thay, él y sus brujos separarían las aguas del Lago de las Lágrimas, para permitirles el acceso a las grandes llanuras en la otra orilla…
Miró a los presentes y añadió—: los países de Ashanath, Thesk, y también los vuestros a su tiempo.
—Los brujos rojos de Thay han utilizado este ataque como una maniobra de diversión —intervino Vangerdahast, después de carraspear con mucho ruido—. Sus ejércitos de gnolls, goblins e incluso zombis han ampliado las fronteras. Aglarond, Thesk, Ashanath, y, desde luego, Rashemen luchan en dos frentes al mismo tiempo: uno contra los tuiganos y el otro contra los agentes de Thay.
—¿Y nosotros contra quién lucharemos en esta cruzada? ¿Contra Thay o los bárbaros? —preguntó un rudo y barbado comandante de Tantras.
Fonjara abrió y cerró los dedos retorcidos en un gesto de impaciencia. Azoun dejó de mirar la figura mágica del Khahan y contestó a la pregunta.
—Lucharemos contra los tuiganos. Los ejércitos locales se bastan para repeler las incursiones procedentes de Thay. Al menos, por ahora, los brujos rojos sólo parecen tantear el terreno antes de lanzar cualquier invasión a gran escala.
—Si no he entendido mal —señaló Mourngrym, señor del Valle de las Sombras—, tendremos que luchar contra el Khahan y su horda sin ninguna ayuda de la gente que vamos a salvar.
—También os estaréis ayudando a vos mismo, señor Mourngrym —replicó el rey, ceñudo—. Los tuiganos son muy capaces de atravesar Faerun y acampar a nuestras puertas en poco más de un año.
—Eso no es más que una suposición, alteza —afirmó el noble, con un ademán que descartaba la posibilidad.
Vangerdahast, el rostro arrebolado por el enojo, fue a hablar, pero Fonjara alzó un dedo para que no abriera la boca. El hechicero se tragó la respuesta mientras la bruja cruzaba la sala. La imagen mágica de Yamun Khahan desapareció en cuanto Fonjara llegó junto a Mourngrym.
—Os gustaría que los tuiganos desaparecieran con la misma facilidad con que se ha esfumado la imagen del Khahan —dijo la vieja, inclinándose sobre el noble.
—Tenéis que comprender que nosotros tenemos nuestros propios problemas —contestó Mourngrym, que se movió incómodo en la silla. El escriba de gafas sentado junto a su señor asintió, pero permaneció tan callado como antes.
—¿Cuántos años tiene vuestro hijo, señor? —preguntó Fonjara, con la mirada puesta en el caballero.
—¿Qué tiene que ver mi hijo con todo esto? —exclamó Mourngrym, que se levantó como empujado por un resorte, con una expresión airada en el rostro.
—La torre en espiral que llamáis vuestro hogar no os salvará de Yamun Khahan si llega a Los Valles. —La bruja curvó los dedos como garras y rasgó el aire delante de Mourngrym—. Ni siquiera el gran Elminster en persona, que según tengo entendido vive ahora en el Valle de las Sombras, conseguirá evitar que un millar de flechas tuiganas acaben con vos, con vuestra esposa o con vuestro hijo.
—Elminster podría… —tartamudeó el noble.
—Elminster no podría hacer nada —lo interrumpió la anciana. Los ojos violetas parecieron tornarse grises—. La magia es un gran poder, pero los tuiganos superan en número a todos los magos que podáis reunir para combatirlos.
—Por cierto —intervino Vangerdahast, sin disimular el sarcasmo en su voz—, ¿dónde está Elminster?
El escriba de Mourngrym abandonó la silla. El hombre bajo y de aspecto inofensivo tenía un aire de despiste, que fue reforzado por la forma de carraspear antes de responder a la pregunta.
—Sus numerosas ocupaciones le impidieron venir, amo Vangerdahast.
Fonjara emitió un sonido que podía interpretarse como tina carcajada al escuchar la respuesta.
—¿Demasiado ocupado, Lhaeo? —preguntó Azoun.
El escriba de tez morena miró a los presentes, y se acomodó las gafas.
—Las palabras exactas fueron: «Dejemos que los reyes y los nobles vayan y… —Lhaeo hizo una pausa y tragó saliva—. ..jueguen a la guerra. Mi tiempo es mucho más valioso».
—No me extraña —declaró Fonjara mientras volvía a situarse junto al rey—. Vuestros hechiceros están mucho más interesados en estudiar los textos de las bibliotecas que en defender el suelo donde se levantan esos edificios.
La hermosa mujer de pelo oscuro que había solicitado que Thom relatara la historia de Sune se levantó mientras Mourngrym y Lhaeo se sentaban. Estaba harta de los chalaneos del noble y quería entrar en materia cuanto antes.
—Para aquellos que no me conocen, soy Myrmeen Lhal, señora de la ciudad cormyta de Arabel. La gente de mi ciudad está dispuesta a aportar trescientos soldados y treinta magos a la causa.
Los señores y generales cormytas soltaron una breve pero entusiasta ovación. El rey Azoun agradeció la oferta con una inclinación de cabeza.
—Muchas gracias, Myrmeen. ¿Qué dice el resto de mis nobles? —El monarca disimuló una sonrisa; siempre se podía contar con la hermosa señora de Arabel para ir al fondo de la cuestión.
Un hombre enjuto se puso de pie. Se retorcía las manos mientras el sudor le corría por el rostro pálido y humedecía el cuello blanco muy almidonado.
—Ildool, señor de Marsember, promete lo mismo que Myrmeen Lhal.
—¿Qué? —exclamó Vangerdahast—. Marsember es al menos dos, o quizá tres veces más grande que Arabel. —El hechicero real miró al mago sentado junto a Ildool—. ¿Estás seguro de que has contado bien?
El joven mago frunció el entrecejo en respuesta a la firme mirada de Vangerdahast; después revisó los papeles que tenía en la mano.
—Mi señor Ildool está equivocado —dijo al cabo de un momento—. Estos cálculos indican que el rey Azoun puede contar con ochocientos soldados, setenta hechiceros, y… —el mago hizo una pausa para mirar a Ildool, que se frotó las manos un poco más rápido mientras asentía—… todas las naves de las que podamos prescindir para transportaros al este.
—Muchas gracias. El valor de vuestros súbditos os hace honor —señaló Azoun, y sonriente se apresuró a acercarse al noble, que dejó de retorcerse las manos para saludar al rey con una reverencia.
—Es lo menos que podía hacer —repuso Ildool, volviendo a sentarse.
—No lo dudo —murmuró Vangerdahast por lo bajo.
Los demás señores cormytas siguieron el ejemplo de Myrmeen Lhal e Ildool de Marsember. Antes de que los representantes de Sembia, de Los Valles o de cualquiera de las ciudades libres ubicadas en las costas del Mar Interior revelaran sus intenciones, Azoun ya disponía de diez mil soldados y casi trescientos magos para la cruzada. Pero el rey ya contaba con esto. Azoun sabía que los nobles —incluso Ildool— eran leales y que reclutarían todas las tropas posibles. En realidad, los nobles tenían obligación de cederle una cantidad de soldados, que, según las leyes cormytas, debían prestar servicios militares en el reino. Lo importante era conocer la decisión de las ciudades libres, de Los Valles y de Sembia.
Sembia fue la primera en aclarar sus intenciones. Después de escuchar a los cormytas comprometer tropas y navíos en la misión del rey, el régulo Elduth Yarmmaster levantó el enorme corpachón para dirigirse a los presentes.
—No habrá tropas sembianas en la cruzada —anunció.
El caos estalló en la sala. Azoun, atónito, miró a los reunidos sin saber qué hacer: la decisión de Sembia lo había pillado por sorpresa. Sembia era un país grande, que ocupaba buena parte de las Tierras Centrales, y su colaboración era vital en el esfuerzo contra los tuiganos. Azoun necesitaba el apoyo de la nación de mercaderes.
Unos pocos nobles cormytas, entre ellos Myrmeen Lhal, manifestaron sus mal veladas amenazas contra los dignatarios sembianos. Los mercaderes, por su parte, optaron por mantenerse en silencio, sin hacer caso de las pullas, o por recoger los papeles como señal de que se disponían a marcharse. Mourngrym y los demás señores de Los Valles se mostraban complacidos de no ser los únicos poco dispuestos a luchar en las guerras de otras gentes.
—Sin embargo —añadió el régulo descargando un puñetazo sobre la mesa—, Sembia dará todas las naves que necesiten los cruzados, y dinero para contratar mercenarios y comprar vituallas.
La promesa calmó un poco los ánimos, pero era todo lo que el líder sembiano estaba dispuesto a ofrecer. Su país no contaba con un ejército importante, y, si había que reclutar a los sembianos, la personalidad de Azoun no sería suficiente para atraerlos a la lucha contra los bárbaros.
El monarca comprendía la política militar de Sembia. Aunque no le agradaba la idea de tener mercenarios en las filas, Azoun sabía que estaba obligado a aceptarlos si quería detener a Yamun Khahan.
—Vuestra oferta es muy generosa —respondió Azoun, en la voz más alta posible sin llegar a gritar—. Os estamos muy agradecidos.
Los nobles cormytas interpretaron la respuesta del rey como una orden para que hicieran silencio, y de inmediato recuperaron la compostura. La oferta del régulo, si bien no ayudaba mucho al cambio de postura de los representantes de Los Valles, era lo bastante generosa para que los portavoces de las ciudades libres de Tantras, Hillsfar y Farallón del Cuervo aceptaran enviar contingentes a la cruzada. Azoun se alegró, no sólo porque las tropas de Hillsfar y Tantras las formaban soldados bien entrenados, sino por los magos que aportarían a sus filas.
Por fin, después de escuchar al representante de Farallón del Cuervo, el noble Mourngrym ordenó al escriba que recogiera los documentos.
—No habéis hecho nada… aparte de permitir que una vieja me amenazara… para persuadirme de participar en la cruzada.
—Vos habéis escogido no encontrar ningún motivo para apoyarnos —lo acusó Vangerdahast con voz amarga, sin moverse de la silla de respaldo recto y señalando al noble con un dedo.
—Si ésa es vuestra opinión —replicó airado un general pelirrojo del Valle de la Batalla—, entonces más nos vale marcharnos ahora mismo.
Azoun dirigió una mirada de reproche a su amigo y consejero. Estaba claro que las intervenciones de Vangerdahast sólo servirían para irritar todavía más a los representantes de Los Valles.
—Por favor, amigos —dijo el rey—, ¿cómo puedo convenceros de la importancia de nuestra tarea?
—No se nos escapa la importancia de la cruzada —contestó Mourngrym—. Sin embargo, majestad, no parecéis entender que las tropas enviadas a Thesk serán soldados que no lucharán a nuestro lado si los zhentarim decidieran atacar.
—Y, si no fueron los tuiganos quienes intentaron espiar esta reunión —señaló uno de los presentes—, entonces han tenido que ser los zhentarim.
El comentario mereció la aprobación de Mourngrym. El noble miró por unos instantes a los reunidos como si quisiera impresionarlos.
—No veo en la sala a ningún representante de Zhentil Keep.
—Claro que no —contestó Azoun, sin perder la calma—. No invité a su embajador. Me reuniré con él en cuanto conozca vuestra última decisión.
—No podemos decidir nada hasta que sepamos cuáles son las intenciones del Keep —respondió el general del Valle de la Batalla, con una risotada. La luz del globo mágico sobre la mesa proyectaba unas sombras siniestras en el rostro del hombre, y el pelo rojo contribuía a darle un aspecto de demonio.
Algunos de los presentes se irritaron ante la impertinencia del militar. Mourngrym tenía fama de buen gobernante, preocupado por el bienestar de su pueblo, así que podían perdonar la dureza de sus palabras. Pero la insolencia de este hombre, un miembro de la milicia del Valle de la Batalla, resultaba intolerable. El noble también se dio cuenta y se apresuró a evitar la discusión.
—Muchas gracias por la intervención, general Elventree. —Se volvió hacia Azoun, con una expresión más relajada—. Si vuestra alteza puede comprometer la cooperación de los zhentarim, consideraremos la posibilidad de reclutar tropas para la cruzada. —Los nobles cormytas sonrieron ante la concesión, pero los gestos de los otros representantes de Los Valles eran de rechazo—. No obstante —añadió Mourngrym con la intención de calmar a los compañeros—, las tropas procedentes de Los Valles estarán al mando de nuestros jefes.
—Entonces no diré nada más —declaró el rey después de una breve pausa—. A menos que alguien quiera agregar alguna cosa, doy por concluida la reunión. —Azoun esperó un momento antes de recitar la plegaria al dios del deber.
Apenas acabada la oración, Mourngrym indicó al escriba que recogiera los documentos al tiempo que se dirigía al rey.
—Agradecemos haber sido incluidos en esta conferencia, alteza —le comentó a Azoun, con un tono cálido y sincero—, pero debemos partir cuanto antes. Os deseamos suerte con los zhentarim. Esperamos tener noticias de su majestad sobre la respuesta.
Dicho esto, Mourngrym recogió la capa con ribetes de piel y se dirigió hacia la salida, escoltado por el escriba. Los demás delegados de Los Valles —incluido el general Elventree de Valle de la Batalla— se apresuraron a seguir al noble. Los nobles cormytas y los demás representantes no tardaron mucho más en despedirse del rey. Fonjara Galth dejó la sala en compañía de Thom Reaverson. El bardo real, a insinuación del monarca, pretendía averiguar todo lo posible sobre Rashemen. Al cabo de media hora, Azoun se encontraba otra vez a solas con Vangerdahast,
El rey se sentó en el borde de la mesa para contemplar el tapiz colgado en la pared. Había permanecido delante de él durante toda la reunión, pero ahora tenía la oportunidad de observarlo desde la perspectiva de los convocados.
El tapiz, tejido con hebras de oro, plata y otros metales preciosos, mostraba el continente de Faerun, con Cormyr en el centro. En una guarda, el artista había colocado a los monarcas del último milenio. Azoun vio a sus antepasados, desde Pryntaler a su propio padre, Rhigaerd II, que lo miraban desde la pared.
—Mi padre no permitió que incluyera a Salember, «el príncipe rebelde» en el tapiz, a pesar de que gobernó el país durante casi once años —comentó Azoun, distraído.
—Si Salember hubiese sido el vencedor de la guerra civil, tu padre no estaría en el tapiz, y me atrevería a decir que tú tampoco estarías vivo —señaló Vangerdahast mientras se sentaba detrás del rey.
—No fue un mal gobernante, Vangy —replicó el monarca. Frunció el entrecejo recordando todo lo que sabía del reinado de Salember—. Algunos opinan que tenía derecho al trono.
—¿A qué viene sacarlo ahora a colación?
Azoun meditó durante unos segundos la respuesta antes de darse la vuelta para mirar al hechicero.
—Me pregunto cómo me retratarán mis descendientes, Vangy. Creo ser un buen rey, pero podría llegar a cometer un error tan grave qué borraría todo lo bueno. Salember me obliga a no olvidarlo.
—«Tú escribirás la historia —replicó el consejero citando una de las lecciones que le había impartido a Azoun cuando todavía era príncipe—, pero la historia puede deshacerte.»
—¿Qué dirá la historia de la asamblea de hoy? —preguntó Azoun más animado, después de celebrar con una carcajada la respuesta.
Vangerdahast soltó un suspiro y golpeó con los dedos su considerable barriga.
—Dirá que la controlaste lo mejor que sabías.
—Si es eso lo único que puedes decir, es que lo hicimos bastante mal.
El hechicero se frotó los ojos; comenzó a decir algo pero se interrumpió. En realidad, Vangerdahast no tenía muy claro qué pensaba de la asamblea. Optó por una respuesta poco comprometida.
—Al menos los nobles siguieron tu guía.
—Era lo que esperábamos —repuso Azoun, que advirtió de inmediato la duda en las respuestas del consejero. Miró a Vangerdahast buscando una pista de su verdadera opinión—. Pero ¿qué me dices de Sembia o, más exactamente, de Los Valles?
—Hemos conseguido todo lo que se podía de Yarmmaster y de Sembia. —Vangerdahast encogió los hombros—. Su ejército es tan pequeño que a duras penas consigue mantener la paz interior. Por lo tanto, no podíamos esperar otra cosa que un aporte financiero.
—Sigue sin gustarme la idea de contratar mercenarios, Vangy.
—No tienes elección. Al menos Sembia pagará unos cuantos.
—¿Y Los Valles?
—Ni siquiera una bruja de Rashemen es capaz de predecir lo que harán —afirmó Vangerdahast—. Todo depende de la reunión que mantendrás con el delegado zhentarim dentro de dos días. —El hechicero hizo una pausa, al tiempo que dejaba la silla—. Aunque consigas el apoyo de los zhentarim, tendrás problemas para integrar a las tropas de Los Valles en el ejército.
—Ah, la exigencia ridícula de Mourngrym de conservar el mando de sus tropas.
—¿Ridícula? —exclamó Vangerdahast, los ojos muy abiertos por el asombro.
Azoun asintió, sin saber por qué a su amigo lo sorprendía el comentario.
—No quiero que nadie haga de filtro en mi mando sobre las tropas, Vangy. Si queremos triunfar tiene que haber un único comandante al mando del ejército.
—Te muestras inflexible.
—No soy inflexible, Vangy. Tengo razón. La historia militar demuestra que… —El monarca se interrumpió al ver que Vangerdahast levantaba los brazos y dirigía la mirada al techo.
—Primero reniegas de los historiadores y ahora basas la organización de tu ejército en sus enseñanzas.
—Busco los mejores consejos donde puedo —protestó Azoun cruzándose de brazos.
—No, Azoun —lo contradijo el hechicero. Sacudió la cabeza—. Tenía razón Alusair cuando…
El color desapareció del rostro del rey al escuchar el nombre de la hija menor. Vangerdahast vio la expresión dolida en el rostro del amigo y se arrepintió del desliz. Sin embargo, la opinión de la princesa sobre la testarudez del padre era muy válida.
La inflexibilidad de Azoun había causado el conflicto con Alusair, pero nadie creía de verdad que el monarca tuviera toda la culpa por la fuga de la princesa cuatro años atrás, porque ella era tan tozuda y decidida como el padre. Azoun, convencido de que ella tenía un deber con el estado, se había negado de plano a que la joven se marchara a recorrer mundo antes de asumir las responsabilidades del rango, y ella había optado por escapar. Azoun había ofrecido una generosa recompensa para conseguir su regreso, pero hasta ahora Alusair había permanecido oculta incluso de la poderosa magia de Vangerdahast. Todos estos hechos, y algunos más íntimos, desfilaron por la mente del monarca.
—Lo lamento, Azoun —se disculpó el hechicero con la cabeza gacha.
El rey cerró los ojos por un momento en un esfuerzo por olvidar los recuerdos tan dolorosos.
—Como decía —dijo con voz monótona—, es importante que sólo una persona sea reconocida como el único líder de la cruzada. Para tener éxito en esta empresa, necesitamos que los soldados olviden las lealtades nacionales. Tenemos que luchar como una unidad, y esto significa que la demanda de Mourngrym de tener el mando de sus tropas es inadmisible.
—¿Has considerado la posibilidad de que la responsabilidad del mando recaiga en otra persona? —preguntó Vangerdahast en voz baja.
—Cormyr es quien aporta el grueso de las tropas —replicó Azoun, tajante—. ¿Estás dispuesto a entregarlas a otro líder?
—Eso depende de quién se ofrezca —señaló el hechicero, sin demasiada convicción. Mortificado por el desafortunado comentario, Vangerdahast volvió a su silla.
—¿Quién, Vangy? ¿Quizá Mourngrym? ¿Qué me dices de los mercenarios sembianos? ¿Tendrán mis conocimientos de estrategia? ¿Sugieres a ese exaltado general del Valle de la Batalla, Elventree? —El monarca descargó un puñetazo contra la mesa, furioso—. Soy el único capaz de dirigir la cruzada. Soy el mejor preparado, soy… —Azoun se pasó la mano por la barba y se ajustó la espada al cinto. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono que no admitía discusión—. Sé que lucho por lo que es correcto. Lucho por Cormyr y por Faerun, no por mí mismo.
El hechicero real sintió una profunda tristeza al comprender que Azoun tenía razón. No había otro líder en Faerun con mayores méritos para encabezar la cruzada, nadie capaz de reunir tantas tropas y liderarlas contra los tuiganos con tanto celo. Vangerdahast abandonó la silla y se dirigió hacia la puerta. Azoun se apresuró a seguirlo y puso una mano sobre el hombro del anciano.
—Quiero que comprendas que tengo razón —le pidió el monarca con voz suave.
—Conoces este asunto mejor que yo. Como tu humilde súbdito te daré mi apoyo en todo lo que pueda.
—¿Y como amigo? —inquirió Azoun.
—Como amigo —respondió Vangerdahast con la mirada puesta en los ojos castaños del rey—, lamento que seas tú el mejor para dirigir el ejército contra los bárbaros.
—Entonces está todo dicho —afirmó Azoun. Apartó la mano del hombro de Vangerdahast. El hechicero abandonó la sala, y el rey se quedó solo estudiando una vez más los rostros tejidos en el tapiz.
Capítulo 3
Jan el flechero
—¡Vuelo certero! ¡Puntas como navajas! —El grito del flechero resonó por todo el mercado. Los demás vendedores ambulantes anunciaban «Bonitas manzanas rojas» o «Reparo botas y arneses», pero la sonora y potente voz del flechero dominaba sobre las demás.
«¡Vuelo certero! ¡Puntas como navajas! ¡Comprad vuestras flechas a Jan el flechero! ¡Sólo las mejores son de Jan el flechero! —El hombre hizo una pausa para disfrutar del espectáculo que ofrecía el mercado de Suzail.
La mañana era preciosa. El invierno abandonaba por fin el país, y el sol brillaba en el cielo sin una nube. Las noches todavía eran frescas, pero los días eran cada vez más largos y cálidos. El buen tiempo atraía a los compradores al mercado, así que los mercaderes y compradores se apiñaban en el espacio reservado a los artesanos como Jan. Unas cuantas tiendas y puestos permanentes salpicaban la plaza polvorienta, pero el lugar lo ocupaban vendedores ambulantes y campesinos. Los clientes iban de una parada a otra. Los cocineros fruncían el entrecejo al ver las frutas y las verduras importadas que no estaban en su punto, y los mercaderes hacían todo lo posible por entusiasmar a los posibles clientes con sus productos. En las parrillas asaban cerdo, ternera y otras carnes más exóticas, y el tentador olor de las carnes se mezclaba con el humo negro y espeso que flotaba en el aire. Los rebuznos y relinchos de las bestias de carga, los graznidos de las gaviotas, y las voces de la multitud se mezclaban para crear un zumbido que se mantenía sobre la plaza hasta la puesta de sol.
—Buenos días, mi señora —saludó Jan a una florista que pasaba. Se quitó el sombrero de fieltro negro con una mano enguantada y sonrió a la bella joven. Jan la había visto antes por el mercado, y, por la faja granate que le envolvía la cintura, sabía que era una doncella a la busca de marido.
La muchacha pasó junto al flechero sin siquiera una mirada. Jan encogió los hombros, sujetó las varas del carretón y reanudó la marcha hacia los muelles.
—¡Vuelo certero! ¡Lo mejor lo tiene Jan!
El flechero no había recorrido más de veinte metros, anunciando sus productos, cuando un hombre robusto le pidió que se detuviera con un ademán. El rostro atezado por el sol quedaba casi oculto por la capa de piel que llevaba sobre la túnica marrón. Jan lo tomó por un mercenario itinerante por la suciedad y los rotos en la vestimenta.
—¿En qué os puedo servir, mi buen señor? —preguntó Jan mientras enrollaba la lona que tapaba el carretón para dejar a la vista una docena de modelos de flechas y saetas.
El hombre observó los proyectiles y después miró al flechero.
—Os oí gritar «Jan el flechero». ¿Hay alguien más en el mercado que lleve ese nombre?
—No que yo sepa —respondió Jan. Se rascó la barba—. Pero supongo que hay más flecheros en Suzail que se llaman Jan.
—No, buen hombre —dijo el desconocido—. Si vos sois Jan, entonces sois el único flechero que me interesa. —Cogió una flecha de punta plateada para arco largo y la hizo girar entre los dedos. La cabeza afilada reflejó la luz del sol.
—Tenéis buen ojo —comentó Jan, sin apartar la mirada del cliente—. Ése modelo de flecha es una de mis especialidades.
—¿También hacéis las cabezas?
—Sí. Aprendí el oficio de herrero además del de flechero.
—¿Pertenecéis al gremio de flecheros y al de herreros? —preguntó el hombre con una mirada de desconfianza.
—Desde luego. —Jan le mostró el brazo izquierdo y dio una palmada sobre las dos insignias sujetas a la mano. Los pequeños círculos de cuero mostraban los sellos de los gremios de flecheros y herreros—. Además, las cuotas están al día.
—Un agremiado. —Una sonrisa extraña apareció en el rostro del hombre—. Bien, entonces me llevaré doscientas de vuestras flechas de cabeza plateada.
Jan lo miró sorprendido. Recibía pedidos por cantidades grandes de flechas, pero sólo de los capitanes de navios, la guardia real, o los vigilantes de la ciudad.
—Mil perdones, señor, pero no tengo tantas disponibles. —Jan enrolló la lona y abrió la tapa de la carretilla. Sacó cuatro paquetes de diez flechas cada uno.
—No las necesito ahora mismo —repuso el cliente—. Vendré a recogerlas de aquí a… —Jan levantó un dedo— diez días.
Discutieron dónde y cómo Jan entregaría las flechas. Los términos eran sencillos, y el hombre vestido con pieles entregó al flechero treinta monedas de plata como paga y señal. Jan estaba complacido con la venta, porque indicaba que su reputación de buen artesano se conocía cada vez más. De todos modos, sintió curiosidad por saber para qué necesitaba el hombre tantas flechas.
—¿Son para equipar a una compañía de mercenarios? —quiso saber Jan mientras se embolsaba las monedas—. El rey contratará a mercenarios bien equipados para la cruzada contra los invasores bárbaros en Thesk.
—¿Le venderíais flechas a alguien que apoya el insensato plan de Azoun? —replicó el hombre, visiblemente pálido y torciendo la boca en un gesto casi feroz—. ¡Estoy tentado de cancelar mi pedido, aunque seáis un agremiado! —Sin apartar la mirada de Jan, metió la mano en la bolsa y sacó una pequeña insignia de cuero parecida a las que llevaba el flechero. Esta tenía estampada una trampa para osos abierta.
Jan miró la insignia. El cliente no era un mercenario, sino un trampero. Los rumores sobre la oposición de los tramperos a los planes del rey corrían por toda Suzail, pero los tramperos todavía no habían hecho ninguna declaración pública contra la cruzada. De pronto, Jan cayó en la cuenta de que el hombre quizá necesitaba las flechas para respaldar la declaración.
—Soy un agremiado, pero también soy un súbdito leal al rey —respondió Jan, con voz áspera. Sacó las monedas de plata del bolsillo y las arrojó al suelo—. No pienso vender mis flechas a unos descontentos para que las utilicen en una revuelta.
—Más vale ser descontento que no un estúpido —contestó el trampero, que se agachó para recoger las monedas—. Recordadlo cuando los recaudadores de impuestos os quiten él negocio. —Sin más comentarios, el hombre desapareció entre la muchedumbre.
Jan sacudió la cabeza consternado, y guardó las flechas. Había escuchado muchas cosas sobre la cruzada de Azoun —y sobre la oposición de los tramperos— en los últimos días. Era del conocimiento público que el rey mantenía reuniones con los nobles y los representantes de Sembia y de Los Valles para conseguir su colaboración. El flechero se preguntó si debía informar a la guardia de la ciudad del episodio con el trampero. Decidió que lo haría al atardecer.
No creía que los tramperos representaran un peligro real contra el monarca. El ejército de Azoun, conocido como los Dragones Púrpuras, podía sofocar cualquier revuelta menor. Para él tenía más importancia el discurso que pronunciaría Azoun esta misma tarde, un discurso en el cual, según todos los rumores, anunciaría la cruzada. Después de la declaración oficial de la guerra, el gobierno equiparía inmediatamente a las tropas que se dirigirían hacia el este. Si los tramperos todavía no habían hecho nada para reunir a los grupos dispersos que se oponían a la cruzada, dentro de unas horas la protesta sería inútil.
Jan se protegió los ojos y miró al cielo. Por la posición del sol calculó que tenía tiempo para hacer una entrega antes del discurso del rey. Empuñó las varas del carretón y echó a andar hacia La rata negra, una taberna cerca de los muelles, al este del mercado. Mientras caminaba por las concurridas calles, el flechero no pensó en las batallas que se librarían en tierras lejanas, sino en el aprendiz que lo esperaba en la tienda. Tenía que ir a verlo antes de hacer la entrega en la taberna.
El flechero dejó el carretón en casa, a unas pocas manzanas de La rata negra. Jan vivía encima de la forja y el taller. Algunas veces vendía la mercancía en la tienda, pero quedaba muy lejos del mercado. En cambio, si recorría las calles durante parte del día, exhibiendo las flechas, conseguía muchas ventas.
El aprendiz era un muchacho con el pelo castaño y dedos largos y ágiles. En el momento en que el flechero entró en la tienda, bien iluminada por el sol, el joven cortaba plumas para las flechas.
—Tómate un descanso pasado el mediodía y vete a escuchar al rey —le dijo al muchacho, mientras controlaba su trabajo por encima del hombro.
—Muchas gracias, amo Jan —repuso el aprendiz.
—Es tu obligación con el rey escuchar sus proclamas, Loreth, y no un regalo que te pueda dar —respondió el flechero, risueño. Tiró al suelo unas cuantas plumas mal cortadas y palmeó al muchacho en la espalda—. Pon un poco más de cuidado. Busca a Mikael y Rolf en el gremio y diles que tengo trabajo para ellos durante unos cuantos días. Tú también estarás ocupado —añadió. A continuación, Jan recogió las flechas del pedido y se marchó.
La rata negra estaba hasta los topes. La nube de humo que flotaba junto al techo bajo oscurecía todavía más la sala de por sí mal iluminada. Dos docenas de hombres y unas cuantas mujeres ocupaban las sillas descuajeringadas alrededor de las mesas rústicas, donde desayunaban, fumaban y contaban historias inverosímiles.
—¡No! —oyó Jan que gritaba alguien—. ¡Los gigantes de las tormentas tienen al menos el doble de ese tamaño!
Se dio la vuelta. Los gritos los pegaba un elfo vestido con una armadura de cuero y las mejillas enrojecidas por el ardor de la discusión o los efectos del vino, que gesticulaba como un desaforado.
Un enano bizco con la nariz como un pimiento sentado enfrente del elfo cruzó los brazos sobre la larga barba blanca y el pecho como un tonel.
—¡Bah! —exclamó con voz de trueno—. ¡He matado más gigantes en mis tiempos que los que tú nunca llegarás a ver!
El elfo se inclinó sobre la mesa, hizo algunos comentarios sobre los orcos, y continuó la discusión en voz baja. Jan no escuchó lo que dijo después, pero sí oyó fragmentos de otra docena de conversaciones, algunas más interesantes que la del elfo y el enano, y otras menos. Mezclados con las conversaciones sonaban los gritos de los parroquianos llamando a la camarera, que respondía con un agudo: «Ahora mismo voy».
En medio de toda esa bulla, el flechero oyó que alguien gritaba su nombre.
—¡Eh, Jan! ¡Estoy aquí!
Observó a la concurrencia para descubrir dónde estaba el cliente, un marinero llamado Geoff, tripulante de una nave mercante sembiana. Por fin vio al hombre sentado a una mesa al fondo de la sala. Con el manojo de flechas bien sujetas contra el pecho para no herir a nadie en la sala, Jan se dirigió hacia el marinero.
—¡Bienvenido! —dijo el sembiano con una palmada en el hombro de Jan—. Veo que mis flechas están listas.
Jan respondió al saludo con una sonrisa y abrió uno de los paquetes. Las flechas tenían el astil y las plumas similares a las utilizadas por la mayoría de los cazadores, pero las puntas eran muy distintas. Tenían la forma de media luna y estaban diseñadas con la finalidad de cortar los aparejos de las naves.
—Menuda sorpresa se llevarán los piratas de la costa de Turmish cuando vean cómo cortan sus aparejos —comentó Geoff, complacido. Posó unas cuantas monedas de oro sobre la mesa, llamó a la camarera e invitó a Jan a sentarse—. ¿Irás a escuchar el discurso del rey? —añadió en cuanto la camarera les trajo las cervezas. El flechero bebió un trago del líquido tibio y amargo, y asintió.
—Dicen los rumores que anunciará el próximo nacimiento de otro heredero —comentó—. Pero no lo creo.
—No —replicó Geoff—. Es demasiado viejo. —Al ver que Jan torcía el gesto se apresuró a añadir—: No es que quiera faltarle el respeto ni nada parecido.
Un hombre fornido, con las manos como jamones, sentado en la mesa vecina, se dio la vuelta y cogió al marinero por el cuello.
—¡Ojalá tuvierais un rey como Azoun! —exclamó—. A vosotros os gobierna un maldito consejo de mercaderes.
El sembiano se apartó del hombre, pero volcó la jarra de cerveza. La pesada jarra de metal cayó al suelo desparramando el contenido por todas partes.
Al primer sonido de una reyerta, reinó el silencio en la taberna. Un miembro de la guardia real, sentado cerca de la puerta, abandonó la silla y caminó hacia el fondo de la sala. Pero Geoff no estaba lo bastante borracho ni era tan estúpido como para iniciar una pelea en una taberna cormyta, por haber insultado al rey que era el líder más popular de Faerun, y reaccionó de inmediato.
—¡Un brindis por el rey Azoun —gritó apropiándose de la jarra de Jan—, el monarca más valiente de todo Faerun!
Ninguno de los presentes consideró sincero el brindis del marino, pero aceptaron la disculpa. Levantaron las jarras, bebieron un trago y volvieron a ocuparse de sus asuntos. El Dragón Púrpura regresó a su mesa.
Geoff le pagó una jarra al hombre de los puños como jamones y pidió otra para el flechero. Para sus adentros, agradeció la orden real que prohibía llevar armas sin atar en la ciudad. Charló unos minutos con Jan y después se inventó una excusa para marcharse de La rata negra, dispuesto a reunirse con sus compañeros en la nave lo antes posible. Al ver marchar al sembiano, el hombre de la mesa vecina se volvió hacia Jan.
—No es uno de los nuestros —comentó.
El flechero asintió. No le caían bien los sembianos. Estaban mucho más interesados en el dinero y las diversiones que en el trabajo honrado. A su juicio tenían muy poco en común con los cormytas. Eran poco leales a su país, y los gobernantes eran mercaderes como la mayoría de sus súbditos. Ni siquiera tenían un ejército importante.
—Si su alteza finalmente anuncia la cruzada —le dijo Jan a su compatriota—, no verá a muchos sembianos en el campo de batalla a menos que sean mercenarios.
—¿Es que no lo sabes? —exclamó el hombre, apartando un mechón de pelo rubio que le caía sobre los ojos—. Iremos a Thesk a luchar contra los bárbaros. Los llaman tuiganos. Azoun se reunió con un grupo de nobles hace unos días.
—Supongo que eso será lo que anunciará el rey.
—Sí —afirmó el hombre, con un entusiasmo evidente—. Pedirá voluntarios. Un amigo mío de Arabel me dijo precisamente ayer que la señora Lhal ya ha comenzado a reclutar soldados y magos.
—Azoun reunirá también unos cuantos en Suzail —señaló Jan. Levantó la jarra y se acabó la cerveza de un solo trago.
—Y yo estaré entre los primeros que firmen —gritó el hombre, que se golpeó el pecho con muchos aspavientos.
—Y yo —dijo una mujer desde una mesa cercana—. Yo también iré, Mal. No dejaré que te lleves toda la gloria tú solo.
—No esperaba menos de ti, Kiri —replicó Mal, con una carcajada estruendosa y bien intencionada.
Jan se giró para mirar a la mujer. Kiri era delgada, pero con la cara un poco redonda. Las facciones eran atractivas, aunque nada extraordinarias, excepto por los ojos. Los ojos de Kiri, castaños y risueños, atrajeron la atención del flechero en el acto. Le dirigió una sonrisa un tanto presumida, y sonrió todavía más al ver que Kiri le correspondía con otra sonrisa.
Otros parroquianos sentados cerca de Jan rompieron el encanto cuando anunciaron a voz en cuello que ellos también irían a Thesk a luchar contra los bárbaros. Se pidieron más rondas, y se sucedieron los brindis a la salud del rey y de los valientes voluntarios. Jan se preguntó cuántos de estos presuntos matadores de tuiganos se embarcarían cuando llegara el momento.
—¿Y tú qué harás, flechero? —quiso saber Mal—. ¿Te quedarás con los viejos y los niños?
—No lo sé —contestó Jan, pensativo—. Todavía no lo he pensado.
La respuesta era sincera. Jan no creía en los rumores y hasta el momento no había escuchado otra cosa sobre la cruzada. Sin embargo, si el rey pedía soldados, el flechero se presentaría voluntario. Era un hombre valiente y un buen arquero. Pero, por encima de todo, Jan el flechero era leal al rey y a la patria.
Jan tenía veintiún años y no conocía otro rey que Azoun IV. Desde que era niño, cada año el flechero había renovado el juramento de fidelidad al monarca en el festival de invierno.
Como la mayoría de sus conciudadanos, Jan sabía que el monarca pertenecía a la casa Obarskyr, y que los años se contaban a partir del día en que la familia de Azoun había ocupado el trono de Cormyr. Esta información, junto con algunos rudimentos de matemáticas y de la lengua común, el idioma comercial en el Mar Interior, formaba todo el bagaje de conocimientos que Jan había conseguido de su corta educación formal.
No obstante, había sido más que suficiente para despertar en el flechero un fuerte sentimiento de lealtad hacia Azoun. Para el artesano, el rey era Cormyr, no sólo un representante o un figurón, sino la encarnación real de todo lo que era bueno en el país. Y, dado que Cormyr y, sobre todo, Suzail habían florecido durante el reinado de Azoun, Jan daba por hecho que los dioses del bien bendecían al monarca.
—Si el rey Azoun será quien vaya al mando de las tropas —dijo Jan, después de una pausa—, entonces supongo que iré.
Mal invitó a Jan a otra jarra de cerveza para celebrar la decisión. El flechero sólo bebió un trago antes de anunciar que iba al castillo para escuchar el discurso del rey.
—¿Por qué? —preguntó el hombretón rubio, que se apoderó de inmediato de la jarra de Jan, para bebérsela él—. Los magos se encargarán de que la voz de Azoun llegue a toda la ciudad. No tenemos más que salir a la calle.
Kiri se levantó, se acercó a la mesa, y comenzó a tironear del hombre para que se levantara.
—Acompañemos a Jan —pidió entre tirones—. No recuerdo haber visto nunca al rey en persona.
Mal suspiró, apartó las manos de Kiri con un gesto irritado, y se acabó la cerveza de un trago.
—Bueno, está bien. Vamos allá.
Jan, Mal y Kiri salieron de La rata negra y pusieron rumbo al palacio.
* * *
—Peón a cuatro rey.
La reina Filfaeril sonrió complacida mientras observaba el tablero con una atenta mirada de sus azules ojos.
—Tu juego se ha convertido en algo bastante previsible, esposo —comentó acercando una mano al tablero. Cogió un caballo hecho con el marfil más puro—. Caballo toma peón.
—Sabes que tomaré el caballo con mi dama —señaló Azoun, consternado—. Perderlo por un peón parece un tanto inútil. —El rey movió la dama de ónice hasta el escaque de cuatro rey y cogió el caballo blanco—. Dama toma caballo.
Filfaeril estudió la posición sólo un momento y después movió el alfil.
—Alfil toma dama. —Azoun maldijo por lo bajo—. Mate en tres jugadas —anunció la reina.
Azoun cogió una torre y la situó junto a su rey.
—¿Estás seguro de querer acabar la partida? —preguntó la reina, con un tono serio.
—Desde luego. Nunca renuncio hasta que se acaba la partida.
Filfaeril dio jaque con su dama y tal como había anunciado, dio jaque mate en tres jugadas.
El rey y la reina acomodaron las piezas para cuando volvieran a jugar.
—¿De verdad soy previsible? —preguntó Azoun.
—Hay algunas cosas que sé seguro que harás y otras con las que puedo contar que nunca harás —respondió la reina después de pensar la respuesta durante un momento.
—Dame un ejemplo.
—No sabes cambiar las piezas, esposo mío —dijo Filfaeril, mientras cogía un peón—. Por eso no has comprendido la lógica del sacrificio del alfil.
—Tendría que existir la manera de ganar sin sacrificar una pieza por otra —replicó Azoun. Cogió el peón de la mano de su esposa y lo colocó en el tablero.
—Te lo dije —señaló la reina, que sonrió al tiempo que sujetaba la mano del marido—. Hay algunas cosas que sé que nunca harás.
El rey rió de buena gana, palmeó los blancos y delgados dedos de Filfaeril, y se puso de pie.
—Supongo que no dejo de darle vueltas a lo que Vangerdahast dijo el otro día al finalizar la reunión. No me considero inflexible ni previsible. —Azoun hizo una pausa y miró a su esposa a los ojos—. No obstante, lo que dijo de Alusair…
Filfaeril vio el dolor reflejado en el rostro del marido al mencionar el nombre de la hija. Lo ocurrido con Alusair también le dolía a ella, aunque sabía que Azoun se consideraba responsable directo de la fuga de la muchacha.
—Alusair es muy obstinada, esposo mío —comentó, después de una breve pausa—. Casi tanto como su padre. —La reina se levantó para acercarse a Azoun y lo abrazó con fuerza—. Si quieres una prueba de que eres un buen padre, Tanalasta es un ejemplo más que suficiente.
Azoun asintió, aunque sin abandonar su expresión ceñuda. Desde luego quería a Tanalasta, la hija mayor, y ella le había dado múltiples razones para sentirse muy orgulloso. Sin embargo, Tanalasta carecía del espíritu, del fuego que animaba a la hermana menor. No, la devoción de Tanalasta no llenaría nunca la brecha entre el monarca y Alusair.
Filfaeril lo sabía, pero confiaba en que sus palabras conseguirían que Azoun recuperara el buen humor. Acarició la mejilla de su marido y lo obligó suavemente a que la mirara.
—Y me tienes a mí. No eres tan inflexible como para no merecer mi amor.
Este último comentario devolvió la sonrisa a Azoun. Al mirar a la reina, advirtió que se mantenía tan hermosa como el día de la boda. Muchos de los cortesanos decían que Filfaeril poseía una belleza clásica, y Azoun estaba de acuerdo. Las delicadas facciones de la reina parecían tallas en el alabastro más fino. Tenía cincuenta años —treinta de ellos pasados en la corte— y el paso del tiempo no había reducido un ápice su belleza. Incluso las diminutas patas de gallo de los preciosos ojos azules de Filfaeril parecían talladas por algún artista.
Pero Azoun no se había enamorado de la reina sólo por la belleza. Filfaeril era mucho más que la bonita hija de un noble; era también una mujer muy inteligente y perspicaz. De hecho, se había ganado el amor del monarca más por su negativa a vivir rodeada de los halagos de los cortesanos que por la figura esbelta y el pelo rubio. Los azules ojos de Filfaeril podían ser muy bonitos, pero el joven Azoun aprendió muy pronto que siempre veían la dura realidad más allá de las ilusiones y el idealismo.
—Sí, al menos te tengo a ti —respondió Azoun, con un suspiro fingido de resignación. Filfaeril frunció el entrecejo, como si lo creyera, y Azoun le dio un beso muy largo y tierno.
No habían acabado de besarse cuando el rey oyó que alguien carraspeaba muy fuerte. Miró hacia la puerta del estudio y vio a Vangerdahast, que, con el rostro rojo de vergüenza, miraba el techo como si no hubiese visto nada.
—Entra, Vangy —dijo Azoun, resignado—. Supongo que es la hora de la ceremonia y el discurso.
—Continuaremos la discusión más tarde, su alteza —susurró Filfaeril al oído de su marido. La reina se apartó suavemente de los brazos de Azoun y fue hacia la puerta—. Os espero a los dos en la sala del trono —añadió mientras salía.
El hechicero real esperó a que la reina cerrara la puerta antes de hablar.
—Sí, es casi mediodía. Ya están preparados los hechizos de protección en el estrado. ¿Estás listo para comenzar la procesión?
El rey echó una última ojeada al uniforme de ceremonias. La sobreveste púrpura estaba bordada con hilos de platino y oro, y los calzones los habían confeccionado con la mejor seda de Shou Lung. No le gustaba el uniforme: le parecía chillón. No obstante, el protocolo exigía que lo vistiera en la ceremonia de coronación previa a la alocución pública.
—Estoy preparado —anunció Azoun después de acomodar bien una de las solapas—. No sé por qué tenemos que pasar por todo esto.
—Si quieres… —comenzó a decir el hechicero, pero el rey lo interrumpió con un ademán.
—Lo sé, Vangy. El respeto a las tradiciones ayudará a resaltar la importancia de la cruzada. —Se acercó a la ventana y miró hacia el patio interior. Sirvientes y mensajeros iban y venían del castillo a la puerta de la muralla; la prisa que se daban señalaba la importancia del día.
—Debemos irnos, su alteza.
Azoun observó a un paje, vestido con la púrpura real, que salió a la carrera del alcázar en dirección a la entrada. Esto le recordó el encargo que le había hecho a Vangerdahast a primera hora de la mañana.
—¿Alguna noticia de Zhentil Keep? —le preguntó al consejero.
Vangerdahast se dio la vuelta como si no hubiese escuchado la pregunta y caminó hacia la puerta en un esfuerzo para llevar a Azoun a la sala del trono.
—Recibí un mensaje de la jerarquía zhentarim poco antes de venir a buscarte —contestó Vangerdahast en voz baja. Respondió con una reverencia el saludo del centinela mientras el rey y él entraban en un ventoso corredor de piedra, y añadió—: Mañana enviarán a alguien para hablar de los tuiganos.
Azoun se detuvo en seco al escuchar la noticia. El hechicero avanzó un par de pasos y, al advertir que el rey no lo seguía, se volvió.
—¿Tan pronto? —exclamó Azoun—. No nos dan mucho tiempo para prepararnos.
—Creo que ésa es la intención —replicó el hechicero y, cogiendo al monarca del brazo, lo obligó a seguirlo.
La reina Filfaeril esperaba en la sala del trono cuando llegaron Azoun y Vangerdahast. La multitud de nobles y músicos que llenaba la amplia y lujosa sala aguardaba impaciente la aparición del rey. Las doncellas arreglaron la cola del vestido de seda de la reina, al tiempo que el chambelán se dirigía al monarca para comunicarle que la corona, el cetro y el medallón —los símbolos del reino— estaban preparados. Vangerdahast dejó al rey sin molestarse en solicitárselo, y fue en busca de los demás hechiceros reales que participarían en la ceremonia.
Azoun sólo tardó unos minutos en reunirse con su esposa cerca de los grandes tronos de madera tallada colocados en el frente de la sala. La reina llevaba el símbolo de su rango, una pequeña pero preciosa corona de plata. El metal blanco parecía resplandecer con el dorado del pelo de Filfaeril y reflejar el azul de sus ojos. Azoun saludó a la reina con una inclinación de cabeza; después recogió la cadena, otro símbolo real, colgada del brazo del trono como marcaba la tradición. La gruesa cadena de oro infundió confianza al rey, que la levantó por encima de la cabeza. El medallón sujeto a la cadena mostraba el grabado de un dragón, con el lema «atento y vigilante», que cubría toda una cara.
A continuación, el chambelán ofreció al rey la corona, colocada sobre un almohadón de seda púrpura. Todos los presentes hicieron una reverencia cuando Azoun alzó la corona con las dos manos.
La luz del sol que entraba por las vidrieras arrancó destellos del oro, la plata y las piedras preciosas cuando Azoun exhibió la corona. El poderoso y esbelto cuerpo de un dragón cubría todo el borde, y la cabeza del monstruo remataba el frente. El rubí engarzado en las fauces abiertas de la fiera resplandecía como una brasa. Esta corona —la más antigua de las tres que poseía el rey— sólo se utilizaba en ocasiones muy especiales. Mientras se la ponía, Azoun se preguntó cuántos cormytas la habrían visto.
Por último, el chambelán le ofreció el cetro. Como una enredadera, la figura de un dragón se enroscaba desde la punta al pomo de la vara, de sesenta centímetros de longitud. El rey empuñó el cetro y con el brazo estirado apuntó hacia los cuatro puntos cardinales. La ceremonia de coronación había concluido.
—Levantaos, súbditos —dijo el rey, según el antiguo rito—. Mirad a vuestro rey.
Dicho esto, Azoun miró a los presentes y vio que ya estaban formados para marchar en procesión detrás de él y Filfaeril. Sólo faltaba que los reyes guiaran a los nobles hasta el jardín real, donde Azoun pronunciaría el discurso. Azoun inspiró con fuerza, sonrió a su esposa, y juntos se dirigieron hacia la salida.
La lenta y suave cadencia de los tambores marcó el paso del desfile. Azoun y Filfaeril llegaron al centro de la sala, y Vangerdahast, acompañado por otros magos, se colocó detrás del rey y de la reina. A continuación venían los nobles, una guardia de honor, y por último los músicos. En total eran cuarenta personas. Los pocos sirvientes y guardias saludaron con una reverencia el paso de la procesión. Los demás esperaban a la comitiva en el patio interior.
El rey cruzó a buen paso el gran patio abierto, en dirección a la puerta sur. De vez en cuando saludaba con un gesto a algún caballero o sirviente conocido. Las trómpetas sonaron sin cesar en cuanto la procesión salió al exterior. Los toques de trompeta se mezclaban con el sonoro redoble de los tambores.
Delante del alcázar se congregaba la muchedumbre, que esperaba ansiosa presenciar el paso de los reyes. La comitiva, casi despreocupada de las masas, se mantuvo a la derecha de las murallas del castillo, blanqueadas por el sol, y avanzó entre aplausos y vítores hacia los jardines de la puerta de atrás del alcázar. Las trompetas sonaron con más fuerza a medida que Azoun y su séquito se aproximaban a la esquina oeste del castillo. Ni siquiera los toques de trompeta unidos al redoble de los tambores conseguían apagar del todo un rumor mucho más intenso e insistente.
—¿Lo escuchas? —susurró Filfaeril al oído de Azoun. Desde el otro lado de las murallas que los separaban del jardín real, llegaba el vocerío de los cormytas atentos a la aparición de los monarcas. En el momento en que la procesión apareció a la vista, ya no se escuchó otra cosa que los gritos.
A una señal de Vangerdahast, los trompeteros formados en las almenas se pusieron en posición de firmes. Los banderines multicolores atados a los instrumentos ondearon al viento. El hechicero real, con una precisión militar, miró a los magos que lo acompañaban. De inmediato, un mago gordo y calvo comenzó a preparar un encantamiento. Se le unieron una vieja jorobada y un muchacho con el rostro picado de viruela. Los tres magos recitaron las letanías, al tiempo que trazaban símbolos en el aire con las manos. Los tres acabaron al unísono y miraron a Vangerdahast.
El hechicero real le hizo un guiño a Azoun; después, a una indicación suya, los trompeteros acercaron una vez más sus instrumentos a los labios y soplaron. Una sola nota muy aguda se escuchó en los jardines. Gracias a los hechizos de los magos, la llamada de las trompetas no se detuvo allí. En todo Suzail, cada uno de los habitantes escuchó la nota como si estuviera al pie de la muralla, delante mismo del alcázar.
—Buena suerte, alteza —dijo la reina Filfaeril en voz baja, y apretó por un instante la mano de su marido.
El rey respondió al gesto de su esposa con una sonrisa y cruzó el jardín. El séquito escoltó a Azoun mientras subía con paso enérgico a la gran tarima de madera construida especialmente para la ocasión. Cuando llegó a lo alto de la escalera y pisó la amplia tarima pulida, el rey Azoun vio por fin a la multitud.
Echó una rápida mirada a Vangerdahast, que en aquel instante llegaba al estrado. El anciano se agachó, agotado por el esfuerzo de seguir al rey por la escalera. Respiró con fuerza un par de veces y se irguió. Los demás hechiceros se reunieron con él, y todos juntos repitieron las letanías, esta vez dirigidas al monarca.
Azoun creyó ver un pequeño punto de una luz azul brillante en el aire delante de los magos; pero, cuando intentó fijar la mirada, el encantamiento ya había concluido y el punto había desaparecido. El rey notó un picor intenso en la garganta mientras miraba otra vez a la multitud.
—Mi pueblo —dijo Azoun, y sus palabras se escucharon en toda la ciudad.
Un millar de personas miraba a Azoun desde el jardín real. Los nobles, apostados en los techos de sus casas al norte del alcázar, observaban al rey valiéndose de anteojos. Él, a su vez, sonreía al contemplar todos aquellos rostros, en los que veía respeto, admiración y también un poco de miedo. Aquellas miradas, las expresiones de los rostros, borraron por un instante el discurso que tenía preparado. Azoun se sintió invadido por una grata sensación de amor y deber paternal.
—Amigos y compatriotas —dijo el rey—. Faerun se enfrenta a un peligro muy grave, y necesito vuestra ayuda. —Hizo una pausa para dejar que sus súbditos comprendieran que les pedía ayuda, que los necesitaba.
Esto habría bastado para dejar atónita y muda a la multitud, pero la emoción y el fervor en la voz de Azoun captaron la atención de todos. A lo largo y ancho de la ciudad, los herreros dejaron los martillos, los pilotos las cartas, los clérigos los libros sagrados, y los maestros dejaron que los alumnos se olvidaran por un momento de las tablas.
Jan el flechero, situado casi al final del jardín, no alcanzaba a ver el rostro de Azoun pero se lo imaginaba encendido de pasión. Nunca había estado tan cerca del rey, ni siquiera cuando Azoun había inaugurado la feria de primavera a unos centenares de pasos de su tienda. La proximidad del monarca lo entusiasmaba, y no se perdió ni lina sola palabra mientras Azoun describía la amenaza tuigana y los infortunios de Thesk y Rashemen.
—No estoy en esto para ayudar a brujas y extranjeros —protestó Mal. Un panadero fornido levantó un dedo sucio de harina para silenciar al guerrero. Mal frunció el entrecejo, pero se calló. Jan agradeció para sus adentros que el guerrero no hubiese comenzado una pelea con el hombretón.
En el estrado, Azoun entraba cada vez más en el tema; utilizaba el mismo apasionado argumento que lo había ayudado a ganar el apoyo de los nobles.
—Los bárbaros no son sólo una amenaza para nuestros vecinos del este —señaló el rey, con un gesto que abarcaba el horizonte—. No, los tuiganos no se quedarán en aquel extremo del Mar Interior, ni tampoco tendrán bastante con la conquista de Los Valles o Sembia. —Azoun hizo una pausa y paseó la mirada sobre la multitud, con la intención de aumentar la expectativa. Por las expresiones sabía que ya contaba con el apoyo de la mayoría. Con un tono suave, preguntó—: ¿Sabéis lo que quieren?
Se alzaron voces ofreciendo respuestas. Azoun escuchó algunas que revelaban qué era lo que despertaba temor en el pueblo. Escogió unas cuantas y las utilizó como consignas.
—¿Dejaremos que los bárbaros se apropien de nuestra tierra? —preguntó el rey. Un coro de negativas resonó en el jardín. Azoun alzó los puños y los agitó en el aire—. ¿Dejaremos que los bárbaros se adueñen de nuestros hogares?
—¡No! —gritó la multitud. Hombres y mujeres imitaron la postura del rey, levantando los puños. Por el rabillo del ojo, Azoun vio que algunos de los guardias apostados en el borde de la tarima gritaban con los demás.
Jan sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca mientras gritaba su respuesta al reto del rey. Miró a Mal y a Kiri, y los vio atrapados en el discurso real. De hecho, casi todos los que estaban a su alrededor gritaban a voz en cuello su oposición a la invasión tuigana.
Todos, advirtió Jan, excepto un hombre que estaba junto al panadero. Delgado, casi esquelético, mantenía los labios apretados sin desviar la mirada del estrado.
El flechero lo observó por un instante, asombrado por lo contradictorio que resultaba en medio de tanto entusiasmo. El hombre vestido de verde no advirtió la mirada de Jan. Se ajustó la capa andrajosa alrededor sin dejar de mirar furioso al rey.
—¿Dejaremos que los bárbaros nos quiten la vida? —oyó Jan que preguntaba el rey. La réplica fue unánime y la multitud levantó los puños. El flechero miró otra vez a la única persona muda en el jardín, y vio cómo sacaba un rollo de pergamino amarillento de debajo de la capa.
Desplegó el pergamino y sus labios se movieron. Jan no alcanzaba a oír las palabras en medio del griterío. Nadie más parecía prestar atención al personaje. En consecuencia, Jan fue el único que vio cómo el pergamino que sostenía entre los dedos huesudos comenzaba a brillar con un leve fulgor rojo. Por un instante, el fulgor desconcertó al flechero. Después adivinó lo que ocurría: el hombre preparaba un hechizo.
—Llamo a todos los ciudadanos aptos de Suzail —tronó Azoun desde el estrado—. Ciudadanos de todas las regiones de Cormyr, preparaos para defender a la patria.
La multitud respondió con un solo hombre, excepto Jan, que tenía puesta toda su atención en el pergamino iluminado.
—¡No! —gritó al tiempo que entraba en acción.
El flechero apartó a Mal de un empujón y se lanzó sobre el asesino. Llegó demasiado tarde. Un segundo antes de que la mano de Jan alcanzara a sujetar la sobreveste descosida del hombre, el pergamino desapareció en un estallido de fuego naranja.
Ocurrieron tres cosas al mismo tiempo.
Azoun acababa de decirle a la multitud que debían presentarse en la guardia de la ciudad para enrolarse en la cruzada. Se disponía a informar que también podían inscribirse en varias iglesias devotas de los dioses del bien, pero no tuvo ocasión.
Un punto de luz roja partió de la muchedumbre y trazó un arco en dirección al estrado. A medida que se acercaba al rey, se hacía cada vez más grande, hasta que, por fin, pareció un sol en miniatura a punto de caer sobre el estrado. La bola de fuego chamuscó el pelo de aquellos directamente debajo de la trayectoria y dejó ciegos a todos los que cometieron la estupidez de mirarlo. El humo y el hedor a carne quemada flotaron por el jardín.
Jan no vio nada de todo esto. Sujetó al asesino y lo tumbó. Se montó a horcajadas sobre el pecho del hombre, mientras lo agarraba de los hombros. Un codazo en las costillas le hizo comprender que el criminal era mucho más fuerte de lo que parecía. Pero fue el único golpe que éste logró encajar, porque el flechero pesaba más y se bastaba para mantenerlo sujeto hasta que llegara ayuda.
—La ciudad me lo agradecerá —repitió el asesino una y otra vez, como si no supiera decir nada más.
Después del incidente de la mañana, el flechero no se sorprendió demasiado al descubrir que, debajo de la capa verde, el desconocido llevaba la insignia del gremio de los tramperos atada a la manga.
En el estrado, Azoun no disponía de más de un segundo para reaccionar ante el ataque. Se volvió hacia Filfaeril, en un intento inútil por protegerla de la explosión. Unos cuantos guardias avanzaron hacia la pareja real, pero ninguno con la celeridad necesaria para servirles de escudo.
Por su parte, Vangerdahast parecía paralizado por el terror. En realidad, recitaba una corta pero sincera plegaria a la diosa de la magia para que los hechizos protectores funcionaran.
La bola ígnea golpeó contra la plataforma. El rey, la reina y todos los demás vieron un relámpago rojo y notaron un poco del calor liberado por el estallido, pero las llamas no alcanzaron a tocarlos. El ataque mágico chocó contra la pared invisible creada por los hechizos de Vangerdahast delante de la tarima y explotó.
Los guardias y los nobles se apresuraron a sacar a Azoun y Filfaeril del estrado. Sin perder ni un instante los escoltaron de regreso al alcázar. En cuanto estuvo seguro de que la pareja real no había sufrido ningún daño, Vangerdahast volvió a la plataforma para valorar las consecuencias de la explosión. Aunque tenía la visión borrosa por haber observado la bola ígnea a muy poca distancia, sí escuchaba los gritos y olía con toda claridad el hedor de la carne quemada.
Los hechizos habían salvado al rey, pero no habían protegido a las personas más próximas al estrado.
Capítulo 4
Aliados y enemigos
Vangerdahast se paseaba arriba y abajo por el calabozo frío y húmedo; de pronto se dio la vuelta y descargó un puñetazo sobre la mesa de madera.
—¿Está loco?
Dimswart el Sabio apoyó una mano sobre el hombro del hechicero real para serenarlo al tiempo que repetía la pregunta en términos menos agresivos.
—Por favor, Bors, explícame otra vez por qué creías necesario asesinar al rey Azoun.
El hombre delgado se ajustó la capa raída sobre los hombros, y miró al sabio con una mirada de rencor que le desfiguraba el rostro.
—Diré sólo esto; lo hice por el bien de la ciudad. La cruzada nos arruinará a todos.
—Esto no nos lleva a ninguna parte —protestó Vangerdahast. Miró a Bors y lo señaló con un dedo acusador—. Si sabes lo que te conviene, nos dirás de dónde sacaste el pergamino y quién te metió en este embrollo.
El trampero cerró los ojos y pasó la mano sobre la insignia de cuero con el símbolo del gremio atada en el brazo. Era un gesto que había repetido muchas veces durante el interrogatorio, que duraba toda la noche. Por un instante, el silencio más absoluto reinó en el pequeño calabozo de piedra.
Dimswart se frotó los ojos, enrojecidos e hinchados por el cansancio; después consultó las notas que había tomado. Bors —era el único nombre que el trampero les había dado— afirmaba haber cometido el atentado contra la vida del monarca en beneficio del interés público. El magnicida frustrado, un pobre hombre que apenas si ganaba lo suficiente para pagar la cuota del gremio, estaba convencido de que la expedición contra los tuiganos acabaría por sumirlo en la miseria. Matar al rey Azoun era lo único que se le había ocurrido para evitar el desastre.
—¿Qué sabes de las compras de armas y flechas efectuadas por otros miembros del gremio? —preguntó Dimswart, después de leer el último punto de las notas. El flechero que había capturado a Bors en el jardín real también había informado a la guardia del rey que, por la mañana, otro trampero había querido comprarle una gran cantidad de flechas.
—No sé nada —gruñó Bors—. El gremio no tiene nada que ver con esto. Yo sólo quería matar al rey.
—Pues, estarás contento, ¿no? —le reprochó Vangerdahast, con un tono amargo—. Quince muertos. Veinte personas con quemaduras gravísimas. —El hechicero se inclinó sobre el hombre—. Los dioses no te juzgarán con buenos ojos, y más te vale tenerlo en cuenta porque estoy seguro de que no tardarás mucho en llegar al reino de los muertos.
Por primera vez en las muchas horas de interrogatorio, el rostro mostró otra expresión diferente de la de rabia. La vacilante luz del mísero candil que alumbraba el calabozo mostró el miedo en la odiosa cara del hombre, pero la expresión sólo duró un segundo.
—Lamento haber hecho daño a toda esa pobre gente que por desgracia se encontraba cerca del estrado —se disculpó Bors, en voz baja y monótona—. Pero no podéis ver mi alma, así que no anticipéis lo que puedan decidir los dioses sobre mi castigo, si es que consideran justo castigarme por intentar salvar la vida de miles de conciudadanos inocentes en una lucha inútil.
—Vamos, Vangy, dejemos que descanse —dijo Dimswart, que recogió las notas, el tintero y la pluma, y se puso de pie—. Ya sabemos todo lo que puede decirnos.
Él hechicero real echó una última ojeada a Bors, antes de llamar a la guardia. Se presentó un hombre con casco y vestido con una túnica en la que llevaba bordado el dragón púrpura, emblema del rey Azoun, y pantalones de lana. La espada era tan larga que casi tocaba los tacones de las botas de caña alta. El guardia abrió la puerta con flejes de hierro y dejó salir a Dimswart y a Vangerdahast.
—Vigila que el prisionero no se suicide —le ordenó Vangerdahast mientras el guardia echaba los cerrojos.
Vangerdahast bajó muy tieso la ancha escalinata de la torre. A través de las saeteras abiertas cada tres metros a lo largo de todo el recorrido de la escalera, vio el cielo rosado que anunciaba el amanecer. La luz le hizo ver unas imágenes fantasmales. El hechicero se tambaleó, pero consiguió apoyarse en la pared antes de caer. Dimswart palmeó la espalda del anciano barrigón.
—Has perdido la costumbre de pasar las noches en blanco, ¿no, Vangy? —comentó, afectuoso.
—Son días muy extraños, Dimswart —replicó el hechicero, con el entrecejo fruncido. Reanudó el descenso pero esta vez a paso lento—. Me pregunto si alguna vez volveré a dormir.
—Creo que es verdad que no está al servicio del gremio —dijo el sabio, sin apartarse de Vangerdahast.
—¿Eh?
—Bors —le aclaró Dimswart—. Creo que dice la verdad. Lo vi en sus ojos. —Hizo una pausa para después añadir con una sonrisa—: Además, mis fuentes me informan que los gremios habrían planeado algo mucho más complicado que un hombre y el hechizo de un pergamino.
Una vez más, Vangerdahast buscó la pared para sostenerse. Después de cuatro o cinco escalones, se detuvo para mirar al sabio de pelo gris.
—Me resulta difícil creer que dispusiera de dinero suficiente para comprar un pergamino de tanto poder.
—Pienso que el tonto que le vendió el pergamino no sabía su verdadero valor —opinó Dimswart—. O quizá lo robaron y el ladrón quería desprenderse de él. Hay un floreciente mercado negro para los artículos de magia en cualquier ciudad del tamaño de Suzail.
—¿Y el dinero? —preguntó el hechicero real, impaciente.
—Tenía el dinero que consiguió con las capturas del invierno —contestó el sabio con una sonrisa complacida—. Lo más probable es que invirtiera todo lo que tenía en el pergamino. Dime una cosa, ¿a ti te parece que Bors haya comido mucho en los últimos días?
—Así que ésta era su última esperanza —concluyó Vangerdahast. Se acarició la barba mientras reflexionaba—. Tiene sentido.
El hechicero y el sabio bajaron los últimos escalones sin pronunciar palabra, cada uno abstraído en sus teorías sobre el intento de asesinato. Cruzaron el patio cubierto de escarcha hasta el alcázar, y volvieron a hablar cuando por fin llegaron a la antecámara de la alcoba real.
Cuando Vangerdahast abrió la puerta, Azoun estaba sentado en un rincón del cuarto, tirándose con aire ausente la punta del bigote. El monarca vestía las mismas prendas que se había puesto inmediatamente después del atentado: una casaca sencilla, pantalones y botas de caña alta negras. Sobre los hombros llevaba una gruesa capa púrpura que la reina Filfaeril le había puesto para abrigarlo del frío.
Vangerdahast pensó que el rey tenía el aspecto de un náufrago perdido en una playa remota y desierta. Las pocas velas encendidas en el cuarto y la luz del alba que se filtraba por la ventana proyectaban sobre el rostro de Azoun unas sombras que resaltaban su edad. En cuanto entraron, Vangerdahast carraspeó con fuerza para llamar la atención del rey, que se volvió. Las oscuras ojeras y la palidez del rostro acentuaron su aspecto de náufrago solitario.
—Hemos acabado de interrogar al trampero —le informó Dismwart, sin alzar la voz.
—¿Está involucrado Zhentil Keep? ¿Ha sido cosa de los gremios? —El rey formuló las preguntas con tono ligero. Esta no era la primera vez que alguien atentaba contra su vida: las conspiraciones y los intentos de asesinato se habían convertido en parte de la rutina habitual del monarca.
Vangerdahast se sentó en una silla acolchada, y con aire cansado se masajeó la nuca para aliviar la tensión de los músculos.
—Tu amigo, el «sabio de Suzail», cree que Bors no tiene cómplices. Su teoría tiene algunos aspectos interesantes, pero no me convence. Sabemos que los tramperos están comprando armas. Eso puede significar problemas.
—Reconoce que fue un intento bastante chapucero si, como tú dices, tuvo el respaldo de un gremio poderoso —replicó Dimswart.
—Creí que la gente…, que los mercaderes lo comprenderían, que serían los primeros en ver lo necesario de la cruzada —dijo el rey; se volvió hacia la ventana, que daba al jardín, y advirtió que faltaba muy poco para la salida del sol—. Hemos pasado la noche en pie —comentó distraído.
—Tienes que descansar, Azoun —aconsejó el hechicero real, con un tono de sincera preocupación—. El enviado especial de Zhentil Keep llegará a media mañana para discutir el tema de la cruzada.
Azoun inspiró con fuerza y se levantó. La capa cayó al suelo junto a sus pies, plegada sobre sí misma.
—Las cosas comienzan a salirse de madre —señaló, como si hablara sólo para él—. No lo puedo permitir.
Azoun hizo una pausa, perdido en sus pensamientos. Al ver que los años ya le pesaban al rey, que apenas si se mantenía de pie, con los hombros caídos y los miembros sin fuerzas, Dimswart aprovechó la oportunidad para darle un consejo.
—Vangy tiene razón. Necesitáis descansar. —Las palabras del sabio arrancaron al monarca de su abstracción.
—¿He oído bien, Dimswart? —preguntó con la sombra de una sonrisa triste en el rostro—. ¿Estás de acuerdo con Vangerdahast? —El sabio asintió, sin responder, a la media sonrisa de su amigo—. Supongo que los dos tenéis razón —añadió Azoun. Se acercó a la vela más próxima y la apagó—. Antes intenté dormir pero fue inútil.
—¿Quizás un hechizo? —le ofreció Vangerdahast.
—¿O unas hierbas? —propuso Dimswart.
—No, no. Me acostaré junto a Filfaeril e intentaré dormir por mis propios medios. Los hechizos o las pociones quizá me amodorren demasiado y necesito estar bien lúcido para la entrevista con nuestro visitante. —Caminó arrastrando los pies hasta la siguiente vela y la apagó con los dedos. Después se dirigió hacia la puerta dorada que comunicaba con el dormitorio.
El rey salió de la habitación en silencio. La puerta dorada se cerró sin hacer ningún ruido, y el hechicero y el mago se quedaron solos en la antecámara. Vangerdahast apagó la última vela.
—Buenas noches, ¿o es buen día? Gracias por la ayuda, Dimswart.
—¿Crees que estará bien? —replicó el sabio, preocupado, señalando la puerta dorada.
Vangerdahast asintió y murmuró algo sobre los deberes del rey y que todos los hombres necesitaban descansar, mientras acompañaba al sabio hasta la puerta. Aprovechó para avisar a los centinelas apostados en el pasillo que lo llamaran al cabo de tres horas. Antes de que Vangerdahast cerrara la puerta, Dimswart dijo:
—Son las primeras consecuencias de la cruzada, ¿verdad?
El hechicero real cerró la puerta sin responder. Sin hacer ruido, Vangerdahast recogió la capa del rey, se la echó sobre los hombros, y arrastró la silla acolchada hasta la ventana. Se sentó lentamente, con las articulaciones doloridas, y se arropó en los pliegues de la túnica marrón. Por último, se tapó con la capa a modo de manta. Miró el cielo a través de la ventana. Hacía mucho frío, pero confiaba en que el sol disiparía el helor del aire.
Azoun pasaría más de una noche sin dormir si quería derrotar a los tuiganos, fue lo último que pensó el hechicero antes de sumergirse en un sueño ligero e inquieto.
Los guardias lo despertaron puntualmente tres horas más tarde. Vangerdahast abrió los ojos sobresaltado. Su mente velada por el sueño trajo a primer plano un hechizo protector, pero el viejo hechicero reconoció a los soldados a tiempo de evitar una equivocación.
El sol brillaba sobre el jardín cuando Vangerdahast miró por la ventana. Calculó que aún disponían de una hora antes de que se presentara el enviado especial de Zhentil Keep. Se frotó los brazos a través de la tela para librarse del entumecimiento. El frío de esta mañana era una prueba de que el invierno se resistía a abandonar Cormyr.
Vangerdahast se preguntó si el rey habría conseguido dormir. Se acercó a la puerta dorada y golpeó. Al no recibir ninguna respuesta, abrió poco a poco la puerta, que giró sin hacer ruido sobre las bisagras bien engrasadas.
Para disgusto del hechicero, Azoun estaba despierto. El monarca no advirtió la presencia de Vangerdahast, abstraído junto a una vidriera que reproducía la imagen de un dragón púrpura. Azoun recorría con un dedo el contorno de la figura hecha con fragmentos de cristal teñido de púrpura, burdeos y dorado. La luz del sol iluminaba la vidriera y envolvía al rey en un baño de color.
—Su alteza—comenzó Vangerdahast—, es…
Azoun se dio la vuelta al instante y acercó un dedo a la boca. Después señaló el enorme lecho con el baldaquín blanco que ocupaba la mayor parte del dormitorio. Al ver que el rey señalaba a la esposa dormida, el hechicero asintió. Azoun contempló unos momentos a Filfaeril antes de salir con Vangerdahast a la antecámara.
—Perdona la intromisión, Azoun —se disculpó el hechicero en voz baja en cuanto cerró la puerta dorada—. ¿Qué tal has dormido?
—Me siento bien, Vangy. —Se dirigió inquieto hacia la ventana y añadió con ironía—: Hasta que vi tu expresión sospechaba que habías utilizado uno de tus hechizos para que recuperara las fuerzas.
—Nunca lo haría sin tu consentimiento.
—No, supongo que no.
Vangerdahast decidió ir con pies de plomo, a la vista de la irritabilidad del rey. Era obvio que Azoun apenas si había dormido.
—¿Estás preparado para recibir al enviado zhentarim?
El rey soltó una carcajada casi amarga mientras se apartaba de la ventana.
—Lo estoy —respondió con firmeza—. No puedo permitir que los locos ni un grupo de tozudos de Los Valles ni nadie entorpezca la marcha de la cruzada. Es mi obligación estar preparado.
Sin esperar una respuesta, el rey dio medio vuelta y abandonó la antecámara. El hechicero lo siguió, y tomó buena nota de las órdenes que daba el rey. Por fin llegaron al estudio de éste. Antes de abrir la puerta, Azoun dispuso que se diera una cuantiosa recompensa al hombre que había capturado a Bors, y que el juicio del presunto asesino tuviera lugar cuanto antes.
—Sin duda lo condenarán a muerte —señaló Vangerdahast, sin apartar la mirada del rostro de Azoun para ver cómo reaccionaba.
—Si no hubiera matado a todas aquellas personas quizás el fallo sería otro —replicó el rey sin cambiar de expresión—. Debo defender la ley. Quiero que los jefes del gremio de tramperos asistan al juicio. Tienen que responder a muchas preguntas.
Vangerdahast optó por hacer una pausa al comprender que el rey estaba furioso. Era muy poco habitual que Azoun se comportara como lo hacía ahora, pero, desde luego, tampoco los últimos días habían sido muy normales.
—Tal vez convendría cambiar la hora de la reunión con el enviado zhentarim —propuso Vangerdahast, en la esperanza de que su amigo entendiera el motivo de la sugerencia.
Azoun frunció el entrecejo al tiempo que dirigía una mirada feroz al hechicero. La expresión de enojo resultó tan pasajera como un nubarrón solitario en una brillante tarde de verano. Vangerdahast disimuló un suspiro de alivio.
—No será necesario —respondió Azoun, cruzando las manos delante del pecho—. Además, si no convenzo a los hombres de Los Valles de que debemos salir dentro de unos diez días, los tuiganos conquistarán la mayor parte de Thesk. Si eso ocurre, más nos valdrá aceptar la recomendación de lord Mourngrym y esperar a que los bárbaros se presenten ante nuestra puerta.
Vangerdahast rogó para que el rey pudiera olvidarse de las preocupaciones el tiempo suficiente para hablar con el enviado.
—¿Traigo hasta aquí a nuestro visitante de Zhentil Keep? —preguntó el hechicero, dispuesto a marcharse.
—No —contestó el rey, mientras abría la puerta del estudio—. Hojearé un par de libros a ver si se me despeja la cabeza. Cuando llegue el enviado llévalo a la sala del trono.
—Nunca recibes a un simple emisario en la sala del trono —señaló Vangerdahast, intrigado.
—Sin duda el emisario lo sabe y espera un recibimiento más sencillo —le explicó el rey, con una sonrisa picara que sorprendió al mago—. Creo que nos conviene mantenerlo un poco desorientado. ¿Tú qué opinas?
El hechicero real respondió a la sonrisa del rey con otra cargada de malicia. Se despidió de Azoun con una reverencia y se marchó de prisa, mucho más tranquilo por el estado del monarca. Ahora su mente se concentraba en la estrategia de su señor y amigo.
Azoun entró en el estudio. Sin perder ni un segundo ocupó su escritorio y redactó una carta para Torg, el rey de los enanos, en la que le informaba de los preparativos de la cruzada. Hecho esto, el soberano abrió el grueso volumen encuadernado en cuero que tenía sobre la mesa. Durante un rato, leyó y releyó las páginas correspondientes a la historia de los «días negros» bajo el reinado de Salember, el príncipe rebelde. Los habitantes de Cormyr y, en particular, los de Suzail se mostraban firmes partidarios de la cruzada. A pesar de esto, Azoun se preguntó —como había hecho durante casi toda la noche— si era verdad o no que el pueblo consideraba sus planes como algo en beneficio de todos.
El rey sabía que la historia lo recordaría como el siguiente traidor de Cormyr si el atentado de Bors era una expresión acertada de los sentimientos verdaderos de los súbditos sobre la cruzada, su cruzada. La opinión de sus futuros descendientes preocupaba a Azoun más de la cuenta, así que, antes de ir a la sala del trono para encontrarse con el emisario zhentarim, pensó en un plan que le permitiría averiguar qué pensaba de verdad la gente sobre la cruzada y enterarse de cualquier complot urdido por los tramperos.
Tendría que esperar hasta la noche siguiente para aplicarlo, porque primero necesitaba tiempo para hacerse un disfraz adecuado.
* * *
El chambelán, vestido con sus mejores galas, entró en la sala del trono. Avanzó con paso pomposo hasta el centro de la gran sala y saludó a la figura sentada en el solio, al otro extremo. Después de unos momentos de silencio, que al enviado zhentarim debieron de parecerle una hora, el chambelán golpeó con fuerza la contera dorada de su bastón contra el mármol pulido del suelo.
—Su alteza, con vuestro permiso os presento a Lythrana Dargor, enviada especial del lord Chess de Zhentil Keep.
La introducción se escuchó en toda la sala, y el eco resonó en el suelo y las hermosas vidrieras emplomadas, hasta perderse en los valiosos tapices que cubrían casi todas las paredes. La enviada especial Dargor esperó pacientemente, a pesar de que en Zhentil Keep le habían dicho que el encuentro con Azoun IV sería sin ceremonias.
En el trono, el rey daba golpes con la punta del pie, contando en silencio los segundos que dejaría pasar antes de permitir que se acercara la enviada zhentarim. Se acomodó mejor en el asiento y se entretuvo acomodando los pliegues de la capa púrpura. A su lado se encontraba Vangerdahast, resplandeciente con su túnica más adornada. Aunque ocultaba el cansancio tan bien como Azoun, cualquier observador atento habría visto sus ojos inyectados en sangre y la palidez en las mejillas.
Al cabo de un par de minutos, que Azoun supuso que debían de haberle parecido una eternidad a la dignataria visitante, el rey se irguió en el trono y ordenó al chambelán:
—Permitidle que se adelante, gran chambelán.
El chambelán hizo otra reverencia y se volvió hacia Lythrana. La mujer se arregló la camisa gris, y apartó con un gesto de irritación un mechón suelto de pelo negro azabache, antes de caminar hacia el trono. El ruido que hacían los tacones altos de sus botas con cada paso resonaron como martillazos, acompañados por el rumor del roce del vestido negro de cuello alto contra el suelo.
—Es un placer para mí poder encontrarme por fin con su alteza —manifestó Lythrana con una voz baja y sibilante.
—Nos complace que Zhentil Keep envíe a una embajadora de tanta fama a discutir las necesidades de Faerun —respondió el rey. Aunque Vangerdahast se rió para sus adentros al escuchar que Azoun utilizaba el «nos» real, algo que sólo hacía muy de vez en cuando, sabía que las palabras de elogio a la enviada zhentarim eran sinceras. La reputación de Lythrana Dargor como una negociadora dura y astuta era bien conocida en todos los países de las riberas del Interior.
—En mi viaje desde el Keep —dijo Lythrana, que correspondió al cumplido del rey con una leve sonrisa—, me enteré del reciente atentado contra vuestra persona. Lord Chess sin duda desearía que os hiciera llegar su preocupación y sus esperanzas de que no hayáis sufrido ningún daño.
—¿No habéis tenido conocimiento previo del intento? —intervino Vangerdahast, con un tono cargado de sarcasmo.
—Es lógico que los muy capaces consejeros del rey —saludó al hechicero con una inclinación de cabeza— sospechen de Zhentil Keep en este asunto —contestó la enviada, que levantó las manos con los dedos bien abiertos en señal de paz—. No ocultamos los métodos que empleamos para resolver nuestros problemas, o los dioses que adoramos. —La hermosa mujer apartó los rizos que le caían sobre los ojos. En la frente tenía tatuado un círculo negro con una calavera blanca en el centro, el símbolo de Cyric, dios de la muerte, la mentira y el asesinato.
—Apreciamos vuestra sinceridad —repuso Azoun con frialdad. Una vez más Lythrana asintió mientras dejaba que el pelo volviera a ocultar el símbolo de su dios.
—Ya que hablamos con toda franqueza, me tomaré la libertad de preguntar a vuestra alteza: ¿por qué no se invitó al Zhentil Keep a la reunión general que mantuvisteis con vuestros nobles, los sembianos, y los señores de Los Valles?
Vangerdahast se balanceó sobre los pies, de pronto molesto por la brusquedad de la discusión. El hechicero miró al rey y se sorprendió un poco al ver que Azoun no parecía inmutarse.
—Los demás no estaban preparados para discutir los planes para una guerra en el extranjero delante de una representación zhentarim —afirmó Azoun sin vacilar—. Si hubierais estado presentes en la reunión, quizá no habría obtenido la cooperación de los demás políticos. No obstante, el hecho de no haber sido invitados no os impidió espiar la conferencia.
Lythrana observó al rey por un instante, extrañada por la franqueza. Escogió pasar por alto la acusación, lo que significó un reconocimiento tácito de la culpabilidad de Zhentil Keep.
—Deduzco de vuestro comentario —contestó, por fin— que la cruzada está recibiendo el apoyo que se merece.
—Se lo comuniqué a lord Chess en la carta donde le pedía el envío de un representante.
Después de un momento de tensión, Lythrana miró al rey una vez más. Se obligó a mostrar una expresión de calma que no sentía.
—Hace un día muy bonito, su alteza, y tengo entendido que disponéis de unos magníficos cotos de caza al norte de Suzail, que están cerca. ¿No podríamos discutir el tema en un entorno menos ceremonioso?
Azoun hizo una pausa, que quizá resultó demasiado larga, para buscar la manera de rechazar cortésmente la solicitud. Se sentía muy cansado para cabalgar y, por otro lado, no le gustaba mucho la caza. Llegó a la conclusión de que Lythrana lo sabía y sólo pretendía ponerlo en un brete. En cuanto comprendió que la enviada esperaba una negativa, el rey sonrió con entusiasmo.
—Desde luego —respondió Azoun al tiempo que se volvía hacia Vangerdahast—. Por favor, ordena a los mozos que ensillen mi caballo y al montero real que organice la partida. —Después le preguntó a Lythrana, que lo miraba sin disimular la sorpresa—: ¿Halcón o sabuesos, señora Dargor?
—Sabuesos —contestó la enviada y, señalando su vestido, añadió—: Quizá mi sugerencia ha sido un tanto apresurada. No llevo el atuendo más apropiado.
—Eso no es ningún problema —replicó el rey con una sonrisa—. Encontraremos algo para que os cambiéis. —Dicho esto, Azoun envió al hechicero a que se ocupara de los preparativos—. Mientras esperamos —agregó el rey en cuanto su amigo abandonó la sala—, ¿por qué no discutimos la amenaza tuigana contra Zhentil Keep?
Lythrana Dargor comprendió que se hallaba en desventaja frente a un político mucho más hábil, por lo que aceptó la propuesta con una sonrisa y dejó que el rey de Cormyr se explayara sobre la amenaza de los bárbaros. Mientras realizaban un recorrido por el palacio, Azoun alternaba la descripción de los preparativos de la cruzada con la historia de los artefactos antiguos que encontraban a su paso.
Al cabo de una hora trasladaron la discusión al exterior, a la carretera de Suzail. A medida que la comitiva real atravesaba la ciudad, Azoun comprendió que era muy bueno para la moral de los súbditos que lo vieran sano y vigoroso después del intento de asesinato. La muchedumbre se agolpaba en las aceras para lanzar vivas al paso del monarca en su camino hacia la puerta norte.
En cuanto dejaron atrás el enjambre de tiendas que rodeaban las murallas de Suzail, el grupo puso los caballos al galope. El aire helado sacudía las capas y les hacía llorar los ojos, pero Azoun se sintió revivir. Aunque no le gustaba cazar, le encantaba la sensación de libertad que le daba montar a un brioso corcel. Por lo tanto, ajustó la capa púrpura sobre la sobreveste forrada de piel y dejó que el animal se desfogara.
Por fin, la partida puso los caballos otra vez al trote, y el encargado de la jauría se preparó para soltar a los perros. Ahora se encontraban en zona de bosques y prados, bastante lejos de las prósperas granjas cercanas a la ciudad. El rey avanzó al trote para reunirse con Lythrana.
—¿Os parece bien aquí? —preguntó cortésmente—. Supongo que en estos campos encontraremos un par de jabalíes.
Lythrana asintió. Tenía los ojos enrojecidos por el viento, pero éstos conservaban todo su brillo.
—Éste resulta un lugar tan bueno como cualquier otro —contestó.
El rey hizo una seña al montero mayor y, cogiendo la lanza que le ofrecía un joven escudero, se la dio a Lythrana; después cogió otra para él. Los ojeadores con los sabuesos se internaron en el bosque en busca de la presa. La caza comenzaría para los nobles después de que los ojeadores consiguieran llevar a campo abierto a un jabalí o a un venado. Mientras tanto, un puñado de guardias ocupó posiciones alrededor de un claro para proteger al rey.
Azoun aprovechó la espera para reanudar la discusión con Lythrana. Tal como suponía, la enviada zhentarim sabía muchas cosas de la invasión tuigana en Rashemen y Thesk. En cambio, el monarca se sorprendió al escuchar que los líderes de Zhentil Keep consideraban el ataque preventivo contra los bárbaros como una idea muy sensata, siempre y cuando la pusieran en práctica las otras naciones de Faerun.
—Si comprendéis la importancia de la cruzada —le señaló Azoun a la enviada—, también veréis la importancia de una tregua con Los Valles. Necesito las tropas de Mourngrym y los demás. No las enviarán si piensan que vosotros los atacaréis en cuanto envíen sus soldados fuera de las fronteras nacionales.
Lythrana se movió incómoda en la montura. Los pantalones de montar muy ajustados y la abrigada chaqueta de lana que le habían dado en el palacio le picaban; estaba acostumbrada al tacto de la seda y no a tejidos más burdos, aunque resultaran más prácticos.
—¿Creéis que los dirigentes de Los Valles darán por bueno cualquier pacto que firmemos?
—Desde luego —afirmó Azoun, bien erguido en la silla—, pero sólo si también aceptáis enviar tropas a Thesk como una muestra de buena fe.
—Es algo poco probable —contestó Lythrana, que se entretuvo unos momentos escarbando el suelo con la lanza mientras pensaba—. A menos que consigamos algo a cambio, aparte de la satisfacción de hacer el bien. —La mujer pronunció esta última palabra con repulsión.
—¿Qué deseáis? —le preguntó Azoun, consciente de que Lythrana ya tenía pensado el precio de la ayuda.
—La Ciudadela Oscura —replicó Lythrana—. El Keep desea que no persigáis a las patrullas de la Ciudadela Oscura.
—Ni hablar —exclamó Azoun, indignado—. La ciudadela sólo es un refugio de criminales y bergantes. Son una plaga en nuestra frontera occidental. Nunca aceptaría… —El rey vio la sonrisa de Lythrana y se interrumpió.
—No esperaríais que pidiéramos algo ridículo, como acuerdos comerciales o alimentos, ¿verdad? —dijo la enviada—. Zhentil Keep tiene un interés especial por la Ciudadela Oscura, y vuestras patrullas representan una amenaza. Si queréis que el Keep firme un pacto con Los Valles, tendréis que llegar a un compromiso con nosotros.
Un pitido agudo y muy fuerte sonó sobre el campo. Con la lanza en alto, Azoun se volvió hacia el bosquecillo que había a unos cien metros hacia el este. Esta última acción era un reflejo nacido de las batallas que había librado en la juventud y del entrenamiento en el manejo de las armas. El toque del cornetín siempre era una llamada para entrar en acción. El caballo de Lythrana se movió inquieto, y la zhentarim preparó la lanza.
—Me marcho esta noche, su alteza —manifestó la enviada—. Necesito saber vuestra respuesta ahora mismo.
La furia dominó a Azoun como una marea negra que amenazaba con ahogarlo. Él sólo deseaba luchar contra los tuiganos, salvar a Faerun, a todo el continente incluido Zhentil Keep. Sin embargo, nadie parecía darse cuenta de la importancia, de la urgencia, de su tarea.
Azoun frunció el entrecejo. No podía aceptar un trato que protegiera a los asesinos y ladrones que vivían en la Ciudadela Oscura.
Antes de que el rey pudiera dar una respuesta, el montero mayor salió del bosquecillo y cabalgó hacia el monarca. El gran caballo negro del cazador trotaba entre la hierba alta como una nave en un mar agitado. El montero sofrenó al animal a unos metros de Azoun, desmontó y saludó al rey con una reverencia.
—Los perros no han encontrado nada —informó—. ¿Desea vuestra alteza que vayamos a otro sitio?
Azoun respiró aliviado al escuchar la noticia, aunque lo disimuló ante la enviada. Frunció el entrecejo y mostró una consternación fingida.
—En esta tierra siempre abundaba la caza. Por lo que parece, los guardabosques no se preocupan de perseguir a los cazadores furtivos. —Se volvió hacia la enviada zhentarim—. Disponemos de otro coto real a unos pocos kilómetros de aquí donde sin duda encontraremos alguna pieza.
—Si a vuestra alteza no le molesta, ¿podríamos volver a la ciudad? —inquirió Lythrana—. Creo que no me di cuenta a tiempo de lo agotador que resultó el viaje.
Sólo bastó un gesto de Azoun para que los nobles, los cazadores y los soldados se pusieran en marcha. En cuestión de minutos, apenas acabaron de reunir a los perros, la comitiva real avanzaba al paso, de regreso a Suzail.
—Nunca había participado en la caza del jabalí —comentó Lythrana, que cabalgaba junto al rey—. Aunque he oído decir que estas bestias se parecen mucho a los tuiganos.
—No os comprendo.
—Enviamos exploradores… espías, si los queréis llamar así… —explicó la dignataria sin apartar la mirada del rostro del rey— a Rashemen y Thay para que nos informaran de los tuiganos. —Lythrana espoleó el caballo, que intentaba mordisquear la hierba—. Son auténticas bestias: despiadados, astutos, amorales. Al igual que los jabalíes, los señores de las estepas nunca se cansan y no desisten de la lucha hasta que el enemigo o ellos estén muertos.
—Entonces, ¿por qué no nos ayudáis contra ellos?
Lythrana vio la furia en los castaños ojos del monarca. Los nobles y los cazadores se alejaron y mantuvieron un silencio respetuoso.
—Os ayudaremos… —respondió en voz baja— después de conocer vuestra decisión sobre la Ciudadela Oscura.
Azoun tiró de las riendas para detener su cabalgadura. Los demás integrantes de la comitiva imitaron al monarca.
—Discutiremos este asunto durante la cena —gruñó Azoun, dispuesto a no dejarse presionar. Clavó las espuelas a su caballo y se alejó, primero al trote rápido, y después a todo galope. Mientras cabalgaba, el rey dejó que el aire helado disipara la furia que le oprimía el corazón. Permitió que el canto de los pájaros y la luz del sol lo calmaran.
Durante todo el camino de regreso, le dio vueltas al problema. Al principio no vio más alternativa que la de rechazar la propuesta del Keep, lo que significaba perder el apoyo de los señores de Los Valles y de las tropas que pudiera recibir de Zhentil Keep. Muchos súbditos de Azoun habían sido víctimas de las bandas de ladrones y traficantes de esclavos que tenían su base en la Ciudadela Oscura, y las quejas de los mercaderes cormytas por las actividades delictivas de los ocupantes de la poderosa ciudadela eran constantes. Azoun había hecho todo lo posible para poner coto a las acciones de los bandidos, pero la Ciudadela Oscura se encontraba fuera de las fronteras del reino y contaba con la protección de una magia muy poderosa. No tenía las fuerzas suficientes para destruir la ciudadela. Sin embargo, era consciente de que era su deber combatir contra las fuerzas del mal de la siniestra ciudadela.
A medida que transcurrían los kilómetros y se apaciguaba su ira y la repulsión a un posible trato, el rey se preguntó si era sensato oponerse de plano.
«Sirvo a mis dioses cuando lucho contra los hombres de la Ciudadela Oscura, —pensó—. Pero ¿qué es más útil para mi causa? ¿Combatir contra un mal menor como es la ciudadela o enfrentarme a algo mucho más terrible y malvado como son los tuiganos?»
La respuesta no era fácil, y cuando llegó a una conclusión no tenía muy claro si era la correcta. De hecho, cambió de opinión a la entrada de la ciudad, y otra vez mientras se preparaba para la cena con la enviada especial de Zhentil Keep.
Lythrana y Azoun cenaron en compañía de la reina Filfaeril y el hechicero real en el comedor del castillo. Una mesa de madera clara larga y pulida a espejo ocupaba el centro de la habitación. Las ventanas quedaban ocultas por las pesadas cortinas de terciopelo rojo, que se reflejaban en el suelo de roble encerado. La madera del suelo y la tela de las cortinas amortiguaban las dulces notas del arpa de Thom Reaverson, que amenizaba la velada con sus canciones.
Cenaron deprisa. Vangerdahast conversaba con la reina Filfaeril mientras que Azoun y Lythrana permanecían callados, pero por razones diferentes. El rey cormyta pensaba en el coste cada vez mayor de la cruzada. En cambio, la enviada zhentarim se preguntaba cuál sería el resultado del encuentro.
—Esto es todo, Thom —dijo Azoun en cuanto acabó la cena. Apartó el plato de fresas importadas que no había probado y llamó a un sirviente para que quitara la mesa.
—Con vuestro permiso, alteza, me retiro —anunció Vangerdahast al tiempo que se ponía de pie—. Los asuntos que debéis discutir no requieren mi presencia. —El hechicero saludó a los presentes con una reverencia y abandonó el comedor.
El criado acabó de quitar la mesa. Azoun, Filfaeril y Lythrana se quedaron solos en el gran comedor.
—Me resulta difícil creer que Vangerdahast tenga más de ochenta años —comentó Lythrana con tono ligero. Se estiró voluptuosa, otra vez muy a gusto con el ajustado vestido negro—. No aparenta más de cincuenta. Alguien me comentó en el Keep que ya aparentaba esa edad diez años atrás.
—Es un hechicero, señora Lythrana —replicó Azoun, poco interesado en el tema—. No creo que sea una sorpresa para vos que envejezca tan poco; esa práctica también es frecuente entre los magos del Keep. —El rey miró a Filfaeril, que se mostraba muy callada ante la presencia de la enviada—. Pero no estamos aquí para discutir la edad de mi consejero.
—La propuesta no ha cambiado, alteza: que la Ciudadela Oscura pueda ocuparse de sus asuntos sin que nadie los moleste durante un año.
—¿Y? —preguntó el rey.
—Firmaremos un pacto con Los Valles —contestó Lythrana, después de una pausa—. Así conseguiréis los arqueros que necesitáis para la cruzada.
—No es bastante —exclamó Azoun, con voz firme—. En estos momentos hay por lo menos cien mil tuiganos en Thesk. Quiero que las tropas de Zhentil Keep combatan codo a codo con el resto de Faerun. —La enviada se apartó un poco de la mesa. Abrió la boca, pero se tragó las palabras y se limitó a suspirar—. Vos también les tenéis miedo, Lythrana —añadió Azoun—. Lo veo en vuestros ojos cuando hablo de ellos. —El rey dejó la silla y se volvió de espaldas a la mesa.
—Desde luego que los temo —manifestó la zhentarim con la cabeza gacha—. Yo fui una de las personas que el Keep mandó a espiar a los tuiganos. —Lythrana abrió el cuello alto del vestido. Una larga cicatriz roja marcaba el hermoso hombro blanco—. Yo fui la única del grupo que escapó con vida.
—Entonces, ayudadme —pidió el rey, que se volvió para mirar a la enviada—. Concededme las tropas.
—Yo sí quiero —respondió Lythrana con voz sibilante, fijando la mirada en los ojos del rey—, pero el Keep no. A menos que reciba algo a cambio.
El monarca hizo una pausa, comprendiendo que esto era todo lo que conseguiría de la enviada, que Lythrana no podía concederle nada más. Ya tenía fijado el curso que debía seguir: después de la cacería, había llegado a la conclusión de que la razón de estado le imponía una única solución.
—Dejaremos en paz a la Ciudadela Oscura durante seis meses.
—No. Un año.
—De acuerdo, un año.
Las palabras marcaron a fuego el alma de Azoun. Era consciente de que permitía a la red maligna que conectaba a Zhentil Keep con la Ciudadela Oscura —a los zhentarim— atacar a placer a los viajeros y a las caravanas, pero no veía otra salida. Si los tuiganos llegaban a Cormyr, causarían mil veces más víctimas y sufrimientos que los bandidos de la Ciudadela Oscura en cien años. Necesitaba a los arqueros de Los Valles para impedir que ocurriera. El monarca señaló a Lythrana con un dedo tembloroso por el disgusto.
—Dejaremos en paz a la Ciudadela Oscura durante un año —declaró—, pero quiero tropas. Y, si no las consigo, o si Zhentil Keep se vuelve a entrometer en la cruzada, os prometo que reduciré a cenizas la Ciudadela Oscura.
—Desde luego —contestó Lythrana, cuando se recuperó de la sorpresa que le produjo la amenaza del rey—. Zhentil Keep quiere acabar con los tuiganos tanto como vos. —La enviada miró a la reina, que permanecía en silencio, en la otra cabecera de la mesa—. ¿Estáis tomando notas? —le preguntó con un tono donde se mezclaban el sarcasmo y la curiosidad.
—No —replicó la soberana con una sonrisa amable, sin amilanarse ante la mirada de Lythrana—. La cruzada es asunto de Azoun. —La enviada enarcó una ceja, y la reina, que no pasó por alto el detalle, añadió—: Sin embargo, si Zhentil Keep rompe la promesa y ataca a Cormyr o a Los Valles, estaré aquí para organizar un ejército contra vosotros.
Lythrana entornó los párpados hasta que quedó una rendija verde, mientras observaba a la reina con atención. Filfaeril parecía frágil con la piel tan blanca y la larga cabellera rubia, y el vaporoso vestido rosa pálido resaltaba todavía más su aire delicado. Pero, al mirarla a los ojos, la enviada zhentarim advirtió un brillo que anunciaba una dureza inesperada.
—Zhentil Keep no se toma las amenazas a la ligera —afirmó.
—Podéis estar segura, señora Dargor —le contestó el rey, apoyando las manos sobre la mesa—, que la reina Filfaeril ni yo nunca hacemos amenazas en vano. No nos gusta tratar con los adoradores de dioses malvados, pero vosotros sois el menor entre dos males.
—Zhentil Keep nunca pensó que vos nos juzgaríais como el menor entre dos males. —Lythrana se levantó. Una sonrisa falsa apareció en su rostro mientras hacía una reverencia—. Es mejor acabar esta entrevista antes de que alguno de los dos diga algo que después lamentaríamos. ¿Los documentos con los detalles del tratado estarán preparados dentro una hora? —Azoun asintió. La enviada repitió la reverencia y, antes de caminar hacia la puerta, agregó—: Os mandaré recado de las tropas que enviaremos y el lugar donde se reunirán con su majestad.
Azoun apoyó las manos sobre los hombros de Filfaeril en cuanto se apagaron los ecos de las pisadas de la enviada zhentarim. La reina frunció los labios.
—No confío en ella —manifestó la reina—, aunque supongo que el Keep no cometerá la estupidez de romper el tratado.
—Tendrán muy en cuenta que, si puedo reunir un ejército de treinta mil hombres para luchar en una guerra extranjera, la fuerza que se enfrentaría a ellos si cometen la locura de atacar a Los Valles sería diez veces mayor —dijo el rey con una sonrisa.
En aquel momento se abrió la puerta y Vangerdahast entró en el comedor. Se acercó con paso enérgico al tiempo que dirigía al rey una mirada expectante. Azoun asintió.
—¿El Keep enviará tropas? —preguntó el hechicero en cuanto llegó junto a la mesa.
—Todavía no han dicho cuántas —respondió Azoun—, pero estoy seguro de que contaré al menos con mil quinientos soldados. —Apretó el hombro de Filfaeril—. Estaremos en condiciones de enviar las primeras tropas a oriente dentro de veinte días.
Capítulo 5
La rata negra
Las saeteras eran el único lugar de entrada para la luz natural en los pisos más bajos de la torre. En consecuencia, las habitaciones situadas allí eran por lo general lugares oscuros y lóbregos incluso durante el día. Al rey Azoun no lo molestaban las sombras. En realidad agradecía la oscuridad mientras permanecía sin decir nada en la planta baja de la torre de guardia en la esquina noreste del castillo, porque las sombras ocultaban el enfado que le provocaba el soldado que tenía delante, con la casaca arrugada y las botas sin lustrar. El guardia empuñaba la espada mientras contemplaba al monarca con una expresión de burla.
—Quiero escucharlo otra vez, viejo —dijo el guardia—. ¿Qué haces aquí abajo? ¿Por qué no estás en el salón principal con el resto de las reliquias?
Azoun entrecerró los párpados y maldijo en silencio. El hombre sucio que tenía delante, iluminado por el sol del atardecer a través de la saetera, se comportaba de una forma tan aborrecible que resultaba insoportable.
—Ya os lo dije, buen hombre —contestó el rey en voz baja—. Busco al capitán de la guardia. Traigo un mensaje de su majestad—. ¿Me permitiréis entregarlo o no?
—No lo sé. —El soldado se rascó la barbilla mal afeitada—. Debo ser muy precavido con la gente que dejo entrar en el alcázar. —Esta vez se rascó con fruición un punto donde la navaja había dejado intactos los pelos de la barba.
Azoun comprendió que el guardia sencillamente quería demostrar su autoridad sobre alguien al que consideraba como un viejo inofensivo.
—Bondadoso señor —rogó—, debo proseguir mi camino. El rey se enfadará mucho si no entrego el mensaje cuanto antes.
—Está bien, pero recuerda que el sargento Connor tuvo la gentileza de dejarte pasar —le advirtió el guardia, que por fin se apartó del camino.
—Oh, sí —replicó el rey con una sonrisa, mientras miraba el rostro del soldado—. No lo olvidaré. «Haré que te degraden y te pongan una multa por molestar a uno de mis sirvientes», añadió Azoun para sí. El monarca de Cormyr hizo una reverencia y se alejó cojeando por un corredor paralelo a la muralla exterior del castillo.
El rey vestía el atuendo de los mensajeros reales: casaca negra con la insignia del dragón púrpura cosida en el pecho, pantalones de lana, capa oscura y zapatos de cuero. Llevaba una bolsa de lona y un rollo de pergamino con un sello de lacre bien visible, todo con un aspecto lo bastante legal para engañar a cualquiera.
Azoun también se había maquillado para disimular las facciones. Con la ayuda de un poco de tinte, la barba y el cabello canosos aparecían ahora blancos como la nieve, y unos cuantos toques de sombra destacaban las arrugas resaltando la palidez de la piel, con lo cual el rey parecía tener setenta años en lugar de cincuenta. Llevaba además las manos sucias para ocultar las marcas blancas en los dedos dejadas por los anillos que llevaba como soberano de Cormyr.
No era extraño que el guardia no reconociera al rey. Eran pocos los sirvientes y aun menos los súbditos que habían tenido la ocasión de ver de cerca el rostro del soberano. Además, su efigie no aparecía en ninguna de las monedas de Cormyr. Incluso sin el maquillaje, Azoun habría podido entrar en la mayoría de las tabernas de Suzail y pasar inadvertido.
Fuera como fuese, el rey no quería correr riesgos. Cada vez que deseaba moverse por la ciudad libre de la escolta personal, se ponía un disfraz y abandonaba el palacio a través de una puerta secreta ubicada cerca de la torre de la que acababa de salir. La puerta secreta la había mandado construir su tatarabuelo, Palaghard II, para ir a reunirse con sus varias amantes. Azoun nunca la había utilizado con ese propósito, pero más de una vez había agradecido la lubricidad de su antepasado cuando la puerta le permitía salir al jardín real y de allí a la ciudad sin que nadie se diera cuenta.
El rey continuó la marcha por el pasillo en penumbras y mal ventilado sin abandonar la falsa cojera, al tiempo que contaba los pasos. De pronto se detuvo y miró arriba y abajo, con el oído atento al ruido de los guardias cercanos. Después palpó la pared de piedra en busca de una hendidura en la piedra. En cuanto la encontró, se aseguró una vez más de que estaba solo y empujó la palanca oculta.
La puerta secreta se abrió con un ruido sordo. La luz del sol penetró a raudales en el corredor cuando los cuatro bloques de piedra que formaban la puerta se hundieron en el suelo y dejaron a la vista un seto alto, espeso y bien podado. Azoun entrecerró los párpados para no quedar encandilado y se apresuró a ocultarse en el seto. Sólo tardó un segundo en encontrar la palanca en la parte exterior del muro. La puerta se cerró con el ruido producido por el roce de las piedras.
—Espera un momento, Cuthbert —murmuró alguien de voz gruesa a unos pocos pasos de distancia—. Acabo de oír algo que se movía entre los arbustos junto a la muralla.
Azoun se agachó sin atreverse a respirar. Aunque la puerta secreta era mecánica, la magia casi disimulaba del todo el ruido del funcionamiento. Pero el rey no podía ocultar los ruidos de sus movimientos entre los arbustos. Una espada atravesó varias veces el espacio entre las ramas por encima de la cabeza del monarca.
—Ahí no hay nada —afirmó otra voz, sin duda la de Cuthbert—. Si lo hay, sin duda resultará ser una rata y no un hombre. Ya sabes que los castillos siempre atraen toda clase de alimañas. En una ocasión vi una rata del tamaño de…
—Me has contado la misma historia más de cincuenta veces —ío interrumpió el primero—. Sólo cumplo con mi trabajo. —Volvió a meter la espada entre los arbustos—. Tengo una obligación con el rey y pretendo hacer todo lo posible para cumplirla.
Azoun sonrió al escuchar el tono sincero en la voz del centinela. Era un cambio que agradecía después de las mal veladas amenazas del sargento Connor. «Tengo que averiguar quién es este soldado y hacerle llegar mis felicitaciones —pensó el rey—. Incluso puedo darle el puesto de Connor en el interior de la torre.»
Los guardias se alejaron después de unos instantes de silencio y media docena más de golpes de espada. Azoun escuchó el ruido de los pasos en las piedras del sendero. También oyó que uno de los soldados decía: «Supongo que te presentarás voluntario a la cruzada del rey». El otro debió de asentir o ya estaba demasiado lejos, porque Azoun nunca supo la respuesta.
Con el mayor de los sigilos, el rey se quitó la capa y la casaca. Vació la bolsa de lona donde llevaba una capa vulgar y una vieja casaca descolorida. El atuendo de los mensajeros reales le había servido para salir del alcázar sin demasiados problemas, pero era consciente de que nunca conseguiría una respuesta sincera de la gente si se presentaba como un miembro de la corte.
Y respuestas sinceras era lo que Azoun deseaba más que nada en los días posteriores al intento de asesinato. Desde luego, a Vangerdahast le había parecido normal que uno de los súbditos hubiera atentado contra la vida del monarca, impulsado por el descontento con la cruzada que proponía. En cambio, para Azoun todo el tema era mucho más preocupante.
El rey cormyta nunca había dudado que su deber era reunir a las fuerzas occidentales alrededor de su estandarte para detener a Yamun Khahan y a los bárbaros antes de que pudiesen destruir cualquier ciudad del oeste. El monarca consideraba que la responsabilidad de defender Faerun y el propio reino era suya. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo —incluso la vida si era necesario— para impedir que la horda llegara cerca de las zonas más pobladas en las costas del Mar Interior. Quizá cometía un error al creer que el pueblo comprendería la necesidad de la guerra, y que incluso compartiría su visión de todos unidos contra los invasores. Además, se había despreocupado de las quejas de los gremios, porque los mercaderes siempre se oponían a todo aquello que pudiera significar un aumento de los impuestos y la merma de las ganancias.
El intento de asesinato había sido una demostración palpable de su error. Ahora Azoun quería averiguar si el gremio de tramperos había patrocinado el ataque. Y, si el gremio era el instigador del atentado, el rey necesitaba saber de primera mano si sus súbditos estaban intranquilos, pues no ignoraba que sería difícil reprimir una revuelta popular con muchos partidarios mientras él estaba en la cruzada. Desde luego, Filfaeril asumiría el mando de las fuerzas leales, pero el rey no quería facilitar el camino a una revuelta cerrando los ojos a la realidad.
«Los informes nunca me informarán ni de la mitad de lo que puedo averiguar por mi cuenta», murmuró al tiempo que guardaba las vestimentas de mensajero en la bolsa y la ocultaba entre los arbustos. A continuación, se abrió paso entre el seto con la mayor discreción.
—¡Eh, tú! —gritó alguien—. ¡Apártate del seto! ¡No vas a usar el jardín real de retrete!
Azoun enrojeció de vergüenza y se volvió. Le había llamado la atención el jardinero real, un hombre delgado y colérico, que lo amenazaba con un rastrillo. «Adiós sigilo», pensó el rey. Extendió las manos mientras se disculpaba con el jardinero.
—Os pido disculpas, buen hombre. Dejé caer una moneda y rodó hasta el seto.
Las personas que paseaban se detuvieron a mirar al jardinero furioso y al anciano con el rostro rojo al que reprendía. El jardín real estaba abierto al público durante el día, aunque eran pocos los que paseaban por la parte noreste, que era la menos atractiva de todas. Sin embargo, había gente suficiente para que Azoun se sintiera nervioso. Si aparecían los guardias quizá lo detendrían para interrogarlo. El rey se estremeció de vergüenza al pensar en las explicaciones que tendría que dar al capitán de la guardia sobre los motivos para estar oculto entre los arbustos, vestido como un pobre.
—Mis disculpas, señor —dijo el monarca, que se ajustó la capa sobre los hombros y echó a andar con paso enérgico por el sendero que conducía a la entrada del jardín.
—¡Y no vuelvas por aquí! —le gritó el jardinero, lanzando el rastrillo al suelo. Algunas de las personas presentes soltaron una carcajada, pero la mayoría se limitó a sacudir la cabeza y volvió a ocuparse de lo suyo.
Azoun no tardó en salir del jardín real, y encaró por la calle de tierra que atravesaba el barrio donde vivían las familias nobles de Suzail. A diferencia de las demás calles de la ciudad, en ésta no se acumulaba la basura. Los nobles pagaban a unos trabajadores para que se llevaran la basura, de la misma manera que contrataban a otros para que alisaran los surcos que abrían los carros los días de lluvia. Era probablemente la mejor calle de todo el reino, y las viejas familias terratenientes —como la de los Wyvernspur— no dejaban que cualquiera transitara por allí.
Por esta razón, Azoun se sorprendió al ver un nutrido grupo de personas comunes que seguían a un hombre que, a primera vista, tenía el aspecto de un clérigo. Veinte personas, la mayoría vestidas con prendas sucias y andrajosas, casi le pisaban los talones al clérigo. Los hombres y mujeres del fondo estiraban el cuello mientras caminaban, en un esfuerzo por no perder ni una sola de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sin embargo, el grupo no tardó en detenerse, y el clérigo alzó las manos por encima de la cabeza.
—Amigos, soy portador de un mensaje de la dama Tymora, diosa de la fortuna, patrona de los aventureros y los guerreros —anunció el hombre mientras Azoun se acercaba a la multitud, con la precaución de sujetar bien la pequeña bolsa de tela que colgaba de su cinturón. Los ladrones y carteristas abundaban en grupos como éstos, y no estaba dispuesto a que nadie le robara las monedas de plata. El clérigo añadió con una amplia sonrisa—: Os he traído hasta aquí para que veáis lo que puede dar la buena fortuna. —Señaló la hermosa residencia de tres pisos de la familia Wyvernspur—. Esas personas han sido agraciadas. —La multitud murmuró su aprobación. El clérigo se volvió para señalar a los seguidores—. ¿Son ellas mejores que vosotros? —preguntó, subiendo un poco el tono—. ¿Son personas más valiosas que vosotros?
—¡No! —gritó alguien.
—¡Desde luego que no! —añadió un hombre con voz de trueno muy cerca de Azoun.
—¡Ni siquiera han trabajado para conseguir lo que poseen! —afirmó una mujer. Otro murmullo corrió entre la multitud, esta vez con un tono de ira.
—¡En eso estáis equivocados! —declaró el clérigo, señalando a la mujer. Una vez más, su voz sonó más fuerte—. Las personas que viven en esta calle, incluso la realeza que mora en el gran palacio —alzó las manos y apuntó al palacio al otro lado del jardín—, han pagado por lo que tienen. ¿Lo sabíais?
—No —murmuraron unos cuantos.
—¿Alguno de vosotros sabe cómo? —preguntó el clérigo con voz tonante mientras unía las manos delante del pecho.
—¡No! —gritó una mayoría—. ¡Decidnos cómo!
Otra sonrisa cálida iluminó el rostro del clérigo, que se apartó el pelo de la frente para enjugarse el sudor.
—Sí —respondió en voz baja—. Os lo diré.
Azoun notó la rabia sorda que crecía en su pecho al ver cómo el clérigo manipulaba a la multitud. Lo había visto hacer en las corridas de toros en el sur, donde los toreros jugaban con los toros obligando a las bestias a bailar como si fueran osos amaestrados. Pero el rey no tenía derecho a enfadarse; él también había empleado las mismas técnicas de la retórica en el discurso delante del pueblo reunido en el jardín real. Azoun aprovechó la pausa que hacía el clérigo, a la espera de que creciera la expectativa, para observarlo con atención.
El cabello del clérigo era de un color castaño tan oscuro que parecía negro, y lo llevaba peinado hacia atrás, lo que resaltaba la frente despejada. Tenía los ojos azules y las cejas espesas. Lo que más llamaba la atención era la boca, dotada de una expresividad sorprendente. Con sólo un movimiento de los labios, el clérigo transmitía más que la mayoría de las personas con todo el cuerpo. Azoun pensó que la lengua probablemente era dorada y sin duda bífida.
Todo lo demás quedaba oculto por la gruesa sotana marrón, muy limpia e incluso lavada hacía poco. Este hecho ya era suficiente para que el clérigo resaltara entre la multitud de campesinos sucios que lo rodeaban. Llevaba colgado al cuello un pequeño disco de plata, el símbolo de su devoción a la diosa de la fortuna. Como el clérigo miraba hacia el oeste, el sol de la tarde arrancaba destellos del disco que cegaban los ojos de los espectadores. El clérigo acabó de enjugarse la frente.
—Estas personas han ganado el favor de la diosa de la fortuna porque se ayudaron a sí mismos, tomaron en sus manos el control de sus destinos. —Le hizo un gesto a un muchacho que estaba entre los presentes, que se adelantó cargado con una caja de madera pequeña.
—Pero ¿qué podemos hacer nosotros? —preguntó una vieja de aspecto patético. Levantó los brazos huesudos hacia el clérigo, y la informe túnica gris que llevaba se agitó sobre el cuerpo esquelético.
Sin responder a la pregunta, el clérigo cogió la caja de las manos del muchacho, la sostuvo delante de la mujer, y la abrió. En el interior, forrado de terciopelo, había una moneda de oro de gran tamaño. La moneda era sin duda un león de oro, pensó Azoun; y, como el símbolo sagrado del clérigo, reflejó los rayos del sol sobre el rostro de la vieja. Esta vez la muchedumbre gritó admirada.
El espectáculo había atraído la atención de los sirvientes de la casa Wyvernspur, que ahora ocupaban la acera delante de la mansión, y unas cuantas damas y caballeros nobles espiaban desde las ventanas. Azoun comprendió que no tardaría mucho en aparecer un grupo de guardias para poner fin a la actuación del clérigo.
—La diosa Tymora visita los Reinos de vez en cuando, y la última vez que estuvo en este continente la diosa de la fortuna bendijo esta moneda para nuestro templo.
El clérigo cogió el león de oro y lo lanzó al aire con un golpe del pulgar. La moneda subió y después se quedó flotando en el vacío. Todos los presentes —la multitud, los sirvientes, los nobles, incluso el rey Azoun— miraron embobados la moneda que oscilaba por encima de sus cabezas.
—Aceptadla en vuestras vidas, y Tymora os bendecirá —añadió el clérigo dirigiéndose al mar de rostros que miraban hacia el cielo—. Pero sólo si estáis dispuestos a demostrar vuestra valía, sólo si os aventuráis por el camino de los fieles.
Algunos de los presentes maldijeron por lo bajo y dejaron de mirar la moneda. Un joven rubio que se encontraba casi junto al rey comentó que ahora les pedirían limosna. Unos cuantos optaron por marcharse. El clérigo no se desanimó.
—Sí —respondió al comentario del joven—. Una de las maneras de probar que vuestros corazones están dispuestos a aceptar a la diosa es donar dinero para su iglesia. —Unos cuantos asintieron al ver confirmadas sus sospechosas y dieron media vuelta. El clérigo prosiguió con el discurso—: Lo que Tymora desea realmente de vosotros es un compromiso con la aventura, la promesa de confiar en la suerte y la voluntad de forjar vuestro propio destino. —El orador hizo una pausa y miró a los ojos de la docena de personas que quedaban delante de él. Mientras miraba al rey dijo—: Tymora desea que participéis en la cruzada.
El anuncio golpeó a Azoun como el canto de una espada blandida por un gigante de fuego; le dio vueltas la cabeza y, por un instante, perdió la visión. Cuando el rey volvió a ver, el clérigo miraba a otros integrantes del grupo. El hombre de cabellos oscuros seguía hablando de la cruzada y de las recompensas que recibirían de Tymora si confiaban en ella lo suficiente para enfrentarse a los bárbaros. El rey ya no le prestaba atención.
Azoun intentaba reconciliar su reacción inicial ante el clérigo con el mensaje que predicaba. De alguna manera, la llamada a las armas en boca del orador hábil, un manipulador de las palabras como aquel adorador de Tymora, sonaba como algo burdo. No obstante, no podía dudar de la efectividad porque, cuando volvió a mirar al sacerdote, lo vio rodeado de media docena de hombres muy interesados en seguir sus consejos.
Antes de que el rey pudiera hablar con el clérigo, apareció una patrulla de seis guardias que marchaban en formación por la calle en dirección este. Sin vacilar, Azoun se dirigió hacia el oeste. Los soldados no prestaron atención al viejo cubierto con una capa andrajosa y fueron directamente al encuentro del clérigo y su público. Desde las ventanas, los nobles gritaron vivas y palabras de apoyo a los soldados.
Azoun recorrió unos cincuenta metros antes de volverse para ver qué pasaba. Vio al clérigo conversando amablemente con uno de los guardias. El adorador de Tymora presentó a los nuevos reclutas a los soldados y después extendió la mano abierta con la palma hacia arriba. El león de oro dejó de girar y cayó suavemente sobre la mano que lo esperaba. El rey sacudió la cabeza mientras reanudaba su camino hacia los muelles.
El monarca se paseó durante más de dos horas por las calles de Suzail sin perder la dirección que lo llevaría hasta La rata negra, una taberna próxima a los muelles y el mercado. Faltaba poco para la puesta de sol y la mayoría de las tiendas estaban a punto de cerrar. Algunos tenderos se apresuraban a recoger los toldos y a colocar los pesados postigones de madera que protegían los escaparates durante la noche. Otros comerciantes —incluidos los panaderos, carniceros y verduleros— seguían en la puerta de sus tiendas anunciando los productos a voz en cuello, intentando vender lo que les quedaba de productos frescos antes de cerrar.
Azoun caminó hasta una panadería y se apoyó en la esquina del edificio como si quisiera descansar. El hombre de barba blanca que llevaba el negocio lo miró ceñudo, pero no hizo nada para alejar al curioso. Durante unos minutos, Azoun disfrutó del olor a pan caliente que salía del local y se dedicó a mirar las idas y venidas de sus súbditos.
—Dile a tu amo que éste es el mejor pan que tengo, —oyó Azoun que le decía el panadero a una criada muy joven que había acudido a recoger el pan para su amo. La muchacha sonrió como si tuviera un acuerdo con el panadero y se alejó a la carrera. Al cabo de unos instantes apareció otra muchacha con la blusa escotada de una sirvienta. El panadero le hizo la misma recomendación que a la otra dienta. Al otro lado de la callejuela adoquinada había un taller donde fabricaban espadas. En el momento en que la segunda muchacha pasaba junto al rey, Azoun observaba a un hombre bajo y muy delgado que, con aire decidido, se acercó al mostrador del armero y desenvolvió la espada que llevaba envuelta en unos trapos.
—¡Esta espada no está bien equilibrada! —vociferó el hombre—. Vigilaba una caravana a través de las Tierras Rocosas cuando nos atacaron los goblins. Desenvainé la espada y, al momento de utilizarla, estuve a punto de corlarme una pierna. —Al ver que el armero no le contestaba, el guerrero descargó varios golpes con el pomo contra el mostrador.
—Te lo advertí cuando la compraste, Yugar —dijo por fin el armero con una mirada de desprecio—. La espada es demasiado pesada para ti. Por eso no la puedes blandir correctamente.
—¡Ja! —gritó el hombre, indignado, al tiempo que recogía la espada, que era enorme—. Puedo utilizar cualquier arma que me quepa en la mano. ¡Soy Yugar el Bravo! —Esto último lo dijo como si significara algo para los posibles oyentes, pero ni uno solo de los transeúntes se dignó mirar al bravucón.
El armero dejó la piedra pómez que usaba para afilar una daga diminuta con la empuñadura enjoyada y pasó al otro lado del mostrador. Cogió a Yugar de un brazo con una mano mientras que con la otra le arrebataba la espada de dos filos.
—Si eres tan valiente, ¿por qué no te has anotado en la cruzada? —le preguntó el armero.
Yugar, sin darse por vencido, recogió una espada un poco más pequeña de las varias que tenía el armero en exposición sobre el mostrador y la blandió de una manera que Azoun consideró algo chapucera.
—Creo que lo haré —contestó Yugar—. Dicen que se puede sacar un buen dinero apuntándose como mercenario.
El rey hizo una mueca. En el recorrido por las calles de la ciudad había escuchado a muchas personas discutiendo la cruzada. La mayoría de los comerciantes se quejaban de los nuevos impuestos creados para sufragar los costes de la expedición. Azoun sólo había escuchado a dos artesanos satisfechos con la cruzada: uno era un fabricante de armaduras y el otro un armero. Como ambos tenían mucho que ganar en una guerra, no se los podía considerar como una muestra representativa de los ciudadanos.
Azoun también había oído al pasar las opiniones de muchos guerreros como Yugar, hambrientos de dinero, y a unos pocos que pensaban en la aventura. Sin embargo, los banderines de enganche y las iglesias habían informado al mediodía que más de mil personas se habían enrolado en la cruzada. El monarca había dedicado gran parte de la mañana a escribir cartas a los nobles que habían prometido tropas, en las que les pedía que las enviaran a Suzail cuanto antes. Estaba claro que la cruzada no tardaría mucho en convertirse en realidad.
A pesar de esto, el ataque de los tramperos todavía preocupaba al rey. Y, antes de dejar a Filfaeril al mando de Cormyr, él necesitaba saber que se marchaba con la bendición de los súbditos. Eran pocos los dispuestos a hablar en profundidad sobre los gremios, aunque el intento de asesinato era objeto de multitud de comentarios y suposiciones.
Azoun esperaba que la taberna favorita de numerosos aventureros y artesanos resultara una mina de información sobre el gremio de los tramperos y del sentimiento popular ante la cruzada. Y, si no lograba saber más, al menos la visita a La rata negra le permitiría disfrutar de una noche libre de las obligaciones de la corte. Después de todo, él también había sido un buen cliente del local en la época de los Hombres del Rey.
Mientras el monarca recordaba aquellos días felices, el panadero salió del local, miró con gesto agrio al viejo curioso y recogió el toldo con gran estrépito. Azoun captó la indirecta y se marchó en dirección a los muelles.
El rey llegó a la taberna cuando el sol ya se había puesto y la luna brillaba en el cielo. Hacía mucho frío, y el aliento de Azoun formaba nubecillas delante de su rostro. De vez en cuando se veía la luz de un candil o de una vela a través de alguna ventana, pero la mayoría de las tiendas y casas estaban a oscuras. Ésto era algo habitual porque eran pocos los que se atrevían a circular de noche por las calles de cualquier ciudad de Faerun, y menos todavía en una tan grande como Suzail. El dicho popular afirmaba que sólo los criminales, los locos, los héroes y los dioses se aventuraban de noche por las calles de una ciudad. El dicho no se equivocaba.
Si bien los guardias hacían rondas por toda la ciudad, las figuras embozadas entraban y salían de los callejones, atentas al paso de los viajeros desprevenidos o los aventureros borrachos. Criaturas que nunca se mostraban a la luz del día salían de los escondrijos durante la noche para rebuscar entre los desperdicios y las basuras que la gente arrojaba a las calles desde las ventanas. Azoun llevaba una daga oculta en la bota, pero así y todo se sintió mucho más seguro en cuanto entró en La rata negra.
—¡Te lo digo por última vez, no! —gritó la camarera. Dejó la jarra de cerveza sobre la mesa más cercana a la puerta del local y le dio una sonora bofetada al cliente tuerto que la ocupaba. Un coro de risotadas resonó en la taberna. La camarera regordeta agradeció el apoyo de los parroquianos con una reverencia, un tanto exagerada para cualquier mujer con un poco de modestia a la vista de lo escaso del atuendo, y regresó a la cocina.
Azoun presenció el incidente mientras se estremecía al sentir el calor que reinaba en el interior. Hasta entonces no se había dado cuenta de la intensidad del frío exterior. El rey buscó una mesa vacía, vio unas cuantas y se decidió por una próxima a la pequeña chimenea construida en la pared norte del local. La docena larga de clientes de La rata negra observaron el paso de Azoun y después volvieron a beber y a las partidas de dados.
—¡Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por esa chica, y esto es lo que consigo! —manifestó el tuerto, a voz en cuello. Azoun advirtió que le costaba un poco pronunciar las palabras.
—Tráele la cabeza de uno de los bárbaros que el rey tiene tanto empeño en matar —le recomendó un hombre de expresión dolida desde una mesa cercana a la de Azoun—. Regálasela y será tuya.
La camarera salió de la cocina y fue directamente a la mesa de Azoun sin hacer caso de los comentarios soeces de la mayoría de los borrachos ni de la declaración de amor del tuerto. El rey, que se había acomodado junto al fuego, le pidió con mucha cortesía una cerveza. La mujer agradeció el respeto del cliente con una sonrisa.
—Esta noche la cerveza es gratis —le informó—. Uno de nuestros clientes recibió una recompensa del rey, y dejó dinero para pagar las rondas. —Volvió a sonreír, apartó de un soplido el mechón de pelo rojo que le caía sobre la frente y fue a buscar la cerveza.
—¡Ay! —suspiró una mujer delgada y morena mientras la camarera desaparecía en la cocina—. Le ha dado su amor a otro hombre, Brak. Ya nunca la conseguirás. Su sonrisa la denuncia.
Algunos de los clientes rieron al escuchar el comentario, pero el guerrero tuerto se levantó enfadado.
—¿Qué? —gruñó, señalando a Azoun—. ¿Crees que está enamorada de ese viejo? —El rey aflojó los hombros, abatido. Lo que menos le interesaba era meterse en problemas.
En aquel momento regresó la camarera con la cerveza del monarca. Dejó la jarra sobre la mesa, y después engatusó a Brack para que volviera a sentarse.
—No hay nadie más aparte de ti —bromeó al tiempo que le pellizcaba la mejilla—. Pero te querré mucho más si demuestras lo valiente que eres en la cruzada. Quizás incluso llegaré a adorarte si no regresas. —Otro coro de carcajadas celebró la salida de la muchacha. Uno de los parroquianos, vestido con una cota de mallas reluciente, se puso de pie y alzó su jarra.
—Propongo un brindis por el rey Azoun, el único rey de occidente digno de ser seguido a la batalla. ¡Larga vida al rey!
Después de las tribulaciones de los últimos días, Azoun sintió que el corazón se le llenaba de júbilo al ver que los clientes de La rata negra, hombres y mujeres, levantaban las jarras y gritaban: ¡Larga vida al rey!
Azoun siempre recordaba a su padre cuando escuchaba esta frase. A Rhigaerd le encantaba escuchar a los hombres ofrecer aquel brindis y habían sido pocos los nobles que habían desperdiciado la oportunidad de complacerlo durante su reinado. En cambio a él la frase le molestaba un poco porque muchos de los cortesanos creían que era la manera más fácil de conseguir su favor. Ya nadie la utilizaba en la corte, pero era obvio que no pasaba lo mismo en la ciudad. Además, Azoun comprendió que los súbditos brindaban por él con sinceridad y entusiasmo. Esbozó una sonrisa que quedó oculta por la barba teñida de blanco, al tiempo que repetía:
—Sí. ¡Larga vida al rey!
—Y tus malditos compañeros pagarán por sus protestas —añadió el caballero armado, que señaló con la jarra hacia la mesa más próxima a la puerta. Brak murmuró algo por lo bajo como única respuesta.
Azoun no pasó por alto la referencia a los tramperos. Sin perder un segundo se acercó a la mesa del hombre que había ofrecido el brindis.
—¿Puedo sentarme? —Al ver que el hombre asentía, Azoun se sentó en el banco desvencijado al otro lado de la mesa—. ¿A qué se debe el comentario sobre los tramperos, joven? —le preguntó en voz baja.
—Los gremios deben ser responsables de sus miembros —comentó el guerrero, después de beber un buen trago de cerveza. Miró enfadado a Brak, antes de añadir—: Es un miembro influyente del gremio de tramperos, y por lo tanto…
—El ataque al rey —lo interrumpió Azoun, al tiempo que levantaba una mano para hacerlo callar—. Así que ése es el motivo de su animosidad.
El rey observó al hombre que tenía delante antes de formular la próxima pregunta. Llegó a la conclusión de que era un mercenario. El guerrero no era mal parecido, pero la expresión obstinada del rostro cuadrado le daba un aire de pendenciero. Después de un momento, Azoun cambió de opinión. El hombre vestía con mucho esmero: la cota resplandecía como si la hubieran acabado de pulir, los pantalones de cuero y la sobreveste de seda se veían inmaculados. No, no era un mercenario, pensó el rey. Sin duda era paladín de alguna orden. Azoun se inclinó un poco sobre la mesa.
—Me llamo Balin —dijo—. Mucho gusto en conoceros… eeeh…
—Ambrosius. —El hombre tendió una mano y sujetó el antebrazo de Azoun—. Ambrosius, caballero de Tyr. —Una fugaz expresión de extrañeza apareció en su rostro mientras soltaba el brazo del rey.
Azoun hizo un esfuerzo para mostrarse impasible, aunque maldijo para sus adentros. El hombre era un paladín, un santo caballero del dios de la Justicia. No era fácil engañar a estos guerreros, y por un instante, cuando Ambrosius le había sujetado el brazo, le había parecido… El rey mostró una sonrisa débil entre la barba blanca e hizo ademán de levantarse.
—No tengáis prisa —le dijo Ambrosius en tono seco, al tiempo que sujetaba con fuerza la muñeca de Azoun—. Me gusta encontrar personas agradables con las que mantener una conversación. —Al ver que el rey vacilaba, el caballero susurró—: No hagáis una escena, buen señor. Sólo quiero saber para quién espiáis.
—Estoy aquí por un asunto del rey —contestó Azoun, que volvió a sentarse, resignado—. ¿Cómo lo habéis descubierto? ¿Tan malo es el disfraz?
Ambrosius sacó la barbilla sin dejar de mirar a Azoun con aquella expresión belicosa. Cuando respondió lo hizo con mucho sigilo.
—Vuestro brazo es demasiado musculoso para un hombre de la edad que simuláis tener —afirmó—. No me gustan los espías ni los subterfugios. Aprendí hace mucho a descubrir a gente como vos. —Hizo una pausa—. Mi brindis al rey fue sincero. ¿Qué quiere saber su alteza?
—La opinión del pueblo sobre la cruzada —manifestó Azoun—. Y la postura del gremio de cazadores respecto al rey.
—El primer punto es sencillo de averiguar —aseguró Ambrosius, que recibió con una sonora carcajada las palabras del monarca—. Hay centenares de súbditos leales al rey… incluido el que habla… que se han alistado en la cruzada. —El paladín se columpió en la silla—. El segundo es mucho más complejo. —El caballero de Tyr se rascó la barbilla y sonrió de buen ánimo—. Pero, una vez más, hay un camino sencillo para saber la verdad. —Se volvió hacia Brak y lo interrogó abiertamente—. ¡Eh, trampero! Este hombre quiere saber cuál es la postura de tu gremio ante el rey.
Se acallaron las conversaciones en el bar mientras Brak miraba al paladín y al rey como un cíclope rabioso.
—No respondo a las preguntas de gente como tú, Ambrosius —replicó el trampero con voz de borracho.
La razón resultaba obvia para todos los presentes en La rata negra enterados de que Ambrosius era un paladín. Estos santos caballeros, debido a la devoción a sus dioses, algunas veces gozaban del poder de descubrir la maldad en los corazones ajenos.
—No tienes por qué tener miedo a responder a menos que los tramperos estén coaligados en contra del rey —anunció Ambrosius. Ahora, el silencio era total, y todos miraban a Brak, que se movió incómodo en la silla—. Más te vale responder cuanto antes —añadió el paladín, después de echar una ojeada a los parroquianos—. Al parecer somos muchos los que nos preguntamos en qué está metido tu gremio. —La tensión aumentó en el bar. Brak bebió un trago de cerveza y se quitó la espuma de los labios con el dorso de la callosa mano.
—El gremio de los tramperos no tuvo nada que ver con el ataque al rey —afirmó. Sostuvo la mirada de Ambrosius con el único ojo—. Pero no ocultamos a nadie nuestra oposición a la cruzada.
Ambrosius no hizo ningún comentario mientras regresaba a la mesa. La mayoría de los clientes de La rata negra se ocuparon otra vez de sus asuntos, aunque algunos no dejaron de mirar al trampero y al paladín.
—Podríais haber formulado la pregunta sin descubrirme como un hombre del rey —se quejó Azoun a Ambrosius, en cuanto éste se sentó.
—Como os dije antes, no me agradan los espías. Se consigue más preguntando abiertamente.
—Debo entender que el trampero dijo la verdad.
—Desde luego —contestó Ambrosius—. Brak me conoce bien. No se atrevería a mentirme.
El rey conversó con el paladín durante un rato. Cuando acabó de beber la cerveza negra, fuerte y espesa, se despidió de Ambrosius y se dirigió hacia la salida. Brak frunció el entrecejo al ver pasar al monarca, pero el trampero borracho se vio envuelto casi de inmediato en una animada discusión sobre los tuiganos. Azoun oyó que alguien comentaba: «¡No podemos perder con el respaldo de todos los ejércitos de Faerun!». El rey rogó para sus adentros que el hombre no se equivocara, y se alejó en la oscuridad de la noche helada.
«Es el último coletazo del invierno», se dijo Azoun, ajustándose la capa sobre los hombros. Esto significaba que los tuiganos no tardarían nada en reanudar el avance sobre Thay, si es que ya no lo habían hecho. Los ejércitos de Faerun debían reunirse cuanto antes.
Además, por lo que se había enterado aquel día, estaba seguro de que no había riesgos en seguir con los planes. El pueblo de Suzail apoyaba la cruzada a pesar de la inquietud de unos pocos gremios. Los comerciantes protestaban por los impuestos, pero el rey sabía que esto era ya algo habitual entre ellos. Lo más importante era la certeza de que el trampero que había intentado asesinarlo había actuado por cuenta propia.
El viento helado lo hizo temblar y, al arrebujarse un poco más en la capa, la rotosa prenda acabó por descoserse del todo. Miró la tela desgarrada con una sonrisa.
Cuando estaba de buen humor, el padre de Azoun calificaba el interés del hijo por el teatro y los disfraces como una pérdida de tiempo. En las ocasiones en que los halcones no se comportaban en las cacerías como se esperaba, o los nobles se mostraban revoltosos, el rey Rhigaerd II solía escoger otros calificativos más duros para las aficiones del hijo. Ahora, mientras caminaba por la calles de Suzail, el rey de Cormyr agradeció a los dioses haber escogido La rata negra para su visita. Sonrió, convencido de que su afición a los disfraces le había sido muy útil.
Capítulo 6
La mano de la diosa
Azoun se acomodó en el sillón y relajó los músculos. Era la primera vez en veinte días que podía disfrutar de este placer.
—Un día que se va y muchos más quedan, ¿eh, Thom? —comentó el rey, con aire ausente.
El bardo estaba sentado delante de una mesa con patas de acero, muy ocupado en redactar sus notas para los anales de la cruzada. Acabó de escribir una frase antes de mirar al monarca y asentir.
—Cuando lleguemos a nuestro destino —comentó—, tendré acabado el capítulo de la organización de la cruzada.
—Confiemos en que las batallas no resulten más difíciles que la tarea de reclutar las tropas —replicó Azoun con la cabeza apoyada contra el tabique del camarote.
Thom Reaverson no respondió; era obvio que Azoun no esperaba una respuesta. Al cabo de un par de minutos, el rey se quedó dormido, acunado por el suave balanceo de la carraca cormyta que surcaba las aguas del Lago de los Dragones. El bardo escuchó por unos instantes los crujidos de la nave y las voces de los marineros atareados en la cubierta. Después volvió a su trabajo.
Thom mojó la pluma en un vaso de agua y a continuación la frotó contra una pastilla de tinta seca. Repasó el último párrafo antes de continuar con el relato de los veintiún días transcurridos entre el intento de asesinato y la partida de la nave real hacia oriente.
El tributo de leva impuesto por el rey Azoun a los nobles cormytas lo proveyó con casi diez mil soldados y el dinero para pagar a otros dos mil. Aunque nadie lo esperaba, muchos de los nobles decidieron acompañar al rey, y Azoun se encontró con una numerosa tropa de caballería para encabezar los ataques. Sin duda estos nobles comprendían la importancia de la causa.
Thom releyó la última frase y estuvo a punto de tacharla. En su papel de historiador oficial de la cruzada, no le correspondía dar opiniones. Lo pensó un poco más, y decidió dejarla. No había otro motivo para justificar la decisión de los nobles de unirse a la cruzada. Por lo tanto, razonó que la frase no era sólo su opinión, y continuó.
Sumadas a las tropas que el rey Azoun había sacado del ejército real y los voluntarios de Suzail, Cormyr había aportado a la causa un total de doce mil valientes arqueros, caballeros y soldados. Las tropas fueron organizadas en un único ejército al mando del rey Azoun IV de Cormyr, junto con los soldados reclutados en otras partes de Faerun.
Thom se desperezó; con una mano sucia de tinta, se tapó la boca para disimular un bostezo. Cerró los ojos por un momento antes de dedicarse a buscar entre los papeles dispersos sobre la mesa. Con mucho cuidado para no manchar la página con la tinta fresca que tenía delante, cogió un trozo de pergamino oculto bajo los papeles. Echó una ojeada a la lista escrita de prisa en el pergamino y la copió en los anales.
En esta batalla se unirán a los doce mil cormytas los soldados de muchas otras partes de Faerun. La siguiente es sólo una estimación aproximada de las tropas prometidas por los aliados del rey Azoun.
Sembia dinero para 4.000 mercenarios.
Los Valles 4.000 soldados (casi todos arqueros).
Tantras 1.600 soldados.
Hillsfar 600 soldados (la mayoría de caballería).
Farallón del Cuervo 2.400 soldados.
Otras ciudades 3.400 soldados.
El bardo de cabellos oscuros le dio la vuelta al trozo de pergamino donde figuraba la relación de tropas, sumó las cifras y se apresuró a consignarla en los anales.
A estas tropas hay que añadir los dos mil enanos al mando del rey Torg, procedentes de una ciudad de las Montañas Tierra Rápida. Zhentil Keep también ha prometido mil soldados, que esperarán al ejército en el extremo norte del ramal del Este. En conjunto, los cruzados sumarán más de treinta mil hombres cuando se enfrenten a los tuiganos.
La última línea había cabido muy justo al final de la página, a pesar de que Thom escribía con una letra muy pequeña. Repasó la página acabada. No había borrones ni huellas de dedos. Sopló con suavidad la superficie del papel para secar la tinta, y dejó pasar un momento antes de añadir sus iniciales en la esquina inferior derecha. Hecho esto, el bardo cubrió la página con una hoja de papel secante y colocó las dos hojas debajo de un libro gordo y muy pesado.
Thom Reaverson recogió los papeles y guardó los recados de escribir en una caja de madera pequeña que llevaba grabado el escudo de Cormyr en la tapa. La caja y los instrumentos de escribir que guardaba eran un regalo del rey Azoun, una de las muchas recompensas dadas a Thom por aceptar la tarea de redactar las crónicas de la cruzada. El bardo se habría enfrentado gustoso a un dragón para obtener el prestigioso título de historiador de la corte, y consideraba los regalos y el oro que le había dado el rey como una muestra de la generosidad del monarca. En cualquier caso, el recado de escribir era algo especial para Thom Reaverson, porque para él simbolizaba la confianza de Azoun en su capacidad.
Después de guardar la caja y las páginas escritas en un armario, el bardo salió del camarote sin hacer ruido. Saludó a los guardias y les comunicó que el rey dormía y que no debían molestarlo. Mientras subía a la cubierta de la carraca de tres palos, Thom se cruzó con Vangerdahast, que bajaba con grandes esfuerzos la empinada escalerilla de madera. El hechicero se detuvo en cuanto vio a Thom.
—¿El rey se encuentra bien y está despierto? —preguntó Vangerdahast, con voz débil y un tanto forzada.
Thom se compadeció inmediatamente del viejo hechicero. Era evidente por el color de su rostro que Vangerdahast no estaba hecho para enfrentarse al suave vaivén del barco.
—Está bien —contestó el bardo—, pero ahora debe dormir.
—Espero que recuerde que tenemos una reunión con los generales dentro de una hora —comentó el hechicero, irritado.
—Estoy seguro de que algún criado tiene aviso de despertarlo, amo Vangerdahast —dijo Thom, sujetándose del pasamanos cuando el navío escoró con fuerza—. El descanso le sentará bien.
—Desde luego se ha mostrado infatigable durante las últimas semanas —afirmó Vangerdahast, que frunció el entrecejo ante los vaivenes. El barco cabeceó y el hechicero masculló una maldición—. Voy a acostarme un rato, Thom. Si no me presento a la reunión, envía a alguien a buscarme.
El bardo retrocedió para dejar espacio a Vangerdahast. Aunque el Welleran era uno de los navíos más grandes del Mar Interior, los camarotes y los pasillos no disponían de mucho espacio. Thom esperó a que el hechicero cerrara la puerta de su camarote para subir la escalerilla que llevaba a cubierta. Al salir al aire libre se encontró con una magnífica puesta de sol.
Algunos tripulantes cenaban dispersos por la cubierta. La cena consistía en un estofado aguachento y cerveza negra tibia. A su alrededor, otros marineros se ocupaban de sus faenas; aseguraban las velas y trepaban por los aparejos hasta las cofas de vigía. Thom se acomodó junto a la barandilla de babor para no entorpecer el paso.
Muy lejos hacia el norte se encontraba la costa de Cormyr, o quizá ya navegaban a la altura de Sembia. Docenas de naves surcaban las aguas a popa. La mayoría eran carracas de tres palos pertenecientes a la armada real. Con los grandes castillos de proa y popa, los tres mástiles y las banderas multicolores que identificaban a la nave y el puerto de origen, las carracas eran las mejores y más veloces naves de la flota cruzada. Los demás bajeles pertenecían a los mercaderes y a los mercenarios. Desde luego, ésta era sólo una pequeña parte de la inmensa flota que navegaba hacia el este. Hacía varios días que zarpaban naves de los puertos de Cormyr con rumbo a la ciudad libre de Telflamm, donde se reunirían los ejércitos.
No era de extrañar que Azoun estuviera exhausto, pensó Thom. Había preparado todo esto en cuestión de meses. Ni siquiera aquel maldito atentado en el jardín real había conseguido hacer mella en la dedicación del rey a esta empresa.
Thom no sabía que la visita secreta a La rata negra había disipado las dudas de Azoun sobre la cruzada, incluso las planteadas por el intento de asesinato. En los días siguientes a la visita secreta a la taberna y a la reunión con el enviado zhentarim, Azoun había acometido la planificación de la cruzada contra los tuiganos con más vigor y entusiasmo que nunca. Se habían organizado las líneas de abastecimiento, concentrado los ejércitos y enviado los últimos mensajes al rey Torg y a las brujas de Rashemen. Incluso había nombrado a un juez imparcial para que presidiera el juicio contra el trampero.
Tanta dedicación había dado sus frutos, y Thom los veía reflejados en la moral de los tripulantes, en el vigor de las tropas y la velocidad de las naves de abastecimiento que cruzaban el Lago de los Dragones. El bardo contempló las maniobras de un velero de un solo palo, el Sarnath, que primero se puso a la par del Welleran, para después dejarlo atrás, y mientras miraba dejó volar los pensamientos hacia las batallas que les aguardaban. Durante la hora siguiente pensó en cuál sería su parte en el conflicto. Una mano fuerte y callosa le tocó el hombro para sacarlo de su ensimismamiento.
—Es la hora de la reunión, maestro bardo —dijo una voz profunda y serena.
Thom se volvió. El interlocutor era el general Farl Bloodaxe, comandante de la infantería. El bardo conocía muy bien al soldado, porque se trataba de un invitado habitual en el palacio de Azoun. El general había adoptado una pose que resaltaba su aspecto de aventurero, con una mano apoyada en la cadera mientras que con la otra se sujetaba a un aparejo por encima de la cabeza. Los últimos rayos del sol resaltaban las sombras en la piel oscura y se reflejaban en los ojos verdes. El viento agitaba la camisa blanca holgada que vestía el general. Esta prenda, unida a las botas con hebillas de plata y los pantalones de color ante, lo hacían parecer más un pirata que un comandante de infantería. Thom sabía que no era ésta precisamente la imagen que quería transmitir el general, porque era bien conocido por su apoyo a la ley y el orden.
—Gracias por recordármelo, general —manifestó el bardo con una sonrisa sincera—. Es muy fácil olvidar el paso del tiempo cuando no se hace otra cosa que contemplar el mar, sobre todo de noche.
—Navegué mucho en mis años mozos —dijo el general soltando el aparejo para apoyarse en la barandilla. Miró las estrellas que comenzaban a verse en el cielo nocturno—. Es lo que más añoro de mis días de viajero por el mundo.
—Es una lástima que Vangerdahast no comparta vuestro entusiasmo por la navegación —señaló el bardo—. Lo vi antes de subir a cubierta, y parecía bastante enfermo.
—Es hora de irnos, Thom. —Farl miró por unos instantes el agua oscura hendida por la nave—. Ya debe de haber comenzado la reunión.
Farl Bloodaxe tenía razón. Azoun desplegaba un mapa y hablaba de la reorganización de las tropas que tendría lugar en cuanto estuvieran todas en Telflamm, cuando el general y Thom entraron en el camarote del rey en el castillo de popa. Vangerdahast, todavía un poco pálido, estaba junto a una de las ventanas abiertas, para aprovechar el aire fresco. A cada lado de la mesa se hallaban los otros dos generales de la cruzada, muy atentos a las palabras del monarca cormyta.
—En cuanto acabe la revista de la flota en Telflamm, navegaré hacia el norte a lo largo de la costa para entregar las provisiones al rey Torg y reunirme con las tropas de Zhentil Keep. —Azoun se interrumpió al advertir la presencia de Thom y Farl.
—Mis disculpas, Azoun —dijo Farl, con un tono sincero.
—Sí, mi señor —añadió Thom—. Soy el culpable del retardo. Estaba repasando las estrofas de una canción de cubierta cuando el general me recordó que la reunión ya había comenzado.
—Es típico de un bardo olvidar una reunión importante por culpa de una canción —comentó uno de los generales con voz áspera—. Considero que no sirve de nada llevarlos en una campaña. Incluso pueden llegar a ser un estorbo. Recuerdo que…
—Por favor, lord Harcourt —se apresuró a decir Azoun, para evitar que el general de caballería se embarcara en otra de sus interminables historias guerreras—. Maese Reaverson está aquí como historiador de la corte, no para entretenernos con sus canciones. Yo en vuestro lugar no lo insultaría.
Lord Harcourt, un tanto sorprendido por el reproche, se atusó el canoso bigote y murmuró una disculpa. Se acomodó la cota, incómodo al ver la mirada del rey. Azoun se preguntó si el general de caballería se quitaba alguna vez la cota de malla, porque era el único de los asistentes que vestía armadura.
—Si no aparecerás descrito como un tonto en las crónicas —señaló Farl con una carcajada—. La infamia eterna es un precio muy alto por un insulto sin importancia.
Aunque Thom y Azoun sabían que el comentario del general de infantería sólo era una broma, ambos fruncieron el entrecejo, cada uno por razones diferentes. Azoun recordó la crítica despiadada de la figura de Salember en la historia de la familia. Thom, por su parte, se sintió un tanto ofendido porque alguien pudiera sugerir que utilizaría la posición de historiador de la corte para dirimir rencores personales. El tercer general carraspeó con fuerza.
—Decía su majestad que os reuniréis con el rey de los enanos y las tropas zhentarim en el Gran Valle. —El general pelirrojo disimuló la impaciencia lo mejor que pudo. En cambio, todos captaron el odio en la voz cuando mencionó a los soldados de Zhentil Keep.
—Sí, general Elventree —replicó Azoun con frialdad—. Gracias por recordarnos nuestras obligaciones.
Lord Harcourt y Vangerdahast miraron con gesto agrio a Brunthar Elventree. A ninguno de los dos le caía bien el general al mando de los arqueros de la cruzada. El soldado pelirrojo era un hombre de Los Valles —un líder militar del Valle de la Batalla, para ser precisos— y se le había asignado este cargo en el ejército de Azoun sólo como una concesión a lord Mourngrym y los otros señores de Los Valles. El rey había acabado por reconocer, a pesar de las dudas iniciales, las ventajas de tener a un hombre de Los Valles al mando de los arqueros. El nombramiento de Elventree complacía a los señores de Los Valles, y Azoun había confiado en que daría más unidad al ejército.
Pero la designación parecía haber producido el efecto contrario. El general Elventree apenas disimulaba la antipatía hacia los otros generales, sobre todo con lord Harcourt, al que tenía por un estilista. También se había ganado el odio de Vangerdahast desde el principio al afirmar que nunca se había ganado ninguna batalla por medio de la magia. Elventree tampoco se callaba el odio hacia los zhentarim.
Azoun hacía todo lo posible para mantener al general a raya, pero lo preocupaba que la ceguera patriótica del hombre de Los Valles sólo fuese el preludio de los problemas que plantearía convertir a las tropas de los diferentes países en una unidad de combate eficaz.
El rey disipó la tensión al introducir un tema que había discutido con Thom aquella misma mañana.
—Antes de entrar en materia, caballeros —anunció con un tono sosegado—, quiero proponer que busquemos un único nombre para el ejército cruzado.
—Sí —dijo Vangerdahast desde su asiento junto a la ventana—. Un solo nombre ayudará a unirnos.
Por primera vez desde que se conocían, los tres generales estuvieron de acuerdo. Farl Bloodaxe y Brunthar Elventree asintieron, y lord Harcourt mostró su aprobación con un sonoro: «Muy bien».
—¿Alguna sugerencia? —preguntó el rey.
Después de unos segundos de silencio, lord Harcourt se atusó el bigote antes de hacer su propuesta.
—Pongo a consideración de los presentes el nombre de Caballeros de Faerun.
—Muy bien, lord Harcourt —dijo Thom, que de inmediato escribió el nombre en una tableta de arcilla—. ¿Qué hay del nombre que me habíais mencionado antes, alteza?
—La Alianza de Occidente —propuso Azoun—. O, si queréis, sencillamente la Alianza.
—No se me ocurre ningún nombre —manifestó Brunthar—. Pero prefiero «la Alianza» antes que los «Caballeros de Faerun». Al fin y al cabo —añadió con ironía—, no todos combatiremos montados a caballo.
Vangerdahast se apresuró a proponer otro nombre para evitar que lord Harcourt respondiera al comentario sarcástico del hombre de Los Valles.
—¿Qué os parece «la Confederación de los poderes occidentales»?
—Demasiado largo —opinó Fari. Echó una mirada al mapa y concluyó—: Pienso que la Alianza es el mejor.
Thom Reaverson anotó el voto a favor y también el de Vangerdahast. Sólo lord Harcourt se demoró en dar su apoyo al nombre. Azoun pensó por un momento que el viejo caballero estaba a punto de llorar al ver rechazado el nombre que había propuesto.
—Tenéis mi voto, alteza —murmuró lord Harcourt.
—Asunto concluido —exclamó Azoun, muy animado—. Ahora podemos ocuparnos de cosas más importantes. —El rey colocó un libro sobre una esquina del mapa para impedir que se enrollara y señaló el lago Ashane, también conocido como Lago de las Lágrimas—. Este es el lugar donde los tuiganos comenzaron la invasión de Ashanath.
—Y, en estos momentos —intervino Vangerdahast—, sin duda han atravesado Ashanath y se encuentran en Thesk. —Se acercó al mapa para señalar con un dedo una línea que se dirigía al oeste desde el lago—. No creo que los tuiganos hayan alcanzado la ciudad de Tammas, que está a medio camino entre el Lago de las Lágrimas y nuestro punto de desembarco. No obstante, es probable que la ciudad caiga en sus manos antes de que nosotros entremos en combate.
—¿Qué se sabe de la resistencia local? —preguntó Fari, rascándose la barbilla.
—Barrida por los tuiganos, o dedicada a escaramuzas con los hechiceros rojos de Thay —contestó Azoun. Sacudió la cabeza—. No recibiremos más tropas en cuanto dejemos atrás Telflamm.
Los presentes hicieron silencio por unos instantes, ensimismados en sus reflexiones sobre los tiempos duros que esperaban a la Alianza. El viento soplaba con rachas cada vez más violentas y llegó el momento en que Vangerdahast se vio obligado a cerrar las ventanas. Los crujidos de las maderas, los golpes metálicos de los aparejos y los gritos de la tripulación se escuchaban con toda claridad en el silencio reinante en la cabina.
—Entonces tendremos que organizar los efectivos de la mejor manera posible —dijo Brunthar Elventree—. Aprovechar al máximo lo que tenemos.
Los generales se dedicaron de inmediato a organizar el ejército y a asignar las tropas para las diferentes unidades de combate. Thom Reaverson aprovechó para tomar notas en las tabletas de arcilla. Los pergaminos y la tinta eran demasiado caros como para desperdiciarlos tomando notas, así que el bardo escribía las ideas y las informaciones importantes en las tabletas. En su momento transcribía los textos en pergamino y borraba las tabletas para utilizarlas otra vez.
La discusión duró horas a medida que se sucedían los temas; la organización de tropas, líneas de abastecimiento y posibles campos de batalla. Nadie entre los presentes se fijó en las oscilaciones cada vez más amplias de la lámpara colgada de la viga en el centro de la cabina. El aullido del viento cada vez más fuerte no conseguía apagar los crujidos de las planchas de madera. Al principio, los ruidos que anunciaban la tormenta no preocuparon al rey ni a los demás. Pero, cuando las olas azotaron las vidrieras del castillo de popa, el monarca y Vangerdahast decidieron subir a cubierta para saber qué pasaba.
Los marineros corrían de aquí para allá, y una lluvia helada empapó a Azoun en cuanto asomó la cabeza. El rey le indicó a Vangerdahast que no subiera, porque las olas barrían la cubierta. El hechicero real, todavía debilitado por los mareos, no protestó la decisión del rey. Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al castillo de popa, mientras Azoun se acercaba a la borda.
Resultaba muy difícil ver. Las nubes de tormenta tapaban la luna y la fuerza del viento apagaba los fanales. La lluvia, impulsada por el viento, caía casi paralela al mar, y las olas se alzaban por encima de la borda y caían sobre la cubierta cada vez con más fuerza. El rey se protegió el rostro lo mejor que pudo, y avanzó poco a poco hacia el puente, donde el capitán del Welleran permanecía junto al timón.
Azon no se había alejado más de tres pasos de la borda cuando un marinero chocó contra él y lo hizo caer. El joven no se detuvo para disculparse y ni siquiera lo ayudó a levantarse. Continuó corriendo hasta llegar a la borda y lanzó al agua el contenido de un cofre que cargaba con las dos manos. Azoun soltó una exclamación de asombro al ver el reflejo de la plata y el oro que caían al mar.
—¡Todo el tesoro que está en mi camarote! —gritó una voz aguda—. Lánzalo al agua. —El marinero dio media vuelta y corrió en dirección a la voz.
Una ola enorme barrió la cubierta y arrastró al rey contra la regala. Azoun se levantó tan rápido como pudo y se asió a un cabo. Se apartaba el pelo de los ojos cuando una mano fuerte se apoyó en su hombro.
—Pensé que os gustaría tener compañía aquí arriba. —Farl Bloodaxe gritaba con todas sus fuerzas para hacerse sentir por encima del fragor de la tempestad—. Me preocupó ver que Vangerdahast volvía solo.
—¿Habéis visto al capitán Merimma, Farl? —le preguntó Azoun con la mirada puesta en el puente—. Escuché su voz hace un momento.
No había acabado de hablar el rey cuando la voz aguda dio otra orden desde el puente oscurecido por la lluvia, y al cabo de un instante apareció el capitán Merimma en persona, que se tambaleaba a cada paso.
—¡A los aparejos! ¡Arriad las velas! —gritó con las manos junto a la boca a modo de bocina.
—¡Capitán Merimma! —lo llamó Azoun.
El capitán del Welleran no prestó atención a la llamada del rey, y se volvió para mirar hacia el castillo de proa.
—¡Traed todo el oro! —aulló desesperado—. ¡Arrojadlo por la borda para que Umberlee reciba su tributo!
Farl sujetó al capitán de un brazo y lo obligó a volverse de un tirón. La descarga de un rayo iluminó la escena. El capitán estaba empapado, como todos los demás en cubierta, y el uniforme se le pegaba al cuerpo. No parecía darse cuenta de la lluvia; los ojos, desencajados por el terror, estaban enfocados en una amenaza vaga y distante.
—El tributo de Umberlee —musitó.
—Que los dioses nos protejan —murmuró Farl—. ¡Antes de zarpar no han hecho una ofrenda satisfactoria a la diosa de los océanos! —Sujetó al capitán con las dos manos y lo sacudió—. ¿Es eso, no?
Merimma asintió; después se libró de las manos del soldado y corrió a proa. Azoun y Farl perdieron de vista al capitán cuando otra ola barrió la cubierta.
—¿Qué pasa, Farl?
—El capitán se mostró avaro en la ofrenda debida a Umberlee antes de la partida. Si no la aplacamos somos hombres muertos. —Azoun apenas si alcanzaba a verle el rostro, pero por el tono de la voz de Farl comprendió que estaba asustado.
—A juzgar por su mirada, yo diría que Merimma está incapacitado —opinó el monarca—. Sé que tenéis experiencia en naves como ésta, así que tomad el mando y mantenednos a flote. —Después de un segundo añadió—: Buscaré un tributo adecuado.
Sin esperar la respuesta de Farl, el rey se abrió camino hacia la escotilla. El general negro ya había comenzado a dar órdenes. Los gritos de los marineros aterrorizados y el ruido de los mástiles doblados por el viento le impedían escuchar lo que decía, pero Azoun estaba seguro de que Farl Bloodaxe conseguiría salvarlos de la tempestad. Entró en el camarote del castillo de popa, empapado y tiritando de frío.
—Hemos ofendido a Umberlee —comunicó a los demás—. El tributo a la diosa antes de que saliéramos de Suzail no fue suficiente.
Vangerdahast maldijo en voz alta. Thom Reaverson musitó una rápida plegaria a lord Oghma, patrono de los bardos, pidiendo su protección, y de paso rogó que se escribiera un relato glorioso sobre ellos. Por su parte, Brunthar Elventree imploró a Mielikki, señora de los bosques, para que le permitiera volver a contemplar los árboles del Valle de la Batalla.
—Necesitamos inmediatamente algo de gran valor —dijo lord Harcourt con un tono estoico, inclinado sobre la mesa. Una ola se estrelló contra la popa y destrozó un panel de las ventanas emplomadas—. Perdimos la nave capitana en una tempestad como ésta durante el año del Dragón. —Tironeó una de las puntas del mostacho con gesto preocupado—. Es nuestra responsabilidad como nave insignia ofrecer el sacrificio adecuado. Si no la satisface, Umberlee se llevará esta nave… y hundirá a todas las que encuentre a su paso cuando venga por nosotros.
Azoun abrió un cofre donde había un puñado de diamantes y otras gemas. Brunthar sacó las doce monedas de oro que llevaba en una bolsita de cuero sujeta al cinturón y las puso sobre la mesa. Vangerdahast y Thom hicieron lo mismo. Lord Harcourt abandonó la silla para ocupar el centro del camarote. Sacudió la cabeza al ver el oro y las gemas amontonadas sobre la mesa.
—Umberlee quiere algo que valoremos, algo importante para nosotros. Debemos…
Se interrumpió al oír el estruendo de la madera al quebrarse y de las lonas desgarradas. La voz de Farl Bloodaxe sonó por encima del caos en cubierta; los reunidos en el camarote escucharon las órdenes por encima del fragor de la tempestad. Por lo que Farl le decía a la tripulación, Azoun comprendió que uno de los mástiles estaba a punto de partirse en dos.
Azoun se pasó la mano por los cabellos empapados; después sujetó la lámpara para que dejara de bambolearse e hizo una pausa para pensar en los acontecimientos. Al otro lado de la mesa, el hechicero y el hombre de Los Valles bombardeaban a preguntas al general de caballería. Algunas veces tenían que repetir la pregunta, porque los interrumpían el viento y el agua que se colaban por el vidrio roto.
Thom Reaverson, como el rey, pensaba en silencio. Se sujetaba a la pared del camarote, donde se escuchaba con toda claridad el retumbar de las olas contra el casco. Un centenar de historias de naufragios bullían en la cabeza del bardo, que las repasaba en busca de algo que pudiera servirles en la ocasión. Entonces se le ocurrió una idea, que no era parte de una historia en particular, sino que estaba relacionada con todas ellas. Se acercó al armario, lo abrió y sacó la caja de madera labrada que contenía los recados de escribir y las páginas acabadas de los anales de la cruzada.
El bardo abandonó el camarote y Azoun fue tras él; lord Harcourt, Vangerdahast y Brunthar Elventree estaban tan inmersos en la discusión que no se dieron cuenta de su marcha. El rey encontró a Thom junto a la borda dedicado a lanzar las hojas al mar. La lluvia empapaba los pergaminos y el viento los arrastraba hasta que se depositaban sobre las olas.
—¡Thom, espera! —gritó Azoun al ver que Thom, después de lanzar la última hoja, levantaba la caja por encima de la cabeza. Un relámpago iluminó el cielo y el rey vio que Thom no estaba solo. Los marineros se apiñaban contra la borda para arrojar monedas al agua.
En el segundo de oscuridad total que siguió al destello cegador, el bardo tiró la caja. Azoun llegó a la borda en el momento en que otro rayo alcanzaba a un velero cercano. La descarga abatió uno de los mástiles y las chispas incendiaron las velas. El rey advirtió entonces que la tormenta había amontonado a la flota. Las llamas alcanzaron al otro mástil y en cuestión de segundos el velero ardía de proa a popa.
El siniestro resplandor de las llamas disipó en parte la oscuridad de la noche. El mar arbolado ofrecía un espectáculo aterrador. Azoun vio unas cuantas hojas flotando entre las olas.
—¿Por qué? —le preguntó Azoun.
Thom no respondió. Mantuvo la mirada en el lugar donde suponía que la ofrenda a Umberlee había entrado en el agua. Por fin, con una voz que apenas si se escuchaba entre los ruidos de la tormenta, le dijo al rey que mirara y le señaló las olas.
Azoun miró hacia donde señalaba Thom. Soltó una exclamación mientras se sujetaba a la borda con todas sus fuerzas.
Contra el telón de fondo del velero incendiado, se levantaba una ola de doce metros de altura. Las rompientes de la ola se extendían a izquierda y derecha, y avanzaba con una lentitud antinatural hacia el Welleran.
—¡La diosa Umberlee! ¡La mano de la diosa! —gritó un marinero a unos pasos de Azoun—. ¡Estamos perdidos!
—¡Todo el timón a estribor! —ordenó Farl Bloodaxe a voz en cuello desde algún lugar de la cubierta—. ¡Hay que escapar!
La ola descomunal continuó avanzando inexorable hacia la carraca del rey. Al cabo de unos segundos el velero en llamas desapareció de la vista. Una ráfaga de viento empujó la lluvia contra los ojos de Azoun, que se vio obligado a protegerse la cara. Cuando volvió a mirar, la ola ahorquillada, con las rompientes que no caían, se encontraba a cuarenta y cinco metros de la nave. Por un instante aumentó la altura y después cayó con un rugido estremecedor.
Los tripulantes y pasajeros se sujetaron con todas sus fuerzas para soportar el impacto de la rompiente. El desplome de la pared de agua de doce metros de altura tendría que haber provocado un oleaje tremendo, pero no fue así. La tormenta cesó bruscamente. El mar recuperó la calma, amainó el viento y muy pronto la carraca del rey sólo soportaba la lluvia.
Azoun, Thom y los tripulantes contemplaron las aguas encalmadas donde centenares de puntos de luz blanco azulado se hundían lentamente. Las luces perdían fuerza a medida que el mar se tragaba las monedas resplandecientes. Más cerca de la superficie, docenas de hojas de pergamino, retorcidas y rotas, brillaban con más intensidad. El objeto más visible era la pequeña caja de madera con el escudo de Cormyr, que todavía se mantenía a flote.
—Lo siento, mi señor —le dijo Thom Reaverson al monarca—. De todas las cosas que tengo a bordo eran las que más valoraba.
Azoun observó en silencio cómo se sumergían las páginas y la caja; las luces eran cada vez más débiles a medida que Umberlee atraía las ofrendas hacia el fondo del mar.
—Reemplazaré el regalo perdido Thom —señaló Azoun—, pero lo que no podré restituir será tu trabajo.
—Nuestro trabajo, alteza —repuso el bardo—. Los anales recogían todo lo que habéis hecho hasta el momento para organizar la cruzada. —Miró los puntos de luz cada vez más lejanos—. Quizás ésta sea la razón por la que Umberlee aceptó las páginas y la caja como la ofrenda más adecuada. En ellas se explica por qué estamos aquí.
—Creo que nos has salvado a todos —comentó Farl Bloodaxe, que en ese momento se reunió con ellos. El general le dio una palmada en la espalda a modo de felicitación.
—¿Tendremos que poner rumbo a la costa? —le preguntó el rey, con la mirada puesta en el palo mayor—. Por las órdenes que dabais supuse que el mástil estaba a punto de romperse.
—Perdimos unas cuantas velas, parte del aparejo y los mástiles han aguantado lo suyo —contestó el general de infantería—, pero pienso que la nave está en condiciones de continuar la travesía. El primer oficial está ahora mismo realizando la evaluación de los daños.
Azoun abandonó la cubierta para resguardarse de la lluvia y regresó al camarote en el castillo de popa para continuar con la discusión con los generales. Thom permaneció junto a la borda contemplando el velero incendiado que se hundía. El Welleran y la nave sembiana que los había adelantado antes recogieron a todos los náufragos.
Antes de retirarse, el bardo echó una última mirada al mar. Las luces que marcaban el sacrificio ya no se veían. Mientras contemplaba las aguas, negras como la tinta, Thom Reaverson se preguntó si el monarca o cualquiera de los demás comprendía de verdad el valor de la ofrenda. Nunca podría reconstruir aquellos textos con la misma precisión. Quizás eran su mejor trabajo, y ahora el mundo ya no lo conocería.
Entonces, Thom comprendió de pronto que los anales que escribiría a partir de ahora quizá resultarían todavía mejores. Volvió al camarote para reanudar el trabajo, convencido de que la diosa le había concedido un favor inesperado.
Capítulo 7
Sangre y truenos
Tras la tormenta provocada por la ira de Umberlee, la flota disfrutó de buen tiempo en la travesía por el Mar Interior. Los días eran soleados y el viento constante, con lo cual veleros, laúdes y carracas navegaban a buena velocidad hacia la ciudad libre de Telflamm. No obstante, cada día se planteaban nuevos problemas para la armada y los soldados, poco acostumbrados a la vida marinera.
Jan navegaba en uno de los bajeles sembianos. Al flechero le dolía la espalda desde la primera noche a bordo de la nave de casco negro y velas cuadradas. Esta mañana, como había hecho en todas las anteriores, se masajeó los hombros para aliviar los músculos agarrotados. La humedad y los trabajos pesados agravaban el malestar.
Resignado, Jan apartó la manta burda y húmeda, y se sentó. Como la mayoría de los demás a bordo del Sarnath dormía en cubierta. La escasez de espacio obligaba a los tripulantes y soldados a comer, dormir y pasar el tiempo libre en cubierta. Pero Jan era un espíritu voluntarioso, y se acomodó a la humedad omnipresente y a los dolores.
En cambio no se habituaba a la falta de intimidad. Sólo trepando a las cofas se podía escapar de los apretujamientos y el bullicio en cubierta, pero no era un sitio muy recomendable. Cuatro marineros ya habían perdido la vida como consecuencia de dar un paso en falso cuando subían por las escaleras. Para colmo, los náufragos que habían rescatado del velero hundido por un rayo durante la tormenta complicaban todavía más la situación. El Sarnath navegaba en estos momentos al máximo de carga.
—Es hora de levantarse, Mal —anunció Jan, estirando los brazos con las manos enganchadas por encima de la cabeza. Al ver que el bulto acurrucado contra el bauprés seguía roncando, el flechero lo empujó suavemente con la punta del pie.
—Déjame en paz, hijo de un cerdo sembiano —gruñó Mal. Estiró la manta para cubrirse la cabeza sin dejar de mascullar improperios.
Jan frunció el entrecejo. Mal —mejor dicho, Malmondes de Suzail, que era el nombre completo como había descubierto Jan— tenía una predisposición especial para buscarse problemas. Aunque Mal parecía un hombre de buen corazón, al flechero se le hacía un poco pesado aguantar sus innumerables prejuicios. El hecho de que Jan, Mal y el tercer compañero, Kiri, viajaran a bordo de una nave sembiana complicaba todavía más el problema. Jan empujó otra vez al soldado remolón.
—No le des excusas al contramaestre para que se meta otra vez contigo, Mal. —Mientras el bulto debajo de la manta húmeda protestaba, Jan se calzó las botas y se caló un sombrero de fieltro informe sobre los cabellos rubios sin peinar.
—¿No quiere levantarse, eh?
La voz sobresaltó a Jan, que giró la cabeza para ver a la persona que había hecho el comentario.
—No, Kiri —dijo—. La misma historia de cada mañana.
La mujer delgada y de pelo castaño le alcanzó a Jan un par de galletas duras y una pieza de fruta. El flechero recorrió con la mirada el grácil cuerpo de la joven hasta llegar al rostro, un tanto más lleno. Como de costumbre, los ojos castaños mostraban un brillo animoso, y Jan se alegró de verla. De hecho, desde un tiempo a esta parte recordaba a Kiri y su sonrisa como una manera de protegerse contra el aburrimiento y el hastío que padecían todos los que iban a bordo.
—Déjalo, Jan. Si Mal no se despierta, nos repartiremos su desayuno. —Kiri comenzó a jugar con las galletas, atenta a la reacción de Mal.
No tuvo que esperar mucho para que Mal asomara la cabeza. El soldado colocó uno de sus enormes puños delante de los ojos para protegerlos de la intensidad de la luz.
—Sólo tú podrías pensar en algo tan bajo, Kiri Matatrolls —dijo.
Mal pronunció el nombre de la mujer con todo el rencor del que fue capaz. Sabía que Kiri odiaba el apellido de la familia. No se lo había dicho a Jan ni a Mal; ellos se habían enterado por otro aventurero a bordo del Sarnath. Kiri lo había negado, pero después admitió furiosa que su padre era el famoso filibustero, Borlander el Matatrolls.
—Al menos yo tengo un apellido. Mal. Sé quién es mi padre —respondió Kiri, con un tono que no pretendía ofender.
—Ja. Muy bien dicho, Kiri —exclamó Mal, con una risotada. La mujer frunció el entrecejo, desconcertada. Su réplica no tenía nada de original. Después comprendió que Malmondes de Suzail no era muy listo.
Jan y Kiri Matatrolls sacudieron la cabeza mientras Mal se dirigía a paso lento a la cocina. Mal les agotaba la paciencia, pero parecía completamente entregado a ellos. De hecho, Jan y Kiri casi nunca conseguían estar sin su compañía más allá de unos minutos. Por lo tanto, y como no había lugar en la nave donde esconderse, la pareja aprovechaba al máximo los momentos de intimidad y aceptaban resignados la presencia del guerrero.
—Por la diosa del dolor, ¡cómo odio ese nombre! —dijo Kiri en voz baja pero con mucha pasión en cuanto Mal se alejó. Apartó de un puntapié la manta del soldado y se sentó en el bauprés.
—¿Me quieres explicar la razón? —le preguntó Jan.
Kiri suspiró y echó una ojeada antes de responder. Un tripulante sembiano fregaba la cubierta a un par de metros de la pareja, y dos que acababan de terminar el turno se disponían a acostarse junto a una escotilla.
—Con un nombre así, ¿qué…? —comenzó Kiri, pero se calló bruscamente al advertir que uno de los sembianos la miraba—. Ocúpate de tus asuntos —le dijo Kiri, y se inclinó hacia el hombre como retándolo a que le contestara. El marinero soltó una carcajada antes de darle la espalda y simular que no escuchaba.
—Continúa —le rogó Jan, que se acercó un poco más a Kiri. De todas las jóvenes que conocía, incluida la florista del mercado de Suzail, ella era la que más le interesaba. Cuantas más cosas supiera de ella, mejor.
—La gente piensa que soy una especie de asesina profesional de trolls —dijo Kiri, que respondió al interés de Jan con una sonrisa—, y la verdad es que nunca he visto un troll en toda mi vida. Creo que si me mordiera uno no sabría distinguirlo de un recaudador de impuestos.
El marinero sembiano volvió a girarse dispuesto a intervenir en la conversación de la pareja.
—¿Conocéis el chiste del recaudador de impuestos? —preguntó sin hacer caso de la mirada furiosa que le dirigió Kiri—. ¿No? Bueno, dice así: ¿cuál es la prenda más fresca de Faerun? —Nadie contestó, y el marinero acabó el chiste: —La camisa del recaudador de impuestos. Es tan fresca que no le importa que un ladrón la use cada día.
—A mí me lo contaron de otra manera —protestó Mal, de pie junto al marinero, con una expresión confusa en el rostro de huesos prominentes—. Pensaba que el chiste se refería a los molineros sembianos.
Por un momento Kiri pensó en decirle a Mal que el marinero acababa de hacer un chiste sobre el rey Azoun, porque eso provocaría casi seguro que el guerrero le diera una paliza al marinero indiscreto, pero desistió. Una pelea significaría otra bronca entre el contramaestre y Mal, algo que no beneficiaba a nadie.
—Quizá se lo contaron con los personajes cambiados, Mal. ¿Te has enterado de alguna cosa en la cocina?
—Sí, oí algunos comentarios —respondió el soldado rubio después de zamparse la galleta, que se metió entera en la boca—. Uno de los cocineros oyó decir que el capitán de la nave de Azoun, el… —Se rascó la cabeza, confuso.
—El Welleran —lo ayudó el flechero entre bocados de fruta. Miró a Mal. La rudeza de las facciones del soldado acentuaba la expresión de desconcierto.
—Sí, el Welleran. Bueno, la cuestión es que el capitán se embolsó parte del oro de la ofrenda a Umberlee antes de que la flota zarpara de Suzail. Dijeron que él fue el culpable de la tormenta.
—¿Lo juzgarán? —preguntó Kiri, apoyada contra la borda.
—No. Está muerto. —Mal se limpió la boca con la manga de la camisa de algodón—. Una ola lo lanzó por la borda durante la tormenta.
—Los dioses se llevaron lo que era suyo —sentenció Jan. Kiri asintió, y Mal se rascó el pecho a través de la camisa húmeda.
El grito de alerta de uno de los vigías interrumpió el silencio que siguió al comentario del flechero.
—¡Barco a estribor!
Los compañeros escudriñaron el mar hasta que vieron una pequeña mota cerca del horizonte. En cuestión de minutos, el Sarnath navegaba con rumbo a la mota. Jan, Kiri y Mal permanecieron sentados junto al bauprés durante un rato, mirando cómo la otra nave se hacía cada vez más grande, hasta que apareció el primer contramaestre, una mujer irascible y muy mal hablada, y los puso a trabajar.
Mal se fue a la sentina maldiciendo a los sembianos, a los hombres de Los Valles y al mundo en general. Jan no envidiaba la tarea del soldado que debía ocuparse de la limpieza, alimento y ejercicio de los caballos que viajaban en la parte más profunda del barco. Mantenían a los animales colgados con cinchas para evitar que sufrieran lesiones durante la travesía, pero el encierro los ponía muy nerviosos y ariscos. Eran muchos los días en que Mal volvía de la sentina con la marca de un mordisco o un morado consecuencia de la coz de alguno de los caballos.
Kiri se marchó alegremente a su puesto en las jarcias. La hija de Borlander Matatrolls tenía una vista excelente, así que muy a menudo servía de vigía. Aunque corría muchos más riesgos que Mal, el hacer de vigía le permitía alejarse de los apretujamientos en cubierta. En más de una ocasión había invitado a Jan a que la acompañara, pero al flechero no le hacía mucha gracia la altura.
Jan dedicaba gran parte del día a su oficio. Los generales de Azoun habían avisado a los capitanes de la armada que los artesanos, incluidos los flecheros y arqueros, debían disponer de tiempo para fabricar las armas destinadas a los cruzados. Echaba de menos la libertad de ir de aquí para allá vendiendo sus productos, y el trabajo se le hacía un tanto tedioso. No obstante, si cerraba los ojos y no hacía caso del balanceo de la nave, se hacía la ilusión de estar otra vez en la plaza del mercado. La actividad bulliciosa de los marineros y soldados, el olor salobre en el aire y los graznidos de las aves marinas que sobrevolaban la nave lo ayudaban a imaginar que el Sarnath era una prolongación del mercado de Suzail.
El flechero recordaba los días pasados en el mercado, cuando escuchó el aviso de Kiri desde lo alto de uno de los mástiles.
—Barco por la banda de estribor.
—Hazle señales —le respondió una voz desde cubierta. Jan esperó la respuesta, pero, si llegó, se confundió con los ruidos y voces en cubierta.
Jan se apresuró a dejar la saeta que estaba haciendo en la pila de las que había hecho durante la hora transcurrida desde el avistamiento de la nave. Se puso de pie y se desperezó mientras observaba la carraca a unos centenares de metros del Sarnath.
Los aparejos y cabos de la nave colgaban sueltos, y las velas estaban hechas jirones. Las gaviotas posadas en las bordas eran una indicación de que a bordo de la carraca de tres palos algo no iba bien. Durante varios minutos, los tripulantes de la nave sembiana intentaron obtener una respuesta del barco, que, por el mascarón de proa con forma de serpiente, alguien identificó como el Ouroboros, perteneciente a la flota de Turmish. Nadie a bordo del mercante respondió a los gritos y señales que hacían desde el velero sembiano.
—El Ouroboros forma parte de la armada cruzada —le dijo un marinero a Jan. El flechero frunció el entrecejo al tiempo que intentaba recordar si algún conocido suyo se había embarcado en la nave aparentemente abandonada. Un golpe en el hombro lo volvió a la realidad.
—Flechero —le ordenó la contramaestre—, acompáñame. Tengo un trabajo para ti. —Dio media vuelta y se abrió paso por la abarrotada cubierta.
Jan suspiró antes de seguir a la mujer, resignado. Desde que Kiri y él habían puesto el pie a bordo, la primera contramaestre la tenía tomada con ellos. La culpa era de Mal, que se había peleado con ella durante la primera noche de navegación. Sin embargo, sabía que era inútil discutir.
—Ayuda a bajarla —le dijo la mujer, señalando la chalupa colgada de los cabrestantes junto a la borda. Sin protestar, Jan se unió a los otros tres marineros y entre todos bajaron la chalupa y a los dos ocupantes hasta el agua.
Uno de los tripulantes de la pequeña embarcación era un marinero sembiano. El otro era un clérigo joven de pelo rubio. La sotana y el símbolo sagrado que llevaba colgado del cuello indicaban que pertenecía a la orden de Lathander, el dios del alba y la renovación.
—Os haré una señal si necesito ayuda —gritó el clérigo mientras el marinero comenzaba a remar hacia el Ouroboros.
—Debemos prepararnos para atacar si es necesario —comentó la mujer con la mano apoyada en el hombro del capitán, que se encontraba a su lado. La contramaestre señaló la carraca maltrecha—. Quizás es una trampa preparada por los piratas.
El capitán, un hombre holgazán y de mala traza, ojos grises llorosos y una barba de varios días, se limitó a asentir. Observó la nave aparentemente abandonada por un momento antes de dedicarse a quitar las motas de polvo del sucio uniforme blanco con entorchados dorados. Ésta era una escena que Jan había visto varias veces a lo largo de la travesía. Estaba claro, al menos para él, que la contramaestre era quien mandaba de verdad en el Sarnath.
—Muy bien, flechero. Ve a buscar tu arco y vuelve aquí. —La contramaestre se llevó las manos a la boca a modo de bocina y gritó—: Todos los flecheros a la banda de estribor. Traed las armas.
La orden corrió por toda la nave. Jan escuchó las protestas de los hombres y mujeres mientras buscaban sus armas. El flechero recogió el arco largo que guardaba junto a la manta que le servía de cama junto al bauprés y fue a reunirse otra vez con la contramaestre.
La atención de casi todos los que se hallaban a bordo estaba puesta en la chalupa, mientras el marinero y el clérigo se acercaban al barco de Turmish y lo abordaban. Sólo el clérigo rubio se encaramó a la cubierta de la carraca. Las gaviotas posadas en las bordas levantaron vuelo graznando furiosas en cuanto él se acercó, y comenzaron a volar en círculos por encima de las dos naves. Algunos de los arqueros intentaron abatir a los pájaros, pero la contramaestre intervino de inmediato para que dejaran de hacerlo. Además, les impuso un castigo que cumplirían durante la tarde. Jan se limitó a fruncir el entrecejo ante el desperdicio de flechas en una práctica inútil.
Al cabo de unos momentos, el clérigo apareció en la borda del Ouroboros para hacer una señal al Sarnath. «Están todos muertos»—, murmuró alguien detrás de Jan. El flechero pensaba lo mismo.
El marinero sembiano remaba ahora mucho más rápido que en el viaje de ida. Por su parte, el clérigo mantenía la cabeza gacha como si estuviese rezando.
—¿Qué? —les gritó el capitán cuandtí la chalupa estaba a un tiro de piedra—. ¿Qué habéis encontrado?
El sacerdote intentó levantarse, pero la chalupa se bamboleó con tanta violencia que estuvo a punto de caer al agua. El marinero lo sujetó por el borde de la sotana roja, y lo hizo sentar de un tirón. A juzgar por su frenético comportamiento, los dos hombres sentían pánico por lo que habían descubierto en la carraca a la deriva.
—La peste —acabó por responder el clérigo. Cogió el símbolo sagrado, un disco de madera pintado de color rosa, y lo frotó con fuerza entre las manos—. Están todos muertos.
Un coro de exclamaciones de asombro y miedo se levantó entre aquellos que escucharon las palabras del clérigo. La primera contramaestre soltó una maldición y escupió en el agua.
—Bien, capitán, está muy claro lo que debemos hacer.
—No hay ninguna duda —asintió el capitán.
Los dos hombres en la chalupa no podían oír las discusiones mantenidas en un tono normal a bordo de la nave, pero intuyeron que algo malo estaba a punto de ocurrir. Empuñaron los remos para comenzar a remar con todas sus fuerzas hacia el velero sembiano.
—Mata al marinero y al clérigo, flechero —le ordenó la contramaestre a Jan.
—No —exclamó Jan, indignado.
La mujer levantó la mano callosa como si fuese a darle un puñetazo, pero se contuvo.
—Esos hombres han estado expuestos a la peste —le explicó furiosa—. Mátalos antes de que suban a bordo, o acabaremos como el Ouroboros.
La explicación dejó helado al flechero. Miró a los dos hombres en la chalupa mientras se imaginaba la peste extendiéndose por la nave, matando a todos los que navegaban en el Sarnath. Comprendió que su vida corría peligro y también la de Kiri. Pensar que la muchacha podía morir lo angustió por encima de todo lo demás.
—¿Por qué yo? —le preguntó a la contramaestre, que lo miraba con una expresión despiadada.
—Porque tú eres un soldado cormyta y yo soy un oficial —le contestó ella con una sonrisa malévola—. Harás lo que te ordene. Además, ¿prefieres que mueran todos los cruzados que están a bordo sólo por salvar a dos hombres? No conseguirás derrotar a los tuiganos si eres tan compasivo.
Jan cerró los ojos por un momento ante de tomar una decisión. Se ajustó los guantes sin dedos negros, eligió una flecha con plumas azules de la aljaba y la colocó en el arco. El marinero en la chalupa levantó la mirada en el instante que Jan disparaba la flecha.
El sembiano se desplomó sobre el fondo de la chalupa con el corazón atravesado por el dardo. El clérigo gritó de espanto y se puso de rodillas.
—Puedo preparar un hechizo —suplicó—. No propagaré la peste.
—Es un riesgo que no podemos correr —le contestó el capitán con frialdad. Miró a Jan y chasqueó los dedos señalando la chalupa.
El flechero sintió la presión de la cuerda mientras tensaba el arco. Apuntó al corazón del clérigo y dejó volar la flecha. El adorador de Lathander intentó apartarse de la trayectoria, y la flecha, en lugar de atravesarle el corazón, se hundió en el hombro con tanta fuerza que lo hizo caer al agua. El hombre braceó desesperado por un momento antes de hundirse para siempre. El símbolo sagrado del clérigo —hecho de madera— se mantuvo a flote sólo un par de minutos, pero acabó por seguir a su dueño.
—Los ocho arqueros a mi derecha —gritó la primera contramaestre—. Buscad estopa y brea para las flechas incendiarias. Quiero ver arder al Ouroboros de proa a popa antes de que nos vayamos. —Miró otra vez al marinero muerto en la chalupa y luego se volvió hacia Jan—. Un trabajo bien hecho. Ahora sólo te falta acostumbrarte a seguir las órdenes. —Al ver que el flechero no respondía, añadió—: Esto es una guerra, no un concurso de tiro en un festival campestre.
Jan se marchó sin decir palabra. Mientras caminaba hacia proa, algunos marineros lo palmearon en la espalda y lo felicitaron por la puntería.
Apoyado en la borda junto a la base del bauprés, se preguntó por qué nadie parecía impresionado por lo que acababa de ocurrir. Después de un rato, Jan decidió que la primera contramaestre tenía razón: él había hecho su trabajo. No estaba orgulloso, pero se dedicó otra vez a la tarea de fabricar flechas, convencido de que el rey Azoun entendería que había matado para salvar la nave y ayudar a la cruzada.
* * *
El puerto de Telflamm aparecía abarrotado con naves de toda clase. Azoun, desde el puente del Welleran, calculó que había unas doscientas naves fondeadas en la rada, casi la mitad de la flota cruzada. Las embarcaciones menores iban y venían de los muelles a las naves de gran calado, llevando a los soldados y marineros a tierra. Los muelles estaban ocupados en toda su extensión por carracas y veleros, y los estibadores se apresuraban a descargarlos. Cajones de alimentos y armas, caballos y ganado en pie, incluso piezas de forjas desmontables y carretones cubrían las explanadas de los muelles de Telflamm.
—Estamos listos para zarpar, su alteza.
—Entonces en marcha —le dijo Azoun a Farl Bloodaxe—. ¿Llegaremos al campamento de Torg antes del anochecer?
—No conozco muy bien estas aguas —respondió el general, con un encogimiento de hombros—. Diría que antes del amanecer de mañana. —El hombre moreno se protegió los ojos con las manos y miró hacia el sol, que ahora se encontraba muy alto por el este, encima de las cúpulas de los templos y edificios públicos de Telflamm—. Sí, mañana al amanecer.
—El rey Torg nos espera —comentó Azoun, con un tono alegre. Indicó con un gesto a Farl que diera las órdenes pertinentes. Levaron anclas en cuestión de minutos, y el Welleran, escoltado por otras dos carracas, puso rumbo al norte a lo largo de la costa del ramal del Este.
Azoun echó una última mirada a Telflamm; después fue a dar un paseo por la nave. Por primera vez desde que la carraca había abandonado Suzail —poco más de un mes antes— se había aplacado el bullicio a bordo del Welleran. Habían desembarcado las tropas de las tres carracas para hacer lugar a los suministros extras. Las provisiones eran para el rey Torg y las tropas enanas, y los soldados que Zhentil Keep hubiese considerado necesario enviar. A bordo de la nave capitana sólo quedaba una tripulación mínima, al mando de Farl Bloodaxe, que se había ganado el apoyo de los marineros durante la tormenta.
Azoun, libre de la presencia de lord Harcourt y del general Elventree, tenía ahora tiempo para discutir con Vangerdahast el empleo de la magia en el conflicto bélico. El leal consejero tenía la misión de supervisar a los hechiceros de guerra en contra de los tuiganos. Azoun no dudaba que el viejo tutor sembraría el caos en el ejército de Yamun Khahan a la primera oportunidad.
«Por lo que he escuchado decir —había comentado Vangerdahast en una ocasión—, a los tuiganos no les gusta la magia. De hecho, su capital permanente… si se puede llamar así un montón de yurtas… se levanta en una zona muerta para la magia. Allí no funcionan los hechizos.» El hechicero real se había acariciado la barba antes de añadir con una expresión de picardía: «Unos cuantos rayos bien colocados les darían un susto de muerte».
Azoun se apoyó contra uno de los mástiles. Rió para sí mismo al recordar el brillo en los ojos de Vangerdahast cada vez que hablaba de emplear hechizos contra los tuiganos. El monarca estaba seguro de que su viejo amigo se interesaba cada vez más por la cruzada.
De hecho, por lo que el rey había visto durante la travesía desde Suzail, todo el ejército se mostraba cada vez más animado, más entusiasmado con la campaña. El Welleran se había acercado a muchas naves de transporte mientras navegaban por el Mar Interior y, en cada ocasión, cuando la nave capitana se encontraba lo bastante próxima como para que las tripulaciones vieran a simple vista el pabellón real, los vítores y los gritos de entusiasmo eran unánimes.
El recuerdo de aquellos momentos tan gratos alegró el espíritu de Azoun mientras navegaban sin incidentes a lo largo de la costa. La creciente confianza del rey en el ejército se reflejó en su comportamiento. Aquella noche no pensó en las batallas venideras. En cambio, sus pensamientos se centraron en su esposa y en cómo le irían las cosas en Suzail. Antes de acostarse, Azoun decidió que, en cuanto descargaran las provisiones, le pediría a Vangerdahast que estableciera contacto con Filfaeril.
Incluso Vangerdahast se dio cuenta de que Azoun se mostraba relajado y descansado cuando por la mañana llegaron al punto de encuentro en la costa norte del ramal del Este, justo al sur de la ciudad portuaria de Uthmerg.
—¿A qué viene tanta alegría? —le preguntó el hechicero mientras el rey se paseaba arriba y abajo con paso enérgico junto a la borda.
—Estoy contento porque nuestra meta está casi a la vista —replicó Azoun. Se detuvo para señalar hacia el este, donde las colinas cubiertas de verdor se alejaban de la costa—. Sin duda, el rey Torg está preparado para unirse a nuestro ejército.
El hechicero escudriñó la costa. Las aguas revueltas y poco profundas impedían que el Welleran y los otros dos bajeles se acercaran a la playa de arena oscura, a unos centenares de metros de distancia.
—Entonces sugiero que hagamos algo. ¿Has visto a algún enano?
—No —respondió el rey después de observar la costa oscura, donde no había más que unos pocos pájaros blancos que picoteaban entre la espuma—. Tú has estado en contacto con ellos, ¿no es así, Vangy?
—Hace horas. —El mago se rascó la barbilla. Asintió antes de añadir—: Si no te opones, Azoun, podemos trasladarnos al campamento enano dentro de unos minutos.
Dicho esto, el hechicero real entró en trance. Movió los labios en una letanía silenciosa y los ojos se le pusieron en blanco. «Ese sitio parece muy adecuado», lo oyó musitar Azoun. La voz de Vangerdahast sonó hueca, como si proviniera de algún lugar muy lejano. Al cabo de un rato, Vangerdahast cerró los ojos y sacudió la cabeza con energía.
—Tengo localizado el campamento, y pienso que también el lugar adecuado para teletransportarnos. Tenemos que marcharnos de inmediato —dijo, cogiendo a Azoun de las muñecas—. No quiero que algún enano deje los caballos o un carro allí.
—Farl —llamó el rey. Cuando el general asomó por una escotilla, Azoun le comunicó sus intenciones—. La escolta no se ha presentado, así que nos vamos al campamento. Os enviaremos aviso en cuanto los enanos estén listos para recibir las provisiones.
—¿Hay algo más que pueda hacer durante vuestra ausencia?
—Mantened la nave a flote —se apresuró a responder Vangerdahast—. Vamos, Azoun, no hay tiempo que perder.
—Allá vamos, Vangy —repuso el rey, y apretó las mandíbulas con el corazón en la boca. Tenía una fe absoluta en su amigo, pero las espantosas historias que había escuchado sobre magos que se habían teletransportado a la copa de algún árbol o a la cima de alguna montaña perdida, o habían acabado a centenares de metros de altura sobre el suelo, lo ponían nervioso.
Una vez más, Vangerdahast entonó una letanía. Una brillante luz amarilla rodeó como un aura al rey y al hechicero. Azoun miró hacia abajo, pero, antes de que advirtiera que se veía la cubierta a través de su cuerpo, el mundo desapareció. El único sonido del paso del rey fue el golpe sordo del aire que llenaba el espacio donde había estado un segundo antes.
Blanco. Un blanco cegador y vacío.
Eso fue lo único que vio Azoun durante un tiempo que le pareció eterno. Entonces aparecieron el mundo y todos los colores. El rey se frotó los ojos antes de mirar el entorno. Se encontró rodeado de colinas bajas cubiertas de hierba.
—Aunque lo haga un millar de veces, nunca me acostumbraré —afirmó Azoun, en voz baja. Dio un paso, estuvo a punto de caer, y se detuvo para recuperar el equilibrio.
—Más o menos como me pasa a mí con los viajes marítimos —comentó Vangerdahast con una risita.
A diferencia del rey, a él no lo molestaban los viajes mágicos. De hecho, el hechicero real parecía vigorizado por la experiencia, como si el hechizo le hubiera dado una parte de su poder—. El campamento enano está… —Hizo una pausa antes de señalar hacia el este—, en aquella dirección.
Azoun todavía se tambaleaba un poco cuando llegaron a la cumbre de una de las colinas. Aunque el viaje mágico lo había debilitado un poco, había conseguido subir la cuesta mucho más rápido que Vangerdahast. Por esta razón también vio las ballestas que les apuntaban antes que su amigo.
—Quédate donde estás —gruñó un enano de barba roja que lo encañonaba con la ballesta. Hablaba la lengua común, el idioma universal de Faerun, pero con acento extranjero.
—Sí —añadió el compañero, que era más bajo pero mucho más gordo—. No podrás espiar nuestro campamento, humano, por mucho que lo intentes. —Su acento era todavía más marcado que el del otro enano.
—Esperad un minuto —dijo el rey cormyta sin perder la calma, y con las manos bien lejos de la espada—. Estamos aquí para ver el rey Torg.
Vangerdahast apareció por fin para situarse junto al rey. Los enanos movieron un poco las ballestas para apuntar también al hechicero, que los despreció con un gesto.
—No seáis idiotas —dijo el mago—. Éste es el rey Azoun de…
—Pryderi mac Dylan, cabeza de alcornoque, aparta esa maldita ballesta.
Los dos centinelas, Azoun y Vangerdahast buscaron con la mirada al que había dado la orden. Se trataba de un enano ceñudo, que movía las manos por encima de la cabeza, mientras subía a la carrera por la ladera detrás de los ballesteros. El cormyta y el hechicero real no dominaban el idioma enano con la fluidez suficiente para entender lo que se decía, pero se hicieron una idea por la reacción de los otros dos enanos.
El enano de la barba roja bajó la ballesta, e hincó una rodilla en tierra. Después tironeó de la mano del compañero para que hiciera lo mismo.
—Señor de Hierro, yo no… —comenzó a disculparse.
El enano furioso llegó a lo alto de la calina. Permaneció durante un momento con los brazos en jarra, y después le dio un coscorrón al enano pelirrojo.
—Te avisé que habría reyes por aquí, animal —gruñó en su lengua—. ¿Eres incapaz de reconocer a un rey cuando lo ves?
Azoun y Vangerdahast intercambiaron una mirada de preocupación. El enano que los otros llamaban «Señor de Hierro» vestía una coraza de acero pulido debajo de una sobreveste de tela negra que en la pechera exhibía un ave fénix roja con una maza de guerra entre las garras. El bordado quedaba parcialmente oculto por la luenga y espesa barba negra, porque la llevaba peinada en dos trenzas atadas con una cadenilla de oro. Las trenzas daban al personaje un aire un tanto siniestro acentuado por los ojos como cuentas y muy juntos.
Era obvio que se trataba de Torg, señor de Tierra Rápida.
—Su señoría —dijo Azoun, que hizo un esfuerzo por pronunciar lo mejor posible las palabras en lengua enana—, soy el rey Azoun de Cormyr, y éste es Vangerdahast, hechicero real de la corte y comandante de los magos del ejército.
—Bienvenido, majestad —contestó el enano con una amplia sonrisa aunque sin dejar de observar al rey—. Habláis nuestro idioma de una manera pasable para un humano —añadió en lengua común—. Mis disculpas por esta escena. —Miró furioso a los centinelas arrodillados.
—Es comprensible —manifestó Azoun, que intentó devolver la sonrisa al enano. Señaló la ladera por donde habían subido—. Aparecimos de pronto como salidos de la nada. Ellos sólo cumplían con…
—¿Habéis dicho aparecidos? ¿Salidos de la nada? —lo interrumpió el enano, sorprendido—. ¿Qué pasó con la maldita escolta que envié a esperaros en la playa? —Se llevó una mano a la barba y tiró de la cadenilla de oro de una de las trenzas.
—No se presentó —intervino Vangerdahast—. Esperamos un buen rato, pero no apareció nadie.
Una vez más apareció en el rostro del enano una expresión de furia. Se volvió bruscamente hacia los centinelas arrodillados.
—Reunid una patrulla y buscad a la escolta —les ordenó. Hizo una pausa antes de añadir—: Traedlos a mi presencia en cuanto los encontréis. —Los centinelas partieron a toda prisa a cumplir la orden.
Vangerdahast decidió entonces que era hora de pulir el encantamiento que le permitía entender idiomas extranjeros. Lo desconcertaba el hábito de Torg de pasar de una lengua a otra. A la vista de que su trabajo era proteger a Azoun mientras estuvieran lejos de la nave, Vangerdahast necesitaba entender lo que los demás decían en todo momento. Torg soltó un bufido como si con él quisiera librarse de la cólera, y miró a los huéspedes.
—Por favor, permitid que os escolte personalmente hasta nuestro campamento. —Dio media vuelta y marchó colina abajo.
Azoun y Vangerdahast se apresuraron a seguirlo. Los humanos advirtieron muy pronto que las piernas cortas de Torg no eran un obstáculo para la velocidad. El rey enano marchaba con paso rápido y vigoroso. El rey observó que, excepto la coraza y la espada, el soberano vestía de pies a cabeza en rojo y negro. Sangre y trueno, pensó.
Por su parte, Vangerdahast estudiaba la disposición del campamento de los enanos. Al pie de la colina se extendía una amplia llanura cubierta de hierba. Las tiendas marrones y todas iguales estaban dispuestas en línea recta. La precisión de las líneas lo asombró porque había pensado que el campamento sería como los que montaban la mayoría de los humanos: un montón de tiendas levantadas sin orden ni concierto con la proximidad como única característica común.
Antes de que los dos reyes y el hechicero llegaran a la primera tienda, vieron al ejército. Centenares de soldados enanos marchaban en formación. La luz del sol arrancaba destellos del brillante acero de las armaduras y de las hojas de las armas. Azoun advirtió, un tanto sorprendido, que los enanos llevaban picas.
—¿Hacen maniobras con todo el equipo? —le preguntó Azoun a Torg cuando se acercaron a una de las compañías. Sabía por experiencia que el calor intenso de principios de verano producía estragos entre las tropas acorazadas.
—¿Cómo esperáis que combatan con el equipo completo si no se ejercitan con las armaduras? —replicó el enano, que se detuvo y miró a Azoun, extrañado.
—Pero… el sol, el calor puede…
—Quizá nos tocará librar la primera batalla en un día soleado —afirmó Torg—. Entonces, los hombres nos lo agradecerán. —Se protegió los ojos para mirar al cielo—. Odio el sol. Demasiado brillante. —Se volvió hacia Vangerdahast—. Veréis, no tenemos tanta luz bajo tierra. Otra razón más para que las tropas hagan maniobras a la luz del día.
—Éste es el primer ejército de enanos que veo armado con alabardas —comentó el hechicero real, después de observar por unos instantes las evoluciones de los soldados—. ¿Por qué se entrenan con picas?
—¿Recordáis que en mis cartas mencionaba a un general humano? —preguntó Torg con un brillo perverso en los ojos oscuros que ninguno de sus huéspedes pasó por alto. Sin esperar una respuesta, Torg añadió—: El humano tenía un conocimiento profundo del tratado que escribió su majestad sobre el uso de las picas en combate. De hecho, lo alabó tanto que también yo lo leí. Muy instructivo.
—¿Tenéis la intención de emplear picas contra los tuiganos? —dijo Azoun, después de agradecer con una leve reverencia y un tanto avergonzado la inesperada felicitación.
—Desde luego.
—Pero los tuiganos son arqueros —exclamó Vangerdahast—. Las picas no servirán de nada si se mantienen a una distancia de ciento ochenta metros y disparan las flechas desde allí. —Señaló a las tropas de maniobra—. Será una carnicería.
—Yamun Khahan nunca se ha enfrentado con las tropas enanas —replicó Torg sin contener la carcajada, al tiempo que descartaba la opinión del hechicero real con un ademán—. Estoy seguro de que las flechas de sus guerreros nunca han sido probadas contra las armaduras forjadas en Tierra Rápida. —El rey se metió dos dedos regordetes en la boca y silbó—. Además, también tenemos armas de largo alcance.
Los capitanes que estaban en el campo de maniobras hicieron una señal a los tamborileros al escuchar el silbido. Los tambores tocaron a redoble, y las compañías formaron una larga fila de tres en fondo. Los soldados de la primera fila se arrodillaron al tiempo que hincaban las picas en tierra para crear una muralla defensiva, y las otras dos filas montaron en un periquete las pesadas ballestas. La destreza de los enanos hacía que la maniobra pareciera sencilla, pero hacía falta tanta fuerza para montar una ballesta que ningún ejército humano habría podido hacerlo con tanta rapidez.
Torg sonrió orgulloso y levantó una mano para transmitir otra señal a los capitanes. Los tambores marcaron otro ritmo. Las tropas enanas desmontaron las ballestas, las engancharon al cinto, y recuperaron las picas. Otro redoble, y los soldados formaron cuatro cuadrados de veinte enanos por lado con las picas listas para responder al ataque.
Azoun, casi absorto por el magnífico despliegue militar, vio que Torg lo miraba esperando una felicitación.
—Impresionante —afirmó el rey cormyta—. Quizá podríais darles unas cuantas lecciones a nuestra tropas.
El Señor de Hierro soltó una carcajada, un bramido profundo que pareció resonar en su pecho antes de atronar en el aire.
—Bien dicho —exclamó al tiempo que palmeaba la espalda de Azoun. Al ver el gesto confianzudo, Vangerdahast decidió que el soberano de Tierra Rápida no le caía demasiado bien.
Torg ordenó a las tropas que volvieran a los ejercicios anteriores. Al ritmo de los tambores y entre el estrépito de las armaduras, los soldados deshicieron los cuadrados para volver a formar las compañías. El Señor de Hierro, satisfecho con el despliegue, llevó a los huéspedes hacia el pabellón en el centro del campamento. Mientras caminaban, Azoun y Vangerdahast contemplaban incrédulos el orden y la limpieza. Las tiendas no sólo estaban plantadas en línea recta formando calles, sino que los equipos los guardaban en pilas e incluso el inevitable basurero quedaba oculto detrás de una empalizada.
Azoun nunca había visto nada parecido ál campamento enano. De pronto echó de menos la presencia de Thom Reaverson. El bardo lo habría encontrado fascinante.
—Sigo sin tener noticias de las tropas que envían vuestros aliados de Zhentil Keep —señaló el Señor de Hierro en cuanto entraron en el pabellón. Azoun hizo una mueca al verse tratado como «aliado» de Zhentil Keep, pero, en estas circunstancias, era correcto.
—Ya tendrían que estar aquí —comentó Vangerdahast mientras ocupaba una silla junto a una mesa baja y larga—. Si Zhentil Keep ha cumplido con el pacto, las tropas tendrían que haber llegado anteayer o ayer a más tardar.
Azoun no pasó por alto la preocupación de Vangerdahast. El soberano se acarició la barba canosa. Si Zhentil Keep rompía el compromiso, podía significar que estaban dispuestos a invadir Los Valles. En realidad, pensó, quizá realizaban el ataque ahora mismo.
—Necesito hablar con la reina —le dijo al hechicero—. Puede ser que ella sepa alguna cosa al respecto.
—Ya tendréis tiempo para eso más tarde —intervino Torg, con una expresión de disgusto por la referencia a la magia—. Enviaré exploradores al norte y al oeste. Será suficiente por ahora. —Sacó tres jarras de plata relucientes de una caja y las puso sobre la mesa. Después volvió la cabeza hacia la puerta y gritó algo en su lengua.
Un criado con librea entró en el pabellón cargado con un barril bastante grande. La barba del enano era corta y, a diferencia de Torg, su rostro casi no tenía arrugas. Azoun dedujo por el aspecto que debía de ser muy joven, aunque siempre le había resultado muy difícil calcular la edad de los enanos.
—Bebamos —dijo Torg. Abrió la espita de plata del barril y llenó las jarras. Le dio a cada invitado la suya, y después levantó la propia para proponer un brindis—. Por la destrucción total de los tuiganos. ¡Que los cadáveres de los bárbaros lleguen hasta el cielo!
—Salud —contestó Vangerdahast con voz débil, un tanto asombrado por la brutalidad del brindis. En cambio, Azoun lo secundó entusiasmado. El belicoso juramento del enano le hizo recordar los tiempos vividos con los Hombres del Rey, brindando por la destrucción de la maldad en Faerun.
La cerveza era muy amarga. Vangerdahast bebió muy poco, pero Azoun y Torg bebieron unas cuantas jarras mientras discutían los asuntos militares. Las idas y venidas de los mensajeros eran constantes, y se enviaron exploradores a la búsqueda de la fuerza zhentarim. Pasó la tarde sin que recibieran noticia del paradero de esas tropas.
Cuando anochecía, Torg dejó a solas al monarca cormyta y a Vangerdahast con la promesa de que regresaría tan pronto como averiguara alguna cosa de la patrulla desaparecida. El hechicero aprovechó la ocasión para ponerse en contacto con Filfaeril, pero la reina tampoco tenía noticias frescas de Zhentil Keep.
—La única novedad es que Lythrana Dargor, aquella hermosa enviada que nos visitó antes de tu partida, quizá sea la embajadora permanente de Zhentil Keep en nuestra corte —comentó la reina, que aparecía en el centro del pabellón como una imagen nebulosa—. Sólo tiene palabras de alabanza para vos, majestad. ¿Tú no la encuentras muy atractiva, Vangy? —preguntó la soberana, aunque la ironía iba destinada a su marido.
—Ah, me has descubierto, amor mío —replicó Azoun, que le siguió la broma—. ¿Quién habría imaginado nunca que te cambiaría por una enviada zhentarim?
—Este hechizo requiere de una cantidad de energía que no dispongo para que los dos os dediquéis a estos comentarios —protestó el hechicero al tiempo que se levantaba con aire fatigado—. Con vuestro permiso, si no tenéis más asuntos de estado que discutir, tenemos que acabar.
—Las cosas por aquí están tranquilas —dijo Filfaeril, que recuperó la seriedad de inmediato—. Los tramperos no han chistado. —Hizo una pausa y después añadió—: Cuídate, esposo mío; no te preocupes por nuestro reino.
—Volveremos a hablar dentro de poco —le prometió Azoun. La imagen de la reina se esfumó, y el pabellón quedó en silencio.
Durante más de una hora, el rey permaneció sentado, ensimismado en sus pensamientos mientras jugaba con la jarra vacía. Los dibujos grabados en las jarras de plata le llamaron la atención. Reproducían escenas guerreras: los enanos luchando contra los orcos de morro porcino y otras criaturas más bajas que eran goblins. En una de las escenas, los guerreros enanos cargaban calaveras hasta una caverna inmensa para apilarlas en pirámides. Sin mirar al consejero, el rey le preguntó:
—¿Hay alguna manera de poder encontrar a las tropas zhentarim a través de tu magia?
El hechicero real estaba sentado de cara al rey al otro extremo de la mesa, dormitando con la cabeza inclinada sobre un hombro, y se sobresaltó al escuchar la pregunta de Azoun.
—¿Eh? —murmuró—. ¿Qué has dicho? ¿Han aparecido las tropas zhentarim?
Azoun sonrió y, después de echar una última mirada a los grabados de la jarra que tenía en la mano, la dejó sobre la mesa.
—Se está haciendo tarde —dijo el rey—. Tenemos que ayudar a los enanos a buscar a la patrulla perdida o intentar dar con el ejército de Zhentil Keep por nuestra cuenta.
—Sabes muy bien que los enanos odian la magia casi tanto como odian el agua —afirmó Vangerdahast. Se frotó los ojos—. Establecer contacto con la reina ya fue una imprudencia. Quizá lo mejor sería volver al Welleran ahora mismo. —El hechicero se desperezó. Después señaló la entrada del pabellón—. Al menos podría dormir toda la…
Vangerdahast se interrumpió, y una exclamación ahogada surgió de sus labios. Ni siquiera la luz amarillenta de las tres lámparas colgadas de los soportes consiguió disimular la palidez de su rostro. Se había quedado boquiabierto y tenía los ojos como platos por el asombro.
Azoun se volvió para ver cuál era la causa del asombro de su amigo, al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de la espada; pero, cuando vio a la figura vestida con una armadura que había aparecido en la entrada del pabellón, sintió que el brazo caía como muerto. A diferencia de Vangerdahast, Azoun consiguió decir una palabra.
—Alusair —murmuró el monarca.
—Hola, padre —respondió la mujer, con una sonrisa de picardía—. Ha pasado mucho tiempo.
Capítulo 8
La Princesa de Mithril
La princesa Alusair de la casa Obarskyr le tendió los brazos a su padre con una sonrisa. El rey, por su parte, todavía aturdido por la sorpresa, corrió hasta ella y la estrechó entre los brazos. Al cabo de unos instantes, se apartó para mirarla.
En los cuatro años transcurridos desde la marcha de Suzail, Alusair había cambiado mucho. A los veinticinco años, la princesa mostraba una belleza madura. En los ángulos de los ojos castaños se veían algunas arrugas, y el pelo rubio era como un marco de oro que resaltaba la hermosura del rostro.
—¿Qué se ha hecho del enfado? —preguntó la princesa sin perder la sonrisa.
El rey continuó mirándola. En el fondo de su mente, se preguntaba si la presencia de Alusair era una ilusión o si sólo era un sueño.
—No he tenido tiempo para enfados, Allie —contestó el rey. Agachó la cabeza para disimular las lágrimas—. Tu madre y yo… confiábamos en que no estuvieras…
—¿Muerta? —lo interrumpió la princesa con una carcajada—. Me he encontrado en algunas situaciones apuradas en estos cuatro años, pero nunca cerca del reino de lord Cyric. El dios de la Muerte tendrá que esperar todavía un tiempo.
—¡Pequeña mocosa desagradecida! —intervino Vangerdahast ya recuperado del pasmo de ver a la princesa—. ¡Te mereces una buena paliza por las preocupaciones que le has causado a tu familia! —El hechicero apretó los puños y se estremeció de furia.
—Yo también te eché de menos, Vangy —replicó la princesa. Entró en la tienda. El hechicero frunció el entrecejo, disgustado. La sombra de una expresión de enfado pasó por el semblante de Alusair, pero la joven se apresuró a cambiar de tema—. ¿Cómo está mamá? ¿Y Tanalastas? —Se sirvió una jarra de cerveza y bebió un trago.
—Tu madre y tu hermana están bien. Preocupadas por ti, desde luego. —El rey volvió a su silla y se frotó los ojos enrojecidos antes de señalar hacia el exterior—. ¿Qué haces aquí?
Alusair desabrochó las hebillas de los guardabrazos con un gemido y los dejó caer en el suelo del pabellón.
—He ayudado al rey Torg en los combates contra los orcos y los goblins del norte que pretendían invadir Tierra Rápida —respondió la princesa.
Azoun, atónito ante las palabras de su hija, miró a Vangerdahast en busca de consejo. El hechicero seguía la conversación, pero su expresión de enojo dejaba bien claro que no estaba para dar consejos a nadie.
—¿Cómo has conseguido eludir a mis magos? —preguntó Azoun.
—No fue muy difícil —contestó Alusair. Se quitó la coraza y la dejó caer junto a los guardabrazos—. No te ofendas, Vangy, pero con esto tuve suficiente. —La princesa levantó la mano izquierda. En el dedo anular llevaba un anillo de oro—. Se lo compré a un mago de Farallón del Cuervo. El anillo tiene un encantamiento que hace imposible a cualquiera averiguar mi paradero a través de medios mágicos.
—Sabía que debía de ser una tontería por el estilo —rezongó Vangerdahast.
El rey miró con atención las manos de Alusair cuando ella se acomodó el jubón acolchado que llevaba debajo de la armadura. Estaban sucias y encallecidas de años de empuñar la espada, pero no fue sólo eso lo que advirtió Azoun.
—¿Dónde está tu anillo real? —le preguntó el monarca.
La sonrisa desapareció del rostro de Alusair. Con movimientos un tanto tiesos porque conservaba puestos el faldón, las cujas y las canilleras, se sentó en una de las sillas de campaña.
—Lo tiré al mar —contestó.
—¿Por qué? —protestó Azoun, exaltado—. El anillo podría haberte salvado la vida. Te identificaba como princesa de la casa Obarskyr.
—Por esa misma razón me desprendí de él. No quería que algún cazador de recompensas me capturara para después pedir rescate por devolverme a Cormyr—. La princesa bebió un trago de cerveza.
—¿Así que arrojaste tu herencia al mar? —En el silencio que siguió al reproche, Azoun se dejó caer en la silla—. Quiero saberlo, Allie. ¿Por qué?
—Ya te lo dije. No quería que alguien chantajeara a la familia. No sabes en los peligros en que me he visto cuando ofreciste una recompensa por mi regreso.
—No, no —exclamó Azoun mientras movía las manos con furia—. Lo que quiero saber es por qué te marchaste.
La princesa se tomó un momento para pensar la respuesta. Bebió un trago de cerveza, se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en la palma de la mano.
—La nota que dejé lo explicaba todo, padre. No soportaba la vida en la corte. Mamá y tú siempre estabais ocupados con algún problema político de poca monta. Tanalasta pasaba más tiempo pensando en la moda que en el estado del país. —Inspiró con fuerza y se frotó los ojos con un gesto de cansancio—. No quiero pasar otra vez por lo mismo.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le preguntó Vangerdahast desde el otro extremo del pabellón. Las sombras le ocultaban el rostro, pero Alusair se imaginó la expresión de extrañeza.
—Pensé que quizás era el momento de olvidar el pasado. —Miró al padre con una expresión que no tenía nada que ver con la anterior. La princesa añadió con un tono mucho más emotivo—: Pensaba que por fin me aceptarías tal como soy, no como tú deseabas que fuera.
—Iré a dar una vuelta —susurró Vangerdahast al rey antes de que Azoun diera una réplica a la joven.
Vangerdahast salió del pabellón, y Azoun permaneció en silencio como si esperara que Alusair añadiera algo más pero renunció cuando la pausa se hizo insoportable.
—Has tirado tu herencia, Allie —repitió el rey, con un esfuerzo por borrar la ira de su voz. Sin embargo, cuanto más pensaba en las acciones de su hija, más furióso se sentía—. ¿Y renunciaste a ella para qué? —exclamó, incapaz de dominarse—. ¿Para ser una mercenaria, una bandida? ¡Podrías haber sido la reina de Cormyr!
—Tanalasta es la mayor, ¿o acaso lo has olvidado? —le replicó Alusair con una risa amarga—. Ella será la reina junto a aquel que tú y mamá le escojáis como esposo. Incluso si yo pudiera reinar —agregó dándole la espalda al rey—, no lo aceptaría.
—No tienes ningún respeto por la responsabilidad —le reprochó Azoun—. Ése es tu problema. Eres una princesa. Pero ¿aprovechas los regalos con los que te ha bendecido la diosa de la Fortuna? Claro que no. —Señaló a Alusair con un dedo acusador—. Pierdes tu tiempo vagabundeando por los campos.
—Esto es inútil —dijo Alusair, con un tono que recuperó en parte la dureza anterior. Sin volverse para mirar al padre añadió—: No estás preparado.
Escuchar el dolor en la voz de la hija hizo más para borrar la rabia que sentía Azoun que todo lo que podía hacer por propia voluntad.
—No puedo evitar la ira, Allie —dijo el rey—. Compréndeme, no alcanzo a entender por qué no puedes vivir en la corte. ¿Vivir en palacio era algo tan terrible como para tener que huir?
La princesa se dio la vuelta para mirar a su padre, y quedaron a la vista las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—No me interesa la política. No pertenezco a la corte. —Alusair se secó las lágrimas con la manga del jubón—. Tú me contabas historias de los Hombres del Rey, cómo te escapabas para irte de aventuras. Lo que hice no es tan diferente.
—Claro que es diferente —protestó Azoun, casi por reflejo—. Nunca estuve ausente durante mucho tiempo, y siempre regresaba.
Alusair abrió la boca para decir algo pero se contuvo.
—¿De qué se trata, Allie? —preguntó el rey, con una mano tendida—. Puedes ser sincera conmigo.
Alusair miró a su padre a los ojos, y se preguntó si debía sincerarse o dejarlo correr. No, pensó, las cosas no se resolverán si no les hago frente de una vez por todas.
—Lo debías de lamentar —dijo la princesa en voz baja.
—¿Lamentar qué? —preguntó el rey extrañado.
—Tener que regresar. —Alusair se tragó las lágrimas y se sentó otra vez—. Lamentabas tener que regresar de tus aventuras con Dimswart, Winefiddle y los demás.
—Tenía responsabilidades, Allie. No podía…
—No es verdad, padre. —La muchacha oprimió la mano del rey—. Incluso cuando era una niña lo notaba en tu voz cuando hablabas de los Hombres del Rey.
—Quizá lo lamentaba un poco —reconoció el rey. Apartó con suavidad la mano y unió los dedos delante del rostro—. Pero tenía una responsabilidad con Cormyr, como la tienes tú, y cumplí con ella. Además —añadió con una sonrisa tímida—, nunca habría tenido una familia ni conseguido nada bueno para Cormyr si hubiera continuado vagabundeando por allí como Balin el caballero.
—Y tampoco te habrías visto forzado a cometer tantos males menores —contestó la princesa con voz firme—. No te preocupas de la gente de Cormyr como individuos; sólo piensas en el Estado como un todo. Cuando cobras los impuestos no piensas en la minoría que resulta perjudicada. Les quitas la libertad en beneficio de la ley. Eso está mal.
—¿Cuál es la alternativa? —replicó Azoun. Frunció el entrecejo, preocupado—. Es por el bien del pueblo que redacto y defiendo las leyes del país.
La princesa recogió ia coraza que había dejado en el suelo y la puso sobre la mesa entre ella y su padre.
—Con una buena armadura —dijo Alusair pasando la mano sobre el metal— y una espada puedo corregir todos los males que se crucen en mi camino desde el amanecer hasta el ocaso.
—Eso está muy bien, Allie, pero no puedes hacer cambios importantes como un aventurero. Lo intenté, ¿no lo recuerdas? Ésa fue la razón de la existencia de los Hombres del Rey.
—Supongo que no quiero hacerme responsable de los demás —comentó Alusair con la mirada puesta en la coraza—. Si decido salvar a alguien de un ogro o participar en una guerra es asunto mío y de nadie más. —Pasó un dedo sobre un abollón en la coraza—. Si me matan al menos será en defensa de una causa noble.
El rey dejó la silla y comenzó a pasearse arriba y abajo por el pabellón mientras se acariciaba la barba canosa. La lona de la tienda se hinchaba sacudida por las ráfagas de viento que cada vez eran más fuertes. Después de dar varias vueltas alrededor de la mesa, Azoun miró a la muchacha.
—¿Por qué luchabas, Allie? ¿Qué has hecho en estos cuatro años?
—Estuve en Aguas Profundas, Farallón del Cuervo, Damara, incluso en las islas Moonshae. Viví durante un tiempo con el dinero que me llevé del castillo. Cuando se acabó trabajé como guardia de caravanas, ayudé a los pescadores de una aldea en las negociaciones con un dragón tortuga, y durante un par de temporadas participé en la búsqueda del Anillo de Invierno.
Azoun se estremeció al escuchar la mención al Anillo de Invierno, un artefacto legendario y muy poderoso desaparecido hacía siglos. La mayoría de los buscadores eran personas enloquecidas por el poder y a menudo muy malvadas.
—Son los trabajos típicos de los mercenarios, Allie. ¿Cómo puedes decir que luchabas por causas justas?
—Tenía muy claro desde el primer momento quién me contrataba, padre. Sabía cuáles eran sus propósitos.
El rey hizo una pausa; paseó un poco más antes de volver a interrogar a la princesa, que respondió a las preguntas sin dar muchos detalles. Azoun se enteró dónde había estado y lo que había hecho, pero no averiguó casi nada de su vida privada.
—¿Siempre viajabas sola? —le preguntó Azoun después de que Alusair le habló de la ocasión en que había caído en manos de una banda de drows al norte de Aguas Profundas—. No recuerdo quién comentó que te habías fugado con un clérigo de Tilverton. —El comentario del rey tuvo un efecto inmediato en Alusair, que se puso muy pálida.
—Sí, padre —contestó con voz temblorosa—. Viajaba con un clérigo de Tilverton, Gharri de Gond. Murió mientras intentábamos escapar de unos cazadores de recompensas. Pretendían ganar el dinero que prometiste por mi regreso.
—No sé qué decir aparte de que siento mucho la pérdida.
—Durante mucho tiempo te culpé a ti de su muerte, padre —señaló la princesa con una expresión que reflejaba la tensión que le provocaba el tema—. Hace muy poco que comprendí que tú no eras el responsable del comportamiento de los cazadores de recompensas.
El silencio que siguió a la revelación de la muerte de Gharri resultó más largo e insoportable que el anterior. Alusair permaneció sentada con la cabeza gacha, recordando a su amor perdido. Azoun no se movió de su lado, con una mano apoyada en el hombro de su hija. Deseaba decir alguna cosa, pero no se le ocurrió nada que no sonara a tontería o a tópico.
El toque agudo de una trompeta en el campamento enano rompió el silencio en el pabellón. El rey oyó las voces roncas que hablaban el idioma de los enanos, mezclados con el tintineo de los metales. Azoun advirtió sorprendido que éstos eran los primeros sonidos que había oído en el campamento desde la llegada. En cuanto las tropas habían acabado con los ejercicios, el silencio había sido absoluto, algo muy poco habitual en un ejército tan numeroso. Alusair cogió la coraza y se levantó. La trompeta repitió la llamada.
—Orcos —siseó la princesa—. Los centinelas han visto orcos.
Alusair recogió los guardabrazos, mientras Azoun se acercaba a la puerta del pabellón. Las tropas se reunían en la oscuridad, abandonaban las tiendas a toda prisa para dirigirse a los puntos de encuentro. Todos mostraban una expresión seria.
—Debemos irnos, padre —indicó Alusair. Al darse la vuelta, el rey vio que su hija ya estaba preparada para salir—. Éste no es un lugar seguro. Te acompañaré hasta el pabellón de Torg, y después tú y Vangy podréis regresar a la nave.
—Veré a Torg, aunque no estoy muy seguro de marcharme.
—No vas armado, ¿verdad? —dijo la princesa, que desenvainó la espada.
Con una sonrisa, Azoun metió una mano en la caña de la bota y sacó una larga y afilada daga de plata. La luz de los candiles arrancó destellos de la hoja.
—Han atentado tantas veces contra mi vida que nunca voy a ninguna parte desarmado.
El rey y la princesa cruzaron la plaza central del campamento enano, entre los soldados que marchaban hacia los puntos asignados a las compañías. Las tropas vestían armaduras y llevaban ballestas y espadas. Aparte de algún toque de corneta o el grito de una orden, no se escuchaba nada más.
—El silencio es una virtud de los soldados de Tierra Rápida —explicó Alusair mientras caminaban hacia el pabellón de Torg—. Están acostumbrados a luchar bajo tierra. El eco de cualquier sonido en las cavernas y túneles delataría sus posiciones.
—¿No te resulta desconcertante? —comentó Azoun, que contemplaba curioso cómo acababa de colocarse el casco un enano armado hasta los dientes—. No creo que las tropas humanas lleguen nunca a ser tan silenciosas.
—Pues ya sabes a quién apostar en una batalla —repuso Alusair. Se detuvo junto a los rescoldos de una hoguera y con los pies arrojó tierra sobre las brasas para apagarlas del todo. Antes de que el padre pudiera preguntar por qué lo hacía, ella se lo explicó—: Están acostumbrados a luchar en las tinieblas. La más mínima luz —la princesa señaló las cenizas humeantes— les quitaría la ventaja de un combate nocturno.
La pareja llegó al pabellón del Señor de Hierro, que se encontraba al otro lado de la plaza de armas. Los mensajeros sudorosos entraban y salían de la tienda oscura, vestidos con armaduras de cuero tachonadas. A pesar del peso de éstas, los enanos se movían con toda la velocidad que les permitían sus cortas piernas para transmitir los órdenes de los comandantes. Dos centinelas armados con picas montaban guardia en la entrada de la tienda en posición de firmes.
—Avisad al Señor de Hierro que traigo al rey Azoun de Cormyr a la seguridad de su presencia —le ordenó la princesa a uno de los centinelas con un acento enano perfecto. El centinela asintió; dio media vuelta, levantó la pesada tela que cubría la entrada, y entró en la tienda. Azoun oyó que Torg decía algo que debían de ser órdenes. La voz sonora del Señor de Hierro contrastaba con el silencio del campamento. En cuanto la tela volvió a su posición, reinó otra vez el silencio.
—El pabellón está hecho de fieltro trenzado con hilos metálicos —le susurró Alusair al ver la expresión de asombro del rey—. La diseñaron especialmente para utilizarla en esta campaña.
El centinela salió de la tienda y mantuvo la solapa abierta para permitir el paso del rey y la princesa. Azoun se sorprendió al ver el contraste entre el silencio y la oscuridad del campamento y la luz y el bullicio del cuartel de Torg. El Señor de Hierro estaba sentado en una tarima de piedra. Tenía puesta la armadura, y un escudero le abrochaba las hebillas de las canilleras. A la izquierda de Torg había una jaula dorada de gran tamaño; tres pájaros de colores muy brillantes revoloteaban en su interior, trinando alegremente.
—Tenemos problemas, princesa —gritó Torg en la lengua común al ver a Alusair—. Pryderi mac Dylan encontró a la escolta que enviamos. Todos muertos, desde luego. —El rey enano descargó un puñetazo contra la tarima—. Dijo que fueron los orcos. Había rastros de ellos por todo el campamento.
—¿La Calavera Sangrienta? —preguntó la princesa.
—No. —Torg apartó al escudero y acabó él mismo de abrochar las hebillas—. Por lo que dijo Pryderi, se trata de una banda nueva.
—¿Cuántos eran? —intervino Azoun.
—No lo sabemos, majestad. ¿Vuestra hija os informó de nuestros problemas con los orcos?
—¿Hija? —exclamó Azoun. Miró asombrado a la princesa y al rey enano—. ¿Lo sabíais?
—¿Quién creéis que me habló de vuestro tratado sobre las alabardas? —El rey enano sonrió—. Otra vez la familia unida, ¿no? —le dijo a Alusair.
—Se lo dije hace unos días, cuando ya no tenía tiempo para comunicarse contigo, padre. —Alusair frunció el entrecejo y cambió de tema inmediatamente—. ¿Dónde está el mago que acompañaba a mi padre?
Torg se volvió hacia la jaula y se inclinó hasta apoyar el rostro contra los barrotes. Los pájaros volaron de un lado a otro como relámpagos multicolores.
—¿Tenéis pájaros en vuestro palacio, Azoun? Son unas criaturas fantásticas. La cosa más bonita que los dioses han dado a Toril. —Miró de soslayo al rey cormyta—. Los utilizamos en las minas. Si el aire es malo, los pájaros mueren primero.
—El hechicero, Señor de Hierro —insistió Alusair—. ¿Dónde está?
—Lo sorprendí merodeando por el campamento, así que lo envié con una de las patrullas. Quizá consiga averiguar cuántos orcos vagan por allí. —El rey enano tapó la jaula con un paño; después cogió la sobreveste—. No quiero hechiceros en el campamento, al menos si puedo evitarlo. No lo toméis como un insulto, Azoun, pero no confío en la magia.
—No es ningún insulto —replicó Azoun—. Vangerdahast sabe defenderse si hace falta, y desde luego conocía la aversión de los enanos a la magia antes de venir aquí.
En aquel momento entró una vez más en el pabellón el centinela que había anunciado la llegada de Azoun y la princesa.
—La patrulla de Pryderi mac Dylan ha regresado —informó el soldado con la voz ahogada por el casco.
Torg se puso la sobreveste negra por encima de la coraza. Se entretuvo con la prenda hasta que el ave fénix bordada en rojo quedó exactamente en el centro del pecho.
—Que pase Pryderi —ordenó. Mientras el centinela levantaba la solapa de la entrada, Torg invitó a Azoun y a la princesa a sentarse en los bancos de piedra colocados a cada lado del pabellón.
El enano que entró era el pelirrojo que había amenazado a Azoun en la cumbre de la colina. Esta vez tenía la barba enredada y la sobreveste rota y sucia de barro.
—Señor de Hierro, tengo mucho que informar. —Hincó una rodilla en tierra con la cabeza gacha—. El mago utilizó un encantamiento para averiguar cosas de los orcos.
Azoun sólo comprendía algunos fragmentos de lo que se decía. Alusair, en cambio, hablaba el lenguaje de los enanos con soltura y, al escuchar que mencionaban al hechicero, intervino en la conversación.
—Señor de Hierro, permitid la entrada de Vangerdahast.
—Desde luego —accedió Torg de inmediato—. Escudero, que los centinelas lo hagan pasar.
Vangerdahast entró en el pabellón. El borde de la túnica estaba sucio de fango, y en las mangas tenía restos de zarzas. La barba del hechicero se veía tan sucia y desarreglada como la de Pryderi. Tras saludar al rey enano con una inclinación, se reunió con Azoun y Alusair y se concentró en quitarse las espinas amarillas de la ropa. Por su parte, Pryderi se aclaró la garganta antes de continuar con el informe.
—El mago humano se reunió con nuestro grupo de exploradores después de que encontráramos a los miembros de la escolta. Vimos a unos orcos que merodeaban…
Torg levantó una mano, y el soldado se interrumpió en mitad de la frase.
—Princesa, ¿puedes traducir para tu padre y el mago? Necesitan saber lo que se dice, y Pryderi no domina el Común. —Alusair asintió y se inclinó hacia el rey para traducirle el informe del soldado.
—No te preocupes por mí —respondió Vangerdahast a la invitación del rey para que se acercara—. Hice un encantamiento que me permite entender el idioma. —Se quitó un escarabajo del borde de la túnica y lo arrojó a una esquina de la tienda.
Pryderi, que continuaba arrodillado delante del trono de Torg, esperó la señal de su rey para continuar.
—Vimos a los orcos que se acercaban por la parte norte de nuestro campamento. Estaba bien claro que eran espías de un grupo más numeroso, ya que vestían algo parecido a un uniforme.
—¿Uniforme? —se extrañó Torg.
—Sí, Señor de Hierro —afirmó Pryderi—. Los orcos vestían armaduras de cuero negro y brazaletes con el dibujo de una calavera sobre un sol negro.
—Adoradores de Cyric —le comentó Vangerdahast a Torg—. Ese símbolo pertenece al dios de la muerte.
—Sí, mago, lo conozco muy bien —dijo el rey, impaciente—. Muchos de los orcos de esta región adoran a lord Cyric. Son tantos como los adoradores de los viejos dioses orcos.
Vangerdahast se dejó caer en el banco con los brazos cruzados. Azoun se preguntó por qué estaba de tan mal humor. Era obvio que tenía relación con el resultado de la patrulla. Por su parte, Pryderi miró enfadado a Vangerdahast.
—Nos escondimos entre unos arbustos cerca del arroyo para evitarlos. —El enano señaló la armadura embarrada—. Resultó incómodo pero los orcos no nos vieron. Me disponía a seguirlos hasta el campamento cuando el mago empleó un hechizo que inmovilizó a las criaturas.
Torg miró incómodo a Vangerdahast antes de indicarle a Pryderi que acabara el informe.
—Matamos a uno —comunicó el soldado, orgulloso—. El otro se lo dejamos al mago. —Lo dijo con un tono como si hubiese sido mucho peor que morir atravesado por un dardo.
—¿Y bien, mago? —preguntó Torg en la lengua común. Apoyó la barbilla en el puño—. ¿Qué averiguaste?
—Hipnoticé al otro orco, Señor de Hierro —repuso Vangerdahast. Al ver que Torg fruncía el entrecejo porque no sabía lo que era la hipnosis se apresuró a buscar una explicación más sencilla—. Sometí su voluntad a la mía. Le hice responder a mis preguntas.
Torg y Pryderi intercambiaron una mirada. Lo que decía Vangerdahast confirmaba sus sospechas sobre los procedimientos de los magos.
—Continúa —le pidió el Señor de Hierro—. ¿Qué averiguaste?
—Que al menos hay un millar de orcos muy cerca de aquí —contestó Vangerdahast—. Quizá más. Por el aspecto de los dos exploradores, probablemente también van muy bien armados.
—Las tropas de Zhentil Keep —señaló Azoun. Se masajeó las sienes para aliviar el incipiente dolor de cabeza—. Se encontraron con los orcos en el camino. Por eso nadie sabe nada de ellas.
—Eso lo explica todo —dijo Vangerdahast—. Cuando se lo pregunté al explorador orco, me contestó que venían del oeste. —El hechicero señaló a Pryderi—. Podría haber averiguado más cosas, pero este imbécil mató al prisionero.
Torg se puso rojo como un tomate. Se levantó de un salto para increpar a Pryderi, que agachó la cabeza y respondió en voz baja.
—Dice que el orco intentó escapar —manifestó el Señor de Hierro con los brazos en jarra—. ¿Es verdad, mago?
—Un soldado golpeó al orco cuando tardó en responder a una pregunta. Eso rompió el hechizo, y el explorador orco echó mano a la espada —explicó Vangerdahast lívido de rabia—. Aquel payaso mató al orco sin darme tiempo a intervenir.
—Pryderi actuó correctamente, Señor de Hierro —dijo Alusair—. El orco habría podido escapar. —Torg asintió y volvió a sentarse.
Vangerdahast se quedó de piedra al escuchar la declaración de Alusair. Miró a la princesa, atónito. El rey, por su parte, se volvió hacia su hija.
—¡Eso es absurdo! —exclamó.
—Tú nunca te has enfrentado a los orcos como los enanos, padre —contestó Alusair sin hacer caso del reproche—. No se los puede tratar como a los humanos, los enanos o los elfos. Aunque hubiese sido un suicidio, el explorador habría atacado a Vangerdahast sólo por llevarse a alguien con él a la tumba. Los soldados de Tierra Rápida llevan siglos luchando contra los orcos. La mayoría de sus esposas e hijos han sido asesinados por las bestias. Conocen muy bien la traición de los orcos.
—Además —señaló Torg, repantigado en el trono—, ya tenemos toda la información necesaria. Si las tropas que esperábamos de Zhentil Keep se encontraron con los orcos, podemos darlas por perdidas. —Recogió la espada que tenía junto al trono—. Estoy seguro de que no tardarán en atacar. No tenemos más que esperar.
Pryderi y Alusair asintieron. Vangerdahast volvió a sentarse junto a Azoun. Después de una breve discusión, se decidió que el monarca cormyta y el hechicero permanecerían en el campamento hasta el alba. Luego, el Señor de Hierro envió a Pryderi a reunirse con las tropas que custodiaban el perímetro defensivo y llamó al escriba para que redactara unos mensajes para Tierra Rápida.
Durante el resto de la noche, el escriba de barba blanca permaneció inclinado sobre una hoja de pergamino. Escribía con los gruesos y angulosos símbolos del alfabeto enano. Las lámparas de hierro iluminaban sólo la parte central del pabellón y las esquinas quedaban en sombras. Vangerdahast dormía acostado en uno de los bancos de piedra. Azoun y Alusair se sentaron muy juntos, y la princesa le relató al padre algunas de las terribles y sangrientas batallas en las que había intervenido en defensa de la ciudad enana. Cuando acabó la última historia señaló la armadura que llevaba puesta.
—Los enanos la hicieron para mí después de una batalla con los goblins. Está hecha del mejor acero de mithril. —Se rió suavemente y añadió—: Por eso Torg me llama a veces la Princesa de Mithril.
Al otro lado del pabellón, el Señor de Hierro se desperezó. Dejó el estrado y fue a paso lento hasta la entrada para mirar al exterior. Los primeros rayos del sol asomaban por encima de las colinas, iluminando el campamento con una luz débil. Torg movió la cabeza para aliviar el dolor del cuello.
—Estaba seguro de que los malditos orcos atacarían más temprano —rezongó—. Quizás el sol les dé un poco más de coraje.
Como si fuera una respuesta a los deseos del rey enano, un mensajero irrumpió en la tienda.
—¡Señor de Hierro! —jadeó, mientras se arrodillaba—. Los orcos se han dejado ver. Están en el lado este del campamento.
—¡Ja! ¡Ahora pagarán por el asesinato de la escolta! —gritó con tanto ánimo que despertó a Vangerdahast y asustó a los pájaros.
Alusair, que ya llevaba puesta la coraza, se apresuró a ponerse los guardabrazos.
—¿Han atacado? —le preguntó al mensajero.
—Todavía no —contestó el enano, enjugándose el sudor de la frente—. Están formados para el combate en el campo por el este.
—Señor de Hierro, quizá sería conveniente para todos evitar este conflicto —intervino Azoun—. Tal vez los orcos atiendan a razones y se marchen.
—¿Razones? —se burló Torg—. ¿Los orcos atendiendo a razones? No os quiero ofender, Azoun, pero no sabéis nada de orcos. Han venido a combatir.
—¿Qué pasará con la cruzada? —inquirió Vangerdahast con una voz cargada de sueño—. Las tropas que mueran, si esto acaba en batalla, harán falta después en la Alianza. Además —añadió el hechicero decidido a apelar al honor de Torg—, prometisteis que dos mil enanos de Tierra Rápida nos ayudarían contra los tuiganos.
—Está bien —aceptó Torg después de murmurar algo vil sobre los magos—. Veremos qué puede hacer la diplomacia. Es tu funeral, mago. Y recuerda: el primer orco que levante una espada o un arco acabará con un dardo entre ceja y ceja.
Vangerdahast se arregló un poco la barba y escoltó a los dos reyes y a la princesa. A la comitiva de Torg se unió de inmediato una compañía de guardias de elite. Como era habitual, los guardaespaldas no pronunciaron palabra mientras marchaban hacia el límite este del campamento. Por su parte, Vangerdahast tampoco soltaba palabra; repasaba los hechizos que eran útiles en un ataque. Azoun conversaba en voz baja con Alusair, pero la charla acabó bruscamente en cuanto el soberano cormyta vio a las tropas enanas.
El ejército de Tierra Rápida estaba formado en perfecto orden. A lo largo de centenares de metros a izquierda y derecha de Azoun, la.línea de combate de tres en fondo se extendía recta como una flecha. Las armaduras plateadas reflejaban los rayos del sol, y dos mil manos empuñaban ballestas y espadas. Los cornetas y tamborileros se mezclaban con las tropas, listos para dar la señal de ataque. Los estandartes de los clanes se elevaban por encima de los yelmos. Estos símbolos —martillos, yunques y armas diversas— eran puntos de reunión para los soldados.
La impresionante formación enana miraba en silencio hacia el este, donde el sol asomaba por encima de las colinas. Allí, recortado contra el sol, se encontraba el ejército orco.
Los dos ejércitos era un ejemplo de contraste. A diferencia de los enanos, vestidos con armaduras, los orcos sólo llevaban corazas de cuero negro. Unos pocos usaban cotas de malla o alguna pieza suelta de armadura, pero la mayoría de las encorvadas criaturas se protegían con aquellos cueros agrietados por el tiempo y los elementos. Sin embargo, todos ponían un toque personal con trozos de tela de colores vivos arrebatadas a algún enemigo muerto, o huesos y pieles de alguna bestia. Las tropas enanas permanecían inmóviles en la formación, mientras que los orcos formaban grupos e incluso estaban acostados en la hierba, a la espera de las órdenes. Algunos iban armados con espadas mal cuidadas y el resto iba provisto con todas las armas imaginables: mayales, mazas, hachas, lanzas, incluso alabardas. Los estandartes eran calaveras auténticas o burdas reproducciones de ojos reventados y dedos rotos.
Alusair vio los tambores entre las tropas orcas y se los señaló al rey. Torg asintió al tiempo que mandaba orden a los arqueros para que dirigieran el primer disparo contra ellos. El Señor de Hierro cogió el yelmo de manos del escudero y lo sujetó bajo el brazo. Señaló hacia el centro de la línea enemiga, donde sobresalía un cráneo enorme, quizás el de un gigante, clavado en la punta de una lanza.
—Allí debe de estar el jefe, si es que estos salvajes saben lo que es un jefe.
A una señal de Azoun, Vangerdahast recitó un hechizo. En cuanto acabó, se llevó las manos a la boca a modo de bocina, y gritó: «Jefe de los orcos, queremos parlamentar». Las palabras, aumentada la potencia gracias a la magia, se escucharon con toda claridad en el campo.
—Espero que entiendan el Común —comentó Vangerdahast después de transmitir el mensaje.
Se produjo una conmoción alrededor del estandarte del cráneo gigante. A través de los cincuenta metros que separaban a los ejércitos, Azoun vio a varios orcos provistos de espadas que señalaban frenéticos a un soldado muy alto. Este orco, a su vez, cogió a un compañero por el cuello y lo empujó hacia las líneas enemigas. El soldado avanzó de mala gana, insultó a los camaradas por encima del hombro y después dio un par de pasos más en dirección a los enanos.
—No matar —gritó en un pésimo Común—. Yo hablar por Vrakk.
Azoun conferenció en voz baja con Torg y Vangerdahast. Los tres avanzaron para situarse delante de las tropas. El hechicero preparó un hechizo para proteger a Azoun, que siguió caminando con las manos levantadas.
—Soy el rey Azoun de Cormyr —gritó en Común, pronunciando cada palabra con toda claridad—. No queremos pelea pero lucharemos si es necesario.
Las palabras del rey tuvieron un efecto asombroso entre las tropas orcas. El soldado que hacía de portavoz regresó corriendo junto al gigante orco, que debía de ser Vrakk. Los orcos comenzaron a discutir entre ellos. Unos pocos amenazaron al rey con sus armas y otros continuaron acostados en la hierba, pero la mayoría participó en el debate.
Por fin el gigante apartó de un puñetazo a un soldado que se interponía en su camino, avanzó una docena de pasos en tierra de nadie y descargó una palmada sobre los muslos.
—Tú Ak-soon —gritó en un Común horroroso. Se golpeó el pecho y añadió—: Yo Vrakk de Zhentil Keep, estar aquí para luchar contigo contra hombres a caballo.
Capítulo 9
Un ejército de retazos
Los enanos se agrupaban a un lado del pabellón; los orcos en el otro. En la mesa el rey Azoun, la princesa Alusair y Vangerdahast formaban un tercer grupo entre Torg y Vrakk, que intercambiaban miradas de odio mientras bebían cerveza. Hasta el momento, sólo se escuchaba el murmullo de los orcos; los demás permanecían en silencio.
Vrakk, el líder de los orcos, levantó la jarra de plata y bebió con fruición un buen trago de cerveza. El líquido marrón le chorreó por las mejillas verde gris y del labio inferior, que sobresalía empujado por los enormes colmillos.
—Nosotros pelear por Ak-soon —afirmó, en cuanto acabó de beber—. Amo del Keep no decir pelear por los dglinkarz. —El jefe orco levantó el morro en un gesto despectivo.
Los orcos presentes manifestaron su aprobación con gritos y gruñidos. Muchos de ellos, sucios y con las babas chorreando, repitieron la palabra dglinkarz con un tono de asco. Los enanos ya tenían las manos puestas sobre las empuñaduras de las armas, así que los orcos no advirtieron que todos apretaban las manos, dispuestos a sacarlas.
Azoun miró a Vangerdahast, que encogió los hombros. El hechicero se valía de un encantamiento que le permitía entender las palabras de los enanos y los orcos, pero el término que había empleado el líder orco no parecía tener traducción.
—¿Luchar con quién? —le preguntó Vangerdahast a Vrakk en Común.
—Los dglinkarz —replicó el orco con un brillo malévolo en los ojos, que eran como cuentas rojas. Hizo un gesto que abarcaba al rey enano y a las tropas—. Todos ser dglinkarz. —El tono dejaba bien claro que se trataba del peor de los insultos.
—No estoy dispuesto a soportarlo, Azoun —declaró Torg, que cerró la mano en un puño y la sostuvo delante de la boca—. No me quedaré aquí tan tranquilo mientras esa bestia me insulta.
—¿Y si os ordeno que luchéis junto a los enanos? —le preguntó Azoun al líder orco.
—Si Ak-soon ordenarlo —contestó Vrakk—, nosotros obedecer. —Apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó un poco para rascarse el peludo antebrazo—. Esa ser ley de Zhentil Keep.
—¿Incluso si os ordeno que debéis combatir al lado de los… —Hizo una pausa con la mirada puesta en Torg—… dglinkarz?.
—Seguir a Ak-soon —respondió Vrakk, que al escuchar la pregunta había hecho una mueca tan exagerada que los colmillos casi le tocaron el hocico.
—Que él os siga si quiere —exclamó Torg, que se levantó indignado—. Yo no. Prefiero que todos los engendros del reino de los muertos ataquen Faerun antes que luchar junto a esa escoria. —Con un ademán indicó a los guardias que salieran, y después se marchó él. Los gritos de burla de los orcos acompañaron la salida de los enanos.
Azoun escuchó las órdenes que gritaba el Señor de Hierro. Alusair se las tradujo.
—Acaba de ordenar a los guardias que maten a cualquier orco que no se haya marchado del campamento dentro de una hora.
—Los enanos no ser buenos guerreros, ¿eh, Ak-soon? —gritó el líder orco, y descargó un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar todo lo que había encima mientras soltaba una risotada. El resto de sus compañeros secundó las risas.
—Hablaré con el Señor de Hierro a ver qué puedo conseguir, padre —ofreció Alusair con una mano sobre la empuñadura de la espada. Observó a los orcos con una expresión de desprecio—. Si no quieres que estalle una batalla en el campamento, dile a estos… soldados que regresen inmediatamente al lugar donde los encontramos, en el campo al este de aquí. Las tropas de Torg cumplirán con las órdenes a rajatabla.
—¿Qué decir, muchacha? —preguntó Vrakk, con un tono feroz—. ¿Tú crees que los dglinkarz asustarnos? —Golpeó la jarra de plata contra la mesa con tanta fuerza que la abolló—. Nosotros marchar cuando estar preparados.
Alusair desenvainó la espada, una acción que imitaron la docena de orcos presentes. Azoun y Vangerdahast se levantaron sin hacer movimientos bruscos; el hechicero preparó un encantamiento para sacar a los humanos de allí si las cosas iban a mayores. Por unos instantes, sólo se oyó la respiración pesada de los orcos. Para sorpresa de todos, Vrakk no se movió. Permaneció sentado, con la jarra entre las manos, mirando a la princesa.
—Tú distinta de Ak-soon, muchacha. Gustarte los dglinkarz, malos soldados.
—Mira la jarra, cerdo —siseó Alusair—. ¿Ves los cráneos que apilan los enanos? Son cráneos de orcos. —Señaló a Vrakk con la espada—. Torg añadirá el tuyo a la pila y yo estoy dispuesta a ayudarlo.
—¡Basta! —gritó Azoun, que apartó de un manotazo la espada de la princesa—. Sal de aquí, Allie. Nos veremos en el pabellón de Torg en un minuto.
—No me iré hasta que no te vea lejos de estos animales —replicó Alusair, sin apartar la mirada de Vrakk.
—Te digo que te vayas, Alusair —repitió Azoun. Cogió a la muchacha por los hombros y la obligó a volverse—. Ahora mismo.
La princesa comprendió por la mirada del rey que de nada serviría discutir. Calmó la preocupación por la seguridad del padre pensando que Vangerdahast se ocuparía de protegerlo. Con una última mirada de amenaza a Vrakk salió de la tienda.
Azoun advirtió cómo se relajaba la tensión en cuanto Alusair salió del pabellón. Sólo Vangerdahast mantuvo la concentración necesaria para realizar el encantamiento, aunque los orcos habían envainado las armas. Vrakk continuó mirando los grabados en la jarra enana.
—Nosotros seguir a Ak-soon —afirmó el jefe orco—, pero no dejar a Torg nuestros cráneos. —Vrakk apartó la mirada de la jarra para mirar al monarca cormyta—. ¿Cuáles ser órdenes para los orcos?
—Creo que lo mejor es atender a la petición de los enanos. Llevaos a vuestras tropas al campo del este.
Vrakk se levantó en el acto y dio una orden en su lengua. Los soldados zhentarim murmuraron una protesta, pero salieron del pabellón para dirigirse al este, donde permanecía la mayor parte del ejército orco; sólo unos cuantos se habían aventurado a entrar en el campamento enano. Cada vez que veía alguno, Vrakk le ordenaba que se marchara, y si el orco se demoraba no vacilaba en darle un puñetazo para recordarle cuál era su obligación.
En cuanto Vrakk y sus soldados salieron del campamento, Azoun y Vangerdahast fueron a toda prisa al pabellón de Torg. Mientras cruzaban el campamento, el rey y el mago vieron que los enanos desmontaban las tiendas. Como todo lo que hacían, las tropas de Tierra Rápida se preparaban para la retirada en silencio y con una concentración absoluta.
—Creo que prefiero a los orcos —señaló Vangerdahast con la mirada puesta en un par de enanos de barba gris que plegaban una tienda.
—Necesitamos a Torg y a sus tropas, Vangy. No sé si podríamos derrotar a los tuiganos sin ellos.
Los centinelas abrieron la puerta del pabellón de Torg en cuanto vieron que Azoun y Vangerdahast se acercaban. El monarca cormyta observó que la guardia de elite del Señor de Hierro, vestida con la sobreveste negra, había reforzado la vigilancia alrededor del cuartel general. Las armaduras relucientes y la impecable formación que mantenían en sus recorridos le dio a Azoun una idea.
—Me habéis desilusionado, Señor de Hierro —afirmó Azoun en cuanto entró en el pabellón—. Creía que vuestra palabra valía mucho más. —Vangerdahast miró asombrado a su amigo; no esperaba que Azoun pasara a la ofensiva en este tema con tanta rapidez.
Torg, que vigilaba a los que recogían sus escasas pertenencias, frunció el entrecejo. La barba negra del Señor de Hierro ocultaba su expresión, pero Azoun y Vangerdahast tenían suficiente con ver la ira en los ojos del enano.
—Es inútil, Azoun. Regresamos a Tierra Rápida. Mis hombres no lucharán junto a los orcos.
El rey cormyta miró a su hija. Estaba en un rincón de la tienda sin decir palabra y con la espada desenvainada sobre los muslos.
—Vuestros soldados combatirán a mi lado si vos se lo ordenáis —dijo el rey con voz áspera, mirando a Torg—, si vos dais el permiso.
El tono de Azoun hizo que sus palabras sonaran como una acusación. Para Torg fue como si el rey afirmara que sólo su tozudez —o cobardía— era la que evitaba la participación de los enanos en la cruzada.
Esta era precisamente la impresión que Azoun quería transmitir. Se le había ocurrido la idea al ver a los centinelas; había comprendido que para los enanos de Tierra Rápida sólo contaban dos cosas: el orden y el honor. Con un poco de esfuerzo, quizá convencería a Torg de que abandonar la cruzada iba en contra de esos dos principios, que la excusa de tener que luchar como aliados de los orcos no valía.
—Nosotros sólo luchamos por una buena causa —declaró Torg, que se encaró a Azoun echando fuego por los ojos ante el mal disimulado insulto a su valentía—. Tengo mis dudas sobre cualquier causa que pueda atraer a semejante ralea.
—Es verdad, padre —intervino Alusair desde las sombras—. Y todavía hay más. Me pregunto qué le habrás dado a Zhentil Keep para conseguir su apoyo. Espero que haya valido la pena.
—No hablamos de Zhentil Keep ni de mi política —replicó el rey, irritado. Dio un paso hacia Torg—. Me habéis dado vuestra palabra de honor que dos mil enanos de Tierra Rápida lucharían contra los tuiganos. ¿Vais a faltar a vuestra promesa?
Las acciones de los enanos indicaban que era eso precisamente lo que pensaban hacer, pero Torg esquivó el tema al verse interrogado por el monarca cormyta. Murmuró algo antes de responder a la pregunta.
—Habéis roto vuestra parte del compromiso, Azoun —manifestó como una excusa a su comportamiento.
—No es verdad —se apresuró a intervenir Vangerda-hast, que apuntó con un dedo al Señor de Hierro—. El rey Azoun ha respetado fielmente el acuerdo; no os prometió nada a cambio de vuestras tropas excepto el honor de defender a Faerun.
—Todo esto no es nada más que palabrería política —afirmó Alusair. La muchacha se colocó junto al rey enano y envainó la espada. Miró a su padre, furiosa—. No es ninguna deshonra negarse a combatir junto a unas… bestias asesinas.
—Según esa misma lógica —le replicó Azoun con un esfuerzo tremendo por contener la furia que lo embargaba—, tú lucharías a favor de los tuiganos sólo porque ellos combaten contra los orcos. Es ridículo.
—Te equivocas de… —contestó Alusair con los brazos en jarras.
—No, princesa —gruñó Torg, con una mano apoyada sobre el brazo de Alusair—. Vuestro padre tiene razón. —El Señor de Hierro entrecerró los párpados y observó al rey cormyta por un instante—. Quiero una retribución por los soldados que mataron.
—Me parece razonable —aceptó el rey. Miró a Alusair, pero la muchacha rehuyó la mirada.
—Tampoco permitiré que los orcos viajen con mi ejército —añadió Torg—. Vosotros os encargaréis de llevarlos en las naves. Nosotros iremos a pie el resto del camino y nos encontraremos todos en Thesk.
Azoun sabía desde el principio que las tropas de Tierra Rápida no tenían la intención de embarcarse. Algunos clanes enanos preferían mantener el contacto con la tierra, que era el sustento de sus ciudades mineras y la fuente de su prosperidad. De pronto el rey comprendió que la exigencia de Torg de que los orcos debían ir a Telflamm en las naves era, de hecho, algo que el Señor de Hierro podía presentar a sus generales como impuesto a los humanos. Aunque no había discutido el tema con Torg, Azoun tenía decidido transportar a las tropas zhentarim en la flota.
—Vuestras demandas son justas, Señor de Hierro —repuso el monarca—. Nosotros transportaremos a los orcos.
—Todo esto es un poco absurdo —señaló Vangerdahast—. ¿Qué motivo hay para que el ejército enano marche a pie cuando hay espacio de sobra en las naves para transportarlo?
—Quizá sepáis mucho de magia, hechicero —replicó Torg, de espaldas a Vangerdahast—. Pero no comprendéis a los enanos. Di mi palabra y lucharemos. —Sacudió la jaula con los pájaros—. Pedirle a mis soldados que viajen por mar es como pedirle que no sean enanos. —En ese instante entró un oficial enano.
—Las tropas estarán listas para partir hacia el mediodía —anunció.
—Comunicad a las tropas que marchamos hacia el sur —indicó Torg.
El oficial abrió la boca como si fuera a protestar, pero lo pensó mejor.
—A vuestras órdenes, Señor de Hierro —respondió.
—Ya nos ocuparemos de los detalles logísticos más tarde —comentó Torg. Se volvió hacia Azoun—. Ahora quiero que Vrakk me entregue a los orcos responsables de la muerte de mis soldados.
Al cabo de unos minutos, Azoun, Vangerdahast, Torg y Alusair estaban otra vez en el campo del este. Faltaba muy poco para el mediodía. Unos quinientos enanos permanecían en las posiciones de combate, vestidos con armaduras, aguantando a pie firme los rayos del sol. Los orcos estaban tendidos en la hierba sin orden ni concierto. Se protegían del sol con capas agujereadas por las ratas, mochilas, restos de lonas, o con lo primero que habían encontrado. En el centro de este grupo desastrado, Vrakk y los oficiales reunidos junto al estandarte del cráneo de gigante discutían a gritos. Si alguien se fijó en la presencia de Azoun no dijo nada.
—Comandante Vrakk —dijo el rey con tono de mando en cuanto llegó al estandarte—, quiero discutir un incidente en el que están involucrados algunos de vuestros hombres.
Alusair y Torg miraron nerviosos a los orcos, sin apartar las manos de las armas. Vangerdahast se mantuvo detrás de Azoun, repasando las palabras de un hechizo. Los golpes que daba con la punta del pie contra el suelo revelaban su irritación. Los orcos no demostraban ningún cuidado con el entorno, y en las pocas horas que llevaban allí habían acumulado una considerable cantidad de basura que se mezclaba con los charcos de aguas servidas; el hedor lo ponía malo.
Un orco no muy alto y con una jeta casi porcina se dispuso a intervenir, pero Vrakk lo apartó de un puntapié en el trasero.
—¿Cuál ser el problema, Ak-soon? —preguntó el comandante, con un tono de queja—. Nosotros querer pelear, no estar sentados al sol todo el día.
—Ayer fueron asesinados tres enanos integrantes de una patrulla que iba camino de la costa —respondió Azoun, como una clara acusación.
—Ellos atacar a exploradores orcos —señaló Vrakk, sin preocuparse. Le arrebató un trozo de carne cruda a un soldado y se lo metió en la boca.
—Exijo el castigo de los responsables —gruñó Torg, que dio un paso adelante. Un teniente orco intentó situarse entre el Señor de Hierro y Vrakk, pero Alusair desenvainó la espada; antes de que el orco pudiese reaccionar se encontró con la punta de la espada de la princesa apoyada en la garganta. Una veintena de soldados orcos se levantaron de un salto mientras echaban mano a las armas. Las tropas enanas avanzaron a paso rápido para proteger al Señor de Hierro, y Vangerdahast se dispuso a ejecutar el encantamiento.
Antes de que la sangre llegara al río, el comandante orco gritó una orden que repitió varias veces. Vangerdahast, gracias al hechizo de lenguas, entendió la orden de Vrakk, aunque no estaba muy seguro de que las tropas acatarían la orden de: «Nadie se mueva».
—Aparta el arma, Allie —dijo Azoun, que dio un paso hacia la joven con mucho cuidado para no provocar a nadie—. Si no lo haces, nos matarán a todos.
La princesa apretó la hoja contra la garganta del orco justo lo suficiente para que brotara una gota de sangre, y después la apartó. Los orcos que rodeaban al grupo de Azoun se relajaron un poco, pero mantuvieron las armas preparadas.
Vrakk apartó de un empujón al teniente para encararse con Torg.
—¿Y los orcos que vosotros matar anoche?
—Eran espías —replicó Alusair—. Tú mataste a los soldados asignados para escoltar al rey Azoun desde la costa.
—Está bien. Yo aceptar petición —contestó el comandante orco después de una pausa que se hizo interminable—. Después Ak-soon llevarnos a batalla.
—Quiero la sangre de un orco por cada enano asesinado —reclamó Torg un tanto sorprendido al ver que Vrakk no ponía más pegas. El Señor de Hierro levantó una mano y le mostró tres dedos al orco.
En aquel momento las tropas enanas llegaron a las posiciones de los orcos, que los recibieron con gritos de burla. Los enanos permanecieron en silencio, preparados para atacar en cuanto recibieran la orden.
—Prepárate para coger a Alusair del brazo y dame la mano si las cosas se ponen feas —susurró Vangerdahast al oído de Azoun—. Esto me gusta cada vez menos.
Vrakk gritó tres nombres. Un trío de soldados orcos se acercó a paso lento en respuesta a la llamada. Con muchos aspavientos, el comandante orco indicó a las tropas que formaran un semicírculo y después dio una orden. Uno de los tenientes les quitó las armas a los tres soldados; luego los obligó a tenderse boca abajo sobre la hierba. Los orcos protestaron, pero no opusieron resistencia; sabían que era inútil. Vrakk señaló al Señor de Hierro con un gesto grandilocuente y después a los tres soldados prisioneros.
—Estos tres ser los culpables —dijo a voz en cuello—. Yo ejecutar castigo. —Sin añadir nada más, desenvainó su espada y le hizo una seña al teniente.
El oficial se dejó caer de rodillas sobre la espalda de uno de los asesinos. Otro soldado se apresuró a sujetar la muñeca del brazo izquierdo del prisionero y lo mantuvo tirante. Con un grito salvaje, Vrakk empuñó la espada con las dos manos, la alzó por encima de la cabeza, y descargó el mandoble contra el brazo del prisionero entre el hombro y el codo, directamente en el brazalete rojo con el símbolo de su dios.
Mientras uno de los tenientes mostraba a todos el brazo amputado, otros dos se encargaron de aplicar el castigo al siguiente asesino. Los soldados orcos aplaudieron al tiempo que apostaban a ver cuál de los condenados gritaba antes o intentaba resistirse. Azoun permanecía muy serio, pero advirtió que Torg disfrutaba con aquel espectáculo sanguinario. Alusair y Vangerdahast no miraban.
El último prisionero intentó levantarse cuando le llegó el turno, pero Vrakk le dio un puntapié en la cara que lo dejó sin sentido. Unos cuantos trozos de carne y monedas de cobre cambiaron de mano entre los orcos; era el pago de las apuestas cruzadas. Con un grito feroz, Vrakk levantó la espada y acabó la tarea.
Con un gesto de aprobación, Torg señaló a sus tropas que regresaran al campamento. Estudió la posición del sol antes de mirar al monarca cormyta.
—Emprenderemos la marcha en menos de una hora. Pasad por mi tienda; queda por discutir la descarga de los suministros de los barcos. —Dicho esto, el Señor de Hierro dio media vuelta y siguió a los soldados.
En cuanto vio que Torg se alejaba, Vrakk comenzó a dar órdenes. Cinco soldados zhentarim, vestidos con túnicas largas y mugrientas en vez de armadura de cuero, aparecieron corriendo. El comandante señaló a los tres asesinos moribundos.
—Chamanes —señaló Vangerdahast al ver que los cinco orcos comenzaban a cantar una letanía, a la vez que movían unas varitas rematadas en cráneos sobre los cuerpos de los prisioneros heridos. Alusair frunció la nariz en un gesto de asco al ver que los chamanes apretaban las calaveras de las varitas contra los muñones. Vrakk se adelantó orgulloso para situarse junto a Azoun.
—Vivir seguro —comentó en lengua común—. Cortar brazos única manera de callar a dglinkarz. Además, nuestro dios cura orcos para luchar y conseguir más muertos.
—Pero no podrán volver a luchar después de esto —exclamó Azoun. Señaló los brazos amputados que estaban en el suelo—. Las heridas…
—Por eso nosotros cortar brazo izquierdo. —Vrakk soltó una carcajada—. Así luchar. —Miró a la princesa con desconfianza—. Ella no decir a enanos. Otra vez reclamar su muerte.
—Que no se preocupe —dijo Alusair, que dirigió la respuesta a su padre—. Si vas a permitir que los orcos no cumplan con la reparación, no me interpondré en tu camino. —Dicho esto, se alejó furiosa detrás de Torg.
Los chamanes acabaron con la salvaje letanía al dios Cyric. Los tres soldados heridos no tenían mucho mejor aspecto, pero los muñones no sangraban tanto. Azoun contuvo con un esfuerzo la náusea.
—Llevad vuestras tropas a la costa, Vrakk. Buscad las naves y esperad allí. Tendréis que ayudar en la descarga de los suministros antes de embarcar.
El monarca cormyta le hizo una seña a Vangerdahast, y se marcharon en dirección a la tienda del Señor de Hierro. El hechicero caminaba con las manos cruzadas detrás de la espalda. Cada tanto miraba a Azoun, que iba tan callado como los enanos que desmontaban el campamento.
—Creo que has actuado correctamente —opinó Vangerdahast al cabo de un rato.
—¿Correctamente? —replicó el rey, que se detuvo en el acto—. Alusair tiene razón. Acabo de ofender a unos buenos aliados para complacer a unos monstruos.
—Quizá —repuso Vangerdahast con aire pensativo. Palmeó al rey en el hombro y reanudó la marcha—. Sabes tan bien como yo que Zhentil Keep utilizaría cualquier provocación a sus tropas como un motivo para denunciar el tratado.
Azoun no tuvo más remedio que asentir. La felicidad de los enanos no valía una guerra con Zhentil Keep.
Torg estaba furioso cuando el rey y el hechicero llegaron al pabellón. Le gritó tres veces al escudero mientras Azoun intentaba fijar el punto de encuentro en Thesk. Después de discutir durante una hora y media consiguieron ponerse de acuerdo. Los enanos se encontrarían con el ejército de la Alianza en un tramo de la carretera conocida como el Camino Dorado, entre las ciudades de Tel-flamm y Tammar.
—Mientras esperáis, podéis aprovechar para que las tropas hagan maniobras —le dijo Torg a Azoun al final de la reunión—. No tendréis que esperar mucho. Mis soldados marcharán a paso ligero para llegar cuanto antes. —De pronto, el Señor de Hierro cambió de humor. Sonrió complacido al tiempo que daba una palmada en el brazo del rey cormyta—. ¡Ja! —exclamó—. ¡Veréis como todo esto acabará por funcionar! —Se puso de pie y movió las manos en un gesto ampuloso—. Mis tropas estarán preparadas para el combate cuando lleguemos a Thesk. ¡Sólo tendréis que traer a los tuiganos!
Azoun respondió con una sonrisa desmayada. Comenzaba a notar los efectos de las muchas horas sin dormir; se sentía agotado y un tanto mareado.
—Vamos, Vangy —dijo el rey—. Es hora de regresar al Welleran. Tú también, Allie.
—No. Voy con los enanos —repuso la muchacha, desafiante—. No pienso viajar con los orcos.
—¿Quién ha dicho que vendrás con nosotros a Thesk? —exclamó Vangerdahast, indignado—. Pienso que debes regresar de inmediato al palacio en Suzail—. Sacó de la bolsa los ingredientes para el hechizo, y miró a Azoun—. Puedo enviarla de regreso ahora mismo. No tienes más que decirlo.
Pero, antes de que el monarca pudiera contestar, Torg golpeó la mano de Vangerdahast con el plano de la espada.
—No realizarás hechizos en mi tienda —gruñó—. Además, Alusair está en todo su derecho a decidir cuál será su destino.
—Ya he aguantado más que suficiente —protestó el hechicero frotándose el dorso de la mano. Miró el lugar donde lo había golpeado la espada de Torg; un verdugón rojo le cruzaba los dedos y el dorso hasta la muñeca—. A ti tendría que darte vergüenza desobedecer a tu padre de esta manera.
—Soy su padre, no su amo —observó Azoun en voz baja desde la entrada del pabellón—. Ella… —Miró el rostro de Alusair por un momento, y tomó buena cuenta de la firme determinación que se reflejaba en la mirada—. Ella puede tomar sus propias decisiones.
—Yo tenía razón desde el principio, y ahora tu rey se da cuenta —le dijo Torg a Vangerdahast con una mirada de rencor.
El hechicero no hizo caso al Señor de Hierro. Sólo tenía ojos para Azoun y la hija, que estaban separados por unos pocos pasos pero para el caso la distancia podría haber sido de kilómetros. Alusair parecía sorprendida por las palabras del padre. El rey, en cambio, mostraba una expresión dolida, como si aceptar la libertad de la princesa le produjera un dolor físico.
—Vamos, Vangy —dijo el rey, por fin—. Hay que llevar a las tropas a Telflamm. —Se detuvo por un momento para mirar a Alusair—. Tendremos que estar en contacto contigo —añadió. Se quitó el anillo del dedo y se lo ofreció a su hija—. Cógelo.
La princesa se acercó vacilante. De pronto sonrió con timidez.
—El anillo está encantado, ¿verdad? —preguntó.
—¿Qué esperabas? —replicó el monarca, un poco más animado al ver la sonrisa de Alusair—. Y, como ocurrió con el anillo anterior, si lo arrojas al fondo del mar el hechizo no servirá de nada. Así que ten cuidado.
Alusair se quitó el anillo de oro que evitaba el rastreo mágico y se colocó el anillo con el sello del monarca.
—Te veré en Thesk.
—Cuídate mucho —le pidió el rey antes de volverle la espalda.
En aquel instante, la princesa estuvo a punto de dar un paso para alcanzar al padre y darle un abrazo de despedida antes de que saliera del pabellón de Torg. Pero no lo hizo. Mientras regresaba a su tienda, Alusair se preguntó por qué no había podido abrazar a su padre.
* * *
Los enanos llevaban dieciocho horas de marcha cuando Azoun por fin llegó al puerto de Telflamm. El sol asomaba por el horizonte; los primeros rayos iluminaban con una luz débil el contorno de las cúpulas aplastadas que eran una característica de la ciudad. En los muelles todavía estaban encendidas las antorchas, y en la numerosa flota fondeada en la rada se veían los destellos de las lámparas de los marineros que hacían la guardia.
Los bajeles cormytas estaban otra vez vacíos después de descargar a las tropas orcas en las playas al sur de la ciudad. Azoun y Vangerdahast sabían que no les quedaba otra elección; los soldados zhentarim eran capaces de provocar graves disturbios en la ciudad. Ahora, lo único que debía hacer el rey era reunir a su propio ejército y llevarlo hacia el este, sin embargo esto resultó mucho más difícil de lo que había pensado.
Telflamm ofrecía muchísimas distracciones a los soldados y marineros de la Alianza, la mayoría de los cuales nunca habían viajado a lugares lejanos. Los refugiados que escapaban del avance de los bárbaros —que ahora se encontraban a menos de ochocientos kilómetros al este— abarrotaban las calles. Junto con los refugiados llegaron el vicio y la corrupción. Florecían los ladrones y el mercado negro de ropa, comida e incluso seres humanos. Los prostíbulos aparecían como setas por toda la ciudad, a menudo al lado mismo de los ruedos donde los locos y los bravucones luchaban a muerte por un puñado de oro. La guardia de la ciudad, incapaz de poner orden entre tantos soldados y refugiados, optó por dejarse sobornar y hacer la vista gorda.
—No me importa si la guardia local no sirve para nada —protestó Azoun. Miró enfadado a lord Harcourt, comandante de la caballería aliada—. ¿Por qué los nobles no han tomado medidas? Tendríamos que tener una policía militar. —El rey se paseó enfadado por el puesto de mando instalado en las oficinas del gobierno de Telflamm.
—Veréis, majestad. Se trata… ah, esteee… —comenzó Harcourt sin saber muy bien qué excusa dar. Para su suerte, Brunthar Elventree acudió en su ayuda.
—Lo que lord Harcourt quiere decir es que sus hombres están con los míos; borrachos perdidos en algún callejón, o disfrutando del día en los prostíbulos. —El general pelirrojo sonrió—. No acabo de entender cuál es el problema. Si nos hacéis pelear al lado de los orcos, no veo qué mal puede haber en un poco de jolgorio.
—Ya es suficiente, general Elventree —le reprochó Azoun tajante—. Otro comentario como ése y os relevaré del mando por insubordinación. —Se acercó al hombre de Los Valles con cara de pocos amigos—. Necesito vuestra cooperación ahora más que nunca. Acepté que los orcos luchen a nuestro lado contra los tuiganos, y vos haréis lo mismo. ¿Está claro?
Brunthar dejó de columpiarse en la silla. La poca luz que suministraba el candil resaltaba las sombras del rostro; enmascaraba la expresión, pero le daba un aspecto de demonio.
—Sí, su alteza —respondió.
—Muy bien, entonces no hay nada más que discutir —afirmó el monarca—. La cruzada hace aguas. Si queremos enfrentarnos a los tuiganos, lo más urgente es llevarnos a los hombres de aquí. —Azoun hizo una pausa, y después volvió a mirar al hombre de Los Valles—. General Elventree, dado que vuestros hombres están tumbados en los callejones junto a los de lord Harcourt, os encargaréis entre los dos de reunir a las tropas. ¿Alguna pregunta?
—No, majestad —contestó el general con una sonrisa al escuchar la crítica al noble.
Lord Harcourt llevaba toda su vida dedicado a la milicia y comprendía perfectamente cuáles eran las intenciones del rey. Aunque le disgustaba la gente de Los Valles, sabía que Azoun debía transformar el ejército en una unidad.
—A vuestras órdenes, su alteza —dijo con su mejor tono. Se acomodó la cota de malla y saludó al rey con una reverencia.
—Bien —manifestó Azoun—. Buscaré a Vangerdahast y a Farl, y entre todos haremos lo que esté a nuestro alcance desde aquí. —En el momento en que los generales se disponían a salir, añadió—: Quiero que el ejército esté en camino mañana al mediodía, a más tardar.
Brunthar Elventree y lord Harcourt juzgaron que no era posible, pero se callaron la opinión. En cambio, salieron a la calle y comenzaron a buscar soldados lo bastante sobrios como para utilizarlos de policía. Por suerte tuvieron más éxito de lo esperado. La ciudad ofrecía diversiones de todo tipo, pero las tropas mercenarias pagadas por los sembianos eran veteranas y por lo tanto no se dejaban engatusar fácilmente por los vicios de un puerto de llamada. En menos de veinticuatro horas, el grueso del ejército de la Alianza estaba reunido en la zona sur, fuera de las murallas de la ciudad.
Jan el flechero no ocultó la satisfacción que le produjo la medida. Aunque él, como muchos de los compañeros, nunca había salido de Cormyr, era poco dado a beber en exceso y nunca participaba en otros vicios, ni aun cuando estaba en casa. ¿Qué necesidad tenía de comenzar ahora? Después de todo, Telflamm no le ofrecía nada que no pudiera conseguir en Suzail. El precio era más alto en Cormyr, y los vicios no se anunciaban con tanta libertad, pero esto significaba poca cosa para el flechero.
En cambio, para muchos de los compatriotas de Jan la invitación al libertinaje fue irresistible. Mal era uno de los que no hacía otra cosa que beber y pelear. Incluso se había inscrito como participante en un duelo a muerte en uno de los circos. Jan y Kiri lo habían convencido para que no luchara aunque ambos habían tenido la tentación de dejarlo pelear y verse libres de él para siempre. El flechero lo había visto por última vez en una tabernucha llamada La lanza rota.
Ése era el local que buscaba Jan mientras recorría los callejones llenos de basura de la zona portuaria. Por todas partes no había más que refugiados y pordioseros. Algunos ofrecían productos del mercado negro o servicios a cambio de dinero, otros sólo mendigaban las monedas que les permitirían subsistir un día más. Las súplicas desgarraban el corazón del flechero, pero ya no metía la mano en la bolsa para dar una limosna a los niños hambrientos o los viejos enfermos, pues no tenía más dinero. Había repartido casi toda su fortuna el primer día en tierra, y el resto se lo habían robado.
Jan recordó con añoranza el mercado de Cormyr. ¡Qué diferencia con la miseria de Telflamm! Miró el trocito de cielo que se divisaba entre los edificios casi en ruinas a ambos lados del callejón, y pensó con amargura que era mejor así. Los rayos del sol sólo hubiesen servido para que la basura se pudriera más aprisa.
Aceleró el paso y no tardó en llegar a La lanza rota. Un ladrón rebuscaba en los bolsillos de un miliciano borracho caído delante de la puerta. Al advertir la presencia del flechero, el ladrón abandonó a la víctima y se dio a la fuga. Jan se alegró al verlo escapar porque no sabía qué habría hecho si el ladrón le hubiera plantado cara. Comprobó que el soldado estaba vivo antes de entrar en el bar.
La lanza rota era un lugar pequeño y oscuro. Por las ventanas sucias de hollín entraba un poco de luz y el resto lo suministraban unas cuantas velas de sebo colocadas en las mesas. En la pared opuesta a la puerta ardía un fuego que desprendía un humo aceitoso y maloliente. La nube de humo se mantenía junto al techo y poco a poco se escapaba por los huecos del tejado. Las risotadas, las canciones obscenas y las maldiciones formaban el ruido de fondo. Las ratas iban y venían por el suelo sin que los clientes se molestaran en echarlas.
Jan vio a Mal de inmediato. El gigantón estaba echando un pulso en una de las mesas. Unos cuantos espectadores aplaudían o maldecían según la suerte de su favorito, pero la mayoría de los parroquianos bebía cerveza aguada sin meterse en los asuntos de los demás. Mal derrotó al oponente cuando Jan llegaba a la mesa: el soldado estrelló la mano del hombre contra la mesa, y el golpe hizo derramar el vino del odre que había allí. Los perdedores pagaron las apuestas, y los espectadores volvieron a sus mesas. Mal se limitó a saludar a Jan con una inclinación de cabeza mientras se frotaba la mano.
—Nos vamos mañana antes del mediodía —le informó el flechero en voz baja. Se quitó el sombrero de fieltro y comenzó a retorcerlo entre las manos en un gesto nervioso.
—¿Para eso has venido? —le preguntó Mal, incrédulo. Con un gesto de burla añadió—: Pensaba que tú y esa damita que te trae loco estaríais por allí. Oí decir que Kiri…
—¡Cállate! —exclamó Jan, muy serio. Sus sentimientos por Kiri Matatrolls eran sinceros. Se había enamorado de ella en el viaje hasta Telflamm, y no estaba dispuesto a permitir que un soldado borracho, sobre todo uno que decía ser amigo de la joven, hablara mal de ella.
Mal miró a cada uno de los hombres que compartían la mesa. Uno de ellos, un hombre de Los Valles a juzgar por la chaqueta marrón de paño burdo y los calzones, mostraba una sonrisa de oreja a oreja. El otro era un mercenario de ojos oscuros y bien armado, con una cicatriz bastante grande que le deformaba la mejilla. Soltó un bufido y bebió un buen trago de la jarra que tenía delante. Jan se sorprendió al ver a Mal, que proclamaba su odio a los hombres de Los Valles y a los sembianos, bebiendo con estos dos soldados. Pero el flechero ya sabía que Mal era capaz de beber con cualquiera.
—El rey ha regresado del norte con las tropas zhentarim —le informó Jan, preocupado—. Es hora de irnos.
—¡Tropas zhentarim! —El hombre de Los Valles lanzó un escupitajo—. Me han dicho que son orcos, todos ellos. No nos servirán de nada en las batallas. —Se sirvió un poco más de vino en la jarra—. ¡Intentarán degollarnos mientras dormimos!
—Quizá los han traído para calentarnos —sugirió Mal, sin que nadie entendiera qué quería decir. Levantó el pellejo para servirse más vino, pero se detuvo. Movió el pellejo y, al escuchar el chapoteo del líquido, anunció—: El último trago. —Él y Jan echaron una ojeada a su alrededor.
—¿Qué hacéis? —preguntó el mercenario sembiano, extrañado por el comportamiento de los cormytas.
—Buscamos a alguien de la nobleza —respondió Jan—. Es una tradición cormyta. El noble de mayor linaje o el oficial de mayor rango presente en el bar recibe el último trago del barril o el pellejo.
—Pues si hay algún oficial presente no se beberá nuestro vino —replicó el hombre de Los Valles, que intentó arrebatar el pellejo. Mal le dio una bofetada y lo apartó de un empujón.
Mientras Mal se enfrentaba al soldado de Los Valles, el mercenario aprovechó para hacerse con el pellejo.
—La persona que lo compró es la que decide qué hacer con el último trago —afirmó en voz alta. Unos cuantos parroquianos miraron hacia la mesa al escuchar el altercado.
Mal soltó una maldición al tiempo que se levantaba. En el momento en que intentaba arrebatar el pellejo de la mano del sembiano, el mercenario sacó una daga y la sostuvo contra la garganta del cormyta.
—¡Nada de armas! —gritó el tabernero, que se apresuró a ocultarse en la cocina. Unos cuantos hombres y mujeres desenvainaron las espadas. Otros se dirigieron a la puerta.
Mal volvió a sentarse muy despacio y sujetó con fuerza el asa de la jarra. La sonrisa malvada del sembiano resaltaba la fealdad de la cicatriz, que se veía muy roja. El mercenario le pasó el odre al hombre de Los Valles.
—Tú lo pagaste, arquero. Es tuyo.
Mientras el hombre de Los Valles cogía el pellejo con una sonrisa y quitaba el tapón, Jan el flechero empuñó su daga. No pensaba meterse en una pelea por algo tan ridículo como un trago de vino barato, pero tampoco estaba dispuesto a no defenderse si lo atacaban.
—Vamos, Mal —gruñó, apartándose de la mesa—. No vale la pena pelear por tan poca cosa. —Al ver que su compatriota no se movía, lo miró asombrado.
Mal permanecía encorvado sobre la jarra, que mantenía bien sujeta en la mano izquierda. Entre los rizos rubios que le caían sobre el ancho rostro, se veía su expresión entre sorprendida y furiosa.
—Malditos sembianos —murmuró colérico—. Malditos hombres de Los Valles. ¡Quién me manda beber con mercaderes y campesinos!
—Al menos este vino irá a parar a donde corresponde —dijo el hombre de Los Valles con un tono alegre. Quitó el tapón del pellejo y lo puso boca abajo. Lo que quedaba de vino se derramó sobre el suelo mugriento, lo que espantó a unos cuantos insectos. Antes de que el líquido rojo desapareciera entre los tablones, el soldado vestido de marrón repitió una oración al dios de la agricultura.
Los clientes de las mesas más próximas soltaron la carcajada. El mercenario sembiano se levantó con una expresión de asombro. Mal, con el cerebro embotado por el alcohol, al ver lo que había hecho el hombre de Los Valles soltó una maldición y se puso de pie. Las ropas sucias y empapadas de sudor se le pegaban a los músculos como una segunda piel.
—No te ofendas —dijo el hombre de Los Valles al tiempo que le ofrecía la mano—. Vosotros tenéis vuestras tradiciones y nosotros las nuestras.
Jan vio que Mal tensaba el brazo, pero cuando comprendió que su amigo iba a atacar ya fue demasiado tarde para intervenir. El guerrero echó el brazo hacia atrás para coger impulso y después descargó un golpe tremendo. El hombre de Los Valles, con los reflejos adormecidos de tanto vino, no se apartó de la trayectoria de la jarra. Con un ruido sordo, la jarra de metal lo golpeó directamente en la cara y le destrozó la nariz y unos cuantos dientes.
El hombre de Los Valles se desplomó como un saco de patatas, y la sangre se mezcló con los restos del vino derramado. Se oyó el roce de una docena de espadas saliendo de las vainas, junto a un coro de imprecaciones e insultos. Mal, con la jarra sujeta en la mano izquierda, miró atontado a la víctima.
—Levántate —le ordenó con voz áspera mientras le daba un puntapié con la bota sucia de fango.
Jan el flechero se arrodilló junto al hombre de Los Valles y puso la oreja casi pegada a la boca ensangrentada.
—No respira —anunció, con lágrimas en los ojos—. ¡Estúpido! —gritó—. ¡Lo has matado por un trago de vino!
—El general te mandará a la horca por esto —afirmó el mercenario sembiano, que dio un paso atrás y enfundó la daga—. No dejará que este crimen quede impune.
La jarra abollada y manchada de sangre se estrelló contra el suelo con un sonido a hueco. Mal sacudió la cabeza y abrió la boca, pero, en lugar de decir algo, volvió a patear al hombre de Los Valles.
—¡Levántate, desgraciado! —gritó por fin—. No estás muerto.
Jan el flechero se puso de pie y se dio la vuelta al escuchar una conmoción cerca de la puerta del local. El dueño de la taberna, escoltado por dos soldados y un miembro de la guardia de la ciudad, se abría paso a empujones entre los parroquianos. El flechero reconoció a uno de los soldados. Era Farl Bloodaxe, comandante de la infantería de la Alianza.
—Sabía que esto acabaría por pasar —afirmó el tabernero. Señaló a Mal—. En cuanto lo vi entrar comprendí que era un mal sujeto.
—No vemos la hora de que vuestras tropas se marchen —comentó el guardia en voz alta. Como todos los demás guardias de Telflamm, éste vestía una sobreveste larga de color rojo vivo, ajustada a la cintura con un fajín de tela negra. El sombrero negro de copa cuadrada llevaba adornos de plata, e iba armado con un sable corvo de gran tamaño. El hombre apartó una silla con la punta de plata de la bota bien lustrada—. No habéis traído más que problemas a la ciudad.
—Ya es suficiente —lo cortó Farl. El general negro miró a su alrededor—. ¿Alguien quiere contarme qué pasó?
Durante quince minutos, Jan el flechero, Mal y unos cuantos más dieron su versión del incidente. Como era de esperar, Mal dijo que el hombre de Los Valles había desenvainado la espada. Nadie corroboró la historia, pero a Mal no pareció preocuparlo. Cuando Jan negó la veracidad de la excusa, el asesino entrecerró los párpados meneando la cabeza.
Mientras Farl conducía los interrogatorios, Jan se sintió dominado por la náusea. Nunca le había gustado Mal. De hecho, el flechero sólo había ido a buscarlo porque era un compatriota y conocido de Kiri. Aunque tampoco le desagradaba del todo. Sólo ahora entendía lo que era en realidad: un bruto borracho y pendenciero.
El destino de Mal quedó decidido en cuanto cometió el crimen. El soldado recuperó la serenidad en el acto, y permaneció callado, hasta un punto que resultaba desconocido para Jan. Le pusieron los grilletes, y Farl ordenó que recogieran y cremaran el cadáver del hombre de Los Valles. Antes de que el guardia de la sobreveste roja se llevara a Mal, el soldado cormyta se acercó al flechero.
—Creía que me apoyarías —le susurró Mal entre dientes—. Que respaldarías mi historia. Después de todo, tú y yo somos de la misma calaña.
—No —replicó el flechero tajante—. Te vine a buscar sólo porque los dos somos de Cormyr, pero…
—No me refiero a eso —lo interrumpió Mal. El guardia tiró de la cadena de los grilletes y apartó al soldado de Jan—. Me refiero a lo que hiciste a bordo del Sarnath. —El guardia dio otro tirón, y Mal le dijo colérico—: Para ya de tironear. ¿A qué viene tanta prisa por colgarme?
Jan el flechero observó atontado cómo los clientes se apartaban para dejar paso al guardia y a su prisionero. Lo invadió otra vez la náusea, y tuvo que sentarse. Los parroquianos volvieron a sus mesas y continuaron bebiendo, aunque no con tanto jolgorio como antes. Jan no podía dejar de pensar en las palabras de Mal. Después dirigió la mirada a la jarra abollada que seguía en el suelo, y la recogió. En sus recuerdos veía el arco largo y las flechas que había empleado para matar al marinero y al clérigo que habían subido a bordo de la nave apestada. Creía que su conciencia se había reconciliado con los hechos, pero ahora se preguntó hasta qué punto las órdenes de un oficial marcaban una diferencia entre aquello y el asesinato cometido por Mal.
Jan se guardó la jarra debajo de la capa y, sin demorarse ni un segundo más, salió de la taberna. Dirigió sus pasos hacia las afueras de la ciudad donde lo esperaba Kiri. Los recuerdos de los incidentes ocurridos en La lanza rota y el Sarnath no dejaron en paz al flechero a todo lo largo de la penosa marcha que lo separaba de la costa.
Capítulo 10
Pájaros de presa
El cadáver de Malmondes de Suzail permaneció colgado durante ocho días de la soga en el patíbulo improvisado al sur de Telflamm, como un terrible ejemplo de la justicia militar. En aquel mismo tiempo, Alusair y el ejército enano completaron la marcha hacia el sur a través de las verdes colinas del Gran Valle. Ahora, diez días más tarde y tras haber recorrido ciento doce kilómetros desde que se habían separado del rey Azoun, los soldados de Torg se encontraban en los lindes del bosque de Lethyr.
Torg, como había hecho cada noche desde el inicio de la marcha, iba de un clan a otro, marcados en el campamento con los estandartes de cada uno. Antes de que los soldados se fueran a ocupar los puestos de vigilancia o a dormir, el Señor de Hierro les explicaba los objetivos de la cruzada. Los orcos, le dijo al ejército, eran un mal necesario hasta el final de la guerra. Después, las bestias zhentarim, o lo que quedara de ellas, tendrían que vérselas con las tropas de Tierra Rápida para responder por sus insultos.
Mientras los soldados de Tierra Rápida montaban el campamento, Alusair contempló la masa oscura del bosque por el lado este. Hasta entonces, los enanos habían marchado a través de campiñas, donde los árboles eran escasos, así que los bosques les parecían un obstáculo insalvable. Aunque la ruta más directa para llegar al punto de reunión con el ejército de la Alianza era la que pasaba por el bosque, el Señor de Hierro no quiso ni oír hablar de llevar a las tropas por allí.
—Sólo los elfos y otras criaturas poco dignas de confianza residen en los bosques —le comentó el Señor de Hierro a la princesa—. No pondré a mis soldados en peligro llevándolos por un camino que puede ser el paraíso de las emboscadas. Continuaremos hacia el sur, rodearemos el bosque y luego torceremos en dirección este.
Alusair no tenía muy claro a quién se refería el Señor de Hierro cuando hablaba de la posibilidad de una emboscada, pero tampoco le importaba. La inflexibilidad de Torg en este asunto sólo servía para aumentar la vaga pero cada vez mayor inquietud que le provocaba el ejército enano. Nueve meses antes, a mediados de otoño, Alusair había ido a las Montañas Tierra Rápida en busca de un artefacto perdido. En cambio, se encontró con un pequeño y muy orgulloso grupo de enanos empeñados en la defensa de su ciudad subterránea casi en ruinas frente a una horda interminable de orcos y goblins malvados. Interesada siempre en la defensa de una causa noble, la princesa se unió a la batalla. Sus conocimientos de estrategia militar, aprendidos de su padre cuando era una niña, resultaron muy valiosos para los enanos de Tierra Rápida. Pusieron en fuga a los orcos y salvaron la ciudad en ruinas.
La mayor parte del tiempo que Alusair había pasado con los enanos lo había dedicado a combatir contra orcos y goblins. La princesa nunca había sentido por los soldados otra cosa que no fuera el respeto y la camaradería que se tiene por el aliado en la batalla. Hasta ahora.
A Torg le importaba muy poco el duro trance emocional que padecía la princesa. Ella había intentado hablar del tema con el Señor de Hierro durante el primer día de marcha, pero el enano no le había hecho ningún caso. Alusair sabía que eran pocos los enanos que tenían una familia; los orcos y los goblins habían matado a la mayoría de las mujeres y niños de Tierra Rápida hacía años. Incluso la reina de Torg había muerto en una batalla ocurrida hacía quince años.
«Pero eso no justifica que sean tan insensibles», se dijo Alusair con la mirada puesta en un halcón solitario que se elevaba a la luz del crepúsculo. El ave se alejó del bosque para volar en círculos por encima del campamento, pero de, vez en cuando se escuchaban sus graznidos, que daban una nota triste en la placidez de la noche veraniega.
La princesa suspiró y después se dirigió hacia su tienda, mientras pensaba que habían pasado cuatro meses desde que Torg había enviado a Azoun la carta en la que aceptaba aportar tropas a la cruzada a finales del invierno. El año se consumía tan rápido como el vuelo del halcón.
Uno de los centinelas le hizo un gesto de saludo cuando la princesa pasó a su lado. Aparte de algunas órdenes sueltas, y los ruidos inevitables que hacían los enanos al montar las tiendas y encender las hogueras, el campamento estaba en silencio. Antes, Alusair había disfrutado con el silencio y la paz de los campamentos enanos; ahora le dejaba demasiado tiempo para pensar, y esto era lo que menos deseaba.
Las acciones de Azoun la intrigaban y también la apenaban un poco. Desde luego había esperado una discusión tensa sobre su abandono del palacio. Sin embargo, no había considerado posible que el rey admitiría su derecho a controlar su propia vida. Había estado dispuesta a mostrarse como la parte ofendida, a dejar bien claro que sus acciones no diferían mucho de las de su padre durante la juventud. Miró el anillo que le había entregado Azoun y soltó un taco.
Unos meses atrás, la actitud menos dogmática de su padre respecto a su independencia habría significado una fácil reconciliación, pero no ahora después de lo que Alusair había visto en el campamento de los enanos. Su padre se había aliado con los orcos, las criaturas del mal. Consideraba la alianza como un acto imperdonable, una bajeza moral con fines políticos. La princesa ya no sabía si quería reconciliarse con Azoun; ya no lo veía como el hombre noble y bueno que recordaba de cuatro años atrás.
«¿Qué debo hacer?», se preguntó una y otra vez. Pero no se le ocurrió ninguna respuesta.
Por fin la princesa llegó a la tienda a oscuras. Por un momento pensó valerse del anillo para ponerse en contacto con Vangerdahast y Azoun, pero desistió de hacerlo. En cambio, se acostó con un oído atento a los graznidos del halcón en la oscuridad. Alusair dedujo por la lejanía del sonido que el pájaro regresaba al bosque, aunque todavía lo escuchaba cuando se quedó dormida.
La lluvia que cayó durante la noche no despertó a Alusair, si bien sus efectos se hicieron sentir en las articulaciones de la muchacha cuando se levantó a la mañana siguiente. El día amaneció gris, y una muy leve llovizna caía sobre el campamento. Con la indiferencia y la eficacia habitual, las tropas de Tierra Rápida desmontaron el campamento y reanudaron la marcha. Alusair se unió a ellas, silenciosa y cabizbaja.
Los tres días y noches siguientes transcurrieron de la misma manera. Los enanos marchaban entre dieciséis y veintitrés kilómetros cada día, toda una hazaña para un ejército de dos mil soldados y una caravana de abastecimiento. Alusair estaba segura de que las tropas de Azoun no avanzaban más de ocho kilómetros en una jornada. Los enanos estaban mucho mejor organizados y casi no hacían paradas para descansar o comer. También llevaban menos carretas que los humanos, cosa que facilitaba la movilidad, y los tiros de las carretas los integraban ponis de la montaña o mulas. La mayoría de los enanos cargaban con bultos muy grandes aparte de llevar las armaduras y las armas.
Después de una quincena de lo que entendía como un avance a marcha forzada, Alusair se preguntó si podría mantener el ritmo. Lo mantuvo, aunque a costa de los calambres musculares y las llagas en los pies.
Cada noche, antes de quedarse dormida, la princesa observaba cansada los bosques situados al este. Los halcones parecían seguir a los enanos, y Alusair descubrió que contemplar el vuelo de las magníficas aves de presa la relajaba. La hacían sentirse libre y, lo que era todavía más importante, le hacían olvidar los problemas, aunque no fuera más que por unos minutos.
Una noche muy calurosa, la princesa se sentó a una centena de metros del campamento, cerca de los árboles. Un halcón volaba en círculos por encima de su cabeza. Por un momento se preguntó si el pájaro era el mismo que había visto la primera noche. Era posible, decidió Alusair sin dejar de mirar el vuelo del pájaro. El paso de los enanos espantaba a ratones y conejos más que suficientes para alimentar a una docena de aves de rapiña.
De pronto, el anillo que llevaba Alusair mostró un fulgor intenso. La princesa puso una mano a modo de pantalla; en la oscuridad, la luz era como un faro de guía para cualquier criatura que rondara por los alrededores, y los campamentos eran una fuente de alimento para lobos, chacales y otros carroñeros. Alusair contaba con la experiencia suficiente para saber que era una imprudencia subestimar a esas criaturas.
¿Allie?
La princesa miró el anillo, intrigada. Había escuchado la voz de su padre en la cabeza. Alusair no tenía problemas con la magia, pero no conocía nada parecido a esto.
Princesa, ¿nos oyes? Esta vez las palabras eran de Vangerdahast. Alusair notó un zumbido molesto en los oídos, pero no le dio mayor importancia, suponiendo que sería algún efecto secundario del hechizo.
Acercó el anillo de oro a los labios. «Sí, os escucho», dijo en voz muy baja para que nadie cercano pudiera oírla.
¿Qué? No te oigo, Allie. ¿Estás bien?, escuchó la joven que preguntaba el padre. No le gustaba admitirlo, pero se alegró al advertir el tono de preocupación en la voz de Azoun.
Vangerdahast suspiró enfadado en el interior de la cabeza de la princesa. Supongo que le hablas al anillo, dijo el mago, impaciente. Eso no sirve. Sólo tienes que concentrarte. Puedo captar tus pensamientos a través de la bola de cristal, pero no se establecerá el contacto hasta que te concentres en nosotros.
Alusair enfocó la mente en el sonido de la voz del hechicero, y desapareció el zumbido de los oídos. Ah, ahí estás, Allie, exclamó Azoun complacido.
La joven se imaginó al rey sentado en el pabellón con Vangerdahast inclinado sobre la bola de cristal. Sin darse cuenta, la princesa se representó al padre cinco años más joven, como lo recordaba antes de escapar de Suzail. La barba castaña casi sin canas y las patas de gallo apenas visibles.
Te vemos, princesa, pero el anillo sólo te permite escucharnos, le explicó Vangerdahast. Mientras tú…
Estoy seguro de que ya sabe cómo funciona, intervino Azoun interrumpiendo la disertación del mago. Se produjo una pausa breve pero significativa, y después el rey añadió: ¿Dónde estás, Allie? ¿Cuál es el comportamiento de las tropas de Torg?
Alusair le explicó de forma rápida y concisa el comportamiento del ejército enano. Al paso que llevamos, concluyó la princesa, estaremos con vosotros dentro de veinticinco días.
¿Tan pronto?, preguntó Azoun sorprendido por la noticia. Estamos a mitad de camino del punto de encuentro, y nos quedan por delante otros veinte días de marcha. Confiaba en tener tiempo para ejercitar a la tropa antes de encontrarnos.
Pues sólo dispondrás de cinco días, padre, pensó la princesa. Se produjo otra pausa y Alusair dio por hecho que ya se habían dicho todo. Se despidió del padre y de Vangerdahast, y se quitó el anillo. La luz de la joya hechizada parpadeó antes de apagarse.
Alusair estudió de cerca el dragón grabado en el sello del anillo. Se levantó y en aquel momento oyó el graznido del halcón. La joven alzó la mirada, y vio que el ave volaba en picado hacía los árboles. El halcón volvió a graznar, y esta vez Alusair creyó oír un silbido agudo que respondía al chillido del pájaro desde algún lugar del bosque.
Al cabo de unos segundos el halcón se perdió de vista. Alusair forzó la mirada en un intento inútil por ver algo en la masa oscura del bosque. Por fin decidió que se había imaginado el silbido o que era algo relacionado con la experiencia mágica, y, tras una última mirada, le volvió la espalda al bosque de Lethyr y se fue a la cama.
El día siguiente amaneció despejado y caluroso, uno de los típicos días de principios de verano, pero en el campamento enano reinaba una inquietud casi palpable. Alusair se enteró por el Señor de Hierro que los centinelas habían informado de supuestos movimientos de tropas de caballería en los lindes del bosque durante la noche. Torg había ordenado a los soldados que se preparaban para el combate, y la princesa dio por hecho que éste era el origen de la inquietud.
A pesar de las órdenes de Torg, Alusair no llevaba la armadura. Vestía un jubón limpio, zahones de cuero, y botas de caña alta. Le resultaba mucho más cómodo para caminar, aunque el sudor todavía le aplastaba el pelo rubio contra el cráneo. El Señor de Hierro miró enfadado a la princesa, pero no hizo ningún comentario al respecto.
Se veían algunas nubes por el sur cuando los enanos comenzaron la marcha, pero el sol brillaba con fuerza. Torg no prestó ninguna atención al buen tiempo, y forzó a las tropas a comer mientras marchaban. Se detuvieron cuando comenzaba el crepúsculo, y, tan pronto como la columna se dispersó para montar el campamento, los soldados vieron a un jinete que salía del bosque de Lethyr.
Parecía un jinete desde lejos. Sin embargo, en cuanto el desconocido estuvo más cerca, Torg se sorprendió al ver que era un centauro, no un hombre, el que se acercaba a los enanos a todo galope. Llevaba un estandarte en una mano y parecía ir desarmado.
—Que carguen las ballestas —gruñó Torg. El enano joven que estaba a su lado bajó el estandarte del rey. Los portaestandartes de los clanes imitaron el movimiento, y por todas partes se escuchó el ruido de las manivelas de las ballestas que tensaban las cuerdas.
Alusair se desprendió de la mochila, pero no sacó la espada. Los centauros tenían fama de ser criaturas muy razonables, dedicadas casi siempre al cuidado de los bosques que les servían de hogar. Dudaba que el mensajero que galopaba hacia el rey enano tuviera malas intenciones. Así y todo, la princesa no se molestó en decírselo a Torg pues sabía que no la escucharía.
El centauro se acercó en línea recta al estandarte del Señor de Hierro. El estandarte bordado con los símbolos de Tierra Rápida, el ave fénix y un martillo, era el más grande de todos y ondeaba delante de las tropas, por lo que era lógico suponer que pertenecía al comandante de las tropas.
—Salud, enanos de Tierra Rápida —gritó el centauro en lengua común. Muchos de los soldados de Torg se movieron inquietos. Nunca habían visto a una criatura mitad hombre, mitad caballo. Los ballesteros que formaban la guardia personal del rey apuntaron las armas contra el heraldo.
—Decid qué asunto os trae —replicó Torg con tono brusco.
Alusair y el heraldo fruncieron el entrecejo al escuchar el tono insultante de la respuesta. El centauro se detuvo bruscamente, arrancando trozos de tierra y hierba con los cascos. Miró a la columna y en su rostro, moreno y barbado, apareció una expresión de inquietud.
—Soy el portavoz de la tribu Pastilar del bosque de Lethyr —anunció formalmente, aunque con leve tono de temor—. Lleváis el estandarte de Tierra Rápida. ¿Sois…?
—Sí, sí —lo interrumpió Torg, impaciente—. Soy Torg mac Cei, Señor de Hierro de Tierra Rápida. ¿Qué queréis?
El pecho del centauro, grande y musculoso, se movió con un suspiro de alivio. Por un momento, había creído que los exploradores habían confundido el estandarte de los enanos.
—Estáis pasando muy cerca de nuestro territorio —continuó el heraldo, un poco más tranquilo—, y sólo deseamos saber vuestras intenciones.
Torg hizo una pausa sin dejar de mirar con frialdad al centauro. Alusair era consciente de que una respuesta intempestiva despertaría sospechas sobre las tropas, así que se apresuró a intervenir.
—Pasamos por los lindes de vuestro bosque camino de Thesk. Allí nos reuniremos con el rey Azoun de Cormyr para luchar contra los bárbaros del este. —La princesa vio la expresión alegre del centauro.
—Escuchamos muchas cosas buenas de Azoun de Cormyr, incluso en este rincón de Faerun tan aislado. —Bajó el estandarte dos veces. Sin duda se trataba de una señal para las tropas centauras ocultas en el linde del bosque, y muchos enanos miraron hacia la línea de árboles, alertas ante un posible ataque.
Torg, enfadado con Alusair por el atrevimiento de hablar por él, se acercó a la princesa humana, y miró ceñudo al heraldo.
—Ahora que sabéis cuál es nuestro destino, ¿podemos continuar el viaje? Nos hemos mantenido apartados de vuestro bosque, así que esperamos que nos dejéis en paz.
—No es nuestra intención demorar a vuestras tropas, Señor de Hierro —se disculpó el centauro confundido—. Sabemos la urgencia con la que los humanos esperan vuestra ayuda en Thesk. Pero ¿no os preparabais para acampar?
—Todavía no lo hemos decidido —respondió el rey, tajante. Miró al portaestandarte y murmuró algo en su idioma. Antes de que el joven pudiera transmitir la nueva orden, el Señor de Hierro le arrebató el estandarte y lo sostuvo recto.
Alusair maldijo en silencio la estúpida antipatía de Torg hacia el centauro. Observó que Torg miraba más allá del heraldo y se volvió para ver qué le llamaba tanto la atención. A lo lejos vio un grupo de cuatro centauros que avanzaban a todo galope.
—¿Es una trampa? —gruñó Torg.
El heraldo movió la cola para espantar a un tábano que le picaba en la grupa. Giró el torso para mirar atrás y después volvió a mirar al Señor de Hierro.
—No —contestó—. Es el jefe de nuestra tribu. Sólo desea saludaros antes de que continuéis vuestro viaje.
Torg murmuró una maldición en idioma enano y le devolvió el estandarte al portaestandarte al tiempo que hacía un gesto con la cabeza. El joven transmitió al ejército la orden de bajar las armas. Las tropas enanas rompieron la formación y comenzaron a montar el campamento. Alusair y dos guardias permanecieron con Torg. La princesa agradeció al dios que había dado al Señor de Hierro la sensatez suficiente como para no ofender al cacique de los centauros de Lethyr recibiéndolo con las armas preparadas.
Alusair no tardó en ver que tres de los centauros del grupo llevaban armas. El heraldo sólo llevaba el estandarte de la tribu, pero los que escoltaban al cacique iban armados con lanzas. El líder de los centauros iba desarmado, aunque vestía una sobreveste de cuero y un cinturón negro muy ancho en el que sujetaba una bolsa y una vara larga y delgada de color plata envuelta en un cordel bastante grueso.
—Salud, Señor de Hierro de Tierra Rápida —gritó el cacique centauro alegremente mientras se detenía con gran estrépito de cascos. Alusair, que era de estatura normal, observó divertida que los hombres-caballos de Lethyr casi doblaban en altura a Torg y a sus soldados. La hierba que llegaba a la cintura los enanos, apenas si subía un poco más allá de las rodillas de los centauros.
Torg respondió al cacique con un saludo formal y frío. El centauro se presentó a sí mismo con el nombre de Jad Ojosbrillantes. Antes de que el rey enano pudiese responder, un hermoso halcón bajó en picado y rozó las hierbas a unos pocos metros delante del Señor de Hierro. Alusair contuvo el aliento, extasiada ante la belleza del pájaro de rapiña negro, gris y blanco. También Torg contempló con deleite cómo el pájaro remontaba el vuelo y comenzaba a trazar círculos en el cielo crepuscular. El jefe centauro sonrió al ver las expresiones de Torg y Alusair.
—Veo que apreciáis los pájaros de rapiña —comentó—. Eso es bueno. Son unas criaturas hermosas. Aquél sirve a nuestra tribu. —Señaló al halcón que ahora sobrevolaba las tropas.
—Nos sigue desde hace días —manifestó Alusair. Desvió la mirada hacia los centauros y añadió—: Me fijé en él, y en otro halcón, cuando volaban sobre nuestro campamento. Pensé que nos seguían para cazar a los roedores y pájaros que espantábamos en la marcha.
Jad Ojosbrillantes apartó un mechón de pelo negro que le caía sobre los ojos y adelantó un poco la barbilla casi cuadrada mientras miraba a Alusair con mucho interés.
—Sois muy observadora —señaló—. ¿Cómo sabéis que el pájaro es un halcón? La mayoría de los humanos no distinguen uno de otro y los denominan «aguiluchos».
—Me crié en un castillo donde había un gran aviario, con gavilanes, halcones y buhos —contestó la princesa—. Pasaba mucho tiempo con los cetreros y aprendí todo lo que pude de las aves de rapiña. —Alusair sonrió al recordar los momentos felices pasados entrenando a un joven gavilán negro.
Torg cruzó los brazos y golpeó el suelo con la punta del pie. Si hubiese estado en una caverna, como ocurría habitualmente, su acción habría señalado con toda claridad su impaciencia. Pero, en el campo, el ruido de la bota reforzada con acero se apagó entre la hierba.
Jad Ojosbrillantes se había embarcado en una animada discusión sobre pájaros de presa con la princesa Alusair, así que no se apercibió de la muestra de enfado del Señor de Hierro. Ésta, en cambio, no escapó a la mirada del heraldo. El centauro de pelo castaño se aclaró la garganta con un sonido muy parecido a un relincho.
—El Señor de Hierro ha marchado todo el día, cacique —le recordó el heraldo, con una leve inclinación de cabeza—. Quizá sería conveniente…
—¡Qué descortés de mi parte! —exclamó Jad Ojosbrillantes levantando las manos—. Perdonadme, Señor de Hierro, por demorar vuestro descanso.
—Mañana nos espera una larga marcha y necesitamos dormir —respondió Torg, que dejó de dar golpes con la punta del pie. Miró a Alusair, en la confianza de que estaría de acuerdo. Pero la princesa, encantada de hablar con los centauros, no quería dar por acabado el encuentro con tanta prisa. Después de soportar durante días el silencio de los enanos, la garrulería de los centauros era un cambio agradable.
Jad sonrió alegre. Escarbó el suelo con los cascos delanteros y asintió a las palabras de Torg con una inclinación de cabeza.
—Haré que os envíen comida fresca para las tropas. Estoy seguro de que estáis cansados de comer carne seca. —Hizo una señal a uno de los escoltas, que partió al galope hacia el bosque—. ¿Necesitáis alguna cosa más?
Torg, que no se esperaba la generosidad del cacique, dejó de moverse y despidió a los guardias con un ademán.
—No —respondió—. Vamos, Alusair, tenemos que discutir algunos asuntos pendientes.
—¿Alusair? —exclamó Jad, que miró a la princesa sin disimular la sorpresa—. ¿La hija de Azoun de Cormyr? —Al ver que Alusair asentía, el cacique añadió muy contento—: Tenemos que hablar. Me han contado muchas cosas de vos. —Se volvió hacia los guardias—. Podéis marcharos. Me quedaré un rato con Torg y la princesa. —Los centauros recogieron las lanzas y dieron media vuelta listos para regresar al bosque—. Ocupaos de que traigan la comida cuanto antes.
Torg suspiró, resignado a tener un invitado en el campamento, al menos durante un rato. Sin embargo, no quería perder el tiempo agasajando al centauro.
—Debo ocuparme de unos asuntos… —comenzó a decir el rey, pero Jad no le dejó acabar la frase.
—Desde luego, Señor de Hierro. No es ninguna ofensa. —Y, volviéndose hacia Alusair, agregó—: Espero que la princesa tenga un momento para conversar.
—Con mucho gusto. —La princesa se arrepintió del entusiasmo de su respuesta al ver cómo Torg fruncía el entrecejo. Pero la sensación desapareció en el acto cuando recordó los muchos días de silencio.
Torg se mostró incómodo durante un instante; después se despidió de Jad y Alusair y se marchó en dirección a la tienda.
—Torg es tal cual me lo habían descrito —comentó Jad, con un susurro. Miró a Alusair para ver su reacción, y azotó el aire con la cola.
—Seguramente no os han contado ni la mitad —repuso la joven bajando mucho la voz. Hizo una pausa, que aprovechó para mirar al centauro—. Habéis «escuchado» muchas cosas por ser alguien que vive en una parte tan aislada del mundo.
Jad Ojosbrillantes permaneció en silencio por un instante. Cogió el guante de cuero marrón que llevaba al cinto y se lo puso en la mano izquierda.
—La información es fácil de conseguir. Detenemos a muchos viajeros en el bosque o en sus alrededores, y muchos tienen la amabilidad de contarnos las últimas noticias de Faerun. —Señaló el suelo con la mano derecha.
Alusair comprendió el gesto y asintió. Se sentó mientras Jad doblaba las patas traseras hasta posar la grupa en la hierba. El centauro gruñó al tiempo que se movía un poco para buscar la posición más cómoda.
—He escuchado muchas cosas de vuestro padre de boca de mercenarios y mercaderes, las mismas personas que me advirtieron del malhumor del rey Torg y de su desconfianza a cualquier cosa no enana —explicó el centauro, despreocupado.
—¿Y qué sabéis de mí? —preguntó Alusair. Espantó a un tábano.
—Sois el tema favorito de los cazadores de recompensas —contestó el cacique centauro. Hizo una pausa, levantó la mano izquierda al tiempo que ponía dos dedos de la mano derecha en la boca y soltó un silbido agudo. Alusair dio un respingo; los dos centinelas enanos que estaban cerca de ellos echaron a correr.
—Vaya —exclamó Jad al ver que los centinelas venían hacia ellos—. Decidles por favor que no…
Antes de que el centauro pudiera acabar la frase, el halcón bajó del cielo para posarse sobre el antebrazo protegido por el guante. Alusair tranquilizó a los centinelas, que volvieron a sus puestos.
Jad cogió los cordones atados a las patas del halcón con la mano derecha y los pasó a la izquierda mientras el pájaro se sujetaba con fuerza y soltaba un graznido corto y penetrante.
—Sí, sí —le dijo Jad con un tono paternal acercando su rostro al del halcón—. Has hecho un buen trabajo. —Sacó un trozo de carne pequeño de la bolsa y alimentó al pájaro.
—Es muy hermoso —dijo Alusair. Observó el plumaje del ave, la cabeza oscura y las patas amarillas—. Es un peregrino, ¿verdad?
—Así es, princesa.
—Y supongo que podéis comunicaros con él, ya que espía para vos.
El cacique centauro levantó la mano derecha. Por primera vez, Alusair vio el brazalete plateado que llevaba en la muñeca.
—Un regalo de un mago por las ayudas que le prestó mi tribu. Posee un hechizo que no sólo me permite hablar sino también ver a través de los ojos de cualquier pájaro. Gracias al brazalete y la ayuda del halcón, observo el avance de los enanos desde hace días.
Alusair arrancó un tallo de hierba y lo hizo girar entre el pulgar y el índice. Contempló los ojos del halcón, brillantes y alertas, y se preguntó cómo sería ver pasar el mundo por debajo mientras sobrevolaba bosques, lagos y ejércitos.
—La libertad debe de ser maravillosa —comentó al cabo de un rato. Vio que Jad asentía.
—Pero ¿qué me decís de vos, princesa? —preguntó el centauro—. Por las historias que me han contado, nunca habría imaginado que iríais a luchar junto a vuestro padre. —Al ver que Alusair dejaba de jugar con el tallo de hierba, Jad se disculpó con una sonrisa—. Perdón. No quiero parecer un entrometido.
La princesa intentó sonreír, pero la pregunta la había inquietado. Con un ligero tono de sarcasmo respondió al interrogatorio de Jad.
—Ahora comprendo cómo sabéis tantas cosas —replicó—. Interrogáis a todos los que hablan con vos. —La expresión dolida del centauro la llevó a añadir en el acto—: Yo tampoco imaginaba que acabaría luchando junto a mi padre.
El centauro respiró aliviado y, metiendo una mano en la bolsa, sacó una pequeña caperuza de cuero, adornada con gemas diminutas. Cada una de las piedras preciosas reflejó la última luz del sol mientras Jad le alcanzaba la capucha a la princesa.
—¿Me podéis ayudar con esto? —pidió. Mientras Alusair le ponía la capucha al halcón, Jad cogió la varillas de metal—. Y esto —añadió, cuando la capucha estuvo bien asegurada— es la percha. —La joven cogió la varilla, la dobló en forma de U, y clavó los extremos en el suelo. Jad engatusó al halcón para que se pasara del guante a la parte de la percha envuelta con el cordel, donde las garras del pájaro se sujetaban mejor. El centauro se masajeó el brazo izquierdo—. Mucho mejor —comentó—. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, camino de la guerra.
Alusair y el cacique centauro conversaron tranquilamente durante más de una hora, hasta que desapareció el último rayo de sol. Salió la luna, y una miríada de estrellas alumbró el cielo nocturno. La luz de Selune iluminó el campamento, proyectando un resplandor helado sobre las hileras de tiendas y el contorno oscuro del bosque. Las tropas de Jad regresaron con cestas de nueces y bayas e incluso unas cuantas hogazas de pan fresco. Después de tomar un poco para su cena, Jad y Alusair enviaron el resto de la comida a Torg.
A medida que transcurría la noche, la princesa estudiaba al cacique centauro. La sonrisa amistosa y sincera y la mirada cautivante de los ojos oscuros lo mostraban como alguien franco y bondadoso. Mientras caminaban sin prisas alrededor del campamento, Alusair le contó muchas cosas de su padre y de la campaña, aunque no había sido ésa su intención. Por su parte, Jad se mostró como un buen oyente y sólo la interrumpió con alguna que otra pregunta. También le contó lo poco que sabía de los tuiganos. Por fin, el cansancio del largo día de marcha se reflejo en el rostro de Alusair.
—Quizás es hora de que os retiréis a descansar —sugirió el centauro cuando la princesa ya no podía contener los bostezos.
—Mañana nos espera otra jornada muy dura —asintió Alusair—. Todavía falta un buen trecho hasta el punto de encuentro con mi padre en el Camino Dorado.
—Tengo una idea magnífica —manifestó Jad, que una vez más apartó un mechón de pelo de los ojos—. Le ofreceré a Torg un guía, alguien que os conduzca a través del bosque. Hay muchos caminos directos hasta el lugar del encuentro, y os ahorraréis unos cuantos días de marcha.
—No me parece tan buena —replicó Alusair, con el entrecejo fruncido. Señaló el bosque—. Torg no pasará por allí, ni con guía ni sin él. Yo también creo que es una buena idea, pero el Señor de Hierro es incapaz de superar su desconfianza a casi todo.
—Ya lo veremos —exclamó el centauro. Se alejó al trote, y Alusair corrió detrás de él. Intentó detener a Jad, pero el cacique ya se alejaba entre las hileras de tiendas a oscuras en dirección a la plaza de armas. Una vez allí, no le costó mucho averiguar cuál era el pabellón de Torg, gracias al estandarte de Tierra Rápida colocado delante de la entrada.
Los guardias le cerraron el paso, pero Jan hizo tanto ruido que Torg se vio obligado a salir de la tienda. Alusair los encontró enzarzados en una acalorada discusión.
—Os comportáis como un insensato —afirmó el centauro, que caracoleaba nervioso delante del rey enano y los dos guardias, a los que dominaba con la altura—. Os puedo ayudar.
—He intentado ser cortés en todo este asunto, centauro —replicó el Señor de Hierro, que apartó las trenzas de la barba negra y cruzó los brazos sobre el pecho—, pero es obvio que no funciona. —Separó un poco los pies y añadió—: A ver si ahora queda claro. Los enanos de Tierra Rápida no necesitan la ayuda de criaturas como vosotros.
Jad soltó un bufido que a los oídos de Alusair sonó como el resoplo de un caballo furioso. Ella también estaba furiosa con el enano.
—¿Por qué, Torg? —preguntó—. Si aceptamos la ayuda de los centauros el viaje resultará más fácil, pero…
—No permitiré que mis tropas se alien con la chusma de los bosques —gruñó el Señor de Hierro, con el rostro cada vez más rojo debajo de la barba negra.
—La raza no es indicativa del carácter —comentó Jad con esfuerzo para contener el enfado. Miró a Alusair y después a Torg—. Conozco enanos que son inteligentes y sabios. Nada que ver con vos. —Sin añadir nada más giró sobre las patas traseras y se alejó al trote.
—¡Esperad! —le gritó Alusair. Miró a Torg por encima del hombro. El Señor de Hierro tenía una expresión hosca y murmuraba algo inintelegible en su idioma. La princesa corrió detrás del centauro.
Al cabo de unos momentos, la hija de Azoun vio al cacique arrodillado junto a la percha del halcón. Intentaba ponerse el guante de cuero cuando la princesa llegó a su lado. Jad volvió la cabeza al escuchar los pasos.
—Ese, ese… —Jad inclinó la cabeza y respiró unas cuantas veces de una forma lenta y pausada. Poco a poco recuperó la calma y miró otra vez a la princesa—. ¡Me ha enfadado tanto que no podía hablar!
—Lo siento —dijo Alusair.
—No tenéis por qué disculparos por Torg, princesa. —El centauro echó una mirada al campamento y acabó de ponerse el guante—. Os seré sincero. No sé por qué vuestro padre le pidió ayuda.
—Mi padre tiene aliados más extraños que los enanos de Tierra Rápida —murmuró Alusair, con una nota de amargura en la voz.
—¿Los orcos que habéis mencionado? —preguntó Jad, ocupado en pasar el halcón dormido al brazo enguantado. El pájaro protestó irritado, y el centauro se detuvo—. Quizá —dijo—, aunque supongo que el rey Azoun del que tantas cosas me han contado tendrá buenas razones para aceptar su ayuda.
Alusair optó por no responder, más por la sensación de culpa que comenzaba a experimentar que por cualquier desacuerdo con las observaciones de Jad. La última y desconcertante muestra de la estrechez de miras de Torg la había afectado mucho.
—Sólo lamento que Torg no acepte vuestra ayuda.
—Cuando le ofrecí un guía, el muy bufón me preguntó por qué no participábamos en la batalla. Le respondí que nuestra obligación era proteger el bosque, que no podíamos marcharnos por las buenas. Aun así, le dije que, si la guerra llega a este territorio, combatiremos a vuestro lado. También le ofrecí provisiones.
—Y él ni quiso oír hablar del tema —señaló Alusair.
—Todavía peor —afirmó Jad, otra vez enojado—. Me insultó. Dijo que intentaba tenderle una trampa, que probablemente era un aliado de los elfos o de los orcos. —El cacique apretó los puños en un esfuerzo por serenarse.
—Hablaré con Azoun de vuestra generosidad, Jad —prometió la princesa con una mano sobre el brazo del centauro—. Estoy segura de que él apreciará vuestra oferta.
El cacique permaneció en silencio durante unos instantes con la mirada puesta en el halcón, que se movía inquieto en la percha.
—Quizá pueda hacer algo por ayudaros —comentó por fin. Sonrió animado—. Aunque estoy seguro de que Torg pensará que lo hago para espiaros.
—No podéis darme el halcón. —Alusair señaló al pájaro—. Os hace falta para vigilar vuestras fronteras.
—En realidad, no. —Jad le pasó el guante a la princesa—. Conocemos el bosque mejor que nadie, de modo que nos resulta fácil acercarnos a los campamentos y espiar.
Al ver que Alusair vacilaba, Jad insistió en ofrecerle el guante. Por último le cogió la mano y le puso el guante sobre la palma. Después, se quitó el brazalete de plata y lo abrochó en la muñeca de Alusair. La princesa levantó el brazo, y el brazalete, demasiado grande para ella, se deslizó casi hasta el codo.
El centauro le explicó brevemente su funcionamiento. Alusair sólo debía concentrar los pensamientos en un pájaro, y la pulsera le permitiría ver a través de los ojos del ave todo el tiempo que quisiera. El cacique añadió unas cuantas recomendaciones sobre los peligros de adentrarse demasiado en la mente de cualquier pájaro, y concluyó la lección. La princesa lo escuchó atentamente, pero sin apartar la mirada del halcón peregrino, que ahora descansaba cómodamente en la percha, con la cabeza metida debajo del ala.
—Espero que el brazalete y el halcón me sean devueltos en cuanto acabéis con los bárbaros —comentó Jad, medio en broma. Alusair asintió. Charlaron un par de minutos más y llegó el momento de la despedida—. Mis saludos a vuestro padre. Espero conocerlo algún día.
Alusair miró apenada al cacique centauro, que se alejaba al galope. La luz de la luna era fuerte, pero perdió de vista ajad Ojosbrillantes en la hierba alta antes de que llegara a la línea de árboles. Aunque ya no veía al centauro, Alusair no se movió de donde estaba. Contempló la masa oscura del bosque de Lethyr durante un rato antes de volverse hacia las tiendas donde dormían los enanos.
Engatusó al halcón para que se pasara al guante y recogió la percha. El pájaro graznó con fuerza, pero el sonido fue como una melodía para Alusair. Mientras caminaba hacia la tienda, la princesa ya esperaba con impaciencia el amanecer para dejar volar al halcón. El pájaro chilló otra vez, y uno de los centinelas frunció el entrecejo cuando la muchacha pasó junto a él cargada con el peregrino. Alusair sonrió al comprender que los soldados de Tierra Rápida no valorarían el regalo del cacique centauro.
Capítulo 11
Don de lenguas
El ritmo suave de la lluvia sobre la lona del pabellón fue interrumpido durante un momento por una ráfaga de viento, y enseguida volvió a escucharse el relajante tamborileo. Azoun suspiró acariciándose la barba, que había encanecido algo más desde la recepción de la carta de Torg cuatro meses antes. Miró el galimatías de palabras escritas en el pergamino que tenía delante y volvió a suspirar. Observó a sus compañeros, Thom Reaverson y Vangerdahast, que estaban absortos en sus trabajos. El hechicero se encontraba en un rincón junto a una lámpara, cuya luz ayudaba un poco a aliviar la penumbra interior, y el bardo compartía la mesa con el monarca.
—¿Estás seguro de que no sabes ningún hechizo que me permita aprender a hablar en tuigano? —preguntó el rey.
—¿Eh? —replicó Vangerdahast con una expresión de cansancio. Dejó en el suelo el largo rollo de pergamino que tenía entre las manos—. No, Azoun, no lo hay. Hay un hechizo que me permite hablar con ellos, pero eso es lo único que puedo hacer. Creo que es suficiente. Si surge la necesidad puedo ser un buen negociador.
—Precisamente por eso quiero aprender el tuigano —comentó el monarca con una sonrisa maliciosa—, para que no surja la necesidad.
Thom Reaverson contuvo la carcajada. Miró a Azoun, que mantenía la sonrisa, y después volvió la atención al papel que tenía delante. Como Azoun, el historiador repasaba una lista de frases, saludos y palabras tuiganas sueltas, escritas con la fonética común para que pudiera entenderla cualquier occidental. Él y Azoun estudiaban el idioma por si se daba el caso hipotético de poder concertar un encuentro diplomático con el Khahan, y que los hechizos de Vangerdahast no funcionaran. Por su parte, Azoun se apresuró a pedir disculpas al ver que una expresión de enfado aparecía en el rostro de Vangerdahast.
—Lamento interrumpir tu trabajo, Vangy. No me di cuenta de lo ocupado que estabas con la lista de hechizos. Espero que tengas más éxito que yo.
—Así lo espero —murmuró el hechicero, frotándose los ojos enrojecidos. Acomodó los papeles que tenía dispersos junto a los pies y recogió el rollo de pergamino. Se llevó la mano a la barriga con un gemido—. No es un trabajo fácil —comentó—. Cada uno de los magos del ejército tiene su propio repertorio. Si queremos que las compañías de magos sirvan para algo, necesito saber cuál es el potencial, qué encantamientos puedo esperar de cada uno de ellos. —Miró a Thom, que seguía absorto en la lista de vocabulario—. ¿Y tú qué, bardo? ¿La lengua tuigana te resulta más legible que a nuestro rey?
—No es tan complicada —respondió con un tono amable. Se acomodó la trenza de cabello negro sobre el hombro, y miró al rey, que lo observaba con atención—. Claro que yo ya conocía algunos rudimentos.
—Por si lo has olvidado, te recuerdo que esto es de Thom —le dijo el rey a Vangerdahast, al tiempo que señalaba un libro delgado y muy manoseado que había sobre la mesa—. Lo ha leído… ¿cuántas veces?
—Cuatro —contestó el bardo.
—Cuatro veces —repitió Azoun. Levantó cuatro dedos y se los mostró a Vangerdahast—. No es de extrañar que le resulte más sencillo aprenderlo. —El rey cogió el libro y lo abrió en una página al azar—. ¿Lord Rayburton comenta alguna cosa sobre los tuiganos, o sólo se limita al idioma?
—Los comentarios que hace sobre las vestimentas y el idioma es lo único importante. Por eso que no me preocupé de traeros el libro antes, mi señor. La mayor parte son opiniones sobre la «barbarie» de los tuiganos.
—¿Acaso Rayburton los presenta aún más bárbaros que las descripciones ofrecidas por el representante de Rashemen en la asamblea?
—Sí, pero lo que me hace dudar de su juicio es que también describe a los shous como salvajes, y eso no es cierto. —El bardo recuperó el libro y buscó una ilustración determinada—. Sin embargo, lord Rayburton era un aventurero, uno de los primeros hombres que llegaron a Shou Lung sin ayuda de la magia. —Continuó pasando páginas—. Hay algunas canciones maravillosas que narran sus gestas. Algún día os cantaré una.
—El tuigano —le recordó Vangerdahast, en el momento en que Thom encontraba la ilustración.
—Antes de Yamun Khahan, los jinetes de la estepa no eran más que un montón de tribus nómadas mucho menos organizadas que ahora. No obstante, por lo que he escuchado decir, la cultura básica no ha avanzado mucho desde el viaje de Rayburton.
El dibujo provocó la exclamación de asombro del monarca. La ilustración mostraba a un guerrero desollando a un enemigo vivo. A la derecha, otro soldado sangraba a su caballo para beberse la sangre. Una hilera de lanzas con las cabezas de los enemigos derrotados servía de fondo a la terrible escena. El rey le pasó el libro al consejero, que encogió los hombros.
—Confiemos, por el bien de nuestros emisarios, en que Fonjara Galth y Rayburton exageraran la crueldad de los tuiganos —comentó Vangerdahast al tiempo que se levantaba para desperezarse.
La lluvia continuó golpeando la lona del pabellón con un ritmo adormecedor, que sólo interrumpían las rachas de viento y los ruidos del campamento de la Alianza. Azoun se preguntó si los emisarios estaban condenados a una muerte segura. Esto le causó un profundo pesar, aunque era consciente de que él y la tropa cruzada se encontraban en una situación muy peligrosa.
Tres días atrás, el rey y el ejército de la Alianza habían encontrado un lugar adecuado para instalar el campamento en el Camino Dorado —nombre que recibía esta carretera comercial muy transitada—. Los hombres estaban exhaustos después de la larga y laboriosa marcha desde Telflamm, y Azoun los había dejado descansar durante un día antes de comenzar las maniobras. Los soldados veteranos y los mercenarios no necesitaban que les enseñaran a marchar o a manejar las armas, pero los oficiales tenían que formar las compañías y enseñarles los códigos de señales que se utilizarían en las batallas.
La tranquilidad de las tropas desde la llegada al campamento se había visto alterada por las noticias que llegaban de oriente. El aluvión de refugiados de Thesk que escapaba por el Camino Dorado era incesante. Los campesinos, agotados y hambrientos, y los comerciantes relataban las historias más diversas. Algunos decían que los bárbaros libraban una gran batalla muy lejos hacia el este. Otros espiaban inquietos por encima de los hombros y afirmaban que los tuiganos se encontraban a un día de marcha. Los soldados del ejército de Thesk también huían. Algunos se unieron a las tropas de Azoun, pero la mayoría continuó la marcha en busca de la seguridad de las ciudades amuralladas como Telflamm.
Al segundo día, Azoun se enteró por fin de la posición verdadera de la horda tuigana. Una pareja de exploradores, Plumas Rojas de la ciudad de Hillsfar, se presentó en el pabellón real para dar su informe. Habían visto a las avanzadillas tuiganas por el este, a cincuenta kilómetros de la actual posición de la Alianza. El monarca llamó inmediatamente a Alusair, y ésta le comunicó que los enanos tardarían dos días más en llegar. El rey envió un par de emisarios —un capitán cormyta para evaluar las fuerzas enemigas y un soldado de Thesk que hablaba tuigano— a reunirse con los bárbaros.
Ahora, un día después, Azoun esperaba las noticias de los emisarios y rogaba que los tuiganos se demoraran lo suficiente para permitir que los enanos de Torg se reunieran con las tropas de la Alianza.
El toque de corneta que avisaba del regreso de los exploradores puso fin a la reunión en la tienda real. Vangerdahast guardó la lista de hechizos en una bolsa de cuero y se la echó al hombro.
—No debe de faltar mucho para la hora de la cena —dijo, fatigado—. Voy a mi tienda para acabar algunas notas antes de ir a cenar. —Vangerdahast miró al bardo—. Encárgate de que siga con las lecciones de tuigano. Sé por experiencia que es un haragán a la hora de estudiar.
Thom rió de buena gana porque era obvio que la recomendación sólo era una broma. Azoun tenía fama de gran erudito, y la propia presencia del bardo en la corte, junto a numerosos escultores, músicos y otros artistas, daban fe del amor del rey por las artes.
Con los ojos entrecerrados para protegerlos de la lluvia, el mago salió del pabellón y se encaminó a través del campo enfangado hacia su alojamiento. Se cruzó con Brunthar Elventree, el comandante de los arqueros, que marchaba a paso rápido y con la cabeza gacha en busca de refugio.
—¿Algún problema con los orcos? —le preguntó Vangerdahast.
El hombre de Los Valles, calado hasta los huesos, se detuvo. Saludó al hechicero real con un gesto al tiempo que apartaba el cabello rojo de los ojos.
—Salud, Vangerdahast. Iba con…
—Olvida los saludos —lo interrumpió con voz fría—. Sólo responde a mi pregunta antes de que nos ahoguemos. —El hombre de Los Valles se mostraba más respetuoso con Azoun desde el inicio de la marcha a través de Thesk, pero Vangerdahast aún lo tenía por un patán.
—No, no, ningún problema con los orcos después de lo de anoche. —Brunthar sacudió la cabeza salpicando agua por todas partes—. Hemos…
—Bien, gracias —volvió a interrumpirlo Vangerdahast. Despidió al general con un gesto y continuó su camino hacia la tienda. Mientras caminaba agradeció en silencio a los dioses por los pequeños favores.
Tal como Azoun y Vangerdahast habían previsto, las tropas humanas habían mostrado el mismo rechazo ante los orcos que los soldados enanos. El soldado cormyta que habían ahorcado ante las murallas de Telflamm por asesinar a un camarada cruzado había sido una advertencia adecuada contra la violencia para la mayoría de las tropas. Aunque los orcos eran objeto de insultos, e incluso de bromas pesadas bastante peligrosas, nadie se había atrevido a provocar una pelea con ellos hasta la noche anterior. La pelea a puñetazos sólo había sido una más entre la media docena registradas. Los rumores sobre la proximidad de los tuiganos y la demora de las tropas enanas hacían que los nervios estuvieran a flor de piel. Pero, si bien la mayoría de las peleas se habían resuelto sin problemas, en la que habían protagonizado los orcos se habían desenvainado las espadas. Sólo la intervención de Azoun había evitado el derramamiento de sangre.
—Tendríamos que haber dejado que se mataran entre ellos y regresar a casa antes de que aparezcan los bárbaros —murmuró Vangerdahast al llegar a la tienda. El centinela, calado hasta los huesos, lo saludó, y el hechicero le respondió con un ademán mientras entraba.
La tienda estaba a oscuras y olía a moho. Vangerdahast recordó el hechizo que le permitiría disponer de luz y calor, pero desistió de utilizarlo. Los tuiganos podían atacar en cualquier momento, y cualquier hechizo, por sencillo que fuera, podía resultar útil. Sin dejar de rezongar, el hechicero depositó la bolsa sobre el catre y cogió la yesca y el pedernal. Después de encender el candil colgado del soporte central de la tienda, se quitó las ropas mojadas.
La pobre luz del candil alumbró en el interior de la tienda donde se amontonaban una gran cantidad de libros, pergaminos y otros objetos mucho más curiosos. Un erizo vivo dormía en un frasco de vidrio, apoyado contra una caja de escamas de dragón de diversos colores. Había varias hileras de frasquitos con aceites y líquidos, cada uno con su correspondiente etiqueta. Morteros y retortas descansaban en una esquina junto a una estantería con libros de magia. Sólo el orden permitía tener tantas cosas en un espacio tan pequeño.
Ésta era la costumbre de Vangerdahast, pues odiaba el amontonamiento y el desorden. «Un cuarto desordenado es señal de una mente descuidada», decía. «Y no se puede confiar en la gente descuidada.» Este juicio lo aplicaba también al famoso mago de Valle de las Sombras, Elminster. Vangerdahast había visitado la casa del viejo hechicero en numerosas ocasiones, y siempre lo había asombrado ver el caos que reinaba en la casa, aunque Elminster afirmaba que sabía dónde estaba cada cosa.
Vangerdahast no sólo no creía que el sabio de Valle de las Sombras supiera dónde estaba cada cosa, sino que dudaba que supiera qué cosas tenía amontonadas en la torre. El hechicero real echó una ojeada a sus cosas, pensó en Elminster y volvió a maldecir. «Ojalá estuvieras en mi lugar, aquí en este país alejado de las manos de los dioses», musitó en el dialecto preferido de Elminster. Vangerdahast acostumbraba hablar en voz alta cuando estaba solo. Era un hábito adquirido a lo largo de los sesenta años de estudios de hechicería, realizados casi siempre a solas.
Esta costumbre no era el reflejo de una mente en proceso de deterioro. Por ser un hombre de casi ochenta años, Vangerdahast se mantenía en buena forma, tanto física como mental. El uso de vez en cuando de un hechizo mejoraba su salud y le daba un par de años de vida, pero en general el hechicero gozaba de una salud que ya querrían para sí muchos hombres con la mitad de su edad. El exceso de peso era un problema, pero la panza era más el resultado de la falta de ejercicio que de los excesos en la mesa.
Vangerdahast suspiró, resignado con su suerte. Plegó la túnica y la puso a secar colgada del respaldo de una silla. Después sacó de la bolsa las listas de los hechizos conocidos por los magos del ejército. Guardó los papeles en una pequeña caja de acero, protegida por un encantamiento contra cualquiera que intentara abrirla o moverla, y a continuación se puso una túnica seca que sacó de un baúl. Por un momento consideró ponerse en contacto con Fonjara Galth, la representante de Rashemen, pero desistió. Aquel país estaba casi a quinientos kilómetros al este, muy a la retaguardia de la horda tuigana. Sería malgastar el polvo especial que la bruja le había dado para comunicarse con ella si lo empleaba para recoger información inútil para la actual situación de la Alianza.
—¡Tengo una carta pendiente! —dijo Vangerdahast con una voz tan alta que resonó en la tienda y lo sobresaltó. Sonrió avergonzado mientras se acercaba a la mesa pequeña colocada junto al catre. Abrió la caja con el recado de escribir, preparó la tinta, cogió un pergamino limpio y comenzó a escribir.
A la reina Filfaeril de Cormyr: Estamos acampados en Thesk, a medio camino entre la ciudad libre de Telflamm y la ciudad theskana de Tammar. Las avanzadillas han visto al enemigo. Hemos enviado emisarios al campamento tuigano y ahora esperamos su regreso.
Vangerdahast se distrajo al oír un toque de corneta: un explorador que regresaba al campamento. Frunció el entrecejo y prosiguió con la redacción de la misiva.
El ejército está nervioso, pero la moral es buena. Los orcos que mencioné en la última carta no han causado problemas con las tropas, aunque no son bienvenidos. Se mantienen aparte en un extremo del campamento principal, y son muchos los que todavía no los han visto. Esperamos la llegada del rey Torg con los enanos.
El hechicero hizo una pausa para pensar con cuidado el contenido del siguiente párrafo.
La princesa estaba mucho más animada la última vez que hablamos con ella. No estoy muy seguro de la razón, pero pienso que ha ocurrido algo durante la marcha que le ha hecho cambiar su concepto del Señor de Hierro. Esto es algo que a Azoun y a mí nos alegra.
Vangerdahast releyó lo que había escrito; a continuación cogió pellizcos de arena fina y los esparció sobre el pergamino para secar la tinta. Esperó unos momentos antes de escribir otros dos párrafos.
El rey espera con ansia el conflicto con el Khahan. La visión de los refugiados, como era de suponer, no sólo lo acongoja y enfurece, sino que le da nuevos ánimos. Son muchos los hombres que ahora comparten su causa, aunque todavía queda por delante la tarea de convertir en un ejército a esta masa de mercenarios y campesinos.
Azoun me ha sorprendido en más de una ocasión desde que emprendimos la cruzada, y también sorprendió a la princesa en el campamento de los enanos. Ruego a Tempus, dios de la Guerra, que todavía nos reserve unas cuantas sorpresas más.
El hechicero firmó la carta y una vez más esparció arena sobre el pergamino. Después enrolló la carta y la metió en un tubo de metal blanco.
—¡Guardia! —gritó. No recibió ninguna respuesta. «Sin duda», pensó divertido, «el muchacho cree que hablo solo.» Tuvo que repetir la llamada dos veces para conseguir que apareciera el centinela—. Lleva esto al rey, y pregúntale si tiene algún mensaje para Suzail. Si no es así tráelo de nuevo para sellarlo. —Vangerdahast le entregó el tubo al centinela y lo despachó.
Ésta era la cuarta carta que Vangerdahast le enviaba a la reina desde que las tropas habían salido de Telflamm un mes antes. Como todos los demás encantamientos, los hechizos de comunicación sólo estaban autorizados en casos de emergencia. Sin embargo, el hechicero le había prometido a la reina mantenerse en contacto e informarle de la marcha de la cruzada. Vangerdahast aborrecía llamarlos informes, y utilizaba cualquier otra palabra para describirlas: misivas, cartas, notas, incluso despachos. De hecho, las cartas eran informes, y Azoun se valía de ellos para reírse de su amigo.
El monarca sabía que su esposa le había pedido al consejero que la mantuviera informada; se lo había dicho la propia Filfaeril. No era porque temiera que su marido no le escribiera —él le enviaba una carta cada diez días—, o que fuera a ocultarle alguna cosa. La reina sabía que Azoun nunca le mentiría, pero al mismo tiempo comprendía que las cartas del marido distarían mucho de ser objetivas, sencillamente por el hecho de que a Azoun le sería imposible mostrarse objetivo. En cambio, Vangerdahast sería de una imparcialidad intachable a la hora de valorar la situación de los cruzados.
El hechicero se acostó para descansar un rato antes de la cena. Apenas si había cerrado los ojos, cuando una conmoción en el exterior lo despertó bruscamente.
—¡Reunid a los generales! —gritó alguien.
—¿El rey está en su tienda? —preguntó otro.
Los gritos se mezclaron con los ruidos de las carreras por el fango. Vangerdahast se sentó en el catre, e intentaba despertarse del todo cuando Thom Reaverson entró en la tienda. La túnica del bardo apenas si mostraba las salpicaduras de la lluvia, como una prueba de la velocidad con que había corrido desde el pabellón real hasta la tienda del hechicero.
—Ha vuelto uno de los emisarios —le informó Thom.
—¿Uno? —Vangerdahast se levantó mientras se frotaba los ojos—. ¿Dónde está el otro?
—Muerto —respondió el bardo, con una expresión adusta—. El Khahan lo mató esta mañana, apenas nuestros hombres llegaron al campamento tuigano.
Vangerdahast se llevó una mano a la frente. El brusco despertar y los ruidos le habían provocado un fuerte dolor de cabeza. Con un esfuerzo para sobreponerse al dolor, siguió a Thom hasta el pabellón de Azoun, donde se encontraban reunidos los generales para escuchar el informe.
El explorador superviviente —un capitán cormyta— estaba sentado en el centro del pabellón rodeado por Azoun, Farl Bloodaxe, Brunthar Elventree y lord Harcourt. Un clérigo se ocupaba de las heridas en la frente del capitán, pero el hombre continuó con el informe mientras le ponían ungüentos en las heridas y le vendaban la cabeza.
—Son monstruos, su alteza —le escucharon decir Thom y Vangerdahast al entrar en la tienda. El capitán miró a los presentes—. Cuando encontramos a los exploradores, Kyrok, el theskano que me acompañaba, les dijo que llevábamos un mensaje para su líder. Se rieron pero nos llevaron al campamento.
El clérigo le alcanzó una ampolla con un líquido ámbar claro que el soldado se bebió en el acto. Sin más interrupciones y dominado por una gran agitación, continuó con el informe. Describió a Yamun Khahan como un loco de atar, que había tratado a los emisarios con el mayor de los desprecios. El soldado de Thesk se había negado a beber un líquido lechoso, de olor agrio, convencido de que intentaban envenenarlo, y el Khahan y los generales se habían puesto furiosos. El soldado había sido ejecutado en el acto.
—Uno de los magos rojos de Thay estaba presente en la reunión, aparte del historiador del Khahan y los generales —añadió el capitán—. Son todos salvajes. —Inclinó la cabeza—. Lamento haberos fallado, su alteza. Pienso que sólo me dejaron vivir para traeros el mensaje.
—¿De cuántos soldados dispone? —preguntó Azoun con voz serena.
—Por lo menos de unos cien mil, tal vez más. —Encogió los hombros—. Los exploradores nos llevaron directamente a la presencia del Khahan y no tuvimos tiempo de ver el campamento.
El rey no formuló más preguntas, y al cabo de un momento despidió al soldado herido y al clérigo. Los generales se sentaron en las sillas dispersas por el pabellón, mientras Thom ocupaba la posición habitual junto a la puerta.
—Lamento la tardanza —se disculpó Vangerdahast en cuanto los demás acabaron de acomodarse—. ¿El Khahan envió algún mensaje con el emisario?
El hechicero advirtió que los líderes militares fruncían el entrecejo. Azoun lo miró a los ojos y mantuvo el contacto por un segundo, lo suficiente para que Vangerdahast adivinara qué quería Yamun Khahan y cuál sería la respuesta del monarca.
—El capitán me dio el mensaje antes de tu llegada, Vangy. Yamun Khahan quiere que vaya a su campamento. —Azoun entrelazó las manos y comenzó a pasear por el pabellón—. Me garantiza la seguridad y afirma que la única manera de evitar «la muerte de mi ejército y la destrucción de mis tierras» es reunirme con él en persona.
Vangerdahast también frunció el entrecejo, pero su expresión era más preocupada y dolida que la de los demás generales. Por un instante consideró la posibilidad de tachar todas las cosas buenas que había escrito sobre el monarca en la carta a Filfaeril; después decidió que no tenía importancia.
—Y tú irás.
Esto lo dijo no como una pregunta sino como una afirmación. Todos los presentes conocían a Azoun lo bastante como para saber que aceptaría la invitación de Yamun Khahan.
* * *
Dejó de llover en algún momento de la noche, y, a primera hora de la mañana, sin tomar en cuenta las objeciones de todos los consejeros, el rey Azoun partió hacia el campamento enemigo. Era consciente del peligro, pero no lo preocupaba. No habría propuesto la cruzada de haber tenido miedo a la muerte. No, Azoun tenía muy claro que ésta era la última oportunidad de encontrar una salida pacífica.
No obstante, el rey tampoco se engañaba sobre los resultados del encuentro. No creía que pudiera conseguir la paz. Lo único que esperaba en realidad era que la magia de Vangerdahast lo mantuviera seguro lo suficiente para retrasar el ataque de la horda bárbara durante un día más. Esto le daría tiempo a Torg para reunirse con el resto de la Alianza. Azoun necesitaba todas las tropas posibles si aspiraba a la victoria en la próxima batalla.
Vangerdahast, Thom Reaverson y una guardia de cincuenta soldados escogidos, que vestían corazas metálicas y sobrevestes de seda con el escudo del dragón púrpura, cabalgaban con el rey, la mayoría en caballos prestados por la caballería de lord Harcourt. Pasaron en silencio entre el montón de tiendas, hogueras y corrales que formaban el campamento de la Alianza, y los soldados cormytas saludaron el paso de su monarca con grandes reverencias. Los mercenarios y los hombres de Los Valles se limitaron a saludarlo, porque consideraban ridiculas las reverencias.
Cuando el grupo llegaba a las afueras del campamento, Vrakk se interpuso en el camino. El líder de los orcos iba acompañado por una docena de soldados de su raza.
—Ir contigo, Ak-soon —anunció Vrakk, y para rubricar sus palabras descargó un puñetazo sobre el pecho de la coraza.
Vangerdahast abrió la boca dispuesto a responder al orco, pero Azoun se le adelantó.
—Muchas gracias por vuestra oferta, comandante Vrakk —respondió el monarca, en voz bien alta para que lo escucharan los humanos que se acercaban a contemplar la escena. Azoun hizo una pausa para buscar una excusa que le permitiera rechazar la oferta sin ofender a los orcos—. Pero necesito que montéis la guardia en este lugar en previsión de un ataque sorpresa de los bárbaros durante mi ausencia.
—De acuerdo, Ak-soon. Nosotros esperar aquí —dijo Vrakk, que observó al monarca con un ojo cerrado. Se apartó y la comitiva siguió su camino. El rey saludó al jefe orco con una inclinación de cabeza cuando pasó a su lado.
Azoun admiró la valentía de los orcos, porque muy pocos hombres se habían mostrado dispuestos a acompañarlo en este viaje tan peligroso. Sin embargo, el rey comprendía que los orcos podían provocar un conflicto en el campamento tuigano por el mero hecho de estar presentes. Si Yamun y sus hombres se parecían en algo a los enanos —o incluso a las tropas de la Alianza— ver a un orco bastaría para comenzar una batalla.
La comitiva dejó atrás la zona principal del campamento, que acababa en las tiendas de los orcos, y entró en los terrenos ocupados por los refugiados y malhechores que acompañaban al ejército. La presencia de los regimientos atraía la presencia de prostitutas, traficantes del mercado negro, y ladrones. También había un pequeño grupo de desocupados que intentaban ganar unas monedas al servicio de los caballeros, y de muchachos ansiosos de aventuras. Pero la mayoría de las personas reunidas en este lugar eran campesinos y comerciantes que huían de los bárbaros.
La visión de los hombres, mujeres y niños acurrucados en los cobijos improvisados o viviendo al aire libre, expuestos a los elementos, entristeció al monarca. Había ordenado a los oficiales que realizaran una colecta para los desamparados, pero la multitud era cada vez mayor y los escasos aportes de los soldados no servían para nada. Ni siquiera la derrota del enemigo devolvería a estas personas sus hogares ni los seres queridos.
—Es una visión muy triste —le dijo alguien a Azoun. El monarca se volvió de inmediato y vio a Thom Reaverson a su lado. La tristeza en el rostro del bardo reflejaba la congoja que sentía Azoun—. Vine aquí hace dos noches para contarles algunas historias a los refugiados, sólo para hacerles olvidar por unas horas las penurias que sufren. Están contentos de vuestra presencia, mi señor. Sois un héroe para todos ellos.
El comentario no consoló al rey. Veía el dolor y el sufrimiento a su alrededor, y le dolía saber que no podía hacer nada por los refugiados.
—La guerra no ayudará a estas gentes —respondió en voz baja sin apartar la mirada de los rostros hambrientos.
—No, quizá no —señaló Thom—. Pero sólo vos con las tropas de la Alianza podéis evitar que el número de refugiados aumente impidiendo que los tuiganos arrasen el resto de Thesk.
Al ver que Azoun no contestaba, Thom tiró de las riendas y dejó que el rey lo adelantara, pues era obvio que deseaba estar solo. Azoun reflexionó sobre lo que acababa de ver en el campamento de refugiados. Le daba lo mismo que toda esa pobre gente no fueran súbditos suyos. Se imaginó las mismas escenas en Cormyr, en la propia Suzail, con el resto del ejército atrincherado en el castillo mientras los habitantes de la ciudad se apiñaban junto a las murallas implorando protección.
Lo dominó la cólera, y de pronto no deseó otra cosa que encontrarse cara a cara con el Khahan, dispuesto a batirse en un combate a muerte. «No, no puedo ayudar a todos aquellos que ya han sido víctimas de los tuiganos —pensó—. Pero Thom tiene razón: puedo evitar que los bárbaros hagan daño a nadie más.»
Este pensamiento alimentó el fuego en el corazón de Azoun mientras clavaba las espuelas al caballo para avanzar al galope. La comitiva no tardó en dejar atrás el campamento de refugiados y avanzó a buen paso por el Camino Dorado. Esta ruta comercial, por la que circulaban la mayor parte de las riquezas de Thesk, era una carretera de tierra apisonada por el uso. Azoun y su escolta eran los únicos que cabalgaban hacia el este en medio de una riada de refugiados que iba en dirección contraria. También eran muchos los que escapaban a través de los campos donde ya habían cosechado el trigo.
Azoun había calculado por las estimaciones del capitán cormyta que tardarían casi todo el día en llegar al campamento enemigo. Sin embargo, después de sólo una hora de marcha por el camino, el rey observó que el número de refugiados era cada vez menor. Al mediodía, un grupo de once tuiganos apareció en la carretera.
Sin perder ni un segundo, Vangerdahast, agotado y dolorido por la marcha, utilizó el hechizo que le permitiría conversar y entender la lengua tuigana. Por su parte, Azoun y Thom repasaron las palabras del saludo tuigano. Todos los soldados desenvainaron las armas.
Cuando estuvo más cerca, Azoun vio que el grupo de bárbaros estaba formado por diez soldados, todos con armaduras negras, botas enfangadas y gorros cónicos forrados de piel y rematados en una borla roja. No parecía molestarlos el calor del sol. El undécimo hombre era muy delgado y calvo, con unas facciones mucho más delicadas que las de los nómadas amarillos que lo rodeaban. El hombre calvo sonrió amablemente y se apeó del caballo cuando el rey estuvo a unos diez metros de distancia.
—Salud, Azoun, rey de Cormyr —dijo en lengua común—. Estoy aquí como portavoz de Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Escuchad mis palabras como las suyas. —Saludó al monarca con una reverencia que provocó el disgusto de sus acompañantes.
El rey cormyta, mientras daba gracias a los dioses por no tener que utilizar los muy escasos conocimientos de la lengua bárbara, asintió en respuesta a la reverencia del emisario. Después miró a los soldados tuiganos dominado otra vez por la cólera.
—¿Dónde está vuestro señor? —preguntó con un tono desabrido.
—Yamun Khahan nos espera —contestó el hombre calvo, tras volver a montar—. Os invita al campamento bajo su protección.
—¿Y mis guardias?
—También son bienvenidos —replicó el emisario, con un gesto que abarcaba hasta el horizonte—. El Khahan supuso que traeríais una escolta. No olvida que sois un gran jefe militar. —Hizo girar al caballo y apuntó hacia el este—. Nuestro campamento no está lejos. Por favor, seguidme, alteza.
Azoun vaciló sólo un momento antes de seguirlo. Vangerdahast y el bardo se situaron detrás del rey, y los guardias cormytas formaron un círculo alrededor de los tres hombres. Los diez soldados tuiganos se dividieron en dos grupos cuando los occidentales acabaron los preparativos. Cinco ocuparon la retaguardia y los cinco restantes cabalgaron por delante del portavoz calvo.
Al cabo de una media hora de marcha por el camino cada vez más empinado y lleno de baches, Azoun vio otros grupos de jinetes, que se movían al sur y al norte de la carretera, a través de los campos y las arboledas. El monarca sólo veía las siluetas oscuras, pero supuso que sólo podían ser tuiganos porque los últimos refugiados se encontraban muy atrás.
Azoun miró a Vangerdahast por encima del hombro para formularle una pregunta, y vio que el anciano barrigón dormitaba en la montura. Thom lo tocó en el hombro para despertarlo, y el hechicero miró al rey con los ojos velados y llorosos.
—No me siento muy bien —comentó Vangerdahast en voz baja. Sacudió la cabeza para despejarse y añadió—: Me repondré enseguida. Supongo que sólo es cansancio.
Una nube de humo apareció por el este, más o menos al mismo tiempo que Azoun veía a los otros jinetes. Por la bruma gris azulada flotando por debajo de las nubes, el rey comprendió que se aproximaban al campamento tuigano. Después de cruzar otros dos altozanos, Azoun y la comitiva se encontraron a la vista del enorme campamento.
Las yurtas se levantaban a ambos lados de la carretera. Miles de hogueras lanzaban delgadas columnas de humo, que después se unían para formar la nube azul que Azoun había visto antes. Corrales con caballos y ovejas salpicaban el campo, al parecer sin orden ni concierto entre los alojamientos de las tropas. Los nombres formaban grupos o iban de un lado a otro a caballo. El centro de la actividad se encontraba cerca de una gran yurta blanca ubicada al costado del camino.
El emisario calvo detuvo su caballo y esperó a que el rey llegara a su lado antes de reanudar la marcha.
—Éste es nuestro campamento, Azoun de Cormyr. Yamun Khahan nos espera.
Ésta era la primera vez que Azoun estaba cerca del emisario, y ahora advirtió que no era un tuigano. Las facciones no sólo eran distintas sino que pertenecían a la raza oriental.
—¿Cómo es que sois el portavoz del Khahan? —le preguntó el rey—. No sois tuigano.
—En otros tiempos era ciudadano de Khazari, una tierra sometida ahora al gobierno del Khahan —respondió el hombre, con un tono un tanto nostálgico—. Me llamo Koja y en la actualidad soy el gran historiador de Yamun Khahan. —Hizo una reverencia—. El Khahan me envió a recibiros porque yo os conocía de antes, en el consejo de Semfar, cuando todavía era un emisario del príncipe Ogandi de Khazari.
Azoun recordó aquel encuentro que había señalado el comienzo de los problemas con los tuiganos. Hacía más de un año que los países de Faerun y Kara-Tur se habían reunido en Semfar para discutir los ataques de los tuiganos a las caravanas que atravesaban las estepas entre las dos grandes potencias. Habían asistido delegaciones de numerosos países, y Khazari era una de las menos importantes.
—No tiene nada de particular que no me recordéis, majestad —comentó Koja con una sonrisa amable—. Mi aporte a las discusiones fue muy pequeño. —Hizo una pausa e indicó a los jinetes que se adelantaran. Los tuiganos partieron al galope—. Pero os recuerdo muy bien. Incluso mencioné vuestro discurso ante el consejo cuando conocí al Khahan.
—¿Mi discurso? —preguntó Azoun, sorprendido.
—Sí —respondió Koja—. Vos hablasteis después de que Chanar Khan interrumpiera la reunión. Chanar nos informó que el Khahan reclamaba un impuesto sobre todas las caravanas, y que deseaba ser reconocido como soberano de todos nosotros, pero vos contestasteis que…
—… que Yamun Khahan no recibiría ni una onza de oro de Cormyr —acabó el rey—. También le pedí que comunicara al Khahan que no era el soberano de todo el mundo.
—Yamun Khahan no lo ha olvidado —dijo Koja, con una nota de advertencia muy disimulada.
—¿Por eso asesinaron a mi emisario? —exclamó Azoun, que sofrenó su caballo—. ¿Por algo que dije hace más de un año?
—Desde luego que no —se apresuró a responder Koja. Desvió la mirada para contemplar a un grupo de medio centenar de soldados que corrían hacia ellos. Miró otra vez al monarca con una sonrisa—. Vuestro emisario no hizo honor a nuestras costumbres e insultó a Yamun en su propia tienda. Fue castigado de acuerdo con la ley tuigana.
Vangerdahast, que dormitaba en la silla, se despertó bruscamente cuando la comitiva se detuvo. Thom tendió una mano para ayudarlo a sostenerse.
—Vangy —susurró—, ¿os encontráis bien?
El viejo hechicero levantó una mano como si fuera a responder a la pregunta; de pronto puso los ojos en blanco, se deslizó de la silla y cayó al suelo sin conocimiento.
Azoun se volvió en el acto, y los guardias cormytas desenvainaron las espadas y formaron inmediatamente un círculo alrededor del monarca. Pero Koja, que estaba junto a Azoun, gritó:
—No tiene sentido luchar. Hay centenares de soldados apostados en el camino que os cerrarán el paso.
—Vangy está vivo —anunció Thom, que, arrodillado junto al cuerpo del hechicero, lo protegía de los cascos de los caballos.
—Si creéis que esto detendrá al ejército os equivocáis —le dijo Azoun a Koja, al tiempo que lo amenazaba con la espada.
—Por favor, alteza —le rogó Koja con las manos extendidas—. Tenéis la palabra del Khahan que garantiza vuestra seguridad. De haber sabido que el viejo era un hechicero, os habría advertido sobre este lugar.
Los soldados cormytas miraron a Azoun, a la espera de sus órdenes. Los cinco tuiganos vestidos de negro que vigilaban a los cruzados también habían desenvainado las armas, y observaban a los occidentales con una sonrisa de oreja a oreja en los rostros llenos de cicatrices.
—¿Qué queréis decir con «este lugar»?
—Escogimos acampar aquí porque es muy parecido a la zona donde se alza Quaraband, la capital tuigana en las estepas. Este lugar está muerto para la magia —contestó el portavoz. Señaló a los cuatro puntos cardinales—. Todo el campamento está en una zona donde la magia no funciona. Por eso el hechicero está enfermo.
Azoun, con la mirada puesta en los soldados que avanzaban desde el campamento, comprendió que era inútil luchar. Con Vangerdahast incapacitado para protegerlos con hechizos de cualquier tipo, él y sus hombres serían masacrados. El rey masculló una maldición y ordenó a los guardias que guardaran las armas.
Koja soltó un suspiro de alivio y se apeó para ayudar a Thom, que intentaba poner a Vangerdahast atravesado sobre la montura.
—No corréis ningún peligro, alteza —dijo con su tono más sincero—. El Khahan es un hombre de palabra.
Mientras cabalgaban una vez más hacia la yurta del Khahan, esta vez rodeados por cincuenta guardias, Azoun y el bardo intercambiaron una mirada de preocupación. Y, aunque no podían saberlo, ambos pensaban una misma cosa. El monarca y el bardo rogaban que lord Rayburton se hubiera tomado alguna licencia literaria en su descripción de los tuiganos como unos salvajes irredentos.
Capítulo 12
Propaganda
—¿Más té, su alteza? —ofreció Koja. Azoun asintió cortésmente, y el khazari le llenó la taza con el té salado—. Lo prefiero hecho al estilo shou —comentó el historiador con un tono ligero—. Le añaden trozos de mantequilla.
—Éste no está nada mal —replicó Azoun, y bebió un trago. No tenía el mismo gusto que el té con leche y azúcar, pensó, pero desde luego se podía beber.
El rey y el portavoz tuigano estaban sentados en una pila de almohadones de colores brillantes en una yurta, que, según le había informado Koja, era el nombre que daban los tuiganos a los pabellones. Hecha de fieltro, la tienda olía a moho después de las últimas lluvias. El interior estaba en penumbra, ya que la única fuente de luz era una lámpara colgada del poste central. No había ningún adorno, excepto unos pequeños ídolos de fieltro colgados encima de la entrada.
—¿Estáis seguro de que Vangerdahast se repondrá? —le preguntó Azoun, dejando la taza en el suelo de tierra e inclinándose hacia adelante. Aunque parecía querer enfatizar la pregunta con el lenguaje corporal, lo que buscaba era estirar la espalda dolorida. No estaba acostumbrado a permanecer sentado con las piernas cruzadas durante horas, y le dolían todos los músculos.
—Sí, su alteza —respondió Koja sin impacientarse, aunque ya había contestado antes a la misma pregunta—. Se le pasará el malestar, y, cuando el mago abandone la zona, recuperará todos los poderes.
Azoun suspiró y se echó hacia atrás con un gemido apenas audible que Koja, al parecer, no escuchó. Después, como había ocurrido varias veces en las últimas dos horas, reinó el silencio en la yurta.
Sin embargo, el rey no se relajó, pues los ruidos en el exterior de la silenciosa y oscura tienda lo mantenían alerta. Los gritos de los soldados tuiganos y los sonidos de las herrerías donde fabricaban y reparaban las armas recordaban al monarca cormyta que se encontraba rodeado de enemigos.
Nadie lo había amenazado desde la llegada al campamento tuigano; todo lo contrario. Koja y los khanes que Azoun había conocido hasta el momento lo habían tratado con respeto, incluso con deferencia. Y, mientras el rey era conducido a la yurta de Yamun Khahan, los sanadores de las tribus, vestidos con máscaras de pájaros y bestias, se ocupaban de atender a Vangerdahast. Como le habían negado el acceso a la yurta de Yamun, Thom se había ido con el hechicero. No obstante, el rey comprendió que el comportamiento tan educado de Koja sólo tenía la intención de impresionarlo.
El grueso de la tropa tuigana había mostrado escaso interés en la comitiva real y, en unos pocos casos, un abierto desdén. La mayoría había continuado con sus asuntos: limpiar las armas y los equipos, comer o charlar alrededor de las hogueras donde preparaban sus comidas. Al menos en la superficie, el campamento tuigano no se diferenciaba mucho del campamento de la cruzada, y no se parecía en nada al espantoso lugar descrito por lord Rayburton en las crónicas de sus viajes. Sin embargo, el rey no era tan tonto como para creer en las similitudes aparentes. Había centenares de detalles que marcaban una clara diferencia entre ambos campamentos, que iban desde la utilización del estiércol en las hogueras a los violentos castigos que los khanes imponían con mucha frecuencia y públicamente a los infractores.
La diferencia más importante que Azoun observaba entre sus tropas y las tuiganas resultaba un poco más difícil de precisar, aunque sin duda era la que establecía más claramente la distinción entre los campamentos. Por el libro de Rayburton, el rey reconoció algunos de los centenares de estandartes repartidos por el campo, puntos de encuentro para los diversos clanes bárbaros. A pesar de la dispersión por tribus, el campamento tuigano daba una sensación de unidad, mientras que el de la Alianza sólo albergaba a unas tropas que poco o nada tenían en común. En el ejército de Azoun, a los orcos no los querían en ninguna parte, y los sembianos y mercenarios no eran bienvenidos en otras. Asimismo, los cormytas se reunían con los suyos, y los hombres de Los Valles hacían otro tanto.
La unidad de propósito y una confianza despreocupada impregnaba a las tropas tuiganas. «¿Por qué no? —pensó Azoun mientras acababa el té—. Yamun Khahan ha llevado al ejército de victoria en victoria.»
Las primeras dudas fundamentadas empañaron la visión del rey de la cruzada. Se rascaba la barbilla, enfrascado en sus reflexiones, cuando se abrió la solapa de la tienda y la luz del sol iluminó el interior. Azoun vio entrar a un hombre de espaldas anchas, vestido con una armadura. Koja saludó al recién llegado y después se volvió hacia el rey cormyta.
—Su majestad —dijo con una leve sonrisa—, éste es Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos.
Azoun se levantó en el acto. El Khahan observó al rey por un momento, valorando abiertamente al oponente, y le dijo algo a Koja en tuigano sin apartar la mirada del monarca cormyta.
—El Khahan desea que os sentéis —tradujo Koja. Señaló los almohadones donde había estado Azoun—. Este encuentro no os ocupará demasiado tiempo.
Azoun hizo lo que le pedían, pero se preguntó por qué el Khahan lo había hecho esperar durante casi dos horas. Mientras el líder tuigano cruzaba la tienda en dirección a un banco de madera, sin desviar la mirada del rey ni por un instante, Azoun concluyó que la espera, al igual que la reunión, era una especie de prueba. Desde luego, estaba enfadado por la espera, pero no permitiría que Yamun se diera cuenta.
El Khahan se sentó en el banco sin decir palabra. Azoun le devolvió la mirada al tiempo que él también valoraba al rival. La débil luz de la lámpara acentuaba el aspecto feroz de Yamun Khahan. Los pómulos prominentes y la nariz ancha y chata proyectaban unas sombras muy oscuras sobre el resto de la cara. A pesar de las sombras, Azoun vio la larga cicatriz serrada que, desde el puente de la nariz, le cruzaba la mejilla hasta la parte inferior de la mandíbula. Una segunda cicatriz, mucho más vieja, le deformaba el labio superior en lo que parecía un gesto de desprecio. Los ojos eran oscuros y límpidos.
Llevaba el pelo teñido de rojo recogido en trenzas, que le llegaban a las hombreras plateadas de una coraza de oro, esculpida con la forma de los músculos. La faldilla de cadena reflejaba la luz de la lámpara, pero las botas, gruesas y agrietadas, contrastaban con la elegancia del atuendo. El barro que las cubría caía en gruesas gotas sobre la alfombra mugrienta que servía de suelo.
El Khahan volvió a mirar a Azoun y le sonrió, aunque el labio deformado dio al gesto un aire de amenaza. Gritó algo en tuigano, y Azoun deseó haber aprendido un poco más de la lengua gutural o tener al bardo a su lado.
Otros dos tuiganos entraron en la yurta y se sentaron en el suelo, uno a cada lado del Khahan. Por las armaduras y el porte, el rey cormyta los tomó por generales.
—Éste es Chanar Ong Kho, ilustre comandante del flanco izquierdo —anunció Koja con toda formalidad, señalando con la mano abierta al hombre sentado a la izquierda del Khahan.
Chanar Khan miró a Azoun con un gesto feroz; después descargó el pellejo que llevaba sobre el hombro y lo dejó a los pies del Khahan. El rey reconoció en el general al mismo hombre que había interrumpido el consejo de Semfar para presentar las exigencias del líder tuigano. En aquel entonces, Chanar mandaba a diez mil hombres. Azoun se preguntó cuántos más tendría ahora a sus órdenes. Koja señaló al hombre a la derecha de Yamun.
—Éste es Batu Min Ho, ilustre comandante del flanco derecho. —Este general saludó de inmediato a Azoun con una reverencia tan profunda que casi tocó el suelo con la frente. Cuando Batu Min Ho volvió a erguirse, el rey advirtió que el general, tal como sugería el nombre, era un shou. Batu tenía los ojos oscuros y muy separados sobre los pómulos anchos y altos, y la nariz chata, pero las facciones mostraban una delicadeza que faltaba en las de Chanar y Yamun.
—Decidle al Khahan y a los generales que es un honor conocerlos —manifestó Azoun al tiempo que devolvía la reverencia de Batu Min Ho—. He escuchado muchas cosas notables sobre sus proezas militares.
Koja repitió las palabras del rey. Chanar soltó una risotada, y Batu se limitó a asentir al cumplido. Yamun permaneció en silencio, pero echó el tronco hacia adelante y apoyó un codo sobre la rodilla. Las correas de la armadura crujieron con el esfuerzo. Señaló a Azoun sin prisas y le preguntó algo. El monarca entendió algo de lo dicho, aunque esperó la traducción de Koja antes de contestar.
—¿Por qué creéis que os he invitado aquí? —tradujo el khazari.
—Para conocer a vuestro adversario —contestó Azoun— Para saber hasta qué punto soy una amenaza.
Yamun asintió cuando Koja le dio la respuesta. El líder tuigano observó al rey por un instante con los párpados entrecerrados.
—Sabéis que mis tropas triplican o cuadriplican a las vuestras —señaló a través de Koja. Azoun se limitó a asentir mientras Yamun hacía una pausa—. Los prisioneros hechos en Thesk me advirtieron de vuestra llegada —añadió—. Dijeron que habéis reunido un gran ejército para aplastarme. Si debo creer en los informes de los exploradores que han visto a vuestras tropas, dudo mucho que puedan siquiera demorar mi avance.
—Eso sólo lo sabremos si tenemos que luchar —replicó Azoun y, volviéndose hacia Koja, añadió—Destacad el «si» en la respuesta.
El historiador calvo bebió un trago de té, asintió cortésmente, y transmitió la réplica del rey. Chanar volvió a reír, pero Yamun lo miró furioso, y el general guardó silencio.
—Entonces rendios ahora, Azoun de Cormyr —dijo Yamun; se acomodó en el banco y se atusó el mostacho—. Es lo único que os evitará ser destruido en el campo de batalla.
Koja comenzaba la traducción de las palabras del khahan cuando Batu Min Ho intervino en la conversación. La mezcla de voces confundió un poco a Azoun, que sólo oyó en parte lo que decía el khazari. Sin embargo, el rey entendió la pregunta del general shou sin necesidad del traductor. Mostró las dos palmas vacías y miró a Batu Min Ho.
—Sí, Batu Khan —dijo en un tuigano vacilante—, busco la paz.
La respuesta de Azoun tuvo un efecto inmediato y sorprendente sobre los demás en la yurta del Khahan. Chanar, boquiabierto, se levantó de un salto. La expresión de Batu también era de sorpresa, pero el general shou controlaba mejor las emociones. Por su parte, el historiador khazari miraba alternativamente a Yamun Khahan y Azoun como si esperara sus reacciones para definirse. El líder tuigano se inclinó en el banco con una sonrisa.
—Habláis el idioma de mi gente —comentó.
—Sólo unas pocas palabras —lo corrigió Azoun, que utilizó la única frase que pronunciaba bien. Después empleó otra vez la lengua común—. Koja, necesito vuestra ayuda. Sólo entiendo una parte de lo que dicen.
—¿Qué deseáis decirle al Khahan? —preguntó el khazari. Bebió un trago de té mientras esperaba la respuesta.
—Repetid lo que os he dicho, y después decidle que confío en evitar el derramamiento de sangre.
Koja tradujo el mensaje. Chanar se sentó al tiempo que le comentaba algo a Yamun. La sonrisa del Khahan se convirtió en una mueca de burla. Recogió el pellejo que Chanar había dejado junto a sus pies, y lo destapó mientras gritaba una orden.
Dos sirvientes entraron en la tienda. Yamun dio otra orden, y los dos corrieron al fondo de la tienda para rebuscar en el contenido de un cofre. Volvieron con una copa dorada con gemas incrustadas y un objeto redondo envuelto en seda roja.
Koja palideció al ver los preparativos, y Chanar señaló al khazari con una carcajada. El Khahan le entregó la copa a Batu, que la puso boca abajo para quitarle unos coágulos del fondo, tras lo cual la secó con la alfombra que cubría el suelo. Un sirviente cogió el pellejo de manos de Yamun y llenó la copa con un líquido lechoso.
El otro sirviente desenvolvió el paquete y le ofreció al Khahan el objeto que había tapado la seda roja. Era un cráneo humano, con la parte superior aserrada para dar cabida a un bol de plata. Yamun sostuvo el siniestro recipiente de forma tal que las órbitas vacías miraran al monarca cormyta, y el criado con el pellejo llenó el bol. Chanar Khan le dijo algo a Koja que el historiador se apresuró a traducir.
—Chanar Ong Kho quiere que informe a su majestad que el cráneo perteneció una vez a Abatai, un enemigo del Khahan. —El khazari frunció el entrecejo antes de añadir—: No olvidéis lo que dije de vuestro enviado, majestad. No beber significa la muerte segura.
El rey cormyta observó, un tanto sorprendido, que Yamun y los generales lo miraban con mucha atención. «Esperan asustarme con el cráneo», pensó. Entonces advirtió que Koja estaba amilanado por el macabro trofeo. Agradeció estar en una zona muerta para la magia, porque evitaba la posibilidad de que el cráneo estuviera hechizado.
Yamun le entregó la calavera al rey antes de reclinarse en el asiento con una mirada pensativa. Batu ofreció lo que Azoun interpretó como un brindis y después bebió el líquido espeso. El criado llenó otra vez la copa, y Batu se la pasó a Chanar Khan. El general tuigano hizo una pausa antes de acercar la copa a los labios para señalar al monarca visitante que bebiera del cráneo.
—A Yamun Khahan —brindó el rey—, Ilustre Emperador de los Tuiganos. —Azoun se armó de valor y bebió dos tragos del líquido, que olía a leche agria. A continuación le pasó el cráneo a Koja, que lo aceptó con una expresión de asco.
—La bebida se llama cumis —le informó el historiador—, y está hecha con leche de yegua fermentada. —Se estremeció—. A algunos les encanta, pero yo ni siquiera tolero el olor.
Sólo después de que Azoun y Koja bebieran, Chanar levantó la copa para saludar a Yamun. Mientras ocurría todo esto, el Khahan no había dejado de mirar a Azoun. Por fin Yamun acabó lo que quedaba de cumis en la copa y se la devolvió al sirviente. Los jóvenes envolvieron el cráneo de Abatai en la seda roja y lo guardaron otra vez en el cofre, junto con la copa enjoyada, antes de marcharse.
Yamun le preguntó a Koja cuál había sido el brindis del rey. Al escuchar la respuesta frunció el entrecejo.
—Soy el emperador de todos los pueblos, Azoun de Cormyr —gruñó—. Mañana os lo demostraré cuando vacíe vuestro cráneo y me sirva de copa como el de Abatai.
Azoun escuchó con atención la traducción del historiador antes de levantarse.
—Decidle a vuestro amo que mis tropas no se rendirán. Mañana se enfrentarán nuestros ejércitos. Os estaremos esperando.
—Quizá lo mejor sería mataros ahora mismo —replicó Yamun. Chanar echó mano del sable corvo al escuchar la respuesta del Khahan.
Azoun deseó en aquel instante tener a Vangerdahast sano y salvo a su lado. Sólo había aceptado la invitación del Khahan convencido de que el hechicero real sería capaz de sacarlo de cualquier situación comprometida. Ahora era demasiado tarde para lamentarse, y se preparó para hacer frente a su destino.
—Si me matáis aquí será una prueba de que tenéis miedo a mis ejércitos.
Chanar y Batu se levantaron al unísono y desenvainaron las espadas en cuanto el historiador acabó la traducción. Koja retrocedió como un cangrejo espantado. Yamun dio un grito para llamar a los guardias de uniforme negro, que aparecieron en tropel. El Khahan permaneció sentado, con el rostro inpertérrito. Dio otra orden, y los generales se volvieron para mirarlo asombrados.
Batu Min Ho envainó la espada en el acto, saludó a Yamun con una reverencia y, tras echar una mirada a Azoun, salió de la yurta sin decir palabra. En cambio, Chanar Khan comenzó a protestar furioso. El rostro del general tuigano estaba rojo como un tomate. Señaló al monarca cormyta con la espada.
Con un gruñido, Yamun se decidió por fin a levantarse, y respondió a las palabras con un grito. El general le hizo una reverencia y se retiró sin volverle la espalda a su comandante. En la expresión de su rostro se mezclaban la ira y el arrepentimiento.
Koja se acercó al Khahan para formularle una pregunta en voz baja, y Yamun se inclinó hacia el khazari para darle su respuesta. El historiador asintió antes de volverse hacia Azoun, que no había conseguido escuchar ni una sola palabra de la conversación.
—La audiencia ha concluido, majestad —anunció Koja—. Podéis reunir a vuestros hombres y marcharos. Yo os escoltaré hasta vuestro campamento.
Azoun saludó al Khahan con una reverencia. Yamun asintió en respuesta al saludo y después le dijo algo a Koja. El historiador calvo le respondió con una sonrisa. Azoun esperó cortésmente, y luego salió de la yurta detrás de Koja, escoltado por los diez guardias. Al cabo de unos minutos, Thom, Vangerdahast y los guardias cormytas se unieron a él, y juntos abandonaron el campamento tuigano a toda prisa.
El hechicero real continuaba inconsciente, tendido sobre la montura. Thom le habló al monarca de los chamanes tuiganos y de los extraños ritos practicados para curar a Vangerdahast.
—Los tuiganos encontraron la zona muerta para la magia hace uno o dos días —dijo el bardo—. Los hechiceros de Thay se marcharon tan pronto como se enteraron de las intenciones del Khahan de permanecer aquí hasta después de entrevistarse con vos.
—Yamun no confía en la brujería —señaló Koja, que cabalgaba junto al monarca—, así que no lamentó la marcha de los brujos rojos. —Al ver que Azoun y Thom lo miraban atentos, añadió—: La magia no tiene lugar en la cultura tuigana.
A Azoun le resultó sorprendente que Koja revelara esta información, porque él podía utilizarla en beneficio de su ejército. De todos modos, la confianza de los tuiganos en el poder de las armas más mundanas se basaba en la sucesión de victorias. El rey sabía que con los brujos solamente no podía ganar la guerra.
El sol estaba casi sobre el horizonte cuando Azoun y la comitiva llegaron al punto donde se habían encontrado con Koja.
—Me alegro mucho de haberos conocido, majestad —se despidió Koja con una reverencia desde la montura—. Es una pena que no volvamos a encontrarnos en este mundo.
Azoun escuchó el tono sincero de las palabras del khazari y se preguntó cómo un hombre tan pacífico soportaba la vida con los tuiganos. Un poco triste, el rey respondió al cumplido, y se disponía a marchar cuando recordó una pregunta que quería formular desde que había salido de la yurta del Khahan.
—Un momento, Koja —llamó—. Quiero haceros una última pregunta. ¿Qué os dijo el Khahan después de despedir a los generales? —Azoun esperó mientras Koja daba la vuelta y se acercaba otra vez.
—Como ya os había advertido —contestó el historiador—, insultar al Khahan significa la muerte en el acto. Le pregunté a Yamun por qué no os había matado.
—¿Qué respondió?
—El Khahan dijo que vuestras palabras no podían ser tomadas como un insulto a menos que demostraran ser ciertas. —Koja encogió los hombros—. No comprendo la diferencia, pero mañana el Khahan intentará demostrar que no es un cobarde, que no teme a vuestro ejército.
Con las palabras de Koja resonando en la mente, Azoun dio un tirón a las riendas y puso a su caballo de cara al oeste. Una vez más, el rey hizo que la comitiva avanzara a trote ligero por el Camino Dorado. Durante todo el trayecto pensó en si el heterogéneo ejército que esperaba su regreso sería rival para los señores de la estepa.
* * *
Como la mayor parte de las tropas de la Alianza, Jan el flechero esperaba ansioso el retorno del rey Azoun de su viaje al campamento tuigano. Mataba la espera fabricando flechas para la batalla, pero, como ello no le distraía la mente, escuchaba los rumores sobre el campamento bárbaro en boca de los otros armeros.
—Me han dicho que cada mediodía sacrifican a alguien en honor a su dios oscuro —afirmó un herrero, con voz autoritaria. Dejó a un lado la punta de flecha y se volvió hacia el viejo arquero sentado un paso más allá—. Se lo oí decir al capitán cormyta que fue al campamento tuigano.
—Quizá por eso mataron a los otros tres emisarios de Azoun —comentó el arquero, sin apartar la mirada del arco que estaba acabando. Le temblaron las manos, pero conocía su oficio y el arco era de primera calidad.
—Creía que sólo habían enviado a dos —señaló Jan, que cogió una punta acabada del montón que tenía a la derecha y la sujetó al astil.
—Veo que no te enteras de nada, flechero —le reprochó el herrero—. Seguro que ni siquiera sabes de los niños que los bárbaros empalan en las picas.
Aunque consideraba que ese rumor era falso, ya que, según los informes, los tuiganos no utilizaban picas, Jan prefirió callar. A poco de entrar en el ejército, había aprendido que era inútil discutir con un cotilla. Estas personas empleaban tantos hechos falsos que les resultaba imposible decir la verdad incluso en las cosas más sencillas.
El viejo arquero sacudió la cabeza como una crítica a la incredulidad de Jan. Cogió una cuerda de tripa y la sujetó en las muescas hechas en cada extremo del arco.
—Esos malditos bárbaros hicieron cosas mucho más terribles que asesinar niños cuando invadieron Tammar. —Tensó el arco y lo apuntó a un blanco imaginario—. No veo la hora de enfrentarme a ellos.
El herrero manifestó su asentimiento con un gruñido, y a continuación prosiguió con el recital de las atrocidades atribuidas a los tuiganos. Muchos de los relatos se basaban en informes de «hombres de confianza que habían estado presentes en el lugar de los hechos». Las afirmaciones más increíbles quedaban atenuadas en parte porque el herrero las había escuchado de tercera o cuarta mano.
Aburrido de la charla de los compañeros, Jan dejó vagar la imaginación. Como ya era habitual, el primer pensamiento fue para Kiri. Al flechero le gustaba cada día más la hija de Borlander el Matatrolls. En tiempos más propicios incluso habría pensado en pedirla en matrimonio, pero las probabilidades de que alguno de los dos muriera en combate eran demasiado grandes como para hacer planes antes de acabar la guerra.
Las voces de los demás, que como él se preparaban para el combate, interrumpían los pensamientos del joven sobre el futuro con Kiri. Aunque estaba rodeado por flecheros, arqueros y herreros, también le llegaba el repicar de los martillos de los fabricantes de espadas y el humo picante de las fraguas. Prestó atención al rítmico golpear de los martillos contra el metal al rojo y dejó que este sonido borrara todos los demás. Hacía mucho calor, incluso para ser verano, y Jan no tardó en perderse en sus fantasías.
Un golpe en el hombro lo devolvió a la realidad. El herrero y el flechero se partían de risa, y unos cuantos artesanos lo miraban.
—¿Te he despertado? —preguntó una voz dulce. Jan se volvió. Se encontró con Kiri Matatrolls, la hermosa recluta de Cormyr, que lo miraba con los brazos en jarras.
—No, no, Kiri —se excusó Jan mientras se levantaba con una flecha a medio terminar entre las manos—. Soñaba despierto. ¿No estabas de guardia?
—Tengo algunas noticias interesantes. —Kiri soltó una carcajada, le quitó la flecha de las manos y lo cogió del brazo—. El rey viene de regreso. Llegará al campamento antes de que salgan las estrellas.
Kiri le contó a Jan las noticias con una voz lo bastante alta como para que los demás la escucharan, aunque eran muchos los que se conformaban con mirarla porque no había muchas mujeres soldados. Los comentarios se extendieron por la zona.
—Tuvo que abrirse paso luchando contra los tuiganos —afirmó Kiri, que dirigió sus palabras a cualquiera que quisiera escucharlas. Hizo una pausa y se cruzó de brazos como desafiando a que la contradijeran.
—Sí —dijo el viejo arquero—. Es una suerte que Vangerdahast estuviera con el rey. Sin duda habrá lanzado unas cuantas bolas de fuego, o quizás un par de rayos para sacarlos del atolladero. —Un coro de voces manifestó su asentimiento, y otros sugirieron los hechizos que el mago probablemente había empleado durante la batalla.
—¿Quién te lo ha contado, Kiri? —le preguntó Jan, que la cogió con las dos manos para obligarla a volverse hacia él, un gesto que a la muchacha no le gustó nada.
—Un jinete de la escolta del rey que acababa de llegar —contestó Kiri, sin disimular el enfado. Se apartó del flechero—. Él se lo dijo a uno de los centinelas.
—Algo así como aquel centinela con el que hablé después de la ejecución de Mal, ¿no? —replicó Jan.
Kiri frunció el entrecejo, y en su rostro apareció una expresión dolida. Recordaba el episodio, pues Jan se lo había contado al menos una docena de veces.
Azoun había ordenado que todas las tropas presenciaran la ejecución de Mal el día que abandonaban Telflamm. Jan se encontraba con un grupo de soldados, contemplando el cadáver de su amigo colgado en el patíbulo, cuando un hombre de Los Valles encargado de mantener el orden entre la muchedumbre había iniciado una conversación con ellos. El soldado les había ofrecido una versión exagerada de la pelea ocurrida en La lanza rota. Concluyó el relato con un detalle que a Jan le puso la piel de gallina.
—Y, según me contó un amigo, el cormyta tenía un cómplice, un asesino llamado Jan —había afirmado—. Dicen que su espada es tan afilada como una navaja, que corta las cabezas de sus víctimas de un solo tajo.
Asombrado, el flechero se había limitado a asentir para después despedirse de inmediato. Jan le había repetido la historia a Kiri muchas veces y nunca olvidaba señalar la desconfianza que le merecían los rumores. Ahora Kiri recordó un tanto avergonzada los comentarios de su amigo.
—Sólo repetía lo que me contaron —dijo, compungida.
Arrepentido por la dureza mostrada con la muchacha, Jan apoyó el brazo sobre los hombros de Kiri y le pidió disculpas. Las nuevas sobre la batalla de Azoun corrieron de boca en boca, pero Jan y Kiri se ocuparon de otros temas. No pasó mucho tiempo antes de que un soldado con cota de malla y la insignia de Archendale en la sobreveste blanca apareciera corriendo.
—¡Ya viene el rey! —gritó—. ¡Por el Camino Dorado! —Se volvió para ir a otra sección a divulgar la noticia, con la frente empapada de sudor.
Los artesanos abandonaron las herramientas y se encaminaron sin más tardanza hacia la ancha carretera que cruzaba el campamento. Miles de soldados y refugiados ya ocupaban los costados de la carretera a lo largo de casi dos kilómetros hacia el este. Jan y Kiri se conformaron con quedarse alejados de la muchedumbre, aunque sabían que desde allí no alcanzarían a ver al monarca.
Mientras esperaban, Jan escuchó parte de los relatos sobre la fuga del rey, que circulaban entre los reunidos. Las conjeturas de sus compañeros sobre los hechizos empleados por Vangerdahast para defender al monarca se mencionaban ahora como hechos. En más de una ocasión, el flechero tuvo ganas de corregir una falsedad, pero se contuvo.
Muy pronto se escucharon vítores por el este, y otra oleada de rumores corrió entre la multitud. Al parecer, Vangerdahast estaba herido. Otros afirmaron que había muerto. En cualquier caso, el hechicero no se movía. Los aplausos por la heroica fuga de Azoun del campamento enemigo se confundían con las condenas al salvajismo de los bárbaros. Cuando por fin el estandarte del rey pasó por delante del lugar donde se encontraban Jan y Kiri, el ejército de la Alianza se había convertido en una masa que juraba por Tempus, el dios de la batalla, luchar junto a Azoun hasta el último hombre.
Desde la montura, el rey cormyta miraba al ejército de la Alianza dominado por el asombro. Las tropas de Suzail estaban codo a codo con los mercenarios sembianos. Los hombres de Los Valles esgrimían las espadas y vociferaban contra los bárbaros a coro con la milicia de Farallón del Cuervo y los Plumas Rojas de Hillsfar. Azoun incluso vio entre la muchedumbre a algunos de los orcos de Vrakk, que gritaban y aplaudían con los humanos.
La guardia del rey se desplegó a medida que la comitiva entraba en el campamento, y Azoun pasó entre la muchedumbre en dirección al pabellón real. Thom lo siguió lo más cerca posible, ocupado con el caballo donde transportaban a Vangerdahast, todavía inconsciente. Los tres generales los esperaban en la entrada de la tienda. Brunthar Elventree, comandante de los arqueros, mostraba una sonrisa de oreja a oreja aun antes de que el monarca le palmeara el hombro.
—Esto es increíble —comentó Azoun al hombre de Los Valles, observando a la multitud que lo aclamaba—. ¿Qué ha convertido a un montón de soldados en un ejército tan sólo en un día?
El rey miró al comandante de la caballería, lord Harcourt. El viejo noble cormyta, quien, a pesar del calor, vestía la pesada cota de malla, encogió los hombros como única respuesta y continuó atusándose el mostacho blanco.
Farl Bloodaxe y Thom Reaverson aparecieron cargados con Vangerdahast. El hechicero deliraba, todavía inconsciente. La sonrisa del rey dio paso a una expresión preocupada.
—Está mejor —señaló Thom en cuanto acostaron a Vangerdahast—, pero hay que llamar a un sanador.
—Eso ya está hecho —repuso Azoun, que se había arrodillado por unos instantes junto a su amigo—. ¿Puedes quedarte con él hasta que llegue el sacerdote? —El bardo asintió, y el rey salió de la tienda en compañía del general Bloodaxe.
Una vez en el exterior, Azoun invitó a los generales a sentarse alrededor de una hoguera, y sin perder ni un segundo les explicó todo lo ocurrido en el campamento tuigano. Los gritos de las tropas habían disminuido, pero todavía se escuchaba a los soldados que daban vivas por el rey y maldecían a los bárbaros.
—¿Podéis explicarme qué ha conseguido unir a los hombres de forma tan repentina? —le preguntó a Farl.
—Los rumores —respondió el general negro con una expresión dura. Se arregló la manga de la camisa blanca—. Circulan unas historias increíbles. Relatos de lo más variados sobre la emboscada que os tendió el Khahan y sobre cómo conseguisteis escapar.
Lord Harcourt carraspeó con fuerza, como hacía siempre antes de hablar, y añadió para mayor información del monarca:
—Cuentan las cosas más descabelladas sobre los tuiganos. —Se retorció una punta del mostacho y frunció el entrecejo—. Unos dicen que sacrifican a los recién nacidos y otros que hacen cosas horribles a las mujeres que capturan. Todo muy desagradable. Incluso los nobles se dedican al cotilleo.
La expresión de Azoun mostraba a las claras la poca gracia que le hacía todo este asunto, y Brunthar Elventree consideró oportuno ofrecerle un consuelo.
—La fuente no tiene importancia siempre que el resultado sea el correcto —comentó con un tono alegre. El calor del fuego le había enrojecido la cara, que ahora tenía el mismo color de su pelo.
—Claro que la fuente importa —afirmó Azoun, tajante—. ¡Es todo mentira! Los tuiganos no son monstruos, ni yo tuve que abrirme paso luchando.
Unos cuantos guardias cercanos miraron al rey, y lord Harcourt carraspeó una vez más.
—Su alteza —dijo con un leve titubeo—, quizá podríais no hablar tan fuerte.
—¿Por qué? —preguntaron Azoun y Farl al mismo tiempo.
—Porque otra afirmación como la que habéis hecho podría destrozar el espíritu que en estos momentos anima al ejército —señaló Brunthar Elventree. Removió el fuego, y un surtidor de chispas se elevó en el aire—. Si ahora desmoralizáis a los hombres, más os valdría matarlos vos mismo.
Farl guardó silencio, pero lord Harcourt asintió a las palabras del hombre de Los Valles. Azoun se volvió de espaldas al fuego mientras pensaba. Comenzó a pasearse de arriba abajo y, después de unas cuantas ideas y venidas, se volvió hacia los generales.
—Hoy no me enfrenté ni a un solo tuigano, así que las historias de heroísmo que cuentan los soldados son mentira —declaró con un tono que no admitía discusión—. ¿Cómo podéis pensar que eso los une?
—Ahora lucharán unidos, majestad —afirmó Brunthar Elventree—. Y, si luchan como una fuerza unificada, quizá no tengan que morir.
—¿Harcourt? —preguntó el rey después de una pausa.
—Estoy de acuerdo con el general Elventree. Es lamentable dejar que la mentira se propague así, pero, si los tuiganos piensan atacar mañana, creo que será mejor para todos. Si esas historias elevan la moral de las tropas, bienvenidas sean.
—Haré lo que su majestad ordene —afirmó Farl Bloodaxe sin esperar a que el rey se lo preguntara—. Nos conocemos desde hace mucho, así que me permitiré el atrevimiento de ser sincero. Creo que esto es un error muy grave. Si no decimos la verdad, los rumores irán en aumento.
—Si mis arqueros sobreviven a la batalla —intervino Elventree—, no les importará saber si los rumores eran falsos o no, siempre que consigamos la victoria. Si perdemos —el hombre de Los Valles encogió los hombros y volvió a remover los leños de la hoguera—, no quedará nadie para discutir el tema.
El primer impulso de Azoun fue darle un puñetazo al general por la insolencia, pero enseguida comprendió que el impulso era más una reacción a sus propias dudas que no a lo que el general Elventree hubiese dicho o hecho. Evaluó las dos opciones: dejar que circulara toda clase de rumores y unir al ejército, o decir la verdad a las tropas y desmoralizarlas a las puertas de la primera gran batalla. Aunque el corazón le indicaba lo contrario, se decidió por la primera.
—Dejemos que los hombres crean lo que quieran —declaró con la mirada puesta en Farl Bloodaxe—. Pero quiero que tengáis a las tropas preparadas para el combate a primera hora de la mañana.
Lord Harcourt y Brunthar Elventree saludaron al rey con una reverencia y se marcharon. Sólo Farl se demoró. Por un instante contempló al rey desde el otro lado de la hoguera.
—Sabéis que esto es un error, Azoun. —Bajó la mirada y empujó una piedra con la punta del pie.
—No tengo otra elección, Farl. Si estuvieseis en mi posición, lo comprenderíais.
—No, lo que está mal está mal, y…
—Adelante —lo animó el rey—. Nos conocemos de toda la vida. Podéis ser sincero conmigo.
—Tengo miedo de que paguéis por esto. Tarde o temprano, el no haber puesto coto a los rumores os pesará en la conciencia.
—Quizá —asintió Azoun, con una sonrisa triste—. Quizá. —Se sentó en una roca cerca del fuego—. Pero esto es una guerra, y mi responsabilidad está con las tropas. No me puedo guiar sólo por mis creencias.
Farl se despidió con una reverencia, pero no había dado más que unos pasos cuando se detuvo.
—Los solados están aquí por vuestras creencias, y los verdaderos cruzados darán la vida por la causa que vos defendéis pero nunca por una mentira.
El general se marchó, y Azoun se quedó a solas con sus pensamientos. Contempló el fuego durante una hora, preguntándose si era contra aquello que Vangerdahast le había advertido en Suzail. Si era así, se dijo el rey mientras se levantaba para ir a ver al viejo hechicero, entonces tenía razón: no estaba preparado para la guerra.
Capítulo 13
Festín de cuervos
Aquella noche las nubes desaparecieron del cielo, como si no quisieran ser testigos de la inminente batalla. La mañana siguiente a la visita de Azoun al campamento tuigano amaneció clara pero mucho más fría que el día anterior. El rey, tan inquieto como las nubes, se levantó muy temprano, cuando comenzaba a clarear por el este. Su primer acto fue rezar una breve oración a Lathander, señor de la mañana; dios de la renovación.
—Si el dios Tempus no cree oportuno reforzar nuestros brazos en la batalla de hoy —concluyó Azoun—, entonces nuestro sacrificio será para ti, Lathander, y lidera el comienzo de un Faerun unido, capaz de aplastar a los tuiganos.
Concluida la oración, el rey se colocó las prendas sobre las que iría la armadura y fue a ver cómo estaba Vangerdahast. El puñado de guardias apostados delante del pabellón real se pusieron en posición de firmes para saludar al rey. Los centinelas parecían haber pasado toda la noche en esa posición, pero el rey no pasó por alto el pellejo de vino vacío ni las marcas en el suelo junto a la hoguera donde habían dormido.
—Han regresado otros tres exploradores, majestad —le comunicó uno de los centinelas—. Informaron que los tuiganos avanzan hacia nosotros, pero que todavía están a muchos kilómetros de distancia.
—Es lo que esperábamos —dijo el rey—. Enviad a buscar a los generales Elventree y Bloodaxe, y a lord Harcourt. Que se presenten de inmediato. —Miró hacia la tienda de Vangerdahast—. Informadles de la noticia en cuanto lleguen.
Sin esperar respuesta, Azoun se encaminó hacia la tienda de su consejero y amigo. Los soldados cormytas hacían reverencias al paso del monarca, pero los demás se limitaron a saludarlo. Aunque pensaba en otra cosa, Azoun adoptó una expresión alegre y respondió a los saludos con entusiasmo. Sabía que, ahora más que nunca, debía mostrarse lleno de confianza.
A pesar del efecto positivo causado por los rumores sobre el regreso del rey, el miedo flotaba sobre el campamento de la Alianza. En los ojos de la mayoría de los soldados se veía una mirada distante, y los hombres y mujeres parecían distraídos mientras se apresuraban en los preparativos para enfrentarse al enemigo. Los sonidos de su trabajo —las hachas cortando madera para las barricadas de última hora, el chirrido de las piedras de amolar contra las espadas y picas, los relinchos nerviosos de los caballos— se extendían por el campamento y aumentaban la inquietud de todos.
Gran parte de la tropa intentaba aliviar la tensión ocupándose de sus armas y avíos. Los arqueros tensaban una y otra vez los arcos, contaban las flechas, y afilaban las puntas. Los nobles al mando de lord Harcourt pulían las armaduras, como si el brillo del metal pudiera salvarlos de las flechas tuiganas. Otros nobles atendían a sus cabalgaduras y comprobaban que la montura y el blindaje estuvieran bien asegurados o que los caballos hubieran sido alimentados de acuerdo con la tradición militar. Los infantes repasaban las armas y las corazas, mientras que otros se ocupaban de desmontar el campamento, apagar las hogueras y cargar los enseres en las carretas. Ninguno admitía que desmontaban el campamento en previsión de una retirada, pero todos sabían por qué las tiendas desaparecían poco a poco del panorama.
Otros soldados pasaban las horas previas a la batalla conversando y bebiendo junto a las hogueras. Azoun pasó junto a uno de estos grupos en su camino hacia la tienda de Vangerdahast. Eran cormytas, y por lo tanto quisieron levantarse al ver al rey, pero él les indicó que no se movieran. Los soldados sonrieron ante el gesto del monarca, y lo aplaudieron cuando Azoun bebió un trago de vino del pellejo. Mientras se alejaba los escuchó conversar sobre las esposas o novias que habían dejado en Cormyr, y lo que oyó le bastó para comprender que sus relatos eran tan falsos como las historias que contaban sobre su batalla en el campamento tuigano.
La religión también pesaba mucho y, en aquellos momentos, se convertía en algo importante incluso para aquellos que tenían muy poco trato con los dioses. Los clérigos, cuya labor en la batalla sería la de atender a los heridos y rezar por los muertos, iban de tienda en tienda, de hoguera en hoguera. Muchos de los sacerdotes animaban a los fieles a no pensar en el conflicto. Otros, como los adoradores de Torm, dios del deber, o de Tempus, dios de la batalla, exhortaban a las tropas a luchar tal como exigían sus dioses. Los clérigos de la dama Tymora eran los más numerosos, ya que su diosa era conocida como patrona de los aventureros.
Uno de los clérigos de Tymora abandonaba la tienda de Vangerdahast cuando apareció el rey. El hombre de pelo oscuro era la viva imagen del cansancio mientras se alejaba con los hombros caídos y arrastrando los pies.
—Esperad un momento —le gritó el rey, que corrió los últimos metros para alcanzar al clérigo—. ¿Cómo se encuentra el hechicero real?
El clérigo hizo una reverencia al ver que su interlocutor era el rey, y se acomodó la pulcra sotana marrón.
—Ya no delira, majestad, pero mucho me temo que hoy no podrá participar en la batalla.
Los azules ojos del clérigo y la sotana impoluta le recordaban algo, pero la preocupación por el estado de Vangerdahast desplazó cualquier otro interés.
—¿Habéis cuidado de Vangerdahast desde que llegamos anoche? —le preguntó, al ver las ojeras del clérigo.
—He cuidado antes de hechiceros afectados por las zonas muertas para la magia —respondió el sacerdote—. Como su alteza sin duda sabe, en Cormyr hay una o dos zonas similares a la ocupada ahora por los tuiganos. Aparecieron en el Tiempo de las Dificultades. Por ese motivo me encomendaron…
—Sí, desde luego —lo interrumpió el rey, distraído—. Quiero que os encarguéis de cuidar al hechicero real durante la batalla.
Azoun se despidió del clérigo sin darle tiempo a acabar la reverencia y entró en la tienda de Vangerdahast. Se le levantó un poco el ánimo al ver que en la tienda reinaba el mismo orden que en el gabinete del mago en Suzail. No faltaba nada; incluso estaba el erizo vivo en el frasco de vidrio. El rey siempre había dado por hecho que el animalito lleno de púas formaba parte de algún hechizo, pero no estaba seguro. Quizás era la mascota de Vangerdahast.
El hechicero descansaba en un catre; sus ronquidos apenas si se escuchaban. Una vela votiva espolvoreada con plata ardía sobre la mesa, cerca de la cabeza de Vangerdahast. Sin duda era cosa del clérigo porque la plata era el metal favorito de los sacerdotes de Tymora.
La luz de la vela no alcanzaba a iluminar todo el interior, pero sí alumbraba lo suficiente para mostrar al hombre que dormía en las sombras. Thom Reaverson, el bardo del rey, yacía acurrucado en el suelo junto a una de las estanterías de Vangerdahast. El bardo tiritaba de frío. El monarca cogió una de las túnicas del hechicero y la extendió sobre Thom a modo de manta. Después salió de la tienda con mucho sigilo.
Una vez en el exterior, Azoun le ordenó a un guardia que despertara a Thom al cabo de una hora y le avisara que debía ocuparse de embalar las pertenencias de Vangerdahast. Como la tienda del hechicero quedaría detrás de las líneas de la Alianza, el rey decidió no trasladar al enfermo, al menos, por el momento.
En realidad, qué hacer con Vangerdahast durante la batalla era el menos importante de los problemas de Azoun. Algo mucho más urgente era el mando de los magos de guerra, que ahora debía pasar a otro hechicero. La elección sería fácil porque los magos tenían una jerarquía estricta, de modo que el mago de mayor rango asumiría el mando de forma automática, pero el problema consistía en que Azoun ignoraba si este hechicero estaba al corriente de los planes de Vangerdahast para la batalla.
Lo más probable era que no. Vangerdahast era un fanático del secreto incluso con el propio rey, al que sólo informaba de lo mínimo imprescindible. Esta costumbre le planteaba a Azoun otro problema grave: con el mago impedido, no tenía manera de establecer contacto con la reina Filfaeril o la princesa Alusair. El hechicero real era el único que sabía cómo comunicarse con la familia a través de los anillos. Vangerdahast afirmaba que así evitaba que cualquiera pudiera abusar de los anillos mágicos, pero ahora Azoun se reprochó no haber insistido en contar con algún otro medio de comunicación.
Sin dejar de pensar en estos problemas, el rey regresó a su pabellón para reunirse con los generales. Farl, Brunthar y lord Harcourt lo esperaban sentados alrededor de la mesa, donde habían desplegado un mapa de la zona. El monarca les informó brevemente del estado del hechicero y de los problemas que esto planteaba.
—Los tuiganos llegarán aquí dentro de un par de horas —comentó Farl, que dibujó una flecha roja sobre el mapa para indicar el avance enemigo—. En este momento discutíamos los emplazamientos de la tropa.
—Es demasiado tarde para cambiar de planes —afirmó Azoun, después de estudiar el mapa durante un momento—. Los soldados esperan ocupar las posiciones ya establecidas en las maniobras. —Miró a los comandantes de los arqueros y la caballería, y añadió con un ligero tono irónico—: A estas alturas no podemos defraudar las expectativas de las tropas.
—Pero Torg no está aquí —protestó Brunthar Elventree—. Sin el apoyo de la infantería, mis arqueros no tendrán protección.
Farl cogió el jarro que sostenía una de las esquinas del mapa y bebió un trago.
—Bastará con la infantería que tenemos —le dijo al hombre de Los Valles—. Dos mil enanos no marcarán una gran diferencia. —Alisó la punta del mapa, que se había curvado un poco, y volvió a sujetarla con el jarro—. Estoy de acuerdo con Azoun en que debemos seguir adelante con los planes que ya teníamos preparados.
—Los planes trazados son sólidos —opinó lord Harcourt, previo el carraspeo de rigor—. Siguen los dictados y sugerencias de las grandes batallas del rey Rhigaerd II.
Atenerse a las reglas de combate establecidas por su padre no era lo que Azoun había tenido en mente al proponer la organización de las líneas de batalla. El sentido común dictaba la mayoría de los emplazamientos, y lo poco que los generales sabían de las tácticas tuiganas determinaba el resto. El rey estudió el mapa y cogió una pluma.
—Ahora ya no vale la pena discutir. Nos arreglaremos con lo que hay —dijo mientras mojaba la pluma en el tintero—. Al menos para esta batalla, aunque con un poco de suerte quizá castigaremos al Khahan lo suficiente como para que no quiera volver.
Los generales sonrieron y murmuraron su aprobación, pero ninguno creía posible una victoria fácil. Tampoco Azoun, pero era su obligación mostrarse confiado delante de los comandantes y las tropas.
—Desde luego, no podemos confiarlo todo al azar —añadió con una sonrisa sincera—. La dama Tymora siempre ayuda a aquellos que se labran su propio destino.
Azoun dirigió toda su atención al mapa, y explicó a los generales la posición que ocuparía en las líneas de la Alianza. Trazó una pequeña corona azul en el pergamino, y a continuación le pasó la pluma a Farl, para que situara a la infantería.
Con mano firme, el general negro trazó dos líneas que representaban a los infantes a sus órdenes. La primera línea estaba un poco por delante de la corona de Azoun y se extendía a cada lado de la señal del rey.
—Éste es el cuerpo principal de la infantería —comentó con una voz profunda—. Está formada por los lanceros y las secciones armadas con picas. En la segunda fila estarán los espadachines. —Como todos los generales sabían, la segunda línea no estaba allí para detener una carga tuigana, sino para la lucha cuerpo a cuerpo una vez comenzada la batalla. Las armas cortas, como las espadas y las hachas, eran mucho más eficaces que las picas y las lanzas en ese tipo de combate. Farl le entregó la pluma a Brunthar Elventree, que la mojó otra vez en el tintero.
—Los arqueros van aquí, aquí, aquí y aquí. —En cada uno de los puntos indicados el hombre de Los Valles marcó un triángulo. Cuando acabó, cuatro grandes grupos de arqueros se intercalaban con la segunda línea de infantería.
Por fin le llegó el turno a lord Harcourt, comandante de la caballería. Con unos trazos amplios y floridos añadió alas a las líneas de la infantería.
—Los nobles se encargarán de los flancos —dijo. Se inclinó sobre el mapa y añadió unas cuantas marcas—. La caballería entrará en acción en cuanto la infantería y los arqueros frenen a los bárbaros.
Este último comentario lo pronunció como una afirmación, y Azoun agradeció la confianza que el viejo lord impartía a los generales de menos experiencia. Farl y Brunthar nunca habían participado en una campaña de estas dimensiones.
La pluma volvió a la mano del rey, quien marcó los últimos detalles en las posiciones de la Alianza. Una M bien grande señalaba la ubicación de los magos detrás de la línea ocupada por la infantería y los arqueros. A la retaguardia de los magos quedaba el campamento, que Azoun representó con una línea de cuadrados.
—Quiero que los refugiados se reúnan detrás del pabellón —señaló el monarca cuando acabó de dibujar sobre el mapa—. Creo que así estarán lo bastante lejos de la batalla.
Los tres generales asintieron, y Farl se ofreció voluntario para ocuparse de los refugiados. Resuelto este problema, Azoun repasó las señales que los portaestandartes emplearían para transmitir las órdenes. Por último preguntó a los comandantes si tenían alguna duda. No las había.
—Que la diosa de la suerte y el dios de la batalla nos favorezcan —concluyó el rey. Cuando el general Elventree y lord Harcourt se levantaron, Azoun los palmeó en la espalda—. Supongo que no os veré antes de que lleguen los tuiganos, así que os deseo toda la suerte posible. Sé que lucharéis con valentía.
—Para cuando llegue el anochecer no quedará ni un bárbaro en el campo —afirmó lord Harcourt al tiempo que salía.
—Así lo espero —dijo Elventree, tras intercambiar una mirada de preocupación con Farl Bloodaxe, y salió detrás del lord.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Azoun a Farl.
—Brunthar y yo pensamos que quizá lord Harcourt subestima la fuerza de los tuiganos —respondió el general de infantería—. Si se presenta la ocasión, es muy capaz de atacarlos sólo con los nobles.
—No me extrañaría, amigo mío —replicó Azoun, acompañando a Farl hacia la salida—. Pero lord Harcourt es un buen soldado. Seguirá las órdenes a rajatabla cuando comience el combate, así que sus juicios sobre la fuerza del enemigo no cuentan. —Farl se detuvo en la puerta y el rey añadió—: Ya os ocupáis de demasiadas cosas, Farl. Dejad que yo me ocupe de mandar a mis generales. Así tendré algo en que distraerme.
Farl se despidió del monarca con una sonrisa y se marchó a ocuparse del traslado de los refugiados. Azoun lo observó hasta que lo perdió de vista entre la multitud, y luego llamó a un escudero para que lo ayudara con la armadura.
En menos de una hora, tras una visita rápida al jefe interino de los magos de guerra, el rey recorría las líneas. Caminaba un poco tieso, pero con el paso de alguien acostumbrado al peso de la armadura. Azoun era partidario del entrenamiento en condiciones de batalla y muy a menudo dedicaba un par de horas, aun en pleno verano, a la práctica de la esgrima vestido con la armadura completa. Al ver la incomodidad reflejada en el rostro de algunos soldados nada habituados al peso y el calor de las corazas, el rey agradeció haber mantenido la práctica. Aunque el día no era caluroso, los rayos del sol convertían las armaduras en un horno.
Las tropas iban de un lado a otro para fortificar las posiciones o simplemente para ocupar los lugares asignados. El grueso del ejército estaba dividido en dos líneas, tal como indicaba el mapa, pero lo que éste no señalaba era que las líneas estaban desplegadas en la falda de una colina, lo cual permitiría a los arqueros de la segunda fila tener una visión despejada del campo. Azoun echó una ojeada a los batallones de arqueros, y rogó para sus adentros que los arcos largos pudieran responder con eficacia a los disparos de los arcos cortos que el enemigo usaba desde la montura.
Azoun se enjugó el sudor de la frente y se acomodó la cofia de malla. La colina ayudaría a los arqueros, pues la larga pendiente restaría velocidad a la carga tuigana, al menos lo suficiente como para permitir a los arqueros afinar la puntería y causarles todas las bajas posibles antes del primer combate cuerpo a cuerpo.
—Su alteza —gritó un mensajero detrás del monarca con una rodilla en tierra.
—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó Azoun, que se volvió en el acto para recibir el mensaje.
—Los bárbaros, majestad. Ya vienen —informó el joven entre jadeos—. Los acabo de ver y he venido a mata-caballo para avisaros.
Azoun levantó una mano y la puso sobre la frente a modo de visera. Miró hacia el este. El sol acababa de salir y los rayos cegaban a cualquiera que intentara descubrir algún movimiento en la distancia. El monarca sólo alcanzaba a ver los campos más próximos cruzados por la cicatriz oscura de la carretera. Sin embargo, Azoun no dudó de la veracidad del informe. Sin perder ni un segundo, ordenó al portaestandarte que transmitiera al ejército la señal de preparados.
Azoun palmeó la cabeza del chico, y lo envió a reunirse con los demás mensajeros en la retaguardia. Escoltado por el portaestandarte y unos cuantos caballeros, el rey también volvió a la retaguardia. Allí, con la ayuda de una rampa de madera, montó en su caballo, guarnecido para el combate. El corcel blanco hizo un par de caracoleos y después avanzó al trote hacia el frente.
El monarca observó por unos instantes a los soldados que se encargaban de colocar unas bolas de hierro con púas a unos centenares de metros más allá de las posiciones de la Alianza. Estas bolas, junto con las numerosas barricadas de madera, servirían para aminorar la velocidad de la carga de la caballería enemiga. A todo lo largo de la primera línea, los hombres ajustaban los correajes de las corazas de cuero, o acomodaban mejor las cotas de malla. Las puntas de las lanzas y las hojas de las picas reflejaban la luz del sol. Sus dueños aprovechaban para descansar sentados en el suelo, y unos cuantos pellejos de vino pasaban a escondidas de mano en mano mientras comenzaba la espera.
Los veteranos sabían que las horas transcurridas desde la formación de las líneas hasta la carga enemiga formaban parte de la batalla. Por lo tanto, aceptaban la espera como algo natural. Muchos prestaban atención a las órdenes y arengas de los capitanes y sargentos. Otros preferían escuchar los murmullos de los conversaciones, y, con los ojos cerrados, imaginar que se encontraban en alguna taberna muy lejos del campo de batalla. Pero, hicieran lo que hicieran, todos aquellos fogueados en otras batallas se esforzaban en no mirar hacia el horizonte por donde aparecerían los tuiganos.
Sabían que el enemigo no tardaría en llegar.
De hecho, sólo transcurrió una media hora entre la orden del monarca para que las tropas ocuparan las posiciones y la aparición de la nube de polvo que marcaba el avance tuigano. La polvareda era tan grande que resultaba visible a contraluz. Los estandartes transmitieron la orden de preparados, y los hombres se levantaron sin prisa. Se bebieron los últimos tragos de vino, y se dijeron las últimas plegarias. Los mercenarios más duros apostaron a ver quién mataba a más enemigos o a cuántas horas duraría la batalla. Pero la mayoría de los soldados se limitaron a mirar la línea oscura que se extendía por todo el horizonte.
—¿Podéis ver cómo están dispuestos? —le preguntó Azoun al caballero que tenía a la derecha.
Como comandante de la infantería, la posición de Farl para el inicio de la batalla estaba cerca del rey, a la retaguardia de la primera línea. Observó a las tropas enemigas que cabalgaban hacia ellos y, después de un momento, meneó la cabeza.
—No se ve a esta distancia. —El caballo de Farl se movió nervioso, y el general le dio una palmada en el pescuezo para tranquilizarlo—. Si son tantos guerreros como creemos, por el ancho del frente supongo que cabalgan de dos, o quizá tres, en fondo.
Azoun sintió un nudo en el estómago, y de pronto comprendió por qué los hombres habían estado tan callados, tan tensos en las horas previas a la batalla. Su trabajo lo había mantenido ocupado en centenares de detalles, y su posición lo había obligado a tomar múltiples decisiones, y ello le había evitado pensar en la realidad del conflicto. Ahora, montado en su caballo blanco y con la mirada atenta al avance tuigano, tuvo la horrible certeza de que la batalla que podía acabar con su vida se acercaba a él a todo galope.
El monarca miró el yelmo que sostenía entre las manos. La cimera era ovalada, con una punta en la parte superior donde aparecía el escudo de armas cormyta.
—En una batalla contra Zhentil Keep este escudo quizá garantizaría mi seguridad —murmuró mientras se colocaba el yelmo sobre la cofia de malla—. Pero el Khahan quiere usar mi cabeza de copa, así que esto canta más que una bolsa de dinero en una reunión de ladrones.
Farl Bloodaxe, que también había participado en numerosas batallas aunque ninguna tan importante como ésta, captó el miedo en la voz del rey. «Eso es bueno —pensó—. El miedo mantiene vivos a los hombres en la guerra.» Pero se cuidó mucho de decirlo en voz alta, y optó por algo menos comprometido.
—Thom me contó una vez la historia de un antiguo rey cormyta que mantuvo una gloriosa batalla contra un enemigo que lo superaba doce a uno.
—Yo también conozco esa historia, Farl —replicó Azoun, que frunció el entrecejo al tiempo que bajaba el visor del yelmo—. El rey y todos los caballeros murieron en el combate excepto uno. No me parece una historia muy adecuada para levantar los ánimos.
—Nuestras posibilidades son mejores —insistió Farl, que también cerró el visor del yelmo—. Sólo nos llevan una ventaja de tres a uno, así que al menos una docena de nosotros conseguirá regresar a Cormyr. —Desenvainó la espada con un floreo y saludó al rey con el arma.
Debajo del yelmo, Azoun soltó una carcajada. Pensaba en una réplica adecuada al humor negro de su amigo, cuando se le ocurrió mirar hacia la línea tuigana. Estaba mucho más cerca de lo que esperaba, y se apresuró a enviar la señal para el primer asalto. Las lanzas y picas en la primera línea parecían las púas de un erizo, y la tensión que vivían las tropas era tremenda.
Ahora el dispositivo de ataque de los tuiganos era claro, pero el hecho de atacar con el sol a la espalda, sumado a la altura de las mieses, hacía invisibles a los atacantes en algunos momentos. Tal como había dicho Farl, los tuiganos avanzaban en tres filas, cada una de tres en fondo. Azoun se sorprendió al ver el orden de los tuiganos mientras cabalgaban a través del campo. «Si lord Harcourt pudiera ver la precisión del avance tuigano —pensó el rey—, sin duda cambiaría de opinión sobre el enemigo.»
El grueso de la fuerza tuigana sofrenó los caballos a unos centenares de metros de la primera línea. Un grupo de unos quince mil tuiganos, casi la mitad del ejército de la Alianza, continuó avanzando. El redoblar de los tambores acompañó el rítmico batir de los cascos lanzados al galope.
—¡Van a probar la línea! —gritó Farl con la espada en alto. Los soldados de la primera línea sujetaron los escudos un poco más fuerte y levantaron las picas, preparados para el asalto. En la segunda fila, los capitanes dieron las órdenes a los arqueros, que tensaron las cuerdas de los arcos por última vez.
Azoun se acomodó en la montura para ver mejor a los cuatro grupos de arqueros, y desenvainó la espada sin perder de vista el estandarte de Brunthar Elventree —la maza, la lanza y la cadena, que eran el símbolo del Valle de la Batalla bordado en oro sobre rojo— en la retaguardia de la compañía de arqueros más próxima. Como todas las demás, la posición estaba fortificada con docenas de troncos puntiagudos. La empalizada era como una línea de picas apuntadas colina abajo, lista para rechazar la embestida del enemigo.
El monarca dio la señal a los arqueros de disparar cuando estuvieran preparados, y el estandarte de Brunthar ondeó en la brisa que soplaba en el campo. Seis mil arqueros tensaron los arcos al unísono y se echaron hacia atrás como si apuntaran al sol.
Los arqueros dispararon en el momento en que Azoun miraba otra vez el campo de batalla. Las seis mil flechas cortaron el aire, y el tronar del galope tuigano quedó ahogado por el silbido de los proyectiles mortales. Después de subir muy alto, las flechas parecieron detenerse por un instante, y a continuación comenzaron a descender sobre los bárbaros.
La cortina negra alcanzó a los tuiganos a unos cien metros de la primera línea de la Alianza, y centenares de caballos rodaron por el suelo en medio de relinchos de dolor. Sus jinetes salieron despedidos y fueron a caer bajo los cascos de los caballos que venían detrás. Muchas flechas hicieron blanco en los guerreros y casi todos murieron en el acto. La primera andanada había liquidado casi a la décima parte de los atacantes. El orden que mantenían los tuiganos en la carga facilitaba la puntería de los arqueros occidentales, y por eso el número de bajas había sido tan elevado.
El ataque había sorprendido a los jinetes, porque algunos parecieron vacilar por un momento, pero el grueso de la línea enemiga continuó a todo galope. Los caballos saltaban sobre los muertos y heridos tendidos en el campo de batalla, y, en cuanto la carga ganó impulso, se oyó un nuevo sonido escalofriante: el grito de guerra tuigano. Los bárbaros gritaban su furia contra la Alianza mientras avanzaban agitando los arcos por encima de la cabeza en señal de desafío.
Brunthar Elventree dio la orden de disparar por segunda vez cuando los tuiganos se encontraban a unos cincuenta metros. Otro enjambre de flechas surcó el aire, y su zumbido compitió con el grito de guerra en los oídos de las tropas occidentales. A tan corta distancia, la andanada provocó una carnicería. Miles de hombres y caballos resultaron atravesados por las flechas.
—Preparados para el asalto —dijo Azoun. El portaestandarte transmitió la orden. En los flancos, los nobles que formaban la mayor parte de la caballería prepararon las armas mientras mantenían a los caballos en formación. En la segunda línea, Brunthar dejó que los arqueros dispararan a voluntad. Las andanadas volaban por encima de la cabeza del monarca casi sin interrupción.
Los tuiganos sofrenaron los caballos y dispararon con los arcos cortos. Miles de flechas llovieron sobre las tropas occidentales. El rey levantó el escudo en un acto reflejo, y oyó el choque de dos flechas con una fuerza sorprendente. Por fortuna, los tuiganos concentraban los disparos en la primera fila, donde la mayoría de los soldados tenían escudos. Aun así, alrededor de Azoun se elevó lo que parecía un único grito cuando los proyectiles encontraron a sus víctimas.
—¡Llamad a los magos! —gritó Farl junto al monarca.
El rey apartó el escudo para mirar a las líneas tuiganas. Si el general de infantería hubiera podido ver el rostro de Azoun, habría visto una expresión de asombro: los tuiganos daban la vuelta y huían.
—Los magos los tenemos que reservar para cuando hagan falta de verdad —replicó el monarca. Señaló al enemigo en retirada—. ¿Qué está pasando? —Los tuiganos disparaban de vez en cuando por encima del hombro, pero sin dejar de retirarse.
—Esto ha sido una prueba —opinó Farl, con el visor abierto. También él se mostraba atónito—. Quizá no conocían el alcance de los arcos largos, o la magia de la que disponemos.
Un grito de entusiasmo se alzó de las filas de la Alianza. Azoun señaló el alto el fuego y observó el regreso de las mermadas tropas tuiganas, que se unían al cuerpo principal.
—¿Pérdidas? —preguntó Azoun mientras levantaba el visor.
—Han perdido unos cuatro, quizá cinco mil hombres —respondió el general después de echar una rápida ojeada al campo—. Los heridos duplican esa cifra. —Sacudió la cabeza—. El Khahan debe de valorar muy poco a sus hombres si permite que los maten sólo por una prueba.
—O quizá sus hombres lo valoran tanto que no les importa morir —lo corrigió Azoun—. Salvo por un instante durante la primera andanada, no vacilaron en el ataque. Esto ha sido como una práctica muy conocida para ellos. —Miró a la primera línea—. Que los capitanes cuenten nuestras pérdidas. Tal vez hemos conseguido espantarlos.
Contaron a los muertos mientras los sacaban de la línea. El rey no disimuló el alivio cuando se enteró de que sólo habían muerto trescientos en el primer asalto. La idea de que murieran los hombres bajo su mando preocupaba al monarca, aunque ello fuera inevitable.
Los heridos eran mucho más numerosos, si bien la mayoría de las heridas sólo necesitaban un vendaje o un hechizo sencillo. Muchos de los heridos presumían de los impactos sufridos, o invitaban a los camaradas a ver los escudos y las corazas perforadas por las flechas enemigas. Los sargentos dejaban que los hombres hablaran tranquilamente. Todos creían que el segundo ataque se produciría de inmediato, pero pasaban las horas sin novedad mientras el sol continuaba su ascensión.
Sobre el mediodía aparecieron las primeras bandadas de cuervos para cebarse en los cadáveres de hombres y caballos dispersos por el campo. La mayoría de los soldados bisoños se sorprendieron al ver la aparición de tantos pájaros. Algunos consideraban a los carroñeros como una señal de mala suerte o el resultado de la magia negra. Los mercenarios y los veteranos, en cambio, sabían que los cuervos no eran ninguna de esas dos cosas. Los grandes pájaros negros, tan comunes en los campos de Faerun, eran como cualquier otro animal; los atraía la comida, y una batalla siempre era una fuente de alimento abundante donde saciar el apetito.
De todos modos, los graznidos inquietaban a las tropas, y Brunthar tuvo que llamar al orden a algunos arqueros por malgastar proyectiles disparando contra los pájaros. También Farl se vio obligado a intervenir al escuchar que uno de los miembros de la guardia apostaba a ver sobre cuál de los cadáveres tuiganos se posarían los carroñeros.
—¡Aquí vuelven! —La advertencia fue recibida con un cierto alivio en las líneas occidentales.
—¡Por el puño de Torm! —exclamó Farl—. ¡Otra prueba! —Cerró el visor y levantó el escudo.
Los cuervos remontaron el vuelo ante el avance de los caballos. Azoun intentó no hacer caso de los graznidos mientras miraba la línea tuigana. Esta vez el número de jinetes duplicaba al anterior, de modo que las fuerzas estaban equilibradas.
Como la vez anterior, los arqueros dispararon dos andanadas sobre la caballería tuigana antes de que ésta se detuviera. Azoun ordenó a Brunthar que los arqueros dispararan nuevamente, y la tercera descarga cayó sobre los bárbaros cuando los hombres del Khahan se disponían a devolver los disparos. El resultado fue algo espantoso; los tuiganos cayeron como moscas, y numerosos jinetes no llegaron siquiera a disparar. Pero ésta no era la única sorpresa que el rey tenía reservada para la segunda carga bárbara.
Cuando los tuiganos se encontraban a menos de cincuenta metros de la primera fila de la Alianza y los arqueros lanzaban el contraataque, los magos entraron en liza.
Doscientas bolas de fuego surgieron de la retaguardia aliada y, con un chisporroteo ensordecedor, surcaron los aires para ir a caer sobre los atacantes. Las bolas de fuego estallaron al tocar los cuerpos de los tuiganos y el fuego líquido que contenían mató a centenares y ocasionó quemaduras terribles a muchos más. Si la hierba no hubiese estado húmeda por las últimas lluvias, un ataque semejante habría provocado un incendio descomunal. Así y todo, una infinidad de pequeñas hogueras aparecieron entre las filas tuiganas.
Poco acostumbrados al uso masivo de la magia, fueron muchos los tuiganos que vacilaron. Los asustados jinetes intentaron controlar a los caballos para emprender la huida, o disparar tal como les ordenaban. Los arqueros de la Alianza dispararon una vez más, y en la retaguardia un grupo de magos acabó los preparativos de un hechizo mucho más complicado.
En veintiocho lugares a lo largo de la carga tuigana estalló el suelo, y una lluvia de tierra y rocas cayó sobre los jinetes. De cada uno de estos agujeros salió una enorme criatura de piedra dotada con unos puños descomunales. Los rostros de estos seres carecían de expresión y los ojos hechos de gemas reflejaban la luz de los incendios alrededor del enemigo.
Azoun permaneció inmóvil mientras los elementos de la tierra se abalanzaban sobre la línea tuigana y dispersaban a caballos y soldados como si fuesen hojas secas. Con una altura entre los tres y los cuatro metros y medio, a las criaturas no les costaba nada acabar con todo lo que encontraban a su paso. Además, las flechas de los tuiganos ni siquiera alcanzaban a mellar los enormes cuerpos de piedra.
Fulgurantes rayos de polvo de oro y enjambres de dardos azules acompañaron a las flechas que llovían sobre el enemigo en retirada. El ejército de la Alianza cantó victoria al ver que los tuiganos buscaban abrirse camino en el campo incendiado, intentando escapar de los elementales de la tierra y la lluvia mágica que los tumbaba de los caballos y los aplastaba contra el suelo.
—Esta vez ni siquiera llegaron a disparar —le dijo Azoun a Farl. Enarboló la espada y añadió su voz al grito triunfal del ejército.
El comandante de infantería gritó algo que el rey no escuchó. Esperó un momento, abrió el visor y tocó el hombro de Azoun.
—¡Mira! —repitió, señalando un punto a lo lejos.
Azoun miró en la dirección señalada por el general negro y vio el motivo de la alarma de su amigo. En el flanco derecho, la caballería de la Alianza rompía filas para perseguir a los tuiganos.
—Por todos los dioses —susurró el rey, con el rostro pálido. El estandarte de lord Harcourt destacaba en el centro de la carga aliada contra el enemigo en retirada. Azoun sólo vaciló por un instante. Se volvió hacia el joven caballero encargado del estandarte y le ordenó:
—¡Que vuelvan ahora mismo! —El estandarte del rey, con el dragón púrpura de Cormyr, ordenó la retirada, pero nadie hizo caso de la señal: los nobles continuaron la carga.
—¿Qué se cree Harcourt que está haciendo? —gritó Azoun con voz amarga sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Se ha vuelto loco?
La caballería del flanco izquierdo, al ver cargar a sus compañeros, se unió a la persecución. Azoun, dominado por una rabia impotente, vio los puntos plateados que eran los caballeros cabalgar a campo traviesa para cortar la retirada tuigana. El humo ocultaba parte de los combates, pero estaba claro que los caballeros occidentales, mejor equipados, no tenían problemas para acabar con los supervivientes de la segunda carga tuigana.
Un mensajero, empapado de sudor tras una furiosa carrera a través de las líneas, se abrió paso hasta el rey.
—Mensaje de lord Harcourt —anunció sin hacer una reverencia ni saludar al monarca.
—¿Qué está pasando? —gritó Azoun amenazando al muchacho con un puño—. ¿Por qué carga?
—Los nobles, señor. Ellos…
Al ver el miedo en los ojos del mensajero, Azoun cambió inmediatamente de actitud, e intentó calmarse.
—El mensaje, muchacho —dijo el rey, con la cara roja como un tomate por la cólera—. No tengas miedo.
—Lord Harcourt os envía sus disculpas, majestad. —El chico miró a su alrededor muy nervioso—. Los nobles desobedecieron las órdenes y se lanzaron a la carga.
—Por todos los dioses, ¿por qué?
—Lord Darstan y unos cuantos más dijeron que podían acabar con los bárbaros si vos con la sola ayuda de un hechicero y unos pocos caballeros habíais podido escapar del campamento tuigano. —El mensajero se enjugó el sudor de la frente con una mano mugrienta—. Yo los escuché cuando lo decían, majestad.
Azoun no tuvo tiempo de sorprenderse. Algo parecido a un trueno sonó en el campo, y, por un momento, el monarca pensó que los hechiceros habían lanzado otro hechizo de gran potencia. Le bastó una ojeada al campo de batalla para salir de su error. Entre el humo y las llamas de los incendios, Azoun vio con toda claridad el avance del ejército enemigo a todo galope. La línea negra en el horizonte se ensanchó a medida que se acercaba. El rey comprendió finalmente por qué Yamun Khahan había esperado hasta ahora para atacar a fondo.
—¡Van a rodearnos! —le gritó a Farl—. El Khahan esperaba que la caballería mordiera el cebo.
—Sin caballería para cubrir los flancos, los tuiganos nos rodearán en un momento —replicó el comandante de infantería. Sin perder un instante, clavó las espuelas al caballo y se alejó del monarca para dar las órdenes a sus tropas.
Ahora el resto de la Alianza era consciente de lo que ocurría. Los magos, que carecían de cualquier tipo de protección, abandonaron la retaguardia para ir a refugiarse en el poco espacio disponible entre la primera línea de lanceros y la segunda, donde estaban los espadachines y los arqueros. La desesperada carrera de los magos sembró la confusión en la segunda fila, y en algunos lugares se produjeron altercados, aunque los capitanes los solucionaron de forma expeditiva.
Azoun estudió la situación en cuestión de segundos y decidió mover las filas colina arriba. En un ataque normal, las empalizadas de los arqueros sólo servían si un asalto frontal obligaba a la retirada de la primera línea, porque retardarían el avance enemigo. Pero, si los tuiganos se situaban en la retaguardia aliada y empujaban a la segunda fila hacia el llano, las empalizadas eran inútiles.
—¡Que la primera línea retroceda a la posición de la segunda! —ordenó el rey a voz en cuello con la espada en alto para indicar la maniobra. El portaestandarte transmitió la señal, y los capitanes y sargentos se ocuparon de que los hombres de las dos filas la cumplieran.
Para un ejército bien entrenado, la maniobra no habría planteado ningún problema, pero las tropas de la Alianza no habían tenido casi tiempo de ejercitarse. Tardaron mucho más de lo previsto y, cuando por fin los soldados ocuparon las nuevas posiciones, los tuiganos habían rodeado al ejército y atacaron por tres frentes.
Azoun no vio la caída del estandarte de lord Harcourt arrollado por el grueso del ejército del Khahan. Los nobles habían conseguido acabar con los tuiganos del segundo ataque, pero a costa de sus vidas. En cuanto a los incendios y los elementales de la tierra, habían demorado un poco el ataque, aunque no lo suficiente. Ochenta mil tuiganos, sedientos de sangre y clamando venganza, surgieron del humo con los arcos preparados.
Sin previo aviso, una flecha tuigana se clavó en el muslo de Azoun. Disparada desde sólo una treintena de metros, el proyectil oscuro atravesó la armadura y clavó la pierna del monarca contra el cuerpo del caballo. El animal corcoveó espantado mientras Azoun gritaba de dolor. El cielo que vio a través de las lágrimas era negro.
Por encima del ejército de la Alianza, volaban los cuervos. Eran tantos que oscurecían el sol, y sus graznidos ahogaron el grito de Azoun. Casi invisible en el mar de plumas negras, un halcón de color claro sobrevolaba el campo de batalla mientras los tuiganos rodeaban a los cruzados.
Capítulo 14
El deber
Las alas negras se movieron delante de los ojos de Alusair, oscureciendo el campo de batalla. Descendió en picado para acercarse al combate. Las aves de rapiña chocaban contra ella, y con cada choque saltaba el enfoque, pero no tardó en ver al ejército de la Alianza.
Las tropas tuiganas tenían cercado al ejército occidental.
Alusair maldijo con amargura, y la visión en blanco y negro del combate se hizo confusa. Se concentró en el vínculo mágico con el halcón, hasta conseguir una imagen nítida. A pesar de la altura del vuelo —superior a la torre más alta de Suzail— la visión era muy detallada. A través de los ojos del pájaro, la princesa distinguía los combates personales e incluso el vuelo de flechas aisladas.
Sin embargo, no encontraba a su padre. Divisó el estandarte real, que iba de aquí para allá en el combate, pero el rey no estaba cerca. Esta era una mala señal. Alusair sabía que Azoun necesitaba estar en contacto con el estandarte del dragón púrpura para transmitir las órdenes; sin él, el ejército combatía por iniciativa propia.
La princesa se resistió a creer que su padre estuviera muerto, y se dijo que los avatares de la batalla debían de haberlo apartado del estandarte. El esfuerzo mental para llegar a esta conclusión debilitó el vínculo con el halcón, y, por un momento, la escena del combate se borró por completo.
—Maldita magia… —Alusair se interrumpió, mantuvo los ojos cerrados e inspiró con fuerza. Cuando abrió los ojos, vio a Torg junto a ella, con los puños apoyados sobre las caderas.
—¿Y bien? —preguntó el enano, impaciente.
—Sólo nos faltan unos pocos kilómetros para ver a las tropas de la Alianza —contestó la princesa, malhumorada—. Los tuiganos las tienen rodeadas, así que más vale darnos prisa.
Sin esperar a más explicaciones, Torg dio las órdenes pertinentes a los capitanes. Los soldados se levantaron dispuestos a iniciar la marcha, pero antes se desprendieron de las mochilas y manearon las mulas que tiraban de las carretas.
—No necesitamos las tiendas para combatir contra los bárbaros —le comentó Torg.
La princesa, muy preocupada por la suerte de su padre, se puso otra vez en contacto con el halcón, utilizando el brazalete que le había dado el centauro. Le pidió que sobrevolara el escenario de la batalla durante un rato y que después viniera a su encuentro. A continuación, se quitó la mochila y se colocó la armadura completa. Comenzó a sudar copiosamente en cuanto acabó de vestirse la coraza, pero apenas se dio cuenta porque sus pensamientos estaban en otra parte.
El ejército enano se puso en marcha a paso rápido. Aún no habían visto ni una sola patrulla tuigana, y Alusair confiaba en pillarlos por sorpresa. Por su parte, el Señor de Hierro no lo preocupaban demasiado las tácticas de la próxima batalla, sino que comenzara cuanto antes. Si el ejército conseguía unas cuantas cabezas para las cavernas de Tierra Rápida, mucho mejor. Tampoco le importaban mucho los enanos que morirían en el encuentro, mientras tuvieran una muerte honorable.
Una densa cortina de humo cubría el horizonte. Por lo que había visto a través de los ojos del halcón, Alusair sabía que tenía su origen en los incendios provocados por los hechiceros en los primeros momentos de la batalla. Las nubes oscuras se elevaban hacia el cielo y parecían transformarse en miles de pájaros negros. Esta visión espeluznante inquietó a los soldados enanos mucho antes de que escucharan los primeros ecos de la batalla más allá de las colinas.
—¡Malditos sean todos los humanos! —bramó Torg. Descargó una palmada contra el muslo acorazado y señaló a la izquierda. A unos centenares de metros más allá, tres exploradores tuiganos acababan de asomar entre las hierbas altas. Los bárbaros pusieron pies en polvorosa antes de que el Señor de Hierro tuviera tiempo de enviar a los soldados a capturarlos.
—No podemos hacer nada —dijo Alusair, que sostuvo el yelmo bajo el brazo para enjugarse el sudor de la frente—. De todos modos, veremos la batalla en cuanto lleguemos a la cumbre de aquella colina.
La princesa tenía razón. Las tropas alcanzaron la posición y se encontraron con los dos ejércitos trabados en una lucha tan sangrienta como caótica. Muy lejos, por la derecha, el sol iluminaba el campamento de la Alianza. Sin previo aviso, un halcón bajó en picado sobre los campos, y después, impulsado por una corriente de aire, sobrevoló las tropas de Torg. Por un momento, Alusair pensó en utilizar el brazalete para ver mejor lo que ocurría en el campo de batalla, pero desistió al ver que un grupo de jinetes se apartaba del combate y se dirigía hacia ellos.
—¡Preparados para el combate! —gritó Torg. Azotó al portaestandarte cuando el muchacho no respondió con la celeridad que esperaba. Alusair frunció el entrecejo ante esta muestra de crueldad innecesaria.
Los enanos formaron una triple hilera a través de la colina. Las dos primeras dejaron las picas en el suelo y cogieron las ballestas mientras la tercera clavaba las picas a modo de empalizada. Las tropas enanas montaron las ballestas en un abrir y cerrar de ojos. Después esperaron en silencio la carga de los cinco mil tuiganos.
—Se acercarán una vez, darán media vuelta y dispararán —le recordó Alusair a Torg—. Es lo que hicieron con el ejército de la Alianza. Intentarán que abandonemos nuestra posición.
—No se me engaña con tanta facilidad, princesa —afirmó el Señor de Hierro, con una sonrisa. Se arregló la barba, sujeta con unas cadenas de oro más gruesas para la ocasión—. Y los tuiganos nunca se han enfrentado a un ejército enano.
Torg bajó el visor del yelmo mientras indicaba al portaestandarte las órdenes para las tropas. La primera hilera levantó las ballestas y apuntó a la caballería tuigana. Los enanos dispararon cuando el enemigo se acercó a una distancia de setenta metros.
Se oyó el zumbido de los dardos que volaban hacia los tuiganos. La mayoría de las saetas encontraron el blanco. Caballos y hombres cayeron al suelo en medio de gritos y relinchos de espanto, pero la masa principal continuó el avance, sin preocuparse del dolor y la muerte a su alrededor. Los bárbaros sofrenaron los caballos para disparar desde una distancia de cuarenta y cinco metros.
Alusair se encogió dentro de la armadura al ver la nube de flechas tuiganas que surcaban el aire para caer sobre los ballesteros enanos. La princesa no sintió miedo porque sabía cómo acabaría el ataque. Como el resto de las tropas de Torg, Alusair llevaba una armadura hecha en Tierra Rápida, legendarias por la dureza. Esta batalla daría todavía más fama a los artesanos del reino enano.
Los golpes de las flechas contra las armaduras sonaron como el pedrisco contra el tejado de una casa. Muy pocos proyectiles penetraron en las corazas de los enanos y únicamente en alguna articulación o un visor entreabierto. En cuanto disminuyó la lluvia de flechas, el Señor de Hierro ordenó que dispararan los soldados de la segunda fila, y una vez más las saetas causaron estragos entre la caballería tuigana, que se retiraba.
—Esa maniobra no la volverán a repetir —proclamó Torg. Echó una ojeada a las filas intactas de los enanos, y después a los centenares de tuiganos muertos o heridos en el campo—. Ni siquiera los orcos son tan estúpidos para utilizar una táctica tan desastrosa dos veces en un mismo día.
Alusair no pudo menos que admirar a Torg. El Señor de Hierro era despiadado y quizás incluso cruel, pero sabía luchar.
—Que Clanggedin y todos los dioses enanos bendigan el éxito de vuestros planes, alteza —dijo la princesa. Miró a los tuiganos y añadió—: Comprobaremos su eficacia dentro unos momentos.
Con un grito escalofriante, los tuiganos volvieron a la carga. Al acercarse la doble línea de jinetes, Alusair vio que esta vez blandían lanzas y cimitarras en vez de arcos. Intentarían combatir cuerpo a cuerpo.
El Señor de Hierro, impertérrito ante el enemigo que avanzaba a todo galope, dio las nuevas órdenes al portaestandarte. De inmediato los enanos colgaron las ballestas de los ganchos que llevaban en los cinturones y recogieron las picas. Los tuiganos se encontraban a menos de treinta y cinco metros cuando los enanos rompieron filas para formar los cuadrados de combate.
Era obvio que los bárbaros no conocían esta táctica. El comandante tuigano, que cabalgaba junto al portaestandarte, sofrenó el caballo e intentó detener a los hombres, pero los bárbaros siguieron adelante para rodear los cuatro cuadrados enanos. Capturar a un enemigo que no se defendía y completamente cercado parecía algo muy sencillo, pero los atacantes no tardaron demasiado en descubrir lo contrario.
—¡A la derecha! ¡Aplastadlos entre los cuadrados! —vociferó Torg blandiendo la espada, desde el centro de una de las formaciones. Los enanos cumplieron la orden. Se movieron hacia la derecha empujando a caballos y jinetes contra las picas que erizaban el cuadrado vecino.
Alusair, en el centro de otro cuadrado, observó cómo los tuiganos intentaban sin éxito romper las formaciones. Los jinetes acababan ensartados en las picas o derribados de las monturas. Esto último era peor que morir atravesado por una alabarda, porque los jinetes que. avanzaban detrás aplastaban bajo los cascos de los caballos a los compañeros caídos. A medida que más tuiganos se sumaban a la batalla, los que estaban en primera línea se encontráron atrapados contra la pared de enanos acorazados y bien armados que los mataban a placer.
Los cadáveres tuiganos se apilaban alrededor de los cuadrados. Los caballos heridos se revolcaban delante de los enanos, convertidos en una muralla viviente que protegía a las tropas de Torg del combate cuerpo a cuerpo, pero sin disminuir el alcance de las picas. Los cuervos comenzaron a sobrevolar el campo de batalla. Alusair escuchó los ruidosos e insistentes graznidos de los carroñeros, y la inquietaron menos que el silencio de los enanos. Los soldados de Tierra Rápida realizaban su espantoso trabajo sin decir palabra. Sólo de vez en cuando alguno de ellos gruñía cuando ensartaba a un bárbaro con la pica.
Por fin, por encima de los alaridos de los humanos heridos o moribundos y el choque de los metales, Alusair oyó un redoble de tambores, y los tuiganos comenzaron a replegarse. Los enanos aprovecharon la ocasión para matar a unos cuantos por la espalda. Tal como había señalado Torg, ni un solo soldado había roto la formación.
El Señor de Hierro soltó una carcajada. Levantó la espada tinta en sangre por encima de la cabeza y lanzó un grito de triunfo, que fue coreado por todo el ejército de Tierra Rápida. El grito de victoria de los enanos era muy diferente del grito de guerra agudo y vibrante de los tuiganos. Sonaba como un trueno procedente de las entrañas de la tierra, profundo y sonoro como si fuera un eco del roce de las rocas que excavaban en las minas.
Alusair se estremeció aunque no era la primera vez que lo escuchaba. Quizás el estremecimiento lo provocaban los gemidos y los gritos de agonía de los caídos, o la sangre que goteaba de las picas que los soldados agitaban en el aire. En aquel momento, la princesa comprendió que todavía no era la hora de las celebraciones. Les quedaba por delante toda una tarde de combates antes de que su padre estuviera a salvo.
—Señor de Hierro —gritó la princesa—, debemos actuar deprisa si hemos de ayudar a la Alianza.
Los soldados miraron a la princesa, que se abría paso entre las filas. Había abandonado su puesto sin permiso, una falta que ninguno de ellos hubiera osado cometer, y mostraron su desprecio por la falta. Alusair no hizo caso de las miradas de reproche y apartó a los enanos que se interpusieron en su camino.
—Sé muy bien lo que debemos hacer, princesa —replicó Torg cuando Alusair se reunió con él—. Avanzaremos tan pronto como recojamos algunos trofeos para las cavernas de Tierra Rápida. —Quitó una mancha de sangre del guantelete antes de ordenar a las tropas que formaran una columna de dos en fondo.
—Cortad las cabezas después de salvar al resto de la Alianza —contestó Alusair con tono desabrido. Señaló la batalla, que continuaba a unos centenares de metros más allá. Los tuiganos supervivientes de la carga, alrededor de la mitad del número inicial, se reagrupaban para proteger el flanco del ataque enano.
—Tenéis razón —gruñó Torg—. Es mejor que acabemos de una vez.
Los enanos avanzaron a paso rápido, pero no se acercaron demasiado a las líneas tuiganas, y, en cuanto alcanzaron la distancia de tiro, comenzaron a disparar con las ballestas. Las andanadas causaron numerosas bajas entre el enemigo, que se vio obligado a reforzar el flanco derecho. Las flechas de los bárbaros, en cambio, no hacían mella en el blindaje de los enanos, y, cada vez que parecía inminente un ataque directo, Torg ordenaba la formación de los cuadrados.
El oficial al mando de las tropas de la Alianza en aquel extremo de la línea aprovechó al máximo la diversión. La infantería occidental presionó con fuerza contra el flanco derecho tuigano para empujarlo hacia las andanadas de los enanos. Sin tener una alternativa mejor, el comandante tuigano ordenó una carga a la desesperada contra los soldados de Tierra Rápida.
Los cuadrados volvieron a demostrar la eficacia de la táctica enana. El Señor de Hierro avanzó lenta pero inexorablemente colina abajo empujando otra vez a los bárbaros hacia las líneas occidentales. Con una rapidez sorprendente, los enanos y la infantería humana destruyeron el flanco tuigano, y consiguieron capturar al general bárbaro junto con el estandarte.
La batalla continuó hasta la puesta de sol. El humo de los numerosos incendios que aún ardían cubría el campo como un manto oscuro. Ya casi no había disparos, pero el aire estaba lleno de sombras impacientes. Los cuervos picoteaban los cadáveres, y más bandadas llegaban, atraídas por el olor de la sangre y los graznidos de los congéneres.
Sólo asomaba el borde del sol sobre el horizonte cuando el redoble de los tambores sonó en el campo de batalla. Los tuiganos comenzaron a retirarse intentando mantener un cierto orden para protegerse de la persecución, pero nadie fue tras ellos después del desastre de la carga de caballería ejecutada a primera hora del día. Sólo alguno que otro soldado lanzó una flecha contra la horda; la mayoría de las tropas permanecieron en silencio. Estaban sorprendidas de estar aún con vida.
—¡Princesa! —gritó alguien con una voz profunda.
Alusair buscó con la mirada entre la masa de soldados. Hombres y mujeres yacían por todas partes, muertos o heridos. En algunos lugares, los soldados lloraban a los cantaradas muertos, y el murmullo de las oraciones se extendía como una música suave por las líneas occidentales. En medio de todo esto, alguien avanzaba hacia el ejército enano, con la mano en alto.
—¡Su alteza! ¡Aquí! —gritó un hombre, que agitaba el guantelete en el aire.
Los soldados se apartaron por un instante, y la princesa vio que el hombre era Farl Bloodaxe. El general cormyta, con el yelmo en una mano, sonrió al ver que Alusair lo había reconocido. El cansancio se reflejaba en su rostro, cubierto de mugre y sudor.
—¡Salud! —lo saludó la princesa mientras le estrechaba la mano—. No me sorprende descubrir que estabais al mando de este flanco. Habéis sacado excelente partido de nuestra diversión.
—Las tropas son las que merecen las alabanzas —replicó el general con un ademán que abarcó a todos los que estaban próximos. Se acercó un poco más a la princesa sin disimular la inquietud que lo dominaba—. ¿Habéis visto a vuestro padre? —preguntó en voz baja.
—Es lo que esperaba hacer ahora mismo —contestó la princesa con el rostro pálido.
Farl y Alusair se abrieron paso entre las tropas sin hacer demasiados comentarios. El general le explicó brevemente que no veía al rey desde los primeros momentos de la batalla. Estaba preocupado por el monarca porque los combates habían sido muy intensos en el centro de la primera línea. Alusair lo escuchaba muy seria, atenta al creciente número de cadáveres en el sector donde estaba el estandarte real.
La multitud de curiosos los ayudó a localizar al monarca. El general ordenó a los capitanes que dispersaran a la multitud y que los soldados volvieran a formar las compañías, mientras la princesa apartaba a los soldados que se interponían en su camino. Soltó una exclamación ahogada al ver al rey tendido en el suelo, sin conocimiento y rodeado por un grupo de clérigos.
—El rey se recuperará, dama paladín —dijo un clérigo de Lathander, obeso y con el rostro encarnado. Apoyó una mano sobre el hombro de Alusair e intentó apartarla—. Los sacerdotes necesitan espacio para trabajar, así que…
—¡Es mi padre! —lo interrumpió Alusair sin contemplaciones.
Las mejillas del clérigo se tiñeron de un color rojo oscuro. Tartamudeó una disculpa, pero Alusair no le prestó atención. Sin preocuparse de los clérigos que se volvieron para mirarla, se arrodilló al lado del padre.
Le habían quitado el yelmo y la cofia de malla, y aflojado las correas que sujetaban la coraza. Azoun estaba pálido, con el pelo y la barba empapados de sudor. La respiración era dificultosa, y, aunque se encontraba inconsciente, la boca se retorcía en un gesto de dolor. La razón era obvia: tenía una flecha clavada en el muslo izquierdo. El proyectil había perforado la armadura y por el agujero manaba la sangre.
—Se pondrá bien —murmuró un clérigo bien intencionado. Alusair se fijó en los ojos azules del hombre, y vio el disco de plata reluciente que llevaba colgado del cuello: el símbolo de Tymora, diosa de la fortuna y patrona de los aventureros—. Pero debemos trasladar a su majestad a otro lugar donde podamos curarlo.
La princesa se sobresaltó. Estaba claro por el tono del clérigo que le pedía permiso para mover al rey. Alusair no esperaba desempeñar ningún cargo con autoridad en el ejército de la Alianza, y no estaba dispuesta a asumir la responsabilidad.
—Quizá debáis pedir la autorización a Vangerdahast o al general Bloodaxe —dijo Alusair—. Yo no…
—Con todo el debido respeto, su alteza, os conviene demostrar a las tropas que alguien a quien respetan ejerce el mando —la interrumpió el general en voz baja—. Vangerdahast se encuentra muy enfermo, y no sale de la tienda.
El inesperado comentario de Farl aumentó la inquietud de Alusair, que ya estaba a punto de estallar. Miró a la muchedumbre, cada vez mayor debido a su presencia. Ni siquiera las órdenes del general consiguieron alejar a los cormytas dispuestos a ver a la hija de Azoun, que había ayudado a salvarlos de los tuiganos. Alusair recordó las procesiones reales por las calles de Suzail, y reparó en que la ilusión y el respeto reflejados en las expresiones de los soldados eran muy semejantes a las de los pobres que había visto en Cormyr. Sus necesidades eran obvias y sobrecogedoras.
—¿Cuáles son las órdenes, su alteza? —preguntó Farl, lo bastante alto como para que lo escuchara la multitud.
Alusair hizo una mueca. Ya había decidido demostrar su autoridad ante los congregados, pero odiaba que la obligaran. Y resultaba evidente que ésa era la intención de Farl. Con un destello de furia en los ojos, la princesa se irguió para mirar al general.
—Que los soldados vuelvan a las compañías, general —contestó. Miró a la muchedumbre y añadió—: Es probable que los tuiganos intenten un ataque nocturno. Debemos estar preparados para cuando los sanadores acaben de curar al rey.
—¿El rey se salvará? —preguntó alguien de la muchedumbre. La ansiedad en la voz del soldado desconocido resultaba patética.
Alusair se obligó a sonreír. Esperó un momento antes de llevarse las manos a la boca a modo de bocina para que todos escucharan la respuesta.
—El rey Azoun vive —gritó a voz en cuello—, y mañana al amanecer estará una vez más al frente del ejército. Hasta ese momento, mis palabras son las suyas. —Se volvió hacia Farl—. Que se disperse la muchedumbre, general —dijo en voz baja—. Me reuniré con vos y los demás comandantes en cuanto hayan trasladado a mi padre.
Farl Bloodaxe saludó a la princesa con una profunda reverencia, y se ocupó de cumplir la orden recibida. No bien los clérigos acabaron de cargar a Azoun en una camilla, Alusair se concentró en la tarea de reorganizar el ejército de la Alianza. Lo más urgente, decidió mientras cruzaba el campamento, era hablar con el general tuigano hecho prisionero por los enanos durante la batalla. La disposición de las tropas dependía en gran medida de lo que pudiera hacer el Khahan, y el general quizá le daría alguna pista sobre la actitud de los bárbaros respecto al combate nocturno.
La princesa encontró al general tuigano sentado con cara de pocos amigos entre un grupo de enanos silenciosos. El estandarte bárbaro estaba hecho jirones a los pies del prisionero, y cuatro guardias armados lo vigilaban. Al ver que nadie se había ocupado de vendar la herida cubierta de sangre que el general había sufrido en la batalla, Alusair ordenó a un sanador enano que le curara los cortes mientras ella esperaba la llegada de un intérprete.
Ya era casi de noche cuando apareció el hechicero. La larga túnica gris estaba sucia y desgarrada, y las manos del hombre mostraban manchas multicolores producidas por los ingredientes de los hechizos. A pesar del agotamiento, el mago tradujo rápidamente el cúmulo de preguntas que formuló Alusair, pero las respuestas del comandante tuigano fueron breves y poco esclarecedoras.
La princesa se armó de paciencia y observó al khan que decía llamarse Batu Min Ho. Tenía el aspecto de los shous. Las facciones no eran tan anchas, y tampoco tenía la nariz chata y los pómulos altos como los tuiganos. Sin embargo, llevaba la armadura preferida de los oficiales bárbaros: una coraza encima de la cota de malla, botas gruesas, musleras de cuero tachonado, y guanteletes también de cuero con refuerzos de acero. Lo que llamaba la atención del prisionero era su tranquilidad, incluso a sabiendas de que su vida estaba en peligro.
—¿El Khahan ofrecerá un rescate, general? —preguntó la princesa.
Batu se limitó a sacudir la cabeza en cuanto el intérprete acabó de traducirle la pregunta. Alusair frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante para mirar a Batu.
—¿El Khahan atacará esta noche?
La respuesta se hizo esperar. Batu miró a la princesa, después al intérprete y le hizo una pregunta.
—Quiere saber si sois la hija del rey Azoun, el hombre que conoció en el campamento tuigano —tradujo el mago—. Supone que vuestra posición en el ejército indica una relación con el rey, y que os parecéis a Azoun en muchos sentidos.
La princesa se sorprendió al enterarse de que su padre había visitado el campamento enemigo, pero dejó de lado ese tema para centrarse en el interrogatorio.
—Soy la princesa Alusair de Cormyr, hija del rey Azoun —contestó. Hizo una pausa antes de añadir—: Mi padre os envía sus saludos.
Batu agradeció con una inclinación de cabeza las palabras de la princesa y después volvió a mirarla a los ojos.
—Entonces, ¿el rey ha sobrevivido a la batalla? —preguntó a través del intérprete. Enarcó las cejas sorprendido y el gesto movió el vendaje que le envolvía la cabeza—. Yamun Khahan ofreció una gran recompensa por la cabeza de vuestro padre. Me sorprende que nadie intentara reclamarla para sí.
Alusair se estremeció aunque hizo todo lo posible por disimularlo. Bebió un trago de agua del odre que tenía a sus pies e invitó a beber al prisionero, que rehusó con estoicismo.
—¿El Khahan atacará esta noche? —insistió la princesa.
El mago tradujo la pregunta. Batu permaneció en silencio durante un buen rato antes de contestar. Por la expresión en el rostro manchado de sangre, Alusair dedujo que el general buscaba una respuesta poco comprometida.
—No puedo adivinar los pensamientos del Khahan, princesa, ni os lo diría si pudiera —respondió por fin—. No obstante, os diré una cosa. Vuestros ejércitos representan el mayor desafío que los tuiganos han enfrentado en muchos meses. Vuestras tropas han luchado como valientes.
Esta vez le tocó a Alusair guardar silencio. Se preguntó cómo debía encarar el interrogatorio. Se distrajo por un momento en la contemplación de la hoguera que habían encendido dos de los guardias para disponer de luz y calor. Cuando miró a Batu descubrió que el general la observaba.
—¿La honorable princesa tendría la bondad de responderme a una pregunta? —le preguntó a través del mago. La princesa asintió, y Batu se lo agradeció con una pequeña reverencia—. ¿Qué pensáis hacer conmigo? —dijo con una expresión seria.
—Somos personas civilizadas, Batu Khan —respondió Alusair en el acto—. Seréis nuestro prisionero hasta el final de la guerra. Permaneceréis apartado de la contienda y no sufriréis ningún mal.
La respuesta pareció disgustar a Batu Min Ho. El general permaneció en silencio durante unos instantes, y después dijo algo en voz tan baja que el mago no supo si le había entendido correctamente. El comentario no iba dirigido a nadie en particular, pero el general había dicho: «Entonces se acabaron para mí las batallas ilustres». Saludó a la princesa y pidió permiso para retirarse a descansar.
Alusair dio por acabado el interrogatorio y ordenó a los guardias enanos que escoltaran a Batu hasta el campamento de la Alianza en la retaguardia. El khan y los enanos no se habían alejado más de una docena de pasos cuando ocurrió algo inesperado.
—¡Cuidado, Lugh! —gritó uno de los guardias en su lengua.
Se oyó el entrechocar de las espadas mientras Alusair corría hacia el escenario de la pelea. Vio a Batu Min Ho, con una espada enana en la mano, junto al cuerpo caído de uno de los guardias. Los demás lo tenían rodeado con las espadas en alto.
Alusair desenvainó la espada al tiempo que iba al encuentro del general tuigano.
Batu respondió a la mirada de la princesa con una sonrisa extraña. Hizo un amago de ataque contra los guardias para mantenerlos apartados y a continuación se apoyó la punta de la espada en el vientre, sujetándola con las dos manos. Repitió en voz baja tres nombres —Wu, Yo y Ji— antes de dejarse caer de bruces al suelo. El acero lo atravesó de lado a lado sin que el general soltara ni un gemido.
Aparecieron más enanos con las picas en alto en ayuda de los suyos. Los tres guardias del khan examinaron el cuerpo de Batu para saber si estaba muerto de verdad. Satisfecha la curiosidad, dejaron el cadáver del general donde estaba y dedicaron su atención al camarada caído.
Los enanos, siempre eficaces, se llevaron al guardia muerto para enterrarlo en la fosa común que estaban construyendo. Alusair miró el cadáver de Batu Min Ho y repitió una y otra vez las últimas palabras del khan, preguntándose a quién o qué había citado en el momento final. Ensimismada en las reflexiones sobre la muerte, Alusair no se dio cuenta de que entraba en las líneas defensivas de la Alianza hasta que tropezó con Farl, que hablaba en voz baja con un hombre de pelo oscuro vestido con una chaqueta azul claro sucia de barro y calzones. El colorido del atuendo contrastaba con las casacas oscuras y las armaduras de cuero o acero que llevaban los soldados. Los dos hombres saludaron a la princesa con una reverencia.
—¿Alguna noticia de mi padre? —preguntó Alusair.
—Su alteza, soy Thom Reaverson, bardo de su majestad e historiador de la corte —se presentó el hombre vestido de azul con otra reverencia—. Acabo de estar con su majestad. Los clérigos le han curado la herida, pero continúa inconsciente.
—No era eso lo que esperaba escuchar —replicó la princesa—, pero desde luego tampoco es la peor noticia del día. —El bardo le sonrió afectuoso, y Alusair le devolvió la sonrisa—. ¿Os molestaría volver junto a mi padre y mantenerme informada?
—De ninguna manera —repuso Thom—. Os buscaré cerca del estandarte cormyta, su alteza. —El bardo se alejó al trote en dirección al campamento de la Alianza.
—¿Cuál es el estado del ejército, Farl? —le preguntó la princesa al general de infantería.
Antes de responder a la pregunta, Bloodaxe llevó a Alusair hasta un par de sillas de lona junto a una hoguera.
—Las bajas causadas por el ataque tuigano suman casi el cincuenta por ciento de los efectivos de la Alianza. Hemos perdido la caballería, excepto un puñado de jinetes, y un tercio de los magos han resultado muertos o heridos —informó el general—. Los hombres se ocupan ahora de recoger a los muertos, pero me temo que es una tarea monumental.
Alusair miró el campo de batalla, iluminado por centenares de antorchas más allá de las líneas de la Alianza. Eran las patrullas que buscaban a los heridos y recogían a los muertos. Hasta ahora no habían encontrado supervivientes, pues los cascos de los caballos tuiganos habían aplastado a la mayoría de los caídos durante la retirada.
Los ayes de los heridos y de los que lloraban la muerte de los camaradas se extendían por todo el campamento de las tropas occidentales.
La princesa apoyó los codos sobre las rodillas y se cogió la cabeza con las manos mientras intentaba sobreponerse a la congoja.
—Ordenad que vuelvan las tres cuartas partes de las tropas destacadas en el campo —dijo Alusair—. Quiero que desmonten lo que queda del campamento. Debemos estar preparados para retirarnos de inmediato.
—Pero los cadáveres de nuestros soldados… —protestó Farl.
—No podemos hacer nada más por ellos —lo interrumpió la princesa. Vio la expresión consternada del general y añadió—: Los dioses comprenderán las razones para no enterrar a los héroes que murieron aquí sin los ritos apropiados.
—Sí, su alteza.
—En cuanto acaben, organizad a los hombres en tres turnos. Quiero que las tropas descansen en previsión de un nuevo ataque tuigano. Uno de los turnos hará la guardia mientras los demás duermen.
—Ya están montados los turnos de vigilancia, alteza —le informó Farl, con la mirada puesta en las líneas de la Alianza. Después miró la hoguera antes de agregar—: Los hombres están asustados y yo comparto su preocupación, princesa. No creo que estemos en condiciones de enfrentamos a otro ataque.
La presión que sentía Alusair desde el momento en que había asumido el mando del ejército por la incapacidad del monarca se convirtió ahora en algo casi intolerable. Notaba agarrotados los miembros y sentía una opresión en la boca del estómago. Puso la mano sobre el brazo del general.
—Entonces más vale estar preparados para movernos a la medianoche —dijo en voz baja—. Quizás en el oeste encontraremos una posición que resulte más fácil de defender.
—Me ocuparé de que se cumplan vuestras órdenes —contestó el general. Se levantó y saludó a Alusair con una reverencia—. Me alegro de que estéis aquí, princesa. No sé cómo habrían reaccionado los hombres a la herida de vuestro padre si no hubieseis asumido el mando.
Alusair aceptó el cumplido de Farl, pero la idea de que ella era la que ahora mantenía la unidad de la Alianza la asustó. Entonces se dio cuenta de que esta responsabilidad era lo que le pesaba como una losa. Se pasó una mano por los cabellos rubios mientras se preguntaba si su padre tenía que soportar esta presión cada día.
Para olvidarse de estos pensamientos sombríos, la princesa estableció un puesto de mando interino; pero, en cuanto acabó de asignar las tareas a las compañías, se encontró con que no tenía nada más que hacer excepto esperar, pensar y contemplar la luz de las hogueras alrededor del campo de batalla. Aquellas hogueras, que en Cormyr habrían sido el centro de alguna celebración campestre, aquí eran el lugar de descanso para los muertos occidentales. Los soldados cogían los cadáveres y los arrojaban a las hogueras, enviando sus almas a la vida eterna sin ninguna ceremonia, envueltas en nubes de humo pestilente.
La visión de las piras funerarias le ensombreció otra vez el ánimo. Intentaba pensar en otra cosa cuando oyó el chasquido de una flecha que se quebraba bajo el pie de alguien que se acercaba por detrás. La princesa dio media vuelta. Se trataba de Thom Reaverson, con una sonrisa alegre en el rostro. Junto al bardo había otro hombre ataviado con una pesada capa negra, la cara oculta en las sombras de la capucha.
—Hola, Allie —dijo el hombre encapuchado.
Alusair se levantó de un salto para abrazar a su padre. El monarca soltó un gemido, y la princesa retrocedió un paso y miró el rostro de Azoun, que estaba pálido y ojeroso. También advirtió que el rey se apoyaba con fuerza en el bastón que empuñaba en la mano izquierda. Antes de que la joven pudiera decir una palabra, el rey levantó la mano derecha.
—Thom me dijo que estabas aquí —añadió Azoun. Buscó una posición más cómoda para aliviar el peso sobre la pierna herida—. Sólo quería decirte que estoy bien, y saber cómo te había ido en la batalla. Estaba preocupado.
El rey no dio ninguna explicación sobre el disfraz, y Alusair tampoco se la pidió. Era innecesaria a la vista de lo enfermo que parecía su padre.
—No quieres que los hombres te vean en este estado —dijo en voz baja.
—Por la mañana, cuando me levante, habré regresado del mundo de los muertos, como el héroe triunfante —le explicó Azoun. Alusair captó el tono de burla en las palabras y quiso consolar a su padre, pero él no le dio ocasión. Apoyó una mano sobre el hombro de Thom y se volvió para marcharse.
—¡Espera! —le rogó la princesa—. ¿Qué quieres que hagamos hasta mañana? —El rey ladeó la cabeza al escuchar la pregunta, y a Alusair le pareció ver que el rostro recuperaba una parte de su color.
—Thom dijo que has asumido el mando hasta que me recupere —respondió el rey, con una nota de orgullo en la voz—. Y, por lo que he oído decir, tus decisiones son impecables. —Dio un paso y después se detuvo para añadir—: Yo en tu lugar sacaría las tropas de aquí sin esperar más tiempo. La noche es el momento más propicio para alejarnos de los tuiganos sin ser descubiertos. —Thom se despidió de la princesa con otra sonrisa mientras se alejaba con el rey.
Por un momento, Alusair pensó en decirle a su padre que no quería tener la responsabilidad de mandar al ejército, que él o algún otro debían asumirla. Pero mientras el rey cojeaba de regreso al campamento, con el rostro oculto por la capucha, la princesa comprendió que él ya lo sabía. También fue consciente de que ella asumiría el mando del ejército de la Alianza, no por orgullo o una idea equivocada del honor, sino porque Azoun necesitaba su ayuda.
El peso que sentía sobre los hombros no disminuyó por el hecho de aceptar la obligación. De hecho, fue todavía más consciente de ella porque ahora sabía cómo era y que la carga no podía ser aligerada. Pero al mismo tiempo se reconcilió con la verdad, y se dedicó a organizar el repliegue del ejército, sabiendo que su padre dependía de ella. Estaba segura de que no le fallaría.
Capítulo 15
El consejo del corazón
—Dejé Cormyr, abandoné el descansado trabajo de escoltar caravanas, por esto —maldijo el mercenario. Se enjugó el sudor de la frente con una mano llena de ampollas mientras sostenía la hachuela con la otra. Al ver que nadie le prestaba atención, masculló una imprecación y volvió al trabajo.
Con un gruñido rabioso, el hombre cansado y hambriento continuó afilando la punta de un largo poste de madera. Centenares de soldados a su alrededor hacían lo mismo: preparaban los postes para construir empalizadas. El agotamiento se reflejaba en las caras de todos, y eran pocos los que tenían ánimos de hablar. Las conversaciones eran esporádicas y acababan con rapidez, como si la fatiga se tragara las palabras de la misma manera que consumía sus fuerzas.
Jan el flechero, como el mercenario y los demás que trabajaban en la preparación de los postes, apenas si había dormido en las últimas treinta y seis horas. Él, junto con lo que quedaba del ejército de la Alianza, habían dejado el lugar de la última batalla poco después de la medianoche. Habían marchado en dirección al oeste por el Camino Dorado durante toda la noche, con sólo un alto para desayunar. El miedo constante a una súbita aparición de los tuiganos por el este había flotado sobre el ejército en retirada. Ahora, cuando faltaban un par de horas para la puesta de sol, los soldados occidentales se preguntaban dónde estaban Yamun Khahan y sus huestes bárbaras.
—Juegan con nosotros —murmuró el mercenario.
—Quizá se mantengan alejados durante un tiempo, o quizá les hemos hecho más daño del que pensamos, Yugar —le respondió Jan, dispuesto a ver el lado bueno. Se quitó el sombrero de fieltro informe para rascarse la cabeza rapada. El flechero, que antes llevaba el pelo rubio largo hasta los hombros, se lo había cortado al rape por razones prácticas. Esto, sumado a las orejas moradas y el paso cansino, le daba un aspecto macilento y triste.
—Provienes de una familia de estúpidos, ¿no es así, flechero? —comentó el mercenario con una risa ahogada—. Nos superan seis o siete a uno. Esos malditos bárbaros probablemente están a unos pocos kilómetros de aquí, riéndose de nosotros.
Jan contuvo la respuesta mordaz mientras miraba con los ojos enrojecidos al mercenario. Sólo había hecho el comentario con la intención de animar un poco al muchacho; no era tan tonto como para no saber que se encontraban en una situación desesperada. Pero Yugar, un mercenario cormyta joven y sin experiencia, insistía en encontrar defectos a todo. Con un movimiento exagerado, Yugar arrojó la hachuela a tierra.
—Me engañaron con la promesa del dinero que obtendría si participaba en esta estúpida cruzada. —Se dio una palmada en la frente con la mano mugrienta—. Y, lo que es peor, me dejé convencer por el palabrerío de Azoun sobre nuestra responsabilidad con el resto de Faerun.
También Jan el flechero se había preguntado varias veces durante los últimos dos días si era sensato haberse aventurado tan lejos de su casa para luchar contra un enemigo desconocido. Y nada lo había hecho dudar tanto como la muerte de algunos de sus amigos en la primera batalla. Aún recordaba los rostros, que lo miraban como si no pudieran creer que estaban muertos. Por suerte, Kiri Matatrolls había resultado ilesa, pero varios soldados con los que Jan había trabado amistad, habían muerto el día anterior. Sin embargo, estas muertes no le habían hecho cambiar su opinión sobre la cruzada.
—¿Por qué no te largas de una vez? —siseó Jan al tiempo que descargaba un hachazo contra el poste de madera—. El ejército estará mejor sin ti, cobarde.
Yugar soltó una risotada, esta vez lo bastante sonora como para llamar la atención de los más cercanos. El mercenario cormyta no hizo caso de las miradas de los camaradas y recogió la espada que tenía a sus pies.
—En las Tierras de Piedra me conocen por Yugar el Bravo —proclamó orgulloso. Blandió la espada de una manera un poco torpe para después amenazar a Jan—. Pide disculpas o no vivirás para ver a los tuiganos otra vez.
Algo estalló dentro del flechero. Sin pensar, Jan apartó de un manotazo la espada del mercenario y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Yugar cayó de espaldas sobre el poste. Mientras la espada volaba por el aire, el flechero se adelantó de un salto y apoyó un pie sobre el hundido pecho del muchacho.
—Los fanfarrones como tú se mofan de todo aquello que dejamos…, de todo aquello a lo que renuncié para unirme a la cruzada —dijo Jan, pisando con fuerza el pecho de Yugar.
—¡Quita el pie! —chilló el mercenario, impotente, mientras intentaba sujetar la pierna de Jan.
Con la rapidez del rayo, el flechero desenfundó la daga que llevaba sujeta al cinto y se la mostró al soldado caído.
—Estoy aquí porque creo en la causa de Azoun, mercenario, no por el dinero que me puedan dar por matar a los tuiganos. —Acercó la daga al rostro de Yugar—. No te vuelvas a burlar del rey o de la cruzada, porque no te lo permitiré.
Jan apartó el pie, y Yugar rodó sobre sí mismo para acercarse al arma. Miró a Jan, y después se levantó poco a poco y recogió la espada. Por un instante, el flechero pensó que el muchacho intentaría atacarlo, pero un grito airado resolvió el dilema.
—Os pondré a los dos desnudos y sin armas delante de la próxima carga de los tuiganos si no volvéis al trabajo ahora mismo —gritó el general Brunthar Elventree.
Jan enfundó la daga, arrancó la hachuela clavada en el poste y reanudó su trabajo. El fiero hombre de Los Valles al mando de los arqueros de la Alianza se acercó a Jan.
—¿Hay algún problema, soldado? —gruñó Brunthar, señalando a Yugar—. ¿Lo ha confundido con un bárbaro?
Jan miró al general Elventree. Una venda ancha manchada de sangre tapaba casi todo el pelo rojo del hombre de Los Valles, y la oreja derecha aparecía cubierta por un trozo de algodón. El general había perdido parte de la oreja al recibir un sablazo en la primera batalla.
—No, señor —contestó el flechero.
Brunthar entornó los párpados mientras observaba a Jan el tiempo suficiente para hacerlo sentir incómodo.
—No toleraré más peleas entre vosotros —dijo el general. Miró a Yugar y, al ver que el mercenario no se calmaba, le señaló otro grupo de soldados—. En marcha —le ordenó—. Ayuda a esos hombres a preparar las picas.
Yugar masculló un insulto, pero se apresuró a dar media vuelta y fue a reunirse con el otro pelotón. Elventree había escuchado la ofensa y pensaba qué hacer para que el joven mercenario lamentara haberlo insultado cuando oyó una conmoción detrás de él. Pensó que había comenzado otra reyerta, pero al volverse se encontró con que Azoun y su hija venían hacia él.
El rey vestía una túnica púrpura con calzas a juego. Cojeaba de la pierna izquierda y se ayudaba con un sencillo bastón de madera oscura, pero, excepto por el bastón —y la corona de batalla cormyta que le ceñía la frente—, Azoun tenía el mismo aspecto que los soldados que se preparaban para la batalla. Por su parte, Alusair llevaba el uniforme de la guardia real.
—Su majestad —lo saludó Brunthar, con una reverencia—. Confío en que esta tarde os encontréis mejor.
Azoun asintió al tiempo que levantaba el bastón en un saludo dirigido a la tropa. El rey comprendió que el saludo formal del hombre de Los Valles era una señal de gran deferencia, y no quiso desperdiciar la ocasión de agradecer el favor.
—Nuestros sanadores cuentan con el apoyo de los dioses para realizar milagros —comentó. Echó una ojeada a las fortificaciones que erigían los arqueros de Brunthar, y añadió—: Un trabajo impresionante, general Elventree.
—Muchas gracias, su majestad —contestó el hombre de Los Valles—. Todo se ha hecho según vuestras órdenes y de la princesa.
—Pero habéis superado nuestras expectativas con la rapidez de la ejecución —señaló Alusair, que siguió el ejemplo del padre—. Esperemos que el resto de la Alianza esté tan preparada para la batalla como vuestros hombres.
—¿La reunión es al anochecer? —preguntó Brunthar, después de agradecer el cumplido con otra reverencia.
—Así es. —El rey señaló con el bastón el tramo del Camino Dorado que se extendía más allá de las líneas occidentales—. Tendrá lugar delante de la primera fila. Nos veremos allí.
Azoun y Alusair continuaron con su recorrido por las líneas, dejando a Brunthar y a los arqueros con su trabajo. Desde hacía más de una hora, el rey recorría el campo en compañía de su hija. La revista tenía la intención de permitir a las tropas comprobar con sus propios ojos que estaba recuperado y otra vez al mando de la Alianza, pero era un ejercicio doloroso porque la pierna herida se resentía por el esfuerzo.
—El general Elventree ha cambiado mucho en el último mes —comentó Azoun. Hizo una mueca mientras cruzaba una zanja—. Cuando asumió el mando de los arqueros no tenía ningún respeto por mi posición.
—¿Es ése el motivo de tus cumplidos? —inquirió la princesa.
El monarca asintió sin dejar de responder a los soldados de las tropas, que interrumpían por un momento los trabajos al verlo pasar.
—Sólo en parte —repuso Azoun—. Brunthar ha demostrado ser un buen comandante. Los señores de Los Valles no se equivocaron al seleccionarlo. —Hizo una pausa al recordar su ferviente oposición a que un general de Los Valles asumiera el mando de los arqueros.
—¿Cuáles son las otras razones?
—Espera un momento, Allie —dijo Azoun al ver que se acercaba un mensajero. Después de escuchar los últimos informes de los exploradores, continuó—: Si nos mostramos tranquilos, capaces de controlar los preparativos para la batalla, los soldados tomarán ejemplo de nuestra confianza. Si alabo a Brunthar, sus hombres sabrán que están haciendo lo que esperamos de ellos.
—Y entonces tendrán la moral bien alta para enfrentarse al enemigo —señaló la princesa, frunciendo el entrecejo—. Es lo que pensaba. Por eso le dije al general Elventree lo que le dije.
—¿Esto te preocupa? —preguntó el rey al ver la expresión de duda en el rostro de su hija.
Alusair pensó en cómo expresar la preocupación que sentía, cómo manifestarla en palabras. Por fin, se decidió por la forma más directa; era lo más acertado aunque resultara un tanto brusca.
—Da la impresión de que dijéramos una mentira.
La respuesta no sorprendió al monarca. De hecho, él también había tenido la misma impresión desde el momento en que había dejado circular los rumores sobre su «fuga» del campamento tuigano. Después de todo, los rumores tenían su parte de culpa en el desastre sufrido por la caballería en el último encuentro con los tuiganos. Sin embargo, no había llegado a ninguna conclusión al respecto, así que ahora no tenía una respuesta para el comentario de Alusair.
Padre e hija permanecieron en silencio durante un rato. Alusair lo conocía lo suficiente para saber que el rey no rehuía la cuestión sino que estaba reflexionando en ella. Habían pasado muchas horas discutiendo en el estudio de Azoun en Cormyr, y el esquema siempre era el mismo; Alusair planteaba una pregunta difícil y el monarca, en lugar de dar una respuesta apresurada o pasar a otra cosa, reflexionaba sobre la cuestión, paseándose de arriba abajo y deteniéndose de vez en cuando para consultar algún libro.
Esta vez el escenario alrededor de Alusair y Azoun no tenía nada que ver con aquel estudio. Caminaban entre los grupos de arqueros dedicados a la preparación de las empalizadas. Las tropas sacaban punta a los postes, que medían entre dos metros y medio y tres metros, y después los clavaban en el suelo. La princesa nunca había participado en una carga de caballería que se hubiera visto enfrentada a este tipo de defensas, pero estaba segura de que debía de ser terrible cargar contra el enemigo, para encontrarse con una hilera de postes aguzados que apuntaban al jinete o a su cabalgadura. Se estremeció de sólo pensar en las consecuencias.
Al cabo de unos minutos, en los que el rey respondió distraído a los saludos y reverencias de las tropas, se alejaron de las empalizadas para caminar por el Camino Dorado. El sol comenzaba a hundirse por el oeste, y unos cuantos comandantes de la Alianza ya se encontraban en el punto de reunión.
—No engaño a las tropas cuando las aliento, porque creo que pueden…, que podemos ganar —contestó el rey. Se detuvo a mirar a los soldados que se afanaban con los postes y a los que instalaban barricadas más pequeñas delante de la primera línea de defensa—. Tengo mis dudas, pero no puedo ni debo compartirlas con los soldados. Necesitan un líder, no un agorero.
—Farl me contó lo de lord Harcourt —dijo Alusair, después de una pausa, pero se arrepintió de haber sacado el tema al ver la expresión de dolor en el rostro del rey—. Quizá no sea éste el momento más oportuno para hablar de ello —se disculpó.
—¿Si no lo es ahora, cuándo? —exclamó el rey, con un tono demasiado brusco. Se volvió con toda la rapidez que le permitió la pierna herida y se dirigió hacia la reunión—. No sé qué decir sobre Harcourt y los nobles —reconoció sin dejar de caminar.
—Quizá tendrías que haber cortado de raíz los rumores sobre los tuiganos —replicó Alusair con la misma franqueza.
La princesa no le había dicho nada que la conciencia de Azoun no le hubiera repetido mil veces. Cuando se lo comentó a Alusair, ella asintió y esta vez fue su turno de callarse. Por un momento, pareció que la conversación se había acabado. Sin embargo, cuando llegaron a la carretera, Azoun apoyó una mano sobre el brazo de la hija.
—Anoche, mientras estabas al mando del ejército, ¿cómo tomabas las decisiones? —le preguntó.
—Hice aquello que creía correcto. —Alusair vio que el rey asentía como si no hubiese esperado otra respuesta.
—Así fue como decidí dejar que circularan los rumores sobre mis hazañas en el campamento tuigano —señaló Azoun—. Después de escuchar a mis consejeros llegué a la conclusión de que por el bien del ejército no debía aplacar su entusiasmo.
—Entonces no tomaste en cuenta la voz de tu consejero más valioso —afirmó la princesa. Señaló el pecho del rey—. No escuchaste a tu corazón. No hiciste aquello que tu conciencia te señalaba como lo más correcto.
Azoun notó cómo crecía la tensión entre ellos. Inspiró con fuerza e intentó responder con la mayor calma posible.
—Miles de vidas dependen de mis decisiones, Allie. Tú no sabes…
—Sí lo sé —lo interrumpió la princesa—. Cuando no sabía que estarías en condiciones de reasumir el mando, creí que tendría que dirigir el ejército en la próxima batalla. Sentí la presión.
En aquel momento apareció Farl Bloodaxe, que los saludó con una reverencia. A diferencia de la mayoría de los soldados, el general se había quitado la armadura y vestía una vez más los pantalones oscuros y la camisa blanca de mangas anchas que le daban un aspecto de pirata.
—Con vuestro permiso, alteza, princesa. Os esperan para comenzar la reunión.
Azoun agradeció la interrupción. La brecha que lo había separado de su hija durante tanto tiempo estaba cerrada, pero todavía quedaban muchas cosas en las que sus opiniones eran divergentes.
—Gracias, Farl —dijo el rey—. Ahora mismo vamos.
Azoun recordó las palabras que Farl le había dicho la noche anterior a la primera batalla. «Los soldados están aquí porque comparten vuestras creencias, y los que de verdad son cruzados no vacilarán en dar la vida por la causa que representáis… pero no lo harán por una mentira.» El rey miró a su hija y la cogió de la mano.
—Quizá tengas razón, Allie —reconoció—. Al menos, me ha dado algo en que pensar.
Padre e hija se abrazaron como una muestra de que la diferencia de opiniones no había afectado la reconciliación, y se encaminaron juntos a la reunión.
Azoun y Alusair encontraron a los tres generales supervivientes —Farl, Brunthar y, aunque parecía increíble, Vangerdahast— enzarzados en una animada discusión con Torg y Vrakk. Los comandantes estaban sentados en taburetes alrededor de una hoguera pequeña. El monarca saludó con gran alegría al anciano consejero. Ver a su amigo de toda la vida le restituyó el ánimo.
Pero Azoun no tardó en descubrir que Vangerdahast no estaba recuperado del todo del mal que lo había atacado en la zona muerta para la magia. La luz mortecina de la hoguera era suficiente para mostrar la palidez en el rostro del hechicero. Además, tenía un temblor en la mano izquierda que intentaba disimular ocultándola en la manga de la túnica marrón. Al ver la mirada del rey, frunció el entrecejo.
—Le comentaba a los generales —dijo el hechicero, irritado— que las zonas muertas para la magia parecen haber borrado los efectos de los hechizos y pócimas que me habían permitido disfrutar hasta ahora de un vigor de una persona mucho más joven aunque tenga ochenta años. —Miró a Azoun ceñudo—. Pero eso no me incapacita para seguir al mando de los magos de guerra.
—Tienes toda la razón, Vangy —replicó Azoun con un esfuerzo por mantener el entusiasmo. No dudaba que el hechicero real podía ejercer el mando de los magos, pero lo afligía ver a Vangerdahast enfermo.
—Esto es una pérdida de tiempo, alteza —protestó Torg, tan malhumorado como siempre. Azoun era consciente de que la mera presencia del comandante orco era suficiente para inquietar al Señor de Hierro. La posición del enano en el círculo, en el lado opuesto a Vrakk, era un dato muy claro.
—Tenéis razón, Señor de Hierro —respondió Azoun con una sonrisa, sin preocuparse de la intolerancia del enano—. Los tuiganos no esperarán a que acabemos de contar nuestras batallitas. —Sin más ceremonias, el rey tomó asiento entre Vangerdahast y el taburete reservado para Alusair y le preguntó a Farl—: ¿Los exploradores han visto algún movimiento de las tropas del Khahan?
—No, majestad —contestó el general. Encogió los hombros—. Continúan acampados cerca del lugar de la última batalla, a unos dieciocho kilómetros al este de aquí.
—Tampoco yo vi nada con el halcón —añadió la princesa—. Parecen esperar a que seamos nosotros los que vayamos a buscarlos.
—No lo entiendo —dijo Brunthar Elventree—. ¿Por qué no acabaron con nosotros después de la batalla? ¡Nos dejaron escapar!
—Quizá los sorprendimos —señaló Azoun—. El general capturado le dijo a Alusair que nadie en todo occidente se había enfrentado a Yamun Khahan como lo hicimos nosotros.
—Pero habéis perdido casi la mitad de las tropas —le recordó el Señor de Hierro. El enano cogió la bota que tenía junto al taburete y bebió un trago de vino.
Vrakk se echó hacia adelante con un sonoro gruñido. La luz de la hoguera resaltaba la fealdad del rostro: el hocico corto, los ojos negros como cuentas, y el pelo como cerdas. La coraza de cuero negro, abierta en tres lugares por golpes de espada, aumentaba su aspecto siniestro.
—Nosotros enviar muchos tuiganos al reino de lord Cyric —afirmó el comandante orco, que invocó el nombre del dios de los muertos.
—Vrakk tiene razón —intervino Alusair, con una leve nota de desprecio en la voz—. Según los cálculos de Farl matamos a treinta mil bárbaros. O sea, tres de ellos por cada uno de los nuestros.
—Con lo cual Yamun Khahan dispone ahora de setenta mil hombres para enfrentarse a nuestro ejército de quince mil soldados —señaló Azoun. Se frotó la pierna herida antes de añadir—: No sobreviviremos a otra batalla como la primera.
—Y el Khahan no será tan tonto como para dar un rodeo para eludir el combate. No querrá tener a un ejército enemigo en la retaguardia —opinó Farl.
Vangerdahast, que hasta el momento había permanecido mirando la hoguera sin pronunciar palabra, se decidió a intervenir.
—Yamun Khahan nos atacará mañana —anunció sin preámbulos—. Quizá lo sorprendimos, o quizá no. En realidad no tiene importancia saber el motivo por el que nos ha dejado vivir hasta ahora. Se asegurará de que no podamos regresar a Cormyr.
—Entonces debemos suponer que los tuiganos no tardarán en aparecer —dijo Azoun—. Quizá mañana mismo. Eso significa que sólo disponemos de esta noche para prepararnos. —El rey se levantó con cierta rigidez y señaló hacia el este—. Quiero que cada uno me diga qué haría si fuera Yamun Khahan, acercándose a nuestra posición.
Todas las miradas se dirigieron a las líneas de la Alianza. Aunque eran los últimos instantes del crepúsculo, los generales conocían las posiciones de memoria. Habían encontrado este lugar casi por casualidad durante la retirada por el Camino Dorado. Sin caballería para proteger los flancos. Los árboles que se extendían a ambos lados del camino evitarían que los tuiganos rodearan a las tropas occidentales como había ocurrido en la última batalla. Además, la arboleda obligaría a los bárbaros a atacar en un frente más angosto, reduciendo en parte la ventaja de la superioridad numérica.
—Cargarán —afirmó Torg, que sólo estudió la situación durante un segundo como si el tema no diera para más—. Nos superarán en número. ¿Para qué perder el tiempo?
—¿Qué hay de sus arqueros? —dijo Brunthar—. En todos los enfrentamientos intentaron romper las líneas utilizando a los arqueros.
—Es cierto —reconoció Alusair—, pero en la última batalla, general Elventree, vuestros hombres demostraron que sus arcos tienen más alcance que los de ellos.
—Y los magos dejaron claro que las bolas de fuego pueden causar estragos entre los bárbaros —intervino Vangerdahast. Pero después el hechicero real hizo un gesto como si descartara esa posibilidad, y añadió—: Estoy de acuerdo con Torg: no tienen más que cargar para acabar con nosotros.
—¿Farl? —preguntó el rey.
—Sí. Cargarán —afirmó el general de infantería. El viento agitó la blanca camisa de Farl—. No disponen de magos para desalojarnos de los árboles, y tardarían muchísimo en rodear los bosques para atacarnos por la retaguardia.
—¿Vrakk?
—No saber —gruñó el orco—. Los generales olvidar algo. Ak-soon olvidar algo, pero Vrakk no saber qué. —Torg mostró una expresión de disgusto que provocó las miradas de reproche de Farl y Azoun. El orco se rascó la jeta verde gris, y encogió los hombros—. Ellos atacar.
—Muy bien —dijo Azoun—. Yamun Khahan aparecerá por aquí, probablemente mañana, y lanzará contra nosotros a sus setenta mil bárbaros. —Echó una ojeada a las posiciones—. ¿Cómo lo detenemos?
Una vez más, los generales permanecieron en silencio. El crepitar de los troncos en la hoguera y los graznidos de los cuervos apenas disimulaban un poco los ruidos de la construcción de las empalizadas. Los golpes de las hachas y las mazas contra la madera resonaban por el bosque y el campo.
—Antes de que la caballería rompiera filas, la magia y los disparos de los arqueros demoraron bastante a los tuiganos —comentó Alusair, que fue la primera en romper el silencio—. Aunque fue cuando se detuvieron para disparar.
—Las dos cosas tendrán importancia en la batalla —asintió Azoun entusiasmado—Las flechas y los hechizos reducirán el número de lanzas y espadas tuiganas en el ataque a la infantería.
—Pero no será suficiente para detener a setenta mil —opinó Brunthar, pesimista—. ¿Por qué no construimos más barricadas para reducir la velocidad de la carga? Esta vez no tenemos la ventaja de la altura. No hay nada que les impida galopar contra la primera línea.
—De acuerdo —dijo el rey. Señaló a izquierda y derecha—. Erigiremos obstáculos en los límites del campo. Eso estrechará aún más el espacio disponible para el ataque.
Vrakk, que no había pasado por alto las miradas insultantes del rey de los enanos, intervino en la discusión con un comentario medio irónico.
—¿Por qué Torg y sus dglinkarz no cavan un agujero enorme, así los tuiganos caer dentro? —propuso.
El Señor de Hierro hizo el gesto de desenvainar la espada. Farl y Brunthar se apresuraron a interponerse entre el enano y el orco, y miraron a Azoun en busca de guía. El rey mostraba una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Eso es! —exclamó Azoun, en voz baja, y después añadió mucho más alto—: ¡Desde luego!
Los líderes de la Alianza lo miraron confusos, e incluso el Señor de Hierro se preguntó qué se le había ocurrido al rey. Azoun golpeó con el puño la palma de la otra mano mientras echaba una ojeada al campo en tinieblas.
—No un agujero grande, Vrakk. Miles de pequeños.
—¡Ah! ¡Una idea excelente! —En el rostro del jefe orco apareció una sonrisa malvada. En cambio los otros generales seguían tan confusos como antes.
—Las flechas y los hechizos —agregó el rey sin dejar de sonreír— resultaron muy eficaces cuando los tuiganos se detuvieron para disparar contra nosotros, ¿no es así? —Sin esperar una respuesta, continuó—: Por lo tanto, nuestro objetivo será detenerlos, o al menos conseguir reducir la velocidad de la carga, para que los arqueros y los magos puedan afinar la puntería.
—Agujeros —repitió Alusair, que comenzaba a entender la idea—. No construiremos barricadas sino que cavaremos agujeros por todo el campo.
Los otros generales manifestaron su entusiasmo al captar la astucia y la sencillez del plan. Una barrera de agujeros cavados a una distancia de cuarenta y cinco metros de las posiciones de la Alianza provocaría la rodada de muchos caballos y jinetes de la primera fila, lo que entorpecería el avance de los restantes. Mientras los demás discutían las posibilidades, Farl movió la cabeza de un lado a otro.
—Cavar los agujeros que hagan falta durante la noche no será nada difícil para mis tropas y los enanos —dijo en voz alta, interrumpiendo la discusión—. Pero ¿por qué creéis que los tuíganos se meterán en una trampa tan obvia?
—¿Bien, Vangy? —le preguntó el rey al hechicero.
Por primera vez desde el comienzo de la reunión, una sonrisa apareció en el avejentado rostro del hechicero, que se acarició la barba que ahora era más blanca que gris.
—Incluso Elminster es capaz de ocultar un campo lleno de agujeros —contestó—. Será sencillo, aunque preparar el hechizo significará apartar a algunos de los magos de la batalla.
—Eso no es ningún problema —afirmó Azoun, con una palmada—. Sólo necesitamos mantener el espejismo hasta que la primera línea tuigana caiga en la trampa.
Arreglado este punto, el rey y los consejeros continuaron la conversación hasta bien entrada la noche. Hicieron un estudio de las tropas disponibles y prepararon planes para hacer frente a cualquier tipo de contingencia. La luna brillaba muy alto en el cielo cuando dieron por acabada la reunión.
Farl se ocupó de doblar las guardias en todo el perímetro, para evitar que los espías tuiganos pudieran ver el trabajo de los enanos en el campo. Torg, por su parte, a pesar del odio que sentía hacia el orco, estaba entusiasmado con la idea, y sabía que sus tropas cumplirían con la tarea. Los generales se despidieron. Azoun y Alusair estaban seguros de que Vrakk, Brunthar y Vangerdahast no dormirían mucho aquella noche, pero de todos modos les desearon un feliz descanso.
El rey y la princesa hablaron durante unos minutos sobre diversos temas menores, y después Alusair se marchó en busca de Thom Reaverson, pues le había prometido al bardo relatarle algunas de sus aventuras. Azoun caminó de regreso al campamento, sin forzar la pierna. El aire húmedo parecía aumentar el dolor, y el monarca se preguntó si tendría que soportarlo durante el resto de su vida. Los clérigos habían hecho todo lo posible, así que no podía esperar otra cosa.
«Me dolerá por lo menos hasta mañana», pensó muy serio.
Los enanos ya habían puesto manos a la obra cuando Azoun llegó a la primera línea de la Alianza. Aunque no veía a las tropas de Tierra Rápida, el rey escuchaba el ruido de las herramientas en el camino y el campo, al que se sumaban los martillazos y paletadas de los soldados de Farl ocupados en acabar barricadas y los arqueros que montaban las empalizadas. Si los ayudaba la suerte, los tuiganos no descubrirían la trampa.
El rey se preguntó qué debía hacer. El dolor de la pierna era cada vez más fuerte, aunque soportable, pero estaba muy cansado, e irse a dormir parecía lo más sensato. Sin embargo, otro recorrido por las fortificaciones sería un estímulo para los soldados, les demostraría que su líder también trabajaba hasta tarde. Quizá los ayudaría a dormir más tranquilos.
Azoun suspiró al recordar el consejo de Alusair. Ahora tenía claro cómo debía pasar la noche. A paso lento por la cojera, el rey fue hacia la hoguera más cercana, donde un grupo de soldados se protegía del frío.
Capítulo 16
La batalla
El Camino Dorado se extendía hacia el este delante del ejército de la Alianza, marcando una amplia brecha a través de los campos cubiertos de hierba mecida por el viento. El día amaneció nublado, y el sol era como un disco plateado que proyectaba una luz débil sobre el campo de batalla. Los generales de Azoun respiraron aliviados al ver que los tuiganos no tendrían la ventaja de un sol brillante a las espaldas, que habría cegado a los arqueros.
Una calma tensa reinaba en el campamento occidental. En realidad, el montón de hogueras dispersas rodeadas de sacos de dormir no podía considerarse un campamento regular. Los soldados habían hecho poca cosa más aparte de montar las líneas de defensa con los carros de abastecimientos detrás. Ahora los hombres dormían muy cerca del lugar donde les tocaría pelear. Si los dioses eran bondadosos y la Alianza ganaba —y eran muchos los que confiaban en la ayuda de los dioses para equilibrar las posibilidades de victoria—, ya tendrían tiempo de organizar un campamento en toda regla. Si perdían, no haría falta.
No era que las tropas occidentales hubieran renunciado a la esperanza. Azoun había descubierto, para su sorpresa, que sólo un puñado de hombres se mostraban pesimistas. El recorrido nocturno del rey por el campamento le había permitido averiguar que casi todo el ejército mantenía la fe en la cruzada, que no tenían miedo a morir por una causa justa. Los soldados creían, al igual que Azoun, que ellos eran la última barrera entre sus hogares y la horda tuigana.
Al principio había creído que los soldados sólo lo decían para complacerlo. Después de todo, no eran muchos los que habían tenido ocasión de hablar con un rey, y la mayoría de los cormytas se había entretenido más con las reverencias que en discutir las cuitas con Azoun. Para comprobarlo, el monarca hizo correr la voz, por intermedio de Farl, de que cualquiera que deseara marcharse antes de la madrugada podía hacerlo sin temor a ninguna sanción. Era una jugada de mucho riesgo, y los generales se habían opuesto. Azoun confiaba en que esto revelaría el sentir auténtico del ejército y ayudaría a forjar un sentido de unidad entre las tropas.
La jugada funcionó mucho mejor de lo que esperaba.
—Tienes que haber contado mal —exclamó Vangerdahast, sacudiendo la cabeza—. No lo creo.
—Farl te lo confirmará, Vangy —replicó Alusair. Le entregó a su padre el pergamino con las cifras—. Pedimos a los capitanes que los contaran dos veces.
Azoun cogió el pergamino con una expresión de alivio en el rostro, marcado por la fatiga.
—Sólo se ha marchado un centenar —murmuró—. Únicamente cien entre quince mil hombres.
—Y todos eran mercenarios —le recordó Alusair. Cogió el pergamino de la mano del padre y repasó las cifras—. No hemos perdido ni a un solo cormyta, orco o enano, y ni siquiera a hombres de Los Valles. Sólo soldados de fortuna.
Azoun, todavía aturdido por la sorpresa, contempló el campamento. Algunos hombres y mujeres dormían con las cabezas tapadas para evitar la luz del sol. Los demás desayunaban, salvo unos pocos que revisaban impacientes las empalizadas y las trincheras.
—Son buenos soldados —afirmó.
—Querrás decir idiotas —lo corrigió Vangerdahast, irritado. Volvió a sacudir la cabeza—. Iré a contar cuántos magos nos quedan.
—No se ha marchado ninguno —le recordó Alusair. Miró al hechicero que se alejaba—. ¿Eso también los convierte en idiotas?
—Ya tengo bastante con aguantar que tu padre me pinche —replicó Vangerdahast enojado. Señaló con un dedo a la princesa y lo movió en señal de reproche. Después suavizó el gesto—. Dioses, creo que tu familia sólo existe para amargarme la vida. —Le volvió la espalda a Alusair y se fue mientras murmuraba—: Además, nunca me molesté en contar cuántos eran.
—Espera, Vangy —le llamó Azoun, que dio unos cuantos pasos para seguirlo—. ¿Por qué no?
Vangerdahast escuchó la pregunta del monarca pero no se detuvo. Continuó la marcha al tiempo que levantaba la mano izquierda.
—Saben que volvería de la tumba para perseguirlos si me dejaran solo delante de los tuiganos —gritó. Se abrió paso entre las barricadas y al cabo de un momento se había perdido entre las tropas.
—Creo que es muy capaz de hacerlo —comentó Alusair. Enrolló el pergamino y se lo metió en el cinturón—. Llevaré las cifras a Thom para que las incluya en las crónicas, padre.
—No hubiese podido retenerlo en Cormyr —dijo Azoun, distraído, todavía mirando en la dirección que había seguido Vangerdahast.
—¿A quién? —preguntó Alusair—. ¿A Vangy?
—Quería que se quedara en Suzail por si surgían problemas —repuso Azoun—. El mando de los magos habría podido asumirlo algún otro. —El rey sacudió la cabeza al recordarla vehemente defensa que había hecho Vangy de su rango de general—. Algunas veces no sé por qué.
—Porque es tu amigo —opinó Alusair.
—También ha sido como un padre para mí —señaló Azoun. Contempló por un instante el Camino Dorado—. No sabes lo que me costó convencerlo de que yo debía dirigir la cruzada. ¡Se mostró tan irrazonable!
—Así son los padres —replicó Alusair con una carcajada, y se marchó en busca de Thom Reaverson.
El monarca, que ya vestía el jubón acolchado y la cofia de malla que iban debajo de la coraza, decidió que era hora de ponerse la armadura completa. Mientras se calzaba las diferentes piezas, escuchó los informes de los exploradores. Los primeros no aportaban novedades, pero no tardó en llegar la noticia de que los tuiganos habían iniciado la marcha.
—Que vengan Vrakk y Torg —le ordenó Azoun a uno de los mensajeros, mientras se colocaba la sobreveste encima de la coraza para que el dragón púrpura quedara a la vista en el pecho. Por último miró al portaestandarte y le dijo—: Que las tropas ocupen sus posiciones.
El muchacho enarboló bien alto el estandarte. El efecto que produjo el símbolo del dragón púrpura fue sorprendente. Se oyó el murmullo de las tropas, y aquellos que todavía dormían se levantaron en el acto. Los soldados se colocaron las corazas y recogieron las armas. Los arqueros clavaron los manojos de flechas en el suelo junto a los pies para no perder tiempo en cogerlas durante la batalla. Los magos repasaron los hechizos, y los soldados rezaron a sus dioses. Los hombres que no habían desayunado recogieron las raciones de carne seca y galletas, y corrieron a ocupar sus puestos en las líneas. Los capitanes y sargentos recorrieron las filas dando órdenes y acomodando a las tropas en las formaciones.
El rey enano se reunió con Azoun vestido con la armadura completa. El monarca cormyta llevaba la barba recogida en el barbiquejo de la cofia de malla; en cambio, la barba del Señor de Hierro colgaba sobre el pecho, trenzada como siempre con la cadena de oro. El metal pulido de la armadura de Torg y el oro entrelazado en la barba brillaban con la luz del sol de la mañana.
—A vuestras órdenes, Azoun —dijo Torg, con un tono alegre en su vozarrón—. Estoy listo para la batalla. —Para demostrarlo, desenfundó la espada y la blandió en el aire—. Que vengan los tuiganos.
Al cabo de unos instantes apareció Vrakk, el general de los orcos de Zhentil Keep.
—Buenos días, Ak-soon —saludó al rey cormyta, con una voz somnolienta—. Mis soldados proteger los arqueros, como vos ordenas —añadió en un Común laborioso. Tiró al suelo la armadura de cuero negro, y comenzó a vestirse para la batalla.
Azoun lo miró arrepentido. Durante la noche, Vrakk le había solicitado traspasar el mando a su segundo para así poder formar parte de la guardia real. El orco había dado sobradas muestras de su capacidad como comandante, y el monarca accedió complacido. Para asombro de Azoun, no había transcurrido ni una hora cuando el Señor de Hierro, al parecer enterado de la solicitud de Vrakk, se presentó para reclamar el mismo honor. Dispuesto a evitar cualquier incidente en vísperas de la batalla, Azoun aceptó la petición de Torg.
Ahora la tensión entre los dos comandantes acentuaba el nerviosismo de la espera. Alusair y Vangerdahast se unieron al grupo en el momento en que los exploradores llegaban con la noticia de que los tuiganos se encontraban a menos de cinco kilómetros de distancia. La nube de polvo que se levantaba por encima del horizonte en el este era la señal inconfundible del avance a todo galope de setenta mil jinetes.
Vangerdahast vestía una túnica marrón, muy parecida a las que usaba a diario en el castillo de Suzail. En cuanto a Alusair, llevaba la armadura cincelada. El metal brillante mostraba unos cuantos abollones más después de la primera batalla, aunque parecía haber resistido la prueba sin daños importantes. Azoun rogó en silencio que la armadura fabricada por los enanos protegiera a su hija tan bien como antes.
—Haz el hechizo en cuanto estés preparado, Vangy —dijo el monarca mientras un escudero repasaba los correajes de la armadura. Azoun flexionó la pierna izquierda y notó una molestia. El herrero había reparado la muslera; había cerrado el agujero de la flecha y alisado el metal, así que ése no era el problema. Por el dolor que sentía, Azoun comprendió que la herida afectaría su capacidad para el combate a pesar de los cuidados que los clérigos le habían dispensado una horas antes.
Vangerdahast ordenó al portaestandarte que transmitiera la señal a los magos. Después se situó de cara al campo de batalla y comenzó a cantar en voz baja. Se balanceaba al tiempo que trazaba con las manos una sucesión de símbolos arcanos. A continuación, arrojó al aire los componentes del encantamiento: una ramita, una piedra y una brizna de hierba del campo de batalla.
Nadie vio cómo desaparecían las tres cosas porque todas las miradas estaban puestas en el campo donde el trabajo de los enanos se veía con toda claridad. Millares de agujeros cubrían el terreno en un amplio semicírculo que unía los bosques a ambos lados del camino. En cuanto Vangerdahast y los magos completaron las letanías, los agujeros desaparecieron gracias a la ilusión de un manto de hierba hendido por una carretera.
—¡Excelente! —exclamó Azoun con una palmada en el hombro de su amigo y consejero.
Vangerdahast se tambaleó. El hechizo lo había dejado casi sin energías, ya bastante mermadas tras la aventura en la zona muerta para la magia. No obstante, el hechicero sacó pecho al escuchar el elogio del rey.
—Exacto hasta la última brizna de hierba —afirmó orgulloso—. Los tuiganos se llevarán la sorpresa de su vida.
—Ahora es tu turno —le dijo Azoun a la princesa.
Alusair llevaba debajo de la armadura el brazalete que le había dado el cacique centauro; y utilizó el objeto mágico para llamar al halcón, que se encontraba posado en un árbol cercano. El pájaro se elevó por encima de las tropas de la Alianza en dirección al este. La princesa se concentró en la visión a través de los ojos del halcón, y divisó la horda tuigana desplegada en una inmensa fila que avanzaba al trote. Alusair avistó su objetivo en cuanto el halcón efectuó una pasada rasante. Allí, en el centro del enorme ejército tuigano, estaba el estandarte de las nueve colas de yac, el estandarte de guerra de Yamun Khahan.
El halcón encontró una corriente térmica y, elevándose rápidamente, bien lejos del alcance de las flechas tuiganas, siguió a las tropas trazando amplios círculos durante un par de kilómetros. Alusair interrumpió la conexión mágica cuando estuvo segura de que el estandarte del Khahan no cambiaría de posición.
—El estandarte que describiste está en el centro del ejército enemigo, padre —informó la princesa. Sacudió la cabeza para despejarla, pues el uso del brazalete mágico del centauro la dejaba un poco atontada.
El Señor de Hierro y Vrakk miraron al monarca a la espera de una explicación.
—Vi el estandarte del Khahan cuando estuve en el campamento tuigano —dijo el rey—. Lo tenía plantado a la entrada de la yurta.
—Ahora sabemos a quién debemos apuntar —comentó Torg, calándose el yelmo con una sonrisa.
La nube de polvo ganó en tamaño hasta cubrir todo el horizonte. Azoun dio la señal a las tropas para que prepararan las armas. En el centro de la primera fila, el rey y la guardia se colocaron los yelmos y desenvainaron las espadas. En esta ocasión, a diferencia de la batalla anterior, todo el ejército combatiría de a pie. Azoun no estaba dispuesto a que nadie persiguiera a los tuiganos si conseguían rechazar la carga. En la seguridad de que nadie sería tan tonto como para correr detrás de la caballería, el monarca había ordenado que nadie, ni siquiera él mismo, dispusiera de un caballo.
Los tuiganos aparecieron en el horizonte, primero como una raya negra contra la nube de polvo que levantaban, y el tronar de los cascos apagó el rumor de las oraciones y los juramentos de las tropas occidentales. Los centenares de cuervos posados en los árboles del bosque remontaron el vuelo, espantados por el ruido. Al cabo de unos minutos, Azoun alcanzó a distinguir las siluetas de los atacantes. Por encima del ruido de los cascos y los graznidos de los cuervos, sonó el grito de guerra tuigano.
—¡Preparados los arqueros y los magos! —le gritó el rey al portaestandarte. Azoun cerró el visor mientras murmuraba una plegaria a Tymora, diosa de los aventureros.
Jan el flechero tenía miedo. Desde su posición, en el centro de la segunda fila, no alcanzaba a ver bien el campo. El tramo del Camino Dorado que debían defender era llano, y los árboles protegían los flancos, pero la topografía impedía que las tropas del fondo de la formación divisaran el campo de batalla con claridad. Sin embargo, el flechero veía la inmensa nube de polvo que avanzaba hacia él por el este. Resultaba evidente que los bárbaros se lanzaban al ataque. Notó un helor en todo el cuerpo; por un momento, estuvo seguro de que no viviría para ver la puesta de sol.
El estandarte real, que se elevaba por encima de la primera línea de infantería, transmitió una orden. Jan no sabía lo que significaba, pero no tardó en enterarse por boca del jefe de los arqueros, Brunthar Elventree.
—¡Listos para disparar! —gritó el general.
Jan lo observó mientras el hombre de Los Valles se ponía el casco en la cabeza vendada. Brunthar no había usado armadura en la primera batalla, una imprudencia que le había costado la herida en la oreja; ahora llevaba el casco de acero y una pesada cota de malla.
El flechero sujetó el arco y se lamentó por no tener una armadura. Como los demás arqueros, llevaba la chaqueta de tela burda y pantalones, que era la vestimenta de un día normal. La explicación era muy sencilla: las corazas o las cotas de malla dificultaban los movimientos y la capacidad de disparar con rapidez, y las armaduras de cuero no servían de mucho contra las flechas. Como estaban en la segunda fila, no se enfrentarían más que a las flechas de los tuiganos.
—¡Tú! —gritó Brunthar al tiempo que le daba un coscorrón—. ¡Deja de soñar despierto y prepara el arco! —El general se encontraba a un paso del flechero y lo miraba con una expresión de furia.
—Sí, señor —respondió Jan y, sin perder un segundo, cogió una flecha del montón que tenía junto a los pies.
Jan suspiró aliviado al ver que Brunthar se alejaba gritando órdenes y reprendía a los remolones guando el general ya no podía verlo, se agachó para recoger el sombrero de fieltro negro que el golpe de Brunthar había hecho volar por los aires.
—Más te vale estar atento o te las verás conmigo —gruñó alguien a la derecha de Jan. El flechero se volvió hacia el interlocutor, un soldado orco con un diente roto que le asomaba entre los labios verdeamarillentos—. Si te duermes no volverás a despertar, flechero. —El infante orco se apoyó en uno de los postes de la empalizada y escarbó la tierra con la punta de la espada.
Jan no tuvo tiempo de contestar, porque en aquel momento Brunthar dio la orden de cargar. El general repitió la orden varias veces mientras se dirigía a una tarima de madera desde donde podía ver mejor el campo de batalla.
Brunthar Elventree compartía la opinión del rey y los otros generales de que Yamun Khahan no perdería tiempo intentando sacar a la Alianza de las posiciones defensivas entre los árboles. A su juicio, los bárbaros cargarían con todas sus fuerzas sin ninguna maniobra previa. Pero en cuanto se subió a la tarima lo esperaba una sorpresa. Sólo un millar de tuiganos galopaban hacia el ejército enarbolando los arcos.
—¡Locos! —gritó Brunthar—. ¡Están locos!
Atónito, el comandante de los arqueros observó a los jinetes enemigos. El estandarte real dio la orden de disparar cuando los tuiganos se acercaban a la marca de los setenta metros. Brunthar repitió la orden en el acto.
—¡Disparad! ¡Distancia setenta metros!
Los sargentos repitieron la orden a lo largo de la línea. Los arqueros, aunque no veían el blanco, dispararon. El enjambre de flechas voló en una parábola para caer sobre los atacantes. Cayeron muchos tuiganos, pero los jinetes continuaron con la carga a todo galope.
Por un instante, Brunthar pensó que los jinetes entrarían en la zona donde la magia ocultaba los agujeros cavados por los enanos durante la noche. Por fortuna, cuando los tuiganos llegaron a unos cuarenta y cinco metros de la primera línea del ejército de la Alianza, a sólo una docena de metros del agujero más cercano, sofrenaron los caballos. Con un movimiento rápido, cada bárbaro sacó una flecha de la aljaba, y metió la punta en un saquito que llevaba en la montura. Las puntas humearon durante un segundo antes de que aparecieran las llamas.
Una vez más se dio la señal para que dispararan los arqueros occidentales, pero llegó tarde. Los tuiganos dispararon las flechas incendiarias hacia el cielo, y las saetas dejaron una estela de humo mientras volaban por encima de las tropas de la Alianza para después desaparecer entre los árboles a ambos lados de la carretera. Los arqueros acabaron con la mayoría de los jinetes, aunque éste era un pobre consuelo, ya que las columnas de humo se elevaban del bosque. El orco que se encontraba junto a Jan se dio una palmada en la frente.
—Viejo truco —gruñó—. Orcos utilizar fuego para expulsar a elfos de árboles en muchas batallas.
El flechero apenas si escuchó las palabras del soldado de Zhentil Keep. Sólo pensaba en las columnas de humo que se extendían sobre las posiciones de la Alianza. Por un momento se vio expulsado de la seguridad de las fortificaciones occidentales por los incendios y a merced de los tuiganos. Como en las pesadillas que había tenido en las noches pasadas, los bárbaros aparecían como ogros casi desnudos, con los cuerpos manchados de sangre. El pánico se extendió entre las tropas a medida que se extendía el fuego. Brunthar abandonó la tarima para pasear entre los soldados.
—¡Mantened la formación! —vociferó—. El rey cuidará de nosotros. Podéis confiar en ello. —El general rogó en silencio no estar equivocado.
Brunthar no tuvo que esperar mucho para saber si el problema estaba controlado. Las nubes que tapaban el cielo se volvieron oscuras, y el retumbar de los truenos se oyó en el campo de batalla. Pronto las primeras gotas de lluvia salpicaron la armadura de cuero del general, y un segundo más tarde se descargó un aguacero.
—Brujos traer lluvia —murmuró el orco junto ajan—. Ahora mojarse armaduras.
Los gritos de alegría de las tropas resonaron en las líneas occidentales al ver el fracaso del plan de los bárbaros. Un sonido lejano como el redoble de tambores respondió a los vítores, pero la mayoría lo atribuyó a un trueno. Sólo aquellos que veían la línea tuigana sabían la verdad.
El Khahan había ordenado el avance de todo el ejército. El tronar que ahora sonaba en el campo era el sonido de los cascos que machacaban la tierra empapada.
* * *
—¡Ya vienen! —gritó Azoun. El estandarte transmitió el aviso. El rey miró al mago—. ¿Estás preparado?
El hechicero sonrió, pero Azoun vio el temblor que sacudía la mejilla. El esfuerzo para realizar el hechizo de la lluvia había agotado al envejecido Vangerdahast.
—Hasta donde me respondan las fuerzas —contestó.
Todas las miradas se volvieron hacia la carga tuigana. La lluvia retardaba un poco a los jinetes, sobre todo a aquellos que galopaban a campo traviesa. El aguacero había aflojado la primera capa de tierra, y los cascos lanzaban al aire grandes trozos de barro y hierbas.
Azoun vio el estandarte de Yamun Khahan a unos cuarenta y cinco metros de distancia; las nueve colas de yac sujetas al palo chorreaban agua y aparecían cubiertas de barro. La figura de Yamun Khahan resultaba inconfundible: era la más alta e impresionante de toda la línea. En respuesta a la orden recibida, los arqueros dispararon sus andanadas contra los bárbaros. En el flanco derecho, los enanos descargaban las ballestas con una eficacia mortal. Los setenta mil tuiganos continuaron el avance en medio de la lluvia de proyectiles.
—Ahora, Vangy—dijo el monarca al tiempo que señalaba el centro de la línea enemiga.
Sin vacilar, el hechicero sacó una pizca de polvo de diamante de la bolsa que llevaba colgada al cinto, y lo desparramó en un arco sobre el suelo al tiempo que recitaba una breve letanía.
—Ya está —dijo con voz débil—. El Khahan es tuyo. —Se alejó tambaleante—. Será mejor que me reúna con los otros magos. Aquí no puedo hacer nada más.
Azoun mantuvo la mirada fija en el centro de la caballería tuigana. Los bárbaros levantaron bien alto las espadas curvas al tiempo que proferían su terrible grito de guerra. Aunque sabía que al menos unos cuantos bárbaros caerían en la trampa de los agujeros, el rey se estremeció. Si los tuiganos conseguían pasar, no tomarían prisioneros.
El grito de guerra se prolongó durante unos segundos, hasta que, sin previo aviso, la caballería tuigana entró en la trampa. Al principio sólo cayeron unos cuantos caballos, pero eso fue suficiente para sembrar el caos en muchos puntos de la línea. Debido a lo angosto del frente, los bárbaros estaban obligados a cabalgar mucho más juntos de lo habitual. Ahora, cuando caía un jinete o trastabillaba un caballo, varios más los seguían.
A medida que el grueso de la carga entraba en el semicírculo de agujeros, se hizo evidente la efectividad de la trampa. Los bárbaros azuzaban a los caballos por el campo que el encantamiento les hacía ver llano para acabar metidos en alguno de los agujeros. El ruido de los huesos rotos se oyó con toda claridad antes de que los pobres animales comenzaran a relinchar aterrorizados. Los soldados caían como moscas. Algunos tuvieron la suerte de escapar ilesos, pero la mayoría quedó tendida en el suelo. A los primeros los remataron los arqueros, y los segundos acabaron aplastados por los caballos de los compañeros. Era como si los jinetes chocaran contra una pared invisible, un muro en el que había una brecha bien clara.
Los jinetes que cabalgaban en el centro de la línea tuigana, los más cercanos a Yamun Khahan y al estandarte, encontraron libre de obstáculos el camino que los llevaba a las líneas de la Alianza. Sus caballos galopaban sin traba alguna mientras que a los demás los detenían unas fuerzas ocultas. El Khahan y su escolta no lo sabían pero acababan de cruzar a través de un plano de fuerza, un puente mágico creado por Vangerdahast con el único fin de atrapar al líder tuigano. En cuanto el estandarte de las colas de yac y la cincuentena de hombres que lo acompañaban cruzaron el puente mágico, el hechicero lo hizo desaparecer. Sin el plano de fuerza, los tuiganos toparon con los agujeros.
En cuanto vio que los escoltas de Yamun Khahan caían en la trampa de los enanos, Azoun miró a la derecha. Allí estaba su hija, armada de pies a cabeza, esperando la orden de atacar. El rey había estado herido y sin sentido durante la intervención de Alusair en la primera batalla. Al despertar, le habían informado que estaba sana y salva antes de saber que había estado en peligro. Ahora una orden suya podía enviarla a la muerte, y fue consciente de que Filfaeril quizá no volvería a ver a su hija con vida.
Por un instante, pensó en ordenarle que fuera a la retaguardia, lejos del peligro. Pero desistió en el acto. La princesa tenía tanto derecho como él a estar aquí. El comprenderlo no disipó el miedo que el rey sentía por la vida de la hija, pero le permitió levantar la espada y dar la orden que todos esperaban desde hacía horas.
—¡A la carga! —gritó el rey Azoun y echó a correr.
Los doscientos soldados que cargaban junto al rey habían sido escogidos uno a uno. A la par con Torg, Vrakk y Alusair corrían hombres de Los Valles y sembianos, Plumas Rojas de Hillsfar y Dragones Púrpuras de Cormyr, los mejores soldados de la Alianza. Los doscientos gritaban su desafío al Khahan.
—Ahora —susurró el rey, con el rostro oculto por el visor—. Hazlo ahora, Vangy.
En respuesta al ruego del rey, cincuenta rayos se unieron a las flechas y a la lluvia, y pasaron por encima de las líneas de la Alianza para fulminar a los tuiganos. El resplandor cegó por un momento a los que miraban, y el estruendo de la descarga apagó los alaridos de los bárbaros que volaron por los aires. Por primera vez en muchos meses una carga tuigana acabó en fracaso.
En el interior del semicírculo marcado por el muro de cadáveres aplastados y animales despanzurrados, el rey Azoun ordenó a sus soldados que rodearan a la guardia del Khahan. Los tuiganos buscaban una vía de salida, pero Azoun no estaba dispuesto a permitirles huir.
El monarca golpeó dos veces la espada contra el escudo, y el portaestandarte bajó el dragón púrpura hasta el suelo. Los arqueros, que hasta ese momento disparaban contra la masa de tuiganos frenados por la trampa de los agujeros, dirigieron sus proyectiles contra los jinetes agrupados alrededor del Khahan. Las flechas silbaron por encima de la cabeza del rey, y la mitad de la guarda tuigana cayó al suelo. Los supervivientes se dispersaron perseguidos por la guardia real.
Dominado por un presentimiento funesto, Azoun miró a Alusair, que corría hacia uno de los jinetes bárbaros. La princesa, que no llevaba escudo, sujetó la tizona con las dos manos y la descargó cuando el tuigano pasó junto a ella. El golpe desmontó al guerrero, que cayó de espaldas en el barro.
El rey no había alcanzado a dar un paso cuando el tuigano se levantó de un salto. El hombre, alto y fornido, llevaba la armadura típica de los bárbaros: placas de hierro cosidas a una chaqueta de cuero. Había perdido el casco cónico en la caída, así que el pelo peinado en trenzas y sucio de barro era lo único que le protegía la cabeza. La princesa aprovechó inmediatamente estas ventajas. Alusair amagó un ataque contra el vientre del bárbaro y, cuando el hombre movió el sable curvo para detener el golpe, Alusair atacó el objetivo real: la espada cayó sobre la cabeza desprotegida y le partió el cráneo.
Alusair miró a su padre mientras se unía al combate que se desarrollaba delante del rey.
Desde un costado de la batalla principal, Azoun vio un tuigano que hacía girar a su corcel como si se dispusiera a cargar a solas contra las líneas occidentales. A diferencia del guerrero muerto por Alusair, éste llevaba una coraza de oro que reproducía la musculatura pectoral. Un faldón de cadena le rodeaba la cintura, y del casco cónico con ribetes de piel colgaba una cola de caballo. El cielo se iluminó con otra descarga de rayos mágicos, y Azoun pensó que los oscuros ojos del tuigano reflejaban la luz con una intensidad malévola. «Yamun Khahan», murmuró el rey, y avanzó un paso sujetando con fuerza el escudo y la espada.
En aquel momento el Khahan advirtió la presencia de Azoun y clavó las espuelas en los flancos del caballo para ponerlo al galope. Mientras el animal casi volaba sobre el terreno fangoso, el líder tuigano gritó algo en su lenguaje gutural: el juramento que reclamaba su condición de elegido del dios del cielo tuigano. Para el rey cormyta aquello no tenía importancia; lo único que le interesaba era el avance del caballo. Levantó el escudo y dobló las rodillas, listo para esquivar el ataque del Khahan.
Un soldado enano protegido con una armadura finamente cincelada apareció delante del rey sosteniendo la espada como si fuera una lanza. Azoun intentó apartar al enano, pero el Señor de Hierro no estaba dispuesto a ceder. Torg mac Cei deseaba para sí el honor de matar al Khahan; el cráneo del líder tuigano sería una pieza valiosa entre los trofeos guardados en Tierra Rápida. El monarca se movió hacia un lado con la intención de desviar la carga de Yamun Khahan. El rey enano no podía hacer nada contra el bárbaro montado, y sólo lo intentaba llevado por su tremendo orgullo.
Tal como esperaba Azoun, el gesto de Torg no sirvió de nada.
Yamun Khahan dirigió el caballo en línea recta hacia el rey enano. En el momento en que Torg intentaba apartarse, Yamun descargó el sablazo. La armadura del Señor de Hierro tal vez era la mejor de todas las hechas en las fraguas de Tierra Rápida, pero no fue suficiente para protegerlo del tremendo golpe de Yamun. Se oyó un sonido chirriante cuando el sable rozó la armadura en la articulación del cuello antes de hundirse en la espalda del Señor de Hierro, que cayó al suelo como fulminado.
—¡Azoun de Cormyr! —gritó el Khahan mientras hacía girar al animal para enfrentarse al rey. El tuigano clavó las espuelas e inició la carga.
Azoun había tomado buena cuenta de la treta que había utilizado Yamun Khahan con Torg, y dio por hecho que el bárbaro intentaría emplear el caballo para empujarlo a una mala posición defensiva. El rey se movió mucho antes de que el caballo se le acercara; amagó primero a la derecha, y después se movió a la izquierda, aunque no con la suficiente rapidez. El sable del Khahan rozó el yelmo de Azoun y le arrancó el escudo. Azoun apretó las mandíbulas para contener el dolor que sentía en la pierna herida: decidió que no volvería a repetir la maniobra.
Yamun Khahan soltó una risotada mientras los cascos del caballo pisoteaban el cadáver de Torg. Por un instante, Azoun tuvo la impresión de que el tiempo se demoraba. Vio la multitud de combates individuales que se libraban a su alrededor como si ocurrieran a cámara lenta. Unos metros más allá, Vrakk y Farl luchaban con desesperación contra los tuiganos que habían hecho caer de los caballos. Flechas y saetas volaban por encima de su cabeza entre los fogonazos de los relámpagos y los rayos de energía mágica. De pronto advirtió que Alusair había desaparecido.
Notó un nudo en la garganta que ahogó su grito en el preciso momento en que el negro caballo de Yamun iniciaba la carga entre una lluvia de barro. Un segundo más tarde se cernía sobre Azoun.
El monarca dio un paso al costado al tiempo que golpeaba con la espada de plano las patas delanteras del animal. La bestia se detuvo en seco, resbaló en el fango y cayó de rodillas. Yamun quitó los pies de los estribos para saltar de la silla. Su única oportunidad de continuar el combate era evitando quedar atrapado debajo del animal. No tardó en comprobar que el campo se había convertido en un fangal; el autoproclamado Ilustre Emperador de Todos los Pueblos soltó una maldición cuando chocó de espaldas en el fango.
Azoun se adelantó con la espada lista para atacar. Por un instante pensó que el Khahan se encontraba indefenso. Aplastado por el peso de la coraza, se movía en el barro como una tortuga tumbada sobre el caparazón. Pero, en cuanto Azoun se puso a tiro, Yamun descargó un puntapié y golpeó al rey en la rodilla.
En otras condiciones, el golpe no habría tenido consecuencias, pues la protección de la armadura era suficiente para resguardarlo del daño que pudiera provocar un puntapié y más todavía cuando el golpe lo recibió en la pierna sana. Sin embargo, el puntapié le hizo perder el equilibrio; resbaló y, al intentar recuperar la vertical, la pierna herida no lo sostuvo. El monarca cormyta cayó en el fango al lado de su enemigo.
Con un grito salvaje, el líder tuigano sujetó al rey por un brazo y descargó un puñetazo contra el yelmo de Azoun. El golpe arrancó el visor del bacinete. Sin el obstáculo del visor, Azoun vio con toda claridad el rostro del bárbaro desfigurado por una expresión de odio. Yamun, mientras tanto, intentaba llegar al sable, que estaba en el barro a un metro de su mano.
Azoun apeló a sus años de entrenamiento, a la experiencia recogida en sus años de aventurero, para tratar de despegar la armadura de la sujeción del fango, que lo retenía como una ventosa. Lo único que consiguió hacer fue rodar sobre sí mismo, pero fue suficiente. En el momento en que el Khahan cogía el sable y se daba la vuelta. Azoun descargó el golpe con la espada. La hoja cortó la mano que empuñaba el sable curvo, y el emperador tuigano se desplomó con un alarido de dolor.
El rey no fue consciente de lo que ocurrió después. Más tarde recordaría vagamente que se había puesto de pie con la espada en alto. El único recuerdo claro que lo acompañaría durante el resto de su vida era el de la mirada de Yamun Khahan en el segundo anterior a la muerte. En los ojos del bárbaro no había miedo mientras la espada le atravesaba la coraza para hendirle el corazón.
La guardia de Azoun acabó con el resto de la escolta del Khahan. Para sorpresa de los occidentales, algunos de los tuiganos encerrados en la trampa optaron por rendirse al ver que su emperador había muerto. Alusair regresó junto al rey, con el estandarte enemigo en una mano. Azoun sintió una profunda sensación de orgullo y también de alivio mientras contemplaba cómo su hija quebraba de un golpe contra la rodilla el estandarte, para después arrojar el mástil partido y las colas de yac sucias de barro sobre el cadáver de Yamun.
Cuando al fin dejó de llover, las tropas tuiganas habían desaparecido en el horizonte o se habían rendido.
Capítulo 17
Páginas de la historia
En las horas de tensión que siguieron a la batalla, los exploradores vigilaron de cerca la retirada de los tuiganos, atentos a cualquier actividad que pudiera significar el reagrupamiento de las fuerzas para otro ataque. Para Azoun, la espera de aquella tarde resultó mucho más terrible que el breve intervalo entre las dos batallas anteriores, cuando tenían el enemigo a la vista pero aún le quedaba mucho para llegar a las líneas de la Alianza. Sin embargo, a medida que transcurrían las horas, quedó claro que las fuerzas tuiganas —unos cincuenta mil hombres— habían aceptado la derrota.
Él ejército de la Alianza, integrado ahora sólo por diez mil soldados, era el vencedor.
—Tengo los últimos informes —anunció Alusair en cuanto entró en el puesto de mando improvisado en la retaguardia de las fortificaciones occidentales. La princesa, que se había quitado casi toda la armadura, vestía una sobreveste manchada de sudor y unos calzones mugrientos. Tenía el pelo rubio pegado en la frente y los hombros caídos por el cansancio.
Al rey Azoun el aspecto de su hija le pareció encantador. Aunque le dolía la pierna izquierda —se le había reabierto la herida durante la pelea con el khahan, y los clérigos acababan de curarlo—, Azoun se levantó al ver entrar a la princesa en el círculo de sillas de lona que marcaban el puesto de mando. El otro objeto era una mesa de madera cubierta de mapas, alrededor de la cual se encontraban los líderes occidentales supervivientes: Farl Bloodaxe, Brunthar Elventree, Vangerdahast y Vrakk.
—¿Cuál es la situación? —preguntó el rey, que salió al encuentro de Alusair.
—Los exploradores dicen que los tuiganos se dispersaron —contestó la princesa. Los generales miraron a la joven, que los saludó con un gesto—. Utilicé el brazalete mágico y al halcón para seguir a la fuerza principal. Se encuentran a kilómetros de aquí. Van hacia el este.
—¿La horda se dispersa? —Azoun suspiró aliviado.
—Así parece. Cada vez son más los grupos que se separan de la columna principal. Algunos probablemente son partidas de exploradores, pero no todos. Algunas bandas son expulsadas a la fuerza.
—Una señal de que han estallado las rencillas entre clanes —dijo Vangerdahast. Asintió pensativo—. Sin el Khahan para mantenerlos unidos, las facciones se embarcarán en una guerra destinada a conseguir el control del ejército.
—Estás hecho un experto en temas tuiganos —comentó Farl Bloodaxe.
—Lo sé gracias a Thom —replicó el hechicero—. Ha investigado todo lo que ha podido. Ahora mismo está con los prisioneros. Busca información para la historia de la cruzada.
La mención de los prisioneros provocó el malhumor de los generales. Brunthar y Vrakk miraron más allá del puesto de mando, hacia el lugar donde tenían a los setecientos prisioneros tuiganos. Las tropas enanas rodeaban la zona, y los clérigos que se ocupaban de los heridos entraban y salían. El monarca cormyta había encomendado la custodia de los prisioneros a los enanos de Tierra Rápida después de que acabaran de erigir el montículo funerario para el rey muerto, en parte porque confiaba en que cumplirían las órdenes y también porque había desacuerdos entre los humanos respecto a lo que iban a hacer con los prisioneros.
—Tendréis que adoptar una decisión sobre el destino de los prisioneros, majestad —comentó Farl—. Todo indica que los bárbaros no atacarán, al menos en los próximos días. No obstante… —El general negro se interrumpió sin acabar la frase, pero Brunthar Elventree lo hizo por él.
—¿Qué pasará si los tuiganos nos atacan otra vez? ¿Qué pasará si la retirada es sólo una añagaza?
—Ése no es el tema que nos preocupa, general Elventree —intervino Alusair—. Todo indica que la derrota de los bárbaros es definitiva. —Miró en dirección a los tuiganos—. Debemos decidir su destino.
—Muchos de los tuiganos se rindieron aunque no estaban heridos. En cuanto se enteraron de la muerte del Khahan se quedaron sin razones para combatir.
—Matar a todos —gruñó Vrakk, que desenvainó la espada como si quisiera hacerlo en el acto—. Nada de prisioneros.
Brunthar se apresuró a manifestar su apoyo a la moción del orco.
—Traeré a una compañía de arqueros para que acabe con esa chusma —susurró el hombre de Los Valles al oído del rey—. Se comen nuestras provisiones.
Azoun caminó a la pata coja hasta una silla, se sentó y unió las manos por la punta de los dedos mientras pensaba con la cabeza gacha.
—¿Cuál es la opinión del resto de vosotros? —preguntó por fin.
—No podemos matar a los prisioneros que pidieron clemencia —respondió Farl—. Nosotros hubiéramos deseado lo mismo en el caso de haber caído prisioneros de los tuiganos.
—Ellos nos atacaron —protestó Brunthar, como si eso tuviera una importancia especial—. Además, se trata de bárbaros, no de occidentales. Son los que mataron a un enviado porque se negó a beber leche agria. Son los guerreros que vinimos a detener en Thesk.
Vangerdahast se paseó arriba y abajo por el suelo fangoso, acariciándose la barba mientras pensaba. Después de un buen rato se volvió para mirar al rey.
—Si mantenemos a esos hombres como prisioneros nos veremos obligados a construirles un campamento detrás de nuestras líneas. —El hechicero hizo una pausa para echar una ojeada a las fortificaciones occidentales—. ¿Crees que las tropas querrán compartir las provisiones con los hombres que, esta misma mañana, intentaban matarnos a todos?
—¿Tú qué opinas, Allie? —le preguntó el rey a su hija—. ¿Qué dices al respecto?
La princesa deseaba dar su opinión, pero comprendió que su padre más o menos se imaginaba cuál sería. Alusair levantó las manos delante del pecho al tiempo que sacudía la cabeza.
—No, padre —contestó—. Mi consejo y las opiniones de tus generales ahora no cuentan. La decisión es exclusivamente tuya.
El rey contuvo una risa amarga, consciente de que Alusair lo ponía a prueba. En otros tiempos, Azoun no habría vacilado en sus juicios. En los días en que cabalgaba con los Hombres del Rey había impartido justicia de acuerdó con los dictados de su corazón puro. Su posición como monarca había cambiado todo aquello, y tanto el rey como la princesa lo sabían. Las concesiones hechas a Zhentil Keep para que se unieran a la cruzada eran sólo una más de una larga serie de faltas cometidas por «razones de estado».
—Conozco esa mirada, Azoun —exclamó Vangerdahast, que le apuntó con un dedo como acusándolo de un delito—. Si dejas vivir a los bárbaros se convertirán en una carga para el ejército. Y, si los tuiganos atacan otra vez, los prisioneros podrían escaparse y serían una amenaza para la vida de tus compatriotas, incluso para la de tu hija.
Desde luego, Vangy tenía razón, pensó Azoun. Siempre acertaba en las cosas lógicas y políticas. Pero nunca en cuestiones del corazón.
—Allie —dijo el monarca—, comunica a los clérigos que continúen cuidando de los prisioneros y les procuren cobijo.
Vrakk soltó un gruñido. Por su parte, Vangerdahast y Brunthar miraron asombrados al rey, que se había puesto de pie.
—¡Esto es una locura! —gritó Brunthar—. En Los Valles nunca dejaríamos a nuestros enemigos… —No pudo continuar porque Vrakk le tapó la boca con una mano peluda.
—Cuidado, hombre de Los Valles —le advirtió el orco. Apartó la mano de la boca del humano y se golpeó el pecho—. En Los Valles ser enemigos. Los zhentarim matar por insulto menor al que tú ahora decir. —Vrakk miró al rey—. Yo seguirte, Ak-soon —añadió con una mueca que dejó ver los dientes amarillos—, porque tú así mandar más hombres a lord Cyric. Él no preocuparse si ser tuiganos o no. —Dicho esto el comandante orco se marchó, quizá con la intención de reunirse con sus tropas.
La disputa silenció a Brunthar, pero no a Vangerdahast. El viejo hechicero se acercó al rey hasta que su rostro estuvo a sólo unos centímetros de la cara de Azoun.
—Esto es la guerra. No es momento para jugar a ser paladines. —Al ver que el rey no le contestaba, el mago desvió la mirada—. Teníamos que acabar así, lo sabía. No intentes explicármelo.
—No lo haré —respondió el monarca en voz baja. Encogió los hombros como única respuesta a la mirada de asombro de su viejo maestro—. Creo que no puedes entender los motivos, Vangy. Esto está relacionado con las cosas que debe defender un hombre bueno, no con la lógica ni las necesidades políticas.
—¿Me ocupo de recoger provisiones para los prisioneros? —le preguntó Alusair a su padre.
—Por favor. Y lleva al general Bloodaxe contigo —contestó Azoun. Miró al general—. Estoy seguro, Farl, de que podréis conseguir todo lo que haga falta para atender a los prisioneros. Vuestros hombres estarán contentos de donar lo que puedan. Después de todo, vinieron a luchar por una causa justa, ¿no es así?
—Es lo que me han dicho —replicó el jefe de infantería con una sonrisa irónica. Farl y Alusair saludaron al rey con una reverencia y se marcharon.
—Quiero que los hombres sepan que los prisioneros tuiganos tienen mi protección —le dijo Azoun a Brunthar—. Comunicadlo a sus arqueros por el bien de todos. A menos que los bárbaros consigan armas o intenten atacar a alguien, se los dejará en paz. ¿Está claro?
Brunthar dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra ni saludar al rey.
—Esto puede costarte todo lo que has conseguido —opinó Vangerdahast, enojado—. A los hombres no les hará ninguna gracia. Incluso podrían amotinarse.
—No, Vangy, no lo harán —afirmó Azoun, muy tranquilo—. La mayoría de los soldados están aquí para proteger a Faerun, para luchar en pro de la causa que les expliqué hace cuatro meses en el jardín real. —Señaló a las tropas, que mantenían la disposición de combate—. Aceptan que los lidere. Quizá no entiendan las razones por las que perdono la vida a los prisioneros, pero confían en mí. Cumplirán las órdenes. —El rey apoyó una mano sobre el hombro del anciano—. He pagado mucho por esta cruzada. Si hubiera acallado los rumores sobre mi «milagrosa fuga del campamento tuigano», los nobles no habrían realizado aquella carga fatídica. La muerte de Harcourt pesará sobre mi conciencia mientras viva, y sólo los dioses saben qué hará Zhentil Keep gracias a mi promesa de dejar en paz a la Ciudadela Oscura. —Hizo un gesto como si descargara las culpas que pesaban sobre sus hombros—. Hasta ahora mi único pecado es haber permitido que se cometan maldades. No mataré a los prisioneros, no porque los códigos de guerra digan que está mal, sino porque mi corazón dice que está mal, y mi corazón es el que defiende el código más importante.
Vangerdahast observó el rostro del rey por un instante. El soberano que se erguía desafiante ante él era el mismo que había comenzado la cruzada. Pero, aunque la barba canosa y las arrugas de la frente no mostraban diferencias, en los ojos oscuros brillaba una chispa que había estado ausente durante muchos años. Era el mismo fuego que había alumbrado los ojos de Azoun cuando era un joven caballero andante.
* * *
La luz del sol entraba por la única ventana de la cabaña en ruinas y los agujeros en el techo de paja. Los rayos iluminaban el desorden y la suciedad en el interior de la vivienda, pero Thom Reaverson no se daba cuenta. El bardo, iluminado por el sol, estaba sentado delante de una mesa improvisada, con toda la atención puesta en la redacción de las crónicas de la Alianza. Repasó lo que acababa de escribir.
Algunas de las tropas se mostraron disconformes con la decisión del rey sobre los prisioneros, pero las cosas no pasaron más allá de las protestas alrededor de las hogueras. La mayoría del ejército aceptó, como dijo el rey, que no matar a los tuiganos prisioneros era lo correcto. Por fortuna, los prisioneros no causaron problemas, y Azoun dejó en libertad a la mayoría de ellos cuando había transcurrido poco más de una semana.
Reaverson se golpeó suavemente la barbilla con el extremo de la pluma mientras pensaba en los párrafos siguientes. Al cabo de un instante mojó la pluma en el tintero y continuó con el trabajo.
Los enanos de Tierra Rápida enterraron a Torg, rey de su pueblo, en un montículo de piedra el mismo día de la Segunda Batalla del Camino Dorado. El lugar de descanso del Señor de Hierro se levanta a sólo unos metros de los árboles que tan buen servicio prestaron a la Alianza. Las piras en las que los clérigos incineráronlos cadáveres de la batalla no dejarán marcas permanentes en el campo, pero también ellas ardieron cerca del lugar del conflicto.
Los enanos se marcharon al día siguiente. La princesa Alusair intentó convencerlos de que se quedaran, al menos hasta que el rey tuviera la seguridad de que los tuiganos no se agruparían para un nuevo ataque. «La batalla ha terminado», le respondieron. «Aquí no tenemos nada más que hacer.» Muchos soldados de la Alianza no lamentaron verlos marchar. Durante toda la campaña, se habían mantenido distantes y aislados.
«No entiendo cómo la princesa pudo luchar al costado de los enanos durante tres meses antes de la cruzada», pensó Thom. Por las descripciones de Alusair, el bardo se imaginaba a Tierra Rápida como un lugar triste y solitario, carente de toda esperanza. Resultaba difícil creer que alguien tan vital como la hija de Azoun pudiera vivir allí.
«Esto ocurrió antes de que la conociera —se dijo el bardo—, antes de la reconciliación con el rey.»
Sacudió la cabeza para librarse de las distracciones. Era la primera vez desde la Segunda Batalla del Camino Dorado, ocurrida hacía ya un mes, que disponía de tiempo para dedicarlo a la escritura. Tenía la intención de acabar con las notas sobre la cruzada antes de que el ejército emprendiera el camino de regreso a Cormyr. Se acomodó mejor en la silla y continuó con su trabajo de cronista.
Al día siguiente de la batalla quedó claro que los tuiganos se retiraban. Los exploradores informaron que los bárbaros cubrían distancias increíbles, una cifra que no me atrevo a citar por miedo a ser tratado de mentiroso. La muerte de Yamun Khahan a manos del rey Azoun, el ilustre héroe de la cruzada…
«Te dejas llevar por el entusiasmo», se reprochó Thom. Azoun le había indicado con toda claridad que no debía ensalzar su figura por encima de la de los demás. «Sin duda me pedirá que lo tache. Más vale que lo haga ahora mismo y me evite problemas.» Tachó el párrafo con una gruesa raya de tinta negra y lo escribió de nuevo.
La muerte de Yamun Khahan a manos del rey Azoun quebró la moral de los invasores. Con la ayuda de los magos, los prisioneros dijeron que, sin el Khahan para dirigirlos, su estirpe guerrera se dispersaría a los cuatro vientos. La experiencia demostró a la Alianza que no se equivocaban.
A medida que el ejército cruzado avanzaba hacia el este, detrás de la horda en retirada, encontró muy poca resistencia. Algunos grupos de guerreros, separados de la columna principal, se enfrentaron con valentía a nuestras fuerzas, pero la mayoría de las bandas optaron por la huida. En cuanto avistaban a la Alianza, levantaban campamentos y se alejaban, espoleando a los caballos hasta el límite de sus fuerzas.
Los generales de Azoun recibieron con alegría las noticias referentes a las disputas internas que se producían en el ejército tuigano. La princesa Alusair, con la ayuda del halcón y del brazalete mágico que le había dado el cacique centauro, seguía los acontecimientos entre los bárbaros. Los hijos del Khahan parecían embarcados en una lucha fratricida con uno de los generales de la horda, Chanar Ong Kho. Cada día eran más las bandas de guerreros que se separaban del ejército para desaparecer en las llanuras de Thesk.
Por su parte, la Alianza liberaba cada día a un grupo de prisioneros hechos en la Segunda Batalla del Camino Dorado para que se reunieran con los fugitivos. «Los tuiganos son prisioneros de una guerra acabada», les dijo el rey Azoun a los generales. «No hay razón para impedirles que regresen a sus hogares, cosa que no tardaremos en hacer también nosotros.»
Thom hizo una pausa para releer la página. Aparte de la tachadura correspondiente al comentario sobre el rey, la escritura no presentaba manchones. Dejó la hoja a un lado para que se secara la tinta y cogió otra limpia.
La travesía a través de Thesk, incluso sin tener que combatir, resulta penosa para el ejército de la Alianza, y promete ser más dura cuanto más avanzamos hacia el este. Casi no hay campos cultivados como consecuencia de la invasión, y los bárbaros en la retirada han acabado con gran parte de la caza. Si bien no hay escasez de alimentos el tema es preocupante, dado que las líneas de abastecimiento son cada vez más largas y vulnerables a los ataques de otras fuerzas oscuras en la zona.
Los pueblos y aldeas a lo largo del Camino Dorado están desiertos, y la mayoría han sufrido el pillaje de los tuiganos. Algunas de las casas donde los campesinos optaron por marcharse a tiempo se mantienen en pie. En cambio, en los lugares donde se ofreció resistencia…
El bardo miró con pena el interior de la cabaña en ruinas. Era uno de los pocos edificios que quedaban en pie en las afueras de Tammar. Los bárbaros habían arrancado la paja del techo para alimentar a los caballos. Los muebles, e incluso la puerta, estaban hechos astillas. Si en la cabaña había habido más cosas, ya no quedaba ni rastro de ellas, aunque era imposible saber si se las habían llevado los legítimos dueños o los tuiganos.
Reaverson cerró los ojos por un momento. Después miró la página en blanco. El registro de los actos vandálicos lo dejaría para mejor ocasión. Un tema tan penoso merecía ser tratado en un día en que el sol no brillara con tanta fuerza y el aire no fuera tan cálido y placentero. Thom sopló la página escrita para acabar de secar la tinta, recogió las páginas acabadas, y las puso bajo el brazo.
«Iré a dar un paseo —pensó mientras acababa de guardar el recado de escribir—. Después regresaré a la ciudad para comer algo.»
El bardo cruzó el umbral dispuesto a realizar su plan. En cuanto salió de la casa en ruinas se sintió más animado y, silbando una alegre melodía, echó a andar sin rumbo fijo.
—Buenos días, maestro bardo —dijo una voz.
Thom reconoció de inmediato la voz del rey Azoun. Se volvió para responder al saludo del monarca, que estaba en compañía de Vangerdahast. La presencia de una tercera persona —un sacerdote khazari bajo y calvo que había sido capturado en la Segunda Batalla del Camino Dorado— le llamó la atención.
Koja, que así se llamaba el historiador de los tuiganos y consejero del difunto Yamun Khahan, caminaba junto al rey. El sacerdote ya no era un prisionero porque el monarca le había devuelto la libertad hacía tiempo. Koja había pedido quedarse con la Alianza, afirmando que, tras la desaparición del Khahan, eran muchos los tuiganos dispuestos a matarlo. Azoun había aceptado convencido de la sinceridad del hombre.
—Traigo una noticia interesante —anunció el rey complacido. Por la expresión en el rostro de Azoun, el bardo comprendió que también debía de ser buena.
Vangerdahast, todavía afectado por la experiencia sufrida en el campamento tuigano, caminaba a paso lento junto al rey. Su semblante, en otro tiempo lozano y saludable para un hombre de ochenta años, se veía ahora pálido y ojeroso, y le temblaban las manos. Se apoyaba con todo el peso en un bastón que dejaba una huella profunda en el suelo a cada paso.
—Por fin nos vamos a casa —dijo Vangerdahast antes de que Azoun pudiera completar su anuncio.
Por un momento, Thom no comprendió las palabras del anciano. Miró al rey boquiabierto como si esperara una confirmación.
—Pe… pero los tuiganos —tartamudeó.
Vangerdahast sonrió, un gesto que hizo desaparecer los ojos entre la piel arrugada. La sonrisa sorprendió a Thom casi tanto como la noticia, porque Vangerdahast había estado de un humor de perros desde que habían dejado de hacer efecto los hechizos de rejuvenecimiento.
—Acabo de recibir la noticia de labios de Fonjara Galth. ¿La recuerdas, Thom? ¿La bruja de Rashemen? —Thom asintió—. Sus colegas han conseguido por fin cerrar la ruta entre la Llanura de los Caballos y el oeste, la que pasa por el Lago de las Lágrimas.
—Y los brujos rojos que atacaron Rashemen en la estela de la invasión tuigana se han retirado hacia el sur, detrás de sus fronteras —añadió Azoun—. Thesk, Rashemen y los demás ejércitos locales podrán dedicar todos sus esfuerzos a perseguir a los bárbaros que queden en sus territorios.
El sacerdote khazari, que hasta el momento se había mantenido en silencio, pidió permiso al rey con una reverencia para intervenir en la conversación.
—No quiero contradeciros, majestad, pero os repito lo que dije antes: no creo que los tuiganos resulten una presa fácil. Es muy probable que la mayor parte del ejército se disperse por Thesk en lugar de regresar a la Llanura de los Caballos. Será como querer atrapar al viento.
—Pero sus familias —señaló Azoun—, sus casas…
—Son nómadas, alteza —dijo Thom, con una expresión preocupada—. Las familias y las casas no significan nada para ellos.
—Antes de que Yamun Khahan reuniera a las tribus, vivían del pillaje y los saqueos a los campamentos vecinos y de los ataques a las caravanas que atravesaban la Llanura de los Caballos. —Koja se rascó la calva mientras contemplaba los prados que rodeaban a la ciudad de Tammar—. Ésta es una tierra de pastoreo muy buena, y la población es tan escasa que no tendrán problemas para eludir a los perseguidores.
—Eso no es problema nuestro —afirmó Vangerdahast, muy serio.
Todas las miradas se dirigieron al rey, que después de una pausa acabó por asentir. Thay había renunciado a sus planes de conquista y los tuiganos se retiraban. Por lo tanto, el ejército cruzado ya podía emprender el regreso a las Tierras Centrales.
—Hemos cumplido con la responsabilidad asumida —manifestó Azoun, y los cuatro hombres se dirigieron hacia el centro de la ciudad, donde se alojaba la mayoría de las tropas.
—Majestad, ¿qué impresión os causó Yamun Khahan? —preguntó el clérigo khazari mientras caminaban.
La pregunta sorprendió al rey. Azoun recordó el breve encuentro con el Khahan, y se encogió de hombros.
—Me pareció muy inteligente —respondió, para corregir inmediatamente—: No, mejor dicho, sabio. Y dotado de un gran empuje. ¿A qué viene la pregunta?
—La primera vez que me enviaron a Quaraband, la capital tuigana, lo hice con la orden de regresar para informar a mi príncipe, para explicarle cómo era el Khahan —contestó el sacerdote—. Quemé las notas hace mucho tiempo, pero creo que intentaré escribir algo sobre Yamun Khahan. —Koja hizo una pausa, antes de añadir—: El maestro Reaverson dice que os interesa la historia. ¿Aceptaríais leer mis notas si las escribo?
—Desde luego —dijo Azoun, que se volvió para mirar a Koja, pero el khazari contemplaba el camino con una sonrisa nostálgica— Echáis de menos al Khahan, ¿no es así?
—Yo era su anda—replicó Koja con un tono melancólico. Después frunció el entrecejo—. No sé cómo traducir anda a vuestro idioma; tal vez amigo es lo más parecido. —Miró por un instante el cielo de un azul brillante—. Sin embargo, Yamun escogió por sí mismo el camino peligroso. Escogió ser un gran hombre.
Los guardias saludaron a Azoun y a los demás cuando entraron en el campamento occidental. Las tiendas y las hogueras cubrían las destrozadas calles de Tammar, esparcidas entre las casas en ruinas. Los soldados descansaban. Algunos grupos muy bullangueros entonaban canciones picarescas, y otros jugaban a los dados. La disciplina se había relajado, quizá demasiado, pero los hombres habían luchado duro desde la llegada a Thesk, y ahora se merecían un descanso.
—¿Es ésa la filosofía de vuestra tierra? —inquirió el rey mientras pasaba junto a un grupo de arqueros que se ejercitaban disparando contra un poste chamuscado—. ¿Que el hombre escoge por sí mismo la grandeza?
El sacerdote respondió sin vacilar, y Azoun captó el tono pedante en la voz de Koja. Era el mismo tono que utilizaba Vangerdahast cuando discutían de política.
—En el Yanitsava, el libro de las enseñanzas del Iluminado, está escrito que «algunos hombres cogen el hilo de sus vidas para tejer su propio destino». Los sacerdotes de la Montaña Roja creen que esos hombres son malvados, que no aceptan la voluntad del Iluminado, que imponen su propia voluntad al esquema del mundo.
—¿Y vos, Koja, creéis que es así?
—En un tiempo fui lama de la Montaña Roja —respondió Koja con una carcajada—, pero el tiempo pasado con los tuiganos me enseñó que soy mejor historiador que filósofo. En cualquier caso, sé algo sobre los hombres como Yamun Khahan: el mundo no soporta su presencia durante demasiado tiempo. Yamun Khahan intentó convertir al mundo en su imagen, tejer una trama que abarcaría al mundo entero. —Hizo un gesto con la mano que abarcaba al ejército acampado—. Pero el mundo tiene a otros grandes hombres para oponerse a esos planes.
—Su majestad —interrumpió Farl Bloodaxe; el general, vestido con el uniforme de los soldados cormytas, saludó al rey con una ceremoniosa reverencia—, acabo de comunicar la orden a los capitanes de infantería. Brunthar ha hecho lo mismo con los arqueros. El ejército estará listo para partir mañana a primera hora.
—Bien —dijo Azoun, que apoyó una mano sobre el hombro de Farl—. Que los hombres hagan acopio de agua fresca, y doblad el número de las compañías de intendencia. Estoy seguro de que las tropas querrán llegar a la costa lo antes posible, así que cuanto menos nos detengamos a cazar en el camino mejor.
Koja se despidió del rey para acompañar a Thom y a Vangerdahast. En cuanto se fueron, Farl se acercó al rey para comentar algo en privado.
—Tenemos un problema con los orcos, alteza. Comuniqué a Vrakk la orden de marcha, y me respondió que las tropas de Zhentil Keep no se irán.
Azoun se dirigió al campamento de los orcos en cuanto acabó de dar a Farl las últimas instrucciones sobre la carga de las carretas. Los hombres se habían acostumbrado a los soldados zhentarim, pero así y todo los orcos preferían tener un campamento aparte de los humanos. Habían demostrado su coraje en las batallas, y las tropas no habrían puesto reparos a que los orcos instalaran las tiendas con el resto de la Alianza, pero, por alguna razón desconocida, Vrakk siempre se había negado.
Al entrar en el campamento zhentarim, Azoun llegó a la conclusión de que mantener los campamentos separados era lo mejor para todos. Los orcos habían escogido la parte más destrozada de la ciudad. Las tiendas sucias y desgarradas se levantaban a unos pasos del vaciadero de basura y de las piras funerarias donde se habían incinerado los cadáveres de la población civil. El hedor era insoportable, pero a los orcos no parecía molestarlos. Descansaban en las tiendas, ocultos de la luz del sol. Sólo unos cuantos estaban despiertos, y de éstos la mayoría permanecían tendidos alrededor de las hogueras, bebiendo vino mientras preparaban la comida.
Vrakk estaba en uno de los grupos. Llevaba la armadura de cuero negra, y Azoun observó por primera vez que, si bien el campamento parecía una pocilga, se preocupaban de mantener limpias las armas y las armaduras.
—El general Bloodaxe dice que no deseáis marcharos —comentó Azoun, despreocupado. Levantó una mano cuando otro orco le ofreció una bota de vino—. No, gracias.
Vrakk le enseñó los dientes al orco con la bota, y el soldado más pequeño y de pelaje marrón se apartó al momento y se concentró en vigilar el trozo de carne que tenía puesto en el fuego.
—Los orcos no volver a casa —replicó Vrakk—. Ser nuestras órdenes.
—¿Órdenes? ¿De quién?
—De Zhentil Keep. —El tono de Vrakk reveló su sorpresa ante la ignorancia de Azoun—. Nosotros ser el nuevo destacamento. Ellos ordenarnos permanecer en Thesk.
—Las órdenes las teníais desde que salisteis del Keep, ¿verdad? —dijo el monarca, ceñudo.
Vrakk sonrió, o al menos adoptó una expresión parecida. Los dientes amarillos y cubiertos de una película de mugre brillaron al sol.
—El Keep decir nosotros permanecer con Alianza hasta irse tuiganos. Decir que Ak-soon dejar a orcos quedarse en Thesk.
«Les di mi palabra a esos villanos —pensó el rey—, y me han utilizado para dejar una guarnición de casi novecientos orcos en el corazón de un país aliado.»
—Supongo que no pensaréis instalar vuestro campamento en Tammar —repuso el rey—, así que coged vuestra parte de las provisiones y marchaos en cuanto se ponga el sol. Sé que vuestras tropas pueden viajar de noche.
El comandante arco aceptó la orden de buen grado, y no se ofendió cuando el rey rechazó la invitación a compartir la comida. Aunque Vrakk no tenía muchas luces, sabía muy bien que Azoun estaba muy preocupado por sus planes.
—Comunicaré a las autoridades de Thesk que los orcos permanecerán en su territorio —le advirtió Azoun mientras se despedía—. Os tomarán como invasores, Vrakk.
—Nosotros ser buenos soldados, Ak-soon, pero ser mejores asaltantes y ladrones. Thesk ser país muy grande con muchos lugares para ocultarse. —Cogió la bota del compañero y bebió un trago de vino—. Además, nosotros aprender mucho de guerra contigo. Estar seguros.
Este pensamiento no consoló a Azoun. Mientras caminaba de regreso a su pabellón, el rey se preguntó si Koja no tendría razón. A pesar de las buenas intenciones de la cruzada, había muy pocas pruebas de un resultado positivo. La ciudad de Tammar, como muchos otros pueblos y aldeas de Thesk, Ashanath y Rashemen no era más que un montón de ruinas. Nadie cultivaba los campos. El ejército tuigano estaba derrotado pero permanecía en occidente. Los pequeños grupos de bandidos serían un azote para los mercaderes y campesinos que costaría años eliminar. Y ahora los orcos. Al gobierno de Thesk no le haría ninguna gracia saber que una banda de soldados profesionales de Zhentil Keep merodeaba por el territorio.
«Salvé a Thesk de Yamun Khahan sólo para convertirlo en un refugio seguro para ladrones y asesinos», pensó Azoun, amargado, pero enseguida se reprochó el pesimismo.
—He conseguido mucho más que eso —dijo en voz alta, con la mirada puesta en el ejército de la Alianza.
Las tropas celebraban la noticia del final oficial de la guerra. Los hombres se apresuraban a desmontar el campamento, y los soldados saludaban con grandes voces el paso de Azoun. Algunos llegaron a ovacionarlo. Pero no fue la alegría de los hombres lo que hizo comprender al monarca la importancia de lo conseguido. Al mirar los rostros de los arqueros e infantes, ya no vio la mezcla de hombres de Los Valles y sembianos, cormytas y mercenarios, que había salido de Suzail varios meses atrás. Ahora tenía delante una fuerza unificada, un grupo de hombres y mujeres que habían luchado como uno solo en la defensa de Faerun.
Si estos soldados tan dispares habían sido capaces de fundirse en una causa común, ¿por qué no podía conseguir lo mismo con los países? Con esta idea tan ambiciosa en la mente, el rey llegó a su pabellón. Por un momento, pensó dar la orden para que lo desmantelaran; al fin y al cabo, el resto del ejército dormiría en el suelo para no perder tiempo durante la mañana en desmontar las tiendas. Quizá después de hablar con Alusair, decidió.
Fue a la tienda de la princesa. Alusair guardaba las escasas pertenencias en un saco de lona. El halcón que le había prestado Jad Ojosbrillantes estaba posado en una percha, con una caperuza en la cabeza, junto a la armadura de la muchacha. Cada vez que Alusair chocaba contra la armadura, el pájaro graznaba para quejarse del ruido.
—Hola, padre —dijo Alusair, al ver entrar a Azoun. Cerró el saco con un cordel y lo arrojó a un rincón—. Ya sé la noticia. Os vais mañana por la mañana.
—¿Qué quieres decir con «os vais»? —preguntó Azoun. Se sentó en el catre mientras sacudia la cabeza, incrédulo—. ¿No regresas a casa?
—Sí —contestó la princesa, que se sentó junto a su padre—. Pero no ahora.
—¿No? —exclamó el rey, que casi se ahogó al escuchar la respuesta de la princesa—. Entonces, ¿cuándo, Allie? Tu madre y tu hermana te esperan, y…
—Por favor —lo interrumpió la joven. Agachó la cabeza—. No quiero discutir. Ahora no.
Azoun sujetó las manos de Alusair al tiempo que hacía un esfuerzo por dominar la confusión que lo embargaba. En el transcurso de la cruzada, padre e hija habían superado el conflicto que los separaba. Azoun estaba orgulloso de la princesa, y pensaba que ella lo sabía.
—Está bien, Allie. Sólo dime la razón.
—Tengo que resolver unos asuntos antes de regresar a casa. Hice unas cuantas promesas a lo largo de estos años, y debo saldar algunas deudas. —Alusair rió—. Debo cumplir con las obligaciones asumidas.
—Entonces, ¿cuándo volverás a casa? —insistió el rey, que no pasó por alto la ironía de su hija.
—Dentro de unos meses. Quizás antes de que comience el invierno. Gracias por tu comprensión, padre. Es algo que debo hacer.
—Mi reacción no debe sorprenderte, Allie. Tú tienes tu vida. Yo sólo quiero que la familia vuelva a ser parte de ella. —El rey miró la bolsa junto a la puerta—. ¿Te marchas esta tarde?
La princesa asintió y dejó el catre para ocuparse de la armadura.
—Quiero llegar al bosque de Lethyr cuanto antes —respondió. Descolgó la armadura de la percha y separó los trozos—. El cacique centauro me pidió que le devolviera el halcón y el brazalete en cuanto acabara la guerra.
—Es una lata llevar un halcón en campaña —bromeó Azoun en un intento por mostrarse despreocupado—. Necesitan muchos cuidados y atenciones. Si no se los das, acaban por volverse salvajes otra vez. Entonces ya no sirven para la caza ni para explorar.
Alusair hizo unos cuantos comentarios sobre el halcón y lo hermoso que era mirar a través de los ojos del pájaro. Comenzó a colocar las piezas de la armadura en la coraza pero el rey no la dejó acabar. Volvió a sacarlas y las acomodó de otra manera.
—Si las acomodas así —le explicó Azoun—, no abultarán tanto. Tengo experiencia en estas cosas aunque ya ha pasado mucho tiempo —añadió con una sonrisa.
—No tanto como para haberlo olvidado —replicó Alusair y, tras una vacilación, abrazó a su padre.
Padre e hija conversaron durante más de una hora.
Azoun le contó cosas de los tiempos pasados con los Hombres del Rey, y la princesa le relató algunos fragmentos de sus aventuras. Rieron a placer, y durante un rato fue como si estuviesen de nuevo en Suzail, antes de que la muchacha se marchara. Muy pronto llegó el momento de la despedida.
Se dijeron adiós sin lágrimas. Alusair prometió conservar el anillo del rey para que la familia pudiera encontrarla si era necesario. Fue casi una despedida feliz, porque ambos sabían que la próxima vez que se vieran no sólo serían padre e hija, sino también amigos.
Mientras Azoun contemplaba la marcha de Alusair a lomos de uno de los pocos caballos de los que podía prescindir el ejército, llegó a la conclusión de que su mayor victoria en la cruzada nunca quedaría registrada en las crónicas de Thom. Sus descendientes sabrían que Azoun IV había devuelto la paz a Thesk con la victoria sobre los tuiganos, pero jamás se enterarían de que también había hecho la paz con su hija y consigo mismo. Después de todo, estos asuntos sentimentales no tenían lugar en las historias.
Mucho después de que la silueta de Alusair desapareciera en el horizonte, el rey continuó viendo el vuelo del halcón que la escoltaba. El pájaro, que era tan solo un punto oscuro en el cielo, mantuvo la atención de Azoun hasta que también él desapareció. Con un suspiro, el rey regresó al campamento, donde el ejército de la Alianza esperaba sus órdenes.
Epílogo
—¡Vuelo seguro! ¡Puntas como navajas!
Jan el flechero se detuvo para enjugarse el sudor de la frente. Aunque faltaba poco para el invierno, empujar el carretón a lo largo del paseo era un trabajo arduo y fatigoso. Pero no tan malo como luchar contra los tuiganos, pensó con una sonrisa. Empuñó las varas del carretón y volvió a anunciar sus productos.
—¡Vuelo seguro! ¡Puntas como navajas! ¡Comprad vuestras flechas a Jan el flechero! ¡Son las mejores!
Jan el flechero, como casi todos los soldados de la Alianza, había regresado a Suzail unos meses atrás. Lo había sorprendido encontrar que el negocio marchaba viento en popa, y se lo había agradecido al aprendiz, que había trabajado mucho y bien. Además, ahora tenía muchos más clientes. Después de todo, Jan era un héroe de guerra.
No porque hubiese hecho nada extraordinario durante la cruzada. En realidad ninguno de los clientes le preguntó a Jan sobre las batallas, y tampoco les interesaba mucho escuchar la verdad. El flechero era un héroe porque la gente de Suzail, de hecho los ciudadanos de casi todos los países que habían participado en la cruzada, habían decidido que la campaña de Azoun contra los bárbaros era una gesta heroica. Los bardos tañían los laúdes y relataban historias de los cruzados, siempre enfrentados a un número muy superior de enemigos, que se alzaban con la victoria superando todos los obstáculos.
Jan, como el resto de las tropas, era parte de la leyenda popular, basada en parte, desde luego, en la verdad, pero que cada día incorporaba más detalles fantásticos.
Una carreta entró en el paseo y Jan apartó su carretón.
—Condenados carreteros —protestó en voz baja—. Se creen con derecho a pasar por cualquier parte. —Empujó el carretón sin darse cuenta de que tenía delante a una mujer cargada con un cesto de manzanas.
La mujer mayor, con un chal grueso sobre los hombros encorvados, se volvió para reprochar al dueño del carretón, pero se calló al ver la medalla sobre el pecho de Jan.
—Perdón —murmuró y continuó su camino.
Jan sacudió la cabeza, incrédulo. La medalla de plata tenía grabado un arco y las palabras «Orden del Camino Dorado» en el borde. Se las habían dado a todos los arqueros participantes en la cruzada. Las condecoraciones de los soldados de infantería y de caballería tenían picas y caballos. Las medallas de caballería se las habían entregado a los familiares de los jinetes a título postumo.
Los condecorados eran objeto de muchas atenciones. La deferencia de la mujer sólo era una pequeña muestra. Jan había descubierto que, gracias a la medalla, hacía más ventas, lo atendían mejor en las tabernas e incluso llamaba la atención de las muchachas solteras, aunque esto no lo preocupaba. Kiri había sobrevivido a la cruzada, y esperaban casarse en primavera.
Jan llevaba la medalla porque estaba orgulloso de los servicios prestados a Faerun. Había ido a la cruzada porque creía en la causa de Azoun, y las atenciones que recibían los cruzados lo hacían sentir todavía más orgulloso de la Alianza y de lo que ella representaba. En las tabernas se decía que el rey Azoun deseaba convertir en permanentes los vínculos forjados entre Cormyr, Sembia y Los Valles. La unión de los tres países haría imposible cualquier invasión de las Tierras Centrales.
Jan miró a la derecha. Los edificios del gobierno conocidos como «la Corte Real» se extendían a lo largo del paseo. Los recaudadores de impuestos y los funcionarios iban y venían de un edificio a otro. Pese a que las decisiones políticas que se adoptaban allí influían en la vida de todos los ciudadanos, estos edificios parecían insignificantes en comparación con el impresionante castillo que se alzaba detrás. El flechero miró el palacio y se preguntó si Azoun sería capaz de unir Faerun.
En aquel momento, Azoun se formulaba la misma pregunta. Se paseaba arriba y abajo en la torre más alta del castillo, con las manos a la espalda. La pierna izquierda le dolía pero no era nada nuevo; los dolores eran más fuertes cuando estaba a punto de llover.
El rey se acercó al tablero de ajedrez, hizo una jugada de caballo y reanudó el paseo. Para desesperación de la reina Filfaeril, jugaba mucho mejor desde el regreso de Thesk. Ahora la reina sólo ganaba tres de cada cuatro partidas.
—Espero que hayas acabado de leer el texto de Thom. Los clérigos han venido a recoger las últimas páginas —dijo una voz.
Azoun se volvió. Se trataba de Vangerdahast, que tenía un aspecto mucho más saludable. El hechicero había pasado la mayor parte de los últimos dos meses encerrado en el laboratorio dedicado a recuperar la vitalidad perdida en la zona muerta para la magia. Su rostro todavía mostraba muchas arrugas y el paso no era tan ágil como antes, pero el hechicero era una vez más el «Vangy» que Azoun conocía y estimaba.
—Claro que he terminado —respondió el rey. Recogió el montón de hojas y se las entregó a su amigo—. Si ves a Thom antes que yo, dile que las crónicas están muy bien.
El hechicero guardó las hojas en una cartera de cuero sin hacer ningún comentario. Se las entregaría a los clérigos que esperaban en el vestíbulo principal del palacio. Los clérigos, adoradores de Denier, dios de las artes, se encargarían de copiar la historia de la cruzada escrita por Thom Reaverson. En el mismo volumen incluirían las notas de Koja sobre los tuiganos y la biografía de Yamun Khahan. Había mucha gente interesada en comprar el libro, y a la vista del creciente interés por todo lo referente a la cruzada garantizaba que la demanda se mantendría durante meses.
—Sí, nuestro bardo necesita que alguien lo aliente —comentó Vangerdahast con un tono sarcàstico—. Me han dicho que tiene una oferta muy buena de uno de nuestros nobles para que le escriba la historia de la familia.
Azoun no respondió al comentario del hechicero. Confiaba en que el bardo se quedaría en palacio, al menos durante un tiempo. Después de todo, Thom esperaba el regreso de Alusair para acabar el relato de las aventuras de la princesa. Estos relatos formarían parte de la historia de la casa Obarskyr.
El monarca reanudó el paseo. Vangerdahast ya se marchaba cuando Azoun se volvió hacia él.
—Gracias, Vangy —dijo el rey con un tono afectuoso—. Por cierto, ¿sabes algo de lord Mourngrym o de los demás señores de Los Valles?
—Ya vendrán, Azoun. La cruzada te ha dado tanta influencia que no tienen elección —contestó el hechicero, con un tono que al rey le pareció un poco agrio—. Si quieres saber la verdad, no sé por qué malgastas el tiempo. Nunca aceptarán la unificación. Ni tampoco Sembia. —Al ver la expresión decidida de Azoun, añadió—: Sólo es una opinión.
Desde el final de la cruzada, Vangerdahast evitaba discutir con el rey ciertos asuntos de estado, entre ellos el de la unificación de las Tierras Centrales. El éxito de la empresa contra los tuiganos había fortalecido la opinión del rey respecto a que el bien y la ley eran conceptos muy válidos para gobernar, y el hechicero pensaba que, en este tema, Azoun se había vuelto intratable. Al mismo tiempo, Vangerdahast lo respetaba más aunque considerara poco viable los planes del rey. Como a la mayoría de la gente, a Vangerdahast le costaba no respetar a alguien tan dedicado al bienestar común.
Vangerdahast se despidió del rey con una reverencia y cerró la trampilla. El golpe de la hoja de madera contra el marco produjo una corriente de aire que agitó suavemente los tapices que cubrían las paredes de la pequeña habitación.
Azoun volvió a pasearse, ensimismado en el análisis de los argumentos para unificar a Cormyr, Sembia y Los Valles. Examinó uno a uno todos los detalles; descartaba algunos y se le ocurrían otros. Pero había algo que tenía muy claro: la cruzada había demostrado, a pequeña escala, que la alianza sería beneficiosa para todos.
Esto no podía negarlo nadie. Las relaciones entre los tres países y las ciudades estados que habían enviado sus tropas a la cruzada eran excelentes. Con la excepción de Zhentil Keep, claro está. El aumento de los ataques de las bandas provenientes de la Ciudadela Oscura preocupaba a todos, y el Keep se veía ahora enfrentado a un aislamiento político cada vez mayor.
Pero, por encima de todo lo demás, la cruzada le había demostrado a Azoun que podía cambiar el mundo. Al fin de cuentas, la Alianza era un producto de sus sueños, de sus ideales. Desde luego había fallado un par de veces, al aceptar las soluciones fáciles por necesidades políticas. Los Valles lo acusaban con razón de los problemas originados por la Ciudadela Oscura. Después de explicar a los señores de Los Valles el alcance del tratado suscrito con el Keep, el rey no había ofrecido ninguna excusa por sus acciones. La culpa era exclusivamente suya y la aceptaba.
Esto era lo que le recomendaba la conciencia, y Azoun cada día se atendía más a ella. Quería forjar una nueva nación en las Tierras Centrales, un nuevo imperio regido por el bien y la ley. Si era posible lo haría.
El rey se detuvo para abrir la ventana. Contempló el espectáculo que le ofrecía Suzail, próspera y en paz, iluminada por el sol otoñal. «Todo Faerun podría ser así», pensó.
El comentario de Koja sobre el mundo y los grandes hombres surgió de pronto en la memoria del rey. Su humildad se rebeló ante la sola idea de considerarse a sí mismo grande, pero Azoun comprendió que el lama se había referido no sólo a Yamun Khahan sino también a él. Pensó en el comentario mientras miraba el vuelo de las gaviotas por encima de los muelles y el bullicio en el paseo.
Azoun cerró la ventana. «Si Koja está en lo cierto —pensó—, entonces debo conseguir lo que pueda en el poco tiempo de que dispongo.»