Kelley Armstrong
Algo más que magia
Mujeres de otros mundos 4
Título original: Industrial Magic
© De la traducción: 2006, Carlos Saltzman
A mi suegra, Shirley: Graicas por estar orgullosa de mí.
Prólogo
Tengo que hacerte otra pregunta sobre la serie CSI -dijo Gloria cuando Simon entró en el centro de comunicaciones cargado de papeles-. Si no estás muy ocupado.
– Éste es el momento perfecto -contestó Simon-. Me dispongo a tomar un café. -Y comenzó a arrimar una silla hacia el sitio de Gloria, pero se detuvo-. ¿Quieres algo?
Gloria sonrió y negó con la cabeza. Simon acercó su silla a la de ella, cuidándose de no ocultarle la visión de la imagen digital del plano de la ciudad que se mostraba en la pared lateral. Eso era lo que a Gloria le encantaba de los chamanes, que eran sumamente considerados. ¿Quieres un tío de primera? Búscate un chamán. ¿Quieres un personaje insoportable, presuntuoso? Búscate un semidemonio.
Su compañera de turno, Erin, odiaba que Gloria lo dijera. Discriminación racial, lo llamaba. Por supuesto que Gloria no creía realmente que todos los semidemonios fueran tipos insoportables -ella misma era una semidemonio-, pero eso no le impedía decírselo a Erin. El turno nocturno en el centro de comunicaciones podía ser tedioso hasta morir, y no había nada como una discusión políticamente correcta para entretenerse un poco.
Gloria retiró un poco su silla, con un ojo todavía en el monitor.
– Bueno, la semana pasada estaba viendo un episodio de CSI en el que convencen a un tío para que les dé su ADN. Luego, a los cinco minutos, le dicen que es el mismo. ¿Se puede realmente analizar el ADN con tanta rapidez?
– ¿Quiénes? ¿Ellos o nosotros? -preguntó Simon-. Para un laboratorio criminológico municipal, es prácticamente imposible. Pero con nuestro laboratorio, no hay forcejeo político sobre horas extra, ni sobre presupuesto ni sobre prioridad de casos. Podemos analizar una muestra de ADN en cinco minutos, pero…
Los auriculares de Gloria hicieron dos bips: una llamada entrante en la línea de emergencia. Levantó un dedo en dirección a Simon y giró en su silla. Aun antes de que se conectara la llamada, la pantalla de su ordenador comenzó a llenarse de datos a medida que el identificador se ponía en funcionamiento. Por encima del hombro echó una mirada y vio cómo el plano de Miami era reemplazado por el de otra ciudad: Atlanta.
Gloria alargó la mano con la intención de presionar el botón y llamar a Erin, que estaba almorzando, pero Simon se le adelantó, cogió los auriculares de Erin y se los puso.
La línea hizo clic.
– Servicios de emergencia Cortez -dijo Gloria.
Se oyó una voz femenina, aguda y entrecortada por el pánico.
– Socorro…, parque…, hombre.
Gloria intentaba calmar a quien llamaba asegurándole que el socorro ya estaba de camino. Casi no podía entender una palabra de lo que decía la persona que llamaba, pero no importaba. Las computadoras ya habían localizado el lugar, una llamada desde un teléfono público en un parque de Atlanta. La Camarilla tenía una oficina en Atlanta, lo cual significaba que tenía también allí un equipo de emergencias, y la computadora lo despachaba automáticamente en el momento mismo en que localizaba el origen de la llamada. La misión de Gloria consistía en tranquilizar a quien llamaba hasta que llegase el equipo.
– ¿Puedes decirme cómo te llamas, cariño?
– D… na M… ur.
Los sollozos interrumpían las palabras, tornándolas ininteligibles. Gloria miró su monitor. El ordenador analizaba la voz, buscando su correspondencia con las de los registros de empleados y familiares de la Camarilla. Apareció una lista de varias docenas de nombres. Luego el ordenador la descompuso por género, edad estimada y lugar de la llamada. Devolvió una lista de cinco nombres. Gloria se concentró en el primero, el que la computadora proponía como más probable.
– ¿Dana? ¿Eres Dana MacArthur, cielo?
Un «Sí» apagado.
– Muy bien, ahora quiero pedirte que busques un lugar…
La línea se cortó.
– ¡Maldición! -dijo Gloria.
– El equipo de Atlanta acaba de llamar -dijo Simon-. El equipo de emergencia médica llegará allí dentro de diez minutos. ¿Quién es?
Gloria señaló su pantalla con una mano. Simon se inclinó para mirar la foto. Una adolescente le sonreía.
– ¡Mierda! -exclamó-. ¡Otro más no!
El conductor viró el todoterreno, entró en el parque y apagó las luces. Dennis Malone contempló la noche encapotada a través de la ventanilla. Se volvió para decirle a Simon que necesitarían una buena iluminación, y vio que el técnico del escenario del crimen ponía pilas nuevas a su linterna. Dennis hizo un gesto de aprobación, contuvo un bostezo y bajó la ventanilla para respirar aire fresco. En el avión, se había cargado de cafeína, pero no estaba surtiendo efecto. Empezaba a sentirse viejo para esas cosas. Pero en cuanto se le cruzó esa idea por la cabeza, la desechó con una sonrisa. El día en que se rindiera sería también el día en que lo encontrarían frío y rígido en la cama.
Tenía el mejor empleo que un policía podía desear. Jefe de la mejor unidad de investigación del país, con los recursos y los fondos con los que sus antiguos colegas del FBI sólo podían soñar. Y no solamente tenía que resolver crímenes, tenía que urdirlos. Cuando los Cortez necesitaban deshacerse de alguien, recurrían a Dennis, y, junto con su equipo, él organizaba el crimen perfecto, un crimen que dejaba perplejas a las autoridades. Ésa era la mejor parte de su trabajo. Lo que estaba haciendo esa noche era la peor. Dos en una semana. Dennis se decía que era una coincidencia, ataques casuales que nada tenían que ver con la Camarilla misma. La alternativa…, bueno, nadie quería considerar la alternativa.
El todoterreno se detuvo.
– Ahí -dijo el conductor, señalando-. A la izquierda, detrás de esos árboles.
Dennis abrió la puerta de golpe y se apeó del coche. Giró varias veces los hombros para desentumecerlos mientras inspeccionaba el lugar. No había nada que ver. Ni cintas que delimitaran el lugar del crimen, ni equipos de televisión, ni siquiera una ambulancia. Los técnicos de emergencias médicas de la Camarilla ya habían estado y se habían ido, llegados silenciosamente en un vehículo camuflado para dirigirse después a toda marcha, en la oscuridad de la noche, al aeropuerto donde habían depositado a su pasajera en el mismo jet que había traído a Dennis y Simon a Atlanta.
Más allá, junto a un bosquecillo, una linterna emitía señales intermitentes.
– Malone -dijo Dennis-. División Miami Sur.
La luz siguió encendida y un hombre rubio y corpulento se acercó. Un tipo nuevo, recientemente venido de la Camarilla St. Cloud. ¿Jim? ¿John?
Los saludos no fueron más que un breve intercambio de «holas». Sólo les quedaban unas pocas horas hasta que rompiera el día, y mucho trabajo que hacer mientras tanto. Jim y el chófer que los había traído desde el aeropuerto estaban capacitados para ayudar a Dennis y a Simon, pero de cualquier manera examinar el escenario del crimen les exigiría todos los minutos de las horas que quedaban.
Simon se puso detrás de Dennis, con la cámara en una mano y la luz en la otra. Le pasó la luz al conductor -Kyle se llamaba, ¿verdad?- y le señaló adónde quería que la dirigiera. Entonces comenzó a tomar fotografías. A Dennis le llevó un momento ver qué era lo que fotografiaba Simon. Ésa era una de las ventajas de tener técnicos en criminología que fueran chamanes: se los ponía en el lugar de los hechos e instintivamente captaban las ondas de violencia y sabían por dónde empezar a trabajar.
Siguiendo el ángulo de la lente de la cámara de Simon, Dennis levantó la vista y vio una soga que colgaba de una rama, con el extremo cortado. Otro trozo estaba en el suelo, donde los técnicos de emergencias médicas lo habían retirado de la garganta de la muchacha.
– Tardé en encontrarla -dijo Jim-. Si hubiera sido un poco más rápido…
– Está viva -respondió Dennis-. Si no hubieras actuado con esa rapidez, no lo estaría.
Su teléfono móvil vibró. Lo sacó del bolsillo. Un mensaje de texto.
– ¿Le has dado la última información al señor Cortez? -le preguntó a Jim-. Aún no ha recibido ningún informe desde el lugar de los hechos.
Por la expresión de Jim, Dennis supo que todavía no lo había enviado. En el caso de la Camarilla St. Cloud probablemente no se telefoneaba a nadie de la familia a las tres de la madrugada a menos que la Bolsa de Tokio se acabara de desplomar. Pero no era así cuando se trabajaba para los Cortez.
– Ya has rellenado una planilla de informe preliminar, ¿no es cierto? -preguntó Dennis.
Jim afirmó con la cabeza mientras buscaba con torpeza en los bolsillos su agenda electrónica.
– Bueno, envíaselo de inmediato al Sr. Cortez. Lo está esperando para informar al padre de Dana, y no puede hacerlo hasta que conozca los detalles.
– ¿El señor…? ¿Qué señor Cortez?
– Benicio -murmuró Simon mientras continuaba sacando fotos-. Se lo tienes que enviar a Benicio.
– ¿Eh? Ah, bueno.
Mientras Jim transmitía el informe, Simon retrocedió para fotografiar la soga que estaba en el suelo. La sangre veteaba la parte inferior del rollo, y Dennis se estremeció, imaginándose a su nieta allí tirada. Se suponía que esas cosas no ocurrían. Desde luego no a los chicos de las camarillas. Si trabajabas para una camarilla, tus chicos estaban protegidos.
– La hija de Randy, ¿no es cierto? -dijo Simon en voz baja detrás de él-. ¿La mayor?
Dennis apenas recordaba a Randy MacArthur, como para saber cuántos hijos tenía. Pero Simon seguramente estaba en lo cierto. Si un día iba al picnic de una compañía, al día siguiente le preguntaba a Pedro González, de Contabilidad, si su hijo se había recuperado del resfriado.
– ¿Qué es el padre de Dana? -preguntó Jim.
– Semidemonio -dijo Simon-. Un Exaudio, me parece.
Jim y Dennis afirmaron con la cabeza. Ellos eran semidemonios, como lo era la mayoría del cuerpo policial de la Camarilla, y sabían lo que eso significaba. Dana no había heredado ninguno de los poderes de su padre.
– La pobre chica no tuvo ninguna oportunidad -afirmó Dennis.
– En realidad, creo que es una sobrenatural -dijo Simon-. Si no me equivoco, su madre es una bruja, de modo que ella también debería serlo.
Dennis hizo un movimiento con la cabeza.
– Como he dicho, la pobre criatura no tuvo la menor oportunidad.
El chico de los Cortez
Estaba sentada en la habitación de un hotel, enfrente de dos brujas de unos treinta y tantos años vestidas de traje, oyéndolas decir las palabras de rigor. Todas esas fórmulas de cortesía. Las maravillas que habían oído de mi madre. Lo horrorizadas que se habían sentido al enterarse de su asesinato. Lo mucho que se alegraban de ver que a mí me iba bien a pesar de mi ruptura con el Aquelarre.
Todo esto dijeron, sonriendo con la mezcla justa de pena, conmiseración y aliento. Wendy Aiken fue quien principalmente se encargó de hablar. Mientras lo hacía, los ojos de su hermana menor, Julie, se clavaban en donde estaba Savannah, mi pupila de trece años, sentada en la cama. Capté las miradas que Julie le dirigía: de desagrado y temor al mismo tiempo. La hija de una bruja negra, en su habitación de hotel.
Mientras Wendy movía los labios repitiendo trivialidades ensayadas, dirigió la mirada hacia el reloj. Supe entonces que fracasaría, una vez más. Pero solté mi discurso de todos modos. Les expuse mi visión de un nuevo Aquelarre para la era tecnológica, unido por la hermandad en vez de la proximidad; cada bruja viviría donde quisiera, pero con un sistema de apoyo pleno por parte del Aquelarre, a sólo una llamada telefónica o un correo electrónico de distancia.
Cuando terminé, las hermanas se miraron la una a la otra. Continué.
– Como ya he mencionado, están también los «Grimorios». Hechizos de tercer nivel, perdidos durante generaciones. Los tengo y quiero compartirlos, para devolverles a las brujas la gloria que perdieron.
A mi juicio, esos libros eran mi mejor carta. Aunque no se diera importancia a la hermandad ni al apoyo mutuo, sin duda se ambicionarían esos poderes. ¿Qué bruja no los querría? Y sin embargo, al mirar a Wendy y Julie, vi que mis palabras les resbalaban, como si yo estuviese ofreciendo un juego de cuchillos gratis con la compra del mobiliario completo de un salón.
– Eres una vendedora muy convincente -dijo Wendy con una sonrisa.
– Pero… -susurró Savannah desde la cama.
– Pero debemos reconocer que tenemos un problema con la… compañía que ahora tienes.
La mirada de Julie se deslizó hacia Savannah. Me puse tensa, dispuesta a saltar en su defensa.
– El chico de los Cortez -dijo Wendy-. Bueno, ese joven, debería decir. Sí, sé que no está involucrado en la Camarilla de su familia, pero ya sabemos lo que pasa con esas cosas. La rebelión juvenil está muy bien, pero no paga las facturas. Y según he oído, no tiene mucho éxito en ese aspecto.
– Lucas…
– Es todavía muy joven, lo sé, y hace un montón de trabajo benéfico. Eso es muy noble, Paige. Soy consciente de que una mujer joven puede encontrarlo romántico…
– Pero -terció Julie- como dice Wendy, no paga las facturas. Y es un Cortez.
Wendy lo reafirmó con un movimiento de cabeza.
– Sí, es un Cortez.
– ¡Un momento! -exclamó Savannah, poniéndose de pie-. Quiero preguntar algo. -Avanzó hacia las hermanas. Julie retrocedió-. ¿Cuándo fue la última vez que salvasteis a una bruja de ser asesinada por matones de una Camarilla? Lucas lo hizo el mes pasado.
– Savannah… -empecé a decir.
Se acercó aún más a las dos mujeres. -Y ¿qué me decís de defender a un chamán acosado por una Camarilla? Eso es lo que hace Lucas ahora. Y Paige realiza obras de caridad, también. En realidad, lo está haciendo en este mismo instante, ofreciéndoles a dos hipócritas como vosotras un lugar en su Aquelarre.
– ¡Savannah!
– Me voy al vestíbulo -dijo-. Aquí apesta.
Dio media vuelta y salió de la habitación.
– Dios mío -dijo Wendy-. Desde luego, es hija de su madre.
– Gracias a Dios -añadí, y me fui también.
Mientras me alejaba del centro de la ciudad, Savannah rompió el silencio.
– Oí lo que dijiste. Fue una buena réplica.
Las palabras «aunque no lo dijeras en serio» quedaron flotando entre nosotras. Hice un gesto con la cabeza y me concentré en el tráfico. Aún me costaba comprender a Eve, la madre de Savannah. No me resultaba fácil. Todo mi ser se rebelaba ante la idea de identificarme con una bruja negra. Pero aunque fuera incapaz de considerar a Eve alguien a quien admirar, había llegado a aceptar que había sido una buena madre. La prueba de ello estaba a mi lado. De una mujer realmente malvada nunca habría nacido una hija como Savannah.
– Sabes que yo tenía razón -dijo-. Sobre ellas. Son exactamente como el Aquelarre. Te mereces…
– No -dije en voz baja-. Por favor.
Me miró. Percibía su mirada, pero no giré la cabeza. Después de un momento, ella movió la suya para mirar por la ventanilla.
Estaba muerta de miedo, como habría dicho mi madre. Me compadecía de mí misma, y sabía que no tenía razones para ello. Debía estar contenta, e incluso eufórica. Sin duda mi vida había dado un serio vuelco cuatro meses antes -si es que «el final de la vida tal como la conocía» puede llamarse así-, pero había sobrevivido. Era joven. Tenía buena salud. Estaba enamorada. Caramba, tendría que estar contenta. Y cuando no lo estaba, eso no hacía más que añadir culpa a mi tristeza, y terminaba censurándome a mí misma por comportarme como una chiquilla malcriada y egoísta.
Me aburría. El trabajo de diseño de páginas web que en otros tiempos me apasionaba, se apilaba ahora sobre el escritorio: un fastidio de tarea que tenía que llevar a cabo si en casa aspirábamos a comer. ¿He dicho casa? Quería decir apartamento. Hacía cuatro meses que mi casa en las proximidades de Boston había ardido hasta quedar reducida a cenizas, junto con todo lo que poseía. Ahora era la orgullosa inquilina de un cutre apartamento de dos dormitorios que tenía alquilado en un barrio aún más cutre de Portland, Oregón. Sí, podía pagar algo mejor, pero detestaba recurrir al dinero del seguro, porque me aterrorizaba la idea de despertarme un día sin nada en el banco y verme forzada a pasar la eternidad viviendo en la pensión de una vieja sorda que viera programas de entrevistas a todo volumen dieciocho horas al día.
Durante los primeros dos meses me había encontrado bien. Lucas, Savannah y yo habíamos pasado el verano viajando. Pero llegó septiembre, y Savannah tenía que ir a la escuela. De modo que pusimos casa -apartamento- en Portland, y seguimos adelante. O quizá debería decir que Savannah y Lucas siguieron adelante. Ambos habían llevado ya vidas nómadas, de modo que esto no era nada nuevo para ellos. No así para mí. Yo había nacido cerca de Boston, y allí había vivido siempre, sin alejarme jamás, ni siquiera para estudiar. Mas en mi lucha por proteger a Savannah la última primavera, mi casa no había sido lo único destruido. Toda mi existencia se había convertido en humo -mi negocio, mi vida privada, mi reputación-, todo había sido arrastrado por el lodo de la prensa amarilla, y me había visto forzada a instalarme en el otro extremo del país, en algún lugar donde nadie hubiese oído hablar de Paige Winterbourne. El escándalo se había extinguido bastante pronto, pero yo no podía volver. El Aquelarre me había exiliado, lo que significaba que tenía prohibido residir dentro de los límites del estado. No obstante, no me había dado por vencida. Me había tragado las penas, secado las lágrimas y vuelto a la pelea. ¿Que mi Aquelarre no me quería? Pues bien, iniciaría otro. Durante las últimas ocho semanas me había entrevistado con nueve brujas. Todas y cada una de ellas dijeron las palabras de rigor, y después me rechazaron de plano. Con cada rechazo, el abismo se agrandaba.
Salimos a comer fuera y después vimos una película. Era mi manera de pedirle disculpas a Savannah por haberle impuesto otra sesión de reclutamiento de brujas.
De vuelta en el apartamento, metí prisa a Savannah para que se acostara y entré corriendo en mi habitación justamente cuando el radioreloj marcaba las 10:59. Cogí el teléfono inalámbrico, salté sobre la cama y clavé los ojos en el reloj. Dos segundos después de las 11:00, sonó el teléfono.
– Dos segundos tarde -dije.
– De ninguna manera. Debes de tener el reloj adelantado.
Sonreí y me acomodé en la cama. Lucas estaba en Chicago, defendiendo a un chamán a quien la Camarilla St. Cloud quería hacerle pagar los platos rotos por una operación de espionaje corporativo que se había destapado.
Le pregunté a Lucas cómo marchaba el caso, y me puso al tanto. Me preguntó entonces qué tal me había ido la tarde, en especial la reunión con las brujas. Por un momento, casi deseé tener un novio que no supiera ni se preocupara de mi vida más allá de su esfera de influencia. Lucas probablemente apuntaba todos mis compromisos en su agenda, para no caer nunca en la desconsideración de no preguntar por ellos.
– Me fusilaron -dije.
Un momento de silencio.
– Lo siento.
– No tiene…
– Sí, la tiene. Lo sé. Pero también sé que, en circunstancias favorables y el momento oportuno, al final te verás en la situación en que el número de brujas que pidan a gritos incorporarse a tu Aquelarre excederá con mucho tus expectativas.
– En otras palabras, ¿démosle tiempo y tendré que echarlas a bastonazos?
Una risa reprimida flotó por la línea.
– Me vuelvo menos coherente aún tras un día en los Tribunales, ¿verdad?
– Si no hablaras así de vez en cuando, lo echaría de menos. Té echo de menos. ¿Sabes ya cuándo vas a llegar?
– Dentro de tres días a lo sumo. No se trata de un juicio por asesinato. -Se aclaró la garganta-. Hablando de eso, otro caso me ha llamado la atención hoy. Un semidemonio asesinado en Nevada, aparentemente confundido con otro que estaba sentenciado a muerte por una camarilla.
– ¡Vaya!
– Exactamente. La Camarilla Boyd ni admite su error ni lleva a cabo una investigación procesal formal. He pensado que tal vez podrías ayudarme. Es decir, si no estás ocupada…
– ¿Cuándo partiríamos?
– El domingo. Savannah podría quedarse en casa de Michelle, y volveríamos el lunes por la noche.
– Me parece… -Me interrumpí-. Savannah tiene hora con el dentista el lunes por la tarde. Podría cambiarlo, pero…
– Sí, hubo que esperar seis semanas para esa cita, soy consciente. Lo tengo apuntado. A las tres, con el doctor Schwab. Debería haberme fijado antes de pedirte que me acompañaras. -Hizo una pausa-. Aunque tal vez podrías acompañarme y regresar el lunes temprano por la mañana…
– Vale. Eso está mejor.
Las palabras me salieron vacías, perdida la alegría que había surgido tan sólo un momento antes. Entreví un futuro plagado de hojas de calendario llenas de citas con el dentista, clases de arte los sábados por la mañana y reuniones de padres en el colegio extendiéndose hasta la eternidad.
Junto con ese pensamiento surgió otro. ¿Cómo me atrevía a quejarme? Yo había asumido esa responsabilidad. La había querido y había peleado por ella. Tan sólo unos pocos meses antes había contemplado la misma instantánea de mi futuro y me había sentido feliz. Ahora, a pesar de mi amor por Savannah, no podía negar esas ocasionales punzadas de resentimiento.
– Encontraremos una solución -dijo Lucas-. Mientras tanto, debería mencionar que he aprovechado un breve receso del tribunal para visitar algunas de las zonas de tiendas menos conocidas de Chicago y he encontrado algo que podría animarte. Un collar.
Sonreí con desgana.
– ¿Un amuleto?
– No, creo que es lo que llaman un nudo celta. De plata. Un diseño sencillo, pero elegante.
– ¡Ajá! Qué bien… Excelente.
– Mentirosa.
– No, en serio, yo… -Me interrumpí-. No es un collar, ¿verdad?
– Bueno, me han dicho de buena fuente que las joyas son el obsequio adecuado para expresar el afecto. Alguien podría argumentar que preferirías un hechizo excepcional, pero el empleado de la joyería me aseguró que todas las mujeres prefieren collares antes que viejos pergaminos.
Me puse boca abajo y sonreí.
– ¿Me has comprado un hechizo? ¿De qué clase? ¿De bruja? ¿De hechicero?
– Es una sorpresa.
– ¿Qué? -Me incorporé de un salto-. ¡Ni lo sueñes! No te atrevas…
– Así esperarás con ganas mi regreso.
– Bueno, eso está muy bien, Cortez, porque sabe Dios que no esperaba ninguna otra cosa.
Se oyó una risa contenida.
– Mentirosa.
Me eché de nuevo en la cama.
– ¿Por qué no hacemos un trato? Tú me dices lo que hace el hechizo y yo te diré algo que te haga ilusión.
– Es tentador.
– Te lo voy a hacer más que tentador.
– No lo dudo.
– Bueno. Este es el trato. Yo te doy una lista de opciones. Si te gusta alguna, la tendrás cuando llegues a casa, si me cuentas lo del hechizo esta noche.
– Antes de que empieces, me veo obligado a advertirte que estoy más que resuelto a guardar el secreto. Para romper esa resolución hará falta algo más que una lista de ropa para lavar, por muy creativa que sea. La clave estará en los detalles.
Sonreí.
– ¿Estás solo?
– Eso no hay ni que preguntarlo. Ahora, si lo que quieres saber es si estoy en la habitación de mi hotel, la respuesta es sí.
Mi sonrisa se hizo más amplia.
– Bueno, entonces voy a darte todos los detalles que puedas aguantar.
Nunca llegué a averiguar en qué consistía el hechizo, probablemente porque, a los cinco minutos de conversación, ambos olvidamos lo que la había provocado, y cuando llegó el momento de cortar, me acurruqué bajo las mantas, olvidándome hasta de las más básicas rutinas de higiene nocturna, y enseguida me quedé dormida, siendo la curiosidad la única cosa que no me quedó satisfecha.
Antes muerte que deshonor
A la mañana siguiente, salté de la cama, dispuesta a comerme el mundo. Habría sido ésta una señal positiva si no hubiera hecho lo mismo todas las mañanas durante las últimas dos semanas. Me levantaba, fresca, decidida a que ése sería el día en que saldría del pozo. Prepararía el desayuno para Savannah. Dejaría un optimista mensaje de ánimo en el móvil de Lucas. Correría tres kilómetros. Me sumergiría en los proyectos de mi página web con renovado empeño e imaginación. Por la tarde haría un hueco para buscar tomates maduros en el mercado. Cocinaría una cacerola de salsa para tallarines tan grande que llenaría nuestra pequeña nevera. La lista seguía. Por lo general todo se estropeaba en algún punto entre dejarle el mensaje a Lucas y comenzar mi trabajo diario…, aproximadamente alrededor de las nueve de la mañana.
Esa mañana salí a correr todavía animada. Sabía que no iba a llegar a los tres kilómetros, teniendo en cuenta que nunca había superado el kilómetro y medio en toda mi carrera de deportista, que andaba en su quinta semana. A lo largo de los últimos dieciocho meses había advertido, en múltiples ocasiones, que mi estado físico dejaba mucho que desear. Con anterioridad, una buena partida de billar era la máxima actividad que realizaba. Si tuviera que correr para salvar la vida, seguro que me daba un infarto.
Puesto que estaba reinventándome a mí misma, me propuse hacer un poco de ejercicio todos los días. Y ya que Lucas corría, me pareció que ésa era la elección lógica. Todavía no se lo había dicho. No se lo diría hasta alcanzar la marca de los tres kilómetros. Entonces le diría: «Oh, a propósito, he empezado a correr hace unos días». Dios me libre de aceptar que no puedo conseguir cualquier cosa a la primera.
Esa mañana, rebasé finalmente el límite del kilómetro y medio. Es cierto que lo pasé por unos diez metros, más o menos, pero de cualquier modo era mi máximo logro personal, de modo que me di el capricho de un helado de regreso a casa.
Al doblar la última esquina, advertí dos figuras sospechosas que se encontraban de pie delante de mi edificio. Ambos llevaban trajes, lo que en mi barrio era muy sospechoso. Me fijé en si llevaban Biblias o enciclopedias, pero tenían las manos vacías. Uno contemplaba atentamente el edificio, esperando tal vez que se transformara en la sede de una gran corporación.
Saqué las llaves del bolsillo. Mientras los miraba, dos niñas pasaron a su lado. Me pregunté por qué no estaban en el colegio -tonta pregunta en nuestro barrio, pero aún me hallaba en proceso de adaptación- y entonces me di cuenta de que las «niñas» tenían cuarenta años por lo menos. Mi error había surgido de la diferencia de tamaño. Los dos hombres sacaban a las mujeres unos treinta centímetros.
Ambos tenían pelo corto y oscuro, y un rostro de rasgos marcados bien afeitado. Ambos llevaban gafas Ray Ban. Ambos eran altos como secoyas. Si no hubiera habido entre ellos una diferencia de altura de dos o tres centímetros, habría jurado que eran gemelos idénticos. Aparte de eso, mi único modo de distinguirlos era por el color de las corbatas. Uno lucía una corbata roja; el otro, verde jade.
Cuando me acerqué, los dos se volvieron hacia mí.
– ¿Paige Winterbourne? -preguntó Corbata Roja.
Acorté el paso y mentalmente preparé un hechizo.
– Estamos buscando a Lucas Cortez -dijo Corbata Verde-. Nos envía su padre.
Mi corazón comenzó a latir a doble velocidad, y parpadeé para disimular mi sorpresa.
– ¿Su pa…? ¿Benicio?
– El mismo -respondió Corbata Roja.
Esbocé una sonrisa.
– Lo lamento, pero Lucas está en el tribunal hoy.
– Entonces, el señor Cortez desearía hablar con usted.
Se volvió a medias, orientando mi mirada hacia un enorme coche negro aparcado en la esquina, en la zona de estacionamiento prohibido. De modo que esos dos no eran mensajeros solamente; eran sus semidemonios guardaespaldas personales.
– ¿Benicio quiere hablar conmigo? -pregunté-. Muy honrada. Díganle que suba. Voy a preparar la tetera.
La boca de Corbata Roja se contrajo.
– Él no va a subir. Usted va a ir hasta el coche.
– ¿En serio? Vaya, usted debe de ser uno de esos semidemonios médiums. Nunca me había topado con ninguno.
– El señor Cortez quiere que usted…
Levanté una mano para interrumpirlo. Mi mano apenas le llegaba a la altura del ombligo. Es algo que asusta si uno lo piensa. Por fortuna, yo no lo pensé.
– Verán -dije-. ¿Que Benicio quiere hablar conmigo? Muy bien, pero dado que yo no he solicitado esta audiencia, será él quien venga a donde estoy yo.
Las cejas de Corbata Verde se alzaron por encima de sus gafas.
– Eso no es… -comenzó a decir Corbata Roja.
– Ustedes son mensajeros. Les he dado un mensaje. Ahora entréguenlo.
Como ninguno de los dos se movía, lancé un hechizo en silencio y moví mis dedos hacia ellos indicándoles que se alejaran.
– Ya lo han oído. ¡Fuera!
Al mover yo los dedos, ellos retrocedieron tambaleándose. Las cejas de Corbata Verde se enarcaron más aún. Corbata Roja recuperó el equilibrio y me dedicó una mirada furibunda, como si quisiera lanzarme una bola de fuego, o lo que fuese su especialidad demoníaca. Antes de que pudiese actuar, Corbata Verde le miró e hizo una seña con el mentón en dirección al coche. Corbata Roja se conformó con lanzarme otra mirada furiosa y echó a andar dando zancadas.
Alargué el brazo para agarrar el picaporte. Al abrirse la puerta, una mano me cogió la cabeza. Miré hacia arriba y vi al guardaespaldas que llevaba la corbata verde. Supuse que iba a mantener la puerta cerrada para que yo no pudiese escaparme, pero en cambio la abrió y la mantuvo abierta para que yo pasara. Entré. Él me siguió. A esas alturas, cualquier mujer en su sano juicio habría salido corriendo. Por lo menos, habría girado sobre sus talones y regresado a la calle, a un lugar público. Pero yo estaba hastiada y el hastío tiene un efecto negativo sobre mi sensatez.
Abrí la segunda puerta. Esta vez, la mantuve abierta para que él pasara. Caminamos en silencio hacia el ascensor.
– ¿Sube? -pregunté.
Él apretó el botón. Cuando se oyó el sonido que producía el movimiento del ascensor, flaqueé en mi resolución. Iba a meterme en un lugar pequeño y cerrado con un semidemonio que era literalmente dos veces mi tamaño. Había visto demasiadas películas para no saber cómo podía terminar aquello.
¿Pero qué otras alternativas tenía? Si echaba a correr, sería exactamente lo que ellos esperaban: una tímida bruja asustadiza. Nada que pudiera hacer en el futuro podría borrar eso jamás. Por otro lado, podía entrar en el ascensor y no salir nunca caminando de él. ¿Muerte o deshonor? Para ciertas personas, realmente no hay elección.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, entré en él.
El semidemonio me siguió. Al cerrarse las puertas, se quitó las gafas de sol. Sus ojos eran de un azul tan frío que hicieron que se me erizara el vello de los brazos. El apretó el botón de «stop». El ascensor hizo un ruido y se detuvo.
– ¿Ha visto usted alguna vez esta escena en alguna película? -preguntó.
Miré a mi alrededor.
– Ahora que lo menciona, creo que sí.
– ¿Sabe lo que ocurre a continuación?
Dije que sí con la cabeza.
– El grandote malo ataca a la indefensa y joven heroína, que repentinamente revela poderes inimaginables hasta ese momento, que ella utiliza no sólo para mantener a raya a su agresor, sino para dejarlo convertido en un guiñapo sangriento. Entonces ella escapa -moví la cabeza hacia atrás- por ese oportuno hueco y trepa por los cables. El malo recobra la conciencia y ataca, tras lo cual ella se ve forzada, contra su propio código moral, a cortar el cable con una bola de fuego y a enviarlo a él a una muerte segura.
– ¿Eso es lo que ocurre?
– Seguro. ¿No ha visto usted esta?
Los labios del hombre esbozaron una sonrisa, descongelando su mirada de hielo.
– Sí, puede que la haya visto. -Se apoyó en la pared-. Bueno, ¿qué tal está Robert Vasic?
Parpadeé, sobresaltada.
– Eeeh, bien…, muy bien.
– ¿Sigue dando clase en Stanford?
– Esto…, sí. Media jornada.
– Un semidemonio profesor de demonología. Siempre me ha gustado eso -dijo con una sonrisa-. Aunque me gustaba más cuando era un sacerdote semidemonio. Ya no quedan muchos. La próxima vez que vea a Robert dígale que Troy Morgan le manda saludos.
– Se…, se los daré.
– La última vez que vi a Robert, Adam era todavía un niño. Jugaba al béisbol en el patio de atrás. Cuando me enteré de con quién salía Lucas, pensé: ésa es la chica de los Winterbourne. La amiga de Adam. Entonces me dije, vaya, ¿qué edad tendrá ella, diecisiete, dieciocho?
– Veintitrés.
– Vaya, me estoy haciendo viejo. -Troy movió la cabeza de un lado al otro. Luego me miró a los ojos-. El señor Cortez no se va a ir hasta que usted hable con él, Paige.
– ¿Qué es lo que quiere?
Troy arqueó las cejas.
– ¿Cree usted que me lo diría? Si Benicio Cortez quiere entregar un mensaje en persona, entonces es personal. De lo contrario, se ahorraría el viaje y enviaría a algún lacayo hechicero. En cualquier caso los guardaespaldas semidemonios no se enteran. Lo único que sé es que realmente quiere hablar con usted, hasta el punto de que si usted insiste en invitarlo a subir, vendrá. La pregunta es: ¿usted está de acuerdo? No hay riesgo. Yo puedo subir y quedarme de guardia, si usted quiere, pero si usted se siente más cómoda en un lugar público, se lo diré.
– No, está bien -dije-. Lo veré si sube al apartamento.
Troy asintió.
– Subirá.
Un ofrecimiento que puedo rehusar
Desde el momento en que entré en mi apartamento, tuve que apretar los puños para no cerrar la puerta y echar el cerrojo. Iba a conocer a Benicio Cortez. Y para mi vergüenza, tenía miedo.
Benicio Cortez era la cabeza suprema de la Camarilla Cortez. La comparación entre las camarillas y la mafia era tan vieja como el mismo crimen organizado. Pero era una mala analogía. Comparar a las pandillas con una Camarilla era como comparar a una banda de neonazis adolescentes con la Gestapo. Y sin embargo yo temía encontrarme con Benicio, no porque fuera el CEO de la Camarilla más poderosa del mundo, sino porque se trataba del padre de Lucas. Todo lo que era Lucas, y todo lo que temía llegar a ser, estaba encarnado en ese hombre.
Cuando supe por primera vez quién era Lucas, supuse que, habiendo consagrado su vida a combatir a las camarillas, Lucas no tendría ningún contacto con su padre. Pronto advertí que el asunto no era tan simple. Benicio llamaba por teléfono. Enviaba regalos de cumpleaños. Invitaba a Lucas a todas las reuniones familiares. Actuaba como si no hubiera ninguna desavenencia. Y ni siquiera su hijo parecía comprender por qué actuaba así. Cuando sonaba el teléfono y el número de Benicio aparecía en el identificador de llamadas, Lucas solía quedarse de pie delante del aparato y contemplarlo largamente, y en sus ojos yo veía un conflicto que no podía imaginar. A veces respondía. A veces no. En cualquiera de los dos casos, parecía lamentar la decisión tomada.
De modo que estaba a punto de conocer a ese hombre. ¿Qué era lo que verdaderamente temía? No estar a su altura. Que Benicio me echara una sola mirada y decidiera que yo no era suficientemente buena para su hijo. ¿Y lo peor de todo? Que en este momento yo no estaba segura de que Benicio estuviese en un error.
Se oyó un solo golpecito en la puerta.
Respiré profundamente, caminé hacia ella y la abrí. Al ver al hombre que estaba allí de pie, el corazón se me subió a la garganta. Durante unos instantes, tuve la certeza de haber sido engañada, de que ése no era Benicio sino uno de sus hijos -el hijo que había ordenado mi muerte cuatro meses antes. Me habían drogado y, al recobrar la conciencia, lo primero que vi fueron los ojos de Lucas -una espeluznante versión de los mismos, aquel marrón oscuro de algún modo era más frío que el azul gélido de la mirada de Troy Morgan. No había sabido cuál de los hermanastros de Lucas había sido. Aún lo ignoraba, pues nunca le había contado a Lucas lo ocurrido. Pero, ahora, al mirar aquellos ojos, el acero de mi columna vertebral se convirtió en mercurio y tuve que asirme del picaporte para mantenerme firme.
– Señorita Winterbourne.
Cuando habló, me di cuenta de que me había equivocado. La voz de aquel día la tenía grabada en la cabeza: palabras cortantes, proferidas en staccato, amargas. Esta voz tenía la suavidad del terciopelo, era la de un hombre que nunca había tenido que gritar para atraer la atención de nadie. Cuando lo invité a entrar, una mirada más detenida confirmó mi error. El hijo que yo había conocido andaría por los cuarenta y pocos, y este hombre era veinte años mayor. Sin embargo, se trataba de un error comprensible. Si se suavizaran algunas de las profundas arrugas de este rostro, Benicio sería el vivo retrato de ese hijo. Ambos hombres eran anchos de espaldas, fornidos y de poco más de un metro setenta de estatura, en contraste con el físico de Lucas, alto y delgado como una barra de acero.
– Conocí a su madre -dijo Benicio mientras cruzaba la habitación. Nada de «Era una buena mujer» o «Lamento su pérdida» se oyó a continuación. Tan sólo ese enunciado, tan desprovisto de emoción como su mirada. Sus ojos recorrieron la habitación, observando el mobiliario de segunda mano y las paredes vacías. Una parte de mí deseaba explicárselo, y otra parte se horrorizaba ante ese impulso. No le debía ninguna explicación a ese hombre.
Benicio se detuvo ante el sofá, que estaba en perfecto estado de uso, aunque desgastado. Lo miró como si se preguntara si podría ensuciarle el traje. A esas alturas, un atisbo de la antigua Paige emergió a la superficie.
– No se moleste en sentarse -le dije-. Ésta no es una visita con té y panecillos. Ah, y estoy muy bien, gracias por preguntarlo.
Benicio volvió hacia mí su mirada vacía y esperó. Durante por lo menos veinte segundos, no hicimos más que mirarnos el uno al otro. Traté de mantenerme en silencio, pero no pude por menos de hablar primero.
– Como dije a sus hombres, Lucas está en un juicio, fuera de la ciudad. Si usted no me cree…
– Sé dónde está mi hijo.
Sentí un escalofrío en la nuca al oír el adverbio que no había sido expresado: «Siempre sé dónde está mi hijo». Nunca había pensado en eso, pero al oírlo ahora, no quedó duda alguna en mi mente de que Benicio siempre sabía dónde estaba Lucas y lo que estaba haciendo.
– Bueno, qué gracioso -dije-. Porque sus hombres me dijeron que usted tenía un mensaje para él. Pero si usted sabe que él no está aquí, entonces… Ah, ya lo pillo. No era más que una excusa, ¿verdad? Usted sabe que Lucas no está y entonces ha venido aquí con la disculpa de que quería dejarle un mensaje, esperando tener la oportunidad de conocer a su nueva novia. Usted no querría hacer eso en presencia de Lucas, porque tal vez no podría usted controlar su desilusión al confirmar que su hijo realmente sale con -ejem, convive con- una bruja.
– Tengo un mensaje -dijo-. Para los dos.
– Sospecho que no es de «felicitaciones».
– Tengo un caso que podría interesar a Lucas, y que podría ser también de especial interés para usted. -Durante el tiempo que llevábamos hablando, sus ojos no habían dejado de estar clavados en los míos, pero daba la impresión de que ahora me miraba de verdad-. Usted se ha hecho célebre tanto por haber evitado el intento de la Camarilla Nast de raptar a Savannah como por el papel que desempeñó para poner fin al asunto con Tyrone Winsloe el año pasado. El caso al que me refiero requeriría a una persona con sus capacidades.
Cuando terminó de hablar, sentí un estremecimiento de satisfacción. Pero de inmediato me invadió una oleada de vergüenza. ¡Dios mío! ¿Era acaso tan transparente? ¿Bastaba con que me lanzaran unas huecas palabras de alabanza para que meneara la cola como un cachorrito feliz? Acabábamos de conocernos y Benicio ya sabía qué botones apretar.
– ¿Cuándo fue la última vez que Lucas trabajó para usted? -pregunté.
– No se trata de ningún trabajo para mí. Sencillamente le estoy pasando un caso que creo puede interesar a mi hijo…
– ¿Y cuándo fue la última vez que intentó usted algo similar? Fue en agosto, ¿verdad? ¿Algo concerniente a un sacerdote vudú en Colorado? Lucas lo rechazó de plano como hace siempre.
A Benicio se le crispó una mejilla.
– ¿Qué? -pregunté-. ¿Acaso creyó que Lucas no me lo contaría? Como si él no me contara que usted le trae un caso cada pocos meses, ya sea para perjudicar a las otras camarillas o para convencerlo de que haga algo a petición suya. Él no está seguro de qué se propone con ello. Yo supongo que ambas cosas.
Esperó un momento. Luego me miró a los ojos.
– Este caso es diferente.
– Claro, seguro.
– Tiene que ver con la hija de uno de nuestros empleados -dijo-. Una niña de quince años que se llama Dana MacArthur.
Abrí la boca para replicar, pero no pude. En el momento en que dijo «niña de quince años» tenía que oír el resto.
Benicio continuó.
– Hace tres noches alguien la atacó mientras caminaba por un parque. La estrangularon, la colgaron de un árbol y la dieron por muerta.
Se me revolvieron las tripas.
– ¿Está…? -Traté de que me saliera la última palabra pero no pude.
– Está viva. En coma, pero viva. -Su voz se suavizó y los ojos reflejaron pena e indignación a partes iguales-. Dana no ha sido la primera.
Mientras él esperaba que yo hiciera la pregunta obvia, me la tragué y obligué a mi cerebro a que tomara otro camino.
– Lo lamento -dije, esforzándome por mantener la voz firme-. Espero que se recupere. Y que encuentre usted al responsable. Yo no puedo ayudarlo, y estoy segura de que Lucas tampoco. Pero le transmitiré el mensaje.
Comencé a caminar hacia el vestíbulo.
Benicio no se movió.
– Hay otra cosa que debería saber.
Me mordí los labios. No preguntes. No te dejes atrapar. No…
– La joven -continuó-, Dana MacArthur, es una bruja.
Durante un momento nos miramos fijamente el uno al otro. Entonces desvié la mirada, caminé a grandes pasos hasta la puerta y la abrí de un golpe.
– ¡Váyase! -dije.
Y, para mi sorpresa, se fue.
Pasé la siguiente media hora tratando de codificar un formulario de respuesta al consumidor para un cliente de una página web. Un asunto simple, pero no conseguía hacerlo, probablemente porque el noventa por ciento de mi cerebro no dejaba de darle vueltas a lo que Benicio me había contado. Una bruja adolescente. Estrangulada y colgada de un árbol. En coma. ¿Tenía eso algo que ver con el hecho de que fuera bruja? Benicio había dicho que no era la primera. ¿Había alguien persiguiendo brujas? ¿Asesinando brujas?
Me froté los ojos con las manos y deseé no haberle permitido nunca a Benicio entrar en nuestro apartamento. En el momento mismo en que lo pensaba, me di cuenta de que no merecía la pena. De una u otra manera, él se habría asegurado de que yo me enterase del caso de Dana MacArthur. Después de todos estos años de traerle casos a Lucas, había encontrado uno perfecto, y no habría cejado hasta que nos hubiéramos enterado del mismo.
Un leve crujido desde la cocina interrumpió mis reflexiones. Mi primer pensamiento fue: «Hay ratones», seguido de «Lo que me faltaba». Entonces, la tabla floja del suelo que había junto a la mesa crujió, y supe que fuera lo que fuese lo que estaba en la cocina era mucho más grande que un roedor.
¿Había echado el cerrojo? ¿Había lanzado el hechizo de la cerradura? No lo recordaba, pero suponía que de alguna manera la visita de Benicio me había abrumado tanto que me había olvidado de semejantes trivialidades. Mentalmente preparé dos hechizos, uno para vérmelas con un intruso humano y otro, más fuerte, para la variedad sobrenatural. Entonces me levanté de la silla y me deslicé hacia la cocina.
Se oyó un estrépito de platos y, acto seguido, una imprecación. No, en el mismo momento en que reconocí la voz, advertí que no se trataba de una imprecación, sino, sencillamente, de una manifestación de enojo. Donde cualquiera habría dicho entre dientes «mierda» o «maldición», esta persona nunca emitía ni siquiera una mala palabra sin considerar antes si era o no apropiada para la situación.
Sonreí y eché una mirada furtiva. Lucas llevaba aún la ropa que usaba en el tribunal: un traje gris oscuro y una corbata igualmente sombría. Un mes antes, Savannah le había comprado una corbata de seda verde, un toque de color que, según dijo, le hacía mucha falta. Desde entonces, él había salido tres veces de viaje, las tres llevándose consigo la corbata, pero yo estaba segura de que no se la había puesto nunca.
En lo que se refería a su aspecto, Lucas prefería el disfraz de la invisibilidad. Con gafas de montura metálica, pelo corto oscuro y un rostro sin rasgos llamativos, Lucas Cortez no necesitaba ningún hechizo para pasar desapercibido en cualquier sitio.
Se esforzaba en no hacer ruido ni dejarse ver mientras vertía en tazas el café que había traído en dos vasos de cartón.
– ¿Haciendo novillos, abogado? -pregunté, apareciendo en la cocina.
Cualquier otro habría dado un respingo. Lucas sólo pestañeó y luego me miró, curvados los labios en el pliegue que yo había aprendido a interpretar como una sonrisa.
– Me apetecía sorprenderte con un tentempié de media mañana, nada más.
– No tenías que hacer eso para sorprenderme. ¿Qué ha pasado con tu caso?
– Tras la debacle con el nigromante, el fiscal trató de conseguir un receso de veinticuatro horas para buscar a un testigo de última hora. Al principio me mostré reacio, porque quería terminar el asunto lo antes posible, pero tras hablar contigo anoche pensé que tal vez no te opondrías a una visita inesperada. De modo que decidí ser magnánimo y aceptar la palabra del demandante.
– ¿No perjudicará tu caso si encuentran a su testigo?
– No lo harán. Está muerto. Uso indebido de un enjambre de fuego.
– ¿Arma de fuego?
– No, enjambre de fuego.
Moví la cabeza a un lado y a otro y me senté a la mesa. Lucas puso dos panecillos en un plato y se lo trajo. Esperé hasta que comiera su primer bocado.
– Muy bien, morderé el anzuelo. ¿Qué es un enjambre de fuego? ¿Y qué le hizo a tu testigo?
– No es mi testi…
Le tiré mi servilleta.
Su cuarto de sonrisa se convirtió en una sonrisa entera y se dispuso a contarme la historia. Tiene su ventaja ser abogado de los sobrenaturales. El salario es escaso y la clientela puede ser mortífera, pero siempre que se toman acontecimientos sobrenaturales y se trata de presentarlos en un tribunal humano surgen necesariamente grandes historias. Esta vez, sin embargo, ninguna, por más entretenida que pudiera ser, podría distraerme de lo que me había dicho Benicio. Poco después de las primeras frases Lucas se interrumpió.
– Cuéntame lo que ocurrió anoche -me pidió.
– ¿Anoche? -Poco a poco logré centrarme-. Ah, lo del Aquelarre. Bueno, yo solté mi perorata, pero era evidente que estaban más interesadas en no perder la reserva que habían hecho para la cena.
Su mirada buscó la mía.
– Pero no es eso lo que te preocupa, ¿verdad?
Vacilé un momento.
– Tu padre ha estado aquí esta mañana temprano.
Lucas se puso tenso y sus dedos apretaron la servilleta con fuerza. Me escudriñó la mirada, tratando de encontrar alguna señal de que estuviera gastándole una broma pesada.
– Primero mandó a sus guardaespaldas -afirmé-. Al parecer te buscaba a ti, pero cuando dije que no estabas, se empeñó en hablar conmigo. Pensé que era mejor permitírselo. No estaba segura…, nunca habíamos discutido sobre lo que yo debía hacer en caso de…
– Porque no tendría que haber ocurrido. Cuando supo que yo no estaba aquí, no debería haber insistido en hablar contigo. Me sorprende que no supiera… -Se interrumpió, y me miró a los ojos-. Él sabía que yo no estaba, ¿no es cierto?
– Esto…, en realidad no estoy segura.
Lucas torció el gesto. Echó atrás su silla, se dirigió a grandes pasos al vestíbulo y sacó bruscamente el teléfono móvil de uno de los bolsillos de su chaqueta. Antes de que pudiera marcar, me acerqué al vestíbulo y levanté una mano para detenerlo.
– Si vas a llamarlo, será mejor que te cuente lo que quería, porque si no va a pensar que yo me he negado a transmitirte su mensaje.
– Sí, por supuesto.
Lucas guardó el teléfono en el bolsillo y luego se pellizcó el puente de la nariz, levantándose las gafas al mismo tiempo.
– Lo lamento mucho, Paige. Esto no tendría que haber ocurrido. Si se me hubiera pasado por la cabeza que él podría venir aquí, te habría prevenido; se suponía que nadie de la organización de mi padre debía ponerse en contacto contigo ni con Savannah. Me dio su palabra…
– Se comportó muy bien -dije, esbozando una sonrisa-. Fue breve y amable. Sólo quería que yo te dijese que tenía otro de esos casos que podía interesarnos…, bueno, interesarte.
Lucas frunció el ceño y supe que había captado mi lapsus.
– Aseguró que nos interesaría a los dos. Pero en realidad se refería a que podría interesarte a ti. Utilizó el plural sólo para suscitar mi curiosidad. Ya sabes: si logras intrigar a la nueva novia, ella insistirá hasta que él diga «Sí».
– ¿Qué fue lo que dijo?
Le conté la historia de Benicio. Cuando terminé, Lucas cerró los ojos y movió la cabeza a un lado y a otro.
– No puedo creer que haya… Mentira, sí quelo creo. Tendría que haberte prevenido.
Lucas hizo una pausa y luego me llevó de vuelta a la cocina.
– Lo siento mucho -dijo-. Estos últimos meses no han sido fáciles para ti, y no quiero que te veas afectada por esta parte de mi vida, al menos no más de lo necesario. Sé que yo soy la razón de que no encuentres brujas que se unan a tu Aquelarre.
– Eso no tiene nada que ver. Soy joven y no me he probado a mí misma…, bueno, aparte de probar que pueden echarme de un Aquelarre. Pero sea lo que sea lo que las obsesione, no tiene nada que ver contigo.
Él mostró una sonrisa pequeña y tenue.
– Sigues sin saber mentir.
– Bueno, no importa. Si ellas no quieren… -Sacudí la cabeza-. ¿Pero por qué estamos hablando de mí, si puede saberse? Tienes una llamada que hacer. Seguro que tu padre ya se ha convencido de que no voy a darte su recado, así que no dejaré de acosarte hasta que lo llames.
Lucas sacó su teléfono pero lo único que hizo fue contemplarlo. Tras unos instantes, me miró.
– ¿Tienes algún proyecto importante que hacer esta semana? -preguntó.
– Todo lo que debería estar terminado para finales de esta semana tendría que haberlo estado la semana anterior. Con Savannah aquí, no puedo permitir que se me echen encima los plazos, porque cualquier emergencia podría dejarme sin trabajo.
– Claro, por supuesto. Bueno… -Se aclaró la garganta-. No tengo que volver a los tribunales hasta mañana. Si Savannah pudiera quedarse esta noche en casa de unos amigos, ¿podrías, o debería decir querrías, volar hoy conmigo a Miami para volver mañana?
Antes de que yo abriera la boca, se apresuró a continuar:
– Lo he venido posponiendo durante demasiado tiempo. Para tu propia seguridad, ya es hora de que te presente formalmente a la Camarilla. Tendría que haberlo hecho hace meses, pero…, bueno, esperaba que no fuese necesario, que mi padre cumpliría su palabra. Parece que no es así.
Me quedé mirándolo. Era una buena excusa. Pero yo sabía la verdad. Quería llevarme a Miami para que oyera el resto de la historia de Dana MacArthur. Si no lo hacía, la preocupación y la curiosidad me concomerían hasta que finalmente encontrara algún modo de obtener las respuestas que necesitaba. Ésa era la reacción que Benicio buscaba, y que yo desesperadamente quería evitar. Y sin embargo, ¿qué daño había en oír lo que realmente había sucedido, y ver tal vez a esa bruja adolescente y asegurarme de que se encontraba bien? Benicio había dicho que era la hija de un empleado de la Camarilla. Las camarillas cuidaban de los suyos. Eso lo sabía. Lo único que teníamos que hacer era decir «No, gracias» y la Camarilla lanzaría una investigación y haría justicia a Dana MacArthur. Para mí, así tenían que ser las cosas.
De modo que acepté, y nos dispusimos para partir de inmediato.
Un genio de la manipulación
Reservamos plazas en un vuelo a Miami. Luego conseguimos que Savannah se quedase a pasar la noche con unos amigos, la llamamos a la escuela y le contamos las novedades. Una hora después estábamos en el aeropuerto.
No habíamos tenido problemas para reservar pasajes de última hora, y tampoco esperábamos tenerlos. Hacía un mes y pico que unos terroristas habían estrellado varios aviones contra el Word Trade Center, y muchos viajeros habían optado por no volar en cielos tan poco amistosos, si podían evitarlo. Habíamos llegado temprano, sabiendo que pasar por seguridad no constituiría un proceso rápido, como lo había sido en el pasado.
El guardia abrió la bolsa de Lucas, hurgó en ella y sacó un tubo de cartón. Lo pasó por el detector de metales y luego, cautelosamente, le quitó la tapa y examinó el interior.
– Papel -le dijo a su colega.
– Es un manuscrito -dijo Lucas.
Los dos hombres lo miraron fijamente, como si la palabra pudiese ser una nueva denominación callejera de un rifle automático.
– Una hoja de papel que lleva escrito un texto antiguo -explicó Lucas.
Uno de los guardias lo sacó y lo desplegó. El papel era nuevo, de un blanco brillante, y estaba cubierto con rasgos de caligrafía precisos y delicados. El guardia frunció el ceño.
– ¿Qué es lo que dice? -preguntó.
– No tengo ni idea. Está en hebreo. Se lo llevo a un cliente.
Se lo devolvieron, sin enrollar y arrugado. Mientras revisaban mi ordenador portátil y mi bolsa, Lucas volvió a enrollar el papel y lo guardó. Cuando terminaron, Lucas levantó ambas bolsas y nos dirigimos a la zona de embarque.
– ¿Qué es eso? -susurré-. ¿Mi hechizo?
– Pensé que podrías necesitar una distracción después de un día como hoy.
Le sonreí.
– Gracias. ¿Qué es lo que hace?
– Elijo la opción dos.
Recordé el juego de las opciones y reí.
– Demasiado tarde, Cortez. El trato era si me lo decías anoche. Ahora ya has vuelto, de modo que el rollo es mío, sin opciones.
– Habría elegido una opción si no me hubieras distraído de mi propósito.
– ¿Cómo? ¿El hecho de que te ofreciera una lista de opciones te impidió elegir una?
– Y con mucha eficacia. Opción dos.
– Entrégamelo, Cortez.
Con un movimiento brusco depositó el rollo en mi mano extendida y dijo:
– Me han robado.
– Bueno, hay una solución. Podrías conseguirme otro hechizo.
– Avariciosa -dijo, llevándome a un lugar tranquilo junto a la pared-. Tienes una sed inagotable de hechizos. Eso no presagia nada bueno para nuestra relación.
– ¿Por qué? ¿Porque eres tan malo como yo?
Con dos rápidos pasos, Lucas se puso frente a mí y me miró a los ojos. Arqueó una ceja.
– ¿Yo? -preguntó-. De ninguna manera. Yo soy un lanzador de hechizos disciplinado y cauteloso, bien consciente de mis limitaciones y sin deseo alguno de sobrepasarlas.
– ¿Y eres capaz de decirlo sin inmutarte?
– Puedo decir cualquier cosa sin inmutarme, lo cual me convierte en un mentiroso nato.
– Entonces, ¿cuántas veces has intentado formular el hechizo?
– ¿Tratar de formular el hechizo? Eso no estaría bien. Sería una falta de tacto imperdonable, además de una grosería, como si uno leyera una novela antes de envolverla como regalo de Navidad.
– ¿Dos veces?
– Tres veces. Me habría detenido en la segunda, pero tuve un poco de suerte en la segunda tentativa, de modo que lo intenté otra vez. Pero, lamentablemente, el tercer intento no me fue propicio.
– Vamos a trabajar en ese tema. ¿Pero qué es lo que hace?
– Opción dos.
Le di un puñetazo en el brazo y empecé a desenrollar el hechizo.
– Es un raro hechizo de hielo para hechiceros de grado gamma -explicó-. Cuando se lanza sobre un objeto, actúa de modo muy similar a un hechizo de hielo de nivel beta, congelándolo. En cambio, si se lanza sobre una persona provoca una hipotermia temporal, dejando inconsciente al sujeto. Había cuatro opciones, ¿no?
– Tres…, no, con la película son cuatro.
– Cuatro opciones. Ergo, si yo te proporciono cuatro hechizos…
– ¿Y quién es ahora el avaricioso?
– Yo sólo pregunto si la promesa implícita de un hechizo por una opción podría ser traducida razonablemente de modo que significara que cuatro hechizos me proporcionarían…
– ¡Por Dios, elige ya una opción! Como si no supieras que las conseguirías todas en cuanto quisieras.
– Es verdad -respondió-. Pero me agrada el desafío adicional de luchar por ellas. Cuatro hechizos por cuatro opciones.
– Eso no ha sido…
– Ahí esta nuestro vuelo.
Recogió nuestras cosas y se dirigió a la zona de embarque antes de que yo pueda decir una palabra más.
La visita oficial de «presentación a los padres». ¿Ha existido alguna vez una tortura más grande en la historia del noviazgo? Hablo de oídas, no por experiencia. Sin duda, me han presentado, hablando en sentido estricto, a muchos progenitores de ex novios, pero nunca de manera formal. Más bien tropezándome con ellos al salir de la casa. La típica presentación consistente en: «Mamá, papá, ésta es Paige. Chao, nos vamos».
Yo ya conocía a la madre de Lucas, pero no había habido presentación. Ella apareció un día a la puerta, con las manos llenas de regalos para la casa. Si yo hubiera sabido que vendría, habría estado aterrorizada. ¿Me desaprobaría porque yo no era latina? ¿Porque no era católica? ¿Porque estaba viviendo con su único hijo después de exactamente cero semanas de noviazgo? Nada importó. Si Lucas era feliz, María también lo era.
Los Cortez eran otro asunto. Benicio tenía cuatro hijos, de los que Lucas era el menor. Los tres mayores trabajaban para la Camarilla, como era tradicional en todos los miembros de la familia principal. De modo que Lucas era el bicho raro. A su situación no ayudaba el hecho de que Benicio y María no se hubiesen casado nunca, probablemente porque Benicio aún estaba casado con su esposa en el momento en que Lucas fue concebido, lo que lo convertía… en el miembro no precisamente más popular de las reuniones familiares.
En la familia central de una Camarilla, como en cualquier familia «real», las cuestiones de sucesión son de suma importancia. Se da por sentado que un hijo del CEO, por lo general el mayor, heredará el negocio. No ocurría así en el caso de Benicio. Mientras que sus tres hijos mayores se afanaban, desde que se habían convertido en adultos, por aumentar la fortuna familiar, ¿a quién había designado Benicio como heredero? Al hijo menor ilegítimo que había consagrado su vida de adulto a destruir el negocio familiar, o por lo menos a perjudicarlo cuanto podía. ¿Tiene esto algún sentido para alguien, aparte de Benicio? Por supuesto que no. O bien el hombre es un genio de la manipulación familiar, o bien está totalmente mal de la cabeza. No uso a menudo esta expresión, pero en ciertos casos es completamente apropiada.
Tomamos un taxi desde el aeropuerto hasta el centro. Lucas hizo que el conductor nos dejara frente a un café, donde sugirió que nos detuviéramos para tomar algo fresco porque la temperatura era de treinta y tantos grados y, con el sol cayendo de plano sobre nosotros, parecían casi cuarenta, en especial después del frío del otoño de Oregón. Yo le aseguré que me encontraba bien, pero él insistió. Lucas trataba de postergar el encuentro. Casi no podía creérmelo, pero después de llevar veinte minutos sentados en la terraza del café, fingiendo tomar nuestros cafés helados, supe que era verdad.
Lucas hablaba de la ciudad, de lo bueno, lo malo y lo feo de Miami, pero las palabras le salían apuradas, casi frenéticas, llevado por la desesperación de llenar el tiempo. Cuando bebió un trago, acto reflejo más que intención, las mejillas se le pusieron pálidas y por un momento dio la impresión de que estaba a punto de vomitar.
– No es preciso que hagamos esto -dije.
– Sí lo es. Tengo que hacer la presentación. Hay procedimientos que deben llevarse a cabo, formularios que rellenar. Tiene que ser oficial. Tú no estarás segura si no lo es. -Levantó la mirada de la mesa-. Hay otra razón por la que te he traído aquí, algo más que me preocupa.
Se detuvo.
– Me gusta la sinceridad -dije yo.
– Lo sé. Pero me temo que si añado una desventaja más para que estés conmigo, regresarás gritando a Portland y cambiarás la cerradura.
– No puedo -respondí-. Guardaste mi billete de vuelta en tu bolsa.
Lucas dejó escapar una ligera risa.
– Una acción subconsciente de lo más significativa, estoy seguro. Es posible que al final del día quieras que te lo devuelva. -Se tomó el café-. A mi padre, como ya imaginábamos, no le hace muy feliz nuestra relación. No lo he mencionado antes porque me parecía que no había ninguna razón para confirmar tus sospechas.
– Era un dato conocido, no una sospecha. Lo que sí me resultaría sospechoso es que estuviera encantado de que su hijo tuviese una relación con una bruja. ¿Se queja en voz alta?
– Mi padre nunca va más allá del susurro a la hora de formular sus objeciones, pero es un susurro insidioso, constante. En este momento, sólo expresa sus «preocupaciones». Sin embargo, mi preocupación es que con su viaje a Portland parece estar sopesando tu influencia sobre mí. Si decide que tu influencia afectará negativamente a su relación conmigo o a la probabilidad de que yo sea su heredero…
– ¿Temes que yo esté en peligro si tu padre cree que estoy interponiéndome entre vosotros?
Lucas se quedó callado.
– Sinceridad ante todo, ¿recuerdas? -dije.
Me miró directamente a los ojos.
– Sí, me preocupa. El truco está en no dejarle creer que eso es lo que va a suceder. Y sería incluso mejor si consiguiéramos convencerlo de que mi felicidad contigo le será beneficiosa. De que la firmeza de nuestra relación no destruiría sino que reforzaría las demás relaciones de mi vida.
Hice un gesto de asentimiento, como si entendiera, pero no entendía. Nada en la vida me había preparado para comprender una relación entre padres e hijos en la que una simple visita a casa tuviera que ser planificada con la astucia estratégica de un enfrentamiento militar.
– Espero que esto no signifique que estás pensando en aceptar este caso -dije.
– No. Mi intención no es otra que la de no negarme con la vehemencia con que lo hago normalmente, porque entonces te echará la culpa a ti, por muy ilógico que parezca este razonamiento. Oiré todo lo que tenga que decirme, y me esforzaré por mostrarme más receptivo a sus atenciones paternales de lo que acostumbro.
– ¡Ajá!
Lucas sonrió.
– En otras palabras, me portaré bien. -Empujó su vaso medio vacío hacia el centro de la mesa-. Aún tenemos unas cuantas calles por delante. Sé que hace calor. Podríamos llamar a un taxi…
– Andar es bueno -dije-. Aunque me imagino cómo se me habrá puesto el pelo con la humedad. Voy a presentarme ante tu familia con el aspecto de un perro lanudo al que le han conectado un cable eléctrico en el trasero.
– Estás muy guapa.
Lo dijo con tanta sinceridad que estoy segura de que me ruboricé. Le agarré la mano e hice que se pusiera de pie.
– Terminemos con esto. Nos reunimos con la familia. Rellenamos los formularios. Buscamos un hotel, compramos una botella de champán y veremos si soy capaz de poner en práctica ese hechizo.
– ¿Tú lo pondrás en práctica?
– No te ofendas, Cortez, pero tu hebreo hace agua. Probablemente estás pronunciando mal la mitad de las palabras.
– O bien eso o bien que cuando lanzo un hechizo sencillamente carezco de tu experta eficacia.
– Yo no he dicho eso. Bueno, hoy no. Hoy estoy tratando de ser buena contigo.
Se rió, me rozó la frente con sus labios y me siguió fuera de la terraza del café.
Nunca había estado en Miami, y el recorrido en taxi hasta el centro no me había impresionado. Digamos que si al taxi se le hubiese pinchado una rueda, yo no habría bajado del vehículo, ni siquiera armada con un montón de hechizos que me permitieran lanzar bolas de fuego. Luego echamos a andar por el sector sudeste del centro mismo de la ciudad, a lo largo de una impresionante serie de rascacielos de acero y vidrio espejado que daban a las aguas increíblemente azules de Biscayne Bay. Daba la impresión de que acababan de limpiar las calles, flanqueadas de árboles, y las únicas personas que permanecían en las veredas estaban tomando cafés de cinco dólares en lujosas cafeterías. Hasta los vendedores de perritos calientes llevaban elegantes uniformes.
Yo me había figurado que Lucas me llevaría a algún sórdido sector de la ciudad donde las oficinas de la Corporación Cortez se encontrarían hábilmente ocultas en un destartalado almacén. En cambio, nos detuvimos frente a un rascacielos que parecía un monolito de hierro surgido de la tierra, con torres de ventanas espejadas dispuestas para recibir el sol y reflejarlo en un halo de esplendor. En la base del edificio, las puertas, retiradas de la acera, se abrían a un oasis con bancos de madera, bonsáis, helechos colgantes y una cascada circular rodeada de piedras musgosas. En lo alto de la cascada había un par de letras C grabadas en granito. Por encima de las puertas de vidrio de doble grosor una placa de bronce proclamaba con una simplicidad casi humilde: «Corporación Cortez».
– ¡Dios mío! -exclamé.
Lucas sonrió.
– ¿Estás reconsiderando la promesa de no ser nunca la esposa del CEO?
– Nunca. Pero ser CoCEO…, eso sí podría reconsiderarlo.
Entramos. En el momento en que se cerraron las puertas, desapareció el ruido de la calle. Una música suave flotaba en una brisa de aire acondicionado. Cuando me volví, el mundo exterior se había desvanecido, bloqueado por el oscuro vidrio espejado.
Miré a mi alrededor, esforzándome en no quedarme boquiabierta. Aunque no habría estado fuera de lugar. Justo delante de nosotros un grupo de turistas movía el cuello en todas las direcciones mirando asombrados los acuarios tropicales de cuatro metros de altura que cubrían dos de las paredes. Un hombre de traje oscuro bien cortado se aproximó al grupo y me puse tensa, segura de que iba a despedirlo. En lugar de ello, saludó al guía del tour y a los turistas les hizo una seña para que se acercaran a una mesa donde una empleada servía agua fría.
– ¿Grupos de turistas? -susurré.
– Hay un observatorio en el piso diecinueve. Está abierto al público.
– Estoy tratando de no impresionarme -dije.
– No olvides de dónde viene todo esto. Eso ayuda.
Sin duda ayudaba, porque mi admiración se disolvió como si alguien me hubiese volcado en la cabeza aquella jarra de agua helada.
Cuando nos acercábamos al mostrador de la entrada, un hombre treintañero con una sonrisa de oreja a oreja a punto estuvo de tropezar con otro empleado con la prisa por salir de detrás del escritorio. Corrió hacia nosotros como si hubiéramos infringido las normas de seguridad, cosa que probablemente habíamos hecho.
– Señor Cortez -dijo cerrándonos el paso-. Bienvenido, señor. Es un placer verlo.
Lucas murmuró un saludo y me indicó con el codo que me echara hacia la izquierda. El hombre se afanó detrás de nosotros.
– ¿Puedo llamar a alguien, señor?
– No, gracias -dijo Lucas, caminando todavía.
– Voy a llamar al ascensor. Está lento hoy. ¿Puedo traerles un vaso de agua con hielo mientras esperan?
– No, gracias.
El hombre corrió delante de nosotros hacia un ascensor identificado con la leyenda «PRIVADO». Cuando Lucas alcanzó el panel de números, el empleado se le adelantó y tecleó un código. El ascensor llegó y entramos en él.
El pecado paga muy bien
En el interior el ascensor parecía construido con madera de ébano. Ni una sola huella digital empañaba el brillo de las negras paredes y los detalles de plata. El suelo era de mármol negro con vetas blancas. ¿Cuánto dinero debe ganar una empresa para empezar a instalar suelos de mármol en los ascensores?
Se produjo un leve zumbido y en lo que parecía una pared de una sola pieza se abrió una puerta que reveló un panel de ordenador y una pequeña pantalla. Los dedos de Lucas volaron sobre el teclado. Presionó la pantalla con el pulgar. Se produjo un campaneo, el panel se desplazó y se cerró, y el ascensor comenzó a subir.
Salimos en el último piso. La planta de los ejecutivos. Para no mostrar lo impresionada que estaba, me abstendré de describir el entorno. Baste con decir que era exquisito. Sencillo y sin nada llamativo, pero cada superficie y cada material era lo mejor que se puede comprar con dinero.
En medio del vestíbulo se levantaba un escritorio con paneles de mármol, como si surgiese del suelo del mismo material. Un hombre corpulento vestido de traje estaba sentado tras un panel de pantallas de televisión. Cuando el campaneo del ascensor anunció nuestra llegada, miró con atención. Salimos y Lucas me llevó hacia el lado izquierdo del salón de entrada. Se abrió repentinamente una sólida puerta de madera de ese lado del vestíbulo. Lucas miró al guardia, lo saludó con la cabeza y me hizo pasar por la puerta.
Entramos en un largo pasillo. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, caminé con más lentitud, sintiéndome de algún modo fuera de lugar. Me llevó unos instantes darme cuenta del motivo. Era el silencio. Ni música ambiental, ni voces, ni siquiera el golpeteo de teclados. Y no sólo eso; el salón mismo se diferenciaba de todos los pasillos de oficina que había visto en mi vida. No había puertas en ninguno de los lados. Sólo un largo corredor que se bifurcaba en el medio y terminaba en un par de puertas de vidrio de grandes dimensiones.
Cuando pasamos por la intersección del medio, eché una mirada a ambos lados. Había dos corredores en diagonal que salían de cada lado, cada uno de los cuales terminaba en una puerta de vidrio. A través de cada una de las cuatro puertas de vidrio se divisaba un escritorio de recepción y al personal de secretaría.
– La oficina de Héctor está a la izquierda -murmuró Lucas-. El mayor de mis hermanos. A la derecha las oficinas de William y de Carlos.
– ¿A quién pertenece la otra oficina? -pregunté-. La que está al lado de la de Héctor. -En cuanto dije esas palabras, supe la respuesta y deseé no haber formulado la pregunta.
– Es la mía -respondió Lucas-. Aunque nunca he trabajado ni siquiera una hora en ella. Un absurdo gasto de mobiliario de primera clase, pero mi padre la mantiene dotada de personal y de todo cuanto se requiere, porque cree que en cualquier momento entraré en razón.
Trataba de mantener un tono ligero, pero yo percibía de qué manera latía la tensión en sus palabras.
– Y si eso ocurre alguna vez, ¿qué oficina será la mía? -pregunté-. Porque como sabes, no voy a ser una de esas esposas que son socias silenciosas. Quiero un sillón en la junta directiva y una oficina con buena vista.
Lucas sonrió.
– Entonces te daré ésta.
Habíamos llegado al final del vestíbulo. A través de la puerta de vidrio vi un área de recepción tres veces más grande que las que había atisbado en las salidas laterales. Aunque eran ya pasadas las seis de la tarde, la oficina estaba ocupada por un escuadrón de secretarias y empleados.
Al igual que la otra puerta, ésta era automática y, como la vez anterior, alguien la abrió antes de que llegáramos a una distancia de tres metros. Al abrirse las puertas, el mar de empleados se apartó para abrirnos camino a un escritorio de recepción. Las secretarias más jóvenes anunciaron nuestra llegada abriendo la boca, incapaces de disimular, y apresurándose a formular saludos entrecortados. Las de mayor edad nos dieron la bienvenida con sonrisas contenidas antes de volver aceleradamente a su trabajo.
– Señor Cortez -dijo la recepcionista cuando nos aproximamos al escritorio-. Es un placer verlo, señor.
– Gracias. ¿Está mi padre?
– Sí, señor. Permítame…
– Está en una reunión. -Un hombre corpulento se acercó caminando desde un salón interior y se dirigió a una hilera de archivos-. Tendrías que haber llamado.
– Lo haré llamar, señor -dijo la recepcionista-. Ha dado órdenes de que siempre se le notifique su llegada inmediatamente.
El hombre que estaba a cierta distancia movió sus papeles ruidosamente como para llamar nuestra atención.
– Está ocupado. No puedes llegar sin anunciarte y sacarlo de una reunión. Esto es una empresa.
– Hola, William. Tienes un aspecto estupendo.
William Cortez. El hermano del medio. Podía perdonárseme no haber alcanzado antes esa conclusión. El hombre guardaba escaso parecido tanto con Lucas como con Benicio. Tenía una altura media y unos treinta y tantos kilos de más, con rasgos que en algún momento debieron de tener una belleza femenina pero que se habían vuelto blandos como una masa de pastel. William se giró por primera vez hacia nosotros, clavando los ojos en Lucas con una mirada que mostraba irritación y enojo. Sus ojos pasaron por encima de mí con un solo movimiento de cabeza.
– No llame a mi padre, Dorinda -dijo William-. Lucas puede esperar como los demás.
Ella miró a sus compañeras como pidiendo ayuda, pero siguieron trabajando con mayor diligencia si cabía, fingiendo no advertir que ella estaba cayendo en las arenas movedizas de los conflictos de autoridad.
– Quizás deberíamos establecer la naturaleza exacta de su petición -dijo Lucas-. ¿Mi padre dijo que podía ser notificado o que debía ser notificado?
– Que debía, señor -respondió-. Fue muy claro en eso. -Dirigió una mirada de soslayo a William-. Muy claro.
– Entonces estoy seguro de que ni William ni yo queremos crearle a usted ningún problema. Por favor, comuníquele que he llegado, pero dígale que no estoy aquí por ningún asunto de urgencia, de modo que puedo esperar hasta que termine la reunión.
La recepcionista suspiró con alivio, dijo que sí con la cabeza y levantó el teléfono. Mientras ella llamaba, Lucas me llevó hasta William, que estaba todavía junto al archivador.
– William -dijo Lucas, bajando la voz-. Me gustaría presentarte…
William cerró el cajón de golpe, interrumpiendo sus palabras. Cogió un montón de carpetas y se las puso bajo el brazo.
– Estoy ocupado, Lucas. Aquí algunos trabajamos.
Giró sobre sus talones y salió a grandes pasos por la puerta principal.
– ¿Señor Cortez? -dijo la recepcionista desde su escritorio-. Su padre saldrá enseguida. Desea que le espere en su oficina.
Lucas le dio las gracias y me condujo por el salón hasta las puertas dobles de vidrio oscurecido que se hallaban en el extremo. Antes de que llegáramos a ellas, se abrió una puerta a nuestra izquierda y tres hombres vestidos con trajes propios de los niveles ejecutivos intermedios salieron por ella y enseguida se detuvieron para contemplar con asombro a Lucas. Recuperando rápidamente la compostura, ofrecieron bienvenidas y apretones de mano al príncipe de la corona, con saludos que estaban a un pelo de caer en la reverencia. Con disimulo, le eché una mirada a Lucas. Para alguien que normalmente pasaba desapercibido por la vida, ¿cómo se sentía allí al ser reconocido por todo el mundo, y encontrarse con vicepresidentes que lo doblaban en edad y que caían casi de rodillas para presentarle sus respetos?
Cuando se marcharon, nos dirigimos a través de las puertas dobles a una habitación pequeña de recepción y a través de otro par de puertas dobles, hasta que llegamos al santuario de Benicio. Si con anterioridad hubiese visto una fotografía de su oficina, me habría sentido tremendamente impresionada. Ahora, tras haber visto el resto del edificio, esa oficina era exactamente lo que hubiera esperado. Sencilla, nada pretenciosa, no más grande que la oficina de cualquier vicepresidente de una corporación. La única cosa notable que tenía era la vista, que resultaba aún más espectacular por la ventana misma, construida con una sola hoja de vidrio que se extendía desde el suelo hasta el techo a lo largo de toda la pared. El vidrio no tenía una sola mancha y la iluminación de la habitación había sido dispuesta de tal modo que no echaba ningún reflejo sobre el mismo, con lo que resultaba que lo que se veía no era una ventana, sino una habitación que parecía abrirse directamente al brillante cielo azul de Miami.
Lucas se dirigió al ordenador de su padre y tecleó en él una contraseña. La pantalla se iluminó.
– Voy a imprimir una copia de los formularios de seguridad mientras esperamos -dijo.
Mientras lo hacía, observé las fotos que había en el escritorio de Benicio. La primera que atrajo mi atención fue la de un niño pequeño, de no más de cinco años, en la playa, que contemplaba la cámara con una seriedad impropia de un niño de cinco años en la playa. Una mirada a aquella expresión y supe que era Lucas. Junto a él, una mujer hacía un gesto, tratando de hacerlo sonreír, pero consiguiendo sólo reírse ella misma. La amplia sonrisa infundía en su rostro algo muy próximo a la belleza. María. Su sonrisa era tan inconfundible como la mirada firme y sobria de Lucas.
¿Qué pensaban los otros hijos de Benicio cuando veían la fotografía de la ex amante de su padre expuesta de modo tan prominente, mientras que no había allí ninguna de su propia madre, la esposa legal de Benicio? Y no sólo eso, sino del hecho de que de las tres fotografías que se hallaban en el escritorio de Benicio, dos eran de Lucas, mientras que ellos tres compartían un retrato en grupo. ¿Qué pasó por la cabeza de Benicio al hacer una cosa así? ¿Simplemente no le preocupaba lo que pensaran los demás? ¿Estaba en juego un motivo más profundo?, ¿el de alimentar intencionalmente las llamas que ardían entre sus hijos legítimos y el «heredero bastardo»?
– Lucas.
Benicio apareció por la puerta, con una amplia sonrisa que le iluminaba el rostro. Lucas se adelantó y alargó la mano. Benicio cruzó la habitación con tres zancadas y lo abrazó. Los dos guardaespaldas que habían acompañado a Benicio a Portland entraron en el cuarto con sorprendente discreción, teniendo en cuenta su tamaño, y se colocaron contra la pared. Sonreí a Troy, que me devolvió el gesto con un guiño.
– ¡Qué alegría verte, muchacho! -dijo Benicio-. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo has llegado?
Lucas se desprendió del abrazo de su padre mientras respondía. Benicio no había acusado aún mi presencia. En un primer momento, pensé que se trataba de un acto intencionado, pero según lo veía conversar con Lucas, me di cuenta de que Benicio ni siquiera había advertido que yo estaba allí. A juzgar por la expresión de su rostro, dudé que hubiese visto a un gorila furioso de haber estado en la misma habitación que Lucas. Le observé el rostro con detenimiento, su actitud, buscando alguna señal de que estuviese fingiendo, representando una escena de afecto paternal, pero no vi nada de eso. Algo que hacía todo mucho más inexplicable.
Lucas retrocedió poniéndose junto a mí.
– Creo que ya conoces a Paige.
– Sí, claro, ¿cómo estás, Paige? -Benicio me extendió la mano y sonrió con una sonrisa casi tan luminosa como la que le había ofrecido a su hijo. Al parecer Lucas no era el único Cortez que podía ser encantador.
– Paige me ha dicho que querías hablar conmigo -dijo Lucas-. Si bien podríamos haberlo hecho fácilmente, por supuesto, por teléfono, pensé que tal vez podría ser ésta una buena ocasión para traerla a Miami y asegurarnos de que se completen los formularios de autorización y seguridad adecuados, de modo que no haya malos entendidos respecto a nuestra relación.
– No hay necesidad de eso -replicó Benicio-. Ya he enviado sus datos personales a todas las oficinas regionales. Su protección ha estado asegurada desde el momento en que me informaste de vuestra… relación.
– Entonces no resta más que dejarlo en claro con los papeles del caso, para complacer al departamento de seguros. Ahora bien, sé que estás ocupado, padre. ¿Cuál sería el mejor momento para discutir los detalles de este caso? -Hizo una pausa y luego añadió-: Tal vez, si no tienes otros planes, podríamos cenar juntos los tres.
Benicio parpadeó. Una reacción mínima, pero en ese parpadeo y en el momento de silencio que lo siguió, percibí el impacto que le había producido, y supuse que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Lucas había compartido de buen grado una comida con su padre, para no hablar de invitarlo él mismo.
Benicio dio a Lucas una palmada en la espalda.
– Perfecto. Haré los arreglos necesarios. Y en cuanto a hablar sobre esos ataques…, hagamos de la cena una reunión social. Seguro que estáis ansiosos por saber más…
Un ruido en la puerta lo interrumpió. Entró William, con la mirada fija en su padre, probablemente para no darse por enterado de nuestra presencia.
– Perdón, señor -dijo William-. Al entrar para dejarle el informe Wang, no he podido evitar oír el ofrecimiento de Lucas, y quería recordarle que tiene un compromiso para cenar con el gobernador.
– Héctor puede ocupar mi lugar.
– Héctor está en Nueva York. Lleva allí desde el lunes.
– Entonces, cámbialo para otro día. Llama a la oficina del gobernador y diles que ha surgido algo importante.
William torció los labios.
– Espera -dijo Lucas-. Por favor, no alteres tu agenda por mí. Paige y yo pasaremos la noche en Miami. Podemos desayunar juntos.
Benicio guardó silencio durante unos instantes y luego asintió.
– Desayuno mañana, entonces, y unas copas esta noche si termino temprano con el gobernador. En cuanto a ese otro asunto…
– Señor -dijo William-, a propósito del desayuno… Mañana tiene una reunión a primera hora de la mañana.
– Cámbiala -respondió Benicio con voz tensa. Cuando William se dio la vuelta para retirarse, lo detuvo-. William, antes de que te vayas, me gustaría que conocieras a Paige…
– La bruja. Ya nos conocemos.
Ni siquiera miró en mi dirección. Benicio arrugó el ceño y dijo algo en castellano. Mi castellano es bastante bueno y Lucas me ha ayudado a mejorarlo -entre otras cosas para que podamos hablar sin que nos entienda Savannah-, pero pronunció las palabras con demasiada rapidez para mis habilidades de traducción. No necesité un intérprete, sin embargo, para saber que estaba reconviniendo a William por su descortesía.
– ¿Y dónde está Carlos? -inquirió Benicio, volviendo al inglés-. Tendría que estar aquí para ver a su hermano y saludar a Paige.
– ¿Ya son pasadas las cuatro? -preguntó William.
– Por supuesto que sí.
– Entonces Carlos no está aquí. Si me disculpan…
Benicio giró sobre sus talones y nos miró, como si William ya se hubiera ido.
– ¿Dónde estábamos? Sí. El otro asunto. He convocado una reunión en veinte minutos para proporcionaros todos los detalles. Sirvámosle a Paige una bebida fresca y luego vayamos a la sala de juntas.
Seguro familiar contra actos de violencia
Veinte minutos después, Lucas abría la puerta de la sala de conferencias para que yo pasara. Me hizo una pregunta silenciosa con los ojos. ¿Quería yo que entrara él primero? Negué con la cabeza. Aunque no me moría de ganas por enfrentarme con lo que sabía que había en el interior de aquella sala, tenía que hacerlo sin ocultarme detrás de Lucas. En cuanto entré, paseé la mirada por la docena de rostros que allí se encontraban. Hechicero, hechicero, hechicero…, otro hechicero. Más de tres cuartas partes de los hombres que estaban en la habitación eran hechiceros. Cada par de ojos se dirigió a los míos. Hubo movimientos de sillas y voces que murmuraban sonidos de desaprobación, sin articular palabras. Sin embargo, sin que se expresara, la palabra «bruja» serpenteaba por la habitación, presente en ese murmullo de desprecio. Cada uno de los hechiceros que estaban en la sala sabía lo que yo era sin necesidad de que nadie se lo dijese. Bastaba una mirada a los ojos para que una bruja reconociera a un hechicero y el hechicero reconociera a la bruja, y la presentación rara vez resultaba placentera ni para el uno ni para la otra.
Benicio nos señaló con la mano dos sillones vacíos que estaban próximos a la cabecera vacante de la mesa.
– Buenas tardes, caballeros -dijo-. Gracias por quedarse un poco más para reunirse con nosotros. Todos ustedes conocen a mi hijo Lucas. Los hombres que se encontraban a corta distancia alargaron la mano para estrechar la de Lucas. El resto ofreció saludos verbales. Ninguno miró en mi dirección.
– Ésta es Paige Winterbourne -continuó Benicio-. Como seguro que la mayoría de ustedes sabe, la madre de Paige, Ruth, era la Líder del Aquelarre Estadounidense. La misma Paige es socia del Consejo Interracial desde hace varios años, y me complace decir que, precisamente por esa razón, ha expresado interés por el caso MacArthur.
Retuve la respiración esperando que surgiera algún comentario sobre mi expulsión del Aquelarre o del tiempo embarazosamente corto en que había ocupado el cargo de Líder. Pero Benicio no dijo nada. Por mucho que yo le desagradara, no iba a disgustar a Lucas insultando a su compañera.
Benicio hizo un gesto señalando a un hombre corpulento que estaba cerca del otro extremo de la mesa.
– Dennis Malone es nuestro jefe de seguridad. Es quien está más familiarizado con el caso, de modo que le pediré que comience con una visión de conjunto.
Como Dennis explicó, Dana MacArthur era efectivamente hija de un empleado de la Camarilla, pero no, como yo había supuesto, de una bruja de la misma. Al igual que Savannah, Dana tenía sangre sobrenatural por parte de ambos progenitores, siendo su padre un semidemonio de la Sección de Ventas de la Corporación Cortez. Randy MacArthur se hallaba actualmente en Europa, estableciendo una sección comercial en las áreas de Europa Oriental recientemente incorporadas al capitalismo. La madre de Dana era una bruja llamada Lyndsay MacArthur. Yo esperaba haber reconocido ese nombre, pero no fue así. Las brujas de un aquelarre tienen poco contacto con las que no pertenecen a él. Mi propia madre sólo se había interesado por brujas ajenas a su aquelarre cuando causaban algún problema. Era ésta una de las muchas cosas que yo habría querido cambiar en el Aquelarre, y que ahora no podría cambiar jamás.
De acuerdo con la información de conjunto que proporcionó Dennis, los padres de Dana se habían divorciado y ella vivía con la madre. Dennis mencionó que la madre residía en Macon, Georgia, y que la agresión había tenido lugar en Atlanta, de modo que yo supuse que Dana estaba de viaje o visitando amigos. Al parecer, caminaba ella sola cerca de la medianoche, algo que resultaba muy extraño, tratándose de una niña de quince años, aunque más tarde esto tendría su explicación. Lo importante era que durante ese paseo, atajó por un parque y la atacaron.
– ¿Dónde está Dana ahora? -pregunté una vez que Dennis hubo terminado.
– En la clínica Marsh -contestó Benicio.
– Es un hospital privado para los empleados de la Camarilla -explicó Lucas-. Aquí, en Miami.
– ¿Y su madre está con ella? -pregunté.
Benicio negó con la cabeza.
– Desgraciadamente, a la señora MacArthur le ha sido… imposible venir a Miami. Esperamos, sin embargo, que cambie su punto de vista.
– ¿Que cambie su punto de vista? ¿Cuál es el problema? Si no puede pagar el pasaje aéreo, ciertamente espero que alguien pueda…
– Le hemos ofrecido tanto un vuelo comercial como nuestro jet privado. La señora MacArthur tiene ciertas… reservas respecto a viajar en avión en este momento.
Al escuchar un ruido que provenía del otro extremo de la mesa, deslicé la mirada por la fila de rostros hasta llegar al más joven de los asistentes, un hechicero que tendría treinta y tantos años. Él me la devolvió con una sonrisa petulante. Benicio lo miró con severidad, y la sonrisa se transformó en una tos.
– Reservas respecto a viajar en avión -dije despacio, tratando de entender la idea de que una bruja dejara que algo, fuere lo que fuere, le impidiese correr al lugar donde se encontraba su hija enferma-. Eso no es muy raro hoy en día, supongo. Tal vez un pasaje en autobús…
El hechicero de la sonrisa afectada intervino.
– No quiere venir.
– Ha habido un cierto distanciamiento entre Dana y su madre -dijo Benicio-. Dana vivía por su cuenta en Atlanta.
– ¿Por su cuenta? ¿Tiene quince…
Me interrumpí, súbitamente consciente de que doce pares de ojos estaban concentrados en mí. No podía imaginar nada más humillante para una bruja que eso, hallarse sentada en una habitación llena de hechiceros que le decían que una de su propia raza, una raza que se precia de sus vínculos familiares, había permitido que su hija adolescente viviese en las calles. No sólo eso, sino que ni siquiera se había preocupado en venir a donde estaba su hija cuando ésta se encontraba en estado de coma y sola en un hospital de la Camarilla. Era inconcebible.
– Puede que si yo hablara con ella… -dije-. Podría haber un malentendido.
– O podríamos estar mintiendo -dijo un hechicero-. Aquí está mi teléfono móvil. ¿Alguien tiene el número de Lyndsay MacArthur? Que la bruja…
– Basta -soltó Benicio, con una voz tan cortante que habría servido para tallar diamantes. Yo había oído ya ese tono… en boca de su hijo.
– Puedes retirarte, Jared.
– Solamente estaba…
– Puedes retirarte.
El hechicero se retiró. Me esforcé por pensar en la forma de defender a mi raza. Lucas me apretó la rodilla con una mano. Lo miré, pero él se había vuelto hacia la mesa y abría ya la boca para hablar por mí. Lo interrumpí rápidamente. Por mucho que deseara su apoyo, lo único que podía empeorar las cosas era que él saliera en mi defensa.
– ¿El padre de Dana está al tanto de la situación? -pregunté.
Benicio negó con la cabeza.
– Randy lleva en Europa desde la primavera. Si él hubiese sabido del distanciamiento entre Dana y su madre, habría solicitado permiso para volver a casa.
– Me refiero al ataque. ¿Lo sabe?
Volvió a negar con la cabeza.
– En este momento está en un lugar muy inestable. Hemos intentado ponernos en contacto con él por teléfono, por email y por telepatía, pero no hemos conseguido hacerle llegar la noticia. Confiamos en que esté de vuelta en una ciudad importante en el transcurso de la semana.
– Bien. De acuerdo. Volvamos al caso, entonces. Me imagino que estamos aquí porque ustedes quieren encontrar al agresor de Dana.
– Encontrarlo y castigarlo.
De algún modo, puse en duda que el castigo fuera a involucrar a las autoridades locales, y después de haber oído lo que le había ocurrido a Dana, tampoco me importó.
– Pero la Camarilla puede investigar por su cuenta, ¿no es así?
Una voz chillona, cercana al otro extremo de la mesa, respondió.
– El señor MacArthur es un empleado de clase C.
Miré al que había hablado: un hombre delgado como un espectro, pálido como un espectro y vestido con un traje negro como el de un director de pompas fúnebres. Un nigromante. Sé que es un estereotipo, pero de verdad que a la mayoría de los nigromantes los envuelve un halo sepulcral.
– Paige, éste es Reuben Aldrich, jefe de nuestro Departamento de Actuarios. Reuben, la señorita Winterbourne no está familiarizada con nuestras denominaciones. ¿Podría explicárselo, por favor?
– Por supuesto, señor. -Aquellos ojos de un azul acuoso se dirigieron hacia donde yo estaba-. Los empleados se ordenan por rangos desde la clase F hasta la clase A. Solamente los empleados de las clases A y B tienen derecho al seguro por violencia familiar.
– ¿Familiar…?
Lucas se volvió hacia mí.
– Es un seguro que cubre las investigaciones de la Corporación en materias criminales tales como secuestros, ataques a las personas, asesinatos, daño psíquico o cualesquiera otros peligros que las familias podrían tener que afrontar como consecuencia de su pertenencia a la Camarilla.
Me quedé mirando a Reuben Aldrich.
– De modo que el señor MacArthur, por ser un empleado de clase C, no tiene derecho a una investigación pagada del ataque a su hija. Entonces, ¿por qué nos traen el caso a nosotros…, a Lucas?
– La Camarilla quiere contratarlo -dijo el hombre que estaba a mi lado-. La redistribución de recursos y de horas por hombre tornaría prohibitivo el costo de una investigación interna. En lugar de eso, ofrecemos al señor Cortez un contrato.
Lucas cruzó las manos sobre la mesa.
– Pagar por una investigación externa de un asalto no cubierto por el sistema de beneficios es un ofrecimiento generoso y considerado, pero… -miró a su padre fijamente a los ojos- que probablemente no contemplará los niveles de beneficio de la Corporación. Ustedes mencionaron a Paige que el ataque a la señorita MacArthur no era el primero.
– Hay un segundo caso que posiblemente esté relacionado -dijo Benicio-. ¿Dennis?
Dennis lo explicó. Ocho días atrás, otro adolescente, hijo de un empleado de la Camarilla, había sido atacado. Holden Wyngaard era el hijo de catorce años de un chamán. Alguien lo había seguido una noche a lo largo de varias manzanas y se había abalanzado sobre él en una callejuela. Antes de que sucediera nada, una joven pareja había entrado en el callejón y el atacante de Holden había huido. La Camarilla no estaba investigando el caso.
– Permítaseme adivinar -dije-. El señor Wyngaard es un empleado de clase C.
– De clase E -replicó Reuben-. Sus problemas con el abuso de sustancias tóxicas provocaron un descenso de categoría. Actualmente está suspendido, y por lo tanto sólo tiene derecho a los beneficios más básicos de atención sanitaria.
– ¿Pero ustedes creen que ambos casos están relacionados?
– No lo sabemos -dijo Benicio-. Si tuviésemos una prueba clara de que existe un patrón, haríamos nuestra propia investigación. Tal como están las cosas, se trata de una perturbadora coincidencia. Dado que no pensamos que se justifique el gasto de una investigación de máximo nivel, nos agradaría adoptar una actitud positiva y contratar a Lucas para que se adentre en el asunto.
– A mí, no -terció Lucas, en voz baja pero lo suficientemente firme como para que se oyese en toda la habitación-. A Paige.
– Por supuesto, si Paige quiere ayudarte…
– En este momento estoy comprometido con la defensa de un cliente, y me sería imposible ocuparme de este caso con la urgencia que ustedes requieren.
Benicio vaciló y después dijo que sí con la cabeza.
– Es comprensible. Tienes otras obligaciones. Nada puedo argumentar contra eso. Si quisieras, entonces, poner a Paige en el caso y supervisar…
– Paige no necesita mi supervisión. Tú te pusiste en contacto con ella con la esperanza de que le interesara el caso porque hay una bruja involucrada en el mismo. La elección de aceptarlo o no es suya.
Todos volvieron los ojos hacia mí. Sentí que me saltaban a la garganta las ansiosas palabras con que aceptaba el compromiso. En aquella habitación no había ni una sola persona a quien Dana MacArthur le importara un ápice. Necesitaba a alguien a su lado, y yo ansiaba ser ese alguien. Pero cerré la boca con doble candado y le di a mi cerebro el tiempo necesario para adelantarse a mi corazón.
Una tragedia y un suceso que había estado a punto de serlo: ambos casos involucraban a chicos prófugos de los empleados de la Camarilla Cortez. ¿Creía yo que estaban relacionados? No. Las calles constituían un lugar duro y violento para los adolescentes. Eso era un hecho. Y yo debía tomar una decisión con toda frialdad. Era necesario que otra persona hiciera justicia a Dana. Si yo aceptaba el caso involucraría a Lucas, aunque sólo fuera por forzarlo a actuar como intermediario entre la Camarilla y yo. Y no era mi intención hacerle eso. De modo que les di las gracias a todos y rechacé la oferta.
Hora de vaciar el minibar
Terminada la reunión, Benicio regresó con nosotros a su oficina para que cogiéramos nuestras bolsas.
– Me gustaría que Troy os acompañara esta noche -dijo Benicio-. Estoy preocupado. Si alguien tiene como blanco a los hijos de quienes integran la Camarilla…
– Hace más de una década que dejé atrás la adolescencia… -replicó Lucas.
– Pero aún eres mi hijo. Conoces a Troy; no molestará en absoluto. Yo sólo… sólo quiero que estéis seguros.
Lucas se alzó las gafas y se frotó el puente de la nariz, y luego me miró.
Yo dije que sí con la cabeza.
– Entonces déjame que lleve a un guardia del equipo de seguridad -dijo Lucas-. Tú deberías quedarte con los tuyos…
– Tengo a Griffin -dijo Benicio, señalando con la cabeza al compañero de Troy-. Será suficiente para esta noche.
Cuando finalmente Lucas estuvo de acuerdo, Benicio pasó a algunas otras «peticiones». Quería pagar la cuenta de nuestro hotel, para compensar el habernos hecho venir a Miami. Lucas se negó. Benicio aceptó, pero continuó con otra petición. Entre la nueva amenaza y la situación relativa al 11 de septiembre, no deseaba que Lucas volara con una aerolínea comercial. Se aseguraría de que el jet de la corporación estuviera listo para llevarnos de vuelta a casa. Nuevamente Lucas lo rechazó. Pero esta vez Benicio se mantuvo firme, y siguió insistiendo hasta que finalmente Lucas decidió aceptar lo de la habitación de hotel, con la esperanza de que pudiéramos retirarnos de una vez.
Para cuando finalmente logramos escurrirnos a la calle, en la frente de Lucas habían aparecido tantas arrugas como las que se acumulan tras diez años de estrés. Se detuvo un momento junto al jardín, cerró los ojos y respiró hondo.
– El dulce perfume de la libertad -dije.
Trató de sonreír, pero los labios no le respondieron y dibujaron un gesto de cansancio. Dio unos pasos hacia un lado y otro de la calle, y luego se dirigió hacia el este. Troy se puso en posición a dos pasos detrás de nosotros. Tras unos pocos metros, Lucas miró hacia atrás por encima del hombro.
– Troy, por favor, camina a nuestro lado.
– Perdón -dijo Troy adelantándose-. Es la costumbre.
– Sí, bueno, cuando un semidemonio de ciento treinta kilos me sigue, no me gusta nada. Por lo general, la reacción es huir para salvar la vida.
Troy sonrió.
– Necesitas un guardaespaldas.
– Necesito una vida más sana. O unos pies más rápidos. Aunque lo que ahora necesitamos es…
– Ruedas -tercié yo-. Y a continuación un buen trago.
– Hummm, señor…
Lucas dio un respingo.
– Lucas, quiero decir -rectificó Troy-. El garaje está junto a la oficina. Tendríamos que haber seguido por la acera para llegar hasta el coche.
Lucas suspiró.
– Y ahora me lo dices.
– Bueno, no me corresponde a mí pensar. Eso es cosa de vosotros, los hechiceros. A mí me pagan para mantener la boca cerrada, mirar de mala manera a los desconocidos y, en un día de suerte, romper un par de piernas.
– Un trabajo cómodo -dije.
– Tiene sus momentos. Aunque lo de romper piernas acaba siendo un poco aburrido. En algunas ocasiones he intentado quebrar mandíbulas y partir cráneos, pero el señor Cortez es definitivamente partidario de romper piernas.
Lucas movió la cabeza y se dirigió de vuelta al edificio.
En el hotel, Troy revisó nuestra habitación antes de dejarnos entrar. Me pareció un poco excesivo, pero ése era su trabajo.
– Todo bien -dijo, saliendo-. Nuestras habitaciones están comunicadas por una puerta. Llamen si me necesitan. Si salís a cenar…
– Te avisaremos -terminó Lucas.
– Me mantendré apartado, me sentaré en una mesa en un rincón, lo que sea.
– Es probable que cenemos tranquilamente en nuestra habitación.
– Vamos, lo tenéis todo pagado, de modo que aprovechaos. -Troy cruzó la mirada con Lucas-. Sí, ya sé, no te gusta utilizar el dinero del viejo, pero eres su hijo, ¿no? Si fuera mi padre… -Sonrió-. Bueno, si fuera mi padre, supongo que lo que me ofrecería sería una provisión vitalicia de fuego y azufre, y personalmente preferiría el dinero, pero yo soy así. Hablando en serio, aprovechadlo, vaciad el minibar, haced una buena cuenta de servicio de habitación, llevaos las batas de baño. Lo peor que puede ocurrir es que disgustes al viejo y no quiera hablar contigo durante un año.
– No es el peor de los castigos que se me ocurren -murmuró Lucas.
– Exactamente. De modo que disfrutad. Y llamadme si necesitáis mi ayuda con el minibar.
Cerré la puerta, lancé un hechizo a la cerradura y me desplomé en d diván.
– Lo lamento -dijo Lucas-. Se que fue difícil para ti rechazar el ofrecimiento.
– No…, no pensemos en eso ahora. Ahora no. Tal vez por la mañana… ¿Tendremos tiempo de hacer una parada en el hospital? ¿Para ver cómo se encuentra?
– Lo encontraremos.
– Bueno. Me aseguraré de que se encuentra bien, veré si hay algo que yo pueda hacer y trataremos de olvidar todo lo demás. Ahora sirvámonos esa copa.
Me dispuse a levantarme, pero Lucas me indicó con un gesto que permaneciera acostada.
– Quédate ahí. Ya me ocupo yo.
Miró hacia el minibar, y luego hacia la puerta.
– El minibar está más cerca -dije-. Y si sales a buscar bebidas, tendrás que llevarte a Troy. Tu padre nos hizo venir, y lo menos que puede hacer es pagar nuestro hotel y una copa.
– Tienes razón. Primero, la copa. Después, la cena. Pediremos que nos la traigan… -Se detuvo y movió la cabeza-. No, vamos a salir. A algún lugar bonito. Y después iremos a algún espectáculo o a dar un paseo por la playa o lo que tú quieras. Invito yo.
– No tienes por qué…
– Quiero hacerlo. Y, aunque olvidé mencionarlo anteriormente, tengo dinero. Bueno, un poco de dinero. Me pagaron por un asunto jurídico y, por primera vez en varios meses, ando bien de pasta.
– ¿Es por el caso en el que estás trabajando ahora? ¿Con el chamán?
– No, esto viene de hace unos años, un cliente cuya situación financiera ha mejorado y que quiso pagarme un extra. En cuanto al caso actual, existe la posibilidad de un pago. Un trueque, por así decirlo. Él tiene… -Lucas se interrumpió, luego dijo que no con un gesto-. Es un tema que podemos discutir más adelante, si al final sale. Por ahora, tengo suficiente dinero como para invitarte a salir por ahí y pagar el alquiler durante unos meses. Voy a preparar las bebidas, y luego le diré a Troy que dentro de una hora saldremos a cenar.
No se me escapó la referencia a «pagar el alquiler», pese a la habilidad con que él la dejó caer. Yo pagaba la mayor parte de los gastos de la casa. Por elección propia, debería agregar. Sabía que esto molestaba a Lucas, no en el sentido de «yo soy el hombre y a mí me corresponde el deber de mantener la casa», sino por una cuestión de orgullo más sutil.
Lucas se ganaba la vida a duras penas. La mayor parte de su trabajo de investigación y actuación en los tribunales era gratuito, en ayuda de sobrenaturales que no podían pagar a un abogado. El escaso dinero que ganaba provenía por lo general de escritos legales que hacía para clientes sobrenaturales más ricos, muchos de los cuales podrían haber contratado, con facilidad y más conveniencia, a algún abogado local, pero que mantenían contratado a Lucas como una manera de prestar apoyo a sus esfuerzos gratuitos. Aun eso le creaba incomodidad a Lucas, porque le parecía caridad, pero su única alternativa habría sido dejar de ocuparse de los casos gratuitos, cosa que jamás haría.
Dolía terriblemente verlo dormir en moteles de cuarta, incapaz casi de pagarse el transporte público, ahorrando cada moneda para poder contribuir a una parte de nuestros gastos. Yo tenía suficiente para los dos. ¿Pero cómo podía rechazar sus aportaciones sin restarle valor a sus esfuerzos? Otro punto crítico de nuestra relación sobre el cual teníamos que trabajar.
Volvimos a nuestra habitación justo antes de la medianoche, después de haber seguido, tras la cena, con unas partidas de billar y unas cuantas rondas de cerveza. Una ventaja muy clara del sistema de chófer/guardaespaldas: un conductor seguro. El aspecto negativo, sin embargo, fue que Troy me venció en dos de tres partidas de billar, un serio golpe a mi ego. Le eché la culpa a la bebida. Me había quitado reflejos… Aunque hizo maravillas para ayudarme a olvidar el resto del día. En cuanto a Lucas, él también se sentía mejor.
– ¡No he hecho trampas! -dije, tratando de escabullirme de la posición cabeza abajo en el respaldo del sofá en el que me encontraba aprisionada. Me levantó la blusa, sacándola de la falda, y me hizo cosquillas en las costillas.
– Así fue como hiciste trampa. En la segunda partida, séptima bola, tronera de la izquierda. Hechizo menor de telequinesia.
Chillé y le aporreé las manos.
– Yo…, la bola rodó.
– Con ayuda.
– Una vez. Sólo una vez. Yo…, ¡basta! -Otro grito embarazosamente femenino-. Tú, en la tercera partida, la octava bola. La moviste sacándola de la trayectoria de tu tiro.
Me empujó, de modo que caímos en el sofá y deslizó una mano por debajo de mi falda.
– Divertimiento estratégico, señor abogado -dije.
– Culpable. -Enganchó los dedos en la cintura de mis bragas y me las quitó.
– No tan rápido, Cortez. Me prometiste un hechizo.
– Creo que ya has hecho bastantes en el salón de billares.
Apagó mis barboteos con un beso.
– Espera. No… -Me escurrí de costado y caí al suelo, y me alejé de él-. ¿Te apetece jugar? Hechizos de striptease.
– ¿Strip…? -Se tapó la sonrisa con la mano-. Vale, de acuerdo. ¿Cómo se juega?
– Del mismo modo que el strip póquer, sólo que lanzando hechizos. Por turno vamos lanzando el nuevo hechizo. Cada vez que fallemos, nos quitamos una prenda de ropa.
– Dada la dificultad de ese hechizo, es probable que ambos nos quedemos desnudos antes de hacerlo bien.
– Entonces tendremos que ser más creativos.
Lucas rió y comenzó a decir algo, pero un golpe a la puerta lo interrumpió. Miró hacia la puerta principal. Yo le señalé la que comunicaba nuestra suite con la de Troy. Lucas suspiró, se puso en pie y miró en torno. Yo levanté del suelo sus gafas.
– Gracias -dijo, cogiéndolas-. Vuelvo enseguida.
– Más te vale. O empezaré sin ti.
Lucas se abotonó la camisa mientras se dirigía hacia la puerta. Yo me subí al sofá, me alisé la falda y escondí mis bragas entre los almohadones.
Lucas abrió la puerta de la habitación adyacente.
– Ha habido otro ataque -dijo Troy.
– ¿Dónde? -pregunté, levantándome de un salto del sofá.
– Aquí. En Miami. -Troy se pasó la mano por el pelo. Estaba pálido-. Acabo de recibir la llamada. Ellos…, estoy de servicio esta semana. Nadie me ha quitado de la lista esta noche. ¿Podrías llamar por teléfono y hacerles saber que no puedo ir?
– Pasa -le pidió Lucas.
– Necesito…, tengo que hacer algunas llamadas. Se trata de Griffin. Su hijo mayor, Jacob. Yo debería…
– Pasa, por favor. -Lucas cerró la puerta detrás de Troy-. ¿Dices que han atacado al hijo mayor de Griffin?
– Yo…, no sabemos. Llamó al número de emergencias y ahora ha desaparecido. Han mandado un equipo de búsqueda.
– ¿Por qué no vas con ellos? -pregunté-. Nosotros estaremos bien.
– No puede -respondió Lucas-. Sería severamente reconvenido por dejarme solo. Un problema que se resuelve fácilmente si yo también voy. ¿Quieres venir con nosotros?
– ¿Hace falta que me lo preguntes? -dije.
– De ninguna manera -replicó Troy-. Si llevo al hijo del patrón y a su novia a una operación de búsqueda y rescate, no sólo me ganaré una buena reprimenda sino que además conseguiré que me despidan. O algo peor.
– Tú no me estás llevando a ninguna parte -dijo Lucas-. Soy yo quien va a echar una mano, y por lo tanto estás obligado a seguirme. En el camino pediré más información por teléfono.
Bienvenida a Miami
Me senté en el asiento delantero del coche, dejando a Lucas la tranquilidad necesaria en el asiento de atrás para que llamase al departamento de seguridad para que le pusieran al corriente de las últimas novedades.
La lluvia golpeaba levemente sobre el techo, lo suficiente para que el camino estuviera resbaladizo y brillante en la oscuridad. Nuestro parabrisas, no obstante, estaba seco, multiplicando por diez la visibilidad de Troy. Al verlo, comprendí por qué Troy conocía a Robert Vasic. Como Robert, Troy era un Tempestras, un demonio de tormentas. La denominación, como muchos sobrenombres de semidemonios, es un tanto melodramática y suena a falsedad publicitaria. Un Tempestras no puede provocar tormentas, pero sí controlar el tiempo dentro de su vecindad inmediata, produciendo viento, lluvia o, si es realmente bueno, rayos. Podría también, como Troy, hacer algo tan mínimo pero práctico como mantener la lluvia a cierta distancia del parabrisas. Pensé en comentarlo, pero una mirada al rostro contraído de Troy me dijo que no se hallaba en un estado de ánimo propicio a una conversación sobre sus poderes. Estaba tan concentrado en conducir el vehículo, que probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que estaba alejando la lluvia del parabrisas.
– ¿Puedo preguntar algo? -dije quedamente-. ¿Sobre el hijo de Griffin?
– ¿Hummm? Ah, sí, claro.
– ¿Se habrá escapado de casa?
– ¿Jacob? Mierda, no. Están pasando una situación difícil. Griffin y sus chicos, quiero decir. Tiene tres. Su esposa murió hace un par de años. De cáncer de pecho.
– Oh.
– Sí. Griff es excelente con sus chicos. Los quiere y los cuida.
Troy se puso más cómodo en el asiento, como si estuviera contento ante la oportunidad de llenar el silencio con algo más que el golpeteo de la lluvia.
– Griffin parece tonto, pero es muy buen tipo. Sólo que se toma demasiado en serio el trabajo. Antes trabajaba para los St. Cloud, y ellos manejan las cosas de un modo diferente. Como los putos militares…, y disculpa mi vocabulario.
– Los St. Cloud son la Camarilla más pequeña de todas, ¿no?
– La segunda más pequeña. Más o menos la mitad de la de los Cortez. Cuando la mujer de Griffin se puso enferma, los St. Cloud le hicieron utilizar el tiempo que le correspondía de vacaciones por cada minuto que se ausentaba para llevarla a la quimioterapia y todas esas cosas. Cuando ella murió, les dio dos semanas de preaviso y aceptó un ofrecimiento del señor Cortez.
Al oír un clic que provenía del asiento trasero, Troy miró por el espejo retrovisor.
– ¿Hay noticias? -preguntó.
– Tienen dos equipos de búsqueda en acción. Dennis. -Lucas miró en mi dirección-. Dennis Malone. Lo conociste en la reunión de hoy. Lo han llamado para que coordine la operación desde la casa central. Aconseja que comencemos a buscar a varias manzanas de distancia del lugar desde el que llamó Jacob. Los equipos están buscando ahora en las manzanas que están a ambos lados de ese punto.
Me di la vuelta para mirar a Lucas.
– ¿Tenemos alguna idea de lo que le ocurrió a Jacob?
– Dennis me hizo escuchar su llamada telefónica…
– ¿Al nueve-uno-uno?
Lucas negó con la cabeza.
– A nuestra línea de emergencia personal. A todos los hijos de los empleados de la Camarilla se les da el número para que llamen a éste en lugar de al otro. Las camarillas prefieren evitar toda relación con la policía en asuntos que puedan ser de naturaleza sobrenatural. A las familias de los empleados se les dice que si llaman a ese número se aseguran una respuesta más rápida que si llaman al nueve-uno-uno, y así es, efectivamente. Las camarillas más grandes tienen equipos de seguridad y emergencia que están listos para responder las veinticuatro horas del día.
– ¿De modo que allí es donde llamó Jacob?
– A las once y veintisiete de la noche. La llamada es poco clara, tanto a causa de la lluvia como debido a la recepción defectuosa de una llamada de móvil. Parece decir que lo están siguiendo, después de haber salido de ver una película y haber dejado a sus amigos. La parte siguiente es menos clara. Dice algo sobre pedirle a su padre que lo disculpe. El operador le dice que conserve la calma. Y ahí se corta la llamada.
– ¡Mierda! -exclamó Troy.
– No necesariamente -dijo Lucas-. La señal del móvil pudo haberse cortado. O sencillamente pudo haber pensado que estaba dándole demasiada importancia al asunto. Pudo haberse sentido avergonzado y colgado.
– ¿Griffin lo habría dejado ir a ver una película a la última sesión con sus amigos? -pregunté a Troy.
– ¿En la noche de un día escolar? Nunca. Griff es muy estricto con respecto a esas cosas.
– Bueno, entonces eso es probablemente lo que ocurrió -concluyó Lucas-. Jacob se dio cuenta de que tendría problemas por haberse escapado y cortó. Probablemente irá a la casa de un amigo y llamará a su padre cuando se haya armado de valor para hacerlo.
Troy movió la cabeza afirmativamente, pero parecía tan poco convencido como yo.
– ¡Dios mío! -dijo Troy al meterse en el área en la que Dennis nos había aconsejado aparcar.
Se había introducido entre dos edificios y salido a un espacio de estacionamiento muy reducido, apenas un par de metros más ancho que la callejuela misma. Todos los edificios que estaban a la vista se hallaban llenos de ventanas entablonadas y los tablones llenos de agujeros de balas. Las luces de seguridad que pudieran haber existido habían sido destruidas con disparos tiempo atrás. La lluvia se tragaba la luz de la luna nueva. Cuando Troy aparcó, los faros delanteros iluminaron una pared de ladrillos cubierta de graffiti. Mi mirada se deslizó a lo largo de los símbolos y los nombres.
– ¿Eso son…?
– Pintadas de pandillas -respondió Troy-. Bienvenida a Miami.
– ¿Estaremos en el lugar correcto? -pregunté, tratando de ver en la oscuridad-. Jacob dijo que estaba en un cine, pero esto no parece…
– Hay uno unas pocas manzanas más allá -dijo Troy-. Un multiplex con pantallas de última generación situado en medio del infierno. Justo el lugar que uno elegiría para llevar a los chicos a la matiné un sábado. -Apagó el motor y luego bajó las luces-. Mierda. Vamos a necesitar linternas.
– ¿Qué tal nos viene esto? -Con un hechizo hice que un globo de luz del tamaño de una pelota de béisbol apareciera en mi mano.
Abrí la puerta del coche y desplacé lentamente la luz hacia fuera. Se detuvo a unos pocos metros y allí quedó suspendida, iluminando el solar.
– ¡Qué bueno! Esto no lo había visto nunca.
– Magia de bruja -dijo Lucas. También él lanzó el hechizo e hizo aparecer una pelota de luz más débil que dejó en la palma de la mano-. Tiene un efecto más práctico que la nuestra. No soy tan ducho con este hechizo como lo es Paige, todavía, de modo que dejaré la luz a mano, por así decir. Si la lanzo…, bueno, rara vez funciona.
– Se aplasta en la acera como un huevo -dije, dirigiéndole una rápida sonrisa-. Muy bien, entonces ya tenemos solucionado el tema de las linternas. Troy, supongo que tú puedes resolver el problema de los paraguas. Estamos listos.
Caminamos hasta el otro extremo del estacionamiento. Los restos esqueléticos de una construcción se elevaban en un terreno vacío que tenía por lo menos el tamaño de un bloque de edificios. Árboles pequeños y rodeados de malezas, paredes semidemolidas, montones de pedazos de hormigón, bolsas de basura abiertas, neumáticos viejos y muebles destruidos componían, en desorden, el paisaje. Me incliné para levantar una placa húmeda de conglomerado que cubría una protuberancia del terreno. Troy apartó de un puntapié una jeringuilla y me agarró la mano.
– No me parece una buena idea -dijo-. Es mejor usar un palo.
Observé el terreno, captando con una mirada veinte lugares donde Jacob podría estar oculto esperando ayuda.
– ¿Probamos a llamarlo? -pregunté.
Troy negó con la cabeza.
– Podría atraer la atención de quienes no queremos. Jacob me conoce, pero es un chico listo. Si se está ocultando por aquí, no va a responder hasta que me vea la cara.
Aunque ninguno de nosotros lo dijo, había otra razón para no contentarnos con llamarlo por su nombre y avanzar. Podría estar herido, incapaz de responder. O algo peor que eso.
– La lluvia está cediendo y la bola de Paige emite suficiente luz como para que busquemos todos -dijo Lucas-. Sugiero que nos separemos, tomando cada uno una franja de tres metros, y hagamos un barrido a fondo. -Se interrumpió-. A menos que…, ¿Paige? Tu hechizo de percepción sería perfecto para esto.
– ¿Un hechizo? -dijo Troy-. Estupendo.
– Bueno, de acuerdo. El único problema… -dije, mirando a Troy-. Es un hechizo de nivel cuatro. Técnicamente, soy todavía de nivel tres, de modo que yo no… -Dios, reconocerlo dolía-. No soy muy buena…
– Todavía está perfeccionando la precisión -aseguró Lucas. Eso sonaba mucho mejor que lo que yo iba a decir-. ¿Podrías intentarlo?
Dije que sí con la cabeza. Lucas le hizo a Troy una señal para que lo siguiera y comenzara a buscar, dejándome un espacio aparte. Cerré los ojos, me concentré y lancé el hechizo.
En el momento en que las palabras salieron de mi boca, supe que el hechizo había fallado. La mayoría de las brujas esperan hasta ver si se producen los resultados, pero mi madre me había enseñado a usar el instinto, a sentir el sutil clic de un lanzamiento exitoso. No era fácil. A mí, la intuición me había parecido siempre poco fiable, tipo New Age. Mi cerebro busca la lógica de las estructuras; busca resultados claros, decisivos. Sin embargo, al pasar a hechizos más difíciles me he forzado a desarrollar un sentido interno. De otra manera, con el hechizo de percepción, si yo no detectaba una presencia, no podría saber si ello se debía a que no había nadie allí, o a que había fallado el hechizo.
Volví a lanzarlo. Y entonces se produjo el clic, casi como un suspiro subconsciente de alivio. Ahora venía la parte más difícil. Con un hechizo como ése, yo no podía lanzarlo simplemente y dejar que operara como la bola de luz. Era preciso sostenerlo, y eso exigía concentración. Me quedé quieta y me concentré en el hechizo, midiendo su fuerza. Oscilaba, desaparecía casi, y luego se mantenía. Resistí el deseo de abrir los ojos. El hechizo funcionaría igualmente, pero yo dependería excesivamente de lo que estuviera viendo, en lugar de hacerlo de lo que sentía. Giré lentamente y percibí dos presencias, Troy y Lucas. Determiné su localización, y luego miré a hurtadillas para confirmarla. Allí estaban, exactamente donde los había percibido.
– Ya lo tengo -dije, y mi voz resonó a través del silencio.
– Muy bien -respondió Lucas, mirando hacia donde yo estaba.
– ¿Y cómo funciona esto? -preguntó Troy.
– Si camino lentamente, seré capaz de detectar a cualquiera que esté en un radio de seis metros.
– Excelente.
Respiré hondo.
– Muy bien, allá va.
Tenía dos alternativas. Que me condujeran con los ojos cerrados, como a un espiritista excéntrico, o abrir los ojos y mantener la mirada en el suelo. Naturalmente, elegí la segunda opción. Cualquier cosa con tal de no parecer una idiota.
Lucas y Troy me siguieron. A los pocos metros, sentí que el hechizo se debilitaba. Traté de no dejarme llevar por los nervios y de que no me entrara el pánico, puesto que no estábamos bajo presión. Estaba engañándome a mí misma, pero durante un rato mantuve la compostura. Me relajé, y el hechizo renovó toda su fuerza.
Había presencias débiles que se percibían en los límites de la conciencia. Cuando me concentré en ellos, permanecieron amorfos. Pequeños mamíferos, probablemente ratas. Una imagen pasó como un relámpago por mi mente: una novela que una amiga y yo habíamos «tomado prestada» de su hermano mayor cuando éramos niñas. Trataba de unas ratas que enloquecían y se comían a las personas. Había una escena en la que… Desplacé la imagen y mi mirada se deslizó por el terreno buscando excrementos de ratas.
El hechizo fluctuaba, pero seguí andando. Terminamos una franja de seis metros de ancho y comenzamos con la siguiente. Avancé sorteando obstáculos en un campo minado de latas de cerveza y eludiendo la negra cicatriz de lo que había sido una hoguera. Entonces capté una presencia dos veces más fuerte que las otras.
– He encontrado algo -dije.
Me apresuré hacia la fuente de mi percepción, trepé por los restos de un muro de un metro de altura, y espanté a un gato grande de rayas grises. El gato lanzó un chillido y salió corriendo por la explanada, llevándose consigo la presencia que yo había percibido. El hechizo cesó abruptamente.
– ¿Era eso? -preguntó Troy.
– No puedo… -Le lancé a Lucas una mirada irritada. Sabía que él no la merecía, pero no podía evitarlo. Salí corriendo hacia el otro extremo de la franja, cogí un palo y hurgué con él en un montón de harapos.
– ¿Paige? -dijo Lucas acercándoseme por detrás.
– No. Sé que es una reacción excesiva…
– No has fallado. El hechizo estaba funcionando. Encontraste al gato.
– Si no puedo establecer la diferencia entre un gato y un chico de dieciséis años, entonces no, no está funcionando. Dejémoslo, ¿vale? Debería estar buscando a Jacob, y no haciendo pruebas de campo con hechizos.
Lucas seguía detrás de mí, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Bajó el volumen de su voz al nivel de un murmullo.
– ¿A quién le importa que descubras uno o dos gatos mientras indagas? Troy ignora cómo se supone que debe funcionar el hechizo. Tenemos mucho terreno que explorar.
Demasiado terreno. Llevábamos allí por lo menos treinta minutos y apenas habíamos cubierto cien metros cuadrados. Pensé en Jacob oculto quién sabía dónde, esperando ser rescatado. ¿Y si se hubiera tratado de Savannah? ¿Me habría dedicado a pasear por el terreno, metiéndome con Lucas?
– ¿Podríais vosotros dos continuar con la búsqueda por vuestra cuenta? -susurré para que Troy no pudiera oírme-. No quiero…, no quiero que dependáis de mi hechizo.
– Está bien. Cubriremos el terreno con mayor rapidez de esa manera. Contamos con mi hechizo de luz, por débil que sea. Tú llévate el tuyo, ve al otro extremo del terreno y comienza allí.
Dije que sí con la cabeza, le toqué el brazo como disculpándome y me alejé con mi bola de luz, que me seguía.
Esta vez el hechizo de percepción funcionó desde el primer momento. O al menos creí que funcionaba, pero había algo que no iba bien. En el instante en que lancé el hechizo, sentí una presencia mucho más fuerte que la del gato. Interrumpí el hechizo y lo intenté de nuevo. Fracaso, y luego éxito. Pero la presencia aún estaba allí, por un pasillo entre dos edificios. ¿Sería conveniente que alertara, a Lucas y a Troy? ¿Y si les hacía venir y resultaba luego que sólo se trataba de una gata con sus gatitos? Eso podía verificarlo yo misma. Ningún chico de dieciséis años se asustaría al verme.
Puse fin al hechizo de percepción y dirigí mi bola de luz para que permaneciera en la esquina del edificio. Allí propagaría un resplandor leve, suficiente para poder ver, pero no tan fuerte como para espantar a un chico que probablemente sabría algo sobre lo sobrenatural.
Me deslicé por el pasillo. La presencia había provenido de unos metros más allá, del lado este de la construcción. A menos de tres metros de distancia vi un portal excavado en el muro. Allí estaría. Me abrí camino entre la basura, haciendo tan poco ruido como me era posible. Junto a la puerta, me apreté contra la pared. Salía de allí un cierto olor. ¿A humo de cigarrillo? Antes de que yo pudiera procesar el pensamiento, mi cuerpo siguió la trayectoria original, entrando por el pasillo. Allí, en la sombra, se encontraba un adolescente.
Sonreí. Vi entonces a otro muchacho junto al primero, y otro detrás de él. Oí algo a mis espaldas. Me di la vuelta y vi que la salida estaba bloqueada por otro adolescente que llevaba un pañuelo. Les dijo a sus amigos unas palabras disparadas en un rápido castellano. Se rieron. Algo me decía que ése no era Jacob.
La fauna del lugar
La actitud lo es todo. Por lo tanto, cuando uno se enfrenta con cuatro -oh, un momento, hay otro-, cinco miembros de una pandilla urbana, lo peor que puede hacerse es dar la espalda y poner pies en polvorosa. ¿Y por qué salir corriendo? Bueno, la presencia de armas letales podría dar respuesta a esa pregunta, pero yo no lo veo así. Son chavales, ¿no es cierto? Personas, como todos los demás. Por lo tanto, es posible razonar con ellos, siempre que uno adopte la postura adecuada. Firme, pero cortés. Asertiva, pero respetuosa. Además, yo tenía pleno derecho a estar allí. Tenía una buena causa. Una causa a la que tal vez ellos mismos pudieran aportar algo.
– Hola -dije, irguiéndome cuan alta era y levantando los ojos para mirar al que yo suponía era el jefe-. Siento molestaros. Estoy buscando a un adolescente que ha desaparecido por esta zona. ¿No lo habéis visto?
Durante un momento, no hicieron otra cosa que mirarme.
– ¿Ah, sí? -dijo finalmente uno que estaba detrás de los otros-. Bueno, nosotros estamos buscando dinero. ¿Tú no tendrás? ¿En el bolso, quizás?
Un grupo de rateros. Me dirigí al que hablaba.
– Como probablemente habrás advertido, no llevo bolso. Yo…
– ¿Que no llevas bolso? -replicó, y se volvió a sus amigos-. Me parece que lo está escondiendo debajo de la blusa. Dos bolsos grandes. -Hizo el gesto masculino universal para indicar dos grandes tetas.
Esperé en medio de las inevitables risas y resistí la tentación de decirles que, en materia de chistes sobre tetas, ése era uno de los más tontos que había oído.
– Tiene dieciséis años -dije-. Alto, pelo oscuro. De piel blanca, alguien lo perseguía. Puede estar herido.
– Si lo hubiéramos visto, estaría herido. Nadie entra aquí y sale caminando. -Me miró a los ojos-. Nadie.
– Ahh -dijo una voz detrás de nosotros-. Bueno, quizás esta noche los caballeros puedan hacer una excepción. -Lucas me tomó del brazo-. Pedimos disculpas por el malentendido. Por favor, discúlpennos.
El bandido que estaba detrás de mí se adelantó hacia Lucas y abrió una navaja automática, manteniéndola junto a la pierna con la punta hacia abajo, como amenaza encubierta.
– Bonito traje, viejo -dijo, y luego posó la mirada en mi falda y en mi blusa-. ¿De dónde habéis salido? ¿De la puñetera misión?
– A decir verdad, de fuera de la ciudad -dijo Lucas-. Ahora, si nos disculpan…
– Cuando hayamos terminado -respondió el bandido de la navaja-. Y aún no hemos terminado.
Me dirigió una sonrisa falsa y levantó la mano libre hacia mi pecho. Comencé a murmurar un hechizo de inmovilización, pero antes de que pudiera lanzarlo, Lucas levantó la mano y bloqueó la del muchacho.
– Por favor, no lo hagas -dijo Lucas.
– ¿Sí, quién me lo va a impedir?
– Yo te lo voy a impedir -tronó una voz en el lugar.
Todos miraron hacia arriba -muy hacia arriba- para ver a Troy, quien quitó al bandido el cuchillo de la mano.
– El guardaespaldas de la misión -dije-. Disculpadnos, muchachos, pero tenemos mucho que hacer. Gracias por vuestra cooperación, y no os quedéis levantados hasta muy tarde. Mañana hay colegio.
Un coro de palabras en castellano, de las cuales seguro que ninguna era un cumplido, nos siguió por el corredor, pero los chicos se quedaron en su refugio. Una vez que estuvimos fuera del alcance de sus oídos, Lucas le dirigió la mirada a Troy.
– Te darás cuenta, por supuesto, de que me has dejado sin la oportunidad de desplegar mis habilidades marciales y ganarme quién sabe cuántas semanas de aprecio femenino.
– ¡Lo siento mucho!
Sonreí y apreté el brazo a Lucas.
– No te preocupes. Sé que estuviste a milésimas de segundo de aplastarlos con un hechizo de golpe de energía.
– Por supuesto. -Miró a Troy por encima del hombro-. Tendrás que perdonar el intento demasiado entusiasta de Paige de intimar con la fauna del lugar. No hay muchos ejemplares como éstos en el lugar de donde viene.
– ¡Oye!, que también tenemos pandillas en Boston.
– Ah, sí. Creo que son particularmente peligrosas cerca de los muelles, donde pueden acercarse a los desprevenidos, rodearlos con sus yates y gritarles epítetos bien elegidos y elegantemente expresados.
Troy se rió.
Lucas continuó:
– Paige, cuando tengas que vértelas con miembros de pandillas, es mejor que los trates como si fueran perros rabiosos. Siempre que te sea posible, evita su territorio. Si inadvertidamente caes en él, evita el contacto ocular, retrocede lentamente… y aplástalos con un buen golpe de energía.
– Entiendo.
– ¿Seguimos…
Sonó el móvil de Lucas. Él respondió. Quince segundos después cortó.
– ¿Lo han encontrado? -preguntó Troy.
Lucas negó con la cabeza.
– Sólo comprobaban si nosotros lo habíamos encontrado.
– Como si no fuéramos a llamar si lo encontráramos. -Troy recorrió todo el terreno con la mirada-. ¡Maldición! Aquí no está. ¿Sabes? Creo que tenías razón. Creo que se ha quedado a pasar la noche en la casa de un amigo. Griffin está completamente al tanto de los otros ataques. Por eso le dio a Jacob el teléfono móvil, y le dijo que informara de cualquier cosa que se saliera de lo habitual. Probablemente Jacob se encontró con alguno de los maleantes del barrio, le entró el pánico y llamó para denunciarlo. Después pensó que era una estupidez y dio por concluido el asunto.
Nuestras miradas se cruzaron.
– Bueno -dije-. ¿Queréis volver al extremo norte y yo cubro el sur?
Dijeron que sí con la cabeza. Estábamos a punto de separarnos cuando vibró el teléfono de Lucas. Otra corta conversación.
– Griffin ha aparecido en el segundo sector -dijo Lucas.
Troy hizo un gesto de preocupación.
– ¡Mierda!
– ¡Efectivamente! Está dificultando las cosas al equipo de búsqueda. Sin querer, por supuesto, pero se encuentra muy alterado. Están comprensiblemente preocupados, dadas las habilidades de Griffin.
– ¿Qué clase de semidemonio es? -pregunté.
– Un Ferratus -dijo Lucas.
Uno de los semidemonios menos comunes. Es tan raro que tuve que traducir el nombre del latín para recordarlo. Ferratus. Cubierto de hierro. Un semidemonio dotado de una sola habilidad, nada desdeñable, por cierto. Cuando un semidemonio Ferratus invocaba su poder, la piel se le ponía dura como el hierro. No cabe sorprenderse de que Benicio se hubiese llevado a Griffin de los St. Cloud. Era el guardaespaldas perfecto…, y la última persona que uno querría ver furiosa.
– Dennis me ha pedido que interceda -dijo Lucas-. Están sólo a unas calles de distancia. Sugiero que caminemos, y mientras avanzamos cubramos el área intermedia.
– Yo podría quedarme aquí… -empecé a decir.
– No -respondieron a coro ambos hombres.
Los seguí por la callejuela.
A medida que caminábamos, me fui quedando atrás. Ya que estábamos en movimiento, podía lanzar al mismo tiempo mi hechizo de percepción y ver si pescaba algo. No veía razón para hacerles saber lo que estaba haciendo, pues eso no haría más que aumentar la presión por conseguir resultados. Como ellos examinaban cada rincón y cada grieta mientras caminaban, suponían que yo hacía lo mismo y no advirtieron que iba quedándome atrás.
Encontré otros dos gatos callejeros. Mi tarea paralela con Control Animal parecía de lo más prometedora. Desde un punto de vista positivo, en cuanto percibí al gato número tres, supe que se trataba de un felino, lo cual significaba que estaba aprendiendo a distinguir entre las fuerzas de las distintas presencias.
Acababa de hallar mi cuarto gato vagabundo, cuando nos llamó una voz distante. Miré por la callejuela y vi que varios hombres se aproximaban a Troy y a Lucas. La segunda partida de búsqueda. Aceleré el paso. Había adelantado unos tres o cuatro metros cuando sentí otra presencia. Más fuerte que la de un gato, pero… Me detuve y me concentré. No, era demasiado débil para tratarse de un ser humano. Di otro paso. Mis pies parecían de plomo mientras una persistente incertidumbre me palpitaba en el cerebro. Demasiado fuerte para ser un gato, demasiado débil para un ser humano. ¿Qué era entonces?
Más lejos, los hombres formaban un grupo, y sus voces me llegaban sólo como oleadas de sonidos. Lucas me vio, pero no me llamó. Permiso tácito para seguir buscando. De modo que no había daño alguno en verificar esa presencia. La localicé en un corredor lateral. Me volví para mostrarle a Lucas hacia dónde iba, pero ya no estaba en el grupo. Había ido, sin duda, a buscar a Griffin y a tranquilizarlo. Yo iría rápidamente por el callejón y volvería antes de que él notara mi ausencia.
Identifiqué la presencia en un portal que daba a la calleja. Estaba abierto porque alguien había colocado un rollo de cartón sucio. Un cartón mojado que sostenía una puerta que se abría hacia dentro. Toqué la puerta buscando signos de humedad, pero estaba seca. Una noche sin viento y una llovizna no podían explicar el cartón empapado, lo que significaba que alguien lo había traído de la calle durante la última hora, poco más o menos.
Dudé antes de entrar, produje una bola de fuego y luego la desplacé hacia la entrada, donde iluminaría la habitación interior. Crucé el umbral. La habitación estaba vacía, salvo por un montón de harapos que se veía en un rincón. La presencia que yo percibía venía de ese rincón, de algún lugar bajo los harapos. Cuando acerqué la bola de luz, vi que no eran harapos, sino una manta sucia y apolillada. De ella sobresalía una zapatilla de tobillo alto que llevaba el ubicuo signo de Nike.
Me apresuré a cruzar la habitación, me puse de rodillas y tiré de la manta. Allí yacía un hombre, encogido en posición fetal. Toqué su brazo desnudo. Frío. Muerto. La presencia se había debilitado aún más desde que la detecté por primera vez. Se había ido disipando a medida que desaparecían los últimos signos de calor corporal. Me inundó una tremenda tristeza, y un alivio no exento de culpabilidad al ver que esa persona no era el muchacho que yo buscaba.
Me eché hacia atrás. Al hacerlo, mi sombra se apartó del rostro del hombre y advertí que no era de ningún modo un hombre. El tamaño me había engañado, pero ahora, al ver los rasgos suaves y los ojos asustados, supe que estaba viendo al hijo de Griffin.
Rápidamente le toqué el cuello, para comprobar si había señales de vida, pero era consciente de que no iba a encontrar ninguna. Lo puse boca arriba para verificar si su corazón latía. Cuando le separé los brazos del pecho, contuve la respiración al ver que tenía la camiseta ensangrentada y desgarrada por las puñaladas.
– ¡Paige! -llamó Lucas desde algún lugar del exterior.
– ¡Aquí! -La voz me salió entrecortada. Tragué saliva y lo intenté de nuevo-. ¡Aquí adentro!
Me puse de pie, volví a ver la camiseta ensangrentada de Jacob y me incliné para cubrirlo con la manta. Sus ojos, muy abiertos, parecían clavados en los míos. Mucha gente creía que se podía ver el último momento de la vida de un hombre impreso en sus ojos. Miré los de Jacob y efectivamente contemplé ese último momento. Vi un terror impotente e insondable. Me mordí los labios y me obligué a cubrirlo con la manta.
Sentí un ruido a la puerta. Una sombra grande llenaba el marco de la misma.
– Troy -dije-. Bien. No dejes pasar a nadie hasta que hable con Lucas.
El hombre cruzó la habitación de unas zancadas. Aun antes de verle el rostro supe que no era Troy.
– Griffin -dije, saltando hacia atrás para ocultar el cuerpo de Jacob-. Yo… Me tomó por los hombros y me apartó violentamente de su camino. Me di contra el suelo. Por un momento, permanecí allí, aturdida. Ese momento fue lo suficientemente largo como para que Griffin se arrodillara ante su hijo y retirara la manta.
Un aullido cortó el aire. Una maldición, un grito, otro aullido. El golpe de un puño contra el ladrillo. Otro. Luego otro. Miré hacia arriba y vi una niebla de polvo de ladrillo y cal y, a través de ella, a Griffin golpeando la pared, y con cada golpe un alarido que no parecía de este mundo.
– ¡Griffin! -grité.
No podía oírme. Lancé un hechizo de paralización, demasiado rápido, y falló. De fuera llegaba el sonido de voces y de personas corriendo, pero pronto el furioso dolor de Griffin lo ahogó. Caía un granizo de ladrillos rotos mezclado con astillas de madera y piedra. Un guijarro me rozó el hombro, mientras el edificio se sacudía bajo la fuerza de los golpes de Griffin.
En unos pocos minutos algo iba a ceder -el techo, una pared, algo-. A través del polvo, veía la puerta abierta, que me llamaba a la seguridad. Pero en lugar de moverme, cerré los ojos, me concentré y lancé nuevamente el hechizo de paralización. A mitad de camino del proceso de encantamiento, un pedazo de ladrillo me golpeó el brazo y estuve a punto de caer hacia atrás. Caía ahora más ladrillo, trozos de mayor tamaño, lo bastante grandes como para hacer daño. Apreté los dientes, cerré los ojos y lancé el hechizo una vez más.
El golpeteo cesó. Mantuve el conjuro durante unos pocos segundos antes de atreverme a abrir los ojos. Cuando lo hice, vi a Griffin, con su puño detenido en el aire. Gruñó entre dientes, refunfuñó, trató de liberarse, pero puse todo cuanto tenía para mantenerlo quieto. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos estaban oscurecidos por la ira y el odio.
– Lo lamento -dije.
Lucas y los demás entraron corriendo en la habitación.
Pruebas de un patrón
Dos atroces horas más tarde, volvimos al vehículo. Los del equipo médico de emergencia habían llevado el cuerpo de Jacob a la morgue de la Camarilla para que se examinara y se le efectuara una autopsia. Un equipo forense estaba estudiando el lugar del crimen. Varios investigadores peinaban el área en busca de testigos y pistas. Un procedimiento estándar para la investigación de un asesinato. Sin embargo, todos y cada uno de esos profesionales, desde el fiscal hasta el fotógrafo, eran sobrenaturales, y empleados de la Camarilla Cortez.
Ninguno de los hechos vinculados con el crimen llegaría al noticiero de las seis. Las camarillas tenían una ley propia, en el más puro sentido de la expresión. Tenían su propio código legal. Hacían cumplir ese código. Ellas mismas castigaban a los transgresores. Y en el mundo humano, nadie se enteraba.
– ¿Quieres quedarte con Griffin? -pregunté a Troy mientras nos seguía hasta el coche-. Estoy segura de que podríamos conseguir otro guardaespaldas del equipo de seguridad.
Troy movió la cabeza.
– Van a llevar a Griffin con sus hijos. Allí no me necesitan.
Cuando nos acercábamos al coche, Troy alzó la radio. Detrás de nosotros se oyeron fuertes pisadas. Era Griffin.
– Quiero hablar contigo -dijo, acercándose a Lucas.
Troy levantó una mano para detenerlo, pero Lucas le dijo que no con un movimiento de cabeza. Yo preparé de nuevo el hechizo de paralización. Griffin se detuvo a unos centímetros de Lucas, bien sobrepasada la zona en la que la proximidad de otro resulta incómoda. Tanto Troy como yo nos pusimos visiblemente tensos. Lucas no hizo más que levantar los ojos para mirar a Griffin.
– Quiero contratarte -dijo Griffin-. Quiero que encuentres a la persona que ha hecho esto, quienquiera que haya sido.
– La Camarilla va a investigarlo. Mi padre se ocupará de eso.
– A la mierda con la Camarilla.
– Griff -le advirtió Troy.
– Sé lo que digo -respondió Griffin-. A la mierda con la Camarilla. No van a hacer nada hasta que le toque al hijo de algún hechicero. Quiero que tú encuentres a ese hijo de puta y me lo traigas. Lo único que quiero es que me lo traigas.
– Yo…
– Te pagaré. Sea cual fuere el precio de una investigación policial, te pagaré el doble. O el triple. -Levantó el puño para dar énfasis a sus palabras, luego se miró la mano, la metió en el bolsillo y bajó la voz-. Tú dime lo que quieres, que yo te lo conseguiré.
– No es preciso que lo hagas, Griffin. Mi padre ordenará que se abra una investigación, y tiene recursos con los que yo ni siquiera podría soñar.
– Yo soy de clase C. No tengo derecho a una investigación.
– Pero te la proporcionará de todas las maneras.
– ¿Y si no es así?
– Entonces yo me encargaré de ella -dije con voz tranquila.
Griffin miró hacia donde yo estaba, como si antes no hubiera advertido mi presencia. Durante un largo minuto, no hizo más que mirarme. Luego, asintió con la cabeza.
– Bien -dijo-. Gracias.
Dio media vuelta y se alejó caminando en medio de la oscuridad.
– Oh, Dios mío, ¿qué acabo de decir? -murmuré, dándome con la cabeza en el respaldo de cuero del asiento trasero. Miré a Lucas, que estaba a mi lado, abrochándose el cinturón-. Lo lamento mucho.
– No lo lamentes. Si no lo hubieses dicho tú, lo habría dicho yo. Conseguiste tranquilizarlo. Eso era lo que necesitaba. En cuanto a hacer la investigación, no será necesario. Mi padre pedirá una investigación, aunque sólo sea para darles a sus empleados la seguridad de que la Camarilla actúa.
Esta vez, cuando Troy examinó nuestra habitación, encontró a alguien allí. Era Benicio. Lucas echó una mirada a la habitación y se hundió en un sillón, como si la tensión de la noche se le hubiera venido encima de repente.
– ¿Minibar? -pregunté en voz baja.
– Por favor.
Benicio y yo intercambiamos saludos con la cabeza y pasé a su lado camino del minibar. Saqué dos vasos, me detuve y me volví hacia Benicio.
– ¿Quiere tomar algo?
– Agua estaría bien -respondió-. Gracias, Paige.
Me puse a preparar las bebidas mientras los dos hombres hablaban detrás de mí.
– Quiero agradeceros que os unierais a la búsqueda -dijo Benicio-. Significó mucho para todos que hubiera alguien de la familia prestando ayuda.
– Sí, bueno, muchas gracias. Ha sido una noche muy larga. Quizás…
– Tus hermanos no acudieron ni con una orden directa, menos aún voluntariamente. Piensan que el liderazgo se ejerce estando en la oficina todos los días, emitiendo órdenes y firmando papeles. No tienen ninguna idea de lo que esperan los empleados, de lo que necesitan.
Observé con disimulo a Lucas. Allí estaba, con la expresión dolorida de un niño forzado a sentarse y escuchar por enésima vez el discurso favorito de su padre.
– Estoy seguro de que Héctor habría ido.
Benicio resopló.
– Por supuesto que Héctor habría ido. Lo habría hecho porque sabe que yo lo habría querido. Él mismo habría matado al chico, si hubiera pensado que con ello se ganaría mi favor.
Lucas hizo un gesto de disgusto. Le alcancé un whisky solo. Me dio las gracias. Le di a Benicio su agua antes de continuar.
– Hemos tenido más pruebas de que hay un patrón en todo lo que está sucediendo. A un vicepresidente de la St. Cloud le llegaron noticias de nuestro problema, cosa que provocó una llamada de Lionel. Una de las hijas de su nigromante, que vivía con unos parientes tras cierto problema familiar, fue atacada el sábado pasado, la noche anterior a que agredieran a Dana.
– ¿Se encuentra bien? -pregunté.
Benicio negó con la cabeza.
– Como Jacob, se las arregló para llamar a su línea de emergencia diciendo que la estaban siguiendo, pero cuando la encontraron estaba muerta. He llamado a Thomas Nast y a Guy Boyd para preguntarles si saben de algún ataque a los hijos de sus empleados. Thomas respondió vacilante que han tenido dos incidentes, pero no quiso dar detalles por teléfono. Las camarillas se reúnen mañana en Miami para intercambiar información.
– Supongo que van a realizar una investigación conjunta -dijo Lucas.
– Sí, y ésa es la razón por la cual te pido que reconsideres tu decisión.
– ¿Reconsiderar? -pregunté yo-. Si las camarillas están investigando, usted no nos necesita.
– No. Si las camarillas están investigando conjuntamente, necesito vuestra ayuda más que nunca. Como Lucas puede explicarte, una operación intracamarilla…
Lucas levantó una mano.
– Estamos cansados, papá -dijo con tono conciliador-. Ha sido una noche muy larga. Comprendo tu preocupación y coincido en que, efectivamente, es una preocupación. ¿Puedo pedirte, no obstante, que me dejes explicarle la situación a Paige esta noche, tratemos de dormir un poco y luego lo discutamos contigo durante el desayuno?
– Sí, por supuesto -contestó Benicio-. ¿A qué hora tienes que estar en el tribunal mañana?
– A mediodía.
– Entonces, desayunemos a las ocho, en lugar de a las siete, para que podáis dormir un poco más. Dispondré que os lleven a Chicago en jet inmediatamente después.
Lucas vaciló, y luego asintió.
– Gracias.
Después se dirigió hacia la puerta.
– Una última cosa -dijo Benicio.
Lucas se detuvo, mirando todavía la puerta, con una mano en el picaporte y los labios separados en un suspiro silencioso.
– ¿Sí, papá?
– A la vista de esta última tragedia, pienso que debemos suponer que el propósito del asesino es el de dañar a las camarillas donde menos lo esperan y donde más les duela. Siendo así, debemos suponer que su mayor trofeo sería tener en el punto de mira a un miembro de la familia de un CEO.
– Sí, por supuesto, pero podemos discutir esto…
– No estoy hablando por hablar, Lucas. Saco esto a colación porque es obvio que os afecta tanto a ti como a Paige, y debes tenerlo en cuenta.
– Va a por adolescentes. Yo no soy ningún adolesc…
– No me refiero a ti. Este asesino es lo suficientemente inteligente como para atacar en los márgenes, para arrancar del rebaño a los más vulnerables, a esos chicos que están más alejados de la protección de la camarilla. Si quisiera un adolescente de la familia inmediata del CEO, sólo hay uno que no vive con una camarilla y que no está bajo protección las veinticuatro horas del día.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamé-. Savannah.
La chica que más peligro corre en el mundo
Unos meses antes, cuando Kristof Nast reclamó legalmente la custodia de Savannah, lo hizo sosteniendo que era su padre. Al principio, no le creí. Savannah, hija de una mujer de reconocido poder que era bruja y semidemonio a un tiempo, ya daba muestras de igualar o sobrepasar los poderes de su madre, y como tal habría sido una magnífica adquisición para cualquier camarilla.
En cuanto a que Kristof fuera su padre, era absurdo, ninguna bruja se habría involucrado nunca con un hechicero, y mucho menos con uno de alto rango en una camarilla. Después, conocí a Kristof en persona, y al ver en él los ojos de Savannah que miraban a los míos, supe que no había dudas respecto a su paternidad.
Si a pesar de todo yo hubiese seguido con mis dudas, sus actos probaban que no estaba tratando de reclutar a una posible empleada. Kristof había hecho algo más que intentar secuestrar a Savannah. Había puesto todos sus esfuerzos en conseguir la custodia, y había muerto tratando de evitar que Savannah se hiciese daño a sí misma. Un hechicero como Kristof Nast nunca habría hecho eso por una bruja que no fuese su hija.
Esta historia había sido la comidilla de los chismosos de las camarillas durante los últimos meses. Cualquiera que estuviese detrás de los hijos de las camarillas conocería a Savannah. Sabrían también que, a diferencia de cualquier otro hijo o nieto de un CEO de una camarilla, no era conducida a una escuela privada y traída de vuelta en un automóvil blindado lleno de guardaespaldas semidemonios. Ella nos tenía sólo a Lucas y a mí y, en este momento, ni siquiera nos tenía a nosotros.
He de decir, con cierto orgullo, que no me entró el pánico. Cierto es que pasé por unos breves momentos de palpitaciones cardíacas y respiración acelerada, pero me las arreglé para recuperarme antes de llegar a la fase de ansiedad clínica.
Lucas y su padre emplearon tan sólo unos minutos para elaborar un plan que me impidió salir corriendo por la puerta y coger el siguiente vuelo a casa. Benicio ya había enviado a Portland el jet de la Corporación. En el momento en que mencionó el peligro que Savannah podía correr, unos guardias de la Camarilla iban ya de camino para recogerla. Reconoceré que por un instante pensé con ansiedad: «¿Y qué ocurriría si todo esto no fuese más que un montaje para quedarse con Savannah?», pero logré tranquilizarme antes de que salieran de mi boca acusaciones descomedidas. Lucas confiaba en que su padre traería a Savannah a Miami, de modo que yo confié en Lucas.
Lucas llamó a los padres de Michelle, se disculpó por despertarlos, y les expuso enseguida una historia plausible para explicar por qué varios hombres grandotes llegarían a su puerta para llevarse a Savannah. O, mejor dicho, supuse que les contó una historia plausible. No oí una palabra. Pero conocía lo suficiente a Lucas para saber que era capaz de elaborar las mentiras más convincentes en unos minutos, otra habilidad que había heredado de su padre.
A petición mía, Lucas habló también con Savannah. ¿Qué le contó? La verdad. No me cabe duda. Si yo hubiera estado con ese teléfono en la mano, le habría dado una versión edulcorada de las cosas. No podía evitarlo. El ansia de hacerle la vida más fácil era demasiado grande. De modo que le habría dado una versión aligerada del asunto, ella me habría escuchado y luego me habría pedido que la dejara hablar con Lucas para saber la verdad.
Cuando Benicio se hubo marchado, Lucas caminó hasta el sofá, se sentó junto a mí y me cogió la mano.
– ¿Te encuentras bien?
Le apreté la mano y logré esbozar una lánguida sonrisa.
– Me encontraré mejor cuando ella esté aquí.
– A propósito de este caso -dijo-. ¿Me equivoco al creer que lo quieres?
– Lo quiero, sí, pero…
– Después de lo que ha ocurrido esta noche, ya no podemos permitirnos el lujo de preocuparnos por conflictos de intereses. Alguien tiene que investigar esto.
– ¿No piensas que las camarillas pueden manejar el caso?
– Individualmente, diría que las camarillas son perfectamente capaces de manejar la situación. ¿Pero juntas? Juntas trabajarían a una mínima parte de su capacidad.
– ¿Luchas intestinas?
Dijo que sí con la cabeza.
– Exactamente. Ocurre como cuando varios países que se hallan en guerra se unen para enfrentarse a un enemigo común. Todos querrán dirigir el ataque. Ninguno querrá compartir información por temor a divulgar sus contactos y sus técnicas. Todos querrán que los demás arriesguen a sus hombres. Cuando se trate de un plan de acción, más que decidir sobre el mismo, lo negociarán.
– Y mientras tanto, más chicos saldrán lastimados.
– Daños colaterales. No voy a decir que a las camarillas no les importe; no son monstruos. Pero están estructuradas en torno a la acumulación de ganancias y a la auto conservación. Esas prioridades ocuparán siempre el primer plano, intencionadamente o no.
– Pero obviamente tu padre prevé todo eso, porque en caso contrario no estaría pidiéndote que aceptes. ¿Por qué no dice a las otras camarillas: «gracias por el ofrecimiento, pero nosotros solos nos encargaremos del asunto?».
Lucas se recostó contra el respaldo del sofá.
– Política. A este nivel, hasta mi padre tiene las manos atadas. Si se niega a cooperar, no sólo afectará a la posición que detenta respecto de las otras camarillas, sino que también provocará desacuerdos internos. Sería comprensible que sus empleados cuestionaran el hecho de que se niegue a recibir ayuda externa.
– De modo que nos toca a nosotros. En ese caso, entonces, definitivamente quiero… -Me detuve-. ¡Un momento! ¿Y Savannah? Es evidente que no puedo dejar que se pegue a nosotros y…
– He pensado en eso. En alguien que pueda cuidarla.
Sacudí la cabeza.
– Ya sabes cómo soy. O la cuido yo misma, o me muero de preocupación. No confío en nadie…
Me dijo en quién estaba pensando.
– Oh -respondí yo-. Eso podría funcionar.
Benicio llamó para decir que Savannah estaba ya en el jet y que llegaría a Miami poco después de las seis. Lucas le informó de nuestra decisión, que yo aceptaría el caso y que empezaría de inmediato. En cuanto al papel que asumiría Lucas, nos habíamos decidido por la honestidad antes que por el subterfugio. Por supuesto, él me ayudaría. Sí, es verdad que esto significaba trabajar juntamente con las camarillas, pero la causa era justa y él no iba a degradarla ocultando su participación. Si Benicio sentía que había conseguido una victoria, teníamos que dejar que se diera esa satisfacción. Nuestra única defensa era que no aceptaríamos un cheque de pago de la Camarilla por el trabajo que íbamos a realizar. Lo hacíamos solos, y por nuestras propias razones.
Dado que procurar la seguridad de Savannah se había convertido ahora en nuestra primera prioridad, Lucas le pidió a su padre, durante el desayuno, un aplazamiento para ocuparse de ese aspecto. Mientras tanto, Benicio me traería, a última hora de la mañana, una copia de los archivos del caso, después de que Lucas se hubiese ido y yo hubiese tenido tiempo de instalar a Savannah en el hotel. Benicio le prometió a Lucas que colaboraría con los arreglos para la protección de Savannah, y Lucas, prudentemente, se abstuvo de decirle que ya habíamos tomado nuestras propias medidas. Si bien apreciábamos la ayuda de Benicio, ninguno de nosotros dos quería que Savannah permaneciese bajo su custodia durante largo tiempo, no fuera a ser que Benicio desease aprovechar esa oportunidad para inducirla a convertirse en una empleada suya en el futuro.
Recibimos a Savannah en el aeropuerto. Cuando digo «recibimos», me refiero a Lucas, a mí y a Troy. Sí, Troy seguía estando con nosotros, aunque mi intención era que volviese con su patrón después del almuerzo. No es que yo tuviera nada contra Troy, pero me resultaba inquietante tener a un inmenso semidemonio pegado a los talones. Savannah, en cambio, se adaptó de inmediato a nuestra nueva sombra, como si tener un guardaespaldas/chófer fuese algo completamente natural: una prueba más de que por sus venas corría sangre real de las camarillas.
Después del desayuno, respondimos a las preguntas de Savannah sobre los ataques. Escuchó con más curiosidad que preocupación. El altruismo no es uno de los puntos fuertes de Savannah. Me digo que es algo que no tienen los adolescentes, pero sospecho que hay algo más en ella.
– Estupendo, siempre y cuando no vuelvan a secuestrarme -dijo-. Dos veces en un año es suficiente para cualquiera. Desde luego, debo de ser la chica que más peligro corre en el mundo.
– Eres especial.
– Sí, bueno -replicó-, ser especial no parece traer más que problemas. Ahora comprendo por qué mi madre cambiaba de casa con tanta frecuencia. -Nos miró alarmada-. No tendremos que volver a mudarnos, ¿verdad?
– No se trata de esa clase de problemas. Todo lo que tenemos que hacer es encontrarte un lugar seguro para que estés allí mientras yo busco a ese tipo.
– ¿Qué? -Pasó de mirarme a mí a mirar a Lucas-. De ninguna manera. Me estáis gastando una broma, ¿no es así?
– Paige no puede investigar si está preocupada por ti, Savannah.
Sus ojos se clavaron en los míos.
– Tú no lo harías. No me mandarías lejos.
Abrí la boca, pero la culpa me agarrotó la garganta.
– Savannah… -le advirtió Lucas.
Savannah clavó los ojos en mí.
– ¿Te acuerdas de la última vez? Dijiste que no me dejarías. Nunca.
– Savannah… -La voz de Lucas se hizo más severa.
– Podemos trabajar juntas en el caso. Tienes todos esos nuevos hechizos. Puedes protegerme mejor que nadie. Yo confío en ti, Paige.
Un golpe bajo. Con dificultad, pude musitar:
– Yo…, nosotros…
Entonces Lucas le dijo quién iba a cuidar de ella.
Savannah pestañeó y enseguida se acomodó en la silla.
– Bueno, ¿y por qué no me lo habéis dicho antes? -Tomó un sorbo de zumo de naranja-. Ah, ¿y eso significa que no voy a ir al colegio?
Después del desayuno, volvimos al aeropuerto a despedir a Lucas. Mientras Savannah charlaba con Troy, Lucas y yo considerábamos cuáles serían mis próximos pasos en el caso.
– El chico al que atacaron primero, Holden -dije-. También él llamó a la línea de emergencia. ¿No te parece que es extraño? ¿Que casi todas las víctimas tuviesen tiempo de pedir ayuda antes de ser atacadas? En el caso de Jacob, me lo explico, porque tenía un teléfono móvil. ¿Pero los otros?
– Considero seriamente la posibilidad de que se les permitiera hacer la llamada, puede que prolongando la cacería de manera que pudiesen llegar a un teléfono.
– ¿Pero porqué?
– Ya era demasiado tarde para que llegara la ayuda, de modo que probablemente el asesino se estaba asegurando de que el caso permaneciera bajo la jurisdicción de una camarilla, y de que los humanos no fuesen los primeros en encontrar a las víctimas. No obstante, tenemos que centrarnos en los hechos, más que en las interpretaciones. Es muy pronto para eso.
– Hablando de hechos, ojalá Holden haya visto a su agresor. -Me asaltó un pensamiento-. Lo que necesitamos es el informe presencial de alguien que se suponía que no iba a escapar. Necesitamos a un nigromante.
Lucas movió la cabeza de un lado a otro.
– Es una buena idea, pero con las víctimas de asesinato es muy difícil comunicarse poco después de haber muerto, y en las raras ocasiones en que un nigromante logra establecer contacto, los espíritus están casi siempre demasiado traumatizados para recordar los detalles que rodearon sus muertes.
– No me refiero a Jacob. Me refiero a Dana. Un buen nigromante puede establecer contacto con alguien que está en coma.
– Tienes razón, me había olvidado de eso. Excelente idea. Conozco a varios nigromantes, uno de los cuales me debe importantes favores. Durante el vuelo, haré algunas llamadas y veré cuál de ellos puede llegar antes a Miami.
Hora de visita
Antes de llevar a Savannah al aeropuerto, los guardias de la Camarilla la habían acompañado a nuestro apartamento para que recogiera más ropa. Benicio le había pedido también que nos hiciera las maletas a Lucas y a mí, puesto que habíamos llegado a Miami con lo puesto. Una actitud considerada de su parte, tengo que reconocer. Yo estaba demasiado preocupada por Savannah como para pensar en eso. El único aspecto negativo de eso fue que Savannah recogió lo que ella creía que debíamos ponernos.
Lucas se había llevado su maleta al jet sin abrirla, probablemente porque temía que la expresión de su rostro al ver el contenido pudiera hacerle sentir a Savannah que sus esfuerzos no eran apreciados. A pesar de que Lucas tenía muy poca ropa informal, yo sospechaba que absolutamente toda estaría en aquella maleta, y ninguna prenda adecuada para vestir en los tribunales. Pero confiaba en que se le hubiera ocurrido incluir algunos calcetines y algo de ropa interior.
Cuando deshice mi maleta, comprobé que la falta de ropa interior no sería un problema para mí.
– ¿Qué es lo que hiciste?, ¿volcar en la maleta todo el cajón de mi ropa interior? -pregunté, tratando de desenredar una maraña de sujetadores.
– Por supuesto que no. No creo que se fabriquen maletas tan grandes como para eso. -Tiró de un par de ligas que estaban enredadas con los sujetadores-. ¿De verdad usas estas cosas? ¿O son solamente para el sexo?
Le quité las ligas de las manos.
– Claro que las utilizo.
Por supuesto que cuando me las ponía era sólo porque aumentaban la ventaja sexual de las faldas, ventaja que es muy difícil de aprovechar si se llevan pantys. Sin embargo, ésa era una información que no estaba dispuesta a compartir con cualquiera, bueno, aparte de Lucas, aunque él, obviamente, ya la conocía.
– Me prometiste que yo tendría cosas de éstas cuando estuviera en secundaria -dijo, levantando un par de medias de seda.
– Yo nunca prometí tal cosa.
– Bueno, yo te lo mencioné y tú no dijiste que no. Es lo mismo que prometer. ¿Sabes la vergüenza que da cambiarse en un vestuario y que las chicas me vean usar esas bragas de algodón como las de las abuelas?
– Más razón para que sigas usándolas. Si te da vergüenza que las vean las chicas, más vergüenza te daría que las viesen los chicos. Son el cinturón de castidad de los tiempos que corren.
– Cuánto te odio. -Se tiró hacia atrás despatarrada sobre la cama, y luego levantó la cabeza-. ¿Sabes una cosa? Si no me las compras, podría engañarte y comprármelas yo misma. Eso sí que estaría mal.
– ¿Vas a hacer la colada también?
– ¡De ninguna manera!
– Entonces no me preocupo.
Alguien golpeó la puerta. Savannah saltó de la cama y salió de la habitación antes de que me diera tiempo de guardar toda mi lencería en un cajón. Oí el grito de bienvenida de Savannah y supe de quién se trataba.
– Paige está en el dormitorio guardando su ropa interior -dijo Savannah-. Le llevará un buen rato.
Cogí otro montón.
– ¡Mierda! -dijo una voz a mis espaldas-. No era broma. ¿Qué has hecho?, ¿has asaltado una tienda de lencería?
Ante mí se encontraba la única mujer loba del mundo, una denominación que más parecía describir un fenómeno de circo que a la mujer rubia que se hallaba de pie en el umbral. Alta y delgada, Elena Michaels tenía la constitución típicamente atlética de los hombres y mujeres lobos, y la saludable belleza que hace que los hombres digan cosas como: «¡Guau! ¡Si se arreglara un poco, dejaría a todo el mundo sin sentido!». Aunque si alguien se atreviera a decir algo así, acabaría, efectivamente, sin sentido.
Elena llevaba una camiseta, unos pantalones vaqueros cortados y zapatillas, con su largo cabello rubio plateado recogido con una goma elástica y quizá, sólo quizá, brillo de labios…, y tenía un aspecto infinitamente mejor del que yo conseguía después de estar varias horas acicalándome. No es que tuviera envidia, ni nada parecido. ¿Ah, he mencionado ya que tenía treinta y dos pero aparentaba veintitantos? ¿Qué puede zamparse un filete de cuatrocientos gramos y no engordar ni siquiera cincuenta? Los hombres y mujeres lobos tienen todas las ventajas: larga juventud, metabolismo extremo, sentidos acusados y una fuerza extraordinaria, y, sí, le tengo envidia.
De cualquier manera, ya que no puedo tener los dones de una mujer loba, tendré de amiga a una mujer loba. El hecho de que sean mitad lobas las hace sumamente leales y protectoras…, motivo por el cual Elena era la única persona a quien yo podía confiar a Savannah.
Elena observó el desorden de ropa interior que había encima de la cama.
– Ni siquiera estoy segura de dónde se pone una la mitad de esas cosas.
Savannah pasó corriendo junto a Elena, saltó sobre la cama, cogió un sujetador, y se lo puso sobre el pecho.
– Éste para mí-dijo Savannah, sonriendo-. ¿A que sí?
Elena se echó a reír.
– Tal vez dentro de unos años.
Savannah resopló.
– Al paso que voy, me llevará unos cuantos años y unos cuantos pares de calcetines. Soy la única chica de noveno grado que lleva sujetadores de deporte.
– Yo aún los usaba en décimo grado, así que me llevas ventaja. -Elena se inclinó para recoger un negligé que se me había caído-. Por lo que veo esperas pasar mucho tiempo a solas con Lucas.
– ¡Qué más quisiera yo! -respondí-. Va de camino a Chicago. Fue Savannah quien hizo la maleta, y confío en que metiera en ella algo de ropa.
– En el fondo -aseguró Savannah.
Guardé el resto de la lencería en un cajón, luego guardé la maleta medio vacía en el armario y me volví hacia Elena. Hice un esfuerzo para no responder al impulso de abrazarla. Elena no era de la clase de personas que gusta de abrazos y besos. Hasta el contacto físico superficial, como los apretones de mano, le producían cierta incomodidad, aunque esa incomodidad no pudiese compararse ni de lejos con la que experimentaba en esos casos otra persona…, pensamiento que hizo que cayera en la cuenta de que faltaba alguien en la reunión.
– ¿Dónde está Clay? -pregunté-. ¿Esperando en el coche? ¿Para, de ese modo, no tener que saludarme?
– Hola, Paige -me llegó un acento sureño desde la sala.
– Hola, Clayton.
Asomé la cabeza por la puerta del dormitorio. El compañero de Elena, Clayton Danvers, estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a mí, y seguro que el gesto no era inconsciente. Como Elena, Clay era rubio, de ojos azules y de constitución robusta. Al igual que Elena, Clay tenía esa belleza que hace que se pare el tráfico…, y todo el encanto de una víbora.
La primera vez que nos vimos, Clay me tiró una bolsa que contenía una cabeza humana, y desde aquel momento las cosas no hicieron sino empeorar. Yo no lo entiendo a él, él no me entiende a mí, y lo único que tenemos en común es Elena, lo cual provoca más problemas de los que resuelve.
Finalmente se dignó mirarme a la cara.
– ¿Has dicho que Lucas no está aquí?
– Tuvo que regresar a Chicago por el caso que lleva en los tribunales.
Clay asintió con la cabeza, claramente decepcionado. Podría argumentarse que esperaba encontrarse con alguien con quien conversar para evitar tener que hacerlo conmigo, pero la verdad era que a Clay parecía gustarle Lucas realmente, cosa que me provocaba sumo disgusto. No porque Lucas no fuera una persona capaz de inspirar simpatía. Sino porque a Clay, bueno, a Clay no le gustaba mucho nadie. Su reacción habitual hacia cualquiera que no perteneciera a su Grupo iba desde la semitolerancia a la aversión manifiesta. Yo había caído en el extremo más remoto posible de la escala, aunque poco a poco me iba alejando del límite.
– ¿Estás lista? -preguntó Clay, mirando a Elena, que estaba detrás de mí.
– Acabo de llegar -respondió ella.
– Tenemos un largo viaje…
– Y todo el tiempo del mundo para hacerlo. -Elena salió del dormitorio y me miró-. Hemos alquilado un coche, de modo que podremos volver a Nueva York en automóvil, tomarnos nuestro tiempo, contemplar el paisaje, convertir el viaje en unas vacaciones. Si alguien está detrás de Savannah, Jeremy pensó que sería prudente que nos moviéramos de un lado a otro durante unos días en lugar de volver volando a casa.
– Buena idea. Dale las gracias de mi parte.
Sonrió.
– Tenernos fuera de su vista durante unos días es todo el agradecimiento que necesita.
– ¿Podemos hacer una parada en Orlando?
– ¿Quieres ir a Disney World? -preguntó Elena.
Savannah levantó los ojos al cielo.
– ¡Ni hablar!
Le dije algo con los labios a Elena. Ella sonrió.
– Ah, a los estudios Universal, entonces. Perdón. Yo creía que Disney World era una buena idea, pero podríamos ir a los estudios Universal, si a Paige le parece bien.
– Pasadlo bien -dije-. He transferido dinero a la cuenta de Savannah, de modo que aseguraos de que pague sus gastos.
Por el movimiento de cabeza de Elena, supe que el dinero de Savannah no se gastaría en ninguna cosa que no fuera comida basura y souvenirs, tal como ocurrió cuando le di dinero para la semana que pasó con ellos en verano.
Supe que no tenía que discutir. Su Alfa, Jeremy Danvers, estaba en muy buena posición, y los tres compartían todo, incluyendo las cuentas bancarias. Si yo insistía en pagar, estaría insultando a Jeremy. Si él se daba el gusto de obrar a su manera, Savannah no usaría su propio dinero ni siquiera para golosinas y camisetas.
– ¿Ya tienes lista la mochila? -le preguntó Clay a Savannah.
– No he llegado a deshacerla.
– Bueno. Cógela y nos vamos.
– Que tengáis buen viaje, vosotros dos -dijo Elena, echándose en el sofá-. Yo he venido a ver a Paige.
Clay hizo un ruido con la garganta.
– Deja de gruñir -dijo Elena-. Ya que estoy aquí, quiero pasar un rato con Paige antes de que nos vayamos. A menos que prefiráis me quede aquí. ¿Sabéis? Puede que no sea mala idea. Podría quedarme, ayudarla…
– No.
– ¿Es una orden?
– Savannah -interrumpí-, hay un Starbucks a unas calles de distancia. ¿Por qué no le muestras a Clay donde está, y nos traéis unos cafés? -Miré a Clay-. Para cuando volváis, probablemente sea ya hora de iros. Benicio vendrá enseguida, y dio a entender que se llevaría a Savannah para protegerla, así que preferiría que no estuviese aquí cuando él llegue.
Clay dijo que sí con la cabeza, caminó hasta la puerta y la mantuvo abierta para que pasara Savannah. Cuando se cerró tras ellos, Elena me miró.
– Ya veo que, desde que vives con Lucas, estás aprendiendo a hacer de intermediaria. Lamento lo ocurrido. Sé que tienes cosas mejores que hacer que oírnos discutir. -Movió la cabeza de un lado al otro-. Hemos llegado a acuerdos sobre muchas cosas, pero todavía tiene problemas con la idea de que necesito guardarme un rincón de mi vida para mí misma, un rincón que no lo incluye a él.
Me senté en la silla que estaba frente a ella.
– No le agrado. Y lo entiendo.
– No, no eres tú. -Captó mi mirada escéptica-. En serio. Sencillamente, no le gusta que tenga amigos. Vaya, eso no suena nada bien, ¿verdad? A veces me oigo decir esas cosas, que tienen perfecto sentido para mí, y pienso cómo deben de sonar en oídos ajenos… -se interrumpió-. Bueno, háblame de este caso.
– ¡Caray! ¡Menuda manera de cambiar de tema!
Elena se echó a reír.
– Ha sido muy evidente, ¿no?
– En lo que se refiere a que Clay no quiere que tengas amigos, sé que él es así, y sé por qué, de modo que no tienes que preocuparte por eso. No voy a mandarte emails con folletos sobre refugios para mujeres. Reconozco que hubo un tiempo en que estaba un poco preocupada. No es que pensara que pudiera maltratarte, ni nada de eso, pero es que… se preocupa en extremo…
– Hasta la obsesión.
– No quería decirlo.
Se rió y se recostó en el sofá, con los pies sobre la mesa de centro.
– No te preocupes, yo lo digo constantemente. Por lo general, se lo digo a él. A veces hasta se lo grito. En algunas ocasiones, acompañado de un objeto volador. Pero estamos trabajando en el tema. Va aprendiendo a dejarme un poco de espacio, y yo a que él nunca va a sentirse contento con esa situación. ¡Ah! Le conté esa idea que teníamos de ir a esquiar este invierno. Explotó. Entonces le aclaré que la idea era ir los cuatro, no sólo tú y yo, y se tranquilizó, e incluso dijo que le parecía bien. Ésa es la forma, me parece. Sugerir algo que le parezca inadmisible, y ofrecer después una alternativa menos dolorosa.
– Si eso no funciona, recuérdale, la próxima vez que discutáis sobre mí, que podrías hacerte amiga de Cassandra.
Elena contuvo una risa.
– ¡Oh, eso sí que le daría miedo…! Aunque probablemente no me creería. Hablando de creer, ¿me creerías si te dijera que ella me sigue llamando?
– ¿En serio?
– De algún modo ha conseguido el número de mi móvil.
– Yo no…
– Ya sé que tú no, y por eso no te lo pregunté. El problema reside en que ahora tengo que hablar con ella, por lo menos para decirle que no quiero hablar con ella. Cuando llamaba al teléfono de casa, Jeremy le decía que yo no estaba y Clay…, bueno, Clay nunca la dejaba pasar del «hola». -Elena bajó los pies de la mesa y se giró para sentarse en el otro extremo del sofá, frente a mí-. Odio tener que reconocerlo, pero estoy harta. Quiero decir, no puede querer que seamos amigas, no después de lo que hizo, así que ¿qué es lo que de verdad quiere?
– ¿Quieres que te sea sincera? Lo más seguro es que no tenga ningún otro motivo. Pienso que realmente quiere conocerte mejor, y no ve conflicto alguno entre eso y tratar de robarte a tu amante o convencer al Consejo de que te dé por muerta. -Me encogí de hombros-. Es una mujer vampiro. Son diferentes. ¿Qué te puedo decir?
– Dos palabras: psicoterapia profunda.
Me sonreí.
– Bueno, vamos a medias, y para Navidad le mandamos de regalo un certificado sobre su estado de salud.
Elena estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta. Entró Savannah, llevando en una mano mi tarjeta llave y en la otra una taza humeante. Estaba segura de que fuera lo que fuese lo que hubiera en esa taza, no era chocolate caliente, y probablemente tampoco café descafeinado, pero no dije nada. Dudaba de que Clay comprendiera que Savannah era demasiado pequeña para tomar café. Confiaba en que Elena interviniese cuando llegara el turno del vino y del whisky.
Savannah mantuvo la puerta abierta para que pasara Clay, que entró con tres tazas.
– ¡Qué rapidez! -exclamó Elena-. Demasiada. ¿Qué habéis hecho? ¿Echar una carrera? ¿O habéis ido en coche?
– Estaba muy cerquita.
– Ajá.
– Tiene razón -dijo Savannah-. Estaba más cerca de lo que creía Paige, pero nosotros os dejamos con vuestras bebidas y nos vamos a ver los embarcaderos mientras habláis.
Elena le echó una mirada a Clay, tensa, como esperando que se la rebatiera. Cuando él abrió la boca, los dedos de Elena apretaron el almohadón del sofá.
– Antes vamos a llevar tu maleta al automóvil -dijo Clay a Savannah. Se dirigió después a Elena y le entregó su taza de café-. Cuando hayas terminado, baja y búscanos.
Ella le sonrió.
– Gracias. No tardaré.
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza y me entregó una taza.
– Té -dijo, y miró luego a Savannah-. ¿Correcto?
– Chai -respondió ella.
Tomé la taza al tiempo que le daba las gracias, la dejé sobre la mesa y ayudé a Savannah a prepararse.
Una conjunción de circunstancias
Savannah ya estaba lista, como ella misma había dicho, pero yo no iba a dejarla ir sin unas cuantas instrucciones, la mayoría de las cuales eran meras variantes de «pórtate bien» y «ten cuidado».
Dejar a Savannah con alguien, incluso con personas que yo sabía que la protegerían aun a riesgo de sus vidas, no me resultaba fácil. Pero Elena facilitó las cosas conviniendo en que estableceríamos un horario de control telefónico a las once de la mañana y a las once de la noche. Si cualquiera de nosotras fuera a estar ocupada en el horario establecido, avisaríamos a la otra, de modo que ninguna quedara preocupándose por una llamada no hecha o no respondida. Sí, eso parecía rozar lo obsesivo compulsivo, pero ni Elena ni Clay me hicieron sentir que mi reacción era excesiva, algo que aprecié sinceramente.
Lo preparé todo para que yo bajara con Elena y los viera partir, con el propósito de que Savannah y yo no tuviéramos que vernos envueltas en complicados adioses. Cuando la puerta se cerró detrás de Clay y Savannah, me volví hacia Elena.
– Clay es realmente bueno con Savannah -dije.
– Ajá.
– ¿A ti no te lo parece?
Se dejó caer en el sofá.
– Estoy esperando la segunda parte de ese comentario.
– ¿Te refieres a la parte de: «¿Sabes?, seguro que sería un buen…».
Levantó una mano para detenerme.
– Sí, a esa parte.
Me reí y me dejé caer en la silla.
– ¿Se ha progresado algo en ese frente?
– Ha pasado de insinuaciones disfrazadas de bromas a insinuaciones propiamente dichas. Así se pasó un año, de modo que me imagino que tendrá que pasar otro antes de que él insista en hablarlo abiertamente. Es muy considerado respecto a ese tema: se toma su tiempo y deja que me acostumbre poco a poco a la idea antes de lanzar la pregunta.
– Sabe que no estás lista.
– El problema consiste en que no estoy segura de que llegue a estarlo alguna vez. Quiero tener hijos. Realmente lo quiero. Siempre supuse que me haría mayor, me casaría con un buen tipo, viviría en un barrio agradable y llenaría la casa de niños. Pero con Clay, bueno, siempre he pensado que una vida con él significaba renunciar a todo eso. Incluso a la parte de «hacerme mayor».
– Un precio demasiado alto.
– Creo que sí.
Sonrió y estiró las piernas en el sofá.
– Y los hijos…, bueno, son un paso muy grande, y no sólo por las razones normales. Clay sabe que no salgo a ningún lado, de modo que no es una cuestión de compromiso y dedicación. El problema reside en lo de ser medio lobos. ¿Tener un bebé en esas condiciones? Nunca ha ocurrido. Quién sabe qué… -Se friccionó los antebrazos con las manos-. Bueno, simplemente no estoy preparada, y en este momento no tengo tiempo para preocuparme de eso, y menos con todos estos problemas de reclutamiento.
Dejé mi Chai encima de la mesa.
– Es verdad. Has conocido a ese nuevo recluta esta semana, ¿Qué… tal…
Dos golpes a la puerta me interrumpieron.
– Me parece que Clay está empezando a ponerse nervioso -dije-. Por lo menos lo ha intentado.
Elena negó con la cabeza.
– Ése es un golpe a la puerta demasiado cortés para ser de Clay.
– Y es la otra puerta -dije, siguiendo el sonido-. Es nuestro guardaespaldas.
Elena rió. Abrí la puerta que unía las dos suites y ella vio a Troy.
– Mierda -murmuró-. No era broma.
– Acabo de ver que llegaba el coche del señor Cortez -dijo Troy-. Pensé que te agradaría que te lo advirtiera. Me pareció haber oído… -se asomó a la habitación y vio a Elena-… voces. Hola.
Se inclinó un poco más para ver mejor, y fue obvio que no iba a irse a ningún lado sin que mediara una presentación.
– Troy, Elena; Elena, Troy Morgan, el guardaespaldas de Benicio, temporalmente en préstamo.
Elena se puso de pie y extendió la mano. Troy casi tropezó para estrechársela. Como ocurría normalmente, no creo que Elena advirtiese la atención de que estaba siendo objeto, y ciertamente no la devolvió.
– ¿Eres… amiga de Paige? -preguntó.
– Y compañera del mismo Consejo -dije-. Está de paso y ha hecho un alto para hacerme una visita… con su marido.
– Mari… -Miró la mano de Elena y vio el anillo de compromiso-. Oh. -Retrocedió, a regañadientes-. El Consejo Interracial, ¿no? Así que eres una sobrenatural. Déjame adivinar…
– Discúlpame -dije-. Pero si Benicio sube será mejor dejar que Elena se vaya.
Se oyó otro golpe a la puerta, esta vez desde el vestíbulo.
– Ven -le dijo Troy a Elena-. Saldremos por mi habitación.
– Despídeme de Savannah -le pedí-. Te llamaré esta noche.
Elena se dejó conducir por Troy a la habitación. Esperé un momento y luego abrí la puerta del vestíbulo e invité a Benicio a entrar. Su nuevo guardaespaldas se quedó en el pasillo. Antes de que yo hubiese llegado a cerrar esa puerta, la que comunicaba ambas habitaciones volvió a abrirse y Elena asomó la cabeza. Señaló hacia el vestíbulo diciendo con los labios la palabra «guardia». Con toda discreción le hice una seña para que entrase. Era preferible que ella saliese por la puerta principal y despertase alguna mínima sospecha en Benicio que permitir que el guardia la viera salir subrepticiamente de la habitación de Troy y suscitar en Benicio sospechas mayores. Yo dudaba de que Troy tuviera mujeres que pasaran con él la noche mientras estaba de servicio.
– ¿Está Savannah aquí? -preguntó Benicio mirando a su alrededor. Entonces reparó en Elena.
– Ella ya se marchaba -afirmé.
Elena pasó junto a Benicio con una breve sonrisa y una inclinación de cabeza. Mantuve la puerta abierta, luego la cerré tras ella y me volví hacia Benicio.
– Veamos, ¿dónde estábamos? -pregunté-. Ah, me ha traído los archivos. Gracias.
Cogí los archivos. Benicio dirigió la vista a la puerta del dormitorio semiabierta, tratando de ver por ella.
– ¿Está Savannah…
– ¿Lucas ha llegado bien a Chicago? -pregunté-. Le preocupaba llegar tarde. Salió con poco margen esta mañana.
– El avión aterrizó a las once.
– Llegó a tiempo, entonces. Muy bien.
Benicio dirigió una mirada hacia el pasillo que llevaba al dormitorio.
– Supongo que Savannah…
– ¿Está todo aquí dentro? -pregunté, levantando el archivo.
Antes de que él pudiese contestar, me dirigí hasta la ventana y desplegué el archivo sobre el amplio antepecho, fingiendo echarle un vistazo mientras vigilaba la zona de estacionamiento. Vi las cabezas rubias de Clay y de Elena, que se movían rápidamente entre los automóviles, y, entre ambos, la cabeza oscura de Savannah.
– Veamos. Informes de los incidentes… -Elena, Clay y Savannah se detuvieron junto a un coche, un descapotable, por supuesto. Una pausa y luego Clay le tiró las llaves a Elena y subieron al vehículo-. Fotos de los lugares, informes médicos… -El coche salió rápidamente del aparcamiento-. Parece que está todo aquí. Perdón, ¿decía usted…?
– Savannah -respondió él-. No la veo por aquí, Paige, y de veras espero que no hayas cometido la tontería de dejarla recorrer el hotel sin compañía.
– Por supuesto que no. Se quedará con unos amigos míos mientras investigo esto.
– ¿Amigos? -Hizo una pausa-. La mujer que acaba de salir, supongo. Tal vez no te des cuenta de lo serio que es esto. No puedes dejar a Savannah con un humano…
– Es una sobrenatural. Alguien que cuidará muy bien de Savannah.
Benicio hizo una breve pausa, procesando todo lo que sabía sobre mis contactos sobrenaturales en menos tiempo de lo que a la mayoría de las personas les hubiera llevado contestar cuál es la capital de Francia.
– La mujer loba -afirmó-. Elena Michaels.
Reconozco que tuve un momento de desconcierto. Los hombres y mujeres lobos tienen su privacidad en alta estima, motivo por el cual yo no le había dicho a Troy quién era Elena. Cuando Benicio hacía sus tareas, no dejaba nada pendiente.
– ¿Mujer loba? -murmuró Troy a nuestras espaldas-. ¿Era una mujer loba? Mierda. Esta sí que es una historia que me va a ganar algunas rondas de copas en el club.
– No -saltó Benicio-. No se lo dirás a nadie.
Troy se puso derecho.
– No, señor.
– Por razones de cortesía interracial, debemos respetar la privacidad de los hombres lobos. No obstante, puedes tomarte unos cuantos tragos a cuenta mía en el club, para compensar.
Troy sonrió.
– Sí, señor.
– No quisiera criticar, Paige -dijo Benicio-. Ni insultar a tus amigos, pero he de señalar que la Camarilla está, con mucho, mejor preparada para proteger a Savannah. Tú careces de experiencia en esta materia, y lo que puede parecerte una buena idea no es necesariamente la mejor elección.
– No fue idea mía.
– ¿Entonces, de quién…? -Se detuvo, comprendiendo cuál era la única respuesta posible. Entonces movió la cabeza de arriba abajo-. Si Lucas piensa que esto es lo mejor, dejaremos a la niña con ellos… por ahora. Pero si la situación empeora, puede ser necesario que reconsideremos nuestras opciones.
– Comprendido -respondí-. Bien, veamos ahora: ¿qué puede usted decirme sobre el caso?
Benicio encargó que nos llevaran un refrigerio a la habitación, y allí comimos mientras hablábamos sobre el caso. Si Benicio tenía algún problema en discutir los problemas de la Camarilla con una bruja, no dio muestras de ello, y fue tan generoso con su información y sus ofrecimientos de ayuda como era de esperar. Para ser sincera, más generoso de lo que yo esperaba. Me sentía ya suficientemente incómoda con asumir un caso que nos había venido a través de Benicio. No deseaba trabajar con él más estrechamente de lo estrictamente necesario.
Había unos cuantos movimientos estratégicos que yo podía hacer y que me hicieron tener menos la impresión de que me había dejado engañar para trabajar para Benicio. Poco antes, había notificado en el hotel que pensaba seguir allí, y les pedí que cambiasen el cargo de mi cuenta a mi tarjeta de crédito. Estaban a un tercio de su capacidad de hospedaje, sin esperanza de recibir reservas importantes a corto plazo, de modo que después de algunos regateos, habíamos acordado una tarifa aceptable. No le dije a Benicio que había tomado esa medida. Para cuando lo descubriera sería ya demasiado tarde para discutir el tema.
También le devolví el guardaespaldas a Benicio. Cuando protestó, le argumenté que estando Griffin de baja por luto, Benicio necesitaba uno de sus guardias regulares y la investigación sería menos llamativa sin la sombra de un semidemonio.
Benicio se fue a la una. Lucas no había llamado todavía por el asunto del nigromante. Mientras esperaba, leí los archivos, dejé el móvil sobre el escritorio, verifiqué dos veces si había mensajes y una vez ajusté el volumen de llamadas. ¿Esperando ansiosa la llamada de Lucas? ¡Qué va!
Cuando finalmente sonó el teléfono, verifiqué la identidad de quien llamaba y respondí:
– ¿Has encontrado a alguien?
– Mis disculpas por haber tardado tanto. Dos de mis contactos tardaron en llamarme, y después tuve que esperar a que el tribunal entrara en receso.
– ¿Pero has encontrado a alguien?
– Una conjunción de circunstancias. Una nigromante de primera clase que justo está en Miami esta semana en viaje de negocios. -Su voz sonaba extrañamente tensa, como si se estuviese esforzando por parecer contento. Debía de tratarse de la conexión.
– Perfecto -respondí-. ¿Cuándo puede reunirse conmigo? ¿Has dicho que es una mujer?
– Esta noche, temprano. Hemos tenido mucha suerte. La otra persona disponible no podía hasta el lunes, de modo que ha sido realmente un golpe de suerte.
¿Estaba tratando de convencerme? ¿O de convencerse a sí mismo quizá?
– Muy bien, dime entonces…
– Un momento. -Unas palabras veladas dirigidas a alguna otra persona-. Parece que el receso ha terminado antes de lo que esperaba. ¿Tienes con qué escribir? -Me dio la dirección y cómo llegar allí.
– Bueno, está todo dispuesto. Alguien se encontrará contigo en ese lugar. Te esperan entre las seis y media y las siete. Es una zona de la ciudad relativamente buena, pero te aconsejaría que le pidas al taxista que espere hasta que hayas entrado. Ve a la puerta trasera, llama y di tu nombre.
– Hablando de nombres, ¿cuál es el de esta nigro…
– Me están reclamando. Tengo que irme, pero te llamaré esta noche. Ah, y, ¿Paige?
¿Sí?
– Confía en mí en este tema. Por extraño que te parezca todo, por favor, confía en mí.
Y dicho esto, cortó.
El Teatro Meridiano tiene el honor de presentar…
– ¿Es aquí? -preguntó el conductor.
Me incliné hacia delante y leí el letrero: aparcamiento para empleados y huéspedes del meridiano. los vehículos no autorizados serán retirados bajo la responsabilidad y a costa de los propietarios. ¿Era yo una huésped del Meridiano? ¿Qué era el Meridiano? Condenado Lucas. Le había dejado un mensaje en su móvil pidiéndole que volviera a llamarme para darme más información, pero obviamente la sesión del tribunal marchaba con retraso.
Las indicaciones que él me había proporcionado habían llevado al taxi por un complicado recorrido a través de un área industrial cuando, según mi nuevo plano de Miami, yo podría haber accedido a la misma calle tomando una salida a partir de una autopista. Por supuesto, el conductor no había sugerido un camino más corto, aunque yo lo había pillado sonriendo al mirar el contador una o dos veces.
La dirección que Lucas me había dado era precisamente allí. En aquel aparcamiento. ¿Qué era lo que había dicho, exactamente? Que había una puerta trasera. A mi izquierda había un muro dotado de varias salidas de ventilación y ventanas enrejadas, más dos entradas: una para carga y descarga, y otra con un juego de puertas dobles metálicas pintadas de gris.
Le pedí al conductor que esperara, salí y me encaminé hacia las puertas. Eran ciertamente sólidas, sin picaportes ni cerraduras. Junto a ellas había un timbre con el cartel de ENTREGAS. Comprobé de nuevo la dirección y llamé.
Treinta segundos después, la puerta se abrió, dejando salir una ráfaga de voces que gritaban, música de rock y herramientas eléctricas. Una mujer joven parpadeó ante la luz del sol. Llevaba gafas de catafaro, pantalones de cuero rojo y un distintivo con una obscenidad en el espacio correspondiente al nombre.
– ¡Hola! Soy… -Levanté la voz-. Soy Paige Winterbourne. Tengo una cita con…
La mujer pegó un silbido por encima del hombro.
– ¡J. D.! -Volvió a mirarme-. Bueno, pasa, chica, que se nos va el aire acondicionado.
Pedí disculpas mientras pagaba al taxista, y me apresuré a volver al edificio. En el momento en que entraba, comenzó una nueva canción, a un volumen increíble. Al primer alarido, parpadeé.
– ¿No es horrible? -dijo la joven, cerrando la puerta tras de mí-. Es la canción con la que Jaime hace entrar en calor a su público. My Way.
– Dime que no es Frank Sinatra.
– No, algún británico que ya murió.
– Grabado como si estuviese sufriendo una muerte larga y dolorosa.
La mujer se rió.
– Tienes razón, muchacha.
Apareció un hombre de unos cuarenta años, delgado, un tanto calvo, que llevaba una tablilla sujetapapeles y que parecía extenuado.
– Ah, gracias a Dios. Pensé que no lo lograría.
Me agarró por el codo, me introdujo en la habitación y me llevó a través de una multitud de hombres que llevaban taladros y que trabajaban en lo que parecía un andamio.
– Usted es Paige, ¿verdad? -preguntó mientras me arrastraba a toda velocidad.
– Así es.
– J. D. Soy el gerente de producción de Jaime. No ha entrado por la puerta principal, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– Gracias a Dios. Aquello parece un zoológico. Desde la semana pasada no nos queda ni una sola entrada por vender, pero algún retrasado mental de la WKLT ha estado anunciando todo el día que aún nos quedan asientos disponibles, y ahora tenemos una cola, que va de aquí a Cuba, de gente muy enojada.
Una mujer de pelo rosado apareció desde detrás de un telón de terciopelo.
– J. D., hay un problema con los niveles de sonido. Aquí la acústica es una mierda, y…
– Tú haz lo que puedas, Kat. Después lo hablaremos con el agente que reservó el teatro.
Me empujó por delante de la mujer, y después pasando el telón. Nos encontramos en un escenario lateral, frente a un auditorio que iba llenándose rápidamente. Me detuve para respirar, pero J. D. tiró de mí otra vez, cruzando el escenario hasta el lado opuesto.
– Qué clase de… -empecé a decir.
– No me lo puedo creer -dijo-. ¡Maldita sea! No me lo puedo creer. ¡Tara! ¡Tara!
Una mujer subió corriendo las escaleras. Podría haber sido la melliza de J. D., con una tablilla idéntica, igualmente delgada, y si no estaba perdiendo el pelo, parecía estar a punto de arrancárselo.
– La primera fila -dijo J. D.-. El segundo asiento a la derecha del pasillo. ¿No está reservado para los invitados de Jaime?
Tara consultó su tablilla.
– Para una tal señorita Winterbourne, Paige Winterbourne.
– Esta es la señorita Winterbourne -dijo J. D., agitando un dedo ante mis ojos. Luego, con el mismo dedo apuntó a la rubia platino de sesenta años que estaba sentada en el asiento número dos-. Esa no es la señorita Winterbourne.
– Voy a buscar a alguien de seguridad.
Tara desapareció por detrás del telón. J. D. observó el teatro, que ahora estaba lleno casi en sus tres cuartas partes, mientras un flujo constante seguía entrando en su interior.
– Espero que no hayan vendido más entradas de la cuenta. Houston lo hizo y fue una auténtica pesadilla. -Se detuvo-. ¡Oh, Dios mío! Eche un vistazo a lo que está entrando por la puerta en este momento. ¿Ve lo que lleva puesto esa mujer? Nunca creí que esas prendas las hacían en color púrpura. Algunos están dispuestos a hacer cualquier cosa para llamar la atención de Jaime. En Buffalo el mes pasado,…, ah, bien. Su asiento está libre. Sígame. Siguió agarrándome del codo, como si de otra manera pudiera tragarme la multitud. Un guardia de seguridad escoltaba por el pasillo a la abuela color platino. Ella se dio la vuelta para lanzarme una mirada furibunda. J. D. nos hizo bajar los escalones a toda marcha.
– ¿Está bien la primera fila? ¿No es demasiado cerca para usted?
– No… Está muy bien. Ese… Jaime, se llama Jaime, ¿verdad? ¿Está por ahí? Podría…
J. D. no pareció oírme. Su mirada estaba fija en la multitud, como la de un perro ovejero que estuviese atento a un montón de ovejas rebeldes.
– Necesitábamos más acomodadores. Diez minutos para el comienzo del show. Se lo dije a Jaime… -Una mirada al reloj-. ¡Oh, Dios mío, ocho minutos! ¿Cómo demonios van a meter a todos aquí dentro en ocho minutos? Vaya, siéntese y póngase cómoda.
Se fue corriendo hacia un grupo de personas y desapareció.
– Muy bien -dije en voz baja-. A disfrutar del espectáculo…, sea lo que sea.
Cuando me senté, miré a las personas que estaban a ambos lados, con la esperanza de que alguna de ellas pudiera ser ese Jaime, que yo suponía que era el nigromante a quien había ido a ver. A mi izquierda había una adolescente con piercings en todos los lugares imaginables…, y en otros que hubiera preferido no imaginar. Al otro lado había una mujer mayor de luto y con la cabeza inclinada sobre un rosario. Para que luego digan que el público no es heterogéneo. Estaba anonadada. No podía imaginar qué clase de show podía interesarles a mis dos compañeras de fila.
Miré a mi alrededor, tratando de encontrar alguna pista sobre el espectáculo, basándome en la apariencia del teatro, pero las paredes estaban cubiertas con un simple terciopelo negro. Cualquiera que fuese el show, yo confiaba en no tener que permanecer allí sentada el tiempo que durase aquello antes de hablar con Jaime. Tal vez, una vez comenzado el espectáculo, vendría a buscarme. Supuse que era el dueño del teatro, o el gerente. Alguien de importancia, a juzgar por cómo hablaba de él J. D. Extraña profesión para un nigromante. A menos que ese Jaime no fuese el nigromante. Tal vez fuese solamente la persona que me pondría en contacto con él. ¡Maldición! No me sobraba el tiempo. Saqué mi teléfono móvil y llamé una vez más a Lucas, pero saltó el contestador. Dejé un mensaje: «En este momento estoy sentada en un teatro, sin la más mínima idea de por qué estoy aquí, qué es lo que ocurre, o con quién se supone que he de hablar. Más vale que sea bueno, Cortez, o voy a necesitar a un nigromante para comunicarme contigo».
Corté, y miré nuevamente a mis vecinas. No queriendo perturbar a la viuda del rosario, me dirigí a la adolescente y le ofrecí la mejor de mis sonrisas.
– Un lleno total esta noche, ¿verdad? -dije.
Me miró fijamente.
– Va a ser un gran show -insistí-. ¿Eres… fan?
– Óyeme bien, zorra, como levantes la mano y te elija a ti en lugar de a mí, te arranco los ojos.
Volví nuevamente hacia el escenario mis órbitas en peligro y me acerqué más a la viuda del rosario. Me miró con malos ojos y dijo algo en lo que me sonó a portugués. No es que yo sepa ni una sola palabra de portugués, pero algo en su voz me hizo sospechar que, dijera lo que dijese, la traducción debía de parecerse bastante a lo que había dicho la chica de los piercings que estaba sentada a mi otro lado. Me hundí en mi asiento y me juré que evitaría cualquier contacto ocular durante el resto del show.
Empezó la música, una melodía sinfónica suave, muy diferente del estruendo que había presenciado detrás del escenario. Las luces se hicieron menos brillantes mientras el volumen de la música crecía. Se oyó ruido de pasos mientras las últimas personas se acomodaban en sus asientos. Las luces continuaron bajando hasta que el auditorio quedó sumido en la oscuridad.
Más sonidos de actividad, esta vez provenientes del pasillo que estaba cerca de mí. La música cesó. Aparecieron unas cuantas luces, luces pequeñas y parpadeantes en las paredes y en el techo, seguidas por algunas más, y luego más, hasta que el salón se vio iluminado por millares de ellas, que emitían el suave brillo de las estrellas contra el terciopelo color negro.
Se produjo un murmullo coral de «oohs» y «ahhs», y luego, el silencio. Un silencio absoluto. Nada de música, ninguna conversación. Nadie tosía. Nadie se aclaraba la garganta.
Entonces sonó la voz de una mujer, en un susurro amplificado por micrófonos.
– Éste es su mundo. Un mundo de paz, belleza y felicidad. Un mundo en el que todos deseamos entrar.
La viuda del rosario murmuró un «Amén», uniendo su voz a las de muchos otros que decían lo mismo. En la casi oscuridad, noté que aparecía en el escenario un figura poco perceptible. Se deslizó hacia el borde y siguió avanzando, como si estuviese levitando, por el pasillo central. Cuando parpadeé, pude detectar la forma oscura de una pasarela que había sido erigida rápidamente en el pasillo mientras las luces estaban apagadas. La voz de la mujer siguió sonando, apenas más fuerte que un susurro, tan relajante como una canción de cuna.
– Entre nuestro mundo y el suyo hay un pesado velo. Un velo que pocos pueden correr. Pero yo sí puedo. Vengan conmigo ahora y déjenme que los lleve a su mundo. Al mundo de los espíritus.
Las luces titilaron y cobraron brillo. De pie a mitad de camino de la pasarela elevada se hallaba una mujer pelirroja, con la espalda vuelta hacia nosotros, los que ocupábamos las filas delanteras.
La mujer se volvió. Treinta y muchos. Hermosísima. Cabello rojizo sujetado arriba, con rizos que le caían por el cuello. Un vestido de seda verde esmeralda, de corte sencillo, pero lo suficientemente ajustado como para no dejar ninguna curva a la imaginación. Unas gafas metálicas corrientes completaban el falso atuendo profesional. El tópico hollywoodiense de «la diosa del sexo disfrazada de Señorita Formal y Remilgada». Cuando esta idea se me cruzó por la cabeza, tuve una sensación de dejà vu. Yo ya había visto a esa mujer, y pensado exactamente lo mismo. ¿Dónde…? Una voz masculina y sonora llenó la habitación.
– El Teatro Meridiano tiene el honor de presentar, sólo por una noche, a Jaime Vegas.
Jaime Vegas. La médium de televisión favorita de Savannah.
Bueno, ya había encontrado a mi nigromante.
La Diva de los Muertos
Percibo una presencia masculina -murmuró Jaime, arreglándoselas de alguna manera para andar y hablar con los ojos cerrados. Se dirigió hacia la parte trasera del teatro-. Un hombre de unos cincuenta años, puede que de sesenta y pocos o de cuarenta y muchos. Su nombre empieza por M. Es pariente de alguien que se encuentra en este rincón.
Hizo un amplio movimiento con el brazo, abarcando el tercio posterior izquierdo de la sala, y por lo menos a un centenar de personas. Me mordí la lengua para contener un gruñido. Durante la última hora, lo había hecho tan a menudo que probablemente no podría comer durante una semana. Más de una docena de personas del «rincón» al que Jaime había aludido comenzaron a agitar los brazos, y cinco de ellas saltaron poniéndose de pie y bailando en el lugar a causa de su excitación. Maldición, estaba segura de que cualquier persona del público que se esforzara en buscar en sus recuerdos, encontraría a un Mark, o a un Mike, o a un Miguel en su familia que hubiese muerto a mediana edad.
Jaime dirigió la vista al sector que presentaba la concentración mayor de agitadores de manos.
– Su nombre es Michael, pero dice que nadie lo llamó nunca así. Siempre fue Mike, excepto de niño, cuando algunos lo llamaban Mikey.
De repente una anciana dio un grito y se encorvó, pillada a traición por la pena.
– Mikey. Ése es mi Mikey. Mi niño. Yo siempre lo llamaba así.
Una vez más aparté la mirada, llenos los ojos con lágrimas de rabia mientras Jaime se abalanzaba sobre ella como un tiburón que había olido la sangre.
– ¿Es mi Mikey? -preguntó la mujer, a quien apenas se la entendía a causa de las lágrimas.
– Creo que es él -dijo Jaime en voz baja-. Espere…, sí. Dice que es su hijo. Le pide que deje usted de llorar. Está en un buen lugar y es feliz. Quiere que usted lo sepa.
La mujer se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas y trató de sonreír.
– Eso es -dijo Jaime-. Ahora quiere que le mencione una fotografía. Dice que usted tiene una fotografía de él a la vista en su casa. ¿Es así?
– Yo… tengo unas cuantas.
– Ah, pero él habla de una determinada. Dice que es la que a él siempre le disgustó. ¿Sabe usted a cuál se refiere?
La anciana sonrió y afirmó con la cabeza.
– Mikey está riéndose -siguió Jaime-. Quiere que la regañe por exhibir esa foto. Quiere que usted la quite y ponga la de él en la boda. ¿Tiene eso sentido para usted?
– Probablemente se refiere a la boda de su sobrina -dijo la mujer-. Ella se casó poco antes de que él muriera.
Jaime miró al espacio con una mirada vaga en los ojos, con la cabeza ligeramente inclinada, como si estuviese escuchando algo que nadie más podía oír. Luego sacudió la cabeza.
– No, se trata de otra fotografía de una boda. Una más antigua. Dice que la busque usted en el álbum y que la encontrará. Ahora, hablando de bodas…
Y así seguía la cosa, de una persona a otra, mientras Jaime manejaba a la multitud, lanzando información «personal» que podía aplicarse prácticamente a cualquier vida: ¿qué padres no exhiben fotografías de sus hijos? ¿Qué persona no tiene fotos que no le agradan? ¿Quién no tiene fotos de bodas en sus álbumes?
Aun en los casos en que se equivocaba, era lo suficientemente perceptiva como para leer la confusión en el rostro de la persona a la que hablaba antes de que pudiese decir nada, y entonces retrocedía y «se corregía». En las escasísimas ocasiones en que la pifiaba por completo, le decía a la persona en cuestión «Váyase a casa y reflexione sobre ello; seguro que le viene a la cabeza», como si fuese la memoria de ella la que fallaba y no la suya.
Esta Jaime podía ser verdaderamente una nigromante, pero no estaba usando sus capacidades en ese momento. Como yo ya le había dicho a Savannah, nadie -ni siquiera un nigromante- podía «llamar a los muertos» así como así. Lo que Jaime Vegas hacía era un engaño psicológico, no muy diferente del que hacen los falsos médiums que les dicen a las muchachas jóvenes: «Veo campanas de boda en tu futuro». Como yo había perdido a mi madre el año anterior comprendía por qué estaban allí todas aquellas personas, el vacío que pugnaban por llenar. Que un nigromante sacara provecho de esa pena con falsos mensajes del más allá…, bueno, era algo que no convertía a Jaime Vegas en alguien con quien yo quisiese trabajar.
El camerino olía a funeraria. Era lo apropiado, supongo. Busqué dónde sentarme y encontré una silla debajo de un ramo de dos docenas de rosas negras. No sabía que hubiera rosas negras.
J. D. me había escoltado hasta ese lugar después de que me rescatara su asistente, que había estado murmurando algo acerca de un hombre que se negaba a abandonar su asiento hasta que Jaime estableciera contacto con su madre muerta.
Después de desplazar las rosas, traté de llamar nuevamente a Lucas. Seguía sin haber respuesta. Sospeché que evitaba mis llamadas. Maldito identificador de llamadas. Estaba llamando a casa para ver si había mensajes cuando se abrió la puerta e hizo su entrada Jaime.
– Paige, ¿verdad?-dijo, tragando aire. Habían desaparecido las gafas, y los rizos sueltos que en el escenario se veían tan cuidadosamente dispuestos, le colgaban ahora empapados de sudor por el cuello y la cara-. Por favor, dime que eres Paige.
– Eeeh, sí…
– ¡Oh, gracias a Dios! Venía corriendo para aquí y de repente pensé: ¿y si no era ella? ¿Y si había estado guiñándole el ojo a una desconocida e invitándola a encontrarse conmigo en el camerino, que es justamente lo que me hace falta? Yo ya tengo un lugar asegurado en los periódicos sensacionalistas sin necesidad de eso. De modo que Paige…
Se detuvo y miró a su alrededor; luego abrió la puerta y gritó:
– ¡Hola! ¿No había pedido…?
De detrás de la puerta apareció, flotando en el aire, una bandeja. Cabía presumir que había algún lacayo que la sostenía, o por lo menos así lo esperaba. Con los nigromantes nunca se puede estar seguro.
Cogió la bandeja y levantó después la botella de whisky.
– ¿Pero qué me están haciendo? He dicho que nada de alcohol esta noche. Tengo un compromiso. Ni alcohol ni cafeína. Como si no estuviera ya dándome contra las paredes. -Miró la botella con deseo, luego cerró los ojos y alargando el brazo la sacó por la puerta-. Llévatela, por favor.
La botella desapareció detrás de la puerta.
– Y trae más Gatorade. El azul. Nada de esa porquería de color naranja. -Cerró la puerta, cogió una toalla y se secó la cara-. Muy bien, ¿dónde estábamos?
– Yo…
– Ah, sí. Así que estaba pensando ¿y si no era ella? Yo esperaba a la bruja. Bueno, quizás no la esperaba, pero deseaba que llegara, ¿sabes? Lucas me llamó y me dijo que enviaba a alguien, a una mujer, y yo pensé: «¡Oh, Dios mío, a lo mejor es la bruja!».
– ¿La…?
– ¿No conoces esa historia? -continuó Jaime, con la voz alterada por el vestido que estaba quitándose por la cabeza-. ¿Sobre Lucas y la bruja? Personalmente, no lo veo.
– ¿Te refieres a que Lucas salga con una bruja? Bueno…
– No, a que Lucas salga con alguien. Punto. -Jaime se quitó el sujetador-. No pretendo ofenderlo, de verdad. Es un tipo estupendo. Pero se trata de una de esas personas de las que uno no imagina que tengan vida social. Como los maestros del colegio. Los ves fuera de la clase, y alucinas.
Una vez quitadas las medias, Jaime procedió a extenderse crema limpiadora en la cara, mientras continuaba hablando.
– He oído que es una obsesa de los ordenadores. Probablemente se trata de una muchacha flaca, con grandes gafas y dientes salientes que se asusta de su propia sombra. Una típica bruja. Me imagino a Lucas liándose con una chica como…
– Yo soy la bruja -dije.
Jaime dejó de limpiarse la cara y me miró.
– ¿Qué…?
– La bruja. La novia de Lucas. Que soy yo.
Ella dio un respingo.
– Oh, mierda.
La puerta se entreabrió y se oyó la voz de J. D.
– Tengo un incendio que apagar, Jaime. Requiere tu toque especial.
– Aguárdame un momento, ¿vale? -me dijo, poniéndose una bata-. Vuelvo enseguida.
– Hola, soy yo -dije, pasándome el móvil a la otra oreja-. ¿Está tu padre?
– Paige, qué alegría oírte -respondió Adam-. Estoy estupendamente. Me fue muy bien en los exámenes cuatrimestrales. Gracias por preguntar.
– Perdóname -me disculpé-. Pero es que estoy en un apuro…
Se oyó el chirrido de un taladro fuera del camerino.
– ¡Madre mía! ¿A quién estás matando?
– Creo que están desmantelando el escenario -contesté-. ¿Está Robert…?
– Ha salido con mamá. ¿Qué escenario? ¿Dónde estás?
– En Miami. Y, antes de que me preguntes, estoy aquí buscando a un nigromante. He encontrado a una, pero no es completamente… adecuada, de modo que tenía la esperanza de que Robert pudiera ponerme en contacto con algún otro de esta zona.
– ¿Para qué quieres a un nigromante? -Hubo una pausa, y luego su voz bajó de tono-. ¿No estarás pensando en…, bueno…, con tu madre? No creo que te convenga, Paige. Sé que todavía estás…
– Ten un poco más de confianza en mí. No estoy tratando de llamar a mi madre. Es para un caso.
– ¿Estás trabajando en un caso y no me has llamado?
– Acabo de hacerlo.
Otro alarido mecánico de los que taladran el oído, seguido de gritos y rechiflas.
– Suena como una fiesta -dijo Adam-. ¿Has mencionado un escenario? ¿Dónde estás? ¿En un club de striptease?
– Algo parecido, en realidad. Acabo de ver una actuación de strip. Aunque del género equivocado. Ahora, dime…
– Oh, oh, no vas largar eso del striptease sin una explicación. ¿Qué demonios estás haciendo, buscando a un nigromante en un club de strippers?
– No es un club de strippers, es un teatro. ¿Has oído hablar de Jaime Vegas?
– La… -Soltó una carcajada-. ¿Hablas en serio? ¿Jaime Vegas es una nigromante? No puedo creer que la gente vea esa mierda. ¿Así que es real?
– En… cierto modo.
– Ay, Dios. Es muy mala, ¿no?
– Digamos que el espectáculo le sienta bien.
– Eh, vamos, no te hagas la buena. No estás hablando con Lucas. ¿Cómo es?
– Está más loca que una cabra.
Otra ruidosa carcajada.
– Vaya, ojalá estuviera allí. Bueno, acerca de ese caso… ¿Has cambiado de opinión sobre trabajar con Lucas?
– Yo nunca dije que no fuera a trabajar…
– Claro que lo dijiste. Cuando estuve en Portland el mes pasado. Lucas estaba hablando sobre el caso de ese Igneus, y yo insinué que tal vez tú podrías ayudarlo, y dijiste…
– Esto es sólo temporal. Él está ocupado, así que lo sustituyo.
Jaime entró en la habitación. Levanté un dedo. Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza, tomó un Gatorade, y se apoyó en el borde del tocador.
Adam continuó:
– Si está ocupado, eso significa que necesitas un socio, yo podría…
– Estoy bien. Tú tienes tus estudios.
– No, durante los próximos cuatro días, no -se apresuró a contestar Adam-. No tengo clases hasta el martes. No tengo más que…
– Quédate. Si te necesito, te llamaré. Mientras tanto ¿puedes preguntarle a Robert sobre algún ni… -eché una mirada a Jaime-…esa lista? Es bastante urgente.
– Lo haré si me prometes que me volverás a llamar para darme todos los detalles.
– Te llamaré mañana a primera hora. A la hora en que te despiertas. ¿Digamos a mediodía?
– Muy graciosa. Me levanto a las diez. Llámame esta noche. Aquí son sólo las siete, acuérdate.
Le dije que sí, colgué y me volví hacia Jaime.
– Discúlpame. No sabía cuánto tardarías. -Guardé el móvil en el bolso y me lo colgué en el hombro-. Mira, estoy segura de que el momento es inoportuno para ti, justo después de una función agotadora, y todo eso. Aprecio mucho que te hayas tomado tiempo para verme, y el show fue… muy bueno. Pero no tienes por qué molestarte conmigo. Cualquiera que sea el favor que le debes a Lucas considéralo devuelto. -Caminé de espaldas hacia la puerta y agarré el picaporte-. De cualquier manera, me ha encantado conocerte, Jaime, y te deseo lo mejor…
– Siento mucho lo que dije. Sé que he metido la pata. Después de cada función me quedo tan trastornada, que sencillamente… no acierto a pensar.
– No pasa nada. Yo…
– Quiero decir que, mierda, no puedo creer que no me diera cuenta de quién eras en el minuto mismo en que Lucas me dijo tu nombre. Yo conocía a tu madre. No personalmente, pero sabía quién era, y luego supe de ti y de la hija de Eve la primavera pasada, de modo que realmente tendría que haber sumado dos más dos, pero cuando hago una función, mi mente se pierde y… -Una sonrisa amarga-. Y hablo y hablo, sin sentido, te habrás dado cuenta, ¿verdad?
– Está bien. Es obvio que estás ocupada y que no te viene bien esto, de modo que no te preocupes. Tengo otros nigromantes a quienes puedo llamar.
Comenzó a cepillarse el pelo.
– Mejores nigromantes.
– No tengo idea de si son mejores. Nunca he trabajado contigo.
Me miró, como si la hubiera sorprendido que no le hubiese hecho una falsa alabanza.
Continué:
– Digo simplemente que es probable que el momento no sea…
– Me necesitas para entrar en contacto con una niña en coma. Así de sencillo. Son las diez de la noche, y no vas a encontrar a nadie que lo haga antes de mañana. Bien podrías darme una oportunidad, permitirme que le devuelva a Lucas su favor.
¿Qué podía responder a eso? Pasar las dos horas siguientes con la Diva de los Muertos no era exactamente la idea que yo tenía de la diversión, pero ya parecía más tranquila, como si la excitación de la función se le hubiese pasado. Tal vez las cosas no salieran tan mal después de todo, o eso me decía a mí misma mientras ella se quitaba la bata y buscaba algo que ponerse.
Se ha ido
De acuerdo con la dirección que yo le di, el taxi se detuvo delante de un edificio de ladrillo que se hallaba entre un restaurante y una pequeña compañía financiera. A diferencia de los establecimientos adyacentes, éste no tenía ningún rótulo claramente a la vista. Me llevó más de un minuto ver el letrero microscópico que había en la ventana: Clínica Marsh.
– ¡Cristo bendito! -exclamó Jaime cuando toqué el timbre-. ¿Qué es esto? ¿Un centro de rehabilitación?
– Un hospital privado -contesté.
– Qué porquería. ¿A quién hay que matar para que lo traigan a uno aquí? -Captó mi expresión-. Ah, no a quién, sino a cuántos. El hospital de una camarilla.
Una mujer rubia de unos cuarenta y tantos años abrió la puerta.
– Señorita Winterbourne. ¿Qué tal está? El señor Cortez dijo que usted vendría esta noche. Pase, por favor. Y supongo que usted es Jaime Vegas.
Jaime movió afirmativamente la cabeza.
– ¿Ha habido algún cambio en el estado de Dana? -pregunté.
Un gesto mínimo de emoción cruzó el rostro de la enfermera.
– Me temo que no. Pueden quedarse cuanto deseen. El señor Cortez pidió que ésta fuera una visita privada, de modo que si me necesitan, llámenme, por favor. Mientras no lo hagan, no las molestaré. Está en la habitación número tres.
Le di las gracias y seguí sus instrucciones para llegar a un pequeño vestíbulo. Mientras caminábamos, Jaime miraba a su alrededor, tomando nota de todo.
– Piénsalo -dijo-. Si esto es para los empleados, lo más seguro es que tengan un lugar en los Alpes suizos para los ejecutivos. ¿Y para la familia? Sabe Dios. ¿Puedes imaginarte lo que debe de ser tener tanto dinero?
– Recuerda de dónde viene -dije, citando a Lucas.
– Lo intento, ¿pero sabes?, a veces ves lo que puede hacer una camarilla y piensas, ¡hummm…!, puede que atormentar a algunas almas de vez en cuando no sea tan grave. Tú estás con el individuo que se supone que será el dueño de todo esto algún día. Estoy segura de que lo habrás pensado.
– No en sentido favorable.
– Supondría más poder para ti. A mí me tentaría. Diablos, he estado tentada. ¿Conoces a Carlos?
– ¿A Carlos Cortez? No.
– Es el más joven. Bueno, quiero decir el más joven de los legi…, estooo…, de los hijos de Delores. Carlos es la perlita de la carnada. Ha salido a su madre, que es encantadora… y mala como un perro rabioso. Carlos ha heredado también los genes de la maldad, pero parece no haber recibido nada del cerebro de Benicio, de modo que no es muy peligroso. Sea como fuere, hace un par de años lo conocí en un club, y mostró un interés muy claro. Hubo momentos en que me sentí tentada. Quiero decir que aquí hay un tipo con dinero y poder envuelto en una caja de regalo casi perfecta. ¿Qué más podría querer una muchacha? Bueno, tal vez alguien que no se haya ganado una reputación como experto en desagradables juegos de alcoba, pero todo el mundo tienen su lado negativo, ¿no es cierto? Con toda sinceridad, eso es lo que pensé. Ahí estaba, de pie y mirando a aquel tipo mientras pensaba: «¡Hummm…!, a lo mejor puedo cambiarlo».
– Probablemente no.
– De ninguna manera, ¿eh? Yo nunca aprendo, pero esa lección me la sé de memoria. Tómalo o déjalo, porque no vas a cambiarlo. Pero a pesar de todo, nunca dejé de pensar en Carlos. Poder y dinero: si Calvin Klein pudiera embotellar esa fragancia, haría una fortuna. -Me dedicó una sonrisa-. Si lo piensas, podríamos haber sido cuñadas. Seguro que habríamos animado las reuniones familiares.
Abrí una puerta señalada con un pequeño número 3.
– Es muy probable que ya sean suficientemente animadas.
Jaime se rió.
– Seguro que sí. ¿Te imaginas…?
Se interrumpió en el momento en que entramos a la habitación. Era el doble de grande que el dormitorio de mi apartamento. Un diván de cuero y dos sillones reclinables a juego estaban agrupados en torno a una mesa de centro cerca de la puerta. Más allá había una cama de matrimonio extra grande. En medio de ella yacía una niña de largos cabellos rubios, con un edredón con estampado de girasoles que le cubría hasta el pecho. Tenía los ojos cerrados y vendajes alrededor del cuello. En uno de los costados de la cama había máquinas que emitían sonidos discretos, como para no despertarla.
Se me encogió el corazón. ¿Cómo podía alguien…? ¿Cómo podía la madre…? ¡Maldición! ¿Por qué, por qué, por qué? Cerré los ojos, tragué saliva, me acerqué a la cama de Dana y le tomé la mano.
– ¡Maldita sea! -susurró Jaime-. Es una criatura.
– Quin… -Se me secó la garganta. Lo intenté de nuevo-. Tiene quince años, pero parece más pequeña.
– ¿Quince? ¡Dios santo! Cuando Lucas dijo que se trataba de una «muchacha», pensé que se refería a una mujer, pero tendría que haberlo sabido: cuando él dice «muchacha», quiere decir «muchacha».
– ¿La edad supone un problema?
Jaime respiró hondo, con la mirada fija en Dana.
– Más difícil, sí, no para comunicarse. Me refiero a… -se tocó la frente con una de sus cuidadas uñas- aquí arriba. ¿Qué dicen los médicos?
– Está estable. Sobre si recuperará la consciencia, no lo saben.
– Bueno, eso tal vez podamos descubrirlo esta noche. Si ha pasado al otro lado, lo sabré.
Jaime cobró fuerzas, se acercó a la cama y se aferró a la baranda, miró fijamente a Dana, movió la cabeza de un lado a otro, abrió su enorme cartera y sacó algo que tenía el aspecto de una bolsa de maquillaje gigante.
– Te llamaré cuando esté lista -dijo, sin levantar los ojos.
– Tengo mucha experiencia en esto -le contesté-. Bueno, no mucha exactamente, pero sí bastante. He ayudado en un buen número de contactos. Vamos, pásame el incensario y las hierbas y yo lo prepararé mientras tú…
– No.
La palabra fue dicha de un modo que me sobresaltó. Jaime aferró su bolso de herramientas y lo acercó a su cuerpo, como si yo pudiera quitárselo de las manos.
– Preferiría que esperaras en el vestíbulo -dijo.
– Ah, bueno, de acuerdo. Llámame cuando te parezca.
Fui hasta la puerta y volví la vista atrás. Vi que ella continuaba sosteniendo el bolso, todavía cerrado, esperando. Empujé la puerta y salí al vestíbulo.
Bueno, me dije que los nigromantes eran unos bichos raros. Jaime parecía estar muy lejos del típico nigromante de mirada ausente, pero no dejaba de ser curioso que una mujer que se desnudaba ante un extraño pusiera reparos a que esa misma persona presenciara una de sus ceremonias de contacto con el más allá. No es que me importara quedar relegada. Yo no ignoraba lo que había en aquella bolsa de maquillaje Gucci, y no era lápiz de labios de marca.
Para llamar a los muertos se necesitan artefactos de muerte. En ese equipo habría de todo, desde polvo de sepulcros a trozos de ropas mohosas extraídas de tumbas y a, bueno, cosas muertas…, o, por lo menos, pedazos de cosas muertas susceptibles de ser transportadas por alguien. Las herramientas normales de un nigromante. Me sentía feliz de ser una bruja que lanzaba sus hechizos rodeada de hierbas aromáticas, hermosas gemas y cálices antiguos de filigrana.
Alrededor de diez minutos después, Jaime me llamó. Cuando entré estaba sentada junto a la cama, sosteniendo la mano de Dana. La mayoría de los nigromantes dejan a la vista sus herramientas durante la ceremonia, pero el bolso de maquillaje de Jaime había desaparecido juntamente con su contenido. Solamente quedaba el incensario, quemando verbena, que los nigromantes usan cuando toman contacto con almas traumatizadas, tales como víctimas de asesinatos o las almas de aquellos que no se han dado cuenta de que son espíritus.
– ¿No ha funcionado? -pregunté.
La voz de Jaime había descendido hasta convertirse en un susurro forzado y ella estaba pálida.
– Está aquí. No he… -Su voz se hizo más fuerte-. No he establecido contacto todavía. Creo que será más fácil para ella si utilizo una canalización. ¿Sabes cómo funciona?
Afirmé con la cabeza.
– Dejarás que Dana hable a través de ti.
– Efectivamente.
– Así que yo le haré las preguntas y…
– No, no -respondió Jaime-. Bueno, sí, tú harás las preguntas, pero yo se las transmitiré a ella y dejaré que hable a través de mí. No se apoderará de mi cuerpo. Eso sería una canalización total, y si algún nigromante te lo sugiere alguna vez, búscate otro. Ningún nigromante en su sano juicio se entrega completamente a un espíritu.
– Entiendo.
– La primera parte la haré yo sola. Así es más fácil. Estableceré contacto y… explicaré algunas cosas. -Tragó saliva-. Le diré lo que ha ocurrido, dónde está. Puede saberlo, pero… con los chicos… puede haber cierta resistencia a la verdad.
Maldición, yo no había pensado en eso. No sólo estábamos pidiéndole a Jaime que se pusiese en contacto con Dana. Estábamos pidiéndole que le dijese a la chica que yacía en una cama de hospital en estado de coma.
– Disculpa. Si no quieres hacerlo, comprendo perfectamente…
– Estoy bien. Se dará cuenta tarde o temprano, ¿no? Ahora bien, casi con certeza no va a recordarlo punto por punto.
– Amnesia traumática -afirmé yo-. Lucas me ha hablado de ello.
– Bien. Ahora haré contacto. Puede llevar un rato.
Pasaron veinte largos minutos. Durante ese tiempo, Jaime se mantuvo rígidamente sentada, con los ojos cerrados y la mano aferrada a la de Dana, de modo que sólo un ocasional temblor de la mejilla indicaba que estaba ocurriendo algo.
– Muy bien -dijo Jaime finalmente, con voz alegre-. Hay alguien aquí que va a ayudarnos a pescar al tipo que te hizo esto, ¿me entiendes, nena?
– Bueno. -La respuesta sonó una octava más alta que la voz de Jaime.
– Se llama Paige y es una bruja, igual que tú. ¿Sabes lo que es un aquelarre?
– Yo… lo he oído…, me parece.
– Es un grupo de brujas. Paige era miembro del Aquelarre y ayudaba a las brujas que formaban parte de él, pero ahora trabaja por su cuenta para poder ayudar a todas las brujas. -Una manera muy amable de expresarlo. Le agradecí mentalmente a Jaime el giro positivo-. Lo que quiero que hagas es que le digas todo lo que recuerdes, y entonces ella te hará algunas preguntas y, así, cogeremos a ese tipo antes de que te despiertes.
De modo que Dana estaba bien. Gracias a Dios. Me relajé por primera vez desde que habíamos entrado en la habitación.
Dana preguntó cuándo se despertaría.
– Un día de estos -respondió Jaime-. Tu padre va a venir pronto…
– ¿Papá? Sabía que vendría. ¿Está mi madre ahí?
– Ha estado yendo y viniendo -contestó Jaime-. Cuidándote.
– ¿Y estarán aquí cuando despierte?
– Seguro que sí. Ahora, ¿puedes decirle a Paige lo que viste?
– Seguro. Hola, Paige.
Abrí la boca, pero Jaime respondió por mí.
– No vas a poder oír a Paige, cariño. Yo tendré que transmitirte sus mensajes. Pero la verás cuando te despiertes. Ha estado muy preocupada por ti.
Dana sonrió a través de Jaime, la sonrisa de una niña que no estaba acostumbrada a que la gente se preocupara por ella. Yo me aseguraría de que su padre se enterara de la situación de Dana con su madre y, si era el tipo de padre que Benicio decía, Dana nunca más tendría que pasar otra noche en las calles. Si él no se ocupaba, entonces lo haría yo misma.
– Lo intentaré -dijo Dana-. Pero… no me acuerdo muy bien. Está todo muy confuso, como algo que hubiera visto en la televisión hace mucho tiempo y no pudiera recordarlo con claridad.
– Está bien, Dana -la tranquilizó Jaime-. Sabemos que no recordarás mucho, de modo que si no lo haces, lo comprendemos, pero si efectivamente te acuerdas de algo, cualquier cosa, sería fantástico.
– Bueno, era domingo por la noche. Volvía a casa de una fiesta. No estaba drogada ni nada de eso. Me había fumado un porro, pero nada más que eso, sólo uno que compartí con ese muchacho que conocí. De modo que volvía caminando a casa por el parque…, sé que eso suena estúpido, pero en esa zona el parque me parecía más seguro que las calles, ¿sabes? Iba con cuidado, sin abandonar el sendero, mirando y escuchando, y entonces…
Arrastró la voz y se quedó callada.
– ¿Y entonces qué, Dana? -la animó Jaime.
– Entonces… creo que debe de habérseme olvidado lo que ocurrió después, porque lo único que recuerdo es que, de repente, había un hombre detrás de mí. Puede que lo oyera venir, puede que tratara de correr, pero no lo recuerdo.
– Pregúntale… -empecé a decir.
Dana continuó.
– Sé que tú querrás saber cómo era el tipo ese, pero no lo vi realmente. Sé que yo tendría que haber…
– Bueno, si hubiera sido yo -dijo Jaime-, habría tenido tanto miedo que no recordaría nada. Lo estás haciendo muy bien, niña. Tómate tu tiempo y dinos lo que puedas.
– Me agarró, y lo que recuerdo después es que estaba tirada en el suelo, lejos del sendero, en ese bosque. En cierto modo estaba despierta, pero no del todo, y muy cansada. Sólo quería dormir.
– ¿Drogada? -pregunté.
Jaime reformuló la pregunta.
– Supongo que sí. Sólo que no sentía…, sólo recuerdo que estaba cansada. No creo que me atara siquiera, pero no me movía. No quería moverme. Sólo quería dormir. Entonces me puso esa soga alrededor del cuello y me desmayé, y luego me encontré aquí.
– Quiero hablar de la llamada telefónica que hiciste -dije.
– ¿Llamé por teléfono?
– A la línea de emergencia -respondí-. A la Camarilla, el lugar donde trabaja tu padre.
– Ya sé a lo que te refieres, pero no lo recuerdo. Papá nos obligó a mi hermana y a mí a memorizar el número, y sé que debo llamarlos en primer lugar, de modo que lo habré hecho.
Intenté ayudarla a recordar con algunas preguntas sobre su agresor: sobre su voz, su acento, las palabras que usaba, cualquier cosa que pudiera habérsele quedado grabada en la mente, así como sobre su aspecto físico, pero no pudo decirme gran cosa, salvo que no sonaba como alguien «de aquí».
– Ah, dijo una cosa que me pareció rara. Cuando empezó a ahogarme. Parecía como si estuviese hablando con alguien, pero allí no había nadie. Como si estuviese hablando consigo mismo, sólo que usó un nombre.
Extremé mi atención.
– ¿Lo recuerdas?
– Me parece que era Nasha -contestó Dana-. Por lo menos así sonaba.
– Pregúntale qué fue exactamente lo que dijo -pedí, y Jaime así lo hizo.
– Dijo que estaba haciendo aquello por esa persona, ese tal Nasha -contestó Dana.
– Un sacrificio ritual -dije yo a mi vez.
Jaime afirmó con la cabeza. Continuamos estimulando la memoria de Dana, pero era obvio que sólo estaba parcialmente consciente cuando oyó hablar a su agresor. Después pasamos otra vez al criminal. Era, con bastante certeza, sobrenatural, y podía haber hecho algo que revelara cuál era su raza, pero Dana no lo recordaba. Como hija de una bruja y un semidemonio, ella estaba familiarizada tanto con el lanzamiento de hechizos como con las muestras demoníacas de poder, pero el agresor no había dado señales ni de una cosa ni de la otra.
– Lo has hecho muy bien, cariño -dijo Jaime cuando yo le indiqué que ya no tenía más preguntas-. Nos has prestado una gran ayuda. Muchísimas gracias.
Dana sonrió a través de Jaime.
– Yo debería darles las gracias a ustedes. Y lo haré, cuando despierte. Las llevaré a almorzar a algún sitio. Yo invito. Bueno, yo y mi padre.
– Se… seguro, cariño -respondió Jaime con una mirada vacilante-. Así lo haremos. -Me miró-. ¿Puedo dejarla marchar ya?
Afirmé con la cabeza y cerré mi pluma.
– Dile que la veré cuando despierte.
Unos minutos después, Jaime se puso de pie y se masajeó los hombros.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
Emitió un sonido que no indicaba nada y alargó la mano hacia su bolso. Contuve un bostezo, y pasé entonces al baño para echarme agua fría en la cara.
– Bueno, ¿tienes idea de cuándo recobrará el conocimiento? -le pregunté cuando regresé a la habitación.
– No lo hará.
Me detuve y me di la vuelta lentamente. Jaime estaba ocupada con algo que tenía en el bolso.
– ¿Qué?
Jaime no levantó la vista.
– Ya ha cruzado al otro lado. Se nos ha ido.
– Pero tú…, tú dijiste…
– Sé lo que dije.
– Le dijiste que estaba bien. ¿Cómo pudiste…?
La mirada de Jaime se encontró violentamente con la mía.
– ¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Lo lamento, nena, estás muerta, pero no lo sabes todavía?
– Oh, Dios mío. -Me hundí en la silla más próxima-. Lo siento mucho. No pretendíamos…, yo no pretendía… ponerte en esa…
– Son gajes del oficio. Si no era yo, otro lo habría hecho, ¿no es cierto? Tienes que atrapar a ese desgraciado, y ésta ha sido la mejor manera de obtener información, de modo que… -Se pasó la mano por la cara-. Realmente me vendría bien un trago. Y un poco de compañía. Si no tienes inconveniente.
Me levanté de la silla.
– Por supuesto.
Un especial dos-por-uno
Aunque aún me encontraba en estado de shock por la suerte de Dana, mis sentimientos quedaban en segundo plano respecto de los de Jaime. Era ella la que necesitaba apoyo, y yo estaba encantada de proporcionárselo.
Me había fijado en que cerca de la clínica había un bar donde se tocaba música de jazz, esa clase de lugar que tiene cómodos reservados tapizados con terciopelo, en los que uno podía sentarse cómodamente y disfrutar de una banda en directo que nunca tocaba con un volumen tan alto que impidiera la conversación. Podíamos ir allí, tomar unas copas y comentar nuestra difícil tarde e incluso llegar tal vez a un mejor entendimiento mutuo.
– ¡No, en serio! -dijo Jaime a voz en grito, haciendo un movimiento brusco con su Cosmopolitan y volcando buena parte del contenido del vaso-. El tío estaba sentado, con la bragueta bajada y la polla fuera, esperando llamar mi atención.
El tipo rubio que estaba a la izquierda de Jaime se inclinó sobre ella.
– ¿Y lo consiguió?
– Demonios, no. ¿Una polla de diez centímetros? Por una cosa así ni siquiera aflojo el paso. Pasé volando por delante de él… y confié en que se abrochara antes de que a la vieja que estaba a su lado le diera un síncope.
– ¿Y veinte centímetros bastarían? -preguntó el tipo de cabello oscuro que estaba a su derecha.
– Eso depende de la cara que la acompañara. Pero… veinticinco…, veinticinco ya sería otra cosa. Treinta, y me pondría en contacto con su puñetero perro si me lo pidiera.
Se oyó una risa estrepitosa. Miré mi mojito y deseé haber pedido un whisky doble. Yo no solía tomar whisky, pero de repente me pareció una buena idea.
La música sonaba tan alto que ondulaba el charquito que había dejado el Cosmo de Jaime. Pensé en limpiarlo, pero decidí esperar hasta que otro bailarín borracho tropezara y cayera sobre nuestra mesa. Ya había ocurrido dos veces y era seguro que volvería a ocurrir. Tenía la esperanza de que él o ella llevasen puesta suficiente ropa como para secar la copa volcada de Jaime.
Llevábamos allí casi dos horas, y ni siquiera nos habíamos acercado al club de jazz. Jaime había oído el golpeteo de la música desde la acera y me había arrastrado al interior para tomar «sólo una copa». Yo ya me había tomado dos. Ella llevaba seis. Durante las dos primeras, no había hecho caso de la atención que despertaba en los parroquianos masculinos de la barra. Con la tercera, empezó a evaluar a los interesados. Cuando llegó la quinta, eligió entre cinco hombres con aspecto de corredores de bolsa que nos habían estado observando desde la barra, y terminó por hacerles una seña a los dos más atractivos y ofrecerles un lugar a cada lado de ella, apretando a tres personas en un asiento diseñado para dos.
Aunque yo tenía la mirada clavada en mi copa, enviando claras señales de «no tengo ningún interés», un miembro del trío debió de pensar que las sobras no eran del todo despreciables y se había sentado a mi lado. Yo no quería otra cosa que volver a mi tranquila habitación de hotel y llorar la muerte de Dana, planificando el paso siguiente para encontrar a su asesino. Y sin embargo allí estaba, atrapada contra la pared del reservado, oyendo las historias de guerra de Jaime, con mi segundo mojito, y arreglándomelas para mantener a distancia las manos curiosas de mi indeseado compañero. Y estaba empezando a cabrearme. El tipo que tenía al lado, Dale -¿o se llamaba Chip?- se me acercó disimuladamente, aunque ya estábamos más cerca de lo que me gusta estar con alguien que no sea la persona con quien me acuesto.
– Verdaderamente tienes unos ojos muy bonitos -dijo.
– Ésos no son mis ojos -respondí-. Levanta la vista. Bastante más arriba.
Reprimió una risa y levantó la mirada hasta mi cara.
– No, en serio. Tienes unos ojos muy hermosos.
– ¿De qué color son?
– ¡Hummm…! -Parpadeó en la oscuridad-. ¿Azules?
Eran verdes, pero no iba a sacarlo de su error. Había repetido la frase «Salgo con alguien» tantas veces que ya parecía un desafío. Casi las mismas que le había dicho a Jaime que realmente tenía que irme, pero daba la impresión de que no me oía. Cuando yo volvía a intentarlo, ella se lanzaba a contar otra historia procaz.
Era grato ver que se había recuperado de su traumática experiencia en el hospital. Aunque yo empezaba a sospechar que lo de «traumática» era excesivo. Puede que ligeramente perturbadora, más o menos como darse cuenta de que uno ha salido de casa con zapatos marrones y un vestido negro. Nada que no pudiese curarse con unos cuantos Cosmopolitan y el golpeteo de un estupendo bajo eléctrico.
– Perdona -me disculpé-. Tengo que…
– ¿Ir al baño de chicas? -respondió él, riendo al tiempo que se deslizaba para salir del reservado.
– Un momento, chicos -terció Jaime-. Las señoras necesitan refrescarse.
– Ah, no -anuncié mientras salía del reservado-. Yo me voy.
– ¿Te vas? ¿Ya? No he terminado la copa.
– Está bien. Quédate y diviértete.
Me agarró el brazo, para guardar el equilibrio, creo, más que para impedir que me fuera.
– ¿Me abandonas? ¿Con estos tres?
Les lanzó a los hombres una sonrisa provocadora. Dale parpadeó, y luego se puso de pie con dificultad.
– Eh, no, nena -balbució, con ojos nublados que apuntaban aproximadamente en mi dirección-. Yo te llevo en el coche.
– Oh, apuesto a que te gustaría -le soltó Jaime-. Pero Paige ya tiene hombre. Un amigo mío. Y seguramente no querrás tener problemas con él. -Se inclinó para hablar a Dale al oído-. Está muy bien relacionado.
Dale contrajo el ceño.
– ¿Relacionado?
– Como los Kennedy -dijo Jaime.
– Más bien como los Soprano -repliqué yo.
Dale volvió a sentarse.
– Tú quédate y diviértete -le dije a Jaime.
– No puede ser. Le aseguré a Lucas que cuidaría de ti en esta ciudad grande y mala.
– Ajá. Bueno, te lo agradezco, pero…
– Nada de peros. Mi productor me reservó una habitación en las afueras, y no pienso ir hasta allá a esta hora de la noche. Voy a coger una habitación en tu hotel. Así que vamos, chica.
Comenzó a alejarme de la mesa. Uno de sus acompañantes se puso en pie de un salto.
– ¿Podemos llevaros?
– Vaya, lo siento. Puede que no me termine la copa, pero nunca me olvido de la leche calientita que me tomo antes de dormir. -Se volvió y miró a los dos hombres-. Decisiones, decisiones.
El rubio sonrió.
– Un especial dos-por-uno.
– Es tentador, pero soy demasiado mayor para eso. Uno por noche.
Los miró de arriba abajo.
– ¡Hummm…! Qué difícil es esto. Sólo hay una manera de hacerlo. -Señaló con el dedo al de cabello oscuro-. Ta-te-ti, éste pa…
Una vez que nos apeamos del taxi, y lejos ya de Jaime y su «acompañante», llamé a Lucas, pero sólo me contestó una grabación del servicio de móvil que decía que se hallaba fuera de cobertura. Qué raro. Le dejé el mensaje de que me llamara y luego telefoneé a Adam, a quien puse al tanto del caso. Para entonces, ya era casi medianoche en California, y Robert ya estaba en la cama. No importaba. Conseguir esa lista de nigromantes ya no era ninguna prioridad. Cualesquiera que fuesen los defectos personales de Jaime, había hecho bien su trabajo con Dana.
Yo no había dormido desde mi llegada a Miami, y mi cerebro pareció protestar ante semejante falta de descanso, asegurándose de que esa noche no durmiera profundamente. Soñé que estaba otra vez en la habitación del hospital, observando cómo Jaime dejaba que Dana volviese al reino de los muertos. Soltaba la mano que había estado sosteniendo y que volvía a descansar sobre las sábanas. Yo observaba con cuidado esa mano, esperando ver uñas comidas y un brazalete trenzado y deshilachado. En cambio la mano era regordeta y arrugada y tenía en la muñeca un reloj de oro que me era familiar.
– ¿Mamá?
– No quiere hablar contigo -decía Jaime-. Perdiste el Aquelarre. Te lo entregó en bandeja de plata, y aun así lo estropeaste todo.
– ¡No!
Yo me levantaba de la silla, tropezaba y caía en una cama que olía a jabón de lavandería de hotel. Me aferraba a la almohada y gemía. De repente, la cama se inclinaba y yo me agarraba a ella con ambas manos, esforzándome por no caer. Veía a Lucas sentado en el borde. Estaba de espaldas a mí, y despegaba la etiqueta de una botella de champán vacía.
– Un mes -decía-. Sabías a lo que me refería.
Se puso de pie y la cama cayó en un pozo negro y profundo. Empecé a gritar, pero el sonido se transformó en un grito de alegría.
– ¡Cortez! Estás derramando el champán, ¡aparta esa botella de la cama!
La escena se hizo más clara. Otra habitación de hotel. Hacía tres meses. Estábamos cruzando el país a paso de tortuga, sin tener que ir a ningún lado, sin nada que hacer salvo disfrutar del viaje. El día anterior, Maria le había girado a Lucas el dinero del seguro por la motocicleta que le habían robado, y esa noche él insistió en usar parte del mismo para pagar una habitación con jacuzzi, chimenea y una suite adyacente para Savannah.
Estábamos en la cama, donde habíamos estado desde nuestra llegada, tarde ya, ese mismo día. Los platos del servicio de habitaciones estaban esparcidos por el suelo y, de algún lugar de ese desorden, Lucas había sacado una botella de champán que ahora hacía espumar sobre las sábanas… y sobre mí. Mientras yo me reía, me echó más espuma, tomó después los vasos, los llenó y me alcanzó uno.
– Por el mes -dijo.
– ¿El mes? -Me senté en la cama-. Ah, sí. Un mes desde que vencimos a la Camarilla Nast y salvamos a Savannah, una acción que tal vez lamentemos en el futuro. Ahora bien, desde el punto de vista técnico, te adelantas unos días.
Lucas vaciló, y se le nubló la cara durante una fracción de segundo antes de asentir con la cabeza.
– Supongo que sí.
El recuerdo avanzó rápidamente algunas horas. Yo estaba acurrucada en la cama, con el champán cantándome aún en la cabeza. El cálido cuerpo de Lucas se apretaba contra mi espalda. Se movió, balbuceó algo y deslizó la mano entre mis piernas. Me di la vuelta y me froté contra sus dedos. Una risa adormilada, y luego su dedo se introdujo en mi interior, un tanteo lento y delicado. Gemí, tierna mi carne a causa de la larga noche, pero el ligero dolor sólo acentuaba otro, más profundo. Retiró su dedo y me hizo cosquillas con la yema en el extremo del clítoris. Gemí nuevamente, y abrí las piernas. El inició una exploración lenta y minuciosa que me hizo aferrarme a la almohada.
– Lucas -susurré.
Otra risa, pero esta vez clara, sin señales de sueño. Me obligué a pasar del sueño a la vigilia, y todavía noté una mano tibia que me acariciaba desde atrás.
– ¿Lucas?
Una risa en tono bajo.
– Eso espero.
Me volví con rapidez, noté que su mano se apartaba, y bajé la mía para sujetarla.
– No te detengas.
– No lo haré. -Se inclinó por encima de mi hombro y volvió a deslizar su dedo dentro de mí-. ¿Estás mejor?
– Dios mío, sí. -Arqueé la espalda contra él-. ¿Cómo…, cómo has llegado aquí?
– Por arte de magia.
– ¡Hummm…!
– ¿Una agradable sorpresa?
– La mejor.
Rió en voz baja.
– Vuelve a dormir, entonces. Tengo todo bajo control.
– ¡Hummm…!
En cuanto a volverme a dormir, naturalmente no hice tal cosa. Me puse encima de Lucas y sonreí.
– Estas visitas sorpresa mejoran cada vez más.
Me contestó con una sonrisa traviesa.
– ¿Debo interpretar que mi inesperada llegada no es totalmente censurable, a pesar de haberte interrumpido el sueño?
– A pesar de la interrupción, es una sorpresa. ¿Qué ha ocurrido con tu caso?
– Se cerró esta tarde. Una vez que el fiscal confirmó que su nuevo testigo residía en un cementerio, el tribunal decidió pasar directamente a los alegatos finales.
– Es la ventaja de trabajar en un tribunal humano. Nunca convocan a testigos muertos.
– Es verdad. De modo que, si me necesitas, aquí estoy para ayudarte.
– Por supuesto que sí -respondí, sonriente-. De todas las maneras posibles. ¿Así que te quedas?
– Si a ti te parece bien.
– Estupendo. Casi no recuerdo la última vez que pasamos juntos más de un fin de semana.
– Efectivamente, hace mucho tiempo -dijo Lucas en voz baja, y luego se aclaró la garganta-. Últimamente mi agenda ha estado más ocupada de lo que yo esperaba, y entiendo que no es la situación ideal para una relación…
– Está muy bien -dije.
– No es lo que esperabas.
– Yo no esperaba nada. -Me aparté de un salto y me senté en la cama-. Sin expectativas, ¿recuerdas? Día a día. Eso es lo que acordamos.
– Sí, sé que es lo que dijiste, pero…
– Es lo que pensaba. Sin expectativas, sin presiones. Te quedas el tiempo que quieras.
Lucas se enderezó.
– No es eso lo que… -Se interrumpió-. Tenemos que hablar, Paige.
– Claro.
Noté que Lucas me observaba en la penumbra, pero no dijo nada.
– ¿Y de qué quieres hablar?
– De… -Me sostuvo la mirada durante un momento, y luego miró para otro lado-. Del caso. ¿Qué ha pasado esta noche?
– ¡Oh, Dios mío! -Me tiré contra la almohada-. Tienes unos amigos muy extraños, Cortez.
El dejó ver la cuarta parte de una sonrisa.
– Yo no llamaría amiga a Jaime, pero, por otra parte, sí, es una manera de decirlo. Así que cuéntame lo que ha ocurrido.
Lo hice.
Una teoría
A las siete, conversando todavía, nos trasladamos de la cama al restaurante de la planta baja. A hora tan temprana conseguimos el mejor lugar, una mesa en un agradable rincón del salón.
Cuando dieron las nueve, el pequeño restaurante ya estaba lleno, y una cola aguardaba a la puerta. Tomábamos nuestra tercera taza de café, terminado hacía rato el desayuno, lo cual nos valió muchas miradas de disgusto de los que esperaban junto al mostrador de la recepcionista, pero sólo una mirada no precisamente de impaciencia de nuestro camarero, seguro que gracias al valor de la propina que Lucas había añadido a la cuenta.
– ¿Nasha? -repitió Lucas cuando le dije el nombre que el agresor de Dana había invocado-. No me resulta familiar.
– A través de Adam se lo pasé a Robert, para que me diera su opinión. Lo llamé ayer para pedirle… algo sobre asuntos del Consejo.
– Y una lista de nigromantes, ¿supongo?
– Yo…, verás… -Tomé aire-. Discúlpame. Sé que me dijiste que confiara en ti, y realmente lo intenté…
En los labios le asomó una sonrisa.
– Pero te diste por vencida en algún momento entre Sid Vicious y el show privado de nudismo. Cualquiera de las dos cosas, lo entiendo, pondría a prueba la más profunda confianza.
– A decir verdad, fue después del striptease.
Su sonrisa se hizo más franca.
– Ah, bueno, en ese caso rebasaste toda expectativa razonable de confianza. Me siento halagado. Gracias.
– De cualquier modo, tendría que haberte escuchado. Tenías razón. Jaime hizo un trabajo excelente.
– Es muy buena, aunque a veces pienso que ella preferiría que fuese de otro modo. ¿Has oído hablar de Molly O'Casey?
– Por supuesto. Una nigro eminente. Murió hace unos años, ¿no es verdad?
Lucas asintió con la cabeza.
– Era la abuela paterna de Jaime. Vegas es el nombre artístico de Jaime.
– Pensé que sería algo así. No tiene aspecto de hispana.
– No lo es. Su madre eligió el nombre cuando inició a Jaime en el negocio del teatro, cuando aún era una niña. Según lo cuenta Jaime, su madre era una racista fanática, y no tenía idea de que Vegas era una palabra española. Para ella, «Vegas» significaba «Las Vegas», un buen augurio para una niña que iniciaba una carrera en el escenario. Años después, cuando descubrió el origen del nombre, casi le dio un síncope. Le exigió a Jaime que se lo cambiara. Pero, entonces, Jaime tenía ya dieciocho años, y podía obrar como mejor le pareciera. Cuanto más odiaba la madre el nombre, tanto más resuelta estuvo ella a conservarlo.
– Seguro que hay una historia ahí -dije en voz baja.
– Sí, me imagino que sí.
Tomamos nuestro café.
– Pensé que estabais en Chicago -dijo una voz por encima de mi cabeza.
Me di la vuelta y vi a Jaime, que retiraba de una mesa vecina una silla vacía. El trío que estaba sentado a la mesa miró sorprendido, pero ella no le prestó atención, colocó la silla junto a mí y se dejó caer en ella. Estaba envuelta en una bata de seda y llevaba, sospeché, poco más.
– ¡Qué romántico! -dijo, produciendo un sonoro bostezo-. La feliz pareja, cepillados, peinaditos y contentos. -Y apoyó la cabeza en la mesa-. Que alguien me traiga un café. Punto.
Lucas apartó del plato de su panecillo un rizo de Jaime, y luego le hizo un gesto al mozo, que dejó de atender un pedido y se acercó rápidamente con la cafetera. Jaime seguía con la cara aplastada en la mesa.
– Tu, ¡ejem!, huésped ¿bajará a desayunar con nosotros? -pregunté a Jaime.
Sin retirar la cabeza de la mesa, la giró y, apoyada en la mejilla, me miró.
– ¿Huésped?
– El tipo. El tipo de anoche.
– ¿El tipo?
– El que te trajiste a tu habitación.
Levantó la cabeza.
– ¿Me traje yo un…? -emitió un gruñido-. Ay, mierda. Esperadme. Vuelvo enseguida.
Se levantó, dio tres pasos y giró sobre sí misma.
– Ah, Paige… ¿Me dijo cómo se llamaba?
– Mark…, no, Mike. No, espera. Ése era el rubio. Craig… o Greg. La música estaba muy alta.
Se apretó las sienes con los dedos.
– Todavía está muy alta. Greg, entonces. Lo diré entre dientes.
Atravesó, vacilante, el salón.
Me volví hacia Lucas.
– Una dama interesante.
– Es una manera de decirlo.
Jaime se libró de su «huésped» y se reunió con nosotros para terminar su café. Luego, regresó a su habitación para seguir durmiendo. Tenía una función en Orlando esa misma noche, de modo que, por si no la veíamos más tarde, le agradecimos su ayuda.
Lucas deshizo su equipaje mientras yo llamaba a Robert por el asunto de la conexión «Nasha». Tras cuatro tonos de llamada, respondió el contestador telefónico.
– De cualquier manera, ésa es una pista que probablemente no va a ayudarnos mucho -dije después de haber dejado un mensaje-. Realmente había esperado obtener más de Dana.
– Probablemente bloqueó lo poco que pudo ver. Tal vez tengamos que centrarnos en otra cosa para determinar de qué manera seleccionó el asesino a sus víctimas.
– Maldición, por supuesto. Es obvio que se dirigía a las que habían abandonado el hogar de los padres, miembros de las camarillas, pero ¿cómo pudo descubrir algo así? Tal vez los padres tenían una conexión, debido a las circunstancias que compartían, como un grupo de apoyo. ¿Las camarillas ofrecen a sus empleados algo así?
– Lo hacen, pero por separado. Desaprueban rigurosamente la interacción con los empleados de otras camarillas.
– ¿Qué pasa con los terapeutas o los asistentes sociales? ¿No los comparten?
Lucas negó con la cabeza.
– Lo que creo que buscamos es a alguien que ha logrado acceder a los archivos de empleados de las Camarillas Cortez, Nast y St. Cloud.
Lancé una mirada a mi ordenador portátil.
– Están todas computarizadas, ¿no es cierto? Entonces es posible que algún pirata informático accediera al sistema. Y no puedo creer que no se me ocurriera eso.
– No lo pensaste porque no estás familiarizada con los procedimientos de registro de datos que utilizan las camarillas, ni con la cantidad de detalles personales que consignan. No encontrarás muchas corporaciones que mantengan registros de las situaciones personales de sus empleados. Ningún aspecto de la vida de un miembro de una camarilla es sagrado. Si la suegra de alguien tiene un problema con el juego, la camarilla se entera.
– Para ejercer su poder y presionarlo.
– No sólo para presionarlo, sino por razones de seguridad. Si esa suegra se enreda con un prestamista sin escrúpulos, su yerno semidemonio puede utilizar sus poderes para resolver definitivamente el problema. De modo similar, un hijo huido de la casa de un empleado de una camarilla puede convertirse en una amenaza potencial a la seguridad, de modo que lo mantienen vigilado, y probablemente saben más sobre sus andanzas que sus propios padres. En cuanto a penetrar en el sistema, aunque es posible, la seguridad de las camarillas es máxima.
– Todos piensan que la seguridad es máxima -dije-. Hasta que alguien como yo se cuela por la puerta de atrás.
– Es verdad, pero los sistemas están protegidos por medios tanto técnicos como sobrenaturales. Para penetrar en ellos haría falta un sobrenatural que además tuviese conocimiento, desde dentro, de los sistemas de seguridad de las camarillas.
– Alguien que trabajara en los departamentos de informática o de seguridad. Probablemente alguien que hubiera sido despedido durante el año pasado, o algo así. La vieja teoría del «empleado despechado».
Lucas dijo que sí con la cabeza.
– Déjame que hable con mi padre. Veamos si podemos encontrar a alguien que encaje en esa teoría.
Lucas no tuvo dificultades para obtener la lista de empleados de la Camarilla Cortez. Benicio sabía que si bien Lucas podía estar encantado de disponer de una copia de esa lista con miras a sus propias investigaciones contra las camarillas, igualmente se comportaría de modo honorable y la destruiría tan pronto hubiera servido al propósito que había manifestado. Lograr la colaboración de los departamentos de Recursos Humanos de las otras camarillas no fue de ninguna manera tan fácil. Benicio no les dijo que Lucas tendría acceso a la lista, pero ellos no querían que ningún Cortez pusiera las manos en sus registros de personal. Tan sólo obtener una lista de los nombres y cargos de los empleados despedidos les llevó dos horas.
Esas listas eran sorprendentemente cortas. Pensé que las camarillas nos estaban ocultando información, pero Lucas me aseguró que parecían exactas. Cuando sólo se contratan sobrenaturales, y se encuentran algunos que resultan muy buenos, se hacen grandes esfuerzos para conservarlos. Si no trabajan muy bien, es mejor hacerlos desaparecer que hacerles llegar un aviso de despido…, y no sólo con el propósito de evitar el pago de la indemnización. Un empleado sobrenatural despechado es mucho más peligroso que un empleado de correos resentido.
Una vez que redujimos la lista a los empleados de los departamentos de informática y de seguridad, obtuvimos dos nombres de la lista Cortez, tres de la Nast y uno de la St. Cloud. Hágase la suma, y se tendrán cinco posibilidades. Y no, no fallaba mi habilidad matemática. Dos más tres más uno deberían sumar seis, de modo que ¿por qué teníamos una lista de cinco nombres? Porque uno aparecía en dos listas. Everett Weber, programador informático.
Según los archivos Cortez, Everett Weber era un druida que había trabajado como programador en su departamento de Recursos Humanos, desde junio de 2000 hasta diciembre de ese mismo año, con un contrato semestral. Esto no quería decir que hubiera sido despedido, pues con frecuencia la gente acepta trabajos temporales con la esperanza de que se transformen en permanentes. Necesitábamos averiguar si la marcha de Weber había sido amigable. Y necesitábamos detalles de su empleo con los Nast. Lucas volvió a telefonear a Benicio. Setenta minutos después, Benicio respondió.
– ¿Y bien? -pregunté en cuanto Lucas hubo cortado.
– Los informes preliminares del departamento de Recursos Humanos indican que el contrato de Weber finalizó sin rencores, pero mi padre seguirá investigando. No es raro que los gerentes se muestren reticentes cuando se ven ante un problema del que pueden no haber sido informados relativo a la situación de un empleado. En cuanto a los Nast, Weber trabajó en su Departamento de Tecnología Informática, desde enero hasta agosto de este año, en un cargo por contrato.
– ¿Otro contrato de seis meses?
– No, un contrato de un año al que se puso fin tras siete meses, pero los Nast se niegan a ampliar esta información.
Cerré de un golpe mi ordenador portátil.
– ¡Maldición! ¿Quieren o no quieren agarrar a ese tipo?
– Sospecho que el problema proviene de ambas partes. Mi padre probablemente no quiere permitir que los Nast sepan que estamos planteando cuestiones sobre alguien en particular. Porque Weber podría desaparecer bajo la custodia de los Nast antes de que podamos interrogarlo, una posibilidad bastante cierta si se considera que en este momento reside en California.
– Y la Camarilla Nast tiene su base en Los Ángeles, lo que significa que le encontrarían antes que nosotros.
– Exactamente. La sugerencia de mi padre, que yo apruebo, es que viajemos a California e investiguemos mejor a Everett antes de que les pidamos a los Nast más detalles.
– Suena bien, pero…El sonido de mi teléfono móvil me interrumpió. Comprobé el identificador de llamadas.
– Es Adam -dije-. Antes de contestar, ¿a qué parte de California nos dirigimos?
– Lo suficientemente cerca de Santa Cruz como para que le pidas que nos acompañe.
Hice un gesto afirmativo y apreté el botón.
Una hora más tarde estábamos otra vez en el aeropuerto, recogiendo los pasajes que nos había comprado la Corporación Cortez. Se trataba, por supuesto, de lo dispuesto por Benicio, aunque él hubiera querido hacer más: que usáramos el jet de la Corporación. Cuando en lugar de ello Benicio ofreció los pasajes, Lucas -ansioso de dejar de discutir y de iniciar la investigación- lo aceptó. Ninguno de nosotros dos se sentía satisfecho con la evidente manipulación, pero la verdad era que mal podíamos pagar el precio de cruzar una y otra vez de un lado al otro del país. Dana y Jacob merecían más que una investigación de bajo presupuesto, y nosotros nos aseguraríamos de que la obtuvieran, aun si ello significara aceptar que la Camarilla corriera con los gastos de transporte.
Por supuesto, Adam no tuvo inconveniente alguno en hacer de anfitrión y guía de viaje; con más razón cuando ello le brindaba la oportunidad de una experiencia estimulante. Conozco a Adam desde hace media vida, tiempo suficiente para haber aceptado que es la clase de persona que hace tan poco como puede, a menos que el «hacer» en cuestión lleve consigo una acción entretenida y excitante. Hoy, con la perspectiva de una aventura no estrictamente legal, estaba lo bastante ansioso como para llegar al aeropuerto a tiempo de ver aterrizar nuestro avión.
Adam tenía veinticuatro años y era apuesto, con ese aspecto sano, californiano, que muestra un bronceado perpetuo. Tenía cabello castaño, aclarado por el sol, y el cuerpo bien formado de un surfista. Como su padrastro, era un semidemonio. Robert sospechaba desde hacía tiempo que Adam era el subtipo más poderoso de los demonios del fuego -un Exustio-, pero hacía tan sólo un año que finalmente había incinerado algo y probado que Robert tenía razón. Eso supuso la culminación de diecisiete años de desarrollo progresivo de sus poderes, que se remontaban a su infancia, cuando Taha comenzó a buscar respuestas que explicaran el temprano despliegue de poder de Adam, nada dispuesta a aceptar la explicación de un psiquiatra de que el fogoso temperamento del niño no era más que la puesta en escena de un adolescente. Su búsqueda la había llevado a Robert Vasic, quien eventualmente le dio las respuestas que buscaba…, y se enamoró de ella.
– Así que, ¿cuál es el plan? -preguntó Adam cuando subimos a su jeep.
– Vamos directamente a la fuente -respondí-. Un allanamiento de morada, si tenemos suerte.
– Estupendo.
– Imaginaba que lo verías así.
Una aventura no estrictamente legal
Everett Weber vivía en las afueras de Modesto, en una pequeña casa de campo, un feo bloque ceniciento que tenía un cuidado jardín y un césped bien cortado, pero cuya carpintería necesitaba desde hacía mucho tiempo una buena mano de pintura. Probablemente una casa de alquiler, cuyo propietario sería, quizás, el dueño de los viñedos circundantes. Como la mayoría de los inquilinos, Weber estaba dispuesto a mantener arreglado el lugar, pero no pensaba pagar de su propio bolsillo el dinero para las reparaciones.
Weber trabajaba en Silicon Valley, de modo que esperábamos que a la una del mediodía de un viernes, ése fuera el lugar donde se hallara. A partir de la verificación preliminar que Lucas había hecho, Weber parecía vivir solo. Agréguese el hecho de que su casa se encontraba en un camino de tierra, sin vecinos a menos de un kilómetro en cualquier dirección, y una irrupción a plena luz del día no era tan arriesgada como pudiera parecer en un principio.
El aislamiento de la vivienda la hacía perfecta para un registro, pero dificultaba el acercamiento y la verificación de que no hubiese ocupantes. Desde el camino llamamos a la casa, y nadie respondió al teléfono, pero eso no significaba necesariamente que Everett no estuviera allí. Tras algunos merodeos, Lucas afirmó que no había nadie en la casa, pero cuando nos encontramos ante la puerta trasera, descubrimos que todas las ventanas tenían rejas de protección y pegatinas de una empresa de seguridad. Después de una rápida inspección, Lucas aseguró que las pegatinas eran legítimas. Weber tenía un sistema de seguridad y estaba activado.
– ¿No tenéis en vuestro repertorio, supongo, hechizos que permitan desactivar las alarmas? -susurró Adam mientras nos apiñábamos frente a la puerta trasera.
Lucas sacó una pequeña caja de instrumentos que había mantenido oculta bajo la chaqueta de cuero.
– No, pero sí tengo esto.
– Fantástico. -Adam se agachó junto a Lucas mientras éste trabajaba-. Me parece que esto no lo aprendiste en la facultad de Derecho.
– Te sorprenderías -murmuró Lucas-. No. Esto proviene de tener clientes que son empleados contratados por las camarillas. Como podrás suponer, las camarillas no los contratan por su destreza dactilográfica. En algunos casos, un intercambio de conocimientos resulta más valioso que la remuneración financiera. -Manipulaba mientras tanto un lío de cables-. Ahí está. Ahora viene la parte más difícil. Tengo que cortar estos tres en el mismo instante, porque si no la haré funcionar. Pero, si los corto, eso se descubre fácilmente y Weber sabrá que su sistema ha sido violado. Esto puede llevarme unos minutos. -Buscó en la caja-. Primero, necesitó…
Adam se agachó y cogió con la mano el lío de cables. Una chispa, y se desintegraron convirtiéndose en cenizas.
– O podríamos, simplemente, hacer eso -siguió Lucas.
– Esos malditos cortocircuitos espontáneos -añadió Adam.
– Veo que has estado practicando -dije yo.
Adam sonrió y se limpió las cenizas de la mano. Luego asió el picaporte de la puerta.
– Aguarda -dije.
Lancé un hechizo abrepuertas. Adam la empujó. Esperamos un momento, pero no sonó ninguna alarma. Lucas terminó de colocar nuevamente los cables en los lugares indicados, y luego nos hizo un gesto para que entráramos.
Pronto entendimos por qué Weber había puesto un sistema de seguridad en una casa de campo alquilada. Todo el dinero que había ahorrado con el alquiler, lo había invertido en electrónica, con múltiples ordenadores, una televisión de plasma y un sistema de alta fidelidad que no me cabía duda que haría temblar a los vecinos, aunque se hallaran a dos kilómetros de distancia.
Mientras Adam y Lucas comenzaban su búsqueda, yo me dirigí al área en que era experta: el ordenador. Pronto descubrí que Weber aplicaba a su disco duro los mismos niveles de seguridad que utilizaba para su casa. A pesar de que era la única persona que vivía allí, tenía el ordenador protegido por una contraseña. Me llevó casi treinta minutos descifrarla, sólo para encontrarme con que todos sus datos -incluso su email- estaban cifrados. A toda velocidad volqué los archivos en un CD para trabajar en ellos después.
Dado que Lucas y Adam seguían con su registro, volví al ordenador de Weber para buscar una determinada información: un número de tarjeta de crédito. Tras ver cuan cuidadoso era Weber con sus archivos, supuse que esa búsqueda sería inútil. Bueno, me equivocaba. Tras cinco minutos de indagación, me encontré con una recompensa inesperada: un número de tarjeta de crédito no cifrado. Posteriormente podría entrar en el sistema de la compañía de la tarjeta de crédito y buscar en sus registros, con la esperanza de que, si Weber era nuestro asesino, hubiera usado su tarjeta para viajar.
Tras otra media hora, decidimos que la casa había sido totalmente registrada. Lucas y Adam no habían encontrado nada. Sólo nos cabía esperar que descifrar los archivos de Weber y verificar los registros de su tarjeta de crédito nos resultara más provechoso.
Nos retiramos a Santa Cruz, donde vivía Adam con sus padres. Yo estaba ansiosa por inspeccionar los registros de la tarjeta de crédito de Weber, pero la madre de Adam, Talia, insistió en que cenáramos primero, y dado que desde el desayuno yo había estado sometida a un gran desgaste mental sin probar bocado, tuve que reconocer que mi cerebro necesitaba alimento antes de empeñarme en algo tan arriesgado como entrar en los archivos de las compañías de tarjetas de crédito.
Comimos fettuccini Alfredo al aire libre, en la estructura de varios niveles que ocupaba la mitad del patio trasero. Talia y Robert comieron con nosotros para enterarse del caso. Como ocurría a menudo, la perorata inicial de Adam había dejado fuera la mitad de los detalles y confundido el resto, de modo que ellos querían oír la verdadera historia de primera mano.
Talia era uno de los pocos humanos que vivían dentro del mundo sobrenatural. Ella lo había elegido: aceptar los peligros de ese conocimiento para comprender mejor a su hijo y a su esposo, y desempeñar un papel pleno en sus vidas. Durante los últimos años, la salud de Robert había comenzado a debilitarse, y Talia había ido asumiendo muchas de sus responsabilidades. Robert tenía sólo sesenta y ocho años, pero su estado físico no había sido nunca lo que se dice fuerte, cosa que lo había obligado aun desde una temprana edad a adoptar un enfoque académico para ayudar a otros semidemonios, actuando como confidente y fuente de recursos. Talia, que tenía veintisiete años menos, había aceptado de buena gana este cambio de carrera en la mitad de la vida. En cuanto a que Adam asumiera parte del trabajo de Robert, bueno, digamos tan sólo que nadie esperaba que se sentase ante un escritorio para leer textos de demonología en ningún futuro próximo.
Adam mordió un pedazo de pan y lo masticó mientras hablaba.
– Y así fue. Forzamos la puerta, entramos, buscamos y salimos volando.
– Espero que hayáis sido cuidadosos… -comenzó a decir Talia, y se detuvo-. Sí, seguro que sí. ¿Hay algo que Robert y yo podemos hacer…?
– ¿Prestarnos vuestro Miata? -preguntó Adam-. El jeep hace un ruido raro.
– El jeep lleva haciendo ruidos raros desde que lo compraste, y la última vez que condujiste mi coche, arruinaste el techo descapotable, pero si hay otra cosa que podamos hacer…
– Preguntaste por un demonio llamado Nasha -dijo Robert hablando por primera vez desde que se habían sentado a comer.
– Ah, sí, así es -respondí-. Me había olvidado por completo.
– Bueno, os habría enviado una respuesta a través de Adam, pero estuve posponiéndolo para darme más tiempo y quizás encontrar una respuesta mejor. No hay mención en ningún texto de un demonio llamado Nasha. Es muy probable que la pobre chica oyese mal, pero no puedo encontrar un nombre que ni siquiera fonéticamente se parezca a Nasha. Lo que más se acerca es Nakashar.
– Nakashar es un Eudemonio, ¿no? -terció Adam mientras pelaba una naranja-. Muy menor. Aparte de en los periódicos del archivo de Babilonia, no se lo menciona.
Levanté la vista sorprendida de que Adam lo supiese.
Y continuó.
– De modo que no es probable que sea Nakashar. A los Eudemonios se los puede llamar, pero no interfieren con nuestro mundo. Hacerles sacrificios es como sobornar a una inspectora de tráfico para librarse de una multa por exceso de velocidad. Pero estamos hablando de un Druida, ¿no? De modo que deberíamos buscar deidades celtas. ¿Por qué no Macha?
– Por supuesto -respondió Robert-. Eso tiene sentido, ¿no os parece?
– No sé nada sobre el panteón celta -afirmé yo.
– No me sorprende. Aunque a menudo se los clasifica como demonios, no se los incluye en los textos de demonología, porque sólo los Druidas pueden comunicarse con ellos. No encajan en la definición clásica ni de los Eudemonios, ni de los Cacodemonios. Si se les pregunta, dirán que son dioses, pero la mayoría de los demonógrafos no están conformes con esa denominación y prefieren aplicarles la de «deidades menores». El estudio de las deidades celtas…
– … es fascinante -interrumpió Talia con una sonrisa-. Y estoy segura de que a todos nos encantaría oír más sobre eso… en otra ocasión.
Robert rió por lo bajo.
– Gracias, Lia. Digamos tan sólo que Macha es una sospechosa probable. Es una de las tres Valkirias que son aspectos de la Morrigan, y ciertamente acepta sacrificios humanos. Por lo tanto, tenemos ahí un elemento de prueba que apoya vuestra teoría. Ahora bien, sé que queréis volver al trabajo. ¿Adam? Si pudieras ayudar a tu madre con los platos…
– Oh, no lo tortures -dijo Talia-. Estoy segura de que quiere ayudar a Pai… -Captó una mirada de Robert-. O tal vez pueda mostrarle primero a Lucas esa motocicleta.
– Ahí está. -Adam se volvió hacia Lucas-. ¿Recuerdas que te había estado hablando de ese tipo que conoce mi amigo? ¿Que compró una Indian, la desarmó y después no sabía cómo armarla otra vez? Bueno, su esposa quiere que la venda, de modo que le pedí que me mandase unas fotografías por email. Tiene el aspecto de un gran rompecabezas de metal, pero pensé que te agradaría echarle un vistazo. Probablemente podrías conseguirla barata y guardarla aquí hasta que tengáis una casa propia.
– Marchaos, entonces, muchachos -dijo Robert. Cuando ellos salían, me hizo una señal para que yo me quedara.
– Muy bien -dije una vez que se hubieron ido-. ¿Desde cuándo sabe Adam sobre Eudemonios menores y deidades celtas?
– ¿Estás sorprendida? -preguntó Robert con una sonrisa-. Pienso que de eso se trata. Ha estado estudiando desde hace unos meses, pero probablemente no lo mencionó porque quería deslumbrarte con su repentina brillantez.
Moví la silla para acercarme a Robert.
– Nunca le han resultado fáciles las cosas -continuó Robert-. Siempre ha oído a la gente hablar de tus logros. Debo reconocer que he sido culpable, los últimos años, de elogiar tus logros, con la esperanza de que eso lo animara a asumir un papel más activo en el Consejo.
– Ha hablado conmigo sobre eso -dije-. Pero nunca ha ido más allá de las palabras. Cuando se adquiere más poder se adquiere también más responsabilidad.
Robert sonrió.
– Y también más trabajo, y ninguna de las dos cosas atraen demasiado a Adam. En los últimos años, no obstante, ha estado comparando dónde estabas tú y dónde estaba él, un muchacho que había abandonado sus estudios y que atendía un bar, y se sintió molesto consigo mismo, así que se matriculó nuevamente en el preuniversitario, pero creo que aun así no dejaba de justificarse, diciéndose que tú eres algo especial, y que nadie puede medirse por tu rasero. Entonces conoció a Lucas, y vio lo que está haciendo con su vida. Creo que se ha dado cuenta de que si continúa por este camino se quedará atrás y se convertirá en el amigo que mira desde la barrera, compra la cerveza y escucha las historias de guerra.
– De modo que ponerse a estudiar demonología constituye el primer paso de un plan de mayor alcance.
– No diría que es un propiamente un «plan». Adam tiene ambiciones, pero todavía no ha encontrado el modo de canalizarlas. -Mientras Talia volvía para llevarse otra tanda de platos y fuentes, Robert le sonrió-. Ahora bien, su madre sabe de qué forma le gustaría a ella verlas canalizadas. En la lectura y en el estudio, sin ensuciarse las manos, como su padre.
– En eso no hay nada de malo -dijo Talia-. Desgraciadamente, en el caso de Adam, eso requeriría fuertes sedantes y cadenas a prueba de fuego. Involucrarse significa realmente involucrarse, tanto mejor cuanto mayor peligro implique.
– No es tan peligroso -repuse yo-. Realmente no.
Talia rió y me palmeó el hombro.
– No hace falta que adornes las cosas, Paige. Yo sabía que mi hijo no tendría nunca una vida tranquila, de trabajo en una oficina. En algunos casos, es verdad que la biología es destino. Tiene fuerza. Es mejor que la use para bien. O, por lo menos, eso es lo que me digo siempre.
– Tiene un sistema de defensa de primera categoría -dije.
– Exactamente. Le irá muy bien. -Exhaló y afirmó con la cabeza-. Le irá muy bien. Ahora, Paige, mira a ver lo que tienes que hacer para detener a ese tipo, y si necesitas nuestra ayuda, no tienes más que pedirla.
Yo ya había entrado en los archivos de esa compañía de tarjetas de crédito, la última vez tan sólo unas pocas semanas atrás, cuando Lucas necesitó cierta información para un caso. No habían cambiado desde entonces ninguno de sus parámetros de seguridad, de modo que entré fácilmente en el sistema. En veinte minutos dispuse de los registros de las transacciones de la tarjeta de crédito de Weber. Nada en ellos indicaba que durante los últimos seis meses hubiera visitado ninguna de las ciudades en que se produjeron los ataques. Eso, sin embargo, bien podía significar que era lo bastante inteligente como para no hacer ni reservas de hotel ni compras con su tarjeta de crédito. O podría haber usado otra tarjeta.
Lucas entró en el estudio cuando yo terminaba. Cuando le dije que no había conseguido nada, decidió hacer unas llamadas telefónicas para ver si podía encontrar otra manera de saber si Weber había estado fuera de la ciudad durante los días de los ataques. Era mejor hacer esas llamadas desde una cabina, de modo que se llevó a Adam y se fue. ¿Realmente necesitaba que Adam lo guiara por Santa Cruz? No, pero si éste se hubiera quedado en casa, se habría dedicado a importunarme mientras yo trataba de acceder a las bases de datos de Weber. De modo que Lucas se lo llevó.
Me hicieron falta unos treinta minutos para encontrar el programa de cifrado que Weber había utilizado en sus archivos. Una vez que supe qué era lo que había usado, bajé un programa y traduje los archivos en texto. Durante una hora navegué a través de las aburridas tonterías de una vida corriente: bromas por email, correos para concertar encuentros on line, confirmaciones de pago de cuentas, listados de direcciones para felicitaciones de Navidad, y un centenar de minúsculas cotidianidades elevadas al valor de información de máximo secreto por una mente paranoide y un programa de cifrado.
A las diez cincuenta mi reloj despertador sonó. Hora de comprobación con Elena. La llamé, hablé con Savannah, y luego volví a mi trabajo. El resto de los archivos que contenía el disco parecían estar vinculados con su trabajo. Como ocurre con la mayoría de los profesionales, el día de Weber no terminaba cuando el reloj marcaba las cinco. Para los empleados contratados, el impulso que los mueve a convertir ese contrato en un empleo formal de tiempo completo significa a menudo llevarse trabajo a casa para impresionar a la compañía con el producto logrado. Weber tenía muchos archivos de datos en el ordenador y una carpeta llena con programas en SAS, COBOL y RPG. El lado abrumador de la programación: la manipulación y extracción de datos.
Miré las listas de los archivos de datos. Eran más de un centenar en el disco y yo realmente no quería hojear cada uno de ellos. Pero tampoco podía irlos dejando de lado basándome en supuestos sobre el contenido. De modo que hice correr un programa simple para abrir cada una de las carpetas y registrar una muestra al azar de los datos en una nueva carpeta. Entonces, examiné la nueva carpeta. La mayor parte de lo que contenía parecían datos financieros, nada sorprendente ya que Weber trabajaba en la división de contabilidad de una compañía de Silicon Valley. Luego, cuando había recorrido aproximadamente un tercio de la carpeta, me encontré con esto:
Tracy Edith
McIntyre 03/12/86 chamán NY5N34414
Race Mark
Trenton 11/02/88 hechicero YY8N27453
Morgan Anita
Lui-Delancy 23/01/85 semidemonio NY6Y18923
Ahora bien, las compañías de Silicon, Valley pueden emplear a algunas personas sumamente jóvenes y a algunas personas sumamente extrañas, pero no creo que los sobrenaturales adolescentes constituyan una proporción significativa de su personal. Un poco más adelante encontré otras dos listas similares. Tres archivos con información sobre los hijos adolescentes de sobrenaturales. Tres camarillas habían sido víctimas de un asesino que tenía en el punto de mira a sus adolescentes. Estaba claro que no se trataba de una coincidencia.
Mi programa de muestreo había extraído solamente los primeros ochenta caracteres de cada registro, pero la información que había en ellos se extendía mucho más allá, pero, como ocurre con la mayoría de las bases de datos, lo único que se veía eran líneas de números e indicadores Sí/No, que carecían de significado sin un contexto. Para leer y comprender estos archivos se necesitaba un programa que extrajese los datos utilizando una clave de registro.
Diez minutos después, había encontrado el programa que leía los archivos de las camarillas. Lo ejecuté, yluego abrí el archivo así creado.
Criterios A: edad <17; residencia con progenitor(es) = N; ciudad de domicilio actual NO en blanco, país de domicilio actual = USA.
ID Nombre Edad Camarilla Raza P. Estado
016451 Holden
Wyngaard 16 Cortez chamán LA
0139804 Max
Diego 14 Cortez vudú NY
014521 Dana
MacArthur 15 Cortez bruja GA
0205983 Colby
Washington 13 Nast semidemonio SC
0212323 Brandy
Moya 14 Nast semidemonio AB
0213782 Sarah
Dermack 15 Nast nigro TN
030832 Michael
Shane 16 StC semidemonio CA
036012 Ian
Villani 14 StC chamán NY
Criterios B: residencia con progenitor(es) = S; status marital de los padres IN (D,V,S); el empleado es padre custodio = S; ocupación del padre = guardaespaldas; departamento = CEO.
ID Nombre Edad Camarilla Estado civil del padre
018211 Jacob
Sorenson 16 Cortez viudo
039871 Reese
Tettington 14 St. Cloud divorciado
A la altura de mi codo había un trozo de papel que tenía escritos tres nombres: los de los adolescentes asesinados de las otras camarillas, la única información que sobre ellos teníamos. Yo había memorizado ya esa lista, pero de cualquier manera volví a mirarla ahora, movida por la necesidad de estar segura de que no estaba imaginando nada. Leí los nombres.
Colby Washington.
Sarah Dermack.
Michael Shane.
Cogí el teléfono móvil y llamé a Lucas.
Un mensaje de esperanza
Maldición -exclamó Adam cuando le expliqué lo que había encontrado-. Bueno, las camarillas pueden encender su silla eléctrica. Caso cerrado.
– Una solución económica y eficaz -dijo Lucas-. Pero creo que, en un caso que pueda tener una conclusión capaz de alterar la vida, o ponerle fin, no es injusto que el acusado pueda contar con algunos lujos, tales como un juicio.
– El tipo hizo listas de jóvenes de las camarillas, y la mitad de ellos están muertos. Al demonio con el debido proceso. Dios mío, yo mismo lo freiría y les ahorraría a las camarillas el coste de la electricidad.
– Aunque valoramos tu entusiasmo, creo que empezaremos por hablar con Weber…
– ¿Interrogarlo? Vamos, yo he aprendido con Clay algunas cosas muy interesantes sobre la tortura y podría…
– Empezaremos por hablar con él -repitió Lucas-. Sin el incentivo añadido del rigor físico, mental o parapsicológico. Mencionaremos los archivos…
– ¿Y qué le diremos? ¿Tiene usted una explicación razonable de por qué hemos encontrado listas de chicos muertos en su ordenador? ¿Listas confeccionadas antes de que murieran? Sí, estoy seguro de que hay una lógica…
Le puse a Adam una mano en la boca.
– Así pues, hablaremos con Weber. ¿Esta noche?
Lucas miró su reloj.
– Son más de las doce de la noche, no quiero asustarlo.
Adam me quitó la mano de su boca con un gesto airado.
– ¿Asustarlo? ¡El tipo es un asesino en serie! Yo propongo que lo asustemos hasta que se cague y…
Lancé un hechizo de inmovilización. Adam quedó congelado en la mitad de la frase.
– Iremos a verlo por la mañana -dijo Lucas-. Para asegurarnos, sin embargo, de que no ocurra nada mientras tanto, sugeriría que volviésemos a su casa, confirmáramos que todavía está allí, e hiciéramos guardia hasta la mañana.
Estuve de acuerdo, y entonces levanté el hechizo de inmovilización y cerré mi ordenador portátil. Mientras Adam se recuperaba, me miraba con ira. Lo detuve antes de que pudiese quejarse.
– ¿Vienes con nosotros? ¿O te resultará demasiado duro soportar nuestra falta de iniciativa asesina?
– Voy. Pero si vuelves a usar un hechizo de inmovilización conmigo…
– No me des razones para hacerlo y no lo haré.
– Recuerda con quién estás hablando, Sabrina. Un toque de mis dedos y podría impedir que volvieras a utilizar un hechizo de inmovilización con nadie más.
Reprimí la risa y abrí la boca para responder, pero Lucas me interrumpió.
– Otro detalle, antes de que salgamos -dijo-. Mi padre ha dejado más de media docena de mensajes en mi teléfono, pidiéndome información actualizada. ¿Debería dársela?
– ¿Crees que es seguro? -pregunté.
Lucas dudó, y luego dijo que sí con la cabeza.
– Mi padre puede ser sobre protector, pero ciertamente confía en mi juicio y en mi capacidad para defenderme. Si yo le digo que deseamos hablar con Weber antes de llevarlo detenido, lo aceptará. Le pediré que reúna un equipo de captura.
– ¡¿Qué?! -exclamó Adam-. ¿Ni siquiera vamos a capturar a ese tipo?
– El equipo de la Camarilla está entrenado para manejar esos asuntos, y yo les dejaré cumplir con su trabajo.
Adam suspiró.
– Bueno, creo que por lo menos impedirle que escape no está tan mal.
– ¡Dios mío! -dijo Adam, echándose hacia atrás en el asiento del conductor-. ¿Cuánto tiempo llevamos sentados aquí? ¿Por qué no aclara todavía?
– Porque no son más que las cinco de la mañana.
– De ninguna manera. Tu reloj debe de estar parado.
– ¿No te sugirió Lucas que trajeras una revista? Dijo que iba a ser aburrido.
– Dijo tedioso.
– Que significa aburrido.
– Entonces tendría que haber dicho aburrido. -Adam dirigió una mirada burlona a Lucas, que estaba sentado junto a él observando con binoculares la casa de Weber.
– Aburrido significa algo que es monótono -dijo Lucas-. Tedioso implica no sólo de larga duración sino también muy monótono, cosa que según creo, estarás de acuerdo conmigo en que se aplica a esta situación.
– Ah, ¿sí? Luego recuérdame que coja mi diccionario de bolsillo la próxima vez que me arrastres a una de estas… tediosas… aventuras.
– ¿Arrastrarte? -preguntó Lucas arqueando una de sus cejas-. No recuerdo haberte agarrado de un brazo.
– Bueno, supercerebro -dijo Adam-. ¿Por qué no me bajo del coche y echo una mirada de cerca? Y así me aseguro de que sigue allí.
– Está allí -aseguró Lucas-. Paige lanzó hechizos perimetrales a ambas puertas.
– Sí, bueno, no quiero ofender a Paige, pero…
– No lo digas -dije yo.
Adam abrió la puerta del conductor.
– Voy a comprobarlo.
– No -replicamos Lucas y yo al unísono. Adam vaciló, con la puerta todavía abierta, y añadí-: Cierra la puerta o pondremos la prueba mi capacidad de lanzar hechizos.
Refunfuñó, pero la cerró. Pasaron otras dos horas. Dos horas durante las cuales tuve razones suficientes, por lo menos cada diez minutos, para desear que hubiésemos dejado a Adam en su casa. Finalmente a las siete y media una luz se encendió en el dormitorio de Weber. Adam se lanzó a abrir la puerta. Lucas alargó una mano para detenerlo.
– No vamos a saltar sobre él en el momento en que se levante de la cama -afirmé-. No hay prisa.
Adam rezongó y se enderezó en el asiento.
Habíamos preparado nuestro plan de acción antes de irnos de la casa de los Vasic. Yo había recordado lo que había dicho la pandilla de punks del callejón al vernos, lo cual me recordó también mi propia impresión la primera vez que Lucas apareció en el umbral de mi casa, elegante y con una seriedad funeraria con su traje de grandes almacenes. Con la ropa adecuada y un par de libros que tomamos prestados de la biblioteca de Robert, nos pusimos en marcha.
Lucas y yo dimos a Adam el tiempo que necesitó para escabullirse tras la casa y cubrir la puerta de atrás, y entonces nosotros subimos los escalones del frente. Lucas tocó el timbre de Weber. Dos minutos después, salió a abrir un hombre delgado y de cabello oscuro. Weber respondía en todo a la fotografía de empleado de la Camarilla Cortez, incluyendo la camisa negra.
– Buenos días -saludó Lucas-. ¿Sabe usted dónde va a pasar la eternidad?
Weber bajó la mirada a nuestras Biblias. Murmuró algo y trató de cerrar la puerta. Lucas agarró el canto y lo sujetó con fuerza.
– Por favor -intervine yo-. Tenemos un importante mensaje para usted. Un mensaje de esperanza.
A decir verdad, no esperábamos que Weber nos invitara a pasar. Mi parloteo religioso no tenía otra intención que la de darle tiempo a Lucas para que preparara un hechizo de retroceso, que habría enviado a Weber hacia atrás, alejándolo de la puerta para que pudiésemos entrar. Pero en el momento en que esas palabras salieron de mi boca, los ojos de Weber se hicieron más grandes.
– Son ustedes -dijo-. Los que dijo Esus que vendrían.
Parpadeé, pero Lucas asintió con la cabeza y murmuró una afirmación. Weber nos hizo pasar y luego, asomándose a la puerta, miró a ambos lados antes de cerrarla.
– Pasen, pasen -dijo, mientras se frotaba las palmas contra los pantalones-. Tomen asiento. Ah, esperen, permítanme despejar esa silla. Lamento que el lugar esté tan desordenado. He estado…
– Ocupado -terminó Lucas la frase.
Weber asintió, moviendo la cabeza de arriba abajo, como algunos perros de juguete.
– Ocupado, sí. Muy ocupado. Cuando Esus me dijo que…, bueno, pensé en salir corriendo, pero dijo que no debía hacerlo, que eso sólo empeoraría las cosas.
– Y tiene razón -convino Lucas.
– Siempre tiene razón. -Weber miró a su alrededor con nerviosismo-. Dijo que no estoy seguro aquí. Dijo que ustedes debían llevarme a un lugar seguro.
Lancé una rápida mirada a Lucas, tratando de captar su reacción, pero no manifestó ninguna.
– Así es -dijo Lucas-. Déjeme llamar a nuestro chófer.
Lucas dirigió la mano hacia el bolsillo de su chaqueta para sacar su teléfono móvil, con el propósito de llamar al equipo de captura. Era obvio que Weber no se sentiría cómodo hablando allí, de modo que no valía la pena intentarlo. Era mejor capturarlo directamente e interrogarlo después.
Lucas sólo había apretado el primer botón cuando se oyó el ruido agudo de un estampido, seguido de un golpe tremendo. Un bote de metal cayó en el suelo entre nosotros. Lucas se arrojó hacia adelante, agarrándome por los hombros y tirándonos así a ambos al suelo. El bote comenzó a echar humo.
– Cúbrete… -empezó a decir Lucas, pero el ruido de madera que se quebraba ahogó sus palabras.
Me giré y vi que la puerta delantera se abría de golpe y tres hombres vestidos de negro entraban en tropel. Los tres dirigieron a nosotros sus armas de fuego y luego desaparecieron mientras el humo llenaba la habitación.
Siempre cogen a la chica
Alguien comenzó a vociferar órdenes, pero yo estaba doblada, tratando de dilatar los pulmones, incapaz de oír otra cosa que mi propia tos. Me levanté la camisa y me cubrí la nariz, pero no me sirvió de nada. Tenía los ojos anegados en lágrimas a causa del gas; entre eso y el fuego, no veía nada. Unos dedos me agarraron del brazo y me arrastraron hacia delante. Confiaba en que Lucas mantuviera la calma, cualquiera que fuese la situación.
Caminaba tambaleándome tras la silueta oscura de Lucas. Se percibía ante nosotros un pasillo. A medida que avanzamos por él, el humo disminuyó, pero yo seguía con los ojos llenos de lágrimas. Con el brazo libre me las sequé. Lucas continuaba tirando de mí, presumiblemente hacia la puerta del fondo y el aire puro.
– ¡Paige! -dijo la voz de Adam. A través del humo pude reconocer su contorno y ver que corría hacia nosotros.
– Trata de salir -dije con dificultad-. Es…
Avanzó corriendo hacia nosotros. La mano que me agarraba el brazo me empujó hacia atrás. Tropecé y pataleé a la vez que me daba cuenta de que no era Lucas quien me sujetaba. Era Weber.
Le di un golpe a Weber, pero mi puño resbaló sobre su hombro. Él deslizó hacia abajo su otra mano. Sentí que algo me golpeaba entre las costillas. Escuché el alarido de furia de Adam. Lucas se lanzó por la puerta y detuvo a Adam en medio de su carrera. El hedor del sulfuro y la carne quemada era más fuerte que el olor del gas, que iba disminuyendo. Lucas jadeaba de dolor. Traté de librarme de las manos de Weber, pero me sostuvo firmemente.
– ¡Que nadie se mueva! -gritó Weber, con la voz agudizada por el pánico-. Tengo a la chica.
Un claro pensamiento, si bien un poco histérico, se me pasó por la cabeza. Por supuesto que tenía a la chica. Siempre cogen a la chica. ¿Pero por qué tenía que ser yo la chica?
Entonces noté un frío acero en la garganta, y dejé de pensar. La hoja me presionaba la garganta, y la sangre empezó a descenderme por el cuello. En aquel momento me pareció que hasta respirar podía serme fatal, y que con el menor movimiento alguna arteria vital se vería cortada. Mientras contenía la respiración, tomé conciencia de otro dolor, más agudo y más abajo. En mi caja torácica. Presioné sobre ese punto. La sangre se filtró entre mis dedos. Me habían dado una puñalada. Ese pensamiento me golpeó con tanta fuerza que me sacudí, y al hacerlo sentí que el cuchillo me mellaba nuevamente la garganta. Cerré los ojos y comencé a contar, luchando contra el pánico.
– Aparte el cuchillo de su garganta -dijo Lucas, con voz firme pero tensa.
– Ella…, ella es mi rehén.
– Sí, ya lo sé -respondió Lucas lentamente-. Pero si usted quiere que siga siendo un rehén viable, no puede correr el riesgo de herirla accidentalmente, de modo que por favor baje esa…
Un forcejeo lo interrumpió, al tiempo que los hombres que estaban en la otra habitación entraron violentamente en la cocina. No me atreví a mirar para confirmarlo, pues sólo podía mantener la mirada fija en el espacio vacío que tenía delante. Weber se puso más tenso, y la hoja volvió a rasgarme la garganta.
– ¡Quédense ahí! -gritó Lucas por encima de todo el alboroto-. Tiene una rehén. ¡Bajen sus armas!
– Todos contra la pared -vociferó un hombre.
– No finjan que no saben quién soy -respondió Lucas del mismo modo-. Les he dado una orden. ¡Bajen sus armas!
– Yo recibo órdenes de los Nast…
– ¡Recibirá sus malditas órdenes de mí o lo lamentará hasta en la otra vida! Ahora bajen las armas.
Hubo un momento de silencio, y luego la presión que se ejercía sobre mi garganta disminuyó.
– Quiero un helicóptero -dijo Weber-. Quiero…
– Lo que usted quiere es salir de aquí con vida -dijo Lucas con voz que había vuelto a su tono habitual, suave y razonable-. La casa está rodeada de tiradores profesionales. En el momento en que lo tengan a la vista, dispararán.
– Yo…, yo tengo una rehén.
– Y están entrenados para manejar esa situación. Usted habrá muerto antes de que le dé tiempo de hacerle daño.
Weber vaciló mientras el cuchillo temblaba contra mi garganta. Adam se puso tenso, pero Lucas lo contuvo poniéndole una mano en la camisa. Los labios de Lucas se movieron formulando un encantamiento. Luego se detuvo cuando Weber bajó el cuchillo.
– Bien -dijo Lucas-. Ahora es preciso que…
– ¡Esus, Dios del gran don del agua! -gritó Weber, haciendo correr los dedos a lo largo de la hoja del cuchillo y haciendo gotear mi sangre en el suelo-. ¡Esus, óyeme!
– No es necesario que haga eso -dijo Lucas.
Los ojos de Weber se desplazaron hacia atrás en sus órbitas y comenzó a hablar en otro idioma. Conté hasta tres, y luego me lancé hacia delante. Él me sujetó, agarrándome por el cuello. Mis pies se quedaron en el aire mientras Weber me tiraba hacia atrás. Adam se lanzó hacia él. Weber volvió a ponerme el cuchillo en la garganta y gritó una advertencia, pero Adam siguió avanzando. El cuchillo me atravesó la piel. En ese momento, Adam tropezó, perdido el equilibrio por culpa de Lucas, que esta vez tuvo la presencia de ánimo como para usar un hechizo de choque en lugar de tocarlo.
– ¡Atrás todos! -chilló Weber.
– Así lo haremos -dijo Lucas, mientras le indicaba a Adam con un movimiento que se colocara detrás de él-. Ahora, baje ese cuchillo…
– ¡Esus! -gritó Weber. Enjugó la sangre que goteaba de mi cuello y la lanzó contra el suelo de la cocina-. Recoge esta ofrenda y libera a tu fiel sirviente.
Weber se detuvo, pero nada ocurrió. Miré a Lucas. Su mirada se encontró con la mía y pude ver su miedo, pero me indicó con un movimiento que permaneciera tranquila y esperara. Weber repitió dos veces su súplica. Luego, esperó. Todos esperamos, mientras se oía solamente el zumbido del frigorífico.
– No responde -dijo Lucas con voz calmada-. No quiere interferir. Ahora bien, si usted quiere negociar, tiene que bajar ese cuchillo. No hablaré con usted mientras mantenga un cuchillo en su garganta.
Weber miró por última vez hacia el techo, y luego bajó su mirada hasta encarar la de Lucas.
– Si bajo el cuchillo, me dispararán.
– No, no lo harán. Tienen bajadas las armas, y van a correr el riesgo de que usted vuelva a ponerle el cuchillo en la garganta antes de que puedan apuntar y disparar. Baje el cuchillo…
Mientras Lucas continuaba razonando con Weber, la hoja del cuchillo temblaba contra mi garganta. Un lapsus, un apretón demasiado fuerte contra la piel y… oh, Dios, cómo dolía respirar. La sangre empapaba ahora el frente de mi camisa, húmeda y pegajosa contra mi piel. ¿Dónde me habían apuñalado? Debajo del corazón, sí, lo sabía, ¿pero qué es lo que había allí?, ¿qué órganos?
Y entonces pensé: «Maldita sea, aquí estás parada gimoteando y esperando que tu novio te salve antes de que te desangres. Una bruja típica».
Cerré los ojos y susurré un hechizo. Aunque las palabras de los dos hombres tapaban las mías, cada una de las sílabas se apretaba en mi garganta contra la hoja del cuchillo. Ignoré los apretones del dolor y seguí echando el hechizo. En el momento en que las últimas palabras salieron mi boca, el cuchillo quedó quieto. Tragué saliva y recé para que no fuese una coincidencia. Conté hasta cinco, esperando que el cuchillo volviese a temblar. Pero no lo hizo. Volví a tragar, y concentré entonces todo mi ser en mantener el hechizo de inmovilización y muy lentamente me aparté hacia un lado, alejándome del cuchillo.
– No… -empezó a decir Weber, y luego se dio cuenta de que no podía mover la mano-. ¿Qué diablos…?
La otra mano de Weber se movió bruscamente hacia delante para agarrarme mientras yo me hacía a un lado para quedar fuera de su alcance. El hechizo cesó. Vi que la hoja del cuchillo se movía velozmente hacia abajo. Mientras giraba y me lanzaba al suelo, el cuchillo alcanzó a cortarme en el estómago. En ese momento Lucas me sostuvo, golpeando el cuchillo y apartándolo con el golpe mientras Adam se lanzaba contra Weber. Weber gritó. El hedor de la carne quemada llenó la pequeña cocina. El grupo de captura de la Camarilla entró en acción. Y todo terminó.
Quién tiene la culpa
De la hora siguiente sólo recuerdo imágenes entrecortadas que me pasaban por la mente más rápido que un tren de alta velocidad. Lucas conteniendo la sangre de mis heridas. Adam cruzando la habitación a zancadas detrás de nosotros. El jefe del grupo de choque vociferando órdenes. Un hombre que examina mis heridas. Adam lanzando preguntas. Lucas confortándome. Una opresión en el pecho que se hace cada vez mayor. Ahogo y jadeo. Lucas dando órdenes a gritos. Una puerta que se golpea. Un camino que ruge bajo los neumáticos.
Cuando volví a despertar, estaba acostada en algo parecido a una cama que vibraba y se desplazaba ligeramente de uno a otro lado. Me esforcé por abrir los ojos, pero apenas podía mover los párpados para mirar por un resquicio. Al inhalar, el aire parecía metálico y punzante. Sentí una ligera presión en torno a la boca. Una máscara de oxígeno. Una oleada de pánico hizo que me doliera la cabeza. Me hundí otra vez en la inconsciencia y otra vez logré salir de ella.
Una suave sacudida y cesaron las vibraciones.
– Al fin.
La voz de Lucas, distante y apagada. Un apretón en mí antebrazo. Sentí la tibieza de sus dedos, que descansaban allí. Entonces su aliento me rozó la oreja.
– Ya estamos aquí -dijo, sonando todavía como si estuviese lejos de mí. Tuve que concentrarme para encontrarles sentido a las palabras-. ¿Me oyes?
Una campanada, y luego el sonido de una puerta que se abre, con lo que la luz tenue se convierte en la de un claro mediodía. Los dedos de Lucas se cierran sobre mi brazo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó con voz fría.
Respondió otra voz. Conocida… Benicio…
– He venido con el equipo. Nuestro equipo. El que pediste. ¿Cómo está?
Un alboroto, y el suave murmullo de otras voces. Mi cama se sacudió. Los dedos de Lucas acariciaron mi frente mientras la cama se elevaba. Una sacudida, una disculpa en voz baja, y repentinamente me encuentro bajo la luz del día. Unos cuantos saltos, luego el chirrido de las ruedas y la sensación del aire que pasa a mi lado. La mano de Lucas busca la mía y la aferra mientras nos movemos.
– Estás alterado -dijo Benicio, en voz baja.
Logré abrir los ojos lo suficiente como para ver a Lucas a mi lado, caminando con rapidez, y a Benicio junto a él, inclinándose para hablarle sin que otros oyeran.
– ¿Y eso te sorprende? -preguntó Lucas con palabras que cortaban el aire y una frialdad en la voz que nunca le había oído.
– No te culpo por estar enfadado, pero sabes que no he tenido nada que ver con esto.
– Todo fue un malentendido. O una coincidencia. ¿Ya has decidido cuál de las dos cosas? En caso contrario, ¿puedo sugerir que elijas malentendido? La palabra facilita el equívoco.
Benicio alargó una mano hacia el brazo libre de Lucas.
– Lucas, yo…
Lucas apartó la mano de su padre con un manotazo, echándolo hacia atrás. Los ojos de Benicio se agrandaron por el asombro. Lucas contrajo el rostro y se giró para decir algo, pero al hacerlo advirtió mis ojos semiabiertos y se detuvo en la mitad del movimiento. Se inclinó sobre mí, casi tropezando mientras se esforzaba por mantenerse a la par de la camilla.
– ¿Paige? ¿Me oyes?
Traté de mover la cabeza para decir que sí, pero tuve que conformarme con mover los párpados. Me apretó la mano.
– Estás bien -dijo-. Estás en un hospital, en un hospital privado. Se ha encargado Robert. Tienen que…
Volví a caer en la inconsciencia.
Los cortes que tenía en el cuello resultaron ser la menor de mis heridas. La hoja sólo había dejado desgarros superficiales que no requirieron más que una rápida limpieza y pequeños vendajes. Había sufrido otras dos heridas: una seria pero relativamente indolora, la otra de menor importancia pero que dolía atrozmente. La herida del pecho había cortado el pulmón, provocando su colapso. Los médicos habían insertado un tubo en el tórax, extraído la sangre, y vuelto a inflar el pulmón, que parecía estar bien ahora, aunque tenían que mantener la sonda torácica uno o dos días. El corte del abdomen sólo había afectado el músculo…, bueno, sí, es verdad, sin duda más grasa que músculo, pero los médicos dijeron «músculo», de modo que me atengo a su versión. Aunque la herida era superficial, cada vez que me movía tenía la sensación de que volvían a herirme.
A la mañana siguiente abrí los ojos y vi a Adam inclinado sobre un texto de psicología, resaltador en mano. Intenté pasarme la mano por la cara y estuve a punto de derramar sobre la cama la solución intravenosa. Adam la cogió justo a tiempo.
– Mierda -dijo-. Logro finalmente convencer a Lucas de que no corres ningún riesgo aunque te deje durante unos minutos, y vas tú y te despiertas. Si vuelve, cierra los ojos, ¿vale?
Logré esbozar una débil sonrisa y abrí la boca para hablar, luego hice una mueca. Apunté al agua. Adam me sirvió un vaso. Intentó ponerle una paja, pero yo cogí el vaso con la mano y bebí un trago. El agua golpeó en mi garganta reseca y rebotó, saliéndoseme de la boca.
– Muy bonito -dijo, alcanzando un papel absorbente.
Se lo quité de la mano antes de que pudiera hacer algo tan humillante como limpiarme la cara. Él sacó algo del armario.
– Te he traído una cosa. -Me entregó un osito de peluche vestido con el sombrero y la ropa de una bruja negra-. ¿Te acuerdas?
– ¡Hummm…! -Me esforcé por centrar la mirada en el objeto, todavía aturdida-. Sí. Las muñecas. -Una sonrisa complacida, al surgir el recuerdo-. Solías… -Me mojé los labios y lo intenté otra vez-. Solías comprármelas. Tus regalos.
Sonrió.
– Todas las brujas de juguete feas y con caras granujientas que podía encontrar. Porque sabía cuánto te gustaban.
– Las odiaba, y tú lo sabías. Yo solía darte conferencias sobre la sensibilidad y el estereotipo. -Sacudí lentamente la cabeza-. ¡Dios mío, a veces era insufrible!
– ¿Sólo a veces?
Le di un golpecito con la mano abierta mientras me reía, pero enseguida me quedé sin aliento por el dolor que me perforó el estómago. Adam se dispuso a apretar el botón de llamada, pero levanté la mano para detenerlo.
– Estoy bien -dije.
Asintió con la cabeza y se sentó en el borde de la cama.
– Nos tenías muy preocupados. Allá en la casa todo parecía ir bien, pero de pronto, ¡pum!, perdiste el conocimiento y te bajó la tensión. -Movió la cabeza de lado a lado-. Te aseguro que fue horrible. Casi me vuelvo loco, y lo mismo le ocurrió a Lucas, lo cual me puso aún peor, porque pensé que él no se asusta fácilmente, y si eso lo asustaba, debía de haber razones para asustarse… -Otro movimiento de cabeza-. Fue horrible.
– Paige.
Alcé la vista y vi una figura en la entrada. Por la voz me parecía Lucas, pero tuve que parpadear para confirmarlo. Pálido y sin afeitarse, estaba todavía vestido con el traje que había usado para el ardid de los misioneros en casa de Weber, pero la chaqueta y la corbata habían desaparecido. Una manga de la camisa estaba chamuscada en el antebrazo, y los vendajes se veían a través del agujero. Ése era el inconveniente de trabajar con Adam: cuando se enfurecía, había que apartarse de su camino o, si no, pagar las consecuencias con quemaduras de segundo grado.
– Esperaré fuera -dijo Adam.
Se retiró silenciosamente. Cuando Lucas se acercó, vi que las manchas de su camisa no eran marrones, de café, sino rojo óxido. Sangre. Mi sangre. Siguió la dirección de mi mirada.
– Oh, tendría que haberme cambiado. Yo…
– Más tarde -dije.
– ¿Quieres llamar a Savannah? Puedo…
– Más tarde.
Alargué la mano. La tomó y se agachó para abrazarme.
Una hora después, estaba todavía despierta, tras haber persuadido a la enfermera para que postergara los calmantes. Ante todo necesitaba algunas respuestas.
– ¿Mantienen detenido a Weber en Los Ángeles? -pregunté.
Lucas negó con la cabeza.
– Mi padre ganó esa batalla. Weber está en Miami, y el juicio está fijado para el viernes.
– No lo entiendo -dijo Adam-. ¿Por qué molestarse? Saben que el tipo es culpable. ¿Qué es lo que van a hacer?, ¿decirle «Ay, no emitimos una orden de captura en toda regla» y dejar que se vaya?
– Tiene derecho a un juicio -dijo Lucas-. Es la ley de las camarillas.
– ¿Pero es un verdadero juicio? -pregunté.
– Los juicios de las camarillas son un reflejo de los juicios de la ley humana, en sus aspectos más básicos. Los abogados presentan el caso ante los jueces y éstos determinan la culpa o la inocencia e imponen la sentencia. En cuanto a que Weber pueda ser liberado por algún detalle de tecnicismos jurídicos, es tan improbable que raya en lo imposible. En los tribunales de las camarillas el concepto de derechos civiles se define de modo mucho más ajustado.
– No tienes que preocuparte por ese tipo, Paige -dijo Adam-. No volverá a salir.
– No es eso… -Me dirigí a Lucas-. ¿Ha confesado?
Lucas negó con la cabeza. Su mirada se desplazó hacia un lado de modo casi imperceptible, pero yo llevaba con él el suficiente tiempo como para saber lo que ese gesto significaba.
– Hay algo más, ¿no es verdad? -dije-. Ha ocurrido algo.
Tuvo un momento de vacilación, pero luego afirmó con la cabeza.
– Otro adolescente de una camarilla murió el viernes por la noche.
Me incorporé bruscamente, lo cual hizo que una oleada de dolor me recorriera todo el cuerpo. Lucas y Adam, ambos, se pusieron de pie de un salto, pero les indiqué con la mano que volvieran a sentarse.
– Discúlpame -dijo Lucas-. No tendría que haberlo soltado así. Déjame que te lo explique. Matthew Tucker era el hijo de diecinueve años del asistente personal de Lionel St. Cloud. Cuando Lionel vino a Miami para la reunión del jueves pasado, Matthew vino también, con su madre. El viernes por la noche, mientras estábamos vigilando la casa de Weber, un grupo de empleados jóvenes de las camarillas decidieron salir a recorrer los clubes nocturnos, y Matthew se les unió. Tras unas cuantas copas, salieron del distrito en el que se encontraba un club nocturno y pasaron a un barrio menos conveniente. El grupo se desperdigó y cada uno pensó que Matthew estaba con algún otro. Cuando volvieron sin él, las camarillas enviaron equipos de búsqueda. Lo encontraron muerto de un tiro en una callejuela.
– ¿De un tiro? -preguntó Adam-. Entonces no es nuestro hombre. Cuchillo y estrangulación. Ese es su modus operandi.
– La Camarilla Nast confirmó después que su segunda víctima, Sarah Dermack, había muerto por arma de fuego.
– ¿Llamó ese Matthew al número de emergencia? -preguntó Adam.
Lucas movió la cabeza a un lado y a otro.
– Pero tampoco lo hizo Michael Shane, la víctima de los St. Cloud.
– ¿Matthew estaba en la lista de Weber? -preguntó Adam.
– No -contesté-. Y si vive con su madre, que no es guardaespaldas, no parece responder a los criterios. Además, es mayor que los otros. De cualquier modo, parece…
– Algo completamente diferente -interrumpió Adam-. El tipo estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado, y le pegaron un tiro.
– ¿Qué dicen las camarillas? -pregunté a Lucas.
– Casi literalmente, exactamente lo que acaba de decir Adam.
Nuestras miradas se cruzaron y vi, reflejadas, mis propias dudas.
– De modo que tenemos interrogantes -dije-. Si las camarillas no van a formularlos, es preciso que lo hagamos nosotros mismos. Eso quiere decir que es necesario que vayamos a Miami y hablemos con Weber.
Lucas guardó silencio. Adam nos miraba a los dos alternativamente.
– ¿Mi opinión? -dijo Adam-. Vosotros dos lleváis muy lejos el asunto ese de «proteger al inocente», pero si tenéis preguntas que hacer, mejor es que encontréis las respuestas antes de que sea demasiado tarde. Sí, sé que no quieres llevar a Paige a Miami, y puedo entenderlo perfectamente, pero Weber está encerrado. No va a hacerle daño.
– No es Weber lo que lo preocupa. -Me dirigí a Lucas-. ¿Cómo explica tu padre lo ocurrido?
Por un momento, Lucas no respondió, y parecía poco dispuesto a enunciar las explicaciones de su padre. Luego se quitó las gafas y se acarició el puente de la nariz.
– Su explicación es que no tiene ninguna. Supone que, al mencionarle a los Nast el nombre de Weber, involuntariamente les proporcionó el impulso de comenzar su propia investigación, que culminó en la irrupción del grupo de choque.
– Me parece que eso tiene sentido -afirmé-. Sé que piensas que tu padre lo hizo intencionadamente, pero también tú estabas en la casa. Jamás te pondría a ti en un peligro así.
– Paige tiene razón -dijo Adam-. No conozco a tu padre, pero según le vi actuar ayer, esto fue para él un golpe tan fuerte como lo fue para ti.
– De modo que queda resuelto -anuncié-. Nos vamos a Miami.
– Con una condición.
El hospital en el que me encontraba era una pequeña clínica privada, mucho menos opulenta que la clínica Marsh de Miami, pero que servía a un propósito similar.
No estaba dirigida por una camarilla, sino por semidemonios. Los médicos, las enfermeras, los técnicos de laboratorio y hasta el cocinero y el portero eran semidemonios.
San Francisco, como muchas otras grandes ciudades estadounidenses, tenía un importante enclave de semidemonios. Los semidemonios no tenían ningún cuerpo central como los aquelarres de las brujas ni las manadas de los hombres lobo. No obstante, como suele ocurrir con la mayoría de los grupos distintivos que integran una sociedad mayor, valoraban la comodidad y las ventajas de la comunidad, y muchos de los que no trabajaban para una camarilla gravitaban hacia una de estas ciudades pobladas de semidemonios.
Una de las principales ventajas de vivir cerca de otros sobrenaturales es la atención médica. Todas las razas principales evitan los médicos y los hospitales humanos. Por supuesto, los sobrenaturales pueden ser tratados en los hospitales, y efectivamente lo han sido. Si a uno lo hieren en un choque frontal, no es posible decirles a los servicios de emergencia que uno desea que lo envíen por avión a una clínica privada que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. En la mayoría de los casos, nada fuera de lo común ocurre durante las estancias en esos hospitales. Pero a veces pasa lo contrario y hacemos cuanto podemos para evitar ese riesgo.
La condición que puso Lucas fue que, dado que necesitaba una atención médica permanente, era preciso que me transfirieran a otro hospital. Ahí estaba el problema. Miami era territorio de la Camarilla Cortez. El hospital más próximo no perteneciente a ninguna camarilla pero atendido por sobrenaturales estaba en Jacksonville. Pero no sólo se encontraba a unas seis horas de automóvil desde Miami, sino que lo atendían hechiceros. Si una bruja sufría heridas en Jacksonville, tendría mejores posibilidades de recuperación yéndose a su casa y atendiéndose a sí misma que acudiendo a una clínica atendida por hechiceros.
Benicio quería que yo me recuperara en un hospital de alta seguridad perteneciente a la familia, pero Lucas no lo aceptó. Yo iría, en cambio, a la clínica Marsh, y Lucas permanecería conmigo. Decidió que pediría todas mis comidas a restaurantes y que él mismo administraría mi medicación, provista por la clínica de San Francisco. La clínica Marsh me proporcionaría una cama, y nada más. Si se producía algún inconveniente durante mi recuperación, se recurriría a un médico ajeno a la clínica.
Adam pasó el teléfono a su otro oído.
– ¿Así que Elena te permite quedarte despierta hasta tarde por la noche? ¿Y Paige lo sabe? Porque, siendo su amigo, debería decírselo. -Me lanzó una sonrisa-. Ajá, bueno, no sé…, los sobornos tienen su efecto, sin embargo. -Hizo una pausa-. Oh, no. De ninguna manera. Eso exige, por lo menos, una camiseta, y no una de esas baratas de tres por diez dólares que les venden a los turistas.
Hoy había llamado a Elena por la mañana temprano. A las once estaríamos volando, y no quería que ella se preocupara porque no la llamaba. La mañana del sábado, Lucas la había telefoneado una hora más tarde porque me estaban operando, y Elena había estado a punto de hacer las maletas y tomar un avión para venir a buscarnos.
Terminé de cepillarme el pelo y comprobé los resultados en el espejo de la mesilla del hospital. Tras dos días en cama, el resultado no era satisfactorio. Mi única esperanza era una horquilla, y tal vez un sombrero.
Nos iríamos en poco menos de una hora. Lucas estaba hablando con mi médico, apuntando sus instrucciones finales sobre los cuidados y la medicación que yo necesitaba.
Al teléfono, Adam continuaba haciéndole bromas a Savannah, y aunque yo no podía oír su parte de la conversación, sabía que estaba disfrutando. Desde el momento en que Savannah conoció a Adam, él se había convertido en el objeto de un serio enamoramiento adolescente. Pensé que se le iría pasando después de unos meses, como ocurre por lo general con esos entusiasmos, pero un año más tarde Savannah no daba señales de vacilar en sus afectos, que se manifestaban a través de bromas e insultos sin fin. Adam manejaba la situación admirablemente, actuando como si no tuviese idea de que ella lo veía como algo más que un molesto sustituto de hermano mayor. Lucas y yo hacíamos lo mismo, no diciendo ni haciendo nada que pudiese avergonzarla. Pronto se le pasaría. Mientras tanto, bueno, había personas peores de las cuales podía haberse enamorado.
– Ajá -dijo Adam-. Oigo que Paige se acerca. Tu última oportunidad. Una camiseta o canto. ¿No? -Se apartó del teléfono-. ¡Eh, Paige…! -Se interrumpió-. ¿Mediana? De ninguna manera. Yo uso la grande. -Pausa-. ¡Ay! Fatal. Corto ahora. -Otra pausa-. Sí, muy bien. Saluda de mi parte a Elena y a Clay, y acuéstate temprano.
Colgó mi teléfono móvil, y luego se sentó de golpe en el borde de la cama haciendo que se me moviera la mano y que el rímel terminara en la frente. Le eché una mirada furibunda, cogí un pañuelo de papel y reparé el daño.
– Estás cada vez mejor, ¿verdad? -dijo-. Después de todo lo que…, estás mejor.
– Quieres decir mejor que hace unas semanas, ¿verdad? Ya lo sé. Sólo necesitaba un estímulo, y este caso me lo ha proporcionado.
– No sólo eso -replicó-. Me refiero a que, en general, te está yendo muy bien. Pasaste un par de meses difíciles, asentándote, pero ahora, y en el verano cuando pasasteis por casa, pensé: «Es feliz, realmente feliz».
– Tengo todavía una par de cosas por resolver, pero sí, me siento realmente feliz.
– ¡Qué bien!
Mientras yo cerraba mi bolsa de maquillaje, Adam se levantó de la cama, caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. Lo observé durante un momento.
– ¿Todavía te dura el enojo por lo de Miami? -dije.
Se dio la vuelta.
– ¡Qué va! De verdad. Me gustaría ayudar y, por cierto, estoy un poco molesto porque se me ha postergado, pero Lucas tiene razón. Su padre se molestó en presentarse y hacerme algunas sugerencias sobre «posibilidades de empleo» después de que yo terminara los estudios. Probablemente me conviene más evitar las camarillas hasta que resuelva mis problemas. Lo que me recuerda… que el mes pasado dijiste que tenemos que hacer algo por Arthur.
– Sin duda. Necesitamos un nigromante en el Consejo, y a nadie le viene bien tener uno que nunca está cuando se lo necesita. ¿Te acuerdas de ese fiasco con Tyrone Winsloe? Arthur ni siquiera respondió a nuestras llamadas hasta que todo hubo terminado. He estado sugiriendo que él tendría que encontrar un sustituto, pero no me hace caso.
– El tipo es un misó…, ¿cómo le llaman? ¿Al que no le gustan las mujeres? Gay no, sino…
– Misógino.
– Sí, eso es. -Adam se sentó en mi cama-. De modo que estaba pensando que quizás sería mejor que fuera yo quien hablara con él. ¿Qué quieres que haga?
A mis labios acudieron los consejos, pero los reprimí.
– ¿Y tú qué piensas?
– Tal vez, si él no nos hace caso, también nosotros deberíamos pasar de él. Buscar un sustituto y dejar que él lo descubra cuando se le ocurra aparecer para una reunión. ¿Qué te parece?
Contuve la urgencia de dar mi opinión. Era tan difícil que casi dolía.
– Podríamos…, tú podrías hacer eso. Tal vez preguntarle a tu padre si puede sugerirnos algún sustituto.
Advertí que Lucas pasaba por delante de la puerta… por segunda vez. Quiera Dios que no interrumpa una conversación. Cuando lo llamé, asomó la cabeza.
– Estoy lista si tú también lo estás.
Desapareció y volvió enseguida, empujando una silla de ruedas.
– Mejor que no la use -dije.
– Si quieres intentar caminar, muy bien. No obstante, si te desmayas a mitad de camino de la puerta de entrada, puedes volver a despertarte en esta cama, recuperándote, mientras yo entrevisto a Weber en Miami.
Lo miré con enojo e hice una seña para que acercara la silla. Adam rió.
– ¡Ah…! -dijo Adam-. Antes de que me olvide, ¿qué quieres que hagamos con esa motocicleta?
Lucas me ayudó a sentarme en la silla de ruedas.
– Yo esperaría. Está lejos de ser un gasto necesario…
– Dile a tu amigo que sí -dije a Adam. Enseguida miré a Lucas-. Tú la quieres. Sé que la quieres. Coge la moto y si no quieres usar el dinero de tu seguro, considéralo como un regalo de Navidad anticipado. Sé que no tienes un sitio para trabajar en ella todavía, pero lo tendrás tarde o temprano.
– Seguro que temprano -dijo Adam sonriendo. Luego miró por encima de mi hombro a Lucas, y la sonrisa desapareció-. El, eehh, mercado inmobiliario es favorable en este momento, quiero decir. Siempre hay poca demanda en otoño, de modo que tal vez encontréis un lugar.
– No hay prisa -dije-. Todavía estamos acomodándonos.
Adam volvió a mirar a Lucas y yo giré la cabeza tratando de interceptar la mirada que se intercambiaban, pero desapareció antes de que pudiera captarla. Lucas alargó un brazo para coger su cartera.
– Deja que yo lleve eso -dijo Adam-. Tú lleva a la chica, yo cargaré el equipaje. -Una breve sonrisa-. No es exactamente lo más justo, pero no voy a seguir haciendo siempre los peores trabajos. Ya veréis. -Me miró-. En cuanto llegue a casa le preguntaré a papá sobre esos nigromantes que pueden reemplazar a Arthur. Lo tendré todo listo para nuestro próximo encuentro.
Sonreí.
– Estupendo. Lo dejo en tus manos, entonces.
Adam nos acompañó al aeropuerto, donde le agradecimos toda su ayuda y le prometí tenerlo al tanto del caso. Después nos despedimos y subimos al avión.
Sumamente inapropiado
Para volver a Miami tomamos el jet de la Camarilla Cortez. Del mismo modo que internarse en su hospital, utilizar su avión era una cuestión de seguridad contra, bueno, seguridad. ¿Corría yo mayor peligro en su avión o en un vuelo comercial? No me habría importado arriesgarme y viajar en un avión normal. Y no porque esperara que me atacasen durante el vuelo los sicarios de los Cortez, sino porque no iba con mi carácter hacer alardes cuando se trataba de mi salud. Lucas no coincidió conmigo y, considerando que aún no podía permanecer bien sentada durante más de unos minutos, probablemente tenía razón.
De vuelta en Miami, Benicio se afanaba por hacer las paces con Lucas del único modo que le era posible: organizando las cosas para que pudiésemos ver a Weber. Aunque su custodia estaba a cargo de los Cortez, cada camarilla le había asignado un guardia. Este grado de cooperación podría resultar satisfactorio si no fuera porque lo hacían sólo para salvaguardar su propio interés en el prisionero. Nadie, ni siquiera el hijo de un CEO, podía acercarse a Weber sin contar con la aprobación de todas las camarillas.
Pensé que nuestra solicitud era muy simple. Habíamos prometido someternos a todas las precauciones de seguridad. Estábamos del mismo lado. Además, si no hubiera sido por nosotros, Weber no estaría detenido. No obstante, y ello pronto se hizo obvio, eso más que una ventaja fue probablemente más bien un inconveniente. La Camarilla Cortez marcó un buen tanto cuando encontramos a Weber, y las otras camarillas parecían rechazar nuestra solicitud por puro despecho.
Pasamos el día siguiente en la clínica, trabajando sobre los detalles del caso, mientras Benicio ejercía su influencia sobre las camarillas en beneficio nuestro. Lucas se las había arreglado para conseguir los ingredientes de un emplasto curativo y un té reparador. Yo misma los preparé, y él no se opuso -ambas cosas eran magia brujeril, requerían encantamientos efectuados por una bruja, y aunque él conocía los procedimientos, mi habilidad era mayor. Y no se trata de una declaración egoísta: las brujas son mejores cuando se trata de magia brujeril, del mismo modo que los hechiceros son mejores cuando se trata de magia hechiceril. Ésa era también mi primera prueba de campo de un hechizo curativo más poderoso que yo había aprendido del grimorio de tercer nivel que yo había conocido esa primavera. Lo lancé sobre el emplasto, donde se suponía que no sólo aceleraría la curación, sino que también actuaría como un analgésico tópico de fuerza moderada. Para mi deleite, funcionó aún mejor de lo que yo esperaba. Hacia el final del segundo día, yo ya había dejado la cama, vestía mi ropa normal y, más que un paciente, me sentía una persona bajo arresto domiciliario.
El padre de Dana no había llegado todavía. Hablar con Randy MacArthur parecía ser casi imposible. En cuanto a la madre de Dana, bueno, cuanto menos pensara en ella, tanto mejor, porque en caso contrario corría yo el peligro de perder la estabilidad. Mientras estuve en la clínica, adopté el papel de visitante sustituto de Dana. Ella estaba lejos de tener conocimiento de mis visitas o interés, pero yo las hacía igualmente.
Esa noche convencí a Lucas de que me encontraba lo suficientemente bien como para salir a cenar. Para que la salida durara cuanto fuera posible, pedí postre. Después, dejamos correr el tiempo mientras tomábamos café.
– Tu padre realmente parece estar tratando de ayudarnos en este tema -dije-. Tú ya no crees que tuviera algo que ver con el operativo, ¿verdad?
Lucas tomó un sorbo de su café.
– Digamos simplemente que si bien no descarto la posibilidad de que haya tenido algo que ver, admito que reaccioné en exceso. Estabas herida, yo asustado, y me lancé contra el blanco más oportuno. Lo que pasa es que… tengo con mi padre algunos graves problemas de confianza.
Le contesté con una sonrisa irónica.
– ¿En serio? Nadie lo diría.
Antes de que Lucas pudiese continuar, sonó su teléfono móvil. Después de dos «no», un «gracias» y un «allí estaremos», cortó.
– ¿Hablando del diablo? -pregunté.
Asintió con la cabeza.
– La respuesta todavía es no. Aún peor, parece probable que el no sea permanente. Han adelantado el juicio, y se realizará mañana.
¿Qué?
– Dicen que han cambiado la fecha porque ambas partes están listas antes de lo esperado, pero tengo la sospecha de que nuestros esfuerzos sostenidos por obtener una audiencia han ayudado para que tomaran esa decisión.
– Así que nos impiden que lo veamos adelantando el juicio. -Me moví hacia atrás y me apoyé en la silla, ocultando una mueca porque el movimiento tiró de mis desgarrados músculos de la zona estomacal-. De modo que así son las cosas. Nos han jodido.
– Aún no. Como apuntó mi padre, si a Weber lo encuentran culpable, siempre queda la posibilidad de una apelación. La presente situación nos permitirá oír todo el caso. Si la parte acusadora presenta pruebas concretas que vinculen a Weber con los ataques, podremos considerar innecesaria una apelación.
– Y evitar a todos, incluso a nosotros mismos, muchos inconvenientes.
– Exactamente. Del mismo modo, si no han encontrado nada nuevo y no determinan otras posibilidades, que Weber trabajaba con el verdadero asesino, o involuntariamente obtenía la información que éste necesitaba, entonces tendremos fundamentos para una apelación. -Lucas terminó su café-. ¿Cómo te sientes?
– Lo suficientemente bien como para ir al juicio, si es a eso a lo que te refieres.
La sesión había sido fijada para las ocho de la mañana. Lucas me aseguró que eso era normal cuando se trataba de un juicio de Camarilla. A diferencia de los juicios humanos por asesinato, las sesiones de las camarillas nunca se alargaban durante semanas o meses. Los horarios de sus tribunales iban desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, y se hacían todos los esfuerzos necesarios para que se terminaran en uno o dos días.
Llegamos en taxi pasadas las siete. El tribunal y las celdas de aprisionamiento eran casi exactamente lo que yo esperaba que fueran las oficinas de las corporaciones, un almacén renovado y bien escondido en un barrio industrial. Lucas pidió al conductor que nos dejara en la acera, en la parte posterior de uno de los edificios en peor estado.
En cualquier otra circunstancia, yo habría insistido en pagar al taxista, pero ese día dejé que lo hiciera Lucas. Lo último que él necesitaba era una discusión sobre quién pagaba el viaje. Tenía todas las tensiones de los últimos días marcadas en la cara. Cuando se volvió tras pagar al conductor, advertí que su corbata estaba torcida. Tuve que mirar por segunda vez, segura de que había visto mal.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, percibiendo mi mirada.
– Que tienes la corbata torcida.
Rápidamente alzó las manos para arreglársela.
– Déjame hacerlo a mí. -Me puse de puntillas para hacerlo-. Necesitas dormir un poco esta noche. En una verdadera cama. Nos mudaremos a un hotel.
– No hasta que estés mejor.
– Estoy mejor -dije-. ¿Acaso no tengo mejor aspecto?
Una breve sonrisa.
– Mejor que mejor.
– Bueno, entonces…
– ¡Oh, miren! -dijo una voz detrás de mí-. ¡Vaya si no es el cruzado grotesco!
Lucas se puso tenso. Yo contuve el impulso de lanzar una bola de fuego por encima del hombro. Lucas no merecía esto. Una bola de fuego estaría justificada. Fuera de lugar, pero justificada.
Me di la vuelta y vi a un hombre delgado y bien formado de unos treinta y tantos años con su rostro de modelo afeado por una mueca. Tras él estaba William Cortez, lo que me llevó a adivinar la identidad del más joven: Carlos.
– Debe de haber alguna marcha de protesta por algún lado -dijo William-. Estoy seguro de que ellos apreciarán más tus talentos, Lucas. Deja que el trabajo serio lo hagan los mayores.
Apreté los dientes para no recordarle quiénes habían hecho el «trabajo serio» de capturar al asesino, arriesgando de paso sus vidas en el intento.
– Paige, ya conoces a William -dijo Lucas-. Y éste es Carlos. Carlos, Paige. Ahora, si nos disculpáis…
– No está mal, hermanito -dijo Carlos mientras me observaba de arriba abajo-. Tengo que reconocértelo, mejor de lo que yo esperaba. Después de todo debes de tener algunos méritos ocultos.
– Oh, Lucas tiene sin duda méritos ocultos -dijo William-. Unos cinco millones de ellos, y eso no es más que la garantía. Prepárate para jugar más fuerte, y tiene unos quinientos millones más.
Carlos se rió.
– Nada despreciable. Con esa pasta, cualquier inútil puede llevarse a alguien a la cama, ¿no es cierto? Unas cuantas mamadas son un pequeño precio por hacerse con el dinero de los Cortez.
– No necesariamente -dije-. Por lo que sé, puede llegar a ser un precio demasiado alto. -Respondí con una sonrisa a la mirada de Carlos-. Al menos con alguno de los Cortez.
Se le endureció la mirada. Sin duda.
– Si usted lo dice…
Dejé que Lucas me guiara. Habíamos dado unos cinco pasos cuando se inclinó sobre mí.
– ¿Puedo preguntar algo? -susurró.
– Jaime.
Comenzó a reír, pero se contuvo.
– ¿Jaime y Carlos?
– No -dije-. Jaime y nada de Carlos. Decidió que cinco millones no bastaban.
Entonces se le escapó la risa, una carcajada que me hizo sonreír y apretarle la mano. Miré hacia atrás y vi que Carlos nos dirigía una mirada furiosa. Creo que no había conseguido hacer nuevas amistades. Qué pena.
– Para serte sincero, me parece que actualmente es bastante menos de cinco millones -dijo Lucas mientras caminábamos-. Al ritmo con que gasta el dinero, yo diría que Carlos debe de andar por los cinco dólares. Va a tener que esperar a la herencia.
– Yo pensaba que cinco millones eran la herencia.
– No, es el fondo fiduciario. -Sus labios se curvaron en una sonrisa-. Cae el silencio, mientras ella se abstiene de decir lo obvio, a saber, que su novio pobre no es tan pobre como ella creía. Recuérdalo la próxima vez que insistas en pagar el taxi.
Lucas abrió de un tirón la puerta trasera del almacén y entramos en una antecámara que sería la envidia de cualquier tribunal de una ciudad mediana. Había algunas personas allí, pero Lucas no miró ni a derecha ni a izquierda, sólo me condujo hacia unas puertas dobles que daban al interior.
– En cierta manera sospecho que no estás en mejores condiciones de pagar el taxi ahora que hace diez minutos -dije-. Con este Cortez nada se pierde del fondo fiduciario. Aunque te secuestraran unos guerrilleros demonios, seguirías negándote a utilizar parte de ese dinero para el rescate.
– Es verdad. -Me sonrió-. Pero si alguna vez te secuestran a ti, haré una excepción.
Un hombre joven y moreno, vestido con traje y gorra, apareció junto a Lucas.
– ¿El señor Cortez?
– Sí -respondió Lucas.
– Trabajo para los St. Cloud. Soy el chófer del señor St. Cloud.
– Rick, ¿no es cierto?
El hombre sonrió.
– Sí, gracias, señor. Sólo quería decirle que apreciamos mucho lo que ha hecho, agarrando a ese tipo. Griffin está dentro. Él hablará con usted personalmente, pero yo quería expresarle mi agradecimiento. Y… -Clavó la mirada en las puertas dobles-. Quería decirle que hay una puerta trasera para entrar allí, si usted lo prefiere.
– ¿Una puerta trasera? -pregunté yo.
– Echh…, sí, señorita. Pasando las otras. Los Nast y algunos de los St. Cloud están en la sala de espera. Hay otro camino para entrar en la sala del tribunal. Usted y el señor Cortez podrían sentirse más cómodos usando esa entrada.
– Gracias -contestó Lucas-, pero estaremos bien por aquí.
– Sí, señor.
El hombre se apartó y se dirigió a una habitación lateral. Me quedé mirando el rostro tenso de Lucas. Toda la tensión que había perdido mientras caminábamos para entrar al edificio había regresado con fuerza duplicada. Y una vez que atravesáramos esas puertas que estaban ante nosotros, iba a ser peor aún.
Lucas necesitaba una distracción. Al mirar los dos recintos laterales, tuve una idea. Sumamente incorrecta, pero a veces una pequeña incorrección es precisamente lo que se necesita.
– Nos quedan cuarenta y cinco minutos -dije-. Estaremos sentados todo el día. No hace falta que nos apresuremos a entrar.
– ¿Te sientes lo suficientemente bien como para hacer una breve caminata?
– No era eso lo que tenía en mente.
Lo llevé hacia el recinto lateral más próximo. Levantó las cejas, pero como no le contesté, me siguió. Giré en el primer pasillo, caminé hacia la tercera puerta y la abrí. Una oficina. Lo intenté con la cuarta. Cerrada. Un rápido hechizo de apertura y la puerta se abrió para mostrar un gabinete.
Encendí la luz.
– Perfecto.
– ¿Puedo preguntar?
– Si tienes que preguntar, verdaderamente estás cansado esta mañana.
El vaciló, y luego sonrió.
– ¿Y bien? -dije, retrocediendo hacia el interior del gabinete.
Entró, cerró la puerta con el pie y echó un hechizo de cerrojo. Yo retrocedí, pero él me tomó de ambos brazos y me atrajo hacia él con un profundo beso.
– ¡Vaya! -dije, suspirando mientras me apartaba-. Lo he estado echando mucho de menos, Cortez. Anoche me preguntaba cuánto peso podría soportar mi cama del hospital. Tendríamos que haber hecho una prueba.
– Quizás esta noche.
– Ajá. Esta noche nos vamos a un hotel y a una cama para dos.
– ¿Estás segura de que te sientes en condiciones?
Le mostré cuan en condiciones me encontraba. Tras unos minutos de besos, deslicé la mano entre los dos, le desabotoné la camisa y le pasé las manos por su pecho desnudo.
– ¿Sabes?, Carlos me dejó pensando -dije-. Si he de convertirme en la esposa de un CEO…
– ¿No era CO-CEO?
– Perdón. CO-CEO. Me costará muchas mamadas, ¿no es cierto?
Lucas rió.
– Me temo que sí, un montón.
– Entonces, estos días que pasé en el hospital me han dejado muy por debajo de mi cuota. Tengo mucho que recuperar. Moví un dedo hacia abajo por su pecho y lo deslicé por debajo de su cinturón-. El médico dijo que no me inclinara, pero no mencionó nada con respecto a arrodillarse.
Lucas contuvo el aliento.
Yo le sonreí.
– ¿Y bien?
– Por más que me cueste negarme, aún estás recuperándote. -Bajó los brazos y me levantó la falda hasta las caderas, mientras sus labios me besaban la oreja-. ¿Puedo sugerir por ahora algo que sea menos exigente?
Me bajé la falda.
– No, no. Una mamada, o nada. -Retrocedí hacia la puerta-. Pero si no estás interesado…
Me atrajo hacia él y luego me empujó la mano hasta su sexo.
– ¿Suficientemente interesado?
– No estoy segura -dije deslizando las yemas de mis dedos a lo largo del bulto de sus pantalones-. Está un poco dura…
– ¿Un poco?
– …un poco difícil de distinguir. -Le desabroché el cinturón, luego los pantalones, y deslicé la mano dentro-. ¡Hummm!, veamos. Sí, yo diría que estás suficientemente interesado.
Me puse de rodillas y empecé a distraerlo.
Después, hablamos con calma, posponiendo nuestra salida de la habitación. A las 7:45, me aparté.
– Quince minutos -dije-. Tendríamos que entrar.
– Un momento. -Me besó-. Te quiero.
– Por supuesto que me quieres. Tienes que hacerlo. Es la ley.
Sonrió y preguntó:
– ¿La ley?
– Cualquier chica que le hace una mamada a alguien en un gabinete de limpieza merece por lo menos un «te quiero». Lo sientas o no estás moral y legalmente obligado a decirlo.
Se rió y me besó la cabeza.
– Bueno, realmente lo siento, y tú lo sabes.
– Lo sé. También sé que si no entramos en ese tribunal antes de que comience la sesión, tendrán una excusa para no dejarnos entrar de ningún modo.
Firmada, sellada y ejecutada
Cuando Lucas abrió la puerta que llevaba a la sala de espera, nos envolvió una oleada de conversaciones apropiadamente discreta. De repente se interrumpió, y todas las cabezas se giraron para vernos entrar. Había por lo menos una docena de hombres, de edades que iban desde la adolescencia hasta la más que mediana edad, todos vestidos con trajes que habrían pagado el alquiler de nuestro apartamento por lo menos durante tres meses, y todos ellos hechiceros. Me recordó el día en que yo entré en el club de informática del instituto, que hasta entonces había estado integrado únicamente por varones. Bastó un solo paso por esa puerta para que las gélidas miradas casi me dejaran congelada en el sitio.
Lucas, que ahora se sentía más en su salsa, echó un simple vistazo a la sala, inclinó la cabeza para saludar una o dos veces, después me rodeó la cintura y me condujo a través del grupo.
Un hombre erguido y de cabello plateado que parecía tener ya más de setenta años nos salió al paso. Me fijé en el brazalete negro que llevaba en una de las mangas de su traje.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -preguntó entre dientes-. ¿Cómo te atreves a traerla aquí?
– Paige, Thomas Nast, CEO de la Camarilla Nast. Thomas, Paige Winterbourne.
Thomas Nast. Volví a mirar el brazalete que llevaba en la manga. Era por su hijo Kristof. Ese hombre era el abuelo de Savannah.
– Sé perfectamente quién es, tú… -Se tragó la palabra con un audible golpe de los dientes-. Esto es una bofetada en el rostro de mi familia y no voy a tolerarlo.
Lucas sostuvo la mirada irritada del anciano con firmeza.
– Si usted se refiere a los acontecimientos que condujeron a la muerte de su hijo, permítame señalarle que fue su familia la que instigó el asunto. Al tratar de asegurarse la custodia de una manera tan poco convencional, Kristof infringió las normas de las camarillas.
– Mi hijo está muerto. No te atrevas a sugerir…
– No estoy sugiriendo nada. Estoy mencionando hechos. La escalada de acontecimientos que condujo a la muerte de Kristof fue provocada enteramente por él mismo. En cuanto a su muerte propiamente dicha, Paige no desempeñó en ella papel alguno. Si hubiese habido cualquier prueba de lo contrario, usted la habría sacado a luz en la investigación que se hizo este verano. Ahora, si nos disculpa…
– No va a sentarse en nuestro tribunal…
– Si no fuera por ella, ninguno de nosotros se sentaría en este tribunal. Buenos días, señor.
Lucas me guió, rodeando a Nast, y cruzamos el siguiente conjunto de puertas.
La sala del tribunal tenía capacidad para que asistieran unas cincuenta personas, las más eminentes, y estaba medio llena cuando entramos. Cuando Lucas buscaba unos buenos asientos, se abrió una puerta que se hallaba al frente de la sala y por ella apareció Benicio, caminando hacia nosotros. Lo oportuno del hecho era demasiado perfecto como para que se tratase de una coincidencia. Había estado esperándonos. ¿Por qué, entonces, no se reunió con nosotros en la otra sala para escoltarnos por el camino espinoso de las camarillas? Porque sabía lo que hacía. Lucas no habría apreciado que su padre lo protegiera de Thomas Nast y los otros, por la misma razón por la que Lucas se negó a entrar solapadamente por la puerta trasera. Lucas elegía su camino, muy literalmente, y aceptaba las consecuencias de esa elección.
Benicio captó la mirada de Lucas y le hizo una seña indicándole una fila vacía que estaba justamente detrás del banco de la parte acusadora. Cuando Lucas aceptó con un movimiento de cabeza, un destello de sorpresa cruzó el rostro de Benicio. Se detuvo en el extremo del pasillo, como si no estuviese del todo seguro de que Lucas fuera realmente a sentarse junto a él. Caminamos hasta el frente y yo pasé primero, dejando que Lucas me siguiera, para que pudiese sentarse junto a su padre.
– Me alegro de verte, Paige -dijo Benicio, inclinándose ante Lucas mientras nos sentábamos-. Y de que puedas estar con nosotros. Da la impresión de que estás recuperándote rápidamente.
– No tanto como a ella le gustaría -dijo Lucas-. Pero está bien.
– El día puede ser largo -dijo Benicio, y yo me preparé para la considerada «sugerencia» de que evitara el juicio-. Si necesitas algo, un cojín, una bebida fresca, no tienes más que hacérmelo saber.
En el momento en que yo movía la cabeza para expresar mi agradecimiento, se abrieron nuevamente las puertas del frente y entró Griffin, acompañado por Troy y un hombre a quien no reconocí, aunque sospeché, por su tamaño, que era otro guardia. Troy condujo a Griffin a nuestra fila, donde Benicio se puso de pie y le dejó paso para que se sentara con nosotros. Troy y el otro guardia tomaron asiento en los extremos opuestos de nuestra fila.
Mientras Lucas y yo hablábamos con Griffin, ambas puertas del frente se abrieron casi simultáneamente. Por una de ellas, Weber entró dando traspiés, parpadeando ante la vista del poblado salón del tribunal. Iba vestido con camisa y pantalones corrientes. Aunque no estaba esposado ni encadenado llevaba una mordaza en la boca. Esto puede parecer cruel, pero el poder de un druida estriba en la capacidad para invocar a sus deidades, de modo que la mordaza era una precaución comprensible.
Mientras los guardias llevaban a Weber a su asiento, tres hombres de unos sesenta y tantos años entraron por la otra puerta del frente. Los jueces. La noche anterior Lucas me había explicado los aspectos básicos del sistema de justicia de las camarillas. Los casos no se presentan ante un único juez, ni ante un jurado, sino ante un panel de tres jueces, y el voto de la mayoría es el que prevalece. Los jueces ejercen durante un período de cinco años y las cuatro camarillas utilizan al mismo grupo de tres, como si se tratara de un tribunal superior. Los jueces -siempre hechiceros, y por consiguiente, siempre varones- son seleccionados por una comisión intracamarillas. Son abogados que se acercan al final de sus carreras, y se les paga con generosidad durante el término de su ejercicio, lo que significa que pueden retirarse al finalizar el mismo, de modo que no dependen de las camarillas para empleos posteriores. El cincuenta por ciento de sus honorarios se retiene hasta que completan su período, y cualquier juez a quien se encuentre culpable de aceptar sobornos o de comprometer de alguna otra manera su cargo, pierde esa porción. Todo esto apunta a hacer que los jueces sean todo lo imparciales que sea posible. ¿Es un sistema perfecto? Por supuesto que no. Pero para reconocerles a las camarillas sus méritos, es preciso decir que han adoptado pasos razonables para asegurar un sistema equitativo de justicia.
Para que los juicios sean breves, se atienen, en todos los aspectos, a lo esencial. Las argumentaciones de apertura y cierre se limitan a diez minutos cada una. La carencia de un jurado significa que hay menor necesidad de explicar en detalle cada paso que se sigue. Los testigos expertos se permiten sólo cuando es necesario: por ejemplo, no se permiten doctores mercenarios a los que se paga para que expliquen que la identificación por ADN es científicamente dudosa. Y ni siquiera los testigos corrientes necesitan pasar por el banquillo. Los que no son esenciales, como Jaime, registran sus declaraciones de antemano y responden después a las preguntas planteadas por cada una de las partes.
Las interrupciones son tan breves como la sesión misma, con un solo receso matutino de quince minutos. Para entonces yo estaba sintiendo ya los efectos de mi apurada recuperación. Lucas insistía en que tomara calmantes, y tuve que darle la razón. Sin ellos a mediodía ya habría estado fuera de combate. Incluso con ellos, digamos que no fue la mañana más cómoda que he pasado en mi vida. Para llegar al final me concentré en prestar atención y en tomar abundantes notas. Lucas y yo compartimos un bloc de estenografía, que pasaba de una mano a la otra y en el que registrábamos los puntos pertinentes, comentando las notas de cada uno e intercambiando comentarios escritos sobre el avance del juicio.
A la hora del almuerzo, un servicio de comidas distribuyó bandejas con sandwiches y dispusimos de treinta minutos para comer de pie en el vestíbulo. Benicio comió con nosotros, y los tres nos arreglamos para mantener una conversación razonablemente normal. Benicio sólo cometió un error, cuando sugirió que lo acompañáramos a la hora de la cena la noche siguiente…, cena en la que también estarían tres prominentes accionistas extranjeros que casualmente se hallaban en la ciudad. Lucas recibió la propuesta con la amable advertencia de que, al ritmo al que avanzaba el juicio, probablemente estaríamos ocupados preparando la apelación de Weber.
Después del almuerzo Lucas llamó al hotel en el que nos habíamos hospedado anteriormente. La habitación que habíamos ocupado se hallaba todavía libre y el gerente nos la ofreció al mismo precio. Cuando Benicio oyó nuestros planes llamó por teléfono a la clínica Marsh y dispuso que todas nuestras pertenencias fuesen trasladadas al hotel, de modo que yo pudiera ir directamente a éste y descansar después del juicio. Una actitud considerada, por otra parte tan sólo la última entre tantas otras, cosa que me llevó a admitir que tal vez Lucas hubiera heredado de Benicio algo más que su natural talento para la mentira.
El juicio no marchaba bien. A Weber lo defendía su propio abogado. Cuando me enteré de ello, me sentí aliviada. No obstante, a medida que el juicio avanzaba, pensé que ojalá hubiese permitido que las camarillas le asignaran un abogado. Por más que me desagradara otorgarles crédito, no veía nada gravemente injusto en su sistema, y si ellas le hubiesen proporcionado a Weber su defensa, estoy segura de que habría tenido una representación competente, mejor que la que tenía ahora.
Había dos modos de llevar este caso. Uno: acentuar la naturaleza circunstancial de la prueba. Dos: aducir demencia. El abogado de Weber eligió ambas vías. Y esto planteaba un problema. La primera posición dice que Weber no lo hizo. La segunda dice que lo hizo, pero que no es posible responsabilizarlo de ello. La utilización de ambas argumentaciones dice que efectivamente asesinó a esos adolescentes, pero que no es posible probarlo, y que, en cualquier caso, estaba loco, pero no lo suficiente como para dejar pruebas de peso.
A las seis de la tarde, los abogados presentaron sus alegatos finales. A las seis y veinte los jueces se retiraron para deliberar. A las seis y treinta volvieron con un veredicto.
Culpable.
La sentencia: muerte.
A Weber, aunque no lo sorprendió, le entró el pánico, y hubo que sacarlo de la sala a la fuerza, mientras gritaba invocaciones confusas a través de su mordaza.
Mientras unos de los jueces decía algunas palabras finales, tomé el bloc y dibujé un signo de interrogación, ante lo cual Lucas escribió «Nada cambia». No habíamos oído prueba alguna que sirviera para condenar o eximir a Weber, y ninguna de nuestras dudas había sido eliminada. De modo que seguiríamos adelante con la apelación.
El juez dio las gracias a los testigos y a los abogados y se levantó la sesión. Benicio se inclinó, susurró que volvería enseguida y nos pidió que esperáramos. Acompañó entonces a Griffin al frente de la sala del tribunal. Los otros guardias lo siguieron, pero Troy permaneció en su puesto en nuestra fila. Benicio, Griffin y el otro guardia caminaron hacia la puerta a través de la cual Weber acababa de ser retirado. Griffin antes de atravesarla se dio la vuelta, captó nuestra atención, y formuló con los gestos de la boca un «Gracias». Y desaparecieron.
– Debes de estar agotada -dijo Lucas, entregándome el bolso, que acababa de levantar del suelo.
– Estoy bien -respondí-. ¿Es necesario que planteemos la apelación hoy mismo?
Lucas negó con la cabeza.
– Le diré a mi padre que nos proponemos continuar y él les transmitirá el mensaje a las camarillas. Hoy descansaremos y trataremos de olvidarnos del asunto.
Levanté la vista y vi a Benicio, que entraba nuevamente en la sala del tribunal, acompañado por su nuevo guardia.
– Allí está -dije-. Ha sido rápido.
– Bien -dijo Lucas-. Antes se ofreció para llevarnos al hotel, y si no te parece mal, me agradaría aceptarlo. Así podemos comunicarle nuestros planes de apelación por el camino, en lugar de retrasar nuestra partida haciéndolo ahora.
– Si de esa manera llego más pronto a una cama, no tengo objeciones.
Lucas levantó los ojos hacia Benicio mientras éste se aproximaba por el pasillo.
– Paige y yo querríamos… -se interrumpió-. ¿Qué es lo que pasa, papá?
Benicio movió la cabeza de lado a lado.
– Nada. ¿Decías?
Lucas observó el rostro de su padre. En un principio, no vi señal alguna de que algo marchara mal. Y entonces, lo advertí, la ligera inclinación de la cabeza de Benicio que hacía que no mirara directamente a los ojos de Lucas mientras le hablaba.
– Estoy seguro de que Paige está deseando salir de aquí -dijo Benicio-. ¿Por qué no…?
Una tos. Miramos en esa dirección y vimos a William y a Carlos, que estaban de pie a mi otro lado.
– Thomas Nast quiere hablar contigo, padre -dijo William.
Benicio, con un movimiento de la mano, le indicó que se fuera. William frunció los labios.
– Te esperamos en el coche, papá -dijo Lucas-. Podemos discutir la apelación en el camino.
– ¿Apelación? -preguntó Carlos-. ¿Para quién?
– Para Everett Weber, por supuesto.
Carlos se echó a reír.
– Vaya, hermanito, no sabía que te dedicaras a la nigromancia.
Los ojos de Lucas se dirigieron, cortantes, a su padre. Benicio se pasó la mano por la boca.
– No lo saben, ¿verdad? -dijo William, mientras sus labios se abrían en una sonrisa presuntuosa.
– ¿Saber qué? -preguntó Lucas, con la mirada siempre fija en los ojos de Benicio.
– Lo de la sentencia de muerte -respondió Carlos-. Firmada, cerrada y ejecutada.
Parpadeé.
– ¿Queréis decir…?
– Everett Weber ya está muerto -dijo William-. Si tenía que hacerse justicia, había que hacerla con rapidez. Nuestro padre y los otros CEOs llegaron a este acuerdo antes de que comenzara el juicio.
Lucas se volvió hacia Benicio.
– ¿Antes de que comenzara el juicio…?
– Por supuesto -replicó William-. ¿Crees acaso que te permitiría ponernos a todos en ridículo tratando de liberar a un asesino de criaturas? Nunca puedes dejarnos en paz, ¿verdad, Lucas? Salvar a los inocentes, salvar a los culpables, qué más da, mientras te sirva para atacar a las camarillas. Gracias a Dios nuestro padre no les dijo, antes del juicio, que querías una audiencia, o sabe Dios la que se habría armado.
Lucas miró a su padre, esperando que negara algo de todo aquello. Benicio bajó la vista. Me puse de pie. Lucas miró a Benicio por última vez, y luego me siguió por el pasillo.
Fuimos pasando entre grupos de hechiceros y nos dirigimos al aparcamiento. Allí había otros grupos de hombres de las camarillas, fumando un cigarrillo o tomando un poco del sol de Miami antes de volar a sus lugares de origen. Mientras pasábamos junto a un grupo, un hombre joven atrajo mi mirada. Alcancé a ver un par de grandes ojos azules y tuve la sensación de que lo conocía. Acorté el paso, pero Lucas no lo hizo, puesta su atención en otra parte, y yo me apresuré a seguirlo.
Cruzamos, en silencio, el aparcamiento, lleno de gente. Según íbamos andando, yo trataba de salir de mi estupor y pensar con claridad. Era probable que Weber fuese culpable, de modo que su ejecución, si bien innecesariamente rápida, podía estar justificada. Tal vez aún podríamos hablar con él, a través de un nigromante, y asegurarnos de que realmente era el asesino. Mientras yo me preguntaba si debía o no mencionarle ya a Lucas todo esto, una voz nos detuvo.
– ¿Lucas? Espera un momento.
Me puse tensa y, al darme la vuelta, vi que un hombre joven se dirigía a largos pasos hacia nosotros. Alto y delgaducho, uno o dos años más joven que yo, de pelo rubio atado atrás con una banda elástica y con unos maravillosos ojazos azules. Al ver esos ojos mi corazón dio un brinco. Era un hechicero, sin duda, pero era más que eso. Éste era el mismo joven cuya mirada se había encontrado con la mía hacía apenas un momento, y que ahora advertía que no había reconocido, aunque debería haberlo hecho. Entonces me fijé en el brazalete negro y comprendí. Me recordaba a Kristof Nast. Los ojos de Kristof. Los ojos de Savannah.
Unos pocos pasos detrás de él se hallaba otro joven, de dieciocho o diecinueve años, que también llevaba un brazalete. Me miró con el ceño fruncido y luego desvió la mirada.
– Hola, Lucas. -El primer joven se detuvo y alargó la mano-. Me alegra verte.
– Sean, hola -dijo Lucas distraído, con la mirada en otra parte.
– Hiciste un buen trabajo capturando a ese loco. Por supuesto nadie va a mandarte una tarjeta de agradecimiento, pero la mayoría de nosotros lo valoramos.
– Sí, bueno…
Lucas se volvió hacia la calle, claramente ansioso por marcharse, pero el joven no se retiró. Sus ojos se dirigieron a mí y luego miraron otra vez a Lucas. Lucas siguió el camino de sus miradas y después pestañeó.
– Ah, sí, claro. Paige, te presento a Sean Nast. El hijo de Kristof.
– Y ése… -Sean se volvió hacia su renuente compañero y le hizo un gesto para que se acercara, pero el muchacho más joven mantuvo el entrecejo fruncido y se puso a arrastrar los zapatos en el pavimento-. Mi hermano, Bryce.
Éstos eran los hermanastros de Savannah. Con rapidez alargué la mano. Sean me la estrechó.
– Éste no es el mejor lugar -dijo-. Y sé que tenéis prisa, pero vamos a estar en la ciudad algunos días más y hemos pensado que quizás…
– ¿Sean?
Sean echó una mirada en dirección a su hermano.
– Vale, vale, yo había pensado que tal vez…
– ¡Sean!
– ¿Qué? -Sean giró sobre sus talones y enseguida abrió los ojos de par en par.
Cuando me di la vuelta, vi la chaqueta de un traje tirada sobre el capó de un automóvil. Alguien ansioso por despojarse de las vestimentas formales. Entonces vi pantalones, y zapatos, y una mano que salía de la manga de la chaqueta. Gotas rojas goteaban de los dedos estirados y sobre el foco izquierdo del coche, dejando una huella brillante antes de caer en el pequeño charco de sangre que allí abajo se formaba.
Dedos acusadores
Corrimos hacia el cuerpo. Recuerdo esa primera visión como una serie de instantáneas tomadas desde muy cerca, como si mi cerebro no pudiese abarcar la totalidad. La mano extendida con la palma hacia arriba, con un chorro de sangre deslizándose por el índice. Un brazalete negro en torno al antebrazo de la chaqueta de su traje. Sus ojos cerrados, largas pestañas rubias que descansaban sobre una mejilla lampiña, todavía demasiado joven para ser afeitada. La corbata suelta y manchada de rojo, medio confundida con la mancha húmeda de la camisa blanca de vestir, la mancha creciendo. La mancha que crecía…, la sangre que seguía fluyendo…, el corazón que aún latía.
– ¡Está vivo! -exclamé.
– Cógelo del otro brazo -le dijo Lucas a Sean-. Acuéstalo en el suelo.
Ambos bajaron al muchacho del capó del automóvil y lo tumbaron en el suelo. Lucas y yo nos pusimos de rodillas uno de cada lado. Lucas comprobaba si daba muestras de respirar mientras yo le tomaba el pulso.
– No respira -dijo Lucas.
Lucas comenzó con el masaje cardiorrespiratorio. Le arranqué la camisa al muchacho y la utilicé para enjugar la sangre, tratando de ver dónde estaba el origen de la hemorragia, para intentar contenerla. Sequé la sangre de unas tres, cuatro o tal vez cinco heridas de arma blanca, al menos dos de las cuales sangraban. La camisa húmeda pronto estuvo empapada. Miré a Sean y a Bryce.
– Dadme vuestras camisas -dije.
Me miraron fijamente, sin entenderme. Estuve a punto de pedírselo de nuevo cuando vi el shock en sus ojos y me di cuenta de que no se habían movido desde que nosotros comenzamos con nuestros intentos.
– ¿Habéis llamado pidiendo ayuda? -dije.
– ¿Llamar? -La voz de Sean era distante, confusa.
– Nueve-uno-uno o cualquier otro. ¡A alguien, a cualquiera, simplemente llamad a alguien!
– Yo lo hago -dijo Lucas-. Sustitúyeme aquí.
Cambiamos de lugar. Puse las manos en el pecho del muchacho y me incliné hacia delante para seguir con el masaje cardiorrespiratorio, pero su piel estaba tan empapada de sangre que me resbalaban las manos. Traté de guardar el equilibrio y volví a presionarle el pecho, contando quince repeticiones.
Apreté la nariz del muchacho, me incliné sobre su boca y exhalé dos veces. Lucas le daba instrucciones al operador. Yo reinicié el masaje. La sangre parecía haber dejado de manar. Me dije que estaba equivocada. Tenía que estar equivocada.
Volví a la respiración boca a boca, mientras Lucas reanudaba las compresiones pectorales. Me incliné sobre el muchacho. En el momento en que mis labios tocaban los suyos, algo me golpeó, un golpe pleno, como el de una bolsa de aire que se activa. Durante un segundo, me encontré en el aire. Después, me estrellé de espaldas contra el pavimento. El dolor me dejó sin aire en los pulmones, con un quejido entrecortado, y durante un segundo lo vi todo negro.
Me recuperé justo a tiempo para ver a un hombre rubio que se lanzaba hacia mí, con el rostro distorsionado por la ira. Antes de que pudiera alcanzarme, Lucas le golpeó y lo tiró al suelo. Mientras yo me apartaba, el hombre rubio saltó hacia mí con los dedos de una mano extendidos, pero Lucas le sujetó ambos brazos hacia abajo, lo que resulta un recurso muy eficaz para limitar el poder de un hechicero, tanto como la mordaza para un druida. El hombre se esforzó por liberarse, pero, como muy pronto hubo de reconocer, Lucas era mucho más fuerte de lo que parecía.
– Mi hijo…, ella estaba…
– Tratando de salvarle la vida -dijo Lucas-. Hemos llamado a una ambulancia. A menos que usted sepa hacer un masaje cardiorrespiratorio, déjenos a nosotros…
Un rechinar de ruedas lo interrumpió. Una minifurgoneta sin identificación entró velozmente en el estacionamiento. Aun antes de que se hubiese detenido, dos auxiliares se apearon de ella de un salto. Traté de ponerme de pie, pero la fuerza del golpe me había producido un punzante dolor en las heridas del estómago. Lucas se arrodilló junto a mí.
– ¿Puedes levantarte? -preguntó.
– Lo estoy intentando -dije-. No lo parece, lo sé, pero lo estoy intentando.
Me rodeó con sus brazos y me levantó con cautela.
– Aquí no hay nada que podamos hacer. Vamos dentro.
En el momento en que Lucas se inclinó para que le pasara el brazo por el cuello, vi que el hombre rubio se arrodillaba junto al muchacho, tomándole la mano. La gente que estaba en torno a él se apartó y Thomas Nast se acercó. El anciano se detuvo. Perdió el equilibrio. Dos o tres hombres se aproximaron para darle apoyo, pero él los apartó de un empujón, siguió caminando, miró a su nieto ensangrentado e inclinó la cabeza, llevándose las manos a la cara.
Dada la escena que se desarrollaba fuera, el edificio del tribunal se había quedado desierto y silencioso. Lucas me condujo a un sofá que se hallaba en una habitación retirada y me ayudó a recostarme. Cuando me vio cómoda, se retiró, cerrando con un hechizo la puerta a sus espaldas. Momentos después, volvió con un auxiliar. El hombre me examinó. Comprobó que los puntos habían sufrido cierta tensión, pero que no se habían soltado, y me aconsejó reposo y cama, calmantes, y un chequeo en condiciones por la mañana.
Una vez que el hombre se hubo retirado, me obligué a reconocer lo obvio. Si el auxiliar había tenido tiempo de ocuparse de mis heridas, eso sólo podía significar una cosa.
– No pudo recuperarse, ¿verdad? -susurré.
Lucas movió la cabeza indicando que no.
– Si hubiéramos llamado antes…
– Habría dado igual. Cuando llegamos hasta él, ya era demasiado tarde.
Pensé en el muchacho, el primo de Savannah. Un miembro más de su familia al que nunca conocería, que ni siquiera sabía que existiera. Y que ahora ya no existía.
Una conmoción en el vestíbulo interrumpió mis pensamientos, un trueno de pisadas y voces airadas. Lucas empezó a formular un hechizo de cerramiento, pero antes de que pudiera terminar, la puerta se abrió con brusquedad y entró Thomas Nast a grandes zancadas. Pegado a sus talones lo seguía Sean, con los ojos rojos.
– Tú has sido el autor de esto -dijo, dirigiéndose a Lucas-. No me digas que no.
La mano de Lucas se extendió y dibujó un círculo mientras murmuraba las palabras de un hechizo de barrera. Nast se golpeó contra ella y quedó en silencio. Sean tomó el brazo de su abuelo y lo apartó, parándose ante él.
– Él no ha hecho nada, abuelo -afirmó Sean-. Ya te lo hemos dicho. Lucas estaba dando un masaje cardiorrespiratorio a Joey, y luego tuvo que llamar para pedir ayuda, de modo que Paige lo sustituyó.
Nast torció el gesto.
– ¿Que esa bruja ha tocado a mi nieto?
– Para ayudarlo -dijo Sean-. Bryce y yo no sabíamos qué hacer. Ellos estaban allí y…
– Por supuesto que estaban allí. Ellos lo mataron.
– No, abuelo, no fueron ellos. Bryce y yo los seguimos desde que salieron de la sala del tribunal. Fuimos detrás de ellos todo el tiempo. No hicieron absolutamente nada.
La puerta volvió a abrirse y entraron dos hombres. El primero agitaba un bloc de escribir -nuestro bloc- que había sido hallado, caído, en el aparcamiento.
– Esto es suyo, ¿verdad? -le dijo a Lucas-. Vi que usted escribía en este bloc durante el juicio.
Lucas murmuró una afirmación y alargó la mano para recibirlo, pero el hombre lo retiró bruscamente, poniéndolo fuera de su alcance. Sean Nast le arrancó el bloc desde atrás y lo revisó, tras lo cual levantó la vista hacia nosotros.
– Ustedes estaban preparando una apelación -dijo Sean-. No creían que Weber fuera el autor de los hechos.
Para entonces, todos los CEOs de las camarillas, incluido Benicio, se habían reunido en la pequeña habitación, y Lucas tuvo que admitir que tenía reparos respecto de la culpabilidad de Weber, lo cual condujo a la cuestión obvia de por qué nadie había sido informado de nuestras sospechas. Lucas no iba a rebajarse nunca a un «se lo dije», aun cuando ello se justificara tanto como en este caso. Podría haberlo hecho yo, pero Benicio se anticipó. Su admisión no le ganó, por cierto, ningún premio a la sinceridad, y las otras camarillas saltaron sobre él, cruzándose acusaciones.
Eso fue el comienzo de un mar de recriminaciones. Tras unos minutos, todos tenían teorías sobre quién estaba detrás de los asesinatos, y todas las teorías involucraban a otra camarilla. Los Cortez habían encubierto la inocencia de Weber porque el verdadero asesino era uno de los suyos. Los Nast eran quienes residían más cerca de Weber, de modo que habían sembrado elementos de prueba y lanzado el ataque del grupo de choque, también en ese caso para ocultar al verdadero asesino. Los Boyd eran la única camarilla que el asesino no había atacado, de manera que obviamente estaban detrás del asunto. ¿Y la Camarilla St. Cloud? Bien, no había indicio alguno que los señalara como los culpables, cosa que era precisamente la prueba de que lo eran.
En medio de todo esto, Lucas recuperó calladamente nuestro bloc y me ayudó a retirarnos con discreción. Yo sentía todavía mi incisión como si la hubiesen abierto y llenado de brasas; no me quedó más remedio que apoyarme en Lucas, de manera que avanzábamos despacio. Una vez más habíamos recorrido la mitad de la extensión del aparcamiento cuando alguien nos gritó para detenernos.
– ¿Adónde creéis que vais? -preguntó William.
– No te detengas -susurré a Lucas.
– No iba a hacerlo.
William avanzó a grandes pasos, se adelantó y nos cerró el camino.
– No podéis salir corriendo así como así.
– Corriendo, no, lamentablemente -dije-. Pero puedo hacerlo renqueando, y, créeme, estoy renqueando lo más rápido posible.
Lucas trató de eludir a su hermano, pero William se colocó frente a nosotros.
– Apártate -le dije-. Ahora mismo.
William me miró con ira.
– No te atrevas…
– No te atrevas tú -le respondí casi con un gruñido-. Acabo de ver morir a un muchacho porque vosotros habéis ejecutado al hombre equivocado. Estoy furiosa y la medicación que tomo para el dolor ha dejado de hacer su efecto hace horas, de modo que apártate de mi camino o terminarás con el culo en el salón del tribunal.
Una risa reprimida, y apareció Carlos ante nosotros.
– Vaya. Tienes a una verdadera tigresa contigo, Lucas. Tengo que reconocértelo. Lo has hecho bien.
– Ha tenido un día difícil, William -dijo Lucas-. Yo me apartaría de su camino.
William se me acercó.
– Ninguna brujita me va a…
Hice sonar los dedos y dio unos pasos vacilantes hacia atrás.
Carlos rió.
– La chica sabe de hechicería. Tal vez deberías escucharla, Will.
– Quizás Lucas no debería estar enseñándote esas tretas -dijo William, dirigiéndose otra vez a mí-. La magia de los hechiceros es para los hechiceros.
– Y la magia de las brujas es para las brujas -dije.
Recité un encantamiento y William trató de respirar, pero se quedó sin aire en los pulmones. Abría y cerraba la boca, inútilmente. Mentalmente conté hasta veinte, y entonces interrumpí el hechizo. Se dobló sobre sí mismo, jadeando.
– Mierda -dijo Carlos-. Nunca había visto brujería como ésa.
– Y con ese comentario nos retiraremos -dijo Lucas-. Buenas noches.
Me condujo rodeando a William y salimos del aparcamiento.
– Tenemos que seguir con este caso -dije mientras Lucas me depositaba en la cama de la habitación del hotel-. Ahora más que nunca. Si las camarillas siguen atacándose mutuamente, el asesino estará de parabienes.
– Ajá.
Lucas se inclinó para quitarme los zapatos. Yo recogí la pierna para hacerlo yo misma, pero él hizo un gesto con la mano, me los quitó y luego abrió la cama. Comencé a quitarme la blusa. Me apartó las manos y lo hizo por mí.
– No es una coincidencia que Weber haya elaborado esa lista de víctimas potenciales -dije-. Lo hizo para alguien. Tenía acceso a los archivos y sabía cómo extraer los datos. Si podemos tomar contacto con el espíritu, podrá conducirnos al asesino… u orientarnos en la dirección correcta.
– Ajá.
Lucas me quitó la falda y la dobló.
– Conozco algunos buenos nigromantes. Por la mañana podemos llamar a alguno.
Lucas me tapó las piernas con las mantas.
– Ajá.
– Lo primero que tenemos que hacer es…
Y caí en un profundo sueño.
Estaba en un bosque, haciendo una ceremonia con Lucas. Alguien golpeó con fuerza una puerta, algo que, por supuesto, parecía extraño en aquellas circunstancias, pero mi cerebro, quizás reconociendo que estaba dormida, pasó por alto lo ilógico, y mi yo del sueño le gritó al intruso que nos dejara en paz.
Otro golpe en la puerta, triple y más fuerte esta vez. El bosque se evaporó e intenté sentarme en la cama. Los brazos de Lucas me rodearon, sujetándome delicadamente.
– Shhh -susurró-. Vuelve a dormirte.
Otro golpe en la puerta. Yo pegué un salto, pero él hizo como si no hubiese oído.
– Ya se irán -dijo.
Y así fue, efectivamente. Me apreté contra su pecho desnudo. El sueño tiraba de mí. Me entregué y sentí que iba hundiéndome nuevamente en él cuando sonó el teléfono de la mesilla de noche.
– No hagas caso -susurró Lucas.
Cinco llamadas. Luego, silencio. Volví a relajarme, me estiré… Da-da-di. Da-da-di.
– ¿Eso no es…? -balbuceé en medio de un bostezo.
– Es mi teléfono móvil. -Suspiró-. Tendría que haberlo apagado. Seguramente es mi padre. Voy a contestar y a librarme de él. A lo mejor puedo alcanzarlo… -Se retorció y volvió a suspirar-. Lógicamente, no.
Se deslizó de la cama y sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta. El tono de su voz cambió, y supe que no era Benicio. Me acomodé sobre las almohadas. Su mirada se dirigió hacia mí, con las cejas fruncidas.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Sí, bueno, tu capacidad para elegir el momento oportuno es… interesante -dijo al teléfono-. Un momento, por favor. -Puso la mano sobre el teléfono-. Es Jaime.
– ¿Tú la llamaste?
Negó con la cabeza.
– Se ha enterado de lo que ocurrió hoy y cree que podría sernos de ayuda. Está fuera.
Retiré las mantas y me levanté de un salto.
– Perfecto. No sería ella mi primera elección, pero cuanto antes nos pongamos en contacto con Weber tanto mejor.
Lucas abrió la boca, como para discutir, pero la cerró y le dijo a Jaime que enseguida estaría con ella.
Despertando a los muertos
Dado que no habíamos cenado y que todo indicaba que no íbamos a volver a la cama muy pronto, Lucas fue a buscarnos algo de comer. Ya se había ido antes de que yo terminara de vestirme. Un rápido cepillado de cabello y un lavado de cara y ya estaba presentable, pero nada más. Cuando vi a Jaime que iba y venía, midiendo con sus pasos la alfombra de la antecámara, mi primer pensamiento fue: «Caray, tiene casi tan mal aspecto como yo».
Vestida con vaqueros y una camiseta, sin maquillaje, Jaime estaba muy lejos de parecer una celebridad del espectáculo. Aunque en un principio yo le había echado poco más de treinta y cinco, Lucas decía que había cumplido los cuarenta hacía un par de años. Hoy acusaba esa edad. Tal vez ese aspecto descuidado era intencional, un disfraz que le permitía evitar que la reconocieran…, aunque no me había dado la impresión de ser de las que evitan que las reconozcan.
Entré en la habitación, tratando de caminar con firmeza.
– ¡Jesús! ¿Estás bien? -preguntó.
Se apresuró a ayudarme, pero yo le indiqué con la mano que no era necesario.
– Por supuesto que no estás bien -continuó-. He oído lo que ocurrió en California. Debería haberlo pensado…, puedo hablar con Lucas si quieres volver a dormir.
– Estoy bien. -Consideré la posibilidad de sentarme en el sofá, pero me pareció que el sillón reclinable me ofrecería más apoyo-. ¿Así que te has enterado de lo del juicio?
Jaime se mantuvo a mi lado hasta que estuve sentada, y luego se dejó caer en el sofá.
– Los chismes de las camarillas vuelan más rápido que un espíritu asustado. Le pedí al tipo que me tomó declaración que me llamara cuando hubiese un veredicto, pero todavía no he tenido noticias de él. Es probable que no las tenga nunca. Soy una nigromante non grata para las camarillas.
– ¿De verdad? Siendo tu abuela quien era, deberían considerarte un fichaje de primera clase, pues bien sabe Dios que se cuidan mucho de ofender a quienes puedan serles de utilidad.
Jaime se retorció los rizos con los dedos.
– Bueno, no soy precisamente la nigromante que fue mi abuela. Y, por supuesto, la imagen que doy no gusta demasiado a las camarillas. Cuando empecé a tener fama, querían que cancelara mis actuaciones. Lucas me ayudó con eso. Ahora me dejan en paz.
La cerradura de la puerta hizo un clic. Lucas la abrió con el pie, ocupadas ambas manos con una bandeja de alimentos. Jaime lo observó por un momento mientras se afanaba, y luego se puso de pie de un salto y se acercó a echarle una mano.
– ¡Hummm…!, eso huele de primera -dije-. ¿Sopa?
– Sopa de pescado. No exactamente del nivel a que estás acostumbrada, pero se trataba de esto o de guisantes.
– Has elegido bien. -Levanté un vaso de cristal de líquido rojo rubí-. ¿Vino?
– No mientras estés tomando esto -dijo colocando mi frasco de medicación sobre la bandeja-. Es zumo de arándanos. El postre es natillas, una alternativa más atractiva que el budín.
Le sonreí.
– Eres el mejor.
– Sin duda -dijo Jaime-. La última vez que estuve enferma, el tipo con el que estaba saliendo me trajo una botella de gaseosa… y esperaba que se lo retribuyera.
Lucas le pasó a Jaime una taza y unas segundas natillas que tomó de mi bandeja.
– Si quieres alguna otra cosa, la cocina estará abierta unos minutos más. -Junto al café colocó un platito con recipientes de crema y azúcar-. Y no, no es preciso que me lo retribuyas.
– No cabe duda de que salgo con los tipos equivocados.
Lucas comenzó a desenvolver su sandwich y luego se interrumpió.
– ¿Queréis que comamos en el camino?
– Diez minutos no van a suponer una gran diferencia. Cómete tu sandwich y luego nos vamos.
– ¿Irnos adónde? -preguntó Jaime.
Le comenté las pruebas que teníamos contra Weber y que estábamos seguros de que él había conseguido esas listas para el asesino.
– La única manera de descubrir quién quería esas listas es hablando con Weber. Y tú eres la que puede hablar con él. ¿Te parece bien?
– Sí, claro… ¡Cómo no! Creí que empezaríamos poniéndonos en contacto con Dana otra vez, pero bueno, me parece que tiene más sentido que lo hagamos primero con el Weber ese. Sabemos dónde está enterrado, ¿verdad?
– Oh, estoy seguro de que todavía no lo han enterrado -dije.
– Sí lo han enterrado -dijo Lucas-. Son las normas de las camarillas. Entierran a sus muertos inmediatamente.
Jaime afirmó con la cabeza.
– Si no, sería como abrir la puerta de Tiffany's e irse a pasar la noche en casa.
Lucas captó mi mirada, que expresaba confusión.
– Los nigromantes consideran que los restos de los sobrenaturales son reliquias sumamente valiosas.
– Así es -respondió Jaime-. Otra gente va al mercado negro para conseguir DVDs y diamantes. Nosotros los nigromantes solemos comprar partes de cuerpos en descomposición. Otra razón por la que todos los días doy gracias por este don increíble que he recibido. -Rebañó la cazuelita de natillas y chupó la cuchara-. Bueno, esto no era exactamente lo que yo tenía pensado para la noche, pero que así sea. Ya es hora de despertar a los recientes difuntos.
Jaime acababa de terminar su último show en Orlando cuando llegaron a sus oídos las últimas noticias sobre Weber. Entonces alquiló un coche para hacer el viaje de trescientos veinte kilómetros hasta Miami, de modo que ahora teníamos un vehículo. Lucas condujo porque era el único que sabía dónde encontrar el cementerio. Pero, como pronto descubrí, no era ésa la única razón. Cuando llegamos a los aledaños de Miami, Jaime se cubrió la cara con un antifaz para dormir. Al principio pensé que iba a echar un sueñecito. Luego comprendí que permitir que un nigromante supiera dónde enterraba a sus muertos una camarilla constituía una grave infracción de seguridad. No es que yo imaginara a Jaime recorriendo un cementerio iluminado por la luna pala en mano, pero la tuve aún en mayor estima cuando advertí que se vendaba los ojos para no poner a Lucas en una situación comprometida.
La Camarilla no enterraba a sus muertos en un cementerio municipal… ni en ningún otro cementerio reconocible. Lucas condujo el automóvil más allá de los límites de la ciudad y luego dio tantas vueltas que yo también me sentí perdida aun sin tener los ojos vendados. Por fin, salió del camino y tomó un angosto sendero de tierra que estaba flanqueado a ambos lados por pantanos. Más de un kilómetro después, el sendero llegaba a su fin. Miré por la ventanilla.
– ¿Es éste el cementerio? -pregunté.
Lucas dijo que sí con la cabeza.
– No favorece mucho las visitas, pero los caimanes suelen desalentar a los intrusos.
– ¿Caimanes? -Jaime se quitó el antifaz-. ¡Dios mío, estamos en medio de los malditos Everglades!
– Para ser precisos, en la periferia. Los Everglades están constituidos principalmente de llanuras cubiertas de juncias, y no de tierras pantanosas como las que veis aquí. Éste sería el pantano Big Cyprus, que se encuentra técnicamente ubicado fuera del Parque Nacional Everglades.
– Bueno, lo diré entonces de otra manera. ¡Dios mío, estamos en medio de un maldito pantano!
– A decir verdad…
– No lo digas -dijo Jaime-. No estamos en medio de un pantano, estamos en un lateral, ¿no es verdad?
– Sí, pero iremos hasta el medio, si eso te hace sentir mejor.
– Oh, créeme, me hace sentir mucho mejor. -Echó un vistazo a la oscura confusión de árboles, plantas colgantes y agua estancada-. ¿Cómo diablos vamos a meternos en el medio?
– Tenemos que usar el bote inflable. -Lucas me miró-. Si ves un caimán, tu nuevo hechizo de shock debería resultar altamente disuasorio.
– Estupendo -dijo Jaime en voz baja-. ¿Y qué se supone que debemos hacer nosotros, los que no tenemos la posibilidad de lanzar hechizos? ¿Correr para salvar el pellejo?
– Yo no lo aconsejaría. Un caimán mediano es más veloz que cualquier ser humano. Ahora bien, Paige, si pudieras lanzar un hechizo de luz podríamos ir hasta donde se encuentra el bote.
Lo siento. Aquí no hay vírgenes
Tras muchos esfuerzos por hacerlo arrancar, Lucas nos persuadió de que era seguro subir al bote e iniciamos el recorrido que nos llevaría al cementerio. El camino me recordó a un Túnel de los Horrores al que fui una vez, uno de esos en los que se viaja en total oscuridad. No hay nada que se te eche encima, pero eso no lo hace menos terrorífico, porque durante todo el tiempo estás tenso, esperando que se produzca el susto mayúsculo. Nunca he comprendido bien el atractivo de provocarse intencionadamente un susto que lo lleve a uno a conductas ridículas, pero en tales recorridos al menos sabes que no hay nada que pueda hacerte daño. Esto no ocurría en los Everglades. Estaba oscuro y olía mal, e íbamos a gran velocidad bajo ramas de las que colgaban enredaderas viscosas que nos rozaban el cuello como dedos de fantasmas. Dondequiera que se mirase, se veían árboles y agua, kilómetros y kilómetros de ambas cosas en todas las direcciones. Es cierto que no hay peligro de ahogarse. Antes actuarían los caimanes.
No me pregunten cómo sabía Lucas adónde se dirigía. La combinación de mi hechizo de iluminación y el farol del bote no iluminaba más de tres o cuatro metros por delante de nosotros. No obstante, a pesar de la falta de indicadores obvios, Lucas conducía el bote con pericia entre tantas curvas. Unos veinte minutos después, disminuyó la marcha.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Hemos llegado.
– ¿Adónde demonios hemos llegado? -preguntó Jaime, apoyándose en la borda del bote-. Lo único que veo es agua.
Lucas condujo el bote algunos metros más, lo varó de costado y luego lo amarró con un cable. Dirigí mi bola de luz más allá de su cabeza y vi una pequeña loma cubierta de hierba que surgía del agua como el lomo de un brontosaurio dormido.
– ¿Podemos bajarnos? -pregunté.
Nos indicó que sí con un movimiento de cabeza.
– Pero no os apartéis del sendero. Y tratad de evitar los charcos de agua.
– Déjame adivinar -dijo Jaime-. ¿Pirañas?
– Estamos más al norte. Pero hay mocasines de agua y víboras de coral.
– ¿Y a que son venenosas?
– Muy venenosas.
– ¿Hay algo más que debamos saber? ¿Leones, tigres y osos, quizás?
– Hay todavía, según creo, algunos osos negros en el pantano, pero no en las proximidades de esta zona. En cuanto a felinos depredadores, si bien he oído que se han avistado gatos monteses, personalmente sólo he visto una pantera.
Afortunadamente, no encontramos ningún caimán, ni tampoco mocasines de agua, osos o panteras. De vez en cuando oía el ruido de algo que caía al agua, tal vez algún pez de gran tamaño. Si no era eso…, bueno, por la noche el sonido se oye desde lejos, de modo que fuera lo que fuese se encontraría seguramente a varios kilómetros…, o eso me decía a mí misma.
El sendero serpenteaba a lo largo de una o dos hectáreas de terreno lo suficientemente seco como para poder caminar, como la tierra después del deshielo de primavera, cuando uno no sabe si ponerse zapatos o seguir con las botas. El perímetro estaba bordeado de cipreses, esos espectros nudosos, lánguidos y festoneados de moho que caracterizan a los Everglades. A medida que el terreno se elevaba y se tornaba más seco, la vida vegetal se poblaba de pastos, árboles de hoja caduca y matas esporádicas de orquídeas blancas.
Lucas apartó una cortina de ramas de sauce y nos introdujo en un sector que había sido parcialmente limpiado.
– Cementerio de la Camarilla número dos -dijo-. Reservado para los criminales ejecutados y las desafortunadas víctimas de lo que la Camarilla gusta de denominar como «daños colaterales».
– Veo que han ahorrado dinero en lápidas -dije, observando el terreno carente de señales-. ¿Cómo diablos vamos a encontrar…? No, un momento, allí hay tierra recién removida, de modo que es donde deben de haber enterrado a Weber. Oh, un momento, allí hay otra tumba recién cavada…, y allí hay otro lugar que parece bastante fresco también. Maldición. Deben de contratar sepultureros a jornada completa.
– Aquí el terreno se seca muy lentamente, de modo que la mayor parte de esas tumbas no son tan nuevas como parecen, aunque sospecho que las tres han sido excavadas este mes. En cuanto a encontrar la tumba de Weber, no es realmente necesario para comunicarse con los muertos recientes, una proximidad relativa es tan satisfactoria como la absoluta.
– «Lo bastante cerca» sirve tanto en el juego de las herraduras como en la invocación a los muertos. -Jaime se frotó las palmas en sus vaqueros-. Muy bien, manos a la obra. ¿Por qué no dais una vuelta mientras yo me preparo?
Nos dirigimos hacia el extremo opuesto del cementerio. Durante los siguientes veinte minutos permanecimos sentados en la oscuridad, batallando contra los enjambres de mosquitos y otros insectos voladores casi invisibles.
Finalmente, Jaime nos llamó. Aunque estábamos a unos pocos metros del lugar de enterramiento que suponíamos era el de Weber, no teníamos intención de hacer realmente nada con su cuerpo. La comunicación con los muertos, afortunadamente, no requiere exhumarlos. Los nigromantes sin duda pueden hacer que un espíritu retorne a su cuerpo físico, pero, tras haberlo visto hacer en una ocasión, nunca he querido repetir la experiencia. La mayor parte de los nigromantes se comunican con los muertos de otras maneras. Jaime ya había decidido que volvería a utilizar la canalización, como había hecho con Dana. La canalización era más difícil que otras formas de comunicación, pero nos permitiría comunicarnos directamente con Weber.
También esta vez encendió Jaime un incensario con verbena, ya que Weber probablemente entraba en la categoría de espíritu traumatizado. Junto al incensario con verbena había otro con corteza de cerezo silvestre y hierba mate seca. Era una mezcla de expulsión, utilizada para echar a los espíritus perturbadores. Cuando se hace una llamada en un cementerio, es perfectamente posible que aparezcan espíritus no invitados. Por el momento, la mezcla permanecería sin encender, pero Jaime tenía junto a ella una caja de fósforos abierta, lista para utilizarla.
Cuando estuvimos listos, Jaime cerró los ojos e invitó al espíritu de Weber a reunirse con nosotros. No fue un simple: «Hola, sal de ahí». Invitar a un espíritu requiere una larga inducción, y nos preparamos para eso, sabiendo que podría llevar un cierto tiempo.
Después de unos dos minutos, el suelo vibró. Jaime se detuvo en medio de una invocación, con las manos levantadas.
– Eh, decidme que no habéis sentido eso.
– Aquí el suelo puede ser un poco inestable -explicó Lucas.
Le dirigí una mirada.
– ¿Inestable como para ir a parar al pantano en cualquier momento?
– No, la Camarilla ha tomado sus precauciones para asegurar que el cementerio no se hunda en los Everglades hasta que esté completamente lleno. Sin embargo, no se descartan pequeños desplazamientos. Continúa, por favor.
Antes de que Jaime pudiese continuar, la tierra volvió a sacudirse. Puse la mano en el suelo, que vibraba como la cuerda de un piano cuando el afinador la tañe. Jaime cogió la caja de fósforos y encendió el incensario que contenía las hierbas repelentes. El suelo dio una sacudida tremenda, tan violenta que me habría caído de lado si Lucas no me hubiese sostenido. Detrás de Jaime, la rama de un roble se agitó y luego saltó por el aire. La tierra se abrió expulsando terrones de suciedad como si fuera lava volcánica.
– ¡Dios santo! -exclamó Jaime, corriendo hacia nosotros-. Sé muy bien que eso no es obra mía.
Un trozo de césped se enroscó sobre sí mismo como cuando se abre una lata de sardinas, dejando expuesto un profundo pozo rectangular. Del fondo provenían sonidos como los que produce algo que araña y escarba.
– Sugiero que no esperemos a ver lo que se encuentra ahí -dijo Lucas.
Cada uno de nosotros agarró algo del equipo de Jaime. Cuando nos volvíamos para salir corriendo, la cosa que se hallaba en el pozo se levantó y, a pesar del consejo de Lucas, hasta él se detuvo a mirar. Un cadáver levitaba sobre la tumba. Era el de una vieja de largo cabello gris, vestida con una túnica de hospital. Su carne se había secado, más que podrido, con lo que me recordó a esas momias de las ciénagas inglesas.
El cuerpo rotó noventa grados, hasta que sus pies nos apuntaron. Por un momento, se mantuvo así. Luego, repentinamente se sentó, y sus ojos se abrieron.
– ¿Quién se atreve a perturbar mi descanso eterno? -tronó una voz masculina y profunda con acento escocés.
Jaime retrocedió pasando a nuestro lado. Comencé a seguirla, y advertí entonces que Lucas no se había movido. Le tiré de la chaqueta.
– Eh, Cortez, me parece que ésa es nuestra señal para salir corriendo.
– Si bien no me opongo al concepto general, tal vez en este caso no se justifique.
– ¡No murmures, mortal! -tronó el cadáver-. Os he hecho una pregunta. Quién se atreve…
– Sí, sí, ya lo he oído -respondió Lucas-. No obstante, teniendo en cuenta que no hemos venido a perturbarte a ti, sino que más bien has respondido a una invitación que se le había hecho a otro, creo que eres tú quien debe identificarse.
– ¿Estás loco? -susurró Jaime-. ¡Déjalo en paz!
– Repito -dijo Lucas-. Por favor, identifícate.
La cabeza del cadáver cayó hacia atrás con un crac espantoso, giró luego describiendo un círculo completo, con lo que la carne que rodeaba el cuello se partió en pedazos, y lanzó un gemido fantasmal que resonó en los Everglades.
– Ah, El Exorcista, si no me equivoco -murmuró Lucas-. Una entidad que muestra semejante aprecio por la cultura pop contemporánea es de admirar. -Levantó la voz para que pudiera oírse por encima de los gemidos-. Tu nombre, por favor.
– ¡Mi nombre es guerra! ¡Mi nombre es pestilencia! ¡Mi nombre es miseria y dolor y tormento eterno!
– Tal vez, pero como forma de presentación, es un poco incómoda. ¿Cómo te llaman tus amigos?
– Esus -dije yo.
El cadáver se volvió hacia mí y se sentó más derecho.
– Sí, gracias a vosotros. -Miró fijamente a Lucas-. La bruja sabe quién soy.
– Y, al parecer, tú sabes quiénes somos nosotros -replicó Lucas.
– Yo soy Esus. Lo sé todo. Te conozco a ti, conozco a la bruja y conozco a la nigromante. -Observó a Jaime-. He visto tu función. No está mal, pero podría tener un poco más de emoción.
La voz de Esus había perdido su resonancia oratoria y se había acomodado a una extraña mezcla de dialecto escocés y estadounidense: el discurso de un espíritu antiguo que sentía placer en adaptarse a los tiempos. Jaime se acercó y se puso a nuestro lado.
– De modo que tú eres un…
– Una deidad druida -repuse yo-. Esus, dios de los bosques y las aguas.
– Me agrada la bruja. Hablaré con la bruja.
– Y nosotros hablaremos con Everett Weber -dijo Lucas.
– No, no hablaréis con él. Os di la oportunidad de hablar con Weber, ¿y qué es lo que habéis hecho? Casi provocasteis que se lo cargara la banda de matones de una camarilla. ¿Pero interferí acaso? No. No intervine y permití que detuvieran a mi acólito, porque confié en que vosotros lo sacaríais de allí. -El cadáver levantó las manos-. Y, sí, lo hicisteis. ¡Pero muerto!
– Es verdad. -Me acerqué al cadáver redivivo tanto cuanto me atreví-. Pero, puesto que lo sabes todo, sabes también que no fue culpa nuestra. Hicimos cuanto pudimos con la información de que disponíamos.
El suspiro de Esus hizo volar trozos de carne marchita del cuello torcido del cadáver.
– Lo sé. Pero a pesar de ello no puedo dejaros hablar con Everett. Está un poco traumatizado en este momento, recién muerto y todo eso.
– Es comprensible -dije-. Pero realmente necesitamos hablar con él, y éste es el momento más oportuno.
– No puede ser, niña. Pide todo lo que quieras, pero no voy a cambiar mi decisión. Por supuesto, todo cuanto sabe Everett lo sé también yo, de modo que puedes preguntármelo. Aunque por supuesto, pagarás un precio.
– No, no -dijo Jaime-. No entraremos en tratos con el diablo. Sobre eso ya he aprendido una lección.
El cadáver la miró con ira.
– Yo no soy el diablo. Ni un demonio. Ni ningún fantasma grotesco. Yo soy… -Esus cruzó los brazos-. Un dios.
– Muy bien, entonces ¿qué es lo que quieres? -preguntó Lucas.
– ¿Qué crees que quiero? ¿Qué quieren todos los dioses? Un sacrificio, por supuesto.
– Dejaré el alcohol durante una semana -dijo Jaime.
– Ja, ja. Podrías utilizar un poquito de ese humor en tus funciones. A mi modo de ver, hay en ellas demasiada sensiblería. Una buena broma con algún cadáver de vez en cuando las haría más interesantes. Como dios druida, exijo un verdadero sacrificio. Un sacrificio humano. -Miró a Lucas-. Tú servirías.
– Seguro que sí. Pero nada de sacrificios humanos.
– Una cabra, entonces. Aceptaré una cabra.
Jaime miró a nuestro alrededor.
– ¿Te daría igual un caimán?
– Nada de sacrificar seres vivos -dijo Lucas-. De ninguna clase. A cambio de respuestas claras y comprensibles a nuestras preguntas te ofreceré cuarto litro de sangre.
– ¿Tuya?
– Por supuesto.
Esus contrajo los labios.
– Medio litro.
– Cuarto antes y cuarto después.
– De acuerdo.
Esus dio instrucciones para que preparásemos el círculo para el sacrificio. Luego ayudé a Lucas a sacarse la sangre. Sin remilgos. Había pasado muchas horas de voluntaria en clínicas de donantes de sangre, pero nuestros métodos esa noche fueron digamos que un poco más primitivos, ya que utilizamos un cortaplumas y un sostén. Como torniquete, no hay prenda de ropa que sea más adecuada, ni hay tampoco ninguna cuya falta se advierta menos. Y si llegaba a mancharse, bueno, nunca me he opuesto a la posibilidad de darle más atractivo a mi lencería.
Una vez que se hubo extraído la sangre, desaté el torniquete de emergencia y lo coloqué sobre la herida. Lucas levantó el brazo para disminuir el flujo, y luego se volvió hacia Esus.
– ¿Suficiente? -preguntó Lucas.
– Seda roja -dijo Esus-. Muy bonita. Imagino que hay unas bragas que hacen juego. -Su mirada se deslizó hacia mí, con una sonrisa que fue tornándose lasciva, lo cual, considerando que él estaba aposentado en el destrozado cadáver de una anciana, no era muy halagador-. Quizá me he equivocado de sacrificio.
– Lo siento, aquí no hay vírgenes -dije.
– A mí nunca me han atraído mucho las vírgenes. Y siempre preferiré la seda roja a las puntillas blancas. Podrías dejar aquí a la señorita bruja, y tú y yo…
Lucas se aclaró la garganta.
– ¿Qué es lo que puedes decirnos sobre el asesino?
– ¿Te asusta la competencia?
Lucas recorrió con una mirada intencionada la forma corpórea adoptada por Esus y dijo:
– No, realmente no.
– Bueno, ya encontraría yo un cuerpo mejor, por supuesto. -Esus se dirigió a mí-. ¿Rubio o moreno?
– Me gusta lo que tengo -dije-. Lo siento.
– Bueno, también puedo hacerlo. No le veo el atractivo, pero…
– Teníamos un trato -dijo Lucas-. Vamos a ver: encontramos listados con los nombres de jóvenes de las camarillas en el ordenador de Everett y un programa que seleccionaba víctimas potenciales. Lo que queremos saber es…
– Quién compró los datos -contestó Esus. Cerró los ojos y entonó un suave canturreo sosteniendo la nota durante unos segundos-. Lo que tú buscas puede hallarse en una tierra en la que no habitan ni los muertos ni los que viven eternamente. Como tú, aunque no como tú. Un cazador, uno que acecha, un corazón de animal en un…
Lucas se aclaró la garganta.
– Tal vez podrías definirlo de un modo claro y comprensible.
– Tal vez deberíamos definirlo de modo oscuro y aburrido. -Lucas le miraba sin responder, y Esus suspiró-. Vale, como tú quieras. Es terrestre. Humano. Ahora bien, hay información que ni siquiera el mismo Everett podría darte porque nunca ha visto a ese hombre. Lo vi fugazmente en el tribunal, cuando asesinó a ese muchacho. Los malditos chamanes de las camarillas me pusieron una barrera para mantenerme alejado, de modo que no pude ayudar a Everett. Estaba tratando de encontrar una grieta en el blindaje cuando el tipo cogió al chaval. Pero no pude verlo bien.
– ¿Por qué no? -preguntó Jaime-. Pensé que lo veías todo.
– Lo sé todo, pero no lo veo todo -respondió al instante-. Soy un dios, no Papá Noel.
– Pero si lo sabes todo… -empezó a decir ella.
La toqué con el codo para que guardase silencio. Dudaba que los dioses, incluso las deidades menores celtas, vieran con buenos ojos que se les señalaran sus limitaciones.
– Volvamos entonces a los archivos. ¿Cómo surgió ese asunto?
– Como surgen muchos trabajos. A través de la red. Después de que los Nast echaran a Everett…, ah, ¿y sabéis por qué lo echaron? Porque el amigo de un hechicero quería el trabajo para su cooperativa. Obviamente, a Everett no le sentó nada bien. Buscaba alguna venganza, y tal vez lo hizo demasiado público. Ese tipo se enteró, lo llamó y le preguntó a Everett si quería ganarse un dinero entrando en los archivos de empleados de las camarillas. Everett se imaginó que el tipo estaba buscando reclutar empleados de las camarillas. Es algo que ocurre todo el tiempo.
Asentí con un movimiento de cabeza.
– Entonces pidió los archivos de empleados de las camarillas Cortez, Nast y St. Cloud.
– No, quería las listas de las cuatro camarillas. Las correspondientes a los Cortez y los Nast, Everett podía obtenerlas fácilmente, puesto que había trabajado para ambas. Conocía a un empleado del Departamento de Informática de la Camarilla St. Cloud, de modo que también podía obtener esos archivos. Pero no tenía idea de cómo llegar a los de la Camarilla Boyd. El tipo no se preocupó. Dijo que las otras tres le bastarían; ya se ocuparía de los Boyd.
– Everett obtiene las tres listas, y entonces…
– Entonces quiere que Everett extraiga información sobre los hijos de los empleados. Y ése es el momento en que Everett supo que el tipo no estaba reclutando a nadie.
– No me digas -murmuró Jaime.
– No estoy defendiendo a Everett. Lo estropeó todo. Pero no es ni santo ni héroe. Le pudo la codicia, se asustó, y, entre una cosa y otra, se convenció de que podía haber alguna razón inocente por la cual el tipo pudiera querer la lista de los hijos de las camarillas que se habían ido de casa. Cuando esos chicos comenzaron a morir, ambos supimos que estaba en peligro. Si no lo cazaban las camarillas, lo haría el asesino, para eliminar los cabos sueltos. Cuando vi que iban tras Everett, le dije que se fuera con vosotros sin resistirse, porque conocía vuestra reputación y me imaginaba que buscaríais la verdad.
– Lo lamento -murmuré.
– Bueno, no se pudo evitar. Una vez que las camarillas tuvieron un sospechoso, no iban a permitir que nada tan inconveniente como la verdad se cruzara en su camino. Yo tendría que haberlo previsto.
– ¿Cómo le hizo llegar las listas a ese tipo? -pregunté.
– De una manera muy folletinesca. El individuo no es nada estúpido. Se comunicó por teléfono, no le proporcionó ningún modo de ponerse en contacto con él, le dijo a Everett dónde dejar las listas impresas. Cuando Everett dejó las listas, allí había dinero en efectivo esperándolo.
– De modo que había dos listas -dije-. Una de los chicos escapados de las camarillas, los objetivos fáciles. Y luego otra de los hijos de los guardaespaldas personales, para probar que si podían acercarse a los guardaespaldas, podía llegar igualmente a los mismísimos CEOs. De allí saltó derecho a las familias…
– No, había una tercera lista. Everett la hizo por separado. Después de que el individuo descubriese que había sólo dos nombres en la segunda lista, quiso saber los de los hijos de los empleados personales de los CEOs.
– Es probable que su intención original fuera la de quedarse con la tercera lista -dijo Lucas-. Pero la reunión de las familias de las camarillas para el juicio le proporcionó la oportunidad perfecta para trepar más rápido.
– Y ahora que ha golpeado en lo más alto, allí es donde va a quedarse -dijo Esus-. Volver al asesinato de los hijos de simples empleados le supondría admitir que pretendió abarcar más de lo que podía. De aquí en adelante, será la familia de un CEO o nada. Más vale que se guarde las espaldas, señor.
– Dudo que vaya a por un adulto, mientras tenga un buen número de víctimas adolescentes donde elegir. Por alguna razón se está dirigiendo a los chicos, y no sólo porque sean los blancos más fáciles.
– Quiere hacer daño -nos dijo Esus-. Tu hombre está resentido por algo que le hicieron las camarillas, y ahora quiere que paguen por ello.
Lucas hizo a Esus unas cuantas preguntas sobre las fechas y las horas de las llamadas telefónicas, etcétera, le dimos después su cuarto litro final y nos despedimos.
Emisaria
Si Esus no hubiese insistido en que la sangre fuera de Lucas, yo habría dado con gusto el segundo cuarto litro, por razones tanto personales como prácticas. En el aspecto práctico, no teníamos ni alimentos ni bebidas que pudiesen subir el nivel de azúcar en la sangre de Lucas después de la «donación», y era él quien tenía que conducir el bote de vuelta al embarcadero. Si bien yo no podía conducir un bote, podía manejar el automóvil, e insistí en hacerlo desde el muelle hasta los límites de Miami, donde Jaime se quitó la venda de los ojos y me sustituyó. Logramos mantenernos despiertos hasta aproximadamente dos segundos después de haber caído redondos en la cama, poco más tarde de las cuatro de la madrugada.
Dado que se había hecho tan tarde para cuando volvimos al hotel, Jaime durmió en el sofá de nuestra suite. Cuando a la mañana siguiente, ya tarde, me desperté, encontré una nota que me había dejado Lucas. Tenía la esperanza de encontrar pruebas tangibles que vincularan a Weber con el asesino, ya fuese en sus registros telefónicos o en sus efectos personales, estos últimos disponibles en Miami, adonde habían sido trasladados para las investigaciones anteriores al juicio.
Además de la nota, Lucas había dejado un vaso de agua, dos calmantes y los ingredientes necesarios para confeccionar un nuevo emplasto para la herida de mi estómago. Aunque me costara admitirlo, lo necesitaba…, ya que de otro modo no creo que hubiera estado en condiciones de levantarme de la cama esa mañana. Aun así, tuve que quedarme recostada durante veinte minutos, esperando que las píldoras y el hechizo terciario de curación hicieran su efecto. Cuando pude moverme, me di una ducha, me vestí y me dirigí a la sala de nuestra suite, esperando que Jaime estuviese todavía dormida. Pero no, estaba leyendo una revista, recostada en el sofá.
– Estupendo, ya estás levantada -dijo-. Vamos a comer algo.
– ¿Proveerse de combustible antes de emprender el camino? Buena idea.
– Hummm, sí. -Cogió su cepillo, se inclinó hacia delante y comenzó a pasárselo a contrapelo-. ¿Te gusta la comida cubana?
– No estoy segura de haberla probado.
– No puedes irte de Miami sin probarla. He visto que hay un bonito chiringuito cerca de la clínica.
– ¿La clínica?
– Sí, la clínica donde está Dana.
Jaime continuó cepillándose el cabello desde las raíces, con lo cual se cubría la cara y cualquier expresión que se le reflejara en los ojos. Comenzó a ocuparse de un enredo inexistente. Esperé. Le di diez segundos. A los cuatro segundos habló.
– Ah, ya que vamos a estar tan cerca, podemos hacer un alto y ver cómo le está yendo a Dana. Quizás podríamos tratar de tomar contacto con ella nuevamente.
Jaime se echó el pelo hacia atrás y se cepilló la parte de arriba, permitiéndose al mismo tiempo una rápida mirada para ver cómo reaccionaba yo. Me había preguntado por el motivo que la había llevado a reunirse nuevamente con nosotros. De algún modo dudaba yo que hubiese oído las noticias relativas a Weber y pensado: «Oh, tengo que volar a Miami para echar una mano». La noche anterior había mencionado que deseaba tomar contacto con Dana, y ahora me daba cuenta de que ése era probablemente el verdadero motivo por el que había regresado, porque se sentía culpable de haberle dicho a Dana cosas inexactas y quería hablar con ella una vez más. Eso no serviría ya de ninguna ayuda en el caso, pero sí podía ayudar a que el alma de Dana descansara en paz, y también a que Jaime se quedase tranquila. Bueno, era poco lo que yo podía hacer allí hasta que volviese Lucas. De modo que hice mi llamada de las once en punto a Elena, y me fui con Jaime.
– Ya no está -dijo Jaime, echando su amuleto junto a la forma inmóvil de Dana-. Maldito adiestramiento de orientación.
– ¿Orientación? -pregunté.
– Así lo llamo yo. Otros nigromantes le dan nombres más fantasiosos. Para que todo suene muy místico, ya sabes. -Jaime se friccionó la parte de atrás del cuello-. Después de que un espíritu hace el cruce, tienes uno o dos días, a veces tres, para tomar contacto con él. Después, el Carruaje de Bienvenida de los espíritus se lo lleva y le muestra cómo funcionan las cosas. Durante ese período, el espíritu está en un vacío. Se cierra algún tipo de puerta psíquica y puedes gritar hasta desgañitarte si quieres, que no podrán oírte.
– Algo sé de eso -dije-. Después puedes tomar contacto, pero es más difícil que si lo hubieras hecho durante los primeros dos días.
– Porque sencillamente han aprendido a decir «no» a los nigromantes pesados. Tras ese período somos tan bienvenidos como los vendedores de enciclopedias. Es preciso molestarlos una y otra vez, hasta que nos escuchan tan sólo para librarse de nosotros. A menos que sean ellos los que quieran algo, entonces nos volverán locos a nosotros, hasta que los escuchemos. -Jaime se pasó la mano entre los cabellos-. Eso no tiene sentido. Si está adiestrándose, ¿por qué, entonces… -Se recogió el pelo y se hizo una cola de caballo-. No tendrás un pasador, ¿verdad?
– Siempre llevo -dije, buscando en mi cartera-. Con este pelo es bueno estar preparada. Basta una mínima llovizna o un poco de humedad, y no hay más remedio que hacerse una cola de caballo.
– ¿Así que tus rizos son naturales?
– Por supuesto que sí. Yo no pagaría por eso.
Se rió y se puso el pasador en el pelo.
– ¿Ves? Yo sí pagaría. ¡Qué ironía!, ¿verdad? Las chicas que tienen el pelo rizado lo quieren liso, y las que lo tienen liso lo quieren rizado. Nadie está contento. -Se miró en su espejo de bolso-. Pasable. ¿Estás lista para el almuerzo?
Volví a poner mi silla en el lugar que le correspondía en el otro lado de la habitación.
– ¿Qué decías antes? ¿Acerca de algo que no tenía sentido?
– ¿Eh? Oh, no hagas caso de lo que digo. Son cosas absurdas. No olvides que querías ver a la enfermera antes de irnos.
Según la enfermera, esperaban a Randy MacArthur para dentro de dos días. Eso me hacía sentir mejor. Puede que Dana no retornara, pero le ayudaría saber que su padre había ido a verla. No le habíamos dicho a nadie que Dana ya se había ido. Si callarse significaba que permanecería con el respirador el tiempo suficiente para que su padre la viera viva por última vez, ella, merecía sin duda que guardáramos silencio.
Cuando salimos de la clínica, me fijé en que había un hombre calvo que, sentado en la acera de enfrente, leía un diario. Cuando bajamos por la calle, nos observó por encima del periódico. No había nada de raro en eso, estoy segura de que Jaime atraía muchas miradas. No obstante, después de que hubimos recorrido media manzana, se me ocurrió mirar por encima del hombro y vi que el hombre caminaba detrás de nosotras al otro lado de la calle, manteniéndose a una distancia de unos diez metros aproximadamente. Cuando doblamos la esquina, él hizo lo mismo. Se lo mencioné a Jaime.
Se dio la vuelta y miró al hombre.
– Sí, a veces me pasan estas cosas, por lo general por parte de tipos que tienen el aspecto de ése. Me reconocen, me siguen un rato mientras se arman de valor para decirme algo. Hubo una época en que habría sido capaz de matar para conseguir la atención de los hombres. Ahora, en algunas ocasiones, no es más que… -Se encogió de hombros sin terminar la frase.
– Una especie de molestia.
Dijo que sí con la cabeza.
– Son los inconvenientes de la fama. Una se pasa años tratando de alcanzarla, soñando con ella, pasando hambre para tenerla. Luego, te llega, y poco después te oyes a ti misma quejándote a gritos por la falta de privacidad y piensas: «Perra ingrata. Tienes lo que querías y no estás contenta». Y ahí es donde entra el terapeuta. O eso, o empiezas a medicarte hasta convertirte en Betty Ford.
– Me lo imagino.
Su mirada se dirigió a mí y dijo que sí con la cabeza. Caminamos en silencio durante un minuto y volví a mirar por encima del hombro.
– ¿Qué te parece si pasamos del restaurante cubano? -dijo-. Podríamos ir en coche a algún otro lugar y así nos quitamos de encima al admirador.
– Claro. ¿Te ocurre muy a menudo?
– ¿Es tres o cuatro veces por semana muy a menudo?
– ¿Hablas en serio?
Afirmó con la cabeza.
– Ahora, tengo que admitirlo, la mayoría no son admiradores de mediana edad, sino simplemente personas que quieren que yo tome contacto con alguien en su nombre. No hago consultas privadas, pero la gente no se lo cree. Creen que simplemente no están ofreciendo suficiente dinero. Por ejemplo, en cierta ocasión, una mujer amiga de Nancy Reagan… Te acuerdas de Nancy Reagan, ¿no?…, ¿o eras demasiado joven?
– Tenía obsesión por los médiums. -Lo había leído en alguna parte, ya que durante la administración Reagan yo iba a la guardería, pero dudaba que a Jaime le agradara que le recordara nuestra diferencia de edad.
– Bueno, Nancy tenía una amiga… ¿Es aquí donde hemos aparcado?
– En el siguiente.
– ¡Ay, Jesús! ¡Cuánto me falla la memoria últimamente…! Cada vez tengo más lagunas.
Entramos en el aparcamiento. Aunque era mediodía, la estrecha franja de terreno estaba rodeada de edificios muy altos que la envolvían en sombras.
– ¿Qué? ¿Tanto les cuesta poner un poco de luz? -dijo Jaime, mirando de soslayo la zona, que estaba medio vacía-. Bueno, nuestra ciudad ocupa sólo el segundo lugar en los índices de criminalidad del país. Cuando lleguemos a ser los primeros, lo celebraremos sembrando la ciudad de luces de seguridad.
– Voy a echar un hechizo de iluminación -murmuré-. Pero oigo pasos.
Mientras Jaime miraba por encima del hombro, se oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Ambas dimos un respingo.
– No he visto que ningún automóvil girara en esta dirección, ¿y tú? -pregunté.
Negó con la cabeza.
Yo miré a mi alrededor, pero no vi a nadie.
– Vamos a… -empezó a decir Jaime.
El ruido de otra puerta que se cerraba la interrumpió. Miró en dirección al lugar de donde provenía el ruido y soltó un exabrupto en voz baja.
– Camina rápidamente y no mires -susurró-. Hay dos tipos muy grandotes que vienen hacia nosotras.
– ¿Cómo de grandes?
– Muy grandes.
Me detuve y giré sobre mis talones.
– Hola, Troy. -Troy se puso las gafas de sol en la cabeza.
– Hola, Paige. Morris, ésta es Paige.
El guardaespaldas temporal era el mismo que había estado en el tribunal el día anterior. Era varios centímetros más bajo que Troy, más ancho de espaldas, y negro, lo que destruía el efecto de guardaespaldas siameses. Morris compartía, eso sí, la característica de Griffin de tener cara de piedra y respondió a la presentación con un movimiento de cabeza tan abrupto que pensé que a lo mejor tenía hipo.
Nuestro cazador de mediana edad cruzó el aparcamiento y se dirigió a un Mercedes. Troy lo saludó levantando una mano. El hombre devolvió el saludo, confirmando lo que yo había sospechado, que era un empleado de la Camarilla enviado para seguir no a Jaime, sino a mí.
Completé las presentaciones con Jaime. Troy sonrió y le dio la mano.
– La nigromante famosa -dijo-. Encantado de conocerla.
– Ah, gracias -dijo Jaime metiéndose subrepticiamente la parte de atrás de la camiseta bajo el cinturón-. Así que supongo que ustedes son personal de seguridad de la Camarilla…
– Los guardaespaldas de Benicio -dije-. Supongo que el jefe está en su lujoso utilitario esperándome.
– Sí, otra ciudad, el mismo plan. Ya te lo he dicho, me gusta la rutina.
– ¿Benicio Cortez? ¿Aquí?
Jaime le echó una mirada al Cadillac.
– ¡Madre mía!
– No te admires tanto -dije-. Ahora viene la parte tediosa. Tengo que enviar a Troy a que le diga a Benicio que yo quiero que venga él aquí, entonces él insistirá en que vaya yo a donde está él, y el pobre Troy hace su dosis de ejercicio diario corriendo del uno al otro.
Troy sonrió.
– Es cierto, pero lo bueno del caso es que no se trata de ninguna rutina. La mayoría de las veces, cuando digo que el señor Cortez quiere hablar con alguien, la gente me pasa por encima tratando de llegar hasta él.
– Se está haciendo tarde, de modo que déjame facilitarte el asunto. Espera aquí y veré qué es lo que quiere.
Me dirigí al coche, golpeé la ventana trasera e hice una señal para que el chófer la bajara. En lugar de ello, Benicio abrió la puerta.
– Ven por el otro lado y entra, Paige.
– No, gracias. -Mantuve abierta la puerta y me quedé de pie en el hueco-. Déjeme adivinar. La clínica lo llamó cuando yo entré, y entonces usted hizo que uno de sus guardias de seguridad se quedara fuera y me siguiera cuando salí.
– Yo quería hablar…
– No he terminado. Lo que quiero señalar es que en el momento en que usted recibió esa llamada supo que Lucas no estaba conmigo, y él ya le había dicho que no le agradaba la manera en que usted me había abordado en Portland. De modo que ahora, precisamente cuando con toda probabilidad él se encuentra más disgustado que nunca con usted, decide sin embargo que es un buen momento para seguirme hasta un aparcamiento vacío, arrinconarme y obligarme a hablar con usted.
– Me agradaría hablar…
– ¿Es que estoy hablando sola? ¿Ha oído lo que le acabo de decir? No, olvídelo. Continúe, siga hablando, y entonces Lucas se enterará, y usted podrá ahorrarse un sitio en la mesa para la cena de Navidad durante los próximos veinte años. -Traté de dejarlo en ese punto, pero no pude evitar añadir-: ¿Sabe usted lo disgustado que está Lucas en este momento?
– El hecho de que mis llamadas telefónicas estén bloqueadas me da una buena idea. Quiero explícaselo, pero no puedo hacerlo si él no quiere hablar conmigo. Por eso confiaba en poder hablar contigo.
Negué con la cabeza.
– No seré su emisaria.
– No es eso lo que quiero. Lo que pretendo decir es que te considero compañera de Lucas tanto en su vida como en esta investigación, y como tal me dirijo a ti. Eres una mujer joven e inteligente…
– No -contesté-. No me insulte y no juegue conmigo. ¿Tiene algo que decir? Muy bien. Pero nos lo dirá a los dos. Me seguirá hasta el hotel y lo llevaré a donde está Lucas. Le diré que usted se encontró con nosotros fuera de la clínica y, viendo que él no estaba conmigo, me pidió si podía hablar con los dos en el hotel.
– Gracias.
– No lo hago por usted.
Sospechosos habituales
En lugar de que Benicio nos siguiera, decidí ir con él y que Jaime nos siguiera en su coche alquilado. Tenía preguntas que hacerle, no acerca de por qué había traicionado a Lucas, sino sobre la investigación. Cuando Lucas viera a su padre estaría demasiado alterado como para preguntarle sobre el caso, de modo que yo lo haría por él.
Benicio confirmó que las camarillas habían reiniciado su investigación. Tras la muerte de Joey Nast, habían modificado sus tácticas. No contentas ya con seguir las pistas, habían detenido a los sospechosos habituales -cualquiera que tuviese algún resentimiento con las camarillas- y estaban tratando de «extraer» información.
– ¿Extraer? -dije, empalideciendo-. Usted quiere decir torturar.
Benicio hizo una pausa.
– Las camarillas, efectivamente, emplean técnicas intensivas de interrogatorio. Yo no usaría la palabra tortura…, pero debes entender, Paige, la presión bajo la que actúan las camarillas. No sólo la presión, sino el miedo, los sentimientos de impotencia. ¿Creo yo que ésta es la mejor manera de proceder? No. Pero me sería muy difícil encontrar miembros de mi junta directiva que estuvieran de acuerdo conmigo. Los Nast están a cargo de la investigación, ahora.
– Por Joey.
– Correcto. -Miró durante un momento a través de la ventanilla y luego se volvió hacia mí-. Hasta el mes pasado, la oficina de Nueva York de los Nast estaba en el World Trade Center.
– ¿Perdieron…?
– A veintisiete personas de una plantilla de treinta y cinco. Las camarillas… estamos por encima de esas cosas. Podemos matarnos entre nosotros, pero, como sobrenaturales, tenemos poco que temer del mundo externo. Si nos atacan, contamos con los recursos necesarios para devolver el golpe. Pero lo que ocurrió el mes pasado… Sacudió la cabeza. Para una cosa así no hay venganza, y los Nast no admiten verse reducidos a la condición de víctimas una vez más. -Me miró-. No tienes que preocuparte por nuestra parte en la investigación, Paige, porque no puedes evitarla.
– Puedo si encuentro al asesino.
Me miró, y después asintió con la cabeza.
No mentí a Lucas. Como me recuerda a menudo, soy un desastre para eso. Lo mejor que pude hacer fue omitir detalles inconvenientes sobre mi encuentro con Benicio, y presentar la historia de modo tal que sacara la conclusión de que su padre esperaba que Lucas y yo estuviésemos juntos. ¿Quedó convencido? Probablemente no, pero dado que yo estaba obviamente esforzándome por facilitar las paces, Lucas decidió no estorbar las negociaciones expresando una nueva queja por la ofensa.
Una vez que me aseguré la aprobación de Lucas, hablé por teléfono con Benicio, que estaba en recepción, y lo invité a subir. Dado que se trataba de negocios de familia, le sugerí a Jaime que fuese con Troy y Morris al restaurante del hotel a tomar un café. Troy aceptó, pero Morris decidió esperar en el vestíbulo.
Menos de un minuto después de que yo colgara, Benicio llamó a la puerta. Lucas abrió. Antes de que Benicio pudiese saludar siquiera, Lucas lo cortó.
– Habiendo reanudado la investigación, Paige y yo estamos resueltos a utilizar todos los recursos disponibles. Si estás de acuerdo en comunicarte con nosotros solamente con el propósito de compartir nuestros hallazgos, aceptaré tus llamadas. Confío en que cualquier filtración relacionada con el asalto a la casa de Weber haya sido reparada.
– Tienes mi palabra…
– En este momento, aunque me lo jurases con sangre puede que no te creyera. Tal vez, en cambio, quieras oír tú lo que tengo que decirte. Si me vuelves a mentir y otra persona muere por ese motivo, habremos terminado.
– Lucas, quiero explicarte…
– Sí, ya lo sé, y eso me lleva a mi siguiente demanda. No quiero oír tu explicación. Sé perfectamente lo que ocurrió. Tomaste una decisión ejecutiva. Según tu criterio, Weber era obviamente culpable y yo estaba cuestionándolo sólo porque está en mi naturaleza cuestionar. Por consiguiente, ante la elección de tolerar los caprichos quijotescos de tu hijo y evitar que la Camarilla quedase malparada, elegiste a la Camarilla.
Hizo un alto. Benicio abrió la boca, pero no dijo nada.
Lucas continuó.
– Quisiera disponer de copias de los informes sobre los escenarios del crimen de Matthew Tucker y Joey Nast.
– Sí, claro. Te las haré enviar por mensajero inmediatamente.
– Gracias. -Lucas caminó hasta la puerta y la abrió-. Buenos días.
– ¿Estás enfadado conmigo? -pregunté después de que Benicio se hubo marchado.
Parpadeó, manifestando su sorpresa como respuesta a mi pregunta.
– ¿Por qué iba a estarlo?
– Por haber traído aquí a tu padre.
Lucas negó con la cabeza y me rodeó la cintura con sus brazos.
– Necesitaba hacerme con esos archivos del caso, pero me temo que he estado evitando llamarlo.
– ¿Y cómo te sientes? -pregunté.
– ¿Aparte de sentirme como un idiota? Tras veinticinco años de experiencia, me considero un juez razonablemente bueno de la capacidad de engaño de mi padre, y sin embargo nunca sospeché, ni por un momento, que no estaba haciendo las gestiones necesarias para conseguirnos una audiencia con Weber. No puedo creer que fuera tan estúpido.
– Bueno, yo no lo conozco tan bien tú, pero tampoco dudé nunca de sus intenciones. Él sabía que estabas furioso por el asalto, de modo que, naturalmente, quiere volver a hacer buenas migas ayudándote con el asunto de Weber. Para mí tenía sentido.
– Gracias -me dijo, besándome la frente.
– No lo estoy diciendo sólo para hacerte sentir mejor.
Lucas mostró una sonrisa torcida.
– Ya lo sé. Ésa es una de las cosas con las que puedo contar, que siempre me dices la verdad. Con mi padre, soy consciente de que no es el más fiable de los hombres, pero yo… -Hizo una pausa-. No puedo por menos de desear tener una relación más cercana, como la que teníamos cuando yo era pequeño. Me siento como si debiéramos volver a tenerla y como si, en cierto modo, el peso de volver a establecerla recayera sobre mí.
– No debería ser así.
– Lo sé. Y sin embargo, a veces… sé que debe de ser difícil para él, siendo quien es. No tiene a nadie en quien confiar, ni siquiera su familia. Apenas soporta estar con su mujer en la misma habitación. La relación con sus hijos es casi igual de mala. Sé que, al menos en parte, si no principalmente, todo eso ocurre por su culpa, y sin embargo, en ocasiones, cuando estoy con él, me gustaría compensar esa situación.
Me ayudó a sentarme con él en el sofá.
– Mi padre me llamó cuando yo iba en el avión a Chicago. Hablamos. Realmente hablamos. No hizo ni siquiera una referencia a la Camarilla o a mi futuro en ella. Quería solamente hablar sobre mí, y sobre tú y yo, sobre cómo nos iba, sobre lo feliz que se sentía de verme a mí feliz, y pensé… -Lucas movió la cabeza de un lado a otro-. He sido un idiota.
– Él es el idiota -dije, inclinándome para besarlo-. Y si no ve lo que se pierde, entonces yo me quedaré con su parte.
Alguien llamó a la puerta.
– ¡Vaya! -dije-. Me he olvidado de Jaime. Probablemente quiere recoger sus cosas y marcharse.
Abrí la puerta.
– ¿Y ahora cuál es el siguiente tema de la agenda? -preguntó Jaime mientras entraba-. El almuerzo está excluido, supongo, pero podría ir a buscar algo preparado para los tres.
– Eso sería… muy amable -contesté-. ¿Pero y tú? ¿Cuándo tienes la próxima función?
– ¿Función? Ah, la gira. Sí. -Abrió el bolso, sacó el lápiz de labios y fue hasta el espejo-. Próxima parada, Graceland. Bueno, en realidad, Memphis, pero bien podría hacerla en Graceland, porque la mitad de las personas del público me van a pedir que convoque a Elvis. Les hago un número de canción y baile sobre cómo está ahora en el cielo disfrutando de sandwiches de mantequilla de cacahuete y plátano, y cantándole a Dios. Le produce un aburrimiento sin fin, pero tienes que darle a la gente lo que quiere, y a nadie le importa lo que él realmente hace.
– ¿Qué es lo que él realmente hace? -pregunté.
– Lo lamento, chicos, ésa es la función de categoría X. Digamos que es feliz. ¿Dónde estaba? Ah, sí, Memphis. No hago la farsa sobre Elvis hasta Halloween, lo que significa que tengo seis días para mí misma. Se supone que debería estar ensayando, pero qué demonios, si hasta dormida podría hacer esa porquería.
– ¿Así que en lugar de ensayar, vas a…?
– Relajarme un poco y acumular créditos de buen karma ayudándoos a vosotros. Me quedaré por aquí, y si necesitáis un nigromante, lista estoy y bien dispuesta.
– Eso es muy generoso de tu parte -dijo Lucas-. Pero probablemente no necesitemos…
– Seguro que sí -interrumpió Jaime-. Todo caso de asesinato necesita un nigromante. Y si os hace falta alguien que haga llamadas telefónicas o recados, yo soy vuestra candidata.
Lucas y yo intercambiamos una mirada. Podía entender que Jaime quisiera tomarse unos días de descanso. El día anterior parecía agotada, y aunque se había recuperado, esos brotes de energía parecían forzados, como si corriese muy rápido para no caerse.
– Entonces, qué… -empezó a decir Jaime, pero se vio fugazmente en el espejo y se detuvo en mitad de la frase. Se quitó de un tirón el pasador que tenía en el pelo y trató de recogérselo de nuevo, pero las manos le temblaban hasta tal punto que no pudo sujetarlo el tiempo necesario para volver a colocárselo. Lo guardó en el bolsillo-. ¿Puedes prestarme tu cepillo, Paige?
– Hummm, seguro, está…
Pero ella ya estaba en el baño. Lucas bajó la cabeza para murmurarme algo, pero Jaime salió del baño, cepillándose el cabello con fuerza.
– ¿Así que dónde estamos? ¿Alguna pista nueva?
Lucas me miró. Yo me encogí de hombros discretamente. Si Jaime se ofrecía a ayudarnos con la investigación, yo no veía razones para rechazarla, ni tampoco para no informarla.
– Lucas estaba verificando los registros de llamadas de Weber. Ya que Esus dijo que ésa era la manera en que establecía contacto con el asesino, parece un buen comienzo -dije a Jaime. Miré después a Lucas-. Por favor, dime que sí.
– No parecía un mal comienzo, aunque yo no diría que mis hallazgos sean muy alentadores. En cuanto establecí la hora aproximada en que se habían hecho las llamadas, saqué una lista bastante definitiva de cinco llamadas. Las dos últimas tuvieron lugar la semana pasada, presumiblemente después de que el asesino revisara con cuidado la segunda lista y decidiera ampliar sus criterios. Las dos llamadas se realizaron después de iniciados los asesinatos. La primera, recibida el ocho, era desde Luisiana, donde probablemente se hallaba preparándose para su ataque a Holden. La segunda se produjo al día siguiente, desde California, presumiblemente cuando se preparaba para recoger la última lista. Ambas llamadas fueron hechas desde teléfonos públicos.
– ¿Y las llamadas anteriores? ¿Las anteriores a los ataques? Dime que todas provinieron del mismo lugar.
– De la misma región, aunque todas, una vez más, fueron hechas desde teléfonos públicos. La primera en Dayton, Ohio, la segunda desde Covington, Kentucky, y la tercera desde cerca de Columbus, Indiana. Si dibujamos un triángulo con estos puntos en un mapa, veremos que en el medio queda Cincinnati.
– ¿Así que es de Cincinnati? -dijo Jaime.
– Es razonable suponer que residía allí, por lo menos durante un tiempo corto, antes de que se iniciaran los asesinatos. Al hacer las llamadas desde tres ciudades más pequeñas, parecería que estaba evitando un vínculo deliberado con Cincinnati.
– ¿De modo que deberíamos dirigirnos a Cincinnati? ¿Y empezar a preguntar sobre la comunidad de sobrenaturales?
– No hay una comunidad de sobrenaturales en Cincinnati. -Miré a Lucas-. ¿O sí?
– Si bien hay algunos sobrenaturales que viven en la región, no puede hablarse de una «comunidad». Los Nast consideraron recientemente la posibilidad de colocar una oficina satélite allí por esa razón. -Captó mi fruncimiento de cejas, y explicó-: Las camarillas prefieren expandirse en territorio virgen, donde no tienen muchos residentes sobrenaturales con los cuales competir.
– De modo que en Cincinnati no hay nadie a quien preguntarle -suspiró Jaime-. ¡Mierda! No podía ser tan fácil, ¿verdad?
– Está todavía la pista de la motivación -dije-. Esus cree que estamos buscando a un sobrenatural movido por una vendetta contra las camarillas. La única otra motivación razonable es el dinero. Páguenme mil millones de dólares y dejaré de matar a sus chicos. Pero las camarillas no han recibido notas de chantaje. -Hice una pausa-. A menos que las hayan recibido y no nos lo hayan dicho. ¡Maldita sea! Odio todo esto.
– Creo que es razonable decir que no ha habido intentos de extorsión -dijo Lucas-. Ahora que ha muerto uno de los nietos de Thomas Nast, cualquier asesino que tenga algún conocimiento de las camarillas sabría que ya no le es posible plantear nada en términos de dinero. Como dijo Esus, la cosa es personal.
– Entonces, cuando se ponen todas las pistas juntas, se tienen fuertes indicios. Un varón adulto, que vive en el área de Cincinnati, tiene razones para querer vengarse de las camarillas, no sólo de una, sino de todas las camarillas. No puede haber muchos sobrenaturales que cumplan todos estos criterios.
– Entonces, sencillamente, se trata de interrogar a las camarillas… -dijo Jaime, mirando a Lucas-. Tampoco es tan fácil, ¿verdad?
– Probablemente no -respondió Lucas-. Me temo que si doy a las camarillas demasiada información, nos encontremos con una repetición del incidente de Weber.
– O una epidemia repentina que afecte a los sobrenaturales varones que viven en Ohio -tercié yo.
– Precisamente. Comenzaremos, en cambio, revisando mis contactos. Si un sobrenatural tiene razones para estar resentido con las camarillas, alguien tiene que haber oído algo.
– No hay nada que a nosotros, los de fuera, nos guste más que el cotilleo sobre las grandes y perversas camarillas -dijo Jaime-. Yo misma podría hacer unas cuantas llamadas.
– Excelente idea -respondió Lucas-. En primer lugar, no obstante, esperad a que hable con un contacto local. Publica una página de noticias anticamarillas, y siempre ha sido mi mejor fuente de rumores sobre ellas.
– ¿Vive en Miami y saca una página de noticias anticamarillas? -pregunté-. Más vale que rece para que tu padre nunca lo descubra.
– Mi padre lo sabe todo sobre Raoul. En esos asuntos sigue la máxima de Sun Tzu de mantener cerca a los amigos y aún más cerca a los enemigos.
– Estupendo. Bueno, muy bien, ¿y puedo yo reunirme con ese Raoul? -pregunté.
– Es un chamán, no un hechicero, de modo que no se negará a discutir cualquier asunto con una bruja. Además, tal vez podamos encontrar alguna lectura… interesante en su librería.
– ¿Hechizos?
Apareció una sonrisita en el rostro de Lucas.
– Sí, hechizos. Pero recuerda que si yo te llevo a la fuente de los hechizos, cualquiera que desees adquirir debo ser yo quien lo compre, y por lo tanto, cuenta en mi total acumulado de opciones.
Sonreí.
– De acuerdo.
– A mí no me sirven los hechizos -dijo Jaime-. Pero podría interesarme un libro para leer. ¿Os molesta que vaya con vosotros?
No nos molestaba en absoluto, de modo que cogimos los tres nuestras cosas y nos marchamos.
Fantasmas literarios
Raoul estaba de vacaciones. Según su ayudante, durante los últimos cinco años apenas se había tomado dos días seguidos de descanso, pero ahora, cuando lo necesitábamos, había decidido que había llegado el momento de tomarse un mes de vacaciones en Europa. Sospeché que no se trataba de una coincidencia; probablemente había oído algo sobre las tácticas de investigación más recientes de las camarillas, y temía convertirse en el siguiente caso de la lista.
Aunque Raoul se había ido, no estaba incomunicado. Así es la vida del trabajador independiente: no se puede estar realmente desconectado, porque bien puede ocurrir que a la vuelta se encuentre con que su negocio está a punto de desmoronarse. Incluso cuando yo estaba en el hospital, revisaba mi correo electrónico y me mantenía al tanto de todos los aspectos importantes, bueno, de cualquier cosa que mis clientes consideraran importante. Raoul no había dejado ningún número de teléfono, pero podíamos ponernos en contacto con él por correo electrónico. Su ayudante le envió en nuestro nombre un mensaje urgente que decía: «Llama a Lucas Cortez».
– ¿Podemos ver los grimorios? -pregunté-. Espera, déjame adivinar. Los guarda bajo llave, lo que significa que no estarán disponibles hasta que vuelva.
– Me temo que así es.
Suspiré.
– Nuestra segunda decepción. Bueno, vamos a buscar a Jaime.
A pesar de que el edificio era más grande que la mayoría de las librerías de libros usados, no quedaba ni un centímetro del espacio existente sin utilizar, de lo que resultaba un laberinto de pasillos estrechos y serpenteantes flanqueados por estanterías de tres metros de alto. El ocasional murmullo de zapatos que se deslizaban por el suelo indicaba que había otros clientes, pero se hallaban perdidos entre los estantes.
– Me parece que deberíamos separarnos -dije-. ¿Crees que deberíamos dejar un rastro de migas de pan?
– Quizá, aunque yo sugeriría una solución más prosaica. ¿Tienes tu teléfono móvil?
Le dije que sí con la cabeza.
– El que la encuentre primero, llama. Entendido.
Encontré a Jaime en la sección de terror y le conté lo que ocurría con Raoul.
– ¡Mierda! -exclamó-. ¡Eso sí que es tener mala suerte! Me parece que tendríamos que volver al hotel, entonces, y Lucas y yo podríamos empezar a tantear a nuestros círculos de chismosos.
Miré sus manos vacías.
– ¿Así que no has encontrado nada?
– No lo que estaba buscando.
Se volvió con la intención de marcharse, pero le puse una mano en el brazo.
– Disponemos de unos minutos. ¿Qué es lo que buscabas?
– Stephen King. Todas las librerías deberían tenerlo. Pero aquí no está.
Miré el estante, que parecía estar ordenado alfabéticamente por autor.
– Tienes razón. Es extraño. ¿Querías su último libro? A lo mejor lo encontramos en ficción general.
– Busco Christine, que tendría que estar en la sección de literatura de terror.
– Echemos un vistazo al plano que hay en la entrada y, si no, preguntemos al empleado. -Empecé a andar-. ¿Christine no es el que trata sobre un automóvil poseído?
– Sí, ése es. He estado deseando volver a leerlo desde una función que hice hace unos meses. Un tipo tenía un coche que juraba que estaba poseído, como el del libro. No hago consultas privadas, pero mi productora estaba filmando la función, y pensaron que sería bueno ir a ver el coche, que estaba en el aparcamiento. Ah, aquí está el plano.
Miré el plano.
– Ajá. Aquí está nuestro problema. King tiene su propia estantería en la sección «Autores populares».
Mientras nos encaminábamos hacia esa sección Jaime continuó con su historia.
– De modo que ese chico, que debe de ser de tu edad, tenía un maravilloso Mustang descapotable de 1967. Lo primero que pensé fue: «Oh, oh, mejor llamamos a la DEA». El chico no tenía el aspecto de niñato de fondo fiduciario, de modo que ¿de dónde había sacado un coche como ése? Cuando se lo pregunto se pone todo nervioso. Dice que lo heredó de su abuelo. Y sin duda ninguna, estaba realmente poseído. ¿Adivinas por quién?
– Por el abuelo -respondí.
– Acertaste. El anciano se me echó encima en cuanto me encuentro a una distancia en la que él podía sentirme, tan desesperado que apenas podía comunicarse. Parece que efectivamente le había dejado el coche al chico. Pero con una condición. Quería que lo enterraran en el coche. Ninguna otra persona de la familia quiso escucharlo, pero el chico le prometió que lo haría.
– Y luego lo engañó.
Jaime rió.
– Sí, el chico engañó al muerto. Cogió el automóvil, cogió el dinero y metió al abuelo en el ataúd más barato que encontró.
– ¿Y entonces qué hiciste?
– Le dije al chico la verdad. O enterraba al abuelo en el coche, o tendría que vivir de allí en adelante con un pasajero resentido y furioso. Oh, aquí está.
La sección King ocupaba dos estantes de tres metros, y los libros no estaban colocados por orden alfabético. Mientras revisaba los títulos, eché una mirada al reloj.
– Podemos dejarlo -dijo Jaime-. No tiene importancia.
– Uno o dos minutos no importan. Oh, he olvidado llamar a Lucas. Él puede ayudarnos.
– ¿Y por qué no me llevo otra cosa?
Como si fuera una sugerencia, un libro se cayó de uno de los estantes más altos y fue a caer entre las dos. Jaime lo recogió.
– El misterio de Salem's Lot. -Sacudió la cabeza-. No es uno de mis favoritos. ¿Lo has leído?
– Empecé a leerlo, porque pensé que era sobre brujas. Cuando vi que era de vampiros, lo dejé. No me interesan mucho los vampiros.
– ¿Y a quién? Malditos parásitos. -Jaime se puso de puntillas para colocar de nuevo el libro en su sitio. En el mismo momento en que lo soltó, el libro saltó hacia fuera y cayó al suelo.
– Da la impresión de que está buscando compañía -dije riendo-. Parece que allí arriba se está llenando de polvo.
Una vez más Jaime puso el libro en su lugar. Esta vez, antes de que llegara a soltarlo, el libro le golpeó la palma de la mano, lo suficientemente fuerte como para que pegara un grito, y el libro cayó al suelo.
– A lo mejor hay una trampa ahí arriba -dije-. Dámelo, le voy a buscar otro lugar.
Cuando me agaché a por el libro, éste se alejó de mí. Jaime me agarró del brazo.
– Vámonos -dijo.
Un libro salió volando del estante y le dio en el costado. Otro libro hizo lo mismo desde un estante más bajo, y luego otro y otro, cayendo como granizo encima de Jaime. Ésta se dobló por la mitad, cubriéndose la cabeza con los brazos.
– ¡Dejadme en paz! -exclamó-. Malditos sean…
La agarré del brazo y traté de apartarla de la granizada de libros. Mientras nos alejábamos, miré las novelas que estaban diseminadas en el pasillo. Todas eran ejemplares de El misterio de Salem's Lot.
En cuanto nos apartamos de la sección de Stephen King, los libros dejaron de volar. Rápidamente marqué el número de Lucas y le pedí que se reuniera con nosotras en la puerta.
– ¿Un espíritu? -le susurré a Jaime mientras cortaba.
Dijo que sí con la cabeza, mientras movía los ojos de un lado a otro, como si fuera a esconderse en cualquier momento.
– Creo que ya se ha acabado -murmuré-. Pero será mejor que nos larguemos, antes de que alguien se dé cuenta del embrollo. Nuevamente, Jaime sólo dijo que sí con la cabeza. Di la vuelta en una esquina y vi que el pasillo no me resultaba familiar.
– Clásicos -dije-. Nos hemos metido mal. Volvamos…
Un libro salió disparado de un estante y le dio a Jaime en la oreja. Volaron otros más, golpeándola desde todos los ángulos. La ayudé a salir del pasillo, recibiendo algunos librazos yo también; todos golpeaban con más fuerza de la que cabría imaginar, tratándose de simples libros de bolsillo. Uno me dio en la rodilla. Fui a parar al suelo, y el libro también. La Ilíada…., todos los libros que volaban desde esos estantes tenían el mismo título.
Me levanté y seguí tirando de Jaime hacia delante hasta que llegamos a la puerta de la calle. Lucas advirtió mi expresión y se apresuró a venir a nuestro encuentro.
– ¿Qué ha sucedido? -murmuró.
Le dije con un gesto que se lo diríamos fuera.
Mientras íbamos hacia el coche, le conté a Lucas lo que había ocurrido. Jaime seguía en silencio. Extrañamente silenciosa, sin participar siquiera con un «aja».
– Parece que hay un espíritu en la librería -dije-. He oído que pasan cosas así. Un nigromante está sentado en un bar, tomando una copa, ocupándose de sus asuntos, y de repente un espíritu se da cuenta de que hay un nigromante en el lugar y se vuelve loco tratando de establecer contacto. Como el superviviente de un naufragio que ve a lo lejos un buque de salvamento.
Jaime asintió con la cabeza, pero mantuvo la mirada en el frente, y caminaba con tanta rapidez que apenas podía seguirle el paso.
– Sí que pasa, sí -dijo Lucas-. Pero sospecho que no es eso lo que ha sucedido aquí -dijo, lanzando una significativa mirada a Jaime-, ¿verdad?
Jaime se mordió el labio inferior y siguió caminando. Lucas me agarró del brazo, indicándome que acortara el paso. Cuando Jaime estuvo a unos cinco o seis metros por delante, miró por encima del hombro, advirtió que no estábamos con ella y se dio la vuelta para esperarnos.
Durante un minuto no hicimos otra cosa que estar parados los tres mirándonos. Luego, Lucas se aclaró la garganta.
– Tienes un problema -le dijo a Jaime-. Supongo que has venido a nosotros para que te ayudemos con ese problema. Pero no vamos a sonsacártelo.
– Tenéis cosas más importantes que hacer. Lo sé. Pero creo que… podría estar relacionado.
– Y yo supongo que vas a explicarnos qué es lo que está relacionado en cuanto volvamos al hotel.
Jaime afirmó con un movimiento de cabeza.
Un mensaje no entregado
La puerta de nuestra habitación en el hotel se estaba cerrando todavía a nuestras espaldas cuando Jaime empezó a hablar.
– Tengo un fantasma -dijo-. Y es un fantasma extraño. Iba a decíroslo, pero sé que estáis ocupados y además no estaba segura de lo que ocurría, y sigo sin estarlo. -Se apoyó en el brazo del sillón y continuó hablando-. Todo empezó el miércoles por la tarde, antes de mi función en Orlando. En un principio, imaginé que sería Dana, que sabía que estaba muerta y quería vengarse porque yo le había mentido. -Jaime se retorció los rizos-. No debería haberlo hecho…, aunque tampoco podía decirle que estaba muerta…, no era ése mi cometido. Pero me excedí dándole confianza. Me salió de manera automática, como si estuviera en uno de mis espectáculos.
Por un momento dejó de mirar a Lucas para clavarme los ojos. Como ninguno de nosotros decía nada, ella continuó.
– Eso es lo que hago en mis funciones, y lo digo por si no os habíais dado cuenta. Nadie quiere oír la verdad. Fanny Mae quiere establecer contacto con su amado, y el tipo está junto a mí gritando: «¿Que estás preocupada por mí? ¡Maldita puta, no lo estabas cuando saltaste a la cama con mi hermano apenas una hora después de mi funeral!». ¿Vosotros creéis que puedo a decirle eso a ella? Le cuento lo mismo que a todos los demás. Te echa de menos, pero es feliz y está en un lugar agradable. Y una piensa que, después de dar el mismo maldito mensaje mil veces, se van a dar cuenta, pero no es así. Diles lo que quieren oír y nunca se quejarán.
Inhaló y se dejó caer en el asiento.
– Cuando el espectro hizo su aparición, me figuré que era Dana, y por eso volví aquí a hablar con ella. Pero ella se había ido, y el que me persigue no, de modo que obviamente no es ella.
– ¿No puedes entrar en contacto con él? -le pregunté.
Jaime sacudió la cabeza.
– Eso es lo extraño. No puedo entrar en contacto. No sólo eso, sino que se está comportando…, bueno, no está siguiendo el protocolo de la relación entre espíritu y nigromante. -Me miró-. ¿Sabes cómo funciona esto? ¿Cómo se pone en contacto un espíritu con un nigromante?
– Vagamente -dije-. La mayoría de los nigromantes que conozco no hablan de eso.
– Muy propio. Se comportan como si fuese un gran secreto. Según lo concibo yo, mis amigos, los sobrenaturales, por lo menos, deberían saber cómo funciona. Si no, cuando me vean hablando sola y mirando paredes vacías, van a pensar que he perdido la razón. Hay dos maneras principales en que un espíritu se hace presente. Si conoce los procedimientos adecuados, puede manifestarse, y entonces tengo visión y sonido. Si no conoce los procedimientos entonces sólo cuento con el oído, con las consabidas voces-en-la-cabeza. Cualquier espíritu debería poder hacer esto último. Pero éste no puede.
– ¿De modo que en cambio tira cosas?
– Lo hace ahora. Hasta hoy, no había hecho otra cosa que andar a mi alrededor, como cazador al acecho. Sé que está ahí. Lo percibo todo el tiempo, como si alguien estuviese mirando por encima de mi hombro, y -levantó una mano para mostrar el temblor de sus dedos- me está poniendo nerviosa. ¿Acaso le va a dar por comportarse como un duende? Y eso es lo que…, bueno, que estoy asustada, y lo reconozco.
– La actividad de los duendes es escasa en la actualidad, ¿no? -pregunté.
– Muy escasa. Cuando yo era más joven hice algunos trabajos de expulsión de duendes para pagarme las facturas. ¿Cuál es la queja número uno de los dueños de casas encantadas? Los duendes. Respondí a docenas, si no a centenares de llamadas. Sólo encontré a tres verdaderos duendes. El resto de las veces se trataba de críos listillos que querían que se les prestara atención. A los que me llamaban, yo les decía entonces algunos inventos sobre que los espíritus querían ver que la familia pasara más tiempo junta, y eso, por lo general, resolvía el problema. Una verdadera actividad de duendes, en cambio, significa que un espíritu había encontrado el modo de mover cosas en nuestra dimensión, y ése es un talento muy especial.
Lucas frunció el ceño.
– Entonces, ¿cómo puede manipular objetos en otra dimensión un espíritu que no puede siquiera tomar contacto con un nigromante? Entiendo el problema. ¿Has pensado en la posibilidad de que ésta no sea en absoluto una entidad con base en un ser humano?
– Tal vez sea un demonio menor -dije-. O un espíritu de la naturaleza.
– Supongo que podría ser -respondió Jaime-. Pero yo soy una nigromante. Hablo con los muertos, como dice la palabra. Si no está muerto, ¿por qué me molesta? Vosotros, los brujos, sois los que lanzáis hechizos, de modo que tal vez esté tratando de hablar con vosotros. Y estoy segura de que el mensaje es para vosotros. Aunque hasta el incidente de la librería, siempre se apartaba cuando estabais conmigo.
– Porque creyó que tú ibas a transmitir el mensaje -dije-. Pero tal vez el mensaje consiste en decirnos que empecemos a conjurar, para que pueda comunicarse. Cuando se dio cuenta de que tú no comprendías, subió el nivel en la librería. Por consiguiente, intentemos hacer un conjuro en grupo. Entre los tres, tiene que encontrar alguno con quien pueda hablar.
Jaime levantó los ojos hacia el techo.
– ¿Oyes eso, Casper? Vamos a intentar establecer contacto contigo, de modo que puedes dejar de molestar ahora.
Tras un momento de silencio, pregunté:
– ¿Ha cesado?
Jaime negó con la cabeza.
– Me parece que el problema de contacto se produce en ambos sentidos. Yo no puedo oírlo y él no puede oírme. Dejad que vaya a por mis cosas y veamos si podemos arreglar ese problema.
En el momento en que Jaime abría su maletín, sonó el teléfono móvil de Lucas.
– Sí, estoy muy interesado -dijo tras un intercambio de saludos-. Sin embargo, puede que no podamos verlo hasta dentro de una semana, más o menos. ¿Habría algún problema? -Hizo una pausa-. Muy bien, gracias. -Otra pausa-. No, no me ha sido posible todavía y, en última instancia, la decisión es de ella, pero me gustaría mucho verlo. -Pausa-. Sí, le avisaré en cuanto volvamos a Portland.
Se despidió, sacó luego la agenda de la cartera y escribió una nota mientras Jaime preparaba sus herramientas en el suelo. Esta vez, no se molestó en pedirnos que nos retiráramos.
– Una verdadera sesión -dijo cuando hubo terminado-. Ahora lo único que necesitamos son unos sacos de dormir y una pelea de almohadas. Cuando yo era pequeña nunca me dejaban quedarme a dormir en casa de compañeras, no fuera a ser que los chicos intentaran realizar una sesión. Podría haberles dado más de lo que esperaban.
Nos acomodamos en el suelo.
– Voy a lanzar un hechizo general de llamada -dijo Lucas-. Uno moderado, mejor, nada que pueda convocar algo peligroso.
– Yo voy a hacer mi hechizo de comunicación -dije-. Es para la comunicación mental con los vivos, pero podría ayudar.
– ¿Comunicación mental? -dijo Jaime-. ¿Pueden hacer eso las brujas? Estupendo.
– No exactamente. Sólo funciona si la otra parte está esperándolo y sólo si están a cierta distancia, de modo que realmente, ¿para qué sirve? ¿Para ahorrar algunos dólares en la cuenta de los teléfonos móviles? La recepción es más deficiente que en los móviles más baratos.
Todos nos acomodamos, hicimos lo nuestro… y no ocurrió nada.
– ¡Oye! -Jaime gritó mirando al techo-. ¿Hace una hora estabas destrozando una librería tratando de llamar mi atención y ahora no puedes molestarte siquiera en decir «¡hola!»? ¿Sabes con quién estás hablando? Con la nigromante más famosa de los Estados Unidos de América. Y no sólo eso, sino también con alguien que ha sido Líder del Aquelarre y con el hijo de un CEO de una Camarilla. Tres sobrenaturales poderosos que están esperando, conteniendo la respiración para hablar contigo.
Al otro lado de la habitación, la agenda de Lucas se cayó de la mesa.
– Me parece que eso significa que no está muy impresionado -dije yo.
La tapa de la agenda se abrió de golpe.
– Creo que eso es una señal -apuntó Lucas-. ¿Voy a…?
– Acércate, párate junto a la agenda y observa -dije-. Nosotras seguiremos trabajando.
Jaime hizo su invocación mientras yo lanzaba el hechizo.
– Nada -dijo Lucas antes de que yo preguntase-. Tal vez…
Las páginas comenzaron a moverse.
– Parece que hay cierto retraso desde el mundo de los espíritus -dije.
– Está en la primera página de la D de mi libreta de direcciones -dijo Lucas-. Si el espíritu se está refiriendo a una persona determinada de esta página, no veo la conexión. Mis contactos sobrenaturales están registrados en otra sección. Éstos son todos humanos.
Mi cartera se cayó de la silla que estaba junto a la puerta. Al caer, se abrió y todo su contenido rodó por la alfombra. Un momento después, mi agenda electrónica se abrió sola.
– Un fantasma experto en tecnología -dijo Jaime-. Tal vez quiera comunicarse por mensaje de texto.
– Lo más probable -dijo Lucas- es que no sea experto en tecnología o, por lo menos, no sepa cómo funciona una agenda electrónica. Creo que el mensaje que se supone que hemos de recibir es el de que el nombre adecuado está no en mi libreta de direcciones, sino en la de Paige.
– ¿Cómo puede saber lo que tengo ahí? -pregunté, cruzando la habitación para recoger mi agenda.
– Tal vez no lo sepa, sino que lo supone. ¿A quién conoces cuyo apellido empiece por D? Presumiblemente a un sobrenatural.
– A una docena de personas, puede que más. Hay…, espera, tenemos otras pistas. La librería. De todos los libros que había en una sección, sólo tiró al suelo ejemplares de El misterio de Salem's Lot.
– ¿Brujas? -preguntó Lucas.
Jaime negó con la cabeza.
– Vampiros…, pero si el espíritu no conoce la cultura popular, podría pensar en brujas.
– También tiraba al suelo ejemplares de La Ilíada de Homero -dije.
– ¡Ah, estupendo! -dijo Jaime-. Pasamos de Quién quiere ser millonario a Peligro final: ¿dónde vamos a encontrar un lumbreras que haya leído La Ilíada?
– Bueno, aquí mismo -respondí yo-. Tuve que leerla. Era lectura obligatoria de la Literatura en la universidad.
– Yo también la tenía en mi plan de estudios -dijo Lucas.
– Muy bien, los desertores de la escuela se ponen en evidencia una vez más -dijo Jaime-. Bueno, yo supe la respuesta sobre Stephen King. Eso debería hacerme merecedora de un bonito regalo de despedida. ¿De qué trata La Ilíada?
– De la guerra de Troya -dije.
– Con el caballo -dijo Jaime-. Eso lo sabía. ¿Hay sobrenaturales en la historia?
– Hay una hechicera, Circe…, no, eso es en La Odisea.
– A menos que, de nuevo, el espíritu se equivoque en sus referencias literarias -dijo Lucas-. Si creía que El misterio de Salem's Lot era sobre brujas y que la hechicera era de La Ilíada….
– Empecemos por ahí, entonces -dijo Jaime-. Brujas cuyos apellidos comiencen con D. Tú eres bruja, de modo que el fantasma puede suponer que tú sabes…
– Cassandra -dije, dándole un golpe a mi agenda-. Cassandra, la profetisa de La Ilíada. Cassandra DuCharme, del Consejo Interracial.
– Déjame adivinar -dijo Jaime-. Esa Cassandra es una bruja.
– Es una mujer vampiro.
– Aún mejor. -Jaime miró al techo-. ¿Es eso? ¿Hemos ganado?
No hubo respuesta.
– Si no puede oírnos, necesitará ayuda -dije-. Esperad.
Cogí de entre las cosas dispersas por el suelo mi bolígrafo y mi bloc de notas, arranqué una hoja de papel y escribí Cassandra. Puse la hoja sobre la mesa. Una vez más, no hubo respuesta del espíritu.
– Bueno -dijo Jaime-. Tres posibilidades. Una, estamos totalmente equivocados. Dos, el espíritu se ha calmado porque finalmente hemos recibido el mensaje. Tres, es analfabeto.
– Si el mensaje es Cassandra, yo aún no sé que significa dije.
– ¿Por qué no la llamamos? -propuso Lucas-. Y vemos si puede arrojar alguna luz sobre todo esto.
Remar contracorriente en medio de un huracán
Llamé a Cassandra desde el teléfono de la habitación del hotel. Esto resultaba un poco indiscreto, y normalmente habría sido más cauta, pero llamar desde el hotel era la mejor manera de asegurar que contestara. Cassandra era una deesas personas que usan una especie de pantalla telefónica, y no se contentaba con hacer oídos sordos a las llamadas de personas desconocidas. Casi siempre dejaba que el aparato registrara la llamada, y luego llamaba ella si le parecía bien. La única manera de persuadirla para que contestara era picándole la curiosidad. Y eso era lo que podía hacer una llamada desde un hotel de Miami.
Cassandra respondió al segundo tono.
– Soy Paige -dije.
La línea permaneció en silencio y yo percibía a través de ella el disgusto de Cassandra. Pero, salvo desconectar accidentalmente el cable telefónico, poco era lo que podía hacer. Bueno, podía colgar pero eso habría sido grosero, y Cassandra nunca quería ser grosera.
– ¿Qué problema hay, Paige? -preguntó, con una voz de la que se desprendían trocitos de hielo.
– Quería hacerte una pregunta…
– Oh, por supuesto. ¿Por qué otro motivo ibas a llamar? ¿Para charlar, para saludar? Seguro que no. Bastante presuntuoso de tu parte, Paige, venir a pedir favores después de lo que me has hecho con Elena.
– Yo no he hecho…
– No sé lo que le habrás dicho de mí, pero te aseguro que voy a aclarar las cosas con ella. Comprendo que te sientas amenazada en tu amistad con ella, pero…
– Cassandra -dije con voz seca-. No le he dicho nada a Elena sobre ti. ¿Por qué habría de hacerlo? Si no contesta tus llamadas, te sugiero que le preguntes por qué no lo hace. O, mejor, que te lo preguntes a ti misma.
– ¿Qué se supone que…
– No tiene nada que ver conmigo, eso es lo único que te digo. Créeme, tengo cosas mejores que hacer que sabotear tus amistades. Los mundos de los demás no giran alrededor del tuyo, Cassandra.
– ¿Me has llamado para insultarme, Paige?
– No, he llamado para saber cómo estás.
– Muy gracioso.
– No, te lo digo en serio. Estoy en medio de una investigación de asesinato y ha surgido tu nombre…
– Ah, y tú sospechas de mí, ¿no es cierto? Qué… atenta.
– No, no sospecho de ti. -Lo dije apretando los dientes. A veces, mantener una conversación con Cassandra era como remar contracorriente en medio de un huracán-. Las víctimas tenían toda la sangre y estoy segura de que tú no despreciarías una comida gratis. Te llamo porque ha aparecido tu nombre, de modo que me preocupé. ¿No ha habido nada anormal por ahí?
– ¿Estás diciendo que estoy en peligro? ¿Cuánto tiempo has tardado en dignarte a llamarme desde que lo sabes?
– Dos minutos aproximadamente.
Se produjo una pausa, mientras se le ocurría algún modo de transformar mi preocupación en desdén.
– ¿Qué está pasando? -preguntó.
– Una investigación de asesinato, como te he dicho. Ha habido varias muertes…
– ¿Y no se lo has notificado al Consejo?
Conté hasta tres. Al lado de la habitación, Lucas me señaló el minibar. Levanté los ojos hacia arriba.
– No es asunto del Consejo -respondí-. Son asuntos de las camarillas…
– Bueno, entonces es algo que no me concierne, ¿verdad? Las camarillas no tienen nada que ver con los vampiros, de modo que, obviamente, no soy ni sospechosa ni víctima potencial.
– Supongo que no -dije-. Debe de ser un error. Te veré en el próximo Consejo…
– No me despaches con eso, Paige. Si mi nombre ha aparecido en esa investigación, quiero saber más sobre el asunto. ¿Qué es lo que está ocurriendo?
Cerré los ojos con fuerza. Había despertado su curiosidad y ahora no me dejaría retirarme del teléfono sin una explicación completa. Y no tenía tiempo para eso.
– Como tú misma has dicho, debe de ser un error… -empecé a decir.
– No he dicho eso.
– Discúlpame por haberte molestado. Si oigo alguna otra cosa, te lo haré saber. Gracias. Adiós. -Colgué el auricular y me desplomé en el sofá.
– Jesús -dijo Jaime-. Parece un trabajo pesado.
– La próxima vez que tengamos que ponernos en contacto con ella haré un pacto contigo -dije-. Tu espectro por mi vampiro.
– Me parece que me quedaré con mi espectro. Así que parece que quizás el acoso del espíritu no está relacionado con el caso, después de todo. Este espíritu me vio contigo la semana pasada, tú conoces a Cassandra, y él quiere transmitirle un mensaje a ella. Aunque, por lo que he oído, no imagino quién puede querer hablar con ella.
– No es tan mala -dije-. Simplemente no nos llevamos bien.
– Tal vez, pero es una mujer vampiro. Debe de haber un montón de espectros en el otro mundo por su culpa, esperando la hora propicia, esperando a que aparezca. Tal vez sea ése el mensaje: cuando mueras, te vamos a matar…, o algo así. Por supuesto, tendrán que esperar un tiempo muy pero que muy largo.
– No por Cassandra -dije-. Es muy vieja. Probablemente no le queden más de cincuenta años de su garantía de casi inmortalidad.
– Pero eso no importa, ¿no es cierto? Quienesquiera que la estén esperando del otro lado se llevarán una desilusión porque allí no van los vampiros.
Lucas y yo la miramos.
– ¿Ah, no?
– ¡Oh-la-lá, miren eso! La nigromante sabe algo que los chicos listos no saben. Los vampiros ya están muertos, ¿os acordáis? De modo que ¿adónde van los muertos cuando mueren? Buena pregunta. Yo lo único que sé es que no hay vampiros muertos en el mundo de los fantasmas. ¿Mi opinión? Esta es su vida después de la vida. Cuando su tarjeta de tiempo se les agota, ¡puf!, desaparecen. Y ésa es vuestra lección de hoy sobre los no muertos. Ahora ha llegado el momento de volver al trabajo. ¿O me tomo primero un descanso? No hemos almorzado y ya es casi la hora de cenar.
– Vosotros tenéis llamadas que hacer -dije-. Mis únicos contactos son miembros del Consejo, que no saben casi nada sobre los asuntos de las camarillas, de modo que me ocuparé de la cena. ¿Qué os apetece?
– Lo que yo quiero es que te tomes un descanso -dijo Lucas-. Has estado…
– Estoy bien.
– Cuando te vi corriendo por la librería, Paige, estabas tan pálida que bien podrías haber sido el fantasma de Jaime. Y, aunque te parezca que lo estás ocultando muy bien, no creas que no he advertido que te encoges cada vez que te sientas o te pones de pie. En cuanto a la cena… -Cogió su teléfono móvil-. Servicio de habitaciones. Maravillosa invención. Ve a acostarte, por favor.
– Pero yo…
– Paige…
– Las carpetas sobre Joey y Matthew -dije-. Todavía no las hemos leído…
Me dio las carpetas.
– Léelas en la cama, entonces.
Vacilé un momento, y luego cogí las carpetas y los dejé con sus llamadas telefónicas.
Me dormí leyendo las carpetas y no me desperté hasta pasadas las nueve. Lucas, que había sospechado que iba a quedarme dormida, me había pedido un sandwich y una ensalada un poco antes de que me despertara. También me había desnudado, suponiendo probablemente que no iba a despertarme hasta el día siguiente. Cuando me levanté, pensé en volver a vestirme, pero me pareció un esfuerzo innecesario, de modo que me puse tan sólo mi kimono, que es bastante decoroso. Al fin y al cabo a Jaime la había visto con menos ropa.
Jaime había reservado la habitación contigua, y estaba en ella terminando de hacer sus llamadas, pero cuando me desperté, pasó a la nuestra para informarme. Tanto ella como Lucas habían sondeado a sus contactos y no habían encontrado a nadie que hubiese oído ni el más vago rumor siquiera acerca de un sobrenatural que viviese en Ohio y que hubiese tenido relación o problemas con las camarillas recientemente. Ni siquiera Raoul había sido de ayuda. Lucas estaba decepcionado, pero no sorprendido. Cuando se vive tan lejos de la red de las camarillas, era improbable que se tuviese la oportunidad de coincidir con ellas.
Sabiendo que la conexión Cincinnati podía ser una pista falsa, Lucas y Jaime habían ampliado el círculo a cualquier sobrenatural que hubiese estado en el punto de mira de las camarillas durante los últimos dos años. Eso condujo a una lista de veinte nombres, más una docena de promesas de volver a llamar con más información. Entre esos nombres, sin embargo, ninguno de nosotros veía a nadie cuya frustración con las camarillas fuese tan grande como para lanzarse a una serie de asesinatos. Las quejas más frecuentes se referían a que las camarillas les habían negado un empleo o a que habían sido molestados porque ellos habían rehusado empleos ofrecidos por las camarillas. Nadie mataría a adolescentes por algo así. Esperábamos que cuando los otros contactos llamaran con sus listas, viéramos posibilidades más verosímiles.
– ¿Y hasta entonces? -pregunté-. No he visto mucho en las carpetas sobre el escenario de los crímenes, pero probablemente deberíamos revisarlas juntos. Voy a buscar…
Lucas me puso una mano en la rodilla, para contenerme.
– Mañana. Por hoy, ya hemos hecho suficiente y creo que nos hemos ganado una o dos horas de respiro.
– Podríamos pedir una película -dijo Jaime.
No dije nada, pero Lucas captó mi expresión de escaso entusiasmo. Se puso de pie, cruzó la habitación y sacó de su maleta el tubo que contenía el rollo. Cuando me miró, sonreí. Me volví hacia Jaime.
– ¿Te molestaría que no viéramos la película? Tengo el cerebro un poco adormilado todavía, y realmente necesito una distracción más activa. Lucas y yo tenemos un hechizo que estamos ansiosos de practicar.
– ¿Practicar un hechizo? -dijo-. A mí eso me suena a trabajo.
Sonreí.
– En absoluto, y menos cuando se trata de un hechizo nuevo. Nunca se tienen demasiados hechizos.
Jaime se echó a reír.
– Pero qué aplicados sois. Y qué listos. ¿Qué es entonces lo que hace vuestro nuevo hechizo?
– Baja cinco o seis grados la temperatura corporal del objetivo, induciendo una hipotermia moderada.
Jaime miró a Lucas, y luego a mí.
– Ajá. Muy bien, pero tengo que preguntaros: ¿para qué demonios necesitáis semejante hechizo?
– Ambos tenemos un número limitado de hechizos letales.
– ¿Y… qué hay de malo en ello?
– Puede ser. No te preocupes. Ambos somos muy responsables. Nunca usaríamos mal nuestro poder. Ah, oye, si no te molesta quedarte un poco más, podríamos trabajar con un objetivo.
– ¿Un objetivo?
– Bueno, sin un objetivo no podemos saber con seguridad si el hechizo funciona bien.
Jaime se puso de pie.
– Creo que me llama mi televisor. Que os lo paséis bien.
– Lo haremos.
Lucas esperó que Jaime se retirara, y luego se sentó junto a mí.
– Al fin solos -murmuró.
Le saqué el rollo, lo desenrollé y lo leí.
– Bueno, ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Lanzamos directamente el hechizo? ¿O nos divertimos y jugamos?
– ¿Hace falta que lo preguntes? Pero la decisión debería ser tuya, en realidad. Si estás muy cansada, o dolorida…
– Oh, me siento muy bien. -Sonreí-. Lo bastante bien, en cualquier caso. ¿Lanzamiento de hechizos con desnudo te parece bien?
– Más que bien. -Miró mi kimono-. Aunque da la impresión de que partes con desventaja.
– ¿Alguna objeción por tu parte?
Sonrió lentamente mientras me atraía hacia sí.
– En absoluto.
No conseguimos que funcionara el hechizo, porque agotamos nuestra reserva de energía -la mía, al menos- antes de lograr un lanzamiento exitoso. No nos importó. Antes sí que nos importaba. El éxito o el fracaso en la práctica de un hechizo solía importarnos mucho, a ambos, y los dos reconocíamos que tras un fracaso experimentábamos horas e incluso días de frustración. Pero ahora que casi siempre practicábamos juntos, se había convertido en un juego más que en una prueba. Y, tuviéramos o no éxito con un hechizo nuevo, la práctica conjunta tenía sin duda una ventaja manifiesta: que nunca terminábamos una sesión sintiéndonos frustrados.
No estoy muerta todavía
Nos despertamos a las siete. Jaime apareció algunos minutos después, y a juzgar por las apariencias, no había dormido más que una o dos horas. Mientras Lucas bajaba a buscar nuestro desayuno, me di una ducha rápida. Acababa de salir cuando alguien llamó a nuestra puerta. Probablemente era Lucas, de nuevo con las manos llenas.
– Mira a ver quién es -le pedí a Jaime.
Me vestí, abrí la puerta del baño y me encontré con Jaime allí parada.
– Mujer vampiro a la puerta -dijo.
– ¿En serio?
– En serio.
Suspiré.
– Por favor, dime que no es Cassandra.
– ¿Pelo corto castaño-rojizo? ¿Más o menos de mi edad? ¿Maquillaje perfecto? ¿Ropa de marca?
– Mierda -dije, apoyándome en la pared.
– ¿Qué tal si no la invito a pasar?
– Desgraciadamente, eso no funciona. Cassandra va a donde quiere, se la invite o no, se la quiera o no. Cruces, agua bendita, gélidas miradas, nada la detiene.
– He oído lo que has dicho, Paige -dijo Cassandra desde la habitación principal-. Deja de esconderte en el baño y dime de qué va todo esto.
Crucé el dormitorio y entré en el salón. Cassandra estaba esperando junto a la ventana, bajo la luz del sol y, lamentablemente, sin prenderse fuego.
Me volví hacia Jaime.
– Cassandra, te presento…
– Sé quien es -respondió Cassandra-. Tengo televisor.
– Ah, entonces ya os habéis presentado…, no, un momento… -Miré a Jaime-. Tú no sabías cómo se llamaba. ¿Cómo sabías entonces que era una mujer vampiro?
– Muy fácil. Del mismo modo que las brujas y los hechiceros os reconocéis mutuamente. Soy una nigromante. Ella está muerta. De modo que me doy cuenta. Las únicas cosas muertas que van por ahí caminando son los vampiros. Bueno, están también los zombis, pero no huelen a perfume francés.
– No seas ridícula -saltó Cassandra mirando fijamente a Jaime-. No estoy muerta.
– Por supuesto que lo estás. ¿Así que has hecho todo ese camino…?
– No estoy muerta.
Jaime me miró haciendo un gesto con los ojos.
– Vale, como quieras…
Se abrió la puerta del vestíbulo. Lucas entró y se detuvo. Miró a Cassandra, y luego a su bandeja con desayuno para tres.
– No te preocupes -dijo Jaime-. No come. Bueno, lo hace, pero ni siquiera tú eres tan hospitalario.
– Ah, Cassandra, supongo -dijo él, colocando la bandeja sobre una mesita.
– Cassandra, Lucas Cortez -dije-. Lucas, Cassandra DuCharme.
Cassandra echó un rápido vistazo a Lucas, valorándolo y descartándolo en una milésima de segundo. Me invadió la ira, no tanto por su insultante actitud, como por el modo frío y confiado en que lo hizo, con una mirada que decía que si lo hubiera querido para ella, lo habría tenido. Ahora sabía cómo se sentía Elena.
– Cassandra ya se iba -dije-. Parece que se ha equivocado de camino cuando se dirigía a otra parte.
– No me iré hasta que no me deis una explicación.
– En primer lugar, no te debemos ninguna explicación. En segundo lugar, si creyera que una vez que te la diéramos te irías, te la daría en un segundo. Estamos muy ocupados, y por mucho que aprecie tu interés…
– Dijiste que mi nombre surgió con referencia a un caso. Quiero saber quién, cómo y por qué.
– No lo sé, no lo sé y no lo sé -dijo Jaime-. No nos lo dijo.
– ¿Quién?
– El trasgo.
Cassandra cruzó los brazos.
– ¿El trasgo?
– Un espíritu -dije-. O puede que no, aún no lo sabemos. Una entidad espiritual de alguna clase ha estado molestando a Jaime y tiene algo que ver contigo. Eso es todo lo que sabemos.
– ¿Conmigo? ¿Por qué querría un fantasma comunicarse conmigo?
– Tal vez porque tú lo enviaste al otro mundo -respondió Jaime-. Tu cena vuelve a buscarte.
Antes de que Cassandra pudiese responder, sonó el teléfono de la habitación.
– Jesús -susurró Jaime-. Estación Central de Trenes.
Lucas cogió la extensión que había en un lateral de la mesa. Se anunció, y esperó. Su mirada buscó la mía, con un ligero fruncimiento de labios.
– Sí, por supuesto, puede que nosotros… -Hizo una pausa-. Ah, vale, de acuerdo. Sube. -Lucas colgó y se volvió hacia mí-. Era Sean Nast.
– ¿El hermanastro de…, el hijo de Kristof?
– Sí, tiene algo que decirnos, sobre el caso. Está en la recepción.
– ¿Queréis que me esfume? -preguntó Jaime.
– No es necesario. Ya desde el juicio sabe que has estado trabajando con nosotros. Pero quizás…
Miró a Cassandra.
– No me voy a ningún lado hasta que me deis algunas respuestas -dijo.
– Sí, entiendo, pero dada la animosidad que existe entre las camarillas y los vampiros…
– No es animosidad -replicó Cassandra-. Para que haya animosidad, es preciso reconocer que la otra parte existe. No tenéis que preocuparos. Seré como las camarillas quieren que sea: invisible. Ya que nadie puede reconocer a los vampiros por su aspecto -se dirigió aJaime cargada de intención- no hace falta que sepa lo que soy.
Se oyó un golpe a la puerta. Lucas la abrió. Sean Nast entró, seguido por un hombre que sólo podía ser un guardaespaldas de su Camarilla. Sean se volvió a su guardia.
– Espera fuera -le dijo en voz baja.
– El señor Nast ha dicho… -empezó a decir el guardia.
– Por favor -insistió Sean.
El guardia asintió con la cabeza y se retiró al vestíbulo. Lucas cerró la puerta.
– El abuelo se está volviendo paranoico -dijo Sean-. Me siento como si volviera a tener doce años.
– Sean, te presento a Jaime Vegas -dijo Lucas-. Jaime, Sean Nast, el nieto de Thomas Nast.
Sean sonrió.
– Hola, mi hermano te ve en El show de Keni Bales todos los meses.
Mientras se estrechaban las manos, la mirada de Sean pasó a Cassandra.
– Sean, Cassandra -dijo Lucas-. Cassandra, Sean Nast.
Si Sean advirtió la falta del apellido de Cassandra, no dio señales de ello; le estrechó la mano con un «mucho gusto» y después se volvió a nosotros.
– Tyler Boyd ha desaparecido. -Me miró fijamente y añadió-: Es el hijo menor del CEO de la Camarilla Boyd. Tiene diecisiete años.
– ¿Ha desaparecido? ¿Cuándo?
– No estamos seguros. Tyler fue a la habitación de su hotel anoche, alrededor de las once. Como no apareció a la hora del desayuno, su padre envió a alguien a buscarlo. Su guardaespaldas estaba en la habitación, muerto, y Tyler había desaparecido. El señor Boyd llamó a mi abuelo y las camarillas han estado buscándolo desde entonces.
– Bien -dijo Lucas-. Mi padre tiene rastreadores chamanes excelentes.-Ése es el problema. No han llamado a tu padre, ni a ninguna otra persona de tu Ca…, de la Camarilla de tu familia.
– ¿Qué? -dije-. Pero ha desaparecido aquí, ¿no es verdad? En Miami.
– Y los Cortez tienen todos los recursos necesarios, lo sé. Es una locura. ¡Me tienen hasta…! -Miró a Jaime y a Cassandra-. Disculpadme. Es que estoy harto de tanta estupidez. Joey está muerto y ahora Tyler ha desaparecido y lo único que se les ocurre a las camarillas es pelearse por la cuestión de a quién echar la culpa y de quién controla la investigación. Sin los rastreadores y sin los expertos en escenarios de crímenes de tu padre, lo único que tenemos es un grupo de VPs y guardaespaldas que andan recorriendo la ciudad con la esperanza de toparse con Tyler.
– Así que quieres que llame a mi padre.
Sean se pasó la mano por la barbilla.
– Sí, sé que no te llevas bien con él, y me desagrada pedírtelo, pero no se me ocurre qué otra cosa hacer. Traté de llamar al conmutador de su compañía, pero, por supuesto, lo único que hicieron fue pasarme de un asistente a otro, empleados que ni siquiera pueden transmitir un mensaje. Si tienes el número directo de tu padre, yo puedo hacer la llamada.
– A tu familia no le gustaría. Mejor lo hago yo.
– No me preocupa lo que piense mi familia. Puedes decirle a tu padre que fui yo quien te pidió que lo llamaras.
– Lo llamaré, porque tiene los recursos necesarios para examinar el escenario del crimen y buscar a Tyler. Sin embargo, no le diré que fue a iniciativa tuya. En este momento estás disgustado, y con buenas razones, pero éste no es el momento oportuno para que tomes esa decisión.
– No me importa…
– Lucas tiene razón -dije-. No sólo es inconveniente que provoques un conflicto con tu familia, sino que tampoco es oportuno que aumentes el que ya existe entre las camarillas. Sólo serviría para empeorar las cosas.
Sean asintió con la cabeza.
– Muy bien, pero después de que hagas la llamada, ¿querrías venir al hotel de los Boyd conmigo? He venido aquí porque quería que tu padre se involucrara, pero también porque quería que lo hicierais vosotros. Hasta ahora habéis hecho mucho más que las camarillas.
– Por supuesto que iremos -dijo Lucas-. Pero creo que sería mejor que cada uno fuera por su lado. ¿Por qué no le das a Paige la dirección del hotel mientras que yo telefoneo a mi padre?
Cuando Lucas se alejó, Sean miró a Jaime y a Cassandra, ninguna de las cuales se molestaba en fingir que no estaba escuchando. Obviamente tenía algo más que decirme, de modo que le ofrecí acompañarlo hasta su automóvil. El guardaespaldas lo siguió hasta elascensor. Mientras esperábamos, Sean me dio la dirección del hotel de los Boyd.
– Tú… -empezó a decir Sean cuando entrábamos en el ascensor- tienes a alguien con Savannah, ¿verdad? ¿Está en un lugar seguro?
– Con unos amigos -respondí. Como lo vi dudar, añadí-: Sobrenaturales.
– Bien, bien. Me lo imaginaba. Traté de mencionárselo a mi tío, que alguien debía enterarse de si está bien protegida, puesto que es un objetivo potencial. A mi abuelo no puedo decírselo. Después…, después de lo que ocurrió con mi padre, él…, bueno, no se nos permite hablar de Savannah. Tampoco mi tío quiere preguntar a Benicio por ella. Creo que…
– ¿Se comportan como si no existiera? Después de lo ocurrido la última primavera, me alegro de que así sea.
Hundió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones. Tendría que haber mantenido la boca cerrada. Nada apaga más una conversación que recordarle a alguien que su familia es responsable de haberle destrozado la vida a alguien.
Las puertas del ascensor se abrieron. Hice a Sean una seña para que aguardara mientras escribía una dirección de correo electrónico.
– Es la de Savannah -dije-. Si alguna vez quieres saludarla, presentarte, ésta podría ser la forma más fácil. Si prefieres no hacerlo, lo entenderé.
Cogió el papel.
– Lo haré. Me gustaría… ponerme en contacto. No me parece bien que la ignoremos. -Dobló la hoja de papel en cuartos y la guardó en su billetera. Mientras lo hacía, miró una fotografía ajada que llevaba en el compartimiento del documento de identidad-. No tendrás una foto de ella, ¿verdad?
– Sí, cómo no. -Saqué la cartera y busqué en la parte de las tarjetas, que estaba llena de fotos-. Algún día tengo que dejar de hacer esto y comprarme un álbum de fotos del tamaño de una cartera, como esas viejecitas que te enseñan a todos sus nietos mientras haces cola en el banco.
Saqué dos. Una era de Savannah montando a caballo por primera vez, ese verano; en la otra estaban Savannah, Lucas y Adam jugando a los aros cerca de nuestra casa el mes anterior.
– Es preciosa -dijo, sonriendo-. Sin duda tiene los ojos de papá.
– Quédate ésa -dije señalando la foto en que estaba a caballo-. Tengo otra en casa.
Me dio las gracias y nos despedimos.
Cuando volví a nuestra habitación encontré a Cassandra y Jaime sentadas cada una en un extremo del sofá, Jaime leyendo su última revista, y Cassandra encogida para saltar en el momento en que yo llegase.
– ¿Así que el asesino está atacando a las familias de las camarillas? -dijo-. ¿Primero a los Nast, y ahora a los Boyd?
Le di una versión muy breve de los acontecimientos ocurridos hasta el momento.
– ¿El nieto de un CEO? -La contracción de su entrecejo se acusó-. Así que es un crimen por venganza.
– Hummm, sí. Eso es lo que nosotros…
Lucas abrió la puerta del dormitorio.
– ¿Has conseguido hablar con tu padre? -pregunté.
Lucas dijo que sí con la cabeza.
– Va hacia el hotel con un equipo. Le dije que llegaríamos enseguida, y ha prometido abrirnos camino. Seguramente resultará fácil. Sospecho que cualquiera que tenga autoridad como para discutírselo debe hallarse ya en algún otro lugar, buscando a Tyler. ¿Vamos?
Cassandra se puso de pie y cogió su bolso.
– No, no -dije-. Esto es muy serio…
– Me doy cuenta, Paige. Estás buscando a una persona desaparecida. Una mujer vampiro rastrea mucho mejor que un chamán.
Yo vacilé y miré a Lucas. Él asintió con la cabeza.
– Bien -dijo Cassandra-. El resto me lo explicáis por el camino.
Intuición depredadora
Lucas había alquilado un coche la mañana anterior, de modo que ya no necesitábamos el de Jaime. Ella se quedó en la habitación del hotel y prometió llamar si aparecía alguna otra persona. Según nuestra costumbre, si llevamos algún huésped en el coche, yo me siento atrás. Lo hago por cortesía. Pero Cassandra hace que me salga la grosería, de manera que me senté delante, al lado del conductor, y dejé que se le arrugara el vestido de Donna Karan en la parte de atrás, que estaba llena de cosas.
Nos llevó más de unos irritantes cuarenta minutos llegar al hotel de los Boyd. No sólo se encontraba en el otro extremo de la ciudad, sino que tropezamos con un embotellamiento en una zona en obras y habríamos llegado aún más tarde si Lucas no hubiese encontrado otro camino por calles laterales.
Mientras viajábamos, le procuré a Cassandra una visión de conjunto más amplia. Cuando entramos en el aparcamiento del hotel, seguía haciendo preguntas.
– Lamento interrumpir -dijo Lucas-. Aunque corra el riesgo de ofenderte, Cassandra, debo pedirte, nuevamente, que no reveles…
– No tengo la más mínima intención de dejarles saber quién soy.
– Gracias.
– Sería incluso mejor que Cassandra nos esperase aquí -sugerí-. Hasta que empecemos la búsqueda.
– Buena idea. Cassandra, si…
La puerta dio un golpe al cerrarse. Ella se dirigía ya a grandes zancadas hacia el edificio.
– Me parece que no -dije.
– Si no impedimos que se involucre, puede que satisfaga antes su curiosidad.
– ¿Y se vuelva antes a su casa?
Lucas sonrió levemente.
– Sería una buena idea.
Troy se reunió con nosotros en el aparcamiento, y nos escoltó después hasta el hotel, un complejo de lujo que no se parecía en nada a ninguno de los alojamientos que yo había visto.
Desde fuera de la suite de Tyler Boyd del segundo piso, nada hacía pensar que allí se había cometido un asesinato recientemente, o que un equipo de los expertos estaba examinando la habitación de arriba abajo. Sólo cuando se abrió la puerta se oyó el ruido que había dentro.
Dos hombres estaban trabajando en la zona de estar, uno tomando fotos y el otro pasando un aspirador de mano por el sofá. De una de las habitaciones de atrás apareció un tercer hombre, que llevaba lo que parecía un estuche de ordenador portátil. Intercambió un apresurado saludo con Lucas, y luego salió con prisa por la puerta que acabábamos de cruzar.
El guardia semidemonio asesinado yacía despatarrado sobre los restos de una mesa de centro, cubierto de trozos de vidrio y astillas de madera. Tenía la cabeza doblada hacia un lado, el rostro congelado en una mueca. Resistí el impulso de apartar la vista de esa mirada muerta. Junto a mí, Cassandra se inclinó sobre el cadáver, estudiándolo con frialdad. Traté de emularla, de ver ese cadáver no como una persona sino como una prueba.
En un principio pensé que al guardia le habían cortado la garganta. Luego vi un trozo de cable que tenía en el cuello y comprendí que lo habían estrangulado.
– Nuestro juez de instrucción cree que eso se lo hicieron después de muerto.
La voz de Benicio se dejó oír a nuestras espaldas. Miró a Cassandra. Su mirada pasó sobre ella con curiosidad, y tal vez con un cierto interés, pero como no se la presentamos, no preguntó nada. Quizás confiaba en el criterio de Lucas. O tal vez, sabiendo que su hijo tenía unas relaciones muy eclécticas, no quiso preguntar.
– Dennis ha hecho ya algunas observaciones preliminares. -Benicio llamó al jefe de segundad, que se hallaba en otra habitación-. ¿Dennis? ¿Querrías tener la amabilidad de contarles tus hallazgos a Lucas y Paige? ¿Y responder a las preguntas que quieran hacerte?
– Por supuesto, señor. -Dennis señaló al guardia muerto-. Creemos que se le acercaron por atrás y posiblemente le inyectaron algo. Eso podría explicar por qué no se resistió.
– ¿No se resistió? -Miré la mesa destruida-. Oh, ya veo, los desperfectos se produjeron cuando se cayó.
– Cayó con mucha fuerza. -Lucas se inclinó y retiró un trozo de algo negro que estaba junto a la mano del guardia.
Al arrodillarme percibí un olor familiar, que me recordó los campamentos de verano a los que iba de pequeña.
Leña quemada. Trozos de leña quemada rodeaban las manos cerradas del guardia.
– Un Aduro -dije-. Se aferró a la mesa y la quemó, lo cual significa que no estaba muerto cuando se desplomó.
Cassandra examinó el cable que estaba hundido en el cuello del guardia.
– No hay sangre.
– Lo que indica que se lo hicieron después de morir -dijo Dennis-. Más el hecho de que es improbable que alguien pueda haber estrangulado a un hombre de este tamaño, con los poderes que tenía.
– ¿Qué se sabe de Tyler? -pregunté-. ¿Escapó o se lo llevaron?
Dennis nos indicó con un gesto que nos dirigiéramos al baño. Entramos en él. Benicio permaneció en el umbral, mirándonos. En el otro extremo de la habitación, un hombre pelirrojo y delgado estaba examinando el alféizar de la ventana con algún tipo de escáner electrónico. Allí había algunos trozos de vidrio del lado interior, pero presumiblemente la mayor parte había caído hacia fuera.
Lucas dio media vuelta para observar el marco de la puerta, que estaba roto.
– De modo que o bien Tyler estaba aquí cuando llegó el asesino, o se las arregló para llegar hasta aquí antes de que lo atacaran. Entonces el asesino entró en el baño, pero… -Lucas volvió a la ventana-. Tyler ya se había ido, por esa ventana. ¿Simon? ¿Hay algún indicio de que el asesino fingiera la rotura de la ventana?
El pelirrojo negó con la cabeza.
– No, señor. Hay manchas de sangre en un fragmento de loza. Voy a necesitar una muestra del laboratorio de los Boyd para compararla, pero el ADN es definitivamente de su familia, de modo que supongo que es de Tyler. No hay signos de lucha ni de sangre en el baño. En el piso de abajo he encontrado huellas de zapatillas Nike, muy marcadas, lo que indica que alguien saltó desde esta ventana.
– De modo que suponemos que Tyler huyó -dijo Lucas-. Es lógico. Dudo que el asesino quisiera sacarlo del hotel. Demasiado arriesgado. Siempre ha matado in situ. No es probable que cambie ahora sus métodos.
El teléfono móvil de Benicio sonó. Tras decir algunas palabras sueltas, colgó.
– Han encontrado a Tyler. -Vio la expresión de mi cara y añadió-: Está vivo.
– ¿Lo han perseguido? -pregunté-. Si lo han perseguido, puede que el asesino esté todavía en la zona…
– No está en la zona -aseguró Cassandra-. Ha seguido su camino.
– ¿Qué?
Dirigió una breve mirada hacia el techo, como si su conclusión fuera tan simple que no requiriese ninguna explicación.
– Es un cazador. Golpea cuando encuentra blancos fáciles. Cuando dejan de serlos, busca otros.
– De modo que crees que acechó a Tyler… -empecé a decir.
– En el momento en que el chico escapó, tu asesino lo abandonó. Como dijo Lucas, mata in situ. Puede colgar a una chica de un árbol o dejar a un chico tirado encima de un coche, pero lo hace sólo para provocar. Es un cazador. Los mata donde los encuentra, y los mata con eficiencia. Cuando le interrumpieron, decidió dejar vivo al chico antes que arriesgarse a que lo descubrieran. No se ha puesto a perseguir a ese muchacho por las calles de Miami.
– Cuando dices que ha seguido su camino, quieres decir… -Miré a Lucas-. Que ha pasado a otro miembro de una familia importante. Eso es lo que dijo Esus. Con Joey Nast, llegó al nivel más alto, y va a seguir en ese nivel.
Cassandra movió afirmativamente la cabeza.
– Cualquier otra cosa sería un retroceso. Sin embargo, con cada paso que da, él mismo se lo pone todo más difícil. Tendrá que aprovecharse de cualquier momento en que la seguridad se debilite, como por ejemplo…
– Como por ejemplo cuando las camarillas crean que el asesino está persiguiendo a otra víctima. Cuando todos lo están buscando. ¿Lucas? ¿Quiénes son los otros adolescentes? ¿Hay alguien en tu familia? ¿Sobrinos…
– Tengo un nieto de once años y otro de doce -dijo Benicio-. Hijos de Héctor. Tripliqué su vigilancia cuando asesinaron al hijo de Griffin, y los he trasladado a un lugar seguro fuera de Miami. En cuanto a otros, Lionel St. Cloud tiene otro muchacho, Stephen. Tiene dieciocho años. Después, hay algunos adolescentes más, nietos de Nast, y Frank Boyd tiene varios sobrinos de aproximadamente la edad de Tyler.
– Stephen St. Cloud -dijo Lucas-. Ya ha golpeado a los Nast. Si no puede hacerlo con un Cortez, buscará un St. Cloud.
– Llamaré a Lionel…
– ¿Dónde están? -preguntó Lucas.
Benicio vaciló, con el dedo puesto en el teclado de su teléfono.
– En el Fairfield, en South Beach. Espera un momento mientras yo…
Estábamos saliendo ya por la puerta.
– ¿Por qué demonios no nos dijiste lo que pensabas? -pregunté, girando en mi asiento para mirar furiosa a Cassandra mientras Lucas salía del aparcamiento del hotel.
– Os lo dije.
– Desde el momento en que viste que Tyler había huido, supiste que el asesino había seguido su camino, pero no dijiste nada. Luego, cuando te dignaste a decírnoslo, hubo que insistir para que explicases lo que querías decir con eso. Esto no es un juego, Cassandra.
– ¿No lo es? -dijo-. Parece que tu asesino no piensa lo mismo.
– Sabes lo que quiero decir. Tendrías que habérnoslo dicho inmediatamente, nos tendrías que haber advertido…
– ¿Para qué pudierais marcharos unos minutos antes? Quise explicarme, Paige. Sencillamente no vi la necesidad de apresurarme.
– ¡Tú…
Lucas me miró, como diciéndome que no hiciera caso a Cassandra, pero no pude hacerlo.
– ¡Un chico podría haber muerto y no viste la necesidad de apresurarte!
Sus ojos verdes se clavaron en los míos, arqueando sus perfiladas cejas.
– Bueno, si está muerto, ciertamente no hay razón para apurarse, ¿no es cierto? Si quieres decir que podrías haberlo salvado si yo te lo hubiese dicho antes, me cuesta imaginar que sesenta segundos fueran a suponer una diferencia en un sentido o en otro. Sí, un muchacho está en peligro. Sí, podría morir. Es trágico, pero no es nada que no ocurra a todas horas, todos los días.
– Ah, bueno, eso lo hace normal.
– No he dicho eso, Paige. Sólo pretendo señalar que la muerte es una tragedia, pero, en última instancia, una tragedia inevitable. No puedes salvarlos a todos, por mucho que te cueste aceptarlo.
– No estoy… -Cerré con fuerza la boca, me tragué el resto de la frase, y me obligué a mirar nuevamente el parabrisas.
Sonó el teléfono móvil de Lucas. Me lo pasó.
– Paige Winterbourne -respondí.
Se produjo una breve pausa. Luego, Benicio preguntó:
– ¿Está Lucas ahí?
– Está conduciendo. ¿Se ha puesto en contacto con Lionel St. Cloud?
Otra pausa, como si estuviese considerando si insistir o no en que lo pasara con su hijo.
– Sí, lo he llamado, y él trató de llamar a Stephen, pero no ha habido respuesta. Los dos tíos de Stephen vinieron a buscar a Tyler, pero nosotros hemos encontrado a un primo que está todavía en el hotel. Dice que la habitación de Stephen está cerrada con llave y nadie responde cuando se llama a la puerta. Oye, Paige, he enviado mi equipo de búsqueda al Fairfield. Puede que lleguen unos minutos después que vosotros, pero estarán allí muy pronto. Yo… -Hizo una pausa-. El asesino puede estar todavía en ese hotel. No quiero que Lucas entre.
– Entiendo -dije-. Puedo pedirle que se quede fuera mientras entro yo, pero…
– Quiero decir que los dos debéis quedaros fuera, por lo menos hasta que os acompañe mi equipo de rastreo. Un minuto o dos no va a ser mucha diferencia.
– Eso he oído -dije-. Pero no quiero correr ese riesgo. Diga a su equipo que se apresure y nos busque dentro.
Apreté la tecla de desconexión. Mientras le pasaba el teléfono a Lucas, volvió a sonar. Lucas lo cogió y lo apagó.
Un minuto después, nos desplazábamos por el carril central.
A nuestra izquierda se veía una gran villa de estilo español. Un discreto letrero cerca de la entrada flanqueada de palmeras anunciaba que habíamos llegado al Fairfield.
Un asesino antinatural
El Fairfield no era ni de lejos tan opulento como el hotel de los Boyd; sin embargo, yo sospechaba que sus precios duplicarían lo que nosotros pagábamos en el nuestro. Tenía ese tipo de atmósfera de graciosa sencillez que no va acompañada de un precio bajo, precisamente. La habitación de Stephen St. Cloud estaba en el tercer piso. Como el ascensor tardaba, subimos por las escaleras.
Aparecimos en un extremo de un silencioso pasillo. En el otro, un hombre de cabello oscuro de algo más de veinte años se paseaba cerca de los ascensores. No nos miró hasta que nos detuvimos delante de la habitación de Stephen. Entonces nos miró a ambos, y avanzó hacia nosotros, con gesto airado.
– Buenos días, Tony -dijo Lucas.
– ¿Qué demonios estás haciendo…
– Me ha enviado mi padre. ¿Ya habéis podido entrar en la habitación de Stephen?
– A menos que pueda atravesar las paredes, no puedo hacerlo. Necesitamos un cerrajero.
– No -respondí-. Necesitáis a una bruja.
Lancé mi hechizo de apertura de máxima potencia. Las últimas palabras estaban todavía saliendo de mi boca cuando Cassandra agarró el picaporte. Cuando hube terminado, la empujó, la abrió y entró, dejándonos en el pasillo.
– No hay cerrojo ni cadena -dije, comprobando el mecanismo de la cerradura al entrar-. Estas cerraduras con tarjeta son estupendas. Cualquier bruja podría entrar sin perder un minuto.
Cassandra pasó de la sala al dormitorio. Cuando nosotros estábamos cruzando el vestíbulo, Cassandra volvía del dormitorio y, rozándonos al pasar, se dirigía de nuevo hacia la puerta.
– Ya lo tengo -dijo-. Vámonos.
– Me imagino que eso significa que no está aquí -dije-. No veo rastros de lucha, de modo que parece haberse marchado por propia voluntad. ¿Tony? ¿Tienes alguna idea de dónde puede haber ido?
Tony me miró, y luego dirigió la vista a Lucas.
– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Acaso mi voz escapa a la franja acústica de un hechicero? Lucas, por favor, interpreta.
– ¿Sabes dónde puede estar Stephen? -preguntó Lucas.
– Me imagino que debe de haber ido a desayunar. Todos salieron para buscar a Tyler, y Step estaba molesto porque lo habían obligado a quedarse. Odia que lo traten como a un niño.
– Así que se puso de morros y se largó -dije-. Muy maduro. Por favor, decidme que lo acompaña un guardaespaldas.
– ¿Tiene guardaespaldas? -Lucas volvió a interpretar las palabras de la bruja invisible.
– Humm, sí -contestó Tony-. Yo.
Clavamos en él la mirada.
Tony se encogió de hombros.
– Bueno, a su padre le hacía falta el guardia habitual de Step para que ayudara en la búsqueda, de modo que me dijo que me quedara yo de guardia, que me asegurase de que permaneciera en su habitación.
– Cosa que hiciste admirablemente bien -dije.
Tony me miró con ojos furiosos.
– Tiene dieciocho años, es adulto. No entiendo por qué todo este revuelo. Si me disculpáis, tengo cosas que hacer.
– No te preocupes -le dije en voz alta mientras se alejaba-. Nosotros trataremos de encontrar a Stephen. Pero muchas gracias por ayudarnos.
Cassandra asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Venís?
En los pocos segundos que tardamos en alcanzar la puerta, ella ya había llegado al ascensor y había apretado el botón. Un minuto después, nos dirigíamos al vestíbulo principal. Ya allí, Cassandra se detuvo a mitad de camino, girando la cabeza de un lado a otro, con los ojos entrecerrados. No comprendo cómo hacen los vampiros para rastrear a la gente, y nunca me he atrevido a preguntárselo a Cassandra. Lo único que sé es que no es por el olfato, aunque se parece al rastreo por el olfato en el sentido de que lo captan en su origen y luego, con el tiempo, el rastro se hace cada vez más tenue.
Cassandra giró sobre sus talones y volvió a caminar por el vestíbulo. Miré a Lucas, me encogí de hombros y me apresuré a alcanzarla. Cuando pasaba junto a una pareja de mediana edad, el hombre le dijo algo. Sin detenerse, Cassandra lo miró por encima del hombro, sosteniéndole la mirada. El hombre rápidamente miró para otro lado mientras agarraba a su mujer por la cintura y ambos caminaban en otra dirección.
Cassandra se dirigió hacia un vestíbulo lateral. Cuando llegué al pasillo, ella estaba ya empujando una puerta que decía, con un letrero muy claro: SALIDA DE EMERGENCIA. Antes de que pudiera advertírselo, abrió la puerta de par en par. La luz del sol invadió el lugar, cegándome por un instante. Me preparé para oír la alarma, pero no se produjo ningún sonido.
Cassandra siguió caminando, dejando que la puerta se cerrara sola tras ella. Lucas la sostuvo antes de que me golpeara. Salimos. Cuando la luz solar dejó de molestarme, me encontré en los límites de un aparcamiento medio vacío.
– Maldición -murmuré-. No podremos seguirlo si se fue en coche.
Sin prestarme atención, Cassandra caminaba ya a paso rápido por el aparcamiento. Desde el frente del edificio llegó un chirrido de ruedas que entraban en el lugar a gran velocidad.
– ¿El equipo de rastreo? -pregunté a Lucas.
– Dudo que quieran hacer tan obvia su llegada, pero ya deberían estar aquí. Debería ponerlos al tanto. ¿Crees que estarás bien?
– Voy a hacer un poco de ejercicio de marcha rápida -dije-. Pero estaré bien. Tú, a lo tuyo.
Seguí a Cassandra. Se detuvo a unos veinte metros de la puerta.
– ¿Podrías…? -empecé a decir.
Avanzó de nuevo, pasando como una flecha entre dos furgonetas. Suspiré e inicié un trote. Se movía con rapidez, caminando en diagonal por el aparcamiento, esquivando los automóviles. Cuando ya casi la había alcanzado, giró con tanta rapidez que tuve que saltar hacia atrás. Aguzó los ojos, y estaba yo preparándome para decirle algo cuando advertí que ella tenía la mirada fija en algo que estaba detrás de mí. Me di la vuelta pero no vi nada.
– Aquí hay alguien -dijo.
Tratándose del aparcamiento de un hotel, eso no me pareció extraño, pero antes de que pudiera decirlo, pasó delante de mí y avanzó a lo largo de una fila de automóviles. Entonces se detuvo y contempló toda el área.
– Tal vez deberíamos… -empecé a decir.
Desapareció entre dos automóviles. Miré a mi alrededor. Aparte del ruido distante de la carretera, el aparcamiento estaba silencioso y tranquilo. Lancé un hechizo de percepción. Nada, ni siquiera Cassandra, que debería haber estado a mi alcance. Maldito hechizo. Realmente necesitaba más práctica.
Me puse de puntillas. La luz del sol se reflejaba en el cabello rojizo de Cassandra, que se agitaba entre los automóviles. Mientras me dirigía hacia ella, oí un ruido apagado de pisadas detrás de mí. Aminoré el paso, pero no me di la vuelta. En cambio, miré mi reflejo en el lateral de un coche. El espacio que alcanzaba a ver detrás de mí estaba vacío.
Estaba volviendo a prestarle atención a Cassandra cuando pasó una sombra a mi lado, oscureciendo el lateral metálico del coche durante una milésima de segundo. Me di la vuelta, lanzando nuevamente mi hechizo de percepción mientras giraba. Esta vez el hechizo captó algo, pero un poco más lejos, hacia mi izquierda. En el mismo momento oí el ruido de unos zapatos de mujer a mi derecha y las pisadas igualmente decididas de la persona que se me acercaba por la izquierda. A mi derecha, las pisadas se detuvieron y Cassandra apareció entre dos automóviles.
– Ahí estás -dijo-. Tienes que mantenerte cerca, Paige. Yo no puedo…
Me volví hacia la izquierda. Era quien yo esperaba. Lucas avanzaba hacia nosotras, pero yo no podía captar su expresión a causa del reflejo del sol.-Que extraño -le dije a Cassandra-. Pude percibir a Lucas, pero no a ti.
Ella frunció el ceño.
– Con mi hechizo, quiero decir. No te sentí.
– Sí, bueno, tus hechizos no son muy infalibles, que digamos, Paige.
– O tal vez se deba a todo ese asunto de los no muertos, supongo.
Se le tensaron los labios.
– Bueno, no empieces con eso tú también, no estoy…
Mientras ella hablaba, vi el rostro de Lucas y se me encogió el corazón. No oí el resto de lo que decía Cassandra.
– Lo han encontrado, ¿verdad? -dije.
Lucas afirmó con la cabeza, y supe que no habían encontrado a Stephen vivo.
Stephen había sido asesinado en su automóvil, de un tiro en la sien, y luego lo habían colocado en el asiento, reclinado, del conductor, con gafas de sol y una gorra deportiva echada hacia abajo para tapar la herida. Para cualquiera que pasara, tendría el aspecto de alguien que se estaba echando una siesta en el coche. Inusual, pero no alarmante.
Le dije a Lucas que había tenido la sensación de que me seguían. Cassandra coincidió, y Lucas desplegó el equipo de búsqueda para rastrear el lugar mientras nos quedábamos nosotros con el cadáver. Si yo no hubiera dicho nada, ¿habría mencionado Cassandra sus sospechas? Lo dudaba, pero no porque yo creyera que ella quería intencionadamente impedir que encontráramos al asesino. ¿Por qué habría de quererlo? No le importaba. Y allí residía realmente la clave para comprender a Cassandra. No le importaba.
Una hora más tarde, el equipo llegó a la conclusión de que el asesino había escapado. A mí me habría gustado quedarme, enterarme de qué habían encontrado, pero es difícil hacer una investigación clandestina del escenario del crimen en el aparcamiento de un hotel sin atraer a curiosos.
– Te has quedado muy callada -murmuró Lucas mientras nos dirigíamos hacia nuestro automóvil.
– Estaba pensando.
Como no añadí nada, dijo:
– ¿Quieres contármelo?
Hice un gesto para indicarle que lo discutiríamos en el coche. Esperé a encontrarnos en la autopista antes de hablar. Me dije a mí misma que estaba ordenando las ideas, pero creo que esperaba a que Cassandra hablara primero. No lo hizo.
– Es un cazador -dije-. Golpea rápido, deja los cuerpos donde los ha matado, utiliza el método más conveniente, y cambia sus planes si se le complican las cosas. Un asesino experimentado.
– Sí, como dijo Esus… -empezó Lucas.
Advirtió que yo había dirigido mi comentario a Cassandra, y se detuvo. Ella continuaba mirando por la ventanilla. O bien pretendía ignorarme, lo que no sería de extrañar, o pensaría que yo había sacado una conclusión equivocada, algo que, dada mi reciente actuación, tampoco lo habría sido.
– Es también un rastreador experto -dije-. Dana no lo oyó llegar. A Joey, nada lo advirtió de su presencia. Ni siquiera un dios druida lo oyó atacar. Estoy segura de que estaba siguiéndome por el aparcamiento, pero no oí más que un par de leves pisadas, sólo vi el relámpago de un movimiento. Y no lo pude captar con mi hechizo de percepción.
Lucas me miró por encima del hombro.
– De modo que estás sugiriendo que Esus pudo haberse equivocado, que nuestro asesino puede tratarse de un ser no corpóreo, un demonio, o alguna otra entidad.
– Yo no diría un demonio -afirmé-. Aunque seguramente algunos podrían argumentar a favor de este punto de vista. La clase de entidad en la que estoy pensando vive aquí, en nuestro mundo. El asesino tiró al suelo a un guardaespaldas bien entrenado que pesaba más de cien kilos. Lo tiró al suelo como a un árbol. Y no ocurrió porque le clavara una aguja hipodérmica. Tuvo unos instantes para resistirse. Esta clase de asesinos tiene un modo especial de inhabilitar a sus víctimas. Pero hasta ahora sólo lo ha usado dos veces: con Dana y con este guardia. Esa es la razón por la cual ambos tenían heridas en el cuello. Para tapar las marcas. Marcas que son muy difíciles de detectar, pero que toda autopsia efectuada por camarillas debe buscar.
– Una mordedura de vampiro -dijo Lucas.
Cassandra asintió.
– Ésa sería también mi interpretación.
Me tragué el impulso de gritar.
– ¿Y cuándo diablos ibas a decirlo?
Lucas entraba ya en el aparcamiento de nuestro hotel.
– Si aceptamos esa posibilidad, el único problema reside en que no imagino qué podría tener un vampiro contra una Camarilla.
– Estoy segura de que no -murmuró Cassandra.
Los ojos de Lucas se fijaron de inmediato en el espejo retrovisor.
– No, Cassandra, no lo imagino. Pero si tú puedes, quizás deberías decírnoslo.
Durante un momento, no dijo nada. Después suspiró, como si una vez más se la hubiese puesto ante la necesidad de explicar lo obvio.
– Las camarillas no quieren tener nada que ver con los vampiros -dijo ella.
– Precisamente -respondió Lucas-. Tienen la norma estricta de no mantener trato ni con hombres ni mujeres lobos ni con vampiros, y por eso es por lo que no quiero imaginar… -Se detuvo y miró entonces a Cassandra por el espejo-. Aunque puede que más que un argumento contra esa posibilidad lo sea a favor de ella.
– Por lo que se refiere a dinero y poder, las camarillas son el juego más grande que puede haber -dije-. Tal vez alguien se cansó de que no lo dejaran entrar en la cancha.
Como una suegra
Volvimos a la habitación de nuestro hotel. Jaime nos oyó llegar y vino inmediatamente para que la pusiéramos al día.
– Así que mi fantasma no estaba tratando de que conectarais con Cassandra -dijo Jaime, destapando una Pepsi light-. Lo que quería decirnos era que buscábamos a un vampiro.
– Probablemente -dije-. El misterio de Salem's Lot trata de vampiros, Cassandra es la mujer vampiro que mejor conozco. Así que eso encaja en la teoría. Pero es cierto que esto modifica la posible motivación. No se necesita mucho para que un vampiro se vea inspirado por una furia asesina. Ya son asesinos expertos: matar no significa mucho para ellos. Yo diría que ahora tenemos dos motivaciones más probables. Una, que un vampiro trató de incorporarse a una Camarilla, o de hacer con ella algún acuerdo, y fue rechazado, y entonces decidió mostrarles por qué no se juega con los no muertos. Dos, que un vampiro está resentido en general con la política de las camarillas de rechazo de todo trato con los vampiros, y lo está haciendo saber.
– ¿Un cruzado? -dijo Jaime-. Los únicos vampiros que he conocido no son precisamente altruistas. -Miró a Cassandra-. Prueba número uno.
Cassandra le dirigió una mirada fija y gélida.
– Ah, sí. ¿Y podrías recordarme otra vez cuál es el motivo por el que estás aquí? Tiene más que ver con un espíritu que te atormenta que con una conciencia que te atormenta, si no recuerdo mal.
Jaime se ruborizó.
– Bueno, ya he resuelto ese problema y sigo aquí, ¿no?
– ¿Así que tu fantasma está tranquilo? -pregunté.
– De momento, sí.
– Cassandra -dijo Lucas-. Si realmente se trata de un vampiro, tú eres experta en este campo. Dadas las dos posibles motivaciones que ha mencionado Paige, ¿te parece que deberíamos considerar ambas en pie de igualdad o concentrarnos en un guión montado en torno a la venganza?
– Los vampiros son capaces de ser cruzados de una causa -dijo, poniéndose cómoda en el sofá-. Aunque en los casos típicos, sólo de una causa que beneficie a los vampiros, como sería ésta. Lo que habría que buscar es a un vampiro joven. Como en todas las razas, los más jóvenes son los más idealistas, los que con mayor probabilidad podrían esforzarse por un cambio. Los mayores saben que sus energías están mejor empleadas cuando se persiguen causas más realistas, más individualistas. -Nos dirigió una mirada de soslayo a Lucas y a mí-. Vosotros lo aprenderéis muy pronto.
– No, si puedo evitarlo -murmuré.
– La búsqueda de la justicia es romántica, inmadura y, en última instancia, autodestructiva, Paige. Era de esperar que hubieras aprendido esa lección esta primavera, con Samantha.
– Savannah -dije-. Y lo único que aprendí fue que la forma más pura de maldad no es una Camarilla, sino la persona que está dispuesta a sacrificar a otro para salvarse ella.
Los ojos de Jaime seguían con interés nuestro intercambio. Antes de que pudiera introducir un comentario, habló Lucas.
– De modo que, habiendo decidido que ambos caminos son igualmente posibles, ¿puedo sugerir que sigamos los dos? El hecho de que lo más probable es que estemos ante un vampiro explica por qué ninguno de mis contactos había oído nada de una situación como la que nos interesa, ya que los vampiros tienen poca relación con otros sobrenaturales. Eso significa que tendré que ir directamente a las camarillas para obtener información o, para decirlo con mayor exactitud, a mi padre, que puede saber de casos concretos en los que un vampiro pudo haber tenido contacto con una Camarilla. Mientras tanto, quizás Cassandra podría ayudar a Paige a tomar contacto con la comunidad de los vampiros, evaluar el estado de ánimo de los mismos y cualquier rumor que esté relacionado con las camarillas.
– No creo haberme ofrecido a colaborar -dijo Cassandra-. El problema no me concierne.
– ¿No? -dijo Jaime-. ¿No es ésa la causa por la que prestas servicios en el Consejo Interracial? ¿Para que si un vampiro se convierte en un granuja, lo expulses? Todas las razas lo hacen, supervisan a los suyos. Tenemos que hacerlo.
– Esto no es lo mismo. Me estáis pidiendo que traicione a los míos. Que meta a Paige entre ellos para que reúna información que puede ser utilizada contra nosotros.
– No -dije-. Lo que te pedimos es que me ayudes a entrar para reunir información que puede utilizarse para ayudaros, a todos vosotros. Actualmente las camarillas no quieren a los vampiros. ¿Cómo crees que van a reaccionar cuando descubran que es un vampiro el que ha estado matando a sus hijos?
– A mí no me conciernen las venganzas.
– Bien. Entonces puedes volverte a casa, Cassandra. También puedo obtener lo que Lucas quiere sin ti.
Los labios de Cassandra se curvaron mientras se reclinaba contra los almohadones.
– Tendrás que esforzarte para mejorar tus baladronadas, Paige. Tu técnica es excesivamente obvia.
Cogí mi cartera y me encaminé hacia el dormitorio.
– No lo conseguirás, Paige -dijo Cassandra a mis espaldas-. Tu único otro contacto con los vampiros es Lawrence, y está en Europa desde hace dos años. Tendrás suerte si recuerda tu nombre. Y seguro que no va a apurarse para venir en tu ayuda.
Me detuve cuando mis dedos tocaron el picaporte de la puerta del dormitorio. Yo sabía que lo mejor era llamar a mi contacto y hacer caso omiso de sus provocaciones. Pero no podía, no con Cassandra. Abrí mi agenda electrónica, marqué mi libreta de teléfonos, encontré un ítem, volví sobre mis pasos, y se lo puse a Cassandra delante de la cara.
Leyó y parpadeó. Y, en esa pequeña reacción, encontré más placer del que me gustaría reconocer.
– ¿Aaron? -preguntó-. ¿Cuándo te dio…?
– Después de que lo rescatáramos del encierro. Nos dijo a Jeremy y a mí que en cualquier momento en que necesitásemos algo relacionado con los vampiros, lo llamáramos.
– Tal vez a Jeremy no le parezca bien que pidas un favor en común que no beneficie a los hombres y mujeres lobos.
– Motivo por el cual lo llamaré primeramente a él. Pero ambas sabemos que me dirá que siga adelante.
– ¿Hombres lobos rescatando a vampiros? -murmuró Jaime-. Algún día, tendrás que contarme esa historia. Bien, Cass, parece que Paige tiene las mejores cartas. Ha llegado el momento de que muestres las tuyas y te vuelvas a casa.
– ¿Hay alguna razón para que ella esté aquí? -preguntó Cassandra.
– No quiero discutir contigo, Cassandra -dije-. Aprecio lo que hiciste esta mañana, ayudarnos a buscar a Stephen, pero, por favor, vete a tu casa. Nosotros podemos manejar este asunto.
Al suavizarse mi tono, menguó el fuego de sus ojos. Suspiró y estiró la mano para tomar mi agenda electrónica.
– Deja que yo llame a Aaron -dijo-. Guárdate a tu intermediario para otra ocasión.
Vacilé.
– Tal vez no sea una buena idea. A menos que esté interpretando mal las cosas, Aaron parecía estar muy enfadado contigo cuando lo rescatamos.
– Fue un malentendido.
– La última vez que te vio, lo entregaste a una airada turba de rumanos y pusiste pies en polvorosa. Dirás que estoy loca, pero no creo que haya muchas posibilidades de malentendido en una situación así.
En el otro extremo de la habitación, Jaime contenía mal una risa. Cassandra la miró furiosa, y luego se volvió nuevamente a mí.
– No lo entregué a esa turba -replicó-. Simplemente lo dejé allí. Sabía que podría arreglárselas. De cualquier manera, nada de eso importa ahora. Hemos hecho las paces.
– ¿Y os lleváis tan bien que no tienes su número de teléfono?
Me arrebató la agenda, se fue al dormitorio y cerró la puerta.
Dos horas después, estaba subiendo a un avión con destino a Atlanta para encontrarme con Aaron. Desgraciadamente, no estaba sola, ya que no había podido convencer a Cassandra de que seguro que tenía cosas más importantes que hacer. Traté de ser amable con ella diciéndole que entendería que prefiriese volar en primera clase. Mi amabilidad, sin embargo, no hizo más que despertarle un brote de generosidad, y me invitó a compartir un asiento de primera clase a su lado.
Yo había llevado mi ordenador portátil y, en cuanto nos sentamos, me puse a trabajar para ponerme al día con mi correo electrónico comercial. Cassandra permaneció en silencio hasta que el avión despegó.
– Me ha dicho Kenneth que estás intentando iniciar un nuevo Aquelarre -empezó a decir.
– No es cierto -respondí entre dientes, y me puse a escribir más deprisa.
– Bueno, mejor así.
Me detuve, con los dedos sobre el teclado. Enseguida, con gran esfuerzo, me obligué a seguir tecleando. «No muerdas el anzuelo. No levantes…».
– Yo le respondí que no podía imaginar que fueras a hacer algo tan estúpido.
«Teclea más deprisa. Con más energía. No te detengas».
– Puedo entender por qué querrías hacerlo. Debe de ser algo muy duro para tu ego. Que te echen de tu propio Aquelarre. Y, encima, siendo Líder.
Traté de volver a poner los dedos en el teclado, pero, haciendo caso omiso de la orden que les daba mi cerebro, éstos se plegaron y me encontré con los puños cerrados.
– Supongo que fue algo muy satisfactorio para ti, esos pocos meses como Líder del Aquelarre. Es obvio que quieres volver a gozar de esa sensación de importancia.
– Para mí nunca se trató de ser importante. Lo único que quería…
Dejé de hablar y volví al teclado.
– ¿Qué era lo único que querías, Paige?
La azafata se detuvo a nuestro lado. Le pedí un café. Cassandra pidió vino.
– ¿Qué es lo que querías hacer, Paige? -repitió Cassandra cuando la azafata nos dejó.
Me volví para mirarla.
– No me pinches. Te encanta hacerlo. Eres como esas suegras de las comedias televisivas que mortifican y zahieren fingiendo interés, cuando lo único que hacen es buscar los puntos débiles, para dejar caer una insinuación o un insulto.
– ¿Y si mi interés no fuera fingido? ¿Y si realmente quisiera más de ti?
– Nunca te he interesado.
– Porque no habías despertado mi interés. Pero por fin estás creciendo, y no me refiero sólo a que estés acumulando años. A lo largo del último año, más o menos, has ido madurando hasta convertirte en un ser fascinante. No eres la persona a la que yo elegiría para perderme en una isla desierta, pero los conflictos de opinión pueden provocar relaciones más interesantes que los intereses comunes. Si discuto tus opiniones, es porque tengo curiosidad por ver cómo las defiendes.
– No quiero defenderlas -dije-. Ahora no. Tus preguntas me parecen insultos, Cassandra, y no me apetece responderlas. -Para mi sorpresa, no dijo nada más. Bebió el vino lentamente, reclinó su asiento y descansó durante el resto del viaje.
Desconectada
Los vampiros son una raza urbana. Podría parecer obvio, puesto que es mucho más fácil matar sin ser descubierto en una ciudad que tiene centenares de asesinatos no resueltos todos los años, que en una ciudad pequeña en la que puede darse un homicidio anual. Pero, a decir verdad, para ellos ése no es un factor determinante.
Los vampiros de verdad no son las sanguijuelas que se ven en los programas nocturnos de la televisión y que necesitan varias víctimas todas las noches. El vampiro de la vida real sólo necesita matar una vez al año, aunque tienen que alimentarse con más frecuencia. Alimentarse les es fácil; si alguna vez usted se desvanece en un bar y se despierta a la mañana siguiente con un malestar fuera de lo habitual, le sugeriría que se examinara el cuello. Pero quizá no encuentre ninguna marca. A menos que sepa muy bien qué es lo que busca, las mordeduras de vampiros son casi imposibles de ver, y los efectos posteriores no producen mayor debilidad que la que se experimenta tras donar sangre con el estómago vacío.
Dado que la mordedura de un vampiro rara vez es mortal, a ellos les resultaría fácil vivir fuera de la ciudad y trasladarse para realizar su homicidio anual. Incluso sería más seguro. El problema reside en esa molesta semiinmortalidad. Como no se envejece, la gente lo nota. Puede que tarde algún tiempo, pero llega un momento en que empiezan a preguntar qué clase de crema hidratante usas. Cuanto más pequeña es la ciudad, más atención presta la gente, y más cotilleo hay. En una gran ciudad, un vampiro podría permanecer en el mismo lugar durante quince o veinte años y no oír más que algunos comentarios sarcásticos relativos a la cosmética. Además de eso, está el asunto del aburrimiento. Las ciudades pequeñas son excelentes para formar una familia, pero si uno es soltero y sin hijos, pasarse las noches de los sábados meciéndose en el porche y mirando la calle puede producir cierto hastío después de los primeros cien años.
Así pues, a los vampiros les agrada la vida urbana. En Estados Unidos, prefieren también las regiones soleadas, con lo que más de la mitad de los vampiros del continente viven por debajo de la línea de Mason-Dixon. Los inviernos del norte pierden enseguida su atractivo cuando uno se da cuenta de que puede pasarse el día en la playa sin correr más riesgo que el de una quemadura solar. Y es mucho más fácil morder a alguien que lleva una camiseta de tirantes que hincarle los dientes a uno con anorak.
Cassandra había quedado con Aaron en un bar de la zona sur de Atlanta. Yo nunca había estado en esta ciudad, y nuestro rápido recorrido en taxi desde el aeropuerto hasta el bar no me brindó la oportunidad de hacer turismo. Lo que más me llamó la atención fue lo moderna que era. Tenía el aspecto de una ciudad del norte, con mucha alta tecnología, muy eficiente, muy poco sureña. Yo esperaba que fuera como Savannah o Charleston, pero no vi mucho que me recordara a una o a la otra. Supongo que si hubiese tenido en cuenta la historia, habría sabido que poco del Viejo Sur podía encontrarse en Atlanta. El general Sherman se había ocupado de eso.
El taxi nos llevó a un barrio que podría describirse como de clase trabajadora, con hileras de casas idénticas, jardines tamaño estampilla y calles llenas de automóviles de por lo menos diez años de antigüedad. El conductor se detuvo delante de un bar que se hallaba entre un autoservicio y una lavandería automática. El letrero que se veía en la puerta decía los billares de pete el afortunado, pero las palabras los billares de habían sido recientemente tachadas.
Cassandra pagó al conductor, salió del automóvil, miró el interior del bar y, moviendo la cabeza a ambos lados, dijo:
– Aaron, Aaron. Ya tienes doscientos años y aún no has desarrollado ni una pizca de buen gusto.
– A mí me parece bien. Mira, hay un letrero que dice que los viernes es la «Noche de las mujeres». Cerveza barata después de las cuatro. ¿Ya son más de las cuatro?
– Desgraciadamente, sí.
Mis ojos se clavaron en Aaron en la primera mirada que eché al bar. Diría, con bastante certeza, que los ojos de la mayoría de las mujeres se fijarían en Aaron en su primera inspección de cualquier bar. Mide por lo menos uno noventa de altura, es ancho de espaldas, tiene la tez bronceada, el cabello rubio color arena y un rostro guapo y duro. Estaba sentado en un extremo de la barra, abstraído en su cerveza y un cigarrillo, ignorando las miradas de un cuarteto de secretarias que estaban detrás de él. Cassandra se acercó y, mientras lo hacía, se fijó en sus botas embarradas, sus vaqueros gastados y su camiseta cubierta por una capa de polvo de argamasa.
– Qué amable, Aaron, haberte vestido especialmente para recibirme -dijo.
– Acabo de salir del trabajo. Bastante suerte tienes con que haya aceptado… -Bebió y parpadeó.
– Aaron… -empezó a decir Cassandra.
– Paige -se anticipó Aaron-. ¿Qué tal estás?
– Bien. -Me senté en el taburete que estaba junto al suyo.
– ¿Y tú?
– Tratando de evitarme problemas. -Una leve sonrisa-. Principalmente eso. Y cuidándome las espaldas un poco mejor. Avergonzado todavía, por lo del secuestro y todo eso. ¿Una cerveza?
– Sí, gracias.
Le hizo una señal al barman.
– A ti no voy a preguntártelo, Cass. No creo que aquí haya nada que te guste. Probablemente ni siquiera la clientela. ¿Vas a arrimar un taburete o vas a quedarte ahí parada?
– No me parece que éste sea el lugar adecuado para una conversación privada -replicó, y con eso dio media vuelta y se dirigió a un reservado que había en el fondo.
Aaron movió la cabeza a un lado y a otro. Yo pedí una cerveza y él otra. En el momento en que hizo a un lado la jarra vacía, se dio cuenta de que tenía el cigarrillo encendido en el cenicero y lo apagó.
– No basta con que sea vampiro, también tengo que matar a la gente con el humo de mis cigarrillos. -Apartó el cenicero colocándolo junto a la jarra de cerveza vacía-. He oído que estás con un Cortez. ¿Es verdad?
Dije que sí con la cabeza, cogí la cerveza que me ofrecía el barman y dejé un billete de cinco dólares en la barra. Aaron me lo devolvió y a cambio de su cerveza entregó un billete de diez, con un «Quédate con el cambio».
– Gracias -dije.
– Te debo mucho más que una cerveza barata. Ese Cortez, se trata de Lucas, ¿verdad? ¿El menor? ¿Y no trabaja para la familia?
– Así es.
– Eso está bien, porque alguien me había dicho que era uno de los mayores. No es bueno que te mezcles con esos tipos de las camarillas. Pero, cambiando de tema, Cassandra me dijo que quería hablar sobre algo relacionado con las camarillas, y puesto que has venido, imagino que tú también estarás involucrada. Pero, si estás con Lucas, y él no trabaja para las camarillas…
– Vamos a sentarnos con Cassandra y te lo explicaré.
Le conté la historia a Aaron. Cuando terminé, se echó hacia atrás y movió la cabeza a un lado y a otro.
– Increíble. Necesitamos esta clase de problemas tanto como una estaca en el corazón. Encontrad a ese imbécil, y aseguraos de que las camarillas se enteran de que los demás no hemos tenido nada que ver en ello. -Tomó un buen trago de cerveza-. Supongo que queréis saber si tengo idea de quién puede estar detrás de este asunto. Y me imagino también que ya habréis investigado a John y a su banda.
– ¿John? -dije.
– John, Hans o comoquiera que se llame ahora. Tú sabes a quién me refiero, Cass.
– Ah -dijo Cassandra, frunciendo los labios-. Él.
– Bueno, le habrás hablado de él a Paige, ¿verdad? De su pequeña cruzada anticamarillas.
Levanté la cabeza como movida por un resorte.
– ¿Cruzada anticamarillas?
Ella frunció el entrecejo.
– ¿Cuándo empezó?
– Hace sólo una década más o menos.
– Es la primera vez que lo oigo.
Aaron movió la cabeza.
– No, es la primera vez que lo oyes y prestas atención.
– ¿Qué quieres decir?
Aaron se volvió hacia mí.
– El tipo se llama John, pero él se hace llamar Hans; cree que «John» no es un nombre adecuado para un vampiro. Pertenece a los vampiros de Nueva Orleans.
– ¡Vaya!
Aaron esbozó una sonrisa.
– Eso lo explica todo, ¿no es cierto? John tiene inquina a las camarillas. Es algo que forma parte de toda la mentalidad de esos tipos. Son vampiros, por lo que creen que son «especiales» y que deberían gobernar el mundo sobrenatural. Si no fuera por ese maldito escritor… Se les ha subido a la cabeza. No me sorprendería que fueran ellos los que están detrás de todo esto.
– ¿Sabes dónde podemos encontrarlos? -pregunté.
– Puedo conseguir la dirección de John, pero me llevaría uno o dos días. No es precisamente alguien a quien felicite las Pascuas. Pero si te corre prisa, su grupo de energúmenos pierde el tiempo en el Rampart de Nueva Orleans. -Miró a Cassandra-. Pero ve tú, Cass. No lleves allí a Paige.
– ¿Es sólo para vampiros? -pregunté.
– Qué va, pero no es un lugar agradable. Yo también haré un sondeo por ahí, por si me entero de algún rumor.
Saqué mi bloc para darle mi número telefónico.
– Espera -dijo, y sacó su teléfono móvil-. Esto es más seguro. No hay papel que me guarde en los bolsillos que no termine dando vueltas en la lavadora. Podría decirte dónde me encontraba cuando me enteré de que habían matado a Lincoln, pero ¿crees que me acuerdo alguna vez de vaciar los bolsillos antes de lavar la ropa? De ninguna manera.
Le dicté mi número de teléfono y el de Lucas, y Aaron los apuntó en el listado su móvil. Cuando volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de su chaqueta, se reclinó en el asiento y se chascó los nudillos.
Cassandra suspiró.
– ¿Qué pasa, Aaron?
– ¿Ehh?
– Cuando haces eso -dijo, señalándole las manos- es porque tienes algo en mente. ¿De qué se trata?
Él aguardó un momento, y luego me miró.
– El Rampart. Es un problema y lo viene siendo desde hace tiempo, lo cual trae a colación algo más. El Consejo Interracial. Sé que ya tenéis a Cass, pero a lo mejor deberíais plantearos incorporar a otro vampiro…
– ¿Perdona? -dijo Cassandra.
– Vamos, tranquilízate. Me refiero a un segundo vampiro, a alguien que presente las preocupaciones de los vampiros, como el Rampart. Yo estaría dispuesto, pero si conocéis a alguien mejor, no tengo ningún inconveniente. Los vampiros no somos suficientes como para tener nuestra propia estructura de gobierno, y el Consejo desempeñaba antes ese papel…
– ¿Antes? -dijo Cassandra-. Si alguien tiene preocupaciones o problemas, yo los llevaré ante el Consejo.
Aaron se dio la vuelta y buscó mi mirada.
– Cass, dejaste de hacerlo hace años. Décadas. No eres…, ya no formas parte de nada. Estás desconectada.
– ¿Desconectada?
– No estoy intentando molestarte. Por alguna razón siempre ha habido dos delegados vampiros, uno para tratar los asuntos generales y el otro como protector de los derechos de todos nosotros. Ahora que ya no está Lawrence, tú has asumido su papel y, bueno, alguien tiene que hacer el que tú desempeñabas.