
Kim Newman
El año de Drácula
A Steve Jones, el Tenedor de las grandes antologías de vampiros
Título original: Anno Drácula
Traducción: Jaume de Marcos Andreu
© 1992 Kim Newman
© Grupo Editorial Ceac, SA, 1999
Para la presente versión y edición en lengua castellana
Timun Mas es marca registrada por Grupo Editorial Ceac, SA
ISBN: 84-480-4207-7
Depósito legal: B. 29.109-1999
Hurope, S.L.
Impreso en España — Printed in Spain
Grupo Editorial Ceac, S.A. Perú, 164 — 08020 Barcelona
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Los Székely tenemos derecho a ser orgullosos, puesto que en nuestras venas fluye la sangre de muchas razas valientes que lucharon como leones por el mando. Aquí, en este torbellino de razas europeas, la tribu de los ugros descendió de Islandia con el espíritu combativo que Thor y Odín les concedieron y que sus guerreros berserker exhibieron con tanto celo por las costas de Europa; sí, y también de Asia y África, hasta que los pueblos pensaron que se habían convertido en alimañas por algún encantamiento. Aquí también, cuando vinieron, combatieron contra los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como un incendio, hasta que los pueblos moribundos creyeron que en sus venas corría la sangre de aquellas antiguas brujas que, expulsadas de Escitia, se habían apareado con los diablos del desierto. Idiotas, ¡idiotas! ¿Qué diablo o bruja fue tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas? ¿Acaso es un milagro que fuésemos una raza conquistadora, que fuéramos orgullosos; que, cuando los magiares, lombardos, ávaros, búlgaros y turcos arrojasen a miles de los suyos contra nuestras fronteras, fueran repelidos? ¿Es extraño que, cuando Arpad y sus legiones ocuparon el país húngaro, nos encontrase aquí al llegar a la frontera? Y cuando la marea húngara viró hacia el este, los Székely fuimos aclamados como parientes por los victoriosos magiares y durante siglos nos confiaron la vigilancia de la frontera con Turquía; sí, y aún más, nos nombraron guardianes eternos de la frontera, porque, como dicen los turcos, «el agua duerme, mas el enemigo es insomne». ¿Quiénes, más gustosamente que nosotros entre las Cuatro Naciones, recibieron la «espada sangrienta», o acudieron más deprisa junto al estandarte del rey cuando llamó a la guerra? ¿Cuándo fue redimida aquella gran vergüenza para mi nación, la vergüenza de Cassova, el día en que las banderas de los valacas y los magiares cayeron bajo la Media Luna? ¿Quién fue, sino uno de mi propia raza, el que como vaivoda cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propio territorio? ¡Fue un Drácula, en efecto! ¡Grande fue el infortunio, cuando su inepto hermano, una vez que él hubo caído, vendió su pueblo a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza del cautiverio! Y una vez más, cuando, tras la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, los de la sangre de Drácula estaban entre sus líderes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuéramos libres. ¡Ah, joven señor! Los Székely —y los Drácula como la sangre de sus corazones, sus sesos y sus espadas— pueden vanagloriarse de una historia que familias de gloria rápida como los Habsburgo o los Romanoff jamás podrán igualar. Los días de guerra han terminado. La sangre es demasiado preciosa en esta época de paz deshonrosa; y el esplendor de las grandes razas es como un cuento.
Conde Drácula
He estudiado una y otra vez, desde que llegaron a mis manos, todos los papeles relativos a este monstruo; y, cuanto más los he examinado, más necesario se me antoja destruirlo por completo. Por todas partes hay indicios de su avance; no sólo de su poder, sino de su conocimiento de éste. Por lo que he averiguado, gracias a las investigaciones de mi amigo Arminius de Budapest, fue en vida un hombre ciertamente asombroso. Soldado, estadista y alquimista, tenía un cerebro poderoso, una cultura más allá de toda comparación y un corazón que desconocía el miedo y el remordimiento. Incluso osó asistir a la Scholomance y no hubo rama del saber de su tiempo que no abordara. Pues bien, en él los poderes mentales sobrevivieron a la muerte física; aunque parece que su memoria no estaba completa. En ciertas facultades de su mente ha sido, y es, nada más que un niño; pero está creciendo y algunas cosas que eran infantiles al principio ya han alcanzado la estatura de un hombre. Está experimentando, y lo hace bien; y, de no habernos cruzado nosotros en su camino, pudo ser —y aún podría si fracasamos— el padre o continuador de un nuevo orden de la vida, cuya senda debe conducir a la Muerte, no a la Vida.
Dr. Abraham van Helsing
1 En la niebla
Diario del doctor Seward (guardado en fonógrafo)
17 de septiembre
La operación de anoche fue más sencilla que las otras. Mucho más que las de la semana pasada. Tal vez, con práctica y paciencia, todo será más sencillo. Más nunca fácil. Nunca... fácil.
Lo siento; me es difícil mantener la serenidad, y este maravilloso aparato no perdona. No puedo tachar palabras escritas de forma apresurada ni arrancar una página desafortunada. El cilindro gira, la aguja abre un surco y mis desvaríos quedan grabados para la eternidad en la implacable cera. Los aparatos maravillosos, como las curas milagrosas, están plagados de efectos secundarios imprevisibles. En el siglo xx, nuevos medios de registrar el pensamiento humano pueden precipitar una avalancha de digresiones carentes de valor. Brevis esse laboro, como Horacio habría dicho. Sé cómo presentar un historial. Esto será interesante para la posteridad. Por ahora, trabajo in camera y guardo en secreto los cilindros con los restos de mis explicaciones anteriores. Tal como está la situación, mi vida y mi libertad correrían un grave peligro si estos diarios salieran a la luz pública. Un día desearé que mis motivos y mis métodos sean conocidos y aclarados.
Muy bien.
El sujeto: mujer, aparentemente en la veintena. Muerta recientemente, diría yo. Profesión: obvia. Lugar: Chicksand Street. En el extremo de Brick Lane, frente a Flower-Dean Street. Hora: poco después de las cinco ante meridiem.
Había estado deambulando durante más de una hora en medio de una niebla tan densa como la leche agriada. La niebla crea las mejores condiciones para mi trabajo nocturno. Cuanto menos pueda verse en qué se ha convertido la ciudad en este año, mejor. Como muchos otros, duermo de día y trabajo de noche. En general, doy cabezadas; parece que hayan pasado años desde la última vez que gocé de la dicha del verdadero sueño. Ahora, es en las horas de oscuridad cuando hay actividad. Naturalmente, aquí en Whitechapel las cosas jamás fueron muy distintas.
En Chicksand Street hay una de esas malditas placas azules; en el ciento noventa y siete, uno de los refugios del conde. Aquí yacen seis de las cajas de tierra a las que él y Van Helsing atribuyeron tanta importancia supersticiosa y, como se ha venido a demostrar, totalmente infundada. Se suponía que lord Godalming tenía que destruirlas; sin embargo, como en tantas otras cosas, mi noble amigo demostró no estar a la altura de la tarea encomendada. Yo estaba bajo la placa, incapaz de descifrar el texto, reflexionando sobre nuestros fracasos, cuando la joven muerta solicitó mi atención.
—Señor... —me llamó—. Señoooor...
Cuando me volví, ella apartó las plumas que le cubrían la garganta y mostró su cuello y su pecho, blancos como la bruma. Una mujer viva habría temblado de frío. Estaba bajo una escalera que conducía a una puerta en el primer piso sobre la cual ardía un farol rojo. Tras ella, parcialmente oculta por la sombra de la escalera, había otra puerta bajo el nivel del pavimento. En ninguna de las ventanas del edificio, ni en ningún lugar lo bastante próximo para ver con claridad, ardía una luz. Habitábamos una isla de visibilidad en medio de un mar de tinieblas.
Crucé la calle, y mis botas levantaban remolinos amarillos en la niebla baja. No había nadie cerca. Oí pasar gente, pero estábamos resguardados por una cortina. Los primeros haces del alba no tardarían en ahuyentar a los últimos neonatos de las calles. La muchacha muerta estaba aún despierta a una hora tardía de acuerdo con los hábitos de los de su especie. Peligrosamente tardía. Su necesidad de dinero, para conseguir bebida, debía de ser aguda.
—¡Qué caballero tan atractivo! —ronroneó, agitando una mano; sus afiladas uñas rasgaron volutas de niebla.
Me esforcé por verle el rostro y conseguí una impresión de fina belleza. Ella inclinó ligeramente la cabeza para observarme, y un mechón de cabellos negros como la pez reveló una mejilla blanca. Había interés en sus ojos negros y rojos, y también hambre. Y, además, una especie de diversión semiconsciente que bordeaba el desdén. Una mirada común entre las mujeres, en las calles o fuera de ellas. Cuando Lucy —la señorita Westenra, de venerable recuerdo— rehusó mi proposición, la chispa de una expresión similar brilló en sus ojos.
—... y tan cerca de la mañana.
No era inglesa. Por su acento, aventuré que era alemana o austriaca de nacimiento. Un atisbo de «rr» en «caballerro», un «cerca» que casi era «serca». El Londres del príncipe consorte, desde el palacio de Buckingham a Buck's Row, es el sumidero de Europa, abarrotado con los desahuciados de dos docenas de principados.
—Venga a darme un beso, señor.
Me quedé quieto un momento, limitándome a mirarla. Era realmente una mujer hermosa, especial. Tenía los brillantes cabellos muy cortos y lacados en un estilo casi chino, como las orejeras de un casco romano. En la niebla, sus rojos labios parecían completamente negros. Como todos ellos, sonreía con excesiva facilidad y mostraba unos dientes afilados y blancos como perlas. Una nube de perfume barato flotaba a su alrededor, de una intensidad empalagosa para disimular el hedor.
Las calles son cloacas abiertas y sucias de vicio. Los muertos están por todas partes.
La muchacha se rió con una risa musical; era un sonido semejante a algo desprendido de un mecanismo. Me hizo señas para que me acercase y apartó todavía más las raídas plumas de sus hombros. Su risa me recordó de nuevo a Lucy. Cuando Lucy estaba viva, no la sanguijuela que habíamos liquidado en el cementerio de Kingstead. Hace tres años, cuando sólo Van Helsing creía...
—¿No me va a dar un besito? —cantó—. Sólo un besito.
Sus labios formaron un corazón. Me tocó la mejilla con las uñas y luego con las yemas de los dedos. Ambos estábamos fríos; mi rostro era una máscara de hielo y sus dedos, agujas que punzaban mi piel congelada.
—¿Qué te ha llevado a esto? —le pregunté.
—La buena fortuna y los caballeros amables.
—¿Soy yo un caballero amable? —inquirí, agarrando el escalpelo en el bolsillo de mis pantalones.
—¡Oh, sí!, uno de los más amables. Lo reconozco.
Oprimí la hoja de mi instrumento contra la cadera y sentí el frío de la plata a través de la ropa.
Tengo muérdago —dijo la muchacha muerta, que arrancó una ramita de su corpiño y la sostuvo en alto—. ¿Un beso? Sólo un penique por un beso.
—Aún no ha llegado la Navidad.
—Siempre hay tiempo para un beso.
Agitó la ramita, y los granos de muérdago se movieron caóticamente como campanillas mudas. Estampé un beso frío en sus labios, rojos y negros, saqué el cuchillo y lo oculté bajo el abrigo. Sentí el filo de la hoja a través del guante. La mejilla de la muchacha estaba fría junto a mi rostro.
La semana pasada aprendí en Hanbury Street —Chapman, dijeron los periódicos que se llamaba, Annie o Anne— a hacer el trabajo de forma rápida y precisa. Garganta. Corazón. Vísceras. Luego, separar la cabeza. Así acaba todo. Plata limpia y conciencia limpia. Van Helsing, ofuscado por el folclore y el simbolismo, hablaba siempre del corazón, pero cualquiera de los órganos vitales sirve para el caso. Los riñones son los más fáciles de alcanzar.
Había hecho los preparativos cuidadosamente antes de aventurarme a salir. Permanecí sentado durante media hora y me di permiso para tomar conciencia del dolor. Renfield está muerto —realmente muerto—, pero aquel loco dejó la marca de sus mandíbulas en mi mano derecha. El semicírculo de profundas incisiones se había cubierto de costra muchas veces, pero no se había borrado nunca. Con Chapman, yo estaba aturdido por el láudano que había tomado y no fui tan preciso como debía. No fue fácil aprender a cortar con la zurda. No seccioné la arteria principal, y la cosa tuvo tiempo de chillar. Me temo que perdí el control y me convertí en un carnicero, cuando debería ser un cirujano.
Anoche fue mejor. La chica se aferraba tenazmente a la vida, pero también aceptó mi presente. Se sintió aliviada, al final, de que su alma quedara limpia. Ahora resulta difícil encontrar plata. Las monedas son de oro o cobre. Guardé piezas de tres peniques cuando se cambiaba el dinero y sacrifiqué la cubertería de mi madre. He tenido los instrumentos desde mi época en Purfleet. Ahora las hojas están plateadas, con un fuerte núcleo de acero en el interior de la plata asesina. Esta vez seleccioné el escalpelo post mortem. Creo que es apropiado emplear un utensilio concebido para diseccionar cadáveres.
La joven muerta me invitó a ir a su zaguán y se levantó las faldas, que cubrían unas piernas blancas y delgadas. Me tomé tiempo para abrirle la blusa. Mis dedos, ardiendo de dolor, manipulaban los botones torpemente.
—¿Qué le pasa en la mano?
Levanté el bulto del puño enguantado y traté de sonreír. Ella besó mis nudillos apretados mientras yo deslizaba mi otra mano fuera del abrigo, empuñando el escalpelo con firmeza.
—Una vieja herida —dije—. No es nada.
Sonreí y le corté rápidamente el cuello con el filo de plata, sujetando firmemente la hoja con el pulgar y hundiéndola en su prístina carne muerta. A la muchacha se le desorbitaron los ojos por la conmoción —la plata duele— y lanzó un largo suspiro. Líneas de sangre clara recorrieron su piel, como gotas de lluvia sobre el cristal de una ventana, y le mancharon las clavículas. Una sola lágrima de sangre brotó de la comisura de su boca.
—Lucy —dije, recordando...
Sujeté a la chica, ocultándola de la vista de los paseantes con mi cuerpo, y deslicé el escalpelo a través del corsé hasta el corazón. La sentí estremecerse y caer exánime. Pero sé que los muertos pueden tener un gran poder de recuperación y me concentré en acabar la operación. La recosté en el suelo del hondo zaguán y terminé la faena. Tenía poca sangre en sus venas; no debía de haberse alimentado esta noche. Tras desgarrar el corsé, una tarea sencilla porque la tela era barata, dejé al descubierto el corazón seccionado, separé los intestinos del mesenterio, desembrollé unos noventa centímetros del colon y extraje los riñones y parte del útero. Luego amplié la primera incisión. Tras dejar las vértebras al descubierto, sacudí la cabeza adelante y atrás hasta partir los huesos del cuello.
2 Geneviève
El ruido alcanzó la oscuridad de la mujer. Un martilleo. Golpes insistentes, repetidos. Carne y hueso contra madera. En sus sueños, Geneviève había regresado a los días de su niñez en la Francia del Rey Araña, la Pucelle y el monstruo Gilles. Cuando era una cálida, la hija de un médico, no la descendiente de Chandagnac. Antes de que se convirtiera, antes del Beso Oscuro...
Sintió con la lengua los dientes cubiertos por una película somnífera. Tenía el regusto de su propia sangre en la boca, repugnante y ligeramente excitante.
En sus sueños, el martilleo lo producía un mazo que golpeaba el extremo de un bastón partido en dos. La capitana inglesa liquidó a su padre oscuro como una mariposa, clavando a Chandagnac en la tierra ensangrentada. Una de las escaramuzas menos memorables de la Guerra de los Cien Años. Unos tiempos bárbaros que ella esperaba que estuviesen merecidamente superados.
El martilleo continuó. Abrió los ojos y trató de enfocar su mirada en el mugriento cristal de la claraboya. El sol no se había puesto por completo. Los sueños se desvanecieron en un instante y ella se despertó como si le hubieran arrojado a la cara un cubo de agua helada.
Cesaron los golpes.
- Mademoiselle Dieudonné! —gritó alguien. No era el director (el responsable habitual de las llamadas urgentes que la arrancaban del sueño), pero reconoció la voz—. Abra. Scotland Yard.
Se sentó, y las sábanas cayeron a un lado. Dormía en el suelo vestida con su ropa interior, sobre una manta extendida encima de los burdos tablones.
—Ha habido otro asesinato de Cuchillo de Plata.
Había estado descansando en su diminuto despacho de Toynbee Hall. Era un lugar tan seguro como cualquier otro para pasar los escasos días de cada mes en que la laxitud la dominaba y compartía el sueño de los muertos. La habitación, situada en la parte más alta del edificio, tenía solamente una pequeñísima claraboya y la puerta podía cerrarse desde el interior. Servía, igual que los ataúdes y las criptas para los parientes del príncipe consorte.
Emitió un gemido tranquilizador y el martilleo no se reanudó. Carraspeó. Su cuerpo, no utilizado durante varios días, crujió cuando se desperezó. Una nube oscureció el sol, y el dolor se atenuó momentáneamente. Se incorporó en la oscuridad y se peinó con los dedos. La nube pasó y sus fuerzas flaquearon.
—¿Mademoiselle?
El golpeteo comenzó de nuevo. Los jóvenes siempre eran impacientes. Ella también había sido así.
Descolgó una bata de seda china de un colgador y se arropó con ella. No era un vestido de etiqueta recomendable para departir con un caballero, pero tendría que servir. La etiqueta, tan importante hacía poquísimos años, tenía cada vez menos sentido. La gente dormía en ataúdes alineados en Mayfair y cazaban en grupos en Pall Mall. Esta temporada, la forma correcta de dirigirse a un arzobispo apenas preocupaba a nadie.
Cuando deslizó el pestillo, algunos restos de las brumas de su sueño aún persistían. Fuera, la tarde agonizaba; no se sentiría realmente bien hasta que volviese a caer la noche. Abrió la puerta. Un neonato bajo pero de complexión fuerte estaba plantado en el pasillo. Un largo abrigo lo cubría como una capa y se pasaba un bombín de una mano a la otra.
—Supongo, Lestrade, que usted no es de las personas a quienes hay que invitar a visitar la nueva casa —comentó Geneviève—. Sería muy poco conveniente para un hombre de su profesión. Bien, entre, entre...
Dejó pasar al hombre de Scotland Yard. Unos dientes mellados, que un mostacho a medio crecer no conseguía ocultar, sobresalían de su boca. Cuando era un cálido, tenía cara de rata; aquellos bigotes poco poblados completaban el parecido. Sus orejas estaban cambiando, volviéndose largas y puntiagudas. Como la mayoría de los neonatos del linaje del príncipe consorte, todavía no había encontrado su forma final. Llevaba gafas de cristales ahumados, pero unos puntos de color carmesí tras los cristales sugerían unos ojos despiertos.
Lestrade dejó el sombrero sobre el escritorio.
—Anoche —comenzó a explicar apresuradamente—, en Chicksand Street. Fue una carnicería.
—¿Anoche?
—Lo siento. —Lestrade tomó aliento, haciendo una concesión a la necesidad de dormir de la mujer—. Hoy estamos a diecisiete. De septiembre.
—He dormido tres días.
Geneviève abrió el guardarropa y examinó los escasos vestidos colgados en su interior. Tenía muy poca ropa para las ocasiones. En realidad, era improbable que la invitasen a una recepción en palacio en el futuro próximo. La única joya que le quedaba era el diminuto crucifijo de su padre, que lucía raras veces por temor a molestar a algunos neonatos susceptibles y con ideas estúpidas.
—Pensé que lo mejor era despertarla. Todo el mundo está nervioso. Hay mucha inquietud.
—Hizo lo correcto —dijo ella.
Se quitó la goma somnífera de los ojos. Incluso los últimos retazos de luz solar, que se filtraban a través de un cuadrado de cristal oscuro, eran carámbanos que se le clavaban en las órbitas.
—Cuando se ponga el sol —decía Lestrade— habrá un auténtico caos. Podría ser otro Domingo Sangriento. Algunos comentan que Van Helsing ha regresado.
—Al príncipe consorte le encantaría.
—Es sólo un rumor —replicó Lestrade, meneando la cabeza—. Van Helsing está muerto. Su cabeza sigue en la pica.
—¿Lo ha comprobado?
—El palacio está siempre vigilado por la guardia. El príncipe consorte tiene a sus guerreros cárpatos. Nuestra especie nunca toma demasiadas precauciones. Tenemos muchos enemigos.
—¿Nuestra especie?
—Los no muertos.
Geneviève estuvo a punto de echarse a reír.
—Yo no soy de su especie, inspector. Usted pertenece al linaje de Vlad Tepes, mientras que yo soy del linaje de Chandagnac. Somos, como máximo, primos.
El detective se encogió de hombros y bufó. El linaje tenía escasa importancia para los vampiros de Londres, y Geneviève lo sabía. De tercera, décima o vigésima generación, todos tenían a Vlad Tepes como padre oscuro.
—¿Quién era? —preguntó ella.
—Una neonata llamada Schön. Lulú. Una prostituta vulgar, como las otras.
—Es... ¿cuál, la cuarta?
—Nadie está seguro. La prensa sensacionalista ha exhumado todos los asesinatos no resueltos cometidos en el East End en los últimos treinta años para ponerlos ante el asesino de Whitechapel.
—¿De cuántas víctimas está segura la policía?
Lestrade resopló.
—No estaremos seguros de que Schön lo es hasta que terminemos las investigaciones, aunque apostaría mi pensión. He venido directamente del depósito. Las marcas de autoría son inconfundibles. Por otra parte, Annie Chapman murió la semana pasada y Polly Nichols la anterior. Las opiniones difieren sobre un par de otras: Emma Smith y Martha Tabram.
—¿Y usted qué piensa?
—Sólo las tres primeras —contestó Lestrade, mordisqueándose el labio—. Al menos, las tres que conocemos. Smith fue atacada, robada y empalada por matones de Jago. Y también violada. Un típico asalto de una banda, totalmente distinto de la manera de actuar de nuestro hombre. Y Tabram era una cálida. Cuchillo de Plata sólo está interesado en nosotros. En los vampiros.
Geneviève lo había entendido.
—Este hombre odia —continuó Lestrade—, odia con pasión. Los crímenes deben de cometerse con frenesí, pero hay frialdad en su actuación. Mata en la calle, en plena oscuridad. No hace una simple carnicería: disecciona. Y no es fácil matar a los vampiros. Nuestro hombre no es un simple lunático. Tiene un motivo.
Lestrade se tomaba aquellos crímenes de forma personal. El asesino de Whitechapel cortaba hondo. Los neonatos iban desconcertados de un lado a otro por la incomprensión, temerosos del crucifijo a causa de un cuento popular que conocían a medias.
—¿Ha corrido la noticia?
—Deprisa —le explicó el detective—. Las ediciones vespertinas ya incluían la historia. A estas horas ya la conoce todo Londres. Entre los cálidos hay algunos que no nos aprecian, mademoiselle. Lo están pasando en grande. Cuando salgan los neonatos, podría haber pánico colectivo. He sugerido utilizar el ejército, pero Warren recela. Tras aquel asunto del año pasado...
Ella lo recordaba. Alarmado por el aumento de los desórdenes públicos tras la boda real, sir Charles Warren, comisario de la Policía Metropolitana, había publicado un edicto que prohibía las reuniones políticas en Trafalgar Square. Como desafío, los insurrectos cálidos se reunieron una tarde de noviembre y lanzaron proclamas contra la corona y el nuevo gobierno. William Morris y H. M. Hyndman, de la Federación Democrática Socialista, con el apoyo de Robert Cunningham-Grahame, el diputado radical, y Annie Besant, de la Sociedad Secular Nacional, propusieron el establecimiento de una república. Se produjo un debate fiero, incluso violento. Geneviève lo observó desde la escalera de la National Gallery. No era la única vampira que pensaba en alinearse con la posible república. No era necesario ser cálida para considerar un monstruo a Vlad Tepes. Eleanor Marx, una neonata y autora junto con el doctor Edward Aveling del libro La cuestión vampírica, pronunció un discurso apasionado en el que pedía la abdicación de la reina Victoria y la expulsión del príncipe consorte.
—...La verdad, no puedo culparlo por ello. Sin embargo, la División H no está equipada contra disturbios. El Yard me ha enviado a husmear a los cabecillas de la zona, pero ya tenemos bastante faena para atrapar al asesino como para tener que reprimir unas masas armadas hasta los dientes.
Geneviève se preguntó en qué dirección se movería sir Charles. En noviembre, el comisario, soldado antes que policía y ahora vampiro antes que soldado, había enviado el ejército. Aun antes de que un magistrado aturullado pudiese acabar de leer la Ley de Disturbios, un oficial de dragones ordenó a sus hombres, una mezcla de vampiros y cálidos, que despejaran la plaza. Tras la carga, los propios guardias cárpatos del príncipe consorte se desplegaron entre la multitud y causaron más lesiones con sus dientes y garras que los dragones con las bayonetas caladas. Hubo algunos muertos y numerosos heridos; posteriormente se produjeron escasos juicios y muchas «desapariciones». El 13 de noviembre de 1887 fue recordado como «Domingo Sangriento». Geneviève pasó una semana en el hospital Guy ayudando a los heridos menos graves. Muchos le escupían o se negaban a que alguien de su especie los cuidase. De no haber sido por la intervención de la reina en persona, que todavía ejercía una influencia tranquilizadora entre sus súbditos, que la adoraban, el imperio podría haber estallado como un barril de pólvora.
—Pero dígame, se lo ruego: ¿qué puedo hacer para servir a los fines del príncipe consorte? —preguntó Geneviève.
Lestrade se mordisqueó el bigote; los dientes le brillaban y tenía diminutos espumarajos en los labios.
—Tal vez sea necesaria su colaboración, mademoiselle. El Hall quedará desbordado. Algunos no querrán estar en las calles con un asesino suelto. Otros están propagando el pánico y la sedición disparando contra las bandas de vigilantes.
—Yo no soy Florence Nightingale.
—Pero tiene influencia...
—¿Usted cree?
—Deseo... Le pido humildemente... que utilice su influencia para calmar la situación. Antes de que ocurra un desastre. Antes de que muera más gente de forma innecesaria.
Geneviève no se resistió a saborear el poder. Se despojó de la bata, con lo que dejó estupefacto al detective. La muerte y el renacimiento no habían librado a aquel hombre de los prejuicios de su época. Lestrade se encogió tras sus gafas de cristales ahumados mientras ella se vestía rápidamente, abrochando los que parecían centenares de garfios y botones de la falda y chaqueta de color verde botella con los precisos movimientos de sus afilados dedos. Era como si el vestido de su vida de cálida, tan intrincado y rígido como una armadura, hubiese regresado para castigarla. Como neonata, había vestido con alivio las sencillas túnicas y pantalones de tartán convertidos en aceptables, aunque no puestos de moda, por la Doncella de Orleáns, y había jurado no volver a embutirse en vestimentas de etiqueta que le aprisionasen el pecho.
El inspector estaba demasiado pálido para sonrojarse como era debido, pero unas manchas del tamaño de un penique aparecieron en sus mejillas y bufó de forma involuntaria. Como muchos neonatos, Lestrade la trataba como si tuviese la edad que mostraba en su rostro. Ella tenía dieciséis años cuando Chandagnac le dio el Beso Oscuro. Era más vieja, en una década o más, que Vlad Tepes. Cuando él era aún un príncipe cristiano cálido, que clavaba los turbantes de los turcos en sus calaveras y empalaba a sus compatriotas, ella, era una neonata que aprendía las artes que la habían convertido ahora en la más longeva de su linaje. Con cuatro siglos y medio a sus espaldas, le resultaba difícil no irritarse cuando los muertos recién levantados, que apenas se habían enfriado, la trataban con aires de superioridad.
—Es preciso encontrar y detener a Cuchillo de Plata —dijo Lestrade—, antes de que vuelva a matar.
—Sin duda —confirmó Geneviève—. Suena como un caso para su antiguo socio, el detective privado.
Ella notó, con la percepción aguzada que le indicaba que llegaba la noche, cómo se helaba el corazón del inspector.
—El señor Holmes no está en libertad para poder investigar, mademoiselle. Mantiene ciertas diferencias con el gobierno actual.
—Quiere decir que ha sido trasladado, como muchos de nuestros cerebros más privilegiados, a esos penales de Sussex Downs. ¿Cómo los llama el Pall Mall Gazetté? ¿Campos de concentración?
—Lamento su falta de visión...
—¿Dónde está? ¿En la Acequia del Diablo?
Lestrade asintió, casi avergonzado. Todavía quedaba mucho del hombre en su interior. Los neonatos se aferraban a sus vidas de cálidos como si nada hubiera cambiado. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se volvieran como las vampiras prostitutas que el príncipe consorte se había traído de la tierra situada más allá de las montañas, que parecían el hambre con piernas, buscando comida a la desesperada?
Geneviève acabó de ajustarse los puños y se volvió hacia Lestrade con los brazos ligeramente separados. Era un hábito nacido después de muchas vidas sin espejos, siempre en busca de una opinión sobre su aspecto. El detective emitió un gruñido de aprobación. La mujer se cubrió los hombros con una capa con capucha y salió de la habitación seguida de Lestrade.
En el pasillo, las luces de gas ya estaban encendidas. Más allá de una fila de ventanas, la neblina se libraba de los restos del sol agonizante. Una ventana abierta dejaba entrar el aire frío. Geneviève podía saborear la vida que flotaba en él. Tenía que alimentarse pronto, en los próximos dos o tres días. Siempre sucedía lo mismo después de su descanso.
—La encuesta judicial del caso Schön comienza mañana por la noche —dijo Lestrade—, en el Instituto de Niños Obreros. Sería espléndido que viniese.
—Muy bien, pero antes debo hablar con el director. Alguien tendrá que atender mis obligaciones entretanto.
Se hallaban en la escalera. El edificio cobraba vida. No importaba cómo el príncipe consorte cambiase Londres: el Toynbee Hall —fundado por el reverendo Samuel Barnett y dedicado al difunto filántropo Arnold Toynbee— seguía siendo necesario. Los pobres necesitaban refugio, alimentos, atención médica y educación. Los neonatos, indigentes inmortales en potencia, estaban apenas mejor que sus hermanos y hermanas cálidos. Para muchos, los asentamientos del East End eran su último recurso. Geneviève se sentía como Sísifo, empujando eternamente una roca por la ladera de un monte y perdiendo un metro por cada palmo ganado.
En el rellano del primer piso estaba sentada una niña de cabellos oscuros que tenía en el regazo una muñeca de trapo. Uno de sus brazos estaba seco y debajo tenía unos pliegues de membranas de piel endurecida. Su vestido gris estaba roto para permitirle una mayor libertad de movimientos. Lily sonrió con dientes afilados pero desiguales.
—Gene —dijo—, mira... —Sonriendo, extendió su largo brazo, que creció más y con una apariencia más nervuda; la peluda aleta de color grisáceo se desplegó—. He estado trabajando en mis alas. Volaré hasta la luna y luego volveré.
Geneviève apartó la mirada y vio que Lestrade examinaba el techo en actitud similar. Ella se volvió hacia Lily, se arrodilló y le acarició el brazo. La gruesa piel tenía un tacto extraño, como si los músculos que había debajo tirasen los unos de los otros. Ni el codo ni la muñeca encajaban de la manera correcta. Vlad Tepes podía cambiar de forma sin esfuerzo, pero los neonatos de su linaje no podían repetir sus trucos. Lo cual, por cierto, no les impedía intentarlo.
—Te traeré un poco de queso —dijo Lily— como regalo.
Geneviève acarició el pelo de Lily y se incorporó. La puerta del despacho del director estaba abierta. Entró al tiempo que golpeaba la madera con los nudillos. El director estaba ante su escritorio, examinando un calendario de conferencias con Morrison, su secretario. El director era bastante joven y todavía era cálido, pero tenía arrugas en el rostro y mechones de canas en los cabellos. Muchos de los que habían experimentado los cambios eran como él: más viejos que lo que correspondía a sus años. Lestrade la siguió al interior del despacho. El director saludó al detective con un ademán. Morrison, un joven sereno aficionado a la literatura y a los grabados japoneses, permaneció en las sombras.
—Jack, el inspector Lestrade desea que asista a una encuesta judicial mañana —dijo la mujer.
—Se ha cometido otro crimen —dijo el director. Era una afirmación, no una pregunta.
—Una neonata —explicó Lestrade—. En Chicksand Street.
—Lulú Schön —agregó Geneviève.
—¿La conocíamos?
—Probablemente, aunque con otro nombre.
—Arthur puede examinar los archivos —dijo el director, mirando a Lestrade pero refiriéndose a Morrison—. Supongo que quieren tener todos los detalles.
—¿También era una mujer de la calle? —preguntó Morrison.
—Sí, por supuesto —dijo Geneviève.
—Creo que la tuvimos aquí —prosiguió el joven, bajando la mirada—. Era una de las rechazadas por Booth.
Torció el gesto al mencionar el nombre del general. El Ejército de Salvación consideraba que para los no muertos no había redención y eran peores que los otros borrachos. Aunque Morrison era cálido, no compartía este prejuicio.
El director tabaleó con los dedos sobre el escritorio. Como siempre, tenía el aspecto de alguien a quien el peso del mundo le hubiese caído de manera inesperada sobre los hombros.
—¿Puedes prescindir de mí? —le preguntó Geneviève.
—Druitt puede hacer tus turnos si vuelve de su viaje para jugar al críquet. Y Arthur puede ocupar tu lugar en cuanto hayamos terminado la elaboración del calendario de conferencias. De todos modos no te, eh..., esperábamos hasta dentro de un par de noches.
—Gracias.
—De nada. Manténme informado. Es un asunto terrible.
Geneviève estaba de acuerdo con él.
—Veré qué puedo hacer para pacificar a la gente. Lestrade espera una revuelta.
El policía parecía inquieto y embarazado. Por un momento, Geneviève se sintió miserable por burlarse del neonato. Estaba siendo injusta.
—Hay algo que sí puedo hacer. Hablar con algunas de las chicas neonatas. Les pediré que vayan con cuidado y veré si alguna de ellas sabe algo.
—Muy bien, Geneviève. Buena suerte. Buenas noches, Lestrade.
—Buenas noches, doctor Seward —dijo el detective, y se puso el sombrero.
3 La velada
Con un gesto elegante, Florence Stoker hizo sonar la campanilla, no para llamar a la criada sino para atraer la atención de sus invitados. El objeto era de aluminio, no de plata. El ruido de la vajilla de té y la conversación se apagó, y la gente se volvió para escuchar a su anfitriona.
—Es inminente un anuncio —declaró Florence, tan gozosa que el musical acento de Clontarf, que solía reprimir rigurosamente, se insinuó en su voz.
De súbito, Beauregard se convirtió en prisionero de si mismo. Con Penélope en sus brazos, difícilmente podía rehusar el envite, pero la situación había cambiado de forma instantánea. Durante varios meses había hecho equilibrios al borde del abismo. Ahora, con un grito interior, se arrojó a las rocas indudablemente dentadas.
—Penélope, la señorita Churchward —empezó Beauregard, e hizo una pausa para carraspear—, me ha honrado con...
Todos los presentes en el salón lo entendieron de inmediato, pero él todavía no había conseguido sacar las palabras de su garganta. Deseó tomar otro trago del té claro que Florence servía en tazas exquisitas, al estilo chino.
Penélope, impaciente, acabó la frase en su lugar:
—Vamos a casarnos. En la primavera del año próximo.
Deslizó su delgada mano sobre la de él y la asió con fuerza. Cuando era niña, su frase favorita era: «Pero lo quiero ahora». El rostro de él había enrojecido. Era absurdo. No se podía considerar que fuese un joven inmaduro. Había estado casado antes... Antes de Penélope, con Pamela. La otra señorita Churchward, la mayor. Aquello debía de llamar la atención.
—Felicidades, Charles —dijo Arthur Holmwood, lord Godalming. El vampiro sonrió ampliamente y sacudió la mano libre de Beauregard. Éste supuso que Godalming sabía hasta qué punto su apretón de no muerto era demoledor.
Su prometida le fue arrebatada y quedó rodeada por las damas. Kate Reed, que en virtud de sus gafas y su cabello alborotado era la confidente favorita perfecta de Penélope, la ayudó a sentarse y la abanicó con admiración, al tiempo que la reprendía por no haberle confiado este secreto. Penélope, cada vez más encantada, dijo a Kate que no fuese tan pesada. Kate era una de las nuevas mujeres y escribía artículos sobre ciclismo en Titbits y estaba fascinada actualmente por una cosa llamada «rueda neumática».
Penélope estaba siendo atendida como si hubiera anunciado una enfermedad o esperase un hijo. Pamela, que siempre estaba en el recuerdo cuando Penélope estaba presente, había muerto al dar a luz, con sus enormes ojos apretados de dolor. En Jagadhri, siete años atrás. Su hijo había sobrevivido menos de una semana a su madre. Beauregard no tenía garbas de recordar que habían tenido que disuadirlo de matar de un tiro al maldito médico.
Florence cuchicheaba con Bessie, la única doncella que le quedaba. La señora Stoker envió a la muchacha de ojos oscuros a realizar un encargo privado.
Whistler, el sonriente pintor americano, apartó a Godalming y golpeó a Beauregard en el brazo con complicidad.
—Ya no tienes ninguna esperanza, Charlie —le dijo, apuñalando el aire frente al rostro de Beauregard con un grueso cigarro—. Otro hombre bueno que ha caído ante el enemigo.
Beauregard logró mantener una sonrisa. No había tenido la intención de anunciar su compromiso en la velada de la señora Stoker. Desde su regreso a Londres, había dejado progresivamente de asistir a las fiestas. La posición de Florence como anfitriona de los famosos seguía bien asentada, aunque siempre planeaba sobre ella la cuestión de la desaparición de su marido. Nadie tenía el valor o la crueldad de preguntar por Bram, de quien se rumoreaba que había sido trasladado a la Acequia del Diablo tras un altercado con el lord chambelán referido a la censura oficial. Sólo la distinguida intervención de Henry Irving, el jefe de Stoker, había impedido que la cabeza de Bram fuese a hacer compañía a la de su amigo Van Helsing a la entrada del palacio. Atraído por Penélope a esta reunión muy reducida, Beauregard notó otras ausencias. No había ningún vampiro presente, aparte de Godalming. Muchos de los anteriores convidados de Florence —especialmente Irving y su primera actriz, la incomparable Ellen Terry— habían rechazado la invitación. Seguramente, otros no deseaban asociarse siquiera con el rumor de que allí se albergaban sentimientos republicanos, aunque la anfitriona, que animaba el debate en sus veladas, solía mencionar su falta de interés por la política. Florence —cuya incansable lucha por rodearse de hombres mucho más brillantes y mujeres notablemente menos atractivas que ella resultaba para Beauregard, tenía que admitirlo, ligeramente irritante— no ponía reparos al derecho de la reina a gobernar, no más de lo que cuestionaría el derecho de la Tierra a girar alrededor del Sol.
Bessie regresó con una botella polvorienta de champán. Todos dejaron discretamente sus tazas y platillos de té. Florence entregó a la doncella una llave diminuta. La muchacha abrió un armario en cuyo interior había un buen número de copas.
—Brindaremos por Charles y Penélope —anunció Florence. Penélope estaba de nuevo a su lado, asiéndola de la mano con fuerza y haciendo ostentación de su prometido.
La botella llegó a las manos de Florence. Ella la contempló como si dudara de qué extremo era el que tenía que abrirse. Normalmente habría dejado a un criado la tarea de desGorchar la botella. Se sintió confusa por unos momentos. Godalming se adelantó, moviéndose con una elegancia caprichosa que combinaba la velocidad con una aparente languidez, y tomó la botella en sus manos. No era el primer vampiro que Beauregard veía, pero era el que había cambiado de forma más evidente desde su regreso. La mayoría de los neonatos se mostraban torpes en sus limitaciones y capacidades, pero su señoría, que tenía el saber estar de muchas generaciones de aristócratas, se había adaptado perfectamente a su nuevo estado.
—Permítame —dijo, y se cubrió el brazo con una servilleta como un camarero.
—Gracias, Art —balbuceó Florence—. Me siento tan débil...
Él mostró fugazmente una media sonrisa que dejó al descubierto un largo colmillo; luego clavó una uña en el tapón y lo extrajo del cuello de la botella como si arrojara una moneda al aire. El champán manó a borbotones, y Godalming llenó las copas que Florence sostenía debajo de la botella. Su señoría aceptó los suaves aplausos con una atractiva sonrisa. Para ser un muerto, Godalming prácticamente desbordaba de vitalidad. Todas las mujeres de la sala tenían la mirada fija en el vampiro. Beauregard no pudo evitar el darse cuenta de que Penélope no estaba totalmente excluida.
Su prometida no se parecía mucho a su prima. Salvo en ciertas ocasiones cuando, pillándolo por sorpresa, reproducía una frase típica de Pamela o hacía un gesto trivial que replicaba exactamente un ademán de su difunta esposa. Naturalmente, tenía la boca y los ojos de los Churchward. Cuando se había casado por primera vez, once años atrás, Penélope tenía nueve años. Se acordaba de una niña un tanto desagradable, ataviada con un delantal y un sombrero marinero, que manipulaba hábilmente a su familia de manera que toda la casa giraba alrededor de ella. Recordaba haber estado sentado en la terraza con Pamela, contemplando cómo la pequeña Penny atormentaba al hijo del jardinero hasta hacer que le saltaran las lágrimas. Su futura novia todavía tenía una lengua afilada en la vaina de terciopelo de su boca.
Se repartieron las copas. Penélope logró recoger la suya sin soltarle la mano ni por un momento. Tenía su trofeo y no iba a dejar que se le escapara.
El brindis correspondió, por supuesto, a Godalming. Alzó su copa y, mientras las burbujas reflejaban la luz, dijo:
—Para mí es un momento triste, pues lo vivo como una pérdida. He vuelto a perder ante mi buen amigo Charles Beauregard. Jamás me recuperaré, pero reconozco que Charles es mejor que yo. Confío en que servirá a mi querida Penny como es deber de un buen marido.
Beauregard, centro de todas las miradas, se sintió incómodo. No le gustaba que lo mirasen. En su profesión no era recomendable en absoluto llamar la atención.
—Por la hermosa Penélope —brindó Godalming— y por el admirable Charles...
—¡Por Penélope y Charles! —repitieron los demás. Penélope soltó una risita felina cuando las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz, y Beauregard tomó un trago inesperadamente largo. Todos bebieron menos Godalming, que dejó la copa en la bandeja sin haber probado una sola gota.
—Lo siento mucho —dijo Florence—, he olvidado mis modales. La anfitriona llamó de nuevo a Bessie.
—Lord Godalming no bebe champán —explicó a la chica. Bessie lo entendió y se desabrochó el puño de la blusa.
—Gracias, Bessie —dijo Godalming. Le tomó la mano como si fuera a besársela y la giró como si se dispusiera a leerle las líneas de la palma. Beauregard no pudo evitar sentirse levemente mareado, pero nadie hizo el menor comentario. Se preguntó cuántos aparentaban indiferencia y cuántos estaban realmente acostumbrados a los hábitos de la cosa en que Arthur Holmwood se había convertido.
—Penélope, Charles —dijo Godalming—, brindo por vosotros...
Abrió la boca al máximo, como una cobra, la cerró sobre la muñeca de Bessie, punzándole ligeramente la piel con sus afilados colmillos, y lamió una gota de sangre. Los presentes estaban fascinados. Penélope se arrimó a Beauregard y oprimió la mejilla contra su hombro, pero no apartó la mirada de Godalming y la criada. O bien ella estaba aparentando indiferencia, o el hecho de que el vampiro se alimentase de su sangre no la molestaba. Mientras Godalming lamía la muñeca, Bessie se tambaleó y sus ojos parpadearon en una mezcla de dolor y placer. Por último, la doncella se desmayó suavemente y Godalming le soltó la muñeca, la atrapó hábilmente como un devoto don Juan y la mantuvo erguida.
—Produzco este efecto en las mujeres —dijo, con los dientes manchados de sangre—; es muy inoportuno.
Encontró un diván y recostó en él a la desmayada Bessie. La herida se había cerrado. Al parecer, Godalming no había sorbido mucha sangre de ella. Beauregard pensó que la joven debía de haber sido sangrada antes, para habérselo tomado con tanta tranquilidad. Florence, que había ofrecido la hospitalidad de su doncella a Godalming con tanta naturalidad, se sentó al lado de Bessie y le cubrió la muñeca con un pañuelo. Realizó esta operación como si atara una cinta a un caballo, con amabilidad pero sin ninguna preocupación especial. Por unos momentos, Beauregard se sintió mareado.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó Penélope, que deslizó un brazo a su alrededor.
—El champán —mintió él.
—¿Beberemos siempre champán?
—Mientras tú desees beberlo.
—Eres muy bueno conmigo, Charles.
—Tal vez.
Florence, una vez terminados sus cuidados, revoloteaba otra vez alrededor de la pareja.
—¡Vamos, vamos! —dijo—. Habrá mucho tiempo para eso después de la boda. Entretanto, no seáis egoístas y permitidnos gozar de vuestra compañía.
—Desde luego —dijo Godalming—. Para empezar, reclamo mis derechos como caballero vencido.
Beauregard estaba confundido. Godalming se había limpiado la sangre de los labios con un pañuelo, pero su boca todavía relucía y había un brillo rosado en sus dientes superiores.
—¡Un beso! —exclamó Godalming, tomando las manos de Penélope entre las suyas—. Reclamo un beso de la novia.
La mano de Beauregard, por fortuna fuera de la vista de Godalming, se cerró como si agarrara la empuñadura de su bastón-sable. Presintió el peligro con tanta certeza como en el Natal, cuando una mamba negra, el reptil más mortífero del mundo, estaba junto a su pierna descubierta. Un rápido tajo con la espada separó la cabeza venenosa de la serpiente del resto de su cuerpo antes de que pudiese morderlo. Entonces tuvo motivos de dar gracias por su serenidad; ahora, se dijo, su reacción era exagerada.
Godalming atrajo a Penélope, y ella le ofreció la mejilla. Durante un largo momento, el vampiro oprimió sus labios contra el rostro de la joven. Luego, la soltó.
Los demás, hombres y mujeres, se reunieron a su alrededor para besarla. Penélope estaba casi abrumada por su devoción, pero lo llevaba bien. Nunca había estado tan hermosa, o nunca se había parecido tanto a Pamela.
—Charles —dijo Kate Reed, aproximándose a él—, quiero..., eh, felicitarte... ya sabes. Es una noticia excelente.
La pobre muchacha había enrojecido y tenía la frente cubierta de sudor.
—Gracias, Katie. La besó en la mejilla.
—Dios mío... —suspiró ella. Esbozando una sonrisa, Katie señaló a Penélope.
—Tengo que irme, Charles. Penny querrá...
Y acudió a examinar el maravilloso anillo que rodeaba el estilizado dedo de Penélope.
Beauregard y Godalming se hallaban junto a la ventana, lejos del grupo. Afuera, la luna había salido, un débil resplandor sobre la niebla. Beauregard podía ver la barandilla de la casa de los Stoker, pero poco más. Su casa estaba más lejos, siguiendo Cheyne Walk; un muro amarillo móvil la cubría como si ya no existiera.
—Os felicito, Charles, de verdad —dijo Godalming—. Penny y tú debéis ser felices. Es una orden.
—Gracias, Art.
—Necesitamos a más personas como vosotros —prosiguió el vampiro—. Tenéis que convertiros pronto. La situación está empezando a ponerse emocionante.
Ya se había planteado este tema anteriormente. Beauregard se contuvo.
—Y Penny también —insistió Godalming—. Es encantadora. No se debería permitir que se extinguiera el encanto. Sería un crimen.
—Lo pensaremos.
—No lo penséis mucho. Los años pasan volando. Beauregard deseó tener a mano una bebida más fuerte que el champán. Estaba junto a Godalming y casi podía paladear el aliento del neonato. No era cierto que los vampiros exhalaran una nube fétida, pero había un olor en el aire, a un tiempo dulce y punzante. Y, en las niñas de los ojos de Godalming, aparecían a veces unos puntos rojos como diminutas gotas de sangre.
—A Penélope le gustaría tener una familia. Beauregard sabía que los vampiros no podían dar a luz de la manera convencional.
—¿Niños? —exclamó Godalming, clavando la mirada en Beauregard—. Si puedes vivir eternamente, los niños resultan superfluos.
Ahora, Beauregard se sentía incómodo. A decir verdad, no estaba seguro de querer tener descendencia. Su profesión era insegura y, después de lo ocurrido con Pamela...
Le dolía la cabeza de cansancio, como si Godalming le estuviera sorbiendo la vitalidad. Algunos vampiros podían alimentarse sin beber sangre, absorbiendo la energía de los otros mediante osmosis psíquica.
—Necesitamos hombres de tu clase, Charles. Tenemos la oportunidad de construir un país fuerte. Necesitaremos tus conocimientos.
Beauregard supuso que, si lord Godalming hubiera sabido los conocimientos que había adquirido al servicio de la corona, el vampiro se habría sorprendido. Después de la India, había estado en Shanghai, en el Enclave Internacional, y en Egipto a las órdenes de lord Cromer. El neonato apoyó una mano sobre su brazo y lo agarró casi con violencia. Beauregard apenas podía sentir sus propios dedos.
—Jamás habrá esclavos en Gran Bretaña —continuó Godalming—, pero los que permanezcan cálidos, naturalmente, nos servirán, como la maravillosa Bessie me ha servido hace poco. Ve con cuidado, no te conviertas en el equivalente de un condenado aguador de regimiento.
—En la India conocí a un aguador que era mejor que la mayoría de los hombres.
Florence acudió a rescatarlo y los condujo a ambos de vuelta al grupo. Whistler estaba contando el último envite de su continua pugna con John Ruskin y se burlaba ferozmente del crítico. Beauregard se sintió agradecido por pasar inadvertido ahora y se colocó junto a una pared para observar la actuación del pintor. Whistler, acostumbrado a ser la estrella de las veladas de Florence, era evidentemente feliz por el fin de la distracción que había supuesto el anuncio de Beauregard. Penélope estaba perdida en medio de la gente.
Beauregard tenía motivos para preguntarse de nuevo si había elegido el camino correcto, o incluso si realmente había tomado la decisión por sí mismo. Era la víctima de una conspiración para atraparlo en las redes de la feminidad, urdida entre té chino y paños de encaje. El Londres al que había regresado en mayo era muy diferente del que había dejado tres años atrás. Un cuadro patriótico colgaba sobre el manto de la chimenea: Victoria, gordezuela y joven otra vez, y su consorte de ojos rojos y feroz mostacho. El desconocido artista no representaba ningún peligro para la preeminencia de Whistler. Charles Beauregard servía a su reina; suponía que también tenía que servir a su esposo.
Llamaron a la puerta justamente cuando Whistler realizaba una divertida conjetura, quizás inapropiada para una compañía principalmente femenina, respecto a la ya antigua anulación de la boda de su odiado enemigo. El pintor, irritado por la interrupción, reanudó su cháchara mientras Florence, también enojada porque Bessie no estaba disponible para las tareas domésticas, fue con paso presuroso a abrir la puerta.
Beauregard observó que Penélope estaba sentada junto al área delantera y reía de forma encantadora, aparentando entender las insinuaciones de Whistler. Godalming estaba de pie al lado de su silla, con las muñecas cruzadas en la parte baja de la espalda, bajo la chaqueta, con las afiladas yemas de sus dedos sobresaliendo entre la ropa. Arthur Holmwood ya no era el hombre que Beauregard había conocido al partir de Inglaterra. Se había producido un escándalo poco antes de su conversión. Como Bram Stoker, Godalming había apoyado el lado perdedor cuando el príncipe consorte llegó a Londres por primera vez. Ahora tenía que demostrar su lealtad al nuevo régimen.
—Charles —dijo Florence, en voz suficientemente baja para no volver a interrumpir a Whistler—, un hombre desea verte. De tu club.
Le entregó una tarjeta. No lucía el nombre de ningún individuo, sino solamente las palabras: El club Diógenes.
—Tiene todo el aspecto de una convocatoria —le explicó—. Discúlpame ante Penélope.
—¡Charles!
El ya estaba en el pasillo, y Florence lo seguía de cerca. Tomó su abrigo, el sombrero y el bastón. Bessie todavía tardaría un rato en poder atender sus obligaciones. Esperaba, por el bien de la dignidad de Florence, que la doncella estuviera disponible cuando llegase el momento de despedir a los invitados.
—Estoy seguro de que Art llevará a casa a Penélope —dijo, y lamentó de inmediato la sugerencia—. O quizá la señorita Reed..
—¿Hablas en serio? Estoy convencida de que no es preciso que te vayas tan pronto...
El mensajero, un tipo silencioso, aguardaba en la calle con un carruaje parado en el bordillo a su lado.
—No soy dueño de todo mi tiempo, Florence —replicó él, y le besó la mano—. Te doy las gracias por tu cortesía y gentileza.
Salió de la mansión Stoker, cruzó la calle y subió al carruaje. El mensajero, que había mantenido la puerta abierta, se unió a él. El cochero conocía su lugar de destino y emprendió la marcha de inmediato. Beauregard vio a Florence cerrando la puerta para que no entrara el frío. La niebla se hizo más densa y, apartando la mirada de la casa, se acomodó al movimiento del carruaje. El mensajero no dijo nada. Aunque una convocatoria del club Diógenes no podía ser ninguna buena noticia, Beauregard se sintió aliviado de estar lejos del salón de Florence y sus invitados.
4 Canción triste de Commercial Street
En la comisaría de policía de Commercial Street, Lestrade la presentó a Frederick Abberline. Por consentimiento del ayudante del comisario, Robert Anderson, y del inspector en jefe Donald Swanson, el inspector Abberline estaba a cargo de la investigación en curso. Tras haber seguido los casos de Polly Nichols y Annie Chapman con su habitual tenacidad aunque sin resultados notables, el detective cálido estaba ahora enfrascado en el de Lulú Schön y los que faltaban por venir.
—Si puedo ayudarlo de algún modo... —se ofreció Geneviève.
—Escúchala, Fred —dijo Lestrade— Sabe mucho respecto a esto.
Abberline, que no parecía impresionado, sabía que lo más conveniente era ser cortés. Como Geneviève, no entendía por qué Lestrade quería que ella siguiera el caso.
—Considérala una experta —insistió Lestrade—. Conoce a los vampiros. Y este caso se centra en los vampiros.
El inspector desdeñó la oferta con un ademán, pero uno de los varios sargentos presentes en la habitación —William Thick, llamado «Johnny el Honrado»— asintió con la cabeza. Había hablado con Geneviève después del primer asesinato y al parecer era tan apto e inteligente como su reputación indicaba, aunque su gusto en cuestión de trajes era ciertamente lamentable.
—Cuchillo de Plata es, sin duda, un asesino de vampiros —intervino Thick—. No es un simple ladronzuelo que mata para encubrir el robo.
—Eso no lo sabemos —replicó Abberline— y no quiero leerlo en el Police Gazette.
Thick guardó silencio, satisfecho por tener razón. En su entrevista, el sargento había admitido que personalmente creía que Cuchillo de Plata suponía que el descendiente de Vlad Tepes lo había agraviado —cosa que, probablemente, era cierta—. Geneviève, que era lo bastante experta para conocer las capacidades de los miembros de su especie, estaba de acuerdo, pero sabía que la descripción coincidía con la de tantas personas de Londres que sería inútil extrapolar una lista de sospechosos a partir de la teoría.
—Creo que el sargento Thick tiene razón —dijo a los policías. Lestrade asintió, mas Abberline se dio la vuelta para dar una orden a su sargento más fiel, George Godley. Geneviève sonrió a Thick y lo vio estremecerse. Como la mayoría de los cálidos, sabía aún menos acerca del linaje de sangre, de las infinitas variedades y gradaciones de los vampiros, que la banda de neonatos del príncipe consorte. Thick la miraba y veía a una vampira... igual que el ser chupador de sangre que había convertido a su hija y violado a su esposa, le había arrebatado su promoción y matado a su amigo. No conocía la historia de aquel hombre, pero suponía que su teoría se había formado por su experiencia personal, que intentaba adivinar el motivo del asesino porque era capaz de comprenderlo.
Abberline se había pasado el día interrogando a los policías que habían llegado antes que nadie al lugar del crimen, y luego había ido él mismo al sitio. No había descubierto nada de relevancia e incluso se resistía a afirmar que Schön fuese otra víctima del llamado «asesino de Whitechapel». En el corto paseo desde Toynbee Hall, habían oído a los vendedores de periódicos que gritaban el nombre de Cuchillo de Plata; sin embargo, la versión oficial decía que solamente de Chapman y Nichols podía demostrarse que habían muerto por la misma mano. De otros varios casos sin resolver —Schön se unía a Tabram, Smith y otras más— relacionados por la prensa, cabía pensar que fueran crímenes totalmente independientes. Cuchillo de Plata no tenía la patente de homicida, ni siquiera en el vecindario.
Lestrade y Abberline se fueron a hablar en privado. Abberline, de forma posiblemente inconsciente, hacía complicados gestos con las manos siempre que se presentaba la posibilidad de que tuviese que tocar a un vampiro. Encendió una pipa y escuchó mientras Lestrade enumeraba asuntos tocándose las yemas de los dedos. Se estaba desarrollando una disputa jurisdiccional entre Abberline, jefe de la División H del Departamento de Investigación Criminal, y Lestrade. Se suponía que el intruso de Scotland Yard era uno de los espías del doctor Anderson, enviado por Swanson para observar a los detectives en acción y listo para intervenir siempre que hubiera la ocasión de colgarse medallas, pero anónimo si no se producían resultados. Anderson, Swanson y Lestrade eran el irlandés, el escocés y el inglés de las historias de music-hall y habían sido dibujados como tales por Weedon Grossmith en Punch, dando vueltas por la escena de un crimen y pasando por alto pistas, para enojo de un policía local que tenía una cierta semejanza con Fred Abberline.
Geneviève se preguntó si ella, que difícilmente podía representar el papel de la muchacha francesa en aquel tipo de historias, encajaba en este esquema. ¿Pretendía Lestrade utilizarla como palanca? Echó un vistazo a la recepción, donde ya había trasiego. Las puertas se abrían constantemente, dejando pasar brumosas corrientes de aire, y se cerraban de golpe. Afuera había varios grupos interesados. Una banda del Ejército de Salvación, enarbolando la Cruz de San Jorge, prestaba su apoyo a un predicador de la cruzada cristiana que reclamaba que la justicia de Dios cayera sobre los vampiros y elogiaba a Cuchillo de Plata como instrumento de la voluntad de Cristo. Aquel Torquemada del Speakers' Corner era jaleado por varios provocadores profesionales, personajes de largos cabellos y pantalones raídos de diversas procedencias socialistas o republicanas, y era ridiculizado por un puñado de vampiras pintadas que ofrecían besos caros y una conversión rápida. Muchos neonatos pagaban por convertirse en progenie de una furcia de la calle, y así compraban la inmortalidad por sólo un chelín.
—¿Quién es el reverendo? —preguntó Geneviève a Thick.
El sargento apartó la mirada de la multitud y gruñó:
—Un jodido pelmazo, señorita. Se hace llamar John Jago.
El Jago era un famoso suburbio del extremo superior de Brick Lane, una jungla criminal llena de diminutos patios y cuartos abarrotados de gente. Era, sin duda alguna, la peor guarida de maleantes del East End.
—En cualquier caso, procede de allí. Organiza un gran jaleo y los hace sentirse justos y buenos por clavar una estaca en alguna fulana. Ha estado entrando y saliendo de la cárcel todo el año por llamar a la insurrección. Y por borracho y alborotador, incluyendo algunas agresiones.
Jago era un fanático exacerbado, pero tenía algunos seguidores. Pocos años atrás, habría estado predicando contra los judíos, los fenianos o la China pagana. Ahora le tocaba a los vampiros.
—¡El fuego y la estaca! —gritaba Jago—. Las impuras sanguijuelas, los expulsados del infierno, la basura bañada en sangre. Todos deben perecer por el fuego y la estaca. Todos deben ser purificados.
Varios hombres solicitaban donaciones con sus gorras en nombre del predicador. Eran tipos de aspecto lo bastante brutal como para que no se distinguiera la línea que separaba la extorsión de la colecta.
—No le faltan los peniques —comentó Thick.
—¿Los suficientes para dar un baño de plata al cuchillo del pan?
Thick ya lo había pensado.
—Cinco «cruzados cristianos» afirman que les estaba predicando sus enseñanzas cuando a Polly Nichols la estaban destripando. Y lo mismo respecto a Annie Chapman. Y también anoche, apuesto lo que sea.
—¿No eran unas horas extrañas para dar un sermón?
—Entre las dos y las tres de la madrugada, y entre las cinco y las seis en el segundo crimen —confirmó Thick—. Parece todo muy preparado, ¿verdad? Sin embargo, ahora todos tenemos que ser aves nocturnas.
—Probablemente usted permanece despierto toda la noche de manera habitual. ¿Le apetecería ir a escuchar un discurso sobre Dios y la gloria a las cinco de la madrugada?
—Dicen que es antes del amanecer cuando está todo más oscuro —respondió Thick con un bufido, y añadió—: Además, no escucharía a John Jago a ninguna hora del día ni de la noche. Y menos aún en domingo.
Thick salió y se mezcló con la multitud para sentir el ambiente de la situación. Geneviève, sin saber qué hacer, se preguntó si debía regresar al Hall. El sargento sentado ante el escritorio consultó su reloj y dio la orden de que dejaran salir a los habituales de la comisaría. Un grupo de hombres y mujeres de aspecto desaliñado fueron sacados de las celdas, ligeramente más sobrios de como estaban cuando habían entrado en ellas. Se alinearon para ser liberados oficialmente. Geneviève reconoció a la mayoría: eran muchos —tanto cálidos como vampiros— que pasaban las noches alternativamente en las celdas de reclusión, el hospital Workhouse y Toynbee Hall, en su búsqueda constante de una cama y comida gratis.
—Señorita De —dijo una mujer—, señorita De...
Mucha gente tenía problemas para pronunciar «Dieudonné», así que ella solía utilizar la inicial. Como muchos en Whitechapel, tenía más nombres de lo normal.
—Cathy —dijo ella, al reconocer a la neonata—, ¿te tratan bien?
—Son «cantadores», señorita, «cantadores» —dijo, sonriendo con afectación al sargento—. Es como estar en casa.
Cathy Eddowes no tenía mejor aspecto como vampira que el que había tenido como cálida. La ginebra y las noches pasadas a la intemperie la habían destrozado; el brillo rojo de sus ojos y sus cabellos no disimulaba la piel pecosa bajo una gruesa capa de maquillaje. Como muchas de las personas sin hogar, Cathy todavía ofrecía su cuerpo a cambio de bebida. La sangre de sus clientes estaba probablemente tan cargada de alcohol como la ginebra que la había llevado a la ruina siendo cálida. La neonata se acicaló el pelo y se arregló una cinta roja que le mantenía los rizos apartados de su ancho rostro. Tenía una llaga en el dorso de la mano.
—Déjame que le eche un vistazo, Cathy.
Geneviève había visto marcas como éstas. Los neonatos tenían que ir con cuidado. Eran más fuertes que los cálidos, pero una proporción excesiva de su dieta estaba adulterada. La enfermedad seguía siendo un peligro; el Beso Oscuro del príncipe consorte, en ciertas circunstancias, producía efectos extraños en las enfermedades que una persona llevaba consigo de la vida como ser cálido a su estado de no muerto.
—¿Tienes muchas llagas como ésta?
Cathy negó con la cabeza, pero Geneviève sabía que quería decir que sí. Un fluido transparente manaba de la mancha roja que tenía en el dorso de la mano. Las marcas húmedas en su corsé sugerían algo más. Llevaba la bufanda de forma inusual, cubriéndole el cuello y la parte superior de los pechos. Geneviève apartó la lana que cubría varias llagas relucientes y olisqueó el punzante hedor del líquido. Algo iba mal, pero Cathy Eddowes tenía un miedo supersticioso a averiguar qué era.
—Debes ir esta misma noche al Hall. Ve a ver al doctor Seward. Es mejor que los hombres que encontrarás en el hospital. Se podrá hacer algo por ti, te lo prometo.
—Me pondré bien, guapa.
—No, a menos que recibas tratamiento, Cathy.
Cathy trató de reír y salió a la calle tambaleándose. Había perdido uno de los tacones de las botas y cojeaba de forma cómica. Irguió la cabeza, se cubrió con la bufanda como una duquesa con una estola de pieles y se contorsionó de manera provocativa junto a los «cruzados cristianos» de Jago, para desaparecer luego en la niebla.
—Estará muerta en un año —comentó el sargento, un neonato con una protuberancia en el centro de la cara como un hocico.
—No, si puedo evitarlo —dijo Geneviève.
5 El club Diógenes
Beauregard fue admitido en un vestíbulo corriente que daba a Pall Mall. A través de las puertas de esta institución pasaban los hombres menos sociables y gregarios. En sus listas de miembros se encontraba la mayor colección de excéntricos, misántropos, personajes grotescos y lunáticos en libertad que podía hallarse fuera de la Cámara de los Lores. Beauregard entregó los guantes, el sombrero y el bastón al silencioso mayordomo, quien los colocó en un bastidor de una salita. Mientras lo despojaba cortésmente del abrigo, comprobó con delicadeza que no llevaba ningún revólver o daga escondidos.
Aunque supuestamente creado para favorecer a esa especie de individuos que ansían vivir aislados de sus congéneres, este discreto establecimiento situado en los límites de Whitehall era, en realidad, mucho más que eso. La norma era mantener un silencio absoluto; los infractores, aunque sólo fuese por un murmullo ahogado mientras resolvían un crucigrama, eran implacablemente expulsados sin devolverles la cuota anual. Un solo crujido de una bota de cuero de baja calidad bastaba para poner a un miembro del club en estado de prueba durante cinco años.
Miembros que se conocían de vista desde hacía sesenta años podían desconocer totalmente la identidad del otro. Era, por supuesto, una práctica absurda y nada práctica. Beauregard imaginó la situación que se produciría si se declarara un incendio en la sala de lectura: los miembros seguirían sentados en medio del humo con testarudez, sin atreverse a dar la voz de alarma mientras las llamas crecían a su alrededor.
Sólo se permitía conversar en dos áreas: la Sala de los Extraños, donde los miembros del club atendían en ocasiones a invitados cuya presencia era imprescindible, y la habitación a prueba de ruidos del piso superior, mucho menos famosa. Ésta estaba reservada para la junta que regía el club, un grupo de personas relacionadas, la mayoría en cargos secundarios, con el gobierno de su majestad. La junta se componía de cinco notables, cada uno de los cuales actuaba como presidente de forma rotatoria. En los catorce años que Beauregard había estado al servicio del club Diógenes, nueve hombres habían formado parte de la junta. Cuando un miembro fallecía y era reemplazado discretamente, era siempre de la noche a la mañana.
Mientras esperaba, Beauregard era vigilado atentamente por unos ojos invisibles. Durante la Campaña Feniana de la Dinamita, Iván Dragomiloff se había infiltrado en el club con la misión de exterminar a toda la junta de gobierno. Detenido en el vestíbulo por un portero, el soidisant asesino ético había sido reducido sin ruido para no ofender la sensibilidad ni despertar el interés de los miembros ordinarios. Al cabo de un par de minutos —ningún reloj de tictac alteraba la paz del local—, el mayordomo, como si obedeciese una orden telepática, alzó el telón púrpura que cerraba el paso a la vulgar escalera que conducía directamente al piso superior e hizo un gesto de asentimiento a Beauregard.
En la escalera, recordó las diversas veces que había sido llamado a presentarse ante la junta de gobierno. Estas llamadas daban invariablemente como resultado tener que viajar a algún rincón del mundo y se referían a asuntos confidenciales que afectaban a los intereses de Gran Bretaña. Beauregard suponía que su posición estaba entre un diplomático y un mensajero, aunque en ocasiones se le había exigido que fuese explorador, ladrón, impostor o funcionario. A veces las actividades del club Diógenes eran conocidas en el mundo exterior como el Gran Juego. El negocio invisible del gobierno —dirigido no en los parlamentos ni en los palacios, sino en las callejuelas de Bombay y los infiernos del juego de la Riviera— le había proporcionado una carrera variada e interesante, aunque de una naturaleza tal que difícilmente podría aprovechar la jubilación para escribir sus memorias.
Mientras había estado participando en este Gran Juego, Vlad Drácula se había apoderado de Londres. El príncipe de Valaquia y rey de los vampiros había cortejado a la reina Victoria y la había conquistado, persuadiéndola de que abandonase su luto de viuda. Luego había reformado el mayor imperio del mundo de acuerdo con sus propios gustos. Beauregard había jurado que la muerte no sería un obstáculo en su lealtad a la persona de la reina, pero entonces había pensado que se trataba de su propia muerte.
La escalera alfombrada no crujía. Los gruesos muros no dejaban pasar ningún ruido de la ajetreada ciudad. Aventurarse en el club Diógenes era como probar la sordera total.
El príncipe consorte, que había adoptado el título adicional de «lord protector», gobernaba ahora Gran Bretaña, y su progenie ejecutaba sus deseos y caprichos. Una guardia cárpata de élite patrullaba los jardines del palacio de Buckingham y jaraneaba por el West End como una banda aterradora e intocable. El ejército, la armada, el cuerpo diplomático, la policía y la iglesia estaban en manos de Drácula y los neonatos eran ascendidos por encima de los cálidos a la menor oportunidad. Aunque muchas cosas seguían siendo como antes, se habían producido algunos cambios: la gente desaparecía de la vida pública y privada, surgían campos como la Acequia del Diablo en áreas remotas del país y un aparato de gobierno —policía secreta, arrestos repentinos, ejecuciones imprevistas— que él asociaba, no con la reina, sino con los zares y los shas. Había bandas de republicanos que imitaban a Robin Hood en los bosques de Escocia e Irlanda y curas que, enarbolando la cruz, siempre intentaban marcar a los alcaldes neonatos de provincias con el signo de Caín.
En el rellano del piso superior había un hombre con bigote militar y cuello tan grueso como su cabeza, que incluso vestido de civil era la viva imagen de un sargento mayor. Beauregard pasó la inspección, y el vigilante abrió la conocida puerta verde y se apartó para que el miembro del club pudiese pasar. Éste se encontró en la habitación llamada en ocasiones «la Sala de la Estrella» y entonces cayó en la cuenta: el sargento Dravot, el hombre que montaba guardia, era un vampiro, el primero que había visto dentro de los muros del club Diógenes. Durante un momento espantoso, imaginó que sus ojos tendrían que acostumbrarse a la penumbra en la Sala de la Estrella y que al final se posarían sobre cinco sanguijuelas ahítas de sangre, monstruos de largos colmillos rubicundos por la sangre que habían tomado de otros. Si la junta de gobierno del club Diógenes había caído, el largo reinado de los vivos habría llegado realmente a su fin.
—Beauregard —sonó una voz, de tono normal pero resonante, que aun después de un minuto sumido en el silencio del club retumbó como un trueno de Dios. Su momento de miedo pasó y fue sustituido por un leve desconcierto. No había vampiros en la sala, pero las cosas habían cambiado.
—Señor presidente —respondió en señal de reconocimiento.
La convención era no dirigirse a ningún miembro de la junta por su nombre o título en la sala, aunque Beauregard sabía que tenía ante sí a sir Mandeville Messervy, almirante supuestamente retirado que había ganado reputación al suprimir, veinte años atrás, el comercio de esclavos en el océano Indico. También estaban presentes Mycroft, un caballero de enorme corpulencia que había sido el presidente en la última visita de Beauregard, y Waverly, un hombre afable de quien Beauregard tenía entendido que había sido responsable personalmente de la caída del coronel Ahmad Arabi y de la ocupación de El Cairo en 1882. En la mesa redonda había dos sillas vacías.
—Por desgracia, nos encuentra diezmados. Como sabe, ha habido cambios. El club Diógenes ya no es lo que fue.
—¿Un cigarrillo? —ofreció Waverly, y sacó un estuche de plata.
Beauregard declinó el ofrecimiento, pero Waverly le arrojó el estuche de todos modos. Fue lo bastante rápido para atraparlo y devolvérselo. Waverly sonrió mientras guardaba el estuche en el bolsillo del pecho.
—Plata fría —le explicó.
—No era necesario hacer eso —dijo Messervy—. Le pido disculpas. No obstante, ha sido una demostración eficaz.
—No soy un vampiro —replicó Beauregard, y mostró sus dedos, que no estaban quemados—. Eso debería ser obvio.
—Ellos son retorcidos, Beauregard —le recordó Waverly.
—Supongo que ya sabe que tiene uno en la puerta.
—Dravot es un caso especial.
En el pasado, Beauregard había considerado la junta de gobierno del club Diógenes como impenetrable, el corazón siempre palpitante de Britania. Ahora, no por primera vez desde su regreso del extranjero, se veía obligado a aceptar el cambio radical sufrido por el país.
—Su trabajo en Shanghai fue excelente, Beauregard —comentó el presidente—. Muy hábil. Tal como esperábamos de usted.
—Gracias, señor presidente.
—Creo que pasarán algunos años hasta que volvamos a oír hablar de esos diablos amarillos del Si-Fan.
—Ojalá pudiese compartir su confianza.
Messervy asintió con gesto comprensivo. Era imposible desarraigar y destruir aquel tong criminal como una mala hierba corriente.
Waverly tenía un montón de carpetas ante él.
—Usted es un hombre que ha viajado mucho —dijo—. Afganistán, México, el Transvaal...
Beauregard asintió y se preguntó adonde quería ir a parar.
—Ha servido muy bien a la corona en muchas situaciones. Pero ahora lo necesitamos más cerca de casa. Muy cerca.
Mycroft, que parecía haber estado durmiendo con los ojos abiertos por la atención con que había aparentado seguir la conversación, se inclinó hacia adelante. Era evidente que el presidente actual estaba tan acostumbrado a ceder la palabra a su colega que se arrellanó en el asiento y le permitió tomar la iniciativa.
—Beauregard —dijo Mycroft—, ¿ha oído hablar de los crímenes de Whitechapel? ¿De los asesinatos del así llamado «Cuchillo de Plata»?
6 La caja de Pandora
¿Qué vais a hacer? —gritó un neonato ataviado con una gorra de visera—. ¿Cómo impediréis que ese demonio asesine a más mujeres de las nuestras? El juez de guardia Wynne Baxter intentó airadamente mantener el control de la investigación. Era un político engreído, de mediana edad, y Geneviève comprendió que era un personaje impopular. A diferencia de un juez del Tribunal Supremo, carecía de mazo y por ello se veía obligado a dar palmetazos sobre la mesa de madera.
—Otra interrupción de esta naturaleza —dijo Baxter, lanzando una mirada feroz— y me veré obligado a desalojar al público de la sala.
El bruto malhumorado, que debía de tener aspecto hambriento incluso cuando aún era cálido, se desplomó de nuevo en el banco. Estaba rodeado por un grupo de gente semejante a él. Ella conocía a aquel tipo de personas: pañuelos largos, abrigos raídos, bolsillos distendidos por los libros, botas pesadas y barbas finas. Whitechapel acogía a todas las facciones imaginables republicanas, anarquistas, socialistas e insurreccionistas.
—Gracias —dijo irónicamente el juez, reordenando sus notas. El alborotador enseñó sus colmillos y musitó algo. A los neonatos les disgustaban las situaciones en que un cálido ostentaba la autoridad. Pero una vida entera de arredrarse cuando un funcionario arrugaba el entrecejo creaba hábitos.
Era el segundo día de la encuesta judicial. El día anterior, Geneviève había permanecido sentada en la parte trasera de la sala mientras varios testigos prestaban su testimonio relativo a los orígenes y movimientos de Lulú Schön. Ella había tenido poco que ver con las habituales prostitutas callejeras del East End. La condesa Geschwitz, una vampira hombruna que afirmaba haber venido de Alemania con la muchacha, reveló parte de la historia de Lulú: una procesión de nombres falsos, asociaciones dudosas y maridos muertos. Si había recibido un nombre al nacer, nadie lo sabía. Según un telegrama procedente de Berlín, la policía alemana seguía queriendo hablar con ella en relación con el asesinato de uno de sus maridos más recientes. Todos los testigos —incluida Geschwitz, que la había convertido— habían estado obviamente enamorados de Lulú, o al menos la habían deseado más allá de todo raciocinio. Era evidente que la neonata podría haber sido una de les grandes horizontales de Europa, pero la estupidez y la mala fortuna la habían confinado al abrazo de personajes de rodillas temblorosas y cuatro perras gordas en el bolsillo de las calles más miserables de Londres, y finalmente la habían entregado a los afilados cuidados de Cuchillo de Plata.
A lo largo de las declaraciones, Lestrade murmuraba algo respecto a abrir la caja de Pandora. Era casi seguro que la única conexión entre el asesino de Whitechapel y sus víctimas se producía en el momento de su muerte, pero la investigación policial no podía permitirse el lujo de soslayar la posibilidad de que fuesen asesinatos premeditados de mujeres específicas. De vuelta a Commercial Street, encontraron a Abberline, Thick y los demás reuniendo y comparando biografías, más exhaustivas que cualquier vida de estadista, de Nichols, Chapman y Schön. Si podía establecerse alguna conexión entre las mujeres, aparte del hecho de que todas eran prostitutas vampiras, ésta podía conducirlos al asesino.
Como la encuesta, iniciada a primera hora de la tarde, prosiguió durante la noche, Baxter volvió su atención a lo que Schön había hecho la noche de su muerte. Geschwitz, con el rostro enrojecido por haberse alimentado recientemente, dijo que Lulú había salido de su ático entre las tres y las cuatro de la madrugada. El cuerpo había sido descubierto por el policía George Neve poco después de las seis, mientras realizaba su ronda. Tras matar a Lulú, presumiblemente a la vista de todos en Chicksand Street, el asesino la había abandonado en la entrada de un sótano en el que vivía una familia de judíos polacos, de los cuales solamente la hija menor hablaba algo parecido al inglés. Todos declararon, de acuerdo con la traducción de la niña tras una babélica discusión en yiddish, que no habían oído nada hasta que el policía Neve los despertó tras casi derribar la puerta a golpes. Rebecca Kosminski, la portavoz, muy segura de sí misma, era la única vampira de la familia. Geneviève había visto antes a los de su especie; Melissa d'Acques, que había convertido a Chandagnac, era una de ellos. Rebecca podía vivir para convertirse en la omnipotente matriarca de un amplio clan, pero jamás crecería.
Lestrade estuvo muy nervioso todo el tiempo y describió cruelmente la escena como «alivio cómico». Habría preferido registrar a fondo el lugar del crimen en vez de estar sentado en un banco de madera hecho para los resistentes traseros y las cortas piernas de los jóvenes de doce años, pero no podía interferir en las decisiones de Fred Abberline demasiado a menudo. Con ánimo pesaroso, contó a Geneviève que Baxter era famoso por la larga duración de sus vistas. El enfoque del juez se caracterizaba por una insistencia obsesiva, por no decir tediosa, en sacar a relucir detalles irrelevantes y por sus extravagantes y precipitadas recapitulaciones. En sus comentarios finales sobre Anne Chapman, Baxter había inventado la teoría, basándose en unos rumores que había oído en el hospital Middlesex, de que un médico norteamericano era el asesino o el hombre que había contratado al asesino. Del desconocido doctor, que investigaba la fisonomía de los no muertos, se rumoreaba que había ofrecido veinte guineas por un corazón de vampiro fresco. Se había producido un breve aluvión de actividad cuando Abberline intentó localizar al extranjero, pero se descubrió que, de forma totalmente contraria a la ética, en los depósitos podían comprarse corazones de vampiros, la mayor parte de ellos ligeramente deteriorados, por sólo seis peniques.
Baxter había aplazado la vista antes de la medianoche y la había reanudado esta mañana. Ya estaba disponible la evidencia de la autopsia y el trabajo del día afectaba sobre todo a una serie de médicos, todos los cuales habían acudido como moscas a la cámara mortuoria del hospital Workhouse de Whitechapel para examinar los restos mortales de Lulú Schön.
En primer lugar se presentó el doctor George Bagster Phillips, forense de la División H —bien conocido en Toynbee Hall—, que había hecho el examen preliminar del cadáver en Chicksand Street y luego había realizado la autopsia de forma más detallada. Su declaración se redujo a los simples hechos de que Lulú Schön había sufrido una herida de arma blanca en el corazón y había sido destripada y degollada. Se necesitaron muchos palmetazos sobre la mesa para apaciguar el alboroto que siguió a estas revelaciones, que por otra parte no eran inesperadas.
Según la ley, las encuestas judiciales tenían que realizarse en lugares públicos y abiertas a la prensa. Geneviève había tenido que comparecer a menudo como testigo en relación con las muertes de indigentes en camas del Toynbee Hall, y sabía que el público solía reducirse a un corresponsal aburrido de la Central News Agency y, en ocasiones, algún amigo o pariente del difunto. Pero la sala de audiencias estaba aún más densamente poblada hoy que ayer y los bancos estaban tan cargados de peso como si Con Donovan estuviera en el estrado en la revancha con Monk por el título de los pesos pluma. Además de los periodistas, que acaparaban la primera fila, Geneviève distinguió un grupo de mujeres ojerosas, la mayoría no muertas, ataviadas con vestidos coloridos, un puñado de hombres bien vestidos, algunos de los jóvenes alumnos uniformados de Lestrade y unos cuantos curiosos, clérigos y reformadores sociales.
En el centro de la sala, en medio de un amplio espacio desocupado a pesar del exceso de asistentes, estaba sentado un guerrero vampiro de largos cabellos. No era un neonato; lucía el uniforme de la guardia cárpata del príncipe consorte, incluida una coraza de acero, y rematado por un fez con una borla. Su rostro era de pergamino blanco y reseco, pero sus ojos, mármoles de color rojo sangre insertados en la desolación de su piel, parpadeaban constantemente.
—¿Sabe quién es ése? —preguntó Lestrade.
Efectivamente, Geneviève lo sabía.
—Kostaki, uno de los más fieles secuaces de Vlad Tepes.'
—Esa clase de seres me produce escalofríos —comentó el detective neonato—. Los antiguos.
Geneviève estuvo a punto de echarse a reír. Kostaki era más joven que ella. Casi con total seguridad, su presencia no se debía a una mera curiosidad. El palacio se estaba interesando por Cuchillo de Plata.
—Todas las noches muere gente en Whitechapel, en formas que Vlad Tepes no habría podido concebir, o viven vidas peores que cualquier muerte —dijo Geneviève—; sin embargo, un año tras otro, Londres finge que estamos tan lejos como Borneo. Pero déles un puñado de crímenes sangrientos y no podrá caminar entre la masa de turistas y filántropos morbosos.
—Tal vez algo bueno surja de todo esto —comentó Lestrade.
El juez Baxter dio las gracias y despidió al doctor Bagster Phillips, tras lo cual llamó a Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Royal Society, etc. Un hombre de unos cincuenta años, de gesto grave y facciones suaves, que sin duda había sido atractivo, se aproximó al estrado y pronunció el juramento.
—Siempre que matan a un vampiro —explicó Lestrade— aparece sigilosamente Jekyll. Hay algo raro en él, si entiende lo que quiero decir...
El investigador científico, que dio primero una descripción detallada y anatómicamente precisa de las atrocidades cometidas, era cálido solamente en el sentido de que no era un vampiro. El doctor Jekyll tenía tanto autocontrol que transmitía una turbadora falta de empatia hacia el ser humano sujeto de la encuesta; no obstante, Geneviève escuchó con interés —desde luego, más que el expresado por los periodistas que bostezaban en la primera fila— los comentarios que Baxter le solicitó.
—No hemos aprendido lo suficiente acerca de los cambios precisos en el metabolismo humano que acompañan a la llamada «conversión» de la vida normal al estado de no muerto. Es difícil obtener información exacta, y la superstición pende sobre este tema como la bruma londinense. Mis estudios han sido recibidos con indiferencia por parte de las autoridades, e incluso con hostilidad. Todos podríamos beneficiarnos de la investigación. Tal vez así las divisiones que conducen a incidentes trágicos como la muerte de esta chica podrían eliminarse de nuestra sociedad.
Los anarquistas estaban refunfuñando de nuevo. Sin divisiones, su causa carecería de todo propósito.
—Demasiadas cosas que creemos hoy sobre vampirismo son puro folclore —continuó el doctor Jekyll—. La estaca en el corazón, la guadaña de plata... El cuerpo de un vampiro tiene una notable resistencia, pero cualquier daño importante causado a los órganos vitales parece producir la auténtica muerte, como es el caso.
Baxter carraspeó e interrogó al médico:
—¿De modo que, en su opinión, el asesino no siguió lo que podríamos calificar como la práctica supersticiosa habitual para matar a un vampiro?
—En efecto. Me gustaría mencionar algunos hechos, aunque sólo fuera para contradecir de forma definitiva a cierto periodismo irresponsable.
Algunos reporteros lo abuchearon en voz baja. Un dibujante rápido, sentado justo delante de Geneviève, estaba haciendo un retrato del doctor Jekyll para reproducirlo en la prensa ilustrada. Marcó con el lápiz unas sombras oscuras bajo los ojos del testigo para hacerlo parecer menos digno de confianza.
—Como sucedió con Nichols y Chapman —prosiguió el doctor Jekyll—, Schön no fue atravesada con una estaca o palo de madera. Tampoco tenía en la boca ristras de ajos, ni fragmentos de hostia, ni páginas arrancadas de una escritura sagrada. No se encontró ningún crucifijo, u objeto cruciforme, en el cuerpo o junto a él. La humedad hallada en la falda y los residuos de agua en el rostro eran, casi con seguridad, una condensación de la niebla. Es altamente improbable que el cuerpo fuese salpicado con agua bendita.
El artista, probablemente del Pólice Gazette, dibujó unas cejas gruesas e intentó que el cabello denso pero inmaculadamente peinado del doctor Jekyll pareciera descuidado. Se excedió en sus esfuerzos de deformar la imagen de su modelo y, con un gesto de desaprobación por su exceso de ardor, arrancó la hoja del cuaderno, la arrugó, se la guardó en el bolsillo y empezó de nuevo.
Baxter apuntó algunas notas y reanudó el interrogatorio.
—¿Se aventuraría a afirmar que el asesino estaba familiarizado con el funcionamiento del cuerpo humano, sea el de un vampiro o no?
—Sí, señor juez. La extensión de las lesiones indica un cierto frenesí entusiasta, pero las heridas propiamente dichas (casi podría decirse que eran incisiones) fueron infligidas con cierta habilidad.
—¡Cuchillo de Plata es un jodido médico! —gritó el líder de los anarquistas.
Volvió a estallar el alboroto en la sala. Los anarquistas, la mitad cálidos y la otra mitad vampiros, pateaban el suelo y chillaban, mientras que otros hablaban en voz alta entre sí. Kostaki miró a su alrededor e hizo callar a un par de clérigos con una fría mirada. Baxter se hizo daño en la mano de tantos golpes que dio a la mesa.
Geneviève se fijó en un hombre que estaba de pie en la parte trasera de la sala observando el bullicio con desapasionado interés. Iba bien vestido, con capa y sombrero de copa, y podría haber sido un morboso de no ser por su actitud de tener un cierto propósito. No era un vampiro, pero —a diferencia del juez, y aun del doctor Jekyll— no mostraba ninguna señal de sentirse incómodo por estar entre tantos no muertos. Se apoyaba en un bastón negro.
—¿Quién es ése? —preguntó a Lestrade.
—Charles Beauregard —dijo el detective neonato, torciendo el labio—. ¿Ha oído hablar del club Diógenes?
Ella meneó negativamente la cabeza.
—Cuando se habla de los «lugares altos», se refieren a eso. La gente importante se está interesando por este caso. Y Beauregard es su instrumento.
—Un hombre impresionante.
—Si usted lo dice, mademoiselle...
El juez de guardia había conseguido imponer el orden de nuevo. Un funcionario había salido de la sala y había regresado luego con seis policías, todos neonatos. Se alinearon a lo largo de las paredes como una guardia de honor. Los anarquistas estaban callados otra vez con gesto taciturno; era evidente que su propósito era causar los problemas suficientes para ser irritantes, pero no tanto como para que se tomase nota de sus nombres.
—Si se me permite que responda a la pregunta implícita planteada por el caballero —solicitó el doctor Jekyll, obteniendo un gesto de asentimiento de Baxter—, conocer el emplazamiento de los órganos vitales no implica necesariamente que se posea una formación en Medicina. Si se carece de interés por la conservación de la vida, un carnicero puede extirpar unos riñones con tanta eficacia como un cirujano. Sólo se necesita una mano firme y un cuchillo afilado, y hay mucho de ambas cosas en Whitechapel.
—¿Tiene formada una opinión sobre el instrumento utilizado por el asesino?
—Una hoja de algún tipo, obviamente. Bañada en plata.
Aquella palabra produjo exclamaciones de espanto entre el gentío.
—El acero o el hierro no habrían causado tales lesiones —continuó el doctor Jekyll—. La fisiología vampírica es tal que las heridas infligidas por armas ordinarias se curan de forma casi inmediata. Los tejidos y los huesos se regeneran como a un lagarto le puede crecer de nuevo la cola. La plata tiene un efecto contrario a este proceso. Sólo la plata puede causar daños permanentes y fatales en un vampiro. En este caso, la imaginación popular, que ha apodado al asesino «Cuchillo de Plata», casi ha acertado totalmente.
—¿Está al corriente de los casos de Mary Ann Nichols y Eliza Anne Chapman? —preguntó Baxter.
—Sí —respondió el doctor Jekyll, asintiendo con la cabeza.
—¿Ha llegado a alguna conclusión tras comparar estos incidentes?
—Desde luego. Estos tres asesinatos son, sin lugar a dudas, obra del mismo individuo. Un hombre zurdo por encima de la altura media, con una fuerza física superior a la normal...
—El señor Holmes habría sido capaz de decir el nombre de soltera de su madre a partir de una brizna de ceniza de su cigarro —murmuró Lestrade.
—... Añadiría que, desde el punto de vista de un alienista, tengo la convicción de que el asesino no es un vampiro.
El anarquista estaba de pie, pero los policías adicionales llamados por el juez lo rodearon antes de que siquiera pudiese gritar. Baxter sonrió para sus adentros al ver cómo tenía controlada la sala, tomó nota del último punto y dio las gracias al doctor Jekyll.
Geneviève observó que el hombre acerca del cual había preguntado a Lestrade ya se había ido. Se preguntó si Beauregard se había fijado en ella como ella lo había visto a él. Por su parte, había establecido una conexión. O bien había tenido una de sus «percepciones» o llevaba demasiado tiempo sin alimentarse. No, estaba segura. El hombre del club Diógenes —fuera aquello lo que fuese— estaba personalmente implicado en los asuntos del asesino de Whitechapel, pero no podía adivinar en qué grado.
El juez de guardia inició su complicado resumen, pronunció el veredicto de «asesinato voluntario cometido por una o más personas desconocidas» y añadió que consideraba que el asesino de Lulú Schön era el mismo hombre que había matado, el 31 de agosto, a Mary Ann Nichols y, el 8 de septiembre, a Eliza Anne Chapman.
7 El primer ministro
Es usted consciente —comenzó lord Ruthven— de que hay personas en estas islas cuya única objeción al matrimonio de nuestra querida reina (Victoria Regina, emperatriz de la India, etcétera) con Vlad Drácula (conocido como Tepes, quondam príncipe de Valaquia) es que el feliz novio fue en el pasado, de una forma que no pretendo entender, un católico?
El primer ministro agitó una carta seleccionada de manera aparentemente casual de los montones de correspondencia que abarrotaban varios escritorios de la recepción de la casa de Downing Street. Godalming sabía que era mejor no interrumpir uno de los ataques de locuacidad de Ruthven. Para un neonato ansioso de iniciarse en los secretos de los antiguos, una atención intensa sobre su igual de varios siglos de edad era un instrumento de aprendizaje valioso, incluso indispensable. Cuando Ruthven hablaba de corrido, varios volúmenes de antiguas verdades revelaban hechizos.de poder largo tiempo olvidados. Era difícil no dejarse arrastrar por la fuerza de su personalidad y evitar ser transportado en las alas de su rimbombante lenguaje.
—Tengo aquí —continuó Ruthven— una misiva de una sociedad miserable dedicada a la débil memoria de ese pesado constitucionalista llamado Walter Bagehot. Con tacto, protestan de que el príncipe haya aceptado el abrazo de la Iglesia anglicana en un tiempo indecorosamente corto antes de aceptar el abrazo de la reina. Nuestro corresponsal llega incluso al extremo de sugerir que Vlad podría no haber sido sincero al abjurar del papa de Roma y que, teniendo al cardenal Newman como confesor secreto, ha traído la pérfida corrupción de León XIII a la casa real. Mi querido amigo de cabellos rizados, para algunos bodoques es más sencillo perdonar el paladear sangre virginal que beber el vino de la comunión.
Ruthven hizo trizas la carta. Los trozos se mezclaron sobre la alfombra con los de muchos otros documentos desdeñados. Sonrió satisfecho y suspiró hondo, pero ya no quedaba ningún rastro de su visible excitación en sus lechosas mejillas. A Godalming se le ocurrió que los arrebatos de cólera del primer ministro eran farsas, imposturas de un hombre más habituado a simular que a experimentar pasiones. Se paseó a grandes zancadas por la habitación, abriendo y cerrando los puños en su espalda, con ojos grises como mármoles de finas pestañas.
—Nuestro príncipe ya había cambiado antes de religión, como sabe —observó Ruthven—, y por la misma razón. En 1473, abandonó la ortodoxia y se hizo católico para poder casarse con la hermana del rey de Hungría. La maniobra le dio la libertad después de vivir doce años como rehén en la corte del rey Mathias y la oportunidad clara de recuperar el trono de Valaquia que había perdido por su maldita estupidez. El hecho de que siguió fiel a Roma durante cuatro siglos dice mucho de la innata torpeza de ese hombre. Si desea examinar la verdadera alma del conservadurismo, no tiene más que mirar hacia el palacio de Buckingham.
Para entonces, el primer ministro no se dirigía a Godalming, sino a un retrato. Su perfil de nariz aguileña estaba orientado hacia la imagen de la reina que adornaba la pared. Godalming sólo se había encontrado una vez con Drácula; el príncipe consorte y lord protector, entonces un simple conde que utilizaba el nombre de De Ville, no tenía mucho parecido con la orgullosa criatura capturada en el lienzo por el señor G. F. Watts.
—Imagínese a esa bestia, Godalming. Meditando durante cuatrocientos años en las apestosas ruinas de su castillo. Forjando planes y conjuras, jurando y rechinando los dientes. Regodeándose en supersticiones medievales. Desangrando a campesinos incultos. Corriendo por los campos como un animal en celo, violando a las bestias de las montañas y apareándose con ellas. Obteniendo placeres vulgares de esos animales no muertos a los que llama esposas. Cambiando de forma como un hombre-lobo saltimbanqui...
Aunque el príncipe consorte había avalado personalmente la designación del primer ministro, las relaciones entre los vampiros antiguos, formadas a lo largo de varios siglos, eran escasamente amistosas. En público, Ruthven demostraba la lealtad que se esperaba de él hacia quien había sido rey de los vampiros mucho antes de ser el gobernante de Gran Bretaña. Los no muertos habían constituido un reino invisible durante miles de años; el príncipe consorte, de un golpe, había hecho borrón y cuenta nueva, para reinar sobre cálidos y vampiros por igual. Ruthven, que había pasado los siglos entre viajes y aventuras amorosas, fue sacado a la fuerza de las sombras junto con los demás antiguos. Algunos podían decir que un noble crónicamente empobrecido —que una vez había comentado que su título y sus acres yermos de Escocia podían conseguirle un bollo de medio penique si tuviera la suerte de que se los quedaran— había salido bien parado de los cambios. Pero su excelencia, un hombre cuyo título difícilmente podía compararse con el de Godalming, era un llorón.
—Ahora este Drácula sabe el Bradshaw de memoria y se llama «moderno». Puede decirle el horario de todos los trenes de Saint Pancras a Norwich en un día festivo. Pero no acaba de creer que el mundo ha seguido su curso desde que lo mataron. ¿Sabe cómo murió? Se disfrazó de turco para espiar al enemigo, pero sus propios hombres le rompieron el cuello cuando intentó regresar a su campamento. La semilla ya estaba en él, puesta por algún loco nosferatu, y salió de la tumba a rastras. No es descendiente de nadie. Fíjese hasta qué punto ama su tierra nativa que duerme en ella a la menor oportunidad. En su linaje está el molde de la tumba, Godalming. Ésa es la plaga que está propagando. Considérese afortunado de pertenecer a mi linaje. Es puro. Nosotros no nos transformamos en murciélagos y lobos, mi hijo oscuro, ni estamos corrompidos, ni perdemos la razón en arrebatos homicidas.
Godalming creía que Ruthven lo había convencido de convertirlo en vampiro solamente para implicarlo en lo que ahora consideraba como una conspiración secreta contra el príncipe. Cuando era cálido, Godalming había destruido personalmente al primer descendiente británico de Drácula. Eso lo convirtió en candidato probable a la pica, entre Van Helsing y aquel abogado, Harker. Recordó con un escalofrío los golpes que, como mazazos de Thor, clavaron la estaca en su entonces amada Lucy, y sintió un odio mortífero hacia el holandés que lo había persuadido a cometer aquella atrocidad. Había cometido una estupidez criminal y ahora estaba ansioso de compensarla. Su conversión y su adopción por Ruthven como protegido lo habían salvado por el momento, pero era plenamente consciente del carácter voluble y la sed de venganza del príncipe consorte. Y, por supuesto, su padre oscuro no era conocido por su constancia o su ecuanimidad. Si quería encontrar un lugar seguro en el mundo cambiado, tenía que ir con cuidado.
—Sus ideas se forjaron cuando estaba vivo —prosiguió Ruthven—, cuando podía gobernar un país con la espada y la estaca. No conoció el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, la Revolución Francesa, el surgimiento de las Américas y la caída del imperio turco. Desea vengar la muerte de nuestro gallardo general Gordon enviando una fuerza de vampiros feroces e idiotas que arrasen el Sudán y empalen a todos los que juren obediencia al Mahdi. Yo le permitiría hacerlo. Podríamos vivir bien sin sus secuaces cárpatos, que están vaciando el Tesoro público. Ojalá que los astutos musulmanes corten el cuello a un centenar de esos mastuerzos y los dejen pudriéndose bajo el sol; todas las camareras de Piccadilly y el Soho acudirían en masa al Oriente Medio a expresarles su gratitud.
Ruthven pasó la mano por otra pila de cartas y lanzó varias por los aires, que luego cayeron sobre él. El primer ministro parecía tener poco más de veinte años y tenía unos ojos grises fríos y un rostro blanco como la muerte. Su tez no mostraba ningún enrojecimiento, ni siquiera recién alimentado. Era un experto en muchachas jóvenes y delicadas, pero como progenie prefería a hombres jóvenes de buena posición. Distribuía a sus hijos oscuros neonatos entre las oficinas del gobierno e incluso fomentaba la rivalidad entre ellos. Godalming, que por su título no era adecuado para las tareas cotidianas y, sin embargo, tampoco estaba cualificado para un puesto en el gabinete, era en la actualidad el favorito entre los descendientes de Ruthven y trabajaba, de forma no oficial, como mensajero y secretario privado. Siempre había tenido una predilección por los asuntos prácticos, una habilidad especial para elaborar los detalles de planes complicados. Incluso Van Helsing le había confiado buena parte del trabajo preparatorio de su campaña.
—¿Y ha oído hablar de su último edicto? —exclamó Ruthven, sosteniendo en alto un rollo de pergamino oficial atado con una cinta de color escarlata.
Lo desenrolló, y Godalming vio la caligrafía de un secretario de palacio.
—Quiere ponerse duro en lo que denomina «vicio antinatural» y ha decretado que, de ahora en adelante, el castigo de la sodomía será la ejecución sumaria. El método, por supuesto, será su viejo favorito, la estaca.
Godalming echó un vistazo al documento.
—¿La sodomía? ¿Por qué ofende al príncipe consorte?
—Lo ha olvidado, Godalming. Drácula carece de la tolerancia de los ingleses. Pasó algunos años de su juventud como rehén de los turcos y debemos suponer que sus captores se sirvieron de él en algunas ocasiones. De hecho, su hermano Radu, conocido de forma significativa como «el Hermoso», sentía cierta predilección por las amistades masculinas. Como Radu lo traicionó en una de las innumerables intrigas de su familia, el príncipe consorte ha decidido adoptar una postura extrema respecto a la homosexualidad.
—Parece un asunto de poca monta.
—Su entendimiento es limitado, Godalming —replicó Ruthven, hinchando las fosas nasales—. Piense en esto: es difícil encontrar un miembro destacado de cualquiera de las Cámaras que no haya, en un momento u otro, dado por el culo a un chico de los telegramas. En diciembre, Drácula hará que algunos angelitos muy destacados desciendan poco a poco del árbol de Navidad por el que estaban trepando.
—Una imagen muy curiosa, señor.
El primer ministro desdeñó el comentario con un ademán. Sus uñas en forma de diamante reflejaron la luz.
—¡Bah, Godalming, bah! Naturalmente, nuestro príncipe valaquio, en su sagaz cerebro, puede tener muchos propósitos para una sola acción.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que en esta ciudad hay un cierto poeta neonato, irlandés, tan conocido por sus preferencias amorosas como por su insensata asociación con un compatriota cuyo recuerdo está bastante desprestigiado. Y me atrevería a decir que es mejor conocido por estos atributos que por sus versos.
—¿Se refiere a Oscar Wilde?
—Por supuesto que me refiero a Wilde.
—Últimamente no frecuenta mucho la casa de la señora Stoker.
—Ni usted tampoco debería hacerlo, si tiene aprecio a su vida. Mi protección, siendo importante, no puede abarcarlo todo.
Godalming asintió con gesto solemne. Tenía sus motivos para seguir asistiendo a las veladas de Florence Stoker.
—En alguna parte tengo un informe sobre las actividades del señor Oscar Wilde —dijo Ruthven, señalando otra pirámide de papeles—. Es mi deber como hombre de letras que tiene interés en el mantenimiento de la buena salud de nuestras mejores mentes creativas. Le complacerá saber que Wilde ha acogido el estado de vampiro con entusiasmo. Actualmente, su afición preferida es probar la sangre de los jóvenes, lo que eclipsa ligeramente su fervor estético y ha arrinconado de forma total sus flirteos con el socialismo fabiano que, por desgracia, tanto le interesó a principios de año.
—Es obvio que usted está interesado en ese, tipo. Por mi parte, siempre me ha parecido un personaje tedioso que cuando ríe se cubre la boca con la mano para no enseñar sus dientes deformes.
Ruthven se desplomó en una silla y se peinó sus largos cabellos con una mano. El primer ministro era, en cierto modo, un dandy aficionado a lucir puños y fulares extravagantes.
—Tenemos ante nosotros la terrible posibilidad de que Alfred, lord Tennyson, mantenga el puesto de poeta laureado durante varios monótonos siglos. ¡Diantre! ¡Imagínese que llegara a escribir Locksley Hall seiscientos años después! Preferiría beber vinagre a vivir en una Inglaterra que permitiese un horror semejante. Por consiguiente, he estado buscando una piadosa alternativa. Si la situación hubiese sido distinta, Godalming, yo habría optado por ser poeta; sin embargo, el tiránico destino, con la inapreciable ayuda del príncipe consorte, me ha atado a la roca de la burocracia mientras el águila de la política me picotea el hígado.
Ruthven se incorporó y se dirigió a sus estanterías, donde permaneció contemplando por unos segundos sus amados volúmenes. El primer ministro sabía de memoria largos pasajes de Shelley, Byron, Keats y Coleridge y podía vomitar fragmentos de Goethe y Schiller en la versión original. Su pasión actual eran los franceses y decadentes: Beaudelaire, De Nerval, Rimbaud, Rachilde, Verlaine, Mallarmé... A la mayoría, si no a todos, el príncipe consorte los habría empalado encantado. Godalming había oído declarar a Ruthven que debía entregarse un ejemplar de una novela decididamente escandalosa como A rebours de J. K. Huysmans a cada escolar y que, en un mundo utópico, él convertiría en vampiros sólo a los poetas y los pintores. No obstante, se decía que un síntoma del estado de no muerto era la pérdida de las facultades creativas. Godalming, un filisteo orgulloso que prefería tener en sus paredes escenas de cacerías antes que papeles de William Morris, jamás había tenido nada que pudiera considerarse como inclinación artística y, por tanto, no podía confirmar la veracidad del fenómeno.
—No obstante —dijo el primer ministro, volviéndose—, entre nosotros los antiguos, ¿quién más tiene el ingenio para mediar entre el príncipe consorte y sus súbditos y mantener unido este nuevo imperio de vivos y muertos? ¿Ese lunático, sir Francés Varney, al que hemos despachado a la India? Creo que no. Tampoco sirve ninguno de nuestros beneméritos cárpatos: ni Iorga, ni Von Krolock, ni Meinster, ni Tesla, ni Brastov, ni Mitterhouse ni Vulkan. Y ¿qué decir del besamanos Saint-Germain, el entrometido Villanueva, el advenedizo Collins, el impenetrable Weyland, el bufón Barlow o el empalagoso Duval? Hai me doots, como dicen los escoceses. Sí, hai me doots. Así pues, ¿quién queda? ¿El pálido y mediocre Karnstein, que todavía llora a su tonta y empalada novia? Y, por cierto, ¿qué hay de las mujeres? ¡Dios mío, las vampiras! ¡Menuda manada de gatas rabiosas! Lady Ducayne y la condesa Sarah Kenyon, por lo menos, son inglesas, aunque entre ambas no lleguen a una onza de cerebro. Pero ¿y la condesa Zaleska de Rumania, Ethelind Fionguala de Irlanda, la condesa Dolingen de Graz, la princesa Asa Vajda de Moldavia o Elizabeth Bathory de Hungría? Opino que ninguna de esas furcias tituladas sería aceptable para el príncipe consorte ni para el pueblo de Gran Bretaña. Sería preferible ceder el cargo a una de esas mujeres-cosa descerebradas que Drácula olvidó para casarse con la gorda Vicky. No. Entre los antiguos, sólo valgo yo. Aquí estoy: lord Ruthven, vagabundo y genio. Un pobre inglés, largo tiempo ausente de su país natal, llamado para servir a la patria. ¿Quién habría concebido que yo ocuparía el despacho de Pitt y Palmerston, Gladstone y Disraeli? Y ¿quién me podrá suceder? Après moi, le déluge, Godalming. Después de mí, el diluvio.
8 El misterio del coche de caballos
Beauregard paseaba en la niebla mientras se esforzaba por digerir todo lo que había deducido de la encuesta judicial. Tendría que hacer un informe completo para la junta; debía tener los hechos, tal como eran, ordenados.
Su paseo no carecía de rumbo: desde el Instituto de Jóvenes Obreros tomó Whitechapel Road, giró a la derecha en Great Garden Street y luego a la izquierda en Chicksand Street. Se permitió dejarse atraer por el lugar del reciente crimen. Aun a pesar de la niebla y del pánico creado por Cuchillo de Plata, las calles estaban abarrotadas de gente. A medida que se acercaba la medianoche, los no muertos aparecían. Las tabernas y los locales musicales se iluminaban, atestados de personas que reían y gritaban. Los vendedores ambulantes ofrecían partituras, frascos de sangre «humana», tijeras y souvenirs de la casa real. En Old Montague Street se vendían castañas cocidas en un tambor a neonatos y cálidos por igual. Los vampiros no necesitaban comida sólida, pero era difícil abandonar el hábito de comer. Unos muchachos vendían revistas con ilustraciones llamativas que incluían detalles groseros relativos a la encuesta judicial de Lulú Schön. Había muchos más policías uniformados de lo normal, la mayoría neonatos. Beauregard sospechó que debían de detener a cualquier personaje sospechoso que merodease por la zona de Whitechapel y Spitalfields para examinarlo atentamente, lo que debía causar un problema espinoso a la policía, ya que el distrito estaba infestado de personajes sospechosos.
Un organillo hacía sonar una melodía: «Toma unos ojos carmesíes», de la opereta de Gilbert y Sullivan Los vampiros de Venecia: una, doncella,, una sombra y una hoja. Parecía apropiado. La doncella —por así decir— y la hoja estaban evidentemente presentes en el caso. La sombra era el asesino, oscurecido por la bruma y la sangre.
A pesar del testimonio del doctor Jekyll y el veredicto de Baxter, él era de la opinión de que los crímenes cometidos hasta la fecha eran obra de distintos autores, asesinatos rituales como los estrangulamientos de los bajos fondos o las ejecuciones de la Camorra. La exageración de.la mutilación era necesariamente superflua, si el propósito del criminal era simplemente el de poner fin a la vida de su víctima. El Pall Mall Gazette aventuraba que el encarnizamiento salvaje de los crímenes recordaba un rito azteca. Aún más, a Beauregard le recordaba unos incidentes en China, Egipto y Sicilia, relacionados con las sociedades secretas. El propósito de tales atrocidades no era simplemente el de eliminar a un enemigo, sino también dar un mensaje a los compañeros de la víctima o a cualquiera que pudiera optar por ponerse de su lado. La metrópoli estaba plagada de sociedades secretas y sus agentes; no era improbable que fueran francmasones que hubiesen jurado continuar la cruzada de Abraham Van Helsing contra el príncipe consorte y su progenie. En cierto sentido, como agente del club Diógenes, Beauregard era realmente miembro de una de aquellas facciones; la junta de gobierno estaba dividida, desgarrada entre la lealtad a la reina y sus recelos hacia el lord protector.
Ojos agudos observaban su ropa de calidad, pero sus dueños preferían mantenerse apartados. Beauregard era consciente del reloj de su cintura y la cartera del bolsillo interior. Alrededor había dedos ágiles y garras de uñas largas. Los neonatos no querían sólo sangre. Balanceó significativamente el bastón para mantener alejado el peligro.
Un vampiro de cuello grueso y botas gigantescas se paseaba enfrente del lugar donde Lulú había sido asesinada, tratando sin mucha convicción de no parecer un policía apostado allí, con la leve esperanza de que fuese cierto el viejo dicho de que el criminal siempre vuelve a la escena del crimen. El área que rodeaba la puerta de la casa de los Kosminski había sido «limpiada» por la policía y los cazadores de recuerdos. Beauregard intentó imaginar los últimos momentos de la vampira. El detective había visto alterada la monotonía de su misión por la presencia de un hombre cubierto con una capa y empujado por un interés morboso, y se adelantó con movimientos pesados. Beauregard ya había sacado su tarjeta. El neonato vio las palabras «Club Diógenes» e hizo una curiosa danza con las manos y el rostro, a medio camino entre el saludo y la mueca. Luego se colocó delante de la puerta, ocultando a Beauregard de la vista como si fuera el vigilante de un ladrón de casas.
Beauregard se colocó en el lugar donde la chica había muerto y no sintió nada más que frío. Los médiums psíquicos tenían la reputación de poder seguir la pista de un hombre por los residuos ectoplásmicos invisibles, como un sabueso sigue un rastro. Los que habían ofrecido su ayuda a la Policía Metropolitana no habían conseguido resultados notables. El hueco donde Cuchillo de Plata había actuado era diminuto. El cuerpo de Lulú Schön, una mujer pequeña, tuvo que ser torcido y doblado para encajarlo allí. Unas áreas limpiadas en los ladrillos, tan sorprendentes en una pared ennegrecida por el hollín como si fuesen huesos blancos dejados al descubierto, indicaban de forma inconfundible dónde habían estado las manchas de sangre. Beauregard pensó que no iba a obtener nada más de esta visita macabra.
Dio las buenas noches al detective y fue a buscar un coche de alquiler. En Flower-Dean Street, una prostituta vampira le propuso hacerlo inmortal por un par de onzas de su sangre. El le dio una moneda de cobre y siguió su camino. ¿Durante cuánto tiempo tendría fuerzas para resistir? A sus treinta y cinco años, ya era consciente de que no era tan rápido como antes. Cuando hacía frío, sentía sus heridas. A los cincuenta, a los sesenta, ¿su resolución de permanecer cálido hasta la tumba no lo haría parecer ridículo o perverso? ¿O incluso pecaminoso? ¿Rechazar el vampirismo era el equivalente moral del suicidio? Su padre había muerto a los cincuenta y ocho años.
Los vampiros necesitaban a los cálidos para que los alimentaran y socorrieran, para que mantuvieran la ciudad funcionando durante el día. Ya había no muertos —aquí, en el East End, aunque no en los salones de Mayfair— que se morían de hambre como siempre habían muerto los pobres. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se estudiaran en serio las «medidas desesperadas» que sir Danvers Carew defendía en el parlamento? Carew proponía el encarcelamiento de más cálidos, no sólo los criminales sino también simples especimenes sanos, que servirían como ganado para los vampiros con linaje que fueran esenciales para el gobierno del país. Algunos rumores respecto a la Acequia del Diablo le helaban la sangre a Beauregard. La definición de criminalidad ya se había ampliado a demasiados hombres y mujeres buenos que simplemente no podían adaptarse al nuevo régimen.
Por fin, encontró un coche de caballos y ofreció al cochero dos florines por llevarlo de regreso a Cheyne Walk. El conductor se tocó el ala de la chistera con el látigo. Beauregard tomó asiento detrás de la portezuela. El coche de caballos, que tenía un interior forrado de rojo como los ataúdes afelpados que estaban de exposición en las tiendas de Oxford Street, era un medio de transporte demasiado lujoso para un barrio como éste. Se preguntó si habría llevado a un visitante distinguido en busca de aventuras amorosas. Las casas de todo el distrito disponían de servicios para todos los gustos. Mujeres y muchachos, cálidos y vampiros, estaban disponibles por unos cuantos chelines. Rameras como Polly Nichols y Lulú Schön podían conseguirse por unas pocas monedas de cobre o un chorrito de sangre. Era posible que el asesino no fuera originario del área, que fuese sólo otro currutaco que buscaba placeres muy peculiares. En Whitechapel se podía conseguir cualquier cosa, pagando por ella o robándola.
Sus obligaciones lo habían llevado a lugares peores. Había pasado varias semanas siendo un mendigo tuerto en Afganistán, espiando los movimientos de un enviado ruso sospechoso de estar soliviantando las tribus de las montañas. Durante la rebelión de los bóers, había negociado un tratado con el Amahagger, cuya idea de diversión nocturna era cocer en ollas las cabezas de los cautivos. Sin embargo, había recibido una sorpresa al regresar, tras una corta estancia en el extranjero al discreto servicio de su majestad, y encontrar a la propia Londres transformada en una ciudad más extraña, peligrosa y extravagante que ninguna de las que había visitado. Ya no era el corazón del imperio: era una esponja que absorbía la sangre del reino hasta que estallara.
Las ruedas del coche crujían sobre el pavimento y lo arrullaban como el suave romper de las olas bajo un barco. Beauregard pensó de nuevo en su posible sociedad secreta: tal vez la Orden Hermética de la Estaca, o los Amigos de Van Helsing. Por una parte, los crímenes eran diferentes de los asesinatos rituales, como las cinco pepitas de naranja enviadas por el Ku Klux Klan a un traidor, o el pescado frío dejado junto a un siciliano que hubiera desafiado a la Mafia. En este caso, la única firma era una especie de frenesí dirigido. Era la obra de un loco, no un insurrecto. No impediría a los demagogos callejeros, como los que habían interrumpido la encuesta judicial, reclamar esas patéticas amputaciones como victorias de los cálidos. No estaba fuera de la capacidad de muchas sociedades secretas el aprovecharse de un lunático, orientando sistemáticamente a un demente en una cierta dirección como si apuntasen un arma y la disparasen en las calles para que realizara su sangriento trabajo.
Podría haberse quedado dormido y despertarse con la llamada del cochero delante de la puerta de su casa, pero algo lo irritaba. Se había acostumbrado a fiarse de los sentimientos de irritación que de vez en cuando lo embargaban. En varias ocasiones le habían salvado la vida.
El coche de alquiler avanzaba por Commercial Road y se dirigía al este, no al oeste. Hacía Limehouse. Beauregard olisqueó los muelles. Decidió comprobar qué estaba ocurriendo. Era un desarrollo misterioso de los acontecimientos. Tenía la esperanza de que el cochero no quisiera simplemente matarlo para robarle.
Aflojó el pasador del puño de su bastón y extrajo unos pocos centímetros de acero brillante. La espada actuaría libremente si la necesitaba. No obstante, sólo era acero.
9 Un cuarteto cárpato
Antes de regresar al Hall, Geneviève entró en el bar situado frente al mercado de Spitalfields. Allí era conocida, al igual que en todas las cantinas del llamado Terrible Cuarto de Milla. Como había demostrado Angela Burdett-Coutts, no bastaba con quedarse sentado en el confortable salón de una iglesia, rodeado de pastillas de jabón y tratados edificantes, y esperar a que los caídos vinieran a ser instruidos. Un reformador tenía que estar familiarizado con los sumideros más viles de alcohol y depravación. Naturalmente, el Ten Bells en una noche entre semana de 1888 era como un salón de té de la Compañía de Pan Aireado junto a un burdel de Marsella en 1786, un palacio de San Petersburgo en los días de Catalina la Grande, o el chàteau de Gilles de Rais en 1437. Si sus infortunados amigos hubiesen podido ver a su señorita De en el pasado, cuando las vicisitudes de su larga vida la habían llevado a la desgracia, se habrían llevado una gran sorpresa. En ocasiones hubiera contemplado a Polly Nichols o Lulú Schön con los mismos ojos que una fregona miraría a una duquesa.
La atmósfera de Ten Bells estaba en ebullición; era densa por el humo de tabaco, la cerveza y la sangre derramada. Cuando cruzó el umbral, sus colmillos asomaron de las encías. Cerró la boca con fuerza y respiró por la nariz. Los animales atados tras la barra chillaban y forcejeaban con las tiras de cuero que los mantenían sujetos. Woodbridge, el tabernero, cuya barriga era como un tonel, agarró una cerda por la oreja y le hizo girar la cabeza: el grifo injertado en su cuello se llenó de sangre. Extrajo la sangre coagulada y giró la manilla, dejando que cayera el chorro en una jarra de cristal. Sacó la pinta y bromeó en su rico dialecto de Devon con un portero de mercado neonato. Geneviève conocía muy bien el sabor peleón de la sangre de cerdo. Podía mantener a raya la sed roja, pero jamás saciarla. Tragó saliva. Estas noches no tendría ninguna ocasión de establecer relaciones. Su trabajo la tenía ocupada tanto tiempo que sólo se alimentaba en raras ocasiones y mal. Aunque tenía la fuerza de los siglos, no podría obligarse a superar ciertos límites. Iba a necesitar un compañero voluntario y el sabor de la sangre en la boca.
Conocía a la mayoría de los clientes, al menos de vista. Rose Mylett, una prostituta cálida que Geneviève creía que era la madre de Lily, acababa de cortarse el dedo con un cortaplumas y dejaba caer gotas de sangre en diminutos vasos de ginebra que vendía por un penique. Georgie, el hijo de Woodbridge, un joven de cara aniñada que tenía el labio levemente hendido e iba ataviado con un delantal, corría entre las mesas recogiendo las jarras vacías y quitando los posavasos. Johnny Thain, un policía que había trabajado muchas horas extras desde que había visto lo que Cuchillo de Plata había hecho a Polly Nichols, estaba en un rincón con un par de detectives vestido con un abrigo de tweed sobre el uniforme. Los clientes no habituales se agrupaban en clases evidentes: trabajadores itinerantes que esperaban un cambio en el mercado, soldados y marineros en busca de una chica o dos, y neonatos sedientos de algo más que cerdo líquido.
Junto al bar, Cathy Eddowes sonreía de forma afectada a un hombre de gran volumen, le acariciaba la maraña de sus cabellos y oprimía su mejilla contra su robusto hombro. Se apartó de su cliente potencial y saludó a Geneviève con la mano. Tenía la mano envuelta con trapos y los dedos sobresalían rígidamente. Si hubieran estado así por más tiempo, se habría preocupado. Mick Ripper, un afilador famoso por ser el mejor ratero con tres dedos de Londres, se acercó al pretendiente de Cathy. Se puso lo bastante cerca para verle la cara al hombre y retrocedió con las manos metidas en los bolsillos.
—Buenas noches, señorita De —dijo Georgie—. Hoy tenemos mucho trajín.
—Ya lo veo —dijo ella—. Espero verte en el Hall en el nuevo ciclo de conferencias.
Georgie parecía dubitativo, pero sonrió.
—Si papá me deja salir alguna noche. Y si es seguro.
—El señor Druitt dará una clase por las mañanas el año próximo, Georgie. De matemáticas. Eres uno de nuestros jóvenes más prometedores. No olvides nunca tu potencial.
El chico tenía una aptitud especial para los números. Podía guardar en la cabeza al mismo tiempo los detalles y los totales de tres rondas distintas de bebidas variadas. Este talento, cultivado en las clases de Druitt, podría proporcionarle una buena posición. Georgie podía llegar más lejos que su padre y ser dueño en lugar de tabernero.
Geneviève se sentó sola en una mesa y no pidió ninguna bebida. Había entrado allí sólo para demorar su regreso al Hall. Tenía que presentar a Jack Seward un informe de la encuesta judicial y por ahora no quería pensar demasiado en los últimos momentos de la vida de Lulú Schön. Mientras un acordeonista musitaba la canción «El pajarito amarillo», algunos borrachos intentaban, con poco éxito, recordar todas las palabras en el orden correcto. Geneviève la tarareó para sí:
«Adiós, pajarito amarillo.
Prefiero soportar el frío, en un árbol sin hojas,
que estar prisionero en una jaula dorada.»
Un ruidoso grupo de recién llegados entraron con alboroto y trajeron consigo una ráfaga de helado aire nocturno. El ruido de la taberna descendió bruscamente por unos momentos y luego se redobló.
El pretendiente de Cathy apartó bruscamente a la neonata y se alejó de la barra. Ella se ajustó el chal en los hombros, salpicados por costras, y salió con titubeante dignidad. El hombre era Kostaki, el cárpato que había estado presente en la encuesta judicial. Los tres que habían entrado eran sus compañeros, hoscos ejemplos del tipo de bárbaros que Vlad Tepes había importado de su montañosa patria y había dejado sueltos en Londres. Geneviève reconoció a Ezzelin von Klatka, un austríaco de rostro gris con el cráneo pelado y una barba negra y espesa como el musgo. Tenía cierta reputación como domador de animales.
Kostaki y Von Klatka se abrazaron y sus corazas rechinaron mientras se saludaban en alemán, el idioma preferido por los Mittel Europaër mestizos que constituían la guardia cárpata. Kostaki hizo las presentaciones y Geneviève dedujo que los otros eran Martín Cuda, un neonato que todavía no había agotado su primer siglo de existencia, y el conde Vardalek, un húngaro afeminado y parecido a una serpiente que tenía el mando en el grupo.
Woodbridge ofreció a los guardias un sorbo del cerdo, y Von Klatka lo hizo callar de una mirada. Los hombres del príncipe consorte no eran partidarios de la sangre animal. El grupo tenía la actitud colectiva que Geneviève asociaba con los prusianos o los mongoles, la actitud universal de los oficiales de un ejército de ocupación. Los cárpatos caminaban envueltos por la nube de su propia arrogancia, y se mostraban altivos tanto con los neonatos como con los cálidos.
Von Klatka eligió una mesa en el centro de la sala y se quedó mirando al par de marineros que estaban sentados a su alrededor, hasta que éstos optaron por ir a la barra, dejando atrás a sus putas. El caballero expulsó a dos de las chicas, una neonata y una furcia cálida sin dientes, pero dejó que se quedase la tercera, una gitana muy dueña de sí misma que lucía con orgullo las cicatrices del cuello.
Los cárpatos tomaron sillas y se arrellanaron en ellas. Era evidente que se sentían a gusto. Eran hijos ilegítimos de Bismark y Jerónimo: todos lucían botas muy pulidas y llevaban espadas pesadas, pero sus uniformes estaban recargados de adornos recogidos a lo largo de los años. Von Klatka tenía alrededor del cuello un acollador dorado del que colgaban pedazos de carne reseca que ella dedujo que eran orejas humanas. El casco de Cuda estaba adornado con un pellejo de lobo; la cabeza cubría el penacho, los dientes rodeaban la visera y las cuencas de los ojos del animal estaban cerradas con hilo rojo. La piel, de pelambrera espesa, le pendía hasta el medio de la espalda y la cola colgaba casi hasta el suelo.
Vardalek era la figura más extraordinaria. Su chaqueta era una pieza hinchada de pliegues y volantes cubierta de diseños caleidoscópicos de lentejuelas. Tenía la cara maquillada para disimular las supuraciones de su piel. Unos círculos de colorete, como los de un mimo, le cubrían las mejillas y tenía un arco de Cupido escarlata pintado sobre unos labios constantemente distendidos por unos colmillos de cinco centímetros de longitud. Sus cabellos eran lisos y dorados, peinados trabajosamente en ondas y rizos, con dos coletas gemelas colgando de la nuca como colas de rata. Esta era la banda del conde, y Vardalek era escoltado por los otros en su ronda por los centros de carne humana. Vardalek era uno de esos vampiros que hacían muchos aspavientos sobre su proximidad al príncipe consorte y reclamaban una conexión dinástica además del obvio lazo del linaje sanguíneo. En una charla de un minuto y con el más ridículo de los pretextos, mencionaba a la persona real no menos de tres veces, siempre con prefacios supuestamente casuales como «como ya dije a Drácula...» o «como nuestro querido príncipe me comentó la otra noche...».
El húngaro escrutó la sala y estalló en una risotada aguda; se tapó la boca con una mano fina y de uñas verdes que sobresalía de una explosión de encaje en el puño del jubón. Susurró algo a Von Klatka, que sonrió ferozmente e hizo una seña a Woodbridge.
—Ese chico —dijo Von Klatka en un inglés defectuoso, señalando a Georgie con su garra—. ¿Cuánto por ese chico?
El tabernero murmuró que Georgie no estaba en venta.
—Tonto, no entiendes —insistió Von Klatka—. ¿Cuánto?
—Es mi hijo —protestó Woodbridge.
—Entonces deberías sentirte honrado —chilló Vardalek—. Que tu rollizo mocoso excite el interés de caballeros elegantes.
—Es el conde Vardalek —explicó Cuda, a quien Geneviève había clasificado como el pelota llorón del grupo—. Es íntimo del príncipe consorte.
Sólo Kostaki permanecía en silencio, con ojos siempre vigilantes. Para entonces, todo el mundo había dejado de hablar y estaban observando lo que acontecía. Geneviève lamentó que Thain y los detectives se hubieran ido, pero era poco probable que estos ogros se sintieran inferiores a unos simples policías.
—Un muchacho tan guapo... —dijo Vardalek, e intentó obligar al chico a que se sentara en su regazo.
Georgie estaba paralizado de terror y el antiguo le tenía la muñeca agarrada con fuerza. Una lengua roja y larga surgió bruscamente de su boca de arco de Cupido y lamió la mejilla del chico.
Von Klatka sacó una cartera tan rellena como un pastel de carne y arrojó una nube de billetes a la cara de Woodbridge. Las sonrosadas mejillas del tabernero se tornaron grises y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No creo que querráis molestar a este chico —dijo Cathy Eddowes, escurriéndose entre Von Klatka y Cuda y deslizando los brazos alrededor de sus cinturas—. Unos caballeros como vosotros preferís una mujer de verdad, una mujer «bien dotada».
Von Klatka apartó a Cathy de un empujón, y la mujer cayó al suelo enlosado. Cuda dio una palmada en el hombro a su compañero. Von Klatka miró a Cuda de forma amenazadora, y el vampiro más joven se echó atrás, con el rostro como un triángulo blanco lleno de sorpresa.
Vardalek seguía haciendo mimos a Georgie y susurrando piropos magiares que el muchacho de Devonshire difícilmente podía apreciar. Cathy gateó hasta la barra y se incorporó. En su rostro habían aparecido pústulas y un líquido gelatinoso manaba de uno de sus ojos.
—Excelencias, por favor... —empezó a decir Woodbridge.
Cuda se levantó y apoyó las manos en el tabernero. El cárpato era unos treinta centímetros más bajo que este cálido obeso, pero el fuego rojo que ardía en sus ojos dejaba claro que podía partir en dos a Woodbridge y lamer los pedazos.
—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó Vardalek.
—G... G... Georgie...
—¡Aja! ¿Cuál es tu rima? ¿«Georgie-Porgie, postre y pastel»?
Geneviève tenía que intervenir. Con un suspiro, se incorporó.
—Postre y pastel serás —ronroneó Vardalek, y sus dientes arañaron el gordezuelo cuello de Georgie.
—Caballeros, les ruego que permitan a estas personas seguir trabajando sin molestias —dijo ella.
Los cárpatos, perplejos, quedaron en silencio. Vardalek la miró boquiabierto y ella vio que todos sus dientes, menos los colmillos, eran ruinas de color verde.
—Atrás, neonata —le espetó Cuda con desprecio—. Si sabes lo que te conviene.
—No es ninguna neonata —musitó Kostaki. —¿Quién es esa personita impertinente? —preguntó Vardalek. Estaba lamiendo las lágrimas que corrían por las mejillas de Georgia—. ¿Y por qué sigue no muerta segundos después de haberme insultado?
Cuda dejó a Woodbridge y se abalanzó sobre ella. Ella, veloz como un zoótropo acelerado, se echó bruscamente a un lado y le hundió el codo en las costillas cuando él pasó a su lado, con lo que lo lanzó al otro lado del salón. El casco con la piel de lobo se le cayó y alguien, de forma sólo parcialmente accidental, volcó en él un cuenco de gachas. —Soy Geneviève Sandrine de l'Isle Dieudonné —declaró ella—, del linaje puro de Chandagnac.
Kostaki, por lo menos, estaba impresionado. Se irguió en su asiento, como si prestara atención, con sus ojos inyectados en sangre muy abiertos. Von Klatka notó el cambio de actitud de su compañero y, sin moverse del sitio, también se retiró del enfrentamiento. Geneviève había visto una actitud similar unos años atrás en una partida de poker en Arizona, cuando un dentista acusado de hacer trampas mencionó a los tres fornidos ganaderos que echaban mano torpemente a sus cartucheras que él se llamaba Holiday. Dos de los ganaderos mostraron exactamente las mismas expresiones que Von Klatka y Kostaki. Ella no estuvo presente en Tombstone para el funeral del tercero.
En la lucha sólo quedó el conde Vardalek.
—Suelta al chico —dijo ella—, ¡neonato!
Los ojos del húngaro chispearon de furia. Apartó a Georgie de un empujón y se levantó. Era más alto que ella y casi tan viejo. Sus brazos tenían una fuerza terrible. Sus uñas se convirtieron en puntas de daga, y la laca que las cubría brillaba como mantequilla sobre una plancha. Salvó la distancia que los separaba en un parpadeo de serpiente. Era rápido, pero pertenecía al corrupto linaje de Vlad Tepes. Geneviève lanzó las manos hacia adelante y le inmovilizó las muñecas cuando sus dedos como puñales estaban a escasos centímetros de sus ojos.
Vardalek gruñó. La espuma de su boca absorbió los polvos que le cubrían la barbilla y goteó sobre los volantes bulbosos que lucía alrededor del cuello. Su aliento era hediondo, denso como el de una tumba. Sus músculos, duros como piedras, se revolvían como pitones entre las manos de Geneviève, pero ella mantuvo firme la presa. Poco a poco, lo obligó a apartar las manos de su rostro y le levantó los brazos como si pusiera las manecillas de un enorme reloj a las dos menos diez.
En un magiar gutural, Vardalek afirmó que Geneviève tenía relaciones carnales habituales con ovejas. Que la leche de sus pechos envenenaría a las gatas que solían mamar de ellos. Que siete generaciones de escarabajos peloteros estaban reunidos en la pelambrera de su despreciable feminidad. Ella dio un beso al aire y apretó más hasta que oyó crujir sus huesos, y hundió las afiladas uñas de sus pulgares en las muñecas del húngaro hasta seccionarle las finas venas. El pánico creció en los húmedos ojos del vampiro.
En voz baja, para que sólo él pudiese oírla, Geneviève le informó en su propia lengua que, en su opinión, sus antepasados solamente habían conocido el amor de las cabras montesas, y aseveró con firmeza la posibilidad de que su órgano reproductor fuese tan fláccido como un bulbo de la peste recién reventado. Le preguntó qué utilizaba el Diablo como trasero, ya que Vardalek usaba la parte más delicada de la anatomía demoníaca como cara.
—Suéltalo —dijo Von Klatka, sin autoridad.
—Desgarra su podrido corazón —dijo alguien que padecía un ataque de valor, ahora que otra persona estaba haciendo frente al húngaro.
Geneviève empujó hacia atrás y abajo hasta que las rodillas de Vardalek cedieron. El vampiro se desplomó y sus fuerzas flaquearon, pero ella no aflojó la presa. Lo obligó a arrodillarse y él gimió, mirándola con expresión casi implorante. Geneviève notó el impacto de aire seco en sus caninos y comprendió que los músculos de su rostro estaban distendidos como una máscara bestial.
Vardalek inclinó la cabeza hacia atrás, y las comisuras de sus ojos se mancharon de sangre. Se le cayó el casco dorado, dejando al descubierto el cráneo de color rojo intenso que ocultaba con una peluca. Geneviève soltó al antiguo, quien cayó al suelo. Kostaki y Von Klatka lo ayudaron a incorporarse, y Kostaki le colocó de nuevo la peluca con un gesto casi tierno. Cuda también estaba de pie y había desenvainado la espada. La hoja reflejó la luz: plata mezclada con el hierro. Kostaki, enojado, le ordenó que guardase el arma.
Woodbridge había abierto la puerta y estaba listo para invitarlos a salir. Georgie se fue corriendo para limpiarse la cara de la saliva de Vardalek. Geneviève sintió que su rostro recobraba su habitual aspecto plácido y bello y se quedó quieta, en actitud pacífica. Las conversaciones se reanudaron y el acordeonista, cuyo repertorio era muy reducido, empezó a tocar «Ella era sólo un pájaro en una jaula dorada».
Von Klatka llevó hasta la calle a Vardalek y Cuda los siguió con el rabo entre las piernas. Kostaki se quedó para examinar los destrozos. Miró hacia donde Von Klatka había arrojado los billetes y soltó un bufido, al tiempo que esbozaba una sonrisa. El dinero había desaparecido tan deprisa como cerveza derramada bajo una esponja. La muchacha gitana, evidentemente, no estaba donde habían estado los billetes. El blanco rostro del miembro de la guardia se resquebrajó por las arrugas cuando cambió de expresión, pero las grietas se cerraron de forma instantánea.
—Dama antigua —dijo Kostaki, saludándola antes de irse—, mis respetos.
10 Arañas en sus redes
Beauregard estaba en Limehouse, en algún punto próximo a la dársena. De acuerdo con su experiencia, este distrito se tenía bien merecida su pésima fama. Se habían encontrado más cadáveres anónimos en sus marismas en una noche normal que los que Cuchillo de Plata podría despachar en tres meses. Entre muchos crujidos, sacudidas y balanceos, el coche de caballos maniobró a través de un arco y se detuvo en seco. El cochero debía de haber tenido que doblarse para pasar bajo el arco.
Beauregard asió con fuerza el puño de su bastón-espada. Se abrió la portezuela, y unos ojos rojos brillaron en la oscuridad.
—Lamento las molestias, Beauregard —ronroneó una voz sedosa, masculina pero no totalmente varonil—. No obstante, confío en que lo comprenderá. El suelo está pegajoso...
El joven salió del coche y se encontró en un patio que daba a uno de los callejones próximos a los muelles. La niebla era fina y pendía como una fronda submarina de gasa amarilla. Había gente por doquier. El que había hablado era inglés, un vampiro ataviado con un abrigo de calidad y un sombrero flexible, cuyo rostro se mantenía en las sombras. Su postura, de una languidez estudiada, sugería un atleta en reposo; Beauregard no sintió ganas de pelearse con él. Los otros eran chinos, con coleta y encorvados, y las manos ocultas dentro de las mangas. La mayoría eran cálidos, pero un tipo descomunal que estaba junto a la portezuela era un neonato e iba desnudo hasta la cintura para enseñar sus tatuajes de dragones y una indiferencia al frío de otoño muy propia de los no muertos.
Cuando el inglés dio unos pasos adelante, el claro de luna iluminó el juvenil rostro del hombre. Tenía unas pestañas bonitas, como las de una mujer. Beauregard lo reconoció.
—Te vi conseguir seis seises de seis bolas en el 85 —dijo—. En Madrás. Caballeros y jugadores.
El deportista se encogió de hombros con modestia.
—Siempre digo que uno juega según le llega la jugada.
Había oído el nombre de aquel neonato en la Sala de la Estrella, provisionalmente vinculado con unos robos de joyas osados aunque un tanto cómicos. Supuso que la implicación del deportista con aquel obvio secuestro confirmaba que era realmente el autor de aquellos delitos. Creía que incluso un caballero debía tener una profesión, y siempre apoyaba a los jugadores frente a los caballeros.
—Por aquí —dijo el ladrón aficionado, señalando un muro de piedra húmeda. El chino neonato oprimió un ladrillo y una sección de la pared se alzó, dejando un hueco semejante a una escotilla.
—Agáchese o se chafará el coco. Estos jodidos chinos son bajitos.
Beauregard siguió al neonato, que podía ver en la oscuridad mejor que él, y a su vez lo siguieron los demás componentes del grupo. Cuando el vampiro se agachó, los dragones que llevaba tatuados en los omóplatos rugieron y agitaron las alas en silencio. Continuaron su camino por un pasadizo que descendía, y Beauregard comprendió que estaban por debajo del nivel de la calle. Las superficies estaban húmedas y brillaban, y el aire era frío e insano, por lo que supuso que debían de estar cerca del río. Cuando pasaron junto a un vertedor del que se oía gotear agua, Beauregard recordó los cadáveres anónimos e imaginó que este lugar debía de ser el origen de más de uno de ellos. El pasadizo se ensanchó, y dedujo que esta parte del laberinto tenía varios siglos de historia.
Objets d'art, la mayoría de indudable antigüedad y aspecto oriental, estaban colocados en cruces significativos. Tras muchas vueltas, descensos y puertas, sus raptores estaban ya seguros de que él jamás podría encontrar el camino a la superficie sin ir escoltado. Beauregard se sintió encantado de que lo subestimaran.
Algo chilló detrás de una pared, y el inglés retrocedió. No pudo identificar aquel estrépito animal. El neonato se giró hacia el ruido y tiró de la cabeza de una oruga de jade. Una puerta se abrió, y Beauregard fue introducido en una sala de estar escasamente iluminada pero ricamente amueblada. No tenía ventanas; sólo biombos al estilo chino. El mueble central era un escritorio grande tras el cual estaba sentado un anciano chino. Con sus uñas, largas y duras como cuchillas, repiqueteaba sobre el secafirmas. Había otros hombres sentados en unos cómodos sillones dispuestos en un semicírculo alrededor del escritorio. La cosa invisible que chillaba calló.
Un hombre volvió la cabeza; la roja colilla de un cigarro hacía de su rostro una máscara del Diablo. Era un vampiro, pero el chino no.
—Señor Beauregard —empezó el oriental—, es usted muy amable al unirse a unos individuos indignos y despreciables como nosotros.
—Han sido ustedes muy amables por invitarme.
El chino dio una palmada e hizo un gesto con la cabeza a un criado de rostro frío, un birmano.
—Recoge el sombrero, el abrigo y el bastón de nuestro visitante.
Beauregard se vio despojado de aquel peso. Cuando el birmano estuvo lo bastante cerca, Beauregard observó su peculiar pendiente y el tatuaje ritual que le rodeaba el cuello.
—¿Un dacoit? -inquirió.
—Es usted muy observador —afirmó el chino.
—Tengo cierta experiencia del mundo de las sociedades secretas.
—Efectivamente la tiene, señor Beauregard. Nuestros caminos se han cruzado tres veces: en Egipto, en Cachemira y en Shanghai. Usted me ha causado algunos contratiempos.
Beauregard supo con quién estaba hablando e hizo un esfuerzo por sonreír. Comprendió que podía considerarse hombre muerto.
—Le pido disculpas, doctor.
El chino se inclinó hacia adelante. Su rostro se asomó a la luz mientras sus uñas seguían repicando. Tenía las cejas de Shakespeare y una sonrisa que a Beauregard le hizo pensar en un Satanás presumido.
—No tiene importancia —respondió, desdeñando las disculpas—. Fueron asuntos triviales, de ninguna importancia extraordinaria. En este caso no persigo ningún interés personal.
Beauregard trató de no delatar su alivio. Fuera lo que fuese, aquel mandarín criminal era famoso por ser un hombre de palabra. Era la persona que llamaban «doctor Diablo» o «Señor de las Muertes Extrañas». Formaba parte del Consejo de los Siete, el cuerpo que gobernaba el Si-Fan, un tong cuya influencia se extendía a todos los rincones de la Tierra. Mycroft calificaba a este oriental como uno de los tres hombres más peligrosos del mundo.
—Aunque, si esta reunión se celebrase en el Lejano Oriente —añadió el chino—, me imagino que su orden del día no sería tan agradable para usted ni, debo confesarlo, para mí. ¿Me comprende?
Beauregard le comprendía muy bien. Se habían reunido en el transcurso de una tregua, pero ésta finalizaría en cuanto el club Diógenes volviera a pedirle que trabajase contra el Si-Fan.
—Esos asuntos no nos interesan en estos momentos.
El ladrón aficionado encendió la luz de gas, y los rostros se iluminaron. La cosa chillona volvió a gritar, pero una suave mirada del doctor Diablo la hizo callar. En un rincón había una jaula dorada grande, construida como para albergar un loro de un metro ochenta de envergadura. Contenía un mono de cola larga. El animal enseñó sus amarillos dientes, que sobresalían de unas encías de color rosado brillante y que ocupaban dos tercios de su cara. El chino era famoso por sus extraños gustos en cuestión de mascotas, como Beauregard tenía razones para recordar siempre que utilizaba su cepillo de botas de piel de serpiente.
—Negocios... —dijo resoplando un vampiro con aspecto de militar—. Tiempo es dinero, recuerde...
—Mil perdones, coronel Moran. En Oriente, las cosas son diferentes. Aquí debemos acatar su estilo de vida occidental: prisas y alboroto, rapidez e industria.
El fumador de cigarros se levantó, irguiendo una figura alargada de la que colgaba una levita con los bolsillos marcados de tiza. El coronel asintió por cortesía, se arrellanó en el asiento y bajó la mirada. El fumador movió la cabeza de un lado a otro como un lagarto; los colmillos asomaban sobre su labio inferior.
—Mi socio es un hombre de negocios —explicó entre chupadas de cigarro—; nuestro amigo jugador de críquet es un aficionado; Griffin es un científico; el capitán Macheath (quien, por cierto, ruega que lo excusemos) es un soldado; Sikes continúa el negocio familiar, y yo soy matemático. Pero usted, mi querido doctor, es un artista.
—El profesor me halaga.
Beauregard también había oído hablar del profesor. El hermano de Mycroft, el detective privado, tenía una especie de manía contra él. Bien podría ser el peor inglés que aún no pendía de una horca.
—Teniendo en una sola habitación a dos de los tres hombres más peligrosos del mundo —observó—, debo preguntarme dónde podría estar el tercero.
—Veo que nuestros nombres y cargos no son desconocidos para usted, señor Beauregard —dijo el chino—. El doctor Nikola no ha podido acudir a nuestra pequeña reunión. Creo que podría estar investigando unos barcos hundidos en las costas de Tasmania. Ya no nos importa. Ahora tiene sus propios intereses.
Beauregard miró a los demás asistentes a la reunión, los que todavía no había examinado. Griffin, mencionado por el profesor, era un albino que parecía fundirse con el fondo. Sikes era un hombre con cara de cerdo, cálido, bajo, corpulento y brutal. Lucía una chillona chaqueta de rayas y llevaba los cabellos untados en grasa barata; parecía fuera de lugar en una reunión tan distinguida. Estando a solas, era la viva imagen de un criminal.
—Profesor, si no le importa explicar a nuestro honorable invitado...
—Gracias, doctor —contestó el hombre, llamado a veces «el Napoleón del crimen»—. Señor Beauregard, como ya sabe, ninguno de nosotros (y lo incluyo también a usted) tiene lo que podríamos llamar una causa común. Perseguimos nuestros propios beneficios. Cuando éstos se entrecruzan... en fin, suele ser una desgracia. Últimamente se han producido algunos cambios pero, sean cuales sean las metamorfosis físicas que podemos experimentar, nuestra misión sigue siendo esencialmente la misma. Somos, como hemos sido siempre, una comunidad que se mantiene en la sombra. Hasta cierto punto, hemos alcanzado una cierta posición. Confrontamos nuestros ingenios, pero, cuando sale el sol, no seguimos adelante. Solos nos va bastante bien. Me duele mucho tener que decir esto, pero parece que los límites ya no se están respetando...
—Ha habido redadas policiales por todo el East End —dijo Sikes, interrumpiéndolo—. El gilipuertas de Charlie Warren ha lanzado otra jodida carga de la caballería. Años de puñetero trabajo se han ido a la mierda en una sola noche. Casas destruidas, juego, opio, chicas: nada es sagrado. Hemos comprado y pagado por nuestro negocio y esos mamones nos dieron por el saco en cuanto tuvieron su parte.
—No tengo ninguna relación con la policía —afirmó Beauregard.
—No nos tome por tontos —replicó el profesor—. Como todos los agentes del club Diógenes, no ostenta ningún cargo oficial. Pero lo oficial y lo real son cosas distintas.
—Esta persecución de nuestros intereses continuará —añadió el doctor— mientras el caballero conocido como Cuchillo de Plata siga en libertad.
Beauregard asintió.
—Supongo que sí. Siempre existe la posibilidad de que el criminal sea atrapado en una de las redadas.
—No es de los nuestros —resopló el coronel Moran.
—Es un chiflado, eso es lo que es. Escuche, nosotros no somos unos remilgados, no sé si me entiende, pero ese tipo está yendo demasiado lejos. Si una puta se pone pesada, se le marca la cara, no se le corta el cuello.
—Por lo que sé, nunca se ha sugerido que ninguno de ustedes esté implicado en los asesinatos.
—Ésa no es la cuestión, señor Beauregard —continuó el profesor—. Nuestro imperio en la sombra es una tela de araña. Se extiende por todo el mundo pero se concentra aquí, en esta ciudad. Fuerte, compleja, y sorprendentemente delicada. Si se cortan los hilos suficientes, caerá. Y se están cortando hilos a izquierda y derecha. Todos hemos sufrido desde que Mary Ann Nichols fue asesinada, y las molestias se redoblarán con cada nueva atrocidad. Cada vez que ese asesino ataca, también nos apuñala a nosotros.
—Mis putas no quieren salir a las calles con ese tipo suelto. Me está dejando sin blanca. Estoy realmente en las últimas.
—Estoy seguro de que la policía lo atrapará. Hay una recompensa de cincuenta libras para quien dé información.
—Y nosotros hemos puesto una recompensa de mil guineas, pero sin resultados.
—Olvide lo que dicen de nosotros de que somos hermanos en la necesidad. Si cazamos a Cuchillo de Plata, la palmará antes que un pavo en la cocina de un jodido carpanta.
—¿Cómo ha dicho?
—Señor Beauregard —dijo el doctor—, lo que nuestro socio intenta sugerir es que podríamos sumar nuestros humildes esfuerzos a los de su admirable policía. Nos comprometemos a que cualquier información confidencial que llegue hasta nosotros (como llegan tantas informaciones) le será comunicada de inmediato. A cambio, pedimos que su interés personal en este caso, que sabemos que el club Diógenes le ha pedido que invierta, se lleve a cabo con el máximo vigor.
Intentó no demostrarlo, pero estaba profundamente asombrado de que el Señor de las Muertes Extrañas tuviera datos sobre los entresijos del trabajo de la junta de gobierno. Y, sin embargo, era evidente que el chino conocía al detalle el informe que había recibido hacía escasamente dos días. El informe en el que se suponía que no se volvería a saber nada del Si-Fan en varios años.
—Ese granuja lo va a echar todo a perder —dijo el ladrón aficionado—. Sería mejor que dejara los trastos y volviera al jodido vestuario.
—Hemos ofrecido mil guineas por información —aclaró el coronel— y dos mil por su puñetera cabeza.
—A diferencia de la policía, no tenemos ningún problema con los individuos mendaces que vienen a ofrecernos información falsa con la esperanza de sonsacarnos la recompensa. Tales individuos no sobreviven por mucho tiempo en la telaraña de nuestro mundo. ¿Estamos de acuerdo, señor Beauregard?
—Sí, profesor.
El neonato mostró una fina sonrisa. Un asesino significaba muy poco para estos hombres, pero unos crímenes no controlados eran una molestia que no estaban dispuestos a tolerar.
—¿Y cuando sea detenido el asesino de Whitechapel?
—Entonces los negocios volverán a la normalidad —dijo el coronel Moran.
El doctor asintió con gesto de sabio y Sikes prorrumpió:
—¡Cojonudo, amigo!
—En cuanto haya concluido nuestro acuerdo —anunció el chino—, volveremos a nuestras posiciones anteriores. Y le aconsejo que forme una familia con la señorita Churchward y deje los asuntos de mis compatriotas en otras manos. Usted no ha tenido suerte con las mujeres y se merece disfrutar de sus escasos años de vida.
Beauregard contuvo su ira. La amenaza a Penélope había rebasado los límites de lo aceptable.
—Por mi parte —dijo el profesor, con los ojos brillantes— espero retirarme y entregar la dirección de mi organización al coronel Moran. Ahora tengo la oportunidad de vivir durante siglos, lo que me dará el tiempo que necesito para refinar mi modelo del universo. Tengo la intención de emprender un viaje a las matemáticas puras, un viaje que me llevará más allá de las burdas geometrías del espacio.
El doctor sonrió, entornó los ojos y se atusó su fino bigote. Sólo él parecía valorar los grandiosos planes del profesor. Los demás componentes del círculo lo miraron como si hubiesen comido huevos podridos, mientras que los ojos del profesor brillaban ante la idea de una infinidad de teoremas expandiéndose hasta ocupar todo el espacio.
—Piénselo —dijo el profesor—, un teorema que lo abarque todo.
—Un coche de alquiler lo conducirá a Cheyne Walk —explicó el oriental—. Esta reunión ha terminado. Sirva a nuestros propósitos y será recompensado. Fállenos y las consecuencias serán... menos agradables.
Con un ademán, Beauregard fue despedido.
—Recuerdos a la señorita Churchward —dijo Moran con una expresión nauseabunda. Beauregard creyó percibir una mueca de desagrado en el rostro del chino, famoso por ser inescrutable.
Mientras el deportista lo conducía de regreso por los pasadizos, Beauregard se preguntaba con cuántos demonios más tendría que aliarse para cumplir con su deber. Resistió el ansia de demostrar su valía acelerando el paso y dirigiendo a su guía hasta la entrada. Tal vez dejara perplejo a este gorila, pero posiblemente era mejor seguir siendo subestimado por aquel círculo.
Cuando llegaron a la superficie, estaba a punto de amanecer. Los primeros trazos azules y grises reptaban hacia el cielo desde el este, y las gaviotas atraídas por el Támesis graznaban buscando su desayuno.
El coche de caballos estaba en el patio, con el cochero apoyado en la cabina, envuelto en mantas negras. El sombrero, el abrigo y el bastón aguardaban a Beauregard en el interior.
—¡Que le vaya bien! —exclamó el jugador de críquet, con los ojos rojos brillantes—. Nos veremos en Lord's.
11 Asuntos sin importancia
¿Por qué tan callada, Penny?
—¿Qué? —exclamó ella, arrancada de su enojado ensueño por sorpresa. Por unos momentos, el ruido de la recepción fue insoportable y pareció resolverse en un murmullo de charla de fondo.
Con falsa indignación, Art replicó:
—Penélope, creo que estabas soñando. He estado malgastando mi escaso ingenio contigo durante varios minutos, pero tú no te has enterado de una sola palabra. Cuando intento hacerte reír, murmuras «¡Oh, cuánta razón tienes!» con un fuerte suspiro, y cuando me dedico a añadir un matiz sombrío, para obtener tu comprensión, te ríes educadamente detrás del abanico.
La presentación en sociedad se había estropeado. Debía haber sido su primera aparición pública con Charles, su primer acto público como prometida. Lo había planeado durante semanas, seleccionando exactamente el vestido perfecto, el corsé correcto, el acto apropiado, la compañía adecuada. Gracias a los misteriosos jefes de Charles, era un desastre. Estuvo de mal humor toda la noche, tratando de no recaer en su antiguo hábito de arrugar la frente. Su institutriz, madame de la Rougierre, solía advertirle que, si el viento cambiaba, su rostro se volvería en esa dirección; ahora, si se examinaba en el vaso en busca de simplemente el rastro de una arruga, sabía que aquella vieja bruja no estaba equivocada.
—Tienes razón, Art —admitió, sofocando la furia interior que siempre surgía en ella cuando las cosas no iban exactamente bien—. Estaba ausente.
—Eso no dice mucho en favor de mis poderes de fascinación vampírica.
Cuando él intentaba parecer burlonamente ofendido, las puntas de sus colmillos sobresalían como granos de arroz pegados a su labio inferior.
En el otro lado del restaurante del hotel, Florence estaba conversando con un caballero un poco achispado que Penélope había oído decir que era el crítico del Telegraph. Se suponía que Florence era la cabecilla de esta diminuta expedición en territorio hostil —sus simpatías iban naturalmente hacia el Lyceum, y éste era el Criterion—, pero había abandonado a sus seguidores a la compañía de los demás. Era típico de Florence. Era caprichosa e, incluso a la avanzada edad de treinta años, una coqueta. No era de extrañar que su marido desapareciera. Como Charles había desaparecido esta noche.
—¿Estabas pensando en Charles?
Ella asintió y se preguntó si había algo de cierto en las historias sobre la capacidad de los vampiros de leer los pensamientos. Admitió que sus ideas debían de estar escritas en letras grandes. Se concentraría en mantener la frente lisa o terminaría como la pobre Kate, con sólo veintidós años y una cara ya deformada de tanto reír y gritar.
—Incluso cuando os tengo a todos para mí una noche, Charles está entre nosotros. Maldito tipo.
Charles, que debería haber asistido a la fiesta de estreno, había enviado a su criado con un mensaje en el que se excusaba y confiaba esta noche a Penélope al cuidado de Florence. Había salido a realizar un asunto del gobierno del que ella no debía preocuparse. Era muy humillante. Tras la boda, a menos que ella subestimase sus propios poderes de persuasión, la situación en la familia Beauregard cambiaría mucho.
Su corsé estaba tan apretado que apenas podía respirar y su décolletage era tan pronunciado que era insensato exponer al frío tanta extensión de piel entre su barbilla y sus senos. Y no podía hacer con el abanico nada más que agitarlo, porque no se podía arriesgar a dejarlo sobre una silla y que algún imbécil se sentara encima.
El plan original decía que Art debía acompañar a Florence, pero estaba tan abandonado por ella como Penélope lo estaba por su prometido. Evidentemente, se sintió obligado a hacerle compañía como un apasionado admirador. En dos ocasiones se habían aproximado unos conocidos para felicitarla y señalaron a Art con un embarazoso «¿es éste el afortunado caballero?». Lord Godalming se lo estaba tomando con un buen humor notable.
—No pretendía criticar a Charles, Penny. Te pido disculpas.
Desde el anuncio, Art había estado muy solícito. Una vez él también había estado prometido a una chica que Penélope recordaba muy bien, pero algo horrible había sucedido. Art era fácil de entender, especialmente comparado con Charles. Su prometido siempre hacía una pausa antes de dirigirse a ella por el nombre. Jamás la había llamado Pamela, pero ambos temían aquel momento espantoso pero inevitable. Ella había permanecido toda la vida ensombrecida por la brillantez de su prima, helándose cada vez que alguien la comparaba en silencio con Pam, consciente de que siempre debían de juzgarla como la menor de las señoritas Churchward. Pero ella estaba viva, y Pam no. Ahora era mayor que Pamela cuando les fue arrebatada.
—Puedes estar segura de que los asuntos que tienen ocupado a Charles son de la máxima importancia. Tal vez su nombre nunca aparezca en las listas, pero es bien conocido en Whitehall, aunque sólo para los mejores entre los mejores, y altamente valorado.
—Seguramente tú, Art, también eres importante...
Art se encogió de hombros, y sus rizos se agitaron.
—Sólo soy un chico de los recados con un título y buenas maneras.
—Pero el primer ministro...
—Este mes soy la mascota de Ruthven, pero eso significa poca cosa.
Florence regresó con un veredicto oficial sobre la obra. Se llamaba La salida de Clarimonde, del famoso autor de El rey de plata y Santos y pecadores, Henry A. Jones.
—El señor Sala dice «hay una grieta en las nubes, una veta de azul en los dramáticos cielos, y parece como si estuviésemos casi en el final de lo desgarbado».
La obra había sido una muestra de la «farsa estrepitosa» por la que era conocido el Criterion. La protagonista femenina, una neonata, tenía un largo pasado y su supuesto padre, quien en realidad era su marido, un cínico consejero real, otorgaba al actor-director Charles Wyndham la oportunidad de demostrar sus aptitudes para el aforismo. Frecuentes cambios de vestuario y escenografía llevaban a los personajes de Londres a la campiña, a Italia y a un castillo encantado, y de vuelta otra vez. Cuando caía el telón, los amantes se reconciliaban, los canallas estaban destrozados, las fortunas se habían heredado justamente y los secretos expuestos sin causar perjuicios. Escasamente una hora después del último acto, Penélope podía describir con precisión hasta el detalle más nimio de los vestidos de la heroína, pero no recordaba el nombre de la actriz que interpretaba el papel.
—Penny, querida —dijo una voz débil y rasposa—. Florence y lord Godalming. Un saludo, me alegro de encontraros.
Era Kate Reed, ataviada con un vestidito triste y siguiendo a un neonato de gran papada que Penélope sabía que era su tío Diarmid. Era un antiguo integrante de la Agencia Central de Noticias y patrocinaba la supuesta carrera de la pobre chica en el periodismo barato. Tenía la reputación de ser el más mugriento entre los mugrientos de la calle más mugrienta de Londres. Todos excepto Penélope lo encontraban divertido y por eso era tolerado por la mayoría.
Art perdió el tiempo besando la nudosa mano de Kate, y ella enrojeció como una remolacha. Diarmid Reed saludó a Florence con un eructo de cerveza y le preguntó por su salud, lo cual nunca era una táctica sensata en el caso de la señora Stoker, que estaba especialmente capacitada para describir enfermedades con todo lujo de detalles. Por suerte, ella tomó otro hilo de conversación y preguntó por qué el señor Reed no acudía últimamente a las veladas.
—Lo echamos mucho de menos en Cheyne Walk, señor Reed. Siempre tiene hermosas historias que contar sobre los altibajos de la vida.
—Me temo que he estado experimentando los bajos, señora Stoker. Estos asesinatos de Cuchillo de Plata en Whitechapel.
—Un asunto terrible —prorrumpió Art.
—Desde luego. Pero condenadamente bueno para la circulación de periódicos. El Star y el Gazette y los demás sabuesos están en ello hasta el final. La Agencia no puede seguir alimentándolos. Lo cogen casi todo.
A Penélope no le importaba hablar de asesinatos y vilezas. No leía los periódicos, aunque en realidad no leía nada más que libros de instrucción.
—Señorita Churchward —se dirigió a ella el señor Reed—, tengo entendido que hoy hay que felicitarla.
Ella le sonrió de tal manera que no aparecieron arrugas en su cara.
—¿Dónde está Charles? —preguntó Kate, metiendo la pata como era habitual en ella. Penélope pensó que a algunas muchachas había que pegarles regularmente, como a las alfombras.
—Charles nos ha abandonado —repuso Art—. De una manera muy poco razonable, en mi opinión.
Penélope ardía interiormente, pero esperaba que esto no asomara a su rostro.
—Charles Beauregard, ¿eh? —dijo el señor Reed—. Tengo entendido que es un hombre excelente. ¿Saben?, juraría haberlo visto en Whitechapel la otra noche. Con algunos de los detectives del caso de Cuchillo de Plata.
—Es altamente improbable —replicó Penélope. Ella no había estado nunca en Whitechapel, un distrito donde la gente solía morir asesinada—. No puedo imaginar qué llevaría a Charles a un barrio semejante.
—No lo sé —terció Art—. El club Diógenes tiene intereses peculiares en toda clase de zonas exóticas.
Penélope deseó que Art no hubiese mencionado esta institución. El señor Reed aguzó los oídos y estaba a punto de confundir aún más a Art cuando todos fueron salvados de una situación embarazosa por otra llegada.
—Miren —chilló Florence, encantada— quién ha vuelto a castigarnos con su incorregible carácter: es Oscar.
Un neonato corpulento, con una espesa cabellera ondulada y aspecto gordezuelo, se acercaba con pachorra. Llevaba un clavel verde en la solapa y las manos, metidas en el bolsillo, abultaban en sus pantalones a rayas.
—Buenas noches, Wilde —saludó Art.
—Godalming... —gruñó secamente el poeta, quien a continuación hizo una extravagante reverencia a Florence, volcando tanto encanto sobre ella que una cierta cantidad de él salpicó a Penélope e incluso a Kate. Al parecer, el señor Oscar Wilde había hecho una proposición a Florence en el pasado, cuando ella era la señorita Balcombe de Dublín, pero había sido vencido por el ahora nunca mencionado Bram. Penélope era de la opinión que Wilde había hecho proposiciones a varias personas simplemente para que las negativas le diesen algo más sobre lo que ser ingeniosamente anticonvencional.
Florence le pidió su opinión de La salida de Clarimonde, de la que Wilde comentó que agradecía su existencia, ya que podía animar a algún crítico mordaz, como obviamente se consideraba a sí mismo, a erigir una verdadera obra genial sobre sus ruinas.
—¡Vaya, señor Wilde! —dijo Kate—, habla como si colocara al crítico en un pedestal más alto que el del creador.
—Desde luego. La crítica es, en sí misma, un arte. Y, del mismo modo que la creación artística implica el ejercicio de las facultades críticas, sin las cuales, de hecho, no puede decirse que exista en absoluto, la crítica es realmente creativa en el sentido más elevado de la palabra. La crítica es, en realidad, creativa e independiente.
—¿Independiente? —inquirió Kate, seguramente consciente de que estaba provocando una disertación.
—Sí, independiente. Al igual que de los sórdidos y sentimentales amours con la estúpida esposa de un doctor de aldea en la miserable localidad de Ynville-l'Abbaye, cerca de Rouen, Flaubert fue capaz de crear un clásico y componer una obra maestra del estilo, así, a partir de temas con escasa o nula importancia, como los cuadros de la Royal Academy de este año o, en general, los cuadros de la Royal Academy de cualquier año, los poemas del señor Lewis Morris o las obras de teatro del señor Henry Arthur Jones, el verdadero crítico puede, si le place, dirigir o desperdiciar sus facultades de contemplación, producir una obra que sea impecable en belleza e instinto. La torpeza es siempre una tentación irresistible para la brillantez, y la estupidez es la eterna bestia trionfans que saca a la sabiduría de su cueva.
—Pero ¿qué opina de la obra, Wilde? —preguntó el señor Reed.
Wilde agitó la mano e hizo una mueca. La combinación del gesto y la expresión comunicaba considerablemente más que su pequeño discurso, que incluso Penélope encontró fuera de lugar, aunque ingenioso. Wilde había explicado en una ocasión que la pertinencia era un hábito imprudente que no se debía consentir.
—Lord Ruthven le envía sus saludos —dijo Art.
El poeta casi se sintió halagado de tener renombre hasta tales extremos. Cuando empezaba a decir algo maravillosamente divertido aunque innecesario, Art se inclinó junto a él y, en una voz tan baja que sólo Penélope y Wilde pudieron oírla, añadió:
—Y desea que tome grandes precauciones cuando visite cierta casa de Cleveland Street.
Wilde miró a Art con ojos súbitamente penetrantes y se negó a insistir en aquel tema. Acompañó a Florence para charlar con Frank Harris, del Fortnightly Review. Desde su conversión, el señor Harris lucía unos cuernos de cabra que Penélope encontraba aterradores. Kate fue tras el poeta, con la esperanza de entablar una amistad suficiente con el editor para que le publicase un artículo sobre el sufragio femenino o alguna tontería semejante. Presumiblemente, incluso un libertino absoluto de la reputación del señor Harris consideraría a Kate un pez demasiado escuálido para ser digno de ser pescado y la arrojaría de nuevo al mar.
—¿Qué diablos ha dicho como para molestar tanto a Wilde? —preguntó el señor Reed, que olfateaba una historia. De hecho, arrugaba la nariz siempre que creía estar sobre la pista de algo que podía calificarse como noticia.
—Sólo una manía de Ruthven —explicó Art.
El recolector de noticias miró a Art con ojos como barrenas. Muchos vampiros tenían miradas penetrantes. En las reuniones sociales, se los encontraba a menudo tratando de vencer con la mirada a otro como dos alces embistiéndose con sus astas. El señor Reed perdió el envite y se alejó solo en busca de su voluntariosa sobrina.
—Una chica inteligente —comentó Art, señalando a Kate con la cabeza.
—¡Bah! —replicó Penélope, meneando la cabeza—. Las carreras son para las chicas que no consiguen encontrar un marido.
—¡Caramba!
—A veces creo que no entiendo nada de lo que pasa —se quejó la joven.
—Tu hermosa cabecita no debería preocuparse de esas cosas —dijo él, volviéndose.
Art la acarició bajo la barbilla y le hizo levantar la cabeza para mirarla a los ojos. Ella pensó que tal vez tenía la intención de besarla —allí, en público, con todo el mundillo teatral de Londres a su alrededor—, pero no lo hizo. Se echó a reír y le soltó la barbilla al cabo de un momento.
—Más le vale a Charles darse cuenta pronto de que no es seguro dejarte sola por ahí. De lo contrario, alguien te raptará y te convertirá en la doncella sacrificada en el altar de la moderna Babilonia.
Ella se rió como le habían enseñado que debía hacer cuando alguien dijese algo que ella no entendiera del todo. Algo brilló en las pupilas de lord Godalming. Penélope sintió un tenue calor que crecía en su pecho y se preguntó adonde conduciría aquello.
12 El alba de los muertos
El amanecer inyectó de sangre la niebla. A medida que se elevaba el sol, los neonatos corrían a los ataúdes y los rincones. Geneviève regresó sola a Toynbee Hall, sin tener miedo del desvanecimiento de las sombras. Como Vlad Tepes, era lo bastante vieja para no consumirse bajo el sol como los más sensibles neonatos, pero el vigor que había obtenido con la sangre de la muchacha cálida se agotaba a medida que se filtraba la luz. Pasó junto a un policía cálido en Commercial Road y lo saludó con un movimiento de cabeza. El hombre se dio la vuelta y siguió su ronda. El sentimiento que había tenido antes, de que alguien la estaba vigilando, retornó; supuso que debía de ser una sensación habitual en el distrito.
En los últimos quince días había pasado más tiempo dedicada a Cuchillo de Plata que a su trabajo. Druitt y Morrison realizaban dos turnos, combinándose el número limitado de plazas del Hall para atender primero a los más necesitados. El Hall, que era principalmente un instituto educativo, se parecía cada vez más a un hospital de campaña. Ella, secundada por un Comité de Vigilancia, había acudido a tantos mítines ruidosos que incluso ahora las palabras seguían resonando en sus oídos como la música suena en las orejas de quienes se sientan demasiado cerca de la orquesta.
Dejó de caminar y se quedó quieta, escuchando. Volvió a presentir que la seguían. Su sensibilidad vampírica la cosquilleaba, y tenía la impresión de que algo envuelto en sedas amarillas avanzaba a brincos extraños y sigilosos, con los brazos extendidos como un funambulista. Miró hacia la niebla, pero nada salió de ella. Tal vez había absorbido uno de los recuerdos o fantasías de la muchacha cálida y permanecería hasta que la sangre fuera eliminada de su sistema. Eso ya había sucedido antes.
George Bernard Shaw y Beatrice Potter daban discursos por toda la ciudad, utilizando los asesinatos para llamar la atención sobre las condiciones de vida en el East End. Ninguno de estos dos socialistas era nosferatu; y Geneviève tenía entendido que al menos Shaw había estado relacionado con una facción republicana. En el Pall Mall Gazette, W. T. Stead estaba llevando a cabo una campaña sobre Cuchillo de Plata, semejante a sus cruzadas anteriores contra la esclavitud de los blancos y el vampirismo infantil. En ausencia del culpable propiamente dicho, su conclusión parecía ser que había que condenar a toda la sociedad. Como consecuencia de ello, Toynbee Hall estaba recibiendo tantas donaciones caritativas que Druitt había propuesto la idea de patrocinar las actividades del asesino como medio de recaudar fondos. La sugerencia no hizo gracia al taciturno Jack Seward.
Un cartel en la pared del patio de un mozo de cuadra prometía la más reciente recompensa por información que condujera a la captura de Cuchillo de Plata. Grupos rivales de vigilantes cálidos y neonatos deambulaban con porras y navajas, peleándose entre sí y molestando a los paseantes de aspecto sospechoso. Las chicas de la calle se quejaban menos del peligro del asesino y más de la falta de clientela desde que los vigilantes habían comenzado a acosar a cualquiera que fuese a Whitechapel en busca de una mujer. Las putas del Soho y de Covent Garden tenían un auge de trabajo. Y se regodeaban en ello.
Oyó un gemido en un callejón. Sus caninos se extendieron como navajas y la sobresaltaron. Entró en el hueco sumido en las sombras y vio a un hombre que oprimía a una mujer pelirroja contra una pared. Geneviève había recorrido la mitad de la distancia que la separaba de ellos, preparada para atrapar al asesino, cuando vio que el hombre era un soldado vestido con un abrigo largo. Tenía los pantalones en los tobillos y empujaba con fuerza a la mujer con la pelvis, no con un cuchillo. Se movía con una velocidad desesperada, pero no iba a ninguna parte. La mujer, con las faldas arremangadas alrededor de la cintura como un cinturón de seguridad, estaba en un rincón, sostenía la cabeza al hombre y le apretaba el rostro contra sus hombros cubiertos por las plumas. La puta era una atractiva neonata conocida como «Zanahoria Nell». Durante su conversión, había acudido al Hall y Geneviève la había ayudado a pasar el proceso, sujetándola mientras se enfriaba y luego se ponía febril y los nuevos dientes asomaban en sus encías. Geneviève creía recordar que su verdadero nombre era Francés Coles o Coleman. Su cabellera se había vuelto mucho más espesa, con un pico en forma de flecha que le llegaba casi hasta el puente de la nariz. Unas cerdas rojas y rígidas le habían crecido en los brazos desnudos y en los dorsos de las manos.
Zanahoria Nell lamía unos arañazos superficiales en el cuello de su cliente. Vio a Geneviève pero no dio ninguna señal de reconocerla, sino que enseñó una fila de colmillos largos como las estacas de una valla a la intrusa, mientras sus ojos ribeteados de rojo lloraban sangre. Sigilosamente, Geneviève salió del callejón. La neonata imprecaba al soldado con insultos, tratando de forzarlo a consumir sus peniques.
—¡Vamos, cabrón! —le decía—, acaba, acaba...
Su cliente levantó la mano, la agarró de los cabellos y la embistió con más fuerza todavía, jadeando.
De regreso a la calle, Geneviève permaneció quieta mientras se retiraban sus colmillos. Había estado demasiado predispuesta a pelear. El asesino la estaba poniendo tan tensa como a los vigilantes.
Geneviève ya había oído que Cuchillo de Plata era un zapatero ataviado con un delantal de cuero, un judío polaco que ejecutaba asesinatos rituales, un marinero malayo, un degenerado del West End, un pastor portugués, el fantasma de Van Helsing y Charlie Peace. Era un médico, un nigromante, una comadrona, un sacerdote. Con cada nuevo rumor, más inocentes eran arrojados a la turba. El sargento Thick había encerrado a un zapatero cálido llamado Pizer para protegerlo, porque a alguien se le había ocurrido escribir «Cuchiyo de Plata» en la fachada de su establecimiento. Después de que Jago, el cruzado cristiano, arguyó que el asesino podía deambular por el área sin ser molestado porque era policía, un agente vampiro llamado Jonas Mizen fue arrastrado hasta un patio de Coke Street y empalado con un leño. Jago estaba en la cárcel, pero Lestrade dijo que lo tendrían que soltar pronto, ya que tenía una coartada para la hora de la muerte de Mizen. Al parecer, el reverendo John Jago tenía coartadas para dar y vender.
Geneviève pasó junto a la puerta donde dormía Lily. La niña neonata estaba acurrucada para pasar el día, tapada con unos fragmentos de manta que le habían dado en el Hall. Se había tapado de tal modo para protegerse del sol que su diminuta figura semejaba una especie de momia egipcia. El brazo parcialmente transformado de la pequeña estaba peor, con el ala atrofiada extendida desde la cadera hasta la axila. Lily tenía un gato apretado contra su rostro, con su cuello en la boca. El animal tenía apenas un hilo de vida.
Abberline y Lestrade habían interrogado a docenas de personas, pero no habían hecho ningún arresto útil. Siempre había protestas a la entrada de las comisarías. Habían llamado a médiums como Lees y Carnacki. Varios detectives privados —Martín Hewitt, Max Carados, August van Dusen— habían rondado por las calles de Whitechapel, con la esperanza de descubrir algo. Incluso el venerable Hawkshaw había salido de su retiro. Sin embargo, teniendo a su reconocido maestro en la Acequia del Diablo, el entusiasmo de la comunidad detectivesca había disminuido de forma considerable y no se preveía ninguna solución. Un lunático llamado Cotford había sido detenido cuando merodeaba con la cara pintada de negro y afirmaba ser un detective «disfrazado». Había sido trasladado a Colney Hatch para ser examinado. Según Jack Seward, la locura podía ser una enfermedad contagiosa.
Geneviève encontró un chelín en su bolsa y lo dejó bajo la manta de Lily. La neonata murmuró algo adormilada, pero no se despertó. Un coche de caballos pasó estrepitosamente a su lado y ella atisbo el perfil de un hombre que cabeceaba en su interior; su sombrero oscilaba con los movimientos del carruaje. Imaginó que era alguien que volvía a casa después de pasar la noche en los antros de la ciudad. Entonces reconoció al pasajero. Era Beauregard, el hombre que había visto en la encuesta judicial de Lulú Schön, el hombre del club Diógenes. Según Lestrade, su presencia demostraba el interés de las instancias más altas por el caso. La reina, joven otra vez, había mostrado públicamente su preocupación por «estos espantosos asesinatos». El príncipe Drácula, en cambio, no había hecho declaración alguna, y Geneviève suponía que las vidas de algunas mujeres de vida alegre, fueran vampiras o no, tenían tanta importancia para él como las de escarabajos.
El coche de caballos se adentró pesadamente en la niebla. Ella volvió a presentir que había algo allí, parado en la densa bruma, observándola, esperando una ocasión para actuar. El sentimiento pasó.
Gradualmente, a medida que comprendía lo impotente que era para alterar la conducta de aquel maníaco desconocido, también sintió lo importante que se había vuelto el caso. Todos empezaban sus argumentos declarando que se trataba de algo más que las tres zorras brutalmente asesinadas. Se trataba de las «dos naciones» de Disraeli; de la lamentable propagación del vampirismo entre las clases bajas; del declive del orden público; del frágil equilibrio del reino transformado. Los asesinatos eran simples chispazos, pero Gran Bretaña era un barril de pólvora.
Ella pasaba mucho tiempo con putas —había sido una marginada el tiempo suficiente para sentir una cierta afinidad con ellas— y compartía sus miedos. Esta noche, poco antes del amanecer, había encontrado a una chica en la casa de la señora Warren en Raven Row y la había sangrado; por necesidad, no por placer. La cálida Annie la sostuvo con ternura y la dejó chupar de su garganta como si fuese una nodriza. Después, Geneviève le había dado media corona. Era demasiado, pero tenía que hacer aquel gesto. La única decoración en la habitación de la cálida Annie era una impresión barata de Vlad Tepes cabalgando hacia la batalla. Los únicos muebles eran una jofaina y una cama grande, con sábanas lavadas tantas veces que ya eran finas como el papel, y un colchón con manchas amarronadas irregulares. Los burdeles ya no estaban decorados con espejos.
Después de tantos años, Geneviève debía de estar acostumbrada a su vida de depredadora, pero el príncipe consorte lo había embrutecido todo y volvía a estar avergonzada, no de lo que debía hacer para prolongar su existencia, sino de las cosas que la especie vampírica, los del linaje de Vlad Tepes, hacían a su alrededor. La calida Annie había sido mordida varias veces. Finalmente, también se convertiría. Sería la descendiente de nadie y tendría que encontrar su propio camino; sin duda acabaría tan destrozada como Cathy Eddowes, tan realmente muerta como Polly Nichols, tan bestial como Zanahoria Nell. Se sentía mareada por la ginebra que la muchacha cálida había bebido. Por eso tema alucinaciones. Toda la ciudad parecía enferma.
13 Extraños arrebatos de pasión
26 de septiembre
En el Hall, las mañanas son tranquilas. Whitechapel dormita entre el alba y lo que solíamos llamar la hora del almuerzo. Los neonatos corren a sus cajas de tierra. Los cálidos del área nunca han sido personas de vida diurna. He dejado instrucciones a Morrison de que no deben molestarme y me he recluido en este despacho con mi supuesto trabajo. Registros, le he dicho. No miento. Mantener registros es una costumbre. Solía serlo para todos nosotros. Jonathan Harker, Mina Harker, Van Helsing. Incluso Lucy, con su hermosa mano y su horrible letra, escribía largas cartas. El profesor era estricto respecto a los documentos. La Historia la escriben los vencedores; Van Helsing, a través de su amigo Stoker, siempre pretendía publicar. Como su enemigo, era el constructor de un imperio; un relato de su acertado tratamiento de un caso de vampirismo corroborado científicamente en el siglo XIX habría añadido lustre a su reputación. En realidad, el príncipe consorte se encargó de eliminar su historia: mi diario fue destruido en el incendio de Purfleet, y Van Helsing es recordado como el segundo Judas.
Entonces no era el príncipe consorte, sino simplemente el conde Drácula. Se dignó reparar en nuestra pequeña familia, y atacarnos una y otra vez hasta aplastarnos y dispersarnos. Tengo notas, recortes y recuerdos, guardados aquí bajo llave. Creo necesario, para mi justificación final, volver a crear los registros originales. Ésta es la tarea que me he asignado para las horas de silencio.
¿Quién puede decir dónde empezó todo? ¿Con la muerte de Drácula? ¿Con su resurrección? ¿Con el diseño de sus colosales planes contra Gran Bretaña? ¿Con el naufragio del Demeter a orillas de Whitby y el hallazgo de un hombre muerto amarrado a su timón? ¿O, tal vez, todo comenzó la primera vez que el conde puso su mirada en Lucy? Lucy Westenra. Un nombre peculiar; quiere decir «Luz de Occidente». Sí, Lucy. Para mí, fue entonces cuando empezó: con Lucy Westenra. El 24 de mayo de 1885. Apenas puedo creer que el Jack Seward de aquella mañana, de veintinueve años y recién nombrado supervisor del asilo de Purfleet, existiera en realidad. Los tiempos anteriores están envueltos en un halo dorado, con fragmentos semiolvidados de aventuras juveniles y directorios médicos. Me habían asegurado que tenía un porvenir profesional brillantísimo. Yo estudiaba y observaba; viajaba; tenía amigos eminentes. Entonces, las cosas cambiaron por completo.
Creo que no amé realmente a Lucy hasta después de su negativa. Había llegado a ese punto en la vida de un hombre en que debe pensar en encontrar su pareja; ella era simplemente la más adecuada entre mis conocidas. Fue Art quien nos presentó. Entonces era aún Arthur Holmwood a secas, no lord Godalming. Al principio, me pareció frívola. Incluso tonta. Al cabo de pasar unos días entre locos de atar, la estupidez absoluta era atractiva. Los recovecos de las mentes complejas (todavía creo que es un tremendo error afirmar que los locos son unos simples) me llevó a considerar como ideal la posibilidad de contraer matrimonio con una muchacha tan abierta y obvia como Lucy. Aquel día me declaré. Tenía una lanceta en el bolsillo por algún motivo y supongo que jugueteaba con ella durante los preliminares. Antes de pronunciar el discurso que había preparado (sobre cuánto afecto sentía hacia ella, a pesar de conocerla tan poco), ya sabía que no tenía ninguna esperanza. Ella empezó a reír tontamente y ocultó su embarazo con unas lágrimas forzadas. Le sonsaqué la confesión de que su corazón pertenecía a otro. Comprendí de inmediato que Art se me había adelantado. Ella no mencionó su nombre, pero no había duda. Después, con Quincey Morris (increíblemente, otra conquista de la inocente Lucy), soporté durante toda una noche el parloteo de Art sobre su futura felicidad. El tejano era un hombre decente y sincero y palmoteo a Art en la espalda por ser el mejor y todo eso. Yo tenía pegada en la cara una sonrisa de imbécil, me tragaba un vaso tras otro del whisky de Quincey y permanecía sobrio mientras mis amigos reían y bebían cada vez más ebrios. Mientras tanto, Lucy preparaba el equipaje para ir a Whitby con la intención de pavonearse ampliamente ante Mina. Había cazado al futuro lord Godalming, mientras que lo mejor que podía conseguir su amiga de la escuela era un abogado de Exeter apenas cualificado.
Me enfrasqué en mi trabajo, la cura habitual para un corazón destrozado. Esperaba que el pobre Renfield me daría fama. Ser el descubridor de una manía zoofágica me señalaría como un hombre con porvenir. Naturalmente, al valorar los méritos de sus posibles prometidos, las damas de alcurnia seguían prefiriendo, sin lugar a dudas, un título heredado y una fortuna no ganada antes que el aislamiento de inconcebibles casos de desórdenes mentales. Aquel verano estudié la extraña lógica de la manía de Renfield a medida que él coleccionaba pequeños seres vivos. Al principio imitaba a las nodrizas: alimentaba a las arañas con moscas, a los pájaros con arañas y al gato con pájaros. Pretendió consumir la energía vital acumulada comiéndose él mismo al gato. Cuando se demostró que no era práctico, empezó a comerse todos los seres vivos que pasaban cerca. Al arrancar las plumas de un ave, casi murió asfixiado. Mi monografía tomaba forma cuando observé otra obsesión mezclada con la zoofagia: una fijación por la desmoronada finca próxima al asilo. Como saben los turistas que ahora hacen colas en sus visitas, Carfax fue el primer hogar del conde en Inglaterra. Renfield escapó varias veces para ir a la abadía, balbuceando que había llegado la hora de la llegada de su amo y la salvación y la distribución de lo bueno. Con cierta desilusión, supuse que estaba desarrollando una manía religiosa totalmente vulgar, atribuyendo un nuevo propósito sagrado a aquella casa largo tiempo abandonada. Por primera y fatal vez en este caso, yo estaba totalmente equivocado. El conde había establecido su dominio sobre aquel demente, que iba a ser su instrumento. De no haber sido por Renfield, por la maldita mordedura de sus dientes en mi mano, las cosas podrían haber sido distintas. Como dijo Franklin, «por una simple uña...».
En Whitby, Lucy enfermó. No lo sabíamos, pero alguien se había adelantado a su vez a Art. En este mundo de títulos, un príncipe de Valaquia ganaba la mano a un lord inglés. El conde, que había llegado a la costa desde el Demeter, clavó su mirada en Lucy y empezó a convertirla en una vampira. Sin duda, la coqueta muchacha alentó su cortejo. Durante un examen, cuando fue llevada a Londres y Art me llamó, descubrí que su himen había sido desgarrado. Consideré a Art un cerdo por haber quebrantado de aquella manera sus votos matrimoniales. Habiendo recorrido el mundo junto al futuro lord Godalming, no me hacía ilusiones de su respeto al carácter sagrado de la virginidad. Ahora siento lástima por el Art de aquel tiempo, terriblemente preocupado por una muchacha indigna de él y convertido en un idiota tan grande como yo por la luz de Occidente, que de noche se sometía a la Bestia de Oriente.
Es posible que Lucy creyera realmente que amaba a Art. No obstante, debía de ser un amor muy superficial aun antes de la llegada del conde. Entre las cartas recogidas por Van Helsing estaba el relato de Lucy, confesado a Mina (que se había tomado la molestia de corregir su ortografía con tinta verde), del día en que supuestamente había recibido tres proposiciones. La tercera era de Quincey, a quien me imagino masticando tabaco de un lado al otro de su boca en la sala de estar de los Westenra, inquieto por no encontrar una escupidera y dando la impresión de ser un perfecto idiota. Lucy emplea muchas palabras para jactarse ante Mina y, comprimiendo los sucesos de una semana a un solo día, exagera considerablemente las emociones de su despreocupada vida. De hecho, está tan concentrada celebrando la hazaña de las tres proposiciones, que apenas tiene tiempo para mencionar, en una posdata apresurada, a cuál de sus pretendientes se ha dignado aceptar.
Los síntomas de Lucy, ahora tan conocidos, eran totalmente desconcertantes. La anemia perniciosa y los cambios físicos que preludiaban su conversión sugerían una docena de enfermedades diferentes. Las heridas de su garganta fueron atribuidas a toda suerte de causas, desde el alfiler de un broche hasta la picadura de una abeja. Mandé llamar a mi viejo maestro, Van Helsing, de Amsterdam; él se apresuró a venir a Inglaterra e hizo una diagnosis que, acto seguido, retiró. Al hacer esto causó un gran daño, aunque debo conceder que, hace escasamente tres años, difícilmente habríamos admitido tales historias absurdas sobre vampiros. Ahora me doy cuenta de que su grave error era su fe desfasada, casi alquímica, en el folclore; repartir flores de ajo, hostias consagradas, crucifijos y agua bendita. Si yo hubiese sabido entonces que el vampirismo era más una condición física que espiritual, Lucy podría seguir siendo una no muerta. El propio conde compartía, y probablemente todavía es así, muchas de las concepciones equivocadas del profesor.
A pesar de Van Helsing, a pesar de las transfusiones de sangre, a pesar de los impedimentos religiosos, Lucy murió. Todos morían. El reprobo padre de Art sucumbió por fin y convirtió a su hijo en un lord, dejándole una porción sorprendente de su fortuna. La madre de Lucy, asustada por un lobo en su dormitorio, falleció con el rostro violáceo por un infarto. Ella también, tras haber alterado su testamento, dejó sus posesiones a Art; lo cual podría haber sido gravemente embarazoso si él, ofendido por la relación de Lucy con el conde, hubiera roto el compromiso.
Estaba totalmente claro que Lucy estaba (por un corto espacio de tiempo, por lo menos) realmente muerta. Van Helsing y yo confirmamos su estado. Ahora, por mucho que me duela, más posible me parece que su muerte, que parece haber confundido su mente más que su conversión, no se debió al conde, sino a las transfusiones de Van Helsing. El procedimiento es claramente peligroso. The Lancet publicó el año pasado una serie de artículos sobre la sangre, un tema que ahora tiene un interés abrumador entre la profesión médica. Un joven especialista sugirió que podría haber subcategorías de sangre, por lo que una transfusión convencional sólo sería posible entre personas de tipos similares. Cabe la posibilidad de que mi sangre fuese el veneno que la mató. Desde luego, entre nosotros hay muchos que pueden hacerse transfusiones sin pensar en las subcategorías.
Sea cual sea la razón (y las repetidas atenciones del conde difícilmente contribuyeron al bienestar de la joven), Lucy murió y fue enterrada en el panteón de los Westenra en el cementerio de Kingstead, cerca de Hampstead Heath. Allí despertó en su ataúd, se alzó como neonata y salió a la noche como un fantasma de Drury Lane en busca de niños que saciaran sus nuevos apetitos. Gracias a Geneviève he comprendido que es posible pasar del estado cálido al de no muerto sin un período intermedio de verdadera muerte. En su caso, al parecer, la conversión fue gradual. Vlad Tepes fue asesinado, enterrado y (dicen) decapitado, pero se transformó después de la muerte. Los de su linaje tienden a morir antes del cambio, aunque esto no es cierto en todos los casos. Art, por ejemplo, nunca murió que yo sepa. Es posible que el hecho de morir sea vital para formar el tipo de vampiro en que uno se convierte. Todos cambian, pero algunos cambian más que otros. La Lucy que volvió era muy distinta de la Lucy que se había ido.
Una semana después de la muerte de Lucy, visitamos la tumba de día y la examinamos. Parecía dormida; confieso que la vi más hermosa que nunca. La trivialidad había desaparecido, sustituida por un aspecto un tanto cruel, lo que le daba un efecto turbadoramente sensual. Más tarde la espiamos, el día en que debería haberse casado, cuando la neonata regresaba al panteón. Se insinuó a Art y tal vez lo mordió levemente. Recuerdo el color rojo de sus labios y el blanco de sus dientes, y la fuerza de su delgado cuerpo en su frágil sudario. Recuerdo a la vampira Lucy mejor que a la muchacha cálida. Era la primera criatura de esta especie que veía. Los rasgos ahora habituales (la yuxtaposición de una languidez aparente con arranques de velocidad como una serpiente, el súbito alargamiento de los dientes y las uñas, el característico siseo de la sed roja) fueron, todos a la vez, abrumadores. A veces veo a Lucy en Geneviève, con su fácil sonrisa y sus afilados colmillos.
En la mañana del día 29, la atrapamos y la destruimos. La encontramos en el trance semejante a la muerte que sufren los neonatos durante las horas del día; tenía la boca y la barbilla todavía manchadas de sangre. Art realizó el acto, clavando la estaca. Yo le separé quirúrgicamente la cabeza. Van Helsing le llenó la boca de ajos. Tras cortar la parte superior de la estaca, soldamos el ataúd interior de plomo y atornillamos bien la tapa de madera. El príncipe consorte hizo exhumar sus restos y la enterró en la abadía de Westminster. Una placa sobre su tumba maldice a Van Helsing como su asesino y, presumiblemente gracias a Art, nombra sólo a Quincey y a Harker, ambos ya muertos, como cómplices. Van Helsing nos dijo: «Ahora, amigos míos, hemos hecho una parte de nuestro trabajo, la más espantosa. Pero queda una tarea aún mayor: encontrar al autor de todo esto, nuestro pesar, y destruirlo».
14 Las penas de Penny
Se despertó a primera hora de la tarde y bajó a tomar el desayuno —kedgeree y café— y leer el correo del día que Bairstow, su mayordomo, le había dejado en la mesa del salón. El único objeto de interés era un telegrama anónimo de tres palabras: «olvide a pizer». Supuso que quería decir que el Círculo de Limehouse tenía buenos motivos para creer que el zapatero recientemente detenido no tenía ninguna relación con Cuchillo de Plata. También le habían enviado copias de informes policiales y declaraciones personales, por medio del club Diógenes. Beauregard echó un vistazo a todos los documentos, pero no encontró nada nuevo.
El Gazette informaba de «el asesinato y la mutilación ayer de una vampira cerca de Gateshead» y predecía que esta nueva atrocidad «reavivaría en las provincias el horror que comenzaba a extinguirse en Londres». El resto era palabrería para hinchar la noticia —leyendo entre líneas, Beauregard sospechó que la neonata había sido destruida por su marido, que se había opuesto a su intento de convertir en vampiros a sus hijos—, aunque el periódico daba en el clavo al decir que, más que creer que «el maníaco asesino de Whitechapel» se había desplazado al norte, era más probable que «el crimen de Bitley no fuera una repetición, sino un reflejo, de los de Whitechapel». Y agregaba: «Uno de los resultados inevitables de la publicidad es propagar la epidemia. Del mismo modo que la noticia de un suicidio suele conducir a otro, también la publicación de los detalles de un asesinato lleva a menudo a su repetición en otro crimen. Leer la manera de hacer el mal es causa de otro mal». Un efecto del pánico creado por Cuchillo de Plata era la refutación definitiva de la creencia popular de que no se podía matar a los vampiros. Tal vez fuese difícil conseguir plata, pero cualquiera podía sacar punta a una pata de mesa o a un bastón y atravesar el corazón de un neonato con él. La mujer de Bitley fue destruida con un mango de escoba roto.
Los periódicos también incluían editoriales en apoyo del edicto del príncipe consorte, recién publicado, contra el «vicio antinatural». Mientras el resto del mundo avanzaba hacia el siglo XX, Gran Bretaña retornaba a un sistema legal medieval. Cuando era cálido, Vlad Tepes había perseguido a vulgares ladrones con tanto ardor que era sabido que los ciudadanos de una villa podían dejar copas de oro en pozos públicos sin temor a que fueran robadas. Su otra pasión actual era que los ferrocarriles funcionaran de acuerdo con sus horarios; en The Times aparecía el aviso del nombramiento de un neonato norteamericano llamado Jones como supervisor de una comisión para la mejora generalizada del servicio. El príncipe consorte tenía su propia máquina, el Cárpato Volador, y solía ser dibujado en Punch junto al regulador de velocidad, tocado con una gorra demasiado grande, haciendo sonar el silbato y bullir la caldera.
Había rumores de disturbios contra los vampiros en la India y los contundentes métodos empleados por sir Francis Varney contra los insurrectos. Aunque el príncipe consorte seguía prefiriendo la estaca, el método favorito de ejecución de Varney era lanzar a los condenados, tanto cálidos como neonatos, a pozos de fuego. Los vampiros nativos rebeldes eran atados a las bocas de piezas de artillería y les disparaban fragmentos de roca con vetas de plata a través del tórax.
Pensar en la India lo incitó a levantar la vista del periódico hacia la fotografía de Pamela, ribeteada de negro, que colgaba en el manto de la chimenea. Ella sonreía bajo el sol de la India ataviada con su vestido de muselina blanca, en avanzado estado de gestación: un momento arrancado del tiempo.
—La señorita Penélope —anunció Bairstow.
Beauregard se incorporó y saludó a su prometida. Penélope entró en el salón, separó el sombrero de sus rizos y apartó cuidadosamente una mota invisible del ave disecada que adornaba el ala. Iba vestida con algo con mangas hinchadas y cintura estrecha.
—Charles, todavía estás en bata y son casi las tres de la tarde.
Lo besó en la mejilla con un gesto de desaprobación porque su rostro no había sido tocado por una navaja de afeitar en las últimas horas. Beauregard pidió más café. Penélope se sentó a su lado a la mesa y dejó su sombrero, como una ofrenda, sobre los papeles, tras ordenarlos en un montón de forma abstraída. El ave disecada parecía asustada por estar sujeta en una posición tal.
—Ni siquiera estoy segura de que sea adecuado que me recibas en un estado semejante —dijo ella—. Todavía no estamos casados.
—Querida, me has dado poco tiempo para pensar en el decoro.
Ella refunfuñó con la boca cerrada, pero no se dignó cambiar el gesto. A veces le gustaba mostrarse inexpresiva.
—¿Qué tal el Criterion?
—Delicioso —contestó ella, obviamente sin hablar en serio. Su boca de los Churchward se torcía hacia abajo en las comisuras, y una sonrisa se convertía en una amenaza en un instante.
—¿Estás enojada conmigo?
—Creo que tengo derecho a estarlo, cariño —repuso ella, con un matiz de razonabilidad—. La salida de anoche se había fijado varias semanas atrás. Sabías que iba a ser importante.
—Mis obligaciones...
—Yo deseaba presentarte a nuestros amigos, a la sociedad. En cambio, fui humillada.
—No creo que Florence o Art permitieran eso.
Bairstow regresó y dejó la bandeja del café —con una cafetera de cerámica, no de plata— en la mesa. Penélope se sirvió una taza y añadió leche y azúcar sin cejar en sus críticas al comportamiento de su prometido.
—Lord Godalming estuvo encantador, como siempre. No, la humillación a la que me refiero fue causada por el terrible tío de Kate.
—¿Diarmid Reed? ¿El periodista?
Penélope asintió con firmeza.
—¡Qué desalmado! Tuvo la sangre fría (en público, no lo olvides) de sugerir que te había visto en la compañía de unos policías en una región horrible y sórdida de la ciudad.
—¿Whitechapel?
Ella sorbió el café caliente.
—Ese mismo lugar. ¡Qué absurdo, qué cruel, qué...!
—Me temo que es cierto. Creí ver a Reed. Debo preguntarle si tiene alguna opinión formada.
—¡Charles!
Un diminuto músculo tembló en la garganta de Penélope. Dejó la taza sobre la mesa, pero su dedo meñique se quedó torcido.
—No es ninguna acusación, Penélope. He estado en Whitechapel por encargo del club Diógenes.
—¡Oh, ellos!
—En efecto, y sus asuntos también son, como sabes, los de la reina y sus ministros.
—Dudo que la seguridad del reino o el bienestar de la reina aumenten ni una pizca si vas buscando pistas por los barrios bajos, olfateando en las escenas de atrocidades sensacionalistas.
—No puedo hablar de mi trabajo, ni siquiera contigo. Ya lo sabes.
—Sí, lo sé —suspiró ella—. Lo siento, Charles. Es sólo que... bueno, que estoy orgullosa de ti y pensé que me merecía la oportunidad de pasearte un poco, dejar que las envidiosas me miren el anillo y saquen sus propias conclusiones.
Su ira se había fundido y volvía a ser la muchacha cariñosa que él había cortejado. Pamela también tenía un temperamento fuerte. Él recordó que Pam había azotado a un canalla de cabo que había molestado a la hermana del bhisti. Sin embargo, la naturaleza de su cólera había sido distinta; espoleada por el mal real causado a otra persona, en vez de imaginar pullas contra ella.
—He estado hablando con Art.
Beauregard se dio cuenta de que Penélope preparaba algo. Conocía los síntomas. Uno de ellos era una sensación de mareo en el fondo de su estómago.
—Es sobre Florence —prosiguió ella—, la señora Stoker. Debemos dejar de frecuentarla.
Beauregard estaba perplejo.
—¿Cómo? Sé que a veces resulta un poco aburrida, pero tiene buena intención. Hace años que la conocemos.
Creía que Florence era la mayor aliada de Penélope. De hecho, había sido muy útil para preparar ocasiones en que la pareja había quedado a solas para que él pudiera declararse. Cuando la madre de Penélope estuvo enferma de fiebre, Florence había insistido en encargarse de ella.
—Es muy importante que marquemos distancias con ella. Art dice...
—¿Es idea de Godalming?
—No, es mía —afirmó ella—. Yo también puedo tener ideas propias, ¿sabes? Art me ha contado algo sobre los asuntos del señor Stoker...
—El pobre Bram...
—¿Pobre Bram? Ese hombre es un traidor a la reina a la que dices servir. Ha sido trasladado a un campo de trabajo por su propio bien y puede ser ejecutado en cualquier momento.
Beauregard ya lo suponía.
—¿Sabe Art dónde tienen detenido a Bram? ¿Cuál es su situación?
Penélope desdeñó la pregunta como irrelevante.
—Tarde o temprano, Florence también caerá. Aunque sólo sea por asociación.
—Me cuesta ver a Florence como una insurrecta. ¿Qué puede hacer? ¿Organizar veladas de té para bandas de feroces asesinos de vampiros? ¿Distraer a los políticos con sonrisas afectadas, mientras los criminales salen de entre los arbustos?
Penélope intentó aparentar que tenía paciencia.
—No deben vernos con gente que no nos conviene, Charles, si vamos a tener un futuro. Sólo soy una mujer, pero incluso yo entiendo esto.
—Penélope, ¿qué ha causado todo esto?
—¿Me crees incapaz de pensar en asuntos serios?
—No...
—Jamás consideraste a Pamela una cabeza hueca.
—Ah...
Ella lo tomó de la mano y se la apretó con fuerza.
—Lo siento. No quise decir eso. Pam no tiene nada que ver.
Beauregard miró a su prometida y se preguntó si la conocía realmente. Estaba muy lejos de aquella imagen con el delantal y la gorra de marinero.
—Charles, hay otra posibilidad sobre la que debemos reflexionar. Después de casarnos, tenemos que convertirnos.
—¿Convertirnos?
—Art lo hará si se lo pedimos. El linaje es importante y el suyo es de los mejores. Pertenece a la progenie de Ruthven, no a la del príncipe consorte. Eso puede favorecernos. Art dice que el linaje del príncipe consorte está terriblemente corrompido, mientras que el de Ruthven es totalmente puro.
En su rostro, Beauregard pudo ver la vampira en que Penélope podía convertirse. Sus rasgos parecieron tirados hacia adelante cuando se inclinó hacia él. Lo besó en los labios, apasionadamente.
—Ya no eres muy joven. Y yo pronto cumpliré los veinte. Tenemos la ocasión de detener el reloj.
—Penélope, ésta no es una decisión que se deba tomar a la ligera.
—Sólo los vampiros tienen futuro, Charles. Y, entre los vampiros, los neonatos son los menos favorecidos. Si no nos convertimos ahora, tendremos a demasiados por delante de nosotros, no muertos experimentados que nos mirarán con la misma superioridad que los cárpatos los miran a ellos, o como los neonatos consideran a los cálidos.
—No es tan sencillo.
—Tonterías. Art me ha dicho cómo se puede realizar. Parece un proceso bastante sencillo. Un intercambio de fluidos. No es necesario que haya un contacto físico. La sangre se puede decantar en vasos. Considéralo como un brindis de boda.
—No, hay otras consideraciones.
—¿Como cuáles?
—Nadie sabe lo suficiente sobre la conversión, Penélope. ¿No te has fijado en cuántos neonatos son deformes? Hay algo bestial que se apodera de ellos y les da forma.
Penélope se rió en tono desdeñoso.
—Son vampiros muy vulgares. Nosotros no lo seremos.
—Penélope, tal vez no tengamos esa opción.
Ella se apartó y se puso de pie. Unas lágrimas asomaron a sus ojos.
—Charles, esto significa mucho para mí.
Beauregard no tenía nada que decir.
Ella sonrió y lo miró de perfil, esbozando unos pucheros.
—Charles...
—¿Sí?
Ella lo abrazó y oprimió la cabeza contra su pecho.
—Charles, por favor. Por favor, por favor, por favor...
15 La casa de Cleveland Street
Es como en los días cálidos, ¿no? —dijo Von Klatka, mientras sus lobos tiraban de las correas—. Cuando luchábamos contra los turcos...
Kostaki recordaba las guerras. Cuando el príncipe Drácula, genio de la estrategia, se retiró cruzando el Danubio para redoblar su ataque, dejó a muchos —Kostaki incluido— para que las cimitarras curvadas del sultán los hicieran pedazos. Durante aquella última barahúnda, algo no muerto le cortó la garganta y le bebió la sangre, y sangró de sus propias heridas sobre su boca. Se despertó como neonato bajo un montón de cadáveres de valaquios. Kostaki había aprendido poco en varios períodos de vida y seguía de nuevo la enseña del Empalador.
—Aquél fue un buen combate, amigo mío —continuó Von Klatka, con los ojos brillantes.
Habían llegado a Osnaburgh Street con un vagón de estacas de tres metros de longitud. Había madera suficiente para construir un arca. Mackenzie, del Yard, los esperaba con sus agentes uniformados. El policía cálido golpeaba el suelo con los pies para protegerse de un frío que Kostaki no había sentido en varios siglos. Una columna de vapor de impaciencia surgía de su nariz y su boca.
—Salve, inglés —dijo Kostaki, llevándose la mano al fez en un saludo militar.
—Escocés, si no le importa —repuso el inspector.
—Le ruego que me perdone.
Kostaki, superviviente moldavo del caos imperial otomano que ahora era Austria-Hungría, comprendía la importancia de distinguir entre pequeños países.
Capitán de la guardia cárpata, Kostaki era a medias oficial de enlace y supervisor. Cuando así se le ordenaba desde palacio, se interesaba por los asuntos de la policía. La reina y su príncipe consorte estaban muy preocupados por la ley y el orden. Solamente la última semana, Kostaki había recorrido Whitechapel en busca de las huellas del vulgar villano al que llamaban Cuchillo de Plata. Ahora contribuía con su ayuda a una redada en una casa infame.
Se alinearon a cada lado del vagón; los hombres de Mackenzie, la mayoría de ellos neonatos, y un destacamento de la guardia cárpata. Esta noche demostrarían que los edictos del príncipe Drácula no eran meras quejas inútiles escritas sobre pergamino.
Cuando Mackenzie le estrechó la mano, Kostaki refrenó el impulso de aplicar el apretón de hierro de los nosferatu.
—Tenemos hombres de paisano que cierran las rutas de huida —le explicó el inspector—, de tal modo que la casa está totalmente rodeada. Entraremos por la puerta principal, buscaremos de arriba abajo, y reuniremos a los prisioneros en la calle. Llevo conmigo la orden judicial.
Kostaki asintió con la cabeza.
—Es un buen plan, escocés.
Mackenzie, como tantos otros en esta tierra desolada, carecía de humor. Sin sonreír, prosiguió:
—Dudo que encontremos mucha resistencia. Estos invertidos no tienen agallas para luchar. Ese marica inglés no es conocido precisamente por su reciedumbre.
Von Klatka escupió sangre en una cloaca y gruñó:
—¡Basura degenerada!
Sus lobos, Berserker y Albert, estaban ansiosos de cerrar sus mandíbulas sobre carne.
—En efecto —confirmó el policía—. Vamos a acabar con esto, ¿de acuerdo?
Avanzaron a pie, seguidos por el vagón. El resto del tráfico fue detenido para permitirles el paso. La gente procuraba apartarse de su camino. Kostaki estaba orgulloso de aquella reacción. La reputación de la guardia cárpata los precedía.
Sólo unos pocos años atrás, no era más que un gitano no muerto que recorría Europa en ciclos de cien años, se cebaba sobre sus presas allí donde las encontraba y regresaba en cada nueva generación a su castillo para hallarlo más descuidado, siempre aparentando ser un descendiente cada vez más remoto. Ahora podía caminar por Londres sin ser molestado y sin tener que ocultar su identidad. Gracias al príncipe Drácula, su sed roja era saciada regularmente.
Marcharon por Cleveland Street y Mackenzie comprobó los números de las casas. Buscaban el número 19. No se distinguía muy bien de las viviendas vecinas, mansiones respetables y oficinas de antiguas firmas de abogados. Era un distrito limpio y bien iluminado, muy distinto del East End. Kostaki reflexionó brevemente sobre los artilugios de alambre retorcido colocados en las chimeneas en los límites de su campo de visión, pero no tardó en descartar la cuestión.
Con un zumbido, Von Klatka desenvainó su espada. El camarada de Kostaki era un guerrero incansable, siempre ansioso de combatir. Era un milagro que hubiese vivido todos aquellos siglos. Mackenzie se echó a un lado, dejando que Kostaki avanzara hasta la puerta principal. Levantó una mano enguantada y agarró el picaporte, que se soltó y quedó entre sus dedos. Un cabo estúpido llamado Gorcha se rió por debajo del bigote, y Kostaki lanzó el frágil adorno a la cloaca. Mackenzie contuvo el aliento, y el vapor se disipó a su alrededor. Kostaki lo miró en busca de un gesto de aprobación: el policía conocía a estas personas, esta ciudad, y por consiguiente se merecía un trato de respeto. El inspector asintió con la cabeza, y Kostaki apretó su poderoso puño mientras crecía la fuerza de la sangre. Su mano tensó las costuras de su guante reforzado.
Asestó un golpe al lugar sin pintar donde había estado el picaporte y rompió la puerta. Entró entre los fragmentos que quedaron y se abrió paso hasta el vestíbulo. Miró a su alrededor y comprendió la situación de manera instantánea. El joven enano con librea de criado no era ninguna amenaza, pero el neonato con la cabeza afeitada y en mangas de camisa iba a luchar. Los agentes de policía y los guardias cargaron detrás de él, y fue empujado hacia la escalera.
El neonato levantó los puños, pero Von Klatka lanzó a Berserker y Albert contra él. Los lobos se aferraron a sus espinillas. El neonato chilló y Von Klatka blandió la espada. La cabeza del vampiro saltó por los aires, parpadeando furiosamente, y aterrizó del revés a los pies del criado. Mackenzie abrió la boca para reprochar su acción a Von Klatka, quien agarró el tambaleante cuerpo decapitado y hundió la cara en el chorro de sangre que manaba de él como si fuese una fuente pública. Kostaki hizo un ademán al policía. No era el momento propicio para que surgieran discrepancias.
—Dios santo... —dijo un agente cálido, con repugnancia.
Von Klatka aulló victorioso y arrojó lejos de sí el cadáver. Se limpió la sangre de los ojos mientras sus lobos se unían al alboroto.
—Rancia es la sangre de los neonatos —dijo.
Kostaki apoyó pesadamente la mano en el hombro del criado, que tenía la columna vertebral torcida y un rostro aniñado.
—Tú, te llamas ¿cómo?
—Or... Or... Orlando —tartamudeó la criatura.
Ahora que lo tenía cerca, Kostaki comprobó que el hombrecillo llevaba polvos y carmín en la cara.
—Orlando, guíanos bien.
—Sí, poderoso señor —farfulló el enano.
—Chico listo.
Mackenzie mostró un documento.
—Tengo una orden judicial que nos autoriza a registrar esta vivienda, bajo la sospecha de que en ella se practican actos indecentes y antinaturales para beneficio del propietario, un tal... —consultó el documento— Charles Hammond.
—El señor Hammond está en Francia, señoría —contestó Orlando, que se enjugaba las manos y los tanteaba con sonrisas insinuantes. Kostaki notó el miedo que bullía en él.
Gorcha, rugiendo como un oso, cargó hasta la cocina blandiendo una espada. Sonó un estrépito de vajilla al romperse y unos débiles gemidos.
—¿Qué es toda esta mierda? —dijo alguien en el rellano superior.
Kostaki levantó la mirada y vio a un neonato delgado y elegante, con el cabello engominado y un vestido de noche inmaculado. Lo acompañaba un chico que llevaba un camisón de dormir de colores.
—Señor, estos caballeros... —empezó Orlando.
El neonato hizo caso omiso del criado y anunció:
—Soy el noble caballerizo de su alteza real, el príncipe Albert Victor Christian Edward, heredero del Trono. Si esta intrusión no autorizada no acaba de inmediato, las consecuencias serán ampliamente desagradables para todos ustedes.
—Dile que traemos una orden judicial —apuntó Von Klatka.
—Mi señor, yo soy Kostaki de la guardia cárpata, el regimiento privado de su alteza real, Vlad Drácula, conocido como Tepes el Empalador, príncipe consorte de la reina Victoria de estas islas.
El noble miró a Kostaki con los ojos desorbitados, obviamente estupefacto. Estos ingleses siempre se quedaban pasmados cuando eran descubiertos. Creían que tener una posición significaba protección. Kostaki llamó a Gorcha, le ordenó que dejara en paz a las criadas, y lo envió arriba en busca del noble caballerizo y su muchacho de alquiler.
—Registren el lugar —ordenó Mackenzie.
Sus agentes obedecieron instantáneamente, subieron corriendo la escalera e irrumpieron en todas las habitaciones. Para entonces, la casa era una barahúnda de gritos y protestas. Los lobos estaban causando estragos en algún lugar.
Dos chicos desnudos, con las caras pintadas de color dorado, salieron corriendo de un cuarto trasero, y unas coronas de laurel saltaron volando de sus frentes. Von Klatka abrió los brazos y los agarró a ambos a la vez. Los muchachos forcejearon como pescados, y Von Klatka se rió de la absurda situación.
—Bonitos gemelos —comentó—. Tengo gemelos.
Kostaki salió del vestíbulo para inspeccionar el trabajo que se realizaba en la calle. Se habían arrancado unos cuantos adoquines y se excavaban rápidamente unos agujeros para las estacas. Varios de los postes ya estaban levantados, listos para recibir a los delincuentes. Una pequeña muchedumbre se había reunido al otro lado de la calle y cuchicheaban inútilmente. Kostaki gruñó y se dispersaron con rapidez.
—Este trabajo da sed —dijo uno de los obreros neonatos, colocando una estaca en uno de los agujeros.
Los prisioneros ya estaban siendo agrupados fuera de la casa. Von Klatka se hallaba a cargo de la operación y palmoteaba los traseros desnudos con la hoja de su espada, burlándose de los invertidos. Se abrió una ventana de uno de los pisos y un hombre gordo intentó arrojarse por ella, haciendo oscilar sus desnudas masas de carne. Fue introducido de nuevo en la casa de un tirón.
—¡Usted! —gritó el caballerizo, señalando a Von Klatka—. Pagará por este ultraje.
Von Klatka asestó un mandoble a las piernas del caballerizo por detrás, justo por encima de las rodillas. La hoja plateada se hundió profundamente en la carne y quebró los huesos. El neonato se desplomó hacia adelante, como si se arrodillara en actitud de plegaria. Al sentir el dolor, intentó cambiar de forma. Su rostro se deformó en un morro sin pelambrera y sus orejas se retrajeron, irguiéndose como las de un lobo. La parte frontal de la camisa se expandió a medida que sus costillas tomaban una nueva configuración. Sus brazos se convirtieron en garras, pero sus rodillas heridas impidieron que la transformación avanzara muy por debajo de la cintura. En su cabeza con forma de perro, la débil pelambrera se ensanchó hasta mostrar el rosado cuero cabelludo. El caballerizo abrió la garganta y aulló, enseñando sus extensas fauces.
—Von Klatka, empálalo.
Von Klatka y Gorcha agarraron una pata cada uno y alzaron sobre sus hombros al caballerizo, con las patas colgando y los pantalones empapados de sangre. Estaba volviendo a su forma original. Los cárpatos colocaron a su señoría sobre la primera estaca, y éste se hundió en ella por el vientre. Su ropa se desgarró al ser penetrado, y un chorro de sangre y excrementos calientes descendieron por el poste de madera mientras su propio peso lo alanceaba. La estaca, enterrada de forma insuficiente, se inclinó y casi se cayó. Gorcha y Von Klatka la mantuvieron erguida, y un obrero apiló adoquines en el agujero hasta que pudo sostenerse por sí misma.
Estaban siendo compasivos. Si la punta de la estaca hubiera sido redondeada en vez de afilada, la víctima habría podido tardar hasta una semana en morir, mientras sus órganos eran desplazados en vez de atravesados. El caballerizo moriría en cuanto la punta le rompiese el corazón.
Kostaki miró a su alrededor. Mackenzie estaba apoyado en una pared y devolvía su última comida. Él también había hecho lo mismo tiempo atrás, cuando vio por primera vez cómo el príncipe Drácula trataba a sus enemigos de la manera como se había ganado el sobrenombre.
Los invertidos reunidos vieron lo que le estaba sucediendo al caballerizo y el pánico cundió entre ellos. Tuvieron que ser controlados con las espadas. Varios muchachos consiguieron escapar pasando por debajo de los brazos de los Cárpatos. A Kostaki no le importó que algunos huyeran. El propósito de esta redada era atrapar a los dueños del número 19 de Cleveland Street, no a los desgraciados que eran contratados para trabajar allí. Un hombre que vestía los vestigios de un atuendo canónico estaba de rodillas rezando en voz alta, como un mártir cristiano. Un joven con la cara pintada estaba de pie, en actitud altanera, con los brazos cruzados; lucía su desnudez como una vestimenta imperial y mantenía la mirada de sus perseguidores.
—Válgame el cielo —dijo un viandante bien vestido a su mujer neonata—, ese hombre es miembro de mi club.
Mackenzie ya estaba histérico: abofeteaba a los invertidos y los insultaba en escocés. Un hombre de grandes bigotes vestido con la túnica roja de un funcionario de alta graduación puso una pistola en la mano de Mackenzie y le rogó que le disparase un tiro de honor, como era su derecho. El policía disparó al aire hasta vaciar el cargador, arrojó el arma y escupió en la misma dirección.
Tres jóvenes neonatos estaban apretados unos contra otros; temblaban, vestidos con camisones de mujer, y siseaban a través de sus finos colmillos. Sus rostros eran delicados y sus cuerpos afeminados. A Kostaki le recordaron las concubinas del príncipe Drácula.
Mackenzie recuperó el autocontrol y empezó a supervisar correctamente a sus hombres. Enseñó las sentencias de muerte a los cautivos; ya rellenadas, pero con espacio en blanco en los lugares correspondientes a los nombres. Este trabajo tenía que hacerse legalmente.
—Poderoso señor —ronroneó una voz. Era Orlando—. Señor, si me perdona mi atrevimiento, hay alguien que ha escapado a la justicia. Encontrarán a un personaje importante en una cámara interior secreta, regodeándose en su depravación con dos pobres muchachos sacados de las calles.
Kostaki miró al criado jorobado. Bajo el maquillaje, su piel estaba manchada por la enfermedad.
—Si se puede hacer una transacción, señor, yo podría encontrar la forma de ayudarlos, señor, en la ejecución de su, digamos, deber sagrado hacia su venerable alteza el príncipe consorte, que Dios lo guarde muchos años, señor.
La garganta del joven cálido estaba llena de sangre. Kostaki todavía no había satisfecho sus necesidades alimenticias. Agarró por el cuello a Orlando y ejerció presión con el pulgar.
—¡Dilo ya, gusano!
Tuvo que aflojar la presa para que el hombrecillo pudiese hablar.
—Detrás de la escalera, poderoso señor, hay una puerta secreta. Y soy el único que conoce el secreto.
Kostaki lo soltó y le dio un empujón.
—Señor, el hombre del que le hablo es poderoso y dudo que ni siquiera usted pueda someterlo.
Kostaki separó del grupo de empaladores a Gorcha y a un fornido sargento de policía neonato. Mientras tanto, los siguientes invertidos eran levantados en sus estacas. Los gritos de agonía podían oírse por toda la ciudad. En el palacio de Buckingham, el príncipe Drácula debía de estar alzando una copa de vino virgen por la aplicación de su edicto.
Orlando se escurrió como una rata delante de ellos y buscó la puerta secreta. Kostaki reconoció aquel tipo de persona: siempre había algunos entre los cálidos que estaban ansiosos por servir a los no muertos, como había habido valaquios que sirvieron a los turcos.
—Recuerde, señor, que le he ofrecido el secreto voluntariamente.
Orlando accionó una trampilla con el pie, y una sección del panel de la pared se levantó bruscamente. Del interior salía un olor cobrizo a sangre, junto con perfume e incienso. Kostaki fue el primero en cruzar el umbral. La habitación en que entró estaba decorada como un cenador, con unos árboles pintados en las paredes, follaje de papel que colgaba del techo y hojas secas dispersas por el suelo. Los restos de una cesta de frutas yacían aplastados en el suelo de madera de laca japonesa. Junto a la puerta, acurrucado, había un joven muerto; tenía la piel desgarrada por todo el cuerpo desnudo y el rostro amoratado. Tal vez se convirtiera, pero Kostaki pensó que estaba demasiado destrozado para hacer mucho como vampiro.
—¡Aquí, poderoso señor! ¡Contemple a la bestia corrupta, disfrutando de sus perversos placeres!
En el centro de la habitación, rodeado por cojines orientales, se contorsionaba un reptil compuesto de dos cuerpos. Bajo un vampiro que se retorcía había un muchacho que chillaba de dolor, mientras la sangre resbalaba por su espalda. El importante personaje utilizaba al joven como un hombre a una mujer y, simultáneamente, chupaba la sangre que manaba de las venas abiertas. Era el conde Vardalek, cuya espalda medía el doble de lo normal. Unos dientes de serpiente sobresalían de la mitad inferior de su rostro. Su barbilla y sus labios estaban tachonados de colmillos que habían brotado de la carne. Los ojos, verdes y amarillos, tenían la mirada perdida, con las pupilas reducidas al tamaño de cabezas de aguja.
El conde levantó la vista y escupió veneno.
—Ya ve, señor —dijo Orlando, sonriendo—, realmente es un personaje muy importante, poderoso señor.
—Kostaki —gruñó Vardalek—, ¿qué significa esta maldita interrupción?
Seguía moviéndose con gestos sinuosos; su cuerpo se retorcía sobre el del muchacho como los anillos de una serpiente. Tenía los costados ligeramente escamosos; las escamas reflejaban la luz y proyectaban patrones multicolores.
—Capitán Kostaki, ¿qué debemos hacer? —preguntó Gorcha, plantado a su lado con su pesado mosquetón.
—Largo de aquí, imbéciles —gritó Vardalek.
Kostaki tomó una decisión.
—No puede haber excepciones —declaró.
Vardalek emitió un gemido sordo y quedó boquiabierto. Se alzó del exhausto joven y se cubrió con una bata acolchada, mientras su lomo descendía y recuperaba su tamaño habitual. Su cara no tardó en recobrar el aspecto humano. Con un gesto delicado, se volvió a colocar su peluca dorada sobre su cráneo, bañado en sudor.
—Kostaki, ambos somos...
Kostaki apartó la mirada de su camarada.
—Llevadlo afuera con los otros —ordenó.
En la calle, a Von Klatka se le desorbitaron los ojos al ver cómo el conde era conducido a la estaca.
Kostaki levantó la mirada al cielo. En su montañosa patria, estaba acostumbrado a contemplar los brillantes puntos de las estrellas. Aquí, la luz de gas, la niebla y las espesas nubes de lluvia le robaban los mil ojos de la noche.
Gorcha y el sargento tenían que sostener a Vardalek. Kostaki y Von Klatka se situaron junto al prisionero, que sonreía; pero había miedo en sus ojos. No era estúpido. Su larga vida estaba a punto de terminar. Ya no habría más muchachos como gacelas para el conde Vardalek.
—Tenemos que hacer esto —le explicó Kostaki—. Vardalek, ya conoces al conde Drácula. Si te salváramos, seríamos nosotros los empalados.
—Camaradas, esto es absurdo.
Von Klatka se balanceaba sobre un pie y el otro como un loco cálido. Quería intervenir, pero sabía que Kostaki tenía razón. El príncipe estaba orgulloso de ser conocido por ser duro, aunque justo. Su propio regimiento tenía que ser más rígido en su obediencia a la norma que ningún otro.
—¿Qué importan unos chicos más o menos? —preguntó Vardalek.
—Señor, poderoso señor...
Kostaki alzó una mano. Un guardia agarró a Orlando y lo hizo callar.
—Lo lamento profundamente —añadió Kostaki.
Vardalek se encogió de hombros y trató de conservar la dignidad. Kostaki conocía al vampiro desde el siglo XVII. Nunca le había caído muy bien el arrogante húngaro, pero lo respetaba como un ser valiente y enérgico. La preferencia que Vardalek tenía por los muchachos no le parecía merecedora de mayor atención, pero el príncipe Drácula tenía prejuicios extraños.
—Hay una cosa que debes saber —dijo el conde—. Esa vieja zorra de la otra noche, la Dieudonné: mi asunto con ella no está acabado. He tomado medidas para compensar la situación.
—Eso cabía esperarlo.
—He encargado su destrucción.
Kostaki asintió con la cabeza. Eso exigía el honor.
—Poderoso señor —gimió Orlando—, ahora que he presenciado la justicia del príncipe consorte, ¿podría...?
—Tu estaca estará afilada, Vardalek —prometió el cárpato—. Y tu corazón estará colocado sobre la punta. El fin será rápido.
—Gracias, capitán Kostaki.
—En una estaca lo bastante baja para que puedas verlo, haré empalar al gusano cálido que te ha traicionado.
—¡Poderoso señor! —chilló Orlando, apartando la mano del guardia de su boca—. Por favor, señor, yo...
Kostaki se volvió hacia el humano y lo miró con desprecio. El rostro de Orlando estaba húmedo y retorcido de miedo.
—Y la estaca que derramará sus entrañas será roma.
16 Cambio decisivo
27 de septiembre
Después de mi Lucy, Mina. Una vez eliminada su primera descendiente, el conde volvió su atención hacia la esposa de su abogado. Creo que ya se había fijado en la señora Harker cuando cortejaba a Lucy. Las dos mujeres estaban juntas en Whitby cuando él llegó hasta la orilla. Las vio como un glotón ve un par de pasteles. He intentado reconstruir las anotaciones perdidas en el incendio de Purfleet y ahora, por fin, debo pasar a la entrada del diario que entonces me fue imposible realizar. En la noche del 2 de octubre de 1885, se arrojó una gran piedra al estanque; ahora vivimos con las ondas, convertidas en una auténtica marea, de aquella inmersión.
Mientras Van Helsing instruía a nuestro reducido círculo sobre los hábitos del vampiro común, el conde seducía a Mina Harker. Como había hecho con Lucy, ella tenía que servir a un doble propósito: saciar su sed y convertirse en miembro de su progenie. Desde el principio, su misión en Gran Bretaña fue proselitista; estaba decidido a convertir a tantos como le fuese posible, reclutando a soldados para su ejército. Convertimos el asilo en nuestra fortaleza y nos agrupamos detrás de sus gruesos muros y barrotes como si ellos pudieran mantener alejado al vampiro. Además de ser los destructores de Lucy, condenamos a Mina y a su marido. Van Helsing imaginó que el conde perseguiría a la mujer y sacó de nuevo todos los impedimentos sagrados que habían servido de tan poco en el caso anterior.
Recibí la primera señal de alerta de la invasión del conde cuando un ayudante vino a decirme que Renfield había tenido un accidente. Fui a su cuarto y encontré al lunático tumbado sobre el costado izquierdo, inmerso en un reluciente charco de sangre. Cuando fui a ponerlo boca arriba, me resultó evidente que había sufrido unas heridas terribles; no quedaba nada de la unidad de propósito entre las distintas partes del cuerpo que indica incluso una cordura en letargo. Van Helsing, vestido con bata y zapatillas, intentó salvar la vida del paciente, pero fue inútil. El hombre, traicionado por su amo, deliraba y echaba espuma por la boca. Quincey y Art vinieron también. Mientras el profesor preparaba una trepanación, yo intenté administrarle una inyección de morfina. Renfield me mordió profundamente. Los meses de práctica pasados en arrancar la cabeza de los pájaros con los dientes le habían proporcionado unas mandíbulas fuertes. Si entonces me hubiese puesto en tratamiento, mi mano no habría quedado inutilizada. Pero aquella noche sucedieron muchas cosas y, al salir el sol, yo había huido de Purfleet no más cuerdo, me temo, que aquel pobre difunto.
Renfield nos contó balbuceando su intento de desafiar a su amo. Había desarrollado una especie de afecto hacia la señora Harker, y la ira que le provocaba el trato que el conde le daba a ella quebró su lealtad al vampiro. Creo que había un matiz de celos en su actitud, como si envidiara a Drácula por estar apoderándose lentamente de la vida de Mina. Alternaba ataques maníacos con una cortesía sorprendente. Cuando lo presenté a Quincey y Art, recordó que el padre de Godalming había sido nominado para el Windham y se tomó un tiempo para ilustrar a Quincey sobre la grandeza del estado de Texas, pero siempre trataba con desprecio a Harker, también celoso del abogado. Ante cualquiera de nosotros, incluido el supuesto experto Van Helsing, Renfield hizo el diagnóstico de la condición de Mina.
—No era la misma —dijo—; era como té aguado. No me interesan los pálidos; me gustan bien llenos de sangre, y ella parece haberla perdido toda... El le ha estado quitando la vida.
A primeras horas de aquella noche, el conde había ido a ver a Renfield, al parecer en una forma descarnada semejante a la bruma. El esclavo intentó estrangular al amo, pero sólo consiguió que éste lo arrojara contra la pared sin esfuerzo aparente.
—Ahora sabemos lo peor —declaró Van Helsing—. Está aquí y sabemos lo que se propone. Tal vez no sea demasiado tarde.
Habiendo una vida más importante que salvar que la de Renfield —una opinión apoyada por el propio herido—, Van Helsing abandonó sus planes de operarlo. Nos ordenó reunir las armas que habíamos utilizado contra Lucy. Nuestro grupo avanzó sigilosamente por el pasillo hacia el dormitorio de los Harker, como los amigos de un marido engañado en una farsa francesa.
—¡Qué gran desgracia, que tenga que sufrir la querida señora Mina! —se lamentaba Van Helsing, pasándose el crucifijo de una mano a otra como un fetiche pagano. Él sabía que enfrentarse a un antiguo de noche, cuando sus poderes estaban en su cenit, era muy distinto de atrapar de día a un neonato idiotizado.
Nos detuvimos ante la puerta de los Harker.
—¿Tenemos que molestarla? —preguntó Quincey. El Quincey Morris que recuerdo de nuestra expedición en Corea no habría mostrado ningún reparo en irrumpir en plena noche en la habitación de una joven dama, aunque tal vez habría titubeado si, como ahora, hubiera sabido que el marido estaba con ella. La puerta estaba atrancada, pero pusimos toda nuestra fuerza en derribarla. Se abrió con gran estrépito, y casi caímos cuan largos éramos al suelo. El profesor se cayó de verdad y vi lo que había más allá mientras él se incorporaba poniéndose a cuatro patas. La visión me dejó sobrecogido, y sentí que los cabellos se me erizaban en la nuca.
El claro de luna era tan brillante que por la gruesa persiana amarilla penetraba luz suficiente para iluminar la habitación. En la cama, junto a la ventana, yacía Jonathan Harker con el rostro enrojecido y el aliento agitado. Arrodillada en un extremo del lecho y dándole la espalda estaba su mujer. Junto a ella estaba de pie un hombre alto y delgado, vestido de negro. Tenía el rostro apartado de nosotros, pero, en el mismo instante en que lo vimos, reconocimos todos al conde. Con la zurda sostenía las dos manos de la señora Harker y le mantenía así los brazos totalmente estirados; su mano derecha la tenía sujeta por la nuca y la obligaba a apoyar el rostro contra su pecho. El blanco camisón de dormir de la mujer estaba manchado de sangre, y un fino chorro resbalaba por el pecho desnudo del hombre, que asomaba bajo su camisa desgarrada. La actitud de ambos tenía una terrible semejanza con la de un niño que obligase a un gatito a meter la nariz en un cuenco de leche para forzarlo a beber.
Cuando irrumpimos en la habitación, el conde se volvió y un gesto demoníaco pareció apoderarse de él. Con un movimiento brusco que arrojó a su víctima sobre la cama como si la hubiese lanzado desde una gran altura, se giró y saltó sobre nosotros. Para entonces, el profesor ya se había incorporado y manipulaba una de sus hostias. El conde se detuvo de repente, igual que Lucy fuera de la tumba. Retrocedió más y más mientras nosotros avanzábamos enarbolando nuestras cruces. Éramos un justiciero ejército cristiano, que habría enorgullecido a John Jago. Teníamos al vampiro arrinconado y podríamos haberlo destruido u obligado a huir, de no haber sido por un error por nuestra parte. Era evidente para mí que Drácula compartía la creencia de Van Helsing en el poder de los símbolos sagrados para dañarlo, pero mi propia fe vaciló. Habría preferido tener una pistola en mi mano, o el puñal de Quincey, o uno de mis escalpelos ahora plateados. Hacer frente al conde con un adorno barato y un pedazo de galleta me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, una absoluta estupidez. Cuando mi duda salió a relucir, arrojé mi cruz al suelo. Y, mientras una gran nube negra pasaba sobre la luna, oí una risa terrible en la oscuridad. Quincey puso una cerilla en la salida de gas y se encendió una llama. Todas las sombras se desvanecieron, y el conde se plantó ante nosotros, con la sangre manando del corte superficial que tenía en el pecho. Yo había esperado encontrar a Drácula bebiendo la sangre de la señora Harker, no al revés.
—¡Bien, bien, bien! —dijo el conde, abrochándose la camisa y acicalándose su fular con gesto tranquilo—. El doctor Seward, creo. Y lord Godalming. El señor Morris, de Texas. Y Van Helsing. Por supuesto, Van Helsing. ¿Es profesor o doctor? Nadie parece estar totalmente seguro.
Me sorprendió que nos conociera pero, naturalmente, él obtenía información de muchas fuentes: Harker, Renfield, Lucy, Mina. Esperaba que su voz sería el graznido con fuerte acento extranjero de un Atila que chapurreara el inglés. Sin embargo, hablaba de forma cultivada, casi correcta. De hecho, su dominio de nuestra lengua era muy superior al que tenían Abraham Van Helsing o Quincey P. Morris, para mencionar sólo a dos.
—Creéis que me confundís, con vuestros pálidos rostros en fila, como ovejas en el matadero. Lo lamentaréis, todos y cada uno de vosotros. Las muchachas que amáis ya son mías; y, a través de ellas, vosotros y los demás también seréis míos. Seréis mis criaturas, que haréis mi voluntad, y seréis mis chacales cuando yo desee alimentarme.
Van Helsing, con un rugido de ira, arrojó su hostia contra el conde; pero Drácula se movió con una velocidad increíble y se echó a un lado para que el profesor se cayese por segunda vez. Se rió de nuevo, con una risa cruel y gutural. Yo me quedé paralizado, mientras mi mano palpitaba como si estuviera cubierta de escorpiones. Art tampoco se movió. Esta falta de reacción nuestra justifica que ambos sigamos, por así decir, vivos tres años después.
Quincey, que siempre anteponía la acción al pensamiento, se abalanzó sobre Drácula y lo apuñaló en el corazón. Oí cómo el cuchillo se hundía en él como si penetrase un pedazo de corcho. El conde retrocedió tambaleándose hasta la pared, y Quincey lanzó un aullido de triunfo. Pero la hoja era de simple acero, no de la madera que le habría traspasado el corazón ni la plata que lo habría envenenado. El vampiro se arrancó el puñal del pecho como si lo sacara de una vaina. El tajo permaneció en su camisa, pero se cerró en su carne.
—Bésale el culo al gato negro de mi hermana —dijo Quincey mientras Drácula se cernía sobre él.
El conde le devolvió el puñal a Quincey, pero hundiéndolo en la nuez de su garganta, y luego chupó brevemente la herida abierta.
Nuestro valiente amigo había muerto.
A continuación, el conde levantó del lecho a Harker, que seguía inconsciente, con tanta facilidad como si fuese un bebé. Mina estaba a su lado, con los ojos vidriosos como drogada, y con la barbilla y los senos manchados de sangre. Drácula besó al abogado en la frente y dejó en ella una marca sangrienta.
—Fue mi invitado —explicó—, mas abusó de mi hospitalidad.
Miró a Mina como si se comunicara con su mente. Ella le siseó algo, sorprendentemente, como la neonata Lucy, y dio su blasfema bendición a los propósitos del conde. Se estaba convirtiendo deprisa. Con un golpe brusco, el vampiro rompió el cuello a Harker con sus grandes manos. Clavó la uña del pulgar en la vena del pulso del cuello de Harker y la ofreció a su esposa. Mina, recogiéndose los cabellos con ambas manos, se inclinó y comenzó a lamer la sangre.
Ayudé al profesor a incorporarse. Él se agitó furioso, con el rostro amoratado de sangre y espuma alrededor de la boca. Parecía uno de los locos de la otra sala de la casa.
—Ahora, dejadnos a mí y a los míos —dijo el conde.
Art ya había salido por la puerta. Yo lo seguí, arrastrando a Van Helsing, que refunfuñaba por lo bajo. La señora Harker arrojó a la alfombra el cuerpo sin vida de su esposo, que rodó hasta topar con el lecho, con los ojos abiertos. Desde el pasillo vimos que Drácula atraía hacia sí a Mina y oprimía el rostro contra su garganta mientras sus manos de gruesas uñas le desgarraban el camisón.
—No —se debatía Van Helsing—, no...
Necesité toda mi fuerza, y la de Art, para retener al erudito. Apartamos la mirada del festín de Drácula, pero Van Helsing estaba obcecado. Lo que había visto en el dormitorio de los Harker era una afrenta personal.
Un hombre vestido con un pijama a rayas cubierto de fango irrumpió en el pasillo desde una escalera, arrastrando a una mujer delgada por los cabellos y agitando una navaja desplegada. Era Louis Bauer, el estrangulador de Pimplico Square. Una multitud de otros lo seguían, arrastrando los pies. Alguien cantaba un himno con una voz desentonada aunque pura, acompañado por unos chillidos como de animales. Una figura encorvada forcejeó hasta ponerse al frente de la muchedumbre. Era Renfield, qué caminaba doblado por su terrible herida, con todo el rostro convertido en una pulpa sanguinolenta.
—Amo, yo me redimo... —aulló.
La mole de cuerpos lo empujaba hacia adelante. Ya debería haber muerto, pero la locura puede mantener de pie a gente con las heridas más espantosas, aunque sólo sea mientras dura el ataque. Había dejado libres a sus compañeros de reclusión. Renfield cayó de rodillas y fue pisoteado por los demás locos. Bauer le dio una patada a su columna ya quebrada y lo remató por fin. Había fuego en alguna parte del edificio. Y sonaban unos gritos aterradores, de los pacientes sin control o del personal que soportaba la brutalidad de su furia.
Me di la vuelta buscando a Art, pero había desaparecido. Desde entonces no lo he visto. Rodeando a Van Helsing con mi brazo sano, me alejé de la muchedumbre. El conde, una vez terminada su relación con Mina, salió del dormitorio de los Harker y serenó a los dementes con una mirada, tal como se suponía que podía hacer con los lobos y otros seres salvajes.
Tiré de Van Helsing y lo conduje hacia la escalera posterior que Art debía de haber tomado. Él se resistía y seguía murmurando cosas sobre las hostias consagradas y las sanguijuelas no muertas. Quizás otro hombre lo habría abandonado, pero yo estaba impulsado por una fuerza que había llegado demasiado tarde. Por mi causa, Lucy había sido destruida dos veces, Quincey y Harker estaban muertos, y Mina era esclava del conde. Incluso Renfield estaba sobre mi conciencia: había sido confiado a mis cuidados y yo lo había utilizado para un experimento como él había empleado a sus arañas y chinches. Me aferraba a Van Helsing como si fuese mi salvación, como si rescatándolo pudiera enmendar lo que había hecho con los demás.
Mina estaba ahora al lado del conde, en plenos dolores de su conversión. Tengo entendido que el proceso varía en cuanto a la duración de su incubación. Con la señora Harker, fue rápido. Era difícil reconocer en aquella lasciva neonata, cuyo camisón desgarrado dejaba al descubierto las voluptuosas carnes blancas de su cuerpo, a la maestra remilgada y práctica que había conocido sólo un día antes más o menos.
Con un súbito golpe de fuerza, dominé al profesor, que se desvaneció, y lo llevé hasta la escalera. Iba corriendo como si nos persiguieran, pero nadie nos seguía. Art debía de haber montado en uno de los caballos del establo y se había olvidado de atrancar la puerta, puesto que varios animales ya campaban libremente por los pastos. El fuego ardía en las ventanas más bajas del asilo de Purfleet. Podía percibir el humo en el aire. Como los dementes, corrimos hacia el bosque evitando la masa negra y derruida de la abadía de Carfax. Habíamos sido completamente derrotados. Todo el país estaba a merced del conde Drácula, listo para su sangría.
Permanecimos en el bosque durante varios días con sus noches. Van Helsing había perdido la razón y la esperanza, y mi mano era una masa hinchada de dolor. Encontramos un refugio ligeramente protegido de los elementos y permanecimos allí, sobresaltándonos con cada ruido. Incluso de día teníamos demasiado miedo para movernos. El hambre se convirtió en un problema. En un momento dado, Van Helsing intentó comerse un puñado de tierra. Si yo dormía, me veía perseguido por Lucy en mis sueños.
Nos encontraron antes de finalizar la semana. Mina Harker los lideraba, vestida con pantalones y una vieja chaqueta de tweed que había sido mía, y con los cabellos recogidos bajo una gorra. Su pequeña banda de neonatos eran pacientes convertidos y un soldado. Se habían organizado en un grupo de búsqueda obedeciendo las órdenes del conde, quien estaba trasladando su cuartel general de Purfleet a Piccadilly. Agarraron a Van Helsing, lo maniataron y lo tumbaron sobre el lomo de un caballo para llevarlo de vuelta a la abadía. Lo que fue de él es demasiado conocido para describirlo aquí y demasiado doloroso para pensar en ello.
Quedé a solas con Mina. La conversión la había afectado de manera diferente que a su amiga. Mientras que Lucy se había vuelto más sensual, más procaz, Mina era más severa y decidida. Aceptó su lugar como una de las descartadas por Drácula y encontró una forma de liberación en su nuevo estado. En vida, había sido más fuerte que su marido, más fuerte que la mayoría de los hombres. Y como no muerta era más fuerte aún.
—Lord Godalming está de nuestra parte —me dijo.
Pensé que iba a matarme allí mismo, como había hecho con su estúpido marido. O que me convertiría en lo que ella era. Me incorporé, con mi mano hinchada y sucia en el bolsillo, esperando hacer frente con dignidad a lo que me sucediera. Preparé unas últimas palabras adecuadas en mi mente. Ella se me acercó, con una sonrisa que dejaba al descubierto los dientes, afilados, blancos y duros a la luz de la luna. Casi hipnotizado, tiré del cuello de mi camisa y dejé que el aire de la noche rozara mi garganta.
—No, doctor —dijo ella, y se alejó hacia las tinieblas, dejándome solo en el bosque. Me desgarré los vestidos y lloré.
17 Plata
A las afueras de un burdel, en la esquina de Wardour Street, dos rameras neonatas se ofrecían con discreción. Beauregard reconoció en su silencioso protector al dacoit de Limehouse, con los tatuajes cubiertos por un largo abrigo de terciopelo. Allí donde fuera en la ciudad, en el mundo, nunca podía escapar de las redes de la gente de las sombras. El dacoit no dio ninguna muestra de reconocerlo cuando pasó a su lado, pero de algún modo las chicas sabían que no debían molestarlo.
La dirección era en D'Arblay Street, una tienda modesta situada entre las de un ebanista y un joyero. El ebanista tenía una amplia variedad de ataúdes, desde cajas de madera vulgar hasta ejemplares de un acabado soberbio, dignos del sarcófago de un faraón. Una pareja de neonatos hablaban entre arrumacos sobre un ataúd de especial calidad, lo bastante grande para una familia y ostentoso para provocar un ataque de silenciosa envidia en la esposa de un alto cargo de provincias. El otro establecimiento mostraba una gama de joyas y anillos con las formas o la insignia de murciélagos, calaveras, ojos, escarabajos, dagas, cabezas de lobo o arañas; las baratijas preferidas por el tipo de neonatos que se tildaban de «góticos». Otros los llamaban «murgatroides», según el nombre de la familia que aparecía en Ruddigore, la obra de la Ópera Savoy del año anterior que había satirizado con tanta fortuna a aquella raza.
Los habitantes del Soho eran más excéntricos que sus desesperados primos del Whitechapel. Los «murgatroides» se preocupaban principalmente de los adornos. Muchas de las mujeres que aparecían al ponerse el sol eran extranjeras; francesas o españolas, o incluso chinas. Preferían los vestidos semejantes a sudarios, velos como espesas telarañas, labios y uñas de color escarlata y rizos largos hasta la cintura de cabellos negros y brillantes. Sus amantes seguían la moda establecida por lord Ruthven: pantalones de tartán altos hasta la cintura y de una estrechez nada discreta, puños blandos georgianos, camisas con volantes en el pecho y de tono escarlata o negro, y copetes con cintas y mechas blancas artificiales. Muchos de aquellos vampiros, especialmente los antiguos, veían a los que se movían entre las sombras de los cementerios con gorros con alas de murciélago y guantes negros sin dedos tal como un caballero de Edimburgo vería a un yanqui con un único abuelo escocés que se ataviara con una falda y una banda de tartán, sazonase cada comentario con una cita de Burns o Scott, y mostrase devoción por las gaitas y el haggis.
- Basingstoke -murmuró Beauregard, invocando la palabra mágica de Gilbert que supuestamente convertía al «murgatroide» más embrutecido en una tímida mediocridad de las afueras de la capital.
Fue al establecimiento de Fox Malleson y entró. La tienda se hallaba vacía, con todos los mostradores y estantes desmontados. La ventana estaba pintada de verde. Un matón vampiro permanecía sentado, eternamente vigilante, junto a la puerta que conducía al taller. Beauregard mostró su tarjeta al neonato, quien se incorporó, reflexionó por unos momentos y, por último, abrió la puerta y le hizo un gesto con la cabeza para que entrase. La habitación a la que pasó se encontraba llena de cajones de té abiertos, en los que, entre grandes cantidades de paja, estaba embalado un amplio surtido de objetos de plata: tazas de té y café, cuberterías, copas de críquet, jarros... Amontonados sobre bandejas había restos de anillos y collares, cuyas gemas habían sido extraídas. Una pesada base de anillo llamó su atención; el orificio de su centro era como la cuenca vacía de un ojo. Se preguntó si Fox Malleson estaba asociado al joyero de la puerta de al lado.
—Bienvenido, señor Be —dijo el hombre viejo y de corta estatura que apareció de detrás de una cortina.
Gregory Fox Malleson tenía tantas barbillas que parecía no tener nada entre la boca y el cuello de la camisa salvo masas de gelatina. Su apariencia era simpática y afable e iba cubierto con un delantal sucio, fundas de seda negra sobre las mangas y unas gafas protectoras tintadas en verde colocadas sobre la frente.
—Siempre es un placer ver a un caballero del club Diógenes.
Era cálido. Como platero, difícilmente habría podido no serlo. El neonato de la entrada no se atrevería a aventurarse en el interior del taller de Fox Malleson. Las partículas de plata que flotaban en el aire podían llegar hasta sus pulmones y condenarlo a una muerte lenta.
—Creo que le complacerá el trabajo que hemos hecho. Venga, venga, por aquí...
Corrió la cortina y dejó pasar a Beauregard a las salas del taller. Un lecho de carbones encendidos ardía de manera permanente en la herrería y sobre él había recipientes de oscura plata líquida. Un aprendiz desgarbado estaba fundiendo una cadena de gran tamaño y la introducía en una marmita eslabón a eslabón.
—Resulta muy difícil encontrar materias primas en estos tiempos, con todas las nuevas normas y regulaciones. Pero nos las vamos apañando, señor Be, vaya si lo hacemos. A nuestra manera.
Unas balas de plata se enfriaban sobre un banco como bollos en las planchas de una panadería.
—Un encargo de palacio —explicó Fox Malleson con orgullo. Asió una bala entre el pulgar y el índice. Todas las yemas de sus dedos tenían callos causados por quemaduras—. Son para la guardia cárpata del príncipe consorte.
Beauregard se preguntó cuántos soldados nosferatu cargaban sus propias pistolas. O tenían soldados cálidos a su disposición, o usaban guantes de cuero grueso.
—En realidad, la plata no es muy buena para hacer balas. Es demasiado blanda. El mejor efecto se consigue con un núcleo de plomo. Se llaman «chaquetas de plata». Queman en la herida. Acaban con cualquiera, sea no muerto o cálido. Muy desagradables.
—El arma debe de ser muy costosa, ¿no? —preguntó Beauregard.
—En efecto. Ése era el propósito de Reid, un caballero norteamericano. Dijo que las balas debían ser caras, para recordar que la vida no es una moneda que pueda gastarse a la ligera.
—Un pensamiento admirable. Sorprendente, viniendo de un norteamericano.
Fox Malleson tenía la reputación de ser el mejor platero de Londres. Por un tiempo, estando su profesión totalmente prohibida, había permanecido confinado en Pentonville. Pero la conveniencia había acabado por prevalecer. En el fondo, el poder se basa en la capacidad de matar; así, los medios para matar tienen que estar disponibles, aunque sea solamente para unos pocos elegidos.
—Observe el trabajo de artesanía —dijo Fox Malleson, levantando un crucifijo. Incluso sin sus joyas, el trabajo era evidente en la figura de Cristo—. Puede verse el sufrimiento en las líneas de los miembros.
Beauregard lo examinó. Unos pocos realmente tenían miedo a la cruz —el príncipe consorte incluido, al parecer—, pero la mayoría de los vampiros eran indiferentes a los objetos religiosos. Algunos «murgatroides» sentían una satisfacción especial en alardear de su inmunidad llevando crucifijos de marfil como pendientes.
—Tonterías papistas, claro —añadió Fox Malleson, con un matiz de tristeza. Pasó el crucifijo a su aprendiz para que lo introdujese en la marmita—. A veces, echo de menos el arte. Las balas y las espadas están muy bien, pero son objetos funcionales. No hay mucho que decir de ellas.
Beauregard no estaba seguro de ello. Las filas de balas, como hileras de soldados con cascos puntiagudos, eran objetos relucientes y agradables a la vista.
—Por eso un encargo como el suyo es siempre un placer, señor Be. Un auténtico placer.
Fox Malleson extrajo un bulto largo y fino de un bastidor. Estaba envuelto en un trapo vulgar atado con una cuerda. El platero lo manejaba como si se tratase de Excalibur, y él el caballero encargado de cuidarla hasta el día del regreso del rey Arturo.
—¿Le apetece examinarlo?
Beauregard desató la cuerda y quitó el envoltorio. Su bastón-espada había sido pulido y se le había dado un nuevo acabado. La madera brillaba, negra con un matiz rojo.
—Es maravilloso contemplar una obra semejante, señor Be. El fabricante original era un artista.
Beauregard apretó el resorte y extrajo la espada. Dejando sobre la mesa la funda de madera, levantó la hoja, y giró la muñeca para que reflejase el rojo resplandor de las brasas. La hoja centelleó, relució y danzó.
El peso no se había modificado y su equilibrio era perfecto. Era tan ligera como una vara de sauce, pero un movimiento de muñeca se traducía en un potente mandoble. Beauregard cortó el aire y sonrió al escuchar el silbido.
—Hermosa —comentó.
—Oh, sí, señor Be, hermosa. Como una dama: hermosa y afilada.
Beauregard apoyó el dedo pulgar contra el frío plano de la espada y sintió su suavidad.
—Le pido un favor —dijo el platero—. No la use para cortar salchichas.
Beauregard se echó a reír.
—Tiene mi palabra, Fox Malleson.
Tomó el bastón y, con un chasquido, enfundó la espada bañada en plata. Ahora se sentiría más seguro en Whitechapel, sabiendo que podía defenderse de cualquiera.
—Ahora, señor Be, debe firmar en el Libro de Venenos.
18 Señor Vampiro
Debe venir enseguida, señorita De —dijo Rebecca Kosminski—. Es Lily. Está muy mal.
La serena niña vampira condujo a Geneviève fuera del Hall y por las calles de la ciudad. Estaba cumpliendo su encargo de forma meticulosa. Mientras andaban, Geneviève preguntó a Rebecca sobre ella y su familia. Ella era reacia a dar respuestas que dieran la impresión de que era digna de compasión. La neonata ya tenía un carácter independiente. Iba vestida como una mujer adulta en miniatura y no contestaba cuando le preguntaban cuáles eran sus muñecas favoritas. La pregunta más cruel que se podía hacer a Rebecca era: «¿Qué querrías ser si pudieses ser mayor?».
En Minories, Geneviève volvió a tener la sensación de que la seguían desde lejos. En las últimas noches había estado semiconsciente de algo que estaba apenas más allá del alcance de su mente. Algo amarillo que daba brincos.
—¿Es usted muy vieja, señorita De? —preguntó Rebecca.
—Sí. Dieciséis años cálida y cuatrocientos cincuenta y seis oscura.
—¿Es una antigua?
—Supongo que sí. Mi primer baile fue en mil cuatrocientos veintinueve.
—¿Llegaré yo a ser una antigua?
Era improbable. Pocos vampiros vivían tanto como lo habrían hecho sin convertirse. Si Rebecca superaba el primer siglo, entonces era muy probable que viviese varios más. Muy probable.
—Si llego a ser una antigua, espero ser igual que usted.
—Ten cuidado con tus esperanzas, Rebecca.
Llegaron al puente del ferrocarril, y Geneviève vio un puñado de mujeres y hombres bajo los arcos. La cosa que estaba fuera de su alcance también se detuvo, advirtió. Tenía la impresión de que se trataba de algo realmente viejo, pero no verdaderamente muerto.
—Aquí, señorita De.
Rebecca la tomó de la mano y la condujo hasta el grupo. En el centro de la atención estaba Cathy Eddowes, sentada en los adoquines con la cabeza de Lily en su regazo. Ninguna de las dos neonatas tenía buen aspecto. Cathy estaba más delgada que unas pocas noches antes. Su sarpullido se había extendido hasta abarcar sus mejillas y su frente. La bufanda con que se envolvía la cabeza no escondía la extensión de sus manchas. Los mirones dejaron pasar a Geneviève y Cathy le sonrió. Lily tenía una especie de ataque y sólo se le veía el blanco de los ojos.
—Casi se tragó la lengua, pobrecita —dijo Cathy—. Tuve que meterle el pulgar.
—¿Qué le pasa a Lily? —preguntó Rebecca. Geneviève apoyó una mano en la niña y sintió que temblaba. Los huesos se movían bajo su piel como si su esqueleto intentara asumir una forma nueva, destrozándole la carne.
—La verdad es que no lo sé —admitió Geneviève—. Intenta cambiar de forma, pero no lo hace muy bien.
—Me gustaría cambiar de forma, señorita De. Podría ser un pájaro o un gato grande...
Geneviève miró a Rebecca y dejó que la neonata contemplase a Lily. Rebecca lo entendió.
—Supongo que debo esperar hasta que sea mayor.
—No lo olvides, Rebecca.
Un «murgatroide» del West End había convertido a Lily para divertirse. Geneviève decidió buscar a ese neonato e inculcarle que fuera consciente de su responsabilidad hacia su hija oscura. Si no atendía a razones, podría hacerle daño hasta convencerlo de no volver a ser tan despreocupado con su Beso Oscuro. Entonces pensó para sus adentros: «Cuidado». Sonaba demasiado parecido al Antiguo Testamento.
El brazo de Lily era el miembro más gravemente afectado. Ya era un ala de vampiro completa, reseca y muerta, y la membrana se extendía entre espinas óseas. Una mano diminuta e inútil había surgido de un nodo de las costillas.
—Jamás volará —dijo Geneviève.
—¿Qué se debe hacer? —preguntó Cathy.
—La llevaré al Hall. Tal vez el señor Seward tenga un tratamiento.
—No hay esperanza, ¿verdad?
—Siempre hay esperanza, Cathy. No importa lo mucho que sufras. Tú también tienes que ver al doctor. Ya te lo dije.
Cathy se encogió. Tenía miedo a los médicos y los hospitales, más que a los policías y las cárceles.
—¡Cuernos! —exclamó alguien—. Por los clavos de Cristo, ¿qué es eso?
Geneviève se volvió. La mayoría de la gente desapareció en la niebla. Quedó a solas con Cathy, Lily y Rebecca. Algo se aproximaba entre la bruma.
Por fin iba a enfrentarse con la cosa que la había estado acechando. De pie, miró a su alrededor. El puente del ferrocarril tenía una altura de unos seis metros; un vagón muy cargado podría cruzarlo. La cosa venía de donde ella había venido, desde Aldgate. Primero la oyó, como el lento redoble de un tambor. La cosa rebotaba como una bola de goma, pero con una lentitud antinatural, como si la niebla fuera tan espesa como el agua. Su silueta apareció. Era alto y lucía una gorra con borla. Llevaba una túnica larga de color amarillo, con unas mangas enormes que colgaban de sus largos brazos. Había sido chino mucho tiempo atrás. Todavía llevaba sandalias en sus pequeños pies.
Rebecca miró al vampiro.
—Eso —dijo Geneviève— es un antiguo.
Seguía inclinándose hacia adelante como un muñeco. Geneviève puso una cara como de momia egipcia, pero en la que se habían añadido unos colmillos protuberantes y garras como cuchillas en las manos. Era el vampiro más viejo que había visto Geneviève y debía de haberse ganado sus arrugas a lo largo de incontables siglos.
—¿Qué desea de mí? —preguntó, primero en chino mandarín y luego en cantones. Había pasado una docena de años viajando por China, pero eso había sido hacía ciento cincuenta años. Había olvidado la mayoría de los idiomas—. Cathy, lleva a Rebecca y a Lily al Hall. ¿Me has entendido?
—Sí, señorita —contestó la neonata. Estaba aterrada.
—Hazlo ahora, por favor.
Cathy se incorporó, sosteniendo a Lily junto a su hombro, y tomó de la mano a Rebecca. Las tres se desvanecieron a paso rápido por el arco del puente. Doblaron por Fenchurch Street y regresaron hacia Aldgate y Spitalfields.
Geneviève miró al viejo vampiro, y volvió al inglés. En cierto momento de su existencia, los antiguos superaban la necesidad de hablar y leían lo que necesitaban saber directamente en las mentes de los demás.
—Bien... ahora estamos solos.
Dio un brinco y aterrizó frente a ella, con los brazos apoyados sobre sus hombros. Sus músculos se agitaban como gusanos bajo la fina piel de su rostro. Tenía los ojos cerrados, mas podía ver.
Ella cerró el puño y lo golpeó en el corazón. Su puñetazo debería haber atravesado las costillas; sin embargo, ella sintió como si hubiera golpeado una gárgola de granito. Había linajes extraños en China. Hizo caso omiso del dolor, se dio parcialmente la vuelta en el incompleto abrazo del vampiro y, levantando la pierna, hundió el talón en su estómago y empujó con fuerza, utilizando la solidez del vampiro para apartarse. Sus manos se extendieron como resortes cuando cayó sobre los adoquines al otro lado del puente. Se acurrucó en el círculo de luz de una farola como si le ofreciera protección. También le dolía el tobillo. Se puso en pie de un salto y miró hacia atrás. El vampiro chino había desaparecido. O no pretendía hacerle daño, o estaba jugando con su presa. Ella sabía cuál de las dos alternativas era la más probable.
19 El modelo
Lord Ruthven estaba de pie sobre un podio, con una mano apretada con firmeza contra su pecho de extravagantes volantes y la otra descansando sobre una impresionante pila de libros. Godalming observó que el Carlyle del primer ministro todavía tenía algunas páginas sin separar. Ruthven vestía una levita de color negro intenso con alamares en el cuello y en los bolsillos. Lucía una chistera de ala rizada y su rostro era inexpresivo, aunque en actitud pensativa. El retrato iba a llamarse «El gran hombre», o algún otro título igualmente impresionante. Milord Ruthven, el vampiro estadista.
Godalming había posado varias veces para los pintores, y siempre se había sentido dominado por una serie de necesidades repentinas y apremiantes de rascarse, parpadear o hacer algún movimiento nervioso. Ruthven era único en su capacidad de permanecer inmóvil toda la tarde, con tanta paciencia como un lagarto que espera sobre una roca a que su almuerzo se arrastre dentro del radio de su veloz lengua.
—Es una lástima que se nos niegue el milagro de la fotografía —declaró, aparentemente sin mover los labios.
Godalming había visto varios intentos de hacer fotografías de vampiros. Daban un resultado borroso y los sujetos aparecían, si lo hacían, como siluetas desdibujadas con rasgos cadavéricos. Las leyes que afectaban a los espejos estropeaban de algún modo el proceso fotográfico.
—Pero sólo un pintor puede captar la personalidad del modelo —dijo Ruthven—. El genio humano será siempre superior a los trucos mecánico-químicos.
El artista encargado era Basil Hallward, el retratista de sociedad. Bosquejaba hábilmente una serie de estudios como fase preliminar del retrato de cuerpo entero. Aunque era más un artista de moda que un hombre inspirado, Hallward tenía momentos brillantes. Incluso Whistler había expresado algunas palabras amables sobre sus primeros trabajos.
—Godalming, ¿qué sabe del asunto de Cuchillo de Plata? —preguntó Ruthven de repente.
—¿Los asesinatos de Whitechapel? Tres hasta ahora, creo.
—Bien, está sobre el asunto. Es usted un hombre excelente.
—Sólo he echado un vistazo a los periódicos.
Hallward liberó al primer ministro, y Ruthven saltó del podio ansioso por ver los esbozos, que el pintor apretaba contra su corazón.
—¡Vamos!, sólo una miradita —le rogó Ruthven, ejerciendo un encanto considerable. A veces, interpretaba el papel de muchacho travieso.
Hallward le enseñó su cuaderno, y Ruthven lo hojeó expresando su aprobación.
—Espléndido, Hallward —comentó—. Creo que me ha entendido. Godalming, vea esto, mire esta expresión. ¿Acaso no soy yo?
Godalming estuvo de acuerdo. El primer ministro estaba encantado.
—Usted es demasiado neonato para haber olvidado su propia cara, Godalming —dijo Ruthven, con los dedos apoyados en la mejilla—. Cuando yo estaba tan poco frío como usted, juré que eso no me ocurriría. ¡Ah, las decisiones de la juventud! ¡Desaparecieron, desaparecieron!
De la filosofía, Ruthven pasó a las ciencias naturales.
—De hecho, es falso que los vampiros carezcamos de reflejo. Es sólo que la imagen, invariablemente, no se refleja tal como es en el mundo.
Godalming, como todos los neonatos, se había mirado en un espejo de mano durante horas, extrañado. Algunos desaparecían por completo, mientras que otros veían un traje aparentemente vacío. La imagen de Godalming era un borrón negro como las fotografías mencionadas por Ruthven. El tema de los espejos era considerado por todos como el más impenetrable de los misterios de los no muertos.
—Sea como sea, Godalming... ¿Y Cuchillo de Plata? Ese asesino brutal... Sólo ataca a los de nuestra especie, ¿verdad? Corta gargantas y apuñala corazones.
—Eso dicen.
—¿Un valeroso matador de vampiros, como su viejo socio Van Helsing?
Godalming sintió que le ardía la cara; si aún era capaz de sonrojarse, lo hizo.
—Lo siento —se disculpó el primer ministro con clara sinceridad—. No pretendía plantear ese asunto. Debe de ser doloroso para usted.
—Las cosas han cambiado, señor.
Ruthven agitó la mano.
—Usted perdió su prometida por ese Van Helsing. Ha sufrido más por su causa incluso que el príncipe Drácula y por ello ha sido amnistiado y se le ha perdonado su ignorancia.
Godalming recordaba haber dado martillazos a la estaca y los siseos de Lucy escupiendo sangre. Su muerte jamás debería haberse producido. Lucy sería ahora una de las primeras damas de la corte, como Wilhelmina Harker o las amantes cárpatas del príncipe consorte, pero la habría perdido de todos modos.
—Tiene razones para maldecir la memoria de ese holandés. Por ese motivo, deseo que represente mis intereses en el caso de Cuchillo de Plata.
—No entiendo lo que quiere decir.
Ruthven había regresado al podio, exactamente en la misma pose. Los rápidos dedos de Hallward se concentraron en los detalles en un gran bosquejo.
—El palacio se ha interesado en ello. Nuestra querida reina está muy preocupada. Tengo una nota personal de Vicky: «Ese asesino no es, ciertamente, un inglés», deduce, «y, si lo es, ciertamente no es un caballero». Muy perspicaz.
—Whitechapel es famoso por ser un nido de extranjeros, mi señor. La reina podría tener razón.
Ruthven sonrió con ironía.
—Tonterías, Godalming. A todos nos debería gustar creer que un inglés es incapaz de llevar una conducta atroz, pero no es ése el caso. Al fin y al cabo, sir Francis Varney es inglés. Lo importante es que nuestro asesino es muy selectivo respecto a sus experimentos quirúrgicos.
—¿Cree que es un médico?
—No es ninguna teoría nueva. Carece de importancia. No, lo importante es que es un matador de vampiros. Un lunático homicida, casi seguro, pero también un asesino de vampiros. Dado lo delicado de la situación, está andando por la cuerda floja con la opinión pública. No importa lo mucho que lo desaprueben o lo llamen «monstruo». Hay otro sector, un sector que afirma que Cuchillo de Plata es un héroe proscrito, un Robin Hood de las cloacas.
—Supongo que ningún inglés piensa así...
—¿Ha olvidado cómo se sentía cuando era cálido, Godalming? ¿Cómo se sentía cuando seguía a Van Helsing por el cementerio de Kingstead con un martillo y una estaca?
Godalming lo entendió.
—Lo mejor que podría pasar, y no le estoy encargando un acto semejante de ninguna manera, es que nuestro chiflado hundiera su cuchillo de plata en una puta cálida y así demostrara una obsesión generalizada. Si existe alguna simpatía por él, un acto así la desvanecería por completo.
—Desde luego.
—Pero incluso este elevado cargo no me da poder sobre las mentes de los asesinos locos. Una lástima.
—¿Qué quiere que haga?
—Vaya mirando lo que pasa, Godalming. Llevamos mucha desventaja. Muchos grupos interesados están siguiendo el rastro de nuestro hombre. Los cárpatos han estado asistiendo a los interrogatorios y husmeando en lugares poco recomendables. Y un conocido suyo, un tal Charles Beauregard, ha estado trabajando por cuenta de nuestro servicio más secreto.
—¿Beauregard? Pero si es un cagatintas...
—Es un miembro del club Diógenes. Y el club Diógenes está bien situado.
Godalming encontró un pliegue del labio entre los dientes, lo mordió y se tragó el breve regusto de su propia sangre. Se estaba convirtiendo en un hábito.
—Beauregard ha estado merodeando de manera misteriosa, y he advertido que su prometida está molesta por su falta de atenciones.
—¿Siempre el libertino Godalming de cabellos rizados? —exclamó Ruthven, echándose a reír.
—Nada de eso —mintió Godalming.
—En cualquier caso, vigile a Beauregard. No tengo informes sobre más allá de lo elemental; lo que me sugiere que no es un pobre tonto que el almirante Messervy y su tripulación desean entregarnos.
No imaginaba que Beauregard supiera ni tan sólo dónde estaba Whitechapel. Pero había estado en la India. Godalming había oído insinuaciones extrañas de Penélope, indicios que ahora formaban la imagen desdibujada de un hombre muy distinto del aburrido compañero de las veladas de Florence Stoker.
—Sea como sea, esperamos a sir Charles Warren dentro de media hora. Respiraré fuego en su cara y le inculcaré la importancia de llevar este asunto a una conclusión rápida y feliz. Luego tengo la intención de cargarlo a usted con la responsabilidad de ser el comisario.
Godalming estaba orgulloso en silencio. Un neonato listo podía ascender mucho prestando tal servicio a su primer ministro.
—Godalming, ésta es su oportunidad de borrar para siempre el interrogante que pesa sobre su nombre. Tráiganos a Cuchillo de Plata y será como si jamás hubiese conocido a Van Helsing. Pocos tienen la ocasión de cambiar su pasado.
—Gracias, primer ministro.
—Y recuerde: nuestros intereses coinciden. Si el asesino es llevado ante un tribunal, será algo bueno y justo. Pero lo más importante del caso no se refiere a los destinos de unas prostitutas destripadas. Cuando esto haya terminado, el asesino deberá ser vilipendiado, no reverenciado.
—No estoy seguro de entenderlo bien.
—Se lo mostraré con un ejemplo. En Nuevo México, hace diez años, un neonato enloqueció y empezó a matar sin sentido. Un cálido, Patrick Garrett, cargó una pistola con dieciséis balas de plata y le acribilló el corazón con fragmentos punzantes como cuchillas. El neonato se llamaba Henry Antrim o William Bonney, una sanguijuela idiotizada que se merecía su destino. Poco después empezaron a circular ciertas historias. Se escribieron novelas baratas sobre su juventud y su atractivo romántico. Ahora lo llaman Billy el Niño, o Billy el Sangriento. Los asesinatos escuálidos y los delitos patéticos han sido olvidados y el Oeste americano tiene ahora un semidiós vampírico suelto. Puede leer en la prensa sensacionalista cómo rescataba a doncellas y era recompensado con sus favores, o cómo defendía a los granjeros pobres de los ganaderos terratenientes, o cómo se convirtió en un asesino solamente para vengar la muerte de su padre oscuro. Billy Bonney era tan miserable que habría sangrado a su propio caballo, pero ahora es un auténtico héroe. Eso no ocurrirá en este caso. Cuando Cuchillo de Plata sea alzado en la estaca, quiero a un loco muerto y no una leyenda inmortal.
Godalming lo entendió.
—Warren y los demás solamente desean acabar con Cuchillo de Plata para 1888. Yo quiero que usted se asegure que es destruido para siempre.
20 En New Grub Street
Septiembre casi había llegado a su fin. Era la mañana del 28. Cuchillo de Plata no había asesinado después de Lulú Schön, el 17. Naturalmente, Whitechapel estaba ahora tan abarrotado de policías y periodistas que el asesino podía sentirse dominado por la timidez. A menos que, como algunos habían teorizado, él fuese un policía o un periodista.
Con el sol en el cielo, las calles estaban escasamente transitadas. La niebla se había dispersado por el momento, permitiéndole tener una imagen clara y fría del lugar que se había convertido en el segundo hogar de Beauregard. Éste tuvo que admitir que no sentía mucho aprecio por la zona, ni de día ni de noche. Después de otra ronda inútil con detectives resentidos, estaba al borde del agotamiento. Su impresión profesional era que la pista se estaba esfumando rápidamente. El asesino podría haber sucumbido a su propia obsesión y haber vuelto el cuchillo contra sí mismo. O simplemente se había colado en un barco con destino a América o Australia. Pronto habría vampiros en cualquier lugar del mundo donde se pudiese ir.
—Tal vez se ha detenido -había sugerido el sargento Thick—. A veces lo hacen. Podría pasarse el resto de su vida riéndose disimuladamente cada vez que pase un agente de policía a su lado. Quizá no se divierte con el cuchillo, sino que lo que quiere es tener su propio secreto.
Aquello no le había parecido acertado a Beauregard. Por las autopsias, creía que Cuchillo de Plata encontraba placer en cortar en pedazos a vampiras. Aunque las víctimas no eran violadas de forma convencional, era evidente que los crímenes eran de naturaleza sexual. En privado, el doctor Phillips, forense de la División H, elucubraba que el asesino podía practicar el pecado de Onán en el lugar del crimen. Casi todo lo relacionado con este caso era absolutamente repulsivo para una persona sensible y decente.
—Señor Beauregard. —interrumpió una voz femenina sus pensamientos—. Charles...
Una joven con un bonete negro y gafas ahumadas cruzó la calle para hablar con él. Aunque no llovía, sostenía un paraguas negro que mantenía su rostro en la sombra. Sopló una racha de viento que lo inclinó y apartó la sombra.
—¡Vaya, es la señorita Reed! —exclamó Beauregard, sorprendido— ¿Kate?
La muchacha sonrió al ser recordada.
—¿Qué la trae a este barrio tan poco hospitalario?
—El periodismo, Charles. ¿Se acuerda de que escribo artículos?
—Por supuesto. Su artículo sobre las consecuencias de la huelga por la igualdad de las mujeres en Our Corner fue ejemplar. Radical, desde luego, pero realmente excelente.
—Probablemente es la primera y única vez que la expresión «realmente excelente» se utiliza relacionada con mi trabajo, pero le agradezco el cumplido.
—Usted se subestima, señorita Reed.
—Quizá —comentó ella en tono reflexivo, antes de continuar con el asunto que traía entre manos—. Estoy buscando a mi tío Diarmid. ¿Lo ha visto?
Beauregard sabía que el tío de Kate era uno de los jefes de la Central News Agency. La policía lo tenía en gran consideración y lo valoraba como uno de los pocos periodistas con escrúpulos especializado en sucesos.
—Últimamente no. ¿Está por aquí? ¿Trabaja en alguna historia?
—En «la» historia: Cuchillo de Plata.
Kate estaba nerviosa y sostenía una carpeta de documentos que parecía tener un valor totémico para ella. Su paraguas era demasiado grande para que lo pudiera manejar con facilidad.
—Algo ha cambiado en usted, señorita Reed. ¿Tal vez ha modificado su peinado?
—No, señor Beauregard.
—¡Qué raro! Habría jurado que...
—Quizá no me había visto desde que me convertí.
Al joven le fue súbitamente obvio que ella era una nosferatu.
—Le ruego que me perdone.
Ella se encogió de hombros.
—No tiene importancia. Muchas chicas se están convirtiendo, ¿sabe? Mi... ¿cómo lo llaman?... padre oscuro tiene muchos descendientes. Es el señor Frank Harris, el editor.
—He oído hablar de él. Es amigo de Florence Stoker, ¿no?
—Creo que lo era.
Su padrino, famoso por ser el mayor defensor de gente con la que luego rompía, era famoso por la prodigalidad de sus afectos. Kate era una mujer que no se iba con rodeos; Beauregard entendió por qué pudo atraer el interés del señor Frank Harris, editor.
Ella debía de tener una misión importante para aventurarse de día, por mucho que se protegiera del sol, tan poco tiempo después de haberse convertido.
—Cerca hay un café donde se reúnen los reporteros. No es el lugar más apropiado para una joven no acompañada, pero...
—En tal caso, señor Beauregard, usted debe acompañarme, pues tengo algo que el tío Diarmid tiene que ver de inmediato. Espero que no me considere descarada o atrevida: no se lo pediría si no fuese importante.
Kate Reed siempre había sido pálida y delgada. La conversión había hecho que su tez pareciera más saludable. Beauregard notó su fuerza de voluntad y no le apetecía resistirse.
—Muy bien, señorita Reed. Por aquí...
—Llámeme Kate, Charles.
—Por supuesto, Kate.
—¿Cómo está Penny? No la he visto desde...
—Me temo que yo tampoco. Supongo que está un poco enfadada.
—No sería la primera vez.
Beauregard frunció el entrecejo.
—¡Oh, lo siento, Charles! No quería decir eso. A veces me comporto como una verdadera tonta.
Ella lo hizo sonreír.
—Aquí —dijo él.
El Café de París estaba en Commercial Street cerca de la comisaría. Era un establecimiento de comida popular, en el que antes almorzaban conserjes de bolsa y agentes de policía, y que ahora estaba abarrotado de hombres con bigotes curvados y trajes a cuadros que discutían sobre titulares y subtítulos. El motivo de que el local tuviera tanta clientela entre la prensa era que el propietario había instalado en él uno de los nuevos aparatos telefónicos. Por un penique, permitía a los periodistas llamar a sus redacciones, incluso el tiempo suficiente para dictar un artículo por la línea.
—Bienvenida al futuro —dijo, abriendo la puerta para que Kate pasara.
Ella comprendió lo que quería decir.
—¡Oh, qué maravilla!
Un pequeño norteamericano malhumorado, ataviado con un traje blanco arrugado y un sombrero de paja de la década anterior, sostenía el auricular y el micrófono del aparato y vociferaba a un editor invisible.
—Como le digo —gritó, tan fuerte que el milagro de la ciencia moderna podía parecer superfluo—. Tengo a una docena de testigos que juran que Cuchillo de Plata es un hombre-lobo.
El hombre que estaba al otro extremo del hilo también gritaba, lo que dio al exasperado reportero la ocasión de tomar aliento.
—Anthony —se oyó la voz en el aparato—, esto es un noticiero. Se supone que imprimimos noticias.
El periodista manoseó el aparato hasta cortar la llamada y se lo pasó al siguiente de la cola formada para llamar, un neonato asustado.
—Aquí lo tiene, LeQueux —dijo el norteamericano—. Espero que su teoría sobré el autómata movido por vapor tenga más suerte.
LeQueux, cuyos artículos había leído Beauregard en el Globe, hizo tabletear el teléfono y comenzó a susurrar palabras a la operadora.
Un pequeño grupo de niños vagabundos jugaban a las canicas en un rincón. Junto al hogar, y entre chupadas de pipa, Diarmid Reed impartía una conferencia a un grupo de trabajadores.
—Una historia es como una mujer, muchachos —dijo—. Podéis perseguirla y atraparla, pero no conseguiréis que se quede por más tiempo del que ella quiera. A veces, uno invita a su mujer a arenque y descubre que ahora no quiere nada por debajo del salmón.
Beauregard tosió para llamar la atención de Reed y evitar que sus comentarios avergonzaran a su sobrina. Reed levantó la mirada y sonrió.
—¡Katie! —exclamó, sin rastro de arrepentimiento por su cínica metáfora—. Ven a tomar un poco de té. Y Beauregard, ¿no es así? ¿Dónde ha encontrado a mi ignorante sobrina? No en alguna casa de las cercanías, espero. Su pobre madre siempre decía que ella sería la ruina de la familia.
—Tío, esto es importante.
El mostró una expresión escéptica, aunque benigna.
—¿Tan importante como tu historia sobre el sufragio de las mujeres?
—Tío, tanto si estás de acuerdo con mi opinión sobre ese tema como si no, debes aceptar que el hecho de que un número muy abundante de mujeres se manifiesten a favor, entre ellas muchas de las más grandes e inteligentes del país, es noticia. Especialmente cuando el primer ministro responde enviando a los Cárpatos.
—¡Muy bien, chica! —dijo el hombre del sombrero de paja.
Kate dio su paraguas a Beauregard y abrió la cartera de documentos. Dejó un papel sobre la mesa entre tazas de té y ceniceros.
—Esto llegó ayer. No olvides que me tuviste abriendo cartas como castigo.
Reed estaba examinando atentamente el papel, que estaba cubierto por una caligrafía roja semejante a una telaraña.
—¿Me lo has traído a mí directamente?
—Te he estado buscando toda la noche.
—¡Aquí tenemos a una buena vampira! —exclamó un reportero neonato, con camisa de franjas y las puntas del bigote enceradas.
—Cierra la boca, D'Onstan —dijo Reed—. Mi sobrina bebe tinta de imprenta, no sangre. Tiene noticias en las venas, mientras que tú sólo tienes agua caliente.
—¿Qué es eso? —preguntó LeQueux, que había interrumpido su conexión telefónica para ponerse al corriente de lo que sucedía.
Reed hizo caso omiso de su pregunta. Encontró un penique en el bolsillo de su chaleco y llamó a uno de los pilluelos.
—Ned, ve a la comisaría y busca a alguien con graduación superior a la de sargento. Ya sabes lo que eso significa.
El niño, de mirada penetrante, hizo una mueca insinuando que lo sabía todo sobre las variedades y las costumbres de los policías.
—Dile que la Central News Agency ha recibido una carta que «supuestamente» ha sido escrita por Cuchillo de Plata. Sólo estas palabras, exactamente.
—¿«Sufustamente»?
—Supuestamente.
Aquel Mercurio descalzo atrapó la moneda de un penique en el aire y salió corriendo.
—Creedme, los chicos como Ned heredarán la tierra —declaró Reed—. El siglo XX es inimaginable para nosotros.
Nadie quería escuchar teorías sociales, mas todos ansiaban echar una ojeada a la carta.
—Cuidado —dijo Beauregard—. Creo que eso es una prueba.
—Bien dicho. Ahora atrás, muchachos. Dejadme un poco de espacio.
Reed sostuvo la carta con cuidado y la releyó.
—Bueno, esto es el final de Cuchillo de Plata —sentenció al terminar.
—¿Qué? —exclamó LeQueux.
—«No se refrenen de utilizar ni nombre artístico», dice en la posdata.
—¿Nombre artístico? —inquirió D'Onstan.
—Jack el Destripador. Firma: «Suyo afectísimo, Jack el Destripador».
D'Onstan susurró el nombre y le dio vueltas en la boca. Otros se unieron al coro: el Destripador, Jack el Destripador, Jack, el Destripador. Beauregard sintió un escalofrío.
Kate estaba complacida y miraba las punteras de sus botas con modestia.
—Beauregard, ¿le importa?
Reed le entregó la carta, lo que levantó murmullos de envidia entre los periodistas rivales.
—Léala en voz alta —sugirió el norteamericano.
Beauregard se sintió un tanto cohibido.
—«Estimado jefe...» —comenzó a leer—. La caligrafía es apresurada y angulosa, pero sugiere que el hombre ha recibido una educación. Es un hombre acostumbrado a escribir.
—Déjese de comentarios —lo interrumpió LeQueux—. Léala tal cual.
—«Sigo oyendo que la policía me ha detenido, pero no es así.» (Falta el acento.) «No me van a atrapar todavía. Me entra la risa cuando se las dan de inteligentes y dicen estar sobre la pista correcta...»
—Un chico brillante —opinó D'Onstan—. Ahí les ha mandado un golpe directo a Lestrade y Abberline.
Todos hicieron callar al autor de la interrupción.
—«Esa broma sobre Cuchillo de Plata hace que me parta de risa. Voy tras las sanguijuelas y no dejaré de destriparlas hasta que me pillen. El último trabajo fue excelente. No di a aquella dama tiempo de gritar. ¿Cómo van a pillarme ahora? Me encanta mi trabajo y quiero repetirlo. Pronto oirán nuevas noticias de mis jueguecitos.»
—Basura degenerada... —prorrumpió D'Onstan.
Beauregard no pudo más que estar de acuerdo.
—«Había guardado algo de líquido rojo auténtico en una botella de cerveza después del último trabajo para escribir con él, pero se volvió espeso como pegamento y no puedo usarlo. Espero que la tinta roja sea adecuada. Ja, ja. En el próximo trabajo que haga le cortaré las orejas a la dama y se las enviaré a los policías para divertirme. ¿Qué les parece?»
—¿Para divertirse? ¿Qué pasa, es una broma?
—Nuestro hombre es un chistoso —opinó LeQueux—. La reencarnación de Grimaldi.
—«Guarden esta carta hasta que haya hecho otro trabajo y luego publíquenla en su totalidad.»
—Suena como mi editor —comentó el norteamericano.
—«Mi cuchillo es tan bonito, plateado y afilado que quiero ponerme a trabajar enseguida, en cuanto tenga la ocasión. Buena suerte.» Y, como dijo Reed, «Suyo afectísimo, Jack el Destripador. No se refrenen de utilizar mi nombre artístico». Hay otra posdata. «No tuve el detalle de enviar esta carta antes de quitarme toda la tinta roja de los dedos, maldita sea. Todavía no hay suerte. Ahora dicen que soy un médico, ja, ja.»
—Ja, ja —dijo irritado un hombre de edad avanzada del Star—. Maldito «ja, ja». Le haría comerse su «ja, ja» si estuviera aquí.
—¿Cómo sabemos que es él? —preguntó D'Onstan, entornando los ojos y atusándose el bigote como un villano de melodrama.
Ned había regresado acompañado de Lestrade y un par de agentes. Jadeaban como si les hubieran dicho que era el propio asesino, y no simplemente un comunicado suyo, el que estaba en el Café de París.
Beauregard entregó la carta al inspector. Mientras éste la leía, formando las palabras con los labios, los periodistas discutían entre sí.
—Es una broma de mal gusto —dijo alguien—. Un bromista al que le gusta causarnos problemas.
—Yo creo que es auténtica —opinó Kate—. Tiene un sentido de lo macabro que me resulta creíble. Toda esa supuesta diversión... La carta está impregnada de un goce perverso. Cuando la abrí, antes incluso de leerla, ya tuve una profunda sensación de maldad, de soledad, de resolución.
—Sea lo que sea —intervino el norteamericano—, es una noticia. No pueden impedir que la publiquemos.
Lestrade levantó una mano como si quisiera hacer una objeción, pero la dejó caer antes de decir nada.
—Jack el Destripador, ¿eh? —dijo Reed—. Nosotros no lo habríamos hecho mejor. El viejo apodo de Cuchillo de Plata ya se estaba desgastando. Ahora tenemos un nombre adecuado para el criminal.
21 In Memoriam
29 de septiembre
Hoy he ido al cementerio de Kingstead a dejar mi corona anual. Lirios, por supuesto. Hace tres años de la destrucción de Lucy. La tumba muestra la fecha de su primera muerte y sólo yo —o eso creía— recuerdo la fecha de la expedición de Van Helsing. Es poco probable, al fin y al cabo, que el príncipe consorte lo declare día festivo nacional.
Cuando salí del bosque hace poco menos de tres años, encontré que el país se estaba convirtiendo al vampirismo. Durante meses, mientras el conde ascendía a su posición actual, siempre esperé su ataque. Estaba seguro de que el invasor que había obtenido tanto placer con el descrédito público de Van Helsing acabaría por alargar su garra y me aplastaría. Por fin, mientras el miedo se reducía a un tenue palpito, supuse que me había confundido entre las multitudes que tanto atraían a nuestro nuevo señor. O tal vez, con esa crueldad diabólica por la que es famoso, había decidido que dejarme vivir era una venganza más apropiada. Después de todo, represento una débil amenaza para el príncipe consorte. Desde entonces, la vida me ha parecido un sueño, una sombra nocturna de lo que debería haber sido...
Todavía sueño con Lucy, demasiado. Sus labios, su piel pálida, sus cabellos, sus ojos... Muchas veces, los sueños en que aparece Lucy han sido la causa de mis poluciones nocturnas. Besos húmedos y sueños húmedos...
He elegido trabajar en Whitechapel porque es la región más fea de la ciudad. Las trivialidades que algunos argumentan para considerar tolerable el gobierno de Drácula resultan allí más desatinadas que en ningún otro sitio. Con vampiras marranas aullando para conseguir sangre desde todas las esquinas y hombres aturdidos o muertos por las callejuelas, uno puede ver el verdadero rostro corrompido de lo que se ha creado. Me cuesta mantener el control entre tantas sanguijuelas, pero mi vocación es fuerte. Una vez fui médico, especialista en desórdenes mentales. Ahora soy un matador de vampiros. Mi deber es seccionar el corazón corrupto de la ciudad.
La morfina hace su efecto. Mi dolor disminuye y mi visión se vuelve más aguda. Esta noche veré a través de las brumas. Desgarraré la cortina y afrontaré la verdad.
La niebla que cubre Londres en otoño se ha vuelto más espesa. Tengo entendido que toda clase de alimañas —ratas, perros salvajes, gatos— han proliferado. Algunos barrios de la ciudad han visto incluso un resurgimiento de las enfermedades medievales. Es como si el príncipe consorte fuese un desagüe que borbota y escupe porquería desde el lugar donde se encuentra, sonriendo con su sonrisa de lobo mientras la enfermedad se extiende por su reino. La niebla significa que hay poca distinción entre el día y la noche. En Whitechapel, muchos días el sol no brilla en realidad. Hemos visto cada vez más neonatos que se vuelven medio locos con la claridad del día, y una luz turbia arde en sus sesos, El día de hoy era inesperadamente claro. He pasado la mañana curando quemaduras de sol graves con generosas aplicaciones de linimento. Geneviève sermonea a los casos peores, explicándoles que tardarán años en adquirir cierta resistencia a la luz directa del sol. Resulta difícil recordar lo que Geneviève es; pero, en ciertos momentos, cuando la ira chisporrotea en sus ojos o sus labios se abren de manera inesperada y muestran sus afilados dientes, la ilusión de humanidad se desvanece.
El resto de la ciudad está más tranquila, pero no mejor. Me detuve en Spaniards y pedí un pastel de cerdo y una pinta de cerveza. Confiaba en que, sentado en lo alto de la ciudad, asomándome al cuenco nublado de Londres, con la superficie perforada por algunos edificios altos, sería posible, esperaba yo, imaginar cómo habían sido las cosas en el pasado. Tomé asiento en el exterior, protegido del frío con bufanda y guantes, y bebí mi cerveza mientras pensaba en distintas cosas. En la penumbra de la tarde, los neonatos desfilaban por el parque de Hampstead Heath, con su pálida piel y sus rojos y brillantes ojos. Es muy importante seguir la moda establecida por la reina y, aunque nos hemos resistido durante varios años, el vampirismo ya se ha vuelto aceptable. Muchachas bonitas y esbeltas, con bonetes y dientes como dagas de marfil hábilmente escondidos tras abanicos japoneses, corren al parque en las tardes sin sol, sosteniendo en alto gruesos parasoles negros. Lucy se habría convertido en una de ellas si no la hubiésemos eliminado. Las veía charlando como ratones parlanchines, besando niños y apenas conteniendo su sed. En realidad, no hay ninguna diferencia entre ellas y las zorras chuponas de Whitechapel.
Dejé la pinta sin acabar y caminé el resto del camino hasta Kingstead, con la cabeza agachada y las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Las puertas estaban abiertas de par en par, sin que nadie las vigilara. Como morir ya no está de moda, los camposantos están en desuso. Las iglesias también están descuidadas, aunque la corte tiene arzobispos dóciles que intentan desesperadamente conciliar el anglicanismo y el vampirismo. Cuando estaba vivo, el príncipe consorte hacía carnicerías en nombre de la fe. Todavía se imagina que es un cristiano. El año pasado, la boda real fue una exhibición de lujo propio de la alta Iglesia que habría encantado a Pusey o Keble.
Al entrar en el camposanto, no pude evitar recordarlo todo otra vez, de manera tan punzante y dolorosa como si hubiese sucedido la semana pasada. Me dije que habíamos destruido una cosa, no la muchacha que yo había amado. Al cortarle el cuello, encontré mi vocación. La mano me dolía terriblemente. He intentado reducir mi uso de la morfina. Sé que debería buscar un tratamiento adecuado, pero creo que necesito el dolor. Me da fuerza de resolución.
Durante los cambios, algunos neonatos se dedicaron a abrir las tumbas de sus parientes muertos con la esperanza de devolverlos a la vida vampírica por algún proceso de osmosis. Tuve que mirar dónde pisaba para eludir los agujeros que, como abismos, estaban abiertos en el terreno a causa de estos empeños inútiles. A aquella altura, la bruma era más fina, como un velo de muselina.
Con cierto asombro vi una figura a la entrada de la tumba de los Westenra. Una mujer joven y esbelta, con un abrigo de cuello de piel de mono y un sombrero de paja con una cinta roja colocado sobre el moño. Al oír que me aproximaba, se volvió. Capté el brillo de unos ojos rojos. Con la luz a sus espaldas, podría haber sido Lucy vuelta de la tumba. Mi corazón dio un brinco.
—¿Quién es usted? —dijo, sobresaltada por la interrupción.
La voz era irlandesa, poco educada. No era Lucy. Me dejé puesto el sombrero, pero asentí con la cabeza. Había algo familiar en la neonata.
—¡Vaya! —dijo—. Es el señor Seward, del Toynbee.
Un rayo del sol poniente atravesó la bruma, y la vampira hizo un gesto de dolor. Entonces le vi el rostro.
—Kelly, ¿verdad?
—Marie Jeanette, señor —contestó ella, recobrando la compostura y recordando que debía sonreír de forma estúpida para congraciarse con un recién llegado—. ¿Viene a presentar sus respetos?
Asentí otra vez y dejé la corona. Ella había puesto la suya junto a la puerta de la tumba, una ofrenda de algunos peniques empequeñecida ahora por mi tributo de varios chelines. —¿Conocía a la joven señorita?
—En efecto.
—Era una belleza —dijo Kelly—, muy hermosa. No podía imaginar que existiera en vida ninguna relación entre mi Lucy y esta mujer vulgar de huesos grandes. «Tiene mejor color que la mayoría, pero no es más que otra puta —pensé—. Como Nichols, Chapman y Schön...»
—Ella me convirtió —explicó Kelly—. Me encontró en el Heath una noche cuando regresaba de la casa de un caballero y me entregó a mi nueva vida.
Miré a Kelly más de cerca. Si era descendiente de Lucy, confirmaba la teoría que yo ya había oído de que la progenie de un vampiro llega a parecerse a su padre o madre oscuros. Definitivamente había algo de la delicadeza de Lucy en su roja boquita y sus pequeños dientes blancos.
—Soy su descendiente, como ella lo fue del príncipe consorte. Eso me convierte casi en miembro de la realeza. La reina es mi tía oscura. Soltó una risita. La mano que yo mantenía en el bolsillo estaba bañada en fuego, un puño cerrado en medio de una bola de dolor. Kelly se acercó tanto que pude oler su aliento podrido bajo su perfume, y me acarició el cuello del abrigo.
—Es buen material, señor.
Me besó en el cuello, rápida como una serpiente, y mi corazón sufrió un espasmo. Incluso ahora no puedo explicar ni excusar los sentimientos que me embargaron.
—Podría convertirlo, señor, hacerlo de la realeza...
Mi cuerpo estaba rígido cuando ella se frotó contra mí, apretando las caderas contra mi cuerpo y deslizando las manos por mis hombros y mi espalda.
Meneé la cabeza negativamente.
—Usted se lo pierde, señor.
Se apartó. La sangre bombeaba en mis sienes y mi corazón corría como un ganador de la copa Wessex. Estaba asqueado por la presencia de aquella cosa. Si hubiera tenido el escalpelo en el bolsillo, le habría arrancado el corazón. Pero había otras emociones. Era tan semejante a la Lucy que turba mis sueños... Intenté hablar, pero sólo gruñí. Kelly lo entendió. Debía de tener experiencia. La sanguijuela se volvió, sonriendo, y se acercó de nuevo a mí.
—Desea otra cosa...
Asentí y ella, lentamente, comenzó a desvestirme. Me sacó la mano del bolsillo y ronroneó sobre la herida. Quitó las costras con delicadeza y me la lamió con estremecimientos de placer. Temblando, miré alrededor.
—Aquí no nos molestarán, doctor, señor...
—Jack —murmuré.
—Jack —dijo ella, complacida por su sonido—. Buen nombre.
Se levantó las faldas sobre la dobladura de las medias y se las sujetó alrededor de la cintura, se sentó en el suelo y se colocó en la postura para recibirme. Su rostro era idéntico al de Lucy. Idéntico. La miré largo rato y escuché la invitación de Lucy. Me excité dolorosamente. Por último, todo aquello fue demasiado para mí y, muy excitado, caí sobre la zorra, me desabroché y la penetré hasta el fondo. En la entrada de la tumba de Lucy, me regodeé con aquella criatura, con lágrimas en los ojos y un terrible ardor en mi interior. Su carne era fría y blanca. Me animaba a terminar, ayudándome casi como una comadrona ayuda a un niño. Después, me llevó hasta su boca y —con un cuidado exquisito, torturador— me sangró ligeramente. Era una sensación más extraña que la morfina, como paladear la muerte multicolor. El acto de la comunión vampírica acabó en cuestión de segundos, pero en mi mente pareció alargarse durante horas. Casi deseé que mi vida se derramara junto con mi semen.
Mientras me abrochaba la ropa, ella miraba en otra dirección, casi con timidez. Sentí el poder que ahora tenía sobre mí, el poder de la fascinación que un vampiro ejerce sobre su víctima. Le ofrecí dinero, pero mi sangre era suficiente. Ella me miró con ternura, casi con compasión, antes de marcharse. Ojalá hubiera tenido mi escalpelo.
Antes de escribir esto, me he reunido con Geneviève y Druitt. Van a realizar el turno de noche. Nos hemos convertido en un hospital no oficial y quiero que Geneviève —quien, aunque formalmente no está cualificada, es una practicante de medicina general tan eficiente como podría desear— esté allí mientras yo me encuentre fuera. Está particularmente preocupada por Lily Mylett, pero me temo que la niña no sobrevivirá al fin de semana.
El viaje de vuelta de Kingstead es un recuerdo borroso. Recuerdo haber estado sentado en un ómnibus, arrullado por el movimiento del vehículo, enfocando y desenfocando la visión. En Corea, Quincey me convenció, con espíritu experimental, para fumar una pipa de opio. Esta sensación era similar, pero mucho más sensual. De una manera vaga, imposible de especificar, deseaba a todas las mujeres que tenía la ocasión de ver, desde niñas de cabellos dorados hasta viejas enfermeras. Creo que estaba demasiado cansado para actuar según mis deseos, pero no por eso dejaban de atormentarme, como pequeñas hormigas voraces que se pasearan por mi piel.
Ahora estoy inquieto, nervioso. La morfina me ha ayudado, pero no mucho. Ha pasado mucho tiempo desde mi última operación. Whitechapel se ha convertido en un sitio peligroso. Hay gente que merodea todo el tiempo por allí y que ven a Cuchillo de Plata en cada sombra.
Tengo el escalpelo en el escritorio, afilado y brillante. Dicen que estoy loco. No comprenden mi propósito.
De regreso de Kingstead, en medio de mi aturdimiento, he admitido algo: cuando sueño con Lucy, no la veo como era cuando era cálida, cuando yo la amaba; la sueño como una vampira.
Casi es medianoche. Debo salir.
22 Adiós, pajarito amarillo
El director la había dejado a cargo del turno de noche, lo que había puesto de mal humor a Montague Druitt. Cuando Geneviève quiso estar junto a la cama de Lily, Druitt refunfuñó que no era conveniente y, sin ninguna sutileza, indicó que ella debía delegar su autoridad general si deseaba dedicarse a este caso específico. En el pequeño cuarto del piso de abajo donde estaba el lecho de la niña, Geneviève impartía instrucciones. Druitt estaba tranquilo y aparentaba no percatarse del resuello de la respiración de Lily. Con cada exhalación emitía largos y agonizantes carraspeos. Amworth, la enfermera recién contratada, iba de acá para allá alrededor de la paciente, arreglando las sábanas de la cama.
—Quiero que Morrison o tú estéis en el vestíbulo en todo momento —le dijo—. Las últimas noches llegó un torrente de personas y no quiero que entre nadie que no tenga un buen motivo para hacerlo.
Druitt arrugó el entrecejo.
—Me sorprendes. Supongo que estamos al servicio de todos...
—Por supuesto, señor Druitt. No obstante, hay algunos que quieren explotarnos. Tenemos medicinas y otros artículos de valor, y ha habido rumores de robos. Además, si se presenta un caballero chino alto, te agradecería que le denegaras la entrada.
Él no lo entendía, y Geneviève confió en que no se viera obligado a hacerlo. No creía que aquel hombre pudiera mantener a la criatura fuera cuando ésta reanudase su persecución. El antiguo era otro problema más entre todos los que la acuciaban en busca de una solución.
—Muy bien —asintió Druitt, y salió.
Ella se fijó en que su único abrigo de calidad arrastraba flecos en el dobladillo y estaba casi horadado en los codos. Con estas personas, la ropa buena era como una armadura: separaba a los gentiles del abismo. Se dijo que Montague John Druitt conocía el precipicio algo más que de pasada. Era cortés con Geneviève, pero había algo en su reserva que la preocupaba. Había sido maestro de escuela y luego había iniciado, un tanto a desgano, la carrera de Derecho antes de venir a Toynbee Hall. No había conseguido ninguna distinción en ninguna de las profesiones que había elegido. Su proyecto especial era organizar una suscripción popular para obtener fondos para un club de críquet en Whitechapel. El sería el entrenador e inscribiría jugadores de la calle, para inculcarles los valores y las técnicas del juego que él, como otros compatriotas, consideraban casi como una religión.
Lily empezó a escupir entre toses una sustancia roja y negra. La nueva enfermera —una vampira con cierta experiencia— le limpió la boca e hizo presión sobre su pecho, tratando de quitar el tapón.
—Señora Amworth, ¿qué tiene?
La enfermera meneó la cabeza.
—Es el linaje, señora —dijo—. No podemos hacer nada.
Lily se estaba muriendo. Una de las enfermeras cálidas le había donado un poco de sangre, pero era inútil. El animal en que intentaba convertirse se apoderaba de ella, pero estaba muerto. El tejido vivo se transformaba, centímetro a centímetro, en carne y pellejo muerto.
—El cambio de forma es una trampa mental —explicó Amworth—. Para convertirse en otra cosa, uno tiene que ser capaz de imaginarse dicha otra cosa hasta en el detalle más pequeño. Es como hacer un dibujo: hay que trazar correctamente cada órgano. La capacidad está en el linaje, pero la habilidad no se adquiere fácilmente.
Geneviève se alegraba de que los del linaje de Chandagnac no pudieran cambiar de forma. Amworth alisó el ala de Lily como una manta. Geneviève advirtió que aquel órgano desproporcionado parecía el dibujo a lápiz de un niño, torcido de forma incorrecta y sin encajar bien con el resto. Lily chilló al sentir un dolor lacerante. Se había vuelto ciega en las calles; el sol le había quemado sus ojos de neonata. El ala muerta absorbía el tuétano de los huesos de sus piernas, que se resquebrajaban y rompían entre los músculos. Amworth le había entablillado las piernas, pero era sólo una acción retardadora.
—Sería un acto de compasión acelerar su fallecimiento —dijo Amworth.
Geneviève asintió con un suspiro.
—Deberíamos tener nuestro propio Cuchillo de Plata.
—¿Cuchillo de Plata?
—Como el asesino, señora Amworth.
—Esta noche le he oído contar a un periodista que ha enviado una carta a los periódicos. Quiere que lo llamen Jack el Destapador.
—¿Jack el Destripador?
—Sí.
—Un nombre estúpido. Nadie lo recordará jamás. Fue Cuchillo de Plata y siempre será Cuchillo de Plata.
Amworth se incorporó y se limpió las rodilleras de su largo delantal. El suelo de la habitación estaba sin barrer. Mantener el Hall limpio era una lucha constante. No había sido construido para ser un hospital.
—No se puede hacer nada más, señora. Debo ver a los otros. Creo que podemos salvarle el ojo al chico Chelvedale.
—Vaya usted. Yo me quedaré con ella. Alguien tiene que hacerlo.
—Sí, señora.
La enfermera salió y Geneviève ocupó su lugar, arrodillándose junto al lecho. Asió de la mano humana a Lily y la apretó con fuerza. Todavía había fuerza de no muerto en los dedos de la niña, y ella respondió. Geneviève habló en voz baja a la pequeña, utilizando una lengua que Lily no podía entender. En el fondo de su cráneo había una mente que hablaba en francés medieval y que irrumpía de vez en cuando.
Mientras seguía a su verdadero padre, había aprendido, ya en su corto tiempo de vida, a cuidar de los moribundos. Su padre, que era médico, intentaba salvar a hombres que sus jefes habrían enterrado medio vivos para apartarlos de su camino. El hedor a carne podrida del campo de batalla estaba ahora en esta habitación. Recordaba los murmullos en latín de los curas y se preguntó si Lily tenía alguna religión. No había pensado en llamar a un pastor al lecho de muerte.
El clérigo más próximo debía de ser John Jago, pero el cruzado cristiano no consentiría en atender a un vampiro de ninguna clase. También estaba el reverendo Samuel Barnett, rector de la iglesia de St. Jude y patrón fundador de Toynbee Hall, un incansable activista en comités y reformador social, que trabajaba para limpiar los antros de corrupción del «barrio maligno». Barnett, aun careciendo de los prejuicios irracionales de Jago, rechazaba a Geneviève y sospechaba abiertamente de sus motivos para unirse al Movimiento de Centros Sociales del East End. Ella no culpaba a los guerreros de Dios por tenerle desconfianza. Siglos antes de que Huxley acuñara el término, ella ya era una agnóstica. Cuando el doctor Seward la había entrevistado para este puesto, le había preguntado:
—Usted no es la Templanza, no es la Iglesia, ¿qué es usted?
«Culpable», pensó ella.
Cantó las canciones de su niñez sumida en el pasado. No sabía si Lily podía oírla. La supuración roja y cerosa de sus orejas sugería que podía estar sorda además de ciega. Aun así, el sonido —tal vez las vibraciones del aire, o el olor de su aliento— tranquilizaban a la paciente.
- «Toujours gai...» -cantó Geneviève, con la voz rota y derramando cálidas lágrimas de sangre—, «toujours gai...».
La garganta de Lily se hinchó como el cuello de un sapo y de su boca manó sangre salobre, con vetas marrones en la masa escarlata. Geneviève oprimió la hinchazón y contuvo la respiración para no sentir el sabor y el olor a muerte. Siguió en tono apremiante, con canciones, recuerdos y plegarias apiñándose en su mente y brotando de sus labios. Aunque sabía que iba a perder, continuaba luchando. Había desafiado a la muerte durante siglos; ahora la gran oscuridad se tomaba la revancha. ¿Cuántas Lilys habían muerto antes de su tiempo para compensar la larga vida de Geneviève Dieudonné?
—Lily, mi amor —canturreó—, mi niña, Lily, mi corazón, mi Lily, mi Lily...
Los ardientes ojos de la niña se abrieron bruscamente. Una pupila de color lechoso se encogió al mínimo como reacción a la luz. Entre el dolor, mostró algo parecido a una sonrisa.
—Ma... ma —dijo, como primera y última palabra.
Rose Mylett, o quienquiera que fuese la madre humana de la niña, no estaba aquí. El marinero o conserje que se había gastado cuatro peniques para convertirse en su padre probablemente ni siquiera sabía que estaba viva. Y el «murgatroide» del West End —a quien Geneviève perseguiría y castigaría- estaba dedicado a otros placeres. Sólo Geneviève estaba aquí.
Lily sufrió convulsiones y sudó gotas de sangre, que le cubrieron el rostro.
—Ma...
—Soy tu madre, pequeña —dijo Geneviève.
Ella no había tenido hijos ni progenie. Era virgen cuando se convirtió y jamás había transmitido el Beso Oscuro. Pero era más madre de aquella niña que la cálida Rosie, era más su pariente oscuro que el «murgatroide»...
—Soy mamá, Lily. Mamá te quiere. Estás segura y abrigada...
Levantó a Lily de la cama y la estrechó contra su cuerpo. Los huesos se movieron en el delgado pecho de la niña. Geneviève sostuvo la diminuta y frágil cabeza de Lily contra su seno.
—Así...
Geneviève apartó su camisón y se hizo un fino corte con la uña en el pecho. Hizo una mueca cuando brotó la sangre.
—Bebe, mi pequeña, bebe...
La sangre de Geneviève, del puro linaje de Chandagnac, podría curar a Lily. Podría limpiar la ponzoña de Drácula. Podría devolverle la salud por completo...
Podría, podría, podría.
Sostuvo la cabeza de Lily contra su pecho mientras guiaba la boca de la niña hacia la herida. El dolor la sacudió como si le hubieran atravesado el corazón con una aguja de plata. Amar era sentir dolor. Su sangre, de color escarlata brillante, estaba en los labios de Lily.
—«Te quiero, pajarito amarillo...» —cantó Geneviève.
En el fondo de su garganta, Lily emitió un ruido ahogado.
—«Adiós, pajarito amarillo. Prefiero soportar el frío...»
La cabeza de Lily se desplomó lejos del pecho de Geneviève. Tenía el rostro bañado en sangre.
—«... en un árbol sin hojas...»
El ala de la niña se agitó una vez, una sacudida convulsa que hizo perder el equilibrio a Geneviève.
—«... que estar prisionero...»
Pudo ver la luz de gas, que brillaba como una luna azul a través de la fina membrana del ala, delineando el entramado de venas inconexas.
—«... en una jaula... dorada.»
Lily estaba muerta. Con un espasmo de desolación, Geneviève dejó el cadáver sobre el lecho y gimió. Tenía el pecho empapado en su propia sangre inútil. Los cabellos, húmedos, estaban pegados a su rostro y los ojos enturbiados por lágrimas de sangre. Deseó creer en Dios para poder maldecirlo.
Repentinamente serena, se apartó de la cama. Se frotó los ojos para aclarar su visión y se apartó los cabellos de la cara. Había una jofaina de agua. Se lavó la cara mientras miraba el granulado del marco de madera donde había habido un espejo. Dio la espalda a la jofaina y comprendió que había otras personas en la habitación. Debía de haber causado la conmoción suficiente para despertar una alarma considerable.
Arthur Morrison estaba junto a la puerta abierta y Amworth se hallaba detrás de él. Afuera había otros. Gente del exterior, gente de las calles, nosferatu y cálidos por un igual. Morrison tenía una expresión estupefacta. Ella sabía que debía de parecer horrorosa. Su rostro cambiaba cuando sentía ira.
—Pensamos que debías saberlo, Geneviève —dijo Morrison—. Ha habido otro asesinato. Otra neonata.
—En Durfield's Yard —dijo alguien que traía las últimas noticias—, junto a Berner Street.
—Lizzie Stride. Se había convertido la semana pasada. Todavía no le habían salido los dientes. Una chica alta como un junco.
—Le han cortado la garganta, ¿no?
—Liz la Larga.
—Stride. Hija de Gustaf. Elizabeth.
—De oreja a oreja. ¡Zas!
—Pero organizó un buen jaleo. Se resistió.
—El Destripador fue interrumpido antes de que pudiera acabar el trabajo.
—Un tipo con un caballo.
—¿El Destripador?
—Louis Diemschütz, uno de esos socialistas...
—Jack el Destripador.
—Louis pasaba por allí. Debió de ser en el momento en que Jack le cortaba la garganta a Lizzie. Debió de ver su rostro de cabrón. Eso debió de ser.
—Ahora se hace llamar Jack el Destripador. Cuchillo de Plata está liquidado.
—¿Dónde está Druitt?
—Son unos jodidos mamones, esos socialistas. Siempre se están entrometiendo en los asuntos de los demás.
—No hemos visto al sujeto en toda la noche, señorita.
—Hablan de acabar con la reina. Y son todos judíos, ya sabes. No se puede uno fiar de ellos.
—Seguro que es uno de esos de nariz ganchuda. Seguro que sí.
—El Destripador está en las calles. Los «polis» lo están buscando. Para el amanecer ya tendrán su cadáver.
—Si es humano.
23 Pollos sin cabeza
Era como si la ciudad estuviera ardiendo!
Beauregard se hallaba en el Café de París cuando corrió el grito. Con Kate Reed y otros reporteros, fue corriendo a la comisaría. La calle estaba abarrotada de gente que corría y gritaba. Un patán enmascarado, con una docena de crucifijos variados colgados del cuello, destrozaba ventanas en su borrachera y vociferaba que el Juicio Final estaba próximo y los vampiros eran demonios del infierno.
El sargento Thick estaba al cuidado de la comisaría. Un descenso de categoría para el detective, pero se trataba de un puesto de responsabilidad. Al parecer, Lestrade estaba en el lugar del crimen y Abberline no se hallaba de servicio. Kate corrió a localizar Dutfield's Yar, pero Beauregard decidió quedarse.
—No hay nada que podamos hacer todavía —dijo el sargento—. He sacado a una docena de hombres a la calle, pero están dando tumbos en la niebla.
—Supongo que el asesino estará bañado en sangre.
Thick se encogió de hombros.
—No, si va con cuidado. O si lleva un reversible.
—¿Un qué?
Thick se abrió su abrigo de tweed gris y le mostró el interior de tartán.
—Se da la vuelta. Puede llevarse por cualquiera de ambos lados.
—Buena idea.
—Es un trabajo condenadamente complicado, señor Beauregard.
Un par de agentes uniformados trajeron a rastras al rompedor de ventanas. Thick levantó la capucha del hombre, que forcejeaba tratando de liberarse, y reconoció a uno de los indómitos caballeros de la cristiandad de John Jago. Reculó al notar el aliento a whisky del cruzado.
—Las impuras sanguijuelas deben ser...
Thick hizo una pelota con la capucha y la introdujo en la boca del vándalo.
—Encerradlo y dejadlo que duerma la borrachera —ordenó a los agentes—. Hablaremos de las acusaciones cuando los tenderos se levanten mañana y vean los daños que ha causado.
Por primera vez, se encontraba cerca cuando el asesino estaba actuando, aunque, por lo que podía hacer, bien podría estar caliente en su cama de Chelsea.
—Somos pollos sin cabeza, señor —dijo Thick—. Damos vueltas en círculos sangrientos.
Beauregard levantó su bastón-espada y deseó que el Destripador apareciera para enfrentarse a él.
—¿Una taza de té, señor? —le preguntó Thick.
Antes de que Beauregard pudiera darle las gracias, un agente cálido irrumpió por la puerta, sin aliento. Se quitó el casco y jadeó.
—¿Qué pasa ahora, Collins? ¿Otra nueva calamidad?
—Ha escapado y ha vuelto a actuar, sargento —profirió Collins—. Dos por un penique. Dos en una noche.
—¡Qué!
—Liz Stride en Berner Street y ahora una moza llamada Eddowes en Mitre Square.
—Mitre Square. Está fuera de nuestra jurisdicción. Es para los chicos de la municipal.
El límite entre las jurisdicciones de las policías metropolitana y municipal atravesaba la parroquia. El asesino había cruzado ese límite entre un crimen y el siguiente.
—Es casi como si intentase hacernos parecer unos gilipuertas a todos nosotros. La próxima vez destripará a alguien a la entrada de Scotland Yard con una nota para el comisario escrita en tinta escarlata.
Beauregard meneó la cabeza. Otra vida destruida. Ya no era un encargo del club Diógenes. Estaban matando a gente inocente. Sintió la urgente necesidad de hacer algo.
—Me ha dado la noticia el agente Holland, de la municipal. Dijo que la tal Eddowes...
—De nombre Catherine, tengo entendido. Una cara familiar en esta área. Pasó más tiempo durmiendo en nuestras celdas que en cualquier otro hospedaje.
—Sí, reconocí a Cathy —repuso Collins, haciendo una pausa para parecer trastornado—. En cualquier caso, Holland dice que esta vez ese cabrón terminó el trabajo. No como con Liz Stride, que sólo sufrió un corte en la garganta antes de que él huyera en la oscuridad. Ha vuelto a sus métodos tradicionales y la ha destripado como suele hacer.
Thick lanzó un juramento.
—Pobre Cathy —dijo Collins—. Era una zorra vieja y espantosa, pero nunca hizo daño a nadie. Quiero decir daño de verdad.
—Más bien, pobres de todos nosotros —lo corrigió—. Después de esto, a menos que lo atrapemos de una vez, no será sencillo ser policía en este distrito.
Beauregard sabía que Thick tenía razón. Ruthven obtendría la dimisión de algún pez gordo, tal vez la de Warren; y al príncipe consorte probablemente tendrían que disuadirlo de empalar a algunos policías de poca monta, pour encourager les autres.
Apareció otro mensajero. Era Ned, el pilluelo del Café de París. Beauregard le había dado antes un chelín para ponerlo al servicio del club Diógenes.
Thick estaba furioso como un ogro, y el chico se detuvo lejos de él. Estaba tan ansioso de llevar el mensaje a Beauregard que se había atrevido a entrar en una comisaría de policía. Controló su nerviosismo y avanzó con tanto tiento como un ratón en una gatería.
—La señorita Reed dice que vaya a Toynbee Hall, señor. Es urgente.
24 Una autopsia prematura
Con los ojos secos, Geneviève arropó a Lily en una sábana. El cadáver ya se estaba corrompiendo y la piel de su cara se apergaminaba como la de una naranja abandonada en el frutero. Habría que meter a la niña en cal viva y enterrarla en una fosa común antes de que el olor fuera imposible de soportar.
Acabado el trabajo funerario, Geneviève tendría que rellenar un certificado de defunción para que Jack Seward lo firmase, y redactar un informe para los archivos del Hall. Siempre que moría alguien cerca de ella, otro témpano de hielo pendía de su corazón. Acabaría convirtiéndose en un monstruo sin sentimientos. Unos pocos siglos más y sería una rival digna de Vlad Tepes: indiferente a todo menos al poder y a sentir sangre caliente en la garganta.
Una hora antes del amanecer llegó la noticia. Habían traído a un chulo, con el brazo cortado por la navaja de alguien; la multitud tenía cinco versiones diferentes del suceso. Jack el Destripador había sido detenido y estaba en la comisaría de policía, con la identidad oculta porque pertenecía a la familia real. Jack había destripado a una docena a la vista de todos y había eludido a sus perseguidores saltando sobre un muro de seis metros, porque llevaba muelles en las botas; su rostro era un cráneo de plata, sus brazos eran guadañas ensangrentadas y su aliento escupía fuego. Un agente le contó los hechos tal como habían ocurrido. Jack había vuelto a matar. Otra vez. Primero, Elizabeth Stride.
Y ahora, Catharine Eddowes. ¡Cathy! Eso la había trastornado. De la otra mujer, dijo que no creía conocerla.
—Estuvo aquí el mes pasado —dijo Morrison—. Se estaba convirtiendo y quería sangre para seguir adelante. La recordarás si la ves. Era alta y parecía extranjera. Sueca. Había sido una mujer atractiva.
—Ahora se las carga de dos en dos —comentó el agente—. Casi hay que admirar a ese demonio.
Todos salieron de nuevo, por segunda o tercera vez, y se dispersaron fuera del Hall. Geneviève quedó a solas en la quietud del amanecer. Al cabo de un rato, cada nueva atrocidad sólo aumentaba una sensación de espantosa monotonía. Lily la había vaciado. No le quedaba nada por sentir. No le restaba pesar por Liz Stride o Cathy Eddowes.
Cuando el sol salió, ella cayó medio dormida en su silla. Estaba cansada de mantener unidas las cosas. Sabía lo que ocurriría después. La situación había empeorado con cada asesinato. Acudiría una multitud de putas, la mayoría derramando lágrimas de histeria, y le pedirían dinero para escapar de la trampa mortal que era Whitechapel. A decir verdad, el distrito había sido una trampa mortal mucho antes de que el Destapador pusiera plata en sus cuchillos.
En su ensoñación, Geneviève volvía a ser cálida, con el corazón encendido de ira y dolor y los ojos ardiendo de lágrimas justicieras. Un año antes del Beso Oscuro, había llorado todo cuanto podía llorar por las noticias procedentes de Rouen. Los ingleses habían quemado a Juana de Arco y la habían injuriado llamándola bruja. A los catorce años, Geneviève juró defender la causa del Delfín. Era una guerra de niños, llevada a extremos sangrientos por sus guardianes. Juana jamás vio su decimonoveno aniversario; el delfín Charles era un adolescente; incluso Enrique de Inglaterra era un niño. Sus peleas deberían haberse librado con peonzas, no con ejércitos y asedios. No sólo los niños-reyes estaban muertos ahora, sino también sus dinastías. La Francia de la actualidad, un país tan extraño para ella como Mongolia, ni siquiera tenía un monarca. Si algo de la sangre inglesa de Enrique IV fluía todavía en las germánicas venas de Victoria, también era posible que se hubiese filtrado por casi todo el mundo, hasta Lily Mylett, Cathy Eddowes, John Jago y Arthur Morrison.
Se produjo una conmoción —otra conmoción— en las salas de recepción, Geneviève esperaba más heridos durante el día. Después de los crímenes habría peleas callejeras, víctimas de los vigilantes, tal vez incluso un linchamiento al estilo norteamericano...
Había cuatro policías uniformados en el pasillo con algo pesado envuelto en hule. Lestrade se mordisqueaba los bigotes. Los agentes habían tenido que abrirse paso entre masas hostiles de gente.
—Es como si se rieran de nosotros —dijo uno de ellos—. Los agitan a todos contra nosotros.
Con los policías había una chica neonata con gafas ahumadas y vestidos prácticos; los seguía de cerca y parecía hambrienta. Geneviève pensó que podía ser una periodista.
- Mademoiselle Dieudonné, despeje una habitación privada.
—Inspector...
—No discuta, sólo hágalo. Una de ellas está viva todavía.
Ella lo entendió de inmediato y comprobó los cuadros. Encontró enseguida una habitación libre.
La siguieron, con gran esfuerzo a causa de su extraña carga, y ella les franqueó el paso a la habitación de Lily. Ella apartó el diminuto bulto y los policías alzaron su carga, la dejaron sobre el lecho y apartaron el hule. Unas piernas escuálidas saltaron sobre el extremo de la cama, mostrando el borde de una falda sobre unas extrañas medias.
- Mademoiselle Dieudonné, le presento a Liz Stride la Larga.
La neonata era alta y flaca, con las mejillas manchadas de colorete y los cabellos negros y desaseados. Bajo la chaqueta abierta vestía una camisa de algodón, teñida de rojo en una gran mancha desde el cuello hasta la cintura. Tenía la garganta cortada hasta el hueso y de oreja a oreja, como la sonrisa de un payaso. Gorgoteaba mientras los conductos seccionados intentaban volver a unirse.
—Jackie no tuvo tiempo suficiente para liquidarla —explicó Lestrade—. Lo guardó todo para Cathy Eddowes. ¡Cabrón cálido!
Liz Stride intentó chillar, pero no pudo llevar aire de los pulmones a la garganta. Una corriente de aire resopló a través de la herida. Había perdido los dientes, menos los afilados incisivos. Sus miembros se convulsionaban como las patas de una rana sometidas a descarga eléctrica. Dos de los agentes tuvieron que sujetarla.
—Agárrala bien, Watkins —ordenó Lestrade—. Manténle la cabeza quieta.
Uno de los policías trató de sujetarle la cabeza a Liz Stride, pero ella la meneó violentamente, lo que le abrió más la herida que, al mismo tiempo, intentaba cerrarse.
—No sobrevivirá —dijo Geneviève—. Está demasiado mal.
Un vampiro más viejo o más fuerte habría sobrevivido —la propia Geneviève había superado una situación peor—, pero Liz Stride era una neonata y se había convertido cuando ya era demasiado mayor. Hacía años que se estaba matando, envenenándose con ginebra barata.
—No es preciso que sobreviva; basta con que haga una declaración.
—Inspector, no sé si puede hablar. Creo que tiene seccionadas las cuerdas vocales.
Los ojos de rata de Lestrade brillaron. Liz Stride era su primera oportunidad de atrapar al Destripador y no quería dejarla escapar.
—Creo que también ha perdido la razón, pobrecita —añadió Geneviève.
No había nada en aquellos ojos rojos que insinuara la presencia de una mente inteligente. La parte humana de la neonata se había consumido.
La puerta se abrió bruscamente y la multitud entró. Lestrade se volvió para gritarles «¡Fuera!», mas se tragó su orden.
—Señor Beauregard... —dijo.
El hombre elegante que Geneviève había visto en la investigación de Lulú Schön entró en la habitación, seguido por el doctor Seward. Había más gente —enfermeras, asistentes— en el pasillo. Amworth se coló y se quedó contra la pared. Geneviève habría querido que examinase a la neonata.
—Inspector, ¿me permite...? —inquirió Beauregard.
—Siempre es un placer ayudar al club Diógenes —respondió Lestrade, cuyo tono de voz sugería que le habría sido más placentero verterle soda cáustica en los ojos.
El hombre saludó a la neonata con un movimiento de cabeza y mencionando su nombre, «Kate». Ella se apartó y bajó la mirada. Geneviève se dijo que debía de estar enamorada de Beauregard. El hombre se deslizó entre los agentes con un movimiento elegante, cortés pero enérgico, y se quitó el abrigo de los hombros para dar libertad de movimiento a sus brazos.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿No puede hacerse nada por esta desdichada?
Geneviève se sintió extrañamente impresionada. Beauregard era la primera persona que había dicho algo que sugería que, para él, valía la pena hacer algo por Liz Stride, más que hacer algo respecto a ella.
—Es demasiado tarde —le explicó Geneviève—. Está intentando renovarse, pero las heridas son demasiado graves y sus reservas de energía demasiado escasas...
La carne desgarrada alrededor de la garganta seccionada de Liz Strade se hinchó, pero no consiguió fundirse. Sus convulsiones eran más regulares ahora.
—¿Doctor Seward? —dijo Beauregard, solicitando una segunda opinión.
El director se acercó a la mujer, que se sacudía y agitaba. Geneviève no se había percatado de su regreso, pero supuso que las noticias lo habían llevado de vuelta al Hall. Notó de nuevo que sentía una cierta repulsión —siempre estrictamente contenida— hacia los vampiros.
—Me temo que Geneviève tiene razón. Pobre criatura. Tengo sales de plata arriba. Podríamos facilitar su fin. Sería lo más compasivo.
—No hasta que nos haya dado respuestas —lo interrumpió Lestrade.
—¡Por el amor de Dios, hombre! —replicó Beauregard—. Es un ser humano, no una pista.
—La próxima también será un ser humano, señor. Tal vez podamos salvarla. A ella y a las que la sigan.
Seward apoyó la mano sobre la frente de Liz Stride, la miró a los ojos, que eran como canicas rojas, y meneó la cabeza. En un instante, la neonata herida quedó poseída por una oleada de fuerza. Arrojó lejos de sí al agente Watkins y se abalanzó sobre el director con las mandíbulas abiertas. Geneviève apartó a Seward de un empujón y se agachó para eludir las garras de Liz Stride.
—¡Está cambiando! —gritó Kate.
Liz Stride reculó mientras su columna vertebral se curvaba y se alargaban sus extremidades. Un morro lobuno creció en su cara, y puñados de pelambrera brotaron en su piel desnuda.
Seward retrocedió a gatas hasta la pared. Lestrade ordenó a sus hombres que se apartaran, mientras Beauregard buscaba algo bajo el abrigo. Kate se había introducido los nudillos en la boca.
Liz Stride estaba intentando transformarse en un lobo o un perro. Como había explicado la señora Amworth, era un truco difícil. Se necesitaba una concentración inmensa y un fuerte sentido del yo. No eran los recursos de que disponía una mente empapada en ginebra ni una neonata sometida a dolores mortales.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Watkins.
La mandíbula inferior de Liz Stride sobresalió como la de un caimán, demasiado prolongada para encajar bien con su cráneo. Su pierna y brazo derechos temblaban mientras su costado izquierdo se hinchaba y manojos de músculos se formaban alrededor de los huesos. Sus vestidos ensangrentados se desgarraron. La herida de la garganta se cerró y reformó, y nuevos dientes amarillos asomaron en los bordes del corte. Alargó un pie, y sus garras arañaron el uniformado pecho de Watkins. La criatura emitió chillidos a través del orificio del cuello. Dio un brinco, abriéndose paso entre los policías, y cayó al suelo encogida. Luego se arrastró en dirección a Seward, con una poderosa garra estirada hacia él.
—¡A un lado! —ordenó Beauregard.
El hombre del club Diógenes empuñaba un revólver. Lo amartilló y apuntó con cuidado. Liz Stride se dio la vuelta y miró el tambor del arma.
—Eso es inútil —dijo Amworth.
Liz Stride dio un salto. Beauregard apretó el gatillo. El disparo la alcanzó en el corazón y la arrojó contra la pared. Cayó sin vida sobre Seward, mientras su cuerpo retornaba gradualmente a su forma original.
Geneviève lanzó una mirada interrogativa a Beauregard.
—Una bala de plata —explicó él sin orgullo.
—Charles... —suspiró Kate, abrumada. Geneviève creyó que la muchacha se desmayaría, pero no fue así.
Seward se incorporó y se limpió la sangre de la cara. Tenía los labios apretados en una fina línea y temblaba sin apenas contener su repugnancia.
—Bien, usted ha terminado lo que empezó el Destripador, eso está claro —murmuró Lestrade.
—Yo no me quejo... —dijo Watkins, con una herida abierta en el pecho.
Geneviève se inclinó sobre el cadáver y confirmó la muerte de Liz Stride. Con una última convulsión, la vampira alargó uno de sus brazos —todavía parcialmente lobuno— y sus garras se aferraron a la pernera del pantalón de Seward.
25 Un paseo por Whitechapel
Creo que al final estaba lúcida —dijo él—. Intentaba decirnos algo.
—¿Qué sugiere? —replicó Geneviève—. ¿Que el nombre del asesino es... Pantalones Sydney?
Beauregard se echó a reír. No eran muchos los no muertos con sentido del humor.
—Es improbable —contestó—. El señor Bota, quizás.
—O un zapatero.
—Tengo razones irrefutables para creer que John Pizer está fuera de toda sospecha.
El cadáver había sido conducido al depósito, donde los buitres de la medicina y de la prensa esperaban hambrientos. Kate Reed estaba en el Café de París, contando su historia por teléfono, con instrucciones estrictas de no mencionar el nombre de Beauregard. Atraer la atención sobre el club Diógenes ya sería bastante malo, pero en realidad estaba preocupado por Penélope. Podía imaginarse sus comentarios si se hiciese pública su intervención en los últimos minutos de Liz Stride. Ésta era una zona distinta del bosque, un área diferente de la ciudad, una parte ajena de su vida. Penélope no vivía aquí y prefería no conocer su existencia.
Recorrió la distancia que separaba Berner Street de Mitre Square. La vampira de Toynbee Hall lo seguía, menos preocupada de lo que Kate había estado el día anterior por el débil sol. A la luz del día, Geneviève Dieudonné era muy atractiva. Iba vestida como una nueva mujer, con una chaqueta ajustada y un vestido sencillo, con botas de tacón plano, una gorra como una boina y una capa larga hasta la cintura. Si Gran Bretaña elegía un parlamento en el plazo de un año, ella quería votar; y él sospechó que no votaría por lord Ruthven.
Llegaron al lugar donde habían matado a Eddowes. Mitre Square era un área rodeada por la Gran Sinagoga, sólo accesible por dos pasajes estrechos. Las entradas estaban acotadas con cuerdas, y la mancha de sangre estaba vigilada por un policía cálido. Algunos mirones rondaban por el lugar, con el propósito de rellenar un fichero de sospechosos. Un judío ortodoxo, con pendientes colgando de sus orejas y una barba larga hasta la barriga, procuraba que algunos de aquellos indeseables dejasen de merodear por las puertas de la sinagoga.
Beauregard levantó la soga y dejó pasar a Geneviève. Le mostró su tarjeta al policía, que lo saludó. Geneviève examinó la desierta plaza.
—El Destripador debe de ser un buen corredor —dijo.
Beauregard consultó su cronómetro.
—Hemos mejorado su tiempo en cinco minutos, pero nosotros sabíamos adonde íbamos. Tal vez no tomó la ruta más corta, especialmente si su propósito era evitar las calles principales. Seguramente sólo buscaba una chica.
—Y un lugar reservado.
—Este lugar no es excesivamente reservado.
Había caras detrás de las ventanas que daban al patio, mirando a la calle.
—En Whitechapel, la gente tiene práctica en no ver nada.
Geneviève se paseaba por el diminuto patio emparedado, como si intentase sentir el ambiente del lugar.
—Es perfecto, público pero recogido. Ideal para la práctica de la prostitución al aire libre.
—Usted es distinta de los otros vampiros —observó él.
—No. Querría serlo.
—¿Es usted lo que llaman una «antigua»?
Geneviève se dio unos golpecitos sobre el corazón.
—Tiernos dieciséis años aquí, pero nací en 1416.
Beauregard estaba perplejo.
—Entonces, usted no es...
—¿Del linaje del príncipe consorte? En efecto. Mi padre oscuro fue Chandagnac, cuya madre oscura fue lady Melissa d'Acques, y...
—Y todo esto... —Beauregard agitó la mano— ¿no tiene nada que ver con usted?
—Todo tiene que ver con todos, señor Beauregard. Vlad Tepes es un monstruo enfermo y sus descendientes están propagando su enfermedad. Esa pobre mujer de esta mañana es lo que cabe esperar de su linaje.
—¿Trabaja como médico?
Ella se encogió de hombros.
—He elegido muchas profesiones a lo largo de los años. He sido puta, soldado, cantante, geógrafa, criminal... Lo que me ha parecido mejor. Ahora, lo mejor me parece la medicina. Mi padre, mi verdadero padre, fue médico y yo, su aprendiz. Elizabeth Garrett Anderson y Sophia Jex-Blake no son las primeras mujeres que han practicado la medicina.
—Las cosas han cambiado mucho desde el siglo XV.
—Eso creo. He leído algo sobre eso en The Lancet.
Beauregard descubrió que le caía bien esta muchacha antigua. Geneviève era distinta de las demás mujeres, cálidas o no muertas, que conocía. Fuese por elección o por necesidad, las mujeres parecían quedarse al margen, observando, haciendo comentarios, pero sin actuar jamás. Pensó en Florence Stoker, que pretendía entender a la gente inteligente que entretenía y se volvía irritable en cuanto algo no se hacía para ella. Y Penélope elevaba la actitud de no intervención a una causa santificada e insistía en que los detalles confusos debían mantenerse apartados de su pobre cabeza. Incluso Kate Reed, nueva y neonata, se contentaba con tomar notas de la vida como alternativa a vivirla. Geneviève Dieudonné no era una espectadora. Le recordó un poco a Pamela. Pamela siempre había querido —había exigido— estar implicada.
—¿Este asunto es político?
Beauregard reflexionó intensamente antes de contestar. No sabía cuánto debía contarle.
—He hecho investigaciones sobre el club Diógenes —le explicó ella—. Ustedes son una especie de oficina del Gobierno, ¿no?
—Yo sirvo a la corona.
—¿Por qué tiene interés por este asunto?
Geneviève estaba sobre la mancha donde Catharine Eddowes había muerto. El agente de policía miró en otra dirección. Un vampiro había estado con él, a juzgar por las marcas rojas que se extendían desde el cuello de su uniforme casi hasta la oreja.
—La reina en persona ha expresado su preocupación. Si decreta que procuremos atrapar al asesino, entonces...
—El Destripador podría ser un anarquista de algún tipo —meditó ella—. O un fanático que odia a los vampiros.
—La segunda posibilidad es cierta.
—¿Por qué todos están tan seguros de que el Destripador es un cálido? —preguntó Geneviève.
—Todas las víctimas son vampiros.
—Mucha gente lo es. Las víctimas también son todas mujeres, todas prostitutas, todas casi indigentes. Podría haber cualquier número de factores de relación. El Destripador siempre busca la garganta; ése es un truco de nosferatu.
El policía se estaba poniendo nervioso. Geneviève lo turbaba. Beauregard sospechó que ella ejercía esa influencia en muchos hombres.
—Por lo que podemos afirmar tras las autopsias, las mujeres muertas no fueron mordidas ni sangradas —dijo, oponiéndose a la teoría de ella—. Además, como vampiras, su sangre no interesaría a otro vampiro.
—Eso no es totalmente cierto, señor Beauregard. Nos convertimos en lo que somos por beber la sangre de otro vampiro. No es habitual, pero sí nos alimentamos unos de otros. A veces, es una forma de establecer la jefatura dentro de un grupo, de forma que un pequeño tirano puede exigir un tributo de sus seguidores. En ocasiones, la sangre de un vampiro puede ser curativa para los que tienen linajes pervertidos. Y a veces, por supuesto, un sangrado mutuo puede ser un simple acto sexual, como cualquier otro...
Beauregard se sonrojó por su franqueza. El policía tenía el rostro de color escarlata y se frotaba sus irritadas heridas.
—El linaje de Vlad Tepes está corrompido —prosiguió ella—. Uno tendría que ser un insensato para beber de semejante pozo. Pero Londres está lleno de vampiros enfermos. El Destripador podría ser fácilmente uno de ellos o un cálido resentido.
—También podría buscar la sangre femenina porque quiere convertirse en un no muerto —replicó Beauregard—. Vosotros poseéis la fuente de la juventud en las venas. Si nuestro Destripador es cálido pero está enfermo, podría estar lo bastante desesperado para actuar así.
»Pero hay modos más fáciles de conseguirlo —añadió—. Naturalmente, mucha gente desconfía de las vías fáciles. Su sugerencia tiene cierto valor. Pero ¿por qué tantas víctimas? Una madre oscura sería suficiente. Y ¿por qué asesinar? Cualquiera de esas mujeres lo habría convertido por un chelín.
Se marcharon de la plaza y emprendieron el camino de regreso hacia Commercial Street. Su recorrido estaba en el centro de la zona en que actuaba el asesino. Annie Chapman y Lulú Schön habían sido asesinadas en calles secundarias. La comisaría de policía desde donde se conducía la investigación estaba allí, así como el Café de París y Toynbee Hall. La noche pasada, en algún momento, el Destripador debía de haber cruzado Commercial Street y tal vez incluso había caminado, con el cuchillo ensangrentado bajo el abrigo, a lo largo de su extensión al sur de Whitechapel High Street, Commercial Road, siguiendo su propia ruta hacia Limehouse y los muelles. Corría el rumor persistente de que el asesino era un marino.
—Quizá sólo es un loco —dijo él—. No posee otro propósito que un orangután empuñando una navaja.
—El doctor Seward afirma que los locos no son tan simples. Sus acciones pueden parecer elegidas al azar y carentes de sentido, pero siempre tienen un patrón. Puede verse desde una docena de perspectivas diferentes y al final se empieza a entender y a ver el mundo como lo hace un loco.
—¿Y entonces podemos atraparlo?
—El doctor Seward diría «curarlo».
Pasaron junto a un cartel con los nombres de los últimos criminales que iban a ser empalados públicamente. Tyburn era un bosque de ladrones, petimetres y sediciosos agonizantes. Beauregard reflexionó.
—Me temo que sólo hay una cura para ese loco. En la esquina de Wentworth Street con Goulston, vieron un grupo de policías y oficiales. Lestrade y Abberline estaban entre ellos, apiñados alrededor de un hombre delgado con un bigote caído y un sombrero de seda. Era sir Charles Warren, comisario de la policía metropolitana, que se había visto arrastrado a un barrio despreciado de su jurisdicción. El grupo se hallaba junto a la puerta de un bloque de viviendas modelo recién construidas.
Beauregard se aproximó, acompañado por la vampira, en la suposición de que se estaba discutiendo algo importante. Lestrade se apartó para permitirles que se integraran en el grupo. Beauregard se sorprendió al encontrar a lord Godalming entre los dignatarios civiles. El neonato llevaba un sombrero grande para tener el rostro en sombras y chupaba un cigarro.
—¿Quién es este hombre? —preguntó sir Charles con rudeza, señalando a Beauregard y haciendo caso omiso de Geneviève, como si no fuera digna de que él se fijase en ella—. Usted, amigo, largo de aquí. Esto es un asunto oficial. ¡Vamos, vamos, fuera!
Sir Charles se había ganado su reputación en la guerra del Kafir y estaba acostumbrado a tratar a todo el mundo que careciese de rango oficial como si fuesen salvajes.
—El señor Beauregard representa al club Diógenes —le explicó Godalming.
El comisario, con los ojos húmedos bajo el sol de primeras horas de la mañana, se tragó su irritación. Beauregard comprendió por qué al policía le disgustaba su presencia, pero no era capaz de evitar disfrutar un poco de la incomodidad de sir Charles.
—Muy bien —asintió éste—. Estoy seguro de que podemos confiar en su discreción.
Lestrade hizo una mueca de repugnancia tras el comisario. Sir Charles estaba perdiendo el apoyo de sus propios hombres.
—Halse, muéstrenos lo que ha encontrado —dijo Lestrade. Un cartón cuadrado descansaba contra la faja del dintel. Halse, un detective de la policía, levantó la improvisada custodia. Una rata hinchada, con un cuerpo tan grande como una pelota de rugby, salió corriendo y pasó entre los pulidos zapatos del comisario, chillando como uñas sobre una pizarra. El agente dejó al descubierto un garabato escrito con tiza, de color gris blanquecino sobre los ladrillos negros.
LOS BAMPIROS NO SON
HOMBRES A LOS QUE SE ACUSE
POR NADA
—Así pues, es evidente que hay que acusar a los vampiros por algo —dedujo el comisario, perspicaz.
Halse levantó un trapo raído que había sido blanco, manchado de sangre.
—Esto estaba en el umbral de la puerta, señor. Es un pedazo de un delantal.
—La mujer Eddowes lleva puesto el resto —añadió Abberline.
—¿Está seguro? —preguntó sir Charles.
—No está confirmado, señor. Pero acabo de venir del depósito de Golden Lane y allí he visto el otro pedazo. Las mismas manchas y el mismo tipo de desgarrón. Encajarán como las piezas de un rompecabezas.
Sir Charles gruñó sin articular palabras.
—¿Podría el Destripador ser uno de nosotros? —preguntó Godalming, repitiendo las anteriores reflexiones de Geneviève.
—Uno de vosotros —murmuró Beauregard.
—Es obvio que el Destripador intenta confundirnos —intervino Abberline—. Es un hombre educado que trata de hacernos creer que es un inculto. Una sola falta de ortografía, y una sintaxis perfecta que ningún ignorante emplearía.
—¿Como en la carta de Jack el Destripador? —inquirió Geneviève.
Abberline lo pensó.
—Personalmente, diría que fue un truco inteligente del Whitechapel Star que jugó a interpretar el papel del criminal para aumentar las ventas. Ésta es una mano diferente, y es la del Destripador. Es demasiado semejante para ser una coincidencia.
—¿La inscripción no estaba ayer aquí? —preguntó Beauregard.
—El agente que hacía la ronda jura que no.
El agente Halse confirmó las palabras del inspector.
—Bórrenlo —ordenó sir Charles.
Nadie hizo nada.
—Habrá manifestaciones, una revuelta masiva, desórdenes en las calles. Somos pocos todavía y los cálidos son muchos.
El comisario sacó su propio pañuelo y borró la inscripción. Nadie protestó por la destrucción de la evidencia, pero Beauregard vio que los detectives intercambiaban una mirada.
—Ya está, trabajo terminado —dijo sir Charles—. A veces pienso que todo lo tengo que hacer yo.
Beauregard vio una impetuosidad de mira estrecha que podría haber pasado por coraje en Rorke's Drift o en Lucknow, y comprendió cómo sir Charles podía tomar una decisión que diese como resultado un Domingo Sangriento.
Los dignatarios se dispersaron, de vuelta a sus coches de caballos, sus clubes y su comodidad.
—¿Os veré a Penny y a ti en casa de los Stoker? —preguntó Godalming.
—Cuando este asunto haya concluido.
—Transmite mis saludos más afectuosos a Penny.
—Sin duda lo haré.
Godalming siguió a sir Charles. Y los policías del East End se quedaron para limpiar el lugar.
—Deberían haberse hecho fotografías —estalló Halse—. ¡Era una pista, maldición, una pista!
—Tranquilo, amigo —lo calmó Abberline.
—Bien —dijo Lestrade—, quiero los calabozos llenos al anochecer. Arresten a todas las zorras, chulos, alborotadores y chiflados. Amenácenlos con lo que quieran. Alguien sabe algo y, tarde o temprano, hablará.
Eso no le gustaría nada al Círculo de Limehouse. Además, Lestrade estaba equivocado. Beauregard valoraba lo suficiente a la comunidad criminal para creer que, si un rufián de Londres hubiese tenido la menor pista de la identidad del Destripador, se la habría pasado directamente a él. Había recibido varios telegramas en los que se indicaban las vías de investigación que se demostrarían infructuosas. El imperio en la sombra había descartado varias líneas que la policía todavía seguía. Era quizás inquietante pensar que la pandilla de Limehouse tenía un grupo de mentes privilegiadas mayor que el que acababa de reunirse en Goulston Street.
Regresó hacia Commercial Street con Geneviève. Ya era una hora avanzada de la tarde y no había dormido en más de un día y medio. Los vendedores de periódicos estaban anunciando ediciones especiales. Con una carta firmada por el asesino y dos crímenes recientes, la histeria para leer noticias estaba en su cumbre.
—¿Qué piensa de Warren? —le preguntó Geneviève.
Beauregard pensó que era mejor no confiarle su opinión, pero ella lo entendió exactamente en un instante. Era una de esos vampiros y él tendría que ir con cuidado con lo que pensaba en su compañía.
—Yo también —dijo ella—. Es precisamente el hombre equivocado para ese cargo. Ruthven debería saberlo. De todas formas, mejor él que un maníaco cárpato.
Beauregard, confuso, le hizo una sugerencia.
—Al escucharla, uno tiene la impresión de que tiene un prejuicio contra los vampiros.
—Señor Beauregard, me encuentro rodeada por los descendientes del príncipe consorte. Es demasiado tarde para protestar, pero Vlad Tepes no representa lo mejor de mi especie. Nadie detesta más a un judío o italiano degenerado que otro judío o italiano.
Beauregard se encontró a solas con Geneviève cuando se puso el sol. Ella se quitó la gorra.
—Ya está —dijo ella, sacudiéndose sus cabellos del color de la miel—, así se está mejor.
Geneviève pareció desperezarse como un gato al sol. Él notó cómo aumentaba su fuerza. Sus ojos chispearon ligeramente y su sonrisa se volvió casi taimada.
—Por cierto, ¿quién es Penny? —le preguntó ella.
Beauregard se preguntó qué estaría haciendo Penélope en aquellos momentos. No la había visto desde su discusión, unos días atrás.
—La señorita Penélope Churchward, mi prometida.
No pudo descifrar la expresión de Geneviève, pero imaginó que una sombra le cubría los ojos. Intentó no pensar en nada.
—¿Su prometida? No perdurará.
El se quedó asombrado por su descaro.
—Lo siento, señor Beauregard. Pero créame, lo sé. Nada perdura.
26 Meditaciones y mutilaciones
2 de octubre
Siento su aliento ardiente en mi cuello. Si Beauregard no hubiese acabado con ella, Stride me habría identificado. Otros deben de haberme visto en mi trabajo nocturno: entre Stride y Eddowes, corrí por las calles embargado por el pánico, bañado en sangre y con el escalpelo en el puño. Estuve a punto de ser atrapado. Acababa de empezar el trabajo con Stride cuando llegó un carro con gran estrépito. El caballo resopló para aclararse la garganta, y tuve un sobresalto, convencido de tener a los guardias cárpatos pisándome los talones. De milagro, el carretero no me vio. Según The Times, el hombre era Louis Diemschütz, uno de esos judíos socialistas que se reúnen en el club de Trabajadores Internacionales. Con Eddowes tuve más fortuna. Me calmé lo suficiente para mantener una relación con ella. Me conocía y confiaba en mí. Eso me fue de gran ayuda. Con ella, la operación fue un éxito.
De hecho, creo que la operación de Eddowes ha sido mi mayor logro hasta la fecha. A su conclusión, me sentía calmado. Para despistar a mis perseguidores, dejé un mensaje en una pared. Anduve de regreso al Hall, me tomé mi tiempo para cambiarme de ropa y ya estaba listo para recibir a la policía cuando llegó. En general, manejé bien los aspectos desagradables de Stride. El buen tino de Beauregard y su bala de plata terminaron mi trabajo. Me siento mejor interiormente ahora que en muchos meses. El dolor de la mano ha remitido. Me pregunto si no será un efecto del sangrado. Desde que Kelly me probó, el dolor ha ido disminuyendo. He buscado a Kelly en nuestros archivos y he hallado una dirección en Dorset Street. Debo buscarla y solicitar otra vez sus atenciones.
Hay tantas fabulaciones sobre el Destripador, alimentadas por notas estúpidas enviadas a la prensa, que puedo esconderme entre ellas sin ser descubierto, aunque en ocasiones algún rumor sea inquietantemente próximo a la verdad. Al fin y al cabo, ni nombre es Jack.
Hoy, un paciente, un inmigrante analfabeto llamado David Cohén, me ha confesado que él era Jack el Destripador. Lo he entregado a la policía y lo han conducido a Colney Hatch en una camisa de fuerza. Lestrade me ha enseñado su archivo de confesiones similares. Una cola de chiflados espera para reivindicar mis operaciones. Y en algún lugar está el escritor de la carta, regocijándose con su estúpida tinta roja y sus bromas pesadas.
¿«Suyo afectísimo, Jack el Destripador»? ¿Es el escritor alguien que yo conozco? ¿Sabe él algo acerca de mí? No, no comprende mi misión. No soy un bromista lunático. Soy un cirujano que extirpa tejidos enfermos. No hay ninguna «diversión» en este asunto.
Estoy preocupado por Geneviève. Otros vampiros tienen una especie de bruma roja en sus sesos, pero ella es distinta. He leído un artículo de Frederick Treves en The Lancet en el que especula sobre el tema del linaje y sugiere, con toda la delicadeza del mundo, que podría haber cierta impureza en el linaje real que el príncipe consorte ha traído a nuestro país. Numerosos descendientes de Drácula son criaturas retorcidas y autodestructivas, desgarradas por cuerpos mutantes y deseos incontrolables. La sangre real, desde luego, es claramente débil. Geneviève es penetrante como un escalpelo. A veces sabe lo que la gente está pensando. Junto a ella, intento mantenerme concentrado en mis pacientes, programas y horarios, pero hay trampas en cualquier línea de pensamientos: pensar en las heridas que he tratado en una neonata atropellada por un carruaje me recuerda las heridas que yo he infligido en otras neonatas. No, no heridas. Cortes. Cortes quirúrgicos. No hay maldad ni odio en lo que hago.
Con Lucy, había amor. Aquí, sólo hay la frialdad del proceder médico. Van Helsing me habría entendido. Pienso en Kelly, en los momentos de instinto animal que pasamos juntos. ¡Es tan parecida a como fue Lucy! Cuando recuerdo las sensaciones que noté en mi piel, se me seca la boca. Y me excito. Las mordeduras que me dio Kelly me pican. El picor produce dolor y placer al mismo tiempo. Con el cosquilleo me viene una necesidad, una complicada necesidad. Es distinto de la simple ansia de morfina que he experimentado cuando el dolor se vuelve insoportable. Necesito los besos de Kelly. Pero hay muchas cosas implicadas en esa necesidad, muchas clases de sed.
Sé que lo que hago es lo correcto. Hice bien al salvar a Lucy cortándole la cabeza, y he hecho bien al operar a las otras: Nichols, Chapman, Schön, Stride, Eddowes. Estoy en lo cierto. Pero debo parar. Soy un hombre volcado hacia el exterior, pero Kelly me ha hecho volver la mirada de nuevo sobre mí mismo. ¿Es mi comportamiento tan distinto del de Renfield, que amasaba diminutas muertes como un miserable tesoro de peniques? El conde lo convirtió en un demente, como ha hecho de mí un monstruo. Y yo soy un monstruo: Jack el Destripador, Jack el Desvergonzado, Jack el Rojo, Jack el Sangriento. Seré clasificado junto con Sweeney Todd, Sawney Beane, la señora Manning, la Cara en la Ventana y Jonathan Wild: apareceré eternamente en Crímenes famosos del pasado y del presente. Ya se escriben novelas baratas sobre mí: pronto habrá espectáculos musicales, melodramas sensacionalistas y una reproducción en cera en la Cámara de los Horrores del museo de Madame Tussaud. Quería destruir a un monstruo, no convertirme yo en uno.
27 El doctor Jekyll y el doctor Moreau
La nota, entregada por el eficiente Ned, decía así:
«Querida Mlle. Dieudonné: Tengo que realizar una llamada en relación con nuestras investigaciones y me gustaría tener a un vampiro a mi lado. ¿Puede concederme parte de su tiempo esta noche? Le enviaré un coche de caballos a Whitechapel para su uso. Más tarde la informaré de más cosas. Beauregard.»
En definitiva, el coche de caballos trajo a Charles Beauregard en persona, recién afeitado y mudado, con el sombrero sobre las rodillas y el bastón a su lado. Ella comprendió que él se estaba acostumbrando a los horarios de los vampiros, durmiendo de día y actuando de noche. Dio al cochero una dirección de la ciudad. El coche giró suavemente sobre sus ballestas para salir del East End.
—Nada es tan reconfortable como el interior de un coche de caballos —declaró Charles—. Es una fortaleza en miniatura sobre ruedas, un cómodo vientre en la oscuridad.
Geneviève pensó en la evidente inclinación de su acompañante por la poesía y se alegró de haberse preocupado por su atuendo. Con él no le sería permitida la entrada en palacio, pero al menos no estaba concebido para irradiar hostilidad al sexo masculino. Se había tomado la molestia de ponerse una capa de terciopelo y una gargantilla a juego. Había pasado más tiempo del habitual peinándose los cabellos, que ahora llevaba sueltos sobre los hombros. Jack Seward le había dicho que el conjunto era agradable y, siéndole negados los vanos placeres de un espejo, tenía que aceptar su palabra.
—Esta noche parece usted diferente —comentó Charles.
Ella sonrió y trató de no mostrar los dientes.
—Me temo que es por culpa de este vestido. Apenas puedo respirar.
—Creía que ustedes no necesitaban respirar.
—Es un error común. De algún modo, los que no saben nada son capaces de sostener teorías totalmente irreconciliables. Por un lado, los vampiros pueden detectarse porque no respiran; por otro, los vampiros tienen el aliento más maloliente que pueda imaginarse.
—Tiene razón, desde luego. Nunca se me había ocurrido.
—Somos seres naturales, como cualquier otro —le explicó ella— No hay nada mágico.
—¿Qué me dice respecto a los espejos?
Era la cuestión a la que siempre iban a parar: el tema de los espejos. Nadie tenía una explicación del fenómeno.
—Tal vez sí que hay algo mágico —admitió ella, y juntó el pulgar y el índice—. Sólo un poquito.
Charles sonrió, algo que hacía en raras ocasiones. Mejoraba su aspecto. Había algo cerrado en el fondo de la mente de Charles Beauregard. En realidad ella no podía leer los pensamientos, pero sí era sensitiva. Charles hacía un esfuerzo por mantener la privacidad de su mente. No era un truco que surgiera de forma espontánea; su vida al servicio del club Diógenes debía de haberle enseñado a hacerlo. Tenía la impresión de que este gentil caballero era un experto en guardar secretos.
—¿Ha visto los periódicos? —preguntó él— Se ha recibido otro comunicado de Jack el Destripador. Una tarjeta postal.
—«Programa doble esta vez» —citó ella.
—Exacto. «No tuve tiempo de cortarles las orejas para la policía.»
—¿No intentó amputar la oreja de Cathy?
Fue evidente que Beauregard había aprendido de memoria el informe del doctor Gordon Brown.
—Existía una herida, pero probablemente era accidental. Tenía la cara ampliamente mutilada. Nuestro escritor podría no ser el asesino y tener una fuente de información.
—¿Como quién? ¿Un periodista?
—Es una posibilidad. El hecho de que las cartas se hayan enviado a la Central News Agency y, por tanto, estén disponibles para todos los periódicos, no es habitual. Pocas personas ajenas al mundillo del periodismo saben lo que es una agencia de prensa. Si se hubiesen enviado las cartas a un periódico en concreto, los periodistas individuales se habrían beneficiado de la «primicia».
—¿Y también habrían quedado bajo sospecha?
—Exacto.
Ya estaban en la City. Calles anchas y bien iluminadas, y casas apartadas lo suficiente para dejar espacios para áreas de césped y árboles. Todo estaba mucho más limpio. Aunque, en una plaza, Geneviève distinguió tres cuerpos clavados en estacas. Los niños jugaban al escondite en los arbustos que rodeaban a los empalados, pequeños vampiros de ojos rojos que buscaban a sus rollizos compañeros de juegos y les daban mordiscos afectuosos con unos dientes cada vez más afilados.
—¿A quién vamos a visitar? —preguntó ella.
—A alguien que usted aprobará. El doctor Henry Jekyll.
—¿El científico investigador? Estaba en la encuesta de Lulú Schön.
—El mismo. No tiene más dioses que Darwin y Huxley. Más allá del umbral de su casa no se admite ninguna magia. Y, hablando del umbral de la casa del doctor Jekyll, espero que sea ése.
El coche de caballos se detuvo. Charles bajó y la ayudó a descender. Ella se acordó de arreglarse el vestido y acicalarse tras salir del carruaje. Beauregard ordenó al cochero que los esperase.
Estaban en una plaza de casas antiguas y hermosas. La mayor parte de ellas habían perdido su condición de fincas y se habían habilitado como pisos y habitaciones alquiladas a hombres de todo tipo y condición: grabadores de mapas, arquitectos, cárpatos, abogados de asuntos turbios y agentes de empresas dudosas. No obstante, una de las casas, la segunda desde la esquina, estaba todavía ocupada por entero. Charles llamó a la puerta, que anunciaba ostentosamente riqueza y comodidad, aunque ahora estaba sumida en las sombras a excepción del montante de abanico. Un criado de edad avanzada abrió. Charles le mostró su tarjeta, que Geneviève consideraba como una especie de pase de entrada a todas las viviendas e instituciones del país.
—Y ésta es la señorita Dieudonné —explicó Charles—, la antigua.
El criado se dio por enterado y franqueó la entrada a los visitantes a un vestíbulo amplio, confortable y de techo bajo, pavimentado con losas, calentado por un brillante fuego de hogar al estilo de una casa de campo y amueblado con lujosos armarios de roble.
—El doctor Jekyll está en su laboratorio con el otro caballero, señor —dijo el sirviente—. Los anunciaré.
Desapareció en otra sección de la casa, dejando a Geneviève y a Charles en el vestíbulo. En la oscuridad ella podía ver con más claridad. El parpadeo del fuego proyectaba formas extrañas en los armarios de madera pulida.
—Es obvio que el doctor Jekyll no cree en la lámpara incandescente —comentó ella.
—Es una casa antigua.
—De un hombre de ciencia esperaba que viviera entre los deslumbrantes aparatos del futuro, no en las tinieblas del pasado.
Charles se encogió de hombros y se apoyó en su bastón. El criado regresó y los condujo a la parte posterior de la casa. Pasaron a través de un patio cubierto y llegaron a un edificio bien iluminado colindante con la casa de Jekyll. La puerta, de tapete rojo, estaba abierta y se oían voces en el interior.
Charles se apartó para dejar pasar a la mujer. El laboratorio era un espacio de techo alto como un teatro, con las paredes cubiertas de estanterías y gráficas; había mesas y bancos por doquier, con intrincados montajes de retortas, tubos y quemadores. El lugar despedía un fuerte aroma a jabón, pero la limpieza sistemática no había eliminado totalmente otros olores.
—Gracias, Poole —dijo Jekyll, despidiendo al criado, que retornó a la casa principal, lo que causó a Geneviève una sensación que ella supuso que era alivio. Su amo había estado conversando con un hombre de hombros anchos y cabellos prematuramente canos.
»Bienvenido, señor Beauregard —saludó Jekyll—. Y la señorita Dieudonné.
El hombre hizo una leve reverencia y se secó las manos en su delantal de cuero, dejando manchas de una cierta sustancia.
—Este es mi colega, el doctor Moreau.
El hombre de cabellos canos alzó una mano en señal de saludo. Geneviève tuvo la impresión de que no sentía ninguna simpatía por el doctor Moreau.
—Hemos estado hablando de la sangre.
—Un tema de gran interés —se aventuró a decir Charles.
—Desde luego. De interés extraordinario. Moreau tiene unas ideas radicales sobre la clasificación de la sangre.
Los dos científicos habían estado de pie junto a un banco sobre el que estaba desenrollado un pedazo de hule. Sobre éste había polvo y diversos fragmentos de huesos con la forma aproximada de un hombre: una pieza curvada que podía haber sido la frente, unos dientes amarillos, algunas varillas que podían tomarse por costillas y una gran cantidad de una sustancia desmenuzáble, roja y gris, que ella lamentó tener motivos para reconocer.
—Era un vampiro —dijo Geneviève—. ¿Un antiguo?
Un neonato no se habría corrompido de forma tan absoluta. Chandagnac se había convertido en cenizas como éstas. Tenía más de cuatrocientos años en el momento de su destrucción.
—Tuvimos suerte —explicó Jekyll—. El conde Vardalek cometió un delito contra el príncipe consorte y fue ejecutado. En cuanto recibí la noticia del hecho, solicité que me entregaran sus restos. La oportunidad se ha demostrado sumamente valiosa.
—¿Vardalek?
Jekyll desdeñó el nombre con un ademán.
—Creo que era un cárpato —repuso.
—Yo lo conocía.
Por unos momentos, Jekyll se vio apartado de su entusiasmo científico.
—Lo lamento profundamente. Debe perdonar mi falta de tacto...
—No tiene importancia —lo interrumpió ella, e imaginó el rostro pintado del húngaro sobre los restos del cráneo—. No éramos íntimos amigos.
—Debemos estudiar la fisiología de los vampiros —dijo Moreau—. Existen numerosos puntos de interés.
Charles estaba echando un vistazo al laboratorio, paseando la mirada casualmente por los experimentos en marcha. Una masa de lodo caía lentamente en un vaso de precipitación ante él y, con un ruido efervescente, se convertía en espuma de color púrpura.
—Ya ves —dijo Jekyll a Moreau—, el precipitado reacciona de manera normal.
El científico de cabellos blancos no contestó. Era evidente que había sufrido una derrota.
—Nuestras preocupaciones —empezó Charles— no son tan científicas sino más bien policíacas. Estamos investigando los crímenes de Whitechapel. El caso de Jack el Destripador.
Jekyll no dejó entrever nada.
—Sé que usted se ha interesado por el tema, pues ha acudido a las investigaciones.
Jekyll admitió que sí, pero no aportó ningún dato más.
—¿Ha llegado a alguna conclusión?
—¿Sobre el asesino? Muy pocas. Estoy convencido de que todos nosotros, si estuviésemos liberados de las restricciones del comportamiento civilizado, seríamos capaces de cometer cualquier exceso.
—El hombre es, de manera inherente a su ser, una bestia —añadió Moreau—. Es su fuerza secreta.
Moreau mostró un puño peludo. A Geneviève se le ocurrió que el científico tenía una fuerza física enorme. Había algo casi simiesco en su complexión. Habría sido muy sencillo para él seccionar una garganta o realizar una disección rápida, cortando la carne con una hoja de plata y partiendo huesos.
—Mi preocupación —continuó Jekyll— se centra en las víctimas, los neonatos. La mayoría de ellos están muriendo, ¿saben?
Geneviève sí que lo sabía.
—Potencialmente, los vampiros son inmortales. Sin embargo, son unos inmortales frágiles. Hay algo en su interior que los empuja a la autodestrucción.
—Son los que cambian de forma —agregó Moreau— En términos de la evolución son retrógrados, un atavismo. La humanidad está en la cima de la parábola de la vida sobre la Tierra; el vampiro representa un paso hacia el abismo, la primera etapa del camino de vuelta al estado salvaje.
—Doctor Moreau, si le he entendido bien, podría sentirme ofendida —dijo ella.
—¡Ah! —intervino Jekyll—, pero no debería estarlo, señorita Dieudonné. Usted es el caso más interesante que cabe imaginar. Por su existencia continuada, demuestra que los vampiros no son necesariamente una etapa retrógrada en la escalera de la evolución. Me gustaría examinarla de la manera adecuada. Es concebible que usted sea un ser humano perfeccionado.
—No me considero un ideal para nadie.
—Ni lo será, hasta que tenga un mundo perfecto a su alrededor. Si pudiésemos determinar los factores que diferencian a un antiguo de un neonato, podríamos eliminar mucha basura viviente.
—Los neonatos son como tortugas jóvenes —afirmó Moreau—. Nacen cientos de ellas, pero sólo unas pocas llegan arrastrándose por la playa hasta el mar sin ser cazadas por las aves marinas.
Charles los escuchaba atentamente y permitía a Geneviève que pusiera a prueba a los científicos. Ella deseaba saber qué era lo que él quería aprender de ellos.
—No deseo contradecir la agradable sugerencia de que yo sea la culminación de un plan divino, pero creo que la opinión científica generalizada es que los vampiros no constituyen una especie separada de la humanidad, sino una derivación parásita de nuestro árbol familiar, que sólo existe en virtud de una alimentación sustraída a nuestros primos cálidos.
Jekyll parecía casi enojado bajo sus suaves modales.
—Me parece decepcionante que coquetee con unas nociones tan anticuadas.
—Sólo coqueteo, doctor. No tengo la intención de casarme con ellas.
—Ella solamente está provocando tu réplica, Harry —acotó Moreau.
—Por supuesto, perdóneme. Para contestarle de manera sencilla: los vampiros no son más parásitos por alimentarse de la sangre de los seres humanos, que lo que éstos lo son por comer la carne del ganado.
La sed roja de Geneviève le hizo cosquillas en el fondo de la garganta. Había estado durmiendo los últimos días y tenía que alimentarse pronto o se debilitaría.
—Algunos de nosotros los llaman a ustedes «ganado». Este caballero de polvo aquí presente era famoso por emplear ese término.
—Es comprensible.
—Vardalek era un cerdo cárpato arrogante, doctor. Le aseguro que no siento su mismo desprecio hacia los cálidos.
—Me alegra oírle decir eso —intervino Charles.
—¿Ninguno de ustedes ha optado por experimentar el Beso Oscuro? —les preguntó ella—. Supongo que sería una decisión lógica, en nombre de la investigación científica.
Jekyll meneó la cabeza negativamente.
—Deseamos estudiar el fenómeno más a fondo. La condición vampírica podría ser la cura de la muerte, pero en nueve de cada diez casos también es un veneno mortal.
—Teniendo en cuenta la importancia vital de este campo, ha sido descuidado de una forma sorprendente —declaró Moreau—. Dom Augustin Calmet todavía es citado como referencia habitual...
Calmet era el autor de Tratado de los vampiros de Hungría y regiones colindantes, publicado por vez primera en 1746: una colección de incidentes a medio confirmar y relatos populares burdamente adornados con detalles ficticios.
—Incluso el difunto profesor Van Helsing, de infausta memoria, era en el fondo un seguidor de Calmet —dijo Jekyll.
—¿Ustedes, caballeros, desean ser los Galileo y Newton del estudio del vampirismo?
—La reputación no es importante —contestó Moreau—. Cualquier bufón puede comprarse una. Mire la Royal Society y reconocerá a todos ellos, cálidos o no muertos, como una manada de mandriles calvos. En la ciencia, las pruebas son vitales. Y pronto tendremos pruebas.
—¿Pruebas de qué?
—Del potencial humano para conseguir la perfección, señorita Dieudonné —respondió Jekyll—. Su nombre es acertado. Realmente podría ser un regalo que nos ha sido dado por Dios. Si todos pudiéramos ser como usted...
—Si todos fuésemos vampiros, ¿de quién nos alimentaríamos?
—Bueno, importaríamos nativos del África o de los Mares del Sur —repuso Moreau, como si indicara a un idiota que el cielo era azul—. O podríamos elevar a bestias inferiores a la categoría humana. Si los vampiros pueden cambiar de forma, también pueden hacerlo otras criaturas.
—Hay vampiros africanos, doctor Moreau. El príncipe Mamuwalde es muy respetado. Incluso en los Mares del Sur tengo parientes...
Geneviève vio un brillo insano tras los ojos de Jekyll. Su réplica podía observarse en la ansiosa expresión de Moreau: el ansia de Prometeo, el deseo de una llama devoradora de conocimiento.
—¡Qué silencio frío y oscuro sería la perfección! —dijo Geneviève—.
Me imagino que la mejora definitiva del universo sería algo muy semejante a la muerte.
28 Pamela
Al parecer, he desarrollado repentinamente un sentimiento cálido, casi afectuoso, por Dom Augustin Calmet —comentó Geneviève, para regocijo de Beauregard.
En el coche, de regreso a Whitechapel, ella estaba sentada muy cerca de él. Clayton, contratado para toda la noche, sabía adonde iban. Tras su inesperado viaje a Limehouse, Beauregard estaba feliz de que lo llevara por Londres alguien que él sabía que estaba al servicio del club Diógenes.
—Muchos hombres brillantes fueron considerados locos por sus contemporáneos.
—Yo no tengo contemporáneos —dijo ella—. Excepto Vlad Tepes, y jamás me he encontrado con él.
—No obstante, ¿sigue mi razonamiento?
Los ojos de Geneviève relampaguearon.
—Por supuesto, Charles...
Ella tenía la costumbre de llamarlo por el nombre de pila. En otra mujer eso habría parecido inapropiado, pero era absurdo insistir en normas arbitrarias de tratamiento con una mujer que era lo bastante vieja para ser diez veces su bisabuela.
—Es posible que los crímenes sean experimentos —continuó Beauregard—. El doctor Knox necesitaba cadáveres y no era muy escrupuloso sobre el lugar donde los conseguía; el doctor Jekyll y el doctor Moreau necesitan cuerpos de no muertos y es perfectamente admisible que no hayan evitado la tentación de recogerlos de las calles de Whitechapel.
»Moreau estuvo involucrado en un escándalo de vivisecciones hace pocos años. Era algo repugnante, relativo a un perro escuálido.
—No lo creo. Dentro de su bata blanca, no es más que un cavernícola.
—Y un hombre bastante forzudo. Dicen que es un experto con el látigo. Ha rondado mucho por el mundo.
—¿Pero usted no cree que sea el asesino?
Beauregard tuvo una ligera sorpresa al ver que adivinaba lo que él se proponía decir más tarde.
—No. Entre otras cosas, porque está reconocido como un cirujano genial.
—Y Jack el Destripador conoce el interior de un cuerpo, pero corta las entrañas con la delicadeza de un carnicero borracho.
—Exacto.
Beauregard estaba acostumbrado a tener que explicar sus razonamientos. Era un alivio, aunque un tanto alarmante, estar con alguien que podía estar a su altura.
—¿Es posible que fuera deliberadamente descuidado para no levantar sospechas? —preguntó ella, y se contestó a sí misma—. No, si Moreau estuviese tan chiflado para asesinar por un experimento, no pondría en peligro sus hallazgos con una dejadez intencionada. Si fuese nuestro Destripador, raptaría a las víctimas y las eliminaría en un lugar privado donde pudiese operar tranquilamente. Y las chicas fueron asesinadas en el lugar donde se encontraron.
Beauregard asintió con la cabeza.
—Y deprisa, con frenesí. No hay ningún «método científico».
La vampira se mordió el labio. Por unos instantes dio la imagen de una quinceañera seria, con un vestido hecho para una hermana mayor y más frívola. Luego regresó la mente antigua.
—¿Así que su sospechoso es el doctor Jekyll?
—Él es un químico biológico, no un anatomista. No estoy muy informado sobre este campo, pero he estado tratando de entender sus artículos. Tiene unas ideas un tanto raras. Su último ensayo fue «Sobre la composición del tejido vampírico».
Geneviève sopesó las posibilidades.
—No obstante, resulta difícil de imaginar. Al lado de Moreau, parece tan... inofensivo. Me recuerda a un clérigo. Y es viejo. No me lo imagino corriendo de noche por las calles, y mucho menos en posesión de la tremenda fuerza que debe de tener el Destripador.
—Pero hay algo sospechoso. Ella reflexionó por unos momentos.
—Sí, tiene razón. Hay algo sospechoso. No creo que Henry Jekyll sea Jack el Destripador. Pero tiene un aire indefiniblemente peculiar.
Beauregard sintió una sombría satisfacción al ver confirmadas sus sospechas.
—Lo vigilaremos.
—Charles, ¿me está utilizando como perro de presa?
—Supongo que sí. ¿Le importa?
—¡Guau, guau! —exclamó ella, soltando una risita. Cuando ella reía, su labio superior se apartaba en un gesto feroz para mostrar sus afilados dientes—. Recuerde que no debe fiarse de mí. Yo solía decir que la guerra terminaría en el invierno siguiente.
—¿Qué guerra?
—La Guerra de los Cien Años.
—¡Menudo acierto! —se rió él.
—Un año tuve razón. Para entonces, ya no me importaba. Creo que estaba en España.
—Usted nació francesa. ¿Por qué no vive allí? —le preguntó.
—Entonces, Francia estaba ocupada por los ingleses. Decían que la guerra se debía a eso.
—¿Así que usted estaba de nuestro lado?
—Desde luego que no. Pero eso fue hace mucho tiempo y en otro país, y aquella chica murió muchos años atrás.
—Whitechapel es un lugar extraño para encontrarla a usted.
—No soy la única mujer francesa en Whitechapel. La mitad de las filles de joie de las calles se hacen llamar «Fifi LaTour».
Él se echó a reír otra vez.
—Su familia también debía de ser francesa, monsieur Beauregard. Y reside en Cheyne Walk.
—Era un lugar lo bastante bueno para Carlyle.
—Conocí a Carlyle en una ocasión. Y a muchos otros. Los grandes y los buenos, los locos y los malos. A menudo tenía miedo de que alguien me siguiera la pista estableciendo la relación entre todas las menciones de mi nombre en las memorias escritas a lo largo de los siglos. Siempre había peligro de que me siguiera y me destruyese, como le pasó a mi amiga Carmilla. Era una chica tonta y muy dependiente de sus amantes cálidos, pero no se merecía ser alanceada y decapitada, y luego abandonada flotando en un ataúd lleno de su propia sangre. Supongo que ya no me tendré que preocupar por ese temible destino nunca más.
—¿Qué ha estado haciendo todos estos años?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Correr, esperar, tratar de hacer lo correcto... ¿Cree que soy una buena persona, o que soy mala?
No esperaba una respuesta. Su mezcla de melancolía y amargura sonó divertida. Él supuso que reírse era su manera de afrontar su destino. Debía de sentir el peso de los siglos como Jacob Marley sentía el de las cadenas.
—Alégrese, vieja chica —dijo—. Henry Jekyll piensa que es perfecta.
—¿Vieja chica?
—Sólo es una expresión.
Geneviève canturreó con tristeza.
—Soy yo, exactamente, ¿no? Una chica vieja.
¿Qué le hacía sentir aquella mujer? Estaba nervioso a su lado, pero excitado. Era semejante a estar en peligro, y él se había adiestrado a mantenerse frío bajo el fuego. Cuando estaba con Geneviève, era como si compartiera un secreto. ¿Qué habría pensado Pamela de su vampira? Se habría dado cuenta; aun sumida en el dolor, no era posible mentirle. Al final, él le dijo que se curaría, que volvería a casa. Pamela desdeñó sus palabras consoladoras y le exigió que la escuchase. Para Pamela, morir fue duro: estaba furiosa, no con el estúpido médico, sino consigo misma; furiosa porque su cuerpo le había fallado, le había fallado a su hijo. Su furia ardía como una fiebre. Él la sintió al tomarla de la mano. Murió sin haber dicho algo; desde entonces había estado hurgando en la herida, preguntándose si había algo que entender, preguntándose cuál era aquel pensamiento urgente, el pensamiento que Pamela finalmente no pudo articular en palabras.
—«Te quiero.»
—¿Qué?
Las mejillas de Geneviève estaban bañadas en lágrimas. Por una vez, pareció más joven de lo que indicaba su rostro.
—Eso es lo que ella decía, Charles. «Te quiero.» Eso es todo.
Irritado, él agarró el puño del bastón y accionó el pestillo. Aparecieron un par de centímetros de plata. A Geneviève se le cortó la respiración.
—Lo siento, lo siento —dijo, apoyándose en él—. No soy así, de verdad. No soy una fisgona. Es... —Lloraba sin poder contenerse y las lágrimas caían sobre su cuello de terciopelo—. Era tan claro, Charles —insistió, meneando la cabeza y sonriendo al mismo tiempo—. Manaba de tu mente. Generalmente, las impresiones son vagas. Por una vez, he tenido una imagen perfecta. Supe lo que sentías... ¡Oh, Dios mío! Charles, lo siento, no sabía lo que hacía; perdóname, por favor... y lo que ella, sentía. Era una voz que cortaba como un cuchillo. ¿Cómo se llamaba?
—Pen... —Beauregard tragó saliva—. Pamela. Mi esposa, Pamela.
—Pamela. Sí, Pamela. Podía oír su voz.
Las frías manos de la mujer se cerraron sobre la suya y lo obligaron a guardar la hoja en el bastón. El rostro de Geneviève estaba muy cerca. Unas pecas rojas nadaban en las comisuras de sus ojos.
—¿Eres médium?
—No, no, no. Llevabas la impresión contigo y alimentaba el dolor. Está en ti, para ser leído.
Él sabía que Geneviève tenía razón. Debería haber sabido lo que Pamela decía. No se había permitido oírlo. Beauregard se había llevado a Pamela a la India, conociendo el riesgo que ello entrañaba. Debería haberla enviado a casa cuando descubrieron que estaba embarazada, pero surgió una crisis y ella insistió en quedarse. Insistió, pero él le permitió insistir; no la obligó a regresar a Inglaterra. Fue débil y la dejó quedarse. No era digno de entenderla en el último momento. No era digno de ser amado.
Geneviève sonreía entre las lágrimas.
—No había ninguna culpa, Charles. Estaba furiosa. Pero no contigo.
—Jamás pensé que...
—Charles...
—Bueno, jamás pensé conscientemente que...
Ella levantó un dedo y lo apoyó en la cara de él. Luego lo apartó y lo mantuvo en alto ante sus ojos. En el dedo había una lágrima. Beauregard sacó un pañuelo y se enjugó los ojos.
—Sé con qué estaba furiosa, Charles. Con la muerte. Entre todas las personas, yo lo entiendo. Creo que me habría gustado, que habría querido, a tu mujer.
Geneviève se llevó el dedo a la lengua y sintió un leve estremecimiento. Los vampiros podían beber lágrimas.
Importaba poco qué habría pensado Pamela de Geneviève. Lo que era importante, como comprendió él con un retortijón de estómago, era lo que Penélope pensaría...
—No quería que sucediera todo esto, de verdad —dijo ella—. Debes de considerarme terriblemente boba.
Ella tomó el pañuelo y se enjugó también los ojos. Luego miró la mancha húmeda.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Agua salada.
Beauregard estaba confundido.
—Generalmente lloro sangre. No es muy atractivo. Dientes y colas de rata, como corresponde a una nosferatu.
Ahora fue él quien la tomó de la mano. El dolor del recuerdo ya pasaba; de algún modo, se sentía más fuerte.
—Geneviève, te estás subestimando constantemente. Recuerda, sé muy bien que no sabes el aspecto que tienes.
—Yo recuerdo una muchacha con pies de pato y labios que no encajaban bien con el resto de la cara. Sin embargo, los ojos eran bonitos. No estoy segura, pero espero que fuese mi hermana. Se llamaba Cirielle; se casó con el hermano de un mariscal de Francia y murió siendo abuela.
Volvía a ser aguda y a tener control sobre sí misma. Sólo un ligero sonrojo en el cuello traicionaba una emoción, y éste se desvanecía como hielo bajo la luz del sol.
—A estas alturas, mi familia se debe de haber extendido por todo el mundo, como el cristianismo. Espero que todos los seres humanos vivos estén emparentados conmigo de algún modo.
Beauregard trató de reír, pero ella volvía a estar seria.
—No me gusto cuando tengo un arrebato sentimental, Charles. Te pido disculpas por haberte avergonzado.
Beauregard meneó la cabeza. Algo se había roto entre ellos, pero él no estaba seguro de que fuese un vínculo o una barrera.
29 Señor Vampiro II
La lágrima de Charles todavía le cosquilleaba en la lengua. No había tenido la intención de saborear su pesar, pero había sido incapaz de evitarlo. A su avanzada edad, se estaba volviendo excéntrica y difícil de comprender. La mayoría de los antiguos se volvían locos. Como Vlad Tepes. De Charles tenía una brizna de memoria. El contacto de una mano fina, el olor a sangre de una agonizante, el color y la suciedad de un país lejano, la fiera lucha de una mujer por sobrevivir y traer vida al mundo. Sentimientos extraños, dolor extraño. Geneviève no podía quedar embarazada ni dar a luz. ¿Quería eso decir que no estaba realmente viva? ¿Que no era una verdadera mujer? Se decía que los vampiros no tenían sexo, que el órgano de sus cuerpos era tan funcional como los ojos en las alas de un pavo real. Ella podía sentir un cierto placer cuando hacía el amor; pero no podía compararse con el de alimentarse.
Todo esto a raíz de una lágrima. Tragó saliva y se relamió el paladar hasta que desapareció el «sabor mental».
—Casi hemos llegado a Toynbee Hall —dijo Charles.
Estaban junto al mercado de Spitalfields, en Lamb Street, a la vuelta de la esquina de Commercial Street. El mercado, abierto hasta el amanecer, estaba bien iluminado y abarrotado de gente. El ruido y el olor eran familiares.
El coche se detuvo bruscamente, y Geneviève fue arrojada hacia adelante, contra la plancha de madera que cubría la parte frontal del carruaje. Charles intentó atraparla pero ella acabó de rodillas en el diminuto espacio de la cabina. No podía ver lo que había fuera del coche. El caballo relinchó nerviosamente, mientras el cochero intentaba controlarlo con una orden hablada y un tirón de las riendas.
Geneviève comprendió que algo iba mal.
Con una horrísona sacudida, los relinchos terminaron repentinamente. El cochero dijo una maldición, y se oyeron gritos de terror. El rostro de Charles perdió todo signo de emoción. Era un soldado unos momentos antes de la carga. Ella había visto aquella expresión durante siglos en la cara de los hombres que se enfrentaban a la muerte. Se alargaron sus colmillos y produjo saliva, lista para atacar o defenderse.
Sonó un golpe fuerte en el techo del coche. Ella levantó la mirada. Cinco dedos amarillos, con uñas que parecían dagas curvadas, atravesaron la madera. Se doblaron como gusanos vertebrados y un puño arrancó una sección del techo alrededor de la trampilla. Entre las astillas, ella atisbo un trozo de seda amarilla. Su perseguidor saltarín había regresado. Un rostro arrugado se arrimó al agujero, con la boca abierta y enseñando sus dientes de lamprea. La boca creció y creció, hasta mostrar sus encías musculosas y relucientes. El antiguo parloteaba con un leve temblor en los labios, que agitaba el raído bigote que había crecido en la carne desnuda y húmeda.
Unas manos se aferraron al borde del agujero y arrancaron más fragmentos de madera. Varias capas de madera barnizada quedaron destrozadas, resonando como cuerdas rotas de un violín.
Charles había desenfundado la espada del bastón y buscaba un lugar donde clavarla. Ella tenía que enfrentarse al enemigo antes de que Charles intentase ser su protector y consiguiera así que lo descuartizaran.
Se impulsó hacia arriba con fuerza y, agarrándose a los bordes del orificio, subió al techo. Las astillas del borde le desgarraron el vestido y le arañaron la piel. El coche de caballos oscilaba bajo el peso del chino, que trataba de mantener el equilibrio en la caja del cochero. Ella vio a éste caído en el pavimento a una docena de metros, tratando de incorporarse entre una multitud de mirones. Un viento frío le arrojó los cabellos sobre la cara y le azotó el vestido entre las rodillas. El coche se bamboleó bajo el cambiante peso y con el único anclaje del caballo muerto.
—Maestro, ¿por qué luchas conmigo? —le dijo al vampiro. El chino se transformó. Se le alargó el cuello, que se dividió en segmentos erizados de pelos, como un insecto. Los brazos que se extendían desde las mangas acampanadas de su vestido eran unos miembros de aspecto humano pero con varias articulaciones y grandes como paletas. Su cabeza oscilaba de un lado a otro en su cuello de serpiente, una coleta de casi un metro le fustigaba los hombros. La coleta terminaba en una bola de púas atada a su peinado.
Algo que era al mismo tiempo sutil y punzante le rozó el rostro a Geneviève. Era una cuerda como una telaraña que había crecido en la cara del vampiro. Mientras ella le vigilaba las manos, él había intentado agarrarla con los pelos de las cejas, crecidos como hierbas. Ella sintió una picazón en la frente, y comprendió que la criatura estaba buscando sus ojos. Geneviève cerró el puño, lanzó el antebrazo contra la serpentina cuerda y se la enrolló varias veces alrededor de la muñeca. Tiró con fuerza, y las finas cuerdas cortaron la manga y le agarraron la muñeca como un lazo, pero el vampiro había perdido ya el equilibrio.
Geneviève se vio expulsada del lugar que ocupaba cuando el chino cayó de la caja. El vampiro atravesó el aire como un pez surca el agua y cayó al suelo sin esfuerzo sobre sus sandalias. La cuerda de cabellos soltó el brazo de Geneviève, que chocó contra una pared con los pies por delante y cayó sobre los adoquines. Con los tobillos doloridos por el impacto, intentó incorporarse; pero, al resbalarle la palma de la mano en un resto podrido de col, volvió a desplomarse. Notó la porquería en la cara. Con determinación, se incorporó sobre los codos y se puso en pie. El antiguo había conseguido hacerle daño, lo que se suponía que no era fácil. Su poder la hacía sentirse como una niña.
Se apoyó en la pared que tenía a sus espaldas y recobró fuerzas. El rostro le ardía y la piel se le tensó. Le crecieron los dientes y las uñas, partiendo la carne de los dedos y las encías. Probó su propia sangre.
Estaban en el mercado, y una hilera de esqueletos colgantes de terneros se extendía entre ellos, con la carne balanceándose en sus garfios de hierro. El hedor a sangre de animal muerto flotaba en el ambiente. El gentío se había reunido en un círculo, lo que daba espacio a los dos antiguos para combatir, pero al mismo tiempo cortaba toda posible retirada.
Geneviève utilizó la pared para tomar impulso y abalanzarse sobre el vampiro. Éste se quedó quieto con los brazos abiertos. Las manos de la mujer le rozaron la túnica y, un cuarto de segundo antes de que ella lo alcanzase, se apartó. Cuando ella pasó a su lado, él le arañó el costado con las uñas. A Geneviève se le desgarró el vestido y se abrieron heridas en su piel. Chocó contra un frío costado de ternera, trastabilló y fue a topar con varios espectadores. Ellos la sostuvieron y la lanzaron de nuevo contra el chino con un grito de ánimo. Era como un combate de boxeo en que la multitud arrojaba continuamente a los púgiles uno contra el otro. Hasta que uno de ellos se negara a levantarse. Geneviève habría apostado contra sí misma. Según las supersticiones, podía detener el asalto del vampiro chino transcribiendo una oración a Buda en una hoja de papel amarillo y pegando el encantamiento a la frente del vampiro. O esparcir arroz pegajoso a su paso para adherirlo a la tierra y, conteniendo el aliento para ser invisible para los no muertos, despedazarlo con cuerdas bendecidas y bañadas en sangre. Ninguno de estos métodos parecía ser práctico.
Unos largos brazos se alargaron como las alas de una garza y el antiguo le asestó una patada bajo la barbilla. La sandalia la alcanzó en la mandíbula y la levantó en vilo. Cayó en mala postura, pesadamente, sobre un caballete donde descansaba una hilera de riñones extendidos sobre harina en papel de cera. Los caballetes se derrumbaron, y ella fue a parar al suelo de nuevo, rodeada por pedazos de carne violácea. Una lámpara rodó sobre los adoquines y una llama hollinosa brotó de la válvula lateral.
Geneviève levantó la mirada y vio que el vampiro chino avanzaba hacia ella. Unos ojos verdes brillaban en la máscara apergaminada que tenía por rostro, y sus movimientos eran tan precisos y decididos como los de un bailarín. Las sedas susurraban a su paso, como las alas de un insecto. Para él, esto era un espectáculo, una exhibición. Como un torero, quería aplausos al entrar a matar.
Se produjo un movimiento confuso detrás de la criatura, que se detuvo y escuchó inclinado delicadamente sus puntiagudas orejas. Charles se estaba aproximando a él, y su espada era un relámpago plateado. Si pudiese clavar la punta en el cuerpo del antiguo y atravesarle el corazón...
El vampiro dobló el brazo hacia atrás por tres sitios, y su mano agarró la muñeca de Charles, deteniendo el mandoble. Le torció el brazo y la espada giró como una manecilla de reloj, sin llegar a rozar el vestido del chino. El arma cayó tintineando sobre los adoquines. El vampiro lanzó a Charles por encima de su cabeza y lo arrojó lejos. La multitud aclamó la maniobra.
Geneviève intentó sentarse. Los riñones eran como grandes babosas muertas que estallaban bajo su peso y la manchaban con sus restos. El antiguo volvió a concentrarse en ella y alargó un brazo huesudo, con una manga que pareció hincharse por efecto de una brisa imperceptible. Del interior de la túnica extrajo una nube ondulante que creció de manera increíble como la bufanda de un mago. La nube, moviéndose bruscamente, se cernió sobre ella. Un millón de mariposas diminutas, maravillas multicolores cuyas alas reflejaban la luz como una lluvia de fragmentos de diamante, revolotearon a su alrededor. Se abalanzaron sobre la carne para devorarla y, arremolinándose sobre su rostro, rodearon las costras pegadas a su piel buscando las comisuras de los ojos.
Ella mantuvo la boca cerrada y meneó violentamente la cabeza. Se limpió la cara con las muñecas. Cada vez que dejaba de frotarse, las mariposas volvían a reunirse. Alargó la mano hacia la lámpara caída en el suelo y apagó la llama. Tras soltar la mecha, que todavía siseaba, vació la lámpara sobre su cabeza. Las mariposas se apartaron, y el olor a parafina invadió su nariz. Una chispa, y su cabeza se convertiría en una hoguera. Se arrancó las mariposas muertas que tenía pegadas a los cabellos y las arrojó lejos.
El antiguo estaba plantado ante ella. Se inclinó y la agarró por los hombros, y ella quedó colgada de sus manos como un trapo. Se permitió relajarse. Los dedos de sus pies rozaban los adoquines. Tal vez había una expresión divertida en el color esmeralda apagado de los viejos ojos del vampiro. Sus fauces ribeteadas de dientes como agujas se acercaron a su rostro, y ella olió su aliento perfumado. Del abismo rojo y dentado surgió una lengua tubular y puntiaguda como la trompa de un mosquito. El vampiro podía dejarla seca, convertirla en un pellejo vacío. Tal vez sobreviviera, pero ésa sería la peor de las consecuencias.
Geneviève ya tenía las plantas de los pies totalmente apoyadas en el suelo y contemplaba desde abajo a la criatura. Dejó caer la cabeza y expuso la garganta en gesto de sumisión. La lengua reptó hacia ella, con las abiertas fauces palpitantes. Ella le dio unos segundos para que disfrutara de la victoria, y entonces lo agarró por debajo de las axilas y le clavó las uñas a través de la túnica hurgando hasta las costillas. Con la boca totalmente abierta, se abalanzó sobre el rostro del vampiro y mordió. Le atrapó la lengua y apretó con fuerza el trozo de carne que se agitaba entre sus dientes. Un sabor picante le inundó la boca y la hizo toser. La lengua era más fuerte que una serpiente y trató de liberarse. Ella notó que aquella cosa repugnante palpitaba, mientras el vampiro chillaba iracundo. Sus dientes desgarraron el cartílago y los músculos y, con un chasquido, las dos hileras se encontraron. La punta de la lengua se revolvió dentro de su boca, y ella la escupió.
El vampiro se apartó de ella con un giro, mientras de su boca manaba una sustancia negra y gelatinosa que le manchaba el pecho de la túnica. Seguía gritando, y sus aullidos brotaban entre borbotones de sangre. La criatura no se alimentaría de Geneviève. Ella se enjugó la boca en la manga hecha jirones, tosió y escupió en un intento de librarse del repugnante sabor. Tenía toda la boca adormecida y le ardía la garganta. El antiguo, dando vueltas, se abalanzó de nuevo sobre ella. Sus golpes la arrojaron contra una pared y él comenzó a castigarla como un boxeador, martilleándole el vientre y el cuello. Estaba furioso y no era tan preciso como antes. Todo lo que tenía era fuerza, no destreza. El dolor se propagó por todo el cuerpo de Geneviève. Él le agarró la cabeza como debía de haber hecho con el caballo y la torció a un lado. Los huesos del cuello se le partieron y ella gritó de dolor. El vampiro la arrojó al suelo y la pateó en el costado. Luego saltó sobre sus costillas, y ella oyó cómo se quebraban sus propios huesos.
Abrió los ojos. El vampiro estaba resoplando como una foca herida. La parte inferior de su cara era una masa en ebullición de carne y dientes que intentaba recomponerse. Saliva y sangre gotearon sobre ella. Luego, él desapareció y otros rostros se agolparon a su alrededor.
—Déjenme pasar —decía alguien—. Apártense, por el amor de Dios...
Ella sentía dolor. Sus costillas se iban reparando mientras respiraba y las punzadas remitían con cada espiración, pero el cuello estaba destrozado. Y estaba exhausta, con la visión bañada en rojo. Era consciente de la porquería sobre la que yacía y la sangre seca que le cubría la cara. Ya no le quedaba ni un solo vestido elegante.
—Geneviève, mírame... —dijo una voz.
Una cara estaba cerca. Charles.
—Geneviève...
30 La irrupción de Penny
Consideró que era mejor no moverla y envió a Clayton a Toynbee Hall en busca del doctor Seward. Entretanto, hizo lo que pudo para ponerla cómoda. Habían llenado un cubo de agua relativamente limpia de una cañería. Llevó un trapo hasta el rostro de ella y le limpió la máscara de sangre y suciedad.
Fuera lo que fuese aquel ser, se había ido saltando con su peculiar manera de andar a brincos. Beauregard se lamentó de que su espada no hubiera despedazado a aquella cosa. Por mucho que estuviera revisando sus opiniones sobre los vampiros en general, ese monstruo no debía seguir viviendo.
Le dio unas palmadas en la cara y le apretó la mano con fuerza. Ella gruñó cuando se movieron sus huesos fracturados. A él le recordó a Liz Stride en sus últimos momentos. Y a Pamela. Ambas habían fallecido y la muerte les había llegado como una bendición. Decidió luchar por Geneviève Dieudonné. Si no podía salvar una sola vida, ¿de qué servía su existencia? Ella intentó hablar, pero la tranquilizó para que guardase silencio. Le quitó una mariposa que tenía aplastada en el cabello y la tiró lejos. Su cabeza estaba en una postura antinatural, con el cuello torcido en ángulo y un hueso que sobresalía bajo la piel. Una mujer cálida ya habría muerto.
La muchedumbre que había disfrutado de la pelea seguía allí, poniendo otra vez en marcha el mercado. Algunos vagos se quedaron por la zona con la esperanza de ver más sangre. A Beauregard le habría gustado tirar al suelo a un par de ellos con unas patadas de kárate, simplemente para dar espectáculo al público.
Clayton regresó con una mujer regordeta. Era la señora Amworth, la vampira enfermera. Otro hombre del Hall, Morrison, estaba con ellos y llevaba una cartera de médico.
—El doctor Seward ha salido —explicó la señora Amworth—. Tendrán que conformarse conmigo.
La enfermera lo apartó a un lado con gentileza y se arrodilló junto a Geneviève. Él todavía la tenía asida de la mano, pero ella hizo una mueca de dolor al girársele el brazo.
—Tendrá que soltarla —dijo la enfermera.
Él dejó la mano de Geneviève en el suelo y le colocó el brazo junto al costado.
—Bien, bien, bien —murmuró la señora Amworth al palpar las costillas de Geneviève—. Los huesos se están recomponiendo correctamente.
Geneviève se incorporó un poco, tosiendo, y se desplomó de nuevo.
—Sí, eso duele —dijo la señora Amworth dulcemente—, pero sólo para curarte.
Morrison abrió la cartera y la puso al alcance de la enfermera. Ella sacó un escalpelo de su interior.
—¿Va a cortar? —preguntó él.
—Sólo el vestido.
La enfermera deslizó la hoja bajo la clavícula de Geneviève y a lo largo del brazo, y quitó los restos de la manga. Tenía manchas violáceas en el brazo, que la señora Amworth apretó con ambas manos. Sonó un chasquido sordo y el hueso se colocó en su sitio en el hombro. Las manchas lívidas comenzaron a desvanecerse.
—Ahora, el truco —dijo la señora Amworth—. Tiene el cuello roto. Debemos enderezarlo rápidamente, o sus huesos se repararán de forma equivocada y tendremos que volver a fracturarle la columna para recomponerlos.
—¿Puedo ayudar?
—Morrison y usted, sujétenla por los hombros y, por lo que más quieran, agárrenla bien. Usted, cochero, siéntese sobre sus piernas.
Clayton estaba atónito.
—No sea tímido. Ella se lo agradecerá. Probablemente le dará un beso.
El cochero se situó sobre las rodillas de Geneviève. Beauregard y Morrison la sujetaron de los hombros. Sólo la cabeza de Geneviève estaba libre. Beauregard se imaginó que Geneviève trataba de sonreír, pues enseñó sus temibles dientes.
—Esto te dolerá, querida —la previno la señora Amworth.
La vampira enfermera agarró la cabeza a Geneviève, deslizó las manos bajo sus orejas y la sujetó con fuerza. De forma experimental, movió la cabeza ligeramente a un lado y al otro, estirando el cuello. Geneviève tenía los ojos bien cerrados y siseaba. Sus dientes se entrecruzaban como las dos mitades del rastrillo de una fortaleza.
—Prueba a gritar, querida.
La paciente aceptó el consejo y emitió un chillido prolongado mientras la señora Amworth tiraba con fuerza y volvía a colocar el cráneo de Geneviève sobre su columna vertebral. Luego se puso a horcajadas sobre ella, le agarró la garganta como si fuese a estrangularla y empujó las vértebras con fuerza hasta situarlas otra vez en su lugar. Beauregard contempló los esfuerzos de la enfermera mientras efectuaba la cura. Su plácido rostro estaba enrojecido y los colmillos asomaban de su boca.
Se levantaron los cuatro y dejaron que Geneviève se retorciera en el suelo. Su griterío era ahora una serie de gemidos. Meneó la cabeza y los cabellos le azotaron el rostro. Él pensó que Geneviève estaba jurando en francés medieval. Luego se frotó el cuello y se sentó.
—Ahora, querida, debes alimentarte —indicó la señora Amworth. Miró alrededor y le hizo un gesto con la cabeza a Charles.
Beauregard se aflojó la corbata y se quitó el cuello de la camisa. Entonces se quedó paralizado, sintiendo el pulso en el cuello junto a los nudillos. Se aflojó un botón y forcejeó entre la camisa y el chaleco. Geneviève estaba sentada, recostada contra una pared. Tenía una expresión calmada, que había perdido su rictus demoníaco, pero los dientes eran todavía alargados y sobresalían como diminutos guijarros. Se imaginó aquella boca en su cuello.
—¿Charles? —dijo alguien.
Se dio la vuelta. Penélope estaba junto a una pila de cajas de coles. Iba vestida con un abrigo de cuello de terciopelo y un sombrero cubierto de gasa y estaba tan fuera de lugar allí como un piel roja en la Cámara de los Comunes.
—¿Qué estás haciendo?
La reacción instantánea de Beauregard fue volver a hacerse el nudo de la corbata, pero lo hizo torpemente y el cuello de la camisa quedó colgando de manera ridícula.
—¿Quiénes son estas personas?
—Ella debe alimentarse —insistió la señora Amworth—. De lo contrario, podría sufrir un colapso. La pobre está agotada.
Morrison se había arremangado y ofreció la muñeca, que tenía unas diminutas costras, a Geneviève. Ella se apartó los cabellos y chupó.
Penélope apartó la mirada, arrugando la nariz con asco.
—Charles, ¡esto es asqueroso!
Apartó una col de una patada con su bota. Los vagos se arremolinaron detrás de Penélope e intercambiaron bromas inaudibles, pero ella hizo caso omiso de sus carcajadas.
—Penélope, ésta es mademoiselle Dieudonné... —dijo él.
Geneviève levantó los ojos para mirar a Penélope. Una gota de sangre surgió de la comisura de su boca, corrió por la muñeca de Morrison y cayó sobre los adoquines.
—Geneviève, te presento a la señorita Churchward, mi prometida...
Penélope hizo todo lo posible por no emitir un bufido. Geneviève terminó de alimentarse y le devolvió el brazo a Morrison. Éste se envolvió la muñeca con un pañuelo y se abrochó de nuevo el puño.
Ahora había policías entre la multitud, y los vagos se dispersaron. Todas las personas del mercado encontraron algo que hacer: recoger cosas entre las paradas, levantar cajas y ofertar artículos.
La señora Amworth abrazó a Geneviève para sostenerla, pero ella la apartó con gentileza. Sonrió al comprobar que era capaz de mantenerse de pie. Beauregard pensó que estaba mareada porque se había alimentado muy poco tiempo después de haber sufrido las heridas.
—Lord Godalming dijo que podría encontrarte en los alrededores del Café de París, en Whitechapel —dijo Penélope—. Yo confiaba en que su información sería errónea.
Beauregard sabía que buscar una explicación sería como admitir una derrota.
—Tengo un coche de caballos —continuó ella—. ¿Vas a regresar conmigo a Chelsea?
—Todavía tengo asuntos que atender aquí, Penélope.
Ella esbozó una sonrisa, pero sus ojos eran manchas como de acero.
—No te interrogaré acerca de esos «asuntos». No me corresponde.
Geneviève se limpió la boca con un pedazo de su vestido. Discretamente, se retiró junto con la señora Amworth y Morrison. Clayton permaneció atónito, convertido en un cochero sin coche. Tendría que esperar a que el matarife viniera a buscar su caballo.
—Si deseas llamarme, mañana por la tarde estaré en casa —prosiguió Penélope como un ultimátum.
Dio media vuelta y se fue. Un portero silbó, pero ella se volvió y lo hizo callar con una mirada furiosa. El hombre, acobardado, se hundió en las sombras tras una hilera de costados de ternera. Penélope se alejó con pasos muy cortos y el velo cubriéndole el rostro.
Cuando se hubo marchado, Geneviève dijo:
—Así que ésa es Penélope.
Beauregard asintió con la cabeza.
—Tiene un sombrero bonito —comentó Geneviève. Varias personas, incluidos la señora Amworth y Clayton, se rieron en un tono nada cordial.
—No, de verdad —insistió Geneviève, gesticulando—. El velo es un detalle precioso.
Interiormente, Beauregard estaba exhausto. Intentó sonreír, pero sentía que su cara tenía mil años de edad.
—Su abrigo también es bueno, con todos esos botoncitos relucientes...
31 El éxtasis y la belleza del vicio
Supongo que no nos lo habremos cargado, ¿verdad? —preguntó Nell, sentada con las piernas cruzadas en la cama y empujando al hombre desnudo con un largo dedo. Éste estaba tumbado boca abajo sobre la almohada, con las muñecas y los tobillos atados con pañuelos con nudos flojos a la cabecera y los pies del lecho. Las blancas sábanas de algodón estaban manchadas.
Mary Jane estaba preocupada por su vestido. Era difícil ajustarse una cofia sin un espejo.
—Mary Jane...
—Marie Jeanette —la corrigió. Amaba su sonido como si fuese música. Había intentado librarse de su acento irlandés, hasta que se dio cuenta de que los hombres lo encontraban agradable—. Te lo he repetido durante casi un año. Me llamo Marie Jeanette. Marie Jeanette Kelly.
—Esa Kelly no pega con la «Marie Jeanette», duquesa.
—Tonterías. Estupideces.
—Ese fulano que te llevó a Paree no nos hizo «algún» favor a las demás.
—«Ningún» favor.
—Perdone la pifia, duquesa.
—Y no hables mal de mi «tío Henry». Era muy distinguido. Probablemente todavía es muy distinguido.
—A menos que se esté pudriendo de la sífilis que le has contagiado —dijo Nell, sin mala intención.
—¡Vete a hacer gárgaras!
Por fin, Mary Jane estuvo satisfecha con su sombrero. Cuidaba mucho su apariencia. Por mucho que se hubiera convertido en vampira y fuese una ramera, no iba a dejar de cuidarse y ser un espanto como Nell Coles.
La mujer se sentó en el lecho y palpó el cuello del poeta, todavía pegajoso por su propia sangre.
—Nos lo hemos cargado, Mary Jane. Está desangrándose y se convertirá, seguro.
—Marie Jeanette.
—Sí, y yo soy la condesa Eleanora Francesca de la Porquería. Ven a echar un vistazo.
Mary Jane miró de arriba abajo a Algernon. Tenía diminutas mordeduras, antiguas y nuevas, por todo el cuerpo. Su espalda y su trasero tenían unas franjas de color morado. Había traído sus propias fustas y las había animado a dejarse azotar la espalda.
—Es un veterano de esto, Nell. Hace falta algo más que unos azotes y mordiscos de amor para liquidar a este viejo cabrón.
Nell hundió un dedo en el pequeño charco de sangre que se le estaba formando al hombre en la parte más estrecha de la espalda y se lo llevó a sus burdos labios. Cada vez que salía la luna, a ella le crecía más pelo. Ahora tenía que cepillarse las mejillas y la frente y se peinaba sus fuertes cabellos pelirrojos hacia atrás en una melena flamígera. Destacaba entre la multitud, lo que era bueno para su negocio. Los clientes eran extraños. Ella arrugó su ancha nariz cuando probó la sangre. Nell era una de las que tenía «sentimientos» respecto a su alimento. Mary Jane se alegraba de que eso no le sucediera a ella.
Nell hizo una mueca.
—Es amarga —dijo—. ¿Quién es el fulano?
—Su amigo dijo que era poeta.
Un caballero de complexión fornida las había buscado y había pagado un carruaje desde Whitechapel hasta Putney. La casa estaba casi en pleno campo. Mary Jane tenía entendido que Algernon había estado enfermo y estaba en la campiña para recuperarse.
—Tiene muchos libros, ¿eh?
Nell no sabía leer ni escribir, pero Mary Jane había estudiado un poco. El pequeño dormitorio estaba lleno de estanterías.
—¿Los ha escrito él todos?
Mary Jane sacó un libro de hermosas tapas de uno de los estantes y lo abrió.
—«Has vencido, oh pálido Galileo: el mundo ha envejecido con tu aliento» —leyó en voz alta—, «Hemos bebido del Leteo y hemos comido de la plenitud de la muerte.»
—Suena precioso. ¿Crees que habla de nosotros?
—Lo dudo. Me parece que es de Nuestro Señor Jesús.
Nell hizo una mueca. Se encogía de miedo si alguien le mostraba un crucifijo y no podía soportar oír el nombre de Cristo. Mary Jane todavía iba a la iglesia cuando podía. Le habían dicho que Dios perdonaba. Al fin y al cabo, el Señor se alzó de la tumba y animó a la gente a beber de su sangre. Igual que la señorita Lucy.
Mary volvió a dejar el libro en el estante. Algernon empezó a tragar saliva y Mary Jane le levantó la cabeza. Tenía algo en la garganta. Lo hizo eructar como a un bebé y dejó caer la cabeza. Una mancha rojiza se extendió por la almohada.
—Ven y alívianos de nuestra virtud, Nuestra Señora de los Dolores —dijo él con claridad. Luego comenzó a roncar.
—No parece muerto, ¿eh?
Nell se echó a reír.
—¡Vaya con la vaca irlandesa!
—La plata y la estaca me romperán el corazón, mas los nombres jamás me herirán.
La otra mujer se ajustó el camisón sobre sus velludos pechos.
—¿No te pican esos pelos?
—No tengo queja.
El poeta sólo quería unos azotes. Cuando tuvo ensangrentada la espalda, las dejó que lo mordieran. Había sido suficiente para acabar con él. Después, fue tan inofensivo como un bebé.
Desde que se había convertido, Mary Jane se había abierto de piernas cada vez menos. Algunos hombres querían hacerlo también a la antigua usanza, pero a muchos sólo les gustaba que los mordieran y sangrar. Recordó con un escalofrío de placer perverso lo que había sentido cuando la señorita Lucy la mordió en el cuello y sus diminutos dientes hurgaron en la herida. Luego, el sabor de la sangre de Lucy y el fuego que recorrió todo su cuerpo, convirtiéndola.
—¿Somos Señoras de los Dolores? —preguntó Nell, ajustándose el vestido en sus rojos y voluminosos costados.
La vida de Mary Jane como cálida era una imagen brumosa en su mente. Había estado en París con Henry Wilcox; eso lo sabía. Pero no recordaba nada de Irlanda, ni de sus hermanos y hermanas. Por la gente que la conocía, supo que había venido a Londres desde Gales, que había enterrado a un marido y había estado en una casa del West End. De vez en cuando le volvía fugazmente la memoria y veía una cara que conocía o le venía un antiguo recuerdo, pero su antigua vida era como un dibujo a tiza que se volvía cada vez más borroso bajo la lluvia. Desde su conversión había visto con claridad, como si hubieran limpiado una ventana sucia. En ocasiones, cuando estaba saciada de la sangre alcoholizada de alguien, su antiguo yo regresaba y se encontraba asomada a una alcantarilla.
Nell estaba inclinada sobre Algernon, con la boca sobre una mordedura que tenía en el hombro y chupando en silencio. Mary Jane se preguntó si la sangre de un poeta era más enjundiosa que la de un hombre normal. Tal vez Nell empezaría a decir versos y rimas. Eso valdría la pena oírlo.
—Déjalo ya —dijo Mary Jane—. Ya ha recibido lo que le corresponde por su guinea.
Nell se incorporó, sonriente. Sus dientes se estaban volviendo amarillos y tenía ennegrecidas las encías. Pronto tendría que ir a África y vivir en la selva.
—No creo que pague una guinea. No hay tanta pasta en todo el mundo.
—No en nuestro mundo, Nell. Pero él es un caballero.
—Conozco a los caballeros, Mary Jane. En general, son de tan mal gusto como sangre de cerdo de una semana. Y cerrados como el agujero del culo de una rata.
Salieron de la habitación cogidas del brazo y bajaron la escalera. Theodore, el amigo de Algernon, las estaba esperando. Debía de ser un buen amigo, para traer a Mary Jane y Nell a Putney y quedarse todo el tiempo. Muchos en su lugar habrían estado enfadados. Naturalmente, Theodore era un neonato y debía de ser de mente abierta.
—¿Cómo está Swinburne? —preguntó.
—Está vivo —contestó Mary Jane.
La mayoría de las chicas sentían una especie de feroz desprecio por clientes como Algernon. Les gustaba mirar a un caballero impecablemente vestido e imaginarlo desnudo y retorciéndose de dolor, y ellas burlándose de él por preferir unos latigazos a un buen polvo. Mary Jane.pensaba de manera diferente. Tal vez su conversión había modificado su manera de sentir respecto a lo que la gente se hacía unos a otros. A veces soñaba con abrir las gargantas de los ángeles mientras cantaban y montarlos mientras se morían.
—Vosotras, las mujeres, le encantáis —dijo Theodore—. Siempre está hablando de vuestras «manos frías e inmortales». Es raro.
—Sabe lo que le gusta —repuso Mary Jane—. No es ninguna vergüenza que te guste algo que se aparta de lo normal.
—No —confirmó Theodore, aunque en tono inseguro—. No es ninguna vergüenza.
Estaban en el recibidor. Allí había retratos de hombres famosos en las paredes y aún más libros. Mary Jane tenía un cuadro de los Campos Elíseos, recortado de una revista ilustrada, pegado en la pared de su cuarto en Miller's Court. Ahorró para comprarse un marco cuando era cálida, pero Joe Barnett, que era su hombre entonces, encontró los peniques en una jarra y se los gastó en bebida. Luego él le hinchó un ojo por no habérselo dicho. Cuando ella se convirtió, echó a Joe, aunque no antes de haberle devuelto los golpes que había recibido de él, y con intereses.
Theodore les dio una guinea a cada una y las acompañó hasta el carruaje. Mary Jane se guardó la guinea en su bolso, pero Nell no pudo evitar mantener la moneda en el aire para reflejar la luz de la luna.
Mary Jane se acordó de desear buenas noches a Theodore y hacer una reverencia como el tío Henry le había enseñado. Algunos caballeros tenían vecinos fisgones, y era un gesto de cortesía comportarse como una dama. Theodore no se fijó y volvió hacia la casa antes de que ella se incorporara.
—¡Válgame, una guinea! —exclamó Nell—. Por una guinea lo habría mordido en los huevos.
—Métete en el coche, zorra, o nos vas a avergonzar —dijo Mary Jane—. No sé en qué estás pensando.
—Yo creo que sí lo sé, duquesa —replicó Nell, meneando el trasero de un lado al otro mientras se introducía en el coche.
Mary Jane la siguió y se sentó.
—¡Eh, tú! —gritó Nell al cochero—. A casa, y no repares en los caballos.
El carruaje se puso en marcha. Nell todavía estaba jugando con la moneda de oro. Había intentado morderla. Ahora la hacía relucir contra su chal.
—No haré la calle en un mes —dijo, y se relamió los colmillos—. Iré al West End, buscaré un soldado de la Guardia Real que tenga una polla larga como una manguera y lo chuparé hasta dejarlo seco al muy mamón.
—Pero volverás a la calle en cuanto se te haya acabado el dinero y estarás con la espalda sobre la mierda mientras un borracho se menea encima de ti.
Nell se encogió de hombros.
—No creo que me case con alguien de la familia real. Ni tú tampoco, Marie Jeanette Kelly.
—Yo ya no hago la calle.
—Sólo porque tienes un techo sobre la cama, los polvos siguen siendo polvos, señorita.
—Nada de extraños, ésa es mi norma ahora. Sólo caballeros conocidos.
- Muy conocidos.
—Deberías hacerme caso, ¿sabes? En estas noches no es saludable hacer la calle. No con el Destripador suelto.
Nell no estaba impresionada.
—En Whitechapel, tendría que matar a una puta cada noche hasta el día del Juicio antes de pillarme. Hay miles como nosotras, y ése pronto se pudrirá en el infierno.
—Ahora las está matando de dos en dos.
—¡Bah!
—Sabes que es verdad, Nell. Ha pasado más de una semana desde que se cargó a Cathy Eddowes y a la Stride. No tardará en atacar otra vez.
—Me gustaría verlo intentar algo conmigo —dijo Nell. Bufó y sus dientes de loba relucieron. Le arrancaría el corazón y me lo comería.
Mary Jane no pudo contener la risa. Pero Nell estaba hablando en serio.
—Lo único seguro son los caballeros conocidos, Nell. Los clientes que ya conoces y de los que estás segura. Lo mejor sería encontrar un caballero que te mantuviese. Especialmente si quiere mantenerte lejos de Whitechapel.
—El único lugar donde me mantendrían es en el zoo.
Mary Jane había estado «mantenida» una vez. En París, por Henry Wilcox. Era un banquero, un coloso de las finanzas. Se había ido al extranjero sin su esposa y ella había viajado con él. Henry dijo a todos que era su sobrina, pero los franceses entendieron perfectamente el apaño. Cuando viajó a Suiza, la dejó atrás con un viejo verde que ella no había elegido. Resultó que el «tío Henry» la había perdido en una partida de cartas. Ella había tenido una estancia maravillosa en París, pero regresó a Londres, donde entendía lo que decía la gente y era la única persona que jugaba con su vida.
Al principio no tenía la precaución de ocultarse del sol, y se había quemado la piel hasta hacerse llagas dolorosas. Había abierto perros en canal para obtener sus jugos. Había tardado meses en alcanzar el estado de los demás neonatos.
Casi había amanecido cuando llegaron a Whitechapel. Dio indicaciones al cochero cálido y comprendió, con una placentera oleada de calor, que el hombre estaba estupefacto por las pasajeras vampiras que transportaba. Ella había alquilado una habitación junto a Dorset Street, perteneciente a McCarthy, el velero. Una parte de la guinea tendría que pagar los atrasos y quitarse a McCarthy de encima. Pero el resto quedaría para ella. ¿Y si buscase a un enmarcador de pinturas?
Una vez fuera del coche de caballos, éste se alejó deprisa y las dejó en el pavimento. Nell hizo gestos al cochero y aulló como un animal. Incluso tenía pelo alrededor de los ojos y detrás de las puntiagudas orejas.
—Marie Jeanette —gruñó una voz en las sombras.
Había alguien bajo el arco de Miller's Court. Un caballero, a juzgar por su ropa.
Ella sonrió al reconocer la voz.
El doctor Seward salió de las sombras.
—Te he estado esperando casi toda la noche —dijo—. Me gustaría...
—Ella ya sabe lo que le gustaría —intervino Nell— y tendría que estar avergonzado...
—Calla, peluda —la interrumpió Mary Jane—. Ésa no es forma de hablarle a un caballero.
Nell levantó la nariz, se arregló el chal y se marcho a paso ligero, sorbiendo por las narices como una reina del music-hall. Mary Jane se disculpó en su nombre.
—¿Quiere pasar, doctor Seward? —le preguntó—. Casi ha amanecido. Tengo que dormir un poco.
—Me gustaría mucho —repuso él.
Se estaba frotando el cuello. Ella había visto a sus clientes hacer ese mismo gesto. Una vez que los había mordido, siempre volvían por más.
—Bien, sígame.
Ella lo condujo a su habitación y lo dejó entrar. El sol de la mañana atravesó la ventana cubierta de polvo hasta el lecho intacto. Ella corrió la cortina para que no entrase la luz.
32 Las uvas de la ira
La junta estaba aún más vacía que antes. El señor Waverly había fallecido, aunque nadie lo había notado. Mycroft volvía a ocupar la presidencia. Sir Mandeville Messervy estuvo sentado en silencio durante toda la entrevista, con la cabeza gacha. Cualquiera que fuese el camino que Beauregard siguiera en Whitechapel, jamás conocería las campañas secretas que sus jefes emprendían en otras áreas. En Limehouse, el profesor se había referido al negocio del crimen como una comunidad en la sombra; Beauregard sabía que éste era un mundo de imperios en la sombra. Tenía el privilegio de levantar el velo, aunque fuese en momentos imprevistos.
Repasó sus actividades desde la encuesta sobre Lulú Schön, sin omitir nada importante. Sin embargo, no se sintió obligado a informar de los hechos ocurridos entre él y Geneviève en el coche de Clayton poco antes del ataque del vampiro antiguo. Todavía se sentía inseguro de lo que había compartido exactamente en aquel momento de intimidad. Se concentró en los hechos del caso, profundizó en los detalles narrados en la prensa y añadió sus propias observaciones y comentarios. Habló del doctor Jekyll y el doctor Moreau, de los inspectores Lestrade y Abberline, de Toynbee Hall y Ten Bells, de la comisaría de Commercial Street y el Café de París, de platas y de cuchillos de plata, de Geneviève Dieudonné y Kate Reed. Mycroft asentía todo el tiempo, concentrado en la narración, lamiéndose sus carnosos labios y con los dedos apuntalando su barbilla. Cuando Beauregard concluyó su relato, Mycroft le dio las gracias y dijo que estaba satisfecho por el desarrollo del caso.
—Desde la publicación de estas cartas, ¿el asesino es ampliamente conocido por el apodo de «Jack el Destripador»? —preguntó el presidente.
—En efecto. Ya no oirá hablar más de «Cuchillo de Plata». Quien haya concebido el nombre debe de ser una especie de genio. La opinión general es que debe de ser un periodista. Esos tipos tienen la habilidad de encontrar frases memorables. Los buenos, por lo menos.
—Excelente.
Beauregard estaba perplejo. A su juicio, no había hecho nada útil. El Destripador había vuelto a asesinar por dos veces, con impunidad. Su propia presencia no había refrenado en lo más mínimo a aquel demente, y su escasa participación en los hechos de Whitechapel apenas tenía relevancia para la investigación.
—Debe atrapar a ese hombre —declaró Messervy. Fueron sus primeras palabras desde que Beauregard había entrado en la Sala de la Estrella.
—Tenemos depositada toda nuestra confianza en Beauregard —dijo Mycroft al almirante.
Messervy gruñó y se hundió en su sillón. Forcejeó intentando abrir un estuche de píldoras y se introdujo algo en la boca. Beauregard sospechaba que el antiguo presidente había sufrido una indisposición.
—Y ahora —dijo Beauregard, al tiempo que consultaba su reloj—, si me perdonan, debo regresar a Chelsea para atender un asunto personal...
En casa de su madre, en Caversham Street, Penélope debía de estar esperándolo con cólera despiadada. Esperaba una explicación. Beauregard prefería enfrentarse otra vez al antiguo chino, o a Jack el Destripador en persona. Pero tenía una obligación hacia su prometida tan solemne como su lealtad a la corona, aunque ignoraba adonde los conduciría su conversación.
Mycroft arqueó una ceja, como si lo sorprendiera que los asuntos personales debieran entrometerse. No fue la primera vez que Beauregard se preguntó qué clase de hombres estaban por encima de él en el club Diógenes.
—Muy bien. Buenos días, Beauregard.
El sargento Dravot no estaba en su puesto a la entrada de la Sala de la Estrella. En su lugar había un cálido forzudo, con el rostro castigado por el clima y los nudillos de un púgil anticuado. Beauregard bajó al vestíbulo y salió del club Diógenes. Se encontró en Pall Mall y descubrió que la tarde era fría y con el cielo encapotado. La niebla volvía a formarse.
Esperaba poder conseguir un coche de caballos que lo llevase a Chelsea. Miró a su alrededor y vio que las calles estaban abarrotadas de gente. Reconoció un repicar como el de un tambor. Luego oyó los instrumentos de metal. Una banda bajaba por Regent Street. No tenía ninguna noticia de que hubiese un desfile anunciado oficialmente. Había pasado casi un mes desde el Día del Lord Alcalde. Con irritación, comprendió que la banda dificultaría encontrar un coche de caballos. El tráfico debía de estar interrumpido. Definitivamente, Penélope no lo comprendería.
La banda dobló la esquina y siguió su marcha por Pall Mall hacia Marlborough Street. Beauregard supuso que estaban recorriendo las calles en zigzag, recogiendo seguidores con la intención de congregarse en St. James's Park. El uniformado líder de la banda marchaba al frente del desfile enarbolando una gigantesca bandera de San Jorge, el estandarte de la cruzada cristiana. La estilizada cruz roja sobre fondo blanco se agitaba a medida que la banda iba avanzando.
Tras la banda iba un coro, formado principalmente por mujeres de mediana edad. Todas iban ataviadas con largos vestidos blancos con cruces rojas en la parte frontal. Cantaban una versión de la canción que había sido «John Brown» y que había evolucionado hasta «El Himno de Batalla de la República»:
Entre los hermanos lirios, Cristo nació
con la sangre gloriosa que por nosotros derramó.
Así como Él para salvar a todos los hombres en la cruz murió,
demos nosotros la vida para liberarlos.
Mientras Dios sigue adelante...
La multitud se agolpaba por todas partes. La mayoría de los espectadores y todos los que desfilaban eran cálidos, pero había algunos «murgatroides» burlones en la calzada, atraídos por la penumbra de las últimas horas de la tarde, que agitaban sus abrigos como si fuesen alas de murciélago y siseaban entre sus rojos labios. Estaban en clara inferioridad numérica y nadie les hacía caso. Beauregard pensó que su actitud burlona no era sensata. Una inmortalidad en potencia no los hacía realmente invencibles.
Tras el coro venía un carruaje abierto tirado por seis caballos. Sobre una plataforma, rodeado por los acólitos que lo veneraban, estaba John Jago. Tras él venía una multitud turbulenta con estandartes que llevaban inscritos lemas religiosos: «No consintáis que un vampiro viva» y «Santa sangre, santa cruzada». Entre ellos forcejeaban un par de cruzados fornidos que acarreaban un poste de un metro ochenta de longitud en el que estaba empalada una figura de cartón piedra, un Guy Fawkes vampiro. El poste le atravesaba el corazón y habían salpicado pintura roja alrededor de la herida. Tenía los ojos rojos, unos colmillos exagerados e iba vestido de negro.
Los «murgatroides» callaron por unos momentos. Beauregard presintió que iba a haber problemas. Había dos policías montados en la calle, pero nadie más que tuviese autoridad, y se había juntado ya una multitud de cálidos. Jago predicaba su habitual discurso furibundo y apocalíptico. Beauregard no se podía mover por sí mismo, sino que era arrastrado por la muchedumbre. Recorrieron Marlborough Street hacía el parque, y él confió en que, una vez en el área abierta, podría escapar de los cruzados.
Uno de los «murgatroides», un Adonis pálido con cintas negras en sus dorados cabellos, recogió un puñado de excrementos de caballo de la cloaca y lo arrojó hacia el predicador, con un grado de precisión que indicaba que no era precisamente malo como lanzador de críquet. La bola estalló en la cara de Jago y le pintó la cara de color amarronado como un faquir. Por un instante, entre las notas del himno, la multitud quedó paralizada como en una fotografía. Beauregard vio la furia que ardía en los ojos de Jago y una mezcla de triunfo y creciente miedo en el rostro del vampiro.
Con un grito tan fuerte como la última trompeta, la gente que desfilaba se abalanzó sobre los «murgatroides». Había cuatro o cinco neonatos. Iban vestidos como dandys, tenían gestos afectados, y eran personajes engreídos, despiadados y levemente perversos: encarnaban todos y cada uno de los defectos atribuidos generalmente a los vampiros. Beauregard sintió un golpe en la espalda producido por la gente que pugnaba por sumarse al alboroto. Jago seguía predicando e incitaba la ira de los justos.
Había sangre en la calle. Cayó de rodillas y comprendió que si no se incorporaba acabaría pisoteado. Haber sobrevivido a tantos peligros en tantas regiones del globo, sólo para morir bajo los pies de una multitud anónima en Londres...
Una fuerte mano lo asió del brazo y lo ayudó a levantarse. Su salvador era Dravot, el vampiro del club Diógenes. No dijo nada.
—¡Aquí hay uno de ellos! —gritó un hombre pelirrojo.
Dravot lanzó el puño y le rompió los dientes al hombre, que salió despedido contra la masa de gente. Al descargar el puñetazo, su chaqueta se abrió, y Beauregard vio una pistola en una funda que llevaba bajo el brazo.
Trató de dar las gracias al sargento, pero su voz se confundió con el griterío. Y Dravot había desaparecido. Un codo le asestó un golpe en la barbilla. Resistió la tentación de contraatacar con su bastón. Era importante mantener la sangre fría. No quería que más gente sufriese daño.
La muchedumbre se dividió y una figura, que gritaba y tenía sangre en los cabellos y la cara, irrumpió entre ellos, tropezó y cayó de hinojos. El abrigo del «murgatroide» quedó desgarrado. Tenía la boca partida y los dientes estaban agrupados de forma irregular. Era el vampiro que había arrojado los excrementos a Jago. Unos cruzados lo sujetaron de los hombros y alguien le clavó el extremo roto de un poste en la garganta y lo hundió dentro de su caja torácica. Todos se apartaron cuando la lanza quedó clavada en el vampiro. En el poste se agitaba un trozo de estandarte: «Muerte a...». El palo de madera no alcanzó el corazón del «murgatroide». Aunque herido, no estaba muerto. Agarró el poste y empezó a extraérselo, resoplando y escupiendo sangre.
Beauregard veía St. James's Park al otro lado de la calle. La gente se aferraba a las barandillas y subía a lugares altos para ver mejor. En una atalaya estaba Dravot, con gesto decidido. Alguien lo agarró de la pierna, pero él dio una patada para apartarlo.
El vampiro herido corría entre la multitud, chillando como un demonio y empujando a la gente como si fuesen maniquíes. Beauregard dio gracias de no estar en su camino. Jago gritaba y reclamaba sangre. Se parecía más a un vampiro que las criaturas que condenaba. El predicador levantó el brazo, con el puño dirigido contra el palacio y las criaturas de rostro pálido que estaban detrás de las barandillas. En el alboroto, Beauregard oyó el inconfundible restallido de un disparo. Una mancha roja apareció en la parte superior de la solapa de Jago, que cayó del carruaje y fue recogido por la multitud.
Alguien había disparado contra Jago. Beauregard miró de nuevo hacia las barandillas y vio que Dravot había desaparecido. Jago tenía toda la parte frontal manchada de sangre. Sus seguidores le tapaban las heridas con trapos por delante y por detrás. La bala debía de haberlo atravesado sin causar mucho daño.
—Soy la voz que no será acallada —vociferó Jago—. Soy la causa que jamás morirá.
La muchedumbre irrumpió en el parque y se dispersó como líquido hacia Horse Guards Parade y Birdcage Walk. Beauregard podía respirar otra vez. Se hicieron disparos al aire. Había peleas por doquier. El sol se estaba poniendo.
Él no entendía lo que había visto. Pensó que Dravot había disparado a Jago, pero no podía estar seguro. Si el sargento hubiera pretendido matar al cruzado, Beauregard suponía que John Jago debería estar muerto, con los sesos derramados. El club Diógenes no empleaba tiradores miopes y con dedos de mantequilla.
Había más vampiros en el área. Los «murgatroides» habían huido, sustituidos por neonatos malcarados ataviados con uniformes de policía. Un oficial cárpato cargaba entre la multitud montado en un enorme caballo negro y blandiendo un sable ensangrentado. Una mujer cálida pasó corriendo con el hombro partido, con la cabeza gacha y sosteniendo a su bebé contra su cuerpo. Los cruzados estaban perdiendo su momentánea ventaja y pronto serían dispersados.
Beauregard había perdido de vista a Jago y a Dravot. Un caballo lo derribo. Cuando se incorporó de nuevo, vio que tenía el reloj aplastado, pero ya no importaba: la tarde había acabado, y Penélope ya no lo esperaría más.
—¡Muerte a los muertos! —gritó alguien.
33 El Beso Oscuro
Cuando se despejaron las calles, había un número sorprendentemente bajo de cuerpos sangrantes desperdigados por la zona. Comparado con el Domingo Sangriento, había sido un altercado de poca importancia. Godalming, arrastrado por sir Charles, difícilmente habría adivinado que había habido una revuelta en St. James's Park. El inspector Mackenzie, un escocés taciturno, estaba con ellos e intentaba mantenerse fuera del camino del comisario.
Durante la hora de animación justo antes del anochecer, sir Charles había sido una persona distinta. El burócrata agobiado y perseguido cuyos estúpidos subordinados no podían atrapar a Jack el Destripador había desaparecido; volvía a ser el jefe militar con la mente clara en medio del fuego cruzado.
—Son ingleses y mujeres —había murmurado Mackenzie—, no jodidos hotentotes.
Al parecer, la cruzada cristiana había celebrado una concentración no anunciada con la intención de presentar una petición ante el Parlamento. Exigían que la toma de la sangre de otra persona sin su consentimiento fuese considerada un delito capital. Diversos vampiros se mezclaron con los cruzados y hubo un estallido de violencia. Una persona desconocida había disparado un tiro contra John Jago, que se estaba recuperando en un hospital-prisión. Varios neonatos con buenas conexiones afirmaban que habían sido agredidos por una multitud de calidos, y un «murgatroide» llamado Lioncourt se quejaba airadamente porque le habían atravesado su mejor traje con un poste roto.
El general Iorga, comandante de la guardia cárpata, había quedado atrapado en la reyerta. Ahora estaba junto a sir Charles y Godalming, supervisando las consecuencias. Iorga era un antiguo, que ganduleaba embutido en su coraza y una larga capa negra como si fuera el propietario de la tierra sobre la que andaba. Estaba asistido por Rupert de Hentzau, un joven con un linaje de poca monta que pensaba mucho en su uniforme bordado en oro y parecía tan experto en la adulación como en el manejo del florete.
Sir Charles sonrió con tristeza para sus adentros al felicitar a los hombres que creía que eran sus tropas.
—Aquí hemos obtenido una victoria significativa —dijo a Godalming e Iorga—. Sin pérdida de vidas, hemos puesto en desbandada al enemigo,
Todo había acabado de forma tan repentina que no había habido la ocasión de que el incidente se extendiera. Iorga había estado causando destrozos, pero Hentzau y sus camaradas no habían llegado al lugar a tiempo de convertir el zipizape en una masacre.
—Hay que encontrar a los cabecillas y empalarlos —declaró Iorga— Y a sus familias.
—No es así como hacemos las cosas en Inglaterra —repuso sir Charles, sin medir sus palabras.
Los ojos del cárpato brillaron con una furia hipnótica. Según el general Iorga, esto ya no era Inglaterra, sino una especie de pequeño reino balcánico.
—Jago será acusado de reunión ilegal y sedición —añadió sir Charles—. Y sus secuaces se pasarán varios años en Dartmoor picando piedra. —Jago debería ir a la Acequia del Diablo —intervino Godalming.
—Desde luego.
La Acequia del Diablo era, en parte, invención de sir Charles; era la adaptación de un sistema concebido para utilizar a prisioneros de guerra nativos y concentrar a las poblaciones civiles para evitar que dieran auxilio a sus soldados. Godalming tenía entendido que las condiciones de vida en los campos hacían que lo que se conocía como trabajos forzados pareciese un soplo de brisa en el paseo de Brighton.
—¿Qué hay del individuo que empezó todo? —preguntó Mackenzie.
—¿Jago? Acabo de decirlo.
—No, señor. Me refiero al cabrón de la pistola.
—Que le den una medalla —opinó Hentzau— y luego que le arranquen las orejas como castigo por su mala puntería.
—Naturalmente, hay que encontrarlo —dijo sir Charles—. No podemos tener mártires cristianos colgando de nuestros cuellos.
—Nuestro honor ha sido ultrajado —agregó Iorga—. Debemos tomar represalias.
Incluso sir Charles era menos impulsivo que el general. Godalming estaba sorprendido por la torpeza del antiguo. Una larga vida no significaba un crecimiento continuado de la inteligencia. Comprendía por qué Ruthven hablaba de la corte del príncipe consorte en términos tan despreciativos. Iorga era rechoncho de cintura y llevaba la cara pintada. En una ocasión, Godalming había visto el rostro iracundo del príncipe en persona, aunque sólo por un momento. Desde entonces había sentido una reverencia indebida hacia los cárpatos, pues proyectaba la ferocidad y la estatura de su líder en la imagen de cada uno de ellos. Aquello era ridículo. No importaba que salvajes como Iorga o espadachines como Hentzau intentasen imitar a Drácula: jamás serían más que pálidas copias del gran original, esencialmente tan triviales como el «murgatroide» más cursi del Soho.
Se excusó y dejó al comisario y al general la continuación de su labor de limpieza. Ambos tenían la intención de permanecer allí, dando órdenes contradictorias a Mackenzie. Al pasar frente al Palacio de Buckingham, saludó llevándose la mano al sombrero a los cárpatos que montaban guardia en las puertas. La bandera ondeaba, lo que indicaba que su majestad y su alteza real estaban en el interior. Godalming se preguntó si el príncipe consorte pensaba alguna vez en Lucy Westenra.
En el límite del parque del lado de la estación Victoria había varios vagones tirados por caballos, abarrotados de cruzados con aspecto apenado. Godalming comprendió que, tal como eran los disturbios, el de esta noche había sido de tercera división.
Silbó y sintió que la sed roja le picaba en el fondo de la garganta. Era bueno ser joven, rico y vampiro. Todo Londres era suyo, más que de Drácula o de Ruthven. Ellos tal vez fuesen antiguos, mas, por lo que estaba descubriendo, eso era una desventaja para ellos. Por mucho que lo intentasen, no podían pertenecer a esta época. Eran personajes históricos, mientras que él era contemporáneo.
Cuando se convirtió, había estado sometido a un pánico continuo. Creía que el príncipe consorte iría a buscarlo cualquier noche y él tendría que servirlo como había servido a Van Helsing o a Jonathan Harker. Pero ahora tenía que suponer que había sido perdonado. Tal vez hubiese destruido a Lucy Westenra, pero Drácula tenía mujeres más importantes a las que acosar. No era inconcebible que estuviese agradecido a Godalming por haberlo librado de la descendiente de su primera relación en Inglaterra. Seguramente no quería tener a la no muerta Lucy como dama de honor, lanzando dagas rojas desde sus ojos a la radiante Victoria cuando su devoto primer ministro la acompañaba por el pasillo de la abadía de Westminster. Aquella boda había sido la culminación de las celebraciones del jubileo del año pasado. La unión de la viuda de Windsor y el príncipe de Valaquia había hermanado a una nación que, a pesar de las agitaciones del cambio, igualmente podría haberse disgregado.
Lo esperaban en Downing Street a las dos de la mañana siguiente. Ahora se gestionaban los asuntos durante la noche. Luego, antes del amanecer, tenía que asistir a una recepción en el Café Royal, ya que lady Adeline Ducayne daba la bienvenida a una distinguida visitante: la condesa Elizabeth Bathory. Lady Adeline estaba tomándose muchas molestias para agasajar a la condesa porque los Bathory eran parientes lejanos de los Drácula. Ruthven había descrito a la condesa Elizabeth como «una gata callejera elegantemente repugnante» y a lady Adeline como «un esqueleto marchito que había salido de la ciénaga, hacía sólo una generación», pero insistió en que Godalming estuviera presente en la recepción, por si acaso se discutían asuntos de importancia.
Tenía libertad durante las seis próximas horas. Su sed roja aumentó. Era bueno dejar que se acumulara la necesidad, pues daba un placer especial al alimentarse. Tras regresar brevemente a su casa de Cadogan Square para ponerse el traje de noche, Godalming se fue de juerga. Era consciente del placer de la caza. Había elegido varias candidatas y esta noche una de esas damas sería su presa.
Los colmillos le punzaban el labio inferior. La perspectiva de la cacería excitaba cambios conocidos en su cuerpo. Su paladar era más sensible y su gusto más variado. Las encías hinchadas distorsionaban sus silbidos. «Bárbara Allen» se convertía en una nueva y peculiar melodía que nadie podría reconocer.
En Cadogan Square, una mujer se le acercó. Tenía dos niñas pequeñas con ella, atadas con correas como perros. Olían a sangre caliente.
—Amable señor —dijo la mujer, alargando la mano—, si no le importa...
Godalming estaba asqueado de que alguien se rebajara a vender la sangre de sus propios hijos. Había visto anteriormente a la mujer, cobrando monedas a neonatos inexpertos y ofreciendo las gargantas cubiertas de costras de sus malolientes pilluelas. Era inconcebible que un vampiro, después de su primera semana, pudiese estar interesado en su desleída sangre.
—Márchate, o llamaré a la policía.
La mujer, atemorizada, se fue, arrastrando a las niñas con ella. Las dos pequeñas lo miraban mientras tiraba de ellas, con los ojos redondos, inexpresivos y húmedos. Cuando estuvieran destrozadas, ¿buscaría la mujer a otros niños? Pensó que una de las niñas podía ser neonata y sopesó la posibilidad de que la mujer no fuese su madre, sino una horrible especie nueva de madame. Plantearía aquel caso a Ruthven. Al primer ministro lo escandalizaba mucho la explotación de los niños. Acudió a abrirle el mayordomo que se había traído del Ring, la casa señorial de Holwood. Le entregó el sombrero y el abrigo.
—Una dama está en la sala de estar y desea verlo, señor —le informó el criado—. Dice ser la señorita Churchward. Lo ha estado esperando.
—¿Penny? ¿Qué rayos quiere?
—No lo ha dicho, señor.
—Muy bien. Gracias. La atenderé.
Dejó al mayordomo en el vestíbulo y entró en la sala de estar. Penélope Churchward estaba sentada con gesto remilgado en una silla de respaldo rígido. Había tomado una fruta —una manzana vieja y cubierta de polvo, ya que él sólo tenía comida para sus raros visitantes cálidos— y la estaba pelando con un pequeño cuchillo de mondar.
—Penny, qué sorpresa más agradable —dijo. Mientras hablaba, se arañó el labio con un diente afilado como una navaja. Cuando tenía la sed roja, tenía que vigilar sus palabras. Ella dejó la manzana y el cuchillo, y se acicaló para saludarlo.
—Arthur —repuso ella, y alargó el brazo.
Él le besó la mano con cuidado, y al instante intuyó que esa noche ella estaba distinta. Había estado incubando algo en su actitud hacia él, algo que ahora estaba floreciendo. La presa había venido a él.
—Arthur, deseo...
Su frase se apagó, pero había dejado claro lo que quería. Tenía el cuello del vestido abierto y la garganta al descubierto. Él vio la vena azul en su blanca piel e imaginó que palpitaba. Un mechón suelto de pelo colgaba junto a su cuello.
Ella, con firmeza y resolución, le permitió que la abrazase. Ladeó la cabeza, y él la besó en la garganta. Generalmente, la presa gemía al sentir el primer mordisco que arañaba suavemente su piel. Penélope estaba relajada y complaciente, pero no emitió ningún sonido. Él apretó las caderas de Penélope contra su cuerpo mientras la sangre le inundaba la boca. En el momento de la comunión, no sólo probó su sangre sino también su mente. Percibió la calculada cólera que ella sentía y notó la nueva ordenación de sus pensamientos.
Engulló, tomando más de lo que debía. Era difícil apartarse de aquel manantial. No le extrañaba que muchos neonatos matasen a sus primeras parejas. La sangre de Penélope estaba entre las mejores. Sin impurezas, resbaló por su garganta como licor melifluo.
Ella apoyó la mano en la mejilla de él y lo apartó. El flujo cesó, y Godalming se encontró sorbiendo aire frío. No podía parar. La rodeó con sus brazos y la arrojó sobre el sofá. Gruñendo, la sujetó y tiró del cuello de su vestido. Su camisa se desgarró. Godalming musitó una disculpa y cayó sobre ella; recogió con la boca un pliegue de carne de la parte superior de su pecho. Su sangre lo tenía fascinado. Sus dientes le hicieron marcas en la piel, y la sangre se derramó a medida que él hurgaba en la herida. Ella no se resistió. La sangre borboteaba en la boca del vampiro, y tenía manchas violáceas detrás de los ojos. Ninguna sensación de la vida como cálido se podía comparar. Era más que comida, más que una droga, más que el amor. Jamás se había sentido tan vivo como en este momento...
... se encontró arrodillado junto al sofá, postrado sobre el pecho de ella, sollozando en silencio. Los minutos se habían consumido en su memoria. Tenía la barbilla y el pecho de la camisa empapados de sangre. Descargas eléctricas le recorrían las venas. Le ardía la cabeza como si estuviese lleno de la sangre de Penélope. Por un momento, fue casi insensible. Ella se sentó y alzó la cabeza. El la miró con ojos desvaídos. Unas heridas purpúreas hinchadas sobresalían en el cuello y el seno de la muchacha.
Penélope le sonrió rígidamente, con serenidad.
—Así que esto es lo que causa tanto alboroto —comentó. Ella lo ayudó a sentarse en el sofá como una madre que hiciera posar a su hijo para una fotografía. El se sentó; todavía notaba el sabor de ella en su boca y su cabeza. Sus temblores se atenuaron. Ella se limpió los mordiscos con un pañuelo, haciendo muecas por el leve dolor. Luego se abrochó la chaqueta sobre su camisa desgarrada. Se le había estropeado el peinado y se acicaló por unos momentos.
—Bien, Arthur —dijo—. Ya has obtenido satisfacción de mí...
El no podía hablar. Estaba ahíto, indefenso como una serpiente que estuviera digiriendo una mangosta.
—... ahora debo completar el intercambio y obtener mi satisfacción de ti.
El cuchillo de mondar brillaba en la mano de Penélope.
—Tengo entendido que esto es muy sencillo —dijo—. Sé buen chico y no te resistas.
Apoyó el cuchillo en la garganta de Godalming y cortó. Estaba lo bastante afilado para desgarrar su gruesa piel, pero él no sintió dolor. El cuchillo no contenía plata. La herida se cerraría de forma casi instantánea.
—¡Uf! —exclamó ella y, conteniendo su repugnancia, apoyó su diminuta boca sobre el corte que había hecho.
El, estupefacto, comprendió de inmediato lo que pretendía. Ella mantuvo apartados los labios de la herida con la lengua mientras le sorbía la sangre.
34 Confidencias
Deberías estar arriba, descansando —le dijo Amworth—. Así te curarás antes.
—¿Por qué tengo que ponerme bien? —preguntó Geneviève—. Ese sapo regresará para rematarme.
—Eso no lo sabes.
—Sí que lo sé. No sé por qué va a destruirme, pero sé que lo hará. He estado en China. Esas criaturas no renuncian por voluntad propia. No se puede razonar con ellos y no se los puede detener. Bien podría salir a la calle y esperar a que venga a buscarme. Al menos, nadie más se cruzaría en su camino.
Amworth se estaba impacientando.
—La última vez le hiciste daño.
—Más daño me hizo él.
No estaba completamente recuperada. A menudo meneaba la cabeza para comprobar el estado de su cuello roto y recompuesto. Todavía no se le había caído la cabeza, pero a veces parecía a punto de hacerlo.
Geneviève examinó la sala de conferencias que se había convertido en un hospital improvisado.
—¿No ha venido ningún chino?
La enfermera meneó la cabeza negativamente. Estaba escuchando la respiración de una niña neonata. Por un momento, Geneviève pensó que era Lily. Entonces se acordó. La paciente era Rebecca Kosminski.
—Ojalá supiera cuál de los enemigos que me he creado es el responsable.
El vampiro chino era un mercenario. Por todo Oriente, esas criaturas eran contratadas como asesinos.
—Espero que me lo digan. Sería una lástima no saber por qué me arrancan la cabeza.
—¡Chist! —exclamó Amworth—. Estás asustando a la niña.
Con un sentimiento de culpa, ella comprendió que la enfermera tenía razón. Rebecca tenía aspecto pensativo, pero sus ojos se habían encogido hasta ser dos puntos diminutos.
—Lo siento —se disculpó—. Rebecca, me estaba comportando como una tonta inventándome historias.
Rebecca sonrió. Dentro de pocos años ya no creería una mentira tan evidente. Pero ahora era todavía una niña en su interior.
Geneviève se sentía inútil, pues todas sus obligaciones habían sido asignadas a otras personas durante su período de convalecencia. Se paseó por la enfermería durante unos minutos y luego salió al pasillo.
La oficina del director estaba cerrada con llave; Montague Druitt merodeaba afuera. Geneviève le deseó buenas noches.
—¿Dónde está el doctor Seward? —le preguntó.
Druitt era reacio a hablar con ella, pero pronunció algunas palabras.
—Ha salido sin dar explicaciones. Es un auténtico problema.
—¿Puedo ayudar? Como sabes, tengo la confianza del director.
Druitt meneó la cabeza y apretó fuertemente los labios. Estaba pensando que era un asunto para hombres cálidos. Geneviève no podía adivinar qué quería aquel hombre. Era otra de las almas quemadas del Hall; ella no tenía ninguna esperanza de hacer causa común con él, y mucho menos serle de ayuda.
Lo dejó en el pasillo y se dirigió al vestíbulo, donde una enfermera cálida poco amistosa conducía a una fila de enfermos fingidos de vuelta a la niebla; de vez en cuando se dignaba admitir a alguien que obviamente había sufrido una herida mortal.
El doctor Seward había estado ausente a menudo últimamente. Ella suponía que padecía algún infortunio personal. En medio del dolor de sus huesos fracturados, todavía no podía apartar de su cabeza la muerte de Pamela Beauregard. Todo el mundo perdía a personas. Ella las había perdido durante cientos de años. Pero, en Charles, la pérdida seguía quemándolo.
—Señorita Dieudonné...
Era una mujer neonata que venía del exterior. Iba bien vestida, pero su ropa no era cara.
—¿Me recuerda? Soy Kate Reed.
—¿La señorita Reed, la periodista?
—En efecto. De la Central News Agency.
Extendió la mano para estrechársela; Geneviève la correspondió débilmente.
—¿Qué puedo hacer por usted, señorita Reed?
La neonata soltó la mano de Geneviève.
—Esperaba poder hablar con usted sobre la otra noche. Aquel ser chino y las mariposas...
Geneviève se encogió de hombros.
—No sé si hay algo que pueda contarle que no sepa ya. Era un antiguo. Evidentemente, las mariposas son una peculiaridad de su linaje. Algunos nosferatu alemanes tienen una afinidad similar con las ratas, y ya debe de haber oído hablar de los cárpatos y los lobos que tienen por mascotas.
—¿Por qué la eligió para perseguirla?
—Ojalá lo supiera. He vivido una vida honrada sin hacer más que buenas obras y soy amada por todos aquellos cuyos caminos se han cruzado con el mío. No puedo concebir que alguien albergue sentimientos hostiles hacia mí en su corazón.
La señorita Reed no aparentó notar la ironía.
—¿Cree que el ataque tiene algo que ver con su interés por los asesinatos de Whitechapel?
Eso no se le había ocurrido a Geneviève. Reflexionó por unos momentos.
—Lo dudo. Sea lo que sea lo que ha oído, soy una figura carente de importancia en la investigación. La policía ha hablado conmigo sobre los efectos de los crímenes en esta comunidad, pero hasta ahí llega mi implicación.
—¿Y ha sido consultada por Charles... por el señor Beauregard? La otra noche...
—Lo mismo. Ha hablado conmigo, pero nada más. Me parece que tengo una deuda de gratitud con él por haber distraído al antiguo.
La señorita Reed estaba bastante concentrada en buscar algo. Geneviève tenía la impresión de que la periodista estaba más interesada en Charles que en el Destripador.
—Y ¿cuál es la participación auténtica del señor Beauregard en la investigación?
—Eso tendría que preguntárselo a él.
—Lo haré... cuando lo encuentre —contestó la señorita Reed.
—Lo puedes encontrar aquí, Kate —dijo Charles.
Había entrado en el vestíbulo hacía escasos minutos, pero Geneviève no lo había notado pues había permanecido en silencio en un rincón. La señorita Reed entornó los ojos y se puso unas gafas ahumadas. Tenía la palidez de los neonatos, pero Geneviève distinguió un leve sonrojo en sus mejillas.
—¡Oh! —exclamó la señorita Reed—. Buenas noches, Charles.
—He venido a visitar a una inválida, pero la encuentro totalmente recuperada.
Charles hizo una reverencia a Geneviève. La línea de preguntas de la señorita Reed se había agotado.
—Gracias por su tiempo, señorita Dieudonné —dijo—. La dejaré ahora para que atienda a su visita. Buenas noches, Charles.
La neonata desapareció en la noche.
—¿Qué quería?
Ella se encogió de hombros y le dolió el cuello.
—No lo sé, Charles. ¿Eres amigo de la señorita Reed?
—Kate es amiga de mi..., es amiga de Penélope.
Al mencionar a su prometida —cuyo rostro velado y sus ojos cautelosos y hostiles Geneviève tenía motivos para recordar—. Charles se conmovió y meneó la cabeza.
—Tal vez ha estado hablando con Penélope —sugirió—. Es más que lo que he hecho yo.
A pesar de sí misma, Geneviève estaba interesada. Debería haber estado de vuelta de esas cosas, pero en su debilidad volvía a caer en el estúpido cotilleo.
—Tuve la impresión de que debías visitar a la señorita Churchward esta tarde.
Charles esbozó una sonrisa.
—No fuiste la única que tuvo esa impresión, pero las circunstancias han dictado otra cosa. Hubo problemas en St. James's Park.
Se sorprendió al ver que Charles la sostenía de las manos como si buscara las fracturas de sus huesos.
—Perdóname por ser demasiado preguntona, pero hay algo en tu vida privada que me confunde.
—¿Ah, sí? —exclamó él con frialdad.
—Sí. ¿Tengo razón al suponer que la señorita Churchward está emparentada con la señora Beauregard, Pamela, tu anterior mujer?
El rostro de Charles no delató nada.
—Supondría que eran hermanas de no ser por el hecho de que, como han demostrado el señor Holman Hunt y la señorita Waugh, si lo fuesen, tu compromiso sería considerado incesto según la ley inglesa.
—Penélope es prima de Pamela. Ambas crecieron en la misma casa. Como hermanas, si así lo prefieres.
—¿Así que tienes la intención de casarte con una consanguínea de tu difunta esposa?
—Ésa era realmente mi intención —contestó él, eligiendo cuidadosamente las palabras.
—¿No te parece un acuerdo muy peculiar?
Charles le soltó las manos y se apartó con un aspecto sospechosamente indiferente.
—Supongo que no es más extraño que cualquier otro.
—Charles, no deseo ponerte en un compromiso, pero tienes que recordar que la otra noche, en el coche de caballos, aunque no fue culpa mía, tuve una... comprensión de tus sentimientos hacia Pamela, hacia Penélope...
—Geneviève —dijo Charles, suspirando—, agradezco tu preocupación, pero te aseguro que es totalmente innecesario. Ya no importa cuáles fueron los motivos de mi compromiso. He comprendido que, sin que yo haya intervenido, he sido liberado de mi compromiso con Penélope.
—Lo lamento.
Ella apoyó la mano en su hombro y lo hizo volverse para mirarlo a los ojos.
—Tus condolencias no son necesarias.
—La otra noche fui poco seria con Penélope. Estaba mareada, ¿entiendes? Estaba al borde de la histeria.
—Casi te mato —dijo Charles enfáticamente—. No eras responsable.
—De todos modos, lamento lo que dije, lo que insinué...
—No —replicó Charles, y la miró directamente a los ojos—. Tenías toda la razón. Yo era injusto con Penélope. No siento hacia ella lo que un marido debe sentir por su esposa. Sólo la utilizaba para sustituir a quien es irreemplazable. Ella está mejor sin mí. Hace poco, he sentido... no sé, como si hubiera perdido un brazo. Como si no estuviera completo sin Pamela.
—Querrás decir sin Penélope.
—Quiero decir sin Pamela, eso es lo terrible.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Tarde o temprano, tendré que ir a ver a Penélope y aclarar la situación entre nosotros. Ella encontrará una pareja mucho mejor que yo. En cuanto a mí, tengo asuntos más importantes que atender.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, los asesinatos de Whitechapel. Además, quiero ver qué puedo hacer para salvarte la vida.
35 La fiesta de la dinamita
Míralos —dijo Von Klatka, señalando el vagón con un movimiento de cabeza—. Nos tienen pánico, ¿verdad? Eso es bueno, ¿no?
Von Klatka estaba disfrutando demasiado. El guarda cárpato había sido convocado al parque demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera saciarse. Era la mejor forma de vencer, reflexionó Kostaki: con destrozos pero sin bajas. La policía ya había rodeado y encerrado a la mayoría de los alborotadores.
Una ristra de caras preocupadas se asomaban entre las planchas como barrotes del vagón más próximo. Contenía a las mujeres. La mayoría iban vestidas con vestimentas blancas con cruces rojas en la parte frontal.
—¡Cruzados cristianos! ¡Cretinos! —dijo Von Klatka con desprecio.
—Nosotros fuimos cristianos —le recordó Kostaki—. Cuando seguimos al príncipe Drácula contra los turcos.
—Una guerra antigua, camarada. Hay nuevos enemigos a los que vencer.
Se acercó al vagón. Los prisioneros gemían y se apartaban de las planchas. Von Klatka sonrió y gruñó. Una mujer ahogó sus gritos, y Von Klatka se echó a reír. ¿Había honor en esto?
Kostaki vio un rostro conocido entre los policías que los custodiaban.
—¡Escocés! —gritó—. Saludos y bienvenido.
El inspector interrumpió su conversación con un carcelero y vio que Kostaki se aproximaba a él.
—Capitán Kostaki —lo saludó, tocándose el ala del sombrero—. Se ha perdido la diversión.
Von Klatka introdujo su sable entre los barrotes del vagón como un niño travieso en el zoo. Una de las prisioneras se desmayó, y sus compañeras invocaron a Dios o a John Jago para que las protegiera.
—¿Diversión?
Mackenzie gruñó con amargura.
—Tal vez lo considere así. Supongo que no se derramó bastante sangre para su gusto. Nadie murió.
—Estoy seguro de que se corregirá esa omisión. Debe de haber cabecillas.
—El castigo será ejemplar, capitán.
Kostaki percibió la incomodidad del policía cálido, su ira contenida. Pocas alianzas perduraban de verdad. Debía de serle difícil a ese hombre reconciliar su deber y su lealtad.
—Yo lo respeto, inspector.
El escocés quedó sorprendido.
—Tenga cuidado —prosiguió Kostaki—. Estos son tiempos extraños. Todos los puestos son precarios.
Von Klatka introdujo el brazo en el vagón y le hizo cosquillas en un tobillo a una chica acurrucada. Se volvió hacia Kostaki sonriendo, buscando su aprobación.
Un vampiro surgió de las sombras del parque. Kostaki lo saludó de inmediato. El general Iorga —el mayor fanfarrón del mundo— había quedado atrapado en los disturbios; ahora deambulaba de un lado a otro, seguido por el diablo arrogante de Hentzau, como si viniera de ganar la batalla de Austerlitz. Iorga gruñó para llamar la atención de Von Klatka y fue recompensado con otro saludo. Era uno de esos oficiales, tan comunes en los ejércitos de vivos como de no muertos, que necesitan que les confirmen constantemente su importancia. El resto del tiempo que no pasaba quejándose ante sus superiores lo ocupaba siendo brutal con sus subordinados. Durante cuatrocientos años, Iorga había jurado lealtad eterna a la causa de Drácula y, durante todo este tiempo, había confiado en secreto que alguien alzara al Empalador en una de sus propias estacas. El general se veía a sí mismo como el rey de los vampiros. En esto, estaba solo: comparado con el príncipe, el general Iorga era un peso pluma.
—Esta noche habrá una celebración en el cuartel —les dijo Iorga— La guardia ha triunfado.
Mackenzie se movió el sombrero para ocultar su expresión de repugnancia, pero no contradijo al general por apropiarse del mérito de derrotar a los alborotadores.
—Von Klatka —añadió Iorga—, elija a media docena de esas mujeres cálidas y condúzcalas al cuartel.
—Sí, señor -contestó Von Klatka.
Las prisioneras lloraban y rezaban. Von Klatka miraba lascivamente de manera ostentosa a cada una de las prisioneras, rechazando a una por vieja y gorda y a otra por famélica y fibrosa. Llamó al capitán para tener una segunda opinión, pero Kostaki aparentó no oírlo.
Iorga y Hentzau se alejaron, con las capas ondeando a sus espaldas. El general imitaba el vestuario del príncipe, a pesar de que estaba demasiado rollizo para lucirlo con elegancia.
—Me recuerda a sir Charles Warren —comentó Mackenzie—. Deambula de aquí para allá escupiendo órdenes, sin tener ni idea de lo que ocurre sobre el terreno.
—El general es un imbécil. La mayoría de los que tienen un rango superior a capitán lo son.
El policía se rió entre dientes.
—Como la mayoría de los que tienen un rango superior a inspector.
—En eso estamos de acuerdo.
Von Klatka hizo sus elecciones, y el carcelero lo ayudó a sacar del vagón a las chicas, las más jóvenes. Ellas se mantenían abrazadas y temblaban. Sus vestiduras no eran adecuadas para una noche gélida.
—Son mártires excelentes y rollizas —afirmó Von Klatka, y pellizcó la mejilla más próxima.
El carcelero sacó unas esposas y cadenas del vagón y empezó a encadenar a las elegidas. Von Klatka dio una palmada en el trasero a una de ellas y se rió como un diablillo. La muchacha cayó de rodillas y rezó por el fin de sus tormentos. Von Klatka se inclinó e introdujo su roja lengua en la oreja de la joven. Ella reaccionó con un asco que resultó cómico, y el capitán sufrió convulsiones de tanto reír.
—Usted, señor —dijo una de las mujeres a Mackenzie—, usted es cálido, ayúdenos, sálvenos...
Mackenzie estaba incómodo. Apartó la mirada y volvió a ocultar su rostro en las sombras.
—Lo siento —dijo Kostaki—. Esto es absurdo. Azzo, llévate a estas mujeres al cuartel. Me reuniré contigo más tarde.
Von Klatka saludó y se llevó a las chicas. Cantaba una canción de pastores mientras conducía a su rebaño. La guardia estaba acantonada cerca del palacio.
—No deberían pedirle que soportara estas cosas —dijo Kostaki.
—Nadie debería.
—Tal vez no.
Los vagones se alejaron lentamente para distribuir a los prisioneros por las cárceles de Londres. Kostaki supuso que la mayoría acabarían empalados en Tyburn o haciendo trabajos forzados en la Acequia del Diablo.
Se quedó a solas con Mackenzie.
—Debería convertirse en uno de nosotros, escocés.
—¿En algo antinatural?
—¿Qué es más antinatural? ¿Vivir o morir?
—Alimentarse de los demás.
—¿Quién puede decir que ellos no se alimentan de otros?
Mackenzie se encogió de hombros. Sacó una pipa y la llenó de tabaco.
—Usted y yo tenemos mucho en común —afirmó Kostaki—. Nuestros países han sido devorados. Usted, un escocés, sirve a la reina de Inglaterra; y yo, un moldavo, sigo a un príncipe de Valaquia. Usted es un policía y yo un soldado.
Mackenzie encendió la pipa y chupó el humo.
—¿Es usted un soldado desde antes o después de ser vampiro?
Kostaki reflexionó.
—Me gustaría pensar que soy un soldado. ¿Qué es usted primero, policía o cálido?
—Un ser vivo, por supuesto —contestó, y la cazoleta de la pipa brilló.
—¿Así que está más emparentado con ese Jack el Destripador que con, digamos, el inspector Lestrade?
Mackenzie suspiró.
—Me ha pillado, Kostaki. Lo confieso. Primero soy policía y luego, un hombre vivo.
—Entonces, se lo repito: únase a nosotros. ¿Dejará nuestros dones en manos de fanfarrones como Iorga y Hentzau?
Mackenzie meditó.
—No —contestó por fin—. Lo siento. Tal vez cuando la muerte esté cerca, vea las cosas de manera diferente. Pero Dios Nuestro Señor no nos creó vampiros.
—Yo creo lo contrario.
Se oyó un ruido no muy lejos. Gritos de hombres, chillidos de mujeres. Acero contra acero. Algo que se rompía. Kostaki echó a correr, y Mackenzie tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedar rezagado. El estrépito procedía de la dirección que había tomado Von Klatka. Mackenzie se llevó la mano al pecho, jadeante. Kostaki lo dejó atrás y recorrió la distancia en pocos segundos.
Tras acelerar entre unos matorrales, encontró la refriega. Habían liberado a las chicas y Von Klatka estaba en el suelo. Cinco o seis hombres con abrigos negros y los rostros cubiertos con bufandas lo tenían sujeto y otro individuo que llevaba una capucha blanca le perforaba el pecho con una daga brillante. Von Klatka vociferaba desafiante. Clavado en el suelo había un palo del que colgaba la bandera de la cruzada cristiana. Uno de los hombres enmascarados apuntó con una pistola. Kostaki vio la voluta de humo y se preparó para recibir una bala inofensiva más. Entonces sintió un restallido de dolor en la rodilla: le había disparado una bala de plata.
—Atrás, vampiro —dijo el pistolero con la voz ahogada por la máscara.
Mackenzie llegó junto a ellos. Kostaki estaba listo para abalanzarse sobre el enmascarado, pero el policía lo contuvo. Tenía la pierna insensible. La bala estaba alojada en sus huesos y lo estaba envenenando. Una de las mujeres liberadas dio una patada en la cabeza a Von Klatka, sin causarle ningún daño. El hombre que estaba a horcajadas sobre el vampiro le había arrancado la coraza. Dio unos tajos con un cuchillo de plata y dejó al descubierto el corazón palpitante de Von Klatka. Uno de sus compañeros le dio algo semejante a una vela, y el hombre arrojó el objeto dentro de la caja torácica del vampiro.
—¡Por Jago! —gritó el cruzado detrás de su máscara de tela. Brilló una luz, y los cruzados se dispersaron. Había un círculo de luz alrededor de Von Klatka, que mantenía apretada la herida del tórax para que se cerrara. La vela sobresalía de sus costillas con una llama sibilante en su extremo.
—¡Dinamita! —gritó Mackenzie.
Ezzelin von Klatka agarró la mecha encendida, pero era demasiado tarde. Su puño se cerró alrededor de la llama justo cuando explotó. Un relámpago de luz blanca convirtió la noche en día. Luego, un fuerte viento y un rugido levantaron del suelo a Kostaki y Mackenzie. Mezclados con la explosión había pedazos de carne de vampiro y fragmentos de la armadura y la ropa de Von Klatka.
Kostaki se puso en pie con dificultad. Primero se aseguró de que Mackenzie, que se había tapado las orejas, no estaba herido de gravedad. Luego se volvió hacia su camarada caído. Todo el torso de Von Klatka había volado en pedazos. La cabeza estaba ardiendo y la carne se le pudría rápidamente. Un hedor gaseoso emanaba de sus restos e hizo toser a Kostaki.
La bandera de la cruzada cristiana se había caído, salpicada de orificios quemados.
—La venganza por el atentado contra Jago —dijo Kostaki.
Mackenzie meneó la cabeza para tratar de quitarse el zumbido de los oídos.
—Lo más probable. La dinamita es un viejo truco feniano y hay muchos irlandeses en el equipo de Jago. Sin embargo...
Su pensamiento se acalló. Varias personas corrían hacia ellos. Los cárpatos, alarmados, venían del cuartel colocándose apresuradamente las corazas y con las espadas desenvainadas.
—Sin embargo, ¿qué, escocés?
Mackenzie meneó la cabeza.
—El tipo que habló, el de la dinamita...
—¿Qué ocurre con él?
—Juraría que era un vampiro.
36 Old Jago
En este mundo hay gente de la que incluso los vampiros tienen miedo —dijo él mientras caminaban por Brick Lane. —Eso ya lo sé —admitió ella. El antiguo estaba oculto, esperando a que la lengua le creciera de nuevo. Cuando estuviese listo, iría otra vez tras ella.
—Estoy familiarizado con todos los demonios de todos los infiernos, Geneviève —dijo Charles—. Es sólo cuestión de invocar al diablo correcto.
Ella no sabía de qué estaba hablando.
La condujo a una de las malolientes callejuelas que constituían el peor suburbio de Londres. Había neonatos de mirada maligna reunidos en cada esquina.
—Charles, esto es Oíd Jago —se extrañó ella.
Él no la contradijo,
Geneviève se preguntó si se habría vuelto loco. Tal como iban vestidos —es decir, no con trapos precisamente— prácticamente estaban desfilando con un cartel que decía: «robadme y matadme». Ojos rojos brillaban detrás de ventanas rotas. Niños con bigotes de rata estaban sentados en los umbrales de las casas, esperando a luchar por los restos de los depredadores más grandes. Cuanto más se adentraban en aquella madriguera, más densos eran los grupos de gente. Le recordaron a los buitres. Esto no era Inglaterra, sino una selva. Los lugares, se recordó, no eran malos: eran lo que la gente hacía de ellos. En la oscuridad, alguien se rió, y Geneviève dio un respingo. Charles la calmó y miró alrededor, apoyándose en el bastón como si aspirase el ambiente de Hampton Court.
Criaturas jorobadas y que arrastraban los pies acechaban en los patios. El odio les llegaba en oleadas. El Jago era el lugar donde acababan los peores casos, neonatos que habían cambiado de forma más allá de cualquier semejanza con la humanidad, criminales tan viles que otros criminales no toleraban su compañía. Una bandera de la cruzada cristiana, con la cruz pintada con algo que probablemente no era sangre, pendía de una ventana. Por aquí estaba la misión de John Jago, donde pocos policías se atrevían a aventurarse. Nadie conocía el verdadero nombre del clérigo.
—¿Qué buscamos? —preguntó Geneviève en voz baja.
—A un chino.
Ella volvió a dar un respingo.
—No —la tranquilizó—, no a ese chino. En este distrito, supongo que cualquier chino servirá.
Un neonato corpulento, con el pecho desnudo bajo los tirantes de su camiseta, salió de las sombras y, plantándose ante ellos, miró a Charles desde arriba. Sonrió y mostró unos colmillos amarillos. Tenía los brazos tatuados con calaveras y murciélagos. Tras haber visto a Charles enfrentarse a Liz Stride, Geneviève pensó que podía vencer al vampiro con su hoja o una bala de plata. Pero no duraría mucho si a aquel gorila se le unían algunos amigos. Había al menos una docena cerca, limpiándose los dientes con sus sucias uñas.
—Veamos —comenzó Charles, hablando lenta y pesadamente como un idiota de Mayfair—, sé buen chico y condúceme al fumadero de opio más cercano. Cuanto más infame, mejor, si entiendes lo que quiero decir. Algo brilló en la mano de Charles. Una moneda. Desapareció en el puño del matón y luego en su boca. Mordió el chelín, lo partió en dos y escupió los pedazos. Apenas tintinearon en el suelo, una bandada de niños se pelearon por recogerlos. El matón clavó la mirada en el rostro de Charles, tratando de ejercer sus nuevos poderes vampíricos de fascinación. Al cabo de un par de minutos, durante los cuales Geneviève estaba cada vez más inquieta, gruñó y dio media vuelta. Charles había pasado una prueba. El matón señaló con la cabeza un arco y se marchó.
El arco conducía a una plaza cerrada y estaba cubierto por una manta gris grasienta colgada de una cuerda. La improvisada cortina fue apartada por una mano esbelta, y una nube caliente de humo aromatizado salió del interior. El brillo de unas pipas de opio iluminó unos rostros aturdidos. Un marinero cálido, con marcas en el cuello y la mirada vacía, salió tambaleándose después de haber consumido su paga en el humo de los sueños. Tendría suerte si salía del Jago con las botas aún puestas.
—El sitio perfecto —dijo Charles.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —inquirió ella.
—Agitar una telaraña para atraer la atención del insecto.
—Maravilloso.
Una joven china, neonata y delicada, salió del patio. Todos los matones la trataban con deferencia, lo que era muy revelador. Vestía un pijama azul y caminaba sobre los sucios adoquines con unas sandalias de seda. Su piel brillaba como porcelana fina. Una cola fuertemente atada de pelo negro brillante le colgaba hasta las rodillas. Charles le hizo una reverencia y ella se la devolvió, abriendo los brazos en señal de bienvenida.
—Charles Beauregard del club Diógenes envía sus saludos a tu amo, el Señor de las Muertes Extrañas.
La chica no dijo nada. Geneviève se imaginó que algunos ladronzuelos habían desaparecido y habían encontrado otra cosa con la que distraerse.
—Deseo comunicar que esta mujer, Geneviève Dieudonné, está bajo mi protección. Solicito que no se tome ninguna otra acción contra ella, a menos que el lazo de amistad entre tu amo y yo se rompa.
La muchacha reflexionó por un momento y asintió con firmeza. Se inclinó una vez más y se retiró detrás de la cortina. A través de la fina manta, Geneviève todavía pudo ver los puntos rojizos y oscilantes de las pipas.
—Creo que con eso bastará —dijo Charles.
Geneviève meneó la cabeza. No entendía muy bien lo que había sucedido entre Charles y la neonata oriental.
—Tengo amigos en lugares extraños —admitió él.
Estaban solos. Incluso los niños habían desaparecido. Al invocar a ese «Señor de las Muertes Extrañas», Charles había despejado la calle.
—Así pues, Charles, ¿estoy bajo tu protección?
Él pareció casi divertido.
—Sí —contestó.
Ella no sabía qué pensar. De algún modo, se sentía más segura, pero también un tanto irritada.
—Supongo que debo darte las gracias.
—Podría ser una buena idea.
Ella suspiró.
—Entonces, ¿eso ha sido todo? ¿Ninguna batalla de fuerzas titánicas, ninguna destrucción mágica del enemigo, ninguna resistencia heroica?
—Sólo una pizca de diplomacia. Siempre es la mejor solución.
—¿Y tu «amigo» realmente puede hacer desistir al antiguo, como un cazador llama a un perro a su lado?
—Sin duda.
Estaban saliendo del Jago de regreso a las aguas «más seguras» de Whitechapel. El suburbio estaba iluminado solamente con brasas infernales en los patios, que daban a la oscuridad una luminosidad rojiza. Al menos, tenían las habituales farolas siseantes. En comparación, la niebla era aquí casi acogedora.
—Los chinos creen que si salvas a una persona de la muerte, eres responsable de ella para el resto de la vida. Charles, ¿estás preparado para sobrellevar esa carga? He vivido mucho tiempo y tengo la intención de vivir mucho más.
—Geneviève, creo que es improbable que pongas una tensión excesiva en mi conciencia.
Se detuvieron y ella lo miró. Él era apenas capaz de disimular su regocijo presumido.
—Sólo me conoces tal como soy ahora —dijo ella—. No soy la persona que fui, ni la que seré. A lo largo de los años, no cambiamos en el aspecto exterior, pero en el interior... eso es otra cosa.
—Correré el riesgo.
Sólo faltaba una hora para el amanecer, y ella estaba cansada. Todavía estaba débil y no debería haber salido. El dolor en el cuello era peor que antes. Amworth había dicho que eso significaba que se estaba curando adecuadamente.
—He oído antes esa expresión —dijo ella.
—¿Qué expresión?
—«Señor de las Muertes Extrañas». Se menciona con ese título a alguien, aunque muy raras veces, en relación con un tong criminal. Su reputación no está entre las mejores.
—Como dije, es un demonio del infierno. Pero es un demonio con palabra; se toma seriamente sus compromisos.
—¿Tiene algún compromiso contigo?
—En efecto.
—Entonces ¿tienes tú un compromiso con él?
Charles no contestó. Tenía la mente en blanco, salvo la imagen de una señal en una estación de ferrocarril.
—Lo estás haciendo de forma deliberada, ¿verdad?
—¿Qué?
—Pensar en Basingstoke.
Charles se rió. Y, al cabo de un momento, ella también.
37 Downing Street detrás de las puertas cerradas
Godalming llegaba tarde a la cita. El corte, cuidadosamente vendado, le palpitaba y el dolor era diferente de todo lo que había sentido desde su conversión. Tenía la mente obsesionada por Penélope; la antigua Penélope cálida que ya no existía, no la neonata que había dejado en Cadogan Square. En el coche había dado una cabezada y había revivido el traspaso de su linaje. A la vez saciado y agotado, recordó el Beso Oscuro. Como él mismo y como Penélope. Esto pasaría.
En Downing Street fue introducido con sigilo en el gabinete. En un instante, quedó sobrio. La sala estaba llena, y su audiencia privada con lord Ruthven había sido sustituida por lo que, obviamente, era una reunión importante. El general Iorga y sir Charles Warren estaban presentes. También Henry Matthews, ministro del Interior, y otros vampiros igualmente distinguidos. Sir Danvers Carew, que lucía su ceño habitual, masticaba un cigarro apagado.
—Siéntese, Godalming —dijo Ruthven—. Lady Ducayne tendrá que excusarlo. Estamos discutiendo las atrocidades de esta noche.
Godalming, perplejo, tomó asiento. Se había perdido el segundo acto y tendría que retomar el hilo.
—La guardia cárpata ha sido vergonzosamente insultada —declaró Iorga— y es preciso vengarla.
—Sin duda, sin duda —murmuró Matthews. Por lo general, no era contado entre los hombres más capacitados del Gobierno y a veces era comparado, de forma poco cariñosa, con «un maestro de danza francés»—. Pero sería una estupidez perder los estribos en la delicada situación actual.
Iorga descargó su puño cubierto de malla sobre la mesa y la resquebrajó.
—¡Nuestra sangre debe ser reparada con sangre!
Ruthven miró con desaprobación el desperfecto causado por el cárpato. El fino acabado del mueble estaba destrozado.
—No permitiremos que los malhechores escapen impunemente —aseguró el primer ministro al general.
—Desde luego —intervino sir Charles—. Confiamos en conseguir arrestos en veinticuatro horas.
—Durante los últimos meses también confiaban aprovechar la primera oportunidad en el caso del Destripador —comentó Matthews, resoplando.
Sir Charles estaba enojado por la pulla.
—Como bien sabe, señor ministro, los fracasos de la policía en este asunto se deben más a su negativa de dotar de fondos suficientes que a cualquier...
—Caballeros —interrumpió Ruthven con serenidad—, eso no se discute ahora.
El ministro del Interior y el comisario se arrellanaron en sus sillas, mirándose con ferocidad.
—Warren —se dirigió Ruthven a sir Charles—, lo mejor será que ofrezca su versión de la posición de la policía. Proceda.
Godalming escuchaba atentamente. Tal vez descubriría de qué se trataba todo aquello.
Sir Charles consultó su cuaderno de notas como un agente de policía normal en el juzgado, y carraspeó.
—Alrededor de la medianoche tuvo lugar un incidente en St. James's Park.
—¡A escasos centenares de metros del palacio! —lo interrumpió Matthews.
—Efectivamente, en los alrededores del Palacio de Buckingham, aunque la familia real no corrió peligro en ningún momento. Un oficial de la guardia cárpata estaba escoltando a un grupo de insurrectos detenidos anteriormente, durante los disturbios.
—¡Criminales peligrosos! —profirió Iorga.
—Eso es una conjetura. Los informes discrepan. El inspector Mackenzie, que fue testigo, describe a los prisioneros como «un grupo de jóvenes mujeres atemorizadas».
Iorga gruñó.
—Una banda de hombres acorraló al oficial, Ezzelin von Klatka, y lo destruyó. De una manera particularmente repugnante.
—¿Cómo, exactamente? —intervino Godalming, intrigado.
—Introdujeron un cartucho de dinamita en su corazón y lo encendieron —dijo Ruthven—. Una innovación, al menos.
—Fue una buena jugarreta —comentó sir Charles.
—Muy propio de la guardia cárpata —acotó Ruthven. A Iorga estaba a punto de estallarle la cabeza. Tenía una hinchazón rojiza alrededor de los ojos.
—El capitán Von Klatka murió como un valiente. Es un héroe.
—¡Vamos, vamos, Iorga! —lo tranquilizó Ruthven—. Siempre viene bien un poco de buen humor.
—¿Qué hay de los culpables? —preguntó Carew.
—Hombres enmascarados —repuso Matthews—. Dejaron una cruz de San Jorge junto al cadáver. Es obvio que los informes anteriores de sir Charles sobre el desmantelamiento de la cruzada cristiana eran gravemente erróneos.
—Algunos lo consideran una venganza por el ataque a John Jago —explicó Ruthven—. Alguien ha pintado cruces rojas por toda la ciudad.
—Mackenzie dice que el asesino de Von Klatka era un vampiro —dijo sir Charles.
—¡Es absurdo! —gritó Matthews—. Ustedes los policías siempre hacen piña. Cubren sus errores con mentiras.
—Conténgase, Matthews —replicó sir Charles—. Me limito a repetir la afirmación de un testigo presente en el lugar de los hechos. Por mi parte, estoy de acuerdo con usted. Es improbable que ningún vampiro desee hacer daño a la guardia cárpata. Sería prácticamente lo mismo que alzarse contra nuestro amado príncipe consorte.
—Sí —coincidió Ruthven—. Eso sería, ¿no?
—¿Qué se ha hecho? —preguntó Carew. Su habitual expresión enojada se estaba convirtiendo en furia violenta.
Sir Charles suspiró.
—He dado la orden de arrestar a los cabecillas de la cruzada que todavía están en libertad tras los disturbios de esta tarde.
—Sus cabezas deben estar clavadas en lanzas al amanecer.
—General Iorga, nosotros operamos según la ley. Primero debe establecerse que los criminales son culpables.
Iorga desdeñó aquella afirmación irrelevante.
—Que los castiguen a todos y que Dios decida quién es culpable.
—Conocemos las iglesias y capillas donde se reúnen los seguidores de Jago —prosiguió sir Charles—. Todas están siendo registradas. En una noche, acabaremos con la cruzada cristiana. Ruthven dio las gracias al comisario.
—Excelente, Warren. Yo mismo estoy preparando con el arzobispo la condena de los cruzados como herejes. Ya no tendrán ni siquiera el apoyo conceptual de la Iglesia.
—Debe haber más represalias —insistió Iorga—. Detener la peste de la rebelión. Por Von Klatka, deben morir cien.
Ruthven reflexionó antes de atacar de nuevo.
—En estos momentos debemos centrarnos en nuestro propósito más ambicioso. Aun sin este nuevo insulto, habría convocado esta reunión dentro de unas pocas noches. Esto no es un incidente aislado. No se ha dado a conocer al público, pero hace una semana un asesino arrojó una bomba a sir Francis Varney durante una visita oficial a Lahore. Afortunadamente no llegó a explotar, pero el villano escapó confundido entre la multitud. Además, esta misma mañana ha habido un motín organizado en la Acequia del Diablo. Ha sido reprimido, pero están siguiendo la pista de varios insurrectos peligrosos en los Sussex Downs.
Sir Charles parecía afligido. Esto daba muy mala imagen a Scotland Yard. En su administración.
- Silent enim leges inter arma, como dijo Cicerón —prosiguió Ruthven—. Las leyes son sordas en tiempo de guerra. Tal vez sea preciso suspender el hábeas corpus. El príncipe consorte ya ha adoptado el título de lord protector y ha asumido la carga constitucional que anteriormente ostentaba nuestra querida reina. Quizás encuentre útil ampliar sus poderes personales. En tal caso, es muy probable que los presentes en esta habitación constituyamos el gobierno entero de Gran Bretaña y su imperio. Seríamos los ministros del rey.
Matthews estaba a punto de protestar, pero guardó silencio. Era todavía un neonato, como sir Charles, y su presencia en la sala sólo era tolerada. Sus sillas podían ser ocupadas fácilmente por vampiros antiguos, o por no muertos de la nueva semilla, que habían abandonado por completo sus días como cálidos. Quizá se enteraría pronto de lo que Ruthven le preparaba.
Un vampiro hosco y callado situado junto al primer ministro le entregó un pliegue de papeles atados con una cinta. Godalming pensó que estaba relacionado con el Servicio Secreto.
—Gracias, señor Croft —dijo Ruthven, y rompió la cinta. Sacó un papel con el índice y el pulgar y lo lanzó con gesto despreocupado sobre la mesa hacia sir Charles—. Ésta es una lista de personas prominentes que son sospechosas de conspiración contra la corona. Deben ser arrestadas antes de que el sol se ponga mañana.
Los labios de sir Charles se movieron mientras leía la lista. La dejó sobre la mesa y Godalming pudo echarle un vistazo.
La mayoría de los nombres eran conocidos: George Bernard Shaw, W. T. Stead, Cunningham-Grahame, Annie Besant, lord Tennyson. Otros no sonaban mucho: Marie Spartali Stilman, Adam Adamant, Olive Schreiner, Alfred Waterhouse, Edward Carpenter, C. L. Dodgson.
Había algunas sorpresas.
—¿Gilbert? —preguntó sir Charles—. ¿Por qué? Ese hombre es un vampiro como usted o yo.
—Como usted, tal vez. Nos ha satirizado constantemente. Muchos no pueden ver un vampiro antiguo sin contener una risita disimulada. Creo que no es una actitud que debamos fomentar.
No era ninguna coincidencia que el barón malo de Ruddigore, cuyo nombre era el apodo de un cierto tipo de vampiro, se llamase sir Ruthven Murgatroide.
Matthews estaba examinando la lista y meneaba la cabeza.
—Y Gilbert no es el único vampiro —dijo—. Ha incluido a Soames Forsyte, mi banquero.
Por una vez, Ruthven no pareció estúpido y trivial. Godalming vio garras dé frío acero dentro del guante de terciopelo del «murgatroide».
—Los vampiros son tan capaces de traicionar como los cálidos —explicó—. Todos los hombres y mujeres de esa lista se han ganado a pulso un lugar en la Acequia del Diablo.
Sir Charles estaba preocupado.
—La Acequia del Diablo no fue construida pensando en los vampiros.
—Entonces demos gracias que mantenemos la Torre de Londres. Se convertirá en una prisión de vampiros. General Iorga, ¿tiene bajo su mando a algún oficial que tenga motivos para reprender por la severidad de su tratamiento a los inferiores?
Iorga sonrió de oreja a oreja y una fila de dientes bestiales relució.
—Se me ocurren varios. El conde Orlok es conocido por sus excesos.
—Excelente. Orlok será nombrado gobernador de la Torre de Londres.
—Pero ese hombre es un salvaje maníaco —protestó Matthews—. No se le permite la entrada en la mitad de las casas de Londres. Apenas parece humano.
—El vampiro más adecuado para el trabajo —comentó Ruthven—. Esto es la política, Matthews. No hay cargos para todos. Es sólo cuestión de encontrar la personalidad apropiada para cada tarea.
El señor Croft tomó nota de la designación del conde o de la protesta del ministro del Interior. A Godalming no le habría importado estar en la lista del bloc del señor Croft.
—Ahora pasemos a otro asunto. Warren, esto es un borrador de la nueva política de ascensos.
A sir Charles se le cortó la respiración al ver el papel.
—Sólo se promocionará a los vampiros —dijo Ruthven—. Ésta será una regla general en todas las ramas del servicio civil y militar. Los cálidos pueden dimitir o quedarse donde están. Eso no importa. Y recuerde, Warren: sólo deben ascender los vampiros de la clase correcta. Espero que limpie su casa.
Ruthven volvió su atención hacia el ministro del Interior y le entregó otro documento.
—Matthews, esto es un borrador del Acta de Poderes de Emergencia que se aprobará en la Cámara mañana por la noche. Considero vital que ordenemos los asuntos del mundo de día de manera mucho más rigurosa que bajo el sistema peligroso que hemos tolerado hasta el presente. Habrá restricciones para viajar, reunirse y comerciar. Las tabernas sólo abrirán durante las horas de oscuridad. Es hora de reorganizar el tiempo y el calendario según nuestra conveniencia, en vez de inclinarnos ante los deseos de los cálidos.
Matthews se tragó el sapo. Sir Danvers Carew gruñó con un tono próximo al placer. Estaba preparado para sustituir a Matthews en cuanto Ruthven lo obligara a dimitir.
—Nos obligan a actuar deprisa —declaró Ruthven a todos los presentes—. Pero eso no es malo. Debemos mantener nuestro curso decidido, sea cual sea la resistencia que encontremos. Estas son noches emocionantes y tenemos la ocasión de gobernar el mundo. Somos el viento del este. Somos la furia de la tormenta. En nuestra estela, dejaremos este país cambiado y en orden. Los que titubeen o se mantengan al margen serán arrastrados por el torrente. Como el príncipe consorte, tengo el propósito de mantenerme firme. Muchos serán destruidos por completo cuando la luna se alce en nuestro Imperio. El señor Darwin tenía toda la razón: sólo los aptos sobrevivirán. Debemos asegurarnos de estar entre los más aptos de los aptos.
38 Neonata
Art había dejado a Penélope a sus propios cuidados. Ella tenía un cierto mareo cuando él le dijo por qué se iba. Algo relativo al primer ministro. Asuntos de gran importancia y urgencia. Asuntos de hombres, supuso ella, nada que pudiera preocuparla. Parecía como si Art le hablase desde el fondo de un largo túnel y un fuerte viento soplara contra él y apagara su voz. Luego se fue y ella se quedó sola...
... Se estaba convirtiendo. No era lo que esperaba. Le habían dicho que era rápido: un breve dolor como si le arrancasen un diente, luego un período de somnolencia, comparable al estado de crisálida de un insecto, seguido de un nuevo despertar al estado de vampiro.
El dolor desencadenado por todo su cuerpo era terrible. De súbito, con una oleada de calor, le bajó la menstruación. Tenía la ropa interior empapada. Kate la había avisado, pero ella lo había olvidado. En este momento, encontraba poco consuelo en la perspectiva de que era la última vez que este inconveniente femenino la molestara. Tenía entendido que las vampiras no tenían la menstruación. La maldición sería levantada para siempre. Como mujer, estaba muerta...
... En el diván donde Art la había tomado, donde ella lo había sangrado, se apretó un cojín contra el estómago. Había expulsado todos los restos de comida que tenía en el estómago sobre la alfombra persa de Art. Luego, en un momento más conveniente, había vaciado los intestinos y la vejiga. Ella entendió por qué, y pese a marcharse apresuradamente, Art se había tomado la molestia de indicarle dónde estaba el lavabo. Durante la conversión, su cuerpo expulsó todos los residuos.
Se sintió febril y vacía, como si hubiese arrojado todas sus entrañas. Le dolían las mandíbulas mientras se abrían las encías y los afilados colmillos las desgarraban. Tenía los dientes alargados y puntiagudos de la vampira típica. Sabía que no era una condición permanente. Sus dientes cambiarían en los momentos de pasión o de ira. O, como ahora, de dolor. Al adaptarse a su nuevo modo de alimentarse, los incisivos se convertían en colmillos.
¿Por qué lo había elegido? Apenas podía recordarlo.
Tenía la mano cerca de la cara. Vio venas y tendones bajo la piel, ondeando como gusanos. Sus cuidadas uñas eran como puñales con puntas de diamante. Incluso había algunos pelos negros y burdos. Los dedos eran más gruesos y el anillo de compromiso le cortaba la piel.
Intentó concentrarse.
Su mano dejó de retorcerse y se redujo a su tamaño habitual. Se tocó los dientes con la lengua. Eran pequeños otra vez y ya no sentía que tenía la boca llena de palillos puntiagudos.
Estaba tumbada de espaldas, con la cabeza inclinada fuera del borde del diván. Veía la habitación del revés. El padre de Art estaba cabeza abajo en un retrato de cuerpo entero. Un jarrón azul colgaba del techo alfombrado, del que pendían frondosas ramas de hierba blanca. Un friso de flores vueltas delicadamente del revés rodeaba la habitación. Lámparas de gas invertidas sobresalían del tablero, y las llamas azules descendían hacia el suelo pintado.
Las llamas crecieron hasta que fueron lo único que podía ver. Tenía la fiebre en el cerebro. En las llamas, vio a un hombre y una mujer abrazados. El estaba ataviado con un traje de noche, pero ella estaba desnuda y sangraba. Los rostros eran los de Charles y Pamela. Luego, la cara de su prima se convirtió en la suya propia y Charles se transformó en Art. Estaban vestidos con llamas. La imagen duró un momento y luego volvió a aparecer hasta que las caras fueron irreconocibles. Se mezclaban y ardían juntas, formando una cara envuelta en cabellos y con cuatro ojos y dos bocas. El rostro conglomerado de fuego creció y la abarcó a ella por completo.
—Penélope para siempre —había gritado de niña—. Larga vida a Penny.
La llama ardió por todas partes...
... Con un escalofrío, se despertó en un instante. Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo, y la ropa le arañaba su sensible piel.
Se sentó y se acicaló en el diván. El recuerdo de su conversión se desvanecía rápidamente. Se tocó el cuello y los pechos, pero no encontró rastro de las heridas que le había hecho Art.
La habitación era más luminosa y podía ver en las sombras de las esquinas. Veía las cosas de forma distinta. Había gradaciones de color más sutiles. Y podía oler más aromas. Los olores de sus secreciones corporales eran distinguibles y no le resultaban ofensivos. Pensó que todos sus sentidos se habían aguzado. Su lengua ansiaba nuevos sabores. Deseó experimentar.
Se incorporó y caminó sobre sus pies enfundados en medias hasta el baño. Naturalmente, no había ningún espejo. Se despojó de los vestidos empapados y se enjugó con unas enaguas arrugadas en una pelota. Se lavó todo el cuerpo. En su vida anterior, raras veces había estado desnuda completamente. Su antiguo yo parecía un sueño. Era una neonata. Cuando comprobó con satisfacción que estaba tan limpia como un gato, salió del baño. Necesitaba ropa. Los vestidos de su vida como cálida eran inútiles, empapados de sangre derramada.
Alguien entró en una de las habitaciones que daban al pasillo, y ella se puso inmediatamente alerta. Se relamió sus afilados dientes con la lengua. Se abrió una puerta, y una cara enjuta se asomó. El mayordomo de Art quedó estupefacto al verla desnuda, tragó saliva y se retiró, cerrando la puerta a sus espaldas. Ella se echó a reír. Flexionó las manos y se preguntó si podría forzar la puerta y lanzarse sobre el hombre. Podía oler su cálida sangre.
Abrió una puerta y encontró el guardarropa de Art. Tenía preparado un traje para la mañana. Antes, ser alta era motivo de vergüenza en una mujer. Su madre le había enseñado a sentarse lo más a menudo posible y, sin encorvarse, colocarse de forma que no destacara por encima de un hombre. Ahora se sentía cómoda con su altura.
Se puso la camisa de Art y se la abrochó. Dominó el intrincado sistema de cierre del cuello y los puños. Sus dedos eran más hábiles ahora y resolvieron todos los problemas que se les plantearon. Apartó la ropa interior de Art y se puso los pantalones; forcejeó con los tirantes, que le eran desconocidos, hasta colocárselos sobre los hombros. La pieza se ajustó bien a sus caderas y se la levantó todo lo que pudo, ajustándose la entrepierna y acortando los tirantes a su talla. Encontró una corbata y se la enlazó alrededor del cuello demasiado grande de la camisa. Un chaleco y un abrigo completaron el conjunto. Descalza, regresó a la habitación donde se había convertido. Tenía los zapatos bajo el diván y todavía se le ajustaban bien a los pies. Se imaginó que tenía una apariencia muy distinta y se preguntó qué pensaría su prometido.
Se peinó los cabellos con los dedos, preguntándose si debía hacer, algo para no sorprender tanto. Pero, en realidad, ya no la preocupaba su aspecto. La Penélope muerta habría quedado pasmada. Pero la Penélope no muerta era muy distinta.
Sintió una punzada de sed. El sabor de la sangre de Art seguía en su boca. Le había parecido amarga y salada la noche anterior. Pero ahora era dulce, deliciosa. Y necesaria. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
No sabía si estaba manejando bien su situación. Sin embargo, si Kate Reed, que apenas sabía servir el té de una tetera sin consultar a la señora Beeton, podía convertirse en una vampira de los pies a la cabeza, Penélope la Conquistadora no se arredraría por las complicaciones.
En el vestíbulo encontró un abrigo para la ópera, forrado de seda roja. No resultaba pesado. Intentó colocarse una de las chisteras de Art en la cabeza, pero se deslizó por sus orejas y le tapó los ojos. El único atuendo de cabeza del bastidor de Art que podía sentarle bien era una gorra blanda con orejeras. Apenas hacía juego con el resto del vestuario del que se había apropiado, pero tendría que servir. Al menos, podía recogerse el cabello bajo la gorra y salir del paso. Algunas vampiras se cortaban los cabellos cortos, como un hombre. Lo pensaría...
... Fuera, el sol estaba saliendo. Ella pensó que debía llegar a casa y permanecer en su interior. Tal vez debía descansar durante las horas del día. Kate le había dicho que el sol podía dañar a los neonatos. Supuso que tendría que ponerse en la denigrante y humillante posición de buscar a Kate y solicitar sus consejos en un número de puntos imprevisibles.
Salió de la casa y se encontró con la espesa niebla de primera hora de la mañana. El día anterior no habría podido ver el otro lado de Cadogan Square. Ahora podía distinguir las cosas un poco mejor, aunque su visión era mejor en las sombras que en la niebla. Si levantaba la mirada a las nubes que tapaban el sol, le dolían los ojos. Se caló la gorra para que la visera le dejara el rostro en la sombra.
—Señorita, señorita —dijo una voz.
Una mujer venía hacia ella en la niebla, arrastrando a dos niñas pequeñas.
Volvía a tener sed —la sed roja, la llamaba—; tenía la boca reseca y le picaban los dientes. No podía compararse con las necesidades que había conocido como mujer cálida. Era un poder incontenible, un instinto natural al mismo nivel que la respiración.
—Señorita...
Una vieja estaba ante ella con la mano estirada. Iba vestida con un bonete gastado y un chal raído.
—¿Tiene sed, señorita?
La mujer sonrió. Le faltaban la mayoría de los dientes y su aliento apestaba. Penélope era capaz de oler veinte capas de distintas clases de roña.
—Por seis peniques, puede beber hasta saciarse. De una de mis pequeñas.
La mujer recogió un bulto. Era una niña, una de una pareja. Tenía la cara y los cabellos sucios, pero la niña estaba pálida, envuelta como una momia en una larga bufanda. La mujer desenredó la bufanda que cubría un cuello delgado y con muchas costras.
—Sólo por seis peniques, señorita.
La mujer clavó sus garras en el cuello de la pequeña y arrancó algunas costras. Cayeron diminutas gotas de sangre. La niña no emitió ningún sonido. El olor a sangre invadió la nariz de Penélope. Era un aroma picante, penetrante. Ella estaba sedienta.
Le entregó la niña. Por un momento, ella vaciló. Cuando era cálida, no quería que la tocasen, y menos aún los niños. Tras la muerte de Pamela había jurado no someterse nunca a la lujuria de los hombres, no quedar nunca embarazada. Finalmente comprendió que aquello era infantil, pero no había suspirado por la idea de la noche de bodas. Aquel aspecto de las cosas tenía muy poco que ver con su compromiso. Lo que había hecho con Art había sido algo más que alimentarse, algo más que hacerlo el agente de su conversión. Había habido un elemento carnal, repelente y excitante. Ahora era aceptable, incluso deseable.
—Seis peniques —le recordó la mujer. Su voz bajó de volumen mientras Penélope se concentraba en el cuello de la niña.
Con Art, beber sangre había sido una necesidad desagradable. Había sentido una extraña fascinación, no totalmente idéntica al dolor cuando él la mordió. Tomar su sangre había sido una labor repugnante; este deseo era diferente. La conversión había despertado algo en Penélope. Cuando tocó la herida abierta con la lengua, su antiguo yo murió definitivamente. Y cuando la sangre le hizo cosquillas en la boca, la neonata en que se había convertido despertó.
Había elegido ser vampira porque pensaba que era lo correcto. Se había enfadado con Charles, por tontear con aquella criatura antigua, por no haber aparecido y haberse disculpado lo suficiente. Él había tratado mal a la mujer cálida, pero tal vez su actitud sería diferente si ella se convertía. Todo era, en realidad, absurdo.
Tragó y sintió que la sangre corría por sus entrañas. No sólo se deslizaba por su garganta, sino que bombeaba en sus encías y se extendía por su rostro. Notó que abultaba en sus mejillas, palpitaba en las venas que corrían bajo las orejas, le inundaba los ojos.
—Ya está bien, señorita. Se la va a cargar. Tenga cuidado.
La mujer trató de apartar a la niña, y Penélope le dio un empujón. Todavía no estaba saciada. Los gemidos de la niña resonaban en sus oídos, y sus débiles grititos eran una incitación. La niña quería que la dejaran seca, como Penélope necesitaba tomar su sangre...
... Por fin, acabó. El corazón de la pequeña todavía palpitaba. Penélope la dejó sobre el pavimento, y la otra niña —¿su hermana?— la abrigó rápidamente.
—Un chelín —dijo la mujer—. Ha tomado por valor de un chelín.
Penélope siseó a la zorra alcahueta, escupiendo entre sus colmillos. Sería sencillo abrirla en canal desde el estómago hasta el cuello. Tenía las garras para llevarlo a cabo.
—Un chelín.
La mujer estaba decidida. Penélope reconoció una semejanza entre ellas. Ambas vivían de una necesidad que se imponía a toda otra consideración.
En un bolsillo encontró un reloj y una cadena. Los sacó del chaleco y los entregó a la alcahueta. La mujer cerró la mano y atrapó el premio en el aire. Su boca dibujó una sonrisa de incredulidad.
—Gracias, de verdad, señorita. Muchas gracias. Cuando quiera, será bienvenida para usar a mis niñas. Cuando quiera.
Penélope dejó a la mujer en Cadogan Square y se adentró en la niebla, mientras una nueva vitalidad le recorría el cuerpo como una corriente eléctrica. Se sentía más fuerte que nunca...
... Conocía el camino en la bruma. La casa Churchward estaba a una distancia corta, en Caversham Street. Mientras caminaba, era como si sólo ella, en toda la ciudad, supiera adonde iba. Podría haber encontrado su hogar con los ojos cerrados.
Con la sangre de la niña dentro de ella, estaba mareada. Generalmente no tomaba más de un vaso de vino con la cena, pero reconoció su estado actual como similar al de la embriaguez. Una vez, Kate, otra chica y ella habían vaciado cuatro botellas de la valiosa bodega de su difunto padre. Sólo Kate no se había mareado, y se había sentido insultantemente superior por ello. Esto era parecido, pero sin el malestar de estómago.
En ocasiones, la gente notaba que se acercaba y se apartaban de su camino. Nadie la miraba ni hacía ningún comentario sobre su peculiar atuendo. Los hombres se reservaban para ellos la ropa cómoda. Ella se sentía un tanto pirata, como Anne Bonney. Ni siquiera Pam había conocido algo tan estimulante como esto. Por fin había superado a su prima.
La niebla se volvió menos densa y el abrigo comenzó a pesarle sobre los hombros. Se detuvo y se sintió aturdida. ¿Estaba enferma la niña? Se aferró a una farola como una borracha. La bruma ya era solamente unas tenues volutas. Soplaba una brisa del río. Podía oler el Támesis en el aire. El mundo parecía girar mientras se disipaba la neblina. En el cielo se expandió una bola de fuego implacable, que alargaba sus tentáculos de luz. Se pasó la mano por la cara y sintió que le ardía la piel. Era como si una enorme lupa estuviese flotando en el aire y concentrase los rayos del sol sobre ella como un chico dirige un rayo mortal sobre una hormiga.
Le dolía la mano, y advirtió que tenía un color rojo irritado. La piel le picaba de forma aterradora y se abrió en un lugar. Una voluta de humo surgió de la grieta. Se apartó de la farola y corrió sin rumbo, con el abrigo ondeando detrás. El aire soplaba alrededor de sus tobillos como si fuesen aguas cenagosas. Ella tosía y escupía sangre. Había bebido demasiado y ahora estaba pagando su codicia.
El sol caía a plomo sobre las calles, quemando todo a su alrededor hasta dejarlo de brillante color blanco. Aunque cerrase los ojos con fuerza, la dolorosa luz penetraba en su cerebro. Pensó que jamás llegaría a Caversham Street y a la seguridad. Tropezaría y caería en la calle y se convertiría en un montón de polvo humeante en forma de mujer bajo el manto arrugado de la capa de Art.
Tenía la piel del rostro endurecida como si se hubiese arrugado sobre su cráneo. Jamás debió aventurarse bajo el sol en su primer día como neonata. Kate se lo había dicho. Alguien se interpuso en su camino y ella lo tumbó. Todavía era fuerte y veloz. Se dobló mientras corría; sentía el calor aplastante del sol sobre su espalda, que le calentaba el cuerpo a través de las varias capas de ropa. Tenía los labios separados de los dientes, rígidos y arrugados, y cada paso le causaba dolor como si atravesase un bosque de cuchillas. No era lo que esperaba...
... Un instinto la condujo hasta su calle y hasta la puerta de su casa. Tiró torpemente del cordón de la campanilla e introdujo un pie bajo la alfombrilla para no caer hacia atrás. A menos que se pusiera en un lugar sombrío y frío de inmediato, moriría. Se apoyó en la puerta y la aporreó con la palma de la mano.
—¡Madre, madre! —graznó. Su voz sonaba como la de una vieja.
Se abrió la puerta y ella cayó en los brazos de la señora Yeovil, el ama de llaves. La criada no reconoció a Penélope e intentó arrojarla de nuevo al cruel día.
—No —dijo su madre—. Es Penny. Mira...
A la señora Yeovil se le desorbitaron los ojos; en su horror, Penélope vio su reflejo con mayor nitidez de lo que jamás había visto en un espejo.
—Que Dios nos ampare —musitó la sirvienta.
Su madre y la señora Yeovil la ayudaron a entrar en el vestíbulo y cerraron la puerta. El dolor todavía penetraba por los cristales ahumados del montante de abanico, pero lo peor del sol ya no podía entrar. Se acurrucó en el abrazo de las dos mujeres. Había otra persona en el vestíbulo, plantado en la puerta de la habitación.
—¿Penélope? ¡Dios mío, Penélope! —Era Charles—. Se ha convertido, señora Churchward.
Por un momento, ella recordó lo que había pasado, lo que había experimentado. Intentó contárselo, pero sólo emitió un siseo.
—No intentes hablar, querida —le aconsejó su madre—. Todo irá bien.
—Llévenla a un lugar oscuro —indicó Charles.
—¿La bodega?
—Sí, la bodega.
Él abrió la puerta que estaba bajo la escalera, y las mujeres la bajaron a la bodega de su padre. Allí no había ninguna luz y repentinamente ella sintió frío. La quemazón cesó. Todavía le dolía, pero ya no se sentía a punto de explotar.
—¡Oh, Penny, mi pobre pequeña! —exclamó su madre, y apoyó una mano en su frente—. Pareces tan...
La frase quedó inconclusa y la dejaron sobre unas losas frías pero limpias. Ella intentó sentarse para lanzar una maldición a Charles.
—Descansa —dijo él.
La obligaron a tumbarse y ella cerró los ojos. En su cabeza, la oscuridad era roja e hirviente.
39 Desde el infierno
17 de octubre
Estoy manteniendo a Mary Kelly. Es tan parecida a Lucy, tan semejante a aquello en lo que Lucy se convirtió... He pagado su alquiler hasta el fin de mes. La visito cuando me lo permite el trabajo y gozamos con nuestro peculiar intercambio de fluidos. Hay distracciones, pero hago todo lo posible por dejarlas a un lado.
George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia, vino ayer a verme en el Hall. Le habían enviado la mitad de un riñón con una nota que rezaba: «Desde el infierno», y afirmaba que pertenecía a una de las mujeres muertas, seguramente Eddowes. «El otro lo freí y me lo comí. Estaba buenísimo.» Con una espantosa ironía, pensó en traerme aquel triste trofeo, pues creía que era un órgano de un becerro o un perro, y él la víctima de una broma de mal gusto. Las bromas de «Jack el Destripador» son una epidemia y, como Lusk tenía una carta sobre los asesinatos publicada en The Times, había sido víctima de varias de ellas. Examiné el riñón, mientras Lestrade y Lusk miraban por encima de mi hombro. El órgano, desde luego, era humano y había sido conservado en alcohol. Dije a Lusk que era una broma de mal gusto, probablemente de un estudiante de Medicina. De mis días en Bart's, recuerdo a locos que se aficionaban a prácticas tan infantiles y macabras. No puedo recorrer Harley Street sin recordar al médico que abandonó su vivienda y dejó un torso sin extremidades en la cama para que lo descubriera la propietaria. Una peculiaridad que observé era que el riñon procedía casi con toda seguridad de un vampiro, pues mostraba un avanzado estado de esa especie característica de secreción líquida que se produce en el vampiro después de la muerte verdadera. No se me pidió que explicase mi familiaridad con las entrañas de los no muertos.
Lestrade lo confirmó y Lusk —un pesado, a mi entender— se calmó. Lestrade me dijo que la investigación está enturbiada constantemente por pistas falsas como ésta, como si Jack el Destripador estuviese apoyado por una sociedad de compinches que intentaran protegerlo proporcionándole una nube de confusión. Yo mismo he pensado que no carecía de amigos, que algún poder desconocido cuidaba de mis intereses. De todos modos, creo que he ido demasiado lejos por ahora. El «doble suceso» —una expresión odiosa, cortesía de ese molesto escritor de cartas— me ha puesto nervioso y debo suspender mi trabajo nocturno. Todavía es necesario, pero se ha vuelto demasiado peligroso. La policía me persigue y hay vampiros por todas partes. Tengo la confianza de que otros asumirán mi tarea. El día después de que Jago fue herido, un vampiro petimetre fue asesinado en el Soho; le clavaron una estaca en el corazón y tenía una cruz de los cruzados grabada en la frente. El Pall Mall Gazette publicó un editorial en el que sugería que el asesino de Whitechapel se había ido al oeste.
Estoy aprendiendo de Kelly. Aprendo cosas sobre mí mismo. Mientras estamos tumbados en la cama, ella me dice con dulzura que ha dejado la profesión, que ya no ve a otros hombres. Sé que miente, pero no doy importancia al asunto. Abro su carne rosada y me desfogo dentro mientras ella lame suavemente mi sangre, deslizando sus dientes en mi piel. Tengo cicatrices en el cuerpo, cicatrices que me pican como la herida que Renfield me hizo en Purfleet. Estoy decidido a no convertirme, a no ser débil.
El dinero carece de importancia. Kelly puede tener lo que me quede de mis ingresos. Desde que vine a Toynbee Hall, no he ganado ningún salario y he dado subsidios elevados para comprar medicinas y otros útiles necesarios. Mi familia siempre ha tenido dinero. Ningún título, pero siempre dinero.
He hecho que Kelly me hable de Lucy. La historia (ya no me avergüenza pensarlo) me excita. No me interesa Kelly en sí misma, así que debo quererla en nombre de Lucy. La voz de Kelly cambia, su acento y su extraña gramática irlandesa y galesa se desvanecen, y Lucy, mucho más descuidada sobre lo que decía y cómo lo decía que su casquivana descendiente, parece hablar. La Lucy que recuerdo es autosuficiente, remilgada y aceptablemente coqueta. La neonata que había convertido a Kelly, la descendiente de Drácula, era una combinación de esa pasmosa pero encantadora muchacha y la chillona sanguijuela cuya cabeza segué. Cada vez que me cuenta de nuevo su encuentro nocturno en el Heath, Kelly añade nuevos detalles. O bien recuerda otras cosas, o las inventa para mi complacencia, aunque no estoy seguro de que eso importe. A veces, los avances de Lucy a Kelly son caricias tiernas, seductoras, misteriosas, apasionadas, antes del Beso Oscuro; en otras ocasiones, son una violación brutal en la que sus dientes, como agujas, desgarran la carne y los músculos. Con nuestros cuerpos ilustramos los relatos de Kelly.
Ya no recuerdo las caras de las mujeres muertas. Sólo queda el rostro de Kelly, que cada noche se parece más a Lucy. He comprado a Kelly unos vestidos semejantes a los que llevaba Lucy. El salto de cama que lleva siempre antes de nuestro apareamiento es muy parecido a la mortaja con que Lucy fue enterrada. Ahora, Kelly se peina como Lucy. Con vacilaciones, confío en que pronto Kelly será Lucy.
40 El regreso del coche de caballos
Ha pasado casi un mes, Charles —aventuró Geneviève— desde el «doble suceso». ¿No habrá terminado todo ya?
Beauregard meneó la cabeza. Su comentario lo había apartado bruscamente de sus pensamientos. Penélope permanecía muy presente en su mente.
—No —dijo él—. Lo bueno termina solo; lo malo hay que detenerlo.
—Tienes razón, desde luego.
Ya era de noche y estaban en Ten Bells. Él estaba tan familiarizado con Whitechapel como ella con los demás territorios a los que el club Diógenes lo había enviado. Beauregard pasaba los días durmiendo a rachas en Chelsea y las noches en el East End, con Geneviève, a la caza de Jack el Destripador. Y no lo cazaban.
Todo el mundo comenzaba a tranquilizarse. Los grupos de vigilantes que patrullaban las calles quince días atrás, causando destrozos y maltratando a inocentes, todavía lucían sus espadas y cachiporras, pero pasaban más tiempo en las tabernas que en la niebla. Tras un mes de turnos dobles y triples, los policías estaban siendo redistribuidos gradualmente a sus deberes habituales. No parecía que el Destripador hubiese hecho nada por reducir el crimen en otros puntos de la ciudad. De hecho, había habido prácticamente una revolución a pocos metros del Palacio de Buckingham.
La noche anterior, alguien había arrojado una jarra de sangre de cerdo al retrato de la familia real colgado tras la barra. Woodbridge, el propietario, había expulsado al patriótico borracho, pero las manchas habían permanecido en la pared y en la imagen. El rostro del príncipe consorte estaba deformado y de color carmesí.
La cruzada había tenido nuevos problemas. Con Jago encarcelado y la mayoría de sus seguidores bajo arresto o bajo tierra, Scotland Yard suponía que el movimiento decaería y moriría, pero estaba demostrando ser tan pertinaz como los primeros mártires cristianos. Había cruces rojas pintadas por toda la ciudad, invocando no sólo a Cristo, sino también a Inglaterra. Beauregard había oído rumores de que los cuervos habían dejado la Torre de Londres la noche en que el conde Orlok había tomado posesión del cargo y, por tanto, se consideraba que el reino había caído. Si el país había conocido una hora de gran necesidad, era ésta. Había habido un leve renacimiento artúrico, animado más que suprimido por la desaprobación expresada por el Gobierno. Los insurrectos, que hasta ahora habían pertenecido a corrientes socialistas, anarquistas o protestantes, ahora contaban también con diversos místicos y paganos británicos en sus filas. Lord Ruthven había prohibido a Tennyson, especialmente sus Idilios del rey, y obras anteriormente inocuas como Rey Arturo de Bulwer-Lytton y La defensa de Ginebra de William Morris habían sido incluidas en el índice de libros prohibidos. Con cada proclamación, el siglo XIX se aproximaba más y más al siglo XV. Ruthven había prometido nuevos uniformes para todos los siervos de la corona; Beauregard sospechaba que los diseños serían próximos a la librea, los policías llevarían cascos de cubo y medias, con tabardos cubiertos de emblemas sobre justillos de cuero.
Ni Geneviève —al fin y al cabo, una chica del siglo XV— ni Beauregard bebían. Sólo observaban a los demás. Además de los achispados vigilantes, el bar estaba lleno de mujeres, auténticas prostitutas o agentes de policía disfrazadas. Era uno de los diversos planes estúpidos que habían pasado de ser motivo de risa a llevarse a la práctica. Si se les preguntaba al respecto, Abberline o Lestrade levantaban las manos y encontraban otro tema de conversación. Ahora, el mayor bochorno de Scotland Yard era un tal inspector Mackenzie, que había presenciado, y había sido incapaz de impedir, el asesinato con dinamita de un miembro de la guardia cárpata y que, de forma nada sorprendente, había pasado a sumarse a la creciente lista de personajes desaparecidos misteriosamente. Manaba desaprobación del manantial de palacio y salpicaba sobre el primer ministro y el gabinete y luego, con fuerza creciente, caía sobre los niveles inferiores de la sociedad hasta convertirse en un torrente desbocado en las calles de Whitechapel.
No había habido ningún indicio del antiguo chino, de modo que, al menos, la sacudida que Beauregard había dado a la telaraña del doctor Diablo había tenido resultados. Suponía que cualquier cosa malvada u oriental trabajaba al servicio del Señor de las Muertes Extrañas.
Era uno de sus escasos éxitos en este asunto, pero apenas podía estar orgulloso de él. No quería deber un favor al Círculo de Limehouse más allá de la relación que ya había establecido con ellos.
En la junta directiva del club Diógenes se hablaba de rebeliones abiertas en India y Oriente. Un reportero del Civil and Military Gazette había intentado asesinar al gobernador general. Varney era tan popular entre la población indígena y sus propias tropas y funcionarios como Calígula. En el reino, muchos habían dejado de reconocer a la reina como su gobernante legítima, aunque sólo fuese porque presentían que desde su renacimiento no había ostentado realmente el poder real. Cada semana se retiraban más embajadores de la corte de St. James. Los turcos, cuya memoria era mayor de lo que nadie esperaba, reclamaban daños y perjuicios a Vlad Tepes respecto a crímenes de guerra cometidos por el príncipe consorte en su vida como cálido.
Beauregard intentó mirar a Geneviève sin que ella se percatara, sin que penetrase en sus pensamientos. Bajo una luz, parecía absurdamente joven. ¿Sería Penélope —cuya piel estaba todavía requemada y a la que habían de alimentar como si fuera un bebé con gotas de sangre de cabra— siempre tan lozana? Aunque el doctor Ravna estuviera en lo cierto y ella llegara a recuperarse por completo, ¿sería la misma de antes? Penélope era ahora una vampira y él ya no reconocía la mente que asomaba en sus aislados momentos de coherencia. También tenía que prevenirse de Geneviève. Era difícil controlar sus pensamientos y totalmente imposible confiar en ningún vampiro.
—Tienes razón —dijo ella—. Sigue ahí fuera. No se ha rendido.
—Tal vez el Destripador se ha tomado unas vacaciones.
—O está distraído.
—Algunos dicen que es un capitán de barco. Podría estar de viaje.
Geneviève pensó intensamente y luego meneó la cabeza.
—No. Sigue ahí. Lo presiento.
—Hablas como Lees, el psíquico.
—Es parte de mi naturaleza —explicó ella—. El príncipe consorte cambia de forma y yo presiento cosas. Está relacionado con el linaje. Hay una bruma alrededor de todo, pero siento que el Destripador está ahí fuera, en alguna parte. Todavía no está acabado.
—Este lugar me molesta —dijo él—. Vámonos y veamos si podemos hacer algo bueno.
Se levantaron, y Beauregard la ayudó a colocarse el abrigo sobre los hombros. El hijo de Woodbridge silbó y Geneviève, tan coqueta como Penélope cuando estaba de humor, le sonrió por encima del hombro. Sus ojos chispearon de forma extraña.
Habían estado patrullando como policías, habían entrevistado a cualquiera que tuviera una conexión, por remota que fuese, con las víctimas o sus círculos. Beauregard sabía más cosas de Catharine Eddowes y Lulú Schön que sobre algunos miembros de su propia familia. Rastrear en las rendijas de sus vidas las hacía más reales para él. Ya no eran simples nombres en los informes policiales, sino casi amigas. La prensa se refería a las víctimas como «rameras de la peor especie» y el Police Gazette siempre las describía como zorras sedientas de sangre que habían provocado su destino. Sin embargo, al hablar con Geneviève, el sargento Thick o Georgie Woodbridge, cobraban vida como mujeres, tal vez perezosas y patéticas, pero aun así personas que no merecían el severo tratamiento que habían sufrido y seguían sufriendo.
En ocasiones, susurraba para sí el nombre de Liz Stride. Nadie más —y menos aún Geneviève— planteaba el tema, pero él sabía que había terminado el trabajo empezado por el Destripador. Había puesto fin a su desgracia como se hace con un perro, pero quizás un vampiro no deseaba ser salvado. La gran pregunta que aún estaba por resolver era ésta: ¿cuánto tiene que cambiar un ser humano para dejar de ser humano? ¿Eran humanas Liz Stride, Penélope, Geneviève?
Cuando no seguían una de las pistas falsas que aparecían cada noche en este caso, se limitaban a deambular con la esperanza de toparse con un hombre que llevase una bolsa de cuchillos y tinieblas en su corazón. Cuando lo pensaba, resultaba absurdo. Pero la rutina tenía su atractivo. Lo mantenía alejado de Caversham Street, donde Penélope seguía luchando con trastornos poco conocidos. Todavía se sentía inseguro de sus obligaciones hacia ella. La señora Churchward había revelado tener una resistencia inesperada para cuidar a su hija neonata. Había perdido a una sobrina criada como una hija, y estaba decidida a hacer todo lo mejor por su auténtica descendencia. Beauregard no podía evitar sentir que su relación con las muchachas Churchward no le había reportado precisamente ventajas.
—No te culpes —dijo Geneviève. Él casi se había acostumbrado a sus intrusiones—. Es lord Godalming quien debería ser azotado con cadenas de plata.
Beauregard tenía entendido que Godalming había convertido a Penélope y luego la había abandonado a su suerte. Entonces ella había cometido un grave error al exponerse al mortífero sol y beber sangre impura.
—Para mí, tu noble amigo me parece un verdadero cerdo.
Beauregard no había visto últimamente a Godalming, que se había hecho muy allegado al primer ministro. Cuando concluyera este asunto, zanjaría su cuenta con Arthur Holmwood. Geneviève le había explicado que la actitud decente y responsable del padre oscuro era permanecer junto a su descendiente y ayudarlo a sobrellevar la conversión. Era una etiqueta antiquísima, pero Godalming no se había sentido atado por ella.
Empujaron las puertas adornadas de vidrio. Beauregard tembló de frío, pero Geneviève sólo se limitó a respirar en la gélida niebla como si brillase un leve sol primaveral. Él tenía que recordar constantemente que esta inteligente muchacha no era humana. Estaban en Commercial Street, cerca de Toynbee Hall.
—Me gustaría pasar por allí —dijo Geneviève—. Jack Seward tiene una nueva novia y ha estado descuidando sus obligaciones.
—Un tipo despreocupado —observó él.
—En absoluto. Sólo siente un impulso imparable, una obsesión. Me alegro de que haya encontrado una distracción. Ha estado al borde del colapso nervioso durante años. Creo que lo pasó muy mal al principio de la venida de Vlad Tepes. No es algo de lo que le guste hablar, y menos aún conmigo, pero he oído historias sobre él.
Beauregard también había oído algunos rumores. De lord Godalming, extrañamente, y del club Diógenes. Su nombre había estado vinculado al de Abraham Van Helsing.
Por la calle pasaba un coche de caballos; el caballo emitía vapor por las fosas nasales. Beauregard reconoció al cochero. Sobre su bufanda y bajo su gorra había unos ojos almendrados.
—¿Qué pasa? —preguntó Geneviève al notar su repentina tensión. Todavía esperaba que el antiguo chino cayera sobre ella y le cortara la laringe.
—Una amistad reciente —repuso él.
La puerta se abrió y creó volutas en la bruma. Beauregard sabía que estaban rodeados: el vagabundo acurrucado en un pasaje al otro lado de la calle; el mendigo con los brazos cruzados para protegerse del frío; otro, el que él no podía ver, acechaba en las sombras bajo el estanco; tal vez incluso la vampira engreída que, ataviada con un vestido demasiado bueno para ella, desfilaba corno si se dirigiera a realizar una tarea asignada. Beauregard tocó el gatillo del bastón con el pulgar, mas no creía que pudiese con todos. Geneviève podía cuidar de sí misma, pero era injusto involucrarla más.
Supuso que estaba a punto de ser convocado para dar explicaciones de su falta de progresos. Desde el punto de vista del Círculo de Limehouse, la situación se deterioraba con cada nueva redada policial y cada lista de «regulaciones de emergencia».
Alguien se asomó fuera del carruaje y le hizo una seña. Beauregard, con una indiferencia cautelosa, se acercó.
41 Lucy viene de visita
Caminaba con pasos muy cortos para mantener la falda sin tocar el suelo, con la misma meticulosidad de una dama. Sus nuevos vestidos, comprados con el dinero de John, todavía tenían una ligera aspereza de nuevos. Pocos de los que observaran su paseo nocturno reconocerían a la Mary Jane Kelly con quien estaban familiarizados. Se sentía como en París: una chica nueva, libre de su triste pasado.
En Commercial Street un elegante caballero ayudaba a una bonita vampira a subir a un coche de caballos. Mary Jane se paró a admirar a la pareja. El caballero era cortés sin esfuerzo y todos sus gestos eran precisos y perfectos, y la muchacha era una belleza; aun con el vestido masculino que tanto éxito tenía últimamente, su piel era de un blanco radiante y el cabello de seda melosa. El cochero fustigó suavemente su caballo y el carruaje partió. Pronto, ella también viajaría sólo en coches de caballos. Los cocheros la saludarían llevándose la mano al sombrero y caballeros elegantes la ayudarían a montar.
Subió hasta las puertas de Toynbee Hall. La última vez que había estado aquí tenía el rostro chamuscado por haber sufrido una insolación accidental. El doctor Seward, que aún no era su John, la había examinado con atención aunque sin interés, como si observase un probable caballo de carreras. Le había prescrito el uso de velos y pasar unos días sin salir de casa. Ahora no venía como enferma, sino a hacer una visita.
Se cansó de esperar a que alguien le abriese las puertas y se atrevió a empujarlas hacia el interior. Pasó al vestíbulo y miró alrededor. Una enfermera pasó rápidamente con un rollo de sábanas abrazado contra su pecho. Mary Jane hizo un leve ruido con la boca para atraer su atención. Su tos, que pretendía ser un ligero sonido propio de una dama, sonó como un carraspeo profundo y un tanto vulgar. Se sintió avergonzada. La enfermera la miró a los ojos y se relamió los labios, como si fuese inmediatamente consciente de todos los detalles obscenos de su pasado.
—He venido a visitar al doctor Seward —dijo Mary Jane, pronunciando cada palabra, cada sílaba, con un cuidado meticuloso.
La enfermera sonrió de manera desagradable.
—¿Y a quién debo anunciar?
Mary Jane calló y luego dijo:
—A la señorita Lucy.
—¿Sólo Lucy?
Mary Jane se encogió de hombros como si su apellido no importase un comino. No le agradaba la actitud de la enfermera y pensó que lo adecuado era ponerla en su lugar. Al fin y al cabo, sólo era una especie de criada.
—Señorita Lucy, si tiene la bondad de seguirme...
La enfermera empujó una puerta interior y la mantuvo abierta con su trasero, que semejaba un cojín. Mary Jane pasó a un corredor que olía a jabón y subió por una escalera no muy limpia. En el rellano del primer piso, la enfermera señaló una puerta con la cabeza.
—Ahí encontrará al doctor Seward.
—Muchas gracias.
Con los movimientos limitados por el bulto, la enfermera intentó una reverencia inestable e impertinente. Reprimió una cruel carcajada y subió por otra escalera, dejando sola a la visita. Mary Jane esperaba que la anunciasen, pero se contentó con sacar una mano del manguito y llamar a la puerta. Una voz gruñó algo indescifrable en el interior, y Mary Jane entró. John estaba sentado ante su escritorio con otro hombre y ambos examinaban una pila de documentos. John no levantó la mirada, pero el otro hombre —un joven bien vestido, aunque no era un caballero— sí, y quedó decepcionado.
—No, no es Druitt —dijo—. ¿Dónde se ha metido Monty?
John deslizó el dedo por una columna de cifras y calculó el total mentalmente. Mary Jane conocía los números, pero nunca podía juntarlos: era la raíz de su problema con el alquiler. Por fin, John terminó sus cálculos, anotó algo más abajo y levantó la mirada. Cuando la vio, fue como si alguien lo hubiese golpeado en la cabeza por detrás con el extremo romo de un martillo. Unas lágrimas inexplicables le picaron a ella en el fondo de los ojos, pero las contuvo.
—Lucy —dijo él, inexpresivo.
El joven se irguió y se limpió las solapas con los nudillos, listo para ser presentado. John meneó la cabeza como si intentara unir dos mitades diferentes de un adorno roto. Mary Jane se preguntó si había cometido algún terrible error.
—Lucy —repitió.
—Doctor Seward, está siendo descuidado —insinuó el joven.
Algo dentro de John encajó y empezó a aparentar que todo era normal.
—Os ruego que me perdonéis —se disculpó—. Morrison, ésta es Lucy. Mi... bueno, una amiga de la familia.
La sonrisa maliciosa del señor Morrison era difícil de desentrañar, como si hubiera comprendido la relación. Mary Jane pensó que lo había visto antes; era posible que el joven supiera lo que ella era. Le permitió que la tomara de la mano e inclinó levemente la cabeza. Supo de inmediato que era un error; ella era una dama, no una criada jovencita. Debería haber dejado que el señor Morrison levantara su mano hasta sus labios, y asentir entonces a regañadientes como si él fuese el ser más ruin de la tierra y ella la princesa Alexandra. Por semejante error, el tío Henry le habría dado unos latigazos.
—Me temo que en este momento estoy terriblemente preocupado —dijo John.
—Ha desaparecido uno de nuestros incondicionales —explicó el señor Morrison—. ¿No se habrá cruzado con un tal Montague Druitt al venir hacia aquí?
Aquel nombre no quería decir nada para ella.
—Eso me temía. Dudo que Druitt se desenvuelva en su ambiente, de todos modos.
Mary Jane fingió no saber a qué se refería el señor Morrison. John, todavía estupefacto, jugueteaba con un utensilio médico. Ella comenzó a sospechar que esta visita social no había sido una idea totalmente acertada.
—Si me perdonan —añadió el señor Morrison—, estoy seguro de que tienen muchas cosas de que hablar. Buenas noches, señorita Lucy. Doctor Seward, hablaremos más tarde.
El señor Morrison se retiró, dejándola a solas con John. Cuando la puerta se cerró, ella se acercó a él y apoyó las manos en su pecho; aproximó el rostro a su cuello hasta rozar con su mejilla el suave tejido de su chaleco.
—Lucy —dijo él otra vez.
Era una costumbre suya decir sólo ese nombre en voz alta. Miró a Mary Jane y vio a la muchacha dos veces muerta en Kingstead.
Las manos del médico la rodearon por la cintura, subieron por su espalda y finalmente se cerraron alrededor de su cuello. La agarró con fuerza y la apartó de él. Los pulgares presionaban la carne bajo la barbilla. Si hubiese sido cálida, tal vez le habría dolido. Le crecieron los dientes. El rostro de John Seward era sombrío y mostraba una expresión que le era familiar a Mary Jane. A veces mostraba esa expresión cuando estaban juntos. Era su yo brutal, el salvaje que encontraba dentro de todo hombre. Entonces, algo dulce chispeó en sus ojos y la soltó. Estaba temblando. Se dio la vuelta y se apoyó en el escritorio. Ella se alisó los mechones de pelo que se le habían soltado del peinado y se arregló el cuello del vestido. Las rudas manos del hombre habían despertado su sed roja.
—Lucy, no debes...
Él hizo un gesto para apartarla de su lado, mas ella lo agarró por detrás, le aflojó el cuello de la camisa y deshizo el nudo.
—... estar aquí. Esto es...
Ella humedeció las viejas cicatrices con la lengua y las abrió con un suave mordisco.
—... otra parte de...
Chupó con determinación. Le ardía la garganta. Cerró los ojos y vio la oscuridad teñida de rojo.
—... mi vida.
Apartó la boca de su cuello por unos momentos, mordió el guante y abrió los botoncillos de la muñeca. Liberó la diestra y escupió la pieza de ropa. Introdujo la mano entre la ropa de él y desabrochó los botones. Le acarició su cálida piel procurando no cortarla. John gemía levemente, aturdido.
—Lucy...
El nombre la excitó, puso rabia en su apetito. Tiró de sus ropas y mordió otra vez, más profundamente.
—Lucy...
«No —pensó ella, agarrándolo—. Mary Jane.»
Ella tenía la barbilla y el pecho mojados de sangre. Oyó un ruido de ahogo en el fondo de la garganta del hombre y notó que contenía su grito. El intentó decir de nuevo el nombre de Lucy, mas ella ahondó más y lo hizo callar. Por el momento, en el fragor del encuentro, él era su John. Cuando terminase, se relamería los labios y sería de nuevo la Lucy de sus sueños. Y él se arreglaría la ropa y sería el doctor Seward. Pero ahora eran ellos mismos de verdad: Mary Jane y John, unidos por la sangre y la carne.
42 La pieza más peligrosa
Geneviéve Dieudonné —la presentó Beauregard—. El coronel Sebastián Moran, anteriormente el Primero de Pioneros de Bangalore, autor del libro Heavy Game of the Western Himalayas y uno de los mayores bribones que no ha cambiado...
El neonato del coche de caballos era un salvaje de mirada feroz, que iba incómodo en su traje de noche y lucía un bigote fieramente erizado. Cuando era cálido, debía de tener el bronceado rojizo de un «mano de Injah», pero ahora se parecía a una víbora, con las bolsitas de veneno abultándole la papera.
Moran gruñó algo que podría considerarse un saludo y les ordenó que subieran al coche. Beauregard titubeó, pero luego dio un paso atrás para cederle el paso a ella. Geneviève comprendió que él actuaba de forma inteligente. Si el coronel pretendía agredirlos, él vigilaría al hombre que consideraba una amenaza. El neonato no pensaría que ella era cuatro siglos y medio más fuerte que él. Si llegaban a tal extremo, ella podía hacerlo pedazos.
Geneviève se sentó frente a Moran, y Beauregard tomó asiento al lado de ella. Moran dio unos golpecitos en el techo y el coche de caballos partió. Con el movimiento, el bulto encapuchado que había al lado del coronel se inclinó hacia adelante y tuvo que ser enderezado y reclinado hacia atrás.
—¿Un amigo? —inquirió Beauregard.
Moran resopló. Dentro del bulto había un hombre, muerto o inconsciente.
—¿Qué diría si le dijera que es el verdadero Jack el Destripador?
—Supongo que me lo tomaría en serio. Tengo entendido que usted sólo caza las piezas más peligrosas.
Moran sonrió de oreja a oreja y mostró unas fauces de tigre bajo el bigote.
—Cazo a los cazadores. Es el único deporte del que vale la pena hablar.
—Dicen que Quatermain y Roxton son mejores que usted con un rifle y que el ruso que utiliza el arco tártaro es el mejor de todos.
El coronel desdeñó las comparaciones.
—Son todos cálidos —arguyó.
Moran mantenía un brazo extendido para sostener el pesado bulto.
—Estamos solos en esta cacería —prosiguió—. El resto del Círculo no está en ella.
Beauregard reflexionó.
—Ha pasado casi un mes desde el último crimen —añadió el coronel—. Jack está acabado. Probablemente se cortó la garganta con uno de sus cuchillos. Pero eso no nos basta, ¿verdad? Si el negocio debe volver a la normalidad, hay que ver que Jack está acabado.
Estaban cerca del río. El Támesis emitía un olor punzante y desagradable. Toda la porquería de la ciudad desembocaba en el río y se diseminaba por los siete mares. La basura de Rotherlithe y Stepney se iba flotando hasta Shanghai y Madagascar.
Moran agarró la negra sábana y la apartó de un tirón de un rostro pálido y ensangrentado.
—¡Druitt! —exclamó Geneviève.
—Montague John Druitt, tengo entendido —dijo el coronel—. Un colega suyo con costumbres nocturnas muy peculiares.
Eso no era cierto. El ojo izquierdo de Druitt estaba abierto y tenía una costra de sangre. Lo habían golpeado con saña.
—La policía lo había considerado sospechoso al principio de la investigación —admitió Beauregard, para sorpresa de Geneviève—, pero fue descartado.
—Tenía una forma fácil de acceder —explicó Moran—. Toynbee Hall es casi el centro del entramado creado por los lugares de los crímenes. Encaja en la imagen popular: un currutaco excéntrico con extrañas manías. Nadie... perdone, señora... cree de verdad que un hombre educado trabaje entre zorras y mendigos sólo por caridad cristiana. Y nadie objetará que Druitt cargue con las culpas por la muerte de un puñado de rameras. No pertenece exactamente a la realeza, ¿verdad? Ni siquiera tiene coartada para ninguno de los asesinatos.
—Es evidente que usted tiene amigos en el Yard.
Moran mostró de nuevo su feroz sonrisa.
—En efecto, así que ¿debo ampliar mi felicitación a usted y su amiga? —preguntó—. ¿Han atrapado a Jack el Destripador?
Beauregard guardó un largo silencio y pensó. Geneviève estaba confundida y comprendió las muchas cosas que se le habían ocultado. Druitt intentaba hablar, pero su boca rota no podía articular palabras. El coche estaba saturado del olor de sangre, y ella notó la boca seca. No se había alimentado en mucho tiempo.
—No —contestó Beauregard—. Druitt no sirve. Juega al críquet.
—También lo hace cierto canalla que conozco. Eso no le impide ser un jodido asesino.
—En este caso, sí. En las mañanas que siguieron al segundo y cuarto asesinos, Druitt jugó. Tras el «doble suceso», hizo un partido sensacional. Dudo que lo hubiera logrado de haber estado despierto toda la noche persiguiendo y matando a mujeres.
Moran no estaba impresionado.
—Empieza a hablar como ese condenado detective que enviaron a la Acequia del Diablo. Todo son pistas, pruebas y deducciones. Druitt va a suicidarse esta noche, llenándose los bolsillos de piedras y dándose un baño en el Támesis. Me atrevo a decir que habrá recibido unos cuantos golpes antes de que lo encuentren. Pero, antes, dejará escrita una confesión. Y su manuscrito parecerá calcado de esas puñeteras cartas.
Moran le movió la cabeza a Druitt para hacerlo asentir.
—No funcionará, coronel. ¿Y si el verdadero Destripador empieza a matar otra vez?
—Las zorras suelen morir, Beauregard. Sucede a menudo. Hemos encontrado al Destripador; bien podemos descubrir a otro.
—Déjeme adivinar. ¿Pedachenko, el agente ruso? La policía lo tuvo en cuenta por un tiempo. ¿Sir William Gull, el médico de la reina? ¿El doctor Barnardo? ¿El príncipe Alberto? ¿Walter Sickert? ¿Un marino portugués? Es muy sencillo poner un escalpelo en la mano de alguien e inventar el resto. Pero eso no detendrá los crímenes...
—No pensaba que fuera un tipo tan puntilloso, Beauregard. No le importa servir a vampiros o —señaló con un brusco movimiento de cabeza a Geneviève— asociarse con ellos. Tal vez sea cálido, pero se está enfriando con cada hora que pasa. Su conciencia le permite servir al príncipe consorte.
—Yo sirvo a la reina, Moran.
El coronel se echó a reír, mas un resplandor atravesó la oscuridad del carruaje, y se encontró con la espada-bastón de Beauregard en su garganta.
—También conozco a un platero —agregó Beauregard—. Como Jack.
Druitt se desplomó, y Geneviève lo agarró. Su gemido le indicó que estaba destrozado por dentro.
Los rojos ojos de Moran brillaban en la oscuridad. La pieza de acero plateado se mantenía firme y su punta le oprimía la nuez de la garganta.
—Voy a convertir a Druitt —dijo Geneviève—. Está demasiado malherido para salvarse de otro modo.
Beauregard asintió, manteniendo firme el pulso. Ella se mordió la muñeca y aguardó a que brotara la sangre. Si Druitt podía beber la suficiente mientras ella apuraba la suya, la conversión empezaría.
Ella nunca había tenido descendientes. Su padre oscuro la había servido bien y no era una loca promiscua como la «murgatroide» de Lily o lord Godalming.
—Otro neonato —se burló Moran—. Deberíamos haber sido más selectivos cuando todo comenzó. Demasiados jodidos vampiros en el negocio.
—Bebe —susurró Geneviève dulcemente.
¿Qué sabía ella, en realidad, acerca de Montague John Druitt? Como ella, era un médico aficionado, no un doctor, aunque tenía conocimientos de Medicina. Ni siquiera sabía por qué un hombre con dinero y posición quería trabajar en Toynbee Hall. No era un filántropo obsesivo como Seward, ni un hombre religioso como Booth. Geneviève lo había aceptado como un par de manos útiles; ahora tendría que responsabilizarse de él, posiblemente para siempre. Si se convertía en un monstruo, como Vlad Tepes o incluso el coronel Sebastián Moran, sería por culpa suya. Ella mataría a toda la gente que Druitt matase. Había sido un sospechoso; aunque fuera inocente, había algo en Druitt que lo hacía parecer un probable Destripador.
—Bebe —insistió, haciendo un esfuerzo por pronunciar la palabra. Tenía la muñeca manchada de rojo.
Sostuvo la mano ante la boca de Druitt. Sus incisivos asomaron de sus encías e inclinó la cabeza. El olor de la sangre de Druitt le picaba en las fosas nasales. El hombre sufrió una convulsión y ella comprendió que la necesidad era urgente. Si no bebía su sangre ahora, moriría. Llevó la muñeca a sus labios destrozados. Él se apartó, temblando.
—No —barbotó, rechazando su ofrecimiento—, no...
Un temblor de asco le recorrió el cuerpo, y murió.
—No todo el mundo desea vivir eternamente —observó Moran—. Qué desperdicio.
Geneviève cruzó el espacio que los separaba y, apartando el bastón de Beauregard, abofeteó al coronel. Los rojos ojos de Moran se encogieron y ella notó que él le tenía miedo. Todavía tenía hambre y había dejado que la sed roja creciera dentro de sí. No podía beber la sangre muerta de Druitt. Ni siquiera podía beber la sangre de segunda o tercera mano de Moran. Pero podía aliviar su frustración arrancándole la carne de la cara.
—¡Apártela de mí! —profirió Moran.
Geneviève tenía una de sus manos en la garganta del coronel y la otra detrás, con los dedos juntos, como afiladas garras formando una punta de flecha. Sería sencillo hacer un agujero en la cara de Moran.
—No vale la pena —dijo Beauregard. De algún modo, sus palabras atravesaron la ira de ella y la hicieron contenerse—. Tal vez sea un gusano, pero tiene amigos, Geneviève. Amigos que no querrías que fueran tus enemigos. Amigos que ya te han molestado.
Sus dientes se escondieron de nuevo en sus encías y sus afiladas uñas se relajaron. Todavía ansiaba sangre, pero volvía a estar bajo control.
Beauregard levantó la espada, y Moran ordenó al cochero que se detuviera. El coronel, cuya confianza de neonato estaba hecha trizas, temblaba mientras ellos bajaban. De un ojo le manaba una gota de sangre. Beauregard enfundó la espada, y Moran se envolvió el cuello arañado con una bufanda.
—Quatermain no habría titubeado, coronel —dijo Beauregard—. Buenas noches y transmita mis saludos al profesor.
Moran volvió su rostro a la oscuridad y el coche se alejó, adentrándose en la niebla. A Geneviève le daba vueltas la cabeza. Estaban de vuelta al lugar donde habían empezado, cerca de Ten Bells. La taberna no estaba más tranquila ahora que cuando habían partido. Unas mujeres merodeaban junto a la puerta en busca de viandantes.
Geneviève estaba dolorida y el corazón le martilleaba. Cerró los puños e intentó cerrar los ojos.
Beauregard llevó la muñeca a su boca.
—Toma lo que necesites —ofreció.
Una oleada de gratitud hizo flaquear las piernas de Geneviève. Casi se desmayó, pero apartó de inmediato las brumas de su mente y se concentró en su necesidad.
—Gracias.
—De nada.
—No estés tan seguro.
Ella lo mordió suavemente y tomó lo menos posible para saciar su sed roja. La sangre descendió por su garganta, calmándola y dándole fuerzas. Cuando acabó, le preguntó si era la primera vez y él asintió.
—No es desagradable —comentó él en tono indiferente.
—Puede ser menos formal —dijo ella—. En ciertos casos.
—Buenas noches, Geneviève —se despidió él, y dio media vuelta. Se adentró en la niebla y la dejó, aún con su sangre en los labios.
Ella sabía tan poco de Charles Beauregard como de Druitt. En realidad, nunca le había contado por qué estaba tan interesado por el Destripador. Ni por qué seguía sirviendo a su reina vampira. Por un momento, tuvo miedo. A su alrededor, todos llevaban máscara y detrás de aquella máscara podía haber...
Cualquier cosa.
43 La madriguera del zorro
Al cirujano le había resultado imposible extraer todos los fragmentos de plata de su rodilla. Con cada paso que daba, sentía de nuevo aquella explosión ardiente de dolor. Algunos vampiros podían regenerar los miembros perdidos, igual que a los lagartos les crecían nuevas colas. Kostaki no era de ese linaje. Tenía que seguir viviendo tras un rostro muerto; pronto, también tendría que caminar sobre una pata de palo de pirata.
Una pareja de sangre joven, matones neonatos de mirada aguda, se apartaron de una pared húmeda y mal construida para cerrar la salida del diminuto patio. Él enseñó su rostro y sus dientes, haciéndoles frente. Sin decir palabra, los otros se retiraron a las sombras y lo dejaron pasar.
No llevaba uniforme, y se cubría con un sombrero y un abrigo grandes. El mensaje incluía una dirección del Old Jago, un distrito que era a Whitechapel lo que este barrio era a Mayfair.
—Moldavo, por aquí —dijo una voz suavemente.
En la oscuridad de la boca de un callejón, Kostaki vio a Mackenzie.
—Buenas noches, escocés.
—Si usted lo dice.
El abrigo del inspector tenía agujeros y parches y lucía los bigotes de una semana. Kostaki tenía entendido que no lo habían visto en cierto tiempo. Sus compañeros estaban preocupados por su seguridad, y suponían que había sido enviado a la Acequia del Diablo tras haber hecho una declaración nada diplomática.
—Somos un buen par de mendigos —dijo Mackenzie, moviendo los hombros en el interior de su ancho y sucio abrigo.
Kostaki sonrió. Le complacía que el cálido no estuviese en un campo de concentración.
—¿Dónde ha estado?
—Por lo general, aquí —repuso Mackenzie— Y en Whitechapel. Es donde la pista toca tierra.
—¿La pista?
—Nuestro zorro enmascarado con la dinamita. Lo he estado buscando desde aquella noche en el parque.
Kostaki recordó el fogonazo de una pistola y unos ojos oscuros dentro de una capucha. El cartucho de dinamita ardiendo en el pecho de Von Klatka un instante antes de la explosión. Luego, una lluvia roja y grumosa.
—¿Ha encontrado al asesino?
Mackenzie asintió.
—Veo que Scotland Yard se ha ganado su reputación.
Mackenzie parecía amargado.
—Esto no tiene nada que ver con Scotland Yard. Ni con Warren, Anderson o Lestrade. Ellos iban por su camino, así que yo seguí el mío.
—¿Un cazador solitario?
—Exacto. Warren insistía en que buscásemos a un cruzado cristiano, pero yo sabía que no. Usted estuvo allí, Kostaki. Debe recordarlo. El hombre encapuchado... era un vampiro.
Los ojos oscuros, tal vez bordeados de rojo. Kostaki no lo había olvidado.
—Y ese vampiro está en este escondrijo de bribones. —Mackenzie levantó la mirada. En la pensión que se hallaba al otro lado del callejón había una luz en una habitación del tercer piso. Se movían sombras en la fina cortina de muselina—. Lo he estado vigilando durante días y noches. Lo llaman «Danny» o «Sargento». Un tipo muy interesante, nuestro zorro. Tiene relaciones sorprendentes.
Los ojos de Mackenzie brillaron. Kostaki reconoció el orgullo del depredador.
—¿Está seguro de que es él?
—Totalmente seguro. Usted también lo estará cuando lo vea, cuando oiga su voz.
—¿Cómo ha seguido su pista?
Mackenzie sonrió otra vez y se tocó la nariz.
—Seguí el rastro. Es difícil conseguir dinamita y plata. Sólo hay unas pocas fuentes que valga la pena mencionar. Jugué la carta irlandesa y husmeé en las tabernas. Es seguro que sus compinches fueron contratados entre los fenianos. Cuando llegó la hora de beber, conseguí casi todos sus nombres. Obtuve la descripción del sargento en dos días. Luego descubrí un par de hechos claros, detalles dispersos en la tierra como grumos.
La luz se atenuó, y Kostaki se hundió aún más en la callejuela y tiró de Mackenzie para que se le uniera.
—Fíjese —dijo el escocés—, ahora lo verá.
Una puerta que encajaba mal en el dintel se movió hacia adentro, y un vampiro salió del edificio. Era el hombre que Kostaki había visto en el parque, sin duda. Reconocía su porte erguido y los ojos. Vestía ropa vieja y una gorra de visera raída, pero su postura y su espectacular bigote sugerían un miembro del ejército británico. El vampiro miró a su alrededor y escudriñó durante un largo segundo en el callejón. Luego consultó el reloj de bolsillo. Con un gesto brusco, el sargento se marchó.
Mackenzie volvió a respirar.
Cuando ya no oyeron las pisadas del vampiro, Kostaki dijo:
—Era él.
—Jamás tuve la menor duda.
—Entonces ¿por qué me ha llamado?
—Porque no puedo confiar en nadie más. Nosotros, usted y yo, nos entendemos.
Kostaki sabía lo que Mackenzie quería decir.
—Debemos seguir a ese sargento, encontrar a sus compinches y desarraigar y destruir toda esta conspiración.
—Ahí es donde se complica nuestra situación. Los hombres como sir Charles Warren y el general Iorga detestan las sorpresas. Prefieren que el culpable sea alguien de quien sospechan. A menudo rechazan dar crédito a la evidencia, simplemente porque contradice una noción a medio formar que erróneamente han adoptado. Sir Charles quiere , que el dinamitero sea uno de los cruzados de Jago, no un vampiro.
—Ya ha habido vampiros traidores antes.
—Pero creo que no como nuestro sargento. Ahora sólo empiezo a entender la amplitud de sus actividades. Es la herramienta de fuerzas superiores. Tal vez mayores que las que un simple policía y un soldado pueden confiar en vencer.
Salieron del callejón y se plantaron junto al edificio del sargento. Sin necesidad de decirlo, comprendieron que debían allanar y registrar las habitaciones del asesino.
Mientras Mackenzie miraba a ambos lados, Kostaki arrancó la cerradura con las manos. En el Old Jago, esto no era un comportamiento extraño o sospechoso. Un marinero, con los bolsillos vueltos del revés y vacíos, pasó haciendo eses y con los ojos entornados a causa de la ginebra o el opio.
Entraron en la pensión y subieron tres tramos de escaleras estrechas y empinadas. Unos ojos los observaban a través de orificios en las puertas, mas nadie intervino. Llegaron a la habitación donde estaba encendida la luz. Kostaki rompió otra cerradura —algo más resistente de lo que él habría esperado en este antro— y pasaron al interior.
Mackenzie encendió el cabo de una vela. El cuarto estaba ordenado, con una precisión casi militar. Había un catre con una sábana más rígida que los músculos del estómago de un luchador. Sobre un escritorio, unos materiales de escritura estaban colocados como listos para una inspección.
—Tengo razones para creer que nuestro zorro no es solamente el destructor de Ezzelin von Klatka —declaró Mackenzie—, sino también el posible asesino que disparó una bala a John Jago.
—Eso apenas tiene sentido.
—Para un soldado, tal vez no. Pero para un policía, es el juego más viejo de la ciudad. Agitas los ánimos de ambos bandos y los lanzas a unos contra otros como perros. Entonces te sientas y contemplas los fuegos artificiales.
Mackenzie estaba examinando los papeles del escritorio. Había un tintero nuevo de tinta roja y un frasco para plumas junto al papel secante.
—¿Nos enfrentamos a una facción anarquista?
—Yo diría que todo lo contrario. Los sargentos no son buenos anarquistas. Carecen de imaginación. Los sargentos siempre obedecen. Se puede construir un imperio si uno cuenta con el apoyo de los sargentos.
—Entonces, está obedeciendo órdenes.
—Por supuesto. Todo el asunto huele a ancien régime, ¿no cree?
Kostaki tuvo una intuición.
—¿Usted admira a este hombre? ¿O, al menos, admira su causa?
—En estas noches, sería muy estúpido albergar esta opinión.
—De todas formas...
Mackenzie sonrió.
—Yo sería un hipócrita si estuviera de duelo por Von Klatka, o incluso si expresara mis simpatías por John Jago.
—¿Y si no hubiese sido Von Klatka? ¿Y si hubiese sido...?
—¿Usted? Entonces, las cosas podrían parecer diferentes. Pero sólo lo parecerían. El sargento no haría ninguna distinción entre usted y su camarada. Ahí es donde difiero de las ideas de sus jefes.
Kostaki reflexionó por unos momentos.
—Tal vez pierda la pierna —dijo.
—Lo siento.
—¿Qué pretende hacer respecto al sargento? ¿Dejará que siga trabajando para su desconocida causa?
—Antes le dije que soy policía antes que cálido. Cuando tengo un caso que Warren no puede pasar por alto, se lo presento.
—Gracias, escocés.
—¿Por qué?
—Por su confianza.
Había muchos folios cubiertos con una caligrafía o taquigrafía que parecían jeroglíficos.
—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —exclamo Mackenzie. Levantó un borrador de una carta a lápiz. Estaba escrita en un inglés elemental.
—Lestrade enfermará de envidia —dijo—. Y Fred Abberline. Mire, Kostaki...
Kostaki echó un vistazo al papel. Empezaba: «Querido jefe», y la firma era: «Suyo afectísimo, Jack el Destripador».
44 En los muelles
El cuerpo fue arrojado por las aguas en el puente de Cuckold, en la curva de Limehouse Reach. Fueron necesarios tres hombres para sacarlo del lodo y depositarlo en el muelle más próximo. Antes de que Geneviève y Morrison llegaran, alguien se había tomado la molestia de dejar el cadáver en un estado semejante a la dignidad, desenredando las extremidades y arreglándole la ropa empapada y manchada de suciedad. Una lona envolvía el cadáver para proteger la sensibilidad de los trabajadores de los muelles y los vagabundos que pasaban por allí.
Había sido identificado por una inscripción en su reloj y, sorprendentemente, un cheque expedido a su nombre. De todas maneras, fueron oficialmente a confirmar la identidad del cadáver. Cuando el agente levantó la lona, varios mirones hicieron ruidos exagerados de asco. Morrison retrocedió y dio media vuelta. El rostro de Druitt había sido devorado por los peces, dejando al descubierto las cuencas vacías de los ojos y la demoníaca sonrisa de los dientes sin encías, pero ella lo reconoció por el cabello y la barbilla.
—Es él —confirmó.
El agente volvió a extender la lona y les dio las gracias. Morrison secundó su reconocimiento. Un vagón estaba listo para recibir el cuerpo.
—Creo que tenía familia en Bournemouth —dijo Morrison al policía, que tomó la debida nota.
El coronel había mantenido la palabra. Druitt tenía los bolsillos llenos de piedras; no se había preparado ninguna nota de suicidio, mas la deducción era inevitable. Otro asesino impune estaba en libertad; la policía no organizaría ninguna campaña contra él, no habría investigadores especiales del club Diógenes. ¿Qué había de especial respecto al Destripador? A unos cuarenta metros del río había una docena de seres igual de crueles, igual de disolutos. El asesino de Whitechapel era, seguramente, un loco; Moran y los de su especie ni siquiera tenían esa excusa. Sus asesinatos eran simple mercancía de intercambio.
Cuando metieron a Druitt en el vagón, el espectáculo terminó. Los vagabundos se alejaron hacia el siguiente numerito, y el policía reanudó sus obligaciones. Geneviève permaneció con Morrison al borde del muelle. Caminaron hacia Rotherhithe Street, una hilera de cordelerías, tabernas, pensiones para marineros, oficinas de transportes y burdeles. Era el barrio de las Mil y Una Noches de Londres, un zoco en la neblina. En él confluían un centenar de lenguas distintas. Era un distrito muy influido por los chinos, y el roce de las sedas todavía le causaba temor a Geneviève.
De pronto, una figura velada se cruzó en su camino. Era una vampira ataviada con un pijama negro. Hizo una reverencia, se excusó y se levantó el velo. Geneviève reconoció a la muchacha china del Old Jago, que había hablado en nombre del Señor de las Muertes Extrañas.
—Este error será reparado —dijo—. Tienen la palabra de mi amo.
Y la chica se marchó.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Morrison.
Geneviève se encogió de hombros. La muchacha había hablado en mandarín. Si había que dar crédito a Charles, ella podía garantizar que el coronel Moran no podría evitar las consecuencias de sus acciones. Pero, si era castigado, no sería por haber cometido un asesinato brutal, sino porque era innecesario.
La muchacha había desaparecido entre la multitud.
Geneviève no tenía la intención de regresar inmediatamente al Hall. Quería buscar a Charles, no tanto por él mismo como por investigar la situación de su infortunada prometida, Penélope Churchward, a quien había encontrado una vez y con quien apenas había entablado amistad, y que era la última persona que la preocupaba. Cuando enviaban a tantos al matadero, ¿a cuántos podría salvar ella? No a Druitt, desde luego. Ni a Lily Mylett. Ni a Cathy Eddowes.
Morrison le estaba hablando, le hacía una confidencia. Ella no había oído nada y le rogó que se lo repitiera.
—Es el doctor Seward. Me preocupa que se esté metiendo en líos por esa Lucy.
—¿Lucy?
—Así se hace llamar. —Morrison era una de las raras personas que habían conocido a la misteriosa amante de Jack Seward, y no estaba impresionado—. Personalmente, creo que la he visto antes. Bajo otro nombre y con vestidos más raídos.
—Jack siempre ha trabajado demasiado. Tal vez este amour sea la cura para su agotamiento habitual.
Morrison meneó la cabeza. Le era difícil expresar exactamente sus pensamientos.
—Supongo que no tienes ninguna objeción social contra esa chica. Pensaba que habíamos superado esos prejuicios —dijo Geneviève.
Morrison pareció avergonzado. Era de cuna humilde y se suponía que su trabajo debía permitirle comprender situaciones aun del tipo más vil y degradado.
—Pasa algo raro con el doctor Seward —insistió—. Parece tranquilo y sereno, aunque últimamente no tanto. Pero en lo más profundo está perdiendo el control. A veces se olvida de nuestros nombres. Se equivoca respecto al año en que vivimos. Creo que está regresando a una época idílica, antes de la venida del príncipe consorte.
Geneviève reflexionó. Recientemente le había sido difícil entender a Jack. Jamás le había sido tan obvio como los otros —como Charles, por ejemplo, o incluso Arthur Morrison—, pero en las últimas semanas no había dejado entrever casi nada, como si tuviera la mente oculta tras unos telones de plomo tan macizos como el armario en el que guardaba sus preciosos cilindros de cera.
Dejaron de andar y ella tomó de la mano a Morrison. Al tocar su piel, surgieron diminutos recuerdos. Todavía tenía la sangre de Charles en su interior; con ella vinieron fragmentos fugaces de tierras lejanas. Siguió viendo un rostro dolorido, que supuso que era su difunta esposa.
—Arthur —dijo—, la locura es una epidemia entre nosotros. Está por todas partes, como el mal. Poco podemos hacer por aliviar ese estado, así que debemos aprender a vivir con él para que nos sea útil. El amor siempre es una especie de locura. Si Jack puede encontrar algún sentido en este mundo desbocado, ¿qué puede haber de malo en ello?
—Ella no se llama Lucy. Creo que tiene un nombre irlandés... Mary Jean o Mary Jane.
—Eso no es ninguna prueba de perfidia.
—Es una vampira. —Morrison calló al comprender lo que había dicho. Avergonzado, procuró disimular su prejuicio—. Quiero decir..., ya sabes...
—Te agradezco que estés preocupado —dijo ella—, hasta el punto de compartir tu inquietud. Pero no comprendo qué podemos hacer honradamente.
Era evidente que Morrison estaba desgarrado por dentro.
—Sin embargo, algo va mal respecto al doctor Seward. Hay que hacer algo. Algo.
45 Bebe, bonita, bebe
Su toque lo había cambiado. Durante dos días, Beauregard había estado sacudido por los sueños. Sueños en los que Geneviève, a veces ella misma y otras un gato con garras como agujas, le lamía la sangre. Siempre había estado en su destino. Tal como eran las cosas tarde o temprano iba a ser mordido por un vampiro. Era más afortunado que la mayoría, al haber dado sangre libremente en vez de que le fuese extraída a la fuerza. Desde luego, había sido más afortunado que Penélope.
—Charles —dijo Florence Stoker—, he estado hablando casi una hora y estoy segura de que no has oído una sola palabra. Por tu expresión, es evidente que tus pensamientos están en la habitación. Con Penélope.
Él se sintió extrañamente culpable y dejó que Florence conservase su creencia. Al fin y al cabo, él debería estar pensando en su prometida. Se hallaban en el salón y se comportaban de manera extrañamente superficial. Florence consumía una taza tras otra de té. En ocasiones, la señora Churchward venía con un informe ambiguo y la señora Yeovil, el ama de llaves, aparecía a intervalos regulares con más té. Sin embargo, absorto en sus propios pensamientos, él no les prestaba atención. Geneviève le había chupado la sangre, pero le había dado a cambio algo de ella misma. Corría en su mente como el mercurio.
Penélope estaba siendo atendida por el doctor Ravna, especialista en trastornos nerviosos. Era vampiro y tenía ganada una reputación en el campo de las enfermedades de los no muertos. El doctor Ravna estaba ahora con la paciente e intentaba un tratamiento.
Beauregard había permanecido aturdido durante dos noches y había descuidado sus deberes en Whitechapel. La enfermedad de Penélope le proporcionaba una excusa, pero sólo era eso. No podía dejar de pensar en Geneviève. Temía querer que ella bebiese de él otra vez. No el simple gesto de saciar la sed en una muñeca abierta, sino el completo abrazo del Beso Oscuro. Geneviève era una mujer extraordinaria según los criterios de cualquier época. Juntos, podían vivir siglo tras siglos. Era una tentación.
—Supongo que habrá que cancelar la boda —dijo Florence—. Qué tremenda lástima.
No había habido posibilidad de una discusión seria, pero Beauregard suponía que su compromiso con Penélope estaba finiquitado. Sería mejor mantener lejos del asunto a los abogados. Ninguna de las partes tenía culpa, o eso esperaba, pero tampoco él ni Penélope eran las personas que habían sido cuando se comprometieron. Con todos los demás problemas, lo último que él necesitaba era una querella por la ruptura de la promesa. Era muy improbable, aunque la señora Churchward estaba chapada a la antigua y podía pensar que su hija había sido insultada.
Los labios de Geneviève eran fríos, su contacto delicado, su lengua tenía la agradable aspereza de un gato. La absorción de su sangre, lenta y tierna, había sido una sensación exquisita que ansiaba repetir. Se preguntó qué estaría haciendo ella ahora.
—No entiendo en qué estaba pensando lord Godalming —continuó Florence—. Se comportó de una manera muy peculiar.
—Muy impropio de Art.
Un chillido atravesó el techo; era apenas humano y fue seguido de un gemido. Florence se encogió, y el corazón de Beauregard se contrajo. Penélope estaba sufriendo.
El asunto de Jack el Destripador se prolongaba sin dar frutos. Era posible que la confianza depositada en su capacidad como investigador por el club Diógenes y el Círculo de Limehouse fuera inmerecida. Al fin y al cabo, había alcanzado muy pocos logros.
Le había llegado una nota personal de disculpa del profesor, que le informaba que el coronel Moran había sido severamente reprimido por su interferencia. También había una peculiar misiva en tinta verde sobre fino pergamino, en la que se le hacía saber que el señor Yam, que él interpretó que era el antiguo chino, ya no volvería a molestar a la señorita Dieudonné. Al parecer se había tratado de un encargo, pero el Señor de las Muertes Extrañas ya no se sentía obligado a cumplirlo. Beauregard estableció la relación con una noticia enterrada en las páginas de The Times. Un singular allanamiento, un robo a la inversa, había ocurrido en la casa del doctor Jekyll. Aparentemente, un desconocido había entrado en el laboratorio y había arrojado cincuenta soberanos de oro sobre las cenizas del vampiro antiguo que el científico estaba examinando.
—A veces desearía no haber oído hablar de los vampiros —dijo Florence—. Eso le dije a Bram.
Beauregard murmuró con aprobación. Sonó el timbre y oyó que la señora Yeovil cruzaba la habitación para dejar entrar a la visita.
—Supongo que es otra persona que trae buenos deseos. Ayer, Kate Reed, la periodista neonata amiga de Penélope, había venido y había permanecido con una avergonzada impotencia durante media hora, murmurando expresiones de simpatía, hasta que había encontrado una excusa para marcharse. No había sido un buen ejemplo para Penélope.
Se abrió la puerta principal y una voz conocida explicó:
—No tengo tarjeta, lo siento.
Geneviève. Él se puso de pie y se encontró en el vestíbulo antes de que pudiese reflexionar Florence lo siguió. Ella estaba en el umbral.
—Charles, supuse que te encontraría aquí.
Ella pasó de largo ante la señora Yeovil y se quitó su abrigo verde. El ama de llaves lo colgó en la percha.
—Charles, estás siendo descuidado —lo apremió Florence.
Él se disculpó y las presentó. Geneviève, con el trato más exquisito que pudo, tocó la mano a Florence e hizo una reverencia aceptable. La señora Churchward estaba en el vestíbulo; había venido a investigar quién era la recién llegada. Beauregard se la presentó también.
—Tengo entendido que necesitan un médico familiarizado con las enfermedades de los no muertos —explicó Geneviève a la madre de Penélope—. Yo no carezco de experiencia.
—Tenemos con nosotros al doctor Ravna de Harley Street, señorita Dieudonné. Creo que sus servicios son suficientes.
—¿Ravna?
La expresión de Geneviève delató su opinión.
—¿Qué sucede, Geneviève? —preguntó Charles.
—No hay una forma educada de decirlo, Charles. Ravna es un fraude y un bufón. Hace seis meses que es vampiro y ya se declara el Calmet de nuestra época. Cualquiera de vosotros estaría mejor con Jekyll o Moreau, aunque yo no los dejaría ni perforar un forúnculo.
—El doctor Ravna viene con las mejores recomendaciones —insistió la señora Churchward—. Es bienvenido en las mejores casas.
Geneviève desdeñó aquella información.
—Se sabe que la sociedad comete errores —arguyó.
—Dudo que...
—Señora Churchward, debe dejarme ver a su hija.
Clavó los ojos en la madre de Penélope, y Beauregard notó la fuerza persuasiva de su mirada. La herida de la muñeca le picaba, y estaba seguro de que todos habían notado la frecuencia con que se rascaba.
—Muy bien —aceptó la señora Churchward.
—Considérelo una segunda opinión —dijo Geneviève. Geneviève y Beauregard dejaron detrás a Florence y a la señora Yeovil, y siguieron a la señora Churchward al piso superior. Cuando ésta abrió la puerta de la habitación, salió de él un olor espantoso. Era el hedor de las cosas muertas y olvidadas. La habitación tenía las cortinas corridas y una sola luz de gas proyectaba un tenue semicírculo de luminosidad en la cama.
El doctor Ravna, con las mangas arremangadas, estaba inclinado sobre la paciente, aplicando unas tenazas a una cosa negra que se retorcía sobre el pecho de la mujer. Las sábanas estaban apartadas y Penélope tenía el camisón abierto. Tenía media docena de franjas negras pegadas a su pecho y su vientre.
—¡Sanguijuelas! —exclamó Geneviève.
Beauregard se tragó sus náuseas.
—¡Maldito chiflado!
Geneviève apartó al especialista de un empujón y apoyó la mano en la frente de Penélope. Tenía la piel amarillenta y reluciente, los ojos enrojecidos y marcas irritadas salpicaban su cuerpo semidesnudo.
—Hay que extraer la sangre impura —explicó el doctor Ravna—. Ha bebido de un pozo envenenado.
Geneviève se quitó los guantes, arrancó una sanguijuela del pecho de Penélope y la arrojó a un cazo. Trabajando metódicamente y sin repugnancia, le quitó todos los repulsivos animales. Brotó sangre de todos los puntos donde habían tenido las bocas. El doctor Ravna empezó a protestar, mas Geneviève lo hizo callar con una mirada. Cuando acabó la labor, extendió las sábanas y arropó el cuello de Penélope.
—Los estúpidos como usted tienen muchas acusaciones a las que responder —dijo al doctor Ravna.
—Mis credenciales son impecables, jovencita.
—Yo no soy joven.
Penélope estaba consciente, pero al parecer no podía hablar. Movió los ojos de un lado a otro y agarró de la mano a Geneviève. Aun dejando de lado los obvios síntomas de su enfermedad, Penélope era diferente. Su rostro había cambiado sutilmente y su línea del cabello se había alterado. Se parecía a Pamela.
—Espero que sus sanguijuelas no le hayan destruido totalmente el cerebro —declaró Geneviève—. Ya estaba enferma y usted la ha debilitado de manera muy peligrosa.
—¿Puede hacerse algo? —preguntó la señora Churchward.
—Necesita sangre —repuso Geneviève—. Si ha bebido sangre impura, necesita sangre sana que la contrarreste. Vaciar sus venas es peor que inútil. Sin sangre, su cerebro carece de riego. Tal vez quede lastimado de forma irreparable.
Charles se desabrochó el puño de la camisa.
—No —dijo Geneviève, desdeñando su silencioso ofrecimiento—. Tu sangre no servirá.
Ella había hablado con firmeza, pero Beauregard se preguntó si sus motivos serían totalmente científicos.
—Necesita su propia sangre, o muy semejante. Lo que dice Moreau es cierto. Hay distintos tipos de sangre. Los vampiros lo hemos sabido durante siglos.
—¿Su propia sangre? —preguntó la señora Churchward—. No lo entiendo.
—O semejante: la sangre de un pariente. Señora Churchward, ¿estaría dispuesta a...?
La señora Churchward no pudo disimular su asco.
—Usted la crió una vez —insistió Geneviève—. Ahora debe hacerlo de nuevo.
La madre de Penélope estaba paralizada de horror. Se llevó las manos a la garganta.
—Si lord Godalming fuese realmente un caballero, esto no sería necesario —dijo Geneviève a Beauregard.
Penélope siseó, mostrando los colmillos. Chupó en el aire y extendió la lengua para captar el alimento que pudiese encontrar.
—Su hija vivirá —explicó Geneviève a la señora Churchward—. Pero todo lo que hace que ella sea lo que es podría desaparecer, y usted quedaría con un vacío: una criatura de apetitos pero sin mente.
—Se parece a Pamela —comentó Beauregard.
Geneviève se preocupó.
—Maldita sea, eso es malo. Penélope se está volviendo hacia adentro, tomando nueva forma.
Penélope gimió, y Beauregard se enjugó las lágrimas. El olor, el calor asfixiante de la habitación, el médico avergonzado, la paciente con sus sufrimientos: todo era demasiado conocido.
La señora Churchward se acercó a la cama. Geneviève le hizo una seña y la tomó de la mano. Unió a madre e hija y se apartó. Penélope extendió las manos y abrazó a su madre, quien se aflojó el cuello del vestido, temblando de repugnancia. La paciente se sentó en el lecho y pegó la boca al cuello de su madre.
Una fuerte impresión sacudió a la señora Churchward. Una gota roja resbaló por la barbilla de Penélope hasta su camisón. Geneviève se sentó en la cama y le acarició el cabello, dándole ánimos con voz dulce.
—Cuidado —le advirtió—. No tomes demasiado.
El doctor Ravna se retiró, abandonando sus sanguijuelas. Beauregard se sentía como un intruso, pero se quedó. La expresión de la señora Churchward se suavizó y asomó a sus ojos una cierta somnolencia. Beauregard comprendió cómo se sentía. Se agarró la muñeca con fuerza y deslizó el rígido tejido del puño sobre las marcas del mordisco. Genevíéve separó a Penélope del cuello de su madre y la recostó sobre las almohadas. Tenía los labios de color escarlata y el rostro enrojecido. Parecía más ella misma, como era antes.
—Charles, baja de las nubes —dijo Geneviève en tono tajante.
La señora Churchward estaba a punto de desmayarse. Beauregard la sujetó y la ayudó a sentarse en una silla.
—Jamás... pensé... —musitó la mujer—. Pobre, pobre Penny.
Beauregard sabía que ella entendía mejor a su hija ahora.
—Penélope —dijo Geneviève, tratando de despertar la atención de la enferma, cuyos ojos vagaban sin rumbo; con boca temblorosa, Penélope se relamió los últimos restos de sangre—. Señorita Churchward, ¿puede oírme?
Penélope ronroneó una respuesta.
—Debe descansar.
Penélope asintió, sonrió y dejó que se le cerraran los ojos.
Geneviève se volvió hacia la señora Churchward y chasqueó los dedos ante su rostro. La madre de Penélope despertó de su ensoñación.
—Dentro de dos días, lo mismo, ¿comprende? Bajo supervisión. No debe dejar que su hija le absorba demasiada sangre. Y debe ser la última vez. No debe depender de usted. Otra ración le devolverá las fuerzas, pero luego debe defenderse por sí misma.
—¿Vivirá? —preguntó la señora Churchward.
—No puedo prometerle la eternidad, pero si va con cuidado sobrevivirá al siglo. Quizás al milenio.
46 La guerra del kafir
Cada noche, sir Charles enviaba a agentes con botes de pintura para borrar, en el radio de visión de Scotland Yard, las cruces de los cruzados pintadas durante el día en las paredes. Sin embargo, tras el amanecer, las finas señales rojas aparecían otra vez sobre cualquier superficie blanca o blanquinosa en las proximidades de Whitehall Place y Northumberland Avenue. Godalming observó cómo el comisario ladraba órdenes a su último grupo de redecoradores aficionados.
Los holgazanes vivos, vestidos con gruesos abrigos y bufandas, los observaban como nativos hostiles a punto de atacar el fuerte. Una de las medidas más inteligentes de sir Charles fue preparar el Yard para resistir un asedio, procurando que hubiera rifles listos y que todas las puertas y ventanas pudieran defenderse. Siempre que una situación pasaba de carácter policial a militar, el comisario sufría un ataque de competencia que era casi alentador. Buen soldado, terrible policía; ése habría sido el veredicto para sir Charles Warren.
La niebla había vuelto, más densa que nunca. Incluso para los vampiros resultaba impenetrable. Ver en la oscuridad no era lo mismo que ver a través de una sopa de azufre. Godalming seguía vigilando a sir Charles por indicación del primer ministro. El comisario perdía progresivamente el control de la situación. Cuando se reunió con Ruthven, Godalming tenía la intención de recomendar su sustitución. Matthews había estado buscando arrancarle la cabellera a sir Charles durante meses, así que el ministro del Interior —que tampoco estaba muy afianzado en su puesto— se sentiría más tranquilo.
De algún modo, los cruzados habían conseguido pintar su cruz en la puerta principal del Yard. Godalming sospechaba que Jago tenía simpatizantes cálidos infiltrados en el cuerpo. Quien fuese designado en lugar de sir Charles tendría que hacer una purga en las filas antes de poder restablecer el orden.
La cruz de San Jorge era un símbolo obvio de los insurrectos, pues era simultáneamente el crucifijo que los vampiros eran proverbialmente incapaces de soportar y el estandarte de la resistencia inglesa contra el príncipe consorte.
—Esto es intolerable —exclamó sir Charles, furibundo—. Estoy rodeado de ineptos y canallas.
Godalming guardaba silencio. El castigo por pintar y escribir lemas en las paredes sin autorización era ahora de cinco latigazos en público. A este paso pronto sería motivo de empalamiento sumarísimo o, como mínimo, la amputación de la mano.
—Ese tarugo de Matthews y su tacañería —continuó sir Charles—. Necesitamos más hombres en las calles. Tropas.
Sólo Godalming prestaba atención al comisario. Sus subordinados seguían con la tarea de vigilar, tratando de hacer caso omiso de las imprecaciones de su jefe. El doctor Anderson, ayudante de sir Charles, había prolongado sus vacaciones en Suiza, mientras que el inspector en jefe Swanson hacía lo posible por parecer que formaba parte del papel pintado, con la esperanza de mantener la cabeza sobre los hombros cuando acabase la refriega.
Un hombre de aspecto abandonado se acercó a sir Charles y empezó a hablarle. Intrigado, Godalming se aproximó lo suficiente para escucharlo. El hombre había venido con un compañero que cojeaba y que se mantenía a unos diez metros más atrás. Era un vampiro antiguo, cuyo rostro parecía a punto de caérsele del cráneo. Godalming supuso que pertenecía a la guardia cárpata. Desde luego, no era inglés.
—¡Mackenzie! —gritó sir Charles—. ¿Qué pretende con esto? ¿Dónde ha estado?
—Siguiendo una pista, señor.
—Ha descuidado su deber. Está destituido de su cargo y sujeto a severas medidas disciplinarias.
—Señor, sí quiere escucharme...
—Mírese, ¡es la vergüenza del cuerpo! ¡Una puñetera vergüenza!
—Señor, vea esto...
Mackenzie —un inspector, según tenía entendido Godalming— entregó un papel al comisario.
—¡Es otra de las condenadas cartas de ese chiflado! —exclamó sir Charles.
—En efecto, pero no está terminada ni enviada. Sé quién es el autor.
Godalming descubrió que era importante. Una luz atroz chispeó en los ojos de sir Charles.
—¿Conoce la identidad de Jack el Destripador?
Mackenzie sonrió con los ojos desorbitados.
—No he dicho eso. Pero sé quién redacta estas cartas bajo ese nombre.
—Entonces busque a Lestrade. El caso es suyo. Sin duda, le dará las gracias por quitar de la circulación a otro lunático entrometido.
—Esto es de máxima importancia. Está relacionado con el asunto del parque de la otra noche. Tiene que ver con todo: John Jago, los dinamiteros, el Destripador...
—¡Mackenzie, está loco de atar!
Para Godalming, ambos policías parecían al borde de la demencia. Pero el papel era una muestra de algo. Se aproximó y lo miró.
—«Suyo afectísimo, Jack el Destripador» —leyó en voz alta—. ¿Está escrito por la misma mano que las otras?
—Apostaría diez guineas —afirmó Mackenzie—. Y soy escocés.
Estaban rodeados de una multitud. Hombres uniformados se apelotonaban a su alrededor, y no pocos vagabundos. El camarada antiguo de Mackenzie también se unió al grupo. Un agente neonato estaba en posición de firmes detrás de Mackenzie, listo para la acción.
—Sir Charles —dijo Mackenzie—, es un vampiro. Es traición. La traición de la dinamita. Tengo motivos para creer que hemos sido engañados todo el tiempo. En este caso intervienen intereses de alto nivel.
—¡Un vampiro! Tonterías. Sacuda las jaulas de la cruzada y encontrará a su hombre. Y será uno de esos cálidos.
Mackenzie levantó las manos, frustrado. Era como si se golpease la cabeza contra la obstinación del comisario.
—Señor, ¿el nombre del club Diógenes le dice algo? Sir Charles palideció.
—No diga memeces, hombre.
Godalming estaba intrigado. El club Diógenes era la organización de Charles Beauregard, y éste había destacado en todo el caso. Cabía la posibilidad de que el escocés hubiera encontrado una pista verdadera y tuviera acorralada a la presa.
—Sir Charles —intervino—, creo que debemos escuchar el informe del inspector Mackenzie a solas. Es posible que estemos cerca de resolver varios misterios.
Paseó su mirada del rostro del comisario al del inspector. Ambos estaban quietos, resistiéndose a ceder ante el otro. Junto a Mackenzie estaba el cárpato, con sus rojos ojos clavados en sir Charles. Tras ellos estaba el gigantesco agente bigotudo de ojos oscuros.
De inmediato, con una intuición vampírica asombrosa, Godalming supo que el agente era falso.
Hubo un estallido de fuego y ruido. La gente se dispersó entre gritos. Bolsas de pintura estallaron en los revestimientos de piedra de Portland. Las ventanas fueron rotas por proyectiles. Se dispararon tiros y una mujer chilló. Todos los que formaban el pequeño grupo intentaron arrojarse al suelo. El cárpato chocó con Godalming, que se tambaleó bajo el peso, tratando de mantenerse de pie. El falso policía tenía el brazo echado hacia atrás. Algo brilló con luz cegadora. Godalming se desplomó y fue a dar contra los sucios adoquines. El cárpato rodó lejos de él. Sir Charles exclamó con fuerza, un juramento y agitó un revólver.
Mackenzie jadeó; estaba de rodillas, con la boca abierta y los ojos en blanco. La carta de Jack el Destripador fue arrastrada por una corriente de aire, voló unos metros y se pegó a una pared húmeda, con el manuscrito por el lado del muro. Mackenzie jadeó y le manó sangre de la boca. El cárpato intentaba ayudarlo a levantarse. Apartó la mano de la espalda del escocés y vio que eslaba ensangrentada.
Alguien dio una patada a Godalming en la cabeza. Los silbatos de la policía sonaron estridentes. Sir Charles, que se creía en medio de una batalla en África, estaba de nuevo al mando, dando órdenes, poniendo firmes a los agentes y gesticulando con la pistola.
Llegaron refuerzos del Yard, atraídos por la conmoción. Muchos empuñaban armas: a sir Charles le gustaba que sus hombres fuesen armados, sin importarle lo que dijeran las normas. El comisario los envió a contener a la turba. Un pelotón de policías, blandiendo sus porras, golpearon a los pocos vagabundos que quedaban por allí y los hicieron huir hacia el Embankment. Godalming vio que el neonato que había apuñalado a Mackenzie eslaba en este grupo y golpeaba a un clérigo en la cabeza con la porra. Los agentes ahuyentaron al gentío en la niebla. El asesino no regresaría.
Mackenzie estaba tumbado boca abajo sobre los adoquines, inmóvil. La mancha oscura en la parte posterior de su abrigo mostraba que le habían atravesado limpiamente el corazón. El cárpato estaba plantado sobre él, con un cuchillo ensangrentado en la mano y el rostro inexpresivo.
—Arresten a este asesino —ordenó sir Charles. Los tres agentes neonatos que lo rodeaban titubearon. Godalming se preguntó si podrían dominar al antiguo. El cárpato arrojó con desprecio el cuchillo y extendió las manos. Uno de los agentes reaccionó y le puso unas esposas en las muñecas. Podría haberlas roto con un gesto, pero se dejó detener.
—Obtendremos de usted una explicación —aseguró sir Charles, levantando un dedo como si retase al vampiro a que se lo mordiera. Los agentes se llevaron al cárpato sin contemplaciones.
—Eso está mejor —dijo el comisario, escrutando la calma.
Las calles estaban vacías, la pintura goteaba en las paredes, los adoquines estaban cubiertos de proyectiles que aún rodaban y el casco del extraño agente yacía en el suelo, pero se había impuesto la paz.
—Así me gusta más. Orden y disciplina, Godalming. Eso es lo que necesitamos. No debemos vacilar.
Sir Charles regresó al edificio caminando con paso decidido y seguido por varios de sus hombres. Los nativos habían sido repelidos por el momento, mas Godalming oía los tambores de la jungla que convocaban a más caníbales. Permaneció por unos instantes en la niebla, con la mente dándole vueltas como un torbellino. De todos los presentes, sólo él —y el asesino— sabían lo que había pasado en realidad. Estaba adquiriendo todos sus poderes, las percepciones y sensibilidades, si no de un antiguo, sí las de un vampiro que ya no podía describirse como neonato. Podía examinar la calma y ver el caos que subyacía. Lord Ruthven le había dicho que buscase una ventaja y la persiguiera luego implacablemente. Este conocimiento podía convertirse en su ventaja suprema.
47 El amor y el señor Beauregard
Estaba frente al hogar, con las manos a la espalda, sintiendo el calor. Incluso el corto paseo de Caversham Street a Cheyne Walk lo había helado hasta los huesos. Bairstow había encendido el fuego previamente, y la habitación estaba caliente y resultaba acogedora.
Geneviève se paseaba por la sala como un gato que se estuviera familiarizando con un nuevo hogar; se detenía ante esto o aquello y examinaba, casi saboreaba, un objeto antes de volver a colocarlo en su sitio, a veces cambiándolo ligeramente de posición.
—¿Esta era Pamela? —preguntó, levantando la última fotografía—. Era hermosa.
Beauregard estaba de acuerdo.
—A muchas mujeres no les gustaría que las fotografiaran estando embarazadas. Podría parecer indecente —comentó ella.
—Pamela era distinta de la mayoría de las mujeres.
—No lo dudo, a juzgar por su influencia en quienes la han sobrevivido.
Beauregard recordó.
—Sin embargo, ella no deseaba que renunciases al resto de tu vida —prosiguió Geneviève, dejando la foto en su sitio—. Y, desde luego, no quería que su prima adoptase su misma imagen.
Beauregard no tenía respuesta. Geneviève le mostraba su último compromiso como algo enfermizo. Ni Penélope ni él habían sido francos consigo mismos ni mutuamente. Pero él no podía culpar a Penélope, ni a la señora Churchward, ni a Florence Stoker. Todo había sido culpa suya.
—Lo que ha pasado, pasado está —continuó Geneviève—. Yo debería saberlo. He enterrado varios siglos.
Por un momento, se encorvó y representó de forma cómica a una aristócrata viuda y temblorosa. Luego se irguió y se apartó un mechón de cabellos de la frente.
—¿Qué le ocurrirá a Penélope? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—No hay garantías. Creo que sobrevivirá y que volverá a ser ella misma. Tal vez lo sea por vez primera.
—No te gusta, ¿verdad?
Ella se detuvo e inclinó la cabeza en actitud pensativa.
—Tal vez estoy celosa.
Pasó la lengua sobre sus brillantes dientes y él se dio cuenta de que estaba más cerca de él de lo recomendado por la decencia.
—Además, tal vez ella no sea muy agradable. Aquella noche en Whitechapel, después de que fui herida, no me resultó totalmente simpática. Los labios demasiado finos y la mirada demasiado penetrante.
—¿Te das cuenta del tremendo esfuerzo que supuso para ella ir a semejante barrio para buscarme? Iba contra todo lo que se le había enseñado, todo lo que creía de sí misma.
A él todavía le costaba creer que la antigua Penélope se hubiese aventurado sola, por no hablar de viajar a un lugar que debía de considerar como vecino de los pozos de Abadán.
—Ella ya no te quiere —dijo ella bruscamente.
—Ya lo sé.
—Será incapaz de ser una buena mujercita ahora que es neonata. Tendrá que encontrar su camino en la noche. Tal vez tenga los rasgos de una vampira muy refinada, si le vale de algo. —Ella tenía la mano apoyada en la solapa de él y sus afiladas uñas descansaban sobre la tela. El calor del fuego lo hacía sentir casi incómodo—. Bésame, Charles.
Él titubeó.
Ella sonrió. Sus dientes eran iguales, casi normales.
—No te preocupes, no te morderé —lo tranquilizó.
—Mentirosa.
Ella se rió, y él le tocó la boca con la suya. Los brazos de Geneviève lo rodearon y su lengua se paseó por sus labios. Se apartaron del fuego y, no sin cierta torpeza, se acomodaron en un sofá. Él le deslizó la mano por los cabellos.
—¿Me estás seduciendo, o soy yo quien te seduce a ti? —se preguntó ella—. He olvidado qué es qué.
Mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar, él pensó que Geneviève bromeaba en los momentos más raros. Ella lo besó en la muñeca y rozó la mordedura con la lengua. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Beauregard. Sobre todo, lo sintió en las plantas de los pies.
—¿Acaso importa? —contestó.
Ella le hizo apoyar la cabeza en un cojín para que pudiese ver el techo y lo besó en el cuello.
—Esto tal vez no sea el acto amoroso al que estás acostumbrado —dijo. Sus dientes eran ahora más largos y afilados.
Ella se había levantado y desabrochado la camisa. Tenía un cuerpo bonito y esbelto. La ropa de él también estaba aflojada.
—Yo podría decirte lo mismo.
Ella se rió con una carcajada ronca, masculina, y lo mordisqueó en el cuello mientras los cabellos le caían sobre la cara y lo cosquilleaban en la boca y la nariz. Las manos de Charles se movían bajo la camisa de ella, subían y bajaban por su espalda y sus hombros. Sintió la fuerza de los vampiros en los músculos bajo su piel. Ella le arrancó los botones del cuello y del pecho con los dientes y los escupió. Beauregard se imaginó a Bairstow encontrándoselos uno a uno a lo largo del próximo mes y se echó a reír.
—¿Qué es tan divertido?
Él meneó la cabeza, y ella lo besó otra vez en la boca, los ojos y el cuello. Charles era consciente del pulso de su sangre. Poco a poco, entre caricias, se despojaban mutuamente de las cuatro o cinco capas de ropa que llevaban.
—Si piensas que esto es una labor hercúlea —comentó Geneviève cuando él descubrió otro conjunto de ganchos en un lado de la falda—, deberías haber intentado cortejar a una dama de alta cuna a finales del siglo XV. Es un milagro que mi generación haya tenido descendientes.
—Las cosas son más sencillas en climas más cálidos.
—Más fácil no siempre significa más agradable.
Estaban tumbados juntos, con los cuerpos muy juntos.
—Tienes cicatrices —observó ella, siguiendo con una uña la marca bajo las costillas.
—Al servicio de la reina.
Geneviève encontró dos heridas de bala en su hombro derecho, de entrada y salida, y acarició con la lengua el hoyuelo bajo la clavícula.
—¿Qué es exactamente lo que haces por su majestad?
—En algún lugar entre la diplomacia y la guerra está el club Diógenes.
Él la besó en los pechos; con sus propios dientes oprimió delicadamente la piel de la mujer.
—Tú no tienes ninguna cicatriz. Ni siquiera una marca de nacimiento.
—En mí, todo se cura en el exterior.
La piel de Geneviève era pálida y clara, casi carente de vello, aunque no del todo. Ella se reacomodó para que le resultase más fácil, y lo mordió en el labio inferior mientras él la cubría con su cuerpo.
—Ahí —musitó ella—. Por fin.
Él suspiró lentamente mientras se unían. Ella lo sujetó con las piernas y los brazos, levantó la cabeza y apoyó la boca en su cuello.
Unas agujas heladas sorprendieron a Beauregard y, por un momento, él estuvo en su cuerpo y en su mente. La extensión de su existencia era asombrosa. Su memoria se hundía en la distancia como el curso de una estrella en una galaxia lejana. Sintió que se movía dentro de ella y que probaba su propia sangre en su lengua. Luego, entre escalofríos, recuperó la conciencia.
—Detenme, Charles —dijo ella, con gotas rojas entre los dientes—. Detenme si te duele.
Él meneó la cabeza.
48 La Torre de Londres
Una carta con el sello de lord Ruthven era un pasaporte suficiente para conseguirle una audiencia. El alabardero neonato parecía arar la escalera de paredes de piedra mientras Godalming lo seguía a paso ligero. Le era difícil contener sus energías. Estaba excitado hasta casi explotar. El guardia era mucho más lento que él en pensamiento y en movimientos. Sólo gradualmente estaba adquiriendo conciencia del alcance de sus nuevas posibilidades. Todavía no había descubierto sus límites.
Justo después del anochecer, mientras paseaba por Hyde Park había encontrado a una joven dama que conocía. Se llamaba Helena Tal y Cual, y a veces había acudido a las veladas de Florence, habitualmente con uno de los teatrales amigos de aquélla. Él había lanzado su mirada y la había fascinado. Tras conducirla a un escondrijo adecuado, la había hecho despojarse de la ropa. Después le había abierto el cuello y había chupado hasta dejarla casi sin sangre. Estaba apenas con vida cuando la dejó.
Ahora tenía todo el sabor de Helena. A veces había pequeñas explosiones en su cabeza y entonces sabía más cosas de la muchacha cálida. Su minúscula vida era suya. Con cada ración, se volvía más fuerte.
Encima estaba la Torre Blanca, la parte más vieja de la fortaleza. Cerca estaba la Celda de Escasa Paz, una cámara cuadrada de sesenta centímetros de lado construida para que ningún prisionero pudiera acostarse. Había albergado a enemigos de la corona tales como Guy Fawkes. Incluso los cuartos menos desagradables eran pequeñas cabinas de piedra que no permitían ninguna escapatoria. Cada puerta de madera maciza tenía una diminuta reja inserta. Desde algunas de las celdas ocupadas, Godalming oyó los gemidos de los condenados que desfallecían de hambre. Muchos habían llegado a morderse sus propias venas, causándose graves heridas. El conde Orlok era famoso por su crueldad con los de su propia raza, y los castigaba por traición con un encarcelamiento que equivalía a una muerte lenta.
Kostaki estaba encerrado en una de estas celdas. Godalming había hecho averiguaciones sobre el guardia, y sabía que era un antiguo que había acompañado al príncipe consorte desde sus días como cálido. Desde su arresto, al parecer, no había pronunciado ni una sola palabra.
—Aquí, señor.
El alabardero, con aspecto ligeramente ridículo por su traje de ópera cómica, sacó las llaves y abrió el triple cerrojo. Dejó el farol en el suelo para forcejear con la puerta, y su sombra alargada bailó en las piedras, detrás de él.
—Esto será todo —dijo Godalming al guardia al entrar en la celda—. Lo llamaré cuando haya terminado.
En la oscuridad, Godalming vio unos ojos rojos ardientes. Ni el prisionero ni él necesitaban un farol.
Kostaki levantó la mirada hacia su visita. A Godalming le fue imposible percibir una expresión en su estragado rostro. No estaba podrido, pero la piel colgaba de su cráneo como un trapo viejo, rígido y mohoso. Sólo en sus ojos había rastro de vida. El cárpato, que yacía sobre un catre de paja, estaba encadenado. Una banda de plata, envuelta en cuero, le rodeaba el tobillo sano, y unos eslabones de plata y hierro macizo lo tenían sujeto a una anilla clavada en la piedra. Una de sus piernas estaba inútil, con una venda sucia alrededor de la destrozada rodilla. El hedor a carne putrefacta llenaba la celda. A Kostaki le habían disparado una bala de plata; el veneno estaba en sus venas y se propagaba. No duraría mucho. El antiguo tosió.
—Yo estuve allí —anunció Godalming—. Vi cómo el supuesto policía asesinaba al inspector Mackenzie.
Los rojos ojos de Kostaki no se movieron.
—Sé que la acusación contra usted es falsa. Sus enemigos lo han reducido a esto. —Abarcó con un gesto la celda de techo bajo y sin ventanas, que bien podría haber sido una tumba.
—Pasé seis décadas en el Château d'If —replicó Kostaki—. En comparación, esta habitación es muy cómoda.
Su voz era aún fuerte y resonó sorprendentemente en el reducido espacio.
—¿Hablará conmigo?
—Ya lo he hecho.
—¿Quién era? ¿Un policía?
Kostaki guardó silencio.
—Debe comprender que yo puedo ayudarlo. El primer ministro me escucha.
—Ya no hay ayuda para mí.
El agua se filtraba entre las grietas de las losas. Placas de musgo verde y blanco crecían en el suelo, y había manchas similares en los vendajes de Kostaki.
—No —dijo Godalming al antiguo—; la situación es muy grave, pero puede invertirse. Si los que están conjurados contra nosotros pueden ser descubiertos, podemos obtener muchas ventajas.
—¿Ventajas? Con ustedes, los ingleses, siempre hay ventajas.
Godalming era más fuerte que este salvaje extranjero y de cerebro más brillante. Podía dar la vuelta a la situación y convertirse en el único vencedor.
—Si encuentro al policía, puedo descubrir una conspiración contra el príncipe consorte.
—El escocés dijo lo mismo.
—¿Está el club Diógenes mezclado en todo esto?
—No sé de qué me habla.
—Mackenzie lo mencionó, justo antes de que lo mataran.
—El escocés guardaba muchos secretos.
Kostaki acabaría por contar lo que sabía. Godalming estaba seguro de ello. Podía ver cómo giraban los engranajes en el cerebro del antiguo, y sabía qué palancas debía accionar.
—A Mackenzie le gustaría que esto se resolviera.
La enorme cabeza de Kostaki asintió.
—El escocés me condujo a una casa de Whitechapel. Su presa era un neonato, conocido como «el sargento» o «Danny». Por fin apareció la pieza.
—¿Es el hombre que mató a Mackenzie?
Kostaki asintió y señaló su herida.
—Sí, y el que me hizo esto.
—¿En qué zona de Whitechapel?
—Al lugar lo llaman el Old Jago.
Había oído hablar del sitio. Este caso seguía regresando a Whitechapel: donde Jack el Destripador asesinaba, donde John Jago predicaba, donde solía verse a los agentes del club Diógenes. La noche siguiente, Godalming se aventuraría en la zona más tenebrosa de Londres. Confiaba en que ese sargento no sería rival para el vampiro en que se había convertido Arthur Holmwood.
—Resista, anciano —dijo Godalming al antiguo—. Lo sacaremos de aquí muy pronto.
Salió de la celda y llamó al alabardero, que volvió a cerrar la puerta. Entre los barrotes, los rojos ojos de Kostaki parpadearon.
Al fondo del pasadizo, en un arco, había un nosferatu alto y jorobado con un abrigo largo y gastado. Tenía la cabeza hinchada y unas orejas enormes y puntiagudas, como de roedor, y colmillos prominentes. Sus ojos, hundidos en unas cavernas negras que le oscurecían las mejillas, estaban constantemente húmedos y se movían de un lado a otro. Incluso los demás antiguos consideraban que el conde Orlok, pariente lejano del príncipe consorte, era una figura inquietante. Era un recordatorio de lo lejos que estaban todos de los cálidos.
Orlok entró en el pasadizo. Sólo sus pies parecían moverse; el resto de su cuerpo estaba rígido como una estatua de cera. Cuando estuvo cerca, sus exuberantes cejas temblaron como los bigotes de una rata. Su olor no era tan intenso como el de la celda de Kostaki, pero era más nocivo.
Godalming saludó al gobernador, mas no le chocó su reseca garra. Orlok miró en la celda de Kostaki, apretando el rostro contra la rejilla y las manos sobre la fría piedra a ambos lados de la puerta. El alabardero intentó apartarse de su comandante. Orlok hacía preguntas en raras ocasiones, pero era famoso por conseguir respuestas. El comandante se separó de la celda y miró a Godalming con ojos inquietos.
—Sigue sin hablar —dijo Godalming al nosferatu—. Es un tipo tozudo. Supongo que se pudrirá aquí dentro.
Los dientes de rata, tiburón o conejo de Orlok arañaron su labio inferior; era el gesto más próximo a una sonrisa que podía conseguir. Godalming no envidiaba a ningún prisionero confiado a los cuidados de semejante criatura.
El alabardero lo acompañó hasta la puerta principal. El cielo sobre la Torre se estaba despejando. Godalming se estremecía todavía por el alimento que había tomado de Helena. Tenía la necesidad apremiante de ir corriendo a casa o zambullirse bajo la Puerta del Traidor y nadar.
—¿Dónde están los cuervos? —preguntó.
El alabardero se encogió de hombros.
—Se han ido, señor. Eso dicen.
49 Costumbres de apareamiento del vampiro común
Su casa era interesante y sus libros y cuadros confirmaban las intuiciones de Geneviève. En la biblioteca, encontró una mesa con volúmenes apilados, muchos con puntos de libro. Los intereses de Charles eran eclécticos; actualmente estaba enfrascado en la lectura de El apóstol moderno y otros poemas de Constance Naden, Después de Londres de Richard Jefferies, La verdadera historia del mundo de Lucian de Terre, Ensayos sobre la dotación de la educación de Mark Pattison, La ciencia, de la Ética de Leslie Stephen y El universo invisible de Peter Guthrie Tait. Entre sus libros, Geneviève encontró fotografías enmarcadas de Pamela, una mujer de rostro enérgico con una nube de cabellos al estilo prerrafaelista. En los retratos, la mujer de Charles siempre estaba congelada a la luz del sol, cómoda en su inmovilidad mientras otras personas del grupo posaban en actitud rígida.
Encontró pluma y tinta en un estante y pensó en dejar una nota.
Con la pluma en la mano, no podía pensar en nada que tuviera la necesidad de contar. Charles despertaría y descubriría que se había ido, pero ella no tenía excusas que presentar. El sabía lo que era estar ligado por el deber. Por fin, sólo escribió que esta noche estaría en el Hall. Supuso que él volvería a Whitechapel y que la buscaría por allí. Entonces quizá tendrían que hablar. Al cabo de unos momentos, firmó la nota: «Con amor, Geneviève». El acento era un rasgo diminuto sobre su florida firma. El amor estaba muy bien; era hablar de él lo que la ponía nerviosa.
Al tercer intento, Geneviève encontró a un cochero dispuesto a llevar a una vampira no acompañada de Chelsea a Whitechapel. Tal vez su destino no estuviese fuera del radio de seis kilómetros, el círculo arbitrario más allá del cual los cocheros no estaban obligados a aventurarse, pero los conductores solían recibir paga extra para atender solicitudes de ir en dirección este.
En ruta, arrullada por el suave traqueteo de las ruedas y su sensación de plenitud satisfecha, procuró no pensar en Charles y el futuro. Ya había tenido suficientes relaciones para adivinar con precisión lo que podía esperar de una vida en común. Charles era un treintañero. Ella permanecería en los dieciséis, sin cambiar. Dentro de cinco o diez años, parecería su hija. Dentro de treinta o cuarenta, él estaría muerto; especialmente si ella seguía alimentándose de él. Como muchos vampiros, ella había destruido a quienes amaba profundamente, con la insistente complicidad de sus víctimas. La alternativa era convertirlo; como su madre oscura, lo criaría hacia una nueva vida y finalmente lo perdería en el mundo, como todos los padres deben perder a sus hijos.
Cruzaron el río. Y la ciudad se volvió más ruidosa, más poblada.
Había parejas de vampiros, incluso familias de vampiros, pero ella las consideraba insanas. Después de pasar siglos juntos, tendían a fundirse en una sola criatura con dos o más cuerpos, y se desangraban unos a otros hasta el punto de perder su individualidad original. En cualquier caso, su reputación de ser extremadamente crueles e implacables era peor que la de los peores proscritos no muertos.
Era una mañana fría y gris. Noviembre estaba ya avanzado, pasadas ya las fiestas de Halloween y la Noche de Guy Fawkes, ninguna de las cuales habían sido muy celebradas este año. La niebla era tan densa que el sol no alcanzaba las calles. El coche avanzaba poco a poco.
Esta vez, el mundo era verdaderamente distinto. Los vampiros ya no eran seres secretos. Charles y ella no serían únicos, ni siquiera diferentes de lo normal. Su pequeño amor debía de estar repitiéndose en miles de variantes por todo el país. Vlad Tepes no se había molestado en pensar en las implicaciones de su conquista del poder. Como Alejandro, había cortado el nudo gordiano; los cabos sueltos cayeron donde pudieron, sin guía ni juicio.
La noche pasada, con Charles, había sido algo más que el acto de alimentarse. A pesar de sus preocupaciones, permanecía deleitada por su sangre. Todavía podía saborearla y sentirlo dentro de ella.
El cochero abrió la portezuela y le dijo que estaban en Commercial Street.
50 Vita brevis
No tenía la intención de acurrucarse en un coche de caballos y adentrarse en el peor agujero de Londres como si diera una vuelta por Piccadilly. No es que ningún cochero osara aventurarse en el Old Jago por temor a que le ensuciaran el vehículo, le robasen la recaudación o le dejaran el caballo desangrado. La última vez que Godalming había estado en Whitechapel, siguiendo los pasos de sir Charles, había comprendido lo aterrador que era el barrio. Podía necesitar semanas de paciente trabajo para encontrar a ese sargento, pero al final lo hallaría. Con Mackenzie muerto y Kostaki prisionero, no tenía rivales en la búsqueda. Sólo él conocía el rostro de su presa.
Mientras caminaba por Commercial Street, Godalming silbaba la canción «The Ghost's High Noon», de Ruddigore. No era una melodía recomendable políticamente para alguien que era íntimo de lord Ruthven, pero era difícil apartarla de la cabeza. Además, cuando tuviese la prueba irrefutable de que el club Diógenes conspiraba contra el príncipe consorte, se le perdonaría todo. Su prolongada asociación cómo cálido con Van Helsing se borraría de todos los registros. Sabía bien cuál sería su próximo cargo. Arthur Holmwood iba hacia arriba.
Su visión nocturna había mejorado notablemente. Toda la calidad de sus percepciones cambiaba con cada noche que pasaba. La niebla que envolvía a la gente de las calles era para él una tenue bruma. Podía distinguir una variedad infinita de sonidos, aromas y sabores.
Aunque Ruthven viviera eternamente, era improbable que se mantuviese siempre al costado del príncipe consorte. Era demasiado temperamental para el cargo y acabaría por caer en desgracia. Cuando eso sucediera, Godalming estaría preparado para desvincularse de su padrino. Tal vez incluso para sustituirlo.
Esta noche, en algún momento, tenía que alimentarse. Su apetito crecía con el aumento de su sensibilidad. Lo que había sido una conducta desmañada —forcejeando con una puta cálida antes de desgarrarla con los dientes hinchados y doloridos— era más sencillo a medida que se sentía más capacitado para imponer su voluntad a los cálidos. Sólo tenía que dar órdenes mentales a la conquista que había elegido y ella vendría a él, desnudando su cuello para satisfacerlo. Era dulce y peculiarmente delicioso. Su enfoque sería delicado y podría gozar más del placer de alimentarse.
Era el momento de hacer más vampiras, como Penélope Churchward. Necesitaría concubinas, amantes, criadas. Todo antiguo poderoso tenía su harén, unas descendientes que lo adorarían y atenderían sus intereses. Por primera vez, se preguntó qué le habría sucedido a la neonata Penny. Le había robado un traje. Debía buscarla y someterla a sus propósitos.
—¿Art? —sonó la voz de una muchacha educada—. Quiero decir, usted es lord Godalming, ¿no?
Miró a la muchacha y sus pensamientos se agazaparon. Era como verse arrastrado desde el pico de una montaña a un lodazal, como ser forzado a considerar pequeñeces después de haber tenido la perspectiva de lo colosal.
—Señorita Reed, es un placer verla —ronroneó.
Kate lo miró con extrañeza, casi perpleja. El pensó en alimentarse de ella, pero no estaba preparado. La sangre de los vampiros era embriagadora. Sólo los auténticos antiguos podían sobrevivir con una dieta de esa sustancia, obteniéndola como tributo de sus vasallos. Todavía no era lo bastante fuerte, pero Kate podría ser una vasalla adecuada el siglo próximo. Sin duda, era débil y podía ser fácilmente convertida en una devota sumisa.
La muchacha parecía aterrada; su expresión destilaba repugnancia.
—Lo siento —dijo—. Ahora veo que me he confundido.
Desde la conversión, ella había cambiado. Godalming había subestimado terriblemente a Kate Reed. Ella le había leído totalmente los pensamientos. Llevaba los pensamientos escritos en la cara, o tan abiertamente en la cabeza que incluso un neonato podía distinguirlos. Tendría que ir con más cuidado. La muchacha se retiró rápidamente, casi corriendo. En el futuro próximo no recibiría con agrado sus atenciones. No obstante, él tenía tiempo. Finalmente, la reclamaría.
Empezó a silbar de nuevo, pero la melodía era disonante a sus propios oídos. Con considerable irritación, comprendió que Kate Reed lo había alterado. Estaba tan embelesado en sus nuevas habilidades y percepciones que había descuidado la máscara que había formado parte de él mucho antes de dejar atrás sus días cómo cálido. Había dejado que otra persona lo viera tal como era verdaderamente, lo que era imperdonable. Su padre, su padre humano, le habría dado una buena paliza por mostrar sus cartas de una forma tan descarada.
Quería estar entre la gente, oculto en la multitud. Había una taberna, Ten Bells, al otro lado de la calle. Tal vez encontrase allí a una mujer. Cruzó la calle, esquivó un carro y entró en el bar...
Había algunos cálidos dispersos entre el gentío, pero el Ten Bells era principalmente un bar de vampiros. Godalming resistió las raquíticas tentaciones de una pinta de sangre de cerdo, pero encontró compañía en un par de putas neonatas. Para todos menos para sus presas, parecía un «murgatroide» del West End. Lucía su camisa más chillona y su chaqueta más ajustada y representaba el papel de un mequetrefe sediento de sangre y con la cabeza hueca.
Las putas se llamaban Nell y Marie Jeanette, y estaban ligeramente achispadas por la ginebra y la sangre de cerdo. Nell era bastante peluda, con un sorprendente mechón de púas rojas en la cara. Marie Jeanette era irlandesa, con absurdas pretensiones y vestidos nuevos. Ésta, que era casi bonita, tenía una cita más tarde, seguramente con un admirador adinerado. Ella sólo pasaba el rato, pero Nell estaba trabajando en serio y se tomó muchas molestias para mostrarse interesada, comentando a menudo el buen aspecto de su nuevo amigo y su obvia inteligencia. Él hizo lo posible por parecer un idiota borracho y afectado.
Nell estaba pergeñando un plan supuestamente tentador relacionado con una tercera, que era cálida. Le propuso que fueran juntos a su habitación, donde él podría obtener placer de las dos, satisfaciendo todos sus deseos en una sola cama. No paraba de frotar su velluda mejilla contra él y le dejaba oler su perfume animal.
—Tienes que frotarme bien, Artie —dijo, alisándose la pelambrera del brazo y luego encrespándola—. Depende de lo que te guste.
Él miró a los clientes de la taberna y vio a un hombre en la barra, al fondo. Godalming, con una oleada de excitación, lo supo. Se apretó contra el cuello de Nell para asegurarse de que su rostro se mantenía en la sombra. El hombre, con una pinta de sangre de cerdo en la mano, se volvió; tenía un tacón apoyado en la baranda de la barra y miró alrededor. Era el sargento. Tomó un largo trago y se limpió el residuo de sangre del bigote con el dorso de la mano. Llevaba un traje de cuadros, no el uniforme de policía, pero era inconfundible.
—Ese hombre de la barra con el mostacho extravagante —dijo Godalming—, ¿lo conoces? Míralo con disimulo.
Si Nell se percató de que él era repentinamente el doble de inteligente y tenía la mitad de interés por ella, aceptó el cambio sin protestar. Estaba acostumbrada a las peticiones de sus amigos. Como una buena espía, lanzó una mirada disimulada y le susurró:
—Es un cliente habitual. Danny Dravot.
El nombre no le decía nada, pero al oírlo sintió un cosquilleo de emoción en el estómago. Su presa tenía una cara y un nombre. Dravot estaba casi en poder de Godalming.
—Creo que lo conocí en el ejército —comentó.
—He oído que estuvo en la India. O quizás en Afganistán.
—Apostaría a que era sargento.
—Así lo llaman algunos.
Marie Jeanette los estaba escuchando. Debía de sentirse marginada, esperando a su pareja que se demoraba.
—¿Quieres invitarlo? —preguntó Nell.
Godalming miró los brillantes ojos rojos de Dravot. Aunque agudos y listos, no parecieron fijarse en él.
—No —contestó a la puta—. No es el tipo que yo creía.
Dravot apuró su pinta y salió de Ten Bells. Godalming aguardó un momento y se incorporó, dejando plantadas a las dos putas. Estarían unos segundos confundidas, pero luego buscarían a otro cliente. Las zorras no eran ninguna amenaza.
—¡Eh!, ¿adonde vas? —protestó Nell.
Se apartó de la mesa, aparentando estar borracho.
—Está cargado de ron —dijo Nell a Marie Jeanette.
Las puertas se abrieron justo cuando él llegó a la salida y pasó a la calle, dando un empujón al cliente que entraba. Dravot se marchaba con paso rápido en dirección al Old Jago. Godalming hizo ademán de seguirlo, pero una mano se apoyó en su hombro.
—Art...
De todas las personas del imperio, ¡tenía que tropezar con Jack Seward! El doctor estaba muy cambiado. Todavía era cálido y parecía diez años más viejo, con el rostro demacrado, los cabellos teñidos de blanco y muy pálido. Su traje había sido de buena calidad, pero le faltaban algunos botones, por no hablar del polvo.
—¡Válgame Dios, Art! ¿Qué...?
Dravot se detuvo a charlar con un afilador de cuchillos. Godalming dio las gracias a la Providencia y se preguntó cómo podría librarse de este viejo amigo venido en mala hora.
—Pareces... —Incapaz de completar una frase, Seward meneó la cabeza y sonrió—. No sé qué decir.
Godalming notó que Seward no estaba en sus cabales. La última vez que lo había visto —en Purfleet, cuando, siendo un loco cálido, Godalming se había atrevido a desafiar a Drácula y había acabado huyendo para salvar la vida, dejando atrás a sus compañeros con el conde—, Seward había estado nervioso pero con dominio de sí mismo. Ahora era un hombre destrozado. Aún vivo, pero totalmente roto, como un reloj que se salta las horas y a veces gira las manecillas hacia atrás.
Dravot estaba enfrascado en su conversación con el afilador. Debía de ser uno de sus compinches.
—¡Eres un vampiro! —exclamó Seward.
—Eso es evidente.
—Como él. Como Lucy.
Godalming se acordaba de Lucy, de cómo había chillado cuando él le clavó la estaca. Y el terrorífico chirrido de la sierra sobre la columna vertebral cuando Van Helsing y Seward le separaron la cabeza llena de ajos. La vieja cólera volvió.
—No, no soy como Lucy.
Dravot echó a andar otra vez. Godalming rodeó a Seward y titubeó. Si echaba a correr, el sargento sabría que lo perseguían y tomaría medidas para eludir al perseguidor. Sin hacer más caso de Seward, empezó a caminar, fingiendo ir paseando, pero en realidad avanzando con paso calmado y con la mirada clavada en Dravot. El médico lo alcanzó, caminó a su lado y dio cortos gritos para llamar su atención, como un mendigo terco. Tras ellos, alguien más había salido de Ten Bells y llamaba a gritos a Seward. Era Marie Jeanette. Desde luego, Seward había cambiado de costumbres desde la última vez que se habían encontrado.
—Art, ¿por qué te convertiste? Después de todo lo que nos hizo, ¿por qué...?
Dravot entró en un callejón. Godalming pensó que el sargento se había alarmado por el revuelo.
—Art, ¿por qué...?
Seward estaba al borde de una crisis nerviosa. Godalming lo apartó de un empujón y siseó. Debía librarse de aquel tipo insoportable. El médico tropezó con una farola, pasmado y asombrado.
—Déjame en paz, Jack.
El doctor se estremeció y sus viejos temores regresaron. Godalming oyó el rápido taconeo de las botas de Marie Jeanette, que se acercaba corriendo a ellos. Bien. La puta distraería a Seward. Dio media vuelta y siguió a Dravot. El sargento había doblado otra esquina alejándose del Jago y rodeaba el mercado hacia Aldgate. ¡Maldición! Ahora estaba al descubierto. Godalming tendría que caminar más deprisa que el neonato y alcanzarlo. Tenía un revólver cargado con balas de plata. Necesitaba vivo a Dravot, pero estaba dispuesto a dejar lisiado al sargento con tal de atraparlo. Cuanto más le doliese, más dispuesto estaría a delatar a sus secuaces. Dravot era el hombre clave. Si podía presionarlo adecuadamente, el futuro presentaba todas las ventajas para Godalming. Estaba seguro de sus propias facultades, de su fuerza. Sus colmillos curvados estaban cómodos en los receptáculos formados dentro de su boca. Ya no se mordía.
Godalming persiguió al sargento Danny Dravot por el laberinto de calles que, como una madriguera, rodeaban el mercado. Incluso cuando su presa no estaba a la vista, parecía dejar un rastro reluciente en la niebla. Godalming podía oír el característico repicar de sus botas a varias calles de distancia. Sabía que esto podía ser peligroso, pues el sargento había demostrado una frialdad consumada al asesinar al inspector Mackenzie. Se acordó de Kate Reed y reafirmó su confianza. No sufriría las consecuencias de sobreestimar sus propios poderes.
Siguió a Dravot con cautela. Se alejaron del mercado y siguieron hacia Commercial Street. Godalming dobló en la esquina de Dorset, y no vio al sargento. En esta calle se abrían varios patios residenciales diminutos. El zorro debía de haberse agazapado en alguno de ellos. La niebla se arremolinaba en una arcada. Godalming estaba seguro de que tenía acorralado al hombre, pues la única salida que le quedaba era por una de las viviendas.
Empezó a silbar de nuevo, alegre por su próxima victoria, y echó a andar hacia el patio. Sus pasos eran ágiles y estaba preparado para la gran prueba de su fuerza. En primer lugar golpearía con los puños al neonato y sólo desenfundaría la pistola si tenía que zanjar el asunto. Era importante demostrar su superioridad al vampiro inferior.
Una pareja apareció al final de Dorset Street y avanzó hacia él. Eran Seward y su puta. No le importaban. Sería útil tener testigos de su acción. Jack Seward, al fin y al cabo, serviría a la causa de Arthur Holmwood.
—Jack, he atrapado a un criminal —dijo—. Quédate en este patio y llama a un agente de policía si pasa alguno por aquí.
—¡Un criminal! —exclamó Marie Jeanette—. ¡Válgame el cielo! ¿En Míller's Court?
—Un hombre desesperado —les explicó—. Soy un agente del primer ministro en asunto oficial urgente.
El rostro de Seward era sombrío. Marie Jeanette no podía seguir el curso de los acontecimientos.
—Yo vivo en Miller's Court —dijo la puta.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Seward.
Godalming atisbaba entre la niebla. Pensó que podía ver al sargento, plantado en el patio, aguardándolo.
—¿Qué ha hecho?
Godalming sabía que iba a causar una tremenda impresión en aquellos idiotas.
—Es el Destripador.
Marie Jeanette contuvo la respiración y se llevó la mano a la boca.
Jack Seward parecía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
—Lucy, no te acerques —ordenó el doctor, con una mano en el interior del abrigo.
La confianza de Godalming se resquebrajó. Dravot lo desafiaba a entrar en Miller's Court. Seward y Marie Jeanette eran pulgas que tenía que eliminar. Él tenía un destino que cumplir, pero una minucia iba mal.
—La has llamado Lucy —dijo—. Ella no se llama Lucy.
Se volvió hacia Seward, que se abalanzó sobre él y movió rápidamente el brazo. Godalming sintió el impacto de la plata en el pecho. Algo afilado se le había clavado en el cuerpo, deslizándose veloz y suave entre sus costillas.
—Y ese hombre de ahí... —replicó Seward, señalando el patio con la cabeza.
Un tremendo dolor se extendió por el pecho de Godalming. Estaba envuelto en hielo, pero una aguja al rojo vivo lo estaba traspasando. Se le nubló la visión y un estrépito confuso lo envolvió, antes de verse privado de todos sus sentidos.
—... no se llama Jack.
51 En el corazón de las tinieblas
Hacia horas que había pasado la medianoche. Geneviève estaba sentada en la silla de Jack, contemplando los papeles desordenados sobre el escritorio. A su vuelta, Morrison le había informado de cinco crisis distintas que habían surgido desde su marcha el día anterior por la tarde. Con su tacto habitual, el joven le había recriminado el descuido de sus deberes, cosa que también había hecho el director últimamente. El tiro había dado en la diana. Habría que hacer algo pronto. Jack estaba con su lagarta y ella no se había comportado mucho mejor con Charles.
El propósito del Hall estaba cambiando. Con la muerte de Druitt, la programación de las conferencias había quedado deshecha. El principal propósito de la institución, la educación, se estaba derrumbando. Entretanto, con el hospital trabajando a duras penas, el Hall se convertía cada vez más en un establecimiento médico. Las salas de conferencias se convertían en salas de enfermos. Jack, cuando podía ser distraído de sus intereses personales, autorizaba la contratación de más personal médico. El problema inmediato era conseguir la gente cualificada suficiente para tener un comité de entrevistas. Y, como siempre, el dinero escaseaba. Los que habían sido generosos en el pasado parecían encontrar otros intereses. O se convertían. Los vampiros eran notablemente poco caritativos.
Ella estaba desgarrada entre el placer de su último acto de alimentarse, que se desvanecía rápidamente, y los mil problemas acuciantes de Toynbee Hall. Recientemente había dejado sueltos demasiados retazos de su vida, demasiadas demandas de su tiempo. Estaba descuidando asuntos importantes.
Se levantó y se paseó por la habitación. Una pared estaba cubierta por los libros médicos y los archivos de Jack. En el rincón, bajo una vitrina, estaba su querido fonógrafo. Como directora interina, este despacho debería haber sido su casa. Pero ella lo había cambiado por el Old Jago, por Chelsea. Ahora, se preguntaba si había estado persiguiendo a Jack el Destripador o a Charles Beauregard.
Estaba junto al ventanuco que se asomaba a Commercial Street. Esta noche, la niebla era más densa, un mar amarillo y en ebullición al nivel de la calle que rompía olas contra los edificios. Para los cálidos, el frío de noviembre sería tan agudo como una navaja. O un escalpelo.
El Destripador no había asesinado desde el último fin de semana de septiembre. Ella se atrevía a confiar en que hubiera desaparecido para siempre. Tal vez el coronel Moran tenía razón, tal vez Cuchillo de Plata era Montague Druitt. No. Eso era imposible. Y, no obstante, Montague había dicho algo aquella noche que persistía en el fondo de su mente.
Frente al Hall, envuelto en un abrigo negro, había un hombre. La niebla se arremolinaba alrededor y encima de él. Parecía debatirse en una duda interior, como ella. Era Charles.
Moran había dicho que el Hall era el centro de un patrón, un patrón señalado en el mapa por los asesinatos.
Charles cruzó la calle con una repentina resolución, mientras la niebla se separaba a su paso.
52 El final de Lucy
Ella era lo que quisieran que fuese, lo que los hombres querían que fuese: Mary Jane Kelly, Marie Jeanette, la sobrina del tío Henry, la señorita Lucy... Sería Ellen Terry si fuera de ayuda.
John se sentó en la cama a su lado. Ella le contaba de nuevo cómo se había convertido. Le contaba aquella noche en el prado, cuando su preciosa Lucy le había dado el Beso Oscuro. Ahora le contaba la historia como si ella fuese Lucy, y Mary Jane otra persona, una puta vulgar...
—Tenía tanto frío, John, tanta hambre, y me sentía tan nueva...
Era sencillo saber cómo se sentía Lucy. Ambas habían estado atrapadas por el mismo e inmenso pánico al despertar del sueño de la muerte. La misma sed desesperada, insaciable. Sólo que Lucy había despertado en una cripta, respetuosamente sepultada y llorada, mientras que ella lo había hecho en un carro, a pocos minutos de una fosa, mezclada con otros cadáveres no reclamados.
—Sólo era una puta irlandesa. Carecía de importancia, John. Pero era cálida, rolliza, viva. La sangre palpitaba en su dulce cuello.
El escuchaba con la cabeza inclinada. Ella suponía que estaba loco. Pero era un caballero. Y era bueno con ella y para ella. Antes, con aquel currutaco, la había protegido. Aquel loco que hablaba de Jack el Destripador la había amenazado, y John Seward se había enfrentado a él. No había esperado que fuese tan valiente en su defensa.
—Los niños no bastaban, John. Mi sed era terrible y me devoraba por dentro.
Mary Jane había estado confusa por los nuevos deseos, y le había costado unas semanas adaptarse, pero aquel tiempo parecía un sueño ahora. Estaba perdiendo los recuerdos de Mary Jane. Ella era Lucy.
Con su mano de médico, John acariciaba la camisa sobre sus pechos. Era la viva imagen del amante considerado. Antes, cuando había clavado el cuchillo al currutaco, lo había visto bajo otra luz. Su expresión había sido diferente al apuñalarlo. John le dijo que había sido vengada, y ella supo que se refería a Lucy. El currutaco había destruido a Lucy. Pero, con su muerte, aquella parte de la historia se había borrado de la mente de John. Tal vez su historia pasaría a ella, al ser más Lucy y menos Mary Jane. A medida que los recuerdos de Lucy goteaban en su mente, Mary Jane se sumergía lentamente en un mar tenebroso.
Mary Jane no había tenido ninguna importancia, así que se sentiría encantada de verla ahogarse. En las profundidades frías y oscuras, sería sencillo que Mary Jane se quedara dormida y despertara completamente como Lucy.
Pero su corazón dio un brinco...
Era difícil mantener el control a medida que cambiaban las cosas, pero era importante hacer el esfuerzo. John era su mejor esperanza de escapar de este pobre cuarto, de estas vulgares calles. Finalmente, lo convencería de que la mantuviera en una casa en la mejor zona de la ciudad. Tendría vestidos elegantes y criados. Y niños bien educados con sangre pura y dulce.
Estaba convencida de que el currutaco merecía morir. Estaba loco. No había nadie escondido en Miller's Court, esperándolo. Danny Dravot no era el Destripador. Sólo era otro viejo soldado, que siempre contaba mentiras sobre los paganos que había matado y las mujeres morenas con que se había acostado.
Como Lucy, recordaba que Mary Jane se agarraba la garganta con temor. Lucy se deslizó entre las criptas.
—La necesitaba, John —continuó—. Necesitaba su sangre.
Él estaba sentado en su cama, reservado, como un médico. Más tarde, ella le daría placer. Y bebería de él. Cada vez que bebía, era menos Mary Jane y más Lucy. Debía de haber algo en la sangre de John.
—La necesidad era dolorosa. Un dolor como jamás he conocido me corroía el estómago y llenaba mi pobre mente de fiebre roja...
Desde su renacimiento, el espejo de su cuarto había sido inútil. Nadie se molestaba en pintar un retrato suyo, así que era fácil olvidar la cara propia. John le había enseñado retratos de Lucy, que parecía una niña vestida con la ropa de su madre. Siempre que se imaginaba su cara, sólo veía a Lucy.
—La llamé para que saliera del sendero —dijo, inclinándose desde la pila de almohadas que tenía sobre la cama, con su rostro cerca del de John—. Cantaba en voz baja y le hacía señas. Deseaba que viniera conmigo, y vino...
Ella le acarició la mejilla y apoyó la cabeza contra su pecho. La melodía vino a su mente, y las palabras: «It was only a violet I plucked from my mother's grave». John contenía el aliento y sudaba ligeramente. Todas las fibras de su cuerpo estaban tensas. Su sed de él crecía a medida que contaba otra vez la historia.
—Había unos ojos rojos ante mí y una voz me llamaba. Me aparté del sendero y ella me estaba esperando. Era una noche fría, muy fría, pero ella sólo iba vestida con una camisa blanca. Su piel era blanca bajo la luz de la luna. Su...
Se detuvo. Estaba hablando como Mary Jane, no como Lucy. «Mary Jane —dijo para sus adentros—, ten cuidado...»
John se levantó, apartándola con suavidad, y cruzó la habitación. Cogió algo del lavamanos y miró en el espejo, tratando de encontrar algo en su reflejo.
Mary Jane estaba confusa. Toda su vida había dado a los hombres lo que ellos querían. Ahora estaba muerta y las cosas seguían igual. Fue junto a John y tiró de él. John dio un respingo, sorprendido. Naturalmente, no la había visto venir.
—John, ven a la cama —le susurró—. Dame calor. Él la apartó otra vez, ahora con rudeza. Ella no estaba acostumbrada a su propia fuerza de vampira. Se imaginaba todavía como una muchacha débil y, por tanto, lo era.
—Lucy —musitó él de forma inexpresiva, pero no a ella... Ella sintió ira en su mente. El último vestigio de Mary Jane, que trataba de mantener la boca y la nariz por encima de la superficie del mar tenebroso, explotó.
—¡No soy tu condenada Lucy Westenra! —gritó—. Soy Mary Jane Kelly, y no me importa que se sepa.
—No —dijo él. Metió la mano en la chaqueta y asió algo duro—. No eres Lucy...
Incluso antes de sacar el cuchillo de plata, ella comprendió lo estúpida que había sido por no haberse dado cuenta antes. Sintió una leve punzada en la garganta, donde le hizo el corte.
53 Jack en la máquina
Una enfermera cálida estaba sentada en el escritorio del vestíbulo y devoraba la última novela de Marie Corelli, Thelma. Beauregard tenía entendido que, desde su conversión, la prosa de la celebrada autora se había deteriorado aún más. Los vampiros no solían ser creativos, pues todas sus energías se dedicaban a la simple prolongación de la vida.
—¿Dónde está mademoiselle Dieudonné?
—Está provisionalmente en el puesto del director, señor. Debe de estar en el despacho del doctor Seward. ¿Desea que lo anuncie?
—No es necesario que se moleste, gracias.
La enfermera frunció el entrecejo y añadió mentalmente otra queja a una lista que tenía de «cosas que van mal con esa vampira». Beauregard se quedó sorprendido por unos instantes de participar de sus pensamientos claros y amargos, pero dejó a un lado la fugaz distracción mientras se dirigía al despacho del director en el primer piso. Su corazón palpitaba velozmente al recordarla, cerca de él, su cuerpo blanco y su boca roja.
—Charles —dijo ella.
Estaba de pie junto al escritorio de Seward, con los papeles diseminados a su alrededor. Él se sintió avergonzado. Después de lo que había pasado entre ellos, no sabía muy bien cómo comportarse en su presencia. ¿Debería besarla? Ella estaba detrás del escritorio y el abrazo seria incómodo, a menos que ella le hiciera sitio. Buscó una distracción y se concentró en un aparato metido en una vitrina, con unas cajas metálicas y un apéndice grande, como una trompeta.
—Es un fonógrafo Edison-Bell, ¿verdad?
—Jack lo utiliza para conservar notas médicas. Le apasionan los trucos y los juguetes.
El se volvió.
—Geneviève...
Ella estaba cerca ahora. No la había oído aproximarse desde detrás del escritorio. Ella lo besó levemente en los labios y. él la sintió en su interior otra vez, como una presencia en su mente. Le flaquearon las piernas, y supuso que era a causa de la pérdida de sangre.
—Está bien, Charles —dijo ella, sonriendo—. No pretendía hechizarte. Los síntomas desaparecerán dentro de una semana o dos. Créeme, tengo experiencia respecto a tu estado.
- Nunc scio quid sit Amor -citó él a Virgilio. «Por fin sé lo que es el Amor.» No conseguía pensar una sola línea continua de razonamiento. Intuiciones fugaces revoloteaban en su subconsciente, sin salir nunca a la superficie.
—Charles, esto podría ser importante —dijo ella—. Es algo que dijo el coronel Moran acerca del Destripador.
Con un esfuerzo de voluntad, él se concentró en el caso.
—¿Por qué Whitechapel? —preguntó ella—. ¿Por qué no el Soho, o Hyde Park, o cualquier otro sitio? El vampirismo no está limitado a este distrito, ni tampoco la prostitución. El Destripador caza aquí porque es lo que le conviene, porque él está aquí. En algún sitio próximo...
Él lo comprendió de inmediato. Su debilidad desapareció.
—Acabo de extraer nuestros registros —continuó ella, y dio unas palmadas sobre uno de los montones de papeles que tenía sobre la mesa—. Todas las víctimas fueron traídas aquí en un momento u otro.
Beauregard recordó el razonamiento de Moran.
—Todo regresa a Toynbee Hall por diversas rutas —confirmó él—. Druitt y tú trabajabais aquí. Stride fue traída aquí, y los asesinatos forman un círculo alrededor de este edificio. Dicen que todas las mujeres muertas estuvieron aquí...
—Sí, en el último año aproximadamente. ¿Es posible que Moran tuviera razón? ¿Pudo haber sido Druitt? No ha habido más crímenes.
Beauregard meneó la cabeza.
—Esto todavía no ha terminado.
—Ojalá Jack estuviese aquí.
Él cerró el puño.
—Entonces tendríamos al asesino.
—No, me refiero a Jack Seward. Él trató a todas las mujeres. Tal vez supiera si tenían algo en común.
Aquellas palabras se sumergieron en la mente de Charles, y un relámpago restalló detrás de su mirada. De súbito, lo supo...
—Tenían a Seward en común.
—Pero...
- Jack Seward.
Ella lo negó con la cabeza, pero él notó que estaba examinando lo mismo que él y se daba cuenta rápidamente. Sus mentes se desbocaron juntas. Él sabía los pensamientos de ella, y ella los suyos. Ambos recordaron que Elizabeth Stride había agarrado a Seward por el tobillo. Realmente había intentado decirles algo. Había hecho el gesto para identificar a su asesino.
—Un médico —dijo ella—. Confiaban en un médico. Así se acercó a ellas, incluso cuando el terror era generalizado...
Ella estaba recordando un millar de pequeños detalles que la asaltaban. Muchos pequeños misterios se resolvían: cosas que Seward había dicho y hecho, ausencias y actitudes... Todo quedaba explicado.
—«Algo va mal con el doctor Seward», me dijeron —recordó ella—. ¡Qué estúpida he sido! ¡Estúpida por no escuchar! ¡Idiota, idiota...! —Se golpeó la frente con el puño—. Se supone que leo las mentes y los sentimientos de los hombres, pero hasta hice caso omiso de Arthur Morrison. Soy la mayor imbécil que ha existido.
—¿Tiene diarios aquí? —preguntó Beauregard, tratando de distraerla de su ataque de reproches a sí misma—. ¿Registros personales, notas, lo que sea? Esos dementes suelen sentirse obligados a guardar un recuento de sus actos.
—He examinado sus archivos. Sólo contienen el material habitual.
—¿Algún cajón cerrado con llave?
—Sólo la vitrina del fonógrafo. Los cilindros de cera son delicados y hay que protegerlos del polvo.
Beauregard asió bien la cubierta y la arrancó del artilugio. Luego sacó el cajón. Su frágil cerrojo saltó en pedazos. Los cilindros estaban ordenados en tubos con etiquetas cuidadosamente anotadas.
—Chapman —leyó él en voz alta—. Nichols, Schön, Stride/Eddowes, Kelly, Kelly, Kelly, Lucy...
Geneviève estaba a su lado, hurgando aún más en el cajón.
—Y éstos... Lucy, Van Helsing, Renfield, tumba de Lucy.
Todos recordaban a Van Helsing, y Beauregard sabía que Renfield había sido el primer discípulo del príncipe consorte en Londres. Pero...
—Kelly y Lucy. ¿Quiénes son? ¿Víctimas desconocidas?
Geneviève repasó de nuevo los papeles del escritorio. Mientras los clasificaba, iba hablando.
—Me imagino que Lucy era Lucy Westenra, la primera descendiente inglesa de Vlad Tepes. El doctor Van Helsing la destruyó, y Jack Seward estaba involucrado con él. Siempre esperaba que los guardias cárpatos vinieran a buscarlo. Es casi como si hubiera estado escondido.
Beauregard chasqueó los dedos.
—Art también formaba parte de ese grupo. Lord Godalming. Él podrá suministrar los demás detalles. Ahora me acuerdo: Lucy Westenra. La conocí una vez cuando era cálida, en casa de los Stoker. Formaba parte de ese grupo.
Era una muchacha bonita y remilgada, semejante a Florence cuando era joven. Todos los hombres revoloteaban a su alrededor. A Pamela no le gustó, pero Penélope, entonces una niña, la idolatraba. Beauregard comprendió que su ex prometida se peinaba como Lucy, y eso la hacía menos parecida a su prima.
—Jack la amaba —afirmó Geneviève—. Eso fue lo que lo introdujo en el círculo de Van Helsing. Lo que sucedió debió de hacerle perder la razón. Debí darme cuenta. A ella la llama su Lucy.
—¿Ella?
—Su amante vampira. No es su nombre verdadero, pero así la llama él.
Geneviève estaba clasificando el interior de un cajón de un archivador macizo, repasando diestramente los ficheros con un dedo.
—En cuanto a Kelly —dijo ella—, tenemos cientos de Kellys en nuestros registros. Pero sólo una que encaje en las exigencias de Jack.
Le entregó una hoja de papel con los detalles del tratamiento de una paciente: Kelly, Mary Jane; Miller's Court, 13.
El rostro de Geneviève tenía el color de la ceniza.
—Éste es el nombre —declaró—. Mary Jane Kelly.
54 Tejido conjuntivo
El 9 de noviembre de 1888, Geneviève Dieudonné y Charles Beauregard salieron de Toynbee Hall justo antes de las cuatro de la madrugada. Todavía faltaban unas horas para el amanecer y la luna estaba oculta por las nubes. La niebla, aunque ligeramente más fina de lo habitual, era suficientemente densa para reducir la visión nocturna incluso de un vampiro. No obstante, realizaron su viaje rápidamente.
Geneviève y Beauregard recorrieron Commercial Street, giraron al oeste en Dorset, pasaron frente a Britannia, una taberna, y buscaron la dirección de Mary Jane Kelly que tenían. Miller's Court sólo era accesible por un estrecho arco de ladrillo en el lado norte de Dorset Street, entre el número 26 y una tienda de velas.
No prestaron ninguna atención a un personaje envuelto en harapos acurrucado en el interior del patio, en la suposición de que era un vagabundo. Era un lugar común para los que carecían de los cuatro peniques que costaba una cama. En realidad, el personaje era Arthur Holmwood, lord Godalming, y no estaba durmiendo.
Pasaron unos momentos decidiendo cuál era la entrada al 13, una vivienda de una sola habitación en la planta baja que daba al 26 de Dorset Street. Fueron atraídos por una línea de luz roja que salía por el umbral. Todavía no había sonado la campanada del cuarto de hora. Cuando llegaron, el doctor John Seward llevaba más de dos horas trabajando. La puerta del 13 de Miller's Court no estaba cerrada con llave.
55 ¡Por todos los diablos!
Charles lanzó una maldición, esforzándose por contener el aliento. Geneviève, que no tenía tiempo de asombrarse por su vocabulario, tuvo que estar de acuerdo.
El olor grasiento a sangre y muerte la asaltó como una bala en el vientre. Tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no desmayarse. En otras ocasiones había visto los despojos dejados por asesinos, así como campos de batalla empapados de sangre, estragos causados por la peste, cámaras de tortura y cadalsos. El 13 de Miller's Court era peor que todo aquello.
Jack Seward estaba arrodillado en medio de unos despojos apenas reconocibles como pertenecientes a un ser vivo. Todavía estaba trabajando, con el delantal y las mangas manchadas de rojo. Su escalpelo de plata brillaba a la luz del hogar.
La habitación de Mary Kelly era pequeña: un lecho, una silla, un hogar y apenas el suelo suficiente para caminar entre ellos. La operación de Jack había desparramado a la muchacha por la cama y el suelo, y había manchado las paredes hasta una altura de un metro. Las baratas cortinas de muselina estaban salpicadas de manchas del tamaño de medio penique. Había un espejo cuyo cristal cubierto de polvo estaba marcado con gotas de sangre. En el fuego ardía un bulto de ropa y arrojaba una luz rojiza que hería los sensibles ojos de Geneviève.
Jack no se mostró preocupado por su intrusión.
—Casi he terminado —dijo, arrancando algo de un pedazo en forma de pastel que había sido una cara—. Tengo que asegurarme de que Lucy está muerta. Van Helsing dice que su alma no descansará hasta que esté realmente muerta.
Estaba calmado, no deliraba. Realizaba la carnicería con la precisión de un cirujano, con un propósito en la mente.
—Ya está —anunció Jack—. Está liberada. Dios es misericordioso.
Charles había desenfundado su pistola y le apuntaba. Le temblaba la mano.
—Suelte el cuchillo y apártese de ella —ordenó.
Jack dejó el cuchillo sobre el lecho y se incorporó, limpiándose las manos en un trozo ya manchado de su delantal.
—¿Lo veis? Ya descansa en paz —dijo Jack—. Duerme bien, Lucy, amor mío.
Mary Jane Kelly estaba realmente muerta. A Geneviève no le cabía duda.
—Se ha acabado —prosiguió Jack—. Lo hemos vencido. Hemos derrotado al conde. El contagio no se propagará.
Geneviève no tenía nada que decir. Su estómago seguía apretado en un puño. Jack pareció verla por primera vez.
—Lucy —exclamó, alarmado. Veía a otra persona, en otro lugar— Lucy, todo lo hice por ti...
Se inclinó para recoger su escalpelo de plata, y Charles le disparó en el hombro. El hombre dio un giro, agitando los dedos en el aire, y chocó contra la repisa de la chimenea. Oprimió su mano enguantada contra la pared y se desplomó; sus rodillas sobresalieron al intentar encogerse. Se tapó la herida, acurrucado contra la chimenea. El disparo lo había atravesado por completo y le había quitado las ansias asesinas.
Geneviève cogió el escalpelo de la cama. Su hoja de plata le daba escalofríos, así que le dio la vuelta para sujetarlo por la empuñadura esmaltada. Era un objeto muy pequeño que había hecho mucho daño.
—Tenemos que sacarlo de aquí —indicó Charles—. Una turba lo haría pedazos.
Geneviève obligó a Jack a incorporarse, y entre ambos consiguieron llevarlo al patio. Tenía la ropa sucia de sangre seca.
Casi había amanecido y Geneviève se sintió repentinamente cansada. El aire frío no le despejó el pálpito de la cabeza. La imagen del 13 de Miller's Court estaba impresa en su mente como una foto sobre papel. Pensó que jamás se borraría.
Jack era fácil de manejar. Iría con ellos a una comisaría dé policía, o al infierno.
56 Lord Jack
Hacia un calor sofocante en el cuarto de Mary Jane Kelly, por lo que el frío del patio fue estimulante. Una vez fuera del osario, Beauregard comprendió que, aunque el misterio estaba resuelto, se enfrentaba a un dilema. Las mujeres estaban muertas y Seward loco de atar. ¿Qué justicia se haría entregándolo a Lestrade? ¿Según qué intereses iba a actuar él ahora? ¿Los de sir Charles Warren, dejando que la policía se quedara con el mérito del arresto? ¿Los del príncipe consorte, entregando a otro enemigo derrotado a las estacas de la entrada del palacio?
—Él me mordió —dijo el Destripador, recordando un incidente trivial—, el loco me mordió.
Seward levantó su mano hinchada y enguantada. Había sangre acumulada en su palma.
—Vlad Tepes lo hará inmortal para torturarlo eternamente —afirmó Geneviève.
Alguien salió de la tienda de velas y se plantó en el arco. Beauregard vio unos ojos rojos en la oscuridad y adivinó la silueta de un hombrón con un abrigo de cuadros al estilo de Ulster y sombrero hongo. ¿Cuántas cosas había presenciado este vampiro? Entró en el patio.
—Bien hecho, señor. Ha acabado con Jack el Destripador.
Era el sargento Dravot, del club Diógenes.
—Todo este tiempo, señor, ha habido dos asesinos que trabajaban juntos —añadió Dravot—. Debería haber resultado evidente.
Beauregard sintió que todo giraba a su alrededor. Dravot se inclinó y tiró de una manta raída que cubría un bulto humano que había sido dejado en un rincón. Los miró una cara muerta, con los labios retraídos en una última mueca.
—¡Es Godalming! —exclamó Beauregard.
—Lord Godalming, señor —dijo Dravot—. Estaba conjurado con el doctor Seward. Anoche se pelearon.
Beauregard no conseguía que encajaran las piezas. Se arrodilló junto al cadáver. Había una gran mancha de sangre negra en el pecho de Godalming, que le había empapado la camisa. En la mancha había una herida encima del corazón.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabe, Dravot?
—Usted ha atrapado a los Destripadores, señor. Yo sólo lo he estado vigilando. La junta me asignó la tarea de ser su ángel de la guarda.
Geneviève se mantenía alejada de ambos, sosteniendo a Jack Seward por el brazo. Su rostro estaba en sombras.
—¿Y Jago? ¿Fue usted? —preguntó Beauregard.
Dravot se encogió de hombros.
—Eso es otro asunto, señor.
Beauregard se incorporó, apoyándose en los adoquines con el bastón, y se limpió las rodillas.
—Habrá un triple escándalo. Godalming estaba bien considerado. Tenía reputación de hombre prometedor.
—Su nombre será totalmente denigrado, señor.
—Y era un vampiro. Eso causará una conmoción. Se suponía que el Destripador era cálido.
Dravot asintió.
—Creo que la junta estará encantada —continuó Beauregard—. Esto pondrá a muchos en una situación incómoda. Habrá repercusiones. Se destruirán carreras y se derrumbarán reputaciones. El primer ministro parecerá un imbécil.
—Todo queda en orden, caballeros —intervino Geneviève con amargura—. Pero ¿qué hay de Jack?
Dravot y Beauregard la miraron. Y miraron a Seward. El Destripador estaba apoyado en la pared del patio. Su rostro era casi inexpresivo, y goteaba sangre de su herida.
—Ha perdido totalmente la razón —añadió Geneviève—. El delgado hilo que la mantenía unida se ha cortado.
—Sería mejor que el señor Beauregard hiciera los honores.
Geneviève miró a Dravot con una expresión próxima al desdén. Beauregard sintió que no tenía alternativa. Sus acciones habían sido dirigidas por otros, y así había llegado al final de su misión. Con gran cansancio, comprendió que había hecho poco más que dar tumbos en un curso ya marcado para él.
—Sujétalo —indicó Beauregard—. Contra la pared.
Geneviève tenía agarrado a Seward por la garganta, con las uñas extendidas.
—Charles, no es necesario que lo hagas. Si hay que hacerlo, yo puedo...
Él negó con la cabeza. Ella no podía librarlo de esto. Había sucedido lo mismo con Elizabeth Stride. Sólo había sido misericordioso.
—Está bien, Geneviève —dijo—. Sólo sujétalo.
Beauregard desenvainó su espada-bastón. Geneviève asintió y Beauregard clavó la hoja a través del corazón de Seward, hasta que la punta arañó un ladrillo. Beauregard retiró la espada y la envainó. Seward, muerto instantáneamente, se desplomó y quedó tendido al lado de Godalming. Dos monstruos juntos.
—Buen trabajo, señor —aprobó Dravot—. Acorraló a los dos asesinos, y el doctor Seward enloqueció. Destruyó a su secuaz y usted lo derrotó en combate singular.
A Beauregard lo irritó que lo tratase como si fuera un colegial tutelado por sus compañeros para contar una excusa.
—¿Y qué hay de mí?
Beauregard y Dravot miraron a Geneviève.
—¿Soy un «cabo suelto» como Jack, como Godalming? ¿Como esa pobre chica de ahí? —Señaló con la cabeza a Mary Jane Kelly—. Usted dejó que la hiciera pedazos, ¿verdad?
Dravot no contestó.
—Usted o Jack mataron a Godalming. Luego, sabiendo quién era, usted se mantuvo al margen y dejó que la liquidara a ella. Así quedaba todo más ordenado. Ni siquiera tuvo que ensuciarse las manos.
Dravot aguardó. Beauregard estaba seguro de que el sargento tenía un revólver cargado con balas de plata.
—Nosotros hemos venido en el momento oportuno —prosiguió ella—, para rematar la historia. —Sostuvo en alto el escalpelo de Seward—..¿Quiere que lo utilice? Así sería aún mejor.
—Geneviève, no entiendo... —dijo Beauregard.
—No, claro que no. ¡Pobre Charles! Entre sanguijuelas como Godalming y esta criatura, Dravot, pareces una oveja perdida. Igual que Jack Seward.
Beauregard miró largo rato a Geneviève antes de volverse hacia Dravot. Si era preciso, la protegería con su propia vida. Había límites a su devoción a los planes del club Diógenes.
Pero el sargento se había ido. Más allá del arco, la niebla se dispersaba. Casi había amanecido. Geneviève se acercó a él, y Charles la abrazó. El mundo dejó de dar vueltas. Juntos, eran el punto fijo.
—¿Qué ha pasado aquí, qué ha sucedido en realidad? —preguntó ella.
El no lo sabía aún.
Juntos, exhaustos, salieron de Miller's Court. Al otro lado de Dorset Street paseaban un par de agentes de policía, charlando durante la ronda. Geneviève silbó para atraer su atención. Su trino no fue un sonido humano y perforó los tímpanos de Beauregard como una aguja. Los agentes corrieron hacia ellos empuñando sus porras.
—Serás el héroe —le susurró ella.
—¿Por qué?
—No tienes alternativa.
Los policías llegaron junto a ellos. Ambos parecían tremendamente jóvenes. Uno era Collins, al que él recordaba de su visita con el sargento Thick. Collins reconoció a Beauregard y casi le hizo un saludo.
—Hay una mujer muerta en ese patio —les dijo Beauregard—. Y dos asesinos, también muertos. Jack el Destripador está acabado.
Collins pareció asombrado. Luego sonrió.
—¿Acabado?
—Acabado —repitió Beauregard, inseguro pero en tono convincente.
Los dos agentes entraron corriendo en Miller's Court. Al cabo de un momento, volvieron a salir y empezaron a hacer sonar sus silbatos. Pronto el área estaría abarrotada de policías, periodistas, buscadores de noticias sensacionales. Beauregard y Geneviève tendrían que dar amplias explicaciones, más veces de las que podían soportar.
En su imaginación, Beauregard vio a Jack Seward de rodillas en la planta baja, con la cosa ensangrentada que había sido Mary Jane Kelly. Geneviève se estremeció con él. El recuerdo lo compartirían para siempre.
—Estaba loco —dijo ella—, pero no era responsable.
—Entonces ¿quién lo era? —preguntó él.
—La cosa que lo volvió loco.
Beauregard levantó la mirada. El último rayo de luna brilló a través de la neblina. Se imaginó que un murciélago, grande y negro, cruzaba la cara del satélite.
57 La vida familiar de nuestra querida reina
Netley descargó el látigo. El imponente carruaje había cruzado las angostas calles de Whitechapel de forma tan nerviosa corno una pantera en el laberinto de Hampton Court, incapaz de moverse con su elegancia y velocidad habituales. En las avenidas más amplias de la ciudad, corría a mayor velocidad. La suspensión era perfecta y arrullaba a su pasajera sin siquiera el crujido de la madera y el hierro. Unos ojos hostiles fueron atraídos al escudo de armas de oro que resaltaba como una cicatriz roja y dorada en la puerta negra pulida. A pesar del lujoso interior, para Geneviève el reposo era imposible. Con tapicería de piel negra y discretas lámparas metálicas, el carruaje real era demasiado semejante a un coche fúnebre.
Siguieron por Fleet Street y pasaron frente a las oficinas asaltadas y quemadas de los grandes periódicos de la nación. Esta noche no había niebla, sólo un viento cortante. Todavía se publicaban periódicos, pero Ruthven había instalado en las redacciones a mansos editores vampiros. Incluso los monárquicos más fervientes estaban hartos de los débiles respaldos a las últimas leyes o los interminables elogios a la familia real. Muy raras veces se imprimía un artículo que, combinado con cierta información privada, pudiera calificarse de noticia, como la reciente nota en The Times de la expulsión del club Bagatelle del coronel Sebastian Moran. Sus increíbles habilidades en la mesa de whist, que se ampliaban a unas manipulaciones poco ortodoxas de la baraja de cartas, estaban ahora gravemente restringidas por su inexplicable pérdida de los dedos meñiques de ambas manos.
Al pasar frente a los tribunales de justicia, unas hojas de periódico de gran formato volaban por el oscuro pavimento del Strand. Los viandantes, incluso aquellos a quienes la ropa delataba como miembros de las clases altas, se apresuraron a recoger estos diarios y guardarlos dentro de los abrigos. Un agente de policía hizo cuanto pudo por recoger el mayor número posible, pero llovían de un desván como las hojas en otoño. Impresos a mano en sótanos, era imposible suprimirlos; no importaba cuántas instalaciones fueran descubiertas, cuántos redactores fueran arrestados: el espíritu de la oposición persistía. Kate Reed, la admiradora de Charles, se había convertido en el faro de la prensa ilegal. En su escondite, se había ganado la reputación de Ángel de la Insurrección.
En Pall Mall, Netley, a quien Geneviève consideraba un tipo nervioso, se detuvo ante el club Diógenes. Al cabo de un momento se abrió la puerta y Charles se reunió con ella en el coche. Tras darle un beso, sus labios fríos sobre la mejilla de ella, se sentó enfrente para desalentar otros gestos de intimidad. Lucía un traje de noche inmaculado, el forro escarlata de su abrigo como sangre derramada sobre el asiento y una rosa blanca perfecta en la solapa: Ella lanzó una mirada a la portezuela al cerrarse y vio el inescrutable rostro del vampiro bigotudo de Miller's Court.
—Buenas noches, Dravot —saludó Charles al criado del club Diógenes.
—Buenas noches, señor.
Dravot permaneció en el bordillo, en posición de firmes pero conteniendo un saludo. El coche tenía que tomar una ruta tortuosa hacia el palacio. El Mall había estado obstruido por los cruzados durante la mayor parte de la semana anterior; todavía permanecían los restos de las barricadas y grandes extensiones de St. James Street estaban destrozadas, con los adoquines convertidos en proyectiles.
Charles se sentía retraído. La había visto varias veces desde la noche del 9 de noviembre; incluso la habían admitido en la sacrosanta Sala de la Estrella del club Diógenes como testigo en una audiencia privada de la junta directiva. Charles había sido convocado para informar de las muertes del doctor Seward, lord Godalming y, de pasada, Mary Jane Kelly. El tribunal tenía mucho que ver con la decisión sobre qué verdades debían ocultarse y cuáles debían notificarse al público en general. El presidente, un diplomático cálido que había soportado los cambios, lo escuchó todo pero no emitió ningún veredicto. Cada pizca de información daba forma a la política de un club que, a menudo, era más que un club. Geneviève supuso que era el escondrijo de los pilares del ancien régime, por no hablar de un nido de insurrectos. Aparte de Dravot, había pocos vampiros en el club Diógenes. Ella sabía que Charles había jurado que ella mantendría la discreción. De lo contrario, suponía que el sargento la visitaría con un alambre de plata.
En cuanto estuvieron en camino, Charles se inclinó y la tomó de las manos. Clavó la mirada en ella, muy serio. Hacía dos noches que habían estado juntos, en privado. El cuello de su camisa ocultaba las marcas.
—Gene, te lo imploro —dijo—, déjame que detenga el coche a las puertas del palacio y te deje libre.
Le oprimió las palmas con los dedos.
—Querido, no digas tonterías. No tengo miedo a Vlad Tepes.
Él la soltó y se arrellanó en el asiento, evidentemente molesto. Por fin, confió en ella. Geneviève había averiguado que, en muchas cosas, los deseos de Charles estaban en conflicto con su deber. En este preciso momento, el deseo de Charles era ella. Su deber discurría por caminos que ella no podía percibir por el momento.
—No es eso. Es...
... El modo en que Beauregard encontró a Mycroft tenía el ambiente del acto final de la obra. En esta reunión, él solo formaba la junta.
El presidente jugaba con el escalpelo.
—El famoso Cuchillo de Plata —musitó, comprobando el filo con el pulgar—. Qué afilado.
Dejó el instrumento sobre la mesa y soltó un suspiro que hizo temblar sus mejillas. Había perdido parte de su prodigioso peso y su piel.se aflojaba, pero sus ojos seguían siendo penetrantes.
—Va a ser invitado al palacio. Presentará sus saludos a nuestro amigo al servicio de la reina. No se asuste al verlo. Es el hombre más gentil del mundo. Un tanto «demasiado» gentil, a decir verdad.
—He oído hablar muy favorablemente de él.
—Era un gran favorito de la difunta princesa Alexandra, pobrecilla. —Mycroft levantó sus gordezuelos dedos y apoyó la barbilla en ellos—. Exigimos mucho a nuestro pueblo. Hay poca gloria pública en este maldito negocio, pero debe hacerse.
Beauregard miró el reluciente cuchillo.
—Hay que hacer sacrificios —agregó Mycroft.
Beauregard recordó a Mary Jane Kelly. Y a otros, algunos meros nombres en los periódicos; otros, rostros congelados: Seward, Jago, Godalming, Kostaki, Mackenzie, Von Klatka.
—Todos haríamos lo que ahora le pedimos —insistió Mycroft.
Beauregard sabía que era cierto.
—No quedan muchos de nosotros.
Sir Mandeville Messervy esperaba su ejecución por la acusación de alta traición junto con otros notables: el dramaturgo Gilbert, el coloso financiero Wilcox, la reformadora Beatrice Potter, o el editor radical Henry Labouchère.
—Presidente, hay un detalle que todavía me tiene perplejo. ¿Por qué yo? ¿Qué hice yo que Dravot no podía? Me dejó recorrer el laberinto, pero él siempre estaba allí. Podría haberlo llevado todo a cabo por su cuenta.
Mycroft meneó la cabeza.
—Dravot es un buen hombre, Beauregard. Optamos por no atosigarlo a usted con el conocimiento de su papel en nuestros grandes planes, para no interferir...
Beauregard se tragó la pildora sin atragantarse.
—Pero Dravot no es usted. No es un caballero. No importa lo que hiciera: jamás, jamás, sería invitado a acudir ante la presencia real.
Por fin, Beauregard lo entendió...
... Dos guardias cárpatos con uniforme de gala entregaron en mano a Geneviève una invitación grabada. Eran Martín Cuda, quien fingió no recordarla y mantuvo la cabeza agachada, y Rupert de Hentzau, de una oscura dinastía europea y cuya sonrisa sarcástica y falsa amenazaba constantemente con convertirse en una risa cruel. Como directora interina, más o menos permanente, de Toynbee Hall, estaba más atareada que nunca, pero no debía desdeñar una invitación de la reina. Seguramente sería felicitada por su papel en el final de la carrera de Jack el Destripador. Un honor privado, quizá, mas un honor en cualquier caso.
Sus nombres se habían mantenido al margen. Charles había insistido en que el mérito debía adjudicarse a la policía, de modo que la creencia general era que el agente Collins se había enfrentado a Godalming y Seward cuando éstos salían de la habitación donde habían mutilado conjuntamente a Mary Jane Kelly. Tras pedir refuerzos apresuradamente, los atraparon en Miller's Court y ambos murieron en la confusión. O bien los asesinos se mataron mutuamente para evitar la estaca, o la policía, iracunda y turbada, los había destruido en aquel mismo lugar. La mayoría de la gente, influida por las recientes costumbres de imponer la justicia en Londres, prefería la segunda explicación, aunque la Sala de los Horrores del museo de cera de Madame Tussaud mostraba una recreación muy realista, con las ropas auténticas, de los dos Destripadores matándose mutuamente.
En Scotland Yard, sir Charles Warren había dimitido a cambio de un puesto en las colonias y Caleb Croft, un antiguo con reputación de hombre implacable, fue su sustituto. Lestrade y Abberline se dedicaban ya a otros casos más recientes. La ciudad perseguía a otro maníaco, un asesino cálido de temperamento y aspecto brutales llamado Edward Hyde. Había pisoteado a un niño pequeño y luego había incrementado sus ambiciones atravesando con un bastón roto el corazón de un neonato miembro del Parlamento, sir Danvers Carew. Una vez que Hyde fuera detenido, aparecería otro asesino, y luego otro, y otro...
Una luz roja se estremecía en el carruaje cuando pasaron por Trafalgar Square. Aunque la policía seguía apagando las hogueras, los insurrectos las encendían de nuevo. Se pasaban pedazos de madera e incluso ropa utilizada como combustible. Los neonatos, que tenían un temor supersticioso al fuego, no querían aproximarse demasiado. La multitud forcejeaba con los policías junto a las hogueras, mientras un grupo equipado con una máquina intentaba manejar unas mangueras. El capitán Eyre Massey Shaw, popular superintendente de la brigada de bomberos de Londres, había sido destituido recientemente, supuestamente por negarse a actuar en los disturbios de Trafalgar Square; el doctor Callistratus, un transilvano taciturno sin ninguna experiencia importante ni interés por la lucha contra los incendios, fue designado en lugar de Shaw y se decía que no podía ocupar su despacho a causa de la montaña de dimisiones amontonadas contra la puerta.
Ella contempló las brasas apiladas alrededor de los leones de piedra, mientras las llamas cubrían una tercera parte de la Columna de Nelson. Los fuegos, inicialmente encendidos en recuerdo de las víctimas del Domingo Sangriento, tenían ahora un nuevo significado. Se hablaba de otro motín en la India. Sir Francis Varney había sido expulsado del Red Fort en Delhi por los cipayos y lo habían maniatado sobre la boca de uno de sus cañones, que luego dispararon. Con el tórax acribillado por fragmentos de hierro viejo y plata, Varney fue arrojado a una hoguera y quemado hasta convertirlo en ceniza. Muchos soldados y oficiales británicos cálidos se habían sumado a los rebeldes nativos. Según los periódicos de gran formato, cuyas fuentes era obvio que estaban situadas en posiciones elevadas, la India estaba en una revuelta abierta y había otras conmociones en África y en Oriente.
Se agitaban enseñas y se gritaban lemas. Una pintada decía: jack todavía destripa. Seguían recibiéndose cartas, garabatos en tinta roja firmados como «Jack el Destripador». Las había recibido la prensa, la policía y personalidades destacadas. Ahora llamaban a los cálidos a levantarse contra sus señores vampiros, o a los neonatos británicos a resistir a los antiguos extranjeros. Siempre que mataban a un vampiro, «Jack el Destripador» reivindicaba el ataque. Charles no decía nada, pero Geneviève sospechaba que muchas de aquellas cartas eran enviadas desde el club Diógenes. Se había jugado un juego peligroso en los pasillos del gobierno secreto. Aunque un loco se convirtiera en héroe, había sido con un fin. Para quienes Jack el Destripador era un mártir, Jack Seward hundía su cuchillo de plata en los vampiros opresores. Para quienes Jack el Destripador era un monstruo, tenían a lord Godalming, el arrogante no muerto que liquidaba a mujeres públicas a las que consideraba basura. Con cada nueva versión, la historia tenía un significado diferente y el Destripador un rostro distinto. Para Geneviève, la cara sería siempre la de Danny Dravot, que aguardaba impasible mientras Mary Jane Kelly era diseccionada.
El orden público en la ciudad estaba a punto de derrumbarse. No sólo en Whitechapel y Limehouse, sino también en Whitehall y Mayfair. Cuanto más dura era la mano de las autoridades, más gente se rebelaba. La última moda era que los londinenses cálidos de todas las clases se pintaran la cara de negro como juglares y se hiciesen llamar «nativos». Cinco oficiales del ejército esperaban un juicio militar y empalamiento sumario por negarse a ordenar a sus hombres que disparasen contra una manifestación pacífica de falsos indígenas.
Tras algunas negociaciones, y no pocos gritos insultantes de una matrona con la cara pintada de negro, Netley obtuvo permiso para cruzar el Arco del Almirantazgo con el carruaje. El cochero debía de desear poder pintar el blasón del vehículo para que no fuera visible.
Geneviève, que era vampira pero no pertenecía al linaje de Vlad Tepes, se había quedado, como siempre, al margen. Al principio había sido reconfortante, tras siglos de disimulo, no tener que aparentar que era cálida; pero, finalmente, el príncipe consorte había hecho que las cosas fueran tan desagradables para la mayoría de los no muertos como para los vivos a los que llamaba «ganado». Por cada noble «murgatroide» con casa propia y su harén de sumisas esclavas de sangre, había veinte como Mary Jane Kelly, Lily Mylett o Cathy Eddowes, tan desgraciados como siempre lo habían sido, con adicciones vampíricas y discapacidades en lugar de poderes y capacidades potenciales...
... Acompañado por Geneviève, Charles visitó a los Churchward. Penélope ya se había levantado de la cama. La encontraron sentada en el salón rodeado por gruesas cortinas, con una manta de tartán sobre las piernas. Un ataúd recién comprado, forrado de satén blanco, estaba colocado sobre unos caballetes en lugar de una mesa.
Penélope se hallaba cada vez más fuerte. Su mirada estaba despejada, pero tenía pocas cosas que decir.
En la repisa de la chimenea, Beauregard se fijó en una fotografía de Godalming, en la que posaba con rigidez junto a una maceta con un fondo de estudio y rodeado de un crespón negro.
—Él era, por así decir, mi padre —explicó Penélope.
Geneviève podía entenderla, pero Beauregard era incapaz de hacerlo.
—¿Realmente era un monstruo de tal calibre? —preguntó Penélope.
Beauregard dijo la verdad.
—Sí, me temo que sí.
Penélope esbozó una sonrisa.
—Bien. Me alegro. Yo también seré un monstruo.
Se sentaron juntos, sin tocar las tazas de la mesita, mientras la oscuridad crecía a su alrededor...
... El carruaje pasó con rapidez por Bird Cage Walk hacia el Palacio de Buckingham. Algunos insurrectos estaban colgados de cadenas en jaulas en forma de cruz a lo largo de la calle, algunos todavía vivos. En las tres últimas noches, en St. James's Park se había desencadenado una batalla abierta entre los cálidos y los no muertos.
—Mira, ahí está la cabeza de Van Helsing —dijo Charles con tristeza.
Geneviève estiró el cuello y vio la patética imagen en el extremo de la pica. Algunos decían que Abraham Van Helsing seguía vivo, como esclavo del príncipe consorte, encerrado en un lugar elevado para que pudiera ver el reinado de Drácula sobre Londres. Era mentira; lo que quedaba de él era una calavera gastada.
Ante ellos se alzaban las puertas principales, con alambre de espino envuelto alrededor de los barrotes. Unos cárpatos, con sus uniformes negros como la medianoche con franjas carmesíes, abrieron las enormes verjas de hierro como si fueran cortinas de seda, y el carruaje entró. Geneviève se imaginó a Netley sudando como un cerdo aterrorizado en un baile de oficiales de la India. El palacio, iluminado por hogueras y lámparas incandescentes, lanzaba humo negro al cielo y su fachada era la imagen de Moloch el Devorador.
Charles estaba inexpresivo, pero concentrado.
—Puedes quedarte en el carruaje —dijo en tono apremiante y persuasivo—. A salvo. Yo estaré bien. Esto no durará mucho.
Geneviève meneó la cabeza. Había estado evitando a Vlad Tepes durante siglos, pero ahora se enfrentaría a lo que había dentro del palacio.
—Gene, te lo ruego —insistió él con un hilo de voz.
Dos noches atrás había estado con Charles, lamiendo delicadamente su sangre de unos cortes en el pecho. Ahora conocía y comprendía su cuerpo. Habían hecho el amor juntos. Ella lo conocía y lo comprendía.
—Charles, ¿por qué estás tan preocupado? Somos héroes. No tenemos nada que temer del príncipe, y yo soy más vieja que él.
El carruaje se detuvo junto al porche, semejante a las fauces de un animal, y un criado con peluca abrió la portezuela. Geneviève fue la primera en bajar y notó con placer el suave crujido de la grava limpia bajo los zapatos. Charles la siguió, rígido como un arco tensado, y se arropó con el abrigo. Ella lo tomó del brazo y se apretó contra él, pero Beauregard no encontraba consuelo. Preveía con ansiedad lo que iba a encontrar dentro del palacio, pero sus previsiones estaban oscurecidas por el temor.
Más allá de las verjas del palacio había una multitud, como siempre. Turistas taciturnos atisbaban entre los barrotes a la espera del cambio de guardia. Cerca de las puertas, Geneviève vio un rostro conocido: la muchacha china del Old Jago. Estaba con un hombre oriental, alto y viejo, cuyo aspecto era un tanto siniestro., Tras ellos, en las sombras, había una figura oriental más alta y más vieja, y Geneviève sintió fugazmente que un terror del pasado regresaba. Cuando miró de nuevo, el grupo de chinos se había ido, mas su corazón seguía latiendo demasiado deprisa. Charles no le había contado todo lo que había detrás de su acuerdo con el asesino antiguo.
El lacayo, un joven vampiro con el rostro pintado de color dorado, los guió subiendo una amplia escalera y golpeó las puertas con su largo bastón. Éstas se abrieron como accionadas por un mecanismo silencioso y revelaron la extensión de mármol de una sala de recepciones cubierta por una bóveda.
Como su único vestido elegante había quedado destrozado, Geneviève había tenido que encargar otro. Ahora lo vestía por primera vez; era un vestido de baile sencillo, carente de polisones, volantes y adornos. Dudaba que Vlad Tepes tuviera muy en cuenta las formas, pero suponía que debía hacer un esfuerzo por la reina; recordaba a la dinastía cuando eran príncipes electores de Hanover. Su único adorno inusual era un pequeño crucifijo de oro colgado de una cadena. Era todo lo que le quedaba de su vida de cálida. Su padre auténtico se lo había dado y había dicho que lo había bendecido Juana de Arco. Ella lo dudaba, pero de algún modo había logrado conservarlo a lo largo de los siglos. Muchas veces había abandonado vidas enteras —casas, posesiones, vestuarios, fincas, fortunas— y sólo había conservado la cruz que la Doncella de Orleáns probablemente no había tocado nunca.
Diáfanas cortinas de seda de diez metros de altura se interponían en la corriente de aire. Charles y ella las atravesaron. El efecto era el de una telaraña gigantesca que se abría para atrapar a la confiada mosca. Aparecieron unos criados, dirigidos por una dama de honor vampira, y despojaron a Charles y Geneviève de sus abrigos. Un cárpato, cuyo rostro era una máscara de pelos puntiagudos, se quedó a su lado para vigilar la mano de Charles que sujetaba el bastón. La plata no era bienvenida en la corte. Ella no llevaba armas...
... Él lo había intentado todo para disuadirla de acompañarlo, salvo revelar la misión que debía cumplir. Beauregard sabía que iba a morir. Su muerte tendría un sentido y estaba preparado. Pero le dolía el corazón al pensar en lo que sería de Geneviève. Ésta no era su cruzada. Si hubiese sido posible, la habría ayudado a escapar aun a costa de su propia vida. Pero su deber era más importante que ellos.
Cuando estaban juntos, reconfortados por su comunión, él le dijo lo que no había dicho a ninguna otra mujer desde Pamela.
—Gene, te quiero.
—Y yo a ti, Charles. Y yo a ti.
—Yo a ti, ¿qué?
—Te quiero, Charles. Te quiero.
Su boca se unió a él otra vez y rodaron juntos, disfrutando del placer...
... Un armadillo culebreó a los pies de Geneviève, con el trasero manchado por sus propios excrementos. Vlad Tepes había saqueado el parque zoológico de Regent y tenía animales exóticos sueltos por el palacio. Este pobre desdentado era sólo una de sus mascotas más inofensivas.
La dama de honor que los guió por el espacio, semejante a una catedral, de la sala de recepciones iba ataviada con una librea de terciopelo negro y con el blasón real sobre el pecho. Llevaba pantalones de tartán ajustados y botas altas hasta las rodillas y con broches dorados; parecía un muchacho. Aunque su rostro era atractivo, había perdido la suavidad femenina que debía de haber tenido cuando era cálida.
—Señor Beauregard, se ha olvidado de mí —dijo.
Charles, distraído en sus propios pensamientos, casi tuvo un sobresalto. Miró fijamente a la dama de honor.
—Nos conocimos en casa de los Stoker —le explicó ella—. Hace algunos años. Antes de los cambios.
—¿La señorita Murray?
—Ahora, la viuda Harker. Wilhelmina. Mina.
Geneviève sabía quién era esta mujer: una descendiente de Vlad Tepes. Tras la Lucy de Jack Seward, había sido la primera conquista del príncipe consorte en Gran Bretaña. Como Jack y Godalming, había pertenecido al grupo de Van Helsing.
—Así que el temible asesino era el doctor Seward —comentó Mina Harker en tono pensativo—. Fue perdonado solamente para sufrir, y para hacer sufrir a otros. Y también lord Godalming. ¡Qué decepcionada estaría Lucy de sus pretendientes!
Geneviève miró en el interior de Mina Harker y comprendió que esta mujer estaba condenada —se había condenado a sí misma— a convivir con las consecuencias del fracaso. Su fracaso en resistirse a Vlad Tepes, y el fracaso de sus amigos en atrapar y destruir al invasor.
—No esperaba encontrarla aquí —dijo Charles sin pensar.
—¿Sirviendo en el infierno?
Habían llegado al final de la sala. Más puertas se alzaban ante ellos. Mina Harker, con ojos como hielo ardiente, los miró a ambos mientras llamaba en una de las hojas. El golpeteo de sus nudillos estalló en el eco como los disparos de un revólver...
... Beauregard se acordaba de la Mina Harker cálida, serena y directa que, sentada junto a Florence, Penélope o Lucy, apoyaba a Kate Reed en la creencia de que una mujer debía ganarse la vida y ser algo más que un adorno. Esa mujer estaba muerta y esta criada de rostro blanco era su fantasma. Seward también había sido un fantasma, y Godalming. Entre ellos, el príncipe consorte y la calavera de la pica debían responder de muchas vidas destrozadas.
Las puertas interiores se abrieron ruidosamente, y un criado espantoso los admitió a una antecámara bien iluminada. Las malformaciones generalizadas y grotescas de su cuerpo estaban resaltadas por un traje multicolor hecho a su medida. No era la víctima neonata de un cambio catastrófico, sino un hombre cálido que padecía de terribles defectos de nacimiento. Tenía la columna vertebral totalmente deformada, con excrecencias abultadas que sobresalían de su espalda: sus miembros, salvo el brazo izquierdo, estaban abotagados y retorcidos. Tenía la cabeza cubierta de protuberancias óseas de las que brotaban mechones de cabellos, y sus rasgos estaban casi totalmente ocultos por las verrugas. Mycroft había preparado a Beauregard para esto, pero aun así él se sintió abrumado por la compasión.
—Buenas noches —saludó—. Merrick, ¿verdad?
Una sonrisa se dibujó en su deforme rostro. Le devolvió el saludo con una voz distorsionada por las excrecencias de carne que le rodeaban la boca.
—¿Cómo está su majestad esta noche?
Merrick no contestó, pero Beauregard se imaginó su expresión en sus indescriptibles rasgos. Había tristeza en su único ojo abierto y un gesto taciturno en sus torcidos labios.
Beauregard le dio una tarjeta y dijo:
—Saludos del club Diógenes.
El hombre lo entendió y agitó su enorme cabeza. Era otro sirviente de la junta.
Merrick los condujo por el pasillo, encorvado como un gorila, impulsando su cuerpo con su largo brazo como una maza. Al parecer, al príncipe consorte lo divertía tener a esta pobre criatura a mano. Beauregard no pudo evitar sentir aún mayor repugnancia hacia el vampiro. Merrick llamó a unas puertas tres veces más altas que él...
... Ella comprendió, con una tardanza ridícula, que Charles no tenía miedo de aquello a lo que iba a enfrentarse en el palacio. Temía por ella, temía las consecuencias de lo que pronto iba a ocurrir. Él la tomó de la mano y la sujetó con fuerza.
—Gene —dijo Charles, apenas en un susurro—, si lo que hago te causa algún daño, lo siento de verdad.
Ella no le comprendió. Mientras su mente trabajaba a toda velocidad para captar su significado, él se inclinó y la besó en la boca, a la manera de los cálidos. Ella probó su sabor y recordó algo...
...La voz de ella sonó fría en la oscuridad.
—Esto puede ser para siempre, Charles. Realmente para siempre. Él recordó su encuentro con Mycroft. —Nada es para siempre, querida...
... El beso terminó y él se apartó, dejándola aturdida. Entonces se abrieron las puertas y fueron admitidos a la presencia real.
Apenas iluminada por candelabros rotos, la otrora elegante sala del trono era una pocilga infernal de personas y animales. Cuadros sucios y maltratados colgaban en ángulos extraños de las manchadas paredes, o estaban apilados, detrás de los muebles. Criaturas que reían, gemían, gruñían, ganaban y chillaban se agrupaban sobre divanes y alfombras.
Un cárpato semidesnudo forcejeaba con un simio gigante; los pies le resbalaban en un suelo de mármol cubierto de excrementos. El hedor a sangre seca e inmundicias era tan intenso como en el 13 de Miller's Court.
Merrick los anunció con esfuerzo a los presentes. Alguien hizo un comentario grosero en alemán. Torrentes de crueles carcajadas resonaron sobre el estrépito, pero fueron atajadas por el movimiento de una mano grande como una pata de cerdo. El gesto impuso una pausa a los allí reunidos; el cárpato aplastó el morro del simio contra el suelo y le quebró la columna vertebral, poniendo así un fin prematuro a la competición.
En la mano alzada, una enorme gema engastada en un anillo contenía los ardientes reflejos de siete fuegos. Geneviève reconoció el Koh-i-Noor, o Lago de Luz, el mayor diamante del mundo y pieza central de la colección conocida como «las joyas de la corona». Sus ojos fueron atraídos a la resplandeciente luz y al vampiro que la lucía. El príncipe Drácula estaba sentado en su trono, enorme como una estatua conmemorativa. Su rostro, terriblemente hinchado, era de un brillante color rojo bajo un gris marchito. Un mostacho, rígido de sangre recién extraída, le colgaba hasta el pecho. Tenía una densa cabellera que le caía sobre los hombros y una barbilla cubierta de pelambrera negra y salpicada con los restos de su última comida. Con la mano izquierda sostenía débilmente el orbe de su cargo, que en su mano parecía tener el tamaño de una pelota de tenis.
Charles se estremeció en presencia del enemigo. El olor lo aturdía como una serie de puñetazos. Geneviève lo sostuvo y miró alrededor.
—Jamás soñé... —murmuró él—, jamás...
Un abrigo de terciopelo negro con cuello de armiño, raído en los extremos, cubría los hombros de Drácula como las alas de un murciélago gigantesco. Aparte de esto, estaba desnudo. Su cuerpo estaba cubierto de pelambrera, empapada de sangre en el pecho y las extremidades, Su blanca virilidad estaba enrollada en su regazo, con una punta de color escarlata como la lengua de una víbora. Tenía el cuerpo inflado de sangre y sus venas, gruesas como cuerdas, palpitaban visiblemente en su cuello y brazos. En vida, Vlad Tepes había sido un hombre de estatura inferior a la media; ahora era un gigante.
Una muchacha cálida corría por la sala, perseguida por un cárpato. Era Rupert de Hentzau, con el uniforme hecho jirones y el rostro enrojecido. Las placas de su cráneo se dislocaban mientras corría, deformando y recomponiendo su cara. Derribó a la chica de un zarpazo, arañando la seda y la piel de su espalda. Luego le desgarró la espalda y los costados con sus fauces, devorando la carne a la vez que bebía la sangre. Mientras Hentzau se alimentaba, adquirió el aspecto de un lobo, despojado de sus botas y pantalones y con su risa transformada en un aullido. La muchacha había muerto instantáneamente.
Drácula sonrió. Sus amarillos dientes tenían el tamaño y la forma de pulgares puntiagudos. Geneviève miró el ancho rostro del rey de los vampiros.
La reina estaba arrodillada junto al trono, con un collar de púas alrededor del cuello y una enorme cadena enganchada a un brazalete que rodeaba la muñeca de Drácula. Iba vestida sólo con la camisa y las medias, con sus castaños cabellos sueltos y la cara cubierta de sangre. Era imposible reconocer en esta figura desgraciada y maltratada a la mujer vieja y oronda que había sido. Geneviève deseó que estuviera loca, pero temía que fuese muy consciente de lo que sucedía a su alrededor. Victoria apartó la mirada para no ver el festín del cárpato.
—Majestades... —dijo Charles, inclinando la cabeza.
Una enorme carcajada explotó en las melladas fauces de Drácula, y la peste de su aliento llenó la sala. Todo estaba muerto y podrido.
—Yo soy Drácula —declaró, con un inglés sorprendentemente suave y carente de acento extranjero—. ¿Y quiénes son estos invitados?
... Su cabeza estaba en el centro de una tempestad de pesadilla, pero en su corazón había una resolución de acero. Todo lo que veía lo volvía justum et tenacem propositi virum, un hombre firme y de propósito tenaz. Más tarde, si aún vivía, tal vez sucumbiera a las náuseas. Ahora, en este momento vital, debía tener un control completo de sí mismo.
Beauregard nunca había sido completamente un soldado, pero había aprendido estrategia en la escuela y en el campo de batalla. Supo, sin manifestarlo, la posición relativa de todos los presentes en la sala del trono. Pocos de ellos tenían importancia, pero era especialmente consciente de Geneviève, Merrick y, sin saber muy bien por qué, Mina Harker. Todos, de hecho, estaban detrás de él.
El hombre y la mujer que estaban en el estrado eran el foco de su atención; la reina, cuya visible angustia le conmovía el corazón, y el príncipe, que estaba cómodamente sentado en el trono y encarnaba el caos que había a su alrededor. El rostro de Drácula parecía pintado sobre agua; a veces se congelaba en duro hielo, pero la mayor parte del tiempo estaba en movimiento. Beauregard atisbo otras caras por debajo. Los ojos rojos y los dientes de lobo estaban fijos, pero en derredor, bajo las bastas mejillas, había una forma que cambiaba constantemente: a veces un morro peludo y húmedo, a veces un cráneo fino y pulido.
Un joven vampiro vestido con elegancia, con un lazo que brotaba de su cuello como una explosión, subió al estrado.
—Éstos son los héroes de Whitechapel —explicó, agitando un pañuelo ante su boca y nariz.
Beauregard reconoció al primer ministro.
—A ellos debemos el fin de los desesperados asesinos conocidos como «Jack el Destripador» —continuó lord Ruthven—. El doctor John Seward, de infame memoria y, eh..., Arthur Holmwood, el terrible traidor...
El príncipe sonrió ferozmente. Su mostacho crujió como tiras de cuero. Ruthven, padre oscuro de Godalming, estaba claramente turbado al tener que recordar las espantosas andanzas que, según las creencias populares, su protegido había colaborado en realizar.
—Súbditos míos, nos habéis servido bien y con lealtad —tronó Drácula. Su elogio sonó como una amenaza...
... Ruthven estaba al lado del príncipe Drácula, completando el triunvirato de gobernantes: los dos antiguos y la reina neonata. No cabía duda de que Vlad Tepes era el eje de esta trinidad del poder.
Geneviève había conocido a Ruthven hacía casi un siglo, mientras viajaba por Grecia. Le había parecido un oportunista, que se divertía desesperadamente con aventuras románticas pero estaba oprimido por la vulgaridad de su larga vida. Como primer ministro, había cambiado el tedio por la inseguridad, pues debía saber que, cuanto más ascendiera, más probable era que acabara arrojado al abismo. Ella se preguntó si algún otro veía el miedo que anidaba como una rata en el pecho de lord Ruthven.
Drácula miró a Charles de arriba abajo, casi con benevolencia. Geneviève sintió que la sangre de su amante bullía, y advirtió que había adoptado una postura agresiva, enseñando los dientes y encorvando los dedos como garras. Se obligó a permanecer con aspecto solemne ante el trono.
El príncipe volvió su atención hacia ella y arqueó una espesa ceja. Su rostro era una masa de cicatrices cerradas que pululaban por sus suaves rasgos.
—Geneviève Dieudonné —dijo, saboreando su nombre en la lengua y tratando de exprimir el significado de las sílabas—. Había oído hablar de ti, en tiempos pasados.
Ella extendió las manos. Estaban vacías.
—Cuando nací a este bendito estado —continuó Drácula, gesticulando de forma expresiva—, se hablaba elogiosamente de ti. Ha sido una tarea agotadora mantenerme al corriente de las peregrinaciones de nuestra raza. En ocasiones, me llegaban informes de ti.
Mientras hablaba, el príncipe parecía hincharse. Ella sospechó que prefería estar desnudo, no sólo porque pudiera hacerlo, sino porque la ropa no podía contener sus constantes cambios de forma.
—Creo que una pariente lejana mía se cuenta entre tus amistades.
—¿Carmilla? Así es, en efecto —repuso Geneviève.
—Una flor delicada, a la que echo de menos con tristeza.
Geneviève asintió con la cabeza. La gentileza de este monstruo era empalagosa, difícil de digerir sin atragantarse. Con el mismo gesto con que el amo palmea a un viejo perro de caza, el príncipe extendió una mano y acarició los enredados cabellos de la reina. El pánico asomó a los ojos de Victoria. En la base del estrado se apiñaban un grupo de mujeres nosferatu envueltas en mortajas, las esposas que Drácula había desdeñado. Todas eran preciosas y lucían sus atuendos sin decoro, dejando al descubierto las piernas, los pechos y la cintura. Siseaban y se contorsionaban como gatas. La reina les tenía un evidente terror. Los enormes dedos de Drácula rodearon el frágil cráneo de Victoria y lo estrujaron ligeramente.
—Señora, ¿por qué no has venido ante mi corte? —prosiguió él—. Te habríamos dado la bienvenida a nuestro añorado castillo Drácula de Transilvania, o a nuestras posesiones más modernas. Todos los antiguos son bienvenidos.
La sonrisa de Drácula era persuasiva, pero detrás estaban sus dientes.
—¿Acaso te ofendo, señora? Durante cientos de años has vagado de un lugar a otro, siempre temiendo a los celosos cálidos. Como todos los no muertos, fuiste proscrita de la faz de la tierra. ¿Acaso no fue una injusticia? Acosados por seres inferiores, se nos negó el socorro de la Iglesia y la protección de la ley. Tú y yo hemos perdido muchachas a las que hemos amado, ante campesinos armados de horquillas puntiagudas y hoces de plata. Me llaman Tepes y, sin embargo, no fue Drácula quien atravesó el corazón de Carmilla Karnstein, ni el de Lucy Westenra. Mi beso oscuro da vida, eterna y dulce; son los cuchillos de plata los que traen la fría muerte, vacía e infinita. Las noches oscuras han terminado y nos hemos elevado al estado que nos corresponde. Nadie tiene que esconder ya su naturaleza entre los cálidos, nadie tiene que sufrir la fiebre mental de la sed roja. Hija oscura de Chandagnac, tú conoces también todo esto; y, aun así, no sientes amor por Drácula. ¿No es triste? ¿No es la actitud de una mujer frívola y desagradecida? La mano de Drácula rodeaba el cuello de Victoria y le acariciaba la garganta con el pulgar. La reina tenía la mirada hundida.
—¿Acaso no estabas sola, Geneviève Dieudonné? ¿Y no estás ahora entre amigos, entre iguales?
Ella había estado no muerta medio siglo más que Vlad Tepes. Cuando se convirtió, este príncipe era un bebé que pronto sería entregado a una vida de cautiverio.
—Empalador —declaró ella—, yo no tengo igual.
... Mientras el príncipe miraba ferozmente a Geneviève, Beauregard se adelantó.
—He traído un regalo —dijo, manteniendo la mano en el bolsillo del pecho del frac—. Un recuerdo de nuestras hazañas en Extremo Oriente.
Los ojos de Drácula mostraron la avaricia filistea de un auténtico bárbaro. A pesar de sus sonoros títulos, apenas estaba alejado en una generación de sus salvajes antepasados de las montañas. Nada le gustaba más que las cosas bonitas, los juguetes brillantes y relucientes. Beauregard sacó del bolsillo un bulto envuelto en tela y lo desenvolvió.
Una luz plateada explotó.
Los vampiros se habían estado alimentando en las sombras, chupando ruidosamente la carne de muchachos y muchachas. Ahora todos guardaban silencio. Debía de ser una ilusión, pero la diminuta hoja relampagueaba; una Excalibur en miniatura iluminaba toda la habitación. La furia retorció el rostro de Drácula; luego, el desprecio y la burla convirtieron su faz en una máscara boquiabierta. Beauregard levantó el escalpelo de plata de Jack Seward.
—¿Crees que puedes desafiarme con esa aguja, inglés?
—Es un regalo —contestó Beauregard—. Más no para ti.
Geneviève se apartó, inquieta. Merrick y Mina Harker estaban demasiado alejados para resultar afectados. Los cárpatos se apartaron de sus objetos de placer y formaron un semicírculo en un lado. Varias mujeres del harén se levantaron, con sus rojas bocas húmedas y ansiosas. Nadie estaba entre Beauregard y el estrado, pero, si él hacía un movimiento hacia Drácula, se formaría una pared de huesos y carne de vampiros.
—Es para mi reina —declaró Charles, y arrojó el cuchillo.
La plata se reflejó en los ojos de Drácula mientras la cólera estallaba en sus pupilas. Victoria atrapó el escalpelo en el aire...
... Todo se había hecho para llegar a este momento: para que Charles estuviera ante la presencia real, para realizar este único deber. Geneviève, con el sabor de él en la boca, lo comprendió...
... La reina deslizó la hoja bajo su pecho, cortando la camisa que le cubría las costillas, y se punzó en el corazón. Para ella, todo acabó rápidamente. Con un gemido de dicha, cayó del estrado mientras la sangre manaba de la herida mortal, y rodó por los escalones con la cadena tintineando al desenrollarse. Sic transa Victoria Regina.
El primer ministro se abrió paso entre el harén, apartando a las arpías, y agarró el cuerpo de la reina. La cabeza osciló cuando él extrajo el escalpelo de un tirón. Ruthven oprimió inútilmente la mano contra la herida como si quisiera devolverle la vida. Se incorporó, empuñando todavía el cuchillo de plata. Empezó a brotar humo de sus dedos y, con un chillido, arrojó el escalpelo. Rodeado por las esposas de Drácula, cuyos rostros estaban deformados por el hambre y la ira, el primer ministro se estremeció en sus elegantes ropas de «murgatroide».
Beauregard esperó el diluvio.
El príncipe —ya no consorte— estaba de pie, y la capa se agitaba a su alrededor como una nube de tormenta. Le surgieron colmillos en la boca, y las extremidades de sus dedos se aguzaron como lanzas. Su poder había sufrido un golpe del que jamás se podría recuperar. Alberto Eduardo, príncipe de Gales, era ahora el rey; y el padrastro que lo había enviado a un exilio placentero pero sin sentido en París difícilmente podría ejercer influencia sobre él. El imperio que Drácula había usurpado se alzaría contra él.
Si Beauregard moría ahora, ya habría hecho bastante.
Drácula alzó la mano, con la ahora inútil cadena colgando de su muñeca, y señaló a Beauregard. Sin poder hablar, escupió cólera y odio.
La difunta reina había sido «la abuela» de Europa. Siete de sus hijos todavía vivían, cuatro de ellos como cálidos. Por matrimonios y coronaciones, estaban vinculados a las casas reales que quedaban en Europa. Aunque Bertie fuera dejado al margen, había candidatos suficientes al trono. Por una curiosa ironía, el rey de los vampiros podía ser derrocado por un montón de hemofílicos coronados.
Beauregard reculó. Los vampiros, súbitamente serenos, se reunieron. Las mujeres del harén fueron las primeras en golpearlo, y lo derribaron al suelo...
... Charles había intentado salvarla de todo daño manteniéndola ignorante de los planes del club Diógenes, pero ella se había empeñado con tozudez en ver a Drácula en su madriguera. Ahora, probablemente morirían ambos.
Las mujeres de Drácula la empujaron a un lado y se arrojaron sobre Charles, con las garras y las bocas manchadas de rojo. Ella sintió el corte afilado de sus uñas en el rostro y las manos de él. Sacó de la refriega a una de ellas —una zorra llamada condesa Bárbara de Cilly de Graz, salvo que Geneviève estuviera confundida— y la arrojó, chillando, al otro lado de la sala. Geneviève enseñó los dientes y siseó a la mujer caída.
La ira le daba fuerzas.
Fue hacia el tumulto formado sobre Charles y lo sacó de allí, dando golpes y clavando las uñas. En su guarida, las cortesanas estaban ahítas y fofas, por lo que le resultó relativamente sencillo apartarlas. Geneviève escupía y chillaba, tirándoles de los cabellos y arañando sus rojos ojos. Charles estaba cubierto de sangre, pero aún vivo, y ella luchaba por él como una loba defiende a sus cachorros.
Aquellas gatas infernales retrocedieron, apartándose de Geneviève y dándole más espacio. Charles estaba a su lado, todavía aturdido. Hentzau se erguía ante ellos, como el campeón de Drácula. La parte inferior de su cuerpo era humana, pero tenía los dientes y las garras de un animal. Cerró el puño, y una punta ósea se deslizó de sus nudillos y creció hasta hacerse larga y afilada.
Ella reculó para ponerse fuera del alcance del puñal de hueso. Las cortesanas se retiraron y formaron un círculo, como el público de un combate. Todavía encadenado a la reina muerta, Drácula los observó. Hentzau giró, moviendo su espada más deprisa de lo que ella podía ver. Oyó el susurro de la hoja y, unos momentos después, comprendió que tenía abierto el hombro y una línea roja le manchaba el vestido. Ella agarró un taburete y lo levantó como un escudo para parar el siguiente mandoble. La hoja de Hentzau cortó el cojín y se clavó en la madera. Al retirarla, unas crines de caballo se desparramaron por la raja.
—Luchando con los muebles, ¿eh? —se burló Hentzau. Hizo unos pases ante su rostro, y unos mechones de su cabello volaron por el aire. De algún lugar cerca de la puerta se oyó un grito y algo fue arrojado al suelo ante Charles...
... La voz ahogada era la de John Merrick, y a los pies de Beauregard estaba el bastón-espada. La pobre criatura se lo había quitado a un criado. Charles no había esperado sobrevivir a su reina, por lo que estos segundos eran para él una segunda vida.
Hentzau hizo caso omiso de Beauregard y se abalanzó sobre Geneviève. No consideraba que valiera la pena preocuparse por un cálido. Era ágil, tenía los músculos de un espadachín, y su brazo como una espada era lo bastante afilado para seccionar una cabeza.
Beauregard recogió el bastón y desenvainó la espada de plata. Comprendió cómo debía sentirse el vampiro, teniendo un arma como una extensión del brazo.
Con un golpe seco, Hentzau le quitó el taburete de las manos a Geneviève. Sonrió y se preparó para atravesarle el corazón. Beauregard dio un tajo hacia abajo, desvió la punta del arma de Hentzau, y luego lanzó una estocada a fondo. El filo de la hoja se deslizó bajo las fauces del guardia, cortó la pelambrera, le abrió la piel y arañó el hueso.
El vampiro aulló de dolor y se volvió hacia Beauregard, moviendo la punta de la espada como una libélula. Incluso en su agonía, era rápido y preciso. Beauregard paró una rápida serie de ataques, pero, de súbito, llegó un mandoble. Sintió la punzada de un garfio justo debajo de las costillas. Se echó atrás una fracción de segundo por delante de la hoja, y sus talones resbalaron en el mármol. Cayó pesadamente al suelo, sabiendo que Hentzau se abalanzaría sobre él y le cortaría las arterias. Las mujeres del harén beberían de las fuentes de sus heridas. Hentzau levantó el brazo como una guadaña y la hoja comenzó su veloz descenso. Beauregard sabía que el arco terminaría en su cuello. Pensó en Geneviève. Y en Pamela. Con una convulsión, levantó el brazo para parar el golpe. La empuñadura de su espada se deslizó ligeramente en su puño cubierto de sudor y la agarró con más fuerza.
La fuerza del impacto recorrió todo su cuerpo. El brazo de Hentzau se cortó en la plata de Beauregard. El guardia se tambaleó, y su brazo cayó como un muñón muerto, seccionado a la altura del codo. Mientras manaba la sangre, Beauregard se apartó y se incorporó de nuevo. El guardia recogió el muñón y se tambaleó. Su rostro se volvió humano y mudó de cabellos. Cuando el aullido de Hentzau se redujo a una serie de sollozos entrecortados, se oyó un tremendo estrépito. Beauregard y Geneviève se volvieron hacia la causa.
El príncipe Drácula estaba en el estrado. Se había quitado la cadena del brazo y la había arrojado al suelo...
... Bajó del trono, echando vapor por las narices. Durante siglos se había considerado un ser superior, separado de la humanidad. Menos cegada por fantasías egoístas, Geneviève sabía que sólo era una peca en la piel de los cálidos. En su estado hinchado, el príncipe parecía sumido en un letargo.
Geneviève abrazó a Charles y se volvieron hacia la puerta. Ante ellos estaba el primer ministro. En esta compañía, él resultaba civilizado, casi decadente.
—Apártate, Ruthven —siseó ella.
Ruthven estaba vacilante. Con la reina realmente muerta, las cosas cambiarían. Dispuesta a probar cualquier cosa, Geneviève levantó el crucifijo. Ruthven, sorprendido, casi se echó a reír. Podría haberles impedido el paso, pero titubeó —siempre era un político— y a continuación se apartó de su camino.
—Muy inteligente, señor —dijo ella en voz baja. Ruthven se encogió de hombros. Sabía que un imperio se había derrumbado. Ella supuso que él se concentraría ahora en su propia supervivencia. Los antiguos eran expertos en sobrevivir.
Merrick abrió las puertas. En la antecámara estaba una estupefacta Mina Harker, titubeante. Todos parecían atolondrados, esforzándose por adaptarse a los rápidos cambios. Algunas cortesanas habían renunciado a ello y habían vuelto a sus placeres.
La sombra de Drácula creció. Su ira se extendió como una bruma.
Geneviève ayudó a Charles a salir de la sala del trono. Le lamió la sangre de la cara y sintió la fortaleza de su corazón. Juntos, resistirían este torbellino.
—No te lo podía explicar —intentó justificarse él.
Ella le hizo guardar silencio.
Merrick cerró las puertas y apoyó contra ellas su enorme espalda. Emitió un largo aullido que tal vez significaba: «¡Marchaos!». Algo golpeó contra el otro lado de las puertas, y una garra la atravesó sobre la cabeza de Merrick, a más de tres metros por encima del nivel del suelo, haciendo astillas la madera. La mano formó un puño y amplió el orificio. Las puertas temblaban como si un rinoceronte embistiera contra ellas. Una bisagra saltó por los aires.
Ella saludó a Merrick y se fue cojeando, con Charles a su lado...
... Él se dijo que no debía mirar atrás.
Mientras corrían, Beauregard oyó que las puertas saltaban en pedazos y aplastaban a Merrick en su caída. Otro héroe manipulado, perdido demasiado deprisa para poder llorarlo.
Pasaron junto a Mina Harker y entraron en la sala de recepciones, que estaba llena de vampiros en librea. Una docena de rumores distintos corrían entre ellos.
Geneviève lo animó a seguir corriendo.
Charles oyó el estrépito de la persecución. Entre el repicar de las botas, había un aleteo. Sintió el aire levantado por unas alas gigantescas.
Unos guardias asombrados les abrieron las puertas del palacio...
... La sangre de Geneviève corría a toda velocidad. No había ningún carruaje, por supuesto. Tendrían que ir a pie y confundirse entre la multitud. En la ciudad más poblada del mundo, debía ser fácil esconderse.
Mientras bajaban precipitadamente los escalones, un pelotón de cárpatos marchaba en su dirección, con las espadas tintineando en sus vainas. A su frente estaba el general de quien todos se reían a sus espaldas, Iorga.
—¡Rápido! —gritó Geneviève—. ¡El príncipe consorte, la reina! ¡Todo se va a perder!
Iorga intentó parecer decidido. No le gustaba la idea de que alguien hiciera algún daño a su comandante en jefe. El pelotón redobló la velocidad y entró por la puerta justo cuando la comitiva de Drácula trataba de salir. Ya habrían atravesado la puerta principal cuando los cárpatos se hubieran desenredado.
Charles, mientras se esfumaba la excitación del duelo, se enjugó la cara con la manga. Ella lo tomó del brazo y se alejaron del estruendo con paso vacilante.
—Gene, Gene, Gene —murmuraba él entre la sangre.
—Calla —dijo ella, guiándolo—. Debemos darnos prisa.
... La gente, cálidos y no muertos, confluía desde todas partes. El palacio estaba siendo atacado y reforzado. En el parque, un coro de manifestantes cantaba himnos y obstruía el paso de una máquina apagafuegos. En los jardines corrían caballos sueltos, levantando puñados de grava. Charles necesitaba tomar aliento. Geneviève, agarrándolo con fuerza del brazo, lo dejó descansar. Cuando dejó de correr, Charles fue consciente de las heridas que había sufrido. Se apoyó en la espada y llenó los pulmones con el frío aire. Su mente y su cuerpo temblaban. Era como si hubiese muerto en la sala del trono y ahora fuese una forma ectoplásmica liberada de la carne mortal.
Enfrente, la gente se apiñaba ante las puertas del palacio. El peso de la muchedumbre las abrió y derribó a un par de guardias. Esta revuelta se producía en el momento más oportuno. El club Diógenes cuidaba de los suyos. O sus otros amigos, el Círculo de Limehouse, intervenían en su favor. O él estaba perdido en los oleajes de la historia y esto era simplemente una afortunada coincidencia.
Enarbolando antorchas y crucifijos de madera, una multitud de rebeldes, con los rostros pintados con corcho quemado, entraron en el patio. Su líder era una monja, cuyos hábitos enmarcaban un rostro chino como un camafeo. Diminuta y ágil, convocó a sus seguidores y señaló a los cielos.
Cayeron unas tinieblas más oscuras que la noche. Una gran sombra planeaba sobre la multitud. Dos lunas rojas miraron hacia abajo. El viento producido por un aleteo derribó a la gente. Una forma de murciélago cubrió el cielo sobre el palacio.
Por unos momentos, la muchedumbre guardó silencio. Entonces, una voz se alzó contra la forma. Otras voces se le unieron. Se arrojaron antorchas al aire, pero no la alcanzaron. Se lanzaron pedruscos de la calle, y se dispararon tiros. La enorme sombra flotó aún más alta.
Los hombres de Iorga, reunidos tras su poco digno tropiezo, cargaron contra la multitud dando sablazos. La muchedumbre fue rápidamente repelida y expulsada por la puerta principal. Beauregard y Geneviève fueron arrojados fuera junto con la masa. Se había hecho mucho ruido, pero causado pocos daños. La monja china fue la primera en desaparecer en la noche y sus partidarios se dispersaron tras ella.
Lejos de las puertas, Charles se permitió mirar hacia atrás. La sombra se había posado sobre el tejado del Palacio de Buckingham. Una forma de gárgola miró hacia abajo, con las alas recogidas como una capa. Beauregard se preguntó cuánto tiempo el príncipe se mantendría en la atalaya.
En la noche ardían las hogueras. Pronto correría la noticia como un reguero de pólvora: en Chelsea, Whitechapel y Kingstead; en Exeter, Purfleet y Whitby; en París, Moscú y Nueva York... Habría repercusiones que sacudirían el mundo. Sonaban gritos por el parque. Unas figuras oscuras bailaban y luchaban...
... Ella sintió una punzada de dolor por el puesto que había perdido. No regresaría a Toynbee Hall y su trabajo pasaría a otras manos. Con Charles o sin él, en este país o en otro, abiertamente o en secreto, empezaría de nuevo, se haría una nueva vida. Sólo se llevaría el crucifijo de su padre. Y un buen vestido, algo manchado.
Estaba segura de que la criatura posada en el tejado del palacio, aun con sus ojos nocturnos y su elevada atalaya, no podía verlos. Cuanto más lejos fueran, más pequeño sería él. Cuando pasaron junto a la lanza con el cráneo de Abraham Van Helsing, Geneviève miró hacia atrás y sólo vio la oscuridad.
Nota del autor y reconocimientos
A la edad de once años, se me permitió quedarme hasta tarde para ver por televisión Drácula, versión de Tod Browning de 1930 con Bela Lugosi. No puedo sobreestimar el efecto que este sencillo hecho ha tenido en el curso de mi vida. Así, mi primer reconocimiento debe ser para mis padres, Bryan y Julia Newman, que soportaron mis extrañas aficiones a lo largo de mi adolescencia y posteriormente. Entre mis primeros intentos de escribir estuvo una obra de teatro de una página basada en la película, que yo escribí, protagonicé y dirigí en la clase de arte dramático de Tony Collins en la Dr. Morgan's Grammar School en el otoño de 1970. Poco después, leí (y releí) la novela de Bram Stoker y empecé la búsqueda de todas las películas de Drácula que me fuese posible. Incluso tenía el juguete Aurora, que brillaba en la oscuridad (¡con terroríficos relámpagos!), con Lugosi como el conde. Entre mis amigos de la época y hasta hoy, que han resistido mi locura y han visto películas conmigo, debo dar las gracias a Alex Dunn (El jovencito Frankenstein), Rodney Jones (The Satanic Rites of Drácula), Dean Skilton (Blacula) y Brian Smedley (Drácula 1972). Además, de finales de los 70 y principios de los 80 —cuando me enfrasqué en el Nosferatu de Murnau y pude comparar nuevas versiones con Louis Jordán, Klaus Kinski, Frank Langella y George Hamilton—, mi reconocimiento a David Cross (Plan 9 from Outer Space), Steve Roe (The Games of the Countess Dolingen of Graz), Stefan Jaworzyn (Drácula contra Frankenstein), Nigel Floyd (The Monster Squad) y Tom Tunney (el mayor admirador de Madeline Smith). Cuando volví al edificio que había sido la sala de reuniones del Dr. Morgan en febrero de 1989, el escenario estaba preparado para la obra de teatro escolar de ese año, Drácula, lo que consideré como una vindicación personal.
Así ha evolucionado este libro: primero tuve la idea de un resultado alternativo de la historia de Drácula a principios de los 80 —recuerdo haberlo disentido con Neil Gaiman y Faith Brooker alrededor de 1984— pero el esquema y el extraño personaje acabaron acumulando polvo, hasta que Stephen Jones me pidió que escribiera algo para un proyecto de antología en el que estaba trabajando en 1991, The Mammoth Book of Vampires. La petición de Steve me animó por fin a establecer los parámetros de En la era de Drácula, pues creía que en una antología de relatos de vampiros debía aparecer el rey de los no muertos. El resultado fue «Red Reign», que se publicó por primera vez en el libro de Steve y que aquí he aprovechado ampliamente (alterándolo furtivamente para dar valor al dinero). Mientras tanto, había sido atraído hacia los vampiros por mi trabajo como Jack Yeovil para GW Books, en el que había desarrollado no sólo un sistema de vampirismo que, entrecruzado con el de Bram Stoker, sobrevive en este libro, sino también una Geneviève que es algo así como una prima de otra época de la Geneviève de esta novela. Me gustaría dar las gracias a Bryan Ansell, Phil Gallagher, Neil Jones, Tom Kirby, Martin McKenna, Lindsey Patón y David Pringle por su influencia y su aliento en esta faceta de mi trabajo. Los admiradores de Geneviève y su Kith y Kind deben buscar las novelas de Jack Yeovil Drachenfels y Beasts in Velvet, así como los cuentos «No Gold in the Grey Mountains» y «Red Thirst», además de la próxima Geneviève Undead, que contiene las novelas cortas «Stage Blood», «The Cold Stark House» y «Unicorn Ivory».
Naturalmente, esta novela no existiría sin el Drácula de Stoker de 1897. Y, al estudiar el material expuesto por Stoker, también tengo que reconocer mi deuda con muchos eruditos. Las obras consultadas más a menudo han sido The Annotated Drácula, de Leonard Wolf, y Vampyrs: Lord Byron to Count Drácula, de Christopher Frayling, que señalan muchos de los aspectos poco conocidos que yo acabé por explorar. Pero no debo subestimar The Vampire in Legend, Fact and Art, de Basil Cooper, Drácula's Brood, de Richard Dalby, The Man Who Wrote Drácula, de Daniel Farson, The Drácula Book, de Donald F. Glut, The Drácula Centenary Book, de Peter Haining, In Search of Drácula, de Raymond T. McNally y Radu R. Florescu, The Rivals of Drácula, de Michel Parry, The Seal of Drácula, de Barry Pattison, The Vampire Cinema, de David Pirie, The Penguin Book of Vampire Stories, de Alan Ryan, The Vampire Film, de Alain Silver y James Ursini, Hollywood Gothic: The Tangled Web of Drácula from Novel to Stage to Screen, de David J. Skal, y The Living and the Undead, de Gregory Waller.
Además, por numerosos detalles históricos, literarios y frívolos, debo reconocer el mérito de los siguientes libros: Sherlock Holmes: A Biography y The Annotated Sherlock Holmes, de W. S. Baring-Gould, el inestimable The Jack the Ripper A to Z, de Paul Begg, Martin Fido y Keith Skinner, Oscar Wilde, de Richard Ellman, Tarzan Alive y Doc Savage: His Apocalyptic Life, de Philip José Farmer, Gilbert and Sullivan's London, de Andrew Goodman, la traducción de Steve Gooch de The Lulu Plays, de Frank Wedekind, The Ripper File, de Melvin Harris, The World of Sherlock Holmes, de Michael Harrison, Murder and Moral Decay in Victorian Popular Literature, de Beth Kalikoff, The Victorians, de Laurence Lerner, The Time Traveller: The Life of H. G. Wells, de Jeanne Mackenzie, Victorian Britain: An Encyclopedia, de Sally Mitchell, A Child of the Jago, de Arthur Morrison (con un estudio biográfico de P. J. Keating), e Imaginary People: A Who's Who of Modem Fictional Characters, de David Pringle. En particular, debo dar gracias a Norman Mackenzie y Laurence Lerner; ésta es la segunda novela (la primera fue Jago) surgida de mi experiencia en su curso sobre «Revolución al final de la Era Victoriana» en la Universidad de Sussex en 1979. Entre las miradas amistosas que examinaron el manuscrito de diversas formas, debo expresar mi reconocimiento a Eugene Byrne, por su detallada crítica histórica, Steve Jones, Antony Harwood, Lucy Parsons y Maureen Waller. Sobre la cronología de Drácula, Stoker no específica en qué año se supone que tuvieron lugar los hechos narrados en su novela. Frayling arguye de manera convincente que estaba pensando en 1893, mientras que Wolf y Haining eligen 1887. El hecho es que ninguna de estas opciones es totalmente satisfactoria. La novela, publicada en 1897, termina con un capítulo fechado en el presente que localiza el grueso del relato unos siete años atrás; sin embargo, hay detalles pequeños pero numerosos —como el uso de la expresión «nueva mujer», acuñada en 1892, o incluso la relativa sofisticación que representa el fonógrafo del Dr. Seward— que entran en conflicto con esta cronología. Yo he apostado —como hicieron Jimmy Sangster, Terence Fisher y Hammer Films en su versión de Drácula de 1958 (Horror of Drácula para los paganos norteamericanos)— por 1885, y he optado por trasladarla a una cronología alternativa en la mitad del capítulo 21 de la obra de Stoker, que corresponde a la página 249 de la edición anotada en inglés de Wolf. El Drácula de Stoker ya transcurre en un mundo alternativo, en un entorno histórico en el que el progreso social y mecánico ha avanzado a una velocidad ligeramente más rápida que en nuestro mundo: en él, Chicksand Street y Piccadilly son avenidas bastante más largas que las que nosotros conocemos, y Londres goza de un cementerio en Kingstead en la región de Hampstead Heath que presumiblemente corresponde a nuestro cementerio de Highgate. Al reelaborar la historia, he tomado como punto de inicio el mundo imaginario de Stoker en lugar del nuestro, incluso hasta el extremo de presentar finalmente al público a Kate Reed, un personaje concebido por Stoker para Drácula pero que omitió en la novela. Los demás autores principales que han contribuido a la creación de este mundo de consenso, en el que el Dr. Jekyll y el Dr. Moreau pueden compartir una investigación, o el inspector Lestrade y el inspector Mackenzie mantienen una amistosa rivalidad, deberían ser lo suficientemente conocidos para no necesitar su reconocimiento explícito. No obstante, dada la importancia que algunas figuras secundarias tomaron a medida que la novela crecía, tal vez debo dirigir al lector interesado a Alejandro Dumas (The Pale-Faced Lady en la versión inglesa), Eric, el conde Stenbock (en «The True Story of a Vampi-re», que encontré en la antología The Undead, de James Dickie), George A. Romero (en Martin) y el siempre fiable Anónimo (en «The Mysterious Stranger») por nuestros secundarios cárpatos Kostaki, Vardalek, Cuda y Von Klatka. Las madres y padres oscuros de los demás vampiros que pasan fugazmente por estas páginas aceptarán, o así espero, mi respetuoso saludo y comprenderán que he hecho todo lo posible por ser cuidadoso con sus linajes.
Como es habitual, tengo que mencionar a diversas personas que fueron amables conmigo durante la composición de esta novela e influyeron de forma sutil en el texto a través de llamadas telefónicas a altas horas de la noche, respuestas dadas con total generosidad a mis extravagantes preguntas, conversaciones cada vez más desquiciadas mantenidas durante la cena en locales peculiares, y un reconfortante entusiasmo general. En particular, Susan Byrne me ayudó a sortear dificultades surgidas acerca del capítulo 14. También doy las gracias a Julie Akhurst, Pete Atkins, Clive Barker (por la tarde en que, bebido, me quejé de la longitud de Imajica), Saskia Barón, Clive Bennett, Anne Billson (de próxima aparición, su novela de vampiros), Steve Bissette, Peter Bleach, Scott Bradfield, Monique Brocklesby (más sangre, más sangre), John Brosnan, Molly Brown (¡capítulo 45!), Alian Bryce, Mark Burman, Ramsey Campbell, Jonathan Carroll, Kent Carroll, Dave Carson («ese hombre»), Tom Charity, Steve Coram, Jeremy Clarke, John y Judith Clute (¡más paronomasias!), Lynne Cramer, Stuart Crosskell, Colín Davis, Meg Davis, Phil Day, Elaine di Campo, Wayne Drew, Alex Dunn, Malcolm y Jax Edwards, Chris Evans, Richard Evans, Dennis y Kris Etchison, Tom FitzGerald, Jo Fletcher, Christopher Fowler, Barry Forshaw, Adrián y Ann Fraser, Kathy Gale (el perro asiente y asiente), Steve Gallagher, David Garnett, Lisa Gaye, John Gilbert (por la tarde en que, bebido, me quejé de que no me pagaban), Charlie Grant, Colín Greenland, Beth Gwinn, Rob Hackwill, Guy Hancock, Phil Hardy (y la Crouch End Luncheon Society), Louise Hartley-Davies, Elizabeth Hickling, Susannah Hickling, Rob Holdstock, David Howe, Simón Ings, Peter James, Trevor Johnstone, Alan Jones, Graham Joyce (el Mal Interminable de Leicester), Roz Kaveney, Joanna Kaye (una de las morenas esbeltas), Leroy Kettle, Mark Kermode (lo siento, no hay ninguna Linda Blair), Roz Kidd (por una tarde interesante en Islington), Alexander Korzhenevski, Karen Krizanovich (una nariz muy mona), Andy Lane (por la información básica sobre el Círculo de Limehouse), Joe Lansdale, Stephen Laws (quien verdaderamente iría a tomar copas a Ten Bells), Christopher Lee (y Gitte, por las dos semanas en otra ciudad), Amanda Lipman, Paul J. McAuley (Socio en Muchos Crímenes), Dave McKean, Tim Mander, Nigel Matheson, Mark Morris, Alan Morrison (y Gowan, por subirme a un tren), Cindy Moul (besos), Dermot Murnaghan (por George Formby), Sasha Newman, David Newton, Terry Pratchett, David Roper, Jonathan Ross, Nick Royle, Georf Ryman, Clare Saxby, Trevor Showler, Skipp'n' Spector, Adrián Sibley, Dave Simpson, Brian Stableford, Janet Storey (algo así), Dave y Danuta Tamlyn, Lisa Tuttle, Alexia Vernon, Karl Edward Wagner, Howard Waldrop (¡No soy digno!), Mike y Di Wathen, Sue Webster, Chris Wicking, E Paul Wilson, Doug Winter, Miranda Wood, John Wrathall y todos los «murgatroides».
Por coincidencia, estoy firmando este apéndice el 3 de mayo, precisamente el día en que empieza Drácula con la llegada de Jonathan Harker a Transilvania. Así fue como empezamos...
Kim Newman,
Crouch End, 1992