Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla.

En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo…en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué.

Liz Fielding

Sombras en el paraíso

Sombras en el paraíso (2002)

Título Original: The marriage merger (2002)

Serie: 2º Claibourne & Farraday

Prólogo

LONDON EVENING POST

¿Qué está sucediendo en Claibourne & Farraday?

Tras la marcha de Peter Claibourne el mes pasado, se rumorea que los grandes almacenes más famosos y elegantes de Londres se han convertido en un campo de batalla, con los Claibourne y los Farraday en pie de guerra por controlar el Consejo de Administración.

Cada una de las familias posee el cuarenta y nueve por ciento de las acciones; el dos por ciento restante pasará al heredero varón mayor de cualquiera de las dos familias, que dispondrá así del control sobre el futuro de la compañía.

Las encantadoras hijas de Peter, que han formado parte de la empresa desde que sus fotos aparecieran en el primer catálogo de mobiliario infantil de C &F, no están dispuestas a ceder terreno a los Farraday así como así. Seguras de la posición que ocupan, han invitado a los Farraday a supervisar su trabajo durante los próximos meses, con la promesa de retirarse si los hombres pueden hacerlo mejor que ellas.

El anuncio sorpresa del matrimonio de Romana Claibourne, la más joven de las Claibourne, con Niall Farraday Macaulay en una breve ceremonia en Las Vegas parece sugerir que uno de los varones Farraday quedó tan impresionado con la mujer a la que estaba supervisando que ha decidido casarse con ella.

Bram Farraday Gijford está a punto de empezar a supervisar el trabajo de la diseñadora y experta en joyas Flora Claibourne, y nosotros esperamos el desarrollo de los acontecimientos con considerable interés. Manténganse atentos a esta columna.

MEMORÁNDUM

De: J.D FARRADAY

Para: BRAM FARRADAY GIFFORD

Asunto: Claibourne & Farraday

Las chicas Claibourne están jugando sucio, Bram. Si Romana Claibourne ha logrado engatusar a Niall, debe ser mucho más lista de lo que parece. Como comprobarás en el informe que te envío, Flora Claibourne sí que parece una mujer lista. Ya que las espadas están en alto, estaría bien que utilizaras tu famoso encanto para igualar el marcador.

E-MAIL

Para: Flora@Claibournes.com

De: T. Myan@saraminda.sr

Querida señorita Claibourne: Sin duda habrá leído informes sensacionales sobre el descubrimiento de una magnífica tumba en Saraminda. Como imaginará, nos hemos visto abrumados por innumerables solicitudes de periodistas que desean ver esta «princesa perdida», como han bautizado al enterramiento.

Mi gobierno me ha pedido que me ponga en contacto de inmediato con usted para que, como autora del libro Ashanti Gold y experta en joyas antiguas, escriba sobre el tesoro encontrado en la tumba. La combinación de sus conocimientos y su intensa prosa pondrán este magnífico descubrimiento arqueológico por encima de cualquier morboso intento de explotación.

Le agradecería me contestara cuanto antes.

Atentamente,

Tipi Myan

Ministro de Patrimonio Artístico

FAX

De: India Claibourne

Para: Bram Gifford

Asunto: Supervisión

La señorita Flora Claibourne viajará a Saraminda el miércoles uno de mayo por un asunto de trabajo. Ya que usted va a ocuparse de supervisar su trabajo durante ese mes, he organizado las cosas para que viaje con ella. Incluyo un itinerario para su información.

Un coche pasará a recogerlo por su casa para llevarlo al aeropuerto. Si tiene alguna duda, haga el favor de llamar a esta oficina.

Capítulo Uno

– ¿Saraminda? -Bram Gifford tomó el fax de manos de su secretaria-. ¿No es una isla perdida en medio de la nada, con un vuelo a la semana si el piloto está sobrio?

– No. Según lo que he encontrado en Internet, Saraminda es un paraíso por descubrir. Tratan de venderla como el último grito para pasar unas vacaciones de lujo.

– El paraíso está sobrevalorado. Suele ir inevitablemente acompañado de una serpiente -Bram lo sabía por experiencia. Aún tenía las cicatrices para demostrarlo-. Además, no pueden ser unas vacaciones de lujo si Flora Claibourne está incluida en el paquete. ¿Y qué proyecto relacionado con el trabajo podría implicar pasar un par de semanas en ese dudoso paraíso?

– Puede que las Claibourne se estén planteando la posibilidad de abrir en la isla una sucursal para vender bañadores y gafas de diseño a los turistas ricos.

Bram hizo una mueca.

– Ojalá se trate de eso. Tal nivel de incompetencia sería un regalo.

– Lo dudo. Nada de lo que he oído sobre las chicas Claibourne sugiere que sean unas incompetentes. Lo más probable es que Flora vaya a echar una vistazo a esa «princesa perdida» que han encontrado en una minas del interior de la isla, cubierta de oro, jade, perlas y Dios sabe qué más cosas -la secretaria alcanzó a Bram una hoja con la información que había obtenido del departamento de turismo de la isla-. Flora Claibourne diseña unas joyas maravillosas en exclusiva para los grandes almacenes.

– ¿Y?

– Puede que esté buscando inspiración.

Bram dejó la hoja en el escritorio.

– Lo más probable es que sea una treta de las hermanas para mantenerme alejado mientras sus abogados se dedican a perder el tiempo buscando algún modo de impedir que las desplacemos.

– Puede que sí, pero tienes que supervisar su trabajo de todos modos, y creo que esto puede ser mucho más entretenido que seguirla durante un mes por unos grandes almacenes. No te vendrían mal unas vacaciones.

– No serán unas vacaciones.

– Estoy segura de que no será tan malo como piensas. Tenéis mucho en común.

– Sí, los dos queremos obtener el control sobre los grandes almacenes -replicó Bram en tono irónico.

– ¿Es guapa? Sus hermanas lo son, pero nunca he visto una foto de Flora.

Bram alcanzó a su secretaria una copia de Ashanti Gold. El libro había logrado convertirse en un éxito de ventas a pesar de no ser una obra de ficción.

– Su foto está en la contraportada.

La secretaria contempló un momento la foto.

– Supongo que no se puede tener todo. Estarás en el paraíso; conseguir a Eva ya sería mucho pedir. Tendrás que relajarte, cerrar los ojos y recordar cuánto deseas echar el guante a esos grandes almacenes.

– ¿No tienes algo importante que hacer? -preguntó Bram, irritado.

– Sí, pero esto es más interesante. Voy a preparar café.

Una vez a solas, Bram sacó su cartera. Oculta donde nadie pudiera verla había una foto de un niño pequeño con su osito de peluche. Se quedó mirándola un momento. Luego, a punto de volver a guardarla donde estaba, decidió ponerla en el lugar destinado a tales tesoros en la cartera.

Aquella foto era el recuerdo de que una vez, cuando aún era lo suficientemente joven como para creer en aquel concepto, pensó que había encontrado el paraíso. Mordió la manzana y se encontró con la serpiente.

– ¿Que has hecho qué?

– No me mires así, Flora Claibourne. Sabes muy bien que Bram Gifford iba a supervisar tu trabajo durante el mes de mayo. Te pedí que retrasaras tu viaje, pero no hiciste caso.

Había sido una cuestión de supervivencia, pero Flora sospechaba que su hermana no aceptaría una excusa como aquélla, de manera que alegó otra causa.

– No puedo retrasar una invitación del gobierno de Saraminda hasta que sea más conveniente para ti, India. Puede que aquí seas muy importante, pero no creo que allí hayan oído hablar de Claibourne & Farraday.

– Tonterías. Su familia real tiene una cuenta abierta con nosotros -India se encogió de hombros-. Pero eso da lo mismo. Si no vas a quedarte aquí para que el señor Gifford supervise tu trabajo, debe acompañarte a Saraminda.

– Ni hablar -Flora apartó un mechón de pelo rizado de su frente-. No tendría sentido. No sé nada sobre cómo dirigir Claibourne & Farraday, India. Me limito a diseñar de vez en cuando alguna colección de joyas…

India miró a su hermana sin ocultar su exasperación.

– Haces mucho más que eso -dijo-. No creo que entiendas lo importante que eres para nosotros. Nos traes nuevos diseños de joyas, nuevas telas que eliges en tus viajes y, antes de que te des cuenta, toda la tienda se ha inspirado. El año pasado fuiste a África y este verano todo el mundo va a llevar colores calientes con estampados de animales a juego con tus gargantillas y pulseras de oro. La competencia está haciendo esfuerzos sobrehumanos por ponerse al día. Y ya sabes lo que dicen sobre subirse al carro: «si no puedes verlo…

– … es que ya lo has perdido». Lo sé.

– Y el otoño y el invierno van a ser fabulosos. Joyas celtas de plata y platino sobre delicados verdes y malvas…

Flora sabía muy bien cuándo le estaban dorando la píldora.

– India…

– Ya es suficiente. No protestaste en su momento y, teniendo en cuenta que eres una de las directoras de la compañía, un mes de tu vida no es para tanto.

– Yo no elegí serlo. No soy una mujer de negocios -se había visto obligada a aceptar para mostrar solidaridad contra los Farraday-. En realidad no tengo tiempo para…

– Prometo no pedirte que hagas nada más por mí una vez que esta tontería de los Farraday quede resuelta, pero ahora mismo necesito que te comprometas. No el mes que viene ni el próximo año. Ahora. Debemos mostramos unidas frente a su intento de hacerse con el control. No me pongas las cosas difíciles, por favor.

Flora quería ponerse difícil. Quería gritar, dar patadas y tirar cosas, como solía hacer su madre cuando no conseguía lo que deseaba. Pero sabiendo por experiencia lo poco atractiva que resultaba aquella actitud, se contuvo. Aunque no renunció.

– Voy a Saraminda a investigar un antiguo enterramiento de una princesa, a sacar unas fotos y escribir sobre ella, India; y a Bram Gifford no le va a hacer ninguna gracia descubrir que mi viaje no tiene nada que ver con el negocio.

– Tendrás que convencerlo de que sí tiene que ver. Dile que estás trabajando en la colección del próximo año. Si se pone pesado, pídele consejo sobre los mejores encuadres de la cámara. Los hombres no resisten la oportunidad de mostrar su superioridad. Sobre todo los hombres Farraday -añadió India con sentimiento-. Sólo necesito que tengas a Bram Gifford ocupado mientras nuestros abogados elaboran una estrategia para mantener alejados a los Farraday. No es mucho pedir…, a menos que quieras que ellos se hagan con el poder.

A Flora le daba lo mismo quién se hiciera con el poder, pero no podía decirlo.

– Lo último que quiero -añadió India- es que se quede por aquí, husmeando en la tienda, metiéndose en cosas que no le atañen. Y eso es lo que hará si se queda aquí.

Flora pensaba que, como poseedor del cuarenta y nueve por ciento de las acciones, Abraham Farraday Gifford tenía derecho a hacer preguntas difíciles. Pero ya que parte del acuerdo consistía en que la familia que estuviera al mando podía dirigir el negocio sin interferencias, no se molestó en decir nada.

– ¿Ha habido algún progreso con los abogados? -preguntó, esperanzada.

– El hecho de que el acuerdo establezca que el control de la empresa debe pasar al «heredero varón mayor» ofrece ciertas posibilidades en el terreno de la discriminación sexual, pero eso no va contener a Jordan Farraday por mucho tiempo. Es mayor que yo, así que puede pasar por alto la parte de «varón» sin mayores problemas.

– Después de eso habrá una auténtica carrera por ver quién tiene el primer hijo varón Claibourne o Farraday, de manera que la próxima generación pueda volver a pasar por esto dentro de treinta años -dijo Flora. Presentado de aquel modo, tal vez tenía el deber de ayudar a acabar con aquella estupidez.

Su hermana se encogió de hombros.

– Como mujeres, creo que podemos tener cierta ventaja en eso.

Flora lo dudaba. Sospechaba que Bram Gifford no tendría ninguna dificultad en conseguir «voluntarias» si se lo propusiera.

– Entre tanto -continuó India-, tengo que basar el caso en el terreno de la igualdad en el lugar de trabajo, lo cual significa que debo demostrar que soy tan capaz como Jordan Farraday.

– Pues demuéstralo. Anuncia tus deslumbrantes planes para la completa renovación de Claibourne & Farraday. Sin duda, ése sería el modo más rápido de demostrar tu capacidad.

– Hay un problema con eso -Flora esperó a que su hermana continuara-. No puedo anunciar mis planes ahora mismo porque incluyen retirar el apellido Farraday del nombre de la empresa.

– ¿Qué?

– Voy a relanzarla como «Claibourne's». Un nombre moderno y sonoro en lugar de dos.

– ¡Vaya! Preferiría que no me lo hubieras dicho -dijo Flora en tono enfático. No era buena con los secretos. Al menos, con aquella clase de secretos. Ya había empleado en uno solo toda su capacidad para guardarlos-. Eso sería como…

– ¿Agitar un trapo rojo ante un toro?

– Más o menos.

– Precisamente por eso necesito que mantengas ocupado a Bram Gifford durante el próximo mes. Trata de deslumbrarlo con uno de tus destellos de genialidad; demuéstrale lo imprescindible que eres para el éxito de la tienda. No espero que se ponga de nuestro lado, pero si al menos pudiéramos neutralizarlo…

– No estarás sugiriendo que lo neutralice como Romana neutralizó a Niall, ¿verdad? -preguntó Flora-. Porque ya puedes ir…

– Hasta que vuelvan de su luna de miel no sabremos quién ha neutralizado a quién -dijo India-. Te necesito, Flora. Te necesito de verdad.

Que su hermana admitiera que necesitaba a alguien era una auténtica primicia: India siempre había sido autosuficiente. Pero Flora tenía sus propios problemas.

– Pero no entiendo qué puedo hacer. Voy a estar trabajando en el museo la mayor parte del tiempo, y cuando no esté allí, tendré que viajar al interior para ver las excavaciones. Será un lugar en el que apenas habrá comodidades y que no tiene nada que ver con la empresa -dijo, con la esperanza de que, si lo repetía el suficiente número de veces, India acabara por comprenderlo.

– Bram Gifford no tiene por qué saber eso.

– ¡Oh, vamos! Es un Farraday. No será tan fácil engañarlo.

– En ese caso, ni te molestes en intentarlo. El tesoro de Tutankamon inspiró tu colección egipcia. Con un poco de suerte, la «princesa perdida» podría servirte también de inspiración. Tú limítate a darnos algo sobre lo que podamos trabajar. Y al señor Gifford no le vendrá mal esforzarse en seguirte los pasos por la selva tropical.

– ¿Y qué me dices de mí?

– Ni siquiera notarás la molestia -India sonrió-. No será tan malo, Flora. He investigado un poco por mi cuenta y te aseguro que Bram Gifford encabeza la lista de deseos de cualquier chica.

– No la mía -dijo Flora con firmeza. Había visto fotos de Bram Gifford en la revista Celebrity. Era un hombretón que rezumaba abundancia y poder, con una interminable sucesión de bellas mujeres colgando de su brazo.

Su madre lo adoraría.

– No estoy sugiriendo nada serio, pero no vendría mal que coquetearas un poco con él. Pero, hagas lo que hagas, no se te ocurra enamorarte.

Flora pensó que la advertencia era completamente innecesaria. Si Bram Gifford iba a pisarle los talones durante todo un mes, la situación ya iba a ser lo suficientemente mala como para además hacer el ridículo de aquella manera. Con una vez ya había tenido suficiente. Pero no dijo nada de eso.

– No seas tonta. No hay una sola chica que pueda conocerlo sin enamorarse perdidamente de él. Para eso están en el mundo los hombres como Bram Gifford -su madre tenía toda una colección de ellos. Flora hizo una mueca para que India supiera que estaba bromeando.

Al darse cuenta de que había ganado, India sonrió, aliviada.

– Tengo la sensación de que conocerte va a ser una experiencia única para él.

Bram hojeó el grueso informe con recortes de prensa que de un modo u otro tenían que ver con Flora Claibourne. Pertenecía a una familia cuyos amores y vidas siempre habían provisto de abundante material a la prensa sensacionalista. Sin embargo, y a diferencia de su madre, apenas había informes sobre ella a ese respecto.

La segunda esposa de Peter Claibourne había sido modelo. Alta y bellísima, no permaneció con Claibourne mucho tiempo. De hecho, no había permanecido mucho tiempo con ningún hombre. Debía tener ya unos cincuenta años, aunque gracias a la cirugía estética no parecía mucho mayor que su propia hija. Tal vez ése era el motivo de que apenas se las viera juntas. El mito de la eterna juventud no sobreviviría a la comparación, y dado que el último marido de la madre de Flora era bastante más joven que su esposa, esa ilusión era una necesidad.

Y Flora también debía preferir que las cosas fueran así. Debía resultar duro ser comparada con su madre y salir perdiendo en la comparación.

En las pocas ocasiones en que se había visto obligada a vestir de largo y a maquillarse había parecido incómoda y desesperada por escapar y volver a la seguridad de sus libros. Contemplando algunas de sus fotos, Bram decidió que parecía una virgen que no supiera muy bien para qué servía su cuerpo.

¿Sería tan inocente como aparentaba? No parecía probable. Ya tenía veintiséis, así que debía haber algo más.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Bram echó un último vistazo a las fotos. Era cierto que Flora no parecía precisamente Eva, pero era muy posible que se abriera como una flor al sol si alguien le prestaba un poco de atención. No pensaba cerrar los ojos: la estaría observando cada minuto del día.

Tomó su bolso de viaje, en el que llevaba el pasaporte y todo lo necesario para un largo vuelo, y fue a abrir.

– ¿Señor Gifford? Su coche lo está esperando.

Flora Claibourne apenas apartó la mirada de las notas que estaba leyendo cuando Bram se reunió con ella en la limusina que iba a llevarlos al aeropuerto. Se limitó a saludar con la cabeza y a decir:

– Siento llevármelo a rastras de este modo, señor Gifford. Espero no haberle causado demasiadas molestias.

Vestía un traje pantalón arrugado de un color indescriptible y apagado. Su pelo parecía un nido de pájaros, sujeto a base de horquillas y peinetas. Bram pensó que, aunque lo hubiera hecho a propósito, no habría podido parecer menos atractiva. Sonrió.

– Llámame Bram, por favor -dijo-. Y no hace falta que te disculpes. Prefiero pasar un par de semanas en una isla tropical que en unos grandes almacenes.

– El propósito de todo esto es demostrar lo que hace falta para dirigir unos grandes almacenes -replicó Flora, sin molestarse en sonreír.

Quisquillosa además de poco agraciada, pensó Bram. No le gustaban las mujeres que no se esforzaban en parecer atractivas y retaban a los hombres a buscar su belleza interior. Pues tenía noticias para ella: el hombre medio no estaba interesado en la belleza interior. Pero su misión no incluía decirle aquello. Lo único que debía hacer era averiguar qué tramaban las hermanas Claibourne respecto al futuro de los grandes almacenes.

No creía que los halagos fueran a funcionar con ella, de manera que dijo:

– Si ése fuera el caso, ambos estaríamos perdiendo el tiempo. Tú apenas sabes nada al respecto y, ya que yo soy abogado, y no un dependiente, no estoy especialmente interesado en el tema.

Como su sonrisa no parecía haber impresionado demasiado a Flora, Bram decidió intentarlo con la franqueza…, aunque lo cierto era que no estaba siendo totalmente sincero. En realidad, lo que le interesaba era echar a las Claibourne y devolver el control a los Farraday con el menor alboroto posible. Legalmente, por supuesto.

– Al menos así estaré malgastando mi tiempo al sol.

Flora volvió a mirarlo sin alzar la cabeza, de reojo, alzando unas pestañas sin rímel, pero largas y lo suficientemente oscuras sin él. En cualquier otra mujer, Bram habría interpretado el gesto como el inicio de un flirteo, pero Flora parecía totalmente ajena al efecto que su mirada podía producir. O tal vez era más lista de lo que había pensado. Debía haber aprendido algo de su madre, aunque sólo hubiera sido por osmosis.

– ¿Has traído botas adecuadas para caminar por el monte? -preguntó Flora.

Bram decidió que no era consciente del efecto de su mirada.

– ¿Debería haberlo hecho?

Flora se encogió de hombros, como si le diera igual.

– Tengo planeado un viaje al interior. Podría resultar bastante duro. Aunque, por supuesto, no tienes por qué acompañarme -alzó una mano y empujó con firmeza una peineta en el nido de pájaros de su pelo-. Estoy segura de que preferirás quedarte en la playa.

– Al contrario, señorita Claibourne; me interesa todo lo que vayas a hacer y estoy dispuesto a acompañarte donde haga falta.

Flora lo miró con expresión escéptica y volvió a concentrarse en los papeles que estaba revisando, sugiriendo sin palabras que eran mucho más interesantes que lo que tuviera que decir Bram.

En el caso de cualquier otra mujer, este habría asumido que todo formaba parte de un juego y se habría divertido, pero estaba claro que Flora Claibourne no jugaba a aquella clase de juegos. Le daba lo mismo.

El primer asalto había sido para ella.

Como no le hacía el menor caso, Bram abrió su maletín y sacó un libro: Ashanti Gold, de Flora Claibourne.

Él también empezó a leer.

A Flora no le pasó por alto su intento de halagarla, aunque le sorprendió que se hubiera molestado en intentarlo. Pero no estaba impresionada. Ya había pasado por aquello antes.

Bram se pasó los dedos por el flequillo rubio para apartarlo de su frente, en un gesto inconscientemente elegante.

Flora pensó que aquél había sido un movimiento clásico y bellamente ejecutado, completamente inconsciente.

Pero seguía sin sentirse impresionada. Era posible que Bram Gifford se considerara un conquistador de primera clase, pero tendría que hacer algo más que comprar su libro y mostrar interés en ella para hacerle volver la cabeza. Pero no dijo nada.

Mientras Bram simulaba concentrarse en la historia y el empleo del oro en África no trataba de hablar con ella, cosa que prefería.

Con un poco de suerte, leería hasta que llegaran a Saraminda.

Saraminda. El nombre tenía un toque exótico que encajaba perfectamente con la isla, decidió Flora mientras aterrizaban y contemplaban la increíble vista de las montañas.

Las laderas más bajas estaban llenas de terrazas de cultivo, pero por encima de estas se alzaban colinas que se perdían en lo alto entre la espesa vegetación de una selva que hasta hacía poco había ocultado las ruinas de un templo en el que una joven había sido enterrada con toda la ceremonia de una reina.

Supuestamente.

Había conocido a Tipi Myan brevemente en una recepción organizada por el departamento de viajes de los grandes almacenes de su familia, más de un año atrás. Por entonces aún no había sido nombrado Ministro de Patrimonio Artístico y se ocupaba del turismo del país.

Si ella hubiera estado en su lugar, también habría aprovechado aquella endeble relación para pedir a la autora de Ashanti Gold que escribiera algo sobre la princesa perdida. Provocaría mucho más interés por la isla que el artículo de algún periodista en busca de una historia que vender.

Había sido una suerte para él que ella estuviera buscando una ruta de escape en aquellos momentos. Pero el tiro le había salido por la culata. Cuando Bram Gifford se inclinó hacia ella para poder mirar mejor por la ventanilla, la vocecita interior que le advertía de que estaba siendo utilizada subió de volumen.

Estaba siendo utilizada por todo el mundo. Lo único que había cambiado era su habilidad para ver las cosas tal como eran y para asegurarse de no salir malparado de todo aquello.

– ¿Vamos a subir ahí arriba? -preguntó Bram antes de volverse hacia ella. Flora se fijó en sus ojos color castaño claro, cálidos y atractivos, que se arrugaban en los bordes cuando sonreía-. ¿No te asustan las serpientes y las arañas?

¡Por Dios santo! ¿Acaso parecía la típica mojigata? Los ojos de Bram perdieron su encanto al instante. -Según mi experiencia, las serpientes y las arañas tienen más motivos para asustarse de mí que yo de ellas -replicó Flora con total naturalidad. Había visto en acción a los hombres más expertos en el flirteo, pero sólo se había dejado atrapar una vez. Aprendía rápido, y haría falta un poco más que «yo Tarzán, tú Jane» para impresionarla-. Hay cosas mucho más desagradables en el mundo que los artrópodos -añadió.

Bram, que esperaba el típico estremecimiento de horror, asintió brevemente. Pocas mujeres de las que conocía habrían resistido la oportunidad de gritar un poco para alimentar su ego de «hombre fuerte». Y ninguna habría utilizado la palabra «artrópodo». Pero él era el primero en admitir que lo que más le interesaba de ellas no era precisamente su cociente intelectual.

Y tras haberlo puesto en su sitio, era evidente que Flora tampoco esperaba un cumplido por su valor. Estaba dejándole bien claro que no le importaba lo que pensara.

Sin ninguna prisa, y sin fijarse en él, comenzó a reunir sus cosas.

Según la experiencia de Bram, aquello era normalmente algo planeado. No fijarse en los hombres había sido elevado a la categoría de arte por cierto tipo de mujeres. La clase de mujeres que quería que se fijaran en ellas.

Debía reconocer que Flora no parecía una de ellas, pero decidió esperar antes de emitir un juicio. En aquellos momentos, el sol que entraba por la ventanilla del avión iluminaba su pelo y una docena de torturantes horquillas. Alguien debería hacerle el favor de tirarlas, pensó Bram. Lo mismo que aquellas malditas peinetas que no dejaba de tocar de forma inconsciente. Como si hubiera leído sus pensamientos, Flora alzó una mano para capturar un mechón suelto y colocarlo en su sitio. La bajó enseguida al notar que la estaba observando.

– Lo siento, no se me había ocurrido que… ¿Te asustan las arañas?

Desde que había empezado el vuelo apenas habían intercambiado algún que otro monosílabo, pero aquello empezaba a parecerse a una conversación. Bram pensó que al menos le había hecho una pregunta, burlona, desde luego, pero que requería una respuesta.

Mientras ella echaba una cabezada durante el vuelo, él había aprovechado la ocasión para observarla atentamente. Era posible que fuera lista, pero era una mujer, y todas las mujeres tenían su punto débil. Si quería conseguir que se abriera a él, que confiara en él, debía descubrir cuál era el de Flora.

De las tres hermanas Claibourne, ella era la que más se parecía a su padre. No podía decirse que fuera un buen comienzo para una chica. En ella, la nariz estaba a punto de ser un desastre. Menos mal que todos sus rasgos eran grandes. Tenía una boca generosa, de labios carnosos, que podría resultar peligrosa si decidiera maquillarse adecuadamente. Y sus ojos, aunque de un marrón un tanto desvaído, estaban muy bien enmarcados por unas pestañas largas y unas cejas delicadas.

Bram decidió que era un rostro de gran carácter. Entonces recordó a su formidable abuela reprendiéndolo cuando, siendo bastante más joven, rechazaba con desagrado a alguna chica por ser poco agraciada.

«Puede que su rostro no sea bonito, Bram, pero tiene carácter. Y también tiene una piel preciosa. Y no durará cuando el envoltorio de la caja de bombones haya perdido su encanto.»

Su abuela no había llegado a convencerlo del todo al respecto. Y aún seguía sin estar convencido, pero debía admitir que Flora Claibourne tenía una piel preciosa. Bajo la claridad de la luz, a tres mil metros de altura, le había parecido casi traslúcida, con algunas pecas dispersas que apenas habían sido visibles en la gris mañana londinense que habían dejado atrás.

También se había fijado en que, dormida, perdía la cautela que ocultaba tras su actitud agresiva. Pero ¿por qué se mostraba cautelosa? ¿Por él? Él no había hecho nada para despertar su recelo. Al menos, de momento.

Cuando había despertado se había vuelto a concentrar en su trabajo y él no había hecho nada por interrumpirla. Al contrario, se había leído su libro de principio a fin, y en aquellos momentos sabía más de lo que nunca habría imaginado sobre la historia del oro en África. Lo cierto era que el estilo ágil e intenso de Flora hacía que la lectura resultara muy amena.

En resumen, Flora Claibourne era agresivamente sosa, cautelosa y lista. Tenía todo lo que le desagradaba en una mujer.

Y, al parecer, tras haber hecho caso omiso de su presencia durante todo el vuelo, estaba aprovechando el momento del aterrizaje para meterse un poco con él. Era posible que no tuviera el estilo de sus hermanas, pero Bram empezaba a anticipar que lidiar con ella tampoco iba a ser tan fácil como había esperado.

Un estremecimiento de expectación lo recorrió. Una inesperada descarga de excitación. Hacía mucho que el resultado de la caza no parecía tan incierto. Y que las apuestas no eran tan altas.

Capítulo Dos

– ¿Y bien? -dijo Flora, que aún esperaba la respuesta de Bram-. ¿Te asustan? -¿Las arañas? Me aterrorizan -contestó él, que utilizó la larga pausa para dar autenticidad a su aparentemente reacia confesión. Según su experiencia, reconocer una debilidad era una táctica idónea para hacer aflorar el instinto protector que anidaba en toda mujer.

¿Por qué estropear una oportunidad tan perfecta de despertar la compasión de Flora diciendo la verdad?

Ella lo miró un momento, como decidiendo si creerlo o no.

– El avión se ha detenido -dijo finalmente.

Bram seguía sin saber lo que pensaba aquella mujer. Sobre nada. Para ocultar su desconcierto miró por la ventanilla los edificios de madera del aeropuerto, cubiertos de enredaderas.

– Creo que tienes razón -contestó, y se puso en pie para tomar sus bolsos y sus chaquetas del compartimento superior.

Una vaharada de aire caliente y olor a flores tropicales invadió el avión cuando se abrieron las puertas.

– Desde luego, esto supera con creces un día gris en Londres -dijo mientras avanzaban hacia la terminal.

– En Londres no hay serpientes -replicó Flora-. Ni arañas venenosas -sabía que Bram había mentido. O al menos lo sospechaba.

– Siempre tiene que haber alguna desventaja. No se puede tener todo.

– No, no se puede -el oficial de aduanas les hizo un gesto para que pasaran y sonrió-. Por ejemplo, tú no puedes tener Claibourne's.

Sorprendido por su inesperada mención del conflicto, Bram aún estaba buscando una respuesta adecuada cuando un hombre bajo y delgado, vestido con el tradicional sarong, se acercó a Flora e hizo una delicada inclinación antes de ofrecerle su mano.

– ¡Señorita Claibourne! Es un placer volver a tenerla con nosotros. Y ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí para escribir sobre nuestro pequeño tesoro.

– El placer es mío, señor Myan. He leído algunos artículos en la prensa y estoy deseando ver personalmente lo que han encontrado -Flora se volvió hacia Bram-. Le presento a mi colega, Bram Gifford.

– Señor Gifford -el señor Myan ocultó su sorpresa con una pequeña inclinación de cabeza-. ¿Es usted experto en el mismo terreno que la señorita Claibourne?

– No. Con la palabra «colega», la señorita Claibourne se refería a otros intereses que compartimos.

– Ah -con una mirada que no ocultó por completo un toque de resentimiento, el señor Myan sacó la conclusión que le pareció oportuna-. Ah, ya veo. De todos modos, estoy seguro de que disfrutará de su estancia entre nosotros, señor Gifford. Tal vez podamos organizarle algunas excursiones mientras la señorita Claibourne trabaja -añadió-. Saraminda es un país encantador y maravillosamente pacífico.

– Paz y amor. Lo que más me gusta en el mundo.

La expresión de enfado que cruzó el rostro de Flora por el hecho de que el señor Myan hubiera asumido que la palabra «colega» significaba «amante», y la insinuación de Bram, fue la primera reacción desconsiderada que este obtuvo de ella. Pero no le dio la oportunidad de aclarar la situación.

– Pero aunque le agradezco el ofrecimiento, me temo que tendré que pasar por alto las excursiones. Prefiero mantenerme cerca de Flora, vaya donde vaya.

Myan no dijo nada, pero su silencio fue elocuente. Mientras indicaba a Flora que lo acompañara hacia un coche grande y negro con matrícula oficial, Bram se preguntó si su anfitrión se sentiría atraído por ella.

No parecía probable. Flora medía casi diez centímetros más que el Ministro y no se vestía precisamente para hacer volver la cabeza a los que pasaban a su lado. Tal vez lo que admiraba Myan era su inteligencia. O tal vez había esperado obtener toda su atención le molestaba comprobar que no iba a ser así.

Pero el viaje desde el aeropuerto debió darle ánimos, porque Flora no dejó de hacerle preguntas sobre lo que habían encontrado en las excavaciones. Finalmente quiso saber cuándo podía ir a visitarlas.

– ¿Quiere ver la tumba? -preguntó Myan-. Pero ¿por qué? Allí ya no queda nada.

– A pesar de todo, creo que debería ir.

– Es un viaje difícil, señorita Claibourne. Incluso para un hombre -contestó Myan, y Bram pensó que, probablemente, había cometido un error diciendo aquello-. Además, no es necesario -reiteró-. Todo el tesoro está en el museo.

– Pero usted me preguntó si quería ver la tumba -le -recordó Flora-. Necesito ir a ver las excavaciones para ver si encuentro alguna relación entre la decoración de la tumba y los diseños de las joyas.

– Lo siento -dijo Myan con expresión de pesar-, pero no va a ser posible.

– ¿Por qué?

Tal vez, las mujeres de Saraminda no hacían preguntas, porque era evidente que Myan había asumido que su palabra bastaría. No estaba preparado para dar explicaciones, y por un momento se quedó sin saber qué decir.

– El temblor de tierra produjo más daños de lo que esperábamos -dijo finalmente-. No podemos correr riesgos.

– ¿Han tomado medidas para estabilizar la estructura? -preguntó Bram.

– Hay planes para ello y se ha consultado con diversos ingenieros -contestó Myan con cautela, sopesando cada palabra-. Tenemos intención de restaurarlo todo para que los visitantes puedan verlo tal como era. También queremos construir un pabellón de descanso de estilo tradicional para que puedan disfrutar del ambiente de la selva después de la visita.

– Si la ascensión hasta la tumba no los mata antes -murmuró Flora.

– ¿Piensan introducirse en el mercado del ecoturismo? -preguntó Bram.

– Tenemos flores maravillosas, mariposas…

Flora ya había tenido suficiente.

– Todo eso es muy interesante, señor Myan, pero yo debo tomar fotos de la tumba para mi artículo.

Bram la tomó de la mano para llamar su atención. Ella se volvió con el ceño fruncido. Aunque él no dijo nada, Flora captó el mensaje. No iba a llegar a ninguna parte dando la lata al señor Myan. Ella retiró la mano sin aspavientos y no insistió en el tema.

– Ah, ya hemos llegado -tras dejarlos ante la entrada de un centro turístico de lujo, Myan se excusó a toda prisa y aseguró tener una cita urgente-. Volveré pasado mañana, después de la fiesta. Descansen y diviértanse.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– Mañana celebramos una festividad religiosa.

– Fiesta -repitió Flora con disgusto en cuanto Myan se hubo ido-. He recorrido medio mundo para estudiar una tumba que no se puede ver y ahora me dicen que me siente a descansar porque están de vacaciones. ¿Qué voy a hacer mañana?

A Bram se le ocurrían una docena de cosas. Sin embargo, y ya que Flora estaba claramente enfadada, le pareció mejor no sugerir que podía bañarse y tomar el sol o ir de excursión.

En lugar de hacerlo se ocupó de las formalidades en recepción antes de que los condujeran a través de los jardines a un bungaló tradicional situado en un jardín que llegaba hasta la playa.

Maravillosamente construido, con una amplia terraza que daba al mar, el búngalo ofrecía la imagen perfecta de un paraíso tropical.

Sin embargo, Flora parecía tan poco interesada por lo que la rodeaba como por su forma de vestir. Estaba mucho más interesada en las fotos que Tipi Myan le había dejado, ninguna de ellas de la tumba, que en el sencillo lujo que los rodeaba.

Por supuesto, siempre era posible que Claibourne & Farraday hubiera reservado su alojamiento con antelación. Tal vez ése era el motivo por el que tenían uno de los bungalós más grandes, con dos habitaciones, pues era evidente que el Ministro de Patrimonio Artístico del país no esperaba que Flora llegara acompañada. A Bram se le ocurrió que era posible que el señor Myan hubiera tenido intención de entretenerla durante su estancia en la isla.

Pero pensó que no tenía por qué preocuparse, ya que nunca había visto a nadie tan centrado en su trabajo.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó al ver que Flora no parecía haber escuchado la pregunta del botones que había llevado su equipaje.

Ella frunció el ceño, irritada por la interrupción.

– ¿Qué? Ah, no -sonrió al ver al joven que esperaba ansioso en la puerta-. Sólo un poco de té, gracias -dijo antes de volver a concentrarse en las fotos.

Por un instante Bram creyó haber captado su atención, pero era obvio que a ella sólo le interesaban las piezas de oro antiguo.

Tomó una de las fotografías, en la que se veía una copa exquisitamente decorada.

– ¿Esto es lo que causa tanta expectación?

– No es cuestión de expectación -Flora le quitó la fotografía y la miró-. Si los descubrimientos son genuinos… -dejó la frase en suspenso y se fijó en un detalle de la fotografía.

– ¿Qué? -Bram la animó a seguir. A Flora pareció desconcertarla la pregunta-. Has dicho que si los descubrimientos son genuinos…

– ¿He dicho eso? No debería expresar mis pensamientos en voz alta. Al señor Myan lo ofendería saber que manifiesto dudas.

– Pero…

Flora echó una ojeada a la fotografía antes de dejarla sobre las demás.

– Pero yo no corroboraría nada sólo con la evidencia de unas fotografías, por muy buenas que sean. Tengo que visitar la excavación.

– ¿Por qué? Eres una experta en joyería, no en arqueología.

– Quieren que firme un artículo en un prestigioso periódico británico, y para eso necesito más información de la que me proporcionan unas simples fotografías -se retiró unos mechones de pelo de la cara y continuó-. No me has dejado hacer preguntas. ¿Por qué?

Bram acababa de darse cuenta de que las peinetas le servían de mecanismo de defensa. Flora las utilizaba para levantar una barrera entre ellos dos y para esquivar su mirada, como si se sintiera avergonzada de haberle hecho una pregunta tan directa. Era evidente que no estaba tan tranquila como fingía, sino más nerviosa que un gatito.

Bram se preguntó por qué estaría tan asustada cuando él no había hecho nada para provocarla.

– Me ha dado la impresión de que el señor Myan no quería hablar de ello -respondió al fin.

– Pero ¿por qué?

Por un instante los dos compartieron la sospecha callada de que el señor Myan tenía algo que ocultar. Flora rompió aquel silencio cómplice devolviendo su atención a las fotografías, como un caracol refugiándose en su concha.

– No puedo soportar la idea de perder dos días antes de poder ver la tumba -dijo con una energía que pretendía esconder cualquier relación entre su nerviosismo y Bram.

Él decidió no sacar conclusiones, pues estaba claro que Flora Claibourne era mucho más compleja de lo que había esperado.

– No tiene por qué ser una pérdida de tiempo -indicó-. Seguro que esta isla tiene más cosas de interés que una tumba misteriosa. Por ejemplo, esa playa parece de lo más apetecible. Espero que además de las botas de montaña hayas traído un bañador.

Flora lo miró y desvió la mirada hacia el jardín.

– No se me ocurrió -dijo-. Pero que eso no te impida disfrutar de la playa -añadió antes de encender su ordenador portátil y conectarlo a la línea telefónica.

Bram pensó sugerirle que pusiera los pies en alto y se echara una siesta, pero decidió que a Flora no le gustaría que adoptara una actitud paternalista y, sin añadir más, fue en busca de su bolsa de viaje.

La encontró junto a la de Flora, en un dormitorio espacioso y diáfano, con el techo alto y acabado en una elevada punta.

A Bram le agradó la ausencia de objetos. El enorme suelo era de madera encerada, salpicado por alfombras con dibujos azules y dorados. Nada más distraía la atención de una magnífica cama con dosel, rodeada por cortinas de gasa levemente agitadas por la brisa. Una visión muy apetecible.

Estaba seguro de que a Flora no le hacía ninguna gracia su intención de no separarse de ella «hiciera lo que hiciera», así que agarró su bolsa y la llevó hasta el otro dormitorio, una habitación prácticamente idéntica a la de Flora, con un enorme cuarto de baño y un gran vestidor. Sólo le faltaba una mujer cálida y solícita para compartir las largas noches tropicales. Pero en lugar de eso tenía a Flora.

Era una suerte que en ese momento no estuviera especialmente interesado en pasarlo bien. Estaba agotado y necesitaba darse una ducha. La cama le parecía el lugar más apetecible, pero sabía que la única manera de combatir el jet lag era intentar adaptarse al horario del lugar de destino, y, con un suspiro de resignación, se alejó de la cama y se dio una ducha larga y tibia que le ayudara a despertarse.

Flora tecleó su contraseña en el ordenador, aunque su mente estaba entretenida en la espalda de Bram, que se alejaba hacia los dormitorios.

¿A qué estaba jugando aquel hombre? Una cosa era que el problema entre las Claibourne y los Farraday sólo fuera asunto de ellos, y otra que prácticamente hubiera insinuado a Tipi Myan que eran amantes.

¿Y por qué no había hecho ella nada para deshacer esa confusión? Se pasó las manos por la cara para intentar espabilarse. Su única excusa era que la situación habría resultado difícil de explicar, y que, después de todo, no tenía por qué dar explicaciones a Tipi Myan.

Frunció el ceño. A pesar de su cortés bienvenida, algo había cambiado en la actitud de Myan desde la conversación telefónica en la que ella había accedido a escribir el artículo.

Se acarició la mano que Bram había tomado y recordó el instante en el que les dos habían compartido un pensamiento común, convirtiéndose por una fracción de segundo en aliados contra el mundo. Para quitarse aquel recuerdo de la cabeza, se rascó la palma de la mano. El roce de Bram le había resultado demasiado familiar. Todo en él lo era. Pero eso se debía a que las mujeres siempre tendían a enamorarse del mismo tipo de hombre. Nunca aprendían.

Quizá ella era más inteligente que las demás mujeres. O quizá había aprendido una lección más difícil que las demás. Lo cierto era que había levantado un muro a su alrededor y ni la fama de su apellido ni su fortuna eran tentación suficiente para que los hombres se le acercaran. Y si alguno lo hacía a pesar de todo, siempre acababa demostrándose que era por interés.

Sin embargo, Bram Gifford era distinto. Él tenía todo el dinero que necesitaba y un apellido tan famoso o más que el de ella. Era un Farraday de pura cepa.

Lo único que quería Bram de ella era descubrir sus debilidades y utilizarlas contra su familia.

Decidida a no olvidar cuáles eran las intenciones de su acompañante tecleó la palabra «Saraminda», confiando en que el resultado de la búsqueda le proporcionara explicaciones sobre lo que allí estaba pasando.

Bram volvió a sentirse un ser humano. Un café y algo de comer lo ayudarían a recuperarse del todo. O eso esperaba.

Se puso unos cómodos pantalones cortos y una camiseta gastada y, descalzo, fue hasta la terraza y se sentó en un sillón de bambú, donde lo encontró el camarero que le llevaba el desayuno.

Bram firmó la nota y le dio las gracias al joven, que parecía un poco inquieto.

– Señor… -dijo con tono indeciso-, la señora está dormida.

A Bram lo tranquilizó saber que Flora había decido echarse una siesta. Debía estar agotada. En otra época, también él había forzado su cuerpo sin tener en cuenta los cambios horarios y había funcionado a base de pura adrenalina. Al final, siempre se pagaban los excesos.

– No se preocupe. Tomará su té más tarde.

– No, señor. La señora duerme sobre la silla -dijo el camarero, cruzándose de brazos y agachando la cabeza para explicarle que Flora se había quedado dormida ante el ordenador.

– ¡Ah! Ya entiendo -Bram también había pasado por eso y sabía que Flora se levantaría con el cuello dolorido y necesitado urgentemente de un osteópata-. Ya me ocupo yo.

Fue hasta el salón y lo que vio lo hizo sonreír. Flora debía de haberse quedado dormida apenas él se había marchado. El ordenador seguía conectado a Internet. Ella tenía la cabeza apoyada en el teclado y la pantalla saltaba de una imagen a otra.

Bram le tocó el hombro con delicadeza. Flora no se movió. La sacudió suavemente. Ella masculló algo y giró la cabeza en la otra dirección, dejando al descubierto las marcas del teclado en su rostro. Pero no se despertó.

Su mente, agotada tras veinticuatro horas de funcionamiento ininterrumpido, se había apagado.

Bram no podía culparla. Cerró Internet, apagó el ordenador y se preguntó cómo llevarla a la cama. Era alta y no precisamente menuda. Debajo del traje amorfo que vestía, se escondía un cuerpo hecho para vestidos ajustados y trajes de baño de corte alto.

El peligro era que Bram podía hacerse daño en la espalda si la levantaba en brazos. Pero no podía dejarla tirada en la silla, pues todos sus músculos gritarían de dolor. Claro que tal vez fuera ella, y no Sus músculos, quien gritara si se despertaba en sus brazos.

Bram fijó su atención en la oreja de Flora y le pasó las yemas de los dedos en una caricia que hubiera despertado a cualquiera. Llevaba unos pequeños pendientes de oro como único adorno. También eso era peculiar en una mujer cuya vida giraba en tomo a la joyería.

El único movimiento que consiguió su caricia fue el de una peineta que se deslizó de su cabello y que Bram se guardó en el bolsillo. Después, aun diciéndose que se arrepentiría de lo que estaba haciendo, se inclinó, pasó un brazo por debajo de las rodillas de Flora y el otro por su cintura y la levantó.

La cabeza de ella rodó hasta quedar apoyada en su pecho. Las horquillas y las peinetas que recogían su cabello fueron deslizándose, dejando caer mechones que atrapaban los rayos de sol. Bram descubrió que tenía el cabello mucho más largo de lo que parecía y se preguntó por qué una mujer a quien no le importaba su aspecto físico se aferraba a un elemento tan sensual, tan atractivo para los hombres, y que tanto trabajo parecía darle.

¿Por qué detrás de una mujer que aparentaba una total sencillez se escondían tantas contradicciones?

Bram echó el peso de Flora sobre su pecho y dio un paso precavido.

Ella no se inmutó. Estaba exhausta.

Mientras la llevaba hasta el dormitorio, Bram pensó que hubiera hecho mejor echándose él también una siesta. Pero al fin llegó a la cama y depositó su carga con tanto cuidado como pudo, aun sabiendo que no se hubiera despertado ni aunque la hubiera dejado caer de golpe. Y de lo que estaba más seguro aún era de que Flora no le agradecería el trabajo que se estaba tomando. Con toda seguridad lo miraría con esos ojos que no permitían adivinar nada y le diría que no tenía por qué haberse tomado tantas molestias.

¿Qué le pasaba a aquella mujer? Bram no era ningún monstruo y estaba acostumbrado a gustar a las mujeres. Muchas de sus amigas eran mujeres. Aunque también debía admitir que muchas de sus antiguas novias preferirían verlo en el infierno; las que habían esperado que su relación fuera definitiva.

Tal vez Flora, sin tan siquiera disfrutar de la parte divertida, era de las que querían mandarlo al infierno. Bram tenía que admitir que era una mujer inteligente.

Le quitó los zapatos. Tenía los pies estrechos y alargados; elegantes, en opinión de Bram. En ellos descubrió una nueva sorpresa: Flora llevaba las uñas pintadas de azul. ¿Qué tipo de mujer se pintaría las uñas de los pies, que quedaban ocultas, y en cambio no se pintaría las de las manos?

¿Qué tipo de mujer se dejaría el cabello largo para recogérselo en desorden en lo alto de la cabeza?

Una mujer con pies bonitos y tobillos elegantes.

Bram dejó los zapatos junto a la cama y comenzó a quitarle la chaqueta. Estaba completamente arrugada, lo que demostraba que era de lino puro. Para ayudarse, se sentó en el borde de la cama e incorporó a Flora. Esta dejó caer la cabeza y su rostro quedó apoyado en el cuello de Bram. Él estaba seguro de que si llegaba a despertarse en aquellos momentos lo mataría. Con cuidado, consiguió quitarle la chaqueta y dejó caer esta al suelo, pero después de hacerlo, no se apresuró a soltar a Flora.

Si tenía que morir, prefería que hubiera una causa que lo justificara. Dejando la cabeza de Flora apoyada en su pecho, le retiró todas las horquillas y peinetas.

El cabello cayó desde lo alto de su cabeza, pesado y oscuro como chocolate espeso, cubriendo las manos de Bram y la espalda de Flora. Él lo sacudió para soltarlo, pasó los dedos por sus mechones de seda y, finalmente, dejó la cabeza de Flora sobre la almohada y se puso de pie.

No era la Bella Durmiente, pero se parecía mucho más a esta de lo que Bram había pensado al verla por primera vez en el asiento de la limusina, en la gris mañana de Londres.

Habiendo llegado a aquel punto de intimidad le pareció ridículo no atreverse a quitarle los pantalones. No tuvo dificultad en hacerlo y tampoco le costó darse cuenta de que sus bragas no eran sencillas y funcionales, sino de encaje negro y ajustadas como una segunda piel.

Tampoco le costó darse cuenta de que sus piernas hacían juego con sus tobillos.

Corrió las cortinas de gasa para librarla de molestos insectos y, cerrando a su espalda las puertas correderas que daban a la terraza, la dejó dormir.

Volvió a su desayuno. Tenía que reflexionar sobre el acertijo que representaba Flora Claibourne, la verdadera mujer que se ocultaba tras un disfraz de solterona intelectual a la que sólo le faltaban las gafas.

Unas gafas de cristales gruesos, a juego con las peinetas de carey.

Capítulo Tres

Flora se despertó con la cabeza abotargada y todo el cuerpo dolorido, como si tuviera resaca o hubiera pasado muchas horas sentada. De pronto recordó. Lo que sentía no era el efecto del alcohol sino el de estar sentada durante horas en un avión con Bram Gifford, trabajando continuamente para evitar hablar con él y para disimular la tensión que su presencia le causaba.

Flora creía haber superado sus problemas con hombres como Bram, atractivos y encantadores, pero parecía que se había engañado. En cuanto lo había visto entrar en el coche, una sensación de dolor y humillación la había golpeado con fuerza. También una oleada cálida y dulce de deseo.

No era justo culpar a Bram. Era un hombre duro y de carácter, y no fingía sentir interés por ella. Debía tratarlo mejor. Era lo menos que podía hacer por India.

Se incorporó y estiró los brazos. Pestañeó para librarse de una nebulosa que entorpecía su vista, pero se dio cuenta de que la causa de «la nebulosa» eran las cortinas de gasa que rodeaba» la cama.

Las abrió, se sentó y bebió con ansiedad de una botella de agua mineral que encontró en la mesilla de noche. Debía haber caído rendida, porque no recordaba ningún detalle del dormitorio. Tampoco era de extrañar, pues llevaba dos días sin tomarse un respiro. Lo extraño era haber sido capaz de llegar hasta la cama, desnudarse y quitarse todas las horquillas y peinetas, dejándolas ordenadamente sobre la mesilla. Todas las peinetas menos una. La buscó en vano entre su cabello, pero pensó que ya la encontraría más tarde.

La última vez que había hecho un viaje largo, se había quedado dormida sobre el ordenador. El resultado había sido una tortícolis que le duró una semana… y una horquilla atascada entre dos teclas del ordenador.

Si Bram la hubiera encontrado en ese estado… Era mejor no pensarlo. Ni pensar el ataque de nervios que le habría dado a India.

Se puso de pie e hizo varios estiramientos. ¿Qué quería Bram? La ponía nerviosa que fuera tan atento. Su actitud seria le resultaba poco creíble. Seguro que estaba riéndose de ella.

Flora se detuvo a pensar. Pero ¿por qué iba Bram a reírse de ella? El único motivo de que estuviera allí era Claibourne & Farraday, así que probablemente lo que le pasaba era que estaba aburrido, harto de perseguirla en lugar de estar en un complejo turístico de lujo, rodeado de mujeres hermosas ansiosas por flirtear.

Con ella, en cambio, Bram no había flirteado. En la experiencia de Flora, ni siquiera la falta de estímulo impedía que los hombres como él intentaran seducir a una mujer.

Si su madre estaba ocupada, lo intentaban con Flora. Aunque sólo fuera para poder aproximarse a su madre.

La mayoría de ellos no lo habían hecho con maldad. Tal vez sólo pretendían mostrarse atentos y ella, sin saberlo, diera muestras de estar muy necesitada de afecto.

Así lo percibían ellos, y estaban en lo cierto. Hasta que Flora descubrió que no toda las atenciones que le dedicaban eran buenas. Demasiado tarde. Pero había aprendido la lección.

Bram Gifford debía preguntarse cómo conseguiría hacerla reaccionar. Ni siquiera lo había conseguido asustándola con los insectos que podían encontrarse. Debía pensar de ella que era una aburrida, y esa idea la hizo sonreír.

Con una sonrisa en los labios, decidió darse una ducha y comer algo.

Veinte minutos más tarde volvió al dormitorio envuelta en un albornoz y con el cabello recogido en una toalla. Tomó su reloj de pulsera de la mesilla y vio que eran más de las tres. No era de extrañar que tuviera hambre.

Se encaminó hacia las puertas correderas y las abrió. Estaban en la costa este de la isla y la terraza ofrecía una sombra agradable, de la que Bram Gifford, acomodado en una hamaca, disfrutaba plenamente en ese momento.

Flora lo miró detenidamente. Tenía unas piernas magníficas de deportista. Piernas de jugador de tenis, no de futbolista, pensó. Era una especialista en clasificarlas. Su madre adoraba a los deportistas.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bram, quitándose las gafas de sol y levantando la vista de un bestseller de suspense, una historia repleta de juicios y abogados de la que tal vez pretendía sacar alguna enseñanza.

Flora reprimió el impulso de volver corriendo a la seguridad de su dormitorio, pero se quitó la toalla de la cabeza y sacudió el cabello para dejarlo secar al sol.

– Sí, gracias -dijo, sacando un peine del bolsillo y comenzando a deslizarlo entre los nudos-. Aunque estoy hambrienta.

– Junto a la piscina hay un restaurante abierto todo el día. Lo he visto al ir a dar un paseo. La comida es buena. También hay una tienda -señaló el libro que leía-. Tiene los últimos éxitos de ventas, incluidos tus libros.

– Sabían que venía -dijo ella, sin inmutarse-. ¿Tú no has tomado una siesta?

– Me he dado un baño en la piscina. Es mejor intentar adaptarse al horario local.

– No todos somos superhéroes -dijo Flora, haciendo una mueca de dolor al quedársele el peine enganchado en un nudo.

– No te estaba criticando, Flora. En el avión he dormido más que tú -Bram se puso de pie-. Déjame que te ayude -le quitó el peine, tomó un mechón de su cabello y, con delicadeza, comenzó a desenredárselo.

Flora se quedó muy quieta. Bram sólo estaba peinándola. No significaba nada. Pero su cuerpo no pensaba lo mismo. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan cerca de un hombre y cada célula de su cuerpo parecía querer unirse al aroma cálido de la piel de Bram. El cabello rubio, brillante, le caía sobre la frente y en su entrecejo se formaba una pequeña arruga de concentración.

Bram era una tentación: cada milímetro de su cuerpo llevaba un letrero que decía Tócame.

– Estaba trabajando -dijo Flora apretándose el cinturón como si con ello pretendiera distanciarse de Bram. Pero enseguida se dio cuenta de que se comportaba demasiado a la defensiva y se dijo que no tenía por qué justificarse ante él por haber necesitado dormir un rato-. He debido quedarme dormida.

– Con la cabeza en el teclado. He pensado que estarías más cómoda en la cama -Bram acabó con el nudo y siguió peinándola con delicadeza.

Flora se puso tensa.

– ¿Me has acostado tú?

– He intentado despertarte -dijo Bram en tono tranquilizador-. Pero no te has movido.

Así que Bram la había llevado hasta el dormitorio, la había desvestido y había echado las cortinas dejándola dormir como si se tratara de la Bella Durmiente… o mejor, de una prima mucho menos atractiva. Eso explicaba por qué no recordaba nada del dormitorio al despertarse. Tragó saliva.

– No me he dado cuenta.

El tono inseguro de su voz la irritó e hizo un esfuerzo para componer una expresión que demostrara que lo ocurrido no tenía ninguna importancia para ella.

– Gracias -añadió sin convicción.

Bram no sólo la había desvestido sino que le había quitado cada horquilla y peineta del cabello. Nadie sabía mejor que Flora el tiempo que llevaba hacerlo. Y 5ólo podía haberlo hecho apoyándola sobre su pecho y sosteniéndola contra él un buen rato.

Para Flora, ese acto era de una mayor intimidad que si la hubiera desvestido. Se volvió bruscamente para que Bram dejara de peinarla.

– Tu traje estaba muy arrugado así que lo he mandado a la lavandería para que lo laven y lo planchen -dijo Bram.

– Eres todo un boy scout -le espetó Flora con sarcasmo.

– Debes de tener hambre -dijo él cambiando de conversación.

Flora no quería ser amable ni darle las gracias. Sólo deseaba no haber dejado que la peinara, no haber consentido que la ayudara. Lo único que deseaba en ese momento era que Bram volviera a Londres y la dejara en paz.

– No has probado bocado desde que salimos de Londres. Vístete. Te invito a comer. En cuanto comas algo estarás menos irritable.

Flora recuperó el sentido común justo a tiempo de callarse una impertinencia. Lo cierto era que Bram trataba de ser amable, algo que ella no estaba consiguiendo. Era cierto que los motivos de tanta amabilidad no eran desinteresados, pero ella no tenía nada que perder por comportarse educadamente y debía esforzarse por conseguirlo. Tal vez así lograría averiguar algo de utilidad para India.

– Tienes razón -dijo con una sonrisa forzada-. Cuando tengo hambre no sé lo que digo.

– Entonces tendré que asegurarme de que no llegues a ese punto -dijo él entregándole el peine-. No querrás ofender al señor Myan sólo porque tengas bajo el nivel de azúcar… Sería una pena romper esa imagen de intelectual seria que tanto te ha costado construir. Aunque la verdad es que nunca he entendido porque la inteligencia tiene que ir acompañada de ropa arrugada y peinados extraños. Puede que algún día puedas explicármelo.

Y con esas palabras, Bram volvió a la hamaca, puso los pies en alto, se ajustó las gafas de sol y continuó leyendo, mientras Flora se quedaba sin saber qué decir.

Bram la observó marcharse por encima de las gafas. Era una mujer muy susceptible y él debía tener cuidado de no confiar en sus sonrisas. Susceptible y compleja. Pero tenía unos tobillos atractivos y un cabello maravilloso, al menos cuando se lo dejaba suelto.

Qué equivocado había estado al creer que iba a aburrirse.

Después de seis horas de sueño y de comer un sándwich, Flora pudo prestar atención a lo que la rodeaba.

Ahuyentó un insecto azulado con su sombrero de ala ancha y recorrió con la mirada el restaurante próximo a la piscina. Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas. En una de ellas se sentaba una belleza rubia de unos treinta años. Estaba leyendo, pero cuando Flora y Bram pasaron a su lado los siguió con la mirada y, aunque seguía con el libro abierto, Flora estaba segura de que había perdido el interés en lo que leía. Ése debía ser el efecto que Bram causaba allá donde fuera.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Flora.

– Haciendo lo que acostumbren hacer en el calor de la tarde -dijo Bram sin mirar a su alrededor-. Cuando me he bañado había más gente -añadió, ajeno interés que despertaba.

Tal vez estaba tan acostumbrado a que le pasara que ya ni se alteraba. O quizá prefería mantener el placer y los negocios en compartimentos separados.

Si era así, Flora no tenía nada que objetar.

– ¿Cuánta gente? -preguntó.

– Una docena de personas más o menos.

También cabía la posibilidad de que fuera tan atento como aparentaba y que sólo quisiera dedicar su atención a Flora.

¿Era eso posible? Las probabilidades eran pocas. A no ser que ella tuviera algo que él deseaba. A no ser que Bram pretendiera utilizarla para acabar con las Claibourne.

– Es un complejo turístico maravilloso. ¡Qué pena que haya tan poca gente! -dijo Flora.

– Lleva abierto pocos meses y todavía no está incluido en los circuitos turísticos típicos -apuntó Bram.

– ¿No es eso lo que busca la gente?

– Eso dicen. Pero si lo descubrieran, dejaría de ser un sitio recóndito, ¿no crees? -Bram se encogió de hombros-. Si te preocupa, dedícale unos comentarios elogiosos en el departamento de viajes de Claibourne & Farraday. Antes de lo que imaginas, tendrás este sitio plagado de gente.

Flora pensó que un artículo en un suplemento dominical dedicado a una princesa desconocida enterrada entre piezas de oro y piedras preciosas podía atraer a numerosos escritores de guías de viaje en busca de lugares desconocidos.

– No pienso dedicarle ninguna alabanza hasta que haga una inspección por mí misma -dijo-. Quiero tomar fotografías de las partes menos atractivas de Saraminda y no sólo de aquello que nos quieran enseñar en la oficina de turismo -Flora recordó los consejos de India-. Tú podrías ayudarme. ¿Qué tal manejas la cámara de fotos?

Flora no sabía fingir y su tono de voz le resultó artificial, pero confió en que Bram no se diera cuenta de que no era sincera.

– No soy capaz de tomar una fotografía sin cortar la cabeza o los pies de los retratados -dijo él.

A Flora le costaba creerlo. Bram Gifford tenía el aspecto de saber hacer funcionar cualquier máquina. Podía imaginar sus largos dedos ajustando el objetivo de la cámara, o de cualquier otro mecanismo que le interesara hacer funcionar.

Bram entrelazó los dedos y apoyó la nuca en las manos, echándose hacia atrás perezosamente. La camiseta se le pegó al pecho y dejó al descubierto un abdomen firme y musculado.

– Estoy aquí para observarte, no para hacer tu trabajo.

Flora se puso tensa.

– ¿Qué?

Bram ocultaba los ojos tras las gafas de sol. La línea de sus labios parecía estar a punto de esbozar una sonrisa, pero no sonreía. Su rostro no daba ninguna pista que permitiera a Flora interpretar lo que pensaba. Ella sabía que lo hacía premeditadamente. Después de todo, la propia Flora utilizaba esa misma táctica cuando trataba con joyeros, pero era desconcertante que alguien la utilizara con ella.

– He dicho… -comenzó Bram Flora lo interrumpió.

– No necesito que hagas mi trabajo -dijo, decidida a no caer en una provocación tan clara-. Sólo quería evitar que te aburrieras. Si quieres hacerte con el control de la empresa, llegará un momento en que tendrás que implicarte en el trabajo diario.

Flora sabía que estaba siendo injusta. Ella misma no hacía casi nada por la empresa y si había aceptado la oferta de Tipi Myan, había sido movida por el deseo de librarse de Bram Gifford. Para no tener que comportarse como si supiera cómo actuaba el directivo de una gran empresa o qué debía hacer. Tenía que justificar el salario que su padre había comenzado a pagarle cuando, incluso antes de acabar la carrera de Arte, empezó a diseñar joyas para la tienda.

Flora habría estado dispuesta a diseñarlas aunque sólo fuera por verlas convertidas en realidad. Pero su padre se había reído ante la sugerencia y había dicho que prefería atarla con un contrato antes que permitir que la competencia se la robara.

No era frecuente que su padre les dedicara demasiada atención, así que Flora se había sentido especial en un momento de su vida en el que necesitaba ser querida.

Poco a poco había quedado atrapada por la historia y el misterio que rodeaba a los metales y piedras preciosas con los que los ricos y poderosos se hacían enterrar.

El viaje a Saraminda se había presentado como un regalo para ella. Pero en esos momentos veía lo equivocada que estaba.

De haberse quedado en Londres, sólo habría tenido que estar con Bram de nueve a cinco y él habría tenido que atender otros asuntos. Aunque Bram hubiera tomado días de vacaciones para estar con ella, siempre habría habido distracciones femeninas a las que dedicar su tiempo. Pero en medio de la nada no iba a haber manera de escapar de él.

Recordó la actitud suplicante de India y trató de ponerse en el lugar de su hermana. ¿Cómo se sentiría ella si alguien llegara y le dijera que debía abandonar su carrera, que tenía renunciar a aquello por lo que llevaba tanto tiempo luchando porque otra persona iba a quitarle el puesto? Y ni siquiera porque se tratara de alguien con más talento o capacidad, sino exclusivamente porque era un hombre.

Flora consideró la posibilidad de invitar a la rubia a su mesa. Eso conseguiría distraer a Bram. Pero él no era tonto y sabría cuáles eran sus intenciones, así que en lugar de llamar a la mujer, miró a Bram a los ojos.

– ¿Realmente os interesa la empresa o los Farraday estáis obsesionados con demostrar vuestro poder de machos? Yo estoy aquí para trabajar. ¿Tú?

– ¿Qué trabajo te importa más? -replicó él, sin responder las preguntas y atacándola a su vez-. ¿El intelectual o el comercial?

Flora esperaba aquella pregunta desde el primer momento que vio a Bram y tenía la respuesta preparada. Para disimular, dejó pasar unos segundos, como si considerara qué responder.

– Uno y otro se complementan. La tienda financia mis viajes y mis investigaciones. Y unos y otros inspiran mis diseños.

– Así que los informes para el departamento de viajes no son más que un extra -Bram escondía una mente afilada tras su aparente actitud relajada.

– Les proporciono un comentario personal desde la perspectiva del viajero. No pretendo nada más. Al departamento de viajes le viene bien tener una opinión objetiva.

– Entonces ya sabes lo que vas a tener que hacer hasta que abran los museos.

En lugar de preguntar a qué se refería, Flora esperó a que Bram continuara.

– Vas a tener que hacer de turista.

– Sólo hay un lugar que me interese visitar.

– El señor Myan te dijo que no se puede acceder a él -replicó Bram en tono de advertencia-. Dijo que era peligroso. Seguro que se pueden visitar otros sitios.

– ¿Qué pasa, Bram, tienes miedo a no resistir la escalada?

– No he traído mis botas de montaña -le recordó él.

– Es cierto -Flora no iba a darse por vencida. Estaba decidida a ver la tumba aunque no contara con el apoyo de Bram, pero se encogió de hombros para quitarle importancia-. Supongo que tienes razón. Hay muchas otras cosas para ver.

– ¿Por qué no empiezas esta misma tarde? Puedes ir a Minda en taxi y empaparte de la atmósfera local. Incluso probar algún restaurante.

Flora se dio cuenta de que Bram no se incluía en los planes y pensó que por fin había decidido buscar sus propias distracciones.

– ¿No quieres venir conmigo a tomar notas? -preguntó ella.

– Ya te he visto comer. Lo haces muy bien y muestras destreza con los cubiertos, pero no compraría entradas para verte.

Flora tenía lo que se merecía. Había insistido en que él hiciera lo que quisiera y no podía enfadarse porque aceptara la sugerencia. Lo cierto era que la idea de pasearse sola por una ciudad desconocida en la oscuridad no le resultaba muy sugerente. Pero como no iba a admitir sus temores, se encogió de hombros.

– De acuerdo -dijo.

Dirigió su mirada al horizonte y vio un barco de carga alejándose de la costa. En la bahía se divisaban un par de barcas de pesca. Luego, sus ojos se detuvieron en la mujer rubia y Flora se preguntó si Bram no la conocería de antes y habría quedado en la isla con ella.

– ¿Tú cenarás aquí? -preguntó.

– No creo -dijo Bram-. No parece que haya demasiado ambiente.

– ¿No? Pues si quieres compartir un taxi hasta la ciudad no tienes más que decírmelo. Estoy segura de que hay más de un restaurante.

– Seguro que sí.

– Y que allí encontrarás toda la «atmósfera» que desees -insinuó Flora volviendo la mirada hacia la rubia. Las gafas de sol ocultaban los ojos de Bram y era imposible adivinar hacia dónde miraba.

– Tienes razón. Y ya que vas a tener que dedicarte a Claibourne y Farraday…

– Siempre intento combinar los negocios con el placer -dijo Flora.

– … quizá debería ir contigo.

¿La única intención de Bram había sido ponerla nerviosa?

– No se preocupe, señor Gifford -dijo Flora con retintín-. Tomaré notas para que pueda verlas en su tiempo libre. Mientras tanto, puede buscarse otros entretenimientos.

– Bram -dijo él-. No olvides que somos colegas, Flora.

– No te preocupes, Bram -dijo ella, pasando por alto el énfasis que él había puesto en la palabra «colegas». Tratarlo de usted había sido su pequeña venganza para intentar irritarlo, y todavía estaba decidida a conseguirlo-. Puedes buscar un bar y encontrar compañía agradable. Haz lo que te apetezca y pásalo bien.

– No creo que lo pase bien, pero tendré que pegarme a ti.

Flora lo miró fijamente. Una cosa era ser impertinente y otra, ser abiertamente desagradable.

– Después de todo -siguió Bram-, una vez que los Farraday recuperen el control de la compañía -sonrió con frialdad-, seré yo quien informe al departamento de viajes.

Flora fue a responderle que, como eso no iba a suceder, no tenía por qué esforzarse, cuando acudió a su mente una idea tan brillante que no tuvo que fingir la sonrisa que iluminó su rostro.

– De acuerdo, si insistes… -se encogió de hombros como si no le diera importancia-. A partir de mañana debería empezar a tomarme en serio la exploración de la isla -ahuyentó un insecto-. Ya que no puedo hacer nada más, tendré que alquilar un coche o algo así.

– ¿O algo así?

– Un Jeep sería más adecuado -la expresión de Bram pareció indicar que prefería un coche con aire acondicionado-. Necesitamos un coche duro. No creo que las carreteras estén en muy buen estado -Flora se sonrojó al presentir que Bram la miraba fijamente, pero como no podía verle los ojos, era imposible estar segura.

– A mí me ha parecido que estaban perfectamente cuando hemos venido desde el aeropuerto -dijo él-. ¿O es que quieres explorar un sitio de difícil acceso?

Flora dejó escapar una risita.

– ¿A qué te refieres? No sé nada de esta isla, pero estoy segura de que se pueden visitar muchos sitios de interés histórico.

– Seguro que sí -dijo él sin mucho entusiasmo.

– Y no todos van a estar junto a la carretera. ¿Te has fijado si tienen mapas en la tienda? -Flora dejó la servilleta junto al plato y se puso en pie. Prefería evitar el gesto inquisitivo que dibujaban las cejas de Bram-. ¿Por qué no pides más café mientras voy a echar un vistazo? A no ser que lo de seguirme a todas partes te lo tomes al pie de la letra, claro -añadió-. No creo que valga la pena verme comprar.

Bram deslizó las gafas de sol por su nariz larga y recta y se quedó mirando el vestido gastado de Flora. No tenía ningún estilo, pero debía de ser muy cómodo. Flora lo habría elegido por los numerosos bolsillos que tenía.

– Tienes razón -dijo él después de una pausa premeditada.

Flora no sonrió. Bram no le había dedicado un comentario halagador, pero a ella eso le agradó. No se vestía para seducir al sexo opuesto sino para estar cómoda. Hacerlo al revés sólo le había causado dolor.

Sin decir nada, se hizo un nudo con el cabello ya seco, se lo sujetó con el sombrero y fue en busca de un mapa. El mapa del tesoro. Con un poco de suerte, también encontraría alguien que se lo marcara con una cruz.

Capítulo Cuatro

Bram siguió a Flora con la mirada. Sus movimientos sensuales y ágiles negaban la imagen severa y esquiva que pretendía crear con su indumentaria. Estaba seguro de que resultaría mucho más atractiva sin ropa que con ella.

Era evidente que se trataba de una mujer de valores ocultos. Nadie la consideraría hermosa, pues sus facciones eran demasiado duras, pero no era ni mucho menos tan poco agraciada como parecía a primera vista. Lo que Bram no lograba comprender era porqué Flora sentía la necesidad de esconderse.

En cambio, era fácil adivinar por qué había preferido ir sola a comprar el mapa y a preguntar sobre lugares de «interés histórico».

Flora iba a tener que aprender otros trucos si pretendía ocultarle sus intenciones. Un mapa, un Jeep y una sonrisa triunfal sólo podían significar una cosa. Tenían un día libre para descansar y no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no hacer nada no figuraba entre las actividades favoritas de la señorita Claibourne. Ni que la sugerencia de un posible peligro fuera a hacerla cambiar de idea. Quería ver por sí misma la tumba y si el señor Myan no la llevaba, haría las averiguaciones precisas para encontrarla y visitarla ella sola.

¿Sola? No. Flora no tenía un pelo de tonta. Su sonrisa triunfal tenía una justificación clara. Había decidido aprovechar la promesa de Bram de no separarse de ella en su propio beneficio. Iba a utilizarlo. Su compañía le permitiría hacer una visita a las montañas sin autorización. Así que era responsabilidad de él impedir que la hiciera.

Podía estar equivocado, pero Bram no creía que al Ministro de Patrimonio Artístico fuera a entusiasmarlo descubrir que la modosa intelectual había decidido explorar por su cuenta. Bram no comprendía por qué, y tampoco le interesaba descubrirlo. Su única misión consistía en evitar que Flora corriera peligro. No sería una misión difícil. A no ser que ella resultara ser la única mujer en el mundo capaz de interpretar un mapa o de conocer el funcionamiento básico de un motor de explosión. Y había pocas probabilidades de que lo fuera.

La mujer rubia logró que la mirada de Bram se cruzara con la de ella. Él tuvo la impresión de que la mujer tenía ganas de charlar, pero sus intentos serían vanos. A Bram le gustaba la compañía femenina, pero evitaba a las mujeres solitarias de cierta edad. Y para amostrarle que estaba ocupado dedicó una amplia sonrisa a Flora al verla aproximarse.

– ¿Has encontrado lo que buscabas? -preguntó.

Desconcertada por la cálida bienvenida, Flora dejó el bolso sobre la mesa y sacó de él un mapa y una guía.

– ¿Qué es esto? -Bram tomó una brújula plana-. ¿Qué visita turística requiere el uso de una brújula? -preguntó, invitándola a que confiara en él.

En lugar de responderle, Flora le quitó el aparato y guardó en uno de los muchos bolsillos de su vestido.

– ¿Y tienes el descaro de llamarme boy scout? ¿Y por qué no has comprado un buen mapa?

– ¿Éste no es un buen mapa? -preguntó Flora, llena de inocencia, mientras abría un mapa turístico que sólo mostraba las rutas y monumentos más importantes, en el cual las montañas no aparecían más que esbozadas.

– Nos servirá -admitió Bram-. Siempre que tu idea de una visita turística no incluya una excursión a través de la jungla para buscar a tu querida «princesa perdida».

– A la princesa ya la han encontrado. Lo que falta es la tumba.

– No falta. Sólo está prohibido visitarla -le recordó Bram.

– Ya he entendido el mensaje. Lo que no comprendo es el porqué.

– Tipi Myan ha dicho que es peligroso.

– Puede que sea un lugar inseguro, pero no soy estúpida. No correría el riesgo de excavar donde pueda producirse un derrumbamiento. Sólo quiero ver el lugar.

– Olvídalo, Flora -Bram esperó a que ella hiciera una señal de conformidad. Al no recibirla, continuó-. Por favor, admite que tengo razón.

Flora se llevó la mano al pecho y puso expresión ofendida.

– Pero si tú eres un hombre, Bram -imitaba el tono fingido que adoptaban ciertas mujeres para aparentar fragilidad-. ¿Cómo voy a dudar que tengas razón?

Bram sabía que era una maniobra para no prometer lo que no pensaba cumplir.

– Basta con que me digas que sí.

– «Sí» es la palabra que todos los hombres quieren oír -dijo Flora. Abandonó el tono de burla y continuó-. Pero si te hace feliz, te prometo que no voy a atravesar la jungla. Ni siquiera sabría por dónde empezar.

Bram se preguntó si el rubor que asomó a las mejillas de Flora era efecto del sol o de un sentimiento de vergüenza, pero decidió no seguir insistiendo.

– No veo que se mencionen ni el tesoro ni la tumba.

La guía destacaba las atracciones típicas: pagodas decoradas, centros de artesanía y otros lugares por el estilo.

– ¿No? Supongo que es un descubrimiento demasiado reciente.

– ¿Tienes idea de dónde está? -preguntó Bram. Dejó a un lado la guía y abrió el mapa-. ¿No te dijo nada el señor Myan?

– Ya lo oíste. Habló de un largo camino cuesta arriba.

Pero Bram estaba seguro de que Flora había averiguado algo. Cierto nerviosismo en su actitud era un claro indicio de que era incapaz guardar un secreto, una característica de la que él podría beneficiarse. Todo dependía de cuánta información tuviera ella sobre los planes de India Claibourne y de lo difícil que le resultara a él romper su barrera defensiva.

– Se trata de un descubrimiento de gran valor -continuó Flora-. Y supongo que quieren protegerlo de los buscadores de tesoros. Podrían dañar la tumba si fueran en busca de más oro.

– Eso si las ruinas no se desmoronan primero sobre ellos -replicó Bram.

– Tienes razón.

– Supongo que estarán vigiladas.

– ¿Por qué? El oro está guardado en el museo. El secreto que las rodea y la dificultad de acceder a ellas son su mejor protección.

– Desde el momento en que dos personas saben algo, deja de ser un secreto.

– ¿Tú crees? He alquilado un todoterreno para los próximos días -dijo Flora cambiando de tema.

– ¿Un Jeep?

– No pongas esa cara. Es un modelo de lujo con aire acondicionado. Para poder conducirlo tienes que dar los detalles de tu carné de conducir en recepción -Flora lo miró con ironía-. Pero quizá prefieras alquilar un coche sólo para ti.

– ¿Para qué?

– Para hacer lo que quieras. Tengo la impresión de que visitar monumentos no te apasiona.

Bram comprendió que Flora estaba dispuesta a explorar por su cuenta.

– ¿Por qué insistes en que tú estás aquí por trabajo y yo, por placer?

– Si prefieres pasar el día junto a la piscina no se lo contaré a nadie.

– No me conoces -una vocecita interior advertía a Bram de que estaban en un país donde no era frecuente la presencia de turistas y de que debían permanecer juntos-. Me encanta visitar monumentos.

Flora se encogió de hombros. Bram mentía descaradamente. Tenía tan poco interés como ella en hacer turismo, pero parecía decidido a no dejarla jugar a «la búsqueda de la tumba». La única solución era hacerle creer que irían juntos de excursión.

– De acuerdo, ¿qué te parece una visita al refugio de monos? -Flora señaló la fotografía de un monito-. Los crían hasta que pueden valerse por sí mismos.

– Una labor admirable, pero yo creía que estarías más interesada en visitas culturales -Bram le quitó la guía de las manos y señaló la fotografía de un palacio situado en una isla en medio de un lago-. Suponía que esto era más de tu estilo. También dice aquí que el Jardín Botánico es espectacular.

Flora se inclinó hacia delante para ver la fotografía. Su hombro rozó por un instante el de Bram. El tiempo suficiente para que él pudiera oler el perfume ácido y tenue que llevaba. Un perfume sutil que parecía querer susurrar que Flora era una mujer sin que nadie llegara a enterarse.

Igual que los demás detalles: el cabello largo pero siempre recogido, las uñas de los pies pintadas, las braguitas de encaje. Mensajes codificados de su feminidad.

– Me pregunto si habrán explotado el mercado de las bodas para turistas -comentó Bram-. En Bali tienen mucho éxito.

– Podemos ir al Jardín Botánico y luego a los talleres textiles -Flora rectificó-. Aunque lo mejor será empezar por el refugio de monos, ya que está en el punto más alejado. Desde allí podemos volver haciendo las demás visitas.

– Yo preferiría ir al palacio -dijo Bram.

– Lo siento, pero no te he pedido tu opinión. Empezaremos con la visita a los monos. Y ya que el día será largo, podemos pedir en el hotel que nos preparen unos bocadillos. Veo que hay una playa en el camino donde podríamos damos un baño y comer.

– ¿Tú crees? ¿Qué pensarán en esta isla de la práctica del nudismo?

– ¿Qué quieres decir?

– Que no has traído traje de baño.

– Puedo comprar uno en la tienda del hotel.

Bram intentó imaginársela en traje de baño. El secretismo con el que Flora trataba su sexualidad despertaba en él un interés particular.

– Tengo la impresión de que la idea de un picnic en la playa no te entusiasma -comentó Flora.

– Hasta donde yo sé, la arena y la comida no combinan demasiado bien.

– De acuerdo. Comeremos en el Jardín Botánico -accedió Flora-. Y así veremos si es apropiado para la celebración de bodas -se inclinó hacia adelante evitando tocar a Bram. Señaló una fotografía-. Aquí dice que hay mariposas tan grandes como platos.

– Y seguro que no dice nada del tamaño de las ratas y de las hormigas.

– Bram, tienes un serio problema con los insectos. ¿Te has planteado hacer una terapia?

Bram pensó que la única terapia que necesitaba estaba relacionada con Flora, pero prefirió callarse.

– Gracias por preocuparte por mí, pero me basta con utilizar repelente de insectos.

– Tienes suerte. Yo soy alérgica.

Bram contuvo el deseo de hacer un comentario sarcástico al recordar el mensaje de Jordan pidiéndole que tratara de «igualar el marcador». Para lograrlo tenía que ganarse la confianza de Flora; pero… ¿cómo? Bram prefirió no dejar volar su imaginación y guió su pensamiento hacia cuestiones prácticas.

Su labor era descubrir quién era la verdadera Flora Claibourne, encontrar sus debilidades y conseguir que le contara los secretos del negocio.

Decidió comenzar con los detalles pequeños.

– ¿Debo saber algo más, por si acaso sufrimos una emergencia?

– ¿A qué te refieres?

– No lo sé. Por eso te pregunto -dijo Bram en tono Je exasperación. Flora convertía la pregunta más sencilla en un interrogatorio-. ¿Cuál es tu grupo sanguíneo? ¿Eres alérgica a la penicilina?

– No. Sólo a los repelentes de insectos. La aromaterapeuta de Claibourne & Farraday me ha preparado una mezcla especial.

– ¿Y funciona?

– La verdad es que no lo sé. Pero huele mucho mejor que el repelente de farmacia -Flora le ofreció la muñeca para que la oliera.

Si otra mujer hubiera hecho el mismo gesto Bram habría sabido exactamente cómo actuar. Abría tomado su muñeca y, aproximándosela a los labios, se la habría besado. Y eso sería sólo el principio. Pero Flora Claibourne era un misterio para él. Sin ni siquiera olerla, se puso de pie.

– Creía que era una loción para repeler insectos -dijo Flora, desconcertada-, pero se ve que también sirve para los hombres.

Bram echó una ojeada a su reloj.

– Tranquila. Si vamos a salir esta noche, será mejor que descanse un par de horas o me quedaré dormido sobre la sopa. Si no me he levantado para las siete y media, llámame.

– ¿Vas a dormir? -dijo Flora, sarcástica-. Creía que eras un hombre de acero, capaz de adaptarse a la hora local sin dificultad.

– En los climas cálidos, el horario local incluye una siesta. Sobre todo si estás de vacaciones.

Flora echó la cabeza hacia atrás para mirar a Bram por debajo del ala de su sombrero.

– Pero tú no estás de vacaciones -le recordó-. Lo repites constantemente.

Y era sincero. Nunca pasaría unas vacaciones con una mujer tan irritante. Bram respondió con brusquedad.

– Tienes la nariz roja. Será mejor que te pongas un protector solar.

Como respuesta, Flora sacó un frasco de crema del bolso, lo abrió, metió el dedo y, de un solo movimiento, se puso una capa gruesa de crema en el centro de la nariz.

– ¿Te gusta más así? -preguntó, provocadora.

– Me entusiasma -dijo él.

Bram se alejó hacia el bungaló. Flora recorrió con la mirada sus atléticas piernas hasta llegar a un trasero firme y poderoso. Una tentación incluso para una mujer con una fuerza de voluntad inquebrantable.

Era una injusticia que un hombre como él lo tuviese todo; o casi todo. Flora estaba segura de que las mujeres habían caído rendidas a sus pies desde que él tenía uso de razón. Por eso carecía de bondad y dulzura. No las necesitaba.

Bram no quería estar con ella porque su persona no se correspondía con su superficial idea de belleza. Flora había leído el informe que India había recopilado sobre él. Llevaba una doble vida. Durante el día era un trabajador inagotable, un afamado abogado de empresa. Al caer la noche se transformaba en un play-boy rodeado de mujeres. En plural. No parecía creer en relaciones duraderas.

Las razones que movían a Flora a sentir rechazo por él eran más complejas. Bram estaba demasiado cerca de su prototipo de hombre y si hubiera sido algo más amable, ella habría tenido serios problemas para mantenerlo a raya. Tal y como se estaba comportando no era una tarea difícil.

Flora permaneció un rato sentada, tomando café y fijándose en la mujer rubia. Era del tipo de las que solían acompañar a Bram. Pero él no se había fijado en ella. Flora se enfadó consigo misma al darse cuenta de que ese pensamiento la animaba y, para quitárselo de la mente, metió la mano en el bolso y sacó el mapa detallado que había escondido en el fondo. El mapa en el que el dependiente de la tienda había marcado la ubicación de la tumba, aprovechando que Bram estaba echando una siesta. Flora estudió el mapa y planeó lo que haría al día siguiente, en cuanto se librara de su sombra.

Aunque por un lado se sentía culpable por engañar a Bram, por otro tenía la excusa de que entre sus funciones estaba demostrar lo resolutivas que eran las chicas Claibourne.

Cuando el sol comenzó a descender, Flora fue a darse una ducha y a prepararse para la cita con Bram.

Al ver que la mujer rubia no se había movido de su sitio, Flora sintió una repentina inquietud y tuvo el impulso de ir a preguntarle si se encontraba bien. Pero cuando acababa de dar un paso en dirección a ella, vio que la recepcionista del hotel se aproximaba a la desconocida con un mensaje, y Flora decidió marcharse.

Capítulo Cinco

Flora siempre viajaba con poco equipaje, y no había cambiado sus hábitos porque Bram Gifford la acompañara a Saraminda.

Tenía un conjunto de blusón y pantalones negros que le servía para la mayoría de las ocasiones. Ocupaba poco en la maleta, no necesitaba plancha y, como era de corte clásico, no pasaba de moda.

Lo sacudió, lo colgó en una percha y lo contempló, intentando imaginar qué pensaría Bram de él. Tal vez había llegado el momento de retirarlo y comprarse uno nuevo. Un traje animado y colorido que borrara la expresión de tedio de la cara de Bram.

Preocuparse por lo que él pensara era el camino más directo al llanto, se recordó Flora. Ya había sufrido esa experiencia en el pasado y se había prometido no volver a caer. Cuando una experiencia era lo suficientemente traumática, era sencillo no cometer el mismo error.

Hasta ese momento se había mantenido firme en su actitud: ni maquillaje ni ropa sugerente. Pero quizá más que fuerza de voluntad lo que la había ayudado era no haber tenido ninguna tentación lo suficientemente poderosa.

Se estiró el cabello aún más de lo que acostumbraba y se lo sujetó con más horquillas. Seguía sin encontrar una de sus peinetas, pero no estaba dispuesta a pasar por la humillación de preguntarle a Bram por ella.

Tomó su bolso y las llaves del coche y se dirigió a la terraza para esperar a Bram. El sonido de su ducha le había indicado que no necesitaba ir a despertarlo.

Bram la esperaba contemplando el mar, apoyado en la barandilla. También él había elegido ropa informal. Llevaba una camisa sin cuello y unos pantalones claros. El cabello le caía sobre la frente.

Sin cambiar de posición, miró a Flora de soslayo con una expresión a la que ella comenzaba a acostumbrarse y con la que parecía maldecir su mala suerte por tener que compartir su tiempo con una mujer como ella.

Ésa era la impresión que Flora quería causarle. ¿Por qué, entonces, no se alegraba más de haberlo conseguido? Instintivamente, se ajustó una peineta.

– Espero no haberte hecho esperar. Quedamos a las ocho.

– No hay ninguna prisa -dijo Bram al tiempo que se incorporaba y alargaba la mano para que Flora le diera las llaves del Jeep.

Flora pasó por alto su gesto y se encaminó con paso decidido hacia el coche. Bram podía seguirla si quería.

Bram la alcanzó y se colocó entre ella y el coche.

– Conduzco yo, Flora.

Debía haberse confundido al creer que era listo, pensó ella, cuando no era más que un machista que no soportaba la idea de que una mujer llevara el coche. Y si eso era lo que pensaba, tampoco la creería capacitada para sentarse en el Consejo de Administración de una empresa millonaria.

Daba lo mismo que tampoco ella estuviera particularmente interesada. El comportamiento de Bram hacía crecer su determinación.

– Si quieres conducir, alquílate otro coche -dijo con una sonrisa cínica.

– He dado mis datos en recepción y me han incluido en el seguro, si es eso lo que te preocupa.

– No me preocupa en absoluto -dijo ella sacudiendo las llaves para indicarle que se quitara de en medio.

Bram no se movió.

– No quiero ofenderte, Flora, pero si no eres capaz de controlar tu cabello no quiero imaginar cómo controlas el resto de tu vida. Si vamos juntos, conduzco yo.

Sin apartar su mirada de la de Flora, le tomó la muñeca con firmeza y, con la otra mano, le arrebató las llaves. Ella no pudo reaccionar a tiempo.

– Gracias -dijo él. Abrió la puerta del conductor y al ver que Flora no se movía, añadió-: Te abriría la puerta pero supongo que te parecería demasiado machista.

– Eres un… -Flora se mordió la lengua. Bram no estaba intentado hacerla enfadar a propósito. Era así. Y perder el control sólo la perjudicaría a ella.

– ¿Un…? -la animó Bram.

– Puede que tengas razón respecto a mi cabello -dijo ella-, pero conduciendo… Da lo mismo. No tengo que demostrarte nada, así que si tu masculinidad se tambalea por dejar conducir a una mujer, te cedo el puesto.

Flora rodeó el vehículo y se sentó en el asiento de delante. Era capaz de enfrentarse a cualquier situación sin la ayuda de un hombre y, en ocasiones, ceder era la mejor victoria.

Miró a Bram de soslayo. Estaba paralizado y una pequeña arruga de desconcierto separaba sus ojos castaños, como si tratara de averiguar cómo al dejarlo ganar, Flora había conseguido salir victoriosa.

Lo que no sabía era que ella se guardaba una carta. Su venganza sería dejarlo plantado al día siguiente.

– ¿No habrás visto por casualidad una de mis peinetas, verdad? -preguntó.

Bram se metió en el coche.

– ¿Por qué no te cortas el cabello? -preguntó a su vez, y arrancó.

– Estuve a punto de hacerlo en una ocasión.

Flora pensaba que los comentarios personales no formaban parte de una relación laboral, pero estaba dispuesta a responder. En ese campo tenía demasiadas cicatrices como para que Bram pudiera herirla.

– ¿Qué te impidió hacerlo?-preguntó él, sin apartar la mirada del tráfico.

– No fue un «qué» sino un «quién». Se llamaba Sam. ¿O tal vez era Seb? -Flora fingió hacer un esfuerzo para recordar, y sacudió la cabeza-. El caso es que empezaba por la letra ese.

– ¿Un hombre?

Por supuesto que un hombre. El hombre que, acariciándole el cabello, le había dicho que era como la seda y que no se lo cortara nunca. El hombre que siempre se lo había visto suelto y cuidado, jamás recogido o enredado.

Cada mañana, al cepillárselo, Flora recordaba sus palabras. Y cada mañana, se lo recogía y juraba no volver a creer mentiras.

– No pongas esa cara, Bram. No es de buena educación mostrar tanta sorpresa.

Flora tenía razón. Él buscó una excusa.

– Mi sorpresa se debe a que me cuesta creer que una Claibourne acceda a lo que le pida un hombre.

– Mi única excusa es que era muy joven.

¿Cuántos años?, pensó Bram, ¿dieciséis, diecisiete? ¿Qué aspecto tendría a aquella edad, cuando sus sueños estaban intactos?

– Eso lo explica todo -dijo.

Tal vez explicaba el comportamiento de Flora, pero no el suyo. Estaba molesto porque ella no se había arreglado para salir a cenar con él, lo cual le demostraba que no tenía ningún interés en que la relación entre ellos cambiara. Antes de salir, Bram se había propuesto hacer un esfuerzo. Lograr hacerla reír y que se relajara. Pero Flora había aparecido vestida con un conjunto negro y amorfo, y unas sandalias planas. Ni siquiera se había tomado la pequeña molestia de pintarse los labios. Y, sin embargo, era capaz de pintarse las uñas de los pies.

¿Para quién guardaba esos detalles? ¿Para un antiguo novio cuyo nombre fingía no recordar? ¿Y a él qué más le daba? La única explicación posible de su mal humor era que no estaba acostumbrado a ocupar un segundo lugar.

Había creído que una sonrisa bastaría para lograr que Flora le abriera su corazón. Era evidente que llevaba demasiados años saliendo con mujeres sin tener que esforzarse y que estaba bajo de forma.

Miró a Flora y esta le devolvió una sonrisa forzada.

– ¿Por qué no aparcamos por aquí? -preguntó ella cuando llegaron al centro de Minda. Las calles estaban llenas de gente paseando animadamente-. ¿Crees que puedes aparcar en ese sitio? Es un poco pequeño, pero aparcar se os da mucho mejor a los hombres que a las mujeres.

Bram rió.

– ¿He dicho algo divertido? -preguntó ella.

– Deberías comprarte unas pestañas postizas para poder pestañear con coquetería cuando adoptas ese papel de damisela en apuros -dijo él, a la vez que aparcaba. Apagó el motor-. Está bien, lo siento -continuó, y giró la cabeza hacia Flora-. No es cuestión de que seas mujer o no. Cuando voy en coche, necesito ser el conductor. Debo estar obsesionado con estar al mando.

– No lo sientes en absoluto, Bram. Eres un dinosaurio, igual que tus primos. Sois los Farradaysaurios, tan anticuados que estáis en peligro de extinción. Os resistís a morir.

– ¿Además somos testarudos? -preguntó Bram, con una sonrisa-. Por lo que dices necesito ayuda urgentemente. Tal vez tú…

– No -Flora alzó una mano para detenerlo-. Ahora es cuando te ablandas, prometes que vas a cambiar drásticamente y me entregas las llaves para que conduzca yo de vuelta al hotel. Y se supone que yo te tengo que estar eternamente agradecida porque a partir de este momento sólo puedo beber tónicas mientras tú te vas dulcificando con unas cuantas copas.

No era eso lo que Bram había planeado, pero no podía culpar a Flora por creerlo capaz de algo así.

– Me has pillado. En fin, vamos a buscar un sitio para comer algo. Mientras cebamos puedes enumerar todos mis defectos.

– Eso nos llevaría mucho tiempo.

– Estoy seguro. Por mi parte prometo dedicarte toda mi atención si, a cambio, me cuentas por qué llevas las uñas de los pies pintadas de azul.

– ¿Qué te llama la atención, que me las pinte o que sean azules?

– Las dos cosas -Bram tomó la mano de Flora al adentrarse en el bullicio. Ella intentó soltarse, pero él se la apretó con fuerza-. Nos podemos perder con facilidad.

– Bram, a ver si te enteras de que no soy una niña. Tengo veintiséis años y dirijo los grandes almacenes de mayor prestigio de Londres.

– Dame ese capricho -dijo él-. Recuerda que no soy más que un dinosaurio.

Flora desconfiaba aún más de Bram cuando intentaba ser amable con ella y hacerla reír, pero, con un encogimiento de hombros, cerró los ojos y dejó que la condujera entre la multitud.

– ¿Flora?

Flora abrió los ojos. Bram la miraba con el ceño fruncido.

– Perdona -dijo Flora, sonriente-. Estaba intentando imaginar si serías uno de esos dinosaurios con un cuerpo enorme y un cerebro muy pequeño, o de los carnívoros que…

– Me hago una idea. Preferiría que te guardaras la conclusión a la que llegues.

– Vamos, Bram. Si he aprendido algo de mi madre es que los hombres adoran hablar de sí mismos.

– Debe de ser toda una experta. Tantos matrimonios han debido enseñarle unas cuantas lecciones. A parte de haberle proporcionado una cuenta bancaria millonaria.

– Ya no se comporta así.

– No, claro. Esta vez ha decidido casarse por pura lujuria.

A Flora la asombró descubrir el detalle con el que Bram había estudiado su vida familiar. No permitió que la sonrisa se borrara de sus labios.

– Al menos sabe lo que quiere y lo consigue -afirmó. Y para demostrar lo que quería decir, añadió-: Por eso estoy segura de que ansias saber que has sido clasificado como un primo carnal del Tirannosauros Rex.

– «Ansiar» es una palabra un poco exagerada -Bram le devolvió la sonrisa-. Pero estoy dispuesto a admitir que estaba un poco expectante.

Bram miró a Flora con una intensidad que la perturbó.

– ¿Tienes apetito? -dijo ella para cambiar de tema.

Estaban rodeados de tiendas, restaurantes y puestos de mercadillo. Flora necesitaba cualquier excusa para distraerse y evitar caer en la tentación de intimar con Bram. Debía estar alerta. No podía arriesgarse a bajar sus defensas ante un hombre cuyo objetivo era descubrir sus debilidades y aprovecharse de ellas.

– Me gustaría visitar ese mercadillo -dijo, al fin.

– Tú mandas -contestó Bram.

– Me cuesta creerte.

– ¿No has conseguido que viniera contigo?

Bram tenía razón, pero Flora no estaba segura de cuáles eran sus motivos reales, ni de por qué no había aceptado la invitación muda de la mujer rubia que los observaba en la piscina.

Avanzaron por la calle y Flora, distraída con el bullicio y la actividad que los rodeaba, se olvidó del tema.

Había puestos de comida y de artesanía, con máscaras, tallas de madera y pequeñas figuras de dioses labradas en piedra.

Bram compró una máscara de un espíritu para el hijo de un amigo y se cubrió el rostro con ella para enseñársela a Flora.

– Le va a dar pesadillas -comentó ella. Un puesto de joyas reclamó su atención.

– Va a ser la envidia de sus amigos -dijo Bram. Eligió un par de pendientes de plata y los sujetó junto a la oreja de Flora, rozando levemente su mejilla-. ¿Por qué no usas joyas? ¿No deberías servir de escaparate de tus propios diseños?

– India y Romana lo hacen mucho mejor que yo -replicó Flora. El roce de los pendientes y de la mano de Bram en su mejilla le dio un escalofrío. Tomó los pendientes de la mano de Bram y los contempló. Estaban hechos a mano, con el dibujo de un pictograma que representaba una palabra de la lengua de Saraminda. No eran una pieza refinada, pero resultaban elegantes.

Flora eligió una docena de pendientes y, por medio de signos y mucha simpatía, llegó a un acuerdo sobre el precio con el dueño del puesto.

– ¿Te has dado cuenta de que no hay nada de oro? -preguntó a Bram mientras esperaban a que envolvieran los pendientes.

– ¿No sería raro que hubiera piezas de oro en un mercadillo?

– Tal vez -Flora metió el paquete en el bolso. Quiso quitar importancia a su comentario-. Da lo mismo.

– Te estás preguntando de dónde salió el oro de la princesa. ¿No hay oro en la isla?

– Que yo sepa, no. Puede que hubiera alguna veta que se haya agotado. O puede que lo trajeran de otro lugar para intercambiarlo por otro metal precioso.

– O quizá los antiguos samarindanos eran piratas -propuso Bram-, y lo robaron.

– Es posible. También es posible que la princesa no fuera de aquí, que muriera durante un viaje y que la enterraran en la isla con el ceremonial que le correspondía por su rango.

– ¿Y su séquito se quedaría aquí tanto tiempo como para construirle una tumba?

– Si era una mujer de una posición muy elevada, sí. Por eso es importante tener datos históricos.

– ¿Y por eso estás empeñada en visitar las excavaciones?

– Desde luego. Sin información sólo puedo hacer un inventario de los objetos, sin magia ni misterio -Flora se dio cuenta de que estaba dejándose llevar por el entusiasmo y trató de disimular-. ¡Mira qué preciosidad!

Se dirigió con rapidez hacia un puesto de telas. Las había de todos los tipos y diseños, tejidas con hilo de plata y ricamente decoradas con figuras de animales y dibujos geométricos. Se echó uno de los cortes sobre el hombro para mostrárselo a Bram.

– ¿Qué te parece?

– Que deberíamos ir a los talleres textiles mañana por la mañana para que puedas apreciar las telas a la luz del día.

Puesto que el plan de excursión del día siguiente no había sido más que una excusa para que Bram no la creyera capaz de ir por su cuenta a explorar, Flora había olvidado completamente las visitas que tenían seleccionadas.

– Si esta es la calidad de las telas de Saraminda, iré a los talleres a primera hora del domingo. ¿Qué tela prefieres?

Bram eligió una tela ricamente bordada en plata, azul y bronce. Cuando el dueño del puesto cortó la pieza, Bram la tomó y envolvió los hombros de Flora con ella.

– Me gusta -comentó, convencido de que le quedaría aún mejor si ella se dejara el cabello suelto-. Hace juego con las uñas de tus pies.

Flora se volvió hacia el dueño del puesto para evitar que Bram viera su rubor y eligió más telas.

– ¿Antes de ir al museo? -preguntó Bram cuando esperaban a que las envolvieran. Flora lo miró sin comprender-. Has dicho que irías al taller el domingo. ¿No estabas ansiosa por ver el tesoro de la princesa?

Flora decidió aprovechar a su favor el error que acababa de cometer. Demostraría a Bram que el trabajo que realizaba para Claibourne & Farraday era tan importante para ella como sus investigaciones académicas.

– Tengo trabajo que hacer -dijo, para dar a entender que siempre daba prioridad a los negocios-. Tengo que hacer algunos contactos y organizar el envío de muestras a Londres.

– ¿Y para qué has comprado todo esto?

– Tengo que ver qué tal se adaptan las telas a la costura. Necesito encontrar un sastre -Flora miró en tomo, le dio el paquete a Bram para que pudiera ejercer de macho y, diciéndose que aquel gesto no significaba nada, le dio la mano para adentrarse entre la gente-. Muchas gracias por tener tanta paciencia.

– De nada. Estoy comprobando que hacer compras es un trabajo duro. Además, estás trabajando fuera de tu horario, entregándote a la empresa en cuerpo y alma.

– Te recordaré ese comentario cuando las dientas se agolpen a la entrada de los grandes almacenes, peleándose para conseguir un vestido hecho con telas de Saraminda, diseño exclusivo de Claibourne & Farraday.

– ¿Quieres decir que seguirás diseñando para nosotros cuando nos hagamos con la compañía?

Rora sonrió.

– Bram, es mejor que te hagas a la idea de que eso no va a pasar nunca. Olvídalo.

– Tienes razón.

– ¡No puedo creerlo! ¿Te das por vencido?

– Tienes razón en que este no es el lugar para hablar. ¿Por qué no vamos a comer algo exótico y discutimos este asunto con el estómago lleno?

Hora sabía que Bram bromeaba, pero no se molestó en contestar.

– Mira, ahí -exclamó.

Bram miró en la dirección que Flora señalaba esperando ver un restaurante.

– ¿Dónde?

– Una sastrería.

– ¿Y la comida?

– Primero el deber. Luego la comida.

Flora cruzó la calle y Bram no tuvo más remedio que seguirla. Para evitar separarse de ella, posó la mano en su espalda, y Flora sintió su tacto quemándola a través de la ropa.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó Bram.

– No lo sé, pero ya sabes que el tiempo vuela cuando estás trabajando. No hace falta que te quedes a mirar -dijo Flora, separándose de él lo suficiente para escapar a su mano-. Hay un bar al lado. Iré a buscarte en cuanto acabe.

– Recuerda: si tú trabajas, yo también.

– En teoría. Pero seguro que has ido a más de un sastre. Visto uno, vistos todos.

– ¿Y que le cuentes a tu hermana que soy tu sombra únicamente de nueve de la mañana a cinco de la tarde? Ni hablar -Bram señaló con la barbilla la tienda en la que un hombre mayor, vestido con una túnica tradicional, los miraba expectante-. Cuando quieras.

Flora se encogió de hombros. Estudió el catálogo del sastre detenidamente, eligió los modelos apropiados para cada una de las telas, seleccionó forros y botones. Y todo el tiempo sintió los ojos de Bram siguiendo cada uno de sus movimientos.

El sastre le tomó la medida del pecho, la cintura y las caderas. Flora dobló el brazo para que se lo midiera y se dio la vuelta para acabar con la espalda, de hombro a hombro y del cuello a la cintura.

La mirada de Bram seguía cada uno de sus movimientos como una mano acariciadora. Era como si fuera él, y no el sastre, quien le rozaba el cuerpo con los dedos, quien le pasaba la mano por la espalda, por la cintura. Y su cuerpo, tan necesitado de la atención de un amante, respondió instintivamente. Sus pechos se llenaron y una sensación dolorosa se cobijó en su vientre.

Flora acababa de descubrir que una mirada podía ser tan física como una caricia.

Capítulo Seis

– Flora, ha terminado.

– ¿Qué?

– Que el sastre ha terminado con las medidas.

Flora volvió a la realidad. La realidad de que Bram, simplemente, estaba aburrido. El sastre asintió y dijo algo que Flora interpretó como «mañana».

– ¿Podemos marchamos?

– Sí -dijo Flora, ansiosa por salir a la calle y respirar aire puro.

La temperatura había bajado y la humedad cayó sobre ellos como una segunda piel.

– Podemos comer algo allí -señaló Bram, y le indicó la dirección poniéndole la mano en la espalda.

– Donde quieras -Flora se apartó como si la hubiera quemado.

Bram la miró.

– ¿Estás bien?

– Claro que sí -replicó ella, malhumorada.

– Si estás cansada, podemos volver al hotel.

– No me pasa nada. Lo siento. Es que tengo hambre.

– ¡Ah! Una de tus bajadas de azúcar.

Bram no la creía. Estaba pálida y parecía a punto de desmayarse. Probablemente necesitaba un poco de comida y bebida y una buena noche de sueño para recuperarse.

El bar estaba lleno. Bram encontró una mesa y fue a buscar unas bebidas. Volvió con el menú.

– Elige tú -dijo Flora-. Tengo que ir a lavarme las manos.

Ella no era la única alterada. Bram había seguido con su mente las manos del sastre mientras le tomaba medidas. Con su imaginación le había rodeado la cintura y se había ceñido a sus curvas, a su cuello, a sus caderas. Hasta el más leve de los movimientos de Flora le había resultado sensual verle levantar los brazos y dejar que la ropa se pegara a sus senos, la inclinación de la cabeza de un lado a otro para facilitar el trabajo del sastre.

Había sido una experiencia hipnótica. Y Bram tenía la sensación de que acababa de desvelar un misterio que no lograba descifrar porque estaba escrito en una lengua desconocida, incomprensible para él.

El camarero acudió a tomar nota y él sintió el alivio de dejar de pensar en Flora Claibourne.

Flora se lavó las manos y la cara. Temblaba. Por un instante, en la diminuta tienda, mientras el sastre le dictaba las medidas a su ayudante y Bram seguía cada uno de sus movimientos, había sentido una fragilidad anhelante. Bram la alteraba sólo con mirarla. Era como volver a tener diecisiete años.

Se aferró al lavabo para no perder el equilibrio. A continuación, se quitó las horquillas y peinetas lentamente y se recogió el cabello. Al acabar, confió en haber recuperado la calma y volvió junto a Bram.

– ¿Vas a copiar los pendientes? ¿Es eso lo que haces?

Flora estaba mirando detenidamente los pendientes que acababa de comprar mientras Bram tomaba el postre. Hacía rato que no hacía ningún comentario para irritarla. Parecía preocupado y pensativo.

– ¿Es que no has visto ninguno de mis diseños? -preguntó a su vez, decidida a no dejarse provocar-. ¡Qué desilusión! Estaba segura de que habrías averiguado todo lo concerniente a mí. Pero veo que los chismorreos sobre mi madre te parecen más interesantes -sin mirar a Bram, tomó uno de los pendientes y lo expuso a la luz-. Estos son especialmente bonitos. Es una pena que el acabado sea tan tosco. Si no, compraría unos cuantos pares para la tienda.

– ¿Por qué no buscas al hombre que los hace y se l comentas? -sugirió Bram-. Puede que se esforzara más si le hicieras una oferta. O quizá no pueda hacer nada, dados los utensilios con los que cuenta.

– ¿Qué te hace pensar que es un hombre?

– He dicho «hombre» igual que podía haber dicho «mujer».

– No mientas. Para ti, si alguien tiene un taller, tiene que ser un hombre. Así pensáis los Farradaysaurios. Ponte al día. Estamos en el siglo veintiuno.

– Puede que tengas razón, pero me apuesto cien libras a que estoy en lo cierto -dijo él, sonriente.

Flora no solía viajar a complejos turísticos de lujo, sino a zonas rurales donde las mujeres hacían el trabajo y llevaban los productos al mercado mientras los nombres arreglaban el mundo alrededor de las cervezas que el trabajo de sus mujeres les permitía pagar. Saraminda podía ser una excepción, pero lo dudaba.

– De acuerdo -sería un placer ganarle una apuesta a Bram. Flora volvió a prestar atención a los pendientes-. Estoy de acuerdo contigo en que quienquiera que ha hecho esto hace el mejor trabajo posible con las herramientas de que dispone. Si alguien le proporcionara un buen equipo, la calidad sería tan buena como el diseño.

– En un mundo ideal, todos tendríamos un hada madrina.

– El mundo es tal y como queramos hacerlo.

– ¿Cómo queramos? ¿Quiénes, los Claibourne y los Farraday?

– ¿Por qué no? Nada nos impide utilizar nuestra varita mágica.

Flora todavía no había dado forma a la idea, pero si hacía una propuesta como aquélla estaría dando un paso importante para demostrar su valía como miembro del Consejo de Administración de Claibourne & Farraday. Y con toda seguridad, India la apoyaría.

Bram hizo ademán de levantarse al ver que Flora se ponía de pie.

– No te molestes -dijo ella-. Termina el postre. Enseguida vuelvo.

Sin soltar los pendientes, tomó el bolso y salió en busca del puesto donde los había comprado.

Bram no le hizo caso. Masculló un comentario poco halagador sobre las mujeres en general y Flora Claibourne en particular, dejó dinero sobre la mesa y salió tras ella.

Flora lo miró sorprendida al verlo llegar. Estaba escribiendo su nombre y el del hotel en un papel.

– No hacía falta que vinieras, Bram -dijo con fingida amabilidad-. Te va a dar una indigestión -añadió, al tiempo que le daba el papel al vendedor, quien la miró desconcertado.

– No entiende qué quieres -dijo Bram.

Flora sacudió los pendientes en alto y, por medio de mímica, representó el corte de un prototipo sobre metal.

– Quiero conocer a la persona que hizo esto -dijo a la vez que señalaba el papel.

El hombre la miró, inexpresivo. Bram sacó un billete de cincuenta dólares de la cartera y se lo mostró; después señaló el pendiente y el papel a la vez, y la conexión entre el uno y el otro adquirió de pronto un nuevo interés. Los ojos del hombre se iluminaron y asintió enfáticamente.

– El dinero es el idioma universal -dijo Bram, y devolvió el dinero a la cartera.

– Alguien vendrá a vemos -confirmó Flora.

– Y en el hotel habrá un intérprete.

– Así podremos montar un negocio de…

Bram miró a Flora para comprobar qué la había distraído y descubrió que miraba fijamente su cartera. Siguió su mirada hasta la fotografía y, con un gesto brusco, cerró la cartera y se la guardó en el bolsillo.

– ¿Qué tipo de negocio? -preguntó con un ímpetu que sobresaltó a Flora.

– No lo sé exactamente -Flora hizo un esfuerzo por recuperar el hilo de sus pensamientos y apartar la mirada del bolsillo donde Bram había guardado la cartera-. Me gustaría ir al taller en el que producen estos pendientes y ver si puedo ayudarles.

– ¿Por qué? -preguntó él con intención de distraerla.

Flora levantó la barbilla y lo miró en silencio, con el ceño fruncido.

– ¿Por qué quieres hacer eso? -insistió Bram-. Seguro que ese tipo de joyas se producen en serie en cualquier fábrica del mundo.

– Debes estar confundiendo Claibourne & Farraday con algún otro gran almacén.

– ¿Sí?

– ¿Te has dado una vuelta por la tienda últimamente?

– No. Pero aunque fuera todos los días, nunca me compraría ese tipo de pendientes.

– Por supuesto que no. No son lo bastante caros para ti ni para el tipo de mujeres con las que sales.

Bram arqueó una ceja inquisitivamente. ¿Qué sabía Flora de las mujeres con las que él salía?

– Estos pendientes los compraría una chica joven para sí misma, para una hermana o para una amiga -continuó Flora.

– ¿Tú se los regalarías a India?

– No. A ella le gusta un estilo más clásico. Pero se los compraría a Romana. Es más joven y más moderna; y le quedarían fenomenal. Tenemos mucho interés por satisfacer a la clientela juvenil.

– ¿Representa un sector importante?

– Si aciertas con lo que les gusta, sí.

– ¿Y cómo es posible saber…? -Bram se detuvo bruscamente y se volvió hacia Flora-. ¡Póntelos!

– ¿Qué?

– Que te pongas los pendientes -insistió Bram-. Quiero vértelos puestos. Ver lo que tú ves en ellos.

– ¿Aquí, en medio de la calle? -preguntó Flora.

– Sólo son un par de pendientes, Flora, no un conjunto de ropa interior.

Durante varios segundos Bram estuvo seguro de que Flora iba a mandarlo al diablo. Pero, de pronto, se encogió de hombros y le dio los pendientes para que se los sujetara mientras ella, inclinando la cabeza, se quitaba las bolitas de oro.

Podía no ser ropa interior, pero para ella, ponerse pendientes era un acto íntimo que realizaba en su dormitorio, sola y con el espejo como único testigo.

Sus movimientos delicados hicieron pensar a Bram que realmente se estaba desnudando ante él. Y cuando ella dejó sobre la palma de su mano las bolitas de oro, rozándolo con sus dedos, sintió una oleada de calor.

La voluptuosidad de Flora, de la que ella parecía ser completamente inconsciente, le cortaba la respiración.

– ¿Qué te parece? -dijo ella al ver que no reaccionaba.

– Tengo que acostumbrarme.

Bram metió los pendientes de Flora en el bolsillo, le lomó la mano y la condujo hacia el Jeep, volviéndose cada poco tiempo para contemplar la forma en que los pendientes reflejaban la luz y alargaban su elegante cuello.

Ella lo vio mirarla y se llevó la mano a la oreja, tal j como solía hacer con las peinetas, para esquivar su airada.

– No te los quites -dijo Bram con brusquedad. Para disimular, añadió-: Explícame tu plan.

– No llega a ser un plan.

– Cuéntamelo. Me interesa.

Flora lo miró para asegurarse de que hablaba en serio.

– Encuentro constantemente artesanos que hacen cosas hermosas, pero el acabado es siempre demasiado tosco. Puede que gracias a ti demos con una solución que nos satisfaga a todos.

– ¿Gracias a mí?

– Tú has dicho que seguramente trabajan lo mejor que pueden con los medios de que disponen. No creo que costara demasiado proporcionarles un taller y herramientas nuevas, incluso algo de formación.

– ¿Y eso lo pagaría Claibourne & Farraday? -preguntó Bram, que deseaba obtener más información sobre un plan que a Jordan le parecería completamente absurdo.

– «Para especular hay que acumular.» Es la primera ley de todo negocio -dijo Flora, sarcástica-. Como abogado deberías saberlo, Bram.

Bram tenía que aceptar el sarcasmo y admitir que no sabía nada de la venta al público o de cómo atraer clientes a la tienda. Tampoco los demás Farraday. Ni Jordan ni Niall habían tenido el más mínimo contacto con el negocio que sus antepasados habían fundado en el siglo XIX. Se limitaban a sentarse en el Consejo de Administración, pero no tenían ni idea de cómo funcionaba la tienda.

Sólo les importaban las grandes cifras, saber qué precio podría alcanzar la empresa en el mercado y venderla a una gran multinacional que estuviera interesada en los grandes almacenes con más prestigio de todo Londres.

Cuando los Farraday se hicieran con el control del negocio, las Claibourne tendrían que limitarse a aceptar la parte que les correspondiera de las ganancias.

Los Farraday no eran sentimentales. Nunca hubieran dedicado su atención a unos pendientes de mercadillo o a la gente que los fabricaba.

– ¿Y cuál es la segunda ley? -preguntó Bram mientras se abría paso por las calles abarrotadas de gente.

– No entiendes nada, Bram. Llevo explicándote la segunda ley desde que empezaste a supervisarme. Hay que comprometerse. Hay que atender hasta el menor detalle para que el conjunto sea homogéneo. Los pendientes y la ropa son sólo el principio. A partir de ahí hay que decidir qué otros accesorios completarán la imagen deseada. ¿Pantalones de seda? ¿Sandalias de tacón? -Flora sonrió como si pudiera ver lo que describía-. Si compran una cosa, querrán comprar el resto.

– ¿Ése es tu trabajo? ¿Asegurarte de que todo encaja?

– No. Eso lo hace India con nuestro jefe de compras. Yo les proporciono la inspiración para decidir el estilo dominante.

– ¿Y a eso le llamas compromiso? -Bram tiñó su comentario de sarcasmo para ocultar su admiración.

– Desde luego. Es un compromiso mucho mayor que el que vosotros queréis asumir -replicó Flora con sequedad. Dulcificó su tono de voz para continuar-. Si os hacéis con el poder, ¿buscaréis el camino fácil y compraréis las joyas en una fábrica?

– ¿Qué tienes en contra? -Bram le abrió la puerta del coche sin importarle que le pudiera regalar uno de sus comentarios feministas.

Flora estaba demasiado ocupada explicándole la diferencia entre una tienda con artículos producidos en serie, y otra en la que los productos fueran seleccionados uno a uno.

A Bram le sorprendió la pasión con la que hablaba.

– ¿Quieres una copa? -le preguntó mientras se encaminaban a la entrada del hotel-. Es pronto.

Flora miró el reloj y vio que todavía no eran las doce.

– De acuerdo. Probaré el licor de la isla. ¿Me pides una copa mientras voy a recepción a ver si tengo algún mensaje?

Junto a la piscina, vio a la mujer rubia. Seguía sentada como si esperara a alguien. La única diferencia en ella era que había cambiado los pantalones por un vestido de noche.

– ¿Y las copas? -preguntó Flora al volver de la recepción y encontrar a Bram donde lo había dejado.

– He recordado que querías levantarte temprano -respondió él. La tomó por el codo y la condujo hacia el bungaló.

Flora se detuvo en la puerta de su dormitorio y levantó la mano con la palma hacia arriba.

– Tienes mis pendientes.

Bram los sacó del bolsillo y esperó a que Flora acabara de quitarse los que llevaba puestos. Ella los sostuvo en alto y los miró detenidamente.

– ¿Has aprendido algo? -preguntó a Bram.

Que tenía una piel maravillosa. Que los pendientes largos eran seductores. Y que a Flora no le gustaba que la observaran.

– Solamente que son unos pendientes muy bonitos. Tienes razón, van a tener mucho éxito.

– Veo que aprendes rápido. Sobre todo me gusta que me des la razón -Flora tomó sus pendientes de oro de la mano de Bram y le dio los de plata-. Quédatelos y míralos de vez en cuando para no olvidar la lección.

– Gracias.

– No las merece. Hasta mañana.

– Espero que me sigas aleccionando sobre la adquisición de compromisos -dijo Bram. Al ver que Flora fruncía el ceño, preguntó-. ¿Qué pasa?

– Me he dejado los demás pendientes en el Jeep. ¿Me das la llave?

Bram sabía que Flora se enfurecería si se ofrecía a ir él, así que le entregó las llaves sin rechistar.

¡Comprometerse! A Flora la avergonzaba utilizar esa expresión, teniendo en cuenta que ella no la aplicaba ni a su vida personal ni a la profesional. Su principal obsesión había sido vivir sin adquirir compromisos.

Se puso los pendientes. Eran neutros, discretos. Tal y como quería ser ella. En otra época había disfrutado haciendo sus propios pendientes, exóticos y llamativos. Había acumulado docenas de ellos, de todas las formas, tamaños y colores.

La intensidad de las miradas de Bram había hecho aflorar sus recuerdos. Estaba segura de que en cualquier momento iba a alargar la mano, rozarle la mejilla y poner los pendientes en movimiento. Como cuando ella había hecho la réplica de unos columpios para conseguir esa reacción, y el hombre al que se los había dedicado había hecho exactamente lo que ella quería.

Flora cerró los ojos, pero en su cerebro burbujeaban las ideas y le era imposible dormir. Estaba ansiosa por saber qué pensarían sus hermanas de su proyecto de patrocinar a los artesanos locales.

En el camino de vuelta, Bram la había bombardeado con preguntas que surgían de su mente de abogado. Y Flora, en lugar de irritada, se sentía agradecida, pues sabía que ésas eran las preguntas que le harían los abogados de la empresa. Bram la había ayudado a anticiparse a los problemas que pudieran surgir y a pensar en las soluciones.

Quizá lo mejor sería crear una sociedad sin ánimo de lucro.

Por la mañana le preguntaría a Bram si era posible. A lo mejor estaba dispuesto a participar en el proyecto como abogado. Después de todo, él le había dado la idea y era un Farraday. Flora no quería que les quitaran el control de la empresa, pero podían colaborar. Estar divididos no conducía a nada.

Además de los pendientes recordó las maravillosas telas. El viaje a Saraminda, hubiera o no una princesa enterrada, iba a resultar realmente provechoso.

Era la primera vez en toda la noche que Flora recordaba la razón de su viaje a la isla. Al intentar convencer a Bram de que era una verdadera mujer de negocios, se había metido tanto en el papel que había llegado a disfrutarlo. Pero no debía engañarse: la emoción y el entusiasmo que sentía también se debían a la forma en la que Bram la había mirado.

Y de pronto recordó otros detalles. La fotografía de un niño de unos cinco años con un perro, un niño rubio; la brusquedad con la que Bram había cerrado la cartera al descubrirla mirándola…

Flora supo que no podría dormirse. Se levantó y encendió el ordenador.

Capítulo Siete

«Compromiso». La palabra comenzaba a obsesionar a Bram. Tanto su vida profesional como su vida personal carecían de ella.

Bram se había burlado de Flora y de su compromiso con la empresa al creer que no era más que una artimaña. Pero tenía que admitir que Flora Claibourne hacía mucho más por los grandes almacenes de lo que él podría hacer aun poniendo todo su empeño.

El entusiasmo con el que se había embarcado en el diseño de un plan de apoyo a los artesanos había emocionado a Bram.

Por otro lado, no se trataba sólo de un proyecto caritativo, carente de una mentalidad financiera. Flora analizaba las ventajas del plan desde un punto de vista práctico, consciente de que proporcionaría publicidad positiva a los grandes almacenes.

Bram pensó que le gustaría ver el proyecto en marcha cuando los Farraday tomaran la dirección de la empresa. Y trabajar con Flora.

El mérito le correspondía a ella. Claibourne & Farraday era una gran compañía y sería una lástima desperdiciar el talento de aquellos que la habían hecho grande por la incapacidad de acabar con viejas rencillas. Aun así, el puesto número uno le correspondía a Jordan. De eso no cabía duda.

O quizá no estaba tan claro. ¿No deberían tener en cuenta quién estaba mejor preparado para asumir la dirección? Flora tenía un don innato para la venta al por menor. Si dejaba la compañía, tendrían que contratar a alguien para hacer su trabajo. Pero nadie se comprometería tanto como ella lo hacía.

¡Flora había logrado ponerlo de su parte! ¿Qué extraño poder tenían las hermanas Claibourne?

Niall había caído rendido instantáneamente a los pies de Romana en cuanto la vio. Pero él no corría el mismo riesgo.

Bram recordó la escena con las telas, los movimientos gráciles y femeninos de Flora con el sastre. Bram intentó bloquear la imagen de la curva de su largo cuello y de su piel de marfil. Los pequeños detalles, en contraste con la imagen neutra que pretendía proyectar, destacaban en ella con una fuerza arrebatadora.

Bram se incorporó con brusquedad y saltó de la cama. No iba a lograr conciliar el sueño, así que se puso los pantalones y salió a respirar la brisa del mar.

La luz de la lámpara de Flora se filtraba a través de las puertas abiertas de su dormitorio, señal de que tampoco ella podía dormir. Verla con una túnica de seda azul, con el cabello cayendo como una cascada por su espalda hizo pararse en seco a Bram.

Ella se volvió. Estaba sentada delante del ordenador, conectada a Internet. Y Bram tuvo la seguridad de que no padecía insomnio, como él, sino que estaría escribiendo a su hermana, informándola de que tenía a su «sombra» bajo control.

– ¿Bram? ¿Te pasa algo?

Él la contempló largamente antes de contestar.

– No me pasa nada.

Lo único que pasaba era que también él debía estar escribiendo a Jordan. Pero ¿qué podía decirle? ¿Que Flora era un enigma? ¿Que tenía unos labios llenos y carnosos que no necesitaban pintalabios? ¿Que cuando usaba pendientes largos su cuello se convertía en una tentación que cualquier hombre querría acariciar con sus manos, con su boca? ¿Que cualquier hombre desearía enredarse en su cabello?

Como si hubiera leído su pensamiento, Flora hizo ademán de recogérselo.

– No lo hagas.

Flora se quedó con las manos levantadas. Las mangas de la túnica se deslizaron hacia abajo, dejando sus brazos al descubierto.

– Deberías tirar las peinetas a la basura -continuó Bram.

– ¿Me estás dando un consejo de belleza?

Bram recordó al hombre que le había pedido que no se cortara el cabello.

– Lo siento. No tengo derecho a entrometerme.

Flora dejó caer el cabello y Bram contuvo la respiración. Realmente era su atributo más hermoso. Pero no creía que Jordan fuera a estar satisfecho con un listado de las virtudes de Flora.

– Iba a bajar a refrescarme a la playa. He visto tu luz encendida y he querido asegurarme de que estabas bien. Pero veo que estás trabajando.

Por un instante, Flora pensó que había llegado el momento en el que Bram le abriría su corazón y compartiría su dolor con ella. Estaba segura que tenía relación con la fotografía que llevaba en la cartera. Y ella quería saber más.

– Estaba mandándole un correo a India para decirle que habíamos llegado bien -dijo para ocultar su nerviosismo.

– No quiero molestarte. Continúa -las sombras ocultaban los ojos de Bram y su expresión era ilegible, pero la dulzura de su voz acarició la piel de Flora.

– ¿Molestarme? -replicó ella luchando contra la atracción que sentía-. Me molestas incluso cuando respiras.

– ¿De verdad? Lo siento.

– No te creo.

– Tengo la impresión de que tu intranquilidad no tiene nada que ver conmigo -un pitido del ordenador avisó a Flora de que había recibido un correo electrónico-. Tu hermana está impaciente. Tienes muchas cosas que contarle.

Flora temió que Bram creyera que iba a chismorrear con India sobre la fotografía de la cartera. Si Bram guardaba en secreto que tenía un hijo, ella jamás lo revelaría. Rora quiso dárselo a entender volviéndose hacia el ordenador y apagándolo.

– Espérame. Voy contigo -pero al darse la vuelta, Bram había desaparecido.

Flora se aproximó a la puerta y lo vio descender por el sendero que conducía a la playa. Caminaba deprisa para alejarse de ella. La luna iluminaba su cabello y sus hombros.

También ella necesitaba refrescarse. No tanto su cuerpo como su imaginación.

Frunció el ceño. ¿Qué quería decir Bram con «refrescarse»? No sería tan insensato como para darse un baño solo y en la oscuridad…

Bram se detuvo en la orilla. El agua le bañaba los tobillos y su dedo pulgar rasgaba los dientes de la peineta de Hora que llevaba en el bolsillo. Se había quedado con ella como si fuera la clave de un secreto que debía desvelar.

Era evidente que Flora escondía muchos secretos, asuntos personales que guardaba para sí. Nadie mejor que él podía entender su comportamiento.

Y sin embargo, no podía evitar querer quitarle la armadura. El sufrimiento formaba parte de la vida y Flora no parecía el tipo de mujer que se diera por vencida sólo por una mala experiencia. Era mucho más fuerte que todo eso. La única respuesta posible era que el dolor causado fuera de una magnitud inimaginable.

También él conocía esa sensación. Por un instante se arrepintió de no haberse quedado para comprobar si la quietud de la noche lograba que Flora contara algo de sí misma.

Tal vez la única forma de conseguir que ella bajara sus barreras era analizarse a sí mismo y descubrir la manera de compartir su propio dolor.

Para no tener que encontrar una respuesta, Bram se quitó los pantalones y se adentro en el agua.

Flora se quedó paralizada al llegar al borde de la playa y ver el cuerpo de Bram desnudo, bañado por la luz de la luna.

Era muy bello, pero también muy estúpido. Nadar en la oscuridad podía ser peligroso.

– Bram -su llamada susurrante apenas fue audible rara sí misma. Avanzó por la arena y logró subir el volumen de su voz-. ¡Bram!

Demasiado tarde. Bram desapareció, absorbido por el agua.

Flora esperó unos segundos con el corazón en la garganta hasta que lo vio emerger y nadar.

– ¡Idiota! -masculló sin saber si se refería a Bram o al deseo que la dominaba de estar junto a él y sentir su mano en la espalda, con el agua como única barrera entre ellos.

Con un gemido se tumbó sobre la arena y se cubrió los ojos con el brazo. Sólo así lograría resistir la tentación de bañarse con él.

Bram no solía dejarse asaltar por sus demonios personales. Sabía como contenerlos. La terapia consistía en estar tan ocupado que ningún mal recuerdo lograra asaltarlo por sorpresa.

Nadó con fuerza para ahuyentar los pensamientos no deseados.

Pensar en el pasado de Flora había removido el suyo. Nadó un rato más y finalmente se dirigió hacia la orilla. Allí la vio, tumbada con el brazo sobre la cara.

Bram se quedó paralizado al ver a la mujer que se ocultaba bajo distintos camuflajes. La realidad era aún más impactante de lo que había imaginado. La brisa del mar ceñía la túnica a cada curva de su cuerpo; era más insinuante de lo que resultaría si estuviera desnuda. Parecía la escultura de una diosa griega.

Para no perturbarla, Bram caminó sigilosamente hasta sus pantalones.

– Has hecho una estupidez, Bram -lo sobresaltó Flora, sin mover el brazo-. Podía haberte comido un tiburón.

– Si me hubiera atacado un tiburón -dijo él a la vez que se ponía los pantalones-, tus problemas se habrían acabado -se abrochó el pantalón-. Ya puedes abrir los ojos.

– No los tenía cerrados.

A Bram se le puso la carne de gallina y comprendió por qué las mujeres se ruborizaban. Pero su reacción no se debía a un sentimiento de vergüenza ni mucho menos.

– Por cierto, la respuesta a tu comentario de antes es que el nudismo está prohibido en Saraminda -comentó Flora.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he leído en la guía -Flora se incorporó y se sacudió la arena. Bram le ofreció la mano para levantarse. Ella titubeó pero la aceptó.

Bram se la retuvo unos segundos y ella la retiró para acabar de sacudirse la arena. La túnica caía suelta en tomo a su cuerpo. El disfraz volvía a su lugar. Pero Bram ya sabía lo que se ocultaba debajo de él. Lo que seguía siendo un misterio era la necesidad de llevarlo.

Flora se volvió y comenzó a alejarse con aire digno, pero un cangrejo que se acercó hacia ella a toda velocidad le estropeó el efecto. Se le escapó un grito y, de un salto, se cobijó en los brazos de Bram, como hubiera hecho cualquier mujer asustada por un ser con demasiadas patas.

– No es más que un cangrejo, Flora -dijo él, abrazándola para que dejara de temblar. Ella intentó separarse, pero Bram la sujetó por los brazos para que no se cayera.

Flora parecía haber perdido la voz. Bram se quedó mirándola y sintió un peligroso deseo de besarla. El impulso fue tan fuerte que tuvo que dar un paso hacia atrás para vencerlo.

– Casi aplastas al pobre cangrejo -bromeó.

– De pobre nada -protestó Flora, al tiempo que se sacudía para que Bram la soltara.

Dio un paso vacilante y Bram le tomó la mano.

– ¿Seguro que estás bien?

– ¡Claro que sí! -exclamó ella, humillada.

Su voz quebradiza, el rubor de sus mejillas, su boca llena y sensual… no podían deberse exclusivamente al cangrejo. Bram le sujetó la mano con fuerza, le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí con un movimiento decidido. Sólo la seda separaba su piel de la de ella, su palpitante corazón de los dulces senos de Flora.

– Bram… -Flora separó suavemente los labios para pronunciar su nombre.

¿Su tono era de amenaza o de súplica? Él decidió arriesgarse a comprobarlo. La estrechó contra sí, le sujetó la nuca con la mano y deslizó sus labios sobre los de ella. Ella susurró su nombre y Bram dejó de dudar.

Besar a Flora era como la lluvia en el desierto: fresca, dulce e inesperada. Ella le devolvió el beso como si fuera el primer hombre sobre la tierra y ella la primera mujer, con labios temblorosos y asustados.

Bram percibió su inseguridad y supo que Flora quería que él tomara la iniciativa. Sintió la necesidad urgente de que ella se entregara libremente y la besó con una dulce intensidad, como si fuera una princesa que llevara dormida siglos y a la que quisiera despertar. Con delicadeza, refrenó el ardor de su cuerpo para no profundizar el beso y para evitar tocarla más íntimamente. No quería asustarla.

Bram siguió conteniéndose incluso cuando Flora abrió la boca, decidido a que fuera ella quien, arrastrada por su propio deseo, exigiera más. Sabía que cuanto más la hiciera esperar, más urgente sería la necesidad de Flora, más violenta su respuesta al deseo de él.

Durante unos segundos permanecieron unidos, sin moverse, hasta que con un gemido desgarrado, la lengua de Flora se adentró en la boca de Bram buscando la de él ansiosamente, exigiéndola.

Bram había estado equivocado al creer que Flora desconocía para qué tenía el cuerpo. Su boca era un líquido ardiente y su cuerpo se fundía contra el de él. Y Sí hecho de haber tenido que vencer su resistencia, hacía aquel encuentro mucho más valioso.

Todo el tiempo su cerebro le decía que había vencido, que había «igualado el marcador» para Jordan, que sólo tenía que llevar a Flora a la cama y reclamar su premio.

Su corazón reaccionó asqueado ante tal prueba de cálculo y premeditación. Flora Claibourne valía mucho más que eso. Bram no había ganado nada. Ella no estaba jugando ningún juego, sino rendida, temerosa de ser herida. Flora estaba entregándole su corazón y su confianza.

La conciencia de la importancia del momento que estaba viviendo sobrecogió a Bram. Despegó su boca de la de Flora para poder ver en la expresión de ella lo que verdaderamente sentía.

Su rostro estaba sofocado por el deseo, pero también por algo más que Bram no sabía descifrar.

De pronto una idea cruzó su mente: la posibilidad de que Flora no hubiera actuado inocentemente, sino siguiendo una estrategia tramada entre ella y su hermana India. Después de todo, ya les había funcionado con Niall.

Eso explicaría su desastrosa indumentaria y el desorden de su cabello. Si Flora hubiera hecho un esfuerzo por resultar atractiva, habría alertado a Bram. En lugar de eso, había esperado la ocasión perfecta para aparecer con la túnica de seda y el cabello flotando al viento.

– Será mejor que te vayas a la cama, Flora -dijo con aspereza.

Ella dejó escapar un suspiro que podía ser tanto de desilusión como de alivio. Bram sintió deseos de tomarla en sus brazos y olvidarse del mundo que los rodeaba, pero se reprimió y posó un delicado beso en la frente de Flora.

– Gracias por haberte preocupado por mí -dijo. Y tras soltarla, se separó de ella.

Flora titubeó, indecisa entre huir o alimentar la llama que amenazaba con quemarla. Finalmente, también ella se echó atrás.

– Lo habría hecho por cualquiera -dijo con una pretendida indiferencia que contradijo al instante-. No volverás a hacerlo, ¿verdad?

– No te preocupes -la tranquilizó él-. Hasta mañana.

– Bram…

El sabía lo que iba a preguntarle: por qué la había besado. Y por qué había parado.

– Ya hablaremos mañana -se anticipó él, cortante.

Flora se quedó paralizada. Sólo sus dedos se movían, cerrándose en dos puños apretados. Lentamente, volvía dentro de su concha. Finalmente, inclinó la cabeza levemente, en un saludo formal.

– De acuerdo -dijo. Se encaminó hacia el bungaló, subió las escaleras y cerró la puerta de su dormitorio sin mirar atrás.

Bram se quedó donde estaba. Necesitaba calmar su excitación física y tratar de comprender el extraño caso de Flora Claibourne, la mujer que ocultaba un cuerpo exquisito bajo ropa holgada, y un volcán interior tras una fachada de frialdad.

Tuvo que sonreír al recordar la transformación que había sufrido al ver el cangrejo. Ella, que fanfarroneaba de no tener miedo a los insectos. Bram pensó que si había fingido, se merecía un Oscar.

La sonrisa abandonó su rostro al recordar que Flora tenía otras debilidades. Por ejemplo, una curiosidad insaciable que no admitía un «no» como respuesta.

Estaba decidida a encontrar la tumba. También él sentía curiosidad, pero el instinto le decía que debían olvidarla. No creía que, tal y como les había dicho el señor Myan, fuera peligroso visitarla. Pero por algún motivo, el ministro no quería que se acercaran a ella.

Bram supo súbitamente por qué Flora le había pedido las llaves del Jeep. ¿A qué extremos era capaz de llegar para alcanzar sus fines?

Por la tarde, al dejar a Flora junto a la piscina, Bram había pasado por la tienda para pedir un mapa más detallado que el que ella había comprado.

– Sólo tenemos los dos que se ha llevado la señorita Claibourne -le había anunciado la dependienta.

– ¿Dos?

La chica se los había enseñado. Un mapa turístico como el que Bram ya había visto y otro, a gran escala. La sorpresa lo había enmudecido por unos segundos.

– Me llevaré el grande. A la señorita se le ha caído café encima y lo ha estropeado -había dicho tras reaccionar. Y siguiendo un impulso, había añadido-: ¿Le importa volver a marcar con una cruz la ubicación de la tumba?

La joven se había puesto nerviosa.

– No debería haberlo hecho. Por favor no se lo diga a nadie. Sólo he pretendido ayudarla con su artículo. Le he explicado que no debe visitarla.

– Ya lo sabe -le tranquilizó Bram-. Pero ¿cuál es el problema?

La muchacha se había encogido de hombros. Su rostro mostraba preocupación.

– Es un lugar peligroso. Por favor, no permita que la señorita se acerque.

Bram había hecho todo lo posible por convencerla, pero Flora parecía estar sorda.

La mirada de Bram se posó en los pendientes que había dejado sobre la mesilla de noche. Los cubrió con la mano y recordó la forma en que se balanceaban enmarcando el rostro de Flora, la animación y el entusiasmo con el que ella había hablado. Y Bram supo que nada de eso era fingido.

Como tampoco era fingida su testarudez.

Bram había creído que durante la excursión del día siguiente Flora tenía la intención de convencerlo para ir hacia las montañas. Pero al abrir el mapa, había descubierto que la tumba estaba en el extremo opuesto al refugio para monos que habían planeado visitar.

La intención de Flora no era visitar a los animales, ni pasar el día con Bram. Al igual que ella se había molestado en salvarlo de un posible peligro, él tendría que cuidar de ella.

Flora buscó a tientas el despertador que tenía debajo de la almohada y lo apagó. El sol apenas se elevaba sobre el horizonte cuando se levantó de la cama y, con sigilo, se vistió con la ropa que había dejado preparada en el cuarto de baño la noche anterior.

Con las botas en la mano y una mochila liviana salió del búngalo. No había nadie en las inmediaciones, excepto el recepcionista del tumo de noche que le entregó una bolsa con unos bocadillos y algo de beber.

– ¿Va a viajar sola? -preguntó este, intranquilo.

Flora le había dicho que saldrían muy temprano para visitar una playa que se encontraba en el extremo opuesto de la isla.

– No, el señor Gifford está revisando el coche.

– Que pasen un buen día -dijo el encargado, antes de añadir en tono preocupado-: Por favor, no se desvíen de la carretera principal. Podrían perderse.

Flora le dedicó una sonrisa tranquilizadora y se marchó. Al llegar al Jeep, se subió al asiento del conductor, respiró profundamente y sonrió para sí.

Sería maravilloso ver la cara de Bram cuando descubriera que se había marchado. Le serviría de lección por haber dejado de besarla la noche anterior. Flora no sabía si agradecérselo o si estar furiosa con él por lo fácil que le había resultado separarse de ella.

Prefería creer que se sentía agradecida. La siguiente vez que se encontraran le diría…

La perspectiva de ver a Bram hizo que el corazón se le acelerara.

Estaba segura de que lo encontraría completamente fuera de sí.

Capítulo Ocho

Un terremoto despertó a Bram. El tipo de sacudida provocada por los portazos y las pisadas de una mujer furiosa porque el hombre al que quería engañar acababa de arruinarle los planes.

– ¡Eres un miserable! -Flora entró en su dormitorio como un huracán-. ¡Rata!

Bram despegó la cabeza de la almohada y la giró para comprobar la transformación que había causado en Flora descubrir que había quitado la tapa del delco del Jeep para impedirle escapar.

Sus ojos lanzaban rayos incendiarios, tenía las mejillas coloreadas y los labios rojos. También su cabello parecía distinto. Flora lo había recogido en una pulcra trenza que resaltaba sus pómulos. No llevaba peinetas.

Bram pensó que no había nada tan impactante como una mujer enfadada.

– ¿Dónde está? -dijo ella.

– Buenos días, Flora -Bram miró el reloj-. Ya sé que querías salir temprano, pero ¿no te parece que exageras?

– Deja de…

– ¿Qué ocurre? -Bram se giró sobre el costado y se incorporó sobre el codo-. ¿No puedes dormir?

Flora le lanzó una mirada incendiaria, retándolo a que hiciera alguna insinuación sobre la noche anterior.

– He dormido perfectamente, muchas gracias. Dame la tapa del delco y te dejaré dormir todo lo que quieras.

– ¿Te han quitada la tapa del delco? -preguntó él, con tono inocente. Era evidente que Flora tenía conocimientos de mecánica-. ¿Quién habrá hecho algo así?

– No te hagas el gracioso. Lo sabías, ¿verdad? Ese ridículo beso fue una excusa para manipularme.

– Yo no calificaría el beso de «ridículo». Pero tal vez tú tengas más experiencia que yo -Bram se sentía orgulloso de haber sacado a Flora de sus casillas y quiso aprovechar la ocasión de descubrir una nueva faceta de su personalidad. Si se calmaba, volvería a esconderse tras su férrea armadura y nunca más estallaría. Bram decidió avivar las llamas-. Me gusta tu peinado.

– ¡Me da lo mismo! -los ojos de Flora, con destellos marrones y dorados, hicieron pensar a Bram en un tigre-. ¿Qué derecho tienes a interferir en mis planes?

– ¿Qué planes? -preguntó Bram, sentándose y apoyándose en la almohada.

– Lo sabes perfectamente.

– ¿Explorar por tu cuenta territorio prohibido? -Bram entrelazó las manos detrás de la cabeza-. Eso va en contra de las normas. Recuerda que soy tu sombra v voy donde tú vayas. ¿Por qué no has pedido otro coche?

Flora lo miró desconcertada y Bram se dio cuenta de que ni siquiera se le había ocurrido esa posibilidad. Estaba demasiado furiosa como para pensar.

– ¿Qué te hace pensar que no lo he hecho?

– Que estás enfadada por la tapa del delco y no porque también me he encargado de que no puedas alquilar otro coche.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo sabías que…?

– Recuerda que soy abogado. Puedo oler una mentira a distancia. Fui a ver a la dependienta de la tienda y me dio un mapa como el que tú habías comprado. Le dije que habías tirado café en el otro. Hasta marcó el emplazamiento de la tumba…

Flora se quedó con la boca abierta.

– ¿Y me acusas a mí de mentir?

– Le dije que no recordabas el sitio exacto.

– Así que soy una mujer torpe y desmemoriada -exclamó Flora, irritada.

– Y anoche, después de quitar la tapa del delco, di instrucciones en la recepción de que consultaran conmigo cualquier cambio de coche.

– Voy a denunciarte, Bram. A ti y al hotel. El Jeep lo alquilé yo y lo pagué con «mi» tarjeta de crédito.

– Ya lo sé. Es una vergüenza -dijo él, sarcástico-. Pero no estamos en Londres. Se ve que en Saraminda mandan los hombres.

– ¿Y las mujeres hacen lo que se les manda? -Flora lo miró por debajo de sus largas pestañas, más pensativa que coqueta-. Tengo que admitir que has sido listo. Y minucioso.

¿Iba a pasar Flora de la ira al halago? Bram lo dudaba. Tuvo que contener el impulso de decirle que se olvidara del tema y se metiera en la cama con él. Pero su sentido común pudo sobre la insensatez.

Flora se encogió de hombros.

– No hacía falta que te molestaras tanto. Mentí al recepcionista diciéndole que estabas revisando el coche. Le preocupaba que fuera a viajar sola. Si hubiera pedido un cambio de coche, habría insistido en consultarlo contigo. Y habría descubierto que no estabas.

Bram se echó hacia delante.

– ¿Y no crees que si todo el mundo te dice que estás cometiendo un error deberías escuchar? La dependienta llegó a decir que no debíamos acercamos a la tumba bajo ningún concepto.

– Tengo la sensación de que Tipi Myan oculta algo.

– En eso estamos de acuerdo.

– Voy a descubrir qué, Bram. Y tú no vas a lograr detenerme.

Bram intuía que Flora no iba a cambiar de actitud, así que decidió seguirle el juego.

– ¿Por qué no pides café mientras me doy una ducha? Así podremos hablar de este asunto con franqueza e intercambiar puntos de vista.

Sin darle tiempo a Flora a reaccionar, se levantó de un salto y desapareció detrás de la puerta del cuarto de baño, no sin llevarse consigo la tapa del delco. Tenía la certeza de que no debía subestimar la determinación de Flora.

Flora pidió café por teléfono y aprovechó el ruido de la ducha para buscar la tapa del delco sin que Bram la oyera. Pero su imaginación estaba demasiado ocupada con las imágenes de lo que ocurría en el cuarto de baño como para concentrarse en la búsqueda de la pieza del motor.

Cuando oyó que la ducha se cerraba, fue al salón y llamó al servicio de habitaciones para pedir tostadas y zumo de naranja.

El desayuno y Bram llegaron al mismo tiempo. Él llevaba una camisa remangada que dejaba al descubierto el vello de sus antebrazos, unos pantalones viejos y mocasines. A Flora no le pareció un conjunto adecuado para una excursión por la selva, pero ya que eso iba a ser imposible, tenía que admitir que estaba muy atractivo.

Guardaron silencio mientras el camarero dejaba el desayuno sobre la mesa de la terraza. Bram firmó la nota y Flora sirvió el café.

– Bien -dijo ella, y le pasó una taza a Bram-, el tema de conversación es «la princesa perdida». ¿Qué tienes que decir?

Bram había pensado la respuesta detenidamente mientras se duchaba. Tenía claro que nada detendría a Flora ni la haría cambiar de idea. A no ser que la esposara a la cama. Y aquel pensamiento, aunque sugerente, tuvo que desterrarlo.

Lo perturbaban los sentimientos que le había provocado la noche anterior. Hasta besar a Flora, había estado seguro de que lo único que necesitaba hacer era ganarse su confianza. Pero mientras se duchaba, se había preguntado hasta dónde estaría dispuesto a llegar para derrumbar la barrera que Flora había erigido con tanto esfuerzo entre ella y el mundo.

La barrera física ya había sido dinamitada. Aunque pretendieran no darse cuenta, el aire que los rodeaba estaba lleno de una sensualidad que burbujeaba bajo la superficie y amenazaba con volver a estallar.

Y eso no era bastante. A Bram no le cabía duda de que el sexo con Flora sería ardiente y novedoso, pero ella seguiría escondiendo sus secretos.

Así que la cuestión era hasta dónde era capaz de llegar él. En qué medida estaba dispuesto a exponerse a la censura y la crítica de ella. Y la conclusión a la que había llegado era que correría el riesgo si con ello lograba que Flora confiara en él.

Bram se acercó a la mesa y se sentó frente a ella.

– No hay mucho que discutir -dijo-. Al parecer, nada va a impedir que vayas a la selva, conmigo o sin mí. Ya que estás tan empeñada en ir, supongo que tendré que acompañarte.

– ¿Qué? -Flora no parecía especialmente agradecida por su aparente cambio de actitud-. ¿Has dicho que vendrás conmigo?

– Alguien tiene que evitar que te metas en líos.

– Que caballeroso por tu parte, Bram. ¿Cómo iba a rechazar una oferta como ésa?

– No te molestes en intentarlo, es la mejor que vas i recibir. Pero ya que no sabemos cuál es el problema, habrá que tomar algunas precauciones razonables.

– Tengo comida y agua de sobra -dijo Flora.

– Algo es algo; pero necesitaremos algo más que comida. Y una brújula.

– También tengo una linterna -ofreció Flora.

Bram sonrió.

– ¿Tú también fuiste scout? -preguntó en tono burlón.

Flora se encogió de hombros, pero él vio que estaba a punto de sonreír. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, se había salido con la suya. Y no había nada que hiciera sonreír más a una mujer que salirse con la suya. Y no había nada como la sonrisa de una mujer para lograr que un hombre deseara mover montañas por ella.

– Y tenemos dos mapas -dijo ella-. Nos vendrá bien si perdemos uno.

Al parecer, se sentía lo suficientemente confiada como para bromear al respecto.

– Eso está muy bien, aunque para evitamos problemas deberíamos decirle a alguien adonde vamos -al ver que Flora estaba a punto de protestar, Bram añadió-: Y si en algún momento llego a la conclusión de que es demasiado peligroso seguir adelante, me escucharás.

– De acuerdo -asintió ella con demasiada rapidez.

– ¿Cómo habrá averiguado la chica de la tienda dónde está la tumba? -preguntó Bram-. A fin de cuentas, se supone que es un gran secreto.

– Tú mismo dijiste que cuando dos personas saben algo ya ha dejado de ser un secreto.

– Tal vez estaba exagerando -admitió Bram-, pero supongo que hay más de dos personas enteradas del lugar en que se encuentra la tumba -frunció el ceño-. Por lo que me habían contado, había asumido que estaba en el interior de la isla, pero parece que se halla tan sólo a diez kilómetros de la costa.

– Hay que tener en cuenta que Saraminda es una isla pequeña. En algunas zonas, recorrer diez kilómetros desde la costa debe bastar para llegar al interior.

– ¿Estás segura de que el lugar señalado por la chica es el correcto? Puede que sólo te haya dicho lo que pensaba que querías oír.

– Es posible, pero le dije que estaba escribiendo sobre el tesoro y parecía saberlo todo al respecto.

– Sin embargo, te dijo que no era un buen lugar. Es una forma curiosa de describirlo, ¿no te parece?

– Puede que sea una cuestión de lenguaje. Hay mucha gente supersticiosa que cree que no deben perturbarse las tumbas.

– Pero tú le dijiste que no ibas a ir a ver la tumba, que sólo querías información para tu artículo.

– Veo que tuvisteis una conversación muy sustanciosa -la boca de Flora se curvó en un amago de sonrisa-. Lo cierto es que no estaba muy dispuesta a decirme dónde se encontró la tumba, pero la distraje ofreciéndome a firmar los ejemplares de mi libro que tenía en el escaparate.

– Eres muy hábil distrayendo a la gente, Flora Claibourne.

La mirada de Flora se suavizó al escuchar el tono ligeramente ronco de Bram.

– Tampoco puede decirse que tú seas un inútil en esa tarea, Bram Gifford.

Él se inclinó hacia a ella, la tomó con una mano por la barbilla y deslizó el pulgar por su boca.

– Si te estás refiriendo al beso que te di anoche…, no fue una distracción. Fue una promesa de algo mejor.

El rubor que tiñó al instante las mejillas de Flora provocó una respuesta inmediata en Bram, pero ella se puso en pie con tanta rapidez que este no tuvo más remedio que preguntarse si sus prisas se debían a su afán por ir a ver la tumba o a una repentina necesidad de apartarse de él.

– Si has terminado tu desayuno, ¿podemos irnos ya? -preguntó ella con ansiedad, como si le hubiera leído el pensamiento.

Bram no se quedó totalmente convencido, pero, al menos, Flora había dejado de pretender ser la auténtica «mujer de hielo»… y eso ya era bastante.

Hacía un calor increíble.

El trayecto por la costa fue una maravilla. A pesar del calor, prefirieron prescindir del aire acondicionado del Jeep y abrir las ventanillas para disfrutar de la brisa de la isla, cargada de intensos y deliciosos aromas a flores tropicales. A un lado se extendían enormes playas bañadas por un mar de un azul casi transparente. Al otro, el interior, espectacularmente montañoso, se alzaba por encima de una estrecha franja de tierras cultivadas.

Estuvieron de acuerdo en que era un lugar mágico, y en que iba a ser un destino sensacional para el turismo. El viaje transcurrió de un modo increíblemente educado y civilizado. Y cuando Bram detuvo el coche con el fin de que Flora pudiera sacar unas fotos para el departamento de viajes de Claibourne & Farraday, mantuvieron las distancias por una especie de acuerdo tácito.

A pesar de todo, la «promesa» mencionada por Bram no dejó de vibrar entre ellos, primitiva, ardiente, intensa…

Una vez que abandonaron la carretera principal, el calor se convirtió en una realidad palpable.

Al principio, el camino que tomaron los condujo a través de algunos pueblos típicos del país, donde los niños los miraban al pasar como si fueran de otro planeta y las gallinas se dispersaban a su paso. Pero su destino se hallaba mucho más arriba y, poco a poco, la civilización fue quedando atrás. Junto con la fresca brisa del mar.

Llegaron con el Jeep hasta donde pudieron y, cuando el camino se estrechó demasiado como para seguir en él, continuaron a pie, llevando consigo tan sólo el agua y algo de comida. El sendero había sido utilizado recientemente y no era difícil de seguir, pero la vegetación que se alzaba a ambos lados resultaba opresiva y el aire estaba cargado de humedad.

– Según el mapa, no puede estar mucho más lejos -dijo Bram cuando hicieron una pausa para beber en un lugar en que el terreno se hundía abruptamente-. Y si yo fuera a construir un monumento duradero para alguien importante, elegiría este sitio.

Flora desabrochó el tercer botón de su blusa y movió las solapas para que el aire circulara bajo la tela de algodón.

– Sería un lugar maravilloso para los planes de turismo ecológico de Tipi -asintió-. Mira esas orquídeas… -tomó la cámara de su bolso para tomar una foto-. Desde luego, está en lo cierto al decir que este lugar puede ser un paraíso para los naturalistas -añadió mientras sacaba el carrete de la cámara para cargar uno nuevo. Al ver que Bram no contestaba, miró a su alrededor.

– ¿Bram? -había desaparecido-. ¡Bram! -gritó.

– Aquí arriba.

Al oír su voz, Flora alzó la mirada. Por un momento no pudo verlo, pero enseguida captó un destello de su camisa a un par de metros por encima de ella y dedujo que había trepado por la ladera a través de la espesa vegetación.

Bram se inclinó hacia ella y le ofreció una mano para ayudarla a subir. A punto de recordarle que se suponía que aquel lugar era peligroso y que debían permanecer juntos, cosa un tanto irónica teniendo en cuenta que había pretendido ir allí sola, se interrumpió parpadeó, incapaz de asimilar la magnitud de lo que se hallaba ante ella. Entonces su vista se adaptó al tamaño de lo que estaba mirando.

– Oh, Dios santo…

La entrada no era más que una grieta en la pared rocosa de un imponente precipicio. Sostuvo su sombrero de paja mientras echaba la cabeza atrás para observar la pared. En circunstancias normales no habría localizado aquella entrada aunque hubiera pasado la vista por ella mil veces, pero, aunque la vegetación ya estaba invadiendo de nuevo la zona, había sido recientemente eliminada para revelar una talla en la roca. Dio un paso atrás para ver de qué se trataba. Era un pájaro de dos cabezas, parecido a un cuervo, con las alas extendidas protectoramente en tomo a la entrada. Casi parecía vivo y Flora sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

– Es sobrecogedor.

– En todo el sentido de la palabra -corroboró Bram-. Majestuoso. Poderoso. Probablemente se hizo con intención de inducir temor.

– Su tamaño es impresionante -dijo Flora-. Pero yo nunca lo habría encontrado por mi cuenta. Está a varios metros del sendero y cubierto de plantas trepadoras. ¿Qué te ha hecho subir aquí?

Bram se volvió y señaló la vista, que a sólo unos metros del sendero se perdía hasta el océano.

– Eso. Me ha parecido… apropiado.

– Desde luego -asintió Flora-. Es absolutamente perfecto.

– Perfecto y sobrecogedor, como tú has dicho. ¿Crees que ése es «el problema» de los habitantes de la isla? ¿Considerarán este un lugar prohibido, o algo parecido?

– Es posible -contestó Flora, dubitativa. Sin embargo, y a pesar de su propia reacción, sabía que no había nada que temer.

– Imagina que estuvieras aquí apartando lianas y enredaderas para echar un vistazo y se produjera otro terremoto.

– ¿Otro?

– Esta parte del mundo es muy activa geológicamente. Algo debió hacer que eso cayera -Bram señaló un gran pedazo de roca que había caído al suelo y estaba prácticamente cubierta de vegetación. Se trataba de parte de un ala del cuervo-. No habría hecho falta que fuera un terremoto fuerte. Un ligero temblor habría bastado para sugerir que los dioses estaban enfadados.

– Los curiosos no se asustaron lo suficiente como para no llevarse el oro de la princesa -dijo Flora mientras empezaba a tomar fotos del lugar.

– Puede que ya lo tuvieran -Bram se acercó al borde de la enorme fachada, donde el suelo se hundía abruptamente, dejando al descubierto tierra y raíces-. Esta zona parece haber sido erosionada por la lluvia, y es probable que ésta acabara socavando el lateral de la tumba. Puede que quienes se llevaron el oro volvieran a echar un vistazo.

– ¿Y eso es todo? ¿Misterio resuelto?

– Hasta cierto punto -Bram se encogió de hombros-. Creo que haría falta más que eso para asustar a Tipi Myan, pero no parece que se haya hecho ningún trabajo para apuntalar la estructura -miró a Flora y, ras una pausa, añadió-: ¿Vas a entrar?

– ¿Crees que es seguro?

– No soy ingeniero, Flora. No puedo ofrecerte ninguna garantía.

Flora decidió que lo único que iba a obtener de Bram Gifford y sus promesas eran problemas, pero sus dudas la inquietaron.

– Me basta con tu opinión -replicó sin mirarlo-. Eres un hombre, así que supongo que tendrás una.

– No hagas eso, Flora.

Ella parpadeó al captar la repentina dureza de su voz.

– ¿Qué estoy haciendo?

– Estás volviendo a tratarme como a un enemigo. Estoy aquí -sus miradas se encontraron un momento-. Estoy contigo, no contra ti. Si quieres entrar, te acompañaré.

Flora se sintió como si el suelo se estuviera hundiendo bajo sus pies, como si los cimientos sobre los que basaba su vida estuvieran siendo socavados por Bram Gifford.

Primero la había tomado de la mano y ella no se había apartado, convencida de que ella era la fuerte y de que no bajaría la guardia. Pero había averiguado demasiado tarde que no era indiferente al contacto de la mano de aquel hombre, al brillo de sus ojos, a la presión del deseo.

Lo peor de todo era que se había preocupado por él, por su seguridad. Él lo había captado y lo había utilizado, besándola con una dulzura destinada a desconcertarla, a hacerle olvidar que eran rivales, que ambos iban tras el mismo premio.

Y lo había olvidado.

No sabía qué pretendía en aquellos momentos. Pero sí sabía que, más que nada en el mundo, quería tenerlo a su lado cuando entrara en la tumba.

Como si hubiera podido leerle el pensamiento, Bram dijo:

– Lo único que tienes que hacer es confiar en mí, Flora. Lo único que tienes que hacer es preguntar. Lo que quieras.

La selva pareció contener el aliento en espera de la respuesta de Flora.

Ella sabía que debía mantenerse firme. Había sido independiente durante mucho tiempo, sin necesitar a nadie. Hasta aquellos momentos. Alzó la mirada hacía la impresionante fachada. Era sobrecogedora, pero no pensaba huir de ella. Ni de Bram.

– ¿Entrarás conmigo? -preguntó con voz ronca.

– Dame la mano -con el corazón latiéndole en la garganta, Flora apoyó su mano en la que le ofrecía Bram. Él la tomó con firmeza-. Lo más probable es que todo vaya bien mientras no respiremos con demasiada fuerza.

– No respirar con demasiada fuerza -repitió ella en an susurro-. De acuerdo.

Bram le apretó la mano.

– ¿Lista?

¿Lo estaba?, se preguntó Flora. ¿Estaba lista para dar un paso hacia lo desconocido? ¿Para arriesgarse?

Respiró profundamente y encendió la linterna.

– Lista -contestó. Mientras avanzaban hacia la oscuridad, miró a Bram y preguntó-: ¿Lo que quiera?

Capítulo Nueve

– ¿Lo que quiera? -repitió Bram. -Has dicho que podía preguntarte lo que quisiera -el haz de luz de la linterna se deslizó por el suelo de piedra. Al fondo había una gran losa de piedra inclinada en el suelo. En la pared opuesta había varios dibujos grabados en la roca-. ¿Hablabas en serio cuando lo has dicho, o te referías a que podía pedirte cualquier cosa?

Bram creía que Flora no había captado su invitación. Al parecer, se había equivocado. Había escuchado atentamente cada una de sus palabras.

– ¿Qué preferirías que significara?

En lugar de contestar de inmediato, Flora alzó la linterna para iluminar los grabados que había en la pared. Se trataba del retrato de una mujer sentada en un trono, con el pelo suelto cayendo en pequeñas ondas sobre sus pechos desnudos. Se acercó a la pared y deslizó los dedos por los delicados detalles del grabado, la diadema de la cabeza, las joyas que decoraban los brazos, los tobillos y la garganta de la mujer.

– Es real -susurró.

– ¿Real?

– Empezaba a pensar que Tipi había inventado todo el asunto con el fin de obtener publicidad para el sector turístico. Antes fue Ministro de Turismo. Pensé que tal vez había encontrado unas viejas ruinas y había introducido en ellas algunas joyas antiguas para hacerlas pasar por auténticos descubrimientos -Flora se volvió hacia Bram-. No sería el primero en hacer algo así.

Él asintió, pensativo. Luego alargó el brazo para tocar el rostro de la «princesa perdida».

– Podrías ser tú, Flora. Con tu pelo suelto y una corona en la cabeza -el perfil de Flora brillaba a la suave luz de la linterna y Bram alargó una mano para tocarle la garganta-. Collares de perlas en tomo a tu garganta… piedras preciosas…

Flora tragó saliva.

– No seas tonto. No me parezco a ella.

– Eres su vivo retrato -Bram apoyó las manos con suavidad sobre su rostro y cerró los ojos-. Cejas… -dijo, a la vez que las trazaba con sus dedos-, nariz… -se la acarició con los pulgares-, boca… -no necesitaba ver su boca. La conocía íntimamente. Sabía que era cálida, dulce, carnosa-. Tenéis los mismos rasgos.

Flora se echó ligeramente atrás.

– Ésa es sólo una forma galante de decir que tengo la nariz grande.

Bram abrió los ojos.

– En cualquier otra podría resultar grande, pero en ti es perfecta -alzó una mano hacia la trenza de Flora y le quitó la goma. Ella hizo otro movimiento para distanciarse-. Déjame hacer esto. Quiero tomar una foto tuya y de la princesa para que lo veas por ti misma -mientras empezaba a soltarle el pelo, añadió-: ¿Querías preguntarme algo?

Flora permaneció muy quieta mientras él se afanara con su pelo.

– Es algo personal, no sobre la empresa.

Cuando los dedos de Bram rozaron su cuello sintió que sus pezones se tensaban como rogando que los acariciara.

– Pregunta lo que quieras, Flora.

– Sólo quería saber si… has estado enamorado alguna vez.

No era la pregunta que esperaba Bram.

– No sé lo que es el amor.

– Sabía que no contestarías -dijo Flora a la vez que deslizaba la luz de la linterna por la pared.

Bram la tomó por la muñeca y volvió a enfocar la linterna sobre el grabado de la princesa.

– ¿Eso es lo que tienen en el museo? ¿Enterraron las joyas y la corona con ella?

– Eso supongo.

– ¿Dijo Tipi Myan que la tumba estaba decorada?

– ¿Bromeas? Debía saber que si lo decía no habría habido forma de convencerme de que no vinieran -tras una pausa, Flora preguntó-: ¿Tienes alguna idea de por qué pretende mantenerme alejada de este lugar?

Por su voz, Bram percibió que estaba enfadada, no con él sino consigo misma por haber creído que hablaba en serio cuando le había dicho que podía preguntarle lo que quisiera.

– Una vez estuve enamorado -dijo-. Durante un tiempo pareció amor.

– ¿Qué sucedió?

– Nada. Estuvimos dos meses juntos. Un día, ella me besó y me dijo que se tenía que ir. Que todo había acabado.

– ¿Le pediste que se quedara? ¿Que se casara contigo? -Flora hizo aquella pregunta a toda prisa, como si se odiara a sí misma por haberla hecho a pesar de que tenía que saber la respuesta.

Bram sonrió. De manera que sí iba a ser la pregunta que esperaba. Flora sólo estaba dando rodeos.

– Sí, le pedí que se casara conmigo -contestó.

– ¿Porque estaba embarazada?

– No. No se lo pedí entonces sino varios años más tarde, mucho después de que me hubiera dado cuenta de que lo que había considerado amor sólo había sido un encaprichamiento por mi parte, y por la de ella…, bueno, algo distinto.

Él mismo se había hecho aquella pregunta. ¿Qué haría falta para que abriera su corazón? Y tenía la respuesta; la necesidad de compartir su corazón y su alma con otra persona. Alguien que había surgido de la oscuridad y lo había iluminado con su calidez interior, el recuerdo de un amor inocente que no pedía nada y lo daba todo.

– Le pedí que se casara conmigo el día que entré en el jardín de una embajada en Londres y vi a un niño pequeño jugando con la esposa del embajador. Por pura casualidad descubrí que tenía un hijo de cinco años.

– Pero… podría haber sido…

– No. Tú viste la fotografía. En cuanto lo vi no tuve la más mínima duda. Fue como ver una foto de mí mismo cuando era pequeño.

– ¿No supiste hasta entonces que tenías un hijo? preguntó Flora, asombrada-. ¿Ella no te lo dijo?

Bram acarició su pelo. Deseaba quitarle la blusa, verlo extendido sobre sus pechos, pero no allí, aquello tendría que esperar. Lo dividió en dos y lo colocó delante para que quedara como el del grabado de la pared.

– Podríais ser hermanas. O madre e hija. No creo que fuera sólo una princesa, estoy seguro de que debió ser una reina -frunció el ceño-. ¿Has oído algo?

Ambos escucharon en silencio. Se oía un ligero susurro.

– Son las hojas -dijo Flora, impaciente-. Bram… -se inclinó hacia él, animándolo a contestar.

– No, Flora. No lo sabía. Nunca me lo dijo -confirmó Bram-. Pero se suponía que yo no debería haberlo averiguado nunca. Cuando nos conocimos, ella era una mujer rica con una necesidad. Yo estaba en Francia, donde había acudido tras terminar mis estudios en la universidad para mejorar mi francés y poder especializarme en Derecho Europeo. Ella nunca habría imaginado que el camarero que eligió en un café marsellés fuera a ser consejero legal de un embajador seis años después, y menos aún que fuera a entrar en su jardín para reunirse con su familia.

Flora alargó una mano y cubrió con ella la de Bram.

– ¿Te eligió para que la dejaras embarazada? ¿Ésa era su necesidad?

Bram asintió.

– No me dijo lo que quería. Pensé que simplemente me deseaba a mí. Yo me sentí entusiasmado con aquella mujer triste y solitaria que parecía tan sola. Y era cierto que estaba sola. Se hallaba muy lejos de su casa, en un lugar en el que nadie la reconocería. Nadie la recordaría. Al menos, su pesar no era disimulado. Y espero que tampoco lo fuera el placer. Me eligió por mi altura y el tono de mi piel. Y me gustaría creer que también un poco por mí mismo.

– ¿Cómo pudo hacer algo así?

– Por amor, según me dijo. Cuando nos vimos de nuevo trató de explicarme cómo habían sido las cosas. Su marido, el embajador, era un aristócrata cuya familia se había quedado sin herederos. El tiempo corría en su contra. Ella no podía quedarse embarazada de un donante; la familia querría ver certificados médicos, querría averiguar detalles que ella no podría darles. Y ya que el hijo no sería genéticamente de su marido, su derecho a heredar el título y las tierras sería discutido por diversos parientes y primos lejanos. La herencia es muy sustanciosa, de manera que optó por la única solución que parecía quedarle.

– ¿Su marido sabía lo que estaba haciendo?

– Debía sospecharlo, pero nunca hablaron de ello. Ella me rogó que no le dijera quién era. Él quería mucho a su hijo…

– ¡Pero era tu hijo!

– ¿Y qué podía hacer, Flora? ¿Exigir mis derechos? ¿Destrozar tres vidas?

– ¿Tres?

– Eran buenas personas. La desesperación hace que hasta las mejores personas hagan cosas desesperadas. Y querían mucho al niño. Estuve sentado viendo como jugaba el embajador con mi hijo y la sangre me hervía por dentro, pero sólo porque yo no tenía derecho a amarlo de aquel modo.

– ¿Ya pesar de todo le pediste a ella que se casara contigo? ¿Que se divorciara de su marido y se casara contigo?

– Tenía que intentarlo. Ella sólo aceptó reunirse conmigo porque temía lo que pudiera hacer. Me puse nervioso, la amenacé, exigí que dejara a su marido y se casara conmigo. Finalmente le rogué. Ella no dijo nada. Dejó que me desahogara y esperó a que aceptara la verdad; que John podía ser mi hijo biológico, pero que en todos los aspectos verdaderamente importantes era hijo de su marido.

– ¿John? ¿Se llama John?

– Ésa es la versión inglesa de su nombre, pero no lo llaman así.

Bram respiró profundamente. Hacía tiempo que sabía todo aquello, y lo había aceptado, pero habérselo contado por fin a alguien hacía que todo pareciera mucho más claro.

– Yo no estaba allí cuando nació, ni cuando sonrió por primera vez. No fui yo quien tomó su mano cuando dio sus primeros pasos, ni quien permaneció a su lado de noche cuando estaba enfermo -explicar todo aquello a Flora era un alivio. La sensación de culpabilidad se suavizaba-. Para eso está un padre. John era un niño feliz cuando lo vi, y si yo hubiera exigido mis derechos, todo eso habría desaparecido.

Flora le acarició la mano para hacerle ver que comprendía, que había hecho lo correcto.

– ¿Lo sabe alguien más?

– ¿Para qué iba a contárselo a nadie? ¿Qué sentido habría tenido decirles a mis padres que tenían un nieto al que no podían conocer? John era un niño feliz y ahora es un joven feliz. Pronto cumplirá catorce años. Si alguna vez me necesita podrá contar conmigo, pero espero que no sea así.

Flora alzó una mano hasta la mejilla de Bram y frotó con delicadeza unas lágrimas que él no era consciente de haber derramado. Y, por un momento, lo abrazó.

– Has dicho que no sabías lo que era el amor, pero estás equivocado, Bram. Dejar que tu hijo se quedara fue el acto perfecto de amor. Gracias por habérmelo contado -Flora lo miró a los ojos-. Por haber confiado en mí.

– Ya era hora de que, en lugar de pelear, confiáramos el uno en el otro.

– ¿Personal o profesionalmente?

– En ambos terrenos -más que verlo, Bram sintió el asentimiento de Flora-. ¿Has visto suficiente? -preguntó a la vez que alzaba la cabeza. El susurro seguía oyéndose por encima de ellos. El viento, las hojas… fuera lo que fuese, hacía que se le pusiera la carne de gallina-. Me gustaría salir de aquí.

– Sólo voy a tomar unas fotos. ¿Puedes enfocar la pared con la linterna para que pueda fotografiarla? Después podemos ir a tomar el picnic a una de las placas por las que hemos pasado.

– No he traído el bañador.

– Yo tampoco.

– Veo que estás empeñada en que nos encierren, Flora Claibourne.

– Estoy segura de que a India le encantaría que yo pudiera encerrarte a ti.

Bram empezó a reír, pero se interrumpió en seco. Y el susurro creció en intensidad. Estaba por encima de ellos, a su alrededor, el aire parecía agitarse… De pronto supo de qué se trataba.

– ¡Flora! -exclamó a la vez que ella alzaba la cámara para tomar una foto-. ¡No!

El destello del flash fue cegador en la oscuridad. A pesar de no poder ver, Bram alargó una mano, tomó el brazo de Flora y tiró de ella hacia la entrada.

– No he terminado -protestó.

En lugar de contestar, Bram la arrastró al exterior, donde permanecieron unos momentos parpadeando a causa de la luz.

– ¿Pero qué…?

– Murciélagos -mientras Bram contestaba, unas pequeñas formas oscuras empezaron a emerger de la entrada de la tumba. Al principio salieron unos pocos, pero al cabo de unos segundos empezaron a surgir del interior a mansalva, como humo negro.

Bram vio la expresión de horror de Flora, que se liberó de él de un tirón y empezó a correr.

– ¡Espera, Flora!

Pero ella no lo estaba escuchando. Las arañas la asustaban y las serpientes la aterrorizaban, pero los murciélagos… Se cubrió la cabeza con los brazos, temiendo que pudieran enredarse en su pelo. Todo el mundo le había dicho que aquello no pasaba, que eran tonterías, pero le daba lo mismo. El cangrejo la había asustado. Aquello era auténtico terror.

– Tranquila, Flora… -Bram alargó la mano para sujetarla, pero ella sólo pensaba en huir hacia el Jeep-. ¡Cuidado!

Demasiado tarde. Flora se tambaleó y cayó por el empinado promontorio hasta el sendero. Aterrizó sobre sus rodillas, pero nada iba a detenerla, ni siquiera el dolor. Se puso en pie con los brazos aún en tomo a la cabeza y echó a correr, pero en aquella ocasión Bram logró sujetarla por detrás de la camisa. Por unos momentos ella siguió luchando y se oyó el sonido de tela desgarrada.

– Quieta -el tono imperativo de Bram logró alcanzar la mente de Flora cuando la hizo volverse y la estrechó entre sus brazos-. No dejaré que te suceda nada malo -dijo a la vez que le acariciaba el pelo-. Estás a salvo, estás a salvo.

– Lo siento -susurró ella al cabo de un momento, más relajada-. Me he asustado…

– Lo sé.

Flora alzó la mirada, sintiendo de pronto más miedo de que Bram se estuviera riendo de ella que de los murciélagos.

– Han sido los murciélagos -dijo tratando de mostrarse digna.

Bram la besó en los labios como si fuera lo más natural del mundo.

– Murciélagos y cangrejos -dijo, y su boca se curvó en una semisonrisa.

Pero no se estaba burlando de ella, sólo le estaba tomando un poco el pelo. Y Flora descubrió que le gustaba que Bram le tomara el pelo.

– ¿Qué harás si nos topamos con algo realmente peligroso? -continuó él-. Por ejemplo una serpiente, o una araña del tamaño de un plato… -Flora gimió-. De acuerdo. Bueno, supongo que ya sabemos con exactitud lo que sientes respecto a los bichos. Auténtico terror.

– No es cierto -protestó ella. Luego, con un ligero encogimiento de hombros, añadió-: Al menos en teoría.

– No estoy seguro de que la teoría cuente para eso.

– Supongo que no. Pero no me asustan los ratones.

– ¿Te refieres a los de caramelo?

– ¡Hablo en serio! -Flora se apartó e hizo una mueca de dolor al apoyar su peso sobre la pierna izquierda. Bram echó un vistazo a las rodillas desgarradas de sus pantalones y no se molestó en preguntarle si necesitaba ayuda. Se limitó a tomarla en brazos para llevarla al Jeep.

A punto de protestar, Flora cambió de opinión, lo rodeó con los brazos por el cuello, apoyó la cabeza contra su pecho y escuchó el firme latido de su corazón mientras la protegía.

Una vez en el Jeep, Bram le alcanzó una botella de agua y, mientras ella bebía, él sacó el botiquín de primeros auxilios y limpió con un antiséptico sus rodillas.

– Ésta está un poco hinchada -dijo. Flora la flexionó e hizo una mueca de dolor-. ¿Quieres que vayamos a un hospital en Minda?

Ella negó con la cabeza.

– Hasta dentro de un par de semanas no voy a correr el maratón, y me pondré bien si no apoyo el peso sobre esa rodilla durante un día o dos.

Bram alzó la mirada.

– ¿Corres maratones?

– Sólo era una forma de hablar -al ver que Bram estaba sonriendo, le alcanzó la botella de agua-. Toma, mantén tu boca ocupada con esto -mientras él se llevaba la botella a los labios y echaba la cabeza atrás para dar un trago, Flora dijo-: Gracias, Bram -hizo un vago gesto en dirección a la tumba-. Por haberme sacado de ahí y haber aguantado mi histerismo.

– De nada -él se irguió y por un momento se miraron a los ojos. Ambos estaban recordando cómo iban las cosas antes de que ella se asustara-. ¿Ya estás bien? -preguntó-. ¿Tu corazón vuelve a latir con normalidad?

«No exactamente», pensó Flora.

El ritmo de los latidos de su corazón le estaba dando problemas.

– No exactamente -dijo en voz alta-. Para serte sincera, me siento bastante estúpida. Lo que quiero decir es que sé que los murciélagos son inofensivos. Al menos en teoría.

– No creas que eres tú la única que se ha asustado. A mí se me estaba empezando a poner la piel de gallina. No puedo decir que lamente haber salido de ahí.

– Es muy dulce por tu parte decir eso, pero…

– Soy muchas cosas, Flora, pero dulce… no.

No. Y probablemente estaba haciendo en aquellos momentos una lista mental de sus defectos, pensó Flora. Una temeraria falta de atención hacia su propia seguridad, histerismo… Jordan Farraday estaría orgulloso de él. Volvió a estremecerse.

– Supongo que los murciélagos son la explicación de que los habitantes de la isla tengan miedo a este lugar.

– Es posible, aunque eso no explica por qué Tipi Myan estaba tan empeñado en mantenerte alejada de aquí.

– A menos que estos murciélagos sean de una especie en peligro de extinción y no deban ser molestados.

– Te lo habría dicho. No, estoy seguro de que hay algo más y creo que lo mejor será que nos vayamos de aquí cuanto antes -dijo Bram, y ayudó a Flora a meter las piernas en el Jeep antes de cerrarle la puerta. Luego se sentó tras el volante y puso el vehículo en marcha.

– Bram…

– ¡Qué!

Ella tragó saliva.

– Sólo quería darte las gracias. Adecuadamente. Por… bueno… por haberme llevado todo ese trayecto en brazos.

Él sonrió.

– Estoy empezando a acostumbrarme, aunque, si va a convertirse en una costumbre, creo que estaría bien que perdieras un poco de peso.

– ¡Uy, qué encantador! -a Flora le gustó más aquello que el típico cumplido de que era «ligera como una pluma». Al menos así sabía que Bram estaba diciendo la verdad.

– Aunque, si estás dispuesta a utilizar tus propias piernas como medio de transporte, yo estoy deseando a admitir que eres perfecta tal y como eres.

Flora sintió que su rostro se acaloraba.

– Sin las peinetas -le recordó. No quería que se pusiera demasiado encantador.

– Sin las peinetas -concedió él.

– ¿Y de las uñas de los pies azules?

– No tengo ninguna objeción a eso.

Bram comprendió que Flora quería que volviera a preguntarle al respecto. Quería compartir sus propios secretos; y él quería oírlos, quería saberlo todo sobre Flora Claibourne. Pero no en aquel momento, no allí.

Hizo girar el Jeep y lo dirigió de nuevo hacia la costa.

Ambos respiraron aliviados cuando volvieron a pisar el asfalto de la carretera, aunque Bram permaneció en silencio, concentrado en la conducción. Flora también permaneció en silencio mientras contemplaba la vista, las pequeñas calas situadas entre formaciones de altas rocas. Obedeciendo a un impulso repentino, Bram salió de la carretera.

Flora lo miró, sorprendida.

– ¿Adonde vamos?

– Nos hemos quedado atrás en nuestra lista de visitas turísticas. Al menos podemos borrar de la lista el picnic en la playa.

– No, Bram… -protestó Flora mientras él salía del vehículo y lo rodeaba para abrirle la puerta. Ya no estaba de humor para un picnic-. Necesito una ducha. Tengo que quitarme el sudor de la selva…

– En lugar de ducharte puedes nadar -dijo Bram, y giró hacia el mar, brillante, azul, vacío hasta donde alcanzaba la vista.

Estaba mucho más cerca que el hotel, y Flora no pudo evitar sentirse tentada.

Bram empezó a desvestirse y se quedó en ropa interior. Luego la miró.

– No es obligatorio, pero puede que quieras quitarte parte de la ropa.

Flora tragó saliva.

– Supongo que sí.

– ¿Quieres que te eche una mano…?

– ¡No! Puedo arreglármelas sola -replicó ella, y empezó a desabrochar los botones de su blusa.

– ¿… con las botas? -concluyó Bram, sonriente.

– Puedo arreglármelas sola -repitió Flora, aunque con la boca pequeña.

Él la ayudó de todos modos. Sus anchos hombros taparon prácticamente el hueco de la puerta cuando se inclinó para soltar los cordones de las botas. Flora se quitó la blusa sin saber muy bien si se sentía agradecida o decepcionada por haber elegido un sujetador deportivo que era al menos tan decente como la parte superior de un biquini normal. Cuando Bram le hubo quitado las botas, alzó su trasero del asiento para quitarse los pantalones y no pudo evitar una mueca de dolor; su rodilla la devolvió de nuevo a la dolorosa realidad.

– Esto es una pérdida de tiempo -dijo-. No voy a poder ir caminando hasta el agua. Lo siento, Bram. Te agradezco el esfuerzo, pero… -se interrumpió cuando él pasó un brazo bajo sus rodillas-. ¿Qué haces?

– Inclínate y pasa un brazo por detrás de mi cuello -dijo él, pero ella no se movió-. Confía en mí, Flora. Soy tu sombra, ¿recuerdas? Somos inseparables -a continuación la alzó y la llevó hasta el agua.

Flotar en el agua fresca, con el pelo tras ella y la mano de Bram sujetándola con firmeza, fue una de las sensaciones más agradables que Flora había experimentado en su vida.

– He de reconocer que sabes elegir una playa, Bram Gifford -murmuró-. Lo tiene todo. Una arena finísima, algunas palmeras, agua fresca de un manantial cercano… Ha sido una gran idea.

– De vez en cuando las tengo.

– Gracias por ser tan listo, Bram.

– Si fuera listo, te habría convencido para que no fueras a la tumba.

– No, eso también ha estado muy bien -dijo Flora, pensando sobre todo en cómo había confiado en ella-. Aparte de los murciélagos.

– Sí, es cierto. Me alegra que hayas visto a la princesa.

Permanecieron unos momentos en silencio.

– Es posible que viniera a nadar aquí con otras doncellas de la corte por las mañanas -dijo Flora.

– O de noche, con su amante.

Flora suspiró.

– Casi me gustaría ser escritora de ficción para poder inventar toda una vida para ella. Tal y como son las cosas, es probable que nunca lleguemos a saber de quién se trataba y por qué fue enterrada de ese modo -volvió el rostro hacia Bram y, por un momento, al ver que la estaba mirando, las palabras se helaron en la garganta-. Gracias por haber sido lo suficientemente listo como para haberme impedido venir sola, Bram, y por haberme acompañado.

– Para eso están las sombras. Recuerda que no puedes ir a ningún sitio sin mí -y como para demostrar que así era, volvió a tomarla en brazos y se encaminó hacia la orilla.

– Esto empieza a ser un poco absurdo -dijo Flora-. Me he torcido la rodilla, no se me ha roto una pierna.

– No quiero correr riesgos -dijo Bram mientras la dejaba con delicadeza sobre la arena. Por un momento siguió reteniéndola contra sí, y ella contuvo el aliento.

– Estoy en deuda contigo, Bram -dijo-. Nunca olvidaré cuánto.

– ¿Significa eso que he ganado este asalto en la disputa Claibourne Farraday?

Flora lo miró un momento, desconcertada. Había olvidado por completo aquella maldita disputa.

– ¿Es eso lo único que te importa? ¿Has estado tomando notas de todas las estupideces que he hecho hoy? -dio un paso atrás y la rodilla se le dobló.

Al instante, Bram la sujetó por la cintura.

– ¿Por qué iba a tomar notas? -preguntó-. Cada momento de este día ha quedado indeleblemente grabado en mi memoria -Flora pensó que a ella le había pasado lo mismo, pero no por el mismo motivo-. Sólo hay una cosa que no entiendo -añadió Bram.

– Pregunta lo que quieras -dijo ella en tono despreocupado. A fin de cuentas, estaba en deuda con él.

– ¿Lo que quiera? -repitió él y, al instante, la mente de Flora volvió a la oscuridad de la tumba, al momento en que Bram había desnudado su alma para ella, dejándole ver todo lo que, aturdida por su imagen dorada, no había sido capaz de ver a la luz del día.

Bram Gifford no era un mujeriego desaprensivo al que lo único que le preocupaba era su propio placer. Era un hombre que en el pasado se había enamorado de una mujer que lo había utilizado y estaba decidido a no volver a cometer la misma equivocación.

Estaba en deuda con él. Había encontrado la tumba para ella y la había protegido cuando se había asustado. Preguntara lo que le preguntase, debía contestarle. Y si simplemente la estaba utilizando para superar su dolor, podía asumirlo. Tal vez algún día lo reconocería por lo que era. Amor incondicional. Y tal vez aquello acabara por liberarlo. Y también a ella.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó, y contuvo el aliento mientras esperaba que Bram le pidiera que traicionara a su hermana.

Capítulo Diez

– ¿Por qué te has pintado de azul las uñas de los pies?

La pregunta de Bram estaba tan alejada de los confusos pensamientos de Flora que por un momento creyó no haberla entendido.

– ¿Qué?

– Las uñas de los pies. No te pintas las de las manos, pero sí las de los pies. ¿Por qué?

El corazón de Flora necesitó unos momentos para volver a latir con normalidad.

– ¿Las uñas de los pies? -repitió-. ¿Quieres saber por qué me las he pintado?

– Ibas a decírmelo, pero nos distrajimos.

– ¿Y eso es todo? -preguntó Flora, que aún no sabia adonde los iba a llevar aquello.

– Tal vez. Dependiendo de tu respuesta, puede que haya una pregunta suplementaria.

– Ah, comprendo.

Por unos instantes, Flora había pensado que el mundo había vuelto a ser creado sólo para ella. Al parecer, se había equivocado. En lugar de ser su caballero andante, Bram era sólo su sombra y lo único que pretendía era sumar equivocaciones, contar errores.

Al parecer, el único fenómeno sin explicación eran sus uñas azules. La noche anterior no habría supuesto ningún problema. Se lo habría contado y probablemente se habrían reído. Pero en aquellos momentos sí era un problema…

– ¿Y bien? -dijo Bram, aparentemente impaciente por oír su respuesta.

– En realidad es una tontería.

– En ese caso, cuéntamela.

– No puedo. Es un secreto compartido.

– ¿Un secreto compartido? ¿Con quién?

– Ésa es la pregunta suplementaria, ¿no?

– ¿Con quién? -insistió Bram.

A Flora le habría gustado poder contarle alguna historia imaginativa sobre un amante secreto, sobre una promesa de amor eterno, pero Bram se habría dado cuenta enseguida de que estaba mintiendo. El rubor la delataría si tratara de inventar algo así. Y no podía mentirle.

– Con mi ahijado de siete años.

Bram parpadeó. Era obvio que lo había sorprendido.

– ¿Por qué?

– ¿Importa eso?

– Todo importa, Flora. Quiero saberlo todo sobre ti.

– ¿En serio? -por un momento, Flora experimento algo parecido a la alegría, pero enseguida comprendió que Bram era un Farraday y, para los Farraday, la información era poder-. Forma parte del equipo de fútbol de su colegio y tenían el partido de final de temporada con sus eternos rivales. Le prometí acudir para animar a su equipo y de pronto surgió este viaje.

– ¿Y en qué ayudó que te pintaras las uñas?

– Cuando le dije que no podría acudir a verlo, me pidió que hiciera algo para saber que estaría pensando en él, que llevaría algo todo el rato con los colores de su equipo -Flora bajó la mirada hacia los dedos de sus pies y los movió juguetonamente-. Así que dejé que me pintara las uñas. Él quería pintarme un pie de azul y el otro de amarillo, pero conseguí que se conformara con el azul.

– Para ser un niño de siete años hizo un buen trabajo.

– Las he retocado un par de veces -«por favor», pensó Flora conteniendo el aliento, «no me preguntes su nombre, por favor».

Como si hubiera leído su mente, Bram dijo:

– ¿Cómo se llama?

Flora permaneció en silencio, indecisa.

– John -dijo Bram, finalmente-. Se llama John, ¿verdad?

Flora asintió.

– ¿Por eso no querías decírmelo?

Ella se encogió de hombros y apartó la mirada. No quería que Bram se diera cuenta de hasta qué punto no quería hacer ni decir nada que pudiera dolerle.

– Voy a tener que hacer esa pregunta suplementaria. Flora.

– Ya has hecho dos preguntas suplementarias.

– En realidad eran todas la misma pregunta. Ahora quiero saber por qué no te pintaste las uñas de las manos a juego. O de otro color. ¿Quién te hizo daño, Flora? ¿Qué hizo quien fuera para conseguir que quieras parecer invisible?

– Ésa es toda una pregunta suplementaria -murmuró ella.

– Son las que merecen la pena.

Cualquier cosa. Flora era muy consciente de que le había dicho que podía preguntarle cualquier cosa. Él le había contado su secreto más oscuro, le había revelado el dolor de su corazón. Ella no podía hacer menos.

– Steve -dijo-. Se llamaba Steve -tras una pausa, añadió-: Supongo que se sigue llamando así.

– ¿No Seb? ¿Ni Sam?

Flora lo miró, insegura, y recordó cómo se había burlado de él, aunque le sorprendió que lo recordara.

– Steve -repitió-. Nunca he olvidado su nombre.

– Eso suponía.

– Era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Tenía el pelo rubio color maíz y el cuerpo de un jugador profesional de tenis, cosa que había sido. En aquella época, mi madre estaba entre maridos y había decidido tomar clases de tenis. Es un tópico, ¿verdad? Perder la virginidad con el profesor de tenis.

– Suceda como suceda, perder la virginidad siempre es un tópico.

– Yo tenía diecisiete años -continuó Flora-, y apenas sabía lo que era un beso. Al menos, como los que él me dio. Me arrojé en sus brazos sin ningún reparo.

– Eso es lo que piden las hormonas que hagas cuando tienes diecisiete años. Es el modo que tiene la naturaleza de perpetuar la especie.

– Supongo que tienes razón -Flora cerró los ojos y alzó un momento el rostro hacia el sol.

– Eso no es todo, ¿no?

No. No era todo.

– Hice todo lo posible por llamar su atención. El bromeó y flirteó un poco conmigo, pero yo quería más, mucho más -Flora bajó la mirada hacia la arena y añadió-: Steve tendría que haber sido un santo para resistir la tentación.

– ¿Y dónde estaba tu madre mientras sucedía eso?

– Andaba por allí, pero estaba ocupada. Se pasaba las horas en el salón de belleza y de compras. Al parecer, mantenerse en forma como ella es un trabajo de jomada completa. Entonces no llegué a darme cuenta de que Steve andaba merodeando a mi alrededor por ella, no por mí. Pensaba que yo era la atracción. Era una chica de diecisiete años muy inocente.

– Algo de lo que él debía ser muy consciente, ¿no?

– Tal vez eso fuera parte de la atracción. No hay nada más tentador que la fruta prohibida, y la tentación surgía en todas partes. En el cenador, en el cuarto de estar…

– Y supongo que su capacidad de resistencia a la tentación era nula, ¿no?

– ¿Crees que para un hombre puede resultar excitante tener a la madre y a la hija…?

– No creo que a mí me excitara algo así -dijo Bram en tono cortante-. ¿Qué pasó cuando tu madre se enteró?

– No llegó a enterarse. Fui yo la que «se enteró». Mi madre se llevó a Steve a Estados Unidos durante una semana… Ni siquiera entonces me di cuenta de lo que pasaba. Pero cuando volvieron estaban casados.

– ¿Steve es el amante joven con el que se ha casado? -Bram parecía confundido-. Pensaba que había sido algo más reciente.

– Steve no duró más que unos meses. En la actualidad, mamá tiene un nuevo modelo.

– ¿Y qué explicación te dio?

– No entendía por qué estaba tan disgustada. Me dijo que creía que ya lo sabía, que yo me había comportado como lo había hecho por una especie de acto de rebeldía. Dijo que pensaba que me estaba haciendo un favor, y no entendía por qué no podíamos seguir como hasta entonces.

– ¿Se lo dijiste a tu madre?

– No. Yo sabía que me había portado mal, que había hecho una estupidez. Una vez que supe lo que había estado pasando, todo me pareció muy obvio. Y sabía que mamá se enfadaría más conmigo que con él. Después de todo, él era un hombre. ¿Qué más podías esperar?

– Supongo que un poco más que eso.

– Mi padre fue su primer marido y él fue el primero en engañarla. Sólo fue fiel a la madre de India. Para ser sincera, creo que nunca superó que lo dejara -Flora suspiró antes de continuar-. Además, contarle a mi madre lo sucedido sólo habría servido para hacerla infeliz antes de tiempo. De manera que me fui a Italia a hacer unos cursos de verano y para cuando volví, Steve ya era historia.

– ¿Nunca se lo habías contado a nadie?

– Sólo a ti.

Bram alzó una mano y acarició el rostro de Flora con los dedos. Por un momento, esta creyó que iba a besarla, pero no podía soportar la idea de que sintiera lástima por ella.

– ¿Tienes hambre? -preguntó rápidamente. Sin esperar a que contestara, se volvió y se encaminó hacia el Jeep, negándose a cojear a pesar del dolor que sentía en la rodilla.

– Parece que tu pierna ha mejorado -dijo Bram cuando se reunió con ella.

– Supongo que el agua fría ha ayudado -contestó Flora y, a pesar del sol que caía de lleno sobre ellos, se estremeció. Se secó las manos y la cara con su blusa y, al ir a ponérsela sobre el sujetador empapado, vio un desgarrón que se había hecho cuando Bram la había sujetado por detrás para evitar que cayera.

– Toma -dijo él a la vez que le ofrecía su camisa-. Ponte esto.

– Se va a mojar.

– Es preferible que se moje a que tú te quemes -Flora dudó mientras Bram sostenía la camisa para que se la pusiera, pero acabó introduciendo los brazos en las mangas. A continuación, él empezó a abrochársela sin ninguna prisa. Cuando terminó, no se apartó de ella.

– Gracias -susurró Flora, pero Bram siguió sosteniendo la camisa por el cuello.

– Deberías habérselo contado a alguien, Flora -dijo-. Tal vez a India. O si no podías hablar con ella, a alguien que pudiera aconsejarte. Cualquier persona madura te habría reconfortado y te habría dicho que no habías hecho nada malo.

– No podía… -y sin embargo se lo había dicho a él. Había confiado en él. Como él había confiado en ella.

– No tienes por qué esconderte de mí. Somos socios -Bram la besó en la frente-. No más secretos -la besó en los labios con dulzura, pero el beso acabó casi antes de empezar-. Y se acabaron las peinetas. Prométemelo.

– Lo prometo -susurró ella.

Los dedos de Bram se tensaron en tomo a la tela de la camisa y, por un momento, la tentación de ir más allá fue muy intensa. La deseaba tanto… Quería demostrarle que era la mujer más bella del mundo, que ninguna otra le hacía sombra… Pero ¿por qué iba a creer que él era diferente? A fin de cuentas, estaba trabado de quedarse con algo de lo que ella se enorgullecía, en lo que ella creía.

Le había pedido que confiara en él, pero ¿por qué iba a hacerlo? Y, en realidad, ¿qué sabía él de ella? Habían compartido sus secretos. Él le había contado cosas que nunca le había dicho a nadie. Ella le había abierto su corazón. Habían avanzado mucho en poco tiempo, pero ambos sabían lo fácil que resultaba ser engañado, la facilidad con que podía cometerse una estupidez a causa del deseo.

Sin embargo, a pesar de su reserva, Flora se había arrojado con entusiasmo entre sus brazos la noche anterior. Y la mirada que le estaba dedicando en aquellos momentos estaba calculada para hacer hervir la sangre de cualquier hombre. Y la suya estaba hirviendo, pero de todos modos dio un paso físico y mental atrás para distanciarse de lo que, sólo tres días atrás, habría parecido una imposibilidad. Para distanciarse de la posibilidad del dolor.

– Bien. Ahora que hemos dejado eso aclarado -dijo-, será mejor que comamos algo.

Flora lo miró como si la hubiera abofeteado. Luego dijo:

– Si no te importa, creo que preferiría volver al hotel. Si no hago algo rápidamente con mi pelo, nunca podré volver a peinarlo.

Era una excusa, y ambos lo sabían, pero Bram abrió la puerta del Jeep sin decir una palabra. Hicieron el viaje de vuelta en completo silencio. Cuando entraron en el hotel se encontraron en medio de una celebración con champán. Los empleados del hotel, los huéspedes… Todo el mundo parecía de fiesta. Y entre ellos estaba la rubia misteriosa con Tipi Myan y un hombre alto y robusto que debía tener unos diez años más que Bram.

En cuanto los vio, Tipi Myan se acercó a ellos.

– ¡Señorita Claibourne! ¡Señor Gifford! Me alegra ver que se están divirtiendo. ¿Han estado en alguna de nuestras bellas playas?

– Entre otras cosas -dijo Bram-. ¿Qué están celebrando?

Myan se encogió de hombros.

– No hay motivo para no contárselo ahora. Me temo que, como muchas nuevas naciones emergentes, contamos con una minoría inquieta que quiere alterar el orden establecido y causar problemas.

– ¿Y?

– Un pequeño grupo, empeñado en alejar del poder a nuestra dinastía real, secuestró a un ingeniero que había venido de Australia para asesorarnos sobre el mejor modo de asegurar la tumba, de protegerla. Lo han tenido retenido durante los últimos cinco días.

Bram frunció el ceño.

– ¿Y no se le ocurrió que Flora podía correr peligro si venía? -preguntó.

– Cuando todo sucedió ya era demasiado tarde para alisarla. Ustedes ya se hallaban en camino cuando nosotros nos enteramos de lo sucedido. Por supuesto, no podían ir a la tumba.

– ¿Ha dicho que lo «han tenido» retenido? -preguntó Flora-. ¿En pasado?

– Sí, gracias a Dios. Ha sido rescatado esta mañana. Nuestro servicio de seguridad localizó a los rebeldes en las montañas y logró liberar al rehén sin que sufriera ningún daño. Su pobre esposa ha sido tan comprensiva, tan paciente. Como comprenderán, la necesidad de discreción… -Myan fue distraído por un conocido que se acercó a saludarlo.

– Pobre mujer -dijo Flora-. Había pensado ir a hablar con ella. Ojalá lo hubiera hecho -al mirar a Bram comprendió por qué había estado evitando a la mujer desconocida-. Te recordaba a… -se interrumpió-. Lo siento.

Bram la tomó de la mano.

– Tienes razón, por supuesto, pero yo no debería asumir con tanta facilidad que todo el mundo actúa de manera interesada. Debo tratar de ser más amable.

– Yo no tengo quejas.

– Tú eres demasiado amable -dijo Bram con una sonrisa irónica mientras Tipi Myan volvía a reunirse con ellos.

– Lo siento… ¿Qué estaba diciendo?

– ¿Algo sobre la necesidad de discreción? -sugirió Bram.

– Siempre es mejor mantener estás cosas en secreto. Pero la buena noticia es que ya pueden acudir a ver la tumba. ¿Tal vez mañana? Hay unos grabados en la roca que encontrará realmente interesantes, señorita Claibourne.

– Lo cierto es que ya… -empezó Flora.

– Creo que Flora preferiría que le facilitara algunas fotografías -interrumpió Bram con rapidez antes de que ella terminara de confesar la verdad-. No quiero que corra riesgos innecesarios. Pero estaremos en el museo a primera hora de la mañana. ¿Qué tal a las nueve?

Tipi Myan hizo una inclinación de cabeza.

– Estaré allí, por supuesto.

Bram tiró delicadamente de Flora para alejarla de la celebración.

– No creo que sea necesario explicar a Tipi Myan cómo hemos pasado la mañana, ¿no te parece?

– Nunca seré capaz de guardar un secreto.

Bram movió la cabeza.

– En ese caso, no entiendo cómo has podido mantener tanto tiempo en secreto tu aventura con el profesor de tenis.

– Tal vez porque fue algo excepcional -admitió Flora mientras devolvían la nevera portátil en recepción-. Normalmente soy un desastre para guardar secretos.

– ¿Quieres decir que no voy a tener que torturarte para averiguar qué carta se guarda tu hermana bajo la manga para mantener a los Farraday alejados de la empresa?

– ¿Torturarme?

– Normalmente, las cosquillas funcionan -contestó Bram, sonriente-. Pero está claro que no sabes nada, o a estas alturas ya me lo habrías contado.

Flora se ruborizó al instante.

– ¡Señorita Claibourne! -el recepcionista la saludó casi con alivio-. No esperaba que volvieran hasta más tarde. Tienen visita.

– ¿Visita? -repitió ella, sorprendida.

El recepcionista señaló a un hombre y una mujer joven que se hallaban sentados en un sofá de recepción.

– Han dicho que usted les pidió que vinieran. Yo les he dicho que llegarían tarde, pero han insistido en esperar.

– Bien -dijo Flora, pero no se movió.

Aún estaban atrapados en el secreto no revelado que su rubor había traicionado. Bram dio un paso atrás.

– Sea lo que sea, no quiero saberlo.

– Pero…

– No -Bram cubrió con un dedo los labios de Flora-. Vamos a hablar con tu fabricante de pendientes.

– Ésa ha sido tu buena obra del día -dijo Bram. El hombre que fabricaba las joyas y su esposa, que había acudido para hacer de traductora, se habían ido radiantes del hotel tras acordar con Flora que esta iría a visitar su taller. Bram también sonreía-. Puedes donar las cien libras que me debes a tu asociación benéfica favorita.

– Considéralo hecho.

– O, a cambio, podrías invitarme a cenar.

– Me encantará hacer ambas cosas, pero lo cierto es que aún no hemos comido -le recordó Flora. Miraron hacia la terraza, en la que la celebración se hallaba en pleno apogeo-. No tengo demasiadas ganas de tanta compañía. Llamaré al servicio de habitaciones.

– Buena idea.

– Y luego quiero ir a la tienda de las telas.

– No puedes conducir con la rodilla en ese estado.

– Donde voy yo, vienes tú… ¿No fue eso lo que dijiste? -dijo Flora y, en tono ligeramente irónico, añadió-. ¿O tal vez prefieres quedarte a echar una siesta?

– Sólo si eso es una invitación -Bram rió al ver que ella volvía a ruborizarse-. Y yo que pensaba que esto iba a ser aburrido. Ve a arreglarte el pelo mientras yo encargo la comida. Luego iremos a ver las telas y el jardín botánico…

– Y a recoger mis chaquetas.

– Eso también. A cualquier sitio en el que haya mucha gente.

Flora frunció el ceño.

– ¿Estás buscando multitudes?

– Necesitamos conocernos un poco mejor antes de… antes de llegar a conocemos mucho mejor.

Flora corrió a ducharse antes de cambiar de opinión respecto a aquella siesta. Pero se dejó el pelo suelto y se vistió con más esmero del que ponía desde hacía mucho tiempo.

Bram estaba firmando el recibo del camarero cuando Flora se reunión con él en la terraza. El pelo suelto le llegaba casi a la cintura y llevaba una camisa blanca sujeta con un nudo bajo sus pechos para ofrecer una visión parcial de su estómago firme y plano. Y se había pintado las uñas de las manos a juego con las de los pies.

Por un momento, Bram estuvo a punto de olvidar todos sus planes respecto a la comida. Pero resistió la tentación y, mientras Flora se sentaba frente a él, tomó su servilleta y dijo.

– Háblame de tu primer recuerdo.

Flora hincó su tenedor en un trozo de la ensalada de pollo al jengibre que se hallaba ya sobre la mesa.

– Umm, qué buena está -dijo, y luego miró a Bram a los ojos-. ¿Es éste tu plan para llegar a conocemos… mejor?

– Es un comienzo -contestó él con la voz repentinamente ronca. Se aclaró la garganta-. Yo te hago una pregunta y luego me haces tú otra a mí.

– ¿Puedo preguntar lo que quiera?

– Sólo dejaremos al margen asuntos de la empresa.

Flora se encogió de hombros.

– De acuerdo. Mi primer recuerdo es de mi madre inclinándose hacia mí para darme un beso de buenas noches. Supongo que iba a salir y llevaba un collar. Lo agarré, tiré de él y las perlas salieron disparadas en todas direcciones.

– ¿Se enfadó?

– No. Se rió y dijo que quería seguir sus pasos.

– Pues se equivocó.

– ¿Tú crees? Lo que más deseábamos las dos era que nos quisieran. Y ya sabes lo que se dice…: las mujeres ofrecen sexo para obtener amor.

– ¿Y los hombres? ¿Qué hacen los hombres?

– ¿Ofrecer amor para obtener sexo?

A punto de decirle que se equivocaba, Bram pensó que las palabras no bastaban. Flora necesitaba una demostración, no una declaración, de manera que se limitó a decir:

– Es tu turno.

– ¿De hacerte una pregunta? -Flora permaneció un momento pensativa-. De acuerdo. ¿Quién fue la primera chica a la que besaste?

– Sarah Carstairs -contestó Bram de inmediato-. Fue mi primer día de colegio. Ella sabía dónde se guardaban los lápices de colores y se negó a decírmelo a menos que la besara.

Flora rió.

– Menuda descarada. ¿Cuántos años tenía?

– Cuatro. Si yo hubiera prestado la atención debida a la lección que me dio ese día, tal vez me habría ahorrado muchos pesares.

– No todas las mujeres son iguales.

– No todos los hombres son como Steve.

Flora apartó la mirada.

– ¿Has terminado?

– ¿De comer o de hacer preguntas? -quiso saber él.

– De comer. Tenemos mucho que hacer esta tarde.

– ¿Qué tal está tu pierna? Yo podría hacer de turista mañana mientras estás en el museo. Incluso podría ocuparme de ir a recoger las chaquetas.

Al parecer, Bram había dicho lo que ella quería oír, pues Flora alargó una mano para tomar la suya sobre la mesa.

– Quiero que estés conmigo cuando vea el oro de la princesa, Bram -dijo y, con la voz impregnada de un deseo que ninguno de los dos estaba preparado para reconocer, dijo-: Y entre tanto, si la rodilla sigue molestándome, dejaré que me lleves en brazos a todas partes.

– ¿En serio? -Bram se llevó la mano de Flora a los labios y besó sus uñas recién pintadas-. ¿Y quién es la descarada ahora, señorita Claibourne?

– ¿Es ésa tu siguiente pregunta?

– Sí, pero si realmente quieres ir a ver las telas, te recomiendo que no la contestes.

Capítulo Once

Hubo un momento en que podría haber pasado cualquier cosa, en el que podrían haber olvidado que estaban en Saraminda y que estaban enzarzados en una batalla por el control de Claibourne & Farraday, en que el pasado se habría esfumado y sólo el futuro habría tenido importancia.

Entonces Flora dijo:

– Quiero ir a ver las telas -y antes de que Bram pudiera responder, se puso en pie y se encaminó hacia el aparcamiento, más despacio de lo habitual, desde luego, pero dejándole la opción de seguirla o no. De nuevo.

– Eh -dijo él a la vez que la tomaba del brazo para liberar un poco el peso de su pierna-. Formamos un equipo, ¿recuerdas? Tú das las órdenes, yo conduzco.

Ella lo miró.

– ¿Puedes hablar y conducir a la vez?

– ¿Volvemos a las preguntas?

– No sabía que las habíamos dejado.

– En ese caso, es mi tumo.

– Tú tumo ya ha pasado, Bram.

No, pensó él. Había hecho lo correcto. En dos ocasiones. La noche anterior y hacía un momento. El sexo era la parte más fácil. La confianza, el compromiso, enamorarse… llevaban más tiempo, y ninguno de los dos estaba preparado.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó.

Flora se detuvo y Bram se vio obligado a hacer lo mismo.

– Todo -contestó, y empezó a caminar de nuevo sin esperar su respuesta-. ¿Cuál es tu comida favorita…? No, borra eso. ¿Qué no te gusta comer?

– No me gustan los plátanos ni la sopa de coliflor.

– ¿Eso es todo? -preguntó Flora.

– ¿El queso de bola? -sugirió Bram.

Ella rió.

– ¿Qué más?

– La ensalada de repollo, los sándwiches de huevo…

Tras organizar un envío de muestras de tejidos a Londres, dieron un paseo por el Jardín Botánico, donde se quedaron maravillados con las orquídeas, los colibríes y las mariposas.

Luego fueron a recoger las chaquetas.

Pero durante todo el rato no dejaron de hacerse preguntas, riendo ocasionalmente ante algunas respuestas especialmente punzantes. Compartieron el dolor de la muerte de una mascota favorita, la angustia de algún momento bochornoso que ambos preferían olvidar, el aroma de las flores en la tumba de alguien a quien habían querido…

Probaron un pescado de la zona en un pequeño restaurante y, finalmente, volvieron a su bungaló.

– Gracias por esta tarde tan bonita, Bram -dijo Flora cuando estaba a punto de entrar en su dormitorio-. Por un día encantador.

– Sin contar los murciélagos.

– Es un recuerdo que compartimos.

– Habrá más -Bram la besó en la mejilla con delicadeza-. Nos vemos por la mañana -añadió, y a continuación entró en su cuarto y cerró la puerta.

Y no volvió a salir de él a pesar de que el sueño lo esquivó durante largo rato.

A la mañana siguiente hacía un calor opresivo y, cuando bajaron a los sótanos del museo, agradecieron el fresco que reinaba en ellos.

Pero la visión del tesoro de la princesa bastó para que Bram olvidara al instante las incomodidades. Resplandecía como si tuviera luz propia.

– Es asombroso -dijo cuando Tipi Myan tuvo que dejarlos para atender unos asuntos. Flora asintió. Se había limitado a contemplarlo sin tocar nada durante largo rato-. ¿Puedo tocarlo? -al ver que ella asentía, Bram tomó la corona, la miró un momento y luego la colocó sobre la cabeza de Flora-. Tenía razón. Eres el vivo retrato de la princesa.

– No…

– Quiero verte con todo esto… -Flora se tambaleó un poco y Bram alargó una mano para sujetarla-. ¿Qué diablos…?

El suelo pareció moverse bajo sus pies y una nube de polvo cayó sobre ellos desde el techo.

– Es un temblor…

Bram tiró de Flora justo cuando parte del techo empezaba a desmoronarse sobre ellos.

– ¡Bram! ¡Bram! Dios mío, ¿dónde estás? ¡Contesta, por favor!

Flora se arrastró a través de una espesa nube de polvo. Y entonces lo encontró. Estaba totalmente quieto, inerte, con un trozo de techo a su lado. Quiso gritar. Quiso llorar.

Pero no había tiempo para eso. Apoyó la cabeza en su pecho. ¿Se oía el latido de su corazón? Buscó su rostro en la oscuridad, le apartó el polvo con delicadeza y luego tanteó su cabeza con una mano. Cuando la retiró, notó que tenía los dedos llenos de sangre.

Bram la había apartado justo a tiempo. Era ella la que debería estar allí, con la cabeza ensangrentada.

– ¡Socorro! -gritó-. ¿Puede oírme alguien? -tras aguardar un momento sin oír respuesta, miró a Bram-. Escúchame, Bram… No estoy dispuesta a permitir que le mueras aquí, ¿me oyes? No pienso permitirlo. Te daré lo que quieras… -trató de encontrarle el pulso en el cuello. Tal vez no lo estaba haciendo bien. Una cosa era hacerlo durante las lecciones de primeros auxilios otra allí…

Calma. Debía mantener la calma. Pero lo único que quería hacer era zarandearlo para que despertara.

No. Allí estaba. El pulso, fuerte y claro. Pero ¿por cae no despertaba de una vez?

– Maldita sea, Bram. ¡Despierta! -lo aferró por la camisa con ambas manos-. Puedes quedártelo…, ¿me oyes? Todo. Al menos mi parte de la empresa. India lo comprenderá o no, pero me da lo mismo -alzó la voz, desesperada-. ¡Escúchame! Querías enterarte de mis secretos, ¿no? Pues te voy a decir uno: India piensa quitar el apellido Farraday de los grandes almacenes y dejar sólo el de Claibourne, y tú no querrás que eso suceda, ¿verdad? Te ayudaré a impedir que lo haga, pero tienes que regresar conmigo.

Bram gimió y Flora volvió a apoyar la cabeza en su pecho. Respiraba y su corazón latía.

– Simplemente dime lo que quieres, amor mío. Haré lo que sea para recuperarte, te daré lo que sea… incluso un hijo con el que puedas quedarte para siempre…

De pronto, Bram empezó a toser.

– Estoy aquí -dijo, y volvió a gemir-. ¿Se puede saber qué tiene que hacer uno por estos lares para recibir el beso de la vida?

– ¡Bram! -emocionada, Flora se arrojó sobre él para abrazarlo y Bram gritó-. ¿Qué pasa? ¿Qué te duele?

Él pensó un momento antes de contestar.

– Me duele todo el cuerpo. ¿Qué ha pasado?

– Creo que ha habido un terremoto… -Flora empezó a toser a causa del polvo-. Y como eres todo un caballero has decidido ser un héroe en lugar de permitir que la naturaleza borrara del mapa a la oposición.

– Eso no es nada típico en mí.

– Sí, claro. Estate quieto mientras voy a ver si logro que alguien nos oiga.

Bram la sujetó por el brazo.

– No, no te vayas.

– ¿Qué quieres que haga?

– Sólo…

– ¿Qué?

Bram alzó la mano y tocó la corona que, por alguna especie de milagro, seguía sobre la cabeza de Flora.

– Vuelve a decirme cómo puedo conseguirlo todo, princesa…

Decepcionada, Flora tragó saliva. Al parecer, aquello era todo lo que quería Bram.

– De acuerdo. Has ganado.

– ¿Ganado?

– El asalto número dos es para los Farraday. Es un intercambio justo por haberme salvado la vida.

– Flora…

En aquel momento se oyó un ruido de madera al quebrarse cuando alguien trató de abrir la puerta.

– ¡Dense prisa! -exclamó Flora-. Aquí hay un hombre herido -luego se volvió hacia Bram-. ¿Qué querías decirme?

– Cuando has dicho que podía tenerlo todo, sólo he pensado en ti. Y puede que no me esté muriendo, pero ese beso sería muy bienvenido.

Bram durmió el resto del día y toda la noche. Flora no lo abandonó en ningún momento, y cuando sintió que el sueño estaba a punto de vencerla, se tumbó a su lado.

– ¿Flora? -al abrir los ojos, Flora vio a Bram apocado sobre un codo, mirándola.

– Hola -saludó.

– Hola -respondió él-. Dime una cosa, princesa, ¿he muerto y he ido al cielo?

– El médico ha dicho que debía mantenerte vigilado por si sufrías una conmoción.

– Excelente médico. ¿Y cuál es el pronóstico?

– Algunas rozaduras y moretones en el cuero cabelludo. Sobrevivirás. ¿Cómo te sientes?

– Puede que no quieras escuchar la respuesta a esa pregunta.

– Deduzco por tus palabras que no te duele precisamente la cabeza -dijo Flora, y se levantó.

– ¿Adónde vas? -protestó Bram-. Necesito una enfermera constantemente a mi lado.

– ¿No quieres comer y beber algo?

– Lo único que quiero lo tengo aquí mismo.

– Pero…

– Dijiste «cualquier cosa». Cualquier cosa que quisiera -Bram giró hasta quedar de espaldas sobre la cama y sonrió-. Puedes empezar por un baño de cama.

– Olvídalo. No tienes ningún problema que te impida utilizar la ducha.

– He recibido un golpe en la cabeza. A lo mejor me mareo…

– En ese caso, supongo que tendré que quedarme contigo para asegurarme de que no te pase nada.

– Flora… -Bram alargó una mano para tomar la de ella-. No tienes por qué hacerlo. No me debes nada.

– Te debo mi vida.

– No hay deudas en esta relación. Cuando todo esto haya acabado, y pase lo que pase con la empresa, quiero que seamos socios. En todo el sentido de la palabra.

– Escuchaste todo lo que dije, ¿verdad? -dijo Flora-. No estabas inconsciente.

– Sólo estaba aturdido -reconoció Bram-. Momentáneamente. Pero tienes razón: lo oí todo. Al menos lo suficiente.

– ¿Y por qué no me hiciste callar?

– Si yo te estuviera abriendo mi corazón, ¿habrías querido detenerme? -al ver que Flora negaba con la cabeza, Bram continuó-. Dijiste que renunciarías a la empresa si me recuperaba, pero yo no quiero que hagas eso. Soy abogado y no podría sustituirte; nunca podría sentir el entusiasmo que sientes tú por lo que haces.

– Es extraño, pero hace una semana no sabía con certeza lo que la tienda significaba para mí. Pensaba que no me importaba, pero tú me has hecho abrir los ojos.

– Y sin embargo, ¿estarías dispuesta a renunciar a ella por mí?

– Sí. Renunciaría a ella por ti. Te daría cualquier cosa…

– Lo sé. Lo oí. Pero lo único que quiero eres tú. En cuanto a los grandes almacenes…, ¿por qué no dejamos que India y Jordan lo resuelvan entre ellos? -Bram sacó las piernas de la cama y se levantó-. Tenemos cosas más importantes que hacer.

– ¿Como qué? -susurró Flora.

– Primero tomaremos esa ducha. Luego empezaremos por «cualquier cosa»…

A pesar de sus bravatas, Flora estaba temblando cuando entró en la ducha con Bram. Aquello era nuevo para ella. Una sociedad de iguales. Algo que nunca habría esperado, que nunca habría creído posible.

– ¿Quieres que te lave? -susurró mientras el agua caía sobre ellos.

Sin decir nada, Bram le alcanzó una esponja con gel. Con la boca seca, Flora empezó a frotarle el cuello con delicadeza y besó cada moretón producido por los escombros que deberían haber caído sobre ella. Luego él tomó la esponja e hizo lo mismo con ella, y ni siquiera se detuvo cuando los pezones de Flora lo retaron y su piel resplandeció con evidente deseo.

Cuando su propia excitación se hizo evidente.

– Bram -susurró ella, pero el siguió tomándose su tiempo.

– No hay prisa, princesa mía. Tenemos todo el tiempo del mundo. El resto de nuestras vidas.

– ¿Tiempo para algo especial?

– Tiempo para todo lo que siempre has querido.

Flora cerró el agua, tomó una toalla, envolvió con ella a Bram y lo condujo de vuelta a la cama.

– Quédate ahí sentado, cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga.

– Flora…

– Chist -insistió ella, y Bram obedeció. Su recompensa fue la delicada caricia de los labios de Flora sobre los suyos, el suave roce de los pechos de ella contra su piel-. Prométeme que vas a mantenerlos cerrados.

– Lo prometo.

Bram oyó que Flora se alejaba. Al cabo de un momento oyó un tintineo y el sonido del sillón de mimbre que había en la habitación cuando ella se sentó.

– Ya puedes abrirlos.

La diadema estaba sobre la cabeza de Flora. Su pelo caía suelto y ligeramente ondulado sobre sus pechos desnudos. Entre estos había un medallón de jade y de su cuello colgaba un magnífico collar de perlas.

Sus brazos estaban rodeados de oro y llevaba pulseras en los tobillos.

Cuando por fin pudo hablar, Bram dijo:

– Prométeme que la policía de Saraminda no está a punto de entrar aquí a detenerte.

– Son copias, Bram. Tipi había encargado unas copias para mostrarlas en la tumba cuando se abra al público. Voy a llevarlas a Londres para exponerlas en la tienda.

– ¿No vas a usarlas?

– No. Éste es un espectáculo privado. Sólo para ti.

– Tenía razón. Eres mi princesa -dijo Bram con voz ronca-. Mi reina.

Y él se sintió como un rey cuando la tomó de las manos y la atrajo hacia sí para besarla.

Las mariposas del los jardines botánicos de Saraminda parecieron acercarse con curiosidad a Flora Claibourne y Bram Gifford mientras estos pronunciaban sus votos matrimoniales, tranquilamente y sin alharacas.

– Tenías razón respecto a tu indumentaria -dijo Bram mientras brindaban con champán tras cortar la tarta preparada por la esposa de Tipi Myan.

Flora había elegido el azul y la plata para vestirse. Su chaqueta y sus pantalones, confeccionados en la más fina seda de aquellas tierras, iban a juego con el azul oscuro de los dedos de sus manos y de sus pies. Llevaba unas sandalias de tacón alto. Los pendientes, hechos por un artesano local, eran sus nombres enlazados y escritos en la lengua de Saraminda.

– Va a ser todo un éxito.

– Sólo hay un problema. ¿Cómo vamos a decirles a Jordan y a India que nos hemos… fusionado? -dijo Flora.

– No te preocupes.

– ¿No?

– No ¿Por qué molestarlos? Ambos tienen cosas…más importantes en las que pensar.

Intercambiaron una mirada de complicidad.

– Eso es cierto.

– Jordan empezará a supervisar el trabajo de India dentro de un par de días. Y para cuando regresemos de nuestra luna de miel todo habrá acabado.

– ¿Nos vamos de luna de miel? Tengo la sensación de que ya llevamos semanas de luna de miel. Desde luego, pienso recomendar este destino a nuestro departamento de viajes.

– ¿Luna de miel? Esto no ha sido una luna de miel, cariño. Te he estado supervisando muy atentamente. Esto ha sido trabajo.

Flora rió.

– No sabía cuánto me gustaba ser directora de Claibourne & Farraday. Si Jordan gana, no me hará ninguna gracia tener que renunciar.

– En ese caso, tienes mi palabra de que no tendrás que hacerlo. Ahora eres una Farraday…, además de una Claibourne. Mi apellido y mi puesto en la junta son mi regalo de boda para ti.

– Ése es un regalo de boda extraordinario.

– Tú si que eres una mujer extraordinaria. Te aseguro que te los regalo de todo corazón -Bram se interrumpió para besar a Flora en los labios-. Hasta que la muerte nos separe.

Liz Fielding

***