En el invierno de 1812, en plena guerra de los españoles contra el invasor napoleónico, dos regimientos alemanes que combaten al lado de los franceses son aniquilados en extrañas circunstancias, aparentemente por uno de sus propios miembros. Sólo el lugarteniente von Jochberg sobrevive a la masacre y en sus memorias trata de esclarecer el misterioso suceso.

Una espléndida novela fantástica, en la que se entremezclan el amor, la guerra y los celos, escrita con el inimitable e inquietante estilo de Leo Perutz, que narra la historia de dos regimientos alemanes que, empujados por el espectro del Marqués de Bolívar, precipitan su propia perdición.

Leo Perutz

El Marques De Bolibar

Título original: Der Marques de Bolibar

Traducción de Elvira Mantilla y Annie Reney

Prólogo

Poco tiempo antes del estallido de la guerra franco-prusiana moría en Dillenburg, una pequeña ciudad del antiguo ducado de Nassau, el terrateniente Eduard von Jochberg. Era un anciano señor lleno de manías y de una parquedad de palabras rayana en lo patológico. La mayor parte del año la pasaba en sus tierras. Sólo en los últimos años de su vida los crecientes achaques de la edad lo habían forzado a trasladar su residencia habitual a la ciudad.

Ninguna de las pocas personas con las que Herr von Jochberg tenía trato íntimo -pues a quienes más frecuentaba era a sus perros de caza y a sus caballos- tenía conocimiento de que Herr von Jochberg era un antiguo militar que en su juventud había intervenido en algunas de las campañas de Napoleón I. Nadie le había oído jamás hablar de experiencias de aquella etapa de su vida, ni siquiera hacer referencia a ellas. Tanto más sorprendidos se vieron, pues, cuantos le habían conocido, cuando entre sus pertenencias se halló, cuidadosamente ordenado, atado y sellado, un legajo de escritos que tras una primera observación se revelaron como las memorias del teniente Jochberg durante la campaña española de Napoleón I.

Grande fue la sensación que ese inesperado hallazgo causó en toda la provincia de Nassau y en el colindante gran ducado de Hessen. Los periódicos locales publicaron informaciones sobre el caso y extractos a toda plana de las memorias de Herr von Jochberg; prestigiosos eruditos examinaron el documento; y los herederos del difunto -su sobrino Wilhelm von Jochberg, profesor auxiliar en Bonn, y Fräulein von Hartung, una dama de cierta edad que vivía en Aquisgrán- se vieron desbordados por las ofertas de los editores; en una palabra, las memorias de Herr von Jochberg se convirtieron en el tema del día, y ni siquiera la guerra que estallaría poco después consiguió relegarlas por completo a un segundo plano en el interés popular.

Y todo ello porque aquellas memorias versaban sobre un capítulo oscuro y hasta entonces nunca esclarecido de la historia bélica nacional: la aniquilación de los dos regimientos locales Nassau y Príncipe de Hessen por las guerrillas españolas.

La bibliografía general sobre el tema nos suministra pocos datos acerca de ese episodio de la campaña española. August Scherbruch, capitán del gran ducado de Hessen y renombrado historiador de las guerras napoleónicas, no dedica a la llamada «Tragedia de La Bisbal» más que dos líneas y media de su obra en seis tomos La guerra en la península Ibérica, de 1807 a 1813, editada por Langermann en Halle. El Dr. Hermann Schwartze, profesor de Historia en el instituto de bachillerato de Darmstadt, quien publicó un trabajo sumamente esmerado sobre la participación de tropas de Hessen en las campañas de Napoleón I, no hace, asombrosamente, la menor alusión al hecho de la aniquilación total de dos regimientos de la Liga de Renania. Tampoco se hace mención de él en las obras menos detalladas de F. Krause, H. Leistikow y Fischer-Tübingen, y sólo un estudio crítico anónimo, probablemente obra de un oficial licenciado de Baden: Las tropas de la Liga de Renania en España. Una aportación sobre la estrategia del despropósito (ediciones de la Librería Taube, Karlsruhe 1826) habla detalladamente acerca de la «Tragedia de La Bisbal», sin aportar, sin embargo, nuevos datos de importancia. Tan sólo se menciona el nombre del comandante de ambos regimientos, con quien nos encontraremos en las memorias del teniente Jochberg: se llamaba coronel von Leslie.

Los informes del bando opuesto son, naturalmente, algo más extensos. De entre los trabajos más importantes a los que he tenido acceso mencionaré aquí el de don Silvio Gaeta, coronel del estado mayor español, que llega a la conclusión de que la derrota de las tropas de la Liga de Renania en La Bisbal representa, en la historia de aquella campaña, se mire como se mire, un punto de inflexión de decisiva importancia para las posteriores operaciones del general Cuesta. Simón Ventura, boticario de profesión, quien, además de una Vida de Santa María de Pacis, un Manual del buscador de hongos y una tragedia, La fiesta de los tulipanes, algo pomposa para el gusto de hoy, escribió también una historia de su ciudad natal, La Bisbal, se muestra en conjunto bien informado acerca del curso de los acontecimientos en su faceta puramente externa. También Pedro de Orozco menciona la caída de los dos regimientos en el libro que tengo a la vista, Los jefes de las guerrillas en las Asturias, hoy bastante raro; con todo, su relato está plagado de errores y omisiones evidentes.

Pero en conjunto estas y otras obras históricas españolas no aportan prácticamente nada al esclarecimiento de un hecho tan asombroso como es la desaparición, sin dejar rastro, de los dos regimientos alemanes. Tan sólo los escritos dejados por el teniente Jochberg nos proporcionan datos decisivos sobre los extraños sucesos que acabarían dando lugar a la tragedia de La Bisbal.

Si la versión del teniente Jochberg es correcta, la aniquilación del regimiento «Nassau» -a todas luces un caso único en la historia de las guerras de todos los tiempos- fue provocada por su propia oficialidad con plena conciencia y de un modo casi planificado. Resulta difícil creer eso, por más que en nuestra época sea usual recurrir a explicaciones de orden místico y oculto y a conceptos tales como la psicosis suicida y la transmisión de la voluntad por sugestión. La historiografía académica considerará con escepticismo el valor de las memorias del teniente Jochberg. Calificará su relato -y yo sería el último en tomarlo a mal- de excesivamente novelesco. Al fin y al cabo, ¿qué facultades críticas puede reconocer la ciencia a un nombre que está convencido de haber encontrado en España al Judío Errante?

Las memorias del teniente Jochberg han sido reducidas aquí aproximadamente a dos terceras partes de su contenido originario. Una gran parte, no relacionada directamente con el asunto, como un relato de la lucha por Talavera y Torre Vedras, una descripción del llamado «baile de bastones» de La Bisbal, diversos excursos y diálogos de contenido político, filosófico y filológico, una valoración crítica de los cuadros pertenecientes al tesoro artístico de la alcaldía de La Bisbal, los ambages usados para hacer constar el parentesco entre las familias de Jochberg y el capitán Schenk, conde zu Castel-Borckenstein: todo eso ha caído víctima del lápiz del adaptador. Puede ser que de esa forma se hurte al lector más de un valioso dato histórico sobre la época, pero lo cierto es que con ello el relato en sí gana en efecto y en energía interna.

Y ahora dejemos que el teniente Jochberg nos cuente las extrañas cosas que vivió en el invierno de 1812 en la villa montañesa asturiana de La Bisbal.

El paseo matutino

Hacia las ocho de la mañana divisamos por fin las dos torres blancas de la iglesia de la villa de La Bisbal. Estábamos calados hasta los huesos, yo y mis quince dragones y el capitán Eglofstein, el adjunto al regimiento, que había venido con nosotros para encargarse de los asuntos a tratar con el alcalde.

El día anterior, nuestro regimiento había tenido un violento enfrentamiento con la guerrilla y su caudillo Saracho, a quien nuestros hombres, no sé por qué motivo, llamaban «el Tonel»; quizá fuera debido a su figura rechoncha. Hacia el atardecer habíamos logrado dispersar a los rebeldes; los habíamos perseguido hasta el interior de sus bosques y habíamos estado a punto de prender al propio Tonel, el cual, a causa de su gota, caminaba con lentitud.

A continuación habíamos hecho el vivac en campo abierto, para disgusto de nuestros dragones, que maldecían por no hallar, después de un día semejante, siquiera un puñado de paja seca para dormir. Bromeando, les prometí a cada uno de ellos un lecho de plumas con cortinajes de seda tan pronto como llegáramos a La Bisbal, y se dieron por satisfechos.

Yo mismo pasé una parte de la noche con Eglofstein y Donop en los aposentos del coronel. Para alegrarle el ánimo, bebimos ponche caliente y jugamos al faraón. Pero no conseguimos hacer que dejara de hablar de su difunta esposa. Al final tuvimos que abandonar las cartas para escucharlo, y nuestro trabajo nos costó no ponernos en evidencia, pues no había oficial en todo el regimiento de Nassau que no hubiera tenido por amante durante algún tiempo a la hermosa Françoise-Marie.

A las cinco de la mañana me puse en marcha con Eglofstein y mis dragones. «Prenez garde des guerrillas!», exclamó a mis espaldas el coronel, mientras me alejaba a caballo. Aquel servicio era de los llamados de fatigue, pero qué remedio me quedaba, siendo como era el más joven de los oficiales del regimiento.

El camino estaba libre y los insurgentes no nos hostigaron. En la calzada yacían unas cuantas mulas reventadas. Pero antes de la aldea de Figueras encontramos a dos españoles muertos, que se habían arrastrado agonizantes hasta allí; uno de ellos era un guerrillero de la banda de Saracho, y el otro llevaba el uniforme del regimiento de Numancia; sin duda habían confiado en alcanzar la aldea al amparo de la oscuridad, pero la muerte les había cerrado el paso.

Encontramos Figueras totalmente abandonada por sus habitantes; los campesinos se habían refugiado en las montañas con sus rebaños. Sólo en el mesón, al otro extremo de la aldea, había tres o cuatro españoles, de los llamados «dispersos», soldados errantes del Tonel, que se dieron de inmediato a la fuga cuando nos acercamos. Llegados al lindero del bosque, aullaron hacia nosotros, como posesos, su «¡Muerte a los franceses!», pero ninguno de ellos abrió fuego. Uno de mis dragones, el cabo Thiele, les gritó: «Por los siglos de los siglos, amén, ¡so mastuerzos!», creyendo, Dios sabrá por qué, que «muerte a los franceses» significaba «Loado sea nuestro señor Jesucristo».

Al llegar a las puertas de La Bisbal, encontramos al alcalde, que nos aguardaba allí en compañía del consistorio en pleno y algunos otros ciudadanos. En cuanto desmontamos, se aproximó a nosotros y nos dio la bienvenida con las palabras usuales en tales circunstancias. La ciudad, nos dijo, se hallaba predispuesta en favor de los franceses, pues los guerrilleros del caudillo Saracho habían causado muchos daños a los ciudadanos, extorsionándolos y robando su ganado a los campesinos. La única excepción eran unos pocos elementos hostiles que se habían aposentado en la ciudad. Y nos rogó que tratáramos a la ciudad con miramiento, pues él y sus convecinos estaban ansiosos de hacer todo lo que estuviese en sus manos para ayudar a los valientes soldados del gran Napoleón.

Eglofstein replicó con pocas palabras que él no podía prometer nada, pues el trato que había de recibir la ciudad dependía única y exclusivamente de las disposiciones del coronel. A continuación se dirigió a la casa consistorial, en compañía del alcalde y el secretario, para extender los pases de pernocta. Los ciudadanos, que habían asistido a la entrevista mudos y atemorizados y con los sombreros en las manos, se desperdigaron, apresurándose a regresar a sus casas y junto a sus mujeres.

Yo, por mi parte, dispuse a varios de mis hombres en la puerta de la ciudad y luego entré en una posada situada extramuros, al borde de la carretera, para esperar la llegada del regimiento ante una taza de chocolate caliente que el posadero se ofreció de inmediato a servirme.

Tras el desayuno salí al huerto, pues el aire de la angosta sala de la posada, que apestaba a pescado frito, me producía malestar. El huerto, en el que el posadero, sin el menor sentido del orden, había plantado cebollas, ajos, calabazas y habas, no era grande ni estaba bien cuidado, pero el olor de la tierra mojada por la lluvia me hizo bien. El huerto lindaba con un gran jardín en el que se alzaban higueras, olmos y nogales; un estrecho sendero, orillado de tejos, conducía, por entre parterres de césped, a un estanque, y al fondo se alzaba una casa de campo blanca, cuyos techos de pizarra mojados por la lluvia ya me habían llamado la atención desde la carretera.

Tras mis pasos salió al jardín, desde la posada, el cabo a mi servicio, que se me acercó irritado hasta la exasperación y echando pestes:

– ¡Mi teniente! -exclamó-. Por la mañana, sopa de harina barata, al mediodía sopa y por la noche pan con ajos. Ese es nuestro rancho desde hace semanas. Cuando alguno de nosotros, por la carretera, requisaba unos cuantos huevos a un campesino, le caía un consejo de guerra. Pero usted nos prometió que en La Bisbal tendríamos la mesa preparada, el mejor vino puesto a enfriar en el pozo y en cada escudilla un suculento pedazo de tocino. Y sin embargo…

– ¿Qué? ¿Qué os ha puesto el posadero?

– ¡Arenques de los peores, a cuatro cuartos la docena, y además podridos! -gritó el cabo, enseñándome en la palma de la mano una pescadilla de las que los campesinos españoles suelen conservar en tinajas llenas de vinagre.

– ¡Pero Thiele! -le dije bromeando-. Está escrito en la Biblia: «Todo lo que vive y se mueve os servirá de alimento». Entonces, ¿por qué no ese pescado?

El cabo quiso replicarme enojado, pero en aquel momento no se le ocurrió ninguna respuesta apropiada a mi cita bíblica. Y un instante después se llevó el dedo a los labios, aún abiertos, y me cogió de la muñeca. Había visto algo que hizo desaparecer inmediatamente su irritación.

– ¡Mi teniente! -dijo en voz baja-. Ahí hay uno escondido.

De inmediato me tiré al suelo y me acerqué a gatas y sin hacer ruido a la verja del jardín.

– Un guerrillero -susurró a mi lado el cabo-. Allí, entre los matorrales.

Ciertamente, en ese momento vi, apenas a diez pasos de distancia, a un individuo agazapado entre las matas de laurel. No llevaba sable ni trabuco, y si iba armado, debía de llevar el arma oculta entre sus ropas.

– Ahí hay otro. Y ahí también. ¡Y ahí, y ahí! Mi teniente, son más de una docena. ¿Qué se traerán entre manos?

Tras los troncos de los olmos y los nogales, entre los tejos, entre los arbustos y sobre el césped, por todas partes vi hombres tumbados o agachados. Ninguno de ellos parecía haber notado aún nuestra presencia.

– Corro a la casa a dar la voz de alarma a los demás. Esto debe de ser una guarida o quizás el cuartel general de los guerrilleros. Seguro que el Tonel no anda muy lejos -susurró el cabo.

Y en ese instante salió por la puerta de la casa de campo un hombre alto y anciano, cubierto con un abrigo oscuro con vueltas de terciopelo, que, caminando lentamente, con la cabeza gacha, bajó los peldaños de la escalera.

– Apostaría que van a por él -dije en voz baja, sacando mi pistola.

– ¡Esos bandidos van a asesinarlo! -masculló el cabo.

– ¡Cuando salte la verja, te vienes detrás de mí y caemos los dos en medio de ellos! -ordené, pero inmediatamente uno de los hombres salió de detrás de un montón de grava y se lanzó a toda prisa hacia la espalda del anciano.

Levanté la pistola y apunté, pero un instante después la dejé caer, pues íbamos a ser testigos de uno de los espectáculos más singulares que he visto en mi vida. Mi madre tiene un hermano que es médico en un manicomio de Kissingen; y de niño yo iba de vez en cuando a visitarlo. Y, a fuer de sincero, en aquel momento me sentí trasladado al jardín de aquel manicomio. Pues el hombre se quedó parado tras el anciano, a un paso de distancia, se quitó el sombrero y exclamó a voz en grito:

– ¡Señor marqués de Bolibar! ¡Os deseo muy buenos días, excelencia!

Y en el mismo instante salió de detrás de una estatua de piedra arenisca un individuo alto y calvo vestido de arriero que también se dirigió, con torpes pasos de baile, hacia el anciano, e, inclinándose, graznó:

– Mis respetos, señor marqués. Viva vuestra excelencia mil años.

Pero lo más extravagante de todo era que el anciano seguía su camino, conduciéndose como si no hubiese visto ni oído a ninguno de los dos. Entretanto, se había acercado a donde yo estaba y pude ver su rostro, que me pareció sobremanera rígido e inalterable. Su cabello era totalmente blanco, y la frente y las mejillas, pálidas. Tenía los ojos fijos en el suelo; nunca olvidaré sus rasgos intrépidos y terribles.

A medida que seguía caminando, los hombres, uno tras otro, iban saliendo de sus escondrijos; como en una farsa de marionetas, se asomaban por todas partes, de entre los arbustos, de detrás de los árboles, de debajo de los bancos del jardín, se descolgaban de los árboles, se cruzaban en su camino y le gritaban:

– ¡Vuestro humilde servidor, señor marqués de Bolibar!

– Muy buenos días, señor marqués, ¿cómo está la salud de vuecencia?

– Ilustrísimo señor, mis respetos y homenajes.

Pero el marqués continuaba en silencio su marcha, sin hacer nada para alejar a los incómodos lacayos que le saludaban, arremolinándose a su alrededor como las moscas en torno a una escudilla de miel; su rostro permanecía inalterable, como si todo aquel griterío y todos aquellos saludos no fueran dirigidos a él, sino a otra persona a quien no veía.

El cabo y yo nos quedamos pasmados, observando con la boca abierta aquella extraña comedia. Mientras tanto, de una glorieta salió precipitadamente un hombre bajo y desgreñado, que con breves pasos de maestro de baile se apresuró también hacia el anciano, se quedó parado, escarbó vehementemente con los pies, como una gallina en un montón de estiércol, y exclamó en mal francés:

– ¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar! ¡Me alegro de veros!

Pero tampoco a éste, que se conducía como si fuese su mejor amigo, se dignó mirarlo el marqués. Ensimismado y como sumido en profundos pensamientos, el anciano se encaminó hacia su casa de campo, ascendió por la escalera y desapareció en la oscuridad de la puerta, en silencio, como había salido.

Nos levantamos del suelo y observamos a los lacayos, que cogidos del brazo, fumando y charlando en pequeños grupos, entraron en la casa en pos de su amo.

– ¡Vaya! -le dije al cabo-, ¿qué demonios significará todo eso?

Se quedó pensativo un instante.

– Estos aristócratas españoles -dijo por fin- son todos gente solemne y taciturna. Es su manera de ser.

– Ese marqués de Bolibar debe de estar loco de remate, y su gente lo trata como a tal, divirtiéndose a su costa. Ven, vamos otra vez a la posada. El posadero nos sabrá explicar por qué el jardinero, el cochero, los mozos de establo y los lacayos se han dedicado a saludar solemnemente al marqués de Bolibar, sin que él lo agradezca en lo más mínimo.

– Será que estaban celebrando su onomástica -dijo el cabo-. Pero bueno, mi teniente, si queréis entrar en la posada, hacedlo solo; yo me quedo fuera, no quiero volver a ese nido de ratas. El mantel que tienen parece la bandera de nuestro regimiento después del ataque a Talavera, y hay tanto estiércol en el suelo, que se podría abonar con él todos los campos de España desde Pamplona hasta Málaga.

El cabo se quedó en la puerta y yo me dirigí al propietario de la posada, a quien encontré ocupado en freír en aceite pedacitos de pan. La posadera estaba en el suelo, soplando el fuego con la ayuda de un viejo cañón de trabuco que utilizaba a falta de fuelle.

– ¿De quién es esa quinta de ahí afuera? -pregunté.

– Es de un hombre ilustre-respondió el posadero sin abandonar su tarea-. El hombre más rico de toda la provincia.

– Ya me imagino que la casa no fue construida para gansos y cabras -dije-. ¿Cómo se llama el propietario?

El posadero me miró lleno de recelo.

– Su excelencia el muy noble señor marqués de Bolibar -dijo por fin.

– Marqués de Bolibar -repetí-. Un señor muy soberbio, ¿verdad? Y muy orgulloso de su alcurnia.

– ¿Pero qué decís? Es un caballero muy campecha no y benévolo, a pesar de su ilustre abolengo. Un cristiano piadoso de verdad, y nada orgulloso; por la calle responde tan amablemente al saludo de un aguador como al del reverendo señor cura.

– Entonces -dije yo- no debe de estar muy bien de la cabeza. Según he oído decir, los pilludos le corren detrás, mofándose de él y llamándole por su nombre para burlarse.

– ¡Caballero! -dijo el posadero con una expresión de asombro y susto en la cara-. ¿Quién ha podido contaros semejante mentira? No hay en toda la provincia hombre más sensato que él, permitidme que os lo diga. Los campesinos de todos los pueblos de los alrededores peregrinan a él cuando se encuentran en apuros a causa del ganado o las mujeres o esos impuestos tan fuertes.

Las palabras del posadero no casaban bien con la escena de la que yo había sido testigo en el jardín. Y me volvió a los ojos la imagen de aquel hombre que caminaba mudo y con el semblante inalterable por entre un tropel de lacayos ruidosos y charlatanes, sin ser capaz de ponerlos en fuga. Estaba pensando si debía explicarle al posadero lo que había visto en el jardín, cuando de pronto me llegó a los oídos el son estridente de las trompetas y el chacoloteo de los cascos de los caballos. Oí luego la voz del coronel y me apresuré a salir al camino.

Mi regimiento estaba allí. Los granaderos, sucios y cubiertos por el sudor de varias horas de marcha, habían roto las filas y estaban sentados a uno y otro lado del camino. Los oficiales desmontaron y llamaron a sus asistentes. Me dirigí al coronel y le di el parte.

El coronel prestó escasa atención a mis palabras. Estaba contemplando el lugar, pensando cómo podría mejorar la fortificación, construyendo en su mente terraplenes, bastiones, polvorines y baluartes para la defensa de la ciudad.

El capitán Brockendorf se hallaba con otros oficiales junto a la carreta de bueyes que transportaba los petates de la oficialidad. Me puse a su lado y le narré el extraño paseo matutino del marqués de Bolibar. Me escuchó sacudiendo la cabeza y con cara de incredulidad. Pero el teniente Günther, que estaba junto a él, sentado en una tina vacía, dijo:

– Entre esos aristócratas españoles se encuentran a veces tipos de lo más extravagante. No se hartan de oír sus sonoros nombres, tan largos que sería menester tres santos rosarios para recitarlos enteros. Les hace ilusión pasarse el día oyendo la lista completa de sus títulos de boca de sus lacayos. Cuando estuve en Salamanca, alojado en casa de un tal conde de Veyra…

Y empezó a contar una historia de la que había sido testigo en casa de un aristócrata español orgulloso de su alcurnia. Pero el teniente Donop le interrumpió:

– ¿Bolibar? ¿Has dicho Bolibar? Pero si nuestro pobre Marquesito se llamaba también Bolibar…

– Es cierto, así es -exclamó Brockendorf-. Y una vez me contó que su familia tenía posesiones en las cercanías de La Bisbal.

En nuestro regimiento había servido en calidad de voluntario un joven español de noble estirpe, uno de los pocos hombres de su nación que, inflamados por las ideas de la libertad y la justicia, habían hecho suya la causa de Francia y el Emperador. Había roto con su familia, y sólo había confiado su nombre auténtico y su origen a dos o tres de sus camaradas. Pero los campesinos españoles le llamaban «el Marquesito» -pues era de pequeña estatura y de figura delicada-, y nosotros también le nombrábamos así. La noche anterior había caído en combate contra los guerrilleros, y le habíamos dado sepultura en el cementerio de la aldea de Bascara.

– No hay duda -dijo Donop-. Su marqués de Bolibar, Jochberg, es un pariente de nuestro Marquesito. Es nuestro deber participar al anciano, con toda consideración y prudencia, de la muerte de nuestro valiente camarada. Usted, Jochberg, que ya conoce al señor marqués, ¿querría hacerse cargo de ello?

Saludé y, en compañía de uno de mis hombres, me dirigí a la quinta del aristócrata, mientras preparaba las palabras con las que habría de llevar a cabo decorosamente mi difícil e ingrato cometido.

Entre la casa y la calle había un muro, pero estaba de tal modo deteriorado, que por cualquier parte se podía pasar al otro lado sin dificultad. Cuando me acerqué al edificio, me recibió un tumulto de voces que gritaban, se lamentaban y reñían. Llamé a la puerta.

De inmediato cesó el alboroto, y una voz preguntó:

– ¿Quién va?

– Gente de paz -respondí.

– ¿Qué gente?

– Un oficial alemán.

– ¡Ave María Purísima! No es él -exclamó una voz lastimera. La puerta se abrió y entré.

Me encontré en un vestíbulo y vi a los lacayos, los cocheros, los jardineros y el resto de la servidumbre corriendo de un lado para otro en el mayor desconcierto y turbación. El individuo bajo y desgreñado que hacía un rato se había dirigido al marqués en el jardín con las palabras «¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar!», estaba allí también, y se me acercó con sus breves pasos de maestro de baile. Su rostro estaba rojo como un tomate por el acaloramiento y se me presentó como el mayordomo y administrador de su excelencia el señor marqués.

– Deseo hablar personalmente con el señor marqués -dije.

El mayordomo boqueó para tomar aire y se llevó las manos a las sienes.

– ¿Con el señor marqués? -gimió-. ¡Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso!

Me miró fijamente por espacio de unos instantes y me dijo:

– Señor teniente, o señor capitán, o lo que seáis: su excelencia el señor marqués no está en casa.

– ¡Cómo! ¿No está en casa? -exclamé en tono severo-. Hace media hora lo vi con mis propios ojos en el jardín.

– Hace media hora, sí. Pero ahora ha desaparecido -y, dirigiéndose a un hombre que pasaba en aquel momento por el vestíbulo, le gritó-: ¡Pascual! ¿Vienes del establo? ¿Falta algún caballo?

– No, señor Fabricio. Están todos.

– ¿Los caballos de montar también? ¿El blanco Capitán y el bayo San Miguel? Y la yegua Hermosa, ¿está en el establo?

– Están todos -replicó el mozo de establo-. No falta ninguno.

– Entonces, que Dios, la Virgen y todos los santos nos ayuden. A nuestro señor le ha ocurrido un accidente, ha desaparecido.

– ¿Cuándo ha visto usted al señor marqués por última vez? -pregunté.

– Hace media hora, en su dormitorio; estaba de pie, mirándose en un espejo. Y me ha ordenado que entrase a cada momento en la habitación y le preguntase a su excelencia por su salud. Me ha hecho preguntarle: «¿Cómo ha pasado la noche su excelencia el señor marqués?», o, como si yo fuera uno de sus amigos de Madrid: «¡Dios te guarde, Bolibar! ¿Qué haces tú por aquí?». Me lo ha hecho repetir varias veces, y mientras tanto él estaba de pie delante del espejo, contemplando su imagen.

– ¿Y esta mañana en el jardín?

– El señor marqués ha estado muy extraño toda la mañana. Nos ha hecho escondernos entre los matorrales y gritarle su propio nombre al oído. Sólo Dios sabe qué es lo que se proponía nuestro señor con esto, pues nunca hace nada sin intención ni objeto.

Mientras tanto, el jardinero, con su aprendiz, se plantó delante de la puerta. De inmediato, el mayordomo me abandonó y se fue hacia ellos.

– ¿Qué estáis esperando? ¡A vaciar el estanque, inmediatamente!

Y, dirigiéndose a mí, dijo con un suspiro:

– Quiera Dios que podamos sepultarlo cristianamente y con honor si lo encontramos en el fondo del estanque.

Salí de la casa e informé a mis camaradas de lo que había oído. Mientras comentábamos el asunto pasó por nuestro lado una camilla en la que yacía un oficial herido…

– ¿Bolibar? -gritó de pronto-. ¿Quién ha hablado del marqués de Bolibar?

El oficial llevaba el uniforme de otro regimiento, pero yo le conocía. Era el teniente Rohn, de los cazadores de Hannover, con quien yo había compartido durante dos semanas el alojamiento el verano anterior. Tenía un tiro en el pecho.

– He sido yo -dije-. ¿Qué pasa con el marqués de Bolibar? ¿Lo conoce usted?

Se me quedó mirando angustiado y con gesto de horror. La fiebre causada por la herida ardía en sus ojos.

– ¡Apresadlo sin demora! -gritó con voz ronca-. De lo contrario, os aniquilará a todos.

El Tonel

Dos días después, el teniente von Rohn de los cazadores de Hannover falleció a causa de sus heridas en el convento de Santa Engracia, que habíamos convertido en lazareto a nuestra llegada a La Bisbal. Durante esos dos días, nuestro coronel y el capitán Eglofstein le tomaron reiteradamente declaración acerca de los pormenores de su encuentro con el Tonel y el marqués de Bolibar. Aunque no siempre tenía la cabeza clara, sus revelaciones nos proporcionaron un cuadro satisfactorio de lo que aquella noche -que fue la siguiente a nuestro enfrentamiento con los guerrilleros- habían convenido el Tonel, el marqués de Bolibar y el capitán inglés William O'Callaghan junto a la ermita de San Roque, en los bosques cercanos a Bascara. Su relato nos permitió hacernos una idea exacta del carácter y las facultades del marqués de Bolibar, y de hasta qué punto nos convenía tomar las debidas precauciones contra tan peligroso enemigo de Francia y del Emperador.

El teniente von Rohn, con importantes documentos contables, en concreto las llamadas feuilles d'appel, las listas de efectivos y de registro de los cazadores de Hannover, había sido enviado por el comandante de su regimiento a Forgosa, donde se hallaba el cuartel general del mariscal Soult. La razón era que el subinspector se negaba a pagar. Debido a que la zona que separaba el cuarto cuerpo de ejército del mariscal Soult de la brigada del general d'Hilliers, a la que pertenecían los cazadores de Hannover, se encontraba en poder de los insurgentes, que también tenían ocupada la ciudad de La Bisbal y sus alrededores, el teniente von Rohn se había visto obligado a evitar el cómodo camino real y hacer uso de los senderos forestales que conducían a Forgosa dando un rodeo por la sierra.

A esta altura de su relato, el teniente von Rohn dio rienda suelta a sus amargas quejas contra los contadores del ejército, afirmando que desearía arrancar de sus mullidas poltronas a todos los comisarios de guerra y a los elucubradores, y en general a todos los chupatintas del cuartel general, para hacerlos sentarse sobre las duras piedras del suelo español; de ese modo aprenderían pronto a tratar a las tropas como es debido. En su regimiento escaseaba un día el calzado y al siguiente los cartuchos, y una vez los zapadores habían tenido que emplear cubetas de jardinero en lugar de sus gaviones. A partir de allí perdió por completo el hilo del relato y dio en hablar de la soldada, protestando enérgicamente contra el hecho de que un teniente cobrase en casa veintidós táleros al mes mientras que él, en campaña, sólo recibía dieciocho. «Junot está loco!», gritó a continuación, en el acaloramiento de la fiebre. «¡Cómo es posible que un loco de atar siga mandando un cuerpo de ejército! No digo que no sea valiente; en la batalla le coge el fusil a cualquier soldado raso y pelea como uno más».

En este punto Eglofstein le interrumpió con una pregunta. Inmediatamente el teniente se calmó y volvió al objeto de su relato.

Al caer la tarde de su segundo día de viaje había alcanzado, en compañía de su asistente, los bosques de Bascara. Mientras se abrían paso a través del espeso monte bajo -los caballos, en terreno tan difícil, eran más obstáculo que ventaja-, oyeron tiros de fusil y el alboroto del combate que no lejos de ellos, en el camino real, estábamos manteniendo nosotros y los guerrilleros. De inmediato, Rohn alteró su ruta y se dirigió, ladera arriba, hacia lo más espeso del bosque, donde esperaba hallarse a resguardo. Pocos minutos después, una bala perdida lo alcanzó en la espalda. Cayó al suelo y perdió la conciencia por un breve lapso de tiempo.

Cuando volvió en sí se encontró sobre el lomo de su montura, a la que su asistente lo había atado con unas correas. Pese a que les faltaba poco para alcanzar la cima de la colina, el ruido de la lucha se oía desde mucho más cerca; ahora le era posible distinguir voces aisladas y captaba breves órdenes, maldiciones y el griterío de los heridos.

En un claro situado en lo alto de la colina se hallaba la ermita de San Roque, medio destruida por el fuego. Allí se detuvo el asistente con los caballos, pues el teniente había perdido mucha sangre y parecía ir a morírsele entre las manos. Después de explicarle que si seguían así acabarían cayendo ambos infaliblemente en manos de los españoles, sacó al teniente de encima del caballo y lo introdujo en la ermita. Rohn, que sentía intensos dolores y estaba debilitado por la pérdida de sangre, no se opuso a ello. El asistente lo subió a cuestas por la escalera, lo dejó en el suelo de la ermita, lo envolvió en su capote y lo cubrió con haces de paja. Luego le puso en las manos la cantimplora y dejó a su lado cubriéndolas también con paja dos pistolas cargadas, de manera que al teniente le bastara alargar la mano derecha para alcanzarlas. Hecho esto se alejó con los dos caballos, después de suplicar al teniente que se quedase tranquilo allí tumbado y que no se moviese, que le prometía que permanecería siempre cerca y no lo dejaría en la estacada, pasase lo que pasase.

Entretanto se había hecho oscuro y el tiroteo y el alboroto habían enmudecido. Por un lapso de tiempo todo permaneció tranquilo, y el teniente, creyendo que el peligro había pasado, se disponía a asomar la cabeza por el tragaluz para llamar a su asistente, cuando de repente oyó voces y vio un resplandor de hachones y antorchas que se aproximaban a la ermita.

De inmediato advirtió que eran guerrilleros, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a ocultarse debajo de los haces de paja. A través de los agujeros y rendijas del entablado sobre el que yacía vio cómo los españoles introducían en la ermita a sus heridos. Uno de ellos subió la escalera y arrojó haces de paja a los otros; el teniente contuvo el aliento, pues temía ser descubierto y abatido en el acto.

Pero el español no advirtió la presencia del teniente y bajó por la escalera con su linterna, para ir a vendar a los heridos. Iba del uno al otro con sus instrumentos, pero el teniente jamás había visto médico de campaña que ejerciese su oficio con más mal humor y desgana que aquel cirujano español.

– ¿Qué haces ahí sentado como el judío Job en su montón de estiércol? -le espetó a uno de los heridos. A otro, que entre gemidos afirmaba presentir que pronto estaría en la gloria, le dijo con sarcasmo-: La gloria no está tan al alcance de la mano como tú te piensas, patán. Tú te has creído que para ir al cielo basta con tener un agujero en la barriga.

– ¿Qué tienes para mí en tu botiquín? -oyó el teniente que preguntaba otro herido-. ¿Grasa de mono? ¿Manteca de oso? ¿Heces de cuervo?

– Para ti tengo un padrenuestro y punto -gruñó el médico-. ¡Tienes demasiados agujeros! -Y mientras se inclinaba sobre el siguiente, refunfuñó-: La muerte es una pagana, no respeta los días de guardar. Siempre he dicho que cuando hay una guerra, a los cementerios les salen jorobas.

– ¿No vienes aquí? -gritó un herido desde un rincón.

– ¡Tú te esperas hasta que te toque el turno! -exclamó airado el médico-. Ya te conozco yo a ti. Cada vez que te pica un mosquito quisieras que te pusieran un emplasto. ¡Ojalá la bala hubiera ido a parar al infierno, así no estarías aquí cabreándome!

Entretanto, afuera, delante de la ermita, los guerrilleros habían encendido una hoguera. En dirección al bosque se habían apostado varios centinelas a los que un oficial de ronda iba pidiendo el parte de uno en uno. Los insurgentes, en número de ciento cincuenta o más, estaban tumbados alrededor de la hoguera; muchos de ellos dormían, y algunos fumaban cigarrillos. Llevaban ropas y armas arrebatadas a los franceses. Uno lucía polainas de infantería, otro un largo sable de coracero, el tercero unas pesadas botas de montar alemanas. Cerca de la ermita se alzaba un alcornoque a cuyo tronco había sido fijada una estampa de la Virgen con el Niño; frente a ella había dos españoles arrodillados, rezando. Un oficial inglés, capitán de los fusileros de Northumberland, estaba de pie, apoyado en su sable, mirando al fuego; con su capote escarlata y el blanco penacho de plumas de su morrión causaba entre los andrajosos guerrilleros el efecto de un ducado de oro rodeado de ochavos de cobre. (De acuerdo con la descripción de Rohn, sólo podía tratarse del capitán William O'Callaghan, el cual, según nos constaba, había recibido del general Blake el encargo de poner orden y disciplina entre las bandas de guerrilleros de aquella región.)

Entretanto, el médico de campaña había concluido su tarea dentro de la ermita; salió de ella cojeando y se acercó a la hoguera. Era un hombre bajo y sumamente gordo, vestido con una chupa parda, calzones cortos y medias azules hechas jirones; en el cuello de la chupa, sin embargo, llevaba galones de coronel. Cuando el resplandor del fuego iluminó su rostro, el teniente descubrió que aquel hombre que, dentro de la ermita, había estado vendando a los heridos, y, con la malignidad de una hiena, les había dado tan mezquino consuelo espiritual, no era otro que el Tonel en persona. Llevaba en la cabeza un gorro de terciopelo con bordados de oro; el teniente lo reconoció al instante como el gorro de dormir del mariscal Lefebre, célebre en todo el ejército debido a que por su causa -al caer, junto con parte del equipaje del mariscal, en manos de los insurgentes- habían sido arrestados los ayudantes del enfurecido mariscal, así como todos los oficiales de la escolta.

El Tonel tenía las manos extendidas sobre el fuego para calentárselas. Durante un rato todo permaneció tranquilo; sólo se oían los gemidos de los heridos, las maldiciones de uno de los que dormían y el murmullo de los dos españoles que rezaban arrodillados delante de la imagen.

Contaba el teniente Rohn que en este punto tuvo que luchar contra un gran cansancio, y que, a pesar de la sed que sentía, se habría quedado dormido allí, tan cerca de sus enemigos, si las resonantes voces de los centinelas no lo hubieran despejado de repente. Echó una mirada por el tragaluz y vio entonces al marqués de Bolibar, que en aquel momento pasaba de la oscuridad del bosque al resplandor del fuego.

El teniente Rohn lo describió como un anciano de alta estatura con el pelo y la barba totalmente blancos. La nariz era ligeramente aguileña y sus rasgos tenían algo de fiero y sobrecogedor cuyo origen el teniente Rohn no consiguió esclarecer pese a todos sus esfuerzos.

– ¡Ahí está! -exclamó el Tonel, retirando las manos del fuego-. El señor marqués de Bolibar -añadió, dirigiéndose al oficial inglés-. Os pido mil perdones, señor marqués -dijo, haciendo una desmañada reverencia hasta el suelo-, por haber estorbado vuestro descanso nocturno, pero mañana seguramente ya no me habríais encontrado en estos parajes, y debo poneros al corriente de ciertas noticias de extrema importancia referentes a vuestra familia.

El marqués levantó la vista con un rápido movimiento de la cabeza y miró al Tonel a los ojos. Su rostro había perdido todo color, pero el fuego lanzaba un resplandor rojizo sobre sus mejillas.

– ¿Sois, señor marqués, pariente del teniente general Bolibar, que hace dos años tenía a su mando el segundo cuerpo del ejército español? -preguntó con gran urbanidad el capitán inglés.

– El teniente general es mi hermano -dijo el marqués, sin apartar la vista del Tonel.

– En el ejército inglés sirvió un oficial con vuestro nombre, que en Acre arrebató a los franceses toda su artillería.

– Ese era mi primo -dijo el marqués, manteniendo los ojos clavados en el Tonel; parecía como si esperase por aquel lado un ataque o una embestida a los que debía enfrentarse con firmeza en la mirada.

– La familia del señor marqués ha dado oficiales destacados a muchos ejércitos -dijo entonces el Tonel-. También en las filas francesas ha servido hasta hace poco un sobrino del señor marqués.

El marqués cerró los ojos.

– ¿Ha muerto? -preguntó en voz baja.

– Hizo una gran carrera -dijo el Tonel, riendo-. Llegó a ser teniente con los franceses, a pesar de sus diecisiete años. Yo también tengo un hijo, y me habría gustado hacer de él un soldado, pero es jorobado y sólo sirve para el convento.

– ¿Ha muerto? -preguntó el marqués. Seguía erguido, sin moverse, pero su sombra se estremecía con violentos saltos en el resplandor agitado del fuego, y parecía que no fuera el anciano, sino su sombra la que, llena de temor e incertidumbre, aguardaba el mensaje del Tonel.

– En el ejército francés lucha gente de muchas nacionalidades -dijo el Tonel, encogiéndose de hombros-. Alemanes y holandeses, napolitanos y polacos. ¿Por qué, digo yo, no habría de servir también con los franceses un español?

– ¿Ha muerto? -gritó el marqués.

– ¿Que si ha muerto? ¡¡Sí!! ¡Y ahora está haciendo una carrera con el diablo, a ver quién llega antes a los infiernos! -profirió el Tonel, estallando después en una salvaje carcajada que retumbó escalofriante en los árboles del bosque.

– Yo estuve a su lado cuando su madre lo trajo al mundo -dijo el marqués en voz baja y sofocada-. Yo lo sostuve en la pila del bautismo. Pero desde la cuna fue inconstante como una veleta. Dios lo tenga en su seno.

– ¡El que lo tendrá en su seno será el diablo! -gritó el Tonel, lleno de rabia y sarcasmo.

– ¡Amén! -dijo el capitán inglés, sin que se pudiera saber si daba su amén a la plegaria del marqués o a la maldición del Tonel.

El marqués se acercó al altarcillo y se inclinó hacia el suelo ante la imagen de la Virgen. Los dos españoles que habían estado rezando allí se levantaron para dejarle sitio.

– Yo, por mi parte -dijo el Tonel, dirigiéndose al capitán-, no puedo alardear de parentela aristocrática; mi madre era criada, y mi padre zapatero remendón. Por eso sirvo a mi rey y a la Santa Madre Iglesia, ya que no todo el mundo puede ser noble.

– Tú sabes, Dios mío, que los míseros mortales no podemos vivir sino en el pecado -rezaba el marqués ante la imagen de la Madre celestial.

– Debéis saber, capitán -dijo el Tonel con una carcajada burlona y amarga-, que la flor y nata de nuestra nobleza, el duque del Infantado y el marqués de Villafranca, los dos condes de Orgaz, padre e hijo, y el duque de Alburquerque, se fueron todos a Bayona a rendir pleitesía al rey José.

– ¡No habrás olvidado, Señor, que también uno de tus apóstoles fue un traidor y un sinvergüenza! -gritó el marqués de Bolibar hacia la imagen de María.

– Sí, nuestros orgullosos grandes se han dado buena prisa en ir a Bayona a vender su lealtad por dinero. Claro que ¿por qué no? ¿Acaso el oro de los luises franceses es peor que el de los doblones españoles?

– San Agustín fue un hereje y tú le perdonaste. ¿Me oyes, Señor? Pablo fue un perseguidor de la Iglesia y Matías un avaro y un adorador del dinero, y Pedro te negó, pero Tú a todos los perdonaste. ¿Me oyes, Señor? -exclamó el marqués desesperado en su fervorosa plegaria.

– ¡Pero no escaparán a su castigo por toda la eternidad! Están perdidos y el infierno los aguarda. ¡Llamas, fuego y chispas, fuego por arriba, fuego por abajo, fuego por todas partes, fuego por toda la eternidad! -vociferó el Tonel con feroz expresión de triunfo, mientras contemplaba extasiado la oscuridad de la noche, como si en la distancia, más allá de los oscuros bosques, viera arder y brillar las llamas del infierno.

– ¡Apiádate de él, apiádate, Señor! ¡Y luzca para él la luz eterna!

Desde su escondite, el teniente Rohn escuchaba con asombro y horror tan extraña plegaria, pues el marqués no suplicaba sumiso a Dios, sino que le hablaba y le gritaba, ora enojado, ora amenazante, como si quisiera convencer a Dios con argumentos de que hiciera su voluntad.

Por fin el marqués se levantó del suelo y se dirigió hacia el Tonel. Su frente estaba surcada de arrugas, los labios le temblaban y en sus ojos ardía un fuego airado.

El Tonel hizo como si se asombrase de verle allí todavía.

– Señor marqués -dijo-, se ha hecho tarde, y si mañana queréis presentar a primera hora vuestros respetos al comandante francés…

– ¡Basta! -gritó el marqués, mientras su rostro adquiría un aspecto aún más terrible que antes. El Tonel enmudeció de inmediato. Los dos nombres quedaron de pie el uno frente al otro, en silencio y sin moverse. Sólo sus sombras se estremecían, oscilando al inquieto resplandor del fuego; se encogían y saltaban, se rehuían y se lanzaban la una sobre la otra, y al teniente Rohn, en la calentura de la fiebre, le pareció como si el odio y la feroz ansia de lucha de aquellos dos hombres se hubieran trasladado sin ruido a sus sombras danzantes.

De repente se volvió a oír a los centinelas, e inmediatamente un hombre salió corriendo del bosque hacia el fuego. En cuanto le vio, el Tonel abandonó su duelo con el marqués de Bolibar.

– ¡Ave María Purísima! -jadeó el mensajero, sin aliento: tal es el saludo común de los españoles, que puede oírse en las calles y en las casas cientos de veces cada día.

– ¡Sin pecado concebida! -exclamó el Tonel, lleno de impaciencia-. ¿Cómo es que vienes solo? ¿Dónde has dejado al cura?

– Al cura le ha dado un cólico por culpa de una morcilla asada…

– ¡Maldita sean su alma, su cuerpo y sus ojos! -bramó el Tonel-. Tiene menos redaños que un conejo. ¡Lo que tiene es miedo, ésa es su única enfermedad!

– Está muerto, puedo jurarlo -dijo el mensajero-. Lo he visto en su cuarto, amortajado.

El Tonel se mesó los cabellos con ambas manos y empezó a maldecir de modo tan bárbaro que a nadie habría extrañado ver que el cielo se hundía sobre su cabeza. Tenía la cara tan roja de ira que parecía un ladrillo dentro de un horno.

– ¿Que está muerto? -gritó, abriendo la boca para respirar-. ¿Habéis oído, capitán? ¡Se ha muerto el cura!

El oficial inglés miró en silencio al vacío. Los guerrilleros se habían levantado del suelo y, envueltos en sus capotes, se acercaban tiritando al fuego.

– ¿Y ahora qué? -preguntó el capitán.

– Juré sobre el sable del general Cuesta que mantendríamos la ciudad en nuestro poder aunque nos costase a todos la vida. ¡Tanto ingenio como habíamos puesto en diseñar y llevar a cabo nuestros planes, y se le ocurre al cura morirse en el peor momento!

– Vuestros planes eran malos -dijo de pronto el marqués de Bolibar-. Con vuestros planes sólo habríais conseguido un agujero en la cabeza, y nada más.

El Tonel miró al marqués enfurecido y lleno de indignación.

– ¿Qué sabéis vos de nuestros planes? No los he hecho pregonar por las calles.

– El padre Ambrosio, cuando sintió que iba a morir, me mandó llamar -dijo el marqués-. Quería que yo llevase a término lo que le habíais encomendado a él. Pero vuestros proyectos son malos, y os lo digo a la cara, coronel Saracho: del arte de la guerra no entendéis nada.

– Pero vos sí, ¿verdad, señor marqués? -exclamó el Tonel lleno de enojo-. Vos os comeréis la ciudad de un bocado.

– Habéis enterrado bajo la muralla de la ciudad un saco de pólvora escondido entre sacos de arena y con una mecha que el padre debía encender por la noche, para abrir así una brecha en el muro.

– Sí -interrumpió el Tonel al marqués-. Pues de otra manera es imposible tomar la ciudad. Es capaz de resistir a la artillería más pesada, pues, como puede leerse en las crónicas, fue fundada hace más de cinco mil años por el rey Hércules y el apóstol Santiago juntos.

– Vuestro conocimiento de la historia es admirable, coronel Saracho, pero no habéis tenido en cuenta que lo primero que hacen los franceses allí donde llegan es reunir a todos los frailes y ponerlos a buen recaudo. O sea que mañana encerrarán a los frailes en un convento o en una iglesia, pondrán delante de la puerta un cañón cargado con la mecha encendida y no dejarán salir a ninguno. ¿Lo habíais tenido en cuenta, coronel Saracho? Pero aun en el caso de que el cura hubiera logrado escabullirse, tenéis enfrente a todo el regimiento de Nassau y una parte del de Hessen, y no contáis más que con un puñado de hombres mal preparados, con pocas ganas de obedecer y muchas de mandar.

– ¡Es cierto, es cierto! -gritó el Tonel, impaciente y enojado-. Pero mis hombres son listos y no les falta valor, y habríamos hecho doblar la rodilla a esos colosos alemanes.

– ¿Tan seguro os mostráis de ello? -preguntó el marqués-. Apenas se oiga la detonación, sonará por todas las calles de La Bisbal el toque de generala y los alemanes acudirán a toda prisa a sus piezas de artillería. Dos descargas de metralla y su asalto habría terminado. ¿Tampoco habíais pensado en esto, coronel Saracho?

El Tonel no supo qué contestar. Mordiéndose las uñas, permaneció en silencio.

– Y aun en el caso -prosiguió el marqués- de que algunos de vuestros hombres consiguieran entrar en la ciudad, os abrirían fuego desde todos los rincones y esquinas, desde detrás de las rejas de las ventanas y desde los tragaluces de los sótanos. Porque los habitantes de La Bisbal están todos del lado de los franceses. Vuestros guerrilleros les han arrancado las vides y han incendiado sus olivares, coronel. Y no hace mucho hicisteis fusilar a dos jóvenes del lugar que se habían negado a enrolarse.

– Es verdad. Sí -dijo uno de los guerrilleros-. La ciudad está contra nosotros. La gente nos pone mala cara, las mujeres nos vuelven la espalda, los perros nos ladran…

– Y los posaderos nos dan vino agrio -refunfuñó un segundo.

– Pero la posesión de La Bisbal es, por razones estratégicas, de la mayor importancia para nosotros -explicó el capitán-. Si los franceses continúan ocupándola, pueden atacar al general Cuesta por el flanco y por la retaguardia aprovechando cualquier maniobra de sus tropas.

– ¡Entonces que el general Cuesta nos mande refuerzos! -dijo el Tonel-. Tiene los regimientos Princesa y Santa Fe y la mitad del regimiento de caballería Santiago. Debería…

– No nos mandará ni un mal jamelgo. El mismo está en apuros, y ¿cuándo habéis oído que un tullido ayude a otro? ¿Qué hacemos, coronel?

– ¿Cómo queréis que os lo diga si no lo sé ni yo mismo? -dijo el Tonel malhumorado, mirándose los dedos. Entretanto, los guerrilleros, viendo a sus jefes desconcertados, indecisos e incapaces de llegar a un acuerdo, empezaron a dar muestras de agitación. Algunos gritaron que entonces se había acabado la guerra y ellos se volvían a casa. Otros les contradijeron, gritando que no querían volver a casa a acarrear leña y hacer fuego para sus mujeres. Y uno se fue hacia su borrico y empezó a ensillarlo, como si quisiera salir de allí al instante y cabalgar hasta su aldea.

En medio de aquel alboroto se oyó de pronto la voz del marqués de Bolibar:

– Si os avenís a obedecerme, coronel, os daré la solución.

Tan pronto como oyó estas palabras desde su escondite, Rohn volvió a sentir aquel temor inexplicable que ya le habían infundido en el primer instante el rostro y la mirada del marqués de Bolibar. Despreciando el peligro de ser descubierto, asomó la cabeza por el tragaluz para no perderse una palabra. La sed y los dolores habían desaparecido, y el teniente se sentía dominado por el pensamiento de que el destino le había señalado para sorprender los designios del marques de Bolibar y desbaratarlos.

Al principio era tal el griterío y el alboroto de los guerrilleros que discutían si sería mejor continuar la lucha o dispersarse, que el teniente no consiguió entender lo que el marqués de Bolibar exponía a los otros dos. Sin embargo, al cabo de pocos instantes el Tonel, entre maldiciones y juramentos, ordenó silencio a sus hombres, y el ruido cesó de inmediato.

– Le ruego que prosiga, señor marqués -dijo el capitán con extrema cortesía. También la actitud del Tonel había cambiado por completo; el sarcasmo, el odio y la maldad se habían borrado de su rostro, y en su lugar habían aparecido el respeto y casi la sumisión; los tres, el oficial inglés, el jefe de los insurgentes y el teniente Rohn miraban, expectantes, al marqués de Bolibar.

Señales

Llegado a este punto de su relato, el teniente Rohn hizo una descripción del pavoroso cuadro de aquella reunión nocturna, que había quedado hondamente grabada en su alma. Pintó al Tonel, quien agachado en el suelo como un gnomo, atizaba el fuego con unas ramas -pues la noche era fría-, mientras miraba fijamente al marqués; al oficial inglés, que estaba allí de pie con rostro impasible y sin embargo lleno de excitación, y no se daba cuenta de que el capote escarlata se le había resbalado de los hombros y había caído al suelo; a los guerrilleros, que se apiñaban en torno al fuego, en parte para oír mejor lo que se decía, en parte a causa del relente de la noche; y al alcornoque con la estampa de la Virgen, que, desarraigado por el viento y casi caído en el suelo, parecía inclinarse sobre el marqués para escuchar sus palabras. En el ánimo del teniente, turbado por el temor y la fiebre, se alzó el sentimiento de que también Dios y la Virgen estaban aliados con los guerrilleros y tomaban parte en su conspiración.

De pie en el centro del cuadro, el marqués de Bolibar revelaba a los demás sus siniestros planes.

– Enviaréis a vuestros hombres a sus casas, coronel Saracho -ordenó-. Los haréis regresar a sus campos, a sus viñas, a sus estanques y a sus establos de mulas. Esconderéis también vuestras piezas de artillería y vuestros carros de municiones, y esperaréis la hora en que seremos más fuertes que los alemanes.

– ¿Y cuándo llegará esa hora? -preguntó el Tonel lleno de dudas, meneando la cabeza y soplando el fuego.

– La hora llegará pronto -anunció el marqués-. Pues voy a conseguiros un aliado. Contaréis con una ayuda en la que no habíais pensado.

– Si os referís al Empecinado -refunfuñó el Tonel levantándose del suelo-, sabed que ese hombre es mi enemigo, y no acudirá cuando lo necesite.

– No estoy hablando del Empecinado. Son los ciudadanos de La Bisbal quienes saldrán en vuestra ayuda. Los ciudadanos de La Bisbal se alzarán una noche y caerán sobre los alemanes.

– Esos barrigudos y papudos de La Bisbal -gritó el Tonel, irritado y decepcionado, dejándose caer de nuevo al suelo- en lo único que piensan por la noche, cuando están acostados con sus mujers, es en cómo podrían darnos a nosotros y a la patria un nuevo Judas Iscariote.

– ¡Yo haré que salgan de sus camas y se rebelen! -exclamó el marqués, amenazando con la mano a la ciudad, que dormía tranquila abajo en el valle-. Tened por seguro que habrá un gran levantamiento. Mis planes están listos en mi cabeza; y pongo mi cuerpo y mi alma por prenda de que darán resultado.

Por unos instantes los tres quedaron callados, mirando al fuego y siguiendo cada uno la línea de sus pensamientos. Los guerrilleros cuchicheaban entre sí, y el viento de la noche zumbaba entre los árboles y arrancaba gotas de lluvia de sus ramas.

– ¿Y cuál es nuestra misión en esa empresa? -preguntó al fin el capitán.

– Esperar mis señales. Os daré tres. A la primera, reuniréis a vuestros hombres, ocuparéis los caminos, colocaréis la artillería en posición y haréis saltar por los aires los dos puentes del Alhar. Pero no hasta que os dé la señal, pues es de la mayor importancia que hasta entonces los alemanes se crean seguros.

– ¡Seguid, seguid! -apremió el Tonel.

– A mi segunda señal empezaréis sin demora a bombardear la ciudad con balas de cañón, bombas y granadas. Al mismo tiempo tomaréis posesión de las primeras líneas de defensa.

– ¿Y luego?

– Entretanto habrá estallado la sublevación; cuando los alemanes estén ocupados en defenderse por todas partes de los ciudadanos amotinados, haré la tercera señal, y vos ordenaréis el asalto.

– Está bien -dijo el Tonel.

– ¿Y las señales? -preguntó el capitán sacando su pizarra.

– ¿Conocéis mi casa en La Bisbal? -preguntó el marqués al Tonel.

– ¿La casa que hay a la entrada de la ciudad o la de la Calle de los Carmelitas, aquella que tiene unas cabezas de sarracenos?

– La de la Calle de los Carmelitas. Del tejado de ese edificio veréis alzarse un humo espeso y negro. Humo de paja mojada, ésa será la primera señal.

– Humo de paja mojada -repitió el capitán.

– Cuando una noche, estando todos en silencio en La Bisbal, oigáis el órgano del convento de San Daniel: ésa será la segunda señal.

– El órgano del convento de San Daniel -escribió el capitán-. ¿Y la tercera?

El marqués reflexionó por breves instantes.

– Dadme vuestro cuchillo, coronel Saracho -dijo por fin.

El Tonel sacó de debajo de su chupa un cuchillo de monte con mango de marfil tallado, de los que en España se llaman de lengua de buey.

El marqués lo tomó.

– Cuando un mensajero os traiga este cuchillo, ordenaréis el asalto. Ni antes ni después: de ello depende el éxito de toda la empresa, coronel Saracho.

Arriba, bajo el techo de la capilla, el teniente von Rohn, a quien no se le había escapado ni una palabra, sintió que la frente le ardía y la sangre le martilleaba las sienes. Conocía las tres señales destinadas a hacer caer la catástrofe sobre la guarnición de La Bisbal. Y sabía que el éxito de la empresa ya no estaba en manos del Tonel, sino en las suyas.

– Hay aún algunos detalles que conviene aclarar -dijo el oficial inglés, pensativo, mientras guardaba en su bolsillo la pizarra-. Podría ocurrírseles a los alemanes la idea de poner a buen recaudo a la persona del marqués de Bolibar. En tal caso, nos cansaríamos de esperar inútilmente las señales.

– Los alemanes no encontrarán en ninguna parte al marqués de Bolibar. Verán a un mendigo ciego que vende cirios benditos para el Agnus Dei a la puerta de la iglesia, o a un aldeano que lleva al mercado huevos, queso y castañas con su burro. Tratad de reconocerme en el sargento que hace formar a los centinelas delante del polvorín, o en el dragón que lleva a abrevar el caballo del comandante del regimiento.

El inglés sonrió.

– Vuestro rostro no es de los que se olvidan con facilidad -dijo-. Me comprometería a reconoceros en cualquiera de vuestros disfraces, señor marqués.

– ¿Así que os comprometeríais? -dijo el marqués, hundiéndose después en sus pensamientos; permaneció callado unos instantes-. Capitán, ¿conocéis al general Rowland Hill?

– He tenido repetidas veces el honor de ver al general Rowland Viscount Hill of Hawkstone; por última vez, hace cuatro meses, cuando, alojándome en Salamanca, hube de efectuar algunas compras cerca de su residencia. Pero, ¿qué estáis buscando en el suelo, señor marqués?

El marqués se había inclinado hacia el suelo. Cuando se irguió llevaba puesto sobre los hombros el capote escarlata del inglés. Aparte de ello, el teniente Rohn no notó al principio nada singular, y fue el gesto de inmenso asombro que se pintaba en el rostro del inglés lo que despertó su atención.

De repente, el rostro del marqués de Bolibar había adquirido rasgos extraños, por completo desconocidos para el teniente. Rohn veía por primera vez aquellas mejillas descarnadas, surcadas por numerosas arrugas, por primera vez aquellos ojos inquietos que se deslizaban sin descanso sobre las cosas, la boca dura y de trazos firmes, y aquel mentón robusto que dejaba adivinar una gran energía y una voluntad inquebrantable. Y entonces aquel semblante extraño abrió la boca y dijo lentamente, con voz carrasposa:

– Capitán, la próxima vez que en un ataque os halléis frente a una artillería tan pesada…

El inglés asió fuertemente al marqués por los hombros y profirió una maldición o un juramento que el teniente Rohn no comprendió.

– ¿Qué diablo de comediante os ha enseñado esa condenada técnica? -gritó-. ¡Si no fuera porque casualmente sé que Lord Hill no habla una palabra de español…! ¡Pero devolvedme mi capote, que hace un frío de todos los demonios!

Los guerrilleros se rieron del enojo y la estupefacción del inglés, pero uno de ellos se santiguó y dijo, mirando temerosamente al marqués:

– Su excelencia el señor marqués sabe hacer muchas más cosas. Dadle dos medidas de sangre, doce libras de carne y un saco de huesos y os hará con todo eso un hombre, cristiano o moro, lo mismo le da.

– ¿Seguís pensando, mi capitán -preguntó el marqués, que de golpe había recuperado su rostro habitual-, que los alemanes podrán prenderme si estoy decidido a desaparecer? Esta misma noche, a la hora del ángelus, pasearé por la Puerta del Sol sin que nadie me lo impida.

– Quisiera -dijo el capitán con tono preocupado- que me revelarais el disfraz que habéis elegido, pues temo que mis hombres, al no reconoceros, puedan causaros algún daño durante el asalto a La Bisbal.

– No deseo otra cosa -exclamó el marqués- que ser enterrado como un desconocido y perder junto con mi vida también mi nombre, que está cubierto para siempre de vergüenza y oprobio.

Entretanto, el fuego había ido menguando y empezaba a apagarse. El viento soplaba frío y húmedo y por detrás de los oscuros montes se alzaba un lívido amanecer.

– La gloria que os traerá esta empresa… -empezó a decir el capitán, en tono inseguro, mientras miraba las brasas que se apagaban.

– ¿Gloria? -lo interrumpió, airado, el marqués-. Es posible que sepáis, mi capitán, que la gloria no se gana en batallas y contiendas. Desprecio la guerra, que nos obliga a hacer el mal una y otra vez. Un pobre mozo de labranza que en su simpleza se limita a arar su campo, tiene más gloria que los mariscales y los generales, como es posible que sepáis, mi capitán. Pues con sus pobres manos, ese hombre sirve a la tierra, a la misma que nosotros hemos arruinado y ultrajado en esta guerra.

Todos los que estaban en pie alrededor del fuego apagado enmudecieron tras estas palabras y miraron llenos de asombro y temor, pero también de reverencia, a aquel hombre que, pese a despreciar la guerra, asumía la responsabilidad de mancharse de sangre en ella con tal de expiar la falta cometida por uno de su estirpe.

– Soy un soldado -dijo, tras un largo silencio, el Tonel-. Y una vez que nuestra empresa haya triunfado, discutiré con vos sobre la gloria que la guerra puede acarrear a un soldado valiente. Pues os reconoceré, marqués.

– Si me reconocéis, sed misericordioso y no pronunciéis mi nombre, que estará para siempre cubierto de oprobio. Apartad la mirada y dejadme seguir mi camino sin ser reconocido. Y ahora quedad con Dios.

– ¡Id con Dios! -repuso el capitán-. Y que el cielo os proteja en vuestra empresa.

Mientras el marqués se alejaba, el Tonel se volvió hacia el capitán y le dijo a media voz:

– Dudo que el marqués de Bolibar…

Se interrumpió, pues el marqués se había parado y acababa de darse la vuelta.

– Volvéis la cabeza cuando oís pronunciar vuestro nombre, señor marqués -exclamó el Tonel, riendo a carcajadas-, y por ello os reconoceré.

– Tenéis razón, y os lo agradezco. Debo enseñar a mi oído a hacerse sordo al sonido de mi nombre.

Está claro que fue en aquel momento cuando el marqués de Bolibar concibió la idea cuya realización presencié al día siguiente en su jardín, sin comprender el sentido de tan extraña escena. Entretanto, el teniente Rohn se consumía de temor e impaciencia en su escondite. Sabía que era la única persona capaz de salvar al regimiento Nassau del peligro que sobre él se cernía en La Bisbal. No veía llegar el momento en que su asistente vendría a liberarlo de su escondrijo y lo llevaría a La Bisbal. Y lo atormentaba la idea de que el marqués alcanzaría la ciudad antes que él y, sin impedimento alguno, desaparecería entre la multitud para poner en ejecución sus terribles planes.

Pero ahora el Tonel daba por fin la orden de partida. Los guerrilleros se pusieron de inmediato en pie y empezaron a correr de un lado a otro, a toda prisa y atareadísimos; unos sacaban a los heridos de la ermita, otros cargaban sobre los lomos de las mulas cestos de provisiones, odres de vino y alforjas. Algunos cantaban durante la tarea, otros discutían, las mulas lanzaban relinchos estridentes, los arrieros maldecían y, en medio de aquel alboroto, el capitán inglés se preparaba el té del desayuno con la escudilla que acababa de colocar encima del fuego. El Tonel, después de colgar del árbol, junto con la estampa de la Virgen, una linterna y un espejo, se afeitó a toda prisa, dando un vistazo al espejo y otro a Nuestra Señora, a fin de rezar mientras se rapaba la barba.

Nieve en los tejados

La tarde de aquel mismo día, a la hora del ángelus, el marqués de Bolibar pasó por la Puerta del Sol sin hallar obstáculo. Nadie lo reconoció, y, entre la multitud de aguadores y pescaderos, de especieros y aceiteros, de cardadores de lana y frailes que al caer la tarde se apiñaban frente a la puerta de la iglesia para rezar la salutación angélica y saludar a caras conocidas, el marqués podría haber desaparecido como una anguila en aguas turbias. Su mala estrella, sin embargo, había dispuesto que escuchara nuestro secreto, aquel secreto que nos tenía amarrados a los cinco con las cadenas del recuerdo, a mí y a los otros cuatro. Secreto nuestro y de la difunta Françoise-Marie, el secreto que habíamos preservado siempre en lo más hondo de nuestros pechos, pero que aquella noche dejamos jactanciosamente al descubierto, ebrios de vino de Alicante y enfermos de nostalgia porque había nieve en los tejados.

Aquel arriero harapiento que estaba sentado en un rincón de mi habitación con un rosario entre las manos lo había oído y había de morir.

Lo hicimos fusilar frente a la muralla, en secreto y a toda prisa, sin juicio ni confesión. A ninguno de nosotros se le ocurrió pensar que aquel hombre que se desplomó ensangrentado sobre la nieve bajo el impacto de nuestras balas pudiera ser el marqués de Bolibar.

Y ninguno imaginaba tampoco qué siniestro legado había echado sobre nuestros hombros antes de morir.

Aquella tarde estaba yo al mando de la guardia que custodiaba la puerta de la ciudad. Hacia las seis dispuse la salida de las patrullas nocturnas, que en el término de media hora habían de hacer la ronda a lo largo de la muralla. Mis centinelas, con las carabinas prontas a disparar ocultas bajo los capotes, estaban en pie en sus garitas, silenciosos e inmóviles como santos en sus hornacinas.

Empezó a nevar. Dicen que en estas zonas montañosas de España no son raras las nevadas. Pero fue aquella tarde cuando vimos por primera vez copos de nieve en España.

Había mandado llevar a mi habitación dos perolas de cobre con brasas encendidas, pues en las casas de La Bisbal no había estufa alguna. Los ojos me escocían por el humo, y el temporal de nieve hacía sonar los vidrios de las ventanas con un tintineo sutil y amenazante. No obstante, me sentía a gusto en mi habitación caldeada. En un rincón estaba mi cama, hecha de matas frescas de brezo cubiertas por mi capote. La mesa y los asientos se habían improvisado con toneles y tablones, y sobre la mesa había calabazas llenas de vino, pues yo esperaba la visita de mis camaradas, que tenían previsto pasar la Nochebuena en mis aposentos.

Desde el desván me llegaban las voces de mis dragones, que estaban echados en el suelo, envueltos en sus capotes y discutiendo. Subí sin hacer ruido los peldaños de madera.

Solía colarme entre mis hombres, aprovechando la oscuridad, para prestar oído a sus conversaciones. Pues vivía en la constante inquietud de que nuestro secreto hubiera corrido y los dragones, por la noche, creyéndose solos y sin vigilancia, pasaran el rato murmurando y parloteando sobre la difunta Françoise-Marie y sus facetas ocultas.

El desván estaba oscuro como boca de lobo. Pero reconocí por la voz al sargento Brendel.

– ¿Le has podido echar el guante al fulano que te ha robado la bolsa? -preguntó, y la voz gruñona de otro respondió:

– Me he ido detrás de él pero no he podido cogerlo. Ese se ha largado y se guardará bien de volver.

– ¡Los españoles son todos así! -exclamó una voz airada-. Se pasan el día rezando hasta que se les gastan las rodillas, y tan santurrones y beatos son, que tienen que estar llenando a cada momento las pilas de agua bendita; pero en lo único que piensan los muy granujas, los muy bergantes, es en cómo pueden engatusarnos y robarnos mejor.

– Hace cinco días -oí la voz del cabo Thiele-, cuando estábamos acampados en Corbosa, un ladronzuelo de ésos, un arriero, se las piró con un arcón en el que el coronel tenía guardados los camisones y las enaguas de la señora coronela, que en paz descanse, y ahora los debe de tener en su madriguera apestosa.

Nuestro coronel llevaba siempre entre su equipaje las ropas de Françoise-Marie; en todas sus campañas y adonde quiera que viajase no se separaba de ellas. Al oír a los dragones hablar de la esposa de nuestro coronel, empezó a palpitarme el corazón, y creí llegado el momento en que nuestro secreto iba a salir a la luz. Pero no oí ni una palabra más acerca de Françoise-Marie; los dragones empezaron a echar pestes sobre la campaña y sobre los generales, y el sargento Brendel se despachó a gusto con el mariscal Soult y su estado mayor.

– Os lo digo yo -exclamó-: esos señores que hacen la guerra montados en sus calesas y sus cabriolés, muchas veces, tenedlo por seguro, pasan más miedo en combate que nosotros. En Talavera los vi doblar el espinazo como mulas en cuanto empezaron a volar las granadas.

– Sí, pero nuestros peores enemigos no son las granadas -terció otro-. Nuestros peores enemigos son esas marchas inútiles de aquí para allá, ocho horas de camino para ahorcar a un labriego o a un cura. El suelo enfangado, los piojos y las medias raciones nos hacen más daño que las granadas.

– Y no te olvides de la carne de oveja -dijo el dragón Stüber-. Apesta tanto que los gorriones que pasan volando por encima caen muertos al suelo.

– Soult no tiene corazón para sus soldados, eso es lo que pasa -dijo afligido el cabo Thiele-. Es un tacaño, sólo va detrás de la riqueza y los cargos. Sí, es mariscal y duque de Dalmacia. Pero como cabo haría el ridículo, os lo digo yo.

Nada sobre Françoise-Marie. Estaba escuchando en vano. Sólo el rezongar diario sobre la campaña española, con el que los soldados solían pasar el rato antes de dormirse cuando, rendidos por las marchas y los combates, se echaban a descansar. Los dejé discutir y politiquear a sus anchas; no por ello cumplían peor con su deber.

Oí la voz del teniente Günther desde mi cuarto; bajé a toda prisa la escalera y encendí la luz.

Günther estaba sacudiéndose la nieve de sus ropas. También estaba allí el teniente Donop, con el tomo de Virgilio asomando por el bolsillo, como de costumbre. Era el más inteligente e instruido de mis camaradas, sabía latín, se manejaba bien con la historia antigua y llevaba siempre entre su equipaje hermosas ediciones de los clásicos romanos.

Nos sentamos a beber y empezamos a maldecir a nuestros anfitriones españoles y los miserables alojamientos que nos daban. Donop se quejó de que en su cuarto no había ni estufa ni chimenea, y la ventana, en lugar de vidrios, tenía un trozo de papel empapado en aceite.

– Así no hay quien lea la Eneida -dijo suspirando.

– Las paredes rebosan de santos, pero en toda la ciudad no hay una cama limpia. En la cocina hay devocionarios a montones, pero todavía no he visto ni un jamón ni una salchicha -dijo Günther malhumorado.

– Con mi anfitrión no es posible tener una conversación razonable -contó Donop-. Está todo el día con el nombre de la Virgen en los labios, y cada vez que llego a casa me lo encuentro arrodillado delante de algún apóstol Santiago o algún santo Domingo.

– Pues dicen que los ciudadanos de La Bisbal ven con buenos ojos a los franceses -tercié yo-. Brinda, hermano. A tu salud.

– A la tuya, hermano. Dicen que en la ciudad se ocultan curas e insurgentes disfrazados.

– Insurgentes muy mansos que no disparan ni matan, y se conforman con despreciarnos -afirmó Günther.

– Seguro que mi anfitrión es uno de esos curas disfrazados -dijo Donop riendo en voz baja para sí-. Pues no conozco otro oficio que haga engordar tanto.

Me pasó su vaso vacío por encima de la mesa y se lo volví a llenar. Entretanto se abrió la puerta de un empujón, y, envuelto en una nube de copos de nieve impulsados por el viento hacia dentro de la habitación, entró taconeando el capitán Brockendorf.

Debía de haber estado bebiendo antes en algún otro lugar, porque la cara redonda, con aquella enorme cicatriz roja, brillaba como un perol de cobre recién bruñido. Llevaba el sombrero ladeado sobre la oreja izquierda, el bigote y la perilla embetunados y las gruesas trenzas negras colgando tiesas desde las sienes hasta el pecho.

– ¡Hola, Jochberg! ¿Lo has cogido ya? -me gritó.

– Aún no -respondí, sabiendo que se refería al marqués de Bolibar.

– El señor marqués se está haciendo esperar. El tiempo le resulta demasiado desagradable, teme que le estropee los zapatos.

Se inclinó sobre la mesa y acercó la nariz a las calabazas.

– ¿Qué hay dentro de estas pilas benditas por el dios Baco?

– Vino de Alicante, procedente de las bodegas del prelado.

– ¿Alicante? -exclamó Brockendorf gozoso-. Allons, es un vino digno de que hagamos el burro por su culpa.

Cuando Brockendorf decidía hacer el burro para tributar honores a un buen vino, se quitaba la guerrera, el chaleco y la camisa y sólo conservaba los calzones, las botas y la abundante pelambrera negra de su pecho. Dos viejas que pasaban por delante de nuestras ventanas se detuvieron y miraron llenas de asombro hacia el interior de la habitación. Se santiguaron, evidentemente con la duda de si tenían ante sí a un ser humano o a una bestia exótica.

Nos dedicamos a hacer honor al vino, y durante un rato no surgió conversación alguna, excepto: «¡Dios te dé larga vida, hermano!», o «¡Gracias, hermano!», o «¡A tu salud, hermano! ¡Brinda! ¡Proficiat!».

– ¡Lo que daría por estar ahora en Alemania, en la cama, con una Barbara o una Dorothea a mi lado! -soltó de pronto, con voz vinosa, el camarada Günther, que se había pasado el día persiguiendo a las españolas. Pero Brockendorf se rió de él y exclamó que por su parte, aquella noche prefería ser una grulla o una cigüeña, para que el vino tardara más en bajarle por la garganta. El vino empezaba a subírsenos a todos a la cabeza. Donop recitaba en voz alta versos de Horacio, y en medio del barullo entró en la habitación Eglofstein, el adjunto del coronel. Me incorporé de un salto y le di el parte.

– ¿Ninguna otra novedad, Jochberg? -me preguntó.

– Ninguna.

– ¿No ha pasado nadie por delante de la guardia de la puerta?

– Un prior de los benedictinos de Barcelona, que ha venido a La Bisbal a visitar a su hermana. El alcalde responde por él. También un boticario con su mujer y su hija, de paso hacia Bilbao. Tienen la documentación en perfecto orden, extendida por el cuartel general del general d'Hilliers.

– ¿Nadie más?

– Dos ciudadanos que han salido de la ciudad por la mañana para trabajar en sus viñedos. Llevaban pases, y los han exhibido a su regreso.

– Está bien. Gracias.

– ¡Eglofstein! ¡Brindo por ti! -exclamó Brockendorf, agitando su copa-. ¡A tu salud! ¡Vieja grulla, siéntate a mi lado!

Eglofstein miró al borracho y sonrió. Pero Donop, manteniendo aún la compostura, se dirigió hacia el capitán con dos copas de vino.

– Mi capitán, estamos aquí reunidos esta noche para esperar al marqués de Bolibar. Quedaos con nosotros para saludar al señor marqués, cuando aparezca, en nombre de los oficiales del regimiento.

– ¡Al diablo todos los condes y los marqueses, viva la igualdad! -rugió Brockendorf-. ¡Al infierno todos esos alfeñiques perfumados con coleta y chapeaux bas!

– Aún he de visitar a las patrullas y a la dotación encargada de vigilar los molinos y las tahonas. Pero ¡bueno!, que esperen -dijo Eglofstein, sentándose a continuación con nosotros.

– ¡Eglofstein! ¡Siéntate a mi lado! -gritó el borracho-. Te has vuelto orgulloso. Ya no te acuerdas de cuando íbamos los dos, en Prusia, recogiendo los granos de maíz del estiércol de los caballos para no morirnos de hambre.

El vino había despertado en él la ternura y la melancolía, y aquel hombre grande y fuerte apoyó la frente en los puños y se puso a sollozar:

– ¿Ya no te acuerdas? Bah, en este mundo no hay amistad que no esté corroída por los gusanos.

– Aún no se ha acabado la guerra, hermano -dijo Eglofstein-. Me temo que acabemos almorzando ortigas y hojas de árbol cocidas en agua con sal, como por aquel entonces en Küstrin.

– Y en cuanto la guerra se acabe -dijo Donop-, el Emperador en un abrir y cerrar de ojos empieza otra.

– Y así debe ser, hermano -exclamó Brockendorf, que de repente volvía a estar animado y alegre-. Ya no me queda dinero, y tengo que ganarme la Cruz de Honor.

Empezó a enumerar las batallas en las que había participado durante la campaña española: Zorzola, Almaraz, Talavera, Mesa de Ibor, y la escaramuza del arroyo Gaucha; pero, a pesar de que se ayudaba con los dedos de la mano, se perdía y tenía que volver a empezar. El calor dentro de la angosta habitación se había hecho insoportable. Donop abrió la ventana y el frío aire de la noche entró y nos refrescó la frente.

– Hay nieve en los tejados -dijo Donop en voz baja, y al oír esas palabras se nos enterneció a todos dolorosamente el corazón, pues nos hicieron evocar inviernos pasados, un invierno alemán. Nos levantamos y nos acercamos a la ventana y miramos los callejones oscuros a través de la danza de los copos de nieve. Sólo Brockendorf se quedó sentado, contando con los dedos.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein, volviéndose hacia la habitación-. ¿Cuántas millas hay de aquí a casa, a Dietkirchen?

– No lo sé -dijo Brockendorf, renunciando por fin a sus cuentas-. El cálculo nunca ha sido mi fuerte. Sólo he practicado el álgebra con posaderos y mozos de mesón.

Se puso en pie y se dirigió con paso vacilante hacia nosotros, a la ventana. La nieve había transformado extrañamente la ciudad española. De repente, la gente que andaba por las calles se nos antojó cotidiana y familiar. Un campesino caminaba a grandes pasos por la nieve, hacia la puerta de la iglesia, llevando en la mano un pequeño buey de cera. Dos viejas reñían ante el portal de una casa. Una criada salía por la puerta de un establo, con una linterna en una mano y un balde de leche en la otra.

– Era una noche como esta -dijo Donop de pronto-. Había un palmo de nieve en la calle. Hace un año. Yo había estado enfermo todo el día, y por la noche me había acostado y estaba leyendo las Geórgicas de Virgilio. En eso oigo unos pasos leves en la escalera. Y oigo llamar suavemente a la puerta de mi habitación. «¿Quién es?», pregunto, y otra vez: «¿Quién es?». «Soy yo, amigo mío», y entonces entró. Tenía el pelo rojo como las hojas de haya en otoño, hermanos. «¿Estáis enfermo, pobre amigo mío?», me preguntó, cariñosa y solícita. «Sí, estoy enfermo», exclamé, «y sólo vos, ángel hermoso, podéis curarme». Y salté de la cama y le besé las manos.

– ¿Y luego? -preguntó el teniente Günther con voz ronca.

– ¡Oh! Había nieve en los tejados, la noche era fría, y su carne y su sangre tan cálidas… -susurró Donop, alejándose en alas de sus pensamientos.

Günther no dijo ni una palabra. Midió la estancia a grandes pasos, lanzando miradas de odio a Donop y a los demás.

– ¡Bravo por nuestro coronel! -exclamó Brockendorf-. Tenía, en Alemania, el mejor vino y la mujer más guapa.

– La primera vez -empezó ahora Eglofstein- que me quedé a solas con ella en el salón… ¿Por qué justamente hoy me viene a la memoria ese día? La nieve barría las calles, tan fuerte que apenas se podía abrir los ojos. Yo estaba sentado frente al piano de cola, y ella de pie a mi lado. Mientras yo tocaba, su respiración se aceleraba, y yo oía sus suspiros. «¿Se puede confiar en vos, barón?», me preguntó, y luego me cogió la mano. «¡Ved cómo me late el corazón!», dijo en voz baja. Y llevó mi mano bajo su blusa, justo al lugar donde la naturaleza había dibujado en su piel la flor de ranúnculo azul…

– ¡Más vino! -exclamó Günther con voz ahogada por la cólera.

Ay, todos habíamos besado alguna vez aquel lunar, aquel pequeño ranúnculo azul. Pero Günther había sido el primero, y aún hoy lo torturaban los celos; odiaba a Eglofstein, odiaba a Brockendorf, nos odiaba a todos los que habíamos gozado después de él del amor de la hermosa Françoise-Marie.

– ¡Más vino! -exclamó, ronco de ira y arrancando la calabaza de donde estaba.

– Se acabó el vino, se acabó la misa, podemos cantar el kyrie eleison -dijo Donop, lleno de tristeza, pues no estaba pensando en el vino, sino en aquellos días pasados y en Françoise-Marie.

– ¡Imbéciles! -exclamó Brockendorf, volcando, en su embriaguez, su copa, que rodó por la mesa y se hizo añicos contra el suelo-. ¿Qué habláis vosotros, es que acaso la conocíais? ¡Vosotros, alfeñiques, enclenques! ¿Qué sabéis de sus noches, qué sabéis de sus soupers d'amour? ¡Aquéllos eran platos! -Brockendorf estalló en carcajadas y Günther se puso pálido como la muerte-. Cuatro platos había: à la Crécour era el primero. Luego à l'Aretin, à la Dubarry y, para acabar, à la Cythère…

– Y à la bastonazos -rechinó Günther, fuera de sí por los celos y la rabia, y levantó su copa, como si fuera a vaciársela en la cara a Brockendorf. Pero en aquel instante oímos ruido y voces en la calle.

– ¿Quién va? -exclamó el centinela.

– ¡Francia! -fue la respuesta.

– ¡Alto! ¿Quién vive? -exclamó el segundo centinela.

– Vive l'Empereur! -oímos gritar a una voz tajante y brusca.

Günther dejó la copa encima de la mesa y se puso a escuchar.

– Ve a ver qué pasa -me dijo Donop.

Y en eso se abrió la puerta bruscamente y uno de mis hombres entró, cubierto de nieve, en la habitación.

– Mi teniente, un oficial que no es del regimiento desea hablar con el oficial de guardia.

Nos levantamos de un salto y nos miramos los unos a los otros, asombrados y confusos. Brockendorf metió a toda prisa los dos brazos dentro de la guerrera.

Entonces, de repente, Eglofstein soltó una estridente carcajada.

– ¡Camaradas! -exclamó-. ¡Nos olvidábamos de que esta noche vamos a tener el honor de recibir al señor marqués de Bolibar!

Salignac

El capitán de caballería Baptiste de Salignac debió de tomarnos a todos por borrachos perdidos o por locos de remate cuando entró en la habitación, que rebosaba ruidosa alegría. Fue recibido por carcajadas desenfrenadas. Brockendorf jugueteaba con su copa vacía, Donop se había dejado caer en una silla y daba rienda suelta a su risa, y Eglofstein, con gesto irónico, hizo una profunda y respetuosa reverencia:

– Mis respetos, señor marqués. Estamos esperándoos desde hace una hora.

Salignac se detuvo en el umbral y, asombrado, nos miró a todos uno tras otro. Su guerrera azul con vueltas blancas y la corbata bicolor estaban desgarradas y arrugadas y manchadas de barro rojizo y ocre; el capote lo llevaba sujeto a las caderas, y las polainas blancas estaban caladas por la nieve y salpicadas hasta las rodillas por el fango del camino real. En torno a la frente llevaba atado un pañuelo a modo de turbante, por lo que recordaba a los mamelucos del general Rapps. Llevaba en la mano un casco agujereado. Detrás de él, por la puerta abierta, había entrado un arriero español, cargado con dos alforjas.

– ¡Pero pasad, pasad, señor marqués! ¡Estamos ansiosos de conoceros! -exclamó Donop sin dejar de reír. Brockendorf, que se había puesto en pie de un salto, se plantó ante el capitán y lo examinó con aire curioso de los pies a la cabeza.

– ¡Buenas noches, excelencia! A vuestras órdenes, señor marqués.

Pero de repente pareció darse cuenta de que era improcedente bromear con un traidor, con un espía. Comenzó a retorcerse las puntas de su bigote embetunado y, con gesto feroz, ordenó al capitán:

– ¡Vuestro sable, haced el favor! ¡Y rápido!

Asombrado, Salignac retrocedió un paso. La claridad de la tea encendida cayó de lleno sobre su rostro demacrado y vi que carecía de color, que era casi amarillo y estaba horriblemente marcado por algún mal incurable. Malhumorado, se giró hacia su sirviente, que justamente acababa de agacharse para apagar la tea en el suelo mojado por la nieve.

– El vino en estas regiones es peligroso -dijo en tono irritado-. Parece que quien lo bebe se vuelve loco.

– Cierto, señor militar, así es -dijo el sirviente con voz sumisa-. Lo sé muy bien. A la gente como yo también nos cae de vez en cuando un buen sermón.

Quizá Salignac tomara a Donop por el menos borracho de todos nosotros, pues dirigiéndose a él le dijo ásperamente:

– Soy el capitán Salignac de la Guardia Imperial. Tengo órdenes del mariscal Soult de unirme a vuestro regimiento y presentarme a su comandante. ¿Tenéis la bondad de decirme vuestro nombre?

– Teniente Donop, con la venia, vuestro humilde servidor, ilustrísimo señor marqués -dijo Donop, burlón-. A vuestras órdenes, excelencia.

– Estoy harto de sus payasadas. -Las manos del capitán temblaban de ira reprimida, pero su voz sonó fría, y ni una gota de sangre subió a sus descoloridas mejillas-. Usted elige: ¿espada o pistola? Tengo a mano ambas cosas.

Donop iba a replicar burlescamente, pero Brockendorf se le adelantó, inclinándose sobre la mesa y gritando con voz de borracho:

– ¡Mis respetos, señor marqués! ¿Cómo está la preciosa salud de su excelencia?

El capitán perdió de golpe su fría serenidad. Sacó el sable y empezó a atacar furiosamente a Brockendorf a planazos.

– ¡Eh, eh! ¡No tan fuerte! -gritó Brockendorf, sorprendido y confuso, y fue a atrincherarse detrás de la mesa, intentando parar los golpes con una botella de vino vacía.

– ¡Alto! -exclamó Eglofstein, agarrando por el brazo al enfurecido capitán.

– ¡Soltadme! -exclamó Salignac, y continuó arremetiendo contra Brockendorf con el sable.

– ¡Más tarde podréis batiros en duelo si es vuestro deseo, pero ahora haced el favor de escucharme!

– ¡No, no, déjalo! -exclamó Brockendorf desde detrás de la mesa-. He tenido que domar bastantes potros salvajes, y hasta ahora no me ha mordido ninguno. ¡Ah, rediós!

Acababa de recibir un buen golpe de sable en el dorso de la mano. De inmediato dejó caer la botella de vino y examinó afligido sus peludos dedos.

Salignac bajó el sable, alzó la cabeza y nos miró a uno tras otro con gesto triunfal y desafiante.

– ¿No estaré en un error? -exclamó Eglofstein-. Habéis dicho Salignac. Si sois el capitán Baptiste de Salignac de la Guardia Imperial, debo conoceros. Yo soy el capitán Eglofstein, del regimiento Nassau, y coincidimos hace años en una misión de correo.

– Ya lo creo, fue entre Küstrin y Stralsund -dijo Salignac-. Os he reconocido nada mas entrar en la habitación, barón. Pero vuestra conducta…

– ¡No puedo creerlo, camarada! -exclamó Eglofstein horrorizado. Se acercó todo lo posible al oficial y examinó su rostro amarillento-. Habéis cambiado de un modo muy extraño desde los días de Küstrin.

El capitán de Salignac torció los labios en una mueca de desagrado.

– Cogí unas fiebres hace años. Desde entonces sufro con frecuencia accesos de ese tipo.

– ¿En las colonias? -preguntó Eglofstein.

– No. En Siria, hace muchos años -dijo Salignac. De repente, su rostro adquirió un aspecto extrañamente viejo y cansado. -No hablemos más de ello. Es una contrariedad que considero inherente a mi profesión. Pero ahora haced el favor de explicarme…

– Habéis vuelto a ser víctima de la mala suerte, camarada. Esperábamos esta noche la llegada del marqués de Bolibar, un conspirador español, hombre muy peligroso, que al parecer tiene la intención de cruzar nuestras líneas con uniforme francés.

– ¿De verdad? Y ustedes me han tomado por ese conspirador español…

El capitán rebuscó en los bolsillos de su guerrera azul y exhibió los documentos que lo legitimaban.

– Como veis, tengo orden de agregarme a vuestro regimiento y ponerme al mando de un escuadrón de dragones cuyo capitán ha sido herido o hecho prisionero por los ingleses, según me han dicho.

Era yo quien estaba al mando de los dragones desde que fuera herido el jefe de escuadrón Hulot d'Hozery. Por ello me levanté, fui hacia Salignac y le di mi nombre y graduación.

Formamos un semicírculo en torno al nuevo jefe de escuadrón. Brockendorf se frotaba contra la espalda la mano dolorida. Sólo Günther se quedó aparte, de pie contra la ventana, mirando con gesto iracundo la calle oscura. Seguía pensando en Françoise-Marie y en lo que Brockendorf, en su borrachera, había revelado acerca de sus soupers d'amour y de los cuatro platos del banquete del placer.

– Parece que he llegado en el mejor momento -dijo Salignac, estrechándonos la mano a cada uno de nosotros-. Han de saber -prosiguió, y en medio de su rostro macilento los ojos ardían en el deseo de meterse en aquella aventura-, han de saber que poseo cierta experiencia en desenmascarar espías. Fui yo quien capturó a los dos oficiales austríacos que se habían infiltrado en nuestras filas en Wagram. El propio Duroc me ha encargado varias veces tareas de esta clase.

Yo no sabía quién era Duroc, pero no era la primera vez que oía ese nombre. Probablemente se tratase de un hombre de confianza del Emperador, quizás el encargado de velar por su seguridad personal.

Mi nuevo jefe de escuadrón pidió a Eglofstein que le refiriese todo lo que sabíamos acerca del marqués de Bolibar y sus planes. Los ojos le brillaron y los rasgos descarnados se le pusieron rígidos.

– ¡El Emperador quedará contento de su viejo grognard! -dijo cuando Eglofstein concluyó su informe.

Luego se dirigió a mí, me preguntó dónde se alojaba el coronel y me pidió un dragón para acompañarle.

– Vuelvo a tener trabajo -dijo, lleno de impaciencia. El dragón y el arriero español se arrodillaron junto a él y le limpiaron las polainas de la suciedad del camino-. Últimamente tuve que escoltar un transporte de cuarenta carros con bombas y balas desde el fuerte de San Fernando hasta Forgosa. Un aburrimiento. Gritos, altercados, inspecciones, berrinches, paradas inacabables en los caminos. ¿Qué, acabáis de una vez, vosotros dos?

– ¿Y el viaje hasta aquí? -preguntó Eglofstein.

– He hecho todo el viaje con el sable desenvainado y la carabina lista para disparar. Pasado el puente que hay cerca de Tornella me atacaron unos bandidos. Me mataron a tiros al asistente y al caballo, pero les di su merecido.

– ¿Estáis herido?

Salignac se pasó la mano por el turbante.

– Una bala me rozó la frente. No hablemos más de ello. Desde esta mañana no he encontrado ni un alma en el camino real, a excepción de este mozo, que ha cargado con mi equipaje. ¿Has acabado? -se dirigió al arriero-. Quédate aquí con mis alforjas hasta que vuelva.

– Excelencia… -trató de objetar el español.

– ¡He dicho que te quedes aquí hasta que te mande a tu casa! -le increpó Salignac-. Ya cavarás mañana tu huerto.

– Sentaos y bebed con nosotros, excelencia. Aún debe de quedar vino -propuso Brockendorf. En su embriaguez, seguía tomando al capitán por el marqués de Bolibar, y le llamaba excelencia. Sin embargo, viéndonos a los demás hablar tan tranquilamente con él, le había perdonado totalmente el golpe en la mano y sus alevosos planes.

– Ya no queda vino -dijo Donop.

– En mi alforja tiene que haber tres botellas de oporto. Lo uso, combinado con naranjas y un poco de té caliente, como antídoto contra mis fiebres, cada vez que me atacan.

El capitán sacó las botellas de su equipaje y pronto volvimos a tener las copas llenas. El, por su parte, se echó el capote por encima de los hombros y se ciñó el sable.

– Ese marqués ha tenido mala suerte al cruzarse en mi camino -dijo amenazante, mientras abría la puerta-. Antes de que pase una hora lo traeré aquí a beber oporto, o juro que…

La ráfaga de nieve que de repente entró silbando por la puerta abierta se tragó sus últimas palabras, y no pude enterarme de lo que Salignac juraba hacer en caso de que el marqués de Bolibar no quisiera dejarse atrapar.

Dios ha venido

En cuanto Salignac salió de la habitación, Eglofstein, Donop y yo sacamos la baraja. Aquella noche la suerte me sonrió más que de costumbre; gané y Eglofstein tuvo que pagar. Recuerdo que varias veces jugó martingalas y cuádruples, pero perdió siempre. Acababa Donop de cortar la baraja una vez más, cuando oímos ruido de pelea. Günther se había enzarzado otra vez con el capitán Brockendorf.

Brockendorf estaba recostado en su silla, tenía delante su oporto y, como si estuviera en la taberna, pedía a gritos una botella «del mejor». Günther estaba de pie, inclinado frente a él sobre la mesa, y, con los ojos entrecerrados, le enviaba una mirada maligna y rencorosa.

– ¡Come como un lobo y bebe como un cosaco y quiere que lo respeten como oficial! -balbució con encono.

– ¡Vivat amicitia, hermano! -dijo Brockendorf, soñoliento, y levantó la copa, pues prefería seguir bebiendo tranquilamente su vino.

– Bebe como un cosaco y lleva ropa de mozo de cuerda, ¡menudo oficial! -dijo Günther en voz más alta-. ¿A qué deshollinador, judío o payaso le has comprado esa camisa que llevas?

– ¡Cállate o habla en francés! -advirtió Eglofstein, pues había hecho entrar a dos dragones en la habitación para que secasen el suelo, que estaba mojado por la nieve fundida.

– ¿Qué quieres, que me perfume el pelo con eau de lavande, monsieur tiquismiquis? -rió Brockendorf-. ¿Qué quieres, que vaya a los bailes y a las recepciones a lamer las plantas de los pies a las mujeres, como haces tú?

– Tú, en cambio -le atacó Donop-, prefieres pasarte el día en algún tabernucho de pueblo, dejándote agasajar con cerveza por los gañanes.

– ¡Menudo oficial! -terció Günther.

– ¡Callaos! -exclamó Eglofstein, lanzando una mirada inquieta a los dragones que estaban limpiando la habitación-. ¿O es que queréis que vuestras rencillas vayan de boca en boca y acaben llegando a oídos del coronel?

– Esos no entienden el francés -replicó Günther, volviéndose enseguida a Brockendorf-. ¿Te acuerdas de cuando, en el «Judío peludo» de Darmstadt, te batías en duelo a la mode de los pilludos de la calle, o sea, a bastonazos y bofetadas? ¡Una vergüenza para el regimiento!

– Sí, sí, pero me regodeé en los brazos de tu adorada, te guste o no, chaval -dijo Brockendorf, muy satisfecho de sí mismo-. No pongas esa cara; la noche de la Candelaria la pasé acostado con ella, mientras tú estabas abajo andando por la nieve y tirando piedrecitas a los cristales.

– ¡Con alguna furcia, con alguna pelandusca, en cualquier cuchitril sí que estarías acostado, pero no con ella! -rugió Günther, enfurecido.

– ¡Brockendorf! -exclamó el capitán Eglofstein, frunciendo el ceño-. ¡Que el diablo te lleve! Creo que era yo el que estaba debajo de la ventana, y no Günther.

Pero Brockendorf no estaba para escucharle.

– Tirabas piedrecitas a la ventana, te oímos muy bien. Y al volver a la cama, voy y le digo: «Oye, está Günther ahí abajo». Y ella apoya la cara en las manos y se ríe: «¡Ese crío!», dijo riéndose, «¡ese crío es tan torpe!, cuando está conmigo nunca sabe qué hacer con las manos y los pies».

La voz de Brockendorf era ronca; cuando hablaba, parecía el chirriar de las ruedas de un carro al pasar por un puente. Sin embargo, mientras le escuchábamos nuestra ira desapareció; lo mirábamos a él y oíamos, a través de su sucia boca, el eco lejano de la risa de Françoise-Marie.

– Cuando vi la sombra en los cristales de la ventana pensé que sería el coronel, que estaba en casa -dijo Eglofstein, inclinando la cabeza-. Si hubiera sabido que eras tú, Brockendorf, por mi alma que habría subido y te habría tirado a la nieve por la ventana. Pero eso ya es cosa pasada; el amor, como la fiebre más abrasadora, acaba apagándose.

Pero Brockendorf aún no había acabado con Günther.

– ¡Cuánto se reía! -gritó-. Cuántas veces decía: «Ese tontuelo, ese crío quiere que yo vaya a su habitación. ¿Y sabes dónde vive? En el fondo del patio, encima del gallinero y debajo del palomar. ¡Allí quiere que vaya!».

Eran las palabras mordaces con las que Françoise-Marie nos escarnecía, pero ninguno de nosotros sintió ira; allí estábamos, escuchando, y nos parecía oír otra vez a la amada muerta hablándonos por boca de un borracho.

– Hermanos, me sabe mal que le quitáramos su mujer al coronel -dijo en voz baja Donop, que con el vino siempre se ponía melancólico y filosófico.

– Sí, sí, hermano, claro. Tú le escribías cartas de amor llenas de citas de Cicerón; me hacía traducírselas cuando estábamos en la cama -rió Brockendorf.

– ¡No chilles tanto! Si esto llega a oídos del coronel, estamos perdidos -advirtió Donop, inquieto.

– Te ha dado la stridor dentium, ¿a que sí, hermano? Es una enfermedad muy mala, que moja los calzones. A mí me importan un comino todos los coroneles y los generales -gritó Brockendorf.

– Me sabe mal lo que hice -se quejó Donop-. Ahora estamos aquí juntos los cinco, y ¿qué nos queda de aquellos días? Nada más que asco, celos y odio.

Se cogió la cabeza con las manos y el vino empezó a filosofar por su boca.

– El mal y el bien, hermanos, son dos caballos distintos, cada uno anda a un paso diferente. Pero a veces me parece como si viera el puño que sujeta las riendas a los dos y ara con ellos esta tierra de labranza que es el mundo. ¿Cómo puedo llamarlo, a ese poder misterioso que nos hace a todos tan desdichados y nos convierte en sus bufones? ¿Debo llamarlo destino, azar, o eterna ley de las estrellas?

– Los españoles lo llamamos Dios -dijo de pronto una voz extraña desde un rincón del cuarto.

Nos levantamos de golpe y miramos a nuestro alrededor. Los dos dragones ya se habían ido, dejando las escobas apoyadas contra la pared. Pero el arriero español que había traído los bultos del capitán Salignac estaba acuclillado en el suelo en un rincón de la habitación, envuelto en su grosera capa parda y rezando el rosario. La luz de una tea iluminaba su rostro ancho, rojo y extraordinariamente feo; sus labios se movían incesantemente en la oración. A su lado, en el suelo, tenía extendido un mal pañuelo de algodón, con un trozo de pan y una cabeza de ajos.

Creo que en los primeros instantes nos sentimos más asombrados que asustados al comprobar que era el español quien, con sus sencillas palabras, se había mezclado en nuestra conversación. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de lo que había ocurrido.

Aquel hombre había descubierto nuestro secreto. Aquello que cada uno de nosotros había ocultado tan celosamente durante un año, es decir, que Françoise-Marie, la esposa del coronel, había sido su amante, había salido a la luz en aquel momento, y nos hallábamos a la merced de aquel extraño. Me pareció ver aparecer el rostro barbudo del coronel, desfigurado por la cólera y la pasión, muy cerca del mío. Me temblaban las rodillas y un escalofrío me recorrió la espalda. La hora del desastre, que habíamos temido durante todo un año, había llegado.

Nos quedamos callados, aterrorizados y perplejos durante largos minutos. Mi embriaguez había desaparecido; de repente me encontré sereno, como si no hubiese bebido una gota de vino; sólo me dolía la cabeza, y tenía el corazón lleno de angustiado desconsuelo. De afuera, del patio de la casa, me llegó el aullido de un perro, un lamento lejano y penoso. Y me pareció como si aquel aullido saliese de mi garganta, como si fuese mi propia voz, que en alguna parte, lejos de mí, sobre la nieve, se lamentase y sollozase en un horror sin límites.

Por fin, Eglofstein recobró la presencia de ánimo. Se puso rígido y, con la fusta en la mano, se dirigió al español con gesto amenazante.

– ¿Todavía estás aquí? ¿Qué haces ahí sentado escuchando?

– Estoy esperando, señor militar, como me han ordenado.

– ¿Entiendes el francés?

– ¡Unas pocas palabras solamente, señor! -balbució el español, asustado y confuso-. Mi mujer vino de Bayona a esta parte, y ella me ha enseñado alguna cosa, sacré chien me enseñó. Sacré matin, gaillard, petit gaillard, bon garçon, vive la nation. Eso es lo que sé.

– ¡Termina con tu letanía! -le gritó Günther-. Eres un espía, te has colado aquí para pescar algo.

– ¡No soy ningún espía! -protestó el arriero-. ¡Por la Madre de Dios! Lo único que he hecho ha sido indicarle el camino a ese oficial extranjero y cargar con sus bultos. Preguntad por mí al hermano recaudador de la Hermandad de los Barnabitas, preguntad al reverendo capellán de la ermita de Nuestra Señora por el tío Perico; los dos me conocen, preguntadles, señor militar.

– ¡Al infierno tus curas y tus sotanas! -exclamó Brockendorf-. ¡Y cierra el pico hasta que se te pregunte, espía!

El español enmudeció y escupió al suelo un bocado de pan y ajos mascados. Nos miró a uno tras otro con ojos intranquilos, pero no encontró más que gestos sombríos e implacables. En ninguno de nuestros rostros halló misericordia.

Nos reunimos, juntamos las cabezas por encima de la mesa y entre susurros celebramos un consejo de guerra. Los aullidos del perro se habían hecho más fuertes y venían ahora de más cerca.

– Tiene que irse. Tiene que salir inmediatamente de la ciudad -dijo Donop-. Si habla, estamos perdidos.

– No es posible -objeté yo-. Los centinelas tienen órdenes de no dejar salir a nadie por la puerta.

– No estaré tranquilo mientras este individuo ande por ahí y pueda ir pregonando lo que ha oído -susurró Donop.

– Tiene que morir; por más que dé la lata y se queje, tiene que morir; si no, mañana el regimiento entero sabrá con pelos y señales lo que hemos hablado aquí -dijo Günther en voz baja.

– Tiene que palmar, o la cosa se pondrá fea -afirmó Brockendorf.

– No tenemos motivo para un juicio sumario -dije yo-. No es un espía, no ha hecho nada, aparte de cargar con los bultos de Salignac.

– ¿Qué hacemos? -gimió Donop-. Hermano, presiento una desgracia. ¿Qué hacemos?

– No lo sé -dijo Eglofstein, encogiéndose de hombros. Lo único que sé, hermanos, es que estamos perdidos.

Mientras estábamos allí desesperados, sin saber qué hacer para salir con bien de aquello, la puerta se abrió de golpe y entró a grandes pasos el sargento Urban de los granaderos de Nassau. Llevaba un gran perro negro cogido del collar.

– ¡Mi capitán! -exclamó jadeante, pues le costaba un gran esfuerzo sujetar al perro, que se debatía como si estuviera rabioso-. Mi capitán, este perro no para de correr de aquí para allá, y no hay manera de ahuyentarlo. Rascaba en la puerta y quería entrar.

Entonces su mirada cayó sobre el arriero; soltó inmediatamente el collar, se puso en jarras y empezó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Perico! -gritó, retorciéndose, a punto de reventar de risa-. ¿Estás ya de vuelta, Perico? ¡Poco ha durado la romería!

De un salto, el perro se había lanzado sobre el arriero. Junto a él, se puso a dar brincos, a retozar, a aullar y a demostrar su desbordante alegría de todas las maneras posibles.

– ¿Qué sabe usted de este hombre? -preguntó Eglofstein-. ¿Lo conoce usted, sargento?

– ¡Sí que me conoce! -exclamó alentado el español-. Ya lo habéis oído, me ha llamado Perico. Perico, ése soy yo. ¡Dios y la Santísima Virgen sean loados! Ya veis vos mismo que no soy un espía-. El perro se apretaba contra él, gemía y le lamía las manos, pero él lo rechazó, mandándolo a un rincón.

– ¡Espía no serás, pero lo que es ladrón…! -exclamó el sargento-. ¡Sinvergüenza! ¡Pillastre inmundo y harapiento! ¡Venga acá el dinero! Si los truhanes formasen un regimiento, tú serías el abanderado!

El español se estremeció y, asustado, miró al sargento con ojos llenos de temor.

– Mi capitán -informó el sargento-, este individuo es uno de los carreteros españoles que tenemos a nuestro servicio. Esta mañana, durante una parada delante de la posada que hay al lado de la puerta, le ha robado al dragón Kümmel, de la compañía del sargento Brendel, una bolsa que contenía doce táleros. Hemos ido tras él, pero no hemos podido capturarlo. Y ahora resulta que ha vuelto por su propio pie.

El arriero palideció, y todo su cuerpo empezó a temblar.

– ¡So marrano! -le gritó el sargento-. ¡Devuelve el dinero, que ya no te va a hacer falta! ¡O te cuelgan, o vas a galeras para toda la vida!

Eglofstein se puso en pie. En sus ojos brillaba una alegría desbordante y triunfal. Había desaparecido el peso que le oprimía el corazón. El español que sorprendió nuestro secreto había sido atrapado por ladrón y era reo de muerte. Eglofstein cambió una mirada de inteligencia con Günther y Donop.

– ¿Es que no te han pagado tu jornal cada día? -preguntó severamente al español-. ¿Qué motivos tenías para robar?

– No he robado -balbució el español, horrorizado-. No sé nada de jornales, ni he sido nunca carretero con vosotros.

– ¡Serás embustero! -exclamó irritado el sargento-. ¿O sea que no has sido nunca carretero en nuestro regimiento?

Corrió a la escalera y gritó hacia la buhardilla:

– ¡Kümmel! ¿Estás despierto? ¡Kümmel! ¡Baja enseguida! ¡Tus táleros han vuelto ellos solitos!

El dragón Kümmel bajó inmediatamente la escalera a tropezones, medio dormido y con el pelo revuelto como un jamelgo. En lugar de capote llevaba sobre los hombros una manta de caballo. En cuanto vio al arriero se despabiló.

– ¿Ya estás aquí otra vez? -gritó-. ¡Perro sarnoso! ¡Cerdo repugnante! ¡Piltrafa nauseabunda! ¿Quién te ha echado el guante? ¿Dónde está mi dinero?

– ¿Qué queréis de mí? ¡No os conozco, no os he visto nunca! -gimió el arriero, aterrorizado-. Juro por la sangre de Cristo…

– ¡Habla en cristiano! -gritó Kümmel, esperando que aquel español hablase en alemán y no en castellano-. ¡Maldito sea el loco que en la torre de Babel se inventó vuestra condenada jerga!

– ¿Lo reconoce? ¿Es éste el sujeto que le ha robado la bolsa esta mañana? -preguntó impaciente Eglofstein al dragón.

– ¡Cómo no voy a reconocerlo! -respondió Kümmel-. No hay dos como él en todo el ejército. Lleva una gorra que parece un nido de cigüeña, tiene la cabeza como una calabaza y un morro que parece un cazo. Ven para acá, chaval, que te voy a echar una mirada.

Echó mano a la tea y volvió a observar al español de pies a cabeza.

– ¡Mi capitán, no es él! -dijo al cabo de un momento, sacudiendo la cabeza muy asombrado-. ¡Que el diablo te lleve! ¡Esta mañana tenías cuatro dedos de ladrón en la mano derecha y ahora de golpe y porrazo tienes cinco!

– ¿No es él? -exclamó Eglofstein, apenas capaz de disimular su disgusto y su decepción-. ¡Registradlo, mirad si lleva el dinero encima!

El dragón Kümmel metió las manos en los bolsillos de la zamarra del arriero y sacó enseguida una gran bolsa de cuero.

– ¡Aquí está! ¡Mi bolsa! ¿Vas a seguir negándolo, so ratero?

Buscó en la bolsa, pero no encontró nada en ella, excepto unos dientes de ajo y un trozo de pan.

– ¡Mi dinero no está! -gritó enfurecido-. ¿Es que siempre me tiene que tocar a mí pagar el pato? ¿Adonde han ido a parar mis táleros? ¡Contesta! ¿Te los has gastado todos en vino en un solo día?

El español siguió callado, mirando desconcertado al suelo.

– ¿Dónde está mi dinero? -gritó el dragón-. ¿Lo has enterrado o te lo has bebido? ¿Qué, te ha comido la lengua el gato?

– Dios me ha mandado un terrible castigo -dijo el español-. Es su voluntad. Lo que ha de suceder, sucede.

– ¡Mi capitán! -dijo el sargento Urban-. Seguramente este es el mismo ladrón que hace cinco días robó uno de los arcones del señor coronel, que contenía vestidos y camisones de seda de la señora coronela.

– ¡Basta, basta! -exclamó enseguida Eglofstein. Le inquietaba que el sargento empezase a hablar del coronel y su esposa, pues temía que el arriero aprovechase la ocasión para soltar todo lo que nos había oído decir-. ¡Basta! El robo está probado. Sargento, tome seis hombres con los fusiles cargados, llévese a este hombre al patio y terminemos de una vez.

– Pero rápido, ¿eh? ¡Rápido! -apremió Günther-. No me gustan los curas que dicen la misa despacio.

– No me hace falta ni la mitad de lo que dura una Santa Misa, del Introito al Agnus Dei -dijo el sargento, y, volviéndose hacia los dragones que por curiosidad, para ver qué pasaba, habían bajado por las escaleras detrás de Kümmel, ordenó:

– ¡A formar! Ponedlo en el centro. ¡Media vuelta a la derecha! ¡Adelante! ¡Marchen!

– ¡Señor! -exclamó el arriero, soltándose de las manos de los dragones-. ¡Vos sois cristiano! ¿Me vais a matar sin confesión?

Eglofstein frunció el ceño. No estaba dispuesto a consentir ningún aplazamiento. Además, dejar hablar al español libremente con otro le parecía peligroso y totalmente absurdo.

– Si he de morir, quiero confesarme antes -exclamó el español con el rostro alterado-. Vos, como yo, creéis en Dios y en la Santísima Trinidad. Por la salvación de mi alma, haced que venga el señor cura, o el padre guardián del convento de Santa Engracia.

– ¿Para qué quieres al cura? ¡Confiésate con ése! -terció Brockendorf, señalando al teniente Donop-. También tiene una buena calva, y cuando se pone a hablar latín no hay quien lo pare.

– ¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Sargento, lléveselo! -exclamó Günther, para quien el asunto ya se estaba prolongando demasiado.

– ¡No! -gritó el español, agarrándose con las dos manos a la mesa-. ¡Dejadme hablar con el señor cura! ¡Sólo un momento, unos pocos minutos, lo que dura un santo rosario!

Pero era justamente eso lo que nos convenía evitar.

– ¡Cállate, ladrón! -le espetó Günther-. ¿Te has creído que no sé las condenadas mentiras que quieres confesarle al cura? ¡Sargento, lléveselo!

El español se lo quedó mirando, respiró hondo y empezó de nuevo.

– ¡Escuchadme, señores! Tengo una cosa que hacer en la ciudad. Muerto yo, no habrá nadie que se encargue de ella. Dejadme hablar con el señor cura. No puedo morirme sin dejar el asunto en sus manos.

Nos miró a todos, uno tras otro, mientras se enjugaba el sudor de la frente. De pronto le invadió la desesperación y exclamó, gimiendo a voz en grito:

– ¿Es que no hay nadie que me escuche? ¿No hay ningún español, ningún cristiano que me escuche?

– ¡Lo que tengas que hacer, lo haremos nosotros! -dijo Eglofstein para poner fin al asunto, mientras se golpeaba, impaciente, la caña de las botas con la fusta-. ¡Venga, dinos de qué trabajo se trata y acabemos de una vez!

– ¿Vos lo vais a hacer por mí? ¿Vos? ¿Vos? -exclamó el español.

– ¡Los soldados sabemos hacer de todo! -dijo Eglofstein-. ¡Rápido! Dinos, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Hay que plantar nabos? ¿Hay que arreglar un tejado?

El español volvió a mirarnos a todos uno tras otro. De repente pareció ocurrírsele una idea.

– ¡Vosotros sois cristianos, señores! -dijo-. Juradme por Jesús y por la Virgen Santísima que mantendréis lo que habéis prometido.

– ¡Al diablo tus ceremonias! -exclamó Günther-. Somos oficiales. Lo que hemos prometido lo mantendremos, y con eso basta.

– ¡Lo que tengas que hacer, lo haremos en tu lugar! -repitió Eglofstein-. ¿Tienes que vender un burro? ¿Has de cobrar dinero? ¿Qué trabajo es?

En aquel instante empezaron a sonar en la iglesia cercana las campanadas de la misa de medianoche, anunciando a los creyentes la consumación del misterio de la Eucaristía. El viento nos trajo el tañido de las campanas a través del frío aire invernal. Y el arriero hizo lo que hacen todos los españoles cuando oyen sonar la campana que llama a misa: se arrodilló, se santiguó y dijo, en voz baja y reverente:

– Dios viene.

– Bueno, ¿qué? ¿Cuál es el trabajo? -preguntó Günther-. ¿Hay que sembrar hortalizas? ¿Hay que degollar un cerdo? ¿Hay que matar un buey?

– ¡Dios os lo dirá! -susurró el español, todavía enfrascado en su plegaria.

– ¿Hay que cribar harina? ¿Hay que cocer pan? ¿Hay que llevar grano al molino? ¡Responde!

– ¡Dios os lo señalará! -dijo el español.

– ¡No seas imbécil! ¡Contesta! -exclamó Eglofstein-. No mezcles a Dios en esto, él no sabe nada de ti.

– ¡Dios ha venido! -dijo solemnemente el español, alzándose del suelo-. Habéis jurado y Dios lo ha oído.

De repente su actitud había cambiado por completo. El miedo que antes demostraba había desaparecido. Al adelantarse hacia el sargento, no era ya un pobre arriero acusado de robo, sino un hombre orgulloso y lleno de dignidad.

– Aquí estoy, sargento. Cumpla con su deber.

No me explico cómo no me di cuenta en aquel mismo instante de quién había ido a caer en nuestras manos. Cómo no comprendí la naturaleza de la obra que depositaba en nosotros aquel a quien enviábamos a la muerte. Pero estábamos ciegos, y sólo teníamos una idea en la cabeza: hacer callar para siempre a aquel que compartía nuestro secreto.

A una señal del capitán Eglofstein, me dirigí afuera para cuidar de que la ejecución se efectuara rápidamente y conforme a las reglas. La nieve, que tenía medio palmo de altura, apagaba el ruido de los pasos de los soldados que marchaban. La luz de la luna llena iluminaba débilmente el patio.

Los soldados formaron en cuadro y cargaron los fusiles. El español me llamó con un gesto.

– ¡Sujetad a mi perro, mi teniente! -suplicó-. Sujetadlo fuerte, hasta que haya pasado todo.

Desde el lugar en donde estábamos se veían, por encima de la muralla, los viñedos oscuros y los campos ondulados iluminados por la luna. Moreras e higueras se alzaban en la nieve, estirando sus ramas desnudas. Lejos, hacia el oeste, al borde del horizonte, se extendía amenazante una sombra oscura: los lejanos bosques de encinas en cuyas quebradas se ocultaba, con sus hordas, nuestro enemigo el Tonel.

– Dejadme ver una vez más el paisaje, teniente -dijo el español-. Es mi paisaje, mi tierra. Para mí se cubren de verdor esos pastos, para mí crecen las viñas, para mí paren las vacas. Es mi tierra la que azota el viento, es en mi tierra donde cae la nieve, la lluvia y el rocío del cielo. Para mí germinan las semillas entre los surcos, para mí respiran las casas bajo los tejados, es mío todo lo que abarca este cielo. Vos, teniente, sois un soldado. No comprendéis lo que significan las palabras «mi paisaje», «mi tierra». Haceos a un lado y dad la orden.

Sonaron seis disparos. El perro aulló y se debatió como rabioso en su collar. Lo solté, le cogí la tea al sargento e iluminé el rostro del muerto.

El marqués de Bolibar había recobrado su antiguo semblante. La violencia que había impuesto a sus rasgos con el fin de engañarnos haciendo el papel de un arriero había sido quebrada por la muerte. Y ahora yacía allí, y su rostro era tal como yo lo había visto la mañana de aquel mismo día: orgulloso, inalterable, pavoroso aun en la muerte.

Los soldados apartaron la nieve y se pusieron manos a la obra para enterrar al muerto. Con pasos lentos crucé el patio para volver a mi casa. Y de pronto vislumbré ante mí, con toda claridad, los extraños y retorcidos caminos del marqués de Bolibar, y comprendí lo que había pasado. Había salido secretamente de su casa por la mañana, y sin duda debió de encontrarse en el bosque con aquel carretero Perico, que acababa de fugarse con los táleros robados. Intercambiaron las ropas y su rostro, sometido de modo extraordinario al dictado de su voluntad, adquirió los rasgos del carretero. Así regresó a la ciudad, para, sin ser reconocido, poner en ejecución sus planes. Pero de repente se había visto atrapado en el papel de un ladrón, como en un calabozo. No podía renunciar a él sin delatarse, así que hubo de representarlo hasta el final, y sufrió la muerte que estaba destinada a otro.

Y mientras todos estos pensamientos me cruzaban la mente, me quedé parado de pronto en la nieve y me golpeé la frente. Pues acababa de comprender también el sentido del extraño juramento que nos había obligado a hacer. Frente a la muerte, rodeado de enemigos, desoído por todos, el marqués de Bolibar nos había legado la realización de su obra; nosotros mismos habríamos de dar las señales que habían de traernos la destrucción.

Quise reír ante lo absurdo de aquella idea, pero la risa no quiso salir. Resonaban en mis oídos las palabras del muerto: «Dios viene».

Dios había venido. Me recorrió un repentino escalofrío, y también el temor ante algo que no podía expresar con palabras y que se alzaba ante mí tan oscuro, tan amenazante y tan colmado de peligros como las negras sombras de aquel lejano bosque de encinas.

Entré en la habitación caliente y llena de vapores de vino y humo espeso. Günther y Brockendorf habían olvidado sus rencillas y estaban durmiendo armoniosamente en el suelo, con las cabezas juntas. Donop, sentado encima de la mesa, tenía en la mano el puñal del marqués, y contemplaba el artístico dibujo del mango tallado. En medio de la habitación estaba Eglofstein con el capitán Salignac, que venía empujando delante de él a un hombre al que tenía sujeto con ambas manos por el cuello de la camisa, y que gritaba y gesticulaba acaloradamente.

– ¡Eglofstein! El hombre a quien habéis hecho fusilar era el marqués de Bolibar -exclamé, creyendo que despertaría asombro, alegría y júbilo con mi noticia.

La respuesta fue una rugiente carcajada.

– ¿Otro marqués de Bolibar? -gritó Eglofstein-. ¿Cuántos de ellos corren esta noche por la ciudad? Mi amigo Salignac también ha cogido a uno.

Señaló al prisionero de Salignac, cuyo rostro no pude reconocer, pues estaba cubierto por uno de esos antifaces de seda negra que los maridos españoles usan para enmascararse cuando salen por la noche en busca de aventuras amorosas.

– ¡Camarada! -dijo después, burlón, a Salignac-. Ibais por lana y habéis salido trasquilado. Os aconsejo que no ahorquéis nada más llegar al respetable alcalde de nuestra ciudad. Puede que lo necesitemos.

Serenata alemana

No pudimos evitar reír a carcajadas al reconocer en nuestro desdichado prisionero a Su Obesidad el señor alcalde de La Bisbal. El barullo y las carcajadas alcanzaron tal volumen que el teniente Günther se despertó sobresaltado. Se levantó, se restregó los ojos con ambas manos y bostezó. Brockendorf siguió dormido, roncando tan ferozmente como si quisiera hacer saltar la puerta de la habitación con sus resoplidos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Günther medio dormido, alisándose los cabellos.

Ante nuestra ruidosa alegría, el alcalde torció el gesto en una sonrisa agria, estrujó su gorra con las manos, entre irritado y turbado, y puso cara de haber bebido vinagre creyendo que era anís.

– Señores -dijo-, a todos nos gusta ir a labrar alguna noche un huerto que no sea el propio.

Miró nuestros rostros risueños uno tras otro. Se veía el esfuerzo que le costaba reprimir su enojo.

– Hay en nuestra ciudad mujeres mucho más hermosas que las damas que por las noches se reclinan contra las columnas de los soportales del Palais Royal -afirmó, tan orgulloso de que en su ciudad hubiese mujeres tan hermosas, como de haber visto mucho mundo y hallarse casi tan familiarizado con París como con La Bisbal.

– Pues yo hasta ahora no he visto gran cosa por las calles -dijo Eglofstein desdeñoso.

– ¡Eso no es más que salvado! -exclamó prontamente el alcalde-. Lo que habéis visto es para nosotros nada más. Pero para los señores oficiales yo sé dónde hay harina fina y blanca.

– Sí, sí, harina blanca -dijo Donop despreciativo-. Querréis decir el albayalde y el arrebol con el que las mujerzuelas se embadurnan las arrugas, por debajo de las cuales parece aquello una piel de buey sin curtir. Si lo sabré yo.

– ¡No debería usted decir esas cosas, señor! -dijo el alcalde, resentido-. Ya verá cuando conozca a la Monjita: no encontrará en sus carrillos ni albayalde ni cosa alguna. Sólo tiene diecisiete años, pero los hombres andan detrás de ella como las moscas detrás de la miel.

– ¡Pues que venga para aquí! -exclamó de repente Brockendorf desde su rincón, pues al oír hablar de mujeres se había espabilado al momento-. ¡Diecisiete años! Siento la sangre como la cal viva cuando le echan agua.

– ¿Quién es esa Monjita? -preguntó Eglofstein, torciendo los labios-. ¿La hija de un sastre? ¿La moza de un peluquero?

– Su padre es un hidalgo, señor, uno de esos que quieren que todo el mundo los respete como a ilustres señorías pero que son tan pobres que no tienen ni para comprarse una camisa. Corren tiempos malos, y no hay quien pueda con tantos impuestos y gabelas. Para él será un gran honor ver que su hija merece las atenciones de los señores oficiales.

– ¿Qué oficio tiene? ¿Por qué no lo manda al diablo si no le sirve para ganarse el pan? -quiso saber Donop.

– Pinta cuadros -informó el alcalde-. Cuadros de emperadores, reyes, profetas y apóstoles, que pone a la venta a la puerta de la iglesia y por las noches en los mesones. Es muy mañoso; pinta de todo, sea hombre o animal: a san Roque lo pinta con un perro, a san Nicasio con un ratón y a san Pablo Ermitaño con un cuervo.

– ¿Y la hija? -preguntó Günther-. Si no tiene más que diecisiete años… Las mujeres de este país, a esa edad, son como las gaitas en nuestra tierra. Gritan en cuanto se les pone la mano encima.

– La hija -dijo el alcalde- mira con agrado a los señores oficiales.

– Entonces ¡allons! ¡Adelante! ¿Qué estamos esperando? -exclamó Brockendorf lleno de entusiasmo-. Si tiene un huertecillo, yo quiero labrarlo.

– Ya se ha hecho muy tarde para ir hoy -objetó el alcalde, echando una mirada preocupada al borracho Brockendorf-. Podemos dejarlo para otra ocasión, señores, quizá para mañana después del almuerzo. A estas horas, el señor don Ramón de Alacho ya se habrá acostado. A mi entender, por hoy lo mejor será que nos vayamos todos a dormir.

– ¿Ha terminado usted? -le espetó Eglofstein, imperioso-. ¿Sí? Entonces no vuelva a hablar hasta que se le pregunte. ¡En marcha! ¡Tome la linterna y guíenos! ¡Salignac! -dijo dirigiéndose al capitán de la Guardia, que, intranquilo, no paraba de andar de un lado al otro de la habitación-. ¿Nos acompaña?

El capitán Salignac se detuvo y sacudió la cabeza.

– Me quedo a esperar a mi sirviente. Aunque le dije que se quedara, se ha marchado. ¿Podría decirme, barón, adonde se fue?

– ¡Camarada! -dijo Eglofstein, echándose el capote sobre los hombros-. No anduvo usted afortunado en la elección de su compañero de viaje. Su sirviente era un ladrón. Esta mañana le robó la bolsa a uno de mis hombres. La llevaba encima, pero los táleros ya no estaban.

Salignac no se sorprendió ni se asombró lo más mínimo.

– ¿Lo ha hecho usted ahorcar? -preguntó, sin levantar la cabeza.

– Se equivoca, camarada. Lo hemos hecho fusilar ahí afuera, en el patio. El carpintero no tendrá lista la horca hasta la semana que viene.

La respuesta del capitán fue realmente singular. Muchas veces, en días posteriores, me acordé de ella sin poderlo evitar.

– Lo sabía -dijo-. Hasta ahora, nadie que haya hecho un trozo de camino a mi lado ha vivido mucho tiempo.

Nos volvió la espalda y continuó su recorrido por la habitación.

Salimos de la estancia detrás del alcalde y, envueltos en nuestros capotes, empezamos a caminar, uno sobre las huellas del otro, por las callejas cubiertas de nieve. Subimos por la Calle de las Arcadas, y a continuación recorrimos la Calle de los Carmelitas y la calle Ancha, lo amplia para que pudieran cruzarse dos carros. Las calles estaban tranquilas y desiertas, pues hacía un buen rato que había acabado la Misa del gallo. Pasamos por delante de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar y de la Torre de la Gironella, y alcanzamos una plaza en la que se alzaban seis estatuas de santos en piedra, de tamaño natural.

Anduvimos en silencio, temblando de frío. El alcalde no paraba de hablar; cada cien pasos se paraba y señalaba, con su bastoncillo guarnecido de plata, a esta o la otra casa. Aquí, nos contó, vivió hasta hace un año un hombre que tenía un primo que había sido consejero real en el Tribunal. También había vivido un tiempo en la ciudad un juez del Real Tribunal de Indias, un tal don Antonio Fernández, así se llamaba el hombre. En este otro lugar, siguió contándonos, el arzobispo de Zaragoza había tenido que esperar una vez durante una hora bajo el sol, pues uno de los caballos de su coche había perdido una herradura. En la pequeña vaquería que había a la derecha de la iglesia se había producido el año pasado un incendio en el que había perdido la vida la esposa del propietario. Y en aquella otra tienda los caballeros podrían adquirir todo cuanto un oficial necesitaba para su servicio.

Ante la iglesia, el alcalde se detuvo, hizo una inclinación, se santiguó y nos mostró un papel sujeto a medias a la puerta de la iglesia y que aleteaba al viento.

– Aquí -nos explicó- están escritos, para pública humillación, los nombres de todos aquellos ciudadanos que han faltado a la vigilia o no se confesaron el domingo pasado. Es que nuestro señor cura…

– ¡Ojalá se te seque la lengua a ti y a tu señor cura! -le gritó Günther, enfurecido-. ¿Para qué nos tienes aquí de plantón delante de la iglesia, con la nieve que está cayendo y el frío que hace? ¡Venga, en marcha! ¡Al trote! ¡No hemos venido contigo para que nos des lecciones de catecismo!

De repente enmudeció, porque al reanudar la marcha tropezó con una muía muerta que había en medio de la calle y fue a dar en el suelo cubierto de nieve. Con las ropas totalmente empapadas, se incorporó y empezó a maldecir ferozmente a España, el país y sus habitantes, a los que culpaba de su tropiezo.

– ¡Qué país de porquería y de holgazanes! ¡Las calles llenas de estiércol, el hierro de orín, los paños de polillas, la madera de carcoma, y los campos de malas hierbas!

– Y fijaos en la luna, la muy cretina, ni siquiera ella es capaz de hacer las cosas como está mandado -le secundó Brockendorf-. Ayer estaba enjuta como un arenque y hoy parece un cerdo cebón.

Entretanto, habíamos llegado por fin a la residencia de don Ramón de Alacho, el padre de la Monjita. La casa era baja y estaba descuidada, y se encontraba justo enfrente de las seis estatuas de santos de la plaza.

Günther echó mano al picaporte y golpeó la puerta ruidosamente.

– ¡Ah de la casa! ¡Señor don Ramón! ¡Abra! ¡Han venido invitados!

En la casa todo permaneció en silencio. Los copos de nieve empezaron a caer más espesos y a quedársenos enganchados en los capotes y las gorras.

– ¡Animo! ¡Hundamos la puerta! -lo azuzó Brockendorf, dando palmadas con las manos a causa del frío-. Venga, vamos a reventarlo, no creo que sea tan recia como las líneas inglesas aquella vez, en Torre Vedras.

– ¡Abra, señor de Villamodorra del Ronquido! -gritó Günther, aporreando la puerta con el picaporte-. ¡Abra o haremos saltar la puerta y las ventanas!

– ¡Ya estás abriendo, o te hacemos pedazos todas las estufas que tengas en la casa! -bramó Brockendorf, olvidando que nosotros estábamos fuera y las estufas dentro.

En la casa vecina se abrió una ventana y apareció una cabeza con gorro de dormir. Enseguida volvió al interior de la oscura habitación. La ventana se cerró con un estampido. Nuestros capotes nevados habían asustado a aquel ciudadano medio dormido, que ahora debía de estar metido en la cama, contándole a su mujer que los seis santos de piedra habían descendido de sus pedestales y se dedicaban a alborotar y a divertirse delante de la casa del vecino.

Pero desde arriba, desde una ventana situada justo encima de nuestras cabezas, nos llegó una voz enfurecida:

– ¡Por las barbas de Satanás! ¿Quién anda ahí?

– Este sabe maldecir como un marino de la compañía de las Indias Orientales, pero yo tampoco soy manco -dijo Donop, y contestó a voz en grito-: ¡Mal rayo te parta noventa y nueve veces! ¡Abre!

– ¿Quién anda ahí abajo? -gritó la voz.

– ¡Soldados del Emperador!

– ¿Soldados? ¡Qué más quisierais? -fue la iracunda respuesta-. ¡Hilanderos, eso es lo que sois! ¡Deshollinadores! ¡Poceros! ¡Escoberos!

– ¿Y tú quién eres, vil gusano? ¡Asómate, que vamos a hacer una empanada contigo! -gritó Brockendorf con toda la fuerza de sus pulmones, indignado porque le habían llamado hilandero y deshollinador e incluso pocero, es decir, miembro del gremio encargado de la limpieza de las letrinas.

– Don Ramón, baje usted y abra la puerta -dijo la voz de arriba, sensiblemente más tranquila-. Tengo ganas de ver al individuo que quiere hacer una empanada conmigo.

Entonces oímos pasos en el interior de la casa y el crujido de una escalera de madera. Después se abrió la puerta y en el hueco apareció un hombre bajo y contrahecho, con una joroba tan grande como los montones de tierra que hacen los topos en mayo. Aquel individuo llevaba en las piernas polainas de paño rojo cortadas al bies. La borla de la gorra de lana parda le colgaba sobre la oreja derecha. Se inclinó ante nosotros de la manera más ridicula; la tea que llevaba en la mano describió un arco flameante en la oscuridad; su sombra era la de una mula que se inclina hacia el suelo para que le carguen sobre el lomo la marmita de campaña.

Subimos por la escalera y llegamos a un cuarto en el que yacían dispersos toda clase de útiles de pintura. En medio de la habitación había un caballete montado con un cuadro de Santiago, el santo de Galicia, casi pintado ya, a falta de la gorguera y el brazo derecho. A continuación entramos en el segundo aposento, que no estaba iluminado, pero tenía una chimenea en la que ardía un alegre fuego de sarmientos. Había un hombre sentado en un sillón, con las piernas estiradas, calentándose al fuego las plantas de los pies. Junto a él, en el suelo, yacían un par de botas altas de Hessen que se había quitado, y en la mesa había varios vasos, una botella de vino y un gran tricornio à la russe.

Cuando entramos, giró el rostro hacia nosotros y, para nuestra consternación, descubrimos que el hombre a quien habíamos dado delante de la puerta nuestra ruidosa serenata no era otro que el coronel. Pero ya estábamos arriba, y era demasiado tarde para poner tierra de por medio.

– ¡Pasen, pasen, no se queden ahí parados! -exclamó dirigiéndose hacia nosotros el coronel-. ¿Quién de ustedes es el cocinero que quiere hacer una empanada conmigo?

– ¡Eglofstein! Háblele usted, a usted le tiene en mucho aprecio -oí susurrar detrás de mí a Donop.

– ¡Mi coronel! -dijo Eglofstein, adelantándose y haciendo una reverencia-. Le pido mil perdones, pero todo eso no iba dirigido a usted.

– ¡Ah! ¿No iba dirigido a mí? -exclamó el coronel, soltando a continuación una estruendosa carcajada-. Eglofstein, me hago cargo perfectamente de que en estos momentos preferiría usted encontrarse muy lejos de aquí. En Java, con la pimienta, ¿a que sí? ¡O en Bengala, con la canela! O en las islas Molucas, donde crece la nuez moscada. ¡Brockendorf! ¿Quién es ahora el vil gusano, yo u otro?

El coronel, que era hombre irascible y que, cuando lo atormentaba la gota, no conocía barreras en sus accesos de furor exasperado, estaba aquella noche de buen humor, y nosotros supimos sacar partido de ello.

– Tenga en consideración, mi coronel -replicó Eglofstein señalando a Brockendorf, quien, con cara de pecador empedernido, estaba allí de pie como Barrabás en un auto sacramental-, que está medio loco y que esta noche, para acabar de arreglarlo, está borracho como una cuba.

– Le falta el bene distinguendum -terció Donop, intentando exculpar a Brockendorf.

– ¡Ven para acá, presumidilla! -exclamó el coronel, tomando un pellizco de rapé del bolsillo de su guerrera-. Ven a ver al hombre que quiere hacer una empanada con su coronel.

Al otro extremo de la estancia había una cama, y junto a ésta, en la pared, colgaban dos cuadros de la Madre de Dios, una pileta de agua bendita y un espejo. Ante el espejo, con la espalda vuelta hacia nosotros, estaba una muchacha vestida a la española, con un corpino de terciopelo negro adornado con alamares en todas las costuras, ocupada en arreglarse las flores artificiales que llevaba en el pelo. Se acercó al coronel con pasos leves y le pasó un brazo por los hombros.

– ¡He aquí al capitán Brockendorf! -le dijo el coronel-. Míralo bien, ése es el que quería hacer una empanada conmigo. Míralo bien, ahí plantado, el muy borrachín, más grande que un buey y más orgulloso que Goliat; se come los pollos y los patos vivos…

Brockendorf se mordió los labios y lanzó una mirada maligna, pero no dijo ni una palabra.

– Pero como soldado vale mucho; yo mismo tuve ocasión de comprobarlo en Talavera -añadió el coronel al cabo de unos instantes; la cara de Brockendorf se alegró al instante.

– ¡O sea, que de deshollinador y de pocero, nada! -rezongó, y, satisfecho, empezó a atusarse el enorme bigote embetunado y a lanzar ardientes miradas a la Monjita y al vino.

El coronel, en su humor jovial, estaba mucho más hablador de lo que solía estar desde hacía tiempo.

– ¡Eglofstein! Jochberg! -nos llamó- ¡Vengan para acá y beban un vaso conmigo! ¡Günther! ¿Qué hace ahí plantado como un cirio bendito, hombre? -se sirvió vino en un vaso-. ¡Estos dedales españoles! ¿Dónde estará el gran copón alemán de mi abuelo?

Nos acercamos a la mesa y brindamos con él. Por su parte, el coronel atrajo hacia sí a la Monjita y se acarició, contento, el mostacho pelirrojo.

– ¡Eglofstein! -dijo entonces, con repentina emoción en la voz-. ¿No es el vivo retrato de mi difunta Françoise-Marie? ¡El cabello, la frente, los ojos, los andares! ¿Cómo iba a imaginarme que en este villorrio español volvería a encontrar a la mujer que Dios me arrebató?

Miré con asombro a la Monjita y no conseguí descubrir en qué se parecía a la difunta esposa del coronel. Cierto, el cabello era del mismo color cobrizo que el de la difunta Françoise-Marie, y también el contorno de la frente podía recordar vagamente a la amada de antaño. Pero la que teníamos delante en aquellos momentos era otra persona, completamente diferente. También los demás parecían asombrados ante las palabras del coronel. Eglofstein sonreía, y Brockendorf miraba fijamente a la Monjita con la boca abierta, como a Tobías el gran pez.

– Ven aquí, ojos de fuego -dijo el coronel, cogiendo a la Monjita de la mano-. Tendrás hermosos vestidos de París, ¿sabes? Tengo un montón de ellos en mis baúles.

Pero lo que no le dijo a la Monjita era que aquellos vestidos que llevaba consigo en maletas y arcones eran los de su difunta mujer.

– Todas las mañanas te llevarán el chocolate a la cama -continuó el coronel.

– Pronto tendréis que volver al frente, y Dios sabe cuándo regresaréis. ¿Qué será de mí cuando os vayáis? -dijo quedamente la Monjita. Era la primera vez que la oíamos hablar. Y su voz era, ciertamente, la de la amada muerta. Un escalofrío de melancólica felicidad me recorrió la espalda, pues aquellas mismas palabras me las había dicho a mí una vez Françoise-Marie, y con la misma nota triste en la voz. El delirio que se apoderó de todos nosotros en los días siguientes, haciéndonos creer que habíamos reencontrado a Françoise-Marie en la Monjita, haciéndonos disputar y pelear con saña por poseerla, olvidando el honor y el deber, haciendo que nos enfrentáramos llenos de odio, celos y amor criminal, aquel delirio, en fin, tuvo su origen sin duda en aquel momento.

– ¡Cómo! -gritó el coronel dando un puñetazo en la mesa, tan fuerte que la botella de vino se volcó y los cacharros de colores temblaron en su estante-. Tú vendrás conmigo adonde yo vaya. ¡Voto a tal! Massena también lleva siempre a una mujer en sus campañas; cada seis meses hace venir de París alguna actriz.

– ¿Actriz? -dijo Eglofstein encogiéndose de hombros-. Normalmente no se trata más que de alguna Friné de tres al cuarto, sacada de una petite maison de Saint-Denis o Saint-Martin. Y cuando se harta de ella se la deja a sus ayudantes.

– O sea que a sus ayudantes, ¿eh? -exclamó el coronel lanzando a Eglofstein una mirada maligna y llena de desconfianza-. A mis ayudantes les daré otra clase de ocupaciones: encargarse cada día de las municiones, el calzado y los petates de la tropa. ¿Ya ha dado las órdenes para cortar leña y acarrear agua mañana? ¡No se preocupe, Eglofstein, que no voy a dejar que se aburra!

A partir de ese momento su talante cambió por completo. Y durante el resto de la velada estuvo malhumorado, caprichoso y brusco. Donop y yo pasamos disimuladamente a la otra habitación, donde encontramos a nuestro amigo, el obeso alcalde, y a don Ramón, el jorobado, con las piernas enfundadas en paño rojo. Ambos estaban enfrascados en la contemplación del Santiago inconcluso.

– A tu santo se le ve la sabiduría -dijo el alcalde-. Conocí a uno que pregonaba que Santiago, cuando aún estaba en el vientre de su madre, ya sabía latín. Claro que aquel hombre era un hereje, y acabó quemado.

– Este santo, en vida, fue más docto que hermoso -explicó don Ramón-. Tenía más verrugas en la cara que torres la ciudad de Sevilla. Pero sólo le he pintado dos, porque las mujeres no compran santos con verrugas en la cara.

– Don Ramón -interrumpí la charla-. Habéis vendido vuestra hija a ese viejo. ¿No os avergonzáis?

Don Ramón dejó el pincel y me miró.

– La ha visto en la misa y la ha seguido -dijo-. Le ha prometido eso que los humanos llaman felicidad. Tendrá finas sábanas de Holanda, caballos, coche y un lacayo, y cada mañana la llevarán a misa en calesa.

– ¿Es que para vos los doblones lo compran todo? -exclamó Donop, acalorado-. Por treinta monedas seríais capaz de cortar la soga de Judas. ¿Qué dirá vuestro Santiago de semejante negocio?

– Santiago está en el cielo, pero yo tengo que vivir en este perro mundo -dijo el jorobado con un suspiro-. Mirad lo que os digo, señor, y el señor alcalde me puede servir de testigo: no ha sido cosa fácil traer a casa todos los días un pedazo de pan para mí y para mi hija.

– Sois un hidalgo, don Ramón -dijo Donop enojado-. ¿Qué hay de vuestra honradez? ¿Qué hay de vuestro honor?

– Joven, permitidme que os diga una cosa: como esta guerra dure mucho más, las honradeces se pondrán mohosas y los honores rancios.

En la habitación de adentro, el coronel invitó a mis camaradas a salir.

– ¡Eglofstein! -le oí decir-. Mañana a las ocho sus hombres tienen que estar listos. Hasta las nueve, prácticas de carga de mulas, y después llevar paja y heno a los establos. A las diez una calesa aquí a la puerta.

Eglofstein se cuadró.

– ¡Y ahora, a casa! ¡Dos leños a la chimenea, un vaso de ponche y la manta hasta los ojos! ¿Entendido?

Nos despedimos y bajamos.

Delante del portón, Brockendorf se quedó parado y no quiso seguir andando.

– Tengo que volver -dijo-. Esperaré hasta que el coronel se haya ido. Tengo que subir a verla, he de hablar con ella muy seriamente.

– ¡Ven para acá, chalado! -susurró Eglofstein-. Que el coronel se va a dar cuenta y va a pensar mal.

– ¡Maldita sea, hemos llegado tarde! ¡Qué hermosa es! Tiene el cabello de Françoise-Marie -se lamentó Günther.

Malhumorados y desencantados, seguimos nuestro camino. Sólo Eglofstein canturreaba para sí y estaba de buenas.

– ¡Bobos! -dijo por fin, en cuanto estuvimos a un tiro de pistola de la casa de don Ramón-. Alegraos, burros. ¡El coronel vuelve a tener mujer! Si de veras se parece a la primera tanto como él cree, entonces, ¡pardiez! ¿se la guardará para él solo?

Nos detuvimos y nos miramos; todos estábamos pensando lo mismo.

– ¡Es verdad! -dijo Donop-. ¿Os habéis fijado en cómo la Monjita me acariciaba con los ojos cuando me despedí de ella?

– ¡Y a mí! -exclamó Brockendorf-. A mí se me ha quedado mirando muy seguido, como si quisiera decirme…

Se había olvidado de lo que la Monjita había querido decirle. Bostezó y echó una última mirada amorosa a la ventana de la Monjita.

– No tiene nada más que una linda cara y un cuerpo hermoso -afirmó Günther-. Apuesto lo que sea a que no me tratará muy mal en cuanto se entere de que llevo cosidos en el cuello de mi guerrera ocho táleros carolinos.

– ¡Viva nuestro coronel! ¡Vuelve a tener mujer! -exclamó Eglofstein-. Pronto volveremos a llevar aquella vida de antes in floribus et in amoribus. ¿Está bien dicho, Donop?

Nos dimos unos cuantos apretones de manos y nos fuimos caminando por la espesa nieve hasta nuestros alojamientos, cada uno en la esperanza de ser el primero en poseer a la Monjita. Y yo no pude dormir durante un buen rato, pues Günther, que aquella noche compartía habitación conmigo, estuvo practicando ante el espejo, con los gestos de un mal comediante en el escenario, lo que quería decirle en español a la Monjita: «Hermosa señorita, que Dios os guarde. Pongo mi corazón a vuestros pies, señorita».

Las diez de últimas

Pasaron varios días consagrados a las fatigas del servicio, a la instrucción y la equitación, a trabajos de fortificación, a inspecciones de tropa, establos y alojamientos. Las horas después del servicio las pasaban Günther y Brockendorf jugando a las cartas y enrareciendo con sus disputas el ambiente del mesón de La Sangre de Cristo, en el que siempre había buen vino y una habitación caldeada. Donop y yo salíamos casi cada día de caza a caballo, y traíamos a casa perdices, codornices y alguna vez una liebre. La primera vez fuimos muy prudentes; no nos separamos para nada el uno del otro, ni nos atrevimos a alejarnos a más de media hora a caballo de las primeras líneas de defensa. Pero como hallamos los caminos seguros y a los campesinos, hombres y mujeres, dedicados a sus tareas, cobramos ánimos y empezamos a aventurarnos hasta mucho más allá de los pueblos de Figueras y Trujillo.

En ninguna parte hallábamos indicios de actividad guerrillera; las vegas y los viñedos estaban en paz; los aldeanos nos trataban con afabilidad, franqueza y sin el menor ánimo hostil; podía parecer que en aquella región jamás hubiera habido motines ni emboscadas, y que el Tonel, aquel hombre cruel y fanático, no hubiera existido jamás.

Donop, que había leído todo lo que los antiguos, desde los tiempos de Aristóteles, consignaran en sus libros, no se cansaba nunca durante estas excursiones de explicar en qué gran medida el paisaje español se ajustaba aún a las descripciones hechas por el romano Lucano en su relato del viaje de Catón a Utica. A su modo de ver, la manera como las mujeres golpeaban la ropa mojada contra las piedras a la orilla de los arroyos seguía siendo la misma después de más de dos mil años; se llevaba una alegría cada vez que nos cruzábamos con un carro de bueyes, pues éstos eran exactamente como los que se veían grabados en el frontispicio de las Geórgicas de Virgilio. Según me aseguró en varias ocasiones, el terreno, según los informes de escritores antiguos, debía de cubrirse en verano de romero, espliego, salvia y tomillo; Donop paraba a cuanto pastor, bracero o leñador encontrábamos por el camino real, pero ello no le aportaba información alguna, pues aunque tenía en su memoria los nombres latinos de aquellas plantas, ignoraba los españoles.

Yo no había vuelto a ver a la Monjita desde aquella noche en que tropezáramos con nuestro coronel en casa del jorobado. Me habían contado que el cura, por orden del coronel, había visitado a la mañana siguiente al padre de la muchacha. Algunas horas después, la calesa se había detenido delante de la casa y había conducido a la Monjita al domicilio urbano del marqués de Bolibar. Pues aquel edificio situado en la Calle de los Carmelitas, sobre cuyo portal campeaban dos pétreas cabezas de sarracenos, había sido elegido como alojamiento por el coronel. En la planta baja se había instalado la guardia, y en el piso superior el despacho de Eglofstein.

Entre los habitantes de La Bisbal, gente modesta y sencilla que se ganaba el pan con el aceite, el vino y el grano, o con trabajos groseros en lana, aquel suceso causó en un principio sorpresa y estupefacción, pero más tarde alegría, pues se sintieron en grado sumo halagados y honrados por la unión de un oficial de tan alta graduación con una muchacha de su ciudad, y concretamente con la Monjita, a quien todos conocían desde la infancia. Y si, con anterioridad a esto, había habido algunos descontentos que, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta los ojos, nos miraban con desprecio cuando pasábamos y a escondidas nos tildaban de herejes y blasfemos cuyo exterminio de la tierra sería una obra meritoria, ahora en todas partes hallábamos rostros amigables, satisfechos o curiosos. Y el cura, desde el pulpito, les predicaba que las naciones española y alemana eran amigas e incluso, para gloria de ambas, aliadas ya desde los tiempos del emperador Carlos I.

Donop y yo recorríamos a caballo todas las tardes la Calle de los Carmelitas de un extremo al otro, y ante la casa del coronel hacíamos bracear y caracolear a los caballos. Pero ni una sola vez conseguimos ver a la Monjita. Tras las ventanas enrejadas de la casa todo estaba tranquilo, y sólo las monstruosas caras pétreas de los sarracenos nos contemplaban mudas desde lo alto del portal.

El domingo siguiente al día de Navidad, hacia mediodía, Eglofstein vino a recogerme a mi habitación para ir a comer juntos, ya que cuando estábamos acuartelados íbamos todos los domingos a comer a casa del coronel.

Bajando, llegamos a la plaza del mercado, donde nos sumergimos en la aglomeración dominical de las vendedoras, que nos ofrecían huevos, queso, pan y aves, y de los mendigos, que nos tendían, para que las besáramos, sucias imágenes de santos. Pasada la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, el enjambre se disolvió. Eglofstein estaba despejado y jovial.

– La cosa va bien. De veras que va mucho mejor de lo que yo esperaba -me contó, mientras caminaba golpeándose con la fusta la caña de las botas-. Ese Tonel es un cordero manso y paciente. Sigue acampado, sin moverse, a la espera de las señales. Y continuará esperando todo el tiempo que a mí me plazca.

Se rió quedamente para sí.

– La casa de la Calle de los Capuchinos está estrechamente vigilada -dijo, más para sí mismo que para mí-. Ese Salignac sabe lo que se hace. Está allí plantado, y a todo aquel que se acerca le echa unas miradas que parecen del mismísimo diablo. Si su excelencia el marqués de Bolibar quiere colarse de rondón para pegar fuego a su paja podrida, tendrá que ser capaz de transformarse en un ratoncillo o en un gorrión.

– El marqués de Bolibar está muerto, ya se lo dije -le interrumpí.

Eglofstein se detuvo y me miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Jochberg! -me dijo-. Le tengo por persona inteligente. ¿Qué pasa, ya está usted borracho a hora tan temprana?

Me sentí irritado.

– El marqués de Bolibar está muerto -dije-. Y fue usted mismo quien lo mandó fusilar. ¡Pardiez! ¿Cómo no lo reconocimos de inmediato? ¿Tan ciegos estábamos todos aquella Nochebuena?

– ¿Quiere hacerme creer en serio, Jochberg -gritó Eglofstein-, que aquel asqueroso arriero que le robó a Kümmel sus táleros era un primo del rey de España?

– Lo era, mi capitán. Ahora está enterrado junto a la puerta de la ciudad, bajo la nieve, y su perro todavía anda a todas horas cerca del puesto de guardia, y se pone en pie sobre las patas traseras en cuanto me acerco por allí.

Eglofstein se quedó parado, frunciendo el entrecejo.

– Jochberg -me dijo-, sé que desde siempre ha sido su mayor placer contradecirme para hacerme rabiar. Usted siempre tiene que ser más listo que los demás. Si alguien dice dulce, usted dice amargo; si yo ahora dijera gorrión, usted diría pinzón.

Calló, malhumorado, y seguimos un rato andando juntos.

– Le he interrumpido, mi capitán -dije al cabo de unos momentos, para aplacarlo-. Estaba usted a punto de exponerme sus planes.

– Sí, mis planes -dijo, mientras sus rasgos se suavizaban-. Bueno, ya sabe usted que estamos esperando un cargamento de pólvora, cartuchos y bombas, pues nuestras reservas de municiones se han visto reducidas tras los últimos enfrentamientos. Muy reducidas, Jochberg. Pero el convoy ya ha dejado atrás el pueblo de Zaraizago y estará en La Bisbal dentro de tres o cuatro días.

– Eso si el Tonel no… -tercié yo.

Habíamos llegado al mesón de La Sangre de Cristo, ante cuya puerta se alzaba, al sol del invierno, un san Antonio de madera que goteaba nieve fundida. Ese santo es muy venerado en España, y se le invoca con más frecuencia que a los doce apóstoles juntos.

Eglofstein se detuvo, tomó con la mano el tirador de la puerta y, volviéndose hacia mí, dijo:

– ¿El Tonel? No le queda más remedio que dejar pasar el convoy, pues no puede hacer nada antes de que el marqués de Bolibar le dé la señal quemando la paja. Pero esa señal se la daré yo, dentro de tres o cuatro días, tan pronto como el cargamento esté en nuestras manos. Entonces, quemando la paja, haré salir de la madriguera al Tonel y sus hombres, como los chiquillos de los pueblos hacen salir a los grillos de sus agujeros, y le aseguro que en esta región la guerrilla se acabará para siempre jamás.

Abrió la puerta y gritó hacia el interior de la taberna:

– ¡Brockendorf! ¡Günther! ¿Habéis terminado? Ya conocéis al coronel, si llegáis tarde a la mesa habrá arresto.

Brockendorf y Günther salieron afuera, ambos sonrojados, el uno por el vino y el otro por la emoción del juego. Günther estaba radiante de alegría, y Brockendorf flemático, como siempre que no estaba borracho.

– ¿Quién de los dos le ha ganado las botas al otro? -preguntó Eglofstein-. ¿Habéis jugado a letzte lese? ¿O a dreissig und eins? ¿O a ofenrauschen? ¿O a bück' dich, bauer?

– Hemos jugado a karnüffel -respondió Günther-. Y he ganado yo.

San Antonio tenía en la mano una nota impresa que afirmaba que la concepción de María había sido en verdad inmaculada. Günther se la quitó de la mano y puso en su lugar la sota de oros. Y el santo, paciente y lleno de indulgencia, igual que en su paso por el mundo, sostuvo el naipe entre los dedos.

– Günther -dijo Brockendorf con su acostumbrada parsimonia-, en Barcelona, donde todas las mañanas pasaban por debajo de mi ventana los penados camino del trabajo, vi entre ellos a un tahúr cuyo rostro se parecía sobremanera al tuyo.

– Y yo -exclamó Günther enardecido-, en Kassel, vi colgar de la horca a un ladrón que tenía la misma nariz aplastada que tú.

– La naturaleza -dijo Eglofstein con absoluta seriedad- se complace a veces en extraños caprichos.

Continuamos los cuatro nuestro camino.

– Tiene el rey de picas en la mano -empezó a contar Günther, aún lleno de entusiasmo-. Lo echa, creyendo que va a ganar, y me dice: súbelo. Y así hemos seguido, baza y contrabaza, la dama de corazones por aquí, la sota de corazones por allá. Y para acabar echo el as de corazones, canto las diez de últimas y asunto concluido.

Se giró hacia Brockendorf y le chilló, triunfante, al oído:

– ¡Las diez de últimas, Brockendorf! ¿Has oído? ¡Las diez de últimas!

– Que sí, hombre, que sí: sé tú el primero -refunfuñó Brockendorf para sí, mientras seguía andando-. No tardará en darse cuenta de que no eres lo que ella necesita. Tu fuego, chaval, arde en una mecha demasiado corta.

Eglofstein los miró a los dos y silbó levemente.

– ¿Qué es lo que os habéis jugado?

– Quién ha de ser el primero con la Monjita -respondió Brockendorf.

– Ya me lo imaginaba -dijo Eglofstein con una breve carcajada.

– Brockendorf se la ha encontrado esta mañana en la calle -informó Günther-. Y ella le ha dado una cita para mañana, justo después de la misa. Pero iré yo en su lugar. A él le falta el belair, y nos hubiera cegado el pozo a todos. Yo sé cómo hay que hablarles en español a las mujeres de aquí.

Eglofstein, lleno de curiosidad, se dirigió a Brockendorf:

– ¿Es verdad eso? ¿Has hablado con ella?

– Sí. Y un buen rato -dijo Brockendorf, ufanándose.

– ¿Qué le has dicho?

– Le he confesado sin tapujos que estaba enamorado de ella y que sólo ella podía aliviar mis penas.

– ¿Y ella? ¿Qué te ha contestado?

– Me ha dicho que no podía hablar conmigo en la calle, que eso no se acostumbraba en La Bisbal, pero que fuera mañana a visitarla después de la misa, que en su casa tiene agujas y lejía en abundancia.

– ¿Qué? ¿Agujas y lejía?

– Sí. Es que le he dicho que por ella comería agujas y bebería lejía.

– Mañana, cuando el coronel haya salido, iré a visitarla -explicó Günther.

– ¡Ve, ve! -exclamó Brockendorf, riendo estruendosamente-. ¡Ve y que te aprovechen las agujas y la lejía!

– Günther -dijo Eglofstein-. Tú y Brockendorf os creéis que sois los únicos en esta partida. Pero anda con cuidado, yo también tengo triunfos en la mano, mejores que tus bazas y contrabazas y ases de corazones.

– Sigo teniendo las diez de últimas. El que las canta, gana -dijo Günther despacio y maliciosamente; y ambos, Eglofstein y Günther, se midieron con miradas llenas de hostilidad, como si estuvieran el uno frente al otro en el foso de la muralla, dispuestos a batirse en duelo.

Entretanto habíamos llegado a la residencia del coronel. Ante la puerta encontramos al capitán Salignac, excitadísimo, ocupado en dispersar una turba de mendigos que, como era domingo, habían acudido para recibir en la casa del marqués de Bolibar la acostumbrada ración de sopa y guisantes fritos.

– ¿Qué buscáis aquí, pillos, granujas, odres de vino? -les gritaba Salignac-. ¡Fuera de aquí! ¡Aquí no entra nadie!

– ¡Una limosna, señor, por la misericordia divina! ¡Tened compasión de los pobres! ¡Alabado sea Dios! ¡Dad de comer al hambriento! -gritaban los mendigos en total confusión. Uno de ellos, poniendo ante los ojos de Salignac su brazo mutilado, se quejó:

– También a mí me mandó Dios una desgracia.

El capitán retrocedió un paso y llamó a la guardia. Enseguida salieron del zaguán dos dragones, que a empujones pusieron en fuga a los mendigos. Pero uno de los expulsados se giró mientras corría y gritó:

– ¡Te conozco, hombre sin entrañas! Cristo ya te castigó una vez por tu dureza de corazón. ¡Tú, como las bestias, jamás alcanzarás la gloria!

El capitán, impasible, le siguió con la mirada. Luego se dirigió a mí.

– Teniente Jochberg, usted es el único de todos nosotros que ha visto al marqués de Bolibar. ¿Podría reconocerle en alguno de esos granujas? Me parece muy probable que intente de este modo entrar a hurtadillas en su casa.

Traté de explicarle que aquellos mendigos habían acudido solamente en busca de su limosna dominical, pero, sin dejarme terminar, se lanzó sobre un campesino que, medio escondido detrás de una mula cargada de leña, lo miraba fijamente a la cara, entre curioso y atemorizado.

– ¿Qué buscas aquí, sinvergüenza, cabezón?

El campesino se llevó la mano a la frente, los labios y el pecho, haciendo la señal de la cruz, y murmuró tembloroso:

– ¡Apártate de mí, judío! ¡Humíllate ante la cruz!

No pudimos reprimir la risa al oír que el campesino tildaba de judío al capitán. Sólo Salignac aparentó no haberlo oído. Miró al campesino con gesto amenazador y lleno de desconfianza, y le preguntó:

– ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? ¿Quién te ha llamado?

– Traigo leña del bosque para el señor marqués, Su Eternidad -balbució amedrentado el campesino.

Y mientras daba al capitán tan extraño tratamiento, se santiguó una vez más.

– ¡Pues llévale tu leña al diablo, para que caliente el infierno con ella! -rugió Salignac. El campesino se dio la vuelta y salió corriendo aterrorizado calle abajo y seguido por su mula, que brincaba como loca.

Salignac respiró hondo y se nos acercó.

– Es un trabajo duro. Así estamos desde esta mañana temprano. Usted, Eglofstein, en su despacho…

Se interrumpió, pues acababa de llegar, con un carro cargado de maíz seco, un campesino en el que volvió a sospechar uno de los disfraces del marqués de Bolibar, y a quien cubrió de maldiciones e injurias.

Lo dejamos allí y subimos por la escalera.

Arriba, en el comedor, encontramos a Donop departiendo con el cura y el alcalde, que también estaban invitados a comer. Donop se había acicalado a base de bien: llevaba sus mejores pantalones, las botas recién enceradas y una corbata negra atada al cuello con el nudo hecho a la última moda.

Salió a nuestro encuentro y nos dijo con gesto misterioso:

– Ella se sentará a la mesa.

– No creo -le contradijo Günther-. El amargado del coronel la tiene atada como a un chivo.

– Me la he cruzado en las escaleras -contó Donop-. Llevaba puesto un vestido de Françoise-Marie, el de muselina blanca à la Minerve. Tuve la sensación de contemplar la viva efigie de una muerta.

– Ahora todos los días lleva vestidos de Françoise-Marie -informó Eglofstein-. El coronel está empeñado en que se parezca en todo a su primera mujer. ¿Os creeréis que la ha hecho aprender a distinguir todos los vins de liqueurs, desde el Rosalis al Saint-Laurens? Y ahora le está enseñando a jugar a las cartas: L'hombre, piquet, petite prime, etcétera, etcétera.

– Yo sé otros jueguecitos que no me importaría enseñarle -dijo Günther, y se puso a reír. Pero en aquel mismo instante se abrió la puerta y entró la Monjita, seguida del coronel.

Nos quedamos mudos e hicimos una reverencia; el cura y el alcalde, en cambio, que estaban frente a la ventana, de espaldas a la puerta, no advirtieron la entrada del coronel y continuaron su charla. En medio del silencio general, se oyó decir al alcalde:

– Es exactamente como me lo describió mi abuelo, que se lo encontró aquí mismo hace cincuenta años: brusco y colérico, con cara de cadáver y alrededor de la frente la venda que esconde la cruz de fuego.

– En la catedral de Córdoba -dijo el cura- hay un retrato suyo, con estas palabras debajo: Tu enim, stulte Hebraee, tuum deum non cognovisti, que quiere decir: «Tú, terco judío…».

Se interrumpió al advertir la presencia del coronel. Tras el saludo general, ocupamos nuestros lugares; a mí me tocó sentarme entre Donop y el cura.

La Monjita reconoció al capitán Brockendorf, con quien había hablado aquella misma mañana, y le sonrió. Y viéndola sentada al lado del coronel, con el vestido blanco de muselina cerrado hasta el cuello que todos conocíamos tan bien, creí realmente por un momento hallarme en presencia de Françoise-Marie, la mujer a la que nunca había podido olvidar.

A mi lado, Donop parecía sentir lo mismo, pues no tocaba el plato ni apartaba la vista de la Monjita.

– ¡Donop! -le llamó el coronel por encima de la mesa, echando un poco de agua en su Chambertin-. Eglofstein o usted, uno de los dos, nos tocará algo al piano después de comer. La canción de los trinos de La Bella Molinera, o la melodía nupcial de I Puritani. ¡A vuestra salud, señor cura!

– ¡Donop! El coronel te ha hablado -le dije al oído a mi vecino, sumido en sus sueños, y él se estremeció, suspiró y dijo en voz baja:

– ¡Oh, Boecio! ¡Oh, Séneca! ¡Grandes filósofos, de qué poco me han servido vuestros escritos!

El almuerzo continuó; recuerdo su transcurso como si fuera ayer. A través de las altas ventanas, yo disfrutaba de una amplia vista de las colinas nevadas, en las que se alzaban, como sombras negras, matas y arbustos aislados; grajos y cuervos sobrevolaban los campos; en la distancia, una campesina se acercaba a la ciudad montada en un burro, con un canasto en la cabeza y una criatura en el regazo. ¿Quién podía imaginarse que aquellos apacibles parajes habían de transformarse aquel mismo día, y que estábamos disfrutando de la última hora de paz que nos sería concedida en la ciudad de La Bisbal?

Günther, sentado junto al alcalde, hablaba, en voz alta y petulante, de sus viajes por Francia y España y de sus hazañas bélicas. Mi vecino de la derecha, el cura, me dio, mientras comía y bebía a sus anchas, informe detallado sobre una serie de cosas que consideraba ignoradas por mí. Por ejemplo, que allí en verano hacía mucho calor, que en el país abundaban las higueras y las viñas y que, gracias a la cercanía de la costa, tampoco faltaba el pescado.

De repente Brockendorf aspiró varias veces con vehemencia por la nariz, dio un manotazo sobre la mesa y profirió un rugido triunfal:

– ¡Esa fuente viene llena de gansos asados, desde aquí lo huelo!

– ¡Pardiez! ¡Lo ha adivinado usted! ¡Qué olfato! -dijo el coronel.

– Llegan en buena hora, esos gansos. ¡Saludémoslos con un Con quibus o un Salve regina! -exclamó Brockendorf empuñando el tenedor.

Debido a la presencia del cura, nos sentimos algo embarazados, y Donop dijo:

– ¡Cállate, Brockendorf! Con las cosas sagradas no se hace chirigota.

– No me des lecciones de moral, Donop, ¿quién te has creído que eres? -gruñó Brockendorf. Pero de todas estas palabras, el cura no había entendido más que Salve regina, y, mientras tomaba de la fuente un muslo de ganso, dijo:

– El obispo de Plasencia, el reverendísimo señor don Juan Manrique de Lara, otorga cuarenta días de indulgencia a todo aquel que rece un Salve regina ante nuestra imagen de la Virgen.

– ¡Coma, coma su señoría! -invitaba Brockendorf, benévolo, al alcalde-. Cuando se vacíe la fuente, traerán otra.

– Nuestra Señora del Pilar -continuó el cura- es estimada y admirada en todo el mundo, pues hace tantos milagros como la Virgen de Guadalupe o la Madre de Dios de Montserrat. Sólo el año pasado…

La palabra se le quedó atascada en la garganta junto con un trozo de asado; sus ojos buscaron sobresaltados los del alcalde, y sus miradas se clavaron, llenas de desazón, en la puerta de la sala. Cuando seguí la dirección de las mismas descubrí que la causa de su repentina alarma no era otra que la entrada en la estancia del capitán Salignac.

Salignac se despojó del capote, hizo una reverencia al coronel y a la Monjita y disculpó su tardanza con la importancia de su servicio de guardia. A continuación se sentó a la mesa; en aquel momento advertí por primera vez que llevaba en el pecho la cruz de la Legión de Honor.

– Ganó usted su cruz en Eylau, ¿estoy en lo cierto? -preguntó el coronel mientras se hacía servir carne por la Monjita y todos admirábamos la finura de las manos y la gracia de los movimientos de la joven.

– Así es, en Eylau. Y fue el mismo Emperador quien me la prendió al pecho -relató el capitán, mientras sus ojos resplandecían bajo las pobladas cejas-. Volvía yo a caballo de realizar un servicio y encontré al Emperador desayunando, bebiéndose a toda prisa su chocolate. «Grognard!» me dijo. «Mi viejo grognard, te has portado bien. ¿Cómo anda tu caballo?» Mi coronel, hace muchos años que soy soldado, pero os juro que se me humedecieron los ojos al ver que, en medio de la conmoción del día de la batalla, el Emperador hallaba tiempo para preguntar por mi caballo.

– En esta historia hay una sola cosa que no comprendo -dijo Brockendorf limpiándose los labios con la servilleta-, y es que el Emperador tome chocolate para desayunar. Sabe a jarabe y es pegajoso como la pez. Además, el poso se le mete a uno entre los dientes.

– Llevo dos años haciendo la guerra y he participado en diecisiete batallas y enfrentamientos, entre ellos la lucha por las líneas de Torre Vedras -dijo Günther malhumorado-. Pero como no he servido nunca en la Guardia, aún no me han dado la Cruz de Honor.

– Teniente Günther -dijo Salignac, y en su frente aparecieron surcos-: lleva usted dos años haciendo la guerra, y ha participado en diecisiete combates. ¿Sabe en cuántos campos de batalla he luchado yo cuyos nombres usted ni siquiera conoce? ¿Sabe cuántos años llevo blandiendo este sable, desde antes de que vos vinierais al mundo?

– ¿Oye usted? -murmuró el alcalde al oído del cura, trazando con dedos temblorosos la señal de la cruz sobre su frente. Y el cura dijo, alzando los ojos al cielo:

– ¡Dios se apiade de su desgracia!

– ¡Qué tontería, tomar chocolate! -se hizo oír Brockendorf-. Una buena sopa de harina, unos cuantos chorizos bien fritos en su propia grasa y una jarra de cerveza: ése es mi desayuno favorito.

– ¿Ha visto usted muchas veces de cerca al Emperador, Salignac? -preguntó el coronel.

– Lo he visto en cien aspectos distintos de su trabajo. Lo he visto andando de un lado al otro de su cuarto mientras dictaba cartas a sus secretarios, y también leyendo mapas, absorto en cálculos geográficos. Lo he visto apearse del caballo y montar una pieza de artillería con sus propias manos, y también escuchar, con el ceño fruncido, a algún suplicante, y galopar por el campo de batalla con la cabeza baja y el gesto sombrío. Pero nunca me he sentido tan conmovido por su grandeza como cuando he entrado en su tienda y lo he hallado, rendido por el agotamiento, durmiendo inquieto sobre su piel de oso, con labios trémulos, soñando con las batallas del futuro. En esos momentos nunca me ha parecido comparable a ninguno de los grandes estrategas y guerreros de nuestros tiempos o del pasado, sino que más bien me ha hecho evocar, en su grandiosidad terrible, a aquel antiguo rey asesino…

– ¡Herodes! -chilló el cura.

– ¡Herodes! -gimió el alcalde, y ambos, horrorizados y con las caras descompuestas, fijaron aún más la mirada en el capitán Salignac.

– Sí, a Herodes. O a Calígula -dijo Salignac, y se echó vino en la copa.

– El camino por donde nos lleva -dijo Donop, despacio y pensativo-, atraviesa valles de dolor y ríos de sangre. Pero conduce a la libertad y a la felicidad del género humano. Tenemos que seguirlo, no hay otro camino. Nacidos en mala época, no nos queda más remedio que aguardar a la paz del cielo, pues la de la tierra nos está negada.

– Donop -dijo Brockendorf, mientras se pelaba una manzana-, ya estás otra vez hablando como una beata que viniese del confesionario.

– ¡Para qué quiero yo la paz! -exclamó Salignac con repentina vehemencia y a voz en grito-. Durante toda mi vida, la guerra ha sido mi elemento. Para mí no se han hecho el cielo y su paz eterna.

De los labios del alcalde salieron, como un lamento, las palabras:

– Lo sé.

– Lo sabemos -gimió también el cura. Y, mientras juntaba las manos, murmuró, con labios torcidos por el terror-: Deus in adjutorium meum intende!

Mientras tanto, el coronel se había levantado de la mesa, y todos abandonamos nuestros asientos. Salignac se echó el capote sobre los hombros y se fue escaleras abajo con ruido de espuelas. El cura y el alcalde lo siguieron temerosos con la mirada hasta que desapareció. Entonces el cura, tirándome de la manga, me llevó a un rincón.

– ¿Querríais preguntarle al señor oficial que acaba de salir si no ha estado ya alguna otra vez aquí, en La Bisbal? -me rogó.

– ¿En La Bisbal? ¿Cuándo pudo ser eso? -pregunté.

– Hace cincuenta años, en tiempos de mi abuelo, cuando hubo la gran peste -me respondió el alcalde, dando a entender por su gesto que aquello le parecía la cosa más natural del mundo.

Estallé en carcajadas, y en un principio no supe qué replicar a semejante disparate. El alcalde alzó los dos brazos, como en un conjuro, y el cura, con un gesto de terror, me rogó silencio.

Donop estaba conversando con Günther, y mientras tanto no apartaba la vista de la Monjita.

– Jamás he visto un parecido tan evidente. El porte, la cabellera, esos gestos…

– El parecido será perfecto -le interrumpió Günther a su manera petulante- cuando le haya enseñado a susurrarme al despedirnos: «Hasta esta noche, querido».

– ¡Günther! -llamó de pronto el coronel desde el otro extremo de la estancia.

– Aquí estoy. ¿Para qué se me llama? -dijo Günther, acudiendo a donde estaba el coronel.

Los vi hablar unos instantes, y enseguida Günther volvió junto a nosotros, con los labios apretados y la cara blanca como el papel.

– Tengo que transferirte mi mando -me dijo entre dientes- y salir a caballo esta misma noche hacia Terra Molina con unas cartas del coronel para el general d'Hilliers. ¡Este es el as que Eglofstein guardaba en la manga!

– Seguro que esas cartas son de la máxima urgencia -dije, contento de que la elección del coronel no hubiera recaído en mí-. Te dejo mi veloz caballo polaco. En cinco días estarás de regreso.

– Y tú irás mañana en mi lugar a ver a la Monjita, ¿a que sí? Estás conchabado con Eglofstein, lo sé. Tú y Eglofstein sois como un roto para un descosido.

No le respondí, pero Brockendorf terció en la conversación.

– Günther, te conozco muy bien. Tienes miedo, te parece estar oyendo ya las balas de mosquetes zumbando por el aire.

– ¿Miedo yo? Sabes muy bien, Brockendorf, que si hace falta yo le planto cara a tres morteros.

– El coronel sabe que eres un buen jinete -dijo Donop.

– ¡Deja de charlar como un papagayo! -profirió Günther-. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que Eglofstein hablaba disimuladamente con el coronel mientras estábamos aún sentados a la mesa? Quiere tenerme a cien millas de aquí, y todo por la Monjita. Que me aspen si se lo perdono. Lo único que sabe hacer es espiar; en cuanto ve a dos juntos, se acerca a hurtadillas como un inspector de aduanas.

– ¿Y qué le vas a hacer? -dijo Donop-. Es una orden del coronel, y de nada te sirve ya jurar y maldecir.

– ¡No voy ni aunque me maten! ¡Antes prefiero que me parta un rayo que dejaros vía libre a vosotros!

Le impuse silencio con un gesto, pues la Monjita, acompañada al piano por Eglofstein, empezaba ya a cantar.

Cantó el aria «Son vergine vezzosa» de la ópera I Puritani, y a los primeros acordes me sentí traspasado por el dolor y la melancolía de sublimes recuerdos. Pues yo había oído varias veces a Françoise-Marie cantar aquel aria igual que lo hacía ahora la Monjita, de pie, con aquellos redondeados hombros infantiles, la cabecita, cubierta de un esplendor rojo-dorado, inclinada hacia el suelo, y una sonrisa furtiva dirigida a mí. Me sentí arrebatado de felicidad: ¿no era ayer todavía cuando yo tenía, gozoso, este cuerpo entre mis brazos? ¿No era ayer cuando yo, embriagado, había cubierto de besos aquella misma boca cantarína? Y una idea se apoderó de mí, inundándome por completo: no, no puede ser de otro modo; en el momento de la despedida, cuando me incline sobre su mano, me susurrará como entonces: «¡Hasta esta noche, querido!».

De improviso, la Monjita se interrumpió en medio del «Nel cuor piú non mi sento» y se giró, buscando con los ojos la ayuda del coronel. El coronel se acercó a ella, le acarició la cabellera pelirroja y dijo:

– Es la primera vez que canta delante de extraños, y la pobrecilla no ha podido aprenderse más que el principio.

– Tiene buena voz -dijo el cura, saliendo de su rincón-. Alguna vez, en los días de fiesta, cantaba para nosotros en la iglesia, en compañía de un licenciado que el marqués de Bolibar tuvo empleado un tiempo en su biblioteca. Ahora está en Madrid, y tiene un buen puesto de capellán.

– ¡Otra vez ese marqués de Bolibar! -exclamó el coronel-. En esta ciudad no se oye otro nombre durante el día entero. ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta? ¿Por qué no llego nunca a verlo? Tengo buenos motivos para desear conocerlo.

Callar habría sido más prudente. Pero mi secreto no me dejaba en paz.

– ¡Mi coronel! -dije-. El marqués de Bolibar está muerto.

Eglofstein se levantó del piano, disgustado.

– ¡Jochberg! -dijo con tono malhumorado-. ¿Es que va usted a fatigarnos otra vez con sus absurdas fábulas?

– Es tal como os lo digo. En Nochebuena, estando al mando de la guardia de la puerta, di a mis hombres la orden de fusilar al marqués de Bolibar.

Eglofstein se encogió de hombros.

– Es un sueño de su fantasía sobreexcitada -dijo, dirigiéndose al coronel-. El marqués de Bolibar vive, y me temo que aún nos dará mucho que hacer.

– Por lo demás -resolvió el coronel-, esté muerto o no, conocemos sus planes, y hemos tomado todas las medidas necesarias para impedir su realización.

– Y yo digo y mantengo -exclamé, irritado por los aires de suficiencia y la socarronería de Eglofstein-, que está muerto y enterrado, y que nos estamos batiendo con un espantajo, con un fantasma, con una quimera.

Y en eso, de repente, se abrió la puerta de golpe. Salignac entró en la estancia, con el rostro aún más lívido que de costumbre, con la venda en torno a la frente, el sable en la mano, y sin aliento a causa de la carrera escaleras arriba. Sus ojos buscaban al coronel.

– ¡Mi coronel! -profirió jadeando-. ¿Se ha dado la señal por orden suya?

– ¿Qué señal? -exclamó el coronel-. ¿De qué habla, Salignac? Yo no he dado ninguna orden.

– ¡La humareda por encima de la casa! ¡La paja está ardiendo!

Eglofstein se puso rígido, con la cara blanca como el yeso.

– Es él. Ahí lo tenemos.

– ¿A quién? -exclamé.

– ¡Al marqués de Bolibar! -dijo lentamente.

– ¡El marqués de Bolibar! -gritó Salignac, terriblemente excitado-. Pues tiene que estar dentro de la casa. ¡Por la puerta no ha salido nadie!

Se precipitó afuera y escuchamos el golpear de las puertas y las zancadas de los dragones, lanzados en furiosa carrera por los cuartos, corredores y escaleras de la mansión.

– Mi coronel -dijo Günther, rompiendo el sobrecogido silencio general^. ¿Me entregáis las cartas para el general d'Hilliers?

Con los hombros apoyados contra la pared y las manos a la espalda, se erguía sonriente. Y entonces caí en la cuenta de que en los últimos minutos no lo había visto en la estancia.

– Ya es tarde -murmuró el coronel-. Ya no podría usted pasar. En una hora los guerrilleros tendrán rodeada la ciudad. El convoy está perdido.

– Muerto el perro, se acabó la rabia -dijo Günther lentamente; en sus ojos brillaban el triunfo y la alegría maligna de un Judas Iscariote-. Jochberg, muchas gracias por tu caballo polaco, pero ya no lo necesito.

– Y lo peor -dijo Eglofstein con gesto sombrío- es que no tenemos más que diez cartuchos por hombre. ¿Todavía sostiene usted, Jochberg, que el marqués de Bolibar está muerto?

Desde el otro lado, desde la pared junto a la que estaba Günther, me llegó, apenas audible, un mensaje que sólo yo capté:

– ¡Las diez de últimas!

Con el rey Saúl a Endor

El martes por la mañana salí de la ciudad para incorporarme a mi puesto en la posición avanzada de San Roque, pues habían empezado los trabajos de reforzamiento de la fortificación y había dos bastiones en forma de media luna, con contraescarpas y anchos fosos, a medio construir. Aquel día las líneas fueron ocupadas por la compañía de Brockendorf y por el medio batallón del regimiento Príncipe Heredero de Hessen, que nos había sido asignado como refuerzo hacía algún tiempo. Mis dragones se encargaban del mantenimiento del orden público, y patrullaban de aquí para allá por las calles.

Al pasar por delante de la casa del prelado, encontré a mi cabo Thiele sentado en el suelo, sujetando entre las rodillas su caldero de campaña, cuyas abolladuras trataba de eliminar con la ayuda de un mazo de madera. Mientras, silbaba la marcha El primo Mathies.

– Mi teniente -me llamó desde el otro lado de la calle-, parece que ayer le hicieron un agujero al infierno y han empezado a salir diablos por todas partes.

Se refería a los guerrilleros. Como yo temía no poder encontrar, en el laberinto de fosos y trincheras, el camino que llevaba al bastión de San Roque, le dije que me acompañara. Se echó el mazo al hombro y, balanceando el caldero, empezó a andar a mi lado.

De un día para otro, la ciudad había cambiado radicalmente de aspecto. A pesar del hermoso tiempo invernal, la plaza del mercado estaba desierta, y por las calles no se veía un aguador, un pescatero, verdulero, arriero o mendigo de los muchos que a aquellas horas se dedicaban ruidosamente a sus menesteres. Los habitantes se escondían en el interior de las casas; sólo de vez en cuando alguna viejecilla de rostro inquieto andaba apurada por la calle, saltando de portal en portal.

Aun así, ruido y movimiento no faltaban. Entre las fortificaciones y la comandancia corrían incesantemente mensajeros a caballo; un cargamento de pólvora nos adelantó con gran rechinar de ruedas, y pasaban mulas cargadas con provisiones y herramientas de zapa. El médico del regimiento de Hessen se había instalado en una hondonada, más allá de la puerta, y allí, recostado en una ambulancia y fumando en pipa, esperaba la llegada de los primeros heridos.

– Las patrullas nocturnas -me informó Thiele mientras caminábamos- ya han tenido una escaramuza. Han enviado a la ciudad, junto con el parte, a tres guerrilleros capturados. Los tres parecía que hubiesen salido directamente del arca de Noé. ¿Por qué será que todos estos guerrilleros tienen cara de mono, de mula o de chivo?

Se quedó pensativo, y al cabo de un momento se dio a sí mismo la explicación de ese singular fenómeno.

– Probablemente -afirmó- sea debido a que les gusta mucho comer maíz y bellotas, cosas que en nuestro país se echan al ganado. Ahora están tranquilos, pero hace una hora los podría haber oído usted berrear de lo lindo. Estaban reunidos alrededor de sus oficiales y cantaban la oración de la mañana, aunque más bien sonaba como un himno al demonio Behemot, que es el patrón de las inmundicias y la comida de los animales.

Escupió al suelo con gesto despreciativo. Entretanto, habíamos alcanzado la luneta rodeada de estacas «Mon coeur». Los granaderos de Hessen estaban dentro de la trinchera, estirados sobre sus alforjas y mochilas. Los dos oficiales de guardia, el capitán conde Schenk zu Castel-Brockendorf y el teniente von Dubitsch, con sus guerreras azul celeste guarnecidas de piel de tigre, conversaban en la boca de la luneta. Les saludé formalmente y ellos me correspondieron con rigidez. Y ello porque entre aquella unidad y la nuestra existía una vieja enemistad, que se remontaba a cierta revista que tuviera lugar en Valladolid, en el curso de la cual el Emperador no se había dignado echar una mirada al regimiento Príncipe Heredero.

Dejamos atrás el reducto y llegamos, pasando por la cortina Estrella, al primer bastión. Allí ordené regresar al cabo Thiele. Encontré a los hombres de Brockendorf enfrascados en la faena, pues aquella parte de la fortificación estaba apenas a medio terminar. Algunos se dedicaban a reforzar los terraplenes con gaviones y fajinas, otros retocaban las troneras, otros construían el tejadillo. Donop, pala en mano, supervisaba la colocación de una mina de demolición, destinada a volar aquella parte de las fortificaciones en caso de que el coronel impartiera orden de ello. Junto a él, en el suelo, estaba su desayuno: pan y una botella de vino, además de un volumen de Polibio sobre el arte de la guerra en la Antigüedad.

– ¡Jochberg! -me llamó, arrimando la pala a la pared-. Puedes volver a tu casa. Günther está hoy de guardia en tu lugar.

– ¿Que Günther está de guardia en mi lugar? -pregunté sorprendido-. Es la primera noticia que tengo de ello.

– El mismo se ha ofrecido -me informó Donop-. Y es a la Monjita a quien le debes el día libre.

Me explicó, entre risas y no sin cierto regodeo, el lamentable transcurso de la visita de Günther a la Monjita, que había tenido lugar el día anterior. Después de la misa de la mañana, con toda puntualidad, Günther se presentó ante la hermosa amiga de nuestro coronel. Se excusó por no haber traído flores. De no haber sido invierno, le dijo, la habría obsequiado con un ramo de rosas, la flor del amor ardiente; de nomeolvides azules, la flor del recuerdo fiel; de espuelas de caballero, que era la flor de san Jorge, y de tulipanes y violetas, que ya no recuerdo lo que significaban.

Luego habló de su amor y de cuan en serio se lo tomaba, y la Monjita mandó traer refrescos y chocolate y le escuchó sonriente, pues las maneras desenvueltas y halagadoras de Günther parecían gustarle. Le preguntó si había estado en Madrid y si era cierto lo que afirmaba su padre, es decir, que en aquella ciudad todas las personas que encontraba uno por la calle eran zapateros ingleses o barberos franceses.

Günther dejó a un lado el tema de Madrid, y empezó a hablar de que el coronel nada deseaba más ardientemente que un hijo y heredero, y que si lo conseguía no dudaría en tomar por esposa a la Monjita.

Al oír esas palabras se iluminaron los ojos de la Monjita. Empezó a preguntar por la difunta esposa del coronel, y si Günther la había conocido. Le pidió que le hablase de ella, pues quería llegar a parecérsele en todo, aunque le quedaba todavía mucho por aprender.

– ¿Qué aprendemos en nuestros libros españoles? -dijo con un suspiro-. Cuándo nació el rey y cuándo lo bautizaron, y con qué princesa se casó y quién organizó el casamiento… y nada más.

Günther volvió al deseo del coronel de tener un hijo. Y, ya que había llegado a una conversación tan íntima con la Monjita, dio un paso más y le manifestó que él mismo podría ayudarle a conseguir semejante dicha, con tal de que ella le dejara hacer a él.

La Monjita lo miró asombrada, pues en un principio no había comprendido lo que Günther quería decir, y él se lo repitió, esta vez sin tapujos.

Entonces la Monjita se puso en pie sin decir palabra, le volvió la espalda y se acercó a la ventana. Günther, creyendo que ella quería pensárselo, aguardó pacientemente unos instantes. Pero luego se levantó y, para activar su causa, le dio un beso en la nuca.

Ella se volvió bruscamente y lo miró con ojos centelleantes de ira. A continuación se fue hacia la puerta, dejándolo donde estaba.

Günther, disgustado y decepcionado, esperó casi una hora a solas en la estancia. Se había sentido seguro de su éxito. Por fin, al cabo de una hora, volvió la Monjita.

– ¿Todavía está usted aquí? -preguntó sorprendida y no menos indignada que hacía un rato.

– La esperaba a usted.

– No quiero verle más, vayase.

– No me iré antes de que me haya usted perdonado -fue la respuesta de Günther.

– Está bien. Le perdono. Pero ahora vayase inmediatamente, pues ha vuelto el coronel.

– Entonces déme un beso en señal de perdón.

– Usted está loco. ¡Vayase de una vez!

– No antes de que… -empezó Günther.

– ¡Por el amor de Dios, vayase! -balbució la Monjita atropelladamente; pero en aquel mismo instante la puerta se abrió y el coronel apareció en el umbral.

Miró asombrado a Günther de pies a cabeza y lanzó otra mirada a la Monjita, que estaba junto a la puerta, pálida y sobrecogida.

– ¿Me esperaba usted, teniente Günther? -preguntó por fin.

– Quería… -masculló Günther-. Venía a anunciar mi incorporación al puesto.

– ¿Es que no ha encontrado a Eglofstein abajo, en el despacho? ¿Cuál es su puesto?

– El bastión de San Roque -se apresuró a contestar Günther.

– Está bien -dijo el coronel-. Tenga cuidado con los guerrilleros.

Günther salió disparado hacia la puerta y se precipitó escaleras abajo. En la calle se encontró con Donop e, hirviendo todavía de rabia como un puchero en el fuego, le dio cuenta de su mal paso.

– Y ese -concluyó Donop su informe- es el motivo de que hoy tú tengas el día libre y Günther esté de guardia en tu lugar. Se lo debes a la Monjita, con la cual espero tener mejor suerte que Günther, cuyas halagadoras maneras esconden a duras penas un natural torpe y grosero.

Günther aún no había llegado, pero Eglofstein ya se hallaba con Brockendorf detrás del parapeto, observando con su catalejo a los guerrilleros, que se agrupaban en gran número por los alrededores del pueblo de Figueras y al otro lado del río Duero. A simple vista se distinguían sus largos capotes grises, y con el catalejo también las insignias rojas de sus gorras.

– Tienen toda clase de artillería -dijo Eglofstein, bajando el catalejo-. Incluso cañones de veinticuatro libras y en Figueras, a la derecha de la iglesia, una batería Ricochet. Pero espero que nos darán tiempo para acabar las obras de fortificación.

– No me digas -gruñó Brockendorf- que te asusta la artillería de la guerrilla. Yo la conozco: los cañones son de madera y los montan encima de arados puestos al revés, en vez de cureñas.

Eglofstein se encogió de hombros y no dijo nada. Pero Brockendorf empezó a maldecir.

– ¡Maldita sea! ¿Es que esta vez el coronel también nos va a tener siglos esperando la orden de ataque? ¡Por un millón de bombas! Hermano, he aguantado con buen ánimo todas las fatigas de la guerra. Pero estas esperas eternas me sacan de quicio.

– El coronel -dijo Eglofstein- sabe muy bien lo que hace. Conozco sus planes estratégicos y…

– ¡Planes estratégicos! -le espetó Brockendorf-. Trazar planes estratégicos no es tan difícil, y yo puedo hacerlo tan bien como tú y el coronel, sin tantos sudores ni quebraderos de cabeza.

– En aquel lado -dijo Donop, que se nos había unido, y señaló con su pala hacia el oeste- está acampado el general d'Hilliers, y, si tiene tiempo de intervenir, bastará con sus tropas de vanguardia para decidir la batalla.

– ¡Anda ya! -dijo Brockendorf, mirando a Donop de pies a cabeza-. Más vale que te dediques a enseñarles a tus reclutas a limpiar fusiles.

– Entonces dinos tus planes, Brockendorf -terció Eglofstein burlón-. ¡No nos tengas tanto tiempo pendientes de un hilo, venga, suéltalo de una vez!

– Ahí va mi plan -empezó Brockendorf, atusándose el bigote y adoptando una expresión feroz-: ¡Granaderos a la derecha! ¡Caballería a la izquierda! ¡Derecha e izquierda, en marcha! ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego! Vamos a ver, ¿para qué se les da a los granaderos cada día su paga y sus dos libras de pan?

– ¿Y luego, qué? -preguntó Eglofstein.

– ¿Luego? Les tomo a esos bergantes una caldera de cobre, un molinillo y el lúpulo y la cebada necesarios para hacer cinco barriles de cerveza cuando volvamos a nuestros cuarteles por la noche.

– ¿Nada más?

– ¡Sí, tedeums y aleluyas cada día! ¡Y para ti, Eglofstein, una peluca con trenza! -añadió Brockendorf a sus planes estratégicos.

– Te has olvidado de una cosa, Brockendorf -observó Eglofstein-. Me refiero a la orden: ¡Toque de retreta! ¡Retirada! ¡Sálvese quien pueda! -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-: ¿Es que no sabes que sólo tenemos dos paquetes de cartuchos para cada hombre?

– Lo único que sé -dijo Brockendorf con gesto de fastidio- es que en estos barrizales no me ganaré la Cruz de Honor. Y ya no me queda dinero. Cada vez que lo pienso, maldigo mi suerte.

– Diez disparos por hombre, ni uno más, esas son las reservas que tenemos -dijo Eglofstein en voz baja, mirando a su alrededor por si alguno de sus hombres podía oírlo-. Sabe el diablo cómo se enteraría el marqués de Bolibar de que estábamos esperando un cargamento de sesenta mil cartuchos.

– Todo mi dinero -dijo Brockendorf- lo dejé en la fonda de Tortoni, en Madrid. Hacían unos ríñones estofados de primera, y una especie de pastelillos de huevas de caballa que no tienen igual en el mundo.

– Pero ¿cómo diablos pudo entrar en la casa y salir de ella?

– ¿Quién? -preguntó Donop.

– El marqués de Bolibar -exclamó Eglofstein-. Me confieso incapaz de hallar respuesta a esa pregunta.

Yo le habría podido dar esa respuesta, pero preferí guardarme para mí lo que sabía.

– Yo opino -dijo Donop con decisión- que el marqués sigue escondido en su casa. De otro modo, ¿cómo habría podido hacer la señal con la paja en el momento adecuado? Quien no esté de acuerdo, que me descifre este enigma.

– Salignac ha registrado todos los rincones en su busca -objetó Eglofstein-. No ha dejado tranquilo a ningún bicho viviente. Si el marqués estuviera escondido en la casa, Salignac lo habría encontrado.

– Curiosamente, mis hombres -contó Brockendorf- culpan a Salignac de que el convoy cayera en manos de la guerrilla. No acabo de entenderlo. Dicen que desde que Salignac está con nosotros se ha torcido la suerte del regimiento, y están muy desmoralizados.

– Y los campesinos y toda la gente de La Bisbal -agregó Donop- le tienen a Salignac un miedo cerval. Es divertido ver cómo, cuando lo ven venir, doblan a toda prisa la esquina más cercana y se santiguan. Se portan como si tuviera la viruela o echara mal de ojo.

Las palabras de Donop y Brockendorf provocaron un intenso desasosiego en Eglofstein.

– ¿Es verdad eso? ¿Se santiguan? ¿Lo rehuyen?

– Sí. Y las mujeres, en cuanto lo ven venir, esconden a las criaturas detrás de los portales.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein tras un breve silencio-. ¿Te acuerdas del motín de los lanceros polacos en Witebsk?

– Sí. Pedían buen pan y que no los apalearan más.

– ¡No! No fue así la cosa. Una noche, los lanceros polacos se reunieron, se amotinaron y se pusieron a gritar que su comandante estaba maldito de Dios y su presencia era la causa de la epidemia de peste que asolaba al regimiento. El Emperador hizo fusilar a treinta de ellos como escarmiento. Se echó a suertes, mediante tiras de papel blancas y negras, quiénes serían las víctimas. Bueno, pues aquel comandante era Salignac.

Nos quedamos mudos de asombro. Se acercaba el mediodía. Por sobre los campos soplaba una brisa tibia, y el aire olía a deshielo. Oíamos a nuestro alrededor el repiqueteo de palas y layas, y el leve ruido de la tierra removida.

– Hermanos -dijo Eglofstein enderezándose con brusquedad, como si hubiera tomado una decisión-, hace días que lo llevo dentro, pero hoy me roe más que nunca. ¿Puedo estar seguro de vosotros? ¿Puedo hablar? ¿Me guardaréis el secreto?

Lo prometimos, y clavamos en él miradas curiosas y expectantes.

– Ya me conocéis -empezó Eglofstein-. Sabéis que desprecio cualquier clase de absurda superstición. Me importan un comino Dios y los santos y los intercesores y el resto de seres fabulosos que pueblan esa invención llamada paraíso. ¡Cállate, Donop! ¡No me interrumpas! Yo también he leído La verdadera Cristiandad de Arndt. Y el Gozo terrenal en Dios de Brockes. Esos libros están llenos de palabras bonitas, pero detrás de ellas no hay ninguna realidad.

Donop sacudió la cabeza. Estábamos apiñados, con las cabezas tan juntas que los penachos blancos que coronaban nuestros cascos se rozaban. Eglofstein continuó hablando:

– Me río de esos viejos necios que hablan de conjunciones funestas del cielo, de constelaciones hostiles, de la influencia nociva de Venus, del Sol o del Triángulo. Por no hablar de lo que hacen en este país esas mujerucas que, por medio cuarto, le leen a uno en la mano, con toda solemnidad, la línea de la vida, la línea del corazón y la línea de la felicidad: todo eso no es más que necedad o engaño, por más que a los españoles les pueda parecer cosa sagrada.

– ¡Siga, siga usted! -le apuró Donop.

– Pero de una cosa estoy seguro. Podéis reíros sin queréis, pero yo creo en ello con tanta firmeza como el más piadoso de los cristianos cree en la santidad de la misa. Hay personas que son la avanzadilla de las catástrofes. Allá donde van, traen la desgracia y la ruina. Esas personas existen, Donop, lo sé, aunque tú te rías de mí y me llames iluso.

– No me río. Bien sé que a cada uno le llega la hora en que ha de ir con el rey Saúl a Endor.

– Y por eso me asusté aquella Nochebuena cuando apareció Salignac. No dejé que se notara, pero hubiese preferido que se fuera con su orden al infierno o a cualquier otra parte.

– ¿Y bien, qué pasa con Salignac? -preguntó Brockendorf, reprimiendo un bostezo.

– ¡Brockendorf! Tú también estuviste en la campaña de Prusia. Tuviste que oír hablar de Salignac. Os voy a contar lo que sé de él.

Se sentó encima de un cesto de zapador, apoyó el mentón entre las manos y contó:

– En diciembre del año 1806, el cuerpo de ejército Angereau cruzó el Vístula a la altura de la aldea de Ukrst. La maniobra, sin el hostigamiento del enemigo, se llevó a cabo con éxito prácticamente hasta el final. Justo en el momento en que el último pontón se disponía a dejar la orilla, apareció Salignac, que viajaba al encuentro del Emperador con despachos de Berthier, y se introdujo en la barca con su caballo. La embarcación llegó hasta el centro del río. De repente, una bala perdida alcanzó al timonel. Cundieron la confusión y el pánico, el caballo de Salignac se espantó, la barca volcó y diecisiete granaderos del regimiento del coronel Albert se ahogaron a la vista de todo el cuerpo de ejército. Sólo Salignac, con su caballo, logró alcanzar a nado la otra orilla. Los lanceros polacos de Witebsk sabían muy bien por qué se amotinaron.

– ¿He oído bien? -exclamó Donop-. ¿Cómo es esto, mi capitán? ¿Quiere usted sacar conclusiones de semejante casualidad?

– ¿Casualidad? Puede ser. Pero las casualidades se amontonan. Escuchad un poco más. -Sacó del bolsillo un cuaderno con apuntes y le echó una mirada-. Lo que les voy a relatar ahora se refiere a la destrucción del regimiento de línea número 16, en enero de 1807. El regimiento avanzaba, siguiendo el curso del río Warthe, hacía Bromberg, llevando por delante unidades de caballería enemiga. En la noche del ocho al nueve de enero, las tropas acamparon en un lugar protegido por vegetación boscosa y arbustos. Poco después del amanecer, el regimiento fue atacado por húsares prusianos. Esto había venido aconteciendo casi a diario, y el coronel Fénérol habría podido repeler el ataque sin excesivo esfuerzo de no ser porque, por motivos no esclarecidos, tomó a las fuerzas enemigas, hasta el momento mismo de la refriega, por efectivos del cuerpo de ejército Davout. El coronel Fénérol cayó nada más empezar la lucha. Su magnífico regimiento fue prácticamente triturado. Quizá todo esto les sea conocido. Sin embargo, seguro que ignoran que el día anterior Salignac se había incorporado al regimiento con dos escuadrones de cazadores de la caballería de Murat. Y Salignac fue el único de los oficiales que consiguió abrirse paso luchando hasta Bromberg. Si quieren llamar también casualidad a eso…

– ¡Pero todo eso se puede explicar de la manera más natural del mundo! -exclamó Donop, cuyo asombro iba en aumento.

– Pues escuchad un caso en el que me vi envuelto yo mismo. El once de febrero del mismo año llegué a Pasewalk. Buscando donde guarecerme, pues la noche era helada y había dos palmos de nieve, me encontré en la calle con Salignac, que se hallaba nuevamente en misión de correo y, como yo, no había encontrado todavía alojamiento. Por aquel entonces ya había adquirido en el ejército la fama de estar siempre presente cuando ocurría un desastre y de salir siempre con vida. Recuerdo que hice en broma alguna alusión a ello, pero él se hizo el desentendido. Finalmente encontramos un lugar para dormir en unos establos, y resolvimos pasar la noche juntos. A la una de la madrugada me despertó una detonación, tan fuerte que el suelo tembló bajo nosotros. No lejos de allí, un molino de pólvora había saltado por los aires, y la mitad del barrio con él. De afuera nos llegaba el griterío de los moribundos y los heridos. A mí me había roto un brazo una viga desprendida del techo. Salignac, en cambio, andaba de un lado al otro del recinto, completamente vestido, listo para viajar, totalmente ileso, y lloraba.

– ¿Lloraba? -exclamó Donop.

– Eso me pareció.

– ¿Qué me sucede? -dijo Donop, sumido en sus pensamientos-. Cuando era pequeño, mi madre solía contarme la historia de un hombre que lloraba porque estaba condenado a traer la desgracia a este mundo. ¿Quién era aquel hombre del que me hablaba mi madre?

– Pero lo que más me asustó -prosiguió Eglofstein- fue que Salignac siguiera viaje antes de que pasase una hora. En medio de la confusión de mis sentidos, me pareció como si él hubiese estado esperando aquel desgraciado suceso, y ahora que ya había tenido lugar le fuese permitido seguir cabalgando para llevar el terror y la ruina a otros lugares.

– El hombre que lloraba… -repitió Donop en voz baja, sumergido aún en sus pensamientos-. ¿Quién era aquel hombre del que mi madre me hablaba? En fin, no importa, lo he olvidado.

Pero yo me acordaba muy bien de las extrañas palabras de los campesinos y los mendigos, y del extraño comportamiento del alcalde y el cura en la mesa del coronel. «¡Dios se apiade de su desgracia!», había rogado el cura, mirando con ojos asustados a Salignac. Y de golpe me vinieron también a la mente las palabras que Salignac había murmurado casi para sí mismo la mañana de aquel día de Navidad, su afirmación de que nadie que hubiera hecho un trozo de camino con él había vivido mucho tiempo. Y me recorrió un escalofrío, el miedo no sabía a qué, y la remota intuición de un peregrino y antiquísimo misterio… Pero todo eso sólo lo sentí durante un segundo; después se desvaneció. A mi alrededor brillaban alegres al sol invernal las palas y layas y los fusiles de los granaderos. El campanario de la aldea de Figueras, las moreras con las ramas cubiertas de nieve, que se alzaban sobre las lejanas colinas, todo, aun lo más lejano, se veía claro y nítido a la luz serena de aquel despejado día de invierno. Aún sentí por un instante como un leve hálito de lo que me había angustiado, pero luego desapareció y volví a sentirme libre.

– Pues a mí -dijo Brockendorf- me desaparecieron hace dos días dos botellas de clarete y una de borgoña. Busqué bien por la casa y las encontré ocultas debajo de la cama de mi patrona. En este caso, al menos, Salignac no tiene culpa alguna. Hay que ir siempre al fondo de las cosas. Aparte de esto, ese clarete es la cosa más miserable, floja y aguada del mundo, y si lo bebo es porque no tengo otra cosa.

No lejos de nosotros, en el bastión a medias construido, se oyeron brutales maldiciones y exabruptos. Se trataba de Günther, que había llegado por fin y estaba espoleando a los granaderos para que aceleraran el trabajo.

De inmediato Brockendorf prorrumpió a gritos:

– ¡Günther! -exclamó-. ¡Ven aquí, hombre! ¡Ven a hablarnos de la miel que su boca guardaba para ti!

Günther vino hacia nosotros, hosco y malhumorado. Me echó una mirada maligna porque tenía que sustituirme en el servicio y se buscó un sitio seco para sentarse.

Brockendorf se plantó en jarras delante de él.

– ¿Qué te dijo? No nos lo ocultes. ¿Te dijo que volvieras pronto? ¿Que serías el preferido en su alcoba?

– Me dijo que tú eras el más tonto, el más charlatán y el más borracho -replicó Günther, venenoso, y le dio una patada a un ratón de campo que yacía en la zanja, muerto por la pala de uno de nuestros granaderos.

Vi que el capitán Eglofstein fruncía el ceño, disgustado, pues no soportaba que hubiera discusiones cuando nuestros hombres andaban cerca. Por su parte, Brockendorf, con su sonrisa de oreja a oreja, preguntó, más halagado que ofendido:

– ¿Es verdad? ¿Te habló de mí? ¿De verdad?

– Sí. Dijo que te iba a poner de espantajo en su huerto, para que no le entren las liebres -contestó Günther con sarcasmo y maldad.

– ¡Günther! -terció Eglofstein-. Me gustaría que hablases de Brockendorf con más respeto. Tú aún no sabías sostener un sable cuando él ya estaba en el regimiento.

– No he venido aquí para recibir lecciones -dijo Günther cortante.

– Pues la verdad es que no te irían mal unas lecciones de urbanidad -afirmo Eglofstein-. Siempre estás rezongando, siempre estás pinchando…

Günther se levantó de un salto.

– Mi capitán -exclamó acalorado y en tono tajante-. El coronel me trata de usted. Bien puedo exigir de usted la misma cortesía.

Eglofstein lo miró con los ojos muy abiertos.

– Günther -dijo con toda tranquilidad-, vuelve a sentarte. Tu impertinencia es tan grande que me desarma.

– ¡Basta, no aguanto más! -gritó Günther, ronco por la ira-. Usted va a retirar sus injurias o…

– ¿O qué? Continúe.

– O -exclamó Günther tomando aliento- tomaré mi satisfacción de una manera que le hará a usted indigno de seguir llevando un uniforme de oficial.

Donop y yo quisimos mediar, pero ya era tarde.

– Está bien -dijo Eglofstein con calma-. Usted lo ha querido. -Se dio la vuelta y, en tono sosegado, ordenó a su asistente, que estaba cerca de nosotros remendando un saco de arena vacío-: ¡Martin! Para mañana a las seis un par de pistolas y un café caliente.

Nos estremecimos, pues sabíamos que Eglofstein hablaba en serio. Su pulso era tan seguro empuñando la pistola como manejando un sable. En el curso del último año había matado en duelo a dos adversarios y le había partido el brazo de un tiro a un tercero.

Günther palideció, pues aunque en la batalla demostraba pasablemente su hombría, enfrente de una pistola dirigida hacia él se convertía en un cobarde. Se dio cuenta de que su ira y su mal humor lo habían conducido a una situación delicada y se las arregló para salir del paso.

– Puede usted tener la seguridad -le dijo a Eglofstein en tono helado- de que acudiré a la cita con mucho gusto, donde y cuando a usted le plazca.

– Entonces sólo resta fijar las condiciones -repuso Eglofstein.

– Desgraciadamente -prosiguió Günther-, Soult ha prohibido los duelos en presencia del enemigo. No puedo hacer otra cosa que reservar el arreglo de este asunto para un momento más oportuno.

Callamos, pues Günther tenía razón. En efecto, el mariscal Soult había hecho llegar hacía algún tiempo dicha orden a todos los oficiales de su cuerpo de ejército. Eglofstein se mordió los labios y se dio la vuelta para marcharse. Pero Brockendorf no estaba conforme con aquel desenlace.

– ¡Günther! -dijo-. A mí todo este asunto no me incumbe, y Eglofstein no me ha nombrado su padrino. Pero a mi parecer los guerrilleros están en calma, no disparan y no se mueven, no actúan como enemigos, y por eso entiendo que…

– Los guerrilleros -dijo Günther- sólo esperan la próxima señal del marqués de Bolibar para atacar las fortificaciones. El domingo dio la primera, y si, como supongo, la próxima llega hoy o mañana, yo seré el primero en dar aquí la cara.

No pude menos que admirar la desvergüenza de Günther. Ambos sabíamos que el marqués de Bolibar estaba muerto, ambos sabíamos quién había dado la señal de la paja mojada. Pero me aguantó la mirada con toda tranquilidad, pues sabía muy bien que yo guardaría silencio.

Eglofstein se encogió de hombros y le lanzó una breve mirada llena de desprecio.

– En ese caso -propuso Brockendorf-, mi consejo es que ante todo nos volvamos a casa y nos sentemos a la mesa. ¿A qué esperamos? En el mesón de La Sangre de Cristo dan hoy tortilla con tocino frito y para empezar un caldo de repollo. Vamos.

Cogió a Eglofstein del brazo y nos fuimos todos, dejando el bastión a las órdenes de Günther.

Cuando llegamos a la luneta Mon Coeur, situada algo más arriba, Eglofstein se detuvo de pronto, me cogió por el hombro y señaló el lugar que acabábamos de dejar.

– ¡Miradlo, al muy fanfarrón, bravucón y cobarde! -exclamó, dejando desbordar su ira largo rato contenida-. Hace un momento se moría de miedo y ahora quiere demostrarnos las agallas que tiene.

Vimos a Günther yendo de un lado a otro, con aire fanfarrón, por encima del parapeto, como si quisiera ofrecer un blanco a las balas de los guerrilleros. Pero sabía tan bien como nosotros que las balas de los mosquetes españoles no llegaban tan lejos, y que los guerrilleros no utilizarían la artillería antes de recibir la señal del marqués.

– ¡Ojalá -exclamó Eglofstein agitando indignado el puño-, ojalá al marqués de Bolibar se le ocurriera dar la señal justo en este momento!

Eglofstein, divirtiéndose con esa idea, se rió solo.

– ¡Diablos! ¡Eso sí que sería divertido! Ver a Günther bajando de un salto del parapeto a la zanja, más ligero que una rana tirándose a la charca.

Seguimos andando.

– A propósito, ¿dónde está el órgano del marqués? -preguntó Donop incidentalmente.

– En el convento de San Daniel -respondió Brockendorf-. En la misma sala en la que hemos instalado un taller para fabricar pólvora y llenar bombas. Esta noche estoy yo de guardia en el taller. Si quieres, puedes pasarte por allí y probar si tiene buenas octavas.

La asamblea de los santos

Acalorados por el vino, salimos del mesón a la calle, y apenas nos habíamos puesto los capotes cuando nos enredamos en una discusión acerca de cómo íbamos a pasar la tarde. Donop dijo que estaba cansado y que se iba a casa a leer y a dormir un poco. Brockendorf propuso que Eglofstein, quien algunas semanas antes había cobrado por mediación del banco Durand de Perpiñán una parte de su herencia, hiciera de banca para jugar al faraón. Pero Eglofstein se excusó aduciendo que no tenía tiempo, que tenía que ir a su despacho, por lo menos una hora, para ventilar los asuntos ordinarios del día.

Brockendorf se enfadó y no nos ocultó que tenía una opinión muy baja de las tareas de un oficial adjunto, empezando por las que tenían que ver con la escritura.

– No existe en el mundo -dijo- nadie capaz de sacar punta en un día a todas las plumas que tú estropeas en una hora. Rellenar un pliego tras otro, y todo para que al final el tendero haga con ellos cucuruchos para la canela, el jenjibre o la pimienta.

– Si no escribo hoy vuestras asignaciones -explicó Eglofstein-, mañana no cobraréis, pues el tesorero no paga nada sin mi autorización.

Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodía con un troncho de col, haciéndolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maíz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.

Al llegar a la esquina del callejón nos cerró el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriéndola de maldiciones, ora colmándola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un puñado de hojas secas de maíz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanás; en fin, hacía todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacía tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.

De improviso Donop lanzó una exclamación de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.

En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viéndola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me pareció por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Françoise-Marie, enfadada porque ya hacía tanto tiempo -¡ay!, más de un año- que yo no iba a verla.

– Ahora se va a su casa -dijo Eglofstein-, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los días.

Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.

Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quizá comprar algún arcángel o apóstol, dar un impulso a nuestros propósitos con la Monjita.

Únicamente Brockendorf desconfiaba de aquel plan, y durante todo el camino no hizo más que soltar reproches y amenazas.

– Os lo digo de antemano -gruñó-. No pienso comprar ningún san Epifanio ni Porciúnculo, aunque me lo dejen por dos cuartos. No doy más por el retrato de un santo que por un puñado de hojas de calabaza. Esta vez no me pasará como en Barcelona, cuando por causa de una cara bonita tuve que acompañaros a aquella mísera taberna y beberme luego yo solo las cuatro botellas de vino barato del Cabo porque a vosotros se os antojó hacerle la corte a la sobrina del tabernero.

Entramos en el taller de don Ramón de Alacho, mientras Brockendorf seguía gruñendo y calificándose a sí mismo de necio redomado por haber venido con nosotros.

A través de la puerta abierta echamos una mirada a la otra estancia. Allí estaba la que buscábamos. Había echado la mantilla sobre el respaldo de una silla y estaba poniendo a la mesa fuentes con asado frío, pan, mantequilla y queso. Don Ramón de Alacho surgió de detrás de uno de sus cuadros, se inclinó del modo ridículo que ya conocíamos y pareció asombrado de vernos en su casa.

Le explicamos que habíamos venido para adquirir algunos de sus cuadros, y él nos dio la bienvenida muy complacido y con palabras corteses.

– Están en su casa. Quédense cuanto les plazca y acomódense a su gusto.

Había dos personas más en la estancia, dos figuras realmente singulares. Un joven de rasgos simplones se hallaba en pie, rígido, con los flacos brazos alzados en gesto suplicante hacia el techo de la estancia, como un serafín de piedra. Era evidente que las mangas del sayal le venían muy cortas y no le llegaban más allá de los afilados codos. Una vieja que estaba sentada a su lado en un escabel se retorcía las manos como en plena desesperación; su rostro mostraba una expresión de dolor petrificado; la mujer movía incesantemente la cabeza de un lado a otro, como un somormujo.

Don Ramón acercó a rastras dos de sus cuadros:

– Aquí ven ustedes -nos explicó- a san Antonio, y a su alrededor más de una docena de diablos, algunos de los cuales han tomado la forma de gatos y otros la de murciélagos. -Dejó el cuadro en el suelo y nos mostró el segundo-: Este cuadro representa a san Clemente en el momento de hacer un milagro: cura a un enfermo del bazo tocándolo con un pie.

Brockendorf contempló con toda atención a san Clemente, que estaba representado con los símbolos de la dignidad papal.

– Si eso es un milagro -afirmó al cabo de un momento-, entonces yo también soy un santo, y no lo he sabido hasta ahora. He hecho muchas veces milagros como ése. A veces no hay nada mejor que un buen puntapié para devolver la salud a los que están pachuchos.

– Es un buen trabajo, y será suyo si me paga los gastos del lienzo y la pintura y un poquito más.

Don Ramón fue sacando, uno tras otro, el resto de sus cuadros, y pronto estuvimos rodeados por todo un concilio de padres de la Iglesia y mártires, de apóstoles y penitentes, de papas y patriarcas, de profetas y evangelistas que, sosteniendo en sus manos patenas, cálices, misales, incensarios, crucifijos y custodias, nos miraban seria y solemnemente, con gesto severo, como si hubieran adivinado las profanas intenciones que nos habían conducido al seno de su santa asamblea.

El pintor ofreció al capitán Brockendorf la mártir toledana Leocadia. Estaba retratada sobre fondo azul, con una túnica roja sembrada de estrellas, y tenía entre las manos un libro abierto.

– Reconocerán ustedes en esta santa -explicó don Ramón- los rasgos de mi hija, que está aquí al lado, sentada a la mesa, preparando un emparedado con carne fría y queso. Al señor coronel le gusta la buena cocina, y es generoso. No demasiado queso, hija mía, ya sabes que mata el sabor del asado, que es más fino. A todas las santas, y también a la Virgen, las pinto con la cara de mi hija. -Don Ramón puso en el suelo a la mártir Leocadia, junto al resto de los cuadros, y continuó-: Si van ustedes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, verán en el muro de la derecha, detrás de la segunda columna, un retrato de la hermana seráfica Teresa pintado por mí. También esa santa tiene los rasgos de la cara de mi hija; es más, el parecido es muy grande. Y como la santa lleva en ese retrato el hábito de las carmelitas reformadas, la gente de la ciudad llama a mi hija «la Monjita», aunque en el bautismo recibió el nombre de Paulita.

Brockendorf contemplaba los retratos de los santos con una atención y detenimiento que me asombraron.

– ¿Tiene usted también -preguntó por fin- algún cuadro de santa Susana?

– Es ésta, si se refiere usted a la santa que fue decapitada en tiempos del emperador romano Diocleciano por haber rehusado tomar por esposo al hijo de dicho emperador.

– De eso no sé nada -afirmó Brockendorf-. Me parece que no estamos hablando de la misma santa Susana.

– No conozco a ninguna otra santa que lleve ese nombre -exclamó el pintor, irritado-. Ni Laurentius Surius, ni Petrus Ribadeira, ni tampoco Simeón Metaphrastes, Johannes Trithenius y Sylvanus de Lapide la mencionan. ¿Quién es esa Susana, dónde vivió, dónde sufrió la muerte y qué papa la beatificó?

– ¿Cómo? -preguntó Brockendorf indignado-. ¿Es posible que no conozca usted a santa Susana? Me deja pasmado. Es aquella santa que fue sorprendida por dos judíos mientras se bañaba. La historia la conoce todo el mundo.

– Aún no he pintado esa escena. Y, por lo demás, esa Susana no es una santa, sino una judía de Babilonia.

– Judía o no -decidió Brockendorf, lanzando una elocuente mirada a la Monjita -, ya podría usted haber pintado también a la señorita como Susana durante el baño.

– ¡Don Ramón! -gritó de repente el individuo de los brazos levantados en tono lastimero-. ¿Cuánto rato me vais a tener así de plantón por un real y medio? Ya se me han dormido los brazos.

El jorobado tomó enseguida el pincel y desapareció presuroso detrás de su caballete. Y por unos instantes no vimos de él más que sus piernas de color rojo ladrillo.

– Estas dos personas -le oímos contar- me ayudan en mi trabajo. Estoy pintando un Descendimiento. Este joven representa a José de Arimatea, y esta dama a una de las mujeres piadosas de Jerusalén. Y ambos, como ven los señores, lloran la muerte del Redentor.

José de Arimatea y la mujer piadosa de Jerusalén nos hicieron una reverencia, sin abandonar por ello su actitud de apasionada denuncia y muda desesperación.

– La señora -explicó don Ramón desde detrás del caballete- es una actriz de categoría. En el auto sacramental que pusimos en escena aquí en La Bisbal el año pasado, representó la figura alegórica de la Santa Confesión. Cosechó muchos aplausos, y se sabía su papel de memoria tan bien como el Padrenuestro.

– En Madrid he hecho también papeles de reinas y doncellas -se hizo oír la dama.

Brockendorf, después de mirarla con ojos escrutadores durante un rato, le dijo:

– Ando buscando a alguien que me lave un par de medias de lana que se me han puesto perdidas con la nieve.

– ¡Dádmelas a mí! -dijo la especialista en encarnar reinas y doncellas, cuyos rasgos perdieron por un instante la expresión de dolorosa abnegación-. El caballero quedará satisfecho de mis servicios.

Entretanto, Eglofstein, Donop y yo habíamos pasado a la otra habitación; Brockendorf nos siguió. La Monjita seguía ocupada en poner la mesa y colocar en sus correspondientes lugares las fuentes y los platos. La rodeamos por todas partes, igual que la caballería ligera acosa una posición enemiga. Y mientras don Ramón seguía trabajando diligente en su Descendimiento, Eglofstein inició el asalto a la amante de nuestro coronel.

Ninguno de nosotros sabía hablar a las mujeres tan bien como Eglofstein. Sabía hacer uso de su voz como un violinista de su instrumento. Cuando la hacía elevarse temblando, parecía convertirla en portavoz de una apasionada emoción que en realidad su corazón no sentía, y no eran pocas las mujeres con las que tenían éxito aquellas malas artes.

Era la primera vez que podíamos hablar a solas con la Monjita, pues hasta entonces nunca la habíamos visto sin el coronel. Eglofstein empezó con toda clase de gentilezas y pequeñas zalamerías, que la Monjita parecía escuchar con gusto. Los demás le dejamos hacer y, en silencio, nos limitamos a escuchar cómo promovía su causa y la nuestra.

Le dijo lo feliz que se sentía de haberla conocido, pues sólo la idea de poder verla de vez en cuando le hacía soportable la vida en aquella pequeña ciudad.

La Monjita sonrió gozosa. Y su sonrisa, sumada al modo en que sus manos jugaban con una de las flores artificiales de su pelo, hicieron que otra vez, como tantas otras ya, Françoise-Marie surgiera ante mis ojos en su lugar. De repente se me figuró absurdo y peregrino el hecho de que hubiéramos de pugnar tanto con nuestras palabras para conquistar a quien ya era nuestra desde hacía tanto tiempo.

– ¿Tan pobre ciudad es La Bisbal -preguntó ella- que usted lamenta vivir en ella?

– No es peor que el resto de las ciudades de su país, pero es que aquí echo a faltar tantas cosas… Por ejemplo, el disfrute de una ópera italiana, la compañía de gentes de mi igual, los bailes, el casino, paseos en trineo en compañía de mujeres hermosas…

Eglofstein se interrumpió, como si quisiera darle a la Monjita el tiempo necesario para representarse con la imaginación los placeres del gran mundo: bailes, paseos en trineo y la ópera italiana. Al cabo de unos instantes prosiguió:

– Pero en su compañía no echo a faltar nada de todo eso, y me contento con poder verla.

En aquel momento la Monjita no supo qué replicar y se ruborizó de gozo y confusión. Pero don Ramón de Alacho exclamó desde la otra habitación:

– ¿Por qué no agradeces debidamente al caballero sus amables palabras?

El descubrimiento de que el padre de la Monjita había oído cada una de las palabras que acababan de pronunciarse pareció turbar a Eglofstein y arrebatarle la seguridad. Adoptó, sin motivo alguno para ello, una actitud vehemente. Y, puesto que la Monjita seguía callada, le dijo, lleno de irritación, pero en voz mucho más baja:

– ¿No es usted capaz de decir nada? ¿No tiene ni una palabra para mí? Está bien, ya veo que me mira por encima del hombro. No me considera digno de una respuesta.

La Monjita negó con un intenso movimiento de cabeza. Parecía asustada, tal vez porque creyera haberse creado un enemigo en el capitán Eglofstein, a quien había visto muchas veces en trato de confianza con su amante.

– ¿Sigue usted callada? -continuó Eglofstein en voz baja-. Entiendo, se burla usted en su fuero interno del fuego que usted misma ha encendido en mí. Con una mirada de sus ojos ardientes, con un altivo gesto de su cabecita, con ese bucle rebelde que una y otra vez se cierne sobre su frente.

– ¡No me mire los cabellos! -dijo la Monjita rápidamente, pasándose la mano por ellos para arreglarlos, contenta de que Eglofstein ya no estuviese enfadado-. Una necia ráfaga de viento me los ha puesto en desorden hace un rato, cuando iba por la calle.

Eglofstein, no sabiendo muy bien cómo proseguir la charla, echó mano a la palabra viento como un malabarista de feria atrapa cuchillos en el aire.

– ¡El viento! Tengo celos de ese viento, al que, al contrario que a mí, le está permitido revolverle el pelo, acariciarle las mejillas, besar sus labios…

– ¡Don Ramón! -Volvió a gritar en aquel instante, en tono lastimero, el que representaba a José de Arimatea-. ¿Tendré que estar aún mucho rato aquí de pie? Quiero irme a mi casa.

– ¡Paciencia! Media hora más. Tengo que aprovechar mientras dure la luz del día.

– ¿Qué? ¿Media hora aún? Vaya por Dios, qué perspectiva. Y mi madre esperándome en casa con un plato de callos de cordero que se ha traído de Zaragoza.

– ¡Callos de cordero de Zaragoza! -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, echando una mirada de reojo a la mesa puesta-. Cosa rara en estos tiempos que corren.

– Guisados en aceite y con su pimienta y su cebolla.

– ¡Por todos los diablos, deja de pensar en los callos de cordero y en la pimienta y la cebolla! -exclamó don Ramón-. Quédate como estás y no te muevas. Piensa que es por el bien de todos los católicos.

Entretanto, parecía que Eglofstein había ganado terreno con la Monjita. Le había cogido una mano y se la retenía entre las suyas.

– Siento la ligera presión de su mano -dijo-. Ya no está fría y yerta entre las mías. ¿Puedo tomar esto como señal de que accederá usted a mi deseo?

La Monjita, sin levantar la vista, preguntó:

– ¿Y qué deseo es ése?

– Que esta noche pase usted una hora entre mis brazos -rogó Eglofstein en un susurro.

– No, eso no -dijo la Monjita, muy decidida, y retiró la mano.

Vi la cara de perplejidad de Eglofstein y perdí la paciencia al constatar que todas sus hermosas palabras no habían servido para nada.

– ¡Escúcheme, Monjita! -exclamé-. Estoy enamorado de usted, ya lo sabe…

La Monjita se giró hacia mí con un repentino movimiento de cabeza, y sentí como si su mirada me quemara la frente. Si me sonrió, amable o burlona, no lo sé, pues no la miré a la cara.

– ¿Qué edad tiene usted? -me preguntó.

– Dieciocho años.

– ¿Y ya está enamorado? ¡Que Dios se apiade de usted!

La oí reír en voz baja, divertida, y sentí que la ira y la vergüenza se apoderaban de mí. Pues ella sin duda no era mayor que yo.

– La felicito por estar de tan buen humor -dije-. Pero conviene que sepa que estoy acostumbrado a tomar por la fuerza lo que se me niega a causa de mi juventud.

La Monjita dejó de reír inmediatamente.

– ¡Joven! -fue su respuesta-. Eso no le proporcionaría a usted gloria alguna, pues, aunque no soy un hombre, sé muy bien cómo defenderme. Pero ahora basta de todo esto.

Eglofstein me lanzó una mirada terrible.

– El teniente Jochberg ha querido hacer una broma -dijo, mientras me daba una patada en la espinilla por debajo de la mesa-. Cállate, burro, que nos lo vas a estropear todo -me susurró-. Créame, Monjita, nunca llegaría a dejarse ir hasta el punto de emplear la fuerza contra una dama.

– Una confesión de amor -afirmó la Monjita – ha de ser tierna y cariñosa, esa es la costumbre. Pero este caballero, a mi parecer, ha sido muy poco cortés.

– ¡No dobles la espalda! -exhortó don Ramón a su José de Arimatea-. El personaje bíblico al que representas no era jorobado.

– ¡No, no soy tierno! -exclamé-. No soy cariñoso. Pues la amo de tal manera…

– ¡Si no paras de tragar saliva, de toser, de bostezar y de rascarte, no voy a acabar nunca! -exclamó don Ramón enojado-. Quédate quieto de una vez tal como te he enseñado.

– … de tal manera, que sólo encuentro palabras insensatas para decirle lo que le tengo que decir.

– Es usted muy joven -dijo la Monjita -. Y en el amor el noviciado es muy duro. Pero sin duda ya aprenderá usted la manera de tratar a las mujeres cuando tenga algunos años más.

La miré y me di cuenta de que ya no sentía rabia, sino sólo asombro, porque aquella mujer tenía la voz de Françoise-Marie y con esa voz me dirigía palabras tan frías, tan extrañas, tan hostiles como aquéllas.

Pero entonces el capitán Brockendorf tomó las riendas del asunto en mi lugar, firmemente decidido a resolverlo prontamente y conforme a sus deseos.

– ¿Por qué -le preguntó sin ambages- nos niega usted la pequeña gentileza que tan fácilmente, tan a menudo y de tan buena gana le concede al coronel?

– Sus palabras son una ofensa.

– ¿Una ofensa? ¡Oh, no, de ningún modo! En nuestro país no es ofensa, sino costumbre, pedir a las mujeres esa clase de cosas.

– Pues en el mío -replicó tajante la Monjita – es costumbre negarlas.

– Pero bueno, ¿qué diantre -exclamó Brockendorf, impaciente, pues la cosa no tomaba el curso deseado por él-, qué diantre ve usted en nuestro coronel? No es ni joven ni guapo. Confiéselo: no hay nada en él que pueda gustar a una muchacha joven. Es tiránico y está amargado y lleno de manías. Además tiene la gota, y cada vez que entro en su dormitorio lo encuentro lleno de cajas de pildoras pequeñas y grandes.

– ¡Y yo que pensaba que eran ustedes amigos suyos! -dijo la Monjita, en voz baja y desconsolada.

– ¿Amigos suyos? Con los amigos se comparte el último trago de aguardiente, el último mendrugo de pan. Pero no es mi amigo el que me esconde lo mejor que tiene y se lo guarda para él solo. Si eso es amistad, la cacerola vieja de mi patrona es un copón de oro.

– ¿Y no teme usted que yo le repita todo lo que acaba de decir?

– ¡Hágalo! -dijo Brockendorf brusco y con gesto sombrío-. No hace más de tres meses que dejé muerto a mi último adversario en el campo del honor. Fue en Marsella, cerca de la Porte Maillot. Con pistolas. Y disparamos a seis pasos de distancia.

Se dirigió a nosotros:

– ¿Os acordáis del capitán general Lenormand, el que se sentaba a mi lado cuando yo tenía mi cubierto a la mesa del estado mayor del mariscal Soult, en Marsella?

Ninguno de nosotros sabía nada de aquel duelo. En Marsella no había ninguna Porte Maillot y Lenormand era el apellido de un tendero de la esquina de la Rué aux Ours a quien Brockendorf debía sesenta francos en concepto de comestibles que le había suministrado: foie-gras de oca, jamón y dos botellas de jerez.

Era evidente que Brockendorf se había sacado de la manga aquella historia para asustar a la Monjita. Nosotros simulamos que recordábamos perfectamente el episodio, y Eglofstein salió en su ayuda:

– Pero no se trataba de la amante de Lenormand, sino de su mujer. -Y, como enfrascado en sus pensamientos, añadió-: Cuando una francesa es hermosa, no lo es a medias.

Por unos instantes tuve vivamente ante mis ojos la imagen de la buena Madame Lenormand. Una figura flaca, ya entrada en años y francamente contrahecha, que aparecía cada mañana en nuestro cuartel para reclamar a Brockendorf los sesenta francos; sólo faltaba los domingos, porque solía ir a la iglesia cargada con una bolsa de terciopelo rojo en la que llevaba su devocionario.

La Monjita levantó los ojos hacia Brockendorf con expresión de temor y súplica, y supimos que no hablaría, pues temía por la vida del coronel.

– Además, se va a casar conmigo -dijo.

Brockendorf adoptó una expresión de asombro y empezó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Ya están contratados los músicos? ¿Están amasando ya la tarta de bodas?

– ¿Qué dice usted? ¿Casarse? -exclamó Eglofstein-. ¿Se lo ha prometido?

– Sí. Y le ha dado al señor cura cincuenta reales para los gastos del casamiento.

– ¿Y usted se lo cree? Está muy engañada. Aunque fuera su voluntad casarse con usted, no podría hacerlo, porque su familia, que es de la alta nobleza, jamás lo consentiría.

La Monjita miró por unos instantes, con gesto de consternación, al capitán Eglofstein. Y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que sabía bien lo que se podía creer y lo que no. En eso, de detrás del Descendimiento salió don Ramón de Alacho con el pincel en alto goteando pintura azul, y dijo con voz cavernosa:

– De mi hija no tiene por qué avergonzarse ningún conde ni ningún duque. Lleva en las venas sangre pura de cristianos viejos, tanto por la línea paterna como por la materna.

– Mire usted, don Ramón -dijo Brockendorf sesudamente-. No le niego que una vieja carta de nobleza tiene su peso. Pero si en la suya lo único que dice es que son ustedes cristianos viejos… En nuestro país, con un título como ese limpian las mesas los taberneros. Pues en Alemania hasta el más triste zapatero remendón es cristiano viejo.

José de Arimatea alzó horrorizado y con gesto implorante las manos hacia el cielo, la piadosa mujer de Jerusalén sacudió la cabeza con hondo dolor y don Ramón de Alacho se volvió sin decir palabra a su caballete.

Empezaba a oscurecer. Pasaba el tiempo y crecía nuestra impaciencia. Brockendorf juró, entre maldiciones, y lo bastante alto para que lo oyera la Monjita, que ninguno de nosotros se movería de allí antes de que el asunto hubiera quedado resuelto, aunque tuviéramos que esperar de pie hasta el amanecer.

Donop, que hasta entonces no había dejado de hablar a los demás, tomó entonces la palabra:

– Casi parece, Monjita, como si estuviera usted enamorada de ese viejo.

– ¿Y si lo estuviera? -exclamó vehemente. Pero nos pareció como si no quisiera confesarse a sí misma que sólo daba la preferencia al coronel a causa de su rango, su riqueza y su generosidad.

– ¿Y si lo estuviera? -repitió desafiante, irguiendo la cabeza.

– Lo que usted siente por ese viejo no puede ser amor -dijo Donop con calma-. El sentimiento del amor verdadero es otro, y usted todavía no lo conoce. El amor necesita del secreto. Esta noche yo la esperaré temblando de impaciencia, loco de deseo, contando los minutos que me separan de usted. Y cuando se deslice hacia mí secretamente, con el corazón lleno de temor, por el camino descubrirá en su interior el sentimiento del amor como algo nuevo y singular, nunca antes experimentado.

Había oscurecido por completo, y yo no podía distinguir ya con claridad el rostro de la Monjita. Pero la oí reír en voz alta, con ganas, y en tono burlón.

– ¡Me ha convencido usted! Estoy ansiosa por conocer un sentimiento que usted me describe como nuevo y hasta ahora desconocido para mí. Pero para mi desgracia he prometido fidelidad a mi amante.

Lo repentino de aquel cambio de parecer y el sonido burlón de su voz debieran haber despertado en nosotros la desconfianza. Pero estábamos todos demasiado impacientes y demasiado enamorados para darnos cuenta de ello.

– Esa promesa no tiene usted que cumplirla -se apresuró a asegurarle Donop-. Pues se la ha hecho a un hombre al que no ama.

Mientras tanto, en el taller contiguo, don Ramón había encendido una vela, y una estrecha franja de luz entró en nuestra estancia a través de la puerta entreabierta.

– Si es verdad eso que dice usted de que no hay obligación de cumplir la palabra dada a un hombre al que no se ama, entonces ya no tengo más reparos y les prometo gustosamente que acudiré.

En su voz resonaban la arrogancia y la burla, pero su rostro, que yo veía al escaso resplandor de la llama, mostraba su habitual expresión pensativa y seria.

– ¡A eso lo llamo yo hablar razonablemente! -exclamó Brockendorf satisfecho-. ¿Y cuándo, hermosísima Monjita, podemos esperarla?

– Iré después del rosario, que, según creo, acabará a las nueve.

– ¿Y cuál de nosotros será el afortunado? -apremió Eglofstein, lleno de ansiedad y ya celoso de Brockendorf, de Donop y de mí.

La Monjita nos miró a la cara uno tras otro, deteniéndose en particular en la mía. Y en ese instante tuve la sensación de que sus dieciocho años se habían encontrado por fin con los míos.

Pero ella meneó la cabeza.

– Si les he entendido bien -dijo, y de nuevo me pareció detectar cierto tono burlón en sus palabras-, si les he entendido bien, ese sentimiento nuevo y singular cuyo goce me han prometido no hará presa en mí hasta que me encamine hacia ustedes. Así que me resulta todavía imposible saber a los brazos de quién me conducirá.

Abrió la puerta y dijo a los del taller que por aquel día ya habían trabajado bastante, y que la cena estaba en la mesa.

Don Ramón y los otros dos se hallaban ante el Descendimiento, contemplando al resplandor de la vela el cuadro terminado. Pero don Ramón no parecía muy satisfecho de su trabajo:

– Este José de Arimatea queda bastante pobre, tanto en la actitud del cuerpo como en la expresión de la cara.

– Muy bien podría haberle dado usted mejor apariencia -afirmó el joven, ofendido, mientras se estiraba las mangas demasiado cortas.

– Pero tiene una postura muy natural -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, intentando consolar al modelo y al pintor.

Brockendorf no quiso dejar de dar su opinión él también:

– Hay muchas caras en el cuadro y todas son diferentes -constató.

– Eso es debido a que yo siempre pinto del natural -dijo don Ramón-. Hay malos pintores que toman por modelo pinturas ya hechas por otros maestros. Si quiere usted comprar este cuadro, no cuesta más que cuarenta reales. Como acaba de observar usted, se trata de un cuadro abundante en personajes. También le puedo vender por el mismo precio dos cuadros más pequeños, como a usted le plazca.

– Vengan los cuadros -dijo Brockendorf, a quien el feliz desenlace de la aventura le había predispuesto muy en favor del pintor-. Y cuanto más grandes, mejor.

Y se sacó del bolsillo dos monedas de oro cuya posesión nos había ocultado arteramente, pues tenía deudas de juego con todos nosotros. Don Ramón se embolsó el oro y colocó la mano derecha sobre san Ajado, capitán y mártir, y la izquierda sobre el subdiácono florentino Cenobio.

Entretanto habíamos convenido con la Monjita que iríamos los cuatro a esperarla aquella noche al convento de San Daniel. Y nos fuimos a comprar vino y provisiones para la cena. Estábamos todos de buen humor, pero Brockendorf, de tan contento, no sabía lo que hacía. Asustó a una vieja chistando como un ganso, le escondió la escalera del palomar al herrero de la Calle de los Jerónimos y se emperró en entrar en la tienda de la cacharrera, a quien no conocía de nada, para preguntarle por qué la semana pasada había engañado a su marido con el escribiente cojo del ayuntamiento.

La canción de Talavera

El convento de San Daniel, al cual debía su nombre la Calle de los Carmelitas, nos servía de polvorín y de taller. Los frailes, miembros de la orden de los carmelitas descalzos, habían abandonado hacía tiempo el edificio para luchar contra nosotros entre las filas del Tonel y del Empecinado. En el refectorio y en el dormitorio, en las celdas de los monjes, en el claustro y en la gran sala capitular, en fin, por todas partes, nuestros granaderos y los del regimiento Príncipe Heredero trabajaban durante el día en el llenado y la fabricación de bombas incendiarias y granadas. En la cripta, en la que Brockendorf tenía previsto pasar la noche (a cada uno de nosotros nos tocaba este servicio una vez por semana) estaban dispersos por el suelo los sacos de pólvora vacíos, los clavos, hachas, martillos, soldadores, tapas de cajones, haces de paja, calderas y las coloreadas pipas de barro de los granaderos. Trazos de tiza en el suelo señalaban los límites de cada cuadrilla. En las paredes se veían frescos medio desvaídos que representaban a Sansón cegado por los filisteos y la muerte del gigante Goliat; mediante la adición de un bigote y una perilla, uno de los granaderos había transformado al pastorcillo David en el solemne tambor mayor de nuestro regimiento. Sobre la puerta pendía, en un marco de madera tallada y dorada, el retrato de un fraile, un hombre apuesto que llevaba colgada una cruz pectoral.

Los dos braseros que había encima de la mesa despedían espesas nubes de humo y nos dejaban la elección entre asfixiarnos o morirnos de frío. Habíamos concluido la cena, y el asistente de Brockendorf, que tenía fama de ser el mejor furriel de todo el ejército, retiró de la mesa los restos de nuestra comida.

Enfrente del convento, separada de él sólo por la estrecha Calle de los Carmelitas, se encontraba la mansión del marqués de Bolibar, y a través de los vidrios rotos del ventanal de la iglesia veíamos el interior del bien iluminado dormitorio del coronel. Estaba sentado en su cama, completamente vestido; el cirujano del batallón de Hessen lo afeitaba a la luz de dos candelabros situados sobre la mesa. Encima de una silla estaban su tricornio y un par de pistolas.

La visión de nuestro coronel nos llenó de desbordante alegría, pues sabíamos que aquella noche él esperaría en vano a la Monjita, que pensaba venir a vernos a nosotros y no a él. Todos odiábamos al coronel y al mismo tiempo lo temíamos. Y Brockendorf desahogó la indignación de su pecho:

– Ahí está ese amargado, con su cabeza gotosa y su corazón atrofiado. ¿Llegará pronto la Monjita, mi coronel? ¿Está ya en camino? Se hace usted demasiadas ilusiones, mi coronel. De la cuchara a la boca es cuando con más facilidad se vierte la sopa.

– No grites tanto, Brockendorf; te va a oír.

– Ese no oye nada, ni ve nada, ni sabe nada -gritó Brockendorf triunfante-. Cuando llegue la Monjita, apagamos las luces. Y en plena oscuridad le voy a poner a ése un doble escudo de Turquía encima de la cabeza gotosa, y ni se enterará.

– Como está tan orgulloso de su sangre azul -se burló Donop-, que se haga pintar en el escudo el ave de san Lucas, que tenía dos cuernos.

– ¡Silencio, Donop! Tiene el oído muy fino. Vosotros no lo conocéis como yo -susurró Eglofstein, inquieto, apartándonos de la ventana, a pesar de que era imposible, debido al espesor de los vidrios, que el coronel entendiera ni una sola palabra de lo que decíamos de él-. Oye toser a una vieja a tres leguas de distancia. Y si se enfurece os pondrá otra vez a hacer maniobras durante tres horas en un campo labrado, como la semana pasada.

– Me puse enfermo de rabia. ¿Es que no va a reventar nunca, el condenado? -renegó Brockendorf por lo bajo-. Y a cada momento nos hace salir a la calle a toque de corneta.

– ¡Qué nos vas a explicar! -exclamó Donop-. Tú entraste en el regimiento con el grado de capitán. ¡Pero Jochberg y yo…! Nosotros servimos como cadetes a las órdenes de ese amargado. Era una vida de perros. Manejar todos los días el cepillo y la rasqueta, sacar en carretillas el estiércol de los establos, cargarse a la espalda la ración de avena para ocho días…

El reloj de Nuestra Señora del Pilar tocó las nueve. Donop contó las campanadas.

– Las nueve. No puede tardar.

– Aquí estamos -dijo Eglofstein, apoyando la frente en la mano-. Aquí estamos todos sentados, esperando a una sola Monjita. Y seguro que en esta ciudad no faltan muchachas tan guapas como ella, y aún más. Pero por Dios que mis ojos están deslumhrados, y sólo veo a ésta, a la única.

– Yo no -afirmó Brockendorf, tomando un gran pellizco de rapé-. Yo también veo a las demás. Si el domingo por la noche hubierais venido a verme a mi habitación, habríais encontrado conmigo a una moza de pelo negro y linda figura, y que quedó muy satisfecha con los tres cuartos que le obsequié. Se llamaba Rosina. Pero no por eso subestimo a la Monjita.

Se sopló el polvo de tabaco que le había caído en la manga y continuó:

– Tres cuartos no es mucho. En París, en casa de Frascati y en el Salón des Etrangers, me he gastado mucho más dinero en mujeres.

Una de las velas, a punto de consumirse, vacilaba y crepitaba, y Eglofstein encendió otra.

– ¡Un dineral! -añadió Brockendorf lanzando un suspiro.

– ¡Escucha! -exclamó Donop de repente, agarrándome por un hombro.

– ¿Qué pasa?

– ¿No has oído? Arriba… ¡Ahora otra vez! ¡Arriba, junto al órgano!

– ¡Eso es un murciélago! -gritó Brockendorf-. Pues no va y se asusta de un murciélago, el paleto este… Ahora está colgado en la otra pared. Me parece que estás temblando, Donop. Ya te pensabas que el marqués de Bolibar estaba sentado al órgano, a punto de dar la señal, ¿verdad?

Subió por la escalera de caracol de madera que llevaba al órgano.

– Seguro -dijo Donop- que el marqués de Bolibar conoce algún pasadizo secreto que lleva de su casa al convento. Y cualquier día se asomará allí arriba y dará la segunda señal, igual que dio la primera.

– ¡Pues no va y se asusta de un murciélago…! -exclamó Brockendorf desde arriba. Se puso a manosear la caja y los registros, pero no les extrajo sonido alguno-. ¡Donop! ¡Tú que sabes tocar el órgano, sube aquí! A ver cómo te las compones con todas estas flautas y estos tubos.

– ¡Brockendorf! -ordenó el capitán Eglofstein-. Deja en paz el órgano y baja.

– Me hace gracia pensar -oí desde arriba la voz de Brockendorf, que resonaba en la amplitud del ámbito con un tono sombrío y amenazador-, me hace gracia pensar que si se me ocurriera ahora tocar la canción del ganso de san Martín, o «Margarita, Margarita, se te ve la camisita», allá afuera, en los bastiones, Günther y el Tonel se pondrían a bailar.

Aquella ocurrencia de Brockendorf pareció divertir mucho también al capitán Eglofstein. Reía dándose palmadas en los muslos, y sus carcajadas repercutían en las paredes:

– ¡Ese Günther! ¡El muy engreído! ¡El muy fanfarrón! ¡Me gustaría verle la cara cuando las balas le pasaran de repente silbando por delante de las narices!

Mientras tanto, Donop había subido también las escaleras. Después de echarle una mirada al órgano, se tomó la molestia de describirnos su complicada y misteriosa estructura.

Estaba la cámara de aire, la cañonería, el flautado, los bordones. Donop pulsó algunos registros. Puso las manos en el teclado maual y nos nombró los diferentes tubos, pues cada uno de ellos tenía un nombre propio. Uno se llamaba principal, otro bordón. Estaba la viola de gamba, el bajo, el quintón y el contrabajo, y una de las flautas se llamaba nasardo.

– ¡Qué nombres más raros! -dijo Brockendorf pensativo-. Y con todas estas flautas, tubos y oboes no puedes tocar ninguna música decente para bailar, sino solamente un mísero benedicat vos.

– También se pueden tocar fugas, tocatas, preludios e interludios -defendió Donop su instrumento.

– Písame los fuelles, que voy a probar si me sale un gloria -propuso Brockendorf.

Empezó a cantar con su voz graznadora:

Hoy, al cura, al decir misa,

le dio un ataque de risa.

Kyrie eleison.

Donop se acuclilló detrás del órgano y accionó los fuelles. Brockendorf aporreó furiosamente las teclas con ambas manos. Y de repente el órgano produjo un chirrido agudo como el chillido de una rata. Y por débil que fuera, Donop y Brockendorf, consternados, se precipitaron ruidosamente escaleras abajo, como si los persiguiera el diablo.

– ¡Brockendorf! -tronó Eglofstein-. ¡Baja de ahí, pedazo de bestia! ¿Te has vuelto loco?

Brockendorf ya estaba allí, jadeando, aún lleno de horror al ver al órgano cobrar vida y chillar como una rata.

– Quería tocarle un poco de música a Günther, para que pudiese bailar -dijo-. Si no te gusta, à la bonheur, no ha sido más que una broma.

– No hagas bromas con eso, Brockendorf -gruñó Eglofstein-. Nos encontraremos cara a cara con los guerrilleros antes de lo que deseamos, y entonces ya tendrás ocasión de ganarte tu Cruz de Honor.

Nos quedamos callados un rato; el frío nos hizo acercarnos a los braseros. Oímos pasos procedentes de la calle.

– Es ella. Tiene que ser ella -exclamó Donop, dirigiéndose a la ventana.

Pero no era la Monjita, sino el cirujano, que acababa de afeitarle al coronel su barba pelirroja y se volvía a su casa linterna en mano.

– El rosario tiene que haber terminado ya. ¿Dónde se habrá metido? -se preguntó Eglofstein.

Teníamos las piernas y los dedos entumecidos de frío. Para calentarnos empezamos a andar los cuatro cogidos del brazo de un extremo al otro de la cripta, con pasos rápidos y uniformes; las paredes devolvían el ruido sordo de nuestras pisadas.

Nuevamente tratamos de acortar el tiempo de la espera charlando, y Brockendorf y Donop entablaron una discusión acerca de lo que debían de hacer los frailes de aquel convento cuando estaban reunidos en la sala capitular.

– Estarían allí sentados -aseguró Donop- discutiendo largo y tendido sobre cuestiones como la de si Cristo tenía ángel de la guarda, o quién era más santo, san José o la Virgen María.

– Te equivocas -lo contradijo Eglofstein-. ¿Tan doctos te crees que son los frailes españoles? Sus únicas ciencias son el comer y el beber. Y en caso de que hubiera disputas entre ellos, no tratarían más que la cuestión de cómo redactar las cartas en las que, en nombre de su santo patrón, les pedían manteca y tocino a los ricos del pueblo. Arriba, en la celda del hermano tesorero podéis encontrar cartas de ésas a docenas.

– Esos frailes mendicantes saben vivir -dijo Brockendorf con un suspiro de envidia-. Siempre que me he encontrado a alguno, tenía los doce bolsillos del hábito llenos de pan, vino, huevos, queso, carne fresca y embutidos. Lo bastante como para alimentarse dos semanas. Pero el vino era malo. Los frailes españoles beben un vino más negro que la tinta, que sólo puede aprovechar a unos imbéciles como ellos.

Se detuvo, calentándose sobre el brasero las manos peludas. El frío se había hecho insoportable. No había estufa ni manta alguna, y el viento penetraba gélido por las ventanas rotas. Donop se asomó impaciente a la calle, pero la Monjita seguía sin venir.

– En Bebenhausen, un pueblo de Suabia -empezó a contar Eglofstein, dando patadas al suelo para calentarse- estuve una vez acuartelado con la mitad de mi compañía en una abadía. Nunca he vuelto a vivir tan buenos tiempos. Para beber teníamos arac y vino del Rhin, y había tal cantidad de ambos que nos podríamos haber lavado todos las manos cada día con ellos. Por la noche dormíamos sobre las casullas. Pero pasamos muchísimo frío. Fue un invierno duro, y había tales heladas que los grajos caían muertos desde el aire y las campanas de las iglesias se resquebrajaban. Una noche hasta quemamos en la chimenea dos sitiales del coro.

– Pues le tendríais que pagar una buena cuenta al señor abad cuando os fuisteis.

– ¿Pagar? -se rió Eglofstein-. ¡Dile al buey que reclame su piel cuando ya se han roto las botas! ¡Pagar! ¿Quién gobernaba en Alemania por aquel entonces? Su gracia el príncipe elector, su alteza serenísima el Landgrave, su excelencia el magistrado, su ilustrísima el señor obispo. Todos querían mandar, las cancillerías y los ministerios emitían todos los días decretos y admoniciones que nadie obedecía. Ahora, desde luego, es diferente, ahora sólo gobierna uno, Bonaparte. Y todos nuestros príncipes y condes y priores y prelados tienen que bailar al son que él les toca, y, si hace falta, hacer cabriolas como perros hambrientos… Ahí viene. Por fin. Ahí viene.

– Esta vez sí que es ella. Conozco sus pasos -exclamó Donop.

Corrimos los cuatro a asomarnos a la ventana, y vimos a la Monjita deslizarse por la calle, fugaz como la sombra de la luna.

– Es una buena chica -murmuró Brockendorf, conmovido al ver que la Monjita cumplía su palabra-. Que Dios me castigue, es una buena chica.

– ¡Apartaos de la ventana! -ordenó Eglofstein en voz baja, lleno de emoción-. Apagad las luces, que el coronel no note nada.

Soplamos las velas y nos quedamos aguardando en la oscuridad. Enfrente, en su habitación, el coronel andaba de aquí para allá con paso lento, como un cura que meditara el sermón del domingo siguiente.

Brockendorf, apoyado en la mesa, estaba que reventaba de alegría y de maligna satisfacción, y se burlaba de nuestro enamorado coronel.

– ¡Eh! ¡Amargado! ¿Aún estás despierto? Esta noche tu amada te está haciendo esperar, ¿eh?

– ¡Más bajo! ¡Más bajo! -le exhortó Eglofstein-. Si da la condenada casualidad de que el coronel te oye…

Pero Brockendorf habría preferido arrancarse la lengua a tragarse sus chanzas.

– ¡Que me oiga, qué más da! -exclamó-. Me da pena el viejo imbécil. Mañana le enviaré otra en lugar de la Monjita. Le enviaré a la vieja atocinada que viene todos los días a barrerme la habitación. Que se consuele con ella. Es verdad que tiene el cuerpo de una ballena y la cara como una cascara de nuez, pero para él cualquier pingajo es lo bastante bueno.

Enfrente, en su habitación, el coronel se detuvo de pronto y miró hacia la puerta. Brockendorf empezó de nuevo a reír inmoderadamente, pues le parecía muy divertido que pudiéramos ver al coronel esperando con tanta confianza a su amante, que ya le habíamos escamoteado. Se ofreció a suministrarle, a cambio de la Monjita, a todas las viejas que había visto en La Bisbal.

– Acuéstate ya, amargado, es un buen consejo. Estás esperando para nada, hoy la Monjita no vendrá a verte. Lo que sí te puedo mandar es a la vieja bruja desdentada que vende nabos y habichuelas en la calle, enfrente de mi ventana, ésa sería la indicada para ti. O aquella vieja flaca como un palo de escoba que lava platos en la cocina del mesón, o…

Enmudeció.

Enfrente, en la habitación, la puerta se abrió despacio y con precaución. Y un instante después, la Monjita, joven, hermosa, esbelta y sedienta de amor, se colgaba del cuello del coronel.

Ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. Sentimos como un culatazo en la frente. Como una puñalada atravesándonos el corazón.

Al cabo de un momento, sin embargo, al ver que éramos nosotros los engañados y no él, estalló en nosotros el rencor alimentado durante años, al que se sumaba el dolor, el desencanto y el orgullo pisoteado.

– ¡Cobarde! -rugió Brockendorf-. ¡Canalla! ¡Capón! ¡En Talavera estuviste escondido detrás de una mula reventada, mientras nosotros nos lanzábamos al ataque bajo el fuego graneado!

– ¡Te embolsaste los doce mil francos de la soldada y ocho mil francos para pan y carne en salazón, y nosotros a pasar hambre! ¡Antes de la batalla el regimiento no tenía ni una onza de pan!

– ¡Si no fuera porque tu primo es consejero de economía de guerra del príncipe de Hessen, Soult te habría arrancado aquella vez las charreteras de los hombros!

– ¿Cuántos caballos de más has vuelto a poner en cuenta, ladrón? ¡Estafador! ¡Judas!

Gritamos, rabiosos, hasta enronquecemos, pero el coronel no oía nada. Soltó la redecilla de seda que cubría los cabellos de la Monjita y tomó el rostro de la muchacha entre sus manos.

– ¡No nos oye! -gritó Brockendorf, ahogándose de rabia-. Pero ¡que Dios me condene! ¡Va a oírme, así se despierten todos los demonios del infierno!

Golpeó con ambos puños las hojas de la ventana, haciendo caer estrepitosamente a la calle los vidrios rotos. Luego se asomó todo lo que pudo y, marcando el compás a puñetazos, empezó a graznar con su profunda voz de bajo la canción satírica dedicada al coronel que habían compuesto, tras la batalla de Talavera, un dragón y un granadero, y que los soldados cantaban cuando creían que no los oía ningún oficial:

«Bajo el fuego, el coronel
le tiene apego a su piel.
Cuando truenan los cañones,
él reza sus oraciones,
y se pone a hacer pucheros…»

Se detuvo, jadeante y agotado. El coronel no le oía. Tenía a la Monjita sujeta entre sus brazos y la estrechaba contra sí, y tuvimos que ver cómo ella le apretaba el rostro contra el pecho y dejaba caer su cabello cobrizo sobre los hombros del coronel.

Aquella visión centuplicó nuestro odio y nos convirtió en perturbados peones de nuestra ira. Ciegos y sordos a todo lo demás, teníamos una sola idea: que el coronel había de oírnos y que teníamos que arrancar a la Monjita de sus brazos.

– ¡Cantad todos conmigo! Así nos oirá -exclamó Brockendorf. Y empezó nuevamente la canción de Talavera, y los demás nos unimos a él, gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones en el aire frío de la noche:

«…y se pone a hacer pucheros
cuando escupen los morteros,
y ¡ay, qué berridos que mete
cuando oye hablar a un mosquete!
Pero eso tiene remedio
habiendo oro por medio,
pues con la bolsa bien llena
ya no siente tanta pena.
Para sisar sin mesura
nunca le falta bravura.»

Pero de repente, mientras cantábamos, la Monjita se desprendió del abrazo del coronel. Se dirigió hacia la imagen de la Virgen que había en la pared y, poniéndose de puntillas, la cubrió el rostro con su redecilla de seda, como si no quisiera que la Madre de Dios viera lo que iba a pasar a continuación en el cuarto.

Y en el mismo instante, el coronel apagó de un soplo las velas. Lo último que vi fue la figura de infantil esbeltez ante la imagen de la Virgen y las mejillas desagradablemente hinchadas del coronel. Luego todo desapareció: la mesa, la cama, los dos candelabros, la imagen velada, el tricornio que estaba encima de la silla… todo desapareció en las tinieblas. Pero aun así me pareció ver las sombrías figuras del coronel y su amante lanzándose, en la fiebre del deseo, la una hacia la otra para enlazarse.

Fue entonces cuando el delirio hizo presa en nosotros. Nos olvidamos de la amenaza que pesaba sobre la ciudad, del Tonel y de los guerrilleros, que sólo esperaban la señal para abalanzarse sobre nosotros. Oí a mi lado una maldición tan blasfema que la sangre se me congeló en las venas, y un alarido que sonó como el aullar de un perro rabioso. Y luego vi a Brockendorf y a Donop subiendo atropelladamente por la escalera de madera que llevaba al órgano.

Uno pisó los pedales y el otro pulsó las teclas. Bramando y retumbando, el sonido del órgano elevó hasta el techo la canción de Talavera, llenando con ella todo el recinto. Cantamos los cuatro a un tiempo; vi a Eglofstein marcando el ritmo con ademanes brutales; el órgano ahogaba nuestras voces.

«…pues con la bolsa bien llena
ya no siente tanta pena.
Para sisar sin mesura
nunca le falta bravura.
¡ Ay qué Judas, qué bergante
el pelirrojo tunante!»

De repente recobré la consciencia, la cara se me inundó de sudor frío, las rodillas empezaron a temblarme y me pregunté una y otra vez qué acabábamos de hacer, mientras el órgano bramaba todavía:

«¡Ay, qué Judas, qué bergante…!»

Y me pareció ver allí arriba a la muerte haciendo de organista y al diablo pisando los pedales. Y abajo, en medio del recinto, entre la lluvia de chispas que saltaba de los braseros, se alzaba, grande y terrible, la sombra del difunto marqués de Bolibar, marcando, con ademanes brutales y triunfantes, el compás de nuestro canto fúnebre.

De golpe se hizo un silencio mortal. Calló el órgano, y sólo el viento gemía y sollozaba en los ventanales rotos. Volvíamos a estar los cuatro abajo, atenazados por el frío; oí a mi lado la respiración ruidosa de Brockendorf.

– ¿Qué hemos hecho? -gimió Eglofstein-. ¿Qué hemos hecho?

– ¿Qué locura se ha apoderado de nosotros? -jadeó Donop.

– ¡Brockendorf, has sido tú el que ha gritado: ¡Donop, arriba, al órgano!

– ¿Yo? Yo no he dicho ni una palabra. Pero tú, Donop, tú sí que has gritado: ¡Písame los pedales!

– Yo no he dicho nada, te lo juro por mi alma. ¿Qué fantasma se ha burlado de nosotros?

Al otro lado de la calle rechinó una ventana. Pasos de gente corriendo, confuso griterío. A lo lejos, un tambor daba furiosamente la alarma.

– ¡Abajo! -chistó Eglofstein-. ¡Abajo enseguida! ¡Que no nos encuentren aquí a ninguno!

Nos precipitamos a través de la cripta, por encima de las resonantes baldosas de piedra, volcamos la mesa, nos lanzamos por corredores y escaleras, tropezamos con barriles de pólvora, caímos al suelo, nos levantamos de nuevo y corrimos jadeantes para salvar nuestras vidas.

Cuando llegamos a la calle, sonó atronador desde las montañas el primer disparo.

Fuego

Durante un rato me quedé apoyado en la pared de una casa, haciendo esfuerzos para poder respirar, mortalmente agotado y temblando de frío. Lentamente recobré la conciencia de dónde me hallaba y de lo que sucedía a mi alrededor.

¿Acaso no había jurado Brockendorf a gritos: «¡El coronel va a oírnos, así se despierten todos los demonios del infierno!»? ¡Sí! El coronel nos había oído, y a fe mía que todos los demonios del infierno se habían despertado.

La artillería de la guerrilla lanzaba sin cesar, descarga a descarga, sus bombas incendiarias y sus obuses sobre las calles y casas de la ciudad. Una parte de los edificios que rodeaban al ayuntamiento estaba en llamas; el molino cercano al puente del río Alear había sido alcanzado por el fuego; por los tragaluces del convento de San Daniel se asomaban espesas nubes de humo negro y venenoso, y desde los tejados puntiagudos de la casa del prelado se alzaban verticalmente hacia el cielo dos haces de fuego.

Las campanas de Nuestra Señora del Pilar y de la Torre de la Gironella aullaban la alarma de incendio. Grupos de granaderos corrían sin rumbo por las calles, pregonando a gritos, en total confusión, que había que atacar, abrir fuego, cargar, formar cuadros e intentar una salida. Aquí y allá se veía la cara pálida de susto de algún aldeano que, cargado con sus enseres, corría por la calle en busca de alguna casa aún respetada por el fuego en cuya bodega pudiera esconderse.

El coronel salió de su casa corriendo y a medio vestirse, llamando sin parar a su asistente y a Eglofstein. Nadie le hacía caso, nadie lo reconocía. A puñetazos y empujones se abrió paso por entre la muchedumbre que gritaba.

Entonces apareció Eglofstein y vi que el coronel le gritaba enfurecido. Eglofstein retrocedió como si hubiera recibido un golpe y se encogió de hombros; otros se interpusieron entre ellos y yo, y los perdí de vista. Un tropel de sombras pasó ante mí vertiginoso y sin ruido: Donop conducía a su compañía a paso de carga hacia el bastión de San Roque, pues allí, al parecer, se había trabado combate; el viento me traía descargas de fusilería, un lejano redoblar de tambores y un confuso griterío.

Cuando hubo pasado la compañía de Donop, volví a ver al coronel; estaba delante del portal del convento, dando órdenes a dos granaderos que, equipados con picos y trapos mojados, se disponían a penetrar en el edificio en llamas. Y al ver al coronel esperando allí con los brazos cruzados, sentí de repente un escalofrío, un terror indomable se apoderó de mí: ¡mi sable, mi pistolón, mis guantes de cuero se habían quedado arriba, en la cripta, sobre las baldosas de piedra o el banco de madera, y lo mismo las armas de Eglofstein, Donop y Brockendorf! El corazón dejó de latirme y grité para mi fuero interno: ¡Cielo santo! ¡Esos dos van a encontrarlo todo, estamos perdidos, se va a saber que la señal la hemos dado nosotros y no el marqués de Bolibar!

Pero al cabo de unos instantes volvían a estar los dos afuera, medio inconscientes, tambaleándose, con los bigotes y las ropas chamuscados, y las caras y las manos ennegrecidas. Uno de los granaderos tenía un brazo envuelto en harapos ensangrentados: se le había metido un trozo de metralla en la muñeca. Al cabo de apenas cien pasos habían tenido que volverse, pues todos los corredores y estancias del convento estaban llenos de humo espeso… Y yo agradecí a Dios su ayuda desde el fondo de mi corazón.

Entretanto, el coronel y Eglofstein habían saltado sobre sus caballos y galopaban a la par del viento y de las llamas por la calle de los Jerónimos, que estaba en llamas, en dirección al hospital de Santa Engracia, pues había llegado la noticia de que también aquel edificio corría peligro de incendio.

Los otros también se habían dispersado, y la calle estaba desierta. Brockendorf y yo nos quedamos allí, y con nosotros mi cabo Thiele y ocho o nueve de mis nombres que no temían o desconocían el peligro que los amenazaba. El fuego había hecho pasto en las provisiones de estopa y paja de avena que estaban almacenadas en la planta baja del edificio, y en cualquier momento podía alcanzar los barriles de pólvora que se hallaban en el refectorio, en la sala capitular y por los corredores. No había medio de evitar el desastre, y lo único que podíamos hacer era intentar que el fuego no se propagara a las casas vecinas al convento.

Brockendorf me ordenó a gritos que retrocediera y cerrara, con mis hombres, el otro extremo de la calle, evitando que nadie pasara el cordón y pudiera acercarse al convento, pues ya habíamos oído dos breves estampidos en rápida sucesión en el interior de la casa: eran dos barriles de pólvora que acababan de saltar por los aires.

El viento aullaba, y me lanzaba a la cara grandes copos de nieve húmeda. En la calle había tanta luz como si fuese de día, y los ventanales del convento en llamas brillaban como si reflejasen el sol del crepúsculo.

La artillería seguía tronando contra las casas de la ciudad, pero aparentemente se había dominado el incendio en la zona vecina al ayuntamiento.

Mientras estaba en mi puesto vi de improviso una escuadrilla de jinetes que se acercaba al galope a mi barrera. A la cabeza cabalgaba Salignac; los cascos de los caballos retumbaban por toda la calle.

No llevaba casco ni capote, y empuñaba el sable desnudo; su bigote gris estaba erizado, y su rostro lívido se estremecía de emoción. Salté adelante y me crucé en su camino.

– Perdone usted, mi capitán. Por aquí no puede usted pasar.

– ¡Salga de ahí delante! -me gritó, deteniendo su caballo muy cerca de mí.

– Esta calle está cerrada. No puedo hacerme responsable de su vida.

– ¿Y a usted qué diablos le importa mi vida? ¡Cuídese de la suya! ¡Fuera de ahí le he dicho!

Espoleó a su caballo y enarboló el sable por encima de mi cabeza.

– ¡He recibido órdenes -exclamé-, y son de que…!

– ¡Al carajo sus órdenes! ¡Deje paso!

Me hice a un lado, y él pasó por mi lado como un rayo, con sus hombres.

Ante el portal del convento desmontó de un salto. Tenía la guerrera y las botas totalmente cubiertas de polvo y fango, como si a su lado hubiese estallado una bala de cañón. Echó una mirada furiosa en torno suyo.

Brockendorf llegó corriendo, sin aliento, desde el otro extremo de la calle.

– ¡Salignac! -gritó aún desde lejos-. ¿Se puede saber qué está buscando usted aquí?

– ¿Está todavía dentro? ¿Lo han visto ustedes?

– ¿A quién busca? ¿Al coronel?

– ¡Busco al marqués de Bolibar! -gritó Salignac. Nunca antes había percibido yo tanta rabia y odio y desprecio en el sonido de una voz humana.

– ¿Al marqués de Bolibar? -balbució Brockendorf desconcertado, y se quedó mirando a Salignac con la boca abierta.

– ¿Se ha ido? ¿Se ha escapado?

– No lo sé -profirió Brockendorf, turbado-. Por este portal no ha salido.

– Entonces todavía está ahí arriba -exclamó Salignac con el júbilo del diablo al atrapar un alma-. Esta vez no se me escapa.

Se dirigió a sus dragones:

– ¡Ya tenemos al traidor! Pie a tierra y detrás de mí.

Noté inquietud entre los dragones; meneaban las cabezas y miraban indecisos ora a su comandante, ora al convento en llamas.

– ¡Salignac! -exclamó Brockendorf, horrorizado por el demencial propósito del capitán-. Va usted a una muerte segura. ¡La pólvora! El fuego va a…

– ¡Adelante! -gritó Salignac, sin hacerle caso-. ¡El que no sea un cobarde, que venga conmigo!

Cuatro de los dragones, hombres intrépidos y familiarizados con la muerte, veteranos que desde Marengo habían librado cien batallas, desmontaron de un salto, y uno de ellos dijo:

– Camaradas, para los valientes sólo hay un cielo. Allí nos encontraremos.

– ¡Se han vuelto locos! -rugió Brockendorf.

– ¡Viva el Emperador! -gritó Salignac, blandiendo su sable. «¡Viva el Emperador!», exclamaron los dragones. Y los cinco se precipitaron por el portal y los vimos desaparecer en un torbellino de brasas encendidas.

Nos quedamos todos inmóviles y mudos.

– Retrocederá en cuanto vea cómo está la cosa -afirmó Brockendorf al cabo de unos instantes.

– Ese no retrocede -dijo el cabo Thiele a mi espalda-. Ese no, mi capitán.

– De ese infierno no hay alma humana que salga viva -exclamó otro.

– Cierto, no hay alma humana -asintió Thiele.

– Allá va, hacia la muerte, persiguiendo a un fantasma -le dije al oído a Brockendorf-. Y la culpa es nuestra.

– Debería haberle dicho la verdad -gimió Brockendorf-. ¡Que Dios me perdone! Debería habérsela dicho.

– ¡Salignac! -grité hacia la boca del incendio- ¡Salignac!

Demasiado tarde. No hubo respuesta.

– Parecía -dijo uno- como si ese oficial buscara la muerte.

– ¡Aciertas! -exclamó el cabo Thiele-. Aciertas, hijo mío. Conozco al viejo, sé muy bien que busca la muerte. ¡Santo Dios! ¿Qué es eso?

Por unos instantes dejamos de vernos los unos a los otros. Una espantosa nube de humo llenó la calle, pero el viento tempestuoso la disipó enseguida. Y luego una explosión breve e intensa que me arrojó al suelo. Los caballos se espantaron y salieron en desbandada calle abajo con sus jinetes. Y después el silencio, un largo silencio, un silencio sepulcral, hasta que oí bramar a Brockendorf como un demente:

– ¡Fuera de aquí! ¡Atrás! ¡Es la pólvora!

Volvía encontrarme bajo el arco del portal de la casa de enfrente, no sé cómo llegué tan rápidamente hasta allí. Oí un impresionante zumbido, un trueno, un silbido, una trepidación que llegaban desde arriba; vigas, piedras, ascuas, trozos de madera ardiendo trazaron un torbellino en el aire y se precipitaron hacia el suelo como una granizada. La pared del convento acababa de reventar, y vi ante mis ojos un mar de llamas.

A través de la calle acudió hacia mí corriendo el cabo Thiele, haciéndome señales con ambos brazos. Se tiró al suelo a mi lado, jadeante. Por todos los lados vi a los hombres aplastados contra la pared de la casa, protegiéndose con los brazos contra el humo y las cenizas ardientes que el viento les lanzaba a los ojos. En medio de la calle había un muerto, estirado debajo de una viga en llamas.

– ¡Jochberg! -oí la voz de Brockendorf, pero no lo veía, y tampoco sabía dónde se había refugiado-. ¿Dónde está usted? ¿Está vivo?

– ¡Estoy aquí! ¡Aquí! -clamé-. ¿Y usted? ¿Y Salignac? ¿Dónde está? ¿Lo ve usted?

– ¡Está muerto! -gritó Brockendorf-. De ese infierno no sale nadie vivo.

– ¡Salignac! -grité en medio de aquel estruendo infernal, y nos quedamos todos escuchando unos instantes, pero sin esperanza ni fe.

– ¡Salignac! -volví a gritar-. ¡Salignac!

– ¡Aquí estoy! ¿Quién me llama? -se oyó responder, y de repente el capitán surgió de entre el humo y las llamas. Sus ropas humeaban, cubiertas de brasas; la venda de la frente estaba consumida por el fuego; la hoja del sable que empuñaba reciamente se había enrojecido hasta el puño. Pero allí estaba él, mis ojos lo veían y se resistían a creerlo, allí estaba, escupido por el fuego y la muerte y el infierno y la destrucción.

Me lo quedé mirando sin articular palabra. Brockendorf prorrumpió en un ruidoso júbilo.

– ¡Salignac! ¡Está vivo! -exclamó; en su voz se mezclaban la alegría, el pasmo, la duda y el horror-. ¡Le dábamos por muerto, Salignac!

El capitán irguió la cabeza y rió. Aún hoy resuena escalofriante en mis oídos aquella carcajada.

– ¿Dónde están los demás? -gritó Brockendorf.

– Si el marqués de Bolibar estaba ahí arriba, ya no dará la tercera señal.

Entonces una viga se desprendió del techo, giró en el aire y cayó con gran estrépito a los pies de Salignac.

– ¡Atrás, Salignac! -oí gritar de nuevo a Brockendorf; después, el estruendo ahogó su voz.

Salignac, tieso y erguido, no se movió. Pero la pared reventada del convento se combó y se vino abajo con un ruido ensordecedor. Brotaron llamas, la calle se cubrió de escombros al rojo vivo. Y, a través de un torbellino de llamas y de lenguas de fuego, por entre vigas que se venían abajo y piedras que reventaban al estrellarse contra el suelo, vi a Salignac caminando lentamente calle abajo, como si, en medio de la muerte y la destrucción, le sobrara el tiempo.

Una oración

El teniente Lohwasser del regimiento de Hessen, que vino a las dos de la madrugada con su patrulla para relevarnos, fue el primero en darnos la noticia de que, en la confusión del incendio, los insurgentes habían hecho retroceder a nuestras tropas y se habían apoderado de los puestos avanzados de San Roque, Estrella y Mon Coeur. El regimiento de Hessen, reforzado por las compañías de Günther y Donop, se mantenía aún en la última línea de fortificaciones, la cual, atravesada por el arroyo Alear, se alzaba a un tiro de piedra de las murallas.

A esas horas el cañoneo había disminuido en intensidad. Sólo de vez en cuando tronaba algún disparo que hacía volver espantados a sus sótanos a los ciudadanos que se habían atrevido a salir a la calle. Conforme avanzó la mañana acabó enmudeciendo también aquel fuego de artillería esporádico, tal vez porque los insurgentes habían alcanzado los objetivos de su ataque nocturno y esperaban ahora nuevas órdenes del marqués de Bolibar.

En el momento en que nos llegó el relevo estaba cayendo sobre la ciudad una fuerte tormenta que había empezado con una borrasca de nieve y acabaría en una tromba de agua. Al cabo de pocos minutos las callejuelas estaban inundadas, y el suelo tan reblandecido que yo me hundía hasta los tobillos en el fango, y temblaba de frío y humedad. Al llegar a mi alojamiento me eché en la cama completamente vestido y dormí durante tres horas. Pero hacia las cinco de la mañana, un ordenanza del coronel me despertó para darme la orden de que me presentara inmediatametne en el despacho de Eglofstein.

Cuando salí de la casa, la ciudad estaba sumida en profunda oscuridad. La atmósfera estaba húmeda y turbia y el cielo parecía velado por densas nubes. La inquietud y un temor sordo se habían apoderado de mí y me causaban escalofríos. Pues ¿qué otra cosa podía suponer sino que todo se había descubierto y que el coronel me mandaba llamar porque yo estaba presente cuando Donop y Brockendorf dieron, en plena noche, la señal del órgano?

Caminaba despacio y sin rumbo, vacilaba, daba rodeos, queriendo postergar el momento del encuentro cara a cara con el coronel hasta después de haber podido hablar con Brockendorf y Donop. Pero no encontré a ninguno de los dos en sus casas; las puertas de sus habitaciones estaban cerradas con llave, y las ventanas sin luz. Tampoco los encontré por el camino; sólo algunos españoles surgían de la oscuridad, hombres y mujeres que, con linternas en las manos, afluían desde todas partes a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar para hallar, tras los horrores de aquella noche, consuelo y esperanza en las palabras de la Santa Misa.

Cuando entré con el corazón palpitante en el despacho, encontré reunidos a los oficiales de los regimientos de Nassau y de Hessen que no estaban dt guardia ni se hallaban afuera, en la línea de fortificaciones. En medio de ellos vi a Salignac, con el porte de malhumorado abandono característico de los oficiales veteranos de la vieja guardia del Emperador cuando no se les permitía estar al pie del cañón y plantar cara al peligro. Cuando entré me lanzó una mirada desde la espesura gris de sus cejas, una mirada hostil y penetrante, y me pareció como si quisiera decirme que recordaba muy bien el encuentro que habíamos tenido aquella misma noche, pero que yo haría mejor en no mencionarlo.

En la habitación contigua yacía Günther en un camastro, gimiendo febril, con el hombro destrozado por una bala. Como el hospital estaba abarrotado de enfermos y heridos, lo habían trasladado allí, y el cirujano del regimiento de Hessen estaba en pie junto a la cama, arrancando anchas tiras de paño de un viejo camisón de mujer hecho jirones, para cambiarle el vendaje a Günther.

Justo después de mí llegó con su galgo italiano el capitán de Hessen conde Schenk zu Castel-Borckenstein, maldiciendo, cojeando, apoyado en su bastón, pues aquella noche, durante la atropellada retirada de la luneta Mon Coeur, se había herido en la pierna izquierda. Se dirigió inmediatamente a Eglofstein y le preguntó, en tono impaciente e irritado, por qué se le había hecho llamar, ya que venía directamente del puesto avanzado, donde su presencia, a no dudar, sería más útil que allí. Eglofstein se encogió de hombros y señaló en silencio al coronel, que, sentado encima de la mesa, despabilaba las velas. Mientras, también Brockendorf empezó a poner el grito en el cielo, quejándose de que a sus hombres aún no se les había asignado alojamiento y estaban de plantón en la calle, con el barro hasta las rodillas. Por no tener, no tenían ni capotes secos.

El coronel levantó la cabeza, extendió sobre sus rodillas un plano de la ciudad y sus alrededores e impuso silencio.

Cuando empezó a hablar, oí cuchicheos a mi alrededor, y por unos instantes tuve la sensación de que todas las miradas se dirigían a mí, como si yo estuviera sentado en el banquillo de los acusados y todos los demás se hubieran reunido para juzgarme. También Donop miraba angustiado al suelo y Eglofstein lanzaba tímidas miradas de reojo al camastro donde estaba Günther herido. Sólo Brockendorf conservaba su actitud desafiante y su aire de impaciencia y malhumor, como si hubiese perdido ya demasiado tiempo con aquel asunto.

Pero tras las primeras palabras pronunciadas por el coronel me di cuenta de lo necio que había sido mi temor. Pues enseguida se vio que no había descubierto la verdad y seguía creyendo que el traidor era el difunto marqués de Bolibar.

Me sentí libre de la pesada angustia, y la tensión que me había mantenido tieso y rígido fue aflojando poco a poco. Empezaba a sentir lo agotado que estaba y me dejé caer sobre un montón de leña que estaba apilada detrás de la estufa.

Oí que el coronel aludía al combate de aquella noche y que elogiaba el buen comportamiento de las tropas de Hessen y la sangre fría demostrada por sus oficiales. De nuestro regimiento no dijo una palabra; los oficiales de Hessen nos miraban con sonrisas burlonas, y Donop, molesto por aquello, le dijo a media voz al capitán Eglofstein:

– Si todos se hubieran portado como nuestro Günther, no habríamos perdido el bastión.

El teniente von Dubitsch del regimiento Príncipe Heredero, un individuo obeso con el rostro enrojecido de una cocinera que se pasase todos los días hirviendo cangrejos, pescó aquellas palabras y le espetó a Donop:

– ¿Qué quiere decir eso? ¿Quiere usted tal vez decir que alguno de nosotros no ha cumplido con su deber?

– Como acaba de decir el coronel -exclamó el capitán Castel-Borckenstein-, ustedes lo han oído, mis granaderos han sido los últimos en abandonar sus puestos.

Donop no respondió, pero, inclinándose sobre el oído de Eglofstein, susurró lo bastante alto para que los otros pudieran oírlo:

– He llegado justo a tiempo para verlos poner pies en polvorosa. Parecía que llevaban prisa, porque saltaban como los gamos.

A raíz de aquella observación se desató una disputa general y hubo reparto de improperios. El teniente von Dubitsch, con la cara roja, se despachó a gritos con Donop; se oyeron taconazos, tintineo de espuelas y los ladridos del galgo de Castel-Borckenstein, hasta que por fin el coronel golpeó la mesa con ambos puños e impuso silencio a los contendientes.

Cesó la agitación; los alborotados oficiales enmudecieron y empezaron a cruzarse miradas de ira y desprecio. Sólo Brockendorf se negó a guardar silencio. Había aprovechado la riña general para desahogar su mal humor, pues la casa donde se alojaba su compañía se había quemado y hasta el momento no se le había facilitado otra.

– ¿Hasta cuándo -gritó- tendrán que acampar mis hombres en la calle, bajo la lluvia? Es una vergüenza. ¿Esperaremos hasta que se hayan hundido en el cieno?

– He asignado alojamiento a sus hombres hace ya una hora -le corrigió el coronel.

– ¿Alojamiento? ¿Usted llama a eso alojamiento? Un redil de ovejas y un granero donde no caben ni la cuarta parte de mis hombres y donde les saltan las ratas por encima de las cabezas.

– Hay lugar hasta para dos compañías. Pero usted, Brockendorf, siempre tiene que refunfuñar…

– Mi coronel, es mi deber…

– Su deber es callarse y respetar mis disposiciones. ¿Entendido?

– ¡Muy agradecido, mi coronel! -dijo Brockendorf entre dientes, sudando de rabia-. Que la chusma se ahogue en el fango. Que la chusma se hunda en la mugre. Con tal de que los señores del estado mayor, cada uno en su cuarto caliente…

No siguió hablando, se tragó lo que iba a decir.

Pues el coronel saltó de la mesa, se plantó delante de él y, con la cara encendida de ira, los puños cerrados y las venas de la frente hinchadas, le gritó:

– Parece, capitán, que el sable le pesa demasiado. El camino hasta el cuerpo de guardia no es largo.

Brockendorf se echó atrás, miró fijamente al coronel, bajó la cabeza y calló. El valor y la testarudez lo abandonaban cuando veía perder los estribos al coronel. En torno se había hecho un silencio sepulcral. El coronel se dio la vuelta lentamente y volvió a su puesto. Durante un minuto no hubo más que silencio. Nadie se movió, y no se oía más que el crepitar del fuego y el crujir de los papeles que el coronel tenía entre manos.

El coronel continuó entonces con su informe. Su voz sonaba tranquila, y no se percibía en ella nada de la excitación de los últimos minutos.

– La ciudad y su guarnición -dijo- están en una situación muy apurada, si bien no hay que temer en las próximas horas un nuevo ataque del enemigo, pues el marqués de Bolibar, que dirigió por medio de señales las últimas operaciones del enemigo sin salir de la ciudad, ese marqués de Bolibar… -aquí el coronel hizo una breve pausa y buscó con la vista al capitán Salignac- ha encontrado la muerte, según fuentes fidedignas, en la explosión del polvorín. En estos momentos, los insurgentes carecen de caudillo y de planes. Y todo depende de que la brigada d'Hilliers haga su aparición antes de que los guerrilleros tengan noticia de la muerte de su furtivo jefe y estratega. Si vuelven a la carga, estamos perdidos. Pues… -el coronel respiró hondo y vaciló antes de hablar- hay que decirlo: ya no nos queda pólvora.

– ¡Agua! -gritó en aquel momento Günther con voz estridente desde su habitación. El cirujano, que, apoyado contra el marco de la puerta y con la pipa en la mano, había escuchado el informe del general, echó mano a la jarra de agua y corrió al lado del herido.

– ¡No nos queda pólvora! -balbució consternado el teniente von Dubitsch. Eglofstein lo confirmó con un grave ademán de su cabeza. Todos quedamos desconcertados y perplejos en grado sumo, pues ninguno de nosotros había creído tan desesperada la situación.

– En consecuencia, es de suma importancia -retomó el coronel su discurso- hacer llegar a manos del general d'Hilliers un informe sobre la precaria situación de esta guarnición. Aquí está la carta. Los he convocado aquí porque uno de ustedes habrá de encargarse de llevarla a través de las líneas de la guerrilla.

Un silencio angustiado llenó la habitación. Sólo Salignac aguzó el oído, dio un paso adelante y se quedó como a la expectativa.

Castel-Borckenstein dijo en voz baja:

– Es imposible.

– No es imposible -exclamó el coronel- para alguien que posea suficiente valor y astucia, hable español y se disfrace de campesino o de arriero.

Salignac se dio la vuelta sin decir palabra y regresó silencioso a su rincón.

– Y que será ahorcado si cae en manos de la guerrilla -dijo el teniente primero de Hessen von Froben, con una risa breve y pasándose la mano por la frente húmeda.

– Es verdad -exclamó el teniente von Dubitsch jadeando de ardor y excitación-. Esta mañana, cuando hacía la ronda de los centinelas, desde el otro lado uno me ha gritado que si yo sabía que el año pasado la cosecha de lino había sido muy buena, y que no sería difícil conseguir cuerda suficiente para colgarnos a todos.

– En efecto -dijo el coronel calmosamente-. Los insurgentes ahorcan a sus prisioneros, no es ninguna novedad. Pero aun así no hay más remedio que intentarlo. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta hazaña, será…

Una estridente carcajada nos hizo estremecer a todos. Cuando nos dimos la vuelta, vimos a Günther, a quien la fiebre había sacado de la cama. Estaba de pie en el umbral de la puerta, riéndose.

Con una mano tenía cogida una punta de su manta de lana roja, y con la otra se apoyaba en el marco de la puerta. No nos veía. Sus ojos oscilantes parecían perderse en la lontananza. La sangre encendida le hacía creer que estaba en casa, con su padre y su madre, recién llegado de España en la diligencia del correo. Dejó caer la manta, blandió la mano en el aire y exclamó riendo:

– ¡Aquí estoy! ¡Hola! ¿No me oís? ¡Los de dentro, abridme! Estoy de vuelta en casa. ¡Rápido! ¡Corred! ¡Matad un cerdo, matad un ganso, traed vino, que vengan músicos! ¡Alegría! ¡Alegría!

El cirujano lo agarró por un brazo e intentó por todos los medios convencerlo de que se volviera a la cama. Pero Günther, a pesar de la fiebre, lo reconoció y lo apartó de un empujón:

– Lárgate, médico, déjame en paz. Lo único que sabes hacer es afeitar y hacer sangrías, y no muy bien, por cierto.

Al médico se le cayó al suelo la pipa del susto; mirando confuso al coronel, le dijo, para disculpar a Günther y a sí mismo:

– Es la fiebre. Cualquiera puede darse cuenta.

– No estoy tan seguro -dijo el coronel, disgustado por la interrupción-. Lléveselo de aquí.

– Estoy muy enfermo -suspiró Günther, mirando a lo lejos por encima de nuestras cabezas-. Comer caliente y luego beber frío es malo para el hígado, ya lo decía la mujer del sacristán.

– Este ya no vuelve a ver las tapias de su jardín -le dijo Von Dubitsch en voz baja a Castel-Borckenstein.

Mientras tanto, el médico había conseguido sacar de allí al delirante y meterlo en la cama. Era un hombre muy hábil, a quien ninguno de nosotros apreciaba como se merecía. Años atrás había escrito un opúsculo sobre la naturaleza esencial de la melancolía.

El coronel cambió de postura, echó una mirada a su reloj y se dirigió de nuevo a sus oficiales.

– El tiempo apremia. Cualquier demora puede ser fatal. Aquel de ustedes que se ofrezca a llevar a cabo esta empresa, será recomendado por mí al Emperador y tendrá seguro el ascenso.

Silencio total. Se oía a Günther respirar en su habitación. Brockendorf se hallaba indeciso, Donop meneó la cabeza, Castel-Borckenstein se señaló, cohibido, la pierna herida, y von Dubitsch intentó ocultarse de la mirada del coronel tras las anchas espaldas de Brockendorf.

De repente se produjo un movimiento en el grupo; alguien se abrió paso entre Dubitsch y Brockendorf, Eglofstein tuvo que hacerse a un lado y al cabo de un instante Salignac estaba frente al coronel.

– ¡Envíeme a mí, mi coronel! -exclamó apresuradamente, mirando a su alrededor en el temor de que alguien se le hubiera adelantado. En su rostro macilento relampagueaban la belicosidad y el entusiasmo; en su pecho, la Cruz de la Legión de Honor brillaba a la luz de las velas. Y viéndolo así, inclinado hacia adelante, sosteniendo en sus manos unas riendas invisibles, se me figuró ya montado en la silla y cruzando al galope las líneas enemigas.

El coronel se lo quedó mirando unos momentos. Después le estrechó la mano.

– Salignac, es usted un valiente. Se lo agradezco, y daré cuenta de esto al Emperador. Vayase enseguida a su casa y elija el disfraz que le parezca más adecuado. El teniente Jochberg le acompañará hasta las avanzadas enemigas. Ahora, retírese. Le espero dentro de un cuarto de hora aquí, en el despacho, para darle instrucciones.

Despidió a los demás. La estancia empezó a vaciarse. El teniente von Dubitsch fue el primero en desaparecer, contento de que otro se hubiera hecho cargo de la peligrosa misión. Eglofstein y el conde Schenk zu Castel-Borckenstein se detuvieron unos instantes en la puerta, pues cada uno se empeñaba en cederle el paso al otro.

– Barón… -dijo Castel-Borckenstein con un leve gesto de la mano.

– Señor conde… -replicó Eglofstein con una tiesa reverencia.

Alguien apagó las velas. Yo me quedé a oscuras, arrimado a la estufa. El calor me atraía; el fuego secaba mis ropas empapadas por la lluvia. Desde afuera me llegó nuevamente la voz del coronel, entrecortada y llena de enojo:

– ¿Usted otra vez, Brockendorf? ¿Qué diablos quiere?

– Mi coronel, es por lo del alojamiento -oí la voz de Brockendorf en tono suplicante.

– ¿Ya está otra vez fastidiándome, Brockendorf? Le he dicho que no hay otro alojamiento.

– Mi coronel, yo conozco uno en el que habría sitio suficiente para toda mi compañía.

– ¡Pues cójalo! ¿Por qué me viene con súplicas si ya sabe un sitio?

– Es que los españoles… -repuso Brockendorf.

– ¿Los españoles? ¡No se preocupe usted por los españoles! Échelos a la calle, que se metan en donde puedan.

– ¡Excelente! Voy para allá corriendo -exclamó Brockendorf gozoso, y le oí lanzarse por la corta escalera y gritar y vociferar por la calle, con el pecho desbordante de entusiasmo:

– ¡Es un buen hombre, el coronel! Tiene un gran corazón para sus hombres, siempre lo he dicho. El que hable mal de él es un canalla.

Luego oí los pesados pasos del coronel alejándose hacia el interior de la casa. Una puerta se cerró de golpe. Y después se hizo el silencio; sólo se oía crepitar levemente el fuego dentro de la estufa.

Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad que me rodeaba, vi que no estaba solo.

Salignac estaba aún en el centro de la habitación.

Han pasado años desde aquel momento. Cuando miro hacia atrás, muchas cosas que en su día estuvieron claras y nítidas ante mis ojos se me aparecen sumergidas en la insegura media luz del paso del tiempo. Y a veces tengo la sensación de que aquel diálogo que Salignac sostuvo con alguien a quien no vi no fue más que un sueño. Pero no, estaba despierto, lo sé muy bien, y fue sólo en aquel instante, cuando Eglofstein entró con el coronel en la habitación y la amable luz de su vela iluminó el recinto, fue sólo en aquel segundo cuando tuve la engañosa sensación de que mis sienes se liberaban del peso de una oscura y opresiva pesadilla.

Pero eso fue un engaño. Estuve despierto todo el tiempo, y recuerdo mi sorpresa al reconocer a Salignac en la oscuridad. ¿Qué hace aquí?, me pregunté, pues sabía que había recibido orden de irse a su casa y disfrazarse de campesino o arriero español. Y, sin embargo, estaba allí todavía, inmóvil, mirando fijamente a la pared y dejando pasar el tiempo.

Luego, al oírle murmurar, se me ocurrió, naturalmente, la posibilidad de que hubiera aún otra persona más en la estancia. Pensé en Donop o en alguno de los oficiales de Hessen. ¿Quizás el cirujano? ¿Pero de qué podía hablar aquel hombre con Salignac allí a oscuras, y tan en secreto? Mis ojos escudriñaron en las tinieblas y reconocí el perfil de la mesa y los contornos de la silla sobre cuyo respaldo colgaba el capote de Eglofstein, los dos arcones de roble que encerraban los papeles del regimiento, y también, en un rincón, la mesita sobre la que se hallaban el servicio de campo de plata de Eglofstein y la jofaina de loza. Vi todo eso, y también la sombría figura de Salignac en el centro del cuarto, pero no pude descubrir ni al cirujano ni a ninguno de los oficiales.

A pesar de la fatiga, sentí despertarse mi curiosidad. ¿Quién podía ser aquél a quien Salignac se dirigía con tanto énfasis? ¿Y dónde podía haberse metido aquel enigmático personaje para que yo no le viera? Cerré los ojos para escuchar mejor. Pero el viento hacía trepidar la puerta y repiqueteaba en las ventanas, ahogando el leve murmullo de Salignac. El fuego de la estufa, que iluminaba una parte de la estancia con pálido resplandor, me adormecía. Volví a tientas a mi lugar, apoyé la cabeza en las manos y puede ser que realmente me quedara dormido unos segundos. Hasta que de repente la risa de Salignac me devolvió la conciencia.

Salignac se reía. No, no era una risa alegre. Algo había en ella, tal vez odio, terquedad, desprecio… No, no era nada de eso… desesperación, eso era, desesperación y miedo… No, eso tampoco… furioso sarcasmo, burla feroz… ¡No! Aquella risa era desconocida para mí; la entendí tan poco como las palabras que Salignac gritó a continuación al vacío:

– ¿Me llamas otra vez? -oí su voz-. ¡No, Bondadoso! No espero nada de ti. ¡No, Sapientísimo! ¡No, Misericordioso! Ya me has engañado demasiadas veces.

Yo estaba pegado a la pared, escuchando y conteniendo la respiración. Y Salignac seguía hablando.

– De nuevo quieres burlarte de mí infundiéndome engañosas esperanzas, de nuevo quieres verme engañado, hundido y sumido en la desesperación. Conozco tus crueles deseos. Tú, el Justo, haces más llevadera tu eternidad recreándote con los juegos de tu venganza. No te creo. Sé que jamás olvidas.

Calló de pronto, y me pareció como si escuchara una voz que surgía hacia él desde el fragor de la lluvia y el trepidar del viento. Después, dio un paso hacia adelante, despacio y vacilando.

– ¿Lo ordenas? Aún tengo que obedecerte. ¿Lo quieres así? Bueno. Iré. Pero quiero que sepas que el camino que me mandas hacer lo recorreré para otro más poderoso que tú.

De nuevo se quedó silencioso en la oscuridad, escuchando una respuesta procedente de no sé qué profundidades o distancias, y de la que no percibí sonido alguno.

Se irguió en medio de la oscuridad.

– Tu voz es como la tormenta, pero no me asusta. Aquel a quien sirvo tiene boca de león, y su voz truena en mil gargantas sobre los campos ensangrentados del mundo.

El fuego se estremeció de repente dentro de la estufa, me mostró por un segundo el semblante macilento de Salignac en furioso arrebato y lo hizo desaparecer de nuevo en las tinieblas.

– ¡Sí! ¡Es El! -le oí exclamar gozoso-. ¡No me mientas! Es el Anunciado. Es el Verdadero. Pues se han cumplido todos los altos signos. Ha llegado desde una isla del mar, y lleva sobre su cabeza las diez coronas, como estaba anunciado. ¿Quién puede igualarlo? ¿Quién puede combatirlo? Le ha sido dado poder sobre las estirpes de los hombres. Toda la esfera terrestre se admira ante El, y todos los habitantes de la tierra lo adoran.

Al oír esto fui presa del terror, pues reconocí en aquellas palabras la imagen del Anticristo, del enemigo de la humanidad, que se ha de elevar, con sus signos y triunfos, por encima del reino de Dios y su rebaño. Ante mis ojos se rompieron los Sellos de la Vida. Y de pronto el caos de los tiempos se iluminó para mí y comprendí su recóndito y terrible sentido. Atenazado por el horror, quise levantarme de un salto, quise salir de allí, huir, estar solo… pero no pude mover un miembro, me hallaba desamparado y preso, el peso de una montaña me aplastaba el pecho. Y aquella voz en la oscuridad creció y se hizo más poderosa y sonó llena de júbilo y desafío y rebeldía y triunfo:

– ¡Tiembla, desgraciado! El fin de tu reinado se acerca. ¿Dónde están los que por ti combaten? ¿Dónde están los ciento cuarenta y cuatro mil que llevan tu nombre en sus frentes? No los veo. Pero El ya ha llegado, el Terrible, el Victorioso, y hará pedazos tu reino en esta tierra.

Quise llamar, quise gritar, pero era en vano; era incapaz de proferir sonido alguno, sólo un leve gemido se abrió paso a duras penas por mi garganta. Y de nuevo hube de oír aquella voz, que ahogaba el rugido del viento tempestuoso y el fragor de la lluvia que golpeaba incesante los cristales.

– Heme aquí ante ti como entonces. Y como entonces te veo impotente y desalentado. ¿Y quién puede impedirme levantar el puño otra vez contra ese semblante que odio…?

Enmudeció bruscamente. Sonó un golpe contra la puerta, ésta se abrió y la luz de una vela penetró en la estancia.

Eglofstein y el coronel habían entrado en la habitación.

Por un fragmento de segundo vi aún a Salignac con el puño cerrado en el aire, el rostro desencajado y los ojos clavados en la pared pintada de gris en la que estaba colgada la efigie del Redentor. De inmediato sus rasgos convulsos se serenaron. Bajó el brazo, se dio la vuelta y se dirigió calmosamente hacia el coronel.

Este lo miró frunciendo el ceño.

– ¡Salignac! ¿Aún está usted aquí? Le he ordenado que se fuera a su casa y se preparara. El tiempo no pasa en vano. ¿Qué ha estado usted haciendo hasta ahora?

– He estado rezando, mi coronel -dijo Salignac-. Y ya estoy preparado.

Entretanto, el coronel había echado una mirada por el cuarto y había reparado en mi presencia.

– ¡Vaya, si está aquí Jochberg! -dijo sonriente-. Apostaría a que el muchacho se ha quedado dormido detrás de la estufa. ¡Jochberg, tiene usted pinta de acabar de despertarse!

Yo mismo me sentía como si acabara de despertar de una pesadilla, pese a lo cual negué con la cabeza. Pero el coronel no se ocupó más de mí y se dirigió de nuevo a Salignac:

– Tenía usted orden de quitarse el uniforme y disfrazarse de campesino o de arriero…

– Mi coronel, iré tal como estoy.

En el rostro del coronel aparecieron sucesivamente el asombro, la consternación y la ira. Se enfureció.

– ¿Se ha vuelto loco, Salignac? El primer centinela enemigo que lo vea…

– Lo derribo de un golpe.

– El puente de madera sobre el río Alear está al alcance del fuego enemigo…

– Pues lo pasaré al galope.

El coronel dio un fuerte taconazo en el suelo.

– ¡Condenada tozudez! Tiene usted que pasar por Figueras, y la aldea está ocupada por numerosas fuerzas rebeldes. No podrá usted pasar.

Salignac se irguió con altivez.

– ¿Pretende usted enseñarme, coronel, a utilizar mi sable?

– ¡Salignac! -exclamó el coronel desconcertado y fuera de sí-. ¡Haga el favor de entrar en razón! La suerte del regimiento, es más, el éxito de la campaña entera, dependen del resultado de su misión.

– No padezca por eso, mi coronel -dijo Salignac con completa impasibilidad.

El coronel, furioso, dio unos pasos por el cuarto. Entonces se inmiscuyó Eglofstein:

– Conozco al capitán desde la campaña de Prusia Oriental -hizo saber-. Si hay alguien capaz de llegar vivo más allá de las líneas de la guerrilla, como hay Dios que es este hombre.

El coronel se quedó unos instantes indeciso y pensativo. Luego se encogió de hombros.

– Está bien -dijo malhumorado-. Al fin y al cabo la manera como llegue al otro lado es asunto suyo y de nadie más.

Tomó el mapa que estaba sobre la mesa, lo desplegó y señaló con el dedo el lugar donde Salignac habría de contactar con la vanguardia del general d'Hilliers.

– Le doy mi mejor caballo, el bayo que lleva la marca de la yeguada de Yvenak. Ponga usted en juego todas sus facultades y cabalgue todo lo que pueda.

Salimos pasando por delante de la habitación de Günther, que estaba medio incorporado en la cama. La fiebre parecía haber cedido por un rato.

– ¿Cómo va eso, Günther? -le preguntó el coronel al pasar.

– Me han herido mortaliter -murmuró Günther-. Bestialiter. Diaboliter. ¡Donop! -gritó, con la mente de nuevo confusa-. ¿Entiendes también este latín? ¡Amor mío! Te he dicho que no llores. Cuando lloras te pareces a la Magdalena…

La puerta se cerró y nos hallamos afuera. Los primeros rayos de luz de una mañana turbia aparecían por el este.

El coronel tendió la mano a Salignac.

– Ya es hora. Vaya con cuidado y hágalo bien. ¡Que Dios le proteja!

– No se preocupe por eso, mi coronel -dijo Salignac con gesto impertérrito-. Me protegerá.

El correo

Cuando, cerca de las siete de la mañana, salimos de las fortificaciones, el sol no era aún visible; sólo la luna se alzaba en el cielo entre nubes grises, como un enorme tálero de plata. Nos acompañaban el cabo Thiele y cuatro dragones. Habíamos dejado los caballos en casa; sólo Salignac llevaba de la brida a su bayo, que caminaba con la cabeza gacha a paso moderado.

Allí donde comenzaba el matorral de espinos nos encontramos con nuestros centinelas. Un sargento y dos granaderos estaban tumbados en el suelo. Tenían los capotes chorreantes de humedad y las gorras cubiertas de escarcha. El sargento se levantó al vernos venir, y apartó hacia un lado con el pie un mazo de cartas, pues él y sus camaradas estaban esperando a que hubiera suficiente luz para echar una partida entre los tres.

No me pidió el santo y seña porque nos conocía de vista a mí y al cabo Thiele.

– Correo del coronel. En misión especial -dijo brevemente Salignac. El sargento se llevó la mano a la gorra para saludar. Luego volvió a echarse al suelo, se frotó las manos, aterido, y dijo refunfuñando que no sabía cómo haría disparar aquel día los fusiles, con la lluvia que había estado cayendo toda la noche.

– Hoy también tendremos lluvia -afirmó-. Lluvia caliente. Los sapos y los caracoles saldrán de sus agujeros.

Cansados después de una noche en vela y hambrientos como estábamos, ninguno de nosotros mostró el menor interés en tomar parte en una conversación sobre el tiempo que iba a hacer. Seguimos marchando. Durante un rato continuamos en línea recta a través del matorral y después doblamos hacia la izquierda. El bayo aguzó las orejas y resopló, pues había agua cerca de donde estábamos.

Hacia el este el cielo se aclaraba. El viento empujaba los bancos de niebla por las colinas y los prados. En medio de nuestro camino yacía, medio devorado por los zorros y las aves carroñeras, un caballo muerto de un tiro en el lomo. Al acercarnos se levantó graznando una bandada de grajos que se perdió en dirección al río Alear. A medio camino, uno de los pájaros dio media vuelta y empezó a volar con temerosos aletazos por encima de nuestras cabezas, sin que hubiera modo de espantarlo.

Thiele se detuvo meneando la cabeza.

– Junto a la carroña raras veces se ve a un pájaro de buen agüero -rezongó-. Echadle una mirada: es el embajador de Satanás. Ahora ya sabemos que uno de nosotros se llevará un balazo esta mañana.

– No cuesta mucho hacer esa profecía -le respondió uno de los dragones dirigiendo la mirada hacia Salignac-. Hasta puedo decir quién. Para eso no hacía falta que el diablo nos enviase a su emisario personal.

– Es una lástima -empezó otro-. Es una verdadera lástima ver a un oficial tan valiente yendo a una muerte segura, y además inútil.

Thiele meneó la cabeza.

– ¿Ese? -replicó-. Ese no va a la muerte. No lo conocéis. A ése no hay quien lo pare.

Durante algún tiempo seguimos el curso del río Alear. El viento cantaba en los cañizares de la orilla. Al otro lado del lecho del río se divisaba una larga fila de hogueras junto a las cuales habían pasado la noche los guerrilleros. Cambiamos de rumbo y ascendimos por una ladera cubierta de alcornoques, en cuya cima vi una choza del tipo de las que usan los viñadores para guardar los utensilios.

Pero en el mismo momento en que di la espalda al río, me vino de pronto una idea a la mente y me apresuré a dar alcance al capitán.

Llegué a su altura. Su caballo había resbalado en el terreno cenagoso y coceaba y daba mordiscos a su alrededor. Para calmarlo, Salignac le tendió unos cuantos pedacitos de pan que se sacó del bolsillo.

– A mí me parece -dije, sin aliento, caminando a su lado- que yendo en bote río arriba, al abrigo de los árboles de la orilla, se podría llegar bastante lejos sin que los guerrilleros se dieran cuenta.

– Jochberg -dijo el capitán sin girar la cabeza, actuando como si yo temiera más por mí mismo que por él-, vuélvase con sus hombres. Ya no necesito su ayuda.

– Tengo orden -le respondí- de acompañarlo hasta las avanzadas del enemigo, me necesite o no. Además, como ve, ya no tendremos que caminar mucho más.

Se había hecho por fin de día. Cubiertos por los gruesos troncos de los alcornoques, nos habíamos acercado ya a unos cien pasos de la choza. Veíamos ahora, por detrás de la empalizada, una débil columna de humo negro. Sin duda teníamos ante nosotros a un centinela de la guerrilla, que tenía encendido un fuego para calentar caldo o asar mazorcas de maíz.

Entre arbustos de espino y tamujales nos detuvimos a esperar que llegase Thiele con sus hombres. Después deliberamos en voz baja la mejor manera de apoderarnos de la choza. Todos estábamos de acuerdo en que no debíamos dar tiempo a los insurgentes para hacer un solo disparo, pues ello hubiese bastado para atraer sobre nosotros a centenares de enemigos.

Nos preparamos. Uno de los dragones tomó un trago de aguardiente y me ofreció su cantimplora. Después di la señal y nos lanzamos sin ruido barranca arriba.

Cuando casi habíamos llegado arriba, vimos alzarse precipitadamente por encima de la empalizada las abigarradas boinas y los sorprendidos y asustados rostros de los guerrilleros. Pero en ese instante saltamos la valla el cabo Thiele y yo. Al caer al otro lado arrebaté de un golpe la carabina de las manos de un enemigo que ya estaba apuntando a Thiele. En seguida saltaron el vallado el resto de mis hombres, y los guerrilleros, viendo nuestra superioridad numérica, se rindieron tras soltar unas cuantas maldiciones y ofrecer una leve resistencia. Eran tres. Llevaban zamarras de paño marrón y fajas entretejidas con hilos plateados. Y justo en ese momento salió de la choza, con un balde de latón en la mano, un cuarto guerrillero que al parecer se disponía a bajar al río para traer agua.

Era un individuo de talla gigantesca, un fraile carmelita, y sobre los hábitos monacales llevaba sujeto un sable. Cuando nos vio dejó caer el balde, pero, en lugar de sacar el sable, se agachó y cogió del suelo una lanza de carro que había por allí y, haciendo girar en el aire aquella peligrosa arma, se lanzó sobre nosotros a golpes y mandobles.

Como no podíamos disparar, no nos resultó fácil reducirlo. Thiele recibió un golpe que le paralizó el brazo por varios minutos. Finalmente logramos arrebatar al fraile la lanza de carro. Metimos a los cuatro guerrilleros dentro de la choza y cerramos bien la puerta.

Nuestra misión había concluido. Los dragones encontraron algunos trozos de carne de mula cruda y, pinchándolos con las puntas de los sables, los pusieron sobre el fuego para asarlos. La pipa de Thiele pasó de mano en mano. Entretanto, Salignac caminaba impaciente de aquí para allá a grandes pasos, hasta que se detuvo, arregló algo en el estribo de su caballo y finalmente vino hacia mí.

– Jochberg, ha llegado el momento. Déme la carta.

Le entregué la mochila que contenía el mapa, la brújula y el informe dirigido al general d'Hilliers. Salignac salió con su caballo de la empalizada y yo le seguí con mis hombres.

Desde el lugar en el que estábamos contemplábamos una amplia panorámica del terreno ondulado que nos rodeaba. Por todas partes veíamos grupos pequeños y grandes de guerrilleros, algunos a caballo, otros a pie; centinelas que caminaban de aquí para allá tras las trincheras, fusil al hombro; mulas cargadas que se atascaban en el cruce de caminos, un carro de aprovisionamientos tirado por bueyes que cruzaba lentamente el puente, caballos que eran conducidos al río para abrevarlos; en la lejanía, una corneta tocó a formar, y por la puerta de una alquería salieron dos oficiales; los reconocí como tales por sus gruesas trenzas y sus tricornios.

Salignac ya estaba montado en la silla. Los dragones lo miraban con ojos temerosos y preocupados, y a todos nos producía escalofríos la insensatez y las nulas probabilidades de éxito de la empresa. Se inclinó hacia adelante sobre la silla y dio al bayo dos terrones de azúcar que había mojado en oporto. Después me hizo un fugaz saludo con la mano, espoleó al caballo, tintinearon los arreos, y al cabo de un instante ya se lanzaba como una centella barranca abajo.

Hice todo lo posible por parecer tranquilo, pero las manos me temblaban de emoción. El hombre que estaba a mi lado movía los labios como si rezara.

Muy cerca de nosotros cayó un disparo, y nos sobresaltamos todos como si fuera la primera vez que oíamos disparar. Pero Salignac siguió avanzando, sin volver apenas la cabeza; la nieve, como una nube blanca, corría tras él.

Desapareció entre los árboles de un pequeño bosque de castaños, pero a los pocos segundos volvió a asomar.

De nuevo sonó un disparo. Otro más. Un tercero. Salignac seguía firme en la silla. De improviso un hombre saltó desde detrás de un arbusto e intentó agarrarle las bridas. Salignac aflojó las riendas, y de un golpe de sable lo derribó al sucio. El camino estaba despejado. Salignac volaba, cabalgaba como en una pista de carreras, no miraba a derecha ni a izquierda y no veía nada de lo que estaba pasando a su alrededor.

Y, sin embargo, toda la zona estaba en plena agitación. Los guerrilleros salían de sus trincheras. Por todos lados se le acercaban jinetes, vociferando y a galope tendido. Llegaba a nuestros oídos un intenso tiroteo, azuladas nubéculas de pólvora se elevaban en el aire. Salignac atravesaba el tumulto en pie sobre los estribos, blandiendo amenazador el sable. Ya casi había alcanzado el puente. Entonces… ¡por todos los diablos! Ahora me daba cuenta. En el puente había varios hombres. Seis… ocho… ¡no! ¡Eran más de diez! ¿Es que no los veía? Ya llegaba frente a ellos; uno le encañonó, el caballo alzó las patas delanteras, se encabritó… ¡Estaba perdido! Pero no, el caballo saltó por encima de los hombres; dos de ellos cayeron al suelo. Salignac cruzó a toda velocidad el puente.

Era todo un espectáculo, un espectáculo terrible y angustioso que me hizo suspender la respiración. Sólo entonces, pasado el primer peligro, me di cuenta de que, en la excitación, había agarrado la mano de Thiele y la tenía sujeta convulsivamente. La solté. Salignac estaba en la otra orilla; más allá se veía el bosque, y con él la salvación. Pero al instante -a mi lado alguien lanzó un alarido- salió del bosque una escuadrilla de jinetes, dispuesta a cortarle el paso… ¿Es que estaba ciego? «¡Tuerza!», rugí. «¡Tuerza!», aunque sabía perfectamente que no podía oírme. Ya le habían dado alcance. El caballo cayó al suelo y perdí de vista a Salignac. Un torbellino de cabezas, crines de caballo, sables alzados, cañones de arcabuces, brazos en alto, una nube de nieve y humo de pólvora por encima de todo, un revoltijo de cuerpos humanos luchando, debatiéndose, alzándose, cayendo por todos lados… Estaba perdido. La cabalgada había terminado.

Percibí un leve zumbido, familiar a mis oídos a lo largo de veinte batallas, y me agaché. Thiele, que estaba en pie delante de mí, cayó de rodillas sin ruido y se desplomó hacia atrás. Una bala perdida lo había alcanzado.

– ¡Thiele! -exclamé-. ¡Camarada! ¿Estás herido?

– ¡Me han matado! -gimió el cabo, llevándose la mano al pecho.

Me incliné sobre él y le desabroché la guerrera. La sangre le salía a borbotones de la herida.

Lo sostuve por los hombros, lo incorporé, busqué con la mano libre alguna tela con que vendarlo y pedí ayuda a los demás.

Pero no me oían. Uno me cogió del brazo.

– ¡Mire usted! -gritó-. ¡Mire usted, mi teniente!

Allá abajo, la escuadrilla se dispersó de un golpe. Por el suelo se revolcaban los caballos. Los hombres corrían gritando y con los brazos levantados. Y más allá, separado de todos, alguien corría erguido sobre la silla, blandiendo el sable. Era él, era Salignac, estaba vivo, había escapado, y saltaba por encima de las trincheras, de los montones de nieve, de los hombres, los arbustos, las cureñas rotas, los muros defensivos, los cestones de zapa, las hogueras llameantes…

Oí a mi lado un estertor.

El cabo Thiele se sostenía sobre ambas manos y miraba a Salignac con ojos vidriosos.

– ¿No lo conoce usted? -gimió-. Yo sí que lo conozco. A ése no hay bala que lo alcance. Los cuatro elementos han hecho un pacto. El fuego no lo quema, el agua no lo ahoga, el aire no lo asfixia, la tierra no lo aplasta…

El griterío de júbilo de los demás ahogó su murmullo. Hizo una ronca inspiración y la sangre inundó su camisa y su guerrera.

– ¡Ha pasado! ¡Se ha salvado! -vitorearon los dragones. Lanzaron sus gorras al aire, agitaron las carabinas, lanzaron gritos de alegría, enloquecidos, cantaron victoria.

– Rece usted por ese alma perdida -fue el último balbuceo que salió de los labios de Thiele-. Rece usted, rece por el Judío Errante. El no puede morir.

La revuelta

Envié a uno de los dragones a la ciudad para informar de inmediato al coronel del curso y desenlace de la misión. Una hora más tarde llegué yo mismo al despacho. Allí encontré solamente al capitán Castel-Borckenstein, que acababa de recibir órdenes respecto a las próximas misiones de su compañía y estaba a punto de marcharse.

Se detuvo un momento en la puerta para preguntarme cómo había terminado el asunto y le informé con pocas palabras. Mientras yo hablaba, Eglofstein salió de la habitación contigua al despacho. Cerró la puerta despacio detrás de sí, se fue hacia la ventana y me hizo señas de que me aproximara.

– No sé qué hacer -susurró, lanzando miradas llenas de preocupación a la puerta de la pequeña habitación-. Está plantado al lado de la cama, pegado como una lapa, y no hay modo de sacarlo de ahí.

– ¿A quién no hay modo de sacar de ahí? -pregunté asombrado.

– Al coronel, ¿no comprende usted? Günther, con la fiebre, no para de hablar de Françoise-Marie.

Me dio un vuelco el corazón. Las palabras murmuradas por Eglofstein sonaron en mis oídos como un toque de alarma. Me di cuenta claramente del peligro de que Günther, en su estado febril, se delatara a sí mismo y a nosotros, pero no sabía cómo atajarlo. Nos quedamos mirando desconcertados el uno al otro, ambos pensando en los celos del coronel, en su ira ciega, en sus accesos de furor maligno.

– Si se entera de la verdad -dijo Eglofstein-, que Dios se apiade de nosotros y de todo el regimiento. Si se entera, se olvidará de lo peligroso del momento, de lo desesperado de la situación, de la guerrilla, del asedio que sufre la ciudad, y sólo pensará en el modo de tomar sangrienta venganza de todos nosotros.

– ¿Y Günther ya ha pronunciado el nombre de ella?

– Aún no. Aún no. Ahora está durmiendo, gracias a Dios. Pero antes… Antes no hacía más que hablar de ella. La reñía, la acariciaba, le decía buenas y malas palabras, y el coronel estaba de pie a su lado, esperando que pronunciara el nombre; ni el mismo Satanás espera con más avidez la perdición de un alma. ¿A dónde va, Jochberg? ¡Quédese aquí! ¡Va a despertarlo!

No hice caso a la advertencia de Eglofstein y entré sin hacer ruido en la alcoba del enfermo.

El teniente Günther estaba echado en la cama, pero no dormía, sino que charlaba y se reía solo en voz baja. Tenía la cara encendida y los ojos hundidos en las cuencas, como dos cascaras de nuez vacías. El cirujano, que estaba haciendo la ronda en el hospital, había enviado a uno de sus ayudantes, un individuo joven, imberbe, que lo único que sabía hacer era ir cambiando los paños húmedos de la frente del herido.

El coronel estaba de pie a la cabecera del lecho y cuando entré yo levantó la vista, molesto por la interrupción. Me acerqué a él y le informé de lo que ya sabía: su correo había pasado felizmente hacía una hora las líneas de la guerrilla.

Me prestó atención, pero sin separar la vista de los labios de Günther ni por un instante.

– En dieciséis horas la carta habrá llegado a manos del general d'Hilliers -murmuró-. Si todo va bien, dentro de tres días oiremos el fuego de los mosquetes de sus avanzadas. ¿No lo cree usted, Jochberg? Son cuarenta leguas, y las carreteras están bien pavimentadas.

– ¡Corazón mío! -exclamó Günther entretanto, tratando de alcanzar con sus manos descarnadas la imagen de su delirio-. Tienes la piel maravillosamente blanca, como corteza de abedul.

Los labios férreamente apretados del coronel se contrajeron. Se inclinó sobre Günther y lo miró fijamente, como queriendo arrancarle de la boca el secreto del nombre que aún no había pronunciado. Pero ya lo sabía, sabía tan bien como yo de quién era la piel blanca como corteza de abedul.

– Hay otras -rió Günther regocijado para sí mismo- que engullen cera, yeso, polvo de caracoles y ancas de rana, o se untan la cara con cien ungüentos, pero no les sirve para nada: siguen teniendo la cara llena de sarpullidos y manchas. Tú, en cambio…

– ¡Siga! ¡Siga! -se le escapó al coronel. Yo estaba aterrado y al borde de la desesperación, pues el nombre no podía tardar en salir a la luz, y me parecía próximo el momento del desastre. Pero la fiebre de Günther jugaba con mi terror y los celos del coronel un travieso juego del gato y el ratón.

– ¡Vete! -gritó violentamente, dándose vuelta en la cama-. Vete, ella no quiere verte. ¿Qué buscas aquí? Brockendorf, tus pantalones se han vuelto transparentes como el camisón de encaje de mi amada. Y eso es de tanto estar sentado en la taberna, te digo. ¿Qué vino hay en el Pelícano y en el Moro Negro? ¡Médico! ¡Médico! Por el amor de Dios, ¿qué has hecho conmigo?

Su voz se enronqueció y el aire salía jadeante de su pecho. Y al mismo tiempo sus manos, sacudidas por los escalofríos, temblaban incesantemente como arbolillos al viento.

– ¡Médico! -volvió a llamar, soltando un gran gemido-. Cualquier día te ahorcarán. ¡Lástima, lástima! Créeme, entiendo mucho de fisonomías.

Cayó hacia atrás, cerró los ojos agotado, se quedó inmóvil y respiró jadeante.

– Foetida vomit -dijo el ayudante del médico, sumergiendo un paño en agua fría-. Habla inmundicias.

– ¿Se acaba? -preguntó el coronel, y percibí en su voz el temor brutal de que Günther pudiera morirse sin llegar a pronunciar el nombre de su amante.

– Ultima linea rerum -afirmó el ayudante, impasible, poniendo el paño sobre la frente de Günther-. Ya no está en manos humanas el ayudarle.

Sin duda el coronel se había olvidado de mi presencia. Sólo entonces pareció volver a darse cuenta de que yo estaba allí.

– Está bien, Jochberg -me dijo con un movimiento afirmativo de la cabeza-. Puede retirarse, déjeme solo.

Vacilé. No quería salir. Pero mientras buscaba un pretexto para quedarme, oí pasos y voces en la otra habitación. La puerta se abrió y entró Eglofstein. Tras él apareció un individuo alto y escuálido en el que reconocí a un cabo del regimiento de Hessen.

– ¡No griten! -dijo el coronel, señalando con un gesto al herido-. ¿Qué pasa, Eglofstein?

– Mi teniente, este hombre es de la compañía del teniente Lohwasser, que tiene a su cargo el mantenimiento del orden público en la ciudad…

– Ya lo sé. Lo conozco. ¿Qué quiere usted, cabo?

– ¡Tumultos, desórdenes, insubordinaciones, mi coronel! -profirió el hombre, casi sin aliento-. Los españoles atacan a los guardias y a los centinelas.

Lancé a Eglofstein una mirada de admiración. Pues estaba totalmente seguro de que aquello no era más que un ardid hábilmente tramado y acordado con aquel hombre a fin de sacar por las buenas al coronel de la alcoba de Günther.

Pero el coronel meneó la cabeza y sonrió burlón.

– ¿Que esos buenos cristianos se han rebelado? Cabo, ¿quién le envía?

– El teniente Lohwasser.

– Me lo figuraba. Me lo figuraba -dijo el coronel, dirigiéndose risueño hacia nosotros-. Lohwasser es un chiflado, no hace más que ver fantasmas. Mañana mandará a alguien a avisarme que ha visto a tres hombres de fuego o a un duende jorobado.

Pero en aquel instante oímos un taconeo afuera, la puerta se abrió de un golpe y el teniente Donop se precipitó dentro de la estancia.

– ¡Rebelión! -gritó, acalorado y sin aliento por la carrera-. En la plaza del mercado han atacado a los guardias.

El coronel dejó de reírse y se puso blanco como el papel. Y en el silencio que se hizo se escuchó el balbuceo absurdo de Günther, que ya era incapaz de distinguir la noche del día:

– ¡Por los clavos de Cristo, encended la luz! ¿O es que queréis jugar conmigo a la gallina ciega?

– ¿Es que los españoles se han vuelto locos? -prorrumpió el coronel-. ¡Atacar a los centinelas! Por cosas así se ha ahorcado a centenares. ¿Qué mosca les ha picado?

– Brockendorf… -empezó Donop y se calló.

– ¿Qué pasa con Brockendorf? ¿Dónde está? ¿Dónde se ha metido?

– Está todavía en la iglesia.

– ¿En la iglesia? ¡Aleluya! ¿Es momento de escuchar sermones? ¿Es que ha ido a rezar por una buena cosecha de vino mientras los españoles se amotinan por la calle?

– Brockendorf se ha alojado con su compañía en la iglesia de Nuestra Señora.

– En la iglesia… ¡Se ha alojado! -el coronel respiró hondo y se puso morado de ira; parecía que en cualquier momento fuera a asfixiarse o a caer al suelo víctima de un ataque de apoplejía. Günther gemía y se revolvía en la cama:

– Que Dios se apiade de mí, me voy a morir. ¡Ay, amor mío! ¡Hasta siempre!

– Dice… Brockendorf dice que el señor coronel le dio la orden -osó comentar Donop.

– ¿Que yo le di la orden? -rugió el coronel-. ¿Conque esas tenemos? Ahora ya entiendo por qué se amotinan los españoles.

Hizo un esfuerzo para tranquilizarse y se dirigió al cabo, que aún estaba en la habitación.

– Vaya corriendo y envíeme aquí al momento al capitán Brockendorf. Y usted, Donop, tráigame aquí al cura y al alcalde. ¡Rápido! ¿A qué espera? ¡Eglofstein!

– ¿Sí, mi coronel?

– Los cañones que hay en las bocacalles ¿están cargados?

– Con bombas de metralla, mi coronel. ¿Quiere que…?

– Ni un solo disparo sin orden mía. Dos patrullas de caballería despejarán las calles.

– ¿A tiros de fusil…?

– ¡A culatazos en las costillas! -rugió el coronel-. Ni un disparo sin orden mía, ya se lo he dicho. ¿Es que quiere usted echarme encima a la guerrilla?

– Comprendido, mi coronel.

– Doble la vigilancia. Tome diez hombres, ocupe el ayuntamiento y arreste a los miembros de la junta, si están reunidos. ¡Jochberg!

– ¿Sí, mi coronel?

– ¡Al capitán Castel-Borckenstein! Que forme con su compañía en el patio posterior del cuerpo de guardia. Ni un tiro mientras yo no dé la orden. ¿Comprendido?

– Sí, mi coronel.

– Entonces vaya usted con Dios.

Medio minuto después nos hallábamos todos en camino hacia nuestros destinos.

Bajé a toda prisa por la Calle de los Carmelitas con Eglofstein y sus hombres. A lo lejos, más allá de las ruinas negruzcas de los muros del convento, vimos escabullirse a dos españoles que iban armados con lanzas u horquillas. En la esquina se separaban nuestros caminos. Eglofstein ya se iba, pero de repente me vino algo a la mente y retuve al capitán cogiéndolo de la mano.

– Mi capitán -dije apresuradamente-, todo ha ido saliendo tal como lo quería el marqués de Bolibar.

– Se diría que tiene usted razón, Jochberg -afirmó, queriendo marcharse.

– Escúcheme: la primera señal la dio Günther, lo sé. La segunda señal la dimos nosotros: usted y yo, Brockendorf y Donop. La revuelta la ha provocado Brockendorf. Por el amor de Dios, ¿dónde está el cuchillo?

– ¿De qué cuchillo habla, Jochberg?

– La Nochebuena, cuando usted ordenó fusilar al marqués de Bolibar, se quedó usted con su puñal. Un cuchillo con el mango de marfil y la imagen de la Virgen María con Cristo muerto, ¿lo recuerda? Es la última de las tres señales. ¿Dónde tiene usted el cuchillo, mi capitán? No puedo estar tranquilo mientras sepa que está en sus manos.

– El cuchillo… -repitió Eglofstein, pensativo-. El puñal… El coronel lo vio y me lo pidió, por el hermoso trabajo del puño. Ya no lo tengo.

Se me quitó un peso de encima del corazón al oír aquello.

– Entonces todo está bien -dije-. Me doy por satisfecho. El coronel no dará la tercera señal, de eso estoy seguro.

– No, él seguro que no -dijo Eglofstein con una risa cavernosa en la que resonaban el sentimiento de culpabilidad y el arrepentimiento.

Luego nos separamos y cada uno se fue por su lado.

El ranúnculo azul

Llegué sin dificultades a la casa donde se alojaba Castel-Borckenstein, pues en esos momentos la rebelión no estaba más que en sus comienzos. Mucho más difícil y lleno de peligros fue el regreso, y no tardé en lamentar no haberme hecho escoltar por algunos de los hombres de Castel-Borckenstein. Pues en esos momentos se desbordaba por las calles una multitud exaltada; cientos de voces enfurecidas se desgañitaban maldiciéndonos, gritando que éramos unos herejes y no teníamos otro empeño que ultrajar la santísima religión y profanar las iglesias, e incluso que nos proponíamos raptar a los niños y llevárnoslos a Argel para venderlos como esclavos. Es bien sabido lo útil que resulta pintar al enemigo lo más oscuro posible. Y así, los curas ponían en circulación las más negras mentiras sobre nosotros, y la muchedumbre enconada se lo creía todo, hasta las invenciones más absurdas y descaradas.

El pensamiento de que el coronel se había quedado a solas con Günther me impulsó a apresurarme, y a pesar del escándalo y el alboroto que reinaban por las calles elegí el camino más corto. En la calle de las Arcadas me salió al paso un viejo que me advirtió de la presencia de treinta españoles armados al otro extremo de la calle, y me aconsejó que no siguiera adelante. Aquello no me inquietó, pues, en caso de emergencia, yo tenía mis pistolas, y ellos solamente cachiporras, guadañas y primitivos cuchillos caseros, ya que al día siguiente a nuestra llegada nos habíamos incautado de todos los fusiles. Pero, así que proseguí la marcha, una piedra pasó zumbando a muy poca distancia de mi cabeza, y, desde una ventana una voz de mujer gritó que éramos enemigos de la Santísima Trinidad y escarnecedores de la Virgen María, y que Alemania estaba llena de herejes que escupían fuego, a quienes habría que exterminar. Finalmente preferí evitar las calles principales y hacer mi recorrido por callejuelas y huertos. Con algo de retraso, pero sano y salvo, llegué por fin a la Calle de los Carmelitas.

Ante la casa formaba medio escuadrón de dragones, a la espera de la orden de intervenir contra los revoltosos. En aquel momento el cura y el alcalde, acompañados de una escolta, bajaban por las escaleras, y me enteré de que se les había ordenado encargarse de que los revoltosos depusieran las armas y volviesen a sus casa en el plazo máximo de media hora, transcurrido el cual todo civil que fuera hallado en la calle con las armas en la mano sería abatido sin piedad por los dragones.

Ambos, el cura y el alcalde, parecían consternados y desmoralizados, y no parecían albergar grandes esperanzas de poder cumplir su misión. Tras ellos apareció el funesto Brockendorf, el culpable de todo. Y, dado que los tres, con su escolta, ocupaban todo el ancho de la escalera, tuve que escuchar la riña que tenía lugar entre ellos.

– Han saqueado completamente la iglesia -exclamó el cura-, han robado todos los cuadros…

– ¡Mentira! ¡Eso es una mentira como una casa, es una mentira in folio! -se enojó Brockendorf-. Yo mismo he llevado los cuadros a la sacristía.

– Han atado los caballos a los brazos de los santos -deploró el alcalde-. El estiércol se apila en el suelo hasta las rodillas. Las pilas de agua bendita están llenas de forraje; usted ha convertido la casa de Dios en un establo.

Brockendorf eludió sin más aquel reproche.

– Con sólo que te ahorcaran a ti -le dijo al alcalde- se acabaría la revuelta en un santiamén. Mientras la ciudad está llena de pillos, todas las horcas están vacías.

El alcalde le lanzó una mirada envenenada. Yo quería pasar, pero Brockendorf me detuvo y señaló al alcalde con un gesto que quería decir que lo lamentaba pero no podía remediarlo.

– A éste hay que colgarlo -afirmó-. Es lástima, porque es un tonto divertido. Se sabe un montón de historias picantes, y más de una vez por poco me hace reventar de risa. Vaya usted con Dios, Jochberg, yo me tengo que ir a mi cuarto. El coronel me ha arrestado.

– Demos gracias por ello al Altísimo, a Cristo y a todos los santos -suspiró el cura desde lo más hondo de su alma.

– ¡Deje usted en paz a Cristo y a los santos! -exclamó Brockendorf, irritado por el hecho de que el cura diera gracias a Dios por su castigo-. Esas palabras quedan mal en la boca de un rebelde.

Le hice duros reproches en el sentido de que había sido él mismo quien había instigado la revuelta, pero los rechazó.

– Todo este alboroto -explicó- es debido a que los españoles tienen los doblones y las onzas de oro, o como se llamen en este condenado país los ducados, escondidos debajo de las baldosas de la iglesia. Y tienen miedo de que yo les eche mano. ¡Menudos son, estos españoles!

Al fin me soltó el brazo y yo subí corriendo las escaleras. Cuando entré en el despacho, mi primera mirada fue para el coronel.

Estaba tal como lo había dejado, de pie junto a la cama de Günther. Su rostro conservaba aún la misma expresión de ansiedad acechante. Todavía no había salido a la luz nada decisivo. En las calles rugía la revuelta, pero el coronel estaba allí, escuchando la confesión de la fiebre e intentando interpretar las visiones de un confuso sueño.

El estado de Günther parecía haber empeorado, y posiblemente el fin se aproximaba. Seguía hablando. Hablaba sin parar con frases cortas y abruptas; su respiración era tan pronto un jadeo como un estertor. Las mejillas y la frente ardían, los labios estaban secos y resquebrajados. A veces murmuraba, a veces gritaba, y cuando entré estaba hablando de una pasada aventura amorosa que yo no conocía:

– Si te asomas a la ventana y silbas una vez, vendrá el palafrenero. Para que venga la criada, que es joven y guapa, tienes que silbar dos veces.

– ¿De qué está hablando? -le pregunté a Eglofstein en voz baja.

– Ha tardado usted mucho -me susurró atropelladamente-. Ahora haga lo que yo le diga. No pregunte y obedezca.

Y a continuación dijo en voz alta:

– Teniente Jochberg, echo de menos entre los papeles del regimiento una orden del jefe de nuestra división que hace referencia al pago de las soldadas atrasadas. Repase usted la correspondencia de los últimos meses y vaya leyéndome uno detrás de otro todas las cartas e informes.

Comprendí de inmediato sus intenciones. Mi cometido era leer en voz alta, tan alta que el coronel no entendiera nada de las delatoras palabras del delirante. Tomé el fajo de papeles que Eglofstein me tendió por encima de la mesa y empecé a leer.

Me hallaba en una extraña situación. Mientras leía, se iba desplegando ante mis ojos la imagen de toda la campaña. Trabajos, preocupaciones, luchas, fatigas, aventuras y peligros, y todo, al fin, destinado a ahogar con su ruido las últimas palabras de un moribundo.

– «Orden del 11 de septiembre. Coronel: Como es voluntad de su majestad el Emperador que las tropas acantonadas no reciban peor trato que las tropas en campamento, ha dispuesto que cada hombre reciba diariamente dieciséis onzas de carne, veinticuatro onzas de pan, seis onzas de pan seco para sopas…»

– ¡Los cabrones del regimiento de Hessen! -gritó Günther, incorporándose en el lecho como un caballo encabritado-. ¡Viven liados de una manera que hasta el verdugo se compadecería!

– ¡La siguiente carta! -ordenó rápidamente Eglofstein-. Esa no es la que buscamos.

– «Carta del 14 de diciembre. Entregada por el subteniente Durette, del comando de la división. El mariscal Soult desea que redacte usted, mi coronel, una memoria sobre la fortaleza de La Bisbal tan pronto como la haya ocupado. ¿Cuántos cañones serían necesarios para completar…?»

– ¡Bienvenida, amada mía, bienvenida! -empezó de nuevo Günther con su voz enronquecida. Asustado, me detuve y Eglofstein me susurró:

– ¡Más alto, demonios! ¡Por amor de Dios, más alto!

– «…para completar su armamento?» -casi grité; las palabras bailaban ante mis ojos una loca zarabanda en el papel-. «¿Hay allí agua, avenidas anchas, edificios de buen tamaño? ¿Es posible instalar depósitos, hornos, almacenes…»

– Más claro, Jochberg, no entiendo ni una palabra -exclamó Eglofstein.

– «…hornos, almacenes para víveres -grité con desesperación-, un arsenal para municiones y, finalmente, locales para albergar la impedimenta de un cuerpo de ejército? Procure averiguar, coronel, si la ciudad, en lo que se refiere a los puntos mencionados…»

– La escritura de las líneas siguientes está borrosa, mi capitán.

– Deje esa carta y tome la siguiente.

Desplegué la carta, pero se me cayó al suelo. Y mientras me agachaba para recogerla, oí de nuevo la voz de Günther, que sonaba llena de reproche:

– Tanto como te supliqué, querida, que vinieras temprano. ¿Es que no te dejaba salir de casa? Desde luego, le obedeces en todo…

¡Era ella! ¡Era Françoise-Marie! Un estremecimiento recorrió el rostro del coronel, y Eglofstein se puso pálido como la cera. Recogí la carta del suelo y leí con tanta vehemencia, con tanto ardor, con tanta desesperación, que Donop, que entraba en aquel momento en la habitación, se quedó parado, con la boca abierta, sin saber qué significaba aquello.

– «Coronel: El regimiento de cazadores número 25, que pertenece a mi división, cuenta en su depósito de caballería con ciento cincuenta hombres sin caballos. A usted, en esa región, le resultaría fácil adquirir caballos a precios módicos para dotar de monturas a esos hombres. El regimiento no posee más que quinientos caballos. Ocúpese usted de conseguir un centenar más, para que por fin…»

– Eso ya se hizo -exclamó Donop desde la puerta-. Yo mismo…

– ¡Cállese! -exclamó enfurecido Eglofstein-. ¡Jochberg! Continúe. La siguiente.

– «Carta del 18 de diciembre. Firmada personalmente por el mariscal Soult. Coronel: Los informes que me llegan de Vizcaya me impiden retirar de allí ni un solo hombre. El enemigo tiene la intención manifiesta de…»

Me interrumpí un instante para tomar aliento. Y en ese mismo instante oí a Günther pronunciar mi nombre.

– ¡Óyeme! -masculló-. ¿Ha sido Jochberg quien te ha enseñado esa novedad tan deliciosa? ¿O ha sido Donop? Contesta.

– «…la intención manifiesta -grité- de poner sitio a la ciudad; desde hace dos meses está instalando grandes almacenes de aprovisionamiento en los alrededores y los aumenta incesantemente.

»Carta del jefe del estado mayor del 22 de diciembre. Coronel: Comprendo tan bien como el que más hasta qué punto sería beneficioso para la gloria y los intereses del Emperador luchar contra Lord Wellington en lugar de hacerlo contra los bandidos. Con todo, no puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas. Pues ignoro…»

– ¿Qué es lo que escribe el coronel Desnuettes? -me interrumpió el coronel con repentina atención-. ¿Escribe «no puedo recomendar»?

– «No puedo recomendar al mariscal la puesta en práctica de sus propuestas» -repetí-. Eso es lo que pone. Y continúa: «Pues ignoro qué se está tramando este invierno en Asturias contra nosotros. Además no dispongo de suficientes efectivos de infantería bien preparados para poder aprobar que usted…».

– ¡Alto! -bramó indignado el coronel-. ¿Qué acaba de leer usted? ¿«Para poder aprobar»? ¿Qué se ha creído ese Desnuettes? ¿A él quién le manda que apruebe ni que recomiende nada? El y yo tenemos la misma graduación. ¡Eglofstein! ¿Ha sido contestada ya esta carta insolente?

– Todavía no, mi coronel.

– Tome usted la pluma. Escriba lo que voy a dictarle y despache la carta en la primera oportunidad. ¿Qué se habrá creído ese Desnuettes?

Empezó a andar furioso de un lado al otro de la habitación, a grandes pasos.

– ¡Escriba! -dijo por fin-. «Coronel: En el futuro haga usted el favor de limitarse a trasmitir al mariscal mis propuestas sin recomendación alguna, y a darme cuenta de…» ¡No! Todo esto no es lo bastante fuerte.

Se había detenido y movía los labios, mudo y pensativo. Yo tenía que esperar. No podía seguir leyendo, estaba desorientado, no sabía qué hacer. Y en ese instante de silencio, Günther, desde sus sueños terribles, dijo en voz bien alta, lentamente y con total claridad:

– ¡Ven! Déjame besarte el ranúnculo azul.

No recuerdo lo que sucedió en mi interior en aquel instante. ¿Acaso perdí el conocimiento? ¿O es que me pasaron por el cerebro cien visiones de terror que olvidé de inmediato? Sólo sé que cuando volví en mí sentí aún el sobresalto de los últimos segundos en el temblor de mis manos y en el escalofrío helado que me recorrió la espalda. Después recobré la presencia de ánimo y me dije: ha llegado el momento que nos ha hecho temblar durante todo un año, ahora sí que ha llegado… ¡Valor! Hay que afrontarlo. Y miré al coronel.

Se había quedado tieso e inmóvil, tenía los labios ligeramente torcidos, como si le doliera la cabeza. Se quedó así unos instantes; luego, con un movimiento brusco, se dirigió a Eglofstein. Iba a producirse el estallido…

Muy tranquilo y sin mostrar irritación, casi despreocupado, dijo:

– ¿Por dónde íbamos? Escriba, Eglofstein: «Coronel: En lo venidero, hará usted bien en limitarse…».

¿Estaba soñando? ¡No era posible! Le habíamos robado la mujer, ahora lo sabía, y sin embargo seguía dictando su carta como si nada hubiera pasado. Nos quedamos todos mirándolo boquiabiertos; Eglofstein tenía la pluma en la mano, pero no escribía. Y Günther, desde su cama, dijo por segunda vez:

– ¡El ranúnculo azul! ¿Me oyes? ¿Te lo ha besado también Donop? ¿Y Eglofstein? ¿Y Jochberg?

En la cara del coronel no se movió ni un músculo, seguía en la posición tensa del que escucha. En sus labios apretados había un fino pliegue de dolor o sarcasmo. Luego, repentinamente, se movió hacia la ventana. Desde la calle me llegaba ahora un ruido lejano, un leve murmullo, y el coronel parecía prestar atención sólo a aquel ruido.

Entonces Eglofstein se puso en pie impulsado por una repentina decisión. Dejó caer la pluma y se plantó frente al coronel tieso como un palo.

– Mi coronel, me confieso culpable. Se sobreentiende que me pongo a su disposición. Espero sus órdenes, mi coronel.

El coronel levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Mis órdenes? Me parece que el momento es demasiado grave como para privar al regimiento de uno solo siquiera de sus oficiales a causa de una fruslería.

– ¿A causa de una fruslería? -balbució Eglofstein, mirando al coronel fijamente a los ojos.

Un encogimiento de hombros. Un gesto indolente de la mano.

– Quería enterarme de la verdad y ahora ya la conozco. No me sorprende. Asunto concluido.

Yo no alcanzaba a comprender, estaba pasmado de asombro. Había esperado un estallido de furor, un furioso deseo de aniquilarnos a todos, y en cambio las palabras que oí sonaban frías, indiferentes y casi juiciosas.

Callamos todos, y el coronel continuó:

– Nunca me he engañado respecto al hecho de que todo ese parecido al que mis sentidos sucumbieron era de naturaleza meramente externa. Sí, la cara, el porte, el color del cabello, en fin, todo eso, lo encontré reunido. Pero de ese mísero espejismo que me ofrecía la fortuna ciega jamás he esperado fidelidad.

Afuera el alboroto había aumentado y se acercaba a donde estábamos; y podían ya distinguir voces aisladas. Günther seguía mascullando, pero ya nadie prestaba atención a sus palabras.

– ¿Por qué me miran todos tan asombrados? -dijo el coronel-. ¿Es que de veras esperaban que por culpa de una criatura que, como veo, ha otorgado sus favores a casi todos ustedes, fuera yo a hacer el papel del celoso don Pantalón? ¿Esperaban una gran escena por semejante nimiedad? En estos momentos resulta usted francamente ridículo, Eglofstein. Mejor será que salga usted a ver qué pasa fuera.

Eglofstein se acercó a la ventana, abrió los dos batientes y se asomó. Escuché una confusa barahúnda. Después se hizo el silencio. Una corriente de aire atravesó la estancia, haciendo volar los papeles que había encima de la mesa.

Al cabo de unos instantes volvió Eglofstein.

– La muchedumbre ha roto el cordón de la plaza del mercado -notificó-. El teniente Lohwasser ha sido derribado y maltratado.

– ¡Y nosotros aquí, discutiendo de mujeres y de amoríos! -exclamó el coronel-. ¡Venga conmigo, Eglofstein!

Tomaron los sables y los capotes y se apresuraron a salir. Pero unos segundos más tarde volvió Eglofstein solo.

– No tengo mucho tiempo -exclamó atropelladamente-. Tiene que desaparecer, ¿me oyen? No nos conviene que la encuentre cuando vuelva.

– ¿Encontrar a quién? -preguntó Donop.

– A la Monjita.

– ¿A la Monjita? ¿O sea que hablaba de la Monjita?

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿De quién si no? ¿Cree usted que uno solo de nosotros habría salido vivo de este cuarto si él hubiera adivinado la verdad? Ni por un momento se le ha ocurrido pensar que su mujer pudiera haberlo engañado.

– Pero ¿y el ranúnculo azul? -exclamó Donop.

– Pero bueno, ¿es que aún no lo has entendido? -gritó Eglofstein impaciente-. Ya me he dado cuenta de que os habíais quedado de piedra. Yo lo he comprendido inmediatamente. Le ha tatuado a la Monjita el ranúnculo azul para hacer la ilusión más completa. ¡Está más claro que el agua!

– ¡A caballo! -oí la voz del coronel desde abajo. Y luego el tintineo de los sables, las espuelas y las bridas.

– Tiene que desaparecer, ¿lo entiendes ya? Si la vuelve a ver se enterará de la verdad.

– ¿Y adonde nos la llevamos?

– Eso es cosa vuestra. Fuera de la casa. Fuera de la ciudad. No me queda más tiempo.

Salió. Durante un minuto hubo silencio. Luego oí el centuplicado chacoloteo de los cascos alejándose en dirección a la plaza del mercado.

La última señal

Encontramos a la Monjita en las escaleras; estaba apoyada en el pasamanos, sin moverse, y mirando al vacío. Cuando nos acercamos se sobresaltó. Tenía los ojos bañados en lágrimas.

Por su rostro atormentado adivinamos enseguida que se había cruzado con el coronel en el momento en que éste salía de la casa. Quizá fueran unas palabras llenas de sarcasmo lo que la había sumido en semejante desconsuelo, o una mirada hostil, o un gesto despreciativo con el que él la hubiera apartado de su camino, o quizá simplemente la expresión de su rostro. Estaba desconcertada y desolada, y no era capaz de explicarse el cambio que había sufrido su amante.

Donop se le acercó y le explicó que tenía que salir de la casa y que tenía orden de llevarla a un lugar donde estaría más segura, pues se temía con fundamento un nuevo bombardeo de la ciudad a la noche siguiente.

La Monjita no oyó ni una sola palabra de todo lo que le decía.

– ¿Qué ha pasado? -exclamó-. Estaba furioso, nunca lo había visto así. ¿A dónde se ha ido y cuándo volverá?

Donop trató de persuadirla de que confiara en él y viniera con nosotros, pues quedarse en aquella casa sería absurdo y peligroso.

La Monjita se lo quedó mirando sin entenderlo.

Su desconsuelo se transformó de repente en ira.

– Seguro que le ha contado usted al coronel que ha visto al hijo del sastre en casa de mi padre. Ha sido usted o alguno de sus amigos. Se ha portado usted mal, caballero, pues ahora el coronel piensa de mí lo peor.

La miramos asombrados, pues no sabíamos nada de aquel hijo del sastre. Pero ella siguió:

– Es verdad que tuve un novio, y el coronel lo sabía, pero me deshice de él ya hace más de medio año. Si me lo encontré ayer en el taller de mi padre, no fue por culpa mía. El se había ofrecido para posar como José de Arimatea por un real y medio, pero en realidad lo hizo solamente para verme. Esta mañana, cuando he salido a la ventana, lo he visto en la calle, delante de casa, y me ha hecho señas, pero yo no le he prestado atención. Eso es todo, ¿qué hay de malo en ello? Llévenme junto al coronel, y yo le convenceré de que no he hecho nada malo.

– El coronel está en las avanzadas -dijo Donop sonrojándose-. Y estará fuera toda la noche y quizá también el día de mañana.

– ¡Llévenme junto a él! -suplicó la Monjita -. Díganme cómo puedo llegar a donde está y Dios se lo pagará con mil bendiciones.

Donop me lanzó una mirada; ambos nos avergonzábamos, el uno ante el otro, de la inicua tarea que nos había caído en suerte, y que nos obligaba a mentir y a reafirmar a la Monjita en su error. Pero teníamos que actuar así, no podíamos hacer otra cosa, no teníamos elección. No podíamos permitir que el coronel volviese a ver a la Monjita.

– Está bien -dijo Donop-. Se hará como usted desea. Pero tenga en cuenta que el camino es largo y nos conducirá a la proximidad del enemigo.

– ¡Iré a donde usted quiera! -exclamó la Monjita ilusionada-. Hasta el fondo del río, si hace falta.

Pero de repente pareció despertarse en ella la desconfianza; debió de recordar en aquel instante cómo la habíamos apremiado el día antes para que pasase la noche con nosotros. Nos echó una mirada larga y escrutadora, primero a mí y luego a Donop, temiendo tal vez que aún no hubiéramos desistido de nuestras intenciones.

– Espérenme aquí -dijo entonces-. Voy arriba a coger de entre mis cosas lo que necesito para la noche. Estaré aquí enseguida.

Al cabo de un rato regresó con un atadillo en las manos. Yo se lo cogí para llevárselo. Me lo entregó tras una cierta vacilación.

Era liviano, casi no sentía su peso. Lo sostenía entre mis manos sin saber que llevaba dentro el desastre, la fatalidad inevitable, la ruina del regimiento, la última señal.

Acordé con Donop que sería yo el encargado de llevar a la Monjita a través de nuestras líneas hasta la vanguardia del enemigo. En todas las bandas de la guerrilla había oficiales ingleses del estado mayor de Wellington y Rowland Hill que servían a los caudillos como consejeros en todas las cuestiones de estrategia. Bajo la enseña de parlamentario, exigiría hablar con alguno de ellos, y confiaría a su custodia a la Monjita, como persona de alta condición para la cual el comandante de la ciudad asediada suplicaba la protección del enemigo.

Tomé la decisión de subir remando en un bote río arriba, pues, según lo que había visto aquella mañana durante mi servicio de escolta, aquel camino me parecía el más seguro. Además, si se daba el caso de que los guerrilleros se negaran a respetar la bandera de parlamentario, me quedaba al menos la esperanza de ponerme fuera del alcance del fuego enemigo aprovechando la fuerza de la corriente y el amparo de los arbustos de la orilla.

Subimos al bote cerca de la muralla, en aquella parte de la orilla donde en otros tiempos solía haber tantas lavanderas. Tomé los remos y la Monjita, con su atadillo, se sentó a mi espalda sobre el fondo del bote.

Oí disparos por la zona de la plaza del mercado. Era mala señal. Se había entablado la lucha contra los revoltosos, y debía de estar resultando difícil controlarlos, pues de otro modo el coronel no habría dado la orden de disparar. Empezaba a oscurecer y Donop se despidió de mí con un apretón de manos. En su rostro se leían la duda y la preocupación, así como el temor de que no volveríamos a vernos, pues mi empresa estaba llena de peligros, y su desenlace era muy incierto.

Un viento húmedo me golpeó la cara mientras hundía despacio y silenciosamente los remos y a mi alrededor se alzaba en el aire el olor del agua. El río arrastraba grandes pedazos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y también arbustos desarraigados y manojos de juncos. A veces tenía que bajar la cabeza para evitar chocar contra los sauces de la orilla, que extendían sus ramas desnudas mucho más allá de la ribera. A lo lejos el curso del río se confundía con los oscuros contornos de los arbustos en una gran sombra nocturna.

Al llegar al primer recodo del río, nuestro centinela me dio el alto. Arrimé el bote a la orilla y lo detuve. Apareció el teniente primero von Froben, que me reconoció y me preguntó lleno de asombro por el fin y el rumbo de mi viaje. Le dije lo que me pareció conveniente.

Supe por él que nuestras líneas estaban escasamente protegidas, ya que la mayor parte de la tropa se había dirigido a la ciudad, pues la revuelta había adquirido un carácter peligroso y el coronel se hallaba cercado por la masa de revoltosos en el centro de la ciudad.

– Ojalá los guerrilleros nos dejen en paz esta noche -añadió von Froben en tono preocupado, mirando a través de la oscuridad hacia el valle, donde estaban acampados los hombres del Tonel.

La Monjita no entendió nada de aquel diálogo; sólo a la mención del coronel levantó los ojos y me miró inquisitiva.

Seguí remando.

– ¿Llegaremos pronto? -preguntó.

– Sí -fue mi respuesta.

Se intranquilizaba por momentos.

– Allá enfrente veo las hogueras de los serranos -dijo. (Los españoles de las ciudades llaman serranos a los guerrilleros.) -¿A dónde me lleva?

Creí llegado el momento de decirle la verdad.

– La he traído hasta aquí, Monjita, para ponerla bajo la protección de un oficial enemigo.

Profirió un leve grito de sorpresa y sobresalto.

– ¿Y el coronel?

– No volverá usted a verlo.

Se puso en pie y el bote empezó a tambalearse fuertemente.

– ¡Usted me ha engañado! -exclamó asustada, y sentí en la cara el roce de su aliento.

– Tenía que hacerlo. Habrá de resignarse usted. La tengo por una persona sensata.

– ¡Lléveme de vuelta o pediré socorro!

– Puede pedir socorro si quiere, pero no le servirá de nada. Los centinelas ya no la dejarán entrar en la ciudad.

Con actitud desesperada, empezó a suplicar, a amenazar y a quejarse, pero yo me mantuve firme. Se me había metido en la cabeza la idea de que llevándome a la Monjita estaba alejando de la ciudad en mi bote la desgracia del regimiento. Por ella habíamos dado la primera y la segunda señal del regimiento. Suya era la culpa de que hubiéramos reñido con Günther, el cual se hallaba ahora muerto o moribundo en la habitación de Eglofstein. Y si el coronel la volvía a ver, descubriría nuestro secreto, para su ruina y la de todos nosotros.

Dejó de suplicar y quejarse, viendo que era en vano. La oí rezar en voz baja. Rogaba a Dios con palabras apasionadas, y los sollozos se entremezclaban en su oración.

Luego enmudeció y no volví a oír palabra alguna, sólo un leve suspiro y un largo gemido sin fin.

Entretanto habíamos alcanzado el segundo recodo del río. En ambas orillas ardían altos montones de ramas secas, que hacían brillar en encendidos colores toda la superficie del río. A lo largo de las orillas se deslizaban sombras. Luego una voz me llamó, se oyó un disparo y una bala fue a caer al agua muy cerca de mi bote.

Solté los remos, encendí apresuradamente el farol que se hallaba a mis pies sobre el fondo del bote y lo agité con la mano izquierda, mientras con la derecha hacía ondear mi pañuelo blanco. La corriente llevó el bote hasta la orilla. De todos lados acudían los guerrilleros con linternas, faroles, teas y hachones. Había ya más de cien esperándome en la orilla, y entre ellos distinguí, para mi satisfacción, el capote escarlata y el penacho blanco de un oficial inglés de los fusileros de Northumberland.

Salté a la orilla con el pañuelo blanco en la mano, me dirigí, sin hacer caso a los demás, a aquel oficial, y le expliqué, mientras una docena de arcabuces me apuntaban a la cabeza, el motivo de mi presencia allí.

Me escuchó en silencio y luego se fue hacia donde estaba la Monjita, sin duda para ayudarla a descender del bote. Quise ir tras él, pero en el mismo instante sentí que me cogían por el hombro. Di media vuelta y me encontré cara a cara con el Tonel.

Lo reconocí enseguida. Estaba apoyado en su bastón y tenía las gruesas piernas envueltas en paños. En la faja roja llevaba metidos navajas, cartuchos, pistolas, unas cabezas de ajo y un trozo de pan. Y colgada al cuello tenía una ristra de pequeños trozos de galleta ensartados en un cordel, como si fuera un rosario.

– Ante todo es usted mi prisionero -rezongó-. Lo demás ya lo arreglaremos.

– He venido como parlamentario -protesté.

El Tonel rió divertido para sí mismo.

– Patrañas -afirmó-. A mí no me venga usted con cuentos. Haga el favor de entregar su sable.

Vacilé, calculando la distancia que mediaba entre mi bote y yo. Pero antes de que tomara una decisión, el oficial inglés se dirigió a mí y me dijo lentamente:

– Su comandante me envía extraños presentes. Esta joven está muerta.

– ¿Muerta? -grité, y de un salto me acerqué al bote; pero el Tonel se me anticipó, se inclinó sobre la Monjita y le iluminó la cara.

– Es cierto. Está muerta -graznó-. ¿Qué quiere que hagamos con ella? ¿La ha traído aquí para que recemos por ella un miserere, un oficio de difuntos, un de profundis, un requiescat, un santo rosario?

Yo guardé silencio, pero él lanzó de repente una salvaje exclamación de asombro, que sonó como el furioso bufido de un gato.

Se puso en pie y me miró un buen rato con ojos escudriñadores. Luego, con un tono de voz por completo diferente, dijo:

– Ah, ¿era esto? ¿Una nueva vaina para mi cuchillo viejo? Pues bien, ponga atención.

Se sacó una pistola de la faja. Creyendo que la apuntaría contra mí, eché mano al sable. Pero lo que hizo fue disparar dos veces seguidas al aire mientras lanzaba un estridente silbido.

Yo conocía aquella señal de los guerrilleros. Era el toque de rebato.

La rechoncha figura del Tonel seguía ocultándome el bote y la Monjita. Pero de pronto vi algo en su mano derecha. En su mano derecha vi el cuchillo, el puñal del marqués de Bolibar, la Virgen con Cristo muerto sobre las rodillas: la tercera señal.

El suelo se tambaleó bajo mis pies. Los hombres, las antorchas, los árboles que había a mi alrededor empezaron a girar lentamente y a balancearse en torno a mí. Y lo único que percibían mis ojos era el cuchillo y una gota de sangre que pendía de su filo, una gota de la sangre de la Monjita; mis ojos la siguieron mientras se deslizaba lenta, inevitable e inexorablemente por la hoja, como un mandato horrible que ha de cumplirse. Y de repente tuve a la Monjita ante mis ojos tal como la había visto por primera vez; «ven aquí, ojos de fuego», sentí resonar en mi cabeza… Allá estaba, junto al sillón, al resplandor de la chimenea… Y un dolor sin límites, y la angustia y la desesperación por su muerte me abatieron. Pero en mi interior oí alzarse una voz, no la mía, sino la de un extraño, sonora, indignada y vehemente: «¡La tercera señal! ¡Y la has dado tú!»

– Comunique usted a quien lo ha enviado… -oí desde lejos, y surgiendo de mis tinieblas vi que me hallaba solo en la orilla, junto al Tonel y al capitán inglés-. Comunique usted a quien lo ha enviado -dijo el Tonel- que dentro de un cuarto de hora… Pero ¡por los clavos de Cristo! ¿Sois vos o no sois vos?, Esta vez, en verdad, no me fío de mis ojos.

Retrocedió un paso, levantó su farol a la altura de mi cara y empezó a reír.

– Tengo la sensación de haber visto no hace mucho a este caballero, pero aquella vez el caballero llevaba zapatos de cordobán y medias de seda. ¿Qué le parece a usted, capitán?

El oficial inglés sonrió.

– Me alegro de haberos reconocido esta vez pese a vuestro disfraz, señor marqués. Como ya tuve una vez el honor de aseguraros: vuestro rostro no es de los que se olvidan con facilidad.

– El señor marqués ha cumplido bien su misión -gruñó satisfecho el Tonel-. Si en la ciudad ha estallado la revuelta, ya podemos darla por nuestra. Atacaremos dentro de una hora.

Y al escuchar aquellas palabras, a mí, al teniente Jochberg de los granaderos de Hessen, me pasó algo extraño: tuve la impresión de que yo era realmente aquel español, el marqués de Bolibar, y durante unos instantes sentí su orgullo y saboreé su triunfo por haber dado la tercera señal y haber completado así la obra.

Luego, aquella locura de un segundo desapareció, volví en mí, fui de nuevo yo. Angustiado y desesperado, me sentía traspasado por el terror: tenía que regresar inmediatamente, tenía que avisar, dar la alarma…

Salté al bote.

– ¿A dónde vais? -exclamó a mis espaldas el capitán inglés-. ¡Quedaos aquí, vuestra misión ha terminado…!

– ¡Todavía no! -grité, mientras mi bote empezaba a deslizarse río abajo impulsado por la corriente.

El desastre

De las horas del desastre, de la lucha última, terrible e inútil de los regimientos de Nassau y Príncipe Heredero guarda mi memoria escaso rastro, y doy por ello gracias al cielo. Los sucesos de la última noche se han concentrado en mi recuerdo en un sombrío y confuso cuadro de fuego, sangre, tumulto, torbellinos de nieve y nubes de pólvora. Al capitán Eglofstein no volví a verlo, y a Brockendorf sólo una vez más, en sueños. Fue muchos años después, en Alemania; una noche lluviosa me desperté bruscamente, sobresaltado: había visto a Brockendorf, lo había visto claramente en sueños salir de una casa en llamas perseguido por cuatro españoles. No llevaba ni guerrera ni camisa, y vi los negros mechones de pelo de su robusto pecho. Llevaba arrollado en una mano su capote, con el que paraba los golpes, mientras manejaba el sable con la otra. Daba tres o cuatro golpes a su alrededor, y luego dejaba caer el sable y se desplomaba al suelo. Un hombrecillo gordo y barbudo, que llevaba una linterna, se inclinaba sobre él y le arrebataba el capote.

Y mientras el barbudo, con su botín en las manos, lo examinaba y lo sopesaba, alguien lanzaba un disparo, un disparo totalmente silencioso, y el hombrecillo barbudo se desplomaba y quedaba tendido en el suelo bajo el capote de Brockendorf. La luna llena salía lentamente de detrás de las nubes y el viento cubría de nieve los dos cadáveres.

¿Fue todo aquello sólo la engañosa visión de una pesadilla tardía que me arrancó de un sueño inquieto? ¿O presencié realmente la muerte de Brockendorf y el tumulto del momento borró de mi memoria aquel cuadro, uno de tantos, haciéndomelo olvidar por completo hasta que, muchos años más tarde, un sueño torturante lo sacara de las profundidades del olvido? No podría decirlo.

Lo que es seguro es que vi caer al coronel con mis propios ojos, y también a Donop y a muchos más, pues la tercera señal y, con ella, el ataque del Tonel, significaron el desastre y yo llegué demasiado tarde para prevenir de lo que se avecinaba.

Salté a la orilla y me abrí paso entre los arbustos de sauce y ya allí me crucé con los granaderos en fuga que habían abandonado las líneas de defensa. Los guerrilleros los acosaban y no les dejaban tomar aliento. Me vi arrastrado por aquella masa en desorden; todos corrían tanto como podían, algunos caían y quedaban tendidos en el suelo, y así llegamos a las primeras casas de la ciudad. Dejé atrás al teniente primero von Froben, que estaba gravemente herido y avanzaba, tambaleándose como un borracho, a lo largo de la pared de una casa. Por fin conseguí hacer que se detuvieran algunos de los soldados que huían y por un rato conseguimos plantar cara a los guerrilleros. Pero luego, de repente, alguien dijo que ya teníamos al enemigo a nuestras espaldas, que más allá se oían disparos. Y ya fue imposible contener la situación; mis hombres se incorporaron de un salto y salieron corriendo calle abajo, y yo con ellos.

Por todas partes reinaban el caos y la confusión, todo el mundo empujaba, gritaba y se atrepellaba. Desde las ventanas volaban hacia nuestras cabezas toda clase de objetos: ladrillos, tinajas, leños, herramientas metálicas, tejas, asadores, peroles de estaño, cazuelas y botellas vacías. En un zaguán, sobre los peldaños de una escalera que llevaba a un sótano, había una mujer joven, encinta, que disparaba hacia la calle con un pistolón que cargaba una y otra vez. Uno se detuvo a mi lado y la apuntó. Después de aquello ya no vi nada, la luna llena había desaparecido tras las nubes, corríamos en medio de la oscuridad y por todas partes se oían gritos de aliento y exclamaciones desesperadas:

– ¡Mi caballo! ¿Dónde está mi caballo?

– ¡No tengas miedo! ¡Tú deja que se acerquen!

– ¿A dónde? ¿A dónde vamos? No veo más que nieve.

– ¡Dragones! ¡Hijos de Francia! ¡Resistid una vez más, cargad con las culatas!

– ¡Mi mochila!

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Haz un esfuerzo, tenemos que seguir!

– ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego!

– Aquí estoy. ¡Aquí!

– Estoy herido, no puedo más.

– ¡Que vienen!

– ¡Adelante! ¡Adelante!

En plena oscuridad recibí un golpe por la espalda que me derrumbó. Por un instante no sentí otra cosa que la nieve húmeda en la cara y un punzante dolor en la nuca. No sé qué me pasó a continuación. Aunque no perdí el conocimiento ni siquiera por un segundo, hay en mi recuerdo una amplia y oscura laguna.

Vuelvo a hallarme en manos de dos granaderos que me sostenían y me hacían avanzar. Sentía sed y violentos dolores en el brazo izquierdo, así como en la cabeza y en los dos hombros. Recuerdo que abrí fuego dos veces con mi pistola, pero no sé contra quién.

Eramos siete. Sólo dos de nosotros conservábamos aún nuestras armas, y casi todos estábamos heridos.

Ante nosotros, bien iluminada y abarrotada de gente, estaba la plaza del mercado.

Lanzamos gritos de júbilo y nos abrazamos, creyéndonos salvados y guarecidos al ver allí tres compañías de granaderos, formadas en cuadro, en posición de defensa, y en medio de ellas al coronel a caballo.

Parece ser que, tan pronto como comenzó la lucha, el regimiento se había visto escindido en tres partes. Una de ellas se batió aún durante un rato en las cercanías de la casa del prelado. Otra se defendía detrás de los setos y los árboles del jardín del hospital, que en el curso de la noche sería tomado al asalto por los guerrilleros, en unión de un grupo de revoltosos. Las tres compañías que se hallaban en la plaza del mercado estaban todavía en buenas condiciones y se decía que había que intentar abrirse paso para ganar el río.

Conservo en mi memoria sólo unos pocos momentos de la lucha que tuvo lugar a continuación. Recuerdo junto a mí a Donop dándome ánimos y ofreciéndome un trago de su botella. Más tarde me veo arrodillado detrás de un carro de aprovisionamiento, disparando con una carabina hacia la compacta masa de atacantes. A mi lado, un granadero bebía caldo frío en un tazón de barro.

Desde mi puesto veía las ventanas de mi casa. Estaban iluminadas; vi sombras de extraños deslizándose de aquí para allá por el cuarto, y, mientras disparaba, me acordé de que había dejado en mi mesa varios libros, novelas de amor francesas y un volumen de gacetillas alemanas.

Zumbidos, truenos, silbidos, descargas de mosquetes, griterío estridente, voces de mando, todo ello entremezclado con el incesante «¡Carajo! ¡Carajo!» de los españoles. Por mi lado pasaron llevando a Castel-Borckenstein inconsciente y con las botas cubiertas de sangre; detrás iba su asistente, que agitaba con gesto de furia su fusil descargado contra los españoles. Más allá, ante la puerta del mesón de La Sangre de Cristo, san Antonio, a la luz de las antorchas, alzaba sus manos pétreas atestiguando, entre el ruido y el alboroto de la lucha, que la concepción de María había sido inmaculada.

Inmediatamente después de la caída de Castel-Borckenstein, llegó la orden de retirada. Media compañía avanzó en filas cerradas hacia la calle de San Ambrosio. Tras ellos cabalgaba el coronel.

De repente lo vi tambalearse en la silla. Dos hombres se precipitaron a su lado para sostenerlo. Según parecía, no podía hablar, y movía las manos con vehemencia hacia los guerrilleros. A su alrededor se formó un tropel y poco después dejé de verlo. Dos o tres veces oí a Donop pedir a gritos una camilla.

Y entonces desapareció todo rostro de orden. Arrastrado por la corriente, fui a parar a la Calle de los Jerónimos. Estaba llena de gente que corría y chillaba, tratando todos de llegar antes que los demás a la orilla del río y al puente. Al cabo de poco la mayoría dio media vuelta y regresó hacia atrás, por motivos que ignoro. Donop seguía a mi lado. Mientras corría apretaba contra una herida de sable que tenía en la mejilla un trozo de tejido arrancado del forro de su guerrera. Así quedó su imagen en mi recuerdo hasta hoy.

Me acuerdo oscuramente de un breve combate cuerpo a cuerpo en las cercanías de la herrería destruida por el fuego. También se grabó en mi memoria un chorro de agua hirviendo que cayó justo a mis pies. Algunas gotas me alcanzaron una mano.

Cuando llegamos al río, encontramos el puente ocupado por la guerrilla. Algunos intentaron vadear o nadar hasta la otra orilla. Con el agua hasta los hombros, se debatían contra la corriente, pero el frío los paralizaba y uno tras otro fueron desapareciendo en las aguas. Desde el puente de piedra, los guerrilleros hacían fuego incesantemente contra nuestras filas con bombas de metralla.

Arrimados a las casas, regresamos corriendo por donde habíamos venido. Ya ninguno de nosotros pensaba en salvación o fuga. En nuestros corazones ya no había ni esperanza ni desesperación, sólo la muda decisión de resistir hasta el fin. No buscábamos una escapatoria al desastre, sino sólo un lugar donde pudiéramos luchar y morir cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre, puño contra puño.

Así llegamos a una calle estrecha y de piso irregular en la que yo nunca antes había estado. Allí fue donde cayó Donop. Pensé que habría resbalado en el suelo cubierto de hielo, y le tendí la mano para ayudarle; pero tenía un balazo en el cuello. Buscó a tientas mi mano y me entregó todo lo que poseía: un reloj de plata, dos paquetes de cartas, dos billetes de banco, unos cuantos napoleones de oro, una traducción suya de Suetonio apenas comenzada, una pequeña figura de plata con imágenes mitológicas grabadas en relieve y una botella de vino medio vacía. Un granadero que pasó corriendo encorvado bajo el peso de su mochila, a la que llevaba atadas sus botas, una cacerola de cobre y una ponchera de plata, se detuvo y lanzó una mirada codiciosa a las monedas de oro que tenía yo en la mano. Me lo guardé todo, pero la mayor parte la perdí dos minutos más tarde durante la huida. Sólo conservo aún el pequeño relieve de plata que representa a Venus y las Horas.

Seguíamos corriendo cuando de repente oímos un silbido penetrante que era contestado desde dos puntos diferentes. En ese mismo momento se nos hizo fuego por delante. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor.

A culatazos derribamos la puerta de la casa ante la que nos habíamos detenido. Subimos por una retorcida escalera de madera débilmente iluminada; una lámpara de aceite ardía en una hornacina debajo de un santo de escayola. La habitación en la que entramos debía de ser el almacén de un panadero o de un pastelero. Vimos sacos de harina, canastos de castañas o nueces, un barril lleno de huevos empacados en paja de avena y un cajón de chocolate sobre cuya tapa estaba escrito en letras negras: Pantin, rue Sainte-Anne à Marseille.

Dejamos la puerta abierta y cargamos nuestros fusiles. No tuvimos que esperar demasiado: ya oíamos los pasos de los españoles por la escalera.

Asomó una cabeza, de rostro huesudo y pelo corto y erizado. La reconocí de inmediato, era la del vendedor ambulante de especias de la esquina de la Calle de los Carmelitas. Levanté la pistola, pero alguien detrás de mí se me adelantó y abrió fuego. Otras figuras aparecieron y se lanzaron sobre nosotros, sonaron disparos, un hacha cayó sobre la mesa dirigida a mis dedos, el humo de la pólvora llenó la habitación.

Cuando pudimos ver claro otra vez, estábamos solos, pero sólo cuatro de nosotros nos manteníamos en pie. Desde la escalera nos llegó el ruido de una aparatosa caída. Volvimos a cargar nuestros fusiles. Cargamos también las armas de los dos caídos, y las dejamos sobre la mesa listas para ser usadas.

Uno de los granaderos se dirigió a mí y me recordó que hacía años habíamos sido compañeros de escuela. Me pidió una pizca de tabaco. Otro se sacó las botas, pues tenía los pies llagados por la carrera. Me sentía desfallecer de cansancio.

Entonces vinieron los guerrilleros por segunda vez.

Una bala me pasó zumbando junto a la oreja; detrás de mí algo cayó al suelo con estrépito. Oí maldiciones y gritos, alguien me agarró por las piernas, la mesa se volcó, una mano me cogió por la garganta y fui derribado.

– ¡Abran paso! -oí una voz desde la puerta mientras caía. Por encima de mi rostro quedó en suspenso un sable empuñado por una mano en alto; quedó eternamente en suspenso, sin abatirse sobre mí-. ¡He dicho que abran paso! -volví a oír la misma voz. Una luz deslumbrante me iluminó la cara, el sable desapareció y en su lugar vi inclinado sobre mí un penacho blanco y un capote escarlata.

Dos manos soltaron despacio mi garganta. La cabeza me cayó pesadamente hacia atrás, golpeándose violentamente contra el borde de un cajón.

– ¡Qué locura! ¡Seguir con el mismo disfraz! -sonó junto a mi oído-. ¡Cogedlo y llevadlo abajo!

Sentí que me elevaban en el aire.

– ¿Es que no os dije ya en su momento -oí- que corríais el peligro de no ser reconocido por mis hombres?

Quise abrir los ojos, pero no me fue posible. Sentí en la cara el impacto del viento frío y húmedo. Alguien me echó un capote encima. Sentí un balanceo, me parecía estar aún en el río, sentado en el bote junto a la Monjita, las aguas arrastraban grandes trozos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y desde la orilla se oía a los sauces zumbar al viento.

Luego, de repente, cesó el movimiento, ya no sentía balanceo alguno, yacía blandamente sobre alfombras o mantas.

– ¿A quién diablos me trae, capitán? -oí una voz quejosa y malhumorada.

– Al marqués de Bolibar -fue la respuesta.

De nuevo un rayo de luz cayó sobre mi cara. Oí murmullos y pasos leves que se alejaban. Una puerta se cerró.

Me dormí.

El marqués de Bolibar

Cuando me desperté estaba muy avanzado el día.

Amodorrado, antes de poder abrir los ojos tuve la incierta sensación de que la habitación estaba abarrotada de gente que me contemplaba en silencio. Me pareció oír su respiración y el roce de sus capotes. Después, cuando estuve del todo despierto, vi a tres personas que salían furtivamente del cuarto, cada una de ellas haciéndole a las otras señas de que no pisaran demasiado fuerte y desapareciesen sin hacer ruido.

En la habitación quedaron sólo dos personas: el capitán inglés de los fusileros de Northumberland, que estaba de pie delante de mi cama cubierto con su capote escarlata y con los brazos cruzados, y el Tonel, que estaba sentado detrás de la estufa.

Cuando le vi, volvieron a mi mente de inmediato los sucesos del día anterior, que el sueño me había hecho olvidar: el asalto de la guerrilla, la muerte del coronel, de Donop y de Castel-Borckenstein, el desastre que se había abatido sobre ambos regimientos. Un asombro sin límites ante el hecho de que siguiera vivo se apoderó de mí, y justo después me sobrevino un terror paralizante al verme frente a frente con mi mortal enemigo el Tonel. Pero aquel miedo no duró más que un instante, y en el siguiente me vino a la mente una idea que me llenó de profunda serenidad: no tenía derecho a ser el último del regimiento que quedara con vida. ¿Y podría desear algo mejor que seguir a mis camaradas a la muerte?

– Se ha despertado -oí decir al oficial inglés.

El Tonel profirió con su voz ronca algo que sonó como un gemido. Sus piernas, vivamente iluminadas por las llamas de la estufa y extendidas encima de una silla, estaban estrechamente envueltas en paños, pues aquel hombre había sufrido siempre de gota. Tenía el brazo izquierdo vendado desde el codo hasta el hombro.

– Mis respetos, señor marqués -gimió, mientras se frotaba con un trozo de pizarra el gotoso tobillo-. ¿Cómo está la salud de su excelencia?

Lo miré creyendo que se estaba burlando de mí.

– No ha sido cosa fácil dar con vos -informó el capitán-. Ha sido una casualidad, señor marqués, la que me ha proporcionado el honor de poneros a salvo.

Salté de la cama. Me daba cuenta ahora, con asombro, de los extraños caminos por los que el destino me conducía de vuelta a la vida. Sentí un escalofrío al pensar que yo, su asesino, tendría que hacer el papel del marqués de Bolibar. Y resolví poner fin de inmediato a aquella horrible fantasmagoría.

– Yo no soy el que ustedes piensan -le dije al capitán, forzándome a mí mismo a mirarle a la cara-. El marqués de Bolibar está muerto desde hace tiempo. Soy un oficial alemán de las tropas de la Liga de Renania.

Me sentí aliviado tras aquella confesión, y esperé con calma mi destino.

El inglés miró primero al Tonel y luego a mí. Sonrió.

– Claro, claro, un oficial alemán -dijo-. Ya lo sé. Precisamente el mismo oficial que hace unos días se asomó por la casa de campo del señor marqués, justo una media hora después de su desaparición. Un extraño azar, del cual me ha puesto en conocimiento vuestro mayordomo, señor marqués. Ha estado aquí esta mañana mientras vos dormíais.

– ¡Maldita sea! Tengo las piernas que parecen un alfiletero -terció el Tonel-. Nadie se imagina lo que llega a doler y a pinchar esto.

– ¡Esta usted en un error, mi capitán! -exclamé-. Soy el teniente Jochberg del regimiento de Nassau.

– Claro, claro, del extinto regimiento de Nassau. De todos los soldados del Emperador, en estos momentos sois sin duda el más extraño, señor marqués.

– ¿Soldados del Emperador? -gritó furioso el Tonel. Intentó ponerse en pie, pero en seguida volvió a caer en su silla con un gemido de dolor-. ¿Los llama usted soldados? Eran unos crápulas, fanfarrones, jugadores, borrachos, embusteros, libertinos y ladrones sacrilegos… Dios es justo, y su sentencia legítima.

Un dolor sordo y una rabia hirviente hicieron presa de mí cuando oí al Tonel insultar con semejantes palabras a mis camaradas muertos. Quise abalanzarme sobre él y estrangularlo con mis propias manos, pero entre ambos estaba el oficial inglés.

– Ustedes me toman por el marqués de Bolibar -dije, una vez que hube refrenado mi ira-, pero el marqués era un anciano y yo soy joven, tengo dieciocho años.

El Tonel profirió una risa semejante a un balido.

– Dieciocho años. Hermosa edad, en verdad. El cerero de enfrente de la iglesia -vos lo conocíais, señor marqués, era tan flaco que parecía que su madre al traerlo al mundo hubiera mirado demasiado un palo de escoba- tenía cincuenta años cuando se casó por tercera vez, y para la boda se tiñó el pelo de un castaño tan hermoso como el que lucíais vos ayer. Parecía que tuviera dieciocho años. Lástima de grasa de cabra, de pomada y de cera que habéis despilfarrado, señor marqués. No os ha alcanzado más que para una sola noche.

Volvió a reír y señaló con la mano hacia un espejo roto que había en la pared. Al ver mi imagen me asusté, no podía dar crédito a mis ojos: los horrores de la noche pasada me habían encanecido el cabello por completo, y ahora lo tenía blanco como la nieve, blanco como el de un anciano.

– Hacéis mal, señor marqués -sonó junto a mi oído la voz del capitán-, hacéis mal en intentar huir del mundo oculto tras vuestra máscara. Os habéis empeñado en una causa alta y noble. El cielo ha estado de vuestro lado, y habéis triunfado. No deberíais despreciar la gloria que os confiere vuestra hazaña ni rechazar la gratitud que os debemos todos nosotros, vuestra patria y la causa de la libertad.

No sé cómo sucedió aquel extraño fenómeno. Me hallaba ante el espejo, mirándome, y ya no me veía a mí mismo, sino la imagen de un anciano desconocido de cabellos blancos. Y entonces sentí un estremecimiento, y de modo peregrino e inexplicable se despertaron en mí los pensamientos de otro; su hazaña, su voluntad, su resolución habitaban en mí, y todo aquello me poseyó y me hizo vibrar con un fiero escalofrío de triunfo. Era como si el alma del asesinado hubiera resurgido en mí, como si luchase con la mía, la de su asesino, y la subyugara. Grande y terrible, el marqués de Bolibar me sometía. Intenté aún resistirme a su dominio, quise volver a mí, evoqué la imagen de mis camaradas muertos, me forcé a pensar en ellos, en Donop, Eglofstein, Brockendorf… pero no acudían, sus figuras se quedaban en las tinieblas, había olvidado el sonido de sus voces, y cuando quise llamarlos por sus nombres en mi interior, surgieron en mí palabras ajenas, palabras crueles, las palabras del Tonel, como si fueran las mías:

– Fanfarrones, libertinos, borrachos, ladrones sacrilegos… -gritó algo en mi interior-. Dios es justo y su sentencia legítima.

Y tuve la sensación de que la aniquilación del regimiento había sido desde el principio mi voluntad, como si la hubiese decidido en mi fuero interno, en favor de una causa grande y noble. En mí había una tempestad, el corazón me palpitaba fuertemente, sentía bramar y tronar en mis sienes, y me sentí tambalear ante la grandeza de aquel momento.

El Tonel me miraba como si esperase una palabra de mi boca. Pero yo guardé silencio.

– Dejadme deciros una cosa, señor marqués -comenzó-. Ya sé que despreciáis la guerra y tenéis en poco la gloria que los soldados valientes adquieren en batallas y combates. Recuerdo que dijisteis: «Un pobre mozo de labranza que en su simpleza se limita a arar su campo, tiene más gloria que los mariscales y los generales». Esta noche la he pasado pensando en muchas cosas, pues el dolor no me ha dejado dormir. Una bala de mortero me ha destrozado el brazo, y si se presenta la gangrena… Los soldados somos mártires, en nada distintos a Santiago, san Ciríaco o san Marcelino. Mártires tal vez de Dios o tal vez del diablo, ¿quién lo sabe? ¿Por qué luchamos? ¿Por qué damos nuestra sangre? ¿Por Dios? En este mundo somos todos ciegos como topos, y no sabemos cuál es la verdadera voluntad de Dios. ¿Acaso por la propia bolsa? Señor marqués, los soldados somos como los carpinteros de Noé, que construyeron el arca para todas las bestias y luego acabaron ahogándose. ¿Por el bien de la patria? Esta tierra, señor marqués, lleva mil años empapándose en sangre. Pero una batalla de hace cien años, ¿a quién no le parece totalmente inútil? Entonces, ¿para qué las luchas, las marchas, los trabajos, las penalidades, el hambre, los peligros, las heridas una y otra vez? ¿Qué queda de todo ello? Os lo voy a decir, señor marqués: queda la gloria. Camino por las calles de una ciudad que no es la mía y los hombres se susurran al oído mi nombre, las madres levantan en brazos a sus hijos, los ciudadanos salen corriendo de sus casas para verme, y en las ventanas se apiñan las cabezas. Y cuando un día, viejo y cansado, me arrastre a cuatro patas hasta el convento, el resplandor de mi nombre, señor marqués… ¡Maldita sea, ya está aquí otra vez! ¡Dios me proteja! ¡Estoy perdido!

Enmudeció. Una mujer vieja y fea había entrado en la habitación con una palangana llena de agua caliente y unos paños en las manos. El oficial de Northumberland tomó su sombrero de la mesa en cuanto la vio y desapareció de inmediato.

– ¡Necio, bruto, holgazán! -refunfuñó la mujer aplicando el agua y los paños al brazo herido del Tonel-. Sigues ahí sentado lamentándote. Otros traen oro a sus casas, pero tú nunca traes más que dos onzas de plomo.

– ¡Déjame en paz! -gimió el Tonel bajo las manos de la mujer-. ¡No me amargues la vida! He ganado una gran batalla.

– ¿Una gran batalla? -chilló la vieja, agitando furiosa los paños-. ¿Y para qué, si puede saberse? Para que el mismo rey, y no otro, nos ponga el año que viene más impuestos sobre el pan, la manteca, el queso y los huevos.

– ¡Cállate! -exclamó el Tonel-. Tú ocúpate de tu escoba y no te metas en mis asuntos. ¿Es que no reconoces a su excelencia el señor marqués?

– ¡Excelencia y eminencia y reverencia y pestilencia! Siempre tienes que meterte donde reparten palos. El día que el turco expulse a los tártaros, tú andarás por medio.

– ¡Ay de mí! -gimió el Tonel-. Llevo diecisiete años soportando a esta mujer con el sudor de mi frente. Cada día se vuelve peor. Su malicia hay que medirla por quintales.

– La ciudad entera sabe que mi marido es un haragán -gritó la mujer-. No quiere trabajar y anda vagando por el país. Se ve que tiene miedo de que se le estropeen las leznas y el punzón si se pone a trabajar.

– ¡Señor! -dijo el Tonel con un suspiro hondo y doloroso-. ¡Líbrame de todo mal!

Después de salir de la habitación, mientras bajaba por la escalera, seguí oyendo la voz quejumbrosa del caudillo guerrillero y el rezongar de su mujer. Ante la casa estaban sentados algunos oficiales insurgentes, comiéndose un carnero asado a la sombra de una higuera. Cuando pasé, se pusieron en pie, silenciosos.

En las calles reinaba una animación bulliciosa, cada cual se dedicaba a sus actividades y nada hacía pensar que el día anterior la ciudad había sido el teatro de la desesperada lucha a muerte de dos regimientos. Los castañeros estaban sentados en sus sillas de madera de alcornoque, los tenderos exponían sus mercancías, carretillas con carbón de leña cruzaban las calles, los arrieros arreaban sus mulas ante los ojos de los compradores, los barberos ofrecían sus servicios, un carmelita repartía estampas de santos y escapularios, y por todas partes resonaban los gritos de las aldeanas que ofrecían distintas clases de alimentos:

– ¡Leche! ¡Leche de cabra! ¡Leche caliente! ¿Quién la quiere?

– ¡Cebollas de Murcia! ¡Nueces de Vizcaya! ¡Ajos! ¡Habichuelas! ¡Aceitunas sevillanas!

– ¡Vino! ¡Vino tinto! ¡Vino de Valdepeñas!

– ¡Toda clase de embutidos! ¡Salchichones! ¡Longanizas! ¡Chorizos! ¡Auténticos embutidos de Extremadura!

Pero adonde quiera que yo fuese, el ajetreo enmudecía. La gente con prisa se detenía y se hacía a un lado dejándome paso, y me seguía con miradas llenas de asombro, respeto y silenciosa veneración.

No era yo, sino el difunto marqués de Bolibar quien andaba por las calles de su ciudad. Vi a lo lejos los viñedos y los campos: mi paisaje, mi tierra, exclamó algo jubilosamente dentro de mí. Para mí crecen las viñas, para mí se cubren de verdor esos pastos, es mío todo lo que abarca este cielo, y con embriaguez en el corazón, profundamente transformado, soñando, heredero por una hora de aquella tierra, anduve lentamente hacia el exterior de la ciudad.

Ante la muralla había un grupo de guerrilleros. Y uno de ellos abrió ante mí de par en par las puertas y me saludó, inclinando la cabeza hacia el suelo:

– ¡Ave María Purísima!

Y por mi boca una voz ajena pronunció palabras ajenas:

– ¡Sin pecado concebida!

***